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Directorio Franciscano

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DIRECTORIO

FRANCISCANO

RENOVACIÓN DEL
SACRAMENTO DE LA
CONFESIÓN

por Raniero Cantalamessa,


o.f.m.cap.

[Ofrecemos a continuación
un fragmento amplio de la
tercera y última meditación
que en la Cuaresma de 2004
el P. Cantalamessa,
franciscano capuchino,
predicador de la Casa
Pontificia, dirigió al papa
Juan Pablo II y a sus
colaboradores de la Curia
Romana]

Digamos ante todo que el


sacramento de la
reconciliación no es el único
medio que tenemos a
disposición en la lucha diaria
contra el pecado... Sabemos
no obstante que es el medio
ordinario y necesario para
obtener el perdón de los
pecados graves cometidos
después del bautismo...

La confesión es el momento
en que la dignidad de cada
creyente es afirmada más
claramente. En cualquier otro
momento de la vida de la
Iglesia el creyente es uno
entre tantos: uno de los que
escuchan la Palabra, uno de
los que reciben la Eucaristía.
Aquí él es único; la Iglesia
existe en ese momento sólo
para él o para ella.

Esta forma de liberarse del


pecado confesándolo a Dios a
través de su ministro se
corresponde con la necesidad
natural de la psiquis humana
de liberarse de lo que oprime
la conciencia manifestándolo,
sacándolo a la luz y
expresándolo verbalmente. El
Salmo 32 describe la felicidad
que brota de tal experiencia.

3. Renovar el sacramento en
el Espíritu

Si queremos sin embargo que


este sacramento sea
verdaderamente eficaz en la
lucha contra el pecado, su
modo de administrarlo y
recibirlo debe ser renovado en
el Espíritu, como cualquier
otra cosa en la Iglesia. El
vínculo entre Espíritu Santo y
perdón de los pecados está en
las palabras mismas de
institución de este
sacramento: «Recibid el
Espíritu Santo. A quienes
perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes
se los retengáis, les quedan
retenidos» (Jn 20,22 ss).

Una antigua oración litúrgica


dice: «Te rogamos Señor: que
el Espíritu Santo sane
nuestras almas con los divinos
sacramentos, porque Él
mismo es la remisión de todos
los pecados». Esta audaz
afirmación se inspira en San
Ambrosio. «En la remisión de
los pecados -escribe el santo-,
los hombres desempeñan un
ministerio, pero no ejercen
potestad propia alguna, puesto
que es por el Espíritu Santo
que los pecados son
perdonados».

Uno de los símbolos del


Espíritu Santo es el fuego:
«Él os bautizará en Espíritu
Santo y fuego» (Mt 3,11); «Se
les aparecieron unas lenguas
como de fuego... quedaron
todos llenos del Espíritu
Santo» (Hch 2,4). El fuego
purifica. También el agua
simboliza con frecuencia la
purificación, pero con una
diferencia: el agua purifica la
superficie de las cosas, el
fuego también el interior,
penetra entre fibra y fibra y
libera de la escoria. Para
purificar el oro no basta con
lavarlo, hay que pasarlo por el
crisol.

Esto hace el Espíritu Santo en


el sacramento de la
reconciliación. Él libera la
imagen de Dios de las
incrustaciones del pecado y le
devuelve su esplendor
original. Hablando de la brasa
encendida que purifica los
labios de Isaías (Cf. Is 6,6),
San Ambrosio escribe:
«Aquel fuego era figura del
Espíritu Santo que
descendería tras la ascensión
del Señor para perdonar los
pecados de todos y para
inflamar, como fuego, el alma
y la mente de los fieles».

Renovar el sacramento en el
Espíritu quiere decir vivir la
confesión no como un rito,
una costumbre o una
obligación canónica que hay
que cumplir, sino como un
encuentro personal con el
Resucitado que nos permite,
como a Tomás, tocar sus
llagas, sentir en nosotros la
fuerza sanadora de su sangre
y gustar «el gozo de estar
salvados». La confesión nos
permite experimentar en
nosotros lo que la Iglesia
canta la noche de Pascua en el
Exultet: «¡Oh feliz culpa que
nos ha merecido tal
Redentor!». ¡Jesús sabe hacer
de todas las culpas humanas,
una vez reconocidas, «felices
culpas», culpas que ya no se
recuerdan más sino por la
experiencia de misericordia y
de ternura divina de la que
han sido ocasión!

Un milagro mayor que decir a


un paralítico: «Levántate y
anda» sucede en cada
absolución (Cf. Mc 2,9). Sólo
la omnipotencia divina puede
crear de la nada lo que no es,
y reducir a la nada lo que es,
y esto es lo que ocurre en la
remisión de los pecados. En
ella se realiza de hecho lo que
sucede de derecho en la cruz:
es «destruido el cuerpo del
pecado», literalmente
«aniquilado» (Rm 6,7).

El sacramento de la confesión
pone a nuestra disposición un
medio excelente e insuperable
para hacer siempre de nuevo
la experiencia de la
justificación gratuita a través
de la fe. Nos da la posibilidad
de realizar cada vez el
«maravilloso intercambio»
por el que nosotros damos a
Cristo nuestros pecados y Él
nos da a nosotros su justicia.
Después de cada buena
confesión, somos el publicano
que sólo por haber dicho:
«¡Oh Dios, ten piedad de mí,
pecador!», vuelve a casa
justificado, perdonado,
transformado en criatura
nueva.

Recibida la absolución,
debemos estar atentos para no
repetir el error de los nueve
leprosos que ni siquiera se
dieron la vuelta para dar
gracias. Miremos qué hace en
el mosaico de esta capilla la
pecadora a la que mucho le ha
sido perdonado: con qué
infinita devoción y
conmoción se agacha a lavar
y besar los pies de Jesús y
secarlos con sus cabellos.
También nosotros, después de
cada confesión, podemos
correr a la casa donde Jesús
está en un banquete -acudir a
la Eucaristía o ante el
Santísimo-- y dar salida a
nuestra conmovida gratitud.
Renovar el sacramento en el
Espíritu significa, además,
revisar cada cierto tiempo
también el objeto de nuestras
confesiones. Existe el peligro
de detenerse en esquemas de
examen de conciencia
aprendidos de jóvenes y
seguir con ellos toda la vida,
mientras las situaciones han
cambiado y nuestros
verdaderos pecados ya no son
los mismos de entonces.

A veces, cuando no hay


pecados graves que confesar,
creo que conviene dejar
aparte todos nuestros
esquemas y, preparándonos
para la confesión, hacer con
Jesús un diálogo de este tipo:
«Jesús, en confianza sólo
entre Tú y yo: ¿qué es lo que
en este tiempo te ha
desagradado más de mí, qué
verdaderamente te ha
entristecido y ofendido?». En
general, la repuesta a esta
pregunta no se hace esperar...
Una vez obtenida, hay que ir
directamente a la cuestión y
no sepultar en la confesión
aquello bajo una avalancha de
otros defectos habituales.

4. Penitentes y confesores

Muchos de nosotros aquí


presentes no somos sólo
penitentes, sino también
confesores; no recibimos sólo
el sacramento de la
reconciliación, sino que
también lo administramos. La
renovación del sacramento no
se refiere sólo al modo de
recibirlo, sino también al
modo de administrarlo. Me
permito hacer humildemente
alguna reflexión al respecto.

La Iglesia latina ha intentado


explicar este sacramento con
la idea jurídica de un proceso
del que se sale absuelto, o no
absuelto. En este proceso el
ministro reviste la función de
juez. Esta visión, si se acentúa
unilateralmente, puede tener
consecuencias negativas. Se
hace difícil reconocer en el
confesor a Jesús. En la
parábola del hijo pródigo el
padre no se comporta como
juez, sino precisamente como
padre; antes aún de que el hijo
haya terminado de hacer su
confesión, le abraza y ordena
la fiesta. El Evangelio es el
verdadero «manual para
confesores»; el Derecho
Canónico está para servirlo,
no para sustituirlo.

Jesús no empieza a preguntar


en tono perentorio a la
adúltera, a Zaqueo y a todos
los pecadores que encuentra
«el número y la especie» de
los pecados: «¿Cuántas
veces? ¿Con quién?
¿Dónde?». Se preocupa ante
todo de que la persona
experimente la misericordia,
la ternura y también el gozo
de Dios al acoger al pecador.
Sabe que tras esta experiencia
será el propio pecador quien
sienta la necesidad de una
confesión cada vez más
completa de las culpas. En
toda la Biblia vemos en acto
la pedagogía de Dios de no
pedir al hombre todo e
inmediatamente en materia de
moral, sino sólo aquello que,
por el momento, está en grado
de comprender. Pablo habla
de una «divina paciencia» al
respecto (Cf. Rm 3,26). Lo
esencial es que haya un inicio
de verdadero arrepentimiento
y la voluntad de cambiar y
reparar el mal hecho.

El Papa ha dado un signo


fuerte en este sentido, y no
sólo con la Encíclica «Dives
in misericordia». En 1983,
mientras se celebraba el
Sínodo de los Obispos sobre
«Penitencia y reconciliación»,
quiso proclamar santo, en
presencia de todo el Sínodo,
al beato Leopoldo Mandic, el
humilde capuchino que había
pasado la vida confesando.

Es célebre la afabilidad, el
amor, el aliento con que San
Leopoldo acogía y se
despedía de cada penitente. A
quien le reprochaba que era
«demasiado bueno» y que
Dios le pediría cuentas de su
excesiva liberalidad con los
penitentes, respondía: «No
hemos sido nosotros quienes
hemos muerto por las almas,
sino que ha derramado Él su
sangre divina. Debemos por
lo tanto tratar a las almas
como nos ha enseñado Él con
su ejemplo. Si el Señor me
reprochara por excesiva
liberalidad, podría decirle:
"¡Señor bendito, este mal
ejemplo me lo habéis dado
Vos!"».

Los frutos dan testimonio de


la bondad de esta forma suya
de administrar el sacramento.
A medio siglo de distancia,
aún se hallan en Italia
personas que atribuyen a él su
regreso a la Iglesia. Es cierto
que junto a San Leopoldo,
tiernísimo en la confesión,
está en la misma orden San
Pío de Pietrelcina, del que son
conocidos los modos a veces
ásperos de acoger y
despedirse de los penitentes;
pero para imitarle en ello
habría que estar seguro de
tener el mismo don que
poseía él de unir de esta
forma aún más estrechamente
hacia sí a las almas y hacerlas
volver a su confesionario
inmediatamente después, con
disposiciones de corazón
transformadas.

Presentando un libro sobre


San Leopoldo, el entonces
cardenal prefecto de la
Congregación de los Santos,
Pietro Palazzini, escribía: «Si
hay personas que tienen la
obligación primaria de salvar
la confesión de la crisis que
parece amenazarla, éstas son
ante todo los sacerdotes... Si
acaso el alejamiento de los
fieles de este humanísimo y
consolador sacramento
ocurriera con independencia
de otras causas, ello sería
doloroso...; pero no lo sería
nunca como en el caso de que
ello dependiera de los
ministros». No es raro dar con
personas que se han alejado
de la confesión durante años y
a veces durante toda la vida
por un encuentro traumático
ocurrido la última vez que se
habían acercado al
sacramento.

La administración de la
penitencia puede
transformarse para un
confesor en una ocasión de
conversión y de gracia, como
lo es para un predicador el
anuncio de la Palabra de Dios.
En los pecados del penitente
reconoce sin dificultad, tal
vez en formas distintas, los
propios pecados, y mientras
oye una confesión no puede
menos que decir para sí:
«Señor, también yo, también
yo he hecho lo mismo, ten
piedad también de mí».
¡Cuántos pecados, nunca
incluidos en los exámenes de
conciencia propios, se
descubren oyendo los pecados
de los demás! A algún
penitente más afligido, San
Leopoldo decía para alentarle:
«Estamos aquí dos pecadores:
¡que Dios tenga piedad de
nosotros!».

Termino esta meditación con


una poesía de Paul Claudel
[aquí incompleta] que
describe la confesión con las
mismas imágenes con las que
la liturgia celebra la
resurrección de Cristo. Ésta
nos hace desear el gozo de
llegar a la Pascua renovados
en el espíritu por una buena
confesión:

«¡Dios mío, he resucitado y


estoy otra vez Contigo!
Dormía y estaba tumbado
como un muerto en la noche.
Dios dijo: Hágase la luz y me
he despertado
¡como se lanza un grito!
¡He resucitado y me he
despertado,
estoy en pié y comienzo el día
que empieza!
Estoy absuelto de todos mis
pecados
que he confesado uno por
uno.
El anillo nupcial está en mi
dedo y mi rostro está limpio.
Soy como un ser inocente en
la gracia
que me has concedido».

[Texto tomado de
http://www.cantalamessa.org/
es/quaresma04c.htm ]

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