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El Asesino Con Mala Ortografia Juan Gomez Pintado

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El asesino con mala ortografía

Juan Gómez-Pintado
Derechos de autor © 2024 Juan Gómez-Pintado

Portada, maquetación y corrección: Juan Gómez-Pintado

Todos los derechos reservados

Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier similitud con
personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo intencionado por parte del autor.

Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni
transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de
cualquier otro modo, sin el permiso expreso del autor.
El asesino con mala ortografía

Juan Gómez-Pintado
Índice

Trayectoria de bumerán
I. El escritor
1. Mar de fondo
2. Pleamares de la vida
3. Noche eterna
4. Cita con la muerte
5. Las manzanas
6. La puerta del destino
7. El hombre del traje marrón
8. Noche de estreno
9. Cuentas pendientes
10. La dama fantasma
11. Alguien al teléfono
12. El hermano
13. Un crimen dormido
14. El gato
15. A cada cual lo suyo
16. Un juego para los vivos
17. La caja negra
18. Las apariencias no engañan
19. Regalo de la casa
20. El largo adiós
21. El sueño eterno
II. La investigación
22. La forma en que algunos mueren
23. La vida es dura
24. Aquí y ahora
25. Liquidación final
26. Inocencia trágica
27. La ronda
28. Los amantes
29. Suicidio perfecto
30. La mirada de los ángeles
31. Tirar del hilo
32. La ventana indiscreta
33. La fiesta
34. Ecos del pasado
35. El sospechoso
36. Una chica de buen ver
37. Todo lo que muere
38. Alas de plata
39. Falsa identidad
40. La mujer fugitiva
III. Aguas tranquilas y profundas
41. Una amistad peligrosa
42. La escalera mortal
43. Un impulso criminal
44. La crueldad de los cuervos
45. Perro come perro
46. En la oscuridad
47. La caza
48. Matar es fácil
49. El eco de las mentiras
50. Aguas turbulentas
51. Intrigas y deseos
52. Cartas sobre la mesa
53. Sabor a muerte
54. Telón
Nota del autor
Trayectoria de bumerán

Una anciana paseaba de noche por el tranquilo barrio de Salamanca. La


calle estaba casi desierta a esa hora, en la que seguía haciendo calor después
de otro día infernal de verano en Madrid. La anciana se detuvo al llegar
junto a unos contenedores de basura. Oyó unos pasos apresurados a su
espalda y se volvió para ver quién se acercaba, más por precaución que
porque tuviera miedo. Al mismo tiempo, agarró con fuerza el viejo bolso
que acababa de descolgar de su hombro. El barrio era muy seguro, pero no
se fiaba. Y hacía bien.
Apenas tuvo tiempo de ver un instante los ojos codiciosos de su
asaltante, que, con la rapidez de un felino, dio un tirón a la correa de su
bolso y se lo arrebató dándose a la fuga en un patinete eléctrico.
—¡Sinvergüenza! Podría ser tu abuela. Ojalá te estrelles.
El ladrón volaba con su patinete y se sentía como Superman. Apretaba
pletórico contra su pecho el bolso que acababa de robar. Por el peso, se
notaba que estaba lleno. Seguro que ahí había un buen fajo de billetes
esperándole.
Se alejó lo suficiente para sentirse a salvo. El bolso tenía pinta de
haber conocido tiempos mejores. Imaginó que aquella mujer le tendría
mucho apego, pero la verdad era que no debía estar muy bien de la cabeza
para andar paseándose con ese adefesio. En realidad, le había hecho un
favor, aunque, por supuesto, no esperaba que le fuese a dar las gracias por
ello.
La cremallera del maldito bolso se resistía, y cuanto más se resistía
más crecían en él sus expectativas sobre el tesoro escondido en su interior.
Oyó pasos cerca. Estaba dando la nota con el bolso en la mano. Debía
apresurarse.
Tiró con toda su fuerza y consiguió desenganchar la cremallera que le
separaba de su ansiado botín. Exultante, miró dentro del bolso y lo que
había dentro del bolso también le miró para su sorpresa y terror, o eso
creyó, porque, en realidad, el gato que estaba ahí dentro llevaba muerto
horas.
El ladrón soltó un grito ahogado, llevándose la mano al pecho, que
sintió como si se lo estuviese perforando un martillo pilón.
El bolso con el gato muerto cayó de sus manos.
Dio dos pasos y se desplomó.
Aquello no podía ser sino obra del diablo.
Un hombre que pasaba al lado le vio en el suelo y acudió en su ayuda.
Él casi no podía ni respirar, sentía un dolor aniquilador en el pecho.
Llamaron a una ambulancia.
I. El escritor
1. Mar de fondo

Héctor Salmón miraba con ojos soñadores el mar espumoso bajo el cielo
rosado del crepúsculo. Soplaba una suave brisa en el Paseo Marítimo de
Cadaqués que revivía el espíritu después del calor aplastante de la jornada.
El momento era inmejorable para comunicar la verdad de sus sentimientos a
quien estaba compartiendo con él estos últimos tres meses de felicidad. Se
volvió hacia Mónica, que bebía de su mojito con aire ausente, sus ojos
verdes perdidos en la inmensidad del mar delante de ellos, del que parecían
su eco. El moreno de su piel acentuaba ese aire felino que le había atraído
de ella desde el primer día. Mónica se volvió hacia él al notar su mirada:
—¿Seguro que no quieres uno de esos gatitos? —dijo Mónica.
Él negó con un gesto. Una amiga de ella estaba buscando hogares
adoptivos para las crías de su gata.
—Lo pasé muy mal cuando perdí a Galatea —dijo Héctor—. No más
gatos.
—Yo me quedaría uno si no tuviese alergia. Al final, te cansas de vivir
sola.
—Tengo algo que decirte —anunció Héctor con una amplia sonrisa
que dejaba ver sus afilados incisivos.
Mónica dio un trago a su mojito, removiendo las pajitas anchas en el
vaso, y lo miró con una sonrisa cómplice antes de hablar:
—Tengo alergia a los gatos, pero no a las personas, si es a donde
quieres ir a parar…
Héctor se alegró infinito de haber dado ocasión a aclarar la situación
entre ellos.
—Abogada, olvídate de que ninguno de los dos vayamos a mudarnos.
El gesto de ella se nubló por la decepción antes de que sus rasgos
angulosos se tensaran mientras decía en tono seco y cortante:
—¿Qué quieres decirme, entonces? ¿Para qué tu empeño en este fin de
semana romántico? ¿Es que todavía tienes dudas sobre nosotros?
—Ya no tengo duda alguna.
—Explícate. Pero piénsate bien lo que me vas a decir. Mi paciencia
tiene un límite.
—Tu actitud ahora mismo me reafirma en lo que pienso. Ha llegado el
momento de que nos separemos.
—¿QUÉ? —Mónica lo miró con una mueca de genuina incredulidad.
—Tranquila, mujer. No es necesario que montemos un escándalo.
Héctor lanzó una rápida mirada a la gente que abarrotaba la terraza y
que continuaban ajenos a su presencia.
—No eres tan famoso como para que te reconozcan, lo que imagino
que te encantaría —dijo Mónica—. Eres un escritor. ¿A quién le importa lo
que haga o diga un escritor, salvo a cuatro gatos locos?
—Estás enfadada y lo entiendo, pero veo que te estás haciendo
ilusiones y prefiero cortar antes de que tengamos algo que reprocharnos de
verdad.
—Me he hecho ilusiones porque tú me has hecho creer que estábamos
bien, pero todo ha sido un engaño miserable. Ni me has querido ni me
quieres, solo he sido tu juguete unas semanas y ya te has cansado. ¿Es así
como te lo montas siempre? ¿Vas de guay para luego soltar la puñalada
trapera con alevosía? Eres un puto enfermo. ¿Te divierte jugar así con los
sentimientos de los demás?
Héctor Salmón estaba acostumbrado a este tipo de escenas y prefirió
guardar un prudente silencio, mientras miraba con aire comprensivo a
quien, apenas un minuto antes, se planteaba seriamente una vida junto a él,
imaginaba que incluso con hijos incluidos en el paquete promocional. Él era
consciente de su gran atractivo con las mujeres. Su buen físico importaba,
pero lo que hacía la diferencia era su espíritu indomable, ese fuego que
alimentaba su mirada y que prendía la pasión en las damas que se cruzaban
en su camino. En cuanto se descuidaba, todas parecían dispuestas a
convertir ese fuego en las cenizas de una vida convencional. Esa vida podía
resultar atractiva para el resto, pero a él eso siempre le había parecido el
Infierno hecho realidad en la Tierra. Por eso tenía por norma que sus
relaciones durasen un máximo de tres meses. De esa manera se aseguraba
de que la rutina no le enredase en su asfixiante telaraña en la que iban a
morir todas las pasiones.
—Lo siento —dijo Héctor—. Es mi naturaleza. Ni tú ni nadie puede
cambiarme, ni yo quiero que eso pase. Entiendo tu decepción. Yo prefiero
quedarme con lo felices que hemos sido en este tiempo. Nunca te he
prometido nada. He jugado limpio y sigo haciéndolo.
Por la mirada de odio contenido que le estaba lanzando Mónica con
sus bonitos ojos verdes, dudaba que ella le fuese a conceder la medalla al
rey del juego limpio.
—Has conocido a otra, ¿verdad? —dijo Mónica.
Héctor negó con un ademán silencioso. Era una de las reacciones
habituales. En el caso de Mónica, le decepcionaba. Creía que ella tenía un
poco más de altura de miras.
—Si hubiese otra, te lo diría.
—¿Quién es? ¿Esa zorra periodista que te entrevistó el otro día para el
cultural del ABC?
—Pensaba que te había gustado la entrevista. Creo que hizo un gran
trabajo.
—Sí. Hasta daba la impresión de que eras una persona sensible, con
sentimientos, y no el cabrón desalmado que eres.
Héctor sonrió desafiante. Entendía que Mónica estuviese enfadada y
decepcionada, pero él no le había faltado al respeto como ella acababa de
hacer.
—Intuyo, por tus palabras, que hoy no vamos a tener postre —dijo
Héctor.
Ella tardó un segundo en comprender de qué le hablaba. Su gesto
apagado se transformó en una caldera hirviente de indignación. Antes de
que Héctor pudiese darse cuenta, ella agarró el vaso con su mojito y le
arrojó su contenido a la cara.
Héctor se alegró de haber elegido un sitio público para tener aquella
conversación. Lejos de refrescarle, la lluvia de hielo picado y ron aguado le
soliviantó como un banderillazo a un toro, pero su deseo de evitar un
escándalo pudo a sus ganas de pagarle a Mónica con la misma moneda. Se
limpió la cara con una servilleta, sus ojos fijos en los de ella, que parecía
muy satisfecha de haberse comportado como una mocosa malcriada.
—Vaya desperdicio de mojito —dijo Héctor—. ¿Te pido otro?
Le pareció que ella iba a chillar, pero, en vez de eso, se levantó como
impulsada por un muelle y, dándole la espalda, se alejó de allí a toda prisa
sin volver a dirigirle la palabra. En cuanto Héctor vio que ya no suponía un
peligro para su camisa hawaiana, empapada de mojito, ni para el resto de su
persona, dirigió una mirada recelosa a los ocupantes de las mesas cercanas.
Nadie dio muestras de estar divirtiéndose a su costa como temía, todo el
mundo parecía ocupado en sus propios asuntos. Más tranquilo, levantó su
vaso de mojito y le dio un trago.
Su móvil empezó a sonar en el bolsillo de su pantalón. Poco estaba
tardando Mónica en sacar la bandera blanca. ¿O tenía más ganas de bronca?
¿Por qué no volvía a la terraza y hablaban como dos seres civilizados?
Malditos móviles, se estaban cargando la humanidad en el trato. Aunque
bien pudiera ser que él estuviese chapado a la antigua y se resistiese
estúpidamente a abrazar las ventajas que la ciencia moderna pone en
nuestras manos. Había querido convertir una mierda de momento como el
de la ruptura en algo digno de contar y recordar, y ya había visto cómo se lo
agradecía Mónica. La próxima vez haría mejor en despedirse por
WhatsApp.
Sacó el móvil de su bolsillo, dispuesto a dejar que Mónica se
despachase a gusto, fuese lo que fuese lo que quería decirle. Pero no era
Mónica quien llamaba.
—¿Olga? Qué cojones —dijo Héctor para él mismo, todavía sin
presionar el círculo verde para responder.
Olga y Héctor se conocían desde los tiempos del instituto, hacía ya un
cuarto de siglo. Le estremecía pensar en lo rápido que pasaba el tiempo.
Olga era una elementa de cuidado entonces, una chica mal encarada y con
un atractivo salvaje, aunque no era guapa. Si alguien se le atravesaba, mejor
que vigilase su espalda. Era violenta y traicionera, pero eso entonces a
Héctor solo le había parecido un motivo más para juntarse con ella y el
resto de su pandilla.
Héctor echaba de menos su juventud, no los líos ni las broncas en las
que había andado metido en esa época. Había mantenido el contacto con
Olga, aunque hacía tiempo que no hablaban.
El padre de Olga, que trabajaba en un banco, viendo la inutilidad de su
hija, la había acabado enchufando en la concejalía de Cultura. Héctor jamás
había visto el menor interés por la cultura en su amiga hasta ese momento.
Había sido una circunstancia afortunada de la que él había sabido sacar
provecho. Lamentablemente, Olga era demasiado inútil para conservar
incluso un puesto tan irrelevante como el suyo. Después de presumir
durante años de que iba a acabar de ministra, la habían echado a la calle de
un día para otro. Olga había responsabilizado de su cese a compañeros de
su partido que le tenían envidia, pero Héctor se había enterado por Garrido,
su antiguo editor, de lo sucedido: Olga le había robado a su propio partido
una parte de las mordidas por los contratos inflados que beneficiaban a una
camarilla de vividores y que eran la norma en su departamento.
Héctor sabía de Olga por terceros. Le habían aconsejado que se
mantuviese lejos de ella. Se había convertido en una apestada para los
mismos que le habían reído las gracias todos esos años. Ella se había
portado bien con él, pero no dejaba de ser parte de un pasado que prefería
dejar atrás definitivamente. Además, Olga ya solo podía traerle problemas.
Le habían contado que andaba sableando a los amigos para seguir
costeándose el alto tren de vida al que estaba acostumbrada. Imaginaba que
también estaría sacando cuanto pudiese de los padres. La veía muy capaz de
arruinarlos sin pestañear solo para pagarse sus caprichos. Por lo que había
podido ver cuando la frecuentaba, los padres la adoraban. Era la hija
pródiga, sobre todo con el dinero de los demás.
Héctor guardó el móvil sin contestar a la llamada de Olga. Hubo una
época en que le hubiese preocupado hacerle un desaire así, por suerte el
tiempo acaba poniendo a cada uno en su sitio.
Pagó la cuenta y volvió al hotel. Encontró su habitación vacía.
Faltaban Mónica y la maleta de ella. Mónica no había tocado sus cosas, no
las encontró tiradas en el suelo como había temido. Se asomó a la terraza y
miró el reflejo de las farolas sobre la oscura superficie del mar. Ya era de
noche. Suspiró con alivio, como un estibador del puerto al quitarse un
pesado fardo de encima.
2. Pleamares de la vida

Olga Corredera miraba con angustia el BMW aparcado en el garaje de su


chalé en una urbanización de lujo de Las Rozas. Urgía tomar medidas ante
el deplorable estado de sus finanzas. Iba a tener que devolver el coche por
no poder hacer frente a los plazos que aún le faltaban por pagar. Se sentía
humillada e impotente. Había tocado en todas las puertas, mendigando la
ayuda de quienes había creído que eran sus amigos antes de su caída en
desgracia. Solo unos pocos habían respondido. Aquellos en quien más
confiaba le habían cerrado la puerta en las narices. Al menos, un amigo de
su padre le había echado un cable y le había conseguido un puesto de
administrativa en la Fundación Tradición y Modernidad, pero con su sueldo
de mileurista no le llegaba casi ni para los gastos de la casa.
Le entraba angustia al pensar que pronto ni siquiera podría pagar la
hipoteca. Perder el coche era doloroso, pero si perdía su hogar sería peor
que si le arrancasen el corazón de un mordisco. Tenía que impedirlo como
fuera. Casi había tenido que sacar con fórceps el dinero del bolsillo a sus
amigos, una miseria al lado de la fortuna que ella les había hecho ganar
desde su cargo público. Si hubiese sido más juiciosa y previsora… Era tarde
para lamentarse, debía actuar. Pero ya no sabía a quién más recurrir.
Olga montó en el BMW y se fue a la peluquería. Tenía un precioso
pelo negro que ya empezaba a parecer una madeja desgreñada. Sabía de
sobra que no era guapa, pero con unos pocos cuidados todavía podía hacer
perder la cabeza a más de uno. Ayudaba su fiera determinación para
conseguir lo que quería. Solo estaba atravesando una mala racha. Ella era
una mujer con recursos. Saldría adelante como siempre había hecho.
Estaba más animada cuando salió de la peluquería, con su melena
ondulada destellando bajo el sol de mediodía. Era domingo. Iba a comer
con sus padres. Sus fines de semana habían pasado del glamour de los
restaurantes de moda al hule de plástico de la cocina familiar.
Apenas se había acordado de sus padres durante sus años de bonanza.
Había recuperado el trato con ellos confiada en que le echasen una mano,
pero poco le había durado la ilusión. Su padre había perdido todos sus
ahorros jugando en la Bolsa, incluida también gran parte del dinero de la
venta de su casa, por la que les habían pagado la mitad de lo que valía a
cambio de que pudieran vivir en ella hasta morirse. Sus padres estaban en la
ruina. En vez de disfrutar de una vejez desahogada como deseaban,
llegaban justos a fin de mes con su pensión. Ni podían ayudarla ni iban a
dejarle nada en herencia. Era un desastre. Sin embargo, Olga se alegró de
recuperar el trato con ellos. Sus padres la querían de verdad, no como todos
esos buitres que se habían aprovechado de ella y que ahora le daban la
espalda como a una apestada.
La velada fue agradable. Estaban en la sobremesa, después de una de
esas comidas que le hacían arrepentirse de comprar la ropa con una talla
demasiado ajustada. Su madre le tendió el suplemento cultural del ABC.
—Sale una entrevista a Héctor. ¿Sabes algo de él?
—Hace tiempo que no le veo.
Olga miró la foto de Héctor. Tenía unos atractivos ojos negros que te
hacían sentir importante cuando te dedicaban su atención. Héctor era más
guapo ahora que de joven. Lucía una nariz más estilizada, unos dientes más
blancos y la misma melena tupida, pero enriquecida con unas canas que le
daban un aire más interesante.
—Nunca pensé que Héctor tendría una carrera tan exitosa —dijo su
madre— Tú le ayudaste cuando no le conocía nadie.
Olga sonrió:
—Héctor siempre ha sido muy ambicioso. Sabe cómo ganarse el favor
de los demás cuando le interesa.
—Me leí su primera novela. Me pareció una castaña.
—Hablan maravillas de la última.
—Habrá aprendido a escribir.
Olga no había leído ni la última novela de Héctor ni sus obras
anteriores. Héctor era un amigo y por eso le había echado un cable cuando
pudo. Qué ironía que las cosas le fuesen ahora mejor a él que a ella. Esta
realidad le resultaba tan molesta que hasta ese mismo momento ni se había
parado a pensar en ello. Siempre había mirado a Héctor con cierta
condescendencia. ¿Cómo le iban de bien las cosas a Héctor? ¿Lo suficiente
como para ayudar a una vieja amiga?
Esa misma tarde a última hora, ya de vuelta en casa, desempolvó el
número de Héctor en la agenda de sus contactos y lo marcó, dispuesta a
cobrarse favores pasados.
Héctor no contestó a su llamada.
Probó un rato después, y a la mañana siguiente también.
Sabía que Héctor no había cambiado de número porque tenía su foto
puesta en el perfil del WhatsApp.
El cabrón la estaba ignorando. Después de lo bien que ella se había
portado con él. Se debía creer un señor muy importante ahora, cuando hacía
no tanto que andaba mendigando sus favores. Maldito desagradecido. Olga
sentía bullir la rabia en su interior. Si ibas de buenas este era el pago que
recibías. Estaba harta de la gente como Héctor, que primero te utilizaban y
luego ni se ponían al teléfono cuando ya no podías servir a sus intereses.
Haría que Héctor se arrepintiese por aquella humillación. Ella le había
ayudado siempre. Sobre todo, tuvo la boca cerrada cuando ocurrió lo de
Sara. Veinticinco años atrás, la noche en que Sara murió, Héctor fue el
último que la vio con vida y eso Olga lo sabía. Quizás Héctor ya no se
acordaba de Sara, pero Olga la recordaba como si la tuviese delante, tan
guapa y joven como era. Habían pasado muchos años. En todo ese tiempo,
más de una vez, ella se había preguntado si Héctor le había mentido sobre
lo ocurrido esa noche y si, realmente, era de fiar o un asesino despreciable.
—Te vas a enterar, capullo.
3. Noche eterna

Cómo olvidar aquella noche de pesadilla. Fueron las últimas vacaciones en


las que Olga coincidió con Héctor. Los padres de los dos veraneaban en
Estepona desde hacía años y siguieron haciéndolo más tiempo. Olga y
Héctor entraron en la universidad y dejaron de veranear con sus padres. La
muerte de Sara marcó también el fin de una época.
Olga salía entonces con Jorge. Le ponía los cuernos con Héctor desde
hacía meses. Pobre Jorge. Se portó como una cabrona con él. Qué mal se lo
tomó cuando se enteró de que le engañaban. Él la quería y consideraba a
Héctor un amigo. La borró de su vida de la noche a la mañana, nunca más
volvió a querer saber de ella. Después de siete años de relación. Se vieron
en un restaurante años después. Jorge ignoró su saludo. Le pareció un
imbécil. Se veía, por la calidad del traje y por lo selecto del restaurante, que
le iba bien. Estaba segura de que si se enteraba ahora de que ella estaba en
apuros económicos, se reiría un buen rato a su costa. En realidad, debía
agradecerle a Héctor haber perdido de vista a semejante cretino.
Sara era una cordobesa espigada y muy callada. Tenía unos ojos azules
que atraían como un imán a todos los chicos. Olga tuvo incluso una bronca
con Jorge por ella. Jorge se la comía con la mirada, como el resto de los
chicos de la pandilla. Sin embargo, fue Héctor quien tomó la delantera. Él y
Sara estaban juntos todo el rato, lo que tampoco significaba que hubiese
algo más entre ellos, por más que todos lo pensaran. Olga se sentía
traicionada por Héctor, aunque entre ellos no había compromiso alguno.
Aquella noche de luna llena se citó con él en secreto. Quedaron en el
espigón del puerto. Olga confiaba en reconquistar el interés de Héctor.
De camino al espigón, cuando atravesaba el paseo marítimo, Olga vio
la negra cabellera de Sara brillar fugazmente bajo la luz de la luna antes de
que las sombras de la noche la envolviesen camino de la playa. Olga se
escondió instintivamente detrás de una palmera para evitar que Sara la
viese. Apenas había nadie a esa hora en aquella zona del paseo. Al cabo de
un minuto volvió a mirar en la dirección por la que Sara había
desaparecido, preguntándose qué haría a esa hora allí. Decidió averiguarlo,
pero antes de que hubiese dado dos pasos vio a Héctor salir de entre las
sombras y cruzar fugazmente el paseo camino de la playa. Su caminar
furtivo la convenció de que iba a reunirse con Sara. Pensó si seguirlos y
fastidiarles la fiesta, pero desechó la idea. Héctor podía enfadarse con ella.
Para soportar malas caras ya tenía a Jorge, que parecía muy susceptible en
los últimos días. Quizás sospechaba algo de ella y Héctor, o simplemente
acusaba la frialdad cada vez mayor con la que le trataba. Olga decidió
volver a casa, pero cuando estaba a mitad de camino regresó sobre sus
pasos y fue hasta el espigón. Tenía curiosidad por ver cómo justificaba
Héctor su retraso, si es que aparecía.
Veinte minutos después, Héctor apareció. Andaba a toda prisa,
resoplando y mirando a un lado y otro con recelo. Tenía una expresión
extraña y asustada:
—Me han intentado atracar. Un cabrón encapuchado. Casi me raja el
muy mierda. He salido por pies. Le he dado esquinazo.
Olga vio los arañazos y rasguños en su pecho y brazos.
—Qué horror —dijo.
—Aquí no estamos seguros. Vámonos.
No se veía a nadie alrededor, pero Héctor le contagió su paranoia. El
mar invisible, con su agitado murmullo, imposibilitaba distinguir cualquier
ruido que pudiese delatar una presencia indeseada entre las sombras.
Héctor se empeñó en acompañarla hasta la puerta de su casa. Echaba
miradas de desconfianza a su espalda y alrededor a cada paso que daban.
Olga desistió de preguntarle por su encuentro con Sara. Le agradeció que
velase por su seguridad, pese al miedo que le embargaba. Héctor era todo
un caballero.
Al día siguiente, Olga tenía curiosidad por ver a Sara y Héctor juntos.
Era fácil distinguir los pequeños gestos cómplices de los amantes si se
prestaba atención, esos mismos gestos que ella ponía mucho cuidado en
evitar con Héctor cuando estaba Jorge delante. Pero Sara no apareció esa
mañana como acostumbraba. Al final, una amiga común llamó a sus padres
para saber si estaba enferma. Así se enteraron de que esa noche Sara no
había regresado a su casa a dormir. Empezaron así horas de angustia.
Lo último que se sabía de Sara era que supuestamente había quedado
con sus amigos para dar una vuelta por el paseo marítimo la noche anterior.
Había dejado su teléfono móvil en casa, por lo que no había manera de
localizarla. Olga sabía que Sara había estado en la playa porque la vio esa
noche, pero se lo calló. Pensaba que eso podía poner en un apuro a Héctor,
que era a quien Sara iba a ver en la playa. Y también le preocupaba la
explicación que tendría que dar su amigo de los arañazos en sus brazos y
pecho.
Encontraron el cadáver de Sara esa misma tarde, arrastrado por el
fuerte oleaje a unos kilómetros de la playa que frecuentaban. Ni Olga ni sus
amigos lo vieron, pero fue un golpe para todos. Sara dejó un hueco
imposible de llenar. La homenajearon al día siguiente con un entierro
simbólico en la arena de la playa bajo la luz de la luna. Quemaron un
Pegaso en forma de colgante similar al que ella siempre lucía sobre su
morena piel, y esparcieron los pétalos de una rosa, su flor favorita, a los
cuatro vientos.
Olga dejó que Héctor, consternado, llorase en su hombro por tan
terrible pérdida. Luego le dijo:
—Sé que estuviste con ella en la playa anteayer, la noche en la que
desapareció.
Él se revolvió como un gato al que acabase de pisar la cola, pero se
recompuso y habló con serenidad:
—Te agradezco que hayas sido discreta. Estuvimos hablando, solo eso.
Cuando me marchaba, le dije que si quería acompañarme, pero me dijo que
prefería disfrutar de la luna y la noche frente al mar. Estaba rara. Insistí para
que me acompañara, pero no quiso. Quizás, si me hubiese quedado un rato
más…
Héctor se torturaba con aquella posibilidad, pero igual solo era una
muestra de sus grandes dotes de actor, como cuando bromeaba con Jorge y
fingía ser su mejor amigo mientras se estaba acostando con ella.
—¿Discutisteis? —preguntó Olga.
Héctor negó con la cabeza.
—A Sara le gustaba una chica y me quería hablar de eso.
—¿Era lesbiana?
Héctor asintió. Olga estaba sorprendida, aunque eso podía explicar la
indiferencia con la que Sara trataba a los chicos, que a ellos les volvía
locos. Olga había creído que era una estrategia de seducción, un juego. A la
vez, había notado una tensión continua entre ellas, que había achacado a
una rivalidad entre chicas y que, quizás, se debía a que ella le gustaba a
Sara.
—¿Era yo quien le gustaba?
Héctor no mostró sorpresa alguna ante su pregunta.
—Ya imaginaba que te habías dado cuenta —dijo Héctor—. Ella no
quería que te lo dijese. Supongo que eso da igual ahora.
Olga estuvo de acuerdo. Aquello era algo que ya no tenía importancia
alguna:
—A pesar de eso, tú te la querías tirar —dijo Olga.
Notó cómo él volvía a tensar la postura, a la defensiva.
—Hablamos —dijo Héctor—. Eso es todo. De sus problemas y de los
míos. Me dijo que tenía que dejarte.
—Me quería para ella sola. Vaya con la mosquita muerta.
—No hables así de ella, por Dios. Sara jamás dijo una mala palabra de
ti ni de nadie, tenía un corazón de oro. Sara estaba muy sola. Miró dentro
del agujero negro que todos llevamos dentro y él agujero se la ha acabado
tragando. Es algo que nos podría pasar a cualquiera.
Olga vio un pálpito oscuro en la mirada de Héctor y, por primera vez,
sintió miedo de él, como si ese agujero del que hablaba hubiese empezado
ya a devorarle a él también.
Fue en ese momento cuando se convenció de que Héctor tenía mucho
más que ver con la muerte de Sara de lo que decía.
Podía haber acudido a la policía, pero, en vez de eso, Olga decidió no
pensar más en Sara y actuar como si nada hubiese pasado. Sentía incluso
alivio porque Sara no se le hubiera declarado. Olga la habría rechazado y
después se habría sentido culpable por su muerte. Menuda loca.
Olga tendría algunos encuentros más con Héctor como amantes, pero
el peso de la duda, por su parte, y la tristeza sin fondo que parecía haber
hecho su nido en el pecho de Héctor, acabaron por distanciarlos. Luego
llegó la universidad y cada cual siguió por su lado, aunque siempre
mantuvieron el contacto, como si aquel terrible suceso los hubiese unido
para siempre.
Durante mucho tiempo, Olga se había resistido a darle vuelo a sus
sospechas sobre el papel de Héctor en aquella tragedia. Era hora de encarar
la verdad. Sobre todo, porque podía sacar partido de ello. Ella estaba en
apuros. Para algo están los amigos. Y Héctor era su amigo, aunque jugase a
que se le había olvidado.
4. Cita con la muerte

Héctor regresaba del gimnasio cuando vio a su nueva vecina peleando para
llegar a su portal con las bolsas de la compra a cuestas. Era una mujer
mayor, de pelo cano y cuerpo menudo, que le recordaba a un hada del
bosque por su simpatía y vivacidad. Se la imaginaba con una varita mágica
y revoloteando alrededor. Difícil lo tenía con esas bolsas tan pesadas con las
que cargaba ahora. Se adelantó hasta ella y con un gesto resuelto agarró una
de las bolsas.
—Hola, vecina.
Ella, que no le había visto llegar, se revolvió asustada como si temiera
un robo, pero enseguida relajó la expresión, dedicándole una sonrisa
agradecida.
—Gracias, vecino.
—Nos hemos visto ya un par de veces, pero no nos hemos presentado.
Me llamo Héctor.
—Yo soy Eva.
Héctor sintió una punzada de decepción por que ella no le reconociera,
lo cual, por otra parte, era lo normal. Ni siquiera sabía si la mujer era
aficionada a la lectura.
Sin más preámbulo, descargó a su vecina del peso de la otra bolsa con
la comida del súper. Él, en su lugar, pediría que le subieran la compra. No
creía que fuese un gasto extra tan grande, pero cualquiera sabía. Alguna
vez, a primera hora, había visto a abuelos del barrio buscando entre los
cubos de basura. Daba igual que fuese el barrio de Salamanca, miseria
había en todas partes. Pero, por la ropa de su vecina, nueva y de marca,
cabía pensar que su situación era desahogada. Podía ser simple orgullo,
empeñarse en los hábitos de más joven frente a las limitaciones que la edad
impone. Por lo menos, la buena mujer podía utilizar un carrito para llevar
mejor el peso de la compra. Por supuesto, Héctor no le dijo nada. Le
recordaba a su abuela, que le había cuidado de niño mientras sus padres se
consagraban a sus carreras profesionales.
Su padre había sido abogado del estado y su madre, catedrática de
Historia. Los dos habían muerto hacía ya tiempo. Él había heredado de ellos
la casa en la que ahora vivía y su determinación para alcanzar su meta en lo
profesional. Ya había conseguido un gran éxito con su última novela, pero
él aspiraba a mucho más. Quería escribir una de esas obras cuya fuerza
resuena a través de los siglos. De momento, su realidad era un bloqueo
creativo que duraba ya dos años, desde la publicación de Aguas tranquilas y
profundas, su última y celebrada novela.
—Es muy agradable este barrio —dijo la vecina—. Está lleno de
animación y, a la vez, se puede pasear tranquila.
—Y los vecinos son muy majos.
Ella se rio.
—He vivido años en Alicante, en la costa —explicó la mujer—. Pero
la humedad no le sentaba bien a mis huesos y me he vuelto a Madrid.
—¿Echa de menos el mar?
—Sí. Y el arroz con costra.
La mujer contagió su risa simpática a Héctor.
—Bueno, Madrid es la capital del mundo, según Hemingway —dijo
Héctor.
La alusión literaria no despertó la curiosidad de su vecina, que dijo:
—Me basta con tener la iglesia cerca. Y el hospital. Tuve un infarto y,
desde entonces, no soy ni la mitad de lo que era.
—Pues yo la veo estupenda.
—Qué amable es usted. ¿Le importa si nos tuteamos?
—Por supuesto, Eva.
—Entre nosotros, la iglesia es bastante fea.
Se refería a la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, un edificio de
hormigón visto que obedecía a los cánones del brutalismo arquitectónico en
boga durante los años 60.
—Antes era una iglesia neogótica muy bonita —dijo Héctor.
—Por lo menos, el cura es majo. Ya imagino que tú no vas a misa…
—¿Tanto se me nota?
—No te preocupes. Tienes el cielo ganado con este favor que me estás
haciendo.
Vivían en pisos contiguos. Héctor se ofreció a llevarle las bolsas a la
cocina. La mujer tenía un gato negro, que le miró con desconfianza. Él se
agachó y le hizo un arrumaco al gato, que se apartó de un salto.
—Frank no es muy sociable —dijo la vecina.
—Es un chico listo. Yo tenía una gata. Se puso muy enferma y, al final,
tuve que sacrificarla. Lo pasé muy mal. No he vuelto a tener gato.
—Yo prefiero estar acompañada. Además, con un poco de suerte, igual
Frank me sobrevive y no tengo que llorar su pérdida.
—Lo que hay que oír. Si eres una mujer muy joven, Eva.
—Creo que Frank sabría cuidarse solo si yo no estuviera, aunque me
preocupa lo que pudiera pasarle.
—Seguro que Frank se las apañaría sin problemas. Pero, tranquila, que
eso no va a ocurrir.
—Eres un buen chico, Héctor. ¿Quieres un refresco o algo?
—Otro día, gracias. Hoy tengo mucho que hacer, empezando por
darme una ducha.
Héctor fue para su casa. Le esperaba otra larga jornada de desafío
frente a la hoja en blanco de su procesador de textos en el ordenador.
Al cerrar la puerta detrás de él, vio en el suelo un sobre caído. Le
extrañó, porque para algo se han inventado los buzones.
Recogió el sobre del suelo. Venía sin remitente ni sellos. Lo abrió con
cuidado y leyó la hoja que venía dentro. El texto era breve y estaba escrito
en mayúsculas con recortes de periódico pegados en el papel:
«ME AS QUITADO A MI IJA. COMIENZA LA CUENTA ATRÁS
PARA TI. TIC TAC».
Héctor, preocupado y sorprendido, leyó la nota un par de veces más
para convencerse de que sus ojos no le estaban engañando. Unos ojos que
casi le habían sangrado al leer las faltas de ortografía de la nota:
«Quien haya escrito esto debe pensar que las haches, además de
mudas, son invisibles… ¿De qué hija habla? ¿Alguna de mis ex? Tiene que
tratarse de un error. No tiene sentido. Esta nota debe de ser para otro»,
pensó, pero eso no le tranquilizó.
Miró un momento a su alrededor, el paisaje familiar de su casa, en el
que, en teoría, estaba a salvo de los cataclismos que le podían acontecer en
cualquier otro lugar.
Decidió preguntar a Isidro, el portero. Igual había visto a quien le
había dejado la nota.
5. Las manzanas

Héctor abrió la puerta a Isidro, el portero, y le invitó a entrar en su casa con


un gesto. Le llamaba la atención el parecido de Isidro con Peter Lorre. Sus
ojos saltones tenían la misma mirada lunática, como si tuviese un enjambre
de avispas en el cerebro. En el caso de Peter Lorre podía entenderse que era
un recurso de interpretación dramática; en cambio, apostaba a que lo de
Isidro se debía a ciertos excesos con las anfetaminas y sus derivados. Isidro
era su suministrador de confianza de cocaína rosa, que Héctor consumía,
sobre todo, en eventos sociales, aunque su primera idea había sido estimular
su producción literaria. Isidro le había asegurado que él se limitaba a
mercadear con la mercancía, sin tomar nada, pero su expresión ojiplática
contaba otra historia. Aquel día tenía un aspecto más nervioso y
desmesurado que de costumbre.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Héctor.
—Sí. Es el calor. No pego ojo por la noche.
Estaban a principio de julio, con los termómetros batiendo récords de
temperatura cada día en Madrid y en el resto del país.
—Estás mal acostumbrado del pueblo —dijo Héctor.
La familia de Isidro venía de un pueblo de Burgos del que Héctor no
recordaba el nombre. Isidro hacía escapadas frecuentes allí, donde tenía a
los amigos de toda la vida.
—Ya estoy deseando que llegue el fin de semana para volver allá. ¿Por
qué me has llamado?
—¿Ha venido hoy algún repartidor o cartero a dejar algo?
—No, que yo sepa. Ha habido un rato que he estado fuera haciendo un
recado. Igual en ese momento… ¿Por qué lo preguntas?
Héctor prefirió callar sobre el anónimo amenazante que acababa de
recibir:
—Estoy esperando un paquete. No es nada importante.
—Ya.
Héctor notaba una hostilidad desacostumbrada en la mirada lunática de
Isidro.
—¿Seguro que estás bien?
—La verdad es que estoy contrariado.
Más que contrariado, parecía a punto de saltar como un gato al que le
acabasen de pisar la cola.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Héctor.
—Me ha desaparecido una bolsa de fruta.
—¿De las manzanas de tu pueblo?
Así era como hablaban de las bolsitas de cocaína rosa con las que
Isidro traficaba para evitar que oídos indiscretos pudiesen delatarlos cuando
hacían sus negocios. A Héctor le parecía una exageración hablar de ello en
clave, aunque le hacía gracia. Por otra parte, debía reconocer la máxima
discreción con la que Isidro operaba. Había sido un amigo el que le había
revelado la otra actividad a la que se dedicaba el portero de su edificio al
que conocía desde hacía años.
—¿Estás seguro de que no has dejado las manzanas en otro sitio?
—He mirado en todas partes.
—Vuelve a mirar. Seguro que las encuentras.
—Me la han jugado. Alguien que sabía que las tenía y dónde las
guardo.
Héctor sostuvo tranquilo su mirada exaltada, que le miraba con una
fijeza que parecía una acusación.
—¿Tienes idea de quién puede haber sido? —preguntó Héctor.
Isidro resopló, conteniendo la expresión de enojo.
—No tengo idea —dijo Isidro—. Lo raro es que se han llevado solo
una bolsa.
—A mí no me mires, que ya sabes que llevo un mes que me he
relajado con el tema. Desde que me di aquel susto.
Héctor solo recordaba de aquel día la paranoia que le había entrado
con que el techo de su casa se le iba a caer sobre la cabeza.
—Qué cosas se te ocurren, Héctor. Ya sé que eres de fiar. Me he
descuidado y lo he dejado todo bien a la vista. Dejé la puerta abierta para
que entrase el aire de la calle y se ventilase la portería, que es un horno
estos días.
—Tiene pinta de que quien te lo ha robado ni siquiera sabe su valor. Se
le ha presentado la ocasión por azar, viendo la puerta abierta, y ha
arramblado con lo primero que ha visto.
Isidro se rascó el escaso pelo que coronaba su cabeza con forma de
huevo.
—¿Tú crees que puede haber alguien con tan mala idea como para
hacer eso?
—Mira esto.
Héctor le tendió la nota amenazante que le habían metido por debajo
de la puerta y que, ahora, le parecía conectada siniestramente con lo
sucedido a Isidro. Este desorbitó la mirada al leer la nota y luego se volvió
hacia él con gesto incrédulo.
—¡Qué demonios! Por eso me preguntabas si había entrado alguien
hoy…
—Y, curiosamente, a ti te desaparecen las manzanas.
—Estaba preocupado, pero, ahora, me estoy empezando a acojonar.
—Imagínate como estoy yo. ¿Qué clase de perturbado anda dejando
notas como esta en las casas de los demás?
—Sea quien sea, espero echarle la zarpa encima.
—Pues yo prefiero no tener más noticias suyas.
—Ándate con cuidado. Esto no parece una broma.
Isidro le tendió la nota de vuelta.
—Es un error —dijo Héctor.
—Mejor pensar eso, ¿no?
Isidro le dejó solo, dándole vueltas a quién podría haberle dejado
aquella nota. De primeras, Héctor había pensado que se trataba de un error,
pero, por supuesto, cabía la posibilidad de que la amenaza fuese contra él de
verdad. En tal caso, tenía la conciencia tranquila. Él no había hecho mal a
nadie. Al menos, de una manera que fuese consciente. Le parecía
demasiada coincidencia el robo de la droga justo ese mismo día, pero
tampoco veía qué podía tener que ver ese robo con él.
Hizo una bola con el anónimo, estrujándolo con fuerza, y lo lanzó a la
papelera. Estaba dispuesto a darle la importancia que merecía a aquel
asunto, que, seguramente, era una broma de mal gusto.
Se sentó ante su mesa de trabajo, donde le aguardaba el portátil con la
hoja en blanco. Tanto la mesa como el resto del mobiliario de su casa tenían
un aire funcional y moderno, más propio de una oficina que de un
verdadero hogar. Héctor miró hacia la librería que ocupaba toda una pared
del salón. Ahí estaba el verdadero corazón de su hogar, entre aquellas
páginas en las que había encontrado a tantos amigos.
Héctor volvió a mirar su portátil. Observó la pantalla en blanco un par
de minutos, sin pensar en nada concreto. Hacía ya dos años desde que aquel
ritual se había convertido en una penitencia diaria, pero aun así, insistía
tercamente. Su próxima novela debía superar a las anteriores, en calidad y
en alcance. Se sentía preparado para dar ese salto que le podía introducir en
el parnaso de la literatura. Sin embargo, le parecían torpes y vacías las
frases con las que una y otra vez embarrancaba antes de levantar vuelo con
una nueva historia.
Desvió la mirada hacia la ventana. El sol amarilleaba las fachadas de
los edificios cercanos, bajo un cielo de un azul desleído por la gris
contaminación que, casi invisible, envolvía como una mortaja a Madrid.
Perdió la noción del tiempo, como tantas otras mañanas, recreándose
con el ir y venir de la gente por la calle, todos con una historia a cuestas.
De pronto, se levantó y, con paso decidido, se acercó a la papelera y
rescató de su interior la nota con el anónimo amenazante. Recompuso el
papel arrugado lo mejor que pudo y volvió a leerlo. Regresó frente a su
portátil y dejó el papel a la vista.
Empezó a teclear a buen ritmo, el gesto absorto y satisfecho.
6. La puerta del destino

Eran las cinco de la tarde cuando Héctor sintió el rugido de sus tripas.
Estaba tan enfrascado en la escritura de su nueva historia que se le había
olvidado comer.
Mientras se preparaba una pechuga de pollo a la plancha y una
ensalada, le sonó el móvil.
Era Tamara Cuervo, su agente literaria.
Él y Tamara tenían un largo historial de encuentros y desencuentros.
Incluso habían sido amantes cuando se conocieron y él buscaba a una
agente que creyese en su trabajo.
—Hola, Tamara. Dime.
—Adivina quién va a salir en la nueva edición de MasterChef.
—¿Napoleón Bonaparte?
—No, alguien que tiene más ego incluso.
—¿Yo?
—Premio para el caballero.
—¿Y qué pinto yo en eso? Si apenas sé cocinarme esta pechuga de
pollo.
—¿Estás comiendo tan tarde?
—Estoy escribiendo mi nueva novela.
—Eso es fantástico. Creo que no tengo que explicarte la oportunidad
que supone para tu carrera poder salir en MasterChef, con toda la audiencia
que tiene.
—Te agradezco la oportunidad que me brindas de hacer el ridículo
delante de toda España.
—Todavía me lo tienen que confirmar, pero vete preparando, porque
todo apunta a que te van a seleccionar.
—Descuida. Si sale, necesitaré un conejillo de Indias con el que
practicar mi arte culinario.
—Tienes mi número. Sabes cómo marcarlo, ¿no?
Héctor colgó y rescató la pechuga de pollo de la sartén antes de que se
quemase.
Tamara había creído en su potencial desde el principio. Su primer éxito
había llegado de su mano.
MasterChef.
Dudaba que ese fuese un espacio adecuado para un escritor serio, pero
comprendía que era una gran oportunidad como Tamara le había dicho.
Tamara y él habían tenido sus diferencias sobre el enfoque que ella le
daba a su carrera. A veces se sentía como un vendedor de bagatelas para
una audiencia crédula y acrítica.
—Ojalá consigas llegar a ese público. Son la mayoría.
Tamara pensaba demasiado en el dinero. A Héctor le gustaba el dinero,
pero tenía mayores ambiciones. Quería que su nombre figurase entre el de
los grandes escritores de su tiempo. Dudaba que MasterChef fuese la puerta
que podía conducirle ahí. Sin embargo, sumido en una crisis creativa
profunda, la fe que ella le tenía era un poderoso estímulo.
Estaba terminando de comer cuando oyó el timbre de la puerta. No
esperaba a nadie. Por un momento, recordó la nota amenazante.
—¿Quién es?
—Soy Eva, la vecina.
Héctor abrió a aquella mujer menuda y simpática.
—Te he traído unos pasteles —dijo la vecina—. Son caseros.
—No tenías por qué molestarte, mujer.
—Has sido muy amable, ayudándome a subir las bolsas de la compra
esta mañana.
—Es algo que cualquiera haría.
—Tienes mucha fe en los demás. Eso está bien.
Héctor tomó la pequeña bandeja con los pasteles.
—Pues gracias. ¿Quieres pasar? Voy a preparar un café. Hay para dos.
—No, gracias. Justo ahora empieza la telenovela de La 1. Es uno de
mis placeres culpables.
—Como quieras.
Héctor probó los pasteles con el café. Hacía tiempo que no probaba
algo tan rico. Si se confirmaba su participación en MasterChef, le tenía que
pedir la receta a su vecina.
Volvió a la tarea, dispuesto a exprimir al máximo aquel momento de
inspiración. Sus ojos se posaron, por un instante, en el papel arrugado que
había dejado sobre su mesa, cuyo mensaje amenazante le había servido de
inspiración. Volvió la vista al texto en la pantalla del portátil y siguió con la
tarea, concentrado.
Sonó su móvil a las ocho, cuando ya llevaba un rato sin teclear. Miró
con sorpresa quién llamaba: Pedro Garrido, de Ediciones Estrella. Garrido
había editado su última novela, su mayor éxito hasta la fecha. Garrido se
había tomado mal que volviera con Tamara, que prefería que editara con
cualquier otro:
—Garrido es de los que se llenan la boca hablando de justicia social y
luego te firma un contrato que nada tiene que envidiar a los mejores
tiempos de la esclavitud.
¿Qué querría Garrido ahora? Recordaba que el editor le había llamado
«Judas pesetero» la última vez. Ya hacía un año largo de aquello.
Dio paso a la llamada en el móvil:
—¿Cómo estás, Garrido? —El editor era de esa clase de personas a las
que todos conocen por el apellido, como si el linaje familiar pesase más que
la individualidad expresada en el nombre de pila.
—Bien. Pensaba que no ibas a contestar. Me alegra que no haya
resentimiento entre nosotros, después de todo lo que nos dijimos la última
vez.
—Pero si fuiste tú quien me puso a caldo, yo no abrí la boca.
—¿De veras? Puede ser. No debí perder los papeles de esa manera. Me
sentí traicionado. Son negocios, cada cual vela por sus intereses de la mejor
manera que cree.
—Me alegra que hayas recapacitado. ¿Qué quieres?
—Estoy por Madrid. Tengo un hueco a las diez. ¿Nos tomamos una en
el Shaker?
Héctor tenía dudas de que fuese una buena idea ver a Garrido, que
podía ponerse violento con él otra vez por buenas que fuesen sus
intenciones. Además, si se quedaba en casa podía seguir escribiendo hasta
tarde. Llevaba un rato atascado, pero si aguantaba un poco…
—De acuerdo.
Después de todo, el Shaker estaba cerca y quería quedar en buenos
términos con Garrido. Cualquiera sabía lo que podía ocurrir el día de
mañana.
7. El hombre del traje marrón

Héctor agradeció el frescor del local cuando cruzó la puerta del Shaker. Se
sentía como un pan recién horneado después de pasar unos minutos en la
calle. El sol ya se había retirado, pero aún se notaba su huella caliente en el
asfalto bajo los pies y en el aire que se respiraba.
Vio a Garrido sentado en una esquina de la barra, embutido su
corpachón en un traje marrón de lino. Garrido vestía muy elegante siempre.
También le gustaba el Bloody Mary y en el Shaker sabían cómo prepararlo.
Héctor prefirió un daiquiri para sacudirse el sopor del calor.
Se saludaron con una inclinación de cabeza. Vio cercanía en los ojos
de sapo de Garrido, que sonreía.
—Tienes buen aspecto, Héctor.
—Y sin corbata.
—Tú no la necesitas para parecer alguien. Me alegro de verte.
Brindaron por su reencuentro. Héctor bebió un trago largo de su cóctel.
La caricia del ron alegró su paladar, predisponiéndole a una agradable
conversación. Había ya bastante gente en el local. El rumor de otras voces
se mezclaba con la música y con su conversación.
—Llevo una dilatada carrera en el gremio, como ya sabes —dijo
Garrido—. He visto a muy pocos con un potencial como el tuyo. La
mayoría de escritores se limitan a escribir libros igual que podrían fichar en
un trabajo. En los mejores casos, lo hacen con oficio y hasta con unas gotas
de talento. Lo tuyo es distinto. Tú escribes como si te fuese la vida en ello.
Y lo haces condenadamente bien, transmitiendo tu locura y tu esperanza
dentro del cinismo propio de esta época. Estás construyendo un legado para
siglos y no eres consciente de ello.
Héctor se puso en alerta ante los halagos de Garrido, tan lejos de las
descalificaciones de la última vez que se habían visto.
—Dudo que dentro de un siglo le importe a alguien lo que yo o
cualquiera haya escrito —dijo Héctor—. El mundo ya no marcha hacia la
inmortalidad sino hacia su destrucción. El culto a los muertos es cosa del
pasado. Disfrutemos del presente, el resto solo es una vana proyección de
nuestros deseos y prejuicios. De todos modos, te agradezco que me sitúes
en ese plano trascendente. Prefiero que utilices tus hipérboles para
ensalzarme y no para meterte conmigo.
—Es mi segundo Bloody Mary y apenas he cenado, estoy a dieta. No
me lo tomes en cuenta.
—Descuida. Supongo que todo este masaje de oreja es por algún
motivo concreto.
—Supones bien —Garrido sonrió—: Quiero que publiques tu próxima
novela conmigo. Si eres capaz de terminarla algún día, claro.
—Eso háblalo con Tamara. Es ella la que se ocupa de estos temas.
—Lo estoy hablando contigo. Puede que ella te haga ganar más dinero,
pero yo sé cómo llevar tu carrera para que consigas lo que solo está al
alcance de unos pocos elegidos.
—¿De qué me hablas?
—De la gloria literaria. Del Nobel. Tienes la calidad para llegar ahí y
yo puedo ayudarte. Sé fiel a tu instinto. Tú sabes como yo que el dinero no
puede colmar tus ambiciones.
Héctor debía admitir que Garrido le conocía bien. Recordaba la lujosa
colección de libros dedicada a los premios Nobel que su padre atesoraba en
su biblioteca y que él había heredado. Siempre había soñado con que un día
su obra figuraría en aquella selecta colección.
—Lo tendría que hablar con Tamara. La gloria está bien, pero las
facturas se pagan con dinero.
—Háblalo con quien quieras. Tómate tu tiempo para darme tu
respuesta.
—Sí, me lo tengo que pensar.
—Por supuesto, en caso de respuesta afirmativa, Tamara está fuera.
Héctor asintió. El chamán de la tribu exigía un sacrificio para ganarse
su favor. Si aceptaba la oferta de Garrido, Tamara iba a enfadarse con razón.
Y Tamara, enfadada, tenía su peligro.
Por otro lado, tampoco tenía claro que Garrido pudiese cumplir su
parte, en caso de que aceptara. Eran muchas las componendas necesarias
para acabar nominado al Nobel. Pero Garrido era un aliado poderoso y su
propuesta, toda una declaración de intenciones.
—Y yo que pensaba que me habías puesto la cruz —dijo Héctor.
—El diablo nunca suelta a su presa. Solo hay que saber esperar.
—Me lo tomaré como un cumplido,
—Tampoco te acostumbres. El calor de estos días me deja muy
blandito.
Siguieron bebiendo. Por un acuerdo tácito entre ellos, la conversación
derivó hacia asuntos triviales. Siempre se habían llevado bien. Por
momentos, revivía la buena sintonía entre ellos, pero, cuando Garrido se
marchó a su hotel, visible el cansancio de la larga jornada en su rostro
abotargado y rechoncho, Héctor sintió alivio y solo entonces disfrutó del
que ya era su segundo daiquiri de la velada.
8. Noche de estreno

Héctor volvía a su casa con un ligero zigzagueo en el andar fruto del


alcohol consumido. Era ya la una de la madrugada, pero todavía había
mucho ambiente a la puerta de los locales. Estaba siendo otra de esas
noches tropicales en la que le iba a costar pegar ojo. Quería que la siguiente
jornada fuese productiva. Pasó junto a un grupo de treintañeros que
fumaban y reían a la puerta de una discoteca cuando notó una mano sobre
su hombro que le agarraba con violencia y le obligaba a detenerse. Por un
momento, le cruzó por la cabeza el anónimo amenazante que había recibido
ese mismo día. Se giró con brusquedad, un chute de adrenalina acelerando
sus pulsaciones:
—¿Eres Héctor Salmón?
Era la primera vez que veía a aquel rubio alto y corpulento, que
parecía sueco o alemán. Con su polo y su alto tupé, tenía una pinta más
civilizada que lo que había esperado al sentir su manaza sobre el hombro.
Podía ser incluso uno de sus lectores a la caza de un autógrafo. No sería la
primera vez, aunque tampoco era algo frecuente.
—Sí, soy Héctor. ¿Nos conocemos?
—Soy Roberto. Uno de los productores de Aguas tranquilas y
profundas.
Esa mierda de película.
Héctor se había desmarcado de ese bodrio desde su estreno un año
antes. Como era previsible, la película había sido un fracaso. Se arrepentía
de haber dado su permiso para que unos incompetentes destrozasen a gusto
su novela.
—Qué casualidad —dijo Héctor.
—Sí. Estoy aquí con unos amigos, celebrando el estreno de nuestra
última película: Besos robados.
Héctor hizo un esfuerzo por recordar el título para descartarla la
próxima vez que fuese al cine.
—Seguro que es un éxito —dijo en tono conciliador. Había algo en el
gesto del rubio que le intranquilizaba, una calma que parecía excesiva para
venir de quien apenas un minuto antes casi le había arrancado el hombro
para que se parase y hablara con él.
—Sí, esperamos que sea un éxito —dijo el rubio—. Ayuda que la
autora de la novela en la que se basa nuestra película la esté poniendo por
las nubes.
Héctor había criticado la adaptación de su novela por plana y
sentimentaloide: «Traiciona por completo el espíritu de mi obra. Han hecho
un destrozo mayor con ella que el que hicieron los elementos con la
Armada Invencible de Felipe II», había dicho en una de las entrevistas que
tanta repercusión tuvieron en su momento.
—Eso está bien —dijo Héctor, cauto.
—Sí, ¿verdad? —convino el rubio—. Hay cabrones por ahí, en
cambio, que cobran su cheque por la adaptación sin poner una sola pega y
que luego echan pestes del trabajo ajeno, sin importarles el daño que
puedan hacer.
Héctor había cobrado cincuenta mil euros por ceder los derechos de su
novela para la adaptación.
—Si te refieres a mí y a lo que cobré por la adaptación de mi novela, te
puedo decir que cobré demasiado poco para compensarme de la basura de
película que hicisteis —dijo Héctor.
Se arrepintió al instante, viendo cómo le cambiaba la expresión al
rubio, nublada de ira, pero Héctor tenía por costumbre responder cuando le
atacaban.
Apenas tuvo tiempo de volver la cara e impedir que le impactase el
puñetazo del rubio en la nariz. Sintió el golpe en el mentón, vio un
enjambre de abejas eléctricas alzándose hacia el cielo negro de la noche y
se tambaleó, pero logró mantenerse en pie.
—Gilipollas —dijo el rubio, la mueca rebosante de desprecio.
Héctor le lanzó un gancho de derecha a aquel cretino, que no se lo
esperaba. Le acertó en la boca del estómago. El rubio se puso rojo, falto de
aire, y se dobló sobre sí mismo. Le iba a sacudir otra vez cuando el portero
de la discoteca, alertado por los gritos de los circundantes, se lanzó sobre él
y le inmovilizó, poniéndole un brazo alrededor del cuello como si de una
tenaza apretando se tratara.
—¿Qué cojones pasa aquí? —bramó el portero.
El rubio se enderezó y, viendo que el portero le tenía bien sujeto,
aprovechó para soltarle un derechazo en la sien. Héctor vio un fogonazo,
que pudo ser el flash de una cámara o un fusible que le hubiese estallado
dentro de la cabeza. Luego, todo se nubló durante unos segundos que se le
hicieron eternos antes de recuperar el dominio de sus cinco sentidos. Solo
entonces se dio cuenta de que la gente que los rodeaba le estaba gritando a
él, señalándole con dedo acusador. Debía ser la cohorte del productor, y el
portero un meritorio en busca de una oportunidad en el cine, porque le
apartó a empellones y luego se encaró con él. Era grande como una
montaña y tenía ojos de loco, que le miraban fijo y exaltado:
—Lárgate y que no te vuelva a ver por aquí montando el numerito
—dijo el portero.
—Él me ha dado primero, yo solo he respondido…
—Te lo he dicho una vez educadamente, no me hagas repetírtelo.
—Voy a llamar a la policía.
—Adelante.
Héctor miró el gesto amenazante de aquel gigante y las caras de
indignación y censura de la jauría que tenían a unos metros, y que se
prodigaba en muestras de solidaridad con su agresor.
—De acuerdo. Me voy. Ha sido estupendo conoceros a todos. Espero
que os parta un rayo.
El portero se rio sin relajar un músculo de la cara, pendiente de sus
movimientos como una serpiente ante su presa.
Héctor le dio la espalda y, reuniendo todo su valor, fue caminando,
muy estirado y digno, hasta la primera esquina. Una vez la dobló, echó a
correr, temeroso de que le siguieran y acabasen el trabajo empezado.
Al llegar a su casa, echó el cerrojo, cosa que nunca hacía. Suspiró
aliviado. Su alivio le duró lo que tardó en ver el sobre en el suelo.
Angustiado, se agachó para recogerlo y abrirlo. Era otro mensaje con
recortes de periódico pegados:
«TIC TAC, TIC TAC
TU TIEMPO SE ACAVA».
Una nueva falta de ortografía que sangraba a los ojos. Estaba claro que
había sido la misma persona la que había escrito los dos anónimos.
Tuvo que tomarse un whisky bien cargado para serenar el ánimo y
apaciguar el dolor que notaba en la sien consecuencia del puñetazo a
traición de aquel fantoche repeinado. Pero eso era secundario ahora.
Alguien estaba jugando con él, pero ¿por qué? Tenía que tratarse de un
loco, de alguien que tuviese envidia de su éxito y que la hubiese tomado
con él porque era el primer tonto que se le había puesto a tiro. Quizás debía
ir a la policía a denunciar aquellos anónimos. Desechó la idea. Eso era darle
demasiada importancia a lo que tenía pinta de ser solo una broma de mal
gusto. Quien fuera se equivocaba si pensaba que iba a asustarle. Él tenía
agallas de sobra para plantar cara al mismo diablo. Recordó la expresión
desencajada del rubio cuando le había devuelto el golpe. Esa imagen
reconfortante flotaba en su cabeza cuando el sueño le venció por fin.
9. Cuentas pendientes

Tamara Cuervo pegó un respingo al leer las últimas noticias en su iPad, lo


que provocó que se voltease la hamaca en la que estaba plácidamente
suspendida entre dos árboles y que ella y el iPad saliesen volando. Por
suerte, la hierba estaba mullida y solo hubo que lamentar un rasguño
superficial en el codo y la muñeca. Revisó el iPad con mayor preocupación
que por su propia salud. Suspiró aliviada al comprobar que el aparato estaba
en perfecto estado. Volvió a leer aquel titular que parecía una broma de mal
gusto:
«Roberto Pizarro, el productor de Besos robados, a tortas con Héctor
Salmón».
Acompañaba el texto una foto de Héctor con el gesto desencajado
como un energúmeno y sujetado por el portero de la discoteca en la que
había tenido lugar aquel lamentable espectáculo. Habían publicado también
un video grabado con un móvil. La calidad era muy mala y la imagen
mareaba de los botes que daba, pero se distinguía con claridad a Héctor
golpeando al productor. Al parecer, era Héctor el que había empezado la
pelea.
Tamara se llevó la mano a la cabeza con el gesto apesadumbrado,
anticipando los problemas que les iba a traer aquello. De MasterChef ya
podían olvidarse. Llevaba meses detrás de esa oportunidad para Héctor.
¿Quién iba a querer contratar ahora a un camorrista para meterlo entre
fogones y cuchillos?
Maldito metepatas. Siempre se las arreglaba para fastidiarlo todo.
—¿Qué haces ahí en el suelo? —oyó la voz de Víctor a su espalda y se
volvió hacia su anfitrión. Se habían conocido por Tinder unas semanas atrás
y él le había invitado, tras varios encuentros fogosos, a este fin de semana
de relax en su pequeño refugio en la Alpujarra. Desde aquel jardín podían
verse, tras la valla de la propiedad, las altas cumbres blancas de Sierra
Nevada bajo el cielo azul de aquel caluroso verano.
—Me he caído de la forma más tonta.
Víctor estalló en una sonora carcajada. En otro momento, ella se habría
reído también. Tensó la mandíbula y lo miró enfadada.
—No tiene ninguna gracia, Héctor.
Vio cómo le cambiaba la expresión a Víctor. Fue como si le hubiese
dado una bofetada.
—Víctor, no Héctor —la corrigió él.
Tamara no había reparado en su metedura de pata. Héctor tenía una
facilidad pasmosa para sacarla de quicio.
—Disculpa —dijo Tamara—. Héctor es uno de mis clientes. Acabo de
acordarme de que le tengo que comentar un asunto.
Víctor asintió sin convicción. Tamara pensaba que le iba a tender la
mano para ayudarla a levantarse, pero se quedó clavado en el sitio,
mirándola como a una extraña. Supo en ese momento que no habría más
fines de semana en la Alpujarra. Tampoco era un drama. Los dos eran
demasiado diferentes. Víctor era un administrativo sin ningún interés por la
literatura y apasionado de los coches y de su Real Madrid. Tamara odiaba el
fútbol. El sexo estaba muy bien, pero sin la subida hormonal de los
primeros encuentros, la magia del principio se había transformado en una
rutina que ni siquiera compensaba la belleza del paraje en el que se
encontraban.
Desde su ruptura con Héctor años atrás todas sus relaciones parecían
destinadas al fracaso. Había sido él quien había decidido romper en el
momento en el que mejor estaban. Tamara seguía sin entenderlo. Más difícil
aún le resultaba entender por qué ella, en vez de mandar a Héctor a la
mierda, hacía todo lo posible por mantenerlo presente en su vida. Un año
atrás se había presentado su oportunidad para seguir influyendo en su
destino y no la había desaprovechado.
Fue un golpe de suerte, aunque quizás Héctor lo viera de otra manera.
Tamara estaba mirando por encima los manuscritos de desconocidos que se
apilaban en un rincón de su agencia a la espera de su viaje final al
contenedor de reciclaje de papel. De pronto leyó algo que le sonó familiar.
Rescató ese ejemplar de aquel triste montón y se lo llevó a su despacho,
ordenando a su secretaria que nadie la molestara. Siguió leyendo aquel
escrito con un estupor creciente. En lo esencial, era un calco de Aguas
tranquilas y profundas, la novela de Héctor. La firmaba una mujer. Había
mucho sinvergüenza suelto, pero aquello le parecía el colmo de la
desfachatez. Llamó al número de esa mujer:
—Soy Tamara Cuervo, la agente literaria. ¿Ha sido usted quien nos ha
enviado un manuscrito titulado El pino de la ribera?
—Sí. Es una historia muy querida para mí, una parte de mi vida. Pero
entiendo que su interés literario puede ser mínimo, si es que tiene alguno.
Por eso quería la opinión de un experto.
La voz de la mujer era agradable y mesurada, no parecía ninguna loca
con ganas de notoriedad. Pero, por supuesto, ningún estafador se ponía un
cartel en la frente anunciando que lo era.
—Vaya cara que tiene, señora —dijo Tamara—. Su novela es un plagio
de la última de Héctor Salmón. ¿Se cree que somos idiotas?
—¿Qué me dice? —el tono de sorpresa de la mujer parecía genuino.
Menuda actriz—: No puede ser, debe tratarse de un error.
—Ha tenido suerte de que haya llegado a mis manos y no a las del
editor de Salmón o, peor, a las de algún editor incauto que no conozca el
original y que, inocentemente, podría publicarlo ajeno a las consecuencias
legales que se derivarían de su comercialización. Esto es denunciable. El
plagio es un delito contemplado en el Código Penal. Podrían condenarla a
cuatro años de cárcel. ¿Es que quiere usted ir a la cárcel?
—Qué horror… Yo…
—Le voy a hacer un favor. Voy a tirar esta copia a la papelera. Si hay
más copias, procure que no lleguen a publicarse o lo lamentará. No diga
después que no está avisada… ¿Me oye?
La mujer había colgado. Tamara odiaba que la dejasen con la palabra
en la boca, pero reprimió su impulso de llamar otra vez. Había sido clara y
estaba segura de que aquella caradura había tomado buena nota.
Se quedó con el ejemplar que tenía en su poder. Podía comentarle a
Héctor el tema, igual le interesaba ver aquel texto. Era una buena excusa
para retomar el contacto, lo que, por otra parte, no parecía una gran idea.
Tamara se llevó la copia a su casa y la cotejó con la novela de Héctor.
Como le había parecido de primeras, había diferencias en el estilo y en el
enfoque de algunos pasajes, pero en esencia eran la misma obra. Fue más
adelante cuando se planteó por primera vez el daño que una cosa así podía
hacer a Héctor, si alguien decidía creer a aquella mujer que afirmaba ser la
autora de la novela. Más concretamente, Tamara pensó en ello cuando leyó
unas declaraciones de Héctor en las que la criticaba sin mencionarla para
ensalzar a su actual editor, que, según él, sabía darle a su obra el trato
diferente que merecía.
Tamara cayó en la cuenta entonces del salto estilístico y de calidad que
había en Aguas tranquilas y profundas respecto al trabajo anterior de
Héctor. Y eso la llevó a cuestionarse si ese salto de calidad se debía a
méritos extraliterarios. En definitiva, se preguntó si Héctor podría llegar a
ser tan miserable y tener tan pocos escrúpulos como para robarle su trabajo
a otra persona y hacerse pasar por su autor. Y por lo que conocía a Héctor y
cómo la había tratado a ella, le veía muy capaz de actuar sin el menor
escrúpulo si veía que podía beneficiarse con ello.
Tamara tenía el teléfono de aquella mujer. La llamó dispuesta a
conocer su versión, pero le saltó un mensaje que la avisaba de que ese
número no existía. Posiblemente, la mujer, asustada por sus amenazas, la
había bloqueado. Decidió olvidarse de ella y centrarse en Héctor, que era
quien le interesaba realmente.
—Qué sorpresa tu llamada —dijo Héctor al teléfono—. Me acordé de
ti hace poco.
—Sí, leí por ahí que estás muy contento con tu nuevo editor, que tu
obra no podía estar en mejores manos.
—No te creas todo lo que lees. Aprecio lo que hiciste por mí cuando
era un desconocido, ya lo sabes.
—Confío en tu talento, eso nunca va a cambiar. Espero que tu editor
siga confiando también, después de que hable con él y le enseñe el
manuscrito que tengo en mi poder de una novela que se llama El pino de la
ribera. Quizás conozcas a su autora.
—Ni idea. Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?
—Ella me envió inocentemente su obra para que la valorase. Imagínate
mi sorpresa al leer su contenido. Creía que era una broma, porque, en lo
fundamental, es un calco de tu novela Aguas tranquilas y profundas.
—Vaya cara. Siempre hay indeseables que quieren medrar a costa del
éxito de los demás.
—Ya. El caso es que esta mujer dice que te envió una copia para
conocer tu opinión.
Tamara iba de farol, pero tampoco le sorprendió la respuesta de
Héctor:
—Puede ser. Me llega algún borrador de vez en cuando. Los tiro a la
basura sin leer.
—Te creo. Y seguro que tu editor te va a creer también. Tengo una
copia para él. Se la voy a pasar como un favor entre amigos, por si tuviese
que tomar alguna medida legal para protegerse.
—Difamar y calumniar es un delito también —dijo Héctor—. Me
gustaría ver ese manuscrito.
—Te envío una copia cuando quieras.
—Estoy en Madrid. Nos podemos ver, si quieres.
—Es una buena idea.
Héctor estuvo muy solícito con ella cuando se vieron. Negaba que su
novela fuese un plagio, pero comprendía que era mejor enterrar aquella
historia de la que nada bueno podía salir. Sobre todo, si, como Tamara
pensaba a esas alturas, era cierto que él había plagiado su novela.
—Me siento en la obligación moral de ponerlo en conocimiento de tu
editor —dijo Tamara—. Otra cosa sería si tú fueses mi representado.
Héctor la miró con una mezcla de sorpresa y alivio.
—Me alegra que lo menciones, porque llevo un tiempo pensando en
llamarte —dijo Héctor—. Estoy muy descontento con mi editor. Lo que
hayas podido leer por ahí son cosas que escriben los del departamento de
comunicación de la editorial.
—Son gente con mucha imaginación, por lo que veo.
—Me gustaría que volvieses a ser mi representante. No por este
desagradable asunto de esa loca y su falsa acusación de plagio. Si tengo que
defenderme en los tribunales, lo haré. Tengo la conciencia tranquila.
—Estoy segura de que es una acusación sin fundamento. Respecto a
nuestra colaboración futura, te voy a dar un voto de confianza. Espero que
esta vez no me tenga que arrepentir.
—Descuida. Yo también aprendo de los errores.
Y así había quedado sellado aquel pacto de silencio entre ellos antes de
la nueva firma de Héctor con su agencia literaria.
De vuelta en el presente, Tamara agarró su móvil y se volvió hacia
Víctor, que parecía más distante que los picos nevados que se veían en el
horizonte.
—Dame un minuto —dijo Tamara.
Víctor asintió.
Tamara se metió en la casa, buscando intimidad, mientras Víctor,
indiferente a sus líos profesionales, aprovechaba para darse un baño en la
piscina.
—Hola, Tamara —contestó Héctor al teléfono—. Estaba a punto de
llamarte.
—Ya he visto el lío en el que te has metido.
—¿Qué lío?
—Con ese productor de cine.
—Ah, eso es una gilipollez.
—No es esa la clase de publicidad que queremos.
—Ese cabrón empezó la pelea, yo solo me defendí.
—Pues no lo cuentan así.
—Da igual. Olvídate de eso. Ayer estuve con Garrido. Me llamó para
hacerme una oferta.
Tamara tensó el gesto.
—Los de Ediciones Papiro te ofrecen unas condiciones infinitamente
mejores que ese explotador —dijo Tamara.
—No hay nada firmado, ¿verdad?
—No. Tu libro va a ser para el mejor postor. Deberías preocuparte solo
de escribirlo.
—Entonces no hay problema. Quiero que Garrido siga siendo mi
editor.
—Ese es un error del que te vas a arrepentir seguro. ¿Es que ya no
recuerdas lo descontento que estabas con él? Tuve que amenazarle con toda
la artillería legal por las cláusulas abusivas que te hizo firmar. A mí sabe
que no puede torearme, si no todavía seguirías bajo su yugo.
—Esa es la otra cuestión que te quería comentar. Garrido está
resentido con el trato que le diste, cree que fuiste demasiado hostil.
—Te estaba robando. Si te parece iba a darle una palmadita en la
espalda en plan buen rollo.
—Garrido tiene sus cosas, está claro. Pero puede llevar mi carrera a un
nivel superior.
—Eso son palabras vacías. Además, tú y yo sí que tenemos un contrato
firmado. Y aparte de todo, te recuerdo que te conviene llevarte bien
conmigo, salvo que quieras salir en los titulares por algo mucho peor que
una bronca entre borrachos.
—¿Me estás amenazando?
—Tú sabrás si tienes la conciencia tan tranquila como presumes.
Hubo una pausa larga. Tamara estaba muy desagradablemente
sorprendida, pero estaba segura de que Héctor tenía la suficiente cabeza
como para saber lo que le convenía.
—Me decepciona tu actitud —dijo Héctor—. Si te refieres a esa
mierda del supuesto plagio, sabes de sobra que eso es la maquinación de
una loca. ¿Cómo puedes caer tan bajo para amenazarme con eso? ¿Crees
que volví a trabajar contigo por esa historia? Qué poco me conoces.
—Tú también me conoces poco, si crees que esta vez me voy a dejar
embaucar por tu palabrería. Tenemos un contrato firmado. Si lo respetas, yo
te respeto; si no, es la guerra. Tú verás lo que haces.
Él colgó. Tamara suspiró. Hubiese preferido no tener que llegar nunca
a ese extremo, pero no estaba dispuesta a permitir que Héctor la traicionara
una segunda vez y saliera sin castigo de nuevo.
Se tomó un minuto para serenarse. Notaba el pulso acelerado. Había
sido muy desagradable. Escuchaba a Víctor en la piscina, disfrutando como
debía ser. Todavía podía sacar el jugo a aquel escenario idílico. Estaba allí
para desconectar y eso pensaba hacer, ya estaba bien de darle tanto espacio
mental a un impresentable como Héctor.
Le sonó una notificación en el móvil. Era un mensaje de WhatsApp de
Héctor:
«—¿De verdad quieres la guerra?».
El siguiente mensaje fueron unas fotos. Eran de una carpeta azul. En la
portada ponía: «Informe Tamara». Dentro había documentos: facturas,
contratos, extractos de cuentas de banco. Tamara supo rápidamente de lo
que se trataba. ¿Cómo se había enterado Héctor de lo de su negocio familiar
en las Islas Caimán? Tuvo un momento de pánico, pero se rehízo rápido, la
indignación abriéndose paso en su pecho.
Llamó a Héctor de nuevo:
—Borra esas fotos inmediatamente y deshazte de esos documentos.
¿Te has vuelto loco? Me has estado espiando. No te creía capaz de
semejante bajeza.
—Yo me porto bien y tú también. ¿Pensabas que me iba a dejar
chantajear sin hacer nada? Creo que ya hemos sido lo suficientemente
capullos el uno con el otro y que nos merecemos un final mejor.
—Deshazte de esa carpeta y vete a la mierda. No quiero saber nada
más de ti.
Tamara colgó. Pensaba que tenía a Héctor a su merced, como a un
canario en una jaula. Pero, en realidad, era él quien había estado jugando
con ella.
Borró las fotos que Héctor le acababa de enviar. Sintió un inesperado
alivio. En realidad, acababa de recuperar su libertad. Era como para estar
contenta.
Tamara fue a reunirse con Víctor, que seguía nadando como un pez en
la piscina. Tenía un cuerpo bien cincelado. Era un hombre atento y educado.
Lo tenía todo, menos esa chispa que hiciese prender en su interior el fuego
de una pasión duradera. En cambio, Héctor…
—¿Qué tal? —preguntó Víctor.
—Bien. Ya está solucionado.
—¿Te metes en el agua? Está buenísima.
—Allá voy.
Tamara saltó de cabeza a la piscina y se dio una buena zambullida. El
cambio brusco de temperatura y el abrazo del agua tuvieron un efecto
sanador, liberándola de negros pensamientos. Víctor le echó agua encima
sin previo aviso. Ella respondió y los dos se rieron como niños.
10. La dama fantasma

Héctor se quedó tan alterado después de discutir con Tamara que ya no


pudo seguir escribiendo ese día. Había sido un ingenuo al pensar que ella se
pondría en su lugar y le liberaría de su contrato sin rechistar. Pensaba que
había un verdadero aprecio entre ellos. Tamara le había vuelto a acusar de
plagio. Era una acusación vil que podía rebatir en los tribunales. Era verdad
que el texto de otra persona le había servido de inspiración para Aguas
tranquilas y profundas, pero por la promesa que se encerraba entre sus
páginas mediocres. Su obra era completamente distinta y, por tanto,
original.
Tamara había jugado sucio y él le había devuelto el golpe. Le había
costado una fortuna hacerse con aquella información sobre ella. Tenía una
copia impresa que guardaba en la carpeta azul que acababa de dejar en el
cajón de su escritorio, y los archivos originales en su ordenador. Estaban
condenados a entenderse.
Salió a dar una vuelta, dispuesto a buscar inspiración. Quería ponerse
en la piel de quien le estaba amenazando sin dar la cara. Su hipótesis era
que se trataba de un desconocido, alguien que se había cruzado con él y le
había reconocido por haberle visto alguna vez por la televisión. El
desconocido le había saludado y Héctor, abstraído en sus pensamientos, ni
se había dado cuenta. El hombre se lo había tomado como una afrenta
personal. Había nacido en ese momento una terrible obsesión. Los
anónimos habían sido el primer paso. En la historia que bullía en la cabeza
de Héctor y que le había empujado a escribir, el hombre llegaba a intentar
asesinarle con una afilada pluma estilográfica, acercándose a él con el
pretexto de que le firmase uno de sus libros, pero era el alter ego literario
de Héctor el que lo mataba en defensa propia.
Suspiró. Le quedaba mucho trabajo por delante si quería hacer creíble
aquella historia. Ya bastante increíble le resultaba que le hubiesen enviado
de verdad los anónimos. Confiaba en que se quedase en una desagradable
anécdota, más allá del jugo literario que podía sacarle. La fama tenía su
peligro, con tanto loco suelto por las calles.
—¿Es usted Héctor Salmón?
Una cálida voz femenina rescató a Héctor de sus pensamientos. Se
volvió hacia la mujer, el gesto muy serio. Esperaba que no fuese una
periodista que quisiera tirarle de la lengua por su altercado con el productor.
Tamara tenía razón en eso, aquella no era la mejor publicidad para él, que
aspiraba a ser un escritor de prestigio y no el próximo rival de Ilia Topuria.
—¿Nos conocemos de algo? —preguntó Héctor.
—No. Soy muy fan de sus libros.
Héctor asintió, observando a la mujer con curiosidad. Era joven, no le
echaba más de treinta. Estaba muy morena, lo que enfatizaba el magnetismo
de sus ojos azules. Su exotismo le recordaba a las mujeres bereberes. En su
voz había notado la musicalidad de las gentes del sur.
—Tutéame, mujer. ¿Cómo te llamas?
—Nadia.
—Es peligroso hablar con desconocidos en este parque —dijo Héctor.
Se hallaban en ese momentos en el parque María Eva Duarte de Perón,
un pequeño rincón verde en el que Héctor había buscado refugio del calor
que todavía hacía a esa hora de la tarde.
—¿Por qué es peligroso? —preguntó la mujer con una sonrisa.
—Un loco mató a un hombre aquí mismo porque decía que le había
mirado mal.
—Entonces no hay problema. ¿Quién está mirando mal a nadie aquí?
Héctor sostuvo complacido la mirada de complicidad de la mujer.
—¿Dices que eres fan de mis libros?
—Me he leído dos veces Aguas tranquilas y profundas. Me siento
súper identificada con la protagonista. No sé cómo puedes haber escrito
algo así, que me ha llegado tantísimo. Es como si te hubieses metido bien
dentro de mí y hubieses estado copiando al dictado mis emociones y
pensamientos. Es magia.
—Todo gran poeta nos plagia, como decía Ortega y Gasset.
—Tenía razón.
—Me gusta ese colgante —dijo Héctor señalando el Pegaso alado que
bailaba sobre los redondos pechos de la mujer.
—Sueño muchas veces que me despierto con alas y puedo volar.
—Eso sería algo digno de verse. ¿Vas con prisa? Lo digo porque tengo
sed. Si quieres te invito a un refresco.
Ella dudó un momento.
—De acuerdo.
Viendo su sonrisa, Héctor se convenció de que iba a poder añadir otra
muesca al cabecero de su cama.
Se sentaron en una terraza junto a la plaza de Manuel Becerra. Se
notaba que era domingo. Había menos gente de lo habitual. Pidieron unas
cervezas para acompañar la conversación.
—¿Tú en qué trabajas, Nadia?
—Soy bibliotecaria.
Héctor asintió.
—Qué interesante. ¿Soy el autor más leído de la biblioteca?
Ella se rio.
—Qué vanidoso.
—Hay que tener un ego gigante para abrirse camino en la escritura.
¿Tú escribes también?
Ella negó con la cabeza. Era muy atractiva. Fuese por sus ojos azules y
su piel morena, o por el colgante del Pegaso, Héctor vio de pronto en su
recuerdo la imagen de otra chica, más joven pero con la que Nadia
guardaba un razonable parecido. Sabía que Nadia no podía ser esa chica de
su recuerdo, ni por la edad ni porque la chica estaba muerta. Pobre Sara. A
pesar del tiempo transcurrido, todavía se le llenaba la boca de un sabor
amargo al recordar lo sucedido a su amiga.
—Me gusta leer —dijo Nadia—: Conocer otros mundos, otras vidas.
Pero lo que más me gusta es viajar. No descarto romper con todo un día,
como hace la protagonista de tu novela, y lanzarme a la aventura. Aunque
en mi caso no sería para dejar atrás un pasado trágico.
—Brindemos por ello —dijo Héctor—. Tenemos que vivir nuestros
sueños.
Héctor fue tanteando el terreno unos minutos más. Pidieron una
segunda ronda cuando terminaron sus cervezas, que bebieron con una
sincronía que parecía el signo de un secreto entendimiento entre ellos.
Héctor tuvo que ir al baño para aliviar la vejiga. Mientras se lavaba las
manos con movimientos enérgicos decidió que había llegado el momento de
lanzarse a la yugular, no fuese Nadia a confundirle con un niño de pecho.
Héctor regresó con el paso firme y la mirada resuelta hacia su mesa,
para encontrarse con la desagradable sorpresa de que Nadia había
desaparecido.
Disimulando su desconcierto, miró a un lado y otro, pensando que
igual se había confundido de mesa. No había rastro de Nadia.
Puede que estuviera en el baño.
Esperó, pero ella no aparecía.
Llegó el camarero con las cervezas que habían pedido.
—Tráigame la cuenta —dijo Héctor.
Vio entonces la servilleta debajo del plato de aceitunas que les habían
puesto de tapa.
Había un número de teléfono escrito en la servilleta.
Héctor pensó que la velada todavía podía acabar bien.
Marcó el número en su móvil, dispuesto a mostrarse comprensivo pese
a que no le hacía ninguna gracia que Nadia le hubiese dejado plantado así.
Pero no iba a perderse en reproches estériles si ahora ella le invitaba a
terminar la velada en su casa.
—Dígame —la voz de Nadia parecía diferente al teléfono, más
contenida y grave.
—Soy Héctor.
—¡Cuánto tiempo! Pero ¿cómo tienes mi número? ¿Quién te lo ha
dado?
Héctor empezaba a tener la impresión de que Nadia no andaba muy en
sus cabales, pero para pasar un rato tampoco era algo que le preocupara
demasiado.
—Ha sido magia —dijo Héctor—. O la servilleta que me has dejado
debajo del plato de aceitunas. ¿Dónde estás?
—Espera, tú no eres Héctor.
—Claro que soy Héctor.
—¿Héctor Muñoz?
—No… ¿Nadia?
—Se ha equivocado de número.
Y la mujer colgó.
Héctor resopló y comprobó el número al que acababa de llamar.
Efectivamente, había trocado dos cifras.
Con creciente irritación, volvió a marcar el número de la servilleta,
esta vez sin error.
Le saltó un mensaje que indicaba que el móvil al que llamaba estaba
apagado o fuera de cobertura.
Cortó la llamada. Contrariado, miró alrededor. Se sentía observado,
como si estuviese siendo objeto de una broma de cámara indiscreta. Pero
allí nadie le prestaba atención.
Terminó su cerveza y se marchó después de dejarle una buena propina
al camarero, que actuó en todo momento como si no se hubiese dado cuenta
de que se había tenido que tomar solo la última ronda.
De vuelta en su casa, Héctor fue directo hasta su despacho, donde
guardaba los dos anónimos que le habían enviado. ¿Tendrían algo que ver
con aquel extraño encuentro? Se había quedado con mal cuerpo. No sabía
qué juego se traía Nadia entre manos, pero le daba mala espina. Tenía la
clara intuición de que iban a verse otra vez.
Se levantó de la silla y se acercó hasta su librería. Buscaba un libro:
Poesía completa, de Alejandra Pizarnik. Le sacudió el polvo y lo abrió con
cuidado, pasando rápido las páginas hasta localizar la foto que guardaba
entre ellas y que parecía desgastada de tanto como la había mirado en
tiempos. Sintió un dolor agudo en el pecho, como si le faltase el aire. En la
foto, su amiga Sara parecía mirarle con su juventud y belleza intactas tal
como era cuando la había conocido más de dos décadas atrás. Sus labios
carnosos dibujaban una tímida sonrisa, pero Héctor se fijó en otra cosa que
venía a confirmar lo que recordaba: Sara llevaba el Pegaso colgado del
cuello, un colgante de plata que siempre había sido una de sus señas de
identidad. Ella soñaba con volar, pero el suyo había sido un vuelo
prematuro hacia ninguna parte. La huella de su ausencia seguía quemándole
dentro. Podía haber sido una casualidad que Nadia llevase un Pegaso
también, pero ni mucho menos podía descartar que hubiese una siniestra
conexión con Sara. Y si era así, mucho se temía que, le gustara o no, iba a
tardar poco en averiguarlo.
11. Alguien al teléfono

Héctor escribió el resto del día. Se notaba en estado de gracia, como si


fuese un médium en comunicación directa con los espíritus de sus
personajes, que, una vez liberados de su silencio indeseado, tenían mucho
que contar. Apenas le daba tiempo a escribir las frases, que parecían surgir
de una fuerza superior que trascendía los límites de su propio
entendimiento.
El abrupto sonido del teléfono le rescató del trance en el que se
hallaba.
Era el número de Nadia. Quedaban unos minutos para la medianoche.
Se había olvidado todo ese rato de ella, pero no lo suficiente como para
ignorar su llamada.
—Pensaba que ya no iba a tener noticias de ti —dijo Héctor.
—No vas a tener esa suerte —dijo una voz masculina y grave con un
eco de respiración que le recordó siniestramente a Darth Vader.
Héctor se puso en alerta instantáneamente.
—¿Quién coño eres? —preguntó Héctor.
—Soy tu juez y verdugo. Tienes una deuda con la Justicia y ha llegado
la hora de que la pagues.
Héctor hizo un esfuerzo para contener el pánico en su voz:
—¿Esto es una broma? No tiene ni puta gracia.
—Sé lo que le hiciste a Sara esa noche en la playa. Tú la mataste. Y
tengo pruebas.
—¿Sara? Pero ¿qué cojones…?
Héctor estaba horrorizado. Su encuentro con Nadia había despertado
su memoria de Sara. Ahora confirmaba que no era casualidad que Nadia
llevara el colgante del Pegaso, como lo llevaba Sara siempre. Aquel
desconocido le estaba llamando desde el número que Nadia le había
facilitado. Y le estaba acusando de haber matado a Sara. Se sintió
terriblemente vulnerable, expuesto al capricho de aquel loco y sus
demoníacas maquinaciones. ¿Sería el padre de Sara? En el primer anónimo
le acusaba de haberle «quitado» a su hija. Héctor había sido, muy
posiblemente, la última persona que había visto a Sara con vida. Sara murió
ahogada, encontraron su cuerpo al día siguiente de su último encuentro con
ella. Pero cuando él la dejó en la playa Sara estaba perfectamente, a solas
con su tristeza y preocupaciones. Si hubiese sabido lo que tenía pensado
hacer jamás la habría dejado sola, con la mirada perdida en el oscuro mar
que parecía llamarlos con su rumor hipnótico…
—Paga o muere —dijo aquel Darth Vader impostado al otro lado de la
línea telefónica. Quien fuese enmascaraba su verdadera voz con un filtro
que la distorsionaba, lo que aumentaba su siniestro efecto.
—Has equivocado tu presa —dijo Héctor—. Yo no he matado a nadie.
Dices disparates.
—Quiero cien mil euros. Tienes una semana para reunir el dinero y
dejarlo en una consigna de la estación de Atocha. Pronto recibirás más
instrucciones.
—Estás mal de la cabeza si crees que te voy a dar un solo euro.
—Si no pagas, todo el mundo sabrá lo que le hiciste a Sara antes de
que yo mismo te mate.
—Tengo la conciencia tranquila. No le he hecho mal alguno a nadie.
—Paga o muere. Tú decides.
Y aquel loco le colgó.
Héctor marcó su número, poseído por un vértigo irracional que le
hacía pensar que, si hablaban un poco más, podría disuadirle de insistir con
aquella locura, que no podía ser sino un malentendido y que había de acabar
mal.
Pero aquel número ya no daba señal.
Héctor, en un estado de gran agitación, tuvo que servirse un chupito de
Glenlivet, su whisky escocés favorito, para templar el ánimo. Se sentía
espiado. Paranoico, recorrió la casa buscando una presencia extraña, pero
estaba solo. Sabían dónde vivía, tenían su número. Por primera vez, tenía
miedo de verdad. Ya no se trataba de un peligro abstracto, sino de una
amenaza muy concreta.
¡Cien mil euros! Si pagaba, ¿cuánto tardaría aquel loco en exigirle más
dinero? Daba igual que fuese inocente, aquel perturbado no le dejaría en
paz hasta que no le hubiese exprimido la última gota de sangre.
Le asaltó el recuerdo de Sara, la vio tan hermosa como era, con ese
brillo rebosante de vida en sus ojos azules. Su imagen se confundió con la
de Nadia, sonriente y exuberante también, y se le revolvió el estómago.
Había pasado tanto tiempo que le parecía inconcebible que alguien
estuviese removiendo aquello para ajustar cuentas. Más parecía que se
había convertido en la presa de unos criminales sin escrúpulos. Porque
Nadia era cómplice de aquel intento de extorsión. Debían conocer a la
familia de Sara, si no eran ellos mismos parte de ella. Héctor recordó que su
hermano y el de Sara eran buenos amigos. ¿Sería este último quien le
acababa de llamar para amenazarle? ¿De verdad creía que él la había
matado? Le había dicho que tenía pruebas. ¿Y si Sara no se suicidó como él
había creído todo ese tiempo?
Estaba pensando si acudir a la policía cuando recordó la llamada de
Olga días antes, la llamada que él había ignorado, pensando que ella le
llamaba para sacarle dinero. Después de ver a Sara en la playa la noche en
la que ella murió, él había estado con Olga.
Marcó su número sin pensarlo.
Olga contestó con voz somnolienta y sorprendida:
—¿Héctor?
—Hola, Olga. ¿Cómo estás?
—Me había quedado dormida con la televisión. Estoy bien… Y tú,
¿qué tal? ¿A qué debo el honor? Pensaba que ya no querías saber nada de tu
vieja amiga, ahora que eres un escritor importante.
—Tienes motivos para estar enfadada, lo sé. Estoy enfrascado en mi
nueva novela y eso saca mi lado menos social.
—Estaba mal acostumbrada contigo. Como siempre me contestabas a
la primera cuando yo estaba en posición de hacerte favores…
Héctor se sintió muy tentado de colgar para no seguir escuchando sus
estúpidas quejas, pero se contuvo.
—Si es para algo importante, sabes que puedes contar conmigo —dijo
Héctor.
—Ya. ¿Para qué me has llamado?
—¿Te acuerdas de Sara?
—¿Sara? ¿Qué Sara?
—La cordobesa. Aquel último verano que coincidimos en Estepona.
—Sí, claro que me acuerdo —dijo Olga—. ¿Por qué te has acordado
de ella ahora?
—Unos locos me quieren chantajear. Dicen que yo maté a Sara y que
tienen pruebas.
—¿Lo hiciste?
Héctor sintió como la peor de las traiciones aquella duda de su amiga.
—Sabes que soy incapaz de hacer daño a nadie.
—Por lo que recuerdo, tú fuiste el último que la viste la noche en la
que murió. Llegaste a nuestra cita con signos evidentes de haberte peleado.
Dijiste que te intentaron atracar.
—Así fue.
—O mentiste entonces y mientes ahora.
Héctor escuchó indignado a quien había considerado hasta ese
momento como a una amiga, alguien en quien podía confiar. Qué ingenuo.
—¿De verdad me crees capaz de algo así? Sabes mejor que nadie que
yo quería a Sara y lo mal que lo pasé con su suicidio.
—Pudo ser una comedia, como ahora, cuando me dices que puedo
contar contigo. Sé que lo dices por quedar bien.
—Lo digo en serio.
Olga resopló al otro lado de la línea.
—Da igual —dijo ella—. A mí también me han amenazado. Dicen que
yo te encubrí. Me piden cien mil euros. ¿De dónde voy a sacar ese dinero?
Estoy en la ruina.
Héctor sintió el impacto de aquella revelación como una sacudida de
alto voltaje.
—¿Por qué no has ido a la policía? —preguntó a su amiga.
—Porque me han amenazado con hacerle daño a mis padres si acudo a
la policía.
—¿Y qué vas a hacer?
—La táctica del avestruz. Esconder la cabeza en la arena esperando a
que escampe. Si vienen a por mí lo único que van a poder sacarme son unos
gritos de terror. Yo no he hecho nada, no sé por qué la toman conmigo.
Salvo que saben que yo era tu amiga y por eso dicen que te encubrí.
—No me encubriste porque no había nada que encubrir.
—Bueno, si esta mierda estalla, ya veremos qué sale a la luz.
—Me parece increíble que le prestes el menor crédito a estos
criminales.
—Algo gordo deben tener cuando han venido a por nosotros.
—Eso es imposible. Tienes que creerme.
—Entonces, ¿por qué nos amenazan? ¿Quiénes son? Conocían a Sara
y saben quiénes somos nosotros. Después de tanto tiempo.
—Pueden ser familia de Sara. Sus padres, o el hermano…
—He preguntado a unos amigos de Estepona que los conocían. El
hermano está en América, creo que lo podemos descartar. Y a los padres de
Sara también. Murieron hace años. Quizás sospecharon siempre de
nosotros, incapaces de asumir el suicidio de su hija, y le encargaron a
alguien investigar… ¿Vas a ir a la policía?
—Me da miedo que hayan elaborado pruebas falsas para
incriminarme.
—Lo imaginaba.
Héctor notó la desconfianza de Olga. Podía entenderla, pero eso no
volvía menos decepcionante su actitud.
—¿Has hablado con Jorge de esto? —preguntó Héctor.
—No. ¿Por qué iba a hablar con él?
—Él salía contigo entonces. Éramos amigos. Puede que le estén
chantajeando también.
—Suena descabellado.
—Todo esto es descabellado. Hablaré con él.
—No sé si querrá verte. A mí hace tiempo que me puso la cruz.
—Me arriesgaré. Puede que sepa algo… ¿Te han dado ya instrucciones
para el pago?
—No. Me han dicho que me las enviarán en breve. ¿Tú me podrías
dejar mi parte?
—Ni hablar. Si pagamos a estos cabrones, no pararán hasta
arruinarnos.
—¿Y me podrías dejar algo? No quiero abusar de tu confianza, pero la
verdad es que necesito que me eches un cable. Si puedes, claro.
—¿Cuánto dinero sería?
—Veinte mil. Con eso podría respirar una temporada.
—Es mucha pasta. Tengo que pensármelo.
—Claro, piénsatelo. Respecto a lo del chantaje, ¿qué vas a hacer?
—No lo sé. De momento, hablar con mi hermano. Es amigo del
hermano de Sara. Quizás averigüe algo.
—Ten cuidado.
—Lo tendré.
12. El hermano

Héctor quedó con Pablo, su único hermano, en su agencia de viajes. Pablo


tenía el local en Aluche, cerca de la estación de metro. Era una tarde
calurosa de lunes. La gente caminaba por las aceras buscando el refugio de
la sombra. Héctor se quitó las gafas de sol al entrar en la agencia. Sintió el
agradable frescor del aire acondicionado. Apenas tuvo tiempo de saludar
con un gesto a la ayudante de su hermano, que estaba ocupada con un
cliente. Pablo salió de su despacho y le indicó la puerta de la calle.
—Vamos a por un café. Necesito espabilarme.
Se metieron en el bar de al lado. El encargado de la barra saludó con
familiaridad a su hermano. Conversaron mientras se tomaban un café con
hielo.
—Tú dirás qué mosca te ha picado ahora —dijo Pablo.
Héctor veía muy envejecido a Pablo. Su hermano solo le sacaba un par
de años, pero ya apenas le quedaba pelo y le colgaba la panza por encima
de sus pantalones XXL. Héctor, en cambio, se mantenía en plena forma.
Imaginaba que su buen aspecto debía ser un motivo más de agravio
imaginario para su hermano. Pablo se había enfadado con él por su primera
novela, en la que se había reconocido en uno de los personajes. Por más que
Héctor le aseguró que no pensaba en él al escribir la novela, su hermano se
lo tomó como una afrenta personal. Había sido el comienzo de su
distanciamiento. Ya apenas sabían el uno del otro. Llevaban más de un año
sin verse.
—Quiero hablar con el hermano de Sara —dijo Héctor—. Tú y él sois
amigos, ¿no?
—¿Qué Sara?
—Sara Cuéllar. La cordobesa.
Su hermano contrajo el gesto con desagrado como si acabase de
morder un limón.
—¿Quieres hablar con Javi? ¿Para qué?
—Quiero escribir sobre Sara. Me acuerdo mucho de ella.
—Me parece una mala idea. Deja en paz a los muertos.
—Es un homenaje. Quiero hablar con quienes la conocían. Me gustaría
ofrecer el retrato más fiel posible de ella.
—Eres un tocanarices.
—Déjame que hable con Javi y que decida él.
—Ni de coña. Javi vive en Florida desde hace años. Se fue allá, entre
otras cosas, para hacer distancia. Sara dejó un vacío imposible de llenar
entre los suyos. Creo que eso puedes entenderlo.
—Sí, claro.
—Los padres nunca lo superaron. Se negaban a aceptar que su hija se
suicidó.
—¿Pensaban que no fue un suicidio lo de Sara?
—Sí. Por lo visto, culpaban de su muerte a ese amigo tuyo.
Héctor miró sorprendido a su hermano:
—¿A quién?
—A Jorge.
—¿Jorge? ¿El novio de Olga?
—Sí, ese. Decían que Sara le había dado calabazas y que él se lo tomó
mal.
—Pero si Jorge estaba con Olga.
—Sí. Y tú le metías los cuernos.
—Pero eso él no lo sabía entonces. Jorge estaba colado por Olga.
—Ya. Como puedes comprender, los padres de Sara quedaron muy
tocados con la muerte de Sara. Me contó Javi que llegaron a contratar a un
detective, que confirmó las conclusiones de la policía sobre el caso. Pero
sus padres siguieron acusando a Jorge en contra de todas las evidencias.
—No tenía ni idea. ¿Sabe Javi quién era ese detective? Dame el
número de Javi y deja que hable con él.
Héctor descartaba que el hermano de Sara tuviese nada que ver con sus
chantajistas. Vivía en Florida y a él le habían llamado con un número local.
—Ni hablar —dijo su hermano—. Javi es un amigo.
—Y yo soy tu hermano.
—Tú eres un mierda que has aireado intimidades mías para conseguir
la atención de los cuatro gilipollas que te leen.
Héctor resopló con enfado antes de contestar a su hermano:
—Ya te dije que tú no me serviste de base para el personaje de mi
novela. Lo que pasa es que tienes un ego más grande que yo incluso y te
crees el puto centro del mundo.
—Las broncas con mi mujer, los líos de dinero con mi amante… Solo
te faltó poner mi dirección de casa.
—Pero ¡qué disparate! Como si fueses el único con esos problemas.
—Seguramente que fui el único tan idiota como para hablar de ellos
contigo.
—Lo que pasa es que te jode que me vaya bien. Me tienes envidia.
—Anda, payaso.
Habían elevado el tono y el encargado los miraba con curiosidad. A
saber qué basura andaría diciendo su hermano de él a quien quisiera
escuchar sus maledicentes comentarios.
Héctor dejó un billete sobre el mostrador para pagar los cafés.
—Ha sido un placer, hermanito —dijo.
—Guárdate esto.
Su hermano dio un manotazo al billete, que voló en su dirección.
—Como quieras.
Héctor agarró el billete.
—Ha sido un placer —dijo.
—Lo mismo digo.
Héctor salió del bar convencido de algo que ya sabía, pero que se
negaba a admitir: ya no tenía más familia que su propia sombra.
13. Un crimen dormido

Héctor localizó a Jorge a través de su perfil de LinkedIn. Era directivo de


TeleStar. Tenía que estar forrado. Había puesto la clásica foto de triunfador
con el gesto pagado de sí mismo en su perfil. Siempre había sido bastante
gilipollas. Héctor le envió un mensaje:
«Sara ha resucitado. Tenemos que hablar».
Jorge le contestó a última hora del día. Imaginaba que se lo habría
estado pensando:
«Ya ni me acordaba de Sara. Toda aquella época la tengo borrada.
Perdí el tiempo con gente como tú que no merecía la pena. ¿Por qué dices
que Sara ha resucitado? Fue muy triste lo de su suicidio».
Héctor prefería hablarlo cara a cara. Jorge le dijo que quedasen al día
siguiente junto a su oficina, a la salida del trabajo. Héctor se acercó al Box
Gin, una coctelería junto al paseo de la Castellana. Pidió un daiquiri
mientras esperaba a Jorge. La luz baja del local contrastaba con el sol de
fuera. Estaba siendo otro día interminable de calor.
Jorge entró en el local con el mismo gesto altanero de su perfil en
LinkedIn y unas gafas oscuras que, junto a su pelo cortado a cepillo, le
daban un aire de tiburón sin escrúpulos. Jorge se quitó las gafas y la mirada
que le lanzó al reconocerle fue más oscura que los cristales de sus Ray-Ban.
—Me alegro de verte —dijo Héctor.
—Déjate de mierdas y dime qué pasa con Sara. ¿Por qué andas
removiendo esa tragedia? Deja a los muertos descansar en paz.
—Yo los dejo. Son otros los que se empeñan en recordar viejas
historias.
—¿Quiénes? ¿Por qué? La verdad es que me tienes intrigado. Pasan
años sin saber de ti y, de pronto, reapareces con este cuento.
—Sara te gustaba también.
—¿A qué viene eso ahora? Yo estaba con Olga, te recuerdo.
—Me han contado que Sara te dio calabazas.
—Eso es un puto embuste. Puede que para Olga nuestra relación no
significase nada, pero para mí era algo muy serio. Yo era tan idiota en esa
época que no tenía ojos para otra. Y bien que os aprovechasteis de mi
ingenuidad.
—No he venido aquí a discutir.
—¿Quién te ha ido con ese cuento?
—Los padres de Sara estaban convencidos de que tú la mataste.
Jorge le miró atónito.
—Me dejas a cuadros. Pero, ¿por qué?
—Porque Sara te rechazó cuando quisiste salir con ella.
Jorge hizo un gesto de incredulidad.
—Te lo estás inventando —dijo—. Es imposible que pensaran eso. No
tenían base alguna… ¿Es su hermano el que anda diciendo estos disparates?
Creía que había un aprecio mutuo, nos llevábamos bien. Nunca tuve el
menor roce con Javi ni con su familia.
—Javi cree que sus padres te acusaban sin fundamento.
—Entonces, ¿por qué esa fijación de sus padres conmigo? ¿Qué tienen
contra mí? Si ni siquiera me conocen.
—Los padres de Sara ya murieron.
—Cada vez entiendo menos. Si es así, ¿a qué viene hablar de esto
ahora?
—He quedado contigo para avisarte de que tengas cuidado. No sé
quién, pero alguien está removiendo esta historia de Sara. Han amenazado a
Olga y también me han amenazado a mí. Nos acusan de ser los
responsables de la muerte de Sara.
—Pero ¿qué locura me estás contando?
—Yo soy el primero que no entiendo nada, salvo una cosa: esa gente
que nos amenaza, sea quien sea, es peligrosa.
—¿Habéis ido a la policía?
—Dicen que si vamos a la policía nos matarán.
—¿Y tú los crees? Yo iría a la policía. No tienen nada contra ti ni
contra Olga. Porque vosotros no tuvisteis nada que ver con la muerte de
Sara, ¿verdad?
—Tú me conoces y conoces a Olga.
—También pensaba que os conocía entonces, cuando creía que podía
confiar en vosotros.
Héctor sostuvo sin un pestañeo la mirada de censura de Jorge. Le
parecía como si no quisiera enterarse de la gravedad de lo que ocurría.
—Espero que esto quede entre nosotros —dijo Héctor.
—Descuida. Pero yo que tú iría a la policía… Te agradezco que hayas
tenido el detalle de avisarme. No creo que vayan a molestarme, pero es tan
disparatado lo que me cuentas que cualquiera sabe.
Héctor asintió.
—Es lo mínimo que podía hacer por un viejo amigo.
—Qué pena lo de Sara. Tan joven. Qué injusta es la vida.
Héctor estuvo de acuerdo por una vez con Jorge.
14. El gato

Héctor se había quedado con muy mala sensación después de ver a Jorge. El
encuentro había sido breve, pero se le había hecho eterno. Pese a todo el
tiempo transcurrido, Jorge seguía resentido con él por haberle metido los
cuernos. Había notado cómo fluctuaban el odio y el desprecio en la mirada
de Jorge mientras se esforzaba en poner el gesto desapegado de un hombre
de mundo. Sin embargo, era otra cosa la que Héctor llevaba rumiando un
buen rato.
Llamó a Olga en cuanto llegó a casa:
—Jorge miente —dijo Héctor—. Niega que Sara le rechazara, pero
¿por qué iban a decir eso los padres de Sara si no es porque ella misma se lo
contó a ellos?
—Pobre Jorge —Olga resopló con fastidio—: Cornudo y apaleado.
Parece que tuvieses algo personal contra él. Jorge estaba loco por mí. Le
hacía ojitos a Sara, pero como tú y los demás. Si dice que no hubo nada con
Sara, es que no lo hubo. Jorge puede tener sus defectos, pero es un tío legal.
Yo le creo.
—He tenido una sensación extraña con él.
—No es extraño. Tener que verte le habrá sabido a cuerno quemado.
Fue muy feo lo que le hicimos. A mí ni me quiso saludar un día que nos
vimos de casualidad en un restaurante.
—No es eso… —dijo Héctor—. Creo que fue él quien me asaltó la
noche en que murió Sara.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea.
—Ni de coña —sentenció Olga—. Nos portamos mal con él, y en vez
de asumir que fuiste un cerdo con tu amigo, intentas cargar a Jorge con
culpas imaginarias. Si hubiese sido él quien te asaltó te habrías dado cuenta
en el momento, no veinticinco años después porque te ha puesto mala cara.
—Ni se me ocurrió pensar en él entonces. Me parecía inofensivo. Creo
que le subestimaba porque le estábamos engañando. Sin embargo, puede
que fuese él quien se estaba riendo de nosotros.
—Puedes escribir una novela sobre eso —dijo Olga—. Por mi parte,
tengo claro que es un disparate. Y, además, ¿qué importa eso ahora? ¿O
crees que Jorge está detrás del chantaje que nos están haciendo?
—No. Me ha parecido genuina su sorpresa cuando se lo he comentado.
—¿Ves? El reloj corre en nuestra contra. ¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé. Supongo que se volverán a poner en contacto con
nosotros. Habrá que seguir sus instrucciones.
—Pero, entonces, ¿vas a ceder al chantaje y pagar?
—Ni loco. No sé qué voy a hacer todavía, pero quiero ver cuál es el
siguiente paso que dan.
—Eso es lo más sensato que has dicho en todo este rato. Respecto a lo
del préstamo que te dije, ¿te lo has pensado?
Héctor torció el gesto:
—Veinte mil es mucho dinero.
—Eso ya me lo dijiste. Te lo puedo devolver a plazos. Es algo
temporal.
—Tengo que ver si puedo cuadrarlo en mi presupuesto.
—Me harías un gran favor.
—Esta misma semana te digo algo.
—Vale.
Después de colgar, Héctor fue a la cocina para prepararse algo de cena.
Era fácil calmar el hambre, otra cosa era salir de la espiral de pensamientos
que convergía todo el rato en las mismas preguntas: ¿Sara se había
suicidado o la habían asesinado? ¿Jorge tenía algo que ver con la muerte de
Sara o los padres de ella le habían acusado sin fundamento? ¿Quién estaba
intentando chantajearlos a Olga y a él? Incluso en el supuesto de que
alguien hubiese asesinado a Sara, era imposible que tuviesen una sola
prueba contra él o contra Olga. Salvo que la hubiesen amañado. Y que
pensaran que eso podía preocuparlos indicaba que sabían que ellos habían
mentido sobre la noche en la que Sara murió, la noche en la que él fue
asaltado por un extraño…
El timbre de la puerta le rescató de sus oscuras meditaciones. Era su
vecina, la mujer mayor que se había mudado a vivir allí recientemente. Casi
no la reconoció. Estaba muy pálida y tenía la mueca contraída en un gesto
de visible angustia:
—¿Ocurre algo? —preguntó Héctor.
—Es Frank. Ha desaparecido. ¿No lo habrás visto por casualidad?
—¿Frank?
—Mi gato.
Héctor recordó a aquel felino desconfiado.
—¿Segura que no está en casa?
Su vecina asintió con pesadumbre.
—Salí a hacer unas compras y al volver me he encontrado la casa
vacía. Tenía las ventanas abiertas…
—Tranquila, Eva. Ya sabes cómo son los gatos. Habrá salido a dar una
vuelta. Seguro que vuelve más tarde. Se come mejor en casa que fuera.
—Dios te oiga.
—Voy a hacer una cosa. Bajo un momento a la calle, a ver si lo
encuentro.
—No te molestes, hombre.
—No es molestia.
Eran las diez de la noche. Todavía quedaba un rastro de luz diurna en
el cielo.
Héctor buscó al gato en las calles cercanas. Le apetecía caminar un
poco y agradecía tener la cabeza ocupada con una tarea específica.
Vio un gato negro junto a unos cubos de basura. Lo llamó:
—Frank.
El gato le ignoró.
Siguió callejeando unos minutos más.
No hubo suerte.
Llamó a la puerta de su vecina cuando volvió.
—Has sido muy amable —dijo la mujer—. Creo que voy a tener que
hacerme a la idea de que Frank me ha abandonado.
—Igual vuelve. Los gatos son impredecibles.
—Siempre se van los mejores. Me acostumbraré, no te preocupes. Me
gustaría corresponder a tu amabilidad, pero tampoco quiero convertirme en
esa vecina pesada a la que tienes que rehuir en el portal.
—Bueno, si es por tener un detalle, los pasteles del otro día estaban
muy ricos.
Héctor vio cómo se animaba la expresión de la mujer, que parecía
haber envejecido diez años de golpe con la preocupación por su gato.
—Hoy no tengo pasteles.
—Una sonrisa me vale, entonces.
La mujer sonrió.
—Así mejor.
Héctor regresó a su casa.
Le caía bien su vecina. Imaginaba cómo debía sentirse ahora mismo,
sin su gato. Él lo había pasado muy mal con la enfermedad de Galatea, su
añorada gata. Habían tenido que sacrificarla. Todavía notaba una punzada
de dolor al pensar en ella.
Agarró su móvil y llamó a Mónica. No había vuelto a saber de ella
desde su ruptura aquel fin de semana en Cadaqués. Ya habían pasado dos
semanas de aquello. No tenía claro que Mónica fuese a contestarle. Se
alegró cuando oyó su voz al teléfono.
—Vaya —dijo Mónica—. Pensaba que ya te habrías olvidado de mí.
—¿Después de que me ducharas con tu mojito y te marcharas sin
despedirte? Como para olvidarme de ti.
—Eso fue poco para lo que te merecías por ser tan cabrón.
—No te he llamado para que discutamos lo que ya quedó claro.
—¿Para qué me has llamado entonces?
—Es por los gatitos de tu amiga.
—¿Los gatitos? Pensaba que ya no podías sorprenderme.
—¿Amelia sigue buscando hogares adoptivos para las crías de su gata?
—Es posible. Pero ¿tú no decías que ya no querías saber nada de
gatos?
—No es para mí, es para mi vecina. Acaba de perder a su gato.
—Bueno, le preguntaré.
—Gracias, Mónica.
—¿Algo más?
—Sí. Aprovecho que eres abogada para hacerte una pequeña consulta.
—Estoy fuera del horario de oficina. Y cobro por las consultas que se
me hacen.
—Es sobre un intento de chantaje. Imagino que habrás tenido algún
cliente al que le haya pasado.
—¿Es para una de tus novelas?
—Sí.
—¿Qué quieres saber?
—Si la gente paga habitualmente.
—Nunca hay que pagar. Lo mejor es ir a la policía siempre, por grave
que pueda ser la causa del chantaje. De la cárcel se sale, al chantajista lo
pagas toda la vida.
—Sí, es lo que pensaba.
—Voy a preguntar a mi amiga lo del gato.
—Te lo agradezco.
Héctor colgó, más animado que antes de hablar con su expareja.
Le llegó un mensaje al móvil cinco minutos después. Pensaba que
sería Mónica para contarle lo del gato, pero se equivocaba:
«Cien mil euros. Estación de Atocha. Consiga 45. Viernes a las 17
horas. Paga o muere».
«Consiga» en vez de «consigna». Hasta con el corrector ortográfico
del teclado del móvil ese Darth Vader de pega seguía cometiendo faltas de
ortografía.
Héctor lanzó una mirada amarga al cielo ya oscuro sobre los tejados de
las casas vecinas. Tenía un mal pálpito con aquella historia. Estaba en la
diana de un loco. Quedaban tres días hasta el viernes.
«Paga o muere».
Alguien tocó la bocina en la calle. Miró abajo y vio a un anciano
moviendo el puño airadamente junto al semáforo, que tenía en verde para
pasar. El destinatario de su gesto ya se perdía en la distancia.
Vio un gato negro junto al anciano. Le pareció que el gato le miraba un
momento, con aire desconfiado.
Héctor bajó corriendo a la calle, pero cuando llegó junto al semáforo el
gato ya no estaba. Le llegó otro mensaje al móvil en ese momento:
«Mira en tu buzón».
Hizo lo que le indicaban y vio la llave de una consigna dentro.
Descompuesto, miró a un lado y otro del portal, pero allí no había nadie.
Agarró la llave y volvió a su casa con expresión lúgubre.
15. A cada cual lo suyo

Al día siguiente, Héctor estuvo escribiendo a buen ritmo toda la mañana.


Tener la cabeza ocupada le ayudaba a lidiar con la tensión y la ansiedad.
Escribir, además, era una suerte de revancha contra la realidad de su
situación. En su escrito, partía del primer anónimo amenazante que había
recibido, pero el resto obedecía a sus designios. Disfrutó particularmente
escribiendo el momento en el que su alter ego ficcional clavaba su pluma
estilográfica en la yugular del fanático que quería matarle. Después de ese
momento catártico, le costó reanudar la tarea. Decidió comer fuera.
Necesitaba airearse.
Al bajar vio a Isidro saliendo de la portería con el gesto apagado, los
hombros caídos. Arrastraba los pies como si llevase unos pesados grilletes
en los tobillos. Por su aspecto de condenado, anticipó la respuesta, pero de
todas maneras le preguntó:
—¿Aparecieron las manzanas?
Isidro le dedicó una mirada melancólica, sus ojos saltones faltos del
brillo desquiciado habitual.
—Volaron como inocentes pajaritos. Ya he asumido su pérdida.
—Lo siento.
—Fue un error mío. Me descuidé. Eso sí, como pille al miserable que
me las ha robado, se va a enterar…
Por lo menos, esta vez Héctor no sintió la sombra de la sospecha en la
mirada de Isidro.
—¿Tú qué tal? —le preguntó Isidro—. ¿Has recibido más amenazas?
—No. Debió ser un bromista.
—Algunos tienen un humor que es para colgarlos de un gancho en el
matadero.
Héctor asintió y siguió su camino. Prefería mantener a Isidro al margen
del asunto. Por muy bien que se llevasen, su relación era comercial ante
todo y así quería que continuara.
Bajó hasta Goya y comió en la Cruz Blanca, uno de los pocos sitios del
barrio que había sobrevivido desde su juventud. Muchas veces se sentía
como un extraño caminando por las calles que le habían visto crecer.
De vuelta en el asfalto ardiente, buscó el refugio de las sombras.
Quería caminar un rato antes de regresar a casa para encerrarse con su
novela. Sin darse cuenta apenas, se encontró en la linde del parque María
Eva Duarte de Perón. Ahí se había producido su encuentro con Nadia, la
cómplice de su chantajista. Sintió una punzada de amargura al recordar la
belleza de Nadia, que se confundía en su cabeza con la de Sara. Lo que
parecía un encuentro afortunado había resultado ser el comienzo de una
pesadilla.
Entró en el parque y se sentó en un banco. Casi se había tomado una
botella entera de Protos en la comida. Sentía un agradable sopor. Cerró los
ojos y disfrutó del canto de los pájaros en las copas de los árboles por
encima de su cabeza.
Al abrir los ojos, Nadia estaba delante de él.
Héctor se puso en guardia automáticamente. Nadia tenía una sonrisa
tenue dibujada en los labios, sus ojos azules fijos en él.
—¿Me has seguido? —preguntó Héctor.
—No. Llevo viniendo toda la semana aquí, con la esperanza de que
nos pudiésemos encontrar de nuevo.
Héctor se levantó del banco y se plantó ante ella con el gesto retador.
—¿Me tomas el pelo? ¿Vas a insistir con el cuento de que eres
bibliotecaria y de que te encanta lo que escribo?
—No soy bibliotecaria. Pero sí que me gusta lo que escribes.
—Te doy un minuto para que te expliques antes de que llame a la
policía.
Nadia pareció sorprendida. Hizo un mohín de disgusto.
—Llama a la policía si quieres —dijo—. Entiendo que estés molesto y
pienses que te he tomado el pelo, pero, aunque fuese así, eso no es un
delito.
Héctor la agarró del brazo, el gesto amenazante:
—Hoy no llevas el colgante con el Pegaso. ¿Cómo podías saber eso?
Esta vez no hubo sorpresa en el gesto de Nadia.
—Suéltame y te lo cuento. De lo contrario, me voy a poner a gritar y a
ver a quién cree la policía.
Héctor la soltó. Nadia no iba de farol, veía una gran determinación en
su expresión seria.
—Te escucho —dijo Héctor.
—Soy actriz. Me contrató tu agente para llevar a cabo lo que ella
definió como «una pequeña comedia». Me aseguró que te gustaría.
—¿Esto es cosa de Tamara? Es imposible. No tiene sentido.
Pero Héctor recordó que había hablado con ella de Sara hacía tiempo,
al principio de su relación, cuando salían juntos. Incluso le había enseñado
a Tamara la foto de Sara que guardaba como una reliquia.
—Tamara me dijo que estabas en un bloqueo creativo y que un poco
de masaje de ego te vendría bien —dijo Nadia—. Me pidió también que
llevara el colgante del Pegaso cuando me encontrara contigo. Me dijo que el
Pegaso despertaría en ti conexiones simbólicas muy provechosas para tu
nueva novela.
—Esto tiene que ser una broma.
Nadia le observaba muy seria.
—Parece que Tamara te conoce bien —dijo Nadia—. Sabía que me
invitarías a tomar algo. Me dijo que te siguiera el juego, y que aprovechase
cuando fueses al baño para marcharme y dejarte el número de teléfono en la
servilleta. Imagino que lo verías.
Desde ese número le había llamado el chantajista. Todo apuntaba a que
había sido Tamara, con la voz distorsionada por un filtro para que pareciese
la de un hombre, o un cómplice de ella. Astutamente le había hecho creer
que ese número era el de Nadia, con la que Tamara estaba conectada de una
manera que solo conocía ahora. Él nunca contestaba las llamadas de
desconocidos, eso lo sabía Tamara y cualquiera que le conociera.
—¿Sabes de quién era ese número? —dijo Héctor.
—No lo sé. El de Tamara ya lo tienes y ella también tiene el tuyo.
Supongo que sería una sorpresa.
Héctor guardó silencio, sopesando hasta qué punto podía fiarse de
Nadia.
—Tamara me dijo que, una vez cumplido su encargo, desapareciera
—dijo Nadia.
—¿Por qué estás aquí ahora, entonces?
—Ya te he dicho que me gusta lo que escribes. Esa parte fue auténtica
en nuestro primer encuentro.
—¿Y cómo sé que esto no es otra de tus actuaciones?
—Eso no puedes saberlo.
Nadia le dedicó una sonrisa ambigua, que solo aumentaba su atractivo.
—Hablaré con Tamara —dijo Héctor.
—Llámala. Además de enfadarse conmigo por buscarte en vez de
desaparecer, te confirmará lo que te acabo de decir. Lo que me extraña es
que no te lo haya contado ya.
—Tamara es una caja de sorpresas.
—Tiene que quererte bien, para preocuparse así por ti.
—Es una mujer muy inteligente, pero no me conoce tan bien como
cree.
—Espero que no haya mal rollo. Tamara me ha parecido una tía genial.
—Dejemos de hablar de ella. Se me ocurren mejores maneras de pasar
el rato.
Se miraron, bailando en la fina línea entre la desconfianza y la
atracción.
—Tengo sed —dijo Nadia.
—Yo también. He tomado demasiado vino en la comida. Hasta el
punto de que creo que estoy teniendo una alucinación.
Nadia se rio.
—Soy de carne y hueso.
Debía tener cuidado con ella y sus hechizantes ojos azules. No era
tanto que le recordara a Sara como que le recordaba a su propia juventud
perdida. Pero tenía claro que podía fiarse de ella tanto como de una
tarántula en su almohada.
Fueron a la misma terraza de la primera vez. Los atendió el mismo
camarero, que no dio la impresión de reconocerlos.
—El otro día me comentaste que te gustaba viajar —dijo Héctor—:
¿Prefieres hacerlo sola o en compañía?
—Prefiero sola. Es más excitante.
—¿Qué otras cosas te excitan?
—La manera en la que me miras.
Héctor sonrió.
Llegó el camarero con sus cervezas. Brindaron, midiéndose con la
mirada.
—Tengo que ir al baño —dijo Nadia.
Héctor la siguió con la mirada hasta que entró en el bar. Nadia se
movía con elegancia, como una modelo sobre una pasarela.
Primero ella le había tomado el pelo y ahora tenía pinta de que se lo
quería merendar como una gatita a un pajarito.
Héctor se levantó. Sacó una tarjeta con sus datos de contacto y la dejó
junto a las aceitunas que habían puesto de tapa. Después se marchó con
paso ligero, imaginando con satisfacción el gesto de estupefacción de Nadia
al ver que él la había dejado plantada.
Nadia tardó cinco minutos en llamarle.
—¿Dónde estás?
—Me ha surgido un tema y he tenido que marcharme.
—Eres un capullo.
—Ya estamos empatados.
Oyó cómo ella se reía.
—¿Volveremos a vernos? —preguntó Nadia.
—¿Tiene eso alguna importancia en el devenir de este mundo loco?
—No me encontrarás en el parque. Esa etapa de nuestra vida ya está
cerrada. Puedes llamarme. Ya tienes mi número también.
—Quién sabe.
Héctor caminó de vuelta a casa mientras intentaba atar cabos. Tamara
podía estar enfadada con él por romper su vínculo profesional con ella.
Habían hablado el domingo, el mismo día en que había tenido lugar su
primer encuentro con Nadia. Algo así necesitaba tiempo para prepararse.
Pero igual Tamara ya conocía de sus intenciones por alguien cercano a
Garrido, que podía haber dado por hecho que Héctor iba a aceptar su oferta.
Por otro lado, recordaba que Tamara había veraneado varias veces en
Estepona más o menos por la época en la que él también lo hacía. Lo habían
comentado preguntándose cuántas veces se habrían visto sin reparar el uno
en el otro. Igual Tamara había conocido a Sara, pero se lo había callado para
que su recuerdo no se interpusiera entre ellos. Pero le parecía más posible
que Tamara supiese de la existencia de Sara por él y, quizás, en uno de sus
posteriores veraneos en Estepona, a donde seguía yendo, hubiese coincidido
con alguien de la familia de Sara o con el propio detective al que
contrataron los padres. Puede que este le hablase de las sospechas sobre la
muerte de Sara y que Tamara tomase buena nota, dispuesta a utilizar
aquello como había hecho con la falsa acusación de plagio de aquella loca.
Además, Tamara no tragaba a Olga, como no tragaba a ninguna de las
mujeres que pasaban por su cama.
¿Sería posible? Tamara, esa que decía que solo quería lo mejor para él.
¿Y las faltas de ortografía en los anónimos? Tamara, entre otras cosas,
tenía formación de correctora ortotipográfica. Por eso mismo las faltas, para
desviar la atención.
Pero ¿por qué creer a Nadia? Parecía una experta en mentir y en
traicionar a quienes tenían la estúpida ocurrencia de depositar su confianza
en ella. En cuanto había cobrado su trabajito, había ido corriendo a buscarle
dispuesta a seguir sacando tajada… siempre que él fuese tan cretino como
para dejar que lo hiciera.
Llamó a Tamara, que contestó rápido:
—Pensaba que ya me había librado de ti —dijo Tamara.
—Tenemos que hablar.
—Pues como no tomes el AVE o el puente aéreo. Estoy en Barcelona.
—¿Cuándo vuelves?
Hubo una pausa al otro lado del teléfono.
—¿Te pasa algo? —preguntó Tamara—. Te noto raro.
—No quiero acabar en malos términos contigo.
—Cualquiera lo diría.
—Prefiero hablarlo en persona.
—De acuerdo. Tengo un hueco el viernes a última hora.
—¿Te pasas por casa?
—¿Estás seguro de que tu vajilla no corre peligro si nos vemos ahí?
—Correré ese riesgo.
—De acuerdo.
—Ah, y trae tu copia de mis llaves.
Héctor le había dado una copia de las llaves de su casa cuando salían
juntos y ella no se la había devuelto. Era algo a lo que no había dado
importancia hasta ese momento. Tampoco ella le había dado ningún motivo
para desconfiar.
—¿Tus llaves? Ya ni recordaba que tenía una copia. Las busco y te las
llevo, claro. No las quiero para nada.
—Perfecto. Nos vemos el viernes, entonces.
—Muy bien. Tengo que colgar. Entro a una reunión ahora mismo.
El tono de Tamara era de completa normalidad. Demasiada. Habían
cruzado duras amenazas la última vez que habían hablado.
Héctor no sabía qué pensar.
Un gato negro salió de pronto de debajo de un coche y cruzó a su lado
a toda velocidad.
—¡Frank! —le llamó, pero el gato siguió su camino ignorándole.
Héctor regresó a su casa rumiando oscuros pensamientos. Le hubiese
sorprendido encontrar otro anónimo tirado en el suelo. Esa etapa ya estaba
superada. Ahora tocaba el llanto y crujir de dientes.
16. Un juego para los vivos

Héctor apenas pegó ojo esa noche, presa de sueños inquietos que fue
incapaz de recordar al despertarse. Pese a la falta de descanso, escribió a
buen ritmo toda la mañana. Escribir era un refugio frente al caos que se
había apoderado de su presente más inmediato.
«Paga o muere».
Tamara.
A ratos estaba convencido de que era ella quien le estaba intentando
chantajear, en otros momentos le parecía casi una deslealtad pensar
semejante desatino. Tamara estaba enamorada de él, lo había estado desde
el primer día.
Por eso mismo.
Lo que era amor se había trocado en odio ante la imposibilidad de
cortar sus alas y amarrarlo a su capricho. Tamara había sido una ingenua al
pensar que retomar su relación profesional podía hacer que él volviese a su
lado. Su indiferencia debía haberle resultado humillante y ofensiva.
Seguramente pensaba que se merecía que lo desplumara como pretendía
hacer, pero, sobre todo, imaginaba que estaría disfrutando por esa sensación
de tenerle en su poder, acogotado por el miedo…
Habría que ver quién reía el último.
Héctor se sobresaltó al escuchar el sonido de su móvil. Miró con
aprensión quién llamaba.
Era Jorge.
—¿Has tenido más noticias del chantajista? —preguntó Jorge.
—No. ¿Por qué? ¿Se ha puesto en contacto contigo?
—No, parece que me estoy librando.
—¿Por qué me llamas entonces?
Héctor había reflexionado después de su conversación con Olga.
Puede que ella tuviese razón y estuviese siendo injusto con Jorge, sin
embargo, no se fiaba. Jorge ya le había dejado claro lo que pensaba de él.
Le costaba creer que le importara la suerte que él pudiera correr.
—El otro día no estuve muy receptivo —dijo Jorge—. Creo que
puedes entenderlo.
—Sí, descuida. Ya te dije que no había problema.
—Me dijiste que no pensabas pagar.
—Así es.
—Si, por lo que sea, cambiaras de idea, ¿tienes el dinero? Lo digo por
si necesitas que te preste algo.
—No te preocupes. Ni pienso pagar ningún chantaje ni me falta el
dinero para hacerlo si me diese por hacer el gilipollas de esa manera.
—Eso me tranquiliza.
—Te agradezco el ofrecimiento.
—Es lo mínimo.
Héctor dudaba de las intenciones de Jorge. Quizás solo quería saber
cómo andaban sus finanzas para luego reírse en su cara y negarle un
préstamo si se lo pedía. Por suerte, no tenía necesidad alguna de recurrir a
él.
Después de hablar con Jorge, llamó a Olga.
—Me ha llegado un mensaje de esos cabrones —dijo Olga—. Me
dicen lo mismo que a ti. Tengo que dejar el dinero en una consigna de
Atocha. El viernes a las cuatro y media. La llave de la consigna estaba en
mi buzón también.
—Media hora antes que yo. Parece que quieren matar dos pájaros de
un tiro.
—Tengo miedo. Creo que deberíamos ir a la policía.
—Todo a su tiempo —dijo Héctor—. Creo que son unos aficionados.
Si tenemos un poco de suerte, los vamos a poder desenmascarar e igual son
ellos quienes nos acaban pagando por las molestias causadas.
—Qué imaginación tienes, lástima que esto no sea una de tus novelas.
—Saldremos de dudas pronto… Te he llamado por lo de ese préstamo
que quieres que te haga. Te voy a dejar el dinero.
—¿De verdad? Gracias, Héctor. De corazón.
—No hay por qué darlas. Tú siempre te has portado bien conmigo.
—Eso es cierto… Tengo la cuenta embargada. Me vendría bien si me
lo pudieras dar en efectivo.
—De acuerdo. Te lo daré el mismo viernes cuando nos veamos en
Atocha.
—¿No será peligroso? Me puedo acercar por tu casa y me lo das ahí,
que es más seguro.
—El viernes. En Atocha. Ahí te veo.
—Es un fastidio, pero como quieras.
Héctor comprendía que Olga no quisiera ni acercarse por la estación
ese día, pero quería que ella sirviera de señuelo. Confiaba en desenmascarar
a Tamara y sus posibles cómplices cuando fuesen a recoger el supuesto
botín que pensaban encontrar en las consignas de la estación.
Héctor dejó vagar su mirada por la fachada incendiada de amarillo,
castigada por el sol de mediodía, del edificio frente a su casa. Ahí en su
salón, con el aire acondicionado, tenía casi frío. Se apartó de la ventana y se
dirigió hacia la enorme biblioteca que presidía el lugar. Buscó el libro de
Alejandra Pizarnik en el que guardaba la foto de Sara. Cuando leía a la
poeta argentina sentía como si fuera Sara quien le hablaba a través de sus
versos ardientes de soledad y desgarro. Miró la foto de Sara, sus ojos azules
que eran el mar y su piel morena que era el fuego. Volvió a fijarse en el
Pegaso, que desplegaba sus alas sobre el generoso escote de su blusa. Su
sonrisa parecía tan viva como en el momento en el que había sido tomada la
instantánea, apenas dos días antes de su suicidio.
Entendía el dolor de los padres de Sara, que se aferraran a cualquier
posibilidad antes que asumir que su hija los había dejado huérfanos de ella
por voluntad propia. Pero pensar que alguien le quisiera hacer daño a
sabiendas… Imposible. Habían contratado a un detective y este había
confirmado que se trataba de un suicidio como habían dicho el forense y la
policía en sus informes.
Esa misma foto de Sara que ahora sostenía en la mano se la había
enseñado a Tamara en tiempos. Tamara, siempre tan observadora y atenta a
los detalles, como ese Pegaso que colgaba del cuello de Sara.
Héctor pensó en Nadia, en el impacto que le había hecho verla esa
primera vez, como si de una ensoñación se tratara.
Tomó el móvil, que había dejado junto al teclado del ordenador, y la
llamó. Dudaba si ella le contestaría.
—Pensaba que te ibas a hacer un poco más el chico duro —dijo Nadia.
—Hace demasiado calor para eso. Quiero verte. ¿Te viene bien el
viernes?
—Tengo ya plan.
—Es una pena. Pensaba invitarte a cenar. Aquí, en mi casa.
—Con todos los restaurantes que hay en Madrid.
—Si tienes miedo de estar a solas conmigo…
Ella se rio despreocupadamente.
—Te tengo por un caballero.
—Es tu ocasión de comprobarlo.
—Veré si puedo cambiar mis planes. No te aseguro nada.
—Lo entiendo. Yo tampoco te puedo asegurar que vaya a repetir esta
oferta.
Héctor estaba de mejor humor después de hablar con Nadia. No le
sorprendió que, poco después, ella le confirmara que aceptaba su invitación
para cenar el viernes.
Se frotó las manos pensando en lo bien que se lo iba a pasar cuando
Tamara y ella se encontraran cara a cara delante de él. Para entonces,
confiaba en que su visita a la estación de Atocha le reportase la información
que necesitaba para poner contra las cuerdas a Tamara y sus cómplices,
entre los que le gustaba pensar que Nadia no figuraba, si es que había algún
cómplice.
El resto del día lo dedicó a la escritura, poseído por un vértigo creativo
que le arrastraba en feliz contraste con las preocupaciones de los últimos
días.
17. La caja negra

Héctor aguardaba apostado junto a una palmera en la zona del estanque más
próxima a las consignas de la estación de Atocha. Llevaba al hombro un
viejo maletín de portátil. Dentro solo había una nota escrita:
«Sé quién eres. Empieza la cuenta atrás para ti. TIC TAC».
Llevaba el dinero de Olga en los bolsillos de su pantalón cargo. La vio
cruzar camino de las consignas, con una bolsa de deportes al hombro. Había
un gran ajetreo de viajeros ese día, un viernes a mediados de julio. Los dos
pasaban desapercibidos entre el gentío.
Olga dejó su bolsa de deportes en la consigna y siguió su camino hacia
la zona de taxis. Habían quedado después en un bar frente a la estación.
Héctor esperó unos minutos, al principio confiado en que apareciera
Tamara o su posible cómplice y se delatara, después empezó a quedársele
una cara muy parecida a la de las tortugas del estanque según pasaba el
tiempo y nadie se acercaba a la consigna en la que Olga había dejado la
bolsa de deportes.
Miró alrededor, buscando a alguien que, como él, fuese una nota
discordante dentro del bullicio de viajeros que llenaba de vida la estación.
No vio a nadie sospechoso. Tenía la penosa impresión de que se había
precipitado al pensar que aquella celada era obra de aficionados.
Ya eran las cinco.
Pasó el maletín por el control y se acercó a la consigna. La abrió y,
para su sorpresa, encontró una caja dentro. Era una caja negra que tenía
puesto un lazo como si fuera un regalo. Héctor dudó un momento. Echó un
vistazo alrededor. Había otras personas metiendo y sacando sus
pertenencias de las consignas, cada uno a lo suyo, como la gente que
entraba y salía de la estación y circulaban junto a esa zona.
Héctor empezó a pelearse con el nudo del lazo, hasta que, finalmente,
logró desatarlo. Levantó la tapa de la caja con un gesto veloz, como para
recuperar el tiempo perdido con el nudo.
Una serpiente saltó como una flecha hacia su cuello. Héctor pegó un
grito a la vez que daba un respingo hacia atrás, su corazón al borde del
infarto. Sintió el picotazo de la serpiente en el cuello y se echó la mano ahí
raudo y horrorizado como si acabase de recibir una picadura mortal, pero no
tenía nada. La serpiente era de goma, se trataba de un artículo de broma.
Héctor sintió cómo le hervía la indignación en el pecho. Crispó los
puños. Tenía ganas de descargar su ira, reventar la consigna de un puñetazo,
pero se contuvo. Miró retador a la gente a su alrededor. Nadie parecía
reparar en él.
Dejó el maletín en la consigna.
Tamara o quien fuera que estaba detrás de aquello se creía que podía
jugar con él como un gato con un ratón. Este punto se lo había anotado,
pero se iba a llevar una sorpresa cuando abriera el maletín y viera su
mensaje.
Regresó a la zona del estanque y permaneció unos minutos ahí,
vigilando las consignas desde la distancia. Finalmente, se cansó y se
marchó, convencido de que perdía el tiempo.
Todavía le quedaba una buena bala en la recámara: había quedado con
Tamara y Nadia esa noche. Una de las dos mentía. Confiaba en
desenmascarar a la mentirosa y, con ello, poner fin a esta pesadilla.
Olga le esperaba en el bar asturiano que había junto a la estación,
frente a la rampa en la que paraban los taxis. Iba bien arreglada y vestía una
blusa negra amplia que disimulaba su exceso de grasa abdominal. Cruzó
por la cabeza de Héctor la imagen estilizada de Olga cuando era joven.
Sintió una punzada acre en la boca, abrumado por el paso inexorable del
tiempo, más inexorable para unos que para otros.
—¿Qué tal ha ido? ¿Ha habido suerte?
Héctor negó con la cabeza. Ni le había comentado sus sospechas ni le
había hablado de Nadia. Veía a Olga muy sobrepasada por el tema. Sería un
obstáculo antes que una ayuda.
Se sentó frente a ella y puso la caja en la mesa.
—Me han dejado esto en la consigna.
Olga, sin preguntar, levantó la tapa y la serpiente de goma volvió a
volar.
Olga gritó y le miró con el gesto desencajado. Varios cuellos se giraron
en su dirección.
—Muy gracioso —dijo Olga—. Creía que el dinero estaba dentro.
—Se están riendo bien a nuestra costa.
—No creo que se rían precisamente cuando vean que el dinero no está.
—Veremos quién ríe el último.
Héctor se acercó a la barra a recoger la cerveza que había pedido al
entrar y unos canapés con ensalada de cangrejo que le pusieron de tapa.
—¿Has traído el dinero? —preguntó Olga.
—Sí. Toma.
Héctor sacó el dinero de los bolsillos de su pantalón. Le entregó cinco
fajos sujetos con un papel cada uno. Olga se apresuró a meter el dinero en
su lujoso bolso de Louis Vuitton y le miró con la expresión más animada.
—Eres un cielo, Héctor. Me salvas la vida.
—Bueno, es una pequeña ayuda. Tampoco exageres.
—Es muy duro por lo que estoy pasando. No sabes la cantidad de
amigos que me han dado la espalda en estos tiempos de dificultad.
Olga tenía los ojos casi llorosos.
—Esos no eran amigos —dijo Héctor.
Puso su mano protectoramente sobre la de Olga. Ella recompuso el
gesto y le sonrió. Acarició su bolso, donde había guardado el dinero.
—Qué poca cosa parece el dinero para lo importante que es. Pensaba
que veinte mil euros ocuparían el doble por lo menos.
—¿Veinte mil? Eso son cinco mil.
Ella le miró sorprendida:
—¿Cinco mil?
—Es lo que puedo dejarte.
Olga le dedicó una larga mirada, más llena de aprensión que la que le
había dedicado a la serpiente de goma cuando le había saltado encima.
—Te lo agradezco igualmente —dijo Olga, con un evidente esfuerzo
para medir sus palabras—. Te lo devolveré en cuanto pueda.
—Sí. Me tienes que firmar este reconocimiento de deuda, si no te
importa. Es una pura formalidad. Sé que me vas a devolver el dinero…
—Sí, claro.
Olga miró el documento por encima y lo firmó con la pluma
estilográfica que él mismo le tendió. Olga le devolvió la pluma.
—Es mejor hacer las cosas bien —dijo Olga sin ningún entusiasmo.
—Eso siempre… Está bueno este canapé. ¿Quieres?
Olga, muy seria, negó con la cabeza.
—Quién nos iba a decir que acabaríamos con estas formalidades entre
tú y yo —dijo Olga.
Héctor terminó de engullir el canapé antes de hablar:
—Fuimos felices entonces, pero no lo sabíamos.
—Yo sí lo sabía —dijo Olga.
Terminaron la cerveza. Héctor se empeñó en pagar la ronda. Viendo el
gesto desabrido de Olga, casi se arrepintió de hacerlo.
Se despidieron fríamente en la tarde calurosa, sus miradas ocultas tras
unas gafas de sol, pero la expresión de ambos, entre el fastidio y la
resignación, delataba su insatisfacción por el resultado de su encuentro.
Héctor, por lo menos, se alegró de haber obligado a Olga a firmar el
reconocimiento de deuda. La veía muy capaz de arruinar al tonto que se
dejase, solo para seguir costeándose sus caros caprichos como ese bolso de
Louis Vuitton.
Miró su reloj. Las seis y media. Mónica le había llamado por lo del
gato. Había quedado con ella en la terraza de un bar al lado de su casa. Vio
un contenedor de basura a unos metros. Se acercó y tiró la caja con la
serpiente. Decidió ir paseando en vez de tomar el metro. Tenía tiempo de
sobra y necesitaba oxigenarse.
18. Las apariencias no engañan

Mónica ya estaba en la terraza cuando llegó. Héctor se alegró más de lo que


esperaba al ver sus ojos verdes. Ella apartó la mejilla cuando se inclinó para
saludarla con un beso. No se tomó a mal ese pequeño desaire. Eso
significaba que ella seguía sintiendo algo por él.
—Aquí está la gatita —dijo Mónica.
A su lado, dentro de un transportín, vio a la gata, que le miró con
curiosidad. Era una gata siamesa. Tenía el cuerpo color crema y las
extremidades oscuras en un contraste que resultaba muy plástico.
—Es una belleza —dijo Héctor—. Tiene los ojos verdes como tú.
—Tiene ya ocho semanas. Ya está destetada, vacunada y desparasitada.
Se llama Stella. Los siameses son muy cariñosos. Le va a encantar a tu
vecina… ¿Es tu nuevo amor? Pobrecita lo que le espera.
Héctor se rio:
—Si Eva te oyese se escandalizaría. Es de las de misa diaria. Y te
dobla en edad.
—Cuidado con las de misa diaria. Esas las matan callando.
—Eva me cae bien, me recuerda a mi abuela. ¿Te acuerdas que te
hablé de ella?
—Sí. Fue la que te cuidó de niño.
—Era una mujer menuda que parecía que iba a salir volando al primer
soplo de aire, pero tenía una enorme fuerza de voluntad y un corazón
gigante.
—Mi abuela, en cambio, era una mujer muy seca y estirada.
Héctor conocía las carencias afectivas de Mónica, que nunca se había
sentido querida entre los suyos. Le dedicó una mirada cargada de
comprensión y complicidad. Vio cómo ella suavizaba el gesto, muy tenso
hasta ese momento.
—Bueno, el caso es que Eva está muy sola —dijo Héctor—. Tenía un
gato, pero se ha ido a conocer mundo. Creo que se va a llevar una alegría.
Si quieres subir a casa un momento, te la presento.
Mónica negó con la cabeza.
—Ese ofrecimiento está fuera de lugar, ¿no te parece?
—Perdona. Debes pensar que soy un cerdo sin escrúpulos.
—No pienso eso. Ya se me pasó el cabreo. Eres solo un inmaduro al
que le asusta el compromiso.
—Puede que tengas razón. Te agradezco que te hayas tomado la
molestia de venir a traerme el gato.
—No te creas que tenía ganas. De primeras, me tomé mal que me
llamaras, y más para algo tan peregrino como esto. Pero le he dado vueltas
y he comprendido que, en realidad, lo del gato era una excusa. Me echas de
menos, pero preferirías perder una mano antes que reconocerlo.
—Puede que sea así de inmaduro y de tonto. ¿Tú me echas de menos
también?
Ella endureció la expresión:
—Ni por un segundo. Me fallaste. Para mí estás muerto. De hecho, he
venido aquí para decírtelo a la cara. Tomaste tu decisión y ya eres
mayorcito para cargar con sus consecuencias.
Héctor frunció el ceño. Llegó una camarera. Pidió una cerveza para
acompañar a Mónica.
—Empiezo a pensar que me equivoqué —dijo Héctor.
—Eso es lo más inteligente que te he oído decir.
—Estoy teniendo unos días de mucho estrés, no me lo tengas en
cuenta.
—Ya vi que tuviste una pelea.
—Veinte contra uno. Tuvieron suerte de salir vivos.
Ella sonrió. Buena señal. Héctor reconoció en el brillo de su mirada la
llama reavivada del deseo, aunque podía ser solo por el calor. Sin
expectativas ya entre ellos, sentía que se abría la puerta para que lo
inesperado ocurriera.
—Te veo muy bien, con chispa —dijo Héctor—. ¿Sigues yendo a
Pilates?
—Por supuesto. Me da el equilibrio para moverme por la cuerda floja
el resto del tiempo. Ya sabes la locura que es mi trabajo.
Héctor asintió, lleno de empatía y comprensión. Durante unos minutos,
el presente se confundió con el pasado y la música entre ellos fue la que
tantas veces había servido de preludio para un desenlace apasionado.
De pronto, Mónica se levantó y con gesto atribulado pero decidido le
dijo:
—Me tengo que ir ya.
Héctor se levantó también y la tomó por la muñeca, acercándola hacia
él sin que ella se resistiera esta vez. Mónica entreabrió los labios como si
esperase que él la besara. Héctor se apartó en el último momento.
—Ha sido una alegría verte —dijo.
Mónica recompuso el gesto. Se miraron en silencio, sumido cada uno
en su propio abismo.
—Bueno, si necesitas cualquier cosa, sabes dónde vivo —dijo Héctor.
—Eso sería un error y lo sabes.
Héctor se encogió de hombros. Ella agarró su bolso y amagó con sacar
la cartera, pero él la detuvo con un gesto. Mónica se puso unas gafas de sol
de enormes cristales redondos y su expresión se volvió inescrutable para él.
—Saluda a tu vecina de mi parte —dijo Mónica.
Le dio la espalda y él se quedó mirando cómo se perdía entre la
multitud que pululaba alrededor. Le hubiese gustado que ella se volviera
para mirarlo, pero no lo hizo.
19. Regalo de la casa

Héctor se cruzó con Isidro, el portero, al entrar en el portal de su casa. Le


extrañó verle un viernes por la tarde allí.
—Pensaba que estarías ya en el pueblo —dijo Héctor.
—He pedido horas extra. He tenido gastos inesperados este mes.
Isidro le dedicó una mirada melancólica. Seguía cabizbajo y taciturno,
sin la energía nerviosa que desbordaba habitualmente.
—Si necesitas algo de dinero… —ofreció Héctor.
Isidro rechazó su proposición con un ademán brusco:
—Te lo agradezco, pero no me gusta estar en deuda con nadie.
Héctor pensó que esa era una loable actitud de la que Olga podía tomar
nota.
—Como quieras.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó Isidro—. Pensaba que tú y los gatos
habíais separado vuestro camino ya.
—Es un regalo. Para Eva, la nueva vecina. Ha perdido su gato.
—Es un bonito detalle. Si quieres manzanas del pueblo…
—Sigo a régimen. Gracias.
Llegó el ascensor.
Una vez en su planta, Héctor llamó a la puerta de su vecina. Oyó sus
pasos que se acercaban. Saludó en dirección a la mirilla. Por fin Eva abrió
la puerta.
—¡Qué sorpresa, vecino! Precisamente estaba pensando en ti. Quería
llevarte un trozo de tarta.
—¿Es tu cumpleaños?
Ella asintió:
—Pero no me preguntes cuántos, que dejé de sumarlos hace mucho.
—Sean los que sean, aparentas menos.
Ella se rio.
—Eres muy galante.
—Esto es un regalo.
Su vecina miró a Héctor con sorpresa, luego tomó el transportín en sus
manos y sus ojos se humedecieron al ver a la gatita. La sacó del transportín
y la acercó a sus labios. Plantó un beso en su cabecita y la recostó
protectoramente sobre su pecho.
—Es preciosa —dijo, emocionada—. Pero pasa, no te quedes ahí.
Héctor la ayudó con el transportín, mientras le explicaba lo que le
había dicho Mónica sobre la gata.
—¡Stella, eres preciosa! —dijo su vecina. No dejaba de acariciar y
besar a la gata, que se dejaba mimar con aire risueño.
—¿Dónde dejo esto? —Héctor se refería al transportín.
Ella le condujo hasta el salón. La distribución del espacio era similar a
la de su casa. El mobiliario era anticuado. Había un pequeño estante con
libros en el que no faltaba una Biblia ni los últimos Premio Planeta. Una
lectora ocasional, más preocupada por que los libros hicieran juego con los
muebles que por su contenido.
—Deja el transportín ahí.
Héctor depositó el transportín en el rincón que ella le señalaba.
Entraba poca luz por la ventana, que tenía la persiana bajada hasta la mitad.
Se fijó en el nudo de la cuerda, que era lo que sujetaba la persiana.
—Tienes la persiana rota.
—Sí. He hecho un apaño, a ver si dura.
Héctor supuso que si no llamaba a un persianista era porque ese era un
gasto extra que no podía permitirse en ese momento.
—Hoy no tengo tiempo. Otro día lo miro, a ver si te lo puedo arreglar.
—Eres muy amable. Por lo menos, tendrás tiempo para tomarte la
tarta.
—¿Es casera?
—Sí, la he hecho yo. Y me ha salido muy rica, para qué voy a
engañarte.
—Me lo creo.
Fueron a la cocina. Su vecina le cortó un trozo generoso de tarta. Era
de bizcocho con chocolate. Mientras ella echaba un poco de leche en un
cuenco para la gatita, él probó la tarta.
—Está para chuparse los dedos. Esto tiene que ser pecado.
Su vecina se rio.
—Come toda la que quieras.
La gatita empezó a lametear la leche con fruición.
—Parece que estaba hambrienta —dijo ella.
Héctor se sirvió otro trozo de tarta antes de marcharse.
—¿Tú no quieres? —dijo Héctor.
—Ya comí antes. Luego, cuando cene.
Héctor pensó en lo sola que estaba. No sabía si le quedaba familia,
pero estaba claro que ni en el día de su cumpleaños iba a estar acompañada.
—Este es el mejor regalo que me han hecho nunca —dijo su vecina,
apretando a la gatita contra su pecho, cuando ya se marchaba.
Héctor sonrió, enternecido con la dulce estampa de la mujer y la gatita.
—Feliz cumpleaños, Eva.
20. El largo adiós

Poco le duró a Héctor el sabor dulce de la tarta de chocolate. En cuanto


cruzó la puerta de su casa tropezó con un nuevo anónimo confeccionado
con recortes de periódico que habían dejado en su ausencia:
«ESTAS MUERTO».
«Estás», corrigió mentalmente aquel nuevo error ortográfico.
Creía que ya habían quedado atrás las notitas debajo de la puerta.
Supuso que esa era la respuesta al maletín con la nota y sin el dinero que él
había dejado en la consigna de la estación. Tamara y sus compinches
estaban llevando la cosa demasiado lejos, ¿o acaso pensaban cumplir su
amenaza? Por supuesto que no, aquello no era más que un berrinche.
Pero ¿y si Tamara no tenía nada que ver con los anónimos y sus
chantajistas? Hasta puede que también Nadia fuese solo un peón inocente
en manos de un tercero. Pero ¿quién? ¿Jorge? No tenía sentido. Además, su
reacción de sorpresa al contarle lo del chantaje le había parecido genuina.
Quizás era mucho mejor actor de lo que pensaba. Volvió a tener esa
desagradable sensación que le había asaltado durante su encuentro con él.
Olga le decía que era un sinsentido, pero ¿y si de verdad Jorge fue el
encapuchado que le asaltó la noche de la muerte de Sara, después de dejarla
a ella sola en la playa? ¿Qué hacía ahí Jorge y por qué le había atacado?
Debía saber ya que le estaba metiendo los cuernos. ¿Pensaría que Héctor y
Sara estaban liados? Los padres de ella sostenían que Sara le había dado
calabazas a Jorge…
Iba a tener que hablar con Jorge otra vez, independientemente de lo
que fuese a descubrir ahora con Tamara y Nadia.
Miró su reloj. Apenas eran las ocho. Había quedado a las diez con las
dos, la hora que le había dicho Tamara. Decidió preparar unos canapés para
la ocasión, fiel al papel de buen anfitrión que ejercía habitualmente.
Antes de ir a la cocina, se acercó al salón. Mientras atravesaba el
pasillo de su casa pensó en Isidro, con el que se había cruzado unos minutos
antes. Era raro que estuviese aquella tarde allí. Al pensar en ello, cayó en la
cuenta de que Isidro había sufrido el robo de la droga justo el mismo día en
el que Héctor había recibido el primer anónimo amenazante. Desde
entonces, Isidro parecía un penitente atormentado. ¿Y si era él quien lo
estaba chantajeando? Era evidente que abusaba de las drogas que él mismo
vendía a clientes como Héctor. ¿Y si había desarrollado un cuadro psicótico
y paranoico, y Héctor se había convertido en el centro de la diana al que
apuntaba su mente perturbada? Puede que, incluso, le hubiese mentido con
lo del robo para alejar las sospechas de él.
Héctor suspiró.
Estaba pensando tonterías. ¿Cómo podía saber Isidro nada de lo que le
había pasado a Sara? Tamara, en cambio…
Abrió el primer cajón de su escritorio y guardó ahí el papel con el
reconocimiento de deuda firmado por Olga. Luego juntó todos los
anónimos que había recibido. Hizo una bola con ellos antes de arrojarlos a
la papelera.
«A ver qué embuste me cuentas, Tamara. No sé en qué momento te he
dado pie a pensar que te podías cachondear de mí de esta manera».
El timbre de la puerta sonó en ese momento.
Era demasiado pronto para que fuesen Tamara o Nadia.
Miró con aprensión en dirección a la puerta de la calle. Antes de abrir,
pasó por la cocina y agarró el cuchillo más grande que vio.
A través de la mirilla, distinguió una silueta conocida. Ocultó el
cuchillo en un jarrón y abrió la puerta.
—Qué sorpresa, Mónica.
—Yo también estoy sorprendida. ¿Puedo pasar?
Héctor se echó a un lado y, cuando ella cruzó junto a él, sintió su
intenso perfume: era Good Girl, de Carolina Herrera. Toda una declaración
de intenciones. Antes de que ninguno de los dos dijera nada, ya estaban
besándose.
Sabía que era un error, pero había errores que eran mejores que los
aciertos.
21. El sueño eterno

Isidro Fernández libraba los fines de semana habitualmente, pero le había


pedido a su empresa hacer horas extra y por eso estaba esa mañana de
sábado en su puesto de trabajo. Ese mes tenía que cubrir las pérdidas por la
droga que le habían robado. Se movía con un margen pequeño de beneficio
y un roto así lo notaba. Si descubría al sinvergüenza que le había dado el
palo se iba a enterar.
Sonó el portero automático, rompiendo la tranquilidad de la mañana.
Tenía abierto el portal para que entrase el aire de la calle, todavía agradable
a esa hora. Había escuchado en la radio que el termómetro iba a subir otra
vez hasta los cuarenta grados. Con lo bien que estaría en el pueblo. Se había
pasado otra noche sin apenas pegar ojo.
Contestó al telefonillo. Era la vieja del cuarto piso. Isidro le tenía
manía porque un día le había corregido la escritura de un aviso que había
puesto por la avería del ascensor, aunque debía reconocer que la mujer lo
había hecho con buenas formas. La había visto unos minutos antes,
viniendo de la calle con la compra del día.
—Isidro, suba, por favor. Pasa algo raro. Mi vecino tiene abierta la
puerta de su casa. Ya estaba abierto cuando he salido a la compra. He
llamado al timbre y no contesta.
—Voy enseguida.
El vecino era Héctor. Resultaba extraño lo que contaba aquella mujer.
Isidro la tranquilizó en cuanto salió del ascensor, aunque lo cierto era que
compartía su inquietud. Llamó al timbre de la casa, pero no hubo respuesta.
—Ya se lo he dicho —dijo la vecina—. Es muy raro.
—Igual salió ayer y se olvidó de cerrar. Voy a echar un vistazo, por si
acaso. Quédese aquí.
Isidro empujó la puerta, que estaba abierta apenas una rendija, y entró
en casa de Héctor Salmón. Le llamó a voces, pero nadie contestó.
Avanzó por la casa con paso cauteloso y fue mirando por las diferentes
estancias hasta llegar al dormitorio. En cuanto cruzó el umbral de la puerta
pudo ver a Héctor. Vestía la misma ropa que le había visto la tarde anterior.
Recostado sobre un almohadón en la cama, parecía mirarle con una mueca
burlona y particularmente siniestra. Parecía mirarle, porque en cuanto Isidro
logró serenarse después del sobresalto al verle, pudo comprobar que Héctor
mantenía la mirada fija en el mismo punto sin prestar atención alguna a su
presencia. Isidro sintió el galope desbocado de su corazón, comprendiendo
la funesta naturaleza del cuadro que tenía delante. Supo que Héctor estaba
muerto antes incluso de agarrar su muñeca para comprobar si tenía pulso.
Estuvo tentado de cerrarle los párpados, pero pensó que era mejor no tocar
nada.
Parecía mentira.
Héctor era joven y se le veía con buena salud. Isidro desvió su mirada,
entre fascinada y horrorizada, del rostro inerte de Héctor y recorrió con la
vista la habitación, buscando alguna señal que permitiera descifrar el
enigma que tenía delante. No había signos de violencia, nada que hiciera
sospechar que aquel era el escenario de un drama. Al menos, esa fue su
primera impresión. Entonces vio la pequeña bolsa con la cocaína rosa en la
mesilla de Héctor y todas sus alarmas saltaron. Supo lo que había ocurrido
inmediatamente: Héctor había muerto por una sobredosis. Y Héctor era
también quien le había robado la droga unos días antes.
—No solo me robas, cabrón. Ahora te mueres y también me puedes
traer problemas por eso.
Isidro agarró la bolsa con la cocaína rosa y se la metió en el bolsillo.
Había sido una suerte que la vecina le llamara y que él llegase ahí antes que
nadie.
Salió de la casa y miró con el gesto atribulado a la vecina, que le
observaba expectante:
—Héctor Salmón ha muerto.
La mujer se echó la mano a la boca y le miró consternada:
—Un hombre tan joven y amable… Pero ¿qué ha pasado?
—No lo sé. La casa está en orden. No hay señales de violencia. Parece
que ha sido una muerte natural. Voy a llamar a la policía.
II. La investigación
22. La forma en que algunos mueren

La inspectora Lidia Cruz iba mirando distraída el tráfico alrededor. Su


compañero Lucas Sandoval conducía. Lidia era una veterana y Lucas, un
novato recién aterrizado en el Grupo Central de Homicidios de la Policía
Judicial. Lucas estaba contando una anécdota reciente:
—Los compañeros acuden a la llamada y resulta que conocen al tío al
que le acaba de dar el infarto, porque ha dado varios palos en las últimas
semanas y anda entrando y saliendo de comisaría. Ahora viene lo bueno…
—Cuidado con el motorista —dijo Lidia.
Lucas tuvo que dar un volantazo para no arrollar a un motorista que se
cruzó imprudentemente por delante de ellos.
—Vaya cretino —dijo Lucas—. Pero ¿has visto cómo se ha metido sin
señalizar ni nada?
—Ten cuidado —dijo Lidia—. ¿O quieres pasarte horas con el papeleo
por hacerle una rozadura a la chapa?
—Ya. Es algo que no entiendo. Siempre tenemos que estar haciendo
informes. ¿Cómo quieren que atrapemos a los malos si nos pasamos la vida
peleando con la burocracia?
—Puedes presentar una queja. Con el correspondiente informe y
copias para las instancias superiores, por supuesto.
Lucas se rio.
—Tampoco tengo madera de héroe —dijo.
—¿Qué pasó con el del infarto? —preguntó Lidia.
—Ah, sí. Como te decía, llegan los compañeros y el tío les cuenta que
le acaba de robar el bolso a una vieja… Bueno, quiero decir a una mujer
mayor…
—No me había dado por aludida. ¿Tenía que hacerlo?
Lidia tenía cincuenta años, Lucas treinta y cinco. Quizás él la veía
como un diplodocus, alguien que ya debería estar en el asilo contando sus
batallitas a los nietos.
—No, claro —dijo Lucas, que se puso rojo como si acabara de morder
un chile bien picante—. Me ha parecido una expresión desafortunada y por
eso la he corregido.
—¿Qué tiene de malo llamar vieja a quien lo es? Seguro que no te
parecería mal llamarla joven, si lo fuera.
—Intento aplicar lo que nos dijeron en el cursillo de corrección
política —dijo Lucas—. Alguien podría darse por ofendido. Como
representantes institucionales, tenemos que guardar unas formas.
—Envejecer es algo natural —dijo Lidia—. Lo que no es natural es
pretender que eres joven cuando tienes setenta u ochenta años, o que el
resto se empeñe en verte así. Parece como si la vejez molestara y hubiese
que esconderla debajo de la alfombra.
—Menos mal que no te has dado por aludida…
Lidia resopló.
Su madre tenía Alzhéimer. Había perdido por completo la cabeza. Ese
sábado por la tarde debía pasarse a verla por la residencia. Los días de visita
Lidia se ponía siempre de un humor espeso. Raúl, su marido, lo sabía y
procuraba mantener la distancia. Lucas tampoco tenía por qué pagarlo.
—Me ibas diciendo que el tipo le roba el bolso a la vieja… —dijo
Lidia.
Lucas, al volante, la miró un momento y los dos se rieron.
—Le roba el bolso y sale corriendo —continuó Lucas—. Cuando ya se
ve a salvo de miradas indiscretas, abre el bolso, un bolso viejo…
—¿Un bolso viejo o un bolso mayor? —interrumpió Lidia con una
sonrisa burlona.
Lucas le lanzó una rápida mirada, aguantando el envite con buena
cara:
—Un bolso ajado —dijo—. El bolso pesa como si hubiese una corona
de oro dentro, pero en vez de un buen botín, lo que el tipo se encuentra es
un gato muerto. Y al ver al gato, del susto, le da un infarto.
Lucas estalló en carcajadas. Lidia torció el gesto:
—Se lo tiene merecido por ir robando a ancianas —dijo Lidia—. Es en
ese portal.
—Ya veo la ambulancia.
Lidia sintió la bofetada de calor al bajar del coche patrulla. Era solo
mediodía y Madrid ya parecía una parrilla.
Ya habían llegado los compañeros de la Policía Científica al lugar. Les
facilitaron los guantes y la ropa para no contaminar la escena del crimen.
Lidia saludó al jefe de la Científica y al forense, que acababa de realizar un
examen preliminar del cadáver de Héctor Salmón. Lo había encontrado el
portero, avisado por una vecina que se había extrañado al ver la puerta
abierta de la casa y no recibir respuesta al llamar.
Lidia vio el cadáver sobre la cama. Tenía una mínima información
sobre el muerto. Se llamaba Héctor Salmón, tenía cuarenta y dos años, y era
escritor. Estaba soltero y no tenía hijos. Le observó detenidamente. Parecía
cómodamente recostado sobre una voluminosa almohada apoyada en el
cabecero de la cama. La expresión se le había congelado en una mueca
irónica de la boca, pero sus ojos eran cenizas suspendidas en un gran vacío
blanco. Lidia se fijó en un rastro de polvo rosa sobre la nariz y el labio del
muerto.
—Todo apunta a una muerte súbita cardiaca —dijo el forense,
ajustándose las gafas por encima de la mascarilla—. Una sobredosis,
seguramente. Puede ser un accidente o un envenenamiento. A la espera de
la confirmación en el laboratorio, este polvo rosa podría ser 2CB.
Lidia asintió. Eso le había parecido a ella también. El 2CB, conocido
comúnmente como cocaína rosa, era una droga psicodélica, un potente
alucinógeno que estaba de moda en la noche madrileña.
—Suelen mezclarlo con ketamina, MDMA y otras mierdas que pueden
matarte de mil maneras distintas —continuó el forense—. Hemos
encontrado el kit farlopero que utilizaba Salmón en el cajón de la mesilla.
Lidia observó el estuche plano del tamaño de una tarjeta de crédito y el
fino tubo metálico. Se veían restos de polvo rosa también.
—¿Es toda la droga que había?
—Eso parece, lo que no deja de ser raro.
Lidia estuvo de acuerdo.
—¿A qué hora calculas que murió? —preguntó.
—Por su temperatura y rigidez, han debido pasar entre doce y catorce
horas. La muerte se produjo entre las diez de la noche y las doce horas.
Lidia observó el rostro sin color del muerto, la mueca torcida de los
labios azules que parecía una sonrisa demoniaca. Estaba en camisa y
vaqueros, apoyado sobre el almohadón y levemente caído hacia su
izquierda, la mano derecha sobre el estómago.
—¿Han movido su cuerpo? —preguntó Lidia.
—La lividez que presenta concuerda con la postura —dijo el forense
—. Tiene carmín en el cuello, pero no hay rastro de que tuviese relaciones
sexuales previas al deceso.
Lidia vio las manchas rosa pálido de carmín que indicaba el forense.
Apenas se distinguían sobre la piel bronceada del muerto.
—Oiga, si va a vomitar salga fuera —dijo el forense en tono
recriminatorio mirando a un punto a la espalda de ella.
Lidia se giró hacia Lucas, que tenía la mano puesta sobre la mascarilla
y estaba empezando a respirar muy acelerado.
—Sal a que te dé el aire —dijo Lidia—. Ahora voy yo.
Lucas asintió y abandonó el lugar precipitadamente,
—Te han vuelto a endosar al novato —dijo el forense.
Ella y Paco López, el forense, se conocían desde hacía años.
—Todos hemos sido novatos —dijo Lidia.
—Sí. Por cierto, Marisa me ha preguntado que cuando venís a comer a
casa otra vez.
—¿Qué se os ha estropeado ahora?
López soltó una risa ahogada. La última vez había sido el sistema de
riego del jardín. Lidia tenía una fama bien ganada de ser una manitas.
—Esta vez no hace falta que te traigas tu caja de herramientas —dijo
López.
—Se lo comento a Raúl —dijo Lidia—. Ya sabes que no le va el tema
vegetariano.
López no comía carne. Decía que le recordaba demasiado a sus
clientes.
—Podemos ir a un restaurante.
Lidia habló después con Rupérez, de la Científica. Su gente estaba
recogiendo muestras y rastreando huellas por toda la casa.
—Ha habido mucho trasiego por aquí. —Rupérez señaló varias marcas
de pisadas—. Una de ellas pertenece a quien se llevó el portátil y el móvil
de Salmón.
Lidia asintió. Los agentes que habían acudido a la llamada del portero
y habían encontrado el cadáver del escritor echaron en falta rápidamente
esos dispositivos.
—Siguen sin aparecer, ¿no?
—Sí —dijo Rupérez—. Por otro lado, hay rastro de carmín en un vaso
que estaba en el fregadero. Coincide con los restos en el cuello del muerto.
Hemos encontrado debajo de su cama un pintalabios, pero es de otro color.
Lidia echó un vistazo a la barra de labios. Era un rojo intenso de la
marca Maybelline. Rupérez añadió:
—Lo interesante es que hay una buena capa de polvo debajo de la
cama, pero no lo había en la parte superior del pintalabios, lo que indica que
llevaba poco tiempo debajo de la cama.
—¿Hay alguna señal de violencia? ¿Sangre en el suelo o en las
paredes?
—No hemos visto nada.
Lidia fue en busca de Lucas, que ya había tomado aire.
—Me ha parecido que el muerto me hacía una mueca —dijo Lucas.
—Puede que te la haya hecho. Es por el rigor mortis. Las bacterias y
los hongos ya están empezando su trabajo. Vamos a continuar con la
inspección, a ver si encontramos algo.
Lidia y Lucas se dirigieron al salón sorteando las diferentes
señalizaciones que acotaban el paso hechas por los compañeros de la
Científica. Lidia comenzó por el escritorio. Quien fuera que se había
llevado el portátil, cuya marca era visible sobre el tablero de la mesa, había
desdeñado una Montblanc. O desconocía su valor o solo le interesaba el
portátil. Aparte de la pluma, no había otros objetos de valor.
Lidia encontró en los cajones una copia de un contrato de edición y
algunos recibos y facturas. Le llamó la atención un documento en
particular: un reconocimiento de deuda por parte de una tal Olga Corredera
en favor de Héctor Salmón. Era por un préstamo de cinco mil euros. El
documento estaba firmado por Olga Corredera.
Hizo un gesto a Lucas para que se acercara y le enseñó el documento.
—Mira la fecha.
Lucas asintió.
—Fue ayer.
Mientras Lucas tomaba los datos de esa mujer, Lidia continuó la
inspección del lugar. Abandonó el escritorio y fue hasta la gran librería que
ocupaba todo el largo de la pared. Le recordó la librería de su padre, muy
aficionado a los libros. Su padre había muerto joven, con cincuenta años, la
edad que tenía ella ahora. Tuvo un derrame cerebral. Pudo ser algo genético
o por el estrés. Su padre tenía una papelería, un negocio que había ido
menguando con los años ante la creciente competencia de las grandes
superficies y de las tiendas baratas de los chinos. Su padre conocía a todos
los escritores. Le habría podido ilustrar sobre la obra y milagros de Héctor
Salmón mejor que la Wikipedia.
Lidia observó la fina capa de polvo que cubría los estantes. Había
alguna edición de lujo. Revisó varios volúmenes. Vio que delante de un
libro apenas había rastro de polvo. El libro, de hecho, no tenía polvo encima
como los demás. Era un ejemplar de Poesía completa, de Alejandra
Pizarnik. Al abrirlo, encontró una foto en su interior. En ella, una chica
morena de ojos azules miraba con aire soñador a la cámara. La foto estaba
descolorida. Debía de tener unos años. Lidia frunció el ceño, preguntándose
quién sería aquella chica.
—Mira esto —dijo Lucas.
Lidia se volvió hacia su compañero, que estaba agachado junto a la
papelera al lado del escritorio. Tenía un papel arrugado en la mano.
Lidia se acercó y leyó el papel:
«ESTAS MUERTO».
Era una nota redactada con recortes de periódico, letra a letra.
Había dos notas más. En la primera ponía:
«ME AS QUITADO A MI IJA. COMIENZA LA CUENTA ATRÁS
PARA TI. TIC-TAC».
La segunda nota tenía un tono similar:
«TIC TAC, TIC TAC
TU TIEMPO SE ACAVA».
—Sea quien sea quien ha escrito esto, parece que la ortografía no es lo
suyo —dijo Lidia.
—El asesino con mala ortografía —dijo Lucas.
—Por lo que sabemos, Héctor Salmón era soltero y no tiene hijos. No
parece que sea un caso de pérdida de custodia de la madre.
—Eso tendría todo el sentido —dijo Lucas—. Habrá que investigarlo,
por si fuera el caso y no lo supiéramos.
—Sería raro que no hayan aparecido datos sobre ello en los registros
oficiales —dijo Lidia—. Mira esto.
Lidia le enseñó la foto que acababa de encontrar entre las páginas del
libro.
—¿Quién es esta chica? —preguntó Lucas.
—Eso es algo que tenemos que averiguar.
—La foto es antigua.
—Sí. Pero seguía siendo importante para Héctor Salmón.
23. La vida es dura

Lidia sintió alivio cuando salieron de la casa del escritor y pudieron quitarse
la mascarilla, que era particularmente molesta con aquel calor. Devolvieron
los sobretodos blancos a los de la Científica y recuperaron su aspecto
normal, que era más normal en el caso de Lidia que de Lucas, al que le
gustaba dejarse la mitad de su sueldo en ropa.
—Pareces un mod —le había dicho Lidia, nada segura de que Lucas
supiese qué era un mod.
—Y tú pareces una rocker.
El portero los saludó con cara de circunstancias cuando se acercaron a
interrogarle. Les contó lo que ya sabían: una vecina le había avisado al ver
la puerta abierta de la casa de Héctor Salmón y él, tras comprobar que
Salmón no contestaba, decidió entrar en la casa y se encontró al escritor
muerto en su cama.
—Casi me da un infarto del susto —dijo el portero.
Lidia estaba convencida de ello. Parecía que todavía le duraba el susto,
con esos ojos saltones que los miraban como los de un roedor acorralado.
—Es algo tan horrible e inesperado —continuó el portero—. Ayer
mismo nos saludamos. Fue como otro día cualquiera. Quién iba a pensar
que algo así podía ocurrir.
—¿Le comentó el señor Salmón si estaba preocupado por algo?
—preguntó Lidia—. ¿Su comportamiento era normal estas últimas
semanas?
—Sí, supongo. Él no me comentó nada ni parecía preocupado. Nuestro
trato era de saludarnos y hablar de las cosas de la casa. Vamos, igual que
con el resto de vecinos.
Lidia le tendió una tarjeta con su teléfono.
—Si recuerda algo que le llamara la atención, cualquier cosa, póngase
en contacto conmigo.
—Sí, claro. Pero la muerte del señor Salmón ha sido natural, ¿no?
—Tenemos motivos para pensar que pueden haber asesinado al señor
Salmón —dijo Lidia.
El portero se quedó lívido. Puso una mueca de espanto:
—Pero ¿cómo? No puede ser. Si era un hombre educado y
correctísimo. ¿Quién podría…?
—Eso es lo que estamos investigando —dijo Lidia—. Cualquier cosa
que pueda recordar, por nimia que parezca, puede ser una ayuda
inestimable.
El portero asintió con gravedad.
—Descuide, inspectora. Si recuerdo cualquier detalle que pueda ser de
interés, se lo diré.
—Gracias.
Lidia y Lucas se dirigieron al ascensor. Querían interrogar a la vecina
de Héctor Salmón. En cuanto perdieron de vista al portero, Lucas le dijo a
Lidia:
—Ese hombre oculta algo. Lleva escrita la palabra «culpable» en la
cara.
—Que sea feo no le hace culpable necesariamente. Esto no es una
película de Hollywood.
—Tampoco le hace más de fiar.
Llamaron a la puerta de Eva Jiménez, la vecina de Héctor Salmón y
que era quien había avisado al portero. Sintieron su mirada desconfiada en
la mirilla antes de que sonara el cerrojo de la puerta.
—¿Eva Jiménez? Soy la inspectora Lidia Cruz. Él es mi compañero
Lucas Sandoval. Queremos hacerle unas preguntas relacionadas con la
muerte de su vecino Héctor Salmón.
—Sí, claro. Pasen, por favor.
La mujer los recibió con una sonrisa descolorida. Pelo blanco y ni
rastro de coquetería en la cara surcada de arrugas. Lidia calculó setenta
años. La mujer parecía frágil y andaba algo encorvada, pero se movía con
agilidad. Llevaba a una gatita siamesa acurrucada entre el brazo y el pecho.
La gata los miraba curiosa con sus grandes ojos verdes.
—Qué bonita es la gata —dijo Lidia—. ¿Cómo se llama?
—Stella. Es un regalo de Héctor —se quebró la voz de la mujer al
pronunciar el nombre de su vecino—. Un hombre tan joven y amable.
Parece mentira.
La mujer suspiró, los ojos llorosos.
Los había conducido a su salón. Los muebles eran rústicos. Había un
crucifijo sobre una cómoda. Era como retroceder un siglo. Lidia se fijó en la
persiana rota, en el aspecto desgastado del sofá.
—Siéntense, por favor.
El sofá se hundió bajo su peso mientras sus muelles chirriaban como
protestando. Su anfitriona se sentó en un sillón que había conocido mejores
tiempos, aunque todavía parecía cómodo.
—¿A qué hora salió esta mañana de casa? —preguntó Lidia.
—Serían las nueve. Me gusta salir sobre esa hora para evitar el calor,
que luego se vuelve insoportable en esta época. Me extrañó ver la puerta de
Héctor abierta, pero tampoco le di importancia. Solo cuando volví de la
compra y vi que la puerta seguía abierta, me alarmé. Llamé al timbre, di una
voz por si Héctor me oía, pero no hubo respuesta. Así que llamé al portero
por el telefonillo. Isidro subió enseguida. Me dijo que esperara y, después
de llamar sin obtener respuesta tampoco, entró en la casa y se encontró el
panorama que ustedes ya conocen.
Lidia asintió.
—¿Sabe si el señor Salmón estaba preocupado por algo en particular?
¿Se comportaba con normalidad?
—Sí, con total normalidad. ¿Qué ocurre? No me diga que ha sido un
suicidio.
—Pensamos, más bien, que pueden haber asesinado al señor Salmón.
La mujer miró a Lidia con gesto de incredulidad. Apretó a la gata con
fuerza contra su pecho, en un gesto instintivo de protección.
—¿Está segura, inspectora? Tiene que tratarse de un error. ¿Quién
querría hacer daño a Héctor? Si era un pedazo de pan…
—Tenemos pruebas de que alguien le estaba amenazando de muerte.
Parece que ha cumplido su amenaza.
—Es terrible —dijo la mujer—. Espero que encuentren a quien lo haya
hecho y que lo pague como merece.
—Lo haremos. Vive usted puerta con puerta. ¿Sabe si el señor Salmón
recibió ayer alguna visita?
—Sí. Sonó su timbre y pensaba que era aquí, me pasa muchas veces.
—¿Pudo ver quién era?
La mujer negó con un gesto de contrariedad.
—No llegué a la puerta. Oí a Héctor y la voz de una mujer, así que me
volví a seguir viendo la tele.
—¿Sabe a qué hora fue eso? —preguntó Lidia.
—Sobre las ocho. Acababa de empezar el concurso que veo todas las
tardes antes de la cena.
—¿El señor Salmón recibía muchas visitas en casa?
—Tenía una novia que venía alguna vez, pero no la he oído en las
últimas semanas.
—¿Pudo ser ella a quien oyó ayer?
—Pudiera ser, pero no puedo afirmarlo.
—¿Los escuchó discutir en alguna ocasión?
—Los escuché, pero no discutir. Hacían mucho ruido en el dormitorio.
—¿Oyó ruido ayer en el dormitorio también?
—No. Pero cuando tengo puesta la televisión, no oigo nada.
—¿Llegó a conocer a la novia de Héctor Salmón?
—No, no me la presentó.
—¿Escuchó discutir al señor Salmón con otra persona alguna vez?
La mujer negó con la cabeza.
—No parecía que se llevara mal con nadie —dijo—. Si era un
encanto…
Otra vez se le pusieron los ojos acuosos a la mujer.
Lidia se levantó, no sin esfuerzo, del sofá, que se quejó
estruendosamente. Lucas peleó también para no quedar atrapado entre
aquellos vetustos muelles como si fueran arenas movedizas.
—Si recordara cualquier cosa, llámenos.
Lidia dio su tarjeta a la mujer.
Lucas, que no había despegado los labios en todo el rato, habló en
cuanto estuvieron a solas:
—El portero dice que Eva Jiménez se mudó aquí hace tres meses.
Compró la casa. Los pisos son muy caros en esta zona, pero no parece que
le sobre el dinero.
—Es normal, si ha comprado el piso. Parece afectada por la muerte de
Héctor Salmón.
—Sí. Héctor Salmón debía ser buen vecino.
—Y buen amante —dijo Lidia.
—O el aislamiento acústico es muy malo por aquí.
—Tenemos que encontrar a la novia.
—¿Crees que podría ser un tema de celos o despecho?
—No sé. ¿Qué pintan entonces los anónimos que enviaron a Héctor
Salmón y esa «hija perdida» que mencionan?
—No parece que él tomase muy en serio esas amenazas —dijo Lucas.
—O tenía algo que ocultar y por eso no acudió a la policía. Quizás ese
algo tenga que ver con el robo de su móvil y su portátil. Si le estaban
chantajeando, puede que haya hecho alguna retirada de efectivo
recientemente. Necesitamos el listado de llamadas de su móvil y sus
últimos movimientos bancarios. Hay que chequear las cámaras de seguridad
cercanas también. ¿Sabemos ya algo de la familia?
—Tiene un hermano. Los padres ya murieron. El hermano vive aquí,
en Madrid.
—¿Tienes la dirección? Habrá que hacerle una visita. Por lo menos,
los padres se ahorran el disgusto.
Lidia odiaba esa parte de su trabajo. Se le partía el alma viendo la
devastación de las familias cuando llamaban a su puerta para comunicarles
la muerte de sus seres queridos. Podía delegar esa tarea, pero su sentido de
la responsabilidad le imponía ese penoso deber. A la vez, se sentía
empujada con mayor fuerza a hacer bien su trabajo para poder llevar algo
de consuelo a las familias atrapando a los criminales que los sumían en
aquel dolor.
Antes de marcharse, pusieron en antecedentes al juez instructor, que
acababa de llegar. Era Julián Chamorro, un veterano de ojos cavernosos y
aire melancólico que había engordado veinte kilos desde que Lidia lo había
conocido una década antes.
—Héctor Salmón es un escritor relativamente conocido —dijo el juez
Chamorro—. Espero que todo el mundo tenga el pico cerrado. No quiero
que esto se convierta en un circo y nos venga a joder la prensa.
—Seremos discretos —dijo Lidia.
Cuando se marchaban, Lucas ya al volante del coche patrulla,
comentó:
—Este juez Chamorro, ¿no es el que salía en Caso criminal?
—Sí. Si hay una filtración, raro será que él no sea el responsable. Le
encanta salir en televisión.
—Ya veo —dijo Lucas—. Habrá que andarse con ojo. Casi no le
reconozco. Se ha puesto rellenito.
—¿Qué te ha parecido la vecina de Salmón? ¿Entra en la categoría de
vieja?
—Una vieja bien simpática. Me ha resultado entrañable. Parece que se
va a romper con tocarla, pero tiene que ser una mujer bastante dura. Vive
sola y parece que se las apaña muy bien.
Lidia estuvo de acuerdo. En realidad, le había recordado a su madre,
pero eso no se lo dijo a su compañero.
Lucas arrancó y pudieron sentir la caricia del aire a través de las
ventanillas bajadas del coche.
—Estamos a la temperatura ideal para freír un huevo sobre el asfalto
—dijo Lucas.
—Es un día perfecto para andar de barbacoa o de escapada en la playa.
—A más de uno le vamos a joder el día.
24. Aquí y ahora

Pablo Salmón vivía en la zona de Arroyo Culebro en el Sector III de Getafe.


Lucas y Lidia dejaron el coche patrulla estacionado en el vado del garaje de
la propiedad, no se veía hueco para aparcar cerca.
Llegaba ruido desde la parte trasera de la casa, en la zona de la piscina.
Parecía que andaban de celebración. Lidia torció el gesto y llamó al timbre
de la casa. Al cabo de un minuto una voz chillona de adolescente respondió
al telefonillo:
—¡Hola! ¿Sois los de Glovo? ¡Qué rápidos!
Lidia, la expresión impenetrable, miró hacia la cámara del telefonillo
al contestar:
—Soy la inspectora Lidia Cruz, de la Policía Nacional. ¿Está Pablo
Salmón en casa? Tenemos que hablar con él.
—Sí. Es mi padre. Ahora le llamo —dijo la adolescente, su voz yendo
en una rápida transición del entusiasmo a la preocupación.
Lidia y Lucas se miraron, sus caras serias delatando la solemnidad del
momento. Pasó otro minuto antes de que abriesen la puerta de la casa.
Cantaban las cigarras, seguía el bullicio de celebración en la piscina
invisible.
Pablo Salmón salió a su encuentro en bañador. Llevaba puesta una
camisa de manga corta sin abotonar. Tenía más pelo en su enorme barriga
que en la cabeza. Los observó con expresión interrogante y un tanto
incrédula.
—Me ha dicho mi hija que quieren hablar conmigo. ¿En qué puedo
ayudarlos?
—Venimos por su hermano Héctor.
—¿Qué ha hecho ahora ese desgraciado? —dijo Pablo Salmón,
crispando el gesto.
Lidia y Lucas intercambiaron una rápida mirada, sorprendidos.
—Su hermano ha fallecido —dijo Lidia—. Le ha encontrado el portero
de su casa esta mañana. Le alertó una vecina, extrañada porque su hermano
tenía la puerta abierta.
Pablo Salmón los miró con incredulidad:
—No puede ser —dijo.
Palideció. Ocultó su rostro con las manos unos segundos. Cuando las
apartó, su expresión, golpeada por un dolor sordo, parecía la de un hombre
un siglo más viejo.
—¿Se sabe la causa de la muerte? —preguntó Pablo Salmón—. Héctor
estaba sano, aparentemente.
—El examen preliminar del forense apunta a una sobredosis de 2CB,
una droga psicodélica —explicó Lidia.
—¿Mi hermano se drogaba? No tenía idea.
—Sospechamos que su muerte ha podido ser provocada.
Pablo Salmón los miró anonadado.
—¿Un suicidio? Es algo impropio de él. Tenía sus defectos, pero le
gustaba disfrutar de la vida. Aquí y ahora era todo lo que le importaba.
—No creemos que se haya suicidado —dijo Lidia—. Pensamos que
pueden haberle asesinado.
Pablo Salmón los miró con estupor.
—¿Quién querría asesinar a Héctor?
—No lo sabemos, pero no vamos a parar hasta averiguarlo —dijo
Lidia—. ¿Sabe usted si su hermano estaba preocupado por algo?
Pablo Salmón negó con la cabeza.
—Héctor y yo teníamos una relación distante desde hace tiempo. No
sé en qué líos podría andar. Nos vimos a principios de esta misma semana,
me pareció que estaba igual que siempre.
—¿Habían discutido usted y su hermano Héctor?
—Discutir es una palabra demasiado fuerte. Teníamos nuestras
diferencias, lo normal entre hermanos.
—Sí, claro —dijo Lidia—. ¿De qué hablaron esta última vez cuando se
vieron? ¿Quedaron por algún motivo en concreto?
—No. Supongo que ya tocaba. Fue mi hermano el que me llamó para
que nos viéramos. Me habló de algo que quería escribir, sobre una amiga de
nuestra juventud. Fue una conversación normal, como ya les he dicho. En
ningún momento tuve la sensación de que Héctor estuviese preocupado por
nada. ¿Por qué piensan que alguien ha podido asesinarle? Es algo que no
me cabe en la cabeza.
—Tenemos pruebas de que había recibido amenazas de muerte.
Pablo Salmón frunció el ceño.
—Héctor era escritor —dijo—. Tenía una cierta fama. Siempre hay
locos, y la gente con un perfil público está más expuesta a que un loco la
tome con ellos. No sé si mi hermano estaba acostumbrado a lidiar con estas
cosas, lo que sí tengo claro es que el otro día no dio muestra alguna de estar
preocupado por que alguien le estuviera amenazando. También es verdad
que, si estuviese preocupado, igual no sería yo a quien se lo diría.
—¿Sabe a quién se lo podría haber confiado?
—Ni idea. Ya le he dicho que hace tiempo que sé poco o nada de la
vida de mi hermano. Esto me parece una de esas bromas de cámara oculta.
Una broma que no tiene ninguna gracia.
—¿Dónde estaba usted ayer por la noche? —preguntó Lucas.
Pablo Salmón recompuso la postura, estirándose con toda la dignidad
que le permitían el bañador y la camisa desabrochada con su panza al aire:
—Me vine directo desde el trabajo a casa. Unos primos de mi mujer
están de visita este fin de semana.
—¿Están esos primos aquí ahora?
—Sí, están. ¿Qué pasa? ¿Sospecha de mí?
—Es solo rutina. Tenemos que ir descartando cosas.
Pablo Salmón crispó el gesto con una mezcla de indignación y dolor:
—Primero me destrozan con la noticia de la muerte de mi hermano y
ahora me insultan. No pago mis impuestos para acabar recibiendo este trato
degradante por parte de unos funcionarios con placa. Si quieren montar el
espectáculo con mis invitados, lo tendrán que hacer con una autorización
del juez. Y si no la tienen, hasta aquí ha llegado esta agradable charla.
Tengan un buen día.
—No se preocupe, señor —intervino Lidia—. Nos hacemos cargo de
cómo debe sentirse en este momento y queremos dejarle tranquilo ya, para
que pueda volver con los suyos, como imagino que está deseando. Solo una
última pregunta.
Pablo Salmón miraba retador a Lucas. Suavizó el gesto al volverse
hacia Lidia:
—Dígame.
—¿Conoce a esta chica?
Lidia le mostraba una foto en su móvil, que él miró intrigado. Era la
foto que ella había encontrado en el libro de Alejandra Pizarnik, en casa de
Héctor Salmón. Lidia y Lucas pudieron ver la sorpresa en su cara:
—Es Sara —dijo Pablo Salmón.
—¿Sabe dónde podríamos encontrarla?
El hombre miró a Lidia como si acabase de decir un desvarío:
—Sara se suicidó. Hace veinticinco años de eso.
—Vaya.
Lidia frunció la boca, contrariada.
—Es de ella de quien me habló mi hermano el otro día —dijo Pablo
Salmón—. Sara es la chica sobre la que Héctor quería escribir.
—¿Qué relación tuvo su hermano con ella?
—Eran amigos.
—¿Quería saber algo en especial de ella?
—No lo sé. Quería hablar con Javi, el hermano de Sara.
—¿Sabe si llegó a hablar con él?
—No lo creo. Héctor me pidió el teléfono de Javi, pero no se lo di.
Javi y sus padres lo pasaron muy mal con la muerte de Sara. No me pareció
una buena idea que Héctor quisiera escarbar en el dolor de la familia.
—Le entiendo —dijo Lidia—. ¿Tenía algún motivo su hermano Héctor
para pensar que Sara no se suicidó? ¿Que alguien pudo matarla?
Pablo Salmón no dio muestras de sorpresa ante su pregunta. Suspiró y
luego dijo:
—Los padres de Sara acusaban a Jorge, un amigo de Sara y de Héctor,
de haber asesinado a su hija. Decían que Jorge iba detrás de Sara y que ella
le rechazó. Pero, por lo que yo sé, y así se lo dije a Héctor el otro día, esta
acusación estaba totalmente injustificada. Los padres de Sara llegaron a
contratar a un detective, que confirmó las conclusiones de la policía. Sara se
suicidó.
Lidia asintió.
—Si no le importa, necesito algunos datos de Sara y su hermano.
Pablo Salmón afirmó con la cabeza sin entusiasmo.
—Lo entiendo. Aunque pierden el tiempo.
Pablo Salmón se mostró colaborativo en todo momento, tan receptivo
con Lidia como hostil había sido con Lucas, que permaneció callado todo
ese tiempo y con una mueca indescifrable en el rostro.
—Gracias por su colaboración, señor Salmón —dijo Lidia—. Le
acompañamos en el sentimiento por la pérdida de su hermano. No dude de
que si alguien lo ha matado, haremos cuanto esté en nuestra mano para que
pague por ello.
—Se lo agradezco, inspectora.
Pablo Salmón endureció la expresión al girarse hacia Lucas, al que
dedicó una mirada glacial. Lucas mantuvo el gesto sereno e impenetrable.
—Alguien tendrá que hacerse cargo del funeral y los gastos —dijo
Pablo Salmón, de pronto, y, por primera vez, asomaron lágrimas a sus ojos
grises, tristísimos.
—De momento, el cuerpo lo han llevado al Instituto Anatómico
Forense para que le hagan la autopsia —explicó Lidia.
Pablo Salmón asintió como un autómata, perdida su mirada en algún
lugar entre sus recuerdos y el presente.
Lidia y Lucas vieron cómo el hombre se metía en su casa, de regreso al
ruido de una fiesta que había acabado prematuramente para él y que en
breve iba a terminar también para sus invitados.
—No le envidio el rato que le espera —dijo Lidia, de vuelta ya en el
coche patrulla.
—No parece que tuviese en gran estima a su hermano —dijo Lucas,
dejando traslucir en su gesto, ahora crispado, su animadversión hacia Pablo
Salmón—. Todavía estamos a tiempo de entrar ahí e interrogar a su familia
antes de que los aleccione sobre cómo deben responder, en caso de que nos
haya mentido y no viniera aquí directo desde su trabajo ayer.
Lidia negó con la cabeza, espoleando el visible descontento de su
compañero.
—Déjale tranquilo, por lo menos hoy —dijo Lidia—. Podemos rastrear
su móvil. Si nos ha mentido, lo sabremos. Y no te lo tomes a mal, pero
porque muestres un poco de empatía con el prójimo no vas a ser un tío
menos duro ni menos guapo. Hay momentos en que no toca lo de poli
bueno y poli malo.
Lucas resopló y arrancó el coche con gran violencia.
—Tú sigue ciega si quieres. Ese tío se alegra de la muerte de su
hermano, tenga algo que ver con ello o no. A mí no me engañan sus
lágrimas de cocodrilo. Estamos perdiendo una ocasión perfecta para
adelantar trabajo.
—Puedes poner una queja a nuestros superiores si quieres.
—Ya te he dicho que no me gusta el papeleo.
—Entonces vamos a dejarlo así.
Tras un minuto de trayecto en silencio, Lucas volvió a hablar, ya con el
gesto más relajado:
—¿Crees que lo de esa chica, Sara, pudo ser un asesinato como decían
sus padres? Quizás Héctor Salmón descubrió algo y por eso le han matado.
—No lo sé. De momento, vamos a interrogar a Olga Corredera. A ver
qué nos cuenta de ese dinero que le ha prestado Héctor Salmón justo ayer.
Lucas introdujo la dirección de Olga Corredera en el GPS y pusieron
rumbo hacia donde vivía ella, en una urbanización de Las Rozas.
25. Liquidación final

Lidia llamó al telefonillo de la lujosa propiedad de Olga Corredera. Estaba


en una urbanización que contaba con pista de pádel, campo de golf y
piscina. Por encima del muro gris que bordeaba la propiedad se veía la
fachada blanca y los amplios ventanales de la casa, que deslumbraban con
el reflejo de la luz del sol.
Justo en ese momento la puerta del garaje se abrió y un BMW asomó
el morro. Lidia hizo una seña a su ocupante para que se detuviera, y, con la
placa de identificación en la mano, dijo:
—Soy la inspectora Lidia Cruz. ¿Es usted Olga Corredera?
—Soy yo. ¿Ocurre algo, inspectora?
—Tenemos que hablar con usted.
—Voy con prisa. He quedado con mis padres para comer.
—No la vamos a entretener mucho.
La mujer asintió. Apagó el motor del coche y bajó de él, mirándolos
con aprensión.
—¿Qué ocurre?
—Tenemos malas noticias —dijo Lidia—: Héctor Salmón ha muerto.
Usted le conocía, ¿verdad?
—¿Héctor? No puede ser…
Olga Corredera los miró con el gesto desencajado, crispado en una
mueca de dolor e incomprensión. Empezaron a caerle lágrimas por las
mejillas, estropeándole el maquillaje. Lidia y Lucas dejaron que se
recompusiera antes de interrogarla. Olga tomó el clínex que le tendía Lidia
y se limpió la nariz moqueante:
—Héctor tenía un aspecto fantástico —dijo Olga—: Se notaba que se
cuidaba. Ayer mismo estuve con él. Parecía estar viviendo una segunda
juventud. ¿Cómo ha muerto?
—Ha sido una sobredosis.
—¿Héctor tomaba drogas? No tenía idea.
—Tenemos motivos para pensar que Héctor Salmón puede haber sido
asesinado —dijo Lidia.
Olga la miró como si se hubiese vuelto loca:
—Héctor es un cielo. Todo el mundo le quiere. Le conozco desde hace
muchísimos años. ¿Por qué iban a querer matarle? Es la cosa más absurda
que he oído nunca.
—¿Se vieron ayer por algún motivo concreto? —preguntó Lidia.
—Somos amigos. No necesitábamos un motivo concreto para vernos.
Lidia cambió una mirada de entendimiento con Lucas. Olga Corredera
había firmado el reconocimiento de deuda a Héctor Salmón el día anterior.
—¿Dónde tuvo lugar su encuentro? —preguntó Lidia.
—En un bar, junto a la estación de Atocha. Como otras veces. Es una
zona que nos viene bien a los dos.
Lidia lanzó una rápida mirada al BMW.
—¿Fue a la cita en coche?
Olga negó con la cabeza:
—Fui en tren. El centro es una locura para entrar con el coche.
—¿A qué hora quedaron?
—A las cinco.
—¿Cuánto duró su encuentro?
Olga resopló con disgusto.
—Debimos estar como una hora. No lo cronometré.
—Y luego, ¿qué hizo usted?
—Me volví directa a casa. Ayer tenía un poquito de jaqueca. Este calor
me mata.
—Es comprensible —dijo Lidia, que empezaba a notar la cabeza
hirviendo bajo el sol—. ¿Le dijo Héctor Salmón si estaba preocupado por
algo?
—Héctor siempre ha sido muy reservado con sus cosas.
—No hablaron de nada en concreto ayer, ¿entonces?
—Fue una conversación desenfadada. Héctor me pareció incluso de
muy buen humor, pero igual disimulaba para no preocuparme. Él me estaba
agradecido porque cuando yo trabajaba en Cultura, en el Ayuntamiento, le
ayudé a despegar con su carrera literaria.
—¿Está segura de que él nunca mencionó ninguna amenaza que
hubiera recibido? Como figura pública, estaba expuesto a que cualquier
loco la tomara con él.
Olga Corredera sopesó la cuestión con gesto escéptico.
—Si Héctor tenía algún problema con alguien, a mí no me contó nada.
Bueno, me comentó entre risas el encontronazo que tuvo con ese productor.
Pero no parecía preocupado en absoluto.
—¿Qué productor? —Lidia se volvió hacia Lucas, que se encogió de
hombros, sorprendido también.
—No sé cómo se llama —dijo Olga Corredera—. Salió en los medios
de comunicación hace unos días. Él y Héctor tuvieron un rifirrafe a la
puerta de una discoteca.
—Aquí está —dijo Lucas, y le enseñó la noticia a Lidia en su móvil.
Lidia la miró por encima.
—Sabe hablar —dijo Olga, mirando a Lucas—. Pensaba que era
mudo.
Lucas mantuvo la expresión serena e hizo como que no había
escuchado. Le mostró a Olga Corredera la foto de Sara Cuéllar y escrutó su
reacción, que fue de sorpresa e intranquilidad:
—¿La conoce? —preguntó Lucas, que tomó el testigo en el
interrogatorio.
—Sí, claro. Es Sara, una amiga que murió hace años. ¿Por qué me lo
pregunta?
—¿Le preguntó Héctor Salmón por ella o le comentó algo?
—No. ¿Por qué iba a hacerlo? Sara se suicidó. Eso fue hace una
eternidad. Como comprenderá preferíamos hablar de cosas más agradables.
—Héctor Salmón, al parecer, quería escribir sobre su amiga Sara.
Olga Corredera puso cara de sorpresa otra vez.
—Ya les he dicho que Héctor es muy reservado para sus cosas —dijo
Olga—. Nunca me comenta nada de lo que escribe. Bueno, escribía…
—añadió, desolada.
—Parece que el señor Salmón creía que su amiga Sara fue asesinada
—dijo Lucas.
Olga Corredera puso gesto de incredulidad:
—Héctor tiene una gran imaginación. Tenía… Dios, no me puedo
creer que de verdad esté muerto
—Los padres de Sara Cuéllar pensaban que su hija fue asesinada
—dijo Lucas.
—¿De veras?
—Sospechaban de un amigo del señor Salmón. Un tal Jorge. ¿Le
conoce?
Olga Corredera hizo un gesto vehemente de negación.
—Eso es un disparate —dijo—. Claro que conozco a Jorge. Era mi
novio entonces. Los padres de Sara debieron volverse locos. Jorge estuvo
conmigo la noche que Sara murió.
—¿Está segura de eso? —intervino Lidia—. Ha transcurrido mucho
tiempo desde entonces.
—Un día como ese no se olvida. Fue durísimo para todos. Entiendo
que los padres de Sara pudieran perder la cabeza con el suicidio de su hija.
No se me ocurre otro motivo por el que pudieran hacer una acusación tan
disparatada como esa.
—¿Sabe cómo podemos localizar a este tal Jorge? —dijo Lucas—.
¿Cómo se apellida?
—Se llama Jorge Rovira Vázquez. Es directivo en TeleStar, o lo era
hace tiempo. Hace años que perdí el contacto con él.
—Gracias —dijo Lidia—. Con eso nos basta. Una última pregunta.
¿Le habló Héctor Salmón de su hija alguna vez?
Olga Corredera la miró atónita:
—¿Qué hija? Héctor no tenía ninguna hija.
—Bueno, nos acaba de decir que él era muy reservado —dijo Lidia.
Su interlocutora negó con la cabeza.
—Una cosa así me la habría contado, o yo me habría enterado igual
por otras personas.
—Puede ser —dijo Lidia—: No la entretenemos más.
—¿De verdad creen que han podido asesinar a Héctor?
—Sí. Alguien estaba amenazando con matarle.
—Qué horror. Espero que atrapen al miserable que haya podido
hacerlo.
—Eso es lo que queremos todos. Nos ha aportado información que nos
puede ser muy útil.
—Me alegro —dijo Olga Corredera sin ninguna alegría antes de
meterse en su coche de nuevo.
La vieron alejarse con su BMW hacia la salida de aquella gigantesca
urbanización.
—¿Qué piensas? —preguntó Lucas.
—Miente. Sabe más de lo que nos ha dicho.
—Con ese cochazo y este casoplón, ¿quién podría pensar que anda
sableando a los amigos?
Montaron en el coche patrulla.
—Vamos a comer —dijo Lidia.
Comieron cerca de la comisaría, en el Braulio, un bar de los de toda la
vida decorado con fotos antiguas de Madrid y en el que no podía faltar la
tapa generosa con la caña.
Lidia llamó a Raúl, su marido, para explicarle que no sabía a qué hora
regresaría.
—Contaba con ello, no te preocupes —dijo Raúl.
Llevaban diecinueve años casados. Raúl era agente de seguros. Ya
estaba más que habituado a sus jornadas sin horarios, tan diferentes de su
trabajo, en el que raro era que él fichara fuera de hora un día.
—Avisa a Carol y Jota de que no puedo ir a la cena esta noche —dijo
Lidia.
En realidad, Lidia estaba encantada de tener una excusa para no ir a
esa cena. Jota era un compañero de trabajo de Raúl. Hablaba poco y solía
andar malhumorado. No sabía qué gusto le sacaba Raúl a su compañía. Peor
era su mujer. Carol se daba unos aires de diva que resultaban tan ridículos
como los vestidos a la última con los que solía exhibirse como si fuese un
pavo real. De todas formas, si esa noche hubiesen tenido de anfitriones a
Michelle y Barack Obama, Lidia habría tenido las mismas ganas de cenar
con ellos. Llevaba un tiempo muy poco sociable.
—Vale —dijo Raúl— Lo dejamos para otra semana, entonces.
—Ve tú, no seas tonto. Hoy es sábado.
—No te preocupes, cariño. Seguramente me pase por el gimnasio y
luego ya veré.
Lidia se sentía afortunada de poder compartir su vida con Raúl. Era un
hombre comprensivo y equilibrado, que siempre había sido un gran apoyo.
Tenían una hija preciosa: Amaya. No podía pedir más a la vida. Sin
embargo, se sintió aliviada al colgar, como si se acabase de quitar un
marrón de encima.
Lucas avisó a su pareja también del cambio de planes para esa tarde.
—Teníamos pensado ir de compras por el centro —dijo Lucas—.
Silvana es muy comprensiva, pero un día se va a hartar y no seré yo quien
la critique. Cobramos muy poco para el sacrificio que hacemos.
—Por lo menos nos han puesto una sauna en la comisaría —dijo Lidia
—. Sería todo un detalle que alguien reparase el aire acondicionado.
Llevaba estropeado desde el miércoles y todavía estaban esperando a
que lo arreglaran.
—Tienes fama de ser una manitas. Podrías probar tú a repararlo.
—¿Y que si luego no funciona me sancionen por daños a la propiedad
del Estado? No, gracias.
26. Inocencia trágica

Lidia llegó puntual a las cuatro a la puerta de la residencia. Llamó al timbre


y esperó a que abriesen. A través de la verja podía ver el jardín que rodeaba
la residencia, vacío a esa hora en la que caía el sol a plomo sobre el lugar.
Sonó la puerta y pudo pasar al interior de la propiedad. En la recepción
estaba una chica nueva, con su blanco uniforme y la mascarilla, obligatoria
para el personal dentro de las instalaciones. Lidia la saludó y preguntó por
su madre. La chica llamó por teléfono y le indicó un asiento, mientras traían
a su madre. Llevaba ya dos años ingresada en la residencia. Tenía
Alzhéimer. Su madre había sido maestra, una mujer independiente que
había encajado los reveses de la vida con una entereza admirable. Llevaba
viuda veinte años y había vivido sola todo ese tiempo, hasta que su
deterioro cognitivo impidió que siguiera desenvolviéndose con una mínima
normalidad.
—Malditos carceleros —dijo una mujer que lucía un pelo blanco tan
alborotado como su expresión. Se volvió hacia Lidia, mirándola con
desconfianza—: Me tienen encerrada aquí contra mi voluntad. Tengo que
salir, tengo una cita urgente y no me dejan ir.
—Matilde, no pasa nada —dijo Lidia, que la conocía de otras veces—.
Vienen a buscarte. Tienes que estar aquí para cuando lleguen.
—¿Nos conocemos? —dijo la mujer, frunciendo el ceño. Relajó el
gesto—. Tú eres la inspectora de policía. Por fin has venido. ¡Detén a estos
delincuentes! Me tienen secuestrada.
En ese momento llegaron dos empleadas de la residencia que,
sonrientes, tomaron a la mujer del brazo.
—Matilde, te estamos esperando para la partida de bingo.
Eran fornidas. Su tono era autoritario bajo el barniz amable. La mujer
amagó con soltarse, pero la dura mirada de sus guardianas tuvo un efecto
paralizante sobre ella.
—Estoy hablando con una amiga —dijo.
—Por mí no te pierdas la partida de bingo, ya hablamos en otro
momento —dijo Lidia.
La mujer le lanzó una dura mirada de reproche:
—Traidora, todos estáis compinchados.
—Vamos, Matilde. No podemos empezar sin ti. Todos te estamos
esperando.
—En ese caso… —dijo la mujer, y con la postura erguida y el gesto
digno, se fue escoltada por sus guardianas.
La nueva que estaba en la recepción cambió una mirada de
entendimiento con Lidia.
—Ya traen a su madre.
Llegaba en la silla de ruedas, empujada por una cuidadora, que le
dedicó una mirada de cálido reconocimiento que contrastaba tristemente
con la indiferencia de su madre.
—Hola, Lidia —dijo la cuidadora—. Rosita, mira quién ha venido a
verte.
Su madre la miró y sonrió con súbita animación:
—Dichosos los ojos —dijo su madre—. Hace siglos que no nos
veíamos. Aquí nunca me visita nadie.
—Te vi el sábado pasado —dijo Lidia.
Su madre ni la escuchó, asustada por los gritos repentinos que se
oyeron al fondo del pasillo por donde acababan de llevarse a Matilde. Era
ella la que gritaba.
—¿Qué ocurre ahí? —dijo su madre—. Parece que alguien está
pidiendo ayuda.
—No te preocupes, mamá. Ya se están ocupando de ello.
Lidia relevó a la cuidadora y llevó a su madre a la pequeña cafetería de
la residencia, que se encontraba en la dirección contraria por la que se
habían llevado a Matilde, que seguía vociferando. La cafetería estaba vacía,
Lidia era la única visitante. Aquello siempre estaba más tranquilo los
sábados. Cuando hacía menos calor, solía llevar a su madre a dar una vuelta
por los alrededores para que se distrajera con el trasiego de la calle.
—¿Qué tal estás? —preguntó Lidia.
Su madre tenía buen aspecto. Si dos años atrás la hubiese visto así,
postrada en la silla y con sus facultades mentales tan deterioradas, le habría
desgarrado el alma. Ahora que la había llegado a ver mucho peor, en estado
casi vegetativo, casi se alegraba.
—Estoy bien —dijo su madre—. Eres tú la que me preocupas.
—¿Y eso? ¿Por qué?
—Hoy has venido con la coleta. ¿Qué ha pasado?
Lidia se rio.
—Estás atenta a todo —dijo—. Me he escapado del trabajo un rato,
por eso llevo la coleta.
—Trabajas demasiado. Así no vas a encontrar novio.
—Mamá, ya estoy casada. Con Raúl. ¿No te acuerdas?
Su madre puso cara como si le estuviese queriendo tomar el pelo.
—Si fuese así, me habría enterado —dijo muy seria—. ¿Y en qué
trabajas? Eso no me lo habías contado.
Lidia sabía que debía ser paciente y que era mejor llevarle la corriente
a su madre para evitar que pudiera alterarse innecesariamente:
—Soy inspectora de policía.
—Qué interesante. ¿Tienes algún caso entre manos?
—Sí. Han asesinado a un escritor.
—¿Tan mal escribía?
Su madre se rio con su propia ocurrencia. Lidia sonrió, viéndola
animada.
—Parece que no ha sido por eso. Alguien lo estaba amenazando. Lo
acusaba de haber perdido a su hija por su culpa.
—Debe ser terrible perder a una hija. Si algún día me caso, no sé si
querré tener hijos. Son ganas de llevarse disgustos.
Lidia sostuvo la mirada de su madre sin exteriorizar su decepción y
contrariedad porque no supiera quién era ella. Atrás quedaba esa época de
angustia en la que Lidia había intentado razonar con su madre, las primeras
veces que había dado muestras de que la cabeza se le estaba yendo.
—Yo tengo una hija —dijo Lidia—: Amaya. ¿Te acuerdas de ella?
—Sí, claro. Amaya.
Su madre asintió, pero su expresión no traslucía emoción alguna. No
se acordaba de su nieta, que tan feliz le había hecho al llegar al mundo
hacía ya diecisiete años.
—Ella te quiere mucho —dijo Lidia—. Está en Dublín, estudiando
inglés.
—Yo también estoy pensando en estudiar inglés. Aquí las horas pasan
muy despacio.
—Es una gran idea.
Siguió un silencio. En una sala contigua sonaba una televisión. De vez
en cuando pasaba algún residente, miraba un momento hacia su mesa y
seguía camino enfrascado en sus propios pensamientos. Por suerte, ya no se
oían los gritos de Matilde.
—¿Sabes ya quién ha matado a ese escritor? —preguntó su madre.
—Estamos empezando a investigar. De momento, solo hemos hablado
con el portero de la casa y con la vecina que lo avisó, y con el hermano y
con una amiga del muerto.
—El hermano es el que lo ha matado —dijo su madre—. Por la
herencia.
—No parece que se llevaran bien entre ellos —dijo Lidia—, pero de
ahí a que lo haya matado hay un trecho.
—Seguro que la vecina sabe quién lo ha matado. Es una chismosa de
cuidado. La tengo calada.
—Es una mujer temerosa de Dios.
—Esas son las peores. Las que van de mosquita muerta.
En ese momento, empezó a sonar el móvil de Lidia. Se apartó a un
rincón para contestar. Era Lucas:
—Ya tenemos la lista de llamadas del móvil de Héctor Salmón. Hemos
cruzado datos. Habló con Olga Corredera varias veces estos últimos días, la
última ayer. Parece que recuperaron el contacto hace poco. Al menos, no
hay llamadas entre ellos durante un largo período de tiempo antes de eso.
Fue ella la que llamó primero.
—Le debió contactar para pedirle el dinero.
—Debía necesitarlo mucho.
—Tiene pinta de ser la clase de persona que siempre necesita más
dinero del que tiene —dijo Lidia—. ¿Con quién más habló Héctor Salmón
estos últimos días?
—Ayer habló con varias personas. La última llamada fue a las nueve
cuarenta de la noche. Fue de Tamara Cuervo, la agente de Salmón, y duró
solo unos segundos.
—Igual en ese momento Héctor Salmón le abrió la puerta de su casa.
—O Cuervo llamaba para anular su cita, si es que tenían una cita.
—¿Con quién más habló Salmón?
—Con Mónica Hoyos. Es una abogada. Hablaron un par de veces estos
días. Hubo llamadas casi diarias entre ellos los últimos tres meses, lo que
hace pensar que tenían una relación. Hace un par de semanas se interrumpió
el goteo de llamadas. Hasta el miércoles. Fue Salmón quien llamó en esta
ocasión.
—Quizás discutieron y quería hacer las paces.
—O fue por un tema profesional.
—Sí. ¿Qué más tenemos?
—Otra mujer: Nadia Felguera. Es una actriz. Ella le llamó ayer por la
tarde. También fue una llamada breve. Hay un cruce de llamadas previo
entre los dos esta semana y nada antes de eso, lo que lleva a pensar que se
debieron conocer recientemente.
—Ya veremos que nos cuentan ella y el resto —dijo Lidia—. Y del
hermano, ¿qué sabemos?
—Héctor Salmón habló con él este lunes.
—Ese mismo día se vieron.
—Era la primera llamada entre ellos desde las navidades.
—Debieron llamarse para felicitarse las fiestas —dijo Lidia—. Parece
que tan mal no se llevaban.
—Y también parece que Héctor Salmón sintió una repentina necesidad
de ver a su hermano —dijo Lucas—. Quizás descubrió algo sobre Sara
Cuéllar, algo que implicaba a su hermano en la muerte de esa chica.
—O simplemente quería hablar de su nueva novela con su hermano,
por si este le podía ayudar con lo de Sara como nos ha contado él mismo.
—Y es verdad que le ayudó, porque Héctor Salmón llamó a Jorge
Rovira al día siguiente de ver a su hermano. No existen registros previos de
llamadas entre Salmón y Rovira. Su hermano le puso tras esa pista, lo que
no sabemos es si esa pista es fiable o un intento de desviar la atención sobre
la posible implicación de Pablo Salmón en la muerte de Sara Cuéllar.
Lidia suspiró.
—Ni siquiera sabemos si realmente hubo algo raro en la muerte de
Sara Cuéllar o fue un desvarío de los padres, incapaces de asumir que su
hija se suicidó. Es algo humano y comprensible. ¿Ha llegado el informe de
Estepona sobre su muerte?
—Todavía no. Me han dicho que le iban a dar prioridad. Imagino que
no tardará.
—¿Hay algo más de interés en el listado telefónico?
—Sí. Hay dos llamadas hechas desde el mismo número con una tarjeta
prepago. La tarjeta está registrada a nombre de un tal Kaspar Hauser.
—Es una broma.
—No. Está a ese nombre.
—Ya. ¿No conoces la historia de Kaspar Hauser?
—No.
—Fue un niño salvaje, criado en aislamiento y cautividad. Su origen y
su muerte son un misterio. Kaspar Hauser murió asesinado. Se rumoreaba
que su padre podía ser Napoleón Bonaparte.
—Tiene pinta de que quien está detrás de nuestro Kaspar Hauser es el
asesino que buscamos.
—De momento lo único seguro es que no se llama Kaspar Hauser
—dijo Lidia—. ¿Hay algo del banco?
—Sí. Héctor Salmón retiró cinco mil euros de su cuenta anteayer.
—El dinero que le prestó a Olga Corredera y sobre el que ella presenta
una curiosa amnesia temporal.
—No hay otras retiradas de dinero significativas en este período.
—Si hubo chantaje, no lo pagó.
—O tenía dinero en negro.
—Puede ser. Tenemos una buena ronda de visitas por delante. ¿Te
pasas a buscarme?
La Comisaría Central estaba cerca.
—Llego en diez minutos.
Lidia volvió junto a su madre.
—Me tengo que ir.
Ella la miró sorprendida:
—¿Nos conocemos?
Lidia suspiró.
—Soy tu hija.
Su madre se rio con ganas.
—¿Mi hija? Qué ocurrencia.
Lidia avisó a una cuidadora para que se ocuparan de su madre. Se
alegraba de que, al menos, estuviese de buen humor.
27. La ronda

Jorge Rovira vivía en una casa con un gran portal señorial en la calle
Serrano. Un portero pulcramente uniformado salió al encuentro de Lidia y
Lucas.
—Queremos ver a Jorge Rovira —dijo Lucas mostrando su
identificación.
El portero no movió un músculo de su rostro alargado y cetrino al ver
que eran policías.
—El señor Rovira salió temprano esta mañana.
—¿Sabe a dónde fue? —preguntó Lucas.
—Se ha ido a la costa. Tiene una casa en Altea. Su mujer y sus dos
hijos pasan el verano ahí. Suele volver el lunes. ¿Quieren que le dé algún
recado de su parte?
Lidia negó con la cabeza.
—Es algo rutinario. Hablaremos con él en otro momento.
Lidia y Lucas salieron del refrigerado portal al horno de la calle.
—Jorge Rovira estaba en Madrid ayer —dijo Lucas.
—Eso no significa necesariamente que estuviese de visita con un viejo
amigo hablando sobre crímenes del pasado.
—Parece que este no tiene problemas de dinero.
—No parece que el dinero sea el móvil de este crimen.
Lucas asintió, pensativo.
—Héctor Salmón tenía cosas de valor en su casa —dijo Lucas—, pero,
que sepamos, solo faltan su portátil y su teléfono. Posiblemente buscaban
una información comprometedora.
—Sí. Estaría bien recuperar ese teléfono y el portátil.
—Sería un detalle que se conectaran a la red…
Subieron al coche patrulla y se acercaron al distrito de Latina, donde
vivía Tamara Cuervo, la agente de Héctor Salmón. Su casa estaba en la
zona de Madrid Río. La fachada del edificio daba al paseo del Manzanares.
A esa hora, con la canícula, apenas se veía a unas pocas personas refugiadas
bajo las sombrillas en las terrazas de los chiringuitos.
Llamaron al telefonillo. Esta vez tuvieron suerte. Tamara Cuervo
estaba en su casa. Era una mujer de unos cuarenta años, que tenía un
aspecto relajado y seguro incluso teniendo a dos policías a la puerta de su
casa.
—Ustedes dirán en qué puedo ayudarlos.
—Héctor Salmón ha muerto —dijo Lidia—. Han encontrado su
cadáver esta mañana.
—Dios mío —dijo Tamara Cuervo y los miró con gesto de
incomprensión—. Pero si él estaba perfectamente. Ayer mismo hablamos…
—Ha muerto por una sobredosis.
Tamara Cuervo endureció el gesto.
—Malditas drogas —dijo con rabia.
—Usted es su agente desde hace años —dijo Lidia—. ¿Sabe si Héctor
Salmón se drogaba habitualmente?
La agente de Salmón asintió.
—Decía que controlaba. Que así se relajaba y que estimulaba su
imaginación. Pero era un escape. Llevaba tiempo sin escribir.
—¿Héctor Salmón le comentó si estaba preocupado por algo?
—No. Al contrario. Estaba más contento estas últimas semanas. Había
empezado a escribir una nueva historia y estaba entusiasmado con ella.
—¿Le contó sobre qué escribía?
—No. Para eso era muy reservado.
Lidia le mostró la foto de Sara Cuéllar en la pantalla de su móvil:
—¿Conoce a esta chica?
Tamara Cuervo examinó la foto y frunció el ceño:
—No sé quién es.
—Es una vieja amiga de Héctor Salmón. Según parece, estaba
escribiendo sobre ella.
—Ya le he dicho que Héctor no me contaba nada sobre lo que escribía.
Lidia asintió. Guardó el móvil y continuó:
—Habló ayer mismo con él. ¿Fue por algún motivo en concreto?
—Sí. Por el tema de MasterChef. Estuve moviendo unos hilos para que
le seleccionaran para el programa. Pero, después de la movida que tuvo con
ese productor, le han vetado en los medios. El productor es hijo de Manuel
Pizarro.
—¿El dueño de Global Media? —preguntó Lidia.
—Sí. Héctor ha ido a meter la pata con quien no debía —dijo Tamara,
y añadió en un tono apagado—: Aunque eso ahora ya no importa…
—¿Cómo se tomó la noticia? ¿Piensa que le pudo afectar?
Tamara Cuervo negó tajante.
—Se rio. Dijo que ellos se lo perdían. Héctor es un egocéntrico, como
todos los escritores…
—¿Sabe si tenía algún enemigo?
—Tenía sus diferencias con algunas personas, como con ese productor,
pero no diría que fueran sus enemigos. Héctor podía equivocarse a veces,
pero tenía buen fondo… Me parece mentira hablar así de él, como de
alguien que no está. Les agradezco que hayan venido a informarme.
—En realidad, estamos aquí porque creemos que alguien ha podido
matar a Héctor Salmón —intervino Lucas.
Tamara Cuervo le miró con gesto de incredulidad, una reacción que se
repetía entre todos los conocidos de Héctor Salmón. Sin embargo, uno de
ellos podía ser su asesino y estar fingiendo.
—¿Quién querría matar a Héctor? —dijo la agente—. Me parece una
locura.
—Salmón estaba recibiendo amenazas de muerte —explicó Lucas.
Tamara puso los ojos como platos.
—¿Saben quién le amenazaba?
—No. Eso estamos investigando.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Lidia.
—La verdad es que no. Si me disculpan un momento…
Tamara Cuervo había perdido el color. Fue pasillo adentro dando
trompicones y llegó hasta lo que debía ser el baño. La oyeron vomitar.
Lidia y Lucas cambiaron una mirada de preocupación e incomodidad.
Lucas amagó con entrar en la casa, pero Lidia le detuvo con un gesto. Ella
no los había invitado a entrar y no tenían una orden del juez para poder
hacerlo sin arriesgarse a una denuncia.
La agente de Salmón regresó al cabo de un par de minutos. Parecía que
se acababa de escapar del centrifugado de la lavadora. Sin embargo, habló
con gran entereza:
—Héctor era un buen hombre. Espero que atrapen a su asesino. Si los
puedo ayudar en lo que sea, cuenten con ello.
Lidia le tendió su tarjeta.
—Si recuerda cualquier cosa, algo que le pudo pasar desapercibido en
el momento y que ahora podría sernos de ayuda, llámeme.
—Lo haré, inspectora. No lo dude.
—Una última pregunta: ¿dónde estuvo ayer alrededor de las diez de la
noche?
Tamara Cuervo aguantó sin un pestañeo su mirada inquisitiva.
Respondió con tono y gesto seguros:
—Estuve aquí, viendo Los puentes de Madison. Tenía el día romántico
y melancólico. Y, sobre todo, estaba muy cansada. He tenido una semana
muy movida, viajando de un lado para otro.
—¿Usted y Héctor Salmón tuvieron o tenían una relación más allá de
lo laboral?
Tamara Cuervo endureció la expresión, aunque su tono siguió siendo
cordial:
—Nuestra relación era estrictamente profesional.
Lidia asintió.
—Gracias por su colaboración —dijo.
Ella y Lucas se mantuvieron en silencio hasta que estuvieron de vuelta
en la calle.
—Te ha faltado leerle sus derechos —dijo Lucas—: ¿No había que
tener tacto con la gente? ¿En qué quedamos?
—Podía habernos invitado a pasar si no quería que chismorreen los
vecinos.
—A esta hora está todo el mundo durmiendo la siesta —dijo Lucas—.
Pobrecilla. Se ha descompuesto con la noticia.
—Nos ha confirmado que Héctor Salmón era un consumidor habitual
de drogas.
—Parece que le conocía mejor que otros.
—Sí. Quizás la señora Cuervo sabía algo de esas amenazas y por eso
se ha descompuesto.
—Si fuese así, ¿por qué iba a ocultarlo?
—Puede que no le diera importancia. Héctor Salmón, por lo que
sabemos hasta el momento, no se la daba. Parece que no habló con nadie de
ello. Pero también puede que Tamara Cuervo esté implicada y sepa de esas
amenazas mucho más de lo que aparenta.
—¿Qué móvil podría tener?
—Despecho. Celos.
—Ha dicho que su relación con Héctor Salmón era estrictamente
profesional.
—Puede que haya mentido —dijo Lidia—. A lo mejor estuvieron
juntos, ella se quedó embarazada y perdió el bebé, y por lo que sea, piensa
que fue culpa de Salmón y por eso le ha matado.
—Si ha estado embarazada, debe figurar en su historial médico.
—Habrá que mirarlo.
Contemplaron un momento el río, que atravesaba la zona como una
serpiente silenciosa bajo un sol que se negaba a dar tregua.
—Vamos —dijo Lidia—. A ver qué nos cuenta esa actriz. ¿Cómo se
llama?
—Nadia Felguera.
Fueron hasta Lavapiés. Nadia Felguera vivía cerca de la plaza, que a
esa hora de la tarde y con ese calor estaba muy tranquila. Deslumbraba el
reflejo del sol sobre el frente acristalado de los tres cubos de hormigón visto
del teatro Valle-Inclán.
—Hace años que no voy al teatro —dijo Lucas—. Lo último que vi fue
una obra de vanguardia de la que no entendí nada, solo que era muy
aburrida.
—Tenemos entradas para El rey león. Las compró Raúl hace un mes.
Espero enterarme de qué va.
—Lo contrario sería preocupante.
—Es este portal.
Lucas pulsó el timbre del telefonillo y esperaron, pero no hubo
respuesta.
—¿Qué hacemos? —preguntó Lucas.
—Vámonos. Estamos perdiendo el tiempo.
Lucas insistió una última vez con el telefonillo. Siguió sin contestar
nadie.
—Habrá que probar en otro momento —dijo Lidia—. A ver qué nos
cuenta la abogada. ¿Dónde vive?
—En Arturo Soria.
—Vamos para allá.
28. Los amantes

Mónica Hoyos vivía cerca de las oficinas de la Jefatura Provincial de


Tráfico. Era sábado y la calle estaba muy tranquila. Lidia y Lucas pudieron
estacionar a la sombra en un hueco junto al portal de la casa de la abogada.
Esta vez tuvieron suerte. Fue ella quien contestó al telefonillo y los abrió.
Era más joven y guapa que Tamara Cuervo. Tenía la cara somnolienta,
como si la hubiesen sacado de la siesta. Los miraba con curiosidad y
sorpresa. No hizo caso de la identificación que le mostraron:
—¿En qué puedo ayudarlos?
—¿Conoce usted a Héctor Salmón? —dijo Lidia.
Vio cómo la mujer tensaba el gesto, pero su voz sonó cordial mientras
se apartaba a un lado:
—Sí, claro. Pero pasen, por favor.
Mónica Hoyos los condujo por un amplio pasillo hasta un salón que
parecía sacado de una revista de interiorismo, todo en blancos y azules, y
con muebles de primera calidad que lucían inmaculados como el primer día.
Unas cuantas plantas dotaban de una mínima calidez al lugar. A Lidia le
gustó un anturio rojo colocado en una gran maceta delante de una estantería
en la que la uniformidad de color de los libros y su perfecto orden delataban
una preferencia ornamental antes que por su contenido.
Mónica Hoyos los invitó a tomar asiento en el sofá frente a la
televisión, que estaba encendida sin sonido. Apartó un periódico que había
dejado tirado sobre uno de los asientos.
—¿Quieren tomar un refresco?
—No, gracias —dijo Lidia—. Vamos a estar poco tiempo.
—Eso me tranquiliza —dijo la abogada con una sonrisa forzada.
—Hacía tiempo que no veía un periódico —dijo Lidia señalando el
diario que acababa de dejar sobre la mesa. Era un ejemplar de El mundo.
—Todavía quedamos algunos románticos del papel.
Mientras hablaba, la abogada tomó asiento en una pequeña butaca que
colocó junto a ellos.
—¿Qué ocurre con Héctor?
—Héctor Salmón ha aparecido muerto en su casa esta mañana —dijo
Lidia.
—¿Muerto? ¿Es una broma?
Lidia y Lucas la miraban con expresión grave, plantados delante de
ella como dos pájaros de mal agüero.
Las lágrimas arrasaron los ojos verdes de Mónica Hoyos en un llanto
silencioso. Se llevó la mano al pecho, el gesto roto de dolor.
Lidia apartó la mirada, sintiendo que su coraza profesional se
resquebrajaba ante el sufrimiento de aquella mujer. Ella solo había sido la
mensajera, pero se le llenó la boca de un sabor amargo:
—Lo siento —dijo Lidia.
Mónica Hoyos se pasó el dorso de la mano por los ojos, intentando
limpiar las lágrimas que no cesaban de manar.
—Héctor y yo hemos estado saliendo una temporada. Ayer mismo le
vi. Estaba perfectamente. ¿Qué ha pasado?
—Eso es lo que intentamos averiguar. ¿Por qué se vieron ayer? Me ha
parecido entender que habían dejado ya su relación.
Mónica Hoyos asintió.
—Nos vimos porque Héctor me pidió un favor. Quería regalarle un
gatito a su vecina, que por lo visto acaba de perder el suyo, y se acordó de
una amiga mía que ha estado buscándole hogar a las crías de su gata.
—¿Dónde se vieron? ¿En la casa del señor Salmón?
—No, en la terraza de un bar cerca de su casa.
—¿A qué hora se vieron?
—A las siete y media. Le llevé la gata. Nos tomamos una cerveza y me
fui.
—¿Tenía Héctor Salmón prisa? ¿Le dijo si había quedado con alguien?
—No. Ya no estábamos juntos. No nos debíamos ninguna explicación.
—¿Notó algo extraño en el señor Salmón ayer o las últimas veces que
se vieron?
—No. Parecía de buen humor, como siempre. Aunque con Héctor
nunca se sabe lo que le pasa por la cabeza.
—¿Sabe si tomaba alguna droga?
—No, que yo sepa. ¿Por qué?
—Ha muerto de sobredosis.
Mónica Hoyos se mostró sorprendida.
—Me dijo que había tomado anfetaminas de joven, pero que lo había
dejado hace mucho —dijo.
—Tenemos motivos para pensar que le han podido asesinar —dijo
Lidia.
La abogada la miró con incredulidad:
—¿Qué les hace pensar eso?
—Sabemos que recibió varias amenazas de muerte. ¿Nunca le
comentó nada sobre ello o se mostró preocupado?
Mónica Hoyos lo sopesó con expresión angustiada.
—No sé. Todo iba bien entre nosotros. Estábamos pensando en vivir
juntos y, de pronto, de la noche a la mañana, cortó conmigo hace un par de
semanas. Pensaba que era miedo al compromiso, pero igual su miedo era
por otra cosa.
Lucas buscó en su móvil la foto de Sara Cuéllar y se la enseñó.
—¿Quién es? —preguntó la abogada.
—Es Sara Cuéllar, una amiga de juventud de Héctor Salmón —explicó
Lucas—. ¿Nunca le habló de ella?
—No. ¿Por qué debería haberlo hecho?
—Estaba escribiendo sobre ella. Sara Cuéllar se suicidó, pero parece
que el señor Salmón pensaba que su amiga pudo morir asesinada.
—No tenía idea. Ni yo le hablaba de mi trabajo ni él me hablaba del
suyo. Teníamos una relación tan perfecta como irreal.
—¿Cuánto tiempo estuvieron juntos?
—Tres meses.
—Y en todo ese tiempo, ¿ni le vio drogarse ni él le habló nunca de
Sara Cuéllar ni de ninguna amenaza que hubiese recibido?
—Así es.
—Ha dicho que se estaban planteando vivir juntos. ¿Pensaban tener
hijos?
—Nunca hablamos de ello.
Lucas miró a Lidia, que asintió.
—Gracias por responder a nuestras preguntas —dijo Lidia—. Le dejo
mi tarjeta por si recordase cualquier cosa que pueda ser de utilidad para
nuestra investigación.
La abogada tomó la tarjeta y los miró, los ojos brillantes por el llanto
reciente.
—Espero que encuentren a quien ha matado a Héctor —dijo—.
Quizás, si ayer hubiésemos alargado nuestro encuentro, él seguiría entre
nosotros…
—No vale la pena que le dé vueltas a eso —dijo Lidia—. Parece que
alguien se la tenía jurada. Héctor tuvo su oportunidad de cambiar su suerte
cuando recibió esas amenazas, pero en vez de avisarnos, parece que no le
dio la importancia que debía…
La abogada iluminó su gesto un momento:
—Acabo de recordar que él me planteó un supuesto sobre un chantaje
y qué debía hacerse. Me dijo que era para una novela. Yo le dije que
siempre había que ir a la policía. No le di ninguna importancia. Fue esta
misma semana, cuando me llamó para comentarme lo de la gata.
Lidia asintió.
—Debió seguir su consejo —dijo.
Mónica Hoyos los acompañó hasta la puerta de su casa.
Lidia y Lucas se despidieron de ella. Respiraron con alivio cuando
estuvieron en la calle. Seguía haciendo calor, pero el asfalto ya no se pegaba
a los zapatos como un rato antes. Incluso soplaba una miserable brizna de
aire que hacía presagiar un final de tarde razonable para aquel día de locos.
—Joder, ha sido duro —dijo Lucas.
—Parece que todavía le quería.
—Creo que nos ha contado la verdad.
—Sí. De todas formas, tenemos que comprobar si las letras de
periódico con las que están compuestos los anónimos que recibió Salmón
son de la tipografía que usan en El mundo.
Lucas la miró, entre sorprendido y admirado.
—¿Me lo estás diciendo en serio?
—Por lo que sea, parece que no soy tan influenciable como tú cuando
tengo delante unos bonitos ojos verdes. Vamos para la comisaría, aquí ya no
tenemos nada que hacer. De momento, al menos.
Montaron en el coche patrulla y enfilaron por el puente de José Silva
hacia Alfonso XIII. A esa hora empezaba a notarse el tráfico. Aunque era
sábado y mitad de julio, Madrid no parecía dispuesta a tomarse un respiro.
29. Suicidio perfecto

Lidia se limpió el sudor. El aire acondicionado de la comisaría seguía


averiado. Las ventanas estaban abiertas, pero no corría una brizna de aire.
Tenía un ventilador pequeño que no utilizaba por su alergia al polvo. En
cuanto lo enchufaba empezaba a estornudar.
Lucas estaba sentado en la mesa frente a ella, delante cada uno de su
ordenador. Los dos estaban leyendo el informe que acababan de enviar los
compañeros de Estepona sobre la muerte de Sara Cuéllar veinticinco años
atrás. Habían encontrado su cadáver entre unas rocas cerca de la costa, a
donde lo había llevado la marea. Todas las heridas, golpes y hematomas que
presentaba el cuerpo podían explicarse por el empuje de la corriente sobre
las rocas. No se encontraron rastros de violencia sexual. No había referencia
alguna a estigmas ungueales en el cuello ni a ninguna otra marca que
hubiese levantado las sospechas sobre una posible muerte por
estrangulación o de otra manera violenta. El informe era concluyente: Sara
Cuéllar había muerto ahogada. Sus antecedentes por depresión, de la que
llevaba en tratamiento dos años, hacían pensar en un suicidio como
hipótesis más probable.
—No encontraron nada que apuntase a otra posibilidad que el
accidente o el suicidio —dijo Lucas—. Parece un caso claro.
—Sí. Aunque pudieron ahogarla metiéndole la cabeza bajo el agua.
Puede que alguna de las heridas y golpes que presentaba el cuerpo se
produjeran en un forcejeo mientras luchaba por salvar la vida y no por el
arrastre del agua contra las rocas.
—Necesitamos algo mejor que eso para reabrir el caso —dijo Lucas.
Lidia asintió y volvió a limpiarse el sudor que le empapaba la frente y
las sienes. Lucas no sudaba. Ni se despeinaba. Tenía siempre un aspecto
impecable, como Dorian Gray ante su retrato. Eran Lidia y los demás los
que envejecían a su alrededor y sufrían los rigores del calor y del frío.
—Vamos a llamar a Javier Cuéllar, a ver qué nos cuenta —dijo Lidia.
Pusieron el manos libres para que pudiesen escuchar los dos. Javier
Cuéllar se encontraba en Miami, donde residía. Ahí eran seis horas menos.
El sonido de su voz despreocupada les llegó nítido sobre un fondo de alegre
bullicio. En cuanto le dijeron quiénes eran y mencionaron el nombre de su
hermana Sara, su voz adoptó un tono grave:
—Un momento. Voy a meterme en el camarote para poder hablar
tranquilos.
Se amortiguó notablemente el bullicio a su alrededor.
—¿Por qué me preguntan por Sara? ¿Han encontrado algo que les haga
sospechar que no se suicidó?
—Estamos investigando la muerte de un amigo de Sara: Héctor
Salmón —explicó Lidia.
—¿El hermano de Pablo? ¿Qué le ha pasado?
—Ha aparecido muerto esta mañana. Le estaban amenazando desde
hace unas semanas. Parece que estaba escribiendo una novela sobre Sara.
Pensamos que igual descubrió algo y que por eso le han matado. ¿Llegó a
hablar Héctor Salmón con usted sobre Sara?
—No. Ignoraba que quisiera escribir sobre mi hermana. Recuerdo que
se llevaban bien. Sara era muy especial. Apreciaba a Héctor, decía que se
podía hablar con él.
—¿Fueron novios?
—No. Héctor era solo un amigo.
—Según parece, sus padres estaban convencidos de que Sara no se
suicidó.
Oyeron resoplar a Javier Cuéllar al otro lado de la línea.
—Mis padres casi se volvieron locos de dolor. Sara era la niña de sus
ojos. Pero la policía investigó y no encontró nada. Mis padres contrataron a
un detective, que confirmó la versión de la policía.
—¿Sospecharon sus padres de Héctor, que era tan amigo de Sara?
—No. Héctor estuvo toda esa noche en su casa, con su hermano. Ya les
he dicho que él y Sara se llevaban muy bien. Héctor fue de los que peor lo
pasó tras su muerte. Mis padres le apreciaban, nunca dijeron una mala
palabra de él.
—Sus padres, en cambio, sospechaban de Jorge Rovira —intervino
Lucas.
—Sí. Eso fue muy injusto. Jorge era un pedazo de pan. Salía con otra
amiga, con Olga. Parece que le tiró los tejos a Sara, pero ella no le hizo ni
caso. Mis padres decían que Sara se había quejado de que no la dejaba en
paz.
—¿Eso era cierto?
—Sí, pero Sara lo decía en plan bien. Le gustaba presumir de su
irresistible encanto con los chicos, que se desvivían por sus favores.
Investigaron a Jorge igual que al resto de sus amigos. Jorge pasó con su
novia la noche que murió Sara. Supongo que mis padres necesitaban un
chivo expiatorio, alguien sobre quien descargar su impotencia.
—Es comprensible —dijo Lidia—. Su hermana Sara estaba en
tratamiento por depresión. ¿Intentó suicidarse alguna vez?
—Una vez se tomó una sobredosis de pastillas. Lo hizo para llamar la
atención. Yo entonces no lo entendía, pensaba que era una niñata
caprichosa. No sabía lo jodida que puede ser la depresión, que no es un
cuento que te inventas para que te hagan caso.
—Sí, no es algo para tomarse a broma —dijo Lidia—. ¿Sabe por qué
Sara estaba deprimida? ¿Sufría acoso en el instituto?
—Puede ser. Ella nunca me habló de eso, pero sé que le gustaban las
chicas. Y eso podía ser un problema, en el instituto y en casa. Mis padres
estaban muy chapados a la antigua. Tenga en cuenta que estamos hablando
de hace veinticinco años. Sara prefería que mis padres no supieran nada.
Cuando se enteraron, tras su muerte, se negaron a creer que Sara era
lesbiana.
—¿Estaba saliendo Sara con alguien cuando murió?
—No, que yo sepa. Estaba encaprichada con una amiga: Olga, la novia
de Jorge Rovira.
Lidia y Lucas se miraron con sorpresa.
—Se refiere a Olga Corredera, ¿verdad?
—Eso es.
—¿Sabe si llegó a pasar algo entre ellas?
Hubo una pequeña pausa. Se oía el rumor del mar y de la fiesta, el eco
de un mundo que parecía pertenecer a un universo paralelo al de su oficina,
sumida en el sopor de aquella tarde de julio y sin otra música que el
zumbido de los ventiladores en las mesas cercanas.
—Parece que Olga no sabía nada del interés de mi hermana por ella
—dijo Javier Cuéllar—. Eso decía Olga. Fue Héctor quien lo contó, porque
se lo dijo Sara.
—¿Piensa que pudo pasar algo entre ellas?
—Lo que pienso es que si hubiese pasado Olga lo habría negado igual.
—¿Cree que Olga rechazó a su hermana y que eso pudo afectarla,
hasta el punto de querer quitarse la vida?
—No lo sé. Cuando pasa algo tan terrible como lo del suicidio de mi
hermana, intentamos encontrar una explicación, algo que nos dé un mínimo
sentido a lo ocurrido. Supongo que fue una suma de cosas. Me hubiese
gustado que mi hermana confiara más en mí, que hablase conmigo. Creo
que la habría podido ayudar a desdramatizar. Yo le sacaba cinco años, ella
era una cría todavía, aunque se creía ya mayor…
—Usted no tuvo culpa alguna de lo que pasó —dijo Lidia.
—Lo sé, pero es inevitable pensar que podías haber hecho más.
—Sería injusto que se torturase pensando en ello.
—No se preocupe. Hace tiempo que he aprendido a convivir en sano
equilibrio con mis capacidades y limitaciones.
—Todos deberíamos aprender a hacer lo mismo —dijo Lidia—.
Gracias por la información.
—Espero que atrapen a quien ha matado a Héctor. Era buen chaval. Y
si descubren cualquier cosa sobre mi hermana…
—Le mantendremos informado, descuide.
—¿Sabe cómo podríamos localizar a ese detective que contrataron sus
padres? —preguntó Lucas.
—Imagino que ya se habrá retirado. Se llamaba José Luis Bermúdez.
Después de colgar, Lidia y Lucas se miraron, los dos con el gesto
cavilante.
—Parece que estamos ante un callejón sin salida —dijo Lidia—. Si
hay una hija perdida en este asunto, no da la impresión de que se trate de
Sara Cuéllar.
—No. Tenía depresión. Lo más probable es que se suicidara.
—Es difícil ver la salida al final del túnel cuando estás en el fondo del
agujero.
—Me contaron que tú estuviste de baja por depresión más de un año
—dijo Lucas.
—Y también te dirían que ni se te ocurriese preguntarme sobre ello,
¿verdad?
—Sí.
—Pues haz caso a quien sabe.
Lidia le taladró con la mirada. Lucas era la última persona con la que
tenía intención de hablar sobre sus problemas. Además, de aquello hacía ya
un lustro. Había estado a punto de abandonar el cuerpo de Policía, pero la
insistencia de los compañeros y, sobre todo, del comisario Félix Castillo, le
había hecho replantearse su decisión. Todos la habían recibido con los
brazos abiertos y sin mencionar una palabra sobre el motivo de su larga
baja. De lo contrario, dudaba que hubiese aguantado, sobre todo las
primeras semanas. Todavía sentía cierto malestar cuando alguien le
recordaba aquellos días negros, aunque fuese con un interés comprensible
como el de Lucas, que pasaba tantas horas a su lado. Le había costado
superarlo. Una vez había mirado al fondo del abismo, el miedo a volver a
caer en él persistía en los pliegues más recónditos de su ser. Mejor pensar
en otra cosa.
—Miro a ver si localizo al tal Bermúdez —dijo Lucas, esforzándose en
poner buena cara.
Lidia asintió sin entusiasmo. Volvió a pasarse la mano por la frente,
húmeda de sudor. Eran ya más de las siete y seguía haciendo un calor
endemoniado.
Lucas no tardó en averiguar el paradero de José Luis Bermúdez, el
detective al que habían contratado los padres de Sara Cuéllar:
—Está criando malvas en el cementerio. Murió en el 2016, hace siete
años.
—No perdamos el tiempo con él —dijo Lidia—. Acaban de enviar las
imágenes de la cámara de seguridad de la farmacia que está en la otra acera
del portal de Héctor Salmón.
La farmacia estaba en la esquina, un poco apartada del portal, que
quedaba fuera del tiro de cámara. Podía verse a quienes cruzaban en
dirección hacia el portal, pero no si entraban o salían de él. Fueron pasando
las imágenes. A las 19:50 horas vieron a Héctor Salmón caminar con
aspecto despreocupado hacia su portal, sin saber que estaba apurando las
últimas horas de su vida. Llevaba un transportín en una mano.
—Ese debe ser el gato —dijo Lidia—. De todos modos, estaría bien
confirmar si realmente subió a su casa en ese momento.
Tenían las imágenes de un semáforo en la otra esquina de la calle, pero
tampoco se veía el portal. Sin embargo, al cruzar las imágenes de las dos
cámaras, se podía deducir, en este caso, que Héctor Salmón no había
llegado hasta la esquina más allá de su portal. Aunque había un ángulo
muerto que no cubrían las cámaras y que impedía sacar una conclusión
definitiva. Esto resultó particularmente frustrante cuando apareció Mónica
Hoyos, la abogada, en las imágenes, llegando por el mismo lado que Héctor
Salmón veinte minutos después que él. Era imposible determinar si había
subido a la casa de Salmón o si había seguido camino por la zona fuera del
alcance de las cámaras.
—Hay un aparcamiento público ahí —recordó Lucas—. Puede que la
señora Hoyos acudiese en coche a su cita.
—Habrá que comprobarlo. Es raro que no acompañase a Salmón, si
iban en la misma dirección.
—Quizás se entretuvo con alguna compra después de su cita con él.
Voy a mirar lo del coche.
Lucas consultó en la base de datos. Mónica Hoyos poseía un Toyota
Corolla blanco. Lo buscaron en los siguientes minutos de visionado, sin
éxito. Tampoco volvió a aparecer Mónica Hoyos en las imágenes.
—Vaya, mira a quién tenemos aquí —dijo Lucas.
A las 21:35 horas Tamara Cuervo apareció por el lado que cubría la
cámara de seguridad de la farmacia. Caminaba en dirección hacia el portal
de Héctor Salmón. Parecía tranquila y segura, tanto como cuando aquella
tarde les había dicho que estuvo en su casa viendo una película a la misma
hora en la que se encontraba junto al portal de Héctor Salmón.
—¿Has pedido ya el historial médico de Tamara Cuervo? —dijo Lidia.
—El juez Chamorro no me ha dado la autorización. No veía la
relevancia.
—Hablaré con él. Tamara Cuervo nos ha mentido. Creo que esta vez
Chamorro será menos quisquilloso.
Siguieron viendo las imágenes. Reconocieron a un par de vecinos que
iban en dirección al portal o venían desde esa zona.
—A esa mujer también la conozco —dijo Lidia señalando a una
morena espigada que cruzaba hacia el portal de Héctor Salmón.
—Es la primera vez que la veo.
Lucas la miró con curiosidad. Era él quien había interrogado a todos
los vecinos.
Lidia buscó en el móvil y le enseñó una foto. Lucas asintió:
—Es ella. Es verdad.
Era Nadia Felguera, la actriz a la que no habían podido interrogar esa
tarde porque se encontraba fuera de su domicilio.
Aparecía en la grabación a las 21:45 horas, doce minutos después que
Tamara Cuervo. Caminaba con despreocupación. A las 21: 55 horas, diez
minutos después, volvía a cruzar delante de cámara. Su paso era muy
acelerado, casi se había tropezado con una pareja mientras se alejaba del
lugar.
Revisaron el resto de imágenes de la farmacia y del semáforo
buscando a Tamara Cuervo, que parecía haberse esfumado.
—Un momento —dijo Lucas—. Mira ese taxi.
Amplió la imagen y pudieron ver a Tamara Cuervo en el asiento de
atrás. Eso había quedado registrado a las 22:03 horas, ocho minutos después
de que Nadia Felguera pasara por delante de la cámara.
—Si Nadia Felguera había quedado con Héctor Salmón, lo normal es
que esperase unos minutos y que luego se marchase, viendo que él no
contestaba. Parece que eso es exactamente lo que hizo —dijo Lucas.
—¿Vio a Tamara Cuervo y la reconoció o no sabía quién era?
—Puede que no llegase a verla, si Salmón estuvo con la señora Cuervo
todo ese rato.
—Veremos qué nos cuenta cuando la volvamos a interrogar. Si nos
dice que Meryl Streep y Clint Eastwood acaban juntos en Los puentes de
Madison le ponemos los grilletes directamente.
—Esa película la vi de joven —dijo Lucas—. Pensaba que era del
estilo de Harry el Sucio.
—Te debió encantar.
—Pudo ser peor… Tenemos que localizar a la actriz. Puede aportarnos
algo de luz sobre los últimos pasos de Salmón.
Lidia se limpió el sudor que volvía a correr por su sien:
—Parece que Héctor Salmón era un hombre muy solicitado —dijo.
—No envidio su suerte.
30. La mirada de los ángeles

Cuando salieron de la comisaría, Lidia ofreció a Lucas acercarle al bulevar


de la calle Ibiza, donde había quedado con su novia. Lidia tenía su Seat
Arona a la puerta, Lucas rara vez venía al trabajo en coche.
—No te molestes —dijo Lucas—. Voy en metro.
—No es molestia. Además, tú llevas todo el día de chófer. Ahora me
toca a mí.
Los dos estaban cansados y contrariados. Tenían muchas preguntas y
ninguna respuesta en relación a la muerte de Héctor Salmón.
—Me siento como si hubiésemos estado todo el día yendo de un lado
para otro como pollos sin cabeza —dijo Lucas.
—Hay que tener paciencia. Daremos con lo que buscamos más pronto
que tarde.
Silvana esperaba junto a la boca del metro cuando llegaron. Lidia la
saludó sin bajarse del coche. Silvana era una italiana rubia y esbelta, tan
joven como Lucas, o tan vieja, si Lidia le hubiese pedido su parecer a su
hija. Tenía un mensaje de Amaya, que le recordaba que esa noche le había
reservado un hueco para una videoconferencia. No hubiese sido ni mucho
menos la primera vez que, por el trabajo, Lidia se olvidaba del resto de sus
compromisos.
—¿Seguro que no quieres tomarte una cerveza con nosotros? —dijo
Lucas. Él y Silvana hacían una pareja deslumbrante, como si fuesen dos
estrellas de Hollywood. Más que ganas de tomar algo con ellos, le daban
ganas de pedirles un autógrafo.
—Otro día. Hoy tengo una conferencia con Amaya.
—Lo primero es lo primero.
Lidia vivía en la avenida de Ramón y Cajal, cerca del Parque de
Berlín. Ella y Raúl se habían planteado mudarse a las afueras durante la
pandemia del covid-19, pero les gustaba el bullicio y la animación de las
calles de Madrid. Agradecían una escapada a un entorno rural de vez en
cuando, aunque podían vivir sin ello. En cambio, si se pasaban demasiado
tiempo fuera, por más limpio que fuese el aire que respiraban en las
montañas, era como si les faltase el oxígeno.
Eran casi las diez de la noche cuando Lidia se dejó caer sobre el
solitario sofá del salón de su casa. Raúl no había vuelto del gimnasio.
Seguramente se había entretenido tomando unas cervezas con algún amigo.
Amaya llamó con la puntualidad que acostumbraba. Lidia sintió que se
le llenaba de calor el pecho al ver a su hija en la pantalla del móvil y al
escuchar su voz:
—¿Cómo estás, mamá? ¿Y papá?
—Estamos bien. Papá salió al gimnasio y todavía no ha vuelto.
—Te veo cansada.
—Sí, he tenido un día liado. Acabo de llegar a casa.
—Me preocupa que papá haga tanto ejercicio. Se va a convertir en un
vigoréxico.
—Sí. De tanto levantar cervezas.
Amaya se rio. Lidia veía a su hija, tan joven e inocente, y sentía como
si tuviese delante a un ángel que la miraba protectoramente. Después de
aquellos malos meses en los que Lidia había atravesado una depresión
profunda y había hecho distancia con sus seres más queridos, parecía difícil
que ella y Amaya recuperaran la complicidad que habían tenido siempre.
Luego llegó la pandemia y volvieron a estrechar su vínculo. Se habían
traído a su madre a casa para pasar juntas ese período complicado. Su
madre todavía estaba bien. Fue poco después cuando empezó la cuesta
abajo.
—He estado con la abuela —dijo Lidia.
—¿Qué tal sigue?
—Igual. La cuidan bien.
—¿Se acordaba de quién eres?
—No.
—Qué duro.
Lidia asintió. Como un moscardón molesto, le había venido a la cabeza
la posibilidad de que, en unos años, fuese ella quien no reconociera a su
hija. Prefirió cambiar de tema. Hablaron de Dublín un rato y de cierto
compañero de Amaya que le había tomado mucha afición a su compañía.
Compartieron confidencias y se rieron un rato. Hablaron casi una hora.
Lidia confiaba en que Raúl aparecería a tiempo para saludar a su hija, pero
cuando colgaron él todavía seguía fuera. Amaya le había escrito un mensaje
también. Él no la había contestado.
Lidia cenó, vio en la tele un trozo de Tiburón, de Spielberg, que
siempre la enganchaba, y se fue a dormir.
Una hora después de acostarse apareció Raúl. Ella seguía despierta, su
cabeza yendo de las escenas de pánico en la playa de Tiburón al hallazgo
del cadáver de Sara Cuéllar entre las rocas veinticinco años atrás. Raúl se
tropezó con varios muebles en la oscuridad. Suponía que no quería hacer
ruido.
—Estoy despierta, cariño.
Él se inclinó sobre ella para besarla. Lidia notó el tufo del alcohol,
pero no dijo nada. Raúl había permanecido firme a su lado cuando ella
había estado mal. No se había quejado una sola vez. Sabía que él también lo
había pasado mal.
—¿Has comido algo? —preguntó Lidia.
—Sí, no te preocupes.
—He hablado con Amaya.
—Joder, se me ha olvidado. Vi su mensaje.
—No pasa nada. Está bien.
Raúl se tumbó a su lado y le dio un beso de buenas noches. Lidia
suspiró aliviada cuando vio que él se giraba hacia el otro lado. A duras
penas había aguantado el pestazo de alcohol que le salía por la boca. Casi
enseguida escuchó sus ronquidos.
Lidia suspiró. Tenía pinta de que la noche se le iba a hacer larga.
31. Tirar del hilo

Lidia visitó al juez Chamorro en su juzgado de Plaza Castilla al día


siguiente. Chamorro levantó su gordo trasero de la silla para recibirla con
un afectuoso apretón de manos. Hacía frío en el despacho del juez. A esa
hora todavía no apretaba el calor fuera.
—Aquí sí se puede trabajar —dijo Lidia—. Tenemos el aire estropeado
en la comisaría otra vez.
—¿Eso explica también tus ojeras?
—Es el calor. Lo llevo como puedo.
El juez, en cambio, tenía un aspecto sonrosado y descansado, como un
bebé recién bañado.
—El informe del forense es concluyente —dijo el juez—: Muerte por
sobredosis. La droga en cuestión es lo que ya sospechábamos: una mezcla
de metanfetamina, MDMA y ketamina. Los restos de droga en las fosas
nasales y los labios del difunto se corresponden con las muestras halladas
en su sangre. Héctor Salmón ingirió una dosis letal que superaba con creces
la normal. El análisis del pelo indica que era un consumidor habitual, lo que
aleja la posibilidad de que ingiriese por error una dosis tan alta. Por otro
lado, no hay señal alguna de violencia que haga pensar que alguien le
pudiera obligar a tomar la droga. La hipótesis más probable es el suicidio.
Lidia conocía las conclusiones del forense, que venían a corroborar lo
observado en el primer examen del cadáver. El forense descartaba también
que Héctor Salmón hubiese mantenido relaciones sexuales con nadie, pese a
los restos de carmín en su cuello.
—Podría apoyar esa hipótesis si Héctor Salmón no hubiese recibido
una amenaza de muerte —dijo Lidia—. No creo en esa clase de
casualidades.
—Kaspar Hauser —dijo el juez.
—Sí. Es un nombre falso, una especie de broma siniestra a la luz de lo
ocurrido. En los anónimos que hicieron llegar a Salmón hablan de una hija
perdida. Kaspar Hauser fue un niño cautivo, al que posteriormente
asesinaron.
—Vi la película, me acuerdo.
—Hay una posibilidad alta de que nuestro Kaspar Hauser sea también
quien amenazó por escrito a Héctor Salmón. No sabemos qué habló con él
en esas llamadas. Si subió el tono de sus amenazas, Héctor Salmón no dio
muestras de estar preocupado, según quienes le vieron estos días.
—¿Qué sabemos de esos anónimos? —preguntó el juez—. ¿Había
alguna huella?
—Solo las de Héctor Salmón. Su autor tomó todas las precauciones
para que no le pudiéramos rastrear la pista.
—Una persona tan precavida con sus huellas y tan distraída con su
ortografía.
Lidia asintió. Le tendió el informe sobre el estilo y la escritura de esos
anónimos.
—El autor de las notas puso bien la tilde al escribir «cuenta atrás», lo
que acrecienta la sospecha de que pudo simular una mala ortografía para
despistar —explicó Lidia—. Si esto fuese así, implicaría dos cosas: que sus
amenazas iban en serio desde el principio y que es una persona cercana a
Héctor Salmón, tanto como para dar por seguro que íbamos a llamar a su
puerta para investigar. Estaríamos hablando de una persona que actúa con
total premeditación y cálculo, que borra sus huellas y deja pistas falsas.
Tiene que ser alguien muy próximo a su víctima, alguien con el que quizás
ya hemos hablado o con el que vamos a hablar en breve.
—Bueno, todo esto son suposiciones de momento.
—Algo es seguro: los recortes con los que compuso los textos son de
un ejemplar del diario El Mundo. Tienen una tipografía propia, una serifa
que se llama Mundo y que es también la de estos anónimos.
—Esto también podría ser una pista falsa —dijo el juez—. Puede
tratarse de un lector habitual de El País o del ABC que quiere hacernos
creer que responde al perfil de un lector de El Mundo.
Lidia miró el gesto burlón del juez. Quizás otros le reían las gracias,
pero ella no tenía esa costumbre y le asombraba que el juez insistiera con su
discutible sentido del humor cuando la tenía delante. Miró un momento los
altos edificios alrededor del paseo de la Castellana que se veían por el
luminoso ventanal del despacho. Si ella tuviese un despacho así, seguro que
estaría de mejor humor.
—Puede que ni siquiera lea la prensa —dijo Lidia—. ¿Quién lo hace
ya a estas alturas? Lo único seguro es que los recortes de las letras que pegó
en los mensajes los sacó de un ejemplar de El Mundo.
El juez asintió. No parecía nada impresionado por esta información ni
por lo que le había contado hasta ese momento:
—¿Qué hay de la gente del entorno de Héctor Salmón? ¿Qué
impresión te han dado el hermano y el resto?
Lidia le facilitó el informe que había redactado sobre las diversas
entrevistas que ella y Lucas habían realizado el día anterior. El juez miró
con aprensión el fajo de hojas, como si su visión le turbase el espíritu.
Después de todo, era domingo por la mañana.
—Héctor Salmón visitó a su hermano esta semana después de tiempo
sin verse —explicó Lidia—. Parece que la relación entre los dos no era
buena.
—Si estaba pensando en suicidarse, quizás quería arreglar las cosas
con su hermano antes de eso —dijo el juez.
—Según su hermano, lo que quería era hablarle de una vieja amiga:
Sara Cuéllar.
El juez miró la foto que Lidia había adjuntado al informe.
—Es una chica guapa. Esta es la amiga de Estepona que se suicidó
hace años, si no estoy perdido.
—Eso es.
—Salvo los padres de la chica en su momento, todo el mundo da por
buena la versión del forense y la policía.
—Parece que Héctor Salmón debía tener sus dudas.
—O simplemente tenía la imaginación de un escritor, que es
exactamente lo que era.
—Sí. No hemos encontrado nada que conecte la muerte de Sara
Cuéllar con la de Héctor Salmón, más allá de que él estaba escribiendo
sobre ella.
—Para lo que nos importa, como si hubiese estado escribiendo sobre
dragones. ¿Qué hay de esta? Es una pieza de cuidado.
—¿Olga Corredera? ¿Por qué?
—Esta tenía un cargo de Cultura en el Ayuntamiento. La pillaron
llevándose comisiones de los promotores a los que contrataba.
Lidia había visto el informe sobre Olga Corredera, donde no se
hablaba de aquello. El juez Chamorro debía saberlo de sus contactos en el
mundo de la política, un mundo que Lidia evitaba como hubiese evitado un
baño con el retrete atascado.
—¿La echaron por eso o porque no repartió las mordidas con sus
jefes? —dijo Lidia.
El juez Chamorro se rio.
—Y luego dices que yo soy el malo.
—Olga Corredera le pidió un préstamo a Héctor Salmón. Él le dio
cinco mil euros el viernes. Es una de las últimas cosas que hizo Salmón
antes de morir. Ella olvidó mencionar este detalle cuando nos contó que lo
había visto.
—Es un olvido comprensible. Seguramente le dé pudor hablar de ello.
Tiene que ser duro estar acostumbrado a un alto tren de vida y tener que
acabar recurriendo a los amigos para que no te embarguen la casa o te
quiten el coche. Que Salmón le haya dado el dinero y que ella firmase un
reconocimiento de deuda la deja libre de toda sospecha, si lo que estamos
buscando es a un chantajista.
Lidia podía contarle al juez que Olga Corredera conocía a Sara Cuéllar
y que, según el hermano de esta última, Sara estaba enamorada de ella, pero
prefería evitar que Chamorro la abroncara por hacerle perder el tiempo. Y
no podía censurarle si ella se empeñaba en meterse por una vía muerta en su
investigación.
—Sí, no parece que tenga sentido que ella le estuviera chantajeando y
firmara a la vez un reconocimiento de deuda —reconoció Lidia—. Olga
Corredera y Héctor Salmón tenían una larga amistad. Pareció afectada
cuando le comunicamos la muerte de su amigo, pero luego me dio otra
impresión. Como si, en el fondo, no lo sintiera tanto.
—Que no se rasgue las vestiduras y gima como una plañidera no
significa que no sienta la pérdida de su amigo. Quizás incluso la sienta más
que esa gente que parece tan afectada.
El juez le señaló la ficha de Tamara Cuervo:
—¿Qué hay de la agente del escritor? Lucas me dijo que queríais sus
informes médicos. No veo que esté justificado.
—Ella nos dijo que su relación con Héctor Salmón era solo
profesional. Pero quizás estuvieron juntos y ella se quedó embarazada y
perdió la hija que esperaba. En los anónimos se habla de una hija perdida.
—Necesito algo más sólido. Esto es una ocurrencia traída por los
pelos.
Lidia se inclinó sobre la mesa del juez y buscó una hoja entre los
papeles que le acababa de dar. Se la enseñó al juez, que arqueó sus peludas
cejas y la miró con aire interrogante:
—Tamara Cuervo nos mintió —dijo Lidia—. Dijo que estuvo en su
casa viendo una película a la misma hora que esa cámara la grabó junto al
portal de Héctor Salmón. Eso ocurría minutos antes de la muerte de su
representado, según la hora estimada por el forense. Estuvo ahí media hora,
antes de marcharse en un taxi.
El juez meneó la cabeza en un signo de aprobación.
—Sigue siendo una ocurrencia traída por los pelos, pero no me gusta
que nos mientan como si fuésemos unos principiantes a los que es fácil
engañar.
—A mí tampoco.
—¿Y la abogada?
El juez miraba ahora el informe sobre Mónica Hoyos.
—Eran amantes —dijo Lidia—. Rompieron hace dos semanas. Se
vieron porque Salmón la llamó para que le consiguiera una gata que quería
regalar a su vecina.
—Eso pudo provocar los celos de la abogada.
—La vecina le saca el doble de años, no creo que se pusiera celosa. Es
la mujer que avisó al portero cuando vio la puerta abierta de la casa de
Salmón.
—Ya veo.
—Mónica Hoyos nos dijo que, en una de sus últimas conversaciones
con Salmón, este le planteó un supuesto sobre qué hacer en el caso de que
alguien le estuviera chantajeando. Él le dijo que la consulta era por algo que
estaba escribiendo…
El juez se acarició la sien, con aire pensativo. Su mirada fue de ella a
los papeles que tenía sobre la mesa y otra vez a Lidia:
—Seguimos sin localizar el teléfono móvil y el portátil de Héctor
Salmón —dijo Chamorro.
—Sí. Alguien pudo robarlos al ver la puerta abierta, pero también
puede que buscasen alguna información que podía estar ahí y que es el
verdadero motivo por el que habían amenazado a Salmón.
—Sí, he pensado eso también.
—Quiero interrogar también a ese productor con el que Salmón tuvo la
bronca.
—Ve con cuidado, que el padre tiene mucha influencia y no quiero
recibir la llamada de alguien cabreado.
—También vamos a interrogar a Nadia Felguera, la actriz. Fue a visitar
a Héctor Salmón la tarde del viernes también, pero se marchó rápido.
El juez asintió:
—No parece que tenga relación con la muerte de Salmón, pero nunca
se sabe.
—Respecto a la droga que mató a Salmón —dijo Lidia—, si este era
un consumidor habitual parece poco probable que hiciese una ingesta
accidental de la dosis que lo mató.
—Así es —dijo el juez—. Pero no podemos obviar el informe del
forense. No hay signo de violencia que permita pensar en que tomó la droga
a la fuerza. El suicidio sigue siendo la opción más probable.
—Lo sé.
Lidia salió de ver al juez con la clara sensación de que había ganado
algo de tiempo, pero también de que si no encontraban pronto una pista
sólida el caso iba a ser archivado rápido.
32. La ventana indiscreta

Lidia sacó la caja de herramientas del maletero de su coche. Había


encontrado sitio para aparcar a una manzana de donde vivía Eva Jiménez, la
vecina de Héctor Salmón. Eran las once de la mañana. Por lo que le había
contado la mujer el día anterior, salía a dar un paseo por la mañana sobre las
nueve, antes de que apretase el calor. Si no había regresado, debía estar a
punto. Llamó al telefonillo. Hubo suerte.
—Soy la inspectora Lidia Cruz.
—Hola, inspectora —sonó animada la voz de Eva Jiménez.
—Me gustaría comentar algo con usted.
—Claro. Le abro. Suba, por favor.
Al entrar en el portal, se encontró al portero, que estaba barriendo la
entrada.
—Buenos días, inspectora —el hombre la miró con esa cara de susto
permanente que tenía, los ojos abiertos con un fijeza como si tuviese
delante a un fantasma.
—Buenos días, Isidro.
—Estuve pensando ayer, después de hablar con usted y su compañero,
sobre si hubo algo que me llamase la atención de la conducta del señor
Salmón en los últimos tiempos.
Lidia asintió, esperando que el hombre continuara. El portero la
miraba y no decía nada, así que acabó preguntándole:
—¿Y bien? ¿Hay algo que me quiera contar?
El portero negó con la cabeza.
—El señor Salmón se comportaba con total normalidad. No hubo nada
extraño que me llamara la atención.
Lidia asintió.
—Gracias. Si, de todos modos, recuerda cualquier cosa que se saliera
de lo común, no dude en contármelo.
El portero hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Seguro, inspectora.
Lidia tenía la sensación de que el hombre no regía bien. Tomó el
ascensor y, ya en la planta de Salmón, echó una mirada al precinto que
habían colocado los compañeros en la puerta de su domicilio. Sintió un
pequeño escalofrío al pensar en lo rápido que se vuelven extraños los
lugares que amamos en cuanto faltamos.
Eva Jiménez la recibió con una amplia sonrisa. Estaba ligeramente
maquillada y se notaba que se había esmerado para peinar su lacio pelo gris.
—Acabo de llegar de misa —dijo la mujer—. ¿Hoy no viene su
compañero?
—No, esta visita no es oficial. —Lidia le enseñó la caja de
herramientas—. Le voy a reparar esa persiana del salón, si a usted le parece
bien.
A la mujer se le pusieron los ojos brillantes, a punto de saltársele las
lágrimas.
—No tiene por qué molestarse, inspectora.
—Me gusta el bricolaje. No es una molestia.
Lidia siguió a su anfitriona hasta el salón y volvió a sentir que su reloj
se atrasaba unas décadas en aquel ambiente rústico y vetusto.
—Hola, gatita. —Lidia pasó la mano por la cabeza de Stella, la gata
siamesa que, tumbada en su cómoda cesta, la miraba con ojos curiosos.
Lidia dejó la caja de herramientas en el suelo y examinó la persiana. El
recogedor de la cinta estaba roto. Había comprado uno de veinte
milímetros. Lo había calculado a ojo y había acertado.
—¿Quiere tomar algo, inspectora?
—Un vaso de agua.
—He hecho un bizcocho de chocolate.
—Bueno, si es casero, me apunto. Aunque tengo que cuidar la línea.
—Pero si está usted ideal.
—Mi trabajo me cuesta. Voy a necesitar una escalera.
Fueron a la cocina, donde también estaba la escalera. Lidia tuvo que
corregir a su anfitriona, que le quería poner la mitad de lo que quedaba del
bizcocho, que estaba casi entero.
—Como quiera, inspectora. Ya verá como repite.
Lidia probó el bizcocho. Estaba jugoso y tierno.
—Está buenísimo.
—Vengo de familia de pasteleros.
—Se nota. ¿De dónde es?
—De Madrid. Pero he vivido en Alicante muchos años. Me he tenido
que volver por la humedad, que era mala para mis huesos.
—¿Y qué tal el cambio?
—Echo de menos el mar, pero aquí se vive bien también.
—¿Tiene familia allá en Alicante?
—No. Ese es otro motivo por el que me he marchado de allí. Tengo ya
una edad en la que te relacionas más con los ausentes que con los vivos.
—¿No ha tenido hijos?
—He preferido una vida independiente. Si hubiese encontrado al
hombre adecuado, quizás hoy estaría ocupada y feliz cuidando a mis nietos.
Pero no me quejo. He viajado mucho. He vivido a mi manera y cuando
llegue mi hora, que será más pronto que tarde, me iré con la conciencia
tranquila por haber aprovechado mi tiempo en este hermoso mundo.
Además, viendo la ingratitud con la que pagan hoy tantos hijos a sus padres,
casi mejor ahorrarse disgustos. ¿Usted tiene hijos, inspectora?
—Sí. Tengo una hija. Es un sol. Cada una vemos las cosas a nuestra
manera, como es natural, pero nos llevamos bien. Al menos, de momento.
Ya veremos cuando sea más mayor.
—Será igual. Tiene un gran ejemplo en el que mirarse.
Lidia sonrió.
—Me voy a poner otro poco, si no le importa —dijo Lidia.
—Ya le he dicho que iba a repetir.
Lidia se sirvió otra porción de bizcocho.
—¿Qué tal su investigación? —preguntó la mujer—. ¿Tienen ya idea
de quién ha asesinado a Héctor? Me resulta increíble pensar que alguien
quisiera hacerle el menor daño.
—Sabemos que el señor Salmón ha muerto de una sobredosis.
—¿Una sobredosis?
—Sí. El forense y el juez piensan que puede ser un suicidio. ¿Se
encuentra bien?
Lidia agarró por el brazo a su anfitriona, que se había puesto pálida y
parecía a punto de caerse.
—Creo que he tenido una bajada de tensión. Me ocurre a veces. Me da
un pequeño mareo, pero enseguida se me pasa.
—Coma algo.
—No. Estoy bien. De verdad.
—Vamos al salón, que estará más cómoda ahí.
Lidia intentó ayudar a la mujer, que la rechazó con un ademán suave y
orgulloso., aunque su tambaleo al avanzar seguía siendo preocupante. Lidia
agarró la escalera y la siguió, vigilante.
Mientras la mujer se reponía, descansando en el sillón, Lidia inició el
reemplazo del tirador roto de la persiana.
—Hay algo que no le he contado —dijo su anfitriona de pronto.
Lidia dejó de apretar con el destornillador y se volvió hacia la mujer,
que había recuperado un poco de color, aunque seguía teniendo mala cara.
—Pensaba que no era importante. No sabía lo de la sobredosis.
Lidia se acercó a ella y tomó asiento a su lado. Los muelles del sofá
crujieron mientras se hundía bajo su peso.
—¿De qué se trata?
—De Isidro.
—¿El portero?
La mujer asintió, nerviosa.
—Es él quien le pasaba la droga a Héctor —dijo—. Un día que iba a
salir de casa, escuché voces al otro lado de la puerta. No era una discusión,
pero había algo raro. Así que me detuve y corrí la mirilla para ver qué
ocurría. Eran Héctor e Isidro. Vi que Héctor le daba dinero a Isidro y que
este le entregaba, a cambio, una bolsa pequeña que tenía unos polvos rosas.
Héctor guardó la bolsa rápidamente y se metió en su casa. Isidro se marchó
también. Yo esperé unos minutos. No quería que ninguno de los dos me
viera y pensara que soy una fisgona.
Lidia le dedicó una sonrisa cómplice:
—Ha hecho bien en contármelo. Son ellos los que hicieron algo
censurable, no usted. Ya que estamos, le voy a enseñar algo.
Lidia sacó su móvil y le enseñó la foto de Olga Corredera, la amiga de
Héctor Salmón:
—¿La conoce?
La mujer negó con la cabeza:
—No sé quién es.
Lidia asintió en silencio y buscó otra foto.
—A ella sí la he visto. Venía con frecuencia a ver a Héctor.
La imagen era de Mónica Hoyos, la abogada.
—¿Esta es la del ruido en el dormitorio? —preguntó Lidia.
—Sí. Es ella.
—¿Es la misma a la que escuchó anteayer en el descansillo, hablando
con el señor Salmón la noche en la que él murió?
—Eso me pareció, pero no estoy segura, como ya le dije.
Lidia le enseñó también las fotos del hermano, de Jorge Rovira y de
Nadia Felguera, la actriz. Su anfitriona las miró con atención, frunciendo el
ceño en un esfuerzo por recordar. No conocía a ninguno. Acariciaba a la
gata, que se había subido sobre su regazo. Lidia le mostró una última foto:
la de Tamara Cuervo.
—A ella sí la he visto una vez. Fue hace una semana o algo más, no
estoy segura.
—¿Era otra amante del señor Salmón?
Eva Jiménez se llevó la mano a la barbilla, el gesto pensativo.
—Yo no los escuché, pero ellos podían estar haciendo lo suyo sin
necesidad de que los oyese todo el vecindario.
—Sí, claro.
—Lo que sí oí fue una discusión fuerte entre los dos. Se dieron
bastantes gritos.
Lidia la miró con renovada curiosidad:
—¿Sabe por qué discutían?
La mujer meneó la cabeza en una negación.
—Ni idea. Recuerdo que él dijo algo así como que no admitía
amenazas de nadie. Se calmaron enseguida, por eso no le di mayor
importancia. Pero al ver la foto de ella me he acordado. La verdad es que
fue una cosa violenta. Parecía algo impropio de Héctor. ¿Quién es esa
mujer?
—Es la agente literaria del señor Salmón.
—Debieron discutir por algo del trabajo, entonces.
—Sí. Es lo más seguro. —Lidia miró satisfecha a su anfitriona—. ¿Se
acuerda de algo más que se le pasara por alto el otro día en nuestro primer
encuentro?
La mujer lo pensó un momento.
—No. Si tiene más fotos que enseñarme, igual recuerdo algo más.
—No hay más fotos. Pero si se acuerda de cualquier cosa, llámeme.
Vamos a terminar con este arreglillo, que no puede estar con la persiana
rota.
—Se lo agradezco mucho, inspectora.
—Me va a tener que echar una mano ahora, ¿eh? No es nada de
levantar peso, no se preocupe.
—Usted dirá, inspectora.
La mujer sonreía. Ya tenía mejor aspecto. Parecía como si se hubiese
quitado un peso de encima.
El arreglo de la persiana demoró un cuarto de hora.
Después de despedirse de su anfitriona, que estaba encantada tirando
arriba y abajo de la cinta y viendo lo suave que iba ahora, Lidia se cruzó
con el portero antes de salir a la calle. Isidro parecía tan inquieto y
desconfiado como siempre.
—¿Todo bien, inspectora?
—Sí. —Lidia se paró un momento y clavó la mirada en los ojos
saltones del portero—: ¿Recuerda si vio o escuchó discutir al señor Salmón
con alguien en las últimas semanas?
—No. Ya le he dicho que él parecía de buen humor, como siempre.
Lidia le enseñó las fotos del hermano y del resto. El portero reconoció
solo a la abogada y a la agente de Salmón. Dijo que llevaba tiempo sin
verlas.
—Siento no ser de más ayuda.
—No se preocupe. Cualquier cosa, ya sabe.
El hombre asintió.
Lidia se despidió y abandonó el agradable frescor del portal para
recibir una bofetada de calor en cuanto puso el pie en la calle.
Prefería que se ocupasen de la detención de Isidro Fernández los
compañeros de la brigada de estupefacientes. Temía que el propio portero o
quienes le suministraban la droga pudiesen tomar represalias contra Eva
Jiménez si descubrían que ella había sido su informante.
Guardó la caja de herramientas en el maletero del coche, enchufó el
aire acondicionado y puso rumbo a comisaría.
33. La fiesta

Roberto Pizarro, el productor de cine, vivía en La Moraleja, en una gran


casa de dos pisos que en la fachada exterior parecía un búnker, con unas
mínimas ventanas, pero en la zona del jardín y la piscina todo era cristal y
luz.
Lidia y Lucas siguieron a una criada de rasgos orientales que se
esforzaba en sonreír pese al cansancio que asomaba a su gesto en cuanto
pensaba que no la miraban. La criada los condujo hasta un enorme y
luminoso salón desde el que se podía ver la piscina llena de gente. Estaban
en mitad de una fiesta de agua. La música y las risas llegaban amortiguadas
a donde se encontraban.
—Esperen un momento, por favor. Voy a llamar al señor.
La decoración, con motivos geométricos y planos, hacía juego con el
mobiliario, de diseño ultramoderno:
—¿Esto es el respaldo o el asiento? —dijo Lucas, señalando una silla
curva que recordaba la base de una copa de coñac.
—Es el asiento ideal para quien no distingue su culo de su cerebro.
Roberto Pizarro apareció luciendo una sonrisa confiada. Iba en
bañador. Vestía una camisa hawaiana muy chillona.
—¿A qué debo el honor?
Tenía los ojos encendidos y los miraba con una expresión beatífica.
Lidia le enseñó su identificación. El hombre la miró con
despreocupación.
—Venimos para hacerle unas preguntas en relación con la muerte de
Héctor Salmón. Le conocía, ¿verdad?
—¿Ha muerto ese cretino? —Pizarro los miró sorprendido y con la
sonrisa boba sin caerse de su boca—. Lo siento. Era un imbécil, pero era
joven. ¿De qué ha muerto? ¿No habrá sido del puñetazo que le di el otro
día? No me pareció que le diese tan fuerte.
—¿Dónde estuvo usted el viernes por la noche? —preguntó Lucas.
—Estuve en el cumpleaños de una amiga, que celebró en el Pink
Flamingo. Ella se llama María Chinarro. Estábamos un montón de gente.
Muchos andan por aquí todavía. Si les quieren preguntar…
Lucas consultó con la mirada a Lidia, que asintió. Lucas salió al jardín
y los dejó solos. La criada había desaparecido sigilosamente unos
momentos antes.
—¿No quiere tomar algo, inspectora?
Lidia rechazó el ofrecimiento de Pizarro con un gesto.
—Ese capullo ha hecho bien en morirse —dijo Pizarro—. Le esperaba
un futuro muy negro en la profesión.
—¿Por qué?
—Escupió en la mano que le daba de comer.
—Usted produjo la adaptación de su novela.
—Tenía talento, no se lo niego. Espero que con su muerte recuperemos
algo de lo que invertimos. Ha sido mi proyecto más ruinoso y que él no
cerrase su puta bocaza y se metiera con nuestra película tiene todo que ver
con eso.
—¿Siempre tuvieron esta mala relación?
—Qué va. Héctor estuvo aquí varias veces, parecía un tío cojonudo.
Hasta que cobró su cheque por la película. Sentí como si se meara en mi
alfombra. No me pida que haga la comedia de que me entristece su muerte
porque me la suda.
Roberto Pizarro volvió a sonreír estúpidamente.
En ese momento regresó Lucas acompañado de un hombre corpulento
que vestía un polo de marca y un bañador azul que casi le llegaba a las
rodillas. Tenía ojos de batracio, surcados por grandes ojeras como si llevara
un par de noches sin dormir. Lo que podía ser exactamente el caso.
—Hola, inspectora —dijo el hombre—. Me llamo Pedro Garrido.
Publiqué la última novela de Héctor. ¿Es cierto lo que me ha dicho su
compañero? ¿Ha muerto Héctor?
—Sí. Apareció muerto ayer por la mañana en su domicilio.
El editor meneó la cabeza en un gesto de incredulidad.
—Pero, ¿cómo? Si estaba perfectamente.
—Tenemos motivos para pensar que lo han podido asesinar.
—¿A Héctor? ¿Por qué?
—Se lo buscaría él solito —dijo el productor, rascándose la sien—.
Tenía un pico de oro. Alguien se la tendría jurada.
—¿Quién no es un poco bocazas a veces? —dijo el editor—. Héctor
era un tío noble, eso cualquiera que le haya tratado lo sabe.
—Ya sabes que en este punto concreto no coincidimos.
—¿Cuándo fue la última vez que vio al señor Salmón? —preguntó
Lidia al editor.
Garrido tuvo que pensarlo un momento.
—Hablé con él hace una semana. Le propuse que volviera a publicar
conmigo.
—¿Y él aceptó?
Garrido asintió.
—Tenía que romper con su agente para que pudiese firmar conmigo.
Me dijo que pensaba hablar con ella. De hecho, yo estaba esperando una
llamada de Héctor… No me lo puedo creer. —El hombre la miró
consternado.
—¿La agente a la que se refiere es Tamara Cuervo?
—Sí. ¿Sabe ya lo de Héctor? Ella y yo tenemos nuestras diferencias
profesionales, pero los dos queríamos a Héctor. Esto es un palo para Tamara
también.
—Hemos hablado ya con ella —confirmó Lidia.
—Pobrecita. Debe estar pasándolo mal.
—¿Sabe si Héctor Salmón y Tamara Cuervo tenían o tuvieron una
relación fuera del trabajo?
—Eso fue hace mucho.
Bingo. Tamara Cuervo había negado que hubieran tenido nunca esa
relación. Lidia y Lucas cambiaron una mirada de inteligencia.
—Vaya con la mosquita muerta —intervino el productor—. Cómo me
apretó la cabrona para que le soltara ese pastón a su representado. Ahora lo
entiendo.
—Hablas demasiado —dijo Garrido mirando enfadado al productor,
que le ignoró.
—Oye, tú tienes muy buena planta —dijo Pizarro señalando a Lucas
—. ¿Has pensado en probar como actor?
—Para tener un trabajo mal pagado, prefiero ser policía, que por lo
menos cobro todos los meses.
Después de hablar con el productor y el editor, Lidia y Lucas los
acompañaron al jardín. Lidia contuvo las ganas de taparse los oídos para no
escuchar la horrible música electrónica que pinchaba un DJ con una gorra
subido en una plataforma como si fuese un cantante. La mayoría de los
asistentes a la fiesta eran jóvenes y guapos. Estaban bronceados y lucían
perfectos en bañador, los que lo llevaban puesto. Casi todos sonreían de la
misma forma beatífica que Pizarro. Todos confirmaron la coartada del
productor.
—Eres muy mono —dijo a Lucas una rubia oxigenada de grandes tetas
operadas—. ¿Por qué no te quedas un rato?
—No tengo bañador.
—Mejor.
—Estoy trabajando.
—Vente cuando termines.
—Ya tengo planes.
—Qué previsible.
—Buen intento.
Lidia y Lucas se marcharon, guiados de nuevo por la criada que los
había recibido y que volvió a aparecer tan de improviso como había
desaparecido de su vista.
—¿Crees que estos también van de cocaína rosa? —preguntó Lucas.
—Entre otras cosas.
—La coartada de Pizarro es buena. Pero pudo contratar a un sicario
para que le hiciera el trabajo.
—Un sicario no fingiría una sobredosis.
—Tienes razón —dijo Lucas—. Igual debería pensarme lo de ser actor.
—A mí no me ha dicho que pruebe como actriz. Debe ser que una
mujer con mi edad es ya una momia para los estándares de la industria
cinematográfica.
—No es solo la juventud, es la presencia también, ese saber estar…
Lidia se giró hacia su compañero, que tenía el gesto burlón. Se rieron.
—Para mí que ha sido la nariz —dijo Lidia—. La tengo demasiado
grande.
—A mí me gusta tu nariz. Te da carácter. ¿Has pensado en operártela
alguna vez?
—No. Lo mío es producto genuino cien por cien.
—¿Te he contado lo de esta amiga a la que se le salió la silicona de una
teta en pleno vuelo?
En ese momento sonó el móvil de Lidia.
Era un número desconocido.
—Hola, inspectora. Soy Julio García, el conserje de la finca en la que
vive el señor Jorge Rovira. Ya ha vuelto de su viaje.
—Gracias por avisar. ¿Le ha dicho que preguntamos ayer por él?
—Sí, me ha pedido que los llamase. Tiene un compromiso en una
hora, puede atenderlos ahora si vienen ya.
—Nos pilla de camino. Vamos para allá.
34. Ecos del pasado

Jorge Rovira los recibió con una despreocupada sonrisa. Lidia pensó en lo
altos que eran los techos en aquella casa y en lo amplias que eran las
estancias. Se sentía como una liliputiense, como si hubiese encogido de
pronto. Rovira era directivo de TeleStar y debía ganar en un año más de lo
que ella ganaría en toda su carrera profesional. Tenía una complexión
musculosa y la piel morena. Parecía como si hubiese aterrizado
directamente de su yate en aquel salón. Les señaló el mueble bar.
—¿Quieren tomar algo? Hoy tiene día libre el servicio, pero creo que
todavía recuerdo cómo se pone la bebida dentro de un vaso.
—No, gracias. Solo queremos hacerle un par de preguntas y nos
vamos.
—Ustedes dirán.
—Es usted amigo de Héctor Salmón, ¿verdad? —dijo Lidia.
—Yo no diría que somos amigos. Pero le conozco, sí. ¿Qué pasa con
Héctor?
Rovira todavía parecía relajado. Sin embargo, su gesto traslucía
preocupación.
—Héctor Salmón apareció muerto ayer por la mañana en su domicilio
—intervino Lucas.
Rovira congeló la expresión en un gesto de sorpresa y horror.
—¿Cómo es posible? Él estaba perfectamente de salud, al menos que
yo sepa. Nos vimos un rato esta misma semana.
—Pensamos que Héctor Salmón pudo ser asesinado —dijo Lucas.
Rovira los miró con incredulidad.
—¿Por qué nadie iba a querer matar a Héctor? Era un escritor, no hacía
mal a nadie.
—¿Dónde estuvo usted el viernes por la noche?
Rovira frunció el ceño ante la evidencia de que aquella no era una
mera visita de cortesía:
—¿El viernes? Con varios compañeros, tomando unas copas en el Gin
Box. Si quieren comprobarlo, les paso sus números de teléfono y pueden
hablar con ellos.
—De momento no es necesario, gracias —dijo Lidia.
—Ha dicho que usted y Héctor Salmón se vieron esta misma semana
—continuó Lucas.
—Así es.
—¿Se veían con frecuencia? Dice que no eran muy amigos.
—Llevábamos años sin vernos. Tuvimos una gran amistad de jóvenes,
pero luego cada cual siguió su camino.
—¿Llamó usted al señor Salmón o fue él quien se puso en contacto?
—Héctor me llamó. Estaba escribiendo sobre una amiga, y quería que
le contara cosas sobre ella. Parecía muy entusiasmado con el proyecto.
—¿Cómo se llama esa amiga? —preguntó Lidia.
—Sara Cuéllar.
Lidia le mostró, en su móvil, la foto de ella que había encontrado
dentro del libro de Alejandra Pizarnik en la biblioteca de Héctor Salmón.
Jorge Rovira asintió con tristeza:
—Es ella. Era una chica estupenda, pero tenía problemas mentales.
—¿Qué problemas?
—Depresión. Sufrió acoso en el instituto. Parecía que lo tenía
superado, pero se suicidó. Fue un palo tremendo. Héctor estaba enamorado
de ella. Le afectó mucho, más que al resto de nosotros. No sé si lo llegó a
superar. El otro día me hablaba de Sara como si estuviese viva. La verdad
es que me dejó un poco preocupado.
—Después de su primer encuentro esta semana, ¿tuvo alguna reunión
más con él o hablaron en algún momento? —preguntó Lucas.
Rovira lo pensó un momento antes de contestar:
—Le llamé para comentarle que me había gustado verle, después de
todos estos años.
—Entonces, no volvieron a verse.
—No.
—¿Le comentó el señor Salmón si estaba preocupado por algo?
—preguntó Lidia.
—No, hablamos de Sara como ya les he explicado. Y de cuando
éramos jóvenes.
—¿Hubo algún problema entre ustedes?
—¿Qué problema iba a haber?
—Quizás les gustaba a los dos la misma chica.
—¿Sara? —Rovira la miró con cara incrédula, como si acabase de
decir un disparate—. Ella nos gustaba a todos, pero no había nada que
hacer.
—¿Por qué?
—Era lesbiana.
—¿Sabe que los padres de Sara pensaban que usted la mató?
Jorge Rovira tensó el gesto, clavando una dura y fría mirada en ella.
—Los padres de Sara estaban enfadados conmigo porque les dije
cuatro verdades a la cara. Ellos, con su intransigencia, le volvieron la vida
imposible a Sara. La trataban como a una enferma solo porque era
diferente. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, comprendo que debí
cerrar el pico y ponerme en el lugar de esa gente, que acababa de perder a
su hija. Luego se inventaron ese embuste de que yo andaba detrás de Sara
para joderme. Todo fue bastante lamentable. Pero de los errores se aprende.
Yo entonces era joven y Sara era mi mejor amiga.
Lidia asintió.
—¿Habló de esto con Héctor Salmón el otro día?
—Sí. Él también conocía bien a Sara y básicamente pensaba lo mismo
que yo sobre su muerte.
—Bueno, creo que con esto es suficiente. Ya le hemos robado
suficiente tiempo.
Rovira asintió.
—Disculpe, inspectora, pero es que sigue pareciéndome increíble.
¿Cómo ha muerto Héctor?
—Ha muerto de una sobredosis.
Rovira torció la mueca en un gesto de contrariedad.
—Creía que ya habría dejado las drogas hace tiempo.
—¿Consumía muchas drogas el señor Salmón?
—Lo típico de cuando eres joven y te va la fiesta. Anfetas, coca,
MDMA… A Héctor le gustaba experimentar con las drogas, decía que le
abría la mente. ¿Están seguros de que se trata de un asesinato y no de un
accidente?
—Tenemos motivos para pensar que Héctor Salmón ha sido asesinado.
—Lidia le tendió su tarjeta—. Si recuerda cualquier cosa que pudiera ser de
interés, avísenos.
—Por supuesto, inspectora.
Lidia dejó de sentirse como una liliputiense en cuanto las paredes y los
techos recuperaron la distancia habitual a su alrededor, ya fuera de la lujosa
casa de Jorge Rovira.
Era la hora de comer y hacía bastante calor.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó Lidia.
Lucas resopló, sentado ya al volante:
—Jorge Rovira está casado y tiene dos hijos. He rebuscado entre los
mil recuerdos que su mujer tiene colgados en Instagram. No hay rastro de
que hayan sufrido la desgracia de perder una hija ni nada parecido. Creo
que dice la verdad y que esta historia de Sara Cuéllar ya nos ha llevado
demasiado tiempo. —Lucas se tocó el estómago—. No sé tú, pero este ruge.
—Tienes razón. Vamos a comer.
35. El sospechoso

La sala de interrogatorios de la Comisaría Central no tenía ventanas. Fuera


lucía el sol de media tarde, allá dentro una tenue luz blanca, que caía sobre
unas paredes que un lustro atrás debían haber sido blancas también, volvía
indistinguible el día de la noche. Isidro Fernández, el portero de la finca de
Héctor Salmón, se revolvió nervioso en su incómoda banqueta cuando los
vio aparecer por la puerta. Lidia y Lucas lo miraron con el gesto muy serio,
después de cambiar un breve saludo con el compañero que vigilaba al
detenido y que los dejó solos. Tomaron asiento frente a él.
—Esperaba que apareciera mi abogado, no ustedes —dijo Isidro
Fernández, clavando en ellos su mirada de roedor acorralado—. Solo
hablaré si él está presente. Si quieren esperar, me ha dicho que venía
enseguida.
—Hemos encontrado cinco bolsas con droga entre sus cosas —dijo
Lidia.
—No tengo idea de qué me habla.
—Estaban en una riñonera, donde usted las dejó. En su taquilla de la
portería.
—Mi taquilla estaba vacía. Alguien habrá puesto ahí esas bolsas para
perjudicarme.
—Esas bolsas están ahora en el laboratorio —dijo Lidia—. El análisis
de su contenido seguramente confirme que es una mezcla de MDMA,
anfetamina y ketamina. Es la misma droga que ha matado de una sobredosis
a Héctor Salmón. Tal como lo veo, eso le pone a usted en muy mala
posición.
—Ya le he dicho que no sé de dónde han salido esas bolsas. Yo no
tengo nada que ver con eso.
Lidia negó con la cabeza.
—Hemos pedido que hagan el análisis lofoscópico de las huellas
encontradas en las bolsas —dijo Lidia—. Hay huellas de al menos dos
personas en una de ellas, la que tenía menos cantidad de polvos. Si esas
huellas son las de usted y las de Héctor Salmón, negar la evidencia no le va
a servir de nada. Si colabora con nuestra investigación, lo tendremos en
cuenta. Una cosa es que le acusen de traficar con drogas a pequeña escala y
otra distinta es que le acusen de asesinato.
Isidro Fernández se estiró con dignidad en la dura banqueta frente a
ellos:
—Ya le he dicho que no sé de qué me habla.
—¿Qué tenías contra Héctor Salmón? —intervino Lucas—: ¿Dijo
algo que te molestó? Parece que se le daba bien tocar las narices a la gente.
Isidro Fernández miró al policía como si le estuviese hablando en
cantonés:
—Ya les dije que el señor Salmón y yo teníamos una relación cordial,
la normal entre portero y vecinos. No sé a qué viene todo esto. Sus
acusaciones son totalmente infundadas. Además, ¿no me acaban de decir
que ha muerto de una sobredosis? O ha sido un accidente o se ha suicidado.
Cuando le encontré muerto en su cama, no había ninguna señal de
violencia.
—Alguien pudo mezclar la droga con una bebida —dijo Lidia—.
Alguien que tenía una relación de confianza con Salmón y también acceso
fácil a la droga.
Isidro Fernández movió la cabeza a un lado y otro con un gesto de
incredulidad.
—Están locos —dijo.
Lucas se puso de pie y se inclinó hacia él, apoyándose sobre la mesa
que los separaba en actitud claramente intimidante:
—Héctor Salmón te tocó las narices —dijo—. Te acusó de venderle
mala mercancía o de robarle, y decidiste darle una lección. Le enviaste
primero unas amenazas por escrito, pero él se burlaba de ellas y eso te puso
aún más furioso. Estás harto de que la gente te mire por encima del hombro
y se crean más listos que tú. Decidiste demostrar que a ti hay que tomarte
en serio. Por eso echaste la droga en su bebida. Lo hiciste de una manera
calculada y a sangre fría, para que pareciese un accidente.
—¿Me va a pegar? —dijo Isidro Fernández, sin recular en la banqueta
—. Si me pone la mano encima, tendrá que vérselas con mi abogado. Iré a
degüello contra usted.
—A degüello como fuiste a por Héctor Salmón, ¿verdad? —dijo Lucas
con gesto de triunfo.
Isidro Fernández miró a Lucas con el gesto crispado por la
indignación, que pudo a su miedo:
—Usted se cree tan guapo que se enamora del sonido de sus propias
palabras, por más que no deje de decir insensateces.
Lucas puso una mueca burlona y retrocedió, como si estuviera
haciendo un esfuerzo por contenerse. Su mirada seguía siendo amenazante.
Esta vez fue Lidia quien se levantó e inclinó sobre Isidro Fernández, que
retrocedió como si temiera que ella fuese a golpearle al ver que blandía algo
delante de él:
—Tome —dijo Lidia—. Está sudando.
Le estaba tendiendo un clínex. Isidro Fernández mantuvo la postura
tensa, pero aceptó el pañuelo, que se pasó con un movimiento cansado por
la frente, que le sudaba copiosamente.
—Esto es un horno —dijo.
—Tenemos que hacerle una prueba de escritura —dijo Lidia—. Podría
beneficiarle.
—¿Por qué?
—Héctor Salmón recibió unos anónimos. Si usted no se los envió, lo
sabremos en cuanto los comparemos con su nota manuscrita. Podemos
hacer la prueba ya o esperar a su abogado, si tiene miedo de que esto vaya
contra usted.
Isidro Fernández dudó, mirando el bolígrafo y el papel que Lidia había
puesto delante de él sobre la mesa.
—No pienso firmar nada.
—No tiene que firmar nada, solo escribir lo que le dicte. Es muy
breve.
Él sostuvo su mirada. Lidia le miraba con el gesto persuasivo con el
que en tiempos convencía a su hija para que se tomase la papilla. Isidro
volvió a mirar el papel. Agarró el bolígrafo.
—De acuerdo. Dígame que quiere que escriba.
Lidia le dictó las frases.
—¿«Acaba» se escribe con «b» o con «v»? —preguntó Isidro
Fernández.
—Con «b».
Isidro Fernández terminó de escribir con gesto concentrado. La miró
con expresión satisfecha:
—Esta es una prueba más de que yo no tengo nada que ver con lo que
le ha ocurrido al señor Salmón —dijo tendiendo el papel a Lidia—. Voy a
demandarlos por daños y perjuicios. Me van a echar de mi trabajo por su
culpa, esto no va a quedar así.
Lidia miró la nota que acababa de escribir Isidro Fernández:
«Estas muerto. Me as quitado a mi ija. Tu tiempo se acaba».
Le enseñó el papel a Lucas, que asintió al comprobar su mala
ortografía, que era un calco de la de los anónimos recibidos por Héctor
Salmón. Lidia dedicó una dura mirada a Isidro Fernández:
—Rece porque no estén sus huellas y las de Héctor Salmón en esa
bolsa —dijo—. Si están, va a necesitar algo más que un buen abogado para
salir de esta.
En ese momento el agente que estaba en la puerta entró para avisarlos:
—Ya viene el abogado.
Lidia y Lucas abandonaron la sala. Se cruzaron con un hombre alto y
trajeado, que les dedicó una forzada sonrisa mientras se tocaba el nudo de la
corbata, como intentando ajustarlo para poder respirar mejor:
—Soy el representante del señor Isidro Fernández —dijo el hombre—.
Espero que mi representado no me traslade queja de ustedes. Tenía derecho
a que su abogado estuviese presente mientras le interrogaban.
—Intente convencerle de que colabore con nosotros —dijo Lidia—. Se
está jugando algo bastante más serio que un cargo por sus trapicheos con la
droga.
—¿Puede ser más explícita?
—Pregúntele a su representado. Buenas tardes.
Lidia y Lucas fueron a la cafetería de la comisaría, una pequeña sala
donde había una máquina de café y otra de bebidas, y un microondas.
Tomaron un refresco mientras ponían en orden las ideas.
—¿De veras crees que Isidro Fernández es un asesino? —preguntó
Lidia.
—Ya te dije que no era trigo limpio —dijo Lucas—. Lleva escrita la
palabra «culpable» en el rostro. Es como tú has dicho. Le echó la droga en
la bebida a Héctor Salmón. Sabía que esa cantidad le mataría. Se aprovechó
de la confianza entre ellos y se hubiese salido con la suya si no te llegan a
dar el soplo.
—No me convence el móvil del crimen. Mucho le tuvo que tocar las
narices el señor Salmón.
—Sabemos que Héctor Salmón era un experto en eso. Si hubiese sido
tan bueno escribiendo seguramente habría ganado el Nobel. Salmón iba de
listo y se topó con la horma de su zapato. Yo lo veo claro: Salmón era un
tipo con su atractivo, un hombre al que la fortuna le sonreía. Isidro es lo
opuesto, un sujeto oscuro que ha debido alimentar en la sombra su
resentimiento por su falta de éxito en la vida.
—Creo que exageras, pero en lo esencial puedes tener razón. Puede
que Isidro Fernández sea el asesino de Héctor Salmón. Esperemos el
análisis lofoscópico.
Lucas señaló la nota con las faltas de ortografía que acababa de
escribir Isidro Fernández y que Lidia había colocado sobre la mesa:
—Parece un caso claro.
—Mucha gente tiene una ortografía pésima —dijo Lidia—. Y también
es fácil fingirla.
—Si están las huellas de Salmón en esa bolsa tiene un futuro muy
negro.
—Sí. —Lidia dio un largo trago a su limonada con gas, disfrutando de
su frescor y del borboteo de las burbujas en su boca—. Pero el móvil y el
portátil de Salmón siguen sin aparecer.
Habían registrado la portería y la casa de Isidro Fernández y ahí no
estaban. Lidia pensaba que eso era extraño, si Fernández era realmente el
asesino.
—Alguien que pasara y viese la puerta abierta pudo llevarse el móvil y
el portátil —dijo Lucas—. No vamos a sorprendernos a estas alturas de que
alguien sienta un irresistible amor por lo ajeno.
Lidia acarició la lata de su refresco pensativa. La lata había salido
helada de la máquina, pero cinco minutos después apenas conservaba ya el
frío. Dio otro trago largo antes de que se calentara y se volviese un caldo
imbebible.
—¿Qué hay del coche de la abogada? —preguntó—. ¿Hemos podido
verificar si seguía en la zona a la hora en la que murió Salmón?
—No ha habido suerte —dijo Lucas—. He revisado las grabaciones de
seguridad de las bocas de metro cercanas al portal de Salmón. No se ve a
Mónica Hoyos en ninguna. Pudo ir y venir en un taxi.
—Quien sabemos que estuvo ahí seguro y que se fue en un taxi es
Tamara Cuervo, la agente de Salmón. Estuvo justo a la hora en la que murió
Salmón. Pudo ser ella quien le pusiera la dosis letal de droga en la bebida.
Según el forense el efecto debió ser muy rápido.
—Quince o veinte minutos. Pero no sabemos si Tamara Cuervo llegó a
ver a Héctor Salmón esa noche o si le esperó hasta que se cansó y se fue.
—¿Le esperó media hora?
—Pudo entrar en el bar de al lado y tomarse una ronda para entretener
la espera.
—La puerta de Salmón estaba abierta, por eso dio la voz de alarma su
vecina —dijo Lidia—. Si Tamara Cuervo subió a su piso, vería la puerta
abierta.
—Lo más probable es que fuese Isidro Fernández el que dejó la puerta
abierta a la mañana siguiente. Seguramente tenía prisa para que encontraran
a su víctima. Con este calor, el olor de la descomposición del cadáver no
habría tardado en alertar a los vecinos. Mejor evitarse el espectáculo.
—Tamara Cuervo había discutido con Salmón hace poco, según el
testimonio de su vecina. Y sabemos, por lo que nos ha dicho el editor, que
Salmón iba a romper su vínculo profesional con ella.
—¿Y de dónde sacó la droga para envenenar a Salmón?
—Conocía al portero también —dijo Lidia.
—Si le conocía, seguramente procuró mantenerse lo más alejada que
pudo de él.
—Tuvo un aborto hace cinco años según su informe médico. —Les
había llegado el informe esa tarde—. Perdió una hija. Eso fue poco después
de que Héctor Salmón prescindiera de sus servicios profesionales por
primera vez.
—Tendría que estar loca para echarle la culpa de eso a Salmón, en el
supuesto de que él fuera el padre. Y que luego volvieran a trabajar juntos
demuestra que su relación era buena. Ya has oído a Garrido, el editor. Ella
apreciaba de verdad a Salmón.
—Me dio otra impresión ayer —dijo Lidia.
—La has tomado con ella por motivos que se me escapan. A mí me
pareció normal su modo de actuar, teniendo en cuenta que ninguno
actuamos normal cuando nos comunican la muerte de alguien a quien
queremos.
—Yo no la he tomado con ella. No soy como tú con Isidro Fernández.
—Puedes darle todas las vueltas que quieras, pero ya verás que es una
pérdida de tiempo. Este caso está cerrado, ya tenemos al asesino de Héctor
Salmón. Y tú eres la máxima responsable de este éxito. Deberías estar
contenta y no con esa cara torcida como si se te hubiese saltado un empaste.
—¿Y Kaspar Hauser?
—Kaspar Hauser es Isidro, basta con una mirada para comprender que
se identifique con otro caso raro como él.
—No sé. Algo no encaja.
—¿Siempre eres así de aguafiestas?
—Eso dice mi marido.
Lucas se rio.
Lidia miró su reloj.
—Son las siete. Vamos ver a esa actriz: Nadia Felguera.
—Como quieras —dijo Lucas, resignado.
36. Una chica de buen ver

Había mucha animación en Lavapiés cuando llegaron. La gente hacía cola


para la sesión de la tarde delante del teatro en la plaza. Africanos, asiáticos,
americanos y europeos se mezclaban con naturalidad por el barrio, que
bullía de vida a esa hora en la que el sol empezaba a dar una tregua.
Lidia llamó al telefonillo de Nadia Felguera. A la tercera vez contestó
una mujer con voz somnolienta:
—¿Quién es?
—Hola, soy la inspectora Lidia Cruz. Queremos hablar con Nadia
Felguera. ¿Es usted?
—No. Soy su compañera de piso.
—¿Sabe dónde podemos localizarla?
La respuesta tardó en llegar lo suficiente como para que Lucas
amagara con llamar otra vez al telefonillo.
—¿Sigue ahí? —preguntó Lidia.
—Sí. Nadia debe andar en el Automático. ¿Saben dónde está?
—¿El bar de Argumosa? —preguntó Lucas.
—Sí. Nadia trabaja ahí a veces. ¿Ocurre algo?
—Nada, no se preocupe. Gracias —dijo Lucas.
Fueron hacia el Automático, que estaba cerca. El bar tenía la terraza
llena. Dentro apenas había un par de clientes. Hacía calor y se estaba mejor
en la calle. Hicieron una seña a Nadia Felguera, a la que reconocieron
rápidamente. Era más guapa todavía que en las fotos que publicaba en sus
redes sociales. Ella los tomó por clientes y les indicó con un gesto que
esperaran. Terminó de servir unas cervezas y se acercó a ellos. Lidia le
enseñó su identificación discretamente. Nadia Felguera mantuvo la
expresión impasible y los miró con sus bonitos ojos azules. Parecía cansada.
—¿Qué quieren?
—Hablar un momento de Héctor Salmón. Le conoce, ¿verdad?
Nadia Felguera asintió, mirándolos con sorpresa.
—He visto a Héctor un par de veces. No sé si eso es conocer a alguien.
—Héctor Salmón ha muerto —dijo Lidia.
Nadia Felguera puso un gesto de desagrado y aprensión como si
acabase de ver una araña paseándose por el mostrador que los separaba. Fue
solo un momento, antes de torcer la boca en una mueca irónica:
—Estaba enfadada con Héctor porque quedamos el viernes y se le
olvidó. Ahora me dicen que está muerto y me parece bastante ridículo
haberme enfadado con él.
—¿Qué pasó el viernes en esa cita?
—Nada. Me acerqué a verle a su casa, pero no estaba. Se le olvidó
nuestra cita. O eso pensaba. Igual estaba ya muerto.
—¿Le llamó? ¿Esperó a ver si aparecía?
—Le llamé al telefonillo de su casa y luego una vez a su móvil, pero
no me contestó. Esperé unos cinco minutos y me fui. Ya soy mayorcita para
tragar según qué cosas. Ni se me pasó por la cabeza que a Héctor le hubiese
podido ocurrir algo. Se le veía bien de salud.
—Lo estaba —dijo Lidia.
Nadia Felguera asintió.
—Si les digo la verdad, inspectora, tengo la impresión de que en
cualquier momento me van a señalar la esquina donde está la cámara
indiscreta grabando. Aunque no veo cuál es la gracia.
—¿No le extrañó que Héctor Salmón olvidase la cita con usted?
—preguntó Lucas—. No creo que eso le pase habitualmente.
Nadia Felguera negó con la cabeza.
—Pensé que se estaba vengando por el plantón que le di cuando nos
conocimos —dijo—. Héctor me gustó. Creía que iba a ser el típico engreído
que solo tenía ojos para su propio ombligo y me sorprendió. Era un
engreído, pero tenía su atractivo.
—¿Por qué le dio plantón, entonces?
—Él iba embalado y a mí me gusta tomarme las cosas con calma…
¿Cuál ha sido la causa de su muerte? Es que no me entra en la cabeza.
—Ha muerto por una sobredosis —dijo Lidia.
Ella puso cara de relativa sorpresa:
—No sabía que consumía drogas. Solo le vi tomar cerveza.
—Tenemos motivos para pensar que le pudieron envenenar —dijo
Lidia.
Ahora sí que Nadia Felguera la miró con estupor:
—¿Quién querría hacer algo así?
Lidia ignoró su pregunta:
—¿Le notó preocupado por algo?
—No. Ya les he dicho que apenas nos conocíamos. Si estaba
preocupado, seguro que lo habría hablado con otra persona más cercana.
Con su agente o con quien fuera.
Lidia y Lucas se miraron, sorprendidos.
—¿Conoce usted a la agente de Héctor Salmón? —dijo Lidia.
—Sí, claro. Conozco a Tamara. Fue ella la que me contrató.
—¿Para qué la contrató?
—Quería darle una sorpresa a Héctor. Es muy maja.
—¿Una sorpresa? ¿Qué clase de sorpresa?
—Me dijo que me hiciera pasar por una admiradora de Héctor. Al
parecer, estaba en un bloqueo creativo. Quería que le diese un poco de coba
y que, cuando ya hubiese cierta confianza, le diese plantón a Héctor y le
dejara un número de teléfono que me dio ella. Imagino que sería de un hotel
con una reserva o cualquier cosa parecida.
Lidia se limpió el sudor que le empapaba las sienes. Lucas era el único
ahí que no sudaba, como si fuese un anfibio.
—¿Y no le extrañó el encargo? —preguntó Lidia.
Nadia Felguera se encogió de hombros:
—He tenido encargos bastante más raros —dijo—. Pagaban bien y,
además, me gustó mucho la novela que leí de Héctor y tenía curiosidad por
conocerle.
—Le dio plantón, pero luego volvió a verle —observó Lidia—. O por
lo menos habló con él para quedar.
—Nos volvimos a ver.
—¿Se lo pidió también la agente de Salmón?
—No. Fue porque yo quise. Sabía dónde encontrar a Héctor. Esa
segunda vez él se tuvo que ir, pero nos dimos el teléfono y quedamos. Pensé
que me había dado plantón, como ya les he dicho. Siento lo que le ha
pasado. Es terrible.
—¿Sabe que Tamara Cuervo y Héctor Salmón estaban a punto de
romper su relación profesional?
—¿De veras? Quizás por eso ella le montó esa comedia a Héctor, para
intentar ganárselo de nuevo. Si quieren salir de dudas, pregúntenle a
Tamara. Es una manera un poco rara de hacerlo, pero todos tenemos
nuestras rarezas. Imagino que ellos se conocían bien.
—Eso parece —dijo Lidia—. Tamara Cuervo y Héctor Salmón fueron
amantes.
—¿Ve? Es lo que le digo… ¿No creerán que ella tiene nada que ver
con la muerte de Héctor?
—Quien mató a Héctor Salmón le conocía bien.
—Perfecto. Creo que eso me libera de toda sospecha.
—¿Se le ocurre algo más que pueda ser de interés para nuestra
investigación? —intervino Lucas.
—No. Ya les he contado lo que hubo entre Héctor y yo. O más bien, lo
que no hubo.
—Si recuerda cualquier cosa, llámeme —dijo Lidia tendiéndole una
tarjeta—. ¿Hace siempre tanto calor aquí?
—No. Tenemos averiado el aire acondicionado.
—Debe tratarse de una epidemia.
Lidia agradeció salir a la calle, en la que, por lo menos, soplaba una
ridícula brizna de aire, aunque fuese caliente. Volvieron al coche patrulla.
—¿Qué te ha parecido la actriz? —preguntó Lidia.
—Tiene unos preciosos ojos azules.
—Puede que ella fuese el motivo por el que Salmón cortó con la
abogada.
—Tampoco es que la abogada sea Quasimodo precisamente —dijo
Lucas.
—Nadia Felguera es más joven.
—Hay quien prefiere a las mujeres maduras.
—Si es tu caso prefiero no saberlo —dijo Lidia.
—Te quedas con la duda.
Los dos intercambiaron una mirada burlona.
—Tamara Cuervo está resultando ser una caja de sorpresas —dijo
Lidia—. Que contratase a una actriz para masajear el ego literario de su
representado pudo ser un intento desesperado para retenerlo a su lado
profesionalmente, o algo muy diferente.
—¿A qué te refieres?
—Quizás ese montaje era, en realidad, un mensaje en clave que solo
podía entender Héctor Salmón. Un aviso o una amenaza.
—No veo cómo.
—Yo tampoco —dijo Lidia.
Fueron para la comisaría, donde apenas se entretuvieron unos minutos.
Lidia ofreció a Lucas acercarle a su casa.
—Te pilla mal, no te preocupes —dijo Lucas—. Voy en metro.
Además, hoy no tengo prisa. Silvana está en un lío familiar y me ha dicho
que volverá tarde.
—Como quieras.
En realidad, Lidia iba a hacer una visita a Mónica Hoyos, que vivía
cerca de Lucas, pero prefirió callarse.
—Hasta mañana, entonces —dijo Lidia—. Mantente localizable, por si
acaso.
—Descuida. Pero puedes estar tranquila. Ya tenemos a la rata bajo la
lata.
—Eso parece.
37. Todo lo que muere

Lidia tuvo que dar un par de vueltas antes de encontrar un sitio para aparcar.
La gente que había salido el fin de semana ya estaba de vuelta. Era la última
hora de la tarde del domingo. El sol ya no molestaba, pero todavía se notaba
el calor sobre el asfalto.
Lidia llamó al telefonillo y esperó. Ya estaba dudando si iba a
marcharse con las manos vacías cuando oyó la voz de Mónica Hoyos.
Sonaba muy irritada:
—Os he dicho que voy a llamar a la policía como sigáis molestando.
—Hola, señora Hoyos. Soy la inspectora Lidia Cruz. Tengo que hablar
con usted.
—Perdone, inspectora. Unos gamberros me han estado fastidiando la
siesta. Pensaba que serían ellos. Suba.
Lidia vio con un aspecto bastante desmejorado a Mónica Hoyos.
Estaba desarreglada y con ojeras. Pero, sobre todo, había una tristeza
infinita en su expresión.
—¿Hoy no viene su compañero?
—No.
—Pase. Aquí no se puede hablar con tranquilidad.
Lidia siguió a Mónica Hoyos hasta el salón de su espaciosa casa y
tomó asiento en una butaca junto al blanco sofá sobre el que su anfitriona se
dejó caer con desgana. Vio el ejemplar de El Mundo sobre la mesa. Pensó
en los recortes de periódico con los que se habían compuesto los anónimos
recibidos por Salmón, y trató de imaginarse a aquella abogada tan seria
recortando las letras y pegándolas con esmero, con todas esas horribles
faltas de ortografía. Le pareció una ocurrencia absurda.
—No sale nada sobre Héctor —dijo Mónica Hoyos señalando el
periódico—. Ni una triste nota. A él le gustaba que se hablase de él, aunque
fuese mal.
—Ya se encargarán su agente y su editor de que se hable de él. De
momento, el silencio de los medios es nuestro aliado.
—Claro. Usted dirá, inspectora.
—Ayer, en nuestro primer encuentro, usted nos dijo que estuvo con
Héctor Salmón el viernes por la tarde.
—Sí, así fue.
—Según lo que nos contó, se vieron en la terraza de un bar. Él le había
llamado por un tema de un gato.
—Exacto. Le llevé un gatito como me había pedido. A mí me gustan
mucho los gatos, pero tengo alergia.
—Lo lamento. Como le contaba, hemos podido comprobar lo del gato.
Tenemos grabaciones de cámaras de seguridad que corroboran lo que nos
ha dicho.
—Cuando pienso que esa es la última vez que voy a ver a Héctor, que
ya no habrá nadie para contestar cuando marque su número…
Mónica Hoyos la miró desolada.
—Esa no fue la última vez que vio a Héctor Salmón —dijo Lidia.
Mónica Hoyos irguió la postura, a la defensiva:
—No entiendo qué quiere decir.
—Tranquila, que yo se lo explico. Después de marcharse de esa
terraza, el señor Salmón fue directo a su casa. Unos minutos más tarde,
usted, que había tomado el camino contrario, volvió sobre sus pasos y fue a
la casa de Salmón también. Es inútil que lo niegue. Tenemos las
grabaciones de las cámaras de seguridad que muestran su entrada y salida
del portal de la casa de Salmón, y también el testimonio de una vecina que
la conoce de otras veces y que le oyó hablar con Salmón y la vio por la
mirilla antes de entrar en su casa con él.
Mónica Hoyos se puso blanca como un sudario. Era mentira que las
cámaras hubiesen grabado su entrada y salida del portal de Salmón y
también que la vecina la hubiese identificado, pero eso ella no tenía manera
de saberlo. Lidia le dedicó un duro gesto:
—¿Tiene algo que decirme? Usted es abogada y no tengo que
recordarle las consecuencias de obstruir una investigación judicial.
Mónica Hoyos asintió.
—Yo no tengo nada que ver con la muerte de Héctor —dijo—. Él
estaba bien cuando me marché. Solo estuve unos minutos en su casa, como
ya ha visto en esas grabaciones.
—¿Por qué subió a verle?
—Quería aclarar las cosas.
—Él tenía marcas de carmín en el cuello.
—Estuvimos a punto de liarnos otra vez.
La abogada se mordió el labio, nerviosa.
—¿Qué pasó? —preguntó Lidia—. Confíe en mí. Lo que me diga
ahora queda entre nosotras.
—No pasó nada. Héctor me rechazó de pronto y me pidió que me
fuera.
—Ayer nos dijo que fue él quien cortó con usted hace un par de
semanas.
—Sí. Había estado muy receptivo al vernos y eso me animó a tragarme
el orgullo y subir a verle. No dio tiempo a decir nada. Parecía que los dos
queríamos lo mismo, pero, antes de pasar a mayores, Héctor me apartó con
gesto agobiado y me pidió que me fuera. Tenía la expresión muy alterada.
Me miró de una manera que me dio miedo. Me marché sin que tuviese que
decírmelo una segunda vez.
—¿Había pasado eso otras veces?
—Nunca. Mi relación con Héctor siempre fue muy buena. Hasta que él
decidió que se había cansado de mí ya. No habíamos vuelto a hablar en
estas semanas hasta que me llamó por lo del gato.
—¿Sabe si el señor Salmón estaba solo cuando usted llegó?
—No vi a nadie. Solo fui un momento a la cocina a por un vaso de
agua. ¿Cree que había alguien con él? Quizás por eso quiso que me fuera.
—Si había alguien, fue quien le mató.
Mónica Hoyos se estremeció, mirándola con horror.
—Si me hubiese quedado, quizás Héctor se habría salvado.
—O usted habría muerto también.
Lidia esperó a que la abogada se recompusiera, visiblemente afectada
por la súbita conciencia del peligro que había corrido. Se levantó y Mónica
Hoyos la acompañó hasta la puerta.
—Le agradezco su colaboración —dijo Lidia.
—Me hubiese gustado ser de más ayuda.
Lidia la miró y sintió una leve punzada de angustia viendo su
expresión desolada.
—Usted le quería —dijo—. Si ve que estos días se le hacen demasiado
cuesta arriba, tiene mi teléfono. Llame cuando quiera.
—Gracias, Lidia. Estoy bien, de verdad.
Lidia asintió, escéptica.
Ya en la calle, buscó la sombra de los árboles, aunque hacía rato que el
sol había dejado de morder. Había aparcado el coche frente a un bar. Un
Renault Arkana estaba estacionado en doble fila con los intermitentes
puestos y le cerraba la salida. Se acercó al bar en busca del dueño del
Renault. La luz baja del local contrastaba con la claridad de fuera. Parecía
como si allí dentro siempre fuese de noche. Había unos pocos parroquianos.
Al fondo de la barra, en una esquina, una pareja se estaba dando besos. El
resto se volvió al escucharla. Un hombre calvo que llevaba una camisa
hawaiana dejó su puesto en la barra y se acercó apresuradamente.
—El Renault es mío. Perdona, lo quito de ahí ahora mismo.
Lidia iba a echar a andar tras él cuando vio que le hacía un gesto la
mujer que se estaba dando besos con su acompañante al fondo de la barra.
La estaba saludando. Solo entonces se dio cuenta de que era Silvana, la
pareja de Lucas. Él le había dicho que ella tenía un lío familiar esa tarde.
Silvana le sonreía desde la distancia, aunque no amagó con acercarse y
Lidia tampoco tenía intención de sumarse a aquella fiesta privada. Le
devolvió el saludo con un gesto y se marchó.
Lidia pensó con irritación en el morro que le echaba Silvana. La había
saludado como si no pasara nada. Ahora su silencio la volvería cómplice si
no le contaba a Lucas lo que acababa de ver. Y malditas las ganas que tenía
de ser cómplice de Silvana. Pero tampoco le entusiasmaba tener que irle
con el cuento a Lucas, que podía pensar que ella se metía donde no la
llamaba nadie. Si aquella estúpida no la hubiese saludado ni se habría
enterado…
Llegó a casa de mal humor. Raúl no estaba. Imaginó que andaría por el
gimnasio. Agarró la bolsa de deportes y fue para allá. No encontró a Raúl
como esperaba, pero, por lo menos, pudo desahogarse con las pesas.
Estuvo una hora en el gimnasio. Salió de ahí más relajada y animada.
Volvió a casa. Ya era casi la hora de cenar y Raúl seguía sin aparecer.
Supuso que habría salido a dar un paseo o ver una película. Lidia le había
dicho que hiciera sus planes sin contar con ella mientras durase la
investigación. Tenía suerte con Raúl. Era una persona comprensiva, que se
adaptaba a las exigencias del momento sin poner una mala cara.
Se había quedado adormilada delante del televisor cuando oyó a Raúl
que llegaba. No era de noche todavía, aún se veía por la ventana la coronilla
del sol a punto de esconderse detrás de los tejados de las casas vecinas.
—Ya estás por aquí —dijo Raúl con una gran sonrisa—. Genial,
podemos cenar juntos.
Raúl se inclinó para besarla. Olía bien, no había rastro de alcohol
como el día anterior.
—¿Qué tal? —preguntó Lidia—. ¿Dónde estabas?
—Llevo toda la tarde en el gimnasio. Me estoy poniendo como un
toro.
Raúl se tocó satisfecho sus músculos abdominales.
—Vamos a cenar —dijo Lidia—. Tengo hambre.
No quiso decirle a Raúl que ella había estado esa tarde en el gimnasio.
Que él le mintiera no significaba necesariamente que le estuviese
poniendo los cuernos. Igual le estaba preparando una sorpresa para su
cumpleaños, aunque ella cumplía años en febrero.
Confiaba en Raúl, llevaban casi veinte años juntos. No recordaba que
él le hubiese mentido una sola vez. Le parecía imposible que eso ocurriera.
Ellos no tenían esa clase de relación. Al menos, eso era lo que le gustaba
pensar.
Tampoco había por qué precipitarse. Se estaba dejando influenciar por
lo de Silvana y Lucas más de la cuenta. Alguna explicación habría,
seguramente se trataba de una tontería.
38. Alas de plata

Lidia llegó a la comisaría a primera hora, puntual como era su costumbre.


Era lunes y tenía la penosa sensación de que la semana ya estaba durando
demasiado. Lucas tenía unas ojeras terribles, parecidas a las que ella lucía
también. Entre el calor y las preocupaciones, Lidia se había pasado otra
noche dando vueltas en la cama sin apenas pegar ojo. En el caso de Lucas,
las ojeras eran algo desacostumbrado. Lidia pensó en el buen aspecto que
tenía Silvana la tarde anterior mientras la saludaba, abrazada a aquel
extraño al fondo de la barra de aquel bar.
—Castillo quiere verte —dijo Lucas.
El comisario Félix Castillo tenía un aspecto descansado y risueño
cuando Lidia entró en su despacho. Era ya un veterano que peinaba canas y
que miraba con una saludable distancia los problemas que la rutina traía a
su puerta. Parecía que todo le daba igual, pero cuando Lidia había solicitado
la baja por depresión él había sido el primero en apoyarla y la esperó como
le prometió.
—Vaya carita que me traes, Lidia. Parece que te hubiese pasado un
tren por encima.
—Me está costando conciliar el sueño estos días con el calor. Y que
aquí no funcione el aire acondicionado tampoco ayuda.
—Me han dicho que ya vienen hoy a repararlo.
—Lo mismo te dijeron el viernes.
—Por lo visto tienen mucho lío. Me molesta tanto como a ti, pero ya
sabes que manejamos un presupuesto estrecho.
—Ya.
—Bueno, ¿qué me cuentas del caso de ese escritor? Ya me han
llamado varios periodistas para confirmar si es cierto que le han asesinado y
que ya tenemos a quien lo ha hecho.
—Parece que el juez Chamorro tiene prisa por colgarse una nueva
medalla —dijo Lidia.
El comisario Castillo le tendió unos papeles que tenía sobre la mesa.
—Lucas dice que el caso está claro —dijo Castillo.
Lidia miró los papeles. Ya estaban los resultados del análisis
lofoscópico de las huellas halladas en la bolsa con la droga incautada a
Isidro Fernández: las huellas coincidían con las del propio Fernández y con
las de Salmón. La cantidad de droga que faltaba en esa bolsa era, muy
presumiblemente, la que había matado a Héctor Salmón. Solo había que
sumar uno más uno. Sin embargo, Lidia seguía sin estar convencida:
—Puede que Isidro Fernández y Héctor Salmón tuviesen una bronca y
que el primero decidiera matar a Salmón —dijo Lidia—. Pero Isidro
Fernández no tiene ni ha tenido hija alguna que le haya podido quitar
Salmón, que es de lo que le acusaban en uno de los anónimos que recibió.
—Esos anónimos pueden ser solo un cebo para despistar —replicó el
comisario Castillo—. Primero, a su víctima, y luego a nosotros. No sería
raro en alguien que ha sido capaz de engañar durante años a todo el mundo,
traficando con droga mientras daba los buenos días a los vecinos.
—Puede ser —admitió Lidia—: Pero tenemos también a Tamara
Cuervo, la agente de Salmón. Ella podía saber dónde guardaba Salmón la
droga y envenenar su bebida. Fueron amantes. Ella perdió una hija al poco
de separar sus caminos profesionales. Luego volvieron a trabajar juntos y,
ahora justo, él pensaba romper su vínculo con ella. La vecina de Salmón los
oyó discutir y su editor nos ha confirmado que él la iba a plantar por
segunda vez. Cuervo nos mintió cuando le preguntamos dónde estaba
cuando mataron a Salmón. Nos dijo que se quedó en su casa viendo una
película, pero tenemos grabaciones de ella a esa hora junto al portal de
Salmón.
El comisario Castillo sopesó el asunto unos segundos.
—¿La has interrogado de nuevo para saber por qué fue a ver a
Salmón?
—Es lo primero que pienso hacer en cuanto salga de aquí.
—Me parece bien. Pero dudo que saques de ella otra cosa que una
justificación barata. Necesitas algo más si quieres que el juez Chamorro te
dé cuerda y no cierre el caso.
—Lo sé.
—Mantenme informado.
Lidia asintió. Salió del despacho de Castillo y fue a por un café. Se
acercó a la ventana y dejó vagar la mirada por los tejados de las casas
vecinas, bañados por el sol de primera hora.
Le sonó el móvil. Lo miró y frunció el gesto con disgusto. Era Álex
Rubio, un periodista de investigación con el que había tenido mejor relación
en el pasado que en los últimos tiempos. Hubo una época en la que casi le
consideró un amigo, pero, cuando ella estuvo de baja, Rubio fue incapaz de
encontrar un minuto para llamarla y ver qué tal estaba. Y tuvo todo un año
para hacerlo, con sus trescientos sesenta y cinco días y sus infinitas noches.
—Hola, Lidia. ¿Qué tal estás?
—Bien. Pero estoy segura de que no me llamas por eso.
—Claro. —Lidia oyó la risa impostada de Álex Rubio al otro lado del
teléfono—. Te llamo por lo de Héctor Salmón. Lo estás llevando tú,
¿verdad?
—Yo solo soy una mandada. Pregúntale al juez Chamorro, él es el que
sabe.
—Sí, el caso es que está corriendo el rumor de que ha sido un
asesinato y de que ya tendríais bajo llave al asesino. ¿Es eso verdad?
—No pienso decirte nada mientras la investigación esté en curso.
—Eso quiere decir que todavía no tenéis al asesino.
—¿Quién ha dicho nada de un asesinato?
—¿Puedo desmentir esa información entonces?
—Ya te he dicho que le preguntes a Chamorro.
—Ese puto gordo no me traga, ya lo sabes.
—Y yo no tengo nada más que decirte.
—Acuérdate de mí si te entran las ganas de hablar. Siento lo de
Salmón. Era un capullo, pero tenía cierto talento.
—¿Tenías trato con él?
—Coincidimos hace tiempo en la redacción de Tiempos Nuevos. Hace
mucho que no le veía. Me dijeron que el éxito le volvió un engreído, pero él
ya era así. A pesar de ello, tenía buena conversación y mucho encanto. Se
llevaba de calle a las mujeres.
Lidia volvió a mirar por la ventana cuando colgó, pero estaba tan
abstraída dándole vueltas a sus pensamientos que si hubiese pasado un
elefante rosa volando delante de sus narices ni se habría enterado.
Tenía todavía el móvil en la mano. Buscó rápidamente en la agenda y
marcó el número de Nadia Felguera:
—Hola, ¿quién es?
—Soy la inspectora Lidia Cruz.
—Qué sorpresa. Dígame, inspectora.
—Quiero que haga memoria. Esto es importante. ¿Qué día y a qué
hora vio usted a Héctor Salmón la primera vez, cuando le dejó la nota con
el teléfono como le había pedido su agente?
Nadia tardó en contestar, pero sonó segura cuando lo hizo. Lidia anotó
los datos y le dio las gracias.
—Inspectora, acabo de recordar un detalle. Quizás es una tontería,
pero igual a usted le dice algo.
—¿De qué se trata?
—Tamara me insistió en que llevase un colgante a mi cita con Héctor.
Era un Pegaso.
—¿Un caballo alado?
—Sí. Recuerdo que Héctor se fijó en él. Me miró de una manera que
pensé que igual se creía que me había escapado de uno de sus libros.
—Ha hecho bien en contármelo. Si recuerda cualquier otra cosa,
llámeme.
—Espero que atrapen al asesino de Héctor. Hoy casi no he dormido del
mal cuerpo que se me quedó después de hablar con ustedes. Me hubiese
gustado mucho tener la oportunidad de conocer bien a Héctor, y creo que
eso se lo han robado a él también. Eso y todo lo demás.
Lidia se despidió de la actriz y comprobó en su móvil lo que ya sabía:
Sara Cuéllar, la amiga de Héctor que se había suicidado años atrás, llevaba
un colgante de plata con la figura de un Pegaso en la foto que él guardaba
de ella. Una foto que, seguramente, le habría enseñado en alguna ocasión a
Tamara Cuervo.
De vuelta en la oficina, fue directa hacia Lucas, que estaba revisando
el informe lofoscópico.
—No hay duda, la identificación de las huellas es correcta —dijo
Lucas—. ¿Qué te ha dicho Castillo?
—Que averigüe por qué nos mintió Tamara Cuervo.
—No parecía interesado en ella antes de hablar contigo.
Lidia le pasó la nota con la fecha y hora del primer encuentro de Nadia
Felguera con Salmón.
—Comprueba las llamadas del móvil de Salmón. Nadia Felguera le
dejó un número de teléfono que le dio Tamara Cuervo para él.
—Sí. Lo recuerdo. Dijo que sería de un hotel o una reserva de algo.
—Vamos a comprobarlo.
Lucas localizó con rapidez el dato que buscaban. Le cambió el gesto
inmediatamente.
—Joder.
Ese número lo tenían señalado de antes.
Lidia y Lucas se miraron, los dos en sintonía.
—Ese es el número de Kaspar Hauser —dijo Lidia—. Tamara Cuervo
es Kaspar Hauser.
—Era ella quien estaba amenazando a Héctor Salmón.
—Eso parece. Vamos a comprobarlo.
39. Falsa identidad

Lidia saludó fríamente a la mujer que la recibió a la entrada de la oficina de


Tamara Cuervo. Le enseñó su identificación y, antes de que ella avisara a su
jefa, la detuvo con un gesto:
—¿Dónde está?
La mujer, que era robusta y tenía un expresión decidida, le sostuvo la
mirada retadora, pero, después de tragar saliva, dijo dócilmente señalando
una puerta a su derecha:
—Es ahí.
Lidia entró sin llamar. Tamara Cuervo la miró sobresaltada por encima
de la pantalla de su portátil. Se quitó las gafas de leer mientras se levantaba
de su asiento:
—Inspectora, qué sorpresa.
—Nos mintió el otro día.
Tamara Cuervo negó con un gesto nervioso.
—No sé de qué me habla, inspectora. Pero no me gusta que haya
irrumpido en mi despacho de esta manera. Voy a tener que pedirle que se
marche. Estas no son maneras.
Lidia le plantó en las narices el papel que acababa de recoger en el
juzgado:
—Esta es una orden de detención contra usted —dijo Lidia—.
Podemos ir a la comisaría y esperar a su abogado para hablar, o podemos
intentar aclarar esto ahora y, según lo que me cuente, igual hasta podemos
olvidarnos de este papel. Usted decide.
Tamara Cuervo miraba incrédula la orden de arresto emitida contra ella
por el juez, demasiado nerviosa como para detenerse a leerla.
—¿De qué se me acusa?
—De obstrucción a la labor de la justicia. Nos dijo que estuvo en su
casa el viernes por la noche a la hora en la que murió Héctor Salmón.
Tenemos grabaciones que demuestran que usted visitó al señor Salmón esa
noche. ¿O lo va a negar?
Tamara Cuervo tuvo que apoyarse un momento en su mesa de trabajo,
impactada por aquella revelación.
—Yo no tengo nada que ver con lo que le ha pasado a Héctor —dijo en
un tono apagado—. Teníamos una relación de años. Era mi amigo, siempre
le apoyé.
—Hemos encontrado una barra de labios debajo de la cama de Salmón
—dijo Lidia, impasible—: Maybelline rojo intenso. Es el mismo carmín
que lleva puesto ahora mismo. ¿De verdad espera que me crea que eran solo
amigos?
—Fuimos amantes hace años —admitió la agente.
—¿Me está diciendo que Héctor Salmón se pasó años sin barrer debajo
de su cama y que por eso seguía ahí su barra de labios?
—No. Eso puedo explicárselo.
—Estoy deseando escucharla.
Tamara Cuervo se llevó la mano a la frente. Se le había empapado de
sudor en un momento, pero allí no hacía calor, casi salía vaho al respirar de
lo fuerte que estaba el aire acondicionado.
—Héctor me llamó para quedar el viernes —explicó la agente—.
Acudí a la cita un poco antes de las diez, que era la hora en la que me había
dicho que me acercara. Llamé al telefonillo y él no me contestó, pero como
salía un vecino en ese momento aproveché y subí. Pero Héctor no estaba. O
eso creí. Le llamé al móvil, pero tampoco contestó. Pensé que habría salido
a por comida o bebida, así que le esperé unos minutos. Al final, viendo que
él ya tardaba mucho, me cansé y me fui. Ya me había pasado alguna otra
vez, que le surgía algo inesperado y se olvidaba de avisar. Héctor era muy
poco serio en ese aspecto.
—¿Y qué hay del pintalabios? —preguntó Lidia.
—Eso fue la semana pasada. Estuve con Héctor, en su casa,
discutiendo sobre su situación contractual. Tenía una oferta de su antiguo
editor y quería que yo rompiera el contrato que teníamos.
—¿Y qué hizo usted?
—Discutimos, pero al final le hice caso y rompí el contrato. Ya le he
dicho que Héctor, antes que nada, era mi amigo.
—¿Y hablaron de ello en el dormitorio?
—No, eso fue justo después. En el dormitorio no perdimos el tiempo
hablando.
—¿Era habitual que sus discusiones acabaran así?
—Sí. Pero rara vez discutíamos.
Lidia sopesó lo que acababa de escuchar. Después de hablar, Tamara
Cuervo parecía más relajada, como si se hubiese quitado un peso de
encima.
—Usted perdió una hija hace años, al cuarto mes de embarazo —dijo
Lidia—. Esa hija era de Héctor Salmón, ¿verdad?
Ella la miró con sorpresa.
—Eso fue hace mucho —dijo—. Hubo una complicación y perdí al
bebé. Héctor y yo ya no estábamos juntos, pero yo lo hubiese tenido igual.
—Perdió a su hija y culpó a Héctor Salmón de esa pérdida.
—No —dijo tajante Tamara Cuervo—. Eso es absurdo. ¿Por qué iba a
culparle? Son cosas que pasan. Además, él ya no estaba conmigo.
—Por eso mismo. Porque usted pensaba que si él hubiese seguido a su
lado todo habría salido bien.
—Qué imaginación, inspectora. Puede preguntar a cualquiera que me
conozca. Soy la persona más pragmática del mundo, esa clase de
pensamiento mágico no va conmigo. Si hay un problema, busco la causa y
trato de solucionarlo y, si no se puede, aprendo de ello.
—Ahora tiene un problema muy serio.
—¿Cuál? Le he dicho la verdad. No tengo relación alguna con la
muerte de Héctor. Mentí el otro día porque temía que me relacionaran con
eso. ¿Quién quiere complicarse la vida innecesariamente? Estoy segura de
que me entiende. Hice mal y lo siento. Pero si alguien ha matado a Héctor
pierde un tiempo precioso viniendo aquí en vez de ir en busca de su asesino.
—Su problema es Kaspar Hauser —dijo Lidia.
Tamara Cuervo la miró desconcertada:
—No conozco a ningún Kaspar Hauser.
—Claro que le conoce. Usted es Kaspar Hauser.
La agente endureció el gesto y la miró desafiante:
—No sé qué clase de cuento me está queriendo vender, inspectora,
pero ahora sí que podemos dar por terminada esta conversación. No pienso
decir nada más si no es en presencia de mi abogado. Está claro que le caigo
mal y que quiere colgarme el muerto a toda costa. Ya me pareció el otro día
que su compañero era bastante más de fiar.
—Lucas llega en un momento, no se preocupe —dijo Lidia—. Usted
envió las amenazas de muerte que recibió Salmón. Se sirvió de una actriz
para ponerle nervioso con un tema del pasado y él picó, sin saber que era
usted quien le amenazaba. Porque usted sentía una atracción enfermiza por
él. Le perdonaba todo siempre que se mantuviera cerca, a la espera de su
ocasión para reconquistarle. Pero cuando vio que él quería romper de nuevo
su vínculo profesional, comprendió que esta vez lo iba a perder
definitivamente. Se sintió usada y traicionada, y decidió que le iba a hacer
pagar todas las cuentas juntas.
—Le repito que tiene una gran imaginación, inspectora —dijo Tamara
Cuervo con un gesto desdeñoso—. Ha equivocado su profesión. Podría
hacer una fortuna escribiendo telenovelas. La literatura seria es otra cosa.
Eso le queda grande, como su placa de inspectora.
Lidia la contempló sin inmutarse:
—Héctor Salmón cometió el error de confiar en usted —dijo—. Fue a
buscar el consejo de quien creía que era su amiga, y que, en realidad, era su
peor enemiga. El resto fue sencillo: usted sabía dónde guardaba Salmón la
droga que consumía, si no se la ofreció él mismo. Aprovechó un descuido y
le echó la droga en la bebida, en una cantidad suficiente para matarle no una
vez, sino diez.
—Esto es de locos. —Tamara Cuervo se llevó las manos a la cabeza
con incredulidad—: En mi vida he escuchado un desvarío semejante.
En ese momento, la puerta del despacho se abrió y apareció Lucas
acompañado de Nadia Felguera, la actriz.
—Buenos días —dijo Lucas—. Esta es Nadia… pero ya se conocen,
¿verdad? —Clavó una dura mirada en Tamara Cuervo, que observaba
perpleja a los recién llegados.
—¿Por qué iba a conocerla? —dijo la agente—. Es la primera vez que
la veo. ¿Quién es?
—Qué mala memoria —dijo Lucas con una mueca burlona, y se
volvió hacia la actriz—. ¿Tú tampoco sabes quién es?
—No.
Ahora fue Lucas el que puso gesto de no entender nada.
—¿A qué viene este cambio? Me acabas de decir que la podías
reconocer con los ojos cerrados.
—Sí. A Tamara Cuervo, no a ella. ¿Qué es esto? ¿Una prueba para ver
si pico?
Nadia Felguera los miró a todos muy seria.
—Ella es Tamara Cuervo y este es su despacho —dijo Lidia, que
compartía el desconcierto de su compañero.
—El despacho puede ser, porque quedamos en una cafetería y no he
estado nunca en él —explicó Nadia Felguera—. Pero ella no es Tamara
Cuervo. No es la agente de Héctor.
—Apuesta que sí lo soy —dijo la agente—. ¿Alguien me puede
explicar de qué va esta comedia?
Lidia suspiró, visiblemente contrariada.
—Ahora soy yo quien le debo una disculpa —dijo—. Parece que
alguien ha usurpado su identidad para cometer un delito.
—¿Quién?
—La misma persona que ha asesinado a Héctor Salmón.
Tamara Cuervo asintió con una mezcla de alivio e indignación:
—Me he sentido atropellada, pero acepto sus disculpas, inspectora.
Entiendo que le mueve su afán por encontrar al asesino de Héctor. Solo
deseo que lo atrapen y que pague por lo que ha hecho.
—Pero, entonces, esa mujer que se hizo pasar por ella y me contrató,
¿qué quería en realidad? —preguntó la actriz.
—Estaba jugando con Héctor Salmón, estrechando el cerco sobre él
antes de matarle —dijo Lidia.
—No parecía una asesina —dijo la actriz, horrorizada—. Era muy
simpática y, aunque yo iba con ciertos reparos, enseguida me sentí a gusto
con ella, como si fuésemos viejas amigas preparando una sorpresa a un
amigo.
Se marcharon del lugar abatidos, con una sensación importante, en el
caso de Lidia y Lucas, de haber hecho el ridículo.
—¿Creen que corro peligro? —preguntó Nadia Felguera, visible la
preocupación en su gesto cansado—. Hoy he dormido fatal, dándole vueltas
a lo de Héctor. Si es verdad lo que dicen y yo he estado con su asesina y soy
la única que puedo identificarla, soy una amenaza para ella.
—No te preocupes —dijo Lucas, que había aprovechado el breve rato
a solas con la actriz para pasar al tuteo entre ellos—. Seguramente esté ya
muy lejos, una vez hecho el trabajo. De todas formas, tienes mi número.
Llámame si notas cualquier cosa rara.
—Gracias, Lucas. Pero luego no digas que soy una histérica.
—Jamás se me ocurriría. Eres muy valiente. Te hemos llamado para la
identificación y no lo has pensado dos veces.
—Ojalá atrapéis a esa malnacida. Cómo me engañó. Que si Héctor es
maravilloso, que hay que ayudarle, que el Pegaso hará volar su
imaginación…
—El Pegaso —repitió Lidia, ensimismada.
—Sí, ya le conté lo del colgante.
—Quien usurpó la identidad de Tamara Cuervo sabía de la importancia
del Pegaso para Sara Cuéllar —dijo Lidia—. Y también que eso despertaría
los fantasmas de Héctor Salmón. La utilizó a usted por su parecido con Sara
Cuéllar. Quería que Salmón sintiera pánico y creyera que alguien quería
ajustar una vieja cuenta con él.
—No me pareció que él sintiera pánico cuando me vio, pero sí
extrañeza —dijo Nadia Felguera.
—Le querían asustar para extorsionarle —dijo Lidia.
—Pero ¿por qué? ¿Cree que Héctor le pudo hacer algo a esa chica?
—No importa lo que yo crea, sino lo que cree quien quería
chantajearle.
Lidia sacó su móvil, buscó una foto y se la enseñó:
—¿Conoce a esta mujer?
Nadia Felguera la miró con asombro, como si acabase de sacar un
conejo de una chistera.
—¡Es ella! Es quien me contrató, la mujer que están buscando.
Lucas asintió y cambió un gesto de complicidad con Lidia.
—Olga Corredera —dijo Lucas, volviendo a mirar la foto—. Solo ella
y Jorge Rovira podían conocer un detalle como el del Pegaso y su posible
efecto sobre Salmón. Pero la señora Corredera es la única que podía hacerse
pasar por la agente de Salmón, que, como hemos visto, es la víctima aquí y
no la instigadora.
—Será un placer tener una amistosa charla con la señora Corredera
—dijo Lidia.
40. La mujer fugitiva

Lidia y Lucas se presentaron en las oficinas de la Fundación Tradición y


Modernidad donde trabajaba Olga Corredera. Allí les dijeron que ella no
había ido a trabajar ese día. Nadie sabía el motivo, aunque tampoco les
extrañaba. Al parecer, la señora Corredera se ausentaba de su puesto con
relativa frecuencia con el permiso tácito de su jefe, que tampoco había
aparecido por allí esa mañana.
—¿Son amantes? —preguntó Lidia a la secretaria que los atendió, una
mujer de cara oronda y alegre. Se rio ante su pregunta.
—Al señor Rupérez le gusta la carne, no el pescado. Hoy está fuera
por negocios. Es amigo del padre de Olga, por eso hace la vista gorda.
—Gracias por la información. Si aparece la señora Corredera por aquí,
dígale que me llame. Es importante. Ella tiene ya mi teléfono, pero le dejo
una tarjeta por si acaso.
La secretaria la miró intrigada, pero se limitó a guardar la tarjeta sin
decir nada más.
Era ya mediodía y el sol estaba en todo lo alto, apretando con tanta
fuerza como los días pasados. En el breve trayecto hasta el coche patrulla,
Lidia sintió cómo se le humedecía la frente por el sudor. Lucas, a su lado,
parecía más fresco que a primera hora, ya ni siquiera había rastro de las
ojeras con las que había empezado la jornada.
—Quizás la encontremos en su casa —dijo Lucas.
—Vamos para allá.
Media hora después volvieron a encontrarse frente a la casa de Olga
Corredera en su lujosa urbanización. Lucas llamó al telefonillo varias veces,
la última hasta casi borrar la huella de su dedo. El ruido espantó a unos
cuervos negros que los habían estado observando desde las ramas de un
pruno cercano.
—Parece que no está —dijo Lucas.
El muro gris de la propiedad tapaba su visión. Solo veían al fondo la
casa con su fachada blanca y sus grandes ventanales. Desde donde estaban
no se apreciaba signo alguno de actividad.
—Vamos a llamarla otra vez—dijo Lidia.
Saltó un mensaje automático. Olga Corredera tenía el móvil apagado o
sin cobertura como el resto de las veces esa mañana. En esta ocasión Lidia
le dejó un mensaje grabado en el contestador, instándola a ponerse en
contacto con ella inmediatamente.
Dieron una vuelta por la lujosa urbanización y sus instalaciones, pero
no encontraron a Olga ni en las pistas de deportes ni en la piscina.
—Parece como si se la hubiese tragado la tierra —dijo Lucas.
Lidia asintió.
—Es muy raro. Tengo un mal presentimiento. Hay que encontrarla
cuanto antes.
—Manos a la obra, entonces.
III. Aguas tranquilas y profundas
41. Una amistad peligrosa

Olga casi se estampó contra una furgoneta, perdida en sus lóbregos


pensamientos como estaba después de su encuentro con aquellos policías.
Conducía hacia casa de sus padres. Todavía le parecía increíble: Héctor
estaba muerto. Ya habría tiempo de llorar su pérdida, pero ahora mismo lo
que le preocupaba era su propio pellejo. Héctor no solo había tenido la
maldita ocurrencia de morirse, sino que, por lo que le había dicho aquella
inspectora con cara de caballo, parecía que le habían asesinado. Si los
investigadores descubrían que ella le estaba intentando chantajear, su futuro
pintaba más negro que el humo de la fábrica que se veía a un lado de la
carretera. Fuera el termómetro marcaba cuarenta grados. Faltaba ya poco
para que solo pudieran sobrevivir en la gran metrópoli los que podían
costearse el aire acondicionado. Ella debía espabilar si no quería acabar
viviendo debajo de un puente asándose en verano y congelándose en
invierno.
Su plan había salido a medias. Había conseguido asustar a Héctor, pero
no lo suficiente como para que pagase el chantaje. Sin embargo, había
servido para que él retomase el contacto con ella. ¿Y qué había sacado de
tanto desvelo? Cinco mil miserables euros, poco menos que calderilla. Se
había sentido insultada cuando Héctor le había dicho la cantidad que le
prestaba, tan por debajo de los veinte mil que ella le había pedido. Que la
obligase a firmar un reconocimiento de deuda había sido una humillación
añadida. Si no hubiese firmado ese maldito papel, por lo menos podría
quedarse con el dinero sin tener que dar explicaciones a nadie.
Pasado el primer momento de pánico, Olga empezó a sentirse más
optimista. En el hipotético caso de que la policía descubriera que Héctor
estaba siendo chantajeado, ella había tenido cuidado de no dejar una huella
con la que pudieran rastrearla. Se había divertido con lo de Kaspar Hauser,
una historia que fascinaba a Héctor, al que le gustaba fantasear con que
corría sangre aristocrática por sus venas. Pero lo mejor había sido lo de la
actriz y hacerse pasar por Tamara, la agente de Héctor, para contratarla. Si
la policía llegaba a localizar a la actriz, sería Tamara la que pasaría un mal
rato. No tenía nada contra ella, solo eran daños colaterales. Era Héctor
quien la había traicionado. Ni un minuto había tardado en llamarla por lo
del chantaje. Olga contaba con ello. Para hablar con una vieja amiga que
estaba con la mierda hasta el cuello no había encontrado el momento, pero
si era él quien tenía el problema, eso era otra historia. Olga se lo había
pasado en grande mintiendo a Héctor sobre el chantaje, haciéndole creer
que ella estaba siendo amenazada también.
Lamentaba la muerte de Héctor. Una vez había conseguido que él le
hiciera el primer préstamo, pensaba que sería más fácil conseguir el
segundo, aunque para ello tuviese que continuar un tiempo con la comedia
del chantaje.
Esa pareja de policías le habían dicho que Héctor había muerto de una
sobredosis. Era extraño. Aunque Héctor siguiera tomando anfetas o MDMA
como cuando era joven, tenía experiencia y la suficiente cabeza como para
no jugar con fuego. No sabía por qué esos policías pensaban que le podían
haber asesinado. Eso tendría sentido si supieran que estaba siendo víctima
de un chantaje. Ella le había amenazado por teléfono. ¿Habría grabado
Héctor la conversación? Le costaba creerlo, pero si era así, ella podía estar
tranquila. Había puesto un filtro a su voz para que pareciese la de un
hombre. Si rastreaban el número llegarían a Kaspar Hauser, el nombre falso
con el que había comprado la tarjeta de prepago en un locutorio en el que
no hacían preguntas. Que buscasen a Kaspar Hauser si querían y le
preguntaran. El pobre llevaba muerto casi dos siglos así que no creía que
estuviese muy hablador.
Se había cubierto bien las espaldas, no tenía nada que temer. Incluso el
préstamo que le había hecho Héctor jugaba a su favor. Era algo normal
entre amigos y que ella hubiese firmado el reconocimiento de deuda lo
volvía particularmente transparente. Dudaba que aquellos inspectores
volviesen a molestarla. Por otra parte, si habían asesinado a Héctor,
esperaba que encontraran al culpable y que pagase por ello, pero le había
dado la impresión de que daban palos de ciego.
Comió con sus padres, sin mencionar una palabra sobre Héctor. Luego
se fue de compras a un centro comercial cercano. Ir de tiendas le ponía de
buen humor y la ayudaba a pensar.
Cuando volvió a su casa, buscó en LinkedIn el perfil de Jorge y le
envió un mensaje.
«Héctor ha muerto. La policía me ha estado interrogando sobre ti y
sobre Sara. Llámame en cuanto puedas».
Le daba su teléfono, porque hacía años que habían perdido el contacto.
Lo poco que sabía de él era lo que le había contado Héctor unos días atrás.
Olga miró la foto de Jorge con curiosidad. Tenía la misma cara de capullo
petulante, pero veinticinco años más viejo. Era directivo en TeleStar. Debía
estar forrado. Jorge había ignorado su saludo como si ella fuese transparente
la última vez que se habían visto. Otro listo que se iba a encontrar con la
horma de su zapato.
Estaba terminando de prepararse la cena cuando sonó el teléfono. Ya
empezaba a dudar de que Jorge la contestara. Era él. Fue extraño escuchar
su voz después de tantos años. Transmitía una gran seguridad pese al tono
de sorpresa:
—Hola, Olga. ¿Cómo estás? Acabo de ver tu mensaje. Siento lo de
Héctor. ¿Qué ha pasado?
—Estoy hecha polvo. Pobre Héctor, todavía me cuesta creer que esté
muerto. Le vi ayer mismo y estaba perfectamente.
—Yo también le he visto hace nada. Tenía buen aspecto. Nada hacía
pensar en algo así.
—Sí. Héctor me contó que os visteis. Me sorprendió. Pensaba que
teníais diferencias irreconciliables.
—Eso son cosas del pasado. La vida sigue. Pero ¿qué ha ocurrido con
Héctor? ¿Te ha contado la policía algo?
—Sí. Me han dicho que ha muerto de una sobredosis. Pero están
investigando. Creen que alguien puede haber matado a Héctor.
—Qué fuerte. ¿Saben lo del chantaje que os querían hacer?
—¿Qué chantaje?
Olga se imaginó la cara de asombro de Jorge al otro lado de la línea.
Sonó más tenso, casi irritado, cuando volvió a hablar:
—Héctor me dijo que alguien intentaba chantajearos. Que os acusaban
de la muerte de Sara Cuéllar. La policía te ha preguntado por ella, ¿no?
—Me han preguntado por Sara. Pero no sé qué hablas de un chantaje.
—Eso fue lo que Héctor me dijo.
—No hay chantaje alguno —dijo Olga—. Y si hubiese sido el caso,
dudo que Héctor te hubiese contado nada. No te lo tomes a mal, pero eras
como la última persona en la que él confiaría.
—A mí también me extrañó —reconoció Jorge—. Me pareció que él
tenía un ánimo conciliador, ni se me pasó por la cabeza que me estuviese
mintiendo.
—Creo que me lo habría dicho si le hubiesen estado chantajeando,
pero igual se lo calló. Con Héctor nunca puedes estar segura de qué tiene en
la cabeza. Tenía…
—Tú le conocías mejor. Pero ¿por qué iba a inventarse algo así? Y
mira lo que ha pasado. Si la policía sospecha que lo han asesinado será por
algo. Lo normal sería pensar en un accidente o en un suicidio.
—Héctor quería escribir sobre Sara —dijo Olga—. ¿No te lo contó?
—No. Ya te lo he dicho. Me habló de ese supuesto chantaje y lo hizo,
según él, porque me quería avisar para que tuviera cuidado. La verdad es
que me pareció bastante absurdo todo, pero él parecía realmente
preocupado. Y ahora está muerto.
—¿Y tú de verdad te creíste que él o yo podíamos tener nada que ver
con la muerte de Sara como para preocuparnos por la amenaza de nadie?
—Yo no creo nada ni dejo de creer. Más tratándose de vosotros dos.
—¿Héctor te dijo que los padres de Sara te acusaban de la muerte de
su hija?
—Sí. Es algo de locos. Creo que se les fue la olla.
—Eso parece.
Tras una pausa, Jorge preguntó:
—¿Te ha hablado de eso la policía? Me ponías en el mensaje que te
han estado preguntando sobre Sara y sobre mí también.
—Me han hablado de eso. Ha sido bastante desagradable y toda una
sorpresa. Todavía estaba encajando lo de Héctor y de pronto me he visto
teniendo que defenderte, porque estaba claro que han venido a verme
básicamente para interrogarme sobre ti y sobre Sara.
—Me sorprende tanto como a ti.
—Quizás han visto las notas de Héctor sobre Sara. Supongo que en
ellas también hablará de ti.
—Puede ser. Pero Héctor es un escritor. ¿Le van a dar crédito a unas
notas que son, seguramente, una invención para el argumento de una
novela?
—Héctor estaba convencido de que tú mataste a Sara —dijo Olga.
Hubo un denso silencio. Olga podía imaginarse el nerviosismo de su
interlocutor, por más que Jorge se esmeró en aparentar calma:
—¿Y eso por qué? Me dejas de piedra. Qué hipócrita. Me decía el otro
día no sé qué de nuestra amistad y mientras me estaba acusando de esta
atrocidad a mis espaldas. Pensaba que a estas alturas estaba vacunado
contra sus mentiras, pero veo que me equivocaba. ¿Y tú qué piensas?
—Le he dicho a la policía que estuviste conmigo la noche en que
murió Sara.
—Bien hecho. Creo que con eso me dejarán en paz. Aunque sea una
acusación sin pies ni cabeza, es mejor curarse en salud. Cualquiera sabe qué
barbaridades habrá escrito Héctor de mí. Parece que no le bastaba con
haberme puesto los cuernos contigo. Debía tenerme envidia, viendo lo bien
que me va mientras que él no pasa de ser una medianía en lo suyo.
—He dicho que estuviste conmigo esa noche, aunque los dos sabemos
que eso es mentira —dijo Olga.
Hubo otro largo silencio antes de que Jorge volviese a hablar en un
tono que se esmeraba en parecer confiado y sereno sin conseguirlo del todo:
—Tú sabes que yo no tengo nada que ver con la muerte de Sara,
¿verdad, Olga? Tú me conoces bien. Puedo tener mis defectos, pero sabes
que yo nunca le haría daño a nadie. Y menos a una persona tan especial
como era Sara.
—¿Por qué iba Héctor a inventarse algo así?
—Héctor siempre ha sido un capullo. Ya sabes que la tenía tomada
conmigo. Es por lo que te he dicho. Es por envidia.
—Héctor se ha portado muy bien conmigo cuando se me han torcido
las cosas.
—Algo me contó. Y te diré una cosa: me lo tenías que haber dicho. Me
va bien y puedo echarte una mano.
—No quiero que te sientas obligado para nada —dijo Olga—. Te he
defendido, primero con Héctor y ahora con la policía, porque te tengo fe.
Siempre te la he tenido.
—No te estoy ofreciendo mi ayuda porque me sienta obligado a nada
—dijo Jorge en un tono que sonaba más cercano y confiado—. Fue en lo
que me quedé pensando después de ver a Héctor el otro día. Dudaba si dar
el paso y llamarte, pero pensaba que igual te podía molestar. Después de
todo, fue bastante desagradable nuestra ruptura.
Olga dudaba que Jorge fuera tan idiota como para pensar que le
pudiera molestar que le echara un cable cuando estaba con el agua al cuello,
pero agradecía su delicadeza al abordar la cuestión.
—¿Quién se acuerda ya de eso? —dijo Olga—. Fue una alegría saber
que te estaba yendo muy bien.
—¿Qué te parece si nos vemos? —dijo Jorge—. Tenemos una buena
conversación pendiente. Estoy fuera, pero mañana vuelvo a Madrid. Si te
parece te llamo y quedamos.
—No sé si es buena idea —dijo Olga.
—Seguro que estará bien. Prometo ir con la bandera blanca.
—De acuerdo.
Olga sonrió. Jorge había estado receptivo como esperaba. Aquello de
Héctor y Sara era un asunto delicado y muy desagradable. Mejor tener una
coartada y estar fuera del radar de la investigación policial, que cualquiera
sabía dónde podía desembocar. Olga estaba convencida de que Jorge era
inocente. Podía tener mal carácter a veces, pero como él había dicho, era
incapaz de hacer daño a nadie. Sin embargo, si la policía descubría que
Héctor le acusaba de la muerte de Sara, lo que era casi verdad, y que su
coartada de la noche en la que ella murió era falsa, ¿qué pensarían la policía
y el juez sobre Jorge? ¿Y su familia? ¿Y los compañeros de trabajo?
Aunque la policía no pudiese demostrar nada, aquel escándalo haría un
daño irreparable a la reputación de Jorge. Y eso lo sabían los dos.
Olga devolvió a la nevera los ingredientes de la ensalada con la que
pensaba cenar antes de hablar con Jorge. Todavía estaba a tiempo de cenar
fuera y disfrutar de aquella agradable noche de verano. El día había
empezado horriblemente con la noticia de la muerte de Héctor, pero estaba
acabando de una manera inmejorable. Olga veía abierta ante ella la
posibilidad de remontar el vuelo después de unos años de penuria y pensaba
aprovecharla.
42. La escalera mortal

Lidia y Lucas se presentaron en el despacho del juez Chamorro, con el que


ya habían hablado. Este crispó el gesto como si fuese presa de súbitos
calambres al verlos:
—Ya he firmado la autorización que me habéis pedido —dijo el juez
—. Mi secretaria os dará los papeles ahora. Espero que esta vez no hagamos
el ridículo. Olga Corredera va a tener que explicarnos por qué contrató a esa
actriz y usurpó la identidad de la agente de Héctor Salmón.
—Lo más seguro es que contratara también a Isidro Fernández para
que matara a Salmón —dijo Lucas.
—Lo mismo me dijisteis antes de Tamara Cuervo —dijo el juez,
malhumorado—. Vamos a ver qué tiene que contarnos esta mujer.
En cuanto salieron de ver al juez, Lidia y Lucas pusieron en marcha el
operativo para dar con el paradero de Olga Corredera. Ya en la comisaría,
comprobaron que había recibido dos llamadas del mismo número, una el
sábado por la noche y otra el domingo por la mañana. Al cruzar los datos
confirmaron que el número era el de Jorge Rovira.
—Interesante —dijo Lidia—. Ayer cuando le vimos, el señor Rovira se
calló que había hablado con Olga Corredera.
—Se mostró muy sorprendido por la muerte de Salmón. Parece raro
que su amiga no se lo dijese.
—Algo ocultan.
Rastrearon el móvil de Olga Corredera y vieron que su señal llevaba
horas fija en el mismo sitio: la casa de su dueña.
—Esto es raro también —dijo Lucas—. O no ha querido hablar con
nosotros o ha querido y alguien se lo ha impedido.
—Puede que estuviera fuera.
—Salgamos de dudas.
Se alegraron de tener una excusa para abandonar la comisaría, que a
esa hora volvía a ser un horno.
—Con un poco de suerte, de aquí a fin de año arreglan el aire
acondicionado —dijo Lucas.
—Tampoco parece que lleves mal el calor —dijo Lidia, secándose por
enésima vez el sudor que le caía a chorros por la frente. Lucas parecía
fresco como una lechuga.
—Dieta ligera, gimnasio y sauna —dijo Lucas—. Ese es mi secreto.
—Ni en broma me meto en una sauna con este calor.
—Es vivificante.
—Si sobrevives.
Veinte minutos después volvían a estar delante de la casa de Olga
Corredera. De nuevo sintieron la mirada curiosa de los pájaros en la rama
de los árboles frente al elevado muro de su propiedad. Llamaron al
telefonillo primero y luego, una vez más, al móvil de Corredera, en el que
seguía saltando el contestador.
Interrogaron al vigilante de seguridad que controlaba el acceso a la
urbanización y este les indicó un pequeño edificio destinado a la
administración del lugar. Allí dieron con el conserje, que tenía una copia de
las llaves de todas las propiedades. Le enseñaron la autorización del juez. El
hombre los acompañó de vuelta a casa de Olga Corredera. En cuanto
cruzaron la entrada de la propiedad vieron la puerta abierta del garaje, en el
que faltaba el BMW de la dueña de la casa.
—Es raro que haya salido sin su teléfono —dijo Lucas.
—Se le puede haber olvidado —dijo Lidia.
—Habría vuelto a por él. Estamos en el siglo XXI. Nadie puede
sobrevivir un día entero sin su móvil.
—Vamos a comprobarlo. Yo voy primero. Tú vigila nuestra espalda.
—¿Estás segura?
—Llevas una camisa demasiado buena como para arriesgarte a que te
la agujeree.
—Me han dicho que eres una gran tiradora.
—Mejor no tentar a la suerte. Es duro recorrer las calles con alguien
que hace que tu guardarropa parezca el almacén de un trapero.
—Tienes una manera muy extraña de hacer cumplidos.
Los dos llevaban puesto el chaleco antibalas. Pidieron al conserje que
se pusiera a cubierto en un lugar seguro y entraron en la casa. Lidia sentía el
tacto frío de su pistola reglamentaria, una USP Compact de nueve
milímetros. La luz de fuera entraba por las ventanas y dejaba al descubierto
cualquier posible presencia indeseada en el lugar. Lidia no se confió.
Apuntaba con su arma a un lado y otro con los brazos extendidos, bien
plantada sobre el suelo por si se veía obligada a apretar el gatillo. Lucas iba
dos pasos por detrás, cubriendo su retaguardia.
Por un momento, Lidia notó una fuerte presión en el pecho. Le
vinieron imágenes del pasado a la cabeza: sangre sobre el asfalto y la
mirada desesperada de un compañero mientras ella intentaba cortar la
hemorragia que teñía de rojo el cuello blanco y la pechera de su camisa.
Pero le habían seccionado la arteria carótida con un navajazo a traición y
aquella era una lucha perdida…
Lidia aspiró profundo, poniendo de nuevo el foco en el presente. Se
diluyeron en la oscuridad las imágenes intrusas de aquel pasado doloroso y,
ya en pleno dominio de sus facultades, siguió avanzando. Inspeccionaron
toda la casa hasta cerciorarse de que allí no había nadie.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Lucas—. Tienes mala cara.
—Es por el calor —dijo Lidia limpiando el chorro de sudor que le caía
por la frente—. Enseguida me recupero.
—Toma un poco de agua.
Lidia le hizo caso. Cuando regresó de la cocina vio a Lucas agachado
junto a la escalera. Aunque había suficiente luz, estaba enfocando con la
linterna de su móvil a una zona delante del primer escalón.
—Mira esto —dijo Lucas.
Había unas manchas sobre el parqué. Aunque habían limpiado, solo
habían conseguido disimularlas.
—Parece sangre —dijo Lidia.
Lucas asintió. Inspeccionaron con detalle la escalera y encontraron una
gota de sangre que había salpicado uno de los barrotes de la escalera. El
barrote tenía, además, una abolladura como si hubiese recibido un fuerte
impacto. La sangre estaba fresca todavía.
—Esto tiene muy mala pinta —dijo Lucas.
Lidia estuvo de acuerdo.
El vigilante de la entrada les dijo que había visto salir a Olga
Corredera al volante de su coche el día anterior antes de anochecer. Habían
pasado unas quince horas desde entonces.
—La acompañaba un hombre —dijo el vigilante—. De unos cuarenta
años. Moreno, fuerte.
—¿Está seguro de que era la señora Corredera quien iba en el coche?
—preguntó Lidia.
—Eso me pareció, pero tampoco me fijé demasiado —reconoció el
vigilante—. Cuando entraron sí que los vi bien.
—¿Había visto antes al acompañante de la señora Corredera?
—No, era la primera vez que le veía.
Lidia buscó en su móvil y le enseñó una foto:
—¿Es este hombre al que vio ayer?
El vigilante la miró gratamente sorprendido.
—Sí. Es él —dijo.
Era Jorge Rovira. Lucas asintió, dedicándole una mirada cómplice a
Lidia, que tendió su tarjeta al vigilante:
—Avísenos si la señora Corredera o este hombre vuelven por aquí.
Deme su número también y ahora le envío la foto. Dígaselo a sus
compañeros cuando cambien el turno. Es importante.
—De acuerdo, inspectora.
Ya en el coche patrulla, Lidia pidió que rastrearan el móvil de Jorge
Rovira.
Cuando llegaron a la comisaría pudieron reconstruir los movimientos
de Jorge Rovira desde el día anterior gracias a la señal de su móvil.
Comprobaron que, efectivamente, había estado en casa de Olga Corredera,
donde había permanecido una hora. Era buena la información que les había
dado el vigilante. Después de abandonar la casa de Corredera, Rovira había
iniciado un largo trayecto que duró hora y media, con una breve parada
entre medias. Pudieron rastrear la señal de su móvil hasta El Tiemblo, una
pequeña localidad cerca del río Alberche en Ávila. Ahí se perdía la señal.
De eso hacía ya catorce horas.
—O ha apagado su móvil o está en una zona sin cobertura —dijo
Lucas, mirando contrariado la pantalla del ordenador.
—Si ha apagado el teléfono, podría estar ahora en cualquier otra parte
bien lejos de ahí —dijo Lidia.
—A ver si tenemos más suerte con las imágenes de Tráfico.
—Eso va a llevar demasiado tiempo. —Lidia torció el gesto—. Esto
me huele muy mal. Mira el río Alberche y los embalses, esa zona es
perfecta para deshacerse de un cadáver.
—El valle de Iruelas es un pequeño paraíso —dijo Lucas—. Hice
varias escapadas ahí cuando estaba en la Academia. Nunca se me pasó por
la cabeza que un lugar tan bonito pudiera acabar siendo escenario de una
cosa tan horrorosa. Espero que te equivoques.
Lidia se había puesto a consultar los datos fiscales de Jorge Rovira y
apenas escuchó a su compañero.
—Aquí está —dijo.
Lucas se inclinó para mirar por encima de su hombro lo que ella le
señalaba con un gesto de triunfo: Jorge Rovira tenía una finca en propiedad
a unos kilómetros de El Tiemblo.
—Vamos —dijo Lucas y miró su reloj—: Es la una y media. Con un
poco de suerte, resolvemos el caso y nos da tiempo a comer un chuletón en
Ávila.
43. Un impulso criminal

Olga iba con cierta prevención a su cita con Jorge. Habían quedado para
comer en una terraza por Madrid Río. El sol castigaba con fuerza a esa
hora, pero la terraza estaba climatizada. Olga sintió un calor muy diferente
al ver cómo le sonreía Jorge y lo atento que se mostraba con ella. Notó
cómo los ojos pardos de él se fijaban en su generoso escote y recorrían el
resto de sus curvas como abejas atraídas por el néctar de las flores. Se
pusieron al día brevemente. Jorge estaba casado y tenía dos hijos. Su
familia estaba ahora en Altea, pasando el verano. Él iba y venía. Tenía
muchos compromisos por el trabajo.
—Me pasaba lo mismo cuando estaba de concejal —dijo Olga—.
Tenía la agenda llena de eventos. Me costaba mantener la línea, pero
tampoco voy a quejarme. Me lo pasaba en grande.
—Te conservas muy bien.
—Me sobran cinco kilos.
—Mejor que sobre a que falte.
Jorge sonreía con picardía. Brindaron. Estaban tomando un ribera del
Duero para acompañar los entrecots de buey que habían pedido. Olga había
dudado si tomar una cerveza. El vino le subía rápido y necesitaba tener sus
cinco sentidos alerta, pero le parecía un crimen comer aquella carne tan
buena sin regarla con un caldo a la altura.
—Sigues teniendo un pelazo —dijo Jorge—. ¿Cómo lo haces?
—Es parte herencia genética y parte horas de cuidados. Tú tampoco te
puedes quejar. Tienes buen pelo. Otros ya están calvos y con barriga a
nuestra edad, pero tú te conservas de cine.
—Me gusta machacarme en el gimnasio. Si no, como decías hace un
momento, es imposible mantener la línea con tanto compromiso.
—Sí. Alguna compensación debía tener salir de la política.
Jorge la observó con abierta curiosidad:
—¿Por qué te quitaron de las listas? —preguntó.
Olga tomó otro trago de vino antes de contestar. Quizás sin el vino le
habría molestado que él preguntase, pero empezaba a notar una creciente
cercanía con Jorge, como si se vieran todos los días y no hubiesen pasado
todos aquellos años desde la última vez.
—Vi que faltaba dinero de una partida presupuestaria y tuve la
estúpida ocurrencia de pedir explicaciones a mis jefes —dijo Olga.
Jorge dio un trago a su vino, pensativo.
—En política, ser honrado es el camino más recto hacia la puerta de
salida —dijo—. Deberías haber mirado hacia otro lado.
—Ya lo sé para la próxima vez. Tampoco es que yo fuera muy
escrupulosa con el dinero de los presupuestos, pero era tanta pasta que me
asusté.
Jorge asintió. La miró con aire cómplice:
—¿Cuánto dinero necesitas? —preguntó.
Olga bebió más vino. No quería que se notase demasiado lo mucho
que le alegraba el interés de Jorge por la cuestión, que, en definitiva, era por
lo que estaban allí.
—Veinte mil —dijo—. Con eso puedo quitarme los pagos más
urgentes.
Jorge puso un gesto de desagrado. Olga suspiró, intentando poner cara
de mártir. Le pareció que la expresión de él se suavizaba, pero pudo ser por
el vino que bebió antes de volver a hablar:
—¿Y cuánto necesitas para librarte del resto de marrones?
Olga no esperaba tan buena predisposición de su parte. Sintió una
oleada de calor subiéndole del pecho a las mejillas. Casi se le humedecieron
los ojos.
—Es mucho dinero —dijo al fin—. Cincuenta mil sería un gran
remiendo, pero no quiero que me dejes tanto. No sé si podría devolvértelo.
—Tendré que correr ese riesgo.
—No me quiero aprovechar de ti.
—¿Quién se aprovecha aquí de nadie? —Jorge la miraba con un brillo
encendido en los ojos. Parecía que también le estaba subiendo el vino—.
Ayer, cuando colgué después de hablar contigo, me entró un rollo
paranoico. Hasta dudé de que Héctor estuviese muerto. Pensé que tú y él
podíais estar compinchados para estafarme. Quería verte en persona para
aclararlo.
Olga asintió. Aunque no le gustaba lo que le acababa de contar, le
agradecía que estuviese siendo sincero:
—¿Sigues pensando que te he mentido? Qué poco me conoces si
piensas que le haría algo así a un amigo. Tú y yo tuvimos nuestras
diferencias, pero siempre te he respetado.
—Te creo.
—¿Lo dices de verdad o con la boca pequeña?
—Antes de venir aquí, dos inspectores de la policía se han presentado
en mi casa —explicó Jorge—. Me dijiste la verdad, lo he podido comprobar
con mis propios ojos. Y gracias a que me avisaste y a lo que les contaste,
creo que he salido bastante airoso de su interrogatorio y que no me van a
volver a molestar. Cualquiera sabe hasta dónde habrían sido capaces de
llegar si les hubieras dado carrete como hizo el cabrón de Héctor con sus
sospechas infundadas sobre mí. Pero te has portado como una amiga de
verdad y me has defendido. A pesar de lo mal que acabamos.
—¿Es que dudabas que te iba a defender? Pudimos acabar mal, pero
yo siempre tengo claro quién es mi gente y voy a muerte con ellos. No iba a
quedarme callada viendo cómo insinuaban una cosa tan terrible de ti.
—Y yo no me voy a quedar quieto sin hacer nada viendo que necesitas
mi ayuda y que te la puedo dar.
—Eso te honra. Te lo agradezco.
Siguieron comiendo y bebiendo, encontrándose cada vez más cómodos
el uno con el otro. Fueron después a un pub irlandés que estaba cerca y
pidieron unos mojitos. Los degustaron en la agradable penumbra del local,
que contrastaba con la claridad cegadora del sol. Se sentaron en una
esquina, muy cerca el uno del otro. Olga veía a Jorge cada vez más
atractivo. A la vez, notaba el creciente deseo en la mirada de él.
—Me gusta tener las cosas bajo control —dijo Jorge—. Y contigo
siempre tengo la sensación de andar sobre arenas movedizas.
—Me viste un día y ni me saludaste. A la salida de un restaurante.
—Me acuerdo. Creo que todavía estaba enfadado contigo.
—¿Sigues enfadado?
—¿Te parece que si siguiera enfadado estaría contigo aquí ahora?
Olga pensó que si él daba el paso, ella no podría resistirse. Por suerte,
Jorge estaba casado y no iban a cometer el error de reavivar un fuego que
hacía años había quedado reducido a cenizas.
Él la atrajo hacia sí, rodeándola con sus fornidos brazos, y la besó con
determinación. Olga se dejó llevar, aunque pensara que aquello era un error.
Ya habría tiempo para arrepentirse, ahora tocaba vivir el presente.
Jorge le propuso ir a un hotel. Era evidente que no quería ir a la casa
de él. Olga supuso que estaría su mujer ahí o que podría aparecer en
cualquier momento y sorprenderlos juntos. Era toda una novedad entre ellos
que no fuese Jorge la víctima de los cuernos.
—Vamos a mi casa mejor —dijo Olga.
Él sonrió, su mirada nublada por el deseo. Era reconfortante saber que
ella conservaba su magnetismo con él, a pesar de la juventud perdida.
—Como quieras —dijo Jorge.
—No te olvides la gorra.
Jorge se levantaba ya para marcharse. Sonrió de nuevo y recogió la
gorra, que había dejado a un lado de la mesa cuando habían llegado.
Olga había traído su coche, él había venido en taxi a su cita.
—¿Vas bien para conducir? —preguntó Jorge.
—Sí. No te preocupes.
Media hora después Olga le estaba enseñando su casa a Jorge, que
asentía con aprobación ante lo que veía.
—Sería una pena que perdieras la casa por no poder pagar lo que te
queda de hipoteca —dijo Jorge—. Se nota toda la ilusión y esfuerzo que has
puesto en ella.
—He tenido una mala racha, pero no voy a dejar que nadie me quite
esta casa.
—Puedes estar tranquila. La mala racha se ha terminado ya.
Se besaron.
—Mira, quiero enseñarte las vistas desde arriba —dijo Olga.
Subieron las escaleras que conducían a la segunda planta, en la que se
encontraba su dormitorio.
—Son unas vistas excelentes —dijo Jorge sin apartar los ojos de su
escote.
—Tengo que ir un momento al baño. Ponte cómodo.
Él sonrió y se sentó sobre la cama, probando la resistencia del colchón
con gesto satisfecho.
Olga se aseó brevemente y se echó unas gotas de perfume para acabar
de eliminar cualquier rastro de sudor y mal olor. Se dejó la ropa puesta, no
quería privar a Jorge del gusto de quitársela.
—Mira a ver si puedes desabrocharme este botón de la blusa… —dijo
al salir del baño.
Sus palabras se perdieron sin que nadie más las escuchara.
Pero ¿dónde se había metido Jorge?
Olga recorrió la estancia y, viendo que Jorge no estaba ahí, salió al
pasillo y le llamó sin obtener respuesta. Pensó que igual había bajado a la
cocina o al otro baño. Justo cuando llegaba a lo alto de las escaleras oyó el
crujido del parqué a su espalda. Quiso volverse, pero antes de que pudiera
hacerlo sintió un violento empujón que le hizo perder el equilibrio y volar
escaleras abajo. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Se golpeó la cabeza
brutalmente contra uno de los barrotes que sujetaba la barandilla de la
escalera y luego de rebote contra uno de los peldaños y todo se fundió a
negro mientras su cuerpo seguía rodando y golpeándose hasta aterrizar
inerte al pie de las escaleras.
44. La crueldad de los cuervos

Jorge se sintió exultante después de empujar a Olga escaleras abajo y verla


rodar por ellas hasta aterrizar al pie, donde quedó caída e inmóvil. Nadie se
reía de él impunemente. Ella debía pensarse que podía seguir
manipulándole a su antojo, como había hecho en tiempos cuando estaban
juntos. Maldita chantajista. ¿De verdad creía que él se iba a plegar a sus
demandas? Pero no se había tomado a broma su amenaza velada. La creía
muy capaz de montar un escándalo para hundirle, aunque le creyera
inocente de la muerte de Sara. Jorge iba a demostrarle que estaba muy
equivocada y que con él pinchaba en hueso. Quería darle el mayor susto de
su vida. Estaba seguro de que después de eso ella jamás volvería a
molestarle.
Bajó las escaleras dando zancadas largas y rápidas. Se agachó junto a
Olga y le buscó el pulso. Por un momento no se lo encontró y el que se
asustó fue él. Notó aliviado que respiraba. Le palmeó la cara, pero ella
estaba noqueada. Mejor así, de momento.
Se había fijado, cuando llegaban a la casa, en las cámaras de seguridad
que vigilaban todo el perímetro de la urbanización. Había un guardia de
seguridad en la puerta también, controlando el acceso. Olga había abierto la
barrera con un dispositivo por control remoto y había saludado al guardia
desde la distancia. Si Jorge fuese a matarla, debería tener cuidado para que
nadie le pudiese reconocer e incriminar con su testimonio. Se le ocurrió una
idea divertida. Lo importante era que Olga pensara que iba a matarla, quería
que el miedo calara bien dentro de ella.
Buscó algo para atar a Olga. Encontró cinta adhesiva. Le tapó la boca
primero, aunque ella continuaba inconsciente. Luego le ató las muñecas y
los tobillos, dando varias vueltas para reforzar el amarre. Vio sangre en el
parqué y la limpió con un clínex. Olga tenía una pequeña herida en la
cabeza, era un corte superficial. Se lo limpió también. Olga se agitó, como
si notase el escozor de la herida, pero no abrió los ojos. Jorge se quitó la
gorra y se la puso a ella. Olga soltó un breve gemido y movió un poco la
cabeza. Abrió los ojos y, tras unos segundos de visible aturdimiento,
recobró la conciencia del presente o eso le pareció a Jorge, porque se puso a
bufar como si le faltara el aire de pronto, su mirada fija en él con horror.
—Vamos a darnos un paseíto y te vas a portar bien, o me voy a
enfadar. No querrás que me enfade, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza, con un movimiento frenético.
—Parece que empezamos a entendernos.
Jorge se acercó a una ventana y lanzó una mirada furtiva fuera.
—Ya está oscureciendo —dijo—. Espero que puedas caminar. No me
gustaría tener que llevarte a rastras.
Ayudó a Olga a levantarse. Ella apenas se tenía en pie. Él la manejaba
como a un pelele. Ella parecía completamente anulada, pero Jorge no se
fiaba. Le aflojó las ataduras de los tobillos para que pudiese caminar un
poco mejor, pero no aflojó las de las manos ni le quitó la cinta que sellaba
su boca. Así la condujo hasta el garaje, al que se podía acceder por las
escaleras interiores de la casa.
Ayudó a Olga a sentarse en el asiento del copiloto. Le caló la gorra
inclinándola hacia delante de tal modo que la visera tapaba parte de su cara.
Ella quedó con la visión cegada y a la vez era difícil que alguien pudiera ver
la cinta que cubría su boca desde fuera del coche.
La llave estaba puesta en el contacto. Jorge arrancó el BMW de Olga,
abrió la puerta del garaje con el mando a distancia y condujo con
tranquilidad hacia la salida. Un vecino cruzó por el carril de al lado y le
saludó distraídamente. Jorge saludó también y siguió camino.
Notaba el sudor corriéndole profusamente por la frente cuando llegó a
la altura del guardia de seguridad que custodiaba la puerta. El hombre,
dentro de su garita, estaba atento a la pantalla de una tableta y apenas
levantó la mirada para comprobar quién salía. Jorge abrió la barrera con el
mando a distancia. El paso quedó libre en unos segundos, que a él se le
hicieron eternos. El guardia le estaba mirando otra vez. Jorge le saludó con
un gesto lánguido de la mano. El guardia le devolvió el saludo. Jorge pisó el
acelerador y todavía durante un largo trecho sintió el corazón trotándole en
el pecho como un caballo desbocado. Experimentó una repentina euforia,
pero solo se sintió a salvo cuando torció por una zona despoblada y al
abrigo de unos árboles, aparcó e hizo descender a Olga del coche.
Olga le miraba con ojos implorantes y asustados. Era pronto, la
diversión iba a continuar un buen rato más. Jorge recuperó la gorra, que se
caló con gesto satisfecho. Endureció la expresión de nuevo. Obligó a Olga a
meterse en el maletero. Tuvo que ayudarla a entrar ahí. Ella resoplaba e
intentó decirle algo, pero él la ignoró. Se había acabado la conversación
entre los dos. Quería que ella supiese de lo que él era capaz si se veía
amenazado. Quería darle una lección que no olvidase nunca.
Se montó de nuevo al volante y puso rumbo hacia el valle de Iruelas.
Tenía una casa de campo ahí. Estaba apartada y no había nadie en ella ese
verano. Había estado a punto de venderla unos meses atrás, pero ahora se
alegraba de haberla conservado.
45. Perro come perro

Ya era de noche cuando Jorge llegó a su finca, situada cerca de El Tiemblo.


Tuvo que bajarse del coche para abrir la cancela, iluminada por los faros del
auto. Los búhos ululaban y las chicharras cantaban. Había luna llena. Su luz
lechosa permitía distinguir, entre las sombras, el perfil de su casa al final del
camino de tierra por el que condujo con una agradable familiaridad.
Aparcó a la entrada de la casa, sin meter el coche en el garaje. Bajó del
auto y abrió el maletero un momento para comprobar cómo se encontraba
Olga. Ella le miró. Parecía bastante aturdida. Estaba hecha un ovillo. Jorge
comprobó las ataduras de muñecas y tobillos, que se mantenían firmes. Ella
le dirigió una mirada de súplica. Parecía que estaba empezando a
comprender lo que podía pasarle si le enfadaba. Quería que le quedase esa
lección grabada a fuego. Todavía no había terminado con ella.
Cerró el maletero, ignorando el bufido de protesta de Olga, y se dirigió
hacia la maceta con el cactus debajo de la que tenía escondido un juego de
llaves de la casa. Guardaba una lata de gasolina en el cuarto de las
herramientas, al fondo del jardín en la parte trasera de la propiedad.
Esperaba que a Olga no le diese un infarto cuando le viese aparecer con la
lata. La idea era darle el susto de su vida, no matarla del susto.
Algo crujió bajo su zapato izquierdo. Eran cristales rotos. Se puso en
tensión automáticamente, mirando a un lado y otro. Alzó la vista hacia la
segunda planta de su casa. Vio el reflejo quebrado de la luna sobre los
restos afilados y cortantes del cristal de una de las ventanas. Las de abajo
estaban protegidas por rejas, imaginó que por eso seguían enteras. Aguzó el
oído, intentando discernir algún ruido sospechoso en el coro nocturno de
aves e insectos. No escuchó nada raro, la casa seguía a oscuras y en
aparente calma. Inspeccionó el perímetro exterior de la edificación. No vio
nada sospechoso.
Regresó al coche y abrió el maletero otra vez. Olga le miró con
expresión de pánico cuando vio que agarraba el gato y lo blandía con gesto
decidido. Jorge la ignoró. Su pequeña comedia podía esperar. Después de
cerrar el maletero, se acercó a la entrada y abrió la puerta. El cerrojo estaba
descorrido. Se movió con la máxima cautela en la oscuridad que le recibió,
pendiente de cualquier signo que delatase una presencia indeseada en el
lugar. Asía fuerte el gato. Encendió la luz.
Lo primero que vio fue que le habían desvalijado la casa. Lo segundo
fue el cañón de un fusil de asalto que le apuntaba a la cabeza a un escaso
metro de donde se encontraba. Un gigante calvo y barbudo vestido con ropa
de camuflaje empuñaba el fusil. Le asustó más su mirada de loco
sanguinario que el arma con el que le apuntaba:
—Ponte de rodillas —dijo el gigante, con un acento muy marcado que
le sonó al Este de Europa—. Deja el gato en el suelo y empújalo lejos. No
hagas ninguna tontería.
Jorge obedeció. Había oído hablar de bandas de mafiosos albano-
kosovares que operaban por la zona y que eran extremadamente violentos.
En mala hora se le había ocurrido darse aquel paseo nocturno. La culpa era
de Olga. Si en vez de querer jugársela se hubiera portado decentemente con
él… Debía conservar la calma. Si se mostraba sereno y conciliador, quizás
pudiesen salir bien librados todos.
—¿Dónde guardas los objetos de valor? —preguntó el barbudo—. Las
joyas, el dinero…
—Esto es una casa de recreo —dijo Jorge—. Aquí no guardo nada de
valor.
El barbudo puso un gesto de incredulidad. Apuntó con el fusil junto a
la cabeza de Jorge y disparó una ráfaga.
Jorge se echó al suelo aterrado, aturdido por el estruendo de los
disparos. Estaba ileso. Al levantar la mirada se encontró otra vez con el
cañón del fusil:
—Última oportunidad —dijo su verdugo, que ahora le miraba con una
extraña calma que le asustó todavía más que cuando parecía desquiciado—.
La próxima ración de balas es para ti como me vuelvas a tomar por idiota.
—Mira abajo, en la bodega —dijo Jorge, aterrado—. Tengo varias
botellas que valen una fortuna.
—¿A qué llamas una fortuna?
—Un Vega Sicilia de diez mil euros, por ejemplo.
El barbudo le hizo una seña para que se levantase.
—Enséñame esas botellas.
Le dio un fuerte empellón con el cañón del fusil para que se
apresurara. Jorge tragó saliva y fue hacia las escaleras que conducían al
sótano, donde estaba la bodega. Encendió la luz y se dirigió a la estantería
donde guardaba el Vega Sicilia y otras joyas. Agarró la botella por el cuello,
con cuidado, como si en lugar de vino contuviera dinamita. Cruzó fugaz por
su cabeza una imagen heroica en la que él se giraba sobre sus talones con
un movimiento veloz y preciso digno de Nuréyev y le estampaba el Vega
Sicilia en el cráneo rapado a aquella mala bestia.
—No estarás pensando en hacerte el héroe, ¿verdad? Pareces más listo
que eso, alguien que no quiere acabar enterrado en un hoyo en mitad del
bosque.
El barbudo le estaba hablando con una voz grave y cavernosa. Tenía la
boca pegada a su oreja. Su aliento ardía y apestaba a cebolla y ajo.
—Llévate todo lo que quieras —dijo Jorge—. En este estante tienes
una fortuna.
—Dame la botella.
Jorge volvió a imaginarse el cráneo de aquel desgraciado reventado
por un botellazo, pero antes de que se diera cuenta el barbudo ya le había
arrebatado la botella de las manos. Vio que la miraba con ojos codiciosos.
—¿Cómo puede valer esto diez mil euros?
—Es el fruto de tierras milenarias y de un arte perfeccionado durante
siglos.
—Cierra el pico.
El barbudo le asestó un brutal golpe con la culata del fusil. Jorge sintió
una descarga de alto voltaje que le deslumbró y luego todo quedó a oscuras.
46. En la oscuridad

Olga oyó los disparos. Fue como si le diesen unos martillazos en la cabeza.
Sentía un fuerte dolor en la sien izquierda y en lo alto del cráneo. Tenía los
miembros entumecidos y doloridos. Encerrada en el maletero de su coche,
atada de manos y pies y con la cinta adhesiva desollándole la boca, no
necesitaba escuchar aquellos fuegos artificiales para asustarse más. Ya
estaba completamente aterrada. Jamás hubiese creído a Jorge capaz de
aquella violencia. Había estado ciega con él y se le acababa de caer la venda
de los ojos de la peor manera posible y cuando ya era tarde.
Jorge había matado a Sara. Y ella le había servido de coartada y había
sido cómplice de su crimen sin saberlo. Siempre había pensado que era
Héctor el que podía haber tenido algo que ver con la muerte de Sara. Qué
estúpida. Ahora lo entendía todo. Jorge los había descubierto. Héctor tenía
razón: era Jorge quien le había atacado la noche que murió Sara, en
venganza por ponerle los cuernos. Le debió seguir y sabía que Sara estaba
en la playa. Sara le gustaba y, sin duda, le rechazó. Fue entonces cuando
Jorge le descubrió su verdadero rostro. Sara no murió ahogada. Jorge la
mató y ahora pensaba hacer lo mismo con ella. Suponía que también era él
quien había matado a Héctor, que, seguramente, había acabado
descubriendo la verdad y, con lo bocazas que era, no habría tardado un
minuto en decírselo a Jorge, firmando así su sentencia de muerte.
Olga se revolvió, intentando liberarse de sus ataduras, pero le fallaban
las fuerzas. Le cayeron lágrimas silenciosas de impotencia y rabia por las
mejillas. Había pecado de soberbia y de imprudente, y, sin querer, había
abierto la caja de Pandora. Si ella no hubiese querido sacar tajada agitando
el fantasma de Sara entre ellos, Héctor seguiría vivo y ella no se encontraría
dentro de aquel maletero en plena cuenta atrás esperando el golpe mortal de
su verdugo.
Pensaba que Jorge iba a aparecer rápido, pero el tiempo pasaba y él no
daba señales de vida. Debía formar parte de su plan. No le bastaba con
matarla, quería torturarla psicológicamente antes para hacerle sentir todo su
poder. Era su venganza por las humillaciones del pasado, en el que él había
sido poco menos que un pelele en sus manos.
Olga se relajó y dejó de pelear inútilmente con sus ataduras. No
pensaba darle a Jorge el gusto de que la viese derrotada. Ella se podía haber
equivocado en muchas cosas, pero no tenía un fondo malo como Jorge.
Plantaría cara a su verdugo y moriría con dignidad.
La espera se demoró tanto que Olga acabó durmiéndose, extenuada
como estaba y abotargada por el aire pesado que se respiraba dentro del
maletero del coche. Se despertó sobresaltada al notar una repentina claridad
y una caricia vivificante de aire fresco sobre la mejilla. Tardó unos
segundos en comprender dónde estaba. Sus ojos observaron a aquellos dos
extraños. Uno de ellos, fuerte y con barba, llevaba puesta la gorra de Jorge,
del que no había más rastro. Acompañaba al de la barba un hombre moreno,
también musculoso y con una cicatriz en el mentón. Los dos la miraban
como unos piratas a un tesoro recién desenterrado. Los oyó hablar en una
lengua extraña mientras le llegaba un fuerte tufo a alcohol.
Así que Jorge, finalmente, había delegado el trabajo sucio en aquellos
sicarios. Miserable cobarde. Si por una casualidad escapaba con vida de
aquello, iba a hacer que Jorge pagara por sus crímenes y maldijera el día en
el que se habían cruzado sus caminos.
—¿Tú quién eres? —dijo el hombre de la barba.
Le arrancó sin miramientos la cinta de la boca para que pudiera hablar.
Ella sintió una quemazón en los labios que le hizo ver las estrellas y soltó
un grito ahogado antes de decir con voz trémula:
—Me llamo Tamara Cuervo, soy una agente literaria.
Olga pensó que le habían preguntado quién era para confirmar su
identidad, la que les habría facilitado Jorge para que llevasen a cabo su
criminal encargo. Si ellos la creían y pensaban que era otra persona, igual
podía convencerlos para que la dejaran marchar.
—¿Y qué haces ahí dentro del maletero?
—Un loco me ha secuestrado. Este es mi coche. Ayudadme a salir de
aquí.
Los dos hombres se miraron, el gesto impenetrable.
—Tenemos que discutirlo —dijo el hombre de la barba y la gorra, que
debía ser el único que hablaba español.
Olga se preguntó si realmente eran unos esbirros enviados por Jorge
para acabar con ella o si habían aparecido sin tener invitación en esta fiesta.
En tal caso, ¿dónde estaba Jorge? Igual le habían matado aquellos cafres.
Bien merecido que se lo tenía.
—Mi marido tiene mucho dinero —dijo Olga—. Os puede
recompensar.
Los dos hombres la miraron con gesto de sorpresa. Volvieron a hablar
entre ellos. El hombre de la cicatriz sacó un móvil y se lo tendió a su
compañero, que clavó sus ojos, con una fijeza que asustaba, en ella:
—Dime el número de tu marido.
—No me lo sé. Lo tengo metido en la agenda de mi teléfono.
—¿Tienes tu móvil aquí?
—No. El loco que me atacó lo tiró por la boca de una alcantarilla.
El calvo la miró impertérrito. Comentó algo con su compañero, que
soltó una risotada siniestra que le pareció de muy mal agüero a Olga:
—Te vamos a tirar por una alcantarilla también, a ver si encuentras el
teléfono.
Y sin decir más, el calvo de la barba cerró el maletero y volvió a
dejarla sumida en la oscuridad y la impotencia. Por lo menos, no le habían
puesto otra vez una mordaza.
—¡Sacadme de aquí, por favor!
Oyó cómo se reían a carcajadas.
Decidió no malgastar el aire de sus pulmones. Seguramente se habían
estado riendo de ella desde el principio. Claro que eran unos sicarios
contratados por Jorge para asesinarla. No parecían muy profesionales, daba
la impresión de que estaban más borrachos que serenos. Debía ser su
manera de acallar sus escrúpulos y de liberar a la bestia sanguinaria que
llevaban dentro.
Pasaron unos minutos en los que solo escuchaba a los pájaros y las
chicharras. Hacía un calor moderado dentro del maletero. Se notaba que
aquella era una zona más fresca que la capital. De haber estado ahí,
seguramente se habría achicharrado dentro del maletero.
Las voces de aquellos dos locos volvieron a sonar en un idioma que le
parecía ruso o de algún país de los Balcanes. Se acercaban y sonaban
decididas. Se preparó para lo peor.
Sonaron las puertas de su coche y de otro vehículo. Escuchó el
arranque de los motores y luego sintió el movimiento del coche. Se
balanceó como una peonza dentro del maletero. Apenas llevaban un par de
minutos avanzando cuando escuchó las sirenas de la policía, que sonaban
muy cerca. Hubo un acelerón y ella rodó dentro del maletero, aterrada.
Entonces sonaron los disparos. Fue un segundo antes de que el coche se
volteara y de que el maletero, por el golpe, se abriera y ella saliera
despedida. Se golpeó en un costado contra unos matorrales y salió rodando
unos metros sobre un mullido manto de vegetación. Sentía un dolor agudo
en el pecho al respirar. Se había roto una costilla seguramente. Intentó
levantarse para huir del follón, pero seguía con los tobillos y las manos
aprisionadas. Sintió movimiento a su espalda. Se volteó, temiendo
encontrarse, indefensa e impotente, con uno de sus captores.
—Tranquila. Estás a salvo.
Era ese inspector guapo que había estado en su casa preguntándole por
Héctor. Sintió una sensación intensa de alivio y un segundo después se
desvaneció, completamente agotada.
47. La caza

Lucas le pisó a gusto al acelerador de camino a la finca que poseía Jorge


Rovira cerca de El Tiemblo. El tiempo que ganaron por ir rápido lo
perdieron buscando la dichosa finca. Tuvieron que prescindir de las
indicaciones del GPS cuando este se empecinó en que se despeñaran por un
barranco que tenía varios metros de caída. Por lo menos, el paisaje era
verde y la temperatura, agradable, como si el sol que se paseaba por
aquellos parajes fuese el pariente pobre del que incendiaba la capital a esa
misma hora.
—¿Hemos pasado ya por este pinar? —preguntó Lucas.
—Creo que sí.
Iban por caminos de tierra desde hacía un rato. Justo cuando se
desviaban para regresar a la carretera principal oyeron el ruido de motores
que se acercaban por el lado contrario. El camino era estrecho. Se
apartaron, abriendo hueco, y Lucas detuvo el coche.
—Vamos a preguntar —dijo Lidia—. Debe ser gente de la zona.
Se bajó del vehículo y dio el alto a la furgoneta negra que ya asomaba
el morro tras la primera curva, a treinta metros de donde se encontraba. Era
una distancia suficiente para que la viesen con tiempo y pudiesen frenar con
seguridad. Pero en vez de frenar, aceleraron y si no llega a saltar con unos
reflejos felinos se la habrían llevado por delante. Antes de que pudiese
maldecir al conductor de la furgoneta, un BMW rojo pasó a toda velocidad
siguiendo la estela de la furgoneta. Era del mismo color y modelo que el
coche de Olga Corredera.
Lucas no esperó a que ella se subiera para arrancar y dar la vuelta con
el coche patrulla. Lidia aterrizó de un salto en el asiento del copiloto y,
pistola en mano, le dijo a Lucas que acelerase.
—Ese es el coche de Olga Corredera.
—¿Era ella la que iba al volante?
—No, salvo que le haya crecido una barba de un palmo en un día.
Pusieron la sirena e iniciaron la persecución mientras pedían refuerzos
por radio. Lucas parecía Fernando Alonso al volante. Enseguida vieron al
BMW y a la furgoneta levantando una polvareda delante de ellos. Siguieron
recortando la distancia, hasta situarse apenas a dos metros de los vehículos
a la fuga. De pronto el barbudo que conducía el BMW les mostró el cañón
de una escopeta y les disparó al quedar casi enfrentados en la siguiente
curva. Reventó la ventanilla trasera del coche y casi sus tímpanos por el
estruendo de los disparos y de los cristales rotos.
Lidia sintió un estallido de ira quemándole en las venas. Al mismo
tiempo, fue como si ese instante se congelara en su cabeza y todo sucediera
a cámara lenta. Notaba el ritmo frenético de su corazón bailando claqué en
su pecho, pero su pulso era firme y su vista distinguía con una claridad casi
cegadora a su presa. Sacó el brazo por la ventanilla, calculó la trayectoria y
el giro del BMW en la siguiente curva anticipando el momento en el que,
desde su posición, se le iba a ofrecer el blanco, apuntó y disparó. Vio cómo
el conductor del BMW, con su larga barba y su gorra, se retorcía al volante.
Perdió el control del coche, que recorrió todavía un trecho antes de salirse
del camino y volcar.
—Le has dado de lleno —dijo Lucas exultante.
Lidia volvió a disparar, esta vez sobre la furgoneta. Le reventó un
neumático. La furgoneta dio un brinco como si fuera un caballo herido y
rodó dando varias vueltas de campana antes de estrellarse contra unos
árboles. Vieron cómo su conductor salía despedido del vehículo y quedaba
caído inmóvil al pie de un árbol tras golpearse de lleno contra su tronco.
Lucas frenó y dio marcha atrás para colocarse a la altura del BMW.
Antes de que pudiera decir nada, Lidia ya había saltado del coche y corría
hacia el hombre de la gorra, que se arrastraba penosamente por el suelo en
busca de su fusil de asalto. Ya casi estaba a punto de agarrarlo cuando Lidia
le encañonó con la pistola:
—Estoy deseando volarte la tapa de los sesos —dijo Lidia—. Dame la
excusa.
El hombre de la gorra la miró con odio, pero desistió en su esfuerzo.
Lidia le puso los grilletes con las manos a la espalda. Al apretar le arrancó
un grito de dolor. Tenía el brazo ensangrentado. Era visible el orificio por el
que le había entrado la bala que ella le había disparado.
Lucas llegó con el gesto descompuesto, empuñando su pistola, pero se
tranquilizó al verla.
—¿Estás bien? —preguntó Lucas— He oído el grito y pensaba que
eras tú.
—Estoy bien, no te preocupes. ¿Y tú?
—Casi nos vuela la cabeza este capullo. Me siento como si hubiese
vuelto a nacer.
Lidia asintió. Notaba cómo un negro vértigo se abría paso dentro de
ella, apretándole en la boca del estómago. Al reincorporarse tras su baja por
depresión, el comisario Castillo le había ofrecido limitarse a tareas de
oficina, pero ella había insistido en volver a la calle. Otros podían ser
felices viviendo sin sobresaltos, ella parecía enganchada a aquellos chutes
de adrenalina, que le recordaban que estaba viva. Y, sin embargo, en
momentos como aquel le asaltaba la duda de si jugarse la piel de aquella
manera era algo que merecía la pena. Tampoco buscaba medallas, solo
quería poner su parte para que el mundo fuese un lugar mejor.
—Mira a quién he encontrado —dijo Lucas.
Lidia miró hacia donde señalaba su compañero y vio a Olga Corredera
caída a un lado del camino, pálida e inmóvil.
—¿Está muerta? —preguntó Lidia.
—No. Se ha desmayado. Tiene el pulso débil, pero constante.
—¿Y Jorge Rovira?
—Ni idea.
Lidia se volvió hacia el hombre de la gorra:
—¿Dónde está Rovira?
El hombre, tumbado boca abajo en el suelo e inmovilizado por la
rodilla de Lidia sobre su espalda, dijo algo en un idioma que no
entendieron.
Lidia le apretó el brazo, donde tenía la herida abierta por el balazo. El
hombre gritó otra vez por el dolor.
—Dinos dónde está Rovira si no quieres morir desangrado —dijo
Lidia, en un tono decidido que asustaba.
—No sé quién es Rovira —dijo el hombre, la mirada vidriosa y el
gesto contraído por el dolor.
—Vaya. Sabes hablar en nuestro idioma. Empezamos a entendernos.
—Tienen que llevarnos al hospital. A mi socio y a mí. Es un delito no
hacerlo.
—Primero dime dónde está Rovira.
—No sé quién es, ya se lo he dicho.
Lidia apretó otra vez la herida en el brazo del hombre, que soltó un
nuevo alarido, pero quien habló fue otra persona:
—Jorge me golpeó salvajemente y me trajo aquí a la fuerza.
Lidia se volvió hacia Olga Corredera, que debía haberse despertado
con los gritos y se acercaba hacia ellos, el paso tambaleante y con la mano
apretando fuerte en el costado. Acababa de lanzar una grave acusación que
era compatible con el rastro de sangre fresca que habían encontrado en las
escaleras de su casa.
—¿Jorge Rovira la ha secuestrado? —preguntó Lidia.
—Sí. Me dejó encerrada dentro del maletero de mi coche hasta que
han aparecido ellos.
—Ya veo. —Lidia miró al hombre de la gorra que, tras un breve
forcejeo, había comprendido que lo mejor para él era permanecer tranquilo
—. ¿Os contrató Jorge Rovira para que matarais a esta mujer?
—No sé de dónde ha salido esa loca —gruñó el hombre—. Es la
primera vez que la veo.
—¿Dónde está Rovira? —preguntó Lucas a Olga. Se había acercado a
ella y la sujetaba con cuidado. Ella casi no se tenía en pie.
—Debe estar en su casa riéndose de mí todavía —contestó Olga
Corredera—. Él fue quien asesinó a Sara Cuéllar.
Lucas y Lidia se miraron sorprendidos.
—¿Eso se lo ha dicho él o lo supone usted? —preguntó Lidia.
—Sí, Jorge me lo ha confesado. Quería que supiera la clase de
monstruo que es antes de deshacerse de mí. Jorge mató a Sara porque ella le
rechazó. Los padres de Sara tenían razón, pero nadie los creyó.
—Sabemos que usted quiso chantajear a Héctor Salmón —dijo Lidia
en un tono de recriminación que evidenciaba su hartazgo—. ¿Por qué
piensa que vamos a creerla? ¿Qué ha pasado con Jorge Rovira? ¿Ha querido
chantajearle también?
Olga Corredera los miró, con sorpresa primero, y luego con
resignación.
—Pensaba que Héctor tenía algo que ver con la muerte de Sara
—reconoció—. Es verdad que intenté aprovecharme de él para que me
diera algo de dinero. Me lo debía, yo me porté muy bien con Héctor
siempre que me lo pidió y el muy cabrón ni me cogía el teléfono. Pero era
un juego, no tenía intención de que le pasara nada malo. Mi error fue el
suyo también: confiábamos en Jorge, pero Héctor descubrió lo que le hizo a
Sara y por eso Jorge le ha matado también. Al menos, eso es lo que me ha
dicho.
—Pero usted sostuvo, entonces y también anteayer cuando la
interrogamos, que pasó con Jorge Rovira la noche en la que Sara Cuéllar
murió —le recordó Lidia.
—Mentí para proteger a Jorge. Creía que él no había tenido nada que
ver con lo de Sara. He sido una estúpida.
—Si usted no estaba con Jorge, ¿dónde se encontraba esa noche?
—Estuve con Héctor. Nos veíamos a espaldas de Jorge. Pensábamos
que él no lo sabía. Tienen que creerme, les estoy diciendo la verdad. Jorge
es un asesino. Actúa con total premeditación y frialdad. Si no llegan a
aparecer ustedes, ahora estaría en el fondo del embalse con una piedra atada
al cuello. Es lo que pensaban hacer conmigo estos dos bestias. Ustedes me
han salvado la vida y les estaré eternamente agradecida.
—Qué mujer más charlatana —graznó el hombre de la gorra con su
fuerte acento balcánico—. Teníamos que haberte cortado la lengua. Me
estoy desangrando, si me muero no podré colaborar para aclarar todo esto.
—¿Quién os ha contratado para hacer este trabajo? —le preguntó
Lucas—. ¿O prefieres que sigamos aquí contándonos nuestras vidas?
—El amigo de ella —dijo el de la barba—. Quería que la matásemos.
Pero nosotros íbamos a liberarla, después de sacarle algo de dinero.
—¿Y dónde está su amigo ahora? —preguntó Lidia.
—Sigue en la casa. Nos dijo que fingiéramos un atraco, para alejar las
sospechas de él. Le hemos dejado ahí atado a una columna. Después de
matar a la señora, debíamos avisar a la policía de forma anónima para que
le rescataran.
—Pues eso es lo que vamos a hacer ahora.
Antes de marcharse, ayudaron al compañero del barbudo, que se había
incorporado a medias apoyándose en el tronco del árbol contra el que se
había chocado al volcar la furgoneta que conducía. Tenía la mirada perdida
y no parecía percatarse de nada de lo que sucedía a su alrededor. Lidia le
puso los grilletes con cuidado y sin que él se resistiera. Le condujo hasta el
coche patrulla.
—Ocúpate de la herida de su cabeza, yo me ocupo de él —dijo Lidia
señalando al hombre de la gorra.
Llevaban un botiquín de primeros auxilios en el coche. Lidia le hizo un
torniquete para cortar la hemorragia y desinfectó la herida antes de
vendarla. El hombre reprimió un grito, retorciéndose de dolor.
—Gracias —dijo cuando estuvo en condiciones de articular palabra
nuevamente—. Siento los disparos de antes. Solo quería asustarlos para que
nos dejaran en paz. Si hubiese querido matarlos, no estarían aquí ahora.
—Eso cuéntaselo al juez —dijo Lidia—. Igual os dan una medalla al
civismo por ser tan considerados.
—¿Es sangre o vino lo que te sale de ese agujero? —preguntó Lucas
—. Vaya tufo.
Ya habían visto cómo había quedado el terreno junto a la furgoneta
volcada, erizado de vidrios rotos y oscurecido por aquel inesperado río de
vino que lo había regado.
—Hemos cobrado en especias.
—Ya veo.
Lidia y Lucas tuvieron que limpiar los cristales de la ventanilla caídos
sobre los asientos del coche patrulla antes de colocar ahí a los detenidos.
—Cuanto antes lleguemos a la casa, antes vendrá la ayuda médica
—dijo Lidia.
El hombre de la gorra les indicó el camino. A su lado iba su socio con
expresión zombi. Olga Corredera ocupaba el asiento de la otra ventanilla.
Tenía peor cara incluso que sus dos acompañantes, según debía estar
creciendo en ella la conciencia de que, por mucho que hubiese logrado
salvar el cuello, su futuro no pintaba mucho mejor que el de sus siniestros
acompañantes.
Cuando llegaron a la casa y aparcaron ante la puerta, el de la gorra les
explicó:
—Hay una bodega en el sótano. Ahí está Rovira.
Lidia se volvió hacia Lucas.
—Quédate aquí vigilando. Si veo cualquier cosa rara, dispararé al aire
para que me oigas.
—Sería mejor esperar a que lleguen los refuerzos.
—Si Rovira sigue vivo, puede que necesite ayuda urgente.
—Como quieras. Ten cuidado, Lidia.
—Lo tendré, no te preocupes.
48. Matar es fácil

Jorge recuperó la conciencia y sintió un hondo terror al comprender lo


desesperado de su situación. Estaba atado con una gruesa cuerda a la base
de una columna en la bodega del sótano. Sentía el frío y duro suelo bajo el
trasero y el mordisco de la cuerda sobre la piel. Por lo menos su captor
había tenido el detalle de no amordazarle, aunque ¿quién iba a escucharle si
gritaba? La luz estaba encendida, pero no tenía manera de saber si seguía
siendo de noche o si ya era de día. Lo que sí podía ver era que aquel
malnacido le había robado todas las botellas de vino que guardaba allí.
Tampoco era una tragedia. Había mentido sobre su valor. En total, debía
rondar los tres mil euros, muy lejos de lo que le había dicho a aquel animal.
Escuchó voces en el piso de arriba. Ya imaginaba que el cabrón de la
barba no actuaba solo. ¿O eran otras personas quienes estaban ahí? ¿Podían
ser guardias civiles? Igual habían visto el coche fuera y les había extrañado.
Decidió salir de dudas. Gritó con todas sus fuerzas pidiendo ayuda. Las
voces de arriba pararon un momento. Luego escuchó cómo estallaban en
ruidosas carcajadas. Tenso, esperó a que alguien bajara, pero nadie se tomó
la molestia de ir a ver cómo estaba, aunque solo fuese para decirle que se
callara. De sobra sabían que no iba a moverse de donde estaba. ¿Qué
pensaban hacer esos criminales con él? ¿Dejar que se pudriese allí hasta que
se muriera? ¿Llevarle con ellos y pedir un rescate?
Forcejeó para librarse de la cuerda que lo tenía amarrado a la columna.
Lo intentó una y otra vez con todas sus fuerzas, pero no logró aflojar un
milímetro la cuerda, que estaba asegurada con nudos expertos. Acabó
desistiendo. Se le saltaron lágrimas de rabia y de impotencia mientras las
voces y las risas seguían en el piso de arriba. Debían estar
emborrachándose. Ojalá reventaran. Pero eso no le convenía. Nadie sabía
dónde estaba. Si le dejaban ahí tirado, podían pasar semanas antes de que a
nadie se le ocurriese buscarle allí. Le habían robado el móvil también, para
cuando rastrearan la señal a saber en dónde andarían aquellos orangutanes.
Respecto a Olga, mucho se temía que su suerte iba a ser pareja a la de él, si
es que no la habían descubierto y la habían matado ya.
A ratos, mientras el tiempo avanzaba y disminuían sus esperanzas de
salir con bien de aquel envite, se sintió poseído por una extraña euforia. Se
veía hablando con sus captores y convenciéndolos de que podía llenar sus
bolsillos como nunca habían soñado si le dejaban vivo. Luego oía sus risas
desbocadas y volvía el desánimo, cada vez mayor. Hasta que dejaron de
oírse las risas. El silencio que se hizo le pareció cargado de negros
presagios. Le dolía la cabeza y tenía mucha sed. Volvió a gritar para llamar
la atención de sus carceleros, pero esta vez no hubo risotadas ni recibió
respuesta alguna.
Pasaron horas, al menos eso le pareció. Imaginaba que ya sería de día.
Ahora también le dolía el estómago del hambre que tenía. Le iban a dejar
morir así. Y todo ¿por qué? Si Olga, en su infinita estupidez, no hubiese
querido chantajearle con lo de Sara. Si no hubiese removido aquella historia
de un pasado que estaba bien enterrado, él no se habría visto empujado a
ponerla en su sitio.
Ignoraba cómo, después de tantos años, Héctor y Olga habían
descubierto que él había matado a Sara. ¿Qué pruebas podían tener? Todo
había ocurrido muy rápido. Esa noche él iba detrás de Héctor, quería darle
una paliza por haberle metido los cuernos. Se había tapado la cara para que
él no le reconociera, por si se le iba la mano y aquello tenía consecuencias
peligrosas para él. Pero Héctor había estado hábil y se había escapado sin
apenas un rasguño. Unos momentos antes, Jorge le había visto en la playa
con Sara. Se sentía muy frustrado, pero pensó que la noche podía arreglarse.
Fue al encuentro de Sara. Ella continuaba sentada en la orilla, que
empezaba a recibir lengüetazos enrabietados de un mar en creciente
agitación. Sara miraba hacia la sombra de la que emergían las espumosas
olas que morían a sus pies. Parecía como si estuviese hechizada. Por un
momento Jorge pensó que Sara iba a levantarse y caminar hacia esa
oscuridad hasta perderse en ella. Se acercó para quitarle esa idea de la
cabeza, pero cuando Sara le miró y Jorge vio cómo el miedo transfiguraba
su expresión al verle, como si él fuese un perro rabioso en lugar de un
amigo, sintió una humillación como jamás había experimentado.
Cómo podía ser tan falsa. Decía que era lesbiana, pero bien que le
había estado haciendo ojitos y ahora solo tenía muecas de asco y de
rechazo. Pero él no era el calzonazos que Sara y los demás pensaban.
Además, por mucho que ella dijese que no, lo estaba deseando. Se lanzó
sobre Sara, que se resistió y logró zafarse, huyendo en dirección al mar.
Corrió gritando entre las agitadas olas y él fue tras ella. La atrapó y metió
su cabeza bajo el agua para que se callara. Temía que alguien pudiese
oírlos. Sara luchó con todas sus fuerzas para librarse de su abrazo mortal, se
debatía como un pez atrapado en el anzuelo. Hasta que se quedó quieta.
Jorge miró hacia la playa y vio unas sombras que se movían. Podía ser
gente o una proyección de su miedo.
Era buen nadador. Decidió arrastrar el cuerpo de Sara hacia zonas más
profundas, donde corrientes subterráneas pudiesen arrastrarlo lejos como así
ocurrió.
El día siguiente lo pasó en vilo, hasta que apareció el cadáver de Sara.
Le pidió a Olga que dijese que había estado con él la noche anterior y ella
se prestó de buen grado, porque eso también le servía a ella para no delatar
su relación con Héctor, que fue con quien estuvo. Héctor mintió también
para no perjudicar a Olga y dijo que pasó la noche con su hermano.
Ninguno sospechó de él entonces. Debían considerarle tan tonto como
inofensivo. Él se guardó de sacarlos de su error.
Quizás alguien tomó una foto o grabó con una videocámara lo
sucedido, alguien a quien le pasó inadvertido el drama que se había
desarrollado delante del objetivo de su cámara. Aquella noche había luna
llena y suficiente luz. Pudieron ver su lucha con Sara y no distinguirla del
resto de sombras entre los destellos de la luna sobre el mar. Hasta que
Héctor o alguien que sabía lo que buscaba tropezó con esas imágenes y
cotejó las fechas.
Jorge podía imaginarse muchas películas, pero lo cierto era que desde
el momento en el que Héctor, después de años sin dar noticias, le había
llamado para contarle el chantaje que supuestamente le querían hacer y lo
de que los padres de Sara le acusaban a él de su muerte, había comprendido
que todo lo que había construido aquellos años estaba en peligro. No quería
ni pensar en el drama si su mujer y sus dos hijos, a los que quería más que a
nada en el mundo, llegaban a sospechar que él era un asesino. Sería su ruina
y la de las personas a las que amaba, no podía permitir que eso ocurriese.
Solo ahora que estaba atado e indefenso, esperando una muerte que iba
a ser precedida de una agonía horriblemente lenta y cruel, sintió
remordimientos por haber matado a Sara. Él había llorado su muerte con
sus amigos y familiares, fingiendo el luto de todos, pero solo porque temía
ser descubierto y que le arruinasen la vida. Una vida tan llena de futuro
como la que él le había robado a Sara. Eso tampoco lo pensó entonces. Al
contrario, echaba la culpa a Sara por lo ocurrido. Ella había tonteado con él
cuando le creía inofensivo para luego rechazarle como a un perro sarnoso.
Tuvo lo que se merecía. Le había dado la oportunidad de callarse, pero ella
había seguido gritando, haciéndole sentirse como un monstruo de la manera
más injusta… Ese alivio que había sentido cuando había logrado callarla era
lo que más desazón le causaba ahora. Jorge podía desgañitarse gritando
todo lo que quisiera, nadie iba a oírle, y si aparecían sus carceleros, sería
para hacerle callar, como él en su momento había hecho callar a Sara para
siempre.
Un repentino ruido de motores sacudió el silencio que lo envolvía todo
como una mortaja. Se puso en alerta, esperanzado por un momento, hasta
que comprendió lo que pasaba. Eran sus carceleros, que se marchaban. Ni
siquiera habían tenido el detalle de bajar a verle para despedirse, aunque
solo fuese para darle el tiro de gracia. Iba a tener peor muerte que la de un
perro.
Se preparó para lo peor. Ante la proximidad de la muerte, muchos se
vuelven hacia la religión en busca de consuelo, pero él hacía tiempo que
solo creía en lo que veía y en que la suerte te acompañase. La vida era una
lucha por la supervivencia. Si andabas listo, el éxito te sonreía, y si no,
acababas en la mierda como estaba él ahora. Se había creído más listo que
nadie e iba a pagar su arrogancia muy caro.
Volvió a escuchar el ruido de un motor. Era un coche que se acercaba.
Pensó que pasaría de largo, pero cada vez sonaba más cerca hasta que
escuchó el freno. ¿Se habrían acordado de él y volvían para acabar lo que
habían empezado?
Esperó con el corazón en un puño, sintiendo cómo la esperanza renacía
en su pecho a pesar de lo que su razón le decía.
Pasaron dos o tres minutos que se le hicieron eternos, luego escuchó
unos pasos en el piso de arriba y gritó:
—¡Aquí! ¡Estoy en la bodega! ¡Ayúdenme, por favor!
Tras unos instantes de angustiosa incertidumbre, oyó abrirse la puerta
del sótano, que estaba fuera de su ángulo de visión, y escuchó la voz de una
mujer, tensa pero tranquilizadora:
—Soy la inspectora Lidia Cruz. Ahora le ayudo, no se preocupe. Ya
está a salvo. ¿Hay alguien más aquí?
—No, que yo sepa.
Jorge vio a la inspectora, que sostenía una pistola en la mano. Era la
misma que le había interrogado en su casa la mañana del día anterior.
Entonces no le había causado una gran impresión, pero ahora le pareció un
ángel venido del cielo. Pero el peligro continuaba. Temía que el loco de la
barba y su gente volvieran y los sorprendieran.
—Dese prisa, inspectora. Por favor.
Ella le hizo caso. Tras inspeccionar rápidamente la bodega, dejó la
pistola en el suelo y comenzó a desatarle.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la inspectora.
—No sé cuánto llevo aquí. Vine para chequear la finca y limpiar la
hierba seca y los rastrojos, por el peligro de incendio. Llegué por la noche.
En cuanto abrí la puerta me asaltó un gigantón barbudo que tiene un acento
que parece balcánico o ruso. Sé que tenía un cómplice al menos. Me
golpearon y me dejaron aquí, para que muriese como un perro. Me ha
salvado la vida, inspectora. Pero tenemos que marcharnos rápido. Esos
animales pueden volver en cualquier momento.
—No se preocupe. Ya nos hemos encargado de ellos.
Jorge la miró sorprendido. Tras reflexionar un momento, preguntó:
—¿Estaban ya tras ellos? ¿Son quienes mataron a Héctor?
—No, que yo sepa.
—Pero, entonces, ¿cómo es que los han capturado? ¿Y cómo me han
localizado?
—Íbamos detrás de Olga Corredera. La conoce, ¿verdad?
Jorge asintió, poniendo la misma cara de piedra que cuando despedía
sin explicaciones a algún subalterno de su empresa.
—Sí, claro. ¿Ha sido ella quien los avisó?
—No. La estábamos buscando, como acabo de decirle.
—¿Dónde está Olga?
—Buena pregunta —dijo la inspectora—. Sabemos que estuvo con
usted ayer y que luego vinieron aquí. Lo sabemos por el móvil de usted,
porque Olga Corredera salió de su casa sin su teléfono.
Al parecer, no habían localizado a Olga. Con un poco de suerte, los
animales que le habían asaltado podían haberla silenciado para siempre.
Todavía podía salir bien librado de aquel horrible lance.
—Es verdad —dijo Jorge—. Comentó que se le había olvidado.
—¿Y cómo es que quedaron? Ella nos dijo que llevaban tiempo sin
verse.
—Se puso en contacto conmigo. Por lo de Héctor.
—Qué raro que usted olvidase mencionarnos ese detalle ayer cuando
le interrogamos.
—No me pareció de interés. Héctor apenas fue una excusa para que
Olga y yo nos pusiésemos al día, y para que nos diésemos cuenta de lo
mucho que nos echábamos de menos.
—¿Y por eso ella le acompañó hasta aquí?
—Quería enseñarle la finca. Ella mostró interés por conocerla. La
verdad es que quiero vender la finca y pensé que ella podría estar
interesada.
—Ya veo. —La inspectora seguía peleando con los nudos de la cuerda
para desatarle—. ¿Y no sabe dónde está la señora Corredera, entonces?
—No lo sé, pero me temo lo peor. Si han encontrado a mis asaltantes y
Olga no estaba con ellos… Salvo que esto lo haya maquinado ella. Por eso
su empeño en venir aquí.
—¿Y por qué haría una cosa semejante?
—Para sacarme dinero. Sabe que soy rico. Algo me contó Héctor de
que ella le había pedido dinero.
—Y, sin embargo, usted pensaba que ella podría estar interesada en
comprarle esta finca.
—Sí. Vi su coche y la casa que tiene, y pensé que le iba bien. Héctor
era un bocazas, hablaba sin saber. Pero puede que esta vez tuviese razón.
—Jorge miró a los ojos de Lidia como poseído por una súbita iluminación
—: Buscan a Olga porque está implicada en la muerte de Héctor, ¿verdad?
Ahora lo veo claro. Esta encerrona es una maquinación ideada por ella.
—Ya está —dijo la inspectora, ayudándole a apartar la cuerda. Luego
le miró muy seria—: El caso es que Olga Corredera cuenta una historia muy
distinta.
Jorge sintió como si le atravesara un rayo:
—¿Está viva y han podido hablar con ella, entonces? Me pareció
entender que todavía la estaban buscando.
—Entendió mal —dijo la inspectora—. La señora Corredera dice que
usted la secuestró y la trajo hasta aquí, donde cree que pensaba matarla para
luego deshacerse de su cadáver. Para eso, siempre según la versión de ella,
contrató a los dos sicarios que la tenían encerrada en el maletero de su
propio coche y que la llevaban al pantano de aquí cerca para cumplir con su
parte del trato con usted.
Jorge mantuvo la expresión imperturbable, no sin esfuerzo:
—Me sorprende oír semejante disparate, inspectora. ¿No estarán
dando el menor crédito a lo que no son sino los desvaríos de una
desequilibrada?
—Sus dos secuestradores confirman lo dicho por la señora Corredera.
—Mienten como los canallas que son.
La inspectora había recuperado su pistola antes de soltar el último
nudo de la cuerda. Ahora le apuntaba con ella, el gesto amenazante:
—Olga Corredera dice que usted mató a Sara Cuéllar y que Héctor
Salmón lo descubrió y que por eso le mató. Y que por eso quería matarla a
ella también.
Jorge negó con la cabeza, el gesto indignado.
—Si eso es así, la demandaré por difamación —dijo—. Olga me ha
tendido una trampa.
—Los padres de Sara Cuéllar dijeron la verdad, pero nadie los creyó.
Usted mató a su hija, ¿verdad?
—Menudo desvarío, inspectora. Debe ser contagioso.
—Tengo que ponerle los grilletes. Espero que no me obligue a usar la
fuerza.
Jorge la miró como si calculara sus posibilidades contra ella en una
pelea.
En ese momento escucharon las sirenas de varios coches de policía que
se aproximaban a gran velocidad.
Jorge extendió los brazos y dejó que ella le pusiese los grilletes.
—Todo esto es un malentendido.
—¿Por qué mató a esa chica?
—Yo no la maté. Olga miente. Tiene que creerme.
—Yo lo único que creo es que si usted contrató a alguien para matar a
Héctor Salmón, lo vamos a averiguar. No lo dude.
—Pierde el tiempo, inspectora. Si quiere encontrar a su asesino,
pregunte a Olga. Ella es la que está detrás de todo… ¿Puedo tomar un vaso
de agua? Tengo una sed tremenda.
—Sí. Subamos.
49. El eco de las mentiras

Lidia saludó a los compañeros que habían acudido rápido a su llamada.


Habían llegado dos coches patrulla y les dijeron que venía otro en camino.
Lucas ya había puesto en antecedentes a los otros agentes, que se hicieron
cargo de los detenidos.
Olga Corredera profirió graves insultos dirigidos a Jorge Rovira en
cuanto le vio. Lucas intervino para calmarla, pero ella se soltó de su brazo
con un movimiento enérgico y se lanzó sobre Rovira, al que propinó una
brutal bofetada que le hizo perder el equilibrio y caer al suelo, debilitado
como estaba después de las horas que había permanecido atado en la
bodega. Tuvieron que poner los grilletes a Olga Corredera, que no dejaba de
llamar a voces «asesino» al hombre caído en el suelo.
—Estás acabada —dijo Rovira, mientras Lidia le ayudaba a levantarse
—. Chantajeaste a Héctor y has intentado chantajearme también.
Contrataste a esos dos animales para que me mataran, como hiciste con el
pobre Héctor. Yo aquí soy la víctima, estos grilletes en mis muñecas son
una marca infamante de la que los hago a todos responsables y por la que
pediré la debida reparación.
—Sara solo tenía dieciocho años. —Olga le miraba con la indignación
hirviendo en su mirada—. Tenía toda la vida por delante. La mataste como
querías matarme a mí también. El que está acabado eres tú.
Lidia y Lucas dejaron que los otros agentes se llevaran a los detenidos
en sus coches. Ante la enconada resistencia de Olga Corredera a ir detenida
en el mismo vehículo que Rovira, tuvieron que cambiarla por el puesto del
hombre de la gorra y la barba.
—Devuélveme la gorra, desgraciado —dijo Rovira, colérico al verle.
El hombre se rio:
—Tranquilo, jefe.
—No me llames jefe. Yo no te conozco de nada.
—Como quiera, jefe.
Lidia y Lucas volvieron solos en el coche patrulla, pese a la ventanilla
rota y a que les ofrecieron acercarlos en otro vehículo a la Comisaría
Central.
—Si llegas a tardar un minuto más hubiese ido a buscarte —dijo
Lucas.
—Quería escuchar qué tenía que decir Rovira antes de ver a la señora
Corredera.
—¿Te ha dicho algo de interés?
—Que ella vino aquí voluntariamente con el pretexto de ver su finca
por si la quería comprar. Pero, en realidad, lo que pretendía era chantajearle.
Según él, Olga Corredera fue quien contrató a los sicarios y todo era una
trampa.
—Tiene imaginación —dijo Lucas—. Olga Corredera tiene una brecha
en la cabeza. Rovira la golpeó como nos ha dicho ella. Por eso estaba fresca
la sangre en las escaleras de su casa. Él la secuestró y la trajo aquí para
matarla, como nos han confirmado los hombres a los que contrató para que
hicieran el trabajo por él.
—Rovira mató a Sara Cuéllar. Él lo niega, como puedes imaginar.
—Sí —dijo Lucas—. Héctor Salmón lo descubrió y por eso le mató.
Rovira debió delegar la tarea en Isidro Fernández. Espero que encontremos
la conexión entre el portero y Rovira, pero tampoco es algo que me vaya a
quitar el sueño. No tenemos pruebas tampoco de que Rovira asesinó a Sara
Cuéllar, pero, por lo menos, va a pagar por el secuestro e intento de
asesinato de Olga Corredera. Ella, sin saberlo, inició un juego mortal con su
intento de chantaje a Héctor Salmón. No es ninguna santa, pero tampoco es
una asesina.
—No vamos a encontrar esa conexión entre el portero y Rovira porque
no existe.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque no creo que el portero asesinase a Héctor Salmón.
—Otra vez sales con ese estribillo. —Lucas resopló al volante—. Eres
incorregible. Aunque el tipo te hiciera una confesión plagada de faltas de
ortografía en su más puro estilo, tú seguirías sosteniendo su inocencia.
—Bueno, ya veremos. Desde luego, me quedaría más tranquila si
encontramos la conexión entre los dos. Tengo un pálpito raro. No me
gustaría que cerrásemos en falso este caso.
—¿Tanto te cuesta admitir que hemos ganado?
—No sé. Quizás es que el hombre me cae bien porque me recuerda a
Peter Lorre.
—¿A quién?
—A Peter Lorre. El actor. ¿No le conoces?
—Ni idea. ¿Qué películas ha hecho últimamente?
—Peter Lorre murió antes de que yo naciese. Antes ponían muchas de
sus películas por la tele.
—Llevo años sin ver la tele. Buscaré a ver si encuentro alguna de sus
películas por internet. Aunque si se parece al portero, no creo que me vayan
a gustar.
El sol empezaba su lento descenso desde lo alto hacia la línea del
horizonte. Avanzaban por el gris asfalto de la carretera siguiendo a los otros
coches patrullas, cuyas luces azules añadían una nota de color a un paisaje
que había dejado atrás el sonriente verde y mostraba un perfil adusto de
tierra reseca.
—Asesinaron a mi compañero —dijo Lidia de pronto—. Por eso
estuve de baja un año.
—Ya lo sé —dijo Lucas.
—¿Ah, sí?
—Sí. También sé que tú no tuviste culpa de nada.
Lidia asintió.
—Rodrigo era una persona excelente. Dejó una mujer y tres niños.
—Todos sabemos a lo que nos exponemos cuando entramos a servir en
el cuerpo.
—Siempre pensamos que eso le pasa a otros. Si no, quizás ninguno
nos prestaríamos a ponernos en la línea de tiro.
—Hoy hemos estado cerca de comernos una ración de plomo. No vale
la pena darle vueltas. A unos les gusta pasarse el día encerrados en una
oficina, nosotros somos gente de acción. Para ti y para mí, pasar una hora
en la oficina es peor que estar en la cárcel. Ya nos tocan las narices con todo
ese maldito papeleo que tenemos que hacer. Y a quienes nos lo mandan sí
que no podemos meterlos entre rejas.
—Pues si no querías papeleo, espérate a rellenar el informe por los
desperfectos en el coche.
—Eso que nos podíamos haber ahorrado si hubiese tenido mejor
puntería el psicópata ese de la gorra.
—Estaba escrito que hoy no nos librábamos de esa tortura burocrática.
Se rieron. Sonó el teléfono de Lucas en ese instante. Apartó la vista de
la carretera un segundo para mirar la pantalla del móvil e ignoró la llamada.
—Es Silvana —dijo—. Querrá saber si voy a llegar para la cena. Ya no
sé ni qué decirle.
—¿Estáis bien entre vosotros?
—¿Por qué? ¿Notaste malas vibraciones el otro día cuando nos viste?
Lidia dudó antes de contestar.
—Os vi bien.
—Claro que nos viste bien. Silvana y yo somos tal para cual.
Seguimos tan enamorados como el primer día.
—¿Eso lo piensa ella también?
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —preguntó Lucas,
intrigado.
—Me encontré ayer a Silvana en un bar por casualidad. Estaba con un
hombre.
—Sería su hermano. Ya te dije que tenía plan familiar ayer.
—No conozco a su hermano, pero seguro que no era él. Estaban
dándose el lote a gusto. Y no te creas que Silvana hizo por esconderse. Si
no me llama ella para saludarme, ni me entero.
—Muy considerado de su parte —dijo Lucas con expresión sombría.
—Lo siento.
Lucas dejó escapar un largo suspiro antes de volver a hablar:
—No hay nada que sentir. Todo está bien. De verdad.
—¿Seguro?
—Te voy a contar algo que no quiero que salga de aquí. ¿Puedo
confiar en ti?
—Sí. Dime qué pasa.
—Silvana y yo tenemos una relación poliamorosa.
—¿Qué significa eso?
—Que estamos abiertos a relaciones amorosas con terceras personas
mientras estamos juntos.
Lidia miró a su compañero con cara de asombro:
—¿Me estás diciendo que sois poligámicos?
—Si quieres llamarlo así… Nos hemos concedido total libertad en el
plano amoroso de mutuo acuerdo. Y estamos muy contentos los dos. Ya te
he dicho que somos tal para cual.
—¿Y no te molesta, entonces, que ella tenga relaciones sexuales con
otros?
—Me molestaría que no las tuviera, si es lo que quiere.
—Había oído hablar de esta clase de relaciones, pero pensaba que eran
como los unicornios, algo de lo que la gente habla, pero que no existe.
—Pues ya ves que estabas equivocada. Entiendo que la gente de tu
edad, con vuestra educación del siglo pasado, no pueda entender esta
libertad que nos damos hoy los de mi generación.
—Oye, que tampoco soy una dinosauria.
—Sí lo eres para algunas cosas. Y tú no eres la peor. Espero que esto
quede entre nosotros. No me gustaría que se enterase alguno de los
cavernícolas que tenemos entre los compañeros. Más que nada, por
ahorrarme las bromas y los comentarios de mal gusto. Ya sabes cómo es el
nivel en general de esos cenutrios.
—No te preocupes. Ya te he dicho que esto quedaba entre nosotros. La
verdad es que me quitas un peso de encima. Pensaba que te lo ibas a tomar
mal, pero tenía que contártelo. No podía dejar que Silvana te engañara de la
manera en la que pensaba que te estaba engañando.
—Te agradezco que me lo hayas contado en vez de guardártelo. Así,
entre otras cosas, hemos evitado un gran malentendido.
—Sí, porque ya te puedes imaginar la mala impresión que me causó
ver a Silvana con otro. Por eso fue ella la que me llamó para saludarme,
ahora lo entiendo.
Lucas se rio.
—Debiste pensar que tenía mucha cara.
—Y cosas peores. Me parece una cosa marciana lo vuestro, pero si así
sois felices… Me encantaría poder reaccionar con ese desapego si me
pusiesen los cuernos.
—¿Cómo reaccionarías si Raúl te pusiera los cuernos?
Lidia tensó el gesto ante esa posibilidad, que no parecía ni mucho
menos remota.
—No lo sé. Solo sé que no me gustaría verme en esa situación.
—Seguro que Raúl es consciente de a quién tiene a su lado y lo que
vales.
—Nunca se sabe.
50. Aguas turbulentas

El juez Chamorro felicitó a Lidia y Lucas después de interrogar a todos los


detenidos en la comisaría.
—Iban a matar a esa mujer y lo habéis impedido. ¿A qué vienen esas
caras largas?
—Parece improbable que podamos demostrar que Jorge Rovira asesinó
a Sara Cuéllar, salvo que él mismo confiese, lo que es más improbable
todavía —dijo Lidia.
—Le tenemos agarrado por los huevos de todos modos —replicó el
juez—. Salvo que la señora Corredera se eche para atrás en su declaración.
—¿Por qué haría algo así? —dijo Lucas—. Rovira ha intentado
asesinarla.
—Puede comprarla —dijo el juez Chamorro—: Creo lo que dice
Rovira sobre que ella intentaba chantajearle, como antes lo intentó con
Héctor Salmón. La señora Corredera atraviesa importantes dificultades
financieras, como todos sabemos.
—Dudo que ella se deje comprar por Rovira —dijo Lidia—. Ya sabe
de lo que él es capaz y lo que puede fiarse de lo que le diga. Va a colaborar
hasta el final. También por Sara Cuéllar. Ella le dio su coartada a Rovira y
alejó las sospechas de él, pensando que era inocente. Ella misma lo ha
reconocido y ha dado ya muestras de estar muy arrepentida de haber
encubierto al asesino de su amiga.
—Veremos —dijo el juez—. Tenemos que encontrar alguna prueba de
la conexión entre el portero y Rovira, si es cierto, como pensamos, que este
le encargó que matara a Héctor Salmón.
Lidia y Lucas gastaron la última hora de luz del día en la comisaría,
buscando la evidencia que demostrase el vínculo entre Isidro Fernández y
Jorge Rovira. Miraron en facturas, saldos de cuentas y listas de llamadas.
—No aparece nada —dijo Lucas, el gesto cansado.
—Vámonos a casa. Ya es suficiente por hoy. Mañana a primera hora
visitaremos a Isidro Fernández, a ver si podemos sacarle lo que buscamos.
Ya era de noche. Hacía calor todavía. Pese a que era lunes, se veía
bastante animación en las terrazas de los bares. Lidia ofreció a Lucas
acercarle a su casa, pero él rechazó su ofrecimiento con una sonrisa.
—No quiero entretenerte. Raúl debe estar esperándote en casa. Ya ni se
debe acordar de tu cara.
—Dale recuerdos a Silvana.
—Hoy no la veo. Me llamó Nadia, preocupada. No está acostumbrada
a verse involucrada en un asesinato. Me voy a pasar un rato a verla.
—Ventajas del poliamor.
—Solo soy un servidor público cumpliendo con su sufrido deber
—sonrió Lucas con el encanto de un galán de película.
Lidia condujo hacia la casa de Héctor Salmón. Antes de volver a su
hogar, quería echar un último vistazo a la escena del crimen. Seguían sin
aparecer el móvil y el ordenador de Salmón. Si quien se los había llevado
estaba buscando algo en ellos, puede que no lo hubiese encontrado y que lo
que fuese todavía estuviese en el piso del escritor, tan a la vista que nadie
había reparado en ello.
Lidia traía de la comisaría las llaves de la casa. Pasó junto a la portería,
cerrada ya a esa hora, y subió al piso de Héctor Salmón. Antes de meterse
en su casa se volvió un momento hacia la puerta de al lado. ¿Estaría la
vecina espiando por el ojo de la cerradura, alertada por el ruido del
ascensor? No había oído a la simpática anciana moverse dentro de la casa.
De lejos sonaba un televisor. Imaginó a la buena mujer pasando ahí la
velada, sin más compañía que la televisión y sus recuerdos de aquellos a los
que había amado y que ya no estaban a su lado. Lidia pensó en su madre,
que había perdido sus recuerdos. Ya le hubiese gustado que conservara la
cabeza tan bien como aquella mujer.
Quitó el precinto que habían colocado los compañeros en la puerta de
Héctor Salmón. Abrió, se puso unos guantes y entró en la casa. Fue
mirando por todas las estancias. Abrió un par de ventanas en el salón para
ventilar el aire pesado y recargado que se respiraba en el lugar. La
biblioteca parecía un gigante dormido. Miró de nuevo en los cajones del
escritorio de Héctor Salmón y en los de una pequeña cómoda junto al
mueble bar. Había allí copias y originales de las obras de Salmón. Apenas
les había prestado atención en su primera visita. No le pagaban por hacer
crítica literaria. Miró por encima varios de los ejemplares y se imaginó a
Salmón escribiendo aquello, soñando con dejar su huella en la posteridad,
sin sospechar que la ocasión de medirse con la posteridad se iba a presentar
tan pronto.
Lidia se fijó en un grueso ejemplar que se llamaba El pino de la ribera.
La encuadernación y la tipografía eran diferentes al resto, pero lo que le
llamó la atención fue quién lo firmaba. Sorprendida, tuvo que leerlo dos
veces para cerciorarse de que sus ojos no la engañaban. Abrió el ejemplar
por la primera página y leyó la dedicatoria que figuraba ahí:
«A Iris. In memoriam».
El texto estaba lleno de anotaciones a mano en los márgenes.
Se acercó a la librería y buscó los libros publicados por Héctor
Salmón, que ocupaban un lugar preeminente junto a Gabriel García
Márquez y el resto de los ganadores del Premio Nobel de Literatura. Miró
los títulos. Ninguno era El pino de la ribera. Agarró una edición en tapa
dura de Aguas tranquilas y profundas, que era el título de Salmón que le
sonaba más. Leyó la dedicatoria:
«A Sara, faro en las tinieblas».
Pasó la página y echó un vistazo al comienzo de la novela. Le bastaron
unas líneas para reconocer el texto de El pino de la ribera. Antes de
terminar de leer esas líneas ya tenía claro quién había asesinado a Héctor
Salmón y por qué. Su alegría se mezcló con una sensación amarga. Trazó en
un instante su plan a seguir para demostrar lo que para ella ya era una
certeza. Faltaba hacer unas últimas averiguaciones, pero lo fundamental ya
lo tenía claro.
Sonó su teléfono en ese momento. Lidia contestó rápido, como si
temiese que aquel sonido la pudiera delatar. No deseaba atraer la atención
sobre su presencia allí. Era Lucas quien llamaba:
—¿Qué ocurre?
—Acaban de localizar la señal del móvil de Salmón. Adivina dónde
está.
—Ni idea. —Lidia miró a su alrededor—. En su casa, seguro que no.
—Ahí ya miramos. Lo tiene Tamara Cuervo, la agente de Salmón. Ya
tengo la orden de registro. Voy en un taxi de camino a su casa.
—Te veo ahí en unos minutos.
Antes de marcharse, Lidia hizo otra llamada.
—Hola, Lidia —saludó Álex Rubio, el periodista—. Empezaba a
pensar que tenías algo contra mí y que no me ibas a llamar.
—Ya tenemos al asesino de Héctor Salmón. Es Isidro Fernández, el
portero de la finca en la que vivía.
Lidia le puso brevemente en antecedentes sobre lo que sabían de la
implicación del portero en el caso.
—¿Estás segura? ¿Puedo publicar eso?
—Yo no te he dicho nada. Esta conversación nunca ha tenido lugar.
—Sí, claro. Pero ¿qué móvil tenía el portero?
—Eso lo dejo a tu imaginación. O puedes investigar un poco y
averiguarlo por tu cuenta.
—Gracias, Lidia. Sabía que podía confiar en ti.
Lidia colgó. Tenía una cita inaplazable con Tamara Cuervo.
51. Intrigas y deseos

Lucas aguardaba junto al portal de Tamara Cuervo cuando Lidia llegó. Se le


veía contrariado.
—Estoy harto de que nos tomen el pelo.
Lucas tenía puesto el pie en el umbral de la puerta, impidiendo que se
cerrara. Lidia notó un picotazo en el cuello. Había una nube de mosquitos
orbitando alrededor de la luz del portal. Se notaba que el río estaba cerca.
—Vamos —dijo Lidia—. No perdamos tiempo.
Subieron hasta la planta de Tamara Cuervo y llamaron a su puerta.
Tras una breve espera, escucharon el cerrojo y ella abrió, pero sin quitar la
cadena:
—¿Qué pasa ahora? ¿Es que ustedes no descansan? Son ya las once de
la noche.
Lucas le puso la orden de registro en las narices.
—Abra o tiro la puerta abajo.
Tamara Cuervo se puso pálida, intimidada por el duro tono de Lucas y
su gesto torvo. Abrió y se echó a un lado.
—¿Dónde esconde el móvil y el portátil de Héctor Salmón? —dijo
Lucas, que pareció, por un momento, que iba a agarrarla de la pechera de la
blusa.
—En el salón —dijo Tamara Cuervo, desencajada la expresión por el
miedo—. Puedo explicarlo todo.
—Espero que así sea —dijo Lucas—. Odio que me tomen por tonto.
Tamara Cuervo los condujo hasta el salón. Tenía una bonita casa.
Estaba tan limpia y ordenada que casi no parecía que viviera alguien ahí. Lo
único que estaba fuera de lugar eran el teléfono y el portátil de Héctor
Salmón, colocados en la mesa de cristal delante del sofá y frente a la
enorme pantalla plana del televisor, que estaba encendida y sin sonido.
—Está borrada toda la información —dijo Tamara Cuervo—. No van a
encontrar nada ahí. Le he encargado el borrado a un experto.
—¿Por qué quería borrar el contenido de estos aparatos? —preguntó
Lidia—. ¿Qué había en ellos?
—Unos videos sexuales —dijo Tamara Cuervo—. Héctor los grabó
cuando estábamos juntos. Le pedí que se deshiciese de ellos en su momento
y pensaba que lo había hecho, pero cuando me pidió que rompiera su
contrato con mi agencia y yo me negué, me los mostró y me amenazó con
enseñarlos por las redes sociales. Le pedí que se deshiciese de ellos y él me
dijo que así lo haría en cuanto rompiese el contrato. Por eso quedamos el
viernes en su casa.
—Pero él no quiso deshacerse de esos videos y por eso le mató usted
—dijo Lucas.
—Ni hablar. —Tamara Cuervo le miró con aire ofendido y
escandalizado—. Héctor ya estaba muerto cuando llegué.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó Lidia.
—Tengo una llave de su piso. Era la hora de nuestra cita y él no me
contestaba. Decidí subir a su casa y darle una sorpresa. Pero la sorpresa me
la llevé yo. Le encontré en su dormitorio. Creía que estaba dormido, pero
enseguida me di cuenta de que algo andaba mal. Le busqué el pulso y no
tenía. Me puse muy nerviosa al darme cuenta de lo que pasaba. Fue en ese
momento cuando, al ir a sacar el móvil para llamar al 112, se me cayó el
bolso al suelo y perdí el pintalabios que encontraron debajo de la cama.
Mientras recogía las cosas, pensé en esos videos que guardaba Héctor y
cambié de idea. Ya no se podía hacer nada por Héctor, más que certificar su
muerte, así que no llamé al 112. Fui a por el móvil y el portátil de Héctor,
los apagué y me los llevé para deshacerme de los videos.
—Vaya historia increíble —dijo Lucas.
—Les estoy diciendo la verdad.
—Sí. Como las otras veces.
—Dejé la puerta abierta, confiando en que alguien pasaría y avisaría a
la policía —explicó Tamara Cuervo—. Yo solo quería largarme lo más lejos
posible y borrar los videos. Puedo ser muchas cosas, pero no soy una
asesina.
—Tiene que acompañarnos a la comisaría a que le tomemos
declaración —dijo Lidia—. Le aconsejo que llame a su abogado. También
tiene derecho a no declarar y a no decir nada que pueda ir en su contra.
—Me gustaría ponerme algo más presentable antes de salir.
Mientras esperaban a que ella hablase con su abogado y se cambiara
de ropa, Lidia y Lucas intercambiaron una mirada de hastío.
—Tiene suerte de que descubrieras el negocio que se traía el portero
con Salmón —dijo Lucas—. Habría encajado a la perfección como
principal sospechosa.
—Si Salmón quiso chantajearla con esos videos, era un miserable. Me
parece que nos vamos a quedar con la duda, salvo que nuestros técnicos
puedan recuperar la información de estos dispositivos. De lo que sí estoy
segura es de que ella no mató a Salmón.
—Sí. De todos modos, le viene bien el susto para que haga un poco de
examen de conciencia. La calaste bien de primeras.
—El problema lo tengo con la gente en la que confío.
52. Cartas sobre la mesa

Lidia llegó a casa más tarde que de costumbre. Le sorprendió ver a Raúl
todavía despierto. Estaba viendo una de esas películas de superhéroes que
salvan el mundo de unos supervillanos que a ella le daban menos miedo que
los malhechores con los que tenía que lidiar habitualmente y que podían ser
sus vecinos. Raúl se levantó al verla para darle un beso.
—¿Has cenado? —dijo Raúl.
—Comí un pincho de tortilla.
—¿Qué tal el día?
—Un poco movido, pero bien.
Raúl la miró con curiosidad, pero ella no tenía ganas de hablar de ello.
Se sentaron en el sofá. Lidia miró durante unos segundos hacia el
televisor sin verlo, luego se volvió hacia su marido:
—Tengo que preguntarte una cosa —dijo Lidia—. ¿Me estás poniendo
los cuernos?
—Pero ¿qué dices, mujer? —Raúl puso cara de ofendido—. No sé ni
cómo se te ocurre pensar algo así.
—Me dijiste que estuviste el otro día en el gimnasio toda la tarde, pero
yo estuve ahí y sé que es mentira —dijo Lidia—. Quiero que me digas la
verdad. No me importa si me estás metiendo los cuernos. Ya sé que no
estamos en nuestro mejor momento. Pero no soporto que la mentira entre en
esta casa. Te lo pregunto otra vez: ¿me estás poniendo los cuernos?
Raúl le dedicó una larga mirada, de esas que en otro tiempo le
resultaban llenas de misterio y encanto y que ahora le parecían solo una
pose para Instagram.
—Sí —dijo Raúl al fin—. Te estoy metiendo los cuernos. Como bien
has dicho, no estamos en nuestro mejor momento.
Lidia sintió una gran decepción al escucharle, pero no fue como si un
terremoto sacudiese los cimientos de su ser, sino que más bien fue como la
explosión de un globo, el globo de sus ilusiones con Raúl, que hacía tiempo
que estaba ya muy desinflado.
—¿Es algo serio? —preguntó Lidia.
—No.
—Si quieres que sigamos juntos, corta esa relación.
—Sin rencores, ¿entonces?
—No soy tu fan número uno en este momento, como te puedes
imaginar. Por lo menos, has tenido la decencia de reconocerlo. ¿Y quién es
ella? ¿La conozco?
—Eso es lo de menos.
—La conozco. —Lidia torció el gesto. Habría preferido que Raúl se
hubiese liado con una desconocida—. ¿Quién es?
Raúl tragó saliva. Por un momento, su gesto hermético apuntó a que
iba a callar sobre ese punto, pero crispó el rictus y la miró con un brillo
desafiante en los ojos:
—Es Carol —dijo Raúl.
—¿Ese pavo real?
Ahora sí que Lidia sintió cómo se le abrían las carnes ante aquella
estocada traicionera. Raúl había tenido que elegir justo a la mujer del
mundo que a ella le parecía más estúpida y antipática. Raúl no podía
quererla a ella y estar liado a la vez con esa vanidosa insoportable que
confundía el felpudo de su casa con la alfombra roja del Festival de Cannes.
Había una imposibilidad de orden metafísico, ella y Carol eran mundos
opuestos y excluyentes. Salvo que no tuvieras criterio o que fueses un
impresentable. En cualquiera de los dos casos, Lidia sintió que el abismo
entre ella y Raúl era tan real como definitivo.
—Carol se merece un respeto —dijo Raúl—. No está bien que hables
así de ella. Y no pretendas demonizarla. Fui yo el que la busqué. Me veía
que lo estaba pasando mal, porque tú estás siempre ausente y casi ni me
miras cuando estamos juntos. Estamos en una crisis, pero yo te quiero igual.
En realidad, esto es un intento de arreglar nuestros matrimonios, porque
Carol también está en una mala racha con Jota.
—Claro —dijo Lidia—. Y por eso os habéis puesto a follar como
conejos, porque nos queréis mucho a Jota y a mí. Quiero el divorcio.
—Pero ¿se puede saber qué te pasa? Me has dicho que no había
problema. Esto es una oportunidad para que demos un paso adelante en
nuestra relación.
—Es lo que estoy haciendo. Dar el paso que teníamos que haber dado
hace ya tiempo.
—Pero, Lidia… Piensa en Amaya.
—Amaya ya es mayorcita. Lo entenderá, no te preocupes.
Raúl la miraba con una incredulidad que se transformó rápidamente en
un gesto decidido:
—Muy bien. Ahí te quedas. Te arrepentirás.
Raúl se levantó y se dirigió hacia la puerta de la calle.
—No hace falta que te vayas ahora —dijo Lidia.
—Lo sé. Pero es lo que me apetece. Me sentiría más solo estando aquí
contigo. Vendré mañana a por mis cosas.
—¿Vas a ver a Carol otra vez? Dile que se vaya a la mierda. Con todo
mi cariño.
—No tenía que habértelo contado. En todo caso, lo que haga yo o deje
de hacer ya no es asunto tuyo, fuera de nuestras obligaciones como padres.
—Estoy de acuerdo.
Lidia pensaba que el mundo iba a hundirse en el momento en el que
Raúl cerrase la puerta de su casa y desapareciera, pero lo que sintió fue una
gran liberación, como si se acabase de quitar un peso invisible que llevaba
años robándole el aliento.
Estaba cansada después de aquel largo día. Al cerrar los ojos le
vinieron imágenes de la persecución de aquella tarde a primera hora: el
polvo de la carretera, el estruendo de los disparos, el rojo de la sangre sobre
la ropa blanca, aquel tufo a vino mezclándose con el olor de los pinos…
Pero la imagen que más le turbó fue la de Carol, que le vino de pronto a la
cabeza, una Carol que le dedicaba su sonrisa más amistosa mientras andaba
tirándose a Raúl a sus espaldas.
Pese a la fatiga del día, Lidia supo que le iba a costar pegar ojo otra
noche más, aunque en esta ocasión el calor iba a ser lo de menos.
53. Sabor a muerte

Eva Jiménez fregaba los platos de la que había sido una opípara comida
para lo que eran sus costumbres. Tenía setenta y dos años y debía cuidarse
para seguir gozando de buena salud. Había apartado por un día su dieta de
verduras para comerse un solomillo de buey acompañado de unas patatas
fritas que le habían sabido más ricas incluso que la carne. Estaba de buen
humor. Había escuchado en la radio que la policía ya había atrapado al
asesino de Héctor Salmón. Decían que era el portero de la finca en la que
vivía. Estaba claro que la información que Eva había facilitado a aquella
simpática inspectora había dado su fruto. Era para felicitarse.
Stella, la gatita siamesa, maulló junto a sus pies reclamando su
atención. Esa gata la tenía enamorada. Qué diferente era del pobre Frank,
que parecía un trozo de asfalto con ojos de lo callejero que era. Eva sacó
leche de la nevera y la echó en el cuenco de la gata, que empezó a dar
lametazos con visible contento. Hacía calor. A través de la ventana abierta
de la cocina entraba una ligera brisa que tenía un efecto revitalizante. Iba a
seguir con el fregado cuando sonó la puerta de la calle. Eran las tres de la
tarde y no esperaba a nadie. Igual era el nuevo portero para presentarse.
Echó un vistazo por la mirilla antes de abrir. Le sorprendió ver a la
inspectora Cruz. Quizás quería comentarle sobre Héctor Salmón. No le
extrañaría que quisiera informarle de primera mano del resultado de su
investigación. Era una mujer considerada y Eva, después de todo, le había
dado una información que había resultado clave.
—Hola, inspectora. ¿Qué le trae por aquí?
—Estaba cerca y me he acordado de usted. Ya he visto que la persiana
funciona perfectamente. ¿Puedo pasar?
—Sí, claro. Adelante. Le estoy muy agradecida por haberme arreglado
esa persiana. Qué diferencia ahora con tanta luz que entra. ¿Quiere tomar
algo?
—Un vaso de agua está bien. Ya he comido.
Eva acompañó a la inspectora a la cocina.
—¿Quiere el agua fría?
—Eso estaría genial.
Eva abrió la nevera y sacó la jarra de agua.
—¿Y esa tarta? —preguntó la inspectora.
—Ha sido mi cumpleaños.
—Felicidades.
Eva cerró la nevera y esperó a que la inspectora bebiese el agua.
—Parece que ya tienen al asesino de Héctor —dijo Eva.
—No se crea lo que dicen en los medios de comunicación.
—Vaya. Pensaba que…
—¿Quién es Iris? —preguntó la inspectora de pronto
Eva se tensó automáticamente.
—¿Iris? No tengo idea de quién puede ser. ¿Tendría que saberlo?
—Sí. Usted le dedicó una novela que se llama El pino de la ribera.
¿Lo recuerda?
—No sé de qué me habla, inspectora. Perdone, estoy tonta. No le he
ofrecido tarta. ¿Quiere un poco?
—¿Está tan rica como el bizcocho de chocolate que me dio el otro día?
—Está más rica.
Eva cortó una ración generosa de la tarta. Por supuesto que sabía de
qué le estaba hablando la inspectora y a dónde quería llegar. Debía
reconocer que era una buena sabuesa, pero si esperaba una confesión de su
parte, la estaba subestimando. Y quien la subestimaba lo pagaba caro, como
bien sabía su querido vecino Héctor Salmón. Que la inspectora se hubiera
presentado sola era una buena señal. Ya tenían al asesino de Salmón entre
rejas, ¿por qué molestar a nadie con lo que seguramente era una sospecha
tan infundada como indemostrable?
—Pruebe la tarta y ahora me cuenta si le gusta más que el bizcocho
—dijo Eva.
Le tendió la tarta a la inspectora, la misma tarta con la que había
convidado a Héctor Salmón un rato antes de que este muriese envenenado.
Había visto a unos policías inspeccionando los cubos de la basura estos días
de atrás y por eso había esperado para deshacerse de la tarta. Era una suerte.
Estaba un poco reseca, pero seguro que todavía estaba buena.
La inspectora miró con ojos golosos la tarta y hundió la cuchara en
ella. Luego llevó la cuchara hacia su boca, pero la bajó de nuevo sin probar
la tarta y clavó sus ojos oscuros en ella. Eva hizo un esfuerzo por sostener
su mirada y mantener la calma:
—No ha contestado a mi pregunta —dijo la inspectora.
—Perdone, ¿de qué estábamos hablando? —preguntó Eva.
—De la novela que usted escribió y que Héctor Salmón le plagió. Ese
fue el motivo por el que mató a Salmón: porque él le robó su obra.
Eva soltó una risita nerviosa.
—Qué malos son estos calores para las cabezas —dijo—. Vaya
desatino.
—¿Quién es Iris?
—Dígamelo usted, que parece que lo está deseando.
La inspectora sonrió irónica, mirándola como si no diese crédito a lo
que veía. Bajó la vista un momento al plato de tarta. Volvió a cortar una
porción con la cuchara y amagó con llevársela a la boca, pero volvió a
dejarla en el plato.
—Iris es su hija —explicó la inspectora—. Cuando cumplió los
dieciocho, se marchó a vivir a Perú, captada por una secta con la que había
entrado en contacto a través de internet. Usted lo dejó todo y fue en su
busca, pero Iris la rechazó y usted renegó de ella. Eso ocurrió hace doce
años. Un lustro después, la policía peruana se puso en contacto con usted
para comunicarle que su hija había muerto por una infección mal curada.
Usted vendió la pastelería que había sido el negocio de su familia durante
décadas y emprendió un largo viaje por el mundo. A su regreso de ese viaje,
escribió su novela. Por la dedicatoria, imagino que en ella plasma la
reconciliación con su hija. Eso es lo que le robó Héctor Salmón y de lo que
le acusaba en esos anónimos que le dejó en su puerta fingiendo una mala
ortografía que no tiene. Una mala ortografía que ya sabía que tenía Isidro
Fernández.
—Vertí mi dolor más íntimo en esas páginas y lo convertí en algo
luminoso —dijo Eva, tocada por las palabras de la inspectora—. Y ese
miserable me lo robó, con la complicidad de su agente. Otra sinvergüenza.
¿Sabe que me amenazó con demandarme cuando envié un ejemplar a su
agencia? Yo no tenía idea de que Salmón me había plagiado. Le había visto
en la tele un par de veces y parecía un hombre sensible y con criterio. Le
envié una copia, pero él nunca me contestó. Imaginé que ni la habría leído.
Qué equivocada estaba… Me dio un infarto después de hablar con esa
bruja, con la agente. Casi no lo cuento. Me costó recuperarme. Me ponía
fuera de mí. Sentía una impotencia total. Hasta que decidí enfocar en
positivo lo sucedido.
—¿Por enfocar en positivo se refiere a que decidió matar a Salmón?
—Sí. Averigüé dónde vivía y vendí mi casa para venir aquí. Quería
estar lo más cerca posible de él. Estaba segura de que más pronto que tarde
se presentaría la ocasión de vengarme.
—Y así lo ha hecho, finalmente.
—No. En eso se equivoca, inspectora. Fue Isidro, usted lo sabe mejor
que yo. Tengo que felicitarla por su gran diligencia, como demuestra que no
quiera dejar ni un cabo suelto. Pero yo no he hecho nada más que fantasear
con una idea que me resultaba en extremo grata, eso no lo niego. No sé qué
problema tuvo Isidro con Salmón, pero oí una fuerte discusión y ya ve lo
que hizo Isidro después. Deberían ponerle una medalla a ese hombre, no
encerrarle en la cárcel.
—Entiendo que estuviese indignada con Salmón por su plagio, pero
tenía que haberle puesto una denuncia y haber pleiteado en los tribunales
que era lo que correspondía, en vez de urdir un plan para acercarse a él y,
aprovechándose de su confianza, matarle.
—Salmón me habría liquidado en los tribunales. Ya le he dicho que la
zorra de su agente me amenazó antes de que yo abriese la boca. Esa gente, a
personas como yo, nos pisotean y se ríen. Y si nos quejamos, nos envían
una tropa de abogados para aplastarnos. No quiero ni pensar lo que le habrá
hecho Salmón a Isidro para que este haya decidido cargárselo.
—Isidro Fernández es inocente. Ha sido usted quien ha matado a
Héctor Salmón.
—No sé por qué se empeña en sostener semejante desatino. ¿Cómo
puedo haber hecho yo semejante cosa?
—Como acaba de decirme, vino a Madrid con el fin de matar a
Salmón. Ya sobre el terreno, ideó un plan para hacerlo y, a la vez, salir bien
librada. Descubrió que el portero le vendía droga a Salmón y, aprovechando
un descuido del primero, le robó una de las bolsas con las que traficaba.
Además, conocía la mala ortografía de Isidro y la imitó en los anónimos
que decidió enviarle a su víctima. Tenemos una grabación de un mes atrás
de una cámara de seguridad situada frente al quiosco que está en la esquina.
En contra de su costumbre, ese día usted compró un ejemplar del diario El
Mundo. Fue con recortes de ese periódico con los que compuso los
anónimos que dejó a Salmón bajo su puerta.
—Yo no he escrito ningún anónimo.
—Claro que sí. Y una vez con la droga en su poder, solo tenía que
esperar la ocasión en la que pudiese darle una dosis letal a Salmón sin que
este sospechara nada. Utilizó a su pobre gato para averiguar cuál era la
dosis que podía resultar mortal. Imagino que luego buscó la proporción en
relación al peso y la altura de su víctima. Lo calculó generosamente.
—Está muy equivocada, inspectora. Jamás me metería en líos con un
traficante, y mucho menos con la intención de matar a nadie.
—Usted le dijo a Salmón que su gato se había escapado. Por eso él le
trajo esta monada.
La inspectora dejó el plato de tarta en la encimera de la cocina y
acarició la cabeza de la pequeña gata siamesa, que acababa de trepar ahí y
la miraba con gran atención, como si fuese una alumna aplicada en su clase
favorita. La gata se dejó acariciar y luego alargó la zarpa hacia la tarta,
pero, antes de que pudiese atrapar su trofeo, Eva la agarró y la apartó del
plato con el dulce.
—Eso te sienta mal, Stella. No puedes tomarlo.
La inspectora sonrió.
—Su gato no se escapó —dijo la inspectora—: Usted lo envenenó y
luego lo metió en un bolso viejo para tirarlo a la basura. Pero no pudo
hacerlo porque un ladrón le robó el bolso.
—¿También tiene imágenes de eso?
—Sí. Quien se lo robó tuvo un infarto al ver que había un gato muerto
dentro del bolso. Le envía saludos. Me ahorro los epítetos que le ha
dedicado al hacerlo.
—Se lo tiene merecido ese canalla —dijo Eva—. Atracar así a una
desvalida anciana. Mire, me da usted una alegría con lo del infarto de este
sujeto. No soy la única tonta impresionable. Por lo demás, todo esto que me
ha contado está muy bien, inspectora. Pero el resumen es que solo tiene
indicios y ninguna prueba que pueda confirmar su acusación.
—Claro que tengo esa prueba —dijo la inspectora.
Eva la miró expectante. La inspectora sonrió y volvió a agarrar el plato
con la tarta. Cazó con la cuchara uno de los trozos que ya había cortado y se
lo llevó a la boca con expresión golosa. Mantuvo la cuchara a un centímetro
de sus labios, luego la bajó y crispó el gesto.
—¿De verdad ibas a dejar que me envenenara? —le recriminó la
inspectora, saltando al tuteo.
—No entiendo.
—Te he arreglado la puñetera persiana.
—Eso fue cosa suya. Lo que quería en realidad era información y yo
se la di.
—Tenía una pequeña duda, hasta que he visto la alarma en tu cara
cuando Stella ha acercado el morro a la tarta.
—¿Qué insinúa, inspectora?
—Tu cumpleaños, ¿eh? Es el siete de octubre, pero ahora me vas a
contar que te gusta celebrarlo en julio. La parte que le falta a esta tarta es la
que se tomó Héctor Salmón. Y unos minutos después estaba muerto. Tú le
envenenaste con ella. Isidro Fernández me ha confirmado que le robaron
una bolsa de la droga que le pasaba a Héctor Salmón. Es la misma que tú le
robaste y de la que sacaste la dosis que lo mató, mezclándola con la masa
de esta tarta cuando la cocinaste. Fuiste tú también quien la puso junto al
cadáver de Héctor Salmón, después de asegurarte de que quedaban sus
huellas en la bolsa. También le untaste a Salmón la nariz y el labio con la
droga para que pareciese que él mismo la había esnifado. Después avisaste
al portero. Sabías que él recuperaría la bolsa para evitar que se le
relacionase con la muerte de Salmón. Pero para eso ya estabas tú. Un plan
casi perfecto que te hubiera salido si no es porque Salmón tuvo el cuajo de
guardar la copia de la obra que te plagió.
—Creo que es mejor seguir esta conversación en presencia de mi
abogado.
La inspectora asintió.
—Llevo micrófono y cámara. Tengo la autorización del juez para esta
grabación.
—Ya veo —dijo Eva, cabizbaja.
Era ella quien había subestimado la capacidad de aquella inspectora.
—Tengo al compañero fuera, esperando —dijo la inspectora—.
¿Tengo que ponerte los grilletes o te vas a portar bien?
—Somos personas civilizadas, inspectora.
—Menos mal. Cualquiera sabe de lo que algunos serían capaces si no
lo fuésemos.
La inspectora le señalaba hacia la puerta de la calle. Eva miró a su
alrededor con melancolía. Nunca le había gustado demasiado aquel sitio,
pero dudaba que pudiese volver a verlo y eso le hacía valorarlo como no
había hecho hasta entonces. Al lado de lo que le esperaba, aquello era un
hogar, si es que podía llamar así a ningún sitio en el mundo desde que su
hija la había abandonado años atrás.
Echó a andar delante de la inspectora camino del negro futuro que ella
misma se había buscado.
54. Telón

Lidia se acercó a la agencia de viajes de Pablo Salmón esa misma tarde. El


hombre la escuchó con cara compungida. Sin el bañador y con el traje
parecía otro. No dio la impresión de traerle ningún consuelo saber quién
había matado a su hermano:
—Héctor era un vampiro literario —dijo Pablo Salmón—. No podías
contarle nada porque enseguida lo ponía en sus novelas. Nunca pensé que
caería tan bajo como para robarle a otro su trabajo. Espero que esa maldita
loca no envenene a nadie más cuando esté en la cárcel.
Lidia le explicó también lo que habían averiguado sobre la muerte de
Sara Cuéllar. Esto tampoco mejoró el ánimo de Pablo Salmón, que la miró
horrorizado:
—Hubiese puesto la mano en el fuego por Jorge —dijo—. Parece una
cosa de locos que sea el testimonio de Olga el que lo condene. De jóvenes,
hacían una pareja de película… ¿Se lo ha dicho ya a Javi, inspectora? Él y
sus padres pasaron un calvario por la muerte de Sara. Y lo hizo peor que
creyeran que se había suicidado.
—Ahora le llamaré.
Pablo Salmón asintió:
—Sara era muy especial. Habla bien de Héctor que siempre la llevara
en su corazón. Me quedo con eso.
Después de su visita al hermano de Héctor Salmón, Lidia regresó a la
comisaría. Lucas se había ido ya. El comisario Castillo y el juez Chamorro
los habían felicitado y los habían convocado para una rueda de prensa a
primera hora del día siguiente. Lucas le había dicho que tenía que llevar el
traje de gala a que le diesen un repaso en la tintorería.
—No quiero salir feo en las fotos —dijo Lucas.
—Tú nunca puedes salir feo en las fotos.
Javier Cuéllar la escuchó en silencio mientras le ponía al corriente de
su investigación sobre la muerte de su hermana Sara. Le oyó sollozar al otro
lado de la línea.
—Lo siento, inspectora. Gracias. Todos estos años he tenido que
buscarle un sentido al suicidio de mi hermana. No ha sido fácil, se lo
aseguro. Es horrible lo que me cuenta, pero también es una liberación saber,
finalmente, la verdad, y que ese malnacido va a pagar lo que le hizo a Sara.
—Haremos cuanto esté en nuestra mano para que así sea.
—Lo sé y se lo agradezco.
Lidia se sintió más animada después de hablar con el hermano de Sara
Cuéllar. Momentos así la compensaban de los muchos sinsabores que tenía
que enfrentar en el ejercicio de su profesión.
Le sonó el móvil. Era Álex Rubio.
—Me la has jugado, Lidia —dijo el periodista—. El portero no fue
quien mató a Salmón.
—Eso pensábamos ayer.
—Ya. ¿No tendrás por ahí algo de carnaza que darme para callar a mi
jefe y al coro de cabrones que le andan pidiendo mi cabeza mientras me dan
palmaditas amistosas en el hombro?
Lidia lo pensó un momento.
—Me divorcio —dijo.
—Se lo diré a los de la sección de cotilleos. Es broma, claro. ¿Tienes
un buen abogado? Yo me he divorciado ya tres veces. Si quieres te paso el
teléfono de mi abogado.
—Lo tendré en cuenta.
—¿Te apetece que nos tomemos una copa? Siempre viene bien un
hombro en el que desahogarse.
—Y así me sacas información. Te lo agradezco, pero no necesito
ningún hombro sobre el que verter ninguna lágrima.
Después de colgar, Lidia se quedó un rato redactando los informes que
faltaban de la investigación. Seguían sin reparar el aire acondicionado.
Estaba siendo otro día de calor infernal en Madrid. Lidia se limpió el sudor
de la frente antes de hacer una nueva llamada.
—¿Inspectora Cruz? —dijo Mónica Hoyos, la abogada—. ¿Ocurre
algo?
Lidia la informó del resultado de su investigación.
—Le agradezco que me lo cuente —dijo la abogada—. Por lo menos,
se hará justicia.
—La llamo por otra cosa también.
—¿De qué se trata?
—¿Lleva usted casos de divorcio?
—Sí.
—No creo que haya problemas, pero prefiero estar asesorada por una
profesional.
—¿Es usted quien se divorcia?
Lidia notó la sorpresa de su interlocutora.
—¿Cuándo podemos vernos? —preguntó Lidia.
—Puedo hacerle un hueco para mañana por la tarde. ¿Le viene bien?
—De acuerdo.
Lidia no había recibido ningún mensaje ni llamada de Raúl desde que
se había marchado de casa el día anterior. Ella le había llamado dos veces y
él no había contestado. Pensó en llamarle otra vez, pero imaginó con quién
estaría en ese momento y desistió de hacerlo.
Su hija sí contestó su llamada, que había estado aplazando todo el día.
Después de saludarse, le dijo que ella y su padre iban a divorciarse. Temía
que Amaya se enfadara y le sorprendió la calidez de su tono:
—Si pensáis que así vais a estar mejor, me alegro por vosotros. ¿Tú
estás bien?
—Sí, no te preocupes. Los dos estamos bien.
—¿Quieres que vaya para allá? Puedo buscar la primera plaza libre
que haya en algún vuelo.
Lidia se sintió reconfortada por la actitud de su hija.
—Ni hablar. Estás bien en Dublín. Es divertido y estás aprendiendo un
montón. Ya tendremos tiempo de hablar hasta aburrirnos cuando vuelvas.
—Como prefieras. Te quiero mucho, mamá.
—Yo también te quiero, hija.
—Voy a llamar a papá, a ver cómo está.
—Llámale, claro.
Lidia sonreía cuando colgó. Miró con optimismo hacia el trozo de
cielo azul por encima de los grises tejados de los edificios cercanos. Estaba
cansada, ya tocaba desconectar.
—Vamos.
Stella maulló, cómodamente tumbada en el transportín. Lidia sabía que
tenía que darle su tiempo para que se acostumbrase a ella. Agarró el
transportín y se marchó. Ya tenía ganas de presentarle a la gata su nuevo
hogar.
Nota del autor
El título de cada capítulo de El asesino con mala ortografía corresponde al
de otras novelas del género negro y policíaco. Es mi pequeño homenaje a
un arte que siempre se ha considerado menor y al que le debo grandes
veladas como lector. Pero no hay crimen perfecto. Uno de los títulos es de
mi propia cosecha. Invitados estáis para poner a prueba vuestro instinto
detectivesco, si es que no habéis localizado ya al impostor.

Podéis dejar vuestra valoración y/o reseña de la novela en Amazon. Es un


pequeño gesto que es de gran ayuda para el autor y otros lectores. Gracias
por apostar por esta obra.

***

Mi agradecimiento a Isa y Paula por sus valiosas notas para el ajuste


definitivo del texto.

Si queréis contactar conmigo o estar al tanto de mis próximas


publicaciones, podéis hacerlo a través del correo electrónico, mi blog o
Facebook:

juangomezpintadoescritor@gmail.com

https://sorpresaysuspense.com/contacto

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Fuera hace frío
«Tu lugar está a mi lado. O muerta».
Noelia es una joven farmacéutica que ha venido a Madrid huyendo de su
exmarido, un juez de reputación intachable. Es la noche de Halloween.
Cuando, de camino a su trabajo, su exmarido sale a su encuentro en mitad
de un puente, Noelia comprende que viene a cumplir su amenaza.

¿Sobrevivirá Noelia al fatal encuentro con su exmarido? ¿Se saldrá el juez


con la suya?

«Digna de película de Hitchcock»


Una profesional ejemplar
«Necesita el dinero. Podría quitarse su deuda de encima y empezar de
nuevo, volver a ser libre, pero ¿a qué precio?»
Gema trabaja en Recursos Humanos. Su precario mundo da un vuelco
cuando, por casualidad, se entera de que su jefe tiene pensado despedirla.
Su jefe es su amante también, por lo que se siente doblemente traicionada.
Pero puede que se trate solo de un rumor. Está dispuesta a salir de la duda y
obrar en consecuencia si se confirma la traición. Ignora hasta qué punto está
jugando con fuego.

Son los años de la crisis, en los que el día a día se ha convertido en un


ejercicio de supervivencia. Gema tendrá un encuentro inesperado con un
vigilante asfixiado por las deudas que les puede cambiar la vida a los dos.

«Un thriller psicológico que no da tregua al lector».


Suena una guitarra
«Va a tirarme al fondo del río. Y luego va a tener los huevos de llorar en mi
funeral».
Raquel es una bióloga que hundió su carrera por denunciar malas prácticas
en su laboratorio. Tiene cuentas pendientes con su hermana y su cuñado.
Tras la muerte de su madre, las dos hermanas se encuentran ante la
oportunidad de reconciliarse. Raquel acepta la invitación de su hermana
para pasar un fin de semana en la sierra porque Julio, su cuñado, estará
ausente.

El reencuentro idílico entre Raquel y su hermana amenaza con volverse una


pesadilla cuando, inesperadamente, Julio anuncia su próxima llegada.
Raquel intenta mantener las buenas formas con la familia mientras sigue
disfrutando del contacto con la naturaleza, que echaba de menos tras los
meses de confinamiento durante la pandemia. Su encuentro con un
enigmático desconocido le despierta tanta curiosidad como desconfianza.

Raquel está a punto de vivir su prueba más dura y averiguar de qué pasta
están hechos quienes la rodean… y también ella.

«Una historia con mucha fuerza: un crimen violento, dos hermanas de


caracteres opuestos, un pasado nebuloso, una droga de cuestionable efecto,
sospechosos que parecen ordinarios, un drama familiar, un escenario
idílico…».

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