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Jose Mallorqui - El Coyote 23 - La Esposa de Don Cesar

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La esposa de don César

Por José MALLORQUÍ

EDICIONES FORUM,S. A.
EL COYOTE, Nº 23
Publicación semanal
EDICIONES FORUM, S. A.
Córcega, 273-277, Barcelona-3 (España)

©1983. Herederos de J. Mallorquí


©1983. Ediciones Forum, S. A., sobre la presente edición
Ilustración de cubierta: Salvador Fabá
Ilustraciones interiores: Julio Bosch y José Mª. Bellalta
Producción gráfica: Beaumont
Imprime: Gráficas Futura, Sdad. Coop. Ltda.
Villafranca del Bierzo, 21-23, Polígono Industrial Cobo Calleja.
Fuenlabrada (Madrid)
Deposito legal: M. 10.089-1963
ISBN 84-85604-38-5
ISBN 84-83604-37-7 obra completa
Distribuye: R.B.A. Promotora de Ediciones, S.A.
Diagonal, 435. Barcelona-36. Teléfono (93) 2019955.
Printed in Spain / Impreso en España
Spirit96–Abril 2005

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Capítulo primero

Un hombre asustado

Borax MacAdoo miró fijamente al carcelero mientras éste abría la puerta de la


celda. Había llegado el temido momento de ser puesto en libertad. Durante tres días
había permanecido en la cárcel de Los Ángeles y, al revés que la mayoría de los presos,
aquel instante se le antojaba el más peligroso de todos los de su vida.
-Ya estás libre, Borax -dijo el carcelero, haciéndose a un lado y evitando la
mirada del preso.
-Cecilio: te daré cien dólares si me dejas encerrado unos días más -dijo
MacAdoo-. ¿Sabes la cantidad de cosas que tú podrías hacer con cien dólares?
Cecilio Castro miró, temeroso, al preso. De tener valor para ello hubiera dicho
que cien dólares son muy pocos dólares para vender por ellos su propia vida. Y la vida
sería lo que perdería si llegaba a aceptar la oferta del minero.
-No puedo hacerlo, Borax -replicó-. Debes salir de aquí ahora.
-¿Ahora mismo? ¿Por qué no más tarde?
-Ahora se cumplen los tres días.
-Si a todos los borrachos de Los Ángeles los encerraseis tres días en la cárcel,
necesitaríais una cárcel capaz para tres mil personas -dijo irónicamente MacAdoo-. Y
veo todas las celdas vacías.
-Sólo se les encierra cuando arman escándalo como los que tú armas cuando te

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emborrachas.
-Es curioso que sólo me emborrache en Los Ángeles -dijo Borax-. Es decir, en el
sitio donde menos bebo, un par de copas me tumban; en cambio, en otros sitios he
bebido una botella entera sin que me ocurriese nada.
-Tal vez sea cosa del clima -sugirió Cecilio-. Vamos, sal de la celda.
Borax MacAdoo siguió al carcelero hasta el despachito de la pequeña prisión.
Abriendo uno de los cajones de la mesa escritorio que se encontraba en un rincón de la
estancia, Cecilio sacó una bolsa de papel y vació su contenido encima de la mesa.
-Aquí está todo lo tuyo -dijo-. Compruébalo por ti mismo.
MacAdoo examinó los documentos que contenía su cartera, así como los siete
mil dólares que guardaba en ella. No faltaba ni un centavo.
-Eres más honrado de lo que imaginaba, Cecilio -dijo-. ¿Por qué no te
aprovechas para quedarte una parte del dinero? Hubieses podido decir que me lo
quitaron mientras estaba borracho. Yo te habría creído.
-No se me ocurrió esa solución -declaró Cecilio.
-Eso demuestra que eres más decente de lo que tú mismo supones. O acaso más
tonto. Quédate con los siete mil dólares y envía a su destino una carta.
La frente de Cecilio se perló de gotitas de sudor. ¡Aquella tentación!
-No... no puedo hacerlo, Borax. Te aseguro que si me fuese posible lo haría.
-¿Y si te diera unos puñetazos? ¿No tendrías que encerrarme?
Cecilio negó con la cabeza.
-No... Debes salir. Coge tu dinero, tus documentos y... tus armas.
Al decir esto, Cecilio Castro empujó hacia el preso dos revólveres «Colt» con
sus fundas y su cinturón canana. Cecilio había sido educado en la misión de San Luis
Obispo. Casi todo cuanto allí le enseñaron fue olvidado totalmente; pero algo, muy
poco, quedó en el alma del californiano. Por eso, no pudiendo resistir más, declaró:
-Borax, tú has sido buen amigo mío. Me has ayudado alguna vez y... En fin, no
puedo decirte nada más que esto: Quieren matarte y lo harán en cuanto salgas. Creo
que ya lo supones, ¿verdad?
-Sí, ya lo supongo. Lo he temido desde que me encerrasteis aquí. ¿Es cosa de
don Jerónimo?
-No puedo decírtelo -replicó Cecilio, en tanto que su rostro expresaba clara-
mente que Borax MacAdoo no iba descaminado en sus sospechas. Luego prosiguió-:
¿Por qué no vendes tus denuncias en el Valle de la Victoria?
-Porque tengo fe en ellas. Lo mismo le ocurre a don Jerónimo. Él también tiene
fe en esas tierras.
-¿De qué te servirán si mueres?
-Aún no me han matado.
-Están más cerca de hacerlo de lo que tú crees. Vende.
-Cecilio: entrega mi carta al comandante del Fuerte Moore. Él enviará una
escolta de soldados. Te daré diez mil dólares.
El carcelero movió negativamente la cabeza.
-No puedo hacerlo. No te ayudaría en nada y, en cambio, me perjudicaría mu-
cho. Ya hago demasiado al advertirte. Además, no sé nada. Lo único que puedo hacer
por ti es ir a anunciar que te desprendes de tus tierras del Valle. ¿Por qué no te decides
a venderlas?
Cecilio hablaba suplicante.
MacAdoo sonrió. Si había llegado el momento de jugarse la vida a cara o cruz,
estaba decidido a tentar la suerte, aunque sospechaba que sus adversarios utilizarían
una moneda en que ambos lados serían idénticos.
-Ya veo que no puedo conseguir nada -dijo-. Si al menos supiese lo que preten-

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den... Bien; saldré de la cárcel. Cecilio, el que va a morir te saluda.
Cecilio Castro no se atrevió a aceptar la mano que le tendía MacAdoo. Con
temblorosa voz, declaró:
-Te aseguro, Borax, que quisiera poder hacer algo por ti. ¿Por qué no vendes tus
tierras? Eso sería lo prudente.
-No las venderé. Si yo me quedo sin ellas, don Jerónimo no podrá tampoco
adquirirlas.
¿Era eso cierto? MacAdoo no estaba muy seguro de que don Jerónimo no hu-
biese ideado algún plan para quedarse como único dueño del Valle de la Victoria, que
ahora compartía con él.
Se ciñó los revólveres al cinto, comprobó que seguían cargados, aseguróse de
que salían fácilmente de las fundas, y, por último, dejó sobre la mesa quinientos
dólares, diciéndole a Cecilio:
-De todas formas, te los regalo. Si me han de matar, tú podrás disfrutar de ellos
mejor que yo.
Hasta mucho después de haberse marchado Borax, Cecilio no se atrevió a coger
el dinero y guardarlo.
Por su parte, MacAdoo salió de la pequeña prisión, y al llegar a la calle se de-
tuvo un momento a contemplar la gente que transitaba a aquellas horas por allí. Si
lograba llegar a su hotel... Desde allí podría pedir ayuda al fuerte.
Mientras permanecía a la puerta de la prisión iba trazando y desechando diver-
sos y audaces planes. Todo parecía tranquilo. Sin duda, nadie intentaría nada contra él
mientras estuviese cerca de la cárcel y del edificio donde la escasa y poco eficaz policía
de Los Ángeles tenía su cuartel general. ¿Y si subiera a pedir ayuda a Mateos? Mas,
¿qué le diría? ¿Que don Jerónimo deseaba quitarle sus tierras del Valle de la Victoria?
Él sabía que esto era cierto; pero no tenía ninguna prueba tangible de dicha certidum-
bre.
De pronto vio avanzar por la acera a una mujer hermosa, vestida con discreta
elegancia; joven, de expresión a la vez bondadosa y enérgica. Una súbita inspiración le
asaltó. Quitándose el sombrero fue al encuentro de la mujer, cuya expresión se trocó en
desconfianza.
-Perdóneme, señorita -dijo MacAdoo-. Quisiera pedirle un favor.
La mujer acentuó su desconfianza, acompañándola de altivez. Luego miró hacia
la puerta de la cárcel, y de allí condujo su mirada hasta MacAdoo. Éste,
comprendiendo lo que pensaba la mujer dijo:
-Sí; acabo de salir de la cárcel. Por eso necesito un favor.
La mano de la mujer fue hacia el bolso que pendía de su brazo. MacAdoo lo
contuvo con un ademán.
-No, señorita, no es dinero lo que necesito -dijo-. Es su ayuda personal. Mi vida
corre peligro. Quieren asesinarme.
El interés apareció por primera vez en los ojos femeninos.
-¿Por qué quieren asesinarle? -preguntó.
-No lo sé; pero no me cabe duda alguna acerca de las intenciones de mis ene-
migos.
-¿Quiénes son sus enemigos?
-Sólo tengo sospechas. No puedo acusar a nadie.
-¿Y qué puedo hacer por usted?
-Quisiera llegar hasta mi hotel. Una vez allí estaré algo más seguro. Si usted me
acompañara, creo que no se atreverían a intentar nada contra mí.
-¿Por qué no iban a intentar nada contra usted yendo conmigo? ¿Es que sabe
quién soy?

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-No, señorita; pero...
-Soy casada.
-Perdone mi error, señora. Como no vi ninguna alianza en sus manos...
La mujer se turbó. Haciendo un esfuerzo, dijo:
-Soy la esposa de don César de Echagüe.
-¿El propietario del Rancho de San Antonio y del Rancho Acevedo?
-Sí.
-No sabía que estuviese casado. Perdone mi ignorancia.
Guadalupe respiró profundamente. Sentía un amargo placer en decir a quienes
lo ignoraban que ella era la esposa de don César; pero ¿lo era en realidad? No... no lo
era. Su matrimonio era una burda... Haciendo un esfuerzo alejó aquellos pensamientos.
No quería amargarse.
-Dígame todo lo que desea -murmuró.
-Siendo usted una persona importante en Los Ángeles, mi vida estará más
segura; pero, al mismo tiempo..., quizá ponga en peligro la suya. Su esposo no me
perdonaría nunca si le ocurriese algo malo.
-Mi esposo es muy comprensivo -sonrió Guadalupe-. Le acompañaré a su hotel.
Al expresar esto, Lupe se dijo mentalmente que tal vez si César se enteraba de
aquello se despertaran sus celos y todo se arreglara, al fin.
-Tengo que cruzar toda la ciudad -explicó MacAdoo-. En algún sitio habrá unos
hombres esperándome para disparar sobre mí. Creo que, si me ven acompañado de
usted, no lo harán. Esperarán unas horas y, mientras tanto, yo buscaré la ayuda que
necesito.
-Le acompañaré -repitió Lupe.
-No olvide que correrá usted un riesgo, señora. Tal vez sea mejor que no me
acompañe.
-Ahora ya estoy decidida -sonrió Lupe-. ¿Adonde quiere ir?
-Mi hotel es el Morgan. Allí tengo mi equipaje.
-¿Y no teme que le esperen allí para... para atacarle?
MacAdoo quedó pensativo.
-Es posible -dijo, al fin-. Pero no puedo hacer otra cosa.
-¿Por qué no se instala en la Posada del Rey don Carlos? -sugirió Guadalupe,
mientras echaba a andar al lado de Borax MacAdoo.
-¿Por qué en la posada?
-Tiene fama de ser un lugar donde sólo se aloja gente decente.
En aquel momento Guadalupe se dio cuenta de que podía haber dicho algo in-
correcto. Por todo cuanto ella sabía, el hombre a cuyo lado iba caminando acababa de
salir de la cárcel. Tal vez los que pensaban matarle eran sus compinches en algún
negocio fraudulento o delictivo.
-Me parece que comprendo lo que está usted pensando -dijo Borax MacAdoo.
Guadalupe se dio cuenta, por el camino recorrido, de que había ido un buen
rato en silencio, en tanto que su rostro expresaba sus pensamientos.
-No soy ningún delincuente -prosiguió MacAdoo-. Claro que cuantos salimos
de una cárcel decimos lo mismo: fuimos encerrados injustamente.
-¿Usted no lo fue?
-De acuerdo con las apariencias, me encerraron con pleno motivo. Tres días en
una celda de la cárcel es lo menos que necesita un borracho para salir de su borrachera,
darse cuenta de que ha obrado mal y hacer el propósito de no volver a beber para no
verse de nuevo en semejante situación. Yo estaba borracho. Muy borracho, a pesar de
que sólo bebí dos tragos.
-Depende de la longitud de los tragos -dijo Guadalupe-. Hay quien sólo ha ne-

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cesitado uno para caer fulminado.
-No me bebí dos botellas de ron ni de whisky. Fueron dos vasitos corrientes, y
no llenos del todo. Por lo menos hubiesen sido necesarios cincuenta para llenar una
botella. Sin embargo, después de beber el segundo perdí la noción de las cosas; ya no
supe dónde estaba y debí de hacer algo terrible, pues al despertar me encontré en la
cárcel, cumpliendo la condena de tres días que recae sobre todo borracho que turba la
paz pública.
-Ignoraba que nuestras autoridades fuesen tan rígidas en el cumplimiento de
las ordenanzas municipales.
-Dos veces he estado en Los Ángeles en un año, y por dos veces, dos copas han
bastando para derribarme. Y las dos veces pasé en la cárcel tres días por borracho.
-¿Y por eso teme que le maten?
-Señora; si no le importa, le explicaré un poco de mi vida. Me llamo Michael
MacAdoo; pero todos me conocen por Borax. Fui de los primeros que se dedicaron a
sacar bórax del Valle de la Muerte. Allí aprendí minería. Durante unos años estuve
buscando oro por diversas partes de California. Un día hice un favor a unos indios y
ellos, en pago, me dijeron que en el Valle de la Victoria encontraría mucho oro. Incluso
me indicaron el lugar exacto y me ayudaron a denunciar la mitad justa del valle, es
decir, la parte más árida. La otra parte estaba ya en manos de don Jerónimo Salas. Re-
gistramos las tierras y los indios simularon que me las vendían y quedaron todas para
mí; pero mis esfuerzos por encontrar oro fueron inútiles. Al fin desistí de seguir
buscando y me dediqué a otras cosas en las que gané bastante dinero. Hace un par de
años don Jerónimo Salas me propuso que le vendiera mi parte del valle, que él
necesitaba para instalar graneros y otras dependencias agrícolas. Me ofreció veinte mil
dólares; pero como yo, entonces, no necesitaba dinero, no quise aceptar. Durante aquel
año insistió en comprar mis tierras y llegó a ofrecerme cincuenta mil dólares. Yo seguí
sin quererlos. Hace un año empezaron a ocurrirme cosas extrañas. La primera fue una
borrachera incomprensible y tres días pasados en la cárcel. Don Jerónimo no volvió a
ofrecerme dinero por mis tierras. Hasta hoy no he sabido que aún le interesa
comprarlas. Dos o tres veces he recibido avisos para que me presentara en San
Francisco para entrevistarme con importantes personajes de los negocios mineros; pero
siempre me he encontrado con que las citas eran falsas. Sin embargo, nunca se intentó
nada contra mí. Quiero decir que aquellas llamadas no fueron ninguna trampa. Más
bien una burla.
-Todo eso es muy raro -dijo Lupe.
-Lo es. Y más raro son las dos borracheras que he pillado con dos copas de licor.
De pronto Guadalupe preguntó:
-¿De veras cree que le estoy haciendo un favor acompañándole?
-Uno muy grande -replicó MacAdoo.
-¿Quiere hacerme otro favor a cambio?
-Desde luego.
-Instálese en la Posada del Rey don Carlos.
-¿Por qué?
-Porque así estaré segura de que mi favor ha sido completo. Si después de
acompañarle hasta su hotel supiera que le había ocurrido algo malo, me sentiría
culpable de lo que sucediera.
-Recogeré mi equipaje.
-No es necesario. Envíe a alguien de la posada a recogerlo.
-Bien. Le haré caso. Me gustaría conocer personalmente a su esposo. Le felici-
taría por el acierto que tuvo al elegirla a usted. Pocas mujeres deben de igualarla en
belleza, y ninguna en prudencia, bondad e inteligencia. Hasta ahora, todas las mujeres

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de verdadera valía que han pasado por mi vida, o eran demasiado viejas, o estaban ya
casadas con otro.
Un rictus de amargura cruzó por los labios de Guadalupe. Borax, que le estaba
mirando, comprendió que los problemas sentimentales de su acompañante eran mucho
más complejos de lo que él había supuesto. Y la ausencia de alianza... En fin, era
preferible no insistir. Seguramente el marido de aquella mujer sería el que menos
comprendiera el valor de la joya de que era dueño.
-Ya estamos llegando a la posada -dijo Guadalupe cuando desembocaban en la
plaza.
Ricardo Yesares miró, incrédulamente, a Guadalupe cuando ésta entró en
compañía de Borax. El hombre no presentaba un brillante aspecto. Vestía un no muy
limpio traje de pana, botas altas, un sombrero orlado de sudor y lucía una barba de
cuatro o cinco días. Tal vez sin todo aquello fuese atractivo; pero en aquellos
momentos no lo resultaba, ni mucho menos.
-¿Qué hay, Lupita? -preguntó Ricardo yendo al encuentro de la esposa de don
César.
En voz baja, Lupe replicó:
-Este hombre que viene conmigo corre peligro, Ricardo. Dele alojamiento por
unos días y procure que no pueda sucederle nada.
-¿Lo quiere... «él»? -preguntó significativamente Yesares.
-No; pero cuando lo sepa seguramente lo querrá. De momento, es un favor que
yo le pido.
-Haré lo posible por complacerla.
Yesares dirigióse hacia Borax, que se había retirado a un lado del vestíbulo de la
posada.
-Le acompañaré a su habitación -dijo-. ¿Desea comer algo?
-Una buena merienda me iría muy bien -replicó Borax-. Le abonaré por
anticipado unos días de hospedaje.
-No es necesario -sonrió Yesares-. Viene usted recomendado por una persona a
quien debo demasiado para ofenderla cobrando por anticipado a un cliente enviado
por ella. Le serviré lo mejor en comida y en bebida. ¿Prefiere usted cerveza mejicana,
vino español o licores ingleses?
-En cualquier sitio pueden encontrarse la cerveza y el licor; el vino es mucho
menos corriente. Dejo en sus manos la elección del menú.
-Muchas gracias por su confianza -sonrió Yesares-. Cuando usted quiera.
Antes de seguir al dueño de la posada, Borax se dirigió a Guadalupe, diciendo:
-Muchas gracias por todo, señora. Si salgo con bien de ésta, sabré a quién debo
agradecérselo. Adiós, señora.
-Buena suerte -deseó Guadalupe.
Cuando Borax MacAdoo quedó encerrado en su cuarto, su rostro expresó una
viva inquietud. El haber conservado la vida hasta entonces no le tranquilizaba. Tenía la
seguridad de estar luchando con grandes peligros que se cernían sobre él desde las
sombras. Quizá ni allí estuviese totalmente seguro. Necesitaba un auxiliar, y si sus
sospechas eran ciertas, podría pagar un millón de dólares por la ayuda; pero, ¿cómo
ponerse en contacto con el hombre a quien había ido a buscar a Los Ángeles? Le habían
dicho que aquel hombre siempre sabía llegar a tiempo en auxilio de quienes le
necesitaban. Pero, ¿podría ayudarle a él? ¿Llegaría antes que los asesinos que proyecta-
ban su suerte? ¿Sería lo bastante poderoso para vencerlos? ¿Y si, al fin y al cabo, no era
más que uno de tantos mitos?
-¿Conoce usted al Coyote'! ¿Puede ponerme en contacto con él? ¿Puede decirle
que un hombre que teme por su vida le necesita urgentemente?

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Borax MacAdoo se echó a reír al pensar en la expresión del posadero si él lle-
gaba a hacerle semejantes preguntas. Seguramente le creería loco de remate, o tan
borracho como cuando le encerraron en la cárcel. ¿Qué podía saber aquel hombre del
fabuloso Coyote?
Dejándose caer en la cama, Borax MacAdoo dijo en voz alta:
-Don Coyote, si existes realmente, ven a verme. Te necesito.
Luego se echó a reír de su propia tontería. Aquello era como invocar a un
fantasma que en modo alguno podía responder a la llamada.

Capítulo II

El esposo de Guadalupe

Guadalupe descendió del cochecito en que había regresado al Rancho de San


Antonio. Siempre que volvía a la casa del hombre que legalmente era su marido,
sentíase dominada por una intensa tristeza. Mientras estaba lejos de allí podía forjarse
muchas ilusiones y soñar soluciones hermosas de su problema; pero cuando llegaba
ante don César y le veía sonreír irónicamente o excitarse por cualquier motivo, todos
los sueños se desvanecían y la amarga realidad imponíase con toda su crudeza. Ya no
era posible pensar que don César la amaba. Al principio le vio tan rabioso contra ella,
contra sus formalidades, contra su negativa a ser realmente su esposa que durante
algún tiempo alentó la esperanza de que Echagüe estuviese verdaderamente
enamorado de ella; pero esta esperanza ya había muerto. Don César había acabado por
acostumbrarse y aceptaba que su esposa le llamara de usted y siguiese siendo su ama
de llaves. La volvía a mirar sin deseo. Durante las noches de insomnio, Guadalupe
aguardaba en vano una secretamente anhelada reacción violenta del esposo que tratara
de terminar de una vez con aquella equívoca situación.
-Hola, Lupita -la saludó don César cuando la vio entrar-. ¿Cómo ha ido la visita
a Los Ángeles? -Y como si no le importara la respuesta de su mujer, siguió-:
Precisamente ahora iba yo hacia allí. Si te has olvidado de algún recado, podré hacerlo
por ti. Esta noche volveré tarde. Quiero ir a darle las gracias a Rómulo Hidalgo por el
regalo que nos ha hecho. Tenía dos espantosos jarrones de plata. Primero le regaló uno
a Leonor cuando nos casamos. Ahora te ha enviado a ti el segundo para que tengamos
la pareja completa.
Don César sonrió irónico, terminando:
-El viejo ya consiguió librarse, a mi costa, de esos dos horrores.
Cuando don César de Echagüe hablaba así, Lupe se sentía furiosa contra sí
misma. ¿Cómo podía estar enamorada de un hombre como aquél? Nunca le podría
perdonar tantas humillaciones.
-No es costumbre en mí descuidar lo que debo hacer, don César -replicó con
hiriente acento.
-Olvidaba que has sido siempre un ama de llaves modelo -replicó, indiferente,
don César-. Adiós, Lupita. Creo que César quiere decirte algo. Te ha estado echando de
menos.
El niño era el único que la quería de veras. Sólo él se había alegrado de aquella
boda que le había asegurado la permanencia en el rancho de la mujer que ocupaba con
toda perfección el puesto que su verdadera madre dejó vacante al morir.
-Quisiera pedirle algo, don César -dijo Guadalupe, bajando la mirada y

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privándose así de la expresión de alegría que bailó unos instantes en los ojos de don
César.
Cuando levantó la cabeza, don César volvía a sonreír impertinentemente.
¡Cuánto le costó a Guadalupe seguir hablando! Pero lo hizo con expresión agresiva,
como si en vez de pedirle un favor a su marido, lo hiciese a un enemigo y a costa de
una terrible humillación.
-¿De qué se trata? -preguntó el dueño del rancho.
-Un hombre ha solicitado hoy mi ayuda.
-¿Y qué?
-Es un hombre a quien amenaza un peligro.
-¿Un peligro? ¿De qué clase?
-De muerte.
-Muy interesante. ¿Quién le quiere matar?
-No sé -musitó Guadalupe. ¡Odiaba a aquel hombre a quien estaba unida por
unos lazos que nadie podía desunir! Pero, ¿nadie podía romperlos? ¡Si era preciso iría a
Roma para que allí la desligaran de...!
-¿No sabes? -preguntó don César, acentuando su impertinencia.
-Sé que corre un grave peligro, que quieren matarlo para robarle algo que le
pertenece. Le aconsejé que se instalara en la posada de Yesares. Creo que se podría
hacer algo por él.
-¿Quién puede hacerlo? -preguntó Echagüe.
Guadalupe le miró un momento a los ojos, esperando encontrar en ellos un ca-
lor que no apareció.
-El Coyote -dijo en voz baja.
-¿El Coyote? -replicó don César, acariciándose la barbilla- No sé. Ahora está
descansando.
-¿Qué quiere decir? -preguntó Lupe.
-Nada. Sólo eso. Que El Coyote descansa y piensa seguir descansando. Creo que
ya es hora de que piense en él y no en los demás.
-Pero la vida de ese hombre peligra.
-¿Cómo se llama ese hombre que está en peligro?
-Le llaman Borax MacAdoo.
-¿Borax? Es un minero, ¿verdad?
-Sí.
-Debe de haber pasado mucho tiempo en el Valle de la Muerte. En ese lugar el
sol calienta mucho, deshidrata a los hombres y les seca un poco el cerebro. Cuando
salen de allí ven visiones; espejismos. Tienen ideas raras; se creen perseguidos por los
fantásticos monstruos que ven en el desierto. No hagas nunca caso de lo que te cuente
uno de esos hombres. A todos debieran encerrarlos en un manicomio. Adiós, Lupita.
Olvídate de ese buscador de bórax. Seguramente ahora estará convencido de que se
halla en alguna de las fantásticas ciudades que vio reflejadas contra algún acantilado. O
se creerá perseguido por una manada de búfalos de doce cuernos o de indios
comanches de seis pies. Adiós.
-¿Es que no va a ayudar a ese hombre?
-Si necesita dinero, dale el que te parezca. Seguramente eso debía de ser lo que
buscaba.
Guadalupe sintió deseos de echarse a llorar. ¿Cómo podía ser tan odioso el
hombre a quien ella tanto amaba? ¿Sería realmente don César como ella lo había
imaginado? ¿No estaría ante un espejismo como los del Valle de la Muerte? No. Ella
sabía bien quién era El Coyote. Y si don César se portaba así era porque... porque no la
quería, porque nunca la había querido. Por eso pudo permanecer casi diez años a su

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lado sin sentir amor ni pasión por ella.
-Muchas gracias. Perdone que le haya molestado, don César.
Guadalupe hablaba con rencor mal disimulado. Iría a Roma, aunque tuviese
que hacer el viaje a pie. ¡Y le concederían la separación de aquel hombre que la
despreciaba, tal vez porque ella no era de su misma clase! Sí, eso debía de ser. Don
César veía en ella a una criada con quien el azar le había hecho casarse 1 . Pero nunca le
perdonaría aquel matrimonio impuesto por un bandido. Y ella tampoco le perdonaría
sus desaires.
Cuando don César se hubo marchado, Lupe sintió que el rencor desaparecía.
Volvieron viejos pensamientos. Si El Coyote no se hubiese querido casar, le habrían
sobrado medios para evitarlo. Y, además, no habría ayudado al Diablo a escapar a la
pena impuesta por la Ley. Si lo hizo fue en prueba de reconocimiento... No, no. Esto era
lo que deseaba creer ella. La realidad era la que acababa de ver. Don César la
despreciaba. De lo contrario se hubiera apresurado a aceptar la mano que le tendía. Si
él la amase no habría vacilado ni un minuto en decirle que tomaría el partido de Borax
MacAdoo. Al fin y al cabo, si ella se había interesado por aquel hombre, había sido tan
sólo para que César, al apresurarse a ayudar a MacAdoo, le demostrara que la quería.
Escondiendo el rostro entre las manos. Guadalupe se echó a llorar. Era muy
desgraciada. Iría a Roma a pedir la anulación. Si que iría. Y ya se hubiera marchado si
no temiera dejar solo al hijo de don César.
De súbito, una suave mano se apoyó en uno de sus hombros.
-¿Por qué lloras, Lupe?
El pequeño César estaba ante ella.
-¿Es por culpa de papá? -agregó.
-No, no. Es... Tú eres muy niño aún y no sabes que las mujeres lloramos por
cualquier tontería.
No quería decirle que estaba en lo cierto al suponer a su padre culpable de
aquellas lágrimas. Ella no debía interponer obstáculos entre César y su hijo.
-No quiero que llores -dijo el niño-. Yo te quiero mucho. Y papá también te
quiere.
-Ya lo sé, pequeño mío. No me hagas caso. Cuando seas mayor comprenderás
que no te he engañado al decir que las mujeres lloramos por cualquier motivo. Y a
veces también reímos sin saber por qué.
-Entonces, ¿por qué no te ríes en vez de llorar?
Guadalupe no pudo contener una sonrisa.
-Tienes razón -dijo-. Soy una tonta muy tonta. Subamos a tu cuarto a ver si
sabes bien tus lecciones.
César se movió inquieto.
-¿No sería mejor que te consolase? -propuso.
Guadalupe acentuó su sonrisa.
-¿No ves que ya me has consolado?
-Entonces... ¿por qué no vamos a jugar al jardín?
-Pero tus lecciones...
-Si hubieras seguido llorando no te habrías acordado de mis lecciones, ¿verdad?
-Puede que no. Pero ahora ya no lloro.
-¿Y quieres que llore yo, que no tengo culpa de nada?
-Tendrás la culpa de no saber bien tus lecciones.
El niño hizo un gesto de disgusto.
-Las mujeres sois muy extrañas -declaró-. Te hago un favor y tú me pagas con

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Véase El Diablo en Los Ángeles.

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eso de las lecciones. Está bien. Ahora no te volveré a consolar nunca más. Aunque te
pases las noches llorando, no te diré nada. Y tampoco te diré una cosa que me dijo
papá.
-¿Qué te dijo? -preguntó Lupe, tratando, en vano, de disimular su ansiedad.
-No te lo diré.
-Por favor, dímelo. Te daré...
-¿Qué?
-Lo que tú quieras.
-¿No me tomarás la lección?
-Está bien, no te tomaré la lección.
-¿Me lo prometes?
-Te lo prometo.
-Pues... me dijo que yo era un chico de suerte.
-¿Sólo eso? -preguntó, desilusionada, Lupe.
-Sí. Me dijo que era un chico de suerte porque había conseguido las dos mejores
madres del mundo: mamá y tú. Y si mañana tampoco me tomas la lección, te diré otra
cosa que yo le dije.
-César: vas a ser temible con las mujeres -sonrió Lupe-. Conoces instintivamente
el arte de obtener de ellas lo que deseas. Dime lo que dijiste y mañana tampoco habrá
lección. ¡Y que Dios me perdone por lo mal que te educo!
-Pues yo le dije que él tenía más suerte porque había conseguido las dos
mejores esposas del mundo: mamá y tú.
-¿Y qué respondió él?
-¿Me darás chocolate con leche si te lo digo?
-Sí -rió Lupe.
-Pues me dijo que tenía mucha razón; pero que él era un...
El niño titubeó.
-¿Qué te dijo?
El pequeño César empezó a pensar qué podía pedir a cambio de aquella
información; pero al fin decidió que era preferible no pedir nada más, pues la respuesta
de su padre no le parecía de las más claras. Quizá Lupe se sintiera defraudada y
olvidase sus promesas. Es cosa muy sabida que los mayores nunca se sienten ligados
por lo que prometen a los niños.
-Pues... me dijo que él era... era... Dijo que era un borrico.
Indudablemente las mujeres son muy raras; porque el hecho de que don César
de Echagüe se llamara a sí mismo borrico pareció colmar de felicidad a Guadalupe,
quien abrazando al niño, le besó en las mejillas y prometió:
-Comerás bizcochos con el chocolate.
Y se fue muy contenta hacia la cocina, dejando a César con la seguridad de que
había desperdiciado lamentablemente una información que podía haberle valido una
semana de vacaciones.
-Pero, ¿quién iba a suponer que le alegrase tanto el saber que papá es un
borrico?
César no comprendía nada, y esto le molestaba. ¡Si al menos Lupe quisiera
explicarle el misterio! Pero no... no se lo quería explicar. Las mujeres se alegran con
dificultad, y cuanto más se alegran menos quieren decir por qué. Por el contrario,
cuando lloran son más comunicativas, con lo cual demuestran su egoísmo. En seguida
están dispuestas a echar sobre otro sus penas. En cambio, las alegrías se las guardan
para ellas. Los hombres son muy distintos: cuentan sus alegrías y callan sus penas.
El heredero del Rancho de San Antonio marchó hacia la cocina muy satisfecho
de pertenecer a un sexo lógico y no medio loco como el femenino, que es capaz de

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alegrarse porque un hombre dice que es un asno. ¿Se puede imaginar cosa más tonta?

Capítulo III

El Coyote

Borax MacAdoo no esperaba que su llamada al Coyote fuera contestada. No


obstante, cuando oyó el golpear de unos nudillos en la puerta sintió un sobresalto que
se apagó en cuanto la voz dé uno de los criados de la posada anunció:
-La cena está preparada, señor.
Borax abrió la puerta y declaró que bajaría al comedor en seguida. Lavóse
superficialmente, se quitó un poco el polvo y bajó. Cuando le estaban sirviendo el
segundo plato presentóse Yesares para averiguar si todo estaba de acuerdo con los
gustos de su cliente. Borax respondió afirmativamente, agregando que nunca había
comido tan bien como allí. Yesares agradeció la respuesta y regresó a su despacho.
Cuando volvió al comedor, Borax MacAdoo se disponía a atacar el postre después de
encargar una buena taza de café puro.
-No me extraña su éxito, señor Yesares -dijo-. Si a todo el mundo le sirve tan
bien, llegará a ser el primero de los posaderos de esta ciudad.
-Creo que ya lo soy -sonrió Yesares-, Sobre todo, gracias a la amable opinión de
mis clientes.
Un cuarto de hora más tarde, después de saborear el café, Borax MacAdoo se
puso en pie y anunció su propósito de regresar a su habitación. Antes solicitó de
Yesares que enviara a alguno de sus criados a buscar el equipaje que había dejado en el
hotel Morgan.
Después de cerrar con llave la puerta de su cuarto, Borax MacAdoo fue hacia la
mesa donde estaba la lámpara de petróleo y la encendió. Volvióse para ir a tenderse en
la cama; pero apenas hubo dado un paso hacia allí quedó clavado en tierra ante el
inesperado espectáculo con que tropezaron sus ojos. Sus manos, que habían ido
instintivamente hacia sus revólveres, se inmovilizaron cuando su cerebro comprendió
quién era el enmascarado que estaba ante él, sentado en uno de los sillones de la es-
tancia, con una pierna cruzada sobre la otra.
-¡El Coyote! -susurró.
-¡Hola! -replicó el otro, sonriendo amistosamente-. Me pareció oír que me
llamaba.
Los ojos de Borax MacAdoo se dilataron por el asombro.
-¿Es posible que me haya oído?
-Desde el momento en que estoy aquí... -replicó significativamente El Coyote.
-Claro -asintió el minero, por decir algo. Y aunque no comprendía nada de
aquel misterioso suceso, siguió-: Lo comprendo...
-Ahora dígame para qué me necesita... Si es que aún me necesita.
-Pero, ¿cómo ha entrado? -preguntó MacAdoo-. Al salir cerré con llave la
puerta.
-Una puerta cerrada no es obstáculo para mí -siguió, sonriendo, El Coyote.
-Es... increíble. ¿Me habría oído si le hubiese llamado antes?
-Tal vez. Siéntese. No me gusta hablar con quienes están en pie delante de mí.
-Gracias -tartamudeó el minero, como si estuviera en una habitación ajena.
Cuando se hubo sentado miró interrogadoramente al Coyote quien, balanceando

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la pierna cruzada, inquirió:
-¿Por qué no me cuenta lo que le ocurre?
-Es que... estoy tan asombrado que todas las ideas se me han borrado del cere-
bro. No sé qué decir.
-Explíqueme lo que sucede. ¿Quién le persigue? ¿Por qué necesita mi ayuda?
-Creo que no podré decirle nada... En realidad nada me ocurre. Me metieron en
la cárcel por borracho...
Poco a poco Borax MacAdoo contó al Coyote todos los extraños sucesos de los
que ya había hecho una somera relación a Guadalupe. Cuando hubo terminado, El
Coyote preguntó:
-¿Eso es todo?
-Sí... creo que sí.
-Usted tiene el convencimiento de que en el Valle de la Victoria hay mucho oro,
¿no?
-Hasta ahora no he podido encontrarlo; pero creo que existe. Y me han ocurrido
tantas cosas extrañas, que estoy convencido de que alguien desea quitarme aquellas
tierras.
-¿Cómo se las van a quitar?
-Eso es lo que no sé. Las tierras están debidamente registradas en Sacramento.
Nadie puede arrebatarme los títulos de propiedad ni anularlos.
-¿Y qué sucedería si usted muriese?
-No sé.
-Las tierras pasarían a sus herederos. ¿Quiénes son?
-Mi madre es la única heredera. Vive en Toledo, Ohio.
-Bien. ¿Qué ha hecho con su equipaje?
-Lo he enviado a buscar al hotel Morgan, donde lo dejé antes de ser encarcela-
do. Llegará de un momento a otro.
-Cuando lo tenga aquí no toque nada. Ni lo abra. Luego salga del cuarto y baje
al vestíbulo. Cuando nadie pueda verle salga a la plaza y vaya hasta el otro lado. Allí
encontrará un hombre. Sígale y haga lo que él le ordene. Se tratará de uno de mis
ayudantes. Él le llevará a sitio seguro. Si no pone usted obstáculos de ninguna clase,
podrá salvarse. De lo contrario, es posible que sus temores se conviertan en realidad.
-Le obedeceré...
En aquel momento se oyó una llamada a la puerta y la voz del criado anunció:
-Su equipaje, señor MacAdoo.
Éste volvióse hacia El Coyote y le miró interrogadoramente.
-Abra -dijo en voz baja el enmascarado.
-Pero... usted...
El Coyote se puso en pie, replicando:
-No se apure por mí. Me esconderé detrás de un sillón.
MacAdoo fue hacia la puerta después de coger la llave de encima de la mesa
donde la había dejado. Abrió y dos criados entraron su equipaje en la habitación. El
equipaje se componía de una maleta pequeña y un sólido baúl de cuero. MacAdoo dio
una propina a los dos hombres y se apresuró a cerrar la puerta en cuanto hubieron
salido, después de rechazar su ayuda para abrir el equipaje. En cuanto estuvieron fuera
dirigióse hacia detrás del sillón donde debía de hallarse El Coyote. No vio a nadie.
Cuando buscó detrás del otro sillón, tampoco encontró al Coyote. Ni lo halló en ningún
rincón de la estancia.
Había desaparecido misteriosamente como había entrado.
Borax MacAdoo sintió que un escalofrío le corría por el cuerpo. ¿Qué clase de
ser era aquel misterioso enmascarado? ¿De carne y hueso? ¿O tal vez un fantasma que

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tomaba forma corporal a conveniencia? No, esto, no. Aquel misterio debía de tener una
explicación lógica. Pero era difícil encontrarla.
De pronto el minero se dio cuenta de que estaba a punto de abrir el baúl.
Apartóse de él, recordando el consejo del Coyote. Se dijo que semejante consejo podía
ser un exceso de precaución; pero pensando en la misteriosa forma que El Coyote había
tenido de aparecer y desaparecer, Borax MacAdoo decidió que era preferible seguir sus
instrucciones. Y sin volver a tocar el baúl ni la maleta, salió de la estancia y descendió
pausadamente al vestíbulo, sin que por el camino encontrara a nadie.
Aprovechando esta circunstancia, salió de la posada. Era ya de noche y la plaza
estaba oscura y desierta. Borax MacAdoo la cruzó lentamente, sin advertir que, desde
detrás de uno de los árboles que crecían en ella le miraban unos ojos, y que otros le
miraban, también, desde el otro extremo de la plaza, hacia el cual, siguiendo las
instrucciones del Coyote, se dirigió.

Capítulo IV

Un hombre muerto

Manuel Tejedor estaba seguro de salir muy mal librado de la situación en que
se encontraba. Había fracasado en la empresa que se le confiara y no creía que su juez
le perdonara el fracaso. Sin embargo, insistió:
-No me atreví a hacerlo. Iba con una mujer.
-¿Qué me importa a mí que fuese con una mujer? -replicó el hombre que estaba
sentado ante él, al otro lado de la mesa, y de quien sólo veía los llameantes ojos que le
miraban a través del capuchón que le cubría todo el rostro, en tanto que sus
enguantadas manos permanecían sobre la mesa, inmóviles, con los dedos extendidos.
-Es que era doña Guadalupe -insistió Manuel-. Era la esposa de don César.
-A pesar de todo debiste lanzar el carro sobre Borax -dijo el encapuchado-. Ésas
fueron mis órdenes. Matarle de una manera que pareciese casual. Al no hacerlo has
hecho fracasar mis planes. Borax MacAdoo sigue vivo y ahora tendré que buscar otra
forma de matarle. La que tenía ideada era la mejor de todas. ¿Sabes lo que mereces por
tu fracaso?
-Si no hubiera ido con la mujer... -gimió Manuel-. Pero... don César es muy
poderoso. No se hubiese conformado fácilmente y, quizá, se habría descubierto la
verdad.
El encapuchado permaneció unos instantes en silencio. Tal vez meditaba que
las causas que influyeron sobre Manuel Tejedor hubieran influido también sobre
cualquier otro.
-Esta bien -dijo al fin-. Acepto tus excusas; mas, de todas formas, mereces un
castigo. Yo pago bien a mi gente; pero me gusta obtener resultados prácticos. No
quiero fracasos. Dejarás de trabajar a mis órdenes. Desde ahora no volverás a recibir los
cien pesos mensuales que te he estado pagando por no hacer nada. Si mañana por la
mañana continúas en Los Ángeles, te arrepentirás. Te doy una noche de tiempo para
que busques otro sitio donde hacerte ahorcar.
-Pero... Yo haré lo que usted me mande...
-¡Cállate! -ordenó el encapuchado-. No hagas que me arrepienta de ser tan
blando. Admito que hay disculpas para tu fracaso; pero no puedo ya tener confianza
en quien no ha sabido servirme. Tu pena debiera ser mucho más fuerte. No lo olvides.

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-Esta bien, señor. Me marcharé esta noche.
-Hazlo y olvida, además, que has trabajado para mí. Si cuentas a alguien lo que
has estado haciendo, mi castigo te alcanzará estés donde estés, te escondas donde te
escondas. Ahora, vete. Necesito buscar una solución al problema que tú nos has
creado. Toma, para el viaje.
La mano izquierda del encapuchado se ocultó un momento en el bolsillo de su
traje y reapareció con unos billetes de banco, que dejó sobre la mesa.
-Aquí tienes doscientos pesos. Los necesitarás.
Manuel recogió el dinero y salió de la habitación en que se había entrevistado
con su misterioso jefe, el hombre cuyo rostro ninguno de sus hombres conocía, que era
tan liberal en el premio como implacable en el castigo.
En la antesala de la vieja casa donde se celebraban las entrevistas del jefe con
sus hombres, esperaban varios de estos últimos. Los que sabían el motivo por el cual
Manuel Tejedor había comparecido ante el jefe, le miraron interrogadoramente. El
gesto de Manuel les indicó lo ocurrido. Conservaba la vida; pero quedaba expulsado
de la banda.
Mientras regresaba hacia Los Ángeles, Manuel fue haciendo trabajar su cerebro.
Cien pesos al mes, eran mil doscientos al año. Esto era lo que anualmente perdería al
dejar de trabajar a las órdenes del encapuchado, a cuyo servicio estaba desde dos años
antes, sin que, hasta entonces, hubiera tenido que hacer otra cosa que verter, por dos
veces, un líquido en la copa de Borax MacAdoo. Aquel líquido tenía la propiedad de
dar un sueño semejante al de la borrachera. Las dos veces había realizado a la
perfección su cometido; pero fracasó en la orden de asesinato que el encapuchado le
diera. En su vacilación no influyó sólo la presencia de Guadalupe junto a la víctima.
Manuel Tejedor había sido un buen ladrón de casas; pero nunca se había atrevido a
matar a un hombre cara a cara. Servía para un ataque a traición, una cuchillada en la
oscuridad o un disparo a quemarropa; pero no para lanzar un par de nerviosos
caballos que arrastraban un pesado carro, en el cual iba él, sobre un hombre que tal vez
tendría tiempo de desenfundar un arma y disparar. Manuel era el típico «rata» que
evita, en lo posible, luchar frente a frente.
La pérdida de los cien pesos mensuales no le agradaba lo más mínimo. Hubiese
preferido conservar aquella sinecura...
De súbito se interrumpió en sus amargos pensamientos. Un rayo de alegre luz
se había hecho camino hasta su cerebro. Cuando Borax MacAdoo sacó su cartera para
pagar el gasto hecho en la taberna, antes de caer, borracho, en manos de la Ley, él, que
estaba muy cerca, la vio repleta de billetes de banco. A simple vista podía calcular en
unos cinco mil el total de los dólares allí contenidos. Aquellos cinco mil dólares
significaban tanto como cuatro años de trabajar para el encapuchado. Sólo era preciso
introducirse en las habitaciones que Borax había alquilado en la Posada del Rey don
Carlos. Y eso Manuel sabía hacerlo tan bien como el que más.
Guiado por esta idea, Manuel dirigióse hacia la posada. Aún era pronto. No
podía introducirse en el establecimiento sin llamar la atención. Convenía aguardar a
que se hiciese de noche. Por ello Manuel fue a su casa y dejó allí todos los documentos
que probaban su identidad, pues no quería correr el riesgo de que algún objeto que
pudiese identificarle se perdiera en la habitación que iba a robar. Luego recogió una
varilla metálica con la cual era capaz de abrir la más segura de las cerraduras. Horas
antes había averiguado cuál era la habitación de MacAdoo, con la esperanza de que
semejante información calmara un poco las iras del encapuchado; por lo tanto, sólo le
sería necesario escalar la fachada lateral derecha de la posada, introducirse en ella por
una de las ventanillas y llegar así al dormitorio.
Después de dar unos paseos por las calles cercanas, volvió de nuevo hacia la

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posada, a tiempo de ver salir de allí a Borax MacAdoo. Antes había visto subir su
equipaje y estaba seguro de que, después de lo ocurrido, MacAdoo no sería tan loco
como para llevar encima una suma demasiado grande. Sin duda la habría dejado en el
equipaje, junto con el dinero que debía guardar allí.
En cuanto Borax MacAdoo estuvo en el centro de la plaza, Manuel deslizóse
hacia la oscura fachada lateral de la posada y encaramándose por ella siguiendo el
canalón de desagüe del tejado alcanzó una ventana, que abrió sin ninguna dificultad, y
un momento después estuvo dentro del establecimiento. Tras asegurarse de que no
había nadie en el pasillo a que daba la ventana, siguió por él y llegó a aquel en que se
encontraba la habitación de MacAdoo. Deslizándose como una sombra, alcanzó el
cuarto. Estaba cerrado, pero la varilla metálica surtió efectos inmediatos. La puerta
quedó abierta y Manuel se introdujo en la habitación.
Sobre una mesa vio, a la luz que entraba desde el pasillo, la maleta y el baúl de
MacAdoo. Entornó la puerta y regresando junto al baúl probó la cerradura. Una
sonrisa de alegría llenó el rostro de Manuel. Abrir aquello sería la cosa más sencilla de
su vida. Y el baúl debía de estar lleno de cosas buenas. Sin duda el tonto de Borax
MacAdoo debía de haber guardado en él su dinero por considerarlo más seguro que la
maleta.
Introdujo la varilla en una de las dos cerraduras y, sin necesidad de luz, «vio»
cómo se abría. Luego, repitió la operación en la otra cerradura y el baúl quedó abierto
del todo. Sólo faltaba levantar la tapa.
Las alegrías de Manuel Tejedor tuvieron un para él inesperado y trágico final
que, por lo violento, no llegó, siquiera, a percibir. En el momento en que levantaba la
tapa del baúl brotó del interior de éste una llamarada, acompañada de un formidable
estruendo que conmovió todo el edificio.
Pasado el primer momento de espanto, los criados y Ricardo Yesares acudieron
a averiguar el motivo de aquella explosión y los daños que podía haber producido en
la casa.
Estos últimos eran bastante importantes. La puerta de la habitación había sido
arrancada de cuajo y lanzada contra la pared opuesta. La ventana del cuarto también
había saltado, y el dormitorio presentaba el aspecto de haber sido barrido por un
huracán. El baúl que se había traído desde el Hotel Morgan había desaparecido. La
maleta estaba en un rincón. La mesa y la lámpara que había sobre ella hallábanse
reducidas a fragmentos. La cama estaba tumbada y junto a ella se veían unos restos
humanos, cuyas ropas habían sido arrancadas y abrasadas por la explosión. De no
saber todos que aquella habitación era la del señor Michael MacAdoo, hubieran tenido
mucho trabajo en decir de quién era el cuerpo aquel, pues la explosión lo había
desfigurado de tal forma, que, en realidad, sólo era un informe montón de carne
ensangrentada y abrasada.
-¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? -preguntó Yesares.
Y uno de los criados imaginó la respuesta más lógica:
-Era un minero, señor. Los mineros son muy aficionados a llevar cartuchos de
dinamita para volar rocas y ver si contienen o no oro. Y como la dinamita es muy mala
de llevar, a veces hace explosión. Sé de varios casos en que un minero ha desaparecido
envuelto en una nube de polvo y humo.
-Eso debe ser -dijo Yesares-. De todas formas, conviene avisar al señor Mateos.
Tal vez tenga que hacer alguna investigación.

* * *

El encapuchado miró aprobadoramente a los dos hombres que estaban ante él.

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-Habéis tenido éxito -dijo-. Ya sabéis que yo premio a los que me sirven bien.
Con la mano izquierda empujó hacia e! centro de la mesa dos fajos de billetes
de banco.
-Mil pesos para cada uno -dijo-. Es un precio muy elevado por un servicio muy
importante. Podéis marcharos y olvidar que sabéis lo que estalló dentro del baúl. Que
todo el mundo crea que fue una carga de dinamita en mal estado.
Los dos hombres asintieron con la cabeza. Por su conducto nadie sabría la parte
que ellos habían tenido en la colocación del artefacto que debía estallar cuando se
abriese el baúl de Borax MacAdoo.
-Ahora empezará a ocurrir todo como yo he proyectado -dijo el encapuchado.
Cuando quedó solo, sonrió; pero la capucha que le cubría el rostro veló aquella
sonrisa, que era la de un hombre satisfecho de cómo se iban realizando sus planes.

* * *

-Amigo Yesares, en su casa están ocurriendo demasiadas muertes -dijo Mateos,


después de echar una ojeada a la destrozada habitación-. En pocas semanas se ha
asesinado a un hombre y ahora muere otro.
-Si sospecha de mí, puede detenerme -sonrió Yesares.
-No diga tonterías -replicó Mateos-. A usted es a quien menos le interesa que
mueran sus clientes. ¿Qué sabe de éste? -y con un movimiento de cabeza Mateos indicó
el destrozado cadáver.
-Casi nada -contesto Yesares-. Se presentó esta tarde a primera hora, pidió ha-
bitación y cena o merienda copiosa. Pagó cien dólares por anticipado, y ante semejante
carta de presentación no le hice ninguna pregunta. Después de cenar me pidió que
enviara a buscar su equipaje al Hotel Morgan, pues no quería volver allí. Le trajeron el
equipaje, se encerró con él en su cuarto y lo primero que volvimos a saber de él fue que
estaba destrozado por una explosión. Por lo que habló, era un minero muy diestro. Tra-
bajó en las explosiones de bórax del Valle de la Muerte. Por eso le llamaban Borax. Su
verdadero nombre era Michael MacAdoo. Tal vez en el Morgan sepan algo más de él.
-¿Y no sabe de dónde venía?
-Él no me dijo nada. Supongo que debió de llegar hoy a Los Ángeles.
-¿No dice que tenía el equipaje en el Morgan?
-Vaya allí y pregunte al propietario. Yo no sé nada más.
-¿Queda algo del equipaje? -preguntó Mateos. Y él mismo se contestó-: Sí, allí
hay una maleta que no parece haber sufrido demasiado con la explosión.
Mateos se dirigió hacia la maleta y la abrió por el expeditivo sistema de saltar la
cerradura.
-Cuidado no le estalle entre las manos -advirtió Yesares.
-Si hubiese en ella algo explosivo, ya hubiera reventado con la conmoción que
sufrió.
La maleta no debía de contener ni dinamita ni pólvora de cañón o de barreno,
pues nada ocurrió cuando fue abierta. En cambio contenía una colección de objetos
interesantes. En primer lugar, encontró Mateos un certificado de matrimonio a favor de
Michael MacAdoo y Carolyn Wister. La fecha del matrimonio era, exactamente, la de
un año antes. Además encontró Mateos una partida de nacimiento del niño Michael
Wister MacAdoo, hijo legítimo de Michael MacAdoo y Carolyn Wister. También se
incluía un retrato de una mujer sosteniendo en brazos a un niño de pocos días. El
retrato estaba dentro de un sobre que contenía, además, una carta dirigida a Michael
MacAdoo y al Hotel Morgan, de Los Ángeles. El matasellos era de San Francisco y la
fecha de unos veinte días antes. Teodomiro Mateos leyó la carta en voz alta:

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Mi querido Mickey: Nunca podrás comprender lo triste que es encontrarse sola en el
trance de traer al mundo a un hijo. He escrito infinidad de cartas a todas las direcciones
que me diste hace tres meses, antes de marcharte de San Francisco. Sin duda no debes de
haberlas recibido y es posible que hayas olvidado la fecha en que iba a nacer tu hijo. Vino
ya al mundo y es el chiquillo más precioso que te puedas imaginar. Me he hecho retratar
con él y te envío su fotografía. Ven lo antes que te sea posible. Aunque no necesito
dinero, pues me dejaste más del que he gastado, quisiera que tú, en persona, le llevaras a
bautizar. También es necesario que estés aquí para inscribirlo en el registro. Te pido que
no tardes en venir.
CAROLYN

-Tendremos que avisar a esa Carolyn MacAdoo y decirle que se ha quedado


viuda -declaró Mateos-. ¿Sabía usted que estuviese casado?
-No habló de ello. Sin embargo, yo lo imaginaba soltero. Tal vez porque la
mayoría de los mineros lo son.
-Aquí hay algún dinero -siguió Mateos, sacando un fajo de billetes de banco-.
Mil quinientos dólares. Habrá suficiente para el entierro, para una lápida y para enviar
a buscar a la viuda. Siempre es mejor así que tener que gastar dinero nuestro que luego
nadie nos devuelve.
Mateos siguió examinando los documentos que iba sacando de la maleta.
Encontró unos duplicados de unos títulos de propiedad de tierras en el Valle de la
Victoria, otros de diversos yacimientos mineros en distintos Estados, una fotografía de
la madre de MacAdoo, su dirección, algunas cartas de la madre y otras de la esposa. En
cada una de éstas se incluía, al final, la dirección.
-Bien -dijo Mateos, al fin-. Guárdeme esta maleta mientras yo voy a hacer unas
preguntas al dueño del Morgan. Luego enviaré a que retiren el cadáver.
Yesares cargó con la maleta y su contenido y acompañado por Mateos la con-
dujo a su despacho, dejándola dentro de la caja de caudales.
Diez minutos más tarde, Yesares, encerrado en su despacho, explicaba al Coyote
todo lo ocurrido. El Coyote le escuchaba con irónica sonrisa.
-Parece como si no te extrañase la muerte de MacAdoo -dijo Yesares.
El Coyote anotó unos cuantos datos de las cartas que contenía la maleta y por fin
replicó:
-La muerte de Borax MacAdoo es una de las más asombrosas noticias que han
llegado hasta mí. Te lo aseguro -y sonrió ampliamente.
Pero Ricardo Yesares no pudo, por entonces, comprender el significado de
aquella sonrisa.

Capítulo V

Las sorpresas de un cadáver

Borax MacAdoo leyó lleno de asombro la noticia que publicaba el periódico La


Estrella de Los Ángeles, y luego clavó su incrédula mirada en El Coyote.
-Pero... yo no he muerto -tartamudeó.
-El periódico dice que sí, y los periodistas que escriben la noticia de su muerte
vieron su cadáver.

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Borax MacAdoo siguió leyendo. Cuando se hubo informado de una buena parte
de la noticia, volvió a mirar al Coyote, declarando:
-No entiendo. ¿Qué puso usted en mi baúl?
-Yo no puse nada -dijo El Coyote-. Lo pusieron otras personas con el caritativo
objeto de matarle a usted y convertir en viuda a su esposa.
-¿La esposa de quién? -preguntó MacAdoo.
-La suya. El periódico trae un dibujo, reproducción de una fotografía de ella y
de su hijo.
-¿Del hijo de mi mujer?
-Y de usted.
-¡Pero si yo no tengo mujer ni hijo alguno! -gritó MacAdoo-. Ahora mismo iré a
ver a ese jefe de Policía y le diré quién soy.
-Dudo mucho de que llegara vivo ante el jefe de Policía -sonrió El Coyote.
-¿Es que pretende que permanezca muerto? Ese equívoco debe resolverse.
-Mientras le crean muerto su vida no corre peligro. En cuanto sepan que está
vivo, tratarán de acabar definitivamente con usted. Y lo harán como ya lo hubieran
hecho si llega usted a abrir el baúl.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de MacAdoo al recordar lo muy cerca
que había estado de hacer caso omiso del consejo que le diera El Coyote acerca de su
equipaje.
-Pero yo no puedo pasarme la vida entera muerto -objetó.
-Desde luego; pero si sus enemigos creen haber logrado ya lo que se proponían,
es casi seguro que ahora descubrirán su juego. En cuanto sepamos lo que se proponen
y el motivo por el cual le han «matado», podremos hacer algo. Mientras tanto,
esperaremos.
-¿A quién esperaremos?
-A su desconsolada esposa.
-Ya he dicho que yo soy soltero.
-Sin embargo, existe una esposa legal de Michael MacAdoo, que, además, es la
heredera absoluta de sus bienes.
-¿Heredera? -MacAdoo se rascó la cabeza-. ¿Cree que me han matado para que
mi presunta mujer herede?
-Eso sospecho.
-Entonces mi mujer... Quiero decir que esa mujer se presentará a hacerse cargo
de mi herencia.
-Así es de suponer. Aunque se la ha avisado por telégrafo, no llegará a tiempo
del entierro.
-¿Y quién es el que ha muerto en mi lugar?
-Un ladrón que quiso ver qué contenía el equipaje, y el averiguarlo le costó la
vida. Una curiosidad pagada a un precio bastante caro.
-Pero, ¿quién puede haber planeado un crimen tan horrible?
-¿Usted qué sospecha? -preguntó El Coyote.
-No sé... Don Jerónimo Salas ha sido el único que se ha interesado por mis tie-
rras; pero si existe una esposa mía... ¡Oh! -Borax ocultó el rostro entre las manos-. No
comprendo nada; pero... pero... ¡es horrible! ¿Qué debo hacer?
-Permanecer en esta casa. No salga de ella para nada. Evite que sepan que está
vivo. Es la mejor manera de no convertirse en un muerto. Sin embargo, me gustaría
saber unas cuantas cosas. ¿Está seguro de no haber perdido la memoria y estar
realmente casado?
MacAdoo iba a responder, pero se contuvo y, por fin, replicó:
-Ya no estoy seguro de nada.

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-Perfectamente. Es una buena respuesta. Quédese aquí y espere mis órdenes. La
india que le atiende le traerá cuanto necesite. Adiós.
Al quedar solo, MacAdoo cogió el periódico que le había traído El Coyote y leyó
todos los detalles que se publicaban acerca de su muerte. Cuando terminó la lectura su
asombro no conocía límites. Al fin, decidió que tal vez todo era cierto: él estaba muerto
y había dejado una viuda llamada Carolyn, cuyo retrato, sin saberlo, había llevado en
su cartera. O lo había llevado el hombre llamado Borax, hecho pedazos por una
explosión de dinamita en malas condiciones, que llevaba en el baúl. Sin embargo, él no
había tenido jamás la ocurrencia de llevar dinamita en el baúl. Pero él no era Borax
MacAdoo, y por lo tanto no podía saber lo que llevaba o no llevaba el verdadero Borax
MacAdoo... ¡Qué tontería! El sabía' quién era y sabía que estaba vivo. Todo lo demás
debía ser... una monstruosidad que él no podía comprender.
¡Casado y con un hijo! ¡Y sin haberse enterado hasta entonces!

Capítulo VI

El Coyote hace dos visitas

Cuando don César volvió a su casa enfrentóse con una enfurecida esposa que
parecía estar anhelando que él hiciera el menor intento de agresión para atacarle sin
piedad.
-¡Le han asesinado! -gritó, agitando el periódico que debían de haberle traído de
la ciudad.
-¿De veras? -preguntó fríamente don César.
-¡Y usted no hizo nada por él! -siguió Guadalupe.
-¿Por quién debía hacer algo? -preguntó don César.
-Por el hombre a quien no hubiesen asesinado si usted se hubiera preocupado
un poco de él.
-¿Te refieres a ese minero de quien habla el periódico?
-Claro que me refiero a él. ¡Le han asesinado!
-Me parece que no has leído bien la noticia. Ese hombre fue víctima de su es-
tupidez al llevar en su baúl un cartucho de dinamita que se había estropeado. La
dinamita, Lupe, es un producto muy peligroso. En realidad es nitroglicerina mezclada
con no sé qué polvos. Mientras la mezcla se conserva intacta, no ocurre nada; pero si la
nitroglicerina se separa de los polvos, entonces el menor golpe la convierte en un
explosivo terrible.
-Le han asesinado -replicó Lupe-. Él lo estaba temiendo. Por eso me pidió que le
acompañara. Y le prometí ayuda. Ahora ha muerto y... y yo soy culpable de su muerte.
-No te apures por la muerte de un minero -dijo don César-, Suelen morir mu-
chos y muy a menudo. ¿Qué importa uno más?
Lupe tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse.
«Se está burlando de ti -se dijo-. Quiere verte sufrir. Te odia. Sí, te odia. Por eso
no quiso hacer nada por ese hombre. Por ese pobre hombre.» Y en voz alta, siguió:
-Creí que era usted otra clase de hombre.
-Dicen que un hombre, al casarse, cambia por completo. Todos los grandes
héroes eran solteros o viudos. Los casados se estropean.
-Ya sabe que nuestro matrimonio únicamente lo es de palabra -replicó Gua-

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dalupe-. Y que puede romperlo cuando se le antoje. ¿Por qué no lo hace?
-Sería muy incorrecto, Lupita -replicó don César-. Eso si alguien lo ha de hacer,
debes ser tú.
-Ya lo estoy haciendo –respondió Lupe-. Pronto llegará la separación...
-Bien, bien. Te comunico que pienso marcharme unos días con César a visitar a
un viejo conocido.
-¿A quién?
-Es un tal... Bueno, no creo que le conozcas.
Con voz más suave, Lupe preguntó:
-¿Verdad que hizo algo por salvar a ese pobre hombre?
-¿Al que murió a causa de la explosión? -preguntó don César.
-Sí.
-Lamento mucho decírtelo, Lupita, pero la pura verdad es que no hice abso-
lutamente nada.
-¿Cómo puede usted ser así?
-Hay que aceptarme como soy. Y ahora te diré otra cosa: Me alegro de que ese
hombre muriese hecho pedazos. Me alegro mucho.
Angustiada, Lupe susurró:
-No es posible que diga usted la verdad.
-Lo es, Lupita, lo es. Si sigues siendo por algún tiempo mi esposa, descubrirás
muchos misterios de mi carácter. No soy lo que parezco. Nadie me conoce. Ni tú
siquiera, que creías conocerme muy bien.
-Le conocía tan bien, que si no hubiera intervenido el imbécil del Diablo me
hubiese casado con Gregorio Paz.
-Ya sé que don Goyo no ha desistido de que, al fin, seas la esposa de su hijo y la
criada de él.
-Pues lo conseguirá -dijo duramente Lupe-. Nunca le he pedido nada. Jamás
quise que expusiera su estúpida vida. Sólo una vez le pedí que El Coyote ayudase a un
pobre hombre que corría el peligro de morir asesinado. ¡Y hoy el periódico me dice que
aquel hombre murió!
-¡Qué indiscretos son los periódicos! -bostezó don César-. Le diré a Henry
Hamilton que si continúa diciéndote cosas desagradables le retiraré mi apoyo, sin el
cual La Estrella ya hubiera sido clausurado hace tiempo. Durante la guerra demostró un
excesivo amor a la Confederación, con lo cual cometió una tontería. No se debe ser
nunca partidario del que pierde. Porque entonces jamás se tiene razón. En cambio,
cuando se coloca uno de parte del que gana siempre se tiene razón y todo el mundo lo
dice.
Guadalupe se alejó lentamente. ¿Por qué le hablaba don César de aquella ma-
nera? ¿Por qué mataba todas sus ilusiones apenas nacían?
No comprendía nada. No podía comprender al hombre que había tratado, por
todos los medios a su alcance, de disuadirla de que se casara con Gregorio Paz; que
luego no había hecho nada por ayudarla, y que ahora debía estarse riendo de ella.
Lupe no comprendía. Había visto en don César sus dos personalidades. La de-
sagradable de don César de Echagüe, el escéptico que parecía estar de vuelta de todos
los romanticismos e idealismos, y la del Coyote, caballero andante siempre dispuesto a
romper una lanza en defensa del prójimo. ¿A cuál de los dos amaba? ¿A don César?
¿Al Coyote?
Ella amaba al Coyote; pero era la esposa de don César.

* * *

22
Don César se estaba vistiendo para la comida cuando se abrió la puerta de su
cuarto y su hijo entró en él.
-¡Hola! -sonrió don César-. Creí que estabas estudiando.
-Hoy no estudio -respondió el niño.
-¿No? ¿Y por qué no estudias, si se puede saber? Supongo que no será porque
ya lo hayas aprendido todo.
-No; es que Lupe me perdonó la lección de hoy.
-¿Lo hizo por su propia voluntad o porque tú se lo pediste?
-Se lo pedí yo, papá.
-Bien. ¿Y cómo fue que ella te lo concedió?
El pequeño César empezó a sentirse acorralado. Su padre tenía una forma muy
desagradable de ir llegando con sus preguntas hasta un punto en que uno sentía
deseos de que se lo tragara la tierra antes que contestar a la pregunta final. Por ello
decidió defenderse contraatacando.
-Oye, papá: ¿por qué haces llorar a Lupe?
Don César dejó de arreglarse la estrecha corbata y miró a su hijo.
-¿Has visto llorar a Lupe? -preguntó.
-Sí; ayer lloraba. Cuando tú te marchaste.
-Lupe hace mal en llorar delante de ti y de los criados. ¿No te parece?
-Claro -asintió el niño-. Y más cuando no tiene motivos...
-¿Te dijo ella que no tenía motivos? -preguntó don César, volviendo su atención
al arreglo de la negra corbata.
-Sí. Dijo que lloraba por no reír. O algo así. Pero yo creo...
-¿Qué es lo que tú crees?
-Que llora por ti. Tú no eres bueno con ella.
-¿Por qué no soy bueno?
-Dicen los peones que no está bien eso de que ella tenga una habitación, como
antes, y que tu tengas otra. Dicen que no debieras guardar tanta fidelidad a mamá.
¿Por qué el dormir en cuartos distintos quiere decir que guardas fidelidad a mamá?
¿Qué fidelidad es ésa?
-Los matrimonios suelen dormir en la misma habitación -sonrió don César-;
pero Lupe y yo no somos un matrimonio como los demás. Somos algo especiales. No
somos seres vulgares. Y en adelante no hables de mí con los peones. Ni dejes que ellos
te hablen de Lupe.
-¿Porqué?
-Porque no es correcto. Tú eres un Echagüe de Acevedo, o sea el heredero de
dos de los más ilustres apellidos de California. Cuando seas hombre, el ser lo que eres
y el descender de quien desciendes tendrá más valor que ahora. Y para tus hijos tendrá
mucho más. Y cuando tengas hijos y estés casado, verás cómo no te gusta que nadie se
meta en tus asuntos matrimoniales. Ni aunque los entrometidos sean tus propios hijos.
-Eso es como si me riñeses, ¿verdad?
-Casi es como si te riñese -sonrió don César-. No me gusta que los demás hablen
de mí. Si alguien te dice algo acerca de nosotros, no debes permitírselo.
-Debes de estar muy enfadado conmigo, ¿no?
-Sólo un poquitín. Mañana veremos a un importante caballero que se encuentra
en Los Ángeles; pero no digas nada a Lupe. Ella no nos acompañará.
-¿Por qué?
-Porque ella es una mujer y, además, correremos cierto peligro. Tú más que yo.
-¿Qué deberé hacer?
-Llegar a un sitio al cual yo no podría acercarme. Y ahora dime qué opinas de
Lupe.

23
-No sé...
-¿Crees que me quiere?
-Me parece que sí.
-¡Ojalá no te engañes!

* * *

La guardia nocturna en la cárcel era una de las tareas que más desagradaban a
Cecilio Castro. Y, detalle curioso, le desagradaba mucho más cuando menos presos
había. En aquellos momentos la cárcel estaba desocupada. Cecilio Castro vigilaba una
serie de celdas vacías que se le antojaban otras tantas bocas abiertas y ansiosas de
cerrarse sobre él.
Cecilio no podía borrar de su memoria el recuerdo de Borax MacAdoo. Se esta-
ban cumpliendo veinticuatro horas de su muerte. Él tenía alguna culpa en aquella
muerte. Debía haber protegido a Borax, que se había portado muy noblemente con él...
Una llamada sonó en la puerta de la cárcel. ¿Quién podía llamar a aquellas
horas? Cecilio fue a abrir sin ningún recelo. No podía temer ningún intento de rescate
de presos, porque la cárcel estaba vacía.
En cuanto abrió la puerta se arrepintió de haberlo hecho sin tomar alguna de las
elementales precauciones o haber mirado por la estrecha mirilla. Frente a él vio a un
hombre vestido a la mejicana, con un revólver en la mano y un antifaz negro sobre el
rostro.
-¡Hola, Cecilio! -saludó el enmascarado, empujando hacia atrás al carcelero.
Este susurró:
-¡El Coyote! ¡Dios mío!
-¿Qué te ocurre, Cecilio? Pareces asustado.
Mientras hablaba, El Coyote cerraba con llave la puerta de la prisión.
-¿Es que has hecho algo malo? -siguió El Coyote.
Cecilio Castro no podía hablar. La presencia del famoso enmascarado le volvía
a traer el inquietante recuerdo de la muerte de Borax MacAdoo.
-Me estás haciendo hablar sólo a mí, Cecilio -sonrió El Coyote-. Eso no está bien.
No es correcto.
-¿Qué quiere de mí? -murmuró Cecilio.
-Quiero hacerte unas cuantas preguntas antes de decidir si debo castigarte o no.
Cecilio Castro se atragantó. De su cinturón pendía un buen revólver cargado
con seis excelentes balas, cualquiera de las cuales era sobradamente capaz de matar al
hombre que tenía ante él; mas para hacer aquello era preciso desenfundar el revólver,
amartillarlo y apretar el gatillo. Y todo ello delante del hombre más peligroso de
California: ¡del Coyote! No. Cecilio Castro era incapaz de hacer semejante cosa. Porque
el castigo del Coyote sólo era uno: ¡la muerte!
-¡Por favor, no lo haga! -suplicó.
-Contesta a lo mucho que tengo que preguntarte.
-¿Qué quiere saber?
-¿Quién hizo matar a Borax MacAdoo?
Cecilio estaba temiendo esta pregunta.
-No lo sé -respondió.
-Mientes -dijo fríamente El Coyote, cuya mano derecha descansó sobre la
curvada culata del revólver que había enfundado después de cerrar la puerta.
-No... De veras, no le engaño-susurró Cecilio, por cuyo cuerpo acababa de pasar
un escalofrío provocado por el ademán del Coyote-. No sé quién le mató.
-Pero sabes que le mataron, ¿no? Sabes que su muerte no fue accidental.

24
-No, no sé nada...
La mano izquierda del Coyote hizo presa en la camisa de Cecilio, quien tuvo la
impresión de que una terrible ave de presa le había cogido con sus garras.
-Cecilio: estás pidiendo a gritos que te mate y me entran tentaciones de compla-
certe. Sabes que Borax MacAdoo fue asesinado y, además, sabes una cosa que no has
dicho a nadie: sabes que estuvo tres días encerrado en esta cárcel. ¿Por qué no se lo
dijiste a tus jefes? ¿Por qué, a pesar de saber que el dueño del Hotel Morgan mintió al
decir que Borax MacAdoo había ido a pasar unos días en San Francisco, no confesaste
que no había estado en San Francisco, sino en la cárcel?
Cecilio Castro se sabía entre dos peligros igualmente grandes; pero el repre-
sentado por El Coyote era el más inmediato y, por lo tanto, el carcelero decidió que lo
más prudente era resolver aquel problema.
-El jefe me lo prohibió -dijo.
-¿Quién es ese jefe?
-No le conozco. No le He visto nunca la cara. Le llamamos El Encapuchado
porque se presenta ante nosotros con la cara cubierta por una capucha que sólo deja
ver los ojos.
El Encapuchado, El Coyote sintió un estremecimiento de ira. ¿Quién era aquel
hombre cuyo nombre indicaba misterio, poder e inteligencia? ¿Un rival? Hasta
entonces no había hecho nada para enfrentarse con él. Sin embargo, el hecho de que
tuviese servidores fieles y temerosos, era una amenaza para él.
-¿Qué te ordenó?
-Que no dijese que el señor MacAdoo había estado en la cárcel.
-Tú sabías que iba a morir, ¿verdad?
Tras un breve silencio, Cecilio Castro movió afirmativamente la cabeza.
-¿Por qué no le avisaste? -preguntó El Coyote.
-El jefe me habría matado si lo hubiera hecho. Castiga sin piedad a los traidores.
-¿Dónde os cita?
-En la Casa de las Golondrinas.
-¿Por qué quería matar a MacAdoo?
-No lo sé. No sé más que deseaba que muriese; pero no antes del día en que
murió.
-¿Querían arrebatarle algo?
-No lo sé.
-Dime quiénes son los demás cómplices del Encapuchado.
-Sólo conozco a Pío Ruiz y Fernando Ochoa; pero hay otros.
-Está bien. Supongo que Morgan también debe pertenecer a la banda, ¿no?
-Claro. Me olvidé de él.
-Está bien. Abre la puerta y aleja las tentaciones de utilizar ese revólver.
Cecilio Castro fue lentamente hacia la puerta de la cárcel, hizo girar la llave en
la cerradura y ese mismo instante la puerta fue empujada desde fuera y se vio un
centelleo metálico, al que siguió un alarido de dolor que se fue convirtiendo en un
estertor agónico. El carcelero trató de aferrarse a alguna parte, y, al fin, su cuerpo cayó
contra la puerta, cerrándola. Después, el cuerpo fue resbalando hacia el suelo y por fin
quedó tendido en el umbral.
Empuñando uno de sus revólveres, El Coyote saltó hacia la puerta y trató de
abrirla. Se lo impidió el cuerpo de Cecilio. El Coyote comprendió que no tendría tiempo
de retirar el cuerpo, salir a la calle y alcanzar al asesino. Por ello decidió atender, si era
posible, al carcelero. Pero éste había muerto. En el pecho tenía clavado hasta la
empuñadura un estoque español de agudísimo y afilado acero. En la cruz del arma se
veía un papel. El Coyote lo arrancó, leyendo estas palabras:

25
«POR TRAIDOR»

No llevaba firma; pero El Coyote pronunció un nombre:


-¡El Encapuchado!
Cecilio Castro había tenido razón al expresar sus temores acerca del castigo que
aplicaba su jefe.
El Coyote apartó el cuerpo de Cecilio y luego apagó todas las luces que ardían
en el interior de la cárcel; acto seguido aseguróse de que los revólveres salían con
facilidad de sus fundas y, por último, yendo hacia la puerta, cogió un alto taburete.
Colocándose a un lado de la puerta, la abrió suavemente y tiró hacia fuera el taburete,
que hizo retemblar la acera de tablas. Al mismo tiempo se oyó un silbido y un choque
casi ahogado por la caída del taburete.
Cuando El Coyote salió de la cárcel con el revólver a punto de disparar, no vio a
nadie; pero sus oídos captaron el rumor de unos pasos que se alejaban. El Coyote
acercóse al taburete y una dura sonrisa pasó por sus labios. En una de las tres patas se
hallaba fuertemente hundido un cuchillo mejicano de pesada hoja. Un cuchillo propio
de lanzador experto, que podía hundirse hasta la cruz si se tiraba con la debida fuerza.
En California sólo había habido un hombre capaz de manejar el cuchillo de
aquella manera. Aquel hombre era don Jerónimo Salas; pero desde que en una pelea
perdió, de un hachazo, cuatro dedos de la mano derecha, en la cual sólo conservó el
pulgar, don Jerónimo no había vuelto a manejar el cuchillo.
Sin embargo, el acero clavado en el taburete llevaba una firma clarísima.
-Mañana nos veremos, don Jerónimo -decidió El Coyote.

* * *

El Coyote deslizóse en el interior de la casa después de subir hasta el tejado uti-


lizando un árbol cercano. Reinaba en ella un profundo silencio que fue turbado por el
gemir de algunas tablas al ser pisadas.
El Coyote empezó a descender por la escalera hacia el primer piso, en el cual
tenían su alojamiento Pío Ruiz y Fernando Ochoa, dos de los menos recomendables
personajes de Los Ángeles.
Con ellos no sería fácil discutir. Habría que emplear la violencia. Tal vez la
máxima violencia. Pero seguramente aquellos hombres sabrían mucho más que Cecilio
Castro acerca de la identidad del Encapuchado o, por lo menos, podrían darle algunos
datos que le permitieran seguir una pista segura.
Al llegar ante una de las puertas que daban a la escalera, El Coyote se detuvo. La
mano con que empuñaba el revólver se inmovilizó y el arma quedó apuntada ante él.
Una línea de luz dibujaba el umbral de la puerta. El Coyote escuchó atentamente. No se
oía nada. Ni una respiración, ni un carraspeo, ni una voz. Pasaron unos minutos. El
silencio continuó inquebrantado. Por fin, El Coyote empujó la puerta. Estaba abierta. El
espectáculo que se ofreció a los ojos del enmascarado no pudo ser más trágico. Dos
hombres estaban sentados en una mesa. Entre ellos se levantaba una botella de tequila
casi vacía. Los dos hombres se hallaban caídos de bruces sobre la mesa y su
inmovilidad era la de la muerte, pues ni el más leve suspiro se escapaba de entre sus
azulados labios.
El Coyote tocó aquellos dos cuerpos. Estaban helados. La muerte de Pío Ruiz y
Fernando Ochoa habíase producido antes que la de Cecilio Castro. Como en el caso de
éste, el asesino había dejado una nota, que El Coyote leyó lentamente:

26
«LA MUERTE ES LA MEJOR
CERRADURA PARA UNA BOCA
INDISCRETA»

Tampoco llevaba firma; pero el nombre del Encapuchado también brotó de los
labios del Coyote.
Los dos cadáveres no presentaban ninguna señal de violencia. La muerte debía
de haberles llegado con el alcohol.
El Coyote cogió la botella de tequila y la vació en el suelo. Algún imprudente
podía pagar cara su curiosidad o su sed.

* * *

Abel Morgan estaba nervioso. No le gustaba nada de cuanto sucedía. Mateos le


había interrogado muy a fondo acerca de lo que había hecho Borax MacAdoo desde
que llegara a su hotel. Le había tenido que mentir, y si Cecilio Castro perdía la
serenidad él se encontraría metido en un apuro del que no le sería nada fácil salir.
Cuando entró en su cuarto, después de haber cerrado ya las puertas del hotel,
los pensamientos de Morgan eran muy amargos. La culpa de todo la tenía su mala
suerte. Aquella mala suerte que nunca le había abandonado, que se había pegado a él
como se pegan las pulgas a un perro flaco, sin soltarle ni un solo momento. Si hubiera
tenido un poco de buena suerte todo habría sido fácil; pero incluso en las ocasiones en
que la suerte parecía sonreírle, lo hizo con una media sonrisa que en seguida se trocó
en mueca.
Había comprado aquel hotel e inmediatamente encontróse con que se le estaba
terminando el dinero, y ese suceso le colocó en manos de un hombre a quien no
conocía -porque jamás había visto su rostro- que le dio todo cuanto le hizo falta; pero ni
un centavo más. Que le mantuvo a flote, pero dejándole siempre con el agua a punto
de invadir la cubierta de su maltratado buque. En cualquier momento en que El
Encapuchado le retirase su apoyo, volvería a naufragar. Y para vivir aquel no vivir,
había tenido que convertirse en un delincuente, culpable, ahora, de la muerte de un
hombre.
Entró en su habitación, que se componía de una sala y una alcoba. Cerró con
llave y dejóse caer en una mecedora. Luego con cansado ademán, alcanzó uno de los
cigarros que guardaba en una caja de cedro, encima de la cercana mesita, lo encendió, y
cuando lanzaba la segunda bocanada de humo su mirada tropezó con un hombre que
acababa de salir de la alcoba.
El antifaz que le cubría el rostro y los dos revólveres que pendían de su cintura,
indicaban tan claramente las intenciones de aquel hombre, que Abel Morgan estuvo a
punto de dejar caer el cigarro que tenía entre los labios. Vióse obligado a sostenerlo con
los dedos, al mismo tiempo que preguntaba con estrangulada voz:
-¿Quién es usted?
-Me llaman El Coyote. ¿No ha oído hablar de mí?
-Sí..., sí... pero creí que... que no era verdad.
-Ya ve que lo soy -replicó El Coyote, avanzando hacia Morgan-. ¿Le importaría
contestar a algunas preguntas?
-¿Cómo llegó hasta aquí? -preguntó el hotelero.
-No se preocupe por ese detalle; -replicó El Coyote-. Carece de importancia.
-Para mí la tiene... -contestó Morgan-, Esta habitación se hallaba cerrada...
-¿Se acuerda de Borax MacAdoo? -preguntó El Coyote.
Morgan se atragantó con el humo de su cigarro. Sus dilatados ojos miraron

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aterrados al enmascarado, que siguió:
-Usted sabe quiénes colocaron la carga explosiva que destrozó a Borax
MacAdoo.
-No.
-Fueron Pío Ruiz y Fernando Ochoa -siguió El Coyote-. Recibieron una buena
paga; pero ya no les sirve de nada, porque los dos han muerto.
-¿Les ha matado usted?
-No -sonrió El Coyote-. Les mató El Encapuchado.
-¿Le conoce?
-No. Quiero que usted me diga qué sabe de él.
-Yo no sé nada -declaró, con lívida rostro, Morgan.
-¿Prefiere que venga el señor Mateos a preguntarle por qué dijo que Borax
MacAdoo había estado en San Francisco, cuando, en realidad, sabía usted que se
encontraba en la cárcel, detenido por borracho?
-¡No! -gritó Morgan-. No diga eso. ¿Se lo ha revelado Cecilio?
-Lo sabía antes de ver a Cecilio. Han hecho ustedes grandes favores al Enca-
puchado; pero ahora ya no les necesita y de la misma forma que mató a Pío Ruiz y
Fernando Ochoa, mató luego a Cecilio y le matará a usted si no se anticipa a él y me
dice lo que sepa de su persona.
-¿Ha muerto Cecilio? -preguntó, en un susurro, Morgan.
-Sí. De una estocada. Una muerte muy californiana.
-¡Dios mío! Pero... yo no sé nada. Hace algo más de dos años me encontraba a
punto de arruinarme. Recibí una carta en la cual se me ofrecía el dinero necesario para
salir de mis apuros más grandes. Acepté, y al devolver la carta recibí dos mil dólares.
He ido recibiendo sumas de pequeña importancia que me han permitido sostenerme a
flote. A cambio de eso, he tenido que hacer lo que El Encapuchado me mandaba. Lo
último fue que dejara que Pío y Fernando metiesen algo en el baúl de Borax.
Mientras hablaba, Morgan fumaba nerviosamente.
-¿Cómo es El Encapuchado? -preguntó El Coyote.
-No sé. Nadie le conoce...
Era lo que había dicho también Cecilio y, sin duda, lo que no tuvieron tiempo
de decir Pío y Fernando.
-¿No hay en él algo que le distinga de los demás?
Con cierta dificultad, Morgan pudo responder:
-Sólo hay algo que me ha extrañado... Nunca emplea la mano derecha. Todo lo
hace con la izquierda... con la izquierda. La derecha la deja sobre la mesa... Allá en la
Casa de las Golondrinas... ¡Oh, cómo me duele la cabeza! Este cigarro era demasiado
fuerte...
De pronto dejó caer la cabeza hacia adelante y la barbilla le chocó contra el
pecho. El cigarro se escapó de sus labios, en los que apareció una espuma verdosa.
El Coyote se puso en pie de un salto. Por tercera vez en unas horas El Enca-
puchado le burlaba, hiriendo ante sus propios ojos a los únicos que podían ayudarle.
Un leve examen bastó para que El Coyote se convenciera de que Abel Morgan
había muerto. Cogiendo el cigarro que Morgan había fumado hasta un momento antes,
lo olió. El aroma no tenía nada de anormal; pero... Allí donde los labios de Morgan
habían entrado en contacto con el cigarro, se veía una mancha verdosa.
El Coyote examinó los restantes cigarros que se encontraban en la caja de cedro.
Sólo había tres más y cada uno de ellos presentaba huellas bastante claras de haber
sido sumergidos por su extremo inferior en un potente veneno, del que estaban
impregnados. La humedad de los labios había bastado para matar al dueño del hotel.
El Coyote se guardó los cigarros envenenados. Tal vez algún día le fuesen útiles

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contra el misterioso encapuchado, que en las primeras batallas reñidas contra El Coyote
había llevado la mejor parte.
«Pero una lucha sólo termina cuando uno de los dos enemigos ha muerto -
murmuró El Coyote-. Y cuando llegue ese momento, yo cuidaré de que el muerto seas
tú, Encapuchado.»

Capítulo VII

La visita a don Jerónimo

El carruaje de don César de Echagüe se detuvo a la puerta de la hacienda de


don Jerónimo Salas. Frank Christie, el mecánico encargado de las máquinas agrícolas,
se hallaba cerca de la verja y acudió a abrir.
-Buenos días, don César -saludó.
-¿Cómo está usted, Christie?
-Muy bien, señor; pero... ¿quiere usted ver a don Jerónimo?
-Ése es nuestro propósito -replicó el dueño del rancho de San Antonio.
-¡Oh, perdón! -se disculpó Frank Christie-. No me había dado cuenta de que le
acompañaba su hijo. Pues, volviendo a lo que decía antes, creo que haría usted mejor
no tratando de ver hoy a don Jerónimo. Está de un humor de mil diablos.
-¿Quién está de un humor de mil diablos?-preguntó una potente voz-. Christie,
se toma usted unas libertades excesivas que ya me estoy hartando de soportar. No
olvide que es uno de mis criados y que no le pago, ni mucho menos, para que exponga
opiniones acerca de mi carácter.
Don Jerónimo Salas era un hombre alto, que había sido muy corpulento,
aunque había perdido ya una gran parte de sus músculos devorados por la creciente
adiposidad. Sin embargo, unos años antes había sido uno de los hombres más
agresivos de Los Ángeles, y aún conservaba mucho del antiguo carácter.
-Discúlpeme, don Jerónimo -pidió el encargado, por cuyos ojos pasó un rama-
lazo de ira y de odio.
Don Jerónimo Salas nunca había sabido tratar a los que trabajaban para él y por
eso cambiaba muy frecuentemente de peones. Frank Christie, por su especialización
mecánica, que le evitaba tener un contacto demasiado directo con el dueño de la
hacienda, era el único que había soportado durante unos tres años al irascible don
Jerónimo.
-¿Para qué viene a esta casa? -siguió don Jerónimo Salas, volviéndose hacia don
César-. ¿Le he pedido que viniera? ¿Quién es usted? ¡Márchese!
-Venía a proponerle que me vendiese unas tierras...
-¡No quiero vender tierras! -gritó Jerónimo Salas-. ¡No quiero vender nada!
¡Márchese de aquí! No le conozco ni me interesa saber quién es.
-Es don César de Echagüe, papá -dijo en aquel momento José Salas, el hijo de
don Jerónimo, que había acudido al oír las voces de su padre.
-Me tiene sin cuidado quien sea ese hombre -replicó don Jerónimo-. Yo no le he
llamado. No quiero verle. Dile que se marche, o tráeme un látigo y le echaré yo mismo.
¡Aún me sobran fuerzas para hacerlo!
José Salas acercóse al carruaje. Se advertía que su turbación era muy grande.
Con voz temblorosa, pidió:
-Por favor, don César, le ruego que vuelva en otro momento o me diga qué

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desea de mi padre. Tal vez yo pueda resolverlo; pero ahora insisto: aléjese. Tiene los
nervios muy excitados y cuando se encuentra así es casi un irresponsable.
-No te preocupes, José -replicó don César-. Ya volveré otro día. -Y en voz baja
agregó-: Quería hablar de unas tierras que dicen son muy buenas y que a tu padre no le
interesan. Me refiero a las tierras del Valle de la Victoria.
La mano derecha de José Salas se cerró en torno a la muñeca de don César.
-¡Por Dios, no hable de esas tierras! -dijo-. Hace años que mi padre no piensa en
otra cosa. No, no. No le hable de eso. Antes de vender un palmo de tierra del Valle de
la Victoria sería muy capaz de vender su alma al diablo.
-¿De qué estás hablando? -gritó don Jerónimo-. ¡Quiero saberlo!
-¡Le decía que volviese otro día, papá! -replicó el joven Salas.
-Que no vuelva hasta que yo le llame -dijo rudamente don Jerónimo-. Que no
vuelva hasta entonces. ¡Que no vuelva nunca más!
Sonriendo, don César hizo dar media vuelta al caballo que tiraba del cochecillo
jardinera y alejóse de la hacienda de don Jerónimo. El fracaso de su entrevista con el
hacendado no parecía preocuparle mucho.
-No podré registrar la habitación de don Jerónimo -dijo el pequeño César.
-No -respondió su padre-. Don Jerónimo estaba hoy de muy mal humor.
Cualquiera le creería loco. Tal vez lo esté. Jamás ha demostrado tener una cabeza muy
sólida.
Pero los pensamientos de don César estaban muy lejos de allí y de aquellos
problemas. Estaban fijos en una mujer que era, sin duda alguna, la clave de todo el
misterio.

Capítulo VIII

La viuda de Borax MacAdoo

Carolyn MacAdoo se había instalado en la posada del Rey Don Carlos.


-Aunque tendrá tristes recuerdos para mí, pues aquí murió Mickey, creo que
éste es el mejor hotel de la ciudad -dijo a Yesares, cuando llegó a la posada.
Más tarde recibió la visita de Teodomiro Mateos. El jefe de policía le ofreció su
pésame oficial y particular. Luego solicitó documentos de identidad, los confrontó con
los que poseía y al final explicó:
-Su esposo dejó algún dinero y diversas propiedades. El dinero se ha gastado
casi todo. Las propiedades ya le pertenecen y puede vender alguna si necesita dinero.
-No necesito dinero con urgencia -replicó la viuda de Borax MacAdoo-. Tengo
bastante para unas semanas. Luego venderé las tierras que pudiese tener mi marido.
Nunca me contó gran cosa de sus negocios, por lo que ignoro el valor de mi herencia.
-Yo también lo ignoro, señora -replicó Mateos-. Tal vez un abogado o notario
pueda informarla. Yo estoy muy ocupado. Esta ciudad es cada día peor. Hace unas
cuantas noches fueron asesinados nuestro carcelero y otros dos hombres. Cada día
ocurren sucesos lamentables. Señora... repito mi pésame...
Cuando quedó sola, Carolyn Wister lanzó un suspiro de alivio. ¡Qué hombre
tan pesado aquel jefe de policía o lo que fuese! Además, desde que se lo anunciaron
estuvo temiendo que descubriese la verdad.
Carolyn se dejó caer de espaldas en la cama y clavó la mirada en el techo. Su
situación era bastante difícil; mas, por fortuna, el que un hombre muriera de muerte

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violenta no parecía sorprender a nadie en aquella ciudad.
De pronto, Carolyn empezó a sentir la impresión de no estar sola. Esta impre-
sión se hizo tan fuerte que, para desecharla, Carolyn decidió incorporarse y dejar que
sus ojos se convencieran de que estaba sola.
Pero su asombro no conoció límites cuando, al mirar a su alrededor, vio a un
hombre sentado a unos dos metros de ella. Cualquiera que hubiese sido el aspecto de
aquel hombre, Carolyn se hubiera asustado; pero su espanto fue enorme al ver a un
hombre vestido de oscuro, a la moda mejicana, con la cabeza cubierta por un sombrero
de copa cónica y ala ancha y vuelta hacia arriba, traje excelente y botas de montar muy
altas. Pero la causa del sobresalto mayor de Carolyn fue el antifaz que cubría el rostro
del hombre y las armas que pendían de su cinturón canana.
-Buenas noches, desconsolada viuda de Borax MacAdoo -sonrió el enmasca-
rado.
Hablaba con ironía que no pasó inadvertida a la mujer.
-¿Quién es usted y qué busca aquí? -preguntó Carolyn.
-Soy El Coyote.
-¡El Coyote!
Carolyn no esperaba encontrarse al famoso personaje.
-¿Me conoce? -preguntó El Coyote.
-He oído hablar de usted; pero no esperaba tener el gusto de conocerle perso-
nalmente.
-Si no se hubiese apartado del buen camino, nunca me habría conocido, señora.
-¿Qué quiere decir? -preguntó la mujer.
-Es usted muy hermosa, señora. No me extraña que el señor MacAdoo se
enamorase de usted.
-¿Qué pretende decir con esas palabras?
-No pretendo más que expresarle mi profundo pesar por la pena que la aflige.
¿Y su hijo? ¿Lo dejó en San Francisco? ¿Cómo pudo separarse de una criatura tan
delicada?
Carolyn miraba fijamente al Coyote. Aquel hombre conocía toda la verdad y no
intentaba disimularla. Por el contrario, estaba tratando de hacérselo comprender.
-¿Cuánto le pagan por representar esa comedia que puede llevarla a la cárcel?
-No represento ninguna comedia -tartamudeó Carolyn.
-Tal vez no sea una comedia, sino un drama -dijo El Coyote-. Usted no ha estado
nunca casada con Borax MacAdoo, ni el hijo que usted dice ser suyo es de usted ni de
Borax
Carolyn sentía una inmensa opresión en el pecho. Aún intentó un último es-
fuerzo.
-Michael MacAdoo era mi legítimo esposo.
-¿De veras?
-Sí. Me casé con él en San Francisco, hace un año. Además, no tengo por qué
responder a sus preguntas.
-Tal vez en lo último que ha dicho tenga algo de razón; pero yo puedo enviar
una noticia al amable jefe de policía que acaba de salir de aquí. Ese amable jefe puede
reunir a algunos médicos y pedir que examinen a la viuda de Michael MacAdoo y
certifiquen si puede ser o no la madre del hijo que ha dejado en San Francisco.
Carolyn acusó el golpe como si lo hubiera recibido físicamente. Palideció
mortalmente, y, por último, declaró:
-Está bien..., usted gana. Cuando se ha perdido todo y el enemigo lo sabe, es
inútil seguir fingiendo que se es fuerte. ¿Qué quiere de mí?
-Que desaparezca.

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-No comprendo.
-Si desaparece, El Encapuchado no podrá nada contra usted.
-¿Le conoce?
-Sí.
-Es implacable con quienes le traicionan.
-Ya lo sé...
En aquel momento entreabrióse la puerta del cuarto y por ella asomó una mano
armada con un cuchillo que partió silbando contra el cuerpo de Carolyn. La fulminante
reacción del Coyote salvó milagrosamente la vida de la mujer, pues el enmascarado
cogió un almohadón que estaba junto a él y lo lanzó de forma que se interpusiera entre
el cuchillo y Carolyn. Oyóse un choque blando y el cuchillo cayó al suelo, junto con el
almohadón, cuando había faltado apenas unos centímetros para que se hundiera en el
corazón de Carolyn.
Ésta miró horrorizada el cuchillo y luego, volviéndose hacia El Coyote, dijo con
alterada voz:
-No diré nada más. Nada más.
-Ya no necesito que me diga nada. Creo que lo sé todo. Voy a salir de esta
habitación. Dentro de diez minutos salga usted a la calle y cuando se le acerque un
hombre y le diga Coyote, sígale. Él la llevará a lugar seguro.
-¿Y mi desaparición? ¿No sorprenderá...?
-Más sorprendería que encontraran su cadáver. Y para usted sería mucho me-
nos agradable.
-Está bien. Un chino amigo mío me dijo que quien monta en un tigre no puede
desmontar cuando quiere, sino cuando el tigre le deja.
-Es un buen refrán -sonrió El Coyote-. Y de cuantos tigres he conocido, El
Encapuchado es el peor de todos.
El Coyote fue hacia la puerta, la abrió, y una ojeada al pasillo le indicó que no
existía ningún riesgo inmediato. Cuando Carolyn salió para ver qué dirección había
seguido el enmascarado, el pasillo estaba vacío. No se veía el menor rastro del Coyote.
La mujer vaciló un momento entre seguir o no el consejo de aquel hombre. Por
fin, una mirada al cuchillo que estaba medio clavado en el almohadón, la decidió, y
cuando transcurrieron los diez minutos fijados por El Coyote, salió de la habitación y
bajando a la plaza la empezó a cruzar. Cuando llegó a la mitad de ella, una sombra se
acercó, preguntando:
-¿Señora de MacAdoo?
Carolyn tardó unos instantes en decidirse a responder. ¿Y si aquel hombre era
el mismo que había intentado herirla? Pero en aquel momento el otro resolvió sus
dudas con esta palabra:
-Coyote.
-Yo soy la señora de MacAdoo -murmuró Carolyn.
-Debo acompañarla a un sitio donde estará segura -respondió el hombre-. Lo ha
ordenado El Coyote. En el lugar donde quedará usted encontrará a un hombre que
también se halla refugiado. No debe decirle quién es.
-¿Por qué? -preguntó Carolyn.
Timoteo Lugones se encogió de hombros.
-No lo sé -contestó-. Me limito a cumplir las órdenes recibidas. Le aconsejo que
haga lo mismo.
-Está bien --sonrió Carolyn-. Guardaremos silencio. No comprendo nada; pero
tal vez sea mejor así.
Timoteo Lugones tomó la dirección del barrio mejicano. Caminaba tomando
grandes precauciones y procurando evitar toda emboscada, pues había sido prevenido

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acerca de los peligros que podía correr. Por fin llegó ante la casa de Adelia y llamó con
los nudillos. Abrióse la puerta y la gruesa india se hizo a un lado, saludando con una
profunda inclinación a la mujer que llegaba con Timoteo. Luego la guió hasta una
habitación mucho mejor amueblada y más confortable de lo que podía esperarse en
una casa de tan pobre apariencia.
-Le haré preparar lo que usted quiera cenar -dijo la india.
Carolyn movió negativamente la cabeza.
-Creo que he perdido el apetito por muchos días -dijo-. Prefiero descansar. Ya
es muy tarde.
-Es que El Coyote desea que usted le acompañe esta noche durante la cena.
¿Quiere seguirme?
-Está bien, ya que se trata de una orden del Coyote.
Carolyn fue guiada por varios estrechos y mal alumbrados corredores hasta
una habitación en cuyo centro había una mesita redonda cubierta por un blanco mantel
y en la que había un servicio de mesa para tres personas. Un hombre se paseaba cerca
de la mesa. Carolyn lo miró llena de curiosidad. ¿Quién debía de ser? El rostro le era
vagamente familiar, a pesar de que se hallaba cubierto por una barba de bastantes días.
Al ver a Carolyn, el hombre se inclinó cortésmente. No era mal parecido. Representaba
unos treinta y cinco años y, además de ser bastante alto, parecía muy musculoso.
-Buenas noches, señorita -saludó el desconocido.
-Buenas noches -respondió Carolyn.
-Creo que no tardaremos en cenar.
-No tengo el menor apetito -declaró la muchacha-. Han estado a punto de ma-
tarme.
El hombre sonrió y la joven pensó que nunca había visto una sonrisa tan atrac-
tiva. Sintióse, por un momento, muy atraída por el desconocido; pero las palabras que
éste pronunció la hicieron variar por completo de opinión.
-¿Dice que han estado a punto de matarla? -preguntó. Y luego, con otra sonrisa,
agregó-: A mí me mataron hace unos días.
Cuando el asombro de Carolyn se trocó en irritación y se disponía a replicar
como se merecía aquel hombre, se abrió la puerta y El Coyote entró en el comedor.
-Buenas noches -saludó-. Me alegro de que haya llegado sana y salva, señora.
Estuve temiendo por su seguridad personal. Pero, ¡qué falta de cortesía tan grande! No
he hecho las presentaciones. Señor MacAdoo, le presento a su desconsolada viuda.
Señora de MacAdoo, le presento a su difunto esposo. Y como creo que tendrán mucho
que contarse, me retiro. Volveré más tarde a saber si han llegado a algún acuerdo
amistoso.
Con una leve inclinación, El Coyote se retiró, dejando frente a frente a aquel
marido y a aquella mujer que se veían por vez primera.

Capítulo IX

La puerta cerrada

Don César entró muy alegre en el comedor. Guadalupe estaba sentada en su


sitio, frente al pequeño César, y al oír entrar a su marido todo su cuerpo quedó en
violenta tensión.
-¡Hola, Lupita! -saludó don César, pasando suavemente una mano por la es-

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palda de su mujer.
Guadalupe experimentó la misma sensación que si le hubieran pasado un trozo
de hielo por la piel; pero, a la vez, también sintió caloren el corazón.
-Hoy me siento feliz -dijo don César, sentándose a la cabecera de la mesa y mi-
rando a su mujer y a su hijo.
Guadalupe inclinó la mirada sobre el plato y no dijo nada. Fue servida la cena y
don César siguió hablando:
-Quiero que te hagas ropa elegante, Lupita. Has vestido siempre con demasiada
sencillez.
-He vestido como me corresponde -replicó Lupe.
Su respuesta fue como un jarro de agua fría para don César. Por un momento
perdió el buen humor y el apetito. Pero no tardó en recobrar ambas cosas y las
conservó durante toda la cena, aunque ya no volvió a hablar íntimamente con Lupe.
Al terminarse la cena, cogió a su hijo por los hombros y empujándole hacia la
escalera que conducía a los pisos superiores, dijo:
-Ve a acostarte en seguida. Ya es muy tarde.
Lupe pensó que debía ponerse en pie y acompañar al niño; pero estaba segura
de que su marido había buscado aquella oportunidad de quedarse a solas con ella, y
como podía fingir que no advertía el plan de su esposo, nada la obligaba a marcharse.
Don César apagó algunas luces.
-Me molesta la excesiva luz -dijo-. Así, con un poco de penumbra, se está mejor.
-Si usted lo dice...
-No sigas con esa burla de llamarme de usted cuando estamos solos. ¿Por qué
no te conviertes en un ser humano en vez de adoptar esas actitudes de mujer ofendida?
-No adopto ninguna actitud falsa, sino la que me corresponde.
-Eres mi mujer, Lupita. Lo eres ante Dios y ante los hombres.
-Ante los hombres, tal vez lo sea; pero no ante Dios, que conoce la verdad.
Ni ella misma sabía por qué contestaba así. Si se hubiese sabido analizar, se
habría dado cuenta de que tenía miedo de rendirse a la menor palabra de él y de que
trataba, por todos los medios, de demostrarle que era capaz de mantener su orgullo.
-¿Y no crees, Lupe, que ya ha llegado el momento de que esta burla termine?
Al hacer esta pregunta, don César de Echagüe se acercó más a Lupe y buscó,
con su mirada, los ojos de ella. Los encontró tan fríos, tan duros y a la vez tan
expresivos que, apartándose de la joven, refunfuñó:
-Es inútil. Hay demasiado hielo en tu carne. Me helaría antes de poder fundirlo.
Malhumorado, salió del comedor y subió a su habitación.
Guadalupe quedó sola. Oyó cómo se cerraba la puerta del cuarto de su marido.
Recordó sus últimas palabras. ¿Había, realmente, demasiado hielo en su carne? Ella
sabía, o creía saber, que eso no era cierto; pero tenía que reconocer que cuando su
marido se le aproximaba, todo su ser se rebelaba ante la idea de que pudiera burlarse
de ella. Y, sin embargo, aquella vez en que él la besó... Y cuando la rozaba con una
mano... Mil descargas eléctricas conmovían su cuerpo.
Recordó lo que le había dicho Serena, la mujer de Yesares:
«Yo en tu lugar tendría mucho miedo. Don César está acostumbrado a que seas
su criada. Si cedes demasiado pronto, él continuará creyéndote su ama de llaves. Tiene
que hacer un gran esfuerzo para ganarte. Entonces, cuanto más le cuestes de conseguir,
más te querrá.»
Este consejo le había parecido muy bueno y lo había seguido hasta aquel
momento; mas ¿era, realmente, un buen consejo? Ahora comenzaba a dudar de ello.
Ha habido resistencias que han exasperado al sitiador y le han movido a prolongar el
sitio hasta el fin; pero, en cambio, otras resistencias han cansado al sitiador,

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moviéndole a retirarse..., o, lo que ella temía mucho más, a buscar otra fortaleza menos
tenaz, de más fácil conquista.
Dejando que los criados apagaran las restantes luces, Lupe subió a su cuarto. El
hijo de don César le había hablado de lo que decían los servidores acerca de la cerrada
puerta de su cuarto, de las dos habitaciones separadas... ¿Obraba ella bien? No. No
obraba bien. Desde el momento en que aceptaba ser la esposa de don César, no tenía
derecho a serlo sólo en las ventajas materiales.
Sentada ante el espejo de su tocador, su mirada encontró en el cristal la puerta
cerrada. Dos veces había visto girar el tirador de la misma; pero no entonces, sino otras
noches en que su estúpido orgullo le hizo permanecer ciega ante el significado de
aquello. Luego, cuando ella dejó la puerta abierta, el tirador no volvió a girar. Era ella
quien ahora debía dar el paso que por dos veces diera su marido. Pero... ¡No, ella
nunca haría semejante cosa!
Don César había dicho que debía vestir con elegancia. No le faltaban trajes
elegantes que Echagüe nunca había visto, a pesar de que, al hacérselos, Lupe sólo había
pensado en él.
-Soy una loca -murmuró, mirándose en el espejo.
Si pudiera imaginar alguna solución. Ella no podía dar un paso que en su ma-
rido hubiera sido completamente lógico; pero... ¿no es cierto que la mujer siempre sabe
encontrar la solución a los problemas más difíciles?
Miróse con más atención en el espejo. No era ya una niña como cuando estaba
románticamente enamorada del heredero de los Echagüe. No obstante, era mucho más
hermosa que entonces. Pero tan estúpida como cuando tenía quince años.
Levantándose, fue hasta un gran armario que ocupaba todo un lado de su
dormitorio. Abrió una de las puertas. A su vista aparecieron los blancos y sencillos
camisones de dormir. En un estante se encontraba uno de seda china junto con una
bata maravillosamente bordada que le había comprado a un oriental, quien le aseguró
que era una prenda dignare una princesa.
Desdobló el camisón de seda y encajes. Cuando se lo hubo puesto se miró en la
gran luna central del armario. Ninguna mujer podía resultar fea con aquella prenda.
Sentada de nuevo ante el espejo del tocador, soltó su larga cabellera. ¡Sentíase
muy joven! Le latían las sienes y notaba que el corazón se le iba haciendo muy pequeño
y que respiraba con dificultad. El aire trajo olor a nardos de los que se cultivaban en el
jardín. Y a madreselva de la que inundaba las tapias del rancho.
Años antes, César le había traído una botella de perfume francés. Era un frasco
de grueso cristal tallado, con un pequeño retrato de la emperatriz Eugenia. Una mujer
que hablaba español y que había llegado a ser emperatriz de Francia. Destapó el frasco
y vertió unas gotas del suave perfume sobre sus desnudos hombros.
Al rozar con sus dedos la carne la notó fría; pero debajo de aquella débil capa
de hielo, la sangre corría, ardiente como lava.
El olor a madreselva y a nardos se mezcló con el perfume de París. Guadalupe
sintió un fuerte latido en las sienes, y en el cerebro una turbación parecida a la que una
vez le produjo el beber champaña con exceso.
Como una sonámbula, cerrando los ojos y la conciencia a las realidades, Lupe
se levantó. La blanca seda de la bata china se deslizó, acariciadora, por sus brazos
cuando se la puso. Parecía una princesa; pero, ¿qué le diría a él...? Aunque... ¿sería
necesario decir nada? ¿No comprendería César la verdad? César era su marido. Su
legítimo esposo.
Saliendo al pasillo, Lupe se dirigió hacia la habitación de su marido. Todo su
ser era como una vibrante sinfonía. Tenía la impresión de ir andando sobre nubes. No
quería pensar en el próximo momento, no quería pensar en nada porque toda ella era

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un sólo pensamiento. César. El hombre con quien estaba casada.
Sin vacilar, sin detenerse para una última reflexión, hizo girar el tirador de la
puerta del cuarto de su esposo. Empujó y la habitación se ofreció ante sus ojos. La
habitación que ella conocía como servidora de don César; por haberla arreglado
durante más de veinte años; pero, en la cual, nunca entró como dueña y señora.
La sinfonía quedó rota, como si fuese un bello y frágil jarrón oriental caído a sus
pequeños pies. Los ecos se perdieron velozmente en la lejanía. Apagóse el olor a
madreselva, a nardos, al perfume de la emperatriz de los franceses. Ahora Lupe sentía
que su piel era fuego y su sangre hielo.
¡La habitación estaba vacía!
Quedó tan sin fuerzas, que el fino pañuelo que sostenía con una mano le res-
baló entre los dedos y cayó al suelo sin que ella lo advirtiera.
¡César no estaba allí!
Guadalupe sintióse en un terrible ridículo. Seguía siendo una loca. ¿Y si alguien
la hubiera visto? La elección de las prendas de seda, el perfume, los pensamientos que
la habían ayudado a llegar hasta allí transformábanse, de pronto, en una cosa risible.
¡Era una imbécil!
De súbito la esperanza renació. Tal vez... Sí, era posible...
Cerrando la habitación, corrió hacia el sótano, por la escalera secreta. Abrió las
puertas que iban saliendo a su paso y llegó al aposento subterráneo. Fue hacia una
vieja arca de roble y levantó la tapa.
De nuevo la alegría murió en el alma de Guadalupe. Frente a ella, estaba, cui-
dadosamente colocado en el fondo del arca, el traje de Coyote, su sombrero, su antifaz y
sus revólveres.
Lentamente, como si cerrara el ataúd en que reposase toda su esperanza, Gua-
dalupe bajó la tapa del arcón y desanduvo lo andado. No era El Coyote el que había
abandonado el rancho de San Antonio en pos de alguna aventura heroica. El que se
había marchado en plena noche era don César, el hombre con quien estaba casada, y
que, tal vez, cansado de aquella situación, habría buscado, precisamente en aquella
noche, una fortaleza más débil o más propicia a la rendición.
La sangre afluyó a las mejillas de Guadalupe y permaneció, abrasadora, en
ellas. Nunca más podría mirar a don César. Porque estaba segura de él, a pesar de no
haberle visto, comprendería lo ocurrido aquella noche.
¡No, no, no! Nunca se lo imaginaría, porque en adelante, ella sería más fría, más
orgullosa, más dura que nunca. Todo antes de que él se echara a reír pensando en que
se había vestido como una princesa china para ir en busca de sus brazos.
Rabiosa, se frotó, hasta casi herirlos, los labios. Quería borrar de ellos el re-
cuerdo de aquel beso que le diera don César. Sentíase manchada, culpable, indigna.
Al llegar a su cuarto, se tiró encima de la cama y empezó a llorar. Sentíase vieja,
ridícula. ¡Vestirse con sedas orientales para ir a una habitación vacía! ¡Sólo a una
estúpida como ella se le podía ocurrir semejante cosa!

Capítulo X

Un pañuelo en el suelo

-¿Usted es mi mujer? -preguntó Borax MacAdoo, mirando, asombrado, a


Carolyn Wister.

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-Pero... usted ha muerto -tartamudeó Carolyn.
-No, puesto que estoy vivo -replicó Borax MacAdoo-. Claro que faltó muy poco
para que me matasen.
-¿Le salvó El Coyote?
-Sí. De no seguir sus consejos, a estas horas no me tendría usted delante y sería,
efectivamente, mi viuda.
Carolyn sonrió levemente.
-De no ser por El Coyote creo que a estas horas me encontraría con un cuchillo
clavado en el corazón.
-¿Usted? Pero... ¿porqué?
-No lo sé; pero es así.
-Comprendo que quisieran matarme a mí; pero... a usted... No hay motivo.
-A veces en la vida cometemos errores que luego pagamos muy caros.
-¿Qué errores cometió usted? -preguntó MacAdoo. Y en seguida agregó-. Si le
apura el contármelos, no lo haga. En realidad, eso a mí no debe de importarme mucho,
aunque siendo su marido...
-No me lo recuerde -pidió Carolyn-. Yo le imaginaba un minero rudo, salvaje,
casi un asesino. Así me lo pintaron. Por eso acepté...
Como Carolyn no siguiera, MacAdoo aconsejó.
-Tal vez fuese mejor que me contara lo ocurrido. Aunque hemos seguido ca-
minos que nos parecían distintos, lo cierto es que al fin nos hemos encontrado. Tal vez
nuestros caminos no eran tan distintos como creíamos.
-Tal vez no. De todas formas, creo que a usted le debo una explicación. Al fin y
al cabo se ha encontrado con la desagradable situación de ser mi marido sin haber
hecho nada para ello. Aunque nuestra familia procede del Maine, nos hemos criado en
San Francisco.
-¿Tiene alguien más de familia?
-Mi hermano. No quisiera hablar de él; pero tiene mucha parte de culpa en todo
lo ocurrido. Vivíamos en San Francisco y él trabajaba en el muelle. Allí conoció a
algunos hombres de mala ley y pronto se convirtió en uno igual a ellos. Traficó en opio
y en otras cosas; y un día cometió un desfalco terrible. Veinticinco mil dólares. Si
hubiera trabajado para otros jefes, el desfalco no habría tenido demasiada importancia.
Quiero decir que sólo le hubiesen metido en la cárcel; pero entre la gente del hampa las
estafas se pagan con la vida. Fred me confesó, llorando, la verdad. Me dijo que su jefe
le haría asesinar, pues era un hombre implacable. Sólo existía una solución: devolver el
dinero. Y ni Fred ni yo teníamos la décima parte de aquel dinero.
»Eso ocurrió hace unos dos años. Fred salió en busca de una solución y al fin
contó a su propio jefe lo ocurrido. Esperaba que le matase, pero El Encapuchado no lo
hizo.
-¿Quién es El Encapuchado? -preguntó MacAdoo.
-Su enemigo. El hombre que quería hacerle matar para convertirme a mí en su
viuda y heredera.
-¡Eh!
-El Encapuchado le dijo a Fred que estaba dispuesto a perdonarle su estafa, a
devolverle el documento que había falsificado, e incluso a ayudarle económicamente si
se prestaba a realizar un plan muy audaz. Por último le pidió que yo fuese a verle. Fred
no me obligó a nada; pero yo quería salvarle. Acepté. Fred y yo nos hemos criado
juntos. Él siempre me protegió. Además, sé que es bueno, aunque va descarriado. Fui a
ver al Encapuchado. Entré yo sola en la habitación en que él estaba. Me expuso breve-
mente sus deseos. Yo recibiría el documento falsificado por mi hermano. Me lo enseñó
para que me convenciera de que dicho documento existía. Además, me enseñó otro

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documento firmado por Fred en el cual éste se declaraba culpable de aquel delito. No
había falsificación alguna. Además de aquellos documentos yo recibiría quinientos
dólares mensuales y veinticinco mil al terminar mi trabajo.
-¿Y qué le pidieron a cambio?
-Que fingiera casarme con usted, señor MacAdoo. Un hombre a quien no
conozco, pero que tenía la documentación de usted, llegó a San Francisco hace un año
y representó el papel de Michael MacAdoo ante el juez que nos casó. Todos los papeles
estaban en regla, firmó como usted y legalmente ahora soy la esposa de Michael
MacAdoo.
-Entonces... cuando el año pasado me metieron en la cárcel durante unos días
fue para utilizar mi documentación para la boda.
-Seguramente. Luego, El Encapuchado me hizo escribir periódicamente cartas a
usted en las cuales le hablaba de nuestro matrimonio y del hijo que esperábamos.
Aquellas cartas debían guardarse para ser colocadas en su equipaje el día en que usted
muriese.
-Pero, ¿usted sabía que pretendían matarme?
Carolyn movió negativamente la cabeza.
-No. No lo sabía. Me dijeron que estaba usted muy enfermo, que poseía unas
tierras muy ricas que se perderían por falta de herederos. Al falsear nuestro ma-
trimonio, cuando usted muriese, la herencia era para mí y, si daba tiempo, para nuestro
hijo. No se perjudicaba a nadie y luego yo, al vender las tierras heredadas, recibiría
veinticinco mil dólares que me permitirían salir de apuros.
-¿Y tuvo usted un hijo, incluso? -preguntó incrédulamente, MacAdoo.
Carolyn negó con la cabeza.
-No. Hace algo más de un mes me entregaron un niño recién nacido, cuya
madre estaba dispuesta a tirarlo a la bahía. Más tarde fue inscrito en el registro civil
como hijo de usted y mío. Él debía ser el heredero de sus tierras.
-¿Y su hermano toleró todo eso?
-Fred no podía evitar ya nada. Se marchó hacia Nuevo Méjico, en busca de
mejor fortuna. Hace tiempo que no sé nada de él. Cuando me comunicaron la muerte
de mi... «marido» creí, de buena fe, que la muerte se debía a un accidente; pero casi en
cuanto llegué, El Coyote me informó de lo contrario, y al ir yo a decir algo acerca del
Encapuchado, me tiraron un cuchillo que estuvo a punto de matarme. Entonces El Coyote
me trajo aquí. Perdóneme por el mal que he podido hacerle, señor MacAdoo. No le
conocía...
-Ya lo sé -dijo Borax, cuya mirada no se apartaba de la mujer-. Estoy seguro de
que yo, en igualdad de condiciones, hubiera hecho lo mismo.
-El cariño que siento por mi hermano fue el que me obligó a aceptar. Además,
yo nunca creí que se fuese a cometer un asesinato. Me dijeron que no tardaría en
quedarme viuda y que, entonces, lo único que debía hacer era vender las tierras que
me correspondieran como herencia.
-Se trata, indudablemente, de las tierras del Valle de la Victoria. Se dice que en
ese valle hay muchísimo oro. Cantidades inmensas. Yo no he podido encontrarlo; tal
vez porque no he sabido buscar en el sitio debido. Varias veces se me ha ofrecido
mucho por esas tierras. Al principio estuve a punto de venderlas; pero luego,
reflexioné y decidí conservarlas. Tal vez algún día encontrase el oro. Siempre he tenido
la seguridad de poder hallar un tesoro fabuloso. Cuando, hace años, empecé a trabajar
en este oficio, lo hice en el Valle de la Muerte; di con un valiosísimo yacimiento de
bórax; pero, como trabajaba para la compañía, el contrato especificaba que todos mis
hallazgos quedarían propiedad de ella. Yo no me fijé bien en esa cláusula, y cuando me
creía riquísimo, me encontré con que sólo me correspondían unos cincuenta mil

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dólares. Era mucho; pero muy poco si se tiene en cuenta que aquellos yacimientos
valían diez millones. En cuanto cobré mi dinero me marché de allí y compré tierras,
yacimientos de oro o plata, y, por casualidad, pude adquirir por muy pocos dólares la
mitad del Valle de la Victoria...
Carolyn escuchaba con verdadero interés las explicaciones del hombre con cuyo
nombre estaba ella casada. Borax no hubiera sido humano si la atención de la joven no
le hubiese cautivado. A todo ser humano le gusta que sus palabras sean escuchadas
con atención e interés. Borax MacAdoo había intentado en vano, durante su vida,
despertar con sus relatos de minería el interés de alguna mujer. Ni su propia madre
podía escucharle más de diez minutos. En seguida bostezaba y le interrumpía para
hablarle de sus preocupaciones domésticas, cosa que a él le tenía sin el menor cuidado.
En cambio, Carolyn Wister, no sólo le escuchaba, sino que de cuando en cuando le
interrumpía con alguna pregunta muy acertada, que demostraba que su interés no era
fingido.
De súbito, Borax MacAdoo se sorprendió a sí mismo preguntando:
-¿De veras no es hijo suyo nuestro hijo?
-De veras -murmuró Carolyn-. Pero sígame hablando de la mina Comstock.
-No; no quiero hablar más de minas. Quiero que hablemos de nosotros. Usted
es mi mujer y yo soy su marido, ¿no?
-Oficialmente, sí; pero en cuanto usted quiera se anulará todo y yo pagaré mi
culpa...
-No se anulará nada -declaró Borax-. Usted seguirá siendo mi mujer. Puede que
alguien crea que cometo una locura; pero yo sé que no lo será. Es usted buena e
inteligente. Y ya que la suerte la ha colocado en mis manos, no pienso soltarla por todo
el oro del mundo.
-Pero... si no nos conocemos...
-Sí que nos conocemos. Yo sé que puedo estar durante toda mi vida a su lado y
sentirme feliz. Eso es lo que buscan los que se casan, ¿no? Poder estar la vida entera al
lado del esposo o la mujer y sentirse siempre dichosos. Por no poder soportar la
presencia de los otros es por lo que los hombres y las mujeres se divorcian... ¿Qué me
contesta?
-No sé; no esperaba esto.
-Yo tampoco. Cuando me dijeron que tenía una esposa y un hijo, me enfadé, sin
adivinar que cuando conociera a mi mujer me iba a sentir muy feliz y alegre. Ya
ayudaremos a su hermano a salir de sus apuros...
-¿Y El Encapuchado?
-A ése déjenlo de mi cuenta -dijo una voz, detrás de ellos.
Al volverse, Carolyn y MacAdoo vieron al Coyote que les sonreía desde el
umbral de la puerta.
-He escuchado lo que decían -siguió el enmascarado-. Creo que el señor
MacAdoo ha tenido un gran acierto al decidirse a conservar la esposa que le ha caído
en suerte. Y cuando todo lo malo de hoy no sea más que un lejano recuerdo, es posible
que incluso piensen en El Encapuchado como en un amigo que les hizo un gran favor.
-Pero de momento sigue siendo un enemigo temible -dijo Carolyn.
-En efecto -asintió El Coyote-, aunque pronto dejará de serlo.
-Ahora le temo más que nunca -murmuró la joven.
-Eso se debe a que ahora empieza a creer en su felicidad, señorita -respondió El
Coyote-. Mientras somos desgraciados y no tenemos nada que perder, nos sentimos
valientes. Cuando, además de la vida, nos jugamos la felicidad, entonces nos volvemos
cobardes. Dígame todo cuanto sepa acerca del Encapuchado.
-No sé absolutamente nada de él. Mi hermano tal vez sepa algo; pero se en-

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cuentra en Nuevo Méjico.
-Demasiado lejos. ¿Recuerda si El Encapuchado utiliza para algo la mano
derecha?
Carolyn quedó pensativa.
-No sé... ¡Sí, ya recuerdo! No, no la mueve para nada. Todo lo hace con la
izquierda. La derecha siempre la deja sobre la mesa, inmóvil. Como... como si no fuera
de verdad.
-Gracias. Creo que ya es suficiente, Ahora cenen, y, entretanto, yo enviaré a uno
de mis hombres a la posada del Rey Don Carlos para que recoja algo del equipaje de
usted, señorita. Aunque tengo la esperanza de que mañana todo quede resuelto, hasta
entonces usted necesitará más ropa. Adiós, les aseguro que he conseguido mucho más
de lo que esperaba.
El Coyote abandonó la habitación, y un momento después le decía a Timoteo
Lugones:
-Ve a la posada y trae el equipaje de la señora MacAdoo. Yesares no te pondrá
ninguna dificultad. Pero ve con mucho cuidado y evita que te sigan.
Cuando Timoteo Lugones se alejó en dirección a la plaza, El Coyote montó a
caballo, y, después de recomendar a Adelia que no abriera la puerta a nadie sin antes
asegurarse de la identidad del que llamara, partió al galope hacia el centro de la
ciudad.

* * *

Teodomiro Mateos miró boquiabierto al hombre que estaba ante él, sentado en
su propia cama, haciendo girar en torno del dedo índice un largo revólver de seis tiros.
-¡El Coyote! -exclamó.
-Hola, Teodomiro -sonrió el enmascarado, dejando de hacer girar el revólver,
que quedó apuntando al corazón del encargado de la ley y el orden en la ciudad de
Nuestra Señora de Los Ángeles.
Mateos hizo intención de levantar las manos; pero El Coyote le contuvo.
-No es necesario -dijo-. Ya sé que no va usted armado y usted sabe que no
puede disparar más de prisa y más certeramente que yo. En realidad, estaba jugando
con mi revólver. Vea; lo guardo.
Al decir esto, El Coyote enfundó su arma.
-¿A qué ha venido? -preguntó Mateos.
-A hacerle una visita de amigo. Ya sabe que usted y yo no somos tan enemigos
como algunos creen. En más de una ocasión le he ayudado. Y usted hubiese podido
capturarme en más de dos ocasiones si se lo hubiese propuesto de verdad.
-Varias veces me lo he propuesto de verdad -sonrió Mateos, sentándose en el
borde de la cama.
-Sólo se lo ha propuesto de verdad cuando todas las ventajas estaban de mi
parte. Bien, le diré a qué he venido.
-¿A qué ha venido?
-A hacer un favor que redundará en mi propio beneficio, o, mejor dicho, en
beneficio de un hombre y una mujer a quienes protejo.
-¿Quiénes son?
-Borax MacAdoo y su esposa.
-Para hacerle favores a Borax MacAdoo debiera ir a ver a fray Andrés. Creo que
sólo las misas y las indulgencias le pueden servir de algo.
-¡Borax MacAdoo no ha muerto!
-¡Eh! Pero si yo mismo vi...

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-Usted vio un cadáver que lo mismo podía ser el de Borax MacAdoo que el mío.
En realidad era el cadáver de Manuel Tejedor.
-No comprendo...
-Manuel Tejedor era un ratero, ¿no? Abrió un baúl que no era el suyo y se en-
contró con lo que iba destinado a otro. Pagó con la vida su curiosidad. Lo mismo que la
mujer de Lot...
-Comprendo. Pero si MacAdoo está vivo, ¿por qué no se presenta y desmiente
su fallecimiento?
-Porque no se quiere exponer a que El Encapuchado lo mate más eficazmente que
la primera vez.
-¿Quién es El Encapuchado?
-Un peligroso reptil en forma humana al que tenemos que aplastar mañana, an-
tes de que haga más daño.
-¿«Tenemos»?
-Sí. Yo podría matarle sin necesidad de su ayuda, Mateos; pero la resurrección
de Borax MacAdoo ha de ser explicada de alguna manera. Yo no puedo dar
explicaciones. Usted sí. Y todo el mérito será suyo. Sólo unos pocos sabrán que he
intervenido en el asunto. Ninguno de ellos hablará. Se lo aseguro.
-¿Qué he de hacer?
-En cuanto reciba mi aviso se dirigirá al rancho de don Jerónimo Salas. Irá solo.
Yo estaré allí.
-Voy a sentir tentaciones de llevar conmigo un regimiento de soldados y po-
licías.
-Sería una locura.
-Bien, le obedeceré; pero... ¿qué placer encuentra usted en hacer lo que hace?
¿Por qué no deja que nosotros resolvamos todos los problemas del mantenimiento de
la Justicia?
-Porque hay muchas cosas que ustedes no podrían resolver. A veces, las leyes
no tienen previstos ciertos casos. Y a veces la solución que dan es contraproducente.
-Pero eso no ocurre siempre.
-En este caso ocurre así.
-¿Y qué pasa en el rancho de don Jerónimo?
-Mañana lo sabrá. Buenas noches, Mateos. Espero que, en adelante, seremos
buenos amigos.
-Pero no se lo diga a nadie -sonrió el jefe de la policía de Los Ángeles-. Me de-
sacreditaría.
-Y usted tampoco lo diga. Los admiradores del Coyote se sentirían defraudados.
Un momento después, El Coyote llegaba a la calle, y, montando en su caballo,
partía al galope hacia el rancho de San Antonio. Antes de llegar a él se detuvo en una
pequeña cabaña para cambiar de ropa, y una hora después entraba en su habitación.
Lo primero que vieron sus ojos fue un fino pañuelo caído en el suelo. Extraña-
do, don César se inclinó a recogerlo. Al ser movida, la tela despidió un suave perfume.
-Emperatriz Eugenia -murmuró don César. Y luego-: Lupita.
Aquel pañuelo decía tantas cosas que don César sintió que se olvidaba de los
problemas de Borax MacAdoo y de Carolyn Wister. Llevándose el pañuelo a los labios
lo besó suavemente. Ella había estado en su habitación. ¿Habría comprendido la
verdad? ¿Habría adivinado que él estaba haciendo lo que ella le había pedido? ¿Sabría
que cuando le dijo que no había hecho nada por salvar al hombre que murió en la
posada del Rey Don Carlos le había dicho, exactamente, la verdad? Tal vez fuese mejor
no esperar ya más y correr a contárselo todo, a decirle que estaba a punto de salvar
definitivamente a Borax MacAdoo; a comunicarle que el hombre que murió a causa de

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la explosión y por quien nada quiso hacer era un vulgar asesino.
Don César se disponía a ir hacia la puerta cuando en la ventana de su habi-
tación sonaron unos golpecitos y al volverse vio, a través del cristal, el rostro de
Ricardo Yesares.
-¿Qué sucede? -preguntó, abriendo la ventana.
-¡El Encapuchado! -replicó, jadeante, Yesares-. Ha vuelto a vencer. Borax
MacAdoo y Carolyn han desaparecido.
El pañuelo de batista se cayó de entre los dedos de don César. Guadalupe
quedó olvidada. Un nuevo problema y un gravísimo peligro le arrastraban lejos de ella.

Capítulo XI

La mano del Encapuchado

Timoteo Lugones dejó en el suelo la maleta que había recogido en la habitación


de Carolyn. Estaba seguro de que nadie le había seguido; pero antes de llamar a la
puerta de la casa de Adelia dirigió una mirada a su alrededor. No vio a nadie y al fin se
decidió a llamar. Tres golpes seguidos y dos espaciados.
Al otro lado de la puerta se oyó el pesado caminar de Adelia. Luego su voz
preguntó:
-¿Quién llama?
-Soy yo, Adelia. Timoteo.
Lugones empezó a oír girar la llave en la cerradura; pero ya no oyó nada más,
pues, de pronto, el mundo estalló en millones de lucecitas centelleantes, la tierra se
hundió bajo sus pies y luego todo fueron tinieblas.
-¿Qué te ocurre? -preguntó Adelia, que había oído el golpe.
No pudo preguntar nada más, porque ante ella apareció un hombre, cuyo ros-
tro quedaba oculto por una capucha y cuya mano derecha empuñaba con amenazadora
firmeza un revólver de seis tiros.
-¡Cállate! -ordenó una ahogada voz. Al mismo tiempo El Encapuchado dio un
paso hacia delante y entró en la casa.
Adelia hubiera querido poder gritar; pero el terror le cerró la garganta.
-No me mate -dijo en un susurro.
-Eso dependerá de ti -replicó El Encapuchado-. Vuélvete de espaldas.
Con gran rapidez y destreza, El Encapuchado la amordazó, atándola luego a una
silla. Después arrastró dentro de la casa al inocente Timoteo Lugones. De no llevar el
rostro cubierto, la india le hubiera visto sonreír duramente.
Cuando se hubo asegurado que Adelia no podía ayudar en nada a Timoteo Lu-
gones, y de que éste tardaría bastante rato en recobrar el sentido, El Encapuchado
comenzó a registrar la casa. No tardó en encontrar lo que buscaba.

* * *

Borax MacAdoo y Carolyn se volvieron al oír que se abría la puerta. La sonrisa


que estaba en sus labios se trocó en mueca de espanto cuando, en vez de Adelia o de
Lugones, vieron en el umbral a un hombre cuyo rostro quedaba oculto por un largo
capuchón.
-Hola, señora de MacAdoo -dijo El Encapuchado, avanzando hacia Carolyn-. Veo

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que ha resucitado a su esposo.
Carolyn estaba demasiado asustada para replicar.
-Me traicionó usted dos veces, y eso no puedo perdonarlo -siguió El Encapu-
chado.
-¿Qué es lo que quiere usted? -preguntó MacAdoo-. ¿Las tierras del Valle de la
Victoria? Se las venderé. Se las daré, incluso; pero no haga ningún daño a Carolyn.
-Es una buena proposición -dijo El Encapuchado-, Es posible que la tenga en
cuenta. Pero, entretanto, deberán acompañarme. Y no cometan la tontería de querer
escapar. Han sido muchos los que han pretendido correr más que una bala. Ninguno lo
ha conseguido.
Borax MacAdoo cerró los puños y Carolyn comprendió que iba a intentar lan-
zarse contra El Encapuchado.
-No, Michael, no -pidió-. Te mataría.
-Su esposa acaba de salvarle la vida -dijo El Encapuchado-. Tiene usted una
esposa muy inteligente. Eso es algo que debe agradecerme, aunque tal vez no me lo
agradezca. Lamento que no esté con ustedes El Coyote. Por primera vez ha encontrado
lo que se llama la horma de su zapato. Comparado conmigo no es más que un simple
aficionado. Vamos.
Carolyn y MacAdoo salieron de la habitación, seguidos por El Encapuchado,
cuya mano izquierda empuñaba el revólver amartillado, a punto de disparar.
Cuando pasaron junto a Adelia y Timoteo Lugones, Carolyn lanzó un grito de
terror.
-No se asuste, señora -dijo El Encapuchado-; su amigo no está muerto, sólo
atontado.
Luego explicó:
-Por un momento El Coyote me hizo pensar que me tenía derrotado; pero no es
tan listo como yo. Sólo necesité permanecer cerca de la posada hasta que salió de ella
un hombre cargado con una maleta que reconocí en seguida. Él me guió hasta aquí y
por el favor que me hizo me he abstenido de matarle. No se debe ser desagradecido.
Sigan calle adelante.
Durante casi una hora Carolyn y MacAdoo anduvieron delante del Encapuchado
hasta llegar a la puerta de un rancho. Luego entraron en él y, siempre guiados por el
misterioso hombre, fueron hacia la casa principal, entraron por una de sus puertas y
descendieron hacia el sótano.
-Ésta será su casa hasta que se resuelva su situación -siguió El Encapuchado-.
Entren.
Carolyn y Borax obedecieron y la puerta se cerró tras ellos.
-¿Qué será de nosotros? -preguntó Carolyn cuando estuvieron solos.
-No creo que nos ocurra nada -dijo Borax, con forzada calma-. A ese hombre le
interesan las tierras del Valle de la Victoria. No hará nada contra nosotros hasta que se
apodere de ellas.
Pero MacAdoo no estaba muy seguro de que El Encapuchado se detuviera ante
un obstáculo tan pequeño.
Aunque no confiaba gran cosa en encontrarlo, empezó a buscar un posible
medio de huir de allí; pero no existía ninguna comunicación con el exterior, a
excepción de la sólida puerta por la que habían entrado. Y en cuanto a las paredes, eran
de dura roca, y aunque se lograse abrir un boquete, la situación no habría mejorado
gran cosa.
Durante una hora y media, MacAdoo y Carolyn trataron de soltar alguno de los
bloques de la pared, junto a la puerta. No consiguieron nada y cuando oyeron unos
pasos que se acercaban cesaron en sus esfuerzos. La llave giró en la cerradura y la

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puerta se entreabrió. Luego, la voz del Encapuchado ordenó:
-Colóquense a un lado, donde yo pueda verles.
MacAdoo había proyectado lanzarse sobre su adversario cuando éste entrara;
pero aquella orden echó por tierra sus propósitos. Carolyn y él se colocaron frente a la
puerta y ésta se acabó de abrir. De nuevo El Encapuchado apareció ante ellos. Seguía
empuñando su revólver y debajo del brazo derecho traía un papel y una caja.
-Ahora podrá firmar la cesión de sus tierras, Borax -dijo.
Enfundó el revólver y tendió el papel y la caja a Borax MacAdoo.
-No tiene más que firmar -dijo-. En la caja encontrará un tintero y pluma.
MacAdoo cogió el documento y lo leyó. Cuando lo hubo terminado de leer
miró al Encapuchado, diciendo:
-Esta cesión es a favor de don Jerónimo Salas.
-Ya lo sé.
-¿Es usted?
-¿Qué más da?
-Claro. ¿Qué más da? -sonrió MacAdoo-. ¿Y cómo sé que nos dejará libres
después de firmar?
-No le queda otro remedio que confiar en mí -replicó El Encapuchado.
-¿Y si no quiero firmar?
-Si no quiere firmar será testigo de cómo muere una mujer. Su mujer.
-¡No se atreverá a hacerlo! -gritó MacAdoo.
-Me he atrevido a hacer cosas mucho peores y menos agradables. Además, no
olviden que puedo hacer falsificar su firma, como se falsificó para su matrimonio.
Borax inclinó la cabeza. Desde el principio habíase sabido vencido. Abriendo la
caja, sacó un tintero de cuerno. Desenroscó la tapa y humedeció la pluma. Apoyando el
documento en la pared, lo firmó, tendiéndoselo en seguida al Encapuchado, que le
ordenó:
-Déjelo en el suelo y vuelva junto a la pared.
MacAdoo obedeció, retirándose luego junto a Carolyn. El Encapuchado inclinóse
hacia el suelo, y con la mano derecha, pero utilizando sólo el dedo pulgar, recogió el
documento. Enfundando el revólver, cogió con la mano izquierda el papel y lo guardó
en el bolsillo. Después sacó dos pares de esposas metálicas y dirigiéndose a Borax, le
mandó:
-Vuélvanse de espaldas. Y usted también, señora. Los voy a unir para que no
puedan seguir tratando de hacer agujeros en la pared.
Rápidamente esposó la mano derecha de MacAdoo a la izquierda de Carolyn;
luego cerró una de las manillas de la otra esposa en torno de la muñeca izquierda de
Borax, y obligándole a que apoyara la espalda contra la de Carolyn, cerró la otra
manilla en torno a la muñeca de la mujer.
-Creo que así no podrán hacer nada -dijo-. No podrán verse la cara al morir.
Lamento privarles de ese consuelo. Perdónenme.
—¡Canalla! -gritó MacAdoo.
-Puede insultarme si eso le consuela -dijo El Encapuchado-. No es la primera vez
que oigo esas palabras; pero hasta ahora nadie puede vanagloriarse de haber vivido lo
suficiente para contar a otro que me las había dirigido. Espero que la muerte les será
leve.
Borax y Carolyn le vieron sacar de un bolsillo tres cartuchos de dinamita, cuyas
mechas estaban unidas a otra mucho más larga. El Encapuchado metió una silla en la
habitación, y de un gancho del techo colgó los cartuchos y prendió fuego a la mecha.
-Vivirán diez minutos -dijo El Encapuchado-. Aprovéchenlos, pues son los
últimos que les quedan.

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Rápidamente retiró la silla, dejando así los cartuchos fuera del alcance de los
prisioneros. Luego salió de la habitación y cerró la puerta con llave y cerrojo.
-Temo que por mi culpa te encuentres en una situación de la que podías haberte
librado -dijo MacAdoo.
Carolyn no respondió. El chisporroteo de la mecha era el único ruido que se
escuchaba en la habitación. Por fin, la joven replicó:
-La culpa ha sido mía. De no haber aceptado la oferta que se me hizo...
-Cualquier otra mujer hubiera servido para ello -dijo MacAdoo, cuya mirada
seguía el lento avance de la llama por la negra mecha, en dirección a los tres cartuchos.
Cada milímetro quemado eran unos segundos menos de vida-. No comprendo por qué
no nos ha matado de un par de tiros -dijo-. Hubiese sido mucho más humano y... y más
seguro para él.
El paso del tiempo era marcado por el siseante chisporroteo de la mecha. Ésta
habíase consumido ya en sus dos terceras partes.
-Lo peor es no poder hacer nada -dijo Borax-. Retirémonos hacia un rincón
donde tal vez no nos alcancen los efectos...
-No podemos salvarnos -murmuró Carolyn-. Toda esta habitación se hundirá
sobre nosotros. ¿Qué será del pobre niño que dejé en San Francisco?
-Por mal que lo pase, nunca lo pasará como nosotros.
-No sé. A nosotros sólo nos quedan unos minutos de sufrir. A él puede que-
darle toda una larga vida.
-Me ha parecido oír pasos -dijo, de pronto, MacAdoo.
-Ha sido un trozo de mecha que ha caído -dijo Carolyn.
Otro trozo de mecha cayó al suelo y la llama alcanzó las tres cortas mechas de
los cartuchos. Carolyn cerró los ojos y empezó a musitar una oración.
Dos minutos más tarde una terrible explosión conmovía el rancho de don
Jerónimo, y una parte del mismo se hundía en la tierra, en medio de una nube de polvo
y humo.

Capítulo XII

La justicia del Coyote

Antes de que los ecos de la explosión fueran devorados por la lejanía, dos
hombres se detenían frente al rancho de don Jerónimo. Frank Christie, que a medio
vestir había salido de su alojamiento, abrió la puerta, preguntando:
-¿Qué ha sido eso, don Teodomiro?
-Eso es lo que yo quiero saber -replicó el jefe de policía, volviéndose hacia el
encargado de las máquinas agrícolas.
-Yo estaba durmiendo y me despertó la explosión -declaró Christie.
Él y su compañero desmontaron ante la puerta principal del rancho. El acom-
pañante del jefe de policía era un hombre cuya agilidad estaba en desacuerdo con sus
grandes barbas, blanca cabellera y arrugado rostro.
Cruzaron el vestíbulo y a mitad de él tropezaron con José Salas. El hijo del
dueño del rancho estaba pálido como un muerto.
-¿Qué sucede? -preguntó Mateos.
José no pudo responder en seguida. Al fin tartamudeó:
-Ha estallado algo.

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-Eso ya lo saben en toda la ciudad -gruñó Mateos-. ¿Dónde está tu padre?
José Salas acentuó su turbación.
-Es que... No es necesario que le estorbemos... Descansa...
-No pretenda decirme que sigue durmiendo a pesar de haber volado la mitad
del rancho -replicó, mordientemente, Mateos-. Hágale salir.
-Está enfermo -tartamudeó el joven-. No es prudente sacarle de su habitación.
Yo les acompañaré...
En aquel momento, a bastante distancia, sonaron tres disparos seguidos y luego
otros dos más espaciados.
-Alguien está tratando de colaborar en los fuegos artificiales -dijo Mateos.
-Creo que nos interesa ver al señor Salas -dijo su compañero.
-¡Claro que nos interesa! -replicó Mateos-. ¡Vamos, no me haga perder más
tiempo! -ordenó a José.
Éste aún vacilaba; pero al fin pareció rendirse ante lo inevitable.
-Está bien -dijo-. Les acompañaré.
Con lento paso les guió por un largo y amplio corredor y al final se detuvo ante
una puerta y la abrió, invitando:
-Pueden entrar.
Sobre una cama, tendido cuan largo era, yacía don Jerónimo Salas. El aire es-
taba impregnado de un olor dulzón, que Mateos identificó en seguida.
-¡Opio! -dijo.
Junto a la cama, en el suelo, humeaba una pipa de bambú.
José Salas había inclinado la cabeza y murmuraba:
-Quería evitar que esto se supiese.
-No me extraña que se dijera que don Jerónimo estaba loco de remate -comentó
Mateos-. ¿Cómo ha podido un hombre así caer en semejante vicio?
-Empezó al perder los cuatro dedos de la mano derecha -explicó José-. Cuando
me di cuenta ya era demasiado tarde. He intentado por todos los medios quitarle el
vicio; pero no he podido. Siempre encuentra la forma de conseguir más opio.
-Bonito guante -dijo en aquel momento el compañero de Mateos, señalando uno
que se encontraba caído en el suelo.
Mateos lo recogió y estuvo a punto de lanzar un grito. Luego dijo:
-Creí que los dedos estaban dentro.
Su acompañante se acercó y a su vez examinó el guante. Todos los dedos, me-
nos el correspondiente al pulgar, estaban rellenos de aserrín.
-Con ese guante nadie le hubiera supuesto propietario de sólo seis dedos -dijo.
Mateos le miró.
-¿Qué sospecha?
Por toda respuesta su compañero se acercó a la mesita de noche y, abriéndola,
sacó de ella un trozo de tela.
-El Encapuchado -dijo, volviéndose hacia Mateos y mostrándole la capucha.
-¿Qué quiere decir? -preguntó, inquieto, José.
-Que están recayendo sobre su padre unas sospechas muy graves -dijo Mateos.
-¿Qué significa eso del Encapuchado? -preguntó José-. ¿Quién es?
-Un asesino que ha matado a muchas personas -replicó el jefe de policía.
-No es posible que sospeche de mi padre -dijo José.
-Si no sospechamos de su padre, sospecharemos de usted. De esa panoplia falta
un estoque. El mismo que encontramos en el cuerpo de Cecilio Castro. Y a juzgar por la
colección de cuchillos que tiene su padre, hay que suponer que ha aprendido a tirarlos
con la mano izquierda.
La inquietud de José Salas iba en aumento.

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-Si ha hecho algo malo ha sido en estado de locura. ¡El maldito opio tiene la
culpa de todo!
-Pues a ese opio le ahorcaremos aunque para ello tengamos que ahorcar
también a su padre -replicó, brutalmente, Mateos.
José Salas retrocedió un paso.
-No es posible que hablen en serio -dijo.
-Puede estar seguro de que hablamos muy en serio.
El acompañante de Mateos estaba examinando la mesita de noche y de ella sacó
un papel doblado en cuatro. Después de desdoblarlo y leerlo atentamente se volvió
hacia Mateos, anunciando:
-Aquí tenemos un detalle curioso. Una venta de las tierras de Borax en el Valle
de la Victoria. Y parece recién firmado, pues la tinta aún está algo húmeda y no ha
cambiado de color.
-¡Borax! ¡Eres un canalla, pero yo te... te mataré!
Don Jerónimo se había incorporado de la cama y miraba a su alrededor, sin ver
nada más que aquello que estaba en su cerebro.
-¡Te mataré! -repitió.
Mateos miró a José Salas, que inclinó la cabeza, murmurando:
-Está delirando.
-Tal vez esté delirando -replicó Mateos-; pero lo cierto es que el señor MacAdoo
y su esposa han desaparecido esta noche, raptados por un hombre a quien llaman El
Encapuchado, porque usa una capucha como ésta, y que nunca utiliza la mano derecha.
-Es horrible -musitó José-. No es posible que sospechen eso de mi padre. Él es
incapaz de hacer daño a nadie...
-Respecto al genio de su padre y a lo de si es o no capaz de hacer daño, su fama
es muy distinta a la opinión que usted expresa de él -dijo el acompañante de Mateos-.
Será mejor que examinemos el lugar de la explosión.
Dejando a don Jerónimo tendido nuevamente en su cama, Mateos y su com-
pañero salieron precedidos por José Salas. Junto a las ruinas de la casa estaban
reunidos los peones y criados del rancho. Entre ellos se hallaba Christie.
-¿Sabe usted algo de lo que hacía el señor Salas de noche? -preguntó el acom-
pañante de Mateos, dirigiéndose a Christie.
Éste miró a Mateos, como preguntándole quién era aquel viejo.
-Puede responder -dijo Mateos-. Es uno de mis agentes.
-No sé que decir -replicó Christie-. Y menos estando delante don José.
-¿Qué trata de insinuar? -preguntó, furioso, José Salas.
-Yo no insinúo nada, señor. Lo que digo es verdad.
-Aún no ha dicho nada -observó el viejo-. Pero yo voy a decir algo. Don Je-
rónimo Salas fuma opio. Se vuelve loco por él y lo paga a peso de oro, ¿no es cierto,
don José?
-Por favor. Delante de los criados...
-Todo el mundo lo sabe -siguió el viejo-. No es preciso guardar ningún secreto
respecto a eso. ¿No ha tratado nunca de averiguar quién surtía de opio a su padre?
-No he podido...
-Tal vez porque no ha mirado en cierta habitación...
El viejo se interrrumpió y, sacando de un bolsillo tres cigarros, se los tendió a
Frank Christie, diciendo:
-Tome uno. Le gustará. Los encontré junto al cadáver de un tal Morgan. Sólo
quedaban tres.
Frank Christie vaciló un momento; luego, forzando una sonrisa, replicó:
-Tal vez lo fume más tarde.

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-No tarde demasiado, pues quizá entonces no tenga tiempo de fumarlo. Per-
mítame que examine su revólver. Es inglés, ¿verdad?
El viejo había desenfundado el revólver que Christie llevaba al cinto y lo exa-
minaba atentamente.
-No, no es inglés, sino belga -dijo-. Es un arma muy curiosa. ¿Quiere acompa-
ñarnos, señor Mateos? Don José puede quedarse aquí descombrando hasta dar con un
par de cadáveres que seguramente estarán entre los cascotes.
Mateos y su compañero se colocaron a ambos lados de Frank Christie. Cuando
estuvieron a alguna distancia, el viejo preguntó:
-¿Le gusta la vida que lleva usted aquí, Fred Wister?
El encargado de las máquinas agrícolas se detuvo. Respirando profundamente,
replicó:
-Creo que confunde mi nombre.
-Tal vez -replicó el viejo-. ¿Quiere encender su cigarro?
-Sí -murmuró el capataz-. Siento grandes deseos de fumar.
Encendió cuidadosamente el cigarro; pero no pudo disimular el temblor de su
mano. El viejo, que le observaba atentamente, notó que los labios empezaban a
teñírsele de verde.
-Díganos de una vez si es usted Frank Christie o Fred Wister -pidió Mateos.
-Es mejor que lo dejemos en Frank Christie -dijo el viejo-. Si todo hubiera
ocurrido como él deseaba, hubiésemos revelado su identidad; pero desde el momento
en que Borax MacAdoo y su mujer se han salvado...
-¿Cómo sabe que se han salvado? -preguntó Mateos.
-Aquellos cinco disparos fueron una señal de uno de mis hombres que fue a la
«Casa de las Golondrinas». Debió de encontrar el pasadizo que la une con el rancho de
don Jerónimo y pudo llegar a tiempo de sacar de su encierro a los dos condenados a
muerte.
-¿Es verdad eso, señor Coyote? -replicó Christie. Y volviéndose hacia Mateos, le
preguntó-: ¿Sabía usted que ese hombre es El Coyote?
-Ya le he dicho que es uno de mis agentes. No trate de complicar las cosas.
Christie seguía fumando.
-¿Me ahorcarán? -preguntó burlonamente.
-Desde luego -respondió Mateos.
-Todo ha fallado -suspiró Christie-. Sin embargo, era un hermoso plan.
-En cierto modo nada más -replicó el viejo-. Cuando su hermana me contó lo
que había ocurrido, lo vi todo claro. Y al conocerle noté que se parecía mucho a cierto
Frank Christie que trabajaba para don Jerónimo. Eso fue el primer detalle que atrajo mi
atención sobre usted. A partir de ese momento, todo quedó clarísimo. Fred Wister se
enteró de que en el Valle de la Victoria había una gran fortuna en oro. Aquella parte
del Valle pertenecía a don Jerónimo Salas, a quien él conocía de los tiempos en que le
vendía opio. Fred Wister decidió instalarse en el rancho bajo nombre falso y seguir sur-
tiendo de opio a don Jerónimo, burlando así la vigilancia de su hijo. Esto fue lo que
hizo nuestro compañero, señor Mateos. Don Jerónimo, que no podía comprar el opio
en ninguna otra parte, se lo compraba a Fred, pagando por ello sumas enormes que
Fred utilizaba para sus planes. Cuando don Jerónimo se quedó sin dinero vendió su
parte del Valle de la Victoria, con lo cual burló a su hijo José, que creyó que, privando a
su padre de dinero, le salvaba del vicio en que había caído. Así, Fred se hizo dueño de
medio valle que también tiene grandes yacimientos de oro. Pero la avaricia rompe el
saco. La otra mitad del valle, propiedad de don Michael MacAdoo, contiene mucho
más oro. Fred quiso apoderarse de ella. Así sería riquísimo. No tardó en idear un buen
medio para conseguirlo. Casaría a Borax MacAdoo con su hermana, adoptando la

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personalidad del Encapuchado, que, por lo que pudiera ocurrir, seria adoptada de forma
que todos creyesen que El Encapuchado era el loco de don Jerónimo. Por eso nunca uti-
lizaba la mano derecha y por eso mismo se hizo un guante cuyos cuatros dedos
mayores estaban llenos de aserrín. En cualquier momento en que dejase caer aquel
guante en un sitio donde pudiera ser hallado por usted, las sospechas de todos caerían
sobre don Jerónimo. ¿Me equivoco?
-No, don Coyote, no se equivoca usted. Don Jerónimo me necesitaba para que le
sirviera el opio que le hacía falta; pero, fuera de esos momentos, me trataba como a un
perro.
-Pero usted se iba vengando. Ya le había quitado la mitad del Valle de la Vic-
toria, y le había cargado con la personalidad del Encapuchado. Si alguna vez se
descubría todo, las culpas serían para él. Después convenció a su hermana para que
fingiera casarse con MacAdoo, presentándose como víctima del Encapuchado. Luego
todo sería cuestión de quitar de en medio a MacAdoo para que la herencia del valle
pasara a su propia hermana, que se la traspasaría a usted. Y hoy, como última solución,
al ver que MacAdoo no murió a consecuencia de la explosión del baúl, ha decidido
matar a su hermana de una manera que usted apareciese como inocente, y luego, como
tío del falso hijo de MacAdoo, se hubiera hecho cargo del Valle de la Victoria. Por
anticipado había eliminado ya a todos sus cómplices. A unos, por medio del estoque; a
otro, por medio del veneno, y a otro, mediante un cigarro puro envenenado...
-¡Eh! -gritó Mateos-. ¿Qué significa...? ¡Tire ese puro!
Quiso lanzarse sobre Fred Wister; pero en el mismo instante el cigarro cayó de
entre los labios del criminal, cuyas rodillas se doblaron bajo el peso de su cuerpo.
-Ya está casi muerto -dijo el compañero de Mateos-. Es mejor así.
-Pero no podré ahorcarle...
-Es lo menos que se puede hacer por su hermana -replicó El Coyote-. Ella no ha
de saber que fue su propio hermano quien quiso asesinarla. Amargaría su vida. Vale
más que crea que El Encapuchado era Frank Christie, un falso encargado de máquinas
agrícolas. ¡Y que nunca vea el cadáver!
-¿Y usted sabía que el cigarro estaba envenenado?
-Se lo di yo mismo. Los recogí en el cuarto en que murió Morgan. Estaba seguro
de que algún día me serían útiles aquellos cigarros. Aquí tiene otros dos. Si alguna vez
no tiene cosa mejor que fumar...
Mateos tiró al suelo los cigarros, luego sonrió y, tendiendo la mano al Coyote,
dijo:
-Tiene usted unas justicias terribles, pero acertadas. Así es mejor. ¿Dónde es-
tarán MacAdoo y su esposa?
-En la «Casa de las Golondrinas». Espero que no estén heridos.
-¿A cuánta gente ha matado ese hombre? -preguntó Mateos, indicando el
cuerpo de Wister.
-A mucha. Tiene bien ganado el infierno; pero confiemos en que se arrepintió
de corazón antes de morir. Tuvo tiempo.
-Y valor. Yo no me habría fumado tan tranquilamente un cigarro como ése.
-Tenía que elegir entre la horca y el cigarro. Además, desde que le quité el re-
vólver y pronuncié su verdadero nombre, comprendió que estaba perdido. Es lo bueno
que tienen los hombres muy malos. Saben darse cuenta de cuándo el barco se hunde
sin remedio. Su hermana es igual; pero en mucho mejor.
-La noticia de este suceso va a correr por todo Los Ángeles y quizá por toda
California.
-Ése es mi mayor deseo. Que todo el mundo lo sepa. Y en especial una persona.
-¿Quién?

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-Si se lo dijera sabría usted tanto como yo, y sabiendo lo que sabe El Coyote, sa-
bría usted quién es El Coyote.
-Me dan ganas de arrancarle esa máscara.
-Le aconsejo que en lugar de eso se fume uno de esos puros que ha tirado.
Siempre es mejor morir mediante un dulce veneno que hecho pedazos por un coyote.
-Bien. Le haré caso; pero no me fumaré el cigarro ni le arrancaré la máscara.
-Veo que se vuelve prudente. Adiós, Mateos. Buena suerte.
-Adiós, don Coyote. Buena suerte.
El Coyote se acercó adonde estaba su caballo, y montando de un salto, partió al
galope. Media hora más tarde entraba don César en su habitación. El pañuelo de Gua-
dalupe aún estaba en el suelo; pero ya amanecía y no era el momento más oportuno
para decir palabras de amor a una mujer. Esperaría a la noche siguiente, cuando el
aroma de los nardos y de la madreselva embalsamara el aire. Un cuarto de hora más
tarde dormía con el pañuelo cerca de los labios.

* * *

Anita subió el desayuno a don César, en respuesta a su llamada.


-¡Hola, chiquilla! -rió don César-. Hermosa mañana, ¿verdad?
-Muy hermosa, señor -respondió, con voz ahogada, Anita.
-¿Y Lupe? Bueno, quiero decir mi mujer.
-Ha salido, señor.
-Vaya. ¿Tardará mucho?
-Unos diez días...
-¡Eh! -gritó don César-. ¿Qué estás diciendo? ¿Acaso ha ido...?
-A San Francisco, a comprar.
-¿Estás segura?
-Sí, señor. Se marchó a primera hora. Nos dijo que no le despertásemos antes de
la una.
-¿Y qué hora es ahora?
-Las dos, señor.
-¡Malditas mujeres! ¡Al diablo se le ocurre irse hoy a San Francisco!
-Tal vez ella no sabía que usted deseaba verla -sugirió Anita-. Se marchó llo-
rando. Y...
-¿Qué?
-No me atrevo.
-¡Pues cállate!
Dos gruesas lágrimas asomaron a los ojos de Anita.
-Ya me callo -gimió.
-¡Vaya por Dios! ¿Se puede saber por qué lloras?
-Me ha hablado usted así... Y yo sólo deseo servirle...
-Perdóname; pero... ¿por qué demonios se habrá marchado Lupe?
-Quizá... porque cree que usted no la quiere.
-¡Pero si estoy loco por ella!
-Como el señor sabe disimular tan bien... A lo mejor...
-¡Claro! Eso es. A lo mejor la he convencido. ¡Pronto! Que arreglen mi equipaje
más ligero.
-¿Se marcha el señor?
-Sí. Me voy a San Francisco.
De nuevo las lágrimas llenaron los ojos de Anita.
-¿Puedes decirme por qué lloras ahora, criatura?

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-Porque... porque... Porque pienso en lo feliz que será la señora cuando le vea
llegar.
Y sollozando por todo lo alto, Anita salió del cuarto, dejando a don César re-
capacitando, como antes lo hiciera su hijo, acerca de lo extrañas que son las mujeres.
-Ahora comprendo por qué en las fuentes siempre que pueden colocan estatuas
femeninas. Una mujer sin humedad en los ojos es algo incomprensible e inaudito.
Pero, ¿por qué se habrá marchado Lupe? ¿Cómo no se había dado cuenta de
que él estaba loco por ella? ¡Pero si todo estaba tan claro! Él se había dado cuenta desde
el principio de que estaba enamorado. Y ella, en cambio...
Saltando de la cama, don César empezó a dar grandes voces, orden tras orden,
y una hora después marchaba en pos de Guadalupe hacia San Francisco y, sin
sospecharlo, hacia una de sus más peligrosas aventuras.

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