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Quise Odiarte Medea Mar Rodríguez

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Quise odiarte, Medea

Mar Rodríguez
Otros títulos de la autora

Tan torpe que me enamoré

Cobardes
Derechos de autor © 2023 Mar Rodríguez
Todos los derechos reservados.

Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, organizaciones, lugares,


eventos e incidentes son productos de la imaginación de la autora o se utilizan de
manera ficticia. En caso contrario, cualquier parecido con personas reales, vivas o
fallecidas, es pura coincidencia.

Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de


recuperación, ni transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico,
o de fotocopia, grabación o de cualquier otro modo, sin el permiso previo por
escrito del titular de los derechos de autor.
Contenido

Página del título


Otros títulos de la autora
Derechos de autor
Dedicatoria
Página del título
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Nota final
Libros de este autor
A ti, que nunca leerás mis novelas, pero insistes, airada, en que te
dedique una. También por ello te quiero.
Quise odiarte, Medea
Capítulo 1
El craving era muy real. Y muy cabrón. Aura odiaba cada vez
que aparecía y la obligaba a hacer todo lo que dos meses antes
prometió no repetir. Pero ahí estaba ella otra vez, esperando.
El ruido del coche en el camino cubierto de piedras,
alertó de su llegada. Por eso, cuando recibió el mensaje en el
móvil, un simple “OK”, ya estaba frente al telefonillo,
abriendo el portón de acceso.
Escuchó el deslizar metálico de la puerta, nuevamente
el sonido de las gomas contra las piedras del camino y,
después, solo su querido silencio serrano. ¿Esta vez sí estaría
dudando? Permaneció detrás de la puerta, negándose a hacer
nada que pudiera influir en lo que sucedería a continuación
La espera debería irritarla, ¿impacientarla, quizás? La
realidad era que únicamente aumentaba su necesidad. Lo
notaba en cómo se aceleraba un poco más su corazón, en el
calor incómodo que le acariciaba la cara, y en la sensibilidad
extrema entre sus piernas.
Se apoyó contra la pared. Imaginó con anticipación lo
que estaba por suceder y volvió a experimentar el inevitable
cosquilleo en la boca. Alzó la mano y deslizó el dorso contra
sus labios, con fuerza. Un acto estéril, lo sabía.
Escuchó abrir y cerrar la puerta del coche, los pasos sin
prisa que se acercaban. No por esperado, el timbre la
sobresaltó menos.
Tomó unos segundos para volver a componerse, para
relajar los músculos de la cara. Siempre era consciente de los
músculos del rostro, siempre relajándolos. Por eso reía,
internamente, por supuesto, cada vez que insinuaban que su
inexpresividad era resultado del uso descontrolado de bótox.
Decidida, echó un último vistazo a sus pies descalzos,
al kimono de seda con la apertura precisa y a la bata a juego
que solo era la promesa de más. Entonces, abrió.
—Ana, ¿entras? —preguntó Aura con toda la
neutralidad que pudo reunir.
No por primera vez, Aura se preguntó si lo que veía en
el rostro de Ana era odio o deseo. Al final, siempre llegaba a la
conclusión de que eran ambos. Que te concedan un gran deseo
puede ser un inmenso castigo.
—¿Vestida para matar? —preguntó Ana con ese tono
de amargura que lograba crisparle los nervios.
—Hoy nadie muere, no te preocupes —respondió Aura
mientras, con la mano, volvía a invitarla a entrar.
Estar tanto tiempo en la puerta de entrada comenzaba a
ponerla nerviosa. Casi nadie conocía esa casa, estaba a nombre
de su madre, pero nunca sabías cuándo alguien podía pasar y
reconocerte. Poco probable, teniendo en cuenta la altura del
cercado exterior, pero daba igual, tomar precauciones era ser
ella.
Aura, mujer.
Aura, hija de puta.
Aura, precavida.
Algunos dirían que paranoica. Muchos de ellos ya
borrados del mapa por una tendencia en la red social de turno.
Algo de paranoia no les hubiera venido mal.
Quizás porque en ese momento Ana pensó lo mismo,
echó una última mirada al exterior y entró. No había necesidad
de indicarle el camino, ya lo conocía.
Aura la siguió, sabiendo de antemano la coreografía
que interpretarían. Primero, a la cocina y en silencio. Después
a la nevera, a por una cerveza. Tercero, el trago largo. Cuarto,
volverían al salón. Quinto, enfilar hacia el sofá y casi, casi
sentarse porque, justo cuando el movimiento empezaba a
brotar, Aura se acercó a Ana por detrás y enmarcó sus caderas
con las manos.
Presionó solo un poco, lo suficiente como para acercar
el cuello de Ana a su nariz, y con cuidado, al acecho, comenzó
a trazar un camino que iba desde la base hasta el lóbulo de la
oreja.
A Aura nunca le gustó el olor de Ana, al menos no el
de su piel más expuesta. Sí le gustaba su altura perfecta, diez
centímetros menos que sus propios 172 cm. Le gustaba la
dureza de sus músculos y sus caderas marcadas, perfectas para
sostener.
Sobre todo, Aura volvía a Ana una y otra vez porque
podía, porque sabía que Ana, a pesar de intentarlo en cada
ocasión, era incapaz de dejar pasar la oportunidad de estar con
ella una vez más. Y no hablaría. Esa era la razón principal,
todo lo demás puntos extra que existían por esta circunstancia.
Aura tenía una garantía de silencio: el amor de Ana.
No por ella, a ella la odiaba un poco, el amor de Ana era por
su esposa y por sus dos hijos.
Por eso, al amparo de la certeza que daba un amor
ajeno y el deseo propio, Aura deslizó las manos por la falda
gris y al llegar al extremo inferior, comenzó a tirar de la tela
hacia arriba. Poco a poco descubrió las piernas suaves en las
que se podía adivinar un pequeño temblor.
Cuando la braga negra comenzó a asomar, sostuvo la
falda con su brazo izquierdo. Con la mano libre fue a constatar
una certeza y trazó un semicírculo sobre la ligera colina que
cubría la tela.
Humedad.
El gemido agónico de Ana abrió las puertas a un deseo
en construcción desde hacía semanas. Aura tomó la cerveza
que todavía colgaba de la mano de la mujer y la colocó sobre
la mesa. Volvió a sostener a Ana por las caderas, la guió hasta
el sofá y le hizo dar media vuelta. Luego, volvió a subir la
falda hasta dejar la braga al descubierto.
—Siéntate —susurró con el tono de engañosa suavidad
que no admitía réplicas.
Ana se dejó caer. Con movimientos que recordaban a
un atleta preparando su posición de salida, Aura se puso de
rodillas y, con cuidado, como quien está realizando un corte
preciso y estéril, abrió el ángulo perfecto entre las piernas que
tenía delante.
No pudo menos que felicitarse por el control que aún
mostraba, mientras que en su interior una fuerza tiraba hacia
delante, hacia lamer, succionar; calmar una necesidad que la
arrastraba una y otra vez. Todavía tuvo tiempo para un
pensamiento frívolo: su buen criterio al comprar alfombras
gruesas.
Decidida a mantener el frágil dominio sobre la escena,
se acercó con lentitud a la braga y en lugar de la boca que Ana
deseaba, fue su nariz la que comenzó a recorrer el terreno
negro flanqueado por las blancas piernas. Primero la orilla,
insinuando el roce. El olor a humedad que casi saboreó, casi.
Sintió el movimiento de la cadera de Ana intentando ganar
más fricción. La complació a medias al llevar la nariz a su
centro, más cerca, con más vigor. Esa vez no se negó el placer
de inhalar con fuerza y el olor primario hizo que se le escapara
un corto gemido.
Comprendió que parte de su control se le estaba
escapando cuando no pudo resistir el impulso de abrir la boca,
sacar la lengua y, en parte morder, en parte lamer, la tierna
carne cubierta de tela negra. Estaba tan inmersa en el momento
que, al sentir unas manos que tocaban su cabeza, reaccionó
como un animal al que intentan quitarle su presa.
«Todavía no, todavía no», se dijo.
Con esfuerzo se alejó, aunque siguió de rodillas.
—Fuera —dijo tirando de la braga.
Moviéndose con torpeza y con la respiración cada vez
más atropellada, Ana alzó las caderas y bajó hasta las rodillas
la empapada prenda. Aura continuó el movimiento y despejó
las piernas. Solo necesitó hacer un poco de presión en ambos
muslos para que Ana entendiera qué quería de ella. No era la
primera vez. Siempre esperaba que fuese la última.
La mujer, que por ahora seguía sus órdenes, se deslizó
por el sofá hasta que su líquido centro quedó al borde, como
una muralla detrás de la cual está todo lo bueno por lo que vale
la pena arrodillarse.
Aura sintió que su propia boca se llenaba de agua, una
respuesta pavloviana que nunca dejaba de asombrarle.
Observó el pelo cuidadosamente cortado que cubría los labios,
el interior rosado, la apertura brillante, el clítoris inflamado
por la ocasión. Se inclinó, sacó la lengua y con la punta
recorrió centímetro a centímetro el interior de los labios. Lo
hizo como hacía todo, con minuciosidad, aspirando a la
perfección.
Primero a la izquierda, después a la derecha. Regresó
al centro y empujó la lengua hacia dentro. Volvió a sentir unas
manos en su cabeza, pero esta vez no se sobresaltó. Ana
recogió el pelo negro que le caía sobre las sienes e hizo una
especie de coleta minúscula que mantuvo sujeta con una
mano.
Buena chica.
Relajó la lengua, ya no era el músculo rígido y
puntiagudo de unos segundos atrás, ahora era un valle suave,
como una especie de pala de terciopelo que repartió humedad
en su ascenso. Escuchó el gemido fracturado de Ana y sintió la
presión crecer en su cabeza. Volvió a descender por la franja
húmeda. Repitió el mismo camino hacia el clítoris. Esta vez la
presión en la cabeza no fue gentil, tampoco lo fue el tirón a su
pelo.
No tan buena chica.
Aura tuvo un escaso momento de lucidez en el que
comprendió que su control había llegado hasta la incapacidad.
Deslizó la mano derecha entre sus propias piernas y comenzó
a dibujar círculos acelerados alrededor del clítoris.
Escuchó su gruñido como algo ajeno que solo apareció
para encenderla más. Imprimió más vigor a los lametazos que
daba entre las piernas de Ana, pero esta vez los movimientos
carecían de precisión. El control cabeza mano nunca fue su
fuerte, solo su debilidad.
Ana dio un tirón brusco, violento, que apenas dejó a
Aura espacio para respirar. Sintió como la saliva traspasaba
sus labios y añadía más humedad alrededor.
—Come —escuchó la voz cargada de deseo y
resentimiento.
Se concentró en mantener la lengua fuera y dejarse
llevar por los círculos que Ana dibujaba con sus caderas. Cada
vez más rápidos, cada vez más cerca del fin. Aura detuvo el
movimiento entre sus propias piernas y sin apenas transición,
acercó los dedos a su apertura mojada. Primero dos, que se
deslizaron con exquisita suavidad. Sintió cómo el tejido
delicado los engullía y acomodaba.
Su boca, en este punto un ente con voluntad propia,
gritó entre las piernas de Ana.
Hizo espacio para un tercer dedo que entró con mayor
dificultad por el apretado canal. Curvó la mano y colocó la
palma sobre el clítoris. Llevó los dedos hasta el fondo y
todavía pretendió ir más allá. Salió un poco y volvió a deslizar
la mano hacia delante, después hacia atrás, hacia delante, hacia
atrás. Más duro, más intenso. Sintió el salto descontrolado de
las caderas de Ana y escuchó su grito desatado.
Ya no pudo más.
Imprimió una velocidad frenética a sus dedos y escaló
hacia la cima de un orgasmo que en realidad venía formándose
desde hacía semanas.
Como siempre, hizo un esfuerzo por experimentar la
sensación desde fuera, por analizar cada uno de sus potentes
matices como si después tuviera que responder a un
cuestionario. Para ella era como entrar en un espacio aislado
del tiempo y del mundo, en el que por unos segundos se dejaba
llevar.
La vulnerabilidad instantánea tenía un precio: su
desapego posterior. También tenía un beneficio: la sed se
calmaba por un tiempo.
Cuando sintió que ya no quedaban más sensaciones
que exprimir, dio media vuelta y se recostó contra el sofá.
Tuvo cuidado de no mantener parte alguna de su cuerpo en
contacto con Ana. Pasaron varios minutos antes de que alguna
dijera nada. Como en otras ocasiones, tuvo la premonición de
que Ana pondría un punto final a la particular utilización
mutua.
“Utilización mutua”, qué buen término para describir
lo que había entre ellas. Puestos ya a objetivarse, Ana sería un
aliviador y ella, un excitador; dos objetos que se
complementaban por arte de las circunstancias. Sin ella, Ana
seguiría en su vida de sensaciones suaves, pero sin aliviador,
Aura sabía lo que vendría: frustración, ansiedad, errores de
cálculo.
—Me voy —dijo Ana.
Otra ocasión en la que no se atrevió a poner el punto
final.
«Cobarde», pensó Aura.
En la periferia la vio ponerse de pie, subirse la
estropeada braga y estirar la falda con éxito dudoso. Aura
siguió en el suelo, apoyada contra el sofá, dejándose llevar por
los primeros lametazos de desapego.
—Pues nada, ya conozco el camino.
El sarcasmo en la voz de Ana no le pasó desapercibido,
pero no pudo importarle menos.
«¿Por qué siempre usa frases tan hechas?».
—¿Por qué tienes que ser así? —preguntó Ana, como
si fuera un eco contestatario con tintes telepáticos—. Déjalo,
da igual. Patria y honor diputada. Nos vemos mañana en el
inicio del cole.
Maldita Ana, por unos minutos había olvidado que al
día siguiente empezaba el circo. Mañana, Aura diputada
volvería. Aura estratega, Aura hija de puta dispuesta a cortar
cabezas.
Una nueva legislatura con un inepto falto de honor de
presidente y el estreno de un grupo parlamentario lleno de
burguesía de izquierda disfrazada de obreros de bien. Este país
la necesitaba más que nunca.
Lo de ese día no fue más que un desliz para aliviar la
maldita sed y seguir haciendo aquello para lo que nació: servir
a un bien común, combatir a la progresía de salón, hacer su
patria grande otra vez.
Capítulo 2
Medea miró a lo largo del pasillo del orden del día. Observó
las paredes de falso mármol rosa y la alfombra roja y amarilla
con intrincados detalles, que ese día recibiría a cientos de
diputados con sus mejores trajes.
Pensó que su pantalón Ignacia, su camiseta Ignacia y
su americana Ignacia de la línea Minimal (by Ignacia, por
supuesto), no estaban precisamente fuera de lugar, pero
tampoco en el lugar ideal. Minimal by Ignacia estaba diseñada
por ella y su equipo pensando en los trabajadores de cuello
blanco modernos. Gente que trabajaba en una oficina, sí, pero
trabajaba. Definitivamente, no era ropa para figurar o
aparentar que se trabajaba. Y aunque Medea apenas llevaba 10
minutos en el edificio del congreso, ya suponía que esa gente
tenía cierta experiencia en el arte de aparentar.
Intentó introducirse bien en el papel, poner la cara de
solemnidad que en su imaginación exigían las circunstancias.
No le costó mucho, al fin y al cabo, seguía mortificada.
Habían pasado meses desde que dijo que sí a la
propuesta de Clara y la sensación de haber cometido un gran
error no la abandonaba. ¿Pero quién iba a predecir que
llegarían tan lejos? Cuando aceptó ir en la lista de Nueva
Izquierda, realmente lo hizo como muchas cosas: como un
juego. Un nuevo reto con el que vivir otras experiencias.
El resultado de las elecciones fue un subidón de
energía increíble, nadie imaginaba que en su primer asalto
llegarían a 33 diputados. Pero claro, eso significó que el juego
tenía un final envenenado. Ella de finales envenenados en
juegos inconscientes sabía un rato, pero ese se había ido
madre.
Si hasta sus padres estaban preocupados, ¡sus padres!
Si Antonio e Ignacia sentían una gota de preocupación por la
última aventura de su hija, es que realmente había llevado los
límites muy lejos. Los límites de la tolerancia de sus padres
eran amplios, tanto que hasta ahora no se habían divisado.
Medea lo entendía, claro que sí. Desde que nació,
escuchaba a sus padres hablar de los políticos como los seres
más grises y lamentables que poblaban, más bien despoblaban,
el planeta. Y va y les sale la hija política.
Si es que si la hija les hubiera salido puta, bueno, no
pasa nada. ¿Narco? Pues oye, qué se le va a hacer, aprovechar
y sacar la yerba barata. ¿Bollo? Bueno, bollo les salió y fue
una gran noticia. Su fiesta de salida del armario todavía se
recuerda como mítica entre el grupo de amigos de sus padres.
Casi 20 años después, Ignacia y Antonio siguen felicitando a
Medea cada 3 de junio. ¿Pero política? Por ahí les estaba
costando pasar.
Las limpiezas espirituales de su madre alcanzaron una
intensidad nunca vista. Ya no era posible entrar a la villa sin
sentir el cargado olor a incienso por todas partes. En la última
visita que les hizo, notó que Ignacia había añadido unos ramos
de hierbas en las esquinas.
No preguntó qué eran. El eclecticismo espiritual de su
madre desafiaba toda lógica y lo mejor era ignorarla.
Por suerte, ninguno de los dos veía la tele, así que no
había riesgo de que los vieran con cara de novatos fuera de
lugar en los pasillos del Congreso.
—Medea —registró la voz de Clara casi al mismo
tiempo que esta le rozaba el brazo.
Se dio cuenta de que llevaba algunos minutos
divagando en el pasillo. ¿Algún periodista lo habría notado?
Medea se permitió en ese momento admitir qué la seguía
reteniendo fuera.
¿Ella estaría ahí? Por supuesto que sí. Esa mujer nunca
faltaba a un compromiso, aunque a ella decidió faltarle toda la
vida. Después de 12 años,se lamentó Medea, seguía teniendo
algún efecto sobre ella.
Echó mano de los mantras de sus padres, reconoció la
emoción y se dijo que era normal. Había sido alguien
importante en su vida. Como mínimo, tenía curiosidad por
verla en su elemento. ¿Se asombraría al ver a Medea? ¿O ya lo
sabía? ¿Admitiría conocerla? ¿Mandaría a la policía a arrestar
a la progre peligrosa? Bueno, qué estrés tan tonto por una
mujer que nunca admitiría en público conocerla y que
difícilmente la notaría entre 350 diputados.
—Medea —insistió Clara, que tenía la cara pegada al
móvil—, ¿entramos? Joaquín y los demás ya están dentro.
Medea se limitó a asentir con la cabeza y seguir a
Clara.
Ella y Clara siempre habían tomado los horarios como
sugerencias bienintencionadas, sin obligatoriedad implícita.
Joaquín era de otra pasta y, por eso, era el rostro más visible de
la formación, literalmente. Todos confiaban en que sería el
primero en llegar y dar la cara con el mayor sosiego del
mundo.
Clara llegaría en algún momento, con una cara menos
amable, pero con una agudeza intelectual que Medea aún no
sabía si les hacía daño o bien. El pensamiento de Clara era
majestuoso, pero tan carente de emociones que era como
energía nuclear: capaz de cosas muy buenas e igual de capaz
de cosas terribles.
Después de Joaquín y Clara, quizás el diputado más
popular de Nueva Izquierda fuese Azim Benali, hijo de
inmigrantes y un economista respetado. Sin vergüenza alguna,
al interior de Nueva Izquierda se admitía que Benali fue un
fichaje buscado, diseñado por Clara y ejecutado por Medea.
Inmigrante y economista, una mejor combinación no se podía
pedir.
Medea también fue un fichaje estratégico, no una
militante de corazón. Conocía a Clara desde pequeña por
moverse en los mismos círculos. Clara quería para su partido
gente de izquierda que demostrara que a la izquierda no se le
da mal la economía. Que existen, eh, existen y ahí estaba
Medea. Hija de dos hippies de izquierda ricos gracias a hacer
ropa que se vendía por todo el mundo. Y Medea era la hija de,
cierto, pero en sus años al frente de Ignacia fue la que logró su
internacionalización y lanzó la presencia online.
La primera vez que Clara le planteó unirse a Nueva
Izquierda, Medea se lo tomó a broma. Cuatro encuentros
después ya le dijo que sí, pero Medea seguía teniendo la
sensación constante de haber cometido un error. Que sí, que
ella sí estaba comprometida con las ideas de su partido, pero
eso lo demostraba en la empresa, creando empleo, haciendo
posible que sus empleados tuvieran uno de los mejores salarios
del sector. ¿Qué iba a hacer ella en medio de sesiones
interminables en el Congreso? Si es que entendía el amor de
los diputados por el Candy Crush, debería venir instalado por
defecto en todos los móviles que tan generosamente financiaba
el bolsillo del contribuyente.
Apenas había puesto un pie en el salón de sesiones y ya
estaba de los nervios. Los bancos rojos y azules estaban casi al
completo, muy diferente a las sesiones ordinarias que se veían
en la tele. Hoy era el inicio de la legislatura, todos querían
dejarse ver. Su grupo se distinguía sin problemas, eran los que
miraban alrededor con ojos de no creérselo y apenas hablaban
entre ellos.
Sintió la mano de Clara en la espalda, incitándola a
caminar. Se puso en movimiento y alcanzó el primer escalón
del segundo pasillo a la derecha. Miró a un lado y, en ese
momento, todo alrededor de Medea desapareció.
Por unos segundos, los que le tomó a Clara reaccionar
para volver a incitarla a caminar, Medea miró directamente a
los ojos grises de Aura Pérez Pedersen. Observó el pelo negro
brillante, la piel casi traslúcida del que se pasa el día urdiendo
tramas en una oficina.
Habían pasado casi doce años desde la última vez que
ambas se habían visto, un encuentro que significó el inicio del
periodo más oscuro en la vida de Medea.
Confirmó algo que ya suponía al ver a Aura en la tele:
la chica apasionada y resuelta que había conocido era ahora
una mujer que ahorraba en gestos como si le fuera la fortuna
en ello. Aura se había construido la imagen de mujer de hielo
con propósitos superiores con tanto éxito, que millones de
ciudadanos votaban un partido de extrema derecha porque
estaban convencidos de que eran los únicos capaces de
encaminar a un país en constante respiración asistida.
Pero más de una década después, Medea todavía
conocía lo suficiente de Aura para saber que la había
reconocido. Fue un reflejo rápido que Aura se apresuró a
borrar, pero ahí estaba. Y en lugar de la indiferencia que
Medea deseaba sentir, o la rabia que temía experimentar, el
chute de adrenalina que recorrió sus venas la sobresaltó. En
ese instante, volvieron sus ganas de comerse el mundo.
Estaba en el Congreso de los Diputados, podía influir
en la vida de más personas que nunca y formaba parte de un
partido nuevo que, con honestidad, quería hacer las cosas
diferentes.
Del otro lado, un gran enemigo a batir: la derecha más
peligrosa que se había enquistado en su país como un tumor y
expandía el odio como el peor de los virus.
Para Medea, solo había una contrincante digna, la
mujer que ella sabía era el gran referente mediático de Frente
por la Patria. Aura siempre supo cómo mover las piezas para
lograr su final y siempre, siempre, confirmó Medea, Aura
había sido facha y tan bella que dolía.
Capítulo 3
El problema con Medea, pensó Aura, es que siempre fue muy
roja y muy fresca, una combinación que aparentemente tenía
un efecto perturbador en ella, capaz de desafiar las leyes del
tiempo.
«Mmm, interesante».
Parpadeó y miró más allá. Sabía que desde fuera nadie
podría identificar algo sobresaliente en esos pocos segundos,
pero también sabía que había cometido un gran error.
Estudió hasta el hartazgo a los líderes de Nueva
Izquierda, pero había ignorado al resto del grupo. Se aburrió
mirando vídeos del intenso buenista Joaquín Álvarez. Se
exasperó con el bullying intelectual de la hippie caviar Clara
Hernández y escuchó con cierto interés a Azim Benali, la
única voz con algo de cordura en esa formación de progres sin
sentido común que intentaban con demasiado esfuerzo
aparentar ser del pueblo.
¡Ja!, ser del pueblo. Medea de pueblo. Si lo más que
sabía esa de pueblo era cuando bajaba de su villa a lo que para
ella era el pintoresco mercado de fin de semana. Si es que
había que reírse con esos progres de cuchara en boca y
algodones en el culo.
Aura sintió cómo su sangre comenzaba a hervir,
aunque tuvo la suficiente honestidad para reconocer que no
sabía con exactitud la causa. ¿Por la infección progre? ¿O por
los pocos segundos en los que volvió a ver a Medea?
Los años la habían convertido en más… Medea. Todo
lo que había visto en ella aquella primera vez en un garito de
mala muerte se había acentuado: su aire calmado y accesible
que ganaba la confianza de todos, su chulería coqueta nacida
de saberse guapa porque sí, porque hay personas que nacen
teniendo tanto que solo les resta gastar o compartir.
Maldita, Medea. Hasta el pelo lo seguía teniendo
genial.
Aura siempre fue una yonqui de tirar de las ondas del
pelo miel de Medea. También lo era de su cuerpo de absurda
perfección, resultado de crecer en una especie de comuna de
hippies vegetarianos y yogadictos.
Aura también fue una yonki del afecto de Medea, o de
lo que ella creía que era afecto, en específico esa horrible
palabra que empieza por A.
Un escalofrío recorrió su espalda. Recordó cuánto le
costó recuperarse, cuánto había luchado por ser libre de la
esclavitud de los afectos. Recordó a su madre, a su escalera sin
fin de cesiones, de humillaciones.
«No. No. Para», se ordenó.
—¿Todo bien? —escuchó el susurro de Juan Antonio.
Aura giró unos mínimos centímetros la cabeza y
sostuvo la expresión de plácido estoicismo que tanto había
esculpido con los años.
—Perfecto —respondió a la cara sonriente de su jefe
de partido.
Como si ella fuera a decirle lo contrario a ese otro,
bueno para casi nada.
Aura volvió a sentir el peso de estar rodeada de ineptos
a los que no se les podía llamar ineptos, y había que estar todo
el tiempo haciéndoles creer que la última decisión fue, en
efecto, una decisión suya. Aunque ella haya estado días
trabajando para lograr ese final, sin que los ineptos de turno lo
notaran. Todo valía la pena, porque los propósitos eran
mayores.
Ahora había un nuevo problema sobre la mesa y lo
había traído ella sin saberlo. Bueno, Aura no lo había traído; se
lo sirvieron. Más bien, plato y contenido vinieron solos y se
colaron en su mesa, como en otra época ese mismo precioso
problema se había colado en su cama y era imposible que ella
sacara voluntad para echarlo.
Era un problema juguetón, ágil, con unos dedos
mágicos capaz de hacer de Aura la más lamentable de las
necesitadas.
«¡Para!», se reprendió mientras estiraba los ya
perfectos puños de su camisa.
El problema era real y solo ella era consciente de ello.
Si Medea decidía contar por qué se conocían, Aura se vería
seriamente amenazada. Los primeros en atacar, no lo dudaba,
serían los miembros de su partido. Estaba muy bien exhibir
una lesbiana en lista, ese era el papel de Ana, dos ya sería un
exceso y si las dudas recaían sobre la segunda cabeza del
partido, entonces era inadmisible.
Si Medea hablaba, estaría sirviendo la cabeza de Aura
a todos los que llevaban años intentando borrarla del mapa
político. Y eso, Aura lo sabía, incluía todo el espectro político,
en especial los miembros de Frente por la Patria.
No por primera vez, Aura fue consciente del peso de su
soledad, de la lucha de 360 grados que llevaba tanto tiempo
librando. Pensó en la última ocasión que se sintió acompañada.
Un dolor que dormía con intermitencia dentro de sí durante los
últimos doce años se desperezó. No esperaba la súbita tristeza
que la desbordó, no la esperaba hoy, no la esperaba en ese
lugar. ¡Maldita, Medea!
El único acto de su vida que no pudo controlar con
precisión regresó para morderle por la espalda. Las mordidas
de Medea, ¿pero por qué pensaba en las mordidas de Medea?
Aura relajó los músculos del rostro y proyectó una de
sus escasas sonrisas. Llevaba demasiado tiempo desconectada
de lo que pasaba alrededor. Hizo contacto visual con varios
conocidos y saludó como si se alegrara de verlos. Ninguna de
las partes lo creía, pero las buenas maneras nunca estaban de
más, menos con la prensa cerca.
La prensa, ahí estaba la primera parte de su problema,
¿sabrían ya los medios que ella y Medea se conocían? No era
improbable. Para empezar, Clara Hernández las vio juntas en
alguna ocasión. Medea siempre la presentó como una amiga,
pero, ¿qué le diría cuando ella no estaba cerca, qué le diría
ahora?
Una parte de Aura, esa que todavía portaba algún
vestigio de ingenuidad, le recordó que si algo era Medea era
leal. Que ella siempre pudo confiar en que Medea haría lo
correcto, aunque estuviese mal, aunque fuese una torpeza.
Aura vio a todos a su alrededor ponerse de pie y se
apresuró a hacer lo mismo. Desde su punto privilegiado
observó la llegada del monarca y su toda su prole. Esta vez, al
menos, habían tenido suerte. El Rey parecía ser consciente de
sus responsabilidades y su papel.
Sintió el impulso de mirar hacia atrás y saber qué hacía
Medea. No es que la figura del Rey fuese precisamente
admirada en su casa. Para Ignacia y Antonio, el Rey era una
buena fuente de risas.
Aura se dio cuenta de que llevaba años sin pensar en
esos dos hippies con suerte. El bueno de Antonio y la temible
Ignacia, una mujer que ejerció un raro magnetismo en una
Aura joven y famélica de modelos femeninos de los que no
quisiera huir como la peste. Como de su madre.
«¡No! ¡No! Por ahí no. No hoy».
Aura mantuvo la vista al frente, negando la visita al
pasado. Escuchó el inicio del himno y como siempre, a pesar
de las cientos de veces que lo había escuchado en otras
oportunidades, no dejó de experimentar cierta emoción. Había
algo en ese sonido sin palabras que le resultaba inspirador.
Como si fuese la banda sonora de los grandes momentos de su
vida.
¿Qué pensaría Medea si escuchaba esa idea? Se partiría
el culo de risa, sin dudas. Había tan pocas cosas sagradas para
Medea. Se reiría, la desbordaría a besos y le diría algo así
como «¡Mira qué eres rara, Au!».
La crudeza del dolor que experimentó Aura se reflejó
en su estómago. Tanto tiempo esforzándose por olvidar ese
apelativo tonto y ahí estaba, abriéndose paso el día menos
oportuno. Todos sus sentidos se pusieron en alerta.
Tenía un problema, estaba sola, como siempre, y como
siempre tendría que darle solución. No podía permitirse tener
esa amenaza a pocos pasos de ella la mayoría de los días.
Medea era una roja de vacaciones en política, pronto se
cansaría y volvería a su vida de burbuja eterna.
Aura tenía que acelerar el proceso de cansancio, en eso
era experta, pero llevaba su tiempo. No es que pudiera de
pronto apuntar todos los cañones a una figura desconocida.
Eso podría resultar ser un bumerán con consecuencias difíciles
de controlar.
Y Aura no quería más falta de control en su vida. Ya
tenía bastante con Medea apareciendo de la nada. Más de una
década después, Aura tomó una decisión que nunca pensó
tener que tomar: volvería a hablar con Medea, la mujer que
representaba todo contra lo que ella luchaba, la única mujer
por la que estuvo a punto de dejar de ser ella.
Capítulo 4
Medea no había terminado de cerrar la puerta de entrada al
piso cuando el móvil volvió a sonar. El «joder» que se le
escapó estaba cargado del agotamiento de un día de prensa y
reuniones, de la constante sensación de ser observada y tener
que actuar.
Miró la pantalla y, como era habitual, un arrebato
adolescente le hizo poner los ojos en blanco. Su madre, era
inminente un interrogatorio de su madre.
Ignacia era una alternativa en extremo liberal en casi
todas las áreas de su vida, pero como madre y mujer de
negocio podía ser tan tradicional como la que más. No el
bueno de su padre, ese bendito con residencia permanente en
el nirvana.
—Madre
—Hija
Medea sonrió, una forma de claudicación prematura y
amable que siempre lograba su madre. Ignacia era feroz,
entrometida en todo lo que afectara a Medea y profundamente
contradictoria. También era una fuente sin fin de amor
incondicional, la jugadora eterna en su equipo, la animadora
excéntrica en la grada.
Había algo muy reconfortante en tener esa constante en
su vida; pasara lo que pasara, Medea podía volver al inicio y
ese inicio había sido maravilloso.
—¿Qué tal el día, cariño?
Deseó no conocer tan bien a su madre, no poder
percibir las preguntas no hechas. Por suerte, fue educada por
Ignacia; ceder no estaba en su ADN.
—Bien, agotador, pero bien.
—Mmm, bien, bien. Haz ejercicio y bebe té de
jengibre, te ayudará a desintoxicarte de esa gente.
—Madre
—Y venga con madre, ¿qué he dicho?
—Nada, no has dicho nada.
—Pues eso.
—Entonces, si ya está todo dicho, ¿puedo ir a
ducharme? Después del yoga, claro.
—¡Ja!, muy graciosa. No hemos terminado, Medea.
La Medea adolescente que siempre estaba dispuesta a
saltar cuando se trataba de su madre, volvió a hacer acto de
presencia. No para rebelarse, qué va, esta vez era solo cobardía
ante lo que vendría a continuación.
—¿Qué quieres saber?
—Quiero saber de verdad cómo mi hija se sintió hoy
en medio de ese nido de parásitos.
—Mamá, por favor, ya hemos discutido esto. Es un
trabajo como cualquier otro.
—La primera que no cree eso eres tú, pero no es
momento de volver a discutir el tema, ¿qué tal hoy?
— Bien, de verdad. Con lo que ya esperaba, el
postureo constante, pero yo sabía que sería así.
—¿Hablaste con ella?
La primera reacción de Medea fue aparentar
ignorancia, hacer como que no sabía de quién hablaba. Hacía
muchos años que su madre no mencionaba a Aura, no desde
que ella le rogó cerrar el tema para siempre.
—Supongo que te refieres a Aura. Mamá, por favor, de
eso hace muchos años.
—No me has respondido.
—Claro que no hablé con ella, es mi adversaria política
o lo que sea ahora.
—Esa es enemiga de tu bienestar primero, veneno para
el país después.
—Mamá, por favor, sigamos sin hablar de ella, nos ha
funcionado muy bien.
—Funcionó mientras estuvo fuera de tu vida de forma
real. Ahora te fuiste a meter en su casa y con las espadas
sacadas.
—¿De qué hablas? Que no es su casa, esa es la
cuestión, no podemos dejar que sea su casa ni la de su partido.
—La cuestión es que mi hija, mi preciosa y talentosa
hija, llevaba una vida maravillosa que decidió volar por los
aires. ¿Por qué? Y no me vengas que es por el país. Me temo
que hay cosas que tiran más que la supervivencia de la
democracia.
—Pero, ¿de qué hablas?
—Del coño, Medea. Que a ti te pierde, hija mía.
—¡Mamá!
—Que ya podías haber hecho una performance más
modesta, esto se te ha ido de las manos.
—¿Estás insinuando que hago todo esto por ella? ¿Pero
estamos locos?
—Pues sí, locas del coño, ya ves.
Medea no pudo contener la carcajada. Esa era la
cuestión con Ignacia, exasperaba hasta el límite para después,
con la frase más absurda, dejarte desarmada.
—No mamá, puedes estar tranquila. Eso ni se me pasa
por la cabeza, es que es absurdo. Ella es otra persona, su peor
persona. Yo soy la misma con buena memoria. Tranquila.
—Si tú lo dices.
Percibió la duda en las palabras de su madre, la misma
que ella había tenido y nunca llegó a confesar. Detrás de su sí
Clara, ¿estaba una motivación social o había algo más
personal? ¿Acaso, en el fondo, Medea solo quería volver a
estar en el foco de Aura? Como en otras ocasiones, la
respuesta fue un no y, al igual que todas esas veces, decidió
ignorar la aprensión que se instaló en la boca de su estómago.
—¿Medea?
—¿Sí?
—Estoy diciendo que no puedo pasarte con tu padre,
está buscando el gris político, dice que en Pinturas Negras
encuentra inspiración, ¿por dónde andabas?
—Ejercitando la respiración para ganar en paciencia
filial.
—Funciona a medias, yo llevo 33 años entrenando,
amada hija.
—¿No es que era preciosa y talentosa?
—Y engreída y respondona, pero sí, eres maravillosa y
yo te amo. Hablamos mañana.
—Y yo a ti mamá. Un beso.
Medea tragó con fuerza, cerró los ojos y presionó con
los dedos, intentando confinar la humedad. Buena parte de los
conflictos entre ella e Ignacia venían del rechazo a su propia
debilidad. El rechazo a ese deseo, presente aún ahora, de
querer ser abrazada por su madre, de correr y dejar, como
muchas otras veces, que Ignacia solucionara todo como por
arte de magia.
Recordó cuando le hicieron sentir vergüenza de ese
impulso por primera vez, recuerda las palabras exactas: «Para
ti la vida es un juego porque eres una niña de mamá; si
pierdes, ella te compra nuevas fichas».
Otro talento de Aura, un instinto absurdo para saber
qué frase iba a causar el mayor daño. Y aunque en otra época
Aura intentó controlar lo que ella misma llamaba crueldad,
Medea dudaba de que en la actualidad no cultive con total
dedicación su talento.
Miró la hora en el teléfono y vio que pasaban de las
once de la noche. Pensó en ir a correr, pero eso la activaría
más. Una buena ducha, leer y a la cama, decidió. Se levantó
del sofá, en el que se había tirado casi sin darse cuenta. Colocó
el móvil sobre la mesa auxiliar y ya estaba dando los primeros
pasos hacia el cuarto cuando el maldito cacharro volvió a
sonar.
Quiso ignorar la llamada, pero recordó que ahora tenía
una responsabilidad pública, lo que fuera que eso significara.
Volvió a por el móvil, pero no reconoció el número. Dudó
unos segundos en responder, pero teniendo en cuenta la hora,
decidió ver de qué se trataba.
— ¿Hola?
Durante unos segundos no se escuchó nada, después
solo dos palabras.
— Soy yo.
Una alegría inoportuna invadió a Medea y casi al
mismo tiempo, la rabia ocupó su lugar. Doce años después, esa
mujer creía que con dos palabras iba a reconocerla. Que sí,
vale, pero ¡qué egolatría, por Dios!
Quiso aparentar no saber a quién pertenecía la voz.
Quizás responder con otra pregunta: «¿Sí? ¿Carla, eres tú?» y
completar así el proceso de regresión total a la adolescencia.
Hacer como que no la conocía y a la vez intentar provocar
celos con una mujer imaginaria, si es que… patético, patético
lo que esa podía hacer de ella.
El sentido común se impuso, hizo un esfuerzo por
sacar un tono neutral y eligió responder con un simple «¿Sí?».
—Necesitamos hablar —respondió Aura después de
otra pausa.
—¿Hablar nosotras? ¿Sobre qué?
—Por favor, no alarguemos lo inevitable, sabes que
tenemos que hablar.
—Vale, te escucho.
—También sabes que no puede ser por teléfono.
¿Puedes comportarte como una adulta? Hablar nos interesa a
ambas.
—¿Puedes ser menos arpía? Quizás así hago como que
creo que me interesa. Le interesa a usted, diputada. Yo estoy
encantada sin escucharle.
—Para no querer escucharme te has venido muy cerca.
—Consecuencias inevitables de querer hacer el bien, al
otro lado está el mal.
—Me alegra saber que sigues siendo tan competente
con los clichés.
—Sigo siendo competente en muchas cosas.
Cuando Medea comprendió que estaba flirteando, era
muy tarde. La frase estaba dicha y no había manera de que
ambas no supieran lo que acababa de ocurrir. Esta vez el
silencio se alargó por más tiempo, pero Aura se encargó de
continuar.
—Podemos vernos en la tarde el domingo o el sábado,
tú eliges. En un sitio en la sierra, te diré la dirección, busca
dónde anotar.
—¿Pero tú escuchas? ¡Que no voy a ningún lado!
—Sí vendrás.
—¿Ah, sí? ¿Porque lo manda su señoría?
—Porque Hércules aún vive, pero no por mucho
tiempo.
Por un momento, Medea se quedó inmóvil, incrédula
ante tanta bajeza. Doce años atrás, rogó a esa misma mujer que
la dejara cuidar de Hércules, un pequeño y travieso beagle que
llegó a la vida de ambas y, en poco tiempo, se convirtió en el
rey del piso que no compartían, pero en el que sí convivían.
Hércules fue un regalo para Medea de una de las
amigas de su madre, la buena de Pilar, una mujer que cree que
sin un perro, un humano no está completo. El error, después
comprendería Medea, fue presentárselo a Aura como un regalo
para ambas.
Aún recuerda a Hércules, torpe y juguetón, intentando
llamar la atención de Aura por primera vez. Y a ella, rígida,
frunciendo el ceño mientras miraba hacia abajo como si, en
lugar de un cachorro necesitado de atención, estuvieran sus
heces estorbando el paso.
Aura no pudo oponerse a que Hércules se quedara, al
fin y al cabo, ella no vivía con Medea. ¡Qué va! Ese no era su
piso; solo era el lugar en el que tenía sexo, dormía, cenaba,
comía y estudiaba. Ella, en realidad, vivía en un estudio
minúsculo que visitaba una vez a la semana para comprobar
que todavía seguía en pie. Esa era la lógica de Aura.
Por eso fue tan incomprensible que, cuando se fue, de
forma abrupta y cruel, Aura se llevara a Hércules con ella.
Una idea absurda cruzó la mente de Medea: ¿Y si
había estado esperando durante doce años la oportunidad de
usar a Hércules en su contra? Entendió que estaba rozando las
teorías conspirativas que tanto rechazo le producían. Aceptó la
realidad: estaba ante la Aura sin escrúpulos que aprovechaba
lo que tuviese a mano para lograr su objetivo. Y a esa mujer
fue a la que respondió.
—Eres despreciable, Aura. Siempre lo has sido, pero
antes aparentabas mejor. Me abochorna saber que un día te
amé. Iré a encontrarme contigo, iré a ver a Hércules. Después,
dedicaré toda mi energía a acabar con el odio que tú y tu
partido han traído a nuestras casas.
—Entendido —respondió Aura con aire ligero, casi
alegre—. Apunta la dirección.
Capítulo 5
Aura colocó la manta en el brazo del sillón por tercera
ocasión. Miró alrededor y comprobó, una vez más, que hacía
mucho que la casa no estaba tan organizada. Echó un vistazo a
la esquina y sus labios se curvaron en lo que podía ser una
sonrisa o un lamento. Hércules dormía en su cama, la única
actividad que parecía ser capaz de hacer desde hacía varios
meses.
Sintió que las náuseas y las palpitaciones volvían, giró
la cabeza hacia arriba y respiró con fuerza. ¡Maldita Medea!
Gracias a ella tenía fuera de control una ansiedad de la que
creyó desprenderse muchos años atrás.
Caminó hacia la cocina, sacó una botella de agua sin
estrenar y bebió a pequeños sorbos. Disfrutó de la botella de
plástico y fantaseó con la oportunidad de brindarle a Medea
algo tan poco ecológico.
Se dirigió a la habitación y, no por primera vez, no por
segunda, examinó la imagen que le devolvía el espejo. Entre
las muchas nuevas afrentas que Medea trajo consigo, estaba la
pérdida de tiempo. Aura tuvo el buen juicio de no contar los
minutos apilados en horas que dedicó a pensar en qué vestiría
una tarde de sábado para recibir a un fantasma al que quería
pedir, sin tener que pedir, que se portara bien.
Decidió parecer accesible, una mujer al interior de su
hogar y no la diputada contraria a la que hay que batallar. Una
camisa azul holgada y un vaquero dieron el aire perfecto. Para
apuntillar la imagen, nada de maquillaje y los pies descalzos.
Estaba a punto de volver al salón cuando escuchó el
timbre y no pudo evitar el encabritamiento del corazón.
Caminó hacia la entrada sintiendo que con cada paso podía
desfallecer. Se tomó unos segundos delante del telefonillo para
comprobar que, en efecto, ahí estaba Medea junto a un Tesla,
el nuevo timo diseñado con esmero para los progres de
bolsillos profundos. Abrió el portón de entrada y fue a la
puerta a esperar.
Vio a Medea aparcar y acercarse con lo que ella sabía
era un cabreo monumental. Debiera estar prohibido conocer a
alguien tan bien después de tantos años, le parecía una forma
de ultraje, una violación a la intimidad. ¿Medea también podía
leerla con tanta claridad? Lo dudaba, ella llevaba años de
práctica en el arte del enmascaramiento.
Aura no pudo evitar la insurrección de sus ojos. Los
traidores se empeñaron en recorrer la mandíbula marcada, los
ojos marrones y brillantes de ira, la nariz afilada, la boca
exagerada que tantas debilidades provocó. Resultaba insultante
lo guapa que estaba Medea, como si la vida y sus ocurrencias
fuesen cosa de otros. Y a pesar de que solo las separaba un año
de vida, Aura sintió que perdía en la comparación.
Medea era frescura, desfachatez, espontaneidad. Una
mujer capaz de levantarse de la cama y enfrentarse al mundo
sin máscaras. Aura se levantaba y necesitaba al menos una
hora para tener listo su rostro de posar.
—¿Y bien?
Más que escuchar, vio los labios de Medea pronunciar
las palabras que registró con un segundo de retraso. Se hizo a
un lado y con un gesto, la invitó a entrar. Aura notó cómo se
empeñó en mantener la distancia entre ellas, como si un simple
roce al azar fuese a contaminar su precioso cuerpo progre.
—No muerdo, Medea. Calma, estamos aquí para
hablar, será bueno para ambas.
Aura sabía que la condescendencia no era la mejor
estrategia, que solo aumentaría la furia de Medea, pero no
podía evitar el placer que le producía ver sus ojos chispeantes,
el ceño fruncido, la mandíbula tensa. Le recordaba a la Medea
más desatada, capaz de dejarla adolorida y satisfecha durante
días.
Aura sacudió esos pensamientos, esa era otra chica,
esta era una adversaria política caprichosa e infantil a la que
había que controlar.
—¿Dónde está Hércules? —escuchó a Medea
preguntar.
Como si supiese que se hablaba de él, Aura vio a
Hércules acercarse. Meneó la cabeza y movió la cola con el
ritmo pausado que le imponían sus años. Hacía mucho tiempo
que no veía a Hércules tan animado.
Aura no pudo evitar una leve emoción ante el cambio
radical del rostro de Medea. Ahora no le alcanzaba la cara para
tanta sonrisa. La vio ponerse de rodillas y alargar las manos
hacia un Hércules que no perdió tiempo en oler porque todavía
recordaba a quién tenía delante. Su anciano perro dio
pequeños lametazos a unas manos que mucho tiempo atrás lo
malcriaban hasta el hartazgo.
—Chico guapo, chico guapo. Mira lo que te traje —
dijo Medea mientras intentaba abrir el bolso que dejó tirado en
el suelo.
Detuvo el gesto y pidió permiso con la mirada.
—¿Chuches? —preguntó Aura.
—Sí, ecológicos y veganos —respondió Medea con
una sonrisa pícara, en otra época preludio de tantos placeres.
—Pues solo unas pocas, no vaya a ser que le sienten
mal. Lleva 12 años propulsado por toxinas que destruyen
planetas, todo parece indicar.
Medea le regaló una nueva sonrisa de dientes amplios,
un desperdicio en una vegana. Se permitió disfrutar de esta
pequeña tregua, quizás lo más cercano a la normalidad que
iban a tener durante el encuentro.
—¿Por qué te llevaste a Hércules?.
Ahí estaba el pinchazo a la burbuja.
Aura suspiró, mortificada. Dio media vuelta y se sentó
en el sofá.
—Porque quise, sin más.
—Tú haces pocas cosas porque quieres, Aura. Nunca
lo has hecho. Siempre hay un plan.
—Y hoy el plan no es hablar de Hércules. Hoy
tenemos que hablar de temas más urgentes.
—¿Y si yo tengo otro plan?
—Sabes por qué estamos corriendo el riesgo de
encontrarnos, Medea.
—No sé tú, pero yo vengo a ver a un pobre perro que
te ha soportado durante más de una década. No es poca cosa.
—Mejor un perro que una niñata engreída.
La risa triunfal de Medea fue como una hoguera para la
sangre de Aura. Se dejó llevar por las frases sin sustancia de
una mujer que tomaba la vida como un patio de colegio y eso
en su libro se apuntaba como derrota.
Hora de tomar las riendas de la conversación.
—Gracias por recordarme mis buenas decisiones de
hace 12 años.
Aura supo que había dado en la diana cuando Medea se
esforzó en mantener una sonrisa que ahora iba cargada de
decepción. ¿Había ido muy lejos? Quizás, pero era el objetivo,
¿cierto?
—¿Qué quieres, Aura? Terminemos de una vez, me
corre prisa.
—Quiero que nos pongamos de acuerdo sobre qué
vamos a decir a la prensa cuando se enteren de que nos
conocemos.
—Yo no tengo ningún problema con que se enteren. Es
la ventaja de vivir abiertamente.
—No me vengas con lecciones. Yo sé que no podemos
ocultar que nos conocemos, sería demasiado sospechoso si lo
descubren. Lo que quiero es que espontáneamente no saques el
tema. Y si surge, que aceptes que sí coincidimos en ocasiones
gracias a amigos comunes. Nada más.
—¿Y sobre el trasvase de fluidos qué digo? ¿Caí boca
en coño por accidente? ¿Nos comimos los morros víctimas de
una hipnosis dual?
—¿Puedes tomar algo en serio para variar? Sabes
perfectamente que esa parte de nuestro… intercambio no
puede conocerse.
—¿Intercambio? ¿En serio? ¿Intercambio?
Aura se esforzó por no mover ni un solo músculo
mientras escuchó a Medea reír. Esta vez no iba a dejarse llevar
por los trucos de una novata a la que el juego le iba muy
grande, solo que aún no lo sabía.
—Vale, vale —dijo Medea al fin— diré lo que tú
quieras.
—¿Así, sin más? —preguntó con escepticismo.
—Sí, sin más.
—¿No vas a querer nada a cambio?
—¿Tú estás dispuesta a darme algo a cambio?
—No
—Pues ya está.
—¿Sabes qué? Muchas gracias por estar tan dispuesta,
pero ¿sabes otra cosa? No confío ni un pelo en la palabra de un
político, sé de lo que hablo.
—Déjalo —la detuvo Medea.
—¿Que deje qué?
—Lo que sea que vayas a decir a continuación, no lo
digas. No soy un político, soy yo diciendo que no diré nada.
Sabes que no diré nada.
—No voy a dejar cabos sueltos por tu cobardía,
Medea.
—No es cobardía, es vergüenza ajena al ver cómo
bajas al barro.
—Algunas tenemos que ensuciarnos las manos por lo
que queremos, no todo nos vino dado. Escúchame bien,
Medea.
Aura hizo una pausa solo por efecto.
—Llevo una semana pensando en cómo asegurarme de
que no abras la boca. Tengo fotos tuyas que para cualquier
otro político sería el fin de su carrera, pero a ti solo te
convertiría en el ídolo progre de esa panda de lobotomizados.
Sé cosas de ti que a cualquier otra persona le daría vergüenza
que se divulguen, a ti no podría importarte menos. Pero
también están tus padres y eso ya te importa más, ¿verdad?
—Cuidado, Aura —advirtió Medea, tensada como un
arco a punto de entrar en acción.
—Cuidado tú. ¿Cómo crees que se sentirán tus padres
si de pronto fuesen el centro de la atención mediática? ¿Cómo
crees que verá el público a los ricos de izquierda? Hasta ahora
han tenido suerte, Medea, pero eso puede cambiar.
—Yo creo que eres un ser triste y despreciable, Aura.
Una lesbiana en el armario, una aspirante a rica pobre, una
obsesa del poder subordinada a otros. Creo que me da una
profunda pena ver en lo que te has convertido. Y también creo
que pude ahorrarme estas palabras porque me hacen parecer
un poco a ti y me avergüenzo.
Aura construyó la expresión plácida que tenía tan
practicada y sonrió con dulzura.
—¿Algo más? Con que estés de acuerdo en mantener
esa boca tan bonita cerrada es suficiente.
Medea se levantó, fue hacia Hércules y lo achuchó.
—Ya me voy, guapo. Cuídate mucho.
Aura vio cómo le dio un beso a un Hércules agotado
por tanta actividad. Se puso en pie y fue hacia la puerta de
salida.
—Yo no iba a decir nada. No lo iba a decir antes, no lo
voy a decir ahora. Y no porque me haces chantaje. Nunca
sacaría a nadie del armario a la fuerza, para mí es lo más bajo
que se puede hacer a una persona homosexual. No todo vale,
Aura, sabes que conmigo no todo vale.
—Esa delirante superioridad moral de la izquierda qué
gastada está. Aburren.
—Adiós, no es necesario que me muestres la salida.
Aura esperó a escuchar el sonido de la puerta al cerrar,
después fue hacia el telefonillo y abrió el portón de salida.
Todavía vestía la sonrisa pública. Se dio cuenta que ya no era
necesario, que estaba sola, que llevaba en la más absoluta
soledad más de una década.
Las palabras de Medea amenazaron con volver a
reproducirse sin su voluntad, pero su mente las rechazó con la
poca energía que le quedaba.
«No, no»
Más difícil fue rechazar el recuerdo de otras épocas, lo
que fueron, lo que llegó a tener. Difícil fue sacar de su mente
la visión del cuerpo de Medea, el conocimiento de cómo se
sentía a su lado, de lo que era capaz de hacer.
Una terrible necesidad amenazó con ahogarla. Se
apoyó contra la pared, levantó la manga de la camisa y, justo
debajo del codo, hincó los dientes. Presionó hasta que el nuevo
dolor ahogó los verdaderos dolores, presionó hasta que un
sabor metálico inundó su boca, siguió presionando aun cuando
unas gotas gruesas apenas le permitían ver.
Capítulo 6
Medea comprobó la hora en el reloj de la mesa de noche.
Apenas pasaban de las siete de la mañana y ya tenía el
teléfono notificando una llamada de Clara a través de la
aplicación segura. Bajó el sonido del timbre y lo dejó pasar. Lo
que fuera, podía esperar un minuto hasta que su cerebro se
activara y procesara todo con normalidad.
A su lado, Sveta se removió, pero solo cambió de
posición. Medea pasó una mano por su espalda perfecta, le dio
un beso en el hombro y escuchó el ronroneo plácido que salía
de sus labios gruesos.
Sveta intentó acurrucarse más cerca, pero Medea sabía
que prolongar el momento solo llevaría a pasar del ronroneo al
gemido. Por mucho que esa idea le apeteciera, ya era hora de
abrir la puerta y dejar entrar al mundo. Volvió a besar el
hombro de Sveta, ajustó la manta alrededor de su cuerpo y
salió de la cama. Las protestas en forma de sonidos de la chica
provocaron una pequeña sonrisa en Medea.
Con un suspiro, tomó el teléfono y lo primero que le
llamó la atención fue la avalancha de notificaciones de Twitter.
¿Qué había pasado? Un temor, por ahora sin fundamento, le
hizo evitar indagar más. Decidió empezar por devolver la
llamada a Clara. Al segundo timbre, ya la tenía en línea.
—¿Has entrado en Twitter? —preguntó Clara sin
formalidades previas.
—Me acabo de levantar, Clara. No he visto nada. ¿Qué
sucede?
—Sucede que te han pillado. ¿No me habías dicho que
no salías con nadie? ¿Quién es esa chiquilla?
—No salgo con nadie. ¿De quién hablas?
El temor siguió avanzando con agilidad en Medea.
—Vamos, Medea, no te hagas la tonta. Tus fotos están
por todas partes.
—Clara, no me hago la tonta. No salgo con nadie, lo
que no quiere decir que no me divierta de vez en cuando. Lo
sabes perfectamente, tú haces lo mismo.
—Lo que no hago es dejarme ver comiéndole los
morros a una chiquilla de 20 años, hija de un mafioso ruso,
Medea, joder —respondió Clara con una rabia apenas
masticada en cada palabra.
—Mierda, te refieres a Sveta. ¿Anoche nos vieron y
tomaron fotos? Mierda. Tengo que ir a hablar con ella.
¿Después quieres que nos reunamos? ¿En la sede?
—¿Está todavía contigo? Medea, seguro hay fotógrafos
cerca de tu casa.
—No exageres, Clara, no soy material de Hola.
—Eres hija de Ignacia y ahora diputada del partido al
que todos quieren borrar. ¿Cuándo vas a ser consciente de lo
que hay en juego?
—Que sí, tienes razón, pero ahora déjame ir a hablar
con Sveta. Después veremos cómo enfocar esto. Te prometo
que lo vamos a convertir en victoria.
Lo dijo convencida, con encanto, y cuando Medea
estaba así, pocos se resistían, incluso Clara. Aun en la
distancia, percibió que se relajó. Por ahora, la dejaría en paz.
—No estoy en la sede. Mejor, por ahora, no mostrar
que le damos mucha importancia a una tendencia de Twitter.
Y, Medea, lo digo en serio, es mejor que sepas cómo
solucionar esto.
—Que sí, pesada. Te llamo pronto.
Después de colgar, lo primero que hizo Medea fue
revisar Twitter con la determinación que le faltó al inicio.
Nadie iba a decirle cómo vivir su vida privada, nadie iba a
avergonzarla por ello, y más que una postura personal, era una
postura ideológica y social: tu vida, tus decisiones, tu
responsabilidad.
Esa misma determinación tuvo grietas ante lo que vio:
#MafiaRusa, Putin y Medea Martí estaban entre las primeras
tendencias y aún el reloj no marcaba las ocho de la mañana.
Lo peor eran los comentarios.
Medea no era una figura desconocida, pero tampoco se
podría decir que era popular, no al nivel de Clara o Joaquín. Al
parecer, eso la había salvado del nivel de vileza del que era
objeto ahora.
Desde la barrera, siempre vio con asombro el odio que
podían almacenar y distribuir algunos, pero era muy diferente
cuando miles de personas anónimas, que nunca han cruzado
contigo media palabra, deciden hacerte saber que te odian, que
eres una traidora, pervertida y que ojalá estés muerta.
Por un momento, Medea se sintió desconcertada,
incrédula, incapaz de conectar nada de lo que ella era con lo
que decían. Después pensó en las advertencias de Ignacia
cuando decidió meterse en política, de los peligros de la
exposición en ambientes de odio. Así era, ella lo había
escogido y debía asumir las consecuencias. Lo primero, hablar
con Sveta.
¿Quién demonios era el padre de Sveta? Ella no tenía
la más mínima idea. Había conocido a Sveta en una sesión
fotográfica para la colección de verano de Ignacia, hacía ya
más de dos años. La espectacular modelo de 23 años entabló
conversación con ella y resultó ser un intercambio relajado,
cómodo para ambas.
Esa noche volvieron a verse en la fiesta de cierre y esa
sensación de relajación al lado de Sveta se repitió. No pasó
nada más después de la fiesta, pero Medea le dejó su número y
la invitación a llamarla cuando estuviera por la ciudad otra
vez.
La verdad era que apenas había dedicado un
pensamiento a Sveta cuando esta la contactó casi dos meses
después. Se volvieron a encontrar y en esa ocasión, sí ocurrió
lo que ambas deseaban.
Medea fue honesta, siempre lo era en este tipo de
situación: ella no buscaba una relación, de hecho, no buscaba
nada. Se habían encontrado, se gustaban y podían disfrutar del
sexo juntas. ¡Sería magnífico! Pero compromiso y
exclusividad no estaban sobre la mesa.
Sveta no pudo estar más de acuerdo. Tenía 23 años y se
pasaba media vida viajando por trabajo. Las relaciones
casuales era lo único que podía permitirse. Además, la
“chiquilla”, como ahora la bautizaron las redes, tenía la
madurez y ambición que ya quisieran para sí muchos señores
sin canas por calvos.
Un ramalazo de paranoia recorrió a Medea.
¿Realmente era Sveta una espía rusa infiltrada? Después le
entró la risa tonta; el poder de las redes era increíble. Hasta
ella podía tener momentos de flaqueza conspirativa.
Se puso en movimiento, hacía mucho que estaba como
una estatua en medio del salón, los dedos agarrotados por la
fuerza con la que apretó el teléfono. Fue al cuarto donde Sveta
dormía con la tranquilidad que regala la ignorancia. Antes de
despertarla, todavía tuvo tiempo para pensar en qué
consecuencias podría traer este escándalo a la vida de la chica.
¿Las marcas dejarían de contratarla? ¿Su familia sabía
que salía con mujeres?
Medea suspiró, se sentó en la cama y con delicadeza
pasó la mano por el pelo dorado de Sveta. Se inclinó y repartió
besos suaves en su espalda. Escuchó el gemido delicado que
tal vez previera otro final, uno que no iba a ocurrir.
—Sveta, despierta —llamó Medea.
La chica le atrapó la mano e intentó rodearse con ella,
pero Medea rehuyó el agarre.
—Despierta, dormilona, tenemos que hablar —insistió.
Esta vez, Sveta se giró, y con ojos más cargados de
sueño que de lucidez, la miró.
—¿Si? ¿Qué sucede? —se escuchó su voz adormilada
y con el marcado acento que tanto gustaba a Medea.
—Escucha, parece ser que anoche alguien nos hizo
fotos juntas saliendo del club y también besándonos. Las
publicaron en Twitter y ahora mismo somos tendencia. Lo
siento muchísimo, guapa. Estoy segura de que en unos días
pasará, pero me temo que hasta entonces será muy molesto.
Sveta quedó en silencio unos segundos, seguramente
intentando comprender todo lo que se le decía.
—¿Pero por qué? No entiendo.
—Sí, lo sé, es absurdo, pero ya sabes que ahora estoy
en política y las cosas son así. Hay otro tema —Medea titubeó
—. Están publicando informaciones sobre tu familia, sobre tu
padre.
Sveta hizo un amago de hablar, pero Medea la detuvo.
—No, escucha. No sé si es verdad o no, hasta ahora no
lo sabía y mejor que siga siendo así. Solo quería advertirte por
si esto te va a generar algún problema con tu familia.
—No te preocupes, yo soy independiente de ellos. Se
sentirán molestos, pero nada más. ¿Puedo revisar el móvil
ahora?
Medea asintió y se retiró a un lado para dar un poco de
espacio a Sveta. Observó mientras la chica desplazaba el dedo
con rapidez por la pantalla. Lejos estaba la cara adormilada,
ahora sustituida por una expresión de asombro.
—Wow, es increíble. Todo esto por unas fotos tontas.
—Hey, tontas no. Estamos guapísimas.
Sveta se rió y, todavía con la sonrisa en los labios, dio
un beso rápido a Medea.
Lo que se veía en las fotos, quizás nunca se hubiera
fotografiado de no ser por sus protagonistas: dos chicas
besándose a la salida de un conocido club nocturno, las dos
chicas delante de un taxi. De no ser por la foto del taxi, nunca
podrían decir sin margen de duda quiénes eran las
protagonistas de la primera imagen.
¿Quién tiró la foto? ¿Era una simple casualidad o todo
respondía a un plan? Iván Cuadrado, el encargado de prensa
del partido, tendría que ocuparse de investigar.
Ahora ella solo podía elaborar un plan para presentarlo
a Iván, Clara y Joaquín. Clara tenía razón: ir todos a la sede un
domingo solo transmitiría el mensaje de que estaban tratando
una tendencia de Twitter sobre una información privada como
una crisis de la organización.
Mejor esperar hasta el lunes; mientras tanto, ella
crearía la estrategia para tomar las riendas de la narrativa. No
era muy diferente de su trabajo en Ignacia y, al mismo tiempo,
era radicalmente opuesto.
En Ignacia movían los hilos para transmitir el espíritu
de la marca. En política, mover los hilos significaba presentar
cualquier hecho de forma comestible para potenciales
votantes.
Medea apenas había entrado en política y ya sentía el
peso de ese ejercicio permanente de imagen pública.
¿Y si aprovechaba la polémica para marcar su propio
estilo? Ella siempre había sido consciente de su capacidad de
atraer a los demás. La gente solía confiar en Medea desde el
primer momento.
Sabía que su posición social ayudaba; ser guapa no
hacía daño, pero también estaba el hecho de que tenía una
actitud genuinamente positiva ante la vida. Era la reina del
vaso medio lleno, de la sonrisa a prueba de balas.
La Medea prepolítica apenas experimentaba emociones
negativas hacia los demás, y eso, ella creía, era lo que percibía
la gente: lo que Ignacia llamaba su energía positiva intrínseca
y Antonio, siempre más dado a la belleza, su azul.
Al recordar a su padre, el corazón de Medea dolió.
Tanta bondad, tanta nube. Ella esperaba que la burbuja en la
que vivía Antonio tuviera el grosor suficiente como para no
ver el azul de su hija rodeado de gris. ¿Terminaría su azul
siendo borrado, absorbido?
Desde el encuentro con Aura, el azul de Medea había
cambiado de tonalidad; ya no era luminoso y brillante, ahora
era más oscuro.
Normal, Aura era su opuesto: la reina del vaso
agujereado, del rictus a prueba de cosquillas. Si ella tenía azul,
Aura era la monarca del anaranjado. Su opuesto siempre, su
complemento en otra época.
—Creo que me voy a duchar, mi vuelo sale a mediodía
—escuchó la voz de Sveta.
—Vale, yo te llevo.
—No, es mejor que no, de verdad. Pero —Sveta hizo
un pausa, sonrió con picardía y deslizó la punta de un dedo por
la liga de la braga de Medea—, puedes ducharte conmigo.
Hay cosas que nunca cambiarían, como el cosquilleo
que recorrió a Medea y el placer del beso que le dió Sveta.
—Ve, en un segundo estoy contigo —respondió a la
chica.
Medea miró por última vez el circo de la red social.
Abrió la aplicación y ahí, encabezando las tendencias, estaba
el mensaje que, en realidad, había estado esperando desde que
todo explotó.

Aura Pérez @aurappedersen


Nuevo no es mejor.
Lo nuevo puede estar tan corrompido como lo de antes.
Domingo de reflexión en casa. #NoNosVanAEngañar
Acompañada por este fiel amigo que ya tiene 12 años.

La foto de Hércules fue la gota final a una declaración


de hostilidades muy al estilo de Aura. La parte sana y racional
de Medea le dijo que debía sentirse indignada, que
experimentar decepción era normal. Su parte irracional, esa
que siempre respondía a los juegos de Aura, daba saltos
macabros de excitación ante la expectativa.
Capítulo 7
Los opinólogos del todo, esa nueva y desgraciada profesión
que se expandía con la misma fuerza con que disminuía el
presupuesto de las televisiones, hoy tenían un nuevo tema
entre manos: las sospechosas relaciones de una joven diputada
con la mafia rusa.
En el interior de Aura había una fiesta: tocaba una
banda, la montaña rusa no paraba de dar vueltas y los carritos
locos se desplazaban a velocidad de vértigo. Le había tocado
la lotería en forma de escándalo por la ligera de bragas de su
ex.
Por mucho que Aura se recordara así misma que era
una situación para estar a la expectativa, que cualquier hecho
podía cambiar la percepción sobre lo que sucedía, no había
manera de controlar el júbilo que experimentaba.
Medea merecía pasar por el mal trago mediático. Ella,
capaz de salir de su casa directo a encontrarse con una
chiquilla florero. Ella, tan engreída, era posible que nunca
hubiera sido el objeto de críticas tan descarnadas. Para Aura,
las críticas descarnadas formaban parte de su día a día desde
que tiene memoria.
Sentada en el sofá del salón de la casa de su madre,
miró hacía el sillón en el que estaba la mujer que nunca la
criticó, que nunca criticó a nadie, la mujer que nunca nada.
Desplazó la mirada hacia la foto de su padre colgada
en la pared, presidiendo todo, ahogando todo con su presencia
aun después de muerto. «Muerto, está muerto», recordó Aura,
y la repulsión que le provocaba la imagen se alivió.
Pero no había tiempo de darse a la emoción porque el
opinólogo de turno creía que «aunque sin duda todos tenemos
derecho a una vida privada que merece respeto, cuando se es
un representante público hay relaciones que importan y
mucho». Lo dijo con el aire de quien acaba de anunciar la más
trascendental de las diatribas filosóficas.
«¿De dónde sacan a esta gente?», se preguntó.
Una vez más las fotos aparecieron en pantalla. Aura las
conocía al detalle, malgastó horas estudiándolas. Ella sabía
que nunca diría a nadie cómo maximizó la imagen para ver
cada centímetro del rostro de Medea, cómo se torturó
estudiando la perfección de la chiquilla de belleza artificial.
Medea se merecía lo que estaba pasando. Por guarra,
por cutre. En serio, ¿modelo rubia en sus veinte? Por Dios, no
podía ser más cliché.
—¿Conoces a esa mujer? Dicen que es diputada —
escuchó a su madre preguntar.
—Sí, gente nueva. Ya ves como vienen.
Su madre emitió un sonido neutro; lo mismo podía
estar dándole la razón que poniendo sus palabras en duda. Por
experiencias vividas y vueltas a vivir, Aura sabía que si
intentaba una aclaración, solo obtendría más sonidos vacíos,
palabras sin sustancias, frases sin compromiso. Su madre.
En la televisión, el presentador con habilidades de
malabarista —eso no se lo negaba—, anunció una noticia de
última hora:
«Medea Martí, diputada de Nueva Izquierda y heredera
de Ignacia, la persona más rica del Congreso, ha hablado».
Desde el sofá, Aura vio pasar las imágenes de Medea
rodeada de periodistas-lobo, una especie de resistencia
notable, ajena a los peligros de extinción que, supuestamente,
enfrentan otras alimañas.
Parecían estar a la entrada de la sede de esa desgracia
de partido. Medea sonreía como si tuviera delante a los niños
de San Ildefonso repletos de décimos ganadores. Repartió
buenos días simpáticos, como si de verdad estuviera encantada
de ver a las alimañas.
«¿Medea, te planteas dimitir?», preguntó uno de los
periodistas-lobo.
Aura observó fascinada cómo, sin perder la sonrisa, la
expresión de Meda pasó a ser de un relajado asombro.
«¿Dimitir? ¿Por qué tendría que dimitir? ¿Por
divertirme, por besar libremente? ¿O por ser una mujer
independiente que se divierte y besa a otra mujer? Chicos,
chicas, tengo que entrar a la sede que me están esperando.
Pasen un buen día todos, tan bueno como mi fin de semana».
Medea remató con un guiño pícaro, descarado, un
guiño que Aura nunca podría realizar con éxito, pero que en
Medea tenía un efecto devastador.
Fue consciente de que acababa de ver el nacimiento de
una marca, de un meme y de una figura que, si no se hacía
algo a tiempo, se llevaría el voto joven por goleada.
En la reunión de la tarde con toda la dirección del
partido, tenía que cuidarse de no mencionar a Medea. Sería un
error convertirla ahora en objeto de crítica de la formación. Le
daría una importancia que solo contribuiría a su crecimiento.
Ella todavía se arrepiente de su mensaje en Twitter, una falta
de control de impulsos que siempre podía atribuir con total
seguridad a Medea.
¿Qué podía hacer para evitar que las masas vieran en
ella lo que la misma Aura vio hace ya tantos años?
En la tele, las imágenes volvieron a los opinólogos del
todo. También sonreían, más de uno seguro sin poder evitarlo.
Ese era el gran peligro de Medea, caía bien porque sí, de
forma inevitable
Su madre se levantó con dificultad, un reflejo de sus
muchos años.
—Voy a calentar las lentejas, seguro que ya están frías.
Aura no tuvo que preguntar cuándo las había hecho. Lo
sabía. Las hizo a media mañana, una costumbre de cuando
tenía que tener la comida en la mesa para cuando llegara
Manuel, su padre, del trabajo.
Para Manuel, todo tenía que estar perfecto. Había que
adelantarse a sus deseos de forma casi mágica, porque si no,
Manuel se enfadaba. Y eso, Aura y su madre lo sabían, era
muy malo.
Capítulo 8
Medea quitó la vibración del móvil mientras avanzaba hacia
su puesto en el Congreso, resignada a que nunca más dejaría
de sonar. Una foto suya haciendo ejercicio en la mañana,
haciendo ejercicio y el tonto, había causado un furor que no
había calculado.
Tampoco había calculado con exactitud el efecto del
guiño que, para algunos, era un símbolo de su falta de respeto
por las instituciones y, para muchos más, la muestra de que
había entrado gente normal al Congreso, capaz de gestos
espontáneos, algo casi en extinción entre los políticos.
Había otra tendencia que la divertía, pero también la
hacía sentir incómoda: de un día para otro, miles de mujeres la
consideraban atractiva. No quería ni pensar en la edad de todas
esas chicas que ahora se dedicaban a compartir cuanta imagen
de ella se encontraba en Internet.
Clara estaba encantada, pero a Medea le preocupaba
que se desviara demasiado la atención de los temas
importantes.
Hoy era el día en el que se estrenaba en el estrado del
Congreso y no podía estar más nerviosa. Tenía sobre sí varias
fuentes de atención extra y estaba segura de que sus palabras
se analizarían hasta el absurdo.
En el orden del día no había nada relacionado
directamente con su partido ni con ella, pero ¿quién podía
pronosticar en qué terminaría derivando el discurso de
cualquier diputado necesitado de un poco de atención? O en
qué terminaría el discurso de una diputada buscando hacer
daño. Alguna conocía, aunque todavía no había llegado. El
grupo Frente por la Patria se encontraba charlando, relajados a
su manera, con la postura rígida y la sonrisa de diseño que
siempre le ponía los pelos de punta.
Medea no entendía cómo se podía dedicar la vida a
esparcir odio. Su padre le enseñó a amar con obstinación la
vida, como concepto y como hecho. Le hizo ver su fragilidad,
su preciosa limitación temporal, como el mejor de los regalos.
Tienes algo maravilloso que se puede ir hoy, ahora, ¿cómo lo
empleas en odiar?
Disimuló la mirada de desaprobación que sabía se le
estaba escapando. Apuró el paso y en esta ocasión las cámaras
de los periodistas la siguieron. Intentó ignorar su presencia a
pocos centímetros de su rostro, aunque se sorprendió al notar
que tenía que hacer un esfuerzo consciente para no posar. Al
llegar al banquillo, se sentó al lado de Clara.
Ella, siempre tan de matrícula de honor, parecía tener
dominado el arte de hacer como que los periodistas no
existían. La realidad era muy diferente, por supuesto. Clara, al
igual que Aura, no dejaba nada al azar. Su expresión
concentrada y trascendente, como las que aparecen en las
monedas y las estatuas, era fruto de una cuidada actuación.
Y al igual que en Aura, había algo metálico en Clara.
Nadie jamás llamaría a Clara buena o simpática. Nadie lo haría
con Aura. Eran mujeres a las que sus aliados calificaban de
inteligentes, competentes o poderosas, pero todo ser sensato
sabía, por instinto, que no debía confiar.
Ambas mujeres, desde lados opuestos del espectro
político, atraían a una masa de individuos con moralidad
amorfa, cargados de resentimiento y espíritu revanchista.
Medea nunca había confesado el rechazo que le despertaba esa
facción de su partido, pero, llegado el momento, no iba a
callarse.
—¿Lista? —preguntó Clara, regalando la más
amigable de las sonrisas.
—Listísima —respondió Medea con cariño. Al fin y al
cabo, la conocía de toda la vida.
Miró alrededor y notó cómo todos los presentes, poco
más de la mitad de los diputados, se iban acomodando en los
asientos. Se negó a comprobar la bancada de Frente por la
Patria; no iba a dejar que la desalmada de Aura dominara sus
días en el congreso.
«Muy buenos días, señorías. Se abre la sesión. Ocupen
sus escaños, por favor», escuchó al presidente del Congreso
decir.
A partir de ahí comenzó un goteo incesante de
discursos vacíos a los que era difícil seguir el hilo. Medea
intentó repasar el discurso que ella misma traía preparado,
pero al final solo logró aumentar su ansiedad. A punto de
darse por vencida y hacer lo que todos, mirar el móvil sin el
más mínimo rubor, escuchó al presidente dar la palabra al
grupo Frente por la Patria.
Ahora sí miró a Aura. Se acercó al estrado con el paso
seguro y felino de quien se sabe centro de todas las atenciones.
A pesar de lo vivido, Medea no pudo evitar el repaso al cuerpo
cubierto por el vestido negro, las piernas trabajadas, el pelo
corto sin una sola hebra fuera de lugar.
Disimuló frunciendo el ceño, en ese gesto de molestia
permanente que parecía ser la seña de identidad de los
políticos de su generación. Escuchó a Aura comenzar sin
titubeos, impregnada de una solemnidad que le era natural.
«Señorías, hoy estamos aquí para debatir cómo
gastamos el dinero que requisamos a los ciudadanos. No nos
engañemos, no nos dan su dinero, les obligamos a entregarlo.
Tampoco nos engañemos con que somos Robin Hood. No
quitamos a los ricos para dar a los pobres. Quitamos a todos
por igual».
Medea vio a Aura hacer una pausa y regalar una
sonrisa torcida que le puso en alerta.
«Solo que a algunos les queda más que a otros,
tenemos claros ejemplos en esta sala, y después pretenden dar
lecciones sobre cómo ser buenos. No es responsabilidad de un
buen ciudadano seguir engordando la obesidad de este estado.
Es glotonería del estado seguir exigiendo más».
Los aplausos de la bancada de derecha obligaron al
presidente a llamar al orden, pero Aura parecía no ser
consciente de nada, poseída en una especie de trance.
«Si el señor Presidente quiere pagar más a los
funcionarios, a los miembros de esta sala y a él mismo, que
empiece por dejar de dar vueltas en el avión, recorte el séquito
de ministros sin funciones y deje, él y sus secuaces, de crear
cargos innecesarios para amigos y acreedores políticos».
La voz de Aura se alzaba y bajaba en los momentos
justos, su rostro era como un imán. Ya nadie miraba el móvil
ni hablaba con el de al lado. Todos, quizás a su pesar, seguían
atentos a un discurso teatral, repetitivo y populista en el
contenido, pero ella era imposible de ignorar.
«No deja de ser repugnante que determinados grupos
parlamentarios apoyen estas medidas. Grupos que se sientan
sobre el mullido colchón de su fortuna personal y traen
consigo intereses que, ya estamos viendo, pueden ser opuestos
a los intereses de la patria. Cuidado con los caballos de Troya
modernos, señorías, puede que ya estén entre nosotros
dándonos lecciones de cómo ser buenos».
Medea ya no escuchó más. Acababan de desbaratar el
discurso que traía preparado. Aura cambió el tablero de juego
y ahora tocaba crear una nueva estrategia.
¿Por qué era tan insufrible esa mujer? Ni es su primer
día podía dejarla en paz.
Escuchó al presidente dar la palabra a su grupo. Se
levantó con toda la ligereza que pudo reunir y avanzó hacia el
estrado con el corazón desbocado y una sonrisa que esperaba
resultara natural de tanto que le estaba costando. Enfrentó el
micrófono con la determinación de quien no tiene más
elección.
«Señorías, aquí está uno de los peligrosos caballos de
Troya. Lleno de amenazas indefinidas, pero muy urgentes.
Traigo agendas ocultas, lobbys poderosos, intereses velados.
No sabemos qué ni cómo, pero alerta, ciudadano de bien, que
no bueno».
Medea amplió la sonrisa, esta vez sí con ganas, la
salpimentó con un toque de ironía y puso las manos en los
bolsillos de su pantalón. Osciló con chulería sobre los talones,
recorrió la sala con la mirada y finalmente miró directamente a
los ojos de Aura.
«Soy una bruja moderna. Cuidado, ciudadano de bien».
Capítulo 9
Aura sabía que debía mantener su rostro de siempre, el difícil
de leer. Pero cada vez se le hacía más complicado. La
irritación que sentía por las palabras de esa roja con CHANEL
la empujaba a manifestarse.
Qué desfachatez. Qué hipocresía. Un personaje como
ella diciendo qué deben hacer los demás con su dinero. Y lo
peor, estaba segura de que encantaría, que los lobotomizados
de las redes se comerían el numerito y lo harían viral. Qué
fácil era llamar la atención cuando eras heredera de Ignacia.
Aguantó con estoicismo el final de todos los discursos.
Compartió sonrisas falsas con sus compañeros al finalizar.
Salieron en grupo, aunque ella siempre tenía ganas de estar lo
más lejos posible de esa panda de potenciales traidores.
Ya en el pasillo, vio a la periodista de Bulos Vendo,
también conocida como la cadena de televisión Atxes, coger
impulso para llegar a ella antes que nadie. Aura no perdía la
esperanza de que un día la vería caer. Todo quedaría filmado y
la emisaria de Bulos Vendo pasaría a la historia como la
periodista esa del meme. Se lo tendría merecido.
—Aura, Aura —escuchó chillar a la de Bulos Vendo.
Solo con el tono de su voz lograba crisparle los
nervios, pero intentó componer una expresión cercana a la
amabilidad. Otros periodistas se habían unido y la tenían
rodeada, ya no tenía más opción que responder a las preguntas.
Esta vez serían pocas; hoy tenía unas ganas intensas de
encerrarse sola en la oficina.
En la periferia, vio que el presidente de su partido
también tenía periodistas a su alrededor. Un problema menos:
el ego de Juan Antonio quedaba a salvo otro día más.
—Aura, hoy habló de caballos de Troya, dijo que ya
están entre nosotros, ¿a qué estaba haciendo referencia? ¿O a
quién? —preguntó la de Bulos Vendo.
—Creo que es evidente el deterioro de nuestras
instituciones desde dentro. Cómo ya no se persigue el bien
mayor de la Patria, sino que se siguen agendas de grupos
específicos. Si llegas a la sede de la voluntad popular solo
persiguiendo los objetivos de tu grupo, en mi libro eso cuenta
como Caballo de Troya.
—¿Pero no es también lo que hace Frente por la Patria
o cualquier otro grupo parlamentario?
—Creo que las diferencias son evidentes. Llegamos al
Congreso con nuestro país como objetivo. La mejora de todos,
no de unos en detrimento de otros.
Aura empezó a abrirse paso hacia el ascensor, pero los
periodistas, curtidos en el arte de la caza tanto como los
políticos en el arte de la huida, se movieron a su mismo
compás.
—Aura, ¿el vínculo de Medea Martí con personas
supuestamente cercanas al régimen ruso es algo que debe ser
investigado? —preguntó otro de los periodistas.
Sintió como una pequeña victoria el cambio de
discurso. Ya no era “mafia rusa”, ahora era “el régimen ruso”.
En ocasiones, el juego era tan fácil que se aburría.
—Hay informaciones que nos preocupan, pero
debemos ser prudentes al vertir opiniones. Hasta ahora, la
persona involucrada se ha negado a dar explicaciones a pesar
de tener numerosas ocasiones para ello. Por qué, si no hay
nada que ocultar, se niega a despejar toda duda, es algo que
muchos ciudadanos no entienden. Pueden estar seguros de que
Frente por la Patria siempre velará por nuestra democracia.
Hasta luego.
Esta vez sí avanzó con decisión hacia el ascensor que
se abría a poca distancia. Vio a Ana y otros miembros del
partido seguirle los pasos, pero no se detuvo. Entró con
rapidez en el ascensor, temiendo que los periodistas volvieran
a interrogarla, pero una sensación de alarma le hizo mirar al
fondo con rapidez.
Y allí, recostada como si fuese la barra del bar desde la
que se ve la vida pasar, estaba Medea. Por un instante, Aura se
paralizó, el tiempo que le tomó desprenderse del brillo burlón
y pendenciero de los ojos de Medea.
Fue consciente de que los periodistas continuaban
filmando. Siguió avanzando hasta el fondo para dar espacio a
los que venían detrás. La presión de los otros cuerpos la
colocó muy cerca de Medea, tanto que no le quedó más
alternativa que saludar con un deslucido movimiento de
cabeza.
—Diputada —respondió con burla su ex.
Se giró, al menos así no tendría que estar mirando la
insolencia de una mujer que parecía creada para ponerle los
nervios de punta.
—¿Qué tal hoy? La primera vez siempre impresiona
mucho, ¿cierto?
Aura no podía creer lo que estaba escuchando. Ana,
nada más y nada menos que Ana, se atrevía a hablar con
Medea como si tuviera derecho a ello.
—Sí, al inicio un poco, pero al final me relajé.
—Me alegro.
¿Se conocían? ¿De dónde? ¿Fueron…? No, no, no, eso
era impensable. Si Ana fuese capaz de poner un solo dedo
sobre Medea, ya podía ir preparando el ataúd de su carrera
política.
Una rabia distinta, una rabia que no sentía hacía
mucho, encontró acomodo fácil por su cuerpo. Saludó a los
poderosos tentáculos de los celos, un viejo monstruo que creía
encerrado para siempre.
A su pesar, se irguió con la actitud de un animal
protegiendo su territorio. Vio pasar una sombra de
reconocimiento por los ojos de Ana, pero antes de que el
miedo a compartir su secreto se posara sobre sí, lo sintió.
Fue un roce suave, casi fantasma, pero la piel de Aura
estaba tan conectada a la piel de Medea, que al instante lo
identificó.
Eligió pensar que no fue un azar, decidió que era un
acto intencional. Se permitió que una sensación maravillosa la
invadiera, que un vértigo que nada tenía que ver con el
descenso se extendiera en su interior.
El ascensor paró y la magia se evaporó. Aura salió
disparada sin mirar atrás, con el corazón acelerado y la oscura
certeza de que una parte de ella siempre pertenecería a otra,
que una parte de ella siempre se revelaría al control. En ese
instante, un temor más acuciante aceleró sus pasos, ¿sería
capaz de resistir si venían a reclamar ese pedazo de sí?
Capítulo 10
Medea suspiró, derrotada. Con su madre nunca había podido;
no es que eso fuese a cambiar ahora.
—Que sí, mamá, me estoy cuidando —hizo una pausa
y no pudo evitar añadir con voz estridente—. Cuando me
quedaba hasta las tantas trabajando en la oficina, no te
quejabas.
—Estabas creando, regalando belleza y confort al
mundo. Por cierto, dice Jojo que si no regresas pronto, él se
larga, que lo has dejado tirado como a una camiseta pasada de
temporada.
Jojo, siempre dramático y maravilloso, capaz de crear
diseños tan limpios y opuestos a su propio exceso. Lo
extrañaba, a él y a todo su equipo, muchos de ellos amigos.
—Lo voy a llamar en estos días. Dile que no sea
dramático, que él sabe que es atemporal.
—Bien que pudieras venir a visitarnos; mucha gente
quiere verte.
—¿Mucha gente, eh?
—Mmm…
—No pasa nada por decir que extrañas a tu hija
preferida —añadió con guasa Medea.
—No te creas, en ocasiones creo hijos imaginarios que
tienen muy buena pinta.
—Buah, seguro que no son tan guapos como yo.
—Ese engreimiento, Medea —amonestó Ignacia con
su tono madre.
—¿De dónde lo habré sacado?
—Qué fácil lo tienen los hijos, todo es culpa de los
padres.
—Qué fácil lo tienen los padres, todo es gracias a ellos.
—Pues sí, no nos ha salido mal.
—Eso digo yo. ¿Y papá?
—En el estudio, espera que te lo paso.
En el silencio que siguió, Medea identificó las
habitaciones por las que pasó Ignacia, gracias a los sonidos
que se filtraban a través del teléfono. La nostalgia, esa cosa
bella y anhelante, hizo acto de presencia. Medea la dejó estar,
justo como haría su padre.
—Hija, hija, querida Dea, ¿cómo estás?
La nostalgia puede cambiar en un segundo hacia una
tristeza inmensa; bien lo supo Medea. Por unos instantes, no
pudo responder y tragó en un intento por aliviar la bola que se
le estaba formando en la garganta.
—Muy bien, papá. Extrañándote mucho.
Con su padre, el lenguaje del afecto siempre fue mucho
más fácil. Era un hombre que habitaba en su nube, pero una
nube que abría a todo el que quisiera pasar.
—Ya lo sé, hija. Don Jorge está desolado.
Medea rió, aunque el recuerdo de las horas pasadas
sobre Don Jorge, el sofá del taller de su padre, se le antojaron
una utopía inalcanzable en su situación actual. El equilibrio
perfecto: eso significaba para Medea el momento en el que su
padre pintaba como si tuviera todo el tiempo del mundo a su
disposición y Medea leía, nada más. Solos los dos durante
horas, acompañándose en silencio, dejando al otro ser, estar,
crear.
Ella misma se encargó de romper ese equilibrio cuando
anunció que se sumaba a la política. La reacción de su madre
la esperaba y, en realidad, solo la hacía empecinarse más, pero
la decepción en los ojos de su padre fue difícil de digerir.
Era un hombre dedicado a la belleza y, para su hija,
solo quería belleza, azul. Pero la vida no era así, Medea lo
sabía, aunque nunca se atrevía a decírselo a Antonio.
—Y yo suspiro por Don Jorge, ¿qué estás creando en
estos días, papá?
—Cosas oscuras, pero fascinantes.
—Como la política —terminó con resignación Medea.
—O como la bella Aura, ¿cómo está ella?
Su padre siempre fue mucho más generoso al hablar de
Aura que su madre. Para él, Aura era una figura fascinante y
dramática, la forma amable de Antonio de describir lo hija de
puta y traicionera que podía ser su ex. Si es que era hablar de
Aura y ya Medea se encendía, dispuesta al combate.
—Peor que nunca. Hoy tengo que ir a un programa de
televisión con ella.
—Tu madre lo verá ahora que tiene tele.
—¿Mamá tele? —preguntó asombrada.
—Sí, no le digas que yo te lo dije. Te ve cuando sales
—respondió su padre con un toque de picardía.
Saberlo la enterneció, pero también le preocupaba. Era
una claudicación por afecto, quizás la única forma de
claudicación de la que era capaz Ignacia. Pero, ¿su madre
siguiendo todo el circo al que se enfrentaba todos los días? Eso
ya le gustaba menos.
Ignacia, a su manera altiva e imponente, era una madre
más, incapaz de aceptar en paz que su hija ya era mayor y le
tocaba buscarse y salir de los problemas sola. Hacía frío fuera
del cobijo de Ignacia, pero Medea tenía que recorrer este
nuevo camino al descampado.
—Intenta que no la vea papá, no vale la pena —pidió a
su padre.
—Está bien, Dea. No te preocupes por tu madre, ya
sabes que ella siempre logra estar bien. Dime, ¿quieres hablar
de cómo ha sido volver a ver a la bella Aura?
Los niños tenían el hombre del saco, sus padres tenían
a Aura, esa figura que representa todo lo malo y peligroso que
acecha y ataca cuando menos lo esperabas. Ni siquiera el
generoso despiste de su padre era capaz de eliminar por
completo las reticencias sobre una figura que llevó a su hija a
perder el azul durante mucho tiempo.
A su pesar, Medea recordó el regreso a casa de sus
padres después de que Aura saliera tan incomprensiblemente
de su vida. Recordó los primeros días de llanto fácil, casi
teatral. Las semanas y meses en los que comía, dormía y
hablaba por obligación, porque era lo que había que hacer.
Sobre todo, recuerda el dolor. Tan crudo, tan
desprovisto de compasión. Le habían roto el corazón por
primera vez, una historia compartida por millones de humanos
afortunados de haber amado, pero a ella se lo habían roto de
una forma cruel e inmerecida.
Si un minuto antes de entrar a su piso y ver a Aura con
una pequeña maleta a su lado, alguien le hubiera preguntado a
Medea cómo iba su relación, ella no habría dudado en decir
que todo iba genial, que estaba viviendo la gran historia de
amor de su vida. Un minuto después escucharía que «No
soporto seguir fingiendo. Creí que podía, pero ya no te soporto
más. Me voy».
Y remató con un «Eres patética, todo el día fingiendo
ser más de lo que eres. Y tú no eres más que una niña de
mamá».
¿Cómo era volver a ver a la bella Aura? Pues una
mierda, eso debería ser, pero la realidad era mucho más
lamentable. Volver a ver a Aura estaba siendo maravilloso,
excitante, terriblemente adictivo.
Había algo mal en ella, ¿cómo podía permitir que esa
mujer siguiera teniendo influencia en su vida? ¿Cómo era
posible que su cuerpo reaccionara como lo hizo en el
ascensor? Medea se estremeció al pensar en el ascensor. Cómo
arriesgó un roce en medio de un grupo de adversarios
políticos. Un roce mínimo con propiedades expansivas que no
avizoró.
Apenas un centímetro de piel que entró en contacto con
otra piel fue suficiente para poner su cuerpo a cantar.
¿Qué cómo era volver a ver a la bella Aura?
—Está siendo difícil papá, pero yo no olvido.
Su padre no respondió de inmediato, nunca lo hacía
porque «las palabras que dejas ir, Dea, nunca puedes volver a
encerrarlas». El poder de la palabra es un gran poder, aprendió
Medea desde pequeña, y como todo poder, exige mucha
responsabilidad.
—Nunca se olvida, Dea. Somos recuerdos, muchos nos
hacen crecer, ser mejores, otros son grilletes del pasado que
nos impiden avanzar.
Su padre no dijo más, no hizo preguntas, dejó al
silencio hacer su mejor trabajo: dejarnos desnudos ante
nosotros mismos, sin escapatoria.
—Gracias, papá —respondió Medea—. Ahora te voy a
dejar, voy a prepararme para el programa en la tele.
—Cierto, ¿sobre qué es?
—Es uno de estos nuevos formatos que hay ahora.
Invitan a gente muy diferente a debatir con calma sobre temas
polémicos.
—¿Debatir con calma tú y Aura?
Su padre soltó un sonido alegre y escéptico, un reflejo
de su propia actitud.
—Ya sé, lo tengo complicado, ¿eh?
—Estoy seguro de que te divertirás. Venga, hasta
pronto, Dea. Te queremos.
—Hasta pronto, papá.
Después de colgar, Medea se permitió cerrar los ojos
unos minutos. En poco tiempo tendría que empezar a
prepararse para el programa.
Estaba agotada de no hacer nada y aparentar que hacía
mucho. Ella, acostumbrada a proyectos con objetivos
concretos, a números que alcanzar, a cambios tangibles que
introducir, se desesperaba con la naturaleza teatral y lenta de la
política.
Clara le pedía paciencia, insistía en que todo cambiaría
una vez que llegaran a tener el verdadero poder, pero para eso,
como mínimo, quedaban cuatro años. Mientras tanto, había
que intentar ser claves para aprobar leyes y hacer ruido para
ganar votos cuando llegara el momento.
Cada día, Medea sentía el peso de haberse convertido
en una de las caras más conocidas de Nueva Izquierda. Y todo
por unas tontas fotos y un guiño que se debió ahorrar. No
estaba arrepentida de su decisión de entrar en política, pero
quería hacer cosas, avanzar, impulsar una mejora real.
En cambio, tenía un programa de televisión con su ex,
a quien nadie conocía como su ex, y en el que debía aparentar
cierta cordialidad. Quiso jugar a la revolución y terminó en
medio de un culebrón de media tarde.
«Bravo», pensó Medea, «bravo».
Capítulo 11
Aura intentó una sonrisa con el encargado de recibirla en el
estudio. El pobre chico, seguramente un becario, parecía que
se iba a desmayar en cualquier momento. Si alguien
preguntara, Aura diría que le recordaba a ella misma cuando
comenzó a dar los primeros pasos en política. Estaría
mintiendo, por supuesto, ella nunca tembló ante nadie.
Su cerebro, tan dado a asociaciones inoportunas desde
hacía unas semanas, la llevó a pensar en Medea. Le recordó
que sí había temblado ante alguien, por placer y por
anticipación.
Maldito cerebro, con ese maldito hábito de recordar.
Estaba a punto de ver a su ex y esperaba dar la mejor
versión de sí misma. Esa woke con ínfulas de buenaza no iba a
influir sobre ella, hoy no.
El chico la llevó al área de maquillaje y le recordó que
cuando la llevaran al set, debía aparentar que no sabía quiénes
eran los otros invitados. Como si ella fuera a ir a un programa
sin saber de antemano qué lío le iban a poner delante.
Hoy, el circo tenía de todo. Una youtuber trans, con un
cacao en la cabeza que un día parecía sacada de Nueva
Izquierda y al otro hablaba como un clon de la propia Aura.
Un friki de la informática, anarquista y obsesionado con esas
monedas ficticias que se habían inventado los de su especie. Y
la otra, el personaje mayor, su ex, una millonaria engreída que
venía a dar lecciones a todos los demás.
Eso, por no contar con la periodista: una morena guapa
que se creía en una categoría de guapa en la que no estaba y,
además, en medio de su delirio, también se consideraba
interesante. Todo porque tenía un título de Filosofía. ¿Quién
estudia Filosofía? Gente pedante y dispuesta a morirse de
hambre.
Y, aunque es cierto que Aura no está para dar
lecciones, al fin y al cabo estudió Ciencias Políticas, desde el
principio supo a qué se dedicaría. Y no, gracias, no era a
morirse de hambre.
—Aura, ¿lista? —escuchó al chico preguntar.
—Creo que sí —respondió Aura, interrogando con la
mirada a la maquilladora.
—Sí, ya está —dijo la mujer sin mirarle a los ojos y
con un rechazo que no se molestó en ocultar.
Aura estaba tan absorta que pasó por alto la
animadversión de la mujer. Nada nuevo bajo el sol. Ella
provocaba miedo, admiración, fanatismo y también rechazo. Y
estaba bien, lo inadmisible era la indiferencia. No todos podían
ser como Medea, que a su paso parecía cosechar emojis de
corazones.
Siguió al chico por el largo pasillo hasta detenerse a la
entrada del set. A pocos metros, vio una mesa redonda rodeada
de cinco sillas. Su vista fue directamente a posarse sobre
Medea, al parecer, la primera invitada en pasar.
Qué fácil lo hacía ver todo Medea. Rodeada de
cámaras, en medio de una habitación artificial, y daba igual,
ella parecía estar hablando con la vecina que se pasó un
momento a ver cómo estaba. La vecina salida porque a la
presentadora habría que llevarle un pañuelo para recogerle la
baba. ¡Qué poca profesionalidad!
Claro, Medea se ponía ahí, a flirtear sin pudor con ella,
y la filósofa modelo no tenía escapatoria. ¿Quién podía resistir
esa boca casi obscena, esos ojos con brillo de colocada, esa
maldita actitud de «todos somos maravillosos, vamos a
disfrutar la vida»? Y los millones en el banco tampoco hacían
daño.
Aprovechadas, todas eran unas aprovechadas.
Vio acercarse a una mujer que tenía unos cascos con
micrófono incorporado, suponía que una de las asistentes de
dirección. Como todos en la tele, parecía tener mucha prisa y
estar atendiendo decenas de asuntos urgentes a la vez.
—Buenas noches, Aura. Le toca entrar. Cuando diga
“ahora” va hacia la mesa siguiendo la línea roja. Por favor,
tome asiento a la izquierda de Esther —la asistente hizo una
pausa—. Ahora.
Aura comenzó a avanzar hacia la mesa. La tensión
previa a aparecer ante las cámaras, algo que siempre le
sucedía, surgió. En los escasos tres metros que le separaban de
su puesto, tuvo tiempo para una charla de autoayuda: iba a
estar cerca de Medea; estaban obligadas a una mínima
civilidad, mejor relajarse e intentar disfrutar del momento.
Claro, si la lagarta de la presentadora dejaba de salivar
sobre la otra, si la otra no soltaba una sandez progre… Qué
difícil le hacían la vida todos.
La presentadora se puso de pie y sonrió, pero Aura
apenas reparó en los detalles porque detrás también sonreía
Medea.
Y esa parte de Aura que se negaba al control, esa parte
suya que en realidad nunca sería suya porque había dejado su
propiedad a otra, se sintió encandilada. Y el cacho rebelde le
movió los labios, le iluminó el rostro, tomó control de sus ojos
y los hizo brillar. «Traidor», pensó Aura, «débil y traidor».
¡Pero qué guapa estaba Medea, maldita sea!
—Aura, bienvenida a Puñales a la Mesa. Encantada de
tenerte con nosotros —escuchó decir a la filósofa presentadora
—. A Medea ya la conoces, aunque no sé si tanto como para
haber compartido mesa.
Aura previó que una frase así aparecería en medio del
programa, por eso su respuesta salió con total naturalidad,
justo como la había ensayado.
—Gracias, Esther. Tenía muchas ganas de venir al
programa. Con Medea creo que no he compartido mesa, pero
sí barra de bar. No sé si ella se acuerda, pero en nuestra época
de estudiantes nos hemos cruzado más de una vez en algún
bar.
La cara de asombro de la presentadora no tenía precio.
Medea no, ella no perdía su aire relajado.
—Sí que lo recuerdo. En esa época eras de izquierdas,
¿no? —soltó Medea con guasa.
Aura hizo evidente su escepticismo, alzó una ceja y
respondió, aparentando divertirse.
—Yo no he sido de izquierdas ni por inocencia, que es
lo más común.
—Bueno, bueno, calma, chicas, que esto apenas
comienza. Demos la bienvenida a nuestra próxima invitada,
¡Triana Mill! —chilló la presentadora.
¿Chicas? Otra razón por la que aceptaba ir a la tele
como un mal necesario, pero mal al fin y al cabo. Estas fulanas
se tomaban confianzas de las que en el día a día serían
incapaces.
Después de Triana llegó el rarito de las monedas, un tal
Vitalek, y todo el circo estuvo listo para comenzar.
—Bienvenidos, gracias por estar con nosotros hoy en
“Puñales a la Mesa”, un espacio para tender puentes y
conocernos mejor aunque estemos, aparentemente, en lados
opuestos del espectro ideológico y político. Me gustaría
comenzar por saber cómo llegaron aquí.
Aura vio a la presentadora hacer una pausa y poner
cara de estar pensando cuestiones trascendentales. Farol.
—Cómo un chico de un pueblo de interior termina
siendo la mujer trans más famosa de YouTube, cómo el hijo de
un policía termina siendo un criptobro, cómo una empresaria
defiende causas de izquierdas y una mujer niega la violencia
de género y se opone al aborto.
—Yo no era un chico, siempre he sido una chica —
soltó retadora Triana Mill.
—Y perdona, pero criptobro es un término ofensivo.
Prefiero criptoentusiasta —se defendió Vitalek, incapaz de
mirar a los ojos.
—Pues yo sí soy una empresaria rojilla —añadió
encantada Medea.
Se hizo un silencio de apenas un segundo en el que
todos miraron a Aura, a la expectativa. Ya podían seguir
esperando.
—Aura, ¿quieres añadir algo? Porque ha sido apenas la
introducción y parece que todos tienen algo que decir —
preguntó la lagarta salida.
—No tengo nada que objetar, Esther. Soy una
defensora de la vida y persigo todo tipo de violencia con igual
afán. Estoy orgullosa de ello.
—Pero tía, ¿obligarías a una chica violada a tener un
hijo? ¿Te parece normal? —intervino Triana.
Como todos, seguía auxiliándose de casos concretos,
muy alejados de lo que era cotidiano. Al menos, pensó Aura,
lo dijo con aire de verdadero interés. Por eso hizo un esfuerzo
real por aclarar su postura.
—Yo nunca he hablado de eliminar la posibilidad del
aborto. Siempre he hablado de potenciar la posibilidad de la
vida. Quizás no sea la postura exacta de mi partido, pero sí es
la mía.
—¿Yendo contra el partido, diputada? —preguntó
Medea, simpática. Hasta tirando dagas era simpática, la jodida.
—Al contrario, haciendo gala de la libertad que
defendemos.
Vio el amago de Medea por responder, pero en ese
momento la presentadora interrumpió.
—Me toca intervenir otra vez porque el encuentro está
siendo menos plácido de lo previsto. Pero me encanta, me
encanta lo que estamos haciendo. Volvamos a la pregunta
anterior, ¿cómo llegaron a este momento de sus vidas?
¿Triana?
—Pues nada, yo estaba sin trabajo porque nadie me
daba curro. Llegaba a las entrevistas y en cuanto me veían, me
tiraban pa tras. Y decidí desahogarme en YouTube. El primer
día el vídeo no lo vio ni Dios, pero después lo descubrió una
perra muy famosa y lo compartió. Yo vi la cantidad de visitas
y supe al momento que me podía dedicar a eso.
—Fantástico, Triana, fantastico. ¿Vitalek?
—Yo estaba en tercer año de la uni cuando un profesor
nos habló de las posibilidades del intercambio descentralizado
basado en un sistema de registro distribuido de transacciones.
Vi que era la libertad. Entonces dejé la uni y me dediqué a
aportar al campo.
Aura sintió alivio al adivinar en el rostro de todos que
no era la única que no entendía nada. Los chicos de hoy en día,
lo que hacían para no trabajar.
—Y el campo de las criptos te ha aportado a ti. Tienes
23 años y ya eres millonario.
—Qué maravilla los jóvenes de hoy. Me encanta la
fuerza, el ingenio que tienen —se apresuró Aura a comentar.
Nunca se diría que ella no aprovechaba una
oportunidad en cuanto se presentaba.
—En tu caso, Aura, ¿cuál es la historia?
—Mmm, es muy curiosa. Yo estaba un día en casa de
unos amigos y había otro invitado hablando de todo lo que él
cambiaría para mejorar nuestro país. Fue como si estuviese
escuchándome a mí misma. Poco más de dos años después
escuché a ese mismo hombre por la tele, había formado un
partido. En el momento supe que sería mi partido. El hombre,
por supuesto, es Juan Antonio.
No era la casa de amigos, era la casa de un empresario
excéntrico que quería ligar con ella. Lo primero que pensó al
ver a Juan Antonio hablar fue que era ridículo, con ese aire de
macho alfa corto de ideas. Después de ver la atención que le
prestaban los demás, pensó que podía ser útil. Cuando supo lo
de su partido, identificó al instante la oportunidad de mover
los hilos de un candidato anémico de neuronas, pero a quien le
encantaba posar y, por esas cosas incomprensibles de las
masas, tenía una legión de seguidores que le perdonarían todo.
Aura construyó una expresión plácida, miró a su
alrededor, alzó los brazos y ahuecó las manos.
—Diez años después, seguimos con el sueño de un país
mejor.
Registró la mirada de total rechazo de Triana, la
indiferencia de Vitalek y el puñal que fue la tristeza en los ojos
de Medea.
—Los escucho y me agoto porque todos tienen como
que misiones muy importantes, debe ser agotador —intervino
Esther, salvándola de hundirse en el castigo de los ojos de
Medea—. ¿Qué hacen cuando quieren desmelenarse? Cuando
dicen: «voy a hacer algo para quitarme el estrés de encima».
—Yo bailo —contestó Triana—. Me encanta bailar y
me deja como nueva. Cuando ya estoy que no puedo más de
trolls y hate, me voy con mis amigas a una discoteca y
bailamos como locas.
—Cool stuff —le dijo Vitalek a Triana con una sonrisa
que, más que sonrisa, parecía la apertura mecánica de los
labios.
—¿Y tú qué haces para divertirte? —le preguntó
Triana.
Todos fueron testigos del rosáceo que fue cubriendo el
rostro del chico, de su sonrisa nerviosa e igual de inadecuada,
de su incapacidad de responder mirando a los ojos de Triana.
—Pet projects. Contribuyo en proyectos open source.
—Me gusta eso de pet, pero ya lo otro no sé de qué
hablas, suena a que sigues trabajando —respondió Triana con
salero.
La risita con aires de roedor volvió a Vitalek, se le veía
encantado al chico.
—Me gusta lo que hago.
—Tienes que venirte un día conmigo de fiesta. Ya
verás tú qué rápido olvidas los jeroglíficos esos que escribes
—añadió con desparpajo Triana.
—Vale —respondió Vitalek con el entusiasmo de quien
le acaban de prometer que su más secreto deseo se cumplirá.
—Bueno, bueno, aquí vamos encontrando terreno
común más rápido de lo que pensé —se volvió a escuchar la
voz de la presentadora—. Medea, tú tienes aires de también
irte de fiesta y comerte —Esther alargó la sílaba final, hizo una
pausa y miró a Medea de frente, con una sonrisa ladeada— la
noche. ¿Es así?
El problema con las filósofas, modelos y presentadoras
que se creen inteligentes y también sexys, es que son un
esperpento, concluyó Aura. Sintió que el rostro se le endurecía
e hizo un intento por suavizar la expresión.
Encima, Medea, que no ayudaba, riéndole las gracias a
esa aprovechada. Ella, una engreída acostumbrada a que las
mujeres se le tiraran encima solo por el hecho de existir. Pues
nada, que se fuese con la lagarta, se lo tendría merecido. Gente
superficial solo atraía a gente superficial. Como la chiquilla
esa de veinte años con la que estaba.
Qué decadencia la de Medea.
—No, Esther, para nada. A pesar de lo que indican
algunas fotos mías que andan por ahí, no soy muy de noche.
Cuando busco relajarme hago deporte, me gusta correr, me
gusta escalar, también me gusta el surf. Y cenar
tranquilamente con amigos, sin más.
—¿Ninguna otra afición menos confesable?
—Alguna cosilla siempre hay —respondió Medea con
un guiño de ojos.
¿No aprendía esa mujer? Y la lagarta aprovechada a
punto de saltar sobre la mesa para llevarse la presa. ¿Cómo se
le ocurrió aceptar venir a este programa?
—¿Me lo confiesas a mí? Prometo ser buena y no
decírselo a nadie —ronroneó la presentadora salida.
—Si lo prometes —Medea hizo una pausa, se inclinó
hacia delante y adoptó un aire depredador—. Me gusta
construir con piezas de Lego —susurró.
A su pesar, Aura se unió a la risa colectiva que provocó
la actuación de Medea. Maldita Medea, qué difícil era no te
encantara.
—Aura, ¿algo que confesar? ¿Cómo te relajas?
—En ese sentido, Esther, soy muy aburrida. Me gusta
quedarme en casa y leer. Poder quedarme en casa es tan
escaso, que cuando sucede, para mí es una fiesta.
—He leído en algún sitio que te gustaba el baloncesto,
¿creo? —preguntó Medea.
Como si ella no supiera que una vez fue seguidora del
baloncesto y jugaba con frecuencia con compañeros de
universidad. Como si ella no recordara que la única vez que
visitó la villa de Ignacia y Antonio, Medea ya le tenía
instalada una canasta en el exterior.
Tres días después, Aura tomó la decisión que marcaría
su vida, la decisión de la que no se arrepentía porque la había
traído hasta donde estaba hoy. Renunció a Medea, pero se
dedicó en cuerpo y alma a su misión en este mundo. Adiós
baloncesto, un juego muy poco femenino, adiós a dejarse
llevar por lo que sentía, adiós a sentir en general.
Y cada vez que su certeza se resquebrajaba, muchas
veces a lo largo de 12 años, más a menudo desde que Medea
volvió a su vida, Aura repetía como un mantra: «tienes un
propósito mayor, tienes un propósito mayor».
Pero, en medio del set de televisión, rodeada de ojos y
cámaras ansiosos de captar cada uno de sus movimientos,
Aura sintió que sus mantras se escapaban, que se vaciaban de
sentido.
Porque frente a ella, los ojos marrones de Medea la
miraron con nostalgia y, si Aura se atrevía a ser optimista,
diría que con una pizca de cariño.
Todas las respuestas que estaba programada para dar
murieron en su interior y Aura no pudo más que ofrecer la
verdad a una mujer que la amó, la única que la amó. Porque la
duda nunca fue el amor, eso era lo realmente terrible.
—Sí, me gustaba mucho. Incluso jugaba. Una vez me
regalaron una canasta profesional. Fue el mejor regalo de mi
vida.
Capítulo 12
Medea miró hacia atrás por el largo pasillo con la esperanza
de que Triana o Vitalek estuviesen cerca. Ni sombra. Apenas
había terminado la entrevista y los dos empezaron a hablar
como si no existiese nadie más.
Bien por ellos, pero ahora mismo Medea agradecería
su presencia. Así, al menos, evitaría bajar a solas en el
ascensor con Aura. Pensó en ir por las escaleras, pero a saber
cómo lo interpretaría la prensa si se enteraba.
El programa salió mejor de lo esperado, le dejó un
buen sabor de boca y no quería que Aura borrara eso de un
plumazo. Sin más titubeos, Medea avanzó los pocos pasos que
la separaban de Aura, apostada delante del ascensor.
—Te esperaba para compartir el ascensor. Más
ecológico —la recibió su ex.
La frase, que en cualquier otro momento Medea
interpretaría como una burla, esta vez fue dicha con ligereza,
casi de forma amistosa. Había algo diferente hoy en Aura,
menos beligerante, menos figura pública.
Medea sintió una alarma dispararse en alguna parte
lejana de su cerebro, pero la acalló. Cada segundo de su vida
no era una batalla de congreso, cada interacción con Aura no
era una competencia por prevalecer. Recordó a su padre, sus
palabras, y decidió que por unos minutos podía ignorar quién
era Aura y lo que fueron ellas.
—Gracias. Iba a bajar por las escaleras pero seguro que
mañana algún periódico dirá que nos odiamos tanto que no
pudimos ni compartir el ascensor.
—O que tuvimos una pelea terrible a causa de los
derechos de los dragolinos —respondió Aura con su voz
profunda, ahora con toques juguetones.
—¿Dragolinos?
—No sé, suena a algo que tú defenderías.
Medea se rió con ganas porque, por supuesto, eso sí era
algo que Aura asumiría.
—¡Pero si no soy animalista! Quiero decir, no estoy
involucrada activamente en el movimiento animalista —
Medea hizo una pausa y se fijó en el ascensor—. ¿Y esto
cuándo llega?
—Primero hay que llamarlo —respondió su ex
conteniendo a duras penas una sonrisa.
Medea alzó las cejas y giró los ojos en un gesto de
fingida desesperación. Estiró el brazo y pulsó el botón
solicitando el ascensor. Se abrió al instante.
—¿Sabías que estaba ahí? —preguntó con
incredulidad.
—Dije que te esperaba.
Medea volvió al gesto desesperado y tonto. Aura
siempre disfrutó de sus artimañas teatrales. Con un
movimiento de manos la invitó a entrar. El ascensor era
amplio, pero se sentía muy pequeño, como si la presencia de
Aura llenara todo el lugar.
La alarma en su cabeza volvió a emitir luz, pero Medea
insistió en acallarla. Se iba a regalar estos momentos de tregua
con una mujer que una vez le hizo sentir invencible.
—¿Cómo sigue Hércules? —se interesó.
—Mayor, cansado, pero bien. Más torpe, también.
Disfrutó de la suavidad del rostro de Aura, del cariño
evidente al hablar de Hércules.
—¿Más torpe? ¿Es eso posible? El pobre, iba dándose
tortazos por la vida.
—Pues sigue igual, pero con peor vista y sin oír.
En ese momento, el ascensor se detuvo y se abrió. Al
salir, ambas quedaron una frente a la otra, indecisas.
—¿Dónde tienes tu coche? —se adelantó Aura a
preguntar.
—A la derecha —señaló Medea.
—Yo igual, te acompaño.
Medea observó cómo Aura tomó la delantera. La
invadió una sensación de agradecimiento por esos minutos de
normalidad. Mañana volverían a ser las diputadas opuestas, las
ex con rencores enquistados que quizás nunca podrían sacar.
Hoy, por muy poco tiempo, izaron una bandera blanca y se
permitieron disfrutar la una de la otra.
—¿Quieres venir a verlo? —escuchó la voz de Aura.
La alarma en la mente de Medea, hasta ahora solo de
luz, comenzó a emitir un sonido desesperado. Instintivamente
sabía que estaba en peligro, que debía decir que no, entrar en
el coche y salir de allí a la desbandada.
—¿Ver qué? —respondió, incapaz de cerrar por
completo la puerta que se abría.
—A Hércules —dijo Aura sin mirar hacia atrás.
—Me gustaría. Algún día podemos ponernos de
acuerdo para que pueda ir a verlo.
Aura se giró y la miró. Medea supo que las barreras se
habían vuelto a levantar, pero a través de la dureza de Aura se
escapaba una vulnerabilidad que hubiese preferido poder
ignorar.
—Hoy. Ahora. Si quieres —respondió Aura con la
fiereza de un animal herido que teme el próximo golpe, pero
que necesita con urgencia que le vayan a ayudar.
Medea se quedó paralizada durante unos segundos,
conteniendo una respuesta de lucha o huida que insistía en
aparecer en todo su esplendor. Sabía cuál era la respuesta
correcta, la decisión segura, pero sus deseos iban en la
dirección opuesta.
—Vale —acordó.
Reconoció en el rostro de Aura un gesto de victoria y a
pesar de saberse de forma tan precisa a esa mujer, no pudo
evitar experimentar cierta decepción. Todo era para ella una
oportunidad para ganar, para imponerse.
¿No se agotaba?
—Puedes seguirme en el coche, aunque ya sabes el
camino —dijo Aura.
—Te sigo —afirmó Medea.
A pesar de lo dicho, se quedó inmóvil viendo a Aura
subir al coche y ponerlo en marcha. La exaltación de unos
minutos atrás terminó dando paso a una pesadez resignada. Ya
no iba porque era inevitable, iba porque dijo que lo haría. Por
hoy, Medea no quería más juegos, más cálculos ni luchas.
Quería ir a su casa, tirarse en la cama y descansar. Mañana
volvería al circo y a la pelea sin fin.
Todavía de pie en medio del pasillo del aparcamiento,
vio el coche de Aura detenerse a pocos metros de ella. La
ventanilla bajó y su ex sacó ligeramente la cabeza:
—Tengo marshmallows —le dijo.
Sin darle tiempo a responder, Aura volvió a subir la
ventanilla y se marchó. Dejó a Medea en el mismo sitio, pero
ahora con una sonrisa tonta difícil de disimular. No supo si fue
víctima de una manipulación perfecta o de un guiño al pasado
que llevaba mucho de nostalgia y de tributo.
Desde siempre, y para desesperación de Ignacia, la
perfecta alimentación vegetariana de Medea se manchó con su
incapacidad para decirle que no a una nube. Tenía
marshmallows en casa igual que otros tienen pan. Los comía
por puro placer, los comía porque se sentía ansiosa, los comía
porque se sentía feliz. Cualquier razón justificaba un
marshmallow.
Y Aura lo recordó, claro que sí. Ella, que solía reírse
de esa peculiar debilidad de Medea. Ella, que apenas los
probaba porque no «entiendo qué le ves», tenía nubes en casa
esperando por Medea.
Había preguntas evidentes que hacer, ¿sabía Aura que
ella iría? Si estaba planificado de antemano, ¿qué perseguía en
realidad su ex? Era posible, incluso, que los marshmallows no
fuesen para Medea, ¿quizás para otra adicta a las nubes
incapaz de negarse al llamado de su ex?
Todo dio igual porque Medea supo, como se saben las
cosas más elementales de la vida, que ella era incapaz de decir
que no a una mujer que esperó más de una década para tentarla
con marshmallows.
Capítulo 13
Aura se aseguró de aparcar dentro del garaje y dejar el
sendero libre para Medea. El dolor de las manos la alertó de
que debía dejar de presionar el volante. Se tomó unos minutos
antes de salir del coche, intentando calmar todos los signos de
excitación que le mandaba el cuerpo.
¿Qué había hecho? ¿Por qué no era capaz de
sobreponerse a su propia debilidad? Se odiaba y, al mismo
tiempo, no recordaba la última vez que se había sentido tan
viva. Era consciente de que no podría parar ese impulso
formidable que la llevaba hacia Medea.
Y también odiaba a Medea, por volver a su vida, por
no oponer resistencia a una excusa tan negligente como era ver
a un perro casi a media noche.
Desde el momento en que Medea aceptó acompañarla,
Aura sintió que se rendía a su destino, que una fuerza mayor la
llevaba en brazos y ella no tenía ninguna oportunidad. Nunca
la tuvo, no con Medea. En el pasado, en ocasiones llegó a
pensar que genéticamente estaba diseñada para estar atraída
por Medea.
Su cuerpo, ese cúmulo de carne, huesos y
terminaciones nerviosas, era incapaz de resistir la cercanía del
cuerpo de su ex. Con ella era una gran puta, una gata en celo,
un guiñapo necesitado capaz de rogar.
Era una esclavitud y también era el momento de la
libertad. ¿Estaban todos destinados a tener este vínculo con
alguien? Si era así, bien podrían habérsela traído menos
progre.
Pero una cosa era su cuerpo, un insubordinado sobre el
cual nunca aspiró a mucho control, y otra cosa ella, la Aura
real. Nunca más se entregaría a Medea con el descuido de
otros años. Nunca más volvería a la verdadera esclavitud.
Respiró profundo y salió del coche. Le temblaban las
piernas y el corazón imitaba a un baterista de rock, pero
endureció el gesto. Afuera, Medea esperaba apoyada en la
puerta del Tesla. Cuando la vio, se apresuró a hablar.
—¿Entras por aquí? —preguntó mientras señalaba a la
puerta principal.
No era frecuente ver a su ex insegura y esta era una de
esas raras ocasiones. La idea, por contraposición, le regaló
algo de calma. La fluidez que alcanzaron frente al ascensor
había desaparecido y ahora solo quedaba torpeza y un deseo
crudo que mucho recordaba al dolor.
Aura abrió la puerta e invitó a Medea a pasar. La vio
titubear unos segundos, pero enseguida se le iluminó el rostro.
No tuvo que darse la vuelta para saber que Hércules se
acercaba al paso de sus muchos años.
Sintió al perro en sus piernas y al mirar hacia abajo, lo
vio menear la cola como siempre que la recibía. La lealtad de
Hércules, tan semejante a la de Medea. La incondicionalidad
del amor de Hércules, tan diferente del de Medea.
Se agachó y acarició la cabeza del animal. A los pocos
segundos, otras manos se unieron a las suyas y Aura se halló a
pocos centímetros del cuerpo de Medea.
—Guapo, sí, ¿quién es el más guapo? —dijo con voz
aniñada su ex.
Aura quiso coger esa mano de dedos largos y cuidados,
y darle besos hasta desfallecer. Así, de rodillas, adorar las
manos de la única persona que la hizo feliz. El pensamiento la
asustó y se puso de pie con rapidez.
—¿Quieres algo de beber? Hay un poco de todo —
preguntó.
—Agua está bien, gracias. Y mis marshmallows, claro
—respondió con su encanto habitual.
Aura fue a la cocina y aprovechó para tener un minuto
de tranquilidad. Quizás la situación todavía se podía salvar,
pensó, quizás su cuerpo en realidad no estaba destinado sin
remedio a sucumbir a Medea.
Sacó una botella de agua y el fantasma de una sonrisa
le cruzó los labios. La botella de plástico le encantaría a la
progre que tenía en casa. Buscó en el cajón donde estaban
guardados los marshmallows. Cuando los compró, tuvo la
petulancia de no ahondar en la causa porque sabía que la
respuesta era fácil de encontrar.
Regresó al salón. Al entrar, se descalzó del potro de
tortura al que cada mañana de forma voluntaria decidía
subirse. Si algo podía envidiar a Medea, además de sus
millones, era su absoluta indiferencia por la percepción que los
demás tenían de ella. Nunca su ex se subiría a unos tacones de
10 cm solo por impresionar. Ella, más de oxfords y mocasines,
parecía hecha para lucir la ropa de Ignacia: atemporal,
minimalista, luminosa. Y también hipócrita, claro, porque esos
rojos creaban camisas que ni en sueños un obrero podía pagar.
Avanzó hasta donde estaba Medea dando mimos a
Hércules. Le alcanzó la botella y los conos de azúcar,
conteniendo a duras penas la sonrisa de satisfacción. Su
disimulo tuvo poco éxito, si se guiaba por la mueca divertida
que le devolvió su ex.
Se giró y fue hasta el sofá, evitando que Medea viera
cómo otro pequeño momento de tregua la hizo brillar.
—Marcho, es tarde y mañana volvemos al ruedo —
escuchó a su ex todavía ocupada masticando las bombas de
azúcar.
Un pequeño pánico surgió en Aura y su mente, a la
desesperada, intentó buscar una excusa que retuviera a Medea
por más tiempo.
—¿Te espera alguien en casa? ¿Chicas de veinte de
familia sospechosa?
—¡Que tiene 23 años! ¿Celosa?
—¿De los 23 años? Odié mis 23 años, así que no,
gracias.
—No fue lo que pregunté, pero me vale igual, ¿por qué
odiaste tus 23?
Porque ya no te tenía a ti, pensó Aura.
—¿De verdad no quieres algo más fuerte? —dijo en
lugar de la verdad.
Se levantó y fue hacia el carrito de bebidas. Se sirvió
un dedo de Hennessy y disfrutó de un sorbo mínimo.
—¿Desde cuándo bebes destilados? —le preguntó
Medea.
—Me gusta tomar un poco de vez en cuando. Tú te
relajas con kombucha, supongo —respondió con sorna.
—Mmm, si pones a trabajar la memoria, seguro que
cambias la frase —respondió divertida Medea.
—Diputada, ¿en serio? ¿No escarmienta?
—Un poco hipócrita, ¿no? Que tus buenos porros te
fumaste conmigo.
—No recuerdo nada de eso —respondió Aura sin
poder evitar reír.
El sonido de su propia risa la sorprendió. No recordaba
la última vez que había reído así, sin capas de sorna, sin toques
de ironía, sin pizcas de burla. Una risa limpia y espontánea, sin
más.
Todavía con el vaso en la mano, volvió al sofá donde
Medea también se había dejado caer hacía pocos segundos.
Quizás por el efecto del Hennessy, más seguro debido a su
propia debilidad, se sentó a un palmo de su ex. Incapaz de
mirarle a los ojos, se limitó a observar la nada delante de sí.
—Y a ti, ¿te espera alguien en casa algún día? ¿Corro
riesgo de que un hombretón salte ahora en defensa de su
hembra? —preguntó con voz cansada Medea.
—Pasan los años, no la orientación sexual, Medea.
—Lo sé, pero contigo mejor comprobar.
—¿Porque por escalar soy capaz de follarme a un tío?
—preguntó con amargura.
No debía suceder, pero la realidad era que dolía la
imagen que de ella tenía Medea. Era inocente esperar que la
conociera mejor, que al mirarla solo viera a la verdadera Aura.
Pero al final, ¿quién era la verdadera Aura? Alguien
capaz de muchas cosas que Medea y su familia de rojos con
suerte consideraban indigno.
—Porque nunca has sido muy clemente contigo
misma.
La frase la sorprendió y el tono, casi de lástima, le
despertó una furia abrumadora.
—¿Y qué si lo hago?¿Qué pasa si me follo un tío por
llegar a donde quiero? ¿Te daría asco?¿Tus escrúpulos te
impedirían tocarme con un palo?
Escupió las palabras con dureza, casi violenta.
Apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que Medea
acercara la boca a su oído.
—Yo no te tocaría con un palo porque eso es lo más
leve de lo que eres capaz de hacer, Aura. Yo no te tocaría ni
aunque me rogaras —Medea hizo un pausa y continuó en
susurros—. Aunque te gustaría, ¿verdad, Aura? Te encantaría
que te toque ahora mismo.
El deseo, casi dolor, que había acompañado a Aura
toda la noche, explotó. Sintió la humedad correr entre sus
piernas, escuchó su propia respiración volverse cada vez más
errática. Se le escapó un gemido.
Deseo. Frustración. Rencor.
Mordió el cuello de Medea con rabia y pronto la
mordida fue un beso desesperado que intentó trasladar a una
boca que llevaba doce años extrañando.
Fue consciente de los brazos de Medea en sus
hombros.
—Para, para ya —escuchó.
Se separó con brusquedad. ¿Por qué hacía esto Medea?
¿Cómo podía convertirla en esa triste figura tan necesitada? Ya
el deseo era completamente dolor, ausencia. Hizo un esfuerzo
por respirar con normalidad y lo consiguió a medias.
—Lo siento, es mi culpa, no debí venir —habló su ex.
Por supuesto, Medea siendo la mejor persona, la buena
y responsable. ¡A tomar por culo, Medea!
—Pues no, si no querías follar no debiste venir. No es
que me interese hablar sobre estrategias de reciclaje.
«Así mejor», pensó Aura, «que se sienta la misma
mierda que yo me siento ahora». Le escocieron los ojos y rogó
que, por favor, por favor, Medea no notara los signos de
humedad. Cualquier cosa era preferible a que la mujer a su
lado supiera cuánto poder seguía teniendo sobre ella.
—Yo también te he extrañado, Au, pero un nosotras no
es posible.
La frase fue un bofetón, el vaso estrellándose en el
suelo, un frenazo a toda velocidad.
—Vete, sal de aquí —dijo en voz baja, mordiendo cada
palabra.
No se preocupó en disimular las lágrimas que ya le
desbordaban los párpados, no hizo un esfuerzo por ocultar su
vulnerabilidad. Vio a Medea partir sin decir una palabra más.
Y todo el tiempo Aura tuvo presente una idea terrible, una idea
que la abrumó por su mucha verdad: sería capaz de hacer
cualquier cosa, cualquier cosa, por volver a tener a Medea en
su vida.
Capítulo 14
Medea entró a la sede de Nueva Izquierda con la urgencia
que otorgan los acontecimientos importantes. Antes, tuvo que
sobrepasar la barrera de periodistas hambrientos de una
declaración.
El día anterior, una organización internacional de
medios de prensa había desvelado cómo el estado espiaba a
ciudadanos por motivaciones políticas, o al menos eso se
suponía. Porque, ¿qué otra razón tendría que grabaran las
conversaciones de Medea? ¿Económicas? Nada tenía mucho
sentido.
De su partido, solo ella aparecía en la lista de espiados,
aunque contando los afectados de otras formaciones políticas,
el número superaba ampliamente la veintena.
Era extraña la sensación de constatar algo que
teóricamente se asume. Sabía que el uso del móvil abría la
puerta a seguimientos de todo tipo, pero una cosa era ser un
fragmento de dato más entre millones de fragmentos, y otra
que tu propio gobierno escuche lo que hablas en la intimidad.
Imaginar que un señor gris escuchaba las
conversaciones con sus padres repugnaba e indignaba a partes
iguales. ¿Y las conversaciones con Aura? No quería ni pensar
en lo que podría pasar si la única conversación que tuvo con
Aura por teléfono se divulgaba.
Hasta ahora, solo se habían mencionado nombres, no
conversaciones concretas. Pero alguien en algún lugar sabía y
esa desnudez era enervante.
La dirección del partido se reunía de urgencia para
definir una respuesta común, pero Medea no descartaba una
acción individual contra los responsables. Como un ejemplo
de su habilidad para ver el vaso medio lleno, pensó que no le
vendría mal algo que la distrajera del reinado permanente de
Aura en su mente.
Habían pasado tres días desde que estuvo en su casa y
desde entonces, no hacía otra cosa que repasar una y otra vez
lo que sucedió. Medea ya no sabía ni qué pensar. En un
momento, se sentía molesta por la desfachatez de Aura y su
intento de convertirla en un pedazo de carne con el que tener
sexo, y al siguiente, se conmovía con la vulnerabilidad de una
mujer que vivía para que los demás la percibieran como
invulnerable.
Y estaba el deseo, claro, un detalle no menor. Ese
deseo encendido por Aura y que era tan difícil de controlar a
su lado. Siempre fue así la fiebre entre ellas, tan primaria.
Después de que Aura la dejara como a una camisa cuando se
hace limpieza de armario, Medea quiso convencerse de que su
apego a Aura era solo por sexo. Luego, Medea recordaba
cuánto reía con Aura, cuánto disfrutaban discutiendo de
cualquier tema, casi siempre desde posturas opuestas.
La Aura de antes, con ideas contrarias, pero sin el odio
y los bulos que su partido se dedicaba a esparcir en la
actualidad. Comenzó en algo que recordaba a Ayn Rand y
terminó siendo un Roger Stone. Vaya transformación.
Entró en la sala de juntas de Nueva Izquierda, un título
que no lograba reflejar la informalidad de una habitación
organizada rápido y sin inspiración. Un blanco sin intención
cubría las paredes, unas letras en el amarillo de la formación
anunciaban «Nueva Izquierda, la izquierda que te mereces», y
en el centro, una mesa ovalada de falsa madera marrón sugería
una igualdad que estaba lejos de ser real. Alrededor de ella,
unas incómodas sillas, casi llenas en su totalidad, invitaban a
estar el menor tiempo posible. Es lo que tenía llegar tan alto
por sorpresa: terminaban improvisando hasta el mobiliario.
Ya estaban casi todos, a la cabeza Joaquín y Clara.
Quiso hablar antes con Clara, pero ahora cualquier interacción
por teléfono le causaba recelos. Volvió a recordar que tenía
que buscar a un especialista para añadir medidas extras de
seguridad al móvil.
Lanzó un «buenos días» general y barrió el salón con
la mirada. Agradeció la expresión compasiva de Joaquín y le
desconcertó la euforia contenida de Clara.
—Buenos días, creo que podemos ir comenzando —se
lanzó su amiga—. Todas conocemos los hechos. Lo que tal
vez no todas sepan es que el Partido Conservador ahora mismo
anunció que va a pedir explicaciones al Centro de Inteligencia.
Creo que debemos unirnos a la petición.
Medea conocía de toda la vida a Clara. Fueron juntas al
colegio, sus padres eran amigos, frecuentaban los mismos
círculos en el período de universidad. Y en todo ese tiempo,
Clara nunca hizo menos de lo que Medea esperaba de ella.
Como en ese momento, ignorando a Medea, viendo
delante de sí una situación y la oportunidad que abría. Las
personas siempre eran secundarias para Clara, solo eran parte
de una masa, de un proyecto, herramientas para llegar al fin.
Había algo cómodo en la previsibilidad de Clara. Siempre
sabías cuál era su prioridad.
—Medea, ¿qué opinas? Tú eres la principal afectada —
preguntó Joaquín, siempre más cercano.
Medea se tomó unos segundos para organizar las ideas.
En un gesto tan suyo que todo el que la conocía sabía que iba a
aparecer en cualquier momento, coló sus largos dedos entre las
hebras de pelo castaño y las lanzó a un lado.
—Creo que tenemos que ser precavidas en cómo
enfocamos esto. No estoy 100% segura de que a mí se me
haya espiado por razones políticas. En la fecha que tienen las
escuchas yo estaba en conversaciones con Clara, pero apenas
nadie sabía de eso. ¿Y por qué espiarme a mí y no a Clara o a
Joaquín? No tiene sentido.
Durante unos segundos nadie habló y Medea
aprovechó para continuar.
—Creo que sí debemos apoyar cualquier acción que
busque alguna explicación a lo que ocurrió, pero no desde el
«hemos sido espiados por razones políticas», sino desde la
defensa del derecho a la privacidad. No solo ante el estado,
sino sobre todo ante el estado, que tiene un poder totalmente
desproporcionado al de cualquier ciudadano.
—Medea, no podemos ignorar que fuiste espiada —
habló Clara—. Ni desdibujar la presencia del partido en la
situación.
—Es que no creo que el partido haya tenido nada que
ver —respondió Medea.
—¿Estás totalmente segura de eso? Porque no lo
sabemos.
—Sabes que no estoy segura, como tú tampoco estás
segura de que tenga relación con el partido.
—Y seguramente nunca lo sabremos, pero eso no
quiere decir que tengamos que desaprovechar el protagonismo
que nos da la situación. Es momento de que se nos escuche
más que nunca. Sobre todo a ti, que eres a la que más van a
querer escuchar.
Medea sintió el rechazo construyéndose poco a poco
en su interior. La parte de sí que había tomado decisiones
similares en Ignacia, hacía un esfuerzo por imponer las
ventajas, pero la Medea moldeada por Antonio, la Medea que
surgía por contraposición a Aura, quería salir espantada de una
situación en la que era tan fácil ceder por lo leve de la
transgresión.
Su padre siempre le advirtió del peligro de las
transgresiones fáciles, un primer chute del que muchos no
volvían.
Endureció el gesto, aunque tuvo cuidado en hablar con
suavidad.
—Clara, no voy a decir más de lo que sé, aunque sea
por precaución. Lo que yo sé, lo que todas sabemos, ya es
suficientemente grave como para poner en entredicho este
gobierno y los anteriores. No me parece poco.
Hubo un momento de silencio y Medea se vio
conectada a la mirada de Clara. Unos segundos en los que los
años de conocimiento mutuo fueron suficientes para decir todo
lo que había que decir. Clara rompió la conexión, bajó la
mirada hacia la agenda que tenía sobre la mesa y movió con
rapidez el bolígrafo que sostenía en la mano.
Para cualquier recién llegado a la vida de Clara, el acto
sería un intento de organizar las ideas. Medea sabía más, y por
eso, aceptó por adelantado y con resignación la forma que
Clara elegiría para devolvérsela.
De pequeña podía ser dejarla fuera en una actividad
con otras niñas del colegio, en la universidad le podía caer un
comentario en apariencia amable que no cubría demasiado
bien el veneno y la Clara política, ¿qué haría la Clara política a
su compañera de partido? Medea sintió algo parecido a la
curiosidad y disimuló una sonrisa con poco sentido de la
oportunidad. Recordó a su madre, la conexión a tierra de la
familia, «Clara es tu amiga, pero es una psicópata». El orden
de los factores, tan importante en esa frase.
Dejó que la reunión transcurriera sin apenas intervenir.
A esa altura de su corta vida política sabía que si quería que
algo se hiciera a su manera, tenía que salir y hacerlo. El
deslumbramiento que parecían tener las redes sociales con ella
multiplicaba hasta el absurdo cualquier mensaje.
Se había convertido en un verso suelto dentro de
Nueva Izquierda, pero eso Clara siempre supo que era una
posibilidad. Había algo paradójico en el término “disciplina de
partido” asociado a Medea. Ella, formada para cuestionar
cualquier orden, para aspirar siempre a la libertad. Ella, hija de
Ignacia y Antonio, que se hicieron ricos para ser más libres.
Ella, que amó a Aura, entre otras cosas, fascinada por su
obstinado sentido de la libertad.
El fin del encuentro supuso un alivio para Medea. Esta
vez no estaba en sus planes quedarse a hablar con Clara.
Recogió sus cosas y fue a despedirse del grupo que formaban
Joaquín y otros miembros del partido.
—Medea, ¿puedes venir un momento a la oficina?
Necesito comentarte algo —escuchó a Clara preguntar desde
el otro lado de la mesa.
Las defensas de Medea se pusieron de inmediato en
alerta. El tono de Clara, con un exceso de calidez impropio de
ella, no pronosticaba nada bueno. En contra de todo deseo, la
siguió hasta el final del pasillo.
—¿Qué sucede? —preguntó Medea sin apenas dar
tiempo a cerrar la puerta.
Vio a Clara dejarse caer con desgana en el sofá que
reposaba en un lateral. Por un momento percibió cansancio
también en ella, pero un aire de forzada intimidad empezó a
dominar su expresión.
Medea se acercó y se sentó a su lado. Sabía que lo
prudente sería aparentar la misma cercanía, pero no podía
evitar transmitir la suspicacia que le despertaba la situación.
—Nada, es solo algo que quería comentarte. Sobre
Aura Pérez, ¿la facha de Frente por la Patria?
Todas las defensas de Medea se dispararon, Clara se
traía algo entre manos y pintaba muy mal.
—¿Sí? —preguntó con el ceño fruncido.
—Vi la entrevista que te hicieron y recordé que tú la
conocías. Tenía dudas, no estaba segura. Ahora sí recuerdo
haberla visto contigo, ¿han reconectado? —preguntó Clara con
una sonrisa que aspiraba a ser sugerente y solo lograba evocar
el adjetivo de psicópata que Ignacia le regalaba.
—Sí, nos conocíamos de la época de la universidad. Lo
hablamos el día del programa. El mundo es un pañuelo —
respondió Medea con una calma artificial.
—Ya, ya —dijo Clara, ausente, mirando a Medea con
una expresión congelada—. Nada, era solo para decirte que la
madre murió en estos días, pero casi nadie lo sabe. Me lo dijo
una fuente cercana a fachilandia. Pero bueno, supongo que si
apenas tienen trato, a ti esto ni fu ni fa.
—Ah, ok. Está bien que me lo digas, si la veo por el
Congreso le doy el pésame, ¿eso es todo? —respondió Medea
mientras se levantaba del sofá.
—Sí, es todo. ¿Qué tal Ignacia y Antonio? —añadió
con familiaridad.
—Estupendos. A ver si nos tomamos un fin de semana
para ir a casa y ver a los padres.
—¡Y ver el mar, cómo extraño navegar! —dijo Clara
con un quejido mientras daba a Medea un abrazo de
despedida.
Psicópata, pensó Medea. Una vez más en su vida se
preguntó por qué aguantaba las bajezas de Clara. Una vez más
volvió a recordar los muchos detalles con los que Clara le
demostraba que era importante para ella.
Se dijo que no era momento de reevaluar su relación
con Clara. Aura había perdido a su madre, estaba segura de
que estaba sola y Medea no podía hacer otra cosa que intentar
ayudar.
Capítulo 15
El intocable silencio del mediodía lo cubría todo. En la sierra
era más silencio, colándose en cada rendija como un vecino
más. Aura lo sentía como una presencia; lo miraba, casi podía
tocarlo. Se preguntó una vez más si era normal estar
filosofando sobre el silencio después de la muerte de una
madre, si era normal esa sensación de extrañamiento, el
alejamiento de una situación que debía sentir de forma mucho
más cercana.
Encontró a su madre muerta.
Encontró a su madre muerta.
Encontró a su madre muerta.
«Para, para», se auto-ordenó.
«Infarto», dijeron los médicos. Nada se podía hacer. Y
la dejaron ahí, con la ausencia de otro ser en su vida.
Su madre, un ente neutro que siempre intentaba no
destacar, fue la única figura constante en la vida de Aura. No
era un ancla, no era un norte, nunca fue referente de nada. Su
madre era un recordatorio y un chute de realidad.
Escuchó el teléfono sonar a sus pies en el sofá, como
tantas veces a lo largo de esos días. Hércules, echado a su
lado, alzó la cabeza un segundo y se volvió a estirar. La prensa
la había dejado en paz, pero los de su propio partido no podían
dispensar el mismo favor. Y Aura siempre respondía, siempre
escuchaba sus pésames recitados por trámite, porque era lo
que tenían que hacer, al igual que a ella se le imponía la
obligatoriedad de la escucha y el agradecimiento.
Y la pesada de Ana, insistiendo en querer ayudar.
¿Ayudar en qué? ¿Cómo se puede ayudar a quien ha perdido a
alguien? Esa molesta necesidad humana de hacer, ese impulso
tantas veces inoportuno de no dejar pasar.
Al tercer timbre, se alzó y tomó el teléfono. Medea. El
corazón batió con ganas, despertando. Medea.
—¿Sí? —respondió.
—Supe ahora lo de tu madre, ¿qué necesitas? —
escuchó.
Otra queriendo ayudar, pero era Medea. Nunca salía
nada por trámite de la boca de Medea. Porque, a pesar de todo,
hasta hace tres días solo había dos personas en el mundo que
se preocupaban genuinamente por ella. Ahora solo quedaba
una. El pensamiento se abrió paso entre los mecanismos de
defensa y la dejó tirada de golpe en medio de la realidad,
desprotegida.
—Ven —dijo.
—Ya voy, llego en una hora —respondió Medea y
colgó.
Las lágrimas postergadas llegaron y Aura las dejó
correr en silencio. Se permitió sentir de lleno el vacío que dejó
tras sí la muerte de su madre. Hasta hace tres días, Aura la
tenía, tenía una madre que se preocupaba por ella a su manera
torpe y desapasionada.
Ahora solo tenía la sensación de pérdida, la conciencia
del desamparo, el frío abrigo del desarraigo. Su madre no era
el refugio contra la tormenta, pero sí era el sitio en el que ir a
lamer las heridas después de perder la batalla, sin que nadie
juzgara.
Esa era una de las virtudes de su madre: nunca juzgaba.
Aura le llamaba falta de carácter, ¿era así? Ya no lo sabía,
tampoco podía permitirse entrar en el laberinto de los
autoreproches; ahí había material para muchas vidas.
Se levantó del sofá y secó con el dorso de las manos
los restos de humedad en el rostro. Dobló y colocó con
cuidado la manta. Caminó hacia el baño y comprobó que el
fino jersey gris de cuello de pico no había sufrido en exceso
las horas en el sofá, tampoco el pantalón beige.
Abrió la llave del lavabo y con las manos mojó la cara
con agua fría, una y otra vez. Cuando sintió la piel entumecer,
se secó con la toalla que colgaba a pocos centímetros de
distancia. Tomó el minúsculo bote de crema que había dejado
sobre el lavabo y se hidrató el rostro. Pensó en maquillarse,
pero iba a recibir a Medea, había algo placentero en recibir a
Medea sin maquillaje.
Volvió a escuchar el sonido del móvil, esta vez
anunciando un mensaje. Medea estaba en el portón de entrada.
No habían pasado ni 45 minutos desde su llamada. Aura se
apresuró a regresar al salón. Presionó el botón que abría el
acceso a la casa y después fue hacia la puerta principal. Se
quedó recostada en el marco, sintiendo de una vez la
extenuación de días de constante estrés
Vio a Medea salir del coche con una bolsa de papel.
Durante unos segundos, se quedó inmóvil al lado del camino,
brindando a Aura, con una sola mirada, el único pésame real
que había recibido, transmitiendo un “lo siento” que sentía de
verdad.
El nudo en la garganta empezó a formarse, pero Aura
tragó con fuerza; no iba a volver a llorar.
—¿Has comido algo? —preguntó Medea.
Aura negó con un gesto de la cabeza. Hacía dos días
que sobrevivía a base de café, pero no lo hacía a propósito, en
realidad, se había olvidado de comer. El recordatorio le hizo
notar el vacío en el estómago, estaba famélica.
—Traje refuerzos —dijo Medea, alzando la bolsa de
papel.
Aura esperó a tenerla delante para responder.
—¿Chino? —preguntó.
La pregunta dejó entrar el pasado entre ellas. Cuando
Aura apenas tenía para pagar la renta del microscópico estudio
en el que vivió durante los años de universidad, la comida
china, mucho más barata que la tradicional, se convirtió en el
capricho que se daba de vez en cuando. También cuando
invitaba a cenar a Medea, la comida china era la única opción
que se podía permitir.
Medea decía que le encantaba, pero Aura nunca dejó
de experimentar el ligero bochorno de no poder ofrecer lo que
les apeteciera.
—No —respondió Medea con una sonrisa nostálgica
—. Esta vez es japonés.
—¿Ahora es cuando confiesas que en realidad no te
gusta la comida china?
—Sí me gusta, pero conozco este lugar japonés y
tienen muchas opciones vegetarianas.
—Claro, se me olvidaba. Tú eras vegetariana antes de
que se pusiera de moda.
—No en realidad. Ya sabes que en mi casa siempre fue
la única moda.
—Cierto. Ignacia y Antonio, siempre tan
vanguardistas.
—Mi padre me preguntó por ti.
Aura se quedó congelada unos segundos sin saber qué
decir. Antonio siempre fue una figura igual de imponente que
Ignacia, pero en un sentido muy diferente. Donde Ignacia era
acero, Antonio era junco, donde Ignacia empujaba, Antonio
acogía. Y al igual que en su hija, la altura moral de Antonio la
hacía sentir insuficiente. No quería saber qué opinaba Antonio
de ella.
—¿Qué le respondiste? —preguntó mientras daba
media vuelta y se dirigía hacia el sofá. —Que estabas peor que
nunca —respondió Medea tras ella.
Aura se tomó un momento para intentar definir si la
respuesta le molestaba o la divertía. Insegura, decidió explorar.
Cualquier cosa era mejor que el vacío atestado de dudas al que
la estaba llevando la muerte de su madre.
—¿Qué quieres decir con “peor que nunca”?
—Digamos que es bueno o malo según a quién
preguntes.
—Te estoy preguntando a ti, Medea—respondió, ya de
pie frente al sofá.
—Y yo respondo que mejor comamos, te sentirás un
poco mejor después. Traje ramen para ti.
Aura experimentó el familiar impulso de oponerse,
pero lo descartó, agotada ante la simple posibilidad de otra
batalla trivial.
—¿Te molesta comer aquí? —preguntó con un gesto
que abarcaba el sofá y la mesa redonda en el centro de la
habitación.
—Perfecto.
—Voy a por agua, ¿traigo algo más? —volvió a
preguntar Aura.
—¿Un mantel? Algo donde poner los tuppers —
respondió Medea.
Aura asintió y se dirigió hacia la cocina. El timbre del
teléfono que había dejado en el salón resonó, pero esta vez
decidió ignorarlo. Decidió regalarse este momento de confort,
permitir por una vez que alguien la cuidara.
Cuando regresó al salón, vio que Medea ya tenía parte
del contenido de la bolsa sobre la mesa, era más de lo que
había esperado.
—Te llamaron al teléfono —le informó Medea.
Aura no tuvo tiempo de responder porque en ese
instante sonó el timbre del portón de la entrada. El sonido
disipó de un plumazo la calma que trajo Medea. ¿Quién podía
ser?
Dejó sobre la mesa lo que había traído de la cocina, fue
hacia el intercomunicador y descolgó. La pantalla le mostró a
una Ana que parecía estar mirando a alrededor.
Ana, pesada Ana, incapaz de dejarla en paz.
Sintió cómo la rigidez retornaba a su cuerpo y el
cansancio se evaporaba, dando paso a la sensación de alerta
constante que era una parte normal de su vida.
—Medea, voy a salir un momento, regresaré pronto —
dijo alzando la voz para poder alcanzar a su ex a través del
breve pasillo que las separaba.
Sin esperar respuesta, salió. Fue directa al portón de
entrada y abrió.
—¿Qué haces aquí, Ana? —preguntó con una dureza
que ella misma sabía era excesiva.
Ana alzó los brazos en un gesto de tregua universal.
—Solo quiero saber cómo estás.
—Como puedes ver, bien, ¿algo más? —respondió
intentando rebajar el acero de las palabras.
—¿No sería mejor que entremos? No es prudente
quedarnos aquí.
Ana tenía razón. Aura lo sabía, pero entre las cosas que
menos deseaba hacer en su vida en ese momento estaba dejarla
entrar.
—Ana, yo no te invité a venir. De hecho, creo que te
escribí explícitamente diciendo que no necesitaba nada y que
prefería estar sola.
Observó cómo el gesto de Ana se endureció y algo
parecido al enfado salió a relucir.
—Solo quiero ayudar, Aura.
—Por Dios, deja ese complejo de héroe. No necesito
que me ayuden.
—Todos necesitamos que nos ayuden, solo que
algunos tenemos a quien pedírselo y otros no —soltó Ana
cargada de veneno.
—Yo tengo a quién pedir lo que quiera. Y no, no es a
quien conozco de tirarme de vez en vez —respondió Aura. Y
añadió en un tono más conciliatorio—. Ve con tu mujer y tus
hijos. Ellos sí te necesitan.
Ana bajó la cabeza y jugueteó sin propósito con la
llave del coche que colgaban de sus dedos. Levantó la vista y
miró a su alrededor. Aura detectó el instante preciso en el que
Ana vio el Tesla de Medea en el camino de entrada. ¿Lo
reconocería? No lo creía, cada día eran coches más comunes,
pero Aura se sorprendió al notar que le daba igual si Ana
lograba saber quién estaba dentro o no. Solo ansiaba volver a
entrar, sentarse y comer junto a Medea. Llevaba más de una
década sin comer junto a Medea, Ana no le iba a joder la
oportunidad.
—Adiós, nos vemos en la junta —hizo una pausa y
añadió —, gracias por venir.
Ana asintió, echó un último vistazo al coche aparcado
en el camino de entrada y escudriñó el rostro de Aura con un
gesto más amable. Sintió más peligro en la amabilidad tácita
de Ana que en el veneno explícito de minutos atrás. Quiso
instaurar en algo la distancia entre ellas, pero Ana se adelantó.
—Está bien, me voy. Cuídate mucho, Aura.
La frase sonó a despedida y comprendió que era así.
Sin haberlo decidido de forma consciente, el periodo con Ana
había llegado a su fin. No era otra pérdida, no en realidad. Ana
nunca estuvo para Aura, quizás porque ella nunca la dejó. Eran
dos cuerpos con ganas que calmar, nada más.
La observó partir, se giró, cerró el portón y se apresuró
a volver junto a Medea.
Capítulo 16
El sonido del coche al partir dejó a Medea con la certeza de
saber más de lo que debería. No había que ser muy lista para
conectar la llamada de Ana Andrés con la visita casi inmediata
que nunca llegó a traspasar el portón de entrada.
Cuando sonó el teléfono, lo miró por reflejo. Aura lo
había dejado a su lado en el sofá, pero Medea deseó no haberlo
visto. Al menos se hubiese ahorrado la ridícula tristeza que la
invadió después.
Era absurdo; a Aura la perdió doce años antes. Ahora
solo se enfrentaba a la realidad de que otras habían disfrutado
del cuerpo que antes le había regalado tanto placer a ella.
Porque Medea supo, por instinto supo, que esa no fue solo la
visita de una compañera de trabajo.
Y por supuesto, ella no creía que Aura cerrara la puerta
a otras relaciones a lo largo de todos esos años, pero era algo
que prefería no saber. Para ella, la Aura que amó solo existía
en el espacio de las experiencias compartidas.
Y si no recordaba mal, Ana Andrés estaba casada, tenía
hijos, era la lesbiana de Frente por la Patria, uno de esos
tótems minoritarios que la derecha se agenciaba buscando
legitimidad. ¿Estaba sacando conclusiones muy deprisa?
—¿Comemos? —escuchó a Aura preguntar sin hacer la
más mínima referencia a lo que acababa de pasar.
—Sí, aunque se ha enfriado un poco.
No era el día de buscar explicaciones innecesarias. Con
quien estuviese o dejara de estar Aura no era asunto suyo. No
lo era, aunque su yo más primario se negara a aceptar una
verdad tan despojada de matices.
—Da igual, con el hambre que tengo todo me sabrá
bien. ¿Qué trajiste?
—Un poco de todo. Ramen para ti, donburi para mí,
gyozas con y sin carne, tempura de verdura y algo de sushi —
mostró Medea la mesa que había compuesto mientras Aura
estuvo fuera.
Le alcanzó los palillos y comenzaron a comer en
silencio.
—¿Cómo estás? De verdad —se atrevió a preguntar.
Se giró hacia Aura en el sofá y la miró seguir
comiendo, en apariencia ajena a su voz.
—Bien ahora. Estupefacta en general —escuchó
cuando ya casi se había resignado a no recibir una respuesta.
Estupefacta. Medea se preguntó cómo alguien podía
sentirse estupefacta ante la muerte de una madre. ¿Qué
significaba sentirse estupefacta en ese contexto? Perder a
Ignacia sería atroz, impensable, devastador, ¿pero qué sabía
ella de la madre o cualquier familiar de Aura? Casi nada,
algún retazo suelto de información, poco más. Aura nunca
habló de ellos, siempre que Medea sacaba el tema, la otra se
encargaba de desviar la atención.
—¿Qué quieres decir con estupefacta? —intentó
buscar una explicación.
Una vez más, Aura no respondió de inmediato, siguió
comiendo con los palillos, pero Medea sabía que debía esperar.
—No todos tuvimos una Ignacia en nuestra vida,
Medea. Algunas nos alegramos de ver morir a un padre. Y nos
asombramos de estar devastadas por la muerte de una madre.
Medea quiso abrazarla, decirle que lo sentía
inmensamente y besar su rostro hasta que los labios no le
respondieran más. Pero era Aura y era la historia entre ellas,
así que se limitó a estar en silencio.
—¿No te sorprende lo que dije? —Aura preguntó.
Había parado de comer y estaba recostada en el
respaldo del sofá. Habló sin mirar a Medea, como si le
resultara más cómodo así.
—Supongo que me da mucha tristeza. Por ti, porque
hayas vivido lo que sea que hayas vivido. Y por nosotras, por
no haber sido suficiente para que confiaras en mí —ofreció su
única verdad.
Aura se giró y observó a Medea con una intensidad
excesiva, casi febril.
—No digas eso. Tú nunca fuiste menos, tú siempre
fuiste más. Nunca se trató de que no fueras suficiente. Si de
algo me arrepiento en esta vida es de haberte hecho creer lo
contrario.
—¿Qué quieres decir?
—No importa, ya no importa —negó con un
movimiento de cabeza Aura.
—Supongo que tampoco importa esa visita de Ana
Andrés, ¿una compañera de trabajo dando el pésame? —no
pudo evitar preguntar.
Observó el cambio en el rostro de Aura, el paso de una
vulnerabilidad atormentada a la dureza propia de la diputada
que cada día recibía y repartía dagas como otros chuches.
—¿Cómo sabes quién era?
—Lo supuse, te llamó antes. Dejaste el teléfono en el
sofá, ¿recuerdas?
—Ana no es asunto tuyo, Medea.
—No, eso seguro —respondió rápida, con un sonido
desdeñoso del que de inmediato se arrepintió.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, no es mi tipo, solo eso.
Medea sabía que estaba siendo infantil e inoportuna,
pero no sabía cómo detener el impulso que la llevaba a
comportarse de así. Había algo adictivo en dejarse llevar por
escenas de culebrón.
—No, tu tipo son las chiquillas rubias de 20 años. La
profundidad de la conversación debe ser insondable —
devolvió Aura, destilando sarcasmo en cada sílaba.
—Claaaro, es por la conversación. Ana y tú se ponen
cachondas discutiendo a Jordan Peterson.
Medea no se perdió el intento de Aura por contener
una sonrisa; la delató el movimiento involuntario de los labios
que presionó de forma forzada.
—¿Quién te dijo que ella y yo nos ponemos cachondas
en ningún sentido? Somos compañeras de trabajo.
—No mientas. Nos conocemos demasiado bien.
—Qué coñazo eso de conocerse tanto, es obsceno.
—Un poco sí. Entonces, ¿me das la razón?
—Si tan poco te gusta que te mienta, no deberías
obligarme a hacerlo.
—No te preocupes, no me lo tomo a pecho. Sé que me
has mentido. Y trabajas en política, mientes por oficio.
—Eres la persona a la que menos he mentido, solo que
te he dicho las peores mentiras. Y nunca te he engañado.
Medea presintió que detrás de esa frase se encontraban
muchas de las explicaciones que nunca recibió, pero no era el
momento de buscarlas. No iba a aprovecharse de la
vulnerabilidad actual de Aura para acceder a significados que
ella por voluntad nunca le brindó. Se puso de pie y comenzó a
recoger la mesa.
—Ya tienes la cena con los restos, ¿dónde está la
cocina? Te ayudo a organizar.
—No, déjalo, ya me ocupo yo. Recuerda, quien hace la
cena se libra de los platos —respondió Aura haciendo un
guiño al pasado—. ¿Te vas?
—Sí, tengo que marchar. Tenemos un fuego activo. Lo
de las escuchas. ¿Te has enterado?
—Sí, me extrañó ver tu nombre.
—A mí también, ¿te preocupa que hayan grabado la
conversación que tuvimos?
—No, la verdad es que ahora mismo me importa un
bledo.
—Entiendo. Escucha, Aura, cualquier cosa que
necesites y creas que pueda ayudarte, dímelo. Yo tengo esta
tarde una cita con un experto en ciberseguridad para reforzar
la seguridad del móvil, así que puedes contactarme por ahí.
Aura se puso de pie, alzó los brazos y tomó a Medea por los
hombros.
—Gracias —dijo.
Medea se sintió desorientada ante la intensidad de los
ojos grises de Aura. Sin apenas pensarlo, ofreció el único
consuelo que le quedaba por dar, el único que tenía sentido
ante la pérdida.
—¿Un abrazo? —preguntó extendiendo las manos.
Sintió de inmediato los brazos que la rodearon, con
fuerza. La inhalación profunda de Aura en el hueco de su
cuello, la familiaridad de un cuerpo que se quedó grabado en
el suyo hacía ya tanto tiempo. Medea se permitió sentir, se
impidió pensar y se dejó llevar por la irrealidad de un
momento que se sentía muy, muy real.
Capítulo 17
Aura observó a Medea caminar hacia el estrado del congreso.
Dejó que el recuerdo del abrazo la inundara y lo utilizó como
escudo contra lo vivido esos días. Estaba agotada de agradecer
los pésames mecánicos que no se creía nadie. Agotada de
intentar entender la tristeza espesa que provocó la muerte de
su madre.
Permitió que la añoranza por esos segundos en los que
Medea la abrazó se expresara en plenitud. Añoranza no,
hambre. Aura sentía hambre por el contacto con Medea. Un
hambre que despertó cuando Medea decidió abrirle los brazos
otra vez después de 12 largos años.
Ella no se engañaba, fue un abrazo de consuelo que la
encontró en el momento en el que era menos ella, pero para
Aura fue reencontrarse con el agua después del agotador
desierto. Su cuerpo sabía que pertenecía a esos brazos de
músculos elásticos y largos. Era tan tentador creer que nada
podía pasar si te abrazaba Medea. Inviolable, así se sentía ella
entre el círculo imperfecto de los brazos de su ex.
«Hoy es un día raro. Por favor, tomemos un minuto
para disfrutar del milagro, muy terrenal, de que todos estemos
hoy de acuerdo en algo. ¡Bravo, señorías! »
Más que escuchar el discurso de Medea, Aura lo leyó
de sus labios, mesmerizada.
«No voy a hablar de las implicaciones para la
democracia de lo que ha sucedido. Otros ya se han encargado
de ello. Voy a hablar de lo que sentí cuando vi mi nombre en la
lista de espiados».
Su boca, una exagerada tentación, perdió el desenfado
de la primera frase y se hizo más íntima.
«Sentí indignación, sí, soy una indignadita, y sentí
desprotección. Si yo, una privilegiada como me recuerdan
todos los días, me sentí así, ¿cómo se sentirá un ciudadano sin
mis recursos?»
Donde Aura hubiese hecho un discurso encendido y
solemne, Medea regalaba suavidad, cercanía.
«El gobierno puede hacer lo que desee y los
ciudadanos cuentan con mínimos recursos para poder
enfrentarlo. Esta vez me sucedió a mí y a un puñado más de
nosotros, pero mañana puede ser a ti y puede ser con
consecuencias mucho más graves».
El gran peligro de Medea era que creías en cada una de
sus palabras, sentías que te estaba diciendo toda la verdad.
«Yo todavía no sé por qué fui espiada. Todos sabemos
de la Comisión de Secretos, pero yo no estoy autorizada a
asistir y quien sí lo está, no puede decirme qué se habló. No
importa. Importa que nuestra intimidad no puede ser violada
por razones arbitrarias»
Medea hizo una pausa y recorrió la sala con la mirada.
Aura contuvo la respiración, idiotizada.
«Es hora de asumir un discurso más valiente. Es hora
de mirar más allá de los 4 años. Es hora de protegernos de
nosotros mismos».
La inundación de hormonas que le provocaba Medea
no impidió a Aura comprender cuán ingenuo era lo que estaba
diciendo. Cuando se es Medea Martí, se puede mirar el mundo
en función de generaciones. Cuando se es un diputado que
depende de su salario para pagar la hipoteca, el colegio de los
niños, putas y coca, los cuatro años se convierten en una
carrera de ratas para asegurarte cuatro años más de empleo.
Así de simple.
Para la mayoría de diputados era un empleo con el que
pagar las facturas, nada más. Muy pocos, había aprendido
Aura, sentían a su país como ella; como un llamado y una
consagración. Su misión en la tierra.
El problema con su ex era que hacía un esfuerzo real
por mirar el mundo sin los cristales de su fortuna personal. Y
entonces sucedían dos cosas: o Medea terminaba en los
mundos de Yupi o seguía mirando con los mismos cristales sin
enterarse.
Eso era algo que enervaba a Aura, la enervaba y la
enternecía, un resumen de la bipolaridad que siempre traía
consigo Medea.
Una parte fuera de su consciencia la alertó de que el
presidente del congreso había dado la palabra a su partido. Se
levantó por instinto, todavía sumida en los pensamientos de su
ex.
Incluso con los ojos cerrados, Aura podría haber
caminado la distancia que la separaba del estrado, tantas veces
la había recorrido ya. Hoy todo era igual y a la vez muy
diferente. Hoy no quería enfrentarse a Medea, quería debatir
con ella. Pero seguía siendo Aura, seguía siendo la
representante de su partido y seguía creyendo lo que siempre
creyó.
«Nos decían que éramos paranoicos, nos tildaron de
conspiranoicos, de que veíamos esquinas en la tierra y reptiles
en los tronos. Hoy sabemos más».
Hizo la pausa justa, tantas veces repetida, y continuó.
«Sabemos que nuestro estado nos espía por pura
ideología. Representantes públicos elegidos democráticamente
son espiados. Mientras…»
Hizo otra pausa y alzó la mano para seguir el ritmo de
sus palabras.
«Los verdaderos enemigos de la Patria hacen y
deshacen amparados por esas propias ideologías. Ideologías
que nos convierten en buenistas cobardes, negacionistas de los
conflictos reales y menesterosos de la beneficencia del
estado».
Si doce años antes renunció a Medea para poder ser
ella misma a plenitud, hoy no iba a traicionar su decisión. Su
país se había convertido en un ente blandengue, carente de
ambición, condenado a vivir asistido a perpetuidad. Ella no
podía, y no iba a, mirar a un lado.
Cuando terminó de decir todo lo que necesitaba ser
dicho, Aura bajó del estrado. Como siempre, se sintió un poco
mareada gracias a la exaltación del momento.
—Muy bien —le dijo sonriente Juan Antonio, con esa
gota de incomodidad que nunca lograba ocultar.
Juan Antonio, siempre sospechando que ella sostenía
un puñal bajo la manga, dispuesta a clavarlo hasta el mango.
Qué poco sabía él. Ella todavía lo necesitaba, después, ¿quién
sabía? En política, hay que matar al patriarca. Era solo
cuestión de tiempo.
Se acomodó en su sillón, dispuesta a sobrellevar las
horas de discursos enfermos de intenciones minoritarias.
Cuando el circo terminó, Aura se fijó en la salida de Medea
junto a los suyos. Pensó que le gustaría volver a encontrarla en
el ascensor, pero la suerte a ella solo le llegaba si la construía
cacho a cacho.
En el pasillo, esquivó con algo de brusquedad a los
periodistas. Esta vez se lo perdonarían, echándolo en el saco
del duelo, ahora que la noticia era más conocida. Duelo,
¿estaba de duelo? ¿Se sentía en duelo? La pregunta la
incomodó y decidió evitarla.
Subió en el ascensor sin apenas registrar a quienes
tenía alrededor. Salió a toda prisa, pero se obligó a calmar el
paso. Postergar el placer a veces proporciona más placer. O en
este caso, podría ser que postergar la decepción le regalara
unos minutos más de ilusión.
Entró al coche, pero no lo puso en marcha. Sacó el
móvil y escribió:

Aura_15:20
¿Cena hoy en mi casa? Necesito hablar contigo.

Hecho, ya estaba: su misión más importante del día.


Ahora solo restaba el tiempo de tortura de la espera. Sabía que
estaba aprovechándose de la disposición de Medea a ayudarla
en un momento de dificultad, pero en realidad, se habría
auxiliado de peores tretas si eso significaba volver a tener a
Medea en su casa. Aunque hoy no solo la guiaban razones
egoístas, hoy tenía mejores razones para justificar los impulsos
egoístas.
El teléfono sonó y, con una aprehensión ridícula, fue a
revisarlo. Era el pesado del secretario del partido. Medea no
iba a responder de inmediato, razonó Aura, seguro todavía
estaba con la rojipandi de Nueva Izquierda. La justificación
autoinventada la hizo sentir mejor.
Puso el coche en marcha y salió, teniendo cuidado de
dejar el móvil a la vista. Apenas había recorrido 5 km cuando
escuchó una nueva notificación y no pudo evitar dar un vistazo
al remitente. A tomar por culo la guardia civil, pensó. Era
Medea.
En el siguiente semáforo frenó con brusquedad y, sin
transición, desbloqueó la pantalla del móvil.

Medea_15:49
¿Ok a las 20h? No puedo quedarme mucho tiempo.

La respuesta la dejó en un sitio cercano a la desilusión.


Medea estaba asegurándose una salida desde el momento cero,
pero ese día, contrario a lo que Medea seguro pensaba, Aura la
quería para algo más que sentirla cerca.

Aura_15:53
Vale, nos vemos.

Después de enviar el mensaje, sintió que recuperaba


algo de la ilusión exaltada de momentos atrás. Volvería a tener
a Medea en la intimidad de su casa. Aura sonrió y puso el
coche en marcha otra vez.
Capítulo 18
Otra vez, Medea se encontró esperando a que Aura abriera el
portón de acceso, un momento que se estaba volviendo
peligrosamente común. Podía escuchar a Ignacia en su cabeza:
“¿Qué haces, Medea?”. Y sí, ¿qué hacía? Era tan fácil
engañarse y decir que solo estaba allí para Aura en un
momento de necesidad, pero Medea sabía más que caer en esa
cobardía personal.
Estaba otra vez frente al portón de acceso porque era
incapaz de decir que no, incapaz de negarse a la tregua insana
que ella y Aura se concedían detrás de esas paredes. Cuando el
portón se abrió, accedió al camino de entrada y aparcó con la
despreocupación que proporciona la familiaridad con un lugar.
Al salir del coche, vio a Aura como en otras ocasiones;
esperándola en la puerta, y como tantas otras veces, en el
presente y en el pasado, la belleza dura y afilada de su ex casi
dolió.
Siempre había sido así Aura, los años solo habían
intensificado el acero de sus rasgos. La suya era una belleza
que obligaba a mantener distancias, a admirar desde la lejanía.
Por eso cuando Aura fue suya, Medea se sintió
ganadora, la puta ama. No era una emoción de la que sentirse
orgullosa, lo sabía, pero era imposible evitar la sensación de
poseer el premio mayor.
—Bienvenida —la recibió Aura con una sonrisa de
labios cerrados y actitud felina.
En el vientre de Medea algo se removió y, como
precaución, hizo un esfuerzo por recordar todas las razones
por las que Aura era su pasado y estaba prohibida en su futuro.
La dejó tirada.
Facha mayor.
Ética más que flexible.
Guapa de aullar.
No, no, tachar, esa no era una razón, se apresuró a
corregir la mente de Medea.
—Hola, ¿cómo estás? ¿Cómo está Hércules? —
preguntó haciendo un esfuerzo por sonar como una
teleoperadora, amable y distante.
—Yo, mejor, y Hércules igual. Entra y lo ves.
Medea la siguió al interior de la casa, a su pesar
imaginando todas las posibilidades que brindaba el vestido
estilo safari de color beige que llevaba Aura. Un vestido que
ella conocía muy bien.
—¡Pero si llevas un Ignacia! La colección de hace dos
primaveras.
—Muy bien, me alegra saber que no solo hacías de
jefa.
—Como si mi madre me lo iba a permitir.
—También llevas razón —dijo Aura moviendo la
cabeza—. Por cierto, ¿qué tal se tomó Ignacia que su preciosa
hija se metiera en política?
—Uff, mejor no hablar del tema.
—¿Tan mal?
—Peor, pero por favor, prefiero no hablar de eso ahora.
Medea se agachó para saludar a Hércules, que con
pasos torpes se acercó a recibirla. Otra escena que ya se estaba
haciendo familiar y ante la que Medea no sabía muy bien si
disfrutar o salir corriendo, alarmada.
—Lo siento, Medea. Tenías con tus padres una relación
maravillosa.
—Sigo teniéndola, quizás por eso es más difícil.
—¿Miedo a decepcionar?
Ahí estaba otra vez, ese conocimiento profundo que
tenía Aura de Medea, un conocimiento que resistía el borrado
del tiempo.
—No es miedo, es conocimiento. Ya sé que les
decepcioné.
—Tú puedes salir ahora por esa puerta y disparar a
alguien. Ignacia y Antonio te seguirían adorando —Aura hizo
una pausa y añadió, con un tono más ligero—. De hecho, creo
que Ignacia contrataría mercenarios chechenos, asaltaría la
cárcel y te sacaría del país. Irían a vivir los tres a un lugar
exótico y absurdo, como Cuba.
—Claaro, los rojos a la dictadura, ¿no? —respondió
Medea con un giro exasperado de ojos.
—Por supuesto, para que se sientan como en casa —
añadió Aura con un aire juguetón tan ajeno a su imagen
pública.
—Voy a tomarme a broma lo que dices. Al fin y al
cabo, a esos rojos les compras los vestidos.
—Es que son muy artísticos.
—Y gays, y vagos, y pobres. Uff, qué cansinos.
—Y los demás somos malos, explotadores y muy
fachas —replicó rápida Aura, entrecerrando los ojos y
frunciendo el ceño en un gesto que parodiaba la maldad, pero
que solo lograba regalarle un atractivo injusto.
Medea supo que estaba en grandes problemas cuando
sintió el pulso entre sus piernas. Sin esperar por Aura, fue
hacia el sofá y se sentó.
—¿Qué querías decirme? —preguntó con brusquedad.
—¿Tienes prisa? Todavía no he puesto la pizza en el
horno.
—¿Me invitas a cenar y me ofreces pizza? Eres
increíble, ¡yo traje comida de Tsukiji!
—¿Yo tengo la culpa de que seas tan pija?
—¿De qué es la pizza?
—Calma, recuerdo que eres de las que solo come
lechuga. Una mitad es pura y la otra está llena de pecados
carnales.
—Gracias —respondió Medea con una alegría tonta
por el pequeño gesto—. ¿Cómo estás? —preguntó más formal.
Aura estiró el brazo y presionó con levedad la mano de
Medea.
—Mejor. Volví al trabajo y eso me mantiene ocupada,
lejos de ideas que no llevan a ninguna parte.
—A veces, esas ideas son necesarias.
—Conocí a tu padre muy poco, pero estoy casi segura
de que es una frase que diría él.
—Sí. Mi madre, no; mi madre diría algo así como: “te
creía más valiente”.
—¿Le molesta a Ignacia que seas más parecida a tu
padre?
—¿Por qué cuando pregunto por ti terminamos
hablando de mi familia?
—Porque la tuya es más entretenida, y más bonita.
—Sabes que puedes contarme casi todo.
—Sí, lo cual es terrible, ¿cierto?
Medea entendió que Aura tenía razón. Había cierta
fatalidad en el hecho de que ella estuviera ahí para una mujer
que exprimió su corazón y dedicaba su vida a proclamar lo
opuesto a lo que Medea creía. ¿Cómo la veía Aura? ¿Como
una especie de cachorro que siempre regresaba a pesar de la
última patada?
—Me refiero a que eres la única persona a la que
puedo decir casi todo. Mi ex de hace doce años, qué patético.
Aura soltó una risa amarga y a Medea se le encogió un
poco el corazón. Esa maldita manía de ser vulnerable ante su
ex.
—¿Aura Pérez Pedersen patética? Eso no es posible,
no existe. Esa es la señora del saco que se lleva a los niños —
bromeó mientras se puso de pie y estiró los brazos hacia Aura.
—¿Vamos a hacer esa pizza?
—¿Te arriesgas con la señora del saco?
—Yo es que soy una inconsciente.
Aura le cogió las manos y le miró a los ojos buscando
una conexión. Estuvo a punto de ceder, pero el recuerdo de
que esa misma mujer había dicho hacía unos días que «la
principal mercancía que se importaba de África era la
delincuencia» fue suficiente para hacerle mantener la
distancia.
Tiró suavemente de Aura y dio un paso atrás para
evitar una cercanía innecesaria.
—¿La cocina está aquí? —preguntó, señalando hacia la
puerta por la que en otras ocasiones había visto a Aura entrar y
salir.
—Sí —se adelantó Aura.
La cocina, amplia, todavía estaba iluminada por los
atrevidos rayos de la primavera. En la isla reposaba una
bandeja metálica con una pizza lista para empezar a ser
horneada. Al lado, una botella de vino tinto y dos copas.
—¿Vino? —preguntó Aura.
Medea titubeó, no quería añadir laxitud a una situación
que en cualquier momento podía irse de las manos. Tenía que
mantener el control.
—Solo un poco, tengo que conducir.
Vio a Aura servir las dos copas con una destreza que
nada tenía que envidiar a un profesional. Podía apostar que
estudió cómo se hacía, así como también estudió cómo poner
una mesa, cómo entretener a los invitados o cómo componer el
menú ideal. Su ex, siempre haciendo lo necesario para ser lo
que quería, nunca conformándose con lo que le tocó. Había
que admirar la fuerza de Aura, había que lamentar en qué
empleaba su magnífica voluntad.
—Si te pasas puedes quedarte, tengo una habitación de
invitados lista — dijo su ex como al descuido.
Al descuido, como si Aura hubiese hecho algo al
descuido en su vida.
—También está la mía, claro, tiene una mejor cama —
escuchó, desconcertada —. Calma, es broma, Medea. Vaya
cara que se te puso. ¿Fue tan terrible compartir cama?
Aura tomó un sorbo de vino y miró directamente a los
ojos de Medea, esperando una respuesta sin titubear. ¿Qué
podía decir? Compartir cama y orgasmos fue maravilloso, por
eso lo que pasó después fue una mierda.
—Nos lo pasamos bien, Au —dijo, sin más —. ¿No
debemos poner esto en el horno? Creo que ya está caliente.
La impasibilidad regresó al rostro de Aura, pero Medea
se negó a sentirse culpable. La vio poner la pizza a hornear y
regresar a la isla para servir más vino.
—Te pedí que vinieras para decirte lo que sé sobre las
escuchas, lo que sé de tu caso.
—¿De la comisión de investigación?
—Sí, ¿Clara Hernández te dijo algo?
—No, es secreto.
—Entiendo.
—¿Y por qué me vas a decir algo? Te puedes meter en
un lío.
—¿Recuerdas cuando viniste aquí por primera vez? Me
dijiste que yo sabía que no dirías nada sobre nosotras. Y tenías
razón, yo lo sabía. Como también sé que no dirás lo que
escuches hoy.
—¿Y por qué intentaste chantajearme?
—Porque es muy difícil romper viejos hábitos, Medea.
Y porque desde que te volví a ver no hago más que inventar
excusas para verte. Lo sabes.
Había algo magnético en la incapacidad de Aura para
decir con suavidad las frases más vulnerables. Cuando se
sentía desnuda, Aura se cubría de dureza, se bañaba de
crueldad.
Las frases que en otros se escucharían en susurros, casi
como un ruego, en Aura eran un reproche que te tiraba de
frente, empapadas de acero.
—Sabes que no puede ser —respondió.
En Medea, el susurro sí era susurro, el miedo sonaba a
miedo.
—No pasa nada, lo asumí hace más de diez años —
Aura pareció sacudirse la intensidad del momento y señaló las
butacas que rodeaban la isla—. Siéntate, te cuento lo que sé.
—Sería hasta ridículo si no fuese tan alarmante cómo
esta gentuza utiliza su poder —continuó ya sentada frente a
Medea—. Te espiaron porque creían que cambiarías la sede de
Ignacia a otro país.
—¿Cambiar la sede de Ignacia? ¿De dónde salió esa
locura?
—Yo no lo sé, pensé que tú sabrías. ¿No se ha hablado
de algo así en ningún momento?
—No, por supuesto que no. Todo el mundo sabe que
desde hace tres años nuestra mayor cifra de negocio está fuera,
pero eso no significa que nos vayamos.
—Para estos malos aprendices de dictadores es
suficiente, Medea. Si quedas fuera de su control absoluto ya
eres un peligro.
—Calma, diputada. No estamos en el estrado.
—No sé cómo puedes estar impasible ante tanta
podredumbre —afirmó Aura.
Otra cosa que admirar de Aura, su país le dolía de
verdad.
—No estoy impasible, sé que hay muchas cosas que
mejorar, pero de ahí a lanzar la idea de que todo es una
conspiración para instaurar una dictadura hay mucho camino
—argumentó Medea.
Se tomó un momento para ganar en serenidad, para
escoger mejor las palabras y el tono. Quería construir puentes,
no volar pasadizos.
—Creo que son ideas muy peligrosas, nos enfrentan y
crean una paranoia colectiva que termina afectando a todo.
Medea tomó un sorbo de vino y se permitió disfrutar
del momento. Como otras veces hacía ya muchos años, estaba
compartiendo ideas con Aura, no preparándose para rebatirlas.
—Además —continuó—, es una postura muy cómoda
echarle la culpa a ese enemigo intangible que está ahí, pero
nadie puede demostrar. Es un poco como una religión.
En ese momento, la alarma del horno sonó.
—Ya era hora, tengo hambre —comentó Aura—. Y no
te creas que te has librado de mi respuesta, pero ahora vamos a
ocuparnos de cosas más mundanas, como llenarse la tripa.
—Apoyo la moción, señoría —respondió.
Medea observó a Aura hacer algo tan cotidiano como
sacar una pizza del horno. Para el resto del mundo sería un
acto extraño a ella. Era el tipo de mujer que nunca imaginas en
un supermercado o en la cocina. Para Medea, la escena era
conocida y traía consigo una nostalgia errada.
—A ver si te gusta —dijo Aura, colocando un plato de
madera con la pizza sobre la isla.
En esta ocasión, se sentó al lado de Medea, con las
piernas tan cerca que costaba creer que no fuese a propósito.
Cortó la pizza con una rueda dentada, en triángulos pequeños
y perfectos.
—A cenar —invitó y alzó la copa—. Por más noches
de tregua.
—Por las treguas —fue lo único que fue capaz de
conceder Medea.
—Chica difícil —comentó Aura.
—Soy muy facilita —respondió Medea.
—Para las demás, para mí eres un imposible.
La rabia súbita estremeció a Medea. ¿Cómo se atrevía,
cómo se atrevía a decir eso después de todo?
—Tú decidiste que sería imposible hace ya mucho
tiempo —dijo Medea, falseando tranquilidad.
—Lo sé. También sabes que no es solo por mi
decisión.
—No sé a qué viene esto, Aura. No es política, no hay
revisionismo que hacer.
—Si quieres, aparentamos que no pasa nada.
—¡Es que no pasa nada!
—¿Entonces por qué sigues viniendo? ¿Por qué no
somos capaces de dejar de vernos?
—Porque siempre creas alguna excusa.
Medea entendió el error cuando vio a Aura mirarla
impasible, solo levantando la ceja derecha. Su forma de
hacerte pensar sin mandarte a hacer los deberes.
—Lo siento, de verdad, sabes que siento mucho que
estés pasando por esta situación —se disculpó Medea
tomándola de las manos—. Creo que es mejor que dejemos de
vernos, evitar cualquier confusión y el riesgo de que la prensa
se entere de que estamos relacionadas.
—Ni estoy confundida ni el riesgo de la prensa me
asusta, Medea.
—Venga ya, Aura, eso no te lo crees ni tú.
—Ponme a prueba.
—¿Qué? —se escuchó Medea decir con un tono agudo
que a sus propios oídos sonaba cobarde.
Intentó alejar sus manos de las de Aura, pero su ex
estuvo más rápida. La presionó con fuerza, sin dejarla
marchar. Con aire calmado y resuelto, como quien predice el
más inevitable de los destinos, Aura volvió a hablar.
—Te quiero de nuevo en mi vida. Arrasaré con todo si
eso significa la posibilidad de volver a tenerte. Yo, contigo, no
puedo ser imposible.
Medea sintió el vértigo intoxicante de quien se tira en
parapente, el miedo que paraliza de quien se quedó sin
excusas. Tiró con fuerza de las manos, se liberó y se puso de
pie.
—Los demás no somos trastos que usas y desechas a tu
antojo.
—Nunca te deseché. Y no fue porque no lo intentase.
—Eso ya no importa.
—Sí importa. Dime algo, ¿alguien se acercó a lo que
yo signifiqué para ti?
—¿De qué hablas?
—¿Alguien te hizo sentir lo que yo te hice sentir?
Desprevenida, vio a Aura agarrar con fiereza la cintura
del pantalón. Medea sintió la fuerza del tirón y apenas tuvo
tiempo de reaccionar antes de tener la mandíbula de Aura
rozándole la cadera y sus ojos, febriles, mirándola a la cara.
—¿Sabes que todavía me corro pensando en ti?
Medea se avergonzó de la excitación que le hizo
temblar las rodillas, de la intensidad de un deseo que
amenazaba con hacer obsoletas todas las razones. Tenía que
marcharse, tenía que hacerlo ya. Se quedó quieta y rígida.
—Suelta —pidió.
Por unos segundos no pasó nada. Aura y ella quedaron
inmóviles, como dos ladrones descubiertos en plena faena.
Después, sintió que Aura dio un último tirón de la cintura del
pantalón y, con un suspiro de frustración, la dejó ir.
Salió de la cocina sin decir nada más. Recogió sus
cosas del salón y, sin despedirse de Hércules, se marchó. Salió
huyendo, salió enfrentándose. Salió porque era lo único que
podía hacer para evitar lo que quería hacer.
Capítulo 19
Una simple foto en ese instante podía acabar con su vida
profesional, con toda su vida, pensó Aura con resignación.
Una vez más, cuestionó si era ella misma o si la muerte
repentina de su madre la había sumido en un estado mental
alejado de su verdadera naturaleza.
Estaba en el lugar que debía, haciendo todo lo que
podía para alcanzar lo que más quería. Era ella al 100%. Solo
que ahora lo que más quería no era la visibilidad en un partido,
no era darse a conocer a nivel nacional, no era entrar en el
congreso. Ahora quería a Medea. Siempre quiso a Medea,
antes solo se había engañado bien.
Por eso estaba ahí, dentro del coche, a pocos metros
del edificio de Medea. Una locura, como también fue una
locura entrar en política, una locura dejar a Medea, una locura
formar parte de Frente por la Patria, una locura aspirar siempre
a más.
Después de un día de mensajes sin responder y de
llamadas sin recibir, Aura hizo lo que tenía que hacer, una
locura más: buscar a Medea y evitar la posibilidad de que no la
recibiera.
Después de doce años, volvía a estar frente a frente al
edificio en el que pasó tantas noches, en el que fue tan feliz.
Cuando Medea decidió estudiar en la capital, Ignacia y
Antonio compraron el piso en el que pasaría los años de
universidad. Era una zona céntrica, elegante y discreta,
sembrada de edificios antiguos a los que de antiguo solo les
quedaba el cascarón. Medea vivía en el último piso, un sitio en
el que Aura siempre se sintió a salvo de todo.
Supo que su ex se volvió a instalar allí gracias a una
foto que se difundió en las redes. Se veía a Medea saliendo del
edificio en ropa deportiva, bella sin esforzarse.
Como la foto del día anterior, la imagen que todavía le
provoca una ira sin justificación. Aura se dijo una y otra vez
que ella no tenía derecho a nada, solo faltó creérselo de
verdad.
Porque para Aura, que Medea saliera de su casa a
encontrarse con esa chiquilla rusa era una provocación y casi
una traición. La segunda vez que hacía lo mismo. La segunda
vez que las fotos se difundían. Si es que no aprendía esa mujer.
¿Qué le veía a la chiquilla insulsa? Un polvo de
desahogo y poco más. Porque la alternativa, que la rusa
significara algo real para Medea, era un abismo que Aura se
negaba a contemplar.
Ella, tan acostumbrada a enfrentar todo y a todos en su
vida, ahora se negaba a mirar de frente las preguntas más
sencillas. La más elemental de todas, ¿sentía Medea todavía
algo por ella?
Aura sabía que le atraía; el hambre en los ojos de su ex
era muy difícil de disimular. Pero, ¿quedaba algo más que
deseo? ¿Sentía Medea esa debilidad absurda cuando veía a
Aura? Porque ella sí, se atrevió a reconocer Aura, ella se
quedaba en nada cuando veía a Medea. Algo dentro de sí se
abría, se expandía y se entregaba toda, dejándola leve y vacía.
Volvió al punto del que intentó huir en ese mismo lugar
hacía doce años. El maldito hábito de amar a Medea. La
esclavitud de un afecto que daba tanto y exigía más. Porque
amar a Medea no era cosa de pusilánimes, no era tarea para
indignos. Amar a Medea, recordó Aura, era la necesidad
constante de ser mejor y la certeza absoluta de nunca lograrlo.
Y una vez decidió que era agotador, que ya bastaba de
seguir intentándolo.
Doce años de adormecimiento después, volvió a
recordar por qué siempre se quiere ser mejor para Medea.
Y en realidad era simple, un principio de reciprocidad:
lo perfecto solo inspira perfección. Para Aura, Medea llevaba
más de una década siendo la medida de todos los seres. El
patrón oro de la condición humana.
Respiró profundamente el aire floral artificial del
coche. Recordó que, a pesar de todo, seguía siendo ella, que le
sobraban agallas para ir a por lo que quería, y que una
chiquilla sin sustancia no iba a ser piedra en su camino.
Tomó el móvil que tenía en el salpicadero y escribió un
último mensaje:

Aura_23:13
estoy en la entrada de tu edificio, ábreme

No esperó respuesta, abrió el coche y salió. Se apresuró


a cruzar la calle, ignorando el paso de peatones de la esquina y
la pareja que caminaba en la acera opuesta. Ya en la puerta de
acceso, frente al telefonillo, miró una última vez el móvil. Sin
respuesta de Medea.
Negó la posibilidad de que no estuviera en casa,
sobrepasó el temor de que estuviese acompañada y, con un
gesto seguro, presionó el intercomunicador.
Los segundos de silencio que siguieron estuvieron
llenos del ritmo atronador de los latidos de su corazón. Cuando
iba a volver a tocar, escuchó que abrieron la puerta sin una
palabra, pero eso no importaba porque ella tenía una misión.
Entró y fue directa a las escaleras. El edificio apenas tenía dos
plantas, utilizar el ascensor solo la haría perder tiempo.
Al llegar frente a la puerta de madera oscura y pesada
del piso de Medea, no fue necesario tocar, casi
inmediatamente la puerta se abrió. Se esforzó en mantener una
expresión tranquila, pero miró con aprensión a Medea. Tal vez
la echaría en cinco minutos; sin embargo, valdría la pena. Esta
Medea de camiseta y pantalón de pijama, pelo recogido al
descuido y ausencia de sujetador valía muchos riesgos.
Por observar los pechos pequeños rozando la fina tela,
Aura podía convertirse en Tántalo, ella disfrutaría de la
tortura.
Entró, haciendo espacio para poder cerrar la puerta.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con resignación
Medea.
Venía preparada para una Medea furiosa, no para esta
mujer resignada.
—Necesitamos hablar —respondió Aura.
—No tengo nada que hablar contigo. ¿Te das cuenta
del riesgo que corres al venir aquí?
—No me des clases de riesgos, Medea. De eso sé yo
más que tú —espetó Aura sin poder evitarlo—. ¿Estás sola?
—Sí, adelante —respondió Medea, derrotada.
Aura aprovechó y miró a su alrededor. Todo había
cambiado desde la última vez que estuvo ahí, pero, al mismo
tiempo, lo más importante seguía igual: la sensación de
protección que siempre había sentido dentro del espacio de
Medea.
Ahora, un estilo rústico dominaba el ambiente con
colores naturales y neutros.
—Está todo muy cambiado —comentó Aura.
—Suele pasar después de una década —respondió
Medea.
—Es bonito, pero no lo asocio contigo.
—Es solo un encargo a un interiorista. Antes, apenas
usábamos este sitio.
—Siempre me gustó mucho el piso, el edificio, la calle.
—Pues estás de suerte, soy la casera del edificio. Si
quieres alquilar, ya sabes.
—¿Compraron todo el edificio? ¡Ja! Claro que
compraron todo el edificio.
—¿Agua, té, infusión? Nada de alcohol, tienes que
conducir —dijo Medea, caminando hacia la cocina.
Aura la siguió, encantada de poder volver a conectar
con el lugar.
—Agua, querida sargento.
Vio a Medea sacar una garrafa de cristal y servir dos
vasos de agua. Sabía que tenía que hablar, pero no encontraba
una estrategia ganadora por mucho que se esforzara
buscándola.
—¿No se queda tu novia hoy contigo? —preguntó.
Ser patética, en eso consistió la estrategia, pensó Aura.
—¿Viniste hasta aquí por celos? —preguntó Medea,
divertida, mientras regresaba al salón.
Abrió la boca para contestar de forma automática, pero
se detuvo. Decidió responder con algo original, poco
frecuente: la verdad.
—Pues sí, estaba celosa, estoy celosa. Ya está, lo dije.
—Sveta no es mi novia, no es que eso importe.
—A mí me importa mucho.
Aura se sentó al lado de Medea en uno de los sofás del
salón, el pequeño, el de dos plazas.
—¿Y qué hago yo con eso, Aura?
—¿Quedaría muy de novela si yo dijera: lo que
quieras, haz conmigo lo que quieras?
—Sí, e hipócrita. Tú nunca has hecho menos de lo que
querías.
La frase era merecida, aunque estuviese muy lejos de
la verdad. Aura miró a Medea, paseó por su rostro exagerado y
tierno, se dejó llevar por el afecto absoluto que le despertaba y
sonrió, sin miedo a que la sonrisa revelase lo mucho que esa
mujer significaba para ella.
—¿Sabes por qué me llevé a Hércules?
Medea no respondió, se quedó mirando a Aura con un
gesto duro ajeno a ella.
—Porque era como llevar conmigo un pedazo de ti. No
tenía dinero ni para alimentarme yo, mucho menos para la
comida y el veterinario de Hércules, pero no podía quedarme
sin ti completamente.
Medea siguió sin hablar, pero su gesto se había
suavizado.
—Cuando llegaba a aquel minúsculo piso que terminé
odiando, lo único que me daba un poco de alegría era
Hércules. En ocasiones me asustaba porque hablaba con él
como si fueras tú. Fue una época… —hizo una pausa
intentando encontrar la descripción perfecta, ¿horrible, triste,
detestable?— complicada.
—No sé qué quieres que haga con esa historia. Todo
eso lo decidiste tú. A mí no me quedó más que aceptar tus
decisiones.
—Lo sé. Y tienes derecho a no escucharme, pero yo
quiero que sepas cuánto me costaron las decisiones que tomé.
No fue un cheque en blanco, Medea. Todavía pago intereses.
Quería expresarse de forma más suave, pero cuando
algo dolía de verdad, Aura sabía que sonaba a metal. En otra
época, Medea la conocía y no temía enfrentarse al metal si eso
significaba llegar a Aura.
—¿Y en qué me ayuda a mí saber que te dolió?
¿Borrará mi dolor? ¿Borrará los años sintiendo que no era
suficiente? ¿Creyendo que solo valía lo que ponía mi cuenta
corriente?
Aura deseó tener el poder de borrar de un plumazo
todos los dolores pasados y por venir de Medea. Armarse hasta
los dientes y construir un fortín donde Medea pudiera sentir
cuán perfecta era a los ojos de Aura.
—Escúchame otra vez, Medea —habló con la voz
ronca, atreviéndose a ahuecar la mano sobre la mejilla de
huesos finos—. Si mañana te fueras a la ruina, seguirías siendo
mi mejor humano. Nadie nunca me ha parecido tan guapa,
nadie nunca me ha parecido tan íntegra. Y no sé si cuenta entre
virtudes, pero nadie nunca me ha regalado mejores orgasmos.
Sintió la mano de Medea cubrir la suya y se paralizó,
con miedo a que un mínimo movimiento pudiera acabar con
una conexión que añoraba tanto.
Todavía sin moverse, vio a Medea acercarse. El primer
roce de los otros labios sobre los suyos fue como regresar de
un largo aislamiento. Todo era vívido, toda sensación estaba
multiplicada.
Su cuerpo, entregado a sentir, seguía paralizado por el
temor a romper el momento. Medea aumentó la intensidad del
roce y Aura se atrevió a abrir los labios, invitándola a entrar.
Como un espejo de sus miedos, sintió la boca de
Medea alejarse. Apenas tuvo tiempo de registrar la decepción
cuando volvió a experimentar la cadencia de los besos sobre
su rostro.
Lo que empezó como un roce tierno, un ritual de
reconexión, pronto se transformó en un disfrute atormentado y
profundo de la piel. Cuando sintió los dientes de Medea
hincarse sobre su cuello, la parálisis de Aura se esfumó. Rodeó
con sus brazos el cuerpo de su ex y buscó la boca con la
torpeza del desesperado. Ya no hubo paz, se esfumó la ternura.
El hambre, acumulada durante más de una década, convirtió el
momento en un festín.
Besó, mordió, chupó, se impregnó del contacto con una
piel que quería devorar. Y cuando tuvo los dedos largos de
Medea dentro de sí, Aura se dejó llevar por el hambre,
absorbiendo cada una de las sensaciones como si fuese la
primera vez, como si fuese la última vez.
Al final, satisfecha y mareada, sintiendo el peso del
cuerpo de Medea sobre sí, Aura sonrió su sonrisa de verdad, la
que solo parecía salir cuando esa mujer estaba cerca. Notó el
intento de Medea por levantarse, pero la retuvo.
—No, quédate así un rato más —le susurró con la voz
ronca del posorgasmo.
—Te voy a hacer daño.
—No, así está perfecto. ¿A menos que quieras ir al
cuarto?
—Se está haciendo muy tarde ya.
Algo había cambiado en el último momento y Aura,
nadando en oxitocina, lo había pasado por alto. Tomó entre sus
manos la cabeza que reposaba en su hombro y la alzó,
obligándola a mirarla.
—¿Sucede algo?
—Nada, nada.
A Medea le costaba sostener la mirada y Aura deseó en
ese momento no conocerla tanto. En un instante la burbuja
mágica explotó y se sintió desnuda; estaba desnuda,
vulnerable; siempre era vulnerable ante Medea, y barata, una
sensación nueva que hubiese preferido no conocer. Medea la
estaba echando, de forma torpe y cobarde, apenas 20 minutos
después de tener el mejor momento de su vida en los últimos
12 años.
Lo que para Aura fue casi ritual, para Medea era
motivo de incomodidad, de embarazo. Fue consciente de que
todas sus defensas se levantaron como llamadas a batalla.
Endureció el gesto y con cuidado, pero decidida, se liberó del
cuerpo de Medea.
—Entiendo —dijo mientras recogía la ropa que había
quedado tirada sobre el suelo y el sofá.
Escuchó a Medea suspirar a su espalda. La desnudez
que hacía minutos le pareció maravillosa, ahora solo la hacía
sentir expuesta. Pensó en Ana y en el karma, pero a ella no le
importaba Ana y no creía en el karma.
—Lo siento, solo necesito tiempo para procesar esto —
escuchó la voz apagada de Medea. Terminó de cerrar la blusa
y recogió el móvil que había quedado tirado en la mesa del
centro. Se giró para mirar de frente a Medea. Tenía la cabeza
recostada sobre el respaldo del sofá. El pelo, desordenado y
suave, la camiseta blanca del pijama puesta con total descuido,
la braga marcada de humedad.
El ramalazo del deseo recordó a Aura cuánto de sí
pertenecía a su ex. Si Medea quería, en ese instante y a pesar
de la furia, Aura se entregaría toda. Y lo haría al día siguiente.
Y lo haría toda la vida. Porque ella tenía de nuevo a Medea y
todo palidecía en comparación.
—Yo no necesito tiempo para procesar nada. Yo te
quiero a ti, Medea —dijo, cortante, sin dejar una grieta a la
duda—. Cuando te aclares, me buscas.
Salió sin apenas pensar en periodistas o cámaras
indiscretas. Salió entregada a la fiesta de su cuerpo que
tintineaba, eufórico de Medea otra vez.
Capítulo 20
Le escocían los ojos, su cuerpo parecía fundido en plomo y, a
su alrededor, el mundo pasaba como un mero sonido de fondo.
«El maravilloso regalo de no dormir», pensó Medea.
Y tenía una sesión en el congreso. Lo que le faltaba.
Uno de esos días, muchos a juzgar por las caras de sus
señorías, en los que el deseo más secreto era poner una
almohada sobre la mesa.
Hacía una semana que no lograba dormir más de tres
horas seguidas. No hacía falta invocar a Freud para saber qué
había sucedido una semana atrás: se había quebrado. Su
voluntad se fracturó y se rindió a hacer lo que nunca había
dejado de desear
Fue una derrota y también fue dejar de mentir, porque
Medea añoraba a Aura tanto que se sentía como una
enfermedad. Si acudiera a una psicóloga, ¿qué le diría? ¿Sería
patológica su atracción inamovible por Aura? Quizás sí, o
quizás solo fuese un amor complejo, como tantos.
Porque Medea amaba a Aura. Llevaba más de doce
años amándola y, aunque en ocasiones ese amor estuviera
dormido, al acecho, ahora había vuelto a despertar.
Un despertar con grito y golpe en el pecho, un
despertar que hacía el mundo retumbar.
Pero su amor por Aura estaba cargado de tantos
conflictos que más que amor, parecía una prueba vital. Porque
había aspectos de la otra que Medea rechazaba.
¿Se podía amar solo una parte de alguien? El problema
era que ella no sentía que amaba una parte de Aura, ella sentía
que amaba a Aura en su totalidad, solo que esa Aura no era la
que veían los demás.
La de Frente por la Patria, la del estrado, la de las
triquiñuelas políticas, era un personaje que Medea conocía en
su vida pública, pero se desdibujaba en la intimidad.
Porque la Aura que ella amaba siempre fue una mujer
de ideas opuestas que las defendía con la misma honestidad
con la que Medea defendía las suyas. Una mujer que podía ser
cruel si el momento lo necesitaba y que, en la misma medida,
podía ser generosa.
Sobre todo, Aura hizo sentir a Medea que era amada
con fiereza, casi con devoción. Claro, después dijo que era
todo una gran mentira y dejó a Medea vacía y maltrecha.
Y ese era otro ejemplo del conflicto que era amar a
Aura. No era un amor de líneas rectas y blancos impolutos.
Era un amor cargado de “peros”, de “no obstantes”, de “sin
embargo”. No había forma neutra de amar a Aura. A Aura
también se le amaba en negativo.
El día que se presentó en su piso, sintió que esa mujer
que la había amado con fiereza había vuelto. Y ella no pudo
contener más el deseo. Después, sin sorpresa, apareció el
conflicto. Porque lo dicho: amar a Aura no era un acto neutro.
Y ayer, si la conversación con su madre logró algo, fue
hacerle ver que la decisión ya estaba tomada. Había logrado
esquivar el tema durante semanas, pero el instinto de Ignacia
había estado sobre la pista desde hacía mucho tiempo.
Debería esforzarse en ser menos transparente, estaba
rodeada de gente que la conocía demasiado y era un fastidio.
Su madre tampoco se anduvo con rodeos.
«Sé que algo te pasa y me temo que está relacionado
con esa mujer. Ni intentes negarlo, Medea»
Y Medea no lo intentó. Se quedó callada durante tanto
tiempo que resultó embarazoso. Ignacia, que a veces imitaba
las técnicas de su padre, esperó con paciencia. Y en medio del
extenso silencio, Medea respondió a las dudas que le había
regalado el insomnio de los últimos días: no, no podía alejarse
de Aura, no quería alejarse de Aura. Sí, ella sabía que la
posibilidad de quedar otra vez en cuidados intensivos
emocionales era alta. Y sí, era una locura, lo sabía.
«No niego nada. Sí está relacionado con ella. Es todo
lo que voy a contar. Y mamá, sé lo que vas a decir. Por favor.»
La súplica fue patética, pero dio resultado.
«Muy bien, Medea. Nosotros estamos aquí para ti,
siempre» fue lo único que dijo Ignacia antes de despedirse de
forma abrupta.
Medea sabía que había pasado el marrón a su padre.
Casi podía ver a Ignacia en el taller de Antonio, caminando a
toda velocidad, quejándose, enfurecida, de “esa mujer” de la
que Medea no parecía poder liberarse. Ver a Ignacia furiosa
era un espectáculo, una fuerza temible que Medea sabía que
era una fortuna tener de su parte. Su padre la calmaría,
posiblemente terminarían bailando o desnudos en la cama,
aunque ella prefería no saberlo, gracias.
Lo que ella necesitaba era un café que le permitiera
sobrellevar los monólogos del día, decidió Medea. Se desvió
hacia la cafetería, un lugar que frecuentaba poco por pura
vergüenza: los precios parecían creados para los usuarios de
Cáritas. Sí, sus señorías no se privaban de nada gracias a los
bolsillos ajenos.
Saludó con la cabeza a varios conocidos, aunque de su
grupo no vio a nadie. Evitar la cafetería era una norma no
escrita para diferenciarse de los políticos de siempre, aunque
ya Medea no sabía muy bien en qué categoría caían ellos.
Clara cada día parecía perder más el norte, obsesionada con las
encuestas y con mantenerse relevante.
Medea se quedó en la barra, dejando varios sitios
vacíos entre ella y los siguientes clientes. Pidió un café solo.
Tenía que apurarse para tomarlo, no contaba con mucho
tiempo.
Solo el aroma que desprendía la taza blanca fue
suficiente para despejar un poco la niebla de su mente. Como
siempre, tomó con cuidado, casi con reverencia, el primer
sorbo.
Aura siempre se rió de sus teorías sobre el café. Para
Medea, ese cuidado inicial no estaba solo relacionado con la
temperatura, sino que era un ritual de reconocimiento. Cada
nueva taza de café era diferente a la anterior, diferente a todas
las que la precedieron. Nos acercamos al primer sorbo con el
mismo cuidado que nos acercamos a todo lo desconocido.
—¿Qué tal fue el reconocimiento?
Registró la voz casi al mismo tiempo que la presencia
que se instaló a su lado de la barra. Medea se sobresaltó, el
café cambió de rumbo y, sin poder evitarlo, empezó a toser.
Atolondrada, devolvió la taza a su platillo, pero un torpe
movimiento de la mano terminó desparramando el oscuro
líquido por la barra.
De inmediato vio las manos de Aura, cargadas de
servilletas, limpiar las charcas marrones. Todo sucedió en
pocos segundos, pero para Medea el tiempo se había
multiplicado.
—Cuidado, diputada, no vaya a ser que hoy no pueda
defender la salvación del kiwi de Okarito.
—¿Qué es el kiwi de Okarito? —preguntó Medea
frunciendo el ceño, todavía sin mirar al rostro de Aura por
primera vez.
¿Qué hacía esa mujer? Estaba segura de que toda la
cafetería estaba pendiente de ellas dos.
—Un pajarraco que pensé que te causaba mucha
ecoansiedad porque se extingue. Por cierto, te manchaste la
americana, quizás quieras ir al baño a ver si puedes aclarar un
poco.
Medea miró el brazo izquierdo, donde una constelación
de puntos marrones sobre la americana salmón eran testigos de
su torpeza. Por el bien de las apariencias, se giró y miró a
Aura.
—Gracias. Voy ahora que ya casi está al comenzar la
sesión.
Por unos segundos se quedó prendada del brillo pícaro
de los ojos de Aura. Desconcertada, fue a pedir la cuenta, pero
otra vez la voz ahumada de su ex la interrumpió.
—Ve, el café va por mí —y en voz baja, sin apenas
mover los labios, añadió—. Eso sí, me debes una invitación.
Medea apenas movió la cabeza en un gesto afirmativo.
Salió disparada hacia el baño, huyendo de una situación que la
desconcertaba y la asustaba.
¿A qué estaba jugando Aura?
Entró en el servicio y agradeció encontrarlo vacío. Se
tomó un momento frente al espejo para restaurar su equilibrio,
maltrecho por un desestabilizador natural de marca Aura.
Efectivo, caro y con un envase muy bonito.
Cogió papel para secar las manos y lo humedeció.
Comenzó a frotar las manchas marrones con esperanzas nulas
de éxito. Escuchó a alguien abrir la puerta del servicio, miró
hacia la entrada y se encontró con la sonrisa predadora de su
ex.
Su cuerpo, un cobarde traidor lleno de deseo por Aura,
se removió. La miró poner un dedo sobre los labios pidiendo
silencio y el simple gesto la enervó.
—No hay nadie, ¿qué haces aquí? —preguntó en voz
baja y brusca.
—A ver si puedo ayudar con la americana —dijo Aura
acercándose unos pasos más y cerrando la puerta.
—¿A qué estás jugando? ¿Cómo se te ocurrió acercarte
en el bar?
Medea sintió que todo su cuerpo estaba expectante. El
corazón en caída libre, el rostro ardiendo como carbón.
—Me fui a pedir un café, igual que hago muchas
mañanas —dijo con un alzamiento de hombros—. Si coincido
con mi adversaria política, es de buena educación ser
cordiales.
Aura dio otro paso lento, casi perezoso, que la puso al
alcance de Medea.
—Mejor te quitas la americana, estás preciosa igual—
sugirió y tocó la camisa blanco puro que la chaqueta cubría.
—Mmm
El cerebro de Medea se negó a funcionar y solo parecía
capaz de mantener las funciones necesarias para percibir los
labios de Aura, los dientes de Aura, la lengua que se adivinaba
con cada sílaba.
Por eso, cuando su ex se acercó y deslizó las manos
por el interior de la americana, hacia sus hombros, Medea solo
pudo experimentar la patada ardiente del deseo que casi la
rindió.
Cerró los ojos y se entregó a sentir los brazos de Aura
que la envolvieron, deslizando la americana por los hombros.
—¿Nos vemos esta noche en mi casa? —susurró en el
oído de Medea.
—Mmm —respondió, idiotizada.
Siguió entregada al acto. Primero la ayudó a sacar un
brazo, después el otro y, cuando la chaqueta ya estaba fuera,
Aura se alejó un paso, plegó con cuidado la tela salmón y se la
entregó a Medea.
—Te veo esta noche —añadió, segura—. Espera 5
minutos para salir después de mí.
Capítulo 21
Aura se sirvió un dedo de Zacapa Royal, decidida a calmar
los nervios de la espera. Treinta y cuatro años y, todavía,
Medea la hacía comportarse como una adolescente
ahogándose en hormonas.
Qué desfachatez de mujer.
Se tomó lo que quedaba en el vaso de un solo trago y
sintió el calor del líquido rojizo expandirse por el cuerpo.
Escuchó el timbre y se levantó con tanta rapidez que un ligero
mareo la obligó a detenerse. Respiró profundo en un intento de
frenar los latidos desquiciados del corazón.
Esa mujer sería su fin, pero qué fin tan delicioso.
Fue hasta el telefonillo y abrió. Esta vez no salió a
recibir a Medea, se quedó sosteniendo la puerta como un
portero de hotel de postín. No quería ver, si acaso estaban, las
dudas en los ojos de su ex. Escuchó los pasos apresurados que
se acercaron, lanzando su cuerpo a un frenesí de palpitación y
calor.
Medea entró y se detuvo, mirando indecisa a Aura,
como intentando adivinar en qué punto estaban. Ella lo
entendía porque hizo lo mismo, buscó en el rostro de su ex el
significado del encuentro. Y entre todas las emociones que se
podían ver, Aura escogió ver el hambre, el deseo sin matices
que Medea no podía esconder, el mismo deseo que ya estaba
siendo dolor entre sus propias piernas.
Cerró la puerta con torpeza, cubrió la nuca de Medea
con las manos y la atrajo hacia sí. Besó el beso que había
esperado tantos años para volver a ser besado, torpe, errático y
atormentado. Cuando las dos lenguas se encontraron como en
un ritual de reencuentro, Aura gimió, desesperada. Fue el
gemido del deseo presente, el gemido de un “al fin”.
Con la lengua, recorrió cada uno de los recovecos de la
boca de Medea, pero no era suficiente, quería tenerla toda.
Se desprendió de los labios de Medea e inició un
camino por su cuello. Recorrió con la lengua los músculos
largos y, no satisfecha, chupó. Escuchó un sonido ahogado e
impotente salir de la boca de su ex. Errática, pasó la lengua
por el mentón, volvió a la boca y atrapó los labios, feroz.
Giró a Medea y la presionó contra la puerta, juntó las
caderas y se removió, incapaz de resistir el impulso de buscar
alivio al deseo que amenazaba con doblarle las rodillas. Sintió
los brazos de Medea rodearla y atraerla hacia sí con fuerza.
Las caderas empezaron una lucha por llegar más lejos, por
ganar profundidad.
Aura comprendió que un roce más y estaría perdida. Se
separó, luchando por por cada bocanada de aire. Miró a Medea
y se vio reflejada en los ojos extraviados, en la respiración
errática. Sonrió.
—¿Cama o sofá? —preguntó con voz quebrada su ex.
—Cama.
Tomó a Medea de la mano y entrelazó los dedos,
presionando con fuerza, como temiendo que un instante tan
ansiado se le fuera a escapar. Tiró de ella y se apresuró a subir
las escaleras de dos en dos. Giró a la izquierda y llegó a su
habitación. Volvió a tirar de Medea hasta tenerla a pocos
centímetros de sí.
—¿Prisa? —preguntó su ex con un aire juguetón.
—Mucha —respondió Aura.
Coló las manos por debajo de la camiseta blanca y se
deshizo de ella con ayuda de Medea. Quiso sentir la delicada
piel pegada a la suya y sin dudarlo, se desprendió del vestido a
toda velocidad. De inmediato sintió las manos de Medea llegar
a la espalda, intentando abrir el sujetador. La detuvo.
—Todavía no.
Escuchó el sonido frustrado de su ex, pero no le hizo
caso porque toda su atención estaba en el sujetador que cubría
los pechos perfectos de Medea. Pequeños para los estándares
actuales, pura perfección según estándares Aura.
Recorrió con delicadeza los brazos de Medea, su
espalda, y cuando llegó al broche, lo desprendió con suavidad.
Deslizó el sujetador por los brazos, disfrutando cada segundo
que la acercaba más a las cimas blancas de coronación rosada.
Primero repartió caricias tiernas alrededor del pecho,
llegó al botón y lo estimuló con un poco más de intensidad. Se
inclinó y dio un primer lametazo, casi como una cata. Escuchó
la lucha de Medea por respirar y la ignoró. Volvió a lamer el
otro pezón, atrapó los pechos entre las manos y pellizcó.
—Eres perfecta. Me muero por comerte —dijo
mirando al rostro contorsionado por el deseo de su ex.
De un plumazo desapareció toda delicadeza. Medea se
lanzó a la boca de Aura, famélica. Se tiraron a la cama
enredadas entre sí. Besaron, mordieron, chuparon con torpeza
y desesperación. Aura abrió la cremallera del pantalón vaquero
de Medea, intentó bajarlo, pero estaba muy ajustado. Se irguió
y tiró de él.
Cuando la tuvo solo cubierta por una braga negra,
experimentó el impulso tonto de detenerse a reverenciar la
vuelta a casa. Reaccionó y volvió a posar la boca sobre un
pezón rosado. Trazó círculos rápidos con la lengua, presionó y
después chupó.
Pasó al otro pezón y cuando tuvo a Medea jadeante y
temblorosa, luchando por rozar sus caderas con Aura, bajó a la
frontera de la braga. Besó la humedad que se veía entre las
piernas, sacó la lengua, plana, y presionó.
Medea intentó mantenerle la cabeza entre sus piernas,
pero ella se lo impidió. Ligeramente erguida, tiró de la braga.
Cuando vio la carne rosada, brillante de humedad, el pulso
entre las piernas de Aura se hizo apenas soportable. Quiso
alivio en ese instante, montar sobre Medea y moverse hasta
que las dos quedaran satisfechas y jadeantes. No lo hizo
porque había algo que quería más.
Se inclinó, sacó la lengua y trazó un canal sobre el
canal, saboreando, movida por la gula, su mejor lugar en el
mundo, su plato preferido, el único sitio al que nunca querría
volver a renunciar.
Deseó gritar a todo pulmón, pero en su lugar siguió
trazando líneas, círculos y electrocardiogramas nacidos de los
movimientos caóticos de Medea. La oyó gemir, casi al borde.
Con un brazo intentó contener la oscilación de las caderas y
con el otro se acercó a la entrada empapada.
Con la punta de los dedos se abrió paso entre los labios
rosados, presionó y se deslizó entre tanta humedad. Contuvo
con más fuerza las caderas de Medea, sacó los dedos y volvió
a entrar, más lejos, con más ímpetu. Una y otra vez, una y otra
vez. Un sonido primario salió de la boca de su ex, las caderas
rompieron toda contención y en los dedos de Aura, las paredes
suaves se contrajeron en una fiesta de espasmos.
Se quedó dentro, presionando. Sintió las piernas que la
atraparon con fuerza y por unos pocos segundos, todo fue
inmovilidad en tensión.
Cuando las piernas se relajaron, sacó con cuidado los
dedos.
—Ven —escuchó.
Miró hacia arriba, hacia el pelo alborotado y el brillo
satisfecho de Medea. La Medea bien follada, una de sus
favoritas.
Se impulsó con las manos y se dejó caer en el pecho
desnudo. De inmediato, los brazos y piernas de Medea la
engulleron y ella deseó tener las llaves de ese fortín de carne y
huesos. Tenerlas para desaparecerlas, lanzarlas lejos y que
nadie nunca pudiera sacarla de ahí.
Pero la mujer en su cama tenía otros planes. Sintió una
pierna colarse entre las suyas y abrirse paso hacia su braga
empapada. La carne sensible volvió a temblar, pero Aura
decidió que había algo que quería más.
—Después, ahora déjame estar aquí —dijo y señaló el
hombro de Medea.
La vio sonreír y acomodarse sobre las almohadas. Ella
deslizó la cabeza en el hombro de huesos largos y cruzó una
pierna sobre el cuerpo que llevaba 12 años echando en falta.
—Siempre te gustó estar así —escuchó.
Medea tenía razón. Ella era su espacio seguro, la
persona con la que mostrarse vulnerable no significaba abrirse
al peligro. Incluso después de tantos años, Aura confiaba sin
reticencias en Medea.
—Es que tienes muy buenos huesos —dijo y depositó
un beso en el hombro que la sostenía.
—¿Solo los huesos?
—No voy yo a contribuir a tu ego, para eso ya tienes el
ejército del pajarito
—Y dale con mi ego, es como si escuchara a mi madre.
No sé de dónde sale esa idea.
—Sí, ¿de dónde, mmm? —otro beso en el costado.
—Que tú hables de ego ya es echarle morro, diputada
—dijo Medea, picada.
Los arrebatos adolescentes de Medea, otra cosa que
extrañó Aura. No se podía venir de dónde venía la mujer a su
lado sin ser un poco absurda, sin adolecer de engreimiento.
Ignacia y Antonio hicieron un magnífico trabajo, pero
el resto del mundo nunca había parado de decirle a Medea
cuán especial era.
El resultado era una mujer formada a conciencia, tal
como sus padres, y ella misma después, quisieron que fuera.
Generosa, leal y sí, con episodios de engreimiento de vez en
cuando. Aura adoraba esa pizca de imperfección. Y pensar que
una vez ella estuvo a punto de destruir todo eso.
No se merecía a Medea, pensó, y luego tembló. Abrazó
el cuerpo con fuerza.
—¿Estás bien? —preguntó Medea.
—Sí, con un poco de frío —respondió, levantándose
—. Espera que nos pongo una manta.
Se inclinó y tomó la manta que había al pie de la cama,
ahora llena de arrugas después de la batalla del sexo.
—¿Tu madre y tú? —escuchó.
Miró a un lado, hacia la única foto de su madre que
tenía a la vista. Ella tendría unos 8 años y su madre unos 28.
La mujer miraba a la niña con lo que todo el mundo llamaría
afecto. La manifestación más evidente de afecto de su madre,
una foto de hacía décadas.
Aura se sorprendió de no sentir las barreras levantarse,
la respuesta habitual cuando le preguntaban por su familia.
—Sí, yo tenía unos 8 años.
—Y ya eras guapa y obstinada.
Aura rió, agradecida a Medea por regalar al momento
un poco de ligereza. Cubrió sus cuerpos con la manta y volvió
a acomodarse en el pecho. Estuvo a punto de suspirar de
placer, pero se contuvo. Estaba rozando el ridículo.
—¿Obstinada? ¿Por una foto?
—Es evidente, observa la mirada. Es la misma con la
que nos pones a temblar desde el estrado.
—Seguro estaba molesta por algo, pasé mi infancia
molesta.
—Estoy segura de que tenías tus razones. Los niños
molestos siempre las tienen.
—Sí, las tenía.
—¿Cómo te has sentido estos días? —preguntó Medea
con suavidad.
—Bien. Sé que está lejos de ser sano, pero la muerte
me hizo reconciliarme con mi madre —hizo una pausa —. O
al menos juzgarla con menos dureza.
—¿Por qué?
—¿Por qué?
—Me refiero a por qué crees que pasó eso, por qué la
juzgas ahora de forma diferente.
—¿No nos pasa a todos? Un hijo de puta muere y de
pronto era una gran persona.
—Tú no eres todos. Tú llevas las rencillas a la tumba,
Au.
Au, volvía a ser Au. Aura sintió que el corazón le iba a
explotar de enternecimiento, pero decidió hacer como si
hubiese escuchado una palabra más. No quería espantar a
Medea con esta nueva versión, sensible y afectiva de sí misma.
—Creo que es porque ya no están las molestias
cotidianas afectándote el juicio. Se gana distancia para ver el
cuadro completo —explicó.
—¿Te pasó lo mismo con tu padre? Aunque disculpa,
realmente no sé si vive.
—No vive y ese sigue siendo un hijo de puta a pesar de
la muerte. Un hijo de puta muerto, supongo que un mejor tipo
de hijo de puta.
Medea no dijo nada, solo la abrazó con más fuerza. Un
gesto perfecto, como solo lo sabía hacer ella.
—Aura.
Sintió el ligero movimiento en su brazo antes de
registrar la voz. Se había quedado dormida, aunque no sabía
durante cuánto tiempo.
—¿Qué hora es?
—Casi las dos. Ya me voy —susurró Medea.
—¿Ahora? ¿Por qué no te quedas?
—Sabes que no es buena idea.
—¿Buena idea? ¿A quién le importan las buenas ideas
a las dos? Venga, vuelve a acostarte.
—Lo siento, tengo que irme.
Fue entonces cuando el cerebro atontado por el sueño
de Aura comprendió lo que estaba sucediendo. Medea no
debía irse, ella quería irse.
¿Por arrepentimiento, por establecer claras las líneas de
lo que eran? ¿Y qué eran? ¿Valía seguir llamando a Medea su
ex? ¿O ahora eran algo más? O algo menos, ¿una
follaenemiga?
Se sintió ofendida y estuvo a punto de responder de
con malos modos, pero se contuvo. ¿Cómo actuaría Medea en
su lugar?
—Lo entiendo, te acompaño.
—No hace falta, quédate descansando.
Medea se inclinó, enmarcó el rostro de Aura con las
manos y juntó los labios durante unos segundos. Otra forma
maravillosa de Medea de decir lo que ella necesitaba escuchar.
El gesto fue suficiente para borrar todo rastro de mal
humor o duda. Esperaría por ella con la obstinación que
siempre le sobró, la esperaría como un acto de expiación
necesario por el daño que causó.
Capítulo 22
Medea se mordió el labio intentando disimular una sonrisa.
La noche anterior ella escuchó a esa mujer que estaba en el
estrado gritar mientras se corría. Y el día anterior a ese, y el
anterior. No parecía que había suficientes días para calmar las
ganas de Aura.
Observó el rictus grave de la mujer diputada, su mirada
casi acusatoria hacia el hemiciclo, sus ropas oscuras, su
solemnidad espesa. Pensó en Aura desnuda, en el hambre con
que la devoraba, en el amor con el que la miraba. El corazón
de Medea se encabritó.
Esa era el tipo de idea peligrosa que debía evitar. Por
esas ideas, la edición anterior de su historia con Aura terminó
con su azul casi borrado.
Pero era tan difícil no creer en el amor de Aura. A su
lado, Medea se sentía amada con ferocidad, sospechaba que la
única forma de amar que conocía esa mujer.
«Señorías, hoy volvemos a tener a la pandilla diversa
pidiendo más privilegios».
La voz de Aura, como siempre que estaba en el estrado
del Congreso, sonaba dura y trascendente. En opinión de
Medea, con exceso de dureza, algo que contribuía a ahondar
en la gran división que estaba alejando a todos.
¿Por qué no era capaz de ver el peligro del odio? ¿El
peligro de convertir todo en un “nosotros contra ellos”? Otra
vez, Medea se sintió asombrada de cómo su cerebro era capaz
de percibir a la Aura diputada casi como un ser ajeno. “El
amor no es congruente”, le diría su padre, “el amor solo existe,
como las enfermedades mortales”.
«Nos dice la pandilla que son derechos humanos, como
si el resto fuéramos menos humanos por no formar parte de su
grupo de cabildeo supremacista».
Los gritos de protestas no se hicieron esperar y eso
solo pareció insuflar más energía a Aura. Medea la vio vestir
una sonrisa helada y, con ojos brillantes, continuó.
«Sí, supremacistas, supremacistas queer. Se tenía que
decir y está dicho. Son supremacistas que creen que solo por
su orientación sexual son superiores al resto».
La cara, se indignó Medea, la cara. Cuando llegó su
turno, fue hacia el estrado a toda velocidad.
«¿Supremacismo, señorita Pérez, supremacismo? Por
favor, lea la historia de los supremacismos y ya después
veremos si le queda vergüenza para venir a repetir sus
palabras».
Medea respiró, intentando calmar la indignación que le
bullía por dentro. Buen día para ser una indignadita.
«Lo que usted llama supremacismo es orgullo y eso les
jode. Nos quieren calladas, agradeciendo cada migaja de
derecho que aparentan darnos. Como desafortunados
mendigos a la puerta de la iglesia, haciendo sentir bien a la
señora de turno».
Medea sabía que estaba empleando un tono igual de
recio que el de Aura, entrando en la retórica del ellos contra
nosotros. Era un error y, a la vez, era inevitable.
«Nos han encerrado, nos han hecho sentir vergüenza,
han hecho que durante siglos ocultemos lo que somos. Cárcel,
experimentos, destierro, muerte, diputada, muerte. Aún hoy
hay lugares en los que puedes morir si metes en tu cama a
quien tu vecino considera incorrecto».
Hoy, Medea no sonreía, ni siquiera con sarcasmo, hoy
escupía fuego.
—¿Sabes qué, Aura? Sí, soy supremacista,
supremacista de mí misma. Sí creo que la Medea lesbiana es
mi mejor versión. No mejor que nadie, solo mejor a todo lo
que hubiera podido ser de no haber nacido lesbiana.
«Aura», la había llamado por su nombre y desde el tú
en el estrado, vaya metida de pata. Medea supo que en ese
punto no tenía más alternativa que tirar para adelante.
«Y por una vez, mi supremacismo, nuestro
supremacismo, sí es mérito compartido. Nos ponen tantos
obstáculos por el camino que, al final, nos hacemos
campeonas al superarlos. ¡Viva el supremacismo queer, el
supremacismo de ti misma!».
Cuando bajó del estrado, con el corazón desbocado y
las carnes en temblor, no pudo evitar mirar a Aura. Y ahí
estaba, sonriendo para ella la sonrisa de ojos que no llegaba a
los labios y que quizás solo Medea podía identificar.
La adrenalina del momento no mermó. Sintió la sangre
moverse al ritmo beligerante y excitado de su primer día en el
Congreso. Disimuló una sonrisa ladeada que le moldeó los
labios y se apresuró a llegar a su puesto.
Sin proponérselo, sus ojos se posaron en Clara. La
expresión de forzada complacencia no engañó a Medea. Le
esperaba una reprimenda y, en esta ocasión, Clara tenía razón.
Estaba en la filosofía fundacional de Nueva Izquierda evitar el
discurso del ellos contra nosotros. Clara era la primera en
pisotear esa idea día sí y día también, pero para Medea era un
principio que, más que una aspiración, era un reflejo de la
realidad.
En la vida real, la gente se levantaba e intentaba vivir,
o sobrevivir, lo mejor que podía. Los bandos y sus
enfrentamientos los creaban, oportunamente, los políticos.
¿Qué sería de un político sin un nosotros? La nada.
En los últimos años, también había surgido un nuevo
grupo de beneficiarios de los enfrentamientos. Estos estaban
en las redes y, por un clic y una visualización, eran capaces de
decapitar a su madre en público.
¡Dios de los ateos!, ya hablaba como una mezcla de
Aura e Ignacia, se lamentó Medea. También se preguntó si esa
noche iría a la casa de las sierra, si sería invitada. Algo le decía
que lo que acababa de suceder en el estrado no era casual.
Esa idea la volvió a tener en la tarde, cuando ya frente
a Aura, ambas volvieron a mirarse con el cuidado propio de
quien no sabe qué esperar.
—¿Todo bien? —preguntó Aura con la actitud que
otros empleaban para acusarte de un delito.
—¿Por qué dijiste todo eso?
—Porque es verdad. Y porque yo soy yo a pesar de
nosotras.
—No es verdad, ¿cómo puedes pensar que algo así es
verdad?
—Vamos a sentarnos, que no sé qué manía nos ha
entrado de hablar en la puerta siempre —dijo Aura.
Caminaron hacia el salón y Hércules apenas le dio un
movimiento de la cola. Si necesitaba alguna prueba de la
frecuencia con que iba a la casa de la sierra, ahí estaba.
Aura ya estaba en el sofá cuando la escuchó hablar.
—Siempre me has visto criticar a grupos que buscan
privilegios, Medea. Hoy solo toqué más cerca de casa. Y sabes
que me refería a todos esos que siempre están pululando
alrededor del gobierno, ¿no ves cómo viven a costa de una
causa?
Qué diferente esta Aura de la del estrado, pensó
Medea. Una intentaba explicar, la otra crear el mayor
espectáculo posible. Se acercó y se sentó a su lado en el sofá.
—Aura, muchos de ellos llevan décadas de activismo,
incluso cuando eso podría meterles en grandes problemas.
Activismo luchando por derechos, también tus derechos, no
privilegios. ¿Y crees que quien te escucha se para a hacer la
distinción? En el cerebro de todos solo queda la idea de que la
comunidad es supremacista y busca privilegios.
—Es de primero de política: mensajes cortos, simples y
memorables. Si es controvertido, mejor. Es todo un
espectáculo en realidad —dijo Aura con cansancio.
—¿No te da un poco de asco?
—Mucho, pero es lo que hay. Me limito a jugar mejor
el juego que inventaron otros.
—Un juego peligroso, puede causar mucho daño.
—¿Me creerás si te digo que lo entiendo? Tú me
conoces desde el comienzo, Medea, pero resulta que tener
sentido común no da votos.
Aura habló con calma, casi para ella misma. Se estiró
en el sofá y reposó la cabeza en las piernas de Medea.
—Resulta que mientras más subes el tono, mientras
más controvertido sea tu discurso, más te adoran las encuestas.
La gente quiere espectáculo, no aburridos empleados públicos
haciendo bien su trabajo. Nos merecemos lo que tenemos.
Había algo de verdad en el discurso de Aura y, como
tantas veces sucedía con la verdad, eso no lo hacía correcto.
—Que te jaleen durante una pelea no hace la pelea
correcta, Au —dijo mientras acariciaba el pelo cuervo sobre
sus piernas.
—Y aquí estamos otra vez, doce años después —dijo
con amargura Aura.
—¿Qué quieres decir?
Durante varios minutos, Medea esperó una respuesta.
—Nunca voy a ser lo suficientemente buena para ti,
¿verdad? —escuchó al fin.
—Tú no eres buena para mí ni yo para ti, pero no
porque no seas suficiente, lo sabes.
—Yo no sé nada, Medea. Solo sé que llevo media vida
sintiéndome indigna de ti —dijo y sonrió una sonrisa triste —.
¿Sabes por qué decidí huir de lo que teníamos?
A su pesar, Medea sintió que todos los músculos de su
cuerpo entraron en tensión. Era un tema que hasta ahora
habían evitado, como tantos otros. Un campo minado, así era
la relación entre ellas.
—Porque ya no aguantaba más la comparación, el estar
evaluando constantemente lo que decía o hacía por si tú lo
veías mal.
—Solo debatíamos, Au. No te juzgaba.
—Lo sé, pero eso no evitaba que me sintiera la peor
persona. Y después conocí a tus padres.
—¿Qué tienen que ver mis padres?
—Nada, solo tiene que ver conmigo y contigo. Cuando
conocí de dónde venías, supe que nunca podría presentarte a
mis padres, nunca me arriesgaría a verme como un caso de
caridad ante tus ojos.
—¿Me rompiste el corazón por ego?
—Un poco sí —respondió Aura con los ojos
empapados de unas lágrimas que le rodaban por las mejillas y
llegaban a las piernas de Medea.
—Mi padre era un hijo de puta violento que tenía a mi
madre aterrorizada. Y mi madre, pobre mujer, pensaba que era
normal, que así eran los hombres. El día que mi padre murió,
también de un infarto, ya ves tú, esperé el tiempo justo para
llamar a la ambulancia. El tiempo justo para que nadie pudiera
salvarlo.
La confesión paralizó a Medea. Había escuchado algo
terrible y valiente. Había sido testigo del mayor acto de
entrega de Aura y, al final de todo, no sabía cómo se sentía.
En ese momento, deseó ser su padre, tener su brújula
moral y su capacidad para ver lo importante en medio del
caos. Pero ella solo era Medea que se parecía a Antonio,
Medea que a pesar de todo amaba a Aura.
Se inclinó sobre sus piernas, tomó el rostro de Aura
entre las manos y le besó la frente. Se quedó así un rato,
escuchándola llorar en silencio.
Más tarde, cuando Aura le preguntó si se quedaba a
pasar la noche, Medea dijo que sí.
Capítulo 23
Aura terminó de aparcar en la sede del Frente por la Patria e
inmediatamente sintió que su cuerpo se preparaba para la
batalla. A primera hora, recibió la llamada de Juan Antonio, el
presidente, convocándola a una reunión privada. Había estado
esperando esa llamada durante dos días. No la temía; temía a
muchas otras cosas.
Aura sabía más que esperar caminos despejados,
semáforos en verde o un hueco para aparcar en el centro. Ella
era más de aprovechar todo si se presentaba, pero siempre con
un plan B para los jodidos atascos. No con Medea.
Con Medea Aura no lograba formar planes B. Le
aterrorizaban los planes B. Con obstinación se negó a pensar
en cualquier posibilidad que no fuera seguir disfrutando de la
burbuja que ella y Medea construían cada noche. Una burbuja
rodeada de agujas, lo sabía, pero solo quería un poco más de
tiempo antes de tener que reconocer su existencia.
Por eso, cuando comenzaron los primeros rumores en
las redes sociales, los ignoró. Las fotos de ella y Medea
mirándose durante una sesión del Congreso, las fotos de ella
mirando a Medea, de Medea mirándola a ella… Unos meses
atrás, Aura nunca habría dejado pasar un hecho así de brazos
cruzados. La Aura intoxicada de Medea lo achacó a la
obsesión de las redes por la mujer que cada noche tenía en su
cama. Cada noche, pero no ayer.
Era frecuente que fotos semejantes se hicieran virales:
imágenes donde hombres y mujeres por igual miraban
embobados a Medea. Guapa, simpática y rica parecía ser la
combinación ganadora para tener babeos visuales.
Pero hacía dos días, habían pasado de ser menciones
marginales a convertirse en una tendencia en redes sociales a
la que se sumaron miles de personas y bots. Incluso habían
inventado un nombre para ello, AuDea. Si Aura pudiera,
tomaría el teléfono de todos esos adolescentes flojos y los
tiraría al mar. Después, por supuesto, vendrían las acusaciones
de terrorismo ecológico, pero qué a gusto se quedaría.
Sabía que la mejor estrategia era tomar con humor la
situación, restarle importancia ante los medios y desviar la
atención hacia otro supuesto escándalo, pero la realidad es que
sintió miedo. Y el miedo le hizo sentir débil y todo la llevó a
experimentar vergüenza.
Porque por una vez, Aura se había negado a admitir la
realidad de que casi siempre había sacrificios que hacer,
víctimas secundarias, daños colaterales.
Mucha gente creía que ella lograba todo lo que se
proponía en la vida. No era cierto; ella, y todos, alcanzaban
sus objetivos en la misma medida en que estaban dispuestos a
hacer sacrificios. Y ahora, Aura no se sentía capaz; creyó que
sí, pero no, no todavía.
Lo que estaba en juego era demasiado importante
como para sacrificarlo. ¿Medea o toda su vida dedicada a una
misión? No había forma de tener ambos sin antes destruir uno.
De ahí venía el miedo y la sensación de acorralamiento.
Cuando habló con Medea el día anterior, le dijo que no
podrían verse porque había surgido un viaje inesperado.
Además, le daría tiempo a estar con sus padres, de paso por la
ciudad. Qué patético.
Medea no se lo creyó, por supuesto, pero hizo como
que sí. Porque era ella y Medea perdonaba las debilidades
ajenas en la misma medida en que se recriminaba las propias.
“Te quiero”, se atrevió a decir Aura al despedirse, una
verdad y una súplica que esperaba que Medea supiera
interpretar.
«Lo sé», respondió la voz al otro lado de la línea. Tan
simple y tan poderoso.
Con el recuerdo de la voz de su amante, salió del
ascensor y se adentró en la sede de Frente por la Patria.
Pisando con fuerza los tacones, moviendo el cuerpo con el
poderío que había aprendido a usar desde hacía mucho tiempo.
Ella no era Medea, ella usaba todo lo que tenía a su alcance.
Atravesó el control de seguridad y repartió saludos con
austeridad. Pensó en pasar antes por su oficina y saludar a
Gertru, su asistente, pero lo descartó, prefería comenzar con
todo de una vez. Fue directa hasta la puerta de Juan Antonio,
deteniendo con un gesto de la mano a su secretario que intentó
interrumpirla. En la puerta entreabierta dio un toque decidido
con los nudillos y entró.
—¿Presidente? —cateto, pensó.
Juan Antonio, con su pelo castaño perfectamente
recortado, la cara impoluta y una sonrisa de circunstancias, se
levantó para darle la bienvenida. Con un gesto de la mano,
Aura le dio a entender que no era necesario, pero Juan Antonio
salió de detrás del escritorio y le dio dos besos.
—Aura, bienvenida. No nos vemos mucho
últimamente.
Lo que significaba que ya no pasaba las noches
encerrada en la sede inventando cómo aumentar la popularidad
de un hombre que tenía por mayor mérito decir la primera
chorrada que le pasaba por la cabeza. Cosas tan tontas que, por
fuerza, le auparon a la categoría de pensador independiente.
De rebelde. Ja, el nivel.
—Los dos ocupados haciendo un país mejor,
presidente.
Aura nunca bajaba la guardia delante de Juan Antonio,
ni delante de nadie. Siempre era la militante perfecta, la
creyente sin fisuras en la religión de un partido. Todos sabían
que era una fachada, pero nunca podrían demostrarlo. Solo
delante de Medea ella se mostraba toda.
—Así es, así es. Por favor, toma asiento.
Vio a Juan Antonio cerrar la puerta de la oficina y
volver a su silla detrás del escritorio. Carraspeó y tomó el
móvil en las manos, lo miró y frunció los labios.
—Te preguntarás para qué es esta reunión.
Aura sintió que el mal humor le empezaba a colonizar
el pecho. Qué cobarde era ese hombre. Con esfuerzo, añadió
una gota más de placidez en su expresión.
—Siempre que me llamas, aquí estoy, Juan Antonio, ya
lo sabes.
—Así es, así es —repitió como un autómata y dio dos
toques con el móvil en la mesa—. Verás, seguro has visto esa
nueva ocurrencia en las redes. Te vinculan a la pija esa de
Nueva Izquierda.
Juan Antonio hizo una pausa y miró a Aura, esperando
un comentario.
—Sí, cosas de la redes, ya sabes. Nadie lo recordará la
semana próxima —concedió.
Si no le facilitaba el camino, el muy gilipollas era
capaz de retenerla todo el día para decir dos frases sin
sustancia.
—Hay otro problema que debes conocer.
Juan Antonio volvió a hacer una de sus pausas
innecesarias, pero en esta ocasión había algo diferente. No
estaba incómodo, no, él estaba disfrutando del momento.
Venían problemas, pensó Aura, lo sentía en sus huesos.
—Me han enviado unas fotos. Fotos tuyas. Las van a
publicar mañana y podrían causarnos muchos problemas.
Una ola fría la recorrió y, de inmediato, todas sus
defensas se pusieron en alerta. Su cerebro, funcionando bajo
estrés, barajó decenas de posibilidades en milisegundos.
¿Dónde las habían obtenido? Nunca habían dejado la casa de
la sierra, ¿quizás alguien reconoció a Medea dentro del coche?
O la puerta quedó entreabierta en algún momento, ¿un dron?
—¿Qué fotos, Juan Antonio? —preguntó con el tono
de quien ya no quiere andarse con rodeos.
Lo vio desbloquear el móvil con la huella y clicar dos
veces. Se lo alcanzó en silencio, con los labios apretados y una
actitud contrita. Hipócrita.
Ella sostuvo el móvil con fuerza, negándose a mostrar
el más mínimo temblor. En la pantalla se vio a sí misma frente
a una edificio que reconocería en cualquier tiempo, en
cualquier dimensión. Ella frente al telefonillo de Medea,
robando una nueva oportunidad.
Pasó a la siguiente imagen, Juan Antonio habló en
plural, y se volvió a mirar frente al mismo edificio, pero horas
más tarde. El pelo en rebeldía, las mejillas ardientes. Eufórica.
Feliz.
¡Malditos buitres! ¿Cómo se atrevían a manchar un
momento así? Aura se sintió expuesta y por un instante se
permitió mirar de frente toda la rabia que le bullía dentro.
Después levantó con suavidad la cabeza y miró a Juan
Antonio.
—No entiendo, ¿hay algo más que quieras enseñarme?,
¿qué tienen estas fotos de especial? —preguntó, inocente.
—Ese es el edificio de Medea Martí.
—Sí, lo sé. Me lo comentaron los amigos a los que
visité.
Juan Antonio sonrió, aunque más que sonrisa era una
mueca.
—¿Tú y ella se conocían, cierto? Lo escuché en una
entrevista que te hicieron.
—Sí, de cruzarnos en algún bar con amigos comunes
—ahora fue Aura la que hizo una pausa—. Presidente, creo
que no estoy comprendiendo, ¿hay algo que quiera decirme?
La vuelta a la formalidad era indispensable. Aura
necesitaba un poco de control ya.
—Mira, Aura, no me voy a andar con rodeos. El
Express va a publicar estas fotos y el enfoque va a ser que
entre esa señorita y tú hay algo.
—¿Algo? —se rió— ¿algo como qué?, ¿una
conspiración para tomar el poder? Qué ocurrencias.
Aura solo estaba ganando un tiempo extra, pero el
partido eventualmente acabaría. Cuando la prensa olía algo,
eran sabuesos incansables. Pero ella necesitaba esos cinco
minutos más para, al menos, no perder.
—Algo íntimo, Aura. Ya sabes que nosotros aceptamos
a las personas homosexuales. No es como dicen los rojos.
Mira a Ana, eh, Ana es una más de nosotros —insistió,
exaltado—. Pero esos comentarios en tu caso pueden
dañarnos. Ya sabes que una parte de nuestros votantes son más
reacios a estas cosas modernas.
“Cosas modernas”, la homosexualidad era una “cosa
moderna”, ironizó Aura. El día que Juan Antonio, seguro bajo
tortura o chantaje, leyera un poco de historia, su expresión de
idiotez permanente pasaría al siguiente nivel, pro level.
—Lo entiendo, presidente —respondió casi con
dulzura—. Yo me ocuparé de manejar el asunto. Si antes pude
controlar el daño por las fotos de la señorita Ruiz, esto no será
menos.
Con placer, vio el párpado izquierdo de Juan Antonio
temblar. Su expresión se endureció, pero Aura percibió el
miedo a punto de salir a la superficie.
Señorita Ruiz, profesionalmente Mistress Victoria
Crimson, era una dominatriz a la que Juan Antonio visitó en
varias ocasiones, antes de que Aura consiguiera las fotos.
Mistress Victoria parecía ser una chica muy talentosa si la
expresión de dolor orgásmico que tenía el presidente era un
indicio.
Después conocería que una de las búsquedas más
frecuentes del presidente desde su móvil era “mujeres con
pene”, pero eso Juan Antonio ya no lo sabía, esa información
formaba parte de un archivo mayor que ella se aseguró de
acumular durante años. Su salvoconducto, su paso a muchos
pases.
—Entonces esto es todo, Aura. Solo quería avisar para
que no te cogiera de sorpresa —añadió, abrupto, Juan Antonio.
—Gracias, presidente —dijo y se puso de pie,
sonriente—. Seguimos haciendo mejor patria.
Él asintió con la cabeza y evitó mirarle a la cara. Aura
dio media vuelta y salió aparentando haber recibido la mejor
noticia del mundo. Tomó a la izquierda, hacia su oficina.
Llegó y saludó a Gertru, una mujer que llevaba una década a
su lado y la conocía igual de bien que todos en el partido,
nada.
Abrió y cerró la puerta de la oficina con delicadeza.
Cuando estuvo segura de que nadie podría verla, se apoyó
contra la puerta que acababa de cerrar y respiró profundo.
Sintió el corazón luchando contra los barrotes del pecho y
reconoció la angustia del que presiente lo peor. Seguía sin
planes, ella, sin planes, y todo por el miedo paralizante de
perder a Medea.
Escuchó un toque en la puerta y alguien al otro lado
intentando entrar. Si Gertru no le avisó, tenía que ser alguien
conocido. Deseó tener el poder de salir volando por la ventana,
pero tuvo que conformarse con abrir. Ana.
—Ana, ¿qué sucede? Ahora mismo estoy ocupada.
—Tenemos que hablar.
Aura se quedó mirándola en silencio unos segundos y
enseguida comprendió que se avecinaba un problema más.
Suspiró, resignada, y con un gesto del brazo la invitó a entrar.
—Yo sé qué es lo que te mostró hoy Juan Antonio —
dijo sin dar tiempo a que ninguna tomara asiento.
Aura volvió a mirarla y se preguntó quién más dentro
del partido estaría al tanto de las imágenes. Daba igual,
concluyó, al día siguiente lo sabrían todos.
—¿Sí? Bien por ti. Yo no le acabo de ver la gracia.
—También sé que lo que sugieren es verdad. Mira —se
apresuró a añadir, levantando los brazos—, no tienes que
confirmarlo, no me interesa, aunque sé que es verdad. Y
aunque no lo creas, me alegro mucho por ti.
Aura intentó saber si estaba ante una aliada o una
enemiga disfrazada de aliada, pero decidió que sabía
demasiado de Ana como para que la mujer se arriesgara a
sufrir las consecuencias de una traición. Ese era el problema
con Ana y, de forma imprevista, con ella misma: amaban y
amar era una fuerza grandiosa. Y amar era un gran lastre.
—¿A qué viene todo esto, Ana? —respondió sin
admitir, pero tampoco negar nada.
—A los de Express los puso sobre la pista alguien de
Nueva Izquierda. La cosa viene de dentro.
Aura deseó poder experimentar sorpresa, guardar cierta
duda, pero llevaba demasiado tiempo en política. Había visto
traiciones en todas sus formas, formas nauseabundas, y Nueva
Izquierda solo era nueva por fecha de nacimiento. Medea, con
la inocencia propia de quien nunca ha necesitado traicionar, se
sentiría devastada.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Medea.
—El sobrino de Alicia trabaja en Express y se lo dijo
—respondió Ana.
Alicia, la mujer de Ana.
—¿Así, sin más? —insistió Aura.
—Tenemos un acuerdo, nos pasamos información que
interese a ambos —explicó Aura.
Era una práctica común y Aura misma la había
ejercido. De ética dudosa y utilidad indiscutible. Pero había
algo más importante en todo este asunto que ella quería saber.
—¿Por qué me dices esto, Ana? ¿Qué quieres a
cambio? —preguntó Aura.
—Aura, hemos sido más que compañeras de trabajo.
No nos quisimos, nunca fue de eso, pero no te acuestas con
alguien sin que quede un vínculo, aunque sea uno pequeño. Y
si esa razón tú no la entiendes, entonces te diré que me caes
mejor tú que el homófobo hipócrita de Juan Antonio. Y Medea
Martí me cae mejor que ambos, ya ves tú —confesó Ana.
Aura sonrió, quizás la primera sonrisa real que
mostraba delante de Ana.
—Sí, esa pija progre tiene el peligro de caer bien —
respondió parodiando a sí misma.
Ana la miró entre atónita y divertida.
—Mucha suerte —le deseó.
Aura se limitó a asentir con la cabeza. La vio partir y
cuando estuvo segura de que estaba lejos, tomó el móvil y
abrió la aplicación de mensajería.
Aura_11:09
¿Te puedo llamar en 30 min?
No esperó respuesta, se aseguró de llevar todas sus
cosas encima y salió por la misma puerta que 15 minutos antes
había atravesado en dirección contraria. Se detuvo a decir a
Gertru que volvía después del mediodía y, como siempre, su
discreta asistente se limitó a asentir.
Bajó hasta el parking y solo cuando estuvo dentro del
coche, se atrevió a volver a mirar el móvil.
Medea_11:13
Ok.
Se puso en marcha buscando un lugar seguro en el que
hablar. No confiaba en exceso en la seguridad de la sede y
sentía cierto reparo en hablar con Medea desde un lugar tan
manchado.
Medea, que estaba a punto de descubrir que los puñales
que más duelen son los que salen de casa. Una vez más, Aura
deseó poder protegerla, pero en este caso Medea era la que
tendría que decidir si protegerla o no a ella.
Capítulo 24
No sabía Medea si, en el tiempo de quien ama, las horas
tenían otro significado. Para ella, dos días se estaban
volviendo eternos y media hora era una particular forma de
infierno. Dos días de dudas, dos días de sentir el peso de quien
espera el peor desenlace.
Desde que Aura le pidió no verse por una excusa traída
de los pelos, Medea se encontraba como el condenado a
muerte: viviendo en la constante expectativa del último día.
Solo este hecho hablaba del tipo de relación que mantenían.
¿Hasta cuándo continuarían concediéndose el privilegio de
amar? ¿Cuándo derrumbaría la realidad la fantasía?
Al menos sus padres habían ido a visitarla y eso puso
unas pinceladas de azul en unos días grises. Estaban de paso,
le dijo Ignacia como para justificar su debilidad. Su padre,
siempre abierto a la emoción, confesó que la extrañaba como a
una parte de sí. Y ella a ellos, volvió a pensar Medea.
Miró el móvil: faltaban siete minutos para la hora
acordada con Aura. Impaciente, se levantó de su puesto en esa
especie de oficina colectiva que habían montado en el partido.
Que la llamasen pija, pero era un asco pasar horas a la vista de
todos.
Se dirigió a la sala de conferencias que había reservado
para tener un poco más de privacidad. Se aseguró de cerrar
bien la puerta y volvió a mirar el teléfono. Faltaban dos
minutos.
Decidió que ya había esperado suficiente. Sin sentarse,
llamó a Aura. El segundo timbre quedó cortado cuando ella
respondió.
—Hola —escuchó a Aura decir con una ternura nueva.
—Hola, ¿cómo estás? —preguntó Medea, aferrándose
al móvil como si de ese modo pudiera tenerla un poco más
cerca.
—Bien, bien. ¿Qué tal Ignacia y Antonio? ¿Cómo fue
la visita?
—Muy bien, se van hoy por la tarde. Comeremos
juntos antes de que se vayan. ¿Estás segura de que estás bien?
La pausa que siguió fue suficiente para llenar a Medea
de resignación, otra prueba de que ella, con Aura, siempre
estaba esperando el final.
—Hoy supe algo que no te va a gustar.
—A ti no te han enseñado a dar malas noticias. No se
quita la tirita poco a poco, se desprende de un tirón.
—Mañana, el Express va a publicar unas fotos mías
entrando y saliendo de tu edificio. Quien puso sobre la pista a
esas aves carroñeras fue alguien de Nueva Izquierda.
—¿Cómo puedes saber eso? ¿Quién te lo dijo?
No podía ser, había algo extraño en esa historia,
comenzó a sospechar.
—Las fotos yo las vi, me las enseñó Juan Antonio. Lo
disfrutó el muy hijo de puta. De dónde venía todo, me lo dijo
Ana. Aparentemente, le caes muy bien.
Medea ignoró el retintín de la última frase y también
los celos inoportunos que la sola mención de Ana le
provocaba. Ese día, y siempre, había cosas más importantes
que las emociones estériles de los celos.
¿Podía creer en las palabras de Aura, sin más? Eran sus
compañeros. Era Clara, la única que las había visto juntas en el
pasado.
—¿Puede ser que nos la están liando? —preguntó.
Era paradójico, pero en ningún momento se preguntó si
Aura era quien estaba moviendo los hilos. Esa mujer era muy
capaz de romperle el corazón, pero no con una puñalada
trapera.
—Las fotos existen, yo las vi. Mañana sabremos si las
publican, tengo pocas dudas. Y el vínculo con Nueva
Izquierda —Aura hizo una pausa—, no creo que Ana me
mintiera, Medea.
—Pero alguien sí pudo darle información falsa a ella.
—Sí, la posibilidad siempre existe, igual que existe la
posibilidad de que sea real. Dime algo —la voz de Aura se
volvió cuidadosa—, ¿Clara era la única que sabía de nuestro
pasado? ¿No se lo has comentado a nadie más?
—¿Me crees capaz de haber ido contando lo nuestro?
—No, pero tenía que preguntar.
—No, no tenías que hacerlo, pero déjalo, da igual.
Clara no es asunto tuyo. Esas fotos no prueban nada, así que
no te preocupes.
Clara era muy capaz de hacerlo, las fotos podían ser
solo el primer hilo que llevaría a desenredar la madeja y toda
la escena olía a final. Pero cuando las cosas duelen demasiado,
cuando asustan de más, el primer impulso es negarlas.
—Las dos sabemos que no es así. Y yo tengo que
pedirte algo que no te va a gustar, Medea. A mí tampoco me
gusta pedirlo.
—Recuerda cómo se dan las malas noticias, Aura. La
clase la impartí hace muy poco.
Por primera vez desde que comenzó la conversación,
Medea se sentó. Estaba cansada, como si por fin las emociones
de más de una década alrededor de una mujer le pasaran
factura. Inclinó la espalda y apoyó los codos en las piernas,
creando una falsa sensación de intimidad.
—Diré que fui a ese edificio a visitar a unos amigos.
Quiero que, al menos, no lo niegues.
—¿Y después qué, Aura? ¿Qué otra mentira tendremos
que inventar? ¿Cuántas otras veces estarás en un supuesto
viaje que nos impida vernos? ¿Cada vez que alguien desde un
cuarto húmedo escribe un mensaje en redes que nos vincula?
—Yo buscaré una solución, te lo prometo.
—No hay solución porque lo único que tú verás como
solución no lo es para mí. Yo no voy a esconderme, no voy a
negarte, no voy a mentir. No voy a vivir mi vida así, no voy a
contribuir a que vivas tu vida así.
—No lo hagas, Medea, por favor, por favor. Déjame
solucionar esto.
La desesperación en la voz de Aura hizo dudar a
Medea, pero pensó en el futuro y pensó en el pasado. Decidió
que amar a alguien no significa inmolarse. A veces, amar a
alguien significa renunciar a ella porque, de no renunciar, el
amor se vuelve vinagre. Y los halagos pasan a ser reproches, el
dar pasa a ser renuncia, la felicidad empieza a parecerse
mucho a la amargura.
Aura no iba a renunciar nunca a su carrera, nunca la
pondría en riesgo. Entre su carrera y Medea, Medea siempre
iba a perder. Y eso era una mierda y Medea no lo merecía.
—No, no puedo hacerlo, Au. No voy a pasar por lo
mismo otra vez.
—Yo te amo, Medea. Yo arrasaría todo por ti.
Dejó que las lágrimas corrieran libres, se permitió
sentir una vez más el amor de Aura; un amor como un volcán,
intenso, poderoso, destructivo.
—Lo sé, también sé que hay una única cosa que no
destruirás por mí. Y está bien, siempre lo he sabido, solo que
ahora no puedo más.
Esta vez no hubo más palabras y el silencio se extendió
hasta que se hizo respuesta. Medea colgó, devastada. La
segunda vez que terminaba con el corazón roto por la misma
mujer, solo que en esta ocasión lo decidió ella. El hecho no le
hizo sentir mejor.
Se quedó unos minutos más en la sala, secando las
lágrimas y componiéndose para salir al exterior. Mañana vería
si las fotos se publicaban, mañana vería qué haría con Clara.
Hoy necesitaba ver a sus padres, dejarse abrazar por la dulzura
de Antonio y la fiereza de Ignacia. Salió y se dirigió a su
escritorio.
—Dea, ¿podemos hablar? —escuchó la voz de Clara a
su espalda.
—Ahora es imposible, Clara, mis padres me esperan
—respondió sin mirarla.
Tomó el bolso y la chaqueta gris que había dejado en
su puesto. Lanzó una última mirada a Clara, de pie en medio
del pasillo. Su amiga, que a veces se parecía demasiado a una
enemiga.
Sin esperar un comentario, se dirigió al ascensor. Bajó
hasta el estacionamiento y buscó el coche. Como siempre, el
olor de partículas concentradas le revolvió el estómago. Si
había un lugar que a Medea le parecía horrible, era un
aparcamiento.
Ya dentro del coche, se dirigió a la salida. Con un
movimiento de cabeza, se despidió del chico de seguridad
apostado en la garita. Subió la empinada pendiente que llevaba
a la carretera y se detuvo casi en vertical, impedida de avanzar
por un coche que tenía enfrente. Cada vez que ocurría una
situación así, Medea se sentía insegura. Miró por el espejo
hacia atrás, por suerte no venía nadie. El coche del frente se
movió y ella le siguió, sintiendo el esfuerzo del vehículo para
sortear el final de la pendiente.
Se detuvo en el paso de peatones que había antes de
ingresar a la carretera. Miró a ambos lados de la calle y esperó
a que una pareja con un bebé pasara. A punto de ponerse en
marcha otra vez, vio a un chico con gorra, chaqueta y
pantalones cortos correr para cruzar. El chico se detuvo
delante del coche y comenzó a gritar. Cuando Medea vio el
movimiento del brazo, por instinto se cubrió el rostro y se
lanzó al asiento de al lado. Primero, el estruendo del disparo
pareció perforarle los tímpanos, después sintió la perforación
real. El dolor fue un incendio que la dejó sin aliento,
paralizada. Tembló buscando aire, aferrándose a seguir
presente, a comprender qué había pasado, pero la realidad fue
haciéndose cada vez más pequeña, hasta que solo hubo
espacio para pensar en sus padres, esperándola en vano.
Después, la nada.
Capítulo 25
Hacía mucho tiempo que Aura no estaba en la casa de su
madre. Después de su muerte, había estado solo una vez,
asegurándose de dejar todo en orden para mantenerla cerrada.
Todavía estaba tal como la dejó ella, cuando su
corazón agotado le obligó a abandonarla. La casa, un objeto
inanimado al que su madre había dedicado infinidad de
cuidados.
Qué absurdo todo. Qué vida malgastada.
Aura aborrecía ese lugar; poca luz, mucha humedad y a
reventar de malos recuerdos. Nada bueno le había ocurrido
dentro de esas paredes. Ese día, el armario de los recuerdos
negativos había alcanzado una nueva dimensión.
Si por ella fuera, le prendía fuego allí mismo y la vería
arder. La casa no tenía la culpa de la pérdida de Medea, pero
se sentía como el medio perfecto para canalizar el dolor.
¿Cómo se le ocurrió ir a ese sitio para hablar con ella?
Quedaba cerca de la sede del partido. Para ahorrarse unos
kilómetros de viaje, habló con el amor de su vida desde un
lugar que solo atraía desgracias.
Enfurecida, pateó el sofá. Una y otra vez. Se sentía
bien, se sentía algo diferente al abismo sin fin de volver a
perder a Medea. Se percató de que había estado gritando y se
apresuró a cubrir su boca con la mano. Los sonidos apagados
de animal herido no podían seguir, tenía que volver a tomar el
control. Mordió el dorso de la mano con fuerza, ejerciendo
cada vez más presión.
En un segundo plano, escuchó la alerta de una
aplicación de noticias en su móvil. Disminuyó la presión de la
mordida, pero no rompió el contacto con el cacho de carne y
huesos.
Se tendió en el sofá con olor a guardado y se hizo un
ovillo. Sabía que tenía que soltar la mano, pero no se sentía
capaz. En ese instante, era lo único que la mantenía a flote.
Volvió a escuchar una alerta en el móvil y, un minuto
después, recibió una llamada. Había algo reconfortante en
dejarlas pasar, en ocultarse en el lugar perfecto para llegar al
fondo de su infelicidad. Aura sintió el deseo de quedarse ahí y
no tener que enfrentar el peso de su indecisión nunca más.
No pudo, así de simple. Confrontada a elegir entre
Medea y una vida dedicada a una misión, Aura no pudo elegir.
Y Medea eligió por ella, la dejó sola con sus batallas y sus
propósitos superiores. La dejó sola, amándola. Quería tanto
odiar a Medea, pero su peor castigo era que solo podía amarla.
Era imposible no amar a Medea, ser amada por Medea
y no desear sentir ese éxtasis toda la vida.
Pero quizás las cosas estaban siendo como debían ser.
Quizás su primera premonición era cierta: ella no era digna de
Medea. No era lo suficientemente buena, ni lo suficientemente
valiente.
¿Cómo decía el comunista ese? Los amores cobardes
no llegan a amores ni a historias, se quedan allí. Pues iba a ser
que, por primera vez, un comunista tenía razón.
Maldito móvil, no dejaba de sonar.
Aura se incorporó y, con desgana, tomó el móvil que
había dejado en el sillón de al lado. La pantalla estaba llena de
notificaciones de prensa. Tenía varios mensajes de WhatsApp,
la mayoría de Ana. Algo ocurría.
Hizo clic en una de las notificaciones. Los titulares
abrieron la puerta a todos los infiernos:
“Tiroteo en la sede de Nueva Izquierda. Se reporta un
herido”
“Medea Martí, herida de gravedad en un atentado en la
sede de Nueva Izquierda”
“Al grito de «supremacista», un hombre dispara contra
Medea Martí”
“Detenido el autor del atentado contra Medea Martí”
Aura se puso de pie y, de inmediato, la sensación de
desvanecimiento y asfixia le hizo volver a sentarse. Miró el
teléfono que temblaba al ritmo de sus manos. ¿Dónde habían
llevado a Medea? Estaba segura de que en alguno de los
periódicos aparecía la información.
Le desesperaba perder tiempo buscando el dato. Pensó
en Ana, que seguro la estaba llamando tras conocer la noticia.
Con dificultad, acudió al registro de llamadas perdidas e hizo
clic sobre el nombre de Ana.
Al cuarto timbre, Aura gruñó frustrada. Colgó con un
gesto brusco y abrió uno de los enlaces de noticias. Todavía no
había terminado de cargar todo el contenido cuando el teléfono
comenzó a sonar. Era Ana.
—¿Dónde la llevaron? —preguntó sin pausa.
—Al Santa Catalina, pero Aura, la calle está llena de
periodistas.
Colgó sin decir una palabra. Pensó que si algo regía el
mundo, debía tener un extraño sentido del humor. En un solo
día había tenido que tomar dos veces la misma decisión: una
pasivamente, la otra, ahora, de manera muy activa.
Solo que ahora, en realidad, no había decisión que
tomar. Sabía lo que tenía que hacer, sabía dónde debía estar.
Solo importaba Medea; el resto del mundo podía hundirse para
siempre.
Por favor, por favor, que Medea estuviera bien.
Tomó el bolso y salió, sin preocuparse en pasar la
llave. Bajó al garaje y, con dificultad, sacó el coche. Supo que
lo había rayado, pero no pudo importarle menos.
El tráfico, las señales de la carretera, los peatones, la
ciudad; todo alrededor se convirtió en señales mínimas que el
cerebro de Aura procesó de forma automática.
Al llegar al hospital se sorprendió al ver guardias de
seguridad pidiendo la documentación a todo el que intentaba
acceder al parking. Varios coches esperaban en fila. A la
izquierda, vio a tres periodistas y dos cámaras observando,
casi con pereza, a su alrededor. En la calle, frente al acceso al
hospital, era donde se concentraba la mayoría de ellos,
seguramente esperando a que el primer político se decidiera a
aprovechar la situación para ganar atención mediática. Su
estómago se revolvió.
Giró la cabeza ligeramente a la derecha, un intento de
evitar ser reconocida por las aves de rapiña. Ya solo tenía
delante dos coches.
El primer toque en la ventanilla no la sobresaltó, solo
asentó la sensación de resignación. Empezaba la quema de la
bruja, ella, y la recibiría de pie, con la cabeza en alto.
—¡Aura! ¿Por qué está aquí?
—Aura, ¿viene a saber de Medea Martí?
Mantuvo la vista al frente y se aisló de todo pensando
en Medea, en su bello cuerpo herido, en su deslumbrante
sonrisa apagada. No podía llorar, no podía, no les iba a dar ese
regalo. Apretó los dientes y miró al frente, obstinada.
—Aura, ¿es verdad que tiene una relación sentimental
con Medea?
Solo faltaba un coche. Solo uno.
—¿Se siente culpable por lo que ha pasado?
Malditos periodistas con su maldita costumbre de
preguntar y preguntar.
—Por favor, aquí no pueden estar —escuchó decir a
uno de los guardias.
Lo vio extender los brazos en ese gesto universal de
protección típico de los seguratas y ella aprovechó para
colocar el coche frente a la valla de acceso.
Otro guardia de seguridad le tocó la ventanilla y ella la
bajó.
—Disculpe, pero tenemos que pedir el DNI a todos y
preguntar por la razón de la visita al centro —dijo, incómodo.
Aura tomó el bolso, sacó el DNI y añadió:
—Vengo a ver a una amiga.
Pareció que el guardia iba a añadir algo más, pero se
detuvo.
—Adelante —la dejó continuar.
La valla se alzó y Aura condujo buscando una plaza
vacía.
«Culpable, culpable, culpable».
No podía derrumbarse ahora, se repetía como un
mantra, una balsa en la que mantenerse a flote.
Aparcó y salió del coche, mirando alrededor,
desorientada. Solo había estado una vez en ese hospital y no lo
conocía bien. Había coincidido con sus directivos en diferentes
actos, pero no tenía forma de contactarlos.
Se guió por los carteles que indicaban la entrada al
hospital y llegó al ascensor. Había otros dos visitantes
esperando, pero si la reconocieron, al menos tuvieron el buen
juicio de no evidenciarlo.
Subió y marcó la planta 0, donde según los carteles se
encontraban las Urgencias. El ascensor se detuvo y la dejó
frente al largo pasillo gris lleno de gente en movimiento.
Aura pensó que si se comportaba bien y seguía los
cauces normales, quizás sabría de Medea dentro de 12 horas.
Comportarse bien siempre era una forma de cobardía, se dijo.
Sin fijarse en nada más, se encaminó hacia la sección
de información. Había gente en fila esperando, gente que se
portaba bien.
—¿Dirección? —preguntó a la chica detrás de la
ventanilla.
Casi de forma automática, la vio levantar la mano y
señalar el pasillo opuesto.
Cambió de rumbo y solo entonces se fijó en los
carteles que indicaban la dirección, ubicada a la derecha.
Apuró el paso, a medias consciente de las miradas y
murmullos a su alrededor. En la periferia, vio acercarse a un
guardia de seguridad. Aparentó no haberlo visto e inyectó más
vigor a sus pasos.
—Señora Pérez —llamó el guardia, trotando para
alcanzarla.
—Ah, justo lo que estaba buscando —dijo con el tono
seco y de mando que le abría tantas puertas—. Necesito ver al
director.
—No puede pasar, señora Pérez, es un área restringida.
—¿Restringida? —preguntó en voz baja, estirando los
labios en una imitación de sonrisa—. ¿Tiene algo que esconder
el director?
—Mire, yo voy a buscar a la secretaria y ella le
informará —se desentendió el guardia.
—Le acompaño.
Escuchó el suspiro de resignación, pero el guardia no
dijo nada más y ella lo siguió. La secretaria, una mujer de
mediana edad, parecía tener mejor sentido común que el
abultado segurata.
—Lo siento, señora Pérez, el director no está en su
oficina. Está en Urgencias con un paciente.
El corazón de Aura dio un salto. Para que el director
del hospital estuviera con un paciente, este debía ser de perfil
alto.
—¿Con Medea Martí? Vengo a informarme sobre ella.
¿Quién puede informarme?
Por primera vez vio a la secretaria titubear.
—Yo no estoy actualizada en el caso, solo sé que
estaba en Urgencias. Y con el mayor respeto, señora Pérez,
solo se puede dar esta información a los familiares, a sus
padres, que ya están aquí.
—¿Ignacia y Antonio están aquí? ¿Dónde?
—¿Sucede algo? —preguntó un hombre de bata
blanca, con barba y el ceño fruncido.
A Aura le resultaba familiar, pero en ese momento no
sabía por qué.
—La señorita Pérez quiere saber del estado de Medea
Martí —intervino la secretaria.
—La señorita Pérez quiere saber dónde están Ignacia y
Antonio. Son amigos —mintió.
El de bata blanca se quedó mirándola unos segundos.
Por instinto, Aura sabía que estaba ante alguien que no sería
fácil de intimidar.
—Sígame —le dijo al fin.
Aura se puso a su altura, apurando el paso para igualar
la velocidad crucero propia de médicos y políticos. Los
primeros, huyendo de las preguntas de pacientes aquejados;
los segundos, huyendo de ciudadanos enfadados.
—Ya nos hemos visto antes. Hace mucho tiempo. Creo
que casi doce años.
Aura intentó recordar dónde, pero no lograba ubicar el
rostro que, sin embargo, le resultaba familiar.
—En casa de Antonio, en la costa. Creo que habías ido
con Medea.
¡De ahí! Durante el fin de semana que estuvo con
Medea en casa de sus padres, apenas vio a nadie, ocupada
como estaba en ocultarse. A ella siempre se le dio bien
construir su propia infelicidad.
Pero era imposible huir de todos todo el tiempo en una
casa con un goteo incesante de visitas. El hombre que tenía
delante fue uno de los pocos con los que habló. Ella estaba
haciendo unas canastas en el jardín cuando él se acercó. Le
preguntó si podía hacer unos tiros y ahí estuvieron, lanzando el
balón en silencio, cómodos entre sí.
—Lo recuerdo, ¿sigue jugando?
—No, ya no —sonrió con nostalgia—. Sospecho que
tú tampoco.
—No, tampoco —hizo una pausa y después preguntó
lo que más temía saber—. ¿Cómo está ella?
—Todavía la están atendiendo, en cuanto sepamos
algo, informaremos a Ignacia y Antonio. Ellos están aquí —
dijo, señalando una puerta que permanecía cerrada y
custodiada por un policía.
Al acercarse, Aura reconoció el miedo: miedo a saber
del estado de Medea, miedo a enfrentarse a dos padres que,
con toda razón, seguramente la culpaban de la infelicidad de
su hija.
El policía dio un paso al frente, pero casi al mismo
tiempo, la puerta se abrió. Primero, vio a Antonio con una
mano en la puerta y la otra en el marco. Después, conoció la
furia de Ignacia.
—¿Qué hace esa mujer aquí? —rugió.
Aura sintió la fuerza de Ignacia como una bofetada, un
muro físico contra el que chocó. Ignacia, una mujer con una
presencia tan poderosa que Aura siempre envidió. Los años
solo contribuyeron a hacerla más imponente.
Alta, tostada por el sol, la cabeza llena de rastas que
ella sabía le llegaban a la cintura, pero que ahora tenía
recogidas en una especie de coleta gruesa. Cubierta de colores
y excesos, tan diferente a su hija y, a la vez, tan igual. Los ojos
de Medea eran los ojos de Ignacia; su nariz, su boca también
eran los de su madre. Aura quiso llorar.
—¡Ignacia! —escuchó la voz airada de Antonio.
Como sucede con los hechos excepcionales, todo a su
alrededor pareció detenerse.
—Adelante, Aura —dijo Antonio, invitándola a entrar
mientras abría aún más la puerta—. Pedro, gracias. ¿Se sabe
algo nuevo?
—Nada, Toño, todavía están interviniendo. Volveré en
cuanto sepa algo. Dea está con los mejores, Toño.
—Vale, vale —respondió Antonio con una fortaleza
tan triste que a Aura se le resquebrajó un poco más el alma.
Pedro se fue y Antonio cerró la puerta. Aura miró con
precaución a Ignacia, quien caminaba de un extremo a otro de
la pequeña sala blanca de suelos grises. En el centro, había una
mesa y, alrededor, pegada a cada pared, una fila de asientos
naranjas.
Aura se sintió pequeña, incapaz de ayudar a unos
padres que, sin duda, estaban viviendo el momento más
horroroso de sus vidas. Pero el amor otorga derechos e infunde
egoísmo, y Aura no se iría sin saber de Medea.
—Solo vine a saber de Medea —se giró hacia Antonio
—. Por favor, dime cómo está.
—¿Cómo está? ¡Mi hija se está muriendo por tu culpa,
maldita hiena! —escuchó a Ignacia casi en su oído, hablando
en un tono bajo que destilaba furia.
—Perdona a Ignacia, Aura —intervino Antonio,
agotado—. Las circunstancias nos tienen sobrepasados.
—¿Perdonarme? Un loco casi mata a mi hija porque
esta mujer le metió en la cabeza que forma parte de una secta
supremacista, ¿y es a mí a quien hay que perdonar?
Aura estuvo a punto de derrumbarse, de llorar y pedir
perdón, pero esa sería la vía fácil.
—No sé qué pasó. Vine para aquí en cuanto escuché la
noticia, no leí ningún detalle —dijo a Antonio.
—No se sabe mucho. Un chaval, ya había tenido
problemas antes, estaba en uno de esos grupos que hay en
Internet. Creen que existe una secta LGTB que quiere dominar
el país, que Dea es la líder —a Antonio se le quebró la voz,
pero continuó—, y que iba a dar un golpe de estado. La
maldita conspiranoia que está infectando todo.
Cada palabra se sentía como un juicio, una acusación
merecida. Pero era Antonio, un hombre al que su hija se
parecía tanto y por eso Aura supo que detrás de sus palabras
no había más que dolor.
Vio a Ignacia acercarse a Antonio y abrazarlo con la
ferocidad del desesperado. Sintió que se estaba entrometiendo
en una escena íntima, desvió la mirada y fue a tomar asiento.
Apoyó los codos en las rodillas y bajó la cabeza, por
pudor y porque, por primera vez en su vida, quería rezar. No
sabía a quién ni cómo, pero quería pedir lo único que de
verdad deseaba, el mayor deseo de su vida.
Que Medea se salve, por favor.
Que Medea se salve, por favor, por favor.
Escuchó un ruido diferente en la puerta y levantó la
cabeza a tiempo para ver entrar a una mujer con esa especie de
pijama que se ponen los médicos cuando están en quirófano.
Detrás estaba Pedro, con un rostro indescifrable que solo
aumentó la desesperación de Aura.
—Buenas tardes, soy María Pilar. Atendí a Medea en
cuanto llegó al centro —comenzó con la voz segura que logran
proyectar los médicos curtidos en mil batallas—. Ingresó a
Urgencias por una herida por arma de fuego que perforó el
pulmón izquierdo. El proyectil penetró en el tejido pulmonar,
lo que llevó a una acumulación de aire no deseado en la
cavidad pleural. Medea tiene dificultad para respirar y dolor
agudo en el pecho. Es una lesión importante, pero estamos
tomando todas las medidas para estabilizarla y tratar la lesión.
El lamento de Ignacia fue como un rugido. Vio a
Antonio aumentar la presión del brazo con el que tenía
rodeado a su mujer y con un gesto de la cabeza, indicó a la
doctora que continuara.
—Medea está en la unidad de cuidados intensivos, le
estamos proporcionando oxígeno suplementario y
monitoreando de cerca la función respiratoria. Se le colocó un
tubo torácico para drenar el aire acumulado y ayudar a
restablecer la presión adecuada en el pulmón afectado.
La doctora hizo una pausa y siguió con una inflexión
más suave en la voz.
—Comprendemos que este es un momento muy difícil
para la familia, pero quiero que sepan que estamos brindando a
Medea el mejor cuidado médico posible. Les mantendremos
informados en todo momento. ¿Alguna duda?
«¿Vivirá?» quiso preguntar Aura, pero la respuesta
indefinida que necesariamente recibiría la detuvo.
—¿Mi hija va a vivir? —se atrevió Ignacia.
Pedro dio un paso al frente y posó los dedos en el
antebrazo de Ignacia. Con un gesto de la mano, ella lo detuvo.
—Háblame claro, Pedro —dijo y lo miró a los ojos,
acechando la verdad—. ¿Vivirá o no vivirá?
Hasta el dolor era temible en Ignacia, pensó Aura.
—Qué más quisiera yo que darte una respuesta,
Ignacia. Qué más quisiera yo que decirte que Dea va a estar
bien, que dentro de un mes estaremos todos comiendo juntos
en Gaia. Pero no lo sabemos, ya sabes que la lesión es grave,
la estamos estabilizando y necesitamos tiempo para evaluar
cómo reacciona.
Ignacia se secó las lágrimas, Antonio la volvió a rodear
con los brazos y agradeció a Pedro y a María Pilar sus
palabras. Cuando los médicos se fueron, el silencio volvió a
dominarlo todo.
Aura sintió que ya no era el silencio hostil del
comienzo, esta vez era el silencio de quienes se acompañan en
el dolor. Había algo democrático en el dolor; afectaba a todos,
generaba derechos. Su dolor fue lo que aseguró un sitio en esa
habitación.
Revisó el móvil que no había visto desde que llegó al
hospital. Ignoró la mayoría de las notificaciones, pero abrió los
mensajes de Ana. Ya había fotos de ella entrando al hospital
circulando por las redes, le informó.
Aura se asombró al comprobar que sentía una especie
de alivio al saber eso. No era momento de ocuparse de su
nueva etapa, aunque esta ya había comenzado. Ahora solo
quería centrarse en Medea, lo único que importaba en realidad.
Abrió una última vez la aplicación de mensajería y
buscó el contacto de Juan Antonio.
«Te informo que estaré como mínimo una semana de
baja», le escribió. Después, apagó el móvil.
Capítulo 26
Medea abrió los ojos y los cerró nuevamente, molesta por las
luces del hospital. Parecían diseñadas para incitarte a marchar.
¿Qué más quisiera Medea?
No sabía cuántos días llevaba allí, pero sí sabía que
eran muchos, que las luces siempre resultaban molestas, los
silencios engañosos y que había visto a su madre y a su padre
a través de un cristal. También sabía que había soñado con
Aura. No sabía bien qué; recordar resultaba costoso, agotaba.
Abrió con cuidado los ojos otra vez. Tenía tubos
entrando y saliendo por todas partes. Medea prefería no mirar
porque le producía cierta aversión. Además, cualquier cosa la
agotaba. Nunca había estado más cansada en su vida.
En la periferia, vio una figura acercarse. Siempre
parecía que la acechaban; al más mínimo movimiento de los
ojos, ya tenía a alguien al lado. La mayoría de las veces era
una enfermera o un médico, y solo con verlos, Medea ya
quería volver a dormir.
Extrañaba a alguien, pero no se permitía pensar en ella.
No ahora.
—Hija —escuchó a su padre hablar en susurros.
Una ola de amor y nostalgia la recorrió. No se permitió
llorar; ya habían llorado mucho sus padres por ella, estaba
segura.
—Papá —respondió una voz ajena y débil que se
suponía era la suya.
—¿Cómo estás, mi vida?
—Cansada, pero bien, papá.
Creía que había dado la misma respuesta durante una
eternidad, pero tampoco estaba segura. Aunque sí era verdad
que ese día se sentía más despierta.
—Me siento mejor, papá.
No le dijo que hablar le parecía ahora más difícil que
escalar.
—No hables, hija, ya hablo yo por los dos —dijo su
padre, siempre tan conectado a ella—. Estamos muy felices
hoy, Dea. La doctora nos dijo que el mayor peligro ya había
pasado, que pronto te cambiarán de sala. Parece que la cirugía
para reparar el daño funcionó muy bien. Pedro me coló aquí
un momento para darte la buena noticia.
Medea sabía lo que significaba eso para sus padres, la
angustia que habían sufrido, el miedo al que se habían
enfrentado. Sus padres habían tenido que pasar por eso porque
un día a un desquiciado se le ocurrió dispararle. Qué absurdo
todo.
—Como siempre, todos te mandan los mejores deseos.
Son tantos los que quieren venir a verte, pero les hemos dicho
que no, todavía. Cuando te cambien de sala, cuando estés más
fuerte. Jojó, por supuesto, está ofendidísimo contigo. Dice que
nunca te perdonará el susto. Que le han salido infinidad de
canas por tu culpa.
Medea quiso reir y en su lugar tosió. Era frustrante
sentir la debilidad constante, los límites ahora tan evidentes de
su cuerpo mortal.
—Jojo es un exagerado.
—No me cuentas nada nuevo, hija. Su azul es
estridente.
Era maravilloso ver a su padre sonreír de verdad,
después de días de fingir la sonrisa detrás de un cristal. A su
madre le costaba más. Para alguien ajeno, quizás fuese una
sorpresa que Antonio se convirtiera en el pilar que sostenía
todo en medio de una crisis. No para Medea. Su propio padre
ya le había dicho una vez que había más fuerza en la
generosidad, más valentía en mantener la voz baja y la sonrisa
en el rostro.
—Tu madre está bien, también muy contenta con la
noticia. Anoche fue a descansar después de mucho insistir. Se
quedó en casa de Aura. Nuestro edificio está rodeado de
periodistas. Ya te imaginarás que lograr que fuese a lo de Aura
fue otra batalla —comentó risueño Antonio.
Al inicio, Medea creyó que no había escuchado bien.
—¿Aura?
—Sí, ella también está agotada, pero insiste en seguir
aquí, solo ha ido a descansar cada dos días. Hoy, después de
escuchar a la doctora, se fue. Dijo que tenía algunas cosas que
hacer antes de volver a verte.
—¿Aura ha estado aquí estos días?
—Sí, creí que lo sabías porque estuvo dos veces en la
sala de visitas. ¿No la viste?
—No, supuse que era un sueño —respondió con
dificultad.
—No, no lo soñaste. Todo el tiempo ha estado con
nosotros. Tu madre nunca lo admitirá, pero nos ayudó mucho.
Medea cerró los ojos, incapaz de procesar el
significado de lo que estaba contando su padre. Ahora no
podía dedicar energía a pensar en Aura. La poca energía que le
quedaba tenía que emplearla en seguir respirando. Si se
permitía pensar en Aura, no había vuelta atrás.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Van a ser dos semanas, hija.
Dos semanas, por Dios, dos semanas. En la mente de
Medea los días se habían desdibujado y el tiempo se medía por
actividades: aseo, visitas de la doctora, supervisión de las
enfermeras.
¡Dos semanas! ¿Qué había pasado con Clara, con el
partido, con Aura?
No, Aura no, no podía permitirse pensar en Aura.
Cerró los ojos. Todo era más fácil cuando cerraba los ojos.
—Te dejo descansar, Dea —susurró su padre y le dio
un beso delicado en la frente.
Un beso bálsamo, capaz de hacerla sentir protegida en
medio de su momento más vulnerable.
Pero era tan difícil abrir los párpados, era difícil
resistirse al sueño.
—Te quiero, papá.
Cuando Medea volvió a abrir los ojos, la enfermera la
estaba llamando con una actitud delicada, opuesta a la del
resto de las enfermeras del mundo. Una enfermera que no
supiera quién era ella, la llamaría sin tonterías.
Medea la perdonó porque era mejor despertar así y
porque la enfermera tenía unos ojos verdes risueños que
crecían cuando la miraban. Ella podía perdonar muchas cosas
a unos ojos así.
Y, ¡comprobado!, estaba mejor. El cansancio seguía,
pero el ánimo iba mejorando.
—Medea, te cambiamos de sala. Tus padres te esperan
en la habitación.
Y Medea se alegró, claro que se alegró, pero también
sintió temor. La UCI era una burbuja en la que los problemas
del exterior estaban fuera. Se podía permitir no pensar en
nada, dejarse llevar por las sensaciones del cuerpo. En la
habitación, el mundo exterior llegaría a ella y no tendría más
alternativa que enfrentarlo.
La avanzadilla del mundo exterior resultó ser la
policía. Apenas le dio tiempo a recibir los besos de Ignacia y
Antonio, y hacer como que se reía de las lágrimas de su
madre, cuando le dijeron que la policía quería hablar con ella.
Según entendió, sus padres habían hecho todo lo
posible por posponer ese momento, pero era inevitable. Tenía
que contar lo que vivió.
—Buenas tardes, señorita Martí. Somos de la Unidad
de Delincuencia Especializada y Violenta, la UDEV. Ella es la
subinspectora Laura Fernández —señaló, alargando el brazo,
un hombre de barba con parches de canas y ojeras
pronunciadas—. Yo soy el inspector Mascarell. Lamentamos
mucho esta situación. ¿Cree que puede respondernos ahora
unas preguntas?
Los dos uniformes azules en medio de las paredes
blancas del hospital daban el mensaje exacto: había ocurrido
un hecho terrible. Mientras seguía en la UCI, Medea apenas
pensaba en algo más que seguir respirando, pero ya mejor, no
podía huir de la enormidad de lo que sucedió.
—Sí, sin problemas, pero la verdad es que no sé si seré
útil. Todo pasó muy rápido.
No recordaba el rostro de ese chico con gorra, no
estaba segura de haberlo visto.
—¿Ya sabe que el sospechoso está en prisión? Lo
atrapamos poco después de los hechos —preguntó con voz
amable la mujer que habían presentado como la subinspectora
Laura.
—Sí, sí, lo sé. ¿Quién es? —se atrevió a preguntar
Medea.
Sabía que lo habían atrapado, se lo había dicho Pedro.
Y aunque en aquel momento Medea apenas pudo comprender
lo que le dijo, después el hecho se convertiría en una fuente de
alivio.
Vio al inspector abrir una pequeña agenda que tenía en
la mano y sacar una foto. Se la alcanzó y, a su pesar, las manos
de Medea temblaron al sostener el papel.
—¿Lo reconoce? —preguntó el inspector.
En la foto, un chico que quizás no llegara a los 30
años. Pelo castaño, nariz afilada, huesos pronunciados, cejas
pobladas y juntas. No había nada extraordinario en él. Nada
que anunciara que era capaz de cosas terribles. La incredulidad
de Medea tomó otra dimensión. ¿Cómo alguien a quien no
conoce de nada intentó matarla?
—No, nunca lo he visto —respondió Medea,
devolviendo la foto.
—Es Iván Recio. Ya ha sido arrestado antes por
altercados en espacios públicos, pero nada de esta dimensión,
por supuesto. Iván forma parte de un grupo en Internet que se
hace llamar Guerreros anti NOM. ¿Le es familiar?
—Ni idea —respondió Medea, desconcertada.
—Las últimas semanas, las conversaciones más activas
giraban en torno a usted. Creen que quiere instaurar un
gobierno LGTB, hacer terapias de conversión sexual para
heterosexuales y mandar a campos de aislamiento a quienes no
se subordinan. ¿Ha recibido algún mensaje con ideas de este
tipo de fondo? Por carta o por cualquier otro medio.
A pesar del absurdo, a Medea no se le escapó la ironía.
El gran miedo de los grupos dominantes siempre era que los
dominados practicasen el ojo por ojo, el diente por diente. Es
lo que tenía recrear antes tus propias pesadillas.
—Por redes siempre ofenden; se ha normalizado. Los
conspiranoicos están por todas partes, pero no sabría decir si
los que me envían mensajes pertenecen a ese grupo. Yo los
bloqueo.
—¿Nos dejaría revisar esos mensajes? Todo bajo
confidencialidad, por supuesto.
—¿Ahora? No sé ni dónde está mi móvil —preguntó
Medea, ya agotada.
—No tiene que ser ahora, pero mientras más pronto,
mejor. Aquí tiene mi tarjeta. Esperaré la llamada —respondió
la subinspectora mientras le alcanzaba una sencilla tarjeta de
presentación blanca.
—Ya la dejamos para que descanse. Su madre fue muy
persuasiva al indicarnos el tiempo que podíamos estar —dijo
el inspector, disimulando una sonrisa.
Sí, Medea sabía muy bien cuán persuasiva podía ser
Ignacia. La invadió una sensación de agradecimiento inmenso.
Por sus padres, por la testarudez de la vida, por amar con la
intensidad que amaba.
La policía se marchó y Medea pudo escuchar cómo se
despedían en la puerta de sus padres y el guardia apostado en
la entrada. A los pocos segundos, Ignacia y Antonio volvieron
a la habitación.
Los días desde el atentado fueron un calvario para
ellos. Medea lo veía en sus caras ajadas, las bolsas bajo los
ojos, el miedo aún presente en la mirada.
—Parece que tenía planificado dar problemas de
sopetón —intentó bromear, aunque el cansancio, otra vez,
parecía estar ganando la batalla.
Sus padres siempre decían que Medea nunca había
dado problemas. Nunca fue una adolescente rebelde ni una
adulta en extremo decepcionante. Hasta que se metió en
política y coronó estando entre la vida y la muerte en un
hospital.
Escuchó el sonido ahogado de su madre, un intento por
disimular un sollozo.
—Perdona, mamá —dijo—. Siento mucho que hayan
tenido que pasar por esto.
—Medea, por dios, ¿cómo vas a pedir tú perdón? —
Ignacia habló con dificultad, ahogada en sus propias lágrimas
—. Estuviste a punto de morir, Medea. De morir. Y todo por
un loco influenciado por sectarios.
—Amor, está viva —la voz dulce de Antonio
interrumpió—. Hoy la vida es más vida, Ignacia. Hoy
debemos festejar la maravilla de estar juntos otra vez.
Vio a su padre abrazar a Ignacia con delicadeza. La
figura recia de su madre pareció encogerse, buscando consuelo
en aquellos brazos que durante casi cuatro décadas habían sido
su hogar.
—Urrgg, aquí no, busquen una habitación propia —
dijo Medea cuando los vio besarse.
Ignacia se separó, al fin sonriendo.
—Hija querida, voy a hacer una regresión materna y
ordenarte comer y dormir —hizo una pausa y continuó,
cariñosa—. Se nota que estás agotada, Dea.
—Un poco —reconoció.
Cuando despertó por tercera vez ese día, Medea creyó
que seguía dormida, pero en un bonito sueño donde la mujer
más guapa del mundo le pasaba la mano por el pelo. El
cerebro, embotado, parecía incapaz de entender qué sucedía.
—¿Aura? —preguntó a la figura sentada en el sillón al
lado de la cama.
—Sí, soy yo. ¿Te desperté? Disculpa, sigue durmiendo
—susurró.
—¿Qué hora es?
—Casi las seis de la tarde. Tus padres salieron a comer
algo, Pedro fue con ellos.
Medea vio a Aura agarrarse las manos con fuerza,
como temiendo que se le fueran a escapar. Se tomó un
momento para mirarla, pero Aura rehuyó sus ojos e inclinó la
cabeza.
Medea quiso estirar una mano y acariciar el pelo negro
de Aura, desbordada por la fuerza que siempre la llevaba a esa
mujer. Se detuvo. Estaba confundida, no sabía qué sentía y
tampoco sabía qué debía sentir.
—Perdona —murmuró Aura, todavía con la cabeza
baja, secándose los ojos con el dorso de la mano.
Por el tono, Medea presintió que el perdón solicitado
iba más allá de una frase hecha.
—¿Qué sucede? ¿Perdón por qué?
—Por poco mueres por mi culpa, Medea.
—Vaya día, todo el mundo recordándome la muerte. Y
no digas esas cosas, Au.
—No hagas eso.
—¿Que no haga qué?
—No le quites importancia a un hecho solo para
hacerme sentir bien —respondió en voz baja y monocorde.
—No le quito importancia. La realidad es que tú no
tienes culpa de lo que ese hombre hizo. Él decidió hacerlo, él
lo planificó, él apretó el gatillo.
—Dime algo, ¿si en lugar de mí, estuviera aquí otro
miembro del partido, dirías lo mismo? Si viene Juan Antonio y
te pide perdón, ¿le dirías que no tiene la culpa?
Medea no contestó de inmediato. Aura le estaba
pidiendo la verdad, nunca rehuía de ella. Aura era la adulta
más adulta que Medea conocía.
—Le diría que no tiene culpa de un hecho ajeno, pero
sí responsabilidad con sus palabras. Le diría que si existe la
más mínima posibilidad de que sus palabras exacerben el odio
hacia un grupo o una persona, debe tratar cada palabra como si
fuese el arma con la que me dispararon. Si no por ética, al
menos por precaución, el odio es un material inestable.
Era más fácil hablar así, en una escena imaginaria.
Suponía que para Aura también era más fácil seguir con la
cabeza baja, sin encontrar su mirada.
—Tienes razón. Siempre has tenido razón en muchas
cosas. En otras no, otras solo han sido rojeríos absurdos —
intentó bromear Aura, pero la risa, forzada, se convirtió en un
sollozo—. Hoy pedí la baja de Frente por la Patria, ya no
formo parte del partido.
—Lo siento mucho, Au. Sé lo que significaba para ti.
—Ya no. Ya solo significaba todo lo que hice mal.
Todo lo que por poco te lleva a la muerte —dijo Aura,
mirándola al fin—. Tuve tanto miedo, Medea, tanto miedo de
no volver a verte.
Los ojos grises de Aura estaban enrojecidos. En el
rostro pálido, las ojeras pronunciadas reflejaban el cansancio
de días sin dormir. La angustia era escandalosa y aún así, a
Medea le seguía pareciendo la mujer más bella del mundo.
Alzó un brazo, invitándola a acercarse. Aura le tomó
las manos y las juntó entre las suyas. Se inclinó y les dio un
primer beso, largo, casi un rezo, después vino la cascada de
besos desesperados y febriles. Medea logró liberar una mano,
con esfuerzo se alzó y atrajo el rostro de Aura hacia sí. Vio la
esperanza asomarse a los ojos de la mujer a la que unas
semanas atrás creyó poder renunciar. Qué ilusa fue.
Acercó los labios a los suyos, sabían a sal. Atrapó la
carne rosada y la recorrió con delicadeza. Sintió a Aura a la
expectativa, dejándola hacer, pero la debilidad del cuerpo de
Medea ganó. Se tiró en la cama, agotada.
—Au, hasta que me recupere soy una pillow princess.
Bésame —ordenó.
Por primera vez desde que la vio en esa habitación,
Aura pareció despojarse de la desesperación y una expresión
cercana a la alegría se asomó a su boca, tímida. Aura, tímida.
Lo inconcebible.
Se levantó del sillón y se inclinó sobre la cama. Cubrió
el rostro de Medea con las manos y se acercó a recoger los
besos que la esperaban.
Capítulo 27
En el reflejo del espejo, Aura vio a Medea acercarse. Todavía
llevaba la camiseta y el pantalón corto del pijama. No era
justo.
—No es justo —se quejó—. Yo a enfrentarme a las
hienas y tú todavía en pijama. Podíamos estar en cama.
Un hábito recién adquirido: quedarse en cama hasta
tarde disfrutando de Medea.
Era una desempleada por decisión propia y una
perezosa reciente por simple adicción.
Medea solía bromear diciendo que se estaba poniendo
al día con las cosas buenas de la vida.
—Estás preciosa —dijo Medea y con cuidado, le dio
un beso en el cuello.
La piel de Aura se estremeció al contacto de unos
labios que nunca dejó de reconocer como parte de sí misma.
Una semana llevaba Medea en su casa y ya Aura era incapaz
de imaginar una vida sin ella.
Después del alta en el hospital, decidieron que lo mejor
era que Medea fuese para casa de Aura a recuperarse. Antonio
e Ignacia se quedaban en un hotel. Demasiado pronto para que
Ignacia y Aura despertaran bajo un mismo techo.
—Gracias —dijo y le sonrió a través del espejo.
Cada día Medea estaba mejor. El cansancio de las
primeras semanas había desaparecido, aunque ahora el
recuerdo de lo sucedido parecía inquietarla con más
frecuencia.
Otra vez Aura deseó tener superpoderes para hacerle
sentir a Medea que estaba segura, que ella haría todo lo
necesario para que nadie volviera a herirla. Pero Aura no tenía
superpoderes, tenía un amor tan intenso que dolía.
—Ya están aquí mis padres. Ignacia quería empezar a
empacar —comentó Medea con una sonrisa pícara apenas
disimulada.
—Agradece a mi querida suegra —respondió Aura con
una parodia de amabilidad—. No es necesario que toque nada
de mi casa, por favor. Ya me ocuparé yo de recoger todo.
—Mujer, si solo lo hace por ayudar.
Se iban a ir una temporada a la ciudad de Medea, cerca
del mar. Un tiempo para recuperarse, ambas, y para pensar en
los siguientes pasos.
Medea no había roto todos los puentes con Clara, pero
era evidente el distanciamiento. Tampoco había solicitado la
baja del partido, pero sí renunció a su puesto alegando motivos
de salud. Todos comprendieron que era lo mejor para ella,
pero especialmente para el partido. Que uno de sus miembros
más destacados mantuviera una relación con uno de los pilares
del facherío patrio ya era mucho, incluso para los supuestos
liberales rojillos.
¡Ja! Liberales, los rojos. Otro debate a tener con Medea
y un motivo más para pasárselo en grande.
Pero, a pesar de las prevenciones partidistas, la
realidad era obstinada. La popularidad de Medea y Aura
estaba en máximos. Así apuntaban todas las encuestas y se
podía constatar a diario en las redes sociales. Era una
popularidad polémica, cierto, pero hay pocas cosas mejores
para un político que ese escenario. Unas actuaciones bien
dirigidas y podías cambiar todo el tablero a tu favor.
Su instinto político le decía que debía aprovechar el
momento, pero ese mismo instinto la había llevado a ser muy
infeliz. Por ahora mandaría el instinto a descansar y se
dedicaría a seguir otros instintos, más placenteros y seguros.
—Cariño, tu madre no quiere ayudar, quiere dirigir —
respondió Aura en broma. Más o menos.
La batalla inocua, pero intensa, que ella e Ignacia
libraban todos los días, era objeto de risas para Antonio y
Medea. A Aura también la divertía, aunque se cuidaba de
decirlo delante de su contrincante doméstica. Entendía que
debía probar que se merecía a Medea, no esperaba menos de
Ignacia.
Con Antonio no había nada que probar porque Antonio
aceptaba a todos y a todo. Cada vez que Aura lo veía, se sentía
enternecida. Era la única persona en toda su vida a la que
recibía con una placidez involuntaria y genuina.
—¿Lista? —preguntó Medea.
—No, pero sí.
Aura se giró, rodeó el cuello de Medea con sus manos
y la atrajo hacia sí. Le dio un beso lento y con cada
movimiento, intentó transmitirle a Medea todo lo que
significaba para ella.
—Te amo —le dijo.
Los labios perfectos de Medea se curvaron, inclinó la
cabeza y apoyó la frente sobre Aura.
—Lo sé, Au. Yo también te amo. Nunca dejé de
amarte.
La abrazó.
En momentos como ese, sentía la necesidad física de
absorber a Medea, apretarla contra sí hasta tenerla dentro. De
ese modo, quizás, calmaría la sensación de nunca tener
suficiente de Medea.
—Cuidado, Au. Vas a arrugar la camisa —le dijo
Medea, separándose.
—Da igual, siempre encontrarán algo que criticar.
Aura estaba a punto de enfrentarse a la prensa después
de todo lo sucedido. Los convocó en el salón de actos de un
hotel del centro de la ciudad. Haría una declaración y
respondería a preguntas. Era lo responsable, se lo debía a
quienes la habían votado una y otra vez, y también era lo más
seguro para su imagen. Aunque se retiraba temporalmente, su
narrativa no quedaría en manos ajenas.
—Si no supiera yo que disfrutas de las críticas…
Medea la tomó de la mano y juntas se encaminaron al
salón.
—No disfruto de las críticas, disfruto de hacerles
perder el tiempo criticándome —respondió Aura a medio
camino.
—¿Quién critica a una chica tan adorable, querida?
Qué crueles —escuchó la voz de Ignacia goteando sarcasmo.
A Aura, sin querer, los labios se le curvaron,
amenazando con una sonrisa. Entró al salón y vio a Ignacia
sentada en el sofá con Hércules sobre sus piernas. Traidor.
Antonio, de pie, ya esperaba por ella.
—Buenos días, querida suegra —se limitó a responder
en el mismo tono—. Buenos días, Antonio —añadió con una
dulzura que cualquiera diría era ajena a ella.
—Guapa, ¿ya estás lista? Cuando quieras —dijo
Antonio.
Se había ofrecido a llevarla: a acompañarla, según sus
palabras. Para Antonio los detalles importaban, como la
diferencia entre llevarla y acompañarla. Y ella lo agradecía
tanto.
Miró a Medea, miró a Ignacia, miró a Antonio.
—Gracias a todos.
—Nada que agradecer, para eso está la familia —
respondió el buen hombre.
Aura sintió que la emoción la invadía como un ejército.
Medea se acercó y la abrazó. Bendita Medea.
Se separó con cuidado, encuadró los hombros y se
dispuso a enfrentar lo que venía. Valía la pena enfrentarse a
todos para conservar lo que tenía delante.
—Lista, podemos partir.
Años en primera fila de la política la habían preparado
para la escena que la recibió en el hotel. Los gritos de los
periodistas, cada uno queriendo un pedazo de ella, la policía
intentando abrirse paso, los curiosos, los que escupían odio.
Era un circo y era también, a pesar de todo, su espacio
natural. La política estaba en Aura como la creación de belleza
estaba en Antonio y Medea. Como el agua en el río, como el
fuego en el incendio.
La sangre galopó, la respiración bailó al ritmo de los
gritos, los pasos se sintieron contundentes. Éxtasis.
«Como todos, todas y todes saben»
Comenzó y miró alrededor con el aire trascendental
con el que siempre lograba hacerse notar. Vio las caras de
desconcierto, los intentos de risas cortadas por la inseguridad,
los murmullos.
Se echó una buena risa.
«Era una broma. Ahora hago bromas y esos malabares
con el idioma me siguen pareciendo ineficientes. Sigo siendo
la misma, sigo creyendo que vivimos en un gran país que
merece aspirar a la grandeza. Sigo creyendo en la libertad
como faro y como medida de todo acto. Pero también hay
cosas nuevas en mí, cosas que he aprendido con el peor de los
métodos: el sufrimiento de quien amas».
El silencio en la habitación era absoluto. Aura tenía la
certeza de que esperaban que a continuación hablara de
Medea, como si entre sus transformaciones estuviera ser un
personajillo de la revista Hola.
No, eso no iba a pasar.
«He aprendido que las medias verdades y el cherry
picking de la realidad es muy peligroso. Que cuando digo que
los malabares para ser inclusivos en el idioma me parecen una
tontería, lo responsable es decir también que no pasa nada con
los malabaristas. Que pueden hablar como deseen, que como
mínimo hacen la realidad de vivir más interesante».
Cambió la inflexión de la voz, como lo hubiese hecho
en el Congreso, y al igual que en la casa grande, en esta sala
de hotel las miradas estaban pendientes de cada una de sus
palabras.
«He aprendido que cuando hablo de corruptos,
enchufados y garrapatas de lo público, no estoy hablando de
males de un bando o de una persona. Estoy hablando de males
que, como sociedad, debemos combatir porque como sociedad
lo hemos tolerado durante demasiado tiempo. Nuestro
corrupto no es mejor que tu corrupto. Lo mal hecho no tiene
carné».
«Pero lo más importante que he aprendido es algo que
todos deberíamos saber: utilizar a grupos o personas como
dianas para juegos de poder es antiético y es peligroso. A un
político solo le mueven los votos. Cuando ataca a un grupo, su
único interés es atraer más votos y eso, algo que yo también he
hecho, es repugnante. Se destruyen vidas por ese camino»
Sintió la garganta apretada y tragó con esfuerzo,
negándose a mostrar debilidad ante tantas alimañas
mediáticas. Maldita y maravillosa Medea, qué brechas hacía
en su coraza.
«La destrucción solo entiende de banderas en el corto
plazo. En el largo plazo, todos pueden ser víctimas. Hoy los
enemigos son los empresarios o el colectivo LGTB, del cual
formo parte, por cierto. Mañana serán los jubilados porque
nos cuestan mucho o los youtubers por incitar al odio. Nadie
está a salvo del hábito de señalar y de las consecuencias de
odiar».
Escuchó los murmullos, pero decidió ignorarlos. Se
negaba a ser material de prensa por su orientación sexual. Se
negaba a ser reducida a lo que deseaba en la cama. Se negaba
a la tentación hipócrita de utilizar el azar del deseo como cebo
para atraer a las masas.
Dejaba esa batalla a Medea, que sentía la lucha como
propia. Medea y muchas otras que peleaban las batallas que le
hacían la vida más cómoda a ella, al igual que ella se lanzaba a
otras guerras para allanar el camino a otros.
«Hoy anuncio que hago una pausa en mi vida política
pública. Es un hasta pronto. Me retiro a pensar y a construir un
proyecto que nos permita aspirar a más, aspirar a la grandeza
que todos merecemos».
Aura respiró con fuerza y, cuando dejó salir el aliento,
se preparó para lo que vendría a continuación.
—¿Preguntas?
—Aura, ¿qué hay de cierto en que tiene una relación
sentimental con Medea Martí? —preguntó la más rápida en la
jungla de medios.
Pensó en Medea, en el beso que le dio esa mañana para
quitarle el mal humor por tener que ir a la conferencia de
prensa, por tener que dejarla. Era tan fácil rendirse a la
maravilla de compartir la vida con Medea.
Sonrió, refugiada en el pensamiento de lo que le
esperaba cuando terminara el espectáculo.
—No hablo de mi vida privada. ¿Alguna otra
pregunta?
Cuando salió del hotel, otra vez escoltada por la
policía, la calle estaba aún más abarrotada de curiosos. Bien
podrían los responsables del hotel haberle ahorrado este
momento, se les pagaba por algo más que el espacio.
Vio a Antonio esperándola con la puerta del coche
abierta. Una metáfora perfecta del momento: lo que dejaba
atrás, lo que le aguardaba delante. No dudó. Entró. Lo mejor,
estaba convencida, todavía estaba por venir.

FIN
Nota final
Si has llegado hasta aquí, ¡muchas gracias! Tu apoyo como
lectora me impulsa a escribir la próxima historia.
Ya van tres novelas y nunca dejo de sentirme privilegiada
de que cientos de mujeres maravillosas dediquen tiempo a leer
lo que escribo.
Si tienes ganas de más emoción, mis otros dos libros están
esperándote.
Una última cosa, ¿podrías hacerme un favor? Si te ha
gustado la novela, deja una reseña en Amazon.
Soy una autora independiente, a falta de un presupuesto
para marketing, tu opinión realmente me ayuda a llegar a más
lectores y a seguir creando.
Gracias por estar aquí. Nos vemos en la próxima historia.
Un fuerte abrazo,
Mar.
Libros de este autor
Tan torpe que me enamoré

Su amiga Fernanda le advirtió que mantuviera las distancias


con Gala. Y Noa lo intentó, ella jura que lo intentó.

Pero es que entre golpes, magdalenas y una insubordinación


cardíaca, esta rubia mindundi no pudo menos que acercarse a
los labios de Gala Sagasti.

Cobardes

Una presentadora de éxito, una escritora que marca toda una


generación: dos mujeres que se amaron y se dañaron hasta el
absurdo.

Diez años después no pueden seguir huyendo, tienen que


desenterrar una historia, su historia.

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