Karl Marx">
Algunas Hazañas Del Partido Imaginario
Algunas Hazañas Del Partido Imaginario
Algunas Hazañas Del Partido Imaginario
א
Unos sermoneados
☛ Considerando:
1 — toda la inquebrantable perseverancia que la Sociedad Francesa de Filosofía ha sabido
mostrar desde que hace estragos para la tarea de “dejar de lado los pensamientos peligrosos para el
día en que sus venenos sean evaporados” (Nizan),
2 — el meollo universal de la discrepancia que opone desde hace meses al infernal camarada
Raguet y al presidente de susodicha sociedad, Bernard Bourgeois,
3 — la persona de Jean-François Raguet, artista puro de la agitación que permanecerá, por la
edificación de los siglos, como el inventor de la dualéctica matemonista, y más generalmente de una
Weltanschauung fundada sobre los principios conjugados del póquer Hi-Lo y la geometría
proyectiva, quien forma tanto la base como el Politburó de la Internacional de los Hacedores
[Fouteurs] de Mierda [es decir, de los Alborotadores] (I.F.M.), y que su calidad de secretario
perpetuo de la Comisión de Represión de las Actividades Anti-Filosóficas nos lleva al deber de
defender en buen número de circunstancias,
4 — que el susudicho camarada se encontraba entre nosotros aquel día,
5 — que un azar perfectamente objetivo quería que la S.F.F. tuviera una de sus sesiones
superfluas en la universidad muy cerca de las cuatro de la tarde, el sábado en cuestión,
los metafísicos-críticos no podían tomar sin menoscabo otro partido que el de prestar mano
fuerte al camarada Raguet, y secundarlo en la distribución de su panfleto ¡Hablemos ya en serio!
¡Guerra a ultranza a esos perros! (que nadie se confunda: la simpatía que podemos experimentar
hacia el camarada Raguet en ningún caso prejuzga nuestra aprobación de sus determinaciones —
Jean-François Raguet persiste en creer que podrá por sí solo infiltrar el Partido Comunista Francés
—, o de sus tomas de posición teóricas; se dirige a un hombre que habla otro idioma). La
reproducción del primer parágrafo de su volante, así como del último, da una idea bastante fiel, nos
parece, de su contenido, a la vez que de su espíritu:
“¿¡Qué!? Hace treinta años y diez días, el 4 de mayo de 1968, yo era uno de los siete primeros
estudiantes parisinos condenados a prisión por el régimen gaulliano, cuando Georges Pompidou era
el primer minisitro, y tú, Bernard Bourgeois, profesor en la Sorbona y presidente del jurado de
agregación en filosofía, ¿crees poder impresionarme hoy amenazándome con mi expulsión de la
Universidad, debido a que yo te he insultado? ¡Cabrón infecto! ¡Pobre mierda! Cuenta tus despojos,
cretino, ¡pues estás hecho como una rata! ¡No había ninguna necesidad de falsificar los hechos! Y
dado que los has falsificado y has sido agarrado con la mano en el bolso, ahora necesitas aprender a
redoblar en retirada sin insistir. Tú te hundes por ti solo, basura, y ruedas previsiblemente las
maquinarias, engendro. Pero dime, porquería, cuando me hayas expulsado, ¿cómo me callarás
después? […]
“Me encartaría pisarte el culo, pero eres demasiado bajo para esto, Bernard Bourgeois, ¡fístula
viscosa con el ano de una cochinilla! Pórtate bien el mayor tiempo posible, porque eres un caso
clínico sorprendente, una aberración digna de los tarros de formol del museo Dupuytren, un
arquetipo del perfecto hijo de puta.” (Aclaramos que, desde entonces, las sórdidas maniobras del
susodicho Bourgeois han llegado a su término, ya que Jean-François Raguet ha sido efectivamente
expulsado por un año de la Universidad.)
Por un reflejo bastante significativo de lo que ellos son, estos señores “filósofos”, al sufrir una
dificultad para hacer valer su buen derecho a especular inocentemente, hicieron de manera natural
un llamado a sus vigilantes, y después, ante la difusa impotencia de éstos, a la policía. Fue así que
pudieron finalmente entregarse sin reservas a sus vanas y pretenciosas payasadas. Si ya era
sospechoso el conservar la más pobre ilusión por lo que se refiere al estado de decrepitud de la
Universidad, esa “gran, tierna y calurosa francmasonería de la erudición inútil” (Foucault), es en
adelante un hecho probado que su sueño es el de la muerte.
א
Un segundo sermón debía ser pronunciado interrumpiendo en una free party el 23 de mayo de
1998, esto es, exactamente cinco siglos después del día en que el buen Savonarole fue colgado y
posteriormente quemado por sus enemigos aliados, la infame Curie romana y los pequeños
oligarcas florentinos. Pero es un hecho, desde ese tiempo hasta la actualidad, que la dominación
raramente perdona a quienes entienden por “político” algo más que una esfera separada de la
actividad social. El proyecto de un rave politizado —al igual que nosotros, diversos “colectivos”
tenían que intervenir en él— no fue del gusto de los Servicios de Inteligencia, que lo juzgaron
suficientemente sedicioso como para enviar a algunos de sus polizontes a mantener vigilado todo
acercamiento a la cantera donde el “technival” debía desenvolverse, y esto desde la víspera anterior.
Los primeros en llegar, que estaban a cargo de preparar el material y de acondicionar un camino
áspero, fueron así pues democráticamente enfurgonados. En cuanto a los siguientes, el ejemplo
bastó para disuadirlos. Tal episodio puede servir para marcar el punto donde las aparentes
incoherencias de la dominación respecto a los rave se desvanecen finalmente. Sin lugar a dudas, no
es ni la droga ni el tecno lo que ella teme, sino únicamente la constitución de un mundo infra-
espectacular, cualquiera que sea su forma y cualquiera que sea su contenido. No hemos considerado
superfluo reproducir aquí el texto del sermón, tal como habría tenido que ser pronunciado al final de
la mañana del segundo día del rave.
Sermón al Raver
¡Suficiente de convulsiones!
El mediodía se anuncia, y la marea alta de la embriaguez química comienza poco a poco a
retirarse. Ésta sólo nos ha dado una mayor acuidad en la percepción de la sequedad de las cosas.
Toda esa conmoción sonora que hace estallar los nervios unos contra otros, todo este torrente de
rayos electrónicos que agrietan el tiempo y rayan el espacio, todas esas prodigiosas borrascas
calóricas que ha liberado el agiteo de nuestros cuerpos, todo esto ha vuelto a su nada, ahora que el
sol brilla y que nuevamente nos asedia la implacable, tranquila y triunfante prosa del mundo. Toda
esta agitación ha sido incapaz de conjurarla/exorcizarla por más de un simple día, y no ha tenido
otra función que cubrir por algunas horas la inmensurable extensión de nuestra afasía, y de nuestra
ineptitud para la comunidad. Una vez más, resurgimos solos, desesperados y hechos pedazos de este
pandemonio de desfile. Pero sobre todo, resurgimos sordos de él. Pues son nuestras facultades
auditivas lo que cada vez se va un poco; y está bien así, para aquellos que no quieren escuchar
nada. El cataclismo de los decibeles, como el recurso a las drogas, sólo sirve para erosionar,
entumecer, aletargar y devastar metódicamente todos los órganos de la percepción, para arrancarles
toda la carne de la sensibilidad por medio de exfoliaciones sucesivas, para mitridatizarlos contra un
mundo hecho de venenos. Y especialmente respecto a los sonidos esto es urgente, porque, si
hacemos caso a Sade, “las sensaciones comunicadas por el órgano del oído son las más vivas”. Así,
apenas salidos de la adolescencia, algunos de entre nosotros serán afectados por acúfenos, esos
zumbidos estridentes en la oreja producidos por la oreja misma, que la hacen incapaz de escuchar
el silencio, para siempre y hasta en la más lejana de las soledades. Y habrán conseguido entonces
desembarazarse de la más física de las facultades metafísicas: la facultad de percibir la nada, y
consecuentemente su nada. Más allá de este punto, el derrame del tiempo es sólo un proceso más o
menos rápido de petrificación interior dentro de la dureza, el embrutecimiento y la muerte. Es así
que llegamos incluso a disfrutar la violencia creciente que hace falta desplegar para conseguir
emocionarnos un poco, y es en esto que somos absolutamente modernos, pues “el hombre moderno
tiene los sentidos obtusos; está sometido a una trepidación perpetua; necesita estimulantes brutales,
sonidos estridentes, bebidas infernales, emociones breves y bestiales” (Valéry). Así pues, vemos
cómo esas noches están hechas a imagen de la resignación suicida de estos días: el rave es la forma
más imponente de esas distracciones [loisirs] de autocastigo, en las que cada cual comulga en la
autodestrucción jubilosa de todos. Se comprende, a partir de aquí, que esto será un llamamiento a la
deserción.
Toda la trágica verdad del raver queda resumida en esta sentencia: lo que busca, no lo
encuentra, y lo que encuentra, no lo busca. Y así tiene que salpicare el cerebro con las más lunáticas
ilusiones, a fin de que nada le haga presentir el abismo que separa lo que es de lo que él cree ser. En
última instancia, cuenta con la droga para no morir por la verdad.
Lo que el raver persigue es en primer lugar un cierto romanticismo de la ilegalidad, una cierta
aventura de la marginalidad. De hecho, se ha comprometido en la búsqueda desesperada de una
exterioridad real a la organización total de la sociedad, de un lugar existente donde sus leyes
estarían suspendidas, de un espacio donde pueda finalmente abandonarse a lo que él cree ser su
libertad. Pero al igual que es esta sociedad quien dirige la necesidad de su revuelta fantoche, es esta
sociedad quien dispensa, autoriza y agencia su propia exterioridad. Es aún la Ley quien decreta
dónde y cuándo la Ley quedará suspendida. La interrupción del programa forma ella misma parte
del programa. Esas free parties, que no son ni tan libres ni tan gratuitas, es la Prefectura quien,
gratuitamente, las tolera, cuando no son los polis mismos quienes distribuyen los planes de acceso
o, más agradablemente, salvan las instalaciones del lodo, como sucedió recientemente en PH 4. Así
pues, nada, en este ilusorio espacio de libertad, escapa a la dominación, la cual ha alcanzado
innegablemente un notable nivel de sofisticación. Pero esta aberración del juicio en el raver sólo
sería un cómico desatino si la realidad no fuera todo lo contrario de lo que él se imagina, si esta
aparente exterioridad no fuera en realidad el lugar más íntimo de esta sociedad, si esta marginalidad
artificial no formara, en su principio y casi invisiblemente, su corazón mismo. Pues el rave es hasta
la fecha la metáfora más exacta que esta sociedad haya dado de sí misma. Tanto en uno como en
otra, son muchedumbres de monigotes las que se agitan hasta el agotamiento dentro de un caos
estéril, respondiendo mecánicamente a las conminaciones sonoras de un puñado de operadores
invisibles y tecnófilos, que ellos creen a su servicio y que no crean nada; tanto en uno como en otra,
es la igualdad absoluta de los átomos sociales que nada que sea orgánico agrega, sino la irreal y
estruendosa cacofonía del mundo, que es obtenida por la sumisión de las masas al programa; es,
finalmente, tanto en uno como en otra, la mercancía y su universo alucinatorio lo que garantiza
centralmente que SE soportará la desecación generalizada de la afectividad, pues todas las
mercancías son drogas. Si, contra toda evidencia, el raver manifiesta un apego tan demente a su
obcecación, es debido a que tiene que mantener a toda costa la ilusión de una hostilidad resuelta del
Poder, y del ensañamiento de la represión policial. De lo contrario, se vería obligado a abrir los ojos
ante la espantosa novedad de las más recientes formas de la dominación, la cual ya no se encuentra
en un afuera palpable, próximo y lejano, en la figura autoritaria de un amo tiránico, sino más bien
en el corazón de todos los códigos sociales, incluso en las palabras, llevada por cada uno de
nuestros gestos, por cada una de nuestras reflexiones. Sin embargo, si el raver abandona por un
instante sus quimeras, tendría sin duda que reconocer la esencia revolucionaria de su búsqueda.
Porque la única exterioridad auténtica a esta sociedad es la conspiración política emprendida
colectivamente bajo el designio de derribar [renverser] y transfigurar la totalidad del mundo social,
en dirección a una libertad sustancial. Es esto precisamente lo que la dominación ha percibido
confusamente, de modo que nos flanquea con total regularidad con polis vestidos de civil.
Pero el raver persigue otra cosa, y es, tanto por su participación en la organización del rave
como en el rave mismo, un cierto sentimiento de la comunidad. Todo, en su vida, traiciona la
búsqueda de una comunidad perfecta e inmediata en la que los egos habrían cesado de levantarse
entre los hombres como obstáculos. Y esto lo busca tan ciegamente que ha terminado por
confundirlo con el fanatismo infernal de una búsqueda colectiva de despersonalización, en la que el
estallido artificial y molecular de la individualidad a causa de los ácidos ha tomado el lugar de la
elaboración intersubjetiva, y la negación exterior del yo a causa del pisoteo sádico de músicas
maquínicas, la lenta abolición por cada uno de los límites de su singularidad. De confusión en
confusión, el raver, que pretendía fugarse de la falsa comunidad de la mercancía y de la separación
paranoica de los egos corporales y psíquicos, no encontrará otro medio para reducir su distancia con
el Otro que reducirse él mismo a nada. Así, ciertamente, no tendrá ya ningún Otro, pero tampoco
tendrá ya ningún Mismo. Se tendrá en el centro de sí mismo a lo largo del paisaje lunar de su
desierto interior, el cual lo apresa, lo obsesiona y lo acorrala. Si persiste en este camino de
aniquilamiento que SE le ha indicado conscienzudamente para desviarlo del proyecto revolucionario
de producir socialmente las condiciones de posibilidad de una comunidad auténtica, no hará más
que volver aún más doloso cada destello de lucidez [que él experimente]. Finalmente, deberá elegir
abreviar sus sufrimientos de una u otra manera, por ejemplo mediante la ingestión regular de
ketamina. El remedio, para él, no habrá resultado distinto de la enfermedad.
Y está aquí, en el fondo, el tercer objeto de su búsqueda: un cierto pathos de la
autodestrucción. Pero así como lo que él destruye carece de valor, esta autodestrucción resulta ella
misma insignificante. Si ésta es una forma de suicidio, entonces es irrisoria. Este acto, que fue en
otro tiempo la afirmación más deslumbrante de la soberanía, ha quedado desposeído por este mundo
de toda grandeza. No obstante, SE le ha encontrado una función social: sirve a la dominación. Este
tipo de distracciones es exactamente lo que la sociedad posindustrial exige para enterrar bajo
colores deslumbrantes los signos más flagrantes de su descomposición, y es así que produce en serie
el tipo de ectoplasmas descerebrados que actualmente requiere la hipnosis productiva. Tampoco
sería falso ver en este ocio una forma de horas extraordinarias en las que los hombres se someten
voluntariamente a los traumatismos que los hacen más resistentes al creciente endurecimiento del
mundo y del trabajo. Pero a decir verdad, nosotros tampoco creemos en esta persecución
desesperada y premeditada de la muerte. Cada cual, en el rave, se comporta simplemente a imagen
de esta sociedad en su totalidad: se autodestruye en la más frenética inconsciencia, confiando la
reparación de los desgastes a una hipotética tecnología futura, ignorando que la redención no está
incluida entre las competencias de la técnica. Porque al final de cuentas, el raver es “el más
despreciable de los hombres, aquel que no sabe ya despreciarse a sí mismo”, el último hombre que
se asoma sobre la superficie de una tierra devenida exigua, que empequeñece todas las cosas, y cuya
raza es más indestructible que la del pulgón. “Nosotros hemos inventado la felicidad”, dice él, y
guiña el ojo. “Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho
veneno al final, para tener un morir agradable”. Ciertamente, continúa trabajando, pero su trabajo
no es la mayoría de las veces más que una distracción. Mas procura que la distracción no debilite.
“Uno ya no se hace ni pobre ni rico: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún
gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas. ¡Ningún pastor y un solo
rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene otros sentimientos marcha de su
pleno grado a la casa de los locos. ‘En otro tiempo todo el mundo estaba loco’, dice él, y guiña el
ojo” (Nietzsche). Es prudente, de hecho, y no quiere estropearse el estómago. Hay hielo en su reír.
Por último, el raver está en busca de la Fiesta. Quiere con todas sus fuerzas escapar de la
desesperante mediocridad de la cotidianidad enajenante, tal como la planifica el capitalismo de
organización. A su manera, está comprometido, al igual que tantos otros, en la persecución del
tiempo realmente vivido, y de su desgarradora intensidad. Pero en el caos aparente de su baile sólo
vemos el aburrimiento imperioso de vidas idénticas, e idénticamente inhabitadas. El tiempo del
rave no es menos hueco y vacío que el resto de su tiempo, el cual no llena jamás sino
imperfectamente una pasividad desencadenada y consumante. Y cuando se retuerce en él es que la
ausencia lo roe desde el interior. Pero no son fiestas, es verdad: son teufs [forma verlan de fêtes]. Es
decir, una multitud aditiva de seres que se reúnen en lugares donde se tendrá la bondad de hacerlos
CALLAR. En ellas, sólo hay sombras de hombres que arriban para olvidar lo que quieren olvidar,
fugitivos que creen que están a salvo en los pliegues y repliegues de sus pobres sensaciones sin
discurso, estériles amotinadores de la felicidad química que se comunican tontamente en su
hedonismo de supermercado. Y esto es así porque la Fiesta auténtica no es otra cosa que esa
revolución que contiene en sí el Drama, y la consciencia soberana de un mundo invertido. Cuando
la revolución es el ser en la cumbre del ser, el rave no es sino la nada en lo más profundo de la nada.
Esta negación aparente del resto de su existencia no es en realidad sino el complemento a la medida
que hace soportable esa existencia al raver: la abolición quimérica del tiempo y de la consciencia,
de la individualidad y del mundo. Todo esto es meramente diarrea confitada para cerdos
domesticados.
Nosotros aseguramos que la energía que el rave gasta como pura pérdida debe ser perdida de
otro modo, y que en este asunto tratamos el fin de un mundo. Muchas cosas vienen de ser dichas. Es
urgente discutirlas.
א
El 21 de mayo de 1998 a las 8:05 a.m., Kipland Kinkel, de 15 años, se introducía en la
cafetería de su instituto ubicado en Springfield, Oregón, vestido con un abrigo beige y un sombrero,
subía a una mesa de comedor y disparaba tranquilamente a la muchedumbre de sus pequeños
camaradas, concentrados allí por una ceremonia. Éstos creyeron primero que se trataba de una
broma, o una pequeña distracción ofrecida por un candidato en la campaña de los delegados de
clase, y no reaccionaron. “Yo pensaba que era falso. Nunca había escuchado disparar una pistola.
Estábamos como en una película”, señala Stephanie Quimbie de 16 años. En el momento en que
aparecen los primeros chorros de sangre, los estudiantes salieron de su entorpecimiento para gritar,
abalanzarse hacia la puerta en medio de los balazos y treparse sobre las mesas. No obstante,
algunos, petrificados, no consiguieron moverse, permaneciendo allí, incrédulos, para observar
fijamente a su verdugo, probablemente porque “él tenía el porte tranquilo de alguien que hace algo
bien normal”, como lo reportará uno de ellos. Es sólo hasta el momento en que el joven se inclinaba
hacia su bolsa para extraer una pistola 9 mm, cuando su fusil semiautomático se quedó sin
municiones, que hizo finalmente impacto con la tierra por un alumno lleno de bravura. Tan sólo una
hora después de los hechos, que provocaron dos muertos y veintitrés heridos, Kipland Kinkel se
lanzaba, con un cuchillo en la mano, sobre el oficial que procedía a su interrogatorio; cuchillo que
él había escondido en la comisaría y disimulado en una bolsa interior de su pantalón. Pero no
provocó esta vez ninguna víctima, y fue inmediatamente dominado. Finalmente, no se tardó en
descubrir, en la casa de su familia, donde el adolescente había dispuesto, para acoger a la policía,
cinco bombas artesanales de las que sólo una explotó, los cadáveres de su padre y su madre.
Aguardando su décimo sexto cumpleaños, el sospechoso fue colocado en aislamiento al interior de
un centro de detención para menores. Y a causa de pulsiones suicidas, todo objeto sólido fue alejado
de su alcance, una cámara lo vigila continuamente, un informe acerca de su comportamiento es
redactado cada cuarto de hora y únicamente le son dispensadas ropas de papel.
Hasta la fecha, ningún elemento ha permitido elucidar la razón de este gesto. “El drama
tropieza nuevamente en la investigación de explicaciones.” (Libération, 23-24 de mayo de 1998)
Sus profesores consideraban a Kipland Kinkel “un estudiante estadounidense como los demás”, y el
director de la escuela asegura por su lado que “no daba, visto desde el exterior, ningún signo”. En
cuanto a los padres del asesino, han sido unánimemente alabados por sus allegados como unos
padres modelo, los cuales siempre se encargaban de que por lo menos uno de ellos estuviera en casa
cuando su hijo se encontrara en ella, a fin de no dejarlo solo, desplegando la mayor imaginación
para dar con cualquier cosa que mordiera su interés. “Sus amigos describían a los esposos Kinkel
como pacientes y estrictos, devotos y amantes, atentos y entusiastas.” (Chicago Tribune, 25 de
mayo de 1998) Al igual que su marido Bill, Faith Kinkel enseñaba español en la universidad vecina.
Apasionada de su oficio, radiante y dinámica, era tan apreciada por sus colegas como por sus
alumnos. “La violencia era lo contrario de su enfoque de vida. Promovía la comprensión mutua
entre las culturas a través de la educación, la comunicación y los viajes.” (Scripps Howard News
Service, 26 de mayo de 1998) “El padre de Kip, tenista distinguido, había intentado implicar a su
hijo en el deporte, pero éste nunca se enganchó. Era un solitario, un niño tímido, endeble y apagado
que se hacía el payaso en clase para hacerse notar.” (Chicago Tribune, 25 de mayo de 1998) Ya que
es ciertamente preciso reconocer que Kipland Kinkel era realmente un niño problema. No
solamente porque “rechazaba toda especie de autoridad”, como lo explica Berry Kessinger, amigo y
compañero de tenis de Bill Kinkel, sino sobre todo a causa de esa inexpricable fascinación por la
destrucción, que le llegaba de no se sabe dónde y que no había dejado de consolidarse en él, a pesar
de su tratamiento de Prozac. Así como lo confirma su amigo Aaron Keeney de 14 años, quien “se
había alejado recientemente de él debido a que comenzaba a cometer actos extraños” (Associated
Press, 22 de mayo de 1998), parece perfectamente que Kipland Kinkel había tenido también un lado
sombrío. Sobre este punto disponemos de índices convergentes: “Se vestía de noche, se jactaba de
haber descuartizado a su gato e hizo explotar una vaca. A menudo colocaba pequeñas bombas en
buzones, se divertía arrojando adoquines sobre los coches desde lo alto de los puentes. Incluso la
noche anterior había rodeado con papel higiénico la casa de los vecinos… Sus camaradas lo habían
elegido como el estudiante ‘más susceptible de desencadenar la tercera guerra mundial’” (Le
Monde, 26 de mayo de 1998) Dos de sus condiscípulos, Walter Fix y Shawn Davidson, informan
incluso que él les habría mostrado cierto día una lista negra de sus enemigos, que conservaba en una
carpeta en el fondo de su pupitre. Así, cuando fue su turno, el trimestre precedente a los hechos, en
curso de literatura, de leer un extracto de su diario personal, subía al estrado y, con un tono pausado,
dio a conocer la clase su proyecto de “matar a todo el mundo”. “Todos nos echamos a reír, porque
creíamos que bromeaba”, recuerda Jeffrey Anderson de 15 años. Es durante el mismo trimestre,
además, que había hecho, en curso de español esta vez, una exposición con un registro y una
seriedad destacables sobre el modo de fabricación de una bomba artesanal, ilustrándola incluso con
un esquema de su mano en que se veía el aparato explosivo unido a un reloj. “En clase, pasaba la
mayor parte de su tiempo hablando de armas y haciendo explotar todo”, cuenta Sarah Keeler de 18
años, su vecina. “Así, él te decía que quería matar cualquier cosa. Creo que amaba el sentimiento de
matar cualquier cosa. Estaba obsesionado por las armas, las bombas y la anarquía”, comenta su
amigo Jeff Anderson, a quien había ofrecido, durante la fiesta de sus 15 años, una herramienta para
robar coches antes de pintar “KILL” con crema chantillí en la alameda que llevaba a su casa (bromas
que fueron poco apreciadas por la madre de este chico, debido a que le prohibió volver a su casa).
La víspera de la matanza, Kipland Kinkel había sido expulsado del instituto por haber introducido
en él un arma de fuego. Su padre contactó en ese momento a la Guardia Nacional de Oregón para
pedirles alistar a su hijo en sus secciones juveniles.
Como esto se entiende por sí mismo, la misteriosa multiplicación de masacres sin motivo
perpetradas por niños —con Kipland Kinkel era tan sólo para los Estados Unidos la quinta en un
año, a tal punto que la matanza escolar ha adquirido un verdadero carácter de ritual, viniendo así a
competir con la profesión de cartero que es tan reputada, del otro lado del Atlántico, por este género
de tragedias que ha dado lugar al término genérico que sirve ahora para designarlas (“going postal”)
— no ha dejado de provocar un gran número de debates que se distinguen por su aspecto siempre
fundamental: ¿Hace falta prohibir la portación de armas? ¿Debe reducirse aún más la edad de la
responsabilidad penal? ¿Y de la pena de muerte? “¿Hemos entrado a una nueva cultura de la
violencia en la que los niños no consiguen ya distinguir entre la realidad y la ficción? […] ¿Por qué
somos tan reticentes a reconocer la evidencia cada vez más pesada de que, cuando los niños matan,
es la mayor de las veces consecuencia de un disfuncionamiento cerebral? (ABC News, 9 de
septiembre de 1998) ¿Cómo, en estas condiciones, no tener miedo de nuestros propios hijos?
¿Debemos cerrar con llave la puerta de nuestra habitación para acostarnos antes de dormir? ¿Qué
índices permiten a los padres detectar en su hijo a un asesino nato? ¿Qué les queda por hacer
cuando los neurolépticos y las técnicas behavioristas no son ya suficientes? ¿Hace falta enjaularlos,
o inyectarlos?
א
Incapaces de permitir que se alegre por más tiempo la inepta habladuría de los ideólogos de la
próxima modernización del capitalismo, los negristas, los metafísicos-críticos procedían, el 15 de
junio de 1998, al sabotaje de su seminario mensual. Por “negristas” nosotros no entendemos aquí
ese puñado de embrutecidos que vienen a París a escuchar a los intérpretes titulares de las
prosopopeyas [boursouflures] del maestro encarcelado, ni siquiera aquellos que se dicen más
generalmente próximos al “pensamiento” de Toni Negri. Nosotros designamos aquí por “negrismo”
a toda la nebulosa pseudo-izquierdista, post-operaísta y para-autónoma de aquellos que quieren
creer —debido a que han envejecido y a que ocupan actualmente una posición un poco envidiada al
interior de la sociedad— que el capitalismo es aún revolucionario, y que les basta, en consecuencia,
con ganarse bien su vida de empleado, de militante comunitario o de artista para hacer avanzar la
causa comunista. Además, es en esta manera que tiene de conservar, hasta en la humillación más
ordinaria y chapado en el fondo de la más notoria servidumbre, la conciencia heroica de “cabalgar
el dragón” —la expresión es suya— que se reconoce al negrista. Es así que nunca olvidará autorizar
su nulidad personal con Spinoza, Leopardi, Deleuze, Marx —el más plano de los Marx, entiéndase
—, Foucault —del que sólo retiene lo que le es más accesible, y que ya no es capaz de comprender
—, el Gorz de la senilidad, o bien con un hediondo situacionismo. Es bastante cierto que si
descubrieran la existencia del concepto de “contradicción”, los negristas tendrían que abandonar su
única ambición, que es la de criticar el capitalismo sin criticar sus categorías. Mas tal eventualidad
no es de temer entre esos babosos que no pueden defenderse de una profunda fascinación por la
facultad de subsunción de la mercancía — y nada emociona tanto al negrista como la “parábola de
Apple”, porque ella muestra que algunas personas como él, los izquierdistas, los parásitos astutos,
pueden hacerse multimillonarios, e incluso radicar en el consejo de administración de una
multinacional, sin renunciar nunca a dárselas de revolucionario y campeón de la libertad. Si es
permitido, en tales casos, hablar de teoría, ésta se limita a descubrir las mutaciones contemporáneas
del modo de producción capitalista, todo esto mientras evacúa con religión hasta el último trazo de
lo negativo. Es así que el negrista puede disertar jornadas completas sobre el “valor-afecto”, el
“trabajo libre”, los “precarios branchés”, el “empresario biopolítico inflacionista”, el “capital
subjetivo”, los “cerebros-máquina”, la “ciberresistencia”, el “salario de existencia” o la “puesta en
trabajo de los afectos”, y todo esto sin la más ligera ironía. El tomar partido a favor de la
unilateralidad determina en el negrista una forma de discurso bastante reconocible, el cual es
supuesto para compensar en lo cómico la frustración de realidad a la que lo condena el rechazo de
tomar en cuenta lo negativo. No es raro encontrar en Negri mismo algunos ejemplos de ese
galimatías denso y pedante de universitario logorreico, de los cuales Deleuze y Guattari han dejado
de entre todos los ejemplos más imperecederos. Pudimos así leer de su pluma, en el número 42 —
¡ya!— de Futur Antérieur, fulgores tales como “la expansión en todas direcciones del afecto exhibe,
por así decir, el momento que transvalora su concepto hasta sostener el choque de lo posmoderno”.
¡Lo que hay que ver! En cuanto a su utopía —pues estas gentes son unos utopistas, ¡unos utopistas
del capital!— aguarda la mejor esperanza de que cuando el mundo se haya vuelto, bajo todos sus
aspectos, un gigantesco supermercado, no habrá más cajas. Es esta aspiración a una especie de
comunismo de la mercancía lo que permite a los negristas aplaudir en coro con todas las otras razas
de cabrones a cada nuevo progreso del capitalismo, todo esto mientras se reservan el derecho
soberano de guiñar el ojo. La “ideología Benetton” ofrece un ejemplo espontáneamente repugnante
de esta manera de librarse los pies y manos atados al orden de las cosas existente que toma todavía
aires de inteligencia. A pesar de todos nuestros esfuerzos en este sentido, nada nos ha permitido
desenredar dentro de tantas aberraciones la parte de ingenuidad y la de oportunismo. A menos que
no se tratara de simple y llana estupidez. Como prueba, en efecto parece que los negristas son
incapaces de concebir que uno no aspira solamente a vivir en un mundo sin cajas, sino también sin
mercancías.
Ante el progreso del negrismo difuso en los medios pseudo-contestatarios —especialmente en
el seno de AC!—, y el próximo lanzamiento de la revista negrista de meteorología Alice, los
metafísicos-críticos decidieron dar a conocer a estas larvas la suerte que aquéllos les reservaban. Un
poema a cuatro voces fue entonces grabado en el que unas muy bonitas letrías [cf. letrismo], tales
como un extasiado “trililí”, acompañaban el alarido de los conceptos-fetiche de nuestros
hidrocéfalos, todo esto con el fondo de una voz que parloteaba como negrista. Nadie se sorprenderá
de que nuestros feroces revolucionarios se reunían en la Residencia de los Estudiantes Protestantes
—sin muchos cambios, definitivamente— de París, en el bello ambiente de un barrio notoriamente
rojo, el VI distrito. Al llegar encontramos a un pequeño arribista de la susodicha revista
entreteniéndolos con su defecación. Estos espectros de la teoría resultaron dignos de sí mismos en la
práctica, puesto que no consiguieron ni ponerse de acuerdo para impedirnos acceder al equipo de
sonido ni responder a nuestras injurias, y para terminar se dejaron paralizar por la voz de fundición
enrojecida del camarada Raguet. Y así nos corresponderá la insigne carga de constatar el deceso del
grupúsculo negrista originario. Nos encargaremos de avisar a las familias de las víctimas.
א
«Los psiquiatras no han encontrado nada que pueda expliquar el gesto de Alain, joven de 23
años: el Día del Padre, abatió fríamente al suyo y disparó a su madre.
Marius Oreiller de 51 años, empleado modelo de la SNCF, nunca vio quién lo mató, el
domingo 18 de junio de 1995, Día del Padre. Y el único regalo que recibió de su único hijo fue una
bala de 8 mm en la nuca, disparada a quemarropa.
Alain Oreiller cuenta hoy con 25 años. Pero no le gusta hablar sobre “esa historia”. Al
presidente de la corte penal de Créteil que se lo rogó, responde con una voz lánguida: “He repetido
cincuenta veces la misma historia, tanto a los policías como a los juzgados. Es algo del pasado,
¡contarlo no hará volver a nadie!” Pero el presidente Yves Corneloup insiste. Visiblemente
exasperado, el joven consiente a soltar un corto relato, que acompaña con un rictus de desprecio:
“Había tomado ese día una píldora de éxtasis en casa de unos amigos y no había dormido mucho.
Mi padre me despertó. No discutimos, nada especial. Llegué detrás de él, él veía la televisión, no
me escuchó llegar. Disparé. Y luego mi padre había muerto, eso es todo.” Yves Corneloup se
enfada: “Tu padre no ha muerto, ¡tú lo has matado!
—Sí, es lo mismo.
—¡No, para nada es lo mismo!
—Bueno, sí, he matado a mi padre, ¡eso es todo!”
Entonces Françoise, la madre sobreviviente, sube a relatar el desencadenamiento de odio y de
violencia de su hijo.
Lo hace con una voz sin titubeos, ni rencor, ni cólera. Sólo con una inmensa tristeza.
“Alrededor de la 1 de la tarde, Marius y yo habíamos terminado de preparar la comida. Mi
esposo fue a despertar a Alain que dormía todavía en su cuarto.” En esta época, esos despertares a
cualquier hora constituyen un tema cotidiano de discordia. Al igual que el rechazo de Alain a
trabajar. La noche anterior el chico confiaba a unos de sus amigos: ”Estoy harto, mis padres no
dejan de molestar con el trabajo”. Pero, como ese 18 de junio era un día de fiesta, la pareja se
abstiene de toda reflexión. En su pequeña sala atestada de muebles rústicos, Marius y Françoise
abren incluso una botella de champaña. Cuando Alain entra en la habitación, descubre a sus padres
sentados, con una copa a la mano. “Ah, es verdad, es el Día del Padre. ¡Buen día papá!”, soltaba. El
padre le propone brindar también. Alain rechaza, se levanta, está en ayunas. Como toda la familia
está presente, Françoise invita a Marius y Alain a pasar al comedor, y se dirige a la cocina a buscar
los caracoles. “Cuando volví, Alain blandió un revólver en mi dirección, creí que se trataba de un
juego. Luego de esto vi a mi marido desplomado sobre la mesa, la cabeza con sangre inclinada
sobre la mesita rodante de servicio. Me precipité hacia él, no comprendía realmente nada.
Entonces, Alain me dio un golpe de culata en la cara y caí. Yo le pregunté: ‘Hijo mío, ¿qué estás
haciendo?’”
La respuesta la paraliza de miedo: “Ya no hay ningún hijo. Tú vas a agonizar, ¡yo ya no cometo
nada bajo sentimientos!”
Después de esto Alain Oreiller dispara a su madre. Pero el arma, una pistola de granallas
traficada, rehúsa funcionar. Aprieta el gatillo una decena de veces, sin resultado. Abre el barrilete,
apunta de nuevo. “Coloqué la mano —prosigue Françoise— frente a mis ojos y después un tiro fue
soltado. Todo se volvió negro, sentía que moriría y estaba llena de rabia porque no podía ayudar a
mi marido.” La bala que acaba de tirar Alain atraviesa la mano de su madre antes de alojarse en el
hueso frontal. Cuando ella abrió los ojos, Alain había puesto música y se sirvió una copa de Veuve
Clicquot. “Las cosas van a cambiar. ¡A partir de ahora yo soy el patrón!” Françoise intenta ponerse
de pie. “Yo pensaba que estaba soñando. Pero él me dijo: ‘¿Qué? ¿Quieres otra?’, y tiró
nuevamente.” Esa bala únicamente rozó a Françoise. Entonces Alain se levantó, con las manos en
los bolsillos y el torso encorvado: “Tú comprendes, yo quiero una chica, ¡así que tú vas a ser mi
chica!”
Una vez hecha esta declaración, Alain salió, dando a su madre por muerta. Durante dos días
vaga en la zona de Vitry-sur-Seine, luego baja al bosque de Vinceness; “Pensaba encontrarme una
prostituta”. Algunos pasos adelante será arrestado por la policía. Ni los dos días llenos de debates ni
los informes de los expertos fueron capaces de comprender el gesto de Alain Oreiller. Los
psiquiatras han hablado bastante de Edipo, pero ninguno ha podido explicar el paso al acto. “Un
enigma”, ha reconocido uno de ellos, mientras que otro evocaba a un niño “demasiado mimado”, un
clima “sofocante”, un ambiente “estrecho”, una educación “autoritaria”. Al igual que Marius el
ferroviario, Françoise, hija de un policía [gardien de la paix], contadora en la misma empresa desde
1972, soñaba con un hijo que compartiera la misma fe por sus valores fundamentales: la honestidad
y el trabajo. Pero ya entonces, Alain, “el hijo adorable y muy bien educado”, miraba con envidia
desde su ventana a sus compañeros jugar en el patio, abajo del inmueble. “Yo tenía bastantes
juguetes, pero siempre permanecía encerrado.”
Más tarde, a pesar de las escuelas privadas, la moto y el coche nuevo ofrecidos por su madre,
Alain el adolescente salió de tales rieles demasiado rectos. “A los 9 años tenía el sueño de que, sin
mis padres, iría a conquistar el mundo”, escribe en un texto de la adolescencia. Salvo que nunca
tendrá el coraje suficiente para abandonar el práctico capullo familiar. ¿Acepta presentar un examen
para ser conductor de TGV [tren de alta velocidad]? Es recibido de entre 500 candidatos.
“¡Estábamos en el paraíso!”, dice Françoise. Sin embargo, trabajo y autoridad no son sino “trucos
complicados”. Al cabo de cinco días de entrenamiento, abandona. Y el drama ocurrió poco tiempo
después. Desde hace tres años, Françoise realiza visitas en la prisión cada dos meses. Le aporta
dinero y ropa. Comenzó sus visitas desde que pudo desplazarse nuevamente. “No puedo ni siquiera
abandonarlo, sigue siendo mi hijo”, explica a la corte. Madre e hijo se escriben largas cartas. Las de
Françoise cuentan con una gran belleza, son simples y desgarradoras. Intenta explicarle, sin el
menor énfasis, su calvario, cómo su marido, el hombre que ella amaba, le hace falta. Ella querría
que Alain comprendiera que sigue y seguirá siendo siempre el hijo del padre que mató. Alain
responde que piensa que, cuando sea libre, volverá a vivir con ella, en el pequeño apartamento de
Vitry-sur-Seine. “No es necesario que nos separemos, somos una familia.” Françoise tiembla de
miedo con esta idea. Cuando Maurice Papon fue liberado, al comienzo del proceso de Burdeos,
enloquecida telefoneó inmediatamente a su abogado: “¿Alain corre el riesgo de recibir el mismo
trato?”
Sin embargo, los tres psiquiatras están de acuerdo en este punto: no han encontrado ningún
trazo de enfermedad mental en Alain Oreiller. Ni siquiera la menor sospecha de “episodio
psicótico” en el momento de los hechos. Uno de ellos enunció, porque le hacía falta encontrar algo,
“el estado hipnopómpico” del acusado, o en otros términos, una “vigilia incompleta en estado
crepuscular”, lo cual recibió únicamente un escepticismo pulido de los magistrados.
El 1° de junio, la abogada general Marie-Dominique Trabet solicitó veinte años de reclusión
para este “pequeño obstinado muy egocéntrico, este gran narcisista que no soporta que se le
resista”. Los jurados la siguieron, después de tres horas de debate.» (Libération, jueves 18 de junio
de 1998)
א
א
א
א
א
La ilusión no sólo forma parte de todas aquellas cosas de las que procuramos cotidianamente
protegernos, también se incluye entre las marcas con las que reconocemos a aquellos que nos es
preciso aniquilar. No por capricho, menos aún por una delegación expresa del Weltgeist, sino
simplemente porque la ilusión se hace cómplice de todo, y porque no estamos dispuestos a perdonar
a esta sociedad una sola de sus cobardías. Si existe un “medio [milieu]” que, entre todos, se ha
otorgado de manera más particular el cargo de conserje oficial de todas las ilusiones, incluso
también de la ilusión en cuanto tal, ése es ciertamente el infame, sofocante y mefítico “medio
cultural”. Por lo demás, podemos prever que en los años por venir la dominación deberá autorizar
más y más los ucases del “arte”, a los cuales ella ya es incapaz de decorar con alguna referencia a la
verdad sin hacer el ridículo. Ésta es una salida que tenemos urgentemente que minar, antes de que
ella se comprometa demasiado cómodamente. Si se trata de una de las más condenables
indiferencias que uno puede legítimamente alimentar hacia la actual producción de mercancías
culturales, ésta no sigue siendo menos uno de los mayores peligros, y el enemigo el más solapado
tras sus aires de insignificacia.
Por repugnante y profundamente absurda que pueda ahora parecer la idea de otorgar tan sólo
un segundo de atención al caso de un hombre que sigue pretendiendo regalar algo en “el arte”, e
incluso en la “literatura”, a los metafísicos-críticos les pareció inadmisible dejar que subsistiera
cualquier equívoco con respecto del fabricante de copias para-budista Michel Houellebecq.
Ciertamente, este engendro definitivo no carece de títulos especiales para nuestra enemistad; que
figure como uno de los primeros ejemplares del perfecto Bloom al reivindicarse públicamente como
tal, y esto más allá de todo amor a sí mismo, habría podido ya valerle un buen lugar en nuestra lista
negra. A esto también contribuye, por otra parte, el empleo recurrente, en su meato bucal putrefacto,
del adjetivo “metafísico”, cuando es sin embargo y únicamente un sinónimo inusitado de
“profundo” o “espiritual”, términos ambos que formulan un excelente argumento comercial en el
mercado del consumo new age. Pero la experiencia nos ha enseñado de manera suficiente cuán vano
resulta el querer combatir gusanos, que a lo sumo es posible aplastar. Así, no guardamos ninguna
queja en particular contra la persona de Michel Houellebecq, ya que no existe tal persona. “Michel
Houellebecq” es meramente un pseudónimo de la nada. Convino en cambio al Tiqqun mismo captar
la atención, así como los metafísicos-críticos se emplearon aquí, sobre el brutal arrebato del
lenguaje de la adulación que ha desencadenado en el “medio cultural” la aparición del houellebecq
en la superficie de la Publicidad. El hecho de que hayamos podido ver, en este caso, a los
periodistas que “hacen la opinión” denunciar la dictadura de la “biempensancia”, a una gran casa
editorial calificar a uno de sus empleados-escritores como víctima de los “comerciantes”, y de que
el empleado en cuestión, además de ser unánimemente alabado por una crítica a las órdenes, se haya
quejado de ser perseguido,sólo representa a final de cuentas una diferencia de grado en relación al
confusionismo interesado de la industria editorial. Lo que resulta en cambio más insólito, es la
conciencia con la que todo el mundo ha sabido desempeñar su rol hasta el final, y, tanto defensores
como detractores, fingir pasión. El aire de falso absoluto en el que los diferentes actos del “suceso
literario de la rentrée” —fue así como los diversos organismos de prensa lo anunciaron, conforme a
las instrucciones de Flammarion— se mostraron, exigía con toda objetividad que alguien llegara a
perturbar su curso, teniendo cuidado de nunca caer en la trampa de dejarse lanzar al escenario.
Cuando el Espectáculo tiene la impudencia suficiente de estrechar manos con la muchedumbre, se
encuentra expuesto a semejantes intrigas. No fue prudente para ellos intentar la promoción de su
baratija en un lugar “público” como puede serlo una FNAC, un sábado por la tarde del 24 de
octubre de 1998. Sobre todo teniendo en cuenta que sigue siendo un asunto delicado explicar a sus
consumidores que, ciertamente, existen embaucamientos en su mercancía, y que de nada sirve
reclamar. Y no es, por otro lado, sin dificultades que Michel Houellebecq se las arregló, ese día,
para confesar su punto de vista: es cierto, dijo él en resumen, el libro es vendido y comprado con el
pretexto de que “apunta un juicio sobre una sociedad y una civilización”, esto es, por su carácter
político, por el elemento crítico que contiene; pero todo esto no compromete a su autor, quien sólo
es, después de todo, un productor de mercancías culturales como los demás, aun cuando él hubiera
decidido aprovechar la desembocadura prometedora que la “muerte de las ideologías” —es con este
eufemismo que SE designa a la hostilidad conservada hacia el pensamiento— dejó a las carroñas.
Insuficientemente entrenados en el lenguaje de la adulación, los estudiantes que se encontraba allí
observaron, sin embargo, una burda inconveniencia, pues no entendían por qué habría que llamar
“literatura” al hecho de no arrojar las consecuencias de aquello que uno escribe, y juzgaron bueno,
mientras partían, hacerle saber, a aquel que acababa de reconocer delante de ellos que era “una
larva”, que lo tenían más bien por un “bufón”. En pocas palabras, el houellebecq no consigue hacer
que su pena sea menos penosa entregándola a la Publicidad — al menos para los que allí estaban.
Por su lado, los metafísicos-críticos comenzaron a distribuir un panfleto, que reproducimos a
continuación.
• Michel Houellebecq, reseña biográfica
(extraída de la Enciclopedia de las Redenciones, 24a edición entregada hasta el día de hoy, 2074,
París; traducida del latín futuro)
Los metafísicos críticos no necesitaron dejar parlotear al houellebecq por mucho tiempo para
darse cuenta de que un enano como él no estaba a su altura, incluso encaramado sobre los hombros
de su batracio de editor. Se limitaron, pues, en un primer momento, a verificar si aún sostenía lo que
había declarado a los Inrockuptibles —particularmente, que le gustaba mucho Stalin “porque mató
bastantes anarquistas (risas)”, declaración que podríamos tener como una vulgar provocación
promocional, destinada a excitar a algunos izquierdistas impenitentes—, y lo que escribió en el
posfacio al Scum manifesto de Valérie Solanas —“a plena mitad de los años sesenta, en medio de un
burdel ideológico sin precedentes, y a pesar de algunos resbalones nazis, Valéry Solanas tuvo así,
siendo prácticamente la única de su generación, el coraje de mantener una actitud progresista y
razonada, conforme a las más nobles aspiraciones del proyecto occidental: establecer un control
tecnológico del hombre sobre la naturaleza, incluida su naturaleza biológica y su evolución. Esto
con el objetivo a largo plazo de reconstruir una nueva naturaleza sobre bases conformes a la ley
moral, es decir, de establecer el reino universal del amor, punto final.”—. Por otra parte, nosotros
encontramos un público compuesto por una centena de personas postradas allí, para chupar las
palabras de un histrión bilioso que decía tenerlas después de la libertad, el hombre, el sentido y el
lenguaje, y que le hacía valer, desde el fondo de su nihilismo sofisticado, las ventajas de un futuro
de rebaño en una dictadura tecnológica integral, un poco más a nuestra medida. Pero este montón de
agonizantes apenas tuvo tiempo de reaccionar con imperceptibles vibraciones gelatinosas cuando
experimentó el marchitar con el calificativo de “amorfo”. Después de que nosotros le mostramos la
pesadilla, al mismo tiempo que la imposibilidad, de un fin cualquiera de la historia, y preguntado si
era esto lo que él quería, el silencio se hizo, un silencio viscoso con odio contenido. Finalmente, se
elevó en respuesta una voz linfática de una especie de homúnculo tapido en medio de la sala, que
arriesgaba con un tono de resignación abombaba: “Bien, ¡de cualquier manera eso es lo que va a
pasar!” Al oír esto, el público, viendo cuestionado su derecho al sueño, se apresuraba a exigir que se
hablara del libro y sólo del libro. Finalmente, el privilegio de concluir correspondió a una repulsiva
ama de casa de unos sesenta años, vieja piel devoradora de novelas en los insomnios de su nulidad
en jubilación: “Yo no sé si yo soy amorfa, pero querría dar las gracias a Michel Houellebecq. Acabo
de descubrir su primera novela. Me importa un bledo la política. Leo novelas de extrema derecha,
leo novelas de extrema izquierda. No tengo nada que ver con la ideología. Durante veinte años, se
me impidió leer a a Raymond Abellio. Lo que a mí me importa es el placer de leer, de dejarme
llevar por la historia, por el estilo, etc.”. Como se ve, Michel Houellebecq puede enorgullecerse de
haber encontrado algunos lectores de una especie por lo menos tan rampante como la suya. Pero por
grande que sea su número, por fanáticamente resignados que se declaren, los houellebecqs nunca
dejarán de contar como nada sobre la balanza del destino, pues ellos pertenecen incluso en sus
entusiasmos a la pendiente muerta de esta civilización.
Muy evidentemente no faltaron, después de esto, algunas mujerzuelas del medio literario para
sacar partido del incidente, y atiborrar algunas páginas en Le Monde repletas de babosadas, balidos
y mala fe. Y esto es después de todo cosa bien comprensible: está tan raramente dado a la crítica, de
nuestros días, el dar a hablar un poco sobre ella. Fue así cuestión de un “proceso Houellebecq” —
como si fuera una persona, y no precisamente su función, lo que fue atacado aquí—, cultivado por
no se sabe qué diabolica autoridad invisible, y sin duda por ese “grupo de jóvenes metódicamente
repartidos en la sala” de conferencias de la FNAC, el 24 de octubre de 1998 (Le Monde, domingo 8-
lunes 9 de noviembre de 1998). Se relató entonces con todo detalle, por supuesto sin resistir al
reflejo de falsificar un mínimo, los propósitos y los hechos, pero se guardó bien el mencionar la
existencia de un panfleto, que habría permitido pensar que los hombres del Partido Imaginario
disponían de un discurso bastante articulado para hacer volar en pedazos “el viejo edificio pleno de
fisuras”. Otras crónicas siguieron, todas ellas vertidas en la misma resina galante e histérica, que
tomaban invariablemente la defensa de Houellebecq contra sus supuestos enemigos, pero nunca
nombrados, como es regla en el Espectáculo. Todas las crónicas apelaban a la urgencia de salvar el
“arte” y la “literatura” de los “constreñimientos ideológico-políticos” (Le Monde, 11 de noviembre
de 1998), cuando es tan evidente que es por el contrario el arte lo que, sin ser ya nada por sí mismo,
se encuentra forzado, para salvarse por sí mismo, a mojar sus sucios dedos en lo “ideológico-
político”. Es al interior del orden que el pequeño medio literario descompuesto ha escogido el
momento preciso en que la producción de mercancías culturales se revela como el modelo mismo
de la producción “ideológico-política”, para ponerse a dar gritos de indignación, y apelar al derecho
imprescriptible de la literatura a la insignificancia. ¡Eterna apatía del arte! Basta decir que nosotros
no hemos estado sino poco sorprendidos de recibir, en los días posteriores al incidente, diversas
insinuaciones viniendo precisamente de ese medio, y de las cuales la más estrafalaria no fue la
oferta para publicarnos. Si el hecho de que para hacer un poco de ruido tuvo que remitirse a
Houellebecq no fue algo suficiente para establecer su estado de naufragio, esto podría constituir por
sí solo la prueba de su debacle. Pero nosotros no pactamos con las defuntas burocracias del espíritu.
Antes bien, nosotros proclamos un nuevo reino. Ya, las alimañas se ponen a temblar, porque saben
que será bien necesario, tarde o temprano, emprender la inmensa tarea de limpieza. Y saben también
que forman parte de los escombros.
Estas pocas observaciones han sido primitivamente anotadas con la prisa encima como unas
reflexiones personales en una mala libreta. Luego de que un camarada juzgara que podían ser de
alguna utilidad al movimiento, las trascribo con una prisa idéntica, que debe permitir disculpas por
sus imperfecciones. Estas reflexiones deben ser consideradas como sugerencias desordenadas leídas
sobre los hombros de un desconocido.
1. Es raro que un movimiento sea popular a proporción de su radicalidad, esto es algo cierto de
nuestra parte. La simpatía que un movimiento recibe provisionalmente proviene del hecho de
que, en una sociedad sin comunidad, la identidad de cada uno está exclusivamente determinada
por su función en el proceso de producción, por su trabajo. De esto se sigue que, fuera de este
trabajo que conforma toda la existencia del hombre de estos tiempos, este último no es nada
más que un ser sin identidad, sin clase, un anónimo, una singularidad cualquiera, un parado.
En cuanto tal, el parado es pues la verdad de cada trabajador fuera del trabajo, y figura su
existencia en cuanto individuo libre. Pero también es preciso ver el escándalo de una libertad
vacía, de una libertad sin contenido: la libertad del parado es una libertad de no hacer nada,
porque en cuanto individuo todos los medios de producción le son negados. Es pues alrededor
del parado que se anuda la principal contradicción de la organización social actual: su
mantenimiento exige, en un mismo movimiento, la exclusión de cada uno del dominio de su
propia actividad, de la participación en su propia vida, y la movilización total de su energía
bajo forma de trabajo. Para ella se trata de realizar ese milagro que consiste en que cada uno se
encuentre simultáneamente hasta el colmo del entusiasmo y hasta el colmo de la pasividad. El
parado es peligroso en la medida en que busca dar un contenido a su libertad, y esto ha sido
bien comprendido por el poder. Y si éste tiembla hoy, es porque sabe que las cadenas del
parado no son únicamente universales, sino sobre todo radicales: el parado no protesta contra
una injusticia particular, sino contra la injusticia pura y simple de ser expulsado al margen de
la vida; su emancipación particular es la emancipación de todos.
2. No cabe duda de que el lenguaje dominante supone el orden dominante. Así, uno no puede
contestarle [protestar en su contra] adecuadamente conservando la oposición capciosa entre
trabajo asalariado y paro. Pensándolo bien, rápidamente se hace evidente que la función de tal
oposición consiste en ocultar la naturaleza esencialmente pasiva del trabajo asalariado y la
naturaleza verdaderamente activa del parado o del RMIsta [subsidiado] que se ocupa de su
propia libertad. Así pues, la verdadera alternativa no opone el trabajo asalariado al paro, sino la
actividad libre a la actividad alienada, que no es más que una pasividad agitada. Aunque no
está mal que el movimiento persista en avanzar escondido bajo el nombre de “movimiento de
los parados y precarios”, que es la única forma en que el orden actual puede comprenderlo y
luego falsificarlo, no debe ocultarse a sí mismo su propia radicalidad: a lo que él apunta es a
la supresión del trabajo en cuanto actividad alienada.
4. El odio que esta sociedad se confiesa a sí misma nos conduce a realizarlo, y a elevarlo a la
consciencia de su objeto: las relaciones mercantiles, las cuales han devastado todo lo que había
de humanidad en nuestra sociedad. La función de nuestro movimiento podría consistir en
constituir una meseta, una plataforma de articulación de todas las luchas parcelarias en las que
conseguimos reconocer el contenido universal de la lucha contra la mercancía. Tan irrisorias
como puedan parecer, la resistencia a la degradación continua de las condiciones más
elementales de la existencia que queda encarnada por la lucha contra el maíz transgénico, o la
búsqueda de una alternativa a las relaciones mercantiles que se esboza torpemente en los
Sistemas de Intercambios [Échanges] Locales (S.E.L.), tienen que ver con nuestro movimiento.
7. Parece que uno de los problemas más urgentes que nuestro movimiento tiene que enfrentar es el
de salir del gueto de la reivindicación corporativista que se refiere al paro, el de encontrar ese
punto de exponencial agitación que nos sumará el resto de las categorías de la población, el de
obtener una suspensión en el tempo tiránico de la producción. Tal efecto fue en parte producido
en el 68 —la diferencia entre la coyuntura actual y el 68 radica en que, a causa de que todo lo
absurdo de esta sociedad está hoy concretamente demostrado, puede también ser por
consiguiente concretamente resuelto; los años 60 tenían los medios para ofrecerse una
revolución sin consecuencias, nosotros no— mediante el llamamiento en forma de panfletos a
la constitución de comités de acción, panfletos que describían qué es un comité de acción,
cómo puede funcionar, etc… La continuación del movimiento vio florecer esos comités en una
proliferación jubilosa que sólo la huelga general de la pasividad fue capaz de preservar. Pero
las organizaciones izquierdistas burocráticas, tan poderosas en esta época, consiguieron
infiltrarlos, como era de esperar. La inexistencia actual de tales partidos deja conjeturar que
ellos no sufrirían, actualmente, la misma suerte. Y es entonces que hemos podido constatar el
efecto trastornante de esos pequeños grupos conformados por algunas decenas de personas que
ejecutaban sus decisiones en el mismo segundo en que las aprobaban. Por otro lado, no fue
únicamente la acción que liberaron, sino también la palabra, puesto que es únicamente en la
medida en que los hombres tienen algo que hacer juntos que tienen algo que decirse. El
llamamiento a la autoorganización que concluye nuestro comunicado a la sede del Partido
Socialista sólo tiene sentido si damos a esta formulación abstracta un contenido efectivo,
vivido. Esto queda por hacer.
8. La estrategia adoptada por el Espectáculo para abatirnos es bastante clara, no tiene ninguna
originalidad. En la última semana, los órganos de información del régimen se han puesto a
declamar alto y fuerte, en una primera fase, la oración fúnebre de nuestro movimiento. Ante el
fracaso relativo de esta maniobra, se han decidido a criminalizar a todos aquellos que no
consiguieron desalentar. Finalmente, las asociaciones de parados, en su triste lucha por el
reconocimiento, tendrán que proseguir una prudente y pequeña guerra de hostigamiento
atendiendo la manifestación del martes, donde la C.G.T. y los diversos aliados del orden actual
ven la ocasión soñada para hacer un bonito cortejo fúnebre a la contestación social. Si este
movimiento tiene que sucumbir pronto, de acuerdo con sus planes, esto ocurrirá por haberse
estremecido ante su propia radicalidad, por haber ignorado el contenido universal de su objeto:
la abolición de las relaciones mercantiles, lo que habría tenido que permitirle unificar en su
seno todas las luchas aisladas y fragmentarias que tienden hacia este fin. Es probable que esto
también ocurra por no haber sabido organizar a partir de sus propios medios su difusión y su
comunicación. Pero al respecto, la última palabra aún no ha sido dicha. A pesar de que esta
empresa tendría que saldarse por medio de un desastre, conseguirá romper provisionalmente la
separación de los hombres de buena voluntad. Y la dominación tiene buenas razones para
inquietarse, porque no hay nada más peligroso para ella que la agrupación de algunos seres
determinados a destruirla, porque en tiempo normal no tiene mejor motivo para felicitarse que
su eficacia para impedir los encuentros que podrían serle peligrosos. Sobre este punto al
menos, nosotros la habremos mantenido a raya.
“Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y sólo es digno de la libertad quien sabe conquistarla”
(Baudelaire, ¡Matemos a los pobres!)
París, lunes 26 de enero de 1998.
Si fuera necesario sorprenderse de algo, más que de nuestra propia presencia el día de hoy en el
I.N.S.E.E., sería de que no hemos pensado antes en visitarlos. Los motivos, en efecto, no faltan. El
loable y notorio esfuerzo para falsificar las cifras del paro —algo en lo que el I.N.S.E.E. se sacrifica
con una constancia muy bella— nos exigía ya venir a confesar en su lugar a todos aquellos para los
que la mentira enmendada de las variaciones estacionales es una profesión. No podemos dejar
impune la insolencia de dichos especialistas, los cuales hablan de nosotros sin conocernos y que
sufren, en realidad y desde el fondo de su despacho, tanto miedo de encontrarnos. Vean, pues,
¡nosotros hemos dado los primeros pasos!
Pero la evidencia de este primer motivo bien podría hacerlo pasar como algo superficial. El
segundo, más profundo, tiene que ver con el principio mismo de las estadísticas y del sondeo.
Ambos son en nuestros días uno de los más poderos instrumentos de dominación y de control
social. Si el amo de una sociedad es quien detenta la representación que ella se hace de sí misma,
entonces el I.N.S.E.E. está en las manos del poder más celoso, siendo el más eficaz de los
sirvientes. Es él, en efecto, quien crea de cabo a rabo, y de acuerdo a intereses que se intuyen sin
esfuerzo, la falsa consciencia que esta sociedad se da de sí misma, y a la cual desplegará
inmediatamente en páginas enteras de la estupidez periodística. Es él quien llena unos conceptos
vacíos con números, forzando así el asentimiento a la ignominia de la sociedad mercantil, cuyo
lenguaje jamás ha dejado de hablar. Pero es sobre todo el símbolo activo de la mortífera
cuantificación de la vida lo que está por todas partes en obra. El lenguaje cifrado de la dominación
moderna contiene todo la desvergonzada arbitrariedad de aquellos que, actuando en secreto, se
creen capaces de no rendir cuentas a nadie. El sondeo ocupa oportunamente el lugar del debate real;
el horror ilimitado de la exclusión parecerá siempre algo moderado en las columnas de las cifras; se
podrá siempre hacer callar la verdad por medio de encuestas, para esto sólo basta con saber plantear
las malas preguntas.
Pero nosotros venimos el día de hoy en persona para encontrar a los hombres del I.N.S.E.E. en
persona. Si no hay nada que esperar de esta institución, la cual debe ser destruida, esto no es cierto
de aquellos que la componen: ellos son susceptibles de consciencia. Son capaces de reconocer la
función social que se les hace cumplir, que hace de ellos los tristes sirvientes de la opresión. Incluso
son capaces de reconocer su miseria de estadista: su despacho desolado hasta el fondo con un color
de hospital donde pierden su vida entera con la compañía muda de ruidos blancos, espacios
vectoriales, promedios móviles y desviaciones típicas, en un trabajo sin alegría y sin utilidad. Y
después de haber visto esto, conocerán su verdad de parásitos, de hombres disminuidos, de
verdugos víctimas de sí mismos. Entonces, tal vez, compartirán con nosotros el asco que nos
inspiran, ellos al igual que el mundo que construyen sin descanso. Quizá incluso se nos unirán. Y
serán bienvenidos, con armas y equipajes.
Más allá de estas matanzas, suicidios y desajustes diversos, todos estos actos extraños que
nos dan tantas noticias alentadoras sobre el estado de descomposición de la civilización mercantil, y
consecuentemente sobre el sordo avance del Partido Imaginario, otorgamos la más alta importancia
a las formas de manifestación de la negatividad que intervienen la nueva gramática en acto de la
contestación. Hay una entre ellas que, en los últimos meses, nos ha particularmente emocionado: la
de los “antagonistas de Turín”. Los acontecimientos que relatamos aquí se escalonan sobre una
semana, durante la cual Turín se ha encontrado sumergida en un terror de una naturaleza totalmente
diferente al terror calculado y rentable, al Terror gris que hace estragos como de costumbre en las
metrópolis de la separación.
Todo comienza el viernes 27 de marzo de 1998, día al amanecer que Edoardo Massari,
anarquista de 34 años, se cuelga en su celda de la prisión de Turín, donde había sido debidamente
encarcelado el 5 de marzo con su novia y un camarada. SE los suponía culpables —es la menor de
las cosas, a pesar de todo, cuando uno tiene que vérselas con anarquistas— de varios atentados
contra la construcción del tren de alta velocidad italiano; todos actos de ecoterrorismo que tenían el
error de exasperar gravemente un cierto número de lobbies industriales y mafiosos cuyos intereses
estaban implicados en ese proyecto grandioso cuya necesidad no ha escapado a nadie. Ese
“suicidio” abría tenido que ir a tomar sensatamente su lugar en la larga lista de los asesinatos de
Estado, de los que SE prefiere dejar el establecimiento de dicha lista a los cuidados escrupulosos de
los historiadores del próximo siglo, pero para la cual ya sabemos que Italia puede enorgullecerse de
un honorable palmarés. Desgraciadamente, el así llamado Massari pertenecía a la pequeña
comunidad de los “centros sociales” turineses, cuya reacción no había sido parametrada en los
modelos de simulación de la dominación. Es así que, al día siguiente, los consumidores-ciudadanos
tuvieron toda la razón de quejarse de ese desfile silencioso y hostil de centenares de anarquistas-
con-cuchillo-entre-los-dientes y demás autónomos-con-barras-de-fierro que venían a oponerse a los
bellos retozos abigarrados de uno de esos risueños sábados por la tarde de consumo enfiestado,
obstinándose pesadamente a recorrer el centro urbano bajo su única banderola “Assassini”, y a
montarse sobre el techo de los autobuses para leer un comunicado que sin duda parecía insinuar que
todos los Bloom agrupados allí eran cómplices de ese asesinato, prometiendo también que “por su
error, dentro de una hora (de ese momento), la vida de esta ciudad de muerte no sería la misma”.
Además de sus invectivas plenas de animosidad que dirigían a los transeúntes inocentes y
aterrorizados, ellos incluso darían una golpiza a un camarógrafo de la Rai, a un fotógrafo y a un
cronista de la Repubblica, tomando también sus instrumentos de trabajo, que ellos redujeron
metódicamente a su estado primitivo de componentes electrónicos. No contentos con haber
movilizado así a una Italia al fin pacificada de las horas más negras de los años de plomo y de la
guerrilla urbana, a la cual todos habían hecho lo mejor para olvidar, lincharon esta vez, el jueves 2
de abril en Brosso, poco antes de ir a escuchar el sermón tendencioso de obispo de Ivrea que
comparaba a Massari con el Buen Ladrón, al periodista que lo había denunciado. Ese día, pasaron
verdaderamente los límites de lo razonable, molestando indiferentemente a los cronistas de los
periódicos de derecha, al igual que de extrema-derecha y todos los representantes de los medios de
comunicación, sin distinción de partido, haciendo incluso pedazos el coche de uno de ellos. Pero la
atracción principal fue ciertamente esa manifestación del sábado 4 de abril, donde siete mil de esos
“antagonistas” sin escrúpulos venidos de no se sabe dónde desfilaron con el mismo silencio malo
que la primera vez, pero en una tensión extrema ahora, destruyendo tranquilamente y sin una
palabra vitrinas, carros y cámaras, manchando los muros con tonterías tales como “te quemaremos
McDonald's”, atacando con adoquines el Palacio de Justicia y sembrando el espanto entre los
honestos citadinos. El sociólogo Marco Revelli pudo asegurar cuanto quiera que “la ciudad debe
comunicarse con ellos, considerarlos como un recurso y no como unos enemigos” (La Repubblica,
30 de marzo), pero cómo pretenden hablar con unas personas que se callan, que han recurrido a la
violencia, al terrorismo, y que “detestan esta sociedad pero no se proponen cambiarla”, así como lo
ha señalado con precisión Piero Fassino. Es más o menos de esta manera que, en su mayoría, los
medios de comunicación y los Bloom han reaccionado ante estos nuevos testimonios del
“desasosiego de la juventud”. El diputado Furio Colombo resume bastante fielmente el innoble
estupor al que han sido precipitadas las buenas personas: “Ésta es mi ciudad, así que conozco la
historia. Y sin embargo no puedo explicarlo. Un cortejo de extraños, de jóvenes que nadie ha visto
jamás, con los cuales nadie ha hablado, atravesaba las calles de la ciudad y la gente percibía
claramente el peligro. […] El cortejo estaba mudo, y sin embargo portaba los signos físicos de una
amenaza inexplicable: […] palabras de las que no captaban el sentido los transeúntes, pero que
sentían la hostilidad. Quien los haya visto de cerca te dirá que son ‘jóvenes’, pero no ‘nuestros
jóvenes’. Se han instalado aquí pero no vienen de son de nuestros hogares. La impresión es que
vienen de lejos. ¿Cuán lejos? La distancia aquí no se mide en kilómetros. Ésta es una distancia
interior, algo que no se comprende más que con el espíritu. […] En mi ciudad limpia, impecable,
recién pintada, aterrorizada, un cortejo de invasores desconocidos…” (La Repubblica, 2 de abril)
Sin duda, el valor moral de los hombres no es extraño a la manera en que reaccionan ante el
anuncio de semejantes hechos. Quien no puede reprimir su rencor de esclavo no es el mismo que
dirige un signo imperceptible de inteligencia. Por nuestra parte, ésta fue una de esas alegrías que
nacen en la profundidad particular en que lo que es contado no es solamente escuchado, sino
comprendido desde el interior, como si lo que ocurrió hubiera pasado a través de ustedes. Nosotros,
metafísicos-críticos, pretendemos fundar sobre esa psicopatología un método de análisis que,
radicalizando el sentido de ciertas manifestaciones y sustrayéndolas de su elemento temporal,
ponga al desnudo la verdad de la época. No es más que al término de una ampliación tal de la visión
que podemos certificar que esa semana un velo de Maya ha palidecido en el mundo del
Espectáculo, o que con esos “antagonistas”, es el tiempo de las revueltas sin rodeos lo que avanza,
el tiempo de las revueltas ilógicas que será sin duda preciso, a su vez, masacrar. El enemigo se ha
hecho ver, se manifiesta y ha sido reconocido como tal. Esta sociedad sabe en adelante que porta en
sus flancos unos hombres que, si bien están haciendo algo, no hacen nada que participe de ella, que
más bien ponen colectivamente en causa su derecho a la existencia. En ese momento, el Espectáculo
ha tenido que constatar brutalmente el fracaso de su campaña de pacificación. Ha sido arrancado de
su neutralidad de fachada por aquellos mismos que él pensaba haber sepultado definitivamente bajo
un derroche de condicionamientos, y para los cuales había incluso preparado una prisión plena de
privilegios como para que los hombres terminaran por soñar que no estaban nunca confinados: la
“juventud”. Él ha descubierto, en el mapa familiar de las ciudades que había distribuido de acuerdo
a sus planes, y donde había incluso podido componer “centros sociales autogestivos” y demás
“zonas liberadas” para “individualidades rebeldes”, un caos de ruinas solidarias traspasado por
innumerables enclaves, donde uno no se contenta con vivir, sino que también conspira contra él. El
Espectáculo creía que bastaba con ocultar la negatividad para sofocarla, pero esto la ponía
justamente al abrigo del control mimético de los comportamientos, que determina las zonas de
sombra al igual que los últimos espacios en que pueden realizarse formas de existencia libres. Pero
el carácter más inquietante de este nuevo pueblo del abismo, puesto que es así como él lo describe,
es que la crítica que él opera es en primer lugar la afirmación de un ethos extraño y ajeno al
Espectáculo, es decir, de una relación herética con la experiencia vivida. Parece ser que hay, en este
territorio que él creería cuadriculado, repliegues en que las relaciones no son mediatizadas por él, en
que, en otras palabras, el monopolio de la producción del sentido no le es solamente contestado,
sino incluso local y temporalmente retirado. Y se concibe que sean un peligro sin medida para el
Espectáculo aquellos que consigan relacionar —lo que sólo sobreviene raramente en esas “zonas
autónomas”— una teoría crítica de la sociedad mercantil con la experimentación efectiva de una
socialidad libre, porque ellos son la realización parcial hic et nunc de una utopía concreta y
ofensiva. A veces sucede que algunos individuos se desprenden del corsé de los códigos y
comportamientos reificados prescritos por la tiranía de la servidumbre; la dominación habla
entonces de talento, locura o, lo que regresa a lo mismo, desviación criminal, pero si un fenómeno
tal se presenta bajo los rasgos de una comunidad, la dominación se descubre brutalmente sin
recurso, es decir que se decide a librar la batalla siguiendo las no-reglas de la hostilidad absoluta, en
las cuales el enemigo es siempre lo no humano. Este procedimiento será aquí más doloroso que en
otra parte, porque es a sus propios hijos que tendrá que desterrar de la humanidad, pues no se dejan
vender en el mercado. Así pues, en Italia, allí donde las condiciones eran las menos propicias, el
Partido Imaginario se ha manifestado en cuanto tal. Éste es un acontecimiento que no está
totalmente desprovisto de importancia, porque con él, son todas las formas tradicionales de la
contestación las que llevan consigo algo provincial y refinado.
Aquellos que se alegran simplemente porque un estado tal de guerra les devuelve la fe en la
posibilidad de nuevas epopeyas no van más allá de un grado de comprensión superficial de lo que
ha pasado allí. Porque los “antagonistas” de Turín han hecho mucho más que unos daños,
linchamientos o gente asustada: han abierto el camino hacia el cruce de la línea, hacia la salida del
nihilismo. Al mismo tiempo, han forjado las armas que llevan más allá de él. Se reconoce el cruce
de la línea en que las manifestaciones a las que SE estaba acostumbrado se ven de golpe afectadas
por factores inéditos. Así, el silencio de los antagonistas no es ya la afasia tradicional de los
contestatarios izquierdistas, ni la del Bloom, sino una cosa cualitativamente nueva. Por lo demás, la
notable y muda tensión que han suscitado a lo largo de sus desfiles debe ser esencialmente
comprendida como enfrentamiento de dos tipos de silencios radicalmente extraños y ajenos
respectivamente. Por un lado, hay un silencio natural, negativo y, para decirlo claramente, animal de
la locura solitaria de los Bloom que nunca expresan nada suyo propiamente, nada que el
Espectáculo no haya podido decir, el silencio de la masa inorgánica de los consumidores
arrodillados ante lo que no les ha solicitado hablar, sino responder cuando SE les habla, el silencio
del rebaño de los que creen poder regresar apaciblemente a ser nuevamente sólo los representantes
de la más inteligente de las especies animales, puesto que ya no hay hombres que den testimonio de
su colapso. Por el otro, el silencio estratégico, pleno y positivo de los “antagonistas”, desplegado
como dispositivo táctico para manifestar la existencia de la negatividad, para hacer irrupción en la
visibilidad sin dejarse paralizar en la petrificante positividad espectacular. (Quizá tenemos que
precisar aquí que había para ellos una necesidad vital de aparecer: la de romper el asedio al que la
dominación los había sometido, y que los amenazaba con la misma suerte que Massari y de aquellos
que Nanni Balestrini llama los invisibles: la discreta eliminación física, en la unánime indiferencia,
de aquellos a quienes la Publicidad nunca había reconocido la existencia.) Pero parece ser que
decimos que los “antagonistas” habrían, tras madura deliberación de un estado-mayor omnisciente,
escogido el silencio. Ahora bien, nada es más falso: ellos estaban acorralados por las modalidades
objetivas de la dominación. Y es precisamente porque estas modalidades se han generalizado en el
conjunto de las sociedades industrializadas que amerita nuestra atención la manera en que el
silencio ha cambiado de carácter entre sus manos y se ha transformado en instrumento ofensivo. En
efecto, en unas condiciones en que el modo de develamiento de toda realidad, la Publicidad y la
esencia lingüística del hombre se encuentran radicalmente enajenadas en una esfera autónoma que
posee el monopolio de la producción del sentido, el Espectáculo, no hay nada que el simple hecho
de ser explicitado no exponga a ser metabolizado por él, con tal de que esto sirva a sus fines. Los
“antagonistas” son los primeros, e importa poco que hayan tenido o no una consciencia clara, que
han sacado las consecuencias prácticas de esta situación. Al rechazar tener recurso a cualquiera de
los códigos, a cualquiera de las significaciones admitidas, gestionadas y controladas por el
ocupante, y al manifestar este rechazo, ellos han establecido en los hechos que, allí donde reina el
Espectáculo, el silencio es la forma de aparición necesaria de la contestación verdadera, del Partido
Imaginario. Han llevado a la existencia lo que los espíritus lúcidos, como el Jünger de Sobre la
línea, habían ya observado: “Los actuales tiranos —escribe— no tienen ningún miedo de aquellos
que hablan. Esto pudiera ser posible todavía en los buenos viejos tiempos del Estado absoluto.
Mucho más temible es el silencio — el silencio de millones y también el silencio de los muertos,
que día a día se hace más profundo y que no acallan los tambores, hasta que se convoque el juicio.
A medida que el nihilismo deviene normal, son más temibles los símbolos del vacío que los del
poder.” No obstante, el silencio oportuno no deviene máquina de guerra más que deviniendo
consciente. Toda su eficacia está suspendida a condición de que se conozca a sí mismo como
dispositivo metafísico-crítico de sabotaje dirigido contra el triunfo de la positividad y la conjuración
por el olvido del Ser. “Para poder callar, el Dasein debe tener algo que decir, esto es, debe disponer
de una verdadera y rica aperturidad de sí mismo. Entonces el silencio-guardado estalla y acalla el
se-dice”, apuntaba el viejo canalla en su jerga.
El silencio de una rabia infinita posee un poder de pavor aún no iniciado y del que
estaríamos equivocados, en los años por venir, de no soñar con dar algunos bellos ejemplos. En este
caso, este poder tiene tan impresionado al Espectáculo que el filósofo-para-Jovencitas Umberto
Galimberti se dispuso de inmediato a escribir un epílogo sobre “El silencio de los okupas”,
deplorando en gran medida el “colapso de la comunicación” (como si la comunicación hubiera
jamás existido verdaderamente en el marco del mundo moderno, como si ese silencio no perturbara
precisamente por la única razón de que ha tomado nota de la nada de esa comunicación),
vaticinando sobre la miseria de la época y la indigencia de “la política” (como si la política hubiera
jamás sido, como instancia separada, otra cosa que una miseria). Hubo también sociólogos y
políticos electos a favor de llamar de manera suicida al “diálogo” con estos “nuevos bárbaros”. Y es
que esos carroñas han presentido, con el instinto seguro de quien sabe que tiene todas las perder en
el fin de la enajenación, que por su silencio los “antagonistas” estaban tras algo que es, en buenas
manos, apto para hacer volar en pedazos una organización social agusanada: lo indecible. Porque al
manifestar su silencio, ellos han llevado a la Publicidad no algo, sino la pura potencia de hablar, un
decir emancipado de lo dicho y más originario que él, es decir, lo indecible mismo: el hecho de que
el lenguaje sea. Al hacer escuchar y ver la nada, ellos han conseguido llevar la visibilidad a la
visibilidad en cuanto visibilidad o, en los términos de Heidegger, “llevar la palabra a la palabra en
cuanto palabra”. Han impuesto a la dictadura de la presencia —que asegura que lo que es tú no lo
eres— constatar que esto es la realidad misma, en cuanto ella es verdaderamente vivida. Por ello,
han obligado a la visibilidad a tomar lugar dentro de sus límites, y han arruinado la ilusión de su
neutralidad. El Espectáculo ha tenido que reconocer una exterioridad, una trascendencia; SE la ha
descubierto en esta confesión fatal: “En efecto existe lo inexpresable. Lo que se muestra.”
(Wittgenstein) Al mismo tiempo, el Espectáculo ha devenido visiblemente lo que esencialmente era:
un partido en el desenvolvimiento de la guerra social. Al imponerle el silencio, a hacer callar a
puñetazos su inagotable parloteo, los “antagonistas” lo han vuelvo problemático; ahora bien, esto
es su pérdida. Desde el momento en que la enajenación de lo Común se ha encontrado proyectada
como tal hasta el centro de éste, sus días están contados. (La prensa puede bien dar gritos de
indignación cuando algunos de sus esbirros sean golpeados y cuando nadie la escuche al llamar al
sacrosanto principio de la libertad de expresión, porque ya no cabe duda, para nadie, de que esa
libertad ha devenido desde hace mucho tiempo la del tirano, y esa expresión la de su bajeza.)
Pero la parábola de Turín es portadora de otras buenas noticias, como la del fracaso de la
dominación allí mismo donde había concentrado todas sus fuerzas: en el mantenimiento en
suspenso de todas las grandes cuestiones. Ésta es una eventualidad de la que la dominación debía
tener una intuición confusa, de otro modo ella no habría tomado, en las últimas décadas, el rostro
ingenuo y diabólico de un amontonamiento siempre más frenético de distracciones y mercancías
culturales. De hecho, parece ser que la neutralización de las contradicciones sociales no tiene otro
efecto que hacerlas pasar poco a poco sobre un plano superior en que ellas se radicalizan en furores
metafísicos. Pero entonces ya no subsisten grandes cuestiones: aquellos que han encontrado la
respuesta al problema de la vida se reconocen a sí mismos en esto, desde que, para ellos, el
problema ha desaparecido. Ésta es la promesa de violencias sin medida de las cuales estos
“antagonistas” forman la proa, ellos a quienes regresa la gloria terrible de haber restablecido lo
indecible en el corazón de lo político. Entre los dos partidos, dentro de los cuales han provocado,
por su simple presencia, la cristalización inmediata, entre el Partido Imaginario y el Espectáculo, no
hay nada que pueda resolverse con palabras, nada que pueda hacer el objeto de una discusión
cualquiera; sólo hay una hostilidad existencial y total. En todos los sentidos, la existencia de uno es
la negación absoluta de la existencia de otro. Son dos campos entre los cuales no hay meramente
una diferencia de opinión, sino de sustancia; lo que ha sucedido en Turín forma una evidencia
sensible de esto. Uno es el cúmulo anómico de las mónadas que “no tienen ventanas por las que
pueda entrar o salir algo” (Leibniz), la nada por acumulación de la humanidad, del sentido y de la
metafísica, el desierto del nihilismo y de la indiferencia pura por el cual “la idea de muerte ha
perdido toda presencia y toda fuerza plástica” (Benjamin, El narrador). Otro, la comunidad en
duelo, la comunidad del duelo para la cual el acto de morir es “el acto más público de la vida
individual, y un acto altamente ejemplar” —los animales son los que no saben acompañar a los
suyos hacia la muerte—, que concibe la pérdida de un solo ser como la pérdida de un mundo y en la
que cada uno toma “sobre sí la muerte del prójimo como la única muerte que (le) concierne […],
que (le) pone fuera de (sí) y es la única separación que puede abrirle, en su imposibilidad, a lo
Abierto de una comunidad” (Blanchot, La comunidad inconfesable). Uno permanece más acá del
nihilismo, otro se mantiene ya más allá. Entre los dos, está la línea. Y esta línea es lo indecible que
impone el silencio. La reivindicación máxima no se deja formular.
Los años pasan, y vemos al Espectáculo obstruirse con una cantidad creciente de
manifestaciones curiosas y brutales a las cuales no consigue ordenar ningún sentido, ni encontrar
nombre que satisfaga su espíritu de clasificación. Esto es un signo seguro de que este mundo está
cruzando poco a poco la línea. Hay sin duda otros más. Así, los últimos hechizos de la mercancía
fracasan cada vez más para perdurar más allá de algunas semanas, y es necesario encontrar algunos
nuevos, cuyo nacimiento está ya rodeado de escepticismo. Nadie consigue ya creer en las mentiras
de los demás ni en las suyas propias, incluso si esto hace permanecer el secreto mejor guardado, al
mismo tiempo que el más compartido. Los goces de edad indefinida se desnudan de su atracción
milenaria, y lo que hace poco era objeto de una codicia universal ahora ya sólo inspira un desprecio
fatigado. Para encontrar un polvo de los placeres pasados, hace falta de aquí en adelante
desencadenar fuerzas y efectos que nadie haya pensado hasta entonces poner en obra para tan
pobres designios. Su fatalidad propia acarrea al consumo hacia formas más extremas, que nadie
distingue ya del crimen más que por el nombre que SE les da. Al mismo tiempo, un paisaje de
catástrofes se instala inexorablemente, en medio del cual la participación en las últimas
metamorfosis del nihilismo ha terminado por perder todo su encanto. Por todas partes se desmorona
el sentimiento de la seguridad antigua. Los Bloom viven en un estado de terror que nada puede
igualar, excepto tal vez el amontonamiento monstruoso de las metrópolis, en las que la asfixia, la
contaminación y la promiscuidad envenenada parecen sólo ser capaces de procurarles el sentimiento
de un refugio. Cuando lo tomamos separadamente, vemos que el temblor del Bloom ha alcanzado
ese punto en que se altera en un estado general de forclusión e incredulidad, que lo excluye para
siempre del contacto con el mundo. Y es entonces, incluso cuando ya no queda nada, en las zonas
que permanecen en el imperio del nihilismo, que no sea animado por un deseo secreto de
autodestrucción, que vemos aparecer, de tarde en tarde, desapego tras desapego, el ejército de
quienes han atravesado la línea, de quienes han aplicado el nihilismo al nihilismo mismo. De su
estado anterior han conservado el sentimiento de vivir como si estuvieran ya muertos; pero de este
estado de indiferencia respecto al hecho bruto de vivir, ellos extraen la fórmula más grande de
soberanía, de una libertad que ya no sabe temblar ante nada, porque saben que su vida no es más
que el sentido que ellos consiguen colectivamente darle. La dominación no teme a nada tanto como
a estas criaturas puramente metafísicas, a estos maquisards del Partido Imaginario: “Como nunca
existen hoy hombres que no temen a la muerte, infinitamente superiores también al máximo poder
temporal. Por eso tiene que ser extendido el miedo ininterrumpidamente.” (Jünger, Sobre la línea)
Ante los ojos vítreos del Espectáculo, este renacimiento, este nuevo aflujo de ser, se presenta como
una recaída en la barbarie, y es bien cierto que se tiene la tarea de un retorno de las fuerzas
elementales. Es igualmente cierto que, en el marco de la enajenación cibernética universal, su modo
de expresión propio es la brutalidad más ininteligible. Pero esta violencia se distingue de todas las
demás manifestaciones criminales, porque ella es esencialmente una violencia moral. Y es
precisamente en la medida en que es moral que es también muda y calmada. “La verdad y la justicia
exigen la calma, pero no pertenecen más que a los violentos” (Bataille, La literatura y el mal) (no
han faltado los viejos trotamundos de la abyección asombrados por cómo incluso alguien que fue
testigo de toda la violencia política de los años 70 y trabajó por la buena causa, por el Manifesto,
recibió una paliza por parte de los “antagonistas”; y concluye de ello con un solo trazo que fue una
banal “violencia apolítica”. Claramente ciertas vidas no predisponen mucho de sí mismos para
comprender lo que una violencia hiperpolítica puede significar). Que sea nuevamente posible
designar con certeza a los cabrones, y a sus cómplices, dice bastante cuánto se aleja el nihilismo
detrás de nosotros. Cuando entre los hombres que no se dignan a escuchar a nadie excepto al obispo
de Ivrea, reaparece la ley del Lynch, nosotros sabemos que lo serio de la historia festeja su retorno
sangriento. Ha pasado el tiempo en que un Sorel podía observar que “la ferocidad antigua ha sido
remplazada por la astucia”, incluso si hay todavía “muchos sociólogos para estimar que había allí
un progreso serio”. Esto se señala por la deformación que ha sufrido en las últimas décadas el
concepto mismo de “violencia”, que designa actualmente de una manera genérica todo aquello que
extrae el Bloom de su pasividad, comenzando por la historia misma. Como tesis general, a medida
que lo arbitrario de la dominación se vea más amenazado por lo arbitrario de la libertad, la
dominación tendrá que calificar como “violencia” todo aquello que se oponga prácticamente a ella y
que la misma se disponga a triturar; todo esto mientras se dice ella misma abierta al “diálogo”, entre
tres carros de antidisturbios. Y es precisamente porque no hay diálogos sino entre iguales que la
liquidación completa del universo del discurso cerrado, de la infraestructura espectacular y de todos
los retransmisores de la Publicidad alienada constituye la condición previa absoluta que únicamente
puede restaurar la posibilidad de la discusión verdadera. Antes de esto, todo es habladuría
solamente. Asimismo, contrariamente a lo que ha podido escribir un cierto Jacques Luzi en el
número 11 de la revista Agone, es sólo cuando los hombres queden liberados de la influencia de las
cosas que podrán verdaderamente comunicar, y no simplemente al comunicar que se liberaron de
esa influencia
Aquí, bajo un ángulo por cierto parcial, nosotros tocamos una verdad enorme y de la que no
contamos que sea reconocida como razonable antes de devenir brutalmente real: no podemos
superar el nihilismo sin realizarlo, ni realizarlo sin superarlo. El cruce de la línea no significa nada
más que la destrucción general de las cosas en cuanto tales, esto es, en otros términos, la
aniquilación de la nada. En efecto, en el momento en que la socialización de la sociedad alcanza su
punto de terminación, cada existente se borra ante lo que representa en la totalidad, en la que viene
a tomar lugar; materialmente, todo su ser ha sido absorbido por aquello en lo cual participa. No hay
entonces nada que no deba ser destruido, ni nadie que pueda obtener la seguridad de estar a salvo, a
condición de que forme parte de un orden real, de un Común, que no haya sido concebido más que
para separarnos. El momento de la destrucción general de las cosas ha recibido, en la tradición
sabbetaica, el nombre de Tiqqun. En este instante, cada cosa es reparada y sustraída del largo
encadenamiento de sufrimientos que ha llevado en este mundo. “Todas las subsistencias, todos las
tareas que han permitido llegar a él, son de un solo golpe destruidas, se vacían infinitamente como
un río en el océano de ese instante ínfimo.” (Bataille, Teoría de la religión) Pero los “perfectos
silenciosos” que portan en sí mismos la ruina universal conocen también los caminos que llevan
más allá. Jacob Frank, el herético absoluto, se satisfacía de esta verdad a su manera abrupta:
“Donde Adán pisó, una ciudad fue construida, pero dondequiera que yo ponga mi pie, todo será
destruido. Yo no vine a este mundo más que para destruir y aniquilar, pero lo que yo construya
perdurará para siempre.” Otro herético estimaba igualmente, un siglo más tarde, que “aunque se
quiera emprender algo, es necesario comenzar por destruir todo”. Que el Tiqqun sea portador de
vida o muerte depende de las ilusiones de las que todos y cada uno habrá sabido deshacerse: “Es en
la medida en que la consciencia clara prevalezca que los objetos efectivamente destruidos no
destruirán a los hombres mismos.” (Bataille) Es cierto que aquellos que no hayan sabido
desprenderse de sus reificaciones, aquellos que persistirán en colocar su ser en las cosas, son
condenados al mismo aniquilamiento que ellas. Quienquiera que nunca haya vivido una de estas
horas de negatividad alegre o melancólica no puede imaginar cómo lo infinito está próximo a la
destrucción. Esto de lo que nosotros hablamos no tiene nada de ensueño, acontecimientos iguales
han esmaltado la historia, pero han permanecido como curiosidades locales dado que el mundo no
está aún unificado en una totalidad sustancial. El ridículo Ortega y Gasset informa así, en La
rebelión de las masas, la sobrevenida de una supuesta catástrofe en Níjar, pueblo vecino de
Almería, cuando Carlos III fue proclamado rey, el 13 de septiembre de 1759. “Hízose la
proclamación en la plaza de la villa. Después mandaron traer de beber a todo aquel gran concurso,
el que consumió 77 arrobas de Vino y cuatro pellejos de Aguardiente, cuyos espíritus los calentó en
tal forma, que con repetidos vítores se encaminaron al pósito, desde cuyas ventanas arrojaron el
trigo que en él había, y 900 reales de sus Arcas. De allí pasaron al Estanco del tabaco y mandaron
tirar el dinero de la Mesada y el tabaco. En las tiendas practicaron lo propio, mandando derramar,
para más authorizar la función, quantos géneros líquidos y comestibles havía en ellas. El Estado
eclesiástico concurrió con igual eficacia, pues a voces indugeron a las Mugeres tiraran quanto havía
en sus casas, lo que egecutaron con el mayor desinterés, pues no quedó en ellas pan, trigo, harina,
zebada, platos, cazuelas almireces, morteros, ni sillas, quedando dicha villa destruida.” El imbécil
concluye, con la amarga ironía: “¡Admirable Níjar! ¡Tuyo es el porvenir!”
Es preciso trabajar para hacer advenir ese porvenir, y apuntar a la realización planetaria de
Níjar. Estaríamos disgustados de que una de esas grandes misas universales de las que el
Espectáculo es tan ávido, la del año 2000, por ejemplo, no girara un día u otro hacia el desastre.
Tantos hombres reunidos por las calles sólo pueden anunciar la toma de nuevas Bastillas. No debe
quedar ninguna piedra en pie de este mundo enemigo.
Fenomenología de la vida cotidiana
Hay instantes —que esconden generalmente los sedimentos de la costumbre bajo una
capa compacta de aparente concreción— en que la hiante irrealidad de nuestro mundo surge, del
mismo modo que un espectro que escapa de una tumba colapsada: la Ausencia.
Hace poco he vuelto a encontrar esta experiencia metafísica (pues se trata de una; muy
mal si esto sobresalta a los risueños y a los perros), la cual parece, es verdad, una prima de la
Náusea, igual a la que describió Sartre — pero lo que se devela aquí es la inexistencia, de la cual se
conmociona en adelante la realidad, antes que de alguna trémula existencia.
Me encontraba en una calle ligeramente curva, a las afueras de la ciudad que habito. Y
había extrañamente allí, en lugar de alguna otra cosa que no podía retener mi memoria, había, decía
yo, esa cosa, la cual no debía estar. Había una larga vitrina debajo de un letrero demasiado nuevo,
brillante, inmaculado, apoyado en el muro; este letrero tenía inscrito, en caracteres rígidos, la
palabra “PANADERÍA”. Se podían divisar, a través de la vitrina, algunos escaparates que tenían
cierto aire de semejanza —e incluso, siendo honestos, una similitud bastante franca— con aquellos
que son a menudo utilizados para exponer bollos o pasteles repugnantes, estantes sin duda
colocados allí para perfeccionar la confusión con algunos lugares familiares; pero yo no era un
crédulo. Tanto menos lo era que el entusiasmo se había ido mucho más allá de lo creíble; así,
plantada detrás de esos fantasmas de escaparates, se levantaba con una posición expectante,
perfectamente inmóvil, ¡la panadera! — la panadera… y su delantal blanco. Y toda esta
combinación, ¡firme pero no obstante dispersa! era aún más evanescente que aquella
falsa mansión
enseguida
evaporada en brumas
de la que habló Mallarmé, más huidiza y más impalpable que cualquier éter; y detrás, o en ella, no
lo sé, pues era como si aquella pantalla nebulosa, por tanta sutileza, se dejara confundir con aquello
que ya no cubría, como si estuviera incluso tejida con sus llantos — terrible, la Nada.
Lo que había sentido allí fue verdadero, de eso no cabe ninguna duda. Esta experiencia
revelaba de manera brutal la irrealidad de este mundo, la abstracción realizada que es el
Espectáculo. Toda la dimensión metafísica, por lo tanto total y colmada hasta la esfera de lo
existencial, de este concepto me había aparecido claramente en ese modo de develamiento
particular, y que no puede aparecer a aquello que es verdaderamente, es decir, como algo realmente
extraño, planteando un problema, e incluso finalmente cuya esencia misma es la extrañeza absoluta,
sólo en la medida en que es vivida como experiencia, como fenómeno. La costumbre es lo que hace
olvidar al fenómeno en cuanto fenómeno, es decir, lo suprasensible — ¿debo agregar que la famosa
afirmación de Hegel toma allí, también, una concreción fulgurante, la potencia de una revelación? Y
sin embargo, la costumbre es precisamente el medio característico de la metafísica mercantil, su
manifestación, que nunca manifiesta más que el olvido de su carácter de manifestación… Es por
esto que la notable intuición de la Ausencia revela también que está ya superada como tal, porque se
presenta como manifestación del olvido de la manifestación, en cuanto tal, es decir, como
develamiento del modo de develamiento mercantil, como develamiento del Espectáculo. Cuando se
da a ver así, la Ausencia deja de ser ya un hueco, una apura ausencia. Es una afirmación positiva del
Mundo sobre sí mismo. Es precisamente el retorno de toda realidad, y ya la posibilidad de su
reapropiación. Este torbellino de paradojas reveló hasta qué punto mi experiencia era metafísico-
crítica. Pensaba también en sensaciones semejantes, e intentaba hacer una clasificación casi
zoológica de las diversas texturas que el fenómeno puede manifestar, desde la mediovaporosa y
mediolíquida melancolía hasta ese otro estado en el que todo está, por el contrario, marcado con el
sello de una concreción tan masiva que es sorprendente (y en realidad es en ese momento de manera
sensible demasiado concreta para no revelarse aún como, de hecho, abstracta hasta el delirio). Todas
estas experiencias mágicas-circunstanciales son evidentemente inaccesibles al Bloom que ignora la
soledad, como a menudo es el caso. Nuestros contemporáneos, la mayor parte, evitan habitualmente
tales percepciones sin llamamiento de la Nada, que es también su nada, ¡nuestra nada de Bloom!, y
que les aterroriza, concentrándolas unas contra otras en sórdidas acumulaciones que a veces se
atreven incluso a llamar amistad, esa gran palabra poderosa a la que las peores cucarachas no temen
ya aplastar con sus pies inmundos, cuando declaran no menos crudamente que se arrastran juntos.
Hay también algunos instrumentos que ofrecen tal servicio de olvido, de modo equivalente a esa
falaz proximidad: televisión, walkman, minicomponente o radio encendido “para dar un fondo
sonoro”, etc. En fin, cuando a pesar de todo aparece ese Diablo que es la metafísica crítica, a pesar
de todas las precauciones del Bloom, este último puede aún intentar una última falsificación,
mediante el uso tranquilizador de una palabra desprovista de sentido, inventada o recuperada para
casos similares: estrés, fatiga; en los casos en que el Diablo entra incluso por la ventana, depresión,
o en fin, si el Bloom en cuestión se pincha con New-Agismo u otro joven-coolismo, podrá, antes
que negar directamente este fenómeno como fenómeno, exteriorizarlo y ponerlo en equivalencia
general en el mercado del psicodelismo, en cuanto experiencia puramente subjetiva 1, es decir,
transformarlo en mala sustancialidad, calificándolo simplemente como alucinación. No hace falta
decir que esta corta lista de entretenimientos es por mucho no-exhaustiva.
Todas estas actitudes bosquejan negativamente un terreno, que sería necesario precisar
más antes y positivamente, y que sería aquel de una actitud metafísico-crítica. Para verla más de
cerca, ésta aparece como una suerte de unidad entre, por una parte, la práctica de una dialéctica
conceptualmente poderosa, y, por otra parte, una cierta atención existencialista, un cierto dejar-ser,
también. Estas dos aproximaciones lejos de ser inconciliables se encarnan unidas en aquel que sepa
concebir y sentir el devenir, que sabe el pensamiento como ciencia en el sentido en que lo entendía
Hegel, que sabe la determinación de la Figura, al mismo tiempo que es bastante atento para
detenerse sobre ciertos momentos, antes de su supresión, hasta agotar su contenido, hasta
sumergirse (esto es lo que habían sentido ya los surrealistas, pero que habían explicitado de manera
diferente — se podrá comparar con aquello que resumía André Breton acerca de la actitud
surrealista, en El amor loco). Se trata de considerar a la Mirada como experiencia, y por lo tanto
como una cierta tensión entre dos momentos sucesivos: el primer momento es la sensación del
fenómeno, el segundo su develamiento como fenómeno. Cuando se le muestra la luna, el metafísico-
crítico mira primero la luna y después el dedo. El fenómeno se da primero en sí, después para sí, y
el ser-para-sí llega a fundar el ser-en-sí. El Paráclito nunca llega inmediatamente y está siempre-ya
ahí. Esta actitud metafísico-crítica, explosivo-fija, esta mutación de la mirada, que no es ciega, sólo
puede alcanzarse verdaderamente y conocerse ella misma como tal mediante el compartir de todas
estas sensaciones y de su análisis, estas experiencias mismas fueron o debieron ser vividas
solitariamente. De ahí esta rúbrica de fenomenología de la vida cotidiana, que será permanente,
hasta nuevo aviso.
1. En cuanto a nosotros, lejos de considerar semejante experiencia como simplemente subjetiva, afirmamos por el
contrario su carácter objetivo y eminentemente político.
En todo hay que comenzar por los principios. La acción justa se sigue de ellos.
Cuando una civilización está arruinada, tiene que irse a la ruina. No se hace la limpieza en una casa
que se derrumba.
Las metas no hacen falta, el nihilismo no es nada. Los medios están fuera de duda, la impotencia no
tiene excusa. El valor de los medios se relaciona con su fin.
Todo lo que es, es bueno. El mundo de las quelipot, el Espectáculo, es completamente malo. El mal
no es una sustancia, si fuera una sustancia, sería bueno. El misterio de la efectividad del mal se
resuelve en que el mal no es, pero es una nada activa.
El mal es lo que no se distingue del bien. La indistinción es su reino, la indiferencia su poder. Los
hombres no aman el mal, aman el bien que hay en él.
En el Tiqqun, el ser regresa al ser, la nada a la nada. El cumplimiento de la Justicia es su propia
abolición.
La historia no ha terminado, para hacerlo requeriría nuestra aprobación.
Un solo hombre libre es suficiente para probar que la libertad no ha muerto.
La cuestión jamás es “vivir con su tiempo”, sino a favor o en contra de él. Eso no depende.
Todo lo que se jacta de ser un avance temporal admite con eso mismo que no está por encima del
tiempo.
Lo nuevo no es más que la coartada de lo mediocre. Hasta ahora, el progreso no ha designado mas
que un determinado incremento en lo insignificante. Lo esencial ha quedado en la infancia. Los
hombres se han envuelto de costumbres, pero aún no las han pensado. Ésta es una negligencia de la
cual ya no tienen los medios. En este punto, la historia comienza.
Las catástrofes de la historia no demuestran nada en contra del bien. No son los movimientos
revolucionarios los que han suspendido “el curso normal de las cosas”. Invirtamos. Es este curso
ordinario el que es la suspensión del bien. En su encadenamiento, los movimientos revolucionarios
componen la tradición del bien, o hasta ahora: la tradición de los vencidos. La nuestra.
Toda la historia pasada se resume a esto: la figura de una gran ciudad asediada por reyezuelos.
Inexpugnable, el resto permanece.
Absolutamente antes del tiempo está el sentido.
Hay un reloj que no suena. Suya es la realeza.
Es preciso actuar como si fuéramos hijos de nadie. Su filiación verdadera no está dada a los
hombres. Ésta es la constelación de la historia de la que consigan reapropiarse. Es conveniente tener
un panteón. No todos los panteones se encuentran al final de una calle Soufflot.
Los lugares comunes son la cosa más bella del mundo. Es necesario repetirse. La verdad siempre ha
dicho la misma cosa, de mil maneras distintas. En ocasiones, los lugares comunes tienen el poder de
hacer tambalear los mundos. El universo mismo nació de un lugar común.
Este mundo no está adecuadamente descrito porque no está adecuadamente discutido, y viceversa.
Nosotros no buscamos un saber que dé cuenta de un estado de hecho, sino un saber que los cree. La
crítica no debe temer ni a la pesadez de los fundamentos ni a la gracia de las consecuencias.
Esta época es tan furiosamente metafísica que trabaja sin cesar para olvidarlo.
La Metafísica Crítica: al repelerla, se la abraza.
Algunos han encontrado que la verdad no existe. Son castigados por ello. No escapan a la verdad, y
sin embargo la verdad se les escapa. No la entierran, y sin embargo ella los enterrará.
No queremos saber nada de lloriqueos, no le haremos a nadie el favor de una revuelta moderada.
Tienen que empezarlo todo de nuevo por ustedes mismos. Este mundo tiene necesidad de verdad,
no de consolaciones.
Hay que criticar la dominación, porque la servidumbre domina. Que haya esclavos “felices” no
justifica la esclavitud.
Han nacido. Quieren vivir. Y siguen destinos mortales. Alguna vez se cansan y entonces dejan hijos,
para que nazcan otros muertos, y otros destinos mortales.
Ha llegado el tiempo de las larvas, las cuales incluso escriben libritos de los que se habla en sus
criaderos.
Desde que hay hombres, y desde que éstos leen a Marx, se sabe lo que es la mercancía, pero nunca
hasta ahora se ha acabado prácticamente con ella. Algunos, que en otro tiempo ejercieron la
profesión de criticarla, incluso anunciaron que se trataría de una segunda naturaleza, más bella y
legítima que la primera, y que nosotros deberíamos someternos a su autoridad. Sus metástasis han
alcanzado los confines del mundo; sería bueno recordar que un organismo completamente
cancerado se derrumba en corto tiempo.
Las alternativas y los litigios antiguos están exhaustos. Nosotros imponemos otros nuevos.
Rechaza los dos lados por igual. Ama sólo el resto. Únicamente el resto será salvado.
Los hombres son responsables del mundo que no han creado. No se trata de una idea mística, es un
dato. Sólo sorprenderá a quien esté preparado para ello.
De ahí la guerra.
El enemigo no tiene la inteligencia de las palabras, el enemigo las pisotea. Las palabras anhelan su
lugar.
La felicidad nunca ha sido sinónimo de paz. Es preciso hacerse una idea ofensiva de la felicidad.
La sensibilidad ha sido durante mucho tiempo una mera disposición pasiva al sufrimiento, ahora
tiene que devenir el medio mismo del combate. Arte de convertir el sufrimiento en fuerza.
La libertad no tiene nada que ver con la paciencia, más bien es la práctica en acto de la historia.
Inversamente, las “liberaciones” no son sino el opio de los malos esclavos. La crítica nace de la
libertad, y le da a luz.
Los hombres están más seguros de liberarse cuando se desprenden, que de acceder a la felicidad
cuando reciben.
Persigue la libertad, todo lo demás te vendrá con ello. Quien quiera mantenerse a salvo se irá a la
ruina.
Al igual que todo aquello cuya existencia debe ser previamente probada, la vida que obedece a este
tiempo tiene poquísimo valor.
Un orden antiguo subsiste en apariencia. En realidad, sólo está ahí para ser descrito en todas
sus perversiones.
Se dice que no hay punto de peligro en tanto no se produzcan motines; se dice, puesto que no hay
desorden material en la superficie de la sociedad, que la revolución está muy lejos de nosotros. Lo
que ocurre, realmente, es que las fuerzas aniquiladoras están comprometidas en un camino muy
distinto de aquel en que se esperaría encontrarlas.
Sepan, jóvenes imbéciles, pequeños hocicones realistas, que hay más cosas en el cielo y sobre la
tierra de las que sueñan sus solipsismos inconsecuentes.
Esta sociedad funciona como una llamada incesante a la restricción mental. Sus mejores elementos
le son extraños. Éstos se rebelan en su contra. Este mundo gira alrededor de sus márgenes. Su
descomposición le excede. Todo lo que continúa viviendo vive en contra de esta sociedad.
Abandona el barco, no porque se hunda, sino para hacer que se hunda.
Los que hoy no comprenden tienen ya movilizada toda su fuerza desde ayer para no comprender. En
su fuero interno, el hombre está al tanto del estado del mundo.
Todo se radicaliza. Tanto la idiotez como la inteligencia.
El Tiqqun desprende las líneas de ruptura dentro del universo de lo indiferenciado. El elemento del
tiempo se reabsorbe dentro del elemento del sentido. Las formas se animan. Las figuras se
encarnan. El mundo es.
Cada nuevo modo del ser arruina el modo del ser precedente, y es sólo entonces, sobre las ruinas del
viejo, que el nuevo comienza. Y esto es llamado los “dolores del parto”, a fin de designar un
período de grandes tumultos. Parece que el viejo modo del ser en el mundo será arruinado, aquel
que cambiará diversas cosas.
Un día, una sociedad intentó, por medios innumerables y repetidos sin cesar, aniquilar a los más
vivos de entre sus hijos. Estos hijos sobrevivieron. Ahora desean la muerte de esta sociedad. No
sufren de ningún odio.
Ésta es una guerra que no está precedida por ninguna declaración. Por lo demás, nosotros no la
declaramos, la revelamos solamente.
Dos campos. Su controversia está basada sobre la naturaleza de la guerra. El partido de la confusión
querría que no hubiera más que un campo. Lleva consigo una paz militar. El Partido Imaginario
sabe que el conflicto es padre de todas las cosas. Vive disperso y en exilio. Fuera de la guerra, no es
nada. Su guerra es un éxodo, en el que las fuerzas se componen y las armas se descubren.
Deja a este siglo los combates entre espectros. No se batalla contra los ectoplasmas. Se les aparta,
para despejar el blanco.
En un mundo de mentira, la mentira no puede ser vencida por su contrario, sino únicamente por un
mundo de verdad.
La complacencia engendra odio y resentimiento, la verdad aproxima a los hermanos.
“Nosotros”, en otras palabras nosotros y nuestros hermanos.
La inteligencia tiene que devenir una tarea colectiva.
And the rest is silence.
El problema de la cabeza
La democracia reposa sobre una neutralización de antagonismos relativamente débiles y libres; excluye toda
condensación explosiva. […] La única sociedad repleta de vida y de fuerza, la única sociedad libre, es la sociedad bi
o policéfala, que ofrece a los antagonismos fundamentales de la vida una salida explosiva constante, pero limitada a
las formas más ricas. La dualidad o la multiplicidad de las cabezas tiende a realizar en un mismo movimiento el
carácter acéfalo de la existencia, porque el mismo principio de la cabeza es reducción a la unidad, reducción del
mundo a Dios.
Acéphale, n° 2-3, enero de 1937
TRES CONSIGNAS
En todos los dominios, el régimen de subjetivación vanguardista se señala por el recurso a una
«consigna». La consigna es el enunciado cuyo tema es la vanguardia. «Transformar el mundo»,
«cambiar la vida» y «crear situaciones» forman una trinidad, la trinidad más popular de entre las
consignas soltadas por la vanguardia durante más de un siglo. Se podría remarcar con cierta mala
voluntad que, en el mismo intervalo, nadie más ha transformado el mundo, cambiado la vida o
creado situaciones nuevas como la dominación mercantil en su devenir-imperial, es decir, el
enemigo declarado de las vanguardias; y que esto, esta revolución permanente, el Imperio la ha
llevado a cabo la mayoría de las veces sin rodeos; pero descansando en eso, uno se equivocaría de
blanco. Lo que hay que observar es más bien el inigualable poder de inhibición de estas consignas,
su terrible poder de sideración. En cada una de ellas, el efecto dinámico esperado da vueltas de
acuerdo con un principio idéntico. La vanguardia exhorta al hombre-masa, al Bloom, a tomar por
objeto algo que siempre-ya le comprende —la situación, la vida, el mundo—, a colocar ante sí lo
que por esencia está alrededor de él, a afirmarse en cuanto sujeto frente a lo que precisamente no es
ni sujeto ni objeto, sino más bien la indiscernibilidad de uno y otro. Es curioso que la vanguardia
nunca haya hecho sonar el mandato de ser un sujeto tan violentamente como entre los años 10 y 70
del siglo, es decir, en el momento histórico en que las condiciones materiales de la ilusión del sujeto
tendían a desaparecer lo más drásticamente. Al mismo tiempo, esto enseña bastante sobre el carácter
reactivo de la vanguardia. Es así que este mandato paradójico no debía, de ningún modo, tener por
efecto arrojar al hombre occidental hacia el asalto de las Bastillas difusas del Imperio, sino más bien
obtener en él una escisión, un atrincheramiento, un aplastamiento esquizoide del yo en un confín del
yo mismo; un confín donde el mundo, la vida y las situaciones, en resumen, su propia existencia,
sería en adelante aprehendida como ajena, como puramente objetiva. Esta constitución precisa del
sujeto, reducido a contemplarse él mismo en medio de lo que le rodea, puede ser caracterizada
como estética, en el sentido en que el advenimiento del Bloom corresponde también a una
estetización generalizada de la experiencia.
Nuestro tiempo es una batalla. Esto comienza a saberse. Su puesta en juego es la superación
de la metafísica, o más exactamente la Verwindung1 de ésta, una superación que sería en primer
lugar un permanecer-junto. El Imperio designa al conjunto de fuerzas que trabajan para conjurar
esta Verwindung, para prorrogar indefinidamente la suspensión epocal. La estrategia más retorcida
puesta al servicio de este proyecto, aquella de la que hay que sospechar por todos lados en que sea
una cuestión de «posmodernidad», consiste en impulsar una así llamada superación estética de la
metafísica. Naturalmente, el que sabe a qué metafísica aporética la lógica de la superación querría
traernos, y que por tanto percibe de qué manera solapada la estética puede servir en adelante como
refugio a la misma metafísica, la metafísica «moderna» de la subjetividad imaginará sin pena a qué
se quiere exactamente llegar, con esta maniobra. Pero, ¿cuál es esta amenaza, esta Verwindung que
el Imperio concentra tantos dispositivos para conjurar? Esta Verwindung no es otra cosa que la
presunción ética de la metafísica, y por ello también de la estética, en cuanto forma última de ésta.
La vanguardia sobrevive precisamente en este punto, como centro de confusión. Por un lado, la
vanguardia aspira a producir la ilusión de una posible superación estética de la metafísica, pero por
el otro hay siempre, en la vanguardia, algo que la excede y que es de orden ético, que tiende
entonces a la configuración de un mundo, a la constitución en ethos de una vida compartida. Este
elemento es lo reprimido esencial de la vanguardia, y mide toda la distancia que, en el primer
surrealismo por ejemplo, separa a la rue Fontaine de la rue du Château. Es así que desde la muerte
de Breton, los que no renunciaron a reivindicarse del surrealismo tienden a definirlo como una
«civilización» (Bounoure) o más sobriamente como un «estilo», a la manera del barroco, el
clasicismo o el romanticismo. La palabra constelación podría ser más apropiada. Y de hecho, es
incontestable que el surrealismo no ha dejado de vivir, tanto que estaba vivo, de la represión de su
propensión a volverse mundo, a darse una positividad.
LAS MOMIAS
Con el fin de la Guerra de los Cien Años se planteó la cuestión de fundar una moderna teoría
del Estado, una teoría de la conciliación de los derechos civiles y la soberanía real. Lord Fortescue
fue uno de los primeros pensadores en intentar tal fundación, especialmente en su De laudibus
legum anglie. El famoso capítulo XIII de este tratado discute la definición agustiniana del pueblo —
populus est cetus hominum iurus consensu et utilitatis communione sociatus: un pueblo es un
cuerpo hecho de hombres que reúne el consentimiento a las leyes y la comunidad de intereses—:
«Tal pueblo no merece ser llamado un cuerpo ya que es acéfalo, es decir, sin cabeza. Porque, al
igual que en los cuerpos naturales lo que queda después de una decapitación no es un cuerpo, sino
eso que llamamos un tronco, también en los cuerpos políticos una comunidad sin cabeza no es en
ningún caso un cuerpo». La cabeza, a partir de Fortescue, es el rey. El problema de la cabeza es el
problema de la representación, el problema de la existencia de un cuerpo que representa a la
sociedad en cuanto cuerpo, de un sujeto que representa a la sociedad en cuanto sujeto (no hay
necesidad, aquí, de distinguir entre la representación existencial que lleva a cabo el monarca o el
líder fascista y la representación formal del presidente electo «democráticamente»). La vanguardia,
entonces, no sólo viene a resaltar la crisis artística de la representación —rechazando que «la
imagen sea la apariencia de otra cosa a la que representa en su ausencia» (Juan de Torquemada),
sino que ciertamente es en sí misma una cosa—, ya que viene también a precipitar la crisis de la
representación política instituida, que pone en proceso en nombre de la representación instituyente,
vanguardista de las masas. Al hacerlo, la vanguardia supera efectivamente la política o la estética
clásicas, pero las supera sobre su propio terreno. La relación exclusiva de negación en la cual se
coloca cara a cara de la representación es eso mismo que la retiene en el redil de esta última. Todas
las corrientes que reclaman la democracia directa, el vanguardismo consejista especialmente, toman
de ella su tropiezo esencial: oponerse a la representación y por esta oposición misma colocar en su
corazón la representación, ya no como principio sino esta vez como problema. Mandato imperativo,
delegados revocables en cualquier instante, asambleas autónomas, etc., hay todo un formalismo
consejista que resulta del hecho de que se trata aún de la pregunta clásica del mejor gobierno que
quiere responder, y de este modo al problema de la cabeza. A favor de circunstancias históricas
excepcionales se podrá siempre que estas corrientes lleguen a coronar su anemia congénita; y esto
será entonces para representar la salida de la representación. Después de todo, la política también
tiene derecho a sus Meninas. En todas las cosas, es en la operación que realiza que se reconocerá a
la vanguardia: colocando su cuerpo bien lejos, de cara a ella, para después intentar, vanamente,
reunirlo. Cuando las vanguardias van a las masas o se dignan a mezclarse en los asuntos de su
tiempo, es siempre teniendo el cuidado, previamente, de distinguirse de ambos. Así ha bastado que
los situacionistas comenzaran a tener una apariencia de lo que llamaban «una práctica», en
Estrasburgo, en el contexto estudiantil, en 1966, para que cayeran brutalmente en el obrerismo,
treinta años después del derrumbamiento histórico del movimiento obrero.
Es curioso, pero en general muy natural, que aquellos que llevan a cabo la profesión de glosar
sobre la vanguardia, y que nunca les falta alguna anécdota sobre el menor gesto de aquellos que, en
Occidente, han vivido por ellos (y aquí me refiero al delgado puñado de vanguardistas de este
siglo); es curioso, pues, que esa gente se aferre tanto al destino de la vanguardia en Rusia de
entreguerras, es decir a la única realización histórica de la vanguardia. La fábula dice que después
de un período de tolerancia embarazosa, en los años 20, los bolcheviques se habían metamorfoseado
en terribles estalinistas, la vanguardia política había liquidado la proliferación libertaria y creativa
de la vanguardia artística, y tiránicamente impuso la doctrina reaccionaria y retrógrada, a decir
verdad vulgar, del «realismo socialista». Naturalmente esto es un poco corto. Así que reanudemos.
En 1914 la hipótesis liberal se derrumbó en cuanto respuesta al problema de la cabeza. En cuanto a
la hipótesis cibernética, será necesario esperar hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial para que
se imponga por completo. Este interregno, que se extiende entonces de 1914 a 1945, será la edad de
oro de la vanguardia, de la vanguardia en cuanto proyecto para responder de otro modo al problema
de la cabeza. Este proyecto será el de la recreación total del mundo por el artista de vanguardia; lo
que se ha llamado más modestamente, a partir de entonces, la «realización del arte». Se llevará a
cabo especialmente, y de una manera cada vez más mística, por las sucesivas corrientes de la
vanguardia rusa de los años 20, desde el LEF2 hasta el OPOJAZ3, desde el suprematismo hasta el
produccionismo, pasando por el constructivismo. Se trata entonces, por la modificación radical de
las condiciones de existencia, de forjar una nueva humanidad, la «humanidad blanca» de la que
habló Malévich. Pero la vanguardia, estando unida por una relación de negación de la cultura
tradicional y por lo tanto al pasado, no podía realizar este programa. Como Moisés, podía llevar
adelante su sueño, pero no lograrlo. El rol de «arquitecto de la nueva vida», de «ingeniero del alma
humana», nunca debía regresarle, precisamente a causa de lo que le ataba, aunque sea por rechazo,
al arte antiguo. Su proyecto, que sólo el Partido podía realizar y cuya vanguardia nunca dejó de
reclamar que lo pusiera a trabajar, proyecto que iba a utilizar e iba a estar al servicio de la
construcción de la nueva sociedad socialista. Maiakovski exigía sin malicia que «la pluma sea
asimilada a la bayoneta y que el escritor sea capaz, como en cualquier otra empresa soviética, de
rendir cuentas con el Partido aumentando “los cien tomos de los informes del Partido”». Nada
impactante, desde entonces, que la resolución del Comité Central del Partido del 23 de abril de
1932, que pronunciaba la disolución de todas las agrupaciones artísticas, fuera saludada por una
gran parte de los vanguardistas rusos. El Partido, en este primer plan quinquenal, ¿acaso no tomaba,
con su consigna «transformación de toda la vida», el proyecto estético máximo de la vanguardia?
Consintiendo para reprimir y así reconocer las actividades y desviaciones estéticas de la vanguardia
como políticas, ¿el Partido acaso no avalaba el rol de artista colectivo, para el cual el país entero no
sería en adelante más que la materia en la cual impondría la forma de su plan general de
organización? En realidad, lo que uno interpreta a menudo como la liquidación autoritaria de la
vanguardia, y lo que uno debería considerar más exactamente como su suicidio, fue más bien el
comienzo de la realización de su programa. «La estetización de la política era sólo, para la dirección
del Partido, una reacción a la politización de la estética por la vanguardia» (Boris Groys, Obra de
arte total Stalin). Así, con esta resolución, el Partido se volvía explícitamente la cabeza, la cabeza
que a falta de un cuerpo vendría ella misma a formarse uno nuevo, ex nihilo. La circularidad
inmanente de la causalidad marxista, que quiere que las condiciones de existencia determinen la
conciencia de los hombres y que los hombres formen ellos mismos, aunque inconscientemente, sus
condiciones de existencia, sólo dejaba al Partido, para justificar su pretensión demiúrgica de una
reconstrucción total de la realidad, el punto de vista del Creador soberano, del sujeto estético
absoluto. El realismo socialista, en el cual se pretende ver un retorno a la figuración folclórica, al
clasicismo en materia artística, y más generalmente a «la cultura estalinista —observa Groys— si la
consideramos en la perspectiva de una reflexión teórica de la vanguardia sobre sí misma, aparece
más bien como su radicalización y como su superación formal». El recurso a elementos clásicos,
denostados por la vanguardia, sólo marca la soberanía de esta superación, de este gran salto en el
tiempo poshistórico, donde todos los elementos estéticos del pasado pueden ser igualmente
prestados, aprovechados, para el agrado de la utilidad que encuentra aquí una sociedad totalmente
inédita, sin atadura, y de este modo sin odio hacia la historia pasada. Todo el vanguardismo
posterior no renunciará jamás a esta perspectiva prometeica, a este proyecto de una reelaboración
total del mundo; y de este modo a considerarse a sí mismo como un sujeto soberano, a la vez
contemporáneo con su tiempo y alejado de él por una necesaria distancia estética. Lo cómico
creciente del asunto era ciertamente que los aspirantes vanguardistas no percibían, a partir de 1945,
que la hipótesis cibernética, decapitando a la hipótesis liberal, había suprimido el problema de la
cabeza, y que era por tanto cada día más vano vanagloriarse por responder. Las últimas intrigas de
la vanguardia fueron así igualmente golpeadas con el mismo sello de grotesca inactualidad, de
fallido remake. Esto es sin duda lo que querían decir los autores de la única crítica interna de la IS
que apareció en sus tiempos, El único y su propiedad, cuando escribían: «Todas las vanguardias son
dependientes del viejo mundo, al que enmascaran la decrepitud bajo su ilusoria juventud. […] La
Internacional Situacionista es la conjunción de las vanguardias en el vanguardismo. Ha confundido
la amalgama de todas las vanguardias con la síntesis y la reanudación de todas las corrientes
radicales del pasado». El folleto, publicado en Estrasburgo en 1967, tenía el subtítulo de Para una
crítica del vanguardismo. Denunciaba la ideología de la coherencia, la comunicación, la democracia
interna y la transparencia, por lo que un grupúsculo espectralizado se mantuvo sobreviviendo
artificialmente, a fuerza de voluntarismo.
Desde el famoso «La poesía debe ser hecha por todos. No por uno.» de Lautréamont, hasta la
interpretación que su ala «creativa» da del movimiento del 77 —la «vanguardia de masas»—, todo
prueba la curiosa propensión del artista de vanguardia a reconocer en la O.S. a su semejante, su
hermano, su verdadero destinatario. La constancia de esta propensión es tanto más curiosa que casi
nunca ha sido pagada de vuelta. Como si esta constancia expresara sólo aquella de una mala
conciencia, de la «cabeza» para su supuesto cuerpo por ejemplo. Sucede que hay efectivamente una
solidaridad entre la existencia del arte en cuanto esfera separada del resto de la actividad social, y la
inauguración del trabajo como destino común de la humanidad. La invención moderna del trabajo
como trabajo abstracto, sin rodeo, como indeferenciación de todas las actividades bajo esta
categoría, se efectúa de acuerdo a un mito: aquel del puro acto, del acto sin cómo, que desaparecería
completamente en su resultado, y cuyo cumplimiento agotaría toda la significación. Aún hoy en día,
allí donde el término continúa empleado, el «trabajo» designa todo lo que es vivido en la
degeneración imperativa del cómo. En todas partes la cuestión del cómo de los gestos, las cosas, las
palabras, es suspendido, desrealizado, desplazado, y allí es trabajo. Ahora bien, hay también una
invención moderna del arte, simultánea y simétrica a la del trabajo. Una invención del arte en
cuanto actividad especial, productora de obras y no de simple mercancías. Y es en este sector que se
concentrará en adelante toda la atención en otra parte denegada al cómo, que será como una
recolección de toda la significación perdida de los gestos productivos. El arte será esa actividad que,
al contrario del trabajo, nunca se agotará en su propio cumplimiento. Esto será la esfera del gesto
encantado, donde la personalidad excepcional del artista aportará al resto de los hombres, bajo
forma de espectáculo, el ejemplo de las formas-de-vida, que en adelante tienen prohibido asumir. Al
Arte será así confiado, a cambio de su silencio y su complicidad, el monopolio del cómo de los
actos. La inauguración de una esfera autónoma donde el cómo de cada gesto es interminablemente
pesado, analizado, comentado, desde entonces no ha dejado de enriquecer la proscripción en el resto
de las relaciones sociales alienadas de toda evocación al cómo de la existencia. Allí, en la vida
cotidiana, productiva, «normal», no debe haber más que actos puros, sin cómo, sin otra realidad que
su resultado bruto. El mundo en su desolación sólo debe ser poblado por objetos que refieran sólo a
sí mismos, que lleguen a la presencia sólo como productos, que no configuren otra constelación de
la presencia que la del reino que les ha manufacturado. Para que el cómo de ciertos actos devenga
artístico, ha hecho así falta que el cómo de todos los otros actos deje de ser real; y viceversa. La
figura del artista de vanguardia y la de la O.S. son las figuras polares, así como fantasmagóricas en
cuanto solidarias, de la alienación moderna. El retorno ofensivo de la cuestión del cómo las
encuentra frente a sí como aquello de lo cual debe igualmente protegerse.
EL MUNDO-YA-NO-MUNDO
La parte innata del fracaso que determina una empresa colectiva como vanguardia, es su
incapacidad para hacer un mundo. Todos los esplendores, todas las acciones, todos los discursos de
la vanguardia incesantemente fracasan en darle cuerpo; todo sucede en la cabeza de unos pocos,
donde la unidad, la organicidad del conjunto sobreviene, pero sólo para la intelección, es decir,
exteriormente. Lugares comunes, armas, una temporalidad propia, una elaboración compartida de la
vida cotidiana, todo tipo de cosas determinadas son necesarias para que un mundo advenga. Es por
tanto justicia si todas las manifestaciones de las vanguardias terminan en el museo, porque ya
estaban en uno antes de ser expuestas como tales. Su pretensión experimental no designa otra cosa:
el hecho de que un conjunto de gestos, prácticas, relaciones —por más transgresores que puedan ser
— no hacen un mundo; el Wiener Aktionismus lo sabía ligeramente. El museo es la forma más
impresionante del mundo-ya-no-mundo. Todos lo que permanece en un museo resulta del
desgarramiento de un fragmento, de un detalle en un medio orgánico. Debería sugerirlo, pero ya no
es capaz —aquello en lo cual Heidegger estaba fuertemente engañado en El origen de la obra de
arte al colocar la obra de arte en el origen de sí misma: ser-obra no significa «instalar un mundo»,
sino más bien llorar su muerte—; la obra, a diferencia de la cosa, no es más que el melancólico
residuo de algo que una vez vivió. Pero el museo no tiene otra actividad que la de recoger «obras de
arte» —y se ve aquí de qué manera la «obra de arte» es de golpe la muerte del arte: una cosa de
golpe producida como obra lleva consigo su falta de mundo, y de este modo su insignificancia
destinal—, y pretende también, a través de la historia del arte, reconstruirles una casa abstracta,
hacerles un mundo apropiado para ellas, donde se encontrarían en buena compañía del mismo modo
en que los nuevos ricos se encuentran en sus clubs los viernes por la noche, entre personas exitosas.
Pero entre estas «obras de arte» no hay nada, nada más que el discurso pedante de la más frígida de
las filosofías de la historia: la historia del arte. Digo frígida porque es en todos los aspectos idéntica
a la valorización capitalista.
SE ha acostumbrado, desde hace varios años, llevar a cabo quejas hacia la vanguardia
acompañadas de una notoria complicidad con la «modernidad»; SE le reprocha compartir con esta
modernidad una idea un poco corta de la historicidad, un culto de lo nuevo que en el fondo sería una
fe en el Progreso. Y es cierto, en efecto, que la vanguardia es, en su esencia, teleocrática (que se
haya podido representar la historia sinóptica de los diferentes movimientos artísticos y la de los
grupúsculos políticos radicales con el mismo tipo de gráficas, es aquí más impresionante que tal o
cual absurda manía hegeliana común de la muerte del arte o del fin de la Historia). Pero es ante todo
por el modo de ser sensible que determina, por la manera de vivirse como siempre-ya póstumo, que
el historicismo de las vanguardias se condena él mismo. Se asiste así periódicamente a este curioso
fenómeno: una vanguardia ocupa en su propio tiempo una posición más que marginal, incluso si la
ocupa con la pretensión de formar el centro de la historia; su tiempo pasa, toda la actualidad de éste
se retira; y es entonces que la vanguardia viene al descubierto, emerge de su época como su sustrato
más puro. Y se opera entonces una especie de resurrección de la vanguardia —Debord y los
situacionistas ofrecen una ilustración de esto casi demasiado ejemplar, y muy previsible—, que la
hace pasar por el corazón, la llave de su época, y a veces por su propia época. En la base del
régimen de subjetivación vanguardista, hay por tanto esta confusión entre la historia y la filosofía de
la historia, confusión que le permite tomarse por la historia misma. En efecto, todo sucede como si
la vanguardia hubiera, al suprimirse de su tiempo, invertido una suma, y se viera enseguida,
poshumanamente, remunerada en términos de consideración historicista.
En 1931 en El trabajador, Jünger señalaba: «Vivimos en un mundo que por un lado se parece
completamente a un taller y por el otro completamente a un museo». Una docena de años más tarde,
Heidegger expone en su curso sobre Nietzsche la hipótesis del acabamiento de la metafísica: «El fin
de la metafísica que se trata de pensar aquí es sólo el comienzo de su «resurrección» bajo formas
modificadas: éstas dejarán a la historia en sentido propio, a la historia ya pasada de las posiciones
metafísicas fundamentales sólo el papel económico de proporcionar los materiales con los que,
correspondientemente transformados, se construirá de nuevo el mundo del «saber». […] Lo
verosímil es que se llegue a un cómputo de las diferentes posiciones metafísicas fundamentales, de
sus elementos y sus conceptos doctrinales.» Nuestro tiempo es el de la recapitulación general de
toda la historia pasada. El proyecto imperial que plantea terminar con la historia toma así la forma
de una puesta en historia de todos los acontecimientos pasados, y de este modo los neutraliza. La
institución museística no hace más que realizar sectorialmente el proyecto de una museificación
general del mundo. Todos los intentos de la vanguardia se han mostrado en este teatro a la vez real e
imaginario. Pero esta recapitulación es también la disipación de la ilusión historicista de la cual la
vanguardia vivía, con su pretensión a la novedad, a la primera vez, a la originalidad sin réplica. En
un movimiento así, en que el elemento del tiempo es absorbido en el elemento de sentido, en que
toda historia pasada se reúne en una topología de posiciones entre las cuales nos hace falta aprender
a orientarnos ya que no podemos penetrarlas todas, asistimos a la acreción progresiva de
constelaciones. Hombres como Aby Warburg, con sus tablas de dibujo, o Georges Duthuit, en su
Museo inimaginable, han comenzado a esbozar tales constelaciones, a liberar cada estética de su
contenido ético. Los que en nuestros días se acercan, incluso con insolencia, al punk de algunos
círculos paraexistencialistas de los años de posguerra, y luego los de la efervescencia gnóstica de
los primeros siglos de nuestra era, no hacen otra cosa, ellos también. Más allá de la distancia
temporal que separa los puntos de surgimiento, cada una de estas constelaciones comprende gestos,
ritornelos, enunciados, usos, artes de hacer, formas-de-vida determinadas, en resumen: un
Stimmung propio. Reúne por atracción todos los detalles de un mundo, que exige ser animado, ser
habitado. En el contexto en que las vanguardias se encuentran afirmadas y a fortiori hoy en día, la
cuestión ya no es desde hace mucho tiempo la de hacer una novedad, sino la de hacer un mundo.
Cada cosa y cada ser que viene a la presencia aporta consigo una economía dada de la presencia,
configura un mundo. Partiendo de ahí, se trata únicamente de habitar la determinidad de la
constelación en la cual se despliega siempre-ya nuestra presencia, de seguir nuestro gusto irrisorio,
contigente y finito. Toda revuelta que parte de sí, del hic et nunc en que reposa, de las inclinaciones
que la atraviesan, avanza en este sentido. El movimiento del 77 en Italia sigue siendo por esto
mismo un fracaso prometedor.
REALIZACIÓN DE LA VANGUARDIA
Uno de los libros más débiles sobre las vanguardias de la segunda mitad del siglo XX
constataba, en 1980, La autodisolución de las vanguardias. El autor, René Lourau, el fundador del
muy gaguesco «análisis institucional», omitía, desde luego, lo esencial: decir en qué se han disuelto
las vanguardias. Los más recientes progresos de la neurosis occidental lo han confirmado desde
entonces: la vanguardia se ha disuelto en la totalidad de las relaciones sociales. La caracterización,
a partir de ahora banal, de nuestro tiempo como «posmoderno» no evoca otra cosa, incluso si es aún
otra manera de purgar a la modernidad de toda su lentejuela para salvar el gesto fundamental: aquel
de la superación —no es fortuito, en esto, que el término mismo de «posmodernismo» haya hecho
su primera aparición en 1934 en los círculos vanguardistas españoles. Asimismo, la mejor
definición que Debord dio al Espectáculo —«una relación social entre personas, mediatizada por
imágenes»—, y que define hoy en día a la relación social dominante, sólo toma nota de la
generalización del modo de ser vanguardista. El Bloom es así aquel del que todas las relaciones,
tanto consigo como con los otros, están completamente mediatizadas por representaciones
autónomas. Es el branché que organiza su autopromoción permanente, el cínico que amenaza a
cada instante con dejarse absorber por una de sus excrecencias discursivas o con desaparecer en un
EPÍLOGO
Como epílogo a todo esto, no parece superfluo evocar un punto de vuelco de la vanguardia.
Acéphale, símbolo de la muchedumbre sin líder, nombra uno de estos puntos extremos. Acéphale
intentó liberarse del problema del cabeza. Toda la agitación, toda la gesticulación de la
vanguardia, ya sea artística o política, Acéphale quiso borrarla, borrándose, renunciando a una
forma de acción «que no es más que el aplazamiento de la existencia». Acéphale quiso ser esa
sociedad secreta existencial, esa comunidad electiva que concentraría a «los individuos
verdaderamente decididos a emprender la lucha, en la escala ínfima que sea requerida, pero en el
camino eficaz en que su tentativa corra el riesgo de devenir epidémica , [a fin de] medirse con la
sociedad sobre su propio terreno y atacarla con sus propias armas, es decir, constituyéndose ellos
mismos en comunidad, más aún, dejando de formar valores que defiendan la exclusividad de los
rebeldes e insurgentes, considerándolos al contrario como los valores primeros de la sociedad que
quieren ver que se instaure y como los más sociales de todos, siendo un poco implacables. […] A la
constitución en grupo preside el deseo de combatir la sociedad en cuanto sociedad, el plan de
afrontarla como la estructura más densa y sólida que intenta instalarse como un cáncer en el seno
de una estructura más frágil y vil, aunque incomparablemente más voluminosa» (Caillois, “El
viento de invierno”). Los papeles de Henri Dussat, miembro de Acéphale, conservan una nota
fechada el 25 de marzo de 1938: «Tender a la ética, es allí la resolución de lo que reconoce, o de lo
que se está mal en reconocer, a lo cristiano como valor supremo. Otra cosa es moverse en la
ética». Buscando explícitamente el constituirse en mundo, Acéphale no sólo rompía con la
vanguardia, sino que también recuperaba lo que, en la vanguardia, había sido otra cosa que la
vanguardia, es decir, precisamente el deseo que había abortado allí: «Desde el fin del período
dadá, el proyecto de una sociedad secreta encargada de dar una especie de realidad efectiva a las
aspiraciones que se han definido, en parte, bajo el nombre de surrealismo, ha permanecido siempre
como un objeto de preocupación, al menos en el fondo», recordó Bataille en la conferencia del 19
de marzo de 1938 en el Colegio de Sociología. Acéphale, sin embargo, no llegaría a existir más que
para contaminar. A pesar de estar llena de ritos, costumbres, textos sagrados y ceremonias, la
política proclamatoria que, exteriormente, había desparecido, permanecía interiormente; tanto que
la consigna de comunidad, de sociedad secreta, finalmente absorbía la realidad de estos términos.
Se sabía que no se pueden dar lugares comunes, ni se puede salir de una figura, clásica, de la
virilidad que ignora en gran medida la dulzura de la nuda vida. Acéphale fue casi exclusivamente
(y más sensiblemente, por ejemplo, que el surrealismo) un asunto de hombres. Acéphale no
conocía, para colmo, la forma de prescindir de una cabeza ni cómo debía ser, de un extremo a otro,
más que la comunidad de Bataille a solas: como él solo escribió la genealogía, la «revista
interna», que dio a luz a Acéphale, como él solo definió los ritos de esta Orden, acabó solo,
implorando a sus pálidos compañeros que lo sacrificaran al pie de su árbol sagrado. «Fue muy
hermoso. Pero todos teníamos el sentimiento de estar participando en algo que sucedía en la obra
de Bataille, en la cabeza de Bataille» (Klossowski).
No parece oportuno arrojar una conclusión, y mucho menos un programa, de lo que acaba de
ser dicho.
Después de lo que sé, una cierta relación debe poder ser establecida con el Comité Invisible;
aunque sólo sea en el sentido de una generalización de la insinuación.
Dicho sea de paso: no hay un problema de la cabeza, sólo hay una parálisis de los cuerpos,
del gesto.
*
Traducción por Camilo Barría R.
* En junio de 2000, el museo de Bassano del Grappa (Venecia) organizaba una especie de retrospectiva histérica de
todo lo que la segunda mitad del siglo XX había podido contar como vanguardismo confuso, desde la poesía nuclear
hasta Luther Blissett, pasando por el letrismo y Fluxus. Un coloquio previo, sibilinamente titulado "Facticidad del arte",
debía dar a esta manifiestación una manera de justificación ideológica. Una joven mujer hizo entonces noticia, leyendo
anónimamente el texto aquí reproducido. En medio de la lectura, dos viejos vanguardistas italianos intentaron protestar
contra tamaña insolencia lanzada en la cara del museo como en la suya, para finalmente salir con un gran alboroto,
anunciando que retirarían sus obras de esta inconcebible exposición.
1 Concepto del segundo Heidegger que involucra los significados de curación, aceptación, resignación, superación,
en este caso, reponerse de una enfermedad volviendo a ella: la metafísica. [N. del T.]
2 Revista LEF fue la revista del Frente Izquierdista del Arte (Levii Front Iskusstva); fundada por Maiakovski,
Pasternak y Tretiakov, funcionó en dos momentos, desde 1923 a 1929. [N. del T.]
3 OPOJAZ (de sus siglas en ruso: Sociedad para el Estudio de la Lengua Poética) era un grupo de lingüistas y
críticos literarios en San Petesburgo, fundado en 1916 y disuelto a comienzos de 1930. [N. del T.]
4
Neologismo barthesiano para la ciencia de los grados en el discurso. Véase Roland Barthes, Roland Barthes por
Roland Barthes, § El segundo grado y los otros. [N. del T.]
…arroja unas rosas en el abismo y di: “¡He aquí mi agradecimiento para el monstruo que no consiguió tragarme!”
FRIEDRICH NIETZSCHE, Fragmentos póstumos
1 GÉNESIS
o historia de una historia
1 “ESO QUE POR ALGÚN TIEMPO HABÍA SIDO COMPRENDIDO, para otro ha sido olvidado. Hasta el punto de que
ya nadie percibe que la historia carece de época. Y de hecho, ya no pasa nada. Ya no hay
acontecimiento. Sólo hay noticias. Observar a los personajes en la cumbre de los imperios. E
invertir la frase de Spinoza. Nada que comprender. Sólo que reír y que llorar.” (Mario Tronti, La
política en el crepúsculo)
1 BIS. Finalizado, el tiempo de los héroes. Desaparecido, el espacio épico del relato que se disfruta
decir y que se disfruta escuchar, que nos habla de lo que podríamos ser pero que no somos.
Lo irreparable es en adelante nuestro ser-así, nuestro ser-nadie. Nuestro ser-Bloom.
Y esto forma parte de lo irreparable de lo que es preciso partir, ahora que el nihilismo más feroz
hace estragos al interior de las propias filas de los dominadores.
Es preciso partir, debido a que “Nadie” es el otro nombre de Ulises, y a que no debe importar a
nadie regresar a Ítaca, o naufragar.
2 YA NO HAY TIEMPO para soñar en eso que uno será, en eso que uno hará, ahora que podemos ser todo,
que podemos hacer todo, ahora que toda nuestra potencia nos lo ha dejado, con la certeza de que el
olvido de la alegría nos impedirá desplegarla.
Es aquí que es preciso desprenderse, o dejarse morir. El hombre es por mucho algo que debe ser
superado, pero por esto mismo debe primero ser escuchado en lo que tiene de más expuesto y de
más raro, para que su resto no se pierda en el paso [pasaje, transición]. El Bloom, residuo
insignificante de un mundo que no deja de traicionarlo y exiliarlo, exige partir en armas; exige el
éxodo.
Pero la mayoría de las veces, aquel que parte no encuentra a los suyos, y su éxodo redeviene
exilio.
2 BIS. Desde el fondo de este exilio provienen todas las voces, y dentro de este exilio todas las voces
se pierden. El Otro no nos acoge; nos devuelve y remite al Otro en nosotros. Abandonamos este
mundo en ruinas sin remordimientos y sin pena, apresados por algún vago sentimiento de premura.
Lo abandonamos como las ratas abandonan la nave, pero sin forzosamente saber si está amarrado al
muelle. No hay nada “noble” en esta huida [fuite, también fuga], nada grande que pueda ligarnos los
unos a los otros. Finalmente, quedamos a solas con nosotros mismos, ya que no hemos decidido
combatir sino conservarnos. Y esto no es todavía una acción, solamente una reacción.
5 NOSOTROS NO QUEREMOS solamente huir, incluso si hemos abandonado este mundo porque nos
parecía intolerable. No hay ninguna cobardía aquí: hemos partido en armas. Lo que queríamos no
era luchar contra alguien, sino con algo. Y ahora que ya no estamos solos, haremos callar esa voz
que hay adentro, seremos compañeros para alguien, ya no seremos los indeseables.
Será necesario esforzarse, será necesario callarse, ya que si nadie nos ha necesitado hasta aquí,
ahora las cosas han cambiado. No plantear más preguntas, aprender el silencio, aprender a aprender.
Pues la libertad es una forma de disciplina.
6 LA PALABRA AVANZA, prudente, y llena los espacios entre las soledades singulares, infla los agregados
humanos en grupos, los coloca juntos contra el viento, el esfuerzo los reúne. Es casi un éxodo. Casi.
Pero ningún pacto los mantiene juntos, salvo la espontaneidad de las sonrisas, la crueldad
inevitable, los accidentes de la pasión.
7 ESTE PASO, semejante al de los pájaros migratorios, al murmuro de los dolores errantes, da poco a
poco forma a las comunidades terribles.
2 EFECTIVIDAD
de por qué la esquizofrenia es más que una enfermedad
y de cómo, mientras soñamos con éxtasis, llegamos al endopoliciaje [endoflicage].
1 “NOS DICEN: ¿pero el esquizofrénico no tiene también un padre y una madre? Lamentamos decir
que no, que como tal no los tiene. Sólo tiene un desierto y tribus que lo habitan, un cuerpo pleno y
multiplicidades que se aferran a él.”
Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mil mesetas
1 BIS. La comunidad terrible es la única forma de comunidad compatible con este mundo, con el
Bloom. Todas las otras comunidades son imaginarias, no verdaderamente imposibles, sino posibles
solamente por momentos, y en cualquier caso nunca en la plenitud de su actualización. Emergen en
las luchas, y son entonces heterotopías, zonas de opacidad ausentes de toda cartografía,
perpetuamente en curso de constituirse y perpetuamente en vías de desaparición.
3 LA COMUNIDAD TERRIBLE no ek-siste, excepto en las disensiones que por momentos la atraviesan. El
resto del tiempo, la comunidad terrible es, eternamente.
4 A PESAR DE ESTO, la comunidad terrible es la única que es posible encontrar, porque el mundo —en
cuanto lugar físico de lo común y el compartir— ha desaparecido y porque sólo quedó de él una
cuadrícula imperial que surcar. La mentira del “hombre” mismo no encuentra más mentirosos en los
que afirmarse.
Los no-hombres, los ya-no-hombres, los Bloom, ya no consiguen pensar, como ha podido
hacerse esto en otro tiempo, pues el pensamiento era un movimiento dentro del tiempo, y éste ha
cambiado de consistencia. Además, los Bloom han renunciado a soñar, y habitan distopías
acondicionadas, lugares sin lugar, intersticios sin dimensión de la utopía mercantil. Son planos y
unidimensionales, ya que, sin ser capaces de reconocerse en ninguna parte, ni en sí mismos ni en los
demás, no reconocen ni su pasado ni su futuro. Día tras día, su resignación borra el presente. Los
ya-no-hombres pueblan la crisis de la presencia.
7 LA REVERSIBILIDAD es el signo bajo el cual se coloca todo acontecimiento que tiene lugar en la
comunidad terrible.
Pero es esta misma reversibilidad, con su cortejo de temores e insatisfacciones, lo que es
irreversible.
9 ¿POR QUÉ LOS HOMBRES no abandonan la comunidad terrible? — se preguntarán. Se podría responder
que no lo hacen porque el mundo-ya-no-mundo es aún más inhabitable que ella; pero se caería en la
trampa de las apariencias, en una verdad superficial, pues el mundo está tejido con la misma
inexistencia agitada que la comunidad terrible; existe entre ambos una continuidad oculta que, para
los habitantes del mundo y para los de la comunidad terrible, sigue siendo indescifrable.
10 LO QUE DEBE más bien ser destacado es que el mundo obtiene su existencia mínima, la que nos
permite descifrar su inexistencia sustancial, de la existencia negativa de la comunidad terrible (por
marginal que pueda ser), y no, como podría creerse, lo contrario.
14 CUANTO MÁS abierto a la libertad presuma ser un régimen biopolítico de verdad, más éste será
policial, y más, al mismo tiempo que delega a la policía la tarea de reprimir las insubordinaciones,
dejará a sus sujetos en un estado de inconsciencia relativa, de cuasi-infancia. En cambio, en un
régimen biopolítico de verdad donde SE pretenda realizar la libertad sin poner en discusión en
discusión su forma, SE exigirá de aquellos que participan en esto el introyectar a la policía en su
bios, con el poderoso pretexto de que no hay otra opción.
Elegir la pseudolibertad individual concedida por las democracias biopolíticas —ya sea por
necesidad, ya por juego o por sed de goce— equivale, para cualquiera que haya formado parte de
una comunidad terrible, a una degradación ética real, pues la libertad de las democracias
biopolíticas nunca es otra que la libertad de comprar y venderse.
15 DE MANERA SIMILAR, desde el punto de vista de las democracias biopolíticas unificadas como
Imperio, los que se posicionan del lado de las comunidades terribles pasan de un régimen político
de intercambio mercantil (de gestión) a un régimen político militar (de represión). Agitando el
espectro de la violencia policial, las democracias biopolíticas consiguen militarizar las comunidades
terribles, consiguen hacer que la disciplina en su seno sea más dura que en cualquier otro lugar; y
esto a fin de producir un crescendo en espiral que supuestamente hace al fin preferible la mercancía
a la lucha, la libertad de circular, tan calurosamente recomendada por la policía y la propaganda
mercantil —“circulen, ¡no hay nada que ver!”—, a la libertad de ver otra cosa, el motín por
ejemplo.
Para los que aceptan trocar la libertad más alta, la de luchar, por la más reificada, la de comprar,
las democracias políticas acondicionan, desde hace veinte años, confortables sitios de
emprendedores biopolíticos fuertemente conectados (¿qué sería de ellos sin sus redes?). Hasta que
los fight clubs proliferen universalmente, start-up, agencias de publicidad, bares branchés
[“conectados” a las últimas tendencias, a la moda, hipsters] y coches de polis no dejarán de pulular
en función de un crecimiento exponencial. Y las comunidades terribles serán el modelo de este
nuevo viraje de la evolución mercantil.
17 EL PARTIDO IMAGINARIO es la forma que toma esa esquizofrenia cuando deviene ofensiva. Se está en
el Partido Imaginario no cuando no se está ni en una comunidad terrible ni en la democracia
biopolítica, sino cuando se obra para destruir ambas.
18 LO QUE SE DESMORONA, se desmorona, pero no puede ser destruido. No obstante, la vida entre los
escombros no sólo es posible, sino efectivamente presente. La inteligencia superior del mundo está
en la comunidad terrible. La salvación del mundo en cuanto mundo, en cuanto que persiste en su
estado de descomposición relativa, residiría, por tanto, en el adversario que ha jurado destruirlo.
Pero este adversario, ¿cómo podría destruirlo sino al precio de su propia desaparición en cuanto
adversario? Podría, nos dicen, constituirse positivamente, fundarse, darse leyes propias. Pero la
comunidad terrible no tiene vida autónoma, no encuentra en ninguna parte un acceso al devenir.
Ella es precisamente la última treta de un mundo en desagregación destinada a ser capaz de
sobrevivir un poco más todavía.
2 AHÍ DONDE LA PALABRA muda de la represión hace escuchar su voz, ninguna otra palabra tiene ya
derecho de ciudad, en la medida en que permanece cortada de una efectividad inmediata. La
comunidad terrible es una respuesta a la afasia que impone todo régimen biopolítico, pero es una
respuesta insuficiente pues se perpetúa por medio de la censura interna, disminuyendo incluso los
márgenes del orden simbólico del patriarcado. Por tanto, con frecuencia no es más que otra forma
de policía, otro lugar para continuar en el analfabetismo emocional o en un estado de minoría
infantil, con el pretexto de una amenaza exterior. Pues el niño no es tanto quien no habla, sino quien
está excluido de los juegos de verdad.
3 BIS. No hay discursos de verdad, sólo hay dispositivos de verdad. El Espectáculo es el dispositivo
de verdad que consigue hacer funcionar en su beneficio cualquier otro dispositivo de verdad.
Espectáculo y democracia biopolítica convergen en la aceptación de cualquier régimen de discurso
falso proferido por cualquier tipo de sujeto, siempre que esto permita la continuación de la paz
armada en vigor. La proliferación de la insignificancia apunta a recubrir la totalidad de lo existente.
4 LA COMUNIDAD TERRIBLE conoce el mundo, pero no se conoce [a sí misma]. Y esto es así a causa de
que ella es, en su aspecto afirmativo, un ser no reflexivo sino estadizo. En cambio, en su aspecto
negativo, existe en la medida en que niega el mundo, y se niega por tanto a sí misma, al estar hecha
a imagen de él. No hay ninguna consciencia por debajo de la existencia, y ninguna autoconsciencia
por debajo de la actividad, pero sobre todo no hay consciencia en la actividad de autodestrucción
inconsciente. Desde el momento en que la comunidad terrible se perpetúa actuando bajo la mirada
hostil de otro, introyectando esta mirada y constituyéndose como objeto y no como sujeto de esa
hostilidad, sólo puede amar y odiar por reacción.
6 LA COMUNIDAD TERRIBLE está atravesada por todo tipo de complicidades —¿y cómo podría subsistir
si no?—, pero a diferencia de los ancestros a los que apela, esas complicidades no determinan en
ningún caso su forma. Su forma es más bien la de la DESCONFIANZA [méfiance]. Los miembros de la
comunidad terrible desconfían los unos de los otros porque no saben nada de sí mismos ni de los
demás, y porque nadie de entre ellos conoce la comunidad de la que forma parte: se trata de una
comunidad sin relato posible, así que impenetrable, y de la que no se puede hacer la experiencia
más que en la inmediatez; pero ésta es una inmediatez inorgánica que no devela nada. La
exposición que se practica en ella es mundana y no política: incluso en la soledad heroica del
vándalo [casseur, literalmente “rompedor”, usado también despectivamente en el ámbito de la
protesta] es el cuerpo en movimiento y no la coherencia entre él y su discurso. Es por esto que la
clandestinidad, el pasamontañas o la teatralización de una riña [le jeu de la gué-guerre] fascinan y
engañan a la vez: el poli provocador es también un vándalo…
7 NO OBSTANTE, existiendo las complicidades, los miembros de la comunidad terrible sospechan que
el proyecto también existe, pero que estarían siendo dejados fuera de él. De ahí la desconfianza. La
desconfianza que mantienen entre sí los miembros de la comunidad terrible es de otra manera
mayor que la que mantienen hacia los ciudadanos del resto del mundo: estos últimos, en efecto, no
esconden el hecho de tener mucho que esconder, conocen la imagen que se supone tienen y dan del
mundo del que forman parte.
8 SI, A PESAR DE SU PANOPTISMO interno, la comunidad terrible no se conoce, esto es así porque ella no
es conocible, y, en esta medida, es tan peligrosa para el mundo al igual que para sí misma. Ella es la
comunidad de la inquietud; pero también es la primera víctima de tal inquietud.
8 BIS. La comunidad terrible es una suma de soledades que se vigilan sin protegerse.
9 EL AMOR entre los miembros de la comunidad terrible es una tensión inagotable, que se nutre de lo
que el otro vela y no devela: su banalidad. La invisibilidad de la comunidad terrible para consigo
misma le permite amarse ciegamente.
10 BIS. La banalidad de lo privado de las comunidades terribles se esconde, pues esta banalidad es la
banalidad del mal.
11 LA COMUNIDAD TERRIBLE no descansa en sí misma, sino en el deseo que el exterior le dirige, y que
inevitablemente cobra la forma del malentendido.
14 EN LAS COMUNIDADES TERRIBLES, las mujeres, a falta de ser capaces de devenir unos hombres, deben
devenir como los hombres, a la vez que se mantienen furiosamente heterosexuales y prisioneras de
los estereotipos más gastados. Si en la comunidad terrible nadie tiene el derecho a decir la verdad
sobre las relaciones humanas, para las mujeres esto es doblemente cierto: la mujer que hace uso de
la parresía en el seno de la comunidad terrible será inmediatamente catalogada como histérica.
14 BIS. En el seno de toda comunidad terrible se hace la experiencia del sorprendente silencio de las
mujeres. La patofobia de la comunidad terrible a menudo se manifiesta, en efecto, como represión
indirecta de la palabra femenina, extraña y perturbadora, pues es palabra de carne. No es que se
haga callar a las mujeres; simplemente ocurre que el espacio-límite con la locura, donde podría
darse su palabra de verdad, se encuentra discretamente borrado, día tras día.
15 “NO ES que las mujeres hayan tenido problemas en llevar a cabo las acciones: eran incluso más
audaces y capaces, estaban más preparadas y convencidas que los hombres. Sólo se les concedía
una menor autonomía a nivel de las iniciativas: era como si una diferencia aflorara instintivamente
en la preparación y en las discusiones colectivas de trabajo, y su voz contara menos.
“El problema estaba en el grupo: era un comportamiento anodino, un no-dicho, o incluso un
‘cállate’ soltado en plena discusión. […] Esta suerte de discriminación no era la obra de una
decisión a priori, más bien era algo que se aportaba desde el exterior, en parte inconscientemente,
algo que estaba por debajo de la voluntad. Algo que no se puede resolver en una declaración
ideológica o mediante una elección racional.”
I. Faré, F. Spirito, Mara y los demás
15 BIS. Puesto que la comunidad terrible se funda en unas relaciones [rapports] inconfesadas, ella
acaba inevitablemente por hundirse en las relaciones [relations] más residuales y “primitivas”. Las
mujeres están destinadas en ella a la gestión de las cosas concretas, de los asuntos corrientes, y los
hombres a la violencia y a la dirección. En esta abrumadora reproducción de clichés obsoletos, la
única relación [rapport] posible entre el hombre y la mujer es el relación de seducción. Pero como
la seducción generalizada conduciría a la comunidad terrible a la explosión, ésta está estrictamente
encauzada al interior de la forma-pareja heterosexual y monógama, que domina en ella.
16 “BIEN ES VERDAD QUE LAS BANDAS también están minadas por fuerzas muy diferentes que instauran
en ellas centros internos de tipo conyugal y familiar, o de tipo estatal, y que las hacen pasar a una
forma de sociabilidad totalmente distinta, sustituyendo los afectos de manada por sentimientos de
familia o inteligibilidades de Estado. El centro, o los agujeros negros internos, pasan a ocupar el
papel principal. Ahí, en esa aventura que también se produce en las bandas humanas cuando
reconstituyen un familiarismo de grupo, o incluso un autoritarismo, un fascismo de manada, el
evolucionismo puede ver un progreso.”
G. Deleuze, F. Guattari, Mil mesetas
16 BIS. También las amistades, en el seno de la comunidad terrible, entran en el imaginario estilizado
y raquítico que conviene a toda sociedad heterosexual monógama. Puesto que las relaciones
interpersonales jamás deben ponerse en discusión y se supone que “van de suyo”, la cuestión de las
relaciones hombres-mujeres no tiene que ser abordada y se verá sistemáticamente decidida “a la
manera antigua”, ya sea proto-burguesa o bárbaro-proletaria. Por tanto, las amistades permanecen
rigurosamente monosexuales, con hombres y mujeres que se frecuentan con una irreductible
extrañeza que les permitirá, llegado el momento, componer eventualmente — una pareja.
17 BIS. La parte de humillación y envilecimiento de los hombres consiste en la obligación que les es
hecha de exhibir constantemente sus capacidades mediante una u otra forma de performance
viriloide. El contratipo no tiene lugar en la economía afectiva de la comunidad terrible, en la cual
prevalece únicamente, en última instancia, el estereotipo; de hecho, sólo el Líder [Meneur; leader
en un sentido despectivo: cabecilla, liderete, caudillo, etc.] es objetivamente deseable. Toda otra
posición es insoportable sin la confesión implícita de una incapacidad innata de existir
singularmente; pero las desviaciones con respecto al estereotipo son alimentadas sin cesar por el
despiadado metabolismo afectivo de la comunidad terrible. Cuando el contratipo, por ejemplo,
intenta desprenderse de sí, resulta violentamente repelido a la celda de su “insuficiencia”. El
contratipo-chivo expiatorio funciona como el espejo deformante de cada uno, que tranquiliza
inquietando.
Implícitamente, se permanece en la comunidad terrible para no ser ni el Líder ni el contratipo,
mientras que estos últimos permanecen en ella porque no tienen elección.
18 BIS. Dondequiera que las relaciones no son problematizadas, las formas antiguas afloran con
toda la potencia de su brutalidad a-discursiva: el fuerte levanta la mano sobre el débil, el hombre
sobre la mujer, el adulto sobre el niño y así sucesivamente.
19 EL LÍDER no necesita afirmarse, inclusive puede jugar [jouer, desempeñar un papel] al contratipo
o ironizar sobre la virilidad. Su carisma no necesita ser conformante, pues está objetivamente
probado por los parámetros biométricos del deseo de la comunidad terrible y por la sumisión
efectiva de los demás hombres y mujeres. La comunidad terrible es la comunidad de los cornudos
[cocus].
21 TANTO EL DESEO DEL LÍDER como el deseo de ser Líder se saben condenados a un fracaso inevitable.
Ya que la mujer del Líder (nadie lo ignora) es la única en no ser víctima de su mascarada seductora
en la medida en que verifica cotidianamente su nada: lo privado de los dominadores siempre es lo
más miserable. De hecho, en el seno de la comunidad terrible, el Líder es deseable, como puede
serlo la mujer sofisticada y altanera en la democracia biopolítica. El deseo sexual que hombres y
mujeres dirigen al Líder y que lo rodea con un aura tan intensa que hace girar espontáneamente
todas las miradas hacía él, no es otra cosa que un deseo de humillación. Se quiere desnudar al Líder,
ver al Líder satisfacer verdaderamente y sin dignidad el cortejo de envidias que suscita para
prevalecer. Todo el mundo aborrece al Líder así como los hombres han detestado a las mujeres
durante milenios. Todo el mundo desea en el fondo domesticar al Líder ya que todo el mundo
detesta la fidelidad que le es profesada.
23 EL LÍDER es las más de las veces un varón debido a que actúa en nombre del Padre.
24 ACTÚA EN NOMBRE del Padre aquel que se sacrifica. El Líder es en efecto aquel que perpetúa la
forma sacrificial de la comunidad terrible mediante su propio sacrificio y mediante la exigencia de
sacrificio que hace pesar en los demás. Pero como el Líder no es el Tirano —al mismo tiempo que
es, por ello con más razón, tiránico— no dice abiertamente a los demás lo que deben hacer; el Líder
no impone su voluntad, pero sí la deja imponerse orientando secretamente el deseo de los demás,
que siempre es en última instancia el deseo de complacerle. A la pregunta “¿Qué debo hacer?”, el
Líder responderá “Lo que quieras”, pues sabe que su existencia en la comunidad terrible impide en
los hechos a los demás el querer algo distinto a lo que él quiere.
25 QUIEN ACTÚA en nombre del Padre no puede ser cuestionado. Ahí donde la fuerza se erige como
argumento, el discurso se retira como habladuría o excusa. En la medida en que haya un Líder —y
por tanto su comunidad terrible— no habrá parresía y los hombres, las mujeres y el Líder mismo
estarán en exilio. No se puede poner en discusión la autoridad del Líder en la medida en que los
hechos prueban que se lo ama a la vez que se detesta su amor por él. A veces el Líder se pone en
cuestión a sí mismo, y es entonces que otro toma su lugar o que la comunidad terrible, vuelta
acéfala, perece por una desgarradora hemorragia.
27 EL LÍDER nunca está solo, pues todo el mundo está detrás de él, pero al mismo tiempo es el icono
mismo de la soledad, la figura más trágica e incauta de la comunidad terrible. Es únicamente en
virtud del hecho de que ya se encuentra a merced del cinismo y de la crueldad de los demás
(aquellos que no están en su lugar), que el Líder es por momentos verdaderamente amado y querido.
4 FORMA
de las razones de la existencia de los infames
y de cómo los hermanos de hoy forman los enemigos de mañana.
Del discreto encanto de la ilegalidad
y de sus trampas ocultas.
6 LA COMUNIDAD TERRIBLE es la continuación de la política clásica por otros medios. Llamo “política
clásica” a la política que coloca en su centro a un sujeto cerrado, pleno y autosuficiente en su
variante de derecha, y a un sujeto en estado de incompletitud contingente debido a circunstancias
por transformar para reunir la suficiencia monádica en su variante de izquierda.
7 LA COMUNIDAD TERRIBLE, finalmente, no puede excluir a nadie, porque no tiene ley ni forma
explícita. Únicamente puede incluir.
Para renovarse, tiene por lo tanto que destruir gradualmente a quienes forman parte de ella, bajo
pena de estancación completa. Vive del sacrificio al igual que el sacrificio es su condición de
pertenencia. Sólo él, por lo demás, funda la confianza efímera y recíproca de sus miembros.
¿Tendría ella, sin esto, una enorme necesidad de acción? ¿Emplearía tal ardor para renovarse por
medio de la agitación más frenética?
7 BIS. Cuanto menos tiene una comunidad el sentimiento de su existencia, tanto más experimenta la
necesidad de actualizar exteriormente su propio simulacro, en el activismo, en la formación
compulsiva y finalmente en el cuestionamiento permanente, metaestático de sí. La autocrítica
colectiva casi incansable a la que se libran cada vez más visiblemente tanto el management de
vanguardia como los grupos neomilitantes informales, informa bastante sobre la debilidad decisiva
de su sentimiento de existir.
8 ALGUNAS COMUNIDADES terribles de lucha fueron fundadas por los supervivientes de un naufragio, de
una guerra, de una devastación cualquiera aunque de una cierta amplitud sin embargo. La memoria
de los supervivientes no es entonces la memoria de los vencidos, sino la de los excluidos del
combate.
8 BIS. Por esta razón, la comunidad terrible nace como exilio en el exilio, memoria en el seno del
olvido, tradición intransmisible. El superviviente nunca es aquel que estaba en el centro del
desastre, sino aquel que se encontraba a la distancia, que habitaba el margen de él. Por eso, en el
tiempo de la comunidad terrible, el margen se ha hecho centro y el concepto de centro ha perdido
toda validez.
10 LA COMUNIDAD TERRIBLE es un presente que pasa y no se supera, y por esta razón carece de mañana.
Ha atravesado la débil línea que separa la resistencia de la persistencia, el déjà-vu de la amnesia.
11 BIS. Es sobre la base del masoquismo que la comunidad terrible concluye fugitivas alianzas con
los oprimidos, a riesgo de encontrarse muy rápido colocada en el rol inasumible del sádico.
Acompaña así a los excluidos a lo largo de la vía de la integración, los mira alejarse llenos de
ingratitud y devenir lo que ella quería conjurar [eludir].
12 BIS. Todo arrepentido es esencialmente un mitómano (igual a quienes han visto a la virgen
María), actualiza ante la autoridad su propia esquizofrenia. Haciéndolo, deviene individuo, pero sin
haber asumido su dividualidad: se cree a sí mismo —o más bien quiere creerse— al fin en lo justo,
en la coherencia. Intercambia sus complicidades pasadas reales por una complicidad inexistente con
el enemigo de siempre; se toma a sí mismo como enemigo. Lo cual, dicho sea de paso, deviene
efectivo a partir de su arrepentimiento. Pero la infamia no hace más que trocar un sadomasoquismo
inconsciente y moderadamente destructor por otro sadomasoquismo, consciente y éticamente
indigno esta vez. Sacrifica la duplicidad del esquizofrénico para caer en la del traidor.
13 “LAS MUJERES eran tratadas como objetos sexuales, salvo cuando participaban en acciones: eran
entonces tratadas como hombres. Se daba aquí la única relación de igualdad. A menudo ellas hacían
más que los hombres, tenían realmente más coraje. […] Es así como, por primera vez, surgió el
problema de los traidores: a causa de la insensibilidad del grupo. […] Hella y Anne-Katrine no
dijeron nada sobre mí, fui el único del grupo que no acabó adentro. Yo tenía otra relación con ellas,
se trataba de su gran amor de ellas dos por mí…”
Bommi Baumann, Cómo empezó todo
13 BIS. En cuanto la verdad de la comunidad terrible ha sido develada por el arrepentido, ésta está
condenada, porque vive de la ignorancia de su secreto, protegida por su sombra, en lugar de
protegerlo. Los secretos vergonzosos de las comunidades terribles acaban en las bocas indiferentes
de los hombres de Ley y la hipocresía ambiental que los ha conservado. El cómplice de ayer se
escandaliza, compromete su devenir-infame en la variante del delator o del disociado.
Así la pedofilia, la violación conyugal, la corrupción, el chantaje mafioso, comportamientos
fundadores del ethos dominante hasta ayer, serán de un solo golpe denunciados como
comportamientos criminales.
14 LA NECESIDAD DE JUSTICIA es una necesidad de castigo. Aquí aflora la raíz común, sadomasoquista,
que rige la conformidad ética de las comunidades terribles y su vínculo inconfesado con el Imperio.
15 (DE LA PRIVACIÓN DEL PELIGRO: LA LEGALIZACIÓN — LA TRAICIÓN DE LOS IDEALES) El asedio que mantiene
juntos los escombros de las democracias biopolíticas, el asedio del biopoder, reside en la posibilidad
de privar en cada instante a las comunidades terribles de la libertad de vivir en el riesgo. Esto se
hace por medio de un doble movimiento: de sustracción-represión, o sea: de violencia, y a la vez de
adición-legitimación, o sea: de condescendencia. Por medio de estos dos movimientos, el biopoder
priva a la comunidad terrible de su espacio de existencia y la condena a la persistencia, puesto que
es él quien delimita la zona que le reserva. Operado así, transforma la utopía en atopía y la
heterotopía en distopía. Localizada e identificada, la comunidad terrible, que hace todo para escapar
de las cartografías, deviene un espacio como otro.
16 UNA VEZ MÁS es la invisibilidad de la comunidad terrible consigo misma lo que la pone a merced
de un reconocimiento unilateral con el que no puede de ninguna manera interactuar.
16 BIS. Si bien la comunidad terrible rechaza el principio de representación, no escapa, sin embargo,
a la representación. La invisibilidad de la comunidad terrible consigo misma la hace infinitamente
vulnerable a la mirada del otro, porque, y esto es bien sabido, la comunidad terrible sólo existe ante
los ojos de los demás.
2 MAS LAS RELACIONES, en el seno de la comunidad terrible, están gastadas; ya no son jóvenes ¡ay!
cuando nosotros llegamos. Como los guijarros del lecho de un río muy rápido, las miradas, los
gestos y la atención son consumidos. Algo falta trágicamente a la vida en la comunidad terrible,
porque la indulgencia ya no encuentra en ella su lugar, y la amistad, tantas veces traicionada, se da
con una parsimonia agobiante.
Que se lo quiera o no, los que pasan por una, los que llegan a una, pagan las fechorías de los
demás. Las personas a las que querrían amar están ya demasiado abismadas, de manera clara, para
prestar atención a sus buenas intenciones.
“Con el tiempo pasará…” Será preciso, por tanto, vencer la desconfianza de los demás, o más
exactamente, aprender a ser desconfiados como los demás, para que la comunidad terrible pueda
todavía abrir sus brazos descarnados. Es por la capacidad de ser duro con los nuevos que llegan,
finalmente, que uno demostraría su solidaridad con la comunidad terrible.
2 BIS. “Esta crueldad se hallaba en su risa, en aquello que les daba placer, en la manera en que se
comunicaban entre sí, en la manera en que vivían y morían. El infortunio del prójimo era su mayor
fuente de alegría, y me preguntaba si, en su mente, ésta reducía o acrecentaba la probabilidad de ver
este infortunio afectarlos a ellos mismos. Pero el infortunio personal, de hecho, no era una
probabilidad, era una certeza. Así pues, la crueldad formaba parte de ellos mismos, de su humor, de
sus relaciones, de sus pensamientos. Y no obstante, tan completo era su aislamiento, en cuanto
individuos, que no creo que ellos imaginaran que esta crueldad afectaba a los demás.”
Colin Turnbull, El pueblo de la montaña
4 BIS. En la medida misma en que la comunidad terrible se funda en la partición entre miembros
estáticos y miembros móviles, ella ha perdido su apuesta de antemano, se ha frustrado en cuanto
comunidad.
5 LA MIRADA DE LOS INERTES es el recuerdo más doloroso para quien ha pasado por la comunidad
terrible. Destinados a enseñar algo que ellos mismos no han conseguido sumarse, los inertes a
menudo vigilan, como policías melancólicos al borde de territorios desérticos.
Ellos habitan un espacio que ciertamente les pertenece; pero, puesto que es estructuralmente
público, ellos están aquí en cada momento a la misma altura que cualquier otro. No pueden
prevalerse el derecho a tener su lugar en este espacio, porque la renuncia previa a este derecho es lo
que les ha permitido acceder a ella. Los inertes habitan la comunidad como los sin techo habitan la
estación, pero cada paso los atraviesa, porque esta estación es ellos mismos y su construcción es
congruente con la construcción de su vida.
Los inertes son unos angéles desesperados y aturdidos que, al no haber encontrado la vida en
ningún repliegue del mundo, están dispuestos a habitar un lugar de paso. Pueden sumergirse por un
tiempo indeterminado en la comunidad: su soledad es infinitamente impermeable.
6 A LOS QUE SIEMPRE ESTÁN ahí todo el mundo los conoce. Son apreciados y detestables como todos los
que cuidan y permanecen [restent] ahí donde los demás viven y pasan (la enfermera, la madre, los
ancianos, los vigilantes de los parques públicos). Son el falso espejo de la libertad, son los asiduos,
los esclavos de una servidumbre inédita que los ilumina con una luz resplandeciente: los
combatientes, los irreductibles, los sin espacio privado, los sin paz. La rabia por combatir la
terminan por buscar en sus vidas mutiladas; atribuyen sus heridas a una lucha noble e imaginaria,
aunque se han hecho daño a sí mismos entrenándose hasta el cansancio. En realidad, nunca han
tenido la oportunidad de descender al campo de batalla: el enemigo no los reconoce, los toma por
una simple interferencia, los aparta mediante su indiferencia a la muchedumbre, a la insignificancia
ordinaria, a la ofensiva suicida. El alfabeto del biopoder no tiene letras para retener sus nombres;
para él, ellos han desaparecido ya, si bien resisten como fantasmas desasosegados. Están muertos y
sobreviven por sí mismos en el transito de las miradas que los atraviesan, sobre las cuales carecen
más o menos de control, con las cuales comparten la mesa, la cama, la lucha, hasta que los
transeúntes [passants] parten, o hasta que permanecen apagándose, deviniendo los inertes de
mañana.
6 BIS. “En los grupos, numerosas mujeres habían tenido una experiencia de empleadas o secretarias.
Aportaban a los grupos toda la eficacia de su profesionalismo luego de abandonar su trabajo. Nada
había cambiado para ellas desde este punto de vista, excepto el hecho de que ellas hacían la lucha
armada. […] Las reuniones eran el centro vital y ‘significante’ de las casas. Por lo demás, las
condiciones materiales de la vida cotidiana enteramente dirigida hacia la lucha externa no tenía
ningún problema. Hacíamos encargos enormes en el supermercado y cuando habíamos asegurado la
comida y con qué dormir, no había ya problemas internos.”
I. Faré, F. Spirito, Mara y los demás
7 LOS MÁS MUERTOS e implacables de los inertes son aquellos que han sido abandonados. Aquellos
cuyx amigx o amante partió, permanecen [restent], porque todo lo que queda de aquel o aquella que
desapareció permanece en la comunidad terrible y en los ojos que lo han visto en ella. Quien ha
perdido a la persona amada no tiene ya nada que perder, y esta nada la da a menudo a la comunidad
terrible.
7 BIS. “[…] la guerra contra un enemigo exterior pacifica, más o menos por necesidad forzada, a
aquellos que llevan la misma lucha; la pertenencia a un grupo unificado por una revuelta absoluta
no deja lugar a las diferencias, a las luchas internas; la fraternidad se vuelve el pan indispensable y
cotidiano en los momentos en que las contradicciones más descuartizadas no estallan. La
pacificación interna es un momento de asepsia proyectada en la pantalla gigante de la lucha
‘contra’.”
I. Faré, F. Spirito, Mara y los demás
8 EL HORIZONTE, para los militantes, es la línea en dirección de la cual es preciso siempre marchar.
Porque es allí, en alguna parte, que se encuentran todos aquellos que han perdido.
0 NOTAS PARA
UNA SUPERACIÓN ¡Oh mis hermanos, mis niños, mis
algunas indicaciones para compañeros, los amé con toda mi cólera,
pero no sabía cómo decírselos, no sabía
superar el malestar presente: vivir con ustedes, no era capaz de
notas no exhaustivas y no 1 LA COMUNIDAD POLÍTICA, muyalcanzarlos, de tocar sus almas frías, sus
programáticas… corazones desiertos! ¡No encontraba las
a pesar suyo, es como todo lopalabras del coraje, las palabras
demás [tout le reste, todo el resto], pues está en todo lo demás. vivientes para que la risa fuerce sus
pechos y los llene de aire! Perdía la
maldad de quererlos de pie, la rabia de
2 DEMOCRACIA BIOPOLÍTICA y comunidad terrible —una en cuanto dirigir hacia ustedes mis ojos abiertos, el
lenguaje para que consigan mi rechazo a
axiomática de la distribución de relaciones de fuerza, la otra en vernos envejecer antes de haber vivido,
bajar los brazos sin haberlos elevado
cuanto sustrato efectivo de relaciones inmediatas— constituyen primero, descender antes de haber
querido subir. Yo no era demasiado
las dos polaridades de la dominación actual. A tal punto que las fuerte para expulsar el sueño, impedir
que los arroje fuera del mundo y del
relaciones de poder que rigen las democracias biopolíticas no tiempo, hacerlo huir lejos de ustedes, ya
podrían realizarse propiamente hablando sin las comunidadesque por mi cuenta, temporada tras
temporada, me debilitaba, sentía mis
terribles, que conforman el sustrato ético de dicha realización. miembros debilitarse, mis pensamientos
deshacerse, mi cólera desaparecer, y su
Con más exactitud, la comunidad terrible es la forma pasional deinexistencia ganarme…
esta axiomática que por sí sola le permite desplegarse en J. LEFEBVRE, La Société de la consolation
territorios concretos.
En última instancia, es sólo mediante la comunidad terrible que el Imperio consigue semiotizar
las formaciones sociales más heterogéneas bajo la forma de la democracia biopolítica: en ausencia
de comunidades terribles, la axiomática social de la democracia política no tendría cuerpos sobre
los que efectuarse. Sin esta mediación, no se explican todos los fenómenos de intrincación entre lo
arcaico (neoesclavismo, prostitución globalizada, neofeudalismo de empresa, tráficos humanos de
todo tipo…) y la hipersofisticación imperial.
Esto para nada significa que a los gestos de destrucción que apuntan a la comunidad terrible se
vincule un valor subversivo cualquiera. En cuanto régimen de efectuación de dicha axiomática, la
comunidad terrible no cuenta con ninguna vitalidad propia. No cuenta con nada en sí misma que la
ponga en condiciones de metamorfosearse en otra cosa, de ubicar a los seres en un vínculo revuelto
respecto al estado presente de las cosas; nada que salvar. Y es un hecho que el presente está
saturado hasta tal punto de comunidades terribles que el vacío determinado por toda ruptura parcial,
voluntarista, con ellas, llega a ser llenado a una velocidad espantosa.
Así pues, si es absurdo preguntarse qué hacer con las comunidades terribles, ellas que están
siempre-ya hechas y siempre-ya en disolución, ellas que reducen al silencio toda insumisión interna
(la parresía así como todo lo demás), es en cambio de una importancia vital aprehender en qué
condiciones concretas podría ser arruinada la solidaridad entre democracias biopolíticas y
comunidades terribles. Para ello será preciso ejercitar una cierta mirada, la “mirada del ladrón”,
aquel que desde el interior del dispositivo materializa la posibilidad de escaparse de él.
Compartiendo esta mirada, los cuerpos más vivos harán advenir aquello hacia lo cual la comunidad
terrible hace, incluso contra su voluntad, ciegamente seña: su propia desagregación.
Ya que las comunidades terribles nunca son realmente víctimas de su mentira, ellas están
precisamente atadas a su ceguera, lo cual les permite subsistir.
2 BIS. Hemos llamado comunidad terrible a todo medio que se constituya sobre la base del compartir
las mismas ignorancias — y en este caso, también la ignorancia del mal que él produce. Es a
menudo inoperante el criterio vitalista que haría del malestar experimentado al interior de una
formación humana la piedra angular para descubrir en ella la comunidad terrible. La más “exitosa”
de las comunidades terribles enseña a sus miembros a amar sus propios defectos y a hacerlos
amables. En este sentido, la comunidad terrible no es el lugar donde más se sufre, sino meramente
el lugar donde menos se es libre.
3 LA COMUNIDAD TERRIBLE es una presencia en la ausencia, pues es incapaz de existir por sí misma,
pero sí solamente en relación a algo más, exterior a ella. Así pues, es desenmascarando no ya los
compromisos y los defectos sino los parentescos inconfesables de la comunidad terrible, como se la
puede abandonar en cuanto falsa alternativa a la socialización dominante. Es convirtiendo su
esquizofrenia infamante —“tú no eres más que con nosotros, no eres demasiado puro”— en
esquizofrenia contaminante —“todo el mundo existe también con nosotros, y es esto lo que mina el
orden presente”—, como los miembros de la comunidad terrible pueden escapar del double bind en
el que están encerrados.
7 “EL HOMBRE NO VALE en función del trabajo útil que provee, sino en función de la fuerza contagiosa
de la que dispone para arrastrar a los demás a un gasto libre de su energía, de su alegría y de su
vida: un ser humano no es solamente un estómago que llenar, sino un desbordamiento de energía
que prodigar.” (Bataille)
Se sabe por experiencia que en la vida pasional —y por tanto en la vida a secas— nada se paga y
que quien gana es siempre quien da más y sabe gozar mejor. Organizar la circulación de otras
formas de placer significa alimentar un poder enemigo con toda lógica de opresión. Bien es cierto,
por consiguiente, que para no tomar el poder es preciso tener ya bastante.
Oponer a la combinatoria del poder otro registro del juego no equivale a condenarse a no ser
tomados en serio, sino a hacerse portadores de otra economía del gasto y del reconocimiento. El
margen de goce que existe dentro de los juegos de poder se alimenta de sacrificios y humillaciones
mutuamente intercambiadas; el placer de mandar es un placer que se paga, y en esto, el modelo de
la dominación biopolítica es compatible por completo con todas las religiones que fustigan la carne,
con la ética del trabajo y el sistema penitenciario, así como la lógica mercantil y hedonista lo es con
la ausencia de deseo, que ella palía.
En realidad, la comunidad terrible nunca consigue encauzar la potencia de devenir inherente a
toda forma-de-vida, y esto es lo que permite estropear las relaciones de fuerza internas de ésta y
cuestionar el poder hasta en sus formas posautoritarias.
8 TODA AGREGACIÓN HUMANA que se coloque vis-à-vis de su afuera en una perspectiva exclusivamente
ofensiva u obsidional es una comunidad terrible.
Para acabar con la comunidad terrible es preciso en primer lugar renunciar a definirse como el
afuera sustancial de aquello que, haciendo tal cosa, creamos como afuera – “la sociedad”, “la
competencia”, “los Bloom” o cualquier otra cosa. El verdadero otro lugar que nos queda por crear
no puede ser sedentario, es una nueva coherencia entre los seres y las cosas, una danza violenta que
da a la vida su ritmo, actualmente sustituido por las macabras cadencias de la civilización industrial,
una reinvención del juego entre las singularidades — un nuevo arte de las distancias.
9 LA EVASIÓN ES COMO LA APERTURA de una puerta bloqueada: primero se tiene la impresión de mirar
menos lejos: se aparta la vista del horizonte y entonces se arreglan los pormenores para salir.
Pero la evasión sólo es una simple huida: deja intacta la prisión. Lo que nos hace falta es una
deserción, una fuga que aniquile al mismo tiempo la prisión en su totalidad.
Propiamente hablando, no existe ninguna deserción individual. Cada desertor lleva consigo un
poco de la moral de las tropas. Por su simple existencia, es la recusación en acto del orden oficial; y
todas las relaciones en las que entra se encontrarán contaminadas por la radicalidad de su situación.
Para el desertor, está en juego una cuestión de vida o muerte que las relaciones que él entable no
ignoren ni su soledad, ni su finitud, ni su exposición.
Esta cuestión es la de una nueva educación sentimental que inculque el desprecio soberano de
toda posición de poder, que mine la conminación a desearlo y que nos libere de ser responsables de
nuestro ser cualquiera, y de tal manera solitario, finito, expuesto.
Nadie es responsable del rol que ocupa, pero sí únicamente de la identificación con su propio rol.
La potencia de toda comunidad terrible es así potencia de existir al interior de sus sujetos en su
ausencia.
Para liberarse de ella, nos hace falta comenzar por aprender a habitar el intervalo entre nosotros y
nosotros mismos, que, dejado vacío, deviene el espacio de la comunidad terrible.
Luego desprendernos de nuestras identificaciones, devenir infieles a nosotros mismos,
desertarnos.
Ejercitándose en devenir los unos para los otros el lugar de una tal deserción,
encontrando en cada encuentro la ocasión para una decisiva sustracción con respecto a nuestro
propio espacio existencial,
calculando que sólo una fracción infinitesimal de nuestra vitalidad nos ha sido sustraída por la
comunidad terrible y se ha fijado en la enorme maquinaria de los dispositivos,
experimentando en nosotros mismos el ser extraño que siempre-ya nos ha desertado y que funda
cualquier posibilidad de vivir la soledad como condición del encuentro, la finitud como condición
de un placer inaudito, la exposición como condición de una nueva geometría de las pasiones,
ofreciéndonos como el espacio de una fuga infinita,
maestros de un nuevo arte de las distancias.
POST-SCRIPTUM
Todo el mundo conoce las comunidades terribles, por haber pasado una temporada en una o por
seguir todavía en una. O simplemente porque son cada vez más fuertes que las demás y porque a
causa de esto se permanece siempre en parte en una — al mismo tiempo que se sale de ella. La
familia, la escuela, el trabajo o la prisión son las caras clásicas de esta forma contemporánea del
infierno, pero son las menos interesantes pues pertenecen a una figura pasada de la evolución
mercantil y no hacen ya otra cosa que sobrevivir, actualmente. Hay comunidades terribles, en
cambio, que luchan contra el estado de cosas existente, que son a la vez atractivas y mejores que
“este mundo”. Y al mismo tiempo su manera de ser más próximas a la verdad —y por tanto a la
alegría— las aleja más que cualquier otra cosa de la libertad.
La pregunta que se plantea a nosotros, de manera final, es de naturaleza ética antes que política,
pues las formas clásicas de lo político se hallan dentro del estiaje y sus categorías nos van como
nuestra ropa de la infancia. La cuestión es saber si preferimos la eventualidad de un peligro
desconocido a la certeza del dolor presente. Es decir, si queremos continuar viviendo y hablando en
acuerdo (disidente ciertamente, pero siempre en acuerdo) con lo que se ha hecho hasta aquí —y,
por tanto, con las comunidades terribles—, o si queremos interrogar a la pequeña parte de nuestro
deseo que la cultura no ha infestado todavía con su gravoso atolladero, probar —en nombre de una
felicidad inédita— un camino diferente.
Me habría gustado no haber tenido que escribir este texto. Me habría gustado borrarme
detrás de un bastidor púdico de palabras, cubrir mi cuerpo carnal con la sacrosanta neutralidad
del discurso, burlarme de mis deseos o patalogizarlos según un cuadro analítico que sólo me
habría absuelto para someterme más fácil.
Pero no lo he hecho, porque ya no continuaba creyendo en aquello que se decía de mí;
requería un texto a muchas voces, una escritura compartida que viviera la sexuación sin pudor, que
la contara, la desnaturalizara, la abriera como una caja sellada, sacándola de la mazmorra de lo
“privado” y lo “íntimo” para conducirla a la intensidad de lo político.
Quería un texto que no se lamentara, que no vomitara sentencias, que no diera respuestas
preliminares con el solo objetivo de volverse incuestionable. Y es por esto que lo que sigue no es un
texto escrito por las mujeres para las mujeres, puesto que yo no soy uno ni soy una, sino que yo soy
un muchos que dice “yo” [je]. Un “yo” contra la ficción del pequeño yo [moi] que se reviste de
universal y que toma su cobardía como el derecho de borrar en nombre de otro todo aquello que lo
contradice.
Ciertamente es preciso ser obsceno, puesto que todo lo que es visible, en el seno de las
democracias biopolíticas, está ya colonizado, pero con una obscenidad melancólica, que huye del
arrebato de quien quiere producir escándalo.
Lo posible entre hombres y mujeres depende indiscutiblemente de la obscenidad de nuestro
tiempo, pero, en este caso, el espacio de esta connivencia no es inmutable ni indecente, sólo el
resultado de una cultura determinada que envejeció deprisa y mal, olvidando el patriarcado pero
permaneciendo misógina.
Y si consideramos que las evidencias en las que nos movemos no son lógicas sino éticas,
transmitidas en el seno de un orden históricamente determinado y no filosóficamente fundadas,
preferimos inquietarnos sobre el cuidado que los hombres y las mujeres dedican a conservar sus
deseos, dentro de la máquina productiva y contra ella, pero también contra sí mismos. Ciertamente,
se subjetivan para ser sexualmente deseables, son sexuados para tener una existencia relacional
genérica, pero esto no es hecho de manera simétrica: los hombres han tenido acceso a un orden
simbólico, a una trascendencia adecuada para ellos, que prolongaba la vulgaridad de su deseo en
elegantes apéndices de poder legítimo o transgresor.
Las mujeres han quedado encenagadas dentro de una corporeidad indecible, descuartizadas
entre la imagen de sumisión que la vieja sociedad arrojó sobre ellas y la nueva obligación de ser
los engranajes poshumanos de la máquina capitalista de desear.
“Ay mis hermanos —escribe H.D.—, Helena no caminaba / sobre las murallas; / ella, a la que
ustedes maldijeron, / no era sino un fantasma y una sombra arrojada, / una imagen reflejada”
(Helena en Egipto, “Palinodia”, I, 3), y todas las mujeres cargan con esa imagen, como la pobre y
bella Helena, el fantasma que un deseo de poder de hombres, nacido entre hombres, sin relación
con su placer, se ató a su destino. Un deseo que no tiene márgenes, puesto que toda transgresión
femenina termina por desfigurar sus bocas en una mueca amarga. Cuando Don Juan despierta la
complicidad de la más fiel de las esposas, la mujer libre sigue siendo un peligro público.
El platonismo nace de una elaboración secundaria del orfismo. Por lo tanto, la dialéctica, y en
cierta medida el marxismo y el materialismo, actúan en connivencia con la historia de amor
desdichado de Orfeo y Eurídice. La leyenda cuenta que el poeta Orfeo, dotado de tanta soltura en
el logos que acababa conmoviendo con sus cantos hasta a los animales y los árboles, perdió a su
amada Eurídice en la juventud, tras lo cual los dioses, conmovidos por su dolor inconsolable, le
permitieron descender al reino de los muertos para traerla de vuelta a tierra. La condición era que
tenía que acompañarla sin verla nunca bajo la luz lívida de los fallecidos, aguardando a estar entre
los vivos para volver a ver su cara.
Por pasión o por escepticismo, por desesperación o por aprehensión, Orfeo se dio la vuelta.
Ya sea porque no pudo compartir el secreto de la vida y de la muerte (exclusividad de las mujeres),
o simplemente por incapacidad de creer que algo más que un cuerpo de mujer podía seguirlo, o
bien meramente por deseo de mirar directo a sus ojos al fantasma de su amor, Orfeo fue privado de
su amante y, ebrio de dolor, acabó devorado por las bacantes.
De manera inevitable surge un problema: ¿por qué el poeta sublime no encontró palabras que
decir a su amada pero sí experimentó más bien la necesidad de verla? ¿No estaba, por casualidad,
indeciso de volver a tomar consigo a una mujer cuyo control no había tenido por algún tiempo, a la
cual había perdido de vista, creyéndola muerta mientras ella podía todavía seguirlo y volver con
él?
¿Y Eurídice?
Cuando Hermes, quien la acompañaba a la vida, gritó “él ha vuelto”, Eurídice preguntó
“¿quién?” (Rainer Maria Rilke, Orfeo, Eurídice, Hermes).
Ahora que el pacto social está definitivamente disuelto, las mujeres son bienvenidas en todas
partes, y hay algunas de entre ellas que se encuentran encantadas por esto. Hasta ayer, ellas
permanecían decentemente frente a la puerta, ahora presionan al Parlamento, falsifican la realidad
en la prensa, son explotadas en los mismos oficios que los hombres, son tan nulas como ellos, e
incluso un poco más a causa del entusiasmo que sueltan cumpliendo celosamente las peores tareas.
Uno se pregunta por qué, en efecto, UNO no las utilizó antes.
Es sorprendente, ellas lo disfrutan todo, la mercancía al igual que la maternidad, el trabajo al
igual que el matrimonio, milenios de docilidad y opresión chorrean centenas de pequeños raudales
de felicidad reformista o reaccionaria para mujeres.
Por lo demás, a las mujeres actuales no les gustan los Bloom, que ellas encuentran, en su
conjunto, pasivos y demasiado enamorados de sus opresores. De vez en cuando los compadecen:
ya ni siquiera son buenos para someternos.
En el vientre de la máquina de guerra
La diferencia de ser mujer encontró su libre existencia haciendo palanca no sobre contradicciones dadas, presentes en
el interior del cuerpo social, sino sobre contradicciones que cada mujer singular vivía en sí misma y que carecían de
forma social antes de que la recibiera de la política femenina. Nosotras mismas inventamos, por así decir, las
contradicciones sociales que vuelven necesaria nuestra libertad.
No creas tener derechos, Libreria delle donne, Milano
El trabajo de Penélope. ¿No se ha acabado? Nunca se acaba. Las mujeres hacen cosas, y el
tiempo borra sus huellas. Bajo el pretexto de que las mujeres no existen; de que son algo que no
quiere decir nada. No existe ningún “problema de mujeres” aparte de los problemas del cuerpo, los
problemas de gestión de ese cuerpo que no les pertenece. Por otra parte, ¿es a él, a ese lindo cuerpo,
al que todo el mundo quiere penetrar? ¿Ese cuerpo que en absoluto es lindo y que todo el mundo
juzga [jauge] como se aforaba [jaugeait] en otro tiempo una vaca en el mercado? ¿Ese cuerpo que
envejece, engorda, se deforma, y me exige trabajo, cuidado, para continuar conformándose a los
parámetros de lo deseable? ¿Deseable para quién? Aquí el abismo se hace más profundo, entre
aquellas que trabajan en su valor agregado y aquellas que hacen huelga. Pero las consecuencias son
cotidianas y definitivas: yo misma soy mi objeto de huelga o mi bello trabajo. La aprobación de lo
que soy y de mi éxito socioprofesional forman uno solo. No hay descanso. Entre mi celulitis y mi
fatiga, mi arduo trabajo y mi bella cara, mi conversación y mi paciencia. Sin descanso, camaradas,
sin descanso, querido patrón.
Se le denomina el valor-afecto, siendo éste el valor agregado de las mujeres heterosexuales, la
mercancía más preciada, la que hace vendible todas las demás, y produce, además, otras
mercancías, por ejemplo mercancías comestibles (hace la comida), vivas (hace niños), penetrables
(tiene cuidado de su cuerpo). ¿Una pizca de transgresión? Por supuesto cariño, trabajo
suplementario para no ser ordinaria.
Y si en tu medio se decreta que todo eso son sólo estupideces, que estamos más allá de todo
ello y también de la necesidad de escribir este texto, entonces hace falta introyectar —¡de prisa!—
la vergüenza de tener una necesidad que los demás juzgan ilegítima. La vergüenza de estar harta de
ser linda y agradable aunque aparentemente ni siquiera esto te sea exigido… “¿Qué se trae ella?
¿Tiene la regla? ¿Le dieron mal?” Ni siquiera te lo preguntan porque es algo que está
sobreentendido, porque se cree que la mujer corresponde de arriba abajo a su trabajo cotidiano de
autopoiesis. No hay descanso, ¡todavía! Pero ¡yo tengo un alma, también! Así es, ¡un alma de
trabajadora! Produce dinero, adicional… Eres gratificada querida, y cuanto más gratificada eres,
más eres dependiente, cuanto más anticonformista es tu vida, más es cansado mantenerla junta.
“Pero ¿de qué habla ella? ¿Tú entiendes?”
Cuanto menos nos dejamos engañar, más difícil es. La desconfianza de las demás mujeres,
cada una confortablemente —o dolorosamente— encerrada en su rincón de separación
acondicionada. “¿Has visto qué trajo consigo la autoconsciencia feminista?” He visto: la
metaconsciencia de la inconsciencia. Se sabe que el problema de las mujeres es un problema, pero
se sabe también que decirlo es un problema, y es entonces que tú ves, a fuerza de reprimir los
problemas o plantearlos mal. Y bien, nosotras estamos cansadas, y es esto a partir de ahora nuestro
verdadero problema.
Yo veo.
Yo entiendo.
Cuanto más entiendo más desdichada soy, me surgen ganas de olvidar, me surgen ganas de
decirme que soy capas de “realizarme” en el trabajo, en la pareja, en la maternidad, en el
entretenimiento, en la decoración, en la literatura, en el sadomasoquismo.
La mujer intelectual y transgresora, la domina sádica que conoce su obra, ¿todo eso está mal,
no? Si cuentas con los medios y el carácter para ello. Asume tu soledad y haz de ella algo
excepcional. Vuélvete estrella de porno, portavoz del ala más branchée de la antiglobalización.
Estarás sola pero menos deprimida, frustrada pero socialmente reconocida.
—¿Alegrarse?, ¿qué es eso? ¡Pero si alegrarse perjudica!
—¡Deja de quejarte!
—¡Cállate!
¿Cómo funciona? La máquina de guerra lucha y desea, desea y lucha. No puede luchar contra
su deseo, eso es algo que la obstaculiza. No puede interrogarlo demasiado, eso es algo que la
detiene. Entonces ¿cómo hacer? Deseo luchar, con mis hermanos, con mis hermanas. Pero deseo
ser fuerte para continuar luchando, para ya no dudar de que ahí está mi lugar, mi placer. Y sin
embargo ahí no está mi lugar, mi deseo. Porque la máquina de guerra es varonil, y, por lo demás,
eso es algo que me place. Pero, ay, los guerreros son homosexuales y además desprecian su deseo.
¿Cómo funciona? Los antropólogos nos explican que existen algunas culturas de la “casa de los
hombres”. “La casa de los hombres aloja una actividad sexual considerable. Inútil precisar que
reviste un carácter enteramente homosexual. Pero el tabú dirigido contra la homosexualidad (al
menos entre iguales) es casi universalmente mucho más fuerte que el impulso mismo y la libido
tiende a canalizarse en la violencia. […] El linaje de espíritu guerrero, ultraviril, es, incluso en su
orientación exclusivamente masculina, más incipientemente homosexual de lo que lo es
abiertamente . (La experiencia nazi ofrece de esto un caso extremo.) Y la comedia heterosexual que
se representa, sin contar —lo que es más persuasivo todavía— el desprecio en el que se mantiene a
los individuos más jóvenes, más suaves, más ‘femeninos’, prueban que la verdadera ética es
misógina, o incluso heterosexual de una manera más perversa que positiva” (K. Millet, Política
sexual)… Esto me recuerda algo. Me recuerda al hombre que hay en mí, me plantea un problema.
Yo no me siento solidaria con las mujeres que no quieren luchar, que viven fuera de la máquina de
guerra. Por mi cuenta también, encuentro de manera inmediata que “las mujeres” no existen, y que
si existieran no quisiera encontrarme en medio de ellas. Entre las perras de guardia y las expertas
del maquillaje, entre las amas de casa y las career women, demasiados sufrimientos diferentes, y
malas respuestas. Demasiadas diferencias sociales e intereses opuestos. Ningún posible al horizonte.
Súbitamente me surge un problema. No quiero salir de mi máquina de guerra, fuera de la
máquina de guerra no tendría derecho a una existencia doméstica. Me querrán domesticar. De bien
mobiliario, la mujer ha pasado a animal de compañía.
No quiero luchar.
Ayúdenme a luchar.
¿Siempre he amado a los hombres como uno de sus congéneres? ¿Soy un chico, un chico
travieso que no tiene bolas? ¡Claro que no! Yo no estoy castrada y no quiero un pene. En absoluto.
¡Lo juro! Y además, me gustan las chicas, las mujeres, en general. Las disculpo cuando son idiotas,
las admiro cuando están en lo correcto. Las mujeres son algo formidable, ¡son algo que trae alegría
en el centro comercial a cielo abierto de nuestras vidas, son algo que trae consigo ofertas de trabajo!
¿Acaso las amo como un hombre, con la misma hipocresía, más la esperanza cobarde de que no se
conviertan en mis rivales en la seducción? ¿Se trata de retórica? ¿O caballería? Cuando UNO las ama,
a las mujeres, ¿no sería por casualidad que UNO retocara la farsa del amor cortés, del amor
romántico, en el que la mujer es un ángel, no caga nunca, no tiene la regla, no tiene cuerpo?
¿Qué vomitan, las anoréxicas, las bulímicas, las mujeres afectadas por los desórdenes
alimenticios? Ellas vomitan su cuerpo. Ellas no entendieron, tal vez, nada, sólo quieren parecerse a
Kate Moss. Pero su cuerpo, por su parte, entiende, entendió todo, y nos explica. Celebra su
conferencia de jugos gástricos que corroen los dientes, de huesos que atraviesan la piel, de estrías
que desfiguran el vientre. El Espectáculo se desplaza hacia la clínica. Como es usual. La matriz
médica nos escupe a la cara que nuestro cuerpo no nos pertenece (léase: ustedes no pueden seguir
alquilándolo o vendiéndolo a su gusto), que nuestro cuerpo es un cuerpo de enfermo, un cuerpo de
loca de remate que nadie deseará.
Los cuerpos de mujeres, por su parte, dicen cosas que las bocas no se atreven a repetir. Los
cuerpos de mujeres escuchan cosas que las orejas rehúsan escuchar. Lo que se dice a las mujeres,
por su parte no cuenta para nada.
Lo que cuenta es lo que les hacen, lo que ellas se hacen.
En verdad quiero luchar con algunas mujeres, y algunos hombres. En verdad quiero que no
salgamos de la máquina de guerra y que la ampliemos juntos, que la hagamos irresistiblemente
deseable. Que la hagamos realmente mixta. Y perversa. Y polimorfa. Y ofensiva. Que no volvamos
a tener ningún problema. En verdad quiero que olvidemos a las mujeres y que olvidemos a los
hombres, porque éstos son dos nombres de una restricción ligada a la acumulación y a la ofensiva
militar.
Fuera del capitalismo y del hacimiento de bienes, fuera de la guerra librada por el pillaje y la
extensión del poder, nosotros no tenemos nada que ver con los “hombres” y las “mujeres” ni con
sus familias patógenas.
Nos importa un bledo ser compatibles con su presente, nosotros somos compatibles con
nuestro futuro.
A veces se tiene la impresión de que, cuando se trata de las mujeres, la interpretación de los hechos históricos nunca es
en exceso estúpida.
K. Millet, Política sexual
Y si es cierto que lo jurídico pudo servir para representar, de manera sin duda no exhaustiva, un poder centrado
esencialmente en la retención y la muerte, resulta absolutamente heterogéneo respecto a los nuevos procedimientos de
poder que funcionan no en el castigo sino en el control, y que se ejercen en niveles y en formas que desbordan el
Estado y sus aparatos. Hace ya siglos que hemos entrado en un tipo de sociedad en la que lo jurídico puede cada vez
menos codificar el poder o servirle como sistema de representación. Nuestra línea de pendiente nos aleja cada vez más
de un reino del derecho que empezaba ya a retroceder hacia el pasado en la época en que la Revolución Francesa y,
con ella, la edad de las constituciones y los códigos, parecían convertirlo en una promesa para un futuro cercano.
Es esa representación jurídica la que todavía está en obra en los análisis contemporáneos sobres las relaciones del
poder con el sexo. Ahora bien, el problema no consiste en saber si el deseo es ajeno al poder, si es anterior a la ley
como se imagina con frecuencia, o si, por el contrario, es la ley la que lo constituye. Ése no es el punto. Ya sea el deseo
esto o aquello, de cualquier manera se continúa concibiéndolo en relación a un poder siempre jurídico y discursivo, un
poder que encuentra su punto central es la enunciación de la ley. Se permanece aferrado a una determinada imagen
del poder-ley […] Y es de esta imagen que es preciso liberarse, es decir, del privilegio teórico de la ley y de la
soberanía, si se quiere realizar un análisis del poder dentro del juego concreto e histórico de sus procedimientos. Es
preciso construir una analítica del poder que ya no tome al derecho como modelo y como código. […] Pensar a la vez
el sexo sin la ley, y el poder sin el rey.
Michel Foucault, La voluntad de saber
En 1966, diez años antes de la aparición del primer volumen de la Historia de la sexualidad de
Michel Foucault, un grupo de mujeres en Italia atacaba, ya, la hipótesis represiva. El Demau,
abreviación de “desmistificación del autoritarismo patriarcal”, no tomaba éste como la opresión
masculina, sino que señalaba simplemente la existencia de un problema entre las mujeres y la
sociedad, y que no eran las mujeres quienes planteaban un problema a la sociedad (aquello que se
denomina la “cuestión femenina”), sino la sociedad quien planteaba un problema a esas mujeres.
Desde su perspectiva, la política de integración es para su caso lo que la manzanilla es a una
enfermedad grave, porque la separación femenina, incluso en la marginalidad que conlleva,
deviene, una vez reapropiada, un punto de partida ofensivo y no ya una fuente de debilidad. Esta
aproximación antepone la diferencia femenina contra el mito de la igualdad construido a partir del
metro de medida masculino. Pero al mismo tiempo, la apuesta consistía en operar una revolución
simbólica que diera a las mujeres los instrumentos para construir otra categoría del mundo que las
viera como sujetos, una nueva trascendencia que permitiera a los cuerpos femeninos decirse y
pensarse sin sublimarse. “El hombre —escribe Carla Lonzi— ha buscado el sentido de la vida más
allá de la vida y en contra de la vida misma; para la mujer vida y sentido de la vida se superponen
permanentemente.” Se trataba de un ataque dirigido contra la cultura, que colocaba las bases de una
práctica distinta, de otra aritmética de los posibles: acusar a la filosofía de haber espiritualizado la
jerarquía de los destinos asignando al hombre a la trascendencia y a la mujer a la inmanencia
equivalía a reivindicar para sí el derecho a hacer la historia, a concebir de otra manera el
nacimiento, la muerte y la guerra, a decir su palabra sobre lo que es viable y deseable.
“Tanto a la cultura humana —leemos en No creas tener derechos— como a la libertad de las
mujeres hacen falta el acto de trascendencia femenina, la mayor cantidad de existencia que
podamos ganar al superar simbólicamente los límites de la experiencia individual y la naturalidad
del vivir”, pero la historia avanza por otra dirección. En los años setenta, en Italia, la toma de
consciencia femenina se dio bajo el estandarte de la opresión sufrida; la “condición femenina” no
reflejaba la realidad social y política articulada que habría tenido que portar, pero sí mostraba a unas
mujeres deseosas de libertad y de potencia una imagen degradante y deformada con la que ellas
tenían el deber moral de identificarse y que extinguía todo entusiasmo.
A partir de 1970, en Italia, tras prestar atención a la experiencia estadounidense, algunos
grupos de autoconsciencia comenzaron a constituirse. El silencio era vencido pero la satisfacción
permanecía todavía lejana: escuchar historias de mujeres que sin ninguna razón se vivían como
inferiores en la familia, en el trabajo y en los grupos políticos, acaba por producir una caja de
resonancia que hacía de esta realidad contingente algo infranqueable. “Esto nos hace conscientes —
decía una mujer sobre el tema de la autoconsciencia— pero no nos da instrumentos, no nos hace
desarrollar ningún poder contractual en la transformación de lo social, sólo consciencia y rabia.”
(No creas tener derechos) Y no obstante, en esas palabras intercambiadas entre mujeres que
anteriormente habían sido mudas, algo había tomado cuerpo que se conservó en la tradición
feminista: una cierta relación de intimidad y abstracción con la esfera de lo sensible, un vaivén entre
concreción y abstracción que agrietaba la superficie lisa de los discursos de legitimación del poder.
Poco a poco, los grupos de mujeres salieron de la inocencia, esa prisión en la que la sociedad
las tenía confinadas y de la cual el separatismo se avergonzaba en hacerlas salir. Hacía falta
liberarse de la imagen de la “madre mortífera” (L’erba voglio, n° 15) que alimenta pero devora,
imagen a la vez de la devoción hacia el prójimo y de la heteronomía, de aquella que renuncia a la
violencia pero la ama en el hombre por procuración otorgada y contra sí misma.
Acerca de las relaciones en los grupos de mujeres, leemos en 1976: “Excluyendo la agresividad
todo se conserva puro en la superficie, incluso si en el interior de nosotras, entre nosotras, en
profundidad algo se vuelve cada vez más amenazante; ¿lo que se queda afuera no será por
casualidad algo reprimido y prohibido desde siempre a las mujeres? Las mujeres son tiernas, todo el
mundo lo dice, ¿debemos escuchar lo que todo el mundo dice, o bien lo nuevo y extravagante que
sucede entre nosotras?” (No creas tener derechos)
Contra la madre mortífera surgía la idea de la “madre autónoma”: “Para decirlo más
sencillamente, existe un miedo femenino a exponer el deseo propio, a exponerse con su deseo, que
lleva a la mujer a pensar que los demás impiden su deseo, y es así como ella lo cultiva y lo
manifiesta, como la cosa que le es negada por la autoridad exterior. En esta forma negativa el deseo
femenino se siente autorizado a expresarse. Pensemos por ejemplo en la política femenina de la
paridad, llevada por las mujeres que jamás se hacen fuertes por una voluntad propia sino sola y
exclusivamente por lo que los hombres tienen para ellas solas y que les es es negado.” (No creas
tener derechos)
Sin embargo, el fantasma de una infancia angustiosa, imposible de echar fuera, continuaba
acosando las relaciones entre mujeres. “He experimentado una envidia insensata —cuenta Lea,
implicada en la experiencia de los grupos de mujeres— por mis amigas que volvían de Portugal [en
ese entonces, en 1975, estaba en curso una tentativa de revolución social en Portugal], que vieron
‘el mundo’, que guardaban una familiaridad con el mundo. Me sentí extraña por su experiencia,
pero no indiferente. La consciencia de nuestra realidad/diversidad de mujeres no puede volverse
indiferencia al mundo sin sumergirse de nuevo en la existencia… Nuestra práctica política no puede
provocarnos el daño de reforzar nuestra marginalidad. ¿Cómo salir del punto muerto? ¿El
movimiento de las mujeres tendrá la fuerza y la originalidad de descubrir la historia del cuerpo sin
dejarse tentar por el infantilismo (refuerzo de la dependencia, omnipotencia, indiferencia al mundo,
etc.)?” (Sottosopra, n° 3, 1976)
A partir de 1975, numerosas librerías de mujeres eran abiertas en todo Italia siguiendo el
ejemplo de la Librairie des femmes parisina; y centros de documentación y bibliotecas de mujeres
surgían también. Cuanto más tomaba forma la alternativa, más aumentaba la moderación y la
“satisfacción de sobrevivir” se volvía predominante.
La riqueza del movimiento italiano, que radicaba en apostar sobre prácticas de subjetivación
que se desvinculaban del miserabilismo antes que sobre el psicoanálisis y la función terapéutica de
la agregación, ahora se giraba contra él. La historia de la Casa de Col di Lana abierta en la
primavera de 1976 describe un fracaso considerable: “Cuando la Casa fue arreglada —cuentan las
protagonistas—, las mujeres vinieron a montones. Durante reuniones enormes, el miércoles por la
tarde, la sala principal se encontraba llena. Pero pronto fue claro que este lugar más grande y abierto
ni siquiera funcionaba para la confrontación política extendida. Sus dimensiones no hacían otra cosa
que ampliar el fenómeno de la pasividad de muchas reuniones de pequeño número. Siempre que la
sala se llenaba de 150 a 200 mujeres, se ponían a hablar de la lluvia o del buen tiempo de la manera
más agradable, como lo hace una clase de mujeres en espera del profesor. Ese estado de espera a
medias paraba cuando una u otra, pero eran siempre las mismas, pedía comenzar el trabajo político
por el cual se encontraban reunidas. El trabajo avanzaba con las intervenciones de una u otra,
siempre las mismas, una decena aproximadamente, y las demás escuchaban. No había modo de
cambiar ese ritual. Si ninguna de las diez comenzaba el trabajo, las demás continuaban parloteando
con la misma vivacidad. Si, una vez que el debate había comenzado, ninguna de las diez retomaba
la palabra, reinaba en la enorme sala un perfecto silencio. Los temas debatidos eran igualmente
impotentes para agitar la situación. Al final, como es fácil imaginar, ningún tema tenía ya razón de
ser discutido salvo la situación misma que se había creado ahí y la tentativa de descifrarla. Pero ni
siquiera este tema tuvo ningún efecto de transformación. Fue planteado y discutido por las mismas
diez que hablaban ante la presencia inevitablemente muda de las demás. Era un fracaso total.” (No
creas tener derechos)
La escisión de este gran grupo silencioso de mujeres que ostentaba su simple presencia masiva
y enigmática contra la voluntad política de las diez que hablaban, dio lugar a doce comisiones de
trabajo en las que el silencio tuvo que ser roto. Esas mujeres explicaron que temían a la
conflictualidad política, que la percibían como algo amenazante para la solidaridad entre mujeres y
la cohesión de lo colectivo, en resumen, para su nuevo equilibrio subjetivo. Esas mujeres se habían
efectivamente subjetivado, pero de una manera paralizante. Su práctica constructiva, hecha de
discurso y de transmisión de un saber distinto, a fuerza de nunca enfrentarse a lo que la contradecía
se veía sin palabras y sin ninguna curiosidad. Lo que esas mujeres temían perder al exponerse, lo
habían perdido ya desde hace mucho tiempo: la unidad protectriz que querían a todo precio
preservar había muerto por su temor a modificarla, ellas no tenían ya nada que decir, habían
recomenzado a sobrevivir en el margen, situación que su encuentro tenía supuestamente la intención
de sacarlas. “El colectivo, si hemos comprendido bien, no era por consiguiente el lugar de
existencia autónoma posible, sino el símbolo vacío que las mujeres tienen de dicha existencia.”
(ibíd.)
El temor a regresar a la dependencia del hombre volvía poco exigentes las relaciones entre
mujeres, las nivelaba desde abajo: toda divergencia se volvía un peligro. Ahora bien, una política
que sólo contamina a un solo sexo no contamina. Las prácticas sucesivas de la librería de las
mujeres de Milán iban en una dirección que pretendía oponerse a ese inmovilismo mediante la
asunción de las discrepancias entre mujeres. La práctica de confiarse a una “madre simbólica” se
volvió el centro de su acción y de su relación. La “mujer más grande que yo”, que supuestamente
constituye la mediación infranqueable y más fiel con el mundo, reabsorbía el diferencial de poder al
encarnarlo. La autoridad era juzgada legítima porque sacaba a las mujeres de una falsa sonoridad
generadora de neurosis e inmovilismo. La fase extática del feminismo diferencialista se volvía a
cerrar sobre la madre autoritaria.
El rechazo de la hipótesis represiva no desemboca, aquí, en su consecuencia lógica: el
abandono del separatismo y la hipótesis mixta. Pero ¿por qué entonces, si es esta última perspectiva
la que consideramos, conservar el nombre de feminismo y no sumergirlo en el pensamiento del
género o en la teoría queer?
Por varias razones: la primera es que los movimientos de mujeres nunca han sido movimientos
de minoría: las mujeres, es bien sabido, son numéricamente mayoritarias sobre el planeta; la
segunda es que las mujeres, por su muy larga ausencia en la escena del saber y del arte, fueron
civilizadas de manera imperfecta, sin trascendencia propia, y por esta razón siguen siendo
portadoras de una potencia política por venir: fueron integradas a la gestión y al capitalismo, pero
no realmente a sus formas políticas.
La tercera es que el cuerpo de las mujeres junto al de los niños, más aún que al de los
homosexuales o de los transexuales, es el cuerpo biopolítico por excelencia, el objeto de inversión
de la calibración ciudadana y de la publicidad, el soporte por excelencia de la escritura del deseo
mercantil.
La cuarta razón es que las mujeres se deconstruyen en cuanto mujeres desde hace ya mucho
tiempo, pero esto no basta para mantener la promesa de una práctica política de libertad que una
medio y fin: “En tanto una mujer exija reparación de un daño, sin importar lo que ella obtenga, no
conocerá jamás la libertad […]. La libertad es el único medio para alcanzar la libertad.” (No creas
tener derechos)
Si es cierto, tal como fue escrito, que la pasteurización de la leche contribuyó a dar la libertad a las mujeres más que
las luchas de las “sufragistas”, entonces hace falta hacer que esto ya no sea cierto. Y lo mismo tiene que ser dicho
sobre la medicina que redujo la mortalidad infantil o inventó los productos anticonceptivos, o sobre las máquinas que
han hecho más productivo el trabajo humano, o sobre los progresos de la vida social que han conducido a los hombres
a no seguir considerando a las mujeres como unas criaturas de naturaleza inferior. ¿De dónde viene esa libertad que
me es entregada en una botella de leche pasteurizada? ¿Qué raíces tiene la flor que me es ofrecida como un signo de
civilización superior? ¿Qué soy yo, si mi libertad se debe a esta botella o a esta flor que se me ha puesto en la mano?
No se trata tanto de la cuestión de la precariedad del don, incluso si es una circunstancia cuyo origen no debe ser
descuidado. Es preciso encontrar al origen de la libertad propia para tener una posesión segura de ella, lo que no
quiere decir un goce garantizado, pero sí la certeza de saber reproducirla incluso en las condiciones menos favorables.
No creas tener derechos
¿Qué es un testigo modesto? Según Donna Haraway es alguien cuya invisibilidad para sí
mismo es elevada a la dignidad de instrumento epistemológico.
El universalismo occidental vivió con el mito del ser neutro productor de verdad, dándose así
las armas de una opresión innombrable, creando una relación de fuerza para la cual el vocabulario
del saber existente no podía proporcionar palabras. El borramiento del sujeto y el surgimiento del
Bloom son los efectos sísmicos de un sistema de saber-poder que durante milenios se fundó a
sabiendas sobre la ficción del “yo transparente”, aquel que se puede componer con el modelo del
saber tecnocientífico sobreponiéndose en él sin nunca ser cuestionado por su discurso, como una
máquina de guerra inocente.
En esta configuración, la subjetividad no existe ya sino a título de existencia lírica e inofensiva
al margen de la objetividad técnica omnipotente; las particularidades de cada persona, pero más aún
las consecuencias políticas de su ser-cuerpo y de su tener-lugar, ya sólo son preocupaciones de
esteta ocioso frente a un saber-poder que ataca con perfecta mala fe la idea misma de una integridad
psico-física humana.
El antihumanismo más salvaje de las ciencias “humanas”, por ejemplo, está a años luz de
retraso frente a la medicina que cura al hombre vivo a partir del paradigma anatómico del cadáver,
que sólo ve cuerpos parcelados, enfermedades mentales orgánicamente tratables, fenómenos de
inmunodeficiencia ligados probablemente a una falta de gratificación del sujeto… La ética que
proporcionaría un sentido político al hecho de estar en el mundo, o de no estar más en él, se
disuelve en el ácido suprapotente del biopoder; la vida orgánica asexuada vuelta heterónoma bajo
efecto de un entorno tóxico, se convierte en el objeto ininterrogable del poder de hacer vivir y hacer
morir.
Encontrar un sentido a una vida que pertenece a las sondas, a los microscopios y a los
espéculos de manos ajenas, a los artefactos desapasionados de la ciencia, es en lo que viene una
urgencia política central. Es a través de estos cuerpos que nos fueron arrancados por la biopolítica
como si estuvieran condenados a una resurrección clínica independiente de nuestros actos y
elecciones, y a veces incluso contrario a ellos, que el feminismo extático quiso liberarse primero.
Respondió al chantaje de un deseo unívoco que ignoraba su placer mediante un discurso crudo
sobre la anatomía femenina, relegada hasta los años sesenta a lo unívoco de los murmullos, a la
penumbra de los confesionarios y las recámaras, entregada a la tortura de los abortos clandestinos.
El pudor ha sido sin duda el dispositivo de dominación más fino con el que las mujeres han
tenido que vérselas, ya que se trata de un sentimiento de sí inculcado desde el exterior pero cuya
prueba performativa de existencia consiste en ser reproducido por el sujeto mismo que lo padece.
La vida privada se vuelve entonces el refugio seguro contra la amenaza desocializante de la
vergüenza.
Ser para sí misma la fuente posible de un deshonor aplastante cuyos mecanismos de
producción son incontrolables ha sido el chantaje que el deseo patriarcal ha hecho pesar sobre las
mujeres en medio de su cuerpo. Todo disfuncionamiento o síntoma dudoso, toda impudicia o
manifestación de deseo heterodoxo de ese cuerpo que a todo precio tenía que ser dócil, ha sido
reprobado como moralmente inaceptable.
El cuerpo de la mujer, con su funcionamiento hormonal delicado, con su placer complejo que
un silencio envilecedor rodeaba, ha seguido siendo a pesar de todo el continente negro de toda
buena intención emancipadora. Lo que la civilización ha hecho al cuerpo de las mujeres no es
diferente de lo que ha hecho a la tierra, a los niños, a los enfermos, al proletariado, en pocas
palabras, y por consiguiente, a todo aquello que no tiene el permiso de “hablar”, o encima, a aquello
que los saberes-poderes del gobierno y de la gestión no quieren escuchar, y que acaba de este modo
relegado a la exclusión de toda actividad reconocida, al papel de testigo. ¿Pero cuál es la diferencia
entre el testigo modesto que vehicula, al mismo tiempo que se borra detrás de una pretendida
objetividad científica o económica, relaciones de poder “ineludibles” en el interior de su sistema
teórico, y ese otro testigo mudo, marginal, del que no se sabe que habla porque principalmente es
necesario saber no escucharlo? La diferencia reside todavía del lado del cuerpo. El hombre del
saber-poder “objetivo” esconde su existencia psicosomática sexuada y débil cuando delega el
monopolio de la violencia a una policía que puede ensuciarse las manos igual que alimenta la
ilusión contradictoria de la incorporeidad humana en nombre de la cual los demás cuerpos pueden
aparecer como objetos ajenos, emotivamente indiferentes. Desarrolla su anestesia sensual para
ejercer mejor el conocimiento en medio de las prótesis técnicas, erige la separación como condición
de objetividad y su falta de intimidad con sus semejantes como deformación necesaria profesional.
El cuerpo de los excluidos del discurso, en cambio, es un cuerpo hablante y no escuchado, que
tiene como característica central buscar reducir la separación, ya que ésta sólo es para él fuente de
fragilidad y nunca instrumento de poder. Es el testigo que se disuelve y muere con el objeto de su
testimonio, el mismo que no es capaz de extraerse del vientre de la dominación sin morir, que no
cuenta con la distancia que permite al sujeto sostenido por la institución (única condición en la que
existe el sujeto idéntico a sí mismo) fingir una extrañeza en relación al horror del mundo, recortar
un espacio limitado a su complicidad con el desastre.
El testigo que no entra en el modelo de discurso autorizado por el saber-poder es la figura
paradójica de la culpa y la impotencia; su cuerpo y su estar-ahí sólo producen ambos el grito
inarticulado de quien, diciendo “yo”, busca realmente designarse y miente de tal modo y se adhiere
del lado de los culpables.
No existe virginidad alguna del lado de los oprimidos, de los excluidos de la historia, ya sean
mujeres, minoría o clase; al contrario, el oprimido es aquel que no tiene otra opción que participar
en la máquina de dominación, es incluso su producto más dependiente y el menos capaz de
autodeterminación.
Es en la ruptura del juego significante, que la ofensiva permanente sostiene para hacernos
identificar con nosotros mismos, que pueden desprenderse perspectivas para una práctica de
libertad. Lo que es preciso combatir es nuestra desconfianza última a dejar hablar a los cuerpos
sufrientes sin encadenarlos a un “yo”, pues es justamente sobre este encadenamiento que la
dominación toma apoyo, negándolo cuando reivindica la independencia y volviéndolo a hacer
funcionar cuando deja a la vista la toxicidad de una vida situada bajo el yugo del gobierno.
Lo que es preciso callar es el discurso del biopoder, sobre nuestro sufrimiento al igual que
sobre nuestro goce. Toda práctica de libertad parte de ahí.
Lealtad efímera, coherencia imposible
La imagen femenil con la que el hombre ha interpretado a la mujer ha sido una invención suya.
Manifesto di Rivolta femminile
Me he entretenido en pensar, en las tardes de distracción, las veces que he puesto y quitado la mesa ¡Me ha salido la
cifra de diez mil novecientos cincuenta! ¡Diez mil novecientos cincuenta veces en diez años! Si calculas que en cada
operación debo poner y quitar un promedio de seis platos, dos cazuelas, dos fuentes, seis piezas de cubiertos, cuatro
vasos, dos servilletas, el mantel, el salvamantel, dos botellas de bebida, el frutero, dos cucharas para servir, el pan y su
cuchillo —y todo eso en un día ordinario, sin invitados ni comida especial— resulta que por lo menos he de hacer siete
viajes de ida y otros siete de vuelta del aparador y la cocina a la mesa. Estos movimientos tres veces al día —aunque el
desayuno no es tan completo en cambio no he contado el servicio del café por la tarde y por la noche— suman
veintiuno cada día, por trescientos sesenta y cinco años al año son siete mil seiscientos sesenta y cinco, por diez años
de matrimonio, setenta y seis mil seiscientos cincuenta... Si fuese albañil y hubiese puesto el mismo número de ladrillos
tendría construidas unas cuantas casas… Yo en cambio no he construido nada… como si hubiese arado en el agua…
esta noche tengo que volver a empezar, y mañana y pasado y siempre…
L. Falcón, Cartas a una idiota española, 1975
El primer impulso que me surge con esta lectura es un rechazo: rechazo aceptar como cierta la teoría de que nosotras,
las mujeres, hemos vivido y continuamos viviendo instrumentalizadas y manejadas por el hombre y por su historia. Me
doy cuenta de que con esta protesta busco una defensa, pero al menos reconocemos que esto puede ser dramático para
una mujer llegada ya a la mitad de su recorrido en la vida, y que siempre ha creído actuar por lo mejor, escucharse
decir (yo traduzco el concepto): “tú te has tropezado con todo en la vida; los valores que creías justos, como la familia,
la fidelidad en el amor, la pureza, incluso tu trabajo de mujer en el hogar: todo mal, todo resultado de una sutil
estrategia transmitida de generación en generación por una explotación continua de la mujer”. Lo repito: hay de qué
quedar estupefacta.
Mujer que entró a la escuela nocturna para pasar su titulación en Italia, tras su encuentro con las militantes feministas en
1977 (extracto de No creas tener derechos)
“¡A pesar de que somos mujeres, no tenemos miedo!” cantaba todas las mañanas, apenas levantada, una de las amigas
con las que compartíamos la casa de nuestras arronzadas vacaciones invernales, agitando a los hijos pequeños hasta
que éstos se convirtieran en adolescentes. Cantaba hincada para recoger mallas y calcetines, para atar las botas o
barriendo alegre la habitación. “!Al menos no trines!” le decíamos para frenarla. “¡Canta la canción de lucha de las
transplantadoras mientras iluminas la vida de los demás!” Alzaba la cabeza y sonreía como para excusarse del
humilde entusiasmo que la movía, pero sus ojos brillaban de inteligencia, de alegría consciente. El Sesenta y ocho
estaba lejos de venir y con esas palabras ella cantaba la libertad duramente conquistada, la fiereza de las ideas, la
satisfacción de la investigación a la cual se dedicaba en el tiempo recortado entre el trabajo, la escuela y los cuidados
de la familia, cantaba por fin el placer de esos días de vida coral, de contacto, más allá de lo habitual, con los mismos
niños e incluso al precio de continuos minutos de servicios.
Luisa Adorno, Sebben che siamo donne
Género
La Grieta
Basta con hojear aquellas viejas novelas olvidadas y escuchar el tono de voz en que están escritas para adivinar que el
autor era objeto de críticas; decía tal cosa con fines agresivos, tal otra con fines conciliadores. Admitía que era “sólo
una mujer” o protestaba que “valía tanto como un hombre”. Según su temperamento, reaccionaba ante la crítica con
docilidad y modestia o con cólera y énfasis. No importa cuál, estaba pensando en algo que no era la obra en sí.
Desciende su libro sobre nuestras cabezas. En su centro hay un defecto. Y pensé en todas las novelas escritas por
mujeres que se hallaban desparramadas, como manzanas picadas en un vergel, por las librerías de viejo londinenses.
Las había podrido esta fisura que tenían en el centro. Su autor había alterado sus valores en deferencia a la opinión
ajena.
V. Woolf, Una habitación propia
Las cosas más desconcertantes no son las que nunca se supieron antes, sino las que primero fueron conocidas y
después olvidadas.
No creas tener derechos
Entre hombres y mujeres no existe ninguna igualdad posible, exactamente igual que entre
hombre y hombre o entre mujer y mujer. La superficie lisa de la aritmética abstracta que funda la
ilusión de la democracia no imposibilita agrietarse bajo la evidencia de diferencias éticas
irreductibles, bajo la arbitrariedad de las afinidades electivas, bajo la sospecha de que la circulación
del poder es una cuestión de cualidad que se encarna, de que el poder pasa a través de los cuerpos.
En su curso de 1980-1981, Foucault explica cómo a partir de ahora la cuestión del gobierno es
la cuestión de la conducta de las conductas. El poder se vuelve, por tanto, un bio-poder, puesto que
da forma a las vidas que gestiona; para hacer esto debe tener una influencia sobre los cuerpos, que
son aquello que individualiza y separa a los seres, y por medio de estadísticas y observaciones debe
actuar sobre los deseos que éstos encierran.
El dominio del deseo del otro es, en efecto, aquello que hace de éste el verdadero esclavo, pues
ninguna emancipación, que no sea la emancipación de tal deseo de emancipación, podrá sacarlo de
las relaciones de fuerza donde forcejea. Este mecanismo, que se ubica, por otra parte, en la base de
la sociedad mercantil, ha hecho históricamente de las mujeres una masa humana vibrante de
sufrimiento y de rabia en contra de las fábulas de felicidad conyugal y maternal que las deseaban
risueñas en una circulación de afectos lisa y llanamente inexistente en la realidad vivida.
Cada polarización ética, cada forma-de-vida, no es más que el resultado de la adhesión a un
relato sobre la felicidad, relato a menudo mudo pero implícito en el tejido de las prácticas que nos
rodean: una cuestión de transmisión. Los seres se mueven hacia la dirección fantaseada de la alegría
y la libertad, y si se cruzan en esta trayectoria, comparten un trozo de camino. Las insurrecciones
son los momentos en que la curiosidad por otros itinerarios se extiende a colectividades de
paseantes y en que los mecanismos de subjetivación se ven asfixiados o trastornados. La cinética de
los deseos sabiamente regulados se altera, los destinos singulares se comunizan contra el imperativo
de conformidad. La potencia se vislumbra entonces en la pantalla de nuestra ecografía, pero escapa
al panopticón de la dominación y esto no es una casualidad; la tecnología de la resonancia que dio
lugar a la ecografía actual nació para la guerra submarina y se fuga a continuación desviada hacia
otro uso, mientras que el panopticón sólo sirve a un solo régimen de visibilidad: el de la vigilancia.
La guerra y sus tecnologías pueden devenir partisanas, y por lo tanto mixtas y no exclusivamente
guerreras, la disciplina, por su parte, permanece masculina, como relación de conjuración con la
potencia, con la libertad.
Histéricas y abogadas
—Es así: las mujeres sólo han tenido falsas noticias sobre el amor. Muchas noticias diferentes, todas falsas. Y
experiencias inexactas.
Sin embargo, siempre confianza en las noticias, no en las experiencias. Es por esto que tienen tantas cosas falsas en la
cabeza.
[…]
—Verás —dice Mariamirella—, tal vez te tengo miedo. Pero no sé dónde refugiarme. El horizonte está desierto, sólo
estás tú. Eres el oso y la cueva. Es por esto que me quedo acurrucada en tus brazos, porque tú me proteges del miedo
que te tengo.
I. Calvino, Prima che tu dica pronto
En el momento de las discusiones referentes a la ley sobre la violencia sexual en Italia, fue para
todos evidente que, contrariamente a lo que sugerían sus intereses opuestos, existía una íntima
solidaridad entre la histérica mistificadora y la jurista, que ambas sufrían de lo mismo: falta de
reconocimiento, por padecer sin la capacidad de liberarse el asedio del deseo de otro, sin saber
oponerle una singularidad lo suficientemente abrumadora y desalentadora como para erigirse como
argumento de rechazo. La mujer que finge haber sido violada, que denuncia un crimen que no tuvo
lugar, ¿está delirando más que la que se ata a una ley que la niega? La mujer simuladora que cree
haber sido violada ¿se equivoca más que la que cree tener derechos? “La simuladora en sentido
estricto —escribe Lia Cigarani— revela algo que todas nosotras somos, incluso cuando
conseguimos controlarnos. Muchas veces el movimiento de las mujeres ha tenido que ver con las
simuladoras. Frente a las asambleas éstas se veían obligadas a desmentir su historia, o eran
desmentidas por los jueces después del interrogatorio. Pero para los representantes de la ley, la
simuladora, la histérica se volverá una enemiga. En efecto, la histérica, inventando un crimen, se
burla de la ley. Y todo termina en el ridículo. Los más afectados por la burla son, evidentemente, las
mujeres que creen en la ley. […] Y frente a esto, ¿cuál debe ser nuestra atención, nuestra práctica
política? ¿La de comprender el mensaje de la histérica (de aquella que parece sostener la ley y el
deseo del hombre pero a través de la deformación y el teatro los niega) o castigarla porque nos hace
quedar mal?” (La violación simbólica, en Il Manifesto 20/11/79)
En el sufrimiento de la simuladora se daba, contiguo a la enfermedad mental en su
incodificabilidad, la expresión de un rechazo a su propia esclavitud tan impulsada que apenas podía
reconocerlo como existente. “Era falso —se lee en No creas tener derechos— pretender abordar la
contradicción entre los sexos interviniendo en el momento patológico de la violación y aislándolo
del conjunto del destino femenino, de sus formas ordinarias, ahí donde se consume la ‘violencia
invisible’ que despoja al sexo femenino de su unidad viviente de cuerpo-mente.” La forma de
dominación que coloniza los afectos produce en sus sujetos una imposibilidad para servirse de los
sentimientos propios como de instrumentos hermenéuticos, para desconfiar de uno mismo buscando
salir del terreno familiar minado. Muy a menudo, esos sujetos chocan con la incapacidad de
encontrar un espacio para una insumisión tan radical que acaba siendo percibida como desleal por
aquellas y aquellos mismos que deberían unirse a ella. Pero, continúa Cigarani, “¿en el momento en
que me encuentro en un proceso, que me da la posibilidad de reaccionar a la violación simbólica del
juez, del abogado y la ley? […] Esta ley regula una contradicción interna al mundo de los hombres.
Hay hombres que tienen un comportamiento desviado respecto a la moral burguesa. En el proceso
adviene la regulación de esta contradicción.” (cit.)
La tranquilizadora extranjería del mundo de la ley se convierte, en el momento de la violación,
en desesperación, desesperación por la introyección de la interpretación anatómica que nuestra
cultura proporciona del destino de la mujer.
Aun si una mujer consiguiera “reapropiarse” los fragmentos de “feminidad” todavía no
colonizados por la medicina, el Espectáculo, el machismo tradicional o la religión, ¿qué haría con
ellos si sus deseos no siguen, si su inconsciente no se dinamiza a la misma velocidad que su
necesidad de liberación? ¿Qué hay que hacer con las mujeres que tienen el “fantasma de la
violación”, que experimentan placer siendo violadas?
Para oponerse a la prisión que coincide con su corporeidad, las mujeres incluso han llegado a
formular acusaciones contra el deseo masculino en cuanto tal, a rechazar la penetración
reapropiándose su lectura más machista, a reivindicar la homosexualidad femenina declarada contra
la homosexualidad masculina implícita que el orden patriarcal fundó. Esto entraba en una estrategia
contraria a todo aquello que ciertamente había minado, pero también volvió extraordinariamente
ricas ciertas experimentaciones políticas feministas, como el rechazo a abrazar cualquier tipo de
jerarquía, la voluntad de no darse nombre, prioridad, reglas, afrontando las contradicciones a
medida que se presentaran, sin prisa y sin arrogancia, sin anticiparse a ellas y sin canalizarlas. La
fuerza del feminismo consistía en no proponer modelo alguno de liberación, sino buscar una
libertad coextensiva a la existencia, una forma de vida que fuera también una forma de lucha.
Se daba ahí una indisponibilidad sin precedentes, que sin duda contribuyó a volver muy
antipático al movimiento feminista, y que se justificaba afirmando que “la disponibilidad acabó
forzosamente por volverse para las mujeres su única condición de supervivencia. Pensar en vivir
únicamente al hacer vivir a los demás: parece que las mujeres no tuvieron otro modo de legitimar
simbólicamente su existencia. Esto es la condición más dramática y más difícil por modificar.”
(Convegno dell’Umanitaria, 1984)
Pero se daba también un poderoso rechazo a la representación política e identitaria que hirió en
el corazón a toda la institución demócrata y republicana. Las mujeres que no querían ley sobre la
violencia sexual sostenían que “si la representación está institucionalizada, otorgada sobre la base
de criterios formalistas como por ejemplo los objetivos inscritas en un estatuto, la solidaridad se
vuelve presunción, independientemente de su realidad; la lucha se transforma en ritual y la toma de
consciencia se vuelve el banal registro de un dato normativo” (No creas tener derechos).
Mucho tiempo después, viejo y ciego, mientras caminaba por la calle, Edipo percibió un olor familiar. Era la Esfinge.
Edipo dijo:
“—Quiero hacerte una pregunta. ¿Por qué no reconocí a mi madre?”
“—Diste la respuesta equivocada”, dijo la Esfinge.
“—Pero fue mi respuesta lo que hizo posible todo.”
“—No, dijo. Cuando te pregunté: quién camina en cuatro patas en la mañana, dos al mediodía y tres en la tarde, tú
respondiste el Hombre.
De las mujeres no hiciste mención.”
“—Cuando dices el Hombre —dijo Edipo— incluyes también a las mujeres. Eso todo el mundo lo sabe.”
“—Eso es lo tú crees”, respondió la Esfinge.
Muriel Rukeyser, Myth, 1978
La voz del feminismo extático no es, pues, una voz de mujeres. Su fuerza, fuente de la
desconfianza de los grupos políticos revolucionarios mixtos que le preexistían, consiste en plantear
no únicamente la cuestión de los medios relacionales de la lucha, sino la del plan(o) de
consistencia. En efecto, en él nunca se trató de criticar unas relaciones alienadas en cuanto medios
de lucha, como lo hizo por ejemplo el movimiento no-violento, sino de esclarecer de qué modo las
volvían ineficaces los prolongamientos de los modos de circulación del poder de la sociedad
contestada en las prácticas pretendidamente subversivas.
El conservadurismo social de manada, que sigue caracterizando a numerosas formaciones
subversivas, se deriva de un cuestionamiento o rechazo excesivamente esquemático de la economía
capitalista. La lectura de clase que no tiene en cuenta el hecho de que en la relación entre sexos se
juega otra dialéctica sin amos ni esclavos, se arranca conscientemente los ojos por su complicidad
con el objeto que combate.
Es difícil concebir la emancipación del oprimido, justo donde la opresión es una fuente
codificada de goce e incluso el único socialmente aceptado.
No es una casualidad que el marxismo suela retirarse púdicamente ante una cuestión tan
farragosa como la de la “opresión” al preferirle el término aséptico de “explotación”, con el cual,
por supuesto, no corre el riesgo de precipitarse en el psicologismo. Pero el problema es que no
existe ninguna objetividad cuantificable de la explotación, pues ésta depende, también, del dominio
de lo cualitativo. La cuestión que se plantea no es tanto cuánto se es explotado, sino cómo se es,
desde qué punto de vista la explotación es sólo un mecanismo de subjetivación que, una vez
destrozado, no queda nada que liberar. Porque la deslegitimación social preventiva de ciertos deseos
por parte del poder, vuelve a tales deseos fuentes de una culpabilidad tal que los sujetos apenas
siguen siendo capaces de experimentarlos sin autodestruirse. La dialéctica psicológica compleja que
hace del reformista el enemigo más peligroso del revolucionario, los opone en realidad basándose
en dos aproximaciones distintas del goce; la apuesta revolucionaria es que la indecencia esencial de
todo deseo de vida acabará por arrastrarlo a la morbilidad de su represión, que las identidades se
elaborarán de modo relacional y contingente y no se establecerán en función de una conformidad
social compartida.
El marxismo habla de “falsos deseos” que el Capital nos abastecería, pero no habla de
subjetivación; ¿sobre qué base unos cuerpos extraídos de los eslabones identitarios del Estado, o de
su contestación especular, pueden entrar en relación? Esto permanece por debajo de las
preocupaciones del materialista que atacará la propiedad privada de los cuerpos, la esclavitud, la
violencia, para después estamparse con lo inexplicable del sadomasoquismo, del deseo de
embarazo, de los clubes de swingers.
Por más que Engels haya dicho que en el interior de la familia la mujer es el proletario y el
hombre el burgués, al ser retribuido y reconocido el hombre, y explotada y relegada al silencio de la
vida nuda la mujer, su comparación tropieza con el hecho de que en la sociedad el burgués no
proporciona placer al proletario y el amor o el deseo sólo se mezclan de modo oblicuo a sus
relaciones. Todavía hoy, el punto ciego más sorprendente de la lectura de clase sigue siendo la
relación de sexo, mientras que la familia y el maravilloso familiarismo terminan invariablemente
por recomponerse en calidad de falsas alternativas a las relaciones capitalistas. Encarnando una
situación en la que la circulación de poder no coincide con la circulación de dinero, la cual es, por
tanto, supuestamente más pura y revolucionaria, el paradigma de la familia continúa estructurando
los imaginarios y las prácticas que se pretenderían en ruptura con la sociedad. Ahora bien, la
economía libidinal, enorme punto impensado del marxismo, es la primera cosa a interrogar, pues es
el tierno e inocente corazón de todo régimen de poder, aquello que en él nos reclama una irresistible
complicidad.
“En los países del área comunista —escribe Carla Lonzi— la socialización de los medios de
producción en absoluto ha mermado la institución familiar tradicional, más bien la ha reforzado en
la medida en que ha reforzado el prestigio y el papel de la figura patriarcal. El contenido de la lucha
revolucionaria ha asumido y expresado personalidades y valores típicamente patriarcales y
represivos, que han repercutido en la organización de la sociedad, primero como estado paternalista,
y luego como verdadero estado autoritario y burocrático. La concepción clasista, y por tanto la
exclusión de la mujer como parte activa en la elaboración de los temas del socialismo, ha hecho de
esta teoría revolucionaria una teoría patricéntrica. […] El mismo Marx llevó una vida de marido
tradicional, absorbido por su trabajo de estudioso e ideólogo, encargado de hijos, uno de los cuales
lo tuvo con la sirvienta. La abolición de la familia no significa, en efecto, ni la puesta en común de
las mujeres, como incluso Marx y Engels habían elucidado, ni ninguna otra fórmula que haga de la
mujer un instrumento de ‘progresos’, sino la liberación de una parte de la humanidad que habrá
hecho escuchar su voz y habrá combatido, por primera vez en la historia, no sólo a la sociedad
burguesa, sino a cualquier tipo de sociedad concebida con el hombre como principal protagonista,
situándose más allá de la lucha contra la explotación económica denunciada por el marxismo.”
(Escupamos sobre Hegel, 1974)
Fuera de clase
Establecido que el hombre no es “violencia” y la mujer “dulzura” (porque esta división ha sido operada por los
hombres contra las mujeres) y que la violencia no es ni masculina ni femenina; establecido que la diferencia es al
contrario entre violencia liberada y no liberada, se trata entonces de tratar de vivirla y practicarla de manera distinta.
Evitando que produzca, a raíz de sus reglas propias y totalizantes, aquello que es definido como “militarización de las
consciencias”.
I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre
“Porque la mujer —leemos— no es un hombre incompleto, es diferente de él.” El adjetivo “diferente” nos es
maravillosamente familiar — Vive la différence ! Ese lugar común que nos resalta, Not like to like, but like to
difference, nos presenta de manera simple las desigualdades tradicionales como el reflejo de la interesante diversidad
de la especie humana. Formulado así, el hombre continúa, como en el pasado, representando la fuerza y la autoridad,
siendo “el nervio de la guerra que hace avanzar el mundo”, mientras que la mujer continúa “ocupándose de los hijos”
y “preservando intacto cierto espíritu infantil”. La adulación roza con el insulto.
K. Millet, Política sexual
Un cierto escepticismo
El retorno de lo reprimido amenaza todos mis proyectos de trabajo, de investigación, de política. ¿Los amenaza o es la
cosa realmente política en mí, a la cual habría que dar alivio, espacio? […] El mutismo ponía en jaque, negaba esa
parte de mí que deseaba hacer política, pero afirmaba algo nuevo. Hubo un cambio, tomé la palabra, pero en esos días
comprendí que la parte afirmativa de mí estaba ocupando de nuevo todo el espacio. Me convencí de que la mujer muda
es la objeción más fecunda para nuestra política. Lo “no-político” excava túneles que no debemos llenar de tierra.
Lia, Sottosopra, n° 3, 1976
Parece que en 1977 alguien fijó en la librería de las mujeres de Milán un cartel que decía “ NO
EXISTE PUNTO DE VISTA FEMINISTA”, y que dicho cartel permaneció en ese muro cierto número de años.
Existió un movimiento feminista que atravesó eso que se llama el feminismo, ahora que ya no lo
hay; pero no era un movimiento de reconstrucción o de construcción identitaria, o al menos no en
sus componentes que yo defino como extáticos, más bien se asemejaba a un proceso de demolición,
lo que era completamente coherente con sus presupuestos. Porque integrarse a una civilización que
hasta ayer nos excluía o proponerle otro funcionamiento mejor para ayudarla a resolver su ligero
problema de desmoronamiento, es una alternativa insostenible.
La feminización del trabajo en Occidente ha correspondido a una necesidad de modernización
del aparato productivo: la explotación de las amas de casa simplemente ya no era suficiente. El
fordismo era masculino, con su orgullo, sus manos sucias, sus overoles azules, su fuerza bruta en las
luchas y en la fábrica. El trabajador era un profesional de su propia explotación, un aficionado de la
existencia. La producción era su dominio, la reproducción el espacio de su incompetencia. No sólo
que la regeneración de su propia fuerza de trabajo no siguiera siendo ya “su problema” sino el de su
mujer, así como los cuidados de los hijos y la limpieza de la casa. El trabajador del fordismo
atravesaba una vida repleta de máquinas y cansancio, todos los días volvía sucio y vacío a una
célula familiar en la que los cuerpos eran domesticados y tocados de un modo distinto a los de sus
colegas en el cementerio libidinal de la fábrica, moría ignorante y lleno de rabia, víctima de la
desposesión de una potencia cuyo nombre ni siquiera conocía, de un sufrimiento cuya fuente ni
siquiera había localizado.
El rechazo de las mujeres a colaborar en la preservación de esa ignorancia de la vida
patrocinada por el Capital forma parte de lo que llamo el feminismo extático. Su escándalo consistió
en hablar la lengua del placer y no la de la reivindicación, su novedad consistió en extraerse de la
esfera estratégica que inspira a la contestación y su objeto a vivir en una contigüidad la mayoría de
las veces fatal.
La proximidad paradójica y efímera entre el feminismo y el movimiento obrero se había
fundado en el ataque cruzado contra el fordismo, en el que se oponía a la lógica maquínica de la
producción industrial la exigencia de un ritmo humano, a la aritmética mecánica del tiempo de
fábrica la inconmensurabilidad del tiempo de vida. Pero esta convergencia era problemática: si los
hombres podían investir con las luchas el terreno convencional del asalariado u oponérsele con el
rechazo al trabajo, las mujeres ocupaban una posición más precaria y menos codificada puesto que
se veían en una falta de reconocimiento y de cuantificación de su trabajo, que era más o menos
coextensivo a su vida. Hablar el lenguaje masculino y sindical de la igualdad para luchar contra las
desigualdades salariales y el subempleo de las mujeres en los trabajos cualificados equivalía a
legitimar el verdadero sistema de esclavitud subterránea que había llevado a tal situación, es decir,
la extracción de plusvalía continua de toda actividad doméstica y familiar de la mujer bajo el disfraz
de una necesidad socialmente normada de “reciprocidad” afectiva.
Pero la amargura de tal constatación producía un efecto inmediatamente desolidarizante con
todo combate masculino, un deseo violento de separatismo, de interrupción del double bind que roe
la vida de toda mujer en lucha, obligándola a separar una dimensión privada —en la que el juicio es
aplastado por la necesidad de la indulgencia y la obligación a adherir las normas que han sido la
fuente de su idea de amor— de una dimensión política o social en la que se habla la lengua de los
propios hombres que son excusados en la casa, esperando ser reconocidas en el exterior como algo
más que una mujer en el hogar.
Si el trabajo de Sísifo realizado por el obrero era desgraciado, su desgracia era socialmente
ritualizada y políticamente reconocida, pero la desgracia de Penélope, quien para habitar la doble
restricción de estar casada y abandonada, fiel pero destinada a un hombre que un marido ausente no
echa fuera, separada de un esposo que la olvida pero alimentando su recuerdo para no perder
dignidad ante sus propios ojos, ésa es una desgracia que no tiene derecho de ciudad. El sufrimiento
de quien pierde su sueño mintiendo, a sí y a los otros, para conformarse a un estereotipo
contradictorio (la buena madre y la trabajadora diligente, la mujer liberada y la esposa fiel, la
camarada y la que lava los calcetines, la intelectual y la niña bonita…), ése es un sufrimiento que es
tenido por obsceno. Hacer y deshacer la tela de un tejido social impregnado de ignorancia de los
cuerpos, de la alegría, de los niños, de los sentimientos, es un trabajo que no conoce vacaciones ni
recompensa. Lo que obliga a tantas mujeres a flotar en la capa más superficial de la existencia, entre
temor y frivolidad, sigue sin encontrar una oreja para escucharlo, un combate para afrontarlo.
1) La casa, donde llevamos a cabo la mayoría del [trabajo doméstico], está atomizada en miles de cuatro muros, pero
está presente en todas partes, en el campo, en la ciudad, en la montaña, etc.
2) Somos controladas y mandadas por miles de pequeños jefes y controladores: y son nuestros esposos, padres,
hermanos, etc.,; no obstante, sólo tenemos un solo amo, el Estado.
3) Nuestras camaradas de trabajo y de lucha, que son nuestros vecinas de casa, no están físicamente en contacto con
nosotras durante el trabajo como en el caso de una fábrica: pero podemos encontrarnos en lugares convenidos donde
transitamos todas, al servirnos de los famosos pequeños lapsos de tiempo que recortamos en el día. Y cada una de
nosotras no está separada de la otra por estratificaciones de cualificaciones y de categorías. En el fondo todas
hacemos el mismo trabajo.
[…] Si hiciéramos la huelga no dejaríamos productos inacabados o materias primas no transformadas, etc.;
interrumpiendo nuestro trabajo, no paralizaríamos la producción, sino que paralizaríamos la reproducción cotidiana
de la clase obrera. Esto es algo que golpearía al corazón del Capital porque se volvería una huelga efectiva incluso
para los que normalmente han hecho la huelga sin nosotras; pero a partir del momento en que ya no garantizáramos la
supervivencia de aquellos a los que estamos afectivamente vinculadas, tendríamos también dificultades para continuar
la resistencia.
Coordinación emiliana por el salario en el trabajo doméstico, Boloña, 1976
El trabajador puede sindicalizarse, irse a huelga; las madres están aisladas unas de otras en sus casas, atadas a sus
hijos por lazos compasivos. Nuestras huelgas salvajes se manifiestan casi siempre bajo la forma de un derrumbamiento
físico o mental.
Adrienne Rich, Nacemos de mujer, 1980
No está muy claro cómo fue que un día Bartleby decidió pasar la noche en su oficina. Su gris
existencia de pequeño empleado se desvanece sobre el tiempo de ocio que parece de paso
imposible, su inercia condena toda veleidad de compartimentar el trabajo y la vida: se tratan, para
él, de dos posibilidades inconciliables, dos imposibilidades que se enlazan. Bartleby no juega el
juego, vive su vida como un empleado y se conduce al puesto de trabajo como si pudiera vivir
tranquilamente en él. Por supuesto, no tiene casa, no tiene familia, no tiene amor, no tiene mujer. ¿Y
entonces qué? En este universo desolado, poblado de tareas por cumplir y relaciones abstractas
entre hombres-trabajadores, Bartleby prefiere no. Bartleby lleva a cabo una huelga completamente
nueva que estropea a su patrón más que cualquier ludismo. “En verdad —afirma, resignado, su jefe
de oficina—, era su dulzura prodigiosa por encima de todo, la cual no sólo me desarmaba, sino que,
por así decir, me despojaba de toda actitud viril.” Bartleby es sorprendido holgazaneando en las
instalaciones de una oficina cualquiera de Wall Street, un domingo, medio desnudo, pero nadie
encuentra las fuerzas para echarlo: su lugar está ahí, todo el mundo lo sospecha. “No considero
exactamente como viril —continúa su patrón— a alguien que, en cualquier momento, permite con
toda tranquilidad a su subordinado que le dé órdenes y que lo expulse de sus propias instalaciones.”
La autoridad del amo queda aquí desposeída a través de un acto de rechazo genérico: no es la
violencia, sino la pálida soledad de alguien que “prefiere no”, lo que la consciencia del jefe de
oficina teme, así como ella ha temido la vida de tantos maridos repelidos con la misma firme
determinación injustificable de una preferencia negativa, más dura que un rechazo sin apelación.
La mala conciencia de la virilidad clásica, encarnada por el Magistrado de la Cancillería,
superior de Bartleby, le impide desembarazarse de este espectro mudo que ya no demanda nada, que
rechaza todo, pero que con su simple presencia obstinada hace alusión a un espacio distinto donde
las oficinas no serían ya los lugares de la fastidiosa esclavitud de los contadores y donde los jefes
recibirían órdenes. “Raras veces pierdo los estribos —precisa el patrón—, y más raras son las veces
en las que caigo en peligrosas indignaciones ante los agravios y los abusos”, este señor es alguien
tranquilo, equilibrado, y sin embargo pierde todo poder de acción sobre Bartleby; su dulce
insumisión lo seduce, su huelga lo contamina, quiere dejarse llevar, abandonar una autoridad que se
vuelve penosa para él, y en el colmo de su simpatía inexplicable por su empleado holgazán se
decanta por la menos lógica de las soluciones: “Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás de tu excusa, pensé;
no te perseguiré más, eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en pocas palabras,
nunca me he sentido en mayor intimidad que cuando sé que estás ahí. Al fin lo veo, lo siento;
imagino el propósito predestinado de mi vida. Y estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más
elevados; pero mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el tiempo que
juzgues bueno permanecer en ella.” Ninguna huelga ha obtenido jamás condiciones tan favorables
como ésta: la convicción del patrón acerca del carácter esencialmente abusivo de su papel, el
rechazo al trabajo que desemboca en su abolición remunerada. La huelga de Bartleby, semejante en
esto a la de las feministas, es una huelga humana, una huelga de los gestos, del diálogo, un
escepticismo radical frente a toda forma de opresión que pretenda avanzar sin obstáculos,
incluyendo el chantaje afectivo o las convenciones sociales más incuestionables — como la
necesidad de trabajar y de volver a la oficina después del cierre. Pero es una huelga que no se
extiende, que no contamina a los demás trabajadores con su síndrome de preferencias negativas;
porque Bartleby no tiene nada que explicar —y aquí radica su fuerza—, no tiene ninguna
legitimidad, no amenaza con ya no hacer nada, de modo que avala una relación contractual, pero
recuerda solamente que no tiene más deber que desear y que tiene una preferencia, en este caso, por
la abolición del trabajo. “Pero como a menudo sucede —continúa el jefe de la oficina—, el
constante roce con mentes no liberales acaba por disolver las buenas resoluciones de los más
generosos.” La huelga humana sin comunización de las costumbres acaba en tragedia privada, es
considerada un problema personal, una enfermedad mental. Sus colegas, que circulan en la oficina
durante el día, exigen obediencia por parte de Bartleby, ese empleado que camina ocioso con las
manos en sus bolsillos: le dan órdenes, y frente a su rechazo categórico a ejecutarlas y a su
impunidad absoluta, se quedan perplejos, se sienten víctimas de una injusticia incalificable. La
metáfora es incluso demasiado clara, uno se puede imaginar la amenaza de desvilirización que
sentían los abogados y los magistrados cuando su autoridad era ignorada y despreciada por un
simple contador. “Y yo ¿qué podía decir —se queja el jefe de la oficina—? Por fin, me di cuenta de
que en todo el círculo de mis relaciones profesionales corría un murmullo de asombro acerca del
extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me preocupó mucho. Se me ocurrió que podía ser
longevo y que seguiría ocupando mis instalaciones, y desconociendo mi autoridad; e incomodando
a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra
siniestra sobre el establecimiento. […] Resolví acumular todas mis fuerzas, y librarme para siempre
de esta pesadilla insostenible.”
Bartleby —¿hay necesidad de decirlo?— muere en prisión, debido a que su des/ocupación
solitaria no se extendió.
Así como jamás creyó ser un contador, tampoco creía ser un arrestado. Su escepticismo radical
no encontró el confort de ninguna pertenencia, pero en esta noticia inquietante que escenifica una
dialéctica amo-esclavo bastante más perversa y corrosiva que la del paradigma hegeliano, se da una
promesa de práctica por venir. El trabajo subterráneo de la mujer, en vista de su congruencia con la
vida, sólo puede detenerse mediante una huelga salvaje de los comportamientos, una huelga
humana, que salga de las cocinas y de las recámaras, que tome la palabra en las asambleas. Esta
huelga humana no adelanta ninguna reivindicación, antes bien desterritorializa el ágora, devela lo
“no político” como el lugar de redistribución implícita de las responsabilidades y del trabajo no
remunerable. Unas mujeres del movimiento italiano explicaban: “No encontramos criterios y no nos
interesa separar la política de la cultura, del amor, del trabajo. Una política así, separada, no nos
complacería y no la sabríamos hacer.” (L. Cigarini, L. Muraro, Politica e pratica politica, en
Critica marxista, 1992)
Lo que tuvo lugar con la transición al posfordirsmo, que integró a las mujeres a la esfera
productiva mejor que ningún modo de producción anterior, fue una indiferenciación creciente del
espacio-tiempo del trabajo y del espacio-tiempo de la vida. Cada vez son más los trabajadores que
se encuentran en la situación de Bartleby, situación que fue exclusivamente femenina hasta finales
del siglo veinte en Occidente, pero ellos prefieren no rechazar, por ahora. El trabajo y la vida están
enredados como probablemente nunca antes, y esto para los dos sexos; la opresión económica que
fue femenina es ahora unisex, y la huelga humana aparece como el único disolvente posible de la
situación. Porque “preferir no” equivale en lo que viene a no ser un contador, un teletrabajador, una
mujer, y esto sólo puede hacerse entre varios; la preferencia negativa es antes que nada un acto
político: “Yo no soy lo que tú ves” acarrea al “Seamos otro posible ahora”. Dejando de creer en lo
que los demás dicen de ti, oponiendo la intensidad política de tu existencia a los convencionalismos
del reconocimiento, y sobre todo no queriendo poder alguno, porque el poder mutila, el poder
exige, el poder vuelve mudo y entonces alguien hablará en tu lugar, hablará como tú sin que te des
cuenta de ello, es así como nos escapamos, como practicamos la huelga humana. Pero, ya, la
esquizofrenia acecha a todos los desvinculados, a todos los incautos del poder, a todos los
esquiroles de la huelga humana.
De la ventriloquia política
Yo digo yo
En 1977, en Italia, aparecía en Rivolta femminile un texto titulado Yo digo yo, especie de carta
abierta dirigida a feministas demócratas que se anunciaban de manera cada vez más pública en las
alegres y animadas manifestaciones que la historia espectacular hace pasar como EL feminismo.
El sentimiento de malestar hacia la ventriloquia política era ya muy difuso en la época y
teorizado como necesidad de proporcionar una voz coherente al cuerpo propio, lo cual es
estrictamente imposible en las democracias biopolíticas.
“Después del primer día y medio —cuenta un participante en la reunión de Pinarella— se me
ocurrió una cosa extraña: debajo de las cabezas que hablaban, escuchaban, reían, había cuerpos; si
yo hablaba (con qué tranquila serenidad y ausencia de autoafirmación, ¡hablaba ante 200 mujeres!)
en mis palabras estaba de una u otra manera mi cuerpo, que encontraba una extraña manera de
hacerse palabra.” (Serena, Sottosopra, n° 3, 1976)
Es el problema de la cabeza, que incesantemente se busca una solución en los movimientos
feministas radicales; en él se comprende que es urgente encontrar un remedio a la distancia entre la
ausencia de sofisticación y refinamiento femenino del lado del discurso, y su exceso del lado del
cuerpo; que hace falta buscar genealogías de mujeres que no sean familiares sino culturales. La
búsqueda de otra modalidad de expresión no tiene aquí el tono vanguardista de quien quiere decir
las cosas de un modo distinto para desmarcarse, sino la urgencia de hacer del discurso mismo el
terreno de expresión de otro posible, que lo expone pues como lugar de conflicto y de revelación
implícita de las relaciones de fuerza. Se trataba, mediante un desacoplamiento simbólico, de hacer
existir de un modo distinto unos cuerpos y sus historias. En el caso de las mujeres, fuera de las
cualidades que les son atribuidas por medio del metro de medida masculino —ya sea que se
encuentre en las manos de un hombre o de una mujer, poco importa—, “ellas sólo podrían existir en
su sentido empírico, de modo tal que su vida sería una zoé antes que un bios. Así pues, no nos
sorprende —escribe Adriana Cavarero— que la pulsión in-nata a la auto-exhibición de la unicidad
se cristalice para muchas mujeres en el deseo del bios como deseo de biografía.” (Tu che mi guardi,
tu che mi racconti) Es aquí que la autoconsciencia devenía una práctica de recomposición y de
compartir a la vez, de producción de subjetividad por medio de los discursos y de discursos por
medio de las subjetividades.
En 1979, una mujer que formaba parte de un grupo armado feminista cuenta lo siguiente, de
forma anónima, al teléfono: “Yo soy conservación, autoconservación, vida cotidiana, adaptación,
mediación de conflictos, relajamiento de tensiones, supervivencia de mis objetos de amor, alimento;
yo soy todo esto contra mí misma, contra la posibilidad de comprender quién soy y de construir mi
propia vida, yo soy en mi locura, en mi autodestrucción. Entonces miro dentro de mí misma y trato
de dejar de pensar en lo que está bien y lo que está mal, en lo que es correcto y lo que es falso…
Siento la necesidad de romperme, de destrozarme, de no pensarme siempre en continuidad con mi
historia. Tal vez porque no tengo historia, tal vez porque todo lo que me viene a los ojos como
historia me parece algo ajeno, me parece un vestido que me ha sido puesto en la espalda y del que
no consigo desvestirme… Entonces comienzo a pensar que el hecho de destrozarme, de estallar, de
fragmentarme, de buscarme en el interior de nuestra búsqueda colectiva, de nuestros posibles, de
nuestras utopías colectivas, quiere decir que no puedo romper con mi resignación y subordinación si
no rompo con los enemigos que he identificado,si no reconozco mi rabia y la saco fuera, con mi
violencia contra la ideología y el aparato de violencia que me oprime… Si no encuentro con las
otras mujeres mi deseo de salir, de atacar, de destruir… Destruir, abatir todos los muros y todas las
barreras…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre, 1979)
El anonimato femenino, la ausencia de las mujeres del gran relato de la Historia, les hace
preferible el silencio a la exposición de sí, la sustracción al heroísmo. Ser extraordinaria, formar
parte de una excepción, para una mujer constituye un riesgo de separación de la masa silenciosa de
sus compañeras, y más que una traición de clase, casi un suicidio social. “Por definición —cuenta
otra mujer que eligió la lucha armada— la mujer no piensa. Si se coloca fuera del orden establecido
se dice que lo hizo porque ‘sigue’ a su marido, y su locura continúa. […] Cuando comencé a decir
‘no’, en mi casa, no sabía cómo hacer, tenía miedo. Miraba a los hombres muy atentamente para
imitarlos, los ‘absorbí’, entendí que podía hacer como ellos. Pero no era realmente suficiente para
emanciparme. Ellos también tenían miedo, incluso de mí…” (I. Faré, F. Spirito, Mara e le altre). La
cuestión biográfica es para las mujeres la cuestión del cómo hacer. Si no existe ninguna prisión
material que las encierre en un rol o un silencio, entonces ¿cómo desarticular los reflejos de alguien
más que materializan a ese sexo y ese silencio, cómo demoler la imagen que los otros nos dan de
nosotros sin autodestruirse a sí mismo? Para las mujeres, la biografía es por lo tanto una cuestión
técnica antes que narcisista; el relato de sí es la respuesta a la cuestión de saber cómo fue que las
otras mujeres que no querían ser “mujeres” ni “mujeres que querían ser hombres” salieron de esto.
Cómo, básicamente, un cuerpo de mujer puede llegar a detentar un discurso que no estaba previsto
para él, que estaba por el contrario previsto para hacerlo callar. Cómo salir del silencio y seguir
siendo anónima, seguir siendo cualquiera, lo cual representa la única manera de desbaratar a la
ventriloquia política.
Cuando el feminismo extático se apropiaba de ello, esta atención al discurso en cuanto
vehículo privilegiado del poder acababa apenas de surgir y no conocía para sí mismo un futuro
prometedor en la mala fe de los universitarios; si había algo ejemplar en esta búsqueda de un
lenguaje que proporcionaría una dignidad política al día a día sumergido y no codificado de una
multitud de mujeres ávidas de sentido para sus existencias, era el rechazo a todo principio de
autoridad. Esta búsqueda inauguraba una lógica distinta de guerra, en la que lo que está en juego no
es volverse inatacable por un adversario interior, sino ponerse en lucha contra el enemigo interior.
En la que desmovilización física y descolonización simbólica coinciden en un movimiento de
desprendimiento de sí.
Se trataba de un gesto que se deseaba libre, que reivindicaba para sí el derecho al error (que de
igual modo es siempre el derecho a la errancia, al vagabundeo, al hallazgo más amplio.) Pero quien
rechaza ser corregido, al final, critica la ley y el sistema penal, y el movimiento de deslegislación
del feminismo extáctico sigue siendo en esto una herencia fundamental para ser opuesta al
imperialismo de la integración a todo precio y a todo avance de lo politically correct. Esto es algo
que escandalizaba, como cuando en plena lucha por el derecho al aborto, algunas mujeres decían
que no querían ley alguna sobre su cuerpo, sobre la violación, sobre la maternidad. Que ya no
querían ley, en absoluto.
Pues la única salida honorable de un estado de minoría no es la obtención del reconocimiento,
por parte de quien domina, de que la relación de fuerza ha cambiado, sino la deconstrucción del
mecanismo del reconocimiento mismo y de la idea de victoria. Leemos en el Manifiesto de Rivolta
femminile de 1971: “Rechazamos hoy sufrir la afrenta de que algunas miles de firmas, masculinas o
femeninas, sirvan de pretexto para exigir a los hombres en el poder, a los legisladores, aquello que
en realidad ha sido el contenido expresado por millares de vidas de mujeres enviadas al matadero
del aborto clandestino.”
Aceptar dejarse arrancar de la zona opaca de la no-ley, de la arbitrariedad de las relaciones
afectivas —en las cuales, se sabe bien, nadie debe implicarse— para ser conducidas bajo la luz
indecente de los proyectores de la política espectacular, ha sido el principal error del feminismo;
todas las cuestiones que había levantado permanecen desde entonces peligrosamente irresueltas, y
la vía para volverlas a plantear está ahora interceptada. ¿Qué más envilecedor que ver a un
movimiento que exigía otro espacio político conformarse con aquel que conscientemente organizó
su exclusión, acompañado de una mezcla de buen sentido de madre de familia que sabe que “de
todos modos hay que hacer que marche” y de orgullo de la mujer liberada que manipula totalmente
sola el motor de su coche?
Podemos leer un testimonio desolador de este compromiso en Deux femmes au royaume des
hommes de Roselyne Bachelot y Geneviève Fraisse; “Siempre hay que prestar atención a nuestra
apariencia física. […] Siempre estamos sobre el hilo de la navaja. Si tenemos una falda demasiado
corta o un escote demasiado amplio, conmocionamos. Si al contrario nos ponemos un traje parecido
a un saco de papas, nos caen encima burlas. […] Recuerdo una reunión pública en Millau, dentro de
un cine abandonado, con una estrada muy alta y sin tener nada para ocultar nuestras piernas. Al
final de la reunión, un señor vino a decirme: ‘¡Tienes calzones blancos!’ Y es ahí que nos decimos
que, realmente, nada está hecho para las mujeres.” Comenzando por las faldas, para acabar con el
deseo de afirmarse sobre escena, a imagen de los hombres…
La abstracción de la política institucional no es reapropiable por parte de las mujeres en la
medida en que la figura del ciudadano, que es su núcleo, existe en contra de la materialidad y la
singularidad de los cuerpos, a favor y en la lógica de la representación. La imposible “mujer-
ciudadana”, capaz de integrarse a la política clásica ocultando su vergüenza de tener vergüenza por
no ser un hombre, acosa al cuerpo femenino con otro espectro: el del feto. Eso que ni siquiera es
todavía una náusea para ella, es ya un cuerpo a ser gobernado para el Estado. El feto es el ciudadano
que la mujer lleva en su vientre, aquello que es invisible y sin existencia pero ya sujeto de derecho
en contra de ella, hablado por el biopoder.
“En el transcurso de pocos años —escribe Barbara Duden— el hijo se ha vuelto un feto, la
mujer embarazada un sistema uterino de abastecimiento, el bebé por nacer una vida y la ‘vida’ un
valor católico-secular, por consiguiente omnicomprensivo.” (Der Frauenleib als öffentlicher Ort)
El cuerpo de la mujer como fábrica potencial de ciudadanos nace con aquello que Foucault
denomina la biopolítica. “Desde 1800 —continúa Barbara Duden—, el interior de la mujer se ha
vuelto público desde el punto de vista médico, policíaco y jurídico, en tanto que paralelamente —
ideológica y culturalmente— es emprendida la privatización de su exterior. Creo que me encuentro
sobre las huellas de un desarrollo contradictorio típico de la ‘creación’ de la mujer como hecho
científico en el transcurso del siglo XIX al igual que del ciudadano de la civilización industrial.”
Así pues, la Ilustración organizó un régimen distinto de visibilidad y previsibilidad de los cuerpos
vivos que exigía escrutar desde el interior a la mujer, y que transformó su fisiología en espacio
público. Entre medicalización y representación política existe una coincidencia no sólo cronológica:
tanto el ciudadano como el feto son ficciones producidas por el biopoder, y en cuanto tales son los
enemigos declarados del feminismo extático.
Pero cuando las mujeres practican la emancipación, se dan cuenta de que cuesta muy caro, de que va acompañada de
frustraciones y sufrimientos. Porque no hay ningún placer a ser producido para este mundo, y menos aún liberación de
roles — que se reforman cada que se inicia un nuevo cuestionamiento; es difícil sostener la lucha y la extenuante
competición que conlleva la emancipación; la aceptación de una regla, de un ritmo, de un modelo, de un modo de
producción y de un modo de vida totalmente alienados y ajenos, nos vampiriza y nos sobredetermina hasta el punto de
provocar en nosotras ese síntoma tan frecuente que es llamado —incluso en la lengua popular— “esquizofrenia”.
I. Faré, F. Spirito, “La tranquilizadora extranjería”, en Mara e le altre
El progreso sería pues que yo sea dividida en dos, cuerpo de sexo femenino de un lado, sujeto pensante y social del
otro, y entre los dos, además, el vínculo de un malestar sensiblemente experimentado: la violación llevada a su
perfección de acto simbólico.
No creas tener derechos
Oikonomia
La diferencia está en el hecho de que mientras la derecha hace una distinción entre la madre y la puta, la izquierda
declara la libertad de hacer uso de todas las mujeres para todos los hombres. La izquierda implica a las mujeres con el
concepto de libertad, que éstas buscan por encima de todo, pero en realidad sólo las quiere libres para usarlas; la
derecha las engaña con el concepto de buenas mujeres, cosa que ellas quieren ser por encima de todo, y hacer uso de
ellas en cuanto esposas: las putas que procrean.
A. Dworkin, Pornography
Anatomía de lo deseable
Te desprecio —diplómata-arreglista — empleas la palabra “placer” cuando yo digo: “alegría”. Tú arreglas, cuando yo
siento.
H. Hessel, Journal d’Helen
“La textura de la piel ‘pertenece’ también a las lenguas que la han amado u odiado, no sólo al
pretendido cuerpo que ella envuelve.” (Lyotard) Es por esto que “Mi cuerpo me pertenece” es el
eslogan más mentiroso que jamás haya existido: pues no hay un yo central y desencarnado más de
lo que hay una propiedad privada sobre los cuerpos. Nuestro goce nos lleva a la perdición, nos
coloca en una posición extática, de confusión con el otro/los otros. Y el placer solitario o autista es
sólo una variante de la socialidad. Si tenemos necesidad de un pensamiento que salga del monismo
o del dualismo (su desdoblamiento) y de la dialéctica (la maniobra de su mantenimiento), no es
porque encontremos la hipótesis “mixta” más excitante que la constitución separada, sino porque
deseos y placeres son creaciones relacionales. Cuanto menos está normado el campo de la
sexualidad, más largo es el juego entre las singularidades, más amplios son los movimientos de
subjetivación y desubjetivación y más se incrementa la potencia de los seres implicados
(molecularmente pero también colectivamente).
La actitud del feminismo emancipacionista que consiste en condenar el masoquismo femenino
nos parece que responde antes bien a una exigencia de la producción capitalista que a una necesidad
de estima de sí. La mujer de poder ejerce una autoridad falocrática, sin las bolas, y con ello
confirma todas las tesis que la han oprimido (castración, envidia del pene), ocupa una posición
inconscientemente cómica cuyo humor no domina. El sádico —contrariamente a lo que el
capitalismo quisiera hacernos creer— no goza más o mejor que el masoquista, sólo de otro modo.
En el cuadro de una práctica de libertad mixta, donde los deseos de relación entre hombres y
mujeres se desenganchan de la necesidad de acumulación y de explotación, la liquidación del
masoquismo específicamente femenino sigue siendo una etapa a ser franqueada para los dos sexos.
“Las mujeres —escribe Ida Dominijanni— han sido confinadas por el orden simbólico patriarcal al
desorden de relaciones rivales medidas a partir del deseo masculino; han estado históricamente
excluidas de las jerarquías sociales, construidas a imagen y representación de la sexualidad
masculina; han sido luego asignadas, en los paradigmas de la emancipación y de la liberación, a una
revolución ‘de género’ basada en una visión miserable del sexo oprimido y en la adecuación a los
modelos masculinos. Para destrozar esta doble prisión de la exclusión y de la homologación, es
necesario reinventar la estructura simbólica del deseo y del intercambio.” (El deseo de política)
El carácter abyecto de los hombres que defienden a las mujeres contra sus congéneres
machistas proviene de un comportamiento fundado en un odio de sí aumentado. El odio, en primer
lugar, al hombre que hay en cada hombre (que uno renuncia a expresar de un modo articulado para
contentarse a reducirlo al silencio de la vergüenza) y después a la mujer cuya parte débil e infantil él
acepta proteger, parte justamente secretada por una cultura misógina.
Por lo demás, la misoginia femenina ha terminado por ver en toda relación sexual el espectro
de la violación, manifestado con ello sólo la pena que las mujeres tienen a verse como objeto de un
deseo de sumisión, de un deseo que ignora el placer y de su complicación, un deseo monista o
binario. Sin importar que lo quieran o no, el cuerpo de las mujeres pertenece al deseo de los
violadores, a tal grado que son incapaces de suscitar otros deseos. Salir de la culpabilización para
comenzar un verdadero diálogo de la carne es la promesa secreta e inconfesada del feminismo
extático. Esto es algo que concerniría a los niños abusivamente deseados o desantes, a los viejos
excluidos del placer y a los perversos de todos los ámbitos: la “normalidad” sexual se decide y se
establece a cada instante entre los seres concernidos, toda moral normativa que tiene como único
objetivo imponer un comportamiento más “productivo” y controlable que los otros.
La sociedad mercantil tiene, en efecto, una educación sentimental y psicosomática adecuada
para sí misma que sólo puede ser combatida sobre el terreno ético, que sólo puede ser derrotada
mediante la existencia de nuevos placeres que provengan de nuevos intercambios.
Esta educación pornográfica y publicitaria polariza las formas-de-vida inscribiendo unos
posibles determinados en la superficie de los cuerpos. La sexuación es la inscripción princeps,
aquella que organiza todas las demás legibilidades, que asigna todo cuerpo a un ethos determinado
(y a sus variantes establecidas por el Espectáculo), que hace que, incluso si el margen de tolerancia
moral respecto a “problemas de género” parece mayor actualmente, el summum de lo indescifrable
siga siendo el cuerpo con sexo incierto, con ethos relacional herético. La integración de las
transgresiones y de las perversiones sexuales en el seno de la taxonomía de la dominación no
depende tanto de una apertura de las mentes que se derivaría de la “revolución sexual” como de una
necesidad de colonización de territorios de deseos que emergen de manera cada vez más abierta. Y
si, por tanto, el terreno ético de la homosexualidad pudo en el pasado ser una zona franca respecto a
la mirada de la Iglesia, a la mano del Estado y a la reproducción de la familia, al día de hoy está tan
investida y agitada por el Espectáculo que su integración simbólica en las instituciones ha sido
forzada a mantenerse.
El control de los cuerpos a través de una colonización y una subsunción progresiva de sus
deseos ha terminado por transformar toda veleidad de anticonformismo sexual en nuevo terreno a
ser construido para la publicidad mercantil.
Artículo Primero
Artículo 2
El espacio público es el espacio que no le pertenece a nadie. Lo que no le pertenece a nadie,
pertenece al Estado. El Estado concede a la semiocracia mercantil la ocupación del susodicho
espacio.
Artículo 3
Las oficinas están hechas para trabajar. La playa está hecha para broncearse. Quienes desean
divertirse se desplazan de buena gana a los espacios de ocio, discotecas y otros parques de
atracciones acondicionados para dicho efecto. En las bibliotecas, hay libros. En los asilos, hay
ancianos. En las casas, hay familias. La vida está hecha de momentos recortables. Cada momento
tiene su lugar. Todo está en orden. Nadie se queja de ello.
Artículo 3 bis
El desorden también tiene su función especial. Cabe en lo Integral, en el lugar previsto para los
acontecimientos imprevistos. Para el bienestar de todos, los ciudadanos son invitados a encontrarse
en la vía pública durante festivales organizados para su consideración, en intervalos regulares, por
los servicios proporcionados por el Ministerio del Interior y de la Cultura. Nuestros agentes
ambientales están para servirte. Y no queda prohibido el ser amable con ellos, aun si estás en regla.
Artículo 4
A todo niño está asignado un adulto-referente. Ese adulto es responsable ante la Ley del
comportamiento del niño que le ha sido atribuido. Debido a su formación psico-social todavía
incompleta, e incluso en beneficio de su desarrollo, los niños no tienen ningún lugar para jugar
dentro del espacio público que no disponga de la vigilancia de sus respectivos adultos-referentes.
En cualquier circunstancia, los niños están clasificados en dos grupos: los hipercinéticos, que
reciben Ritalin, y los hipocinéticos, que conviene asignarles Prozac. ¡Feliz cumpleaños!
Artículo 5
Con el fin de preservar el paisaje y de respetar el ambiente social, parece preferible que los
cuerpos no conformes con las normas estético-sanitarias en vigor, publicadas cotidianamente en la
prensa nacional, se abstengan de circular en las áreas públicas entre las 9 a.m. y las 8:30 p.m.
Durante este intervalo de tiempo, los mendigos serán, en cambio, tolerados en los puntos de mayor
afluencia, donde ellos participan en la edificación de todos y cada uno, por medio del repulsivo
ejemplo que constituyen.
Artículo 6
El propósito de la vida es la felicidad. La felicidad es un dato objetivo que se mide en cantidades
exactas. Ahora bien, como todos saben hoy en día: donde reina la transparencia, reina la felicidad;
aquello que no procura mostrarse busca, por ello mismo, esconderse; y todo lo que procura
esconderse tiene que ser considerado como sospechoso. Así pues, es deber del Biopoder intervenir
haciendo desaparecer toda la opacidad de tu vida. El Biopoder desea tu felicidad. Y si es necesario,
la deseará en contra tuya.
Artículo 7
Es conveniente, por la seguridad de todos, que el espacio público sea integralmente vigilado.
Las masas son invitadas, donde el control sigue siendo imperfecto, a reprimir en su interior todo
comportamiento contrario a la dignidad humana. Así pues, toda aglomeración anónima y toda
conducta anormal deberán ser denunciadas a la patrulla más cercana de la Acción de Vigilancia
Preventiva (AVP). Denunciar a los agentes del Partido Imaginario que haya entre nosotros es un
deber ciudadano, es obrar por su propio bien, y por el bien de todos.
Artículo 8
El espacio público es un espacio neutro, lo cual quiere decir que todas las manifestaciones de
existencia singular representan en él un perjuicio a la integridad del prójimo. A partir de ahora, todo
será implementado —mobiliario urbano, decorados apropiados, Control Continuo (CC)— para
volver imposibles tales demostraciones, de las cuales se conoce la intolerable molestia que causan a
nuestros conciudadanos.
Artículo 9
Agradecemos a todos aquellos que han contribuido con su buen comportamiento a hacer que
estos principios sean cosa normal.
Artículo 10
NADA DEBE ACONTECER DE NUEVO.
Todo lo que conforma hoy en día un paisaje aceptable para nosotros, es el fruto de sangrientas
violencias y de conflictos de una rara brutalidad.
Esto podría ser pensado como un resumen de lo que el gobierno demokrático quiere hacernos
olvidar. Olvidar que los suburbios han devorado el campo, que las fábricas han devorado los
suburbios, que la metrópoli tentacular, ensordecedora e inquieta ha devorado todo.
Constatarlo no significa lamentarlo. Constatarlo significa: captar los posibles. En el pasado, en
el presente.
El territorio cuadriculado donde nuestro día a día toma lugar, entre el supermercado y la cerradura
electrónica de la puerta principal, entre los semáforos y los pasos peatonales, nos constituye. Pero
también estamos habitados por el espacio en que vivimos. Y más aún que, de ahora en adelante,
todo lo que él contiene, o casi todo lo que contiene, funciona como un mensaje subliminal. No
hacemos ciertas cosas en ciertos lugares, porque tales cosas no se hacen.
El mobiliario urbano, por ejemplo, es casi completamente inútil —¿nunca te has preguntado
quién podría sentarse en las bancas de una de las neo-plazas de hoy sin sucumbir a la más violenta
desesperación?—; tiene sólo un sentido y una función, y ese sentido y esa función son totalmente
disuasivos. “Sólo estás en casa cuando estás en casa, o donde sea que hayas pagado, o donde sea
que estés bajo vigilancia”, nos recuerda el mobiliario, como si fuera su única misión.
Lo global se opone tan poco a lo local que de hecho es quien lo produce. Lo global designa
meramente una cierta distribución de diferencias a partir de una norma que las homogeniza. El
folclore es efecto del cosmopolitismo. Si nosotros no sabemos que lo local es local, éste terminaría
siendo para nosotros una pequeña globalidad. Lo local aparece a medida que lo global se hace
posible, y necesario. Irse a trabajar, irse de compras, viajar lejos de casa, eso es lo que hace a lo
local algo local, que de otra manera sería modestamente el lugar donde uno vive.
Es más, nosotros no vivimos propiamente hablando en ninguna parte. Nuestra existencia está
simplemente recortada en sectores delimitados por líneas horarias y topológicas, en pequeños trozos
personalizados de vida.
Pero eso no es todo. UNO querría hacernos vivir actualmente en lo virtual, definitivamente
deportados. Ahí, la vida que UNO nos desearía se recompondría en una curiosa unidad de no-tiempo
y no-lugar. Lo virtual es, como un anuncio de Internet lo dice, “un lugar donde puedes hacer todo lo
que no puedes hacer en la realidad”. Pero ahí, donde “todo está permitido”, el mecanismo de paso
de la potencia al acto está bajo total vigilancia. En otros términos: lo virtual es el lugar donde los
posibles jamás devienen reales, pero se mantienen indefinidamente en un estado de virtualidad.
Aquí la prevención sale triunfante sobre la intervención: si todo es posible en lo virtual, es sólo
porque el dispositivo asegura que todo permanezca igual en nuestra vida real.
El espacio es político y el espacio es viviente, porque el espacio está poblado, poblado por
nuestros cuerpos que lo transforman por el simple hecho de que los contiene. Y es por esto que está
bajo vigilancia, y es por esto último que se mantiene cerrado.
La idea de un espacio que se representa como algo vacío que vendría a continuación a ser
llenado con objetos, cuerpos y cosas, es falsa. Por el contrario, ésa es la idea de espacio obtenida al
remover mentalmente de un espacio concreto todos los objetos, cuerpos y cosas que lo habitan. El
poder actual ha ciertamente materializado esta idea en sus explanadas, sus autopistas, sus
arquitecturas. Pero está siendo constantemente amenazada por su vicio de origen. Que algo tenga
lugar en el espacio que ella controla, que gracias a un acontecimiento un trozo de dicho espacio
devenga un lugar, haga un pliegue inesperado, eso es todo lo que quiere conjurar el orden global. Y
contra esto, éste ha inventado lo “local”, en el sentido de un ajustamiento continuo de todos sus
dispositivos de aprehensión, de captura y de gestión.
Es por esto que yo digo que lo local es político, porque es el lugar de la confrontación presente.