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Cañeque Alejandro CULTURA VICERREGIA Y ESTADO

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Historia Mexicana

ISSN: 0185-0172
histomex@colmex.mx
El Colegio de México, A.C.
México

Cañeque, Alejandro
Cultura vicerregia y Estado colonial. Una aproximación crítica al estudio de la historia política de la
Nueva España
Historia Mexicana, vol. LI, núm. 1, julio - sepriembre, 2001, pp. 5-57
El Colegio de México, A.C.
Distrito Federal, México

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=60051101

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CULTURA VICERREGIA Y ESTADO
COLONIAL. UNA APROXIMACIÓN
CRÍTICA AL ESTUDIO
DE LA HISTORIA POLÍTICA
DE LA NUEVA ESPAÑA*

Alejandro CAÑEQUE
New York University

LA FIGURA DEL VIRREY, SIN DUDA, ha quedado inscrita de una


manera muy viva en la imaginación histórica de los mexi-
canos, aunque esta imagen sea, generalmente, negativa.
De Octavio Paz al subcomandante Marcos, lo normal ha
sido ver en los métodos utilizados por los virreyes nombra-
dos por el monarca español para gobernar Nueva España,
el origen de la corrupción y de los abusos de poder de los
gobernantes del México contemporáneo. Así, algunas se-
manas después de la insurrección que se inició en el esta-
do de Chiapas el 1º de enero de 1994, el Ejército Zapatista
de Liberación Nacional hizo público un documento de su fa-
moso líder, el subcomandante Marcos, en el que denun-
ciaba la pobreza y condiciones de vida miserables en las

Fecha de recepción: 30 de noviembre de 2000


Fecha de aceptación: 22 de marzo de 2001

* Mi agradecimiento a Antonio Feros, Pedro Guibovich y Raquel


Díez por los comentarios ofrecidos en la elaboración de este trabajo.
Diferentes versiones de este artículo se presentaron en agosto de 2000,
en el Seminario de Historia de la Pontificia Universidad Católica del
Perú y, en marzo de 2001, en el Seminario Palafox y Mendoza, organi-
zado por la Real Biblioteca de Madrid. Quisiera agradecer a todos los
participantes en dichos seminarios, y en especial a José de la Puente y
John Elliott, sus comentarios y opiniones.

HMex, LI: 1, 2001 5


6 ALEJANDRO CAÑEQUE

que se hallaba la población indígena de Chiapas. En su


escrito, repleto de ironía y sarcasmo, Marcos reserva sus
críticas más acerbas para el representante del Estado mexi-
cano en Chiapas, esto es, el gobernador del estado, quien,
según Marcos, era un político irremediablemente avari-
cioso y corrupto. A lo largo del documento, y de manera
harto reveladora, Marcos siempre se refiere al gobernador
llamándole “el virrey”, o de un modo todavía más despecti-
vo, “el aprendiz de virrey”.1
Sin duda, para describir al gobernador de Chiapas de la
manera más negativa posible, Marcos escogió un término
que, casi 200 años después de que el último virrey pusiera
pie en territorio mexicano, todavía evoca, no sólo en Mé-
xico, sino también en España, imágenes de un poder abso-
luto y corrupto. Por supuesto, en el caso de Marcos, el uso
que él hace de la figura del virrey como un concepto que
le permite describir, de la manera más contundente, el ca-
rácter abusivo del poder del gobernador de Chiapas es
casi natural, pues Marcos entiende la historia de México
como una línea ininterrumpida que comienza con Her-
nán Cortés y termina con Carlos Salinas de Gortari, presi-
dente de la República Mexicana en el momento en que se
produjo la insurrección zapatista.
Pero esta retórica antivirreinal no es exclusiva de guerri-
llas izquierdistas. En un artículo publicado en The New York
Times, unos días antes de la celebración de las elecciones
legislativas de julio de 1997, que supusieron la derrota del
PRI por primera vez en casi 70 años, Enrique Krauze decla-
raba que los 63 virreyes que gobernaron en la Nueva Espa-
ña entre 1521-1821, en representación de un monarca
distante que nunca jamás cruzó el océano, habían creado
una tradición, previamente encarnada en los tlatoanis az-
tecas, de un poder centralizado y sancionado por la divini-
dad que había durado, bajo formas diferentes, casi hasta el
momento presente. Con semejantes precedentes, Krauze
concluía, no resultaba difícil mostrarse escéptico respecto

1
EZLN, 1994, pp. 49-66.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 7

a la implantación de la democracia en México.2 Como el


subcomandante Marcos, Enrique Krauze interpreta la his-
toria de México como una línea continua que, en su caso, se
remonta a los más remotos tiempos del imperio azteca.
Sin duda, es comprensible la tentación de asimilar la figu-
ra del virrey a la de un moderno gobernador o presidente.
Sin embargo, pienso que debemos ser muy cautos a la hora
de hacer comparaciones que tienden a ignorar el abismo
histórico, cultural y político que separa a los gobernantes
mexicanos del siglo XX de sus supuestos antecesores de la
época colonial. A continuación se hará un intento de recu-
perar la “cultura vicerregia”, es decir, la cultura política
que hizo posible la existencia de la figura del virrey y, al
mismo tiempo, explicar aquello que separa y distingue di-
cha figura de los gobernantes contemporáneos.3 Aunque
este estudio se centra en la figura virreinal en la época de
los Austrias, muchos de los argumentos que siguen podrían
muy bien aplicarse a los virreyes del siglo XVIII, al menos a
los que gobernaron antes de la puesta en efecto de las re-
formas borbónicas de finales de siglo, aunque sin duda,
sería necesario un estudio detallado que nos hiciera com-
prender hasta qué punto dichas reformas alteraron los
mecanismos tradicionales del poder virreinal.
A pesar de la importancia política de la figura vicerregia,
no es mucho lo que sabemos acerca de los mecanismos
que sustentaban su poder. Tradicionalmente, los estudios

2
KRAUZE, 1997, p. 23. En este artículo, Krauze repite unas ideas que
ya habían sido expresadas, de forma poderosa y en términos poéticos,
por Octavio Paz a finales de los años sesenta. En palabras de Paz, “Los
virreyes españoles y los presidentes mexicanos son los sucesores de
los tlatoanis aztecas […H]ay un puente que va del tlatoani al virrey y
del virrey al presidente”. Véase su “Crítica de la pirámide”, en PAZ, 1993,
pp. 297, 310 y 317.
3 Me baso aquí en las ideas expresadas por Keith Baker, quien define

el concepto de cultura política como el conjunto de discursos y prácti-


cas que caracterizan la actividad política de una determinada comuni-
dad, entendiéndose dicha actividad como la articulación, negociación y
puesta en práctica de una serie de derechos por los que compiten indi-
viduos y grupos diversos. Véase BAKER, 1987, pp. XI-XIII.
8 ALEJANDRO CAÑEQUE

sobre el virrey en la época de los Austrias han sido de carác-


ter biográfico y descriptivo, y se centraban en los dos o tres
virreyes más “importantes” —aquellos que se supone que
contribuyeron decisivamente a establecer la autoridad regia
en los territorios americanos, sobre todo en el siglo XVI—
e ignoraban al resto, salvo, alguna, que otra excepción.4
Por otra parte, los historiadores que han estudiado la es-
tructura de la administración colonial de España en Amé-
rica han visto generalmente a los virreyes como agentes
fundamentales en el esfuerzo por construir un Estado co-
lonial. Aquí, los historiadores se han concentrado en di-
lucidar si el Estado creado en el Nuevo Mundo por los
españoles fue un Estado “fuerte” o “débil”. De este modo,
algunos historiadores han defendido la importancia y rela-
tiva autonomía del Estado en la sociedad colonial, donde
habría alcanzado un papel hegemónico mediante la impo-
sición de un sólido aparato burocrático, con lo cual se ha-
bría evitado la formación de grupos sociales dominantes.5
Sin embargo, otros historiadores sostienen que el Estado
colonial se caracterizó por una extraordinaria debilidad,
ineficacia y corrupción y no era otra cosa que “una caja de
Pandora vacía”.6
4
Entre estos estudios biográficos, destacan AITON, 1927; ZIMMERMAN,
1938; SARABIA VIEJO, 1978; GARCÍA-ABASOLO, 1983; GUTIÉRREZ LORENZO, 1993,
y LATASA VASSALLO, 1997. El estudio de carácter biográfico e institucional
más completo sobre los virreyes novohispanos de la época de los Aus-
trias es, sin duda, el de RUBIO MAÑÉ, 1955. Los estudios institucionales
más exhaustivos sobre la figura virreinal dentro del conjunto de la
monarquía española son los de LALINDE ABADÍA, 1964 y 1967.
5 Véanse PIETSCHMANN, 1989, pp. 161-163; PHELAN, 1967, pp. 321-337;

SEMO, 1973, pp. 65-70; GIBSON, 1966, pp. 90-91, y OTS CAPDEQUÍ, 1941,
pp. 44-45.
6 Así lo ha expresado el historiador estadounidense John H. Coats-

worth al analizar el Estado colonial del siglo XVIII. Él sostiene que el


Estado colonial sólo se mostró efectivo en la extracción de recursos, la
regulación de la actividad económica y la obstaculización del creci-
miento económico. En todo lo demás, el Estado colonial fue extrema-
damente débil si se le compara con los Estados europeos de la época.
Véase COATSWORTH, 1982. Asímismo, Kenneth J. Andrien, refiriéndose
más específicamente al Estado colonial en Perú, ha argumentado que,
aunque el gobierno español fue capaz de crear un poderoso aparato
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 9

A pesar de estos estudios, la realidad es que la mayoría


de los historiadores del periodo colonial ha abandonado,
en las últimas décadas, el análisis de las instituciones colo-
niales y de la política imperial para dedicarse al estudio de
la economía y sociedades coloniales, aunque en los traba-
jos de estos historiadores el “Estado colonial” siempre está
presente en segundo plano, sin que su existencia nunca se
ponga a discusión. Contra esta tendencia, el historiador
estadounidense William B. Taylor, por su parte, ha defen-
dido la importancia del estudio del Estado como el único
medio de comprender el modo en que el poder funcionaba
en la América colonial, y sostiene que deberíamos aban-
donar enfoques basados en dicotomías tan al uso como
gobernante/gobernado, secular/religioso, Estado omni-
potente/Estado débil, mundo exterior/comunidad local,
a la vez que debiéramos ver el Estado, siguiendo la defini-
ción de E. P. Thompson, como la “expresión institucional
de relaciones sociales”. Es decir, deberíamos entender las
instituciones del Estado en un sentido muy amplio, como un
“conjunto de relaciones entre personas más que como en-
tidades que poseen vida propia”. De esta manera, sería fá-
cil apreciar que “la mayoría de las personas son en cierto
sentido tanto gobernantes como gobernados, y que las re-
laciones de poder pueden ser intermitentes, incompletas,
y complicarse a causa de muchas y diversas obligaciones y
lealtades; y también reconocer que no existía una clase di-
rigente única, unificada y coherente”.7
Aunque, en general, éstos son argumentos muy acerta-
dos, con todo, interpolar el concepto del “Estado” en el es-
tudio de las relaciones de poder en la América colonial
contribuye a oscurecer más que a iluminar dichas relacio-

estatal en el Perú colonial gracias a las reformas emprendidas por el vi-


rrey Toledo en la década de 1560, esto sólo fue un fenómeno pasajero,
puesto que muchas reformas de Toledo serían socavadas posteriormen-
te por intereses locales, tanto españoles como andinos. Para mediados
del siglo XVII, las principales características del Estado colonial habían
pasado a ser la debilidad, la corrupción y la ineficacia. Véase ANDRIEN y
ADORNO, 1991, pp. 121-148.
7 TAYLOR, 1985.
10 ALEJANDRO CAÑEQUE

nes. La mejor manera de entender el sistema político colo-


nial, en general, y la figura virreinal, en particular, es tra-
tar de hacerlo desde sus propios principios y no los
nuestros. Y en este sentido, la realidad es que el moderno
concepto de Estado —un ente con vida propia, diferencia-
do tanto de gobernantes como de gobernados y capaz, por
tanto, de reclamar la fidelidad de ambos grupos— no ha-
bía hecho todavía su aparición en la Europa o en la Améri-
ca de los siglos XVI y XVII. En otras palabras, la idea del
“Estado” como concepto esencial que unifica y cohesiona
a la comunidad política o la noción de que los súbditos de-
ben sus obligaciones al Estado en vez de a la persona del
gobernante o a una multiplicidad de autoridades jurisdic-
cionales (tanto locales o nacionales como eclesiásticas o
seculares) no habían penetrado todavía en la imaginación
política no sólo hispana, sino europea en general. Es cierto
que los tratadistas políticos de la época utilizan el término
“Estado”, pero con él están indicando, no la idea moderna
del Estado como aparato de gobierno, separado de la per-
sona del gobernante, sino algo muy diferente. Más que de
“Estado” habría que hablar de “estados”, pues si, por una
parte, el término se refiere a los estamentos sociales en que
se divide la comunidad, por la otra, se usa para describir
las “materias de estado” que son todas aquellas que tienen
que ver con el mantenimiento o incremento de “el estado
del monarca”, es decir, los dominios de la corona, la cual
se compone de muchos “estados”, uno de ellos siendo “el
Estado de las Indias” (el Consejo de Estado, como poste-
riormente, el secretario de Estado es el que se ocupa de
los asuntos de Estado, es decir, de los asuntos exteriores).8
Al emplear el término “Estado”, con todas las caracterís-
ticas que generalmente se le atribuyen, estamos proyectan-
do toda una serie de categorías que pertenecen al orden
político presente sobre las formaciones políticas en exis-
tencia antes de la revolución liberal. Entre otras razones
porque la concepción del orden político todavía giraba en
torno a la idea de imperio, entendido en el sentido medieval
8
Véase SKINNER, 1989 y LALINDE ABADÍA, 1986.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 11

como monarquía cristiana universal, y donde el concepto


de “Estado-Nación” todavía era marginal en el discurso po-
lítico de la época. En este sentido, la consolidación de las
llamadas “monarquías nacionales” a finales del siglo XV,
no fue acompañada de la desaparición de los plantea-
mientos de “poder universal” característicos de la Edad
Media.9 En el caso hispano, estas ideas serán reelaboradas
de tal manera que la monarquía española devendrá “mo-
narquía católica”, la cual hará del universalismo un ele-
mento constituyente de su identidad. En esta renovación y
conceptualización de la monarquía española, las posesio-
nes americanas desempeñarán un papel decisivo, puesto
que la conquista de América se verá como la realización
del destino providencial de la monarquía española desti-
nada a convertirse en monarquía universal.10
Por otra parte, la monarquía española, como todas las
europeas del periodo moderno, se había construido sobre
la base de un profundo respeto por las estructuras corpo-
rativas y por los derechos tradicionales, los privilegios y los
usos y costumbres de los diferentes territorios que la com-
ponían. En otras palabras, la lógica de la Monarquía Hispá-
nica (como se vino a denominar la estructura política de
carácter imperial en la que habían quedado englobados los
territorios americanos) no era una lógica centralizadora y
uniformadora, sino que se basaba en una asociación im-
precisa de todos sus territorios, una lógica muy diferente
de la del soberano y centralizador Estado-nación. El he-
cho de que los monarcas españoles tendieran a consolidar
el poder en sus manos, especialmente en materias judicial,
fiscal y militar, no debe interpretarse como el surgimiento

09
Véase Y ATES, 1975, en especial pp. 1-28; STRONG, 1988, pp. 75-104;
ARMITAGE, 1998, caps. 2-5, y PAGDEN, 1995, pp. 29-62.
10 En pleno siglo
XVII Juan de Solórzano todavía podrá afirmar en su
Política indiana, lib. IV, cap. IV, núm. 10, que en los monarcas hispanos se
habían cumplido las profecías que anunciaban que el “Reino había de
ser uno en todas las partes del mundo y que a su servicio se habían
de traer las gentes remotas y en el mismo se había de emplear su oro y
plata”. Sobre esto, véanse FERNÁNDEZ ALBALADEJO, 1992, pp. 168-184; MUL-
DOON, 1994, pp. 143-164, y BRADING, 1994, pp. 19-28.
12 ALEJANDRO CAÑEQUE

de estructuras administrativas centralizadas y autosuficien-


tes. Es más, la noción de un Estado centralizador era lite-
ralmente inconcebible, por lo que debería evitarse su
utilización como una categoría de análisis para la mayor
parte del periodo colonial.11
La idea de que el poder político se halla concentrado
en un centro único (de donde deriva hacia aquellas enti-
dades que lo ejercen en la periferia) pertenece a un con-
cepto del poder mucho más moderno. En el periodo que
nos concierne, el poder político se hallaba disperso en
una constelación de polos relativamente autónomos, cuya
unidad se mantenía, de una manera más simbólica que
efectiva, con la referencia a una “cabeza” única. Esta dis-
persión se correspondía con la relativa autonomía de los
órganos y funciones vitales del cuerpo humano, que servía
como modelo de organización social y política. Semejante
visión hacía imposible la existencia de un gobierno políti-
co completamente centralizado —una sociedad en la que
todo el poder se hallara concentrado en el soberano ha-
bría sido tan monstruosa como un cuerpo constituido tan
sólo de cabeza. La estructura de poder establecida en Mé-
xico por las autoridades españolas, aunque en apariencia
altamente centralizada, en realidad obedecía a una lógica
en la que cada institución disponía de un poder y jurisdic-
ción propios. Los diferentes “cuerpos” o “corporaciones”
que componían la comunidad política eran titulares de
unos derechos políticos que servían, a su vez, como freno y
límite al poder regio o vicerregio. La función de la cabeza
de este cuerpo político —el monarca o el virrey— no era
la de destruir la autonomía de cada miembro, sino la de,
por un lado, representar a la unidad del cuerpo, y, por el
otro, la de mantener la armonía entre todos sus miem-
bros, y garantizar a cada cual sus derechos y privilegios o,
en una palabra, la de hacer justicia, que se convierte así en el

11
ELLIOTT, 1992; véanse también ELLIOTT, 1991, y GERHARD, 1981, pp.
80-95. Es esta lógica la que explica el clamoroso fracaso de intentos co-
mo el del Conde-Duque de Olivares por conseguir mayor integración
entre los diferentes territorios de la monarquía.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 13

principal fin del poder político. Ésta es la paradoja, desde


el punto de vista moderno, del sistema político preestatal: el
sistema de poder monárquico “absoluto” era compatible
con una extensa autonomía de otros poderes políticos, sin
que el centro exigiera la absorción de los poderes de la pe-
riferia.12 Es por todo esto que el estudio del poder virreinal
no debe enfocarse como parte de la historia de la formación
del Estado colonial. Si queremos entender la verdadera
naturaleza del poder virreinal en toda su complejidad (y,
por extensión, la del sistema colonial implantado por los
españoles) debemos aprender a “ver” al virrey como sus
contemporáneos lo habrían visto, es decir, debemos exa-
minar la cultura política de la monarquía española, una
cultura cuyos principios eran muy diferentes de aquellos
sobre los que se funda el paradigma estatal.

EL VIRREY IMAGINADO

En la tratadística política de la época se solía argumentar, pa-


ra explicar y defender la figura del virrey (o la del monarca),
que aquello que es único es siempre mejor y más firme que
aquello que está dividido y separado. Ésa es la razón por la
cual un único Dios gobierna todas las cosas y una sola cabe-
za rige a la multitud de los miembros del cuerpo, mientras
que la naturaleza nos enseña que la “república de las abejas”,
modelo de organización, es gobernada, igualmente, por
una sola cabeza. Asimismo, un solo señor gobierna la casa y un
solo piloto dirige la nave. Un navío con más de un piloto, de
la misma manera que un reino con más de un gobernante,
causaría confusión y crearía facciones y divisiones, pues las
acciones del gobierno necesitan cierta unidad, imposible de
conseguir cuando existe más de una cabeza. Es decir, la exis-
tencia de varios gobernadores en un mismo lugar y con una
sola autoridad sería tan monstruosa como un cuerpo con dos
o tres cabezas.13

12 Para
estos argumentos, véase HESPANHA, 1989, pp. 232-241 y 437-442.
13
Entre otras muchas obras, véanse SANTA MARÍA, 1615; CEVALLOS,
14 ALEJANDRO CAÑEQUE

Este recurso a las imágenes corporales —en este caso el


cuerpo con una cabeza que lo rige para explicar la “natu-
ralidad” de la forma de gobierno virreinal— no es acci-
dental, puesto que, como ya se dijo, la sociedad, o para ser
más precisos, la comunidad política, se concebía como un
organismo vivo y, por ello, se la comparaba sistemática-
mente con el cuerpo humano, atribuyéndose a cada es-
tamento de la comunidad el rol de un órgano corporal
específico, lo que contribuía a crear un sentimiento de co-
munidad entre todos sus miembros, tanto superiores
como inferiores. En dicha comunidad, el monarca forma
un todo o unidad, un “cuerpo místico”, con los habitantes
del reino, donde el monarca constituye la cabeza y el rei-
no los miembros de este cuerpo místico. Esta unidad orgá-
nica de cabeza y miembros en la comunidad política se
utiliza siempre como el principal argumento para justifi-
car las ventajas del gobierno monárquico o, para utilizar la
expresión de la época, el gobierno de uno sólo. Así lo ex-
presaba Jerónimo de Cevallos a principios del siglo XVII.

Y como en esta república hay un rey que es cabeza a quien to-


dos los vasallos están sujetos, así también en el cuerpo huma-
no hay rey que le gobierna, que es la cabeza, la cual tiene sus
súbditos y vasallos, que son todos los miembros del cuerpo. Y
como los reyes tienen ministros y privados, unos graves y su-
periores y otros bajos para los oficios ínfimos, también el
cuerpo humano tiene sus súbditos de la misma manera, acu-
diendo cada uno a su oficio y ministerio, sin que el mayor
pueda decir que no tiene necesidad del menor, ni el me-
nor del mayor […] Porque la cabeza ha menester a los pies y
los pies a la cabeza, y los que parecen miembros más inferio-
res del cuerpo, son siempre los más necesarios.14

1623; BNM mss. 904 (Apología del gobierno por virreyes para el reino
de Portugal) (n.d.), ff. 268-270. Para un análisis de los orígenes clásicos
y medievales de estas ideas, véase SKINNER, 1978, cap. 3.
14 CEVALLOS, 1623, f. 2. Sobre los orígenes medievales del concepto de

cuerpo místico, véase KANTOROWICZ, 1957, en especial el cap. V. Para el


caso español, véase MARAVALL, 1983, pp. 181-199.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 15

Esta noción orgánica de la comunidad política, todavía


predominante en el pensamiento político español del siglo
XVII, tenía una implicación fundamental. En esta concepción
no existía una separación entre el rey y el “Estado”, pues éste
era el cuerpo colectivo del príncipe. Esta “corporalización”
de la comunidad política hacía extremadamente difícil la
existencia de un Estado abstracto e impersonal.15 En este sen-
tido, es preciso señalar que el concepto de “cuerpo místico” no
es una simple metáfora utilizada para describir al Estado; es
una imagen que denota una idea de la comunidad política
concebida en términos esencialmente diferentes de los del
Estado. Dicho concepto nos está sugiriendo que los miem-
bros de la comunidad no existen como individuos aislados,
sino únicamente como miembros de un cuerpo y que la orga-
nización jerárquica de la comunidad política es tan natural
y bien ordenada como la del cuerpo humano, el cual a su vez,
es reflejo del orden perfecto y armonía de los cuerpos celes-
tiales. En otras palabras, representa un sistema simbólico que
impone ciertos límites al pensamiento, pues permite pensar
ciertas ideas, mientras que hace otras casi inconcebibles.16
Por consiguiente, en una sociedad en la que la concep-
ción del Estado como ente soberano e impersonal al que
se le debe lealtad era prácticamente inexistente y en la
que el poder se concebía de una manera extremadamente
personal, los beneficios de la solución virreinal eran claros
para todo el mundo. Uno de los elementos característi-
cos del poder personalizado es la importancia que adquie-
re el hecho de la cercanía y el contacto directo con la
persona en la cual reside dicho poder. Puesto que la leja-
nía de los diferentes territorios de la monarquía hispana
hacía imposible la presencia del monarca en ellos, la solu-
ción ideal era enviar a un representante del soberano re-
vestido con todos los atributos de la majestad real, en la que
los habitantes de las diferentes provincias vieran al perfec-
to sustituto del monarca, o que incluso se le confundiera
con él. De ahí que se describa al virrey como la “viva ima-

15 KANTOROWICZ, 1957, pp. 270-271.


16
WALZER, 1967, pp. 193-196.
16 ALEJANDRO CAÑEQUE

gen” del rey, pues en él, los súbditos del monarca español
deberían ver, no sólo a la figura de un poderoso gobernan-
te, sino al rey transfigurado en su persona. Así lo expresa-
ba concisamente un tratadista peruano del siglo XVII:

Bien podremos decir que el virrey no es distinto de la persona


real, pues en él vive por traslación y copia con tal unión e
igualdad que la mesma honra y reverencia que se debe a Su
Majestad se debe a Su Excelencia, y la injuria que se les hace
es común a entrambos, como la fidelidad y vasallaje.17

Es Juan de Solórzano y Pereira, el prominente jurista


español del siglo XVII, el que explica de una forma más ela-
borada la razón por la cual existían los virreyes en América.
Solórzano observa que al principio de la dominación espa-
ñola el gobierno estuvo a cargo del virrey y de la Audiencia,
pero esta división trajo consigo muchos inconvenientes, por
lo cual se decidió que sólo el virrey se hiciera cargo del go-
bierno. Esto sirvió, según el autor, para verificar lo que todos
los tratadistas habían observado en esta materia con anterio-
ridad, que era mejor el gobierno de uno solo. Por todo eso,
Solórzano concluye que “lo más útil es elegir siempre uno a
quien deban obedecer los demás, porque si se deja vaga vo-
luntad a muchos, en cuyos pareceres suelen ser encontrados
o diferentes, se engendra confusión y embarazo, que ocasio-
na culpas y despierta desasosiegos”. Solórzano añade otra ra-
zón por la que se decidió nombrar virreyes. Debido a la leja-
nía que separaba a las Indias de España, fue más necesario
incluso que en otras provincias que los reyes nombrasen “es-
tas imágenes suyas, que viva y eficazmente los representasen,
y mantuviesen en paz y quietud” a los habitantes de dichos
territorios, y “los enfrenasen y tuviesen a raya con semejante
dignidad y autoridad”.
Solórzano sostiene que la autoridad y potestad de los
virreyes es tan grande que sólo se pueden comparar con
los reyes que los nombran como sus “vicarios” para que re-
presenten su persona, que eso, según el autor, significa la

17
CARAVANTES, 1985, p.15.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 17

palabra latina proreges; y por eso, en Cataluña y en otros lu-


gares los llaman Alter Nos, “por esta omnímoda semejanza
o representación”. A esto se debe que, en general, en las
provincias que gobiernan, y exceptuando los casos
en que se señala lo contrario, los virreyes “tienen y ejercen
el mismo poder, mano y jurisdicción que el rey que los
nombra”. Solórzano cita una Real Cédula de 1614 en la
que se ordena a todos los habitantes de las Indias, inclui-
das las Audiencias, que obedezcan y respeten a los virreyes
de la misma manera que se obedece y respeta al rey. Se-
gún él, todo esto es muy razonable, pues
[…] donde quiera que se da imagen de otro, allí se da verda-
dera representación de aquél cuya imagen se trae o representa
[…] y de ordinario aun suele ser más lustrosa esta representa-
ción mientras los virreyes y magistrados están más apartados
de los dueños que se la influyen y comunican, como lo advirtió
bien Plutarco con el ejemplo de la luna, que se va haciendo
mayor y más resplandeciente mientras más se aparta del sol,
que es el que le presta sus esplendores. 18

Este fragmento pone de relieve que para Solórzano, co-


mo para muchos otros tratadistas políticos de la época, es-
ta idea del virrey como imagen del rey era esencial para
poder aprehender la auténtica naturaleza del poder vice-
rregio. Como imagen y alter ego del monarca, al virrey se le
consideraba en posesión de toda la majestad y de todo el
poder y autoridad del monarca. Ser la imagen del rey sig-
nificaba, en último término, que se esperaba que el virrey
gobernara siguiendo los mismos principios políticos y adop-
tara los mismos comportamientos que su original.
Para entender la figura del virrey es necesario recordar que
el monarca era concebido, a su vez, como imagen de Dios y
su vicario en la tierra.19 Si el monarca era la imagen de Dios,

18
SOLÓRZANO y PEREIRA, 1972, lib. V, cap. XII, núms. 1-9.
19
Aunque esta asimilación del monarca con Dios, lógicamente le
dotaba de un poder y majestad tan incomprensibles para la mente hu-
mana como la majestad y el poder divinos, confiriéndole aparentemen-
te un poder ilimitado, al mismo tiempo imponía sobre él la pesada
18 ALEJANDRO CAÑEQUE

el virrey era, a su vez, la imagen del monarca y su lugartenien-


te en los diferentes territorios que componían la monarquía
hispánica. Y si el soberano debía mirar siempre al cielo para
saber cómo mejor gobernar sus reinos, era natural que, en-
tre los numerosos habitantes celestiales, se encontrara algu-
no que pudiera servir de modelo a los virreyes. Así, del mis-
mo modo que el monarca de los cielos, para ocuparse de los
más importantes asuntos del gobierno del mundo, disponía
de los arcángeles, imágenes de la divinidad y los más excelsos
entre todos los moradores de la corte celestial, así el monar-
ca español enviaba a sus vivas imágenes, los virreyes, a gober-
nar los dominios de su monarquía “universal”. Esto queda
perfectamente expresado en una obra publicada en México
en 1643 dedicada a ensalzar las excelencias del “príncipe de
los ángeles” y “gran gobernador de la república celestial”, el
arcángel San Miguel. Lo fascinante de esta obra es el modo
como funde, hasta hacerlos indistinguibles, el lenguaje reli-
gioso con el político, algo que, en realidad, no es peculiar de
esta obra, sino una característica de la cultura política españo-
la de la época.20 Su autor, el jesuita Juan Eusebio Nieremberg,

carga de tener que velar por el bienestar tanto material como espiritual
de sus súbditos. Esta manera “divina” de concebir el poder, por tanto,
imponía severos límites a la autoridad del monarca, cuyas acciones se
debían dirigir siempre al servicio del bien común y no del suyo perso-
nal. Es decir, aunque tradicionalmente se ha representado el gobierno
monárquico como arbitrario, puesto que el monarca, como príncipe
“absoluto” no estaba sujeto al obedecimiento de sus propias leyes, en
realidad existía muy poco que fuera arbitrario en dicho gobierno, de la
misma manera que Dios, aunque poseedor de un poder ilimitado, no
gobierna el universo de una manera caprichosa. Sobre estos temas, véa-
se MARAVALL, 1997, pp. 187-226 y FEROS, 1993.
20 La identificación entre los poderes humano y divino era tan com-

pleta que el lenguaje utilizado para dirigirse a Dios era casi el mismo que
el utilizado para dirigirse al rey, y viceversa, se encuentran en la documen-
tación, una y otra vez, referencias tanto a “Dios Nuestro Señor” como a
“El Rey Nuestro Señor”. En palabras de Castillo de Bobadilla, “este atri-
buto y palabra honorífica, Señor, es la mayor de todas, perteneciente
sólo a Dios, que es universal señor omnipotente, y a los reyes, que son
en la tierra vicarios suyos”. Véase CASTILLO DE BOBADILLA, 1704, lib. II, cap.
XVI, núm. 23. Igualmente, la palabra “majestad” se usa indistintamente
para referirse tanto a Dios como al monarca.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 19

afirma que San Miguel, entre los espíritus puros, es el segun-


do, después de Dios, y el tercero en poder, santidad y majestad,
después de Dios y de la Virgen, “reina de los cielos”. Todos
los ángeles reverencian grandemente a San Miguel, porque
“aunque no es Dios tiene el mando divino, y así veneran en
él a Dios, en la criatura al criador”.21 He aquí perfectamente
caracterizados el poder y la figura del arcángel/ virrey. Como
San Miguel, los virreyes, aunque no son reyes, tienen el man-
do real, y por eso los vasallos deben venerar en su figura a la
del rey. Las ocupaciones y privilegios de San Miguel en el cielo
son muy similares a las de un virrey en la tierra. San Miguel es
“capitán general de los ejércitos de Dios” (p. 65). También
es “el justicia mayor de Dios”, pues “este cargo tan propio de
Cristo se comunica y delega a este soberano espíritu”. El día
del Juicio Final él será el encargado de ejecutar las sentencias
dictadas por Jesucristo, del mismo modo que “los reyes hacen
justicia y dan sentencias por medio de sus ministros superio-
res” (pp. 113-117). San Miguel también se halla en posesión
del “sello de Dios”, como “canciller del cielo”, con que seña-
la a los cristianos con la gracia que les imprime en el alma
(pp.145-148). El privilegio que tiene San Miguel de “presen-
tar los predestinados para el cielo hasta ponerlos en la pose-
sión de la gloria” es para Nieremberg prueba de la autoridad
y confianza depositadas por Dios en su arcángel (p.150).22
Por último, Nieremberg observa que la autoridad que tiene
este ángel en el cielo es tan grande que está a su cargo distri-
buir los ángeles custodios a los hombres y a las naciones. Es-
to le corresponde a San Miguel por “ser príncipe y superior
de los ángeles y vicario de Dios, y así le toca a él gobernar a los
ángeles y disponerlos en sus oficios, conforme el mayor servi-
cio de Dios y la voluntad divina” (p.128).23

21
NIEREMBERG, 1643, pp. 52-54. El resto de las referencias de esta obra
se darán en el texto.
22 Una de las funciones de los virreyes de la Nueva España era la de

“presentar” o elegir a un religioso, de una lista de tres candidatos nom-


brados por el provincial de la orden correspondiente, para cada uno de
los curatos y doctrinas de indios.
23 Igualmente, una de las tareas más importantes y problemáticas de

los virreyes novohispanos, y lo que les definía como virreyes, era la dis-
20 ALEJANDRO CAÑEQUE

Estas imágenes y este lenguaje alejan radicalmente al vi-


rrey de la visión ofrecida por la historiografía tradicional
que lo identifica como la instancia superior de la burocra-
cia colonial, concepto, por otra parte, desconocido para
los contemporáneos. En realidad, la figura del virrey esta-
ba muy alejada del ideal burocrático moderno basado en
la eficiencia administrativa y el profesionalismo. En vez de
regirse por unos principios administrativos rigurosamente
establecidos, su actuación se guiaba por unos principios
político-morales moldeados por una serie de virtudes que
se suponían debían caracterizar al buen gobernante (tan-
to al rey como al virrey). Estos principios se le recordaban
invariablemente a cada nuevo virrey en los arcos triunfales
que se erigían para recibirle ceremonialmente en la capi-
tal del virreinato. El arco triunfal cumplía la función de un
gigantesco tratado político, visible, aunque probablemente
no inteligible, a todo el mundo, en el que se plasmaban uno
tras otro los principios “constitucionales”que regían la vida
política de la Nueva España. En los arcos virreinales, algunos
términos clave eran siempre la religión, la justicia, la pru-
dencia y la liberalidad. Como se verá en las páginas que si-
guen, éste es el lenguaje que, en definitiva, nos permite
entender las prácticas políticas de la monarquía hispana y
de sus virreinatos americanos. Estos arcos triunfales, por
tanto, poseen un gran significado político, pues inscritos
en ellos se hallaba toda una teoría del poder virreinal, re-
petida una y otra vez, sobre la que se basaba todo el siste-
ma de gobierno de la Nueva España.

LA DUALIDAD DEL PODER

Como Jonathan Israel demostró hace ya bastantes años, un


elemento característico de la historia política de la Nueva Es-
paña, en el siglo XVII, fue su alto grado de conflictividad, que
él mismo atribuyó a la existencia de una crisis económica

tribución de los oficios de alcaldes mayores y corregidores, derecho


que les correspondía como “vicarios” del rey.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 21

que, al ser intensificada por mayores exigencias contributi-


vas por parte de la metrópoli, habría causado las alteraciones
mexicanas.24 Pero uno de los hechos que más llama la aten-
ción, cuando se analiza la situación política de México en el
siglo XVII, es que los miembros de la jerarquía eclesiástica, es-
pecialmente los arzobispos de México y los obispos de Pue-
bla, fueron siempre protagonistas destacados de dichos con-
flictos. La conflictividad entre los virreyes y las autoridades
episcopales, por otro lado, nunca estuvo limitada a la “crisis
del siglo XVII”, pues fue una característica de la vida política
novohispana por lo menos desde la segunda mitad del siglo
XVI.25 En mi opinión, esta conflictividad no obedeció tanto
a factores coyunturales como a las peculiares características
de la cultura política novohispana —la conflictividad forma-
ba parte de la naturaleza del sistema—, aunque los factores
coyunturales puedan ayudar a explicar la mayor o menor in-
tensidad del conflicto.
Las relaciones entre los poderes secular y eclesiástico,
en el México de los siglos XVI y XVII, se pueden calificar
cuando menos de tormentosas, los conflictos siendo cons-
tantes los enfrentamientos entre virreyes y prelados. Habría
que preguntarse ¿cómo se llegó a semejante situación, que
tanto contradice la imagen que generalmente se tiene de
la Iglesia como fiel instrumento del Estado colonial? Aun-
que el papel de la Iglesia es fundamental para entender el
sistema de poder establecido por la monarquía española
en América, no es mucho lo que sabemos al respecto, pues
los escasos historiadores que se han ocupado del tema han
concentrado sus estudios en la crisis creada en la Iglesia
colonial por las reformas borbónicas de la segunda mitad
del siglo XVIII.26 Tal vez la mayor dificultad que es necesa-
rio superar, al acercarse al estudio de la Iglesia y sus rela-
24
ISRAEL, 1974 y 1975.
25
Véanse, por ejemplo, los enfrentamientos entre el arzobispo Moya
de Contreras y varios virreyes, en POOLE, 1987, pp. 59-65.
26 Una reciente excepción es el trabajo de MAZÍN, 1996, que pone de

relieve, entre otros muchos aspectos, el importante papel de los cabil-


dos eclesiásticos en la vida política de la Nueva España desde los inicios
del dominio español.
22 ALEJANDRO CAÑEQUE

ciones con el poder colonial, es la tradicional tendencia a


reducir dichas relaciones a la oposición binaria Iglesia-Es-
tado. Así, es bastante común afirmar que el monarca es-
pañol era en un sentido muy real la cabeza secular de la
Iglesia colonial, la cual sencillamente había pasado a ser
parte de la burocracia real.27 Sin embargo, a estos argu-
mentos se podría responder que si la Iglesia hubiera esta-
do sometida de esta manera al poder de la corona, no es
posible pensar que la conflictividad entre Iglesia y Estado
hubiera sido tan extendida y tan constante, en especial en
el siglo XVII. Para entender la estructura de poder en la
Nueva España es necesario huir de reduccionismos fáciles
y complicar nuestra imagen de la sociedad colonial, pues-
to que ni el poder, como ya se ha argumentado, se organi-
zaba siguiendo criterios “estatistas”, ni la Iglesia constituía
una estructura monolítica, pues se hallaba profundamen-
te dividida, especialmente en México, por un prolongado
enfrentamiento entre el clero secular y el regular, lo que
hacía muy difícil imponer con efectividad los dictámenes
de la jerarquía eclesiástica.28
El hecho de que en los siglos XVI y XVII (sobre todo antes
del sistema creado por la paz de Westfalia) el orden político
global todavía se concibiera en términos de “cristiandad” más
que en el de “Estados” independientes, y que el universalis-
mo de la “idea imperial” se hallara activamente presente en
la monarquía española como “monarquía católica (univer-
sal)”, es fundamental para entender que en la sociedad no-
vohispana de los siglos XVI y XVII no es posible concebir unas
relaciones entre la “Iglesia” y el “Estado colonial” en las que
la Iglesia se haya generalmente subordinada al poder del Es-

27
Para José Antonio Maravall, en la Edad Moderna se produce una
progresiva nacionalización de la Iglesia española que favorecerá el pro-
ceso de formación del Estado absoluto, caracterizado por un proceso
de estatalización de la Iglesia y por una utilización de la Iglesia por el
Estado. La religión, como “medio de dominación, destinado a mante-
ner sumisas las masas”, se convierte, así, en interés del Estado. Véase
MARAVALL, 1972, vol. I, pp. 215-245.
28 Sobre los conflictos entre la jerarquía eclesiástica y las órdenes re-

ligiosas en la Nueva España, véase PADDEN, 1956 y POOLE, 1987, pp. 66-87.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 23

tado. Con esto no se niega que la corona intentara siempre


el mayor control posible sobre el clero de sus reinos. Lo que
es importante resaltar aquí es que las relaciones entre el po-
der civil y la autoridad espiritual se desenvolvían en un con-
texto en el que la legislación canónica gozaba de gran pree-
minencia, lejos todavía de la concepción estatista del derecho
que concibe al Estado como único ente verdaderamente so-
berano. Estas relaciones sólo eran posibles, entendidas como
unas relaciones entre la “potestad civil” y la “potestad espiri-
tual”, que si en el orden internacional se representaban en
las figuras del monarca y del pontífice, en el contexto novo-
hispano se encarnaban en las figuras del arzobispo (y los obis-
pos) y el virrey. Esta constitución dual del poder impedía el
establecimiento de unos criterios de gobierno plenamente
seculares, lo cual suponía un obstáculo insalvable a la hora
de crear una organización política de carácter estatal.29
Los tratadistas políticos de la época recurren a una serie
de imágenes para representar esta intrínseca naturaleza
dual del poder. Castillo de Bobadilla lo describía de la si-
guiente manera a finales del siglo XVI:

Dos grandes lumbreras hizo Dios en el firmamento del cielo


[…] el sol, que es la mayor, para que alumbrase de día, y la
luna, que es la menor, para que resplandeciese de noche. Y
así también, para firmamento de la Iglesia universal, creó es-
tas dos grandes lumbreras, que son dos dignidades, una la
pontifical autoridad, que es la mayor, para que presidiese a las
cosas del día, que son las espirituales, y la otra la real potestad,
que es la menor, para que presidiese a las de la noche, que
son las temporales. Y también estas dos potestades se signifi-
can por aquellos dos cuchillos que, según San Lucas, represen-
taron los discípulos a Cristo, Nuestro Señor, uno la temporal
y otro la espiritual.30

El poder, por tanto, se concibe de una forma dual y se


expresa en forma de “jurisdicciones”. Pero esta dualidad
no tiene nada que ver con el concepto moderno de sepa-

29
Sigo en esto las ideas expuestas en FERNÁNDEZ ALBALADEJO, 1986.
30 CASTILLODE
BOBADILLA, 1704, lib. II, cap. XVII, núm. 1. (El énfasis es mío.)
24 ALEJANDRO CAÑEQUE

ración de Iglesia y Estado, puesto que el ideal era que am-


bos poderes colaboraran estrechamente en el gobierno de
la República, cada cual dentro de su esfera o “jurisdic-
ción”, la temporal o secular, cuya cabeza era el monarca, y
la espiritual o eclesiástica, cuya autoridad última residía en
el papa. Este concepto de jurisdicción es muy importante
para entender las relaciones entre los miembros de la élite
dirigente, ya que implica la autonomía político-jurídica de
los diferentes cuerpos sociales. La actividad de los poderes
superiores se orienta principalmente hacia la resolución
de conflictos entre diferentes esferas de intereses, conflic-
tos que el poder resuelve “haciendo justicia” (ya vimos que
la función de la “cabeza” de la comunidad política no es
destruir la autonomía de cada cuerpo social, sino la de ase-
gurar la armonía entre todos los miembros del cuerpo
político, garantizando a cada cual su estatuto, fuero, dere-
cho o privilegio). Es por eso que en el lenguaje jurídico-po-
lítico de la época, el poder se designa y entiende siempre
como “jurisdicción” (iurisdictio literalmente significa el acto
de decir el derecho).31
Por otro lado, y de acuerdo con la doctrina de las dos
potestades o de los “dos cuchillos”, la Iglesia y los cléri-
gos estaban exentos de la jurisdicción del príncipe puesto
que, por un lado, éste carecía de poder espiritual y, por
otro, no podía imponer el poder temporal sobre institu-
ciones que no eran temporales. La Iglesia se regía por un
ordenamiento propio —el derecho canónico— completa-
mente independiente del derecho temporal del reino, por
lo cual el margen de influencia de los poderes temporales
sobre ese derecho era muy escaso. El poder regio, aunque
nunca intentará suprimir la autonomía de la Iglesia, de to-
dos modos, intentará limitarla por diversos medios (al exigir
por ejemplo la aprobación regia de los decretos pontifi-

31
HESPANHA, 1989, pp. 235-238. Esta obligación del rey de defender
el derecho de cada cual es lo que mueve a Castillo de Bobadilla a afirmar
que los jueces laicos están obligados a prestar auxilio a los eclesiásticos
“como protectores que son los príncipes seculares de la jurisdicción
eclesiástica”. Véase CASTILLO DE BOBADILLA, 1704, lib. II, cap. XVII , n. 181.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 25

cios; al afirmar el derecho de los súbditos de apelar a los


reyes las decisiones de los tribunales eclesiásticos; o al im-
poner el patronato regio). Si este realismo servía para
reconocer, en el plano simbólico, la preeminencia de la
corona como cabeza del cuerpo político, en el plano me-
nos aparente, pero no menos efectivo, de la jurisdicción
(es decir, de la práctica cotidiana del poder), a pesar de
todo, la autonomía de la Iglesia seguía manteniendo gran
inportancia en el siglo XVII.32
El derecho de presentación de los obispos de Indias que
poseían los monarcas españoles se ha interpretado tradicio-
nalmente como la mejor prueba del estrecho control ejerci-
do por la corona sobre la Iglesia en los territorios america-
nos. La Iglesia se habría convertido así en una inmensa y leal
burocracia.33 Aunque es cierto que esta presentación de los
obispos se puede interpretar como un intento de control del
clero por parte de la corona, el problema que presenta ver a
la Iglesia como parte de la burocracia real, o considerar al
monarca como cabeza de la Iglesia de Indias, es que se igno-
ra la concepción dual del poder en la que se fundamentaba
la comunidad política, algo que se manifestaba claramente
en el hecho de que si bien el rey era el que escogía a los obis-
pos y los “presentaba” al papa, era éste quien los nombraba.
Aunque es cierto que a lo largo de los siglos XVI y XVII la co-
rona nunca dejó de defender su derecho de patronazgo, al
mismo tiempo nunca intentó desposeer al clero de su auto-
nomía.34 En este sentido, el sistema de patronazgo eclesiás-
tico se puede ver como uno de los mecanismos establecidos

32
HESPANHA, 1989, pp. 256-274.
33
PADDEN, 1956, pp. 333-334.
34 En las Instrucciones de los virreyes, siempre se incluía un párrafo

en el cual el monarca encargaba encarecidamente al virrey de turno


que pusiera especial cuidado en la defensa del “patronazgo real” que
pertenecía al monarca, y que no permitiese a los prelados que atenta-
sen contra ese derecho. Véase, por ejemplo, la “Instrucción al Conde
de Monterrey”, dada el 20 de marzo de 1596 y que serviría de modelo a
todas las del siglo XVII, en HANKE, 1976, vol. CCLXXIV, p. 130. Solórzano in-
cluirá este mismo párrafo en el capítulo de su Política indiana en el que
examina el Patronato Real (lib. IV, cap. II, núm. 6).
26 ALEJANDRO CAÑEQUE

por la corona para asegurarse la obediencia y fidelidad del


clero, y de los obispos en particular, de quienes no parece
que se tuviera completa seguridad de que cumplirían siem-
pre las órdenes del monarca con exacta fidelidad.35 Así lo ma-
nifestaba el Conde-Duque de Olivares en el famoso memo-
rial que presentó a Felipe IV en 1624, en el cual declaraba
que a los eclesiásticos había que tratarlos con maña y artifi-
cio, procurando tenerlos “contentos y gustosos, como gente
que tiene y reconoce tanta dependencia de los Sumos Pon-
tífices, aun en las materias temporales […] para que no re-
sistan las negociaciones que se hicieren con los Sumos Pon-
tífices”.36 Así lo pensaba también Solórzano cuando afirmaba
que “conviene mucho que los reyes tengan estas presentacio-
nes en las iglesias catedrales de sus reinos y especialmente en
las remotas regiones de las Indias, para que conozcan y ten-
gan más obligados y afectos a los prelados”.37
A esto habría que añadir que la retórica episcopal constru-
ye en las tierras americanas una imagen del arzobispo extre-
madamente similar a la del virrey, pues convierte a este pre-
lado en un centro de autoridad tan poderoso como el centro
de poder representado por aquél, lo cual hará muy difícil la
imposición de la autoridad vicerregia sobre dicho prelado.
Según explicaba un influyente autor eclesiástico del siglo
XVII, como ante los reyes, delante de los obispos uno debía
doblar la rodilla, la casa del obispo también se llamaba pala-
cio, y la primera entrada del obispo en la sede de su diócesis
se hacía “a manera de triunfo y puede competir con la que
hace el rey cuando entra con solemnidad”.38 Así, en las en-
tradas del arzobispo de México, como en las entradas de los
virreyes, se construía un arco triunfal delante de la catedral

35
En última instancia, este sistema formaba parte de las redes de pa-
tronazgo que fueron creadas por la corona para asegurar la fidelidad
de todos sus vasallos, tanto laicos como religiosos. El sistema de patro-
nazgo laico creado por los virreyes en nombre del monarca se examina-
rá más adelante.
36 “Gran Memorial (Instrucción secreta dada al rey en 1624)”, en

ELLIOTT y PEÑA, 1978, vol. I, pp. 50-51.


37 S
OLÓRZANO, 1972, lib. IV, cap. IV, núm. 37.
38 VILLARROEL, 1656, pp. 27-28.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 27

en el que se le solía representar como un dios o héroe de la


antigüedad, lo cual, aunque puede resultar sorprendente a
primera vista, no lo es tanto si se tiene en cuenta que la figu-
ra del obispo se veía como la de “gobernador” de una dióce-
sis y a los fieles como sus “súbditos”. Entendido así cobra sen-
tido que se empleara con el arzobispo la misma retórica visual
que se utilizaba con el virrey, pues como gobernadores, uno
de cuerpos y el otro de almas, ambos debían mirarse en el es-
pejo de los héroes clásicos, modelo de príncipes, ya fueran
éstos seculares o eclesiásticos.39
En el teatro de la política colonial, la ideología de las
dos potestades dotaba a los máximos representantes del
poder eclesiástico de una gran autoridad e independencia
de actuación, que si bien en la Península se veía aminora-
da por la presencia del monarca, en América este freno no
existía. Los obispos, aunque se reconocían leales vasallos
del rey, se consideraban los iguales del virrey, y estaban
dispuestos a enfrentarse a éste siempre que creyeran que
las libertades y privilegios de la Iglesia se veían menoscaba-
dos por las acciones del representante del monarca. Lógi-
camente, los virreyes, como máximos encargados de
defender la autoridad real, estaban destinados a chocar
con las pretensiones de autonomía del clero, pues les re-
sultaba difícilmente tolerable la presencia de personajes
en sus dominios que constantemente ponían en duda la
superioridad del poder vicerregio sobre ellos. Eran, en de-
finitiva, estas actitudes las que se encontraban en el origen
de gran parte de la conflictividad que caracterizó al Mé-
xico de la “crisis” del siglo XVII.

EL PODER DE LOS CONSEJOS

Con la religión, la justicia y la prudencia son otros dos tér-


minos clave que siempre aparecen en los arcos virreinales

39
Dos descripciones de arcos triunfales erigidos por el cabildo ecle-
siástico para recibir a los arzobispos y que hemos consultado, son ANÓNI-
MO, 1653 y PEÑA PERALTA y FERNÁNDEZ S ORIO, 1670.
28 ALEJANDRO CAÑEQUE

y que nos permiten entender la práctica política de los go-


bernantes hispanos. Como ya se mencionó, el principal fin
del poder político consistía en hacer justicia, es decir, en
asegurar la armonía entre los diferentes cuerpos sociales
que protegían los derechos de cada uno. Así, los monarcas
españoles nunca abandonaron la idea de que la principal
razón que justificaba su existencia era la obligación que te-
nían de administrar justicia. De ahí la extraordinaria im-
portancia de las Audiencias en la estructura de gobierno
de los territorios americanos, donde la justicia impartida
en ellas aparece como una extensión de la administra-
da directamente por el rey. En este sentido, las Audiencias
son una imagen del rey-juez. Así, cuando Solórzano exami-
nó en su obra el lugar ocupado por las Audiencias en la es-
tructura de gobierno de las posesiones hispanas en el
Nuevo Mundo, declaró que a los reyes hispanos debería
agradecérseles enormemente el gran beneficio que habían
otorgado a sus vasallos al fundar las Audiencias, porque
[E]n las partes y lugares donde los reyes y príncipes no pue-
den intervenir ni regir y gobernar por sí la república no hay
cosa en que la puedan hacer más segura y agradable merced
que en darla ministros que en su nombre y lugar la rijan, am-
paren y administren y distribuyan justicia, recta, limpia y san-
tamente, sin la cual no pueden consistir ni conservarse los
reinos, como ni los cuerpos humanos sin alma ejercer algu-
nas vitales, animales o naturales, operaciones.40

Para Solórzano la justicia es la base y cimiento de toda


comunidad política, ya que su existencia asegura la paz y
tranquilidad del territorio. Sin embargo, en el caso de Mé-
xico, la Audiencia era mucho más que un simple tribunal
superior de justicia, pues al mismo tiempo funcionaba
como el órgano consultivo del virrey. Y aquí es donde la
prudencia o sabiduría del buen gobernante entraba en
juego. Según lo explicó un tratadista político de principios
del sigo XVII, el hecho de que el mejor gobierno fuera el de
uno sólo no significaba que los gobernantes debían gober-
40 SOLÓRZANO Y PEREIRA, 1972, lib. V, cap. III, núms. 7 y 8.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 29

nar siguiendo sus dictados. Para que un príncipe soberano


estuviera en disposición de poder someter a su voluntad a
todos sus súbditos

[…] ha de tener tres virtudes reales, potestad, sabiduría y


justicia. La primera, que es la potestad suprema, no conviene
que esté con igualdad en muchos, sino en sola la persona real, por
ser esto lo esencial de la monarquía. Pero con las otras dos,
que son sabiduría y justicia, y se pueden hallar con ventaja en
otros hombres, es siempre ayudado de sus consejeros, que
hacen con él un cuerpo en el senado, recibiendo también ellos de
su benignidad real parte de la potestad suprema, unos sobre
unos reinos y otros sobre otros, para ayudarse en el gobierno
con esta comunicación de virtudes.41

Mientras que la “potestad”, es decir, el poder supremo,


se hallaba concentrado en manos del monarca, éste se sirve
de los miembros de los consejos reales y de las Audiencias
para el mejor gobierno y administración de justicia, sin
que esto signifique que la fuente, tanto de toda acción de
gobierno como de todo acto de justicia, no sea el monar-
ca. En la Nueva España este sistema se reproduce de una
manera muy semejante: el virrey es el principal deposita-
rio de la potestad real, pero gobierna e imparte justicia con
la ayuda de la Audiencia. Como imagen del rey que era, el
virrey debía gobernar del mismo modo que el monarca.
De ahí que la Audiencia estuviera destinada a desarrollar
en América el mismo protagonismo que los diferentes
consejos que asistían al rey en la corte. En teoría, la Audien-
cia no debería verse como una institución independiente
o incluso contrapuesta al virrey, sino que formaba, en el
lenguaje de la época, un cuerpo místico con el virrey en
el que éste era la cabeza y los oidores los miembros de di-
cho cuerpo.
Sin embargo, en qué consistía exactamente la pruden-
cia de un gobernante, era una cuestión controvertida. Si,
para ciertos autores, la prudencia consistía en identificar
lo que era “honesto y verdadero”, y para eso era imprescin-
41 M
ADARIAGA, 1617, dedicatoria al Conde de Lemos (el énfasis es mío).
30 ALEJANDRO CAÑEQUE

dible la participación de los consejeros del gobernante,


para otros la prudencia consistía en identificar lo que era
más “útil” para la conservación de la comunidad. En este
caso, el gobernante, como cabeza de la República, era el
más capacitado para decidir lo que era mejor para su con-
servación, aunque siempre podía consultar con sus conse-
jeros.42 Traducido en términos de la monarquía española, se
trataba de determinar si el rey estaba obligado a gobernar
sus reinos con la mediación de sus consejos o si él solo se
bastaba para tal misión. Puesto que la corona intentó re-
producir en América lo más fielmente posible el sistema
de gobierno monárquico, no debería extrañar que estas
controversias se reprodujeran también allí, se manifesta-
ran en forma de disputas y conflictos entre virreyes y oido-
res. Se podría afirmar que la reivindicación por parte del
virrey de una capacidad de acción política independiente
del control de los oidores y la Audiencia se correspondía
con aquellas corrientes políticas que abogaban por la mis-
ma independencia del rey respecto de sus consejos, mientras
que los oidores insistían en que el único buen gobierno
posible es aquel en el cual el virrey gobierna en coopera-
ción con la Audiencia.
En opinión de muchos comentaristas políticos, la esta-
bilidad de la monarquía y la defensa de la autoridad real
se basaba en estos dos conceptos fundamentales de justicia
y consejo. Y era, precisamente, la importancia fundamen-
tal de estos principios en el discurso político de la monar-
quía española la que constituía a los oidores, en su doble
vertiente de jueces y consejeros, en figuras indispensables
del cuerpo político y lo que les dotaba del poder y legitimi-
dad necesarios para afirmar su autoridad frente a los in-
tentos de los virreyes de coartarla. Fue así como la mayoría
de los oidores de la Audiencia de México justificó su deci-
sión de deponer al virrey Marqués de Gelves tras el estallido
del tumulto del 15 de enero de 1624, en la ciudad de Mé-

42
Para un análisis de estas dos corrientes principales, que domina-
ron el pensamiento político español del siglo XVII , véase FERNÁNDEZ-SAN-
TAMARÍA, 1980 y 1987, vol. I, pp. CXLIII- CXLVII.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 31

xico, una decisión que aunque inaudita no dejaba de ser


legítima a ojos de los oidores.43 De manera harto revelado-
ra, el autor o autores de un panfleto anónimo publicado
en defensa de la acción de la Audiencia, al tiempo que re-
conocen que el deseo del virrey no era otro, sino servir a
Dios y al monarca, culpan a sus consejeros de no haber
asesorado al virrey con prudencia. Entre las muchas acusa-
ciones contra el virrey que aparecen en el panfleto, des-
tacan la de no haber permitido que sus decisiones se
apelaran a la Audiencia; haber impedido el uso de su ofi-
cio a varios oidores, con lo que se agraviaba a todo el reino
por la falta de administración de justicia; no haber respe-
tado lo que establecía el derecho en el despacho de las
causas; haber menospreciado a los oidores y alcaldes del
crimen; haber retenido cartas escritas al rey; haber que-
brantado la inmunidad eclesiástica; haber desterrado a
varios regidores sin permitir que fueran oídos en la Au-
diencia, y por último, había gravado, sin su consentimien-
to, a los habitantes de México con un nuevo impuesto.
Según los argumentos del escrito, tanto el derecho divino
como el natural y el positivo autorizaban a la Audiencia a
deponer al virrey, porque se podía “resistir al príncipe que
hace violencias notorias”. Además, “al juez que procede
contra derecho con manifiestas injusticias y daños irrepa-
rables […] [denegando] apelaciones, que según derecho
deben ser admitidas, se le puede resistir”. Por último, en el
panfleto se argumenta que cuando la cédula real que or-
denaba que en caso de conflicto entre el virrey y la Au-
diencia, siempre se había de hacer en último término lo
que el virrey ordenara, se entendía que esto se había de
hacer siempre que no “se hubiese de seguir dello movi-
miento y desasosiego en la tierra”. Y como ya se había
comprobado por el tumulto del 15 de enero, las órdenes
del virrey habían creado tantos agravios entre los habitan-
tes de México que habían terminado por provocar una
revuelta. Por eso, las órdenes del virrey no se debían obe-
decer, siendo totalmente justificado que la Audiencia
43
Sobre este tumulto, ISRAEL, 1975, pp. 135-160.
32 ALEJANDRO CAÑEQUE

tomara el poder, pues mientras el Marqués de Gelves si-


guiera gobernando no tendría “la Real Audiencia el ejer-
cicio de sus causas libre, ni el reino la libertad que le da Su
Majestad para pedir justicia”.44
En su análisis de la revuelta de 1624, Jonathan Israel
expuso la idea de que el conflicto se había debido a la riva-
lidad que existía entre peninsulares y criollos. En los en-
frentamientos causados por dicha rivalidad, el virrey y el
clero regular habrían formado las facciones peninsular,
burocrática e imperial, mientras que el arzobispo de Méxi-
co, con la Audiencia y el cabildo secular, habría dirigido al
grupo criollo o “mexicano”.45 Sin embargo, aunque este
argumento resulta tentador, su capacidad explicativa en
relación con las realidades políticas novohispanas es esca-
sa, por cuanto las alianzas entre los diferentes grupos e ins-
tituciones eran muy diversas e inestables, dependiendo de
las circunstancias de cada momento, al tiempo que no
parece que la idea de criollismo desempeñara un papel re-
levante en el comportamiento de los oidores y, mucho me-
nos, de los arzobispos de México. Si el clero regular tendía
a aliarse con los virreyes era generalmente a causa de sus
eternas disputas con la jerarquía eclesiástica secular, mien-
tras que el supuesto criollismo de los regidores de México
no les impedía enfrentarse a los oidores o al arzobispo si el
asunto lo requería. Si los oidores estaban dispuestos a aliar-
se con otros sectores de la élite novohispana para oponerse
al virrey era porque se veían a sí mismos como los defenso-
res privilegiados de los principios “constitucionales” de la
comunidad política hispánica. Y cuando algún virrey deci-
día gobernar contra estos principios era su obligación “re-
sistir” al virrey “tiránico”. Esto es precisamente lo que el
panfleto examinado antes argumenta: puesto que el Mar-
qués de Gelves había dejado claro que gobernaba como un

44
RAH, Jesuitas, CXLII, 4, “Justifícase por razón, por derecho divino y
humano el acuerdo que tomó la Real Audiencia de México en retener
en sí el gobierno de la Nueva España y no volverlo al Marqués de Gel-
ves”. (s. f.)
45 I
SRAEL, 1975, pp. 267-273.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 33

“tirano” al impedir la administración de justicia y al violar


los derechos y libertades de los diferentes cuerpos que
componían la comunidad novohispana, no sólo era justifi-
cada, sino también lícita su deposición.
Estas diferentes visiones del poder se manifestaron igual-
mente en las relaciones de los virreyes con el cabildo de la
ciudad de México. Las controversias sobre el papel de los
Consejos y Audiencias en el gobierno de la monarquía eran
parte del desacuerdo, agudizado en el siglo XVII, que exis-
tía entre las corrientes “constitucionalistas”, que sostenían
que el poder político residía conjuntamente en el monar-
ca y en el reino, y las corrientes más “absolutistas”, que
mantenían que el poder del monarca era absoluto, y por
tanto, no podía ser dominado por las decisiones del reino.
Aunque políticamente se identificaba al reino con las Cor-
tes, esta asamblea no era sino un consejo intermedio más
de los muchos que constituían a la monarquía, cuya base
la formaban los consejos municipales o cabildos —fun-
damento institucional del cuerpo político— mientras que
los Consejos reales que residían en la Corte constituían
la cúspide del sistema. En la tradición constitucional de la
monarquía hispana la relación que existía entre el corregi-
dor y el cabildo era muy similar a la que existía entre virrey
y Audiencia, que a su vez era, como ya hemos visto, un re-
flejo de la que existía entre rey y consejos. El sistema esta-
ba concebido de tal manera que el poder, en cualquiera
de sus manifestaciones, era siempre reflejo de una instan-
cia superior (siendo Dios y la corte celestial el final de di-
cha jerarquía). Por eso, no debe sorprendernos que se use
el mismo lenguaje para explicar el poder y autoridad tanto
de un corregidor como del monarca. Del mismo modo que
el monarca con sus consejeros y el virrey con los oidores, el
corregidor forma un cuerpo místico con los regidores,
pues en palabras de Castillo de Bobadilla, “el corregidor es
la cabeza y los regidores son los miembros del cuerpo del
ayuntamiento […] y los dichos regidores sin la dicha cabe-
za […] harían un cuerpo acéfalo, que es monstruo sin ca-
beza”. El ayuntamiento existe para dar su parecer a los que
tienen “la suprema autoridad” (el corregidor en este ca-
34 ALEJANDRO CAÑEQUE

so), pero a la hora de ejecutar las resoluciones del cabildo,


el corregidor es el único que puede hacerlo, pues él sólo
posee “poder y autoridad de mandar”. Sin embargo, aun-
que la potestad resida en el corregidor, éste, al igual que el
monarca o el virrey, no debe tomar resoluciones sin con-
sultar con los regidores.46
En este sentido, para la corriente “constitucionalista” el
monarca debía gobernar no sólo consultando a los conse-
jos reales o a las Cortes, sino con el consentimiento de las
ciudades también. Cuando las acciones de aquél no res-
pondían a los intereses del bien común, que era el fin al
que se debían dirigir todas las acciones regias, entonces las
ciudades, y por extensión cualquier otra institución, te-
nían el derecho de oponerse y resistir las decisiones de la
corona. Es este decisivo papel de los cabildos municipales
el que nos permite entender el comportamiento del cabil-
do mexicano en los siglos XVI y XVII. Tradicionalmente se
ha considerado que la monarquía absoluta y la burocracia
imperial habían reducido las ciudades a meras comparsas
de los dictados de la corona y sus representantes. Pero la
historiografía más reciente ha demostrado, para el caso de
Castilla, que tanto las ciudades como las Cortes (donde te-
nían representación las 18 ciudades más importantes del
reino) participaron vigorosamente en la actividad política
de los siglos XVI y XVII. Su participación era indispensable
para la aprobación de nuevas cargas impositivas, las cuales
no podían llevarse a efecto sin el voto positivo de las Cor-
tes, y éstas no podían votar afirmativamente sin el previo
consentimiento de las ciudades.47
El cabildo de México, como capital de uno de los muchos
reinos que constituían la monarquía, en realidad, cumplió
una misión muy similar a la de las ciudades de Castilla con
representación en Cortes, que concedió a la ciudad de Mé-
xico, desde el primer momento, una naturaleza política
que la asimilaba a dichas ciudades. Desde su fundación, la

46
CASTILLO DE BOBADILLA, 1704, vol. II, pp. 109, 142, 153-154 y 161-162.
47
Véanse, entre otros, JAGO, 1981 y 1993; THOMPSON, 1993, pp. VI, 29-
45, y FERNÁNDEZ ALBALADEJO, 1992, pp. 241-349.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 35

corona otorgó a la ciudad el título de “metrópoli” o “cabeza”


del reino de la Nueva España.48 Esto es de un gran signifi-
cado, pues entre las preeminencias de dichas ciudades se
encontraba la de tener derecho a voto en Cortes, aunque
la ciudad de México nunca lo ejerciera.49 Pero eso no quie-
re decir que los regidores mexicanos o la corona no estuvie-
ran conscientes de la posición que el cabildo de México
ocupaba en el “ordenamiento constitucional” de la mo-
narquía. A la hora de establecer nuevos impuestos, el cabil-
do de México desempeñó el mismo papel que las ciudades
de Castilla con voto en Cortes, es decir, la corona debía so-
licitar su consentimiento a la ciudad, sin el cual no podía
proceder.
Por otro lado, y al igual que en el caso de las Cortes de
Castilla, el discurso político fundamental de los regidores
mexicanos se basaba, en la mayoría de las ocasiones, en la
cooperación y en el amor y fidelidad al monarca. Mientras
que no se intentaran imponer nuevas contribuciones sin
la aprobación del cabildo, los regidores mexicanos no te-
nían por qué rechazar de manera directa la nueva impo-
sición, puesto que su principal función era la de cooperar
con la corona, no la de oponerse a ella. Esto no quiere
decir, desde luego, que los regidores no mostraran un alto
grado de independencia, y en ocasiones fueran capaces de
obstruir los deseos del monarca. Cuando en la primera mi-
tad del siglo XVII se produzca una intensificación de las de-
mandas fiscales de la corona sobre sus súbditos para hacer
frente a las guerras de Europa, los regidores mexicanos re-
clamarán activamente la necesidad de su consentimiento a
la hora de aprobar nuevos subsidios, adoptando actitudes
obstruccionistas y oponiéndose a los intentos de los vi-
rreyes de extraer nuevas imposiciones de la manera más
48
AHCM, Ordenanzas 2981, núm. 1. Véase también AGI, Mexico, 319,
decreto del 24 de julio de 1648 y Recopilación, 1791, lib. IV, tít. VIII, ley II.
49 Una de las razones que ofrecía el fiscal del Consejo de Indias a fi-

nales del siglo XVII para que esto hubiera sido así era la distancia que
existía entre México y la Península, lo que le impedía a México ejercer
esta prerrogativa. Véase AGI, Mexico, 319, el fiscal al consejo, 16 de no-
viembre de 1690.
36 ALEJANDRO CAÑEQUE

rápida posible y con un mínimo de debate. El cabildo


aprovechará esta oportunidad para reforzar su poder y fo-
mentar los intereses de los regidores, si bien no siempre
conseguirán sus objetivos, mientras que los virreyes inten-
tarán poner freno a las pretensiones de los capitulares,
aunque siempre reconocerán la necesidad de contar con
el consentimiento del cabildo para imponer nuevas contri-
buciones.50
Si en las ciudades castellanas con voto en Cortes el co-
rregidor era el encargado de convencer a los regidores a
menudo tras arduas negociaciones, para que votaran los
nuevos servicios, en México se produce una cierta “transfe-
rencia política”, pues es el virrey quien negocia siempre con
los regidores los nuevos servicios e imposiciones, mientras
que el corregidor pasa a un segundo plano, o incluso se
identifica con las posiciones de los capitulares. En el caso
de México, era casi inevitable que el virrey intentara ejer-
cer su influencia en el cabildo, al convertirse, de hecho, en
el corregidor de México, y que con ello el corregidor de
derecho pasara a un segundo plano. A este respecto, las
continuas injerencias y el control efectivo que a menudo
ejercieron los virreyes sobre el cabildo de México en el si-
glo XVII parecen contradecir la supuesta “crisis del Estado”
que se habría desarrollado a lo largo de dicho siglo como
parte del imparable proceso de decadencia de España. Se-
gún este argumento, a finales del siglo XVI se inicia un
proceso crónico de degeneración del poder efectivo del
Estado: el monarca será incapaz de imponer su voluntad
sobre sus servidores, mientras que los organismos centra-
les de la corona perderán el control de las zonas rurales.
Así, los corregidores, que eran los puntos vitales de contac-
to entre los municipios y Madrid, actuarán cada vez menos
como agentes de la corona y cada vez más como aliados de
los regidores. Toda la cadena de mando se habría fractura-

50
Esto se ve claramente en el caso de los subsidios destinados a la
Unión de Armas y a la creación de la Armada de Barlovento. Sobre es-
tos temas, véanse los trabajos de ALVARADO MORALES, 1983 y HOBERMAN,
1991, pp. 196-214.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 37

do de arriba hacia abajo. Esta debilidad en el centro habría


causado, a su vez, un aumento en la autonomía de las po-
sesiones americanas.51
Sin embargo, aunque no se pueden negar las dificulta-
des financieras de la monarquía en este periodo, hay que
ser cautos a la hora de diagnosticar una pérdida de con-
trol por parte de la corona y un aumento de la autonomía
de los diferentes dominios de la monarquía, entre otras
razones porque, como ya se ha señalado, la monarquía his-
pánica por muy “absoluta” que fuera, nunca fue un siste-
ma de gobierno centralizado, con una burocracia que
siguiera fielmente las órdenes del monarca. Ésta era una
característica común a todas las monarquías “absolutas” de
la época, en las que la jerarquía de mando presentaba im-
portantes fracturas, sobre todo en el ámbito local, donde
los monarcas ejercían un control efectivo sólo de manera
extraordinaria e incierta. Autoridad absoluta y poder limi-
tado, ésta es la gran paradoja de las “monarquías absolu-
tas”. Dicho en otros términos, la autoridad se concentraba
al máximo en la cúspide, pero se irradiaba de manera míni-
ma hacia abajo, lo que en términos hispanos se traducía en
el famoso “obedézcase, pero no se cumpla”, obediencia
absoluta, pero ejecución limitada.52 Esta última expresión
se ha visto tradicionalmente como la manifestación más
clara de la debilidad y decadencia de la monarquía hispa-
na en América. Sin embargo, el hecho de que los corregi-
dores y alcaldes mayores de la Nueva España (e incluso los
virreyes y oidores) con frecuencia no fueran unos agentes
excesivamente fiables a la hora de imponer la autoridad
real obedecía más, como se ha explicado, a las insuficien-
cias estructurales del sistema que a la supuesta decadencia
de la autoridad del monarca o del Estado en el siglo XVII.

51
THOMPSON, 1993, pp. IV y 78-85. LYNCH, 1992, pp. 348-360, expresa
las mismas ideas en un tono todavía más sombrío.
52 Estos argumentos han sido presentados, entre otros, por V
ICENS VIVES,
1979, p. 64; OESTREICH, 1982, pp. 263-264, y THOMPSON, 1993, pp. V, y 95-98.
38 ALEJANDRO CAÑEQUE

CLIENTELISMO Y PODER VICERREGIO

Para compensar esta debilidad estructural del sistema mo-


nárquico, la corona se valió de diversos mecanismos para
asegurarse la lealtad de sus súbditos. Uno de ellos, por
medio del cual dicho poder se cimentó, fue la utilización
de redes de patronazgo y clientelismo, advirtiéndose un
claro paralelismo entre la existencia de sistemas cliente-
lares y la constitución de una red de lealtad al monarca. En
realidad, las relaciones de patronazgo impregnaban toda
la sociedad hispana y, al mismo tiempo, constituían uno
de los principios fundamentales de la teoría política de la
época. Según la idea básica que sustentaba el patronazgo
regio, la comunidad política bien gobernada era aquella
en la que el dirigente nunca dejaba de premiar a los bue-
nos vasallos y de castigar a los malos.53 Y es esta idea la que
explica otro de los términos clave que siempre aparece en
los arcos triunfales construidos para recibir a los virreyes:
la liberalidad.
Los conceptos de “liberalidad” y “magnificencia” nos
permiten entender aspectos decisivos de la práctica políti-
ca transatlántica de la monarquía española. Como obser-
vaba Carlos de Sigüenza y Góngora en la descripción del
arco diseñado por él para recibir al Conde de Paredes en
1680, “los príncipes no tienen otra cosa que más los in-
mortalice que la liberalidad y magnificencia” sin que por
eso les disminuya la grandeza, pues “mucho sobra a los prín-
cipes para beneficiar a los beneméritos” y “con nada mejor
que con el premio resplandecen las manos de los prínci-

53
En un influyente tratado político publicado en 1595, el jesuita Pe-
dro de Ribadeneira afirmaba que la justicia verdadera, aquella que
debía alcanzar el príncipe en su gobierno, consistía “en dos cosas prin-
cipalmente: la primera, repartir con igualdad los premios y las cargas
de la república; la otra, en mandar castigar a los facinorosos y hacer jus-
ticia entre las partes”. Según Ribadeneira, el príncipe justo no debe
dejar ningún servicio sin premio, ni delito sin castigo, puesto que “el
premio y la pena son las dos pesas que traen concertado el reloj de la
república”. Véase RIBADENEIRA, 1952, pp. 527 y 531. Véase igualmente CE-
VALLOS, 1623, f. 15.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 39

pes”.54 Uno de los principios políticos básicos de este pe-


riodo era la convicción de que la unión entre el rey y sus
súbditos requería de la generosidad de aquél, pues la libe-
ralidad regia confería vitalidad, fortaleza y virtud a los
miembros del cuerpo político, transformando a los súbdi-
tos del rey en perfectos servidores de la res publica. De este
modo, el monarca aparecía como el gran patrón de sus va-
sallos, a tal punto que nadie podía avanzar política o so-
cialmente sin la ayuda del patronazgo real. Esto era algo
en lo que todos los tratadistas de la época estaban de
acuerdo: el gobernante (ya fuera el monarca o el virrey)
debía ser liberal.55 Y, en opinión de Jerónimo de Cevallos,
no había otro monarca como el español que tuviera tanto
que dar: para los eclesiásticos estaban los arzobispados,
obispados, abadías y otras prebendas; para los seglares, los
hábitos de las órdenes militares, las encomiendas y los ofi-
cios temporales (además de todos los oficios de la corte).56
Esta economía de la gracia que se hallaba a disposición
de los reyes se transmitía a los virreyes. Si la corona espa-
ñola, como un medio para afianzar su poder, intentó re-
producir en México simbólica y ritualmente la figura del
monarca en la persona de los virreyes, lo mismo trató de
hacer con la reproducción de sistemas de patronazgo al
otro lado del Atlántico.57 Así, el virrey se convertiría en la
principal fuente de patronazgo, pues él era el encargado
de distribuir, en nombre del monarca, los premios (princi-
palmente oficios de alcalde mayor y corregidor) entre los
habitantes de la Nueva España que así lo merecieran. Con
esto se lograban, en teoría, dos objetivos: por un lado, el
virrey podía establecer un control más efectivo sobre el vi-
rreinato con la creación de redes de lealtad personal entre
él y los alcaldes mayores repartidos por todo el territorio y,
54
SIGÜENZA Y GÓNGORA, 1986, pp. 128-134.
55
Sobre patronazgo y poder monárquico en la España de los Aus-
trias, véase FEROS, 1998. En cuanto a la necesidad que también tenían
los virreyes de ser liberales, se puede consultar AVILÉS,1673, pp. 170-183.
56 CEVALLOS, 1623, f. 81.
57 Sobre la construcción ritual del poder vicerregio, véase C
AÑEQUE,
1999, cap. IV.
40 ALEJANDRO CAÑEQUE

por otro, el monarca aseguraba la lealtad de sus súbditos


novohispanos al quedar unidos al soberano por una deu-
da de gratitud, ya que la distribución de mercedes realizada
por el virrey se hacía en nombre del rey.58
Pero desde muy temprano se produjo una distorsión o “co-
rrupción” del sistema al utilizar los virreyes la distribución de
oficios para recompensar, no a los habitantes de la Nueva Es-
paña, sino a los miembros del numeroso séquito con los que
viajaban desde la Península y a los que estaban igualmente
obligados a recompensar en su calidad de patrones.59 Si un
virrey era políticamente hábil, sabía equilibrar el reparto de
oficios y beneficios entre los miembros de su séquito y los ha-
bitantes de la Nueva España. La distribución de oficios, de es-
ta manera, se convertía en un complejo juego político. Así,
el Marqués de Villena le aconsejó a su sucesor, en 1642, que
los oficios más importantes se los diera a “sus propias obliga-
ciones,” es decir, a los miembros de su clientela; los oficios
medianos deberían ser para la nobleza criolla, que era, según
el marqués, “mucha, segura y pobre, y que mirará por la tie-

58Una característica de Estados con un grado de centralización in-


completo (como las monarquías de la época moderna) es el gobierno
por medio de lazos de clientelismo y patronazgo, al ser insuficientes los
procedimientos institucionales, ya que la ejecución de la autoridad re-
gia resulta siempre demasiado incierta al carecerse de la fuerza y de los
medios necesarios para hacerla cumplir. El patronazgo y las relaciones
clientelares se usan para manipular a las instituciones políticas desde
dentro y para actuar en lugar de dichas instituciones. Estos argumentos
han sido expuestos por KETTERING, 1986, p. 5. En el caso concreto de Es-
paña, se han utilizado razonamientos similares al analizar el reino de
Valencia, donde muchos virreyes fueron nombrados para gobernarlo
por disponer de amplias conexiones locales, puesto que se esperaba
que estos contactos sirvieran para facilitar la aprobación por las Cortes
de las propuestas regias. Véase CASEY, 1995. Sobre las implicaciones polí-
ticas de la gratitud debida por las mercedes recibidas, véase HESPANHA,
1993, pp. 151-156.
59 Los virreyes partían hacia América rodeados de una “familia” o sé-

quito que reproducía fielmente, si bien en menor escala, la corte del


rey. La existencia de esta “corte vicerregia” era indispensable en cuanto
que era una manifestación más de la concepción del virrey como ima-
gen del rey. Para una descripción del séquito típico de un virrey, se
puede consultar GUTIÉRREZ LORENZO, 1993, pp. 145-148.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 41

rra como propia”; el resto de los oficios se deberían distribuir


entre los descendientes de conquistadores y los que se soli-
citaran por intercesión de algún criado del virrey o alguna
otra persona importante. Por último, el marqués le aconse-
jaba a su sucesor que tuviera siempre algo que dar, ya que era
“buena fullería del gobierno, pues a algunos mantienen las
esperanzas y a otros el recelo de perder lo que poseen”.60
Cuando un virrey era políticamente inepto y monopoli-
zaba el reparto de oficios entre los miembros de su clientela
peninsular, entonces arreciaban las críticas y el desconten-
to entre la población criolla, y provocó, al menos así se
veía desde Madrid, un debilitamiento de los lazos de leal-
tad que unían a la población novohispana con el monarca.
Esto creó a lo largo de todo el siglo XVII un grave dilema a
la corona: por un lado, siempre creyó que el mantenimiento
del poder y la autoridad de los virreyes estaban indisolu-
blemente unidos a la distribución de favores y mercedes,
como algo que los identificaba estrechamente con el mo-
narca; por otra parte, éste estaba consciente de que el
mal uso de esta prerrogativa podía contribuir al debilita-
miento del poder regio en las remotas tierras americanas.
El ejemplo más claro de este dilema lo vemos en la revuel-
ta indígena que tuvo lugar en Tehuantepec en 1660, y que
resultó en la muerte del alcalde mayor a manos de los
indios.61 Este suceso era tan inusual como para que la co-
rona decidiera investigar las causas últimas del levanta-
miento.
Desde el principio, el Consejo de Indias reconoció que
este tipo de alteraciones se producían por los abusos co-
metidos por los alcaldes mayores contra la población indí-
gena. Y, en opinión del Consejo, estos abusos se cometían
sobre todo porque los virreyes nombraban para estas ocu-
paciones a sus parientes y allegados en vez de escoger

60
“Carta del Duque de Escalona al Conde de Salvatierra, 13.XI.1642”,
en HANKE, 1977, vol. CCLXXVI, p. 34.
61 Sobre este levantamiento indígena, véanse los ensayos en D
ÍAZ-PO -
LANCO, 1996.
42 ALEJANDRO CAÑEQUE

“personas de experiencia, celo y cristiandad”. Esto movió a


los consejeros a despachar, una vez más, una cédula que
recordaba a los virreyes las normas y prohibiciones, esta-
blecidas en 1619, en relación con la distribución de oficios.62
Pero al debatir este asunto, el Consejo se enfrentaba a un
dilema aparentemente insoluble. Por un lado, reconocía
que esta cédula tampoco se cumpliría y que los virreyes se-
guirían nombrando a personas sin méritos, por lo que otras
medidas más radicales —como quitarles la prerrogativa de
distribuir las alcaldías mayores— se hacían necesarias. Pero,
por otra parte, el Consejo rechazaba estas medidas. En pri-
mer lugar, porque si todos los alcaldes mayores fueran
nombrados por el rey no había ninguna razón para creer
que éstos no cometerían los mismos abusos. Pero, sobre
todo, porque tal medida afectaría negativamente a la auto-
ridad de los virreyes. Así se lo hacía saber al monarca en
una de sus reuniones en 1660:

Considera [el Consejo] que es muy digno de reparo quitar a los


virreyes la facultad de proveer los oficios, porque ésta les
constituye en la mayor autoridad respecto de depender de ellos to-
dos los que pretenden ocuparlos por sus mismas conveniencias,
y que si usasen bien de la facultad no se puede negar la impor-
tancia de que la tengan, porque con ella representan más viva-

62
En 1619 se había despachado una detallada cédula con la que
se intentó poner orden en la distribución de oficios por los virreyes. Se
reconoció que éstos solían conceder los oficios a sus “allegados, criados
y familiares”, la corona ordenaba que se diera preferencia en su distri-
bución tanto a los descendientes de conquistadores como a los nacidos
en las Indias. También se prohibía explícitamente que se pudiera pro-
veer ningún oficio en parientes (dentro del cuarto grado) o “familiares”
de los virreyes o de las virreinas. Además, se establecía la obligación de
que todos los proveídos en alguno de estos oficios, antes de tomar pose-
sión de ellos, habían de presentarse ante el oidor más antiguo y el fiscal
de la Audiencia para que comprobaran ante ellos si eran parientes o fa-
miliares del virrey. Véase AGN, Reales Cédulas Duplicados, vol. 30, ff. 98-
99v., cédulas del 12 de diciembre de 1619 y del 20 de marzo de 1662.
Véase también AGN, Reales Cédulas Duplicados vol. 180, f. 83v., el rey al
Marqués de Guadalcázar, 12 de diciembre de 1619; Recopilación, 1791,
lib. III, tít. II, ley XXVII.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 43

mente la suprema autoridad y regalía de V.M., manteniendo el


puesto de virrey con el respecto que debe tener para el gobier-
no político y militar, y más en reinos y provincias tan apartadas
de la real influencia de V.M., donde esto se tiene por tan nece-
sario para que se conserven en la obediencia desta corona.63

Para el Consejo era imprescindible que el poder del vi-


rrey, como imagen del poder regio, estuviera estrecha-
mente asociado a esta economía de la gracia, mecanismo
esencial mediante el cual se constituía el poder monárqui-
co. A los consejeros no se les escapaban las limitaciones
existentes para ejercer un poder coercitivo directo, y por
ello estaban conscientes del invisible poder de la econo-
mía del don. A este respecto es importante observar que
cuando en las últimas décadas del siglo XVII la corona
finalmente se decida a nombrar directamente a un gran
número de alcaldes mayores será por razones económicas
más que para limitar la autoridad de los virreyes. En estos
años se habían empezado a “beneficiar”, es decir, a vender
por la corona, muchos de los oficios que siempre habían
distribuido los virreyes, como medida de emergencia para
resolver las necesidades financieras de la monarquía. 64 La
actitud de los virreyes respecto a este “beneficio” de los ofi-
cios que siempre habían distribuido ellos, será lógicamen-
te, de rechazo. 65 Sin embargo, en opinión de la corona la
venta de oficios de alcaldes mayores y corregidores era
sólo una medida temporal, más tolerada que aceptada. De
ahí que utilizara el lenguaje del “beneficio” y no el de la
“venta,” con lo que se indicaba que el comprador no ad-
quiría la propiedad del oficio.

63
AGI, México 600, ff. 531-533v., consulta del 29 de mayo de 1660 (el
subrayado es mío).
64 AGN, Reales Cédulas Originales, vol. 22, exp. 24, f. 46, cédula del 6

de mayo de 1688; AGN, Reales Cédulas Originales, exp. 46, f. 86, cédula del
9 de junio de 1688. Véase también, YALÍ ROMÁN, 1972, pp. 31-35 y MURO
ROMERO, 1978.
65 Véanse las opiniones del Conde de Galve al respecto, en G
UTIÉRREZ
LORENZO, 1993, pp. 155-158 y 167-170, también, YALÍ ROMÁN, 1972, p. 30.
44 ALEJANDRO CAÑEQUE

La venta de oficios se ha visto tradicionalmente como


una manifestación típica de la decadencia de la monarquía
española en el siglo XVII, al contribuir al debilitamiento de
la autoridad real en Indias.66 Sin embargo, dichas ventas,
sobre todo las de alcaldías mayores, no deberían verse
como un aspecto más de la “descentralización” o “impo-
tencia” del poder de la corona a finales del siglo XVII. Al
contrario, ya se ha visto que, tanto a principios como a fi-
nales del siglo, el control ejercido por los monarcas sobre
los corregidores era bastante limitado. Esta limitación o
“impotencia” debería entenderse más como una caracte-
rística intrínseca de los sistemas de gobierno del antiguo
régimen que como una manifestación de la irrefrenable
decadencia de la monarquía española. Pero además, si la
corona, durante todo el siglo XVII, nunca se decidió a arre-
batarles a los virreyes el poder de la gracia, más que por
falta de autoridad fue porque concebía el poder de éstos
íntimamente unido a la facultad de distribuir mercedes.
En última instancia, serían las acuciantes necesidades
fiscales de la monarquía las que acabarían arrebatando a
los virreyes la provisión de gran parte de los oficios locales.

CONCLUSIÓN

Existe una percepción más o menos extendida entre los


estudiosos de que la corrupción era un fenómeno genera-
lizado en la América colonial, lo cual confirmaría la igual-
mente aceptada percepción de los virreyes, examinada al
principio de este ensayo, que los representa como perso-
najes despóticos y corruptos. Según Horst Pietschmann,
quien ha estudiado a fondo el problema de la corrupción
en la América virreinal, la existencia de corrupción habría
sido la principal manifestación de una tensión más o me-
nos permanente entre el Estado español, la burocracia co-

66
Véase PARRY, 1953; BURKHOLDER y CHANDLER, 1977, y ANDRIEN, 1982 y
1984.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 45

lonial y la sociedad colonial. Pietschmann afirma que la


corrupción en América no fue un mero abuso más o menos
frecuente, sino que estuvo presente en todas las épocas y
en todas las regiones de forma regular. En este sentido, fue
mucho más acentuada que en Europa. En Hispanoamérica
existieron, según él, cuatro tipos principales de corrup-
ción: comercio ilícito, cohechos y sobornos, favoritismo
y clientelismo y, por último, venta de oficios y servicios bu-
rocráticos al público. El hecho de que la corrupción no se
limitara a la burocracia solamente, sino que la transgre-
sión de normas legales, religiosas y morales se encontrara
de forma muy acentuada en la sociedad en general, es in-
terpretado por Pietschmann como “una crisis de concien-
cia más o menos permanente y también como una grave
crisis del poder estatal.”67
Este tipo de conclusiones es lógico (de hecho, se han
convertido en opinión común) cuando se parte de una vi-
sión teleológica de la historia, basada en la idea de que en
la organización política de la América del siglo XVI ya se
encuentran todos los elementos definidores del Estado
(moderno), según se concibe en los siglos XIX y XX, y por
tanto, cualquier desviación del ideal estatal se tiende a juz-
gar como una anomalía y, en el caso que nos concierne,
como manifestaciones de una corrupción que tiene que
ser a la fuerza extensa, puesto que las sociedades premo-
dernas, al hallarse muy alejadas del paradigma estatal, pre-
sentaban gran cantidad de “anomalías”. Pero al hablar de
corrupción en relación con las sociedades premodernas
deberíamos aplicar con cuidado dicho concepto. Para em-
pezar, habría que notar que muchos tipos de corrupción,
enumerados por Pietschmann en su estudio, no se consi-
deraban actividades ilegítimas en la época. Esto desde luego
no significa que las normas que regían a aquellos que ser-
vían en oficios públicos fueran inexistentes o que no estu-
vieran claramente articuladas, pues la corrupción de los
jueces o la falta de honradez de los oficiales de contaduría

67
PIETSCHMANN, 1989, pp. 163-182.
46 ALEJANDRO CAÑEQUE

eran considerados como delitos merecedores de la más se-


vera reprensión. Sin embargo, habría que tener en cuenta
que las obligaciones clientelares hacían difícil distinguir,
por ejemplo, entre un “regalo” y un “soborno”.68 Asimis-
mo, habría que señalar que la venta de oficios no debería
considerarse como una práctica corrupta. Por supuesto se
producían abusos, pero el hecho en sí de la venta de ofi-
cios era legítimo. No obstante, no todo el mundo estaba
de acuerdo con ella, aunque era algo que se discutía abier-
ta y públicamente.69
Por otra parte, el patronazgo real y la existencia de re-
des clientelares era un mecanismo de poder legítimo y
parte integral de una sociedad que, a diferencia de las so-
ciedades contemporáneas, no identificaba automática-
mente los conceptos de “patrón” y “cliente” con la idea de
corrupción, pues a todos resultaba evidente que el destino
de cada individuo dependía de los patronos y benefacto-
res que tuviera. En el caso del patronazgo regio, éste se
transmitía a los virreyes, de los que se esperaba que lo utili-
zaran como un medio para fortalecer el poder de la corona.
En este sentido, no debería sorprender que los alcaldes
mayores nombrados por los virreyes fueran sus clientes,
quienes se hallaban unidos al virrey que les había otor-
gado la merced por lazos de gratitud y lealtad personal.
Tampoco debería sorprendernos que los virreyes y oidores
no se comportaran como imparciales e impersonales bu-
rócratas que siempre actuaban en defensa de los intereses
del Estado (entre otras razones, se podría añadir, porque

68
Sobre la cultura del obsequio en la Europa moderna, véanse PECK,
1990, pp. 12-20; KETTERING, 1988, y BIAGIOLI, 1993, pp. 36-54. En el caso
de la Nueva España, Octavio Paz ha descrito el intercambio de obse-
quios entre sor Juana y los virreyes como una expresión de las relacio-
nes de patronazgo que unían a éstos con aquélla. Véase PAZ , 1982, pp.
248-272. Un estudio antropológico fundamental sobre la naturaleza y
simbolismo del obsequio es MAUSS, 1967.
69 Sobre este debate, véase TOMÁS Y VALIENTE, 1977. Sobre la venta de

oficios por los virreyes, véase AVILÉS, 1673, pp. 109-131. Para algunos
ejemplos de las discusiones que este asunto ocasionaba en el Consejo
de Indias, se puede consultar CDHH, vol. II, pp. 340-344 y pp. 368-370.
HISTORIA POLÍTICA DE LA NUEVA ESPAÑA 47

no había “Estado” que defender), sino que intentaran fa-


vorecer sus carreras políticas y sus intereses financieros
o los de sus parientes y clientes y los de sus patrones.
Más que un síntoma de deslealtad hacia el monarca o
una manifestación de la corrupción general de la sociedad
colonial, estos comportamientos deberían verse como ca-
racterísticos de una sociedad que era muy diferente a la
nuestra, en la que las instituciones no estaban completa-
mente objetivadas y en la que los mecanismos simbólicos
de dominación creados por medio de relaciones interper-
sonales eran mucho más importantes.70 Por todo esto, de-
bería desterrarse la idea tan común que ve la sociedad
colonial compuesta de entidades bien definidas y separa-
das —“el Estado”, la “burocracia” y la “sociedad”. Igual-
mente, la existencia de amplias redes clientelares (redes
que, por otra parte, apenas conocemos y cuyo estudio es
extremadamente necesario) no debería verse como mani-
festación de una crisis de la autoridad del Estado (si por
ello se entiende la autoridad del monarca), entre otras ra-
zones porque las redes clientelares, bien utilizadas, servían
para afianzar más que para debilitar el poder de la corona.
Por último, la imagen popular de los virreyes como perso-
najes despóticos y corruptos también debería someterse a
revisión, pues como se ha intentado explicar en estas pági-
nas, la mayoría encontraban su poder limitado por los de-
rechos y libertades de los diferentes cuerpos sociales. En la
Nueva España, la autonomía del brazo eclesiástico proba-
blemente fuera el mayor límite a la autoridad vicerregia,
aunque los oidores también supusieron un importante fre-
no a los impulsos “absolutistas” de los virreyes, e incluso el
cabildo de la ciudad de México tenía el poder suficiente
para obstaculizar, si lo consideraba necesario, los desig-
nios de las “vivas imágenes” del rey.

70
Sobre esto, véase BOURDIEU, 1990, pp. 123-128.
48 ALEJANDRO CAÑEQUE

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1985 Reliving the Past: The Worlds of Social History. Chapel
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