Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte
Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte
Cuentos de Amor, de Locura y de Muerte
HORACIO QUIROGA
CUENTOS DE AMOR,
DE LOCURA Y DE MUERTE
Bajalibros.com
ISBN 978-987-15-8762-9
© Editorial Turmalina, 2010
Buenos Aires, Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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UNA ESTACIÓN DE AMOR
Primavera
Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al
oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al
carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde
anterior, preguntó a sus compañeros:
—¿Quién es? No parece fea.
—¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor
Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece...
Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una
chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero completamente
núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura,
de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy
finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el cerco de sus
negras pestañas. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente
tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, así,
llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos
Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.
—¡Qué encanto!—murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al
almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban
hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente
colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al
galante muchacho.
Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún
carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las serpentinas
llovían sin cesar. Tanto fué, que las dos personas sentadas atrás se
volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.
—¿Quiénes son?—preguntó Nébel en voz baja.
—El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la madre de
tu chica. Es cuñada del doctor.
Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran
francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el
deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial condescencia.
Este fué el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel
aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia.
Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas
increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan
bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se
reanudaba de noche con batalla de flo res, Nébel agotó en un cuarto de
hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían,
volviéndose a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel. Este
echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías; mas sobre el
almohadón del surrey quedaban aún uno, un pobre ramo de siemprevivas
y jazmines del país. Nébel saltó con él por sobre la rueda del su rrey,
dislocóse casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en
sudor y el entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a la joven. Ella buscó
atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se rían.
—¡Pero loca!—le dijo la madre, señalándole el pecho—¡ahí tienes uno!
El carruaje arrancaba al trote. Nébel, que había descendido del estribo,
afligido, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía, con el cuerpo casi
fuera del coche.
Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su
bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su
conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía
quedar aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego
de alma, si no de cuerpo; y he ahí que desde el segundo día perdía toda su
serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto!
—¡Qué encanto!—se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carne
femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real y
profundamente deslumbrado—y enamorado, desde luego.
¡Y si ella lo quisiera!. ¿Lo querría? Nébel, para di lucidarlo, confiaba
mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida con
que la joven había buscado algo para darle. Evocaba claramente el brillo
de sus ojos cuando lo vió llegar corriendo, la in quieta espectativa con que
lo esperó, y—en otro orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle el
ramo.
¡Y ahora, concluído! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué le
importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre?
Por lo menos iría con ella hasta Buenos Aires.
Hicieron, efectivamente, el viaje juntos, y durante él, Nébel llegó al más
alto grado de pasión que puede alcan zar un romántico muchacho de 18
años, que se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio con
afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco,
sonriendo sin cesar, y mirándose infinitamente.
La despedida fué breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio de
cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.
Volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él?
“¡Oh, no volver yo!” Y mientras Nébel se alejaba, tardo, por el muelle,
volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda, la cabeza un
poco baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada los marineros
levantaban los suyos risueños a aquel idilio—y al vestido, corto aún, de la
tiernísima novia.
Verano
I
El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer
momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni
mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de
pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el último resplandor
alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curiosidad de verla. Pero un
nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer
domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo, esperó en la esquina la
salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y mirando adelante,
Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en
toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi
dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de
dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
—Parece que no se acuerda más de ti—le dijo un amigo, que a su lado
había seguido el incidente.
—¡No mucho!—se sonrió él. —Y es lástima, porque la chica me gustaba en
realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su des gracia. ¡Y ahora que
había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía
no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum!—repetía sin darse
cuenta, con la costumbre del chico. —¡Pum! ¡todo concluído!
De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?. ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se
animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad
como esa, profun damente razonable.
A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental:
consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y entretanto acaso
la viera. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Lidia, para
detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera.
Vió a Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la
liviandad doméstica de su ropa, huyó más velozmente aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo
conocido con más viva compla cencia que cuatro meses atrás. Nébel no
cabía en sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse por las
preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de
veces tal presencia a la del abogado.
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente y,
como tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin
cortedad, su inmensa dicha.
—¡Tan pronto, ya!—le dijo la señora. —Espero que tendremos el gusto de
verlo otra vez. ¿No es verdad?
—¡Oh, sí, señora!
—En casa todos tendríamos mucho placer. ¡supongo que todos! ¿Quiere
que consultemos?—se sonrió con maternal burla.
—¡Oh, con toda el alma!—repuso Nébel.
—¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.
Nébel había sido visto ya por ella; pero no importaba. Lidia llegó cuando
él estaba de pie. Avanzó a su encuentro, los ojos centelleantes de dicha, y
le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.
—Si a usted no le molesta—prosiguió la madre— podría venir todos los
lunes. ¿qué le parece?
—¡Que es muy poco, señora!—repuso el muchacho—Los viernes también.
¿me permite?
La señora se echó a reir.
—¡Qué apurado! Yo no sé. veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡_sí_! en
pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.
—Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.
Nébel objetó:
—¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario.
—¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia. Pero Nébel, en loca
necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y huyó con su ramo
cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de
la felicidad.
II
Durante dos meses, todos los momentos en que se veían, todas las horas
que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta
sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que
agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y
su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella,
Nébel era varonil, buen mozo e inteligente. No había en su mutuo amor
más nube para el porvenir que la minoría de edad de Nébel. El muchacho,
dejando de lado estudios, carreras y superfluidades por el estilo, quería
casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que a él le era
_absolutamente_ imposible vivir sin su Lidia, y que llevaría por delante
cuanto se opusiese a ello. Presentía—o más bien dicho, sentía—que iba a
escollar rudamente.
Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que
perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con
terrible vigor. A fines de Agosto, habló un día definitivamente a su hijo:
—Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto?
Porque tú no te dignas decirme una palabra.
Nébel vió toda la tormenta en esa forma de _dignidad_, y la voz le tembló
un poco.
—Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que hable de eso.
—¡Bah! cómo gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo...Pero
quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio?
—Sí.
—¿Y te reciben formalmente?
—C-creo que sí.
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
—¡Está bueno! ¡Muy bien!. Oyeme, porque tengo el deber de mostrarte el
camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado en lo que puede
pasar?
—¿Pasar?...¿qué?
—Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para
reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a
alguien que sepa qué vida lleva en Montevideo?
—¡Papá!
—¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! no pongas esa cara. No me refiero a tu. novia.
Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero sabes de qué
viven?
—¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre...
—¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te ha blo como padre sino
como cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y puesto que te
indigna tanto lo que te pregunto, averigua a quien quiera contarte, qué
clase de relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado, pregunta!
—¡Sí! Ya sé que ha sido.
—Ah, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él u otro
sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan fresco!
—¡...!
—¡Sí, ya sé, tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay
impulso más bello que el tuyo. Pero anda con cuidado, porque puedes
llegar tarde!. ¡No, no, cál mate! No tengo ninguna idea de ofender a tu
novia, y creo, como te he dicho, que no está contaminada aún por la
podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere vender en
matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar cuando yo muera,
díle que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos, y que antes se lo
llevará el diablo que consentir en eso. Nada más te quería decir.
El muchacho quería mucho a su padre a pesar del carácter duro de éste;
salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más
violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no
ignoraba esto: la madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en
vida de su marido, y aún cuatro o cinco años después. Se veían aún de
tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en sus artritis de
enfermizo solterón, distaba mucho de ser respecto de su cuñada lo que se
pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie
de compasión de ex amante, rayana en vil egoísmo, y sobre todo para
autorizar los chismes actuales que hinchaban su vanidad.
Nébel evocaba a la madre; y con un extremecimiento de muchacho loco
por las mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos y
reclinados una _Illustration_, había creído sentir sobre sus nervios
súbitamente tensos, un hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo
pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Nébel había visto la mirada
de ella, en lánguida imprecisión de mareo, posarse pesadamente sobre la
suya.
¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con rara
manifestación desbordante; los nervios desordenados repiqueteaban
hacia adentro, y de aquí la súbita tenacidad en un disparate, el brusco
abandono de una convicción; y en los prodromos de las crisis, la
obstinación creciente, convulsiva, edificándose a grandes bloques de
absurdos. Abusaba de la morfina, por angustiosa necesidad y por
elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta, con labios muy gruesos y
encendidos, que humedecía sin cesar. Sin ser grandes, los ojos lo parecían
por un poco hundidos y tener pestañas muy largas; pero eran admirables
de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija, con perfecto buen
gusto, y era ésta, sin duda, su mayor seducción. Debía de haber tenido,
como mujer, profundo encanto; ahora la histeria había trabajado mucho
su cuerpo—siendo, desde luego, enferma del vientre. Cuando el latigazo
de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban, y de la comisura de los
labios, del párpado globoso, pendía una fina redecilla de arrugas. Pero a
pesar de ello, la misma histeria que le deshacía los nervios era el
alimento, un poco mágico, que sostenía su tonicidad.
Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las histéricas
burguesas, hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz—esto es, para
proporcionarle aquello que habría hecho su propia felicidad.
Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo en lo
más hondo de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia?
Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que
surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no prueba de
pureza, sino de escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a
arrancar de una manotada a la planta podrida la flor que pedía por él.
Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una
tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había
sentido loco deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, en
batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared,
ella, riendo y cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su frente,
tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un amor
inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.
¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su
casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía
por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento
del padre, y la madre apremiaba este detalle.
La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción
social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su
hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral
burguesa, a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que
despreció.
Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a
“mi suegro”. “mi nueva familia”. “la cuñada de mi hija”. Nébel se callaba,
y los ojos de la madre brillaban entonces con más fuego.
Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de octubre
para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo
entender claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa
noche.
—Será difícil—dijo Nébel después de un mortificante silencio—. Le cuesta
mucho salir de noche. No sale nunca.
—¡Ah!—exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra
pausa siguió, pero ésta ya de presagio.
—Porque usted no hace un casamiento clandestino ¿verdad?
—¡Oh!—se sonrió difícilmente Nébel—. Mi padre tampoco lo cree.
—¿Y entonces?
Nuevo silencio cada vez más tempestuoso.
—¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?
—¡No, no señora!—exclamó al fin Nébel, impaciente—. Está en su modo
de ser. Hablaré de nuevo con él, si quiere.
—¿Yo, querer?—se sonrió la madre dilatando las narices—. Haga lo que le
parezca. ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.
Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Éste
sostenía siempre su rotunda opo sición a tal matrimonio, y ya el hijo
había emprendido las gestiones para prescindir de ella.
—Puedes hacer eso, mucho más, y todo lo que te dé la gana. ¡Pero mi
consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!
Después de tres días Nébel decidió aclarar de una vez ese estado de cosas,
y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.
—Hablé con mi padre—comenzó Nébel—y me ha dicho que le será
completamente imposible asistir.
La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor,
se estiraban hacia las sienes.
—¡Ah! ¿Y por qué?
—No sé—repuso con voz sorda Nébel.
—Es decir. ¿que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí?
—No sé—repitió él con inconsciente obstinación.
—¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha
figurado?—añadió con voz ya alterada y los labios temblantes. —¿Quién
es él para darse ese tono?
Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su
familia.
—¡Qué es, no sé!—repuso con la voz precipitada a su vez—pero no sólo se
niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento. —¿Qué? ¿qué se
niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para esto!
Nébel se levantó:
—Señora...
Pero ella se había levantado también.
—¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su
fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia
irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!. ¡Dígale
que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su
mujer, antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!. ¡Muy bien,
váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!
III
Nébel vivió cuatro días vagando en la más honda desesperación. ¿Oué
podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer, recibió
una esquela:
“Octavio: Lidia está bastante enferma, y sólo su pre sencia podría
calmarla.
María S. de Arrizabalaga. ”
Era una treta, no tenía duda. Pero si su Lidia en verdad...
Fué esa noche y la madre lo recibió con una discre ción que asombró a
Nébel, sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide
disculpa.
—Si quiere verla...
Nébel entró con la madre, y vió a su amor adorado en la cama, el rostro
con esa frescura sin polvos que dan únicamente los 14 años, y el cuerpo
recogido bajo las ropas que disimulaban notablemente su plena juventud.
Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no
hacían sino mirarse y reir.
De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre surgió
nítida: “se va para que en el trans porte de mi amor reconquistado, pierda
la cabeza y el matrimonio sea así forzoso”. Pero en ese cuarto de hora de
goce final que le ofrecían adelantado y gratis a costa de un pagaré de
casamiento, el muchacho, de 18 años, sintió—como otra vez contra la
pared—el placer sin la más leve mancha, de un amor puro en toda su
aureola de poético idilio.
Sólo Nébel pudo decir cuán grande fué su dicha recuperada en pos del
naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de
calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la
más fría decisión de apartar a la madre de su vida una vez casados. El
recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama de que se había
destendido una punta para él, encendía la promesa de una voluptuosidad
íntegra, a la que no había robado ni el más pequeño diamante.
A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el zaguán
oscuro. Después de largo rato, la sirvienta entreabrió la vidriera:
—No están las señoras.
—¿Han salido?—preguntó extrañado.
—No, se van a Montevideo...Han ido al Salto a dor mir abordo.
—¡Ah!—murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.
—¿El doctor? ¿Puedo hablar con él?
—No está, se ha ido al club después de comer.
Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con
mortal desaliento: ¡Se acabó todo! Su felicidad, su dicha reconquistada
un día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no
había redención posible. Los nervios de la ma dre habían saltado a la loca,
como teclas, y él no podía hacer ya nada más.
Comenzaba a lloviznar. Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil
bajo el farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dió una vuelta
a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca!
Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fué a su casa y cargó el
revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un
dibujante alemán que antes de suicidarse—Nébel era adolescente—iría a
verlo. Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad,
cimentada sobre largas charlas filosóficas.
A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llama ba al pobre cuarto de
aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.
—¿Es ahora?—le preguntó el paternal amigo, estrechándole con fuerza la
mano.
—¡Pst! ¡De todos modos!. —repuso el muchacho, mirando a otro lado.
El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor.
—Vaya a su casa—concluyó—y si a las once no ha cambiado de idea,
vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que
quiera. ¿Me lo jura?
—Se lo juro—contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con
grandes ganas de llorar.
En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:
“Idolatrado Octavio: Mi desesperación no puede ser más grande,
pero mamá ha visto que si me casaba con usted me estaban
reservados grandes dolores, he comprendido como ella que lo
mejor era separarnos y le jura no olvidarlo nunca
tu Lidia. ”
—¡Ah, tenía que ser así!—clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo
con espanto su rostro demudado en el espejo. —¡La madre era quien
había inspirado la carta, ella y su maldita locura! Lidia no había podido
menos que escribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor en
la redacción. ¡Ah! ¡Si pudiera verla algún día, decirle de qué modo la he
querido, cuánto la quiero ahora, adorada del alma!
Temblando fué hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva
promesa, y durante un rato per maneció inmóvil, limpiando
obstinadamente con la uña una mancha del tambor.
Otoño
Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tramway, cuando
el coche se detuvo un momento más del conveniente, y aquél, que leía,
volvió al fin la cabeza. Una mujer con lento y difícil paso avanzaba. Tras
una rápida ojeada a la incómoda persona, reanudó la lectura. La dama se
sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a Nébel. Este, aunque
sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió
su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado.
—Ya me parecía que era usted—exclamó la dama—aunque dudaba aún.
No me recuerda, ¿no es cierto?
—Sí—repuso Nébel abriendo los ojos—la señora de Arrizabalaga.
Ella vió la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que
trata aún de parecer bien a un muchacho.
De ella, cuando Nébel la conoció once años atrás, sólo quedaban los ojos,
aunque más hundidos, y apa gados ya. El cutis amarillo, con tonos
verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los
pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar
una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a
la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas,
hasta haber convertido en aquel esqueleto, a la elegante mujer que un día
hojeó la _Illustration_ a su lado.
—Sí, estoy muy envejecida. y enferma; he tenido ya ataques a los riñones.
y usted—añadió mirándolo con ternura—¡siempre igual! Verdad es que
no tiene treinta años aún. Lidia también está igual.
Nébel levantó los ojos:
—¿Soltera?
—Sí... ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a
la pobre? ¿No quiere ir a vernos?
—Con mucho gusto—murmuró Nébel. —Sí, vaya pronto; ya sabe lo que
hemos sido para. En fin, Boedo, 1483; departamento 14. Nuestra posición
es tan mezquina.
—¡Oh!—protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto.
Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su
promesa. Fué allá—un miserable departamento de arrabal. —La señora
de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.
—¡Conque once años!—observó de nuevo la madre. —¡Cómo pasa el
tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia!
—Seguramente—sonrió Nébel, mirando a su rededor.
—¡Oh! ¡no estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su
casa. Siempre oigo hablar de sus cañaverales. ¿Es ese su único
establecimiento?
—Sí,. en Entre Ríos también. —¡Qué feliz! Si pudiera uno. Siempre
deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo!
Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este con el corazón apretado,
revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma.
—Y todo esto por falta de relaciones. ¡Es tan difícil tener un amigo en esas
condiciones!
El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.
Estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una
frescura de los catorce años, no se vuelve a hallar más en la mujer de
veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en la mansa
tranqui lidad de su mirada, en su cuello mórbido, y en todo lo que debía
guardar velado para siempre, el recuerdo de la Lidia que conoció.
Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas
maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó:
—Sí, está un poco débil. Y cuando pienso que en el campo se repondría en
seguida. Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo
he querido como a un hijo. ¿No podríamos pasar una temporada en su
establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!
—Soy casado—repuso Nébel.
La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su
decepción fué sincera; pero en seguida cruzó sus manos cómicas:
—¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya
sabe!. No sé lo que digo. ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?
—Sí, generalmente. Ahora está en Europa.
—¡Qué desgracia! Es decir. ¡Octavio!—añadió abriendo los brazos con
lágrimas en los ojos:—a usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo.
¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con
Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre—concluyó con una
pastosa sonrisa y bajando la voz:—usted conoce bien el corazón de Lidia,
¿no es cierto?
Esperó respuesta, pero Nébel permaneció callado.
—¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando
ha querido?
Ahora había reforzado su insinuación con una leve guiñada. Nébel valoró
entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre
la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y
la pobreza. Y Lidia. Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de
deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el
tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara
conquista que le deparaba el destino.
—¿No sabes, Lidia?—prorrumpió alborozada, al volver su hija—Octavio
nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracción de las cejas y recuperó su serenidad.
—Muy bien, mamá.
—¡Ah! ¿no sabes lo qué dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos casi de
su familia.
Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con
dolorosa gravedad.
—¿Hace tiempo?—murmuró.
—Cuatro años—repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó ánimo para
mirarla.
Invierno
No hicieron el viaje juntos, por último escrúpulo de casado en una línea
donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron en el brec
de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su
servicio doméstico más que a una vieja india, pues—a más de su propia
frugalidad—su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este
modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y
su hija, que venían a recobrar la salud perdida.
Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente.
Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en su facies
angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a
ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver
viviente.
Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo
suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñon, íntimamente
atacado, tenía a veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino
precipitar.
Ya en el coche, no pudiendo resistir más, había mirado a Nébel con
transida angustia:
—Si me permite, Octavio. ¡no puedo más! Lidia, ponte delante.
La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el
crugido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.
Súbitamente los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como
una máscara aquella cara agónica.
—Ahora estoy bien. ¡qué dicha! Me siento bien.
—Debería dejar eso—dijo rudamente Nébel, mi rándola de costado. —Al
llegar, estará peor.
—¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.
Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera
posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al
caer la tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar las uñas,
el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.
Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de
una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.
—¡Huy! ¡qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los
últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?
Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin
del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya en
seguida.
Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de Lidia.
—¡Quién es!—sonó de pronto la voz azorada.
—Soy yo—murmuró Nébel en voz apenas sensible.
Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta
bruscamente en la cama, siguió a sus pala bras, y el silencio reinó de
nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo tibio,
el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.
*****
Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor
antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel, el santo
orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado
ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor.
Pensó en las palabras de Dostojewsky, que hasta ese momento no había
comprendido: “Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida, que
un puro recuerdo”. Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin mancha,
pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora estaba allí,
enfangado hasta el cáliz sobre una cama de sirvienta.
Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas. Ella a
su vez recordaría. Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra,
regando como una tumba el abominable fin de su único sueño de
felicidad.
II
Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi
todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy
pocas veces solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún
entonces largo tiempo callados.
Lidia tenía ella misma bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada
al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aún a
trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la
morfina. Pero se abstuvo una mañana que entró bruscamente en el
comedor, al sorprender a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas.
Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.
—¿Hace mucho tiempo que usas eso?—le preguntó él al fin.
—Sí—murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.
Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Si embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia
terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de
matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada,
sustrayéndole la droga.
—¡Octavio! ¡me va a matar!—clamó ella con ronca súplica. —¡Mi hijo
Octavio! ¡no podría vivir un día!
—¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso!—cortó Nébel. —¡No importa,
mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!
Nébel dejó que los brazos se tendieran inútilmente a él, y salió con Lidia.
—¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?
—Sí. Los médicos me habían dicho...
El la miró fijamente.
—Es que está mucho peor de lo que imaginas.
Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió los
labios en un casi sollozo.
—¿No hay médico aquí?—murmuró.
—Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel
abrió una carta.
—¿Noticias?—preguntó Lidia levantando inquieta los ojos a él.
—Sí—repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
—¿Del médico?—volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
—No, de mi mujer—repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.
A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.
—¡Octavio! ¡mamá se muere!...
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el
rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por
entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:
—Pla. pla. pla. Nébel vió en seguida sobre el velador el frasco de morfina,
casi vacío.
—¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto?—preguntó.
—¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido. Seguramente lo fué a buscar
a tu cuarto cuando no estabas. ¡Mamá, pobre mamá!—cayó sollozando
sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.
Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los
labios callaron su pla...pla, y en la piel aparecieron grandes manchas
violeta.
A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que
Lidia concluyera de vestirse, mientras los peones cargaban las valijas en
el carruaje.
—Toma esto—le dijo cuando se aproximó a él, tendiéndole un cheque de
diez mil pesos.
Lidia se extremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron de
lleno en los de Nébel. Pero éste sostuvo la mirada.
—¡Toma, pues!—repitió sorprendido.
Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel
se inclinó sobre ella. —Perdóname—le dijo. —No me juzgues peor de lo
que soy.
En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del
vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le tendió
la mano y se dispuso a subir. Nébel la oprimió, y quedó un largo rato sin
soltarla, mirándola. Luego, avanzando, recogió a Lidia de la cintura y la
besó hondamente en la boca.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se
perdía.
Pero Lidia no se asomó.
LOS OJOS SOMBRIOS
Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas
con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un
gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada
con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los
pulgares del pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del
cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y
cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro
conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es
grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.
El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda
la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta,
los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas
singulares.
Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una
tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos—
inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja,
y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado
en él.
... ¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra,
y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y
junta sus ojos a las órbitas de la calavera.
Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido
como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un
hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca
amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de
ansia.
Es todo cuanto queda de un cocainómano.
—¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!
El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la
saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido. Es,
pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.
Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha
proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...
—¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!
¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas,
inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y
desaparece entre las grietas.
Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se
adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué
molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?
El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al
hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor
rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa
voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran
casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados,
brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de
envidiosa sorpresa.
—Y eso, así... ¿la cocaína?—murmuró.
La voz de adentro sonó con inefable encanto.
—¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años,
desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una
gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor...
¿cloroformo?
—Sí—repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso
artificial. Y agregó en voz baja:—El cloroformo también... Me mataría
antes que dejarlo. La voz sonó un poco burlona.
—¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos
vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.
—Es cierto;—pensó el sepulturero—acabarían conmigo. Pero el otro no se
había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión que había
resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasaba la muerte
capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fué capaz de aniquilarla
consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el
ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en
una rugosidad del viejo cráneo.
La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.
—Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah, le interesa!
¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su
cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va
de su droga a la cocaína. Vaya.
El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los
codos y el frasco bajo las narices, esperó.
—¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina... ¿Usted conoce el
amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A
los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer
adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo,
nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted
no... en fin... ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más
solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así
en silencio su estéril y fúnebre lujo.
Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por
seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fué con su
hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos
quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el
contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dió de
mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir
ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.
Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa
quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer
estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un
ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos...
Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque
cerebral, y yo acudí a la morfina.
—Deje eso—me dijo el médico,—no es para usted.
—¿Qué, entonces?—le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que
continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.
El hombre se compadeció.
—Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no darán.
Sulfonal, brional, estramonio... ¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito
va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al
radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota
de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos
antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de
ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta,
todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su
cloroformo!... Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína
muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de
tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un
individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos
gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.
Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida,
emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios
retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me
asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el
demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes
entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué
sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se
pretende suprimir un solo día la droga!
Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturas y
fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre, sin
vida—miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante
disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al
fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de
pies y manos para la curación.
Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para
que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a
descocainizarme.
¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para
entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito
con cocaína... Ahora calcule usted lo que es pasión.
Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome.
Un largo viaje emprendido dióme no sé qué misteriosas fuerzas de
reacción, y me enamoré entonces.
La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija
siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco
y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba
visiblemente.
—Sí,—prosiguió la voz,—es el principio... Concluiré de una vez. A usted,
un colega, le debo toda esta historia. Los padres hicieron cuanto es
posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía,
de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh,
admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo era para
ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural.
La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nueva
inyección antes de entrar, me vió decaer bruscamente en su presencia,
idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos
y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vió, pálida y sin moverse,
darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de
mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a
mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor
epiléptico...
Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito;
había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre
hipnóticos.
Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un
modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto
más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo
toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso
artificial.
En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia,
quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a
vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.
Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz
que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi
propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más.
Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y
la misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis
hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una
de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas
nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos
abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo
bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.
Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo—¡y cuán hermosa
estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente
lujo de su falda inmaculada!
Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a
explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party
debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba
al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un
ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los
ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.
Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los
organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de defensa—
los morfinómanos las conocen bien!—sentí todo el profundo goce que
había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años,
admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su
belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala
iluminada. Tan brusca fué la sacudida, que me hallé sentado en el diván,
mirándola. ¡Diez y ocho años... y con esa hermosura!
Ella me vió llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con
fría extrañeza.
—Sí...—murmuré.
—No, no... —repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados
movimiento de su cabellera.
Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.
¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi
orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado,
disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí
la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo
silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos
abiertos fijos en el techo.
Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero relámpago
de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de honor
masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el
sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en
comparación del de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si
el infierno artificial en que me había precipitado y del que no podía salir,
era incapaz de absorberme del todo! ¡Y me había soltado un instante,
para hundirme en ese final!
Me levanté y fuí adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba
mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.
—Matémonos—le dije.
Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su
frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:
—Matémonos—murmuró.
Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la
lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.
—Aquí no—agregó.
Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa
resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró
los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me
maté a mi vez.
Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente,
y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o
tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis
nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida
volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me
había matado, pero yo la había muerto a mi vez!
¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver, entrando
vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos
muertos, que volvían obstinados...
La voz se quebró de golpe.
—¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!
LA GALLINA DEGOLLADA
Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un
buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche no se ven ni
hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.
Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a
favor de las corrientes o del viento, si tienen las velas desplegadas.
Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.
No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han
tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan
por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por
ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los
buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese
desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero
otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el
tranquilo y lúgubre puerto, siempre está frecuentado.
El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las
tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos
errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir
lo acaecido al _María Margarita_, que zarpó de Nueva York el 24 de
Agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta,
sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete, no
teniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al _María
Margarita_. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros
se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser
tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada
un momento antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo
en perfecto orden; y faltaban todos. ¿Qué pasó?
La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Ibamos a
Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta,
por otro lado.
La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del campo de batalla
presente, oía estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer
inquieto oído a la voz de los marineros en proa. Una señora recién casada
se atrevió:
—¿No serán águilas?...
El capitán se sonrió bondadosamente:
—¿Qué, señora? ¿Aguilas que se lleven a la tripulación?
Todos se rieron y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada.
Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente.
Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por su
cuenta y riesgo, y hablando poco.
—¡Ah! ¡si nos contara, señor!—suplicó la joven de las águilas.
—No tengo inconveniente—asintió el discreto individuo.— En dos
palabras—y en los mares del norte, como el _María Margarita_ del
capitán—encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo—
viajábamos también a vela—nos llevó casi a su lado. El singular aire de
abandono que no engaña en un buque, llamó nuestra atención, y
disminuímos la marcha observándolo. Al fin desprendimos una chalupa;
abordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto orden. Pero
la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que
no sentimos mayor impresión. Aún nos reímos un poco de las famosas
desapariciones súbitas.
Ocho de nuestros hombres quedaron abordo para el gobierno del nuevo
buque. Viajaríamos de conserva. Al anochecer nos tomó un poco de
camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el
puente. Desprendióse de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron
en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de lugar.
El mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina
hervía aún una olla con papas.
Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente
llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fuí con
ellos. Apenas abordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para
desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda y a la hora la
mayoría cantaba ya.
Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas
cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos
se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en
un cabo y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio.
De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se
volvieron. El los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de
nuevo. Un momento después dejó la camiseta en el cabo arrollado,
avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido, los otros dieron
vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. En seguida se
olvidaron, volviendo a la apatía común.
Al rato otro se desperezó, restregóse los ojos caminando, y se tiró al agua.
Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el
hombro.
—¿Qué hora es?
—Las cinco—respondí. El viejo marinero me miró desconfiado, con las
manos en los bolsillos, recostándose enfrente de mí. Miró largo rato mi
pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.
Los tres que quedaban se acercaron rápidamente y observaron el
remolino. Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida
a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros
desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último se levantó, se compuso
la ropa, apartóse el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al
agua.
Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin
saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el
sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al
agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si
recordaran algo, para olvidarse en seguida. Así habían desaparecido
todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los
demás buques. Esto es todo.
Nos quedamos mirando al raro hombre con excesiva curiosidad.
—¿Y usted no sintió nada?—le preguntó mi vecino de camarote.
—Sí, un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más.
No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en vez
de agotarme en una defensa angustiosa y a _toda costa_ contra lo que
sentía, como deben de haber hecho todos, y aún los marineros sin darse
cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese
anulado ya. Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de
aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.
Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Se fué al
rato. El capitán lo siguió un rato de reojo.
—¡Farsante!—murmuró.
—Al contrario—dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra.—Si
fuera farsante no habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado al
agua.
EL ALMOHADÓN DE PLUMA
El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y
perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando
los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura
del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin
más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el
horizonte, a doscientros metros, por tres lados de la chacra. Hacia el
oeste, el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible
línea sombría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría
reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma
del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma
pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor
compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de
aquél, con perezoso quejido de bienestar. Permanecían inmóviles, pues
aún no había moscas.
Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:
—La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando
distraído. Después de un momento, dijo:
—En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron
mirando por costumbre las cosas.
Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el
horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas
delanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose
por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en
recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
—No podía caminar—exclamó, en conclusión.
Old no entendió a qué se refería. Milk agregó:
—Hay muchos piques.
Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de
largo rato:
—Hay muchos piques.
Callaron de nuevo, convencidos.
El sol salió, y en el primer baño de luz, las pavas del monte lanzaron al
aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al
sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato
pestañeo. Poco a poco, la pareja aumentó con la llegada de los otros
compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior,
partido por un coatí, dejaba ver dos dientes, e Isondú, de nombre
indígena. Los cinco fox-terriers, tendidos y muertos de bienestar,
durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro
rancho de dos pisos—el inferior de barro y el alto de madera, con
corredores y baranda de chalet—habían sentido los pasos de su dueño
que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un
momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la
mirada muerta y el labio pendiente, tras su solitaria velada de whisky,
más prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,
meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros
conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Se alejaron con
lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto
abandonar aquél por la sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido,
con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener en fusión el
cielo, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras
blanquecinas. Míster Jones fué a la chacra, miró el trabajo del día
anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó
y subió a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de
fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los
perros, muy amigos del cultivo, desde que el invierno pasado habían
aprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el
arado. Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo
los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol,
el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida
exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza,
rodeada hasta los hombros por el flotante pañuelo, con el mutismo de sus
trabajos de chacra. Los perros cambiaban de planta, en procura de más
fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse
sobre las patas traseras para respirar mejor.
Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni
siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vió de pronto a míster
Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se puso en
pie, meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
—Es el patrón,—exclamó el cachorro, sorprendido.
—No, no es él,—replicó Dick.
Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar los
ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro,
incrédulo, fué a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
—No es él, es la Muerte.
El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
—¿Es el patrón muerto?—preguntó ansiosamente.
Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en
actitud de miedoso ataque. Sin moverse, míster Jones se desvaneció en el
aire ondulante.
Al oir los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir
nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la
chacra, y se doblaron de nuevo.
Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se
adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la
experiencia de sus compañeros, que cuando una cosa va a morir, aparece
antes.
—¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón?—preguntó.
—Porque no era él,—le respondieron displicentes.
Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas,
estaba sobre ellos. Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón,
sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber adonde. Míster
Jones sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la
noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo
piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A media noche
oyeron sus pasos, luego la doble caída de las botas en el piso de tablas, y
la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de
dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban
en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en
un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras
los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro ladraba. Había pasado
media hora, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el
hocico extendido e hinchado de lamentos—bien alimentados y
acariciados por el dueño que iban a perder—continuaban llorando su
doméstica miseria.
A la mañana siguiente míster Jones fué él mismo a buscar las mulas y las
unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin
embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las
cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora
saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al
comprar la máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó
un peón al obraje próximo, recomendándole el caballo, un buen animal,
pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía e insistió en
que no galopara un momento. Almorzó en seguida y subió. Los perros,
que en la mañana no habían dejado un momento a su patrón, se
quedaron en los corredores.
La siesta pesaba, agobiaba de luz y silencio. Todo el contorno estaba
brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho, la tierra blanquizca
del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo
hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los fox-terriers.
—No ha aparecido más—dijo Milk.
Old, al oir _aparecido_, levantó las orejas sobre los ojos.
Esta vez el cachorro, incitado por la evocación, se puso en pie y ladró,
buscando a qué. Al rato el grupo calló, entregado de nuevo a su defensiva
cacería de moscas.
—No vino más—dijo Isondú.
—Había una lagartija bajo el raigón,—recordó por primera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas caídas y apartadas del cuerpo, cruzó
el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió
perezosamente con la vista, y saltó de golpe:
—¡Viene otra vez!—gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón.
Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con prudente furia a la
Muerte que se acercaba. El animal caminaba con la cabeza baja,
aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasar frente
al rancho dió unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se degradó
progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de
la carpidora, cuando vió llegar inesperadamente al peón a caballo. A
pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora.
Culpólo, con toda su lógica nacional, a lo que el otro respondía con
evasivas razones. Apenas libre y concluída su misión, el pobre caballo, en
cuyos ijares era imposible contar el latido, tembló agachando la cabeza, y
cayó de costado. Míster Jones mandó al peón a la chacra, aún rebenque
en mano, para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuíticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se
había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de
preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón,
cuando oyeron a míster Jones que gritaba a éste, lejos ya, pidiéndole el
tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado
dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo
en busca del utensilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era
maravilloso contra su mal humor.
Los perros le acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primer
algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño
contraído y atento, lo veían alejarse. Al fin el temor a la soledad pudo
más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde
luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a
su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal
del Saladito, que ha crecido, secado, retoñado desde que hay paja en el
mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del
pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea, seria ya con día fresco,
era muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo,
braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban
las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitratos.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer
quieto bajo ese sol y ese cansancio; marchó de nuevo. Al calor quemante
que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el
sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se
sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no
permitía concluir la respiración.
Míster Jones se convenció de que había traspasado su límite de
resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las
carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran
violentamente el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto.
Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... y de pronto volvió
en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra, sin
darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza se le fué en un nuevo vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de
fuera. A veces, agotados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se
sentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Al fin,
como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambrado
de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos.
El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó.
—¡La Muerte, la Muerte!—aulló.
Los otros la habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que
atravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba a equivocar;
pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes,
y marchó adelante.
—¡Que no camine ligero el patrón!—exclamó Prince.
—¡Va a tropezar con él!—aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no
directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia
errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los
perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón
continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta
de nada. El otro llegaba ya. Hundieron el rabo y corrieron de costado,
aullando. Pasó un segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se
detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fué
inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano
materno, fué de Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro
días liquidó todo, volviéndose en seguida. Los indios se repartieron los
perros que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las tardes
con hambriento sigilo a comer espigas de maíz en las chacras ajenas.
EL ALAMBRE DE PÚA
Durante quince días el alazán había buscado en vano la senda por donde
su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera—
desmonte que ha rebrotado inextricable—no permitía paso ni aún a la
cabeza del caballo. Evidentemente, no era por allí por donde el malacara
pasaba.
Ahora recorría de nuevo la chacra, trotando inquieto con la cabeza alerta.
De la profundidad del monte, el malacara respondía a los relinchos
vibrantes de su compañero, con los suyos cortos y rápidos, en que había
sin duda una fraternal promesa de abundante comida. Lo más irritante
para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres veces en el día
para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un instante a su
compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en
admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a rastra, se
internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse cuenta de su soledad,
se lanzaba en su persecución, hallaba el monte inextricable. Esto sí, de
adentro, muy cerca aún, el maligno malacara respondía a sus
desesperados relinchos, con un relinchillo a boca llena.
Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente:
Cruzando por frente al chircal que desde el monte avanzaba cincuenta
metros en el campo, vió un vago sendero que lo condujo en perfecta línea
oblicua al monte. Allí estaba el malacara, deshojando árboles.
La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había
hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado.
Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer
perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que
con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí
estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la senda formaba
una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de modo que
el alazán, acostumbrado a recorrer ésta de sur a norte y jamás de norte a
sur, no hubiera hallado jamás la brecha.
En un instante estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más
preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los
dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya de
memoria.
El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aún a caballos.
Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros
de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco
salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capueras
hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media hora
los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde alcanza
un pescuezo de caballo.
Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la
capuera hasta que un alambrado los detuvo.
—Un alambrado,—dijo el alazán.
—Sí, alambrado,—asintió el malacara. Y ambos, pesando la cabeza sobre
el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía un alto
pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y una
plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos
entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la derecha.
Dos minutos después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, había
caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus
pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la
escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.
—Es yerba,—constató el malacara, haciendo temblar los labios a medio
centímetro de las hojas coriáceas. La decepción pudo haber sido grande;
mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a pasear. De modo
que cortando oblicuamente el yerbal, prosiguieron su camino, hasta que
un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo con tranquilidad
grave y paciente, llegando así a una tranquera, abierta para su dicha, y los
paseantes se vieron de repente en pleno camino real.
Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el
aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente, había
infinita distancia. Más por infinita que fuera, los caballos pretendían
prolongarla aún, y así, después de observar con perezosa atención los
alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del pescuezo, y en mansa
felicidad prosiguieron su aventura.
El día, en verdad, favorecía tal estado de alma. La bruma matinal de
Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente puro,
el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma, cuya cumbre
ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de tierra colorada
cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable, descendía al
valle blanco de espartillo helado, para tornar a subir hasta el monte
lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún más la claridad de la mañana
de oro, y los caballos, que sentían de frente el sol, casi horizontal todavía,
entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento.
Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de luz,
hasta que al doblar una punta de monte, vieron a orillas del camino cierta
extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas en pleno
invierno...
Y con las narices dilatadas de gula, los caballos se acercaron al
alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! ¡Y entrarían, ellos, los
caballos libres!
Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa
madrugada, alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni
monte, ni desmonte, nada era para ellos obstáculo. Habían visto cosas
extraordinarias, salvando dificultades no creíbles, y se sentían gordos,
orgullosos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria que
ocurrírseles pudiera.
En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas
detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la
tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban inmóviles,
mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.
—¿Por qué no entran?—preguntó el alazán a las vacas.
—Porque no se puede—le respondieron.
—Nosotros pasamos por todas partes,—afirmó el alazán, altivo.—Desde
hace un mes pasamos por todas partes.
Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el
sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los
intrusos.
—Los caballos no pueden,—dijo una vaquillona movediza.—Dicen eso y
no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes.
—Tienen soga—añadió una vieja madre sin volver la cabeza.
—¡Yo no, yo no tengo soga!—respondió vivamente el alazán.—Yo vivía en
las capueras y pasaba.
—¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.
La vaquillona movediza intervino de nuevo:
—El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene.
¿Y entonces?... ¿Ustedes no pasan?
—No, no pasamos,—repuso sencillamente el malacara, convencido por la
evidencia.
—¡Nosotras sí!
Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas,
atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y del Código Rural,
tampoco pasaban la tranquera.
—Esta tranquera es mala,—objetó la vieja madre.— ¡El sí! Corre los palos
con los cuernos.
—¿Quién?—preguntó el alazán.
Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa.
—¡El toro, Barigüí! El puede más que los alambrados malos.
—¿Alambrados?... ¿Pasa?
—¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después.
Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que un
solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por aquel
héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible que puede
hallar el deseo de pasar adelante.
De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el
toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila recta a
la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su inferioridad.
Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca,
intentó hacerla correr a un lado.
Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió.
Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el
chacarero, dueño feliz de la plantación de avena, había asegurado la tarde
anterior los palos con cuñas.
El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos
entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados
mugidos sibilantes.
Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado
lugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa, tendiéndolo
violentamente hacia arriba con el testuz, y la enorme bestia pasó
arqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las vacas
se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero a las vacas
falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la piel
sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo retiraban presto
con mareante cabeceo.
Los caballos miraban siempre.
—No pasan,—observó el malacara.
—El toro pasó,—repuso el alazán.—Come mucho.
Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza de la
costumbre, cuando un mugido, claro y berreante ahora, llegó hasta ellos:
dentro del avenal, el toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el
chacarero, que con un palo trataba de alcanzarlo.
—¡Añá!... Te voy a dar saltitos... —gritaba el hombre.
Barigüí, siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los
golpes. Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo
forzar a la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión pesada y
bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo
violineo de alambres y de grampas lanzadas a veinte metros. Los caballos
vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su rancho, y tornaba a
salir con el rostro pálido. Vieron también que saltaba el alambrado y se
encaminaba en dirección de ellos, por lo cual los compañeros, ante aquel
paso que avanzaba decidido, retrocedieron por el camino en dirección a
su chacra.
Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante del
hombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro, siéndoles
dado oir la conversación.
Es evidente, por lo que de ello se desprende, que el hombre había sufrido
lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, por inaccesibles que
hubieran sido dentro del monte; alambrados, por grande que fuera su
tensión e infinito el número de hilos, todo lo arrolló el toro con sus
hábitos de pillaje. Se deduce también que los vecinos estaban hartos de la
bestia y de su dueño, por los incesantes destrozos de aquella. Pero como
los pobladores de la región difícilmente denuncian al Juzgado de Paz
perjuicios de animales, por duros que les sean, el toro proseguía
comiendo en todas partes menos en la chacra de su dueño, el cual, por
otro lado, parecía divertirse mucho con esto.
De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al
polaco cazurro.
—¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro! Acaba de
pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más!
El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con extraordinario y meloso
falsete.
—¡Ah, toro, malo! ¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa! ¡Toro
sigue vaca!
—¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!
—¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!
—Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo
sabe también!
—¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe!...
—¡Bueno!, vea don Zaninski: yo no quiero cuestiones con vecinos, pero
tenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por el
alambrado del fondo; en el camino voy a poner alambre nuevo.
—¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!
—Es que ahora no va a pasar por el camino.
—¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!
—No va a pasar.
—¿Qué pone?
—Alambre de púa... pero no va a pasar.
—¡No hace nada púa!
—Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va a lastimar.
El chacarero se fué. Es como lo anterior, evidente, que el maligno polaco,
riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si cabe en lo
posible, a su vecino que iba a construir un alambrado infranqueable por
su toro. Seguramente se frotó las manos:
—¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!
Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su
chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí había cumplido
su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio del camino,
mirando con solemne vaciedad de idea desde hacía un cuarto de hora, un
punto fijo de la distancia. Detrás de él, las vacas dormitaban al sol ya
caliente, rumiando.
Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los
ojos despreciativas:
—Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga.
—¡Barigüí sí pasó!
—A los caballos un solo hilo los contiene.
—Son flacos.
Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:
—Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más aquí,
—añadió señalando los alambres caídos, obra de Barigüí.
—Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan.
—No va a pasar más. Lo dijo el hombre.
—El comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después.
El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto al
hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe en el
alambrado que iba a construir el hombre.
La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre
que se abría ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer,
olvidándose de las vacas.
Tarde ya, cuando el sol acababa de entrarse, los dos caballos se acordaron
del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al chacarero que
cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre rubio, que
detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.
—Le digo que va a pasar,—decía el pasajero.
—No pasará dos veces,—replicaba el chacarero.
—¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a
pasar!
—No pasará dos veces,—repetía obstinadamente el otro.
Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:
—... reir!
—... veremos.
Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El
malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían,
miraron perderse en el valle al hombre presuroso.
—¡Curioso!—observó el malacara después de largo rato.—El caballo va al
trote y el hombre al galope.
Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa
mañana. Sobre el cielo pálido y frío, sus siluetas se destacaban en negro,
en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La
atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a
esa hora crepuscular una transparencia casi fúnebre. El viento había
cesado por completo, y con la calma del atardecer, en que el termómetro
comenzaba a caer velozmente, el valle helado expandia su penetrante
humedad, que se condensaba en rastreante neblina en el fondo sombrío
de las vertientes. Revivía, en la tierra ya enfriada, el invernal olor de pasto
quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que se
sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de
perfume de azahar.
Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho, que
hacía sonar el cajoncito de maíz, oyó su ansioso trémulo. El viejo alazán
obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura,
viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que pudiera pasar.
Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina,
los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal
salvaje, hollando con mudos pasos el pastizal helado, salvando la
tranquera abierta aún.
La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el calor
excesivo prometia para muy pronto cambio de tiempo. Después de
trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas en
el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y su paso:
querían ver cómo era el nuevo alambrado.
Pero su decepción, al llegar, fué grande. En los postes nuevos,—obscuros
y torcidos,—había dos simples alambres de púa, gruesos, tal vez, pero
únicamente dos.
No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras había
dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron
atentamente aquello, especialmente los postes.
—Son de madera de ley—observó el malacara.
—Sí, cernes quemados.
Y tras otra larga mirada de examen, constató:
—El hilo pasa por el medio, no hay grampas.
—Están muy cerca uno de otro.
Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio,
aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del
cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que el
hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al
terrible toro?
—El hombre dijo que no iba a pasar—se atrevió, sin embargo, el
malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por
lo cual sentíase más creyente.
Pero las vacas lo habían oído.
—Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya.
—¿Pasó? ¿Por aquí?—preguntó descorazonado el malacara.
—Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.
Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre
los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos
dejó en suspenso a los caballos.
—Los alambres están muy estirados—dijo después de largo examen el
alazán.
—Sí. Más estirados no se puede...
Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en
cómo se podría pasar entre los dos hilos.
Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.
—El pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.
—Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan,— oyeron al alazán.
—¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!
Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el
toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al
cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos,
inmóviles, alzaron las orejas.
—¡Come toda avena! ¡Después pasa!
—Los hilos están muy estirados...—observó aún el malacara, tratando
siempre de precisar lo que sucedería si...
—¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre!— lanzó la
vaquilla locuaz.
En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro.
Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí muy serio y
con el ceño contraído.
El animal esperó a que el hombre llegara frente a él, y entonces dió
principio a los mugidos con bravatas de cornadas. El hombre avanzó más,
y el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la avena
con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del camino, volvió
grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se lanzó sobre el
alambrado.
—¡Viene Barigüí! ¡El pasa todo! ¡Pasa alambre de púa!—alcanzaron a
clamar las vacas.
Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y hundió
los cuernos entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un
estridente chirrido que se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el
toro pasó.
Pero de su lomo y de su vientre, profundamente abiertos, canalizados
desde el pecho a la grupa, llovían ríos de sangre. La bestia, presa de
estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó luego al paso,
inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se echó, con
un ronco suspiro.
A mediodía el polaco fué a buscar a su toro, y lloró en falsete ante el
chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar. Pero
su dueño, comprendiendo que le costaría mucho trabajo curarlo—si esto
aún era posible—lo carneó esa tarde, y al día siguiente al malacara le tocó
en suerte llevar a su casa, en la maleta, dos kilos de carne del toro muerto.
LOS MENSÚ
Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra—un sólido
bloque de mineral de hierro—y dió una cautelosa vuelta en torno. Bajo el
sol a mediodía de Misiones, el aire vibraba sobre el negro peñasco,
fenómeno éste que no seducía al fox-terrier. Allí abajo, sin embargo,
estaba la lagartija. Giró nuevamente alrededor, resopló en un intersticio,
y, para honor de la raza, rascó un instante el bloque ardiente. Hecho lo
cual regresó con paso perezoso, que no impedía un sistemático olfateo a
ambos lados.
Entró en el comedor, echándose entre el aparador y la pared, fresco
refugio que él consideraba como suyo, a pesar de tener en su contra la
opinión de toda la casa. Pero el sombrío rincón, admirable cuando a la
depresión de la atmósfera acompaña la falta de aire, tornábase imposible
en un día de viento norte. Era éste un flamante conocimiento del fox-
terrier, en quien luchaba aún la herencia del país templado—Buenos
Aires, patria de sus abuelos y suya—donde sucede precisamente lo
contrario. Salió, por lo tanto, afuera, y se sentó bajo un naranjo, en pleno
viento de fuego, pero que facilitaba inmensamente la respiración. Y como
los perros transpiran muy poco, Yaguaí apreciaba cuanto es debido el
viento evaporizador sobre la lengua danzante puesta a su paso.
El termómetro alcanzaba en ese momento a 40°. Pero los fox-terriers de
buena cuna son singularmente falaces en cuanto a promesas de quietud
se refiera. Bajo aquel mediodía de fuego, sobre la meseta volcánica que la
roja arena tornaba aún más calcinante, había lagartijas.
Con la boca ahora cerrada, Yaguaí transpuso el tejido de alambre y se
halló en pleno campo de caza. Desde septiembre no había logrado otra
ocupación a las siestas bravas. Esta vez rastreó cuatro de las pocas que
quedaban ya, cazó tres, perdió una, y se fué entonces a bañar. A cien
metros de la casa, en la base de la meseta y a orillas del bananal, existía
un pozo en piedra viva de factura y forma originales, pues siendo
comenzado a dinamita por un profesional, habíalo concluído un
aficionado con pala de punta. Verdad es que no media sino dos metros de
hondura, tendiéndose en larga escarpa por un lado, a modo de tajamar.
Su fuente, bien que superficial, resistía a secas de dos meses, lo que es
bien meritorio en Misiones.
Allí se bañaba el fox-terrier, primero la lengua, después el vientre sentado
en el agua, para concluir con una travesía a nado. Volvía luego a la casa,
siempre que algún rastro no se atravesara en su camino. Al caer el sol,
tornaba al pozo; de aquí que Yaguaí sufriera vagamente de pulgas, y con
bastante facilidad el calor tropical para el que su raza no había sido
creada.
El instinto combativo del fox-terrier se manifestó normalmente contra las
hojas secas; subió luego a las mariposas y su sombra, y se fijó por fin en
las lagartijas. Aún en noviembre, cuando tenía ya en jaque a todas las
ratas de la casa, su gran encanto eran los saurios. Los peones que por a o
b llegaban a la siesta, admiraron siempre la obstinación del perro,
resoplando en cuevitas bajo un sol de fuego, si bien la admiración de
aquellos no pasaba del cuadro de caza.
—Eso—dijo uno un día, señalando al perro con una vuelta de cabeza,—no
sirve más que para bichitos...
El dueño de Yaguaí lo oyó:
—Tal vez—repuso,—pero ninguno de los famosos perros de ustedes sería
capaz de hacer lo que hace ese.
Los hombres se sonrieron sin contestar.
Cooper, sin embargo, conocía bien a los perros de monte, y su
maravillosa aptitud para la caza a la carera, que su fox-terrier ignoraba.
¿Enseñarle? Acaso; pero él no tenía cómo hacerlo.
Precisamente esa misma tarde un peón se quejó a Cooper de los venados
que estaban concluyendo con los porotos. Pedía escopeta, porque aunque
él tenía un perro, no podía sino _a veces_ alcanzarlos de un palo...
Cooper prestó la escopeta, y aún propuso ir esa noche al rozado.
—No hay luna—objetó el peón.
—No importa. Suelte el perro y veremos si el mío lo sigue.
Esa noche fueron al plantío. El peón soltó a su perro, y el animal se lanzó
en seguida en las tinieblas del monte, en busca de un rastro.
Al ver partir a su compañero, Yaguaí intentó en vano forzar la barrera de
caraguatá. Logrólo al fin, y siguió la pista del otro. Pero a los dos minutos
regresaba, muy contento de aquella escapatoria nocturna. Eso sí, no
quedó agujerito sin olfatear en diez metros a la redonda.
Pero cazar tras el rastro, en el monte, a un galope que puede durar muy
bien desde la madrugada hasta las tres de la tarde, eso no. El perro del
peón halló una pista, muy lejos, que perdió en seguida. Una hora después
volvía a su amo, y todos juntos regresaron a la casa.
La prueba, si no concluyente, desanimó a Cooper. Se olvidó luego de ello,
mientras el fox-terrier continuaba cazando ratas, algún lagarto o zorro en
su cueva, y lagartijas.
Entretanto, los días se sucedían unos a otros, enceguecientes, pesados, en
una obstinación de viento norte que doblaba las verduras en lacios
colgajos, bajo el blanco cielo de los mediodías tórridos. El termómetro se
mantenía a 38-40, sin la más remota esperanza de lluvia. Durante cuatro
días el tiempo se cargó; con asfixiante calma y aumento de calor. Y
cuando se perdió al fin la esperanza de que el sur devolviera en torrentes
de agua todo el viento de fuego recibido un mes entero del norte, la gente
se resignó a una desastrosa sequía.
El fox-terrier vivió desde entonces sentado bajo su naranjo, porque
cuando el calor traspasa cierto límite razonable, los perros no respiran
bien, echados. Con la lengua de fuera y los ojos entornados, asistió a la
muerte progresiva de cuanto era brotación primaveral. La huerta se
perdió rápidamente. El maizal pasó del verde claro a una blancura
amarillenta, y a fines de Noviembre sólo quedaban de él columnitas
truncas sobre la negrura desolada del rozado. La mandioca, heroica entre
todas, resistía bien.
El pozo del fox-terrier—agotada su fuente—perdió día a día su agua
verdosa, y tan caliente que Yaguaí no iba a él sino de mañana, si bien
ahora hallaba rastros de apereás, agutíes y hurones, que la sequía del
monte forzaba hasta aquél.
En vuelta de su baño, el perro se sentaba de nuevo, viendo aumentar poco
a poco el viento, mientras el termómetro, refrescado a 15 al amanecer,
llegaba a 41 a las dos de la tarde. La sequedad del aire llevaba a beber al
fox-terrier cada media hora, debiendo entonces luchar con las avispas y
abejas que invadían los baldes, muertas de sed. Las gallinas, con las alas
en tierra, jadeaban tendidas a la triple sombra de los bananos, la glorieta
y la enredadera de flor roja, sin atreverse a dar un paso sobre la arena
abrasada, y bajo un sol que mataba instantáneamente a las hormigas
rubias.
Alrededor, cuanto abarcaba los ojos del fox-terrier, los bloques de hierro,
el pedregullo volcánico, el monte mismo, danzaba, mareado de calor. Al
oeste, en el fondo del valle boscoso, hundido en la depresión de la doble
sierra, el Paraná yacía, muerto a esa hora en su agua de cinc, esperando la
caída de la tarde para revivir. La atmósfera, entonces, ligeramente
ahumada hasta esa hora, se velaba al horizonte en denso vapor, tras el
cual el sol, cayendo sobre el río, sosteníase asfixiado en perfecto círculo
de sangre. Y mientras el viento cesaba por completo y en el aire aún
abrasado Yaguaí arrastraba por la meseta su diminuta mancha blanca, las
palmeras, recortándose inmóviles sobre el río cuajado en rubí, infundían
en el paisaje una sensación de lujoso y sombrío oasis.
Los días se sucedían iguales. El pozo del fox-terrier se secó, y las
asperezas de la vida, que hasta entonces evitaran a Yaguaí, comenzaron
para él esa misma tarde.
Desde tiempo atrás, el perrito blanco había sido muy solicitado por un
amigo de Cooper, hombre de selva cuyos muchos ratos perdidos se
pasaban en el monte tras los tatetos. Tenía tres perros magníficos para
esta caza, aunque muy inclinados a rastrear coatíes, lo que envolviendo
una pérdida de tiempo para el cazador, constituye también la posibilidad
de un desastre, pues la dentellada de un coatí degüella sistemáticamente
al perro que no supo cogerlo.
Fragoso, habiendo visto un día trabajar al fox-terrier en un asunto de
irara, que Yaguaí forzó a estarse definitivamente quieta, dedujo que un
perrito que tenía ese talento especial para moder justamente entre cruz y
pescuezo, no era un perro cualquiera, por más corta que tuviera la cola.
Por lo que instó repetidas veces a Cooper a que le prestara a Yaguaí.
—Yo te lo voy a enseñar bien a usted, patrón—le decía.
—Tiene tiempo—respondía Cooper.
Pero en esos días abrumadores—la visita de Fragoso avivando el recuerdo
de aquello—Cooper le entregó su perro a fin de que le enseñara a correr.
Corrió, sin duda, mucho más de lo que hubiera deseado el mismo Cooper.
Fragoso vivía en la margen izquierda del Yabebirí, y había plantado en
octubre un mandiocal que no producía aún, y media hectárea de maíz y
porotos, totalmente perdida. Esto último, específico para el cazador, tenía
para Yaguaí muy poca importancia, trastornándole en cambio la nueva
alimentación. El, que en casa de Cooper coleaba ante la mandioca
simplemente cocida, para no ofender a su amo, y olfateaba por tres o
cuatro lados el locro, para no quebrar del todo con la cocinera, conoció la
angustia de los ojos brillantes y fijos en el amo que come, para concluir
lamiendo el plato que sus tres compañeros habían pulido ya, esperando
ansiosamente el puñado de maíz sancochado que les daban cada día.
Los tres perros salían de noche a cazar por su cuenta— maniobra ésta que
entraba en el sistema educacional del cazador;—pero el hambre, que
llevaba a aquellos naturalmente al monte a rastrear para comer,
inmovilizaba al fox-terrier en el rancho, único lugar del mundo donde
podía hallar comida. Los perros que no devoran la caza, serán siempre
malos cazadores; y justamente la raza a que pertenecía Yaguaí, caza desde
su creación por simple sport.
Fragoso intentó algún aprendizaje con el fox-terrier. Pero siendo Yaguaí
mucho más perjudicial que útil al trabajo desenvuelto de sus tres perros,
lo relegó desde entonces en el rancho a espera de mejores tiempos para
esa enseñanza.
Entretanto, la mandioca del año anterior comenzaba a concluirse, las
últimas espigas de maíz rodaron por el suelo, blancas y sin un grano, y el
hambre, ya dura para los tres perros nacidos con ella, royó las entrañas
de Yaguaí. En aquella nueva vida había adquirido con pasmosa rapidez el
aspecto humillado, servil y traicionero de los perros del país. Aprendió
entonces a merodear de noche en los ranchos vecinos, avanzando con
cautela, las piernas dobladas y elásticas, hundiéndose lentamente al pie
de una mata de espartillo, al menor rumor hostil. Aprendió a no ladrar
por más furor o miedo que tuviera, y a gruñir de un modo
particularmente sordo, cuando el cuzco de un rancho defendía a éste del
pillaje. Aprendió a visitar los gallineros, a separar dos platos encimados
con el hocico, y a llevarse en la boca una lata con grasa, a fin de vaciarla
en la impunidad del pajonal. Conoció el gusto de las guascas ensebadas,
de los zapatones untados de grasa, del hollín pegoteado de una olla, y—
alguna vez—de la miel recogida y guardada en un trozo de tacuara.
Adquirió la prudencia necesaria para apartarse del camino cuando un
pasajero avanzaba, siguiéndolo con los ojos, aguachado entre el pasto. Y a
fines de enero, de la mirada encendida, las orejas firmes sobre los ojos, y
el rabo alto y provocador del fox-terrier, no quedaba sino un esqueletillo
sarnoso, de orejas echadas atrás y rabo hundido y traicionero, que trotaba
furtivamente por los caminos.
La sequía continuaba; el monte quedó poco a poco desierto, pues los
animales se concentraban en los hilos de agua que habían sido grandes
arroyos. Los tres perros forzaban la distancia que los separaba del
abrevadero de las bestias, con éxito mediano, pues siendo éste muy
frecuentado a su vez por los yaguareteí, la caza menor tornábase
desconfiada. Fragoso, preocupado con la ruina del rozado y disgustos con
el propietario de su tierra, no tenía humor para cazar, ni aún por hambre.
Y la situación amenazaba así tornarse muy crítica, cuando una
circunstancia fortuita trajo un poco de aliento a la lamentable jauría.
Fragoso debió ir a San Ignacio, y los cuatro perros, que fueron con él,
sintieron en sus narices dilatadas una impresión de frescura vegetal—
vaguísima, si se quiere,—pero que acusaba un poco de vida en aquel
infierno de calor y seca. En efecto, la región había sido menos azotada,
resultas de lo cual algunos maizales, aunque miserables, se sostenían en
pie.
No comieron ese día; pero al regresar jadeando detrás del caballo, los
perros no olvidaron aquella sensación de frescura, y a la noche siguiente
salían juntos en mudo trote hacia San Ignacio. En la orilla del Yabebirí se
detuvieron oliendo el agua y levantando el hocico trémulo a la otra costa.
La luna salía entonces, con su amarillenta luz de menguante. Los perros
avanzaron cautelosamente sobre el río a flor de piedra, saltando aquí,
nadando allá, en un paso que en agua normal no da fondo a tres metros.
Sin sacudirse casi, reanudaron el trote silencioso y tenaz hacia el maizal
más cercano. Allí el fox-terrier vió cómo sus compañeros quebraban los
tallos con los dientes, devorando en secos mordiscos que entraban hasta
el marlo, las espigas en choclo. Hizo lo mismo; y durante una hora, en el
rozado negro de árboles quemados, que la fúnebre luz del menguante
volvía más espectral, los perros se movieron de aquí para allá entre las
cañas, gruñéndose mutuamente.
Volvieron tres veces más, hasta que la última noche un estampido
demasiado cercano los puso en guardia. Mas coincidiendo esta aventura
con la mudanza de Fragoso a San Ignacio, los perros no sintieron mucho.
*****
Fragoso había logrado por fin trasladarse allá, en el fondo de la colonia.
El monte, entretejido de tacuapí, denunciaba tierra excelente; y aquellas
inmensas madejas de bambú, tendidas en el suelo con el machete, debían
de preparar magníficos rozados.
Cuando Fragoso se instaló, el tacuapí comenzaba a secarse. Rozó y quemó
rápidamente un cuarto de hectárea, confiando en algún milagro de lluvia.
El tiempo se descompuso, en efecto; el cielo blanco se tornó plomo, y en
las horas más calientes se transparentaban en el horizonte lívidas orlas de
cúmulos. El termómetro a 39 y el viento norte soplando con furia,
trajeron al fin doce milímetros de agua, que Fragoso aprovechó para su
maíz, muy contento. Lo vió nacer, lo vió crecer magníficamente hasta
cinco centímetros, pero nada más.
En el tacuapí, bajo él y alimentándose acaso de sus brotos, viven infinidad
de roedores. Cuando aquél se seca, sus huéspedes se desbandan, el
hambre los lleva forzosamente a las plantaciones; y de este modo los tres
perros de Fragoso, que salían una noche, volvieron en seguida
restregándose el hocico mordido. Fragoso mató esa misma noche cuatro
ratas que asaltaban su lata de grasa.
Yaguaí no estaba allí. Pero a la noche siguiente, él y sus compañeros se
internaban en el monte (aunque el fox-terrier no corría tras el rastro,
sabía perfectamente desenfundar tatús y hallar nidos de urúes), cuando el
primero se sorprendió del rodeo que efectuaban sus compañeros para no
cruzar el rozado. Yaguaí avanzó por éste, no obstante; y un momento
después lo mordian en una pata, mientras rápidas sombras corrían a
todos lados.
Yaguaí vió lo que era; e instantáneamente, en plena barbarie de bosque
tropical y miseria, surgieron los ojos brillantes, el rabo alto y duro, y la
actitud batalladora del admirable perro inglés. Hambre, humillación,
vicios adquiridos, todo se borró en un segundo ante las ratas que salían
de todas partes. Y cuando volvió por fin a echarse, ensangrentado,
muerto de fatiga, tuvo que saltar tras las ratas hambrientas que invadían
literalmente el rancho.
Fragoso quedó encantado de aquella brusca energía de nervios y
músculos que no recordaba más, y subió a su memoria el recuerdo del
viejo combate con la irara; era la misma mordida sobre la cruz: un golpe
seco de mandíbula, y a otra rata.
Comprendió también de dónde provenía aquella nefasta invasión, y con
larga serie de juramentos en voz alta, dió su maizal por perdido. ¿Qué
podía hacer Yaguaí solo? Fué al rozado, acariciando al fox-terrier, y silbó
a sus perros; pero apenas los rastreadores de tigres sentían los dientes de
las ratas en el hocico, chillaban, restregándolo a dos patas. Fragoso y
Yaguaí hicieron solos el gasto de la jornada, y si el primero sacó de ella la
muñeca dolorida, el segundo echaba al respirar burbujas sanguinolentas
por la nariz.
En doce días, a pesar de cuanto hicieron Fragoso y el fox-terrier para
salvarlo, el rozado estaba perdido. Las ratas, al igual de las martinetas,
saben muy bien desenterrar el grano adherido aún a la plantita. El
tiempo, otra vez de fuego, no permitía ni la sombra de nueva plantación,
y Fragoso se vió forzado a ir a San Ignacio en busca de trabajo, llevando al
mismo tiempo su perro a Cooper, que él no podía ya entretener poco ni
mucho. Lo hacía con verdadera pena, pues las últimas aventuras,
colocando al fox-terrier en su verdadero teatro de caza, habían levantado
muy alta la estima del cazador por el perrito blanco.
En el camino, el fox-terrier oyó, lejano, el ruido de carretería de los
pajonales del Yabebirí ardiendo con la sequía; vió a la vera del bosque a
las vacas que soportando la nube de tábanos, doblaban los catiguás con el
pecho, avanzando montadas sobre el tronco arqueado hasta alcanzar las
hojas. Vió al mismo monte subtropical secándose en los pedregales, y
sobre el brumoso horizonte de las tardes de 38-40, volvió a ver el sol
cayendo asfixiado en un círculo rojo y mate.
Media hora después llegaban a San Ignacio, y siendo ya tarde para llegar
hasta lo de Cooper, Fragoso aplazó para la mañana siguiente su visita.
Los tres perros, aunque muertos de hambre, no se aventuraron mucho a
merodear en país desconocido, con excepción de Yaguaí, al que el
recuerdo bruscamente despierto de las viejas carreras delante del caballo
de Cooper, llevaba en línea recta a casa de su amo.
*****
Las circunstancias anormales porque pasaba el país con la sequía de
cuatro meses—y es preciso saber lo que esto supone en Misiones—hacía
que los perros de los peones, ya famélicos en tiempo de abundancia,
llevaran sus pillajes nocturnos a un grado intolerable. En pleno día,
Cooper había tenido ocasión de perder tres gallinas, arrebatadas por los
perros hacia el monte. Y si se recuerda que el ingenio de un poblador
haragán llega a enseñar a sus cachorros esta maniobra para aprovecharse
ambos de la presa, se comprenderá que Cooper perdiera la paciencia,
descargando irremisiblemente su escopeta sobre todo ladrón nocturno.
Aunque no usaba sino perdigones, la lección era asimismo dura.
Así una noche, en el momento que se iba a acostar, percibió su oído alerta
el ruido de las uñas enemigas, tratando de forzar el tejido de alambre.
Con un gesto de fastidio descolgó la escopeta, y saliendo afuera vió una
mancha blanca que avanzaba dentro del patio. Rápidamente hizo fuego, y
a los aullidos transpasantes del animal arrastrándose sobre las patas
traseras, tuvo un fugitivo sobresalto, que no pudo explicar y se desvaneció
en seguida. Llegó hasta el lugar, pero el perro había desaparecido ya, y
entró de nuevo.
—¿Qué fué, papá?—le preguntó desde la cama su hija.—¿Un perro?
—Sí—repuso Cooper colgando la escopeta.—Le tiré un poco de cerca...
—¿Grande el perro, papá?
—No, chico.
Pasó un momento.
—¡Pobre Yaguaí!—prosiguió Julia.—¡Cómo estará!
Súbitamente Cooper recordó la impresión sufrida al oir aullar al perro:
algo de su Yaguaí había allí... Pero pensando también en cuán remota era
esa probabilidad, se durmió.
Fué a la mañana siguiente, muy temprano, cuando Cooper, siguiendo el
rastro de sangre, halló a Yaguaí muerto al borde del pozo del bananal.
De pésimo humor volvió a casa, y la primer pregunta de Julia fué por el
perro chico.
—¿Murió, papá?
—Sí, allá en el pozo... es Yaguaí.
Cogió la pala, y seguido de sus dos hijos consternados, fué al pozo. Julia,
después de mirar un momento inmóvil, se acercó despacio a sollozar
junto al pantalón de Cooper.
—¡Qué hiciste, papá!
—No sabía, chiquita... Apártate un momento.
En el bananal enterró a su perro, apisonó la tierra encima, y regresó
profundamente disgustado, llevando de la mano a sus dos chicos, que
lloraban despacio para que su padre no los sintiera.
LOS PESCADORES DE VIGAS
El motivo fué cierto juego de comedor que míster Hall no tenía aún, y su
fonógrafo fué quien le sirvió de anzuelo.
Candiyú lo vió en la oficina provisoria de la _Yerba Company_, donde
míster Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.
Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa alguna,
contentándose con detener su caballo un poco al través delante del chorro
de luz, y mirar a otra parte. Pero como un inglés, a la caída de la noche,
en mangas de camisa por el calor, y con una botella de whisky al lado, es
cien veces más circunspecto que cualquier mestizo, míster Hall no
levantó la vista del disco. Con lo que vencido y conquistado, Candiyú
concluyó por arrimar su caballo a la puerta, en cuyo umbral apoyó el
codo.
—Buenas noches, patrón ¡Linda música!
—Sí, linda—repuso míster Hall.
—¡Linda!—repitió el otro.—¡Cuánto ruido!
—Sí, mucho ruido—asintió míster Hall, que hallaba no desprovistas de
profundidad las observaciones de su visitante.
Candiyú admiraba los nuevos discos:
—¿Te costó mucho a usted, patrón?
—Costó... qué?
—Ese hablero... los mozos que cantan.
La mirada turbia, inexpresiva e insistente de míster Hall, se aclaró. El
contador comercial surgía.
—¡Oh, cuesta mucho!... ¿Usted quiere comprar?
—Si usted querés venderme... —contestó llanamente
Candiyú, convencido de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall
proseguía mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del
disco a fuerza de marchas metálicas.
—Vendo barato a usted... ¡cincuenta pesos!
Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su maquinista,
alternativamente:
—¡Mucha plata! No tengo.
—¿Usted qué tiene, entonces?
El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.
—¿Dónde usted vive?—prosiguió míster Hall, evidentemente decidido a
desprenderse de su gramófono.
—En el puerto.
—¡Ah! yo conozco usted... ¿Usted llama Candiyú?
—Así es.
—¿Y usted pesca vigas?
—A veces, alguna viguita sin dueño...
—¡Vendo por vigas!... Tres vigas aserradas. Yo mando carreta. ¿Conviene?
Candiyú se reía.
—No tengo ahora. Y esa... maquinaria, tiene mucha delicadeza?
—No; botón acá, y botón acá... yo enseño. ¿Cuándo tiene madera?
—Alguna creciente... Ahora debe venir una. ¿Y qué palo querés usted?
—Palo rosa. ¿Conviene?
—¡Hum!... No baja ese palo casi nunca... Mediante una creciente grande,
solamente. ¡Lindo palo! Te gusta palo bueno, a usted.
—Y usted lleva buen gramófono. ¿Conviene?
El mercado prosiguió a son de cantos británicos, el indígena esquivando
la vía recta, y el contador acorralándolo en el pequeño círculo de la
precisión. En el fondo, y descontados el calor y el whisky, el ciudadano
inglés no hacía un mal negocio, cambiando un perro gramófono por
varias docenas de bellas tablas, mientras el pescador de vigas, a su vez,
entregaba algunos días de habitual trabajo a cuenta de una maquinita
prodigiosamente ruidera.
Por lo cual el mercado se realizó, a tanto tiempo de plazo.
Candiyú vive en la costa del Paraná, desde hace treinta años; y si su
hígado es aún capaz de combinar cualquier cosa después del último
ataque de fiebre, en diciembre pasado, debe vivir todavía unos meses
más. Pasa ahora los días sentado en su catre de varas, con el sombrero
puesto. Sólo sus manos, lívidas zarpas veteadas de verde que penden
inmensas de las muñecas, como proyectadas en primer término en una
fotografía, se mueven monótonamente sin cesar, con temblor de loro
implume.
Pero en aquel tiempo Candiyú era otra cosa. Tenía entonces por oficio
honorable el cuidado de un bananal ajeno, y—poco menos lícito—el de
pescar vigas. Normalmente, y sobre todo en época de creciente, derivan
vigas escapadas de los obrajes, bien que se desprendan de una jangada en
formación, bien que un peón bromista corte de un machetazo la soga que
las retiene. Candiyú era poseedor de un anteojo telescopado, y pasaba las
mañanas apuntando al agua, hasta que la línea blanquecina de una viga,
destacándose en el horizonte montuoso, lo lanzaba en su chalana al
encuentro de la presa. Vista la viga a tiempo, la empresa no es
extraordinaria, porque la pala de un hombre de coraje, recostado o
halando de un pieza de 10 x 40, vale cualquier remolcador.
*****
Allá en el obraje de Castelhum, más arriba de Puerto Felicidad, las lluvias
habían comenzado después de setenta y cinco días de seca absoluta que
no dejó llanta en las alzaprimas. El haber realizable del obraje consistía
en ese momento en siete mil vigas—bastante más que una fortuna. Pero
como las dos toneladas de una viga, mientras no están en el puerto, no
pesan dos escrúpulos en caja, Castelhum y Cía. distaban muchísimas
leguas de estar contentos.
De Buenos Aires llegaron órdenes de movilización inmediata; el
encargado del obraje pidió mulas y alzaprimas; le respondieron que con
el dinero de la primera jangada a recibir le remitirían las mulas, y el
gerente contestó que con esa mulas anticipadas, les mandaría la primer
jangada.
No había modo de entenderse. Castelhum subió hasta el obraje y vió el
stock de madera en el campamento, sobre la barranca del Ñacanguazú al
norte.
—¿Cuánto?—preguntó Castelhum a su encargado.
—Treinticinco mil pesos—repuso éste.
Era lo necesario para trasladar las vigas al Paraná. Y sin contar la estación
impropia.
Bajo la lluvia que unía en un solo hilo de agua su capa de goma y su
caballo, Castelhum consideró largo rato el arroyo arremolinado.
Señalando luego el torrente con un movimiento del capuchón:
—¿Las aguas llegarán a cubrir el salto?—preguntó a su compañero.
—Si llueve mucho, sí.
—¿Tiene todos los hombres en el obraje?
—Hasta este momento; esperaba órdenes suyas.
—Bien—dijo Castelhum.—Creo que vamos a salir bien. Míster Fernández:
Esta misma tarde refuerce la maroma en la barra, y comience a arrimar
todas las vigas aquí a la barranca. El arroyo está limpio, según me dijo.
Mañana de mañana bajo a Posadas, y desde entonces, con el primer
temporal que venga, eche los palos al arroyo. ¿Entiende? Una buena
lluvia.
El encargado lo miró abriendo cuanto pudo los ojos.
—La maroma va a ceder antes que lleguen cien vigas.
—Ya sé, no importa. Y nos costará muchísimos miles.
Volvamos y hablaremos más largo.
Fernández se encogió de hombros y silbó a los capataces.
En el resto del día, sin lluvia pero empapado en calma de agua, los peones
tendieron de una orilla a otra en la barra del arroyo, la cadena de vigas, y
el tumbaje de palos comenzó en el campamento. Castelhum bajó a
Posadas sobre una agua de inundación que iba corriendo nueve millas, y
que al salir del Guayra se había alzado siete metros la noche anterior.
Tras gran sequía, grandes lluvias. A mediodía comenzó el diluvio, y
durante cincuenta y dos horas consecutivas el monte tronó de agua. El
arroyo, venido a torrente, pasó a rugiente avalancha de agua ladrillo. Los
peones, calados hasta los huesos, con su flacura en relieve por la ropa
pegada al cuerpo, despeñaban las vigas por la barranca. Cada esfuerzo
arrancaba un unísono grito de ánimo, y cuando la monstruosa viga
rodaba dando tumbos y se hundía con un cañonazo en el agua, todos los
peones lanzaban su ¡a...ijú! de triunfo. Y luego, los esfuerzos malgastados
en el barro líquido, la zafadura de las palancas, las costaladas bajo la
lluvia torrencial. Y la fiebre.
Bruscamente, por fin, el diluvio cesó. En el súbito silencio circunstante,
se oyó el tronar de la lluvia todavía sobre el bosque inmediato. Más sordo
y más hondo, el retumbo del Ñacanguazú. Algunas gotas, distanciadas y
livianas, caían aún del cielo exhausto. Pero el tiempo proseguía cargado,
sin el más ligero soplo. Se respiraba agua, y apenas los peones hubieron
descansado un par de horas, la lluvia recomenzó—la lluvia a plomo,
maciza y blanca de las crecidas. El trabajo urgía—los sueldos habían
subido valientemente—y mientras el temporal siguió, los peones
continuaron gritando, cayéndose y tumbando bajo el agua fría.
En la barra del Ñacanguazú, la barrera flotante contuvo a los primeros
palos que llegaron, y resistió arqueada y gimiendo a muchas más; hasta
que al empuje incontrastable de las vigas que llegaban como catapultas
contra la maroma, el cable cedió.
*****
Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando que la creciente
actual, que allí en San Ignacio había subido dos metros más el día
anterior—llevándose por lo demás su chalana—sería más allá de Posadas,
formidable inundación. Las maderas habían comenzado a descender,
pero todas ellas, a juzgar por su alta flotación, eran cedros o poco menos,
y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas.
Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde siguiente Candiyú tuvo
la sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra, una verdadera
jangada de vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí. Madera de
lomo blanquecino, y perfectamente seca. Allí estaba su lugar. Saltó en su
guabiroba, y paleó al encuentro de la caza.
Ahora bien, en una creciente del Alto Paraná se encuentran muchas cosas
antes de llegar a la viga elegida. Arboles enteros, desde luego, arrancados
de cuajo y con las raíces negras al aire, como pulpos. Vacas y mulas
muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes ahogados,
fusilados o con una flecha plantada aún en el vientre. Altos conos de
hormigas amontonadas sobre un raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y
espuma a discreción,—sin contar, claro está, las víboras.
Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces más de las
necesarias para llegar a la presa. Al fin la tuvo; un machetazo puso al vivo
la veta sanguínea del palo rosa, y recostándose a la viga pudo derivar con
ella oblicuamente algún trecho. Pero las ramas, los árboles, pasaban sin
cesar arrastrándolo. Cambió de táctica; enlazó su presa, y comenzó
entonces la lucha muda y sin tregua, echando silenciosamente el alma a
cada palada.
Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un impulso
suficientemente grande para que tres hombres titubeen antes de
atreverse con ella. Pero Candiyú unía a su gran aliento, treinta años de
piraterías en río bajo o alto, deseando—además—ser dueño de un
gramófono.
La noche, negra, le deparó incidentes a su plena satisfacción. El río, a flor
de ojo casi, corría velozmente con untuosidad de aceite. A ambos lados
pasaban y pasaban sin cesar sombras densas. Un hombre ahogado
tropezó con la guabiroba; Candiyú se inclinó y vió que tenía la garganta
abierta. Luego visitantes incómodos, víboras al asalto, las mismas que en
las crecidas trepan por las ruedas de los vapores hasta los camarotes.
El hercúleo trabajo proseguía, la pala temblaba bajo el agua, pero era
arrastrado a pesar de todo. Al fin se rindió; cerró más el ángulo de
abordaje, y sumó sus últimas fuerzas para alcanzar el borde de la canal,
que rasaba los peñascos del Teyucuaré. Durante diez minutos el pescador
de vigas, los tendones del cuello duros y los pectorales como piedra, hizo
lo que jamás volverá a hacer nadie para salir de la canal en una creciente,
con una viga a remolque. La guabiroba se estrelló por fin contra las
piedras, se tumbó, justamente cuando a Candiyú quedaba la fuerza
suficiente—y nada más,—para sujetar la soga y desplomarse de boca.
Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres docenas de tablas,
y veinte segundos después,—ni más ni menos—entregó a Candiyú el
gramófono, incluso veinte discos.
La firma Castelhum y Cía., no obstante la flotilla de lanchas a vapor que
lanzó contra las vigas—y esto por bastante más de treinta días—perdió
muchas. Y si alguna vez Castelhum llega a San Ignacio y visita a míster
Hall, admirará sinceramente los muebles del citado contador, hechos de
palo rosa.
LA MIEL SILVESTRE
Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce
años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en
la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda
a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la
pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado
particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el
bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros
como encanto.
Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes les
buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran
asombro de sus hermanos menores—iniciados también en Julio Verne—
sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla.
Acaso, sin embargo, la aventura de los dos robinsones fuera más formal, a
haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las
escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a tal extremo
arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus strom-boot.
Benincasa, habiendo concluído sus estudios de contaduría pública, sintió
fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No que su temperamento
fuera ese, pues antes bien era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara
uniformemente rosada, en razón de gran bienestar. En consecuencia, lo
suficientemente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién
sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero
que fué siempre juicioso, cree de su deber, la víspera de sus bodas,
despedirse de la vida libre con una noche de orgía en compañía de sus
amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o
tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná
hasta un obraje, con sus famosos strom-boot.
Apenas salido de Corrientes, había calzado sus botas fuertes, pues los
yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el
contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y
sucios contactos.
De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que
contener el desenfado de su ahijado.
—¿A dónde vas ahora?—le había preguntado sorprendido.
—Al monte; quiero recorrerlo un poco—repuso Benincasa, que acababa
de colgarse el winchester al hombro.
—¡Pero infeliz! no vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O
mejor, deja esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa renunció. No obstante, fué hasta la vera del bosque y se
detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las
manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable
maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de
nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de
una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa
no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la segunda noche—aunque de un carácter singular.
Dormía profundamente, cuando fué despertado por su padrino.
—¡Eh, dormilón! levántate que te van a comer vivo.
Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los
tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su
padrino y dos peones regaban el piso.
—¿Qué hay, qué hay?—preguntó, echándose al suelo.
—Nada... cuidado con los pies; la corrección.
Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que
llamamos _corrección_. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan
velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras.
Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos,
alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay
animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en
una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no
hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador.
Los perros aullan, los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a
trueque de ser roído en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el
lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o
grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten sin embargo a la creolina o droga similar, y como en el obraje
abundaba aquella, antes de una hora quedó libre de la corrección.
Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de la
mordedura.
—Pican muy fuerte, realmente—dijo sorprendido, levantando la cabeza a
su padrino.
Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió,
felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la invasión.
Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por
pesadillas tropicales.
Al día siguiente se fué al monte, esta vez con un machete, pues había
concluído por comprender que tal expediente le sería en el monte mucho
más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso y su
acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas,
azotarse la cara y cortarse las botas, todo en uno.
El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión—
exacta por lo demás—de un escenario visto de día. De la bullente vida
tropical, no hay más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni
un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la
atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas
aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela, y vió en el fondo
de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
—Esto es miel—se dijo el contador público con íntima gula.—Deben de
ser bolitas de cera, llenas de miel...
Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después de un
momento de desencanto, pensó en el fuego: levantaría una buena
humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba
cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en
su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una en seguida, y oprimiéndole el
abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarificó
en milífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos!
En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose
un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó
en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes
estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que
Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El
contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucalipto. Y
por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué
perfume, en cambio!
Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían útiles,
comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre
su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero,
después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente
abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la
lengua del contador.
Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de
Benincasa. Fué inútil que prolongara la suspensión y mucho más que
repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse.
Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado
un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa
consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban
posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del
paisaje.
—Qué curioso mareo... —pensó el contador—y lo peor es...
Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de
nuevo sobre el tronco. ¡Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas,
como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le
hormigueaban.
—¡Es muy raro, muy raro, muy raro!—se repitió estúpidamente
Benincasa, sin escrudiñar sin embargo el motivo de esa rareza.—Como si
tuviera hormigas... la corrección—concluyó.
Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto.
—¡Debe de ser la miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror;
no había podido ni aún moverse. Ahora la sensación de plomo y el
hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir
allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo
medio de defensa.
—¡Voy a morir ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... ¡Ya no puedo
mover la mano!...
En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de
garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su
angustia cambió de forma.
—¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él,
dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba.
Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba
vertiginosamente. Otra vez subió a su memoria el recuerdo de la
corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia, la
posibilidad de que eso negro que invadía el suelo...
Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó
un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra la
tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de
hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el
suelo, y el contador sintió por bajo el calzoncillo, el río de hormigas
carnívoras que subían.
*****
Su padrino halló por fin dos días después, sin la menor partícula de
carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que
merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron
suficientemente.
No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o
paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el
trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su
condición—tal el dejo a resina de eucalipto que creyó sentir Benincasa.
NUESTRO PRIMER CIGARRO