El Retrato de Dorian Gray
El Retrato de Dorian Gray
El Retrato de Dorian Gray
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Oscar Wilde
ePub r1.6
Titivillus 16.08.2021
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Título original: The Picture of Dorian Gray
Oscar Wilde, 1890
Traducción: Beatriz Torreblanca
Ilustraciones: Javier de Isusi
Retoque de portada: Moroco
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Un recuerdo especial para Banshee, primer editor digital de este
aporte.
Siempre estarás en mi corazón.
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PREFACIO
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La diversidad de opiniones sobre una obra de arte demuestra que la obra es nueva,
compleja y vital.
Cuando los críticos difieren, el artista está en armonía consigo mismo.
Podemos perdonar a un hombre por hacer algo útil siempre que no lo admire. La
única excusa para hacer algo inútil es que uno lo admire intensamente.
Todo arte es completamente inútil.
Óscar Wilde
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CAPÍTULO I
La fragancia de las rosas llenaba el estudio y, al soplar entre los árboles del jardín la
suave brisa estival, entraba por la puerta abierta el fuerte olor de las lilas o el perfume
más sutil del rosado espino en flor.
Desde el rincón del diván de tapizado persa sobre el que yacía fumando, según su
costumbre, innumerables cigarros, lord Henry Wotton vislumbraba el resplandor de
las doradas flores, dulces como la miel, de un laburno cuyas temblorosas ramas
parecían ceder bajo el peso de su incendiaria belleza. De tanto en tanto, fantásticas
sombras de pájaros cruzaban con fugaz vuelo las largas cortinas de seda y tusor,
corridas ante el amplio ventanal, produciendo una suerte de momentáneo efecto
japonés que le hacía pensar en esos pálidos pintores de Tokio, con rostros de jade,
que a través de un arte necesariamente inmóvil intentan transmitir la sensación de
movimiento y velocidad. El murmullo cansino de las abejas abriéndose paso entre la
alta hierba sin segar, o revoloteando con monótona insistencia entre las polvorientas
bayas doradas de la extendida madreselva, volvía la calma aún más opresiva. El débil
fragor de Londres era como la apagada nota de un órgano en la distancia.
En el centro del cuarto, sujeto a un caballete en vertical, estaba el retrato de
cuerpo entero de un joven de extraordinaria belleza, y frente a éste, un poco más allá,
se hallaba sentado el propio artista, Basil Hallward, cuya repentina desaparición unos
años antes había causado, en su momento, una gran conmoción pública, levantando
tantas y tan extrañas conjeturas.
Al mirar el pintor la amable y gentil figura que había plasmado su arte con tanta
destreza, una sonrisa de placer cruzó su rostro y pareció a punto de detenerse en él.
Pero de súbito se estremeció y, cerrando los ojos, apoyó los dedos sobre los párpados
como si tratase de retener en la mente un extraño sueño, del que temiese despertar.
—Ésta es tu mejor obra, Basil, lo mejor que has hecho nunca —dijo lord Henry
lánguidamente—. Deberías enviarla a la Grosvenor[1] el año próximo. La Academia
es demasiado grande y vulgar. Siempre que he ido allí, o había tanta gente que me
impedía ver los cuadros, lo que es terrible, o había tantos cuadros que me impedían
ver a la gente, lo que es peor aún. Realmente la Grosvenor es el único sitio.
—No creo que lo envíe a ninguna parte —contestó el pintor echando la cabeza
hacia atrás con ese ademán tan peculiar que solía provocar la risa de sus amigos en
Oxford—. No. No lo enviaré a ninguna parte.
Lord Henry enarcó las cejas y lo miró con asombro a través de las finas espirales
de humo azul que se elevaban, enroscándose caprichosamente, de su grueso cigarrillo
de opio.
—¿A ninguna parte? Pero ¿por qué, amigo mío? ¿Tienes alguna razón? ¡Qué
raros sois los pintores! Hacéis cualquier cosa con tal de obtener la fama. Y en cuanto
la tenéis, parece como si quisierais desperdiciarla. Es absurdo por tu parte, ya que
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sólo hay una cosa en este mundo peor que el que hablen de uno, y es que no lo hagan.
Un retrato como éste te colocaría muy por encima de todos los jóvenes de Inglaterra,
y provocaría la envidia de los viejos, si es que los viejos pueden sentir emoción
alguna.
—Sé que te reirás de mí —replicó el pintor—, pero realmente no puedo
exponerlo. He puesto demasiado de mí mismo en él.
Lord Henry se estiró sobre el diván y rió.
—Sabía que lo harías. Pero en cualquier caso es la pura verdad.
—¡Demasiado de ti mismo! Te aseguro, Basil, que no te suponía tan vanidoso. Y
la verdad es que no encuentro parecido alguno entre tú, con esa cara robusta y
contundente y el pelo negro como el carbón, y este joven Adonis que se diría hecho
de marfil y pétalos de rosa. Porque, mi querido Basil, él es un Narciso mientras que
tú… Bueno, claro que tienes una expresión intelectual, y todo eso. Pero la belleza, la
verdadera belleza, acaba allí donde empieza una expresión intelectual. El intelecto es
una forma de exageración en sí mismo y destruye la armonía de cualquier rostro. En
el momento en que uno se sienta a pensar, se vuelve todo nariz, o todo frente, o
cualquier otro espanto. Mira a los hombres de éxito en cualquier rama del saber. ¡Son
completamente horribles! Excepto en la Iglesia, por supuesto. Pero es que en la
Iglesia no se piensa. Un obispo sigue repitiendo a los ochenta años lo que le
enseñaron a decir cuando era un muchacho de dieciocho, y como consecuencia
natural siempre conservará un aspecto absolutamente encantador. Tu misterioso y
joven amigo, cuyo nombre aún no me has dicho, pero cuyo retrato realmente me
fascina, no piensa jamás. Estoy completamente seguro. Es una hermosa criatura sin
cerebro que debería estar aquí siempre en invierno, cuando no quedan flores por
contemplar, y también en verano, cuando necesitamos algo que nos refresque la
inteligencia. No te adules a ti mismo, Basil: no te pareces a él en absoluto.
—No me has entendido, Harry —contestó el artista—. Claro que no me parezco a
él. Lo sé perfectamente. De hecho, sentiría ser como él. ¿Te encoges de hombros? Te
estoy diciendo la verdad. Hay algo fatal en toda distinción física e intelectual, el tipo
de fatalidad que parece perseguir a través de la historia los pasos vacilantes de los
reyes. Es mejor no ser distinto a tus semejantes. Los feos y los estúpidos tienen la
mejor parte en este mundo. Pueden sentarse tranquilamente y contemplar la
representación con la boca abierta. Si nada saben de victorias, al menos se libran de
conocer la derrota. Viven como deberíamos hacerlo todos: en paz, indiferentes y sin
ninguna inquietud. Ni causan la ruina de otros, ni la reciben de manos ajenas. Tu
rango y tu fortuna, Harry; mi talento, tal como es; mi arte, sea cual sea su valor; la
belleza de Dorian Gray… Todos nosotros estamos abocados a sufrir por lo que los
dioses nos han otorgado, a sufrir terriblemente.
—Dorian Gray; ¿se llama así? —preguntó lord Henry cruzando el estudio hacia
Basil Hallward.
—Sí, ése es su nombre. No pensaba decírtelo.
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—Pero ¿por qué?
—Oh, no sabría explicarlo. Cuando siento por alguien un inmenso aprecio, nunca
le digo su nombre a nadie. Es como renunciar a una parte de esa persona. He
aprendido a amar los secretos. Parecen ser lo único capaz de prestarle cierto misterio
o fantasía a la vida moderna. Lo más banal resulta delicioso con sólo esconderlo.
Ahora, cuando salgo de la ciudad, nunca le digo a nadie adonde voy. Si lo hiciera,
perdería para mí todo su encanto. Una costumbre absurda, me atrevería a decir, pero
que, de algún modo, le da a tu propia vida un alto componente de romanticismo.
Supongo que te parecerá increíblemente necio por mi parte.
—En absoluto —dijo lord Henry—, en absoluto, mi querido Basil. Pareces
olvidar que estoy casado, y el único atractivo del matrimonio es que convierte una
vida de engaños en algo indispensable para ambas partes. Yo jamás sé dónde está mi
mujer, y ella nunca sabe lo que estoy haciendo. Cuando nos vemos —lo hacemos de
tarde en tarde, cuando comemos fuera juntos o visitamos al duque—, nos contamos
las historias más absurdas con la más seria de las caras. A mi mujer se le da muy
bien, de hecho mucho mejor que a mí. Nunca confunde sus citas, mientras que yo
siempre lo hago; pero cuando me descubre, jamás lo convierte en un motivo de
disputa. Yo a veces desearía que lo hiciera; pero ella se limita a reírse de mí.
—Detesto la forma en que hablas de tu vida conyugal, Harry —dijo Basil
Hallward yendo hacia la puerta que daba al jardín—. Creo que en realidad eres muy
buen marido, pero que te avergüenzas de tus propias virtudes. Eres un hombre
extraordinario. Nunca hablas de moralidad, y nunca haces nada impropio. Tu cinismo
no es más que una pose.
—La naturalidad no es más que una pose, y la más irritante de las que conozco —
exclamó lord Henry riendo; y los dos jóvenes salieron juntos al jardín y se instalaron
cómodamente en un largo banco de bambú, a la sombra de un alto macizo de laurel.
El sol reverberaba en las pulidas hojas. Blancas margaritas temblaban entre la hierba.
Tras una pausa, lord Henry sacó su reloj.
—Me temo que debo marcharme, Basil —murmuró—, pero antes insisto en que
contestes a una pregunta que te hice hace un rato.
—¿A qué te refieres? —dijo el pintor sin dejar de mirar al suelo.
—Lo sabes muy bien.
—No lo sé, Harry.
—En ese caso yo te lo diré. Quiero que me expliques por qué te niegas a exponer
el retrato de Dorian Gray. Quiero la verdadera razón.
—Ya te lo he dicho.
—No, no es cierto. Dijiste que era porque habías puesto demasiado de ti mismo
en él. Vamos, eso es ridículo.
—Harry —dijo Basil Hallward mirándolo directamente a los ojos—, todo retrato
pintado con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo. El modelo es un
mero accidente, una coyuntura. El pintor no revela al modelo; es más bien el pintor
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quien se revela a sí mismo en el lienzo pintado. La razón de que haya decidido no
exponer ese cuadro es que temo haber mostrado en él el secreto de mi propia alma.
Lord Henry rió.
—¿Y qué secreto es ése? —preguntó.
—Te lo diré —dijo Hallward; pero una expresión de perplejidad cruzó su rostro.
—Soy todo oídos, Basil —insistió mirándole su compañero.
—¡Oh! Realmente hay muy poco que decir, Harry —contestó el pintor—; y me
temo que no lo entenderás. Puede que ni tan siquiera me creas.
Lord Henry sonrió e, inclinándose, arrancó de la hierba una margarita de rosados
pétalos. La examinó.
—Estoy completamente seguro de que lo entenderé —replicó observando atento
el pequeño disco, dorado y con pelusa blanca—, y en cuanto a creer, puedo creer
cualquier cosa siempre que resulte absolutamente increíble.
El viento agitó las flores en los arbustos, y las pesadas lilas, con sus racimos de
estrellas, se balancearon en el aire lánguido. Una cigarra cantó junto a la tapia y,
como un hilo azul, una larga y delgada libélula pasó flotando con sus alas de oscura
gasa. A lord Henry le pareció escuchar los latidos del corazón de Basil Hallward, y se
preguntó qué vendría después.
—La historia es sencillamente como sigue —dijo el pintor al cabo de un rato—.
Hace dos meses asistí a una reunión en casa de lady Brandon. Ya sabes que nosotros,
pobres artistas, tenemos que dejarnos ver en sociedad de tanto en tanto, lo suficiente
como para recordarle al público que no somos unos salvajes. Con un frac y una
corbata blanca, como una vez dijiste, cualquiera, hasta un agente de bolsa, puede
lograr que se le califique de civilizado. Pues bien, llevaba ya en la sala unos diez
minutos, conversando con inmensas viudas arregladas excesivamente y con aburridos
académicos, cuando de pronto sentí que alguien me observaba. Me volví y vi a
Dorian Gray por primera vez. Cuando nuestros ojos se encontraron, sentí que
palidecía. Me sobrecogió una extraña sensación de terror. Comprendí que estaba
frente a alguien cuya simple personalidad era tan fascinante que, de habérselo
permitido, absorbería por completo mi naturaleza, toda mi alma, la propia esencia de
mi arte. Yo no deseaba ninguna influencia externa en mi vida. Ya sabes, Harry, lo
independiente que soy por naturaleza. Siempre he sido mi propio maestro; o al menos
siempre había sido así, hasta que conocí a Dorian Gray. Entonces… Pero no sabría
explicarlo. Algo parecía decirme que estaba a punto de sufrir una terrible crisis vital.
Tuve el extraño presentimiento de que el destino me reservaba exquisitos goces y
refinados pesares. Sentí miedo y me dispuse a abandonar la sala. No era la conciencia
lo que me impulsaba a hacerlo; era una especie de cobardía. Aún no puedo creer que
intentase escapar.
—La conciencia y la cobardía son realmente lo mismo, Basil. La conciencia es la
marca de la empresa. Eso es todo.
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—No estoy de acuerdo, Harry, y estoy convencido de que tú tampoco. No
obstante, fuese cual fuese el motivo que me impulsó a hacerlo, y es posible que fuese
el orgullo, ya que entonces yo era muy orgulloso, intenté abrirme paso hacia la
puerta. Una vez allí, por supuesto, tropecé con lady Brandon. «No pensará
abandonarnos tan pronto, señor Hallward», chilló. Ya sabes lo estridente que es su
voz.
—Sí, es un pavo real en todo excepto en la belleza —dijo lord Henry deshojando
la margarita con sus largos y nerviosos dedos.
—No pude librarme de ella. Me presentó a miembros de la realeza, a personajes
con Estrellas y Jarreteras, y a señoras maduras con diademas gigantescas y nariz de
loro. Habló de mí como de su amigo más querido. Nos habíamos visto sólo una vez
con anterioridad, pero se había empeñado en promocionarme. Creo que uno de mis
cuadros había tenido un gran éxito en aquel momento, al menos se había hablado de
él en los periódicos baratos, lo que en el siglo XIX supone alcanzar la inmortalidad.
De repente, me encontré frente a frente con el joven cuya personalidad me había
conmovido tan profundamente. Estábamos muy cerca, casi rozándonos. Nuestros ojos
volvieron a encontrarse. Fue una temeridad por mi parte, pero le pedí a lady Brandon
que nos presentase. Quizá no fuese tan temerario, después de todo. Era sencillamente
inevitable. Nos hubiésemos hablado aun sin mediar presentación alguna. Estoy
convencido de ello. Eso mismo me dijo Dorian más tarde. También él había sentido
que estábamos destinados el uno al otro.
—¿Y cómo describió lady Brandon a ese maravilloso joven? —preguntó su
compañero—. Sé que tiene la manía de hacer un breve précis de todos sus invitados.
Recuerdo una vez que me arrastró hasta un anciano y colorado caballero, de aspecto
truculento y cubierto de insignias y condecoraciones, mientras silbaba en mi oreja
con un trágico susurro, que debió de resultar perfectamente audible a todos los
presentes, los detalles más asombrosos. Sencillamente huí. Me gusta conocer a las
personas por mí mismo. Pero lady Brandon trata a sus huéspedes como un subastador
a sus mercancías. O lo aclara todo acerca de ellos, o cuenta todo excepto lo que uno
quisiera realmente saber.
—Pobre lady Brandon. Eres demasiado duro con ella, Harry —dijo Hallward
lánguidamente.
—Mi querido amigo, ha pretendido fundar un salón y sólo ha conseguido abrir un
restaurante. ¿Cómo iba a admirarla? Pero dime, ¿qué dijo de Dorian Gray?
—¡Oh! Algo así como: «Un muchacho encantador… Su pobre madre y yo
éramos completamente inseparables. He olvidado a qué se dedica… Me temo que a
nada en particular… Ah, sí, toca el piano… ¿O es el violín, mi querido señor Gray?»
Ninguno de los dos pudimos contener la risa, y al momento éramos amigos.
—La risa no es un mal comienzo para la amistad, y es con mucho su mejor final
—dijo el joven lord arrancando otra margarita.
Hallward denegó con la cabeza.
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—Tú no entiendes lo que es la amistad, Harry —murmuró—, ni la enemistad,
puestos al caso; a ti te gusta todo el mundo, es decir, la gente te resulta indiferente.
—¡Qué injusto eres conmigo! —exclamó lord Henry ladeándose el sombrero y
levantando la vista hacia las ligeras nubes que, como enmarañadas madejas de blanca
y brillante seda, flotaban en el profundo azul turquesa del cielo estival—. Sí.
Terriblemente injusto. Yo establezco una gran diferencia entre la gente. Elijo a mis
amistades por su buen aspecto, a mis conocidos por su buen carácter, y a mis
enemigos por su intelecto. Todas las precauciones son pocas cuando se trata de elegir
enemigos. Yo no tengo ni uno solo que sea estúpido. Todos ellos son hombres de
cierto talento intelectual y, en consecuencia, todos me aprecian. ¿Resulta muy
pedante por mi parte? Yo creo que sí.
—Eso mismo diría yo, Harry. Pero según esa categoría, yo debo de ser un simple
conocido.
—Mi querido y viejo Basil, tú eres mucho más que un conocido.
—Y mucho menos que un amigo. Una especie de hermano, supongo.
—¡Hermanos! No me gustan los hermanos. Mi hermano mayor se empeña en no
morirse, y los más pequeños parecen decididos a seguir su ejemplo.
—¡Harry! —exclamó Hallward frunciendo el ceño.
—Amigo mío, no hablo del todo en serio. Pero no puedo evitar el detestar a mis
parientes. Supongo que proviene del hecho de que ninguno de nosotros soporta que
otras personas tengan sus mismos defectos. Simpatizo por completo con la
indignación de la democracia inglesa ante lo que llaman vicios de las clases altas. Las
masas sienten que la embriaguez, la estupidez y la inmoralidad deberían ser
propiedad exclusiva suya, y que si alguno de nosotros se pone en ridículo está
cazando en su coto privado. Cuando el pobre Southwark compareció ante el Tribunal
de Divorcios, la indignación de las masas fue absolutamente magnífica. Y eso que
dudo que el diez por ciento del proletariado lleve una vida correcta.
—No comparto una sola palabra de lo que has dicho y, es más, Harry, estoy
seguro de que tú tampoco.
Lord Henry se frotó la puntiaguda barba y golpeó el extremo de una de sus botas
de charol con el bastón de ébano adornado con borlas.
—¡Qué inglés eres, Basil! Es la segunda vez que haces esa observación. Cuando
le expones una idea a un verdadero inglés —lo que siempre resulta imprudente—,
jamás sueña ni en plantearse si ésta es correcta o equivocada. Lo único que considera
importante es si uno cree en ella. Ahora bien, el valor de una idea no tiene
absolutamente nada que ver con la sinceridad del que la expresa. De hecho, lo
probable es que cuanto menos sincera sea la persona, más puramente intelectual sea
la idea, ya que en ese caso no estará impregnada de sus carencias, deseos o prejuicios.
Sin embargo, no me propongo discutir contigo de política, sociología o metafísica.
Me gustan más las personas que los principios, y lo que más me gusta en este mundo
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son las personas sin principios. Pero cuéntame más de Dorian Gray. ¿Con cuánta
frecuencia lo ves?
—A diario. Me sentiría un infeliz si no lo viese a diario. Tengo una absoluta
necesidad de él.
—¡Es extraordinario! Pensaba que jamás podría importarte nada excepto tu arte.
—Ahora él es todo mi arte —dijo el pintor gravemente—. A veces pienso, Harry,
que sólo hay dos acontecimientos de verdadera importancia en la historia del mundo.
El primero es la aparición de un nuevo medio para el arte, y el segundo la aparición
de una nueva personalidad, también para el arte. ¡Lo que fue la invención de la
pintura al óleo para los venecianos, lo que fue el rostro de Antínoo para la escultura
griega, lo que el rostro de Dorian Gray será algún día para mí! No es sólo que pinte,
dibuje y haga bocetos suyos. Naturalmente que he hecho todo eso. Pero él es para mí
mucho más que un modelo. No te digo que esté insatisfecho con la obra que he hecho
sobre él, o que su belleza sea tal que el arte no pueda expresarla. No hay nada que el
arte no pueda expresar, y yo sé que el trabajo que he realizado desde que conocí a
Dorian Gray es una buena obra, la mejor que he hecho nunca. Pero por alguna
extraña razón —me pregunto si me entenderás— su personalidad me ha sugerido una
forma de arte completamente nueva, un tipo de estilo absolutamente innovador. Veo
las cosas distintas, pienso en ellas de distinta forma. Ahora puedo recrear la vida de
una manera que antes me había estado completamente oculta. «Un sueño de formas
en tiempos dominados por el pensamiento», ¿quién lo dijo? No lo recuerdo: pero eso
es lo que Dorian Gray ha sido para mí. La sola presencia física de ese muchacho —
porque me parece poco más que un muchacho, aunque en verdad tiene más de veinte
años—, su sola presencia física, ¡ah! ¿Eres capaz de comprender lo que eso significa?
Inconscientemente, él define para mí las líneas de una nueva escuela, una escuela que
reúne toda la pasión del espíritu romántico, toda la perfección del espíritu que hay en
lo griego. La armonía del cuerpo y el alma. ¡Cuánto significa eso! Nosotros, en
nuestra demencia, hemos separado las dos cosas inventando un realismo vulgar, un
ideal vacío. ¡Harry! ¡Si supieras lo que significa para mí Dorian Gray! ¿Recuerdas
ese paisaje por el que Agnew me ofreció tan alta suma, pero del que no quise
desprenderme? Es una de mis mejores obras. ¿Y por qué? Porque mientras la pintaba
Dorian Gray estaba a mi lado. Alguna sutil influencia pasó de él a mí, y por primera
vez en mi vida descubrí en un simple bosque la maravilla que siempre había buscado
y que hasta entonces había escapado a mi percepción.
—Pero eso es extraordinario, Basil. Debo conocer a Dorian Gray.
Hallward se levantó y paseó de un lado a otro del jardín. Regresó al cabo de un
rato.
—Harry —dijo—, Dorian Gray es sólo una fuente de inspiración para mí. Puede
que tú no veas nada en él. Yo lo veo todo. Nunca está tan presente en mi obra como
cuando no tengo frente a mí ninguna imagen suya. Es algo que me sugiere, como ya
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he dicho, un nuevo estilo. Lo encuentro en las curvas de ciertas líneas, en la
hermosura y sutileza de ciertos colores. Eso es todo.
—Entonces, ¿por qué te niegas a exponer su retrato? —preguntó lord Henry.
—Porque, sin yo quererlo, he puesto en él parte de esa extraña idolatría artística
de la que, naturalmente, nunca he querido hablarle. Él no sabe nada de esto. Y nunca
lo sabrá. Pero el mundo podría adivinarlo; y no voy a desnudar mi alma ante sus ojos
frívolos y entrometidos. No dejaré que pongan mi corazón bajo el microscopio. Hay
demasiado de mí mismo en ese cuadro, Harry. ¡Demasiado de mí mismo!
—Los poetas carecen de tantos escrúpulos. Saben lo útil que es la pasión para
publicar. Hoy en día, un corazón destrozado produce un gran número de ediciones.
—Por eso los detesto —exclamó Hallward—. Un artista debe crear cosas bellas,
pero nada de su propia vida debería expresarse en ellas. Vivimos en unos tiempos en
los que el hombre trata al arte como si fuese una forma de autobiografía. Hemos
perdido el sentido abstracto de la belleza. Algún día le demostraré al mundo lo que
eso significa; he aquí la razón por la que nadie deberá ver jamás mi retrato de Dorian
Gray.
—Creo que estás en un error, Basil, pero no pienso discutir. Sólo discute el que se
encuentra perdido intelectualmente. Y, dime, ¿está Dorian Gray muy encariñado
contigo?
El pintor meditó un instante.
—Me aprecia —contestó tras una pausa—. Yo sé que me aprecia. Lo halago
terriblemente, claro está. Encuentro un extraño placer en decirle cosas que estoy
seguro que sentiré haber dicho. En general, él es encantador conmigo. Solemos
sentarnos en el estudio y hablar de mil cosas. De vez en cuando, sin embargo, se
comporta de una forma absolutamente desconsiderada, y parece hallar un verdadero
deleite en hacerme sufrir. Entonces, Harry, siento que le he entregado mi alma a
alguien que la trata como si fuese una flor que prender en su ojal, algo decorativo con
que adular su vanidad, un simple adorno en un día de verano.
—El verano induce a la dilación —murmuró lord Henry—. Puede que te canses
antes que él. Es triste pensarlo, pero no hay duda de que el genio perdura más que la
belleza. Eso explica que pongamos tanto empeño en sobreeducarnos. En la salvaje
lucha por la existencia, queremos tener algo que perdure, y así nos llenamos la mente
de basura y de hechos con la necia esperanza de mantener nuestro puesto. El hombre
perfectamente informado: he ahí el ideal moderno. Y la mente de una persona
perfectamente informada se convierte en algo espantoso. Es como una tienda de
antigüedades, todo monstruos y polvo, con las cosas tasadas muy por encima de su
valor. En mi opinión, te cansarás tú primero. Un día mirarás a tu amigo y te parecerá
que ha perdido el atractivo de antes, o te disgustará el tono de su piel, o algo por el
estilo. Se lo reprocharás amargamente en tu corazón, y pensarás que se ha portado
muy mal contigo. La siguiente vez que te visite, actuarás con absoluta frialdad e
indiferencia. Es una lástima, porque eso te alterará. Lo que me has contado es todo un
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romance, un romance del arte, por decirlo de algún modo, y lo peor de vivir un
romance de cualquier tipo es que le hace a uno perder todo sentido del romanticismo.
—No me hables de ese modo, Harry. Mientras viva, la personalidad de Dorian
Gray dominará en mí. Tú no podrías sentir lo que yo siento. Eres demasiado
inconstante.
—Ah, mi querido Basil, precisamente por eso puedo sentirlo. Los que
permanecen fieles sólo conocen el lado trivial del amor: son los infieles los que
sufren sus tragedias.
Y lord Henry, frotando un fósforo en su elegante estuche de plata, se puso a fumar
con aire tímido y satisfecho, como si en su frase hubiese resumido el mundo. Había
un frufrú de gorriones que gorjeaban en la laca verde de las hojas de la hiedra, y las
azules sombras de las nubes se perseguían como golondrinas entre la hierba. ¡Qué
bien se estaba en el jardín! ¡Y qué delicia las emociones ajenas! Mucho más que las
ideas, en su opinión. La propia alma, las pasiones de los amigos: ésas eran las cosas
fascinantes de la vida. Se imaginó con mudo regocijo el tedioso almuerzo al que
había faltado al permanecer tanto tiempo con Basil. En casa de su tía, de seguro
habría encontrado a lord Goodbody, y toda la conversación habría girado en torno a la
alimentación de los pobres y a la necesidad de casas modelo para su acogida. Cada
clase habría predicado la importancia de aquellas virtudes cuyo ejercicio no era
necesario en su propia vida. El rico habría exaltado el valor del ahorro, y el ocioso
disertado con gran elocuencia sobre la dignidad del trabajo. ¡Era delicioso haberse
librado de todo aquello! Al pensar en su tía, de pronto pareció conmovido por una
idea. Volviéndose hacia Hallward, exclamó:
—Mi querido amigo, ahora recuerdo.
—¿Qué es lo que recuerdas, Harry?
—Dónde he oído el nombre de Dorian Gray.
—¿Dónde? —preguntó Hallward con el ceño algo fruncido.
—No pongas ese gesto de enojo, Basil. Fue en casa de mi tía, lady Agatha. Me
dijo que había descubierto a un maravilloso joven que iba a ayudarla en el East End,
y que su nombre era Dorian Gray. Debo decir que en momento alguno comentó que
fuese apuesto. Las mujeres son incapaces de apreciar la belleza; al menos las que son
honestas. Añadió que era muy formal y de agradable trato. Imaginé al momento a una
criatura con gafas y cabello lacio, terriblemente pecosa, pateando por ahí con sus
enormes pies. Ojalá hubiera sabido que era tu amigo.
—Me alegra mucho que no fuese así, Harry.
—¿Por qué motivo?
—No quiero que lo conozcas.
—¿No quieres que lo conozca?
—No.
—El señor Dorian Gray aguarda en el estudio, señor —dijo el mayordomo
saliendo al jardín.
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—Ahora tendrás que presentarnos —exclamó lord Henry riendo.
El pintor se volvió hacia el criado que aguardaba, parpadeando, a pleno sol.
—Parker, pídale al señor Gray que espere: en un momento estaré con él.
El hombre se inclinó y retomó el sendero.
Entonces Basil Hallward miró a lord Henry.
—Dorian Gray es mi amigo más querido —dijo—. Tiene un carácter sencillo y
amable. Tu tía estaba completamente en lo cierto en lo que dijo de él. No lo
estropees. No intentes influir en él. Tu influencia sería dañina. El mundo es muy
grande y está lleno de gente maravillosa. No me arrebates a la única persona que
proporciona a mi arte toda su fuerza; como artista, mi vida depende de él. Ten
cuidado, Harry; confío en ti.
Hablaba muy despacio, y las palabras parecían brotar en contra de su voluntad.
—¡Qué tonterías dices! —dijo lord Henry sonriendo y, tomando a Hallward del
brazo, lo arrastró casi a la fuerza hasta la casa.
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CAPÍTULO II
Nada más entrar vieron a Dorian Gray. Estaba sentado al piano, de espaldas a ellos,
hojeando un volumen de las Escenas de bosque de Schumann.
—Tienes que prestármelas, Basil —gritó—. Quiero aprenderlas. Son
absolutamente deliciosas.
—Eso depende enteramente de cómo poses hoy, Dorian.
—Oh, estoy cansado de posar, y no quiero un retrato de cuerpo entero —contestó
el muchacho girándose en el taburete con gesto testarudo y petulante.
Al descubrir a lord Henry, un ligero rubor cubrió sus mejillas por un instante y se
levantó precipitadamente.
—Te ruego me disculpes, Basil, pero no sabía que estabas acompañado.
—Te presento a lord Henry Wotton, Dorian, un viejo amigo de Oxford. Acabo de
contarle lo magnífico modelo que eres, y ahora lo has estropeado todo.
—No ha estropeado mi placer en conocerle, señor Gray —dijo lord Henry
avanzando hacia él con la mano extendida—. Mi tía me ha hablado a menudo de
usted. Es uno de sus favoritos y también, me temo, una de sus víctimas.
—Actualmente estoy en la lista negra de lady Agatha —contestó Dorian con un
gesto burlón de arrepentimiento—. Prometí acompañarla el pasado martes a un club
de Whitechapel, y en verdad lo olvidé por completo, íbamos a tocar juntos un dúo…
tres dúos, creo. No sé lo que va a decirme. Estoy demasiado atemorizado para
llamarla.
—Oh, yo haré que haga las paces con mi tía. Es una gran admiradora suya. Y no
creo que importe que no estuviese usted allí. Probablemente la audiencia pensó que
se trataba de un dúo. Cuando la tía Agatha se sienta al piano, hace ruido de sobra por
dos.
—Es un comentario horrible hacia su persona, y no demasiado amable hacia mí
—contestó Dorian riendo.
Lord Henry lo miró. Sí, realmente era de una belleza extraordinaria, con sus
labios escarlata y de finos trazos, los ojos francos y azules, el pelo rubio y rizado.
Había algo en su rostro que inspiraba una inmediata confianza. Reunía todo el candor
de la juventud unido a la ardiente pureza de todo joven. Hacía sentir que el mundo no
lo había mancillado. No era extraño que Basil sintiese adoración por él.
—Es usted demasiado encantador para dedicarse a la filantropía, señor Gray;
demasiado encantador —dijo lord Henry dejándose caer sobre el diván y abriendo su
pitillera.
El pintor había estado ocupado mezclando colores y preparando pinceles. Parecía
preocupado y, al oír la última observación de Harry lo miró, dudó por un momento y
dijo:
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—Harry, quiero acabar hoy este cuadro. ¿Considerarías muy descortés por mi
parte si te pidiese que te marchases?
Lord Henry sonrió y miró a Dorian Gray.
—¿Debo marcharme, señor Gray? —preguntó.
—Oh, no lo haga, lord Henry, se lo ruego. Veo que Basil tiene uno de sus accesos
de mal humor; y no puedo soportarlo cuando refunfuña. Además, quiero que usted
me explique por qué no debería dedicarme a la filantropía.
—No sé si debo contestarle a eso, señor Gray. Es un tema tan aburrido que sería
necesario hablarlo en serio. Pero, naturalmente, no pienso salir corriendo ahora que
usted me ha pedido que me quede. En realidad no te importa, ¿verdad, Basil? A
menudo me has dicho que te gusta que tus modelos tengan alguien con quien charlar.
Hallward se mordió el labio.
—Si Dorian lo desea, por supuesto, puedes quedarte. Los caprichos de Dorian son
leyes para todos, excepto para él mismo.
Lord Henry cogió el sombrero y los guantes.
—Te agradezco tu insistencia, Basil, pero me temo que debo marcharme. Prometí
encontrarme con un hombre en el Orleans. Buenos días, señor Gray. Venga a
visitarme alguna tarde a la calle Curzon. Casi siempre estoy en casa a las cinco.
Escríbame cuando vaya a hacerlo. Sentiría no verle.
—¡Basil! —gritó Dorian Gray—, si lord Henry se marcha, yo también tendré que
hacerlo. Cuando pintas no despegas los labios, y resulta tremendamente aburrido
estar sobre una plataforma e intentar parecer agradable. Pídele que se quede. Insisto
en ello.
—Quédate, Harry, para complacer a Dorian, y para complacerme a mí —dijo
Hallward mirando atentamente su cuadro—. Es cierto que nunca hablo mientras
trabajo, y tampoco escucho, así que debe de ser terriblemente aburrido para mis
infortunados modelos. Te ruego que te quedes.
—¿Y qué hago con mi cita en el Orleans?
El pintor rió.
—No creo que eso sea un impedimento. Siéntate, Harry. Y ahora, Dorian, sube a
la plataforma y no te muevas demasiado ni hagas ningún caso de lo que diga lord
Henry. Ejerce muy mala influencia sobre todas sus amistades, con la sola excepción
de mí mismo.
Dorian Gray subió al estrado con el aire de un joven mártir griego, dirigiendo una
ligera moue de descontento hacia lord Henry, a quien ya había tomado afecto. Era tan
distinto a Basil. Hacían un contraste delicioso. Y tenía una voz tan hermosa.
—¿Es cierto que ejerce tan mala influencia, lord Henry? —dijo al cabo de unos
instantes—. ¿Tan mala como afirma Basil?
—La buena influencia no existe, señor Gray. Toda influencia es inmoral, inmoral
desde el punto de vista científico.
—¿Por qué?
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—Porque influir en una persona significa entregarle el alma. Ya no piensa con sus
propios pensamientos, ni se consume en sus propias pasiones. Sus virtudes dejan de
ser reales. Sus pecados, si es que existe tal cosa, son algo prestado. Se convierte en el
eco de una música ajena, en el actor de un papel que se ha escrito para otro. El fin de
la vida es el desarrollo personal. El perfecto desarrollo de la propia naturaleza: he ahí
nuestra razón de ser. Hoy en día, la gente tiene miedo de sí misma. Han olvidado su
principal deber, el deber que uno tiene consigo mismo. Naturalmente, son caritativos.
Dan de comer al hambriento y de vestir al mendigo. Pero privan de alimento a su
propia alma y están desnudos. El valor ha abandonado a nuestra raza. Puede que
nunca lo hayamos tenido. El terror a la sociedad, que es el fundamento de la moral, el
terror a Dios, que constituye el secreto de la religión: esos dos elementos nos rigen. Y
sin embargo…
—Gira un poco la cabeza a la derecha, Dorian, sé buen chico —dijo el pintor
concentrado en su trabajo y consciente sólo de que una expresión antes inexistente
había surgido en el rostro del joven.
—Y, sin embargo —siguió lord Henry con su voz pausada y musical, y con esa
graciosa inflexión de la mano que siempre le había caracterizado y que ya tenía en la
época de Eton—, yo creo que si un hombre viviese su vida con plenitud,
integralmente, si diese forma a todos sus sentimientos y expresión a todos sus
pensamientos, si hiciese realidad sus sueños, creo que el mundo recibiría tal estímulo
de renovada alegría que olvidaríamos todos los males del medievalismo para volver
al ideal helénico, o a algo quizá más bello, más rico que el ideal helénico. Pero hasta
el más valiente de entre nosotros se teme a sí mismo. La mutilación del salvaje tiene
su trágica supervivencia en la autonegación que infecta nuestras vidas. Recibimos un
castigo por nuestro rechazo. Cada impulso que luchamos por aniquilar, obsesiona
nuestra mente envenenándola. El cuerpo peca una vez y así acaba con su pecado, ya
que la acción es una forma de purificación. Nada queda después sino el recuerdo de
lo placentero o la voluptuosidad del arrepentimiento. La única forma de librarse de
una tentación es ceder ante ella. De resistirse, el alma enfermará anhelando aquellas
cosas que se ha prohibido, deseando lo que sus monstruosas leyes han convertido en
terrible e ilícito. Se ha dicho que los grandes acontecimientos del mundo tienen lugar
en la mente. Y es también en la mente, sólo en la mente, donde se cometen los
grandes pecados. Usted mismo, señor Gray, con su floreciente juventud y su pálida
adolescencia, usted mismo ha tenido pasiones que lo han atemorizado, pensamientos
que lo han llenado de horror, sueños dormido y sueños despierto cuyo solo recuerdo
podría cubrir de rubor sus mejillas.
—¡Calle! —dijo Dorian Gray con voz desmayada—. ¡Calle usted! Me aturde. No
sé qué decir. Presiento una respuesta, pero no puedo encontrarla. No hable. Déjeme
pensar. O, más bien, permítame que intente no pensar.
Permaneció así casi diez minutos, inmóvil, con los labios entreabiertos y un raro
brillo en los ojos. Era vagamente consciente de que nuevas influencias estaban
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actuando en su interior. Sin embargo, sentía que era de sí mismo de quien provenían.
Las pocas palabras que había pronunciado el amigo de Basil —sin lugar a dudas
palabras dichas por casualidad, y que encerraban una paradoja deliberada— habían
tocado una cuerda secreta que nunca antes se había pulsado, pero que ahora sentía
vibrar y palpitar con extrañas emociones.
La música le había llegado a conmover con esa intensidad. La música le había
perturbado muchas veces. Pero la música no era articulada. No era un mundo nuevo,
sino más bien otro caos que el mismo mundo crea en nosotros. ¡Las palabras! ¡Las
simples palabras! ¡Qué terribles podían resultar! ¡Qué claras y vívidas y crueles! No
era posible escapar de ellas. Y, sin embargo, ¡qué sutil magia encerraban! Parecían
tener la capacidad de proporcionarle una forma plástica a todo lo informe, y tenían
una música propia, tan dulce como la de la viola o el laúd. ¡Simples palabras! ¿Había
algo más real que las palabras?
Sí; había cosas en su infancia que no había comprendido. Ahora las comprendía.
De pronto, la vida adquirió intensos colores. Le pareció que había estado caminando
en llamas. ¿Por qué no lo había sabido?
Lord Henry lo observaba con su sutil sonrisa. Conocía el preciso momento
psicológico en que debía callar. Se sentía profundamente interesado. Le asombraba la
súbita impresión que sus palabras habían producido y, recordando un libro que leyó a
los dieciséis años, un libro que le había revelado muchas cosas que antes no sabía, se
preguntó si Dorian Gray estaría pasando por una experiencia similar. Él sólo había
lanzado una flecha al aire. ¿Había dado en el blanco? ¡Qué fascinante era aquel
muchacho!
Hallward seguía pintando con su magnífica y enérgica pincelada, que tenía el
auténtico refinamiento y la perfecta delicadeza que en el arte, en cualquier caso, sólo
el vigor puede imprimir. No era consciente del silencio.
—Basil, estoy cansado de estar de pie —exclamó de súbito Dorian Gray—. Debo
salir a sentarme al jardín. Aquí el aire es sofocante.
—Mi querido amigo, debes perdonarme. Cuando pinto, soy incapaz de pensar en
otra cosa. Pero nunca has posado mejor. Estuviste completamente inmóvil. Y he
atrapado el efecto que perseguía: los labios entreabiertos y el brillo de la mirada. No
sé qué te habrá dicho Harry, pero ha logrado que pongas una expresión maravillosa.
Supongo que te ha estado halagando. No creas ni una palabra de lo que dice.
—No me ha estado halagando. Quizá sea ésa la razón de que no crea una sola
palabra de lo que ha dicho.
—Usted sabe que no es así —dijo lord Henry mirándole con sus ojos lánguidos y
soñadores—. Le acompañaré al jardín. Hace un calor espantoso en el estudio. Basil,
danos algo helado de beber, algo que tenga fresas.
—Claro, Harry. Toca la campana y cuando venga Parker le diré lo que queréis. Yo
he de acabar este fondo. Después me reuniré con vosotros. No retengas a Dorian
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demasiado tiempo. Nunca he estado en mejor forma para pintar. Ésta va a ser mi obra
maestra. De hecho, ya lo es.
Lord Henry salió al jardín y encontró a Dorian Gray con el rostro enterrado en las
grandes y frescas lilas, bebiendo febrilmente su aroma como si fuese vino. Se acercó
y puso una mano sobre su hombro.
—Hace usted muy bien —murmuró—. Sólo los sentidos pueden curar el alma,
como sólo el alma puede curar los sentidos.
El muchacho se sobresaltó y retrocedió. Tenía la cabeza al descubierto, y las hojas
habían revuelto sus rebeldes rizos, enredando las doradas hebras. El temor se
reflejaba en su mirada, ese temor que asoma en las personas cuando se despiertan
repentinamente. Las aletas de la nariz, de exquisito dibujo, se estremecieron, y un
nerviosismo oculto agitó el intenso rojo de sus labios, dejándolos temblorosos.
—Sí —siguió lord Henry—, ése es uno de los grandes secretos de la vida: curar el
alma a través de los sentidos y los sentidos a través del alma. Es usted una creación
admirable. Sabe más de lo que piensa, y menos de lo que desearía saber.
Dorian Gray frunció el ceño y volvió la cabeza. No podía evitar que le gustase el
alto y elegante joven que estaba a su lado. El romántico y oliváceo rostro, de
expresión fatigada, despertaba su interés. Había algo absolutamente fascinante en esa
voz suave y lánguida. Hasta las manos, frescas y blancas como flores, tenían un
singular encanto. Se movían musicalmente mientras hablaba, y parecían tener un
lenguaje propio. Pero sentía miedo de él, y vergüenza de ese sentimiento. ¿Por qué
había de ser un extraño quien le revelase su propia esencia? Hacía meses que conocía
a Basil Hallward, pero su amistad nunca le había alterado. Y, de pronto, alguien se
cruzaba en su camino y parecía desvelarle los misterios de la vida. Y, aun así, ¿qué
habría de temer? Él no era un colegial ni una muchacha. Su miedo era absurdo.
—Sentémonos a la sombra —dijo lord Henry—. Parker ha traído las bebidas, y si
se queda más tiempo bajo esta luz acabará echándose usted a perder; y Basil no
volverá a pintarle. Realmente no debe usted quemarse. Sería una verdadera pena.
—¿Qué más da? —exclamó Dorian Gray riendo, mientras tomaba asiento en el
banco, al fondo del jardín.
—Para usted es lo más importante, señor Gray.
—¿Por qué?
—Porque posee la más maravillosa de las juventudes, y la juventud es lo único
que vale la pena.
—Yo no lo siento así, lord Henry.
—Ahora no lo siente así. Pero algún día, cuando sea viejo, arrugado y feo, cuando
el pensamiento haya tatuado su frente de surcos y el fuego de la pasión dejado en sus
labios su espantosa marca, lo sentirá usted terriblemente. Ahora, por dondequiera que
vaya, seduce al mundo. Pero ¿será así siempre? Tiene usted un rostro
maravillosamente bello, señor Gray. No frunza el ceño. Lo tiene. Y la belleza es una
forma de genio, más elevada, en realidad, que el mismo genio, ya que no necesita
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explicación. Es uno de los grandes hechos del mundo, como el sol, o la primavera, o
el reflejo de esa concha de plata que llamamos luna en las oscuras aguas. Algo que no
puede cuestionarse, con un derecho divino a la soberanía. Convierte en príncipes a los
que la poseen. ¿Sonríe usted? ¡Ah! No sonreirá cuando la haya perdido… La gente a
veces tacha la belleza de superficial. Podría ser. Pero al menos no es tan superficial
como el pensamiento. Para mí, la belleza es la maravilla de las maravillas. Sólo los
simples dejan de juzgar por las apariencias. El verdadero misterio del mundo está en
lo visible, no en lo invisible… Sí, señor Gray, los dioses le han sido favorables. Pero
lo que los dioses dan, lo quitan muy pronto. Sólo tiene unos pocos años para vivir de
verdad, con perfección, con plenitud. Cuando su juventud se desvanezca, su belleza
se irá con ella, y descubrirá de pronto que ya no le quedan triunfos, o deberá
contentarse con mezquinos éxitos que el recuerdo de su pasado hará más amargos que
una derrota. Cada mes que transcurre le acerca a esa espantosa realidad. El tiempo
está celoso de usted, y lucha contra sus lirios y sus rosas. Esa tez se volverá cetrina,
se hundirán las mejillas, los ojos perderán su brillo. Sufrirá horriblemente… ¡Ah! Sea
consciente de su juventud mientras ésta perdure. No desperdicie el oro de sus días
escuchando a los tediosos, intentando cambiar lo abocado al fracaso, entregando su
vida a la ignorancia, a lo mediocre y lo vulgar. Ésos son los valores malsanos, los
falsos ideales de nuestros tiempos. ¡Viva! ¡Aproveche la maravillosa vida que hay en
usted! ¡No deje que nada se pierda! Busque siempre nuevas sensaciones. No le tema a
nada… un nuevo hedonismo: eso es lo que nuestro siglo necesita. Usted podría ser su
símbolo viviente. Con su personalidad, no hay nada que no pueda hacer. El mundo le
pertenece por un tiempo. Desde el momento en que le conocí, comprendí que usted
era absolutamente inconsciente de lo que es, de lo que en realidad podría ser. Me
sedujo tanto lo que vi en usted que sentí que debía decirle algo sobre usted mismo.
Pensé en la tragedia de que usted se malgastase. Porque su juventud durará tan
poco… tan poco. Las flores silvestres de las colinas se marchitan, pero vuelven a
florecer. Este espino será tan amarillo el próximo junio como lo es ahora. En un mes,
la clemátide tendrá estrellas púrpura, y año tras año la verde noche de sus hojas
sostendrá las rojas flores. Pero el hombre jamás recupera su juventud. El alegre latido
que palpita en nosotros a los veinte años va debilitándose. Nuestros miembros fallan,
se embotan nuestros sentidos. Degeneramos en horribles títeres perseguidos por el
recuerdo de las pasiones que nos dieron demasiado miedo, de las exquisitas
tentaciones ante las que nos faltó valor para ceder. ¡Juventud! ¡Juventud! ¡No hay
nada en el mundo sino la juventud!
Dorian Gray escuchaba, los ojos muy abiertos, maravillado. El ramo de lilas que
sostenía cayó en la grava. Una abeja peluda se lanzó sobre él y voló zumbando, a su
alrededor, durante un instante. Luego empezó a trepar por el óvalo estrellado de las
diminutas flores. Dorian lo observó con el extraño interés por lo trivial que
desarrollamos cuando lo verdaderamente importante nos atemoriza, o cuando nos
conmueve una emoción por primera vez y no logramos exteriorizarla, o cuando un
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pensamiento que nos aterroriza pone cerco de súbito a nuestra mente y nos apremia a
ceder. Enseguida, la abeja levantó el vuelo. La vio trepar al moteado cáliz de una
amapola. La flor pareció estremecerse y se balanceó suavemente en el aire.
De pronto el pintor apareció en la puerta del estudio y les hizo reiteradas señas de
que entrasen. Se miraron y sonrieron.
—Os estoy esperando —gritó—. Entrad. Hay una luz perfecta y podéis traer las
bebidas.
Se levantaron y caminaron tranquilamente por el sendero. Dos mariposas
revolotearon, blancas y verdes, frente a ellos, y en el peral del rincón del jardín un
tordo cantó.
—¿Se alegra usted de haberme conocido, señor Gray? —dijo lord Henry
mirándole.
—Sí, ahora me alegro. Me pregunto si será siempre así.
—¡Siempre! Odiosa palabra. Me echo a temblar cada vez que la oigo. ¡A las
mujeres les gusta tanto utilizarla! Estropean todo romance al querer que sea eterno.
Además, es una palabra que carece de significado. La única diferencia entre un
capricho y una pasión de por vida es que el capricho dura algo más.
Al entrar en el estudio, Dorian Gray puso su mano en el brazo de lord Henry.
—En ese caso, que nuestra amistad sea un capricho —murmuró enrojeciendo por
su propia audacia; después subió a la plataforma y volvió a colocarse en la misma
postura.
Lord Henry se dejó caer sobre un amplio sillón de mimbre y lo observó. El vaivén
del pincel sobre la tela era el único sonido que rompía la calma, excepto cuando, de
tanto en tanto, Hallward retrocedía para contemplar su obra a distancia. El polvo
bailaba, dorado, en los oblicuos rayos que penetraban por la puerta abierta. El fuerte
olor de las rosas parecía gravitar sobre todas las cosas.
Al cabo de un cuarto de hora Hallward dejó de pintar. Contempló durante largo
rato a Dorian Gray y luego el retrato, mientras mordisqueaba la punta de uno de sus
enormes pinceles, y frunció el ceño.
—Ya está acabado —exclamó al fin, e inclinándose escribió su nombre en una
esquina del lienzo con grandes letras color bermellón.
Lord Henry se acercó y examinó el cuadro. Verdaderamente era una magnífica
obra de arte, y el parecido increíble también.
—Mi querido amigo, te felicito de todo corazón —dijo lord Henry—. Es el mejor
retrato de nuestros tiempos. Señor Gray, acérquese y contemple su propia imagen.
El muchacho se estremeció como si despertase de un sueño.
—¿De verdad está acabado? —murmuró bajando de la plataforma.
—Por completo —dijo el pintor—. Y hoy has posado de forma admirable. Te
estoy tremendamente agradecido.
—Me lo debes a mí —dijo lord Henry—. ¿No es así, señor Gray?
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Dorian no contestó. Pasó frente al retrato distraídamente y luego se volvió. Al
verlo retrocedió, y por un instante sus mejillas se encendieron de placer. Una
expresión de alegría inundó sus ojos, como si se hubiese reconocido a sí mismo por
primera vez. Se quedó allí parado, lleno de asombro, vagamente consciente de que
Hallward se dirigía a él, sin comprender el sentido de sus palabras. La consciencia de
su propia belleza surgió en su interior como una revelación. Era algo que nunca antes
había sentido. Los elogios de Basil Hallward le habían parecido simples y
encantadoras exageraciones de la amistad. Los escuchaba, se reía de ellos, los
olvidaba. No habían influido en su naturaleza. Entonces llegó lord Henry Wotton con
su extraño panegírico de la juventud, con la terrible advertencia de su brevedad. En
su momento le había conmovido. Pero ahora, mientras contemplaba la sombra de su
propia belleza, la cruda realidad de la descripción lo traspasó como un fogonazo. Sí,
llegaría un día en que su rostro estaría arrugado y marchito, los ojos turbios y
descoloridos. La gracia de su figura se habría roto, deformándose. Desaparecería el
rojo de sus labios y se extinguiría el color dorado de sus cabellos. La vida que debía
formar su alma arruinaría su cuerpo. Se volvería espantoso, deforme, grosero.
Al pensarlo, una aguda punzada de dolor lo atravesó como un cuchillo,
estremeciendo una por una las delicadas fibras de su ser. Sus ojos adquirieron el color
de la amatista, y una neblina de llanto los empañó. Sintió que una mano helada se
había posado en su corazón.
—¿No te gusta? —exclamó finalmente Hallward, algo dolido por el silencio del
joven, cuyo significado no comprendía.
—Claro que le gusta —dijo lord Henry—. ¿A quién podría no gustarle? Es una de
las mejores obras del arte moderno. Te daré cualquier cosa que quieras pedir por él.
Debo tenerlo.
—No es de mi propiedad, Harry.
—¿Y a quién le pertenece?
—A Dorian, naturalmente —contestó el pintor.
—Es un hombre afortunado.
—¡Qué tristeza! —murmuró Dorian Gray, los ojos aún fijos en el lienzo—. ¡Qué
tristeza! Me volveré viejo, espantoso, horrendo. Pero este retrato se mantendrá joven.
Nunca será mayor que este día de junio… ¡Si fuese al contrario! ¡Si yo fuese siempre
joven y este retrato envejeciese en mi lugar!… Por eso, ¡por eso daría cualquier cosa!
¡Sí, no hay nada en el mundo que no fuese capaz de dar! ¡Daría mi alma por
conseguirlo!
—Difícilmente podría gustarte un arreglo así, Basil —exclamó riendo lord Henry
—. Sería un mal asunto para tu obra.
—Me opondría tajantemente, Harry —dijo Hallward.
Dorian Gray se volvió y lo miró.
—Estoy seguro de ello, Basil. Aprecias más tu arte que a tus amigos. Yo no tengo
más valor para ti que una figura de bronce. Poco más, me atrevería a decir.
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El pintor lo miró sorprendido. Era tan raro oír hablar así a Dorian. ¿Qué había
ocurrido? Parecía enojado. Estaba ruborizado y le ardían las mejillas.
—Sí —prosiguió—. Represento para ti menos que tu Hermes de marfil o tu fauno
de plata. A ellos los querrás siempre. Pero ¿por cuánto tiempo me querrás a mí? Hasta
que me salga la primera arruga, supongo. Ahora sé que cuando uno pierde su belleza,
sea cual sea, lo pierde todo. Tu cuadro me lo ha enseñado. Lord Henry Wotton tiene
toda la razón. La juventud es lo único que vale la pena. Cuando sienta que he
empezado a envejecer, me mataré.
Hallward palideció y le cogió la mano.
—¡Dorian, Dorian! —exclamó—, no hables así. Nunca he tenido un amigo como
tú, y jamás lo tendré. No estarás celoso de las cosas materiales, ¿verdad? ¡Tú que eres
superior a cualquiera de ellas!
—Siento celos de todo aquello cuya belleza no muere. Estoy celoso del retrato
que has pintado. ¿Por qué tiene que conservar lo que yo he de perder? Cada momento
que pasa me arrebata algo y se lo entrega a él. ¡Oh, si pudiese ser lo contrario! ¡Si
fuese el cuadro el que cambiase y yo permaneciese siempre tal como soy ahora! ¿Por
qué lo has pintado? ¡Se burlará de mí algún día, se burlará terriblemente!
Sus ojos se llenaron de ardientes lágrimas; se retorció las manos y, dejándose caer
sobre el diván, enterró el rostro en los cojines como rezando.
—Esto es obra tuya, Harry —dijo el pintor con amargura.
Lord Henry se encogió de hombros.
—Éste es el verdadero Dorian Gray; eso es todo.
—No lo es.
—Si no es así, ¿qué tengo yo que ver en ello?
—Tendrías que haberte marchado cuando te lo dije —murmuró.
—Me quedé porque me lo pediste —fue la respuesta de lord Henry.
—Harry, no puedo discutir a la vez con mis dos mejores amigos, pero entre
ambos habéis conseguido que deteste lo mejor que he hecho nunca, y voy a
destruirlo. ¿Qué es sino tela y pintura? No dejaré que se interponga en nuestras vidas
y las eche a perder.
Dorian Gray levantó la rubia cabeza de los almohadones y volvió su pálido rostro,
los ojos anegados en llanto, hacia el pintor, que se dirigió hacia la mesa de pino
situada bajo las largas cortinas de la ventana. ¿Qué se proponía hacer? Sus dedos
vagaron entre el desorden de tubos de estaño y pinceles secos, buscando algo. Sí, era
la larga espátula, con su ligera y afilada hoja de acero. Finalmente la encontró. Iba a
rasgar el lienzo.
Con un sollozo ahogado, el joven saltó del diván y se precipitó hacia Hallward y,
arrebatándole el cuchillo de las manos, lo arrojó al fondo del estudio.
—¡No lo hagas, Basil, no! —gritó—. ¡Sería un crimen!
—Me alegro de que al fin aprecies mi obra, Dorian —dijo el pintor fríamente una
vez recuperado de la sorpresa—. Pensé que nunca lo harías.
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—¿Apreciarla? La adoro, Basil. Forma parte de mí mismo. Eso lo sé.
—Bien, en cuanto estés seco te barnizaremos, te pondremos un marco y te
mandaremos a casa. Después podrás hacer lo que gustes contigo mismo.
Y, atravesando la estancia, llamó para pedir el té.
—Tomarás el té, ¿verdad, Dorian? Y tú también, Harry. ¿O tienes algo que objetar
a tan sencillos placeres?
—Adoro los placeres sencillos —dijo lord Henry—. Son el último refugio de lo
complejo. Pero detesto las escenas, excepto en el teatro. ¡Qué absurdos resultáis los
dos! Me pregunto quién definió al hombre como un ser racional. Fue la definición
más prematura que se ha hecho nunca. El hombre es muchas cosas, pero no racional.
Y me alegro de que sea así, después de todo: aunque preferiría que no riñeseis por el
retrato. Sería mejor que me lo hubieras dado, Basil. Este muchacho necio no lo
necesita en realidad, mientras que yo sí.
—Si se lo das a otro que no sea yo, Basil, jamás te lo perdonaré —exclamó
Dorian Gray—; y no permito a nadie que me llame muchacho necio.
—Sabes que el cuadro es tuyo, Dorian. Te lo entregué antes de que existiese.
—Y usted sabe que se ha comportado algo neciamente, señor Gray, y que en
realidad no le contraría que le recuerden su extrema juventud.
—Esta mañana me hubiese contrariado profundamente, lord Henry.
—¡Ah, esta mañana! Desde entonces ha vivido usted.
Llamaron a la puerta y el mayordomo entró con la bandeja del té, que colocó en
una mesita japonesa. Se oyó ruido de tazas y platos y el silbar de una tetera. Un
criado trajo dos fuentes chinas en forma de globo. Dorian Gray se levantó y sirvió el
té. Los dos hombres se dirigieron perezosamente hacia la mesa y examinaron su
contenido.
—Vayamos al teatro esta noche —dijo lord Henry—. Seguramente pondrán algo
en alguna parte. He prometido cenar en White, pero se trata de un viejo amigo, de
modo que puedo enviarle una nota diciéndole que estoy indispuesto, o que me es
imposible acudir debido a un compromiso posterior. Creo que ésa sería una bonita
disculpa: tendría toda la sorpresa de la sinceridad.
—Es tan molesto vestirse de etiqueta —murmuró Hallward—. Y una vez hecho,
¡le da a uno un aspecto tan espantoso!
—Sí —contestó lord Henry con mirada soñadora—. La indumentaria del siglo
XIX es detestable. Resulta tan sombría, tan deprimente. El pecado es el único
elemento de color que le queda a la vida moderna.
—No deberías decir esas cosas delante de Dorian, Harry.
—¿Delante de qué Dorian? ¿El que está sirviendo el té o el del retrato?
—Delante de ninguno de los dos.
—Me gustaría ir al teatro con usted, lord Henry —dijo el muchacho.
—Entonces lo hará; y tú también vendrás, ¿verdad, Basil?
—Realmente no puedo. Preferiría no hacerlo. Tengo mucho que hacer.
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—Bueno, entonces iremos usted y yo solos, señor Gray.
—Me complacería enormemente.
El pintor se mordió el labio y se dirigió, taza en mano, hacia el retrato.
—Me quedaré con el verdadero Dorian —dijo tristemente.
—¿Es ése el verdadero Dorian? —exclamó el original del cuadro acercándose a él
—. ¿Realmente soy así?
—Sí; eres exactamente igual.
—¡Qué maravilla, Basil!
—Al menos eres así en apariencia. Pero él nunca cambiará —suspiró Hallward—.
Algo es algo.
—¡Qué jaleos arma la gente con la fidelidad! —exclamó lord Henry—. ¡Vaya
problema! Incluso en el amor es una pura cuestión de fisiología. No tiene nada que
ver con nuestra voluntad. Los jóvenes quieren ser fieles pero no lo logran: es lo único
que puede decirse al respecto.
—No vayas al teatro esta noche, Dorian —dijo Hallward—. Quédate a cenar
conmigo.
—No puedo, Basil.
—¿Por qué?
—Porque he prometido a lord Henry Wotton que iría con él.
—No te apreciará más por mantener tus promesas. Siempre rompe las suyas. Te
ruego que no vayas.
Dorian Gray rió y sacudió la cabeza.
—Te lo suplico.
El joven vaciló y miró a lord Henry, que los observaba con una sonrisa divertida
desde la mesa.
—Debo ir, Basil —contestó.
—Muy bien —dijo Hallward dejando la taza en la bandeja—. Es tarde y, ya que
tenéis que arreglaros, será mejor que no perdáis tiempo. Adiós, Harry. Adiós, Dorian.
Ven a verme pronto. Ven mañana.
—Por supuesto.
—¿No lo olvidarás?
—Claro que no —exclamó Dorian.
—Y… ¡Harry!
—¿Sí, Basil?
—Recuerda lo que te pedí esta mañana, cuando estábamos en el jardín.
—Lo he olvidado.
—Confío en ti.
—Ojalá yo pudiese confiar en mí mismo —dijo lord Henry riendo—. Vamos,
señor Gray; mi coche está esperando afuera. Puedo dejarle en su casa. Adiós, Basil.
Ha sido una tarde verdaderamente interesante.
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Cuando la puerta se cerró tras ellos, el pintor se derrumbó sobre el sofá y una
expresión de dolor inundó su rostro.
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CAPÍTULO III
A las doce y media del día siguiente, lord Henry Wotton se dirigía por la calle Curzon
hacia el Albany para visitar a su tío, lord Fermor, un viejo solterón afable, aunque
algo brusco, al que el mundo exterior llamaba egoísta porque no obtenía beneficio
alguno de él, pero que la sociedad consideraba generoso porque alimentaba a aquellos
que lo divertían. Su padre había sido embajador en Madrid cuando Isabel II era joven
y Prim un desconocido, pero abandonó el servicio diplomático en un caprichoso
arrebato de enojo al no serle ofrecida la Embajada de París, cargo para el que se
consideraba plenamente indicado en razón de su nacimiento, indolencia, buen inglés
de sus despachos y desmedida pasión por el placer. El hijo, que había sido secretario
de su padre, dimitió al tiempo que su superior, algo tontamente según se pensó en el
momento, y al obtener el título unos meses más tarde se había entregado al serio
estudio del gran y aristocrático arte de no hacer absolutamente nada. Poseía dos
grandes casas en la ciudad, pero prefería vivir en un hotel para evitarse problemas, y
hacía la mayor parte de sus comidas en el club. Prestaba cierta atención a la gerencia
de sus minas de carbón en los Midlands, disculpándose por esa contaminación de
industrialismo con el argumento de que la posesión de carbón le daba a un
gentilhombre la ventaja de permitirle un consumo decente de leña en su chimenea. En
política era un tory, excepto cuando los tories subían al poder, periodo durante el cual
los acusaba tajantemente de ser una pandilla de radicales. Era un héroe para su ayuda
de cámara, que lo tiranizaba, y el terror de casi todos sus parientes, que tiranizaba él a
su vez. Sólo Inglaterra podía haberle producido, y él siempre decía que el país se iba
a la ruina. Sus principios eran anticuados, pero había mucho que decir en favor de sus
prejuicios.
Cuando lord Henry entró en el aposento, encontró a su tío sentado, vestido con un
basto chaquetón de caza, fumando un puro y gruñendo sobre un ejemplar del Times.
—Y bien, Harry —dijo el anciano caballero—, ¿qué te trae por aquí tan
temprano? Pensaba que los dandis nunca os levantabais antes de las dos, ni estabais
visibles hasta las cinco.
—Puro afecto familiar, te lo aseguro, tío George. Necesito algo de ti.
—Dinero, supongo —dijo lord Fermor torciendo el gesto—. Bueno, toma asiento
y dime de qué se trata. Hoy en día los jóvenes se imaginan que el dinero lo es todo.
—Sí —murmuró lord Henry, arreglando el ojal de su gabán—, y cuando se hacen
mayores lo comprueban. Pero no necesito dinero. Sólo los que pagan sus facturas lo
necesitan, tío George, y yo nunca pago las mías. El crédito es el capital de un hijo
menor, y se vive de él magníficamente. Además, yo siempre trato con los
proveedores de Dartmoor, y en consecuencia nunca me molestan. Lo que busco es
información; no información útil, por supuesto, sino inútil.
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—Bueno, puedo decirte todo lo que contiene un Libro Azul[2] inglés, Harry,
aunque hoy en día esos individuos escriben sólo un montón de sandeces. Cuando yo
estaba en el Servicio, las cosas marchaban mucho mejor. Pero he oído decir que ahora
ingresan pasando un examen. ¿Qué podría esperarse? Los exámenes, señor mío, son
una pura farsa de principio a fin. Un caballero sabe de sobra lo necesario y, al que no
lo es, todo saber le es perjudicial.
—El señor Dorian Gray no está en los Libros Azules, tío George —dijo lord
Henry lánguidamente.
—¿El señor Dorian Gray? ¿Quién es? —preguntó lord Fermor frunciendo las
blancas y espesa cejas.
—Eso es lo que vengo a averiguar, tío George. O mejor dicho, sé quién es. Es el
último nieto de lord Kelso. Su madre era una Devereux, lady Margaret Devereux.
Quiero que me hables de su madre. ¿Cómo era? ¿Con quién se casó? Tú has tratado a
casi todos los de tu tiempo, así que puede que la conocieses. Siento un gran interés
por el señor Gray en la actualidad. Le acabo de conocer.
—¡El nieto de Kelso! —repitió el anciano caballero—. ¡El nieto de Kelso! Por
supuesto. Conocí a su madre muy íntimamente. Creo que asistí a su bautizo. Era una
joven de extraordinaria belleza, Margaret Devereux; y volvió locos a todos los
hombres huyendo con un joven que no tenía un penique; un simple don nadie, sí
señor, un subalterno de un regimiento de infantería, o algo parecido. Naturalmente.
Lo recuerdo todo como si hubiese ocurrido ayer. El pobre muchacho murió en un
duelo en Spa, pocos meses después de su matrimonio. Corrió una fea historia al
respecto. Dicen que Kelso pagó a algún pícaro aventurero, a un bruto belga, para que
insultase a su yerno en público; le pagó, sí señor, le pagó para que lo hiciera; y que
aquel tipo ensartó a su hombre como si hubiese sido un pichón. Se echó tierra sobre
el asunto pero, a fe mía, Kelso comió solo su chuleta en el club durante algún tiempo.
Se trajo a su hija, según me dijeron, y ella jamás volvió a hablarle. Oh, sí; fue un
asunto feo. La joven también murió, al cabo de un año. De modo que dejó un hijo. Lo
había olvidado. ¿Cómo es el muchacho? Si se parece a su madre debe ser un guapo
mozo.
—Es muy guapo —asintió lord Henry.
—Espero que caiga en buenas manos —prosiguió el viejo—. Debería de tener
una bonita suma esperándole, si es que Kelso ha hecho por él lo que debía. Su madre
también tenía un capital. Toda la propiedad de los Selby pasó a ser de ella a través de
su abuelo. Su abuelo odiaba a Kelso, lo consideraba un perro avaro. Él también lo
era. Vino en una ocasión cuando yo estaba en Madrid. A fe mía que me avergonzó.
La Reina solía preguntarme sobre el noble inglés que discutía siempre con los
cocheros por sus tarifas. Fue toda una comidilla. No me atreví a asomar la cara por la
Corte durante un mes. Espero que tratase a su nieto mejor que a esos truhanes.
—No lo sé —contestó lord Henry—. Imagino que el muchacho será rico. Aún no
tiene la edad. Selby es suyo, me consta. Él me lo dijo. Y… ¿era muy bella su madre?
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—Margaret Devereux era una de las más bellas criaturas que he visto nunca,
Harry. Qué demonios la indujo a comportarse como lo hizo, nunca llegué a
entenderlo. Podría haberse casado con cualquiera que hubiese elegido. Carlington
estaba loco por ella. Pero era una romántica. Todas las mujeres de esa familia lo eran.
Los hombres no valían gran cosa pero, a fe mía, ¡las mujeres eran increíbles!
Carlington se lo pidió de rodillas. Él mismo me lo contó. Ella se rió de él, y en esos
tiempos no había una sola mujer en Londres que no anduviese tras él. Y, por cierto,
Harry, hablando de casamientos necios, ¿qué es ese disparate que me cuenta tu padre
de que Dartmoor quiere casarse con una americana? ¿No son las jóvenes inglesas lo
bastante buenas para él?
—En este momento está bastante de moda casarse con americanas, tío George.
—Defenderé a las mujeres inglesas ante el mundo entero, Harry —dijo lord
Fermor golpeando la mesa con el puño.
—La apuesta está en las americanas.
—No duran nada, según me han dicho —masculló su tío.
—Los compromisos largos las extenúan, pero son fundamentales en una carrera
de obstáculos. Cogen las cosas al vuelo. Dudo que Dartmoor tenga una oportunidad.
—¿Quién es su familia? —gruñó el anciano caballero—. Si es que la tiene.
Lord Henry movió la cabeza.
—Las jóvenes americanas son tan hábiles en ocultar a sus padres como las
inglesas en esconder su pasado —dijo disponiéndose a marchar.
—Serán envasadores de carne de cerdo, supongo.
—Eso espero, tío George, por el bien de Dartmoor. Me han dicho que el envasado
de cerdo es uno de los negocios más lucrativos de América, después de la política.
—¿Es bonita?
—Se comporta como si lo fuera. La mayoría de las americanas lo hacen así. Es el
secreto de su encanto.
—¿Por qué no se quedarán esas americanas en su país? Siempre están diciendo
que es el paraíso de las mujeres.
—Lo es. Ésa es la razón de que, como Eva, estén tan tremendamente ansiosas por
salir de él —dijo lord Henry—. Adiós, tío George. Si me demoro más, llegaré tarde al
almuerzo. Gracias por darme la información que necesitaba. Me gusta saberlo todo
sobre mis nuevos amigos, y nada sobre los viejos.
—¿Dónde vas a almorzar, Harry?
—En casa de tía Agatha. Le he pedido que nos invitase a mí y al señor Gray. Es
su último protégé.
—Hum. Dile a tu tía Agatha, Harry, que no me moleste más con sus llamadas a la
caridad. Estoy harto de ellas. Vaya, la buena mujer se piensa que no tengo nada mejor
que hacer que rellenar cheques para sus absurdos caprichos.
—Está bien, tío George, se lo diré. Pero no surtirá efecto alguno. La gente
filantrópica pierde todo sentido de la humanidad. Es su característica más distintiva.
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El anciano caballero gruñó aprobatoriamente y llamó a su sirviente. Lord Henry
atravesó los pequeños soportales hacia la calle Burlington y se dirigió a la plaza de
Berkeley.
De modo que ésa era la historia de la familia de Dorian Gray. A pesar de la
crudeza con que se la habían contado, lo había conmovido por su aire de extraño
romance, casi moderno. Una mujer hermosa arriesgándolo todo por una loca pasión.
Unas pocas y turbulentas semanas de felicidad, truncadas por un horrible y
traicionero crimen. Meses de silenciosa agonía, y luego un niño nacido en medio del
dolor. La madre arrebatada por la muerte, el niño abandonado a la soledad y a la
tiranía de un hombre viejo y sin amor. Sí; eran unos antecedentes interesantes.
Encuadraban al joven, volviéndole en cierta forma más perfecto. Detrás de lo
exquisito de este mundo siempre se oculta una tragedia. La tierra se afana para dar
nacimiento a la más humilde flor… Y qué encantador había estado durante la cena, la
noche anterior, cuando, los ojos llenos de asombro y los trémulos labios entreabiertos
de placer, se había sentado en el club frente a él, la pantalla roja tiñendo de un rosa
más vivo la naciente maravilla de su rostro. Hablar con él era como tocar un exquisito
violín. Respondía a cada pulsación y estremecimiento del arco… Había algo
terriblemente seductor en el ejercicio de una influencia. No había otra actividad que
se le igualase. Proyectar el alma en una forma grácil y dejarla allí detenida un
instante; escuchar las propias ideas repetidas por otro con toda la música de la pasión
y la juventud; traspasar el propio temperamento como si fuese un fluido sutil o un
raro perfume; suponía un verdadero goce, quizá el más satisfactorio que quedaba en
una época tan limitada y vulgar como la nuestra, en una época groseramente carnal en
sus placeres, y ordinaria y vulgar en sus aspiraciones… Era además un magnífico
espécimen, ese muchacho que tan curiosa casualidad le había hecho conocer en el
estudio de Basil; o en cualquier caso se podía moldear hasta convertirlo en un
magnífico espécimen. Poseía la gracia y la inmaculada pureza de la adolescencia, y la
belleza tal como nos llega a través de los mármoles de los antiguos griegos. No había
nada que no pudiese hacerse de él. Era posible convertirlo en un titán o en un juguete.
¡Qué pena que esa belleza estuviese destinada a marchitarse!… ¿Y Basil? ¡Qué
interesante resultaba desde un punto de vista psicológico! La nueva tendencia del
arte, un nuevo modo de ver la vida, sugerido de tan extraña forma por la mera
presencia de una persona absolutamente inconsciente de todo aquello; el silencioso
espíritu que habita en la penumbra del bosque y sale sin ser visto a campo abierto,
mostrándose repentinamente, como una dríade y sin temor, porque en el alma que lo
buscaba se ha despertado esa maravillosa visión por la que únicamente se revelan las
cosas maravillosas; las simples formas y modelos de las cosas tornándose, por decirlo
así, refinadas, y adquiriendo una especie de valor simbólico, como si ellas mismas
fuesen el modelo de alguna otra forma más perfecta cuya sombra hiciesen real: ¡qué
extraño era todo! Recordaba algo parecido en la historia. ¿No había sido Platón, ese
artista del pensamiento, el primero en analizarlo? ¿No era Buonarroti quien lo había
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labrado en el mármol coloreado de una secuencia de sonetos? Pero en nuestro siglo
resultaba extraño… Sí; él trataría de ser para Dorian Gray lo que, sin saberlo, era el
muchacho para el autor del maravilloso retrato. Trataría de dominarlo: ya casi lo
había logrado, o estaba a medio camino. Haría suyo aquel espíritu maravilloso. Había
algo fascinante en ese hijo del Amor y de la Muerte.
De pronto se detuvo y miró las casas. Comprendió que se había pasado un poco
de la de su tía y, sonriendo para sus adentros, volvió sobre sus pasos. Al entrar en el
vestíbulo, algo sombrío, el mayordomo le comunicó que estaban sentados a la mesa.
Entregó el sombrero y el bastón a uno de los criados y pasó al comedor.
—Tarde como de costumbre, Harry —exclamó su tía moviendo la cabeza.
Inventó una excusa fácil y, sentándose en la silla que estaba vacía junto a ella,
miró a su alrededor para ver a los comensales. Dorian se inclinó tímidamente hacia él
desde el otro extremo de la mesa, con las mejillas encendidas de placer. Al lado
opuesto estaba la duquesa de Harley, una mujer de admirable buen carácter y
temperamento a quien adoraba todo el que la conocía, y de esas amplias proporciones
arquitectónicas que, en las mujeres que no son duquesas, los contemporáneos
describen como gordura. Junto a ella, a su derecha, se sentaba sir Thomas Burton,
miembro radical del parlamento, que en la vida pública seguía a su líder y en la
privada a los mejores cocineros, comiendo con los tories y pensando con los
liberales, de acuerdo con una sabia y bien conocida regla. A la izquierda de la
duquesa se sentaba el señor Erskine de Treadley, anciano caballero de considerable
encanto y cultura, que había adquirido, sin embargo, la mala costumbre de guardar
silencio por haber dicho, como le explicó una vez a lady Agatha, todo lo que tenía
que decir antes de los treinta. Su vecina era la señora Vandeleur, una de las más
antiguas amistades de su tía, una perfecta santa entre las mujeres, pero tan
terriblemente poco atractiva que recordaba a un libro de oraciones mal encuadernado.
Afortunadamente para él, al otro lado sólo estaba lord Faurel, inteligentísima
mediocridad de edad mediana y tan pelado como una declaración ministerial en la
Cámara de los Comunes, con quien su vecina hablaba de esa forma tan
profundamente seria que constituye el más imperdonable error —como él mismo
comprobó una vez— en el que caen todas las personas realmente buenas y del que
ninguna de ellas logra jamás escapar por completo.
—Hablábamos del pobre Dartmoor, lord Henry —exclamó la duquesa haciéndole
amables señas desde el otro lado de la mesa—. ¿Cree usted que realmente va a
casarse con esa fascinante joven?
—Creo que ella ha decidido proponérselo, duquesa.
—¡Qué horror! —exclamó lady Agatha—. Realmente alguien debería intervenir.
—Sé de muy buena tinta que su padre tiene un almacén de lencería americana —
dijo sir Thomas Burton con aire desdeñoso.
—Mi tío ya ha sugerido el envasado de cerdo, sir Thomas.
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—¡Lencería americana! ¿Qué es la lencería americana? —preguntó la duquesa
alzando con asombro sus largas manos y acentuando el verbo.
—Las novelas americanas —respondió lord Henry sirviéndose un poco de
codorniz.
La duquesa pareció perpleja.
—No le haga caso, querida —susurró lady Agatha—. Nunca habla en serio.
—Cuando se descubrió América… —dijo el miembro radical, y empezó a dar
aburridos detalles.
Como todo aquel que trata de agotar un tema, acabó agotando a sus oyentes. La
duquesa suspiró y ejerció su derecho a interrumpir.
—Ojalá no la hubiesen descubierto nunca —exclamó—. Realmente, nuestras
jóvenes no tienen ninguna oportunidad hoy en día. Es completamente injusto.
—Puede que, después de todo, aún no se haya descubierto América —dijo el
señor Erskine—. Yo por mi parte diría que sólo se ha detectado.
—Oh, pero yo he visto ejemplares de sus habitantes —contestó la duquesa en
tono vago—. Debo confesar que la mayoría de ellas son extremadamente bonitas. Y
además visten bien. Compran toda su ropa en París. Ojalá yo pudiese hacer lo mismo.
—Dicen que cuando un buen americano muere va a París —dijo sir Thomas, que
tenía un gran armario lleno de artículos de humor en desuso.
—¿De veras? ¿Y adónde van los americanos malos después de muertos? —
inquirió la duquesa.
—A América —murmuró lord Henry.
Sir Thomas frunció el ceño.
—Me temo que su sobrino tiene prejuicios hacia esa gran nación —le dijo a lady
Agatha—. Yo he viajado por todo el país, en coches puestos a mi disposición por las
autoridades, que, en esas cuestiones, son extremadamente amables. Le aseguro que es
una visita muy instructiva.
—Pero ¿es realmente necesario para nuestra educación ver Chicago? —dijo el
señor Erskine en tono de queja—. No me siento con fuerzas para el viaje.
Sir Thomas sacudió la mano.
—El señor Erskine de Treadley tiene el mundo en su biblioteca. A nosotros, los
hombres prácticos, nos gusta ver las cosas, no leer acerca de ellas. Los americanos
son gente realmente interesante. Son completamente razonables. Creo que es su
característica más distintiva. Sí, señor Erskine, un pueblo absolutamente razonable.
Le aseguro que los americanos no hacen tonterías.
—¡Qué horror! —exclamó lord Henry—. Puedo soportar la fuerza bruta, pero la
razón bruta me resulta intolerable. Hay algo injusto en su utilización. Supone un
golpe bajo para el intelecto.
—No le entiendo —dijo sir Thomas, enrojeciendo.
—Yo sí, lord Henry —murmuró el señor Erskine con una sonrisa.
—Las paradojas están muy bien como camino… —replicó el baronet.
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—¿Eso era una paradoja? —preguntó el señor Erskine—. Yo no lo creo. Tal vez
lo fuese. En cualquier caso, el camino de las paradojas es el camino de la verdad.
Para poner a prueba la realidad es necesario verla sobre la cuerda floja. Cuando las
verdades hacen acrobacias, entonces podemos juzgarlas.
—¡Dios mío! —dijo lady Agatha—. ¡Cómo argumentan ustedes los hombres!
Estoy segura de que nunca entiendo lo que están hablando. ¡Oh!, Harry, estoy muy
disgustada contigo. ¿Por qué intentas persuadir a nuestro querido Dorian Gray de que
abandone el East End? Te aseguro que su ayuda sería inapreciable. Les encantaría
oírle tocar.
—Quiero que toque para mí —exclamó lord Henry sonriendo y, al mirar hacia el
extremo de la mesa, sorprendió una brillante mirada como respuesta.
—¡Pero en Whitechapel son tan desgraciados! —insistió lady Agatha.
—Puedo simpatizar con todo excepto con el sufrimiento —dijo lord Henry
encogiéndose de hombros—. No podría simpatizar con eso. Es demasiado feo,
demasiado horrible y doloroso. Hay algo terriblemente mórbido en la comprensión
moderna hacia el dolor. Deberíamos simpatizar con el color, la belleza, la alegría de
vivir. Cuanto menos se hable de las llagas de la vida, tanto mejor.
—Aun así, el East End es un problema muy importante —observó sir Thomas
con un grave movimiento de cabeza.
—En efecto —contestó el joven lord—. Es el problema de la esclavitud, y
nosotros tratamos de solucionarlo divirtiendo a los esclavos.
El político lo miró fijamente.
—¿Qué cambios propone usted, en ese caso? —preguntó.
Lord Henry rió.
—No querría cambiar nada en Inglaterra excepto el tiempo —respondió—. La
contemplación filosófica me satisface por completo. Pero como el siglo XIX se ha ido
a la bancarrota debido a un excesivo gasto de comprensión, sugiero que apelemos a la
ciencia para que nos devuelva al buen camino. La ventaja de las emociones es que
nos llevan por el mal camino, y la ventaja de la ciencia es que no es emocional.
—Pero tenemos tan graves responsabilidades —aventuró tímidamente la señora
Vandeleur.
—Terriblemente graves —repitió lady Agatha.
Lord Henry miró al señor Erskine.
—La humanidad se toma a sí misma demasiado en serio. Es el pecado original del
mundo. Si los hombres de las cavernas hubiesen sabido reír, la historia habría sido
distinta.
—Es usted realmente reconfortante —trinó la duquesa—. Siempre me he sentido
bastante culpable cuando visito a su querida tía Agatha, ya que no me tomo interés
alguno por el East End. En el futuro seré capaz de mirarla a la cara sin sonrojarme.
—Sonrojarse es muy favorecedor, duquesa —observó lord Henry.
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—Sólo cuando se es joven —contestó ella—. Cuando una anciana como yo se
sonroja, es muy mala señal. ¡Ah!, lord Henry, desearía que me dijese cómo volver a
ser joven.
Lo pensó un momento.
—¿Puede recordar algún gran error que haya cometido en su juventud, duquesa?
—preguntó mirándola desde el otro lado de la mesa.
—Muchos, me temo —exclamó.
—Entonces vuélvalos a cometer —dijo gravemente—. Para recuperar la juventud,
sólo hay que repetir las locuras de entonces.
—¡Una teoría deliciosa! —exclamó la duquesa—. Tengo que ponerla en práctica.
—¡Una teoría peligrosa! —dijo sir Thomas apretando los labios.
Lady Agatha movió la cabeza, pero no podía evitar sentirse divertida. El señor
Erskine era todo oídos.
—Sí —prosiguió él—, ése es uno de los grandes secretos de la vida. Hoy en día la
mayor parte de la gente muere de una especie de sentido común progresivo, y
descubren cuando es demasiado tarde que lo único de lo que uno jamás se arrepiente
es de sus propios errores.
Corrió la risa por toda la mesa.
Jugó con la idea y la desarrolló tenazmente; la lanzó al aire y la transformó; la
dejó escapar y volvió a capturarla; la hizo iridiscente con su fantasía y le dio alas por
medio de la paradoja. A medida que avanzaba, el elogio de la locura se encumbró en
filosofía, y la propia filosofía rejuveneció, y reconociendo la loca música del placer,
ataviada, como podría suponerse, con su túnica manchada de vino y su guirnalda de
hiedra, bailó como una bacante sobre las colinas de la vida, burlándose del torpe
Sileno por su sobriedad. Los hechos huían a su paso como atemorizados seres del
bosque. Sus blancos pies pisotearon el inmenso lagar en el que el sabio Ornar se
sienta, hasta que el espumoso jugo de la uva se alzó alrededor de sus miembros
desnudos en oleadas de purpúreas burbujas, o se arrastró en forma de roja espuma por
la negra y chorreante pendiente de los costados del tonel. Sentía los ojos de Dorian
Gray fijos en él, y la conciencia de que había alguien en su auditorio cuya naturaleza
se proponía fascinar, parecía agudizar su ingenio y prestar colorido a su imaginación.
Estuvo brillante, fantástico, irresponsable. Sedujo a sus oyentes hasta que se
olvidaron de sí mismos y siguieron a su flauta entre risas. Dorian Gray no apartó los
ojos de él ni un solo instante, y permaneció inmóvil como el que está bajo un
hechizo, las sonrisas sucediéndose en sus labios y el creciente asombro nublando de
gravedad sus ojos.
Finalmente, la realidad vestida de librea moderna entró en la sala en forma de
sirviente para comunicarle a la duquesa que su coche esperaba. Ésta se retorció las
manos con cómica desesperación.
—¡Qué fastidio! —exclamó—. Debo marcharme. He de recoger a mi marido en
el club para llevarle a una absurda reunión en los salones Willis, donde va a actuar
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como presidente. Si llego tarde seguro que se pondrá furioso, y no podría soportar
una escena con este sombrero. Es demasiado frágil. Una palabra ruda lo arruinaría.
No, debo marcharme, lady Agatha. Adiós, lord Henry. Es usted delicioso y
terriblemente desmoralizante. Lo cierto es que no sé qué decir sobre sus puntos de
vista. Tiene que venir a comer con nosotros una noche de éstas. ¿El martes? ¿Está
usted libre el martes?
—Por usted dejaría plantado a cualquiera, duquesa —dijo lord Henry con una
inclinación.
—¡Ah! Eso es muy amable y un error por su parte —exclamó ella—. No olvide
venir.
Y abandonó rápidamente el salón seguida por lady Agatha y otras señoras.
Cuando lord Henry volvió a sentarse, el señor Erskine rodeó la mesa y, acercando
una silla, puso la mano sobre su brazo.
—Habla usted como un libro —dijo—, ¿por qué no escribe alguno?
—Me gusta demasiado leer libros como para interesarme en escribir uno, señor
Erskine. Naturalmente, me gustaría escribir una novela: una novela tan hermosa
como un tapiz persa, y así de irreal. Pero el único público literario que hay en
Inglaterra son los lectores de diarios, libros de texto y enciclopedias. De todos los
pueblos del mundo, el inglés es el que tiene menos sentido de la belleza en literatura.
—Me temo que tiene usted razón —contestó el señor Erskine—. Yo mismo solía
tener ambiciones literarias, pero las descarté hace mucho tiempo. Y ahora, mi querido
y joven amigo, si me permite llamarle así, ¿puedo preguntarle si de verdad piensa
todo lo que ha dicho durante el almuerzo?
—Lo he olvidado por completo —dijo lord Henry con una sonrisa—. ¿Dije algo
malo?
—Muy malo, en verdad. De hecho, le considero extremadamente peligroso, y si
algo le ocurre a nuestra buena duquesa, todos le consideraremos el principal
responsable. Pero quisiera hablarle a usted de la vida. La generación a la que
pertenezco es aburrida. Algún día, cuando se haya cansado usted de Londres, venga a
Treadly y expóngame su filosofía del placer ante un magnífico Burgundy que tengo la
suerte de poseer.
—Lo haré encantado. Visitar Treadly será un gran privilegio. El anfitrión es
perfecto, y también lo es la biblioteca.
—Usted la completará —contestó el anciano caballero con una cortés inclinación
—. Y ahora debo decirle adiós a su encantadora tía. Me esperan en el Ateneo. Es la
hora en que echamos la siesta.
—¿Todos ustedes, señor Erskine?
—Cuarenta de nosotros en cuarenta sillones. Estamos practicando para una
Academia Inglesa de las Letras.
Lord Henry se echó a reír y se levantó.
—Me voy al parque —exclamó.
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Cuando salía por la puerta, Dorian Gray le tocó el hombro.
—Deje que le acompañe —murmuró.
—Pero creí que había prometido usted ir a ver a Basil Hallward —contestó lord
Henry.
—Preferiría ir con usted; sí, siento que debo ir con usted. Permítamelo. ¿Y
promete que hablará durante todo el tiempo? Nadie habla tan maravillosamente bien
como usted.
—¡Ah! Ya he hablado suficiente por hoy —dijo lord Henry sonriendo—. Ahora
sólo quiero que contemple la vida. Puede venir y hacerlo conmigo, si eso le
complace.
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CAPÍTULO IV
Una tarde del mes siguiente, Dorian Gray estaba reclinado en un lujoso sillón en la
pequeña biblioteca de la casa de lord Henry en Mayfair. Era, en su género, una
estancia acogedora, con altos zócalos de roble manchado de aceituna, friso y techo
color crema con relieves de escayola, y una moqueta de fieltro color ladrillo cubierta
con alfombras persas de largos y sedosos flecos. Sobre una mesita de madera satinada
había una estatuilla de Clodión, junto a un ejemplar de Les cent nouvelles
encuadernado para Margarita de Valois por Clovis Eve, y sembrado de las margaritas
de oro que esa reina había escogido por emblema. En la repisa de la chimenea se
alineaban grandes jarrones chinos de porcelana azul con tulipanes de abigarrados
colores, y a través de los cristales emplomados de la ventana entraba a raudales la luz
albaricoque de un día de estío londinense.
Lord Henry no había llegado aún. Se retrasaba siempre por principio, pues su
lema consistía en que la puntualidad es el ladrón del tiempo. Así pues, el joven
parecía un poco contrariado, y hojeaba distraídamente una edición de Manon Lescaut
con elaboradas ilustraciones, que había encontrado en uno de los estantes. El solemne
y monótono tictac del reloj Luis XIV lo irritaba. Había estado a punto de marcharse
una o dos veces.
Al fin oyó ruido de pasos y se abrió la puerta.
—¡Qué tarde llegas, Harry! —murmuró.
—Me temo que no sea Harry, señor Gray —contestó una voz chillona.
Miró rápidamente a su alrededor y se puso en pie.
—Ruego me disculpe. Pensé…
—Pensó que era mi marido. Sólo soy su mujer. Permita usted que me presente. Le
conozco muy bien por sus fotografías. Creo que mi marido tiene diecisiete.
—¿Diecisiete, lady Henry?
—Bueno, dieciocho entonces. Y le vi con él la otra noche en la ópera.
Reía nerviosamente al hablar, y lo miraba con sus vagos ojos de no-me-olvides.
Era una mujer curiosa, cuyos vestidos parecían siempre diseñados con rabia y puestos
en medio de una tempestad. Solía estar enamorada de alguien y, como su pasión
nunca era correspondida, conservaba todas sus ilusiones. Intentaba parecer exótica,
pero sólo lograba resultar desaliñada. Se llamaba Victoria, y tenía la inveterada manía
de ir a la iglesia.
—Eso fue en Lohengrin, ¿no es así, lady Henry?
—Sí; fue en el amado Lohengrin. Me gusta la música de Wagner más que la de
cualquier otro. Es tan altisonante que se puede hablar todo el tiempo sin que oigan lo
que uno dice. Supone una gran ventaja, ¿no le parece, señor Gray?
La misma risa nerviosa y entrecortada estalló en los delgados labios, y sus dedos
comenzaron a juguetear con un largo cortapapeles de concha de tortuga.
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Dorian sonrió, moviendo la cabeza.
—Me temo que no estoy de acuerdo con usted, lady Henry. Jamás hablo cuando
oigo música, al menos cuando se trata de buena música. Si la música que se escucha
es mala, entonces uno tiene el deber de ahogarla con la conversación.
—¡Ah! Esa idea es de Harry, ¿verdad, señor Gray? Siempre oigo las ideas de
Harry en boca de sus amigos. Es la única forma en que me llegan. Pero no crea que
no aprecio la buena música. La adoro, pero la temo. Me vuelve demasiado romántica.
He sentido verdadera adoración por algunos pianistas… en ocasiones por dos a un
tiempo, como dice Harry. No sé lo que tienen. Puede que sea su calidad de
extranjeros. Todos lo son, ¿no es así? Hasta los que nacen en Inglaterra se hacen
extranjeros después de un tiempo, ¿verdad? Es una medida tan inteligente… y un
verdadero homenaje al arte. Lo hace cosmopolita, ¿no le parece? Nunca ha asistido a
una de mis fiestas, ¿verdad, señor Gray? Debe usted venir. No puedo permitirme
orquídeas, pero no reparo en gastos con los extranjeros. Dan un toque tan pintoresco
al salón. ¡Pero aquí está Harry! Harry, vine a buscarte para preguntarte algo —he
olvidado qué— y encontré aquí al señor Gray. Hemos mantenido una agradable
charla sobre música. Y estamos completamente de acuerdo. No; creo que nuestras
ideas son absolutamente distintas. Pero ha sido amabilísimo. Estoy encantada de
haberle conocido.
—Me alegro, querida, me alegro mucho —dijo lord Henry levantando sus oscuras
y arqueadas cejas y observándolos con una sonrisa divertida.
—Siento llegar tarde, Dorian. He ido a buscar una pieza de brocado antiguo a la
calle Wardour y me he pasado horas regateando por ella. Hoy en día, la gente sabe el
precio de todo, pero no conoce el valor de nada.
—Me temo que debo marcharme —exclamó lady Henry rompiendo el
embarazoso silencio con su tonta y brusca risa—. He prometido acompañar a la
duquesa en su paseo. Adiós, señor Gray. Adiós, Harry. Comerás fuera, supongo. Yo
también. Puede que nos veamos en casa de lady Thornbury.
—Eso espero, querida —dijo lord Henry cerrando la puerta tras ella cuando,
como un ave del paraíso que hubiese pasado toda la noche bajo la lluvia, huyó de la
estancia dejando un leve perfume de franchipán; luego encendió un cigarro y se dejó
caer sobre el sofá.
—Jamás te cases con una mujer de pelo pajizo, Dorian —dijo tras unas
bocanadas.
—¿Por qué, Harry?
—Porque son unas sentimentales.
—Pero a mí me gusta la gente sentimental.
—Nunca te cases, Dorian. Los hombres se casan por cansancio; las mujeres por
curiosidad; y ambos resultan decepcionados.
—No creo que me case, Harry. Estoy demasiado enamorado. Ése es uno de tus
aforismos. Lo estoy poniendo en práctica, como hago con todo lo que tú dices.
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—¿De quién estás enamorado? —preguntó lord Henry tras una pausa.
—De una actriz —contestó Dorian sonrojándose.
Lord Henry se encogió de hombros.
—Eso es un debut más bien vulgar.
—No lo dirías si la vieses, Harry.
—¿Quién es?
—Su nombre es Sibyl Vane.
—Jamás he oído hablar de ella.
—Nadie lo ha hecho. Pero alguna vez lo harán. Ella es genial.
—Querido muchacho, ninguna mujer es genial. Las mujeres son un sexo
decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero cuando lo hacen es de forma
encantadora. Las mujeres representan el triunfo de la materia sobre la mente, y los
hombres el triunfo de la mente sobre la moral.
—¿Cómo puedes hablar así, Harry?
—Mi querido Dorian, es la pura verdad. Últimamente estoy analizando a las
mujeres, así que debería saberlo. El tema no es tan abstruso como yo pensaba.
Encuentro que, en última instancia, sólo hay dos tipos de mujeres: las feas y las
atractivas. Las primeras son muy útiles. Si quieres ganarte una reputación de hombre
respetable, no tienes más que invitarlas a cenar. Las otras mujeres son completamente
encantadoras. Sin embargo, cometen un error. Se pintan para parecer más jóvenes.
Nuestras abuelas se pintaban para intentar hablar con brillantez: el rouge y el esprit
solían ir juntos. Eso se ha acabado. Una mujer no está completamente satisfecha si no
parece diez años más joven que su propia hija. En cuanto a la conversación, sólo hay
cinco mujeres en todo Londres con las que merece la pena hablar, y dos de ellas están
excluidas de la sociedad respetable. En cualquier caso, háblame de tu genio. ¿Cuánto
hace que la conoces?
—¡Ah, Harry, tus puntos de vista me aterran!
—Olvídalo. ¿Cuánto hace que la conoces?
—Unas tres semanas.
—¿Y dónde la encontraste?
—Te lo diré, Harry; pero tienes que ser comprensivo. Después de todo, de no
haberte conocido nada de esto hubiese pasado. Tú me llenaste de un deseo salvaje de
saberlo todo sobre la vida. Durante días, después de conocerte, algo parecía latir en
mis venas. Cuando paseaba por el parque o caminaba por Picadilly miraba a todos los
que pasaban y me preguntaba, con loca curiosidad, qué vida llevarían. Algunos de
ellos me fascinaban. Otros me llenaban de terror. Había un exquisito veneno en el
aire. Me apasionaban las sensaciones… Pues bien, una tarde, alrededor de las siete,
decidí salir en busca de alguna aventura. Sentí que este gris y monstruoso Londres,
con sus millones de habitantes, sus sórdidos pecadores y sus espléndidas faltas, como
una vez dijiste, debía de tener algo guardado para mí. Imaginé cientos de cosas. La
sola sensación de peligro me producía placer. Recordé lo que me habías dicho esa
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maravillosa tarde en que cenamos juntos por primera vez sobre que la búsqueda de la
belleza era el auténtico secreto de la vida. No sé lo que esperaba, pero salí y caminé
sin rumbo fijo hacia el este, perdiéndome muy pronto en un laberinto de mugrientas
calles y negras y peladas plazoletas. Alrededor de las ocho y media, pasé por un
absurdo teatrucho con enormes y resplandecientes focos de gas y carteles chillones.
Un horrible judío, vestido con el chaleco más sorprendente que he visto en mi vida,
estaba parado a la entrada fumando un cigarro infame. Tenía rizos grasientos, y un
diamante inmenso brillaba en mitad de su sucia camisa. «¿Quiere un palco, milord?»
—dijo al verme, y se quitó el sombrero con aire de suntuoso servilismo. Aún no
consigo entender por qué lo hice; y sin embargo, de no haberlo hecho… querido
Harry, de no haberlo hecho me habría perdido el mayor romance de mi vida. Había
algo en él que me divirtió, Harry. Era tan monstruoso. Te reirás de mí, lo sé, pero lo
cierto es que entré y pagué una guinea por el palco. Veo que te ríes. ¡Es horrible por
tu parte!
—No me río, Dorian; al menos no de ti. Pero no deberías decir el mayor romance
de tu vida. Deberías decir tu primer romance. A ti siempre te amarán, y tú estarás
siempre enamorado del amor. Una grande passion es el privilegio de los que no
tienen nada que hacer. Es la única ocupación de las clases ociosas de un país. No
temas. Te aguardan cosas exquisitas. Esto es sólo el comienzo.
—¿Crees que mi naturaleza es tan superficial? —exclamó Dorian Gray irritado.
—No; la creo muy profunda.
—¿Qué quieres decir?
—Querido muchacho, los que sólo aman una vez en la vida son los
verdaderamente superficiales. A lo que ellos llaman lealtad y fidelidad, yo lo llamo
letargo de la costumbre o falta de imaginación. La fidelidad es a las personas
emocionales lo que la consistencia a la vida del intelecto: una simple confesión de
fracaso. ¡La fidelidad! Algún día he de analizarla. Tiene la pasión de la propiedad.
Hay muchas cosas que desecharíamos de no temer que otros las recogiesen. Pero no
quiero interrumpirte. Sigue con tu historia.
—Pues bien, me encontré sentado en un estrecho y horrible palco frente a un
vulgar telón. Me asomé tras la cortina y estudié el lugar. Era todo oropeles, cupidos y
cornucopias, como una tarta de bodas de tercera clase. La tribuna y la platea se veían
bastante llenas, pero las dos filas de grasientas butacas estaban casi vacías, y en lo
que supongo llamarán el principal no había prácticamente ni un alma. Las mujeres
iban y venían con naranjas y cerveza de jengibre, y se hacía un tremendo consumo de
nueces.
—Debía de ser exactamente igual que en la época dorada del drama inglés.
—Exactamente igual, supongo, y muy deprimente. Empezaba a preguntarme qué
debía hacer, cuando vi el cartel. ¿Qué imaginas que representaban, Harry?
—Supongo que El joven idiota o Mudo pero inocente. A nuestros padres solía
gustarles ese tipo de obras, creo. Cuanto más vivo, Dorian, más me convenzo de que
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todo lo que era suficientemente bueno para nuestros padres no es lo bastante bueno
para nosotros. En arte, como en política, les grand-pères ont toujours tort.
—Esa obra era suficientemente buena para nosotros, Harry. Se trataba de Romeo
y Julieta. Debo admitir que me sentí bastante molesto ante la idea de ver representado
a Shakespeare en un miserable agujero como aquél. Sin embargo, de algún modo
estaba interesado. En cualquier caso, decidí esperar al primer acto. Había una
orquesta espantosa que presidía un joven hebreo sentado ante un piano desvencijado
y que casi me hizo desistir, pero finalmente se alzó el telón y comenzó la obra.
Romeo era un caballero grueso de edad madura y cejas pintadas con corcho
quemado, voz ronca de tragedia y el cuerpo como un barril de cerveza. Mercucio era
casi tan malo. Lo representaba uno de esos comediantuchos que introducen bromas
de su propia cosecha y están en excelentes términos con la platea. Ambos eran tan
grotescos como el escenario, y éste parecía salido de una barraca de feria. ¡Pero
Julieta! Harry, imagina a una muchacha de apenas diecisiete años con una carita de
flor, una menuda cabeza griega de enroscadas trenzas castaño oscuro, los ojos violeta
como pozos de pasión, y unos labios como pétalos de rosa. Era lo más adorable que
había visto en mi vida. Una vez me dijiste que el patetismo no te conmovía, pero que
la belleza, la sola belleza, podía llenarte los ojos de lágrimas. Te digo, Harry, que a
duras penas podía ver a la muchacha a través de la bruma del llanto que me asaltó. Y
su voz… jamás había oído otra igual. Hablaba muy bajo al principio, con hondas y
suaves notas que parecían penetrar una a una el oído. Luego subió un poco el tono, y
sonó como una flauta o un lejano oboe. En la escena del jardín tenía el trémulo
éxtasis que uno escucha antes del amanecer, cuando los ruiseñores cantan. Más tarde
hubo momentos en que adquirió la pasión ardiente de los violines. Tú sabes hasta qué
punto puede una voz conmover. Tu voz y la voz de Sibyl Vane son dos cosas que
jamás podré olvidar. Las oigo al cerrar los ojos, y cada una dice algo distinto. No sé a
cuál de ellas seguir. ¿Por qué no habría de amarla? La quiero, Harry. Ella lo es todo
para mí en la vida. Noche tras noche voy a verla actuar. Una noche es Rosalinda, y la
tarde siguiente Imogenia. La he visto morir en la penumbra de una tumba italiana,
bebiendo el veneno de los labios de su amado. La he visto errar por los bosques de
Arden disfrazada de un hermoso muchacho con calzas, jubón y elegante gorro. Ha
enloquecido y se ha presentado ante un rey culpable dándole ruda para vestirse y
amargas hierbas a gustar. Ha sido inocente, y las blancas manos de los celos han
partido su garganta como un junco. La he visto en todas las épocas y con todas las
indumentarias. Las mujeres corrientes no excitan nunca nuestra imaginación. Se
limitan a su siglo. Ningún hechizo las transfigura. Uno conoce su mente con la misma
facilidad que su sombrero. Siempre puedes encontrarlas. Carecen de misterio alguno.
Por la mañana pasean en coche por el parque, y por las tardes parlotean tomando el
té. Tienen una sonrisa estereotipada y una conducta a la moda. Son completamente
obvias. ¡Pero una actriz! ¡Qué distinta es una actriz! ¡Harry! ¿Por qué no me habías
dicho que la única cosa digna de amarse es una actriz?
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—Porque he amado a muchas, Dorian.
—Oh, sí, mujeres horribles de pelo teñido y cara pintada…
—No desprecies el pelo teñido y las caras pintadas. A veces tienen un encanto
extraordinario —dijo lord Henry.
—Ahora me arrepiento de haberte hablado de Sibyl Vane.
—No hubieses podido evitarlo, Dorian. Me contarás todo lo que hagas durante el
resto de tu vida.
—Sí, Harry, creo que eso es cierto. No puedo evitar contarte las cosas. Tienes una
extraña influencia sobre mí. Si alguna vez cometiese un crimen, vendría a
confesártelo. Tú me entenderías.
—La gente como tú, tenaces rayos de sol de la vida, no comete crímenes, Dorian.
Pero, en cualquier caso, te agradezco mucho el cumplido. Y ahora dime… alcánzame
las cerillas, sé buen chico… ¿Qué relación tienes actualmente con Sibyl Vane?
Dorian Gray se levantó precipitadamente con las mejillas arreboladas y los ojos
llameantes.
—¡Harry! ¡Sibyl Vane es sagrada!
—Sólo lo sagrado merece tocarse, Dorian —dijo lord Henry con una extraña
carga de patetismo en su voz—. Pero ¿por qué ibas a sentirte molesto? Supongo que
ella te pertenecerá algún día. Cuando uno está enamorado, siempre comienza por
engañarse a uno mismo y acaba engañando a los otros. En eso consiste lo que el
mundo llama un romance. En cualquier caso, supongo que la conocerás.
—Naturalmente que la conozco. La primera noche que estuve en el teatro, el
horrible judío acudió al palco una vez terminada la representación y se ofreció a
llevarme entre bastidores para presentármela. Me enfurecí con él: le dije que Julieta
llevaba muerta cientos de años y que su cuerpo yacía en una tumba de mármol, en
Verona. Por su mirada de perplejo asombro, creo que concluyó que yo había bebido
demasiado champán, o algo así.
—No me sorprende.
—Después me preguntó si yo escribía para algún periódico. Le contesté que
jamás los leía. Pareció terriblemente decepcionado por mi comentario, y me confió
que todos los críticos dramáticos estaban confabulados en su contra y que todos ellos
se vendían.
—No me sorprendería que tuviese toda la razón en eso. Pero, por otra parte, a
juzgar por las apariencias, la mayor parte de ellos no deben de ser nada caros.
—Bueno, él parecía creer que estaban por encima de sus posibilidades —rió
Dorian—. Para entonces, sin embargo, estaban apagando las luces del teatro y tenía
que marcharme. Quiso que probase unos cigarros que él recomendaba con fervor. Los
rechacé. La siguiente noche, por supuesto, volví al lugar. Al verme hizo una profunda
reverencia y aseguró que yo era un espléndido protector del arte. Era una bestia
repugnante, pero sentía una extraordinaria pasión por Shakespeare. Una vez me dijo
con aire de orgullo que las cinco veces que había quebrado se había debido
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enteramente al «Bardo», como insistía en llamarlo. Parecía considerarlo una
distinción.
—Era una distinción, mi querido Dorian, una gran distinción. La mayoría de la
gente se arruina invirtiendo con exceso en la prosa de la vida. Arruinarse por la
poesía es un honor. Pero ¿cuándo hablaste por primera vez con Sibyl Vane?
—La tercera noche. Había representado a Rosalinda. No pude evitar intentarlo.
Le había arrojado algunas flores y ella me había mirado; al menos yo pensé que lo
había hecho. El viejo judío era persistente. Parecía empeñado en llevarme entre
bastidores, de modo que consentí. Es extraño que no quisiera conocerla, ¿verdad?
—No; yo no lo creo así.
—¿Por qué, querido Harry?
—Te lo diré en otro momento. Ahora quiero saber de la muchacha.
—¿Sibyl? Oh, fue tan tímida y amable. Hay algo de niña en ella. Sus ojos se
abrieron con exquisito asombro cuando le dije lo que pensaba de su actuación, y
parecía completamente inconsciente de su poder. Los dos estábamos bastante
nerviosos. El viejo judío seguía sonriendo en el umbral del polvoriento camerino,
haciendo elaborados discursos sobre nosotros mientras nos mirábamos como niños.
Insistía en llamarme «milord», así que tuve que asegurarle a Sibyl que no era nada
por el estilo. Ella se limitó a decirme: «Perece usted más bien un príncipe. Le llamaré
Príncipe Encantador».
—Palabra, Dorian, la señorita Sibyl sabe cómo hacer cumplidos.
—Tú no la entiendes, Harry. Me miraba como si yo sólo fuese un personaje de
una obra. No sabe nada de la vida. Vive con su madre, una mujer cansada y marchita
que representaba a lady Capuleto con una especie de bata roja la primera noche, y
que parece haber vivido mejores tiempos.
—Conozco ese aspecto. Me deprime —murmuró lord Henry estudiando sus
anillos.
—El judío quiso contarme su historia, pero le dije que no me interesaba.
—Hiciste muy bien. Siempre hay algo infinitamente mezquino en las tragedias
ajenas.
—Sibyl es lo único que me interesa. ¿Qué me importa su origen? De la pequeña
cabeza a los menudos pies, es absoluta y completamente divina. Iría a verla actuar
todas las noches de mi vida, y cada una sería más maravillosa que la anterior.
—Supongo que ésa es la razón de que ya nunca cenemos juntos. Imaginé que
tendrías algún curioso romance entre manos. Y acerté; pero no es en absoluto lo que
yo esperaba.
—Querido Harry, pero si todos los días almorzamos o comemos juntos, y he ido
contigo varias veces a la ópera —dijo Dorian abriendo asombrado sus ojos azules.
—Siempre llegas terriblemente tarde.
—Bueno, no puedo evitar ir a ver actuar a Sibyl —exclamó—, aunque sólo sea
durante un acto. Anhelo su presencia; y cuando pienso en el maravilloso espíritu que
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se oculta en su pequeño cuerpo de marfil, me siento lleno de reverencia hacia ella.
—Podrás cenar conmigo esta noche, Dorian, ¿no?
Movió la cabeza.
—Esta noche ella es Imogenia —contestó—, y mañana será Julieta.
—¿Y cuándo es Sibyl Vane?
—Nunca.
—Te felicito.
—¡Qué desagradable eres! Ella es en una todas las grandes heroínas del mundo
entero. Ella es más que una persona. Ríete, pero te digo que tiene genio. La quiero, y
tengo que lograr que ella me quiera. Tú que conoces todos los secretos de la vida,
¡dime cómo seducir a Sibyl Vane para que ella me ame! Quiero que Romeo sienta
celos de mí. Quiero que todos los amantes muertos de la historia escuchen nuestra
risa y se entristezcan. Quiero que el aliento de nuestra pasión vuelva su polvo a la
vida y despierte sus cenizas al dolor. ¡Dios mío, Harry! ¡Cómo la adoro!
Recorría la estancia de arriba abajo mientras hablaba. Manchas de un rojo febril
ardían en sus mejillas. Estaba horriblemente excitado.
Lord Henry lo observaba con un sutil sentimiento de placer. ¡Qué distinto era
ahora del tímido y temeroso muchacho que había conocido en el estudio de Basil! Su
naturaleza maduraba como una flor, produciendo capullos de llama escarlata. El alma
había abandonado su escondite oculto, y el deseo había acudido a su encuentro.
—¿Y qué te propones hacer? —dijo lord Henry al fin.
—Quiero que tú y Basil vengáis conmigo una noche a verla actuar. No temo en
absoluto los resultados. Estoy seguro de que reconoceréis su genio. Después tenemos
que arrancarla de las garras del judío. Está atada a él por tres años —o al menos por
dos años y ocho meses— a partir de este momento. Tendré que pagarle, por supuesto.
Cuando todo esté arreglado alquilaré un teatro en el West End y la lanzaré como es
debido. Volverá tan loco al mundo como lo ha hecho conmigo.
—Querido muchacho, eso sería imposible.
—Sé que lo hará. No sólo tiene arte, un consumado sentido del arte, sino también
personalidad. Y a menudo me has dicho que es la personalidad, no los principios, lo
que mueve los tiempos.
—Está bien, ¿qué noche iremos?
—Déjame ver. Mañana es martes. Vayamos mañana. Mañana hace de Julieta.
—Está bien. A las ocho en el Bristol; yo recogeré a Basil.
—A las ocho no, Harry, te lo ruego. A las seis y media. Tenemos que estar allí
antes de que se alce el telón. Tenéis que verla en el primer acto, cuando conoce a
Romeo.
—¡Las seis y media! ¿Qué horas son ésas? Sería como acudir a un vulgar té o
como leer una novela inglesa. Ha de ser a las siete. Ningún caballero cena antes de
las siete. ¿Vas a ver a Basil entretanto? ¿O le escribo yo?
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—¡Pobre Basil! No le he visto en una semana. Es horrible por mi parte. Me ha
enviado el retrato con un maravilloso marco especialmente diseñado por él mismo y,
aunque estoy algo celoso del cuadro por ser un mes entero más joven que yo, tengo
que admitir que me deleito en él. Quizá sea mejor que le escribas tú. No quiero verlo
a solas. Dice cosas que me molestan. Me da buenos consejos.
Lord Henry rió.
—A la gente le encanta deshacerse de lo que más necesita. Es lo que yo llamo los
abismos de la generosidad.
—Oh, Basil es el mejor de los amigos, pero me parece que es un poco filisteo.
Desde que te conozco, Harry, lo he descubierto.
—Basil, ese querido muchacho, pone todo el encanto en su obra. El resultado es
que no le queda nada para la vida excepto sus prejuicios, sus principios y su sentido
común. Los únicos artistas que personalmente me han parecido encantadores eran
malos artistas. Los buenos sólo existen en aquello que hacen, y consecuentemente
carecen de todo interés en lo que son. Un gran poeta, un poeta verdaderamente
grande, es lo más poco poético que existe. Pero los malos poetas son absolutamente
fascinantes. Cuanto peores son sus rimas, más pintorescos parecen. El mero hecho de
haber publicado un libro de sonetos de segunda categoría vuelve a un hombre
completamente irresistible. Este vive la poesía que es incapaz de escribir. Los demás
escriben la poesía que no osan poner en práctica.
—Me pregunto si tendrás razón, Harry —dijo Dorian Gray echando un poco de
perfume en su pañuelo de una gran botella de tapón dorado que había encima de la
mesa—. Si tú lo dices, debe de ser así. Y ahora tengo que marcharme. Adiós.
Cuando dejó la estancia, los pesados párpados de lord Henry se cerraron y
empezó a pensar. Realmente pocas personas le habían interesado tanto como Dorian
Gray y, sin embargo, la loca adoración del joven por otra persona no le causaba el
más mínimo atisbo de irritación o celos. Le producía satisfacción. Lo convertía en un
motivo de estudio aún más interesante. Siempre le habían cautivado los métodos de
las ciencias naturales, pero el sujeto de estudio usual de esa ciencia le parecía trivial y
poco interesante. Así que empezó a diseccionarse a sí mismo como había acabado
haciéndolo con los demás. La vida humana: eso era lo único que consideraba digno
de investigarse. Comparado con eso no había nada de valor. Era cierto que cuando se
observaba la vida en su extraño crisol de dolor y placer, no era posible ponerse una
máscara de vidrio, ni evitar que los vapores sulfurosos perturbasen el cerebro y
enturbiasen la imaginación con monstruosas fantasías y sueños deformes. Había
venenos tan sutiles que para conocer sus propiedades era preciso enfermar por su
causa. Había males tan extraños que era necesario pasar por ellos para comprender su
naturaleza. Y, sin embargo, ¡qué gran recompensa se recibía a cambio! ¡Qué
maravilloso lugar se volvía el mundo! Conocer la extraña y dura lógica de la pasión y
la rica vida emocional del intelecto, observar dónde coinciden y se separan, cuándo
están en armonía y cuándo en discordia… ¡Era una delicia! ¿Qué importaba cuál
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fuese el precio? Nunca se pagaba un precio lo bastante alto a cambio de una
sensación.
Era consciente —y ese pensamiento hizo brillar de placer sus ojos de oscuro ágata
— de que había sido a causa de ciertas palabras suyas, palabras musicales y dichas
con expresión musical, por lo que el alma de Dorian Gray se había vuelto hacia esa
blanca muchacha, cayendo en adoración ante ella. En gran medida, ese muchacho era
su propia creación. Lo había vuelto precoz. Y eso era algo. La gente ordinaria espera
a que la vida le descubra sus secretos, pero para unos pocos, los escogidos, los
misterios de la vida se revelan antes de que el velo se haya alzado. A veces ése es el
efecto del arte, y sobre todo el de la literatura, que apunta directamente hacia las
pasiones y el intelecto. Pero de tanto en tanto una personalidad compleja ocupa su
lugar y asume esa función del arte; es, de hecho, a su manera, una auténtica obra de
arte, teniendo la vida sus propias y elaboradas obras maestras, tal como las tienen la
poesía, la escultura o la pintura.
Sí, el muchacho era precoz. Recogía la cosecha cuando aún era primavera. Poseía
el pulso de la pasión y la juventud, pero empezaba a ser consciente de sí mismo.
Observarle era una delicia. Con su bello rostro y tan hermosa alma era algo que
inspiraba verdadero asombro. No importaba cómo terminase todo, la clase de final
que le aguardase. Era como una de esas afables figuras de un espectáculo o
representación cuyas alegrías parecen remotas, mientras que sus penas conmueven
nuestro sentido de la belleza con las rosas rojas de sus heridas.
El alma y el cuerpo, el cuerpo y el alma, ¡qué misterio encierran! Hay algo animal
en el alma, y el cuerpo tiene sus momentos de espiritualidad. Los sentidos pueden
refinarse, y el intelecto puede degradarse. ¿Quién podría decir dónde acaba el
impulso carnal o dónde empieza el impulso físico? ¡Qué superficiales eran las
definiciones de los psicólogos corrientes! Y, sin embargo, ¡qué difícil decidirse entre
las pretensiones de las distintas escuelas! ¿Es el alma una sombra sentada en la casa
del pecado? ¿O está el cuerpo realmente en el alma, como pensaba Giordano Bruno?
La separación del espíritu y de la materia era un misterio, como lo es su unión.
Comenzó a preguntarse si sería posible alguna vez hacer de la psicología una
ciencia tan absoluta que el más mínimo impulso vital se nos revelase. En su actual
estado, siempre nos malinterpretamos a nosotros mismos y rara vez logramos
entender a los demás. La experiencia carece de valor ético alguno. No es más que el
nombre que la gente da a sus errores. Los moralistas, por lo general, la contemplan
como una forma de aviso, reclaman para ella cierta eficacia ética en la formación del
carácter, la saludan como algo que nos enseña qué camino seguir o evitar. Pero la
experiencia carece de poder motriz. Tiene algo de causa activa, como la propia
conciencia. Todo lo que en realidad demuestra es que nuestro futuro será igual a
nuestro pasado, y que el pecado que un día cometimos con pesadumbre de nuevo lo
cometeremos muchas otras veces, y con alegría.
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Para él estaba claro que el método experimental era el único por el que podía
realizarse un análisis científico de las pasiones; y ciertamente Dorian Gray era un
sujeto hecho a su medida, y parecía prometer ricos y fructíferos resultados. Su
repentino y loco amor por Sibyl Vane era un fenómeno psicológico nada carente de
interés. No cabía duda de que la curiosidad jugaba un papel importante, la curiosidad
y el deseo de nuevas experiencias; sin embargo, no se trataba de una pasión simple,
sino más bien muy compleja. Lo que había en ella de puro instinto sensual de la
adolescencia había cambiado por obra de la imaginación, transformándose en algo
que al mismo joven le parecía alejado de los sentidos y, por la misma razón, mucho
más peligroso. Son las pasiones sobre cuyo origen nos engañamos las que nos
tiranizan con mayor fuerza. Nuestros motivos más débiles son aquéllos de cuya
naturaleza somos conscientes. Ocurría a menudo que cuando creíamos estar
experimentando con los demás, lo estábamos en realidad haciendo con nosotros
mismos.
Mientras lord Henry soñaba con estas cosas, llamaron a la puerta y su criado
entró, recordándole que era hora de vestirse para la cena. El sol había teñido de oro
escarlata los ventanales de las casas de enfrente. Los cristales refulgían como
planchas de metal al rojo. En contraste, el cielo parecía una rosa marchita. Pensó en
la joven y fogosa vida de su amigo y se preguntó cómo acabaría.
Cuando volvió a casa, alrededor de las doce y media, encontró un telegrama sobre
la mesa del vestíbulo. Lo abrió y vio que era de Dorian Gray. Le comunicaba que se
había prometido en matrimonio con Sibyl Vane.
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CAPÍTULO V
—¡Madre, madre, soy tan feliz! —susurró la joven hundiendo su rostro en el regazo
de la mujer de aspecto cansado y marchito que, de espaldas a la deslumbrante luz que
entraba del exterior, se sentaba en el único sillón que contenía la mísera estancia—.
¡Soy tan feliz! —repitió—, y tú también debes serlo.
La señora Vane se estremeció y puso sus flacas manos blanqueadas de bismuto en
la cabeza de su hija.
—¡Feliz! —repitió—, sólo soy feliz cuando te veo actuar, Sibyl. No debes pensar
en otra cosa. El señor Isaacs ha sido muy bueno con nosotras y le debemos dinero.
La joven levantó la vista y gimió.
—Madre, madre —exclamó—, ¿qué importa el dinero? El amor vale más que el
dinero.
—El señor Isaacs nos ha adelantado cincuenta libras para pagar las deudas y
comprarle un traje decente a James. No debes olvidarlo, Sibyl. Cincuenta libras es
una gran suma. El señor Isaacs ha sido muy considerado.
—Él no es un caballero, madre, y odio el modo en que me habla —dijo la
muchacha levantándose y acercándose a la ventana.
—No sé cómo podríamos arreglárnoslas sin él —contestó la mujer en tono
quejumbroso.
Sibyl Vane agitó la cabeza y se echó a reír.
—Ya no lo necesitamos, madre. Ahora el Príncipe Encantador reina sobre
nuestras vidas.
Hizo una pausa. Un tumulto agitó sus venas y oscureció sus mejillas. La agitada
respiración abría los pétalos de sus labios. Temblaban. Un viento cálido de pasión la
recorrió y agitó los delicados pliegues de su vestido.
—Lo amo —se limitó a decir.
—¡Tontina! ¡Tontina! —fue la cantinela que recibió como respuesta. El ademán
de los torcidos dedos, cubiertos de anillos falsos, confirió un aire grotesco a sus
palabras.
La joven volvió a reír. Su voz tenía la alegría del pájaro en una jaula. Los ojos se
apoderaron de la melodía, irradiándola en forma de luz; luego se cerraron por un
instante como para ocultar su secreto. Al volver a abrirse, la sombra de un sueño los
había cruzado.
Los finos labios de la sabiduría le hablaban desde el sillón raído, apelando a la
prudencia según ese libro de la cobardía cuyo autor se llama sentido común. Ella no
escuchaba. Era libre en su cárcel de pasión. Su príncipe, el Príncipe Encantador,
estaba a su lado. Le había pedido a la memoria que lo reconstruyese. Había enviado
su alma a buscarle, y ésta se lo había devuelto. Sus besos volvían a quemar su boca.
Los párpados guardaban el calor de su aliento.
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Entonces la Sabiduría cambió de método y habló de espionaje y averiguación. El
joven podía ser rico. Si era así, debería considerarse el matrimonio. La oleada de
astucia mundana se quebró contra la concha de su oído. Las flechas de la imaginación
volaron a su lado. Veía moverse los finos labios y sonreía.
De pronto, sintió necesidad de hablar. Le molestaba el silencio cargado de
palabras.
—Madre, madre —exclamó—, ¿por qué me amará tanto? Yo sé por qué lo amo a
él. Lo amo porque es tal como debiera ser el propio Amor. Pero ¿qué verá él en mí?
Yo no soy digna de él. Y, sin embargo, no sabría decir por qué, aunque me considero
muy por debajo de él, no me siento humilde. Estoy orgullosa, terriblemente orgullosa.
Madre, ¿amabas a mi padre como yo amo al Príncipe Encantador?
La vieja palideció bajo el tosco polvo que manchaba sus mejillas, y sus labios
secos se crisparon en un espasmo de dolor. Sibyl corrió hacia ella, lanzó los brazos
alrededor de su cuello y la besó.
—Perdóname, madre. Sé que te duele hablar de él. Pero eso es porque lo amabas
mucho. No te pongas tan triste. Hoy soy tan feliz como hace veinte años lo eras tú.
¡Ah! ¡Déjame que sea dichosa para siempre!
—Hija mía, aún eres demasiado joven para pensar en enamorarte. Además, ¿qué
sabes de ese joven? Ni siquiera conoces su nombre. Todo este asunto es de lo más
molesto y, verdaderamente, con James a punto de marcharse a Australia, tengo tantas
cosas en que pensar… Debo decir que deberías haber mostrado más consideración.
Sin embargo, como antes dije, si él es rico…
—¡Ah! ¡Madre, madre, déjame que sea feliz!
La señora Vane la contempló y, con uno de esos falsos gestos poéticos que a
menudo se convierten en la segunda naturaleza de un actor, la estrechó en sus brazos.
En ese instante se abrió la puerta y un muchacho de pelo castaño y enmarañado entró
en la estancia. Tenía una complexión robusta, grandes manos y pies, y era algo torpe
de movimientos. Carecía de la elegancia innata de su hermana. Habría sido difícil
adivinar la estrecha relación que existía entre ellos. La señora Vane fijó los ojos en él
y su sonrisa se intensificó. Mentalmente elevaba a su hijo a la categoría de un
auditorio. Estaba segura de que el tableau era interesante.
—Creo que deberías guardar algún beso para mí, Sibyl —dijo el muchacho con
un bondadoso gruñido.
—¡Ah! Pero a ti no te gusta que te besen —exclamó—. Eres un viejo y horrible
oso.
Y corrió a abrazarlo.
James Vane miró con ternura el rostro de su hermana.
—Quiero que vengas a pasear conmigo, Sibyl. Supongo que no volveré a ver este
espantoso Londres. Ése es al menos mi deseo.
—No digas cosas tan terribles, hijo mío —murmuró la señora Vane cogiendo un
disfraz chillón que empezó a remendar con un suspiro. Se sentía algo decepcionada
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porque el joven no se había unido a ellas antes. Habría aumentado la pintoresca
teatralidad de la situación.
—¿Por qué no, madre? Es lo que siento.
—Me haces sufrir, hijo. Yo espero que vuelvas de Australia con una magnífica
posición. Creo que no hay sociedad de ningún tipo en las colonias, nada que se le
parezca; de modo que, una vez hayas hecho fortuna, debes volver e imponer tu
posición en Londres.
—¡La sociedad! —murmuró el joven—. No quiero saber nada de eso. Me
gustaría hacer algo de dinero para sacaros del teatro a ti y a Sibyl. Lo detesto.
—Pero, Jim —dijo Sibyl riendo—, ¡qué cruel eres! Pero ¿de verdad vamos a dar
un paseo? Será estupendo. Temía que fueses a despedirte de alguno de tus amigos, de
Tom Hardy, que te dio esa horrible pipa, o de Ned Langton, que se burla de ti por
fumarla. Eres muy amable reservándome tu última tarde. ¿Adónde iremos? Vayamos
al parque.
—Tengo un aspecto demasiado pobre —contestó frunciendo el ceño—. Allí sólo
va gente elegante.
—Tonterías, Jim —murmuró ella acariciando la manga de su chaqueta.
Él dudó un instante.
—Muy bien —dijo al fin—, pero no tardes mucho en vestirte.
Salió bailando. La oyó cantar mientras subía las escaleras. Los pequeños pies
corretearon sobre sus cabezas.
El joven recorrió la estancia dos o tres veces. Después se volvió hacia la figura
inmóvil del sillón.
—¿Están listas mis cosas, madre? —preguntó.
—Todo está listo, James —contestó ella sin apartar los ojos de su labor. Hacía
varios meses que no estaba a gusto cuando se quedaba con ese áspero y severo hijo
suyo. Su superficial naturaleza se turbaba al encontrar sus ojos. Se preguntó si él
sospecharía algo. El silencio, ya que no hizo ninguna otra observación, le resultaba
intolerable. Empezó a quejarse. Las mujeres se defienden atacando, así como atacan
con repentinas y extrañas rendiciones.
—Espero que la vida en ultramar te guste, James —dijo—. Recuerda que ha sido
tu propia decisión. Podías haber entrado a trabajar en la oficina de un abogado. Los
abogados son una clase muy respetable, y en el campo a menudo comen con las
mejores familias.
—Odio las oficinas y a los empleados —replicó él—. Pero tienes toda la razón.
Yo he elegido mi propia vida. Todo lo que te pido es que cuides de Sibyl. No dejes
que le ocurra nada malo. Debes vigilarla, madre.
—La verdad es que no te comprendo, James. Por supuesto que vigilaré a Sibyl.
—He oído que un caballero viene al teatro todas las noches y pasa a hablar con
ella entre bastidores. ¿Es eso cierto? ¿Qué hay de ese asunto?
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—Hablas de cosas que no comprendes, James. En nuestra profesión
acostumbramos a recibir numerosas y gratificantes atenciones. Yo misma solía recibir
muchos ramos de flores en otros tiempos. Entonces se sabía apreciar el arte. En
cuanto a Sibyl, por el momento desconozco si sus sentimientos son serios o no. Pero
no hay duda de que el joven en cuestión es un perfecto caballero. Siempre me trata
con mucha amabilidad. Además, tiene aspecto de ser rico y envía unas flores
preciosas.
—Sin embargo no sabes su nombre —dijo el muchacho con aspereza.
—No —contestó su madre con una plácida expresión en la cara—. Aún no ha
revelado su verdadero nombre. Creo que es muy romántico por su parte.
Probablemente sea un miembro de la aristocracia.
James Vane se mordió los labios.
—Vigila a Sibyl, madre —exclamó—, vigílala.
—Hijo mío, me inquietas mucho. Sibyl está siempre bajo mi especial cuidado.
Por supuesto, si ese caballero es rico no hay razón por la que no debamos contraer
con él una alianza. Yo creo que pertenece a la aristocracia. Tiene todo el aspecto,
debo decir. Podría ser un excelente matrimonio para Sibyl. Formarían una pareja
encantadora. Es realmente guapo; todo el mundo se fija en él.
El muchacho murmuró algo para sus adentros y tamborileó en los cristales con
sus recios dedos. Acababa de volverse para decir algo cuando se abrió la puerta y
Sibyl entró corriendo.
—¡Qué serios estáis los dos! —exclamó—. ¿Qué es lo que ocurre?
—Nada —contestó él—, supongo que uno tiene que ser serio a veces. Adiós,
madre; cenaré a las cinco en punto. Todo está empaquetado menos las camisas, así
que no tienes que molestarte.
—Adiós, hijo mío —contestó ella con una inclinación de majestad forzada.
Se sentía muy molesta por el tono que había adoptado con ella, y algo en su
mirada le había hecho atemorizarse.
—Bésame, madre —dijo la joven.
Sus labios de flor rozaron la ajada mejilla templando su heladez.
—¡Hija mía! ¡Hija mía! —exclamó la señora Vane mirando hacia el techo como
si buscase una tribuna imaginaria.
—Vamos, Sibyl —dijo su hermano con impaciencia; odiaba las afectaciones de su
madre.
Salieron a la luz parpadeante que barría el viento y bajaron por la triste calle
Euston. Los transeúntes miraban con sorpresa a aquel huraño y recio joven, vestido
con raídas y ordinarias ropas, acompañado de una joven tan bonita y refinada. Era
como un vulgar jardinero paseando junto a una rosa.
Jim fruncía el entrecejo de tanto en tanto cuando atrapaba la mirada inquisitiva de
algún extraño. Sentía ese disgusto por ser observado que asalta a los genios en su
vejez y que nunca abandona a la gente vulgar. Sibyl, sin embargo, era absolutamente
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inconsciente del efecto que producía. El amor temblaba en la sonrisa de sus labios.
Pensaba en el Príncipe Encantador y, para poder pensar mejor en él, en lugar de
hablar de eso parloteaba sobre el barco en que Jim iba a navegar, sobre el oro que sin
duda encontraría, sobre las maravillosas heroínas cuya vida iba a salvar de los
malvados bandidos de camisa roja. Porque él no sería sólo un marinero, o un
sobrecargo, o lo que fuese que iba a ser. ¡Oh, no! La vida de un marinero era terrible.
Lo imaginaba enclaustrado en un horrible barco, con las roncas e hinchadas olas
intentando entrar y un negro viento derribando los mástiles y desgarrando las velas en
largas y silbantes tiras. Debía dejar el barco en Melbourne, darle un amable adiós al
capitán y partir de inmediato hacia los yacimientos de oro. Antes de una semana
encontraría una gran pepita de oro puro, la mayor que se habría descubierto jamás, y
la llevaría a la costa en un carro custodiado por seis policías a caballo. Los bandidos
lo atacarían tres veces y serían vencidos con gran derramamiento de sangre. O no. No
debía ir a los yacimientos de oro. Eran lugares terribles, donde los hombres se
emborrachaban y disparaban en las cantinas, y además blasfemaban. Sería un amable
granjero con sus ovejas, y una noche, cabalgando de vuelta a casa, encontraría a una
bella heredera que iba a ser raptada por un jinete en un caballo negro y, tras darle
caza, la rescataría. Naturalmente ambos se enamorarían y acabarían casándose,
volviendo luego a su tierra natal, donde vivirían en una inmensa casa en Londres. Sí,
le aguardaban cosas maravillosas. Pero tenía que ser bueno y no perder los estribos, y
no gastarse el dinero inútilmente. Ella sólo era un año mayor que él, pero sabía
mucho más de la vida. Debía también escribirle con cada correo y rezar cada noche
sus oraciones antes de dormir. Dios era bueno y cuidaría de él. Ella también rezaría
por él, y en pocos años volvería completamente rico y dichoso.
El joven la escuchaba irritado y callaba. Sentía nostalgia de abandonar el hogar.
Sin embargo, ésa no era la única causa de su tristeza e irritación. A pesar de su
inexperiencia, tenía un fuerte sentido del peligro que entrañaba la posición de Sibyl.
El joven dandi que le hacía la corte podía no tener buenas intenciones hacia su
hermana. Era un caballero, y él lo odiaba por eso, lo odiaba siguiendo un extraño
instinto de clase que no podía explicar, y que por eso mismo ejercía sobre él un poder
mayor. También era consciente de la naturaleza vanidosa y superficial de su madre, y
en eso veía infinitos peligros para Sibyl y la dicha de ésta. Los niños empiezan
queriendo a sus padres; a medida que crecen los juzgan; algunas veces los perdonan.
¡Su madre! Tenía algo en mente que debía preguntarle, algo que había rumiado en
silencio durante muchos meses. Una frase oída casualmente en el teatro, una risa
ahogada que había llegado hasta él una noche cuando esperaba a la puerta de los
artistas, habían desatado una cadena de horribles pensamientos. Lo recordaba como el
golpe de un látigo en plena cara. Sus cejas se fruncieron formando un profundo surco
y un espasmo de dolor le hizo morderse el labio.
—No escuchas ni una palabra de lo que digo, Jim —exclamó Sibyl—, y eso que
estoy haciendo los más deliciosos planes para tu futuro. Di algo.
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—¿Qué quieres que diga?
—¡Oh! Que serás un buen chico y no nos olvidarás —contestó ella con una
sonrisa.
Él se encogió de hombros.
—Es más probable que tú me olvides a mí que yo a ti, Sibyl.
Ella enrojeció.
—¿Qué quieres decir, Jim? —dijo.
—Me dicen que tienes un nuevo amigo. ¿De quién se trata? ¿Por qué no me has
hablado de él? Sus intenciones hacia ti no son buenas.
—¡Basta, Jim! —exclamó ella—. No digas nada contra él. Lo amo.
—¡Cómo, pero si ni siquiera sabes su nombre! —contestó el joven—. ¿Quién es?
¡Tengo derecho a saberlo!
—Se llama el Príncipe Encantador. ¿No te gusta el nombre? Oh, ¡qué tonto! No
deberías olvidarlo nunca. Sólo con verlo, pensarías que es la persona más maravillosa
de este mundo. Algún día lo conocerás; cuando vuelvas de Australia. Te encantará.
Le gusta a todo el mundo y… y yo lo amo. Ojalá pudieses venir al teatro esta noche.
Él estará allí, y yo haré de Julieta. ¡Oh! ¡Cómo voy a actuar! Imagínate, Jim, ¡estar
enamorada y hacer de Julieta! ¡Tenerlo allí sentado! ¡Actuar para complacerlo! Temo
asustar a la compañía, asustarlos o cautivarlos. El amor lleva a superarse a uno
mismo. El pobre y horrible señor Isaacs estará gritando «genio» ante los haraganes de
la taberna. Me ha celebrado como un dogma; esta noche me anunciará como una
revelación. Lo presiento. Y todo gracias a él, únicamente a él, mi Príncipe, mi
adorado amor, mi dios de las bendiciones. Pero yo soy pobre en relación con él.
¿Pobre? ¿Qué importa eso? Cuando la pobreza se asoma a la puerta, el amor huye por
la ventana. Nuestros proverbios deberían reescribirse. Se han hecho en invierno, y
ahora es verano; primavera para mí, me parece, un festival de flores en el cielo azul.
—Es un caballero —dijo hoscamente el joven.
—¡Es un príncipe! —exclamó ella cantando—. ¿Qué más quieres?
—Lo que pretende es esclavizarte.
—Tiemblo ante la idea de ser libre.
—Quiero que te guardes de él.
—Verlo es adorarlo, conocerlo es confiar en él.
—Sibyl, estás loca por él.
Ella rió y lo cogió del brazo.
—Mi querido y viejo Jim, hablas como si tuvieses cien años. Algún día tú mismo
te enamorarás. Entonces sabrás lo que es. No pongas ese gesto tan malhumorado. Lo
cierto es que deberías alegrarte de pensar que, aunque te marchas lejos, me dejas más
feliz de lo que fui jamás. La vida ha sido dura para los dos, terriblemente dura y
difícil. Pero ahora todo será distinto. Tú te diriges a un mundo nuevo, y yo lo he
encontrado aquí. Aquí hay dos sillas libres; sentémonos a ver pasar a la gente
elegante.
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Se sentaron entre una multitud de observadores. Los macizos de tulipanes frente
al camino brillaban como anillos de vibrante fuego. Un polvo blanco, que parecía una
trémula nube de perfumado polen, flotaba en el aire palpitante. Las sombrillas, de
vivos colores, se agitaban e inclinaban como gigantescas mariposas.
Le hizo a su hermano hablar de sí mismo, de sus esperanzas y de sus proyectos.
Él hablaba despacio y con esfuerzo. Intercambiaban palabras como los jugadores
intercambian fichas. Sibyl se sentía oprimida. No podía transmitirle su dicha. Una
débil sonrisa que torcía su boca malhumorada era todo el eco que podía obtener.
Después de un rato se quedó callada. De pronto, divisó un destello de dorado pelo y
sonrientes labios, y en un coche abierto con dos señoras pasó Dorian Gray.
Se levantó apresuradamente.
—¡Ahí está! —exclamó.
—¿Quién? —dijo Jim Vane.
—El Príncipe Encantador —contestó viendo alejarse la victoria.
Él se puso en pie y la asió con brusquedad del brazo.
—Enséñamelo. ¿Cuál de ellos es? Señálalo. ¡Debo verlo! —exclamó; pero en ese
instante se interpuso el coche, tirado por cuatro caballos, del duque de Berwick, y
cuando el espacio quedó de nuevo libre el coche había abandonado el parque.
—Se ha ido —susurró tristemente Sibyl—. Me hubiese gustado que lo vieras.
—También a mí, porque tan seguro como que hay un Dios en los cielos, que si
alguna vez te hace daño lo mataré.
Ella lo miró horrorizada. Él repitió sus palabras, que cortaron el aire como un
puñal. La gente de alrededor los miró boquiabierta. Una señora de pie junto a ellos se
echó a temblar.
—Vámonos, Jim; vámonos —murmuró ella.
Él la siguió obedientemente entre la multitud. Estaba satisfecho de lo que había
dicho.
Al llegar a la estatua de Aquiles ella se volvió. La pena que reflejaban sus ojos se
volvió risa en sus labios. Agitó la cabeza al decir:
—Estás loco, Jim, completamente loco; eres un niño con mal genio, eso es todo.
¿Cómo puedes decir cosas tan horribles? No sabes de lo que estás hablando.
Simplemente estás celoso y malhumorado. ¡Ah! Quisiera que te enamorases. El amor
vuelve buena a la gente, y eso que has dicho ha sido una maldad.
—Tengo dieciséis años —contestó él—, y sé de lo que hablo. Madre no te servirá
de ayuda. Ella no sabe cuidar de ti. Ahora desearía no marcharme a Australia. Me dan
ganas de mandar todo el asunto a paseo. Y lo haría, si no hubiese firmado un
contrato.
—Oh, no te pongas serio, Jim. Eres como el héroe de uno de esos tontos
melodramas en los que a madre le solía gustar tanto actuar. No voy a pelearme
contigo. Lo he visto y, ¡oh!, verle es la dicha perfecta. No peleemos. Sé que tú nunca
le harías daño a nadie a quien yo ame, ¿no es cierto?
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—No mientras le ames, supongo —fue la hosca respuesta.
—Le amaré siempre —exclamó.
—¿Y él?
—¡Siempre, también!
—Más le vale.
Ella se apartó de él. Después rió y apoyó la mano en su hombro. Sólo era un niño.
En Marble Arch pararon un ómnibus que les dejó cerca de su mísera casa en la
calle Euston. Eran pasadas las cinco, y Sibyl debía descansar un par de horas antes de
la actuación. Jim insistió en que debía hacerlo. Dijo que prefería despedirse de ella
estando su madre ausente. Seguro que haría una escena, y él detestaba cualquier tipo
de escenas.
Se despidieron en la habitación de Sibyl. Había celos en el corazón del joven, y
un odio feroz y asesino por el extraño que, tal como a él le parecía, se había
interpuesto entre ellos. No obstante, cuando ella rodeó su cuello con los brazos y
enterró los dedos en sus cabellos, él se ablandó y la besó con verdadero afecto. Al
bajar las escaleras había lágrimas en sus ojos.
Su madre lo esperaba abajo. Nada más entrar le reprendió por su impuntualidad.
No contestó y se sentó ante su magra comida. Las moscas zumbaban alrededor de la
mesa posándose en el sucio mantel. A través del ruido de los ómnibus y el estruendo
de los coches, oía la monótona voz devorando cada minuto que le quedaba.
Al cabo de un rato dejó el plato a un lado y puso la cabeza entre las manos. Sentía
que tenía derecho a saber. Debían habérselo dicho antes, si era lo que él sospechaba.
Su madre lo observaba aterrorizada. Las palabras salían mecánicamente de sus labios.
Un andrajoso pañuelo de encaje se retorcía en sus dedos. Cuando el reloj dio las seis,
el joven se levantó y fue hasta la puerta. Después se volvió y la miró. Sus ojos se
encontraron. En los suyos, él vio una ardiente súplica de clemencia. Eso le enfureció.
—Madre, tengo que preguntarte algo —dijo.
Los ojos de ella recorrieron vagamente la estancia. No contestó.
—Dime la verdad. Tengo derecho a saberlo. ¿Estabas casada con mi padre?
Ella lanzó un hondo suspiro. Fue un suspiro de alivio. El terrible momento, el
momento que había temido noche y día durante semanas y meses había llegado al fin
y, sin embargo, ya no sentía miedo. De hecho, en cierta medida la había
decepcionado. La directa vulgaridad de la pregunta requería una respuesta directa. La
situación no había surgido gradualmente, sino con toda crudeza. Le recordaba un mal
ensayo.
—No —contestó, asombrada ante la dura sencillez de la vida.
—Entonces, ¿mi padre era un canalla? —gritó el muchacho cerrando los puños.
Ella negó con la cabeza.
—Yo sabía que él no era libre. Nos queríamos mucho. Si hubiese vivido, él se
habría encargado de nosotros. No hables en contra de él, hijo mío. Era tu padre, y era
un caballero. Realmente estaba muy bien relacionado.
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De los labios del joven salió un juramento.
—A mí me es igual —exclamó—, pero no dejes que Sibyl… Es un caballero,
¿no?, el que está enamorado de Sibyl. O dice serlo. Y supongo que estará también
muy bien relacionado.
Por un instante un espantoso sentimiento de humillación asaltó a la mujer. Dejó
caer la cabeza y se secó los ojos con temblorosas manos.
—Sibyl tiene una madre —murmuró—. Yo no la tenía.
El joven se sintió conmovido. Se acercó a ella y, arrodillándose, la besó.
—Siento haberte hecho sufrir hablándote de mi padre —dijo—, pero no he
podido evitarlo. Ahora debo marcharme. Adiós. No olvides que ahora sólo tienes una
hija a quien cuidar, y créeme que si ese hombre hace algún daño a mi hermana
descubriré quién es, lo buscaré y lo mataré como a un perro. Lo juro.
La loca exageración de la amenaza, el apasionado ademán que la acompañó, lo
melodramático de sus palabras, le hicieron ver la vida con mayor intensidad. Estaba
familiarizada con esa atmósfera. Respiró con mayor libertad y, por primera vez en
muchos meses, admiró a su hijo verdaderamente. Hubiese querido continuar la escena
en el mismo tono emocional, pero él la cortó en seco. Hubo que bajar el equipaje y
buscar las bufandas. La sirvienta de la pensión entraba y salía. Hubo que regatear con
el cochero. El momento se perdió en detalles vulgares. Con una renovada sensación
de desencanto, la madre agitó el roto pañuelo de encaje por la ventana cuando su hijo
partió en el coche. Pensaba que había perdido una gran oportunidad. Se consoló
diciéndole a Sibyl lo desolada que iba a volverse su vida ahora que sólo tenía una hija
a quien cuidar. Recordaba esa frase. Le había gustado. No dijo nada de la amenaza.
Había sido expresada de forma intensa y dramática. Sintió que algún día todos reirían
al recordarla.
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CAPÍTULO VI
—Supongo que sabrás la noticia, Basil —dijo lord Henry esa tarde cuando Hallward
apareció en el pequeño reservado del Bristol donde los esperaba una comida para
tres.
—No, Harry —contestó el artista dándole el sombrero y el abrigo al criado que se
inclinaba—. ¿De qué se trata? Nada de política, espero. La política no me interesa.
No debe de haber ni una sola persona en la Cámara de los Comunes a la que merezca
la pena pintar; aunque a muchas de ellas les haría falta un blanqueo.
—Dorian Gray se ha prometido en matrimonio —dijo lord Henry observándole
mientras hablaba.
Hallward se estremeció y frunció las cejas.
—¿Dorian prometido en matrimonio? —exclamó—. ¡Es imposible!
—Es completamente cierto.
—¿Con quién?
—Con una pequeña actriz o algo así.
—No puedo creerlo. Dorian es demasiado sensible.
—Dorian es demasiado inteligente como para no cometer locuras de vez en
cuando, querido Basil.
—Casarse es algo que difícilmente puede hacerse de vez en cuando, Harry.
—Excepto en América —replicó lord Henry lánguidamente—. Pero yo no he
dicho que se haya casado. Dije que estaba prometido en matrimonio. Hay una gran
diferencia. Yo tengo un claro recuerdo de haberme casado, pero no recuerdo en
absoluto estar prometido. Me inclino a pensar que nunca me prometí.
—Pero piensa en los orígenes de Dorian, en su posición y riqueza. Sería absurdo
que se casase tan por debajo de sus posibilidades.
—Si quieres que se case con esa joven, dile eso, Basil. Seguro que entonces lo
hará. Siempre que un hombre hace una completa estupidez, se debe a los motivos
más nobles.
—Espero que sea una buena chica, Harry. No quiero ver a Dorian atado a alguna
criatura vil que pueda degradar su naturaleza y arruinar su intelecto.
—Oh, ella es mejor que buena: es hermosa —murmuró lord Henry paladeando
una copa de vermut con naranja y bitter—. Dorian dice que es hermosa, y no suele
equivocarse con cosas de ese tipo. Tu retrato ha agilizado su apreciación del aspecto
personal de los demás. Ha tenido ese excelente efecto, entre otros. La veremos esta
noche, si ese muchacho no olvida su cita.
—¿Hablas en serio?
—Completamente en serio, Basil. Sería un miserable si no fuese en este momento
más serio que nunca.
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—Pero ¿tú lo apruebas, Harry? —preguntó el pintor recorriendo la estancia de
arriba abajo y mordiéndose el labio—. No es posible que lo apruebes. Es un capricho
disparatado.
—Ya nunca apruebo ni desapruebo nada. Es una actitud absurda ante la vida. No
nos envían al mundo para airear nuestros prejuicios morales. Nunca presto oídos a lo
que dice la gente vulgar, y nunca interfiero en lo que hacen las personas
encantadoras. Cuando una personalidad me fascina, cualquier forma de expresión que
elija me es absolutamente deliciosa. Dorian Gray se enamora de una bella muchacha
que hace el papel de Julieta y le propone matrimonio. ¿Por qué no? Si se casase con
Mesalina no sería menos interesante. Sabes que no soy un defensor del matrimonio.
El verdadero inconveniente del matrimonio es que lo vuelve a uno altruista. Y la
gente altruista no tiene encanto. Carece de personalidad. No obstante, hay ciertos
temperamentos que el matrimonio hace más complejos. Conservan su egotismo,
añadiéndole otros muchos egos. Se ven forzados a llevar más de una vida. Se
organizan mejor, y organizarse mejor es, en mi opinión, el objetivo de la existencia
humana. Además, toda experiencia tiene su valor y, con todo lo que pueda decirse
contra el matrimonio, ciertamente es una experiencia. Espero que Dorian Gray
convierta a esa muchacha en su esposa, la adore apasionadamente por seis meses y,
de pronto, se sienta fascinado por otra persona. Sería un maravilloso tema de estudio.
—No piensas una sola palabra de lo que has dicho, Harry; sabes que no. Si la vida
de Dorian Gray se malograse, nadie lo sentiría más que tú. Eres mucho mejor de lo
que pretendes.
Lord Henry rió.
—La razón de que nos guste pensar bien de otros es que todos tenemos miedo de
nosotros mismos. La base del optimismo es el puro terror. Nos creemos que somos
generosos porque atribuimos a nuestros vecinos la posesión de aquellas virtudes que
pueden beneficiarnos. Alabamos al banquero pensando que podremos tener nuestra
cuenta al descubierto, y hallamos buenas cualidades en el salteador de caminos
esperando que respete nuestro bolsillo. Pienso todo lo que he dicho. Siento un
profundo desprecio por el optimismo. En cuanto a malograrse una vida, no hay vida
que se malogre si no se detiene su crecimiento. Si quieres estropear un carácter, no
tienes más que reformarlo. En cuanto al matrimonio, naturalmente que sería una
estupidez, pero hay otras ataduras más interesantes entre hombres y mujeres. Y,
naturalmente, yo pienso estimularlas. Tienen el encanto de estar de moda. Pero aquí
llega Dorian. Él podrá decirte más que yo.
—Querido Harry, querido Basil, ¡tenéis que felicitarme! —dijo el joven
quitándose su elegante capa forrada de raso y estrechando las manos de sus amigos
—. Nunca he sido tan feliz. Naturalmente es muy repentino; todas las cosas realmente
deliciosas son repentinas. Y, sin embargo, me parece que esto es lo único que he
buscado en toda mi vida.
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La excitación y el placer lo habían sonrojado, y estaba extraordinariamente
guapo.
—Espero que siempre seas tan feliz, Dorian —dijo Hallward—, pero no puedo
perdonarte que no me hayas comunicado tu compromiso. A Harry sí se lo hiciste
saber.
—Y yo no te perdono que hayas llegado con retraso —intervino lord Henry
poniendo su mano en el hombro del joven y sonriendo mientras hablaba—. Ven,
sentémonos y veamos lo que vale el nuevo chef; después nos contarás cómo ocurrió
todo.
—Realmente no hay mucho que contar —dijo Dorian mientras se sentaban a la
mesa—. Lo que ocurrió fue simplemente esto. Después de haberte dejado ayer tarde,
Harry, me vestí, comí algo en el pequeño restaurante italiano de la calle Rupert que tú
me enseñaste, y a las ocho me dirigí al teatro. Sibyl hacía el papel de Rosalinda.
Naturalmente el escenario era horrible y Orlando absurdo. ¡Pero Sibyl! ¡Teníais que
haberla visto! Cuando salió a escena con sus ropas de muchacho estaba realmente
maravillosa. Llevaba un justillo de terciopelo color musgo con las mangas canela,
calzas marrones de ligas cruzadas, un elegante sombrerito verde con una pluma de
halcón prendida con un diamante, y un manto con capucha y forro de un rojo
apagado. Nunca me había parecido tan exquisita. Tenía la delicada belleza de esa
estatuilla de Tanagra que tienes en tu estudio, Basil. El cabello se apiñaba alrededor
de su rostro como oscuras hojas alrededor de una pálida rosa. En cuanto a su
actuación… bueno, la veréis esta noche. Sencillamente es una artista nata. Permanecí
en el sombrío palco completamente hechizado. Olvidé que estaba en Londres y en el
siglo XIX. Me hallaba lejos con mi amada, en un bosque que nadie más conocía.
Acabada la actuación fui entre bastidores y le hablé. Cuando estábamos sentados
juntos, en sus ojos brilló de pronto una mirada que nunca antes había visto. Mis
labios se tendieron hacia ella. Nos besamos. No puedo describir lo que sentí en ese
instante. Me pareció que toda mi vida se resumía en un punto perfecto de sonrosada
dicha. Toda ella temblaba y se estremecía como un blanco narciso. Entonces cayó de
rodillas y besó mis manos. Siento que no debería contaros todo esto, pero no puedo
evitarlo. Naturalmente, nuestro compromiso es absoluto secreto. Ella tan siquiera se
lo ha dicho a su propia madre. No sé qué dirán mis tutores. Seguro que lord Radley se
enfurecerá. Me es igual. En un año seré mayor de edad, y entonces podré hacer lo que
me parezca. He hecho bien, ¿verdad, Basil?, en elegir a mi amor en el seno de la
poesía y hallar a mi esposa en los dramas de Shakespeare. Los labios a los que
Shakespeare enseñó a hablar han susurrado su secreto en mi oído. Los brazos de
Rosalinda me han rodeado y he besado a Julieta en la boca.
—Sí, Dorian, supongo que has hecho bien —dijo Hallward lentamente.
—¿La has visto hoy? —preguntó lord Henry.
Dorian Gray meneó la cabeza.
—La he dejado en los bosques de Arden y la encontraré en un jardín de Verona.
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Lord Henry sorbió su champán meditabundo.
—¿En qué momento preciso mencionaste la palabra matrimonio, Dorian? ¿Y qué
dijo ella en respuesta? Quizá lo hayas olvidado.
—Querido Harry, no traté el asunto como una transacción comercial. No hice
propuesta formal alguna. Le dije que la amaba, y ella dijo que no era digna de ser mi
esposa. ¡No ser digna de mí! ¡Cómo! El mundo entero no es nada comparado con
ella.
—Las mujeres son maravillosamente prácticas —murmuró lord Henry—. Mucho
más prácticas que nosotros. En situaciones como ésa, los hombres a menudo
olvidamos decir nada sobre matrimonio y ellas siempre nos lo recuerdan.
Hallward puso una mano en su brazo.
—No sigas, Harry. Has molestado a Dorian. Él no es como los demás. Nunca
sería el causante de la desgracia ajena. Su naturaleza es demasiado sensible como
para eso.
Lord Henry miró al otro lado de la mesa.
—Dorian jamás se molesta conmigo —contestó—. Le hice esa pregunta por la
mejor de las razones, por la única razón, de hecho, que excusa una pregunta ajena: la
simple curiosidad. Tengo la teoría de que son siempre las mujeres las que nos
proponen matrimonio, y no al contrario. Excepto, naturalmente, en la vida de clase
media. Pero las clases medias no son modernas.
Dorian Gray rió y sacudió la cabeza.
—Eres completamente incorregible, Harry; pero no me importa. Es imposible
enfadarse contigo. Cuando veas a Sibyl Vane comprenderás que el hombre que la
perjudicase sería una bestia, una bestia sin corazón. No puedo entender cómo alguien
puede manchar lo que ama. Yo amo a Sibyl Vane. Quiero colocarla en un pedestal
dorado y ver cómo el mundo adora a la mujer que me pertenece. ¿Qué es el
matrimonio? Un voto irrevocable. Por eso te burlas de él. ¡Ah! Deja de burlarte. Es
un voto irrevocable que deseo prestar. Su confianza me hace fiel, su fe me convierte
en bueno. Cuando estoy con ella, deploro todo lo que tú me has enseñado. Me vuelvo
una persona distinta a la que tú conoces. He cambiado, y el mero contacto de la mano
de Sibyl Vane me hace olvidarte a ti y a todas tus equivocadas, fascinantes, venenosas
y encantadoras teorías.
—¿Y cuáles son? —preguntó lord Henry sirviéndose ensalada.
—Oh, tus teorías sobre la vida, tus teorías sobre el amor, tus teorías sobre el
placer. De hecho, todas tus teorías, Harry.
—El placer es lo único sobre lo que merece la pena teorizar —contestó con su
suave y musical voz—. Pero temo no poder reclamar la teoría como propia. Pertenece
a la naturaleza, no a mí. El placer es la prueba de la naturaleza, su señal de
aprobación. Cuando somos dichosos siempre somos buenos, pero siendo buenos no
siempre somos dichosos.
—¡Ah! Pero ¿qué entiendes tú por ser bueno? —exclamó Basil Hallward.
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—Sí —se le unió Dorian recostándose en la silla y mirando a lord Henry por
encima del gran centro de lirios rojos—, ¿qué entiendes tú por ser bueno, Harry?
—Ser bueno es estar en armonía con uno mismo —replicó él acariciando con sus
pálidos y afilados dedos el delgado tallo de su copa—. La discordia consiste en
forzarse a estar en armonía con los demás. La propia vida: eso es lo que importa. En
cuanto a las ajenas, si uno quiere ser un pedante o un puritano, siempre puede airear
sus juicios morales sobre ellas, pero no son de nuestra incumbencia. Además, no hay
fin más elevado que el del individualismo. La moral moderna consiste en aceptar las
normas de los tiempos. Yo pienso que para cualquier hombre de cultura aceptar las
normas de sus tiempos es una forma de la más grosera inmoralidad.
—Pero, seguramente, si uno vive sólo para uno mismo, Harry, acabará pagando
un alto precio por hacerlo —sugirió el pintor.
—Sí, hoy te hacen pagar un precio excesivo por todo. Supongo que la verdadera
tragedia de los pobres es que sólo pueden permitirse la abnegación. Los pecados
hermosos, como las cosas bellas, son privilegio de los ricos.
—Hay otras formas de pagar que no consisten en dinero.
—¿Qué otras formas, Basil?
—¡Oh! Supongo que en remordimiento, en dolor, en… bueno, en la conciencia de
la degradación.
Lord Henry se encogió de hombros.
—Mi querido amigo, el arte medieval es delicioso, pero las emociones
medievales están pasadas de moda. Pueden utilizarse para la ficción, naturalmente.
Pero las únicas cosas que pueden utilizarse para la ficción son las que uno de hecho
ya no utiliza. Créeme, ningún hombre civilizado se arrepiente jamás del placer; y
ninguno que no sea civilizado llega nunca a probarlo.
—Yo sé lo que es el placer —exclamó Dorian Gray—. Es adorar a alguien.
—Ciertamente eso es mejor que ser adorado —contestó él jugando con unas
piezas de fruta—. Ser adorado es una lata. Las mujeres nos tratan como la humanidad
trata a sus dioses. Nos adoran, y siempre nos están molestando para que hagamos
algo por ellas.
—Mi opinión es que pidan lo que pidan, antes nos lo han dado —murmuró el
muchacho gravemente—. Ellas crean el amor en nuestro ser. Tienen derecho a exigir
que se les devuelva.
—Eso es completamente cierto —exclamó Hallward.
—Nunca hay nada completamente cierto —dijo lord Henry.
—Esto lo es —interrumpió Dorian—. Debes admitir, Harry, que las mujeres dan a
los hombres el oro en bruto de su vida.
—Es posible —suspiró él—, pero invariablemente lo quieren de vuelta en dinero
contante. Ésa es la pena. Las mujeres, como un agudo francés lo expresó en una
ocasión, nos inspiran el deseo de realizar obras maestras que después nos impiden
llevar a cabo.
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—¡Harry, eres terrible! No sé por qué te quiero tanto.
—Me querrás siempre, Dorian —replicó él—. ¿Un poco de café, amigos?
Camarero, traiga café y fine champagne y unos cigarrillos. No, deje los cigarrillos; ya
tengo. Basil, no puedo permitirte que fumes puros. Has de fumar un cigarrillo. Un
cigarrillo es el perfecto ejemplo de un placer perfecto. Es exquisito, y lo deja a uno
insatisfecho. ¿Qué más puedes pedir? Sí, Dorian, me querrás siempre. Yo represento
para ti todos los pecados que nunca has tenido el coraje de cometer.
—¡Qué bobadas dices, Harry! —exclamó el muchacho encendiendo el cigarrillo
en la llama del dragón de plata que el camarero había puesto en la mesa—. Vayamos
al teatro. Cuando Sibyl salga a escena, tendrás un nuevo ideal de vida. Representará
para ti algo que nunca has conocido.
—Yo lo he conocido todo —dijo lord Henry con una expresión de cansancio en
los ojos—, pero siempre estoy dispuesto para una nueva emoción. Me temo, sin
embargo, que para mí, en cualquier caso, eso no existe. Aun así, puede que me
conmueva tu maravillosa joven. Adoro el teatro. Es mucho más real que la vida.
Vámonos. Dorian, tú vienes conmigo. Lo siento, Basil, pero en el coche sólo hay sitio
para dos. Tendrás que seguirnos en un simón.
Se levantaron y se pusieron los abrigos, sorbiendo de pie el café, el pintor callaba
y se sentía preocupado. Estaba triste. No podía soportar aquel matrimonio y, sin
embargo, le parecía mejor que muchas otras cosas que podían haber pasado. Unos
minutos después estaban abajo. Subió solo al coche, como se había dispuesto, y
contempló las luces de la pequeña calesa que iba delante. Lo invadió una extraña
sensación de pérdida. Sentía que Dorian Gray nunca volvería a ser para él lo que
había sido en el pasado. La vida se había interpuesto entre los dos… Sus ojos se
oscurecieron, y las concurridas y brillantes calles tornáronse borrosas ante sus ojos.
Cuando el coche llegó al teatro, sintió que había envejecido años.
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CAPÍTULO VII
Por un motivo u otro, la sala estaba atestada aquella noche, y el gordo gerente judío
que los recibió a la entrada irradiaba de oreja a oreja una trémula y servil sonrisa. Los
escoltó hasta el palco con una suerte de pomposa humildad, agitando las gruesas y
ensortijadas manos y hablando al máximo de su potencia. Dorian Gray lo detestó más
que nunca. Se sentía como si fuese en busca de Miranda y Calibán le saliese al
encuentro. A lord Henry en cambio le gustó bastante. Al menos eso declaró,
insistiendo en estrechar su mano y asegurándole que se sentía orgulloso de conocer a
un hombre que había descubierto a un verdadero genio y se había arruinado por un
poeta. Hallward se entretuvo observando las caras de la platea. El calor era
terriblemente sofocante, y la enorme lámpara resplandecía como una monstruosa
dalia con pétalos de amarillo fuego. Los jóvenes del gallinero se habían quitado las
chaquetas y los chalecos, dejándolos en la barandilla. Se hablaban de un asiento a
otro, y compartían naranjas con las chillonas jóvenes sentadas junto a ellos. Sus voces
eran horriblemente agudas y discordantes. Del bar llegaba el sonido del descorchar de
botellas.
—¡Vaya un sitio para descubrir a la divinidad de uno! —dijo lord Henry.
—Sí —contestó Dorian Gray—. Es aquí donde la descubrí, y es la más divina de
las criaturas. Cuando salga a escena lo olvidaréis todo. Este público vulgar y grosero,
con sus toscas caras y brutales gestos, se transforma completamente cuando ella
actúa. Se sientan en silencio y la contemplan. Lloran y ríen a su voluntad. Ella los
hace vibrar como las cuerdas de un violín. Los espiritualiza, y uno siente que son de
la misma carne y sangre que nosotros.
—¡De la misma carne y sangre que nosotros! ¡Oh, espero que no sea así! —
exclamó lord Henry estudiando a los ocupantes del gallinero con sus gemelos.
—No le hagas caso, Dorian —dijo el pintor—. Yo entiendo lo que quieres decir y
creo en esa joven. Cualquier persona que tú ames debe ser maravillosa, y toda joven
que haga el efecto que describes tiene que ser delicada y noble. Espiritualizar la
propia época, eso es algo que merece la pena hacer. Si esa muchacha puede darle un
alma a los que han vivido sin ella, si es capaz de crear el sentido de la belleza en
gentes cuya vida ha sido sórdida y fea, si puede arrancarlos de su egoísmo y hacerles
derramar lágrimas por penas que no son las suyas, ella se merece toda tu adoración,
merece la adoración del mundo. Ese matrimonio es completamente acertado. Al
principio no lo creí así, pero ahora lo admito. Los dioses hicieron a Sibyl Vane para ti.
Sin ella hubieses estado incompleto.
—Gracias, Basil —contestó Dorian Gray apretando su mano—. Sabía que tú me
entenderías. Harry es tan cínico que me aterra. Pero aquí está la orquesta. Es un
completo espanto, pero tan sólo durará unos cinco minutos. Después se alzará el telón
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y veréis a la mujer a quien voy a entregar mi vida entera, a la que he dado todo lo
bueno que hay en mí.
Un cuarto de hora después, entre un extraordinario tumulto de aplausos, Sibyl
Vane salió a escena. Sí, ciertamente mirarla era adorable: una de las más hermosas
criaturas, pensó lord Henry, que había visto jamás. Había algo de la gacela en su
tímida gracia y sus asustados ojos. Un ligero rubor, como la sombra de una rosa en un
espejo de plata, inundó sus mejillas al ver la atestada y entusiasta sala. Retrocedió
unos pasos y sus labios parecieron temblar. Basil Hallward se puso en pie y comenzó
a aplaudir. Inmóvil, como en un sueño, Dorian Gray permanecía sentado, mirándola.
Lord Henry observaba con sus gemelos y murmuraba: «¡Encantadora!
¡Encantadora!».
La escena se desarrollaba en el vestíbulo de la casa de los Capuleto, y Romeo,
vestido de peregrino, había entrado con Mercucio y sus compañeros. La banda, con lo
que daba de sí, tocó algunos compases y él comenzó el baile. En medio del tropel de
desgarbados actores míseramente vestidos, Sibyl Vane se deslizaba como un ser de un
mundo más sutil. Su cuerpo oscilaba al bailar como una planta en el agua. Las curvas
de su garganta eran las curvas de un blanco lirio. Sus manos parecían hechas de tibio
marfil.
Y sin embargo parecía extrañamente indiferente. No mostró signo alguno de
alegría cuando sus ojos se posaron en Romeo. Las pocas palabras que tenía que decir:
con el breve diálogo que les sigue, fueron declamadas de una forma absolutamente
artificial. La voz era exquisita, pero desde el punto de vista de la entonación era
completamente falsa. La tonalidad no era la adecuada. Dejaba al verso sin vida.
Volvía irreal la pasión.
Dorian Gray empalideció al mirarla. Se sentía confuso y lleno de ansiedad.
Ninguno de sus amigos se atrevía a decirle nada. Ella les parecía absolutamente
incompetente. Estaban terriblemente decepcionados.
Sin embargo, sabían que la verdadera prueba de toda Julieta era la escena del
balcón del segundo acto. Esperaban a que ésta llegase. Si fallaba ahí, no había nada
en ella.
Su aspecto era encantador cuando apareció a la luz de la luna. Eso era innegable.
Pero la teatralidad de su actuación era insoportable, y empeoró a medida que
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avanzaba. Sus gestos se volvieron absurdamente artificiales. Enfatizaba en exceso
todo lo que decía. El hermoso pasaje:
recitó esas palabras como si no tuviesen significado para ella. No era nerviosismo. De
hecho, lejos de sentir nervios, parecía absolutamente dueña de sí misma.
Sencillamente actuaba mal. Era un completo fracaso.
Incluso la vulgar e inculta audiencia de la platea y de la tribuna perdió el interés
por la obra. Empezaron a moverse, a hablar alto y a silbar. El gerente judío, que
estaba de pie tras el principal, pateaba y juraba de rabia. La única persona impasible
era la propia muchacha.
Cuando acabó el segundo acto, estalló una tempestad de siseos y lord Henry se
levantó de su silla y se puso el abrigo.
—Es bellísima, Dorian —dijo—, pero no sabe actuar. Vámonos.
—Yo acabaré de ver la obra —dijo el muchacho en tono duro y amargo—. Siento
muchísimo haberos hecho perder la tarde, Harry. Os pido disculpas.
—Mi querido Dorian, creo que la señorita Vane está indispuesta —interrumpió
Hallward—. Volveremos alguna otra noche.
—Ojalá estuviese indispuesta —siguió él—. Pero a mí sólo me ha parecido
insensible y fría. Está completamente transformada. Ayer noche era una gran artista.
Hoy no es más que una actriz ordinaria y mediocre.
—No hables así de lo que amas, Dorian. El amor es más maravilloso que el arte.
—Ambos son simples formas de imitación —observó lord Henry—. Pero
vayámonos. Dorian, no debes quedarte por más tiempo. Las malas actuaciones son
perjudiciales para la propia moral. Además, supongo que no querrás que tu mujer
actúe. De modo que, ¿qué importa que represente a Julieta como un títere de madera?
Es muy hermosa, y si sabe tan poco de la vida como del teatro, será una experiencia
deliciosa. Sólo hay dos tipos de personas realmente fascinantes: los que lo saben
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absolutamente todo y los que no saben absolutamente nada. ¡Por todos los cielos,
querido amigo, no pongas esa cara tan trágica! El secreto de permanecer joven
consiste en no tener nunca una emoción indecorosa. Vente conmigo y con Basil al
club. Fumaremos y beberemos por la belleza de Sibyl Vane. Es bella. ¿Qué más
puedes pedir?
—Vete, Harry —exclamó el muchacho—. Quiero estar solo, Basil, debéis iros.
¡Ah! ¿Es que no veis que tengo el corazón destrozado?
Las ardientes lágrimas llenaron sus ojos. Sus labios temblaron y, precipitándose al
fondo del palco, se apoyó contra la pared y ocultó el rostro entre las manos.
—Vámonos, Basil —dijo lord Henry con una extraña ternura en la voz; y los dos
jóvenes salieron juntos.
Unos instantes después se encendían las luces y el telón se alzó para el tercer
acto. Dorian Gray volvió a su asiento. Parecía pálido, orgulloso e indiferente. La obra
siguió avanzando con lentitud y se volvió interminable. La mitad del público se
marchó con gran ruido y riendo. Aquello era un completo fiasco. El último acto se
representó ante filas de asientos prácticamente vacíos. El telón descendió entre risas
disimuladas y algunos gruñidos.
Nada más acabar, Dorian Gray corrió entre bastidores hasta el camerino. La
muchacha esperaba allí sola y de pie, con una expresión de triunfo en el rostro. Sus
ojos irradiaban un fuego exquisito. Un resplandor parecía envolverla. Los labios
entreabiertos sonreían a un secreto íntimo.
Al entrar él, ella lo miró, y una expresión de infinita alegría invadió su rostro.
—¡Qué mal he actuado esta noche, Dorian! —exclamó.
—¡Horriblemente! —contestó él mirándola con asombro—. Fue espantoso.
¿Estás indispuesta? No tienes idea de lo que ha sido. No tienes idea de lo que he
sufrido.
La joven sonrió.
—Dorian —respondió alargando su nombre con una prolongada nota musical en
la voz, como si fuese más dulce que la miel en los rojos pétalos de su boca—, Dorian,
deberías haberlo comprendido. Pero ahora lo entiendes, ¿verdad?
—¿Entender qué? —contestó irritado.
—Por qué he actuado tan mal esta noche. Por qué siempre será así. Por qué nunca
volveré a ser una buena actriz.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que estarás enferma. Cuando te encuentres mal no deberías actuar. Te
pones en ridículo. Mis amigos se han aburrido. Yo me he aburrido.
Ella no pareció escucharlo. Estaba transfigurada por la alegría. Un éxtasis de
felicidad la dominaba.
—Dorian, Dorian —exclamó—, antes de conocerte, actuar era la única realidad
de mi vida. Yo sólo vivía en el teatro. Pensaba que todo esto era real. Yo era una
noche Rosalinda, y a la siguiente Porcia. La dicha de Beatriz era mi dicha, y el dolor
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de Cordelia también era el mío. Yo creía en todo. Las personas corrientes que
trabajan conmigo me parecían divinidades. Los escenarios de los decorados eran mi
mundo. No conocía más que sombras, pero las creía reales. Y entonces llegaste tú, mi
bello amado, y libraste mi espíritu de las sombras. Tú me has enseñado la verdadera
realidad. Esta noche, por primera vez en mi vida, he visto a través de la falsedad, de
la impostura, de lo absurdo del vacío espectáculo en el que siempre he actuado. Esta
noche, por primera vez, he sido consciente de que Romeo era un viejo horrible y
pintado. De que la luz de la luna en el huerto era falsa, de que el escenario era vulgar,
de que las palabras que tenía que decir eran irreales, no eran mis propias palabras, no
eran lo que yo quería decir. Tú has hecho nacer en mí algo más elevado, algo de lo
que el arte es tan sólo un reflejo. Me has hecho entender lo que es el verdadero amor.
¡Amor mío! ¡Amor mío! ¡Príncipe Encantador! ¡Príncipe de la vida! Me he cansado
de las sombras. Tú eres para mí más de lo que todo el arte puede suponer. ¿Qué tengo
yo que ver con los títeres de una parodia? Cuando subí al escenario esta noche, no
podía entender cómo era posible que todo me hubiese abandonado. Pensé que iba a
estar maravillosa. Me encontré con que era incapaz de hacer nada. De pronto, mi
alma comprendió lo que significaba aquello. La revelación me llenó de dicha. Les oía
silbar y sonreía. ¿Qué podían saber ellos de un amor como el nuestro? Llévame
contigo, Dorian, llévame contigo donde podamos estar completamente solos. Odio el
escenario. Puedo fingir una pasión que no siento, pero no puedo fingir una que me
quema como el fuego. Oh, Dorian, Dorian, ¿sabes lo que eso significa? Aunque
pudiese hacerlo, sería una profanación que actuase estando enamorada. Tú me has
hecho verlo.
Él se dejó caer sobre el sofá y volvió la cabeza.
—Has matado mi amor —murmuró.
Ella lo miró asombrada y rió. Él no contestó. Ella se acercó y le revolvió el
cabello con sus pequeños dedos. Se arrodilló y apretó las manos de él contra sus
labios. El joven las retiró y un escalofrío agitó su cuerpo. Después se levantó y se
dirigió a la puerta.
—Sí —exclamó—, has matado mi amor. Solías despertar mi imaginación. Ahora
tan siquiera despiertas mi curiosidad. Simplemente no produces ningún efecto. Te
amaba porque eras maravillosa, porque tenías genio e intelecto, porque hacías
realidad los sueños de los grandes poetas y dabas forma y sustancia a las sombras del
arte. Y lo has echado todo a perder. Eres frívola y estúpida. ¡Dios mío! ¡Qué loco he
sido! Ya no significas nada para mí. No volveré a verte nunca. Nunca volveré a
pensar en ti. No volveré a mencionar tu nombre. No sabes lo que representabas para
mí hasta hoy. ¡Oh, no puedo soportar pensarlo! ¡Desearía no haber puesto nunca mis
ojos en ti! Has destrozado el amor de mi vida. ¡Qué poco puedes saber del amor
cuando dices que malogra tu arte! Sin tu arte, tú no eres nada. Yo te hubiese hecho
famosa, espléndida, magnífica. El mundo te habría adorado y hubieses llevado mi
nombre. ¿Qué eres ahora? Una actriz de tercera fila con una bonita cara.
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La muchacha se puso pálida y tembló. Juntó las manos y su voz pareció ahogarse
en la garganta.
—No hablas en serio, ¿verdad, Dorian? —murmuró—. Estás actuando.
—¡Actuando! Eso te lo dejo a ti. Lo haces muy bien —contestó amargamente.
Ella se incorporó y, con una lastimera expresión de dolor en el rostro, se acercó a
él. Puso la mano sobre su brazo y lo miró a los ojos. Él la rechazó.
—¡No me toques! —gritó.
Con un sofocado gemido, ella se lanzó a sus pies, donde permaneció como una
flor pisoteada.
—¡Dorian, Dorian, no me dejes! —susurró—. Siento no haber actuado bien. Todo
el tiempo estaba pensando en ti. Pero lo intentaré. De veras que lo intentaré. Despertó
en mí tan repentinamente mi amor por ti. Creo que nunca lo hubiese conocido de no
haberme besado tú… de no habernos besado. Bésame otra vez, amor mío. No me
dejes. No podría soportarlo. ¡Oh! No me dejes. Mi hermano… No; no tiene
importancia. No lo decía en serio. Bromeaba… Pero tú… ¡oh! ¿Podrás perdonarme lo
de esta noche? Trabajaré duro e intentaré mejorar. No seas cruel conmigo, porque te
amo más que a nada en el mundo. Después de todo, tan sólo una vez no te he
complacido. Pero tienes toda la razón, Dorian. Tenía que haberme superado como
artista. He sido una necia; y sin embargo no pude evitarlo. Oh, no me dejes, no me
dejes.
La sofocó una oleada de apasionados sollozos. Se encogió en el suelo como una
cosa herida, mientras Dorian Gray la contemplaba con sus hermosos ojos, los bellos
labios curvados en una mueca de exquisito desdén. Hay siempre algo ridículo en las
emociones de aquellos que uno ha dejado de amar. Sibyl Vane le parecía
absurdamente melodramática. Sus lágrimas y sollozos le irritaban.
—Me marcho —dijo al fin con voz calmada y clara—. No deseo ser cruel, pero
no puedo volver a verte. Me has decepcionado.
Ella sollozó en silencio y no contestó, pero se arrastró más cerca de él. Las
pequeñas manos se extendieron ciegamente y parecieron buscarle. Él giró sobre sus
talones y abandonó el cuarto. En un momento estaba fuera del teatro.
Adónde fue, no podría decirlo. Recordaba haber vagado por calles débilmente
iluminadas, pasando bajo sombrías arcadas y casas de mísero aspecto. Mujeres de
voz ronca y áspera risa lo habían llamado. Se cruzó con borrachos vacilantes, que
maldecían y hablaban solos como monstruosos simios. Vio chiquillos grotescos
apretujados en los escalones de los umbrales, y oyó chillidos y juramentos
provenientes de lóbregos patios.
El amanecer le sorprendió cerca de Covent Garden. Las tinieblas se disiparon e,
iluminado de pálidas llamas, el cielo se replegó hasta parecer una perla perfecta.
Pesadas carretas cargadas de balanceantes lirios retumbaban lentamente por las
brillantes y desiertas calles. El perfume de las flores llenaba el aire, y su belleza
consiguió calmar en parte su dolor. Entró en el mercado y contempló a los hombres
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descargando los carros. Un carretero de delantal blanco le ofreció unas cerezas. Le
dio las gracias y, preguntándose por qué habría rechazado el dinero que le ofrecía,
empezó a comerlas distraídamente. Las habían cogido esa misma noche, y la frescura
de la luna había penetrado en ellas. Una larga hilera de mozos que transportaban
cestos de tulipanes listados y rosas rojas y amarillas desfiló frente a él, abriéndose
paso entre las enormes pilas de legumbres verde jade. Bajo el pórtico, con sus
columnas blanqueadas por el sol, vagaba un tropel de desaliñadas muchachas con la
cabeza al descubierto, esperando a que acabase la subasta. Otras se reunían junto a las
puertas giratorias del café de la plaza. Los pesados caballos de carga resbalaban y
pateaban el desigual adoquinado, haciendo sonar sus campanillas y arreos. Algunos
conductores dormían sobre las pilas de sacos. Las palomas, de irisado cuello y
sonrosadas patas, correteaban de aquí a allá picoteando grano.
Al cabo de un rato, llamó a un simón y regresó a casa. Se detuvo unos instantes
en los escalones de la puerta, contemplando la silenciosa plaza con las dormidas
ventanas cerradas a cal y canto y sus brillantes persianas. El cielo era ahora un puro
ópalo contra el que los tejados relucían como la plata. De una de las chimeneas de
enfrente se alzó una tenue espiral de humo. Se rizaba como una cinta violeta en el
aire de nácar.
En el enorme lucernario veneciano dorado, trofeo de la barcaza de algún Dux, que
colgaba en el gran vestíbulo con zócalos de roble, la luz aún brillaba en tres de las
vacilantes mechas: parecían delgados pétalos azules bordeados de blanco fuego. Los
apagó y, tras tirar el sombrero y la capa sobre la mesa, cruzó la biblioteca hasta la
puerta de su dormitorio, una gran estancia octogonal de la planta baja que, en su
recién nacido aprecio por el lujo, había hecho redecorar y cubrir con unos raros
tapices renacentistas que había descubierto en un ático deshabitado de Selby Royal.
Cuando giraba el picaporte, sus ojos cayeron sobre el retrato que Basil Hallward
había hecho de él. Retrocedió como sorprendido. Luego entró en su dormitorio con
aire desconcertado. Tras desabrocharse el botón de la chaqueta, pareció dudar.
Finalmente volvió sobre sus pasos, se acercó al retrato y lo examinó. A la escasa luz
que luchaba por abrirse paso a través de las cortinas de seda de color crema, el rostro
le pareció algo cambiado. La expresión parecía distinta. Se diría que había un rasgo
de crueldad en la boca. Era realmente extraño.
Se volvió y, caminando hacia la ventana, descorrió las cortinas. El
resplandeciente amanecer inundó el cuarto y barrió las fantásticas sombras hacia los
polvorientos rincones, donde permanecieron temblando. Pero la extraña expresión
que había notado en el rostro del retrato seguía allí, aún con mayor intensidad. La
palpitante y fuerte luz del sol iluminó los crueles rasgos que rodeaban la boca tan
claramente como si se mirase en un espejo después de haber cometido una maldad.
Retrocedió estremecido y, cogiendo de la mesa un espejo en forma oval y
enmarcado con cupidos de marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había
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hecho, corrió a contemplarse en su bruñido fondo. Ningún rasgo semejante torcía sus
rojos labios. ¿Qué significaba aquello?
Se frotó los ojos y, acercándose al retrato, lo examinó de nuevo. No vio signos de
cambio alguno en el cuadro en sí y, sin embargo, no había duda de que el conjunto de
la expresión se había alterado. No eran simples imaginaciones suyas. El hecho era
horriblemente evidente.
Se desplomó en una silla y empezó a pensar. De pronto le vino a la mente como
un fogonazo lo que había dicho en el estudio de Basil Hallward el día en que éste
había dado el retrato por terminado. Sí, lo recordaba perfectamente. Había expresado
el loco deseo de ser siempre joven y de que el retrato fuese el que envejeciera; de que
su belleza no se alterase y que fuese el lienzo quien soportase el peso de sus pasiones
y sus pecados; de que en la imagen pintada quedasen marcados los estigmas del dolor
y del pensamiento, y que él pudiese conservar la delicada lozanía y el encanto de su
recién consciente adolescencia. Su deseo no podía haberse cumplido. Esas cosas eran
imposibles. Sólo pensarlo resultaba monstruoso. Y, sin embargo, frente a él estaba el
retrato con ese rasgo de crueldad en la boca.
¡Crueldad! ¿Había sido cruel? La culpa era de la joven, no suya. La había soñado
una gran artista, le había dado su amor porque pensaba que ella era espléndida.
Después le había decepcionado. Había sido frívola y despreciable. Y, no obstante, un
sentimiento de infinito pesar le invadió al recordarla postrada a sus pies, sollozando
como una niña. Recordó con cuánta crueldad la había mirado. ¿Por qué lo había
hecho? ¿Por qué se le había dado un alma así? Pero él también había sufrido. Durante
las tres terribles horas que duró la obra, él había vivido siglos de dolor, una eternidad
tras otra de tortura. Su vida bien valía la de ella. Si él la había lastimado un instante,
ella lo había herido por mucho tiempo. Además, las mujeres tienen más capacidad
para soportar las penas. Ellas viven de sus emociones. Sólo piensan en sus
emociones. Cuando toman amantes, sólo lo hacen para tener a alguien a quien
organizarle escenas. Lord Henry se lo había dicho, y lord Henry conocía a las
mujeres. ¿Por qué disgustarse por Sibyl Vane? Ya no era nada para él.
Pero ¿y el retrato? ¿Qué podía decir de eso? Guardaba el secreto de su vida y
contaba su historia. Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Iba ahora a
enseñarle a odiar su propia alma? ¿Volvería a mirarlo alguna vez?
No; era sólo una ilusión forjada por sus sentidos trastornados. La horrible noche
que acababa de pasar había dejado fantasmas tras ella. De pronto, ese velo escarlata
que enloquece a los hombres cayó sobre su cerebro. El retrato no había cambiado.
Pensarlo era una locura.
Y, sin embargo, allí estaba mirándole con su bello rostro desfigurado y esa sonrisa
cruel. El rubio cabello resplandecía a la luz de la mañana. Los azules ojos se
encontraron con los suyos. Le invadió un sentimiento de infinita piedad, no hacia sí
mismo sino hacia su imagen pintada. Ya había cambiado y se transformaría aún más.
Sus dorados tonos se marchitarían hasta engrisecer. Morirían sus rosas blancas y sus
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rosas rojas. Porque con cada pecado que cometiese, una mancha enturbiaría y
destruiría su belleza. Pero no iba a pecar. El retrato, alterado o no, sería el emblema
visible de su conciencia. Resistiría a la tentación. No volvería a ver a lord Henry; no
volvería, en cualquier caso, a escuchar las sutiles y venenosas teorías que, en el jardín
de Basil Hallward, habían suscitado en él por primera vez la pasión de lo imposible.
Volvería junto a Sibyl Vane, enmendaría su conducta, se casaría con ella, intentaría
amarla de nuevo. Sí, tenía el deber de hacerlo. Ella debía de haber sufrido más que él.
¡Pobre criatura! Había sido con ella egoísta y cruel. La fascinación que había ejercido
en él volvería a renacer. Serían felices juntos. Su vida con ella sería hermosa y pura.
Se levantó de la silla y colocó un amplio biombo ante el retrato, estremeciéndose
al mirarlo. «¡Qué espanto!», murmuró para sí, y dirigiéndose al ventanal, lo abrió. Al
pisar la hierba del jardín respiró profundamente. El aire fresco de la mañana pareció
arrancarle de sus sombrías pasiones. Sólo pensaba en Sibyl. Un apagado eco de su
amor llegó hasta él. Repitió su nombre una y otra vez. Los pájaros que cantaban en el
jardín empapado de rocío parecían hablar de ella a las flores.
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CAPÍTULO VIII
Cuando despertó, hacía rato que había pasado el mediodía. Su criado había entrado
varias veces de puntillas en el cuarto para ver si se movía, preguntándose qué haría
dormir hasta tan tarde a su joven amo. Al fin sonó la campana y Víctor entró
calladamente con una taza de té y un montón de cartas en una antigua bandejita de
Sévres. Después descorrió las cortinas de raso verde, con brillante forro azul, que
colgaban ante los tres altos ventanales.
—Monsieur, ha dormido bien esta noche —dijo sonriendo.
—¿Qué hora es, Víctor? —preguntó Dorian Gray soñoliento.
—La una y cuarto, Monsieur.
¡Qué tarde era! Se sentó en la cama y, tras darle unos sorbos al té, hojeó las
cartas. Una de ellas era de lord Henry y la habían llevado en mano esa mañana. Dudó
un momento y la puso a un lado. Abrió las otras distraídamente. Contenían la típica
colección de tarjetas, invitaciones a comer, entradas para exposiciones privadas,
programas de conciertos de caridad y similares, que llueven cada mañana sobre un
joven elegante en esa época del año. Había una factura bastante alta por un juego de
tocador Luis XV, de plata repujada, que aún no había tenido el valor de enviar a sus
tutores, gente extremadamente anticuada y que no comprendía que vivían en unos
tiempos en que las cosas innecesarias son nuestra única necesidad; y había varias
notas corteses de los prestamistas de la calle Jermyn ofreciendo adelantarle cualquier
suma de dinero en cuanto lo requiriese y a un interés más que razonable.
Unos diez minutos después se levantaba y, cubriéndose con una magnífica bata de
casimir bordada en seda, pasó al cuarto de baño, de suelo de ónice. El agua fría le
refrescó tras el largo sueño. Parecía haber olvidado todo lo que le había ocurrido. Una
vaga sensación de haber tomado parte en una tragedia le asaltó una o dos veces, pero
tenía la irrealidad del sueño.
Tan pronto estuvo vestido, se dirigió a la biblioteca y se sentó frente a un frugal
desayuno francés que habían dispuesto en una mesita junto al balcón abierto. Hacía
un día exquisito. El aire cálido parecía cargado de especias. Una abeja entró volando
y zumbó alrededor del búcaro azul de dragones, lleno de rosas de un amarillo azufre,
que estaba ante él. Se sintió completamente feliz.
De pronto, sus ojos cayeron sobre el biombo que había puesto ante el retrato y se
estremeció.
—¿Demasiado frío para el señor? —preguntó el criado poniendo una tortilla
sobre la mesa—. ¿Cierro el balcón?
Dorian movió la cabeza.
—No tengo frío —murmuró.
¿Sería cierto? ¿Habría cambiado realmente el retrato? ¿O habría sido
simplemente su propia imaginación la que le había hecho ver una mirada de maldad
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en donde había una mirada de alegría? No era posible que un lienzo se alterase. La
cosa era absurda. Algún día se lo contaría a Basil como un cuento de ficción. Le haría
reír.
Y, sin embargo, ¡qué nítido era el recuerdo de todo el asunto! Primero en la débil
penumbra y luego a la claridad del amanecer, había visto el rasgo de crueldad en los
torcidos labios. Casi temió que el criado abandonase el cuarto. Sabía que cuando
estuviese a solas tendría que examinar el retrato. Tenía miedo de que fuese cierto.
Cuando el criado trajo el café y los cigarros y se dispuso a marcharse, sintió un
violento deseo de pedirle que se quedara. Cuando cerraba la puerta tras él, volvió a
llamarlo. El hombre se quedó parado, esperando sus órdenes. Dorian lo miró un
momento.
—No estoy en casa para nadie, Víctor —dijo suspirando.
El hombre hizo una inclinación y salió.
Entonces se levantó de la mesa, encendió un cigarrillo y se dejó caer sobre los
lujosos almohadones de un diván situado frente al biombo. Era un biombo antiguo de
cuero dorado español, estampado y repujado con un florido dibujo Luis XIV. Lo
examinó cuidadosamente, preguntándose si guardaría el secreto de un hombre por
primera vez.
¿Debía apartarlo, después de todo? ¿Por qué no dejarlo así? ¿De qué serviría
saber? Si aquello resultaba cierto, era terrible. Y si no lo era, ¿por qué preocuparse?
Pero ¿y si por alguna fatal casualidad unos ojos ajenos espiaban detrás del biombo y
notaban el horrible cambio? ¿Qué haría si Basil Hallward venía y preguntaba por su
propio cuadro? Seguro que Basil lo haría. No; había que examinar aquello y de
inmediato. Cualquier cosa era preferible a esa espantosa incertidumbre.
Se levantó y cerró las dos puertas. Al menos estaría solo cuando contemplase la
máscara de su vergüenza. Entonces corrió el biombo y se halló cara a cara consigo
mismo. Era completamente cierto. El retrato había cambiado.
Como después recordaría a menudo, y siempre con no poco asombro, se encontró
a sí mismo observando el retrato por vez primera con un sentimiento de interés casi
científico. Le parecía increíble que se hubiera producido esa transformación. Y sin
embargo era un hecho. ¿Existía alguna sutil afinidad entre los átomos químicos que
constituían la forma y el color sobre el lienzo, y el alma que había en su interior?
¿Sería posible que supiesen lo que pensaba el alma? ¿Que hiciesen realidad lo que
soñaba? ¿O existía alguna otra razón más terrible? Se estremeció y sintió miedo y,
volviendo al diván, se tumbó a contemplar la pintura con repugnancia y horror.
Sentía, no obstante, que el cuadro había hecho algo por él. Le había mostrado lo
injusto y cruel que había sido con Sibyl Vane. No era demasiado tarde para reparar
aquello. Aún podía ser su mujer. Su amor egoísta e irreal se sometería a una
influencia superior, se transformaría en una pasión más noble, y el retrato que Basil
Hallward había pintado de él le serviría de guía durante toda su vida, sería para él lo
que es la santidad para algunos, la consciencia para otros y el temor a Dios para todos
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nosotros. Había opiáceos para el remordimiento, drogas que podían reducir al sueño
el sentido moral. Pero aquí había un símbolo visible de la degradación del pecado.
Aquí había un símbolo eterno de la ruina a la que los hombres conducen sus almas.
El reloj dio las tres y las cuatro, y la media resonó con su doble campanada, pero
Dorian Gray no se movió. Intentaba reunir los hilos escarlata de la vida y tejer una
trama con ellos; abrirse camino a través del sanguíneo laberinto de pasión por el que
vagaba. No sabía qué hacer ni qué pensar. Finalmente se dirigió a la mesa y escribió
una apasionada carta a la muchacha que había amado, implorando su perdón y
acusándose de locura. Llenó hoja tras hoja de ardientes palabras de pesar y ardientes
palabras de dolor. Existe una voluptuosidad en hacerse a uno mismo reproches.
Cuando nos culpamos, sentimos que nadie más tiene derecho a hacerlo. Es la
confesión, no el sacerdote, lo que nos da la absolución. Cuando Dorian acabó la carta,
sintió que estaba perdonado.
De pronto llamaron a la puerta y escuchó fuera la voz de lord Henry.
—Mi querido muchacho, tengo que verte. Déjame entrar enseguida. No soporto
que te encierres de ese modo.
Al principio no contestó nada, quedándose completamente inmóvil. La llamada
siguió y se hizo más apremiante. Sí, era mejor dejar pasar a lord Henry y explicarle la
nueva vida que iba a llevar, discutir con él si era necesario, separarse si era inevitable.
Se incorporó de un salto, corrió el biombo apresuradamente ante el retrato y abrió la
puerta.
—Siento todo lo ocurrido, Dorian —dijo lord Henry al entrar—. Pero no debes
pensar demasiado en ello.
—¿Te refieres a Sibyl Vane? —preguntó el joven.
—Sí, claro —contestó lord Henry hundiéndose en un sillón y quitándose con
lentitud los guantes amarillos—. Es terrible desde cierto punto de vista, pero no ha
sido culpa tuya. Dime, fuiste a verla al camerino al terminar la obra, ¿verdad?
—Sí.
—Estaba seguro de que había sido así. ¿Le hiciste una escena?
—Fui brutal, Harry, completamente brutal. Pero ahora todo está solucionado. No
me arrepiento de nada de lo ocurrido. Me ha ayudado a conocerme mejor.
—Ah, Dorian, ¡me alegra tanto que lo tomes de ese modo! Temía encontrarte
sumido en el remordimiento y arrancándote los bellos rizos.
—Ya he pasado todo eso —dijo Dorian denegando y sonriendo—. Ahora soy
completamente feliz. Sé lo que es la conciencia, para empezar. No es lo que tú me
dijiste que era. Es lo más divino que hay en nosotros. No te burles más de ella, Harry,
al menos delante de mí. Quiero ser bueno. No puedo soportar la idea de que mi alma
sea espantosa.
—¡Deliciosa base artística para la ética, Dorian! Te felicito por ello. Pero ¿por
dónde vas a empezar?
—Casándome con Sibyl Vane.
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—¡Casándote con Sibyl Vane! —exclamó lord Henry poniéndose en pie y
mirándole estupefacto—. Pero mi querido Dorian…
—Sí, Harry, sé lo que vas a decir. Algo terrible sobre el matrimonio. No lo digas.
No vuelvas a decirme cosas de ese estilo. Hace dos días le pedí a Sibyl que se casase
conmigo. No voy a faltar a mi palabra. ¡Va a ser mi esposa!
—¡Tu esposa! ¡Dorian!… ¿No has recibido mi carta? Te escribí esta misma
mañana y envié la nota con mi criado.
—¿Tu carta? Oh, ya recuerdo. Aún no la he leído, Harry. Temía encontrar algo
que no me gustase. Tus epigramas son capaces de destrozarle a uno la vida.
—Entonces, ¿no sabes nada?
—¿Qué quieres decir?
Lord Henry atravesó la estancia y, sentándose junto a Dorian Gray, tomó sus
manos entre las suyas y las estrechó con fuerza.
—Dorian —dijo—, mi carta, no te asustes, era para comunicarte que Sibyl Vane
ha muerto.
Un grito de dolor escapó de los labios del joven, que se puso en pie de un salto,
soltando sus manos de las de lord Henry.
—¡Muerta! ¡Sibyl muerta! ¡No es cierto! ¡Es una horrible mentira! ¿Cómo te
atreves a decir eso?
—Es completamente cierto, Dorian —dijo lord Henry gravemente—. Está en
todos los periódicos de la mañana. Te escribí para pedirte que no vieras a nadie hasta
mi llegada. Habrá una investigación, claro, y tú no debes verte mezclado en ella.
Cosas como ésta ponen a un hombre de moda en París. Pero en Londres, ¡la gente
tiene tantos prejuicios! Aquí uno nunca debe hacer su debut con un escándalo. Eso
hay que reservarlo para dar colorido a la propia vejez. Supongo que no saben tu
nombre en el teatro. Si es así, todo va bien. ¿Te vio alguien ir a su camerino? Ése es
un punto importante.
Dorian permaneció en silencio durante un rato. Estaba aturdido por el horror.
Finalmente balbució con voz ahogada:
—Harry, ¿has dicho una investigación? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que
Sibyl…? ¡Oh, Harry, no puedo soportarlo! Pero habla, ¡pronto! Cuéntamelo todo
inmediatamente.
—Para mí no hay duda de que no fue un accidente, Dorian, aunque el público
debe pensarlo. Parece ser que cuando salía del teatro con su madre, alrededor de las
doce y media o algo así, dijo que había olvidado algo arriba. La esperaron durante
algún tiempo, pero no volvió a bajar. Finalmente la hallaron muerta en el suelo de su
camerino. Había ingerido algo por error, algo terrible que utilizan en los teatros. No
sé lo que fue, pero contenía ácido prúsico o albayalde. Imagino que sería ácido
prúsico, ya que al parecer murió instantáneamente.
—¡Harry, Harry, es terrible! —gritó el joven.
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—Sí; es muy trágico, naturalmente, pero tú no debes mezclarte en el asunto. He
leído en el Standard que tenía diecisiete años. Yo hubiese dicho que era aún más
joven. Tenía un aspecto tan infantil y parecía saber tan poco de actuaciones. Dorian,
no debes dejar que esto altere tus nervios. Debes venir a cenar conmigo; y después
iremos a la ópera. Esta noche canta Patti y todo el mundo estará allí. Puedes venir al
palco de mi hermana. Habrá con ella algunas mujeres distinguidas.
—Entonces he asesinado a Sibyl Vane —dijo Dorian Gray como para sí mismo
—, la he asesinado tan claramente como si hubiese cortado su pequeña garganta con
un cuchillo. Y, sin embargo, no por eso las rosas son menos bellas. Los pájaros cantan
igual de alegremente en mi jardín. Y esta noche cenaré contigo y luego iré a la ópera,
y después, supongo, a tomar algo a alguna parte. ¡Qué extraordinariamente dramática
es la vida! Si hubiese leído todo esto en un libro, Harry, creo que hubiese llorado. De
alguna forma, ahora que ha ocurrido realmente, y a mí, parece demasiado increíble
para las lágrimas. Aquí está la primera carta de amor apasionado que he escrito en mi
vida. Qué extraño que mi primera carta de amor esté dirigida a una muchacha muerta.
Me pregunto si podrán sentir esas blancas y silenciosas criaturas que llamamos
muertos. ¡Sibyl! ¿Podrá ella sentir, o saber, o escuchar? Oh, Harry, ¡cómo la amé una
vez! Ahora me parece que han pasado años. Ella lo era todo para mí. Entonces llegó
esa terrible noche, ¿fue realmente ayer noche?, en la que ella actuó tan mal y mi
corazón casi se rompió. Ella me lo explicó todo. Fue terriblemente patético. Pero yo
no me conmoví ni un ápice. La creí superficial. Y de pronto ocurrió algo que me llenó
de temor. No podría decirte qué, pero fue terrible. Prometí que volvería a su lado.
Sentía que había hecho mal. Y ahora ella está muerta. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué
voy a hacer, Harry? No sabes el peligro en que me encuentro, y no hay nada que
pueda ayudarme a ser recto. Ella lo habría conseguido. No tenía derecho a suicidarse.
Ha sido un egoísmo por su parte.
—Mi querido Dorian —contestó lord Henry cogiendo un cigarrillo de su pitillera
—, la única forma en que una mujer puede reformar a un hombre es aburriéndolo tan
completamente que éste pierde todo posible interés en la vida. Si te hubieses casado
con esa joven, habrías sido un desgraciado. Claro que la habrías tratado
bondadosamente. Uno siempre puede ser bueno con aquellos que no le importan.
Pero enseguida habría descubierto que te era absolutamente indiferente. Y cuando
una mujer descubre eso de su marido, o se vuelve terriblemente poco atractiva o se
pone elegantes sombreros que el marido de otra mujer tiene que pagar. No digo nada
del error social, que hubiese sido abyecto y que, naturalmente, yo no hubiese
permitido, pero te aseguro que de cualquier modo todo el asunto habría sido un
completo fracaso.
—Supongo que tienes razón —murmuró el joven recorriendo el cuarto de un lado
a otro, con el semblante terriblemente pálido—. Pero pensé que era mi deber. Yo no
tengo la culpa de que esta terrible tragedia me haya impedido hacer lo que debía.
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Recuerdo que una vez dijiste que hay una fatalidad en todo buen propósito: siempre
se toma demasiado tarde. Ciertamente ése es mi caso.
—Los buenos propósitos son inútiles intentos de interferir en las leyes científicas.
Su origen es la pura vanidad. Su resultado es un rotundo cero. De vez en cuando nos
proporcionan alguna de esas fastuosas y estériles emociones que mantienen su
encanto durante una semana. Es lo único que se puede decir de ellas. Son simples
cheques que los hombres cobran en un banco donde no tienen cuenta.
—Harry —exclamó Dorian Gray yendo a sentarse a su lado—, ¿por qué no puedo
sentir esta tragedia tanto como desearía? ¿Crees que no tengo corazón?
—Has hecho demasiadas locuras durante las últimas dos semanas como para
ganarte ese calificativo, Dorian —contestó lord Henry con su dulce y melancólica
sonrisa.
El joven frunció el ceño.
—No me gusta esa explicación, Harry —replicó—, pero me alegra que no me
creas sin corazón. No soy en absoluto así. Sé que no lo soy. Y, sin embargo, debo
admitir que lo ocurrido no me afecta como debiera. Simplemente me parece un
magnífico final para un magnífico drama. Tiene toda la terrible belleza de una
tragedia griega, una tragedia en la que yo he tenido un gran papel, pero en la que no
he resultado herido.
—Es una cuestión interesante —dijo lord Henry, que encontraba un placer
exquisito en actuar sobre el egotismo inconsciente del joven—, una cuestión
extremadamente interesante. Imagino que la verdadera explicación es ésta: a menudo
ocurre que las tragedias reales de la vida suceden de una forma tan poco artística que
nos hieren por su cruda violencia, su absoluta incoherencia, su absurda falta de
sentido, su completa carencia de estilo. Nos afectan del mismo modo que la
vulgaridad. Nos dan una impresión de pura fuerza bruta, y eso hace que nos
rebelemos. A veces, sin embargo, una tragedia que posee elementos artísticos de
belleza se cruza en nuestras vidas. Si esos elementos de belleza son reales, sólo
apelan a nuestro sentido del efecto dramático. De pronto comprendemos que hemos
dejado de ser actores para convertirnos en espectadores del drama. O más bien somos
ambas cosas. Nos observamos a nosotros mismos y la sola maravilla del espectáculo
nos cautiva. En el caso que nos ocupa, ¿qué ha sucedido realmente? Alguien se ha
suicidado por amor a ti. Ojalá hubiese vivido yo una experiencia semejante. Me
hubiese hecho enamorarme del amor para el resto de mi vida. Las personas que me
han adorado, no ha habido muchas pero sí algunas, han insistido siempre en seguir
viviendo mucho después de que dejasen de importarme o de que yo dejase de
importarles. Se han vuelto gordas y aburridas, y cuando las encuentro empiezan de
inmediato con los recuerdos. ¡Qué terrible memoria la de las mujeres! ¡Qué cosa tan
aterradora! ¡Y qué absoluto estancamiento intelectual revela! Uno debería absorber el
color de la vida, pero sin recordar nunca los detalles. Los detalles son siempre
vulgares.
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—Sembraré adormideras en mi jardín —suspiró Dorian.
—No es necesario —replicó su compañero—. La vida siempre tiene adormideras
entre sus manos. Naturalmente, de vez en cuando las cosas se estacionan. Una vez no
llevé más que violetas durante toda una estación como forma de luto artístico por un
romance que se resistía a morir. Finalmente, sin embargo, acabó muriendo. He
olvidado lo que lo mató. Creo que fue su propuesta de sacrificar por mí el mundo
entero. Ese momento siempre resulta espantoso. Lo llena a uno con el terror de la
eternidad. Pues bien, ¿querrás creer que hace una semana, en casa de lady Hampshire,
me encontré sentado durante la cena junto a la mujer en cuestión y ella insistió en
volver sobre el asunto, desenterrando el pasado y sacando el futuro a relucir? Yo
había sepultado mi pasión en un lecho de asfódelos. Ella volvió a desenterrarlo, y me
aseguró que había arruinado su vida. He de añadir que cenó una enormidad, por lo
que no sentí ansiedad alguna. ¡Pero qué falta de gusto demostró tener! El único
encanto del pasado radica en que ha pasado. Pero las mujeres nunca saben cuándo ha
caído el telón. Siempre desean un sexto acto, y tan pronto como el interés de la obra
se ha esfumado por completo, proponen seguir con ella. De permitírselo, toda
comedia tendría un final trágico, y toda tragedia culminaría en una farsa. Son
deliciosamente artificiales, pero no tienen sentido del arte. Tú eres más afortunado
que yo. Te aseguro, Dorian, que ninguna de las mujeres que he conocido hubiera
hecho por mí lo que Sibyl Vane ha hecho por ti. Las mujeres vulgares siempre se
consuelan a sí mismas. Algunas lo hacen adoptando colores sentimentales. Nunca te
fíes de una mujer que vista de malva, sea cual sea su edad, o de una mujer de treinta y
cinco aficionada a las cintas de color rosa. Eso significa siempre que tienen una
historia. Otras encuentran un gran consuelo en descubrir las buenas cualidades de sus
maridos. Hacen ostentación de su felicidad conyugal en tu propia cara, como si fuese
el más fascinante de los pecados. A otras les consuela la religión. Sus misterios tienen
todo el encanto del flirteo, me confesó una vez una mujer; y lo entiendo
perfectamente. Además, no hay nada que lo haga a uno más vanidoso que ser
calificado de pecador. La conciencia nos convierte a todos en egotistas. Sí; los
consuelos que la mujer encuentra en la vida moderna son infinitos. De hecho, no he
mencionado el más importante de todos.
—¿Cuál es, Harry? —dijo el joven lánguidamente.
—Oh, el consuelo más obvio. Quitarle el admirador a otra cuando se ha perdido
el propio. En la buena sociedad, eso siempre disculpa a una mujer. Pero, realmente,
Dorian, ¡qué distinta debía ser Sibyl Vane de las mujeres que uno conoce! Para mí
hay algo verdaderamente hermoso en su muerte. Me alegro de vivir en un siglo en el
que ocurren maravillas como ésa. Le hacen creer a uno en la realidad de las cosas con
las que todos jugamos, como el romance, la pasión y el amor.
—Fui terriblemente cruel con ella. Te olvidas de eso.
—Me temo que las mujeres aprecian la crueldad, la crueldad sin tapujos, más que
cualquier otra cosa. Tienen instintos asombrosamente primitivos. Nosotros las hemos
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emancipado, pero ellas siguen comportándose como esclavas en busca de un amo a
pesar de todo. Adoran que las dominen. Estoy seguro de que estuviste espléndido.
Nunca te he visto realmente enojado, pero imagino lo delicioso que debes de ser. Y,
después de todo, anteayer me dijiste algo que en el momento me pareció una simple
fantasía, pero que ahora veo que era completamente cierto y que encierra la clave de
todo.
—¿Qué fue, Harry?
—Me dijiste que Sibyl Vane representaba para ti todas las heroínas de los
romances, que era Desdémona una noche y Ofelia a la siguiente; que si moría como
Julieta, volvía a la vida como Imogenia.
—Ya nunca volverá a la vida —murmuró el joven enterrando el rostro entre sus
manos.
—No, nunca volverá a la vida. Ha representado su último papel. Pero debes
considerar esa solitaria muerte en el recargado camerino como un simple y raro
episodio lúgubre de una tragedia jacobina, como una escena maravillosa de Webster,
Ford, o Cyril Tourneur. En realidad la muchacha nunca ha vivido, y por lo tanto su
muerte tampoco es real. Para ti al menos siempre fue un sueño, un fantasma que
revoloteaba por las obras de Shakespeare y las hacía más adorables con su presencia,
como un caramillo a través del cual la música de Shakespeare sonaba más rica y llena
de alegría. En el momento en que tuvo contacto con la vida real la malogró, y ella
misma quedó malograda, y eso la hizo morir. Llora la muerte de Ofelia, si lo deseas.
Cubre tu cabeza de cenizas porque Cordelia fue estrangulada. Clama contra el cielo
porque la hija de Brabancio ha muerto. Pero no desperdicies tus lágrimas por Sibyl
Vane. Ella era menos real que las otras.
Hubo un silencio. La tarde caía en la estancia. Calladamente y con pies de plata,
las sombras penetraban desde el jardín. Los colores de las cosas se desvanecían
perezosamente.
Al cabo de un rato, Dorian Gray alzó los ojos.
—Me has explicado a mí mismo, Harry —murmuró con un cierto suspiro de
alivio—. Sentía todo lo que acabas de decir, pero de alguna forma me atemorizaba y
era incapaz de decírmelo a mí mismo. ¡Qué bien me conoces! Pero no volveremos a
hablar de lo ocurrido. Ha sido una experiencia maravillosa. Eso es todo. Me pregunto
si la vida aún me reservará alguna cosa tan maravillosa.
—La vida te lo tiene reservado todo, Dorian. Con tu extraordinaria belleza, no
hay nada que no puedas hacer.
—Pero supón, Harry, que me vuelvo ojeroso, viejo y arrugado. ¿Y entonces?
—¡Ah! Entonces —dijo lord Henry levantándose para marcharse—, entonces, mi
querido Dorian, tendrás que luchar por tus triunfos. Ahora te vienen dados. No, debes
conservar tu buen aspecto. Vivimos en una época que lee demasiado para ser sabia y
piensa en exceso para ser bella. No podemos prescindir de ti. Y ahora será mejor que
te vistas para ir al club. Ya se ha hecho tarde.
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—Creo que te veré en la ópera, Harry. Estoy demasiado cansado para comer.
¿Cuál es el número del palco de tu hermana?
—El veintisiete, creo. Está en el primer piso. Verás su nombre en la puerta. Pero
siento que no vengas a cenar.
—No me siento con ánimos —repuso Dorian con languidez—. Pero te estoy
tremendamente agradecido por lo que me has dicho. Verdaderamente, eres mi mejor
amigo. Nadie me ha entendido nunca como tú.
—Esto es sólo el comienzo de nuestra amistad, Dorian —contestó lord Henry
estrechándole la mano—. Adiós. Espero verte antes de las nueve y media. Recuerda
que canta Patti.
Cuando la puerta se cerró tras él, Dorian Gray tocó la campana y al poco entró
Víctor trayendo las lámparas. El criado cerró las persianas. Esperó con impaciencia a
que se marchase. El hombre parecía demorarse interminablemente.
En cuanto hubo salido, Dorian Gray se precipitó hacia el biombo y lo apartó de su
sitio. No; no había habido ningún otro cambio en el cuadro. Había sabido la noticia
de la muerte de Sibyl Vane antes de que él mismo lo supiese. Conocía los hechos de
la vida nada más suceder. La maligna crueldad que afeaba los finos rasgos de la boca
había aparecido, sin duda, en el mismo instante en que la muchacha ingirió el veneno.
¿O era indiferente a las consecuencias? ¿Conocería sólo lo que sucedía en el alma?
Se sintió asombrado, y esperó que algún día vería producirse el cambio ante sus
propios ojos, y ese deseo le hizo estremecerse.
¡Pobre Sibyl! ¡Qué gran romance había sido! Ella había fingido a menudo la
muerte en escena. Luego la muerte misma la había alcanzado, llevándosela consigo.
¿Cómo habría representado aquel último y tremendo acto? ¿Lo habría maldecido al
morir? No, había muerto por su amor, y el amor sería desde entonces un sacramento
para él. Ella lo había expiado todo sacrificando su vida. No volvería a pensar en
cuánto le había hecho sufrir durante aquella terrible noche en el teatro. Cuando
pensase en ella, lo haría como en una magnífica figura trágica que ha sido enviada al
escenario del mundo para mostrar la realidad suprema del amor. ¿Una maravillosa
figura trágica? Se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar su aspecto infantil, sus
caprichosos y atractivos ademanes, su tímida y temblorosa gracia. Las enjugó
apresuradamente y volvió a contemplar el retrato.
Sintió que había llegado realmente el momento de hacer una elección. ¿O la
elección estaba ya hecha? Sí; la vida había decidido por él, la vida y la infinita
curiosidad que sentía por ella. Eterna juventud, pasión infinita, placeres sutiles y
secretos, alegrías ardientes y pecados aún más ardientes… tendría todas esas cosas.
El retrato asumiría el peso de su vergüenza: eso era todo.
Una sensación de pena le sobrecogió al pensar en la profanación que sufriría su
bello rostro sobre el lienzo. Una vez, travesura infantil de Narciso, había besado o
fingido besar aquellos labios pintados que ahora le sonreían tan cruelmente. Mañana
tras mañana se había sentado frente al retrato maravillado de su belleza, casi
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enamorado de ella, como a veces le parecía. ¿Se alteraría ahora con cada tentación a
la que cediese? ¿Degeneraría aquello en algo monstruoso y repugnante que tendría
que esconder en un cuarto cerrado con llave, alejado de la luz del sol que tantas veces
había acariciado la ondulada maravilla de su pelo? ¡Qué pena! ¡Qué pena!
Por un momento pensó en rezar para que cesase la horrible afinidad que había
entre él y el retrato. Había cambiado en respuesta a una plegaria; quizá en respuesta a
otra plegaria quedaría inalterado. Y, sin embargo, ¿quién que conociese algo la vida
renunciaría a la oportunidad de permanecer siempre joven, por muy fantástica que
fuese esa oportunidad, o fuesen cuales fuesen las consecuencias funestas que
acarrease? Además, ¿estaba realmente bajo su control? ¿Había sido realmente su
ruego lo que había causado la sustitución? ¿No podría haber alguna razón científica
que lo explicase? Si el pensamiento podía ejercer su influencia sobre un organismo
vivo, ¿no podría ejercerla también sobre las cosas muertas e inorgánicas? Es más: sin
pensamiento ni deseo consciente, ¿no podrían las cosas externas a nosotros vibrar al
unísono con nuestros humores y pasiones, un átomo llamando a otro por secreto amor
a una extraña empatía? Pero el motivo no tenía importancia. No volvería a tentar con
un ruego a tan terribles poderes. Si el cuadro debía alterarse, se alteraría. Eso era
todo. ¿Por qué investigar más a fondo?
Porque sería un verdadero placer observarlo. Podría seguir a su mente hasta sus
lugares más secretos. Ese retrato sería para él el más mágico de los espejos. Así como
le había revelado su propio cuerpo, le revelaría también su propia alma. Y cuando el
invierno cayera sobre el retrato, él seguiría estando allí donde la primavera tiembla al
borde del verano. Cuando la sangre se retirase de su semblante, dejando tras de sí una
máscara de yeso de plomizos ojos, él mantendría el encanto de la juventud. Ninguna
de las flores de su belleza se marchitaría jamás. Ninguna de las pulsaciones de su
vida quedaría debilitada. Como los dioses griegos, él sería fuerte y ligero y alegre.
¿Qué importaba lo que le ocurriese a la imagen del lienzo? Él estaría a salvo. Eso era
todo.
Corrió de nuevo el biombo a su anterior posición frente al cuadro, sonriendo
mientras lo hacía, y pasó a su dormitorio, donde el criado esperaba ya. Una hora
después estaba en la ópera y lord Henry se inclinaba sobre su silla.
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CAPÍTULO IX
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—¡Dorian, esto es horrible! Algo te ha transformado por completo. Sigues
pareciendo exactamente el mismo adorable joven que, día tras día, solía venir a mi
estudio y posar para su retrato. Pero entonces eras sencillo, natural y afectuoso. Eras
la criatura menos contaminada del mundo. No entiendo lo que te ha ocurrido. Hablas
como si no tuvieses corazón ni piedad. Todo esto es la influencia de Harry. Ya lo veo.
—El joven enrojeció y, dirigiéndose a la ventana, contempló unos instantes el verde y
resplandeciente jardín bañado por el sol.
—Le debo mucho a Harry, Basil —dijo al fin—. Más de lo que te debo a ti. Tú
sólo me has enseñado a ser vanidoso.
—Bien, y ahora recibo el castigo, Dorian, o algún día seré castigado por ello.
—No sé lo que quieres decir, Basil —exclamó él volviéndose—. No entiendo qué
es lo que quieres. ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero al Dorian Gray que solía pintar —replicó con tristeza el artista.
—Basil —dijo el joven acercándose a él y poniendo una mano sobre su hombro
—, llegas demasiado tarde. Ayer, cuando oí que Sibyl Vane se había suicidado…
—¡Suicidado! ¡Cielo santo! ¿No hay ninguna duda al respecto? —exclamó
Hallward levantando la vista hacia él con expresión de horror.
—¡Mi querido Basil! ¡No pensarás en serio que ha sido un vulgar accidente!
Claro que se ha suicidado.
El mayor de los dos hombres enterró la cara entre las manos.
—¡Qué espanto! —murmuró estremeciéndose.
—No —dijo Dorian Gray—. No hay nada de espantoso en ello. Es una de las
grandes tragedias románticas de nuestros días. Por regla común, los actores llevan
una vida de lo más vulgar. Son buenos maridos, esposas fieles o algo aburrido. Ya
sabes a lo que me refiero: la virtud de la clase media y todas esas cosas. ¡Qué distinta
era Sibyl! Ha vivido la más bella de sus tragedias. Siempre fue una heroína. La última
noche que actuó —la noche en que tú la viste—, actuó mal porque había conocido la
realidad del amor. Cuando conoció su irrealidad, murió como lo hubiese hecho
Julieta. Ha vuelto a la esfera del arte. Hay algo de mártir en ella. Su muerte tiene la
patética futilidad del martirio, su inútil belleza. Pero, como iba diciendo, no pienses
que yo no he sufrido. Si hubieses llegado ayer en el momento preciso, entre las cinco
y media, quizá, o las seis menos cuarto, me habrías encontrado llorando. Incluso
Harry, que estaba aquí, que me dio la noticia, de hecho, no tenía idea de lo que yo
estaba pasando. Sufría inmensamente. Después se me pasó. No puedo repetir una
emoción. Nadie puede, excepto los sentimentales. Y tú eres terriblemente injusto,
Basil. Vienes aquí para consolarme, lo que resulta encantador por tu parte. Me
encuentras consolado y te pones furioso. ¡Qué persona más comprensiva! Me
recuerdas una historia que contó Harry sobre cierto filántropo que perdió veinte años
de su vida tratando de reparar un agravio o intentado cambiar una ley injusta; olvidé
lo que era exactamente. Finalmente lo logró, y nada pudo superar su desilusión. Ya
no tenía absolutamente nada que hacer, casi muere de ennui, y se volvió un
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confirmado misántropo. Y además, mi querido Basil, si realmente quieres
consolarme, enséñame más bien a olvidar lo que ha ocurrido, o a verlo desde el punto
de vista artístico apropiado. ¿No era Gautier quien solía escribir sobre la consolation
des arts? Recuerdo que un día en tu estudio, hojeando un pequeño tomo
encuadernado en vitela que encontré por casualidad, me crucé con esa deliciosa frase.
Pues bien, no soy como el joven que conociste cuando estábamos juntos en Marlow,
el joven que solía decir que el raso amarillo podía consolarle a uno por todas las
miserias de la vida. Me gustan las cosas hermosas que uno puede tocar y manejar.
Los brocados antiguos, los verdes bronces, los lacados y las tallas en marfil, los
entornos exquisitos, el lujo, la pompa: se puede obtener mucho de todas esas cosas.
Pero el temperamento artístico que crean, o en cualquier caso revelan, significa aún
más para mí. Convertirse en el espectador de tu propia vida, como dice Harry, es
escapar del sufrimiento de la existencia. Sé que te sorprende oírme hablar así. No te
das cuenta de cómo he crecido. Cuando me conociste era un colegial. Ahora soy un
hombre. Tengo pasiones nuevas, pensamientos nuevos, ideas nuevas. Soy diferente,
pero no por eso debes tenerme menos aprecio. He cambiado, pero debes seguir siendo
mi amigo. Por supuesto, yo quiero mucho a Harry. Pero sé que tú eres mejor que él.
No eres más fuerte, le tienes mucho más miedo a la vida, pero eres mejor. ¡Y qué
felices éramos juntos! No me dejes, Basil, y no discutas conmigo. Yo soy lo que soy.
No hay nada más que decir.
El pintor se sintió extrañamente conmovido. Le tenía un inmenso afecto al joven,
y su personalidad había supuesto un cambio decisivo para su arte. No podía soportar
la idea de seguir haciéndole reproches. Después de todo, su indiferencia
probablemente no fuera más que un estado de ánimo pasajero. Había demasiada
bondad y nobleza en él.
—Bien, Dorian —dijo finalmente con una triste sonrisa—. No volveré a hablarte
de este horrible asunto a partir de hoy. Sólo confío en que no se mencione tu nombre
en relación con él. La investigación tendrá lugar esta tarde. ¿Te han citado?
Dorian denegó con la cabeza y una expresión de molestia cruzó su rostro al
escuchar la palabra «investigación». Había algo tan crudo y vulgar en todo ese tipo de
cosas.
—No saben mi nombre —contestó.
—Pero ella sí lo sabría.
—Sólo mi nombre de pila, y estoy completamente seguro de que nunca se lo
mencionó a nadie. Una vez me dijo que todos tenían mucha curiosidad por saber
quién era yo, y que les respondía invariablemente que mi nombre era el Príncipe
Encantador. Fue bonito por su parte. Tienes que hacerme un dibujo de Sibyl, Basil.
Me gustaría conservar algo más de ella que el recuerdo de unos pocos besos y unas
palabras quebradas y patéticas.
—Intentaré hacer algo, Dorian, si eso te agrada. Pero debes volver a posar para
mí. Sin ti no puedo avanzar.
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—Nunca volveré a posar para ti, Basil. Es imposible —exclamó retrocediendo.
El pintor lo miró con asombro.
—Mi querido muchacho, ¡qué tontería! —exclamó—. ¿Significa eso que no te
gusta el retrato que pinté de ti? ¿Dónde está? ¿Por qué has corrido el biombo delante
de él? Déjame verlo. Es lo mejor que he hecho nunca. Retira el biombo, Dorian. Es
una vergüenza que tu criado esconda así mi trabajo. Al entrar sentí que algo había
cambiado en la habitación.
—Mi criado no tiene nada que ver con ello, Basil. No pensarás que le dejo
arreglar el cuarto. A veces coloca las flores en mi lugar: eso es todo. No; lo he hecho
yo mismo. Le daba demasiada luz.
—¡Demasiada luz! En absoluto, mi querido amigo. Es un sitio excelente para el
cuadro. Déjame verlo.
Y Hallward fue hacia la esquina de la habitación.
Un grito de terror escapó de los labios de Dorian Gray, que se precipitó entre el
pintor y el biombo.
—Basil —dijo poniéndose muy pálido—, no debes verlo. No quiero que lo hagas.
—¿Que no debo ver mi propia obra? No hablarás en serio. ¿Por qué no iba a
hacerlo? —exclamó Hallward riendo.
—Si intentas verlo, Basil, te doy mi palabra de honor de que no volveré a hablarte
mientras viva. Lo digo completamente en serio. No voy a darte ninguna explicación,
y tú no debes pedírmela. Pero, recuerda, si tocas este biombo, todo habrá acabado
entre nosotros.
Hallward estaba asombrado. Miraba a Dorian Gray completamente estupefacto.
Nunca lo había visto así. El joven estaba realmente pálido de rabia. Tenía las manos
crispadas, y las pupilas de sus ojos parecían discos de fuego azul. Todo él temblaba.
—¡Dorian!
—¡No digas nada!
—Pero ¿cuál es el problema? Por supuesto que no miraré si ése es tu deseo —dijo
con cierta frialdad girando sobre sus talones y dirigiéndose hacia el balcón—. Pero
realmente me parece absurdo no poder ver mi propia obra, especialmente ahora que
voy a exponerla en París este otoño. Probablemente tendré que darle antes otra capa
de barniz, de modo que algún día tendré que verlo, ¿y por qué no hoy?
—¿Exponerlo? ¿Quieres exponerlo? —exclamó Dorian Gray invadido por una
extraña sensación de terror. ¿Iba el mundo a descubrir su secreto? ¿Se quedaría la
gente boquiabierta ante el misterio de su vida? Eso era imposible. Tenía que hacer
algo inmediatamente, aunque no sabía qué.
—Sí; supongo que no pondrás ninguna objeción. George Petit va a reunir mis
mejores cuadros en una exposición especial en la calle de Sèze, que se inaugurará la
primera semana de octubre. El retrato sólo estará fuera un mes. Supongo que podrás
prescindir de él durante ese tiempo. De hecho, seguro que estarás fuera de la ciudad.
Y si lo tienes siempre detrás de un biombo, no puede importarte mucho.
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Dorian Gray se pasó la mano por la frente, perlada de sudor. Se sentía amenazado
por un terrible peligro.
—Hace un mes me dijiste que nunca lo expondrías —gritó—. ¿Por qué has
cambiado de idea? Los que presumís de consecuentes sois tan caprichosos como los
demás. La única diferencia es que vuestros caprichos carecen por completo de
sentido. No puedes haber olvidado que me aseguraste solemnemente que nada en el
mundo te llevaría a mandarlo a una exposición. Y exactamente lo mismo le dijiste a
Harry.
De pronto se detuvo, y una repentina luz brilló en sus ojos. Recordó que lord
Henry le había dicho una vez, medio en serio medio en broma: «Si quieres pasar un
curioso cuarto de hora, pregúntale a Basil por qué no quiere exponer tu retrato. A mí
me lo contó y fue toda una revelación».
Sí, puede que Basil también tuviese un secreto. Intentaría averiguarlo.
—Basil —dijo acercándose y mirándole a la cara—. Cada uno de nosotros tiene
un secreto. Déjame saber el tuyo y entonces yo te contaré el mío. ¿Por qué razón
rehusaste exponer el retrato?
El pintor tembló a su pesar.
—Dorian, si te lo dijese, podría gustarte menos de lo que te gusto ahora, y seguro
que te reirías de mí. No podría soportar ninguna de las dos cosas tratándose de ti. Si
no quieres que vuelva a mirar el retrato, estoy conforme. Siempre puedo mirarte a ti.
Si deseas que la mejor obra que he hecho nunca permanezca oculta al mundo, lo
acataré satisfecho. Tu amistad me es más querida que cualquier fama o reputación.
—No, Basil, debes decírmelo —insistió Dorian Gray—. Creo que tengo derecho
a saberlo.
El sentimiento de terror había desaparecido, reemplazado por la curiosidad.
Estaba decidido a descubrir el misterio de Basil Hallward.
—Sentémonos, Dorian —dijo el pintor con aspecto turbado—. Sentémonos y
contesta sólo a una pregunta. ¿Has notado algo extraño en el cuadro, algo que
probablemente no te había llamado la atención en un principio, pero que se reveló
ante ti de pronto?
—¡Basil! —gritó el joven apretando los brazos de su silla con temblorosas manos
y mirándole con ojos ardientes y espantados.
—Ya veo que sí. No hables. Espera a oír lo que tengo que decirte, Dorian. Desde
el momento en que nos conocimos, tu personalidad ejerció una extraordinaria
influencia sobre mí. Sentí que dominabas mi espíritu, mi cerebro, mi voluntad. Te
convertiste para mí en la encarnación visible del invisible ideal cuya memoria
persigue a los artistas como un exquisito sueño. Sentía adoración por ti. Tenía celos
de todos aquellos con quienes hablabas. Quería tenerte para mí solo. Únicamente
estando contigo era feliz. Cuando estabas lejos de mí, seguías estando presente en mi
arte… Naturalmente, nunca dejé que supieras nada. Era imposible. No lo hubieses
entendido. Me resulta difícil entenderlo a mí mismo. Yo sólo sabía que había visto la
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perfección cara a cara, y que el mundo se había convertido en algo maravilloso,
demasiado maravilloso quizá, porque hay un peligro en tan locas adoraciones, el
peligro de perderlas, que no es menor que el de conservarlas… Pasaban las semanas y
yo me absorbía más y más en ti. Entonces las cosas tomaron un rumbo distinto. Te
había dibujado como Paris, con una elegante armadura, y de Adonis, con capa de
cazador y una bruñida jabalina. Coronado con pesadas flores de loto, te habías
sentado a la proa de la barca de Adriano contemplando el Nilo verde y turbulento. Te
habías inclinado sobre el apacible estanque de un bosque griego, admirando en la
plata de las silenciosas aguas la maravilla de tu propio rostro. Y todo había sido como
el arte debe ser: inconsciente, ideal y remoto. Un día, un día fatal pienso a veces,
decidí pintar un maravilloso retrato tuyo tal como eras en realidad, no con la
indumentaria de épocas pasadas, sino con tu propio traje y en tu propio tiempo. Si fue
el realismo de la técnica o la mera maravilla de tu personalidad, reflejada así
directamente, sin niebla o velo alguno, no podría decirlo. Pero sé que mientras
trabajaba en él, cada pincelada y capa de color parecían revelar mi secreto. Sentí
miedo de que los demás comprendiesen mi idolatría. Sentí, Dorian, que había dicho
demasiado, que había puesto demasiado de mí mismo en él. Fue entonces cuando
decidí no permitir nunca que el cuadro se expusiese. Tú estabas algo molesto; pero
entonces no te dabas cuenta de lo que todo eso significaba para mí. Harry, a quien
conté mis motivos, se rió de mí. Pero no me importó. Cuando el cuadro estuvo
acabado y me senté solo frente a él, sentí que yo estaba en lo cierto… Pues bien, unos
días después el cuadro abandonó mi estudio, y tan pronto como me hube librado de la
intolerable fascinación de su presencia, me pareció que había sido un loco al imaginar
que había visto algo en él, más allá del hecho de tu extraordinaria belleza y de lo que
yo era capaz de pintar. Incluso ahora no puedo evitar sentir que es un error pensar que
la pasión que uno siente al crear se muestra realmente en la obra creada. El arte es
siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y el color nos hablan de la
forma y del color: eso es todo. A menudo pienso que el arte esconde al artista en
mucha mayor medida de lo que lo revela. Por eso, cuando recibí esta oferta de París,
decidí convertir tu retrato en la obra principal de mi exposición. En ningún momento
se me ocurrió que podrías negarte. Ahora veo que tenías razón. El cuadro no puede
exponerse. No debes enfadarte, Dorian, por lo que te he contado. Como le dije una
vez a Harry, estás hecho para que te adoren.
Dorian Gray respiró profundamente. El color volvió a sus mejillas, y una sonrisa
jugó en sus labios. Había pasado el peligro. Por el momento estaba a salvo. Sin
embargo, no podía evitar sentir una infinita piedad por el pintor que acababa de
hacerle esa extraña confesión, y se preguntó si alguna vez él mismo se sentiría tan
subyugado por la personalidad de un amigo. Lord Henry tenía el encanto de ser muy
peligroso. Pero eso era todo. Era demasiado inteligente y cínico para adorarlo.
¿Existiría alguna vez alguien por quien llegase él a sentir una idolatría tan extraña?
¿Sería ésa una de las cosas que le tenía reservada la vida?
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—Me resulta increíble, Dorian —dijo Hallward—, que hayas podido ver eso en el
retrato. ¿Realmente lo has visto?
—Veía algo en él —contestó—, algo que me parecía muy extraño.
—Entonces, ya no te importará que lo vea.
Dorian movió la cabeza.
—No me pidas eso, Basil. No puedo dejar que te pongas frente al retrato.
—Me dejarás algún día, ¿verdad?
—Jamás.
—Bueno, puede que tengas razón. Y ahora adiós, Dorian. Has sido la única
persona en mi vida que ha influido realmente en mi arte. Todo lo bueno que haya
podido hacer te lo debo a ti. ¡Ah! No sabes lo que me ha costado contarte todo lo que
te he dicho.
—Mi querido Basil —dijo Dorian—, ¿qué me has contado? Sólo que sentiste que
me admirabas demasiado. Eso no es tan siquiera un cumplido.
—No pretendía ser un cumplido. Era una confesión. Ahora que la he hecho, me
parece haber perdido algo. Quizá uno nunca debería expresar su adoración con
palabras.
—Ha sido una confesión muy decepcionante.
—¿Y qué esperabas, Dorian? No has visto nada más en el retrato, ¿verdad? No
había nada más que ver, ¿no?
—No; no había nada más que ver. ¿Por qué lo preguntas? Pero no debes hablar de
adoración. Es una locura. Tú y yo somos amigos, Basil, y debemos permanecer
siempre así.
—Tú tienes a Harry —dijo el pintor con tristeza.
—¡Oh, Harry! —exclamó el joven con una carcajada—. Harry ocupa sus días en
decir lo increíble, y sus noches en hacer lo improbable. Justamente el tipo de vida que
me gustaría llevar. Pero aun así no creo que acudiese a Harry si me encontrase en
apuros. Antes acudiría a ti.
—¿Posarás para mí otra vez?
—¡Imposible!
—Negándote arruinas mi vida de artista, Dorian. Nadie se cruza dos veces con su
ideal. Muy pocos llegan a hallarlo…
—No puedo explicártelo, Basil, pero no debo volver a posar para ti. Hay algo
fatal en un retrato. Tiene vida propia. Iré a tomar el té contigo. Será igual de
agradable.
—Para ti lo será más, me temo —murmuró Hallward sentidamente—. Y ahora,
adiós. Siento que no me dejes ver el retrato una vez más. ¡Pero qué se le va a hacer!
Comprendo perfectamente lo que sientes por él.
Cuando abandonó la estancia, Dorian Gray sonrió. ¡Pobre Basil! ¡Qué lejos estaba
de imaginar la verdadera razón! Y qué extraño era que, en lugar de verse forzado a
revelar su secreto, hubiese conseguido, casi por casualidad, arrancarle un secreto a su
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amigo. ¡Cuántas cosas explicaba su extraña confesión! Los absurdos accesos de celos
del pintor, su desmesurada devoción, sus extraños panegíricos, sus curiosas
reticencias: ahora lo comprendía todo y se sentía apenado. Le parecía que había algo
trágico en una amistad tan teñida de romance.
Suspiró y tocó la campana. El retrato debía estar oculto a toda costa. No podía
correr el riesgo de que alguien lo descubriese. Había sido una locura dejarlo estar, tan
siquiera por una hora, en un cuarto al que cualquiera de sus amistades tenía acceso.
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CAPÍTULO X
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malograrían su belleza y devorarían su gracia. Lo mancillarían, cubriéndolo de
vergüenza. Y sin embargo esa cosa seguiría viviendo. Siempre estaría viva.
Se estremeció, y por un momento sintió no haberle contado a Basil la verdadera
razón por la que quería ocultar el retrato. Basil lo hubiese ayudado a resistirse a la
influencia de lord Henry, y a la aún más venenosa influencia que provenía de su
propio carácter. El amor que le tenía —porque realmente era amor— no tenía nada
que no fuese noble e intelectual. No era esa mera admiración física de la belleza que
nace de nuestros sentidos y muere cuando éstos se cansan. Era el tipo de amor que
Miguel Ángel había conocido, y Montaigne, y Winckelmann, y el mismo
Shakespeare. Sí, Basil podía haberlo salvado. Pero ahora era demasiado tarde. El
pasado siempre podía aniquilarse. El arrepentimiento, la negación o el olvido podían
hacerlo. Pero el futuro era inevitable. Había pasiones en él que encontrarían su
terrible expansión, sueños que proyectarían en él la sombra de su realidad perversa.
Cogió del canapé la enorme colcha púrpura y dorada que lo cubría y, sosteniéndola
entre sus manos, pasó detrás del biombo. ¿Era el semblante del retrato más vil que
antes? Le pareció que no se había alterado; y sin embargo aumentó su aversión por él.
El dorado pelo, los azules ojos, los labios como rosas rojas: todo seguía allí. Sólo
había cambiado la expresión. Resultaba horrible en su crueldad. Comparado con la
censura y reprobación que veía en él, ¡qué débiles habían sido los reproches de Basil
sobre Sibyl Vane! ¡Qué débiles e insignificantes! Su propia alma lo miraba desde el
lienzo, juzgándolo. Una expresión de dolor cruzó su rostro, y echó el rico manto
sobre el retrato. En ese preciso instante, alguien llamó a la puerta. Salió al tiempo que
entraba el sirviente.
—Las personas que espera han llegado, Monsieur.
Le pareció que debía librarse del criado inmediatamente. No podía permitir que
supiese adonde llevaban el retrato. Había algo de taimado en él, y sus ojos eran
inquisidores y traicioneros. Sentándose en el escritorio, garabateó una nota para lord
Henry, pidiéndole que le mandase algo para leer y recordándole que habían quedado
a las ocho y veinticinco de esa tarde.
—Espera la respuesta —dijo entregándole la nota—, y haz pasar a esos hombres.
En dos o tres minutos llamaron de nuevo a la puerta, y el mismo señor Hubbard,
el célebre fabricante de marcos de la calle South Audley, entró con un joven ayudante
de rudo aspecto. El señor Hubbard era un lozano hombrecillo de patillas rojas cuya
admiración por el arte estaba considerablemente atenuada por la inveterada
indigencia de la mayoría de los artistas con los que trataba. Por regla general nunca
dejaba su tienda. Esperaba a que la gente acudiese a él. Pero siempre hacía una
excepción con Dorian Gray. Había algo en Dorian que encantaba a todos. Sólo el
verlo era un placer.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Gray? —dijo frotándose las gruesas y
pecosas manos—. Es para mí un honor venir en persona. Precisamente tengo un
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marco precioso, señor. Lo conseguí en una subasta. Florentino antiguo. Viene de
Fronthill, creo. Le iría admirablemente a un motivo religioso, señor Gray.
—Siento que se haya tomado la molestia de venir, señor Hubbard. Me pasaré por
allí para verlo, aunque actualmente no me interesa demasiado el arte religioso, pero
hoy sólo quiero que lleven un cuadro al piso de arriba. Es bastante pesado, por eso
pensé pedirle que me prestase a un par de sus hombres.
—No es molestia alguna, señor Gray. Encantado de serle de alguna utilidad.
¿Cuál es la obra de arte, señor?
—Ésta —contestó Dorian apartando el biombo—; ¿pueden moverla, con cubierta
y todo, tal como está? No quisiera que se arañe al subirla.
—No hay ningún problema, señor —dijo el ilustre fabricante de marcos
empezando a descolgar el cuadro, con la ayuda de su acompañante, de las largas
cadenas de bronce de las que colgaba—. ¿Y ahora dónde quiere que lo llevemos,
señor Gray?
—Le mostraré el camino, señor Hubbard, si es tan amable de seguirme. O quizá
sería mejor que fuese usted delante. Me temo que está justo en lo más alto de la casa.
Subiremos por la escalera principal, ya que es más ancha.
Sujetó la puerta para que pasaran, y ellos salieron al vestíbulo y empezaron a
subir las escaleras. El elaborado estilo del marco había vuelto el cuadro
extremadamente pesado y, de cuando en cuando, a pesar de las obsequiosas protestas
del señor Hubbard, que sentía la enérgica aversión del verdadero comerciante a ver a
un caballero haciendo algo útil, Dorian extendía la mano para ayudar.
—Es algo pesado, señor —dijo jadeando el hombrecillo una vez arriba. Y se
enjugó la sudorosa frente.
—Me temo que bastante —murmuró Dorian abriendo la puerta del cuarto que
guardaría a partir de entonces el extraño secreto de su vida, y que ocultaría su alma a
los ojos de los hombres.
No había entrado allí en más de cuatro años; de hecho, desde que lo había usado
primero como su cuarto de juegos y después como estudio al crecer. Era una
habitación grande y bien proporcionada, que el último lord Kelso había hecho
construir especialmente para el pequeño nieto que, por su asombroso parecido con la
madre, además de otros motivos, siempre había odiado y deseado tener lejos. A
Dorian le pareció que había cambiado poco. Estaba el enorme cassone italiano, con
sus tablas pintadas con fantásticos motivos y sus lustrosas molduras doradas, en cuyo
interior solía ocultarse cuando era un niño. Estaba la estantería de madera satinada
con sus libros de escolar, ya abarquillados. De la pared de atrás colgaba el mismo
tapiz flamenco deshilachado donde un rey y una reina deslucidos jugaban al ajedrez
en un jardín, mientras una compañía de halconeros cabalgaba al fondo, llevando sus
aves encapirotadas en los enguantados puños. ¡Con qué precisión lo recordaba todo!
Cada momento de su niñez solitaria volvía a él mientras miraba a su alrededor.
Recordó la pureza sin mancha de su vida de niño, y le pareció terrible tener que
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ocultar el retrato justamente allí. ¡Qué poco había pensado, en aquellos días lejanos,
en todo lo que la vida podía depararle!
Pero no había lugar más a salvo de las miradas curiosas que aquél en toda la casa.
Él guardaría la llave, y nadie más podría entrar. Bajo su rojo sudario, la cara pintada
en el lienzo podría volverse bestial, hinchada, inmunda. ¿Qué importaba? Nadie
podría verla. Él mismo no la vería. ¿Por qué iba a vigilar la horrible corrupción de su
propia alma? Él mantendría su juventud: eso bastaba. Y, además, después de todo,
¿no podía ocurrir que mejorase su naturaleza? No había razón para que el futuro
estuviese tan cargado de vergüenza. Podía cruzarse algún amor en su vida que lo
purificase y protegiese de esos pecados que ya parecían agitarse dentro de él en
cuerpo y alma; esos extraños e invisibles pecados a los que el propio misterio
prestaba encanto y sutileza. Pudiera ser que, algún día, la expresión de crueldad
abandonase la sensual boca escarlata, y él podría mostrar al mundo la obra maestra de
Basil Hallward.
No. Eso era imposible. Hora tras hora, semana tras semana, la imagen del lienzo
envejecía. Podía escapar al horror del pecado, pero nunca al de la vejez. Las mejillas
se volverían hundidas y flácidas. Amarillentas patas de gallo rodearían sus marchitos
ojos, volviéndolos espantosos. Los cabellos perderían su brillo; la boca se abriría
bobamente o colgaría, se volvería estúpida o grosera como las bocas de todos los
viejos. Tendría el cuello lleno de arrugas, manos heladas de azuladas venas, y el
encorvado cuerpo que recordaba en aquel abuelo que había sido tan duro con él en la
infancia. El retrato debía permanecer oculto. No cabía otra posibilidad.
—Pónganlo aquí, señor Hubbard, por favor —dijo en tono fatigado, volviéndose
hacia él—. Siento haberle entretenido tanto. Pensaba en otra cosa.
—Siempre contento de descansar, señor Gray —contestó el marquista, respirando
aún jadeante—. ¿Dónde lo ponemos, señor?
—Oh, en ninguna parte. Aquí: aquí estará bien. No deseo colgarlo. Sólo apóyenlo
en la pared. Gracias.
—¿Podría ver la obra de arte, señor?
Dorian se sobresaltó.
—No le interesaría, señor Hubbard —dijo sin quitarle los ojos de encima. Estaba
dispuesto a saltar sobre él y derribarlo si hubiese intentado levantar el suntuoso paño
que ocultaba el secreto de su vida—. No quiero molestarle más. Le agradezco mucho
su amabilidad al venir.
—No hay de qué, señor Gray; no hay de qué. Siempre encantado de servirle,
señor.
Y el señor Hubbard bajó pesadamente las escaleras seguido de su ayudante, que
miraba a Dorian con una expresión de tímido asombro en la ruda y desgarbada cara.
Nunca había visto a nadie tan maravilloso.
Cuando se apagó el ruido de sus pasos, Dorian cerró la puerta y guardó la llave en
el bolsillo. Ahora se sentía seguro. Nadie vería nunca esa horrible cosa. Ningún ojo
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excepto el suyo vería jamás su vergüenza.
Al entrar en la biblioteca, observó que eran las cinco y que el té ya estaba servido.
Sobre una mesita de madera oscura y perfumada, incrustada de nácar y regalo de lady
Radley, la esposa de su tutor —una inválida bastante experta que había pasado el
invierno anterior en El Cairo—, había una carta de lord Henry junto a un libro
encuadernado en amarillo con la portada algo rota y los cantos sucios. En la bandeja
del té había un número de la tercera edición de la St James’s Gazette. Era evidente
que Víctor había regresado. Se preguntó si no habría encontrado a los hombres en el
vestíbulo cuando se marchaban, sonsacándoles lo que habían hecho. Seguramente
notaría la falta del retrato… lo habría notado ya sin duda al servir el té. El biombo
aún no estaba en su sitio, y se veía un lugar vacío en la pared. Quizá le sorprendería
una noche deslizándose escaleras arriba e intentando forzar la puerta de la habitación.
Era espantoso tener un espía en la propia casa. Había oído hablar de hombres ricos
chantajeados toda su vida por un criado que había leído una carta, o sorprendido una
conversación, o recogido una tarjeta con unas señas, o hallado bajo una almohada una
flor marchita o un trozo de encaje arrugado.
Suspiró y, tras servirse el té, abrió la carta de lord Henry. Sólo era para decirle que
le enviaba aquel diario de la noche junto a un libro que podía interesarle, y que a las
ocho y veinticinco estaría en el club. Abrió lánguidamente el St James’s y le echó un
vistazo. En la quinta página, una señal con lápiz rojo atrajo su mirada. Llamaba la
atención sobre el siguiente párrafo:
Frunció el ceño y, rompiendo el papel en dos, cruzó el cuarto y tiró los pedazos.
¡Qué repugnante era todo aquello! ¡Y qué espantosamente reales volvía las cosas la
fealdad! Se sentía algo molesto con lord Henry por haberle enviado aquel informe. Y
había sido realmente estúpido por su parte el marcarlo con lápiz rojo. Víctor podía
haberlo leído. Para ello sabía inglés de sobra como para hacerlo.
Quizá lo hubiese leído y sospechase algo. Y, sin embargo, ¿qué importaba? ¿Qué
tenía que ver Dorian Gray con la muerte de Sibyl Vane? No había nada que temer.
Dorian Gray no la había matado.
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Sus ojos cayeron sobre el libro amarillo que lord Henry le había enviado. Se
preguntó qué sería. Se acercó a la mesita octogonal de perlados tonos, que siempre le
había parecido obra de unas extrañas abejas egipcias dedicadas a labrar la plata, y
cogiendo el volumen se dejó caer en un sillón y empezó a pasar las páginas. Al cabo
de unos minutos se hallaba absorto en él. Era el libro más raro que había leído nunca.
Le pareció que al delicado son de las flautas y hermosamente vestidos, todos los
pecados del mundo desfilaban en mudo cortejo ante él. Cosas con las que sólo había
soñado oscuramente se aparecían de pronto como reales. Cosas con las que nunca
había soñado se iban revelando lentamente.
Era una novela sin trama y con un solo personaje; de hecho era un mero estudio
psicológico sobre un joven parisino que había pasado su vida intentando realizar, en
el XIX, las pasiones y formas de pensamiento de todos los siglos a excepción del suyo,
para reunir en sí mismo, por decirlo de algún modo, todos los estados de ánimo por
los que ha pasado el espíritu en el mundo, amando por su mera artificiosidad las
renuncias que los hombres neciamente han llamado virtud tanto como esa natural
rebelión que los sabios aún llaman pecado. El estilo en el que estaba escrito era el
curioso y adornado estilo, intenso y oscuro a un tiempo, lleno de argot y de
arcaísmos, de expresiones técnicas y elaboradas paráfrasis, que caracteriza el trabajo
de algunos de los mejores artistas de la escuela simbolista francesa. Tenía metáforas
tan monstruosas como orquídeas, y de su mismo y sutil color. La vida de los sentidos
se describía en términos de filosofía mística. A veces era difícil saber si se estaban
leyendo los éxtasis espirituales de algún santo medieval o las mórbidas confesiones
de un pecador moderno. Era un libro venenoso. Un pesado olor a incienso parecía
flotar sobre sus páginas y trastornar el cerebro. La mera cadencia de sus frases, la
sutil monotonía de su música, tan llena como estaba de complejos estribillos y
movimientos elaboradamente repetidos, producía en la mente del joven, al pasar de
un capítulo a otro, una suerte de ensueño, un enfermizo estado de duermevela, que le
cegó al atardecer y a la creciente invasión de las sombras.
Un cielo cobrizo y sin nubes, horadado por una sola estrella, brillaba a través de
los ventanales. Siguió leyendo a la pálida luz hasta que le fue imposible. Finalmente,
después de que su criado le recordase varias veces lo tarde que era, se levantó, fue al
cuarto contiguo y, dejando el libro en la mesita florentina junto a su cama, empezó a
vestirse para la cena.
Eran casi las nueve cuando llegó al club, donde encontró a lord Henry sentado
solo en la sala de espera, con un aspecto muy aburrido.
—Lo siento mucho, Harry —exclamó—, pero lo cierto es que tú tienes toda la
culpa. El libro que me enviaste me fascinó tanto que olvidé el paso del tiempo.
—Sí; pensé que te gustaría —contestó su anfitrión levantándose.
—No he dicho que me gustase, Harry. He dicho que me fascina. Hay una gran
diferencia.
—Ah, ¿ya lo has descubierto? —murmuró lord Henry. Y pasaron al comedor.
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CAPÍTULO XI
Durante años, Dorian Gray no pudo librarse de la influencia de aquel libro. O quizá
sería más preciso decir que nunca intentó librarse de ella. Se hizo enviar de París no
menos de nueve copias de gran formato de la primera edición, que encuadernó en
diferentes colores, de forma que pudiesen armonizar con sus distintos estados de
ánimo y con las cambiantes fantasías de un carácter sobre el que a veces parecía
haber perdido por completo el control. El protagonista, aquel maravilloso joven
parisino en el que tan curiosamente se combinaban el temperamento romántico y el
científico, se convirtió para él en una especie de imagen anticipada de sí mismo. Y, de
hecho, el libro parecía contener la historia de su propia vida, escrita antes de que él la
hubiese vivido.
En una cosa era más afortunado que el fantástico protagonista de la novela.
Nunca conoció —no tuvo nunca, de hecho, razón para conocerlo— ese horror algo
grotesco a los espejos, a las superficies de metal pulido, a las aguas quietas, que se
apoderó del joven parisino en un momento tan temprano de su vida, ocasionado por
la súbita decadencia de una belleza que una vez, al parecer, había sido admirable.
Sintiendo una alegría casi cruel —y puede que en casi toda alegría, como ocurre en
todo placer, haya lugar para la crueldad— solía releer la última parte del libro con su
realmente trágico —aunque algo exagerado— relato de la pena y la desesperación de
quien ha perdido lo que más valora en los demás y en este mundo.
Porque la maravillosa belleza que tanto había fascinado a Basil Hallward, y a
muchos otros además de a él, jamás parecía abandonarle. Incluso aquellos que habían
oído decir las peores cosas sobre su persona, y de tanto en tanto corrían por Londres
extraños rumores sobre su clase de vida que se convertían en la comidilla de los
clubs, no podían creer en su deshonor cuando lo veían. Tenía siempre el aspecto de
un ser que el mundo no había mancillado. Los hombres que hablaban groseramente
enmudecían cuando entraba Dorian Gray. Había algo en la pureza de su rostro que era
para ellos como un reproche. Su mera presencia parecía traerles a la memoria la
inocencia que habían empañado. Se preguntaban cómo un hombre tan refinado y
encantador podía haber escapado a la mancha de una época que era al mismo tiempo
sórdida y sensual.
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A menudo, al volver a casa tras una de aquellas misteriosas y largas ausencias que
tan extrañas conjeturas levantaban entre sus amigos, o los que pensaban que eran sus
amigos, él mismo se deslizaba escaleras arriba hasta el cuarto cerrado, abría la puerta
con la llave que ahora nunca lo abandonaba y se quedaba inmóvil, sosteniendo un
espejo, frente al retrato que Basil Hallward le había pintado, contemplando ya el
malvado y envejecido rostro del lienzo, ya el joven y noble rostro que sonreía en la
pulida superficie del espejo. La agudeza del contraste hacía más viva su sensación de
placer. Se enamoró más y más de su propia belleza, y con el tiempo crecía su interés
por la corrupción de su propia alma. Examinaba con minucioso cuidado y en
ocasiones con monstruoso y terrible deleite las horribles líneas que marchitaban la
arrugada frente o que se retorcían alrededor de la boca, gruesa y sensual,
preguntándose a veces cuáles eran más terribles, las marcas del pecado o las de la
edad. Colocaba sus blancas manos junto a las bastas e hinchadas manos del retrato y
sonreía. Se burlaba del cuerpo deforme y de la laxitud de sus miembros.
Había en verdad momentos, por la noche y cuando reposaba insomne en la
perfumada atmósfera de su dormitorio, o en el sórdido cuartucho de un tugurio de
mala fama cercano al muelle que solía frecuentar bajo un nombre falso y disfrazado,
en que pensaba en la ruina que atraía sobre su alma con una pena tanto más intensa
cuanto que era puramente egoísta. Pero esos momentos eran escasos. Aquella
curiosidad por la vida que lord Henry despertara en él por primera vez estando en el
jardín de su común amigo, parecía aumentar con satisfacción. Cuanto más sabía, más
deseaba saber. Tenía locos apetitos que se hacían más voraces cuando los satisfacía.
Aun así no era realmente imprudente, al
menos en sus relaciones con la sociedad. Una
o dos veces al mes, durante el invierno, y
cada miércoles por la noche hasta el final de
la estación, abría al mundo su espléndida casa
y llevaba a los músicos más afamados del
momento para encantar a sus invitados con
las maravillas de ese arte. Sus cenas íntimas,
en cuya organización lord Henry siempre le
ayudaba, destacaban tanto por su cuidadoso
protocolo y selección de los invitados, como
por el gusto exquisito mostrado en el adorno de la mesa, con sus sutiles
combinaciones sinfónicas de flores exóticas, sus mantelerías bordadas y su vajilla
antigua de oro y plata. De hecho había muchos, especialmente entre los más jóvenes,
que veían o imaginaban ver en Dorian Gray la verdadera realización de un modelo
con el que solían soñar en sus días de Eton o de Oxford, un modelo que debía
combinar algo de la cultura real del erudito con toda la gracia, distinción y perfectos
modales de un hombre de mundo. A éstos les parecía pertenecer a ese grupo humano
que describe Dante como personas que han buscado «la perfección a través del culto
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a la belleza». Como Gautier, era uno de aquellos para quienes «existía el mundo
visible».
Y realmente la vida era para él la primera y más grande de todas las artes, aquella
para la que las demás parecían ser sólo una preparación. La moda, por medio de la
cual lo realmente fantástico se vuelve por un tiempo universal, y el dandismo, que es
en sí mismo un intento de afirmación de la absoluta modernidad de la belleza, tenían,
naturalmente, su fascinación para él. Su modo de vestirse, las peculiares formas que
en ocasiones solía adoptar, ejercían una notable influencia sobre los jóvenes elegantes
de los bailes de Mayfair y los clubs de Pall Mall, que lo copiaban en todo e
intentaban reproducir el encanto accidental de sus refinadas, aunque para él poco
serias, afectaciones.
Porque, aun estando más que dispuesto a aceptar la posición que se le ofrecía casi
nada más cumplir la mayoría de edad, y aun encontrando de hecho un sutil placer en
pensar que él podría llegar a ser para el Londres de sus días lo que en la antigüedad
había sido para la Roma imperial de Nerón el autor del Satiricón, sin embargo, en lo
íntimo de su corazón deseaba ser algo más que un simple arbiter elegantiarium
consultado sobre la moda de una joya, el nudo de una corbata o el manejo de un
bastón. Trataba de desarrollar un nuevo esquema de vida que tuviese su filosofía
razonada y sus principios ordenados, y que encontrase en la espiritualización de los
sentidos su más alta realización.
El culto de los sentidos ha sido, a menudo y con mucha justicia, vituperado, al
sentir los hombres un natural instinto de terror ante las pasiones y sensaciones que
parecen más fuertes que ellos, y que tienen conciencia de compartir con las formas de
existencia menos elevadas en cuanto a organización. Pero a Dorian Gray le parecía
que la auténtica naturaleza de los sentidos nunca había sido comprendida, y que éstos
habían permanecido salvajes y animalizados simplemente porque el mundo había
querido reducirlos por hambruna a la sumisión o matarlos mediante el dolor, en lugar
de aspirar a integrarlos en una nueva espiritualidad, de la que un sutil instinto hacia la
belleza debía ser la característica predominante. Cuando pensaba en la evolución del
hombre a lo largo de la historia, le invadía un sentimiento de pérdida. ¡Cuánta
renuncia había habido! ¡Y a cambio de tan poco! Había habido locas y deliberadas
repulsas, formas monstruosas de autotortura y autonegación, cuyo origen era el miedo
y cuyo resultado era una degradación infinitamente más terrible que aquella
imaginaria de la cual, en su ignorancia, habían tratado de escapar. La naturaleza, en
su maravillosa ironía, fuerza al anacoreta a alimentarse con los salvajes animales del
desierto y da a los eremitas como compañeros a las bestias del campo.
¡Sí! Habría, como profetizaba lord Henry, un nuevo hedonismo que recrearía la
vida y la salvaría del rancio y desagradable puritanismo que está teniendo un curioso
resurgimiento en nuestros días. Claro que el intelecto tendría su papel; sin embargo,
no aceptaría nunca ninguna teoría o sistema que implicase el sacrificio de cualquier
modo de experiencia apasionada. Su fin, de hecho, sería la experiencia misma, no los
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frutos de la experiencia, tanto si eran dulces como amargos. No se conocería el
ascetismo, que extingue los sentidos, ni el desenfreno vulgar que los embota. Pero
enseñaría al hombre a concentrarse en los momentos de una vida que no es en sí
misma más que un momento.
Hay pocos entre nosotros que no hayan despertado alguna vez antes del alba, tras
una de esas noches de insomnio que nos hacen casi enamorados de la muerte, o
después de una de esas noches de horror y alegría informe, en que a través de las
cámaras del cerebro se deslizan fantasmas más terribles que la misma realidad, e
instintos con la intensa vida que acecha en todo lo grotesco y que presta al arte gótico
su permanente vitalidad, siendo este arte, podría pensarse, especialmente el arte de
aquellos cuya mente ha sido turbada por la enfermedad del ensueño. Gradualmente
unos dedos blancos trepan por los cortinajes, que parecen temblar. Bajo negras
formas fantásticas, sombras mudas reptan hasta los rincones de la habitación, donde
se agazapan. Afuera está el bullicio de los pájaros entre las hojas, el paso de los
hombres dirigiéndose al trabajo, o los suspiros y sollozos del viento que sopla desde
las colinas y vaga alrededor de la silenciosa casa, como temiendo despertar a los
durmientes, y aun así habría que llamar de nuevo al sueño en su purpúrea morada.
Velos tras velos de fina gasa oscura se levantan y gradualmente las cosas recobran sus
formas y colores, y acechamos a la aurora rehaciendo al mundo en su antiguo molde.
Los pálidos espejos vuelven a recuperar su vida mímica. Las luces apagadas siguen
estando donde las dejamos, y al lado yace el libro a medio cortar que estábamos
leyendo o la alambrada flor que llevamos al baile, o la carta que tuvimos miedo de
leer o que leímos demasiadas veces. Nada parece haber cambiado. Fuera de las
sombras irreales de la noche surge la vida real que conocimos. Nos es preciso
reanudarla donde la dejamos y se apodera de nosotros una terrible sensación de la
necesaria continuidad de la energía en el mismo fastidioso círculo de estereotipados
hábitos, o quizá un ardiente deseo de que nuestros párpados se abran alguna mañana a
un mundo que hubiese sido creado de nuevo en las tinieblas para nuestro placer, un
mundo en el que las cosas tendrían nuevas formas y colores, habrían cambiado u
ocultarían otros secretos; un mundo en el que el pasado tendría poco o ningún lugar o
no perdurase, en cualquier caso, bajo forma consciente alguna de obligación o de
pesar, ya que hasta el recuerdo de la dicha tiene su amargura, y el recuerdo del placer
su dolor.
Era la creación de tales mundos lo que le parecía a Dorian Gray el verdadero o
uno de los verdaderos objetivos de la vida; y en su búsqueda de sensaciones, que
serían al tiempo nuevas y deliciosas y poseerían ese elemento de extrañeza tan
esencial para el romance, adoptaría a menudo ciertas formas de pensamiento que
sabía realmente ajenas a su naturaleza, se entregaría a su sutil influencia y, habiendo
captado, por así decirlo, sus colores y satisfecho su curiosidad intelectual, las
abandonaría con esa curiosa indiferencia que no es incompatible con un
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temperamento verdaderamente ardiente, sino que es, en realidad, según ciertos
psicólogos modernos, con frecuencia condición de éste.
Corrió una vez el rumor de que iba a abrazar la religión católica romana; y
ciertamente siempre había sentido una gran atracción hacia su ritual. El sacrificio
cotidiano, realmente más terrible que cualquier sacrificio del mundo antiguo, le
conmovía tanto por su soberbia repudia de la evidencia de los sentidos como por la
sencillez primitiva de sus elementos y el eterno patetismo de la tragedia humana que
trata de simbolizar. Le gustaba arrodillarse sobre las frías losas de mármol y
contemplar al sacerdote, con su rígida y florida indumentaria, apartar lentamente con
sus blancas manos el velo del tabernáculo, o alzando la engastada custodia en forma
de fanal con esa pálida hostia que a veces uno desearía creer realmente el panis
coelestis, el pan de los ángeles, o, vestido con los ropajes de la Pasión de Cristo,
romper la hostia en el cáliz y golpearse el pecho por sus pecados. Los humeantes
incensarios que unos niños vestidos de rojo y con encajes balanceaban gravemente en
el aire como grandes flores de oro tenían una sutil fascinación para él. Al marcharse
solía contemplar asombrado los negros confesionarios deseando sentarse a la oscura
sombra de alguno de ellos y escuchar a hombres y mujeres mientras musitaban, a
través de la rejilla desgastada, la verdadera historia de sus vidas.
Pero no cayó nunca en el error de detener su desarrollo intelectual con la
aceptación formal de un credo o sistema, ni se engañó tomando por morada definitiva
una posada que es sólo apropiada para una estancia de una noche o de unas pocas
horas de una noche sin estrellas y sin luna. El misticismo, con su maravilloso poder
de volver lo corriente en extraño a nosotros y la sutil antinomia que parece siempre
acompañarlo, lo conmovió una temporada; y durante una temporada se inclinó hacia
las doctrinas materialistas del movimiento darwinista alemán, y halló un extraño
placer en rastrear los pensamientos y las pasiones de los hombres hasta una célula
perlina del cerebro o algún blanco nervio del cuerpo, recreándose en la concepción de
la absoluta dependencia del espíritu de ciertas condiciones físicas, mórbidas o sanas,
normales o enfermizas. Sin embargo, como ya se ha dicho, ninguna teoría sobre la
vida le pareció importante en comparación con la vida misma. Tenía honda
conciencia de cuan estéril es toda especulación intelectual cuando se separa de la
acción y del experimento. Sabía que los sentidos, lo mismo que el alma, tenían
misterios espirituales propios que revelar.
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Entonces se dedicó al estudio de los
perfumes y sus secretos de fabricación,
destilando aceites fuertemente perfumados o
quemando olorosas gomas traídas de Oriente.
Comprendió que no había ningún estado de
ánimo que no tuviese su contrapartida en la
vida sensorial, y se dedicó a descubrir sus
verdaderas relaciones, queriendo averiguar
por qué el incienso nos vuelve místicos y el
ámbar gris trastorna las pasiones, qué hay en
las violetas que despierta el recuerdo de los
amores pasados, por qué el almizcle perturba
la mente y la champaca tiñe la imaginación,
tratando a menudo de elaborar una verdadera psicología de los perfumes, calculando
las distintas influencias de las raíces de aroma dulce y de las flores cargadas de polen
perfumado, o de los bálsamos aromáticos, de las maderas oscuras y fragantes, del
nardo indio, que hace enfermar; de la hovenia, que enloquece a los hombres, y de los
áloes, que se dice que expulsan la melancolía del alma.
En otra ocasión se dedicó por entero a la música y, en una larga habitación con
celosías, de techo bermellón y oro, las paredes de laca verde-olivo, solía dar extraños
conciertos en los que locas gitanas producían una ardiente música con citarillas, o en
los que graves tunecinos de amarillas chilabas arrancaban sonidos a las tirantes
cuerdas de monstruosos laúdes mientras negros gesticulantes golpeaban
monótonamente tambores de cobre, y en los que, sentados en cuclillas sobre esteras
escarlata, delgados indios con turbante soplaban en largas pipas de caña o de bronce
encantando, o simulando encantar, a grandes serpientes de capuchón o a horribles
víboras cornudas. Los ásperos intervalos y agudas disonancias de la música bárbara le
excitaban a veces cuando la gracia de Schubert, las bellas penas de Chopin y las
potentes armonías del mismo Beethoven caían desatendidas en sus oídos. Reunió de
todas partes del mundo los más extraños instrumentos que pudo hallar, hasta en las
tumbas de los pueblos muertos o entre las escasas tribus de salvajes que han
sobrevivido a las civilizaciones occidentales, y le gustaba tocarlos y probarlos. Tenía
el misterioso juruparis de los indios del río Negro, que no está permitido contemplar
a las mujeres y que sólo pueden ver los jóvenes después de haberse sometido al
ayuno y a la flagelación, y los jarros de barro de los peruanos, de los que sacan sones
como agudos chillidos de pájaro, y las flautas de huesos humanos como las que
Alfonso de Ovalle oyó en Chile, y los verdes jaspes sonoros que se encuentran cerca
de Cuzco y que producen una nota de singular dulzura. Tenía calabazas pintadas
llenas de guijas, que resonaban cuando se las sacudía; el largo clarín de los
mexicanos, en el que el músico no sopla, sino que aspira el aire; el áspero ture de las
tribus del Amazonas, que tocan los centinelas encaramados durante todo el día en los
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altos árboles y que puede oírse, según dicen, a una distancia de tres leguas; el
teponaztli, con sus dos vibrantes lengüetas de madera que se golpean con palillos
untados de una goma elástica extraída del jugo lechoso de ciertas plantas; las
campanas yotl de los aztecas, que cuelgan como racimos de uva, y un enorme tambor
cilíndrico cubierto de pieles de grandes serpientes, como el que vio Bernal Díaz
cuando entró con Cortés en el templo mexicano, y de cuyo doliente sonido nos ha
dejado una descripción tan viva. El carácter fantástico de aquellos instrumentos lo
fascinaba, y experimentaba una extraña delicia al pensar que el arte, al igual que la
naturaleza, tenía sus monstruos, objetos de forma bestial y de horribles voces. Sin
embargo, al cabo de algún tiempo se cansó de ellos, y volvió a sentarse en su palco de
la ópera, solo o con lord Henry, a oír, extasiado de placer, el Tannhäuser, viendo en el
preludio de esa obra maestra del arte un preámbulo a la tragedia de su propia alma.
En una ocasión se dedicó al estudio de las joyas y apareció en un baile de
disfraces vestido como Anne de Joyeuse, almirante de Francia, con un traje cubierto
con 560 perlas. Esta afición lo dominó durante varios años, y realmente puede decirse
que nunca lo abandonó. Solía pasarse días enteros ordenando y desordenando en sus
estuches las variadas piedras que había reunido, tales como el crisoberilo verde olivo,
que se vuelve rojo a la luz de la lámpara, la cimofana de plateadas vetas, el peridoto
color alfónciga, los topacios rosados y amarillos, los rubíes de arrebatado escarlata
con trémulas estrellas de cuatro rayos, las piedras de cinamomo, de un rojo llama; las
espinelas naranjas y violetas y las amatistas de alternantes capas de rubí y zafiro.
Adoraba el oro rojo de la piedra solar y la blancura perlina de la piedra lunar, y el
partido arco iris del ópalo lechoso. Se hizo traer de Amsterdam tres esmeraldas de
extraordinario tamaño y riqueza de color, y tuvo una turquesa de la vieille roche que
fue la envidia de todos los entendidos.
Descubrió también maravillosas historias referentes a las joyas. En la Clericalis
Disciplina de Alfonso se menciona una serpiente que tenía los ojos de auténtico
jacinto, y en la romántica historia de Alejandro se dice que el conquistador de Emacia
encontró en el valle del Jordán serpientes «con collares de auténticas esmeraldas
creciendo en sus lomos». Filostrato nos cuenta que había una gema en el cerebro del
dragón y que, «mostrando letras de oro y un traje escarlata», era posible sumir al
monstruo en un sueño mágico y matarlo. Según el gran alquimista Pierre de Boniface,
el diamante volvía invisible a un hombre y el ágata de la India lo volvía elocuente. La
cornalina calmaba la cólera, el jacinto inducía al sueño y la amatista disipaba los
vapores del vino. El granate expulsaba los demonios y el hidropicus privaba a la luna
de su color. La selenita aumentaba y disminuía con la luna, y el moleceus, que
descubría a los ladrones, sólo podía empañarse con la sangre de cabritos. Leonardo
Camilo había visto sacar una piedra blanca del cerebro de un sapo recién muerto que
era un antídoto seguro contra el veneno. El bezoar, que se encontraba en el corazón
del ciervo árabe, era un hechizo que podía curar la peste. Según Demócrito, las
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piedras que se hallaban en los nidos de las aves de Arabia protegían a los que las
llevaban de cualquier peligro causado por el fuego.
El rey de Ceilán recorría la ciudad
cabalgando con un grueso rubí en la mano
durante la ceremonia de su coronación. Las
puertas del palacio del Preste Juan estaban
«hechas de sardónices con el cuerno de una
cerasta incrustado, para que ningún hombre
que llevase veneno pudiese entrar». En el
frontón había «dos manzanas de oro con dos
rubíes», de modo que el oro relucía de día y
los rubíes de noche. En la curiosa obra de
Lodge, A Margante of America, se cuenta que
en la cámara de la reina podía verse a «todas
las damas castas del mundo, cargadas de
plata, mirando en tersos espejos de crisólitos,
rubíes, zafiros y verdes esmeraldas». Marco
Polo vio a los habitantes de Zipango colocar
perlas rosadas en la boca de los muertos. Un monstruo marino se enamoró de la perla
que un pescador submarino vendió al rey Perozes, y mató al ladrón y lloró su pérdida
durante siete lunas; cuando los hunos atrajeron al rey al enorme abismo, éste la perdió
—Procopio nos cuenta la historia— y jamás fue hallada, aunque el emperador
Anastasio ofreció por ella 500 toneladas de piezas de oro. El rey de Malabra le
mostró a cierto veneciano un rosario de 304 perlas, una por cada dios que adoraba.
Cuando el duque de Valentinois, hijo de
Alejandro VI, visitó a Luis XII de Francia, su
caballo estaba cargado de hojas de oro, según
Brantôme, y su sombrero tenía una doble
hilera de rubíes que despedían una gran luz.
Carlos de Inglaterra montaba a caballo con
estribos engastados de 421 diamantes.
Ricardo II tenía un traje valorado en 30.000
marcos, cubierto de rubíes balajes. Hall
describe a Enrique VIII, camino de la Torre,
antes de su coronación, llevando «un jubón
recamado de oro, el peto bordado de
diamantes y otras ricas pedrerías, y alrededor del cuello un gran tahalí de gruesos
balajes». Los favoritos de Jacobo I lucían pendientes de esmeraldas adornados con
filigranas de oro. Eduardo II dio a Piers Gaveston una colección de armaduras de oro
rojizo tachonadas de jacintos, un collar de rosas de oro engastado en turquesas, y un
yelmo parsemé de perlas. Enrique II usaba guantes enjoyados hasta el codo, y tenía
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un guante de halconero cosido con 20 rubíes y 52 grandes perlas. El sombrero ducal
de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su raza, estaba lleno de perlas
piriformes y tachonado de zafiros.
¡Qué exquisita había sido la vida en el pasado! ¡Qué suntuosidad en la pompa y
en el ornato! Aquellos lujos desaparecidos eran maravillosos, aun sólo en la lectura.
Luego dirigió su atención hacia los bordados y los tapices que sustituían a los
frescos en los fríos salones de las naciones del norte de Europa. Al estudiar este tema
—siempre tuvo una extraordinaria facilidad para absorberse completamente y durante
el tiempo necesario en todo cuanto emprendía—, se sintió casi entristecido por el
reflejo de la ruina que el tiempo había ocasionado en las cosas bellas y maravillosas.
Él, en cualquier caso, se había librado de ello. Los veranos sucedían a los veranos, y
los junquillos gualda florecieron y murieron muchas veces, y noches de horror
repetían la historia de su vergüenza: pero él no cambiaba. Ningún invierno ajó su
rostro o corrompió su pureza de flor. ¡Qué diferencia con las cosas materiales!
¿Dónde habían ido a parar? ¿Dónde estaba la admirable vestidura color azafrán por la
que los dioses lucharon contra los gigantes, que habían tejido morenas doncellas para
el placer de Atenea? ¿Dónde el inmenso velarium que Nerón hizo tender de una parte
a otra del Coliseo en Roma, aquella vela de Titán púrpura en la que se mostraba el
cielo estrellado y a Apolo conduciendo su carro tirado por blancos corceles
enjaezados de oro? Anhelaba contemplar las curiosas servilletas tejidas para el
Sacerdote del Sol, sobre las que se depositaban todas las golosinas y viandas
necesarias para una fiesta; el sudario del rey Chilperico, con sus 300 abejas de oro;
los fantásticos vestidos que provocaron la indignación del obispo de Pontus, donde se
representaban «leones, panteras, osos, perros, bosques, rocas, cazadores —de hecho
todo lo que un pintor puede copiar de la Naturaleza—»; y el traje que llevó una vez
Carlos de Orleans, en cuyas mangas estaban bordados los versos de una canción que
empezaba: Madame, je suis tout joyeux, con el acompañamiento musical de las
palabras tejido en hilo de oro, y cada nota, de forma cuadrada en aquella época, hecha
con cuatro perlas. Leyó que la estancia preparada en el palacio de Reims para uso de
la reina Juana de Borgoña estaba decorada «con 1.321 loros bordados y blasonados
con las armas reales y 561 mariposas cuyas alas estaban ornadas con las armas de la
reina, todo ello en oro». Catalina de Médicis se había hecho construir un lecho
fúnebre de terciopelo negro bordado con medias lunas y soles. Las cortinas eran de
damasco con coronas de follaje y guirnaldas sobre un fondo de oro y plata, ribeteadas
de perlas, y se guardaba en una estancia en cuyas paredes colgaban las divisas de la
reina hechas en terciopelo negro sobre un paño de plata. Luis XIV tenía unas
cariátides bordadas en oro de quince pies de altura en su aposento. El lecho portátil
de Sobieski, rey de Polonia, estaba hecho de brocado de oro de Esmirna, bordado de
turquesas con versos del Corán. Los soportes eran de plata sobredorada, bellamente
cincelados y con profusión de medallones esmaltados y engastados de pedrerías. Se
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había tomado como botín en el campamento turco frente a Viena, y el estandarte de
Mahoma ondeó bajo el oro tembloroso de su dosel.
Y así, durante un año entero, se dedicó a acumular los ejemplares más exquisitos
que pudo hallar de textiles y bordados, consiguiendo las delicadas muselinas de
Delhi, finamente tejidas con palmas de oro y cosidas en iridiscentes alas de
escarabajo; las gasas de Dacca, que por su transparencia se conocen en Oriente como
«aire tejido», «agua corriente» y «rocío nocturno»; extrañas telas historiadas de Java;
elaborados tapices amarillos de la China; libros encuadernados en raso oscuro o en
seda de un brillante azul, estampada de fleurs de lys, aves y figuras; velos de lacis
hechos en punto de Hungría; brocados sicilianos y rígidos terciopelos españoles;
labores georginas adornadas con dorados, y foukousas japonesas con sus dorados de
verdoso tono y sus aves de magnífico plumaje.
Sintió también una especial pasión por las vestiduras eclesiásticas, como
realmente por todo cuanto se relacionaba con el servicio de la Iglesia. En las largas
arcas de cedro que se alineaban en la galería oeste de su casa, guardaba muchos raros
y magníficos ejemplares de lo que son en realidad adornos de la Novia de Cristo, que
debe usar púrpura, y joyas y paño fino para ocultar el pálido y macerado cuerpo
gastado por el sufrimiento que ella misma ha buscado, y herido por los castigos que
se ha infligido. Poseía una suntuosa capa consistorial de seda carmesí y de damasco
dorado, adornada con un dibujo de granadas de oro montadas sobre flores de seis
pétalos y flanqueadas por una pina hecha de aljófares. Las orlas estaban divididas en
recuadros que representaban escenas de la vida de la Virgen, y la Coronación de la
Virgen se hallaba bordada en sedas de colores sobre la capucha. Se trataba de una
obra italiana del siglo XV. Otra capa pluvial era de terciopelo verde, bordado con
grupos de hojas de acanto en forma de corazón, en las que se abrían blancas flores de
largo tallo; los detalles estaban bordados con hilo de plata y cuentas de vidrios de
colores. En el capillo tenía una cabeza de serafín realzada con hilo de oro. Los bordes
estaban tejidos con arabescos de seda púrpura y oro, y sembrados de los medallones
de numerosos santos y mártires, entre otros San Sebastián. Tenía también casullas de
seda color ámbar, brocados de oro y seda azul, damascos de seda amarilla y telas de
oro en las que estaban representadas la Pasión y la Crucifixión de Cristo, bordadas
con leones, pavos reales y otros emblemas; dalmáticas de raso blanco y de damasco
de seda rosa, adornadas con tulipanes, delfines y fleurs de lys; paños de altar de
terciopelo carmesí y de lino azul; y numerosos corporales, velos de cáliz y manípulos.
Había algo que excitaba su imaginación al pensar en los usos místicos para los que
sirvieron tales objetos.
Porque esos tesoros, y todo cuanto coleccionaba en su hermosa casa, le servían
como un medio para olvidar, como recurso para evadirse, durante un tiempo, del
miedo, que le parecía a veces demasiado grande para soportarlo. En las paredes del
solitario cuarto cerrado en el que habían transcurrido tantos días de su infancia, colgó
con sus propias manos el terrible retrato cuyas cambiantes facciones mostraban la
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verdadera degradación de su vida, y ante él colgó, a modo de cortina, la mortaja
púrpura y dorada. Durante semanas no entraba allí, olvidaba la horrible imagen
pintada y recobraba el corazón ligero, la magnífica alegría, su apasionada entrega a la
simple existencia. Después, repentinamente, una noche salía sin hacer ruido de su
casa e iba a los tugurios cerca de Blue Gate Fields, permaneciendo allí, día tras día,
hasta que lo echaban. A su vuelta se sentaba ante el retrato, en ocasiones odiándolo y
detestándose a sí mismo, pero otras lleno de ese orgullo de individualismo que es la
mitad de la fascinación del pecado, y sonreía con secreto placer a aquella sombra
informe que tenía que soportar la carga que hubiese debido ser la suya propia.
Al cabo de unos pocos años, no soportaba estar por mucho tiempo fuera de
Inglaterra, y vendió la villa que compartía con lord Henry en Trouville, así como la
casita de muros blancos que tenía en Argel, y en la que habían pasado más de un
invierno. Detestaba separarse del retrato que tenía tanta parte en su vida, y temía
también que en su ausencia alguien pudiese entrar en la habitación, a pesar de las
barras forjadas con las que había protegido la puerta.
Estaba plenamente convencido de que el retrato no diría nada a nadie. Verdad era
que el cuadro conservaba aún, bajo toda la locura y fealdad del rostro, un visible
parecido a él; pero ¿qué iba a revelar aquello? Se reiría de cualquiera que tratase de
insultarlo. Él no había pintado aquello. ¿Qué podía importarle lo vil y vergonzoso de
aquel semblante? Aun cuando él lo dijese, ¿le creerían?
Sin embargo tenía miedo. A veces, cuando estaba en su gran casa de
Nottinghamshire, entreteniendo a los elegantes jóvenes de su rango que eran su
principal compañía, asombrando al condado por el desenfrenado lujo y el suntuoso
esplendor de su forma de vivir, abandonaba de pronto a sus invitados y corría a la
ciudad para ver si la puerta no había sido forzada y si el cuadro aún seguía allí. ¿Y si
lo robaban? La sola idea lo helaba de horror. Seguramente el mundo conocería
entonces su secreto. Tal vez lo sospechaba ya.
Porque aunque fascinase a muchos, no eran pocos los que desconfiaban de él.
Casi fue rechazado por un club del West End al que su alcurnia y posición social le
permitían indiscutiblemente pertenecer, y se decía que, en una ocasión, al ser llevado
por un amigo al salón de fumar del Churchill, el duque de Berwick y otro caballero se
habían levantado y marchado de forma ostensible. Se contaron de él historias
singulares una vez cumplió los veinticinco años. Corrieron rumores de que había sido
visto disputando con marinos extranjeros en una inmunda taberna cercana a
Whitechapel, que se reunía con ladrones y monederos falsos y que conocía los
misterios de su oficio. Se hicieron notorias sus extraordinarias ausencias, y cuando
reaparecía en sociedad los hombres cuchicheaban entre sí en los rincones o pasaban
frente a él despreciativamente, o lo miraban con ojos escrutadores y fríos como si
estuviesen decididos a descubrir su secreto.
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No prestó atención, naturalmente, a esas
insolencias y enojosos desaires y, en opinión
de la mayoría de la gente, sus francas y
afables maneras, su encantadora sonrisa
infantil y la infinita gracia de su maravillosa
juventud, que parecían no abandonarle nunca,
eran por sí mismas una réplica suficiente a las
calumnias, así las llamaba, que circulaban
respecto a él. Se notó, sin embargo, que
algunos de los que eran sus más íntimos
parecían huirle después de un tiempo. A las
mujeres que le habían adorado locamente, y
que por él habían afrontado la censura social,
desafiándola, se las veía palidecer de
vergüenza o de horror cuando Dorian Gray entraba.
A pesar de ello, esas escandalosas murmuraciones sólo aumentaron, a los ojos de
muchos, su extraño y peligroso encanto. Su gran fortuna fue un indudable elemento
de seguridad. La sociedad, la sociedad civilizada al menos, no está nunca dispuesta a
creer nada en detrimento de quienes son a un tiempo ricos y seductores. Siente por
instinto que las formas son más importantes que la moral y, en su opinión, la más alta
respetabilidad tiene mucho menos valor que el tener un buen chef de cocina. Y
después de todo, resulta realmente un pobre consuelo decir que es irreprochable la
vida privada de un hombre que le ha hecho a uno cenar mal, o beber un vino inferior.
Ni aun las virtudes cardinales pueden compensar unas entrés semifrías, como hizo
notar una vez lord Henry en una discusión sobre ese tema; y posiblemente habría
mucho que decir sobre su afirmación. Porque las reglas de la buena sociedad son o
debieran ser las mismas que las del arte. La forma es absolutamente esencial.
Deberían tener la dignidad de una ceremonia, así como su irrealidad, y deberían
combinar el carácter insincero de una obra romántica con el ingenio y la belleza que
nos hacen deliciosas tales obras. ¿Es algo tan terrible la insinceridad? Yo creo que no.
Es simplemente un método por el que podemos multiplicar nuestras personalidades.
Tal era, por lo menos, la opinión de Dorian Gray. Solía asombrarse de la llana
psicología de aquellos que conciben el Yo del ser humano como algo simple,
permanente, digno de confianza y con una sola esencia. Para él, el hombre era un ser
con millares de vidas y de sensaciones, una criatura compleja y multiforme que
llevaba en sí mismo extrañas herencias de pensamientos y de pasiones, y cuya carne
estaba infectada en lo más hondo por la monstruosa enfermedad de la muerte. Le
gustaba pasearse por la fría y adusta galería de cuadros de su casa de campo y
contemplar los diversos retratos de aquellos cuya sangre corría por sus venas. Allí
estaba Felipe Heriberto, descrito por Francis Osborne en sus Memorias de los
reinados de la reina Isabel y del rey Jacobo, que fue «mimado por la Corte por su
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hermoso rostro, que no conservó mucho tiempo». ¿Era la vida del joven Heriberto la
que él llevaba a veces? ¿No se habría transmitido algún extraño germen venenoso de
generación en generación hasta llegar a él? ¿No sería una oscura conciencia de
aquella gracia marchita la que le había hecho proferir en el estudio de Basil Hallward,
tan repentinamente y casi sin motivo, aquel ruego loco que había cambiado su vida?
Allí estaba, con jubón rojo y bordado de oro, sir Anthony Sherard, a sus pies la
armadura plateada y negra. ¿Cuál habría sido su legado? ¿Le habría dejado el amante
de Giovanna de Nápoles una herencia de pecado y afrenta? ¿Serían sencillamente sus
propios actos los sueños que aquel difunto no había osado realizar? Allí, desde un
lienzo descolorido, sonreía lady Isabel Devereux, con su cofia de gasa, el corpiño de
perlas y las rasgadas mangas rosas. Tenía una flor en la mano derecha, y con la
izquierda asía un collar esmaltado de blancas rosas de damasco. En una mesa junto a
ella había una mandolina y una manzana. Grandes rosetas adornaban los pequeños
zapatos en punta. Conocía su vida y las extrañas historias que se contaban de sus
amantes. ¿Tendría él algo de su carácter? Aquellos ojos ovalados de pesados
párpados parecían mirarlo con curiosidad. ¿Y aquel Jorge Willoughby, con sus
cabellos empolvados y fantásticos lunares? ¡Qué perverso parecía! Su rostro era triste
y atezado, y la sensual boca parecía arquearse con desdén. Sobre las huesudas y
amarillas manos, cargadas de sortijas, caían delicados encajes encañonados. Fue uno
de los pisaverdes del siglo XVIII, y amigo, en su juventud, de lord Ferrars. ¿Y aquel
segundo lord Beckenham, el compañero del príncipe regente en sus días más
disolutos, y uno de los testigos de su matrimonio secreto con la señora Fitzherbert?
¡Qué altivo y apuesto era, con sus rizos castaños y su insolente actitud! ¿Qué
pasiones le habría transmitido? El mundo lo había tachado de infame. Había
encabezado las orgías de Carlton House. La Estrella de la Jarretera brillaba en su
pecho. Junto a él colgaba el retrato de su esposa, una dama pálida, de finos labios,
vestida de negro. Su sangre corría también por sus venas. ¡Qué curioso parecía todo!
Y su madre, con su rostro de lady Hamilton y sus labios húmedos como de vino:
sabía lo que había heredado de ella. Había heredado su belleza y su pasión por la
belleza ajena. Se reía de él con su holgada indumentaria de bacante. Tenía hojas de
parra en la cabellera. La púrpura se derramaba de la copa que sostenía. Los claveles
del cuadro se habían marchitado, pero sus ojos seguían siendo maravillosos por lo
profundo y lo brillante del colorido. Parecían seguirle dondequiera que fuese.
Sin embargo, uno tenía antepasados en literatura, como en su propia raza, más
cercanos quizá en tipo y temperamento, muchos de ellos, y ciertamente con una
influencia de la que uno es más perfectamente consciente. Le parecía algunas veces a
Dorian Gray que la historia entera no era sino el relato de su propia vida, no como la
había vivido en actos y circunstancias, sino tal como él la creara en su imaginación,
tal como hubiese sido en su cerebro y sus pasiones. Sentía que había conocido a todas
esas extrañas y terribles figuras que habían pasado por el escenario de este mundo,
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volviendo el pecado tan maravilloso y el mal tan lleno de sutileza. Le parecía que de
algún modo misterioso sus vidas habían sido suyas.
El protagonista de la maravillosa novela que tanto influyó en su vida conocía
también esas curiosas fantasías. Cuenta en el capítulo siete que se sentó, coronado de
laurel como Tiberio, en un jardín de Capri leyendo los vergonzosos libros de
Elefantina, mientras enanos y pavos reales se contoneaban a su alrededor y el
flautista se burlaba del balanceo del incensario; y, como Calígula, estuvo de parranda
en los establos con los jinetes de camisa verde y cenó en un pesebre de marfil con un
caballo de enjoyado frontal; y, como Domiciano, se paseó por una galería cubierta de
espejos de mármol buscando a su alrededor, con ojos de alucinado, la daga que iba a
acabar con sus días, enfermo de ennui, de ese terrible tedium vitae que se apodera de
aquéllos a quienes la vida no niega nada; y examinó, a través de una clara esmeralda,
las sangrientas carnicerías del circo, y después, en una litera de perlas y de púrpura
tirada por mulas herradas de plata, lo llevaron por la vía de las Granadas hasta la Casa
de Oro, y oyó gritar a los hombres a su paso: «¡Nero César!»; y como Heliogábalo, se
pintó la cara, tejió en la rueca entre mujeres, e hizo traer la luna desde Cartago y la
entregó al sol en matrimonio místico.
Dorian solía leer una y otra vez aquel fantástico capítulo y los dos siguientes,
donde, como en un curioso tapiz, o como con esmaltes hábilmente trabajados, se
describían las figuras terribles y bellas de aquéllos a quienes el vicio, la sangre y el
tedio habían vuelto monstruosos o dementes: Filippo, duque de Milán, que asesinó a
su esposa y pintó sus labios con un veneno escarlata para que su amante absorbiese la
muerte del cuerpo sin vida que había amado; Pietro Barbi, el Veneciano, conocido por
Pablo II, que trató en su vanidad de asumir el título de Formosus, y cuya tiara,
valorada en doscientos mil florines, fue adquirida al precio de un terrible pecado;
Gian Maria Visconti, que usaba podencos para cazar hombres y cuyo cuerpo
asesinado fue cubierto de rosas por una ramera que le había amado; y Borgia en su
blanco corcel, con Fratricidio cabalgando a su lado y la capa manchada con la sangre
de Perotto; Pietro Riario, el joven cardenal-arzobispo de Florencia, hijo y favorito de
Sixto IV, cuya belleza sólo fue igualada por su desenfreno y que recibió a Leonor de
Aragón bajo un dosel de seda blanca y carmesí, lleno de ninfas y centauros, y pintó
de oro a un adolescente para servirle en los festines como Ganímedes o Hilas;
Ezzelin, cuya melancolía se curaba únicamente con el espectáculo de la muerte, y que
sentía pasión por la roja sangre, como otros la tienen por el rojo vino: el hijo del
demonio, según se contó, que engañó a su padre jugando a los dados cuando con él se
jugaba su propia alma; Juan Bautista Cibo, que adoptó por mofa el nombre de
Inocente, y en cuyas impuras venas fue inoculada, por un doctor judío, la sangre de
tres adolescentes; Segismundo Malatesta, el amante de Isotta y señor de Rímini, cuya
efigie fue quemada en Roma como enemigo de Dios y del hombre, que estranguló a
Polissena con una servilleta, dio a beber veneno a Ginevra del Este en una copa de
esmeralda, y levantó una iglesia pagana para adorar a Cristo en honor de una pasión
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desvergonzada; Carlos VI, que tan frenéticamente adoró a la mujer de su hermano, a
quien un leproso avisó de la locura en que iba a caer y cuyo cerebro, una vez enfermo
y trastornado, sólo pudo aliviarse con unos naipes sarracenos en los que estaban
pintadas imágenes del Amor, de la Muerte y de la Locura; y, con su jubón
guarnecido, su sombrero adornado de pedrerías y sus cabellos de rizos como acantos,
Grifonetto Baglioni, que asesinó a Astorre con su prometida y a Simonetto con su
paje, y cuya gentileza era tal que, cuando estaba tendido moribundo en la amarilla
plaza de Perusa, los que lo odiaban no pudieron evitar llorarle, y Atalanta, que lo
había maldecido, lo bendijo.
Había una terrible fascinación en todos ellos. Se le aparecían de noche y turbaban
su imaginación durante el día. El renacimiento conoció extraños sistemas de
envenenamiento: el envenenamiento por medio de un yelmo y de una antorcha
encendida, por un guante bordado y un abanico de pedrerías, por un perfumador
dorado y una cadena de ámbar. A Dorian Gray lo había envenenado un libro. Había
momentos en que veía el mal como un simple medio para poder realizar su
concepción de la belleza.
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CAPÍTULO XII
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mesita de marquetería había una licorera holandesa de plata con algunos sifones de
soda y grandes vasos tallados.
—Como verás, tu criado me ha hecho sentirme como en casa, Dorian. Me dio
todo lo que le pedí, incluyendo tus mejores cigarrillos de boquilla dorada. Es una
persona muy hospitalaria. Me gusta mucho más que aquel francés que solías tener. Y,
por cierto, ¿qué ha sido de él?
Dorian se encogió de hombros.
—Creo que se casó con la doncella de lady Radley y la estableció en París como
modista inglesa. La Anglomanie está muy de moda por allí en la actualidad, según
dicen. ¿No es una necedad por parte de los franceses? Pero ¿sabes?, no era un mal
criado, ni mucho menos. Nunca me gustó, pero no tenía ninguna queja de él. Uno a
menudo se imagina cosas completamente absurdas. Realmente me era muy fiel, y
pareció sentirlo mucho cuando le dije que se marchase. Tómate otro brandy con soda,
¿o prefieres vino con soda? Yo siempre tomo vino con soda. Seguro que queda algo
en el otro cuarto.
—Gracias, no quiero nada más —dijo el pintor quitándose el sombrero y el abrigo
y tirándolos sobre la bolsa, que había dejado en una esquina.
—Y ahora, mi querido amigo, quiero hablarte seriamente. No frunzas el ceño de
esa forma. Me lo pones mucho más difícil.
—¿De qué se trata? —exclamó Dorian Gray, a su manera petulante, dejándose
caer en el sofá—. Espero que no sea de mí. Estoy cansado de mí mismo esta noche.
Quisiera ser otra persona.
—Se trata de ti —contestó Hallward con su voz grave y profunda—. Y es
necesario que te lo diga. Sólo te retendré media hora.
Dorian suspiró y encendió un cigarrillo.
—¡Media hora! —murmuró.
—No es mucho pedir, Dorian, y si voy a hablarte es únicamente por tu propio
bien. Creo que deberías saber que se dicen las cosas más espantosas sobre ti en
Londres.
—No quiero saber nada al respecto. Adoro los escándalos de otras personas, pero
los escándalos sobre mí mismo no me interesan. Carecen del encanto de la novedad.
—Tienen que interesarte, Dorian. Todo caballero está interesado en su buen
nombre. No querrás que la gente hable de ti como de alguien vil y degradado.
Naturalmente, tienes una posición y riqueza y todo ese tipo de cosas. Pero la posición
y la riqueza no lo son todo. No pienses que doy el menor crédito a esos rumores. Al
menos no puedo hacerlo cuando te veo. El pecado es algo que queda grabado en el
rostro de un hombre. No es posible ocultarlo. La gente habla a veces de vicios
secretos. No existen tales cosas. Cuando un hombre depravado tiene un vicio, éste se
refleja en los rasgos de su boca, en la caída de los párpados, hasta en la forma de las
manos. Alguien —no mencionaré su nombre, pero lo conoces— vino a mí el año
pasado para que pintase un retrato suyo. No le había visto nunca antes, ni hasta aquel
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momento había oído nada de él, aunque sí mucho a partir de entonces. Había algo que
me resultaba odioso en la forma de sus dedos. Ahora sé que tenía mucha razón en lo
que imaginé de él. Su vida es espantosa. Pero tú, Dorian, con tu rostro puro, brillante
e inocente, y tu maravillosa juventud sin mancillar… No puedo creer nada de lo que
se habla. Y, sin embargo, te veo muy rara vez y ya nunca vienes a mi estudio, y
cuando estoy lejos de ti y oigo esas horribles cosas que la gente murmura de ti, no sé
qué decir. ¿Cómo es posible, Dorian, que un hombre como el duque de Berwick
abandone la sala de un club cuando entras tú? ¿Cómo es que tantos caballeros en
Londres se niegan a ir a tu casa y a invitarte a la suya? Eras amigo de lord Staveley.
Coincidí con él en una cena la semana anterior. Sucedió que tu nombre salió a
colación en relación con las miniaturas que has prestado para la exposición de
Dudley. Staveley frunció los labios y dijo que tendrías un gusto artístico inmejorable,
pero que eras un hombre al que ninguna joven de mente pura debería permitírsele
conocer y en cuya misma sala ninguna mujer casta debería sentarse. Le recordé que
yo era amigo tuyo y quise saber qué pretendía decir. Me lo dijo. Me lo dijo
abiertamente y delante de todos. ¡Fue espantoso! ¿Por qué resulta tan fatal tu amistad
para los jóvenes? Está ese desgraciado joven de la Escolta que se suicidó. Tú eras su
mejor amigo. Está sir Henry Ashton, que tuvo que marcharse de Inglaterra con el
nombre mancillado. Él y tú erais inseparables. ¿Y qué me dices de Adrian Singleton y
su terrible final? ¿Y del hijo único de lord Kenton y su carrera? Ayer encontré a su
padre en la calle St. James. Parecía roto de vergüenza y de dolor. ¿Y qué fue del
joven duque de Perth? ¿Qué clase de vida hace ahora? ¿Qué caballero querría
tratarle?
—Basta ya, Basil. Estás hablando de cosas que desconoces —dijo Dorian Gray
mordiéndose el labio y con una nota de infinito desprecio en la voz—. Me preguntas
por qué Berwick abandona un sitio cuando entro yo. La razón es que yo lo sé todo
sobre su vida, no él de la mía. Con la sangre que corre por sus venas, ¿cómo podría
tener una historia limpia? Me preguntas sobre Henry Ashton y el joven Perth. ¿Le
enseñé yo al uno sus vicios, y al otro su libertinaje? Si el imbécil del hijo de Kent
escoge a su mujer de entre las de la calle, ¿qué tengo yo que ver con eso? Si Adrian
Singleton firma con el nombre de su amigo una factura, ¿acaso soy yo su guardián?
Sé cómo habla la gente en Inglaterra. Las clases medias airean sus prejuicios morales
alrededor de sus vulgares mesas, y murmuran acerca de lo que ellos llaman el
libertinaje de sus superiores pretendiendo aparentar que pertenecen a la buena
sociedad, y que están en íntimos términos con aquéllos a los que calumnian. En este
país, basta que un hombre tenga distinción y cerebro para que cualquier lengua vulgar
se agite contra él. ¿Y qué clase de vida llevan esas personas que pretenden ser
morales? Mi querido amigo, olvidas que estamos en la tierra de origen de los
hipócritas.
—Dorian —exclamó Hallward—, ésa no es la cuestión. Inglaterra es bastante
perversa, lo sé, y no hay nada bueno en nuestra sociedad. Por eso quiero que tú seas
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una persona noble. Y no lo has sido. Uno está en su derecho de juzgar a un hombre
por el efecto que éste ejerce en sus amigos. Los tuyos parecen perder todo sentido del
honor, de la bondad, de la pureza. Los has llenado de la locura del placer. Han
descendido a lo más bajo y tú les has impulsado a hacerlo. Sí: tú les has impulsado a
hacerlo y sin embargo eres capaz de sonreír, como lo estás haciendo ahora. Pero hay
cosas aún peores. Sé que Harry y tú sois inseparables. Solamente por ese motivo, si
no por otro, no deberías haber puesto el nombre de su hermana en boca de todos.
—Cuidado, Basil. Vas demasiado lejos.
—Tengo que hablar, y tú tienes que escuchar. Vas a escucharme. Cuando
conociste a lady Gwendolen, jamás la había rozado el menor rumor de escándalo.
¿Queda ahora en Londres una sola mujer decente que pasearía con ella por el parque?
¡Cómo! ¡Pero si ni a sus propios hijos se les permite vivir con ella! Luego hay otras
historias… historias de que te han visto salir furtivamente al alba de los peores
tugurios de Londres. ¿Es eso cierto? ¿Puede ser eso cierto? Cuando las oí por primera
vez, me eché a reír. Ahora las oigo y me producen escalofríos. ¿Y qué hay de tu casa
de campo y de la vida que allí se lleva? Dorian, no sabes las cosas que dicen de ti. No
te diré que no quiero sermonearte. Recuerdo a Harry diciendo una vez que toda
persona que se convierte en un predicador aficionado para la ocasión, siempre
empieza por decir eso y acaba siempre rompiendo su palabra. Yo sí que quiero
sermonearte. Quiero que lleves una clase de vida que haga que el mundo te respete.
Quiero que tengas un nombre limpio y una reputación intachable. Quiero que te
deshagas de esa horrible gente con la que te juntas. No te encojas de hombros. No
estés tan indiferente. Tienes una capacidad de influencia maravillosa. Úsala para bien,
no para mal. Dicen que corrompes a todos aquellos con los que intimas, y que sólo
con entrar tú en una casa, algún tipo de vergüenza se sucede. No sé si es así o no.
¿Cómo podría saberlo? Pero se dice de ti. Me han dicho cosas de las que es imposible
dudar. Lord Gloucester fue uno de mis mejores amigos en Oxford. Me mostró una
carta que su mujer le había escrito cuando agonizaba sola en su villa de Mentone. Tu
nombre estaba implicado en la más terrible de las confesiones que he escuchado
nunca. Le dije que era absurdo, que yo te conocía perfectamente y que eras incapaz
de una cosa así. ¿Conocerte? Me pregunto si te conozco. Para poder contestar, tendría
primero que ver tu alma.
—¡Ver mi alma! —murmuró Dorian Gray levantándose de golpe del sofá y
empalideciendo de terror.
—Sí —respondió gravemente Hallward, con un profundo tono de pena—, ver tu
alma. Pero eso sólo puede hacerlo Dios.
Una amarga risa burlona estalló en los labios del joven.
—¡La verás por ti mismo esta noche! —exclamó cogiendo una lámpara de la
mesa—. Ven: se trata de tu propia obra. ¿Por qué no ibas a contemplarla? Después
podrás contárselo a todo el mundo si lo deseas. Nadie te creería. Y, si así fuera, eso
aumentaría su estima por mí. Conozco nuestra época mejor que tú, aunque tú te
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empeñes en hablar de ella tan tediosamente. Ven, te digo. Ya has hablado suficiente
de la corrupción. Ahora vas a contemplarla cara a cara.
Cada palabra que profería estaba impregnada de un loco orgullo. Golpeaba con el
pie el suelo en un ademán de pueril insolencia. Sintió una terrible alegría al pensar
que otra persona compartiría su secreto, y que el autor del retrato que había dado
origen a su vergüenza iba a quedar marcado para el resto de su vida con el
monstruoso recuerdo de lo que había hecho.
—Sí —siguió acercándose a él y mirándolo resueltamente a los severos ojos—.
Te mostraré mi alma. Tú verás lo que piensas que sólo Dios puede ver.
Hallward retrocedió.
—¡Eso es una blasfemia, Dorian! —exclamó—. No debes decir esas cosas. Son
terribles, y no tienen sentido alguno.
—¿Lo crees así? —dijo él volviendo a reír.
—Lo sé. En cuanto a lo que he dicho esta noche, lo he hecho por tu bien. Sabes
que siempre he sido un amigo leal para ti.
—No me toques. Acaba lo que tengas que decir.
Un espasmo de dolor cruzó el rostro del artista. Se detuvo un instante, y un
ardiente sentimiento de piedad se apoderó de él. Después de todo, ¿qué derecho tenía
a entrometerse en la vida de Dorian Gray? Si había hecho una décima parte de lo que
se rumoreaba de él, ¡cuánto debía de haber sufrido! Entonces se levantó, fue hacia la
chimenea y, parándose allí, contempló los leños encendidos con sus cenizas como la
escarcha y el núcleo de palpitantes llamas.
—Estoy esperando, Basil —dijo el joven con voz dura y clara.
Se volvió.
—Esto es lo que tengo que decir —exclamó—. Tienes que darme alguna
respuesta a las terribles acusaciones que se hacen contra ti. Si me dices que son
absolutamente falsas de principio a fin, te creeré. ¡Niégalas, Dorian, niégalas! ¿No te
das cuenta de lo que estoy pasando? ¡Dios mío! No me digas que eres malvado,
corrompido y digno de vergüenza.
Dorian Gray sonrió. Había una mueca de desprecio en sus labios.
—Sube conmigo, Basil —dijo—. Tengo un diario de mi vida día a día, y nunca
abandona el cuarto en el que lo escribo. Si vienes conmigo te lo enseñaré.
—Iré contigo, Dorian, si eso es lo que quieres. Veo que he perdido el tren. No
importa. Puedo irme mañana. Pero no me pidas que lea algo esta noche. Sólo quiero
una respuesta franca a mi pregunta.
—La tendrás arriba. Aquí no te la puedo dar. No tendrás que leer mucho.
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CAPÍTULO XIII
Salió del cuarto y empezó a subir, seguido de cerca por Basil Hallward. Andaban sin
hacer ruido, como se hace de noche instintivamente. La lámpara proyectaba
fantásticas sombras en las paredes y en la escalera. Una ráfaga de viento golpeó las
ventanas.
Cuando llegaron al último rellano, Dorian dejó la lámpara en el suelo y, sacando
la llave, la hizo girar en la cerradura.
—¿Insistes en saber, Basil? —preguntó en voz baja.
—Sí.
—Estoy encantado —contestó sonriendo; luego añadió con cierta aspereza—. Tú
eres la única persona en el mundo que tiene derecho a saberlo todo sobre mí. Has
tenido más que ver con lo que es mi vida de lo que supones.
Cogió la lámpara, abrió la puerta y entró. Un soplo de aire frío les salió al paso, y
la luz vaciló un instante en una turbia llama anaranjada. Se estremeció.
—Cierra la puerta —murmuró dejando la lámpara sobre la mesa.
Hallward miró a su alrededor con expresión perpleja. El cuarto parecía estar
deshabitado desde hacía años. Un tapiz flamenco descolorido, un cuadro tapado, un
viejo cassone italiano y una estantería casi vacía: eso era todo lo que parecía haber,
aparte de una silla y una mesa. Al encender Dorian Gray una vela medio consumida
que había encima de la chimenea, vio que el polvo lo cubría todo y que la alfombra
estaba agujereada. Un ratón corrió a escabullirse detrás del zócalo. Olía a humedad y
a moho.
—¿Así que piensas que sólo Dios ve el alma, Basil? Corre esa cortina y verás la
mía.
La voz que habló era fría y cruel.
—Tú estás loco, Dorian, o estás actuando —murmuró Hallward frunciendo el
ceño.
—¿No vas a hacerlo? En ese caso tendré que hacerlo yo mismo —dijo el joven; y
arrancó la cortina de la barra tirándola al suelo.
Una exclamación de horror brotó de los labios del artista cuando vio, a la débil
luz de la vela, el terrible rostro que sonreía con sarcasmo desde el lienzo. Había algo
en su expresión que lo llenaba de aversión y repugnancia. ¡Dios mío! ¡Era el propio
rostro de Dorian Gray lo que estaba viendo! El horror, fuese lo que fuese, no había
malogrado del todo su magnífica belleza. Aún quedaba algo de oro en los escasos
cabellos, y algo de escarlata en la voluptuosa boca. Los abotargados ojos conservaban
algo de la belleza de su azul, y no habían desaparecido del todo las nobles curvas de
su nariz, finamente cincelada, y de su plástico cuello. Sí, era el propio Dorian Gray,
pero ¿quién lo había pintado? Le pareció reconocer su propia pincelada, y el marco
era diseño suyo. La idea era monstruosa, sin embargo, sintió miedo. Cogió la vela y
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la sostuvo frente al cuadro. Su nombre estaba en el ángulo izquierdo, trazado en
grandes letras de brillante bermellón.
Era una loca parodia, una innoble e infame sátira. Él nunca había hecho eso. Sin
embargo, era su propio cuadro. Lo sabía, y sintió como si su sangre se hubiese
transformado en un instante de ardiente fuego en hielo inerte. ¡Su propio cuadro!
¿Qué significaba aquello? ¿Por qué razón se había alterado? Se volvió y miró a
Dorian Gray con los ojos de un loco. Su boca se crispaba, y la reseca lengua parecía
incapaz de articular palabra. Se pasó la mano por la frente. Estaba húmeda de sudor
pegajoso.
El joven se apoyaba en la chimenea, contemplándolo con la curiosa expresión que
uno ve en la cara del público que está absorto en una obra cuando actúa un gran
artista. No había en ellos verdadera pena ni verdadera alegría. Sólo reflejaban la
pasión del espectador, puede que con un destello de triunfo en la mirada. Se había
quitado la flor de la solapa y la estaba oliendo, o simulaba hacerlo.
—¿Qué significa esto? —exclamó Hallward al fin. Su propia voz sonó aguda y
extraña en sus oídos.
—Hace años, cuando yo era un niño —dijo Dorian Gray aplastando la flor en la
mano—, me conociste, me adulaste y me enseñaste a envanecerme de mi belleza. Un
día me presentaste a un amigo tuyo que me explicó la maravilla de la juventud, y tú
acabaste el retrato que me reveló la maravilla de la belleza. En un momento de locura
del que, incluso ahora, no sé si me arrepiento o no, formulé un deseo, puede que tú lo
llamases ruego…
—¡Lo recuerdo! ¡Oh, lo recuerdo bien! ¡No! ¡Eso no es posible! El cuarto es
húmedo. El moho ha prendido en el lienzo. Las pinturas que utilicé tendrían algún
fuerte veneno mineral. Te digo que eso es imposible.
—Ah, ¿qué hay imposible? —murmuró el joven yendo a la ventana y apoyando
su frente contra el cristal frío y empañado.
—Me dijiste que lo habías destruido.
—Me equivoqué. Él me ha destruido a mí.
—No creo que sea mi cuadro.
—¿Es que no ves a tu ideal en él? —dijo Dorian con amargura.
—Mi ideal, como tú lo llamas…
—Como tú lo llamaste.
—¡No había nada malo en él, nada vergonzoso! ¡Tú fuiste para mí un ideal que
nunca más volveré a encontrar! ¡Éste es el rostro de un sátiro!
—Es el rostro de mi propia alma.
—¡Dios mío! ¡Qué ser debo de haber adorado! Tiene los ojos de un demonio.
—Todos llevamos el cielo y el infierno en nuestro interior, Basil —exclamó
Dorian con un intenso gesto de desesperación.
Hallward se volvió de nuevo hacia el retrato y lo contempló.
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—¡Dios mío! Es cierto —exclamó—; ¡y si esto es lo que has hecho con tu vida,
debes de ser aún peor de lo que imaginan los que hablan contra ti!
Acercó de nuevo la luz al lienzo y lo examinó. La superficie parecía estar
completamente inalterada, tal como él la había dejado. Era del interior,
aparentemente, de donde nacía la locura y el horror. Por alguna extraña aceleración
de la vida interna, la lepra del pecado estaba devorando lentamente el cuadro. La
corrupción de un cadáver en la humedad de una tumba no resultaba tan espantosa.
Su mano tembló, y la vela cayó del candelabro al suelo, donde quedó
chisporroteando. Puso el pie sobre ella y la apagó. Después se dejó caer en la
desvencijada silla que había junto a la mesa y enterró la cabeza entre las manos.
—¡Santo Dios, Dorian, qué lección! ¡Qué espantosa lección!
No hubo respuesta, pero oía al joven sollozando en la ventana.
—Reza, Dorian, reza —murmuró—, ¿qué nos enseñan a decir en la niñez? «No
nos dejes caer en la tentación. Perdónanos nuestros pecados. Purifícanos de nuestra
iniquidad». Digámoslo juntos. La oración de tu orgullo ha obtenido respuesta. El
ruego de tu arrepentimiento también será escuchado. Te he adorado en exceso. Ahora
recibo el castigo. Tú te has adorado en exceso a ti mismo. Los dos somos castigados.
Dorian Gray se dio la vuelta lentamente y lo miró con los ojos anegados en
lágrimas.
—Es demasiado tarde, Basil —dijo con desmayo.
—Nunca es demasiado tarde, Dorian. Arrodillémonos e intentemos recordar una
oración. ¿No hay un verso en alguna parte que dice «aunque vuestros pecados sean
como la grana, yo los volveré blancos como la nieve»?
—Esas palabras ya no significan nada para mí.
—¡Calla! No digas eso. Ya has hecho suficiente daño en tu vida. ¡Dios mío! ¿No
ves la impudicia con que nos mira esa maldita cosa?
Dorian Gray contempló el retrato y, de pronto, un incontrolable sentimiento de
odio hacia Basil Hallward se apoderó de él, como surgido de la imagen del lienzo,
como si hubiese sido murmurado en su oído por esos labios de sarcástica sonrisa. La
salvaje pasión de un animal cazado nació en su interior, y aborreció al hombre
sentado a la mesa más de lo que había aborrecido nada en toda su vida. Miró
ferozmente a su alrededor. Algo brillaba encima del arcón pintado. Su mirada se posó
en aquello. Sabía lo que era. Era un cuchillo que había subido, unos días antes, para
cortar un trozo de cuerda y que había olvidado llevarse después. Avanzó lentamente
hacia aquello, pasando junto a Hallward al hacerlo. Tan pronto estuvo detrás de él, lo
agarró y se volvió. Hallward se removió en la silla, como si fuese a incorporarse. Se
precipitó sobre él y clavó el cuchillo en la arteria que hay detrás de la oreja,
aplastándole la cara contra la mesa y descargando golpes una y otra vez.
Se escuchó un ronco gemido y el horrendo estertor de alguien ahogado en sangre.
Por tres veces, los brazos extendidos se agitaron convulsivamente, sacudiendo,
grotescos, las manos de crispados dedos en el vacío. Lo apuñaló dos veces más, pero
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el hombre no se movió. Algo empezó a gotear sobre el suelo. Esperó un momento,
presionando la cabeza aún. Después tiró el cuchillo sobre la mesa y aguzó el oído.
Sólo se oía el continuo gotear sobre la gastada alfombra. Abrió la puerta y salió al
rellano. La casa estaba en completo silencio. No había nadie por los alrededores.
Durante unos segundos permaneció inclinado sobre la barandilla, escudriñando en el
negro e hirviente pozo de oscuridad. Después cogió la llave y volvió al cuarto,
encerrándose allí.
La cosa seguía sentada en el sillón, torcida sobre la mesa con la cabeza caída y la
espalda encorvada, y unos largos y fantásticos brazos. Si no hubiera sido por el
desgarrón rojo y dentado del cuello, y por el negro charco que se extendía lentamente
sobre la mesa, se hubiera dicho que el hombre estaba simplemente dormido.
¡Qué deprisa había ocurrido todo! Se sintió extrañamente tranquilo y, dirigiéndose
hacia la ventana, la abrió y salió al balcón. El viento había barrido la niebla, y el cielo
era como la cola de un monstruoso pavo real, estrellada de miríadas de ojos dorados.
Miró hacia abajo y vio al policía haciendo su ronda y dirigiendo el largo haz de su
linterna hacia las puertas de las silenciosas casas. La mancha carmesí de un cabriolé
que pasaba brilló en la esquina y después se desvaneció. Una mujer envuelta en un
ondeante chal se deslizó lentamente junto a las verjas, tambaleándose a su paso. De
vez en cuando se paraba y miraba atrás. De pronto empezó a cantar con voz ronca. El
policía fue hacia ella y le dijo algo. La mujer se marchó tropezando y riendo. Una
áspera ráfaga de viento barrió la plaza. Los faroles de gas parpadearon volviéndose
azules, y los árboles desnudos agitaron sus negras ramas de acero. Se estremeció y
volvió a entrar, cerrando la ventana.
Una vez en la puerta echó la llave y la abrió. Ni siquiera miró al hombre
asesinado. Sentía que el secreto de todo aquello radicaba en no reconocer la situación.
El amigo que había pintado el fatal retrato al que debía toda su miseria había
desaparecido de su vida. Eso era suficiente.
Entonces se acordó de la lámpara. Era una pieza bastante curiosa de artesanía
morisca, hecha de plata mate incrustada con arabescos de acero bruñido y tachonada
de gruesas turquesas. Su criado podría echarla de menos y preguntar por ella. Titubeó
un momento, después volvió y la cogió de la mesa. No pudo evitar ver el cuerpo
muerto. ¡Qué quieto estaba! ¡Qué horriblemente blancas parecían las largas manos!
Era como una espantosa imagen de cera.
Después de cerrar la puerta tras de sí, se deslizó silenciosamente por las escaleras.
El artesonado crujía, y parecía gritar de dolor. Se detuvo varias veces y esperó. No:
todo estaba en calma. Sólo era el ruido de sus propios pasos.
Una vez en la biblioteca, vio la bolsa y el abrigo en un rincón. Era preciso
esconderlos en algún sitio. Abrió un armario secreto disimulado en el revestimiento,
donde guardaba sus propios y extraños disfraces y los metió allí. Podría quemarlos
fácilmente más adelante. Después sacó el reloj. Eran las dos menos veinte.
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Se sentó y empezó a reflexionar. Todos los años, todos los meses, prácticamente,
se ahorcaba a hombres en Inglaterra por lo que él había hecho. Había habido una
locura criminal en el aire. Alguna estrella roja se había acercado demasiado a la
tierra… Y aun así, ¿qué pruebas había contra él? Basil Hallward había dejado la casa
a las once. Nadie le había visto volver a entrar. La mayoría de los criados estaban en
Selby Royal. Su mayordomo estaba acostado… ¡París! Sí. Basil se había marchado a
París, y en el tren de la medianoche, como tenía pensado hacer. Con sus extrañas y
reservadas costumbres, pasarían meses antes de que se levantase sospecha alguna.
¡Meses! Todo podía estar destruido mucho antes.
Una repentina idea cruzó su mente. Se puso el abrigo de piel y el sombrero y salió
al vestíbulo. Allí se detuvo, escuchando los lentos y pesados pasos del policía sobre
la acera y viendo reflejarse la luz de su linterna en la ventana. Esperó conteniendo la
respiración.
Después de un momento descorrió el cerrojo y se deslizó afuera, cerrando la
puerta tras él con mucha suavidad. Luego llamó al timbre. Al cabo de cinco minutos
apareció su criado a medio vestir y con aspecto muy somnoliento.
—Siento haberte despertado, Francis —dijo, entrando—, pero he olvidado la
llave. ¿Qué hora es?
—Las dos y diez, señor —contestó el hombre mirando el reloj y parpadeando.
—¿Las dos y diez? ¡Qué tarde es! Deberás despertarme mañana a las nueve.
Tengo cosas que hacer.
—Muy bien, señor.
—¿Ha venido alguien esta noche?
—El señor Hallward, señor. Estuvo aquí hasta las once y luego se fue a coger el
tren.
—¡Oh! Siento no haberle visto. ¿Ha dejado algún mensaje?
—No, señor. Sólo dijo que le escribiría desde París si no le encontraba en el club.
—Está bien, Francis. No olvides llamarme a las nueve.
—No, señor.
El criado desapareció por el corredor arrastrando las zapatillas.
Dorian Gray tiró el abrigo y el sombrero sobre la mesa y entró en la biblioteca.
Durante un cuarto de hora recorrió el cuarto de un lado a otro mordiéndose el labio y
pensando. Después cogió el Libro Azul de uno de los estantes y empezó a pasar las
hojas. «Alan Campbell, calle Hertford 152, Mayfair». Sí; ése era el hombre que
necesitaba.
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CAPÍTULO XIV
A las nueve de la mañana siguiente, el criado entró con una taza de chocolate en una
bandeja y abrió las persianas. Dorian dormía apaciblemente, descansando sobre el
lado derecho, con una mano bajo la mejilla. Parecía un niño cansado por el juego o el
estudio.
El hombre tuvo que tocarle dos veces en el hombro para que se despertase, y al
abrir los ojos una débil sonrisa cruzó sus labios, como si hubiese estado sumido en
algún sueño delicioso. Y sin embargo no había soñado nada. Ninguna imagen de
placer o de dolor había turbado su noche. Pero la juventud sonríe sin motivo. Ése es
uno de sus encantos principales.
Se volvió y, apoyándose en el codo, empezó a sorber el chocolate. El suave sol de
noviembre inundaba el cuarto. El cielo estaba despejado, y había en el aire una
magnífica tibieza. Era casi como una mañana de mayo.
Gradualmente, los sucesos de la noche anterior penetraron en su mente con
ensangrentados pasos, reconstruyéndose por sí mismos con terrible precisión. Tembló
ante el recuerdo de su sufrimiento, y por un instante volvió a invadirle el mismo
extraño sentimiento de odio contra Basil Hallward que le había impulsado a matarle
cuando estaba sentado en la silla, dejándole helado de pasión. El muerto seguía
sentado allí arriba, y ahora a pleno sol. ¡Qué espanto! Esas cosas tan horribles eran
para las tinieblas, no para la luz del día.
Sintió que si seguía pensando en lo que había ocurrido, enfermaría o
enloquecería. Había pecados cuya fascinación estaba más en el recuerdo que en el
acto en sí mismo; raros triunfos que gratifican el orgullo más que las pasiones y
proporcionan al intelecto una viva alegría, mayor que la que dan o pueden darle a los
sentidos. Pero aquél no era de ésos. Era un recuerdo que debía borrar de su mente,
drogarlo con adormideras, ahogarlo para impedir que le ahogase a él.
Al sonar la media, se pasó la mano por la frente y, levantándose presuroso, se
vistió con más esmero que de costumbre, escogiendo cuidadosamente la corbata y el
alfiler, y cambiando de sortija varias veces. Empleó también mucho tiempo en
desayunar, probando los distintos platos y hablándole a su criado de una nueva librea
que pensaba mandar hacer para su servidumbre de Selby mientras abría la
correspondencia. Algunas cartas le hicieron sonreír. Tres de ellas lo aburrieron.
Releyó varias veces la misma y luego la rompió con un ligero gesto de fastidio en el
rostro. Como había dicho lord Henry en una ocasión: «¡Qué terrible es la memoria de
una mujer!»
Después de beber su taza de café negro, se limpió los labios pausadamente con la
servilleta, hizo señas a su criado de que esperase y, yendo hacia la mesa, se sentó y
escribió dos cartas. Se metió una de ellas en el bolsillo y le entregó la otra a su criado.
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—Lleva esto al 152 de la calle Hertford, Francis, y si el señor Campbell está fuera
de Londres pregunta su dirección.
Nada más quedarse solo encendió un cigarrillo y empezó a hacer esbozos en una
hoja de papel, dibujando primero flores y motivos arquitectónicos, y después rostros
humanos. De pronto notó que cada rostro que trazaba parecía tener una fantástica
similitud con Basil Hallward. Frunció las cejas y, levantándose, fue hacia la estantería
y cogió un tomo al azar. Estaba dispuesto a no pensar más en lo sucedido de no ser
absolutamente necesario.
Una vez tumbado en el sofá, miró el título del libro. Era la edición de Charpentier,
sobre papel japonés, de la obra Esmaltes y camafeos de Gautier, con aguafuertes de
Jacquemart. La encuadernación era en cuero verde limón, con un trazado de oro y
sembrado de granadas. Era un regalo de Adrian Singleton. Al hojearlo, su mirada
cayó en el poema sobre la mano de Lacenaire, la mano fría y amarillenta du supplice,
encore mal lavée, con su suave vello rojizo y sus doigts de faune. Contempló sus
propios dedos, blancos y largos, estremeciéndose levemente a pesar suyo, y siguió
hasta llegar a estos delicados versos sobre Venecia:
¡Qué exquisitos eran! Leyéndolos, uno parecía descender por los verdes canales de la
ciudad rosa y perla, sentado en una negra góndola de proa de plata y flotantes
cortinas. Aquellas sencillas líneas le recordaban las rectas franjas azul turquesa que
uno deja tras de sí cuando navega hacia el Lido. El repentino resplandor de los
colores le evocaba las palomas de color iris y ópalo que revoloteaban en torno al alto
Campanille, semejante a un panal de miel, o que paseaban con majestuosa gracia bajo
las sombrías y polvorientas arcadas. Se recostó entornando los ojos y repitiéndose a sí
mismo:
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Venecia entera estaba en aquellos dos versos. Recordó el otoño que había pasado allí
y un maravilloso amor que le había hecho cometer deliciosas y delirantes locuras.
Había romances en todas partes. Pero Venecia, como Oxford, conservaba un
trasfondo de novela y, para el verdadero romántico, el fondo lo es todo o casi todo.
Basil había estado con él parte del tiempo, apasionándose por Tintoretto. ¡Pobre
Basil! ¡Qué horrible forma de morir!
Suspiró y volvió a coger el libro, tratando de olvidar. Leyó los versos sobre las
golondrinas que entran y salen del cafetín de Esmirna donde los hadjis se sientan a
pasar las cuentas de ámbar de sus rosarios, y los mercaderes, con sus turbantes,
fuman las largas pipas de colgantes borlas mientras conversan con gravedad; leyó
sobre el obelisco de la plaza de la Concordia, que llora lágrimas de granito sobre su
solitario exilio sin sol, languideciendo por volver junto al ardiente Nilo cubierto de
lotos, donde hay esfinges, rosados y rojos ibis, buitres blancos de doradas garras y
cocodrilos, de ojillos de berilo, que se arrastran por el légamo verde y humeante;
empezó a meditar sobre aquellos versos que, transformando en música un mármol
manchado de besos, hablan de esa curiosa estatua que Gautier compara con una voz
de contralto, el monstre charmant, recostada en la sala de pórfido del Louvre. Pero, al
poco rato, el libro cayó de sus manos. Los nervios se apoderaron de él y lo asaltó un
horrible sentimiento de terror. ¿Qué ocurriría si Alan Campbell estaba fuera de
Inglaterra? Pasarían días hasta que pudiese regresar. Quizá rehusase acudir. ¿Qué
haría entonces? Cada segundo era de vital importancia. Habían sido grandes amigos
en el pasado, cinco años antes, casi inseparables, de hecho. Después su intimidad
había acabado repentinamente. Ahora, cuando se encontraban, Dorian Gray era el
único en sonreír; Alan Campbell jamás lo hacía.
Era un joven de extremada inteligencia, aunque carecía de una apreciación real de
las artes plásticas, y el poco sentido de la belleza poética que poseía se lo debía
enteramente a Dorian. Su pasión intelectual dominante era la ciencia. En Cambridge
había pasado gran parte de su tiempo trabajando en el laboratorio, obteniendo un
buen número de promoción en ciencias naturales. De hecho, aún seguía dedicándose
al estudio de la química, y tenía su propio laboratorio, en el que solía encerrarse
durante todo el día con gran disgusto de su madre, que había soñado para él un puesto
en el parlamento, y que tenía una vaga idea de que un químico era una persona que
componía recetas. Sin embargo, también era un excelente músico, y tocaba el violín y
el piano mejor que la mayoría de los aficionados. De hecho, había sido la música lo
que les había hecho intimar primero, la música y esa indefinible atracción que Dorian
parecía ejercer siempre que quería, y que realmente ejercía a menudo hasta de una
manera inconsciente. Se habían conocido en casa de lady Berkshire la noche en que
Rubinstein había tocado allí, y después de eso podía vérselos siempre juntos en la
ópera y en cualquier lugar en el que se escuchase buena música. Su intimidad había
durado dieciocho meses. Campbell siempre estaba en Selby Royal o en la plaza
Grosvenor. Para él, como para muchos otros, Dorian Gray era la representación de
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todo lo maravilloso y fascinante de la vida. Si había habido una disputa entre ellos,
nadie lo supo nunca. Pero de pronto la gente notó que apenas se hablaban al
encontrarse, y que Campbell siempre parecía abandonar pronto una fiesta en la que
Dorian estaba presente. Él también había cambiado: a veces estaba extrañamente
melancólico, casi parecía disgustarle escuchar música, y él mismo ya nunca tocaba,
alegando como excusa cuando alguien se lo pedía que estaba tan absorbido por la
ciencia que no le quedaba tiempo para practicar. Y realmente era cierto. Cada día
parecía interesarse más por la biología, y su nombre apareció una o dos veces en
alguna de las revistas científicas en relación con ciertos extraños experimentos.
Ése era el hombre al que Dorian Gray estaba esperando. Miraba el reloj cada
segundo. A medida que pasaban los minutos, aumentaba horriblemente su inquietud.
Por último se levantó y empezó a recorrer la estancia de un lado a otro como una
hermosa criatura en una jaula. Daba furtivas y largas zancadas. Tenía las manos
extrañamente frías.
La espera se hizo intolerable. Le parecía que el tiempo se deslizaba con pies de
plomo, mientras que él era empujado por monstruosos vientos hacia el dentado borde
de un oscuro precipicio. Sabía lo que le esperaba allí; lo veía de hecho y,
estremeciéndose, apretó con las manos sudorosas sus ardientes párpados como
queriendo destruir su vista y hundir los globos de los ojos en sus órbitas. Era inútil. El
cerebro se alimentaba a sí mismo, y la imaginación, convertida en grotesca por el
terror, retorcida y desfigurada como un ser vivo por el dolor, bailaba como un títere
enloquecido en una barraca, gesticulando a través de cambiantes máscaras. Entonces,
el tiempo se detuvo de pronto. Sí: esa cosa ciega y jadeante dejó de avanzar y, al
morir el tiempo, terribles pensamientos se deslizaron ágilmente frente a él,
desenterrando un espantoso futuro de su tumba y poniéndolo ante sus ojos. Lo
contempló. El horror que encerraba lo dejó petrificado.
Al fin la puerta se abrió y el criado entró en el cuarto. Lo miró con ojos vidriosos.
—El señor Campbell, señor —anunció el hombre.
Un suspiro de alivio escapó de sus resecos labios, y el color volvió a sus mejillas.
—Dile que entre inmediatamente, Francis.
Sentía que recobraba el dominio. El acceso de cobardía había desaparecido.
El hombre se retiró con una inclinación. Instantes después entraba Alan Campbell
con aspecto muy severo y bastante pálido, su palidez intensificada por el pelo negro
como el carbón y las oscuras cejas.
—¡Alan! Qué amable por tu parte. Te agradezco que hayas venido.
—Me había propuesto no volver a pisar su casa nunca más, Gray. Pero decía
usted que era un asunto de vida o muerte.
Su voz era dura y fría. Hablaba con deliberada lentitud. Había una expresión de
desprecio en la mirada firme y escrutadora que dirigió a Dorian. Mantenía las manos
en los bolsillos de su abrigo de astracán, y parecía no haber notado el gesto con el que
se le acogía.
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—Sí: es un asunto de vida o muerte, Alan, y para más de una persona. Siéntate.
Campbell cogió una silla junto a la mesa y Dorian tomó asiento frente a él. Los
ojos de los dos hombres se encontraron. En los de Dorian se reflejaba una piedad
infinita. Sabía que lo que iba a hacer era terrible.
Tras un momento de tenso silencio se inclinó hacia él y, con perfecta calma pero
observando el efecto de cada palabra en aquél al que había hecho llamar, dijo:
—Alan, en un cuarto cerrado del último piso, un cuarto al que sólo yo tengo
acceso, hay un hombre muerto sentado a una mesa. Lleva diez horas muerto. No te
muevas y no me mires así. Quién es el hombre y por qué ha muerto, cómo ha muerto,
son cuestiones que no te incumben. Lo que tienes que hacer es…
—Basta, Gray. No quiero saber nada más. Si lo que dice es cierto o no, eso no me
importa. Me niego completamente a verme mezclado en su vida. Guarde para usted
sus horribles secretos. Ya no me interesan.
—Alan, tendrán que interesarte. Éste tendrá que interesarte. Lo siento mucho por
ti, Alan. Pero no puedo evitarlo. Tú eres el hombre que puede salvarme. Me veo
forzado a involucrarte en el asunto. No tengo otra alternativa. Alan, tú eres un
científico. Sabes de química y cosas de ésas. Has hecho experimentos. Lo que tienes
que hacer es destruir ese cadáver, destruirlo de forma que no quede vestigio de él.
Nadie ha visto entrar a esa persona en la casa. De hecho, actualmente se le supone en
París. No lo echarán en falta durante meses. Cuando eso suceda, no debe quedar
rastro alguno de él en esta casa. Tú, Alan, debes transformarle a él y todas sus
pertenencias en un puñado de cenizas que yo pueda esparcir en el aire.
—Tú estás loco, Dorian.
—¡Ah! Estaba esperando a que me tuteases.
—Tú estás loco, te digo, loco al imaginar que yo iba a mover un dedo para
ayudarte, loco por hacer esa monstruosa confesión. No quiero tener nada que ver con
este asunto, sea el que sea. ¿Crees que voy a poner mi reputación en peligro por ti?
¿Qué me importa el diabólico asunto en el que estés metido?
—Se trata de un suicidio, Alan.
—Me alegra saberlo. Pero ¿quién le indujo a cometerlo? Supongo que tú.
—¿Sigues negándote a hacer esto por mí?
—Naturalmente que me niego. No pienso tener nada en absoluto que ver con ello.
No me importa la vergüenza que pueda caer sobre ti. Sea cual sea, te la mereces. No
me disgustaría verte deshonrado, públicamente deshonrado. ¿Cómo te atreves a
pedirme a mí, entre todos los hombres del mundo, que me mezcle en este horror?
Creí que conocías mejor el carácter de las personas. Tu amigo lord Henry Wotton
debería haberte enseñado más psicología, sea lo que sea lo que te ha enseñado. Nada
podrá convencerme de que dé un paso para salvarte. Te has equivocado de persona.
Busca a alguno de tus amigos. No te dirijas a mí.
—Ha sido un asesinato, Alan. Yo lo he matado. No te imaginas lo que me hizo
sufrir. Cualquiera que sea mi vida, él contribuyó a hacer que fuese así, o a perderla
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más que el pobre Harry. Puede que ésa no fuese su intención, pero el resultado ha
sido el mismo.
—¡Un asesinato! Dios mío, Dorian, ¿has sido capaz de llegar a eso? No voy a
denunciarte. No es de mi incumbencia. Además, aun sin mi intervención en el asunto
seguramente te detendrán. Nadie comete un crimen sin hacer alguna estupidez. Pero
no quiero tener nada que ver con esto.
—Es preciso que tengas que ver con ello. Espera, espera un momento; escucha.
Sólo escucha, Alan. Todo lo que te pido es que realices un determinado experimento
químico. Tú acudes a los hospitales y a los depósitos, y los horrores que haces allí no
te afectan. Si en una de esas horrendas salas de disección, o en uno de esos fétidos
laboratorios, encontrases a ese hombre tendido sobre una mesa de zinc con rojos
canales excavados para que la sangre manase de ellos, lo mirarías simplemente como
a un ejemplar admirable. No se te erizaría un solo cabello. No pensarías que estabas
obrando mal. Al contrario, probablemente sentirías que estabas beneficiando a la raza
humana, o aumentando el caudal de conocimientos del mundo, o satisfaciendo la
curiosidad intelectual, o algo por el estilo. Lo que yo quiero que hagas es
sencillamente lo que has hecho a menudo con anterioridad. De hecho, destruir un
cuerpo debe ser mucho menos horrible de lo que estás acostumbrado a hacer. Y,
recuerda, se trata de la única prueba en mi contra. Si se descubre estoy perdido; y se
descubrirá con seguridad a no ser que me ayudes.
—No deseo ayudarte. Te olvidas de eso. Todo este asunto me es sencillamente
indiferente. No tiene nada que ver conmigo.
—Alan, te lo suplico. Piensa en la posición en la que me encuentro. Justo antes de
que vinieses he estado a punto de desmayarme de terror. Puede que algún día tú
mismo sepas lo que es el terror. ¡No! No pienses en eso. Mira el asunto desde un
punto de vista puramente científico. Tú no preguntas de dónde salen los cadáveres en
los que experimentas. No preguntes ahora. Ya te he dicho demasiado. Pero te ruego
que lo hagas. Una vez fuimos amigos, Alan.
—No me hables de aquellos días, Dorian: están muertos.
—A veces los muertos permanecen. El hombre de arriba no va a marcharse. Está
sentado a la mesa con la cabeza caída y los brazos extendidos. ¡Alan, Alan! Si no me
prestas ayuda estoy perdido. ¡Cómo! ¡Me ahorcarán, Alan! ¿Es que no lo entiendes?
Me ahorcarán por lo que he hecho.
—No tiene sentido prolongar esta escena. Me niego absolutamente a hacer nada
en este asunto. Es una locura que me lo pidas.
—¿Te niegas?
—Sí.
—Alan, te lo suplico.
—Es inútil.
La misma mirada de compasión apareció en los ojos de Dorian Gray. Después
alargó la mano, tomó una hoja de papel y escribió algo en ella. La releyó dos veces,
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doblándola cuidadosamente y la empujó sobre la mesa. Hecho esto, se levantó y fue
hasta la ventana.
Campbell lo miró sorprendido; después cogió el papel y lo desdobló. Mientras
leía, su rostro empalideció horriblemente y se dejó caer sobre el respaldo. Una
terrible sensación de malestar lo invadió. Sintió como si su corazón latiese hasta
morir en alguna vacía cavidad.
Tras dos o tres minutos de horrible silencio, Dorian se volvió y, colocándose tras
él, posó una mano sobre su hombro.
—Lo siento tanto por ti, Alan —murmuró—; pero no me dejas otra alternativa.
Ya tengo escrita la carta. Aquí está. Mira la dirección. Si no me ayudas, tendré que
enviarla. Ya sabes cuáles serán las consecuencias. Pero vas a ayudarme. Es imposible
que ahora te niegues. He intentado evitarte esto. Me harás la justicia de reconocerlo.
Has sido conmigo severo, cruel, ofensivo. Me has tratado como ningún hombre se ha
atrevido a tratarme jamás… Ningún hombre vivo, al menos. Lo he soportado todo.
Ahora me toca a mí dictar condiciones.
Campbell enterró la cabeza entre sus manos y se estremeció.
—Sí, ahora seré yo quien dicte mis condiciones, Alan. Ya sabes cuáles son. La
cosa es muy sencilla. Vamos, no te pongas así. Es necesario hacerlo. Afróntalo y
hazlo.
Un gemido escapó de los labios de Campbell y todo su cuerpo se estremeció. El
tictac del reloj sobre la chimenea le parecía dividir el tiempo en átomos dispersos de
agonía, cada uno de los cuales era demasiado terrible para soportarlo. Sintió como si
un círculo de hierro le oprimiese el cerebro lentamente, como si la deshonra que le
amenazaba lo hubiese alcanzado ya. La mano sobre su hombro le pesaba como si
fuese una mano de plomo. Parecía triturarle.
—Vamos, Alan. Debes decidirte ya.
—No puedo —dijo maquinalmente, como si aquellas palabras pudiesen alterar las
cosas.
—Es necesario. No puedes elegir. No lo retrases más.
Vaciló un momento.
—¿Hay fuego en la habitación de arriba?
—Sí. Hay un aparato de gas con amianto.
—Tendré que ir a casa a coger algunas cosas del laboratorio.
—No, Alan, no debes dejar esta casa. Escribe en una hoja de papel lo que
necesitas y mi criado cogerá un coche y te las traerá.
Campbell garabateó unas líneas, secó la tinta y dirigió el sobre a su ayudante.
Dorian cogió la nota y la leyó cuidadosamente. Después tocó la campana y se la dio a
su criado, con orden de volver lo antes posible trayendo las cosas con él.
Cuando la puerta del vestíbulo se cerró, un estremecimiento nervioso recorrió a
Campbell y, levantándose de la silla, fue hasta la chimenea. Temblaba con una
especie de ataque febril. Durante casi veinte minutos, ninguno de los hombres dijo
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una palabra. Una mosca zumbaba ruidosamente en la habitación, y el tictac del reloj
golpeaba el aire como un martillo.
Al dar la una, Campbell se volvió, y al mirar a Dorian Gray vio que sus ojos
estaban llenos de lágrimas. Había algo en lo puro y refinado en aquel rostro
entristecido que pareció llenarlo de ira.
—Eres infame, absolutamente infame —musitó.
—Cállate, Alan: me has salvado la vida —exclamó Dorian.
—¿La vida? ¡Cielo santo! ¿Qué vida es ésa? Has ido de corrupción en corrupción,
y ahora has cometido un crimen. Al hacer lo que voy a hacer, lo que me obligas a
hacer, no es en tu vida en lo que estoy pensando.
—¡Ah, Alan! —murmuró Dorian con un suspiro—. Ojalá sintieses por mí una
milésima parte de la compasión que yo te tengo.
Al tiempo que hablaba se volvió y permaneció mirando hacia el jardín. Campbell
no contestó.
Pasados diez minutos llamaron a la puerta y el criado entró llevando un gran cofre
de caoba con productos químicos, un largo rollo de alambre de acero y platino y dos
grapas de hierro de extraña forma.
—¿Dejo las cosas aquí, señor? —le preguntó a Campbell.
—Sí —dijo Dorian—. Y me temo, Francis, que tengo otro recado para ti. ¿Cómo
se llama el hombre de Richmond que provee de orquídeas a Selby?
—Harden, señor.
—Sí. Harden. Tienes que ir a Richmond de inmediato, ver a Harden
personalmente y decirle que me envíe el doble de orquídeas de las que le encargué; y
que mande la menor cantidad posible de flores blancas. Hace un hermoso día,
Francis, y Richmond es un sitio muy bonito, de lo contrario no te molestaría con este
encargo.
—No es molestia alguna, señor. ¿A qué hora debo volver?
Dorian miró a Campbell.
—¿Cuánto durará el experimento, Alan? —preguntó con voz calmada e
indiferente. La presencia de una tercera persona en el cuarto parecía darle un coraje
extraordinario.
Campbell frunció el ceño y se mordió los labios.
—Unas cinco horas —contestó.
—Entonces bastará con que vuelvas a las siete y media, Francis. O espera: déjame
la ropa fuera. Puedes cogerte la noche libre. No cenaré en casa, así que no voy a
necesitarte.
—Gracias, señor —dijo el hombre saliendo del cuarto.
—Ahora, Alan, no hay un momento que perder. ¡Qué pesado es este cofre! Yo lo
llevaré. Tú coge el resto de las cosas.
Hablaba deprisa, en tono autoritario. Campbell se sentía dominado. Salieron
juntos de la estancia.
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Al llegar al último rellano, Dorian sacó la llave y la hizo girar en la cerradura.
Después se detuvo y una mirada de inquietud apareció en sus ojos. Se estremeció.
—Creo que no puedo entrar, Alan —murmuró.
—A mí no me importa. No te necesito —dijo Campbell fríamente.
Dorian entreabrió la puerta. Al hacerlo, vio el rostro de su retrato sonriendo
maliciosamente a la luz del sol. Delante, tirada en el suelo, estaba la cortina rasgada.
Recordó que la noche anterior había olvidado, por primera vez en su vida, ocultar el
fatal lienzo, y estaba a punto de precipitarse hacia delante cuando retrocedió
temblando. ¿Qué era ese repugnante rocío rojo que brillaba, húmedo y reluciente, en
una de las manos, como si el lienzo sudase sangre? ¡Era espantoso! Más espantoso, le
pareció en aquel momento, que el mudo cadáver que sabía tendido sobre la mesa, esa
cosa cuya grotesca e informe sombra sobre el manchado tapiz le confirmaba que no
se había movido, sino que seguía allí tal como él lo dejó.
Exhaló un hondo suspiro, abrió la puerta un poco más y, con los ojos
entrecerrados y la cabeza vuelta, entró apresuradamente, decidido a no mirar ni una
sola vez hacia el hombre muerto. Luego, inclinándose y recogiendo la cortina púrpura
y dorada, la echó sobre el retrato.
Se quedó allí inmóvil, temiendo volverse y con los ojos fijos en los arabescos que
tenía ante él.
Oyó a Campbell entrar el pesado cofre, los hierros y las demás cosas que requería
su horrible tarea. Se preguntó si Basil Hallward y él se habrían conocido y, de ser así,
lo que habrían pensado el uno del otro.
—Y ahora, déjame solo —dijo una voz severa detrás de él.
Se volvió y salió precipitadamente, sólo consciente de que el cadáver estaba ahora
recostado y de que Campbell miraba el rostro brillante y amarillento. Cuando bajaba,
oyó girar la llave en la cerradura.
Eran mucho más de las siete cuando Campbell volvió a la biblioteca. Estaba
pálido, pero completamente en calma.
—He hecho lo que me pediste —murmuró—. Y ahora, adiós. No volvamos a
vernos jamás.
—Me has salvado de la ruina, Alan. No puedo olvidar eso —dijo Dorian
simplemente.
En cuanto Campbell se hubo marchado, subió al piso de arriba. En el cuarto había
un horrible olor a ácido nítrico. Pero la cosa que estaba sentada a la mesa había
desaparecido.
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CAPÍTULO XV
Esa misma tarde, a las ocho y media, exquisitamente vestido y con un manojo de
violetas de Parma en el ojal, Dorian Gray era introducido en el salón de lady
Narborough por lacayos de inclinada cabeza. Sus sienes latían con loco nerviosismo y
se sentía atrozmente excitado, pero la reverencia que hizo ante la mano de la dueña
de la casa fue tan natural y encantadora como siempre. Quizá uno nunca parece tan
tranquilo como cuando tiene que representar un papel. Ciertamente, ninguno de los
que vieron a Dorian Gray aquella noche hubiese podido creer que acababa de pasar
por una tragedia tan horrible como cualquier tragedia de nuestro tiempo. Esos dedos
tan finamente modelados jamás habrían empuñado un cuchillo para pecar, y aquellos
sonrientes labios nunca hubiesen podido insultar a Dios y a su bondad. Él mismo se
sentía asombrado de la tranquilidad de su porte, y por un momento experimentó
intensamente el terrible placer de una doble vida.
Era una reunión íntima, casi improvisada por lady Narborough, dama muy
inteligente a quien lord Henry solía describir diciendo que conservaba restos de una
auténtica y notable fealdad. Había resultado una esposa excelente para uno de
nuestros más aburridos embajadores y, habiendo enterrado convenientemente a su
marido en un mausoleo de mármol que ella misma había diseñado y casado a sus
hijas con hombres ricos y más bien maduros, se dedicaba ahora a los placeres de la
literatura francesa, de la cocina francesa y del esprit francés cuando podía obtenerlo.
Dorian era uno de sus favoritos, y siempre le decía que estaba muy contenta de no
haberlo conocido en su juventud.
—Sé bien, querido, que me habría enamorado locamente de usted —solía decir
—, y por su amor lo hubiese arriesgado todo. Es una inmensa suerte que usted no
contase en aquellos tiempos. Así, entre lo poco favorecedor de la moda femenina y lo
ocupados que estaban los hombres, nunca llegué siquiera a flirtear con nadie. Sin
embargo, la culpa fue toda de mi marido. Era terriblemente corto de vista, y no hay
placer en engañar a un marido que nunca ve nada.
Sus invitados de aquella noche eran bastante aburridos. El caso era, como explicó
a Dorian desde detrás de un raído abanico, que una de sus hijas casadas había ido a
visitarla repentinamente y, lo que era aún peor, había traído con ella a su marido.
—Me parece una auténtica desconsideración por su parte, querido —susurró—.
Claro que yo los visito cada verano a la vuelta de Hamburgo, pero una mujer de mi
edad necesita aire fresco de vez en cuando y, además, en realidad los animo. No
puede imaginarse la existencia que llevan. Pura vida campestre sin adulterar. Se
levantan pronto porque tienen mucho que hacer, y se acuestan temprano porque
apenas tienen en qué pensar. No ha habido un solo escándalo en el vecindario desde
los tiempos de la reina Isabel, y en consecuencia todos se quedan dormidos después
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de la cena. No debe sentarse junto a ninguno de ellos. Se sentará a mi lado y me
entretendrá.
Dorian murmuró un amable cumplido y miró a su alrededor. Sí, realmente era una
fiesta aburrida. No había visto nunca a dos de los invitados, y los demás consistían en
Ernest Harrowden, una de esas mediocridades de mediana edad, tan comunes en los
clubs de Londres, que carece de enemigos pero a quien sus amigos detestan
completamente; lady Ruxton, una emperifollada mujer de cuarenta y siete años y
nariz ganchuda que siempre estaba tratando de comprometerse, pero tan terriblemente
insignificante que, para su gran desilusión, nunca había nadie dispuesto a creer nada
en contra de ella; la señora Erlynne, una enérgica don nadie con un delicioso ceceo y
el pelo teñido de rojo-Venecia; lady Alice Chapman, la hija de su anfitriona, una
muchacha insulsa y poco atractiva, con una de esas típicas caras británicas que, una
vez vistas, uno no vuelve a recordar; y su marido, una criatura de coloradas mejillas y
patillas blancas que, como tantos de su clase, creía que la jovialidad desmesurada
puede sustituir la falta absoluta de ideas.
Casi sentía haber ido cuando lady Narborough, mirando el gran reloj de bronce
dorado que se derramaba en chillonas curvas sobre la repisa de la chimenea, exclamó:
—¡Qué horrible por parte de Henry Wotton retrasarse así! Le envié una nota a
propósito esta mañana y prometió firmemente que no me defraudaría.
Era un consuelo que Harry asistiese a la cena, y cuando se abrió la puerta y oyó
su pausada y musical voz dando encanto a una disculpa nada sincera, dejó de sentirse
aburrido.
Pero en la cena no pudo probar bocado. Los platos desaparecían intactos. Lady
Narborough no dejó de reprenderle por lo que calificaba de «un insulto al pobre
Adolphe, que ha pensado el menú especialmente para usted», y de tanto en tanto lord
Henry le miraba a través de la mesa preguntándose por su silencio y su
comportamiento ausente. Cada poco el criado llenaba su copa de champán, que él
bebía ávidamente, pues su sed parecía ir en aumento.
—Dorian —dijo lord Henry finalmente, cuando servían el chaud-froid—, ¿qué te
ocurre esta noche? Pareces encontrarte mal.
—Creo que está enamorado —exclamó lady Narborough— y que teme decirlo
por miedo a que me ponga celosa. Tiene toda la razón. Realmente me pondría celosa.
—Querida lady Narborough —murmuró Dorian sonriendo—, llevo toda una
semana sin enamorarme, de hecho desde que Madame de Ferrol dejó la ciudad.
—¡Cómo pueden enamorarse ustedes de semejante mujer! —exclamó la vieja
dama—. Le aseguro que no lo entiendo.
—Simplemente porque nos recuerda a usted de jovencita, lady Narborough —dijo
lord Henry—. Es el único eslabón entre nosotros y usted cuando vestía de corto.
—No recuerda en absoluto a mí cuando vestía de corto, lord Henry. Pero yo sí la
recuerdo muy bien en Viena treinta años atrás, y lo décolletée que iba por aquel
entonces.
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—Sigue igual de décolletée —contestó él cogiendo una aceituna con sus largos
dedos—, y cuando se viste elegantemente parece una édition de luxe de una mala
novela francesa. Es realmente maravillosa y está llena de sorpresas. Su capacidad
para el afecto familiar es extraordinaria. Cuando murió su tercer marido, su pelo se
tiñó por completo de rubio debido a la pena.
—¡Cómo puedes decir eso, Harry! —exclamó Dorian.
—Es una explicación de lo más romántica —rió la anfitriona—. ¡Pero su tercer
marido, lord Henry! No pretenderá decir que Ferrol es el cuarto.
—Ciertamente, lady Narborough.
—No creo una palabra de lo que dice.
—Entonces pregunte al señor Gray. Es uno de sus más íntimos amigos.
—¿Es eso cierto, señor Gray?
—Eso asegura ella, lady Narborough —dijo Dorian—. Yo le pregunté si, como
Margarita de Navarra, tenía sus corazones embalsamados y colgando de su cinturón.
Ella me dijo que no, porque ninguno de sus maridos había tenido corazón.
—¡Cuatro maridos! Palabra que eso es trop de zèle.
—Trop d’audace, le dije yo a ella —replicó Dorian.
—Oh, es lo bastante audaz para cualquier cosa, querido. ¿Y cómo es Ferrol? No
lo conozco.
—Los maridos de las mujeres muy bellas pertenecen a la clase criminal —dijo
lord Henry bebiendo su vino.
Lady Narborough le golpeó con su abanico.
—Lord Henry, no me sorprende en absoluto que el mundo lo califique a usted de
extremadamente perverso.
—¿De qué mundo habla? —preguntó lord Henry elevando las cejas—. Este
mundo y yo estamos en excelentes términos.
—Todo el mundo que conozco dice que es usted muy perverso —exclamó
agitando la cabeza la vieja dama.
Lord Henry se puso serio unos instantes.
—Es absolutamente monstruoso —dijo al fin— el modo en que la gente va por
ahí hoy en día diciendo cosas en contra de uno, y a sus espaldas, que son completa y
totalmente ciertas.
—¿No es incorregible? —exclamó Dorian inclinándose en su silla.
—Eso espero —dijo riendo su anfitriona—. Pero si realmente adoran de un modo
tan ridículo a Madame de Ferrol, voy a tener que casarme de nuevo para estar de
moda.
—Usted nunca volverá a casarse, lady Narborough —interrumpió lord Henry—.
Fue demasiado feliz en su matrimonio. Cuando una mujer vuelve a casarse es porque
detestaba a su primer marido. Cuando un hombre vuelve a casarse es porque adoraba
a su primera mujer. Las mujeres ponen a prueba su suerte; los hombres la arriesgan.
—Narborough no era perfecto —exclamó la anciana dama.
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—De haberlo sido, mi querida señora, usted no lo hubiese amado —fue la
respuesta—. Las mujeres nos aman por nuestros defectos. Si tenemos bastantes están
dispuestas a perdonárnoslo todo, hasta nuestra inteligencia. No volverá a invitarme a
cenar, me temo, después de haber dicho esto, lady Narborough, pero es
completamente cierto.
—Claro que es cierto, lord Henry. Si las mujeres no quisiéramos a los hombres
por sus defectos, ¿qué sería de ustedes? Ningún hombre se casaría nunca. Serían una
pandilla de desgraciados solterones. No es que eso cambiase mucho las cosas. Hoy en
día los hombres casados viven como solteros, y los solteros como casados.
—Fin de siècle —murmuró lord Henry.
—Fin du globe —contestó su anfitriona.
—Ojalá fuese fin du globe —dijo Dorian con un suspiro—. La vida es
decepcionante.
—Pero, querido —dijo lady Narborough poniéndose los guantes—, no me diga
que ha agotado usted la vida. Cuando un hombre dice eso sabe que la vida lo ha
agotado a él. Lord Henry es muy perverso, y a veces desearía haberlo sido yo
también; pero usted está hecho para ser bueno. Parece usted tan bueno. Debo buscarle
una esposa. ¿No cree, lord Henry, que el señor Gray debería casarse?
—Siempre se lo estoy diciendo, lady Narborough —dijo lord Henry con una
inclinación.
—Bien, debemos buscar una pareja apropiada para él. Recorreré cuidadosamente
el Debrett[4] esta noche y sacaré una lista de todas las jóvenes que puedan ser
candidatas.
—¿Con sus edades, lady Narborough? —preguntó Dorian.
—Por supuesto, con sus edades levemente retocadas. Pero no debemos
apresurarnos. Quiero que sea lo que el Morning Post llama una alianza conveniente, y
quiero que ambos sean felices.
—¡Qué tonterías dice la gente sobre la felicidad del matrimonio! —exclamó lord
Henry—. Un hombre puede ser feliz con una mujer siempre que no la quiera.
—Ah, qué cínico es usted —exclamó la vieja dama apartando su silla y
haciéndole una seña a lady Ruxton—. Debe venir pronto a cenar conmigo otra vez.
Realmente es usted un admirable tónico, mucho mejor que el que me prescribe sir
Andrew. Pero debe decirme a quién le gustaría encontrar. Quiero que sea una reunión
encantadora.
—Me gustan los hombres con futuro y las mujeres con pasado —contestó—, ¿o
cree que eso la convertiría en una reunión de enaguas?
—Eso me temo —dijo su anfitriona riendo al tiempo que se levantaba—. Le pido
mil perdones, mi querida lady Ruxton —añadió—. No había caído en que no ha
acabado usted su cigarrillo.
—No tiene importancia, lady Narborough. Realmente fumo demasiado. Tengo
intención de moderarme en un futuro.
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—Le ruego que no lo haga, lady Ruxton —dijo lord Henry—. La moderación es
algo fatal. Bastante es tan malo como una comida. Más que bastante es tan bueno
como un banquete.
Lady Ruxton lo miró con curiosidad.
—Debe venir a explicarnos eso alguna tarde, lord Henry. Parece una teoría
fascinante —murmuró abandonando la sala.
—Y ahora no se entretengan demasiado con su política y sus escándalos —
exclamó lady Narborough desde la puerta—; de lo contrario, empezaremos a reñir allí
arriba.
Los hombres rieron, y el señor Chapman dio la vuelta solemnemente a la mesa y
se sentó en la cabecera. Dorian Gray cambió de sitio y se sentó junto a lord Henry. El
señor Chapman empezó a pensar en voz alta sobre la situación en la Cámara de los
Comunes. Se reía a carcajadas de sus adversarios. La palabra doctrinaire, llena de
horror para la mentalidad británica, surgía de tanto en tanto entre sus explosiones. Un
prefijo aliterado servía como adorno de su oratoria. Izaba la Unión Jack sobre el
pináculo del pensamiento. La estupidez hereditaria de la raza, que él jovialmente
denominaba pleno sentido común inglés, era, a su juicio, el adecuado baluarte de la
sociedad.
Una sonrisa torció los labios de lord Henry, que se volvió y miró a Dorian.
—¿Te encuentras mejor, querido? —preguntó—. Parecías sentirte realmente mal
durante la cena.
—Me encuentro bien, Harry. Estoy cansado. Eso es todo.
—Estuviste encantador la otra noche. La duquesita siente absoluta adoración por
ti. Me ha dicho que piensa ir a Selby.
—Ha prometido venir el veinte.
—¿Estará también Monmouth?
—Sí, Harry.
—Él me aburre terriblemente, casi tanto como le aburre a ella. Es muy
inteligente, demasiado inteligente para ser una mujer. Carece del indefinible encanto
de la debilidad. Son los pies de barro los que hacen precioso el oro de la imagen. Pies
de blanca porcelana, si prefieres. Han pasado por el fuego, y lo que no destruye el
fuego lo endurece. Ella ha tenido experiencias.
—¿Cuánto hace que está casada? —preguntó Dorian.
—Una eternidad, dice ella. Creo que, según la guía de la nobleza, hace diez años;
pero diez años con Monmouth deben haber sido una eternidad, tiempo incluido.
¿Quién más vendrá?
—Oh, los Willoughbys, lord Rugby y su mujer, nuestra anfitriona, Geoffrey
Clouston, el grupo de siempre. Le he pedido a lord Grotrian que viniese.
—Me gusta —dijo lord Henry—. A mucha gente no le gusta, pero yo lo
encuentro encantador. Se hace perdonar el ser a veces demasiado elegante, e
invariablemente demasiado educado. Es un tipo muy moderno.
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—No sé si podrá venir, Harry. Puede que tenga que ir con su padre a Montecarlo.
—Ah, ¡qué fastidio es la familia de uno! Intenta que venga. Por cierto, Dorian, te
marchaste muy pronto anoche. Antes de las once. ¿Qué hiciste después? ¿Fuiste
directamente a casa?
Dorian le miró bruscamente y frunció las cejas.
—No, Harry —dijo al fin—, no llegué a casa hasta casi las tres.
—¿Estuviste en el club?
—Sí —contestó—. No, no es así. No estuve en el club. Paseé. He olvidado lo que
hice. ¡Qué inquisitivo eres, Harry! Siempre quieres saber lo que uno ha estado
haciendo. Yo siempre deseo olvidar lo que he hecho. Volví a las dos y media, si
quieres saber la hora exacta. Me había dejado la llave en casa y mi criado tuvo que
abrirme. Si deseas alguna prueba que corrobore la cuestión, puedes preguntarle a él.
Lord Henry se encogió de hombros.
—Mi querido amigo, como si eso me importase algo. Vayamos al salón. No,
gracias, señor Chapman, no quiero sherry. Algo te ha ocurrido, Dorian. Dime qué es.
No eres el mismo esta noche.
—No te preocupes por mí, Harry. Estoy irritable y malhumorado. Te veré mañana
o pasado mañana. Discúlpame ante lady Narborough. No voy a subir. Me marcho a
casa. Debo irme a casa.
—Bueno, Dorian. Supongo que te veré mañana a la hora del té. Vendrá la
duquesa.
—Intentaré estar allí, Harry —dijo saliendo del cuarto.
Al ir hacia casa era consciente de que el sentimiento de terror que creía haber
estrangulado había vuelto. El interrogatorio casual de lord Henry le había hecho
perder los nervios por el momento, y necesitaba estar sereno. Quedaban algunos
objetos peligrosos que había que destruir. Se estremeció. Odiaba la sola idea de tener
que tocarlos.
Sin embargo debía hacerlo. Se daba cuenta de ello y, tras cerrar con llave la
puerta de la biblioteca, abrió el armario secreto en el que había guardado el abrigo y
la bolsa de Basil Hallward. Ardía un enorme fuego en la chimenea. Apiló encima otro
tronco. El olor a ropa chamuscada y a cuero quemado era horrible. Tardó tres cuartos
de hora en hacerlo desaparecer todo. Al final se sentía débil y revuelto y, quemando
unas pastillas argelinas en un pebetero de cobre, se lavó las manos y la frente con
vinagre frío y almizclado.
De pronto se estremeció. Sus ojos despidieron un extraño brillo y se mordió
febrilmente el labio inferior. Entre las dos ventanas había un escritorio florentino de
ébano, incrustado de marfil y lapislázuli. Lo contempló como si ese objeto pudiese
fascinar y aterrar a un tiempo, como si encerrase algo que deseara y que, sin
embargo, le repugnase. Respiraba aceleradamente. Un loco deseo se apoderó de él.
Encendió un cigarrillo y luego lo tiró. Sus párpados cayeron hasta que las largas
franjas de sus pestañas tocaron casi las mejillas. Pero siguió contemplando el
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escritorio. Finalmente se levantó del sofá donde estaba tendido, fue hacia el mueble,
lo abrió y tocó un resorte oculto. Un cajón triangular se abrió despacio. Sus dedos se
movieron instintivamente y se hundieron en su interior, cerrándose sobre algo. Era
una cajita china lacada en negro y polvo de oro, bellamente labrada, de curvados
bordes y con cordones de seda de los que colgaban borlas de hilo metálico y perlas de
cristal. La abrió. Contenía una pasta verde con lustre de cera y de olor fuerte y
persistente.
Vaciló unos instantes, con una extraña e inmóvil sonrisa en su rostro. Después,
tiritando a pesar de que la atmósfera del cuarto era terriblemente calurosa, se
desperezó y miró el reloj. Eran las doce menos veinte. Guardó otra vez la caja, cerró
el mueble y fue a su dormitorio.
Cuando sonaron las doce campanadas de bronce en la oscuridad, Dorian Gray,
vestido de modo ordinario y con una bufanda arrollada al cuello, se deslizó sin ruido
fuera de la casa. En la calle Bond encontró un coche con un buen caballo. Lo llamó y
dio en voz baja una dirección al cochero.
El hombre movió la cabeza.
—Está demasiado lejos, señor —murmuró.
—Tome un soberano —dijo Dorian—; y le daré otro si va deprisa.
—Muy bien, señor —respondió el hombre—, estará usted allí dentro de una hora.
Y, guardándose el dinero, hizo girar al caballo, que partió velozmente en
dirección al río.
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CAPÍTULO XVI
Empezó a caer una lluvia helada, y los borrosos faroles surgían fantasmales en la
empapada bruma. Los cafés cerraban en aquel momento, y hombres y mujeres de
aspecto sombrío se agolpaban en desordenados grupos junto a sus puertas. De
algunos bares salían horribles risotadas. En otros, los borrachos alborotaban y
aullaban.
Reclinado en el asiento del simón, con el sombrero echado hacia delante, Dorian
Gray contemplaba con ojos impávidos la sórdida vergüenza de la gran ciudad, y de
cuando en cuando repetía para sí las palabras que lord Henry le había dicho el día en
que se conocieron: «Curar el alma a través de los sentidos y los sentidos a través del
alma». Sí, ése era el secreto. Lo había probado con frecuencia y volvería a probarlo
ahora. Había fumaderos de opio en los que podía comprarse el olvido, horrendas
guaridas en las que el recuerdo de antiguos pecados podía destruirse con la locura de
pecados nuevos.
La luna colgaba muy baja en el cielo, como un cráneo amarillo. De tanto en tanto,
un inmenso nubarrón informe extendía un largo brazo tapándola. Los faroles
disminuyeron, y las calles eran cada vez más estrechas y tenebrosas. Una de las
veces, el cochero perdió el camino y hubo de retroceder media milla. Un vaho
ascendía del caballo que reventaba a su paso los charcos. La bruma cubría de un gris
franela los cristales del simón.
«Curar el alma a través de los sentidos y los sentidos a través del alma». Cómo
resonaban esas palabras en sus oídos. Y su alma estaba mortalmente enferma. ¿Sería
cierto que los sentidos podían curarla? Se había derramado sangre inocente. ¿Cómo
expiar aquello? ¡Ah! No había expiación posible; pero aunque el perdón fuese
inalcanzable, aún le quedaba el olvido, y él estaba decidido a olvidar, a borrar todo
aquello, a aplastarlo como se aplasta una víbora que te ha mordido. Realmente, ¿con
qué derecho le había hablado así Basil? ¿Quién le había nombrado juez de los demás?
Había dicho cosas atroces, horribles, intolerables.
El coche avanzaba con dificultad y, a su parecer, cada vez más lentamente.
Levantó el cristal y le gritó al cochero que acelerase. Una horrible ansia de opio lo
corroía. Le ardía la garganta y se retorcía las delicadas manos. Pegó con furia al
caballo con su bastón. El cochero se echó a reír y fustigó al animal. Él rió también, y
entonces el cochero enmudeció.
El camino parecía interminable, y las calles eran como la negra tela de una araña
extendida. La monotonía se hizo asfixiante y, al espesarse la niebla, sintió miedo.
Después pasaron por solitarias fábricas de ladrillos. La niebla era allí menos
espesa, y pudo ver los extraños hornos en forma de botella, de los que salían lenguas
de fuego como anaranjados abanicos. Un perro ladró a su paso y, a lo lejos, en la
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oscuridad, chilló una gaviota errante. El caballo tropezó en un bache, después se
desvió a un lado y empezó a galopar.
Al cabo de un rato dejaron atrás el camino embarrado y pasaron ruidosamente por
calles mal empedradas. La mayoría de las ventanas estaban oscuras, pero aquí y allá
se perfilaban fantásticas sombras tras las persianas iluminadas. Las contempló con
curiosidad. Se agitaban como monstruosas marionetas y gesticulaban como cosas
vivas. Las odió. Una rabia sorda le invadía el corazón. Al dar la vuelta a una esquina,
una mujer les gritó algo desde una puerta abierta, y dos hombres corrieron detrás del
coche unos cien metros. El cochero los azotó con el látigo.
Dicen que la pasión le hace a uno pensar como en un círculo. Y, de hecho, con
una horrible reiteración, los labios de Dorian Gray formaban y volvían a formar las
sutiles palabras que hablaban del alma y de los sentidos, hasta que halló en ello, por
decirlo así, la plena expresión de su estado de ánimo y justificó, por medio del
intelecto, pasiones que sin esa justificación hubiesen seguido dominando su humor.
Ese solo pensamiento se arrastraba de una a otra célula de su cerebro; y el salvaje
deseo de vivir, el más terrible de todos los apetitos humanos, se impuso en cada uno
de sus trémulos nervios y fibras. La fealdad que tantas veces había detestado porque
hacía las cosas reales, le resultó ahora grata por esa misma razón. La fealdad era lo
único real. Las soeces peleas, el repugnante tugurio, la cruda violencia de una vida
desordenada, la misma vileza de los ladrones y los proscritos eran más vivos en el
intenso realismo de su impresión que todas las gráciles formas del arte, que las
soñadoras sombras de la poesía. Eran lo que él necesitaba para el olvido. Pasados tres
días volvería a ser libre.
De pronto, el cochero detuvo de un tirón el caballo al final de una callejuela
oscura. Por encima de los tejados bajos y las dentadas filas de chimeneas, asomaban
los negros mástiles de los barcos. Guirnaldas de blanca bruma se enroscaban en sus
vergas como fantasmales velas.
—¿Es por aquí, señor? —preguntó la voz ronca por la ventanilla.
Dorian se estremeció y miró a su alrededor.
—Aquí está bien —contestó y, apeándose apresuradamente, dio al cochero la
propina prometida y se dirigió hacia el muelle.
La linterna de popa de un enorme vapor mercante brillaba aquí y allá. La luz
barría el pavimento y se quebraba en los charcos. Un resplandor rojizo salía de un
vapor de altura que estaba alimentando la caldera. El empedrado fangoso parecía un
impermeable mojado.
Apretó el paso hacia la izquierda, mirando a su espalda de cuando en cuando para
ver si lo seguían. Al cabo de siete u ocho minutos, llegó a una casucha embutida entre
dos míseros talleres. Una lámpara iluminaba una de las ventanas de arriba. Se detuvo
y llamó de un modo especial.
Poco después se oyeron pasos en el corredor y un ruido de cerrojos descorridos.
La puerta se abrió silenciosamente y él entró sin decir palabra a la informe y
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rechoncha figura que se aplastó en la sombra al entrar él. Al final del vestíbulo
colgaba una andrajosa cortina verde que agitó el viento racheado de la calle. La
apartó y entró en un cuarto alargado y de techo bajo que parecía un salón de baile de
tercera fila. Unos mecheros de gas de estridente llama se alineaban junto a los muros,
reflejándose y distorsionándose en los espejos manchados de moscas. Unos
grasientos reflectores de latón colocados detrás formaban vacilantes discos de luz. El
suelo estaba cubierto de un serrín ocre, pisoteado y mezclado con barro, salpicado de
oscuros círculos de vino. Unos malayos acuclillados junto a un hornillo de cisco
jugaban con dados de hueso descubriendo al hablar los blancos dientes. En un rincón,
con la cabeza hundida entre los brazos, había un marinero tendido sobre una mesa y,
ante el mostrador pintado chillonamente, que ocupaba un lado entero del local, dos
mujeres ojerosas se burlaban de un viejo que restregaba las mangas de su abrigo con
una mueca de repugnancia.
—Cree que tiene hormigas rojas en la ropa —dijo riendo una de ellas al pasar
Dorian. El hombre las miró aterrorizado y empezó a sollozar.
Al final de la sala había una escalera que llevaba a un cuarto oscuro. Mientras
subía apresuradamente los tres peldaños desvencijados, llegó hasta él un fuerte olor a
opio. Lanzó un profundo suspiro y las aletas de su nariz vibraron de placer. Al entrar,
un joven de lacios cabellos rubios, inclinado sobre una lámpara en la que encendía
una larga y delgada pipa, lo miró y saludó vacilante:
—¿Tú aquí, Adrian? —musitó Dorian.
—¿En qué otro sitio iba a estar? —respondió lánguidamente—. Ninguno de los
muchachos me habla.
—Pensé que te habías marchado de Inglaterra.
—Darlington no va a hacer nada. Al final mi hermano pagó la letra. George
tampoco me habla… No me importa —añadió suspirando—. Con esto uno no
necesita amigos. Creo que yo he tenido demasiados.
Dorian se estremeció y miró a su alrededor las figuras grotescas que yacían en
extrañas posturas sobre harapientos colchones. Los miembros torcidos, las bocas
abiertas, la mirada fija y sin brillo le fascinaban. Sabía en qué extraños cielos estaban
sufriendo y qué sombríos infiernos les enseñaban el secreto de un nuevo goce.
Estaban mejor que él. Él era prisionero del pensamiento. La memoria, como una
horrible dolencia, se estaba cebando en su alma. De cuando en cuando le parecía ver
los ojos de Basil mirándole. Sin embargo, no podía quedarse allí. La presencia de
Adrian Singleton le turbaba. Necesitaba estar en algún sitio donde nadie le conociera.
Necesitaba escapar de sí mismo.
—Me marcho al otro sitio —dijo después de una pausa.
—¿Al del muelle?
—Sí.
—Seguro que esa gata loca está allí. Ya no la dejan entrar en este lugar.
Dorian se encogió de hombros.
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—Estoy harto de mujeres que me quieren. Las mujeres que nos odian son mucho
más interesantes. Además, la droga es mejor allí.
—Es lo mismo.
—A mí me gusta más. Ven a beber algo. Lo necesito.
—Yo no quiero nada —murmuró el joven.
—No importa.
Adrian Singleton se levantó perezosamente y siguió a Dorian hasta el bar. Un
mulato con un turbante ajado y una chaqueta andrajosa gesticuló un horrible saludo al
tiempo que colocaba delante de ellos una botella de brandy y dos vasos. Las mujeres
se les acercaron y empezaron a charlar. Dorian les volvió la espalda y dijo algo en
voz baja a Adrian Singleton. Una sonrisa sinuosa como una arruga se retorció en el
semblante de una de las mujeres.
—Estamos muy orgullosos esta noche —dijo despreciativamente.
—No me hables, por amor de Dios —exclamó Dorian dando una patada en el
suelo—. ¿Qué quieres? ¿Dinero? Ahí lo tienes. No vuelvas a hablarme nunca.
Dos chispas rojas brillaron por un instante en los ojos hinchados de la mujer y
después se extinguieron, dejándolos apagados y vidriosos. Agachó la cabeza y
arrancó las monedas del mostrador con ávidos dedos. Su compañera la observaba con
envidia.
—Es inútil —suspiró Adrian Singleton—. No deseo volver. Soy completamente
feliz aquí.
—Me escribirás si necesitas algo, ¿verdad? —dijo Dorian después de una pausa.
—Quizá.
—Buenas noches, entonces.
—Buenas noches —contestó el hombre dando media vuelta y limpiándose los
resecos labios con el pañuelo.
Dorian se dirigió a la puerta con una expresión de dolor en el rostro. Cuando
levantó la cortina, una horrible risa brotó de los labios pintados de la mujer que había
cogido el dinero.
—Ahí va el del pacto con Satanás —hipó con voz ronca.
—¡Maldita! —contestó él—. No me llames eso.
Ella castañeteó los dedos.
—Prefieres que te llamen Príncipe Encantador, ¿no? —aulló a su espalda.
El marinero amodorrado saltó en pie y miró ferozmente a su alrededor. Oyó el
ruido de la puerta del vestíbulo. Se precipitó afuera, como persiguiendo a alguien.
Dorian Gray aceleró el paso a lo largo del muelle bajo la lluvia. Su encuentro con
Adrian Singleton le había conmovido extrañamente, y se preguntó si la ruina de
aquella joven vida sería realmente culpa suya, como le había dicho Basil Hallward de
un modo tan infame e insultante. Se mordió el labio y durante un instante sus ojos se
entristecieron.
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Sin embargo, después de todo, ¿qué le importaba aquello? Los días eran
demasiado breves como para echarse sobre los hombros el peso de los errores ajenos.
Cada hombre vivía su propia vida y pagaba su precio por vivirla. La única pena era
que uno tuviese que pagar tan a menudo por una sola culpa. De hecho, uno tenía que
pagar una y otra vez. En sus relaciones con el hombre, el destino nunca salda sus
cuentas.
Hay momentos, nos dicen los psicólogos, en que la pasión por el pecado o lo que
el mundo llama pecado domina de tal modo nuestra naturaleza que cada fibra del
cuerpo, así como cada célula del cerebro parecen dominadas por temibles impulsos.
Los hombres y las mujeres pierden entonces su libre albedrío. Se dirigen hacia su
terrible fin como autómatas. Se les niega la elección y la conciencia muere o, si
sobrevive, lo hace sólo para prestar su hechizo a la rebelión y su encanto a la
desobediencia. Porque todos los pecados, como los teólogos no se cansan de
recordarnos, son pecados de desobediencia. Cuando ese espíritu superior, esa estrella
matutina del mal cayó del cielo, lo que cayó fue un rebelde.
Endurecido, concentrado en el mal, la mente manchada y el alma hambrienta de
rebelión, Dorian Gray seguía andando y apretó el paso cuando, al precipitarse en una
oscura arcada por la que solía pasar a menudo para acortar el camino hacia el tugurio
de mala fama al que se dirigía, sintió de pronto que lo agarraban por detrás, y antes de
que tuviese tiempo de defenderse fue empujado contra el muro y una mano brutal le
apretó la garganta.
Luchó furiosamente por su vida y, haciendo un terrible esfuerzo, logró apartar los
dedos que lo atenazaban. Un segundo después oyó el resorte de un revólver y
distinguió el brillo de un cañón reluciente apuntando hacia su cabeza. La forma
oscura de un hombre bajo y fornido se erguía frente a él.
—¿Qué quiere usted? —balbució.
—¡Quieto! —dijo el individuo—. Si se mueve disparo.
—Está usted loco. ¿Qué le he hecho yo?
—Usted destrozó la vida de Sibyl Vane —fue la respuesta—. Y Sibyl Vane era mi
hermana. Se suicidó. Lo sé. Pero murió por su culpa. Y le juro que voy a matarlo en
pago de ello. Llevo años buscándole a usted. No tenía indicio ni rastro suyo. Las dos
personas que le conocían han muerto. Sólo sabía el nombre con el que ella solía
llamarle. Lo oí esta noche por casualidad. Póngase a bien con Dios porque va a morir
esta noche.
Dorian Gray creyó enfermar de terror.
—No sé de quién me habla —tartamudeó—. Nunca había oído hablar de ella.
Usted está loco.
—Haría mejor en confesar su pecado, porque tan cierto como que soy James
Vane, usted va a morir.
Hubo un momento terrible. Dorian Gray no sabía qué decir ni qué hacer.
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—De rodillas —rugió el hombre—. Le doy un minuto para ponerse en paz, sólo
un minuto. Esta noche embarco para la India y antes tengo que cumplir con mi deber.
Un minuto nada más.
Dorian bajó los brazos. El terror le paralizaba. No sabía qué hacer. De pronto, una
ardiente esperanza cruzó su mente.
—Deténgase —exclamó—. ¿Cuánto tiempo hace que murió su hermana? Rápido,
dígamelo.
—Dieciocho años —dijo el hombre—. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Qué importa
eso?
—Dieciocho años —dijo riendo Dorian Gray con voz triunfante—. ¡Dieciocho
años! Lléveme bajo un farol y mire mi cara.
James Vane vaciló un momento sin comprender lo que aquello significaba. Luego
agarró a Dorian Gray y lo arrastró fuera de la arcada.
Aunque el viento volvía pálida y vacilante la luz del farol, ésta sirvió, sin
embargo, para mostrarle, según creyó, el terrible error en el que había incurrido,
porque el rostro del hombre al que quería matar tenía toda la lozanía de la
adolescencia y la pureza inmaculada de la juventud. Representaba poco más de veinte
años, escasamente más; no era mucho mayor, si lo era en absoluto, de lo que había
sido su hermana cuando él partió, hacía ya tantos años. Era evidente que aquél no
podía ser el hombre que destruyó su vida.
Aflojó la presión y retrocedió tambaleándose.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó—. ¡Y le hubiese matado!
Dorian Gray respiró profundamente.
—Ha estado usted a punto de cometer un terrible crimen, buen hombre —dijo
mirándolo severamente—. Que esto le sirva de advertencia para no tomarse la
venganza por su mano.
—Perdóneme, señor —murmuró James Vane—. Me han engañado. Una palabra
casual que he oído en ese maldito tugurio me ha puesto sobre una pista falsa.
—Haría usted mejor en marcharse a casa y tirar esa pistola. Podría tener
problemas —dijo Dorian girando sobre sus talones y alejándose despacio calle abajo.
James Vane permaneció en medio de la calle horrorizado. Temblaba de pies a
cabeza. Un momento después, una oscura sombra que se había deslizado a lo largo
del chorreante muro salió a la luz y se le acercó con pasos furtivos. Sintió una mano
en el brazo y miró a su alrededor, sobresaltado. Era una de las dos mujeres que habían
estado bebiendo en el bar.
—¿Por qué no lo has matado? —le susurró acercando su horrible cara—. Supuse
que lo seguirías cuando te vi salir precipitadamente de casa de Daly. ¡Idiota! Debías
haberle matado. Tiene un montón de dinero y es la maldad personificada.
—No era el hombre que buscaba —respondió él—, y yo no quiero el dinero de
nadie. Quiero la vida de un hombre. El hombre cuya vida quiero tiene cerca de
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cuarenta años. Ése es casi un muchacho. Gracias a Dios que no he manchado mis
manos con su sangre.
La mujer lanzó una amarga risotada.
—Casi un muchacho —dijo con sarcasmo—. ¡Ja! ¿No sabes que hace cerca de
dieciocho años que el Príncipe Encantador me hizo lo que soy?
—¡Mientes! —gritó James Vane.
Ella levantó las manos al cielo.
—Juro ante Dios que digo la verdad —gritó.
—¿Ante Dios?
—Que me quede muda si no es verdad. Es el peor de los que vienen por aquí.
Dicen que se ha vendido al diablo para conservar su hermosa cara. Hace casi
dieciocho años que lo conozco. No ha cambiado apenas desde entonces. Yo en
cambio sí —añadió la mujer con una impúdica y loca sonrisa.
—Júralo.
—Lo juro —salió de su boca aplastada como un eco ronco—. Pero no me delates
—gimió—. Le tengo miedo. Dame algo para la cama de esta noche.
Se apartó de ella con un juramento y corrió hacia la esquina de la calle; pero
Dorian Gray había desaparecido. Cuando volvió, la mujer tampoco estaba.
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CAPÍTULO XVII
Una semana después, Dorian Gray estaba sentado en el invernadero de Selby Royal
hablando con la linda duquesa de Monmouth que, con su marido, un hombre de
sesenta años y aspecto cansado, figuraba entre sus huéspedes. Era la hora del té, y la
suave luz de la gran lámpara cubierta de encaje que descansaba sobre la mesa
encendía la delicada porcelana y la plata repujada del servicio. La duquesa presidía la
reunión. Sus blancas manos se movían delicadamente entre las tazas, y sus labios
llenos y rojos sonreían a algo que Dorian Gray le susurraba. Lord Henry estaba
tendido sobre un sillón de mimbre, forrado de seda, contemplándolos. En un diván
melocotón se sentaba lady Narborough simulando escuchar la descripción que le
hacía el duque del último escarabajo brasileño con el que había aumentado su
colección. Tres jóvenes con elegante esmoquin ofrecían pastas a algunas señoras. La
reunión se componía de doce personas y se esperaban más para el día siguiente.
—¿De qué habláis? —dijo lord Henry yendo hacia la mesa y dejando su taza—.
Espero que Dorian te habrá contado mi proyecto de rebautizarlo todo, Gladys. Es una
idea deliciosa.
—Pero yo no quiero que vuelvan a bautizarme, Harry —replicó la duquesa
mirándolo con sus bellos ojos—. Estoy completamente satisfecha de mi nombre, y
segura de que al señor Gray le satisface también el suyo.
—Mi querida Gladys, no cambiaría vuestros nombres por nada del mundo. Los
dos son perfectos. Pensaba principalmente en las flores. Ayer corté una orquídea para
el ojal. Era una hermosa flor moteada, tan llamativa como los siete pecados capitales.
En un momento de distracción pregunté a uno de los jardineros cómo se llamaba. Me
dijo que era un magnífico ejemplar de Robinsoniana, o algo así de horrible. Es
tristemente cierto, pero hemos perdido la facultad de dar nombres hermosos a las
cosas. Y los nombres lo son todo. Nunca disputo con hechos. Mis únicas disputas son
con las palabras. Ésa es la razón de que odie la vulgaridad del realismo en literatura.
Al hombre que llamase azada a una azada debería obligársele a utilizarla. Es para lo
único que serviría.
—Entonces, ¿cómo deberíamos llamarte a ti, Harry? —preguntó ella.
—Su nombre es Príncipe Paradoja —dijo Dorian.
—Le reconozco en eso instantáneamente —dijo la duquesa.
—Me niego a oírlo —dijo riendo lord Henry mientras se sentaba en un sillón—.
No hay forma de escapar de una etiqueta. Rehúso el título.
—Las majestades no pueden abdicar —dejaron caer como un aviso unos bonitos
labios.
—¿Quieres entonces que defienda mi trono?
—Sí.
—Proclamaré las verdades del mañana.
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—Prefiero los errores de hoy —respondió ella.
—Me desarmas, Gladys —exclamó advirtiendo su tenacidad.
—De tu escudo, Harry: no de tu lanza.
—Jamás lucho contra la belleza —dijo haciendo un ademán.
—Ése es tu error, Harry. Créeme, valoras demasiado la belleza.
—¿Cómo puedes decir eso? Confieso creer que es mejor ser bello que bueno.
Pero, por otra parte, no hay nadie tan dispuesto como yo a reconocer que es mejor ser
bueno que feo.
—La fealdad, entonces, ¿es uno de los siete pecados capitales? —exclamó la
duquesa—. ¿Qué ha sido de tu símil referente a las orquídeas?
—La fealdad es una de las siete virtudes capitales, Gladys. Tú, como buena
conservadora, no debes menospreciarlas. La cerveza, la Biblia y las siete virtudes
capitales han hecho de nuestra Inglaterra lo que es.
—¿Entonces no te gusta tu país? —preguntó ella.
—Vivo en él.
—Para poder censurarlo mejor.
—¿Preferirías entonces que me atuviese al veredicto de Europa?
—¿Qué dicen de nosotros?
—Que Tartufo ha emigrado a Inglaterra y abierto una tienda aquí.
—¿Eso es tuyo, Harry?
—Te lo regalo.
—No podría usarlo. Es demasiado cierto.
—No temas. Nuestros compatriotas no se reconocen nunca en una descripción.
—Son prácticos.
—Son más astutos que prácticos. Cuando hacen balance, saldan la estupidez con
la riqueza, y el vicio con la hipocresía.
—Aun así hemos hecho grandes cosas.
—Las grandes cosas nos han sido impuestas, Gladys.
—Hemos llevado su peso.
—Únicamente hasta la Bolsa.
Ella movió la cabeza.
—Creo en la raza —exclamó.
—Representa la supervivencia del empuje.
—Tiene su desarrollo.
—La decadencia me fascina más.
—¿Y el arte?
—Es una enfermedad.
—¿El amor?
—Una ilusión.
—¿La religión?
—El sustituto de moda de la fe.
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—Eres un escéptico.
—¡Jamás! El escepticismo es el comienzo de la fe.
—¿Qué eres entonces?
—Definir es limitar.
—Dame una pista.
—Los hilos se rompen. Te perderías en el laberinto.
—Me desconciertas. Hablemos de otra cosa.
—Nuestro anfitrión es un tema delicioso. Hace años lo bautizaron Príncipe
Encantador.
—Ah, no me lo recuerdes —exclamó Dorian Gray.
—Nuestro anfitrión está bastante antipático esta tarde —respondió la duquesa
encendiéndose—. Creo que piensa que Monmouth se casó conmigo por principios
puramente científicos, como el mejor ejemplar que ha encontrado de mariposa
moderna.
—Bueno, espero que no le clave alfileres, duquesa —rió Dorian.
—¡Oh! Ya lo hace mi doncella, señor Gray, cuando se siente molesta conmigo.
—¿Y por qué se molesta con usted, duquesa?
—Por las cosas más triviales, señor Gray, se lo aseguro. Normalmente porque
llego a las nueve menos diez y le digo que debo estar vestida para las ocho y media.
—¡Qué irracional por su parte! Debería usted amonestarla.
—No osaría hacerlo, señor Gray. Ella inventa mis sombreros. ¿Recuerda usted el
que llevaba en la fiesta al aire libre de lady Hilston? No lo recuerda, pero es muy
amable al simular que sí. Pues bien, lo hizo de la nada. Todos los buenos sombreros
están hechos de la nada.
—Como toda buena reputación, Gladys —interrumpió lord Henry—. Todo efecto
que uno produce proporciona un enemigo. Para ser popular es necesario ser
mediocre.
—No con las mujeres —dijo la duquesa denegando—; y las mujeres gobiernan el
mundo. Te aseguro que no podemos soportar a los mediocres. Las mujeres, como
alguien dice, amamos con nuestros oídos, como vosotros los hombres amáis con los
ojos, si es que vosotros amáis lo más mínimo.
—A mí me parece que no hacemos otra cosa —murmuró Dorian.
—Ah, entonces nunca amáis de verdad, señor Gray —respondió la duquesa con
fingida pena.
—Querida Gladys —exclamó lord Henry—. Cómo puedes decir eso. Los
romances viven por repetición, y la repetición convierte un apetito en arte. Además,
cada vez que uno ama es la única vez que ha amado. La diferencia del objeto no
altera el carácter único de la pasión. Sencillamente lo intensifica. Sólo podemos tener
en la vida una experiencia grandiosa en el mejor de los casos, y el secreto de la vida
es reproducir esa experiencia lo más a menudo posible.
—¿Aunque lo haya herido a uno, Harry? —preguntó la duquesa tras una pausa.
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—Especialmente cuando lo ha herido a uno —contestó lord Henry.
La duquesa se volvió y miró a Dorian Gray con una extraña expresión en los ojos.
—¿Qué dice usted a eso, señor Gray? —inquirió.
Dorian vaciló un momento. Después echó la cabeza hacia atrás y rió.
—Yo siempre estoy de acuerdo con Harry, duquesa.
—¿Incluso cuando se equivoca?
—Harry nunca se equivoca, duquesa.
—¿Y le hace feliz su filosofía?
—Nunca he perseguido la felicidad. ¿Quién quiere la felicidad? He perseguido el
placer.
—¿Y lo ha encontrado?
—A menudo. Demasiado a menudo.
La duquesa suspiró.
—Yo persigo la paz —dijo—, y si no voy a vestirme, no tendré paz esta noche.
—Deje que le traiga unas orquídeas, duquesa —exclamó Dorian poniéndose en
pie y alejándose por el invernadero.
—Flirteas vergonzosamente con él —dijo lord Henry a su prima—. Deberías
tener cuidado. Es una persona fascinante.
—Si no lo fuese no habría batalla.
—¿Los griegos contra los griegos, entonces?
—Yo estoy de parte de los troyanos. Lucharon por una mujer.
—Fueron vencidos.
—Hay cosas peores que la conquista —respondió ella.
—Galopas a rienda suelta.
—La marcha da vida —fue la riposte.
—Lo escribiré en mi diario esta noche.
—¿Qué?
—Que un niño quemado ama el fuego.
—Yo ni siquiera me he chamuscado. Mis alas están intactas.
—Las usas para todo excepto para volar.
—El valor ha pasado de los hombres a las mujeres. Es una experiencia nueva para
nosotras.
—Tienes un rival.
—¿Quién?
Él rió.
—Lady Narborough —susurró—. Realmente lo adora.
—Me llenas de aprensión. La atracción de la antigüedad es fatal para nosotras las
románticas.
—¡Románticas! Tenéis todo el método de la ciencia.
—Los hombres nos han educado.
—Pero no os han explicado.
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—Descríbenos como sexo —lo retó ella.
—Esfinges sin secretos.
Lo miró sonriendo.
—¡Cuánto tarda el señor Gray! —dijo—. Vayamos a ayudarle. Aún no le he dicho
de qué color serán mis enaguas.
—Ah, debes hacer que tus enaguas hagan juego con sus flores, Gladys.
—Eso sería una rendición prematura.
—El arte romántico comienza por su clímax.
—Debo reservarme una oportunidad para la retirada.
—¿A la manera de los partos?
—Ellos encontraron la salvación en el desierto. Yo no podría.
—Las mujeres no siempre pueden elegir —contestó él, pero apenas acabada la
frase, llegó del fondo del invernadero un gemido ahogado seguido por el ruido sordo
de algo pesado al caer. Todos se sobresaltaron. Y con los ojos llenos de temor, lord
Henry corrió hacia las palmeras agitadas y encontró a Dorian Gray tendido boca
abajo en el enlosado y desvanecido, con el aspecto de un muerto.
Lo transportaron al salón azul, acostándolo en uno de los sofás. Después de un
breve instante, volvió en sí y miró a su alrededor con expresión aturdida.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¡Oh! Ya recuerdo. ¿Estoy a salvo aquí,
Harry? —y empezó a temblar.
—Querido Dorian —contestó lord Henry—. Simplemente te has desmayado. Eso
es todo. Debes estar agotado. Será mejor que no bajes a cenar. Yo ocuparé tu sitio.
—No, bajaré —dijo esforzándose por levantarse—. Prefiero bajar. No debo
quedarme solo.
Fue a su dormitorio y se vistió. En la mesa se comportó con ardiente y descuidada
alegría, pero de tanto en tanto un escalofrío de terror le recorría al recordar, pegada a
los cristales del invernadero, como un pañuelo blanco, la cara de James Vane
mirándole.
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CAPÍTULO XVIII
Al día siguiente no salió de la casa y, de hecho, pasó la mayor parte del tiempo en su
habitación, enfermo de un terror salvaje hacia la muerte, y sin embargo indiferente a
la vida misma. La conciencia de saberse cazado, perseguido, acosado, había
empezado a dominarle. El solo agitarse del tapiz, causado por el viento, le hacía
sobresaltarse. Las hojas secas arrojadas contra los cristales emplomados le parecían
sus propias e inútiles resoluciones y ardientes arrepentimientos. Cuando cerraba los
ojos, volvía a ver el rostro del marinero escudriñando a través de los cristales
empañados, y el horror parecía posar la mano sobre su corazón una vez más.
Pero quizá había sido sólo su fantasía lo que había conjurado a la venganza a salir
de la noche y puesto ante él las horribles formas del castigo. La vida real era un caos,
pero había algo terriblemente lógico en la imaginación. Era la imaginación lo que
ponía al remordimiento sobre la pista del pecado. Era la imaginación la que hacía que
cada crimen soportara su informe progenie. En el mundo ordinario de los hechos, los
malos no eran castigados ni los buenos recompensados. El éxito era de los fuertes, el
fracaso se reservaba a los débiles. Eso era todo. Además, si un extraño rondase
alrededor de la casa, los criados o los guardianes lo hubiesen visto. De haberse
hallado huellas en los macizos, los jardineros se lo habrían comunicado. Sí: sólo
había sido su fantasía. El hermano de Sibyl Vane no había vuelto para matarle. Había
partido en su barco y naufragado en alguna tormenta. De él, en todo caso, estaba a
salvo. El hombre no sabía quién era, no podía saberlo. La máscara de la juventud lo
había salvado.
Y, sin embargo, si sólo había sido una ilusión, qué terrible era pensar que la
conciencia podía crear tan temibles fantasmas y darles forma visible, haciéndoles
moverse frente a uno. Qué suerte de vida sería la suya si, día y noche, las sombras de
su crimen iban a vigilarlo desde mudos rincones, a burlarse de él desde lugares
ocultos, a susurrar en su oído mientras estaba sentado a la mesa, a despertarlo con
helados dedos cuando dormía. Cuando le asaltaba ese pensamiento, palidecía de
terror y el aire se enfriaba repentinamente. ¡Oh! En qué hora de salvaje locura había
matado a su amigo. Qué terrible el solo recuerdo de la escena. Volvía a revivirlo todo
una vez más. Cada espantoso detalle se reproducía ante él con redoblado horror.
Fuera de la negra caverna del tiempo, terrible y tapizada de escarlata, surgía la
imagen de su pecado. Cuando lord Henry llegó a las seis, lo encontró sollozando
como alguien que tiene el corazón roto.
No se atrevió a salir hasta el tercer día. Había algo en el aire claro y oloroso a
pino de esa mañana de verano que pareció devolverle la alegría y el amor por la vida.
Pero no eran sólo las condiciones físicas del ambiente lo que había provocado ese
cambio. Su propia naturaleza se había revelado ante el exceso de angustia que
amenazaba con mutilar y dañar la perfección de su calma. Ocurre eso siempre con los
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temperamentos sutiles y refinados. Sus ardientes pasiones tienen que quemarse o
doblegarse. O matan al hombre, o ellas mismas mueren. Las penas y los amores
superficiales pueden perdurar. Los grandes amores y penas son destruidos por su
propia plenitud. Además, se había convencido a sí mismo de ser la víctima de una
imaginación ofuscada por el terror, y ahora miraba sus miedos pasados con algo de
piedad y no poco desprecio.
Después del desayuno, paseó con la duquesa durante una hora por el jardín, y
luego atravesaron en coche el parque para unirse a la partida de cazadores. La
crujiente escarcha cubría la hierba como si fuese sal. El cielo era una copa invertida
de azul metálico. Una fina capa de hielo rodeaba las tranquilas aguas del lago entre
crecidos juncos. En el recodo del bosque de pinos vio a sir Geoffrey Clouston,
hermano de la duquesa, sacando dos cartuchos gastados de la escopeta. Saltó del
carruaje y, tras decirle al mozo que llevase la yegua a la casa, se abrió camino hacia
sus invitados a través de las ramas secas y la salvaje maleza.
—¿Has tenido buena caza, Geoffrey? —preguntó.
—No demasiado, Dorian. Creo que casi todas las aves han salido a campo
abierto. Me atrevería a decir que la cosa mejorará después de la comida, cuando
vayamos a otro sitio.
Dorian vagó a su lado. El fuerte perfume del aire, la luz ocre y rojiza que
iluminaba el bosque, los roncos gritos de los ojeadores resonando de tanto en tanto,
las detonaciones que los seguían, le fascinaban y le llenaban de un sentimiento de
deliciosa libertad. Le dominaba el abandono de la dicha, la gran indiferencia de la
alegría.
De pronto, desde un altozano de tierra y hierbas, a unos veinte metros de ellos,
salió una liebre de puntiagudas orejas negras y tiesas, las largas patas traseras
extendidas. Saltó como un rayo hacia un plantel de alisos. Sir Geoffrey se echó la
escopeta al hombro, pero había algo en la gracia de movimientos del animal que
conmovió extrañamente a Dorian Gray, que gritó de inmediato:
—No dispares, Geoffrey. Déjala vivir.
—Qué tontería, Dorian —rió su compañero y, al desaparecer la liebre en la
espesura, hizo fuego. Se oyeron dos gritos, el grito de dolor de la liebre, que es
espantoso, y el grito de agonía de un hombre, que es aún peor.
—¡Cielo santo! —exclamó sir Geoffrey—. ¡He herido a un ojeador! ¡Qué
carcamal! ¡Ponerse delante de las escopetas! ¡No disparéis, los de allá! —gritó con
todas sus fuerzas—. Hay un hombre herido.
El guarda mayor llegó corriendo con un bastón en la mano.
—¿Dónde, señor? ¿Dónde está? —gritó al tiempo que el fuego cesaba en toda la
línea.
—Aquí —contestó sir Geoffrey con enfado corriendo hacia la espesura—. ¿Por
qué demonios no mantiene a sus hombres atrás? Me han estropeado la caza para el
resto de la jornada.
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Dorian los vio entrar en el alisar apartando las flexibles y cimbreantes ramas.
Unos instantes después salían arrastrando un cuerpo a la luz. Volvió la cabeza
espantado. Le pareció que la desgracia lo seguía a donde quiera que fuese. Oyó a sir
Geoffrey preguntar si el hombre estaba realmente muerto, y la respuesta afirmativa
del guarda. Le pareció que el bosque cobraba vida repentinamente llenándose de
rostros. Se oía el rumor de miríadas de pisadas y un apagado zumbido de voces. Un
gran faisán de pechuga cobriza voló hacia las ramas sobre sus cabezas.
Tras breves momentos que, en su estado de perturbación, le parecieron
interminables horas de dolor, sintió posarse una mano sobre su hombro. Se
estremeció y miró a su alrededor.
—Dorian —dijo lord Henry—, será mejor que les diga que se acabó la cacería por
hoy. No estaría bien visto que siguiera.
—Desearía que se acabase para siempre, Harry —respondió amargamente—. Es
algo horrible y cruel. ¿Está el hombre…?
No pudo acabar la frase.
—Eso me temo —dijo lord Henry—. El disparo lo alcanzó en pleno pecho. Debe
haber muerto casi al instante. Ven. Volvamos a casa.
Caminaron juntos en dirección a la avenida durante casi cincuenta metros sin
decir palabra. Entonces Dorian miró a lord Henry y dijo con un profundo suspiro:
—Es un mal presagio, Harry, un terrible presagio.
—¿Qué? —preguntó lord Henry—. Oh, ese accidente, supongo. Mi querido
amigo, ha sido inevitable. Fue culpa de ese hombre. ¿Por qué se puso delante de las
escopetas? Además, esto no nos concierne. Es bastante incómodo para Geoffrey,
claro. No debe acribillarse a los ojeadores. Hace pensar a la gente que uno tira a lo
loco. Pero Geoffrey no es así: es un buen tirador. No tiene sentido hablar del asunto.
Dorian movió la cabeza.
—Es un mal presagio, Harry. Siento como si algo terrible fuera a sucederle a
alguno de nosotros. A mí mismo quizá —añadió pasándose la mano por los ojos con
un gesto de dolor.
Su compañero se echó a reír.
—Lo único terrible en este mundo es el ennui, Dorian. Ése es el único pecado
para el que no hay perdón. Pero nosotros no es probable que lo suframos, a no ser que
los demás se dediquen a hablar del asunto en la comida. Les diré que se ha prohibido
el tema. En cuanto a los presagios, no existen tales cosas. El destino no nos envía
heraldos. Es demasiado sabio y demasiado cruel para eso. Además, ¿qué demonios
podría ocurrirte a ti, Dorian? Tienes todo lo que un hombre puede desear en este
mundo. No hay nadie que no estuviese encantado de poder cambiar su puesto por el
tuyo.
—No hay nadie con quien no quisiera yo cambiarlo, Harry. No te rías así. Te
estoy diciendo la verdad. El desgraciado campesino que acaba de morir estaba en
mejores circunstancias que yo. No le temo a la muerte. Es la llegada de la muerte lo
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que me aterroriza. Sus monstruosas alas parecen cernirse en el aire plomizo a mi
alrededor. ¡Dios mío! ¿No ves a un hombre moviéndose detrás de los árboles, allí,
vigilándome mientras espera?
Lord Henry miró en la dirección que señalaba la temblorosa mano enguantada.
—Sí —dijo sonriendo—. Veo al jardinero esperándote. Supongo que querrá
preguntarte qué flores quieres poner en la mesa esta noche. ¡Qué absurdamente
nervioso estás hoy, amigo mío! Debes visitar a mi doctor cuando volvamos a la
ciudad.
Dorian suspiró aliviado al ver al jardinero aproximarse. El hombre se tocó el
sombrero, miró a lord Henry vacilando y después sacó una carta que tendió a su
señor.
—Su Gracia me dijo que esperase una respuesta —murmuró.
Dorian guardó la carta en un bolsillo.
—Dígale a Su Gracia que voy para allá —dijo fríamente.
El hombre se volvió y apretó el paso en dirección a la casa.
—¡Cómo les gusta a las mujeres hacer cosas peligrosas! —rió lord Henry—. Es
una de las cualidades que más admiro en ellas. Una mujer es capaz de flirtear con
cualquiera siempre que alguien esté mirando.
—¡Cómo te gusta decir cosas peligrosas, Harry! En este caso andas
completamente descaminado. Me gusta mucho la duquesa, pero no la amo.
—Y la duquesa te ama mucho, pero le gustas menos, de modo que formáis una
pareja excelente.
—Hablas de modo escandaloso, Harry, y nunca hay base alguna para el
escándalo.
—La base de todo escándalo es una certeza inmoral —dijo lord Henry
encendiendo un cigarrillo.
—Tú sacrificarías a cualquiera por un epigrama, Harry.
—El mundo va al altar por su propio pie —fue la respuesta.
—Ojalá fuese capaz de amar —exclamó Dorian Gray con una profunda nota de
patetismo en la voz—. Pero parece que he perdido la pasión y olvidado el deseo.
Estoy demasiado concentrado en mí mismo. Mi propia personalidad se ha convertido
en un peso para mí. Quiero escapar, marcharme, olvidar. Ha sido una necedad venir
aquí. Creo que mandaré un telegrama a Harvey para que prepare el yate. En un yate
uno está a salvo.
—¿A salvo de qué, Dorian? Estás metido en algún lío. ¿Por qué no me lo cuentas?
Sabes que yo te ayudaría.
—No puedo contártelo, Harry —respondió tristemente—. Y me atrevería a decir
que sólo son imaginaciones. Ese desafortunado incidente me ha trastocado. Tengo el
horrible presentimiento de que algo por el estilo podría ocurrirme a mí.
—¡Qué tontería!
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—Espero que así sea, pero no puedo evitar sentirlo. Ah, aquí está la duquesa;
parece una Artemisa con traje de sastre. Como ve, hemos vuelto, duquesa.
—Me he enterado de todo, señor Gray —respondió ella—. El pobre Geoffrey está
terriblemente contrariado. Y parece ser que usted le pidió que no disparase a la liebre.
¡Qué curioso!
—Sí, fue muy curioso. No sé qué me hizo decir aquello. Un capricho, supongo.
Parecía la más dulce de las criaturitas. Pero siento que se lo hayan contado. Es un
asunto espantoso.
—Es un asunto aburrido —interrumpió lord Henry—. No tiene valor psicológico
alguno. Si Geoffrey lo hubiese hecho a propósito, habría sido de lo más interesante.
Me gustaría conocer a alguien que hubiese cometido realmente un crimen.
—¡Qué desagradable eres, Harry! —exclamó la duquesa—. ¿No es así, señor
Gray? Harry, el señor Gray está enfermo otra vez. Va a desmayarse.
Dorian se recompuso con esfuerzo y sonrió.
—No es nada, duquesa —murmuró—; mis nervios están terriblemente
desquiciados. Eso es todo. Me temo que he andado demasiado esta mañana. No he
oído lo que ha dicho Harry. ¿Algo muy perverso? Debe usted decírmelo en otra
ocasión. Creo que necesito descansar. Y ahora deben excusarme.
Habían llegado a la escalinata que llevaba del invernadero a la terraza. Cuando la
puerta acristalada se cerró detrás de Dorian, lord Henry se volvió y miró a la duquesa
con ojos soñolientos.
—¿Estás muy enamorada de él? —preguntó.
Ella no contestó y contempló el paisaje.
—Ojalá lo supiese —dijo al fin.
Él movió la cabeza.
—Saberlo sería fatal. Es la incertidumbre lo que nos fascina. La bruma hace las
cosas maravillosas.
—Uno puede perder el camino.
—Todos los caminos acaban en el mismo punto, querida Gladys.
—¿Qué punto es ése?
—La desilusión.
—Ése fue mi début en la vida —suspiró ella.
—Vino a ti coronado.
—Estoy cansada de las hojas de fresa[5].
—Te sientan bien.
—Sólo en público.
—Las echarías de menos —dijo lord Henry.
—No me desprendería de un solo pétalo.
—Monmouth tiene oídos.
—Los viejos son duros de oído.
—¿Nunca ha estado celoso?
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—Ojalá lo hubiese estado.
Él miró alrededor como si buscase algo.
—¿Qué buscas? —preguntó ella.
—El botón de tu florete —contestó él—. Lo has dejado caer.
Ella rió.
—Aún tengo la máscara.
—Hace tus ojos más hermosos —fue su respuesta.
Ella volvió a reír. Sus dientes asomaron como blancas pepitas en un fruto
escarlata.
Arriba, en su dormitorio, Dorian Gray yacía en un sofá sintiendo el terror en cada
fibra de su cuerpo. La vida se había vuelto de pronto una carga demasiado horrible
para soportarla. La espantosa muerte del desgraciado ojeador, cazado en la maleza
como un animal salvaje, le había parecido un anticipo de su propia muerte. Casi se
había desmayado ante lo que lord Henry había dicho en un casual gesto de cínica
burla.
A las cinco llamó a su criado y le dio órdenes de que tuviese sus cosas listas para
el expreso de la noche a la ciudad. El coche debía estar listo a las ocho y media.
Estaba decidido a no pasar ni una noche más en Selby Royal. Era un lugar maldito.
La muerte vagaba por allí a plena luz del sol. La hierba del bosque estaba manchada
de sangre.
Después escribió una nota a lord Henry diciéndole que iba a la ciudad a consultar
a su médico, y pidiéndole que entretuviese a los huéspedes en su ausencia. Cuando la
estaba guardando en el sobre, llamaron a la puerta y el criado le informó de que el
guarda mayor deseaba verle. Frunció el ceño y se mordió el labio.
—Hágalo pasar —musitó tras vacilar un instante.
En cuanto el hombre hubo entrado, Dorian sacó la chequera de un cajón y la abrió
delante de él.
—Supongo que vendrá por el infortunado accidente de esta mañana, Thornton —
dijo empuñando la pluma.
—Sí, señor —contestó el guarda.
—¿Estaba el pobre hombre casado? ¿Tenía familia? —preguntó Dorian con aire
aburrido—. Si es así, no quiero que pasen apuros. Les enviaré la suma que considere
usted necesaria.
—No sabemos quién es, señor. Eso es lo que me he tomado la libertad de venir a
decirle.
—¿No saben quién es? —dijo Dorian con indiferencia—. ¿Qué quiere decir? ¿No
era uno de sus hombres?
—No, señor. No le había visto nunca. Parece un marinero, señor.
La pluma cayó de la mano de Dorian Gray y sintió como si su corazón hubiese
dejado de latir.
—¿Un marinero? —gritó—. ¿Ha dicho usted un marinero?
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—Sí, señor. Parece como si hubiera sido alguna clase de marinero; tiene los
brazos tatuados y esas cosas.
—¿Le han encontrado algo encima? —dijo Dorian inclinándose hacia delante y
mirando al hombre con ojos espantados—. ¿Algo que pueda identificarle?
—Algún dinero, señor, no mucho; y un revólver. No hay nada que lo identifique.
Parece un hombre decente, señor, aunque rudo. Una especie de marinero, pensamos.
Dorian se levantó de un salto. Una terrible esperanza lo conmovió. Se aferró
locamente a ella.
—¿Dónde está el cuerpo? Deprisa. Debo verlo inmediatamente.
—Está en un establo vacío de la granja, señor. A la gente no le gusta tener esa
clase de cosas en su propia casa. Dicen que un cadáver da mala suerte.
—¡La granja! Vaya allí de inmediato a reunirse conmigo. Dígale a uno de los
mozos que traiga mi caballo. No. No es necesario. Iré yo mismo. Será más rápido.
En menos de un cuarto de hora, Dorian Gray galopaba por la larga avenida tan
rápido como podía. Los árboles parecían cruzar a su paso como una espectral
procesión, y sombras feroces se atravesaban en su camino. Una vez la yegua se
desvió hacia un poste indicador y estuvo a punto de arrojarlo al suelo. La azotó en el
cuello con el látigo. El animal hendió el aire oscuro como una flecha. Las piedras
volaban bajo sus cascos.
Finalmente llegó a la granja. Dos hombres vagaban por el corral. Saltó de la silla
y le tiró a uno de ellos las riendas. En el establo más alejado brillaba una luz. Algo le
decía que el cuerpo estaría allí y, lanzándose hacia la puerta, puso la mano en el
picaporte.
Se detuvo un instante, sintiendo que estaba a punto de hacer un descubrimiento
que iba a rehacer o a destrozar su vida. Después empujó la puerta y entró.
Sobre un montón de sacos, en el rincón del fondo, yacía el cadáver de un hombre
vestido con una camisa basta y pantalones azules. Un pañuelo manchado tapaba su
cara. Junto al cuerpo, metida en una botella, brillaba una vela.
Dorian Gray se estremeció. Sentía que no podía quitar él mismo el pañuelo, y
mandó entrar a uno de los mozos de la granja.
—Destápele la cara. Quiero verla —dijo agarrándose al marco de la puerta para
sostenerse.
Cuando el mozo obedeció, avanzó hacia el cuerpo. Un grito de alegría brotó de
sus labios. El hombre que habían matado en la maleza era James Vane.
Permaneció allí unos minutos mirando el cadáver. Cuando volvió cabalgando
hacia la casa, el llanto inundaba sus ojos: sabía que estaba a salvo.
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CAPÍTULO XIX
—No tiene sentido que me digas que vas a ser bueno —exclamó lord Henry mojando
sus blancos dedos en un recipiente de cobre con agua de rosas—. Eres
completamente perfecto. No cambies, te lo ruego.
Dorian Gray movió la cabeza.
—No, Harry, he hecho demasiadas cosas terribles en mi vida. No estoy dispuesto
a hacer más. Ayer empecé mis buenas acciones.
—¿Dónde estuviste ayer?
—En el campo, Harry. Estuve yo solo en una pequeña posada.
—Mi querido muchacho, cualquiera puede ser bueno en el campo. Allí no hay
tentaciones. Ésa es la razón por la que la gente que vive fuera de la ciudad es tan
completamente incivilizada. La civilización no es en absoluto algo fácil de obtener.
Sólo hay dos formas en las que el hombre puede alcanzarla. Una es por medio de la
educación, la otra por medio de la corrupción. La gente del campo no tiene
oportunidad ni de lo uno ni de lo otro, por ese motivo se estancan.
—Cultura y corrupción —repitió Dorian—. He conocido algo de las dos. Ahora
me parece terrible que puedan darse juntas. Y es que ahora tengo un nuevo ideal,
Harry. Creo que he cambiado.
—Aún no me has dicho en qué ha consistido tu buena acción. ¿O dijiste que
habías hecho más de una? —preguntó su compañero poniendo en el plato una
pequeña pirámide de fresas y espolvoreándolas de azúcar con un tamiz en forma de
concha.
—Te lo diré, Harry. Es una historia que no podría contar a nadie más. He salvado
a una persona. Suena vanidoso, pero tú sabes a qué me refiero. Era muy bella, y se
parecía increíblemente a Sibyl Vane. Creo que eso es lo primero que me unió a ella.
Recuerdas a Sibyl, ¿verdad? ¡Qué lejano parece! Bueno, Hetty no era de nuestra
clase, naturalmente. Era sólo una muchacha de una aldea. Pero yo la amaba de
verdad. Estoy seguro de que la amaba. Durante todo este maravilloso mes de mayo
solía escaparme a verla dos o tres veces por semana. Ayer nos encontramos en un
pequeño huerto. Las flores de un manzano le caían sobre el pelo y sonreía. Íbamos a
fugarnos esta mañana al amanecer. De pronto decidí dejarla tan pura como la
encontré.
—Estoy seguro de que la novedad de la emoción debe haberte estremecido de
verdadero placer, Dorian —interrumpió lord Henry—. Pero puedo acabar el idilio por
ti. Le diste un buen consejo y le rompiste el corazón. Ese ha sido el principio de tu
reforma.
—¡Harry, eres atroz! No debes decir esas horribles cosas. El corazón de Hetty no
está roto. Claro que lloró y todo lo demás. Pero no está deshonrada. Puede seguir
viviendo, como Perdita, en su jardín de menta y caléndulas.
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—Y llorar por un Florizel infiel —dijo lord Henry riendo y recostándose en la
silla—. Mi querido Dorian, tienes los más curiosos arrebatos infantiles. ¿Crees que
ahora esa chica se contentará realmente con alguien de su propio rango? Supongo que
un día la casarán con un rudo carretero o un labrador bonachón. Bien, el hecho de
haberte conocido, de haberte amado, la llevará a despreciar a su marido y será una
desgraciada. Desde un punto de vista moral, no puedo decir que tenga un buen
concepto de tu gran renuncia. Hasta como comienzo resulta pobre. Además, ¿cómo
sabes que Hetty no está flotando en este momento en la alberca de algún molino,
iluminada por la luz de las estrellas y rodeada de bellos nenúfares como Ofelia?
—No puedo soportarlo más, Harry, te burlas de todo y después sugieres las más
terribles tragedias. Ahora siento habértelo contado. No me importa lo que digas. Sé
que hice bien en actuar así. ¡Pobre Hetty! Cuando pasé esta mañana a caballo por la
granja, vi su blanco rostro en la ventana como un ramo de jazmines. Pero no
hablemos más de eso. Y no intentes convencerme de que la primera buena acción que
he hecho en años, el primer pequeño sacrificio que hago en mi vida, es en realidad
una especie de pecado. Quiero ser mejor. Voy a ser mejor. Cuéntame algo de ti. ¿Qué
noticias hay en la ciudad? Llevo días sin ir al club.
—La gente aún habla de la desaparición del pobre Basil.
—Pensaba que ya se habrían cansado del tema —dijo Dorian sirviéndose vino y
frunciendo algo el ceño.
—Mi querido muchacho, sólo llevan seis semanas hablando de ello, y el público
británico no tiene fuerzas para la tensión mental que supone tener más de un tema
cada tres meses. Han tenido mucha suerte últimamente, sin embargo. Han tenido el
caso de mi propio divorcio y el suicidio de Alan Campbell. Ahora tienen la misteriosa
desaparición de un artista. Scotland Yard sigue insistiendo en que el hombre de
abrigo gris que cogió el tren de medianoche el nueve de noviembre era el pobre Basil,
y la policía francesa afirma que Basil nunca llegó a París. Supongo que dentro de
quince días nos dirán que le han visto en San Francisco. Sería raro, pero de todo el
mundo que desaparece se acaba diciendo que está en San Francisco. Debe de ser una
ciudad deliciosa, y tendrá todo el encanto del mundo venidero.
—¿Qué piensas tú que le ha ocurrido a Basil? —preguntó Dorian sosteniendo su
Burgundy a la luz y preguntándose cómo podía hablar del asunto con tanta calma.
—No tengo ni la menor idea. Si Basil escoge esconderse no es asunto mío. Si está
muerto, no quiero pensar en él. La muerte es la única cosa que me aterroriza. La
detesto.
—¿Por qué? —dijo el joven perezosamente.
—Porque —dijo lord Henry pasando por debajo de su nariz la rejilla dorada de
una caja de vinagre de tocador— uno puede sobrevivir a cualquier cosa hoy en día
excepto a eso. La muerte y la vulgaridad son los únicos dos hechos del siglo XIX que
es imposible explicarse. Tomemos el café en el salón de música, Dorian. Tienes que
tocarme algo de Chopin. El hombre con el que se fugó mi esposa tocaba a Chopin
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admirablemente. ¡Pobre Victoria! Yo la apreciaba mucho. La casa está bastante sola
sin ella. Naturalmente el matrimonio no es más que un hábito, un mal hábito. Pero
uno siente la pérdida hasta de sus malos hábitos. Quizá es la pérdida que más se
siente. ¡Forman una parte tan esencial de la personalidad de uno!
Dorian no dijo nada, pero se levantó de la mesa y, pasando al cuarto de al lado, se
sentó al piano y dejó vagar sus dedos por el marfil blanco y negro de las teclas.
Cuando el café estuvo servido, se paró y volviéndose hacia lord Henry, dijo:
—Harry, ¿se te ha ocurrido pensar en algún momento que Basil haya sido
asesinado?
Lord Henry bostezó.
—Basil era muy popular, y siempre llevaba un reloj Waterbury[6]. ¿Por qué iban a
asesinarlo? No era lo bastante inteligente como para tener enemigos. Claro que tenía
un maravilloso genio para la pintura. Pero una persona puede pintar como Velázquez
y ser lo más gris de este mundo. Basil era realmente gris. Sólo me interesó una vez, y
fue cuando me contó, hace ya años, que sentía una ardiente admiración por ti y que tú
eras el motivo dominante de su arte.
—Yo estimaba mucho a Basil —dijo Dorian con una nota de tristeza en la voz—.
Pero ¿no dice la gente que lo asesinaron?
—Oh, algunos de los diarios lo hacen. A mí no me parece nada probable. Sé que
hay sitios terribles en París, pero Basil no era el tipo de persona que hubiese ido allí.
Carecía de curiosidad. Era su principal defecto.
—¿Qué dirías, Harry, si te contase que yo maté a Basil? —dijo Dorian mirándole
fijamente.
—Diría, mi querido amigo, que estabas representando un papel que no te va.
Todo crimen es vulgar, así como toda vulgaridad es un crimen. Tú no eres capaz de
cometer un asesinato, Dorian. Siento si he herido tu vanidad, pero te aseguro que es
cierto. El crimen pertenece exclusivamente a las clases bajas. Yo no las culpo en
absoluto. Imagino que el asesinato debe de ser para ellos como el arte para nosotros,
simplemente una forma de obtener sensaciones extraordinarias.
—¿Una forma de obtener sensaciones? ¿Piensas entonces que un hombre que ha
cometido un asesinato volvería a cometer por segunda vez el mismo crimen? No me
digas eso.
—Oh, nada se convierte en un placer si uno no lo hace a menudo —exclamó lord
Henry riendo—. Ése es uno de los secretos más importantes de la vida. Imagino, sin
embargo, que el crimen es siempre una equivocación. Uno no debería hacer nunca
nada de lo que no pueda hablar en la sobremesa. Pero dejemos el tema del pobre
Basil. Me gustaría creer que ha tenido un final tan romántico como sugieres; pero no
puedo. Me atrevería a decir que se cayó de un autobús al Sena y que el conductor
tapó el escándalo. Sí: imagino que ése fue su final. Lo veo yaciendo de espaldas en
las tranquilas y verdes aguas con las pesadas barcazas flotando sobre él y largas algas
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enredadas en el pelo. Sabes, creo que no hubiese hecho muchas más cosas que
mereciesen la pena. Durante los últimos diez años su pintura había perdido mucho.
Dorian Gray suspiró y lord Henry cruzó el cuarto y acarició la cabeza de un
curioso loro de Java, un ave de largo plumaje gris, y cresta y cola rosas que se
balanceaba en una percha de bambú. Cuando sus dedos afilados lo tocaron, el loro
pestañeó con la blanca cortina de sus párpados sobre las pupilas negras como
cristales, y empezó a columpiarse hacia delante y hacia atrás.
—Sí —continuó volviéndose y sacando el pañuelo del bolsillo—, su pintura había
perdido mucho. Había perdido su ideal. Cuando tú y él dejasteis de ser grandes
amigos, él dejó de ser un gran artista. ¿Qué fue lo que os separó? Supongo que te
aburriría. Si fue así, él nunca te perdonó. Es un hábito del aburrimiento. Por cierto,
¿qué fue del maravilloso retrato que te pintó? No creo haberlo vuelto a ver desde que
estuvo acabado. Oh, ahora recuerdo que hace unos años me dijiste que lo habías
mandado a Selby y lo habían perdido o robado en el camino. ¿Nunca lo recuperaste?
¡Qué pena! Era una verdadera obra de arte. Recuerdo que lo quise comprar. Desearía
haberlo hecho. Pertenecía a la mejor etapa de Basil. Desde entonces, su obra era esa
curiosa mezcla de mala pintura y buenas intenciones que siempre permiten a un
hombre ser considerado un artista británico representativo. ¿Pusiste un anuncio para
recuperarlo? Deberías hacerlo.
—Lo he olvidado —dijo Dorian—, supongo que sí. Pero realmente nunca me
gustó. Siento haber posado para ese cuadro. El recuerdo de aquello me resulta
detestable. ¿Por qué hablas de él? Solía recordarme a esas curiosas líneas de alguna
obra, Hamlet, creo; ¿cómo eran? «Como el cuadro de una pena, un rostro sin
corazón». Sí, así era.
Lord Henry rió:
—Si un hombre trata a la vida artísticamente, su mente está en su corazón —
respondió dejándose caer en un asiento.
Dorian Gray movió la cabeza y arrancó unas suaves notas del piano. «Como el
cuadro de una pena —repitió—, un rostro sin corazón».
Lord Henry se recostó y lo miró con ojos entornados.
—Por cierto, Dorian —dijo después de una pausa—, ¿de qué le sirve a un hombre
ganar el mundo entero si pierde… cómo era la cita… su propia alma?
La música disonó y Dorian Gray, sobresaltado, miró fijamente a su amigo.
—¿Por qué me preguntas eso, Harry?
—Mi querido amigo —dijo lord Henry levantando sorprendido las cejas—. Te lo
pregunto porque pienso que podrías darme una respuesta. Eso es todo. Iba por el
parque el domingo pasado cuando vi cerca de Marble Arch a un pequeño grupo de
personas de aspecto mísero escuchando a un vulgar predicador. Al pasar junto a ellos,
oí al hombre lanzar esa pregunta a la audiencia. Me chocó por su completo
dramatismo. Londres está lleno de curiosos efectos de ese tipo. Un húmedo domingo,
un tosco cristiano con impermeable, un círculo de caras pálidas y enfermizas bajo un
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techo desigual de paraguas goteantes y una hermosa frase lanzada al aire por unos
labios chillones e histéricos: era realmente bueno a su manera, bastante sugerente.
Pensé en decirle al profeta que el arte tenía alma, pero que el hombre no. Me temo,
sin embargo, que no me hubiese entendido.
—No, Harry. El alma es una terrible realidad. Puede comprarse, venderse y
trocarse. Puede envenenarse o perfeccionarse. Hay un alma en cada uno de nosotros.
Lo sé.
—¿Estás completamente seguro de eso, Dorian?
—Completamente seguro.
—Ah, entonces debe ser una ilusión. Las cosas de las que uno se siente
completamente seguro nunca son ciertas. Ésa es la fatalidad de la fe, y la lección del
amor. ¡Qué serio estás! Anima esa cara. ¿Qué tenemos que ver tú y yo con las
supersticiones de nuestro siglo? No: nuestra creencia en el alma nos ha sido imbuida.
Toca algo para mí. Toca un nocturno, Dorian, y mientras tocas dime, en voz baja,
cómo has conservado tu juventud. Tienes que tener algún secreto. Sólo tengo diez
años más, y estoy arrugado, ajado y amarillento. Tú estás maravilloso, Dorian. Me
recuerdas el día en que te vi por primera vez. Eras fresco, muy tímido y
absolutamente extraordinario. Has cambiado, naturalmente, pero no en aspecto.
Desearía que me contases tu secreto. Haría cualquier cosa en este mundo por
recuperar mi juventud, excepto hacer ejercicio, madrugar o ser respetable…
¡Juventud! No hay nada que se le iguale. Es absurdo hablar de la ignorancia de la
juventud. Las únicas personas cuya opinión escucho ya con algo de respeto son las de
aquellos mucho más jóvenes que yo. Parecen estar por delante de mí. La vida les ha
revelado sus últimas maravillas. En cuanto a los viejos, siempre les he llevado la
contraria. Si les preguntas su opinión sobre algo que ha ocurrido ayer, te dan
solemnemente las opiniones que imperaban en 1820, cuando la gente llevaba cuello
duro, creía en todo y no sabía absolutamente nada. ¡Qué bonito es lo que tocas! Me
pregunto si Chopin lo escribiría en Mallorca mientras el mar gemía alrededor de su
villa y la salada espuma salpicaba los cristales. Es maravillosamente romántico. ¡Qué
bendición que nos quede un arte que no sea imitativo! No pares. Necesito música esta
noche. Me parece que eres realmente el joven Apolo y que yo soy Marsias
escuchándote. Tengo mis propias penas, Dorian, de las que ni siquiera tú sabes nada.
La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que sea joven. A veces me
sorprendo de mi propia sinceridad. Ah, Dorian, qué feliz eres. ¡Qué vida tan exquisita
has tenido! Has bebido hasta la saciedad de todo. Has aplastado las uvas contra tu
paladar. Nada se te ha ocultado. Y nada ha significado para ti más que el sonido de
una música. No te ha mancillado. Sigues siendo el mismo.
—No soy el mismo, Harry.
—Sí, eres el mismo. Me pregunto cómo será el resto de tu vida. No la estropees
con renuncias. Actualmente eres un tipo perfecto. No te vuelvas incompleto. Eres
enteramente intachable. No necesitas negarlo: tú sabes que lo eres. Además, Dorian,
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no te engañes, la vida no está gobernada por la voluntad o la intención. La vida es una
cuestión de nervio, y de fibras, y de células lentamente formadas en las que se oculta
el pensamiento y la pasión tiene sus propios sueños. Puedes pensar que estás a salvo
y creerte fuerte. Pero un tono de color casual en un cuarto o en el cielo matutino, un
particular perfume que has amado una vez y que te trae sutiles recuerdos, un verso de
un poema olvidado que de súbito vuelve a ti, la cadencia de una melodía que habías
dejado de tocar… te digo, Dorian, que es de cosas como ésas de las que depende
nuestra vida. Browning tiene algo escrito acerca de eso; pero nuestros propios
sentidos lo imaginan por nosotros. Hay momentos en que el olor de lilas blanc viene
a mí de pronto, y entonces tengo que revivir el mes más extraño de toda mi vida.
Desearía poderme cambiar por ti, Dorian. El mundo ha levantado la voz en contra de
ambos, pero a ti siempre te ha adorado. Tú eres el modelo que nuestra época está
buscando, pero que teme encontrar. Me alegro tanto de que nunca hayas hecho nada,
de que no hayas labrado una estatua, o pintado un cuadro, o creado algo fuera de ti
mismo. La vida ha sido tu arte. Te has convertido en música. Tu vida son tus sonetos.
Dorian se levantó del piano y se pasó la mano por el pelo.
—Sí, la vida ha sido exquisita —murmuró—, pero no voy a llevar la misma vida,
Harry. Y no debes decirme esas cosas tan extravagantes. Tú no sabes nada de mí.
Creo que si me conocieras, hasta tú te apartarías de mí. Te ríes. No te rías.
—¿Por qué has dejado de tocar, Dorian? Vuelve y toca otra vez el nocturno. Mira
esa inmensa luna color miel que cuelga en el aire oscuro. Está esperando a que la
fascines, y si tocas se acercará más a la tierra. ¿No quieres? Entonces vayamos al
club. Ha sido una tarde encantadora, y debe acabar de la misma forma. Hay alguien
en White’s que tiene unas ganas inmensas de conocerte: el joven Poole, el hijo mayor
de Bournemouth. Ya te ha copiado las corbatas, y me ha rogado que te lo presente. Es
completamente delicioso, y me recuerda bastante a ti.
—Espero que no sea cierto —dijo Dorian con una triste sonrisa en los ojos—.
Pero esta noche estoy cansado, Harry. No voy a ir al club. Son casi las once y quiero
retirarme pronto.
—Quédate entonces. Nunca has tocado tan bien como hoy. Había algo
maravilloso en tu interpretación. Tenía más sentimiento del que nunca había oído en
esa pieza.
—Eso es porque voy a ser bueno —respondió sonriendo—. Ya he cambiado algo.
—Tú no puedes cambiar para mí, Dorian —dijo lord Henry—. Tú y yo siempre
seremos amigos.
—Y sin embargo me envenenaste una vez con un libro. Eso no debería
perdonártelo. Prométeme que nunca volverás a prestarle ese libro a nadie, Harry. Es
peligroso.
—Mi querido amigo, verdaderamente estás empezando a moralizar. Pronto irás
por ahí como los conversos y los evangelistas advirtiendo a la gente contra todos los
pecados de los que tú te has cansado. Eres demasiado delicioso para eso. Además, no
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hay nada que hacer. Tú y yo somos lo que somos, y así seguiremos siendo. En cuanto
a ser envenenado por un libro, eso no es posible. El arte no influye en los actos.
Aniquila el deseo de obrar. Es soberbiamente estéril. Los libros que el mundo llama
inmorales son libros que muestran al mundo su propia vergüenza. Eso es todo. Pero
no discutamos de literatura. Vuelve mañana. Iré a montar a caballo a las once.
Podríamos ir juntos y después te llevaría a almorzar con lady Branksome. Es una
mujer encantadora y quiere consultarte acerca de unos tapices que está pensando
comprar. Espero que vengas. ¿O almorzaremos con nuestra pequeña duquesa? Me
dice que ya no te ve nunca. ¿Quizá te has cansado de Gladys? Pensé que te ocurriría.
Su inteligente lengua acaba poniéndole a uno nervioso. Bueno, en cualquier caso,
estáte aquí a las once.
—¿Realmente debo venir, Harry?
—Naturalmente. El parque está precioso ahora. Creo que no ha habido lilas tan
hermosas desde el día en que te conocí.
—Está bien. Estaré aquí a las once —dijo Dorian—. Buenas noches, Harry.
Al llegar a la puerta vaciló un momento, como si tuviese algo que decir. Luego
suspiró y salió del cuarto.
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CAPÍTULO XX
Hacía una noche deliciosa, tan templada que se echó el abrigo al brazo y tan siquiera
se puso la bufanda de seda al cuello. Cuando iba paseando hacia su casa, fumando un
cigarrillo, pasaron junto a él dos jóvenes en traje de noche. Oyó que uno de ellos le
susurraba al otro: «Ése es Dorian Gray». Recordó lo que solía complacerle que lo
señalaran, o lo miraran o hablasen de él. Ahora estaba cansado de oír su propio
nombre. La mitad del encanto de la pequeña aldea en la que había estado tan a
menudo últimamente era que nadie sabía quién era. Le había dicho muchas veces a la
muchacha que había conquistado que él era pobre, y ella lo había creído. Una vez le
dijo que era malo y ella se echó a reír contestando que los malos siempre eran muy
feos y muy viejos. ¡Qué risa la suya! Era como el canto de un tordo. Y qué bonita
estaba con su vestido de algodón y su gran sombrero. No sabía nada, pero tenía todo
lo que él había perdido.
Al llegar a casa, encontró a su criado esperándolo. Lo mandó a la cama y se dejó
caer en el sofá de la biblioteca, dándole vueltas a algunas de las cosas que lord Henry
le había dicho.
¿Era realmente cierto que nunca podría cambiar? Sintió una ardiente nostalgia de
la pureza sin mancha de su adolescencia, su adolescencia rosa y blanca, como lord
Henry la llamó una vez. Sabía que la había empañado, que había llenado su mente de
corrupción y de horrores su fantasía; que había sido una mala influencia para otros y
experimentado una terrible alegría al serlo; que, de las vidas que se habían cruzado
con la suya, eran las más nobles y llenas de promesas las que había llenado de
vergüenza. Pero ¿era todo aquello irreparable? ¿No había esperanza para él?
¡Ah! En qué monstruoso momento de orgullo y pasión había rogado que el retrato
llevase el peso de sus días y que él guardase el esplendor sin mancha de la juventud
eterna. Todo su fracaso se había debido a eso. Hubiese sido mejor para él que cada
pecado de su vida trajese consigo un certero y rápido castigo. En el castigo había
purificación. No «perdónanos nuestros pecados», sino «castíganos por nuestras
iniquidades» debería ser el ruego del hombre a un Dios justo.
El curioso espejo tallado que le había regalado lord Henry años atrás estaba sobre
la mesa, y los cupidos de blancos miembros reían a su alrededor como antiguamente.
Lo cogió al igual que había hecho esa noche de horror cuando notó por primera vez el
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cambio en el fatal retrato, y con ojos trastornados y empañados por las lágrimas se
miró en el bruñido escudo. En una ocasión, alguien que lo amaba con locura le había
escrito una carta delirante con estas idólatras palabras: «El mundo ha cambiado
porque tú estás hecho de marfil y de oro. Las curvas de tus labios reescriben la
historia». Recordó esas frases y las repitió para sus adentros una y otra vez. Luego
aborreció su propia belleza y, arrojando el espejo al suelo, lo redujo a astillas de plata
con el tacón. Era su belleza lo que le había perdido, su belleza y la juventud por la
que había suplicado. Pero con esas dos cosas, su vida podría haber estado libre de
mancha. La belleza sólo había sido para él una máscara, la juventud una burla. ¿Qué
era la juventud en el mejor de los casos? Una época de imperfección e inmadurez, de
emociones superficiales y pensamientos enfermizos. ¿Por qué la había servido? La
juventud lo había malogrado.
Era mejor no pensar en el pasado. Nada podía cambiarlo. Era en sí mismo y en su
futuro en lo que debía pensar. James Vane yacía oculto en una tumba sin nombre en el
cementerio de Selby. Alan Campbell se había disparado una noche en su laboratorio,
pero no había revelado el secreto que él le había forzado a compartir. El actual
revuelo suscitado por la desaparición de Basil Hallward, pronto habría pasado. Ya iba
apagándose. Estaba completamente a salvo. Y realmente no era la muerte de Basil
Hallward lo que más pesaba sobre su espíritu. Era la muerte en vida de su propia
alma lo que lo torturaba. Basil había pintado el retrato que arruinó su vida. No podía
perdonarle aquello. Era el retrato el que lo había hecho todo. Basil le había dicho
cosas insoportables y que él sin embargo había aguantado con paciencia. El asesinato
sólo fue la locura de un instante. En cuanto a Alan Campbell, se había matado con
sus propias manos. Él lo había elegido. No le concernía.
¡Una nueva vida! Eso era lo que necesitaba. Eso era lo que esperaba.
Seguramente había empezado ya. Había salvado a una criatura inocente, en cualquier
caso. Jamás volvería a tentar a la inocencia. Sería bueno.
Al pensar en Hetty Merton, empezó a preguntarse si el retrato del cuarto cerrado
habría cambiado. Seguramente no sería tan horrible como antes. Quizá si su vida se
purificaba podría expulsar todo signo de perversa pasión de aquel rostro. Quizá las
señales de maldad ya se habrían disipado. Iría a verlo.
Cogió la lámpara de la mesa y se deslizó por la escalera. Al desatrancar la puerta,
una sonrisa de alegría cruzó el joven rostro y se detuvo un instante en sus labios. Sí,
sería bueno; y la horrible cosa oculta cesaría de aterrorizarlo. Sintió como si ya se
hubiese despojado de aquella carga.
Entró silenciosamente, cerrando la puerta tras él como acostumbraba, y apartó la
cortina púrpura del retrato. Un grito de dolor e indignación brotó de su boca. No veía
cambio alguno, excepto que en los ojos había ahora una expresión de astucia, y en la
boca el torcido gesto del hipócrita. El retrato seguía siendo repugnante, más
repugnante si era posible que anteriormente, y el rocío escarlata que manchaba la
mano se había vuelto más brillante y se parecía más a sangre recién derramada.
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Entonces se echó a temblar. ¿Había sido sólo su vanidad lo que le había impulsado a
hacer esa buena acción? ¿O el deseo de una sensación nueva, como lord Henry había
sugerido con su burlona sonrisa? ¿O esa pasión por representar un papel que nos hace
a veces comportarnos mejor de lo que en realidad somos? ¿O quizá todo a un tiempo?
¿Y por qué había aumentado la mancha roja? Parecía haberse extendido como una
horrible enfermedad por los arrugados dedos. Había sangre en los pies, como si la
cosa hubiese goteado sangre incluso en la mano que no había empuñado el cuchillo.
¿Confesar? ¿Significaba aquello que debía confesar? ¿Entregarse y ser ajusticiado?
Se echó a reír. Sintió que la idea era monstruosa. Además, aunque confesase, ¿le
creerían? No quedaba rastro del hombre asesinado. Todas sus pertenencias habían
sido destruidas. Él mismo había quemado lo que quedaba en el piso de abajo. El
mundo diría simplemente que se había vuelto loco. Lo encerrarían si persistía en su
historia…
Y sin embargo su deber era confesar, y sufrir la vergüenza pública, y arrepentirse
públicamente. Había un Dios que instaba a los hombres a decir sus pecados en la
Tierra lo mismo que en el Cielo. Nada de lo que hiciese podría limpiarlo mientras no
confesase su pecado. ¿Su pecado? Se encogió de hombros. La muerte de Basil
Hallward le parecía poco importante. Pensó en Hetty Merton. Era un espejo injusto,
ese espejo de su alma en el que se miraba. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿No
había habido más que eso en su renuncia? Había habido algo más. Al menos él lo
creía así. Pero ¿quién podía asegurarlo?… No. No había habido nada más. La había
respetado por vanidad. La hipocresía se había puesto la máscara de la bondad. Por
curiosidad, había probado a negarse a sí mismo. Ahora lo reconocía.
Pero el asesinato… ¿iba a perseguirlo durante toda su vida? ¿Tendría que arrastrar
siempre el peso de su pasado? ¿Iba realmente a confesar? Jamás. Sólo había una
prueba en su contra. El propio retrato: ésa era la prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo
había guardado tanto tiempo? Al principio, le había sido placentero verlo cambiar y
envejecer. Últimamente no había sentido placer alguno. De noche lo había mantenido
despierto. Estando fuera lo había llenado de terror al pensar que alguien pudiese
descubrirlo. Había llenado sus pasiones de melancolía. Su solo recuerdo había
malogrado muchos momentos de felicidad. Había sido para él como su conciencia.
Lo destruiría.
Miró a su alrededor y vio el cuchillo que había matado a Basil Hallward. Lo había
limpiado muchas veces hasta que no quedó ni una sola mancha. Brillaba y
resplandecía. Como había matado al pintor, mataría también su obra y todo lo que
ella significaba. Mataría el pasado, y cuando estuviese muerto él sería libre. Mataría
esa monstruosa alma viviente y, sin su horrible advertencia, quedaría en paz. Asió el
cuchillo y lo clavó en el cuadro.
Se oyó un grito y una fuerte caída. El grito fue tan terriblemente agónico que los
criados despertaron asustados y salieron de sus dormitorios. Dos hombres que
pasaban por la plaza se detuvieron y miraron la magnífica casa. Siguieron andando
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hasta encontrar un guardia y lo llevaron hasta el lugar. El guardia llamó varias veces,
pero no hubo respuesta. Excepto una luz en una de las ventanas de arriba, la casa
estaba a oscuras. Al cabo se alejó y se detuvo a observar bajo un pórtico situado junto
al edificio.
—¿De quién es la casa, guardia? —preguntó el mayor de los dos hombres.
—Del señor Dorian Gray —contestó el policía.
Los dos hombres se miraron el uno al otro y se alejaron con un gesto de
desprecio. Uno de ellos era el tío de sir Henry Ashton.
Dentro, en las dependencias de la servidumbre, criados a medio vestir hablaban
entre ellos con sofocados cuchicheos. La anciana señora Leaf lloraba y se retorcía las
manos. Francis estaba pálido como un muerto.
Alrededor de un cuarto de hora después, llamó al cochero y a uno de los mozos y
se deslizaron al piso de arriba. Llamaron a la puerta, pero no hubo respuesta.
Llamaron a gritos. Todo estaba en calma. Finalmente, después de haber tratado en
vano de forzarla, subieron al tejado y saltaron al balcón. Las ventanas cedieron sin
esfuerzo: las fallebas eran viejas.
Al entrar encontraron, colgado en la pared, un espléndido retrato de su amo tal
como le habían visto por última vez, en toda la maravilla de su exquisita juventud y
belleza. En el suelo yacía el cadáver de un hombre con traje de noche y un cuchillo
en el corazón. Su rostro estaba ajado, lleno de arrugas y repugnante. Hasta que no
examinaron los anillos que llevaba, no reconocieron su identidad.
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OSCAR WILDE. Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde (Dublín, Irlanda, entonces
perteneciente al Reino Unido, 16 de octubre de 1854 - París, Francia, 30 de
noviembre de 1900) fue un escritor, poeta y dramaturgo irlandés.
Wilde es considerado uno de los dramaturgos más destacados del Londres victoriano
tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su gran y aguzado ingenio.
Hoy en día, es recordado por sus epigramas, sus obras de teatro y la tragedia de su
encarcelamiento, seguida de su temprana muerte.
Hijo de exitosos intelectuales de Dublín, mostró su inteligencia desde edad temprana
al adquirir fluidez en el francés y el alemán. En Oxford estudió en el curso de
clásicos, llamado Greats; dio pruebas de ser un prominente clasicista, primero en
Dublín y luego en Oxford; guiado por dos de sus tutores, Walter Pater y John Ruskin,
se dio a conocer por su implicación en la creciente filosofía del esteticismo. También
exploró profundamente el catolicismo −religión a la que se convirtió en su lecho de
muerte−. Tras su paso por la universidad se trasladó a Londres, donde se movió en
los círculos culturales y sociales de moda.
Como un portavoz del esteticismo realizó varias actividades literarias; publicó un
libro de poemas, dio conferencias en Estados Unidos y Canadá sobre el Renacimiento
inglés y después regresó a Londres, donde trabajó prolíficamente como periodista.
Conocido por su ingenio mordaz, su vestir extravagante y su brillante conversación,
Wilde se convirtió en una de las mayores personalidades de su tiempo.
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En la década de 1890 refinó sus ideas sobre la supremacía del arte en una serie de
diálogos y ensayos, e incorporó temas de decadencia, duplicidad y belleza en su única
novela, El retrato de Dorian Gray. La oportunidad para desarrollar con precisión
detalles estéticos y combinarlos con temas sociales le indujo a escribir teatro. En
París, escribió Salomé en francés, pero su representación fue prohibida debido a que
en la obra aparecían personajes bíblicos. Imperturbable, produjo cuatro comedias de
sociedad a principios de la década de 1890, convirtiéndose en uno de los más exitosos
dramaturgos del Londres victoriano tardío.
En el apogeo de su fama y éxito, mientras su obra maestra, La importancia de
llamarse Ernesto seguía representándose en el escenario, Wilde demandó al padre de
su amante por difamación. Después de una serie de juicios fue declarado culpable de
indecencia grave y encarcelado por dos años, obligado a realizar trabajos forzados.
En prisión, escribió De Profundis, una larga carta que describe el viaje espiritual que
experimentó luego de sus juicios, un contrapunto oscuro a su anterior filosofía
hedonista. Tras su liberación partió inmediatamente a Francia, donde escribió su
última obra, La balada de la cárcel de Reading, un poema en conmemoración a los
duros ritmos de la vida carcelaria. Murió indigente en París, a la edad de cuarenta y
seis años.
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Notas
Página 191
[1]
Galería de arte de Bond Street. La abrió el pintor sir Coutts Lindsay para competir
con las salas de la Royal Academy. (N. del T.) <<
Página 192
[2]Se refiere a los informes y documentos que publicaba el Parlamento sobre las
lacras sociales de la época. (N. del T.) <<
Página 193
[3]«En una escala cromática, / Su seno chorreante de perlas, / La Venus del Adriático
/ Saca del agua su cuerpo rosa y blanco. // Las cúpulas, sobre el azul de las ondas /
Siguiendo la frase de límpida forma. / Se hinchan como pechos redondos / Que eleva
un suspiro de amor. //El esquife atraca y me deja, / Echando la amarra al pilar, /
Delante de una fachada rosa, / En el mármol de una escalera». Traducción de Mauro
Armiño en El retrato de Dorian Gray, Ed. Espasa, col. Austral, Madrid, 2005. <<
Página 194
[4]Se trata de un directorio de sociedades históricas, castillos, museos, arqueología,
genealogía e historia de las principales familias del Reino Unido, así como normas de
etiqueta y otros datos e informaciones similares. (N. del T.) <<
Página 195
[5] Emblema heráldico ducal de Inglaterra. (N. del T.) <<
Página 196
[6] Reloj de bolsillo barato. (N. del T.) <<
Página 197