El Asesino Con Mala Ortografia Juan Gomez Pintado
El Asesino Con Mala Ortografia Juan Gomez Pintado
El Asesino Con Mala Ortografia Juan Gomez Pintado
Juan Gómez-Pintado
Derechos de autor © 2024 Juan Gómez-Pintado
Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier similitud con
personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo intencionado por parte del autor.
Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni
transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de
cualquier otro modo, sin el permiso expreso del autor.
El asesino con mala ortografía
Juan Gómez-Pintado
Índice
Trayectoria de bumerán
I. El escritor
1. Mar de fondo
2. Pleamares de la vida
3. Noche eterna
4. Cita con la muerte
5. Las manzanas
6. La puerta del destino
7. El hombre del traje marrón
8. Noche de estreno
9. Cuentas pendientes
10. La dama fantasma
11. Alguien al teléfono
12. El hermano
13. Un crimen dormido
14. El gato
15. A cada cual lo suyo
16. Un juego para los vivos
17. La caja negra
18. Las apariencias no engañan
19. Regalo de la casa
20. El largo adiós
21. El sueño eterno
II. La investigación
22. La forma en que algunos mueren
23. La vida es dura
24. Aquí y ahora
25. Liquidación final
26. Inocencia trágica
27. La ronda
28. Los amantes
29. Suicidio perfecto
30. La mirada de los ángeles
31. Tirar del hilo
32. La ventana indiscreta
33. La fiesta
34. Ecos del pasado
35. El sospechoso
36. Una chica de buen ver
37. Todo lo que muere
38. Alas de plata
39. Falsa identidad
40. La mujer fugitiva
III. Aguas tranquilas y profundas
41. Una amistad peligrosa
42. La escalera mortal
43. Un impulso criminal
44. La crueldad de los cuervos
45. Perro come perro
46. En la oscuridad
47. La caza
48. Matar es fácil
49. El eco de las mentiras
50. Aguas turbulentas
51. Intrigas y deseos
52. Cartas sobre la mesa
53. Sabor a muerte
54. Telón
Nota del autor
Trayectoria de bumerán
Héctor Salmón miraba con ojos soñadores el mar espumoso bajo el cielo
rosado del crepúsculo. Soplaba una suave brisa en el Paseo Marítimo de
Cadaqués que revivía el espíritu después del calor aplastante de la jornada.
El momento era inmejorable para comunicar la verdad de sus sentimientos a
quien estaba compartiendo con él estos últimos tres meses de felicidad. Se
volvió hacia Mónica, que bebía de su mojito con aire ausente, sus ojos
verdes perdidos en la inmensidad del mar delante de ellos, del que parecían
su eco. El moreno de su piel acentuaba ese aire felino que le había atraído
de ella desde el primer día. Mónica se volvió hacia él al notar su mirada:
—¿Seguro que no quieres uno de esos gatitos? —dijo Mónica.
Él negó con un gesto. Una amiga de ella estaba buscando hogares
adoptivos para las crías de su gata.
—Lo pasé muy mal cuando perdí a Galatea —dijo Héctor—. No más
gatos.
—Yo me quedaría uno si no tuviese alergia. Al final, te cansas de vivir
sola.
—Tengo algo que decirte —anunció Héctor con una amplia sonrisa
que dejaba ver sus afilados incisivos.
Mónica dio un trago a su mojito, removiendo las pajitas anchas en el
vaso, y lo miró con una sonrisa cómplice antes de hablar:
—Tengo alergia a los gatos, pero no a las personas, si es a donde
quieres ir a parar…
Héctor se alegró infinito de haber dado ocasión a aclarar la situación
entre ellos.
—Abogada, olvídate de que ninguno de los dos vayamos a mudarnos.
El gesto de ella se nubló por la decepción antes de que sus rasgos
angulosos se tensaran mientras decía en tono seco y cortante:
—¿Qué quieres decirme, entonces? ¿Para qué tu empeño en este fin de
semana romántico? ¿Es que todavía tienes dudas sobre nosotros?
—Ya no tengo duda alguna.
—Explícate. Pero piénsate bien lo que me vas a decir. Mi paciencia
tiene un límite.
—Tu actitud ahora mismo me reafirma en lo que pienso. Ha llegado el
momento de que nos separemos.
—¿QUÉ? —Mónica lo miró con una mueca de genuina incredulidad.
—Tranquila, mujer. No es necesario que montemos un escándalo.
Héctor lanzó una rápida mirada a la gente que abarrotaba la terraza y
que continuaban ajenos a su presencia.
—No eres tan famoso como para que te reconozcan, lo que imagino
que te encantaría —dijo Mónica—. Eres un escritor. ¿A quién le importa lo
que haga o diga un escritor, salvo a cuatro gatos locos?
—Estás enfadada y lo entiendo, pero veo que te estás haciendo
ilusiones y prefiero cortar antes de que tengamos algo que reprocharnos de
verdad.
—Me he hecho ilusiones porque tú me has hecho creer que estábamos
bien, pero todo ha sido un engaño miserable. Ni me has querido ni me
quieres, solo he sido tu juguete unas semanas y ya te has cansado. ¿Es así
como te lo montas siempre? ¿Vas de guay para luego soltar la puñalada
trapera con alevosía? Eres un puto enfermo. ¿Te divierte jugar así con los
sentimientos de los demás?
Héctor Salmón estaba acostumbrado a este tipo de escenas y prefirió
guardar un prudente silencio, mientras miraba con aire comprensivo a
quien, apenas un minuto antes, se planteaba seriamente una vida junto a él,
imaginaba que incluso con hijos incluidos en el paquete promocional. Él era
consciente de su gran atractivo con las mujeres. Su buen físico importaba,
pero lo que hacía la diferencia era su espíritu indomable, ese fuego que
alimentaba su mirada y que prendía la pasión en las damas que se cruzaban
en su camino. En cuanto se descuidaba, todas parecían dispuestas a
convertir ese fuego en las cenizas de una vida convencional. Esa vida podía
resultar atractiva para el resto, pero a él eso siempre le había parecido el
Infierno hecho realidad en la Tierra. Por eso tenía por norma que sus
relaciones durasen un máximo de tres meses. De esa manera se aseguraba
de que la rutina no le enredase en su asfixiante telaraña en la que iban a
morir todas las pasiones.
—Lo siento —dijo Héctor—. Es mi naturaleza. Ni tú ni nadie puede
cambiarme, ni yo quiero que eso pase. Entiendo tu decepción. Yo prefiero
quedarme con lo felices que hemos sido en este tiempo. Nunca te he
prometido nada. He jugado limpio y sigo haciéndolo.
Por la mirada de odio contenido que le estaba lanzando Mónica con
sus bonitos ojos verdes, dudaba que ella le fuese a conceder la medalla al
rey del juego limpio.
—Has conocido a otra, ¿verdad? —dijo Mónica.
Héctor negó con un ademán silencioso. Era una de las reacciones
habituales. En el caso de Mónica, le decepcionaba. Creía que ella tenía un
poco más de altura de miras.
—Si hubiese otra, te lo diría.
—¿Quién es? ¿Esa zorra periodista que te entrevistó el otro día para el
cultural del ABC?
—Pensaba que te había gustado la entrevista. Creo que hizo un gran
trabajo.
—Sí. Hasta daba la impresión de que eras una persona sensible, con
sentimientos, y no el cabrón desalmado que eres.
Héctor sonrió desafiante. Entendía que Mónica estuviese enfadada y
decepcionada, pero él no le había faltado al respeto como ella acababa de
hacer.
—Intuyo, por tus palabras, que hoy no vamos a tener postre —dijo
Héctor.
Ella tardó un segundo en comprender de qué le hablaba. Su gesto
apagado se transformó en una caldera hirviente de indignación. Antes de
que Héctor pudiese darse cuenta, ella agarró el vaso con su mojito y le
arrojó su contenido a la cara.
Héctor se alegró de haber elegido un sitio público para tener aquella
conversación. Lejos de refrescarle, la lluvia de hielo picado y ron aguado le
soliviantó como un banderillazo a un toro, pero su deseo de evitar un
escándalo pudo a sus ganas de pagarle a Mónica con la misma moneda. Se
limpió la cara con una servilleta, sus ojos fijos en los de ella, que parecía
muy satisfecha de haberse comportado como una mocosa malcriada.
—Vaya desperdicio de mojito —dijo Héctor—. ¿Te pido otro?
Le pareció que ella iba a chillar, pero, en vez de eso, se levantó como
impulsada por un muelle y, dándole la espalda, se alejó de allí a toda prisa
sin volver a dirigirle la palabra. En cuanto Héctor vio que ya no suponía un
peligro para su camisa hawaiana, empapada de mojito, ni para el resto de su
persona, dirigió una mirada recelosa a los ocupantes de las mesas cercanas.
Nadie dio muestras de estar divirtiéndose a su costa como temía, todo el
mundo parecía ocupado en sus propios asuntos. Más tranquilo, levantó su
vaso de mojito y le dio un trago.
Su móvil empezó a sonar en el bolsillo de su pantalón. Poco estaba
tardando Mónica en sacar la bandera blanca. ¿O tenía más ganas de bronca?
¿Por qué no volvía a la terraza y hablaban como dos seres civilizados?
Malditos móviles, se estaban cargando la humanidad en el trato. Aunque
bien pudiera ser que él estuviese chapado a la antigua y se resistiese
estúpidamente a abrazar las ventajas que la ciencia moderna pone en
nuestras manos. Había querido convertir una mierda de momento como el
de la ruptura en algo digno de contar y recordar, y ya había visto cómo se lo
agradecía Mónica. La próxima vez haría mejor en despedirse por
WhatsApp.
Sacó el móvil de su bolsillo, dispuesto a dejar que Mónica se
despachase a gusto, fuese lo que fuese lo que quería decirle. Pero no era
Mónica quien llamaba.
—¿Olga? Qué cojones —dijo Héctor para él mismo, todavía sin
presionar el círculo verde para responder.
Olga y Héctor se conocían desde los tiempos del instituto, hacía ya un
cuarto de siglo. Le estremecía pensar en lo rápido que pasaba el tiempo.
Olga era una elementa de cuidado entonces, una chica mal encarada y con
un atractivo salvaje, aunque no era guapa. Si alguien se le atravesaba, mejor
que vigilase su espalda. Era violenta y traicionera, pero eso entonces a
Héctor solo le había parecido un motivo más para juntarse con ella y el
resto de su pandilla.
Héctor echaba de menos su juventud, no los líos ni las broncas en las
que había andado metido en esa época. Había mantenido el contacto con
Olga, aunque hacía tiempo que no hablaban.
El padre de Olga, que trabajaba en un banco, viendo la inutilidad de su
hija, la había acabado enchufando en la concejalía de Cultura. Héctor jamás
había visto el menor interés por la cultura en su amiga hasta ese momento.
Había sido una circunstancia afortunada de la que él había sabido sacar
provecho. Lamentablemente, Olga era demasiado inútil para conservar
incluso un puesto tan irrelevante como el suyo. Después de presumir
durante años de que iba a acabar de ministra, la habían echado a la calle de
un día para otro. Olga había responsabilizado de su cese a compañeros de
su partido que le tenían envidia, pero Héctor se había enterado por Garrido,
su antiguo editor, de lo sucedido: Olga le había robado a su propio partido
una parte de las mordidas por los contratos inflados que beneficiaban a una
camarilla de vividores y que eran la norma en su departamento.
Héctor sabía de Olga por terceros. Le habían aconsejado que se
mantuviese lejos de ella. Se había convertido en una apestada para los
mismos que le habían reído las gracias todos esos años. Ella se había
portado bien con él, pero no dejaba de ser parte de un pasado que prefería
dejar atrás definitivamente. Además, Olga ya solo podía traerle problemas.
Le habían contado que andaba sableando a los amigos para seguir
costeándose el alto tren de vida al que estaba acostumbrada. Imaginaba que
también estaría sacando cuanto pudiese de los padres. La veía muy capaz de
arruinarlos sin pestañear solo para pagarse sus caprichos. Por lo que había
podido ver cuando la frecuentaba, los padres la adoraban. Era la hija
pródiga, sobre todo con el dinero de los demás.
Héctor guardó el móvil sin contestar a la llamada de Olga. Hubo una
época en que le hubiese preocupado hacerle un desaire así, por suerte el
tiempo acaba poniendo a cada uno en su sitio.
Pagó la cuenta y volvió al hotel. Encontró su habitación vacía.
Faltaban Mónica y la maleta de ella. Mónica no había tocado sus cosas, no
las encontró tiradas en el suelo como había temido. Se asomó a la terraza y
miró el reflejo de las farolas sobre la oscura superficie del mar. Ya era de
noche. Suspiró con alivio, como un estibador del puerto al quitarse un
pesado fardo de encima.
2. Pleamares de la vida
Héctor regresaba del gimnasio cuando vio a su nueva vecina peleando para
llegar a su portal con las bolsas de la compra a cuestas. Era una mujer
mayor, de pelo cano y cuerpo menudo, que le recordaba a un hada del
bosque por su simpatía y vivacidad. Se la imaginaba con una varita mágica
y revoloteando alrededor. Difícil lo tenía con esas bolsas tan pesadas con las
que cargaba ahora. Se adelantó hasta ella y con un gesto resuelto agarró una
de las bolsas.
—Hola, vecina.
Ella, que no le había visto llegar, se revolvió asustada como si temiera
un robo, pero enseguida relajó la expresión, dedicándole una sonrisa
agradecida.
—Gracias, vecino.
—Nos hemos visto ya un par de veces, pero no nos hemos presentado.
Me llamo Héctor.
—Yo soy Eva.
Héctor sintió una punzada de decepción por que ella no le reconociera,
lo cual, por otra parte, era lo normal. Ni siquiera sabía si la mujer era
aficionada a la lectura.
Sin más preámbulo, descargó a su vecina del peso de la otra bolsa con
la comida del súper. Él, en su lugar, pediría que le subieran la compra. No
creía que fuese un gasto extra tan grande, pero cualquiera sabía. Alguna
vez, a primera hora, había visto a abuelos del barrio buscando entre los
cubos de basura. Daba igual que fuese el barrio de Salamanca, miseria
había en todas partes. Pero, por la ropa de su vecina, nueva y de marca,
cabía pensar que su situación era desahogada. Podía ser simple orgullo,
empeñarse en los hábitos de más joven frente a las limitaciones que la edad
impone. Por lo menos, la buena mujer podía utilizar un carrito para llevar
mejor el peso de la compra. Por supuesto, Héctor no le dijo nada. Le
recordaba a su abuela, que le había cuidado de niño mientras sus padres se
consagraban a sus carreras profesionales.
Su padre había sido abogado del estado y su madre, catedrática de
Historia. Los dos habían muerto hacía ya tiempo. Él había heredado de ellos
la casa en la que ahora vivía y su determinación para alcanzar su meta en lo
profesional. Ya había conseguido un gran éxito con su última novela, pero
él aspiraba a mucho más. Quería escribir una de esas obras cuya fuerza
resuena a través de los siglos. De momento, su realidad era un bloqueo
creativo que duraba ya dos años, desde la publicación de Aguas tranquilas y
profundas, su última y celebrada novela.
—Es muy agradable este barrio —dijo la vecina—. Está lleno de
animación y, a la vez, se puede pasear tranquila.
—Y los vecinos son muy majos.
Ella se rio.
—He vivido años en Alicante, en la costa —explicó la mujer—. Pero
la humedad no le sentaba bien a mis huesos y me he vuelto a Madrid.
—¿Echa de menos el mar?
—Sí. Y el arroz con costra.
La mujer contagió su risa simpática a Héctor.
—Bueno, Madrid es la capital del mundo, según Hemingway —dijo
Héctor.
La alusión literaria no despertó la curiosidad de su vecina, que dijo:
—Me basta con tener la iglesia cerca. Y el hospital. Tuve un infarto y,
desde entonces, no soy ni la mitad de lo que era.
—Pues yo la veo estupenda.
—Qué amable es usted. ¿Le importa si nos tuteamos?
—Por supuesto, Eva.
—Entre nosotros, la iglesia es bastante fea.
Se refería a la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, un edificio de
hormigón visto que obedecía a los cánones del brutalismo arquitectónico en
boga durante los años 60.
—Antes era una iglesia neogótica muy bonita —dijo Héctor.
—Por lo menos, el cura es majo. Ya imagino que tú no vas a misa…
—¿Tanto se me nota?
—No te preocupes. Tienes el cielo ganado con este favor que me estás
haciendo.
Vivían en pisos contiguos. Héctor se ofreció a llevarle las bolsas a la
cocina. La mujer tenía un gato negro, que le miró con desconfianza. Él se
agachó y le hizo un arrumaco al gato, que se apartó de un salto.
—Frank no es muy sociable —dijo la vecina.
—Es un chico listo. Yo tenía una gata. Se puso muy enferma y, al final,
tuve que sacrificarla. Lo pasé muy mal. No he vuelto a tener gato.
—Yo prefiero estar acompañada. Además, con un poco de suerte, igual
Frank me sobrevive y no tengo que llorar su pérdida.
—Lo que hay que oír. Si eres una mujer muy joven, Eva.
—Creo que Frank sabría cuidarse solo si yo no estuviera, aunque me
preocupa lo que pudiera pasarle.
—Seguro que Frank se las apañaría sin problemas. Pero, tranquila, que
eso no va a ocurrir.
—Eres un buen chico, Héctor. ¿Quieres un refresco o algo?
—Otro día, gracias. Hoy tengo mucho que hacer, empezando por
darme una ducha.
Héctor fue para su casa. Le esperaba otra larga jornada de desafío
frente a la hoja en blanco de su procesador de textos en el ordenador.
Al cerrar la puerta detrás de él, vio en el suelo un sobre caído. Le
extrañó, porque para algo se han inventado los buzones.
Recogió el sobre del suelo. Venía sin remitente ni sellos. Lo abrió con
cuidado y leyó la hoja que venía dentro. El texto era breve y estaba escrito
en mayúsculas con recortes de periódico pegados en el papel:
«ME AS QUITADO A MI IJA. COMIENZA LA CUENTA ATRÁS
PARA TI. TIC TAC».
Héctor, preocupado y sorprendido, leyó la nota un par de veces más
para convencerse de que sus ojos no le estaban engañando. Unos ojos que
casi le habían sangrado al leer las faltas de ortografía de la nota:
«Quien haya escrito esto debe pensar que las haches, además de
mudas, son invisibles… ¿De qué hija habla? ¿Alguna de mis ex? Tiene que
tratarse de un error. No tiene sentido. Esta nota debe de ser para otro»,
pensó, pero eso no le tranquilizó.
Miró un momento a su alrededor, el paisaje familiar de su casa, en el
que, en teoría, estaba a salvo de los cataclismos que le podían acontecer en
cualquier otro lugar.
Decidió preguntar a Isidro, el portero. Igual había visto a quien le
había dejado la nota.
5. Las manzanas
Eran las cinco de la tarde cuando Héctor sintió el rugido de sus tripas.
Estaba tan enfrascado en la escritura de su nueva historia que se le había
olvidado comer.
Mientras se preparaba una pechuga de pollo a la plancha y una
ensalada, le sonó el móvil.
Era Tamara Cuervo, su agente literaria.
Él y Tamara tenían un largo historial de encuentros y desencuentros.
Incluso habían sido amantes cuando se conocieron y él buscaba a una
agente que creyese en su trabajo.
—Hola, Tamara. Dime.
—Adivina quién va a salir en la nueva edición de MasterChef.
—¿Napoleón Bonaparte?
—No, alguien que tiene más ego incluso.
—¿Yo?
—Premio para el caballero.
—¿Y qué pinto yo en eso? Si apenas sé cocinarme esta pechuga de
pollo.
—¿Estás comiendo tan tarde?
—Estoy escribiendo mi nueva novela.
—Eso es fantástico. Creo que no tengo que explicarte la oportunidad
que supone para tu carrera poder salir en MasterChef, con toda la audiencia
que tiene.
—Te agradezco la oportunidad que me brindas de hacer el ridículo
delante de toda España.
—Todavía me lo tienen que confirmar, pero vete preparando, porque
todo apunta a que te van a seleccionar.
—Descuida. Si sale, necesitaré un conejillo de Indias con el que
practicar mi arte culinario.
—Tienes mi número. Sabes cómo marcarlo, ¿no?
Héctor colgó y rescató la pechuga de pollo de la sartén antes de que se
quemase.
Tamara había creído en su potencial desde el principio. Su primer éxito
había llegado de su mano.
MasterChef.
Dudaba que ese fuese un espacio adecuado para un escritor serio, pero
comprendía que era una gran oportunidad como Tamara le había dicho.
Tamara y él habían tenido sus diferencias sobre el enfoque que ella le
daba a su carrera. A veces se sentía como un vendedor de bagatelas para
una audiencia crédula y acrítica.
—Ojalá consigas llegar a ese público. Son la mayoría.
Tamara pensaba demasiado en el dinero. A Héctor le gustaba el dinero,
pero tenía mayores ambiciones. Quería que su nombre figurase entre el de
los grandes escritores de su tiempo. Dudaba que MasterChef fuese la puerta
que podía conducirle ahí. Sin embargo, sumido en una crisis creativa
profunda, la fe que ella le tenía era un poderoso estímulo.
Estaba terminando de comer cuando oyó el timbre de la puerta. No
esperaba a nadie. Por un momento, recordó la nota amenazante.
—¿Quién es?
—Soy Eva, la vecina.
Héctor abrió a aquella mujer menuda y simpática.
—Te he traído unos pasteles —dijo la vecina—. Son caseros.
—No tenías por qué molestarte, mujer.
—Has sido muy amable, ayudándome a subir las bolsas de la compra
esta mañana.
—Es algo que cualquiera haría.
—Tienes mucha fe en los demás. Eso está bien.
Héctor tomó la pequeña bandeja con los pasteles.
—Pues gracias. ¿Quieres pasar? Voy a preparar un café. Hay para dos.
—No, gracias. Justo ahora empieza la telenovela de La 1. Es uno de
mis placeres culpables.
—Como quieras.
Héctor probó los pasteles con el café. Hacía tiempo que no probaba
algo tan rico. Si se confirmaba su participación en MasterChef, le tenía que
pedir la receta a su vecina.
Volvió a la tarea, dispuesto a exprimir al máximo aquel momento de
inspiración. Sus ojos se posaron, por un instante, en el papel arrugado que
había dejado sobre su mesa, cuyo mensaje amenazante le había servido de
inspiración. Volvió la vista al texto en la pantalla del portátil y siguió con la
tarea, concentrado.
Sonó su móvil a las ocho, cuando ya llevaba un rato sin teclear. Miró
con sorpresa quién llamaba: Pedro Garrido, de Ediciones Estrella. Garrido
había editado su última novela, su mayor éxito hasta la fecha. Garrido se
había tomado mal que volviera con Tamara, que prefería que editara con
cualquier otro:
—Garrido es de los que se llenan la boca hablando de justicia social y
luego te firma un contrato que nada tiene que envidiar a los mejores
tiempos de la esclavitud.
¿Qué querría Garrido ahora? Recordaba que el editor le había llamado
«Judas pesetero» la última vez. Ya hacía un año largo de aquello.
Dio paso a la llamada en el móvil:
—¿Cómo estás, Garrido? —El editor era de esa clase de personas a las
que todos conocen por el apellido, como si el linaje familiar pesase más que
la individualidad expresada en el nombre de pila.
—Bien. Pensaba que no ibas a contestar. Me alegra que no haya
resentimiento entre nosotros, después de todo lo que nos dijimos la última
vez.
—Pero si fuiste tú quien me puso a caldo, yo no abrí la boca.
—¿De veras? Puede ser. No debí perder los papeles de esa manera. Me
sentí traicionado. Son negocios, cada cual vela por sus intereses de la mejor
manera que cree.
—Me alegra que hayas recapacitado. ¿Qué quieres?
—Estoy por Madrid. Tengo un hueco a las diez. ¿Nos tomamos una en
el Shaker?
Héctor tenía dudas de que fuese una buena idea ver a Garrido, que
podía ponerse violento con él otra vez por buenas que fuesen sus
intenciones. Además, si se quedaba en casa podía seguir escribiendo hasta
tarde. Llevaba un rato atascado, pero si aguantaba un poco…
—De acuerdo.
Después de todo, el Shaker estaba cerca y quería quedar en buenos
términos con Garrido. Cualquiera sabía lo que podía ocurrir el día de
mañana.
7. El hombre del traje marrón
Héctor agradeció el frescor del local cuando cruzó la puerta del Shaker. Se
sentía como un pan recién horneado después de pasar unos minutos en la
calle. El sol ya se había retirado, pero aún se notaba su huella caliente en el
asfalto bajo los pies y en el aire que se respiraba.
Vio a Garrido sentado en una esquina de la barra, embutido su
corpachón en un traje marrón de lino. Garrido vestía muy elegante siempre.
También le gustaba el Bloody Mary y en el Shaker sabían cómo prepararlo.
Héctor prefirió un daiquiri para sacudirse el sopor del calor.
Se saludaron con una inclinación de cabeza. Vio cercanía en los ojos
de sapo de Garrido, que sonreía.
—Tienes buen aspecto, Héctor.
—Y sin corbata.
—Tú no la necesitas para parecer alguien. Me alegro de verte.
Brindaron por su reencuentro. Héctor bebió un trago largo de su cóctel.
La caricia del ron alegró su paladar, predisponiéndole a una agradable
conversación. Había ya bastante gente en el local. El rumor de otras voces
se mezclaba con la música y con su conversación.
—Llevo una dilatada carrera en el gremio, como ya sabes —dijo
Garrido—. He visto a muy pocos con un potencial como el tuyo. La
mayoría de escritores se limitan a escribir libros igual que podrían fichar en
un trabajo. En los mejores casos, lo hacen con oficio y hasta con unas gotas
de talento. Lo tuyo es distinto. Tú escribes como si te fuese la vida en ello.
Y lo haces condenadamente bien, transmitiendo tu locura y tu esperanza
dentro del cinismo propio de esta época. Estás construyendo un legado para
siglos y no eres consciente de ello.
Héctor se puso en alerta ante los halagos de Garrido, tan lejos de las
descalificaciones de la última vez que se habían visto.
—Dudo que dentro de un siglo le importe a alguien lo que yo o
cualquiera haya escrito —dijo Héctor—. El mundo ya no marcha hacia la
inmortalidad sino hacia su destrucción. El culto a los muertos es cosa del
pasado. Disfrutemos del presente, el resto solo es una vana proyección de
nuestros deseos y prejuicios. De todos modos, te agradezco que me sitúes
en ese plano trascendente. Prefiero que utilices tus hipérboles para
ensalzarme y no para meterte conmigo.
—Es mi segundo Bloody Mary y apenas he cenado, estoy a dieta. No
me lo tomes en cuenta.
—Descuida. Supongo que todo este masaje de oreja es por algún
motivo concreto.
—Supones bien —Garrido sonrió—: Quiero que publiques tu próxima
novela conmigo. Si eres capaz de terminarla algún día, claro.
—Eso háblalo con Tamara. Es ella la que se ocupa de estos temas.
—Lo estoy hablando contigo. Puede que ella te haga ganar más dinero,
pero yo sé cómo llevar tu carrera para que consigas lo que solo está al
alcance de unos pocos elegidos.
—¿De qué me hablas?
—De la gloria literaria. Del Nobel. Tienes la calidad para llegar ahí y
yo puedo ayudarte. Sé fiel a tu instinto. Tú sabes como yo que el dinero no
puede colmar tus ambiciones.
Héctor debía admitir que Garrido le conocía bien. Recordaba la lujosa
colección de libros dedicada a los premios Nobel que su padre atesoraba en
su biblioteca y que él había heredado. Siempre había soñado con que un día
su obra figuraría en aquella selecta colección.
—Lo tendría que hablar con Tamara. La gloria está bien, pero las
facturas se pagan con dinero.
—Háblalo con quien quieras. Tómate tu tiempo para darme tu
respuesta.
—Sí, me lo tengo que pensar.
—Por supuesto, en caso de respuesta afirmativa, Tamara está fuera.
Héctor asintió. El chamán de la tribu exigía un sacrificio para ganarse
su favor. Si aceptaba la oferta de Garrido, Tamara iba a enfadarse con razón.
Y Tamara, enfadada, tenía su peligro.
Por otro lado, tampoco tenía claro que Garrido pudiese cumplir su
parte, en caso de que aceptara. Eran muchas las componendas necesarias
para acabar nominado al Nobel. Pero Garrido era un aliado poderoso y su
propuesta, toda una declaración de intenciones.
—Y yo que pensaba que me habías puesto la cruz —dijo Héctor.
—El diablo nunca suelta a su presa. Solo hay que saber esperar.
—Me lo tomaré como un cumplido,
—Tampoco te acostumbres. El calor de estos días me deja muy
blandito.
Siguieron bebiendo. Por un acuerdo tácito entre ellos, la conversación
derivó hacia asuntos triviales. Siempre se habían llevado bien. Por
momentos, revivía la buena sintonía entre ellos, pero, cuando Garrido se
marchó a su hotel, visible el cansancio de la larga jornada en su rostro
abotargado y rechoncho, Héctor sintió alivio y solo entonces disfrutó del
que ya era su segundo daiquiri de la velada.
8. Noche de estreno
Héctor se había quedado con muy mala sensación después de ver a Jorge. El
encuentro había sido breve, pero se le había hecho eterno. Pese a todo el
tiempo transcurrido, Jorge seguía resentido con él por haberle metido los
cuernos. Había notado cómo fluctuaban el odio y el desprecio en la mirada
de Jorge mientras se esforzaba en poner el gesto desapegado de un hombre
de mundo. Sin embargo, era otra cosa la que Héctor llevaba rumiando un
buen rato.
Llamó a Olga en cuanto llegó a casa:
—Jorge miente —dijo Héctor—. Niega que Sara le rechazara, pero
¿por qué iban a decir eso los padres de Sara si no es porque ella misma se lo
contó a ellos?
—Pobre Jorge —Olga resopló con fastidio—: Cornudo y apaleado.
Parece que tuvieses algo personal contra él. Jorge estaba loco por mí. Le
hacía ojitos a Sara, pero como tú y los demás. Si dice que no hubo nada con
Sara, es que no lo hubo. Jorge puede tener sus defectos, pero es un tío legal.
Yo le creo.
—He tenido una sensación extraña con él.
—No es extraño. Tener que verte le habrá sabido a cuerno quemado.
Fue muy feo lo que le hicimos. A mí ni me quiso saludar un día que nos
vimos de casualidad en un restaurante.
—No es eso… —dijo Héctor—. Creo que fue él quien me asaltó la
noche en que murió Sara.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.
—Ni de coña —sentenció Olga—. Nos portamos mal con él, y en vez
de asumir que fuiste un cerdo con tu amigo, intentas cargar a Jorge con
culpas imaginarias. Si hubiese sido él quien te asaltó te habrías dado cuenta
en el momento, no veinticinco años después porque te ha puesto mala cara.
—Ni se me ocurrió pensar en él entonces. Me parecía inofensivo. Creo
que le subestimaba porque le estábamos engañando. Sin embargo, puede
que fuese él quien se estaba riendo de nosotros.
—Puedes escribir una novela sobre eso —dijo Olga—. Por mi parte,
tengo claro que es un disparate. Y, además, ¿qué importa eso ahora? ¿O
crees que Jorge está detrás del chantaje que nos están haciendo?
—No. Me ha parecido genuina su sorpresa cuando se lo he comentado.
—¿Ves? El reloj corre en nuestra contra. ¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé. Supongo que se volverán a poner en contacto con
nosotros. Habrá que seguir sus instrucciones.
—Pero, entonces, ¿vas a ceder al chantaje y pagar?
—Ni loco. No sé qué voy a hacer todavía, pero quiero ver cuál es el
siguiente paso que dan.
—Eso es lo más sensato que has dicho en todo este rato. Respecto a lo
del préstamo que te dije, ¿te lo has pensado?
Héctor torció el gesto:
—Veinte mil es mucho dinero.
—Eso ya me lo dijiste. Te lo puedo devolver a plazos. Es algo
temporal.
—Tengo que ver si puedo cuadrarlo en mi presupuesto.
—Me harías un gran favor.
—Esta misma semana te digo algo.
—Vale.
Después de colgar, Héctor fue a la cocina para prepararse algo de cena.
Era fácil calmar el hambre, otra cosa era salir de la espiral de pensamientos
que convergía todo el rato en las mismas preguntas: ¿Sara se había
suicidado o la habían asesinado? ¿Jorge tenía algo que ver con la muerte de
Sara o los padres de ella le habían acusado sin fundamento? ¿Quién estaba
intentando chantajearlos a Olga y a él? Incluso en el supuesto de que
alguien hubiese asesinado a Sara, era imposible que tuviesen una sola
prueba contra él o contra Olga. Salvo que la hubiesen amañado. Y que
pensaran que eso podía preocuparlos indicaba que sabían que ellos habían
mentido sobre la noche en la que Sara murió, la noche en la que él fue
asaltado por un extraño…
El timbre de la puerta le rescató de sus oscuras meditaciones. Era su
vecina, la mujer mayor que se había mudado a vivir allí recientemente. Casi
no la reconoció. Estaba muy pálida y tenía la mueca contraída en un gesto
de visible angustia:
—¿Ocurre algo? —preguntó Héctor.
—Es Frank. Ha desaparecido. ¿No lo habrás visto por casualidad?
—¿Frank?
—Mi gato.
Héctor recordó a aquel felino desconfiado.
—¿Segura que no está en casa?
Su vecina asintió con pesadumbre.
—Salí a hacer unas compras y al volver me he encontrado la casa
vacía. Tenía las ventanas abiertas…
—Tranquila, Eva. Ya sabes cómo son los gatos. Habrá salido a dar una
vuelta. Seguro que vuelve más tarde. Se come mejor en casa que fuera.
—Dios te oiga.
—Voy a hacer una cosa. Bajo un momento a la calle, a ver si lo
encuentro.
—No te molestes, hombre.
—No es molestia.
Eran las diez de la noche. Todavía quedaba un rastro de luz diurna en
el cielo.
Héctor buscó al gato en las calles cercanas. Le apetecía caminar un
poco y agradecía tener la cabeza ocupada con una tarea específica.
Vio un gato negro junto a unos cubos de basura. Lo llamó:
—Frank.
El gato le ignoró.
Siguió callejeando unos minutos más.
No hubo suerte.
Llamó a la puerta de su vecina cuando volvió.
—Has sido muy amable —dijo la mujer—. Creo que voy a tener que
hacerme a la idea de que Frank me ha abandonado.
—Igual vuelve. Los gatos son impredecibles.
—Siempre se van los mejores. Me acostumbraré, no te preocupes. Me
gustaría corresponder a tu amabilidad, pero tampoco quiero convertirme en
esa vecina pesada a la que tienes que rehuir en el portal.
—Bueno, si es por tener un detalle, los pasteles del otro día estaban
muy ricos.
Héctor vio cómo se animaba la expresión de la mujer, que parecía
haber envejecido diez años de golpe con la preocupación por su gato.
—Hoy no tengo pasteles.
—Una sonrisa me vale, entonces.
La mujer sonrió.
—Así mejor.
Héctor regresó a su casa.
Le caía bien su vecina. Imaginaba cómo debía sentirse ahora mismo,
sin su gato. Él lo había pasado muy mal con la enfermedad de Galatea, su
añorada gata. Habían tenido que sacrificarla. Todavía notaba una punzada
de dolor al pensar en ella.
Agarró su móvil y llamó a Mónica. No había vuelto a saber de ella
desde su ruptura aquel fin de semana en Cadaqués. Ya habían pasado dos
semanas de aquello. No tenía claro que Mónica fuese a contestarle. Se
alegró cuando oyó su voz al teléfono.
—Vaya —dijo Mónica—. Pensaba que ya te habrías olvidado de mí.
—¿Después de que me ducharas con tu mojito y te marcharas sin
despedirte? Como para olvidarme de ti.
—Eso fue poco para lo que te merecías por ser tan cabrón.
—No te he llamado para que discutamos lo que ya quedó claro.
—¿Para qué me has llamado entonces?
—Es por los gatitos de tu amiga.
—¿Los gatitos? Pensaba que ya no podías sorprenderme.
—¿Amelia sigue buscando hogares adoptivos para las crías de su gata?
—Es posible. Pero ¿tú no decías que ya no querías saber nada de
gatos?
—No es para mí, es para mi vecina. Acaba de perder a su gato.
—Bueno, le preguntaré.
—Gracias, Mónica.
—¿Algo más?
—Sí. Aprovecho que eres abogada para hacerte una pequeña consulta.
—Estoy fuera del horario de oficina. Y cobro por las consultas que se
me hacen.
—Es sobre un intento de chantaje. Imagino que habrás tenido algún
cliente al que le haya pasado.
—¿Es para una de tus novelas?
—Sí.
—¿Qué quieres saber?
—Si la gente paga habitualmente.
—Nunca hay que pagar. Lo mejor es ir a la policía siempre, por grave
que pueda ser la causa del chantaje. De la cárcel se sale, al chantajista lo
pagas toda la vida.
—Sí, es lo que pensaba.
—Voy a preguntar a mi amiga lo del gato.
—Te lo agradezco.
Héctor colgó, más animado que antes de hablar con su expareja.
Le llegó un mensaje al móvil cinco minutos después. Pensaba que
sería Mónica para contarle lo del gato, pero se equivocaba:
«Cien mil euros. Estación de Atocha. Consiga 45. Viernes a las 17
horas. Paga o muere».
«Consiga» en vez de «consigna». Hasta con el corrector ortográfico
del teclado del móvil ese Darth Vader de pega seguía cometiendo faltas de
ortografía.
Héctor lanzó una mirada amarga al cielo ya oscuro sobre los tejados de
las casas vecinas. Tenía un mal pálpito con aquella historia. Estaba en la
diana de un loco. Quedaban tres días hasta el viernes.
«Paga o muere».
Alguien tocó la bocina en la calle. Miró abajo y vio a un anciano
moviendo el puño airadamente junto al semáforo, que tenía en verde para
pasar. El destinatario de su gesto ya se perdía en la distancia.
Vio un gato negro junto al anciano. Le pareció que el gato le miraba un
momento, con aire desconfiado.
Héctor bajó corriendo a la calle, pero cuando llegó junto al semáforo el
gato ya no estaba. Le llegó otro mensaje al móvil en ese momento:
«Mira en tu buzón».
Hizo lo que le indicaban y vio la llave de una consigna dentro.
Descompuesto, miró a un lado y otro del portal, pero allí no había nadie.
Agarró la llave y volvió a su casa con expresión lúgubre.
15. A cada cual lo suyo
Héctor apenas pegó ojo esa noche, presa de sueños inquietos que fue
incapaz de recordar al despertarse. Pese a la falta de descanso, escribió a
buen ritmo toda la mañana. Escribir era un refugio frente al caos que se
había apoderado de su presente más inmediato.
«Paga o muere».
Tamara.
A ratos estaba convencido de que era ella quien le estaba intentando
chantajear, en otros momentos le parecía casi una deslealtad pensar
semejante desatino. Tamara estaba enamorada de él, lo había estado desde
el primer día.
Por eso mismo.
Lo que era amor se había trocado en odio ante la imposibilidad de
cortar sus alas y amarrarlo a su capricho. Tamara había sido una ingenua al
pensar que retomar su relación profesional podía hacer que él volviese a su
lado. Su indiferencia debía haberle resultado humillante y ofensiva.
Seguramente pensaba que se merecía que lo desplumara como pretendía
hacer, pero, sobre todo, imaginaba que estaría disfrutando por esa sensación
de tenerle en su poder, acogotado por el miedo…
Habría que ver quién reía el último.
Héctor se sobresaltó al escuchar el sonido de su móvil. Miró con
aprensión quién llamaba.
Era Jorge.
—¿Has tenido más noticias del chantajista? —preguntó Jorge.
—No. ¿Por qué? ¿Se ha puesto en contacto contigo?
—No, parece que me estoy librando.
—¿Por qué me llamas entonces?
Héctor había reflexionado después de su conversación con Olga.
Puede que ella tuviese razón y estuviese siendo injusto con Jorge, sin
embargo, no se fiaba. Jorge ya le había dejado claro lo que pensaba de él.
Le costaba creer que le importara la suerte que él pudiera correr.
—El otro día no estuve muy receptivo —dijo Jorge—. Creo que
puedes entenderlo.
—Sí, descuida. Ya te dije que no había problema.
—Me dijiste que no pensabas pagar.
—Así es.
—Si, por lo que sea, cambiaras de idea, ¿tienes el dinero? Lo digo por
si necesitas que te preste algo.
—No te preocupes. Ni pienso pagar ningún chantaje ni me falta el
dinero para hacerlo si me diese por hacer el gilipollas de esa manera.
—Eso me tranquiliza.
—Te agradezco el ofrecimiento.
—Es lo mínimo.
Héctor dudaba de las intenciones de Jorge. Quizás solo quería saber
cómo andaban sus finanzas para luego reírse en su cara y negarle un
préstamo si se lo pedía. Por suerte, no tenía necesidad alguna de recurrir a
él.
Después de hablar con Jorge, llamó a Olga.
—Me ha llegado un mensaje de esos cabrones —dijo Olga—. Me
dicen lo mismo que a ti. Tengo que dejar el dinero en una consigna de
Atocha. El viernes a las cuatro y media. La llave de la consigna estaba en
mi buzón también.
—Media hora antes que yo. Parece que quieren matar dos pájaros de
un tiro.
—Tengo miedo. Creo que deberíamos ir a la policía.
—Todo a su tiempo —dijo Héctor—. Creo que son unos aficionados.
Si tenemos un poco de suerte, los vamos a poder desenmascarar e igual son
ellos quienes nos acaban pagando por las molestias causadas.
—Qué imaginación tienes, lástima que esto no sea una de tus novelas.
—Saldremos de dudas pronto… Te he llamado por lo de ese préstamo
que quieres que te haga. Te voy a dejar el dinero.
—¿De verdad? Gracias, Héctor. De corazón.
—No hay por qué darlas. Tú siempre te has portado bien conmigo.
—Eso es cierto… Tengo la cuenta embargada. Me vendría bien si me
lo pudieras dar en efectivo.
—De acuerdo. Te lo daré el mismo viernes cuando nos veamos en
Atocha.
—¿No será peligroso? Me puedo acercar por tu casa y me lo das ahí,
que es más seguro.
—El viernes. En Atocha. Ahí te veo.
—Es un fastidio, pero como quieras.
Héctor comprendía que Olga no quisiera ni acercarse por la estación
ese día, pero quería que ella sirviera de señuelo. Confiaba en desenmascarar
a Tamara y sus posibles cómplices cuando fuesen a recoger el supuesto
botín que pensaban encontrar en las consignas de la estación.
Héctor dejó vagar su mirada por la fachada incendiada de amarillo,
castigada por el sol de mediodía, del edificio frente a su casa. Ahí en su
salón, con el aire acondicionado, tenía casi frío. Se apartó de la ventana y se
dirigió hacia la enorme biblioteca que presidía el lugar. Buscó el libro de
Alejandra Pizarnik en el que guardaba la foto de Sara. Cuando leía a la
poeta argentina sentía como si fuera Sara quien le hablaba a través de sus
versos ardientes de soledad y desgarro. Miró la foto de Sara, sus ojos azules
que eran el mar y su piel morena que era el fuego. Volvió a fijarse en el
Pegaso, que desplegaba sus alas sobre el generoso escote de su blusa. Su
sonrisa parecía tan viva como en el momento en el que había sido tomada la
instantánea, apenas dos días antes de su suicidio.
Entendía el dolor de los padres de Sara, que se aferraran a cualquier
posibilidad antes que asumir que su hija los había dejado huérfanos de ella
por voluntad propia. Pero pensar que alguien le quisiera hacer daño a
sabiendas… Imposible. Habían contratado a un detective y este había
confirmado que se trataba de un suicidio como habían dicho el forense y la
policía en sus informes.
Esa misma foto de Sara que ahora sostenía en la mano se la había
enseñado a Tamara en tiempos. Tamara, siempre tan observadora y atenta a
los detalles, como ese Pegaso que colgaba del cuello de Sara.
Héctor pensó en Nadia, en el impacto que le había hecho verla esa
primera vez, como si de una ensoñación se tratara.
Tomó el móvil, que había dejado junto al teclado del ordenador, y la
llamó. Dudaba si ella le contestaría.
—Pensaba que te ibas a hacer un poco más el chico duro —dijo Nadia.
—Hace demasiado calor para eso. Quiero verte. ¿Te viene bien el
viernes?
—Tengo ya plan.
—Es una pena. Pensaba invitarte a cenar. Aquí, en mi casa.
—Con todos los restaurantes que hay en Madrid.
—Si tienes miedo de estar a solas conmigo…
Ella se rio despreocupadamente.
—Te tengo por un caballero.
—Es tu ocasión de comprobarlo.
—Veré si puedo cambiar mis planes. No te aseguro nada.
—Lo entiendo. Yo tampoco te puedo asegurar que vaya a repetir esta
oferta.
Héctor estaba de mejor humor después de hablar con Nadia. No le
sorprendió que, poco después, ella le confirmara que aceptaba su invitación
para cenar el viernes.
Se frotó las manos pensando en lo bien que se lo iba a pasar cuando
Tamara y ella se encontraran cara a cara delante de él. Para entonces,
confiaba en que su visita a la estación de Atocha le reportase la información
que necesitaba para poner contra las cuerdas a Tamara y sus cómplices,
entre los que le gustaba pensar que Nadia no figuraba, si es que había algún
cómplice.
El resto del día lo dedicó a la escritura, poseído por un vértigo creativo
que le arrastraba en feliz contraste con las preocupaciones de los últimos
días.
17. La caja negra
Héctor aguardaba apostado junto a una palmera en la zona del estanque más
próxima a las consignas de la estación de Atocha. Llevaba al hombro un
viejo maletín de portátil. Dentro solo había una nota escrita:
«Sé quién eres. Empieza la cuenta atrás para ti. TIC TAC».
Llevaba el dinero de Olga en los bolsillos de su pantalón cargo. La vio
cruzar camino de las consignas, con una bolsa de deportes al hombro. Había
un gran ajetreo de viajeros ese día, un viernes a mediados de julio. Los dos
pasaban desapercibidos entre el gentío.
Olga dejó su bolsa de deportes en la consigna y siguió su camino hacia
la zona de taxis. Habían quedado después en un bar frente a la estación.
Héctor esperó unos minutos, al principio confiado en que apareciera
Tamara o su posible cómplice y se delatara, después empezó a quedársele
una cara muy parecida a la de las tortugas del estanque según pasaba el
tiempo y nadie se acercaba a la consigna en la que Olga había dejado la
bolsa de deportes.
Miró alrededor, buscando a alguien que, como él, fuese una nota
discordante dentro del bullicio de viajeros que llenaba de vida la estación.
No vio a nadie sospechoso. Tenía la penosa impresión de que se había
precipitado al pensar que aquella celada era obra de aficionados.
Ya eran las cinco.
Pasó el maletín por el control y se acercó a la consigna. La abrió y,
para su sorpresa, encontró una caja dentro. Era una caja negra que tenía
puesto un lazo como si fuera un regalo. Héctor dudó un momento. Echó un
vistazo alrededor. Había otras personas metiendo y sacando sus
pertenencias de las consignas, cada uno a lo suyo, como la gente que
entraba y salía de la estación y circulaban junto a esa zona.
Héctor empezó a pelearse con el nudo del lazo, hasta que, finalmente,
logró desatarlo. Levantó la tapa de la caja con un gesto veloz, como para
recuperar el tiempo perdido con el nudo.
Una serpiente saltó como una flecha hacia su cuello. Héctor pegó un
grito a la vez que daba un respingo hacia atrás, su corazón al borde del
infarto. Sintió el picotazo de la serpiente en el cuello y se echó la mano ahí
raudo y horrorizado como si acabase de recibir una picadura mortal, pero no
tenía nada. La serpiente era de goma, se trataba de un artículo de broma.
Héctor sintió cómo le hervía la indignación en el pecho. Crispó los
puños. Tenía ganas de descargar su ira, reventar la consigna de un puñetazo,
pero se contuvo. Miró retador a la gente a su alrededor. Nadie parecía
reparar en él.
Dejó el maletín en la consigna.
Tamara o quien fuera que estaba detrás de aquello se creía que podía
jugar con él como un gato con un ratón. Este punto se lo había anotado,
pero se iba a llevar una sorpresa cuando abriera el maletín y viera su
mensaje.
Regresó a la zona del estanque y permaneció unos minutos ahí,
vigilando las consignas desde la distancia. Finalmente, se cansó y se
marchó, convencido de que perdía el tiempo.
Todavía le quedaba una buena bala en la recámara: había quedado con
Tamara y Nadia esa noche. Una de las dos mentía. Confiaba en
desenmascarar a la mentirosa y, con ello, poner fin a esta pesadilla.
Olga le esperaba en el bar asturiano que había junto a la estación,
frente a la rampa en la que paraban los taxis. Iba bien arreglada y vestía una
blusa negra amplia que disimulaba su exceso de grasa abdominal. Cruzó
por la cabeza de Héctor la imagen estilizada de Olga cuando era joven.
Sintió una punzada acre en la boca, abrumado por el paso inexorable del
tiempo, más inexorable para unos que para otros.
—¿Qué tal ha ido? ¿Ha habido suerte?
Héctor negó con la cabeza. Ni le había comentado sus sospechas ni le
había hablado de Nadia. Veía a Olga muy sobrepasada por el tema. Sería un
obstáculo antes que una ayuda.
Se sentó frente a ella y puso la caja en la mesa.
—Me han dejado esto en la consigna.
Olga, sin preguntar, levantó la tapa y la serpiente de goma volvió a
volar.
Olga gritó y le miró con el gesto desencajado. Varios cuellos se giraron
en su dirección.
—Muy gracioso —dijo Olga—. Creía que el dinero estaba dentro.
—Se están riendo bien a nuestra costa.
—No creo que se rían precisamente cuando vean que el dinero no está.
—Veremos quién ríe el último.
Héctor se acercó a la barra a recoger la cerveza que había pedido al
entrar y unos canapés con ensalada de cangrejo que le pusieron de tapa.
—¿Has traído el dinero? —preguntó Olga.
—Sí. Toma.
Héctor sacó el dinero de los bolsillos de su pantalón. Le entregó cinco
fajos sujetos con un papel cada uno. Olga se apresuró a meter el dinero en
su lujoso bolso de Louis Vuitton y le miró con la expresión más animada.
—Eres un cielo, Héctor. Me salvas la vida.
—Bueno, es una pequeña ayuda. Tampoco exageres.
—Es muy duro por lo que estoy pasando. No sabes la cantidad de
amigos que me han dado la espalda en estos tiempos de dificultad.
Olga tenía los ojos casi llorosos.
—Esos no eran amigos —dijo Héctor.
Puso su mano protectoramente sobre la de Olga. Ella recompuso el
gesto y le sonrió. Acarició su bolso, donde había guardado el dinero.
—Qué poca cosa parece el dinero para lo importante que es. Pensaba
que veinte mil euros ocuparían el doble por lo menos.
—¿Veinte mil? Eso son cinco mil.
Ella le miró sorprendida:
—¿Cinco mil?
—Es lo que puedo dejarte.
Olga le dedicó una larga mirada, más llena de aprensión que la que le
había dedicado a la serpiente de goma cuando le había saltado encima.
—Te lo agradezco igualmente —dijo Olga, con un evidente esfuerzo
para medir sus palabras—. Te lo devolveré en cuanto pueda.
—Sí. Me tienes que firmar este reconocimiento de deuda, si no te
importa. Es una pura formalidad. Sé que me vas a devolver el dinero…
—Sí, claro.
Olga miró el documento por encima y lo firmó con la pluma
estilográfica que él mismo le tendió. Olga le devolvió la pluma.
—Es mejor hacer las cosas bien —dijo Olga sin ningún entusiasmo.
—Eso siempre… Está bueno este canapé. ¿Quieres?
Olga, muy seria, negó con la cabeza.
—Quién nos iba a decir que acabaríamos con estas formalidades entre
tú y yo —dijo Olga.
Héctor terminó de engullir el canapé antes de hablar:
—Fuimos felices entonces, pero no lo sabíamos.
—Yo sí lo sabía —dijo Olga.
Terminaron la cerveza. Héctor se empeñó en pagar la ronda. Viendo el
gesto desabrido de Olga, casi se arrepintió de hacerlo.
Se despidieron fríamente en la tarde calurosa, sus miradas ocultas tras
unas gafas de sol, pero la expresión de ambos, entre el fastidio y la
resignación, delataba su insatisfacción por el resultado de su encuentro.
Héctor, por lo menos, se alegró de haber obligado a Olga a firmar el
reconocimiento de deuda. La veía muy capaz de arruinar al tonto que se
dejase, solo para seguir costeándose sus caros caprichos como ese bolso de
Louis Vuitton.
Miró su reloj. Las seis y media. Mónica le había llamado por lo del
gato. Había quedado con ella en la terraza de un bar al lado de su casa. Vio
un contenedor de basura a unos metros. Se acercó y tiró la caja con la
serpiente. Decidió ir paseando en vez de tomar el metro. Tenía tiempo de
sobra y necesitaba oxigenarse.
18. Las apariencias no engañan
Lidia sintió alivio cuando salieron de la casa del escritor y pudieron quitarse
la mascarilla, que era particularmente molesta con aquel calor. Devolvieron
los sobretodos blancos a los de la Científica y recuperaron su aspecto
normal, que era más normal en el caso de Lidia que de Lucas, al que le
gustaba dejarse la mitad de su sueldo en ropa.
—Pareces un mod —le había dicho Lidia, nada segura de que Lucas
supiese qué era un mod.
—Y tú pareces una rocker.
El portero los saludó con cara de circunstancias cuando se acercaron a
interrogarle. Les contó lo que ya sabían: una vecina le había avisado al ver
la puerta abierta de la casa de Héctor Salmón y él, tras comprobar que
Salmón no contestaba, decidió entrar en la casa y se encontró al escritor
muerto en su cama.
—Casi me da un infarto del susto —dijo el portero.
Lidia estaba convencida de ello. Parecía que todavía le duraba el susto,
con esos ojos saltones que los miraban como los de un roedor acorralado.
—Es algo tan horrible e inesperado —continuó el portero—. Ayer
mismo nos saludamos. Fue como otro día cualquiera. Quién iba a pensar
que algo así podía ocurrir.
—¿Le comentó el señor Salmón si estaba preocupado por algo?
—preguntó Lidia—. ¿Su comportamiento era normal estas últimas
semanas?
—Sí, supongo. Él no me comentó nada ni parecía preocupado. Nuestro
trato era de saludarnos y hablar de las cosas de la casa. Vamos, igual que
con el resto de vecinos.
Lidia le tendió una tarjeta con su teléfono.
—Si recuerda algo que le llamara la atención, cualquier cosa, póngase
en contacto conmigo.
—Sí, claro. Pero la muerte del señor Salmón ha sido natural, ¿no?
—Tenemos motivos para pensar que pueden haber asesinado al señor
Salmón —dijo Lidia.
El portero se quedó lívido. Puso una mueca de espanto:
—Pero ¿cómo? No puede ser. Si era un hombre educado y
correctísimo. ¿Quién podría…?
—Eso es lo que estamos investigando —dijo Lidia—. Cualquier cosa
que pueda recordar, por nimia que parezca, puede ser una ayuda
inestimable.
El portero asintió con gravedad.
—Descuide, inspectora. Si recuerdo cualquier detalle que pueda ser de
interés, se lo diré.
—Gracias.
Lidia y Lucas se dirigieron al ascensor. Querían interrogar a la vecina
de Héctor Salmón. En cuanto perdieron de vista al portero, Lucas le dijo a
Lidia:
—Ese hombre oculta algo. Lleva escrita la palabra «culpable» en la
cara.
—Que sea feo no le hace culpable necesariamente. Esto no es una
película de Hollywood.
—Tampoco le hace más de fiar.
Llamaron a la puerta de Eva Jiménez, la vecina de Héctor Salmón y
que era quien había avisado al portero. Sintieron su mirada desconfiada en
la mirilla antes de que sonara el cerrojo de la puerta.
—¿Eva Jiménez? Soy la inspectora Lidia Cruz. Él es mi compañero
Lucas Sandoval. Queremos hacerle unas preguntas relacionadas con la
muerte de su vecino Héctor Salmón.
—Sí, claro. Pasen, por favor.
La mujer los recibió con una sonrisa descolorida. Pelo blanco y ni
rastro de coquetería en la cara surcada de arrugas. Lidia calculó setenta
años. La mujer parecía frágil y andaba algo encorvada, pero se movía con
agilidad. Llevaba a una gatita siamesa acurrucada entre el brazo y el pecho.
La gata los miraba curiosa con sus grandes ojos verdes.
—Qué bonita es la gata —dijo Lidia—. ¿Cómo se llama?
—Stella. Es un regalo de Héctor —se quebró la voz de la mujer al
pronunciar el nombre de su vecino—. Un hombre tan joven y amable.
Parece mentira.
La mujer suspiró, los ojos llorosos.
Los había conducido a su salón. Los muebles eran rústicos. Había un
crucifijo sobre una cómoda. Era como retroceder un siglo. Lidia se fijó en la
persiana rota, en el aspecto desgastado del sofá.
—Siéntense, por favor.
El sofá se hundió bajo su peso mientras sus muelles chirriaban como
protestando. Su anfitriona se sentó en un sillón que había conocido mejores
tiempos, aunque todavía parecía cómodo.
—¿A qué hora salió esta mañana de casa? —preguntó Lidia.
—Serían las nueve. Me gusta salir sobre esa hora para evitar el calor,
que luego se vuelve insoportable en esta época. Me extrañó ver la puerta de
Héctor abierta, pero tampoco le di importancia. Solo cuando volví de la
compra y vi que la puerta seguía abierta, me alarmé. Llamé al timbre, di una
voz por si Héctor me oía, pero no hubo respuesta. Así que llamé al portero
por el telefonillo. Isidro subió enseguida. Me dijo que esperara y, después
de llamar sin obtener respuesta tampoco, entró en la casa y se encontró el
panorama que ustedes ya conocen.
Lidia asintió.
—¿Sabe si el señor Salmón estaba preocupado por algo en particular?
¿Se comportaba con normalidad?
—Sí, con total normalidad. ¿Qué ocurre? No me diga que ha sido un
suicidio.
—Pensamos, más bien, que pueden haber asesinado al señor Salmón.
La mujer miró a Lidia con gesto de incredulidad. Apretó a la gata con
fuerza contra su pecho, en un gesto instintivo de protección.
—¿Está segura, inspectora? Tiene que tratarse de un error. ¿Quién
querría hacer daño a Héctor? Si era un pedazo de pan…
—Tenemos pruebas de que alguien le estaba amenazando de muerte.
Parece que ha cumplido su amenaza.
—Es terrible —dijo la mujer—. Espero que encuentren a quien lo haya
hecho y que lo pague como merece.
—Lo haremos. Vive usted puerta con puerta. ¿Sabe si el señor Salmón
recibió ayer alguna visita?
—Sí. Sonó su timbre y pensaba que era aquí, me pasa muchas veces.
—¿Pudo ver quién era?
La mujer negó con un gesto de contrariedad.
—No llegué a la puerta. Oí a Héctor y la voz de una mujer, así que me
volví a seguir viendo la tele.
—¿Sabe a qué hora fue eso? —preguntó Lidia.
—Sobre las ocho. Acababa de empezar el concurso que veo todas las
tardes antes de la cena.
—¿El señor Salmón recibía muchas visitas en casa?
—Tenía una novia que venía alguna vez, pero no la he oído en las
últimas semanas.
—¿Pudo ser ella a quien oyó ayer?
—Pudiera ser, pero no puedo afirmarlo.
—¿Los escuchó discutir en alguna ocasión?
—Los escuché, pero no discutir. Hacían mucho ruido en el dormitorio.
—¿Oyó ruido ayer en el dormitorio también?
—No. Pero cuando tengo puesta la televisión, no oigo nada.
—¿Llegó a conocer a la novia de Héctor Salmón?
—No, no me la presentó.
—¿Escuchó discutir al señor Salmón con otra persona alguna vez?
La mujer negó con la cabeza.
—No parecía que se llevara mal con nadie —dijo—. Si era un
encanto…
Otra vez se le pusieron los ojos acuosos a la mujer.
Lidia se levantó, no sin esfuerzo, del sofá, que se quejó
estruendosamente. Lucas peleó también para no quedar atrapado entre
aquellos vetustos muelles como si fueran arenas movedizas.
—Si recordara cualquier cosa, llámenos.
Lidia dio su tarjeta a la mujer.
Lucas, que no había despegado los labios en todo el rato, habló en
cuanto estuvieron a solas:
—El portero dice que Eva Jiménez se mudó aquí hace tres meses.
Compró la casa. Los pisos son muy caros en esta zona, pero no parece que
le sobre el dinero.
—Es normal, si ha comprado el piso. Parece afectada por la muerte de
Héctor Salmón.
—Sí. Héctor Salmón debía ser buen vecino.
—Y buen amante —dijo Lidia.
—O el aislamiento acústico es muy malo por aquí.
—Tenemos que encontrar a la novia.
—¿Crees que podría ser un tema de celos o despecho?
—No sé. ¿Qué pintan entonces los anónimos que enviaron a Héctor
Salmón y esa «hija perdida» que mencionan?
—No parece que él tomase muy en serio esas amenazas —dijo Lucas.
—O tenía algo que ocultar y por eso no acudió a la policía. Quizás ese
algo tenga que ver con el robo de su móvil y su portátil. Si le estaban
chantajeando, puede que haya hecho alguna retirada de efectivo
recientemente. Necesitamos el listado de llamadas de su móvil y sus
últimos movimientos bancarios. Hay que chequear las cámaras de seguridad
cercanas también. ¿Sabemos ya algo de la familia?
—Tiene un hermano. Los padres ya murieron. El hermano vive aquí,
en Madrid.
—¿Tienes la dirección? Habrá que hacerle una visita. Por lo menos,
los padres se ahorran el disgusto.
Lidia odiaba esa parte de su trabajo. Se le partía el alma viendo la
devastación de las familias cuando llamaban a su puerta para comunicarles
la muerte de sus seres queridos. Podía delegar esa tarea, pero su sentido de
la responsabilidad le imponía ese penoso deber. A la vez, se sentía
empujada con mayor fuerza a hacer bien su trabajo para poder llevar algo
de consuelo a las familias atrapando a los criminales que los sumían en
aquel dolor.
Antes de marcharse, pusieron en antecedentes al juez instructor, que
acababa de llegar. Era Julián Chamorro, un veterano de ojos cavernosos y
aire melancólico que había engordado veinte kilos desde que Lidia lo había
conocido una década antes.
—Héctor Salmón es un escritor relativamente conocido —dijo el juez
Chamorro—. Espero que todo el mundo tenga el pico cerrado. No quiero
que esto se convierta en un circo y nos venga a joder la prensa.
—Seremos discretos —dijo Lidia.
Cuando se marchaban, Lucas ya al volante del coche patrulla,
comentó:
—Este juez Chamorro, ¿no es el que salía en Caso criminal?
—Sí. Si hay una filtración, raro será que él no sea el responsable. Le
encanta salir en televisión.
—Ya veo —dijo Lucas—. Habrá que andarse con ojo. Casi no le
reconozco. Se ha puesto rellenito.
—¿Qué te ha parecido la vecina de Salmón? ¿Entra en la categoría de
vieja?
—Una vieja bien simpática. Me ha resultado entrañable. Parece que se
va a romper con tocarla, pero tiene que ser una mujer bastante dura. Vive
sola y parece que se las apaña muy bien.
Lidia estuvo de acuerdo. En realidad, le había recordado a su madre,
pero eso no se lo dijo a su compañero.
Lucas arrancó y pudieron sentir la caricia del aire a través de las
ventanillas bajadas del coche.
—Estamos a la temperatura ideal para freír un huevo sobre el asfalto
—dijo Lucas.
—Es un día perfecto para andar de barbacoa o de escapada en la playa.
—A más de uno le vamos a joder el día.
24. Aquí y ahora
Jorge Rovira vivía en una casa con un gran portal señorial en la calle
Serrano. Un portero pulcramente uniformado salió al encuentro de Lidia y
Lucas.
—Queremos ver a Jorge Rovira —dijo Lucas mostrando su
identificación.
El portero no movió un músculo de su rostro alargado y cetrino al ver
que eran policías.
—El señor Rovira salió temprano esta mañana.
—¿Sabe a dónde fue? —preguntó Lucas.
—Se ha ido a la costa. Tiene una casa en Altea. Su mujer y sus dos
hijos pasan el verano ahí. Suele volver el lunes. ¿Quieren que le dé algún
recado de su parte?
Lidia negó con la cabeza.
—Es algo rutinario. Hablaremos con él en otro momento.
Lidia y Lucas salieron del refrigerado portal al horno de la calle.
—Jorge Rovira estaba en Madrid ayer —dijo Lucas.
—Eso no significa necesariamente que estuviese de visita con un viejo
amigo hablando sobre crímenes del pasado.
—Parece que este no tiene problemas de dinero.
—No parece que el dinero sea el móvil de este crimen.
Lucas asintió, pensativo.
—Héctor Salmón tenía cosas de valor en su casa —dijo Lucas—, pero,
que sepamos, solo faltan su portátil y su teléfono. Posiblemente buscaban
una información comprometedora.
—Sí. Estaría bien recuperar ese teléfono y el portátil.
—Sería un detalle que se conectaran a la red…
Subieron al coche patrulla y se acercaron al distrito de Latina, donde
vivía Tamara Cuervo, la agente de Héctor Salmón. Su casa estaba en la
zona de Madrid Río. La fachada del edificio daba al paseo del Manzanares.
A esa hora, con la canícula, apenas se veía a unas pocas personas refugiadas
bajo las sombrillas en las terrazas de los chiringuitos.
Llamaron al telefonillo. Esta vez tuvieron suerte. Tamara Cuervo
estaba en su casa. Era una mujer de unos cuarenta años, que tenía un
aspecto relajado y seguro incluso teniendo a dos policías a la puerta de su
casa.
—Ustedes dirán en qué puedo ayudarlos.
—Héctor Salmón ha muerto —dijo Lidia—. Han encontrado su
cadáver esta mañana.
—Dios mío —dijo Tamara Cuervo y los miró con gesto de
incomprensión—. Pero si él estaba perfectamente. Ayer mismo hablamos…
—Ha muerto por una sobredosis.
Tamara Cuervo endureció el gesto.
—Malditas drogas —dijo con rabia.
—Usted es su agente desde hace años —dijo Lidia—. ¿Sabe si Héctor
Salmón se drogaba habitualmente?
La agente de Salmón asintió.
—Decía que controlaba. Que así se relajaba y que estimulaba su
imaginación. Pero era un escape. Llevaba tiempo sin escribir.
—¿Héctor Salmón le comentó si estaba preocupado por algo?
—No. Al contrario. Estaba más contento estas últimas semanas. Había
empezado a escribir una nueva historia y estaba entusiasmado con ella.
—¿Le contó sobre qué escribía?
—No. Para eso era muy reservado.
Lidia le mostró la foto de Sara Cuéllar en la pantalla de su móvil:
—¿Conoce a esta chica?
Tamara Cuervo examinó la foto y frunció el ceño:
—No sé quién es.
—Es una vieja amiga de Héctor Salmón. Según parece, estaba
escribiendo sobre ella.
—Ya le he dicho que Héctor no me contaba nada sobre lo que escribía.
Lidia asintió. Guardó el móvil y continuó:
—Habló ayer mismo con él. ¿Fue por algún motivo en concreto?
—Sí. Por el tema de MasterChef. Estuve moviendo unos hilos para que
le seleccionaran para el programa. Pero, después de la movida que tuvo con
ese productor, le han vetado en los medios. El productor es hijo de Manuel
Pizarro.
—¿El dueño de Global Media? —preguntó Lidia.
—Sí. Héctor ha ido a meter la pata con quien no debía —dijo Tamara,
y añadió en un tono apagado—: Aunque eso ahora ya no importa…
—¿Cómo se tomó la noticia? ¿Piensa que le pudo afectar?
Tamara Cuervo negó tajante.
—Se rio. Dijo que ellos se lo perdían. Héctor es un egocéntrico, como
todos los escritores…
—¿Sabe si tenía algún enemigo?
—Tenía sus diferencias con algunas personas, como con ese productor,
pero no diría que fueran sus enemigos. Héctor podía equivocarse a veces,
pero tenía buen fondo… Me parece mentira hablar así de él, como de
alguien que no está. Les agradezco que hayan venido a informarme.
—En realidad, estamos aquí porque creemos que alguien ha podido
matar a Héctor Salmón —intervino Lucas.
Tamara Cuervo le miró con gesto de incredulidad, una reacción que se
repetía entre todos los conocidos de Héctor Salmón. Sin embargo, uno de
ellos podía ser su asesino y estar fingiendo.
—¿Quién querría matar a Héctor? —dijo la agente—. Me parece una
locura.
—Salmón estaba recibiendo amenazas de muerte —explicó Lucas.
Tamara puso los ojos como platos.
—¿Saben quién le amenazaba?
—No. Eso estamos investigando.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Lidia.
—La verdad es que no. Si me disculpan un momento…
Tamara Cuervo había perdido el color. Fue pasillo adentro dando
trompicones y llegó hasta lo que debía ser el baño. La oyeron vomitar.
Lidia y Lucas cambiaron una mirada de preocupación e incomodidad.
Lucas amagó con entrar en la casa, pero Lidia le detuvo con un gesto. Ella
no los había invitado a entrar y no tenían una orden del juez para poder
hacerlo sin arriesgarse a una denuncia.
La agente de Salmón regresó al cabo de un par de minutos. Parecía que
se acababa de escapar del centrifugado de la lavadora. Sin embargo, habló
con gran entereza:
—Héctor era un buen hombre. Espero que atrapen a su asesino. Si los
puedo ayudar en lo que sea, cuenten con ello.
Lidia le tendió su tarjeta.
—Si recuerda cualquier cosa, algo que le pudo pasar desapercibido en
el momento y que ahora podría sernos de ayuda, llámeme.
—Lo haré, inspectora. No lo dude.
—Una última pregunta: ¿dónde estuvo ayer alrededor de las diez de la
noche?
Tamara Cuervo aguantó sin un pestañeo su mirada inquisitiva.
Respondió con tono y gesto seguros:
—Estuve aquí, viendo Los puentes de Madison. Tenía el día romántico
y melancólico. Y, sobre todo, estaba muy cansada. He tenido una semana
muy movida, viajando de un lado para otro.
—¿Usted y Héctor Salmón tuvieron o tenían una relación más allá de
lo laboral?
Tamara Cuervo endureció la expresión, aunque su tono siguió siendo
cordial:
—Nuestra relación era estrictamente profesional.
Lidia asintió.
—Gracias por su colaboración —dijo.
Ella y Lucas se mantuvieron en silencio hasta que estuvieron de vuelta
en la calle.
—Te ha faltado leerle sus derechos —dijo Lucas—: ¿No había que
tener tacto con la gente? ¿En qué quedamos?
—Podía habernos invitado a pasar si no quería que chismorreen los
vecinos.
—A esta hora está todo el mundo durmiendo la siesta —dijo Lucas—.
Pobrecilla. Se ha descompuesto con la noticia.
—Nos ha confirmado que Héctor Salmón era un consumidor habitual
de drogas.
—Parece que le conocía mejor que otros.
—Sí. Quizás la señora Cuervo sabía algo de esas amenazas y por eso
se ha descompuesto.
—Si fuese así, ¿por qué iba a ocultarlo?
—Puede que no le diera importancia. Héctor Salmón, por lo que
sabemos hasta el momento, no se la daba. Parece que no habló con nadie de
ello. Pero también puede que Tamara Cuervo esté implicada y sepa de esas
amenazas mucho más de lo que aparenta.
—¿Qué móvil podría tener?
—Despecho. Celos.
—Ha dicho que su relación con Héctor Salmón era estrictamente
profesional.
—Puede que haya mentido —dijo Lidia—. A lo mejor estuvieron
juntos, ella se quedó embarazada y perdió el bebé, y por lo que sea, piensa
que fue culpa de Salmón y por eso le ha matado.
—Si ha estado embarazada, debe figurar en su historial médico.
—Habrá que mirarlo.
Contemplaron un momento el río, que atravesaba la zona como una
serpiente silenciosa bajo un sol que se negaba a dar tregua.
—Vamos —dijo Lidia—. A ver qué nos cuenta esa actriz. ¿Cómo se
llama?
—Nadia Felguera.
Fueron hasta Lavapiés. Nadia Felguera vivía cerca de la plaza, que a
esa hora de la tarde y con ese calor estaba muy tranquila. Deslumbraba el
reflejo del sol sobre el frente acristalado de los tres cubos de hormigón visto
del teatro Valle-Inclán.
—Hace años que no voy al teatro —dijo Lucas—. Lo último que vi fue
una obra de vanguardia de la que no entendí nada, solo que era muy
aburrida.
—Tenemos entradas para El rey león. Las compró Raúl hace un mes.
Espero enterarme de qué va.
—Lo contrario sería preocupante.
—Es este portal.
Lucas pulsó el timbre del telefonillo y esperaron, pero no hubo
respuesta.
—¿Qué hacemos? —preguntó Lucas.
—Vámonos. Estamos perdiendo el tiempo.
Lucas insistió una última vez con el telefonillo. Siguió sin contestar
nadie.
—Habrá que probar en otro momento —dijo Lidia—. A ver qué nos
cuenta la abogada. ¿Dónde vive?
—En Arturo Soria.
—Vamos para allá.
28. Los amantes
Jorge Rovira los recibió con una despreocupada sonrisa. Lidia pensó en lo
altos que eran los techos en aquella casa y en lo amplias que eran las
estancias. Se sentía como una liliputiense, como si hubiese encogido de
pronto. Rovira era directivo de TeleStar y debía ganar en un año más de lo
que ella ganaría en toda su carrera profesional. Tenía una complexión
musculosa y la piel morena. Parecía como si hubiese aterrizado
directamente de su yate en aquel salón. Les señaló el mueble bar.
—¿Quieren tomar algo? Hoy tiene día libre el servicio, pero creo que
todavía recuerdo cómo se pone la bebida dentro de un vaso.
—No, gracias. Solo queremos hacerle un par de preguntas y nos
vamos.
—Ustedes dirán.
—Es usted amigo de Héctor Salmón, ¿verdad? —dijo Lidia.
—Yo no diría que somos amigos. Pero le conozco, sí. ¿Qué pasa con
Héctor?
Rovira todavía parecía relajado. Sin embargo, su gesto traslucía
preocupación.
—Héctor Salmón apareció muerto ayer por la mañana en su domicilio
—intervino Lucas.
Rovira congeló la expresión en un gesto de sorpresa y horror.
—¿Cómo es posible? Él estaba perfectamente de salud, al menos que
yo sepa. Nos vimos un rato esta misma semana.
—Pensamos que Héctor Salmón pudo ser asesinado —dijo Lucas.
Rovira los miró con incredulidad.
—¿Por qué nadie iba a querer matar a Héctor? Era un escritor, no hacía
mal a nadie.
—¿Dónde estuvo usted el viernes por la noche?
Rovira frunció el ceño ante la evidencia de que aquella no era una
mera visita de cortesía:
—¿El viernes? Con varios compañeros, tomando unas copas en el Gin
Box. Si quieren comprobarlo, les paso sus números de teléfono y pueden
hablar con ellos.
—De momento no es necesario, gracias —dijo Lidia.
—Ha dicho que usted y Héctor Salmón se vieron esta misma semana
—continuó Lucas.
—Así es.
—¿Se veían con frecuencia? Dice que no eran muy amigos.
—Llevábamos años sin vernos. Tuvimos una gran amistad de jóvenes,
pero luego cada cual siguió su camino.
—¿Llamó usted al señor Salmón o fue él quien se puso en contacto?
—Héctor me llamó. Estaba escribiendo sobre una amiga, y quería que
le contara cosas sobre ella. Parecía muy entusiasmado con el proyecto.
—¿Cómo se llama esa amiga? —preguntó Lidia.
—Sara Cuéllar.
Lidia le mostró, en su móvil, la foto de ella que había encontrado
dentro del libro de Alejandra Pizarnik en la biblioteca de Héctor Salmón.
Jorge Rovira asintió con tristeza:
—Es ella. Era una chica estupenda, pero tenía problemas mentales.
—¿Qué problemas?
—Depresión. Sufrió acoso en el instituto. Parecía que lo tenía
superado, pero se suicidó. Fue un palo tremendo. Héctor estaba enamorado
de ella. Le afectó mucho, más que al resto de nosotros. No sé si lo llegó a
superar. El otro día me hablaba de Sara como si estuviese viva. La verdad
es que me dejó un poco preocupado.
—Después de su primer encuentro esta semana, ¿tuvo alguna reunión
más con él o hablaron en algún momento? —preguntó Lucas.
Rovira lo pensó un momento antes de contestar:
—Le llamé para comentarle que me había gustado verle, después de
todos estos años.
—Entonces, no volvieron a verse.
—No.
—¿Le comentó el señor Salmón si estaba preocupado por algo?
—preguntó Lidia.
—No, hablamos de Sara como ya les he explicado. Y de cuando
éramos jóvenes.
—¿Hubo algún problema entre ustedes?
—¿Qué problema iba a haber?
—Quizás les gustaba a los dos la misma chica.
—¿Sara? —Rovira la miró con cara incrédula, como si acabase de
decir un disparate—. Ella nos gustaba a todos, pero no había nada que
hacer.
—¿Por qué?
—Era lesbiana.
—¿Sabe que los padres de Sara pensaban que usted la mató?
Jorge Rovira tensó el gesto, clavando una dura y fría mirada en ella.
—Los padres de Sara estaban enfadados conmigo porque les dije
cuatro verdades a la cara. Ellos, con su intransigencia, le volvieron la vida
imposible a Sara. La trataban como a una enferma solo porque era
diferente. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, comprendo que debí
cerrar el pico y ponerme en el lugar de esa gente, que acababa de perder a
su hija. Luego se inventaron ese embuste de que yo andaba detrás de Sara
para joderme. Todo fue bastante lamentable. Pero de los errores se aprende.
Yo entonces era joven y Sara era mi mejor amiga.
Lidia asintió.
—¿Habló de esto con Héctor Salmón el otro día?
—Sí. Él también conocía bien a Sara y básicamente pensaba lo mismo
que yo sobre su muerte.
—Bueno, creo que con esto es suficiente. Ya le hemos robado
suficiente tiempo.
Rovira asintió.
—Disculpe, inspectora, pero es que sigue pareciéndome increíble.
¿Cómo ha muerto Héctor?
—Ha muerto de una sobredosis.
Rovira torció la mueca en un gesto de contrariedad.
—Creía que ya habría dejado las drogas hace tiempo.
—¿Consumía muchas drogas el señor Salmón?
—Lo típico de cuando eres joven y te va la fiesta. Anfetas, coca,
MDMA… A Héctor le gustaba experimentar con las drogas, decía que le
abría la mente. ¿Están seguros de que se trata de un asesinato y no de un
accidente?
—Tenemos motivos para pensar que Héctor Salmón ha sido asesinado.
—Lidia le tendió su tarjeta—. Si recuerda cualquier cosa que pudiera ser de
interés, avísenos.
—Por supuesto, inspectora.
Lidia dejó de sentirse como una liliputiense en cuanto las paredes y los
techos recuperaron la distancia habitual a su alrededor, ya fuera de la lujosa
casa de Jorge Rovira.
Era la hora de comer y hacía bastante calor.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó Lidia.
Lucas resopló, sentado ya al volante:
—Jorge Rovira está casado y tiene dos hijos. He rebuscado entre los
mil recuerdos que su mujer tiene colgados en Instagram. No hay rastro de
que hayan sufrido la desgracia de perder una hija ni nada parecido. Creo
que dice la verdad y que esta historia de Sara Cuéllar ya nos ha llevado
demasiado tiempo. —Lucas se tocó el estómago—. No sé tú, pero este ruge.
—Tienes razón. Vamos a comer.
35. El sospechoso
Lidia tuvo que dar un par de vueltas antes de encontrar un sitio para aparcar.
La gente que había salido el fin de semana ya estaba de vuelta. Era la última
hora de la tarde del domingo. El sol ya no molestaba, pero todavía se notaba
el calor sobre el asfalto.
Lidia llamó al telefonillo y esperó. Ya estaba dudando si iba a
marcharse con las manos vacías cuando oyó la voz de Mónica Hoyos.
Sonaba muy irritada:
—Os he dicho que voy a llamar a la policía como sigáis molestando.
—Hola, señora Hoyos. Soy la inspectora Lidia Cruz. Tengo que hablar
con usted.
—Perdone, inspectora. Unos gamberros me han estado fastidiando la
siesta. Pensaba que serían ellos. Suba.
Lidia vio con un aspecto bastante desmejorado a Mónica Hoyos.
Estaba desarreglada y con ojeras. Pero, sobre todo, había una tristeza
infinita en su expresión.
—¿Hoy no viene su compañero?
—No.
—Pase. Aquí no se puede hablar con tranquilidad.
Lidia siguió a Mónica Hoyos hasta el salón de su espaciosa casa y
tomó asiento en una butaca junto al blanco sofá sobre el que su anfitriona se
dejó caer con desgana. Vio el ejemplar de El Mundo sobre la mesa. Pensó
en los recortes de periódico con los que se habían compuesto los anónimos
recibidos por Salmón, y trató de imaginarse a aquella abogada tan seria
recortando las letras y pegándolas con esmero, con todas esas horribles
faltas de ortografía. Le pareció una ocurrencia absurda.
—No sale nada sobre Héctor —dijo Mónica Hoyos señalando el
periódico—. Ni una triste nota. A él le gustaba que se hablase de él, aunque
fuese mal.
—Ya se encargarán su agente y su editor de que se hable de él. De
momento, el silencio de los medios es nuestro aliado.
—Claro. Usted dirá, inspectora.
—Ayer, en nuestro primer encuentro, usted nos dijo que estuvo con
Héctor Salmón el viernes por la tarde.
—Sí, así fue.
—Según lo que nos contó, se vieron en la terraza de un bar. Él le había
llamado por un tema de un gato.
—Exacto. Le llevé un gatito como me había pedido. A mí me gustan
mucho los gatos, pero tengo alergia.
—Lo lamento. Como le contaba, hemos podido comprobar lo del gato.
Tenemos grabaciones de cámaras de seguridad que corroboran lo que nos
ha dicho.
—Cuando pienso que esa es la última vez que voy a ver a Héctor, que
ya no habrá nadie para contestar cuando marque su número…
Mónica Hoyos la miró desolada.
—Esa no fue la última vez que vio a Héctor Salmón —dijo Lidia.
Mónica Hoyos irguió la postura, a la defensiva:
—No entiendo qué quiere decir.
—Tranquila, que yo se lo explico. Después de marcharse de esa
terraza, el señor Salmón fue directo a su casa. Unos minutos más tarde,
usted, que había tomado el camino contrario, volvió sobre sus pasos y fue a
la casa de Salmón también. Es inútil que lo niegue. Tenemos las
grabaciones de las cámaras de seguridad que muestran su entrada y salida
del portal de la casa de Salmón, y también el testimonio de una vecina que
la conoce de otras veces y que le oyó hablar con Salmón y la vio por la
mirilla antes de entrar en su casa con él.
Mónica Hoyos se puso blanca como un sudario. Era mentira que las
cámaras hubiesen grabado su entrada y salida del portal de Salmón y
también que la vecina la hubiese identificado, pero eso ella no tenía manera
de saberlo. Lidia le dedicó un duro gesto:
—¿Tiene algo que decirme? Usted es abogada y no tengo que
recordarle las consecuencias de obstruir una investigación judicial.
Mónica Hoyos asintió.
—Yo no tengo nada que ver con la muerte de Héctor —dijo—. Él
estaba bien cuando me marché. Solo estuve unos minutos en su casa, como
ya ha visto en esas grabaciones.
—¿Por qué subió a verle?
—Quería aclarar las cosas.
—Él tenía marcas de carmín en el cuello.
—Estuvimos a punto de liarnos otra vez.
La abogada se mordió el labio, nerviosa.
—¿Qué pasó? —preguntó Lidia—. Confíe en mí. Lo que me diga
ahora queda entre nosotras.
—No pasó nada. Héctor me rechazó de pronto y me pidió que me
fuera.
—Ayer nos dijo que fue él quien cortó con usted hace un par de
semanas.
—Sí. Había estado muy receptivo al vernos y eso me animó a tragarme
el orgullo y subir a verle. No dio tiempo a decir nada. Parecía que los dos
queríamos lo mismo, pero, antes de pasar a mayores, Héctor me apartó con
gesto agobiado y me pidió que me fuera. Tenía la expresión muy alterada.
Me miró de una manera que me dio miedo. Me marché sin que tuviese que
decírmelo una segunda vez.
—¿Había pasado eso otras veces?
—Nunca. Mi relación con Héctor siempre fue muy buena. Hasta que él
decidió que se había cansado de mí ya. No habíamos vuelto a hablar en
estas semanas hasta que me llamó por lo del gato.
—¿Sabe si el señor Salmón estaba solo cuando usted llegó?
—No vi a nadie. Solo fui un momento a la cocina a por un vaso de
agua. ¿Cree que había alguien con él? Quizás por eso quiso que me fuera.
—Si había alguien, fue quien le mató.
Mónica Hoyos se estremeció, mirándola con horror.
—Si me hubiese quedado, quizás Héctor se habría salvado.
—O usted habría muerto también.
Lidia esperó a que la abogada se recompusiera, visiblemente afectada
por la súbita conciencia del peligro que había corrido. Se levantó y Mónica
Hoyos la acompañó hasta la puerta.
—Le agradezco su colaboración —dijo Lidia.
—Me hubiese gustado ser de más ayuda.
Lidia la miró y sintió una leve punzada de angustia viendo su
expresión desolada.
—Usted le quería —dijo—. Si ve que estos días se le hacen demasiado
cuesta arriba, tiene mi teléfono. Llame cuando quiera.
—Gracias, Lidia. Estoy bien, de verdad.
Lidia asintió, escéptica.
Ya en la calle, buscó la sombra de los árboles, aunque hacía rato que el
sol había dejado de morder. Había aparcado el coche frente a un bar. Un
Renault Arkana estaba estacionado en doble fila con los intermitentes
puestos y le cerraba la salida. Se acercó al bar en busca del dueño del
Renault. La luz baja del local contrastaba con la claridad de fuera. Parecía
como si allí dentro siempre fuese de noche. Había unos pocos parroquianos.
Al fondo de la barra, en una esquina, una pareja se estaba dando besos. El
resto se volvió al escucharla. Un hombre calvo que llevaba una camisa
hawaiana dejó su puesto en la barra y se acercó apresuradamente.
—El Renault es mío. Perdona, lo quito de ahí ahora mismo.
Lidia iba a echar a andar tras él cuando vio que le hacía un gesto la
mujer que se estaba dando besos con su acompañante al fondo de la barra.
La estaba saludando. Solo entonces se dio cuenta de que era Silvana, la
pareja de Lucas. Él le había dicho que ella tenía un lío familiar esa tarde.
Silvana le sonreía desde la distancia, aunque no amagó con acercarse y
Lidia tampoco tenía intención de sumarse a aquella fiesta privada. Le
devolvió el saludo con un gesto y se marchó.
Lidia pensó con irritación en el morro que le echaba Silvana. La había
saludado como si no pasara nada. Ahora su silencio la volvería cómplice si
no le contaba a Lucas lo que acababa de ver. Y malditas las ganas que tenía
de ser cómplice de Silvana. Pero tampoco le entusiasmaba tener que irle
con el cuento a Lucas, que podía pensar que ella se metía donde no la
llamaba nadie. Si aquella estúpida no la hubiese saludado ni se habría
enterado…
Llegó a casa de mal humor. Raúl no estaba. Imaginó que andaría por el
gimnasio. Agarró la bolsa de deportes y fue para allá. No encontró a Raúl
como esperaba, pero, por lo menos, pudo desahogarse con las pesas.
Estuvo una hora en el gimnasio. Salió de ahí más relajada y animada.
Volvió a casa. Ya era casi la hora de cenar y Raúl seguía sin aparecer.
Supuso que habría salido a dar un paseo o ver una película. Lidia le había
dicho que hiciera sus planes sin contar con ella mientras durase la
investigación. Tenía suerte con Raúl. Era una persona comprensiva, que se
adaptaba a las exigencias del momento sin poner una mala cara.
Se había quedado adormilada delante del televisor cuando oyó a Raúl
que llegaba. No era de noche todavía, aún se veía por la ventana la coronilla
del sol a punto de esconderse detrás de los tejados de las casas vecinas.
—Ya estás por aquí —dijo Raúl con una gran sonrisa—. Genial,
podemos cenar juntos.
Raúl se inclinó para besarla. Olía bien, no había rastro de alcohol
como el día anterior.
—¿Qué tal? —preguntó Lidia—. ¿Dónde estabas?
—Llevo toda la tarde en el gimnasio. Me estoy poniendo como un
toro.
Raúl se tocó satisfecho sus músculos abdominales.
—Vamos a cenar —dijo Lidia—. Tengo hambre.
No quiso decirle a Raúl que ella había estado esa tarde en el gimnasio.
Que él le mintiera no significaba necesariamente que le estuviese
poniendo los cuernos. Igual le estaba preparando una sorpresa para su
cumpleaños, aunque ella cumplía años en febrero.
Confiaba en Raúl, llevaban casi veinte años juntos. No recordaba que
él le hubiese mentido una sola vez. Le parecía imposible que eso ocurriera.
Ellos no tenían esa clase de relación. Al menos, eso era lo que le gustaba
pensar.
Tampoco había por qué precipitarse. Se estaba dejando influenciar por
lo de Silvana y Lucas más de la cuenta. Alguna explicación habría,
seguramente se trataba de una tontería.
38. Alas de plata
Olga iba con cierta prevención a su cita con Jorge. Habían quedado para
comer en una terraza por Madrid Río. El sol castigaba con fuerza a esa
hora, pero la terraza estaba climatizada. Olga sintió un calor muy diferente
al ver cómo le sonreía Jorge y lo atento que se mostraba con ella. Notó
cómo los ojos pardos de él se fijaban en su generoso escote y recorrían el
resto de sus curvas como abejas atraídas por el néctar de las flores. Se
pusieron al día brevemente. Jorge estaba casado y tenía dos hijos. Su
familia estaba ahora en Altea, pasando el verano. Él iba y venía. Tenía
muchos compromisos por el trabajo.
—Me pasaba lo mismo cuando estaba de concejal —dijo Olga—.
Tenía la agenda llena de eventos. Me costaba mantener la línea, pero
tampoco voy a quejarme. Me lo pasaba en grande.
—Te conservas muy bien.
—Me sobran cinco kilos.
—Mejor que sobre a que falte.
Jorge sonreía con picardía. Brindaron. Estaban tomando un ribera del
Duero para acompañar los entrecots de buey que habían pedido. Olga había
dudado si tomar una cerveza. El vino le subía rápido y necesitaba tener sus
cinco sentidos alerta, pero le parecía un crimen comer aquella carne tan
buena sin regarla con un caldo a la altura.
—Sigues teniendo un pelazo —dijo Jorge—. ¿Cómo lo haces?
—Es parte herencia genética y parte horas de cuidados. Tú tampoco te
puedes quejar. Tienes buen pelo. Otros ya están calvos y con barriga a
nuestra edad, pero tú te conservas de cine.
—Me gusta machacarme en el gimnasio. Si no, como decías hace un
momento, es imposible mantener la línea con tanto compromiso.
—Sí. Alguna compensación debía tener salir de la política.
Jorge la observó con abierta curiosidad:
—¿Por qué te quitaron de las listas? —preguntó.
Olga tomó otro trago de vino antes de contestar. Quizás sin el vino le
habría molestado que él preguntase, pero empezaba a notar una creciente
cercanía con Jorge, como si se vieran todos los días y no hubiesen pasado
todos aquellos años desde la última vez.
—Vi que faltaba dinero de una partida presupuestaria y tuve la
estúpida ocurrencia de pedir explicaciones a mis jefes —dijo Olga.
Jorge dio un trago a su vino, pensativo.
—En política, ser honrado es el camino más recto hacia la puerta de
salida —dijo—. Deberías haber mirado hacia otro lado.
—Ya lo sé para la próxima vez. Tampoco es que yo fuera muy
escrupulosa con el dinero de los presupuestos, pero era tanta pasta que me
asusté.
Jorge asintió. La miró con aire cómplice:
—¿Cuánto dinero necesitas? —preguntó.
Olga bebió más vino. No quería que se notase demasiado lo mucho
que le alegraba el interés de Jorge por la cuestión, que, en definitiva, era por
lo que estaban allí.
—Veinte mil —dijo—. Con eso puedo quitarme los pagos más
urgentes.
Jorge puso un gesto de desagrado. Olga suspiró, intentando poner cara
de mártir. Le pareció que la expresión de él se suavizaba, pero pudo ser por
el vino que bebió antes de volver a hablar:
—¿Y cuánto necesitas para librarte del resto de marrones?
Olga no esperaba tan buena predisposición de su parte. Sintió una
oleada de calor subiéndole del pecho a las mejillas. Casi se le humedecieron
los ojos.
—Es mucho dinero —dijo al fin—. Cincuenta mil sería un gran
remiendo, pero no quiero que me dejes tanto. No sé si podría devolvértelo.
—Tendré que correr ese riesgo.
—No me quiero aprovechar de ti.
—¿Quién se aprovecha aquí de nadie? —Jorge la miraba con un brillo
encendido en los ojos. Parecía que también le estaba subiendo el vino—.
Ayer, cuando colgué después de hablar contigo, me entró un rollo
paranoico. Hasta dudé de que Héctor estuviese muerto. Pensé que tú y él
podíais estar compinchados para estafarme. Quería verte en persona para
aclararlo.
Olga asintió. Aunque no le gustaba lo que le acababa de contar, le
agradecía que estuviese siendo sincero:
—¿Sigues pensando que te he mentido? Qué poco me conoces si
piensas que le haría algo así a un amigo. Tú y yo tuvimos nuestras
diferencias, pero siempre te he respetado.
—Te creo.
—¿Lo dices de verdad o con la boca pequeña?
—Antes de venir aquí, dos inspectores de la policía se han presentado
en mi casa —explicó Jorge—. Me dijiste la verdad, lo he podido comprobar
con mis propios ojos. Y gracias a que me avisaste y a lo que les contaste,
creo que he salido bastante airoso de su interrogatorio y que no me van a
volver a molestar. Cualquiera sabe hasta dónde habrían sido capaces de
llegar si les hubieras dado carrete como hizo el cabrón de Héctor con sus
sospechas infundadas sobre mí. Pero te has portado como una amiga de
verdad y me has defendido. A pesar de lo mal que acabamos.
—¿Es que dudabas que te iba a defender? Pudimos acabar mal, pero
yo siempre tengo claro quién es mi gente y voy a muerte con ellos. No iba a
quedarme callada viendo cómo insinuaban una cosa tan terrible de ti.
—Y yo no me voy a quedar quieto sin hacer nada viendo que necesitas
mi ayuda y que te la puedo dar.
—Eso te honra. Te lo agradezco.
Siguieron comiendo y bebiendo, encontrándose cada vez más cómodos
el uno con el otro. Fueron después a un pub irlandés que estaba cerca y
pidieron unos mojitos. Los degustaron en la agradable penumbra del local,
que contrastaba con la claridad cegadora del sol. Se sentaron en una
esquina, muy cerca el uno del otro. Olga veía a Jorge cada vez más
atractivo. A la vez, notaba el creciente deseo en la mirada de él.
—Me gusta tener las cosas bajo control —dijo Jorge—. Y contigo
siempre tengo la sensación de andar sobre arenas movedizas.
—Me viste un día y ni me saludaste. A la salida de un restaurante.
—Me acuerdo. Creo que todavía estaba enfadado contigo.
—¿Sigues enfadado?
—¿Te parece que si siguiera enfadado estaría contigo aquí ahora?
Olga pensó que si él daba el paso, ella no podría resistirse. Por suerte,
Jorge estaba casado y no iban a cometer el error de reavivar un fuego que
hacía años había quedado reducido a cenizas.
Él la atrajo hacia sí, rodeándola con sus fornidos brazos, y la besó con
determinación. Olga se dejó llevar, aunque pensara que aquello era un error.
Ya habría tiempo para arrepentirse, ahora tocaba vivir el presente.
Jorge le propuso ir a un hotel. Era evidente que no quería ir a la casa
de él. Olga supuso que estaría su mujer ahí o que podría aparecer en
cualquier momento y sorprenderlos juntos. Era toda una novedad entre ellos
que no fuese Jorge la víctima de los cuernos.
—Vamos a mi casa mejor —dijo Olga.
Él sonrió, su mirada nublada por el deseo. Era reconfortante saber que
ella conservaba su magnetismo con él, a pesar de la juventud perdida.
—Como quieras —dijo Jorge.
—No te olvides la gorra.
Jorge se levantaba ya para marcharse. Sonrió de nuevo y recogió la
gorra, que había dejado a un lado de la mesa cuando habían llegado.
Olga había traído su coche, él había venido en taxi a su cita.
—¿Vas bien para conducir? —preguntó Jorge.
—Sí. No te preocupes.
Media hora después Olga le estaba enseñando su casa a Jorge, que
asentía con aprobación ante lo que veía.
—Sería una pena que perdieras la casa por no poder pagar lo que te
queda de hipoteca —dijo Jorge—. Se nota toda la ilusión y esfuerzo que has
puesto en ella.
—He tenido una mala racha, pero no voy a dejar que nadie me quite
esta casa.
—Puedes estar tranquila. La mala racha se ha terminado ya.
Se besaron.
—Mira, quiero enseñarte las vistas desde arriba —dijo Olga.
Subieron las escaleras que conducían a la segunda planta, en la que se
encontraba su dormitorio.
—Son unas vistas excelentes —dijo Jorge sin apartar los ojos de su
escote.
—Tengo que ir un momento al baño. Ponte cómodo.
Él sonrió y se sentó sobre la cama, probando la resistencia del colchón
con gesto satisfecho.
Olga se aseó brevemente y se echó unas gotas de perfume para acabar
de eliminar cualquier rastro de sudor y mal olor. Se dejó la ropa puesta, no
quería privar a Jorge del gusto de quitársela.
—Mira a ver si puedes desabrocharme este botón de la blusa… —dijo
al salir del baño.
Sus palabras se perdieron sin que nadie más las escuchara.
Pero ¿dónde se había metido Jorge?
Olga recorrió la estancia y, viendo que Jorge no estaba ahí, salió al
pasillo y le llamó sin obtener respuesta. Pensó que igual había bajado a la
cocina o al otro baño. Justo cuando llegaba a lo alto de las escaleras oyó el
crujido del parqué a su espalda. Quiso volverse, pero antes de que pudiera
hacerlo sintió un violento empujón que le hizo perder el equilibrio y volar
escaleras abajo. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Se golpeó la cabeza
brutalmente contra uno de los barrotes que sujetaba la barandilla de la
escalera y luego de rebote contra uno de los peldaños y todo se fundió a
negro mientras su cuerpo seguía rodando y golpeándose hasta aterrizar
inerte al pie de las escaleras.
44. La crueldad de los cuervos
Olga oyó los disparos. Fue como si le diesen unos martillazos en la cabeza.
Sentía un fuerte dolor en la sien izquierda y en lo alto del cráneo. Tenía los
miembros entumecidos y doloridos. Encerrada en el maletero de su coche,
atada de manos y pies y con la cinta adhesiva desollándole la boca, no
necesitaba escuchar aquellos fuegos artificiales para asustarse más. Ya
estaba completamente aterrada. Jamás hubiese creído a Jorge capaz de
aquella violencia. Había estado ciega con él y se le acababa de caer la venda
de los ojos de la peor manera posible y cuando ya era tarde.
Jorge había matado a Sara. Y ella le había servido de coartada y había
sido cómplice de su crimen sin saberlo. Siempre había pensado que era
Héctor el que podía haber tenido algo que ver con la muerte de Sara. Qué
estúpida. Ahora lo entendía todo. Jorge los había descubierto. Héctor tenía
razón: era Jorge quien le había atacado la noche que murió Sara, en
venganza por ponerle los cuernos. Le debió seguir y sabía que Sara estaba
en la playa. Sara le gustaba y, sin duda, le rechazó. Fue entonces cuando
Jorge le descubrió su verdadero rostro. Sara no murió ahogada. Jorge la
mató y ahora pensaba hacer lo mismo con ella. Suponía que también era él
quien había matado a Héctor, que, seguramente, había acabado
descubriendo la verdad y, con lo bocazas que era, no habría tardado un
minuto en decírselo a Jorge, firmando así su sentencia de muerte.
Olga se revolvió, intentando liberarse de sus ataduras, pero le fallaban
las fuerzas. Le cayeron lágrimas silenciosas de impotencia y rabia por las
mejillas. Había pecado de soberbia y de imprudente, y, sin querer, había
abierto la caja de Pandora. Si ella no hubiese querido sacar tajada agitando
el fantasma de Sara entre ellos, Héctor seguiría vivo y ella no se encontraría
dentro de aquel maletero en plena cuenta atrás esperando el golpe mortal de
su verdugo.
Pensaba que Jorge iba a aparecer rápido, pero el tiempo pasaba y él no
daba señales de vida. Debía formar parte de su plan. No le bastaba con
matarla, quería torturarla psicológicamente antes para hacerle sentir todo su
poder. Era su venganza por las humillaciones del pasado, en el que él había
sido poco menos que un pelele en sus manos.
Olga se relajó y dejó de pelear inútilmente con sus ataduras. No
pensaba darle a Jorge el gusto de que la viese derrotada. Ella se podía haber
equivocado en muchas cosas, pero no tenía un fondo malo como Jorge.
Plantaría cara a su verdugo y moriría con dignidad.
La espera se demoró tanto que Olga acabó durmiéndose, extenuada
como estaba y abotargada por el aire pesado que se respiraba dentro del
maletero del coche. Se despertó sobresaltada al notar una repentina claridad
y una caricia vivificante de aire fresco sobre la mejilla. Tardó unos
segundos en comprender dónde estaba. Sus ojos observaron a aquellos dos
extraños. Uno de ellos, fuerte y con barba, llevaba puesta la gorra de Jorge,
del que no había más rastro. Acompañaba al de la barba un hombre moreno,
también musculoso y con una cicatriz en el mentón. Los dos la miraban
como unos piratas a un tesoro recién desenterrado. Los oyó hablar en una
lengua extraña mientras le llegaba un fuerte tufo a alcohol.
Así que Jorge, finalmente, había delegado el trabajo sucio en aquellos
sicarios. Miserable cobarde. Si por una casualidad escapaba con vida de
aquello, iba a hacer que Jorge pagara por sus crímenes y maldijera el día en
el que se habían cruzado sus caminos.
—¿Tú quién eres? —dijo el hombre de la barba.
Le arrancó sin miramientos la cinta de la boca para que pudiera hablar.
Ella sintió una quemazón en los labios que le hizo ver las estrellas y soltó
un grito ahogado antes de decir con voz trémula:
—Me llamo Tamara Cuervo, soy una agente literaria.
Olga pensó que le habían preguntado quién era para confirmar su
identidad, la que les habría facilitado Jorge para que llevasen a cabo su
criminal encargo. Si ellos la creían y pensaban que era otra persona, igual
podía convencerlos para que la dejaran marchar.
—¿Y qué haces ahí dentro del maletero?
—Un loco me ha secuestrado. Este es mi coche. Ayudadme a salir de
aquí.
Los dos hombres se miraron, el gesto impenetrable.
—Tenemos que discutirlo —dijo el hombre de la barba y la gorra, que
debía ser el único que hablaba español.
Olga se preguntó si realmente eran unos esbirros enviados por Jorge
para acabar con ella o si habían aparecido sin tener invitación en esta fiesta.
En tal caso, ¿dónde estaba Jorge? Igual le habían matado aquellos cafres.
Bien merecido que se lo tenía.
—Mi marido tiene mucho dinero —dijo Olga—. Os puede
recompensar.
Los dos hombres la miraron con gesto de sorpresa. Volvieron a hablar
entre ellos. El hombre de la cicatriz sacó un móvil y se lo tendió a su
compañero, que clavó sus ojos, con una fijeza que asustaba, en ella:
—Dime el número de tu marido.
—No me lo sé. Lo tengo metido en la agenda de mi teléfono.
—¿Tienes tu móvil aquí?
—No. El loco que me atacó lo tiró por la boca de una alcantarilla.
El calvo la miró impertérrito. Comentó algo con su compañero, que
soltó una risotada siniestra que le pareció de muy mal agüero a Olga:
—Te vamos a tirar por una alcantarilla también, a ver si encuentras el
teléfono.
Y sin decir más, el calvo de la barba cerró el maletero y volvió a
dejarla sumida en la oscuridad y la impotencia. Por lo menos, no le habían
puesto otra vez una mordaza.
—¡Sacadme de aquí, por favor!
Oyó cómo se reían a carcajadas.
Decidió no malgastar el aire de sus pulmones. Seguramente se habían
estado riendo de ella desde el principio. Claro que eran unos sicarios
contratados por Jorge para asesinarla. No parecían muy profesionales, daba
la impresión de que estaban más borrachos que serenos. Debía ser su
manera de acallar sus escrúpulos y de liberar a la bestia sanguinaria que
llevaban dentro.
Pasaron unos minutos en los que solo escuchaba a los pájaros y las
chicharras. Hacía un calor moderado dentro del maletero. Se notaba que
aquella era una zona más fresca que la capital. De haber estado ahí,
seguramente se habría achicharrado dentro del maletero.
Las voces de aquellos dos locos volvieron a sonar en un idioma que le
parecía ruso o de algún país de los Balcanes. Se acercaban y sonaban
decididas. Se preparó para lo peor.
Sonaron las puertas de su coche y de otro vehículo. Escuchó el
arranque de los motores y luego sintió el movimiento del coche. Se
balanceó como una peonza dentro del maletero. Apenas llevaban un par de
minutos avanzando cuando escuchó las sirenas de la policía, que sonaban
muy cerca. Hubo un acelerón y ella rodó dentro del maletero, aterrada.
Entonces sonaron los disparos. Fue un segundo antes de que el coche se
volteara y de que el maletero, por el golpe, se abriera y ella saliera
despedida. Se golpeó en un costado contra unos matorrales y salió rodando
unos metros sobre un mullido manto de vegetación. Sentía un dolor agudo
en el pecho al respirar. Se había roto una costilla seguramente. Intentó
levantarse para huir del follón, pero seguía con los tobillos y las manos
aprisionadas. Sintió movimiento a su espalda. Se volteó, temiendo
encontrarse, indefensa e impotente, con uno de sus captores.
—Tranquila. Estás a salvo.
Era ese inspector guapo que había estado en su casa preguntándole por
Héctor. Sintió una sensación intensa de alivio y un segundo después se
desvaneció, completamente agotada.
47. La caza
Lidia llegó a casa más tarde que de costumbre. Le sorprendió ver a Raúl
todavía despierto. Estaba viendo una de esas películas de superhéroes que
salvan el mundo de unos supervillanos que a ella le daban menos miedo que
los malhechores con los que tenía que lidiar habitualmente y que podían ser
sus vecinos. Raúl se levantó al verla para darle un beso.
—¿Has cenado? —dijo Raúl.
—Comí un pincho de tortilla.
—¿Qué tal el día?
—Un poco movido, pero bien.
Raúl la miró con curiosidad, pero ella no tenía ganas de hablar de ello.
Se sentaron en el sofá. Lidia miró durante unos segundos hacia el
televisor sin verlo, luego se volvió hacia su marido:
—Tengo que preguntarte una cosa —dijo Lidia—. ¿Me estás poniendo
los cuernos?
—Pero ¿qué dices, mujer? —Raúl puso cara de ofendido—. No sé ni
cómo se te ocurre pensar algo así.
—Me dijiste que estuviste el otro día en el gimnasio toda la tarde, pero
yo estuve ahí y sé que es mentira —dijo Lidia—. Quiero que me digas la
verdad. No me importa si me estás metiendo los cuernos. Ya sé que no
estamos en nuestro mejor momento. Pero no soporto que la mentira entre en
esta casa. Te lo pregunto otra vez: ¿me estás poniendo los cuernos?
Raúl le dedicó una larga mirada, de esas que en otro tiempo le
resultaban llenas de misterio y encanto y que ahora le parecían solo una
pose para Instagram.
—Sí —dijo Raúl al fin—. Te estoy metiendo los cuernos. Como bien
has dicho, no estamos en nuestro mejor momento.
Lidia sintió una gran decepción al escucharle, pero no fue como si un
terremoto sacudiese los cimientos de su ser, sino que más bien fue como la
explosión de un globo, el globo de sus ilusiones con Raúl, que hacía tiempo
que estaba ya muy desinflado.
—¿Es algo serio? —preguntó Lidia.
—No.
—Si quieres que sigamos juntos, corta esa relación.
—Sin rencores, ¿entonces?
—No soy tu fan número uno en este momento, como te puedes
imaginar. Por lo menos, has tenido la decencia de reconocerlo. ¿Y quién es
ella? ¿La conozco?
—Eso es lo de menos.
—La conozco. —Lidia torció el gesto. Habría preferido que Raúl se
hubiese liado con una desconocida—. ¿Quién es?
Raúl tragó saliva. Por un momento, su gesto hermético apuntó a que
iba a callar sobre ese punto, pero crispó el rictus y la miró con un brillo
desafiante en los ojos:
—Es Carol —dijo Raúl.
—¿Ese pavo real?
Ahora sí que Lidia sintió cómo se le abrían las carnes ante aquella
estocada traicionera. Raúl había tenido que elegir justo a la mujer del
mundo que a ella le parecía más estúpida y antipática. Raúl no podía
quererla a ella y estar liado a la vez con esa vanidosa insoportable que
confundía el felpudo de su casa con la alfombra roja del Festival de Cannes.
Había una imposibilidad de orden metafísico, ella y Carol eran mundos
opuestos y excluyentes. Salvo que no tuvieras criterio o que fueses un
impresentable. En cualquiera de los dos casos, Lidia sintió que el abismo
entre ella y Raúl era tan real como definitivo.
—Carol se merece un respeto —dijo Raúl—. No está bien que hables
así de ella. Y no pretendas demonizarla. Fui yo el que la busqué. Me veía
que lo estaba pasando mal, porque tú estás siempre ausente y casi ni me
miras cuando estamos juntos. Estamos en una crisis, pero yo te quiero igual.
En realidad, esto es un intento de arreglar nuestros matrimonios, porque
Carol también está en una mala racha con Jota.
—Claro —dijo Lidia—. Y por eso os habéis puesto a follar como
conejos, porque nos queréis mucho a Jota y a mí. Quiero el divorcio.
—Pero ¿se puede saber qué te pasa? Me has dicho que no había
problema. Esto es una oportunidad para que demos un paso adelante en
nuestra relación.
—Es lo que estoy haciendo. Dar el paso que teníamos que haber dado
hace ya tiempo.
—Pero, Lidia… Piensa en Amaya.
—Amaya ya es mayorcita. Lo entenderá, no te preocupes.
Raúl la miraba con una incredulidad que se transformó rápidamente en
un gesto decidido:
—Muy bien. Ahí te quedas. Te arrepentirás.
Raúl se levantó y se dirigió hacia la puerta de la calle.
—No hace falta que te vayas ahora —dijo Lidia.
—Lo sé. Pero es lo que me apetece. Me sentiría más solo estando aquí
contigo. Vendré mañana a por mis cosas.
—¿Vas a ver a Carol otra vez? Dile que se vaya a la mierda. Con todo
mi cariño.
—No tenía que habértelo contado. En todo caso, lo que haga yo o deje
de hacer ya no es asunto tuyo, fuera de nuestras obligaciones como padres.
—Estoy de acuerdo.
Lidia pensaba que el mundo iba a hundirse en el momento en el que
Raúl cerrase la puerta de su casa y desapareciera, pero lo que sintió fue una
gran liberación, como si se acabase de quitar un peso invisible que llevaba
años robándole el aliento.
Estaba cansada después de aquel largo día. Al cerrar los ojos le
vinieron imágenes de la persecución de aquella tarde a primera hora: el
polvo de la carretera, el estruendo de los disparos, el rojo de la sangre sobre
la ropa blanca, aquel tufo a vino mezclándose con el olor de los pinos…
Pero la imagen que más le turbó fue la de Carol, que le vino de pronto a la
cabeza, una Carol que le dedicaba su sonrisa más amistosa mientras andaba
tirándose a Raúl a sus espaldas.
Pese a la fatiga del día, Lidia supo que le iba a costar pegar ojo otra
noche más, aunque en esta ocasión el calor iba a ser lo de menos.
53. Sabor a muerte
Eva Jiménez fregaba los platos de la que había sido una opípara comida
para lo que eran sus costumbres. Tenía setenta y dos años y debía cuidarse
para seguir gozando de buena salud. Había apartado por un día su dieta de
verduras para comerse un solomillo de buey acompañado de unas patatas
fritas que le habían sabido más ricas incluso que la carne. Estaba de buen
humor. Había escuchado en la radio que la policía ya había atrapado al
asesino de Héctor Salmón. Decían que era el portero de la finca en la que
vivía. Estaba claro que la información que Eva había facilitado a aquella
simpática inspectora había dado su fruto. Era para felicitarse.
Stella, la gatita siamesa, maulló junto a sus pies reclamando su
atención. Esa gata la tenía enamorada. Qué diferente era del pobre Frank,
que parecía un trozo de asfalto con ojos de lo callejero que era. Eva sacó
leche de la nevera y la echó en el cuenco de la gata, que empezó a dar
lametazos con visible contento. Hacía calor. A través de la ventana abierta
de la cocina entraba una ligera brisa que tenía un efecto revitalizante. Iba a
seguir con el fregado cuando sonó la puerta de la calle. Eran las tres de la
tarde y no esperaba a nadie. Igual era el nuevo portero para presentarse.
Echó un vistazo por la mirilla antes de abrir. Le sorprendió ver a la
inspectora Cruz. Quizás quería comentarle sobre Héctor Salmón. No le
extrañaría que quisiera informarle de primera mano del resultado de su
investigación. Era una mujer considerada y Eva, después de todo, le había
dado una información que había resultado clave.
—Hola, inspectora. ¿Qué le trae por aquí?
—Estaba cerca y me he acordado de usted. Ya he visto que la persiana
funciona perfectamente. ¿Puedo pasar?
—Sí, claro. Adelante. Le estoy muy agradecida por haberme arreglado
esa persiana. Qué diferencia ahora con tanta luz que entra. ¿Quiere tomar
algo?
—Un vaso de agua está bien. Ya he comido.
Eva acompañó a la inspectora a la cocina.
—¿Quiere el agua fría?
—Eso estaría genial.
Eva abrió la nevera y sacó la jarra de agua.
—¿Y esa tarta? —preguntó la inspectora.
—Ha sido mi cumpleaños.
—Felicidades.
Eva cerró la nevera y esperó a que la inspectora bebiese el agua.
—Parece que ya tienen al asesino de Héctor —dijo Eva.
—No se crea lo que dicen en los medios de comunicación.
—Vaya. Pensaba que…
—¿Quién es Iris? —preguntó la inspectora de pronto
Eva se tensó automáticamente.
—¿Iris? No tengo idea de quién puede ser. ¿Tendría que saberlo?
—Sí. Usted le dedicó una novela que se llama El pino de la ribera.
¿Lo recuerda?
—No sé de qué me habla, inspectora. Perdone, estoy tonta. No le he
ofrecido tarta. ¿Quiere un poco?
—¿Está tan rica como el bizcocho de chocolate que me dio el otro día?
—Está más rica.
Eva cortó una ración generosa de la tarta. Por supuesto que sabía de
qué le estaba hablando la inspectora y a dónde quería llegar. Debía
reconocer que era una buena sabuesa, pero si esperaba una confesión de su
parte, la estaba subestimando. Y quien la subestimaba lo pagaba caro, como
bien sabía su querido vecino Héctor Salmón. Que la inspectora se hubiera
presentado sola era una buena señal. Ya tenían al asesino de Salmón entre
rejas, ¿por qué molestar a nadie con lo que seguramente era una sospecha
tan infundada como indemostrable?
—Pruebe la tarta y ahora me cuenta si le gusta más que el bizcocho
—dijo Eva.
Le tendió la tarta a la inspectora, la misma tarta con la que había
convidado a Héctor Salmón un rato antes de que este muriese envenenado.
Había visto a unos policías inspeccionando los cubos de la basura estos días
de atrás y por eso había esperado para deshacerse de la tarta. Era una suerte.
Estaba un poco reseca, pero seguro que todavía estaba buena.
La inspectora miró con ojos golosos la tarta y hundió la cuchara en
ella. Luego llevó la cuchara hacia su boca, pero la bajó de nuevo sin probar
la tarta y clavó sus ojos oscuros en ella. Eva hizo un esfuerzo por sostener
su mirada y mantener la calma:
—No ha contestado a mi pregunta —dijo la inspectora.
—Perdone, ¿de qué estábamos hablando? —preguntó Eva.
—De la novela que usted escribió y que Héctor Salmón le plagió. Ese
fue el motivo por el que mató a Salmón: porque él le robó su obra.
Eva soltó una risita nerviosa.
—Qué malos son estos calores para las cabezas —dijo—. Vaya
desatino.
—¿Quién es Iris?
—Dígamelo usted, que parece que lo está deseando.
La inspectora sonrió irónica, mirándola como si no diese crédito a lo
que veía. Bajó la vista un momento al plato de tarta. Volvió a cortar una
porción con la cuchara y amagó con llevársela a la boca, pero volvió a
dejarla en el plato.
—Iris es su hija —explicó la inspectora—. Cuando cumplió los
dieciocho, se marchó a vivir a Perú, captada por una secta con la que había
entrado en contacto a través de internet. Usted lo dejó todo y fue en su
busca, pero Iris la rechazó y usted renegó de ella. Eso ocurrió hace doce
años. Un lustro después, la policía peruana se puso en contacto con usted
para comunicarle que su hija había muerto por una infección mal curada.
Usted vendió la pastelería que había sido el negocio de su familia durante
décadas y emprendió un largo viaje por el mundo. A su regreso de ese viaje,
escribió su novela. Por la dedicatoria, imagino que en ella plasma la
reconciliación con su hija. Eso es lo que le robó Héctor Salmón y de lo que
le acusaba en esos anónimos que le dejó en su puerta fingiendo una mala
ortografía que no tiene. Una mala ortografía que ya sabía que tenía Isidro
Fernández.
—Vertí mi dolor más íntimo en esas páginas y lo convertí en algo
luminoso —dijo Eva, tocada por las palabras de la inspectora—. Y ese
miserable me lo robó, con la complicidad de su agente. Otra sinvergüenza.
¿Sabe que me amenazó con demandarme cuando envié un ejemplar a su
agencia? Yo no tenía idea de que Salmón me había plagiado. Le había visto
en la tele un par de veces y parecía un hombre sensible y con criterio. Le
envié una copia, pero él nunca me contestó. Imaginé que ni la habría leído.
Qué equivocada estaba… Me dio un infarto después de hablar con esa
bruja, con la agente. Casi no lo cuento. Me costó recuperarme. Me ponía
fuera de mí. Sentía una impotencia total. Hasta que decidí enfocar en
positivo lo sucedido.
—¿Por enfocar en positivo se refiere a que decidió matar a Salmón?
—Sí. Averigüé dónde vivía y vendí mi casa para venir aquí. Quería
estar lo más cerca posible de él. Estaba segura de que más pronto que tarde
se presentaría la ocasión de vengarme.
—Y así lo ha hecho, finalmente.
—No. En eso se equivoca, inspectora. Fue Isidro, usted lo sabe mejor
que yo. Tengo que felicitarla por su gran diligencia, como demuestra que no
quiera dejar ni un cabo suelto. Pero yo no he hecho nada más que fantasear
con una idea que me resultaba en extremo grata, eso no lo niego. No sé qué
problema tuvo Isidro con Salmón, pero oí una fuerte discusión y ya ve lo
que hizo Isidro después. Deberían ponerle una medalla a ese hombre, no
encerrarle en la cárcel.
—Entiendo que estuviese indignada con Salmón por su plagio, pero
tenía que haberle puesto una denuncia y haber pleiteado en los tribunales
que era lo que correspondía, en vez de urdir un plan para acercarse a él y,
aprovechándose de su confianza, matarle.
—Salmón me habría liquidado en los tribunales. Ya le he dicho que la
zorra de su agente me amenazó antes de que yo abriese la boca. Esa gente, a
personas como yo, nos pisotean y se ríen. Y si nos quejamos, nos envían
una tropa de abogados para aplastarnos. No quiero ni pensar lo que le habrá
hecho Salmón a Isidro para que este haya decidido cargárselo.
—Isidro Fernández es inocente. Ha sido usted quien ha matado a
Héctor Salmón.
—No sé por qué se empeña en sostener semejante desatino. ¿Cómo
puedo haber hecho yo semejante cosa?
—Como acaba de decirme, vino a Madrid con el fin de matar a
Salmón. Ya sobre el terreno, ideó un plan para hacerlo y, a la vez, salir bien
librada. Descubrió que el portero le vendía droga a Salmón y, aprovechando
un descuido del primero, le robó una de las bolsas con las que traficaba.
Además, conocía la mala ortografía de Isidro y la imitó en los anónimos
que decidió enviarle a su víctima. Tenemos una grabación de un mes atrás
de una cámara de seguridad situada frente al quiosco que está en la esquina.
En contra de su costumbre, ese día usted compró un ejemplar del diario El
Mundo. Fue con recortes de ese periódico con los que compuso los
anónimos que dejó a Salmón bajo su puerta.
—Yo no he escrito ningún anónimo.
—Claro que sí. Y una vez con la droga en su poder, solo tenía que
esperar la ocasión en la que pudiese darle una dosis letal a Salmón sin que
este sospechara nada. Utilizó a su pobre gato para averiguar cuál era la
dosis que podía resultar mortal. Imagino que luego buscó la proporción en
relación al peso y la altura de su víctima. Lo calculó generosamente.
—Está muy equivocada, inspectora. Jamás me metería en líos con un
traficante, y mucho menos con la intención de matar a nadie.
—Usted le dijo a Salmón que su gato se había escapado. Por eso él le
trajo esta monada.
La inspectora dejó el plato de tarta en la encimera de la cocina y
acarició la cabeza de la pequeña gata siamesa, que acababa de trepar ahí y
la miraba con gran atención, como si fuese una alumna aplicada en su clase
favorita. La gata se dejó acariciar y luego alargó la zarpa hacia la tarta,
pero, antes de que pudiese atrapar su trofeo, Eva la agarró y la apartó del
plato con el dulce.
—Eso te sienta mal, Stella. No puedes tomarlo.
La inspectora sonrió.
—Su gato no se escapó —dijo la inspectora—: Usted lo envenenó y
luego lo metió en un bolso viejo para tirarlo a la basura. Pero no pudo
hacerlo porque un ladrón le robó el bolso.
—¿También tiene imágenes de eso?
—Sí. Quien se lo robó tuvo un infarto al ver que había un gato muerto
dentro del bolso. Le envía saludos. Me ahorro los epítetos que le ha
dedicado al hacerlo.
—Se lo tiene merecido ese canalla —dijo Eva—. Atracar así a una
desvalida anciana. Mire, me da usted una alegría con lo del infarto de este
sujeto. No soy la única tonta impresionable. Por lo demás, todo esto que me
ha contado está muy bien, inspectora. Pero el resumen es que solo tiene
indicios y ninguna prueba que pueda confirmar su acusación.
—Claro que tengo esa prueba —dijo la inspectora.
Eva la miró expectante. La inspectora sonrió y volvió a agarrar el plato
con la tarta. Cazó con la cuchara uno de los trozos que ya había cortado y se
lo llevó a la boca con expresión golosa. Mantuvo la cuchara a un centímetro
de sus labios, luego la bajó y crispó el gesto.
—¿De verdad ibas a dejar que me envenenara? —le recriminó la
inspectora, saltando al tuteo.
—No entiendo.
—Te he arreglado la puñetera persiana.
—Eso fue cosa suya. Lo que quería en realidad era información y yo
se la di.
—Tenía una pequeña duda, hasta que he visto la alarma en tu cara
cuando Stella ha acercado el morro a la tarta.
—¿Qué insinúa, inspectora?
—Tu cumpleaños, ¿eh? Es el siete de octubre, pero ahora me vas a
contar que te gusta celebrarlo en julio. La parte que le falta a esta tarta es la
que se tomó Héctor Salmón. Y unos minutos después estaba muerto. Tú le
envenenaste con ella. Isidro Fernández me ha confirmado que le robaron
una bolsa de la droga que le pasaba a Héctor Salmón. Es la misma que tú le
robaste y de la que sacaste la dosis que lo mató, mezclándola con la masa
de esta tarta cuando la cocinaste. Fuiste tú también quien la puso junto al
cadáver de Héctor Salmón, después de asegurarte de que quedaban sus
huellas en la bolsa. También le untaste a Salmón la nariz y el labio con la
droga para que pareciese que él mismo la había esnifado. Después avisaste
al portero. Sabías que él recuperaría la bolsa para evitar que se le
relacionase con la muerte de Salmón. Pero para eso ya estabas tú. Un plan
casi perfecto que te hubiera salido si no es porque Salmón tuvo el cuajo de
guardar la copia de la obra que te plagió.
—Creo que es mejor seguir esta conversación en presencia de mi
abogado.
La inspectora asintió.
—Llevo micrófono y cámara. Tengo la autorización del juez para esta
grabación.
—Ya veo —dijo Eva, cabizbaja.
Era ella quien había subestimado la capacidad de aquella inspectora.
—Tengo al compañero fuera, esperando —dijo la inspectora—.
¿Tengo que ponerte los grilletes o te vas a portar bien?
—Somos personas civilizadas, inspectora.
—Menos mal. Cualquiera sabe de lo que algunos serían capaces si no
lo fuésemos.
La inspectora le señalaba hacia la puerta de la calle. Eva miró a su
alrededor con melancolía. Nunca le había gustado demasiado aquel sitio,
pero dudaba que pudiese volver a verlo y eso le hacía valorarlo como no
había hecho hasta entonces. Al lado de lo que le esperaba, aquello era un
hogar, si es que podía llamar así a ningún sitio en el mundo desde que su
hija la había abandonado años atrás.
Echó a andar delante de la inspectora camino del negro futuro que ella
misma se había buscado.
54. Telón
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Fuera hace frío
«Tu lugar está a mi lado. O muerta».
Noelia es una joven farmacéutica que ha venido a Madrid huyendo de su
exmarido, un juez de reputación intachable. Es la noche de Halloween.
Cuando, de camino a su trabajo, su exmarido sale a su encuentro en mitad
de un puente, Noelia comprende que viene a cumplir su amenaza.
Raquel está a punto de vivir su prueba más dura y averiguar de qué pasta
están hechos quienes la rodean… y también ella.