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Cuadernos Hispanoamericanos 388

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CUADERNOS

HISPANOAMERICANOS

MADRIDOQQ
OCTUBRE 1 9 8 2 U Ü U
CUADERNOS
HISPANOAMERICANOS
Revista mensual de Cultura Hispánica
Depósito legal: M. 3875/1958
ISSN: 0011-250 X

Director
JOSE ANTONIO MARAVALL

Subdirector

FEUX GRANDE

Secretarla de Redacción
MARIA ANTONIA JIMENEZ

388

Dirección, Administración
y Secretarla:

Instituto de Cooperación Iberoamericana


Avda. de los Reyes Católicos, 4
(Ciudad Universitaria)
Teléfono 2440600
MADRID
INDICE
NUMERO 388 [OCTUBRE 1982)

ARTE Y PENSAMIENTO
Pegs.
FERNANDO MUR1LLO RUBIERA: Andres Bello en Inglaterra 5
CARLOS MONTEMAYOR: Encuentro 45
VALERIANO BOZAL: Gallardo, Míñano y Larra en el origen de la sá-
tira crítico-burlesca 51
CARLOS DUBNER: La rara 62
EMILIO GONZALEZ LOPEZ: Obras breves de Jacinto Benavente ... 69
FRANCISCO GONZALEZ CASTRO: En la cárcel de Chejov ... 92
S. ALVAREZ TURIENZO: Francisco de Quevedo y Fray Luis de León. 99
GUSTAV SIEBENMANN: ¿Cuan griegos son los españoles para los
alemanes? 111

NOTAS Y COMENTARIOS

Sección de notas:
ROSENDO TELLO AÍNA: «Los viñedos», de Juan Gil-Albert, espejo del
mundo , 137
JOSE M. GONZALEZ: «A terceira margem do rio», de Joëo Guima-
räes Rosa ; 154
JOSE AGUSTÍN MAHIEU: Algunas tendencias del cine de los años
ochenta 158
ANTONIO URRUTIA: «Per tenebras ad lucem» 165
JUAN FERNANDEZ JIMENEZ: La estructura del «Siervo libre de amor»
y la crítica reciente ..-. 178
PABLO DEL BARCO: Novela española de ambientación brasileña: «Ge-
nio y figura», de Juan Valera 191

Sección bibliográfica:
ISABEL DE ARMAS: Francisco Ayala: Recuerdos y olvidos 197
EMILIO GONZALEZ-GRANO DE ORO: Visión y sabor del poso de la
nada 201
MANUEL QUIROGA CLÉRIGO: «Paso de la memoria»: Joaquín Már-
quez o la invención de presencias 205
JOSE LUPIAÑEZ: Intensidad y vitalismo en la poesía de Miguel Her-
nández 208
RICARDO SOLA BUIL: M. T. Jones-Davies: Victimes et Rebelles:
L'écrivain dans la société élisabéthaine ... 213
ANTONIO GIMÉNEZ MILLAN: Una reflexión lúcida sobre la poesía:
«Las cortezas del fruto», de Alvaro Salvador 215
ENCARNA GOMEZ CASTEJON: Ni separados ni unidos 222
AMPARO AMOROS MOLTO: El duende del juego: «Lola la comedian-
te», de Federico García Lorca 229
BLAS MATAMORO: Entrelineas 232
Cubierta: ALEJANDRINA.
Imp. FASESO. Paseo de la Dirección, 5. Madrid-29
ARTE Y Ρ
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ANDRES BELLO EN INGLATERRA

Los años en que Andrés Bello vivió en Inglaterra fueron de una


importancia decisiva para modelar su personalidad. El conocimiento de
lo que había sido su vida en Caracas y, sobre todo, de sus actividades y
aficiones intelectuales antes de alejarse de su tierra natal, nos hace ver
que a los casi veintinueve años, el joven humanista tenía ya una mente
cultivada y, sobre todo, una fisonomía espiritual claramente definida,
de forma que su persona había creado aquella atmósfera propia que le
hacía ser conocido y apreciado.
Pero los mismos rasgos que esbozaban su personalidad, lejos de
chocar con el ambiente y las modalidades de la vida inglesa, fueron
muy fácilmente armonizables con notas características de ésta, de suerte
que pudo dejarse penetrar por un modo de ser tan diferente del que
correspondía a la sociedad de una provincia ultramarina, secundona den-
tro de un gran Imperio, pletórica del colorido y la viveza de hombres
de raíz latina, habitantes del trópico.
Por lo que sabemos de cómo se condujo a poco de llegar, compren-
demos que su carácter tranquilo, ordenado y preciso, su forma de ser
nada exuberante, sus maneras correctas, su tono mesurado, no debieron
sentirse incómodos en el ambiente británico.
En este sentido puede decirse que Londres acentuó ciertos rasgos
de su personalidad hasta dar la fisonomía definitiva a su carácter.
Pero todavía en otros dos órdenes puede también afirmarse que la
estancia en la capital británica, durante casi dos decenios, fue decisiva
para forjar el Bello que aparece en la plenitud.
Uno, el orden de la vida misma, de la lucha por la existencia. Fue el
drama íntimo y personal que él vivió. No puede caber duda que, pese
a aquellas afinidades a que hemos aludido, el contraste de Londres —y
luego veremos un poco cómo era aquel Londres del primer tercio del
siglo xix— con lo que era su paisaje, su entorno habitual, debió ser
fuerte; pero la cosa tomó caracteres más duros cuando se vio con el
camino del regreso cortado y teniendo que hacer frente a una realidad
llena de sombras nada tranquilizadoras. El había vivido hasta entonces
dentro de un medio que le era propicio, rodeado del aprecio y hasta

5
quizá, en algún momento, del halago. Súbitamente, el mundo le enseñó
su faz hosca. Supo del despego de los hombres, del olvido y el desdén;
de la indiferencia de los otros por la triste situación que uno padece al
volver, al final de la jornada, al refugio de sus intimidades; de la cons-
tante postergación, pese a la entrega y competencia demostradas, por
parte de los que debían valorar sus cualidades y tenían en su mano
premiarlas, insensibles ante el mal que engendra inevitablemente esa
actitud: la amargura de la frustración. Y sobre esto —diríamos mejor que
como causa de esto, pues la riqueza hubiera espantado la indiferencia
y el desdén y le hubiera dado la posibilidad de la independencia—, la
pobreza, el temor al día de mañana para sí y para los suyos, que en
Bello fue una obsesión durante casi todo aquel período.
Pero como la vida es varia y ofrece a los hombres tan encontradas
facetas, brindó a Bello, en los días más oscuros, el regalo de algo que
quizá no había conocido en Caracas, y que también es muy formativo:
el gozo profundo y raro que produce una mano amiga cuando nos toca
en la adversidad. Andrés Bello tuvo cerca de sí almas excepcionales,
amigos sinceros, dispuestos a la ayuda y a comprender su abatimiento.
En otro orden, en el del conocimiento, Londres dio a Bello las in-
mensas posibilidades para el estudio y el cultivo de la inteligencia que
esa ciudad podía ofrecer de manera señalada. Tuvo a su disposición bi-
bliotecas, en particular el tesoro de la del Museo Británico; pudo cono-
cer personalidades interesantes y beneficiarse de la ilustración que acom-
paña al trato con grandes inteligencias.
Esto fue Londres para él, y nada expresa mejor este contraste de
ticas vivencias que aquellas palabras que dejó escritas para su amigo
Fernández Madrid la noche víspera de embarcarse para América, el 14
de febrero de 1829: «... aguardo con impaciencia que amanezca —le
dice— para dejar esta ciudad, por tantos títulos odiosa para mí, y por
otros tantos digna de mi amor».
En los diecinueve años de Londres distinguimos tres momentos: uno,
•el más corto, va de julio de 1810 a julio de 1812. El fin de la Primera
República de Venezuela supuso quedar sin base de sustentación. Los
diez años siguientes, hasta 1822, es el período más difícil para él y el
más desconocido para nosotros. Reconstruimos, apoyándonos en una
serie de noticias, su itinerario y adivinamos su esfuerzo y sufrimiento.
•Cuando en 1822 comienza a prestar servicio en la Legación de Chile,
entramos en el tercer momento, que tendrá fin con su salida de Ingla-
terra para volver a tierras americanas. Es el momento en que advertimos
ya que estamos ante un hombre mucho más completo, enriquecido por
<el estudio y la experiencia. Pronto dará cuenta de lo que ha atesorado.

6
Así se cierra lo que con fino sentido ha calificado Rafael Caldera
«la incomprendida escala» de Bello en Londres.

1. E L DESCUBRIMIENTO DE UNA HORA HISTÓRICA

Los acontecimientos históricos acaecidos en Europa desde que In-


glaterra abandonó la neutralidad y pasó a convertirse en la cabeza y el
sostén financiero de la coalición contra Napoleón (1 de febrero de 1793),
no podían dejar de tener repercusión sobre las Provincias Unidas de
Venezuela. Un hilo conductor establecía la comunicación entre aquella
remota región y los sucesos internacionales en que intervenía Inglaterra:
el intenso tráfico comercial entre la metrópoli del Imperio británico
y las Indias Occidentales. Un 10 por 100 de la flota mercante británica
navegaba desde el mar de las Antillas hacia las Islas, portando en sus
bodegas los preciados productos tropicales: el azúcar, el café, el cacao
y, sobre todo, el algodón. La libertad de comerciar con los puertos de
la costa española de Tierra Firme había constituido a lo largo del
siglo xviii la aspiración fundamental de la política inglesa y, por tanto,
la causa principal de sus dificultades con las disposiciones tomadas por
los Borbones españoles. También ese comercio había sido el vehículo
por el que se establecieron los vínculos entre el patriciado criollo y las
autoridades de las islas antillanas, sometidas a la soberanía inglesa.
En la medida en que la lucha entre Francia e Inglaterra afectó al
tráfico mercantil marítimo, las ondas de esa contienda, de profundas
raíces históricas, alcanzaron a la parte del Imperio español de América
más sensible a las pretensiones de las potencias europeas. El estado de
guerra existente entre España e Inglaterra a partir de octubre de 1796,
se hizo sentir por eso de manera más directa sobre zonas determinadas
de la costa atlántica de los vastos dominios. Y de todas ellas ninguna
tan vulnerable como la que mira a las Antillas. Por eso es tan intere-
sante el estudio de la conducta seguida por las autoridades inglesas que
ejercían su mando sobre las islas y las flotas de esa región marítima.
Andrés Bello, como todos los caraqueños ilustrados, vivió de cerca
esta realidad desde su primera juventud, y la gravedad de los aconte-
cimientos, que anunciaban un cambio de la situación mundial, se tuvo
que hacer para él más perceptible desde que en 1802 se incorporó a la
Secretaría de la Capitanía General, con lo que tuvo acceso a las comuni-
caciones y documentos dirigidos al Presidente Gobernador o emana-
dos de él.
Después, cuando la Península se vio envuelta en los planes estra-
tégicos de Bonaparte y el peso de la lucha se concentró en territorio·

7
«spañol forzando así la alianza entre España e Inglaterra, la importancia
que adquirieron los dominios españoles en América para el desarrollo
de la contienda apareció con toda claridad. Bello estuvo situado en una
posición privilegiada para percibirlo.
El tráfico de emisarios de las juntas constituidas en Venezuela
(Caracas, Cumaná) o de las localidades que siguieron el partido realis-
ta (Coro, Maracaibo), se intensificó, a partir de los episodios de abril
de 1810, en dirección a las islas que constituían los enclaves de vigi-
lancia inglesa en toda la zona: las propias (Jamaica, Trinidad, islas de
Barlovento y Sotavento) y las ocupadas durante la guerra (la holandesa
Curaçao, las francesas Guadalupe y Martinica y las danesas islas Vír-
genes).
Unos, los realistas, tenían a su favor la condición de aliada de Es-
paña frente a los franceses adoptada por Inglaterra desde 1808. Los
otros, los patriotas, la inclinación que desde hacía años había mostrado
el Gobierno británico a favor de la independencia de los dominios
españoles, con la vista puesta en la obtención de la libertad del comer-
cio. Las circunstancias de la lucha contra la Francia de Napoleón en 1810
determinaron que la postura adoptada por el Gobierno inglés frente
a la disputa entre España y los patriotas hispanoamericanos fuera la de
la neutralidad, con el objetivo principal de no indisponerse con una
u otra de las partes en conflicto. De ahí que las instrucciones emanadas
de Londres cuidasen mucho evitar cualquier medida que pudiera im-
plicar el establecimiento de relaciones formales con las juntas revolu-
cionarias. Pero los funcionarios británicos en la zona, gobernadores
coloniales y oficiales de la flota, no siempre adoptaron una política en
consonancia con las instrucciones de su Gobierno y actuaron trasluciendo
su inclinación favorable ora a los realistas, ora a los patriotas. Lo que
produjo disgusto en el Secretario de Estado para la guerra y las colo-
nias, lord Liverpool, que incluso se vio en la necesidad de destituir
a algún alto funcionario por la repetición de desafortunadas actuaciones,
tal es el caso de Layard, gobernador de Curaçao, ocupada por los ingle-
ses desde 1807.
El historiador inglés D. A. G. Waddell ha estudiado con detalle
cómo las actitudes británicas en la zona variaron de funcionario a fun-
cionario y según los tiempos. «Podría sugerirse —dice— que no se
podía esperar que los gobernadores coloniales, quienes eran a menudo
aristócratas u oficiales militares de rango, sintieran mucha simpatía por
movimientos que persiguieran la independencia colonial o por cualquier
subversión del orden establecido, mientras que los oficiales navales per-
tenecían a un servicio menos exclusivo socialmente. Pero probablemente
fueron más importantes los estrechos contactos que la Armada tuvo con

8
la comunidad mercantil, la cual generalmente acogió la independencia
sudamericana como una gran oportunidad comercial» '.
En cualquier caso, contemplada la situación internacional desde aque-
lla región, importante, pero alejada del epicentro de la gran conmoción
que ponía fin a toda una época, no era fácil medir el alcance de lo que
estaba ocurriendo. La realidad del incontenible movimiento hacia la
emancipación era tan inmediata, que no permitía ver que esa realidad
era sólo uno de los fenómenos en los que se manifestaba la gran mu-
tación del mundo que vivían los hombres de aquellos tiempos.
Pero Bello iba a verse transportado al centro mismo del escenario
político de aquella hora histórica. La ocasión precisa de la salida de
Caracas de la misión de la que formaba parte tiene relación con ese
tráfico de emisarios enviados a las islas bajo dominio inglés en busca
de ayuda. El almirante sir Alexander Cochrane decidió que el bergantín
Wellington zarpara con destino a Cumaná y La Guaira para recoger allí
los pliegos y representantes que las juntas quisieran hacer seguir a In-
glaterra. El navio salió de Barbados el 18 de mayo de 1810, tocó pri-
mero en Cumaná el 22 y continó a La Guaira el 29. Cuando llegó
a este puerto el 31, quizá por noticias llegadas por tierra, los preparati-
vos de la misión estaban avanzados 2. El Secretario de Relaciones Exte-
riores de la Junta Conservadora, el inteligente Juan Germán Roscio,.
impulsó la iniciativa de enviar varias misiones al exterior (Cundinamarca,.
Estados Unidos e Inglaterra) para gestionar el apoyo a la causa de los
patriotas. Para la más importante —la que tenía como destino Londres—
se designó a Simón Bolívar y a Luis López Méndez. Todo se dispuso·
rápidamente. El día 1 de junio se redactó la carta dirigida por la junta
al soberano inglés, Jorge I I I ; las instrucciones se fechan al día siguien-
te; el 4, los comisionados designados solicitan de Roscio por escrito
que se autorice a Andrés Bello para acompañarles en la misión, a lo que
accede aquél en oficio datado al día 5. La Gazeta del día 8 anuncia la
salida de la misión. El Wellington zarpó el 9 de junio.
Desde Londres, lo que Bello pudo conocer no eran ya las consecuen-
cias del conflicto europeo en una zona neurálgica de la periferia, sino
los mecanismos internos de la política de aquella potencia que dirigía
la guerra contra el Imperio continental formado por Napoleón a golpe
de victorias militares. Y también el cálculo con que el Gabinete britá-
nico obraba en sus relaciones con España.
Durante diecinueve años, desde aquel observatorio privilegiado, An-

1
Vid. DAVID ALAN GILMOUR WADDF.LI.: «Las relaciones británicas con Venezuela, Nueva Gra-
nada y la Gran Colombia, 1810-1829. Segunda parte: En las Antillas», en el volumen Bello y Lan-
dres, I, Fundación La Casa de Bello, Caracas, 1980.
2
Con fecha 28 de mayo Simón Bolívar había otorgado un poder y tomado disposiciones para
su ausencia del país.

9
•drés Bello asistió a la sucesión de los grandes acontecimientos históricos
que cerraban una época de las relaciones internacionales e iniciaban una
nueva ordenación de la sociedad de los Estados: las sucesivas coalicio-
nes, la derrota tras el desastre de la campaña rusa (1812), la abdicación
de Bonaparte (4 de abril de 1814), la determinación de los nuevos
límites de Francia (Tratado de París de 30 de junio de 1814); la sor-
presa de los Cien Días; la definitiva derrota de Waterloo (marzo a junio
de 1815); el Congreso de Viena y la serie de aquellos otros con que la
Santa Alianza quería imponer el nuevo orden europeo; el comienzo de
la descomposición de la Sublime Puerta, anunciada por la revolución
liberadora de Grecia; en fin, el agotamiento del sistema sustentado por
el legitimismo y el auge de las nacionalidades, que iban a dar su fiso-
nomía propia a los nuevos tiempos.
Años densos de acontecimientos que marcan una época histórica. Y
al fondo, la independencia de Hispanoamérica, de sus pueblos ameri-
canos, a los que desde la lejanía contempla en su unidad sustancial
y que él convierte en el eje y último objetivo de todo su esfuerzo inte-
lectual.

2. POBREZA Y DIGNIDAD

El bergantín Wellington llegó a Portsmouth el 10 de julio, después


de un mes de navegación, y al día siguiente los comisionados se trasla-
daron a Londres. Inmediatamente se pusieron en contacto con el Minis-
tro de Relaciones Exteriores, lord Wellesley. La primera entrevista se
tuvo el 16 de julio, la última fue el 9 de septiembre. Terminada la nego-
ciación, se acordó que Bolívar regresaría a Venezuela y que López Mén-
dez y Bello quedasen en Londres.
En efecto, Bolívar zarpó el 21 de septiembre en el navio de guerra
Saphire, que el Gobierno inglés puso a su disposición. Decidido tam-
bién el regreso de Francisco de Miranda, éste puso sus papeles y equi-
paje en el mismo buque, pero como Inglaterra quería evitar dar cualquier
impresión de su aprobación oficial a tal viaje, embarcó días después en
un paquebote regular, luego de haber notificado de su propósito al
Ministerio británico, a lo que éste no dio respuesta 3 .
Precisamente en casa de Francisco de Miranda, en 27 Grafton Street,
quedaron viviendo Bello y López Méndez hasta probablemente mediados
de 1812. Aquella casa se había constituido en un punto de reunión de
los hombres que, atraídos por la personalidad del brillante y culto cara-
3
Estos matizados detalles de la política londinense se perdían a través del océano, y cuando
Miranda se trasladó desde Curaçao a La Guaira lo hizo en un barco de guerra puesto a su dispo-
sición por el gobernador Layard, lo que enfureció a lord Liverpool.

10
queño, simpatizaban con la independencia de la América española. Las
instrucciones preparadas para los comisionados por la junta de Caracas,
preveían el encuentro con Miranda y tenían en cuenta los inconvenientes
que pudieran seguirse para la misión del contacto con quien no sólo era
mirado con cautela en Venezuela, sino en la misma Inglaterra, y desde
luego por las autoridades españolas, a las que de ninguna manera quería
irritar en aquellos momentos el Gobierno inglés.
Una vez en Londres, no sólo entró Miranda en contacto con los tres
enviados de la Junta, sino que se convirtió en su guía. En su domicilio
se reunieron y allí se conversaría de la estrategia con que debían ser
orientadas las difíciles negociaciones. No es difícil imaginar lo que serían
aquellas reuniones en que se encontraron frente a frente las tres figuras
claves de la América que nacía, Miranda, Bolívar y Bello, enmarcados
en aquel ambiente que el primero había sabido crear con los recuerdos
de sus viajes y, sobre todo, con la famosa biblioteca que reunió pacien-
temente durante años. Pi Sunyer, que nos ha dejado un evocador estudio
de la historia de esa casa, nos habla que el 19 de julio —recién llegados
los enviados de Caracas— se sirvió un té en las salas de la casa de
Grafton Street con numerosa y lucida asistencia. «Una fiesta brillante,.
de intención patriótica y política, que viene a ser como el último destello
de los afanes y labores de Miranda en Londres» 4.
Después de la partida de Miranda todo continuó igual en la casa,
custodiada por la fiel Sara Andrews, acompañada de los dos hijos,
Leandro y Francisco.
Mediado 1812 llegaron a Londres las noticias de los desastres que
habían puesto fin a la Primera República. Con ellos, la prisión del pro-
pio Miranda.
López Méndez y Bello se separan buscando cada uno su propio aco-
modo. El primero era hombre de fortuna, aunque quedaría arruinado
en los años siguientes al comprometer sus propios bienes en la ayuda
a la Independencia, hasta llegar a conocer la prisión por deudas.
Para Bello se inicia el período oscuro y más duro de su estancia en
Londres, los años en que, como dice Rafael Caldera, «todo es invierno».
La casa de Miranda estaba situada en el Soho, una zona limítrofe
a la City que hasta el siglo xvm había sido puro campo. Después del
gran incendio de 1666, comienza la expansión del casco urbano fuera del
recinto de la «Milla Cuadrada», y el Soho se fue incorporando a Lon-
dres; la iglesia de St. Patrick, levantada en 1793 por el reverendo
Patrick O'Learly, donde fueron bautizados los hijos de Miranda y fue
párroco el famoso padre Viscardo, era un punto de referencia. En 1756,
4
Vid. CARLOS P I SUNYER: El archivo y la casa de Miranda, 3.* ed., Instituto de Estudios His-
tóricos Mirandinos, Caracas, 1969, pág. 89.

11
la población de Londres había desbordado la City, que perdió su carác-
ter residencial para convertirse en centro comercial, bancario y sede de
las Corporaciones. El tráfico mercantil impulsó la instalación de mue-
lles y almacenes a lo largo de las dos orillas del Támesis, y el trazado de
plazas y calles dilató el perímetro de una ciudad habitada no sólo por
los ingleses, sino también por los emigrantes, que ya entonces acudían
en gran número a apiñarse en la capital del Imperio. F,se año se inició
la construcción de una carretera (The New Road) desde Tottenham Court
Road hasta Battle Bridge, y esto facilitó la rápida construcción de casas
y calles en el distrito de St. Paneras, una zona de tierras que pertene-
cieron a un monasterio cartujo y que, después de haber sido incautadas
por la Corona, fueron donadas a comienzos del siglo xvni al alcalde de
Londres. La construcción dentro del distrito no fue ordenada. La crisis
financiera determinó que muchos lotes de terreno se vendieran a bajo
precio, y la especulación del suelo estimuló una urbanización anárquica
y pobre, en la que vino a alojarse una gran variedad de emigrados,
griegos, franceses, irlandeses, a la que se sumó, ya en los comienzos del
siglo xix, la afluencia de los españoles e hispanoamericanos.
Este era el barrio de Somers Town, al que fue a alojarse Andrés
Bello cuando abandonó la casa de Miranda. Su primera dirección cono-
cida fue 6, Poland Street. La hallamos en una carta de Blanco White,
datada en 1814. Pero sus cambios de domicilio se hicieron frecuentes,
síntoma de la inestabilidad de su vida. Pedro Grases habla de once
direcciones diferentes, pero claramente establecidas sólo hay cuatro.
Todas nos sitúan a Bello en un Londres suburbano, de gentes de
escasos recursos, pero sobre todo los primeros domicilios corresponden
a una zona realmente pobre, que contrastaba con el Londres al que
pertenecían las gentes con las que o tuvo relación —como James Mili
o el doctor James Moore, hermano del general Moore, muerto en la
batalla de La Coruña— o supieron de él y le socorrieron a distancia
—como el refinado bibliófilo lord Holland o el anticuario y diplomático
W. Richard Hamilton.
Londres era una ciudad de 800.000 habitantes, llena de contrastes,
con separaciones sociales muy rígidas, en las que el refinamiento de una
clase culta y exclusiva coexistía con el hacinamiento miserable de una
población en la que el crimen y el vicio eran dominantes. Es el Londres
de Dickens, en el que los siniestros recintos de King's Bench o de
Wood Street Compton (las cárceles para los deudores) eran la amenaza
permanente para los desheredados de la fortuna 5.

5
Una admirable descripción del Londres del tiempo de Bello ha sido dada por MIRIAM BLANCO
FOHBONA en su estudio «El Londres de Andrés Bello», en Bello y Londres, I, Fundación La Casa
•de Bello, Caracas, 1980, págs. 177-195.

12
Como los sueldos que de manera más bien irregular envió el Go-
bierno de Venezuela hasta 1812 cesaron a partir de entonces 6 , Bello
buscó la manera de sobrevivir, siguiendo la sugerencia de Blanco White,
dando clases de español y francés. En una carta suya a Pedro Gual de
varios años después (14-VIII-1824), él mismo recordó esto y aludió
también a haber trabajado llevando la correspondencia en español en
una casa comercial, sin mayores precisiones.
Pero desde esa primera hora de inseguridad quiso volver a América,
para escapar de aquella ciudad en la que se encontraba perdido como un
náufrago. En 1813 parecía que la suerte del movimiento emancipador
estaba echada, y la presión que debió esto ejercer sobre él explica sobra-
damente el memorial que el 31 de junio de 1813 dirigió al Consejo de
Regencia por medio del embajador de España en Londres, conde de
Fernán Núñez. Este lo remitió al Supremo Consejo, con sede en Cádiz,
el cual decidió el 28 de julio oír el parecer de don Domingo de Monte-
verde, elevado a la Gobernación y Capitanía General de Venezuela
desde la capitulación de Miranda. Bello solicitaba acogerse al beneficio
de la amnistía proclamada en Caracas y permiso «para regresar a cual-
quiera parte de los dominios de S. M. o a la que V. A. tenga por
conveniente...» 7 . Pero la comunicación de la Regencia, dirigida a Mon-
teverde, no pudo llegar a su destino porque el 7 de agosto Bolívar en-
traba en Caracas y el capitán general hubo de refugiarse en Puerto
Cabello. Bello, como los demás hispanoamericanos, recibieron las noti-
cias del cambio en Caracas como el anuncio de una recuperación de su
situación normal. Vivía, sin duda, muy modestamente, pero debió ha-
berse sentido con alguna esperanza.
En el corto período que va de la retirada de Monteverde a la caída
de la Segunda República con la entrada en Caracas del jefe realista José
Tomás Boves (julio de 1814), Bello debió vivir en pura expectación de
las noticias que con distancia de uno o dos meses de retraso le traían
las incidencias de la lucha lejana. También debió sentirse con cierta
seguridad, pues a pesar de sus estrecheces contrajo matrimonio: en mayo
de 1814 casó con Mary Ann Boyland, una muchacha de veinte años, de
origen irlandés y, sin duda, de familia muy modesta.
Aunque M. L. Amunátegui dice que al principio de este período
6
En vísperas casi del desastre de 1812, en carta de 10 de marzo, Juan Germán Roscio escribía
a Bello: «Por las casas de relaciones mercantiles de Whason, hemos dirigido cuanto ustedes necesitan
para pagar lo que deben, y para sostenerse en esa corte hasta su retirada, que se aproxima». Repro-
ducida Integra en M. L. AMUNÁTEGUI: Vida de don Andrés Bello, Santiago de Chile, 1952, pág. 83.
7
Este documento fue localizado en 1950 en el Archivo de Simancas y en el Histórico Nacional
de Madrid. Ha sido publicado repetidas veces: MARIO BRICEÑO IRAGORRI, en El Universal, Caracas,
1953; Angel Grisant!, Bello y Vargas en relación con esenciales problemas de cultura y la política
•durante la colonia y la independencia de Venezuela, y GUILLERMO MORÓN en El libro de la fe,
Madrid, 1955, y lo ha estudiado HÉCTOR GARCÍA OIUECOS en su artículo «Andrés Bello y su afecto
por América», La Esfera, Caracas, 30-XI-56 (reproducido en el Sexto Libro de la Semana de Bello
en Caracas, 1957).

13
recibió Bello una ayuda del Gobierno británico, no ha podido ser esta-
blecido documentalmente 8 . Sin embargo, sí la recibió desde 1 de junio
de 1814 y durante un año, del Gobierno de las Provincias del Río de la
Plata y gracias al diputado de éstas en Londres, don Manuel de Sarratea.
El propio Bello, en carta dirigida el 3 de agosto de 1815 a aquel Supremo
Gobierno de la Plata, dice que fue él quien «instruido de la situación en
que me hallaba, me manifestó (lo que habíamos sabido ya por otros
conductos) que las intenciones del Gobierno de Buenos Aires, luego que
llegó a su noticia la ocupación de Caracas, habían sido enviar algunos
socorros a don Luis López Méndez y a mí; y creía corresponder a sus
deseos anticipándose a favorecerme, y haciéndome a nombre del expre-
sado Gobierno la asignación de 150 libras esterlinas al año, lo cual
empezó a correr el 1 de junio de 1814» 9 . Es un ejemplo de la solidaridad
que las luchas emancipadoras en todo el territorio de la América espa-
ñola creó entre los hispanoamericanos en Europa.
A comienzos de ese año se supo en Londres que Bolívar había to-
mado Bogotá y había puesto fin a la separación entre los gobiernos de
Tunja y Cundinamarca. Esto podía ser presagio de una campaña favo-
rable a la emancipación de Venezuela. Vuelve a intentar el regreso
a tierra americana. El 8 de febrero de 1815 escribía al Secretario del
Gobierno de Cundinamarca pidiendo su protección para poder trasla-
darse a Nueva Granada, pero la comunicación cayó en manos del general
Morillo cuando el jefe español había llegado a Bogotá y Bolívar partido
para Jamaica. Esta evolución de la situación americana explica que,
insistiendo en su deseo de abandonar Europa y viendo la favorable dis-
posición del Gobierno de las provincias de la Plata, escribiera la men-
cionada carta de 3 de agosto de ese año en petición de «los socorros
necesarios para mi embarque y traslación a ese país».
Su vida en Londres debió ser entonces sumamente precaria. El 30
de mayo de 1815 había nacido su primer hijo, Carlos, y la incertidumbre
por su falta de medios se agudizó. No tenemos muchos datos, pero la
correspondencia de Blanco White (cartas de 30 de diciembre de 1815
y 5 de enero de 1816) evidencia que había acudido una vez más a su
amigo, y éste, siempre dispuesto a la ayuda, movió sus influencias cerca
de la poderosa familia de lord Holland. La gestión tuvo éxito y Bello
consiguió una ayuda, cuyo importe desconocemos.
Pero hay datos suficientes para juzgar que con deudas y apremiado
por las necesidades, Bello se debatía en dificultades. A fines de ese año
8
Vid. ob. cit., pág. 89. Sobre esto parece que la situación sigue siendo la misma que nos dio
PEDRO GRASES en nota a su estudio «La Argentina en los años londinenses de Bello», en Estudios
sobre Andrés Bello, II, pág. 109, es decir, los nombres de López Méndez y de Bello no aparecen
en los papeles del Public Record Office, de Londres, entre aquellos que recibieron subsidios del
Gobierno británico.
5
El texto íntegro de la carta en el trabajo de P. Grases citado en la nota anterior, pág. 104.

14
se trasladó con su familia a una vivienda humilde en el suburbio de
Somers Town (15, Eveshams Building). En esa época es cuando se suele
situar, sin demasiada seguridad, su aceptación del encargo que le propu-
siera James Mili, consistente en descifrar unos manuscritos de Jeremías
Bentham, de dificilísima lectura. Pero, en cambio, tenemos la prueba
de que aceptó en 1816 otra tarea penosa: la corrección de una traduc-
ción española de la Biblia y la comparación de las versiones del padre
Scio y del obispo Amat. Allí volcó Bello sus poderosos conocimientos
de latinista '°.
Nada es más expresivo, sin embargo, para atisbar la situación real de
Bello que las cartas de su protector incansable, Blanco White:
«Hablé a Murphy ayer, y estoy seguro de que si él se hallara en la
situación que antes, tendría usted al momento un medio de sosegar su
inquietud y vivir decentemente hasta mejores tiempos. Pero a falta de
esto me manifestó el mayor interés por usted; pensó en una porción de
gentes que acaso pudiesen darle a usted empleo; y me sugirió una per-
sona, a quien acabo de escribir sobre el asunto con cuanto empeño soy
capaz. Es un comerciante correspondiente de mi padre. Si éste no puede,
se acudirá a otro que Murphy ha pensado. En fin, se hará cuanto el más
vivo deseo de sacar a usted de su apuro pueda dictarnos.»

Los esfuerzos del amigo dieron algún resultado. El 23 de octubre


de 1816 le escribe de Holland House para decirle que el Subsecretario de
Estado del Ministerio de Asuntos Exteriores, William Richard Hamilton,
quería encargarle unas lecciones ". Así obtuvo ser tutor de los hijos de
este diplomático y político, perteneciente a una distinguida familia, fa-
moso por haber enriquecido el Museo Británico con piezas arqueológi-
cas procedentes de Egipto y Grecia. Este empleo significó para Bello
una tranquilidad durante algún tiempo —comprendía sueldo, casa y co-
mida—, y según Amunátegui fue determinante de que no se resolviera
a «aceptar el ofrecimiento que el Gobierno de las Provincias del Río
de la Plata le hizo el 15 de noviembre de 1815», aunque la diferencia
de fechas no abona esta hipótesis.
Aunque su situación económica había mejorado —en 1818 se mudó
a 18, Bridgewater Street, donde por primera vez no está en condiciones
de realquilado—, años después pasó, en esa casa, por la prueba más dura
de su período londinense: Mary Ann muere el 9 de mayo de 1821. Esta
pérdida sumió a Bello en una profunda crisis de abatimiento, que afectó
10
El origen de este trabajo estuvo en la petición que con tal fin formuló el conservador del
Museo Británico, Mr. Blair, al español José María Fagoaga, que también vivía en Londres expa-
triado desde 1815. Conocedor de la preparación latinista de Bello, le trasladó la petición en carta
de 31 de julio (reproducida íntegra por AMUNATEGUI, en ob. cit., pág. 101), dándole la dirección
tie Mr. Blair, quien, según afírma Felíu Cruz, ya había utilizado sus servicios para catalogar los
manuscritos españoles de la Biblioteca.
" La carta en M. L. AMUNÍTEGUI: Ob. cit., pág. 96.

15
incluso a sus convicciones religiosas y le hizo atravesar probablemente la
más honda depresión espiritual de su vida ,2.
Además, para entonces había terminado su trabajo de tutor de los
hijos de W. R. Hamilton, a los que había preparado para la Universidad.
En 1820 ha vuelto a caer en la necesidad de resolver su situación con
trabajos sin aliciente y mal pagados: se encarga de la correspondencia
de la firma Gordon, Murphy and Co., gracias a una gestión más de
Blanco White.
Su situación, no obstante, será otra a partir de mayo de 1822. Se
cierra el largo decenio de inseguridades y de sombríos presagios, que
tanto le torturaron. En el cambio interviene quien va a ser otro de los
grandes amigos de aquellos años, el guatemalteco Antonio José de Iri-
sarri, que estaba encargado como ministro plenipotenciario de la Lega-
ción de Chile en Londres y con el que se había relacionado unos años
antes, hasta crearse entre ambos una entrañable amistad. La carta de
Bello en que cuenta a Irisarri su situación y le pide un puesto en la
Legación es de 18 de marzo de 1821. Irisarri no pudo atenderlo de
momento, pero el 22 de mayo del año siguiente le anuncia desde París
que está en condiciones de ofrecerle, con carácter de interino, la secre-
taría de la Legación.
Desde ese momento se inicia para Andrés Bello una nueva situa-
ción. Hasta que sale de Inglaterra ejerce funciones diplomáticas. En
la Legación de Chile permaneció hasta noviembre de 1824, en que fue
designado para el mismo puesto en la Legación de Colombia.
Ese mismo año contrajo segundo matrimonio con Isabel Antonia
Dunn, veintitrés años, probablemente también de origen irlandés. Sería
la compañera el resto de su vida y aún le sobrevivirá ocho. En 1825 se
traslada al que será su último domicilio en Inglaterra: 9, Egremont
Place.
Las dificultades con que tuvo que enfrentarse en esos años fueron
de otro carácter y están relacionadas con sus superiores y su trabajo
en las Legaciones.
Corresponde tratarlas luego, al ocuparnos de su acción diplomática;
pero sí hemos de decir aquí, al finalizar este bosquejo de su itinerario
durante este período, que al atravesar tan difíciles años, Bello supo
hacer frente con dignidad a su pobreza, su carácter se curtió y proba-
blemente se hizo más ostensible aquella actitud reservada que sus pro-
pios dilectos amigos observaron en él. Se apoyó en la amistad, de la
que tuvo oportunamente raros ejemplares a su lado, y la pobreza y la

12
El 10 de enero de ese mismo año había muerto también su tercer hijo, Juan Pablo Antonio,
antes de cumplir un año. Era el primero de la larga serie que vería desaparecer a lo largo de su
Vida.

16
inseguridad resaltaron más, como en seguida veremos, su tesón para
encontrar en el estudio refugio frente a la dura realidad.
Su encuentro con Irisarri sería providencial, porque él le abriría el
camino que debía conducirle a Chile.

3. LA AMISTAD COMO SALVACIÓN: HOMBRES Y LIBROS

Para poder valorar lo que supuso su quehacer intelectual durante


los años de Londres es necesario, ciertamente, conocer su circunstancia
humana. Apreciada en su conjunto, con sus momentos de bonanza y
tempestad, de esperanza y de depresión, estamos en condiciones de es-
timar adecuadamente todo el mérito del esfuerzo de su mente y de su
capacidad de trabajo; la vocación investigadora y la intensidad con que
se entregó al estudio. La historia de sus caminos intelectuales es, en
verdad, un formidable espectáculo.
Pero entre lo que en él fueron los afanes de cada día y la realidad
de su mundo interior —pensamiento y sentimientos— encontramos lo
que fue su punto de apoyo, su refugio frente a las adversidades: la
amistad como salvación. De unos hombres —unos pocos— y de los
libros, siempre fieles.
En las tres etapas de su vida nunca fue esto tan cierto como en la
que vivió en Inglaterra.
Merece la pena detenerse un momento.

Los amigos lejanos

Quizá muchos se dijeron sus amigos en los días de Caracas, cuando


era un poeta conocido, próximo al capitán general. Aquellos que pasea-
ron con él a la sombra del samán prodigioso. El los tuvo presentes
cuando compuso su Alocución a la poesía, y dejó los nombres de los
de más aciago destino prendidos en las estrofas del poema, como aquel
Javier Ustáriz, compañero de afanes y tertulias.
Pero cuando se alejó de su patria lo siguieron con el pensamiento
dos muy señaladamente: Juan Germán Roscio y Juan Robertson.
El primero no esperó que Bello llegara a su destino, y mientras na-
vega éste le hace seguir una carta que será la primera que leerá en
Londres. «Nada hemos sabido de usted y compañía desde que zarparon
de La Guaira. Ahora que sale para Londres la corbeta Guadalupe, su
capitán Head, aprovecho la ocasión de manifestarle el deseo de feli-
cidad de su viaje y de la comisión.»
Y se despide con estas palabras en que se revela toda la estima in-

17
telectual que Bello había ganado entre los más clarividentes de sus com-
patriotas: «Ilústrese más para que ilustre a su patria.»
Juan Germán Roscio era doce años mayor que Bello. Alumno como
él de la Universidad caraqueña, se graduó en Derecho Canónico y Civil
y dejó siempre evidente una completa formación jurídica que supo
poner al servicio de la causa de los patriotas. En sus cartas a Bello
de 10 y 24 de septiembre de 1810 —proximidad de fechas que habla
por sí sola— se contiene una argumentación a favor de la constitución
de las Juntas, en un todo coincidente con la que se contenía en el dic-
tamen de la Universidad de Sevilla de 1809, para legitimar la que los
españoles habían formado en esa ciudad, y desde luego basada en la
doctrina suareciana de la traslación de la soberanía.
Hay que tener en cuenta que, además de su amigo, Roscio era el se-
cretario de Relaciones Exteriores de la Junta Conservadora constituida
en Caracas, y sus palabras vienen a ser como instrucciones para funda-
mentar la justificación de la Junta de la que los viajeros eran comi-
sionados.
La comunicación epistolar con Roscio no sólo permitió a Bello te-
ner noticias de los suyos, pues el político no olvidaba nunca que su
amigo lo necesitaba —«en su casa no hay novedad» es una frase que
repite antes de la despedida—, sino que también le tuvo informado
de los acontecimientos que se sucedían en Venezuela en aquellos prime-
ros confusos pasos de la vida independiente. En este orden, la carta de
Roscio de 9 de junio de 1811, enormemente extensa, tiene todo el ca-
rácter de un documento histórico de primera importancia. En ella rela-
ta todas las incidencias que se siguieron a la irrupción de Miranda en
la vida de la llamada Primera República. Carta dura para el Precursor,
que no dejaría de consternar a Bello, ganado a la admiración de Fran-
cisco de Miranda, en cuya casa vivía al recibirla.
La última carta de las seis que se han conservado de Roscio a
Bello ,3 precede en unas semanas a los trágicos sucesos que determina-
rían la entrada de los realistas en Caracas. Roscio fue preso, trasladado
a Cádiz y, finalmente, recluido en el presidio de Ceuta. Dos años des-
pués logró evadirse y pasar a Jamaica y de allí a Filadelfia. Volvió a in-
corporarse a la vida política de su país en 1818, y se esforzó en preparar
la organización jurídica de la Gran Colombia durante unos años de gran
convulsión política. Le sorprendió la muerte el 13 de marzo de 1821,
cuando se debatía por estructurar el nuevo Estado.
El que hemos llamado decenio oscuro del tiempo de Bello en Lon-
13
Todas ellas fueron dadas a conocer por M. L. AMUNATF.GUI al incluirlas íntegras en su Vida
de do» Andrés Bello: la de 29-VI-1810, en pág. 58; la de 10-IX-1810, en pág. 59; la de 24-ΙΧ-1810,
en pág. 61; la de 9-VI-1811, en las págs. 68 a 77; la de 31-VII-1811, en pág. 77, y la de 10-III-1812,
en pág. 83.

18
dres (1812-1822) no pudo, al parecer, recibir el consuelo de esta lejana
amistad. Recordaría sus grandes cualidades cívicas en la Alocución a la
poesía y le llamó «amigo fiel», como Roscio encabezó siempre sus car-
tas con un invariable «Mi amado Bello».
El otro amigo que hace llegar a nuestro hombre su afecto en los
primeros tiempos de su estancia en Londres fue John Robertson M. Su
relación se inició en los años en que el caraqueño era funcionario de la
Capitanía General. Era un militar anglo-canadiense que en 1804 había
formado parte del cuerpo expedicionario británico que ocupó Surinam
y parte de la Guayana holandesa, pero que tres años después abandonó
el ejército y fue designado secretario del Gobierno de Curaçao. Cuando
partió de Inglaterra para este destino, el Gobierno de William Pitt,
tras el interludio de Amiens, concentraba todas sus energías en la lucha
contra Napoleón. Con este fin planeó la operación de la ocupación de
determinadas partes de los dominios españoles en América, a fin de
impedir que pudieran caer en manos de Francia. Arthur Wellesley pre-
paraba con ese objeto una expedición militar desde febrero de 1807,
y los hombres y los pertrechos de guerra se reunían en el puerto de
Cork. Aquel mismo año, Inglaterra, con ese fin, conquistaba Curaçao.
Tal es el clima reinante en Inglaterra cuando Robertson parte para su
nuevo puesto; pero cuando desembarca, en junio de 1808, la situación
ha cambiado. El levantamiento del pueblo español ha convertido a
España en aliada de la Gran Bretaña contra Francia. Como consecuen-
cia de la nueva situación, y para neutralizar la acción de los emisarios
franceses, el nuevo gobernador de Curaçao, Cockburn, se apresuró a
establecer contacto con el capitán general Juan de las Casas. En esas
negociaciones le cupo a Bello un papel importante, y la continuación
de esta política es lo que llevó a Robertson a Caracas. Su misión tenía
un propósito comercial: fomentar el tráfico entre Gran Bretaña y los
puertos de Tierra Firme, logrando una importante reducción de los de-
rechos arancelarios que lo frenaban. Y tuvo pleno éxito.
En esa ocasión se conocieron Bello y Robertson. La visita del inglés
y sus consecuencias dieron motivo al extenso informe, de fecha 19
de noviembre de 1808, en que el capitán general daba cuenta a las
autoridades peninsulares de lo tratado. El borrador que se conserva
está escrito de puño y letra de Bello ,5. Es un documento extenso en el
que se hace una descripción detallada de la situación creada en el co-
mercio de aquellas provincias por causa de la guerra y se razona la con-

14
La obra más importante sobre esta figura es la de CARLOS P I SUNYF.R: El general Juan Ro-
bertson, un procer de la Independencia, Caracas, 1971. También la ha estudiado SERGIO FERNANDEZ
LARRAÍN en el cap. II de su obra Cartas a Bello en Londres, Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile,
1968.
15
Recogido en el vol. XIX de las Obras Completas, cd. de Caracas, 1957, págs. 61 y ss.

19
veniencia de la reducción arancelaria para impulsar el tráfico mercantil.
La importancia del texto es indudable, porque allí tenemos las ideas
de Bello, dado que el borrador denuncia que no está hecho al dictado.
Es el primer texto conocido de él sobre materia de política comercial.
Pero lo que interesa ahora es que allí se inició una amistad que
seguiría a Bello cuando salió de Venezuela. El intercambio epistolar
entre Curaçao y Caracas se inició en seguida. Para el caraqueño este
conocimiento le sirvió como medio de proporcionarse libros y perió-
dicos. Las noticias sobre esto se entremezclan con los comentarios so-
bre la misión de Robertson. El 10 de enero de 1809, Robertson le
escribe: «A los que le he enviado hasta aquí, agrego ahora los últimos
números del Political Register, de Cobbet, el escritor más hábil y atre-
vido de Inglaterra desde el tiempo de Junius.»
El mes siguiente (carta del 2 de febrero), Robertson anuncia a su
corresponsal el cumplimiento de pedidos de éste: «He escrito a Ingla-
terra pidiendo varios ejemplares del Viaje, de Depons, tanto en inglés
como en francés; de la Gramática, de Palenquais, y del Diccionario
Inglés-Español» 1é.
Se advierte en este diálogo epistolar cómo aumenta la intimidad
entre ambos. En las que corresponden al tiempo en que Bello está en
Caracas hay un valor biográfico importante, porque nos informan sobre
las obras que Bello pedía y, sobre todo, su interés por los idiomas.
Los términos en que Robertson se expresa son cordiales y abiertos, sin
dejar de mantener un tono de respeto hacia su amigo.
Una vez en Inglaterra, y decidido el regreso de Miranda, Andrés
Bello escribe a Robertson, presentando al famoso caraqueño y pidién-
dole le ayude. La carta no ha llegado a nosotros, pero deducimos lo
que antecede por la respuesta de Robertson, de fecha 10 de diciembre
de 1810, de gran interés histórico por los datos que contiene, tanto
sobre la llegada de Miranda como la posterior de Bolívar.
El afecto profundo que Robertson siente por su amigo está eviden-
te en las primeras frases de la carta: «Con mucha razón —le dice, sin
duda correspondiendo a los sentimientos manifestados por Bello en la
carta que contesta— se lisonjea usted de la continuidad del afecto e
interés que usted me ha inspirado. Siendo la estimación y la amistad
la base esencial de ese afecto y de ese interés, puede usted estar conven-
cido de que ellos serán inalterables.»
Como con Roscio, los acontecimientos de Caracas en 1812 significan
una interrupción en el contacto entre los dos amigos. Robertson, una
vez abandonado su cargo, se incorpora a las filas del ejército del Liber-
tador. Hace con él las campañas de 1813; le acompaña en el exilio a
16
Reproducidas por M. L. AMUNXTEGUI en su tantas veces citada biografía, págs. 41 a 43.

20
Jamaica; vuelve a combatir en las acciones del norte de Colombia, y
muere en Kingston en 1815.

La comunidad de los emigrados

Londres se había convertido ya a finales del siglo xvm en punto


de reunión de emigrados de muy diverso origen. En el primer cuarto
del Xix lo sería de los de habla española. De la Península afluyeron pri-
mero los que huyeron de la invasión francesa; después, los que hubie-
ron de salir en los dos períodos de dominio absolutista (1814-1820 y
1823-1833), sin faltar la otra oleada de fugitivos, más reducida, que
escaparon a la reacción del trienio liberal (1820-1823) ' 7 . Estas oleadas
de emigrados políticos vinieron a coincidir en la capital británica con
los hispanoamericanos que llegaban a Londres como enviados de sus
nacientes gobiernos y que quedaron aquí sometidos a las consecuencias
de las cambiantes situaciones que las luchas por la independencia pro-
vocaron durante más de dos decenios. Se creó entre todos ellos una
curiosa comunidad, en la que los vínculos de unión eran el común
origen hispánico y la lengua. Eran, en general, hombres cultos, muchos
de ellos en grado sobresaliente, cargados de inquietudes intelectuales y
de vocación literaria, y esto les aproximó, por encima de diferencias
políticas, en ocasiones radicalizadas por su propia condición de exilia-
dos. Aquí, como siempre, funcionaron las afinidades electivas, pero en
general hubo una predisposición a estrechar lazos y a ayudarse en las
dificultades.
Andrés Bello participó de ese espíritu dominante en la comunidad
hispanohablante de aquella ciudad, en la que era duro abrirse camino,
pero en la que, también, como el propio Bello escribirá, «en ninguna
parte es más audaz la investigación, más libre el vuelo del ingenio».
Entre algunos de sus componentes encontró ayudas esenciales para so-
brevivir, y él mismo ayudó a otros en sus afanes intelectuales.
La nómina de aquellos con los que se relacionó es extensa. Pedro
Grases tiene iniciada sobre esto una investigación, que ojalá concluya
algún día, en la que podemos ver agrupados hombres de singular sig-
nificación política y literaria 18.
17
La obra más importante sobre este fenómeno cultural de los emigrados españoles, aunque
circunscrita a un período determinado, sigue siendo la de VICENTE LLORENS CASTILLO: Liberales y
románticos; una emigración liberal española en Inglaterra (1823-1834), El Colegio de México, Méxi-
co, 1954.
18
Vid. su estudio «La trascendencia de la actividad de los escritores españoles e hispanoame-
ricanos en Londres, de 1810 a 1830», recogidos en el volumen Tiempo de helio en Londres y otros
ensayos, Caracas, 1962, págs. 59 a 123. También es importante a este respecto el estudio sobre
Andrés Bello contenido en el tomo I I I de las Obras Completas de MIGUEL ANTONIO CARO, Bogotá,
1921; y bastante completa la referencia de FERNANDEZ LARRAÍN en su obra citada [14], págs. LXXII
7 *>.

21
No sería propio de este lugar seguir el curso de estas relaciones y
de los múltiples trabajos emprendidos conjunta o separadamente. En
el transcurso de varios años se encontraron unidos, vivieron en los
mismos barrios, acudieron a los mismos lugares. «En el London Coffee
House —relató Arístides Rojas ' 9 — se reunían con frecuencia Miche-
lena y Zabala, mejicanos; García del Río, Francisco Rivas Galindo,
López Méndez, Rocafuerte y otros, por Colombia; Irisarri y Egaña,
por Chile.»
Interesa sólo evocar la imagen de aquellos que fueron decisivos para
Andrés Bello en su difícil andadura londinense.

Blanco White

El primero de todos ha de ser este español singular, inteligencia su-


perior, espíritu profundo y, sobre todo, alma grande y buena, como
tuvo ocasión de demostrarlo con el propio Andrés Bello, aunque pro-
fundamente desgarrada por sus dudas religiosas x.
Llegó a Londres pocos meses antes que el caraqueño (3 de marzo
de 1810), y pronto fue protegido por el poderoso lord Holland, lo
que le permitió penetrar en el exclusivo círculo de Holland House,
donde vivió como tutor de los hijos del aristócrata inglés. Se dio a
conocer rápidamente por medio de la publicación de El Español, que
acometió él solo y que duró hasta 1814. Desde sus páginas arremetió
contra España con un ardor injusto, por totalizador, pero que encontró

19
Vid. ARÍSTIDES ROJAS: «Andrés Bello y los supuestos delatores de la Revolución», en Segundo
Libro de la Semana de Bello en Caracas, Caracas, 1953, pág. 264. Llevado Rojas de su entusiasmo
por don Andrés, le atribuye un papel de leader del grupo que no corresponde con la realidad,
aunque fuera verdad que todos reconocían en él la jefatura de una inteligencia superior, ivro las
prendas del saber no han sido nunca por sí solas bastante para convertir al que las posee en
tapitán de ningún grupo.
2(1
La vida y el pensamiento de José María Blanco White no tienen todavía el estudio completo
y sereno que merecen. Menéndez Pelayo lo consideró desde el ángulo preciso de su heterodoxia
(Historia de los heterodoxos españoles, ed. de las Obras Completas, Santander, 1947, tema VI),
y por eso sus juicios son severos, pero incompletos para abarcar un ser tan complejo y denso.
EDUARDO ARROYO LAURBDA, venezolano, publicó en 1931 su estudio Un desencantado de España y
un buen amigo de América, en el que atiende principalmente a su preocupación por el fenómeno
Indepeadientista, sin pretender estudiar todas las dimensiones de su pensamiento. La vinculación
que unió a Bello con Blanco White ha sido estudiada por Pi SUNYEK en sus trabajos «Blanco
White» y «Bí Español», de Blanco White», en Patriotas americanos en Londres. El conocimiento
de Blanco White se ha enriquecido con la aportación de VICENTE LLORENS, que ha editado sus
Cartas de España (Alianza Editorial, Madrid, 1972) con un documentado estudio preliminar, ceñido
ftl objeto de estos escritos. Ese mismo año el novelista JUAN GOYTISOLO sacó en Buenos Aires la
Obra inglesa, de BIANCO WHITE, antología precedida de un prólogo parcial y de cortos alcances,
que se apresuró a difundir en Francia la editorial parisiense Ruedo Ibérico al año siguiente (difu-
»ión saludada en Le Monde, 29-XI-1973, por ALBERT BENSOUSSAN con un comentario que es buen
ejemplo de la interpretación torpe y rmitiladora de la imagen de Blanco White que corre en ciertos
medios aprovechándose de su acerba crítica antiespañola). Mientras llega la gtan obra que merece
este espíritu profundo y atormentado, sigue siendo la mejor obra sobre él la que escribió MAKIO
MÉNDEZ BEJARANO: Vida y obra de José María Blanco y Crespo (Madrid, 1921). Pero en las biblio-
tecas de la Universidad de Liverpool y del Manchester College de Oxford aguardan los cuadernos
del archivo personal de Blanco White al investigador que quiera ahondar en el misterio de su
mente.

22
aplauso en muy determinados sectores ingleses. Simultáneamente apoyó
la causa de los movimientos de independencia en Hispanoamérica, aun-
que fuera claramente opuesto a la radical emancipación, lo que le valió
la felicitación de la Junta de Caracas y que sus artículos fueran reco-
gidos en la Gazeta de esa ciudad. Su inconformismo y su acerado espí-
ritu crítico le levantaron enemigos en todas las esquinas. «Tantos odios
convergentes —ha escrito Méndez Bejarano 21— han casi borrado de
nuestra historia literaria el rastro de una de las más acentuadas perso-
nalidades e inteligentes figuras de su tiempo, superior a muchos pro-
saicos versificadores y medianos prosistas que usurpan su lugar en el
panteón de nuestras glorias.»
Para Bello fue un protector incansable, que no cejó en su empeño
de sacarlo de apuros. Su contacto se estableció en 1.811, y la amistad
íntima aparece ya clara en las primeras cartas conocidas, datadas en
los primeros meses de 1814.
Blanco White se incorporó plenamente a la situación personal de
Bello y no se concedió reposo para aliviarla. El le consiguió, como ya
vimos, la ayuda de lady Holland y la tutoría de los hijos de W. Richard
Hamilton, y el empleo en una casa comercial, y le buscó clases de es-
pañol y latín, como lo acredita un párrafo de la carta fechada en Pali
Mall el 25 de enero de 1819: «Mi amigo Christie me encarga pregunte
a usted si quiere dar una lección de español en Micham about 8 miles
from town, on the Brighton Road. Plágame el favor de responderme.»
En el orden de lo puramente íntimo y personal, habiendo tantos
testimonios, ninguno iguala a la carta que Bello recibió de su protec-
tor, fechada el 8 de julio de 1821, cuando acaba de enviudar, quedando
solo con sus dos hijos de corta edad y otra vez acuciado por la falta
de recursos. Bello se abrió a su amigo y le hizo ver la tristeza de su
alma. Blanco White le contesta con una carta admirable, que dio a co-
nocer por primera vez M. L. Amunátegui, como tantas otras 25,

«Mucho siento —le dice— no haber tenido proporción de hablar


con usted sobre el asunto que me dice en su carta. Pero la amistad que
le profeso me mueve a decirle dos palabras, fruto de una larga y penosa
experiencia. Los sentimientos religiosos que dan consuelo no se adquie-
ren sino por un hábito no interrumpido... La creencia firme que usted
tiene en un Dios bondadoso, y el poder de la razón que dicta que es
nuestro deber e interés el presentar un pecho firme a la adversidad, son,
a mi parecer, los recursos más efectivos que usted tiene en su situación
presente.»

21
Ob. cit., pág. 9.
22 Vid. ob. cit., pág. 97.

23
Pero no es solamente lo personal. El consuelo toma también el ca-
mino de la erudición. En la década de los veinte, Bello ha adelantado
mucho en sus investigaciones históricas y de literatura medieval, y los
dos reflejan en su epistolario su interés en comprobar datos, contrastar
opiniones, intercambiar notas 23. Adivinamos el gusto que los dos ami-
gos encuentran en conversar.
«Si pudiera usted sin incomodidad venir a un rato de conversación,
el domingo por la mañana tendría mucho gusto de ver a usted» (carta
del 8-XII-1820).
«Venga usted cuando pueda y a la hora que quiera. Si quiere usted
tomar desayuno conmigo, le aguardaría hasta la hora que le acomodara»
(carta del 16-VI-1823).

Cuando la vida de Bello, en los años finales de Londres, se hace


más segura, el amigo de los días amargos no oculta su alegría al saber
que Bello podía vivir «sin agonizar de un mes a otro». «Si yo he tenido
alguna 'parte accidental' —le confiesa—, mi satisfacción crece en ex-
tremo con la idea de haber contribuido a la felicidad de una persona
que merece mucha mejor suerte que la que hasta ahora le ha perse-
guido» 24.
He aquí lo que José María Blanco White fue para Andrés Bello.

Gallardo y Salva
Entre los emigrados peninsulares o hispanoamericanos que un año
y otro llegaban a Londres encontró Bello espíritus gemelos en lo que
toca a la pasión por las letras y los libros. Fácilmente se establecía la
comunicación, y en cuanto se reconocían habitantes del mismo mundo
se anudaba entre ellos una profunda amistad a prueba de la distancia
y el tiempo. Es un gozo entrar en la intimidad de esos diálogos episto-
lares de unos hombres en los que el amor a los libros, a las cuestiones
de alta investigación humanística y literaria, les permitía superar rea-
lidades diarias, a veces sórdidas y humillantes. Ellos creaban su mundo
propio y, a despecho de lo que les era adverso, sabían llenar de luz
unas horas cuando se entregaban a esa conversación sólo permitida a
los que saben de los placeres de la inteligencia.
A tal estirpe pertenecieron los españoles Bartolomé José Gallardo
y Vicente Salva y Pérez, y por ello pueden ser evocados juntos.
La primera carta que Gallardo le escribe, desde el mismo Londres,
23
Como ejemplo de esa correspondencia entre eruditos puede citarse la que le escribe Blanco
White el 8 de octubre de 1822, y qu ha dado a conocer íntegra SERGIO FERNANDEZ LARRAÍN en su
ob. cit. [14], págs. 108 a-110. Fernández Larrafn ha añadido a las siete cartas de Blanco White
que reprodujo M. L. Amunátegui, doce más, inéditas, de su extraordinario archivo personal.
24
Carta fechada en Holand House de mayo de 1823, publicada en la Revista Chilena, Santiago
de Chile, año XIII, 1929, núms. 110-111, citada por S. FERNÁNDEZ LARRAÍN, ob. cil., pág. 93.

24
el 1 de octubre de 1816, nos permite asomarnos a esa comunidad espi-
ritual que las mismas aficiones habían creado. Recuérdese que en esos
meses finales de 1816 Bello está aceptando trabajos que ocasionalmente
le surgían —corrección de manuscritos, traducción de la Biblia— por
la solicitud de sus amigos, para poder atender a la subsistencia de su
familia.
Gallardo, con su inconfundible sinceridad y desenfado, le plantea
la conveniencia de que se comuniquen por escrito, y lo hace como quien
establece las reglas de un juego. He aquí cómo comienza su carta:
«Amigo y dueño: Pienso no salir de noche esta semana. Si usted,
pues, gusta favorecerme, siempre me hallará a su disposición, deseoso de
dar pasto al alma en dulce y provechosa plática.»

«De ésta podemos también disfrutar, aún sin sacar el pie de nuestros
respectivos tugurios, ni atrabancar páramos, ni calles perdurables, en ha-
ciendo mensajera de nuestras palabras, en vez del aire, de silla a silla, la
estafeta de Pentonvillc a Somerstown.»

Bartolomé José Gallardo fue un hombre admirable y original. Gra-


ses lo tiene por el hombre que quizá supo más en su tiempo de cultura
española, y desde luego por «el erudito más conocedor de libros his-
pánicos de su tiempo». Esta afirmación no es hipérbole, sino certero
juicio. Basta adentrarse en lo que fue su vida. Pero, además, fue un
hombre entero, liberal muy firme y consecuente, en el sentido elevado
que hay que dar a esta palabra. En 1814 había salido de España esca-
pando a la represión que acompañó al regreso de Fernando VII. De
Portugal pasó a Inglaterra y quedó en Londres, donde no tardó en
encontrarse con Bello. Ambos se dieron a una amistad en la que la base
estaba en su común amor a los libros. Bello estudiaba paciente, minu-
ciosamente, en la Biblioteca del Museo Británico, y guiado por su in-
tuición formidable iba adentrándose en los secretos de las raíces de la
literatura medieval. Gallardo, mientras tanto, se entregaba a su pasión:
la localización de antiguos libros españoles. Londres ofrecía amplias po-
sibilidades a su voracidad incansable2S. Pero no sólo era afán de biblió-
filo, sino que también los leía y estudiaba y emprendía investigaciones
serias, para las que requería la ayuda de su erudito amigo, cuyo juicio
tenía en altísima estima, lo que nos revela que el saber adquirido por
Bello en aquellas fechas llamaba la atención en hombre tan conocedor
como Gallardo 24 . Sabemos por él mismo que para la realización de su
23
Esta' voracidad ha quedado inmortalizada en el soberbio y cáustico soneto que le dedicó Se-
rafín Estébanez Calderón. Es digno de Francisco de Quevedo.
26
A juicio de Pedro Sainz Rodríguez, «Gallardo, en la erudición, ya que na en el arte y en
el talento crítico, es el precedente necesario de Menéndez· Pelayo en la historia de nuestra erudi-
ción» («Introducción a la obra de Bartolomé José Gallardo», en Evolución de las ideas sobre la
decadencia española, Ed. Rialp, Biblioteca del Pensamiento Actual, Madrid, 1962, pág. 287).

25
proyecto de editar un Teatro antiguo español había contado con la ayu-
da del «fino filólogo don Andrés Bello (caraqueño), a quien franqueé
mis planes», y Grases considera con razón que, aunque no consta de
manera expresa, es más que probable que Bello participó en la obra
perdida de Gallardo Vocabulario provincial americano, «en cuya forma-
ción —decía Gallardo— me ayudaron algunos doctos americanos» 27.
Gallardo regresó a España el 9 de julio de 1820, al iniciarse el
trienio liberal. Estuvieron, por tanto, poco tiempo juntos, pero llega-
ron a tener una gran familiaridad, como lo revelan las tres cartas que
conocemos del español y que fueron publicadas por primera vez por
Amunátegui 28 . Son muy importantes porque nos facilitan datos de in-
terés para fijar la cronología de los estudios cidianos de Bello.
Vicente Salva y Pérez fue un caso muy similar. Bibliófilo empeder-
nido, filólogo muy estimable, trabajador y emprendedor no sólo como
estudioso, sino como editor, vino a entrar en contacto con Andrés Bello
con ocasión de la preparación por éste y por el colombiano Juan García
del Río de El Repertorio Americano, en 1826. Salva había llegado con
la oleada de emigrados liberales que corresponde a 1823. Pasó después
a París, y desde allí se mantuvo en correspondencia con Bello cuando
éste ya vivía en Santiago de Chile. Su amistad, nacida en Londres, les
llevó a comunicarse sus trabajos, especialmente en materia gramatical
y de investigación filológica. Su última carta a Bello conocida es de
1846. Para entonces el caraqueño que él conoció en Londres había
avanzado en su formidable obra de gramático y su autoridad en ese
campo estaba sólidamente establecida.

Antonio José de Irisarri

La amistad que unió a esos dos ilustres representantes de la culta


emigración peninsular con Andrés Bello, como vemos, es de gran ayuda
para seguir los itinerarios del maestro investigador. Pero la entrañable
relación que mantuvo con Antonio José de Irisarri tuvo para él una
importancia sólo comparable a la que le unió con Blanco White.
Antonio José de Irisarri, guatemalteco, había llegado a Europa,
procedente de Chile, a comienzos de 1815, y hasta fines de 1817 per-
maneció en Londres la mayor parte del tiempo. Volvió a Chile, donde
O'Higgins le nombró ministro de Estado, pero pronto tomó de nuevo
el camino de Europa al ser designado ministro plenipotenciario ante
las Cortes del Viejo Mundo, en noviembre de 1818. Llegó a Londres
27
PEDRO GRASES: «Bello, Gallardo y un libro de la Biblioteca de Miranda», en Esludios sobre
Andrés Bello, I I , pág. 117.
28
M. L. AMUNÄTEGUI: Ob. ci!., págs. 103 a 110.

26
el 13 de mayo de 1819, y aquí se estableció, figurando como uno de
los personajes de más acusada personalidad entre el grupo de los his-
panoamericanos Ä .
El encuentro con Bello se realizó durante su primera estancia en
Londres. Hay prueba documental de ello ^, Y cuando por segunda vez
pisó el suelo de Londres reanudó un contacto que había de determinar
una relación de amistad muy fuerte, a pesar de ser caracteres tan dis-
tintos. Ambos concurrían a aquellas reuniones de hispanoamericanos
que hacia 1820 organizaba en su casa Francisco Antonio Zea, neogra-
nadino ilustre y de buena posición, que había sido elegido vicepresi-
dente de Colombia en el Congreso de Angostura en 1819, para ser
luego destinado a Londres con la misión de obtener el reconocimiento
por España a través de la mediación del Gobierno británico. Zea e
Irisarri eran espíritus cultivados, amantes de la literatura y de las artes,
y podemos colegir que Bello, de natural reservado y además agobiado
por su insegura situación, debió expansionarse al hablar con interlo-
cutores próximos a sus preocupaciones de hombre de letras.
Hay dos curiosas cartas de Irisarri, ambas del 10 de octubre de
1820, en que expresa la impresión que él tenía de Bello. En una de
ellas, dirigida a Joaquín Echeverría, ministro de Gobierno de Chile,
le dice:
«Seguiré siempre muy de cerca a este caballero (Zea), porque es hom-
bre de influjos y bien reputado en estos círculos..., y también, muy es-
pecialmente, por cultivar relaciones con un señor Andrés Bello, de la
confianza del mencionado Zea, y que, según entiendo, es natural de Ve-
nezuela. Es hombre habilísimo, de muy variada literatura y extensa cien-
cia, y posee una seriedad y nobleza de carácter que lo hacen mucho más
estimable. Estas condiciones tan difíciles de alcanzar hoy en día, amigo
mío, me mueven fuertemente hacia él.»

En la otra, dirigida a su esposa, se lamenta de su falta de dinero por


no haberle llegado los haberes de su Gobierno, y agrega:
«... entretengo los días, las semanas y los meses enteros en la biblioteca
de la ciudad —{el Museo Británico)—, consagrado a la lectura y a ciertas
averiguaciones literarias en que me acompaña un excelente amigo, el se-
ñor Andrés Bello, verdadero sabio por su carácter y su sabiduría y hasta
29
Vid. ARMANDO ROJAS: «El círculo diplomático en el tiempo de Bello en Londres», en Bello
y Londres, 1, Fundación La Casa de Bello, Caracas, 1980, págs. 487-500.
30
Es una carta de Irisarri a San Martín, de 26 de junio de 1817, fechada en Londres, en que
felicita al general por la victoria de Chacabuco. En ella hay este párrafo: «Reciba usted por mi
•(conducto las enhorabuenas de sus antiguos conocidos, el marqués del Apartado, de Méjico; don
Luis López Méndez y don Andrés Bello, da Caracas, quienes han tomado en las glorias de usted
!a parte que debe tomar todo buen americano».
La importancia de este documento, que está incluido en el tomo X de los Documentos del
Archivo de San Martín, Buenos Aires, Comisión Nacional del Centenario, 1910, págs. 449-450, en
relación con la cronología del encuentro Bello-Irisarri, no había sido advertida hasta que con agu-
deza lo hizo ALAMIRO DE AVUA MARTEL en su obra Dos elogios chilenos a Bolivar en 1819, ed. de
l a Universidad de Chile, 1976, pág. 39.

27
por la resignación con que soporta la pobreza, muy semejante a la mía,,
si no mayor»31.

Ya el 16 de junio de 1820 Irisarri le confiaba, en una carta de gran


interés histórico, su plan para lograr el reconocimiento del Gobierno
inglés mediante una acción de información y propaganda en los perió-
dicos ingleses. Para ello proyecta sacar El Censor Americano, al que
quiere incorporar la valiosa pluma de Bello. Efectivamente, El Censor
salió, aunque por poco tiempo, y parece que Bello contribuyó con al-
gún artículo.
Su admiración por Bello crecía a medida que más lo trataba, y no
se olvida en señalarlo a la atención de O'Higgins en su carta del 22
de octubre de 1820, que tiene todo el carácter de una recomendación:
«Por los merecimientos y las prendas que distinguen al señor Bello,
se encuentra capacitado para ocupar una mejor situación que la que aquí
tiene, porque su patria, ignorándolo o fingiendo ignorarlo, lo ha ocupado
siempre en comisiones de pequeña entidad, donde no ha podido lucir las
verdaderas dotes de la ilustración que posee...»

Antonio José de Irisarri, aunque guatemalteco, era a la sazón re-


presentante del Gobierno de Chile, y no olvidó aquella súplica que
como un gemido le dejó caer Bello en una carta de 18 de marzo de
1821, angustiado por su situación: «¿No hay en esa Legación un lugar
para mí? Cualquiera que él fuera, yo estaría dispuesto a aceptarlo.»
Y así, a él se debe que Bello se ocupara de la Secretaría de la Legación,
en cuanto tuvo ocasión de nombrarle, y diera los primeros pasos en la
dirección que había de permitirle, años después, encontrar la posición
que correspondía a sus cualidades y que fueron evidentes para los que
supieron mirar. La obra comenzada por Irisarri la completaría, paradó-
jicamente; quien sería enemigo para siempre del guatemalteco, Mariano
Egaña, su sucesor en la Legación, al abrir para el caraqueño las puertas
de Chile y con ellas la consideración y el bienestar que otros le negaron,
poniendo en peligro de que no hubiera logrado esa plenitud que es
difícil de alcanzar cuando el medio es desfavorable32.
31
Citadas por GUILLERMO FELÍU CRUZ en su estudio preliminar al vol. XVI de las Obras Com-
pletas de ANDRÉS BELLO, Caracas, 1964, «Textos y Mensajes de Gobierno», págs. XXIX y XXX.
Precisamente porque estas cartas dan la impresión de que se refiere a persona que acaba de co-
nocer es por lo que FELÍU CRUZ, al publicar en 1927 su trabajo «Beño, Irisarri y Egaña en Londres»,
afirmó que el conocimiento entre Irisarri y Bello databa de 1820, puesto que Zea llegó a Londres
el 6 de junio de ese año. También Felíu traía a colación la carta de Irisarri a O'Higgins de 22 de
octubre de 1820, en que al hacer la presentación de Bello dice: «... lo he conocido hace poco...».
Pero que Bello e Irisarri se conocían antes de que Zea llegara a Londres es cosa firme después
de las pruebas aportadas por el académico chileno de la Historia Alamiro de Avila Martel en su
obra citada en la nota anterior. Basta recordar una de ellas: Antonio José de Irisarri fue padrino
del tercer hijo de Andrés Bello y Mary Ann Boyland, Juan Pablo Antonio, nacido el 15 de enero
de 1820 y bautizado, coma sus hermanos, en la parroquia de St. Aloysius, en Somers Town.
32
Vid. GUILLERMO FELÍU CRUZ: «Bello, Irisarri y Egaña en Londres», Revista Chilena de His-
toria y Geografía, LIV, num. 58, julio-septiembre 1927.

28
Los libros

Durante su período londinense es sabido que Bello encontró siem-


pre un seguro refugio a dificultades y lejanías en los libros. Formó su
propia biblioteca a lo largo de aquellos años, pues llevó consigo algu-
nos y muy precisos volúmenes cuando se trasladó a Chile. Su interés
por reunir obras de autores ingleses, franceses y españoles, o por tener
noticia de lo que se publicaba, se deduce de la correspondencia con
sus amigos.
Pero para sus estudios tuvo a su disposición dos bibliotecas excep-
cionales: la de Francisco de Miranda y la del Museo Británico.
La casa de Miranda, en 27, Grafton Street, de estilo georgiano,
construida en 1792, se convirtió en un lugar de alta significación his-
tórica. Se instaló en ella su propietario en 1802, al poner fin a sus
largos viajes por Europa. Residió hasta su salida definitiva, a fines de
1810, con la sola ausencia de agosto de 1805 a diciembre de 1807,
cuando viajó a Venezuela para protagonizar la fallida empresa de Ocu-
mare y Coro. Allí vivió con su fiel Sara Andrews y allí nacieron sus
dos hijos.
Cuando los comisionados de la Junta caraqueña llegan a Londres
en julio de 1810, la casa ya tiene una significación muy destacada como
escenario de la actividad de Miranda en favor de la Independencia de
la América española. La presencia de Bolívar, López Méndez y Bello
acentúa más su importancia como lugar histórico, puesto que allí con-
vivieron aquellos cuatro hombres durante unos meses, prepararon sus
negociaciones con lord Wellesley, discutieron la estrategia de su acción,
y allí Bello redactó las minutas de los documentos e informes. Miranda
llamó a estas reuniones «los Simposiums de Grafton Street», como
queriendo destacar el relieve que para el futuro de Hispanoamérica te-
nía lo que allí trataban. Y luego, cuando la casa quedó sólo habitada
por la familia de Miranda, después de su muerte, su papel histórico
continuó, pues en ese inmueble funcionó el centro de reclutamiento de
los legionarios de las islas que con gran esfuerzo López Méndez hacía
partir para combatir en tierra americana.
Pero, sobre todo, aquella casa guardaba el tesoro de la biblioteca
de Miranda, en donde aquel hombre singular había reunido, como re-
sultado de sus viajes, un fondo de más de cinco mil volúmenes, además
de grabados, mapas, instrumentos científicos y muchos otros recuerdos
valiosos.
Es fácil imaginar la sorpresa y el placer que aquella riqueza debió
producir a Bello, y el disfrute de su alma estudiosa cuando pudo tenerla
para sí desde que quedó alojado en el domicilio de su primer protector

29
en Londres. Era una biblioteca universal, como a él convenía, con un
fondo de clásicos griegos y latinos de 126 volúmenes, y en la que no
faltaban piezas raras y valiosas, como la Biblia poliglota, edición de
Amberes de fines del xvi, o el Tratado de Re Militari, de Diego Gra-
dan, edición de Bruselas de 1590 33.
Aunque Bello dejó probablemente aquella residencia en 1812, es
fácil imaginar que volvería a ella para trabajar con aquellos libros que
abrieron para él un horizonte intelectual inimaginable para quien venía
de una pequeña ciudad colonial y ya tenía una tan señalada sed de
saber. El fue, muy probablemente, el que llevó allí a Bartolomé José
Gallardo y facilitaría que Sara Andrews hiciera al erudito y bibliófilo
español el obsequio del Cancionero, de Urrea, pieza valiosísima que
luego éste perdería en peregrinas circunstancias M.
Bello tuvo siempre una gran admiración por Miranda; él redactó
el importante documento de 3 de octubre de 1810, en que se justificaba
el regreso del general a Venezuela χ, y cuando tocó en Curaçao, camino
de su patria, la presentación de Bello hizo que Robertson le abriera su
casa y le alojara en ella. La biblioteca, en la que es fama se inició en
el estudio del griego, quizá influido también por el ejemplo de la devo-
ción helenista de otro amigo de Miranda, James Mili, sería para Bello
en aquellos años un lugar inolvidable, al que podía siempre volver para
encontrar aquellas obras que había manejado cuando todavía vivía el
dueño de tanta riqueza, y que fue sin duda la primera gran sorpresa que
recibió en Europa. Es de presumir que él apoyaría la iniciativa de Iri-
sarri, en enero de 1820, para que el Gobierno de Chile adquiriese la
biblioteca en cuatro o cinco mil libras esterlinas, lo que no tuvo éxito.
Si lo hubiera tenido se habría impedido la dispersión, años después, de
aquel tesoro histórico y bibliográfico en las subastas de 1828 y 1833.
Sólo se salvó la colección de clásicos griegos y latinos, legados por Mi-
randa a la Universidad de Caracas.
En efecto, tanto en su testamento otorgado en Londres el 1 de
agosto de 1805, antes de partir para la expedición frustrada, como el
fechado en la misma ciudad el 2 de octubre de 1810, Miranda incluyó
esta cláusula: «A la Universidad de Caracas se enviarán a mi nombre

" Sobre la casa y biblioteca de Miranda es de obligada consulta la obra de CARLOS P I SUNYLR
El archivo y la Casa de Miranda, ediciones del Instituto de Estudios Históricos Mirandinos, Cara-
cas, 1969. Igualmente el estudio de ARTURO USLAR PIETRI «LOS libros de Miranda», preliminar a la
«dición de las listas de libros en el archivo de Miranda y de los catálogos de las dos subastas,
La Casa de Bello, 1979; y el trabajo de J. L. SALCEDO BASTARDO: «Bello y los 'Simposiums' de
Grafton Street», en el vol. Bello y Londres, I, Fundación La Casa de Bello, 1980.
34
Vid. P. GRASES [27]. Que este libro tan valioso le fue regalado por la viuda de Miranda
lo confesó Gallardo en carta a Pascual de Gayangos, de 2 de mayo de 1848. El ejemplar perdido
se conserva hoy en el Museo Lázaro Galdeano de Madrid.
55
Reproducido en el vol. XI, «Derecho Internacional», de las Obras Completas de ANDRÉS
BELLO, Caracas, 1959, pág. 64.

30
los libros clásicos griegos de mi biblioteca, en señal de agradecimiento
y respeto por los sabios principios de literatura y de moral cristiana
con que administraron mi juventud, con cuyos sólidos fundamentos he
podido superar felizmente los graves peligros y dificultades de los pre-
sentes tiempos.»
Llegada la hora de salvar aquella parte de la biblioteca de Francisco
de Miranda, el 5 de julio de 1828, Sara Andrews entregó a José Fer-
nández Madrid, ministro de Colombia en la capital inglesa, la lista de
los libros que componían el importante legado. El documento está ru-
bricado con la firma autógrafa de Andrés Bello, en su carácter de se-
cretario de la Legación. Esta postrera vez en que los nombres de am-
bos venezolanos aparecen unidos ha merecido de Pedro Grases esta
glosa: «El gesto más delicado en toda la historia del humanista vene-
zolano unía muy significativamente el recuerdo del Precursor Francisco
de Miranda, ya fallecido, con la acción de Bello en plena ascensión
hacia la obra gloriosa de su vida» ^

* * *

Después llegó su encuentro con la biblioteca del Museo Británico,


que parece visitó por primera vez acompañado de Miranda. Se había
fundado por un decreto del Parlamento de 7 de junio de 1753, y la
construcción del actual edificio sólo comenzó en 1823. Cuando Bello
la conoció y frecuentó estaba instalada en Montagu House, en Bloows-
bury, una propiedad del conde de Halifax adquirida para poder instalar
no sólo los libros, sino también las ricas colecciones de arqueología y
ciencias naturales. Lo cuantioso y lo variado de las que formaban el
museo plantearon al principio un difícil problema de instalación. La
biblioteca también aumentó su fondo durante los años en que Bello la
usaba, con motivo de la donación, en 1823, por Jorge IV de la que
había pertenecido a su padre.
Todo esto determinó que aquella biblioteca en la que el caraqueño
consumió tantas horas fuera muy diferente de las magníficas instalacio-
nes que hoy conocemos. Una mezcla de animales disecados, piezas ar-
queológicas, muestras de las antiguas civilizaciones y vitrinas con toda
suerte de valiosos objetos ocupaba escaleras, pasillos y salas, hasta lle-
gar a la de lectura, en la que reinaba un ambiente singular, que con el
mejor sentido del humor nos ha sido descrito por Washington Irving.
Bello sería uno de aquellos ensimismados señores que con voraci-

36
PEDRO GRASES: «Miranda y los libros», en el -vol. Ε» torno a la obra de Bello, pág. 81.

31
dad se entregaban a la lectura y a escribir incansablemente, en medio
de un silencio que sólo rompía el rasgar de las plumas sobre el papel 37 .
Se tiene por bastante seguro que para 1814 ya la frecuentaba. Ya
vimos que en 1816 era conocido de Mr. Blair, cl conservador de la
misma, y que incluso ayudó a la catalogación de manuscritos. En 1819
el testimonio de Irisarri es seguro, en cuanto que él mismo le acom-
pañaba.
El humanista caraqueño se sumergía literalmente entre aquellos dos-
cientos mil libros que para entonces componían el fondo del imponente
santuario de los investigadores, y día a día, año tras año, adelantó pa-
cientemente sus indagaciones en campos del conocimiento absolutamen-
te distintos a los que hasta entonces se había asomado. Sólo quien ha
tenido en sus manos los sencillos catorce cuadernos manuscritos de sus
notas tomadas en la biblioteca del museo puede darse una idea apro-
ximada de lo que fue aquella devoción al estudio M .
Hay que tener siempre muy presente que de los diecinueve años
que vivió en Londres, Bello sufrió durante la mayor parte del tiempo
una situación insegura y de gran zozobra. En ocasiones, verdadera po-
breza; siempre, temor a un futuro incierto. En los cortos períodos en
que su economía mejoró —hasta el punto de poder permitirse comprar
libros— no dejó de experimentar la amargura de la postergación in-
justa o las contrariedades de una condición precaria. Sin embargo, nun-
ca cesó de estudiar, de investigar con paciencia, consumiendo horas en
adquirir unos conocimientos que sin duda enriquecían su espíritu, pero
que no le reportaban ningún beneficio material. Hoy vemos que en aque-
llos años, y en buena parte en el Museo Británico, se preparó para
dar después aquella portentosa manifestación de tanto saber acumulado.
¿Qué le sostuvo en aquel esfuerzo, en años en que ni siquiera podía
pensar en obtener un puesto, una situación, gracias a esos estudios?

4. LA FRUICIÓN DEL ESTUDIO

Hay un texto de Andrés Bello, escrito más de veinte años después


de aquellos días oscuros de Londres, en una hora que marca su entera
plenitud, el discurso de instalación de la Universidad de Chile, en el
que él mismo nos da respuesta a ese interrogante. Es una explicación
de la razón misma de su vida.

37
El doctor Denis V. Reidy, bibliotecario asistente encargado de las colecciones de impresos ita-
lianos y griegos de la Biblioteca del Museo Británico, ofreció en su ponencia al Congreso Bello
y Londres (1980) una magnífica descripción del ambiente que conoció Bello, titulada «El Museo
Británico y el ambiente cultural ingles en el primer tercio del siglo xix». Vid. el volumen Bello y
Londres, I, págs. 399-410.
3t
Hoy depositados en la Biblioteca Central de la Universidad de Chile.

32
«Las ciencias y la literatura —nos dice— llevan en sí la recompensa
de los trabajos y vigilias que se les consagran. No hablo de la gloria que
ilustra las grandes conquistas científicas, no hablo de la aureola de la
inmortalidad que corona las obras del genio. A pocos es permitido espe-
rarlas. Hablo de los placeres más o menos elevados, más o menos inten-
sos, que son comunes a todos los rangos de la república de las letras.
Para el entendimiento, como para las otras facultades humanas, la activi-
dad es en sí misma un placer...»

Como queriendo transmitir las emociones por él sentidas, agrega:


«Cada senda que abren las ciencias al entendimiento cultivado, le
muestran perspectivas encantadas; cada nueva faz que se le descubre en
el tipo ideal de la belleza, hace estremecer deliciosamente el corazón hu-
mano, criado para admirarlo y sentirlo. El entendimiento cultivado oye
en el retiro de la meditación las mil voces del coro de la naturaleza: mil
visiones peregerinas revuelan en torno a la lámpara solitaria que alum-
bra sus vigilias.»

Esta conmovedora visión del estudioso le lleva, pese a lo solemne


de la ocasión, a esta alusión a su experiencia personal, en la que senti-
mos el temblor del recuerdo de años difíciles, en que el refugio del
estudio le permitió conquistar el sosiego perdido por la realidad de
cada día:

«Tales son las recompensas de las letras, tales son sus consuelos. Yo
mismo, aun siguiendo de tan lejos a sus favorecidos adoradores, yo mis-
mo he podido participar de sus beneficios, saborearme con sus goces.
Adornaron de celajes alegres la mañana de mi vida, y conservan también
algunos matices al alma, como la flor que hermosea las ruinas. Ellas han
hecho aún más por mí; me alimentaron en mi larga peregrinación...»

La belleza del fragmento excusa lo largo de la cita. También nos


ayuda para la comprensión del tránsito londinense de su biografía.
A partir de 1812 su permanencia en la capital inglesa pierde sen-
tido. El objetivo único era sobrevivir. Allí vienen los años de aquel
braceo en el anonimato de la gran ciudad para conseguir unas lecciones,
una traducción, la corrección de unos textos. Al cuidado de lo que era
poco para sí se une luego el temor de la inseguridad de la familia que
ha creado como un refugio para su soledad. Y allí están también los
amigos que se desviven por sacarle a flote en los momentos peores.
Pero precisamente coincidiendo con estos años oscuros empezamos
a encontrar las huellas que nos guían hasta el lugar en que lo hallamos
sumido en la reflexión de cuestiones que no había tocado hasta en-
tonces.
¿Cuál es el secreto que da sentido a su vivir?

33
CUADERNOS 3 8 8 . - 2
«Amé yo a la Sabiduría, y la busqué desde mi juventud, y procuré
tomarla por esposa mía, y quedé enamorado de su hermosura.»

Este versículo del capítulo VIII del Libro de la Sabiduría nos


habla de la atracción irresistible que produce en el alma que busca la
Verdad, la belleza del Sumo Hacedor.
También en el orden del saber humano, y como un reflejo de aque-
lla apetencia superior del alma, el entendimiento puede, cuando se ha
formado la predisposición para los goces del espíritu, reclamar, vencien-
do condiciones adversas, que se le permita seguir sintiendo la alegría
de conocer. «La alegría de añadir una verdad, una partícula cualquiera,
aunque sea ínfima, de la Gran Verdad, al tesoro laboriosamente amon-
tonado, durante siglos, por el pensamiento humano» 39.
Bello supo de esa alegría. Es indudable. Y ello es la raíz más pro-
funda de la inclinación a la universalidad que advertimos en su afán
constante de saber.
Para ello se sirvió de algunos instrumentos de que fue dotado tem-
pranamente, y de ahí la atención que hay que conceder a la formación
de su mente; la voluntad del estudio, no para saltar la valla de una
prueba, de un examen, no para conquistar algo, sino el estudio para
conocer el ser de las cosas. Aquellos años en la biblioteca —¡la pri-
mera!— en el convento de la Merced trabajaron su mente y le educa-
ron en el gusto de buscar el enlace de las cosas distantes, el porqué de
las cosas. Recordemos aquella frase de su mencionado discurso, en la
que insiste como en un axioma: «todas las verdades se tocan». Se for-
mó, con el latín como herramienta, en la inclinación a desentrañar por
qué una cosa es así y no de otra manera, y a buscar el origen de los
fenómenos que observa, lo mismo en las realidades sociales que en la
estructura del lenguaje.
¿Cómo se explica, si no, que a los veintitantos años, sin haber te-
nido una formación científica específica, repare en que era necesario
explicar la estructura temporal de los modos verbales? ¿O que sintiera
esa inclinación por conocer la sutil vinculación existente entre las ideas
y la elección de las palabras?
En él hubo una tendencia notable hacia la especulación desde muy
pronto, y si en su época de plena producción intelectual no hubiera
estado tan apremiado de volcarse sobre estudios y actividades relacio-
nados con la transformación de la sociedad, probablemente hubiera de-
jado una obra filosófica de mayor entidad.
Pero, además de esto, su vocación por el estudio se vio servida por
una gran voluntad y una gran capacidad de trabajo. Tesón que le ayu-
" PIERRE TERMIER: La ¡oie de connaître, pees. 13-14, citada por EMILE BLANCHET: Ausencia y
presencia de Dios, Ed. Rialp, Madrid, 1957, pág. 92.

34
daba a seguir adelante en su esfuerzo. Sin él, las solicitaciones y con-
trariedades cotidianas le hubieran desviado y hubiera desistido.
Tesón y minuciosidad son cualidades del investigador. El las aplicó
para los trabajos de gran aliento —como las investigaciones sobre el
poema del Mío Cid o la codificación civil—, lo mismo que en las la-
bores que acompañan al que hace del escribir su trabajo habitual —co-
rrección de pruebas, revisión de textos.
Pero este bosquejo del Bello estudioso que por primera vez apa-
reció con toda su fuerza en los años de Londres quedaría incompleto si
no se menciona otra dimensión de su personalidad que alimentó su
voluntad de saber. Pedro Grases la ha fijado con estas palabras: «Deseo
de ser útil a sus contemporáneos en el vastísimo propósito de cultura
americana y universal, que mantiene tensa su voluntad incansable» "°.
La lejanía de su patria y la contemplación de la América española
debatiéndose en las luchas de la Independencia dieron una profundidad
particular a su pensamiento sobre Hispanoamérica. Sobre ello volve-
remos más adelante. Pero aquí debe señalarse que su dedicación al es-
tudio, sobre todo a medida que maduró su pensamiento en materias
de filosofía social y política, no se perdió en abstracciones, sino que
la relacionó cada vez más con la realidad de su tiempo, y particularmen-
te con la realidad de los pueblos americanos. Y siempre desde la con-
vicción de que era necesario perfeccionar el presente y trabajar por
el futuro partiendo de un conocimiento y de un respeto profundos de
y para las raíces culturales que se hunden en el pasado histórico. Rafael
Caldera ha apreciado con gran acierto un rasgo de Bello que sintetiza
muchos otros: «es el prototipo del hombre equilibrado». Y ese sentido
del equilibrio que en él se manifestó en tantas cosas es particularmente
importante al valorar el hombre de estudio que él fue ante todo.
El placer que sin duda experimentó en tantas horas de leer y tomar
notas no era extraño a la preocupación de suministrar una base sólida
a la elevación y progreso de los pueblos de la América española. Sobre
todo a lo largo de la maduración que supuso el tiempo de Londres.
Menéndez Pelayo lo vio con toda claridad en el dominio de los es-
tudios gramaticales, al decir que «... su objeto no era erudito, sino
esencialmente práctico; quería robustecer la unidad lingüística de Amé-
rica y oponerse al desbordamiento de la barbarie neológica, sin negar
por eso los legítimos derechos del regionalismo o provincialismo. Y esto
lo consiguió plenamente; fue el salvador de la integridad del castellano
en América, y al mismo tiempo enseñó, y no poco, a los españoles
peninsulares... » 41
40
P. GRASES: «La épica española y los estudios de Andrés Bello sobre el poema del Cid», en
Estudios sobre Andrés Bello, I, pág. 370.
4
> Vid. M. MENÉNDEZ PELAYO: Poesía hispanoamericana, I, pág. 369.

35
5. LA EXPERIENCIA DIPLOMÁTICA

Al estudiar el período de Bello en Caracas se hace necesario para


comprender muchas cosas dedicar un apartado especial a la experiencia
administrativa obtenida al servicio de la Capitanía General de Vene-
zuela, porque fue fundamental para completar la formación adquirida
en esa primera etapa de su vida.
Del mismo modo hay que proceder con la diplomática que le dieron
sus funciones en la Misión de 1810 y luego en las Legaciones de Chile
y Colombia. De todas maneras, es necesario tener en cuenta que entre
1812 y 1822, Bello se ocupó de estudiar temas internacionales y de
analizar la evolución de las relaciones entre los Estados. Quiere esto
decir que su iniciación en disciplinas internacionales se puede situar
en aquellos años, y cuando fue designado secretario de la Legación de
Chile, en 1822, entre unas cosas y otras, estaba muy lejos de ser un
mero funcionario práctico en la redacción de informes o en sintetizar
el desarrollo de unas negociaciones.
El Bello estudioso y erudito, con una cultura humanística conside-
rable, aparece completado así, en los últimos años de su estancia en
Inglaterra, con una dimensión nueva que pertenece a otro orden de
conocimientos: la de la política y el derecho internacionales.
Formación que le será de primordial importancia para las respon-
sabilidades que asumirá en Chile a poco de llegar, y que explica, ade-
más, el escaso tiempo que tardó en publicar el que sería su primer libro,
los Principios del Derecho de gentes.
En lo que a lo biográfico se refiere, la situación que inaugura con
su designación en 1822 no está exenta de dificultades y apuros, debido
a que le mantuvieron largos meses sin pagarle los sueldos, pero sobre
todo a las contrariedades que le produjo la conducta o los malentendi-
dos de determinados superiores. Incluso hay que decir que fue entonces
cuando experimentó en toda su crudeza la amargura de la postergación.
La posibilidad para Irisarri de incorporar a Bello a la Legación de
Chile se presentó con motivo de la renuncia al cargo de secretario de
la misma por parte de otro venezolano, Francisco Ribas, que por haber
conocido también la preparación de su compatriota lo había recomen-
dado a su superior. Irisarri se apresuró, desde París, en dar la noticia
al atribulado don Andrés en carta de mayo de 1822. La designación
tenía por el momento carácter interino, en espera de la confirmación
del Gobierno chileno "\
42
La comunicación de Irisarri a Bello y el texto del nombramiento como interino tienen fecha
1.· de junio de 1822. La información a su Gobierno de esa misma designación es de fecba 5 de
junio y al día siguiente Irisarri enviaba una carta personal al propio O'Higgins, en la que le
hablaba extensamente de Bello. Es una carta admirable, en la que se contienen informaciones suma-
mente valiosas para la biografía del humanista caraqueño, además de un juicio muy interesante

36
Desde el primer momento tuvo Bello que ocuparse de un asunto
que luego sería causa de sus dificultades con Mariano Egaña, cuando
llegó a Londres en agosto de 1824. Se trataba del empréstito que «por
la suma necesaria para llevar adelante nuestras operaciones» le había
encargado el Director supremo a su representante en Londres. Emprés-
tito por un millón de libras esterlinas que manejó Irisarri de forma
poco responsable, incluso invirtiéndolo en iniciativas personales, lo que
determinó un lío de cuentas difícil de esclarecer. Esa operación fue
muy criticada en Chile, y cuando en 1823 cayó O'Higgins, el guate-
malteco se vio en una posición muy insegura. Hasta entonces Bello
disfrutó de un año de tranquilidad, que le permitió poder preparar la
publicación de la Biblioteca Americana. Desempeñó su trabajo en la
Legación con el cuidado y competencia habituales en él, e incluso actuó
de hecho como encargado de Negocios, pues Irisarri hacía frecuentes
viajes a París, enfrascado en inversiones oficiales y negocios particu-
lares.
El nuevo Gobierno chileno designó a Mariano Egaña con la fina-
lidad de esclarecer todo lo relativo a la operación financiera en que
estaba metido Irisarri, pero sin retirar los poderes de éste, con lo que
se creó una situación ambigua, tras la que se escudó el guatemalteco.
Cuando Egaña llegó a Londres, en agosto de 1824, acompañado del
nuevo secretario, el joven chileno Miguel de la Barra, no sólo se en-
contró que Irisarri desconocía sus poderes y retenía el sello de la Le-
gación, sino que además había ordenado a Bello que continuara en su
puesto «hasta que el señor Egaña pueda posesionarse de ella (la Le-
gación)», y le había adelantado sus sueldos hasta noviembre de ese año.
Así se vio envuelto Bello en una situación enojosa, en la que su
gratitud y también su elevado concepto de la amistad le movían a ac-
tuar en defensa noble de Irisarri. Egaña tenía esto como una confabu-
lación contra él, y en la correspondencia con su padre, don Juan Egaña,
se expresó con dureza e injusticia contra Bello.
Mariano Egaña era muy inexperto; procedió sin tomarse tiempo
para comprender la situación, y, además, no tuvo más remedio que
aceptar que Bello continuara. En la carta a su padre de 21 de mayo de
1825, en que relata lo sucedido, lo confiesa con toda sinceridad: le era
indispensable.
Pero aquella convivencia forzada en la Legación se hizo insufrible
para Bello, y a las acusaciones de Egaña respondió con sinceridad, pero
con nobleza, y defendió a su amigo y protector, Irisarri.
sobre su persona. Todos estos textos se encuentran publicados íntegros en la biografía de Amuná-
tegui (ob. cit., págs. 127 y 128) y en el estudio preliminar de Guillermo Felíu Cruz al vol. XVI,
«Textos y mensajes de Gobierno», de las Obras Completas de ANDRÉS BELLO, Caracas, 1964, pági-
nas XLII y ss.

37
Para enredar más las cosas, en marzo de 1824 había llegado a
Londres el nuevo representante de la Gran Colombia, Manuel Jose
Hurtado, persona de gran situación económica, en sustitución de José
Rafael Revenga, que conocía a Bello desde los días de Caracas. Hurtado
supo que don Andrés quedaba sin colocación, y como estaba informado
de su valer, le ofreció la Secretaría de la Legación colombiana, des-
atendida porque la persona designada, Lino de Pombo, residente en
España, no se había incorporado43. Con fecha 9 de noviembre de 1824
se comunica desde Bogotá que ha sido aceptada la propuesta de Hur-
tado a favor de Bello, y el 7 de febrero de 1825 nuestro caraqueño
tomó posesión en Londres de su nuevo cargo.
Egaña creyó que Andrés Bello había procedido deslealmente, cuan-
do la verdad es que la propuesta colombiana se había hecho sin su
intervención, aunque la había aceptado una vez que, al acudir en pe-
tición de ayuda a Irisarri, éste le había contestado aquel mismo febrero
confesándole con toda tranquilidad que estaba en quiebra y no tenía
forma de colocarlo.
Así entró Bello al servicio de Colombia, pero se había metido en
un pozo. Comenzaron por pagarle los sueldos o tarde o nunca, y se
llegó a la situación que Bello tuvo que pagar de sus ahorros al personal.
Hurtado se mostró desconsiderado con su secretario, y ni siquiera le
hablaba **.
Para entonces Bello había contraído nuevo matrimonio, y su fa-
milia aumentaba. Sus trabajos intelectuales se resentían por aquella in-
quietud y desagrado.
Por fin, la situación pareció cambiar cuando Hurtado pidió ser re-
levado. En noviembre de 1826, Bogotá designó para sustituirlo a Joa-
quín Fernández Madrid, persona de carácter afable y aficionado a la
literatura, lo que le aproximaba al mundo de Bello. Hasta la incorpo-
ración del nuevo ministro plenipotenciario, Bello era nombrado encar-
gado de Negocios. Ocupó este cargo, por renuncia del titular, de no-
viembre de 1826 hasta abril de 1827, cuando el señor Fernández Ma-
drid llegó a Londres.
Tuvo con ese motivo un aumento de sueldo, en aplicación de un
•decreto del Congreso Nacional de 28 de abril de 1825; pero el de-
creto de Bolívar de fecha 23 de noviembre de 1826, sobre la designa-
ción de nuevo ministro en Londres, olvidaba aquella disposición, al
43
Para las incidencias de la situación creada en la Legación de Colombia, ver el trabajo de-
jóse MARÍA DE MIER «Andrés Bello en la Legación de Colombia en Londres», en Bello y Londres,
1, págs. 513 y ss.
44
En la biografía de Amunátegui puede encontrarse una amplia información, basada en la co-
rrespondencia, de las difíciles relaciones entre Hurtado y Bello. Vid. ob. cit., págs. 142 a 145.
Igualmente son reveladoras las cartas de Bello de 4, 10 y 16 de enero de 1827, reproducidas en
Revista Nacional de Cultura, Caracas, núms. 82-83, septiembre-diciembre 1950.

38
señalar que al volver Bello a ser secretario se le retrotraía al mismo-
que tenía antes de ser encargado.
Bello protestó ante Bolívar en una carta muy digna de 21 de abril
de 1827, «no por el perjuicio pecuniario que me irroga (aunque en mis
circunstancias, grave), sino por la especie de desaire que lo acompaña».
Hay que tener en cuenta que la desastrosa situación económica de
la Legación había forzado a Bello, en funciones de encargado, a pedir
varios préstamos personales para poder pagar al personal (primero, uno
de 600 libras; luego, otro de 200).
Bolívar contestó el 16 de junio, lamentando su situación y excu-
sándose de poder arreglarla: «Yo no estoy encargado —le dice— de
las relaciones exteriores, pues el general Santander es el que ejerce el
Poder ejecutivo. Desde luego, yo le recomendaría el reclamo de usted,
pero mi influjo para con él es muy débil y nada obtendría» 45.
En Bogotá no se desconocía la capacidad de Bello, y se pensó pro-
ponerle como ministro en los Estados Unidos, lo que no prosperó; lue-
go, para el mismo cargo en Portugal, lo que era irreal, dada la actitud
de aquel Gobierno con las nuevas Repúblicas americanas; finalmente,
como cónsul en París, pero no se le facilitaba el dinero para trasladarse,
y Bello no lo tenía. El 30 de noviembre de 1828, Fernández Madrid
escribió a Bolívar para informarle que desde hacía un año no se habían
pagado los sueldos a Bello.
Ante esta situación, nada tiene de extraño que Bello comprendiera
que era necesario poner fin a aquella estancia en Londres, que parecía
interminable y cada vez le traía menos posibilidades de situarse. El
sentiría dentro de sí toda la madurez que para entonces había logrado
con tanto sacrificio y estudio y se desesperaría ante tanta incompren-
sión y obstáculos.
Felizmente no había perdido el contacto con Egaña, y éste, en una
relación más humana en la que las inquietudes intelectuales de ambos
eran fácil camino para descubrir afinidades, se dio cuenta de la enorme
valía de Bello y de la forma lamentable en que era desaprovechada.
Lo exploró y vio que el caraqueño estaba dispuesto a ir a Chile.
El 10 de noviembre de 1827, desde París, comunicó a su Gobierno
que Bello «se halla dispuesto a pasar a Chile y a establecerse allí con
su familia si se le confiere el destino insinuado de oficial mayor (del
Ministerio de Relaciones Exteriores) o algún otro equivalente, análogo
a su carrera y a sus aventajados conocimientos».
Fernández Madrid, que había creado una relación de amistad con
su subordinado, al que le unía, además, la afición literaria, comunicó

*s Vid. SIMÓN BOLÍVAR: Obras Completas, tomo II, Editorial Jesa, La Habana, 1947, pág. 124..

39
Ά Bolívar, en carta de 6 de noviembre de 1828, lo siguiente: «Parece
que algunos amigos del señor Bello le han escrito de Chile, ofrecién-
dole su protección en aquel país. En mi concepto, la pérdida de Bello
debe ser muy sensible a Colombia, porque tenemos muy pocos hombres
que reúnan la integridad, talentos e instrucción que distinguen a Bello.»
Pero todo estaba decidido. Por esos mismos días el cónsul general
<le Chile en Londres, Miguel de la Barra, comunicaba a Bello el con-
tenido de la comunicación de su ministro de Relaciones Exteriores, por
la que el Gobierno de ese país «se compromete a costearle su viaje a
Chile y a colocarle, luego que llegue al país, en destino análogo a sus
conocimientos, y que su dotación no baje de mil quinientos pesos, que
es la que disfrutan los oficiales mayores» (equivalente a subsecretarios).
Bello contestó aceptando el 19 de septiembre de 1828. El 18 de
febrero del año siguiente, Fernández Madrid le escribía a Bolívar:
«... Bello se fue para Chile el 14 del corriente...»
En abril hubo desde América reacciones tardías. De José Rafael Re-
venga, a la sazón ministro de Relaciones Exteriores, que el día 25 es-
cribía a Bello: «¿Por qué abandona usted a nuestra Colombia?... Ha-
blo, sin embargo, cuando ya nada de lo que digo puede ser útil.»
Dos días después está fechada la carta de Simón Bolívar a Fernández
Madrid, en que escribe alarmado por la decisión de Bello: «Yo ruego
a usted encarecidamente que no deje perder a este ilustrado amigo en
el país de la anarquía (Chile). Persuada usted a Bello que lo menos
malo que tiene América es Colombia; y que si quiere ser empleado en
•este país, que lo diga y se le dará un buen destino.»
Pero Bello estaba navegando ya. El 28 de agosto, Fernández Ma-
drid contestó al Libertador: «Ya sabía usted por mis anteriores que,
a pesar de todos mis esfuerzos, se nos fue el señor Bello a Chile. Le
escribiré inmediatamente, y le transcribiré el capítulo de la carta de
usted que se refiere a él.»
Y lo hizo, y Bello recibió las nuevas en Santiago.
Así terminó aquella serie de peripecias que acompañó a Bello en sus
destinos diplomáticos en Londres. Pero, sobre todo, terminó aquella
parte difícil de su vida, que fue, sin embargo, fundamental para su
plena maduración. Lo que es Bello a partir de entonces, lo que hizo,
•con sorprendente capacidad, es imposible de explicar sin examinar el
proceso interior que se operó en él mientras vivió en la capital británica.
Pero se hace necesario todavía decir algo de lo que fue en su con-
tenido aquella experiencia diplomática que en lo puramente biográfico
ha quedado relatada en lo más principal.

40
La misión diplomática de 1810

Andrés Bello fue en esa delegación con el carácter de auxiliar, con


la misión específica de servir de secretario, ocuparse de la redacción de
las comunicaciones y como traductor. Esto es claro ya desde el oficio
de Juan Germán Roscio por el que se comunica a Bolívar y a López
Méndez que la Suprema Junta ha accedido a su petición de incorporar
al joven funcionario. Pero nada es más concluyeme que la «Minuta de
las conferencias entre lord Wellesley y los comisionados de Caracas» **.
Este documento es bastante para dejar zanjada la cuestión del ca-
rácter de Bello en la delegación, primero, porque expresa la conciencia
que los propios comisionados tenían de sus respectivos rangos dentrce
de la misión; segundo, porque está redactado por el mismo Bello, de
forma que él era consciente de su lugar y cómo no le alcanzaba la auto-
rización que la Junta había otorgado a sus compañeros; tercero, por-
que este párrafo fue objeto de tres redacciones, según se advierte en
el borrador del manuscrito conservado en el Archivo Nacional de Bo-
gotá, y los otros dos intentos de redacción no eran tan terminantes
como el que al fin quedó 47.
Bello se había acreditado en la Capitanía de Caracas como especial-
mente útil para cumplir esa difícil tarea de asistir al desarrollo de unas
negociaciones y exponer luego por escrito el contenido de las mismas,
argumentando aquellos puntos que requieren un razonamiento convin-
cente. Ε hizo honor a la confianza que en él se depositó. Puso a contri-
bución su buen estilo en la redacción de las notas y, sobre todo, el rigor
con que los argumentos se enlazan, sello que resulta inconfundible para
quien se haya familiarizado con sus escritos.
Parece bastante cierto que no participó en las negociaciones direc-
tamente, salvo en la primera de 16 de julio. Así se deduce del tenor
de algunos documentos que relatan las conversaciones, especialmente
del contenido en la «Minuta de las conferencias», cuyo manuscrito, de
puño y letra de Bello, transcribe la opinión del ministro inglés de que,
al darse por concluida la misión de los venezolanos, podían «o perma-
necer los dos o, partiendo el uno, quedar el otro en Inglaterra», lo que

46
Documento 14 de los correspondientes a la «Misión diplomática de Bolívar-López Méndez»,
incluidos en el tomo XI de las O. C , Caracas, 1959, pág. 55: «Al principio se había pensado
en que permaneciese don Andrés Bello en Inglaterra con el objeto de recibir los pliegos que pu-
diesen remitirse de Caracas y también para impresionar favorablemente la opinión pública y para
dirigir a nuestro Gobierno las noticias que lo importasen, pero como probablemente iba a ser
necesaria ía existencia en Londres de una persona que abitase con el Ministro inglés los intereses
<le Venezuela según lo prescribiesen las órdenes de nuestro Gobierno, o las ocurrencias de España
y América, habíamos pensado que no bastaba el intento de permanencia de don Andrés Bello por
no hallarse competentemente autorizado».
47
El primero decía: «Para todos estos fines no era suficiente la permanencia de don Andrés
Bello, en que al principio se había pensado, por no estar suficientemente autorizado». La otra en-
mienda fue ésta: «Pareció, por tanto, que era además necesaria la de don Luis López Méndez».

41
Tevela que se refería a las dos únicas personas presentes de la comisión
enviada.
Bello se formó así en el arte de las negociaciones diplomáticas
—sobre lo que lograría criterios bien firmes— asistiendo sin intervenir
directamente en su desarrollo, pero asumiendo el trabajo de reflejarlas
por escrito. Al propio tiempo, penetraba en los secretos de la política
internacional.
Las notas redactadas por el secretario de los comisionados permite
reconstruir la cronología de las negociaciones con el ministro británico
y el curso de las mismas. En esa labor, Bello fue testigo de la difícil
situación en que se hallaba la misión y de cómo ésta hubo de ir aban-
donando puntos que en las instrucciones de los comisionados se señala-
ban como objetivos a conseguir para salvar lo esencial: negar el reco-
nocimiento a la Regencia. El jefe de la diplomacia británica no pudo
doblegar la firmeza con que los negociadores venezolanos se opusieron
a lo que hubiera significado renegar de la revolución del 19 de abril,
pero, en cambio, manejó hábilmente los hilos y siguió ante los bisónos
negociadores el doble juego que le permitía, de una parte, el ascen-
diente conseguido por Inglaterra y por su propio hermano, el duque
de Wellington, sobre las autoridades peninsulares, y de otra, la nece-
sidad que los patriotas tenían de la mediación inglesa.
Bello percibió cómo los deseos de los comisionados se conectan
con los intereses ingleses. Una nota del 8 de septiembre advierte a la
Junta Suprema que «hay en este Gobierno disposiciones efectivas y muy
favorables hacia nosotros; disposiciones que cuadran demasiado con el
estado actual de las cosas y con los intereses de Inglaterra para que
puedan disputarse o ponerse en duda» **.
Después que las negociaciones concluyeron, y partido Simón Bolí-
var, su atención se concentra en difundir noticias de su país, defen-
diendo la causa de la revolución, y en dar información a la Junta de la
evolución política en Europa, en cuanto ésta podía influir en la suerte
de la América hispana. Por eso, a partir de entonces las comunicacio-
nes son más pródigas en datos sobre los acontecimientos que tienen
como escenario el Viejo Mundo, y singularmente España.
Los documentos, redactados en primera persona, debían ser firma-
dos por López Méndez, pero Bello es el que escribe, y es su pensamien-
to el que queda expresado en el texto, aunque, sin duda, López Mén-
dez trata con él del contenido. Van dirigidos al secretario de Estado
y no hay que olvidar que éste, Juan Germán Roscio, con quien man-
tiene correspondencia es con Andrés Bello, al que ya sabemos profesó
un entrañable afecto. Hay así un interesante paralelismo entre cartas
48
O. C, XI, Derecho Internacional, II, doc. 13, pág. 42.

42
privadas y documentos oficiales, y Bello contesta en estos últimos, con-
la firma de su compañero, a las cuestiones que le plantea en carta per-
sonal el secretario de Estado desde Caracas.
Al hilo de cuestiones que medularmente afectaban a la supervi-
vencia de los ideales que habían impulsado a los españoles americanos,
vemos aparecer con insistencia, en las comunicaciones enviadas desde
Londres, un pensamiento que va a ser esencial en Bello: salvar, pese
a los azares de la crisis, la unidad esencial de los pueblos americanos
y la coordinación de su acción, y para ello no comprometer su futuro
con actos de reconocimiento a las instituciones y formas políticas que
puedan adoptarse por el poder central de España (por ejemplo, la
representación en Cortes que establece la Regencia)49.
Esta visión de los pueblos americanos como un conjunto en que la
variedad esconde y se apoya en una unidad sustancial, es algo que
está claro en el pensamiento de Bello a poco más de un año de estar
en Londres, desde donde observa las dificultades que surgen en el ca-
mino emprendido casi simultáneamente por aquellas provincias que han
roto su dependencia con la Península, la más amenazadora de todas
ellas para su futuro, la desunión y la discordia entre unas y otras.
Puede decirse que en este período estudia la realidad internacional en
función de esta preocupación.

En las legaciones de Chile y Colombia

Después de un paréntesis de diez años volvía Bello en 1822 a des-


empeñar funciones diplomáticas. El corto tiempo que permaneció pres-
tando sus servicios a la República de Chile fue de gran interés por la
intensa actividad diplomática desplegada por las principales potencias
en relación con América. La cuestión del reconocimiento de las nuevas
Repúblicas se planteaba ahora de una manera distinta, sobre todo para
Inglaterra, que en aquellos años en que Bello asistía a los inútiles es-
fuerzos de la misión en que formaba parte para arrancar al Gobierno
inglés alguna declaración que favoreciera su independencia respecto del
poder político peninsular.
Ahora lo capital era el antagonismo entre la política inglesa, regida
por un hombre como Canning, enteramente inclinado a un reconoci-
miento que aseguraría la protección de los intereses comerciales británi-
cos, y el tesón de la Santa Alianza en mantener unos ideales legitimistas,
sin reparar demasiado en la evolución de la realidad internacional.
Durante el año 1823, los frecuentes viajes a París del inquieto señor
49
Es muy ilustrativo de esto el doc. 24, fechada el 4 de septiembre de 1811. O. C , XI, Dere-
cho Internacional, I I , págs. 88 a 93.

43
Irisarri, obligaban a Bello, sólo en la Legación, a preparar y firmar las
comunicaciones en que se daba cuenta al ministro secretario de Estado
de Chile de la situación en que se encontraban las políticas de los
Estados.
Se han conservado dos extensos oficios de Bello, el primero de 8 de
mayo de 1823, y el segundo de 24 de junio de 1824, que nos permiten
conocer la forma precisa con que cumplía su misión de comentar la
política exterior de los países europeos en tan delicado momento. Son,
por lo mismo, dos documentos de gran valor para conocer la evolución
de los acontecimientos a través de un observador próximo a los hechos Μ .
De 1824 a 1829, ahora en la Legación de la Gran Colombia, Bello
continuó enriqueciendo su experiencia en política exterior e internacio-
nal. De este período, la documentación es considerablemente más abun-
dante. Muchos de estos papeles no tienen un interés directo con la
actuación diplomática del secretario de la Legación, pero otros sí, cuando
informa de la política de los Estados europeos. Son ricos en noticias,
y en un matiz, en una observación como de pasada, nos transmiten el
clima real de una situación política compleja que aprendió a desentrañar
desde la formidable atalaya que era Londres. Puede servir de ejemplo
su comunicación al Gobierno que sirve, de fecha 4 de mayo de 1827,
y que por ser la última vez que informa en esos meses en que tuvo a su
cargo la Legación, después del cese de Hurtado, considera su deber dar
cuenta de la situación inglesa, y nos ofrece una completa descripción
de la escena política de este país.
Otro aspecto dcstacable para ponderar la importancia formativa en
política exterior, que tuvo su actividad diplomática en Londres, es el de
su atención a los temas comerciales. El momento lo favorecía, pues sin
haber obtenido todavía un pleno reconocimiento por los países europeos,
aquellas Repúblicas tenían en el comercio el vehículo para hacer osten-
sible su presencia en la vida internacional. Inglaterra era buena maestra
al respecto y había señalado el camino al decidir en 1824 el envío de
cónsules a varios puertos americanos.
Bello, en efecto, se ocupó, y mucho, de las relaciones comerciales.
Por consiguiente, su experiencia diplomática en Londres, que, sin
duda, corrió paralela a la lectura de obras de autores del derecho de
gentes, tuvo una importancia decisiva para la formación del internacio-
nalista, tal como se nos mostró muy pocos años después en Chile.

FERNANDO MORILLO RUBIERA


Instituto de Cooperación Iberoamericana
Avda. de los Reyes Católicos, 4
MADRID-3
50
Ambos están incluidos en O. C , X, Derecho Internacional, I, págs. 427 a 443.

44
ENCUENTRO

PARRAL

Para Nikíforos Brettakos.

Subo al monte de mi pueblo.


Subo a la parte más alta del monte,
encima de mis recuerdos, encima de mi vida.
El mundo y la tarde me rodean
y parecen la casa de mi infancia cuando había fiesta.
Es luz, huertas, hierba,
mineros saliendo de las minas,
madereras quietas,
ganado que entra otra vez al pueblo,
nogales erguidos entre álamos y sauces a la orilla del río.
Todo parece posible desde aquí.
Parece posible desear los veranos
en que todos los niños regresábamos del río,
en que nos mojaba los sueños con su corriente
porque pasaba no sólo con su agua,
sino con todas las cosas del mundo;
todos los seres, toda la corpulencia del universo
nos cubría entre el olor de agua y de hojas y de verano
(aún muchas noches después, bajo la almohada,
pasaba el mundo en el murmullo de esa corriente).
Parece posible sentir desde aquí
los membrillos donde jugábamos,
las huertas donde se agazapaba la frescura
de los veranos,
como si las tardes nos revelaran un secreto del mundo
y un recuerdo atravesara mi cuerpo desde una vida que no era mía.
En un largo sueño, en un inmenso cuerpo
subíamos por los árboles en las tardes

45
hasta las más altas ramas calientes:
como besar ancianas manos, como aspirar
el olor querido de una casa que ya no existe,
como escuchar una voz muy a lo lejos, en el campo,
el leve viento y el calor inundaban mi pueblo,
inundaban el universo.
Y desde esa alta rama veíamos
todos los pueblos como el nuestro
(y no había pueblos que no fueran como el nuestro).
Los cuervos volaban sobre el río y sobre las huertas
como si supieran toda nuestra vida;
éramos tan niños que no podíamos gritar que todo permaneciera
junto a nosotros.
La tarde es amplia, segura,
aquí, en lo alto del monte.
Estoy solo.
Amo este monte como si estuviera en lo alto de la música que amo.
Enrojecen lentamente las nubes, la tierra, las colinas.
Cae la tarde llamando a sus últimas horas.
El atardecer es como un gran árbol rojo cubriéndonos con su sombra.
El viento recorre mis ojos, la hierba,
desprende un rumor como si fuese el nombre de algo que amamos,
como los ecos lejanos de una fiesta en las huertas
o alguien que muy lejos grita de una colina a otra.
La tarde enrojecida, luminosa,
como si fuera la única fuente de todas las cosas,
la única explicación.
Pareciera que desde hace millares de años es la misma.
Y cuando el viento pasa sobre las cosas
(y también sobre las que no están),
abre un rumor de invisibles ramas
brotando de su árbol, de su origen.

QUISIERA AHORA...

Quisiera ahora estar sentado


en una gran piedra bajo los árboles
y sentir el paso del viento...
O leer, o pensar, dejando pasar estas horas.
O ala orilla de un río donde mi hijo pudiera bañarse
mientras yo lo contemplara, fumando.

46
O estar en un huerto fresco, en otoño,
cuando se varearan los nogales y las nueces cayeran
sobre la tierra como en mi infancia.
Si, estar ahora en un huerto fresco
donde mi madre volviera a vivir
y se sentara a mi lado bajo la sombra,
a conversar de estos años,
a descansar del sol entre los nogales y los álamos
de nuestra casa antigua,
y aspirar la fragancia de las frutas,
el mismo aire que yo, el mismo aire que yo.
O quisiera subir a una montaña
desde donde pudiera contemplar
mis tentaciones reunidas,
postrándose a mis pies con todos sus reinos,
desplegando su persuasiva soledad.
Quisiera estar con mi hija
(pero no tengo una hija),
que cantara y bailara
y que me preguntara cómo era mi pueblo en mi infancia.
Quisiera que esa hierba fuera conmigo a todos sitios...
Pero estoy aquí,
contento con esta tristeza de mi memoria,
contento con mi cuerpo que siente la tarde.
Estoy aquí, esperando.
Oyendo las voces de las gentes que conversan,
el ruido de los automóviles que pasan junto a mi casa,
en las horas de esta tarde.
Oyendo mi voz preguntando en la casa donde no hay nadie.
Estoy aquí, esperando,
como esperar algo que no llega,
como esperar a alguien que nunca dijo que vendría.

ENCUENTRO

Puede levantar la carne sus altares sensoriales


hacia un vuelo interrumpido que por fin despliega
el canto físico de sus manos y sus labios.
Puede levantarse como el polvo bajo el viento
y en un solo minuto respirar todo el aroma de una vida,
que ciega contempla la luz

47
y que la oye y la entiende y la abraza.
Son cuerpos que se agitan como los bosques bajo el viento,
que persisten como los lechos de los ríos,
como el silencio sobre los versos y papeles.
Déjame permanecer junto a ti,
deja que continúe aquí mi cuerpo, iluminándose junto al tuyo.
Entenderte desnuda, como el deseo lo está ante los sueños,
a tu lado siempre, palmo a palmo,
hasta que ningún verso pase sobre mi vida.
Que mis manos aparten recuerdos, muros, calles,
los años que no recorrimos juntos,
las viejas ciudades que no pisamos y las habitaciones que no abrimos,
y que sólo el viento innumerable y su lluvia sobre nosotros lleguen.
No hay horas, no hay minutos:
hay la desnudez en que la carne nos envuelve y comprende,
abrazados, unidos,
yo, en ti, desnudo como la lluvia en el día, dentro del mundo.

ULISES

Miro por la ventana la lluvia.


Cae desde hace horas
como si hubiese logrado permanecer la misma.
Cae como deseos, sueños.
Como si también yo fuese aún el mismo.
Como si me acompañara
hasta una tierra de mi cuerpo
en que mis recuerdos llueven para siempre,
caen en su tierra para siempre.

CATEDRAL

También en mí, con los años han cambiado


en los muros los nombres de Oíos,
se ha acumulado polvo en rincones, gradas y columnas.
También de mis muros se desprenden los dorados mosaicos.
Oh Luz, aquí, ahora, entre nosotros,
desciende lentamente, pero no termines,
queda suspendida como el recuerdo
que nos atraviesa el alma del nacimiento a la muerte,

48
como el recuerdo luminosamente puro, serpentino,
que extiende su cordel como un hilo luminoso de amantes
para que surquen a través de muchos cuerpos
y se encuentren de nuevo, y vuelvan a ser,
antes de la nueva muerte.
Sostén esta grandeza, oh Luz,
atraviésanos como un ave lujosa y humilde,
levanta esta grandeza como se levantan los cuerpos,
como se eleva el amor entre millares de cuerpos,
y las palabras broten como una brisa
refrescando los frutos, las frentes sudorosas,
las espaldas amadas,
los muros elocuentes que intentan
convencerse a sí mismos de este mundo.

ODA PRIMERA

¿Para qué sirve decirlo?


El poema se pierde con el sabor del café negro,
del cigarrillo encendido, del ruido
de la mañana y los automóviles
en la calle de mi casa.
Yara qué decirlo,
si en algún momento de la noche o de la embriaguez,
en algún instante de la mentira que nos alienta
para vencer las horas,
todos lo entendemos.
Es mirar el día que inexplicablemente ocurre
con la misma amorfa libertad de perder,
la misma decisión inconsciente y tumultuosa
de rebelarnos a ciegas y a solas,
de defender la mentira de cada día
en el sorbo dulce de las primeras horas y el primer cigarrillo.
¿Para qué el poeta? ¿Para qué escucharlo?
(Ahora, ¿quién lo escucha?)
Silencio también es la palabra.
Aliento que lo expulsa en el espacio de la memoria,
en el oído quieto de los años
que se torna inútil para la vida,
pues no sirve para comprenderla conocer su nombre.
Oído también es la memoria,

49
la soledad de cada hora en las calles,
el centavo de la mañana que rueda
en oficinas, en hombres,
en los diarios y la riqueza ajena,
en la oferta de recuerdos y empleados.
Palabra también es este instante que se mira
y llamamos recuerdo, llamamos rencor.

CARLOS MONTEMAYOR

Morena, 608. Altos


Col. del Valle
O3100 MEXICO D. F.

50
GALLARDO, MIÑANO Y LARRA EN EL ORIGEN
DE LA SÁTIRA CRÍTICO-BURLESCA

1. E L ESPERPENTO EN EL LENGUAJE

«Vense los pobretes, sin rentas, sin refetorios, sin amas que los
popen, sin devotas que los mimen, que los amadriguen, que los regalen
el bocadito, el bote de rapé, y sobre todo el rico chocolate macho, aro-
mático y potencioso: no como este que acá tomamos dulzaino y clarión
más que la purísima verdad. La estampa de la que tiene cara de herege
se les ha puesto al ojo por la primera vez; el hambre les roe los intes-
tinos; concómelos la desesperación de no poder volver a las ollas de
Egipto. Esto, claro está que no puede engendrar buen quilo: y así des-
comidos trasijados y mohínos, aguzan el diente, y dan la tarascada
mortal. Morder y ladrar, este es su ejercicio cotidiano; pero no diré yo,
como algunos naturalistas, que esto lo hacen porque son bichos dañinos;
hácenlo por estímulos de un natural instinto, para gastar la verdinegra
bilis que les pudre los hígados: muerden en fin, porque tienen hambre» '.
Muerde porque tiene hambre, no hay más contundente definición
del fraile goyesco que esta fisonomía anticlerical que Gallardo introduce
al principio de su Oiccionario crítico-burlesco. Sin entrar ahora en la
valoración literaria o ideológica del Oiccionario2, sí desearía llamar la
atención sobre algunos aspectos que implican cierta novedad en la his-
toria de un género poco estudiado: la literatura satírica.
La obra de Gallardo no supone una innovación radical, pero implica
algunos cambios interesantes y, dentro de su ambigüedad estilística,
alumbra direcciones que recorrerá fecundamente la sátira del xix. A pri-
mera vista, su prosa mira preferentemente al pasado. Sabido es el cono-
1
B. J. GALLARDO: Oiccionario crítico-burlesco, Cádiz, 1811, Introito.
2
Ferozmente censurado por MARCELINO MENRNDEZ PELAYO en su Historia de los heterodoxos
españoles, en menor medida pero también con dureza por PEDRO SAINZ RODRÍGUEZ —«Don Bartolomé'
José Gallardo y la crítica literaria de su tiempo», Revue Hispanique, LI, 1921—, defendido por
ANDREHIO (Eduardo Gómez de Baquero) en su De Gallardo a Unamuno (Madrid, Espasa-Calpe,
1926), es libro hasta el momento carente de análisis, pues los dicterios más se deben a plantea-
mientos ideológicos que a estimaciones literarias y estilísticas. En cualquier caso, sus censores,
los más, pasan por alto el Diccionario razonado manual para uso de ciertos escritores que por
equivocación han nacido en España (Cádiz, 1811), del que el de Gallardo no es sino paródica res-
puesta. La B. Nacional de Madrid conserva ejemplares de la segunda edición de este Diccionario
razonado manual, única que he podido ver.

51
cimiento que del idioma tenía el bibliotecario de las Cortes gaditanas,
su obsesión por la pureza del lenguaje y el estudio de los clásicos. Nada
tiene de extraña, pues, esa orientación. «Su estilo satírico tiene un des-
caro y una gracia picaresca que le relaciona con don Diego de Torres
Villarroel, con Quevedo y, en abolengo más lejano, con los copleros
y poetas satíricos de dicterios de final de la Edad Media», escribe An-
drenio, que también llama la atención sobre su «afición al retorcimiento
y al juego de palabras», a la vez que señala la relación del Diccionario
con la tradición literaria española 3. Esta utilización de rasgos tradicio-
nales y, sobre todo, el empleo literario del lenguaje, que va mucho más
allá de las abundantes citas literarias, tan del gusto de los satíricos de
comienzos de siglo —por ejemplo, el mismo Larra 4 —, hacen de la
obra un texto «arcaico», llamativamente satírico en su arcaísmo, y en
este sentido bastante más radical que el todavía sencillo y lineal de la
Apología de los palos (Cádiz, 1811), lo que posiblemente hubo de sor-
prender a los mismos amigos del bibliófilo.
Sin embargo, ese arcaísmo no es un simple volver la mirada atrás.
Tiene un sentido bastante bien perfilado y, a la vez, le permite distin-
guirse de lo que ya iba siendo tradicional en el género (la utilización del
«duende» o «Asmodeo» como curioso satírico). El primer aspecto, que
a mí, al menos, me resulta más llamativo, es que, gracias a ese estrepi-
toso arcaísmo, Gallardo coloca en primer plano al autor, al autor como
creador de lenguaje. La falta de convencionalidad de la fórmula emplea-
da obliga al lector, incluso al lector de aquella época, a atender a la
naturaleza misma de la prosa, a sus peculiaridades, aspectos llamativos,
formas de elaboración..., que sin necesidad de protagonista alguno, sin
necesidad de narrador identificado como personaje, crea ella misma un
punto de vista. Si en el Duende crítico se había echado mano de un
«duende» curioso e irónico que establece una distancia entre lo satiri-
zado y el lector, en el caso de Gallardo sucede de manera diferente: se
ha eliminado la distancia, el lector no es un espectador —al que otro le
cuenta las cosas curiosas o notables—, sino que entra de lleno en el
asunto. Al igual que sucedía con el fraile glotón del dibujo goyesco
•—[Ayuno con abstinencia] (Madrid, Prado)— o con el disparatado lego
que patinaba —[El lego de los patines] (Madrid, Prado)— o se colum-
piaba —[Fraile flotando en el aire] (Berlín, Col. Part.)—, el asunto se
«echa encima» del lector, sin distancia, sin «moderación», con todo su
énfasis y, en ocasiones, su brutalidad. Y, en uno y otro, por procedi-
mientos necesariamente diferentes (los que proporciona la plástica, los
que suministra el lenguaje), son recursos técnicos —literarios y plásti-
!
ANDRENIO: Ob. cit., pigs. 22, 23 y 30-33.
4
J. ESOOBAR: Los orígenes de la obra de lArra, Madrid, Prensa Española, 1973, págs. 118 y ss.

52
cos— los que determinan directamente este rasgo. Gallardo adopta una
postura similar al Goya que dibuja el cosmorama —Mirar lo que no ven
(destruido en Berlín en 1945; Col. Gerstenberg)—; no describe con
precisión y medida lo que contempla, distorsiona, a fin de ridiculizar
aquello que le afecta. El recuerdo de Quevedo, que tan justamente trae
a colación Andrenio, no se debe echar a humo de pajas, pues Gallardo
se mueve, salvando las distancias y en el tono menor que su literatura
satírica pretende, en la línea que une a Quevedo con Goya: la creación
de un mundo a través de imágenes cada vez más lejos del empírico, cada
vez menos sometido a las normas empiristas de la percepción y, paradó-
jicamente, cada vez más próximo a la realidad y dispuesto a hablar de
ella. Un mundo que tiene ya mucho de esperpéntico 5.
Este prescindir del curioso, que como testigo ironiza sobre el acon-
tecer diario, puede tener varios motivos, incluso algunos de orden
estrictamente histórico-político. Recordemos que Gallardo escribe pre-
cisamente en los primeros momentos de la libertad de imprenta, cuando
no es necesario ningún tipo de subterfugio para decir lo que sea, aún
más, cuando el lector espera textos sin subterfugios. Larra, por el con-
trario, publica sus textos satíricos en época de represión, guardando las
distancias y las apariencias; su duende es recuerdo de situaciones pasa-
das. Claro es que esta explicados sería, de ser aceptada, exclusivamente
simplista, pues un autor como Miñano, que escribe en época, por su
libertad, parecida a la gaditana, el Trienio Liberal, mantiene, sin em-
bargo, la convención del curioso, en este caso ingenuo, que describe
irónicamente la cotidianidad: el «Pobrecito holgazán», acostumbrado
a vivir a costa ajena. Síntoma todo ello de que, por encima de los inme-
diatos avatares histórico-políticos, el género ha adquirido unos modos
que resulta difícil ignorar. Mas por lo mismo, sería improcedente pensar
que el género carece de matices. Los de Miñano y Larra no son los únicos
curiosos. Modesto Lafucnte tiene un gran éxito con sus personajes «Fray
Gerundio» y el «lego Tirabeque», hasta el punto de que perdurará a lo
largo de todo el siglo xix. Ahora bien, aunque ambos participan de las
notas básicas de duendes y curiosos, ambos recuerdan también a Gallardo,
pues como éste no observan, sino que retuercen y ridiculizan, distorsio-
nan esperpénticamente la realidad con su gerundia presencia. Esta veta
grotesca, como grotescas son las figuras del Goya de Burdeos, no se
abandonará hasta bien entrado nuestro siglo.
Lo grotesco de Gallardo se apoya en dos rasgos complementarios
que ya habían sido utilizados con éxito por el Padre Isla, la distorsión

5
Sobre la relación Quevedo/Goya, cfr. mi artículo «Quevedo y Goya», Cuadernos Hispanoame-
ricanos, 361/362, 1980. El tema de ia imagen csperpentica lo he abordado de manera sucinta en
Xa ilustración gráfica del siglo XIX en España, Madrid, Comunicación, 1979.

53
y el exceso. Casi siempre resulta difícil distinguir dónde acaba una y
empieza el otro, especialmente porque lo habitual es que la distorsión
esté producida por el exceso, al menos parcialmente, y el exceso por la
distorsión. El Diccionario crítico-burlesco se escribió como un comenta-
rio «a pie de página» del Diccionario razonado manual... Incluso a nivel
de lenguaje —dice Gallardo—, se produce esta «correspondencia»,
pues «es preciso hablar a cada uno en su lengua». Pero estos propósitos
quedan de inmediato desbordados. Es verdad que el punto de partida
lo constituyen los pedestres artículos del Diccionario razonado manual...,
y que el texto de Gallardo contesta al contenido explícito e irónicamente
implícito de tales artículos, pero no lo es menos que el Bibliotecario
de las Cortes aprovecha ese motivo para ir mucho más allá y llevar
a cabo una reflexión sarcástica sobre el pensamiento reaccionario tradi-
cional, reducido muchas veces al absurdo, en defensa de la razón y el
pensamiento. La dialéctica pasado/progreso está presente en todas las
páginas de Gallardo como una apuesta por los «filósofos» y la «ilustra-
ción», por la actividad razonadora que el hombre posee naturalmente
y de la que no debe prescindir. Y un punto es a este respecto llamativo:
frente a la polémica pasado/progreso, a la vez que critica duramente el
pasado (en lo que tiene de oscurantista, otra cosa es su utilización de los
clásicos y su concepción de la tradición como tradición del pensamiento
y la virtud, y una visión de los hombres «naturales» que coincide con el
optimismo ilustrado), se lamenta de que no haya en el presente tantos
filósofos como el autor del Diccionario razonado manual... pretende. La
falta de ilustración no es virtud —«La corte del rufián Manolo y su
coima salaz y antojadiza, causa principal de nuestros males, ¿se componía
por ventura de filósofos?», se pregunta en clara alusión al favorito
Godoy— y bueno será, por tanto, que «cesen ya estos predicantes haza-
ñeros de imputar nuestros males a los filósofos que no tenemos».

La estructura misma del Diccionario tiende a configurar una signifi-


cativa disposición satírica que recuerda extraordinariamente las series de
Goya, especialmente los últimos álbumes de Burdeos. La diferenciación
en artículos obliga a volver sobre temas que ya han sido abordados, lo
que a veces se indica expresamente (como, por ejemplo, en el caso de
«Napoleón»), y rompe con la hipotética linealidad de la sátira: ésta se
conforma como la creación de un mundo, un entramado en que los ejes
están constituidos por cada uno de los artículos, y todos ellos, por las
ideas polares ya enunciadas, de las que los aspectos particulares, a veces
en forma de pequeña anécdota (la explicación de la «mortaja» puede
ser un buen ejemplo), no son sino expresión circunstanciada. Semejante
disposición rompe la posible temporalidad justamente para construir una
diatriba bien temporal, de la misma manera que las escenas de Fray

54
Gerundio o los cuentos de Larra pespuntean una imagen coherente de
la incoherencia, y por ello, una imagen crítica.
Sin embargo, no hay que ignorar la existencia de una diferencia im-
portante entre el proceder crítico de Gallardo y el que luego ejercerán
Miñano y Larra. Frente al Diccionario razonado manual..., el bibliófilo
escribe el Diccionario crítico burlesco, dos absolutos frente a frente. Si
el anónimo autor de aquél se apoya en las verdades establecidas del
pensamiento reaccionario —y toda su parodia se ejerce desde esas ver-
dades, de tal modo que sólo los sectores convencidos disfrutarán con
ella—, Gallardo no se apoya menos en las verdades establecidas de los
«filósofos». Su obsesión es precisamente esa buscar una objetividad que
respalde su pronunciamiento, echar mano de una tradición que cubra
dos frentes: negar al contrario, pero también darse un mundo. No de
otra manera puede entenderse aquella referencia a Godoy ·—que no era
un filósofo, pero, desde luego, tampoco un reaccionario—, sus indicacio-
nes sobre los romanos o el sentido que adquiere el mismo lenguaje.
Acudir a Cervantes, la picaresca, Quevedo, los refranes, construir las
frases con la explosiva brillantez que pone aún más de manifiesto la
pedestre expresión del autor del Diccionario razonado manual..., no es
sino instalarse en una tradición ya hecha, y hacerlo de forma consciente
y buscada, como su oponente se reclama de otra tradición: la meliflua
ironía frailuna que luego el anticlericalismo del siglo xix censurará una
vez y otra de forma paródica, justamente como ha empezado a hacer
Gallardo. Ahora bien, esa tradición convierte su discurso en una «verdad
objetiva»: el sujeto que supone no es el individuo que relativiza y sin-
gulariza, muchas veces personalizándolos, sus juicios, su discurso, dudan-
do en ocasiones de él mismo —como hace, ante todo, Larra, mucho me-
nos Miñano—, sino el que cuenta con un horizonte de certezas. En este
punto, Gallardo recuerda a sus oponentes, se revela como crítico die-
ciochesco y se aparta de la sátira goyesca, tan poco «objetiva», tan poco
«instalada».

2. E L POBRECITO HOLGAZÁN

La fama del afrancesado Miñano 6 se debe, ante todo, a sus Lamentos


políticos de un pobrecito holgazán que estaba acostumbrado a vivir
a costa agena (Madrid, 1820), en los que la figura irónica del «Pobrecito
6
Como de tantos autores de la época, carecemos hasta el momento de una publicación completa
sobre la vida y la obra de Sebastián Miñano. Tengo noticia de una tesis de doctorado en la Sor-
bona de Claude Morange, que no he podido ver hasta el momento. Es importante, pero muy limi-
tado, el texto de JESÚS CASTAÑÓN Y DÍAZ: Personalidad y estilo de Sebastián Miñano (Palencia,
Publicaciones de la Institución Tello Téllez de Meneses, s. a., 1968), y es conocido el estudio de
IGNACIO AGUILERA' Τ SANTIAGO: «Don Sebastián Miñano y Bedoya», publicado en el Boletín de la

55
holgazán» satiriza y critica siguiendo la tradición de los duendes barrocos
y dieciochescos. Ya la misma denominación del personaje reúne conno-
taciones paródicas e irónicas en una figura que siendo tan poca cosa es,
sin embargo, capaz de poner en solfa política y costumbres. Pero sería
improcedente desconocer que ésta no fue la única pieza satírica que salió
de la pluma de Miñano. Junto a otras de su estilo, hay dos que merecen
ser citadas porque permiten comprender la amplitud de miras del escritor
en el seno mismo de la sátira. Me refiero fundamentalmente al folleto
Relación histórica de las Platerías (Madrid, 1823) y Sesiones atrasadas
de Cortes (Madrid, 1823) 7 . En el primero, la relación paródica de un
acontecimiento político 8 le aproxima al cuadro de costumbres, según
pautas que ya habían aparecido en los Lamentos... En el segundo, aun-
que sin el nervio de Gallardo, asoman algunos de los rasgos esperpénti-
cos que el bibliófilo supo acerar en sus textos. La descripción de las
«sesiones atrasadas» le permite perfilar la semblanza de los diputados
y la incongruencia de situaciones en un estilo marcado también por la
deformación. En este sentido es curioso señalar que por aquellas fechas
había aparecido un panfleto titulado Condiciones y semblanzas de los
diputados a Cortes para la legislatura de 1820 y 1821 (Madrid, 1821),
que hoy se atribuye al diputado Gregorio González Azaola, y en aquella
época se pensó podía deberse a la pluma de Miñano o de Gallardo,
a propósito de lo cual publicó éste su Carta blanca sobre el negro fo-
lleto titulado Condiciones i semblanzas de los Diputados a Cortes (Ma-

Biblioteca Menendez y Pelayo, 1930-1933, además de la nota de Eugenio Ochoa a la edición de los
Lamentos en la BAE, LXII, II. Las referencias a Miñano son también abundantes en libros como
los de Juretschke (Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista, Madrid, C. S. I. C , 1951; Los afran-
cesados en la Guerra de la Independencia, Madrid, Rialp, 1962), Pedro Sainz Rodríguez (Obras
escogidas de don Bartolomé José Gallardo, Madrid, NBAE, 1928, y obra citada en la nota 16) y,
más recientemente, Alberto Gil Novales (Las sociedades patrióticas [1820-1823], Madrid, Tecnos,
1975), etc. Yo mismo publiqué una breve nota introductoria en una reciente edición de los La-
mentos (Madrid, Ciencia Nueva, 1968). La personalidad del escritor continúa siendo polémica, mien-
tras que para unos autores es un liberal moderado, para otros —Gil Novales, por ejemplo— es
representante del absolutismo, la reacción y la contrarrevolución. No pretendo entrar aquí, no es
éste el lugar para ello, en un debate sobre tales cuestiones, solamente suministrar algunos elemen-
tos para su mejor «legalización» en el panorama de la sátira española de la época.
7
Sesiones atrasadas de Cortes, Madrid, Imprenta de Nunez, 1823, es obra conocida con diversos
títulos. Ello se debe a dos razones; en otras obras de Miñano, concretamente en la Relación his-
tórica de la Batalla de las Platerías, se anuncia ésta en la página final con el título Sesiones de
las Cortes de Sevilla interceptadas por esos caminos; por otra parte, las Sesiones atrasadas... cons-
tan de ocho folletos, y si en el primero es el título inicialmente citado, en los restantes encontra-
mos variantes: Continúan los extractos de las sesiones de Cortes interceptadas por esos caminos (nú-
mero 2), Continúan los extractos de las sesiones interceptadas por esos caminos (núm. 3), Siguen los
extractos de las sesiones de Cortes en Sevilla interceptadas por esos caminos (núms. 4, 5 y 6), Conti-
núan los extractos de las sesiones de las Cortes en Sevilla interceptadas por esos caminos (núms. 7
y 8). La extrema rareza de los cuadernos o folletos y los vaivenes del título hacen bastante compren-
sibles las equivocaciones con que suelen citarse.
8
Con el nombre de «Batalla de las Platerías» se conoció la manifestación que, portando pro-
cesionalmente un retrato de Riego, se llevó a cabo el 18 de septiembre de 1821 y fue dísuelta
en las Platerías, cerca del Ayuntamiento, por una compañía de la Milicia Nacional. Una descrip-
ción sucinta de los acontecimientos y de su sentido político, antecedentes y consecuencias se en-
cuentra en el estudio ya citado de Alberto Gil Novales, vol. I, págs. 655-658.

56
drid, 1821), al que respondió Miñano en El Censor, Respuesta nada
oscura al autor de la Carta blanca (23 de junio de 1821) 9 .
Viene todo esto a cuento de una cuestión bien simple y que no suele
ser atendida: la sátira no es un género unilateral y monolítico, sino di-
námico y complejo. No hay un modelo establecido, sino un horizonte de
orientaciones diversas y casi siempre complementarias en su variedad.
Por ello no es posible fiar una línea directa y unas etapas sucesivas cla-
ramente establecidas, al menos mientras no se perfile el entramado de
diferencias: no está primero Gallardo, luego Miñano y, finalmente,
Larra. Miñano no ha olvidado a Gallardo y a los escritores anteriores,
y Larra no ha olvidado a ninguno de los dos. Tampoco hay que arrinco-
nar a autores menores, como el citado González Azaola o el anónimo
autor (posiblemente Vicente Caravantes) del panfleto antimiñanista
Vida, virtudes y milagros del Pobrecito holgazán (Madrid, 1821), en el
que no se escatima la violencia de la crítica, como era, por otra parte,
norma del género. Lo que, a mi juicio, interesa más no es tanto la valía
de uno de estos autores cuanto el tejido que con sus intervenciones,
réplicas y contrarréplicas se va tramando hasta constituir una segunda
verdadera piel de la realidad histórica. La realidad deja de ser, en este
marco, el dato objetivo que todos aceptan como lo que está ahí y es
objeto de descripción, la materialidad misma del acontecimiento; la
realidad se convierte en una entidad de mil caras, como una brillante
y traslúcida piedra tallada, un verdadero enigma en que suceso e inter-
pretación, opinión y personaje, se prolongan sin posibilidad alguna de
distinción nítida.
Sebastián Miñano es precisamente uno de los autores que más y me-
jor contribuyeron a trazar ese perfil: sus personajes «adoptan» la posi-
ción del exaltado y del absolutista, del aristócrata y del plebeyo, del
fraile y del militar, y desde esas contradictorias posiciones retuercen la
realidad —y muchas veces el idioma— para decir lo contrario de lo que
parecen decir. La realidad criticada se convierte en un verdadero tablado
poblado de muñecos, pero muñecos y tablado forman también parte de
ella. Al lector le resulta difícil moverse entre todas esas sugerencias,
ironías, dobles sentidos, descubrir la parodia allí donde sólo se anuncia
para a continuación negarse..., y cuando, desde hoy, tratamos de re-
construir aquel momento, la dificultad aumenta.
De todo ello quisiera destacar ahora sólo un rasgo. La sátira román-
9
El tema fue abordado por el propio Miñano (?) en el Prólogo del Editor a Las Carlas del
Madrileño sacadas del Censor periódico español, Madrid, Imprenta de don León Amerita, 1821.
El prólogo tiene gran interés no sólo por los aspectos polémicos del asunto, sino porque expone
•con claridad y precisión el sentido de la sátira política —y, consecuentemente, de la posición
política— de Miñano y restantes colaboradores del periódico, los afrancesados. La polémica ha sido
resumida también por SAINZ RODRÍGUEZ en la presentación de la Carta Blanca, de GALLARDO (Obras
•escogidas, éd. cit., págs. XII-XV).

57
tica se ha apartado de la crítica dieciochesca en un punto muy concreto:
aunque utilice personajes singulares, duendes, curiosos, pobrecitos...,
estos están metidos de lleno en el asunto, no se limitan a mirar, a con-
templar o a curiosear..., mejor dicho, su mirada, su curioseo forma
también parte de la realidad que están satirizando. El personaje grotesco,
a veces el mismo autor, en ocasiones sólo visible en su lenguaje, otras
en un moderno Asmodeo, impregna la realidad de sentido con su presen-
cia, y, por ella, no es ya la misma realidad, se tiñe con la deformación
que en él anida para hacerse, ella también, grotesca y así abrirse a la
lectura. Larra fue quien más claramente vio el proceso y el que lo aplicó
con mayor precisión.

3. LA LUCIDEZ DEL DUENDE

«No hace un estudio 'd'après la nature', sino que ofrece una repre-
sentación caricaturesca del comportamiento irracional de la masa en la
España de su tiempo.» Estas palabras que José Escobar escribe a pro-
pósito de Larra 10 podían haber sido dichas de Goya. La superación de
lo puramente descriptivo que se esconde en las series «d'après nature»,
la presentación de la masa y la crítica de su irracionalidad histórica (en
aquel tiempo) son tres notas definitivas de muchas de las imágenes
goyescas, cuyo sentido difícilmente puede precisarse mejor que con esas
palabras. La sociedad a que Larra hace referencia, que plasma en sus
artículos, no es el modelo que hay que reproducir, sino el motivo de su
actitud crítica. Lomba y Pedraja ha señalado acertadamente que «des-
cripciones de lugares, descripciones de objetos, descripciones de mobi-
liarios o decorados, descripciones de escenas vistosas y movidas, obser-
vación siquiera de la parte física y material de los tipos que presenta,
de esto hay muy poco en sus obras» " . Ello no es, sin embargo, obs-
táculo para que a través de sus escritos seamos capaces de captar, más
intensamente que en Mesonero o en Estébanez Calderón, la fisonomía
de un ambiente, el tejido de relaciones que lo configuran, la complejidad
de la situación. Hasta cierto punto, cabría establecer también aquí cierto
paralelismo entre la relación de Goya con los costumbristas de la época
y la que Larra mantiene con esos autores. Ya desde los primeros artícu-
los, el autor que describe hace algo más que narrar lo que ve. El autor
o personaje incorporado al artículo El café, que apareció en el primer
número de El Duende, no es un ojo anónimo, abstracto y general. Larra

10
J. ESCOBAR: Ob. cit., pág. 275.
» J. R. LOMBA Y PEDRAJA: Mariano José de Lana (Fígaro), Cuatro estudios que le abordan o-
le bordean, Madrid, 1936, pág. 82.

58
le delimita con mucha precisión, le sitúa entre los restantes personajes,
le diferencia de ellos y, a la vez, le aproxima. El narrador de la escena lo
hace en dos niveles habla con los otros protagonistas, se entiende con
ellos, y habla con nosotros, lectores. Opina simultáneamente sobre lo
que aquéllos dicen, sobre lo que oye y les dice, y a la vez nos hace un
«guiño» a nosotros. Esc «guiño» recuerda aquel otro del goyesco Sueño
de la mentira y la inconstancia.
No es ese el único contacto que mantiene con esas imágenes: tras
haber pasado «revista» a los diversos tipos que pueblan el café, tras
haber tomado buena cuenta de sus dislates y despropósitos, así como de
la ridicula seriedad con que los conciben, tras haber constatado la pér-
dida de rumbo —¿saben todos ellos dónde realmente están?, ¿se dan
cuenta de la enorme distancia entre la realidad y sus palabras?—, el
mundo cobra entonces un aire fantasmagórico, momento en que el narra-
dor se marcha, va a su casa y se acuesta: «sólo al meterme en la cama,
después de apagar mi luz, y al conciliar el sueño confesé, como acostum-
bro: Este es el único que no es quimera en este mundo» '2.
Tanto dislate y fantasmagoría hacen del sueño lo único verdadero,
de la quimera lo único que no es quimera. El escrito de Larra no puede
incluirse, sin embargo, dentro de los textos tópicamente moralizantes.
El narrador, el Duende, no va por el mundo impartiendo doctrina: a su
paso se descubren los disparates y las incongruencias, surge el sarcasmo,
pero tampoco el está libre de sarcasmo. Si las figuras que pueblan el
mundo son, bajo su mirada, muñecos, si el mundo mismo se vislumbra
como un distorsionado tablado de marionetas, también él participa y se
mueve en el tablado, también él es un muñeco. Lo que muchos de sus
artículos proponen no es sino el esperpento. Larra —que recoge la tra-
dición quevedesca ,3— es quizá el único continuador de los disparates
burlescos del Goya de Burdeos. Su pesimismo no lo es tanto ante un
mundo miserable y desgraciado cuanto por la conciencia de su cerrazón,
de la inexistencia de algo que ofrecer como contrapartida y recurso. Esa
parodia, en El Duende apuntada, se desarrolla implacablemente en las
series y personajes posteriores, El Pobrecilo hablador y Fígaro, que ac-
túan no sólo a la manera de un duende o entrometido diablillo, sino,
cada vez más, como una máscara del propio Larra, máscara que le per-
mite distorsionar, y así evidenciar, la verdadera fisonomía de lo real.
12
Eí café, en artículos completos, Madrid, Aguilar3, pág. 132.
13
Sobre la relación Larra/Quevedo, J. Escobar en la obra citada: «... los procedimientos cari-
caturescos en la sátira de Eí café caen dentro de la tradición quevedesca. Todavía no muy bien
asimilados los recursos de la lengua de Quevedo, pero conscientemente utilizados. Larra trata de
integrar la herencia moral y satírica de Quevedo en el nuevo género del artículo de periódico (...)
La permanencia de Quevedo en el siglo xvm español se había filtrado por una nueva manera de
concebir críticamente la realidad con un espíritu reformista. De este modo, la sátira quevedesca
llega a Larra convertida en un instrumento de incitación a la reforma social. Larra la utiliza para
•rechazar los valores vigentes, degradando la realidad mediante lo grotesco», pág. 151.

59
Se ha puesto de manifiesto que Larra conecta con los escritos críticos
del siglo xviii. «En sus artículos, Larra se situó inequívocamente dentro
de una tradición satírica del periodismo del siglo xvín, la de Asmodeo,
el duende crítico que observa y ridiculiza las flaquezas sociales», ha es-
crito Kirkpatrick M, y J. Escobar ha puesto de manifiesto su profunda
relación con la sátira francesa e inglesa, y con la sátira tradicional espa-
ñola ' 5 , pero hay un punto que le aleja de esa sátira social y le acerca al
arte de Goya, al de los últimos dibujos de Burdeos, pero también al de
Los Caprichos: la inexistencia de una alternativa a lo establecido, el ca-
rácter cerrado del horizonte político-social como cerrazón, también indi-
vidual. El duende de Larra —el mismo Larra— no habla, explícita o im-
plícitamente, en nombre de las virtudes de la razón, de la ilustración
o de la moral. Su relación con los críticos del xvín pone de manifiesto,
a la vez, una continuidad y una diferencia: la que da razón de su lucidez
y su radical pesimismo. S. Kirkpatrick ha puesto de relieve cómo la
evolución intelectual del escritor le conduce a una situación en que la
quiebra de los valores es la medida de lo absoluto. Al analizar el artículo
El día de difuntos, Kirkpatrick afirma que «si el mundo que Larra
presenta en este artículo es ajeno, de pesadilla, carente de significado
racional humano, no hay tampoco alternativa alguna en el hombre in-
terno. El espíritu solitario sólo puede reflejar la quiebra de los valores
con una desesperada lucidez» ,6. Para alcanzar estas cotas ha problema-
tizado antes no sólo la situación histórica concreta, los acontecimientos
que le toca vivir, sino también la coherencia y validez de los mismos
conceptos que se utilizan para pensarlos —bien sea para criticarlos o,
por el contrario, para justificarlos y enaltecerlos— y, consecuentemente,
la validez misma de la propia actividad crítica. La conexión con el espí-
ritu crítico del xviir, que es el punto de partida, queda así completa
y definitivamente rota. El crítico social dieciochesco consideraba la vincu-
lación del individuo con el mundo social «como la relación de una parte
a la totalidad según un orden accesible a la razón y esclarecido por la
observación crítica», en palabras de Kirkpatrick ,7. Durante cierto tiem-
po, Larra había mantenido esta actitud, si bien, añadiría yo, dudando
siempre de ella, y encontrando en el último momento razones para
estimar la posibilidad de una alternativa crítica razonable y, hasta cierto
punto, coherente. Después esa esperanza se ha perdido, la realidad se
convierte en una fantasmagoría opresiva de la que es imposible librarse,
de la que sólo puede dar razón un lenguaje que es parodia de sí mismo

14
S. KIRPATHICK: Larra: el laberinto inextricable de un romántico liberal. Madrid, Gredos,.
1977, pág. 29.
" j . ESCOBAR; Oh. cit., págs. 104-117.
16
Ver nota 13.
17
S. KIWATMCK: Ob. cit., pág. 280.

60
—Cuasi— o una situación que es límite y sarcasmo de todas las situacio-
nes satíricas —El día de difuntos—, después nada. Ese grado de lucidez
no es propio de los críticos dieciochescos, pero tampoco de los críticos
sociales ligados al costumbrismo, ni de la ilustración gráfica del xix.
Sólo puede equipararse a Goya.
VALERIANO BOZAL

Castelló, 9, 5.° derecha


MADRID-1

61
LA RARA
(relato)

Estaba ayer en medio de un trabajo feroz con la Olivetti, cuando


sonó el timbre de la puerta. Suelo atender solamente si son tres tim-
brazos (señal convenida para la gente de casa), pero no me muevo de la
mesa cuando es un timbrazo simple, digo esos banales provenientes de
verduleros o molestones de toda clase. Lo que hubo de curioso en esto
fue que después de un primero hubo un segundo, realmente breve, tí-
mido y como si no quisieran molestar —o sí—. ¿Y por qué no una
travesura? ¡Bueno!, era un segundo timbrazo después de todo, y no de-
jaba de ser ésa una excepción a la regla tácita del molestan común, quien
según tengo ya observado no insiste por lo general. Fui.
Una mujer estaba ahí, sonriente, con una pequeña valija en la mano
que ignoro como hizo para abrir con tan inaudita rapidez. Es decir: an-
tes de abrir ella la boca o yo poder decirle algo estaba con todo despa-
rramado en el piso del pequeño pórtico (no supe si eran géneros, boto-
nes, herramientas o qué; tal vez todo eso junto), y ni siquiera me dio
tiempo a expulsarla debido a su táctica tan excepcional. Fue gracias a
esa táctica y nada más que a eso que consiguió evitar que le diera el
portazo en las narices. Y después de haber usado con éxito ese factor
sorpresa, fue más lejos todavía: aprovechando que mi boca estaba abier-
ta me amordazó con una larga cinta que trepó casi hasta mis orejas y
descendió hasta mis tobillos de una manera vertiginosa y casi mágica.
«Conozco su nombre, señor», me dijo. «Usted es el olivet tero Dubner,
y es un ser irascible. Sé que está trabajando ahora en Los adoradores
del fuego, una especie de relato algo fantástico que le da mucho trabajo,
y que su máquina está esperándolo. Sé muy bien que no atiende tim-
bres con tal de no perder tiempo en pavadas ni vendedores ambulantes.
Por eso me previne. Por eso lo tengo ahora aquí, escuchándome. Es de
suma importancia lo que deberé comunicarle, perdone mi actitud ur-
gente, que sé por otra parte que no confundirá con atropellada cuando
comprenda. Le diré más: lateralmente, la razón por la cual vengo (y sé
que no dormirá tranquilo cuando se entere para qué vengo) le ayudará

62
a resolver sus problemitas con esa prosa tan elaborada y que no va ade-
lante y que se le empantana. ¿Lo desamordazo?»
Hice muchas veces que sí con la cabeza. Desenroscó un poquito su
cinta hasta llegarme al cuello, y ahí volvió a preguntar: «¿Se dispone
a escuchar todo cuanto debo decirle, o simplemente espera que lo desate
para poder expulsarme?»
«Escucharé todo —respondí—. Además, si puede ayudarme con Los
adoradores del fuego...»
«Le ayudará mi presencia y mi charla, aunque debo aclararle que
no entiendo de literatura. Estoy informada solamente de que esa obru-
cha la inició usted estando en Persia, y que ahora ese tema persa pare-
ciera querer escapársele de las manos como una anguila.»
«Así es. Y ahora que estoy desatado, haga el favor de pasar. ¿Es us-
ted... mercachifle?»
«No exactamente: soy costurera, si quiere usted apurarme a ponerle
un nombre a mi profesión. O más exactamente: cortadora. Estas son
mis herramientas de trabajo —ella ordenaba todo en su valija nueva-
mente—, que en realidad no intenté venderle, sino que desplegué para
asombrarlo y que ya no necesito ahora.» Meditó un momento y agregó:
«¡Es decir!, volveré a necesitarlas después..., después de...»
«Entiendo, entiendo», me encontré diciéndole como un muñeco, tal
vez para ayudarla, pero víctima sin duda del poderoso influjo de una
rara mujer que, ahora me daba cuenta, había conseguido con aquel des-
pliegue sembrar la confusión en mí e impedir el portazo. («Muy hábil
•—pensé para mí—. Muy hábil».)
«Diga, ¿no tendría usted una escalera?», dijo de pronto. Tenía aho-
ra un aire sospechoso en la apariencia, y también en la manera de decir
las cosas. Además, pedir una escalera sin haberse siquiera presentado
y como si fuera un albañil... Se corrigió, entendió en seguida, dijo: «Per-
dón. Primeramente un vaso de agua, por favor. He trabajado mucho en
amarrarlo y tengo sed. Después, sí, le agradecería la escalera.»
«Señora —le dije más calmado—, estoy en medio de mi trabajo y
no atiendo timbres. Le he prometido escucharla brevemente, pero no
presenciar demostraciones de circo, y mucho menos subir con usted a
una escalera que a lo mejor no nos conducirá a ninguna parte como no
sea a la azotea. Además... ¡Pero si es una perfecta desconocida!, ¡cómo
iría a subir con usted a una escalera! Además —decía—, no tengo es-
calera...»
Dejó pausadamente el vaso sobre la mesa de la cocina y «Gracias
por el agua», dijo. Y agregó, pensativa, mientras me tendía una mano
férrea y me sacaba volando por la puerta con una fuerza sobrehumana:
«Ahora, venga.»

63
No sé cuánto tiempo insumió esa tarea infinita de buscar una esca-
lera. Ningún vecino poseía una como la que ella quería, y finalmente
consiguió una que pude ver que era con ruedas. Cuando volvimos a casa
era muy tarde ya. «Apúrese —le dije—. Mi nena volverá pronto del co-
legio y mi mujer de su trabajo. Vamos a querer todos almorzar, asi que
termine con sus pruebas.»
Volvió a abrir la caja de herramientas, esta vez con circunspección.
Su tijera no era una tijera normal y alojaba en sus cavernas huecas unos
ojos de vidrio como entrenados a arrojar rayos láser o afgo así. Tampoco
la cinta con la que me había atado anteriormente era una cinta común
de costurera. Ni sus «botones», nada. O sea que ella tenía razón: si había
que ponerle rápidamente un nombre a su profesión, ése era el de cos-
turera. Así, medité, puede tocar el timbre como hacen los mercachifles
ni más ni menos, y después, solamente después, mostrar instrumentos
semejantes a los que utilizan las costureras, y todo ello simplemente como
prolegómenos a lo incógnito: la profesión sin nombre, ejercida de esa
manera poco usual y que no podía ser siquiera enunciada... «¡No haga
nada! —le ordené—. Tiene que explicarme antes.» Y respondió sin va-
cilar, con una mezcla de angustia y de coraje: «Soy cortadora de cielos.»
«¿Qué?»
«Mire, tranquilícese: yo no voy a cortar nada ahora. Solamente ob-
serve, será una demostración, ¿entiende?»
Había puesto la escalera junto al muro externo del patio y se había
trepado, <y me solicitó otra vez que la observara, después de haber lim-
piado el piso cuidadosamente con la escoba y eliminado desniveles para
que pudiese, según me explicó, rodar con cierta comodidad la escalera.
Tomó una tiza chata, de marcadora de telas, pero más grande, y trepó
sobre un cierto escalón no muy alto, y dijo muchas palabrotas juntas
que ella musitó concentradamente como si se tratara de una fórmula.
Trazó una línea recta sobre el filo de la tapia, utilizando cuidadosamente
a ésta como si fuera una regla, al mismo tiempo que en el cielo, hacia
donde ella miraba todo el tiempo, aparecía una línea blanca y como de
humo de avión de propaganda. Su efecto en mí fue fulminante. «Vare
—le ordené con autoridad toda nueva, profundamente consternado—.
Vare, señora, haga el favor.»
Simuló primeramente actuar como un gasista que estuviese haciendo
trabajos de rutina, me percaté de la cosa por la forma cómo detuvo el
trabajo. Vero se mostró indecisa finalmente, quizá avergonzada. «¿Qué
quiere también usted de mí...?», se le escapó. Y entendí rápidamente
que yo no era el primero con el cual le ocurrían cosas. Era un ser evi-
dentemente en dificultades y con una profesión extraña, algo así como
tener una joroba, no supe bien.

64
«¿Se gana la vida con esto?», pregunté. Una sonrisa irónica se le di-
bujó en la cara y me pareció muy triste y desolada. Esgrimió la tiza de
nuevo y acercó el ojo a la pared, mirando para arriba y dispuesta a di-
bujarme el cielo todo entero. «¡Le dije que no lo tocara! —protesté—.
¡Bájese! Y ahora escúcheme. La conozco poco, y además mi cielo es im-
portante para mi jardín, para mí mismo y para la gente que vive en
esta casa, ¿se da cuenta? Ignoro qué pretende hacer, y además no con-
fío en los resultados de sus posibles exhibiciones, que por otra parte
podrían resultar irreparables...»
«Irreparables, ciertamente», interrumpió.
«O sea que necesito pensarlo, necesito conocerla y entender qué me
propone, y pensarlo, ¿entiende? No haga nada apresurado y yo prometo
recibirla aún mañana, si así lo desea, mientras se muestre cortés y res-
pete mi propiedad y mi derecho a mi tiempo, mis cielos, mi silencio.
Ahora necesito trabajar. Pensaré en usted, vuelva mañana.»
Se fue sin decir palabra, pero no sin antes dirigirme una mirada cóm-
plice que me molestó un poco y de arrojar también una carpeta sobre
la mesa, que me di cuenta eran recortes de periódicos extranjeros que
aludían a ella. Cerré la puerta detrás de sus pasos y yo tampoco dije
nada. Supe que al día siguiente volvería.
Busqué en la memoria y en algunos de mis diccionarios y enciclope-
dias la posibilidad de la existencia de un arte, un oficio o una ciencia
que me pusiera pasablemente en la pista de lo que ella hacía. ¡Era inútil!
Sin ninguna duda se trataba de algo singular que tal vez muy poca gente
en todo el mundo hacía, y en ese caso desde haría poco tiempo; una
tradición tan nueva que no había alcanzado a prender aún en la menta-
lidad de los otros, un arte que no tenía nombre y que no podía expli-
carse como no fuera por la acción. Este último razonamiento, apoyado
por el recuerdo de la entrevista y también por el «método» que parecía
haber elegido para ejercer aquello, me hizo concluir no solamente que
se trataba de una profesión marginada (¡mucho más que la literatura,
simplemente eclipsada por el arte de vender libros!), sino que se trataba
en efecto de algo del todo nuevo y no, por ejemplo, olvidado: ni en la
historia de los babilonios ni en ninguna etapa de nuestras civilizaciones
planetarias llamadas del Este o del Oeste, figuraba algo parecido a eso.
Nada que ver con la astrología, por ejemplo; ¡no había rastros!
Cerré a las tres de la mañana mi último tomo de la Britannica y me
fui a la cama intrigado, y allí revisé mentalmente el contenido de esos
recortes que me habían disgustado y que tampoco me habían puesto en
la pista de nada. Traté, no obstante, de «armarlos». Didi dormía profun-
damente, pero yo no podía. Uno de los recortes, recordé, era de Paris-
Soir; otro del Daily Telegraph, otro aún del Wochenblatt, figuraba igual-

65
CUADERNOS 3 8 8 . - 3
mente en el Daily Mirror; era evidente que dominaban los ilustrados
a la caza de lo sensacional. Así y todo, eran informaciones que no sa-
lían de lo común, que no podían darme la clave de su personalidad ex-
traña y mucho menos de su verdadera profesión. En el primero era
apenas una niña que hacía pruebas de circo, en bicicleta, con un mono
al hombro. En el Wochenblatt era la gerenta general (el nombre por lo
menos era el mismo) de una fábrica de armamentos que se presentaba
en quiebra. Uno más pequeño, sin embargo, seriecito y sobrio, de un
importante diario de por acá la presentaba como conferenciante de un
tema para señoras gordas de no sé qué institución de Caballito.
Pasaban las horas, yo no daba más. ¡Querer aferrarme a esa pobre-
tería de informes matizada toda de contradicción era peor, mucho peor'.
No sé cómo hice finalmente, pero me dormí. Debo haber tenido pesa-
dillas, aunque no recuerdo ninguna. Y después desperté, pero el día
estaba verde todavía, era esa hora temprana de las algas o de las pece-
ras y me levanté sin hacer ruido y me vestí despacio. En medio de la
modorra recordé nuevamente a la mujer con un pequeño escalofrío y me
pregunté si vendría: ahora dudaba. Y cuando el sol apareció por debajo
de los sauces de la callecita de tierra, pelada y mendocina: «Ah, la la-
drona de cielos», murmuré.
Fui caminando instintivamente por la calle, tomando para el lado
en que comienzan los viñedos, y algo me hizo volver a casa en seguidita:
el lugar estaba amenazado, estaban instalando una gruesa canaleta de
agua, un signo novedoso en cierto modo que me hizo meditar que a lo
mejor de aquí a pocos años se convertiría en barrio nuevo. Yo tenía
ahora mis montañas, me di cuenta; tenía mis árboles y viñedos y tam-
bién estos cielos desde hacía poco tiempo, pero... ¿hasta cuándo? ¿No
tenía acaso el tiempo contado? ¿Y qué era para mí esa mujer sino una
especie de símbolo de mis delirios, de esta persecución constante que
he venido sufriendo durante años en tantos países y ciudades? Mm, sí,
las bulldozers. La mujer, entonces, no vendría. ¡No vendría porque no
existió, porque todo fue producto del delirio o mis manías con respecto
a eso! Respiré hondo, como quien descubre algo de pronto. «¡Ah, era
eso...»
Al volver a casa estaban sobre mi mesa los recortes. Los puse negli-
gentemente al costado, con un gesto autómata y sin razonar siquiera. Tra-
té de trabajar un poco, de hacer como si nada hubiera pasado. Elaboré
esa parte de Adoradores en la cual Katherine embiste al monstruo he-
lado, Milel, con nada más que su sonrisa. Me gustó. ¡Ya había olvidado!
Entonces sonó el timbre y recordé el beso de Didi antes de irse, y tam-
bién que Flavia se había ido ya a la escuela. Ahora yo estaba solo. Fui.
Era ella.

66
«Lo siento —fue lo primero que le dije—. No logré entender nada
de sus recortes.» Y solamente su tristeza enorme y su desolación me hi-
cieron comprender que esta vez había venido a mí con esperanzas, que
yo venía de quebrar con mis palabras. Pidió permiso, se sentó y dijo:
«Es un arte nuevo el que practico, se habrá dado cuenta. No soy tam-
poco 'costurera'...»
«Por supuesto que no.»
Ella había intentado decir aquello con una especie de sonrisa, pero
yo no la dejé. «Soy un ser que ha tenido la desdicha —continuó dicien-
do— de dedicarse a un arte cuyos alcances los hombres no entienden, a
pesar de que a veces muestran un increíble olfato para eso. Había creído,
no obstante, que los recortes podrían ayudarlo, pero ya veo que no fue
así. Bueno, ellos tratan de clasificarme, ¿ha visto? Supongo que se fijó
en eso. O soy esto, o soy lo otro. Y la verdad es que no puede decirse
que sea yo una pintora, ni siquiera un músico frustrado. ¡No he llegado
a ese estadio!»
«Ya me di cuenta», respondí con piedad inesperada, quizá una es-
pecie de respeto. Ahora parecía casi hermosa, exhibía una belleza diabó-
lica. Dijo: «Recorto cielos, es todo cuanto sé y quiero hacer. Habrá
visto que mis herramientas son diseños especiales al servicio de eso, ¡no
me interesa otra cosa! Además..., mi creación es destrucción, ¿se ha
dado cuenta?»
«Sí, ya me di cuenta de todo —respondí—. Es usted un diablo ins-
pirado... Y dígame una cosa: en el número más nuevo de France-Soir
aparece trepada a la torre Eiffel con una enorme tijera en la mano. ¿Qué
significa eso? ¿Iba a podar la torre?»
«¡Por supuesto que no! —saltó con un rubor de encanto—. Pero
ellos malentienden, lo que yo recorto son cielos, es decir, realizo de ma-
nera artística lo que otros ejecutan de una manera burocrática, oficial,
con sus edificios altos y todo el tralala.»
«Eso también lo entendí. Lo que no entiendo es...»
«No se ría. Ya veo que perdí otra vez mi tiempo y que no podré
tocar su cielo. ¡Nunca me dejan! No se ría de lo que voy a decirle, pero
soy el último artista fundador de 'movimientos' en todo el universo.
Estoy más allá del informalismo, de las ondas hertzianas y del arte pop.
La verdad está en mis manos y he querido expresarla, y eso es todo.»
Amagaba irse, aún la retuve. Dije: «Hágame el favor de responder
a dos cosas, después devuelva esa escalera y vayase, de acuerdo. Pero
¿por qué de puerta en puerta? ¿Por qué no ensayó una exhibición pú-
blica? Y segundo: ¿dispone usted de atelier?»
Algo en mí quiso reír cuando me escuché preguntar lo último. Quise
contenerme, no hacérselo ver. ¡Lo ridículo de su situación! Era peligro-

di
sa además, una mujer compulsiva. «Tengo atelier— me respondió—.
Pero está vacío. Soy un alma en pena. De la torre Eiffel mejor ni ha-
blar. No puedo hacer exhibiciones, dése cuenta. Malentienden. Y ade-
más hacerlas... ¿con qué?»
Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Cerró sola la puerta y
se fue. Pensé en los pegadores de escobas y en los dobladores de metales
y en los dibujantes de latas de conserva, en los arquitectos y en altos
edificios y en los escritores de bestsellers. Ella era la última entre todos
nosotros, el último mohicano...
CARLOS DUBNER

Santa Rosa, 1137


Godoy Cruz
MENDOZA (Argentina)

68
OBRAS BREVES DE JACINTO BENAVENTE

1. LAS OBRAS BENAVENTINAS EN UN ACTO: SU CARÁCTER

Desde el primer momento de su carrera de dramaturgo tuvo Bena-


vente una marcada inclinación por las obras breves, de un solo acto,
muy pocas de dos actos. Obras dramáticas breves eran las que figuraban
en su Teatro fantástico (1892), de claro carácter simbolista, que no se
representaron por entonces y algunas de ellas nunca fueron llevadas a las
tablas. Y aun que dos años más tarde comenzó Benavente, con El nido
ajeno (1894), a cultivar la comedia y el drama, pocas veces la tragedia,
extensa, de tres o más actos, que son la columna vertebral de su arte
dramático, no por eso dejó de cultivar las obras dramáticas breves, como
si este género fuera el taller en el que se iban forjando las ideas, estética
y técnica de su nuevo teatro. En este sentido, estas piezas breves son
para Benavente lo que fueron los cuentos para la narrativa y aun para
la dramática de Unamuno, y los cuentos y las novelas cortas de Valle-
Inclán también para su narrativa extensa y para su arte dramático: el
taller y forja de todo su arte literario.
Al formular Benavente la doctrina que llevaba a su amor por las
obras dramáticas breves, nos dio a entender que esta preferencia se ins-
piraba en un sentido simbolista más que realista del arte dramático,
pues para él estas piezas breves eran bocetos, ensayos, más que obras
terminadas de una sola pieza, y también nos dijo entonces que estas
obras permitirían con mayor facilidad que las grandes un teatro experi-
mental, tanto en el sentido artístico como en el económico.
Algunas de estas obras breves, como la mayor parte de las incluidas
en su Teatro fantástico (1892), obras primerizas y alguna otra compuesta
a lo largo de su carrera de dramaturgo, no llegaron a las tablas, lo que
revela su fuerte carácter experimental, y quedaron en forma impresa.
Son todas ellas las representadas y las pocas no representadas, de
muy varia naturaleza por su extensión, condición y número de persona-
jes y escenas. Las más simples son los monólogos con un solo personaje
y una sola escena. Pero hay otras obras de un solo acto con dos, tres o*

69
muchos más personajes y con numerosas escenas, que a veces pasan
de veinte.
También es muy variada la terminología que empleó Benavente para
designar estas obras cortas. Sin embargo, su terminología no tiene el
carácter novedoso simbolista que encontramos en las de Valle-Inclán, el
cual, siguiendo en este punto la tendencia general del teatro simbolista
europeo, empleó una variadísima terminología, y así tituló a dos de sus
obras cortas, incluidas entre los cuentos de una colección, Tragedia de
ensueño y Comedia de ensueño, que figuran entre las más bellas y deli-
cadas del teatro simbolista español.
La terminología benaventiana apenas presenta novedad alguna con
respecto a la general española de su tiempo: monólogo, diálogo, confe-
rencia, chascarrillo en acción, boceto, comedia, drama, saínete, zarzuela,
para las en un acto; comedia, drama, fugúete cómico y zarzuela para las
de dos actos, con la sola novedad de añadir en la comedia dos distintos
tipos de adjetivos: comedia de Polichinela para Los intereses crea-
dos (1907), y comedia aristofanesca para Aves y pájaros (1940), y la
de que* al final de su carrera de dramaturgo creó un nuevo tipo de
comedia, entre la corta y la larga, que denominó comedieta, dividida
en episodios y no en actos: Al amor hay que mandarlo al colegio (1950),
€n cuatro episodios, y Su amante esposa (1950), en tres episodios. Re-
presentadas ambas el mismo año de 1950, tres años antes de su muerte.
La función de obras de taller dramático experimentalista que tienen
estas obras breves, principalmente las de un acto, que son como apuntes
o bocetos de su arte dramático, se revela en la importante parte que
tuvieron en que Benavente superara, con su temática y su técnica, la
influencia del naturalismo, que había animado sus primeras comedias
psicológicas y de sátira social, pues gracias a ellas pudo explorar más
fácilmente nuevas avenidas del arte dramático, unas veces por la senda
del simbolismo y otras por un arte en que éste se proyectaba, como en
la comedia crepuscular y en la intimista, sobre la temática de las situa-
ciones más que en los conflictos de la vida diaria.
Estas obras breves tuvieron un gran papel en su evolución hacia las
formas de la comedia crepuscular y de la intimista: Esa, la de los peque-
ños temas de la vida cotidiana, sobre todo de la familiar, era la dirección
que tomaría en Italia el llamado teatro crepuscular, así designado porque,
en contraste con el de ambiente de sofocante mediodía del teatro de
Gabriel D'Annunzio, con sus fuertes conflictos, tensiones y lenguaje,
trataba de presentar una comedia de tono medio, en el que mostraba
su interés por las cosas pequeñas y cotidianas, que es justamente el tono
y temática de estas primeras obras cortas en un solo acto, como De
alivio y De operación quirúrgica (1898), en la que el amante de una

70
mujer casada, al ser informado falsamente por ella, como prueba, de
que ha quedado viuda, muestra que nunca estuvo dispuesto a casarse
con ella, y Despedida cruel (1899), sobre la separación de dos amantes
que vivían matrimonialmente.
Muchas de estas obras breves, de teatro experimental, podían con
justo título verse como un anticipo de un futuro teatro existencial, cuan-
do éste estaba a muchas décadas de distancia. En ellas revela Benavente
su genio polifacético para la creación de nuevas formas dramáticas en la
estética, técnica y temática, siempre tratando de alejarse del naturalis-
mo, que había inspirado sus primeras obras, y en busca de un arte
dramático impresionista, con aspiraciones muchas veces simbolista, de
cara a la vida de las situaciones dramáticas de la sociedad de su tiempo.
Por su volumen, más de cuarenta las de un solo acto y dieciséis las
de en dos actos, constituyen la tercera parte de toda la producción dra-
mática de Benavente.

2. E L APUNTE Y EL BOCETO DRAMÁTICO

Si uno de los méritos principales del nuevo arte dramático de Bena-


vente, al decir de Walter Starkie, es el de dirigir su atención al peque-
ño mundo de las situaciones, más que de los conflictos, dramáticas de
la vida cotidiana, en ninguna otra forma de su teatro se revela este
carácter como en las obras breves en un acto, que son verdaderos
apuntes o bocetos de comedia.
Benavente dio el título de bocetos de comedia sólo a unas pocas de
sus obras en un acto; pero este mismo título o el semejante de apunte
dramático se podía aplicar igualmente a todas ellas, en las que, con unos
pocos trazos, con un arte más impresionista que realista, con la prefe-
rencia por no dejar las cosas terminadas del simbolismo, nos ha dejado
algunas obras maestras en este género chico, completamente nuevo en
el teatro español. Si Benavente hubiera sólo escrito estas obras en un
acto, que se elevan a cuarenta, tendría sólo por ellas un puesto impor-
tante en el teatro español contemporáneo.
Todas estas obras, desde el monólogo y el diálogo, en los que los
personajes y la trama son mínimos, hasta el boceto de comedia o la
comedia en un acto, tienen en común ese arte impresionista rozando ya
al simbolismo con sus sugerencias.
Su carácter de tema cotidiano, en tono menor, y no de grandes
temas, sino simplemente de situaciones dramáticas, que resultan más
por el roce que por el conflicto de distintas existencias, le da a casi
todas ellas un tono de teatro crepuscular, donde podíamos estudiarlas,

71
y donde estudiamos la primera de ellas, El marido de la Téllez (1897),
que es como la primera célula de su teatro crepuscularista. Y al propio
tiempo podían también ser consideradas como apuntes dramáticos de
carácter existencialista.

3. E L DISTINTO CARÁCTER DE LAS OBRAS BREVES EN UN ACTO


Y LAS DE DOS ACTOS

En realidad el término apunte y boceto dramático le corresponde


sólo a las obras cortas en un acto, cualesquiera que sea su naturaleza;
en cambio, las obras en dos actos, con prólogo y con epílogo o sin nin-
guno de ellos, son de distinto carácter, pues son de la misma naturaleza
que sus comedias largas en tres, cuatro o cinco actos, sin que haya en
ellas nada de apunte o de boceto impresionista o simbolista, sino que
toda la obra está presentada con la técnica y la estética de su arte dra-
mático, que osciló entre el naturalismo y el simbolismo.
Entre sus obras en dos actos, con una introducción o prólogo y un
epílogo, figura la obra maestra de su teatro, la farsa Los intereses crea-
dos, y con ella otras de las más conocidas, como Los malhechores del
bien, Al natural, La fuerza bruta, La farándula, El príncipe que todo
lo aprendió en los libros, La losa de los sueños. En total, catorce obras
de este carácter: La farándula (1897), Amor de amar (1902), El tren
de los maridos (1902), El automóvil (1902), Al natural (1903), La losa
de los sueños (1910), El destino manda (1914), La honra de los hom-
bres (1918), La fuera bruta (1919), Los malhechores del bien (1905),
Los intereses creados (1907), Por las nubes (1909), El príncipe que
todo lo aprendió en los libros (1909) y Aves y pájaros (1940).
Próximas a ellas están las dos comedietas compuestas al final de su
carrera de dramaturgo en el mismo año de 1950 Al amor hay que man-
darle al colegio y Su amante esposa, divididas en episodios, cuatro la
primera y tres la segunda.
La diferencia esencial que separa las obras dramáticas en un acto de
Benavente, de las de dos actos, se refleja de una manera directa en
nuestro estudio, pues mientras las primeras por su distinto carácter, el
de apuntes o bocetos, pertenecen a este apartado, las de dos actos, por
su estrecha relación con las largas de tres o más actos, son estudiadas
con ellas en los diferentes apartados de nuestro análisis, quedando sólo
por estudiar aparte aquellas pocas obras de dos actos que, por alguna
razón, no fueron examinadas entonces.
Esta identificación de las comedias en dos actos con el resto de su
•obra dramática se revela también en el hecho de que tituló comedias

72
once de las catorce que compuso con este carácter, y de estas once
comedias sólo hay dos que llevan un adjetivo especial diferenciador:
la farsa Los intereses creados (1907), que subtituló Comedia de Poli-
chinelas y Aves y pájaros (1940), que recibió el subtítulo de Comedia
aristofanesca. Sólo tres de ellas tienen un título distinto a la comedia:
La fuerza bruta, el de zarzuela; El tren de los maridos, el de juguete
cómico, y La losa de los sueños, el de drama.

6. LAS FASES EN LA PRODUCCIÓN DE OBRAS BREVES EN UN ACTO

El carácter de taller experimentalista de su arte dramático que


tienen para Benavente sus obras en un acto, al modo de lo que fueron
para sus compañeros de Generación del 98 los cuentos para los novelis-
tas, se revela de una manera clara en el hecho de que la principal fase
de su producción de estas obras es la del período de anteguerra, en
que se desarrolló la plenitud de su teatro, pues en él compuso treinta
y dos obras de las cuarenta que forman el total de esta clase, mientras
que en los cuarenta años que van desde el comienzo de la primera
guerra europea hasta su muerte sólo compuso ocho.
Los años de mayor actividad en este género dramático fueron dos:
el de 1907, el mismo en que se estrenó su obra maestra, la farsa Los
intereses creados, en que escribió cuatro obras en un acto, y más aún el
de 1909, en que compuso seis.
Otro hecho revelador de la condición de taller experimentalista de
estas obras es el de que fue en este período de anteguerra en que empleó
una varia y compleja terminología para presentar estas obras breves,
como si estuviera experimentando incluso con el título de las formas
o de los géneros.
Entre la primera fase de su arte dramático, de lo que podíamos
llamar de género chico, y la segunda hay un largo silencio de once
años. Este silencio se extiende por los años de la guerra misma y los
primeros de entreguerras, pues la primera obra de este carácter no
apareció hasta 1924. En el período de entreguerras compuso sólo cuatro
obras de este carácter en dos años: una en 1924 y otra en 1925.
Hay un lapso mayor de dieciséis años entre la segunda y la tercera
fases. Esta última se extiende entre los años de 1941 a 1944, después
de la guerra civil española, durante los años de la segunda guerra
mundial. Compuso en ella cuatro obras en un acto.

73
7. LAS VARIAS FORMAS DE LAS OBRAS E N UN ACTO

DEL PERÍODO D E ANTEGUERRA

En este período fue Benavente un dramaturgo cxperimentalista, in-


cluso con la terminología, con los nombres que le sirvieron para designar
las varias formas de su teatro breve, del género chico benaventiano,
mostrando con esto el carácter de taller experimentalista que tenían tales
obras. Pero su variedad es tan grande que incluso no existe homogenei-
dad entre las obras que figuran bajo cada uno de esos términos. Los
términos creados en la primera fase son los que emplea en las otras
dos, con excepción del nuevo término comedieta, que aparece en la
tercera.
El término más común a todas ellas es el de comedia en un acto,
clase a la que pertenecen dieciséis obras: Operación quirúrgica (1899),
Despedida cruel (1899), Los favoritos (1903), El amor asusta (1907),
El marido de la viuda (1908), La fuerza bruta (1908), De cerca (1909),
El último minué (1909), La señorita se aburre (1909), Ganarse la
vida (1909), El nietecito (1910), El criado de Don Juan (1911), Un
señor que renunció al mundo (1913), On par de botas (1924), El sui-
cidio de Lucerito (1925) y Al servicio de Su Majestad (1945).
Las otras tres formas que le siguen a gran distancia son el monólo-
go, el diálogo y el boceto de comedia. Son monólogos: De alivio (1897),
En este Madrid (1903), Cuento inmoral (1905), Caridad (1911), Por
qué se quitó Juan de la bebida (1922); diálogos: El susto de la conde-
sa (1905), El encanto de una hora (1905), Abuela y nieta (1907), La
verdad (1915), A las puertas del cielo (1922), Sí creerás que es por mi
gusto (1925) y Abuelo y nieto (1941), y bocetos de comedia: El marido
de la Téllez (1897), Sin querer (1901), Las pequeñas causas (1903), La
sonrisa de la Gioconda (1905) y La historia de Ótelo (1905).
Ya tienen menor importancia: el saínete, con tres obras: Modas
(1901), La sobresáltenla (1903) y Todos somos unos (1907); el drama,
con dos: Por la herida (1900) y La casa de la dicha (1903); la zarzuela,
con otras dos: Viaje de instrucción (1902) y La copa encantada (1907);
el apropósito, con sólo una: Teatro feminista (1898), y el chascarrillo,
con sólo otra: No fumadores (1904).
Como hemos estudiado algunas de estas obras cortas (bocetos, saí-
netes, zarzuelas, teatro infantil, etc.) en otros apartados, aquí sólo ha-
remos una rápida mención de cuantos ya estudiamos en otros lugares.

74
8. E L MONÓLOGO

Es la forma más corta del teatro breve benaventiano por el número


de sus personajes y de escenas, generalmente un solo personaje y una
sola escena: De alivio (1897), En este Madrid (1903), Cuento inmo-
ral (1905), Caridad (1918) y Vor qué se quitó Juan de la bebida (1922).
Benavente no incluyó En este Madrid en sus Obras completas. Por esta
razón reducimos nuestro estudio a los otros cuatro.
La sencillez de los monólogos es la máxima de todo el arte dramá-
tico, pues tiene un personaje y una escena; pero se pueden distinguir
dos grupos de monólogos dentro de esta sencillez: unos soliloquios, De
alivio y Por qué se quitó Juan de la bebida, y otros que están entre el
monólogo y el diálogo, pues hay presente un interlocutor, el público,
con el que habla o al que se dirige el monologante, en Cuento inmoral
y Caridad.
Walter Starkie dijo que una de las novedades que había traído
Benavente al teatro español contemporáneo era el de haber eliminado
de él el soliloquio procedente del romanticismo; pero, en cambio, en
estos dos soliloquios, De alivio y Por qué se quitó Juan de la bebida,
los dos con un sentido existencial del arte dramático, revela el autor
que es maestro también en este género.
De los dos soliloquios es Por qué se quitó Juan de la bebida el más
claro de este carácter. No expresa en él Juan, el borracho monologante,
el mundo de sus ideas y sentimientos, sino el de sus vivencias: su triste
historia de vida de trabajo y miseria, alegrada por el casamiento y el
nacimiento de un niño, pero perdida la felicidad al morirse la esposa
y quedarse viudo con e) niño, comenzando a emborracharse para tener la
ilusión que sólo así puede sentirse de nuevo con la esposa ausente y ha-
blar con ella, y como un día se encuentra también al niño completamen-
te borracho para poder hablar con su madre, y es entonces cuando Juan
se quitó de la bebida. Este soliloquio vivencial existencialista es uno de
los más bellos del teatro español.
En De alivio (1897) el auditorio es invisible, pues es con el que
habla la joven viuda por teléfono para expresar sus tribulaciones en el
período de alivio de su luto. Ella se ve solicitada por encontradas exi-
gencias: por un lado, las de los familiares de su marido muerto, que
consideran el alivio como una forma más del luto y quieren que la joven
viuda se quede en su casa respetando la memoria de su marido muerto,
y la de las amigas y amigos, que quieren servirse de ella y de su com-
pañía para atraer a otras gentes, terminando por quedarse en casa. Este
mundo vivencial de la joven viuda, que lucha entre esas encontradas
solicitaciones, la de la vida, representada por sus amigas, que quieren

75
servirse de ella como cebo para atraer a los hombres, y de los parientes
de su marido, representantes de la muerte, que quieren recluirla en la
celda de su casa, están presentadas con una sencillez y delicadeza exis-
tencial muy de acuerdo con el tono menor que aspiraba a dar Benavente
a sus obras.
En Cuento inmoral y en Caridad hay en realidad un interlocutor,
aunque permanece silencioso mientras habla el monologante, es el públi-
co del teatro para el que habla el personaje: en Cuento inmoral le
promete al auditorio, por una apuesta, contarle un cuento inmoral, y
cuando parece que éste va a tomar forma, sólo apenas esbozado con la
presentación de un matrimonio y un hijo, se escamotea el cuento al
afirmar el monologante que no hay mujer alguna que quiera a su marido,
y dirigirse entonces a las mujeres del público para que si hay alguna en-
tre ellas que quiera a su marido se levante y lo diga en voz alta, sin
que ninguna se atreva a hacerlo.
En Caridad, el público del teatro es al que se dirige el monologante
para animarle a contribuir para fines caritativos. Sin duda, la obra era
como el discurso preliminar de una función de caridad para recaudar
dinero para alguna obra de este carácter, y el monólogo tiene ya un
distinto carácter al del tema existencial que habíamos visto en los dos
soliloquios, e incluso le falta el ingenioso juego de ideas y de alicientes
de un Cuento inmoral, y es como un ensayo acerca del valor de la cari-
dad, sobre todo del sentimiento de caridad, para estimular a los presentes
a hacer alguna obra caritativa.

9. L o s DIÁLOGOS

De mayor complejidad que el monólogo, aunque conservando su sen-


cillez de apunte dramático, son sus siete diálogos: El susto de la conde-
sa (1905), El encanto de una hora (1905), Abuela y nieta (1907), La
verdad (1915), Si creerás que es por mi gusto (1925), A las puertas del
cielo (1927) y Abuelo y nieto (1941). De estas obras, El encanto de una
horahahia aparecido incluida en su teatro fantástico, donde la estudiamos.
De las otras seis, las tres primeras pertenecen al mismo tipo de
apunte dramático o el boceto de comedia que hemos ya visto en los
soliloquios, y veremos de nuevo en los bocetos de comedia y en las
comedias en un acto; en cambio, el cuarto, A las puertas del cielo (1927),
es totalmente fantástico, como si fuera una moralidad medieval o un
auto sacramental, totalmente extraño a la pequeña realidad de la vida
cotidiana que constituye la sustancia de estas obras cortas.
La situación dramática, más que el conflicto dramático, es el tema

76
de dos diálogos de dos distintas fases de su producción teatral: Sí
creerás que es por mi gusto (1925), del período de entreguerras, y
Abuelo y nieto (1941), ya de la postguerra civil española.
La primera de estas dos obras conserva todavía cierto sentido de
apunte existencial característico del género, con excepción de A las
puertas del cielo, con el tema de un esposo cornudo consentido que se
permite preguntarle a la esposa por las fuentes de sus ingresos, para
recibir la contestación de que no es una, sino varias estas fuentes, y que
él implícitamente las conocía y toleraba, por lo que de nuevo vuelve
a su situación de cornudo consentido.
En cambio, en Abuelo y nieto desaparece el tema existencial, que
había caracterizado el género en el período de anteguerra, para adoptar
la forma de un boceto de comedia sentimental. Nada más ilustrativo del
cambio que se operó en el arte dramático de Benavente, sobre todo si
comparamos el de la primera quincena de este siglo, en la anteguerra,
con el de la última quincena de su carrera de dramaturgo, después de
la guerra civil española, que hacer la comparación con dos obras repre-
sentativas de ambos períodos, que llevan casi el mismo título: Abuela
y nieta (1907), de la anteguerra, y Abuelo y nieto (1941), de la post-
guerra civil española, separadas por treinta y cuatro años: la primera es
una joya del género chico benaventiano, presentada con una técnica de
apunte impresionista existencial, mientras que la segunda no pasa de
un conato de comedia sentimental con su tema del nieto que suele pe-
dirle prestado dinero a su abuelo y no a su padre, porque éste no se lo
da, y en el episodio del diálogo se lo pide, percibiendo instintivamente
el abuelo su propósito, no para gastarlo en sus vicios y placer, sino para
darle una pequeña dote a la hermana de un amigo suyo, compañero de
armas en la guerra civil, cuya familia es muy pobre.
En El susto de la condesa, como en On cuento inmoral, se vale Be-
navente del recurso de una apuesta la de Carrillo con unos amigos de
que visitará a una condesa, a quien no conoce, y pasará un rato con ella;
y no sólo tiene éxito, aunque advertida la condesa de su propósito, sino
que es invitado por ella a cenar en casa con unos amigos.
En Abuela y nieta sólo intervienen los personajes del diálogo; pero
la obra es más compleja en su estructura dramática, porque se pueden
distinguir en ella tres momentos distintos los dos primeros son de sátira
social, el primero sobre el teatro y la política, y el segundo sobre el
novio de la nieta, a quien ella ha despedido, con comentarios que hace
la abuela a la lectura de las cartas un tanto vulgares del novio; y la
tercera parte es la lectura de las cartas amorosas de la abuela a su mari-
do, cuando eran novios, que son un modelo de contenida mesura erótica,
y como colofón, la historia amorosa del estudiante de medicina, que

77
estuvo enamorado de la abuela, pero que fue espantado por la familia
de ella.
El mismo sentido de apunte existencial tiene La verdad (1915), del
período de la primera guerra mundial, que Peñuelas considera una obra
maestra de su género chico: «Obra de gran penetración psicológica en la
verdad y en la sinceridad humana en cuestiones de amor. El argumento
es muy simple: Luisa se casa con Gonzalo y quiere antes averiguar la
verdad de sus sentimientos. Para eso se esconde en la casa de Pepe,
íntimo amigo de Gonzalo, para escuchar lo que éste hablará con su
amigo; pero Pepe le disuade de escuchar haciéndole una serie de inte-
ligentes observaciones sobre la sinceridad y la verdad, mostrándole que
no puede conocer los verdaderos sentimientos de Gonzalo, aun cuando
le oiga hablar con sus amigos de este amor» '.
El quinto diálogo, A las puertas del cielo (1927), entre San Pedro
y un alma, que trata de entrar en él, es una verdadera moralidad medie-
val emparentada con el teatro religioso de los autos sacramentales. En
él, lo vivencial es sustituido por un ingenioso diálogo de tipo teológico,
en el que hay un eco de La vida es sueño, de Calderón de la Barca:
«A las puertas del cielo —dice Peñuelas— es un maravilloso diálogo
entre San Pedro y un alma, en el cual Benavente nos dice lo que piensa
de lo bueno y de lo malo, de la gente buena y de la mala; que ser malo
o bueno depende del papel que Dios da a cada uno en la comedia de la
vida. Las ideas que él expresa, reveladoras de su escepticismo, se en-
cuentran por toda la obra, vacilando siempre entre el borde de la verdad
y el de la falsedad, la comedia y la vida, el sí y el no. Mantiene el diá-
logo con una ingeniosidad consumada, como si lo que está ocurriendo
fuera otra obra dentro del drama de la vida» 2.

10. E L CHASCARRILLO EN ACCIÓN: N O FUMADORES

De estructura tan sencilla como el ,diálogo es El chascarrillo en ac-


ción: No fumadores (1904), el único de esta clase con cuatro persona-
jes: una madre habladora, que es la que habla casi todo el tiempo; una
hija joven, que apenas habla; un caballero que viaja con ellas en el
mismo compartimento de primera de un tren, que estaba entretenido en
la lectura de un libro cuando entraron las dos damas en el comparti-
mento de No fumadores, y un revisor, que hace una rapidísima aparición.
Su sencillez es también visible en el número de escenas, aunque en
realidad en cada escena hay varios momentos que el autor no se preocu-
1
MARCELINO C. PEÑUELAS: Ob. cit., 130.
2
MARCELINO C. PEÑUELAS: Ob. cil., 130.

78
pa de destacarlos para que no pierda la sensación de continuidad del
episodio, de fluir de la acción y de la vida que se expresa en él.
Benavente se sintió atraído, al principio de su carrera de dramatur-
go, cuando fue muy fuerte la influencia del naturalismo, por los medios
modernos de transporte, por el tren y el automóvil, como elementos o
escenario de sus comedias.
El tren había atraído también el interés de los novelistas naturalis-
tas: la Condesa de Pardo Bazán, en Un viaje de novios (1881), y de
Clarín, en su novela corta Superchería. Benavente buscó en el tren la
soledad de un compartimento de primera de No fumadores para des-
arrollar un incidente dramático, más pintoresco que gracioso, con los tres
personajes ya citados: la madre habladora, el caballero silencioso y la
hija callada, cargada de paquetes y cajas con animales, como su madre.
La madre habladora, que es como un trasunto de Doña Irene, la
madre de El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín, habla al
caballero de todas las cosas de su familia sin dejarle a él meter baza. El
viajero se apea en una estación del trayecto sólo para tomar algo, y la
madre, al ver que no volvía, arrojó su equipaje por la ventanilla cre-
yendo que así lo recobraría más pronto, y al volver, el viajero se en-
cuentra tan sorprendido como ella al no ver el equipaje.
La comicidad de El chascarrillo en acción consiste más en la verbo-
rrea de la madre, que pasa en su charla de un asunto familiar a otro,
sin permitir al caballero intervención alguna, que en el carácter pinto-
resco del incidente de echar el equipaje por la ventanilla. Su gracia está
en el retrato de la mujer locuaz y entrometida, nueva versión de la
mujer andariega que nos presentó el Arcipreste de Talavera en El Cor-
bacho, en el siglo xv.

11. E L DRAMA: POR LA HERIDA

Una mayor complicación en la estructura dramática presentan los


dos dramas, simples apuntes dramáticos, también de muy distinto ca-
rácter: Por la herida (1900) y La casa de la dicha (1903), en los que se
acentúa, con su sentido existencial, el alejamiento de Benavente de las
notas románticas al presentar las situaciones dramáticas de la vida coti-
diana, desinflando completamente el amor como pasión en Despedida
cruel, y haciendo que la casa de la dicha tuviera de columna a un mone-
dero falso, que convierte en tragedia la dicha de su mujer e hija.
En For la herida, la nota antirromántica aparece sólo al final de
este apunte dramático, como un desenlace inesperado. Es una nota iró-
nica y paradójica: Felisa, casada con Federico, se entera por varias ami-

79
gas de que su marido ha tenido un duelo a pistola con Carlos, su aman-
te, y está entusiasmada con la idea de que dos hombres se hayan batido
por ella, por su amor, temerosa, en parte, de las consecuencias de que
alguno de ellos o los dos resulten muertos o heridos, sobre todo su
esposo. Pero al final, su marido, que aparece ileso, le descubre que el
duelo no fue por ella, sino por una amante común que los dos tenían.
Entonces Felisa, para enfurecer de celos a su marido, le entrega rabiosa
varias cartas amorosas de Carlos, y al verlas el marido se limita a decirle
que ella está equivocada si pensaba producir con esto un escándalo,
y cuando baja el telón, Federico está jugando sin gran interés con esas
cartas.

12. E L DRAMA EXISTENCIA^: LA CASA DE LA DICHA

Una de las obras más bellas del teatro benaventiano es el drama


existencial La casa de la dicha (1903), titulado drama y no comedia por
el autor. Son seis personajes. La esposa, Carmen, y su marido, Federico,
son modelo de la mayor felicidad matrimonial, con una hijita estudiosa
de ocho años, que está estudiando piano después de su escuela. Los
vecinos, sobre todo Doña Petra, cuyo marido se pasa las horas muertas
en el café sin trabajar, admiran y envidian su felicidad hasta que viene
a detener al matrimonio un inspector de policía acusando a Federico,
gran pendolista, de ser falsificador de billetes.
Los personajes y ambiente de la obra son del género chico, de un
barrio madrileño; pero su sentido dramático existencial aleja esta obra
del saínete cómico y entretenido y, en cambio, la entronca con algunas
obras del existencialismo español, sobre todo de Lauro Olmo, del pe-
ríodo de 1960 a 1970.
Por el fuerte contraste entre la visión de la felicidad de la casa de
Federico y el trágico final de esa felicidad, presos los padres, cerrada
la casa y desamparada la pobre niña por los vecinos que los admiraban
y envidiaban, esta obra es como el antecedente en su temática y perso-
najes de una novela corta de Gómez de la Serna: Peluquería feliz (1934),
publicada veintiún años más tarde que el drama existencial benaventiano.

4. LA COMEDIA EN UN ACTO: SUS VARIAS FORMAS Y SUS FASES

Con sus dieciséis obras de esta clase, la comedia benaventíana en un


acto es la forma principal de su género chico. La mayor parte de ellas,
sobre todo las de su primera fase de anteguerra, son auténticos apuntes

80
o bocetos dramáticos, pero hay alguna, como La fuerza bruta y El ma-
rido de la viuda, que son simples comedias cortas, la primera del teatro
intimista, donde la hemos estudiado, y la segunda del teatro crepuscular.
Se pueden distinguir tres fases en la evolución de la comedia en un
acto de Benavente: una primera, del período de anteguerra, a la que
pertenecen la mayor parte de estas obras, pues son trece en total las de
este período, que se extiende de 1899 a 1913: Operación quirúrgi-
ca (1899), Despedida cruel (1899), Los favoritos (1903), El amor asus-
ta (1903), La fuerza bruta (1908), El marido de su viuda (1908), De
cerca (1909), El último minué (1910), La señorita se aburre (1909),
Ganársela vida (1909), El criado de Don }uan (1910), El nietecito (1910)
y El señor que renunció al mundo (1913); el segundo período, tras un
silencio de once años en este género, se extiende sólo por dos años del
período de entreguerras, con On par de botas (1924) y El suicidio de
Lucerito (1925), y el tercero, tras un más largo silencio de veinte años,
sólo cuenta con una sola obra, Al servicio de Su Majestad (1945).
Quedan fuera de nuestro estudio del boceto dramático aquellos bo-
cetos que ya fueron analizados en otros apartados La fuerza bruta, en el
teatro intimista; El criado de Don Juan, en el teatro fantástico; Un par
de botas, en el teatro social existencial; Ganarse la vida y El nietecito,
en el teatro infantil; y en otro apartado de este mismo capítulo, en el
del boceto de comedia histórica, estudiamos la comedia corta Al servicio
de Su Majestad. Por otra parte, Un señor que renunció al mundo (1913)
nunca fue representada ni tampoco incluida en sus Obras completas.

5. LA COMEDIA CORTA DF. SIGNO NATURALISTA:


OPERACIÓN QUIRÚRGICA Y DESPEDIDA CRUEL

La misma influencia naturalista que aparece en sus tres primeras


comedias largas: El nido ajeno (1894), Gente conocida (1896) y La
comida de las fieras (1898), se dejó sentir en dos de los tres bocetos
dramáticos que compuso en este mismo período: Operación quirúrgica
y Despedida cruel, los dos del mismo año de 1899.
En estos dos bocetos se acentúa el sentido antirromántico de sus
primeras obras dramáticas, y el amor no se presenta en ellos como una
noble pasión, como un apasionado sentimiento, sino como el producto
de los deseos de mejoría social y económica, que puede cancelarse cuando
los intereses sociales económicos así lo requieren.
En Operación quirúrgica, el tema existencial toma una significación
expresionista con la presentación de una manera ridicula de un amante,
a quien su otra amante le hace creer que ha quedado viuda para pro-

81
bario, aunque no se ha muerto su marido, y la reacción del amante es
un tanto esperada y la que le lleva a la operación quirúrgica de ampu-
tarle: se niega a casarse con la viuda. Es éste uno de los temas que será
grato al expresionismo español en el período de entreguerras, y que lo
veremos presentado por Pérez de Ayala en su novela El curandero de
su honra (1926). Es el tema expresionista español de rebajar y ridicu-
lizar la figura del Don Juan que atrae a las mujeres con falsas promesas
matrimoniales.
El mismo sentido existencial es visible en otro boceto dramático
de este tiempo, Despedida cruel (1898), que lleva el subtítulo de come-
dia en un acto, con sólo tres personajes y un solo acto. Este boceto fue
estrenado en el Teatro artístico, y en ese estreno hizo Benavente el papel
de Pepe, el amante que se despide; Gregorio Martínez Sierra, el de
Manuel, el criado, y la entonces señorita Blanco, más tarde esposa de
Valle-Inclán, el de Casilda, la amante que se deja.
Es el tema del joven rico que se arruina por una amante alocada
y gastosa, y él también gastoso y loco, que se ve obligado a vender
todos los muebles de la casa en que vivían antes de despedirse para
siempre de su amante, agotado ya el dinero, para marcharse a ser el
secretario de su tío, gobernador de una provincia española. Este tema
tiene, con su habitación desvencijada, la pobre última comida que hace
allí y la despedida, una nota antirromántica, pues le dice a Casilda que
siempre pensó en dejarla sin alharacas y llantos, mientras ella aparece
triste; pero más en la apariencia que en la realidad, tiene todo el aire
de un saínete o de un drama existencial muy del gusto del teatro español
de los últimos años, de los sesenta, a lo Lauro Olmo, y La despedida cruel
es cruel porque es la vida la que la hace cruel, y también por las pala-
bras del amante que le hace sentir a su querida la provisionalidad de
sus relaciones amorosas impuestas por las circunstancias de su vida.

13. E L BOCETO DE COMEDIA

En realidad se podían emplear dos términos distintos para las obras


cortas de Benavente: el de apuntes, para aquellas, como los monólogo:.
diálogos, chascarrillos, de simplísima estructura en los personajes y es-
cenas, y otro, el de boceto, de mayor complicación en la estructura, que
abarcaría el boceto propiamente dicho, el drama, el saínete, la zarzuela,
el juguete cómico y la comedia corta.
Benavente sólo empleó el término de boceto de comedia para cinco
de sus obras cortas: El marido de la Téllez (1899), Sin querer (1901),
Historia de Ótelo (1907), La sonrisa de la Gioconda (1907) y Las pe-

82
quenas causas (1908). En este apartado sólo estudiaremos cuatro de
ellas, porque El marido de la Téllez es estudiado en el teatro de la vida
íntima como una de las primeras formas en las que se presentó ese teatro
en el arte dramático de Benavente.
Los cuatro bocetos de comedia restantes forman dos grupos distintos
por su carácter y ambiente: un grupo está formado sólo por La sonrisa
de la Gioconda, con un tema de la personalidad escondida grato al teatro
intimista y un ambiente distinguido de la Italia del Renacimiento, uno
de cuyos personajes es Leonardo da Vinci, y el segundo grupo se com-
pone de los otros tres restantes bocetos, cuyo tema y personajes tienen
un sentido crepuscular de las pequeñas situaciones dramáticas de la
vida cotidiana. Una de las notas comunes a estas tres obras es su sen-
tido claramente antirromántico, muy visible en Sin querer y Las pe-
queñas causas, y que sólo se ve como un fondo lejano en Historia de
Ótelo.

14. E L TEMA DE LA PERSONALIDAD ESCONDIDA:


LA SONRISA DE LA GIOCONDA

Este boceto, que nunca llegó a representarse, pertenece por su am-


biente renacentista italiano y sus personajes, entre los que figura el
famoso pintor Leonardo da Vinci, a un arte dramático que pudiéramos
llamar modernista, más simbolista que parnasiano, sólo decadente al
final, o su alejamiento del parnasianismo se revela en la total falta de
elementos plásticos y, en cambio, el predominio de una técnica simbo-
lista de sugerencias, de cosas que quedan a medio presentar, entre las
cuales figura, en primer lugar, el carácter de Mona Lisa, cuyo retrato
está pintando Leonardo.
Es de un simbolismo de comedia intimista en el tema de la escon-
dida personalidad de la retratada, que trata de captar inútilmente el
pintor, hasta que ella le envía, en vista de la resistencia que pone su
marido a que siga posando para el artista, a un paje que es como su
hermano gemelo. A la vista del paje, vestido de mujer, comprende
Leonardo la extraña personalidad de la Gioconda, que él expresa en su
enigmática sonrisa.
Hay en este paje vestido de mujer, que es el que descubre a Leonar-
do la extraña y enigmática personalidad de su ama, un elemento de
afeminamiento decadente, que puede que haya sido una de las causas
de que nunca se llevara a las tablas, y de que el propio autor, temiendo
las críticas personales que podrían hacerle por eso, no tuviera interés
en que fuera representada.

83
15. E L BOCETO DE COMEDIA EXISTENCIAL: SIN QUERER,
HISTORIA DE ÓTELO Y LAS PEQUEÑAS CAUSAS

La nota común a estos tres bocetos de comedia existencial es su sen-


tido de teatro crepuscular, de tema que es más una situación dramática
de la vida cotidiana que un conflicto dramático. Y otra de sus notas
comunes es la total eliminación de elementos románticos, hasta el punto
que puede decirse que en muchos de estos bocetos, lo mismo que vere-
mos en sus comedias en un acto, muestra Benavente una inclinación
antirromántica, aunque en una producción tan extensa como la suya
aparecen de cuando en cuando las excepciones.
En la técnica, la nota común a todas ellas es su presentación impre-
sionista de cosa sugerida muchas veces más que terminada, que es la
característica de las obras cortas benaventianas en este período de
anteguerra, en el que fueron compuestos todos los bocetos de comedia
entre 1897 (El marido de la Téllez) y Las pequeñas causas (1908).
La nota común a estos dos bocetos de comedia es su nota antirro-
mántica, más acusada en Sin querer, en donde se hace aparecer al amor
como producto de la convivencia entre dos seres más que una pasión
volcánica e inflamada que brota en ellos. Los dos jóvenes, que se resis-
tían a casarse el uno con el otro, a pesar de que sus respectivas familias
habían proyectado su matrimonio, deciden hacerlo al final, al ir con-
virtiendo su amistad en cariño y éste en amor. El diálogo entre los dos
jóvenes que se van a casar es el más antirromántico que se puede en-
contrar en el teatro español.
Ni en Sin querer ni tampoco en Las pequeñas causas hay un verda-
dero conflicto dramático. Hay simplemente una situación dramática que
desaparece fácilmente: la de Manuel, el joven ministro que ha renun-
ciado a su cargo por su discrepancia con la política del gobierno, que
se niega a retirar su dimisión, a pesar de los ruegos de sus amigos,
y sólo lo hace para complacer a su esposa, deseosa de lucir un nuevo
vestido parisiense en la recepción del embajador de Persia.

16. E L BOCETO HISTÓRICO: ESPEJO DE GRANDES


Y A L SERVICIO DE SU MAJESTAD

En el período de la postguerra civil española presentó Benavente,


huyendo probablemente de los temas de la realidad viva de su tiempo,
cierta atención al tema histórico, que llevó a las tablas en dos obras en
un acto: Espejo de grandes, titulada cuadro histórico, representada el
12 de octubre dé 1944 en la Colonia Penitenciaria del Dueso, y Al

84
servicio de Su Majestad, compuesta probablemente al año siguiente,
nunca representada y publicada en el volumen VII de sus Obras com-
pletas, que tituló simplemente comedia en un acto.
Estos dos episodios históricos, imaginarios más que ocurridos, son
uno de los ejemplos más claros de su arte dramático impresionista, vais
de sugerencias que de perfiles acabados. Los dos tienen una gran eco-
nomía de personajes y de escenas: tres personajes en Espejo de grandes,
el Conde de Lemos, el Conde de Arenales y Figueredo, más tres com-
parsas (un secretario, un ujier y un memorialista), y sólo dos, Catalina
de Rusia y el sargento Iván, de su guardia imperial, más dos simples
acompañantes, una dama de la corte y un viejo ujier, en Al servicio de
Su Majestad. Los dos tienen tres escenas y no muy largas.
Espejo de grandes trata un supuesto episodio de la vida del Gran
Conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, protector de Cervan-
tes, yerno del Duque de Lerma, privado de Felipe III. Hay dos partes
muy distintas en este episodio: la primera tiene carácter de sátira polí-
tica de la práctica de venta de empleos por el Duque de Lerma, y en
ella vemos al Conde de Arenales en busca de un alto cargo en Italia
o en Flandes, y la otra se refiere al mundo literario de su tiempo: a
Cervantes, que acaba de dedicar al Conde de Lemos la segunda parte
de El Quijote, que él ha simplemente hojeado, diciendo el de Lemos
que Cervantes es uno de tantos peticionarios que acuden a los ricos,
y a él, sobre todo, más en busca de dinero que de fama, pues cree que
su libro se la dará a él y quizá a su protector, y a Quevedo, cuyo
nombre no se nombra y sólo aparece al final de la obra de una manera
vaporosa, como el autor de poemas satíricos contra el Duque de Lerma
y su privanza y política.
De muy distinto carácter, aparentemente alejado de la sátira política,
es Al servicio de Su Majestad, que trata de una invitación que le ha
hecho la zarina de Rusia, Catalina, a un atractivo sargento de su guardia
imperial para servirle en sus habitaciones particulares por la noche,
cenando y bebiendo con él y haciéndole también el amor; aunque tam-
bién puede haber en este episodio ciertas implicaciones políticas dado
el parecido que tiene esta invitación con otras semejantes que hacía la
reina Isabel II de España, que habían sido objeto de tratamiento lite-
rario por Valle-Inclán en su Ruedo ibérico. En Benavente, el episodio
erótico mismo está tratado con gran discreción, sin presentarlo a lo vivo,
dejando entrever que el sargento servirá hasta el final a Su Majestad en
sus deseos. Quizá la nota erótica menos discreta es la referencia, un
tanto traída por los pelos, del homosexualismo de Federico el Grande
de Prusia, contemporáneo de Catalina de Rusia, unas veces su aliado
y otras su enemigo.

85
Benavente, que llevó a sus obras dramáticas a dos de las reinas más
ilustres de Europa, Isabel I de Inglaterra (de fines del siglo xvi y prin-
cipios del XVII) y Catalina de Rusia (del siglo xvm), presentó de una
manera totalmente distinta estos dos caracteres femeninos: el primero
en La vestal de Occidente (1919), y el segundo en Al servicio de Su
Majestad; el primero tiene una grandeza trágica, y el segundo aparece
como un personaje de vaudeville afrancesado.

17. LA COMEDIA CORTA DE SIGNO MODERNISTA:


Los FAVORITOS y E L ÚLTIMO MINUÉ

Si en la última década del pasado siglo dominó en el arte dramático


benaventiano la influencia naturalista, tanto en la comedia larga como
en la corta, en la década siguiente, en la primera de este siglo, domina-
ron, como consecuencia de la reacción espiritualista antinaturalista, las
corrientes estéticas que se agrupan en la literatura española bajo la rú-
brica común de modernismo (decadentismo, parnasianismo y simbolis-
mo). A este arte pertenecen: su comedia larga, Amor de amar (1902);
su diálogo, El encanto de una hora (1905), y el boceto de comedia, La
sonrisa de la Gioconda (1908). De este mismo arte son dos bocetos de
comedia: Los favoritos (1903) y El último minué (1909).
La primera de estas dos comedias, Los favoritos, es una comedia
rococó, un tanto de la tradición procedente de El desdén con el desdén,
de Agustín de Moreto, del Siglo de Oro. Su ambiente es el mismo que
nos presenta Benavente en La sonrisa de la Gioconda y en Los intereses
creados, la Italia del Renacimiento, que es aquí un pequeño ducado
donde Beatriz la Latina, favorita de la duquesa, está enamorada de
Benedicto, el favorito del duque, aunque ambos pretenden ser enemi-
gos, rivales en ser los ingenios más mordaces de la pequeña corte ducal;
pero al final la duquesa, con ayuda del duque, hace que cada uno des-
cubra el amor que tiene por el otro, terminando así felizmente la riva-
lidad de los favoritos.
En Los favoritos, el amor escondido sirve de pretexto al juego en-
tretenido en que los duques van ayudando a los enamorados a descubrir
su amor. En este sentido, está muy lejos del sentido del arrior en la
comedio rococó, Amor de amar, en la que el amor mismo es juego y
sólo juego.
Muy distinto carácter, personajes y ambiente tiene El último minué:
su carácter es eminentemente trágico, y como tal la nota principal es la
presentación del carácter de ocho personajes, masculinos y femeninos,
aristocráticos todos ellos, con un loco en su medio, en las horas trágicas

86
antes de ser llamados para ser guillotinados. Su lugar es la Conserjería,
en París, en los días del terror, durante la Revolución francesa.
Cada uno de los ocho personajes reacciona de una manera distinta
ante la muerte, unos con dignidad y otros sin ella, y todos, como en una
obra existencialista, en la que se presentan una serie de personas unidas
sólo por la existencia, por encontrarse en un lugar en un momento de-
terminado, cada uno habla de sus propios problemas, de su pasado, de
su presente y de la muerte próxima. Es como un coro de personas trá-
gicas, algunas de ellas, como el loco, grotescas, que danzan ante la
muerte cantando la letanía de su vida.

18. LA COMEDIA CREPUSCULAR EN UN ACTO: E L MARIDO DE LA VIUDA


— E L TEMA DE LA PERSONALIDAD ESCONDIDA

Uno de los temas más frecuentados por Benavente en sus comedias


en un acto fue el de la personalidad escondida, que presentó primero en
dos bocetos de comedia, El marido de la Téllez (1897) y La sonrisa de
la Gioconda (1905), y reapareció en la comedia en un acto, El marido
de su viuda (1908), y que en otra comedia corta, Los favoritos (1903),
toma la forma del amor escondido de los dos protagonista. En El marido
de la Téllez y en El marido de su viuda, la personalidad escondida es
la de un hombre, mientras en La sonrisa de la Gioconda es una mujer.
En Los favoritos era en los dos, no la personalidad, sino el amor.
El marido de su viuda, con sus siete personajes y once escenas, es
una de las comedias en un acto más largas y enredadas. Como en El
marido de la Téllez, con la que tiene cierto parentesco en el título y en
la temática, el descubrimiento de la personalidad del marido, que parece
un tipo gris sin valor alguno, oscurecida totalmente su personalidad por
el recuerdo del esposo muerto de Carolina, con la que él se ha casado
en segundas nupcias, y al que se le va a dedicar un monumento.
El descubrimiento de la personalidad del marido gris se hace de
una manera espectacular en El marido de la Téllez, la noche en que el
marido actúa por primera vez en un papel importante, en el que tiene
otro la Téllez, y ésta, que era una actriz famosa, queda oscurecida por
la brillante actuación de su marido, que se revela como un actor de
primera calidad y más moderno en la interpretación del arte dramático.
En cambio, en El marido de su viuda, el descubrimiento es más lento
y a través de una intriga más complicada. El descubrimiento comienza
con la publicación de las cartas del marido muerto a un amigo escritor,
en que le revela sus celos y recelos por su amigo Florencio, de quien
sospecha que es el amante de su mujer. Y es entonces cuando Florencio

87
y sus amigos tratan de recoger todos los ejemplares de la obra, cuando
se comienza a descubrir que el inteligente de los dos amigos era Florencio,
que incluso le escribió los discursos al otro. Como consecuencia de éste
y de otros descubrimientos, y de la oposición de las hermanas del ma-
rido muerto a que la viuda y Florencio presidieran el acto del descu-
brimiento e inauguración del monumento, en que hay figuras alegóricas
de mujeres desnudas, éste no se inaugura.
Por su tema de la personalidad escondida y el entretenido proceso
de su descubrimiento, mereció esta obra corta ser una de las primeras
del teatro benaventiano en traducirse al inglés y ser representada en
Inglaterra.

19. LA CONFRONTACIÓN DEL MUNDO RURAL Y EL CAMPESINO:


D E CERCA

Otro de los temas de la comedia crepuscular, procedente del roman-


ticismo y tamizada por el postromanticismo, es el de la superioridad del
mundo rural sobre el mundo por su mayor simplicidad e inocencia, es
decir, por su mayor naturalidad. Este es el tema de su comedia Al na-
tural (1909), y el que reaparece en distinta forma en su comedia en un
acto De cerca (1909).
No se trata aquí de presentar de nuevo la superioridad del uno
sobre el otro, del campo sobre la ciudad, sino de la comprensión por
parte de las gentes ricas de la ciudad, que tienen de todo, de la vida
de privaciones, pero feliz, de los campesinos pobres, que carecen de
medios para satisfacer muchas de las necesidades que ellos creen esen-
ciales.
En De cerca (1909), el episodio de una avería en el automóvil le
hace a dos viajeros (Elena y Luis) buscar un refugio, mientras van en
busca de ayuda para arreglar la avería, en una pobre casa de campe-
sinos pobres en medio del desolado paisaje de la meseta castellana. Allí
van conociendo a una serie de gentes, verdaderamente pobres de pedir
unos, y con escasísimos medios otros, los cuales, a pesar de su pobreza,
viven contentos en aquel lugar, al que quieren como si fuera parte de
su cuerpo y de su alma.
El diálogo de campesinos y sus inesperados huéspedes urbanos gira
en torno de dos temas principales: sobre los daños que causan en per-
sonas y animales los automóviles, que van veloces por las carreteras,
y la vida de penuria de los campesinos. Al ver esta vida de cerca, Luis y
Elena sienten una mayor estimación y respeto por ellos, y como expre-
sión de su afecto les dan algún dinero antes de volver a partir.

88
20. LA COMEDIA DE SOCIEDAD EN UN ACTO: E L AMOR ASUSTA

Tampoco sale bien parado el amor como noble sentimiento en la


comedia de sociedad en un acto: El amor asusta (1907), con seis perso-
najes y diez escenas. Estas sirven principalmente para presentar una
pequeña galería de pretendientes que cortejan a Eulalia, en un balnea*
rio, en una playa elegante francesa: César, conde y casado; un marqués,
soltero, pero con varias hermanas solteronas y pretensiones políticas,
y el joven Chaehito, mimado por sus padres adinerados, que va a entrar
en el servicio diplomático.
El ambiente de comedia de sociedad comienza con el escenario de
un hotel de un balneario veraniego en una playa francesa, y sigue con
la conversación de los criados sobre algunos de los huéspedes del hotel,
sobre todo de una señora a quien le han robado su perro escandinavo.
Pero la parte principal de la obra está destinada a la presentación de
estos tres pretendientes, que acuden al hotel de Eulalia al enterarse
de que ella se marcha a París para disuadirla de que lo haga. Eulalia
pone a prueba el amor de cada uno de ellos prometiéndoles fugarse
con ellos y hacer con el que se vaya con ella vida marital, pero el conde
y el marqués se excusan por diferentes motivos, y el joven Chaehito, al
que ella había rechazado por niño, y que la amenaza con pegarse un tiro,
en lugar de hacerlo atropella con su automóvil al perro escandinavo, que
había reaparecido.
En esta comedia, con cierto aire de farsa, el amor asusta a los hom-
bres, pero no a las mujeres. Son los hombres los que fracasan en la
prueba a que los somete Eulalia, pero no ella.

21. E L TEMA DE LA CRUELDAD FEMENINA EN LA COMEDIA


EN UN ACTO: LA SEÑORITA SE ABURRE

En las comedias benaventianas son, en general, los hombres los


crueles, muchas veces más por desconsideración o egoísmo que por
propia maldad, y las mujeres las víctimas de esa crueldad. Las mujeres
suelen aparecer en muchas obras de Benavente como los seres abnegados
que se sacrifican por sus seres queridos, generalmente hombres. Pero
hay un grupo de comedias benaventianas, de la primera década de este
siglo, sobre todo de principios de ella, en las que Benavente presenta
mujeres que juegan con el amor y son crueles con los hombres que las
quieren: es una mujer la que aparece en su comedia larga La gata de
Angora (1901) y en la más corta en dos actos Amor de amar (1902),

89
y la que vemos también en su comedia en un acto, La señorita se aburre
(1909).
El escenario de esta comedia en un acto es el de la Inglaterra del
siglo xviii en la casa que un duque inglés tenía en el campo, y en donde
se ha recogido su hija Clara después de haber producido un duelo entre
su novio y un rival,> del cual resultó la muerte de uno de ellos. Allí,
aburrida, se entrega de nuevo a su juego de hacer despertar esperanzas
amorosas en Juan, empleado de su padre, que se va a casar con María,
hija de otro empleado; y cuando Juan, estimulado por Clara, le declara
su amor por ella y el duque está dispuesto a permitirle que se case con
su hija, es Clara la que le dice que todo era un juego. Entonces Juan
le expresa en una composición poética su desprecio y su vuelta a su
antiguo amor, a María, con lo que la comedia parece tener un feliz
desenlace, aunque Juan no queda bien parado desde el punto de vista
de la fidelidad sentimental.

22. LA COMEDIA DE ENREDO EN UN ACTO: E L SUICIDIO DE LUCERITO

De las dieciséis comedias en un acto que escribió Benavente, trece


pertenecen al período de anteguerra, dos al de entreguerras y sólo una
es posterior a la guerra civil española del período de la segunda guerra
europea. De las dos de entreguerras, Un par de botas (1924) es una
pequeña obra maestra, mientras que la otra, El suicidio de Lucerito
(1925), revela ya la decadencia del genio creador de Benavente, que
se limitó a componer un enredado episodio del fingido suicidio de una
actriz, Lucerito.
El suicidio de Lucerito es una comedia de enredo con aire de farsa,
de un arte dramático muy del gusto de Benavente en la fase del período
de entreguerras, que comprende los primeros años de la Dictadura mi-
litar de Primo de Rivera, como si el dramaturgo, temeroso en este tiempo
de la censura militar o del ambiente de España, quisiera escabullirse de
los temas graves y serios de la España de aquel momento y de los que
preocupaban a la literatura de vanguardia, y entretenerse él y al público
de los teatros madrileños con obras ligeras de enredo, como ésta del
falso suicidio de Lucerito.
Quizá haya recogido Benavente en esta obra algún episodio de la
vida de los actores por él conocido, por su contacto con el mundo tea-
tral: Lucerito pretende haberse suicidado con unas pildoras al tener
noticias de que su amante es el padre del hijo de su hermana casada.
Este tema, que en otra comedia, El amor asusta, aparecía al final como
un desenlace de farsa con el falso suicidio de Chachito, el más joven de

90
los pretendientes de la protagonista, es ahora el tema principal y casi
único, pues en torno de él gira toda la obra: de sus causas, que sirven
de pretexto para que Benavente inserte en el diálogo una serie de
murmuraciones de la vida teatral entre bastidores, y la otra es la de las
incidencias del suicidio de Lucerito, que al principio vemos como ver-
dadero, a través del diálogo de una serie de amigos, para descubrirse al
final que sólo había sido una farsa.
EMILIO GONZALEZ LOPEZ

The Graduate School and University Center


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New York NY 10036
ESTADOS UNIDOS

91
EN LA CÁRCEL DE CHEJOV

Esto es la vida,
dije.

Cuando hacía el sol naranja, detrás


del atardecer.
Y un cuerpo al lado, hasta unir
sus ojos con los míos,
fluía.

Hasta asentir sus ojos con los míos,


siglo
dulce de mi nostalgia.
Cabezas apoyadas hasta casi
alcanzar la zarza ardiente.

Esto es lo mío,
dije no,
y arrepentido, quebrado, dolorido ante tanta
belleza sin nombre.

Apartando las palabras de mi pecho.

MANDRAGORA

Como una lluvia cálida me traes intimidad


a estas tardes. Desnudo está el cristal
de todas las idas soberbias. Clandestina-
mente
suena tu voz, en derecho a mi corazón. Cada
calle

92
que he andado se parece a esta nostalgia que tú
me traes.

bienvenido está el mundo. Y tu distancia se


marcha mucho hacia otro punto de mi
corazón lejano. Hay allí un beso que quiero
darte
sin recuerdo alguno. Tu ausencia es volver
con la mandragora de esa tierra. Y como una
lluvia
cálida traerle septiembre a sus poetas muertos.

«THE LONG AND WINDING ROAD»

¿Te acuerdas de nuestras tardes de casi amor


—y los poemas infinitamente bellos
que componía
nuestra amistad a su salida
a todos los horizontes perpendicularmente
hermosos
que nuestros ojos trazaban diametral con la ayuda
de nuestros dos cuerpos de distinta sensibilidad—,
perfeccionado con la barrera exquisita moral
del mismo sexo hermosamente apoderándose, y subidos
y subidos andróginamente tantas tardes a un anhelante
derroche etéreo
y lluvioso
por el similimétrico paso que nos confundía casi
con similar sombra?

TEOREMA

Puerta abierta que nadie abre su última cadena.


La oscuridad primero dentro, la luz después.
El fin inmortal de nuestras llaves total-
mente incierto.
Dedos no recuperan del contorno de su deseo la
cadena.

93
Está pasando algo, porque es angustioso.
Dedos no recuperan del contorno de su deseo
la cadena.
Tuerzas no fuerzan a un lecho al temblor del muelle
que se distiende.
Llaves no piden manos, pero las utilizan, y sin
embargo.
Hay algo que grita en el fondo del pecho, de la cabe-
za, de los pies: han muerto.
Todos —• han muerto. Un murmullo relevante, del piso
inferior,
una luz se ha encendido, unas puertas se abren y se
cierran.
Una llamada cada vez más indiferente y retumbante se
protesta
a si mismo. Aparece un fantasma. Suena, violina un
quejido.
La familia está en casa, durmiendo. Simplemente
estaban dormidos.

FRAGMENTOS DE «COMO UN LARGO POEMA


DESINTEGRÁNDOSE EN LA METAFORA» (VII)

Hace la tristeza un giro, retrocediendo


hasta los mercados fungibles,
el mes de septiembre en otoño, tengo prisa por
fusilar al menos 165 días
contra las oscuras cortinas de mi memoria,
frució el cejo mi primer tiovivo,
y tanta persiana azul adornaba mi segunda infancia,
tanto vuelco iluminado sobre la osamenta
de esta rebelde otoñalidad,
a tanto diente soldado por tanto día de puente,
no sobre las horas familiares, pero sí sobre las más
tiernas,
que se hicieran al menos 165 días de luz en mi semblante,
y Polichinela,
los tiovivos,
Augusto, y una oscura trapecista inventada
por ellos, mis maestros, se pasaron a mi vida;

94
con tanto ardor me cavé entonces una fosa en la tierra
de amor, verdad y
oscuridad fundada sobre la vida y sobre la
muerte.

LARGA RAMA DE OTOÑO

Como si la tierra pendiera de un botijo dulce


todo deseado
y la tarde tuviese larguísimos pendientes de agua
sedalina,
el esperar dulcísimo de un ir a tiempo a la cita,
la concordia deshojada lentamente como un otoño
hasta quedarse en un otoño más puro y vocativo,
el agua tenía una enredadera abierta a todos los
paseantes,
y por allí pasaban las manos más silenciosas y
felicísimas;
nosotros unos antes hombres pequeñísimos
ante la dicha tarde abierta abriendo la boca
enjuagadísimos renacidos de toda una hora de varita
mágica,
aquí era el final empinadísimo de la noche
toda remediable,
y nuestros cuerpos parecían juguetes en nuestras manos
que no con suficiente fuerza parecíamos querer lanzar,
y romper,
al espacio, para tener la maravilla de unos nuevos.

MEDIO MUNDO RECONQUISTADO

Antes de tu piel,
y de tu espalda,
el mundo me parecía un niño sombrío,
ahora reconozco
la sonrisa del Este
al meterme en la cama,

95
de tus piernas a tus ojos
sólo hay un paso, sólo hay
un párpado medio cerrado, y mucha
lux de tu cuerpo procede
de mi sonrisa, de mi erecto
bienestar que te toca
con dulzura y amor longitudinales
como ramas de un eterno árbol de promiscuidad.

Diosa Diana cazadora


con coturnos nocturnos
amantes en tu falda
cazadora de magia Artemisa
en él Tarot bebedora
nocturna de la música
helada imán hacia
la muerte y el triunfo
por una sorpresa de dios
amargo padre difunta
en el Ecuador de la familia
marina muchacha salvaje.

PUPILA Y FIEBRE

Solo, triste a veces, en tu poder que conmueve los otoños blancos,


me refugio, gata de doradísima piel blanca con más poder sobre mi
mirada que los árboles melancólicos y desnudos de este otoño. Cómo es
tu poder, reina de la piel, suaves curvas que alimentan el calor más
preciado y más envidiable. Hay algo dé odio hacia el mundo, de impo-
tencia ciega, que mil veces manifiesto lleno de poder engendrado por tu
cuerpo del" que sólo herido de muerte y sin nadie lograrían separarme.
Tú y tu blando peso, a veces tan asesino tan dulcemente, convertís mi
crimen del ser humano en lo admirable.

96
HISTORIAS DE MARLOWE

1. En que MARLOWE dice:

Estupendo este tiempo


en que todas las historias
terminan
con final feliz.
Estupendos
también los héroes
que son grandes y saben
sobreponerse
a todos los conflictos.
Maravilloso.
El pequeño hombre
sabe asi,
cuando el héroe sufre,
que no se meten con él,
sólo con los héroes
encargados de salvar el mundo.
Así la perfecta distribución
del mundo,
unos se encargan de protegerlo,
y otros, tranquilamente,
de laborar en él.
Firmado en Chicago.
Durante La Ley Seca.
Por el bienintencionado Al Capone.

2. En que MARLOWE

promete:

Habrá cada día


más héroes.
Innumerables serán
las batallas,
los muertos sin número,
los condecorados.

97
Feliz tú, guerra
Universal;
dentro de poco,
gracias a ti,
todos seremos héroes
cubiertos de gloria
en el cielo.
Nos aguarda
el destino total.

FRANCISCO GONZALEZ CASTRO

Francisco Silvela, 43, 1.· centro


MADRID-6

98
FRANCISCO DE QUEVEDO Y FRAY LUIS
DE LEON

1. POR QUÉ ESTA RELACIÓN

Centenario de Quevedo (1580-1645). El recuerdo de fray Luis de


León, ocupándose uno de Quevedo, no parece obvio ni natural. Los
unía la dedicación a las letras. Mas pertenecieron a generaciones dife-
rentes y su estilo letrado era muy dispar. No obstante, ese recuerdo
puede ser hasta obligado, aunque sólo sea por haber sido Quevedo el
que edita por primera vez la obra poética de fray Luis. Este muere
en 1591, cuando don Francisco cuenta once años. (La fecha en que
nace, 1580, encuentra a fray Luis afanado en poner sus primeros escri-
tos en orden para la imprenta In Cant. Canticorum e In Ps. XXVI,
que aparecen en 1581.) Las Poesías del maestro salmantino, en la edi-
ción quevediana, no salen al público hasta 1631. ¿Tuvo motivos Que-
vedo para llevarlas al conocimiento de la gente? ¿Hay afinidades de
algún tipo entre los dos autores? Voy a decir un par de cosas sobre
los motivos de editor al caso que pudo tener nuestro gran satírico.
Añadiré algo más sobre lo que acaso habría que entender como encuen-
tro por oposición entre los dos personajes.
Hay en Quevedo un «Prólogo» (a Los sueños) que, atentamente
leído, cuesta no relacionar con el antepuesto por fray Luis (firmado
«Luis Mayor») a sus poemas: aquellas que denominaba «obrecillas»
de mocedad, casi de niñez, que se le fueron cayendo «corno de entre
las manos».
Habla fray Luis en su «Dedicatoria» de piezas literarias juveniles,
escritas más por «inclinación» que «por juicio o voluntad» y com-
puestas en tiempos que se tomaba para olvidarse de «otros trabajos».
Realza la dignidad del argumento poético. Nos hace la confidencia de
su afición «al vivir encubierto». Así que demora hacer «salir a la luz»
aquellas sus «mocedades», y éstas andan manuscritas, acogidas a nombre
ajeno. Accede al fin a apadrinarlas por suyas, cuanto más que las ve
correr de mano en mano en textos corrompidos. Y «recogiendo a este
hijo perdido, y apartándole de mil malas compañías que se le habían

99
juntado, y enmendándole de otros tantos malos siniestros que había
cobrado con el andar vagueando, le vuelvo a mi casa y recibo por mío».
Los sueños, de Quevedo, pasan por ser, si no su obra más impor-
tante, sí la más propia de su genio. Lo mismo que ocurre a fray Luis
con sus Poesías. Quevedo se excusa de los títulos puestos a esas sátiras,
títulos «más escandalosos que propios», advirtiendo que los redacta en
una sazón de la vida «más propia del ímpetu que de la consideración».
Los deja con desprecio sin dar a la imprenta, si bien facilitando «trasla-
dos a los amigos». Aunque «escritos sin lima ni censura», el autor
quiere remediar con canas lo que hizo atropelladamente «antes del
primer bozo». Caen entretanto en manos de «algunos mercaderes ex-
tranjeros», que sacan provecho de ellos poniéndolos «en publicidad».
Añaden tratados ajenos y entran por los suyos poniendo y dejando
cosas sin consideración. De modo que «yo, que me vi padecer, no sólo
mis descuidos, sino las malicias ajenas..., he desagraviado mi opinión
y sacado estas manchas a mis escritos para darlos bien corregidos».
(«A los que han leído y leyeron».)
Los escritos de uno y otro autor son de muy diversa índole. Inima-
ginable ver a fray Luis aplicado a inventar y desarrollar un título como
el de El alguacil alguacilado. No cuadra tampoco con el humor, siem-
pre pronto a dispararse, de Quevedo ponerse a «cantar» la Vida reti-
rada o la Noche serena, si bien en su oceánica obra hay de todo. De
cualquier forma, Quevedo parece ver muy natural su encuentro con
fray Luis. Aunque su deliberada intención de buscarse en él un aliado
y servidor que oponer, por el sano y varonil sentir y por su buen decir,
a los gongorilla cultos, no deja de tener su punta de ironía y también
de ambigüedades. El párrafo primero, presentador al Conde Duque de
la edición mencionada, más bien que secundar, contradice la manera
frailuisiana de escribir. Las obras del agustino declara que «son en
nuestro idioma el singular ornamento y el mejor blasón de la habla
castellana». La fluyente y lenta dicción de fray Luis se conjuga mal con
los aristados prontos de la de Quevedo. De otra parte, la retórica rena-
centista de los Nombres de Cristo no debían considerarla muy ajena
a sus usos los parlantes en neoculto. Con todo, una cosa acerca a nues-
tros dos personajes: su por igual genialidad lingüística. También su
común aprecio del romance, así como la voluntad de hablarlo en plata.
Fray Luis sostiene que «nuestra lengua recibe bien todo lo que se le
encomienda». Claro que para esto hay que saberla, y no excusarse de
emplearla con un mal aprendido latín cuyo uso se tiene por de mejor
nota. Platón escribió en ático y Cicerón en la lengua del Lacio; uno
y otro en su respectivo «romance», que aprendieron como fray Luis
dice habet aprendido el suyo «de la boca de su ama». La lengua apren-

100
dida por Quevedo le viene hablada de la calle. Se muestran ambos
satisfechos de tal aprendizaje, y saben hacer uso de él con maestría.
Blasona menos de esa maestría fray Luis, por lo que necesita argumen-
tar menos sobre su bondad. Quevedo nos abruma con erudición para
mofarse de «la facundia que antes envuelve la sentencia que la decla-
ra», dejando así al descubierto el flanco para la contramofa. En todo
caso, su encuentro con fray Luis no parece quedar explicado tan sólo
por el hecho de que le vienen bien sus servicios, y no por otra cosa.
«No tienen en nuestra España, en los grandes famosos escritores de
aquel tiempo, comparación las obras de fray Luis de León, ni en lo
serio y útil de los intentos, ni en la dialéctica de los discursos, ni en
la pureza de la lengua, ni en la majestad de la dicción, ni en la faci-
lidad de los números, ni en la claridad...»
Me pregunto si podría aplicarse a la letra este elogio al propio
Quevedo. Y aquí es donde entraría la cuestión de las afinidades o en-
cuentro por oposición entre nuestros dos autores.

2. HOMBRE FRENTE Λ HOMBRE

Con excepciones, al menos ante el lector común, Quevedo pasa por


escritor, si útil, no grave. Por otra parte, no resulta claro el sentido en
que pudieran elogiarse sus prosas atendiendo a «la dialéctica de los
discursos», y menos a «la majestad de la dicción». Lo que en fray Luis
es noble mesura humanista, es en Quevedo vulgarizado exceso barroco.
Golpea uno con los nudillos una página de cualquiera de este último
interesándose por lo que se cuece allí dentro y se le responde con vo-
cablos crudos, con prisa, con ruido de cacharros, con esgrima floreada,
con gran teatro: dentro hay el retablo de las mil maravillas, en cuya
exhibición con frecuencia el cúmulo de efectos perjudica la sustancia.
Hay impresiones de conjunto que brotan de obras sin terminar, como
en pintura se ha dicho de Velázquez; Quevedo mismo alababa en él
esa técnica. Aunque es cierto que bien se está, y más que bien como
se está el Quevedo que ha llegado hasta nosotros. En el Marco Bruto
encuentra Díaz-Plaja «acaso el más noble y perfecto producto de la
prosa de Castilla» («En torno a lo barroco», en Ensayos escogidos,
Madrid, 1965, pág. 180). Si no la más noble y perfecta en todos los
sentidos, sí la prosa y el verso más aceradamente templados y que con
más eficacia y fuerza consiguen su objetivo.
Cosa distinta es la que nos sale al paso si hacemos la llamada a una
página de fray Luis. Su temática es pobre, pero va dirigida siempre
a lo esencial. El aluvión quevediano de títulos queda reducido aquf

101
a media docena. Todos ellos son, no obstante, de gran aliento, y el
maestro salmantino los elabora con minucia hasta sacar obras de refi-
nada dialéctica y majestuosa dicción, de indiscutible gravedad.
Fray Luis está interesado por las cosas mismas. Va a ellas en sole-
dad, como si nada ni nadie le apremiara. Cierto que tiene sus momen-
tos de desahogo. La vida no le fue fácil. En esto coinciden también
«L» y «Q». Pero sus mismos desahogos, no menos eficaces, discurren
por el cauce de la alusión. Se irrita contra la ruindad, denuncia las
injusticias, lucha por un mundo menos aparatoso y mendaz. Siempre,
sin embargo, sin abandonar el tema y sin abandonarse a la tentación
de la militancia directa (dejando fuera ciertos alegatos de su proceso
ante la Inquisición). Esto último, por el contrario, resume lo más y lo
mejor de la obra de Quevedo, que se muestra en ella un luchador de
primera fila. La intencionalidad en éste es, quiere ser, inmediatamente
moralizadora. Los tiempos son distintos y los desafíos del medio lo
son también. Los tiempos de fray Luis son o, al menos, aparentan,
seguros. Su alma, con todo, es inquieta; está llena de contrastes y no
puede decirse que sea la suya una existencia inconflictiva. Pero de todo
eso saca fuerzas para idear una obra abierta a un firme orden lleno de
sentido. Avanza en sus escritos con coherencia y los lleva a resultados
sistemáticos. Los tiempos de Quevedo son, en cambio, radicalmente
inseguros. La seguridad la busca en su propia alma. Pero con esa segu-
ridad no puede hacer otra cosa que derrocharla frente a un mundo que
no se deja atajar. Capitán en un barco que hace aguas por todas partes,
consume su caudal interior en poner parches de urgencia. Fray Luis
pudo ser místico. A Quevedo sólo le queda ser ético, con la ética más
puritana: la estoica.
Otro punto es el que marca la más profunda diferencia entre
nuestros autores. La obra de fray Luis nace y crece dirigida por el
reclamo de una patria que él contribuye a asentar impulsado por un
ideal que, en cristiano y a la escucha de la Biblia, funde en moldes
mesiánicos. Anticipa ese ideal en esperanza. Camino de él marchan las
cosas, pese a lo desarreglado de los tiempos. Eventualmente se indigna-
rá contra los abusos. Pero frente a lo que ocurre en Quevedo, no es
la suya una existencia indignada. Su obra es la de un templado medi-
tador, como corresponde a un siglo socrático-platónico, que, sin em-
bargo, terminará dubitativo. La obra de Quevedo es toda ella aviso
y censura, obra catoniana, escrita con nerviosa ansia de poner reme-
dios y forzar reformas. El siglo en que se escribe corresponde a tiempos
histéricos, sobrecargados de motivación, que se emplea en repentes de
acción sin rumbo definido. Es siglo senequista-escéptico, que terminará
•exhausto. Se ha dicho que el «vivir desviviéndose» caracteriza el ser

102
del alma hispana. Antes que Castro, había empleado esa expresión
García Morente, como recuerda Asensio. Para Morente, «lo típico del
hombre hispánico es... su modo singular de vivir, que consiste en
vivir no viviendo, o dicho de otro modo, en vivir desviviéndose». En
Morente esto significa «vivir la vida como si no fuera vida temporal,
sino eternidad». Esta caracterización vale eminentemente para fray Luis.
En los tiempos de Quevedo, los signos de elección apuntando a la
eternidad se han oscurecido. El «vivir desviviéndose» tiende aquí a
consumirse en «agitación estéril».
De ahí que, al primer pronto, resulte extraño vincular a Quevedo
con fray Luis, aunque aquél busque esa vinculación. Vistas las cosas
más despacio esto resulta natural. Un pasado mejor, más seguro y ar-
mónico, ofrece lugares de referencia en los que encontrar ánimo y orien-
taciones para entenderse con los desconciertos del presente, para ata-
jarlos. La primera mitad del siglo xvii acusa claros síntomas de que el
orden cristiano que quiso establecer la política española encuentra ce-
rrado su camino. El ser mismo de lo español, su sustancia nacional,
se experimentan inseguros, sin brújula. Las mentes más alertadas per-
ciben ese fenómeno —tal es el caso de Quevedo— y todo su afán se
cifra en cargarse de avisos, hinchando el pathos nacionalista a fin de
reavivar aquel cuerpo que da señales de descomponerse, en el que el
«daño es pronto, y el remedio tardo». Una obra como la de fray Luis
se veía llena de salud y de fe. Podía traerse a la memoria como antí-
doto ante los males.
La ocupación por el alma nacional, obsesiva en Quevedo, le llevó,
por cierto, a incurrir en particularismos que no honran su carácter,
como ocurre con su declarada inclinación antisemita, su no disimulada
xenofobia y la tendencia a encontrar cabezas de turco para explicar los
entuertos y cargar sobre ellas arbitrarios sambenitos. Compartiendo la
histeria de la hora, dilapidó sus recursos de ingenio, alcanzando en esa
línea la genialidad. Creyó poder echar sobre sus hombros el destino de
España. Su pronta y proliféra pluma le llevó a escribir una obra que
refleja la realidad social entera de la sociedad en que vive. Fue víctima
de los mismos vicios que hostiga. También su grandeza literaria tiene
los pies de barro. De él como de ningún otro de nuestros clásicos,
o repartiéndose los títulos con su coetáneo Lope de Vega, vale la vieja
cita: multa sed non multum. Su obra literaria, tomada en conjunto,
muestra todos los síntomas de un cuerpo no bien equilibrado. ¿No
hubo nadie que, una vez que se metió a recetador contra todos los
males, le recordara el medice, cura te ipsum? A aquellos que intenta-
ron recordárselo los trató de bizcos, jorobados o narigudos. Una vida
como la suya, embargada en todos los sucesos, se ve envuelta y arras-

103
trada por ellos. La situación tal vez no daba para más. Lo que dio de
sí en el caso de Quevedo no puede decirse que fuera poco.
No se trata de restar importancia a una figura que está en todas
partes en medio siglo de nuestra historia literaria, que abarcó todos
los temas y supo estar a su altura, al menos por la riqueza de recursos
al abordarlos. También en esc aspecto un igual con Lope. Tampoco
intento minimizar el significado del barroco haciéndole responder ante
normas de valor intelectual o estético que son extrañas a ese estilo,
ni secundar la crítica al uso hasta fechas recientes que tenía encasillada
aquella época en el marco de un juicio reticente cuando no deprecia-
tivo. Con todo, cuando desde la obra quevediana —conscientes de sus
cualidades— nos asomamos a la que se ha llamado Weltliteratur,
advertimos cómo no consigue rebasar un umbral de hondura reflexiva
y paciente dedicación. En el índice de su producción no hay obras
acabadas, aunque algunas piezas sueltas del mismo, como ciertos poe-
mas, rayen en la perfección. Perfección más bien de forma. En cuanto
a su verdad y fuerza interior hay que decir que son perfectas «hasta
cierto punto» nada más. Cima en las letras españolas, Quevedo en-
cuentra dificultades para acceder a la literatura universal. Más de uno
de sus títulos dan materia para sacar de ellos un libro clásico. Pero ese
libro clásico, terminado y sustantivo, no lo escribió nunca. Cervantes
es por antonomasia el «autor de El Quijote». La autoría de Quevedo
se diluye en una vasta dispersión de títulos, ninguno de los cuales llevó
las posibilidades del tema a plenitud de tematización. Disperso, so-
brante, sincopado, excesivo, a retazos genial, no hay en toda la obra
de Quevedo, aunque sus talentos dieran para ello, ninguna con la ma-
durez de los Nombres de Cristo. Maravall generaliza el hecho afirman-
do del período barroco que «apenas hay en él una obra de alta calidad»
(La cultura del barroco, Madrid, 1975, pág. 198).
Su musa fue anti-heroica, anti-épica, anti-trágica, anti-mística. No
inspirada, al menos, por esos genios. Careció del aliento que movía
a hombres de generaciones pasadas, y la suya no parecía ya hecha para
animar últimas y grandes cosas. Habían pasado los ideales y las haza-
ñas, dejando el puesto a los codazos y los arbitrios. No puede negarse
su lucha por un ideal, incluso obsesivo, hecho de los valores en cuya
defensa consumió sus energías España y de cuya sustancia sentía for-
mada el alma nacional. Pero da culto a esos valores en la añoranza,
advirtiendo dolorosamente su alejamiento de la realidad. No le im-
pulsaba una causa viva unificadora de recursos e intenciones. No veía,
al menos, que eso impulsara a los gobernantes. Le soliviantaba, en todo
caso, la miseria de la escena pública. No se le ocurrió pensar que acaso
fuera una equivocación la causa misma. Así que su voluntad se mueve

104
multiplicando una acción que acaba exhausta de repartir, si no palos
de ciego, lo que no fue el caso, sí palos sin eficacia renovadora. Si
Quevedo supo en su hacer literario, particularmente el crítico, lo que
quería, no supo que lo que quería fuera imposible. El mundo mejor
por él querido acaba dando la imagen de una honda decepción. Su
esfuerzo, tomado en conjunto, tiene corte de apresuramiento crispado.
Ejemplo definido de un hombre con talante moral recio que se estrella
con el hecho de una sociedad desmoralizada, a la que trata de infundir
ánimo, de la que no recibe más que incomprensión cuando no agravios.
De volver ahora la atención a fray Luis ingresamos en otro clima.
Tampoco a éste le satisfacía todo lo que contemplaba, como su mundo
y su ciudad. Pero sabía dónde estaba la dirección. Menos atento al
ajetreo del «mundanal ruido», encontraba el polo de su vida y también
del destino de la república en la causa religiosa. La identificación de
esa su causa era su asidero seguro. Con ella asociaba el destino de
España. Su obra da testimonio de muchas preocupaciones, pero no
ha entrado todavía en ella la desilusión. Está llena de amonestación
que prevenga el desatino, pero no es la del arreglador del mundo en
lucha continua cuerpo a cuerpo y a filo de cuchillo con un estado de
cosas desatinado.
La obra de fray Luis está puesta a otra cosa y es servida con otros
medios que la de Quevedo. Habrá a quien le contente menos. No es
obra de agora ni de calle, que se saque de ellas para volver en rápido
movimiento a su punto de partida y ejercer allí una acción inmediata.
Fray Luis no escribe para consumo del gran público; Quevedo sí lo
hace. Fray Luis no hace política; Quevedo sí la hace. Este es el edi-
torialista de urgencia que embiste indignado contra todo lo que pasa
en torno suyo. Cuando no es esto, sensible, sin duda, a la esterilidad de
sus requisitorias, se sume en filosofías de solitario, consolándose en la
meditación sobre la condición humana. El drama de Quevedo, su dra-
ma literario, tiene su nudo en el dolor que le produce España. De ese
«dolorido sentir» no pudo curarle una amada que a ojos vistas mos-
traba haber perdido o estar en trance de perder sus encantos. Su torneo
de amor no acaba en victoria; acaba en un nada disimulado pesimis-
mo. Encuentra lenitivo para él en el retraimiento meditativo. Cura del
mismo sólo parece encontrarla en la muerte.

3. SIGLO FRENTE Λ SIGLO

Ortega y Gasset tocó en sus varias «meditaciones» temas diversos


de la «circunstancia española», algunos de ellos humildes, pero bus-
cando aquellos en los que podía leer «la indicación de una posible ple-

105
iiitud». Si bien esa indicación puede encontrarse en todas las cosas,
•en unas aparece más señalada que en otras. Ortega sabía sacar agua de
cualquier roca. Pero de hecho seleccionó con buen olfato las que po-
dían dar asunto para una «salvación», aparte de sus predilecciones, no
todas inspiradas en la «moral de comprensión» que preconiza. Pues
bien, medita sobre Baroja, Azorín..., Don Quijote. También lo hará
sobre Vives, Velázquez o Goya, o sobre El Escorial, Castilla... En las
páginas al lector de Meditaciones del Quijote propone ocuparse de
Lope de Vega, de Larra. No aparece el nombre de Quevedo. ¿Entró
Quevedo, entre las circunstancias nuestras, dentro del programa de
salvaciones orteguianas? Escribe que «las cosas artísticas... son de una
sustancia llamada estilo». ¿Se prestaba a sus ojos el estilo de Quevedo
para arrancarle «la indicación de una posible plenitud» significativa?
Algo de lo que dice sobre el modo de entender la filosofía como «Ja
ciencia general del amor» guiada por la voluntad de «comprender»,
y también lo que dice sobre la «morada íntima de los españoles...
tomada hace tiempo por el odio», induce a pensar que Quevedo no era
para él un sujeto fácilmente «salvable». No fue un modelo en lo que
toca a la práctica de la «moral de comprensión». Demasiada erudición,
demasiada filología en sus obras, y apresurado bullir entre los hechos,
descuidando la «unidad de su sentido». Demasiado penetrado de «un
dogma moral». El barroco ibérico es calificado por Ortega de «tibeta-
nismo», y precisa que «contraído durante el reinado de Felipe IV».
Ese «tibetanismo» es incongruente con los oficios de su «razón vital»
o «histórica». (Lo que no impide encontrar rasgos del barroco, en
especial de su léxico, en la obra de Ortega, conforme apunta Maravall.)
En cuanto a fray Luis, le menciona de paso en esas mismas páginas
y escribe: «Podría componerse una parodia sutil de los Nombres de
Cristo, aquel lindo libro de simbolización romántica que fue urdiendo
fray Luis con teológica voluptuosidad en el huerto de la Flecha. Po-
drían escribirse unos Nombres de Don Quijote». Nada más. (Don
Quijote había sido ya llamado por Unamuno «el Cristo español».)
El teólogo salmantino aparece sólo por un momento en escena: el su-
ficiente para decirnos que allí hay, en los Nombres de Cristo, «la indi-
cación de una posible plenitud». No parece que le atrajera tampoco
demasiado a Ortega «salvar» esa indicación. En todo caso, no lo hizo.
Pero la intención que tiene este recuerdo de Ortega es la de,
a través de sus dichos, identificar y diferenciar los estilos artísticos de
nuestros dos autores. Y yo diría que el de Quevedo revela un alma
sin amor. Sus altos talentos no se ejercitaron generosamente en la
comprensión. Su negativa a comprender daba la medida de su escasa
inclinación a tolerar. Y todo ello contribuye a definir su religión y su

106
moral dogmáticas. No era dado a conceder al enemigo su oportunidad.
Fue siempre a la caza de el armado de todo el derecho y toda la razón.
Armado de su cristianismo nacional encontraba turcos del más variado
linaje en todas partes, y se pasó la vida denunciándolos y combatiéndo-
los. Denuncia y combate maniqueos que le embargan de por vida en
una lucha desigual. No pudo triunfar en ella, ya que a propia cuenta
se había fabricado un adversario omnipresente e invencible. Quevedo
contribuyó en buena manera a acuñar y poner en circulación ese ar-
tículo de la «España escindida» que tan triste juego ha venido dando
en nuestras cabezas y pechos. Dándose cuenta de no poder ganar la,
partida, en vez de recapacitar para abrirse a las «circunstancias» en
actitud más asimilativa, se retrae sobre sí mismo dedicándose a la rumia
interior en posesión de toda la verdad. Si la «morada íntima de los
españoles», hecha de odio, no tiene ahí un ejemplo claro, se debe a que
Quevedo era demasiado inteligente de todas formas. Pero también es
cierto que exprimiendo sus páginas, se ve gotear de ellas un continuo
e inequívoco, aunque difuso, resentimiento. Fruto de una religiosidad
y una moral que, con las conocidas denominaciones de Bergson, habría
que llamar «cerradas».
Por lo que hace a fray Luis, no puede decirse que careciera de
enemigos, pero los tenía bien ubicados. Su «morada íntima» estaba
tomada por el amor, interpretado a veces a lo platónico, como fuerza
concertadora universal; pero en definitiva amor cristiano, el que le
daba aliento para urdir con aquella supuesta «teológica voluptuosidad»
su libro de supuesta «simbolización romántica» (romanticismo para
Ortega era igual a «pecado» cultural). Leyendo ese libro resulta obli-
gado inscribir a su autor en la línea de una religiosidad y una moral
«abiertas». Sus críticas a los maestros que se arrogaban títulos de tener
toda la razón fueron claras hasta la temeridad. Si luchó por algo fue
por borrar de entre los hombres toda traza de arbitrio discriminatorio.
«El reino donde muchas órdenes y suertes de hombres, y muchas cosas
particulares, están como sentidas y heridas, y adonde la diferencia que
por estas causas pone la fortuna y las leyes, no permite que se mezclen
y se concierten bien unas con otras, está sujeto a enfermar y a venir
a las armas con cualquier razón que se ofrece. Que la propia lástima e
injuria de cada uno encerrada en su pecho, y que vive en él, los des-
pierta y los hace velar siempre a la ocasión y a la venganza.» También
se destila ahí un zumo de amargura, la que tenían que sorberse los
«vasallos viles y afrentados» de la otra España. El propio fray Luis
llevaba en la sangre esa amargura, pero señalaba el remedio al mal en
la comprensión y liberalidad cristianas.
La oposición genéricamente dibujada entre nuestros dos autores

107
podría ejemplificarse trayéndola a aspectos más concretos de la vida.
En cada uno de los casos encontraríamos los caracteres que definen al
Barroco por contraposición al Renacimiento. Así podríamos hacer ob-
servar estas diferencias o contraposiciones.
1) En cuanto al ideal teórico de vida, se enfrentan el «utópico»,
poseído de entusiasmo, y el «racional», gobernado por la discreción.
2) En cuanto al ideal práctico, al «santificador», impulsado por maes-
tros de espiritualidad, y al «moralizador», en manos de consejeros de
prudencia. 3) Puede hablarse de doble espíritu: el «religioso», enten-
dido como fermento íntimo de la sociedad, y el «profano», ornamen-
tado socialmente de religión. 4) Doble modelo vital: el «místico»,
orientado escatológicamente a la salvación —Cristo—, y el «ético»,
orientado arqueológicamente a la ascesis y a la virtud —Marco Bru-
to—. 5) Actitud cultural diversa: «clasicismo» creativo contra «casti-
cismo» adaptativo. 6) Dos concepciones de la sociedad: la «idealista»,
regida por normas heroicas, y la «pragmática», funcionando bajo la mi-
rada colectiva. 7) En política encontraríamos, frente a una concepción
«carismática», confiada a la guía del «buen pastor», la «burocrática»,
conducida por administradores enterados ellos solos de sus reglas de
juego...
La enumeración podría continuarse. Para nuestro caso resulta obvio
incluir a fray Luis entre los mantenedores de la primera de cada una
de las dualidades señaladas. A Quevedo le vemos escindido entre la
continuidad tradicional y la pertenencia a un mundo que ve ya las
cosas con ojos nuevos. De ahí que si atendemos a la letra de sus escri-
tos nos suenen con frecuencia a lo heredado del siglo anterior. En
cuanto a su espíritu, se le ve ya del otro lado, más acá de la divisoria,
replegado sobre sí mismo, receloso y a la defensiva. Del sistema de
valores que animaba a la sociedad del siglo xvi, sólo queda en el xvn
la apariencia.
Fray Luis piensa a España como cuerpo vivo encarnado en una
misión expansiva, llena de los designios de Dios y por él impulsada.
No duda que en el profeta Isaías se encuentran anunciadas las gestas
de nuestros descubridores de mundos, contando España con «los más
peritos de los hombres en las artes de la navegación», habiéndoseles
encomendado a ellos llegar ai últimos totius orbis límites para llevar
hasta allí el mensaje cristiano, consumando así la tercera y última divul-
gación del Evangelio: quod patrum nostrorum aetate accidit (final
de Exp. Abdías).
Lo que conserva Quevedo es el temor de que todo se vaya de las
manos:

108
... Y es más fácil, ¡oh España!, en muchos modos,
que lo que a todos les quitaste sola
te puedan a ti sola quitar todos.

Fray Luis de León y Francisco de Quevedo son hombres de dos


siglos, cada uno de ellos reflejado en el tono de su ánimo y en el alien-
to de su obra. Siglo —saeculum— es el tiempo de una generación ex-
tendida su edad al límite de lo que puede o suele ser una vida humana.
El saeculum de fray Luis termina hacia 1610; el de Quevedo, hacia
1660. En el primero se asiste a la fase de dilatación de una idea que,
aunque no sin contradicciones, se va imponiendo y se espera que co-
nozca su día de plenitud. (Nótese que fray Luis muere en 1591.) En
el segundo se ve ya el otro lado de la aventura. Las fuerzas que la
llevaron a cabo no responden ya a los desafíos que exige mantenerla.
Están a la vista los signos que advierten no poder llegar más allá;
también la sospecha de si no se ha ido demasiado lejos. Los ánimos se
debilitan, viviendo presentidamente, aun antes de ocurrir, la desventura
del descenso. La desventura estaba ya allí presente, pero su acción iba
a manifestarse en forma lenta, como tenía que suceder a un proceso
lastrado por la inercia de medio mundo y toda la historia adherida a él
reteniéndole a la espalda.
Entre los dos «siglos» hay la distancia que media entre la carrera
a una plenitud con aliento de misión y la carrera de vuelta bajo el peso
de sentir el destino nacional frustrado. Una y otra cosa se hicieron a la
carrera. Medidas ambas con los usuales cánones de las duraciones his-
tóricas, nos parecen ya hoy cosa de un experimento humano aluci-
nante. No sé si el tiempo conoce otro igual. De seguro no lo conoce ni
más épico ni más trágico. Eso que, según fray Luis, ocurrió en la edad
de sus padres fue la tercera y última misión evangelizadora vaticinada.
El mundo quedaba maduro con el descubrimiento de los nuevos con-
tinentes y ya podía presagiarse su final —mundi finis brevi futurus
creditur—. En todo caso, un mundo nuevo, «más grande y extenso
que el romano, ab Hispanis, vastissimo enavigato mari, repertus est.
Quevedo no piensa en el fin del mundo. Tal vez eso hubiera sido un
consuelo. Piensa:
Tus ejércitos, naves y legiones
lazos son de inmensa fortaleza
en que cierras los mares y naciones.

Se lo dice a Felipe IV, sabiendo que en esos lazos queda atrapada,


cerrada, la propia España:

...te puedan a ti sola quitar todos.

109
Hechos de gran bulto iban interponiéndose entre el interior des-
tino y el futuro. Entre esos hechos, el más invisible, pero de significado
más hondo, era el que estaba operándose en las conciencias, desde
donde acabaría conformándose un orden nuevo de cosas. Nacía la men-
talidad dispuesta a dar crédito no a las hazañas, sino a la disciplina
industriosa. Detrás estaba el crédito a un nuevo poder sobre el mun-
do: la razón. Y la nueva misión a ella encomendada de crear la cien-
cia, descubriendo en el mundo su otra cara. En ese descubrimiento Es-
paña estuvo ausente —ya había hecho el suyo—. La disciplina indus-
triosa y el crédito prestado a la razón acabarían mostrándose más ren-
tables que la aventura buscadora de tesoros en las Indias. Ausente
España de esa aventura, lo estuvo a su viejo estilo de «sostenella, no
emendalla».
Describe Ortega y Gasset nuestro siglo xvn como el resultado
—ya recordado— de un proceso de creciente «tibetanización»: «Es el
momento en que todas las minorías europeas —salvo la Península
Ibérica, que sigue recluida en el 'tibetanismo' contraído durante el rei-
nado de Felipe IV— forman una sola colectividad y además viven en
hiperestésico alerta hacia toda producción científica» (pág. 53). La
«rigurosa regimentación de las mentes» que afronta la Contrarreforma
—a la que no se le niegan sus valores— produjo en el país la enfer-
medad de hermetizar nuestro pueblo. «Yo le llamo la 'tibetanización'
de España. El proceso agudo de ésta acontece entre 1600 y 1650»
(La idea de principio en Leibniz..-, Buenos Aires, 1958, págs. 441-
442). Quevedo percibió claramente el receso de la vida que había
empujado al ideal nacional en el pasado. Hizo lo que pudo por rein-
yectarle nueva savia. No pareció, en cambio, desasosegarse por lo que
en ese proceso se ocultaba de cerrazón y hermetismo, antes contribuyó,
en más de un aspecto, a fortalecerlo. Sobre lo que entendió debía ha-
cerse no ahorró esfuerzos, aunque presentía que estaban condenados
al fracaso. Encontraba confortador escudarse en la actitud estoica.
Bien, España tuvo su hora. Las virtualidades que llevaba dentro
no pudieron hacerse realidad. O se hicieron realidad por caminos ex-
traviados, no los concurridos en Europa. Desde entonces nos hemos
dedicado —con leves paréntesis, siempre mirados con suspicacia y juz-
gados con ruindad—, bien a seguir enclaustrados, bien a hacer curiosos
experimentos de modernización: clausurarnos en inercia, modernizar-
nos en retórica. He ahí la política en España desde que en el mundo dejó
de hacerse su política.—S. ALVAREZ TURIENZO (Universidad Pon-
tificia. SALAMANCA).

110
¿CUAN GRIEGOS SON LOS ESPAÑOLES
PARA LOS ALEMANES? *
Observaciones sobre el uso del gentilicio "español"
en el idioma alemán
A HEINRICH KUEN

El crédito de la proverbial sabiduría de los refranes y su arraigo en


la forma de pensar tradicional de los alemanes puede ser ilustrado a su
vez proverbialmente traduciendo algunos del alemán al español: «Aun-
que no se crea, / no hay refrán que mentira sea»; «Con el refrán, /
verdades van»; «Un buen proverbio en la memoria, / es el primer paso
hacia la gloria»; «El refrán en boca del pueblo, / siempre fue cuerdo»;
«Los refranes pueden ser confutados y refutados, pero no desacreditados
ni derribados» (Martín Lutero). Sorprende cuan frecuentemente es pon-
derada la relación entre intuición popular y lengua, particularmente du-
rante el apogeo de la burguesía, en las últimas décadas del siglo xix. To-
dos los precedentes proverbios provienen del muy divulgado refranero
de Lipperheide.
El hecho que ciertas expresiones consagradas sean verdaderos mila-
gros por lo que a la longevidad se refiere, no siempre aporta aspectos
positivos. Quien se ocupe (como yo me he ocupado en los últimos años)
del problema del carácter nacional, de los prejuicios que entre los dife-
rentes pueblos existen, de las valoraciones estereotipadas, se percatará
en seguida que en la lengua pueden reflejarse residuos de animadver-
sión y de xenofobia. Cierto es que nuestro Lipperheide también nos
ofrece antiproverbios, tales como, por ejemplo, éste de Goethe: «Sprich-
wort bezeichnet Nationen, / Musst aber erst unter ihnen wohnen». (Los
refranes definen naciones, / mas vive en ellos y verás sus errores.) Pero
también Cristoph Lichtenberg se nos muestra escéptico: «Como todas
las reglas no confirmadas por el espíritu indagador, sino por el capricho,
viven los proverbios en continua guerra» (Miscelánea, 1800-1806. Sobre
la ciencia fisonómica). Entre los representantes de este privilegiado gru-

* El título original en alemán rezaba: Wie spanisch kommen uns die Spanier vor? En alemán
se usa esta expresión para indicar el total desconocimiento de una cosa o incluso que algo causa
gran extrañeza. El término «spanisch» equivale al adjetivo «español»; la palabra «Spanier» vale por
el sustantivo homónimo. El título significa, pues, dejando de lado la traducción literal, pem emen-
dónos a su equivalencia semántica en español y teniendo en cuenta el juego de palabras «spanisch-
Spanier», lo siguiente: ¿Hasta qué punto nos parecen extraños los españoles? Se trata, pues, de una
expresión basada en un gentilicio que presenta características análogas a las españolas relacionadas
con el gentilicio «griego».

111
po se encontraría también Gottfried Keller si Lipperheide hubiese trans-
crito su soneto «Nacionalidad» en toda su extensión y no sólo la pri-
mera estrofa siguiente: «Volkstum und Sprache sind das Jugendland, /
Darin die Völker wachsen und gedeihen, / Das Mutterhaus nachdem
sie sehnend schreien, / Wenn sie verschlagen sind auf fremden Strand».
(Tradición y lengua son la tierra virgen / en la que los pueblos crecen
y maduran, / la tierra madre son que anhelan / cuando sin rumbo se
encuentran en playa extranjera.) Sin embargo, el resto del soneto da
un claro mentís a este «nacionalismo»: «Doch manchmal werden sie
zum Gängelband, / Sogar zur Kette um den Hals der Freien; / Dann
treiben Längsterwachsne Spielereien, / Genarrt von der Tyrannen
schlauer Hand. / / Hier trenne sich der lang vereinte Strom! / Versie-
gend schwinde der im alten Staube, / der andre breche sich ein neues
Bette! / / Den einen Pontifex nur fasst der Dom: / Das ist die Freiheit,
der polit'sche Glaube, / Der löst und bindet jede Scelenkette! » (Em-
pero, a veces, en lazos se convierten, / cadena incluso al cuello de los
libres; / seduciendo hacia necedades a adultos / befados por la astuta
mano del tirano. / ¡Aquí la corriente, por largo tiempo unida, que se
divida! / Seca desaparezca una en seco polvo, / ¡la otra que se escave
un nuevo lecho! / / Porque tan sólo un pontífice la catedral cobija: /
es decir, la libertad, la fe política, / que suelta y ata al mismo tiempo
cada lazo del alma! ) (Obras completas, Zurich: Büchergilde Gutenberg,
1960, vol. 1, pág. 106). Buen ejemplo éste de la falacia que muchas
veces hallamos en los diccionarios de citas.
Sabido es por todo hispanista que en la relación entre la cultura
alemana y la hispana media una historia llena de vicisitudes. Ultima-
mente se está centrando el interés de algunos investigadores en el aná-
lisis de la imagen de España y América Latina en el mundo germá-
nico'. Hasta qué punto se ha consolidado esta imagen en una lengua
ha sido estudiado por Kurt Baldinger en un documentado y chistosa-
mente comentado artículo sobre los reflejos deformantes de los pueblos
en el espejo mágico de la lengua 2. Nuestro colega de Heidelberg se pre-
guntaba por los motivos que llevaban a que «otros pueblos se refleja-
sen en las lenguas frecuentemente con connotaciones negativas, tales
como, para aludir tan sólo a algunos de estos epítetos, tonto, terco,
1
Cuando elaboraba !a redacción de este artículo, sabía que Hans Hinterhauser (Universidad de
Vícna) investigaba sobre la imagen de España en el ámbito cultural alemán. Entre tanto han sido
publicados los resultados de las investigaciones: HANS HINTERHÄUSER (ed.): Spanien uml V.uropa.
Stimmen zu ihrem Verhältnis von der Aufklärung his zu (legenwart, Munich: Deutscher Taschen-
buchverlag, 1979. Mi trabajo lia sido además enriquecido notablemente con la asistencia al V Con-
greso de los Historiadores Europeos especializados en América Latina (AIUÍ.A), celebrado en Torun
(Polonia) a finales de mayo de 1978. Las actas del Congreso serán editadas por Ryszard Stemplowsky,
Polska Akademia Nauk, Instyiut Historii, Zespol Dziejow Ameryki Lacinskiej, Rynek St. Miasta
29/31, 00-272 Varsovia.
2
KURT BALDINGER: «Die Völker im Zerrspiegel der Sprache», en Ueberliejerung und Auftrag,
Festschrift für Michael de Ferdinandy (Homenaje a M. de P.), Wiesbaden, 1973, 158-178.

112
egoísta, bárbaro, borracho, glotón, etc.». Baldingcr prueba en el artículo
aludido esta tesis de la deformación negativa, recurriendo para ello al
reflejo de los pueblos en la lengua francesa y en los dialectos galorromá-
nicos. Por lo que al término espagnol sc refiere, su inventario registra
la forma del francés antiguo espaignous con el significado de «flux de
ventre» (diarrea), así como, a partir de los años 191.8-20, la expresión
del francés moderno grippe espagnole; encontramos además avoir le
ventre à l'espagnole: «tener el estómago vacío» (Larousse, 1873); mar-
cher à l'espagnole: «marcher avec gravité», así como trait d'espagnol
con el significado de «gasconnade», «fanfarronada» (ambas expresiones
en Oudien, 1640); así mismo hallamos la expresión payer à l'espagnole
con el significado de «pagar con palos en lugar de con dinero» (Congrave,
1611; Oudin, 1640); en Jupillc espagnoulé equivale a «ligeramente be-
bido» (FEW 4,438). A pesar de todo, como bien observa Baldinger, los
españoles salen bastante bien librados; sin embargo, ellos se desquitan
sin tenerlo demasiado en cuenta con proverbios tan globales como
Francesa cortesía, todo es falsía; Francés, falso y cortés; Francés, mala
res (los tres en Martínez Kleiser, 1953) o, incluso, Cuando el francés
duerme, el diablo le mece (Gottschalk, 93).
Como se puede deducir de los ejemplos de Baldinger, la lengua
antigua desempeña un papel importante. Más adelante volveré a ocu-
parme del problema que consiste en saber si tales ejemplos provenien-
tes de la lengua antigua, aunque puedan ser aferrados por la lexico-
grafía, en la actualidad no son operativos o, si lo son, tan sólo a nivel
potencial. Antes quiero reproducir algunas de las reglas que Baldinger
sienta de pasada al comentar su material, ya que me parecen ilustra-
tivas y transcendentes. Como previa conclusión general Baldinger ob-
serva que son sólo los pueblos que han logrado cierta fama interna-
cional (sea ésta debida a su importancia histórica, sea por la emigra-
ción o por los mercenarios) los que han dado lugar a «comentarios».
Fundamental es también el que, al parecer, no todos los juicios y valo-
raciones relacionados con otros pueblos se cristalizan en giros o en
comparaciones idiomáticas (163). Ya hemos aludido a la tesis de que
las valoraciones transmitidas en giros idiomáticos son generalmente pe-
yorativas. Por lo que al francés se refiere, Baldinger halla solamente
escasas excepciones a esta regla, del tipo Fin et malin comjne un her-
mudien (170), o, en antiguo provençal, persan: «home de qualité, de
haut rang» (173). Sabido es además que la lengua, por lo que a sus
juicios globales se refiere, no concede importancia alguna a la necesi-
dad de incurrir en diferenciaciones. A eso hay que añadir que, con
frecuencia, tanto los nombres de pueblos como los de nacionalidades
sirven para designar enfermedades (164, nota 19). Además, no es ines-

113
perado el constatar que las guerras, en general, traen consigo la inver-
sión de anteriores valoraciones —o que, al menos, la connotación ne-
gativa se refleja en un juicio idiomatizado negativo, juicio éste que
antes era considerado neutral. De esta forma, por ejemplo, fr. bedouin
tiene una connotación peyorativa sólo a partir de las guerras de Arge-
lia (1863).
El hecho que quienes abrazan una religión o ideología diferentes
a las declaradas o retenidas como «oficiales» hayan sido denotados
desde siempre con valoraciones discriminatorias, no necesita, evidente-
mente, comprobante alguno. Menos frecuentes son los procesos de ate-
nuación tales como el del francés bougre. Este término para designar
a los búlgaros tenía en la Edad Media un significado más o menos
equivalente a «hereje»; más tarde significó también «sodomita», y en
el francés moderno ha llegado a connotar una forma de insulto débil
y común, registrado en el Petit Robert con el significado de «drôle»,
«gaillard», «individu». Otras de las constataciones generales de Bal-
dinger son, hasta cierto punto, de índole endolingüística: en la jerga
se produce generalmente una inversión de la valoración, considerada
ésta desde el punto de vista de la lengua común propiamente dicha.
Existen además expresiones procedentes de juegos de palabras o de
usos paronímicos desprovistos de una base real (por ejemplo, faire un
voyage en Suède, cuyo significado es «sudar», sin duda alguna por
analogía fónica con «suer» (164); el adjetivo gentilicio que a veces
se convierte en apelativo, por ejemplo, la palabra esclave (173); con
frecuencia se designa con un adjetivo gentilicio el uso de un lenguaje
difícil de entender: chinoiser en francés, o parler français comme une
vache (un basque) espagnole; la expresión española hablar en griego.
Hasta aquí las conclusiones genéricas de Kurt Baidinger. La más
transcendental parece ser la que señala que el carácter de los pueblos
se refleja en las lenguas foráneas de modo deformado, la que indica
que la historia de las deterioradas relaciones entre amplios grupos so-
ciales quedó profunda e indecorosamente grabada en la memoria co-
lectiva de una determinada lengua. Por ello creo que sería oportuno,
desde el punto de vista de la comprensión de los pueblos, condenarlas
al justo olvido en que han caído las viejas expresiones que atestiguan
prejuicios.
Por otro lado es hasta cierto punto necesario rastrear este tipo de
expresiones que conciernen a un determinado pueblo para así descu-
brir si contienen aún valoración alguna y, sobre todo, para detectar
—y denunciar— lo que todavía hoy tiene de efectivo. Me parece que
investigar este trueque lingüístico, este intercambio entre el ámbito cul-
tural alemán e hispánico, no sólo posee un sentido arqueológico; por

114
ello me he propuesto aportar algo a la exploración de este fenómeno,
sin que mi finalidad sea abrir viejas heridas, sino, al contrario, la espe-
ranza de delatar prejuicios. «Cuan triste época la nuestra: más fácil es
escindir un átomo que destruir un prejuicio» parece ser que exclamó
Einstein poco antes de su muerte (Schoeps, 198). A los lingüistas y
letrados nos conviene recordar que la tradición idiomática no sólo es
un válido patrimonio histórico, sino que también puede ser transmi-
sora de prejuicios, custodiadora de aversiones poco conscientes, peli-
gros ambos que merecen ser advertidos.
Persiguiendo esta finalidad he examinado las obras de consulta lexi-
cográficas 3, rastreando las fijaciones idiomáticas que abierta o subrep-
ticiamente conservan valoraciones relacionadas con el mundo y las gen-
3
Para este análisis he consultado las siguientes obras lexicográficas:
ACADEMIA: Real Academia Española; Diccionario de la Lengua española, Madrid, 1970.
BEINHAUER, WERNER: Stilistisch-phraseologisches Wörterbuch, spanisch-deutsch, München: Max I l u e -
ber, 1978.
Brockhaus Enzyklopädie in 20 Bände, " 1 9 7 3 , Bd. 17.
BÜCHMANN, GEORG: Geflügelte Worte, der Zitatenschatz des deutschen Volkes, M ü n c h e n / Z ü r i c h :
Droemer/Knaur, 1959.
CASARES, JULIO: Diccionario ideológico de la lengua española, Barcelona: Gustavo G i l í , 1942.
DORNSEIIT, FRANZ: Der deutsche Wortschatz nach Sachgruppen, Berlin: W. d. Gruyter, 5 1959.
Duden, Fremdwörter: Duden Fremdwörterbuch, M a n n h e i m / W i e n / Z ü r i c h : Bibliographisches Institut,
•M971.
Duden-Lexikon: Das grosse Duden-Lexikon, M a n n h e i m / W i e n / Z ü r i c h : Bibliographisches Institut,
Ί 9 6 9 , Bd. 7.
Duden, Stil: Duden Stilwörterbuch der deutschen Sprache, M a n n h e i m / W i e n / Z ü r i c h : Bibliographisches
Institut, 6 1970.
Duden, TB: Duden: Wie sagt man noch? Sinn- und sachverwandte Wörter und Wendungen, von
Wolfgang Müller, Duden-Taschenbücher, Bd. 2, M a n n h e i m / ' / ü r i c h / W i e n : Bibliographisches Insti-
tut, 1968.
DOBEL: Lexikon der Goethezitate, hg. v. Richard Dobel, Zürich/Stuttgart: Artemis, 1968.
GOTTSCHAI.K, W . : Die bildhaften Sprichwörter der Romanen, 3 Bde, Heidelberg, 1935/8.
G R I M M : Jacob u. Wilhelm G r i m m , Deutsches Wörtebuch, Leipzig, 1905, Bd. X.
Handwörterbuch des deutschen Aberglaubens, Berlin/Leipzig, 1929/30, Bd. 11, 7.
Herders Sprachbuch, Freiburg/Basel/Wien: Herder, Ί 9 7 1 .
IRRIBARREN, JOSÉ MARÍA: El porqué de los dichos, Madrid: Aguilar, 2 1956.
KANY, CIIARI.ES F . : Semántica hispanoamericana, Madrid: Aguilar, 1962; original inglés en Univer-
sity of California Press, 1960.
KLMTKNBACH: R. Klappenbach und W . Steinitz, Wörterbuch der deutschen Gegenwartssprache, Ber-
lin: Akademie-Verlag, 1974.
KRÜGER: Das Grosse Kruger Zitaten Buch, 15000 Zitate von der Antike bis zur Gegenwart, hg. v.
J. Π . Kirchberger, Frankfurt a.M.: Wolfgang Krüger Verlag, 1977.
KÜPPER, H E I N Z : Wörterbuch der deutschen Umgangssprache, Bd. I , Hamburg: Ciaassen, 4 1965.
I.IPPERHEIDE, FRANZ FREIHERR VON: Spruchwörlerhuch, Berlin: Justus Dörner, 31934.
MARTÍNEZ KLEISER, L.: Refranero general ideológico español, Madrid, 1953.
Meyers Enzyklopädisches Lexikon in 25 Bden, M a n n h e i m / W i e n / Z ü r i c h : Bibliographisches Institut,
Ί 9 7 8 , Bd. 22.
MOLINER, MARÍA: Diccionario del uso del español, Madrid: Gredos, 1966 ( 2 1977).
PELTZER, Wort: Karl Peltzer, Das treffende Wort. Wörterbuch sinnverwandter Ausdrücke, T h u n /
München: O t t , 31955.
PELTZER, Zitat: Karl Peltzer, Das treffende Zitat, T h u n / M ü n c h e n : Ott, 1957.
RÖHRICH, LUTZ: Lexikon der sprichwörtlichen Redensarten, Freiburg/Basel/Wicn: Herder, 1975, Bd. I I .
SCHOEPS, H A N S JOACHIM: Ungeflügehe Worte, Was nicht im Büchmann stehen kann, Wiesbaden:
Fourier und Fertig, o. J. (1971).
Schweizerisches Idiotikon, Wörtebuch der schweizcrclcutschcn Sprache, Bd. 10, Frauenfeld, 1939.
SLAIIY-GROSSMANN: Wörterbuch der spanischen und deutschen Sprache, Bd. 1 u. 2, Wiesbaden:
Brandstetter, 31973.
Sprach-Brockhaus: Deutsches Bildwörterbuch für jedermann, Wiesbaden: Brockhaus, 7 1962.
TRÜBNER: Trübners Deutsches Wörtebuch, 6. Bd. Berlin: De Gruyter, 1955.
ULLRICH, K A R L - H E I N Z : DOS Goldene Buch der Zitate, Berlin: F . W . Peters, 1968.
WANDER, Κ. F . W . : Deutsches Sprichwörter-Lexikon. Ein Hausschatz für das deutsche Volk, Leip-
zig 1867, unveränderter Nachdruck Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1964.

115
tes hispanos, bien sea de épocas anteriores o de la actual. Iré ordenando
estas fijaciones lingüísticas según los diversos tipos en que se vayan
manifestando y según las fuentes de las que procedan, respetando en
éstas su cronología. Por el momento me limitaré a seguir los rastros
que en obras lexicográficas alemanas dejan las palabras 'Spanien', 'Spa-
nier' y 'spanisch'.
Los tradicionales diccionarios de citas, de refranes y de modismos
ofrecen bastantes características comunes. En casi todos topamos con
el alegre y romántico verso de Emanuel Geibcl: «Fern im Süd das
schöne Spanien» (Allá, en el lejano Sur, la hermosa España), verso
éste del año 1834 (Lipperheide, Büchmann, Ullrich, Zoozmann). Del
imprescindible Fausto goethiano (1808) se citan dos veces palabras de
Mefistófeles: «Wir kommen erst aus Spanien zurück, dem schönen
Land des Weins und der Gesänge (Acabamos de regresar de España,
del hermoso país del vino y de los cantares) (Dobel, Krüger); «Mein
treuer Freund, ich rat Euch drum / Zuerst Kollegium Logicum, / da
wird der Geist Euch wohl dressiert / In spanische Stiefeln eingesch-
nürt...» (Mi querido amigo, por eso le aconsejo / en primer lugar
Collegium Logicum, / Allí el espíritu se le adiestra, / Y se le cierran
en botas de tortura...) (Röhrich). ¿No es curiosa, en una misma obra,
la presencia, la evocación de delicias meridionales y de un instrumento
de tortura? En efecto, las spanische Stiefel, las botas españolas, eran
en la Edad Media un cruel artefacto destinado a arrancar confesiones,
que apretaba fuertemente las pantorrillas y las rodillas (Grimm, Röh-
rich). En cambio, cuando Goethe pone en boca de Egmont (1787) la
frase que éste dice a Klärchen: «Ich versprach Dir, einmal spanisch
zu kommen» (Te prometí llegar algún día a la española), el poeta alu-
día evidentemente a la manera de vestir (Büchmann, Dobel). Lo curio-
so es que en esta expresión (spanisch kommen) tuvo más tarde lugar,
como veremos, un cambio de significado en sentido peyorativo: lee-
mos, en efecto, en la ya mencionada obra de Büchmann, que «se em-
plea la palabra en sentido irónico como amenaza». Ambiguas son tam-
bién las observaciones de Domingo en el Don Carlos (1787), de Schil-
ler: «Die span'schen Königinnen haben Müh' / zu sündigen» (Las
reinas españolas tienen dificultades / en pecar) (Zoozmann); en la
misma obra postula el rey en el acto tercero: «Stolz will ich den
Spanier» (Orgulloso quiero yo al español) (Krüger, Ullrich, Büchmann,
Zoozmann). Lo que en el contexto de esta cita poseía sin duda valor
positivo, ha ido transformándose en la locución Stolz wie ein Spanier

WKHRLE-EGGERS: Deutscher Wortschatz 1, Ein Wegweiser zum treffenden Ausdruck, Frankfurt a.M./
Hamburg: Fischer Bücherei, 1968.
ZOOZMANN, RICHARD: Zitaten- und Sentenzenschatz der Weltliteratur, Leipzig: Hesse und Pecker,
o. J. (1911).

116
(orgulloso como un español), en una comparación más que contiene
ya cierta crítica. Citas de obras recientes son más bien escasas en este
tipo de diccionarios. Encontramos, sin embargo, una de Max Frisch:
«Warum hat es die Wahrheit in Spanien so schwer?» (¿Por qué la
verdad tropieza en España con tantas dificultades?) (en Don Juan oder
die Liebe zur Geometrie, 1953; Krüger).
Dentro del importante sector que las citas representan, abundan
desde la Antigüedad las comparaciones de pueblos. Quien intenta disi-
mular lo tonto de tales comparaciones valorativas, suele por lo general
apelar nada menos que a Kant, quien, en sus Observaciones sobre el
sentimiento de lo bello y lo sublime*, ha afirmado lo siguiente: «El
sentimiento del honor es vanidad en los franceses, soberbia en los
españoles, orgullo en los ingleses, altanería en los alemanes y engrei-
miento en los holandeses. A primera vista estas expresiones parecen
poseer el mismo significado, pero designan, dada la riqueza de nuestro
idioma alemán, diferencias bien delimitadas». No siempre ocupan los
españoles un puesto tan honorable en una serie de juicios peyorativos
(Peltzer, Zitat, 'Ehren' 53). Hay también gradaciones más exactas, como
ilustra el ejemplo siguiente: «Los españoles parecen cuerdos y son locos;
los franceses parecen locos y lo son; los italianos parecen cuerdos y lo
son; los alemanes parecen locos y son cuerdos» (Peltzer, Zitat, 'Spanier'
1 ). Precisamente en este ejemplo se puede constatar cuan importante es
saber quién pronuncia esta declaración, ya que Peltzer la despacha por
«proverbio español».
Para citas de este tipo, incluso con toda su ambigüedad y todas
sus contradicciones, el Deutsche Sprichwörterlexikon, editado por Wan-
der en 1867, es una fuente fecundísima. Los ejemplos están tomados
de diferentes épocas y, sobre todo, de épocas remotas, de la literatura
de viajes del siglo xix, con frecuencia del Deutsche Romanzeitung o, en
muchos casos, del latín de los pliegos sueltos de los humanistas. Por
desgracia, tanto los 16 pasajes documentados bajo la voz 'Spanien' como
los 60 bajo "Spanier' y los cuatro bajo 'spanisch' no aparecen rigurosa-
mente ordenados. Aunque el editor, Wander, añada a veces útiles co-
mentarios, la interpretación de algunos refranes parece a veces dudosa.
¿Qué significa, por ejemplo, «España es la boca de Europa» (9)? ¿Se
trata aquí de besar, de comer o de hablar? De todos modos, este dicho
parece poseer connotaciones negativas, lo que queda comprobado por
las investigaciones que hizo D. Briesemeister acerca de los llamados
corpus politicum de la guerra de treinta años, donde en caricaturas a

4
DIETRICTI BRIESEMEISTER: «'allerhand iniurien schmehkartcn pasquilt vnd andere schandlosc
ehrenrürige Schriften vnd Model'. Die antispanischen Fiugscliriften in Deutschland zwischen 1580
und 1635», cn Wollenbülteler Beiträge, 4 (Frankfurt/M.: V. Klostcrmann, 1979) (1980), pp. 1-44.

117
menudo aparecen los españoles como glotones y comilones. Pero ¿qué
opinar sobre la frase «Cuando arde en España, arde por cuatro
días» (14)? ¿Se alude a la sequía, a las pasiones, a la Inquisición o a
las crueles guerras? Puesto que carecemos de la indicación de las fuen-
tes, es difícil avanzar una hipótesis. Sin embargo, me parece poder per-
cibir cierta negatividad en el trasfondo de este ejemplo. Sin duda bas-
tante cínica es la siguiente cita, relacionada con la baja densidad de po-
blación en España: «Si España tuviese tanta gente como Francia y Fran-
cia tantos caballos como España, ambas quedarían arregladas» (13) (la
referencia positiva a los caballos españoles parece remontarse a laus
hispaniae de la antigüedad).
Los refranes que comparan a los pueblos entre sí se llevan la parte
del león: 48 de un total de 80. Entre ellos aparecen dichos históricos:
«En España mando sobre siervos, en Alemania sobre reyes», parece que
dijo Carlos V (5); o presuntos chistes del tipo: «El español se parece
(en cuanto a su aspecto físico) al diablo, el italiano es un hombre, el
francés es como una mujer, el británico como un ángel y el alemán como
una columna» (Spanier 1), ejemplo éste cuyo origen parece ser fácil-
mente deductible; para que haya cierto cambio (esta vez positivo), voy
a añadir el siguiente ejemplo: «El español es (en su vestimenta) mo-
desto, el italiano tétrico, el francés antojadizo, el británico orgulloso, el
alemán imitador» (5); o incluso este otro ejemplo (esta vez más bien a
nivel de taberna): «El escamoteo de los españoles, los amoríos de los
italianos y la borrachera de los alemanes no conocen leyes» (29); pero
he aquí otro más que sorprende por su injusticia: «El español escribe
poco, el alemán escribe mucho, el italiano escribe muy bien, el inglés
escribe con maestría y el francés aún mejor» (33). Aquí podemos con-
solarnos, tras semejante disparate, con la proverbial nobleza del idioma
español: «El español habla con Dios, el italiano con las mujeres, el ale-
mán con los caballos, el inglés con los pájaros, el francés con sus ami-
gos» (35), citación ésta que, en forma parecida, también le ha sido atri-
buida a Carlos V. En cuanto a la estereotipada altanería de los españoles,
se añade a la citación 56 el siguiente comentario: «El desmesurado
orgullo de los españoles se refleja también en el proverbio siguiente:
"Tanto con Adán en el paraíso como con Moisés en el Sinaí, Dios no
habló sino en español"». Y aunque excepcionalmente le concede por una
vez alabanza al español (como en el ejemplo: «un español vale por cua-
tro alemanes, por tres franceses y por dos italianos» (51), Wander se
apresura a añadir el siguiente comentario: «De esta forma vergonzosa
se alaban a sí mismos los españoles». El tenor hispanófobo de estas ci-
tas es, pues, evidente. Al efectuar un recuento con las debidas precau-
ciones, resulta que de un total de 80 expresiones, 51 son seguramente

118
discriminatorias, cuatro más bien dudosas y tan sólo 25 pueden ser
consideradas como connotaciones positivas.
¿Cuál es la situación en cuanto a los diccionarios de la lengua ale-
mana? El de Grimm, obra impar de consulta obligada desde el roman-
ticismo hasta hoy, registra las voces Spanien y Spanienfahrer, ilustrán-
dolas con descripciones y ejemplos neutros. En cuanto a Spanier se aña-
den los sinónimos Spanjol, Spanjolen y Spanieler. Constatamos además
en seguida la evidente hispanofilia del romanticismo alemán —los her-
manos Grimm fueron pioneros europeos del romance español—. Refi-
riéndose al término Spanier, el Deutsches Wörterbuch observa: «... esta
voz alude con frecuencia, no sin elogio implícito, a productos del país:
a una noble cabalgadura...; a un vino capaz de resucitar a un muerto...;
en Baviera a un excelente tabaco rapé... y, en bromas, a la vieja ex-
presión con el significado de tunda soberana-» (columna 1883).
Con la voz spanisch penetramos en el bastante más diversificado
campo de los atributos y de los complementos adverbiales. Grimm or-
dena en su diccionario el material de forma tal que permita «constatar
cierta evolución semántica». En el apartado 1), reservado a los «pro-
ductos naturales importados de España», registra voces del tipo pimien-
ta española (Caspicum), tabaco, vino, lila, trébol, arveja, campanilla es-
pañola (campanula hispánica), higo, corcho y otras plantas y productos
de importación. En cambio, en un texto de Hebbel (1832), Grimm en-
cuentra el ejemplo spanische Nudeln (tallarines españoles), «expresión
humorística —opina Grimm— para denotar una buena paliza». Inmedia-
tamente después se registra spanisch Rohr (caña española), que en Es-
paña se llama caña de Bengala o de India, y no es sino el flexible y te-
mido junquillo destinado a apalear en las escuelas a quien se lo mere-
ciese. Por otra parte se menciona la famosa spanische Fliege, designada
también, aunque con menor frecuencia, spanische Mucken, refiriéndose
al insecto llamado en latín Lytta vesicatoria, es decir, la cantárida o
mosca de España, de la cual se extraían vejigatorios, según Grimm, para
quien las populares cualidades de afrodisíaco o filtro amatorio eran
desconocidas, aunque en este caso le habrían conferido al epíteto spanisch
un significado más agradable que la caña «pedagógica». Grimm hace
luego referencia a la cera española, que corresponde al lacre. Con la
voz siguiente, sp. Brod (pan español), se refiere a un refinado pan,
condimentado con especies exóticas. Recordemos de paso que en el si-
glo xix los zuriqueses acomodados iban los domingos, sin que la dis-
tancia de una docena de kilómetros les intimidase, hasta la villa de
Baden para comprar allí los llamados Spanisch Bröötli, los «panecillos
españoles»; sea dicho también de paso que, debido a este frecuente y
común viaje, al primer ferrocarril suizo (1847) —que circulaba précisa-

is
mente entre Zurich y Baden— se le dio el apodo de Spanisch-Bröötli-
Bahn, o sea, «tren de los panecillos españoles».
En el segundo párrafo, Grimm registra los «objetos de uso diario
y las costumbres de moda» provenientes de España: spanische Wand
(el biombo), sp. Klinge (una fina espada de esgrima), sp. Perücke (una
peluca módica). La cruz española es para Grimm una metáfora humo-
rística del cuádruple beso en «la boca, la frente y las dos mejillas».
En cambio, en el Diccionario de la Superstición Alemana {Handwörter-
buch) también se registra la expresión cruz española con el significado
de cruz de Caravaca, tradicional y folklórico amuleto contra rayos, tor-
mentos y fantasmas, muy popular en los siglos xvi y xvii, más tarde
condenado por la Iglesia (en 1678). Se trataba de una cruz doble, me-
tálica, cuyo origen se remonta a la leyenda de un rey moro que en la
ciudad de Caravaca había ordenado a un sacerdote que dijera misa para
los cristianos allí presos, pero sin exposición de cruz alguna. Cuando
por milagro este santo emblema bajó del cielo, el rey musulmán se
convirtió al cristianismo.
En tercer lugar anota Grimm todo lo español que los ejércitos es-
pañoles fueron dejando, a lo largo de sus campañas guerreras, con triste
memoria en las lenguas de los nativos: jinete español, artefacto de de-
fensa, cuyo sinónimo jinete de frisa indica bastante claramente la pro-
cedencia; pez español, especie de teas incendiarias; el trago español, que
disputaba el puesto al más frecuente «trago sueco»; la cabalgata es-
pañola, que en germanía significa «tunda soberana». Todo ello, pues,
reflejo idiomático de un triste trance histórico en Europa.
El párrafo cuarto también va bien repleto de expresiones cargadas
de connotaciones crueles, reminiscencias procedentes del tentativo de
introducir la Inquisición española en Alemania: hallamos las ya aludi-
das botas españolas; asimismo encontramos el caballete español, en el
cual se atornillaban en forma de cruz los dedos pulgares y los dedos
gordos de los pies; el abrigo español y la capa española, ambos instru-
mentos de tortura.
En el quinto y último párrafo recoge Grimm bajo la palabra español
los ejemplos que pertenecen al campo semántico 'peregrinus, rarus,
mirus'. Observa Grimm en agudo comentario que la evolución de este
significado es bien clara: partiendo de locuciones del tipo poner cara
española (usada al principio para referirse a un hombre orgulloso, pero
adquiriendo después el significado de altanero), el campo semántico se
fue extendiendo hasta pasar a significar «extranjero», «desconocido»,
«raro», «extraño», por lo que la cita de Egmont arriba mencionada
«Te prometí llegar algún día a la española» implica un fino segundo
significado de extrañeza, de peligro, etc. El frecuente uso de la palabra

120
en los proverbios y en las locuciones ha ido desplazando el significado
de 'extranjero', 'desconocido' en favor del de 'extraño'. Aquí podemos
comprobar una vex más que los significados neutrales pueden ir acer-
cándose cada vez más, de acuerdo con los prejuicios existentes, a resul-
tados con connotaciones negativas. Como significados marginales regis-
tra Grimm con menos frecuencia aquellos relacionados con la «censura
fuerte», con la «reprimenda» (en el sentido del latín 'superbus'): por
ejemplo en el caso de «porque el acaloramiento del padre era tal que
no sé si debo decir francés o español» (1887 abajo). Generalmente apa-
rece español en el sentido de 'extraño, chocante, incomprensible': das
ist mir spanisch, es kommt mir spanisch vor (esto me parece extraño,
me es incomprensible). Grimm cita una interpretación de A. W.'Schle-
gel, en una de las observaciones de este último en el Almanaque de las
musas de Gotinga: «fremd wie Böhmen und Spanien sähe das Mädchen
mich an» (la moza me miró extrañada, como si de Bohemia o de Es-
paña se tratase); al parecer dio lugar a esta expresión la férrea disci-
plina guerrera que quiso en Alemania introducir el Duque de Alba.
Grimm también anota el pasaje «en lugar del más corriente pueblo de
Bohemia se dice a veces pueblo español para designar cosas que no se
comprenden», recurriendo para ello a una cita del Werther goethiano
(19, 95). El último ejemplo se refiere al castillo español, expresión usa-
da para designar algo de especial magnificencia, expresión a la que más
tarde se ha ido recurriendo para designar los castillos en el aire que a
veces construye el ser humano. En una curiosa cita de Jean Paul se
une este último significado con otro al que hemos aludido más arriba:
«El amor sensual es, al contrario de la opinión general, mucho más
fantástico y construye más castillos en el aire (spanische Schlösser) —con
frecuencia transportados por la mosca española— que el amor espiritual»
(columna 1888).
La aportación lexicográfica de Grimm es también en este caso im-
presionante y, para nuestros fines, de un valor incalculable. El hecho
que Grimm registre menos sobre los productos naturales españoles y
sobre otros productos de importación que las enciclopedias posteriores
es, claro está, evidente. Pero sus ejemplos muestran claramente que,
incluso cuando se trata de supuestas descripciones neutrales, los subs-
tantivos determinados mediante el concepto 'español' pueden adquirir
una ocasional negatividad condicionada por la historia. Sin embargo,
antes de investigar los ejemplos que aportan las nuevas enciclopedias,
quiero consultar dos diccionarios más en los que también se registra el
uso lexical de épocas anteriores.
Comencemos con el Handwörterbuch des deutschen Aberglaubens
(Diccionario de la Superstición Alemana). En el registro hallamos bajo

121
la voz español (VII, 1006) una referencia a la palabra tesoro, donde
se nos demuestra que los españoles ( ¡como los soldados, los turcos,
los armenios y los magos! ) tenían fama de buscadores de tesoros. Muy
detalladas son en este Handwörterbuch las indicaciones sobre la mosca
española: en I, 530 se cita a estos insectos (cantáridas) como afrodi-
síacos. En IV, 963 y sigs. se diserta detalladamente sobre la virtud
curativa de los Lytta vesicatoria, conocidos ya en la Antigüedad como
diuréticos y abortivos, así como para la curación de la lepra, el cáncer,
el herpetismo y la hidropesía. El médico francés Ambroise Paret (1517-
1590) pone calurosamente de relieve las ventajas del uso de las can-
táridas como afrodisíaco. En el siglo xvni el mundo galante recurría
a la «Pastille à la Richelieu» y al «Bonbon à la Marquise de Sade»;
los «Diavolini di Napoli» y los «Tunispralinees» son principalmente
bombones que contienen cantáridas; parece que hoy día se pueden aún
comprar «mouches de Milan». Sorprendente es el hecho que en las de-
nominaciones populares de las cantáridas falta el atributo español, mien-
tras que, por el contrario, sí se encuentra en las recetas de los herbo-
larios.
Otro de los inventarios rico en expresiones antiguas y dialectales es
el Schweizerische Idiotikon (vol. Χ, 1912). Las formas Spaniol y Span-
göler para designar al 'español' parece que eran usadas sobre todos en
ámbitos campesinos, sin que dichas formas tuviesen alguna connotación
peyorativa. Significativa desde el punto de vista histórico es sin duda
la forma spanisiert con el significado de 'amigo de España', forma ésta
usada en el cantón de los Grisones. Spanisch (asimismo spangisch) apa-
rece en múltiples combinaciones: la expresión spanischer Weg es expli-
cada como «el camino a España», aunque con gran seguridad se trata
del Camino de Santiago; el jinete español; los españoles (die Spanischen)
se llamaba al grupo de los Grisones que simpatizaba con España du-
rante la guerra de treinta años, conocido también con el nombre de la
«fracción española». Un campo de influencia supuso también la moda
de los vestidos: Spanier-Hosen (pantalones españoles), Sp.-Chappe (go-
rra esp.), Sp.-Barettlin (gorra esp.), Sp.-Hüetli (sombrero esp.), Sp.-Gürt-
len (cinturón esp.). En el ámbito económico se introdujo la expresión
spanische Doublonen (monedas de oro llamadas doblones españoles).
Entre los utensilios hallamos como arriba spanische Wand (biombo);
la caña española pasa a ser sorprendentemente «una especie de arma de
fuego»; tampoco faltan en el Idiotikon suizo los instrumentos de tor-
tura que aluden a una «proveniencia» hispana: sp. Mantel (abrigo es-
pañol), sp, Bock (caballete esp.) y, como complemento a lo registrado
por Grimm, el agua española para el lavado de pies (spanisches Fuesswas-
ser), explicado de la siguiente forma: «mucho más doloroso aún que

122
los tormentos más brutales» (sp. 304). De entre los productos naturales
aparecen registrados Spanische Erd (polvo de yeso); sp. Wachs (lacra).
De entre las plantas encontramos: sp. Binätsch (espinaca csp.), sp. Bluest
o sp. Wicke (Lathyrus), sp. Rehe (vid. silvestre, cuyos frutos no son
comestibles), spanischi Rösli (Kerria japónica), sp. Holder (saúco espa-
ñol) para designar el lila o el filadelfo, sp. Pfeffer (capiscum), sp. Zwet-
schgen en lugar de ungarische Zwetschgen (ciruelas españolas en lugar
de ciruelas húngaras), sp. Wiechslen (guinda agria). Spanischi Nüssli,
usado aún hoy para designar los cacahuetes. En cuanto a animales nos
sale al paso spanischi Hüenli, identificable aún hoy en los diccionarios
enciclopédicos como spanisch Huhn (gallina de pluma negra con la ca-
beza blanca), así llamada probablemente en sentido metafórico y no con
intención de indicar la proveniencia de dichas gallinas; spanisch Katz
(civeta, gato de algalia) designa la piel de este animal. Viene a conti-
nuación el famoso 'mosquito español' (spanisch Mugge), definido en
primer lugar como «insecto verde» para pasar después con la expresión
Spanisch-muggen-Pflaster al campo de la medicina, en la que el aludido
«emplasto de insectos españoles» era considerado un remedio contra el
dolor de muelas; también era, claro está, considerado como afrodisíaco
(«welsches Süpplein» - sopicaldo francés), aunque también era usado
como cebo de palomas («para que las palomas no abandonen fácilmente
el palomar»); interesante es también la expresión «adjudicar a alguien
mosquitos españoles», cuyo significado es «convencer a alguien con me-
dios prohibidos» ( = soborno). En contexto parecido spanische Muggen
también significa «manipulación política» (aparece ya en 1627), así como,
en el campo de la cosmética, lunar que se pintan los actores; hay ade-
más varios tipos de pastas y de guisos. Ya hemos aludido al panecillo
español. También hallamos sp. Wärst (salchichón), sp. Suppen (un tipo
de sopa), sp. Nieren (criadillas), expresión chistosa que en la jerga de
los carniceros se usa para definir «un plato de testículos de buey, cor-
tados en pequeños trozos»; aparecen después las expresiones que tienen
por lo general una connotación ideológica: spanisch significa también
aquí «extraño», «raro», «incomprensible»; spanische Schlösser tiene
también el significado de «castillos en el aire», expresión ésta que pro-
bablemente proviene de la francesa chateaux en Espagne (U. Bräggcr,
1789). La expresión einem spanisch vorkommen ha sido rastreada por
primera vez en 1686. Topamos también con las expresiones: etwas ver-
stehen können wie eine Kuh Spanisch (comprender algo como una vaca
español); der Schreiner Chäppi versteht von seinem Handwerk auch
nicht mehr ah eine Kuh vom Spanischen (el carpintero Chäppi sabe de
su oficio como una vaca de español) (191), expresión ésta relacionada
posiblemente con la francesa parler français comme une vache espagnole.

123
Está también registrada la expresión etwas anschauen wie ein spa-
nisches Scheunentor (mirar algo como si de un granero español se tra-
tase), con el significado de «gran asombro». Finalmente hay que aña-
dir que también existió un juego llamado Spanischlaufen, en el cual se
ataban juntos un pie de cada jugador, quienes tenían que correr un
trozo en esa posición (1911). Una voz relacionada con la guerra de los
treinta años es spanolisiert: «Ais ... wegen der spanolisierten, untrewen
Landkinderen allerhand Unruowen erwachsen wollten» [Cuando ... por
culpa de los españolizados ( = los que estaban en favor de los españoles),
paisanes infieles, iban a surgir diversos tumultos] (X, 307).
Puesto que nos hemos adentrado en el ámbito histórico, creo opor-
tuno investigar la relación existente entre las expresiones con connota-
ciones negativas que a España se refieren y los acontecimientos histó-
ricos. El creciente poder en Europa de Carlos V y de Felipe II, las
guerras y las contiendas que consigo trajeron tanto la reforma protes-
tante como la contrarreforma —sobre todo la guerra de los treinta
años— ocasionaron en Suiza los llamados «disturbios grisoneses». Al ser
obligados los valtelineses (valle italiano de la provincia de Sondrio co-
lindante con los Grisones) por la dominación grisona a abrazar el pro-
testantismo se rebelaron el 19 de julio de 1920, pasando por las armas
a más de medio millar de protestantes. Como respuesta a esta matanza
(conocida en la historia por la «matanza de Valtelina»), los Grisones
pidieron ayuda a los cantones reformados, quienes mandaron una ex-
pedición represiva contra los valtelineses, siendo ésta obligada por la
artillería española a retirarse al llegar a Tirano. Como en los Grisones
las luchas entre protestantes y católicos no parecían querer terminar,
los españoles intervinieron en 1621 en la Valtelina, que fue arrebatada
para siempre a la Confederación helvética. Es partiendo de este per-
cance bélico que han ido apareciendo las numerosas expresiones con
connotación negativa registradas en el Idiotikon. La posición del resto
de Europa, en particular de Italia, de Holanda y de Alemania, con re-
lación a España se ha ido cristalizando en la llamada «Leyenda negra» 5.
Esta imagen adversa del español, provocada sobre todo por la polí-
tica de expansión española, ya tuvo sus orígenes en la Italia de los si-
glos xiv y xv, principalmente con motivo de las rivalidades en Sicilia,
Ñapóles y Cerdeña. A ello se suma la envidia de los italianos ante los
éxitos comerciales de los catalanes. Finalmente también desempeñaron
su papel motivos racistas (sobre todo por la relación existente hacia los
árabes), morales, culturales y religiosos, que cooperaron en la plasma-
5
Cfr. SVF.RKEB AKNOLDSSON: La Leyenda Negra, Estudios sobre sus orígenes, Göteborg: Acta
Universitatis Gothoburgensis, vol. LXVÍ, 3; JULIÁN JUDERÍAS: La Leyenda Negra, Madrid, 1914;
HORST BAADER: «La conquista de América en la literatura española: mito <* ilustración», en Roma-
nische Forschungen, 90, 1 (1978), pp. 159-175.

124
ción de esta posición irracional de adversidad. La furia de la soldadesca
española —que encontró su punto culminante en el desgraciadamente
famoso Saqueo de Roma (1527)— contribuyó a extender la imagen del
español déspota, cruel y pérfido que no dudaba en cometer cualquier
acto de violencia. Esta animosidad fue a su vez alimentada por la de-
pendencia nacional de los italianos, sometidos a la ocupación española
y conscientes de su propia superioridad cultural. En Alemania esta ima-
gen adversa del español fue fomentada por las guerras religiosas. Sin
embargo, también los alemanes católicos consideraban a los españoles
inhumanos y extraños. Al contrario de los italianos, alemanes comer-
ciantes, expertos en minería, tipógrafos, banqueros y peregrinos a San-
tiago de Compostela solían viajar a España, encontrando allí, sin em-
bargo —como se puede leer en relatos de viaje con cierta frecuencia—,
falsedad, codicia y un desprecio general, de forma que, a pesar de la
concordia religiosa, esta imagen adversa prevaleció. Parecida era la evo-
lución en Holanda, donde la leyenda antiespañola supuso en los si-
glos xvii y xviii una fuerza efectiva sin igual. La leyenda negra ha lle-
gado a ser base de referencia para el origen de una imagen esterotipada
acerca de los españoles, marcada por una general negatividad y una
coherencia internacional que aún hoy es parcialmente efectiva.
Después de lo afirmado, un examen de las voces Spanien, Spanier
y spanisch en los diccionarios enciclopédicos más recientes parece pro-
meter resultados interesantes. En la última edición de la Brockhaus En-
zyklopädie (1973) hallamos las siguientes voces: Spanien; Spanier; Spag-
niol (Spagniolen en cuanto a los judíos españoles); Spanienkärpfling
(carpa española), voz ésta nueva con relación a la edición de 1934;
spanische Artischocke (alcachofa española) —también ésta nueva res-
pecto a la edición de 1934; sp. Erde (silicatos de aluminio); sp. Flagge
y sp. Fahne (mariposa de vistosos colores); sp. Fliege (cantárida);
Sp. Hofreitschule (escuela de equitación de Vicna), voz nueva con rela-
ción a la edición de 1934; sp. Kresse (capuchina); Sp. Mark (la Marca
hispánica), fundada por Carlomagno en 778 al sur de los Pirineos;
sp. Kragen (cuello español), expresión metafórica, quizá chistosa, para
designar la parafimosis, o sea, la incómoda deformación del prepucio;
sp. Reiter —también friesischer Reiter— (caballo de frisa); sp. roter
Pfeffer (pimiento rojo); Spanischpfeffertinktur (tintura de un rojo vi-
vo); sp. Schritt (adiestramiento especial en la equitación); sp. Moss
(bromeliácea); sp. Rohr (Calamus, caña de Bengala), también conocida
con el nombre de Peddigrohr, la que probablemente ha cooperado a
que la «caña de castigo» de antaño haya perdido su significado, alu-
diendo además explícitamente a su proveniencia asiática; de esta forma
el atributo «spanisch» (que probablemente tiene sus raíces en la media-

125
ción comercial desempeñada por los españoles) ha sido neutralizado;
sp. Wand (biombo); sp. Wicke (guisante); sp. Rot (pigmento rojo usa-
do en la pintura proveniente de la hematites roja).
Son aún más significativas estas entradas si las cotejamos con las
que además registraba la edición decimoquinta del Brockhaus (1934),
donde hallamos Spanischbitter (amargo); Spanischbraun (moreno); sp.
Brigadestellung (posición especial de la brigada); sp. Krankheit (gripe)
—vemos, pues, que la epidemia del 1918, que hizo más víctimas que
muchas pestes de la Edad Media, ya no es designada en la última edi-
ción con el gentilicio de antaño; sp. Kreide (yeso); sp. Linse (Lathyrus
sativus) designa todavía la sp. Wicke (guisante) de la última edición;
sp. Klee (pipirigallo); sp. Lauch (puerro); la expresión sp. Reiter se
registraba además, en la edición de 1934, con el significado de artefacto
utilizado en el amaestramiento de caballos; sp. Tritt (paso) tenía el sig-
nificado de sp. Schritt (equitación); en 1934 seguían registradas las
sp. Stiefel (botas españolas) como instrumento de tortura; sp. Wind
(viento español) designaba el viento sur en la región francesa de los
Pirineos; sp. Seife (jabón); sp. Fieber (Encephalitis lethargica); sp. Rot
(alazor, cártamo), además del ya mencionado Spanischbrot (hematites
roja) de la edición de 1973; sp. Wachs (lacre); Spanischgelb (oropi-
mente); Spanischopfenöl (aceite de orégano); Spanischschwarz (azaba-
chado, negro oscuro); Spanischweiss (tiza molida y pulida en agua).
La reducción que podemos constatar de las voces registradas en un lapso
de unos cuarenta años es significativa. Han desaparecido todas las hue-
llas lingüísticas causadas por la leyenda negra, habiendo sido a su vez
compensadas por la connotación positiva de la escuela de equitación
vienesa, llamada escuela española. Constataciones análogas se pueden ha-
cer en la última edición del Meyers Enzyklopädisches Lexikon (1978),
de 25 volúmenes. Además de las voces rastreadas en la última edición
del Brockhaus hallamos: sp. Eröffnung (apertura española en el juego
de ajedrez); sp. Galeere (galera); sp. Goldwurzel (Scolysmus hispani-
cus); sp. Makrele (especie de atún); sp. Hopfen (Origanum creticum);
sp. Mantel (capa), sin alusión alguna al instrumento de tortura regis-
trado por Grimm; sp. Mustang (potro mesteño); sp. Rippenmolch (galli-
pato); sp. Salat (género de quenopodiáceas); sp. Sandläufer (genero de
lagartija); sp. Schweinsfisch (cerdo marino, pez del Caribe); sp. Stein-
bock (Capra pyrenaica); sp. Merinoschaf (oveja merina).
En vista de este proceso de neutralización podríamos confiarnos, de
no ser que algunos diccionarios alemanes recientes, sobre todo los dic-
cionarios estilísticos, no nos decepcionasen, al menos en parte. Este es el
caso del Deutsches Wörterbuch de Trübner (1955). Como único ejem-
plo registrado bajo spanisch encontramos la voz popular suabia: «Der

126
ka französisch wie e Kuh spanisch» (habla francés como una vaca es-
pañola), expresión análoga a la que ya comentamos a propósito del
Schweizerisches Idiotikon. Se registra a continuación sp. Wein (vino es-
pañol) como ejemplo de un atributo de origen, así como algunas ex-
presiones del tipo sp. Klee (trébol), etc. Extrañamente se registra como
antaño el spanischer Tee, recomendada poción sudorífica y purgante,
recurriendo para ello a una cita de Peter Rosegger: «einen spanischen
Tee, den er heiss verschlucken musste» (un té 'español' que tuvo que
tomárselo muy caliente). Asimismo se vuelve a registrar la expresión
spanische Fliege, con la variante incluso de la región meridional spa-
nische Mucke. El spanisches Brot está ilustrado con una cita de Grim-
melshausen y otra de Gottfried Keller. Por primera vez se alude aquí
a la combinación spanischen Besen (escoba española), con el significado
de «escoba hecha de ramojos o de virutas duras con la que se limpia
la parte exterior del buque, sumergida en el agua» [1794, en F. Klude,
Seemannssprache (La lengua de los marineros), 1911]; también se men-
ciona la spanische Wand en el asiento del año 1691, así como, por pri-
mera vez, la expresión spanischer Nebel (especie de mollina, llovizna
artificial). Asimismo aparece de nuevo la spanische Krankheit (la enfer-
medad española) para designar la gripe epidémica de 1918. Del tiempo
de la grandeza española, en el que, según recuerda Trübner, España era
la principal potencia europea, se registran las siguientes expresiones:
spanische Tracht (traje español), anotando la indicación de Egmont;
spanischen Mantel y Spanier Mantel (abrigo) para designar el mantón,
o la capa, aludiendo al mismo tiempo al instrumento de tortura men-
cionado por Grimm, aunque en nuestro caso sea declarado como «cas-
tigo de honor» e ilustrado con una cita de Federico Guillermo I, Rey
de Prusia. Las spanische Stiefel son descritas drásticamente, observando
que ya en 1615 se encuentra mención explícita. Se registra finalmente
la expresión spanischen Reiter, con fecha de su primera fuente (1691).
A continuación sigue un párrafo sobre el spanische Wesen (el modo de
ser español) que «debía aparecer extraño» en Alemania, puesto que la
etiqueta y la grandeza españolas se manifestaban en forma de altivez.
Entran como ejemplos ein solch spanisch Gesicht machen (poner cara
española); spanisch con el significado en suabio de «agitado», «tur-
bado», «seco» (Ou hist heut scho recht spanisch: hoy estás muy espa-
ñol). Por lo demás —dice Trübner— spanisch aparece con el signifi-
cado de «extraño», «incomprensible»: das ist mir spanisch, conserván-
dose hasta el actual das kommt mir spanisch vor. Según Trübner, los
spanische Dörfer (pueblos españoles es la traducción literal; el signifi-
cado de la expresión es «incomprensible») han sido permutados por los
«pueblos bohemios» o «de Bohemia». Todo sumado —y teniendo en

127
cuenta las restantes obras lexicográficas de la posguerra— se trata de
un balance doloroso.
En el Wort (1955) de Peltzer, un diccionario que registra las expre-
siones con significados afines, en la voz stolz (orgulloso) ya no se re-
mite a los españoles. Este es, sin embargo, el caso del Duden Stil (1956),
que parece ser, desde nuestro punto de vista, bastante «conservador»
(Reiter, Rohr, Stiefel).
Respetando la cronología de los años de publicación consulto la obra
de Dornseiff (1959) y constato que en el campo semántico 4.50 «hoher
Grad» (de alto grado) se halla la expresión stolz wie ein Spanier (or-
gulloso como un español). Llama la atención que de entre los nume-
rosos ejemplos del tipo «negro como la pez» —que ocupan en total
18 renglones— nuestro ejemplo es el único que ha sido formado con
un gentilicio. En el campo semántico 11.44 «stolz» (orgulloso), la ex-
presión mencionada vuelve a registrarse.
En el Sprach-Brockhaus del año 1962, bajo «stolz» esta misma
comparación estereotipada se encuentra en el primer lugar; bajo la voz
spanisch hallamos como primer ejemplo la expresión das kommt mir
spanisch vor; siguen a continuación las expresiones que entre tanto nos
son familiares; s p. Fliege, sp. Krankheit, sp. Pfeffer, sp. Reiter, s p. Rohr,
sp. Schritt, sp. Stiefel (con la indicación de «instrumento de tortura»),
sp. Wand, Spaniol (con el significado de «tabaco rapé»), Spaniole (que
designa a los descendientes de los judíos expulsados de España en 1492);
como segundo significado de la voz Spaniol se registra aquí por pri-
mera vez la connotación usada jocosamente para designar al «español».
El Sprach-Brockhaus se revela, pues, más «conservador» que la última
edición del Brockhaus Enzyklopädie. No olvidemos, sin embargo, que
el Sprach-Brockhaus es una obra de consulta lexicográfica y un medio
para facilitar la lectura también de textos antiguos.
En el diccionario ideológico (como diría Casares) de Wehrle-Eggcrs
(1968), que es una guía para hallar la expresión acertada, encontramos,
ordenadas según conceptos de campos de clasificación, las expresiones
sp. Fliege (clasificación conceptual: fuerza efectiva/ánima/medicina/
veneno); Stiefel (medio de castigo); Wand (cobertura exterior/pieza in-
termedia/opacidad); Pfeffer (condimento); Reiter (defensa); Rohr (de
nuevo medio de castigo).
En el gran Duden-Lexikon, volumen 7 (1969), se registra en primer
lugar la voz Spanier con el significado de «vieja raza de gallina», tal
como se encuentra en el Schweizer-Lexikon (1948) la voz Spanierhuhn.
El resto son expresiones relacionadas con la naturaleza: Artischocke
(alcachofa), Fliege (una vez con el significado de carraleja, otra con el
significado de la ya aludida «Lytta vesicatoria»), Klee, Gras (yerba),

128
Smaragdeidechse (un tipo de lagartija), Pferd («iberisches Pferd»: ca-
ballo ibérico) y, en último lugar, spanisches Rohr, indicando el origen
de la caña de Bengala, pero aludiendo también a la connotación rela-
cionada con el castigo arriba mencionado.
El Dudens Stilivörterbuch (1970) menciona, en neto y bienvenido
progreso si cotejamos esta edición con la "1956, tan sólo sp. Wand
(biombo), sp. Reiter (caballo de frisia) y, como ejemplo de lenguaje fa-
miliar, la expresión etwas kommt jemandem spanisch vor (algo le re-
sulta extraño a alguien).
El Herders Sprachbuch (1971) registra únicamente este modismo
das kommt mir spanisch vor con el mismo significado de «extraño»,
«poco digno de crédito», «raro».
En el Lexikon der sprichwörtlichen Redensarten (Diccionario de las
expresiones proverbiales), obra de Röhrich publicada en 1973, se cons-
tata de nuevo una selección «conservadora», es decir, parcial: en la voz
Spanier se remite a 'stolz» (orgulloso). Pero más osado todavía es en
la expresión das kommt mir spanisch vor, cuyo origen trata de explicar
con argumentos en parte no muy fundados: «Cuando a Carlos V (1519-
56), español por descendencia y educación, le fue entregada la corona
del imperio alemán, penetraron muchas costumbres, modas y creencias
en Alemania, desconocidas hasta entonces a los alemanes. Sería proba-
blemente entonces cuando la expresión significativamente surgió para
articular un consciente sentimiento —por exiguo que fuera— de la
propia idiosincrasia frente a las costumbres extranjeras impuestas. La
expresión ha calado en la literatura y en los dialectos». Sorprendente-
mente se registra a continuación un giro que se halla ausente en las
demás obras lexicográficas recientes: da geht es spanisch zu, da sieht
es spanisch aus, ambos con el significado de «extraño», «incomprensi-
ble», «desordenado». Como en el caso de Grimm, también Röhrich
indica expresiones análogas holandesas, coincidencia que indica la exis-
tencia evidente de motivos históricos. Es interesante el comentario de
Röhrich: «Cuando los españoles juzgan extrañas peculiaridades de su
propio pueblo, observan jocosamente: 'Cosas de España'»; o que les
parece griego, si algo es extraño o inverosímil». Se alude, pues, en efec-
to, a la expresión española: «Es igual que si me hablases en griego»;
o «Eso es griego para mí» (Moliner, I, 1423).
Se nos presenta aquí la ocasión de aludir de pasada al delicioso ca-
rrusel de las naciones, que resulta de la comparación lingüística: «filer à
l'anglaise» se convierte en alemán «sich französisch empfehlen» (despe-
dirse a la francesa); a la expresión «saoul comme un polonais» respon-
den los polacos con «betrunken wie ein Deutscher» (borracho como un

129
CUADERNOS 3 S 8 . — 5
alemán); lo que los suecos responden a la expresión «hacerse el sueco» 6
sobrepasa desgraciadamente los reducidos límites de mi erudición; in-
teresante es, sin embargo, la expresión familiar brasileña «para inglés
ver» (pura apariencia, ilusorio), expresión análoga en cuanto al signi-
ficado a la alemana «postjemkin'sche Dörfer», que se refiere a los fa-
mosos «pueblos de Potemkin». Pero puesto que estas expresiones son
frecuentemente consideradas curiosidades idiomáticas y se usan más bien
con jocosidad, hoy día desaparece ampliamente la connotación ofensiva.
Pero volvamos a Röhrich, quien sorprendentemente -registra einem
spanisch kommen como «expresión amenazadora», aportando una vez
más la cita de Egmont. Siguen a continuación dos expresiones francesas
vous parlez français comme une vache espagnole, indicando como pro-
cedencia «un basque espagnol», aludiendo, como el Petit Robert, a los
emigrados vascos; además faire des châteaux en Espagne (hacer casti-
llos en el aire). Al final se registran los sp. Dörfer, las sp. Stiefel y
stolz wie ein Spanier.
Por fin nos quedan por examinar los diccionarios que explícitamen-
te se refieren a la lengua de la actualidad y al lenguaje coloquial. Ellos
son un buen ejemplo de cómo un legado lingüístico —no exento, como
hemos visto, de prejuicios— queda relegado poco a poco a la historia
de la lengua. En Küpper (1965) hallamos bajo la voz spanisch la expre-
sión das ist mir spanisch = «das ist mir unverständlich» (esto me es
incomprensible); das sind mir spanische Dörfer = «das sind mir un-
verständliche Dinge» (ídem); por fin das kommt mir spanisch vor =
— «das mutet mich seltsam an» (entre tanto ya conocemos el significado
sin necesidad de traducirlo), expresión ésta en la que Küpper ve una
relación con las comedias representadas en Viena hasta 1765 en lengua
española, no comprendidas por los vieneses.
En Klappenbach se registran: sp. Wein, sp. Pfeffer, sp. Reiter, sp.
Wand; asimismo, considerada como perteneciente al lenguaje familiar,
la expresión das kommt mit spanisch vor, pero con el significado de
«extraño», «sospechoso». También se anota, aunque considerado como
«anticuado», sp. Rohr. Constatamos, pues, que la vieja herencia lin-
güística va desapareciendo casi por completo del lenguaje coloquial ale-
mán. Pero las concepciones estereotipadas tienen, como su nombre dice,
larga vida; la rutina y la falta de reflexión ante áupuestas atribuciones
típicas es perceptible —según pudimos observar— sobre todo en los

6
Característico por lo que se refiere a la tendencia a eliminar las connotaciones de animadver-
sión entre los pueblos —cada vez más evidente en las últimas décadas— es el cambio de signifi-
cado que Iribarren registra en esta expresión, sobre todo con relación a Sbarbi, quien en su Gran
diccionario de refranes apunta la hipocresía y el egoísmo como características tie los suecos. Irriba-
rren, por el contrario, cree que la expresión se debe a los marineros suecos, quienes, al no saber
español, no comprendían lo que se les decía y se las daban por desentendidos.

130
diccionarios estilísticos recientes. En el Stilistich-phraseologisches Wör-
terbuch, spanisch-deutsch (diccionario estilístico-fraseológico, español-
alemán), de Werner Beinhauer (1978), hallamos como epítetos corrien-
tes correspondientes a español los siguientes: típico, castizo, auténtico,
a carta cabal, individualista, rebelde, altivo, orgulloso, varonil, valiente.
El hecho que se trate de connotaciones positivas, no impide que sean
caracterizaciones estereotipadas.
Con estas observaciones abandono el campo de las fijaciones lin-
güísticas, aunque sería indicado e interesante en este momento exami-
nar las expresiones españolas relacionadas con alemán/austríaco/suizo.
Aunque por motivos de espacio tenga que renunciar a ello, puedo, sin
embargo, observar que son mucho menos numerosos que lo que en un
principio podría esperarse. El que el gentilicio suizo/suiza sea más fre-
cuente que los otros dos, se debe probablemente a la presencia de los
mercenarios suizos y a sus temidas alabardas (Academia, Casares, Mo-
liner: suizón, zuizón); el que suiza (también zuiza) tenga el significado
de «contienda, riña, alboroto entre dos bandos», prueba la retentiva del
vocabulario con relación a pasados tiempos de guerra. El hoy tan co-
rriente bollo suizo hace sin duda mejor justicia al nuevo juicio estereo-
tipado del pacífico suizo.
Dentro de los límites de esta excursión aclaratoria halla espacio la
por Baldinger llamada guerrilla de los préstamos: recordemos el co-
nocido intercambio de extranjerismos en el caso del francés hâbler, «par-
ler beaucoup, avec forfanterie», que proviene del verbo español hablar;
asimismo pensemos en la palabra española parlar, préstamo francés que
refleja el deseo de revancha por parte de los españoles. Por lo que se
refiere a una eventual guerrilla de préstamos entre el alemán y el espa-
ñol, hasta ahora no he logrado hallar «munición» que pruebe su exis-
tencia. Sin embargo, creo que una estadística que recogiese los extran-
jerismos intercambiados entre ambas lenguas daría resultados revelado-
res. De entre las 42.000 palabras recogidas en la 2.a edición del Fremd-
wörter-Duden (1966) hay seguramente un número considerable que pro-
vienen del español y del español de América: apelativos que abarcan
de Alkoven (alcoba) a Zarzuela; nombres de animales y de plantas com-
prendidos entre agutí (animal parecido al cobaya o conejillo de Indias)
y zorilla (sic) (garduña, marta africana). Finalmente, en este mismo
contexto se infieren también los motes y los apodos que los pueblos se
intercambian. Conocidos son los términos marran, marrane, para desig-
nar al «juif ou maure converti, renégat, en Espagne terme d'injure»,
conocidos en el siglo xvi como mote o denuesto del español en general ;
en el ámbito alemán me es conocido tan sólo el lexema Spaniol, que
posiblemente tenía una connotación de descrédito (cfr. arriba Trübner

131
y Grimm); asimismo en el ámbito español sabemos sólo del adjetivo
suizo («persona muy adicta, que secunda ciegamente las iniciativas de
otro», Academia 5). Como es de esperar, resultados más ricos ofrece
la búsqueda de los motes injuriosos o de los apodos con que se designa-
ba a los españoles en las antiguas colonias. Kany los ha recopilado de-
talladamente 7.
El arte y la literatura parecen ser, sorprendentemente, un campo
en el que los préstamos «nominales» de España no han dejado casi
rastro, ál menos por lo que a los títulos de las obras se refiere. El
Kindler Lexicon apunta únicamente (en el apéndice) el informe auto-
biográfico de Arthur Koestler sobre la guerra española, Ein spanisches
Testament (Un testamento español, 1938). Sorprendentemente no me
ha sido posible localizar Ote spanische Fliege, un saínete de Arnold
y Bach. Sin embargo, estos ejemplos no dicen mucho en lo relativo al
intercambio cultural entre ambas lenguas. Sobre este particular podemos
recurrir al reciente libro de Gerhart Hoffmeistcr 8 .
Con ello vamos a dar por terminada esta excursión. Creo poder darle
un toque final algo más positivo aportando mi último descubrimiento
en el Neue Zürcher Zeitung del 4/5 de noviembre de 1978. Se trata de
un anuncio que hizo la cadena hostelera Mövenpick, que también nego-
cia con vinos y licores. El anuncio llevaba por título «Spanisch geniessen,
spanisch begiessen» (para gozar a la española, se necesita marca espa-
ñola). En el anuncio figuraba un venencíador de Jerez sacando pruebas
para los clientes. Debajo de la fotografía se leía: «Wir garantieren
Ihnen, dass es Ihnen so richtig spanisch vorkommen wird» (le garan-
tizamos que esto le va a parecer verdaderamente español). ¿No se trata,
pues, de una pequeña sensación? Esta obstinada y persistente expresión,
registrada en los más recientes diccionarios de la lengua actual, aparece
aquí en una variante que ilustra de modo manifiesto cómo la animosi-
dad por tanto tiempo adherida a la lengua se ha trocado en el significado
contrario. Aparece como un rayo de esperanza entre las tinieblas de tan-
tas reminiscencias que, con razón o sin ella, se han establecido en la
lengua. El trabajo de los hispanistas en el ámbito cultural alemán y,
acaso más aún, el turismo hacia España y América latina han contribuido
a marginar y a hacer desaparecer poco a poco los prejuicios lingüísticos.
Además, parece lícito concluir con la afirmación que debido al cambio

7
Cfr. ΚΛΝΥ: Semántica hispanoamericana, op. cit., en el capítulo «Apodos de grupo y de raza»,
en especial en la pág. 34.
8
GliRiiART HOFTMEISTER: Spanien und Deutschland. Geschichte und Dokumentation der litera-
rischen" Beziehungen, Berlín: E. Schmidt, 1976.

132
político que surgió en España después de noviembre de 1975, una ge-
neral simpatía hacia la Península Ibérica está borrando los últimos
restos de hispanofobia 9.
GUSTAV SIEBEN MAN Ν

Hompellstrasse 12a
Ch-9008 St. Gallen
Universidad de San Gall
SUIZA

9
El original alemán de este ensayo se publicó en el homenaje por los ochenta años de Hein-
rich Kuen, catedrático emérito de filología románica en la Universidad de Brlangcn-Nürenberg
(GERHARD ERNST y ARNULF STEIT.NKLLÏ, eds.: Sprache und Mensch in der Romania, Wiesbaden:
Franz Steiner Verlag, 1979, págs. 152-168). Rcelaborada aquí en versión española llevada a cabo
por José Manuel López de Abiada, Zürich, a quien expreso mi encarecido agradecimiento por su
esmerada labor.

133
Ν
O
Τ
A
S

COMENTARIOS
Sección de notas

"LOS V I Ñ E D O S " , D E J U A N GIL-ALBERT,


ESPEJO D E L M U N D O

A pocas obras corresponde con tanta propiedad el calificativo de


originales como a las obras líricas del poeta Juan Gil-Albert. Natural-
mente, siempre que entendamos por original la obra en que alienta una
llamada profunda del origen, y con mayor motivo, como ocurre en
nuestro poeta, si además de llamada se puede bablar de plena y libre
instalación en el origen. De tal modo es así que no comprenderá ni
penetrará en su entraña quien no sepa tenerlo muy presente. Calcular
la distancia que media entre intimidad y exterioridad, entre subjetividad
y objetividad, o, si se prefiere, en términos que van a sernos familiares,
entre tierra y mundo, deben constituir una clave elemental de acerca-
miento a la obra del poeta alcoyano.
Situado en el centro del universo, el poeta pretende dar razón de
la impenetrabilidad de los enigmas y, como medida de todas las cosas
que es, impondrá un canon, un orden, tanto al caos inferior como al
superior. Todo aquello que se halla fuera del horizonte humano resul-
tará enigmático para la visión del poeta, que en esa lucha constante
por descifrar la claridad se verá envuelta en formulaciones tan sor-
prendentes como paradójicas; así, «caos armonioso» o «embriaguez de
equilibrio», etc. Desde esa situación central, asistimos a la abertura de
la tierra y a su posterior manifestación de mundo; extremos cuya línea
de sutura —la línea lírica en el tema que nos va a ocupar— no se ha
cortado para dar paso al hilo grueso de la moral, la sátira, la crítica
social, si nos ceñimos a la época del exilio de nuestro autor.
La obra de Juan Gil-Albert, de resonancia tardía, como sabemos,
aún ha venido a tiempo de centrar una orientación. Cuando un ele-
mento nuevo se sitúa en la línea del horizonte que nos era habitual,
cambia nuestro sentido de la perspectiva, tanto interior como exterior.
Esta obra, todavía virginal en su descubrimiento, si se halla contra o
a favor de, es precisamente por hallarse en; es decir, plenamente ins-
talada y, por tanto, brillante como una lámina pulimentada frente a
cuanto la rodea, reajusta nuestras referencias, clavetea los rumbos flo-
jos, tensa la cuerda del horizonte. Constituye un reproche, aunque ra-

137
2onado no menos incisivo, a nuestra tradición, una fecunda interroga-
ción plantada sobre el cuerpo fósil de una costumbre recibida con in-
discriminada aquiescencia.
En la apertura de su mundo se ha puesto en marcha el acontecer de
la Verdad. Como el templo de que nos habla Heidegger, su estar en pie
«da a las cosas su fisonomía y a los hombres la visión que tienen de
sí mismos»; «su firme prominencia hace visible el espacio invisible del
aire»; «en el destello de este esplendor brilla, es decir, se ilumina
aquello que llamamos mundo». Porque la obra de Gil-Albert es la
obra de un clásico, según se ha venido repitiendo, conviene pregun-
tarle hoy desde sus raíces originarias, acercándonos al origen donde
se inserta, la antigüedad helénica, que en él no consiste en ocupación
arqueológica ni en complacencia esteticista, sino en vida profunda den-
tro de la morada donde todavía alientan los dioses. El mismo lo ha
dicho: «Piénsese —afirma en el prólogo a Poemas (El existir medita
su comente)— que la Hélade no contiene, para mí, exotismo alguno;
es, por el contrario, mi casa solariega, o sus fundamentos.»

UN RAZONAMIENTO PRELIMINAR

Recuerdo mi primer enfrentamiento con la obra poética de Gil-


Albert. El autor me había enviado su libro Poemas (El existir) en su
edición facsímil de 1977. De sus libros anteriores yo solamente cono-
cía el soberbio poema antológico «Λ una casa de campo», y muy poco
más. Recuerdo que me detuve en el cuarto poema del libro, «Serenata
a las Pléyades», que empieza de la siguiente manera:

Mis cabrillas que cada primavera


bajáis a pasturar, sin que con cintas
de nuestro amor podamos reteneros,
tales sois, cuan indómitas, saltando
por esos cerros, vivas y ligeras,
en nuestras vacaciones estivales.

Casi treinta años habían transcurrido desde la primera publicación de


este poema hasta la segunda de 1977, y en el panorama de nuestra lí-
rica peninsular seguía siendo una pieza extraña, tanto antes —supon-
go— como después, y la crítica volandera tuvo que recurrir a sus ha-
bituales tópicos al ocuparse del libro reaparecido. Nada había en esta
poesía que halagara a los gustos imperantes; nada, por lo visto, que
permitiera desescombrar la voz augural que nos estaba hablando en
ella. Con esfuerzo vendrían más tarde calcos miméticos de la antigüedad
a instalarse, con excesiva carga estética, en el cucipo herido de la mo-

138
dernidad. Gil-Albert no pretendía rescatar nada; ni siquiera sentía
nostalgia de un tiempo pasado hacía tantos siglos, como con frecuencia
ocurría en Hölderlin. Simplemente: sin que le fuera necesario adoptar
actitudes metapoéticas, tan al uso hoy, se había instalado en su «casa
solariega» con naturalidad y originalidad desconocidas en nuestra lírica.
La creación —son palabras de N. Frye—, sea de Dios, del hombre
o de la naturaleza, parece ser una actividad cuya única intención es
abolir la intención, eliminar la dependencia final de, o la relación con
otra cosa, destruir la sombra que se interpone entre ella misma y su
concepción. Si esto es así, habría de intentarse para la poesía el res-
cate de su sentido inmanente, eliminando la sombra que se interpone
en la visión acaecida sobre lo abierto libre del claro. Procediendo de
esta manera, quizá llegáramos a penetrar en el cerco que la poesía de
Juan Gil-Albert coloca ante nosotros, al menos la de la etapa del
exilio, que acaba en Poemas (El existir). Aboliendo toda intención,
adentrándonos en el núcleo absorto de su contemplación maravillada.
He dicho «contemplación maravillada», y no sin objeto en este
caso. Porque, con mayor razón que al filósofo, al poeta concierne ma-
ravillarse frente al mundo y rescatar la función prístina del maravi-
llarse en que fundamentalmente consiste la actitud poética. El poeta
no necesita transformar el objeto de otro modo que descubriéndolo
ante nuestros ojos en su plena potencia. «Saber» es «haber visto»,
viene a decirnos el discurso de la diosa parmenídea. Si entendemos,
pues, que entre el haber visto y el saber existe un largo camino reco-
rrido, no será de extrañar —recordémoslo una vez más— que el so-
cratismo fundara la filosofía como reacción abierta contra el sentido
demasiado poético del pensamiento presocrático y contra la poesía y
el arte en general (M. Gourinat). La decisión radical de Platón entre
el filósofo y el poeta avergonzado de serlo impregnará de platonismo
a toda la cultura occidental. Pero que a la filosofía no le haya sido
tan fácil desprenderse del lastre poético lo demuestra una «sistemá-
tica voluntad de retorno a las fuentes». Al correr del tiempo se ha
sentido la exigencia de deslindar lo que corresponde a la visión poética
del presocratismo y al pensamiento filosófico que arranca de Sócrates.
Nietzsche puede ser tenido como el iniciador de esta tendencia, con-
siderando que el rumbo seguido por la filosofía a partir de Sócrates
«no es sino su degeneración». Una formulación lúcida como pocas,
según entiendo, se debe al pensamiento de Heidegger.
La lectura de Poemas (El existir) y de Las Ilusiones despertó en
mí la intuición, confirmada más tarde con la posterior lectura del li-
brito A los presocráticos, de que Juan Gil-Albert se había embebido

139
en la frecuentación de estos filósofos aurorales. En el prólogo a la
última obra citada nos dice su autor:

En medio del verano me han estallado, imprevistamente, estos siete


poemas presocráticos. Presocráticos, es decir, antes del raciocinio y de la
moral (·..)· Desde el primer contacto, en mi juventud, con el pensa-
miento estético, que esto es la filosofía, una ambición y un anhelo de
dar forma coherente y seductora al pensar, los presocráticos me atraje-
ron muy especialmente.

El autor vierte acá y allá conceptos muy sutiles y agudos como suyos,
que considero de gran trascendencia. Así, en lo que sigue:

Lo que había en ellos, en su pensamiento, de «físico», me cautivaba.


Así como las disquisiciones morales, en su mayoría, me distraen de lo
que leo, hasta el extremo del aburrimiento, esta especie de descargas
eléctricas, a cuya luz se vislumbran las profundidades de unos hombres
gigantes, me obligaba a retener el aliento y a meditar. De una manera
inmediata, diría yo, material; no sintiéndome todo espíritu, sino todo
hombre, cosa viva, patente misterio (...). Es un mundo que niega la
nada y del que, por tanto, no hay escapatoria posible. Todo es existencia.

Retengamos algunos conceptos que nos pueden resultar muy útiles. Gil-
Albert se percata de que los presocráticos son anteriores al raciocinio
y la moral; frente al aburrimiento que le producen las disquisiciones
morales, contrapone las descargas eléctricas, a cuya luz se vislumbran
unas profundidades; se siente hombre, cosa viva, patente misterio.
Quizá hayamos de interpretar que la postura del poeta ante los pre-
socráticos es una postura de pureza óntica más que ontológica, de cosa
viva frente a las imposiciones del raciocinio y de la moral: todo exis-
tencia.
Prosigamos atando algunos cabos. En un trabajo presentado por
Heidegger a la UNESCO en 1963 (curiosa coincidencia: el año que
figura al pie de A los presocráticos), el filósofo alemán se plantea el
problema del Final de la filosofía y la tarea de pensar. Desde 1930 ve-
nía trabajando en el desarrollo de su obra Ser y tiempo. La filosofía,
dice Heidegger, se halla al final de su carrera; de ella se han emanci-
pado la psicología, la sociología, la antropología... La filosofía se trans-
forma en ciencia del hombre, ciencia de todo aquello que puede llegar
a ser, para éste, objeto de su técnica, mediante la cual se instala en
el mundo, elaborándolo según los múltiples modos de las fabricaciones
que lo van configurando. Todos los sectores del ente se someten a la
explotación científica.
Las ciencias modernas —vaticina Heidegger— no van a tardar en
ser determinadas y regidas por la nueva ciencia de base, la ciberné-

140
tica. El rasgo fundamental de nuestra época va a ser cibernético, es
decir, técnico. Urge, pues, devolver a la filosofía su verdadero campo
para la tarea del pensar, y lo que acomete el filósofo es establecer una
profunda distinción entre la verdad posterior a los presocráticos, con-
sistente en el «sentido corriente de la rectitud y de la validez de las
proposiciones», y la verdad presocrática, la alézeia, experimentada por
Parménidcs y todavía no pensada; en la permisión de que ser y pensar
coincidan en el claro de lo abierto, desembarazando de árboles el bos-
que, aligerando la verdad tanto de la acción inmediata como de la
acción mediata sobre el terreno público.
¿Es de algún interés que nos detengamos aquí a considerar sobre
la alézeia poética? ¿Puede ser de alguna utilidad el intento de devolver
la poesía al campo de su verdadera intención creadora? O más concre-
tamente: ¿hay en la obra de Juan Gil-Albert alguna razón que nos
permita diferenciar la alézeia poética, en cuanto pura manifestación del
esplendor lírico, de la verdad poética en cuanto manifestación intere-
sada? ¿En qué sentido y por qué? Procedamos con cautela. Sabemos
a qué extremos de discordancia con la realidad quedan expuestas cier-
tas teorizaciones, aun las más egregias. Buena parte de las ideas que
nutren la poética de A. Machado, concebidas a la vista del panorama
poético juvenil que se le ofrecía en torno, quedaría invalidada de raíz
de no haberse apoyado en una práctica poética ejemplar como pocas,
la suya misma. A veces pienso si a Machado no llegó a sorprenderle el
buen funcionamiento de su humorístico aristón poético.

«Los VIÑEDOS»

Contamos con un modelo para meditar. Se trata de un poema so-


berano, «Los viñedos», el quinto poema, por orden de aparición, de
Las Ilusiones, libro del exilio del poeta alcoyano, quizá la obra cumbre
de toda su lírica. Fue escirto en México y publicado en 1944; pero el
corazón y los ojos del poeta se hallaban puestos en su tierra de Es-
paña y, más concretamente, en su tierra nativa valenciana. Basten estas
someras referencias. El poema es el siguiente:

LOS VIÑEDOS

Frescos, deliciosos
compañeros imaginarios
que vivís tejiendo las emboscadas
de vuestro turbulento corazón:
decidme el secreto de vuestro centelleo
cuando los labios primaverales

141
dejan sobre ese cuerpo silencioso
el rumor de la vida,
y hacen brotar la luz de las tinieblas;
decidme el despertar de la vejez cómo se cumple
y cómo sobrelleva la decrepitud ese sagrado júbilo,
cuando el cuerpo está hundido en la profundidad,
casi roído por los tristes pedregales de la existencia,
y es una sombra gris
que parecía dormida para siempre
con la fatigada cabeza
sobre las rodillas escuálidas.

Un lento verdear recorre el cuerpo


de vuestra tentadora somnolencia;
y así como en la brisa están a veces,
acariciando las espectrales cabelleras de IQS hombres,
los restos de una furia pasada,
no se sabe, tal es la magnitud de su misterio,
quién envía del riguroso valle de la muerte,
esos pámpanos frescos,
esa vitalidad encantadora,
esa luz casi lúgubre
a quien los hombres llaman lozanía.

La colina, antes árida,


esplende ahora en su muelle verdor matinal.
Los liernísimos brazos del viñedo
dejan esa balanceante indolencia
sobre la que los dioses no reposan,
están enamorados
de esos cálidos brotes terrenales,
de esos oscuros hijos de la tierra
hacia los cuales baja algunas veces,
como raudal humano,
su deliquio amoroso.

Los poderes ocultos,


los genios infatigables de la oscuridad
turban el reposo sagrado
de las divinidades que aman en el hombre
su gracia pasajera,
la delicada sombra de su vida,
y proyectan en sus manantiales abismos
la hermosura de la creación,
como un espejo torvo
en cuyo deslumbramiento
quedó, casi cegada,
la voluntad divina.

Ramajes inmortales,
reguero subterráneo
sobre cuyo dulce balanceo de oro vivo

142
cantan los pájaros
y se retardan las sombras de la noche
sobre el vaivén halagador:
desde mi juventud os he mirado
siempre sobrecogido
de un miedo casi hermoso
cual si una extraña criatura tentacular
estuviera tendida
bajo el frágil verdor de sus frondas
gozando de esa penumbrosa cadencia
sobre la cual entretejen los pámpanos
una estremecida techumbre de luz.

Cautivo ser,
forma entrevista
a la que interrogaba desde lejos
adivinando que en su ociosidad encantadora
vagaba perdido para siempre
el destino oculto de mi corazón:
solo, cuando en otoño al erguirte provocador como la púrpura
invadían el campo,
porque tu olor se hacía irrespirable
y ofuscaba nuestro calmado sueño
posándose como una nube turbia
sobre las frentes serenas de los labriegos,
y observadores de un misterio tan grave como disoluto
iban por entre la languidez de tus ramas
buscándole el secreto de la floración más insólita,
desposeyéndote de esas ubres nocturnas
que semiocultas durante las largas jornadas campestres
brillaban ahora un momento
al resplandor del crepúsculo
como los ojos de una divinidad,
me aventuraba también,
acompañado de aquel gentío devastador,
como por una morada que un incendio destruye
sin que la llama que consumía tus riquezas,
reduciendo a cenizas el lecho veraniego
de tu ensoñación vegetal,
destruyera contigo mi angustia, mi inútil
divagar solitario,
dejándome este velo de tristeza,
la viudedad viril que resplandece
sobre mi rostro pálido
cada vez que me asomo a los espejos del mundo.

Después la colina se apagaba.


Recogíase sobre sí misma
como se seca el botón de una flor prodigiosa.
Las abejas no abandonaban el bordoneo de oro

143
hasta que no estuviera consumido
aquel zumo que quedaba flotando en el aire.
Y unos muñones agrestes
denotaban sobre una capa gris
que allí estuvo en un tiempo
un ¡oven apacible
cuyas víctimas rondan para siempre,
con la imaginación paralizada,
el desaparecido secreto del amor.

El poema se halla escrito en verso libre. A este respecto, conviene


recordar que de los treinta y nueve poemas de la primera parte del
libro, Las Ilusiones, veintisiete comprenden metro tradicional y once
verso libre; de los veinte poemas de la segunda parte, El convalecien-
te, tan sólo tres tienen este tipo de verso, y el resto, metro tradicional
endecasílabo; en la parte tercera, Los oráculos, el verso libre desapa-
rece. En Poemas (El existir), «brote último y melancólico, por tanto,
de Las Ilusiones», según su autor, sólo uno, entre quince poemas, está
compuesto en verso libre. Nos atreveríamos a decir —opinión que
habría de verificarse— que el verso libre, si exceptuamos los sonetos
iniciales de Misteriosa presencia, el primer libro del autor, es propio de
la juventud y de la primera madure?, del poeta; es decir, la época en
que domina el arrebato emocional, la fuerza dionisíaca del canto, el
énfasis ditirámbico del himno. En la época posterior se afianza el ca-
non clásico presidido por la medida del endecasílabo, instrumento que
en Gil-Albert se ajusta, como freno, a la dicción serena y reflexiva de
la contemplación apolínea, canalizada, a veces, en el molde de la es-
trofa. El arrebato de la pasión, la visión alucinada con toques surrea-
listas, el horror hacia el caos, la maldad del hombre, o hacia la fealdad
de la naturaleza, se expresan más adecuadamente con el verso libre.
Pero, sobre todo, la actitud de índole pindárica en la contemplación
numinosa y en la visión de la naturaleza, como en «Los viñedos».
Aunque ¿por qué se ha elegido este poema y no otro de entre los
muchos escritos en la etapa del exilio de nuestro autor? Cuando Gil-
Albert lo publica se está acercando, hemos dicho, al momento de ple-
nitud vital y creadora de su vida. Después de Las Ilusiones y Poemas
(El existir), en la etapa posterior al exilio, su poesía se va a decantar
más hacia lo pensamental y la actitud del poeta se va a sentir media-
tizada por un tono temporalista, reflexivo y meditativo más explícito.
Siendo connatural a la visión del poeta la contemplación elegiaca del
mundo, el alejamiento de su tierra va a acrecentar en la poesía del
exilio su doble condición de desterrado. La vid es la planta emblemá-
tica por excelencia de su poesía, y en «Los viñedos», asiento de meta-
morfosis, va a verter la esencia más delicada de su espíritu dionisíaco

144
No es necesario advertir que Juan Gil-Albert es el poeta primave-
ral sin comparación y que, dentro de su poesía, el mito de Perséfone,
unido al de su madre Demeter, adquiere un relieve excepcional. ¿Por
qué una predilección tan marcada por el brotar de la vida? La madre
y la hermana desaparecida del poeta, esa «matutina muchacha de las
sombras», se fundirán para siempre con el mito matinal y primaveral.
Y el poeta asistirá conmovido al brotar de la naturaleza y, como un
nuevo Demofonte puesto al fuego por Demeter durante la noche in-
vernal, contemplará con estupor el despertar de la vida:

Cuánta delicia
en este despertar sobresaltado,
musgo, luz, crepitar de la existencia:
dame tu mano, chispa cegadora,
y hazme temblar de juego...

Así se expresa en el poema «A mi madre como Demeter», de Poe-


mas (El existir). Procuremos apresar el sentido de estos versos oracu-
lares. En ellos se nos habla de «despertar sobresaltado». Entre los
presocráticos, el despertar, el nacer de la fysis —queremos entenderlo
como naturaleza— es salir a la luz, patentizarse; es decir, el librarse
del ocultamiento y manifestarse del ser como presencia. La transición
de ese sobresalto del despertar se halla finísimamente graduado: del
musgo a la luz y de la luz al crepitar de la existencia. Notémoslo: exis-
tencia, en el sentido presocrático y prefilosófico de que algo se mani-
fiesta simplemente como tal, ascendiendo de las profundidades de la
tierra, de los «manantiales abismos» de la nada, al «crepitar de la exis-
tencia». Advirtamos de paso que entre los griegos no se establece dis-
tinción entre esencia y existencia en el sentido en que nosotros esta-
blecemos esas determinaciones en el ser. Dejemos, por tanto, que el
ser repose así, en su primigenio e indeterminado fulgor, en su esplen-
dor óntico: existencia y nada más. Patencia en lo abierto del claro
donde se manifiesta, como un don en la ofrenda de su libertad. Lo
mismo que el poeta, que simplemente pide: «dame tu mano, chispa
cegadora, / y hazme temblar de fuego».
¿Sería justó decir —pedimos exegetas filosóficos— que en el cam-
po abierto por estos versos todavía no ha hecho su aparición la visión
platónica? Nos gustaría pensarlo así, porque el esplendor del ser, esa
chispa cegadora, no parece mediatizada ni siquiera por el aspecto, el
eidos como determinación del conocimiento mental superior. Nos halla-
mos en el campo puro de la verdad presocrática, la alézeia, en que la
finalidad del ser se limita a ser, hacerse presente y patente. Aunque el

145
ser así contemplado, ¿no será un lujo? ¿Una irracionalidad privada de
interés y de intereses?
Que el poeta Juan Gil-Albert, en su «inútil divagar solitario», haya
rozado ese núcleo absorto, esc espacio desembarazado del bosque, lo
comprobamos solamente con leer los libros de su etapa del exilio. Eso
nos basta, aunque el camino que ha debido recorrer le haya dejado el
rostro pálido cada vez que, como dice en «Los viñedos», se ha asoma-
do a los espejos del mundo. Es aquí donde nos encontramos con la
primera determinación de nuestra existencia, pues, si consideramos el
mundo abierto por la patencia como espejo, la luz del mundo, la luz
de la presencia, se nos delega en el espejo y se nos ofrece como reflejo.
Se ha establecido la primera distinción entre esencia y existencia, y al
pasar de una a otra se evidencia el despliegue de un campo melancólico
presidido por la apariencia, en un halo de temblor elegiaco: del apa-
recer al parecer, de la chispa cegadora al reflejo, cada vez más pálido
cuanto más envuelto en sucesivas determinaciones de índole pensa-
mental o moral.
En el poema «Los viñedos» nos hallamos dentro del campo del es-
plendor de la alézeia, al tiempo que asistimos al despliegue de la apa-
riencia. Así, dos planos, estrechamente fundidos, basculan en el poema.
Primero, el del presente cósmico con la plena manifestación óntica
del ser, ya apuntada. En él asistimos al brotar de los viñedos, esos
«Frescos, deliciosos / compañeros imaginarios», desde las tinieblas de
las profundidades de la tierra hacia la luz, esa «estremecida techumbre
de luz»; el cuerpo, «casi roído por los tristes pedregales de la existen-
cia», se ve recorrido por un «lento verdear» y se abre en «esos pám-
panos frescos, / esa vitalidad encantadora, / ...» Nos hallamos en el
plano de la pura manifestación.
El segundo plano viene constituido por la presencia del hombre,
del poeta que contempla desde el lado de la existencia. Al brotar de
un mundo, plena presencia esplendorosa, sucede la contemplación me-
lancólica del hombre. «Desde mi juventud os he mirado, / siempre so-
brecogido / de un miedo casi hermoso», dice el poeta, para añadir más
adelante: «Cautivo ser, / forma entrevista / a la que interrogaba desde
lejos, / adivinando que en su ociosidad encantadora / vagaba perdido
para siempre / el destino oculto de mi corazón». Es el plano de la
contemplación.
La actitud del poeta contemplador cambia según se sitúe en uno u
otro plano. Adopta la actitud apostrófica, hímnica, inevitable en tanto
en cuanto se fija la distancia que media entre la condición humana del
interpelante y el ser investido de atributos sagrados, numinoso, al que
se interpela:

146
Decidme el despertar de la vejez cómo se cumple,
y cómo sobrelleva la decrepitud ese sagrado júbilo.

El sentimiento religioso es bien patente, dada la insistencia con que


aparece la relación con lo sagrado, cinco veces a lo largo del poema.
De la actitud dialogante del conjuro se desciende al terreno objetivo de
la enunciación lírica. La rampa inclinada del descenso se verifica in-
cluso mediante los fallos de la sintaxis, inevitables dado el arrebato
pindárico que los sustenta; así, en el verso 7, en el que, en lugar de
«dejan sobre ese cuerpo silencioso», debiera haber escrito «vuestro cuer-
po silencioso»; lo mismo ocurre en los versos 25-27, 63-64, que pa-
recen cumplir una función de distanciamiento desde la actitud apos-
trófica hasta la enunciación lírica, que finaliza, en el sexto grupo de
versos, con un lamento elegiaco.
El tiempo juega un papel primordial, acorde con los planos seña-
lados. Se asciende del antes de la tierra («La colina antes árida») al
ahora del resplandor («esplende ahora en su muelle verdor matinal»)
y del ahora al después («Después la colina se apagaba»). En un lento
proceso circular que arranca del brotar de los viñedos, desde los «tris-
tes pedregales de la existencia», hasta el apagamiento final. Ni más ni
menos que en juego de la alézeia prcsocrática: ocultamicnto, desocul-
tamiento, ocultamiento. Es el eterno ciclo de las estaciones el que se
cumple en el poema. Del «riguroso valle de la muerte» invernal se
pasa al centelleo primaveral, «cuando los labios primaverales / de-
jan... / el rumor de la vida», y de la primavera al otoño, «cuando en
otoño al erguirte provocador como la púrpura»; no sin que se re-
cuerde, a la altura de la estación otoñal, la ceniza a que ha quedado
reducido «el lecho veraniego». Estamos asistiendo, pues, a un movi-
miento cíclico solar que, según Frye, supone «la alternancia de triunfo
y decadencia, de esfuerzo y reposo, de vida y muerte, que constituye el
rito del proceso». Un rito, el del poema, que conjuga la inocente pa-
tencia de la luz y la experiencia trágica de la muerte de la vegetación
en una adaptación mítica a la naturaleza.
De los siete grupos de versos que comprende «Los viñedos», los
tres primeros expresan el tiempo virginal de la manifestación; en ellos
presenciamos el desocultamiento vegetal hasta abrirse a la patencia
plena, en el tiempo radiante del presente. En el cuarto grupo, el tiem-
po del presente resbala hacia el pasado: «desde mi juventud os he
mirado», dice el poeta, aupado en el eje casi exacto del poema, verda-
dero eje estructural del poema. No deja de ser revelador que, de los
ciento once versos de que se compone el poema, cincuenta y siete
correspondan al presente de la manifestación y cincuenta y cuatro al
tiempo humano de la experiencia en la contemplación del pasado.

147
¿Qué ha sucedido en la visión del poeta para que se haya abierto
esa brecha temporal? ¿Será bastante apelar a una explicación de índole
biográfica? No parecería desdeñable proceder así. El poeta, quizá sacu-
dido por la contemplación inmediata de unos viñedos, asocia a su vi-
sión el recuerdo lejano y la experiencia que conserva de los viñedos
de su tierra natal. Pero los datos biográficos, con ser todo lo esclare-
cedores que se quiera, no lo son a la hora de desvelar todo el profundo
entramado del poema, ya que el poema es la formalización de una ex-
periencia, pero no la experiencia en sí.
En un poema del libro A los presocráticos, el que Juan Gil-Albert
dedica a Heráclito de Efeso, se dice:
¿Será verdad que un fuego primitivo
llevamos dentro?
¿Que esto que por los aires,
luz sideral latiendo, contemplamos,
anima nuestro cuerpo como parle
de un rutilar inmenso que nos tiembla
bajo de nuestra piel?
Eso que llaman luz, esa armonía,
eso que tan ajeno nos parece,
campo en que respiramos,
¿será esta misma llama irreductible
de nuestra intimidad?
¿No seremos acaso lo que somos
o nos parece ser sino las chispas
de esas frondas oscuras, palpitantes,
en cuyo anhelo lodo se resume
como un aparecer sin esperanza?

Parecen centrales los cinco últimos versos leídos. Advirtamos el juego


conceptual entre ser —«eso que somos»— y parecer —«o nos parece
ser»—, en su relación con «las chispas de esas frondas oscuras». Es
decir, las chispas como destellar de un mundo que se ha desocultado
en la luz; «oscuras», en cuanto que la luz lleva prendida, desde su
nacimiento, la oscuridad del fondo; lo mismo que ocurre en «esa luz
casi lúgubre» o en «las espectrales cabelleras de los hombres» de «Los
viñedos»: la realidad sustancial se halla adjetivada por la apariencia.
Son y nos parecen ser. Anhelamos, por tanto, algo que es y deja de
ser, pues su aparecer es a la vez presencia del ser que lleva implícita
su no presencia, su ocultamiento. No será de extrañar que entre la
plena presencia y su posterior oscurecimiento, su apariencia, se inter-
ponga el recuerdo en el que late un anhelo «sin esperanza».
¿Por qué «sin esperanza»? Lancemos una ojeada sobre algunos as-
pectos de «Los viñedos» que pueden resultar esclarecedores. El poema

148
está saturado de vida, ya que se halla sujeto a una pululante animiza-
ción. Genios, dioses y hombres habitan el espacio poemático que se
nos ha desplegado. Abajo, en el submundo telúrico, se mueven los
«poderes ocultos» y los «genios infatigables de la oscuridad»; sobre
la tierra, los labriegos, agentes de la destrucción de los viñedos, como
poseídos por un furor dionisíaco; más arriba, los dioses, las divinidades.
Existe un evidente paralelismo entre el plano divino y el humano, los
dos interrelacionados con la presencia del hombre. En el primero, ge-
nios y dioses mantienen un estrecho contacto entre sí. Los genios tur-
ban el reposo de los dioses. ¿Por qué? El ser dios de los dioses reposa
en el ser aparencial de los hombres, que son pasajeros, de «delicada
sombra». Los dioses no tienen sentido sin la muerte de los hombres,
puesto que no son autosuficientes. «La vida, lo que los inmortales
viven, es la muerte de los mortales; y a la inversa, lo que en la muerte
mueren los mortales, es la vida de los inmortales» (Martínez Marzoa).
De ahí que los dioses, impotentes ante la nada del hombre, amén su
«gracia pasajera, / la delicada sombra de su vida». En esto consiste el
orden y reposo de las divinidades.
Pero ¿cómo se turba este reposo de las divinidades? A los genios
se reserva la misión de turbarlo, proyectando «la hermosura de la crea-
ción / como un espejo torvo», deslumhrando la voluntad divina, que
queda casi cegada. Los genios, si no hemos entendido mal, hacen que
los dioses se sientan irreconocibles, ya que están a punto de ser cega-
dos por la belleza, la presencia esplendorosa de la creación. La razón
de ese «espejo torvo» nos aclarará más adelante la lucha que en el
poema se entabla entre la terrible fuerza dionisíaca que amenaza con
ahogar el orden apolíneo.
En el segundo plano presidido por el hombre, la acción de los la-
briegos, aunque solidaria con la de los genios, en cuanto que oscurecen
el espejo del mundo, cumple la función, mediante la destrucción del
dionisíaco frenesí natural, de restablecer el orden impuesto entre dio-
ses y hombres. Al destituir a la naturaleza vegetal de su «floración
más insólita», al desposeerla de «esas ubres nocturnas», corrigen un
misterio «tan grave como disoluto», dejan reducido al hombre —en
este caso, el poeta— a su «inútil divagar solitario», abandonado a su
«viudedad viril» cada vez que se asoma a «los espejos del mundo».
Por consiguiente, a su condición aparencial por habérsele destituido,
«rostro pálido», de la luz de la presencia.
La naturaleza, espoleada por la acción disoluta de los poderes ocul-
tos, demoníacos de los genios, debe pagar sus excesos, la hibris, el
fuego que amenazaba, que osaba equipararse con los dioses. Gil-Albert,
en el poema antes transcrito, empezaba diciendo: «¿Será verdad que

149
un fuego primitivo / llevamos dentro?» Y más abajo: «Eso que lla-
man luz, esa armonía, / eso que tan ajeno nos parece, / campo en que
respiramos, / ¿será esta misma llama irreductible / de nuestra intimi-
dad?» El fuego que albergamos dentro, esa llama irreductible, es causa
de que olvidemos que toda presencia conlleva un ocultamiento y que
la vida aboca a la muerte. El fuego no sólo alumbra, sino que aniquila,
y así, efectivamente, un incendio destruye la morada, el lecho veraniego
de la ensoñación vegetal. De este modo, se nos pone de manifiesto la
condición trágica del hombre: imposibilidad de mantener la duración
de la presencia, de retardar dentro del tiempo de los dioses el tiempo
del hombre.
El poema, en el proceso cíclico que va del desocultamiento al ocul-
tamiento, del despertar de la vida a su aniquilación, del deslumbra-
miento del espejo a su apagarse, de las tinieblas del fondo hasta el
esplendor de mundo y de ahí a la oscuridad de lo natural, ha ido des-
plegando unas arborescencias míticas. Esta excrecencia mítica pasa por
un primer grado de personificación de lo natural, se anima de meta-
morfosis y acaba o no dando a luz una representación mítica. Pero no
se busque en la poesía de Gil-Albert de que venimos tratando una in-
terpretación o una recreación de lo mítico. Juan Gil-Albert vive pro-
fundamente el mito porque se halla aún dentro de su aire envolvente.
Quien necesita entrar en un espacio es por la simple razón de que se
halla fuera de ese espacio. Gil-Albert está dentro y no necesita salir
fuera para resolver su problema interior. Es una simple cuestión de fe,
de la misma manera que el creyente no precisa salir del campo de su
fe para interrogarse sobre ella. Nadie en este país, que yo sepa, ha
vivido tan hondamente su fe mítica como Gil-Albert, puesto que nadie
ha creído en el mito clásico como él. De ahí que para el no creyente,
para el corriente manipulador esteticista de lo mítico, sea con frecuen-
cia muy difícil penetrar en este santuario de lo natural.
Mucho han cambiado los rumbos estéticos hoy, pero da la impre-
sión, cuando se lee cualquier producto poético, que no hacemos sino
dar vueltas alrededor del verdadero núcleo sustentante. Esa «simpatía
solemne» de la naturaleza que calla porque en ella se inscribe nuestro
lamento humano parece haber desaparecido de la tierra. Nos hallamos
condenados, lejos del centro irradiante que debiera sustentarnos, a mu-
ñir y muñir la arcilla del lenguaje demasiado débil y quebradiza. Fuera
de ese centro, arañas de la oscuridad, tejemos y tejemos —sin otro
consuelo que un formalismo estéril— un mundo carente de sustancia.
Porque nos falta fe y nos sobra demasiado estar fuera. Máscaras. Ce-
remonia de la máscara. He ahí términos que se podrían recoger con
profusión entre cualquier producto poético actual.

150
Hemos dicho que Gil-Albert no recrea el mito, sino que lo vive.
Por eso es tan difícil, en orden a una traducción, ajustar en su poesía
los hilos míticos. Acá y allá aparecen de vez en cuando Perséfone, De-
meter, Adonis..., pero como divinidades con las que se establece un
trato familiar. Nada, por tanto, de simbolismos actualizados, sino co-
munión con las fuerzas vivas de la naturaleza. «Todo está lleno de dio-
ses», podría decir hoy Gil-Albert, como dicen que dijeron Tales o He-
ráclito. Veamos ahora, interrogando de nuevo al poema, si nos es po-
sible extraer de él algún tipo de representación mítica.
El poeta empieza dialogando, hemos dicho, con los viñedos, a los
que denomina «compañeros imaginarios». La razón de esa denomina-
ción nos gustaría verla unida al carácter de existencia gratuita de los
viñedos, sin que por un momento el poeta deduzca consideraciones de
tipo práctico, caso extraño al tratarse de la vid y el vino. Se recrea en
la «tentadora somnolencia» del cuerpo del viñedo, en su «balanceante
indolencia», en «esos pámpanos frescos», en «esos cálidos brotes terre-
nales» hacia los cuales hacen descender los dioses «su deliquio amo-
roso»; se recrea en «su ociosidad encantadora», en «la languidez de
sus ramas», etc. El contemplador se siente sobrecogido de un miedo
casi hermoso, como «si una extraña criatura tentacular» estuviera ten-
dida bajo la «estremecida techumbre de luz» que entretejen los pám-
panos. ¿No era esa la forma que han ido tejiendo las emboscadas del
«turbulento corazón» de los viñedos?
Ahora el poeta, en el sexto grupo de versos, interpela a esc «cau-
tivo ser», «forma entrevista» —dice—, adivinando que en su ociosidad
encantadora vagaba perdido el destino oculto de su corazón. Pero ese
cautivo ser resulta poco explícito aún; parece corresponder tanto a
viñedo como a la metamorfosis que ha desprendido la comparación.
Ambiguamente, pues, encabeza este sexto grupo de versos, a caballo
entre la metamorfosis del grupo anterior y el desarrollo que como vi-
ñedo le corresponde en adelante. Por eso veremos que, al desaparecer
el viñedo como consumido por un incendio, desaparecerá también la
metamorfosis de esa extraña criatura tentacular. Comprobemos, de
paso, que en los dos grupos de versos el símil ha desarrollado un plano
imaginativo que se ha convertido en real; primero, el de la extraña
criatura; segundo, el del incendio. Cuando todo se apaga, unos muño-
nes tristes son testigos de que allí estuvo un «joven apacible».
De entre las siete categorías de imágenes que N. Frye distingue
como formas del movimiento rotativo, algunas coinciden con las que
aparecen en «Los viñedos». En la primera, la del dios de la vegeta-
ción, que muere en otoño y revive con la primavera. Esta imagen se
relaciona con la cuarta, en la que las vidas humanas —dice Frye—, su-

151
jetas de modo similar al orden de la naturaleza, sugieren un proceso
trágico de la vida truncada con violencia por un accidente; en «Los
viñedos», por un incendio. Ε igualmente emparentada con la quinta,
en la que el mundo vegetal se halla representado por una figura divina,
que muere en otoño o a quien se mata durante la recolección de la co-
secha y de la vendimia, que desaparece en invierno y resucita en pri-
mavera (Adonis o Perséfone serían dos ejemplos). La imagen segunda
ofrece el tema de la luz recién nacida que amenazan los poderes de las
tinieblas. La imagen tercera reflejaría la dualidad del ciclo solar de la
luz y la oscuridad, ajustada al ciclo imaginativo de la vida de la vigilia
y del sueño, evidente antítesis entre la inocencia y la imaginación de
la experiencia, ya vistas al confrontar los dos planos del poema. Tam-
poco debe olvidarse un aspecto interesante que Frye destaca en la
imagen tercera: el ritmo humano es lo contrario del solar: «una libido
titánica despierta cuando el sol duerme y la luz del día es con frecuen-
cia la tiniebla del deseo».
¿Quién es en realidad ese «joven apacible» tan extraño? Sin duda,
encarna a un dios, en cuanto representación de las fuerzas dionisíacas
naturales y del viñedo, por tanto. Las víctimas de que se nos habla
al final del poema son los amantes, condenados a rondar para siempre,
«con la imaginación paralizada, / el desaparecido secreto del amor».

CONSIDERACIONES FINALES

Al tratar de «Los viñedos», y de la forma exclusiva en que lo he-


mos hecho, nuestro intento ha ido en la búsqueda de una sola finalidad.
Con el poema hemos perseguido su revelación singular, sin rozar otras
consideraciones. Por él sabemos más y más profundamente, ya que no
resultaría exagerado decir que en la historia de nuestra poesía difícil-
mente podría hallarse un poema que se le pareciera en la intensidad
de su fulgor y en la especial abertura de mundo que, como espejo,
inaugura. Si saber es haber visto, según nos comunicaba la diosa de
Parménides, ¿qué hemos visto para que, en justicia poética, podamos
hablar de ese saber? Aunque ¿interesa en verdad saber después de
haber asistido al esplendor de la presencia? ¿Y qué saber que no con-
sista en la dézeia, la verdad presocrática que aquí hemos pretendido
detectar?
Puesto que el poeta Gil-Albert se ha limitado a ver y a sentir con
tal intensidad de visión y sentimiento, no pretendamos extraer del
poema más consideraciones prácticas que las que el poema nos ofrece
como don. El poeta no condena ni sentencia; se extraña ante el mis-
terio, el enigma que se le ofrece a la vista. Con un «miedo casi her-

152
moso», que no es más que el miedo a lo terrible propio de los griegos,
asiste al brotar centelleante de las fuerzas oscuras de lo dionisíaco;
ayudémosle nosotros a aislar del poema esa «forma entrevista» del brillo
apolíneo. El poeta ha abierto una fuente en el claro de lo abierto de la
visión; no resultaría oportuno preguntarse ahora sobre las condiciones
y naturaleza de la fuente cuando sus frescas aguas, aguas brotadas de
esos «manantiales abismos», nos incitan a beber.
Aunque aparecida esta obra de Gil-Albert en 1944 —debemos re-
cordarlo de nuevo—, es bien cierto que se sitúa ante nosotros como
recién instalada. Poco, que sepamos, se ha dicho de ella, y por ahí
ha andado en alguna que otra antología, oscureciéndose o brillando en
la noche de alguna intimidad solitaria como una gema melancólica.
Porque ¿qué podría decirnos este insólito producto en su exuberancia
de lujo tan gratuito y ocioso?
Floreció entre nosotros a destiempo, cuando un vendaval de in-
vierno barría de raíz los brotes primaverales de toda poesía. ¿Cómo
iba a impregnarnos esta embriaguez ensimismada a nosotros, habitan-
tes de los páramos hispanos? Nos hallábamos demasiado ocupados en
atrincherar el fuerte de nuestra intimidad para lanzarnos a la calle con
proclamas de muy vario signo, pues ¿«para qué poetas en tiempos acia-
gos»? ¿No vendremos «demasiado tarde» hoy, cuando una máscara
general amenaza con ahogar la respiración vital? Viven los dioses poé-
ticos, pero, como cantaba Hölderlin, parecen preocuparse poco de si
vivimos. ¿Vivimos? ¿Dónde están «los sacerdotes sagrados del dios
del vino, que erraban de tierra en tierra, en la noche sagrada»?
Si es intención de toda creación —decíamos al principio— carecer
de toda intención atrevámonos, al menos, a nombrar rápidamente los
elementos de «Los viñedos», donde se patentiza esa carencia de inten-
ción y finalicemos. El poema ha segregado unas figuraciones en el claro
abierto por él. Se ha instalado, abriéndose desde las profundidades de
la tierra, en el corazón de la verdad como manifestación pura, como
presencia libre de mundo; el mundo de la presencia sin otras deter-
minaciones prácticas. Es decir, mundo como brillo y esplendor, en que
lo bueno y lo bello resplandecen identificándose. Lo bueno no es moral
ni inmoral todavía, según la concepción presocrática del poema. «Bello
es un poema porque en él se hace presente la abertura del mundo, dioses
y hombres, luz y oscuridad» (Martínez Marzoa). Bondad —no enten-
dida en el sentido postsocrático de moral práctica— y verdad —no en-
tendida en el ajuste de un predicado con su sujeto— son las razones
supremas del poema: permitir que el claro de lo abierto se manifieste
como claro allí donde se juega el ser poético en su plena y exacta
irradiación de ser. No como un útil en la disposición para un uso que

153
se agota en el servicio, de que nos hablaba Heidegger, ni siquiera útil
literario, como se exige tanto producto actual, más literario que poético,
más objeto de fabricación y, por tanto, de comercialización; en una
palabra, más objeto cibernético que don gratuito y lujoso, que dádiva
inocente.
Puesto que corremos el grave riesgo de una total pérdida de la
libertad en aras de la cibernética, y la poesía, última manifestación de
la libertad, se halla en trance de verse asfixiada por la cibernética, era
necesario rescatar para el poema la alézeia frente a las presiones dema-
siado exigentes y mediatizadoras de la temporalidad. ¿No habremos
entrado de lleno en la raíz de la poesía, en el auténtico «campo de ac-
ción» de toda verdadera poesía? Captar lo permanente, instaurar el
ser con la palabra en el sentido de donación libre, como pedía Heideg-
ger. Por consiguiente, hacer de la poesía ya ni siquiera un adorno ni
una manifestación de la cultura, sino fundamento vivo que soporta la
historia, una clarificación, una repristinización de la existencia.
La obra de Juan Gil-Albert floreció entre nosotros a destiempo,
hemos afirmado. ¿Ha llegado a tiempo de florecer? A nadie se invita
a seguir sus pasos, aunque, frente a la tarea que nos aguarda, sea conve-
niente meditar con seriedad. Para cuantos vuelven hoy los ojos hacia
el mundo clásico, para comprobar si su mirada es o no auténtica o mi-
mética, les bastaría con mirarse en la obra de quien con razón se ha
llamado «hijo postumo» de un mundo que, más que nunca en nuestro
tiempo, se nos ofrece como el espejo de todas las manifestaciones, al
menos el de la libertad poética.—ROSENDO Τ ELLO AÍNA (Conde
de Aranda, 134, 4° izda. ZARAGOZA).

"A TERCEIRA MARGEM DO RIO", DE JOAO


GUIMARAES ROSA '

Guimarâes Rosa está reconocido como uno de los escritores actua-


les más brillantes y difíciles de interpretar. El cuento citado es un
buen ejemplo.
A terceira margem do rio despista desde el primer momento. Acos-
tumbrados a ver una corriente de agua entre dos riberas —¿es que
puede concebirse de otro modo?—, esa tercera margen se ofrece como
un enigma. ¿De qué río se trata? ¿Qué significa esa ribera inverosímil?
1
Primciras estarías (Río de Janeiro: Jos¿ Olymplo Editora, 1962), págs. 32-37.

154
Hay que confesar que una lectura rápida no ayuda gran cosa. Se re-
fieren sucesos más o menos probables, a los que no siempre es posible
hallar una explicación lógica.
El autor elige la zona rural próxima a un gran río. Allí vive una
familia compuesta de padre, madre, dos hijos varones y una hija. Cierto
día el padre manda construir una pequeña canoa, y cuando se la entre-
gan, se lanza a la corriente para no regresar. La historieta la refiere el
hijo mayor. Su padre siempre fue una persona cumplidora, ordenada
y positiva, ni más jovial ni más triste que cualquier otro vecino. La
madre, visiblemente enojada, le grita que no regrese nunca si se va.
El hijo mayor desea embarcarse con él, pero éste le manda que vuelva
al hogar. Hasta aquí ningún suceso extraordinario. Sólo un par de
detalles poco comunes: la profundidad y anchura del río, y la ausencia
de provisiones para la aventura. Lo primero no es tan insólito, pensando
en Brasil (país donde uno se imagina el suceso); lo segundo tampoco,
pues cualquier río abunda en alimento. (Más tarde informa el hijo
relator que su padre subsiste muy frugalmente con las vituallas que él
le suministra, sin oposición de la madre.) Lo que sorprende al lector
es que el padre se proponga vivir para siempre en el río: «Nosso pai
nao voltou. Ele nao tinha ido a nenhuma parte. Só executava a in-
vençâo de *se permanecer naqueles espaços do rio, de meio a meio,
sempre dentro da canoa, para déla nao saltar, nunca mais». Aquí sí
surge algo extraño, pero puede idearse alguna explicación, que es jus-
tamente lo que hacen parientes y vecinos: enajenación mental, promesa
a Dios o a los santos, alguna enfermedad repulsiva, como lepra...
Llega el tío para ayudar a la economía doméstica; llega el sacer-
dote para conjurar a los malos espíritus; llegan dos soldados para ame-
drentar al remero. El padre mantiene su mutismo en el mismo lugar.
Sólo cuando unos periodistas se presentan en una lancha con su cámara
fotográfica, él se oculta entre la vegetación de la margen opuesta.
Poco a poco la familia se va haciendo a la idea del padre en medio
del río. Ni lo mencionan ni lo olvidan. Con todo, hay algo que inquieta
al personaje-relator: «O severo que era, de nao se entender, de maneira
nenhuma, como ele agüentava. De dia e de noite, com sol ou aguaceiros,
calor, sereno, e ñas friagens terríveis de meio-do-ano, sem arrumo, só
com o chapéu velho na cabeça, por todas as semanas, c meses, e os
anos-sem fazer conta do se-ir do viver. Nao pojava em nenhuma das
duas beiras, nem ñas ilhas e croas do rio, nao pisou mais em chao nem
capim».
Mientras, en la margen familiar la vida sigue su curso. Se casa la
hermana. Un año después, ella y su marido van a la ribera para mos-
trarle el nietecito al abuelo, y él no aparece.

155
Reflexiona el personaje-relator: «Sendo que, se ele nao se lembrava
mais, nem quería saber da gente, por que, entâo, nâo subia ou descia
o rio, para outras paragens, longe, no nao-encontrável? Só ele soubesse».
Parte la hermana y su marido para otro lugar, y la madre se une
a ellos; el otro hermano se muda a la ciudad. Sólo permanece el hijo
mayor, «com as bagagens da vida. Nosso pai carecía de mim, cu sei-na
vagaçâo, no rio no êrmo-sem dar razào de seu feito».
Aparecen las primeras canas y cierto sentimiento de culpabilidad:
«Sou hörnern de tristes palavras. De que era que eu tinha tanta, tanta
culpa? Se o meo pai, sempre fazendo ausencia: e o rio-rio-rio, o rio-
pondo perpetuo. [...] Ele estava lá, sem a minha tranqüilidade. Sou
o culpado do que nem sei, de dor em aberto, no meu foro. Soubesse-se
as coisas fôssem outras. Ε fui tomando idéia. / / Sem fazer véspera.
Sou doido? Nao. Na nossa casa, a palavra doido nao se falava, nunca
mais se falou, os anos todos, nao se condenava ninguém de doido.
Ninguém é doido. Ou, entâo, todos».
Vencido por tan compasivas reflexiones, decide salir en busca del
padre. Le llama para pedirle que regrese, pues él está dispuesto a reem-
plazarlo: «E, assim dizendo, meu coraçâo bateu no compasso do mais
certo». El padre lo escucha, se pone de pie y dirige la canoa hacia la
orilla. De repente, el pánico domina al hijo y huye: «Porquanto que
ele me pareceu vir: da parte de além. Ε estou pedindo, pedindo, pe-
dindo um perdâo. / / Sofri o grave frió dos mêdos, adoeci. Sei que
ninguém soube mais déle. Sou hörnern, depois dêsse faumento? Sou
o que nao foi, o que vai ficar calado. Sei que agora é tarde, c temo
abreviar corn a vida, nos rasos do mundo». Por ello ruega que, cuando
llegue la muerte, lo depositen en una canoa, «nessa agua, que nao para,
de longas beiras: e, eu, rio abaixo, rio a fora, rio a dentro-o rio».
Puede decirse que los sucesos narrados caben dentro de lo real
(salvo quizá la longevidad del padre en medio del río, teniendo en
cuenta el progresivo envejecimiento del relator). Pero todo sufre una
radical alteración a la luz de las reflexiones. En ellas descansa la clave
del cuento. De las reflexiones emana el carácter simbólico del río: río
de vida, anterior a la existencia, fuente de vida primera, incontamina-
da, recrecida hacia dentro: «e o rio-rio-rio, o rio-pondo perpetuo», «e,
eu, rio abaixo, rio a fora, rio a dentro-o rio». El padre lo descubre un
día y se aisla en sus aguas; vive en ellas para siempre, y se transfigura
en ellas, «que ele me pareceu vir: da parte de além». Por fin le parece
que su hijo ha aprendido la lección (por algo se quedó siempre por los
alrededores), pero se equivoca y desaparece. Para sufrir esa transfor-
mación —insinúa Guimaraes Rosa— nos falta coraje; sin valor no es
posible dar el salto que redima la opaca existencia. Las reflexiones van

156
más lejos; calan la conciencia moderna, con su sentimiento de culpa
(«De que era que eu tinha tanta, tanta culpa?» «Sou o culpado de
que nem sei, de dor cm aberto, no meu foro. Soubesse-se as coisas
fôssem outras»), de locura colectiva («Ninguém é doido. Ou, entâo,
todos») porque la existencia parece un absurdo (igual que la decisión
del remero), de ansiedades sin fin.
«A terceira margem do rio» contrasta, pues, dos actitudes: una,
la vida como algo transparente, purificado, como el renacimiento en la
fuente bautismal, como la tierra misma después del diluvio; otra, la
existencia encadenada al miedo y a la rutina, la que nada sabe de sacri-
ficios ni de realidades ultrasensorias. Ambos aspectos están prefigura-
dos en el río y en las márgenes que lo comprimen; la tercera margen
es el fluir' mismo de la corriente, perpetuamente renovada, a Cuya
imagen debe atenerse la existencia del hombre. En eso consiste propia-
mente su tarea máxima: ser hombre, identificar pensamiento y obra,
dejarse penetrar por la corriente que vivifica, «nessa agua, que nao
para, de longas beiras». Es sorprendente cómo una rústica canoa se
transfigura —por arte de Guimaraes Rosa— en un instrumento de
elevación mística.
De acuerdo con la bipolaridad de las ideas, la estructura del cuento
oscila entre la ribera y el río, entre la familia y el padre, entre los
sucesos y las reflexiones. Además, tanto las personas como los objetos
—remero, curiosos, canoa, río, etc.— sugieren dos esferas semánticas:
por un lado, apuntan a la realidad visible (la manifestación fenomé-
nica); por otro, a la invisible (latencias ocultas) que convive con aqué-
lla. «Todos os meus livros sao simples tentativas de rodear e devassar
um pouquinho o misterio cósmico, esta coisa moventc, rebelde a qual-
quer lógica, que é a chamada 'realidade', que é a gente mesmo, o mundo,
a vida. Antes o obscuro que o obvio, que o frouxo. Toda lógica contém
inevitável dose de misticaçâo. Toda mistificaçào contém booa dose de
verdade. Precisamos também do obscuro» 2.
Asimismo el lenguaje se acomoda a esta función. Guimaraes Rosa
elimina todo lo innecesario. De cuando en cuando introduce algunas
reiteraciones y amplificaciones de gran efecto. El léxico es sencillo,
apropiado al hablante; en general, las oraciones simples se entreveran
con las compuestas, imprimiendo al relato el ritmo de la prosa me-
ditativa.
Con estos recursos el autor crea el ambiente y el suspenso de prin-
cipio a fin. El desenlace deja en los lectores la sensación de que la
vida se les escapa mientras desaprovechan la posibilidad de nacer de
2
Declaración de Guimaraes Rosa a Curt Mcycr-Clason en Adonias Filho et al-: Guimaraes Rosa
(Lisboa: Instituto Luso-Brasileiro, 1969), pág. 44.

157
nuevo, de existir en constante renovación. Sin embargo, me parece
que «A terceira margem do rio» porta un mensaje de esperanza. El hijo
no reemplaza al padre, pero termina comprendiendo el valor de la
existencia como algo fluido, incontaminado. Por eso pide que «no
artigo da morte» lo depositen en una canoa, «nessa agua, que nao
para, de longas beiras: e, eu, rio abaixo, rio a fora, rio a dentro-o rio».
JOSE M. GONZALEZ (Universidad de Puerto Rico. MAYAGÜEZ).

ALGUNAS TENDENCIAS DEL CINE


DE LOS AÑOS OCHENTA

Los años sesenta fueron, para el cine, los años de la rebelión y las
nuevas olas. Los jóvenes de entonces creyeron (y parecía cierto) que
eran capaces de inventar de nuevo un lenguaje y proponer nuevas vi-
siones del mundo. Y éstas a la vez eran ingenuas, sofisticadas, insolentes
y frescas. El cine era un juguete maravilloso y dúctil, que salía a la
calle y se reía de las empresas del show business, de los técnicos sabi-
hondos y del escalafón de los estudios. El nuevo dios era Godard y la
revolución era individualista, pero quería romper con las convenciones
y los intereses sórdidos.
Ahora se ve que todo eso era un sueño. Los empresarios saludaron
la sangre fresca que renovaba el negocio agotado y acogieron a los re-
beldes siempre que volvieran a las normas; el rodaje en la calle y los
actores desconocidos, los bajos presupuestos, en fin, fueron aprovecha-
dos en lo que valían: una forma de hacer cine con menos riesgos eco-
nómicos.
Cuando el reflujo de la ola dejó las arenas al descubierto, se pudo
ver que el mundo del cine sólo se había conmovido en otras partes del
edificio. Los antiguos tycoons habían sido reemplazados por jóvenes
ejecutivos nombrados por las multinacionales del espectáculo; en los
centros de poder se analizaban las tendencias más redituables y del grito
de independencia de los años sesenta sólo quedaban algunos nombres y
títulos memorables, una sintaxis modificada con peligros de manierismo
y algunas técnicas de filmación que aprovecharon los nuevos cineastas
del cine político y social, del underground y el filme experimental. En-
tretanto, la fábrica seguía su camino, ahora acechada por las nuevas
formas de reproducción del espectáculo: el video y la reproducción elec-
trónica en general.

158
Entretanto, la joven generación que sucedió a las nuevas olas (en
Estados Unidos se llamaron Francis Ford Coppola, Steven Spielberg,
George Lucas) era una especie muy diferente a la anterior, de la cual se
distanciaba por su cultura y por el conocimiento del cine de todos los
tiempos. Tampoco se parecía al cineasta tipo de los viejos tiempos: el
artesano al servicio de su compañía productora, que sólo a fuerza de
talento conseguía elevar, a veces, el producto ordenado a la categoría
de arte. Los nuevos realizadores americanos se propusieron dominar las
dos vertientes del espectáculo: la artística y la comercial.
El reto fue tan sencillo como audaz: en lugar de proponerse la in-
dependencia con un producto barato y estéticamente avanzado (la fór-
mula de la Nueva Ola), se apostaba por el gran espectáculo: muy gran-
de, muy caro. Así surgieron El padrino, de Coppola; Tiburón, de Spiel-
berg; La guerra de las galaxias, de Lucas. Sucesivamente, los presupues-
tos fueron más grandes, el utillaje técnico y los trucos mecánico-electró-
nicos más refinados y perfectos, y, como se propusieron sus autores, el
éxito económico enorme.
El ropaje envolvía, sin embargo, una evidente regresión. Excluyen-
do quizá El padrino, cuya complejidad psicológica es tan importante
como su gigantismo productivo, el nuevo cine espectacular volvía a las
normas del viejo cine de ficción: relatos simples basados en algunos
recursos del cuento y la leyenda, el «comic» o el melodrama. El todo
enriquecido por el esplendor material. Un filme de veinte millones de
dólares —se ha dicho— no puede arriesgarse a la aventura de la expre-
sión: basta ver la suerte corrida por La puerta del cielo, de Michael Ci-
mino, cuya megalomanía le hizo creer que los millones invertidos esta-
ban al servicio de sus ideas. Su presunto fracaso inicial provocó en los
productores el pánico: remontaron el filme, cortando drásticamente casi
la mitad de su metraje.
Pero los astutos líderes, como Lucas y Spielberg, vieron que el se-
creto de su éxito residía en el aggiornamento de viejas fórmulas. Al best
seller y el «cine de catástrofe» le sucedió el tema de la ciencia ficción
(Encuentros en la tercera fase, Star Wars) y luego (ahora) el relato le-
gendario inspirado en los «comics» (En busca del arca perdida) o en la
literatura de «espada y brujería» (Sword and Sorcery), cuyo ejemplo
más reciente es Conan, de John Millius.

LOS LÍMITES DEL GIGANTISMO

El problema de este cine gigantesco, de presupuestos enormes —es-


cribía hace ya un lustro el New York Times— es que un solo fracaso
puede hundir a los productores. Sin duda, no es lo mismo arriesgar dos

159
o cinco millones de dólares ' que veinte o treinta. La venta reciente de
algunos legendarios sellos de Hollywood (United Artists, por ejemplo)
y el agrupamiento de varios de ellos en bloques unificados sobre todo
para la comercialización de sus filmes, ejemplifican el riesgo financiero
que afrontan. A pesar de todo esto no hay que olvidar que la estructura
comercial de las clásicas empresas americanas ha variado fundamental-
mente en los últimos veinte años. Sadoul escribía, hacia 1945, que en
última instancia los grandes estudios, a pesar de su aparente indepen-
dencia y poder, dependían de la Banca neoyorquina. Un adecuado cua-
dro sinóptico diagramaba esas conexiones, terminando indefectiblemen-
te en la Banca Morgan o la Rockefeller.
En la actualidad, el sistema es más complejo. La autonomía de los
productores clásicos —dependiente pero bastante libre al fin— ha des-
aparecido. Esos viejos tiburones de la industria, como Goldwyn, Zukor,
Selznick, Fox, Warner o Mayer, han muerto cuando ya su imperio se
derrumbaba. Los actuales nombres míticos de Hollywood son apenas
el rótulo de organizaciones dependientes de las multinacionales del es-
pectáculo, que a la vez son divisiones menores de la industria del acero,
la química o la electrónica. Jóvenes ejecutivos reemplazan a los antiguos
productores, cuya famosa incultura y espíritu mercantil no excluía cierto
amor al cine cuya industria había fundado.
Por tanto, la antigua estructura unitaria (el estudio encabezado por
un tycoon inapelable, con multitud de estrellas, escritores y técnicos a
sueldo), que daba rasgos particulares a cada firma y también su «estilo»
de conjunto, ha sido reemplazada por un sistema a la vez más imper-
sonal en las relaciones y más individual en la responsabilidad autoral.
La «fábrica» [llámese Metro, Fox o Paramount (CIC)] es ante todo
la mesa de negociaciones que aprueba proyectos o los sugiere a los pro-
ductores «independientes» y concentra capitales diversos. En esa fase
previa se aquilatan las posibilidades, se organizan los circuitos de estre-
no, se fija la explotación en sus diversas formas: filme en salas, televi-
sión, «cassettes», discos, etc.
Hemos fatigado al lector con esta descripción somera del negocio
cinematográfico americano (modelo tipo, por su magnitud) porque de
todas las artes posibles, el cine es aquel que depende en mayor medida
de los capitales. Las excepciones, los outsiders del mecanismo, se pro-
ducen raramente, en coyunturas de crisis, cuando la misma industria
busca desesperadamente una novedad que atraiga al público.
Hemos dicho que el gigantismo marca la política del cine-espectácu-

1
Dos a cinco millones es ahora una cifra normal, casi modesta para el cine americano.
Como comparación, debe pensarse que el filme de Bcrlanga recién terminado en España, tercera
parte de su trilogía comenzada con La escopeta nacional, costará apenas unos 800.000 dólares.

160
lo americano, pero este sistema dispendioso a escala mundial no se
puede imitar. Las mayores producciones europeas, salvo que estén estre-
chamente conectadas con la industria americana, jamás llegan al coste
de un coloso al estilo Superman o Star Wars. Por otra parte, los movi-
mientos estéticos de renovación (o invención) casi nunca han sido cons-
cientes y deliberados. Curiosamente, los iniciadores del nuevo colosalis-
mo de Hollywood (Hollywood, por otra parte, es ya un nombre mítico
que sigue denominando a una industria que se cuece en Nueva York),
Francis Ford Coppola, Lucas, Spielberg, fueron en sus comienzos todo
lo contrario del clásico artesano comercial del cine. Estudiantes en Cali-
fornia como Coppola, admiradores de la nouvelle vague francesa, poseían
una cultura diferente, nutrida además en la admiración a los grandes
maestros conocidos en las filmotecas y cineclubes. Esto puede observarse
en las películas iniciales de estos autores, casi siempre intimistas y for-
malmente sofisticadas: You're a Big Bov Now y Rain People, de Cop-
pola; Main Streets, de Lucas; Duel y Su garland Express, de Steven
Spielberg.
Esto parece indicar que la generación de Coppola era muy conscien-
te del dualismo arte y comercio, que conocían las armas para combatir
al enemigo en su propio terreno. Estos conatos de independencia —Cop-
pola trató de liberarse de la dependencia en distribución y exhibición—
fueron posibles solamente porque los nuevos autores conocían el len-
guaje del espectáculo y sabían mezclar su sabiduría fílmica con las atrac-
ciones comerciales. La historia indica que estos compromisos suelen ser
contaminantes. ¿Hasta qué punto el astuto Coppola (por citar al más
eficaz y consciente de estos cineastas) ha logrado transmitir sus ideas,
su sentido del mundo en un medio expresivo, sin dejar en el camino
sus trofeos? Apocalypse Now representa muy bien este equilibrio ines-
table del compromiso artístico y moral con las exigencias del show bu-
siness. El resultado es híbrido, algo forzado y muy megalomaníaco. Pero
la historia de Lucas y Spielberg es aún más reveladora.
George Lucas, al principio, fue otro intelectual amante del cine, que
en filmes como Main Streets revivía con inquietud la caótica sociedad
de los años setenta. Pero el éxito de La guerra de las galaxias lo con-
virtió, definitivamente, en un prototipo del actual productor-director,
hábil en revivir sus ensoñaciones infantiles de ciencia ficción con mara-
villosos trucos electrónicos. Sin perder, eso sí, la fría mente calculadora
del hombre de negocios.
Spielberg, el imaginativo realizador de Duel y Sugarland Express
(dos filmes de bajo presupuesto), dio un paso definitivo al gran espec-
táculo con Tiburón. Más tarde se sumaría a los autores del revival del
«comic» y la Sword and Sorcery. La moda, por ahora, se ciñe a estos

161
CUADERNOS 3 8 8 . — ( l
parámetros de historieta infantil, que han alcanzado a realizadores tan
prestigiosos y serios como Robert Altman, contratado para hacer un
Popeye...

OTROS CINES, OTRAS GENTES

La inocultable fascinación que ejerce el cine norteamericano como


entretenimiento eficaz, que por su mismo dominio comercial de las re-
des de la exhibición mundial ha impuesto su imagen, sus costumbres
y su filosofía a las más remotas latitudes (eso que el ministro francés
de Cultura, Jacques Lang, ha denunciado como colonización cultural), no
excluye que otros cines —otros mundos— aporten a veces un aliento y
una sensibilidad diferente. No siempre: mucho cine joven de distintas
latitudes —cierta nouvelle vague francesa, ya remota, reivindicaba el
modelo del cine americano— intenta con tenaz esfuerzo imposible tras-
ladar las estructuras de la comedia de los años treinta, el cine negro
o el melodrama a la manera de Douglas Sirk. Cuando el talento es su-
ficiente, el resultado es inevitablemente algo más que una imitación.
Godard, Chabrol y Truffaut admiraban a Fritz Lang, Nicholas Ray o
Hitchcock, pero cuando quisieron seguir sus huellas les rindieron un
homenaje mejor: un cine pjwpio. También Fassbinder, en cierta etapa
de su obra, toma como modelo el melodrama americano y la mezcla
resultante es un revulsivo e inconfundible estilo barroco, opresivo y ger-
mánico. Ciertos cineastas jóvenes españoles —Trueba, Ladoire, Colo-
mo— también reivindican, en sus comedias llenas de impromptus pre-
meditados y hechos cotidianos, la estirpe inolvidable de las comedias
americanas del' 30. Tampoco en estos casos el resultado es una imita-
ción, aunque la inventiva resulte algo anémica y superficial.
¿Habría que concluir, por tanto, que no hay en el cine de otros
continentes nada que pueda superar el encandilamiento del filme ameri-
cano? Esto sería excesivo. Hay, por todas partes, figuras aisladas que
consiguen mantener una cierta dignidad creadora, una independencia in-
telectual. Sus nombres están dispersos, no son demasiado conocidos, si
se exceptúa la obra admirable y durante mucho tiempo marginada de
los hermanos Taviani en Italia (San Michèle aveva un gallo, Padre Pa-
drone, etc.). En Austria, por ejemplo (país con una cinematografía es-
casa y pobre desde los tiempos de Willi Forst), aparece silenciosamente
la obra dura y admirable de Mansur Madavi, cineasta de origen arme-
nio; con Morir un tpoco se descubre que hay un cine sin concesiones
fáciles y tan riguroso en la forma como en el espíritu que lo anima.
Algo semejante sucede con Shahid Saless, cineasta armenio radicado

162
en Alemania Federal, autor de varios filmes admirables y desesperados,
como Ύadíate biojan (Naturaleza muerta, 1974), aún realizado en Te-
herán, y de In der Fremde (En el extranjero, 1974), Reifezeit (Tiempo
de madurez, 1975), Tagebuch eines liebenden (Diario de un enamorado,
1976) y Ordnung (Orden, 1980).
No deja de ser significativo que ambos cineastas sean, en cierto
modo, exiliados: material y espiritualmente. El desarraigo y la soledad
se transmite a su obra, donde la palabra extranjero recobra su antiguo
significado: «extraño».

¿CINE POLÍTICO?

Los otros exilios, los políticos, han movilizado también a muchos


creadores, entre ellos a muchos cineastas latinoamericanos, que actual-
mente desarrollan su actividad en países diversos, con el consiguiente
desarraigo de su obra. Fernando Solanas, Miguel Littin, Raúl Ruiz y,
en otro contexto muy anterior, Fernando Birri, son los ejemplos más
conspicuos de esta dolorosa escisión. De todos ellos, los que desarrollan
una labor más regular son Raúl Ruiz en París y Miguel Littin en Mé-
xico. Pero el primero de ellos ha transportado su singular talento a un
contexto muy francés y el segundo —en un ambiente latinoamericano,
pero muy distinto a su mundo anterior— oscila entre la época política
de sus adaptaciones de Carpentier (El dictador) y su acercamiento al
mundo tropical de García Márquez (La viuda de Montiel). Reciente-
mente ha realizado otro filme, Aluno y el cóndor, que ha rodado en
Nicaragua.
Todo esto lleva al otro protagonista incómodo del cine contemporá-
neo, el cine de compromiso político, de «intervención». El mismo que
la euforia revolucionaria latinoamericana exaltó en los años esperanza-
dos del cambio —La hora de los hornos, de Solanas; las obras del boli-
viano Jorge Sanjinés, los filmes de actualidad reciente, forjados en la
lucha— han perdido en parte la gravitación de los primeros momentos.
Siempre el cine político (desde Eisenstein hasta ahora) ha rozado los
peligros de su propia índole comprometida. Como obra de «agitación»
suele reducirse a minorías en clandestinidad (ya convencidas, por otra
parte), sin acceso al gran público, que está convenientemente adorme-
cido por el filme de entretenimiento que deja pasar la censura. No pue-
de olvidarse que el mejor cine revolucionario latinoamericano, salvo ex-
cepciones, sólo fue conocido por los públicos de selectos festivales eu-
ropeos, que lo convirtieron en una nueva moda a comentar (por poco
tiempo, siempre hay otra «novedad» a descubrir) que, como las mismas

163
agitaciones revolucionarias ciel Tercer Mundo, servían para aliviar la
mala conscicncia de las élites de los países desarrollados.
Esto llevó a muchos cineastas convencidos de su compromiso polí-
tico a pensar que era mejor una expresión menos directa y paníletaria.
Un cine, como decía el italiano Marco Bellocchio, «que royera desde
adentro el sistema», como el gusano que atraviese la fruta podrida. Cu-
riosamente, las obras de esta línea —que generalmente carecen de toda
intención propagandista y sectaria— son las que mejor describen las
miserias y contradicciones -de la sociedad actual. Un filme como el ci-
tado Morir un poco, de Mansur Mahdavi (que se limita a describir la
caída de un víejo jubilado en la desesperación ante su desalojo), es un
juicio mucho más terrible contra la deshumanizada burocracia del mun-
do que cientos de filmes políticos partidistas.
Naturalmente, estas obras amargas y acidas no proponen salidas ni
falsas esperanzas; pero tampoco se difunden demasiado, porque resul-
tan obviamente incómodas al poder. El margen de crítica, que siempre
es algo más amplio en los países democráticos liberales (sobre todo en
épocas de prosperidad), es bastante limitado. Ese margen se reduce aún
más en las cinematografías estatales, cuyo programa no permite apar-
tarse del dogma oficial... Sólo algunas fulguraciones del cine cubano
en los años sesenta, del cine polaco en diversos períodos y las elipsis
que laboriosamente se han forjado algunos cineastas soviéticos, como el
gran Andrei Tarkovski (Andrei Rublev, Solaris, El espejo), permiten su-
perar un cine «oficial» que poco tiene de revolucionario y mucho de
academicismo burocrático.

LAS VANGUARDIAS MARCHITAS

Ya en los años veinte algunos artistas pensaron que era necesario


arrancar al cine de las manos de los comerciantes y artesanos rutinarios,
llevándolo a una auténtica cima de expresión estética. Aquellos caminos
avanzados optaron, brevemente, por la abstracción (Richter, Eggeling),
el expresionismo y el surrealismo. Mientras la primera corriente llevaba
a una experimentación limitada en el tiempo y el espacio, el expresio-
nismo se mantuvo, más allá de sus obras puras, en décadas posteriores,
como un componente estilístico y conceptual. El surrealismo, con sus
vigorosos impulsos hacia la libertad del inconsciente, también persistió,
subterráneamente, en muchos filmes que participaban de lo insólito, so-
bre todo en la obra del genial Buñuel.
Pero como todos los movimientos renovadores de élite, las vanguar-
dias cinematográficas (incluso las entroncadas en una ideología revolu-

164
cionaria, como el cine soviético de Eisenstein y Pudovkin) tendían a
consumirse en las minorías o trasvasarse tenuemente en el otro cine: la
industria del espectáculo. Este, por su parte, seguía su camino de po-
der, donde las múltiples rutinas dejaban pasar, de cuando en cuando,
las vitales aventuras creadoras. Estas, como se sabe, surgen cuando me-
nos se las espera y a veces en géneros «menores», como el western, la
comedia musical o el melodrama. Como si de las limitaciones surgiera
el arte, según la frase de Gide.
En los años setenta, sin embargo, surgieron algunas desenfadadas
propuestas de un cine que rompía las convenciones. Estas rupturas, más
allá de los ya clásicos Fassbinder, Wenders o Herzog, pertenecían a un
estilo barroco y que adoptaba la técnica del pastiche, la parodia operís-
tica, el culto kistch de las modas del pasado. Un paradigma de este cine
podría ser la fascinante Muerte de Marta Maiibrán, de Werner Schroe-
ter, y —en una faz más seria y solemne— todo el cine wagneriano de
Sybelberg. A pesar de su sofisticado desprecio por las convenciones na-
rrativas y plásticas del cine corriente, esta vanguardia germánica no po-
see la vitalidad y el compromiso de las obras de Godard, por ejemplo.
Es en un cine hondamente reaccionario, decadente en su adoración
por las formas del pasado y en el fondo profundamente impotente.
Por todo esto, sin embargo, es un testimonio invalorable del agota-
miento de una cultura, de una civilización. Porque también el cine, en
sus momentos más lúcidos, está anunciando la muerte de una época.—
JOSE AGUSTÍN MAHIEU (Cuesta de Santo Domingo, 4, 4." derecha.
MADRID-13).

"PER TENEBRAS AD LUCEM"


Una lectura temática y formal de la pintura
de Orlando Pelayo

Una gran parte de la obra de Pelayo está relacionada con el con-


cepto de historia. No sólo por la ya célebre serie de los «Retratos
Apócrifos», sino por otros muchos personajes y escenas que a sus cua-
dros afloran. La determinación fundamental es, en todas esas composi-
ciones, siempre la misma: las ambiguas relaciones entre el presente
y el pasado, que establecen entre ambos un complejo juego de espejos,

165
vaivén de imágenes como el que pueda, existir entre el original y su
doble, sobre todo cuando ignoramos el estatuto preciso de cada uno
de ellos. Este fenómeno no tiene lugar a través de la representación de
una anécdota naturalista más o menos alegórica, sino en el cuerpo
mismo y en la forma plástica empleados por Pelayo. La incierta legibili-
dad así conseguida hace que se anude en torno a la enmascarada re-
presentación de lo histórico una amplia problematización de dicha
noción. En efecto, el modo como Pelayo sugiere en el pasado una
especie de premonición del presente, así como en éste un resurgir de
los fantasmas de aquél, nos hunden inmediatamente en pleno ámbito
de la temporalidad. Cuando la historia no es una relación inconexa de
hechos, sino permanente devenir, es decir, historicidad, el tiempo se
convierte en entraña de la historia. La acción del tiempo provoca, así
entendido, una considerable perturbación en esos momentos referencia-
Íes y puramente relativos que son, respecto a él, el pasado, el presente
y el futuro. Desde el alto mirar del tiempo, el pasado es ya nuestro
presente y éste el fatídico ser-para-la-muerte que cumple su entero
destino en el futuro. De ahí que, como hace Pelayo, a la narración de
nuestro más lejano origen podamos mezclar impunemente todas las
fabulaciones del presente. Porque la historia es tiempo, el presente es
lo efímero por excelencia y en ese su ser-para-la-muerte recién dicho
deviene simultáneamente pasado. La eternidad, nunca sida, constante-
mente haciéndose, halla su imagen móvil, como leemos en el Timeo de
Platón, en el tiempo. Toda antítesis desaparece para dar lugar a una
realidad única. Nadie puede decir -dónde empieza y dónde termina el
tiempo actual, el presente. En consecuencia, tampoco el pasado, reducto
simplemente quizá de los sueños y las pesadillas. Así desaparece de
nuestro horizonte incluso la posible figura del destino de nuestras
vidas.
Que Pelayo ha captado lo inseguro y movedizo de las fronteras
que nos empeñamos en introducir en el seno de la temporalidad, nos
lo muestra claramente esta confesión a Michel Ragon (Arts, París,
mayo de 1963): «No he representado personajes determinados, sino
retratos como vistos a la luz de un relámpago. No son arquetipos, sino
la sintetización de la España mítica a través de mí mismo». Pelayo
quiere pintar la historia que se prolonga en él y quiere pintarse a sí
mismo en la historia. ¿Será el mañana distinto porque se nos aparezca,
a primera vista, bajo una nueva forma? ¿O adivinaremos siempre en
cualquier ente, bajo no importa qué corporeidad, la constante de la
degradación que al mismo tiempo nos constituye y nos corroe? El
pintor subraya aquí, además, la intervención humana en el corazón de
lo que es fundamentalmente humano, desvelarnos en el otro, asumirlo

166
como el castigo de un narcisismo sin el cual nunca hubiéramos llegado
a reconocernos. Gracias a su intervención, Pelayo consigue poner de
manifiesto la dramática aventura del hombre en el tiempo.
El hombre en el seno del tiempo es la verdad de éste. Pero, en rela-
ción dialéctica, el tiempo es a su vez la negación del hombre. El tiempo
es desgaste, descomposición, corrupción, ruina de nuestros proyectos;
finalmente, muerte. Gracias al tiempo adquirimos conciencia de esa otra
verdad del hombre que es su irrisoria finitud.
Orlando Pelayo fija soberbiamente en sus telas esa carga simultánea
de presencia e inconsistencia, de ser en el no-ser, de lo ido en lo por
venir. La pintura de Pelayo nos conduce, llenándonos de perplejidad y
zozobra, a ese raro, fugaz instante en que adivinamos el sentido exacto
de nuestro estar-en-el-mundo, en que percibimos oscuramente la síntesis
fulgurante de los paradigmas de nuestra realidad.

II

El capítulo anterior abre ante nuestros ojos los angustiosos abismos


de la incertidumbre. Varios de los títulos de los cuadros de Orlando
Pelayo implican directamente esa noción: «¿Qué contarán?», «Pudo
ocurrir así», «¿Qué esperan?», «Conjeturas», «Circuitos ambiguos»,
«¿Qué?» Del alcance de los títulos del pintor asturiano he tenido ya
ocasión de ocuparme en un reciente volumen de la serie «Cuadernos
Guadalimar». Sin embargo, lo que aquí nos interesa saber es, sobre todo,
cómo surgen dichos títulos. Hay que señalar, pues, que los mismos no
preceden nunca al cuadro ni, por tanto, lo orientan. Son siempre, en
efecto, a posteriori. Le son inspirados a Pelayo, por lo que el cuadro
mismo sugiere precisamente en tanto que pintura. De lo dicho se des-
prende que Pelayo no trabaja nunca a partir de una idea temática, de
un pre-concepto. La obra se irá constituyendo en la sola obediencia a la
ley interna de su singular gestación. Pelayo mantiene, en efecto, en su
mediatizada figuración, el impulso intuitivo del gesto. Tampoco es que
pinte a partir de la nada. Pero lo que lo guía no es nunca, en todo caso,
un proyecto concreto, sino sólo un trasfondo visionario del hombre. El
proyecto sería global e inconcreto, arrancaría de las fuentes más ignotas
de la experiencia, en los vagos presuntos de la vivencia profunda, para
materializarse en formulaciones no menos inciertas en cuanto a sus po-
sibles motivaciones o las posibles interpretaciones, análisis, de su emer-
gencia plástica.
Encontramos, por tanto, la incertidumbre en los dos extremos de la

167
cadena que va desde las raíces de la actitud creadora a su concreción ex-
terna e independiente que llamamos cuadro.
Es, la de Pelayo, una incertidumbre a la vez psicológica, mental,
espiritual y práctica. Incertidumbre de la concepción, incertidumbre en
el proceso realizador, incertidumbre en cuanto al contenido de la com-
posición plástica que tenemos ante los ojos.
Y es este triple aspecto de la incertidumbre en el quehacer de Or-
lando Pelayo el que da un clima a sus piezas.
Sólo cuando consigue un artista provocar un clima en su obra pode-
mos decir que pone ésta en juego el máximo de sus capacidades comu-
nicativas. El clima o atmósfera específico de un cuadro es, en efecto, lo
que se apodera de nosotros, lo que nos tiende invisibles brazos tentacu-
lares, su auténtico poder de fagocitosis, mucho menos metafórico de lo
que algunos puedan creer. El clima es lo que nos envuelve, nos embruja,
nos aliena de nuestro yo banal, nos absorbe en la extraña aventura que
supone la auténtica contemplación de un cuadro. Desde él un ser nos
contempla, se contempla en nosotros y nosotros nos vemos en su verse.
La figura que el clima reviste en gran parte de los cuadros de Pelayo
es, como he dicho, la de la incertidumbre.
La incertidumbre es el vacío que nos atrae irresistiblemente, es la
perniciosa tentación de lo oculto y de lo desconocido, del deseo malsano
de poner a prueba los límites de nuestra autenticidad, incluso de nues-
tra identidad física y moral.
Un cuadro como «Ficción plausible» contiene precisamente, en la
indeterminación de la imagen, en la tenebrosidad cargada de indefini-
bles sospechas, en ese modo de inspirarnos un alto y anónimo tribunal
que casi no nos atrevemos a mirar de frente, los recursos más adecuados
para la alternativa plástica de la incertidumbre.
Creo que si Pelayo se ve oscuramente empujado a dar a muchos de
sus cuadros títulos como los más arriba indicados, es porque dichos cua-
dros constituyen ejemplarmente, empleando un lenguaje hegeliano, el
momento concreto del concepto universal de incertidumbre.

III

Se ha dicho, y yo mismo he abundado en el aserto, incluso en estás


páginas, que Pelayo pone en escena personajes de leyenda, duendes de
la memoria perdidos en la lejanía de los tiempos, símbolos de nuestra
historia. Esfinges, inquisidores, alcahuetas, reyes y damas de una nueva
corte de los milagros, brujas y usurpadores.
«¿Quién sabe —le dice Pelayo a Jean Rousselot— si yo no trazo,

168
sin saberlo, itinerarios ideales de la nostalgia, cartas (mapas geográfi-
cos) de la ausencia?»
La pregunta parece formulada en términos de proposición de un
enigma. ¿Se trata de un verdadero intento de reasumir el pasado? ¿Son
realmente los seres que pueblan los cuadros de Pelayo apariciones, fan-
tasmas de la nostalgia y de la ausencia? ¿Que interés tiene resucitar esas
disecadas momias del pretérito?
Algo particular tiene que haber en tales entes de ficción, empleada
aquí la expresión en una doble articulación (ficciones de la ficción), para
que nos impresionen y nos subyuguen como lo hacen.
Empecemos, pues, por fijarnos, si queremos resolver el enigma, en
cómo esa galería de personajes se ofrecen a nuestra mirada. Vemos así
que todo lo que pueda ser forma aparece profundamente desdibujado.
Los ojos, la boca, por ejemplo, podrían no ser más que hendiduras de
yelmo o visera, o aberturas en el espesor de un vendaje o de una mor-
daza. Ilusión también, quizá, las armaduras, las espadas y lanzas, los
cuerpos deformes, los báculos, mitras y tiaras; ilusión las prendas de
tribunos y meninas, de alguaciles o jueces; ilusión las bichas y las es-
finges.
Universo, en una palabra, de disfraces y máscaras, universo escénico
por excelencia. El gran teatro del mundo, la Comedia humana en la que
reconocemos, como en una pesadilla, nuestro doloroso sino. O espejo, a
lo Stendhal, a lo largo de nuestras vidas. Sí, ahí estamos nosotros, so-
bre el tablado, en esa revelación en que la máscara, como adivinara Goya,
no es ni ocultación ni disimulo, sino cruel emerger de nuestra auténtica
personalidad.
La máscara, instrumento privilegiado de la desfiguración, ejerce en-
tonces una especie de función catártica. Se trata en tales casos, nos dice
E. Kiris, de herir a otro a fin de no ser un nosotros-mismos herido y
descompuesto. Peligroso juego en el que, de imagen en imagen, acaba-
mos por no saber ya quién es quién. ¿Cuál de los dos, del originario o
de la imagen, es la ilusión del otro?
Lo que nos atenaza, lo que nos encadena tan fuertemente a las imá-
genes de Orlando Pelayo no puede ser el espectáculo distante de unas
figuras de otros tiempos, por mucho interés histórico que tengan. No,
si nos sorben hasta tal extremo, como decía en el capítulo anterior,
es porque bajo su disfraz apunta lo que nosotros tanto empeño hemos
puesto en enmascarar con nuestro propio disfraz. El hombre no puede
nunca desdoblarse de un modo tan total que ya no se parezca a sí
mismo.
Rousseau ha escrito: «Nadie osa ya parecer lo que es». Y nos
ponemos una máscara, sin darnos cuenta ingenuamente de que será

169
ella precisamente quien nos lleve al acto de lo que verdaderamente
somos. En el carnaval de las máscaras estallan la orgía, el robo, las
violaciones, el asesinato.
Muriel Gagnebin afirma: «Poniéndonos una máscara idolátrica, el
hombre pierde, al mismo tiempo, la máscara social tan pacientemente
forjada a fuerza de voluntad y a fuerza· también de hipocresía. Así
recupera su individualidad, su rostro auténtico».
Y añade: «El hombre que se pone una máscara es un monstruo...,
pero un monstruo inventado..., procedente de la ficción, del juego del
arte».
En fin, E. Castelli dirá: «La máscara es una clarificación, no un
modo de ocultar».
Con su acervo de polvorientos disfraces, Pelayo nos propone, en
efecto, el cruel retrato de nuestras inconscientes pantomimas en una
representación nunca culminada.
La pintura de Pelayo es pirandelliana. Así es si así os parece podría
constituir perfectamente el título de cualquiera de las obras del pintor,
y con idénticas reversibilidades de sentido. Enrique IV es otra pieza
que corresponde perfectamente, en la dramaturgia, a lo que plástica-
mente nos sugiere en sus telas Pelayo.
Todo contemplador de un cuadro de Pelayo ha de sentirse forzo-
samente preso en esos complejos movimientos dialécticos entre la rea-
lidad y la ficción. Y, como siempre en las grandes obras, la ficción
acaba superando a la realidad.

IV

Habitamos en la oscuridad, estamos condenados a vivir en la semi-


penumbra.
En la pintura de Orlando Pelayo, la oscuridad y las sombras ocu-
pan un lugar destacado. Son ramalazos nocturnos propicios a la apari-
ción de fantasmas y quimeras.
Muchos son, es cierto, los personajes de Pelayo que se agitan, se
confabulan y actúan al amparo de la oscuridad, en la sombra. Que se
ciernen sigilosos sobre nosotros y nos convierten en fácil presa de sus
inconcretos designios.
Zonas umbrías que no se contentan con fijarse pasivamente en la
economía compositiva del cuadro, sino que, como agentes de la noche,
inaprehensibles y peligrosamente móviles, parecen horadar materias
y colores, someter todas las criaturas a un incongruente destino.
Noche de la amenaza y noche de la complicidad que envuelve en
su oscuridad los horrendos crímenes de los humanos. Cabe esperarlo

170
PELAYO: Petit sorcier (1977), 27 cm. χ 22 cm.
PELAYO: ¿Qué contarán? (1967), 1,30 m. χ 1,30 m.
PELAYO: Allotropies (1977), 92 cm. χ 73 cm.

PELAYO: LOS oteadores (1974), Museo de Arte Moderno de Bilbao.


PELAYO: Fiction plausible (1974), 80 cm. χ 80 cm.
todo de esa hondonada en la que se pierde el origen de las edades, se
diluyen los perfiles y pierde la mirada sus visionarios poderes. Matriz,
útero materno de aguas estancadas en las que se refleja el negro exan-
güe de la nada.
Pero la oscuridad no es en la obra de Pelayo esa quietud de igno-
rancias y vacío inconmensurable. O, en todo caso, está sólo en ella
como impensable germen del mundo y como océano letal donde, fatal-
mente, se hundirá un día el sol frío e incoloro. Entre esas horas extre-
mas de la vida que le ha sido fijada, otras luces hienden el espesor
de sus sombras. Hacen irrupción, desgarrando el tenso lienzo de la
-oscuridad, los vislumbres de otros utópicos desenlaces. Evocación e in-
vocación mítica, recurso a febriles leyendas, pues sabemos que sólo
podremos mantenernos ahí mientras seamos capaces de inventarlas.
Son las luces las que, en un recorte de sombra china, nos prestan un
contorno y crean la ilusión del movimiento. Nueva caverna platónica,
pero esta vez sin una realidad que proyecta en el recóndito muro la
falsa imagen de su ser.
En la pintura de Pelayo no hay cuerpos con su sombra a cuestas,
ni siquiera cuerpos puros y divinos sin sombra. No hay más que som-
bras sin cuerpo, sueños, pobres títeres sin titiritero, vociferantes, arro-
jados, como en la condenación bíblica, al mundo de las tinieblas.
Una frase en el Británicas, de Racine, nos ofrece un parangón lite-
rario perfecto, sobrecogedor en su simplicidad sintetizadora, de las
telas que muestran esos aspectos de la temática de Pelayo: «Sombras,
antorchas, gritos y silencio».
Sombras fugitivas, sombras que pasan. Simulacro quizá, según la
doctrina de los antiguos paganos, de los cuerpos después de la muerte.
Sombras erráticas y despavoridas. Sombras en lucha por reinos incon-
sistentes, hijos de su eterno desvarío.
Únicamente les dan vida esos feroces resplandores, esos sulfurosos
colores que relampaguean en la pintura de Pelayo. Pero ¡ay del día en
que tales resplandores se apaguen! Porque entonces será el llorar y el
chirriar de dientes, porque entonces los signos de lo que fue nuestra
extraña tragedia quedarán envueltos en un silencio sin fin.
Eso es, de todos modos, lo que de forma relativamente encubierta
anuncia el imperio de la oscuridad y de las sombras en la obra de
Pelayo. Presagios de muerte, sibilina formulación de nuestra desnudez
fundamental y de nuestra radical inconsistencia. La oscuridad es la
morada dé la muerte. Las tinieblas que durante tanto tiempo se han
balanceado sobre la imaginaria senda de nuestros pasos acabarán ce-
rrándose, crujientes y herméticas, en torno a nuestro cuerpo aban-
donado.

171
Otra puede ser, sin embargo (probablemente no opuesta, sino si-
multánea), la interpretación del tenebrismo, que también lo podemos
llamar así, en los cuadros del pintor asturiano. Y es la de sus relaciones
con lo misterioso y con lo secreto.
El misterio es, por definición, lo que no aparece claramente, lo
que se oculta a la luz, lo que se mantiene, pues, fuera de nuestro
alcance. El misterio se cobija en los entresijos de la sombra, anida en
la oscuridad. También cuando nos barruntamos algo, cuando sospecha-
mos algo, decimos que tenemos una sombra de ese algo. La oscuridad
protege y alimenta el misterio. Como es la oscuridad la que cubre las
cosas secretas. Misterios y secretos germinan en páramos sombríos por
los que sería peligroso aventurarse. Desvelar el misterio y el secreto es
llegar al extremo último donde no habrá ya nada más, salvo una luz
enceguecedora.
La pintura de Orlando Pelayo está precisamente, y sobre todo,
cargada de las dimensiones de lo secreto y misterioso, de sospecha y de
sospechosas intuiciones. Algo nada claro (sombrío) y sumamente in-
tranquilizador ocurre en ella.

«Per tenebras ad lucem». De las sombras a la luz. Pero en esa


ascensión hacia el reino de la otra faz de la totalidad, el pintor encuen-
tra la transición del color, los dominios de la vida. De una vida con-
tingente, sí, transitoria e inestable, pero la única en todo caso que nos
haya sido otorgada.
Oponía yo en el capítulo anterior al silencio total de los antros
nocturnos, a la oscuridad plena de la ausencia originaria, el deslumbra-
miento no menos vacío e inaudible de la luz absoluta. Son dos las
circularidades existenciales que aquí se expresan. Una nos lleva de las
tinieblas de los orígenes al desolado estigio de los mármoles tumbales.
La otra pretende arrancarnos de las entrañas de una blanca pureza pri-
migenia para conducirnos al quietismo de una beatitud donde se anegan
todos los rumores de la vida. Le son tan nefastos a ésta los albos
campos de la razón sin contrapartida, como los desordenados movi-
mientos de las profundidades instintivas dominando en dueños únicos.
El «cuadrado blanco sobre fondo blanco», de Malevitch, representa
la consecuencia última de una aventura tras la que nuestra conciencia
se extingue.
La vida y la pitura, que es una de sus altas expresiones, hallan su
verdadera fórmula alquímica en el «cuadrado negro sobre fondo blan-

172
co», es decir, en el contraste, en la oposición de los contrarios, en la
dialéctica entre la oscuridad y la luz. Blanco/negro es el primer con-
traste de color, la analogía fundamental de las fuerzas y tensiones sobre
las que se asienta la vida.
En cualquiera, pues, de las dos circularidadcs cxisienciales a que
me be referido se inscriben, como única transición fructífera, los ful-
gores del color.
El color es la síntesis suprema de los polos destructores que son la
luz y la oscuridad.
En la pintura de Pelayo, que, según hemos visto, fondea en aguas
de incertidumbre y de inquietantes presentimientos, el color constituye
la base de sus procedimientos expresivos. Colores sordos, apagados,
entre los que se abre paso de pronto el trallazo de un pigmento más
virulento y estridente. Colores con relentes de putrefactas humedades,
a los que se opone, en una pincelada nerviosa, la rutilante exaltación de
los otros.
Ahí es donde se crea el espacio del drama, donde nacen las dimen-
siones significativas del acontecer. De esas duras y violentas oposicio-
nes viene la dinámica que anima, que dinamiza los elementos encerra-
dos en el plano plástico.
Los verdes, los amarillos verdosos, erosionan, descomponen, con-
taminan con su malsana atmósfera las formas y los volúmenes. Los
amarillos se apagan como soles mortecinos y los violetas acallan con su
fúnebre tristeza los tumultos agresores.
El rojo, por fin, empleado en variadísima gama, dominante o in-
crustándose insidioso aquí o allá, introduce rotundos acentos de cólera
y crueldad, de fuego y muerte, de intrepidez y demencia.
El color no es en Pelayo un medio de representación, sino verdadero
lenguaje, medio de expresión.
Pero tiene, al mismo tiempo, otra función, sólo relativamente me-
cánica o convencional: la de componer. No siendo su pintura lineal,
o sea, que no emplea la línea, el arte del silueteado, del contorno di-
bujado, el artista ha de utilizar el color como elemento estructurador
de la composición, ha de valerse únicamente de el para constituir for-
mas y volúmenes. También bajo este aspecto recurrirá Pelayo a una
técnica compleja, paradójica, pero que sólo así podrá convertirse, a su
vez, en elemento creador de contenido. En efecto, y gracias asimismo
al gestualismo de que se vale el pintor, al mismo tiempo que escenas
y personajes se corporeizan en el empaste cromático, al mismo tiempo,
digo, se ven sometidos a un proceso destructor por el que se ordenan
a la unidad de sentido global que hemos ido viendo en los capítulos
anteriores.

173
Gérard Xuriguera nos describe así el proceso generativo de las
obras de Orlando Pelayo:
«El lirismo devastador se cumple en un impulso liberador corregido
por un dominio intuitivo de las correspondencias pictóricas, una exi-
gencia extrema en la dosificación cromática, acordando los tonos sordos
con la jubilación de gamas más apoyadas, un riesgo constante en la
apropiación de un lugar movedizo, sometidos a las imprecaciones del
gesto. Un gesto amplio, tenso, sin procedimientos mecánicos, al borde
del virtuosismo, aunque siempre controlado. Gesto, en fin, que agrieta
sin desmoronar, borra sin aniquilar, cierne sin describir, al mismo
tiempo que permanece anclado en las pulsiones de la interioridad.»
La imagen se yergue así, en ese empleo audaz, agrio y destempla-
do del color, con una tenacidad incomparable.
Pelayo hace que cada color irradie su poder y penetre nuestra sen-
sibilidad, que nos ligue a la escena que para nosotros forjan y que sólo
nos muestran en un instante álgido, justo antes de ser definitivamente
engullida por la oscuridad o destruida, como Icaro, por la excesiva
intensidad de la luz.
Dominio patético el que Pelayo crea en los sutiles juegos de su
paleta, dominio de lucha, de la encarnación del alma en el cuerpo, de
la verdad y de la ilusión. Espejismos, en efecto, magia dramática del
color que nos mantiene jadeantes en pos de nuestra sombra, en un
inútil esfuerzo por revivir la imaginaria historia que nunca hemos de-
jado de ser. Una forma circular más, como los espacios cerrados y so-
focantes de la pintura de Pelayo.
Una y otra vez vuelven cual pesadillas, a propósito de cada nuevo
análisis, los mismos conceptos de una intriga sin fin. Mundo concluso.

VI

A menudo, a lo largo de estas páginas, he hecho referencia a la


expresión en la pintura de Pelayo. Pero en todos los casos se trataba
del sentido más lato del término, es decir, en tanto que simple mani-
festación o exteriorización, de la mayor o menor expresividad de las
formas plásticas empleadas. La expresión es, desde este punto de vista,
una determinación aplicable, positiva o negativamente, a cualquier obra
de arte, del estilo o tendencia que sea.
Salta a la vista, no obstante, que la obra de Pelayo bien pudiera
mantener con dicho concepto relaciones más concretamente históricas.
Se plantea entonces, en efecto, la cuestión de su pertenencia a la co-
rriente del «expresionismo», en boga, sobre todo, desde principios de

174
nuestro siglo, pero cuya aplicación en calidad de concepto estético se
ha extendido luego, como se ha hecho también con el par antinómico
clasicismo/barroquismo, al curso entero de la historia del arte. Nos
encontramos así con que, ante la necesidad aclaratoria y sistematiza-
dora que impone el estudio de la variedad de manifestaciones· artísti-
cas, raros son los críticos o historiadores que no hayan situado de lleno
a Orlando Pelayo en el expresionismo.
Convengamos en que, a primera vista, el calificativo de expresio-
nista parece perfectamente adecuado a su pintura. Pero una lectura
más sutil acaba por imponernos ciertas reservas al respecto.
En un intento destinado a poner de relieve las estructuras formales
distintivas del expresionismo, Murielle Gagnebin establece, a través
del estudio de la obra del polonés Czapski, cuatro criterios aptos a de-
finir el conjunto de la corriente en cuestión. Escribe: «Sin que los
cuatro se hallen siempre presentes en cada expresionista, sí se articulan,
no obstante, con frecuencia y parecen permitir, en consecuencia, una
clasificación. Se trata, en primer lugar, del tratamiento del espacio (es-
pacios oclusos); en segundo lugar, de la expresión deformada de ros-
tros y cuerpos, de un cromatismo muy especial (lo típico del expre-
sionismo es la exaltación del color, dando a las tintas su máxima
virulencia); en tercer lugar, y para terminar, de cierto clima donde
dominan lo extraño e incluso lo fantástico».
Yo creo que la pintura de Pelayo sólo hasta cierto punto corres-
ponde con los citados criterios. Donde más se aparta de ellos es en el
empleo del color: la acidez del cromatismo del pintor asturiano, los
matices del claroscuro y un innegable preciosismo en los fulgores de
ciertos pigmentos no llegan nunca a una exacerbación directa, quiero
decir chillona y de superficie. La exacerbación en Pelayo, que sí la hay,
es una intensidad de los trasfondos. No hay irritación entre tonos
altos y francos, sino rescoldos de ardores encubiertos o disimulados.
Pelayo es, en cuanto al color, más solapado que frenético.
Si hablamos de la deformación de rostros y cuerpos hay que tener
muy presente que los personajes de nuestro pintor no contienen, como
los de los expresionistas, una dimensión caricatural. Cuando Gagnebin
afirma rotundamente que «la caricatura constituye el segundo fenó-
meno específico del expresionismo», nos sentimos muy lejos de los
recursos expresivos que Pelayo pone en juego. La deformación de sus
creaturas es de otro orden. No se trata en él de pervertir los rasgos
de lo real, sino de ofrecernos la incierta imagen de la memoria, cuando
no de la aparición confusa o, como he escrito en los capítulos anterio-
res, del simulacro. Los seres que aparecen en la pintura de Pelayo son
fantasmas del tiempo. Son los sueños los que se propagan hasta el

175
corazón de la realidad, a la que emponzoñan y carcomen, no una
vision de la realidad concreta y actual producto de un espíritu lúcida-
mente desengañado y escéptico. Las virulencias y sarcasmos de Pelayo
no apuntan nunca a la cotidianidad de nuestro entorno, son expresio-
nes de la pura interioridad, de nuestra intrahistoricidad, resultado del
alma perturbando a la razón.
Siendo los dos elementos anteriores, tal como los define Gagnebin,
los esencialmente propios del expresionismo, resulta difícil, vistas la
muy distinta práctica e intencionalidad que en la pintura de Pelayo
revisten, situar sin más a éste en dicha corriente.
Tampoco me parecen suficientemente apropiadas a la obra de Pe-
layo las características que Gasser considera como específicamente ex-
presipnistas: predominio de la intuición, de la imaginación y de la visión
sobre el conocimiento intelectual; proyección de una disposición indi-
vidual sobre la naturaleza, sobre el hombre, sobre el objeto representa-
do, cualquiera que sea su carácter autobiográfico; antipatía por la so-
ciedad burguesa y simpatía por la humana; preocupación dominante
por los problemas morales, religiosos y eróticos; irrealismo del color
y uso casi general de la deformación.
Rasgos todos ellos que sólo tangencialmente se reflejan en la pin-
tura de Pelayo. Λ lo intuitivo opondría yo lo instintivo; a la imagi-
nación, lo imaginario; a la visión, una aprehensión de esencias; a la
proyección individual, la revelación de lo oculto; a las preocupaciones
de diverso tipo indicadas por Gasser, una disponibilidad abierta para
la receptividad de las voces que claman desde lo desconocido.
Hay, sobre todo, en Pelayo ese fondo de enigmatismo y de onl··
rismo ya comentado que lo apartan decididamente de las vías expre-
sionistas, tal como Gagnebin y Gasser las conciben. En fin, la falta
casi total de anécdota, la irrelevancia de los detalles, la desfiguración,
que hacen que Pelayo se mantenga al borde mismo de la abstracción,
constituyen otros tantos argumentos a favor de la reconsideración de
una identificación con el expresionismo llevada a cabo con excesiva
precipitación.
Probablemente sorprenderá (¿quizá al mismo pintor?) que, a con-
tracorriente y por todo lo dicho hasta aquí, yo prefiera situar a Pelayo
más cerca del surrealismo que del expresionismo. Gagnebin había visto
ya precisamente, en Fascination de la laideur, la posibilidad de ese
corrimiento del expresionismo hacia el surrealismo: «Vacilantes entre
el escarnio puro y simple, por una parte, y la evocación onírica, por
otra, donde el conjunto no deja nunca de ser el envés lastimoso del
deseo, ciertos mundos expresionistas secretan una modalidad fantástica

176
que sitúa a dichas obras en la línea directa del simbolismo y anuncia
con fuerza el espíritu surrealista».
No otra cosa es lo que ocurre con Orlando Pelayo. Lo curioso es
que casi todos los comentaristas que lo han calificado de expresionista
manejan luego fórmulas de análisis que sólo se comprenden bien desde
una perspectiva precisamente surrealista. En todo caso, y por lo que
a mí se refiere, la lectura temática y formal que he desarrollado en el
presente artículo parte de y abunda en el contenido surrealizante de
la pintura de Orlando Pelayo.—ANTONIO URRUTIA (35, rue Con-
dorcet, 75009 PARIS).

BIOGRAFÍA SUCINTA

1920. Nace el 14 de diciembre en Gijón (Asturias).


1936. Exilio en Oran.
1944. Primera exposición personal en la Galería Colline, de Oran.
1945. Nueva exposición en la Galería Colline.
1946. Figura en una exposición en el Museo de Oran, en la que figuran
asimismo obras de Picasso, Matisse, André Lhote, Olhon Friesz.
1947. Se traslada a París, donde vive desde entonces.
1951. Ilustra el libro Les moyens d'existence de su amigo el poeta Jean
Rousselot.
1953. Lo invitan a la Bienal de Menton, donde obtiene el Premio Jeckcl.
El Musco de Oran adquiere una obra.
1954. El Museo de la Villa de París adquiere una de sus obras.
1955. Obtiene el Gran Premio Othon Friesz. El Museo de Poitiers le
' consagra una exposición antológica.
1956. Exposición personal en la Galería Monique de Groóte (París). Pinta
y expone el retrato conjunto de Albert Camus y Jean Grenier.
Exposiciones personales en Toulouse, París y Poitiers.
1957. Las ediciones Pierre Cailler (Suiza) publican una monografía sobre
Pelayo en la colección Les Cahiers de l'Art.
1958 a I960. A petición de Albert Camus realiza ilustraciones para su obra Récits
et Théâtre (Ed. Gallimard). Exposición personal en la Galería
Synthèse (París) y en la Galería Pierre Cailler (Lausana).
1961 a 1966. Ilustra con litografías originales una edición de obras completas de
Albert Camus. Exposiciones personales en la Galería Synthèse,
de París; en el Palacio de Bellas Artes de Toulouse, en Gre-
noble; en la Galería Schindler (Berna) y en la Galería Drian
(Londres). Obtiene el «Premio Portica» en la Bienal de Menton.
1967. Vuelve a España después de veintiocho años de ausencia. Viaja por
Asturias, Castilla la Vieja, la Mancha, Extremadura, Cataluña.
1968. Exposiciones personales en Neuchâtel (Suiza), Bilbao, Gijón, Oviedo.
1969. Primera exposición en Madrid, en la Galería Biosca.
1970 a 1973. «Ides et Calendes» (Suiza) publica una selección de once sonetos
de Quevedo con ilustraciones al aguafuerte (1971). Exposicio-
nes personales en la Galería La Felouque (París), en la Galería

177
Buckingham (Londres), Galería Frontera (Madrid), Galería Al-
tamira (Gijón) y en Neuchâtel (Suiza). Termina de grabar los
cobres para El Lazarillo de Tormes que editará Rafael Casa-
riego en Madrid.
1976. Exposiciones personales en Arles y en las Galerías Altex (Madrid),
Bellechasse (París), Numaga (Neuchâtel), Hélène Trintignac
(Montpellier) y Hugucrie (Burdeos).
1977. Exposición personal en la Galería Bellechasse (París), figurando en
el catálogo un texto de Gérard Xuriguera y un poema de Guil-
levic.
1979. Exposiciones personales en Colmar (Gal. Jade), Munich (Gal. An-
tares), Cagnes-sur-Mer (Chateau-Musée), Montpellier (Gal. Hélè-
ne Trintignan) y Clemmingebro (Gal. Cleminge, Suecia). Ilustra
las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre (doce
planchas) para las Ediciones de Arte y Bibliofilm (Madrid). Ex-
pone en la Galería Moris, de Tokyo.
1980. Exposición en la Galería Bellechasse (París).
1981. Exposición personal en la Galería Rayuela (Madrid).

LA ESTRUCTURA DEL "SIERVO LIBRE DE AMOR"


Y LA CRITICA RECIENTE

El Siervo libre de amor fue publicado por primera vez en la edi-


ción que Antonio Paz y Meliá preparó de las Obras de Juan Rodríguez
de la Cámara para la Sociedad de Bibliófilos Españoles (Madrid, 1884).
Desde entonces la obra ha presentado para la crítica dos problemas
concernientes a la estructura de la misma: uno es el de la unidad; el
otro, el de la terminación. El primero tiene que ver con la intercala-
ción de la «Estoria de dos amadores»; el segundo trata la cuestión de
si la obra, tal cual ha llegado a nosotros ', está completa o no.
El problema estriba en tratar de conciliar el contenido de la narra-
ción con la exposición que el propio autor nos anticipa al principio
de la obra:
El siguiente tratado es departydo en tres partes principales... La pri-
mera parte prosigue el tiempo que amó y fue amado; fygurado por el
verde arrayhan, plantado en la espaciosa vía que dizen de bien amar, por
do siguió el coracón en el tiempo que bien amava. La segunda refiere el
tiempo que bien amó y fue desamado; figurado por el árbor de parayso,
plantado en la deciente vía qu[e] es la desesperación, por do quisiera
seguir el desesperante libre aluedrío. La tercera vía, y final, trata el
1
La única redacción del Siervo libre de amor que conocemos forma parte del manuscrito 6.052
de la Biblioteca Nacional de Madrid, fols. 129v-141v. Este manuscrito tenia antes la signatura Q224.

178
tiempo que no amó ni fue amado; figurado por la verde oliua, plantada
en la muy agrá y angosta senda, qu[e] el siervo entendimiento bien
quisiera seguir, por donde siguió, después de libre, en compañía de la
discreción 2.

¿Se ajusta la narración a esta especie de programa? Todos los es-


tudiosos del Siervo están de acuerdo en que las dos primeras partes sí
responden a lo que Juan Rodríguez nos anticipa en esta especie de
prólogo. La dificultad surge al final: ¿hay una tercera parte?, y si la
hay, ¿está completa tal como nos la programa el autor? En cuanto
a la intercalación de la «Estoria», ¿cuál es el papel de esta narración
caballeresca?, ¿es necesaria su inclusión dentro del relato autobiográ-
fico-sentimental?
Hasta la década pasada los críticos parecían estar de acuerdo en
estas cuestiones y seguían repitiendo la opinión, primeramente expues-
ta por Paz y Meliá 3, de que el manuscrito que conservamos del Siervo
libre de amor está incompleto y que la «Estoria» es un añadido traído
a remolque sin venir a cuento, un «quiste» que forma una narración
completamente autónoma y separada de la narración autobiográfica4.
En los últimos diez años ha aumentado el interés por la obra del
padrones (y por la novela sentimental en general), y, como era de
esperar, se ha confrontado de nuevo el problema de la estructura del
Siervo. Esta vez, sin embargo, los juicios emitidos por los críticos dis-
tan mucho de parecerse unos a otros. Algunos siguen diciendo que el
manuscrito está incompleto, o que la «Estoria de dos amadores» es un
«quiste desmesurado»; pero otros, por el contrario, piensan que la
obra está completa y que la narración caballeresca está integrada a la
autobiográfica de una manera lógica.
Inicia esta etapa César Hernández Alonso con su tesis doctoral:
Siervo libre de amor de Juan Rodríguez del Padrón, presentada en la
Universidad de Valladolid en 1970 5 . El profesor español concuerda
con la crítica anterior en pensar que la «Estoria» es un «quiste desme-
2
JUAN RODRÍGUEZ DEL PADRÓN: Siervo libre de amor, edición de Antonio Prieto (Madrid, 1976),
páginas 65-66. Todas las citas siguientes son de esta edición y vendrán expresadas con el número
de página entre paréntesis.
3
ANTONIO PAZ Y MEUA: Obras de Juan Rodríguez de la Cámara (Madrid, 1884), pág. xxi.
4
Con alguna ligera diíerencia de unos a otros, éste es básicamente el juicio de MARCELINO ME-
NÉNTJEZ PELAYO: Orígenes de la novela, Ed. Nacional de las Obras Completas (Madrid, 1962), II,
19; CHANDLER R. POST: Mediaeval Spanish AU.ef.ory (Cambridge, 1913), pág. 96; CARLOS MARTÍNEZ
BARBEITO: Maclas el enamorado y Juan Rodríguez del Padrón (Estudio y Antología) (Santiago de
Compostela, 1951), págs. 108 y 113; MARÍA ROSA LIDA DE MALKTEL: «Juan Rodríguez del Padrón:
Vida y obras», NRFH, VI (1952), 314 y 322; CARMELO SAMONÀ: «Per una interpretazione del Siervo
libre de amor», en Studi ispanici, I (Pisa, 1962), 195-96, y H. Til. OOSTENDORP: El conflicto entre
el honor y el amor en la literatura española (La Haya, 1962), pág. 62. Notable excepción es la de
EDWARD J. DUDLEY, que considera el manuscrito completo, en «Structure and Meaning in the Novel
of Juan Rodríguez del Padrón: Siervo libre de amor», tesis doctoral (Universidad de Minnesota,
1963).
5
De esta tesis se publicó un resumen con el mismo título (Valladolid, 1970), que es el que
utilizo.

179
surado», compuesto en distinto momento que la parte autobiográfica,
pues, según él, responde a una disposición anímica diferente y es el
resultado de una evasión en la que «predomina la imaginación, la ac-
ción, fantasía y drama», cuya lectura nos aparta de la parte senti-
mental 6. En cuanto a la estructura del Siervo, Hernández Alonso con-
sidera que es una novela concéntrica y cerrada, pues el que Juan
Rodríguez hable de tres partes, no implica que tenga que exponerlas
con la misma extensión, ya que sólo las dos primeras son algo intere-
santes. Identifica la Syndércsis con Gonzalo de Medina, por lo que no
le resulta extraño que corte la narración «en el momento en que la
'discreción' pregunta al autor por sus aventuras y él se dispone a narrar-
las, pues justamente es lo que ha hecho en la novela» '. De este modo
une el final con el principio, un final acabado in media re, según el
crítico, en el que el autor no necesita relatarnos el tiempo de no amar
ni ser amado, en el que escribe la obra. Para llegar a esta conclusión,
Hernández Alonso hace una interpretación del título distinta a la que
se venía haciendo: «siervo, libremente, de amor»; es decir, siervo de
amor por su propia voluntad, con lo que no hay necesidad de una
parte en la que el siervo se vea liberado de amor8.
Dos años más tarde, Martin Gilderman publicó un artículo bas-
tante curioso en el que divide el Siervo en cuatro partes, correspon-
diendo la tercera a la «Estoria», y la cuarta a las páginas finales. Según
Gilderman, las dos partes finales no tienen ninguna relación aparente
con las dos primeras, sino que «son en realidad otras manifestaciones
del viaje del héroe al reino de la muerte y su futuro [sic] apoteosis» 9.
Interpreta la «Estoria» como una expresión del nacionalismo gallego,
una paganización de la leyenda de la llegada del apóstol Santiago a Ga-
licia, y ve en Ardanlier una especie de apóstol de la religión del amor,
y en Padrón el centro del amor cortés. En cuanto al final, el profesor
americano opina que está incompleto, pues dice que «la última parte
es sólo un fragmento», al que añade lo que él cree que le falta. Para
ello identifica a la Syndéresis con el «Hada Morgana que llega en su
'navio' para llevar al autor al paraíso reservado para los héroes de
amor» ,0 .
En 1973, Dinko Cvitanoviç se manifiesta en contra de referirse
a la «Estoria» como novela caballeresca, pues ve en todos los actos de

« Ibid., pág. 17.


7
Ibid., pág. 40.
> Ibid., pegs. 22-26.
9
MARTIN S. GILDERMAN: «LA apoteosis del amante cortés: Hacia una interpretación del Siervo
libre de amor», BFE, XII, núms. 42-45 (1972), 37-50. Cita de la pág. 47. Gilderman repite esen-
cialmente este análisis en el capítulo sexto de su libro Juan Rodríguez de la Cámara (New York,
1977).
"> Ibid., pág. 49.

180
Ardanlier «el peso de una mentalidad 'sentimental' que gravita pode-
rosamente en todos los rasgos del Siervo» " . Y añade más adelante que
«es cierto que la Esloria adquiere una individuación y una autonomía
propias, pero los elementos que la hilvana con las dos partes restan-
tes —la que le precede y la que le sigue—, aunque tenues, se revelan
en una continuidad no muy forzada» '2. No discute Cvitanovic el aspec-
to de la terminación de la obra, pero concluye que su «estructura apa-
rece como un mosaico de posibilidades, de aperturas y matices, que no
llegan a ocultar su carácter de novela cerrada y terminada» '3.
En otro libro aparecido ese mismo año, Armando Duran vuelve
a hablar de dos novelas independientes en el Siervo. No obstante, no
le parece que la «Estoria» esté traída a remolque, y opina que la «parte
autobiográfica pretende ser en realidad una deformación literaria del
tema de Ardanlier y Liessa» '4. Tampoco discute si el Siervo está aca-
bado; solamente dice que la obra sigue perfectamente el trazado de
un «tratado» en el que podemos distinguir sus tres partes claramente:
el exordio, el cuerpo y el epílogo, «casi todo en verso, que de ningún
modo llega a constituir el desenlace de una novela» '5.
También en 1973 publicó Bastianutti un artículo sobre el Siervo
en el que distingue dos novelas diferentes y ve la «Etoria» como un
«exemplum perfecto», que le sirve al autor para demostrarle su error
y sus posibles consecuenciasló. No elabora Bastianutti sobre el final,
aunque parece interpretar la obra como cerrada, ya que dice que «sale
el autor vencedor de la crisis entre las pasiones y la razón... El
Entendimiento ha vencido a la Fortuna, que había sido causada por
la turbación aportada por las pasiones amorosas desenfrenadas del
autor» ' 7 .
En 1976 aparece una nueva edición del Siervo en Clásicos Castalia,
con un inteligente estudio de Antonio Prieto. Para el crítico español,
la primera novela sentimental española «es una narración unitaria
y orgullosamente estructurada dentro de un tiempo courtois, desde el
que el autor se siente seguro frente a la temporalidad cotidiana» '8.
Divide la obra en cuatro partes, que no corresponden a la división

11
DINKO CVITANOVIC: La novela sentimental española (Madrid, 1973), pág. 83.
12
Ibid., pág. 92.
υ Ibid., pág. 120.
14
ARMANDO DURXN: Estructura y técnicas de la novela sentimental y caballeresca (Madrid, 1973),
página 23.
15
Ibid., pág. 49.
16
D. L. BASTIANUTTI: «La función de la Fortuna en la primera novela sentimental española»,
Romance Notes, XIV (1973), 401. El artículo ocupa las págs. 394-402.
" Ibid., pág. 398. Dos años más tarde aparece un artículo de ANTONIO LINAOE CONDE: «LOS ca-
minos de la imaginación medieval: De la Fiammclla a la novela sentimental castellana», Filología
Moderna, 55 (1975), 541-61, que no aborda las cuestiones aquí discutidas, limitándose a citar las
palabras de Menóndez Pelayo de que a la obra «indudablemente falta algo».
18
ANTONIO PRIETO: «Introducción» al Siervo, éd. cit., pág. 33.

181
anunciada por el autor: A contiene las páginas introductorias; en Β
agrupa las partes primera y segunda, correspondientes a los tiempos
de amar y ser amado, y amar y no ser amado; C está constituida por
la «Estoria», y D ocupa las páginas finales. Esta estructura corres-
ponde, según Prieto, «al contraste entre el tiempo narrativo (relatando
en proceso lírico y en acción caballeresca) y el tiempo psicológico desde
el que el autor relata» ,9. Un tiempo psicológico, estático, en el que se
encuentra el autor al final de los acontecimientos de la obra, y que
se mueve solamente en el recuerdo de unos amores frustrados que nos
va a relatar. De esta manera enlaza la parte final D con la primera A,
en donde nos anuncia lo que nos va a narrar. No considera Antonio
Prieto un tercer tiempo de no amar ni ser amado. Para el crítico todo
el Siervo corresponde al tiempo de amar y no ser amado desde el que
escribe el autor, dejándonos constancia de su amor antes de olvidarlo
por completo. De ahí que acepte la interpretación del título, dada por
Hernández Alonso, del siervo que libremente acepta el yugo de amor.
Con respecto a la intercalación de la «Estoria», Prieto dice que nace
«como calculada proyección en tiempo narrativo del tiempo (como
aspiración) del autor», tratándose, más bien, «del desplazamiento del
yo en proceso amoroso al yo en acción caballeresca, con el cambio del
tempo narrativo que ello comporta» 20.
Un año más tarde, Gregory Peter Andrachuk publicó dos artículos
complementarios, cada uno de los cuales trata uno de los puntos que
discutimos aquí. En «On the missing third parte of Siervo libre de
amor»2'1, Andrachuk vuelve a la antigua tradición crítica que afirmaba
que la obra está incompleta. Más aún, el profesor americano piensa
que al Siervo le falta toda la tercera parte correspondiente al tiempo
que no amó ni fue amado. Elabora su opinión de forma detallada,
fijándose en los epígrafes de cada parte de la obra. El último, «Aquí
acaba la novela», no es, según Andrachuk, el encabezamiento de la
tercera parte, sino el final de la «Estoria». El erudito llama la aten-
ción, además, a que la primera parte no acaba teniendo el autor aún
el favor de su amada, sino que ya lo ha perdido y ha empezado una
evolución hacia la vía de desesperación. De la misma forma, el crítico
espera otra etapa evolutiva entre las dos últimas partes, evolución que
él cree ver en las páginas finales del Siervo. De esta manera llega a la
conclusión de que falta toda la tercera parte, en la que Syndéresis,
«después de oír la historia del autor, invita a las virtudes a que salgan

" Ibid., págs. 33-34.


20
Ibid., págs. 32-33 y 51. La «Introducción» de Prieto completa el estudio que dedica a Juan
Rodríguez del Padrón en su Morfología de la novela (Barcelona, 1975), págs. 251-70.
21
GREGORV PETER ANDRACHUK: «On the Missing Third Part of Siervo libre de amor», HR, XLV
(1977), 171-80.

182
del barco y acompañen al autor en la vía que ella le muestre» 22. Creo
necesario también señalar que Andrachuk identifica la venida de la
Syndéresis y la relación de la historia del autor como el sacramento
de la confesión, por medio del cual el amante va a ganar el uso de su
libre albedrío y sus otras facultades.
En el otro artículo, «The Function of the Estona de dos amadores
within the Siervo libre de amor» 23, Andrachuk concluye que el uso
de la «Estoria» está justificado temáticamente dentro del contexto del
Siervo, pues es el caso de Ardanlier y Liessa el que actúa como un
ejemplo negativo, haciendo así que el autor se aleje de sus deseos de
suicidio y elija la vía de contemplación ascética.
En 1980 aparecen tres artículos sobre el Siervo. En el primero de
ellos, Barbara F. Weisseberger24 examina el papel y la importancia
del «Auctor» en la estructura de la primera novela sentimental caste-
llana tratando de mostrar la influencia que la Viammetta de Boccaccio
ejerció en Juan Rodríguez del Padrón. Aunque la hispanista norteame-
ricana no discute expresamente el final de la obra, podemos deducir
que interpreta el Siervo como obra completa, con las tres partes antici-
padas por el autor, ya que habla de «la estricta organización triparti-
ta», se refiere repetidamente a las páginas posteriores a la «Estoria»
como a la «Tercera Parte» y, contradiciendo la interpretación tradi-
cional, dice que, por falta de entender cómo la estructura del Siervo
está centrada alrededor del punto de vista de primera persona del
«Auctor», se han venido repitiendo la especulación sobre la pérdida
de la tercera parte y la tendencia a tratar la «Estoria» como una unidad
aparte M. Y referente a esta última, añade más adelante que la función
de la «Estoria» está justificada dentro del contexto narrativo de la
obra, explicando que se trata de un sueño del «Auctor» a un mundo
de fantasía y gloria, único escape posible de su mundo real de sufri-
miento y desesperación2é.
Por otro lado, Olga T. Impey examina la relación del Siervo con las
tres cartas ficticias que Juan Rodríguez compuso y añadió en el Cursa-
rio a su traducción de las Heroidas de Ovidio 27, estableciendo que en

22
¡bid., pig. 178.
23
G. P. ANDRACHUX: «The Function of the F.sloria de dos amadores within the Siervo libre de
amor», Rey. Canadiense de Est. Hisp., Π (otoño, 1977), 27-38.
24
BARBARA F. WEISSEBERGER: «*Habla el auctor': L'Elegia di Madonna Viammetta as a Source
for the Siervo libre de amor», ¡HP, IV (Spring, 1980),' 203-36.
" ¡bid., págs. 224-25.
» ¡bid., pág. 231.
27
OLGA TUDORICA IMPEV: «The Literary Emancipation of Juan Rodríguez, del Padrón. From the
Fictional 'Cartas' to the Siervo libre de amor», Speculum, 55, num. 2 (1980), 305-16. Hasta la fecha
de hoy el Bursario ha sido publicado solamente en la edición de Paz y Melia tie las Obras de
Juan Rodríguez de la Cámara, págs. 197-313. Las tres cartas «ficticias», creación del padrones, son
las siguientes: «Carta de Madreselva a Mauseol», «Carta de Troylos a Breçaida» y «Carta de Bre-
çaida a Troylos».

183
ellas se encuentran los antecedentes de la novela sentimental y desechan-
do la necesidad de buscar un origen italiano a la composición del Siervo.
La profesora ímpey no discute el problema del final de la obra ni la
relación entre las dos partes de la misma, lo que cae fuera del ámbito
de su estudio, aunque está claro que no considera la «Estoria» como
un «quiste desmesurado», ya que la interpreta como un sueño en el
que el autor «projects his desire for love and death onto an alter ego,
Ardanlier, and in this way fulfills a destiny that eluded him in a
weakened state» 28. Este sueño le hace salir de su estado de desespera-
ción y seguir al entendimiento hasta obtener la serenidad.
Por último, el artículo de Javier Herrero 29 examina el contenido
temático del Siervo por medio de un análisis sistemático de la alegoría
e imágenes sobre las que se desarrolla la obra, lo que le lleva a alinearse
con los que opinan que al Siervo le falta la parte final. El profesor
Herrero interpreta la «Estoria» como un sueño en el que el «autor»
realiza su ideal de caballero y amante perfecto, y al mismo tiempo le
hace apartarse de la vía de condenación eterna. Además, la profesión
de Yrena en una orden religiosa, apartada del mundo, anticipa, según
el erudito, el final que le falta a la obra, en el que el «autor», tras
aceptar los postulados de la iglesia y la confesión 30, seguiría una vida
de penitencia y caridad, interpretación ésta que Herrero ve avalada
por el ejemplo del propio Juan Rodríguez del Padrón, quien acabó
sus días de religioso en un convento.
Como podemos observar, las interpretaciones recientes del Siervo
libre de amor son muy variadas, aunque a veces coinciden en algunos
puntos. Solamente Hernández Alonso considera la «Estoria» como un
«quiste desmesurado» y ve innecesaria su inclusión en la obra. Los
demás críticos piensan, por el contrario, que existen unos lazos de
unión entre las dos partes, si bien unos la consideran un exemplum,
otros como la idealización cortesana del autor y aún hay quien la
identifica con la leyenda del apóstol Santiago. Con respecto al final,
la idea de que la obra está completa y acabada ha ido ganando adeptos,
aunque hay que señalar la excepción de Martin S. Gilderman, que es-
pera una apoteosis final del autor como mártir de amor, y las de
Gregory P. Andrachuk y Javier Herrero, quienes llegan a la conclu-
sión de que al .manuscrito que conocemos le falta toda la tercera parte.
Estos juicios tan distintos son el resultado de las posibles interpre-
taciones de ciertos elementos de la obra y, como dije al principio, de

" Ibid., pág. 314.


29
JAVÍER HERRERO: «The Allegorical Structure of the Siervo libre de amori>. Speculum, 55, num. 4
(198b), 75-164.
30
Javier Herrero parece estar de acuerdo con la interpretación que Gregory Andrachuk hace de
la Syndéresis. Art. cit., pág. 764, nota 19.

184
tratar de reconciliar el contenido del relato con la exposición presen-
tada en el prólogo. Los elementos que se prestan a distinta interpre-
tación son: el título, los epígrafes, la Syndéresis y el papel de la
«Estoria de dos amadores» en el contexto del Siervo.
Empecemos por el último. De que la «Estoria» es distinta de la
narración autobiográfica (parte esencial del Siervo) no hay ninguna
duda. Las dos partes son distintas en el estilo y distintas en el conte-
nido. De la relación, en primera persona, del estado anímico ocasionado
por su triste aventura amorosa, Juan Rodríguez pasa a contarnos una
historia ajena y maravillosa en la que él, como autor, se convierte en
narrador omnisciente. De la exposición del sistema afectivo interior nos
lleva a la acción exterior caballeresca. De un amor frustrado e imposi-
ble, a un amor ideal en el que los amantes se unen hasta en la muerte.
Pero no creo yo tampoco que este relato este traído a remolque,
ni que sea un «quiste desmesurado». La «Estoria de dos amadores»
responde, a mi parecer, a un deseo del autor (imposible, como todo
sueño) de quererse ver recordado como amante ideal, suicidado por
amor a su amada muerta. Es la reacción del deseo de algo maravilloso
que la mente humana anhela en los momentos de derrota y frustración.
El amante, no correspondido por la amada, está al borde del suicidio.
Y es dirigiéndose a la Muerte a la que pide que le deje morir por una
razón más justa, por una dama leal, y no por la «más cruel señora que
biue». Por este motivo, y en forma de pregunta retórica, exclama el
amante:
Por qué asy no te piase que yo deua moryr por la más leal señora
que biue, según te plogo de otorgar, al digno de perpetua membrança
Ardanlier (pág. 83).

Es decir, ¿por qué no me das una razón poderosa («la más leal señora
que biue») que me haga más placentero el martirio? Una dama, distinta
de la que ha servido, que le corresponda en el amor, como Liessa
a Ardanlier. De ese modo el autor-persona se vería forzado a aceptar,
o más bien aceptaría de buena gana, el martirio de amor.
Estoy de acuerdo, por tanto, con los que ven la «Estoria» como
un exemplum, aunque no necesariamente negativo, sino de aspiración
del caballero a amante ideal y correspondido, a verse convertido en
verdadero mártir de amor. El autor se encuenta todavía en el tiempo
de amar, y aunque ahora no es amado, siente el deseo natural de todo
amante de ser correspondido. De ahí la idealización en sueño de su
deseo. La interpretación de «exemplum negativo» que da a la «Estoria»
•el profesor Andrachuk, entre otros, está basada, a mi parecer, en enten-

185
der el principio de la parte final (esto es, a partir del epígrafe «Aquí
acaba la novella») como una referencia a la «Estoria»:

Complida la fabla que pasado entre mí avía, con furia de amor ende-
reçada a las cosas mudas, desperté como de vn graue sueño a grand priesa
diziendo: «Buelta, buelta, mi esquyvo pensar, de la deciente vía de per-
dición...» (pág. 107).

Yo estimo, por el contrario, que el autor está haciendo referencia a la


parte inmediatamente anterior a la «Estoria» cuando él contemplaba
la idea de suicidio. Aclarando un poco más, equiparo «mi esquyvo
pensar» con la «solitaria e dolorosa contemplación». Entiendo, pues,
que la «Estoria» es en sí un relato independiente, pero que viene
a reforzar la aspiración de Juan Rodríguez del Padrón a caballero for-
zado y correspondido en el amor 31 , por lo que me parece que su inter-
calación en el Siervo libre de amor está asimilada de forma lógica.
Los títulos son de suma importancia porque a menudo anuncian
o resumen el significado de la obra Μ . El de ésta que nos ocupa, Siervo
libre de amor, ha sido interpretado de dos maneras: una, como el sier-
vo que se libera de las cadenas de amor; la otra, dada a entender por
José Luis Várela M, expuesta por Hernández Alonso M y aceptada por
Dinko Cvitanovic35 y Antonio Prieto χ, está basada en el posible valor
adverbial de libre, por lo que interpreta el título como «siervo de
amor por su propia voluntad, deliberadamente». Esta interpretación es
importantísima para los criterios señalados, pues en ella basan el que
el Siervo sea una obra completa. Yo opino, sin embargo, que la clara
intención didáctica expresada por el autor en la primera parte 37 , así
como la explicación que nos da de la estructura en el prólogo, donde
al referirse a la dificultad de seguir la tercera vía, o indiferencia al
amor, dice que es en ella «por donde siguió, después de libre» (pági-
na 66), apoyan la interpretación más tradicional (últimamente reela-
borada por Gregory P. Andrachuk 38 y sobreentendida en Javier Herre-

31
Diego de San Pedro unirá en un personaje ai amante y al caballero victorioso en la Cárcel
de Amor, aunque la trama amorosa toma otros rumbos en esta obra.
32
ERICH VON RICHTOPFN: «Limitations of Literary Criticism», Aquila, II (1973), 89.
" JOSÉ LUIS VÁRELA: «Revisión de la novela sentimental», RVE, XI.VÍII (1965), 364. Este ar-
tículo fue reimpreso, con el título «La novela sentimental y el idealismo cortesano», en su libro
La transfiguración literaria (Madrid, 1970), cap. I, págs. 1-51.
34
HERNÁNDEZ ALONSO: Siervo libre de amor, págs. 22-26.
35
DINKO CVITANOVIC: La novela sentimental, pèg. 92.
36
ANTONIO PRIETO: «Introducción» al Siervo, pág. 40.
57
Juan Rodríguez del Padrón se presenta al principio de la obra como «pregonero del su grand
error [de dioses dañados e deesas!, y syeruo yndigno del alto Jhesús»; le advierte a Gonzalo de
Medina, a quien dedica la obra, que ésta «sy rrequicres de sano entender, armas te dizen contra
el amor», y le previene sobre «la grand fallía de los amadores y poca fiança de los amigos» (pá-
gina 68).
M
GREGORY P. ANDRACHUK: «The Works of Juan Rodríguez del Padrón», tesis doctoral (Univer-
sidad de Toronto, 1977), págs. 277 79.

186
ro 39 ) de que se trata de un siervo que llega a ser liberado de las aflic-
ciones amorosas.
Los epígrafes no habían recibido mayor atención hasta que el pro-
fesor Andrachuk los usó como fundamento de su teoría de que al
Siervo le falta la tercera parte. El crítico americano insiste en buscar
una simetría perfecta a la obra, simetría que extiende a los epígrafes.
Su principal razonamiento es que no hay epígrafe que señale el comien-
zo de la tercera parte, pues lo que otros señalan como tal («Aquí acaba
la novella»), Andrachuk estima como una indicación del final de la
«Estoria» 40. Aunque la explicación del profesor norteamericano está
bien elaborada, pienso que es un poco forzado el esperar una simetría
total de la obra, simetría que, de todos modos, se rompe con la inclu-
sión de la «Estoria». A mi parecer, el último epígrafe, ya se refiera
a que acaba la «Estoria» o a que comienza la parte final, implica el
paso de una parte a la otra, y no es necesario el recargarlo con otro
«Comiença la tercera parte...» o algo similar.
El último elemento a tener en cuenta es la interpretación de la
Syndércsis. Hernández Alonso la identifica con Gonzalo de Medina,
con lo que enlaza el final con el principio de la obra 4 '. Para Martin
Gilderman, se trata del Hada Morgana, que llevará al poeta a su apo-
teosis como amante cortes 42. Por su parte, G. P. Andrachuk 43 la equi-
para al sacerdote que ha de confesar al caballero para que éste se
libre de las pasiones amorosas, interpretación que parece aceptar Javier
Herrero 44. Yo considero que no tenemos que buscar ninguna identifi-
cación simbólica a la Syndéresis, sino que debemos interpretarla como
la personificación de la propia facultad humana que representa, esto
es, la discreción. El Siervo libre de amor es precisamente la lucha inte-
rior alegórica entre las distintas facultades personificadas del hombre,
y el final no tiene por qué ser distinto. Según Santo Tomás 45 , la
Syndéresis o discreción es la facultad humana por la que distinguimos
el bien y el mal dentro de un orden universal, facultad que está con
nosotros aun cuando nos abandonamos al apetito o a las pasiones. In-
terpreto, por tanto, la venida de la Syndéresis como la victoria final
del entendimiento sobre las otras facultades y la elección de la «agrá
senda» de no amar, en la cual sigue el siervo liberado con la discreción
y gracias a la práctica de las virtudes. De esta manera tiene sentido la
interpretación del título como «siervo que se libera del yugo amoroso»,

35
JAVIER HERRERO: «The Allegorical Structure», principalmente pa'gs. 751-52.
40
ANDRACHUK: «On the Missing Third Part», págs. 174-75.
41
HERNÁNDEZ ALONSO: Siervo libre de amor, págs. 18 y 40.
4!
GD-DERMAN: «La apoteosis del amante cortés», pig. 49.
43
ANDRACHUK: «On the Missing Third Part», pág. 177.
44
JAVIER HERRERO: «The Allegorical Structure», pág. 764 y. nota 19.
45
SANTO TOMAS DE AQUINO: Summa Theologica, I, 79, 12 y I-II, 94, 1.

187
y también corresponde a la exposición de la obra anticipada por el
autor en el prólogo.
Estas observaciones me llevan a considerar el Siervo libre de amor
como una obra completa y acabada, a la que no necesitamos añadir nada
para entender el sentido de la misma. Juan Rodríguez nos narra, en
forma alegórica, su experiencia amorosa frustrada y la lucha interior
que sostiene consigo mismo hasta liberarse de la pasión. Usando la
forma de tratado, el autor divide la obra en tres partes, en cada una
de las cuales prevalece una facultad del hombre. Pero el hombre com-
pleto está presente en las tres partes, en un debate interior de sus
facultades ^. En la primera parte, o tiempo de amar y ser amado, la
discreción le advierte de los peligros que va a confrontar si se deja
arrastrar por la pasión amorosa:

— ¡ 0 [ h l mi buen señor, y qué daño fazos de ty en trotar la libertad


que en tu nacimiento te dio naturaleza, por tan poco plazer que demos-
trarte quiso fortuna, syn otorgar el alcance, el qual fallecerá, como sea
afortunado, y te quedarás siempre sujeto. Devrías te avergonzar de no
me querer seguir, e syn ser apremiado, asy te luego rendir por catyuo de
quien hasta aquí eras tan grand enemigo (págs. 70-71).

En la segunda parte, o tiempo de desesperación del libre albedrío, el


entendimiento se alarga en su razonamiento contra el estado decadente
en que se encuentra, amonestándole que el suicidarse sería ofrecerse
«a las penas que allá sufren los amadores, avnque tú piensas que binen
en gloria» (pág. 79), y acaba diciéndole, en abierta rebelión, que no
está dispuesto a seguirle por semejante camino:

No es mi voluntat de pasar, ni seguir tu dañada compañía; e solo


más quiere prender la angosta vía, que demuestra la verde oliua, avnque
muy áspera sea, que mal acompañado yr contigo a la perdición (pág. 81).

No entiendo, pues, por qué hemos de esperar en la tercera parte un


relato de lo que hace el autor después de liberado de la pasión amoro-
sa, ni tampoco extrañarnos de que estén presentes las otras facultades.
La que considero tercera parte, es decir, las páginas posteriores
a la «Escoria de dos amadores», muestra desde el principio la prevalen-
cia del entendimiento, cuyos consejos está dispuesto a seguir el autor:

«Buelta, buelta, mi esquyvo pensar, de la deciente vía de perdición...


e prende la muy agrá senda donde era la verde olyva, consagrada a
Minerua, quel entendimiento nos enseñava quando partyó ayrado de
mí» (pág. 107).
46
Creo muy acertado el comentario que hace JAVIER HERRERO sobre la «ambigüedad» del Siervo-
en «The Allegorical Structure», págs. 756-57.

188
La intención de seguir el buen juicio del entendimiento está completa-
mente clara en estas palabras; pero al igual que en las otras dos partes,
también va a sentir aquí la presión de las otras facultades. Así, pasa
de la altura metafórica de estos buenos pensamientos al valle figura-
tivo de sus instintos, volviendo de nuevo a la contemplación desespe-
rada de sus infortunados amores. Envuelto en estos pensamientos, el
autor evoca el estado de libertad de que disfrutaba antes de conocer
a la dama causante de sus desvelos:

Aunque me vedes asy,


catyvo, libre naçy (pág. 107).

Juan Rodríguez se reprocha en este poema el haberse dejado arre-


batar su preciada libertad:

Catyvo, lybre naçy,


y después, como sandio,
perdy mi libre aluedrío,
que no so señor de mí (pág. 107).

Además de reproche es éste un reconocimiento del estado en que


se encuentra, reconocimiento en el que hace hincapié más adelante:

¿Cómo diré que soy mío,


pues no soy enteramente?
Avnque dyxesse otra mente
diría vn grand desuarto.
Por ende, digo y porfyo
que por servir lealmente,
no soy syeruo, mas syrviente (pág. 108).

Sí, aún se siente syrviente (esclavo) de su pasión, prisionero de


ella. Pero el reconocimiento de ello es el primer paso hacia la libera-
ción de la misma. Un segundo paso es el deseo de hacerlo, como
denotan los siguientes versos:

¡O quien se pudiese ver


fuera d'estra[ñ\o poder! (pág. 108).

y que ya había expresado más claramente al comienzo de esta última


parte. En otras palabras, el poeta reconoce la situación en que se en-
cuentra, expresa un deseo determinante de salir de ella y sabe adonde
quiere llegar: al estado libre de pasiones anterior a su desastrosa rela-
ción amorosa 4~''. Sólo le falta encontrar la forma de alcanzar su meta,
47
ANTONIO PRIETO, «Introducción» al Siervo, pág. 39, dice de estos versos que «el autor, desde
su tiempo no liberado de amor, hace profcsián de amador», con lo que obviamente no estoy de

189
que no es otra que la de llegar y mantenerse en la senda estrecha y di-
fícil de la renuncia amorosa. Y en medio de esta lucha psicológica inte-
rior descubre, por fin, el autor cómo conseguir su objetivo: por medio
de la práctica de las virtudes, simbolizadas por las siete doncellas48
que acompañan a la Syndéresis. De esta manera define la victoria del
entendimiento sobre las otras facultades del alma, puesto que, como
nos dirá Alonso Pinciano más tarde, «según el Philósopho [Aristóte-
les], la virtud no es otra cosa que fuerça del alma, mediante la qual
obra según entendimiento» *'. La llegada de la Syndéresis significa que
la discreción, aunque siempre presente en el alma, viene a ocupar un
lugar prominente como guía del ahora virtuoso Juan Rodríguez.
En conclusión, creo que un estudio detenido del Siervo libre de
amor nos muestra que el texto del único manuscrito que ha llegado
hasta nosotros corresponde estructuralmente a lo que el autor nos
anticipa en el prólogo, cuando nos dice, refiriéndose a la última parte:

La tercera, y final, trata cl tiempo que no amó ni fue amado; figu-


rado por la verde oliua, plantada en la muy agrá y angosta senda, quTe'J
el siervo entendimiento quisiera seguir, por donde siguió, después de
libre, en compañía de la discreción (pig. 66)50.

Estimo, por tanto, que la obra, tal cual la conocemos, está completa
y acabada5'.—JUAN FERNANDEZ JIMENEZ (The Pennsylvania
Slate University The Behrend College. ERIE, Pa. 16563).

acuerdo del todo. El poema muestra que el autor reconoce su falla de libertad, sí, pero también
se repudia por ello («como sandio, / perdy mi libre aluedrío») y expresa claramente el deseo de
salir de tal situación. Λ1 igual que Javier Herrero, yo veo también una dirección claramente defi-
nida hacia la salvación espiritual del autor. Véase nota anterior.
4R
La .interpretación de las siete doncellas como las siete virtudes fue ya hecha por MARCELINO
MENÉNDEZ PELAYO: Orígenes de ¡a novela, I (Madrid, 1905), cccviii (tomo II, pág. 19, de la Edi-
ción Nacional de sus obras).
49
ALONSO LÓPEZ PINCIANO: Pbilosophía Antigua Poética, edición de Alfredo Carballo Picazo
(Madrid, 1953), I, 22-23.
50
El énfasis es mfo.
51
Una versión más reducida de este trabajo fue presentada en la trigésima cuarta Kentucky
Foreign Language Conference, celebrada en la Universidad de Kentucky en Lexington, el 24 de
abril de 1981.

190
NOVELA ESPAÑOLA DE AMBIENTACION
BRASILEÑA: "GENIO Y FIGURA",
DE JUAN VALERA

Juan Valera (1824-1905) renunciaba a su cargo diplomático en Ña-


póles en 1849, y pocos meses después salía como agregado a la emba-
jada española de Lisboa; algo más tarde estaba en Río de Janeiro.
Genio y figura, una de sus últimas novelas, ambientada en gran parte
en Río, apareció publicada en marzo de 1897. Λ las pocas semanas
hubo de hacerse una segunda edición que superara los 3.000 ejempla-
res de la primera. No debe engañar el éxito momentáneo; Genio y fi-
gura es una de las menos leídas novelas del escritor español. Es también
novela peculiar, porque su autor la hizo transcurrir, contra su costum-
bre, fuera de España. Y anda en dificultades para ser clasificada como
novela de costumbres, de tesis, o novela realista sin más.

ENTRE COSTUMBRISMO Y REALISMO

Se esfuerza Valera por mostrar la realidad de ciertos ambientes,


de ciertas ciudades a lo largo de la novela «... yo soy muy escrupuloso
y no quiero apartarme uh ápice de la verdad» '. Es pretensión propia
de los autores españoles de novela realista, y también el olvidar los
ambientes sórdidos y dar un resultado en el que predomine una bus-
cada belleza, parcial y engañosa, aunque ellos lo nieguen. Así, en el
caso de Rafaela, protagonista de Genio y figura, y de la propia novela.
Digamos algo del argumento para conocer mejor las pretensiones de
su autor:
La acción se inicia en Río de Janeiro hacia 1850; Valera aporta
algún dato histórico que permita determinar la fecha (un también
parcial conocimiento de la historia de Brasil). Narra la acción un per-
sonaje anónimo, relacionado en amistad con los protagonistas princi-
pales; el máximo empeño lo dedica a contar la vida y milagros de
Rafaela de Figueredo, desde el Cádiz español original de aquella niña
nacida en humildísimas condiciones (hija de madre prostituta y padre
desconocido). Después de Cádiz, Lisboa, donde conoce al vizconde de
Goivo-Formoso. Llega Rafaela a Río y tras un acusado fracaso teatral
se casa con el rico, avariento y sucio señor Figueredo, al que consigue
mudar notablemente de costumbres. Le siguen en su corazón una serie
1
Todas las citas de Genio y figura proceden de la edición de la novela hecha por Craus DE-
COSTBR; Ediciones Cátedra, Madrid, 1975.

191
de amantes, desde un notable cortesano —que podría suponerse el
propio emperador don Pedro I I 2 — ; un heroico aventurero argentino
—Pedro Lobo—; el hijo de un importante hacendado...; Juan Mau-
ry, el hombre que más amó y amigo del narrador. Continúa con la
muerte del marido, la superficial aparición de la hija —que elegirá
la vida conventual para no avergonzarse de los orígenes o la vida amo-
rosa de la madre— y el aposentamiento definitivo de Rafaela en París,
tras recalar en Lisboa, Cádiz y definitivamente en la capital francesa.
Termina la obra con el diario de Rafaela —«Confidencias»—, en el
que trata de justificar su nada convincente suicidio, y una explicación
del propio escritor por postdata. Vida, en una palabra, de la mujer de
baja condición social que triunfa socialmentc y que se pierde en un
sinfín de afectos nada favorecedor.
A pesar de las pretensiones realistas de Valera, no pueden negarse
algunas características románticas: el amor apasionado, la muerte en
duelo de Arturito, la propia muerte de Rafaela en busca de un senti-
miento puro, el patriotismo de Pedro Lobo, y otras que el romanticismo
propuso, como el folklorismo, representado en el origen andaluz de
Rafaela y su vinculación al cante, al baile, al mundo de los gitanos;
en el lado americano, cierta insinuación del indígena como elemento
de la novela.
Y aunque el propio escritor lo niegue, apunta la novela de tesis
en el determinismo del origen social, resuelto en la figura de Rafaela al
hacerla finalmente hija del barón de Castel-Bourdac. Recordemos que
la tesis se desarrolló en Argentina con los escritores de la generación
del 80, con esta aproximada teoría: de baja condición social, de emi-
grantes, etc , hijos de pocas luces y sentimientos innobles. A pesar
de la proximidad, ni en España ni en Brasil tuvo éxito la novela de
tema la emigración, como harían los argentinos Sicardi o Cambaccres.
El afán didáctico de Rafaela nos pone también en la sugerencia de
considerar Genio y figura novela, aunque incipiente y no resuelta,
de tesis.
Pero Valera ampliará esta discusión en otra social, más universal:
raza aria / indígena, elevada a una oposición de diferente. alcance:
Europa / América («una Europa tan arruinada ya y tan desierta como
contemplamos hoy el centro de Asia»; «una América resplandeciente
y dichosa, con artes y ciencias superiores a las europeas, originalísi-
mas y casi sin antecedentes»).
Otros caracteres, próximos al realismo, pero que se inscribirían

2
Cyrus DeCoster da como supuesto que sea Don Pedro Τ el caballero principal amante de Ra­
faela en Brasil, pero el emperador había muerto en 1834 cerca de Lisboa, y ya destle 1831 (año
de la Regencia Trina Provisoria) no estaba en territorio brasileño.

192
más en la novela de costumbres, serían las descripciones de ambientes,
la intencionalidad de reflejar la vida y costumbres de, al menos, una
clase social. No es de extrañar esta preocupación de Valera dada su
amistad con el costumbrista español Serafín Estébanez Calderón (autor
de Escenas andaluzas), con el que sostuvo el novelista desde Río im-
portante correspondencia 3.
Es claro, por otra parte, el cuidado de Juan Valera para reflejar
paisajes naturales de Río y términos usuales en Lisboa y la capital
brasileña; algunos de éstos, abundantes en el texto, son hoy de difícil
significación.
Y también en lo formal usará técnicas —como es la corresponden-
cia postal y el diario personal— propias de la novela realista española,
y de las que el propio Valera fue consumado realizador (destacaremos
Pepita Jiménez como ejemplo).

LA SOCIEDAD DE Río SEGÚN VALERA

Genio y figura es, sobre todo, la pretcnsión de establecer, en tér-


minos de novela, la sociedad carioca de mediados del xix. Así aparece
configurada por los elementos que la componen, de menor a mayor
rango social:

• Esclavos, usados en los peores trabajos; de origen africano.


• Criados, categoría superior, de más nobles funciones, que evi-
dencia cierto tratamiento del tema de la esclavitud (abolida en 1888
en Brasil, pero que Valera no considera ni plantea como situación);
destaca la figura del negro Octaviano, redención romántica del siervo.
• Confidentes e intermediarios, como Mme. Duval, viuda, conse-
jera de Rafaela, y el padre García, director espiritual y también con-
sejero por línea cristiana.
• Héroes y patriotas; Pedro Lobo representa la milicia heroica,
prototipo generador de cierta historia de America latina.
• Burgueses enriquecidos; es el caso de Joaquín de Figueredo,
equiparado a la clase noble por su fortuna y que encontrará un su-
puesto antecedente noble para no desdecir su presencia en la corte
de Río.
• Hacendados, representados por Gregorio Machado, «el más
rico propietario de Brasil», padre del endeble Arturito, mimado con-
trapunto del valor y la fortaleza paterna.
3
Sobre este particular puede consultarse Correspondencia de don luán Valera (1859-1905), edi-
ción de Cyrus DeCoster, Valencia, Castalia, 1956, y también Juan Valera. Estébanez Calderón
(1850-1858), edición de Carlos Sáenz de Tejada Benvenuti, Madrid, Moneda y Crédito, 1971.

193
CUADERNOS 3 8 8 . — 7
• Aristócratas; son Juan Maury, perteneciente a la aristocracia
inglesa, muy comedido y exponente de las virtudes de la nobleza tra-
dicional; el vizconde de Goivo-Formoso, en quien Rafaela confiará has-
ta hacerle depositario de sus últimos pensamientos. Habría que añadir
un sinnúmero de aristócratas que pasan por la vida de Rafaela, desde
el supuesto y citado don Pedro II hasta el reencontrado padre, barón
de Castel-Bourdac.

Rafaela trata, desde su ascenso social, de representar todas las ca-


tegorías señaladas, aunque algunas sean notablemente simbólicas en
su personaje. Y representará, en definitiva, la defensa de una clase
social a la que el autor pertenece: la aristocracia.
El tratamiento de los dos grupos mejor representados en Genio
y figura —aristócratas y burgueses— es bien diferente. Los «nuevos
ricos» o parvenus, representantes de la hig-life carioca, soportan con
frecuencia la lástima o las burlas del novelista; el usurero y sucio señor
de Figueredo es un ejemplo característico. Rafaela no acepta pertene-
cer a esta clase «yo me lisonjeaba de no haber tenido jamás ciertos
defectos que se atribuyen así a los que llaman en Francia parvenus,
como a los que en España llaman cursis».
Se contrasta así la importancia de la clase aristocrática, ojo de
mira y principal protagonista de la novela. Aristocracia de diferente
caracterización según el sexo de que se trate. Los aristócratas mascu-
linos destacan por su porte y modales distinguidos, por el excelente
corte de sus vestidos; serán también gustadores de la música, buenos
conversadores y lectores selectos, amén de magníficos amantes. Las
mujeres serán, sin embargo, severas y virtuosas, amantes del decoro
y la tradición. No en vano Rafaela buscará para casar con Arturito
«la más linda señorita cristiana y recatadamente educada». La esposa
de Juan Maury es una «noble lady dotada de virtudes..., enemiga de
lo escandaloso e incorrecto». Véase, como contrapunto, lo que escribe
Valera de Juan Maury: «... si... tuviese que adoptar un hijo por
cada uno de los extravíos o ligerezas de su primera juventud, se ex-
pondría a formar un batallón con su prole».
Juan Valera, aristócrata por nacimiento, defiende esa aristocracia,
rebajada en posesiones económicas, pero rica aún en las virtudes que
la hicieron sólida. Sería curioso analizar la situación.de la aristocracia
española en Brasil en la época que Valera narra. En este ambiente,
propicio al escritor, y en pugna con la burguesía ascendente y enri-
quecida, correrá la novela, sobre un escenario extraño y maravilloso
para el lector español. Conviene no olvidar que es justamente la novela

194
el género literario más adecuado del siglo xix para la burguesía, en el
que se encuentra mejor representada.
Hay datos que muestran la disposición de Valera a mantener los
intocables valores de la aristocracia, como es la negativa de la empe-
ratriz brasileña para recibir a Rafaela. Leemos también: «No frecuen-
taban mucho su casa (de Rafaela) ni su tertulia las señoronas del país»
También lo muestra el orgullo de Rafaela: «... jamás me conformaría
yo a ser recibida en ese círculo por indulgente piedad; a que esc
círculo descendiese de su nivel para recibirme; a que entendiesen los
que viven en él que con su trato me purificaban».

PARCIALIDAD Y OLVIDOS

La actividad de Valera como diplomático, su origen noble, la pre-


tensión como autor realista de mostrar una realidad hermosa, le hicie-
ron olvidar algunos aspectos de la sociedad fluminense y de la vida
y circunstancias sociopolíticas de Brasil que influían en ella:

• Deja de lado el problema de los esclavos negros, justamente


en una época —1850— en que la extinción del tráfico de africanos
fortaleció la entrada en Brasil de un fuerte contingente de emigrantes
europeos; tampoco aparece la colonia española residente en la capital.
• Dadas las cifras de emigrantes alemanes —por dar un ejem-
plo— llegados a Brasil (71.247 entre 1833 y 1884), y aun sabiendo su
ubicación en el interior del país, es más que sospechoso que Juan Va-
lera ignorara los problemas que la emigración y la repartición de tierras,
que obligó en 1854 a crear el organismo Repartiçâo Geral das Terras
Publicas, causaban al gobierno y a la clase detentadora de! poder eco-
nómico; el hacendado Machado le dio oportunidad magnífica para
tratar el tema.
• Es también incomprensible que el escritor ignorara el submun-
do urbano de la capital del Imperio, la vida en los «morros», el pecu-
liar paisaje humano que hoy se nos sirve a través del carnaval y de
excelente uso literario.
• Los datos históricos que Valera da sobre Brasil no reflejan la
importancia de la política exterior del país desde el advenimiento de
don Pedro II al trono en 1840, especialmente en las relaciones con
Argentina, Uruguay y Paraguay (o los gobiernos de Juan Manuel Ro-
sas, Atanasio Cruz Aguirre y Francisco Solano López); Pedro Lobo
como personaje desaprovecha la oportunidad de tratar el tema histó-
rico, tan propio de la novela española del xix.

195
• Tampoco hace alusión a las luchas internas del país; a los
cultivos, que tuvieron principalísima importancia en la época, y que
coincide con la iniciación de la época del café (en 1858-1860 repre-
sentaba el 48,8 por 100 de las exportaciones brasileñas), o la evolución
industrial, que entonces se iniciaba y que elevaba de 50 fábricas en
1850 a 636 en 1889 el potencial industrial de Brasil.
• Igualmente ignora el problema religioso, con la importancia
que la masonería tuvo desde 1821-22, a pesar de ser la religión cató-
lica la establecida en el país según la Constitución de 1824; el padre
García goza en Genio y figura de indiscutible poder espiritual. Re-
cordemos, como dato, que el propio emperador don Pedro I fue Gran
Maestre de la masonería, y que tuvo también adeptos entre los padres
de la Iglesia católica.

Son todos éstos factores que obligan a creer en las palabras de


José Landeira Yrago cuando dice que Genio y figura es el canto a Bra-
sil de Juan Valera 4 . Pero no resiste, como este crítico pretende, la
comparación con las Memorias postumas de Braz Cubas, de Machado
de Assis.
Como novela realista incumple muchas de las características que
le son propias. Y el tratamiento de las clases sociales no hace pasar
Genio y figura de novela intencional y tímidamente sociológica, emo-
cional y parcialmente carioca. No en vano Valera se aparta en ella de
sus escenarios habituales, tan distintos a los de Brasil. Y así entramó
la novela con personajes y ambientes españoles, casi único asidero que
pudo dar a la novela carácter de tal y no convertirla en cuadro cos-
tumbrista, al que también se aproxima, o dispararla por la novela de
tesis, contra la que el escritor se pronunció en repetidas ocasiones.—
PABLO DEL BARCO (Departamento de Literatura Española. Facultad
de Filología. Universidad de Sevilla).

4
En «El Río de Janeiro que vivió don Juan Valera», Revista de Cultura brasileña, núm. 31,
páginas 101-103, Madrid, mayo de 1971.

1%
Sección bibliográfica

FRANCISCO AYALA: Recuerdos y olvidos. Alianza Tres, Madrid,


1982.

«Sin orden apenas ni concierto, traídos los unos por los otros y en-
lazados entre sí como cerezas que se van sacando de un cesto, mis re-
cuerdos han aflorado sobre el fondo gris e indiferente del olvido hasta
llegar con ellos a este punto. Pero no se entienda que es éste un punto
final.» Francisco Ayala se ha vuelto así, una y otra vez, hacia el pasado,
para concitarlo desde un presente que de continuo se desplaza. Entre
memorias y olvidos, el autor describe su infancia en Granada; los años
de juventud en Madrid; el exilio; sus tiempos pasados en Nueva York,
en Argentina, en Brasil, en Puerto Rico y en los Estados Unidos, y su
regreso a España. Se trata de un trabajo sin concluir: «dejar abierto el
libro de estos apuntes —escribe—, que seguirán adelante conforme mis
ánimos y el interés del lector lo consientan».
Ayala califica de «temeraria empresa» el acometer la biografía de
alguien, sea quien fuere. «Pero cuando ese alguien es —dice dirigién-
dose a su recopiladora Rosario Hiriart—, no un caudillo político o mi-
litar, sino un hombre que, por mucho que las circunstancias de su tiem-
po hayan podido zarandearlo, se ha dedicado al ejercicio de las letras,
y esto en maneja retirada, secreta casi, entonces el relato de los hechos
externos, cuya peripecia jalona la sucesión de sus días, tiene que pare-
cer insípido, insignificante y desprovisto de interés público.»
Es cierto que la biografía de un escritor son sus escritos mismos
y que en ellos se encierra el sentido de su existencia, y cierto también
es que si la noticia de tales o cuales pormenores anecdóticos sirve para
algo, será para ayudar a interpretarlos. Sin embargo, los recuerdos que
Hiriart se encarga de recoger no son ni insípidos, ni insignificantes
y carentes de interés, sino todo lo contrario.
Si el intríngulis de toda biografía radica en la conexión entre los
hechos externos, objetivamente comprobables, y el sentido íntimo de

197
la vida individual, el presente libro tiene mucho de biográfico, a pesar
de las constantes alusiones del biografiado a su falta de memoria: «Yo
jamás fui capaz de cantar la relación de los reyes godos, y aún hoy vacilo
en la tabla de multiplicar. Por eso me resisto a atribuirle mis olvidos al
socorrido recurso de la censura freudiana, tanto más no siendo yo de
esas personas propensas a cerrar los ojos frente a sus interiores abismos,
pues, al revés, estoy siempre dispuesto a asumir los más indigestos
manjares que la vida me ofrece, y me resigno a aceptarme tal cual soy».

DESPUÉS DE CASI MEDIO SIGLO

«Regresé, y todo seguía igual; todo respondía y se ajustaba en


seguida a la imagen de mi recuerdo. No era tanto que yo reconociese
lo que encontraba; es que buscaba lo que deseaba encontrar, recono-
cer. Nada había cambiado.» Esta es la impresión de Francisco Ayala
cuando, tras del largo exilio, volvió a España hacia 1960 y quiso visitar
los lugares de su infancia. Casi medio siglo había transcurrido desde
que por última vez viera su ciudad natal. Su familia salió de Granada
siendo él un chico a punto de acabar el bachillerato, y desde entonces
nunca más había estado allí. Había vivido en Madrid, en Berlín, en
Praga, en Barcelona, en Buenos Aires, en Río de Janeiro, en Puerto
Rico; pero nunca más había vuelto a Granada.
El traslado a Madrid se lleva a cabo a principios del año 1921, en
la esperanza de hallar más despejados horizontes, un vivir más desaho-
gado. Francisco Ayala recuerda su infancia llena de estrecheces eco-
nómicas. Sin embargo, su manera de ser siempre le ha ido ayudando
a superar las dificultades: «Este tono vital tan intenso —dice— in-
funde una radiante felicidad en los años de mi infancia y se mantiene
por el resto de mis edades sucesivas, permitiéndome a la postre obtener
un balance positivo de trayectoria humana como la mía,.en cuyo decur-
so no han escaseado las partidas siniestras».
De Madrid recuerda Ayala sus lecturas en la Biblioteca Nacional,
que le dieron acceso a la literatura de las generaciones del 98 y novecen-
tistas, de que apenas había tenido conocimiento durante los años de
su adolescencia granadina, pues «la librería de mi casa no alcanzaba
más acá de Valera, Alarcón, Pereda, Galdós y Clarín para la prosa,
y acaso un mero atisbo de los modernistas en poesía».
Su faceta de escritor incipiente comienza a manifestarse por aquel
entonces: «Leía insaciablemente y —dice— al mismo tiempo escribía.
Escribí mucho, ya sin hurtar de mis padres mis actividades literarias,

198
por más que siempre me costara cierta violencia el dejarles ver mis
tanteos, que serían bastante crudos.»
Ya en la Universidad, la memoria de Ayala destaca su primer año
de Filosofía y Letras, preparatorio de Derecho, que constaba de tres
asignaturas: «Literatura española, a cargo de don Juan Hurtado; Ló-
gica, a cargo de don Julián Besteiro, e Historia de España, a cargo del
señor Ballesteros Beretta». A los tres dedica sustanciosos comentarios.

E L CAPÍTULO FAMILIAR

Con gran cariño habla Francisco Ayala de los suyos, especialmente


de sus hermanos: «Al mudarnos a Madrid éramos siete hermanos. En
Madrid nacería la última, María de la Luz, Mariluz; pero aquí —es-
cribe— moriría Fernando, atacado de meningitis. Mis percepciones
previas de la muerte, por más que me afectaron, me afectaron desde
fuera, mientras que la desaparición de Eernandito me dejó anonadado,
hundido, muerto yo mismo. Lo quería mucho. En realidad he querido
siempre mucho a todos mis hermanos, aunque debo confesar que tuve
predilección por la pequeña Mari, a quien llevaba dieciocho años de
edad y por quien sentía una ternura que podría calificarse de paternal».
También cuenta con ilusión cómo consiguió sacar, por fin, a su
padre de la penuria económica: «Al proclamarse la República, uno de
mis amigos, Luis Recaséns, que ya había obtenido cátedra de Filosofía
jurídica y que desplegaba una ambiciosa actividad política como secuaz
de Miguel Maura en el partido de Derecha Republicana, siguió a su
jefe al Ministerio de la Gobernación asumiendo una Dirección general
bajo cuya jurisdicción quedarían las fincas del antiguo patrimonio de
la Corona, para las cuales había que designar administradores nuevos.
Le pedí que nombrara a mi padre para uno de esos cargos, y, en efecto,
lo envió de administrador al Monasterio de las Huelgas Reales,· en
Burgos, a donde se trasladó la familia, instalándose en una casa contigua
al convento». «Allí vivieron mis padres —comenta— hasta el final de
sus días, durante los cuales, por primera vez desde que se casaron,
pudo gozar mi madre la tranquilidad de no sentirse acosada de acree-
dores.»

LA ACTIVIDAD INTELECTUAL

Durante el verano de 1924, Ayala se puso a escribir su primera


novela: «Por supuesto —dice—, cuando escribí esta novela no pensa-
ba sino de un modo vago en la eventualidad de su publicación. La

199
manera en que vino a publicarse, y pronto, resultó de todo punto ines-
perada. Es claro que no hubiera podido hallarse editor para la obra
primeriza dé un joven desconocido, ni mi familia contaba con recursos
para mandarla imprimir por su cuenta. La eficaz intervención de una
señora a quien yo nunca había visto siquiera fue lo que me trajo este
regalo del cielo».
La publicación de Tragicomedia de un hombre sin espíritu le intro-
dujo casi de golpe en la vida literaria madrileña, y sería Melchor Fer-
nández Almagro quien le facilitaría el acceso. «Melchor era hombre de
tertulias —comenta Ayala—, y los tratos y transacciones del mundo
literario se cumplían entonces en Madrid, ante todo, mediante la tertu-
lia, con los inconvenientes, pero también con las ventajas de esa pecu-
liar forma de sociabilidad, abierta y fluida, que no requiere formalidad
especial para que alguien pueda incorporarse a un grupo.»
Por Fernández Almagro conoció a Manuel Azaña y a su grupo de
La Granja «El Henar». Azaña era por aquel entonces (1925) un escri-
tor más bien oscuro, con fama restringida en los círculos literarios,
y oscura era también su apariencia física: «Vestido de negro o de gris
—escribe Ayala—, sobrio de palabra, sobrio de ademán, sereno, frío,
cortés, tenía esa apostura que siglos atrás hiciera proverbial en Europa
el 'sosiego' castellano. Adusto de temple, con un áspero e intransigente
sentido de la dignidad, era generalmente respetado y aun temido por
el poder de su inteligencia».
En la tertulia del Pombo conoció Ayala a Gómez de la Serna,
a quien califica de «hombre aprensivo y cobarde», y de él comenta:
«No se imaginaría ni por un momento la admiración que antes, des-
pués y siempre he sentido hacia su obra, por muy insoportable que
su trato personal me resultara».
James fue quien le introdujo a la Revista de Occidente, llevando
primero algún original suyo, y una vez aceptado para publicación, lle-
vándole en persona, no sin previa obtención de la venia que permitiera
su acceso al sanedrín. «La tertulia de la Revista —escribe Ayala—,
a diferencia de las demás, era un círculo cerrado, y esto suscitaba entre
los excluidos, o no admitidos, resentimientos tremendos, verdaderos
odios africanos. Supe que originalmente los amigos de Ortega se reunían
con él en un café, pero después, huyendo de la intemperie social espa-
ñola y sus desapacibilidades, se confinaron en un salón del piso donde
las oficinas de la Revista estaban instaladas.»
Entre las anécdotas recordadas por Ayala, cabe destacar la de Zubi-
ri y Morenté: «Yendo un día a la tertulia —dice— coincidí con
Morente en el ascensor, cuya jaula estaba impregnada de perfume.
'Parece —le dije haciendo una inhalación exagerada— que hoy vamos

200
a tener damas entre nosotros.' 'No —aclaró don Manuel—; es el per-
fume de Zubiri.' Y así era; allí arriba estaba Zubiri con su atildamien-
to de abate dieciochesco. ¡Qué vueltas da el mundo! Muy poco des-
pués, siendo Américo Castro embajador de la República en Berlín, me
encontré con Zubiri en una reunión de la Embajada. Quería casarse
con Carmencita, la hija de Castro, como, en efecto, lo hizo una vez
obtenida la dispensa de Roma. Y, por su parte, Morente, unos años
más tarde, agitado y, sin duda, aterrorizado por los horrores de la
guerra civil, se reconcilió con la religión y hasta, viudo ya, se hizo cura».

LA GUERRA ESPAÑOLA Y EL EXILIO

En sus recuerdos y olvidos, Ayala revive también muchos trozos de


la historia política de España: la dictadura de Primo de Rivera, la
República y los años de la guerra civil. Acaba sus páginas con el cruce
de la frontera del ejército republicano: «en buen orden, depositando
armas y bagajes, sin el menor incidente». Mientras, por el sur de Fran-
cia, el estremecimiento y el pánico comenzaba a generalizarse, produ-
cido por la invasión de las tropas nazis.
Camino del exilio, comenta Ayala: «Yo no me hacía ilusiones nin-
gunas acerca del futuro. Sabía que había salido de España para muchí-
simo tiempo, quizá para siempre, y sin querer engañarme con falsas
esperanzas, me dispuse a rehacer mi vida al otro lado del océano.—
ISABEL DE ARMAS (Juan Bravo, 32. MADRID-6).

VISION Y SABOR DEL POSO DE LA NADA


(trilogía de Castillo-Puche)

La obra de ficción literaria publicada por José Luis Castillo-Puche


se inicia en 1943 con la aparición en el folletón de La Verdad, de
Murcia, de una novela corta titulada Bienaventurados los que sueñan,
y se cierra, por el momento, con Conocerás el poso de la nada, tercera
de las novelas de la llamada por él «trilogía de la liberación». Todo
este cuerpo literario, compuesto por once novelas de extensión normal
y otros tantos títulos correspondientes a relatos cortos, nace señalado
por dos fuerzas contrarias y complementarias. Hay en él, por un lado,
un constante interés por todo lo que comúnmente se tiene por real,

201
y por otro, un claro deseo de subjetividad y libertad de fondo y forma.
Como consecuencia, de ello surge una continuada tensión provocada
por el encuentro de esos componentes realistas y subjetivos. Esta triple
presencia —realidad, subjetividad y tensión— puede fijar muy bien la
obra de Castillo-Puche, clasificada en dos momentos diferentes como
realista o neobarroca. Pero a las dos etiquetas antes citadas, dado
también ese afán de subjetividad y libertad, podría añadirse, puestos
a utilizar otra —¿por qué no?—, la de romántica o neorromántica,
según se prefiera.
La realidad de Castillo-Puche se encuentra primeramente en el
espacio de tiempo por él acotado. De toda su obra narrativa, incluida
la extranovelística, puede afirmarse que está referida a un tiempo cuyos
límites enmarcan el presente histórico y vital de su autor. También
a esa realidad se la encuentra en el lugar en que discurre el relato de
ese tiempo como parte de una realidad geográfica conocida directamen-
te o visitada por él. La encontramos, por último, en la circunstancia
cultural, social e histórica reflejada por el autor y tan íntimamente a él
unida. Parece, pues, que toda esta obra debiera construirse y expresarse
sobre apoyaturas artísticas de tipo realista y objetivo. A este respecto,
ya el mismo Castillo-Puche, en cierto momento de su carrera, ha afir-
mado con toda claridad que el medio de que quiere valerse para la
traducción de sus materiales es la palabra, la frase vigente en el co-
mercio cotidiano del habla. Y consecuente con ese deseo y programa,
parece haberlo encontrado en un lenguaje desenfadado, coloquial, fa-
miliar, muchas veces incluso caracterizado por una gran dureza léxica,
así como también en un deseo y plan de transcribir objetivamente esa
realidad mediante los cuales nos es posible observar de cerca a sus
personajes sin llegar al encuentro con el autor, que prefiere «no estar»
en sus textos.
Por el contrario, con excepción de Oro blanco, novela sobre los
pastores vascos de Idaho vistos desde la distancia aséptica de un casi
guión cinematográfico, el resto de su producción novelística es un ins-
tintivo ejercicio de subjetividad, una vez que, libres sus criaturas de
todo yugo impositivo, usan el permiso de su autor para elegir la forma
de expresión sentida y determinada ante la propia circunstancia, el
peculiar problema o el carácter individual de cada cual. Siendo los
personajes de Castillo-Puche eminentemente subjetivos, subjetivas son
sus actitudes, reacciones, relaciones y formas de comunicación elegidas
por ellos. Quizá sea por esta razón por la que una ráfaga poética cada
vez más auténtica y convincente se filtra por las páginas de estos rela-
tos a medida que la obra se madura y se decanta. Así, las inseguridades,
lógicas en la citada Bienaventurados los que sueñan —con ecos de

202
Gabriel Miró, tartamudeos azorinianos y fogonazos vanguardistas, que
incluso se mezclan con la prosa infinitamente más segura de Sin ca-
mino— ceden ante una fuerza lírica mayor, extendida desde pasajes
profundamente sentidos y expresados en Con la muerte al hombro,
hasta otros, culminantes, de su trilogía final.
El inevitable encuentro de aquel realismo y este subjetivismo se
manifiesta en toda esta obra de Castillo-Puche en dos tipos de tensio-
nes y resultados. Uno afecta a la expresión léxica y el otro, paralelo,
se refiere al comportamiento de sus personajes. En cuanto al aspecto
léxico, estos contrastes y tensiones son la causa de sensaciones fónicas
y conceptuales sorprendentes: junto a palabras existentes, otras surgi-
das de la creación personal; frente a la última palabra, reflejo de una
moda pasajera, un arcaísmo vigente en otro tiempo; al lado de voces
bruscas, abruptas o soeces, la dulzura y patetismo de otras, expresivas
de lo eme Castillo-Puche ha calificado como de «endolorido». Y también:
murcianismos y regionalismos entrelazados con giros y vocablos de
sonido urbano; tecnicismos exactos o pedantes, extranjerismos necesa-
rios o innecesarios entremezclados con casticismos y palabras vagarosas,
como esos «abuelicos», pelusas vegetales o vilanos que vuelan por las
páginas murcianas de sus novelas. La misma sensación de claroscuro
barroco, por sus tensos contrastes, es la ofrecida por los altibajos de
carácter, los encuentros y esfuerzos agónicos de su fauna, zarandeada
por dudas, fobias, amores, enfermedades, muertes y represiones, en
verdadero friso humano tallado sobre el fondo de nuestra guerra fra-
tricida.
La memoria, lo recordaba recientemente Castillo-Puche, es la ceni-
cienta de las tres potencias del alma. Su brillo aparece apagado frente
a la lucidez y viveza de sus hermanas, el entendimiento y la voluntad. La
memoria, relegada hoy por modas y planes pedagógicos al desván del
olvido junto a la lista de los reyes godos, es no sólo la más desconocida
de las tres fuerzas del alma, sino la fuerza espiritual peor localizada por
la ciencia y i la más invasora de nuestra anatomía y del tiempo en que
ésta vaga inmersa. La memoria no trabaja solamente hacia atrás, hacia el
pasado, para recordarlo y grabarlo, sino que nos lo recuerda y refleja en
el futuro anticipado y nos instala en el presente. Somos presente por la
memoria, y por ocupar ella todo el hombre, el hombre es eso: memoria.
Toda la obra narrativa de Castillo-Puche, como la de cualquier
artista auténtico, es memoria: memoria del pasado, del presente, del
futuro. Y memoria de sí mismo —del José Luis que él cree ser y de
los otros José Luises, o Juanes, o Tomases, catalogados por Unamuno
en su paráfrasis del libro de Oliver Wendell Holmes—, que también
incluye al «sí mismo que no quiere ser» y al «sí mismo que quiere no

203
ser». Por esta memoria disparada en esa triple dirección temporal y es-
pacial, y en ese múltiple «yo», José Luis Castillo-Puche ha sido capaz
de expresar a su seminarista sin camino, a su joven con la muerte al
hombro, a su dubitativo vengador, a sus ávidos herederos que hicieron
partes de su dinero y de su vida, a sus románticos anarquistas fraca-
sados apoyados en alejados meridianos y en iguales paralelos, a su ex-
traviada y pobre oveja murciana camino del matadero.
En un espacio de cinco años —de 1977 a 1982— aparece la «trilo-
gía de la liberación», compuesta por El libro de las visiones y las apa-
riciones, El amargo sabor de la retama y Conocerás el poso de la nada.
Media entre el comienzo de esta publicación y la terminación de Sin
camino otro de treinta. Son treinta años de actividad y vida que forzo-
samente han creado un poso en el alma y en la obra de Castillo-Puche.
Con entendimiento, voluntad y memoria nos lo ofrece ahora en su
última creación, novela-síntesis de una trilogía-síntesis. En el fondo de
ambas está el mejor narrador, el mejor buceador del espíritu que hay
en Castillo-Puche, los infinitos hombres de un hombre que ha dedi-
cado gran parte de su presente a una recreación. En el compendio
humano que constituyen sus páginas leemos —o mejor, releemos—
sus mejores páginas de siempre. A ellas vierten todos los caudales ante-
riores, y lavadas y rodadas, resurgen o desaparecen las voces de los pri-
meros aprendizajes, de las dudas y eclecticismos siguientes, de los antes
intentos frustrados y después hallazgos, en la búsqueda siempre em-
prendida de lo representativo y auténtico. En esta síntesis final, en la
que el hombre llega, en su intento de conocerse y conocer, a acercarse
al poso de la nada que lo informa, las páginas han recogido en la re-
tícula de sus renglones otro poso: el poso léxico viejo y nuevo con el
que se ha ido gestando la obra de nuestro autor. En esas páginas, gra-
cias a sus palabras, nos estremecemos junto al estremecimiento mínimo
o desmesurado de un detalle o de una situación sostenidos con maes-
tría y emoción poéticas; reconocemos a las criaturas que vuelven o las
por primera vez censadas; caminamos «a perchones» empujados por
el viento de Hécula entre cerriles y fantasmales visiones para acom-
pañar a la muerte y huir de ella hacia las tierras húmedas y verdes del
Norte, donde también la encontramos administrada por exaltados ex-
ploradores del terror. Por esas páginas, la última muerte de la madre
nos hace revivir la otra, muchas veces contada en circunstancias dife-
rentes de esa madre múltiple y siempre presente junto al niño, adoles-
cente y adulto que componen al protagonista corpóreo e inasible de
esta trilogía, de toda la obra de Castillo-Puche, en las que la onda
•expresiva mezcla y confunde autor y receptor:

204
«y a veces pienso si no sería cosa de la memoria, porque tampoco aquel
callado y loco amor que tanto has recordado parece que te pertenezca,
que la memoria quizá nos juega estas pasadas, espejismos o sueños, lo
que se quiera, y lo mismo todo lo de la guerra, que parecen existencias
de otro, de alguien que has conocido, que lo has conocido muy bien,
pero que de ninguna manera eres tú mismo, ni es tu destino, como si te
hubiera tocado cumplir los sueños de otros, nunca los tuyos, y habrá que
ver si los sueños no han ido por un lado y el destino por otro» [...]
«si puedes recordar, que ni eras tú ni eres el que eres, aunque ahora no
tengas más remedio que aceptar o adoptar una identidad —¿un nombre,
un carné, una fotografía?—, cuando lo que eres y siempre has sido es
un prófugo de ti mismo, un fantasma de otro al que persigues y sigues
inútilmente, un ser dividido y roto, como la serpiente que deja su piel en
primavera, ahí queda eso». (Conocerás el poso de la nada, Barcelona,
Editorial Destino, 1982, pág. 51.)

Conocerás el poso de la nada tenía que ser contada, como el resto


de la trilogía, de un tirón y siguiendo la técnica del plano temporal,
localizador y psíquico único y multiplicado: el mismo plano desde el
cual el hombre solo que hay en todo hombre se dirige a sí mismo y a
sus múltiples hombres que lo constituyen; un plano, el último, en ese
proceso progresivo de desdoblamiento de «autores» y criaturas litera-
rias que buscan y encuentran así su mayor rendimiento expresivo; un
plano totalizador capaz de reflejar como el espejo que se refleja a sí
mismo dentro de otro, con exfoliadora e integradora actividad a un
tiempo, toda la memoria que es el hombre.—EMILIO GONZÁLEZ-
GRANO DE ORO (Brock University. St. Catharines, Ontario, CANA-
DA, L2S 3A1).

" P A S O S E N LA M E M O R I A " .

J O A Q U I N M A R Q U E Z O LA I N V E N C I Ó N
DE PRESENCIAS

El tiempo perdido, la historia revivida, el futuro inventado o los


sucesos acaecidos como nosotros deseamos que acaezcan son monumentos
tangibles a una memoria, cuyos pasos no hacen más que preceder a cuan-
to de real pueda tener lugar en el oscuro momento en que se desenvuelve
nuestra ávida existencia. No así exactamente, pero algo de todo ello hay
en estos Pasos en la memoria, de Joaquín Márquez.

205
Con este libro, ahora editado por el Excelentísimo Ayuntamiento de
Gandía, Márquez obtuvo el XIV Premio de Poesía Ausías March 1976.
Realmente, pese a los esfuerzos loables por una innovación de las formas
poéticas, pienso que la poesía no debería esforzarse demasiado por re-
currir a tales eventos renovadores, tal vez porque lo que pudiera lograr
en belleza «gráfica» le podría ser restado a los necesarios ritmo y musi-
calidad precisos para que la poesía no deje de ser lo que algunos, modes-
tamente, pensamos que debe ser, o sea, una forma de expresar la belle-
za, lo bello, a través del lenguaje escrito o hablado. Y si, para hacer
justicia, podríamos citar muestras importantes de poesía «gráfica», hoy
nos quedamos en afirmar que la poesía de Joaquín Márquez nos parece,
nos ha parecido desde tiempo atrás, un magnífico exponente de cómo
es posible crear un lenguaje pleno de ritmo y musicalidad para expresar
cuánto de importante nos rodea, desde la belleza hasta los recuerdos,
sin olvidar paisajes, silencios o sentimientos. De Márquez, nacido en
Sevilla en 1934 y director de la revista poética Cal, que se edita en
aquella ciudad, decimos en otro lugar, refiriéndonos a El tren desnudo,
que obtuvo el Premio «Alamo» 1974, que es un inventor «de itinerarios
donde la soledad persigue al hombre camino de silencios y en permanente
búsqueda de una solución llamada amor». En el caso que nos ocupa, la
temática es más ancha y discreta, más audaz y feliz. Joaquín Márquez,
tras el poema pórtico que lleva el título del libro, divide éste en tres
partes. Y si en Pasos en la memoria venía a decir que:

Los lentos bueyes


de la memoria
van pasando, cansados,
una y otra vez,
por los mismos caminos,

los primeros versos de «Caminos de ayer», en el poema Entonces, nos


muestra un extenso mundo infantil, ya preterido, aunque gozoso, del
que lo más importante que podemos guardar es un recuerdo concreto
y sabio, como es el hacer que permanezca intacto el pensamiento de los
primeros años, junto al deseo de golosina y el rememoreo de «que los
hombres, / si eran malos enteros, / debían ofrecerse en pie», lo que
nos va a manifestar una entereza de contemplar la vida, los futuros, en
su vertiente real cara a devenires inmediatos donde la soledad pueda
existir, pero no insistir en nuestra existencia. En este sentido se nos
muestran los versos de Yo tuve un profesor («Hay hombres que han
nacido para libros; / serios como los buenos diccionarios»), donde la
tenacidad y el amor hacia todo aquello que puede ser futuro se hacen
una casi cruel realidad permanente. En este orden de cosas, el siguiente

206
poema, Yo recuerdo que fui, nos merece el mayor elogio por sus versos
rotundos, donde, aquí con más fuerza tal vez, los pasos se hacen firmes
en la memoria del autor para mostrarnos un pasado difícil, pero feliz-
mente superado en el camino de presentes inciertos, de futuros ame-
nazadores, de existencia llena de vitalismos consecuentes... («La muerte
estuvo allí, ¿dónde no estuvo? / Primero había un niño; después,
nada. / Bajaron las persianas de la risa. / Perdieron el sentido los colo-
res...») El resto de los poemas de esta primera parte son rememorado-
res de un ayer cuyas presencias se han abierto a la búsqueda incesante
de esos Caminos de mañana, que con el subtítulo de «Versos para una
niña» conforman la parte segunda del poemario. «Dio rama y flor y
fruto y primavera, tronco rico en abrazos. / Tuvo pájaros / que bordaron
la risa sobre el aire, / y se iniciaron gestos luminosos ya para siempre»:
son los primeros versos de Ya es mañana, poema donde una especie
de predestinación innumerable trata de acercarnos a un futuro menos
imperfecto que el presente que ahora nos asalta o aprisiona. Hay en esta
parte otros poemas de un interés especial, como el titulado El pájaro,
donde escuchamos atónitos cómo «Igual que un meteorito de algodones /
entró por tu ventana / el gorrión», cuestión aparentemente fugaz, pero
que nos lleva al recuerdo siempre vivo de espacios abiertos donde la
libertad lo menos que puede ofrecernos es una continuidad de minutos
y siglos, donde el hombre, al menos, intente ser feliz al margen de
odios, impuestos, ideologías y prohibiciones. En este mismo tono surgen
los versos de Castillo de arena, dilatando nuestros deseos por encima de
ese azul misterioso y arcanizante que nos situará al otro lado del tiempo
y de las insoluciones para esta historia de ser ayer, hoy o mañana infi-
nitas partículas perdidas en medio de la nada. El epílogo del libro, bajo
el epígrafe denominado «El tiempo donde fuimos», contiene dos bellos
poemas. El primero se titula Momento en azahar, y es una larga historia
de afecto y de silencios («Tus dedos / arañando pasado, abriendo puer-
tas / antiguas. La memoria en equilibrio / entre el ayer y el hoy»),
donde todo nos lleva a la búsqueda impertérrita de cuanto amable tuvo
lugar en nuestra existencia aterida. El último conjunto de versos viene
a formar un soneto titulado Los recuerdos. Valga aclarar que es el único
soneto de todo el libro y que su ritmo es perfecto, lo cual ya nos obliga
a su íntegra reseña al fin de esta recensión. Todo cuanto de él deducirse
pudiera queda casi al gusto del lector, a quien situamos sin pérdida de
tiempo ante los versos importantes, inquietos, de un poeta sevillano
llamado Joaquín Márquez.

207
UN POEMA DE JOAQUIN MARQUEZ

«LOS RECUERDOS»

Las hojas, los recuerdos. De la rama


se deslizan al suelo en una muda
invocación. Y el árbol se desnuda
y el corazón la tierra nos reclama.

Y caen los momentos. Se derrama


el tiempo donde fuimos, sin que acuda
a parar tanto otoño la menuda
savia que bacía verdear la trama.

Las hojas, los recuerdos. Triste alfombra


con que alivia caminos el olvido.

¿lian de acabar perdiéndose en la sombra?

No puede ser tan dura. Vamos dando


trozos de vida, estampas que han vivido.

Y Dios las debe estar coleccionando.

MANUEL QUIROGA CLÉRIGO (Real, 6. ALPEDRETE [Madrid]).

INTENSIDAD Y VITALISMO EN LA POESÍA


DE MIGUEL FERNANDEZ
(Del jazz y otros asedios)

Afirmaba Francisco Brines en un artículo reciente, titulado «Oficio


de la poesía», que ésta «tanto en quien la hace como en quien la re-
cibe es primordialmente un acto de intensidad» '. Tal aseveración es
una lúcida manera de empezar a abordar el problema de lo poético, y
de situarnos en la parcela que se aproxima a la «función exaltadora
de la vida» que también se percibe en el fenómeno de la escritura,
como una característica o como una de sus resultantes más preeminen-
tes. No entramos en los aspectos de identificación de lo sexual y de lo
poético, en los que más adelante se detiene Brines (aspectos que ya
han sido muy pormenorizados y muy defendidos por otros autores,
como Severo Sarduy, por ejemplo), y no entramos en ello, entre otras
razones, porque el sentido de afirmación totalizante que entraña definir

1
FRANCISCO BRINES: «Oficio de la poesía», Letras, num. 0, Valencia, diciembre de 1979.

208
lo poético como acto de intensidad es suficiente, o lo que es lo mismo,
opera más decididamente como visión global, como proposición unl-
versalizante, que acoge un sinnúmero de apartados de orden secunda-
rio. Tampoco es éste el lugar más idóneo para enjuiciar esas coinciden-
cias o conexiones secundarias.
Caracterizar el proceso creativo como acto de intensidad es casi
marcar la valencia que rige en las obras de muchos de nuestros poetas
actuales. Nosotros coincidimos con Brines, puesto que venimos airean-
do una propuesta paralela desde hace tiempo, la propuesta de que el
poeta a través del poema celebra el mundo, celebra lo circundante, im-
plicitando en ello todo un capítulo de resortes mágicos y rituales en
los que creemos visceralmente, muy a pesar de las inquisiciones de Ce-
laya. Esta, y no otra, es a nuestro entender la verdadera dirección de
los últimos escritores españoles en materia poética, y esta y no otra es
la causa del resquebrajamiento de la linealidad con la que venía con-
cibiéndose la poesía española desde la primera promoción de posguerra.
La segunda promoción rompería, sin grandes estridencias, con Ja pre-
cedente, para desembocar en una conjunción de propósitos y de poéti-
cas con los actuales grupos literarios, tanto el de los conlranovhimos
como el de escritores de la periferia, encuadrados en su mayoría en los
núcleos de los setenta.
En esta encrucijada ha de situarse la producción de Miguel Fer-
nández, perteneciente a esa segunda oleada de posguerra por vincu-
laciones mayores, o si preferimos a ese grupo generacional de los cin-
cuenta, para evitar el tan reiterado recurso referencial del conflicto bé-
lico. Desde el 58, en que se publica su primer libro de versos, Credo
de libertad 2, hasta hoy, han transcurrido más de veinte años de hacer
poético. En este espacio se han sucedido nueve volúmenes. El último
de ellos, del que nos ocupamos aquí, ha visto la luz recientemente en
edición de Angel Caffarena. Toda una trayectoria que ha hecho deri-
var su obra hacia diversos caminos experimentales culmina momentá-
neamente en este límite impuesto por Del jazz y otros asedios3, el texto
más breve, pero no por ello menos enjundioso de los salidos de su
pluma.
Si en su obra anterior Miguel Fernández abundó en la dramática
y existencial propuesta de su Credo de libertad; o desvió su palabra
hacia capítulos testimoniales, acordes con la prerrogativa de las esté-
ticas humanizadoras de la época en Sagrada materia "; o esgrimió en su

2
M. F.: Credo de libertad, Colee. Mirto y Laurel, Teman, 1958.
3
M. P.: Del jazz y oíros asedios, Ed. de Angel Caffarena, Publicaciones de la librería anti-
cuaría El Guadalhorce, Málaga, 1980.
4
M. F.: Sagrada materia, Colee. Adonaís, Ed. Rialp, Madrid, 1967.

209
Juicio final5 un verso de desbordamiento barroco y una preocupación
por la emotiva y retrospectiva búsqueda, una actitud de recuento espi-
ritual abarcadora del hombre situado, localizado, como quería Vicente
Aleixandre, mas aquí, situado en una especie de devenir temporal y
espacial; si en esa trilogía previa abundaba el poeta en tal diversidad
de módulos significativos, practicaba a su tiempo una ingente propuesta
de ejercicio en la intensidad, en la celebración, lo que no sería difícil
de comprobar llevando a cabo una lectura atenta de sus versos. A esta
propuesta aconteció un cambio de rumbo con Monodia6, Atentado ce-
leste 7 y Eros y Anteros 8, pasándose del vitalismo testimonial a otro
vitalismo esencial, de cariz más experimentalista, marcado por unas
connotaciones de aventura desde la palabra. Este segundo ciclo conclu-
ye acuñándose su estilo de verso depurado y de dicción sintética. La
séptima entrega supuso una apertura a un mundo divergente, a un
mundo de multiplicidad, si comparamos los textos que siguen con los
engarzados conjuntos anteriores. Efectivamente, Entretierras 9, medita-
ción y prospección en la temática de la muerte, constituyó un universo
en sí mismo, como lo fue a su vez Las flores de Paracelso ,0, en el que
el escritor discurría por los enclaves herméticos y ocultos, poetizando
el legado vegetal y mágico de la Botánica del célebre Paracelso, el mé-
dico y alquimista de Etzel, y ultimando, por otra parte, de una manera
definitiva su poética obsesiva de síntesis emblemática. En todo este
proceso, su poesía no ha dejado de manifestar un vitalismo (más acen-
tuado en sus primeras entregas) de matices diversos: testimonial, es-
piritualista y religioso, o de puro goce en la delectación verbal (esa
enérgica invitación de su escritura al desbordamiento de la palabra
culta y pletórica, de precisión arcaica y de sugestión novísima).
Del jazz y otros asedios viene determinado por una experiencia par-
ticular: en febrero del 78 viajaba el poeta a Dinamarca para dar unas
conferencias. La asistencia una noche al Vognporten Jazz de Copenha-
gue, en donde tienen lugar actuaciones y recitales de este tipo de mú-
sica a cargo de grupos jóvenes, desencadena toda una alucinante tabu-
lación. Decía Kipling que al escritor le es dado el inventar la fábula.
Y este don de fabulación, este don de enarbolar quimeras, es precisa-
mente el que lleva a efecto el poeta, aunque en este caso, y a diferencia
de lo que decía Kipling, en este texto se aireen conclusiones de carácter
ético o moral. Un conjunto breve, catorce poemas de corta extensión,
será, sin embargo, suficiente para concluir todo un ciclo en el que
5
M. F.: Juicio final, Colee. Biblioteca Nueva, Madrid, 1969.
6
M. F.: Monodia, Colee. Arbole, Madrid, 1974.
7
M. F.: Atentado celeste, Libros Dante, Madrid, 1975.
8
M. F.: Bros y Anteros, Colee. Alamo, Salamancsa, 1976.
9
M. F.: Entretierras, Colee. Ámbito Literario, Barcelona, 1978.
10
M. F.: Las flores de Paracelso, Colee. Añade, Antonio Ubago, editor; Granada, 1979.

210
acuden numerosas y vertiginosas imágenes que suscitan un entramado
coherente. El asedio podría erigirse en la técnica que sustenta dicho en-
tramado lírico. Se trata de un asedio doble, por una parte, al que siente
el poeta ante la sobreabundancia, la invasión literal de la música, de
los gestos, de las posturas, de las arengas políticas que se continúan
tras de cada actuación; la avalancha de una generación que defiende
una concreta ideología, una precisa interpretación vitalista y rebelde del
mundo. Por otro lado, el asedio particular, la ebullición interior del
creador, la personal ficción de esa realidad, representada sobre un es-
cenario, como si se tratara de un drama elevable a categorías simbó-
licas mayores. Precisamente esta segunda actitud de asedio, la que se
encarna en los versos, decide formalmente el devenir del poemario. De
algún modo, se procederá virtualmente asediando los múltiples encua-
dres que aquella concisa realidad de la calle Magstr, 14, ofrece. Tal dua-
lidad es claramente perceptible en los recursos y en la orquestación que
privan en todo el libro: así lo exterior que afluye asediando al poeta,
y la respuesta de éste, un nuevo asedio al rememorar la vivencia en
los versos.
El descriptivismo, el estilo de ráfaga, acentúan el núcleo testimo-
nial de este drama. Sus cantos propenden a la conjunción de elementos
que excitan de por sí al lector. Es frecuente un cromatismo intenso,
sin que se corrobore necesariamente a través de la enumeración de co-
lores preferentes en las composiciones. El propio poeta nos escribía en
su tiempo hablándonos de su experiencia, cuando acababa de puntua-
lizar el presente texto. Su lúcida visión encarna más oportunamente la
pretensión que le incitó a escribir aquellos poemas: «De tal unidad de
arengas políticas y estridencias musicales surgió en el recuerdo el Mayo
francés del 68. Si la imaginación es capaz de ser armónica improvisando
la música, así la preconizada imaginación al poder que sustentó tal
efemérides parecíame en aquel lugar el punto de arranque de la revo-
lución. Como si el local en la calle Magstr, 14, fuera templo, taberna,
cuartel, donde se confabulaban las posturas de rechazo a un sistema,
para imponer, en tal ambiente, en el tráfico de jóvenes por el local, la
salida a la calle con sus himnos.»
En cierto modo, la detonación de esta rebeldía sacude íntimamente
los versos, que persiguen la simbólica algarabía, la mascarada indómi-
ta, la lujuria, la libertad sexual, la nueva propuesta de la imaginación
y de la fantasía, el alcohol, el indumento extraño y original, el vocerío,
la reconversión de la vida y tantos otros temas arquetípicos que ac-
ceden como tromba, como una conquista ya consumada y, sin embargo,
vigente:

211
La trompeta granándose al pecho enmedallado
llanto es, no promesa
de redención.

Que así ordena el concierto


la orgía del estruendo de quien vivo, se exalta.

Han pasado una historia


de acidas cervezas, espumadas
en los labios mordientes
de la revolución.

'Tumbó el de rubio acorde en otro día


barricadas de adobe;
ellos, los huidos de estocadas
con el blasfemo frenesí del golpe ".

Estos temas se adoptan conflictivamente, y se resuelven no menos con-


ductivamente. Hay en esa épica vitalista todo un sentimiento de pugna
interior que opera de manera intensificadora, aumentando el registro
de las composiciones:
Aleve y ya en rumor de labios
indulgentes; mostrándose
la abierta boca,
hunde su poma carmesí
al otro labio que le enfrenta lucha:
sólo amor es poder.

Hasta la entrega que en el beso inmola


tanto afán,
uno de ellos vencerá u.

El experimento de esta entrega, compuesta a la zaga de unas cons-


tantes reiterativas múltiples, resulta, en comparación con la obra pre-
cedente, un núcleo de actividad y de creatividad vertiginoso. Las llama-
das ideas-fuerza que se adelantan en las composiciones, son nítidas: ju-
ventud, música, rebeldía, libertad, amor; casi cinco pilares que des-
tronan el supuesto estatismo de otras constantes mantenidas y de otros
modos arropados por la generación del poeta. De ahí también esa nos-
talgia que surge de la confrontación de mundos, esa triste nostalgia del
tiempo ya ido, en contraposición a la suerte de victoria que ondea en
el gestualismo o en las mentes de estos jóvenes del Vognporten Jazz.
La fantasmagoría aconteció en la noche, cuando el licor corría y se ama-
ban sin límites por el norte de Europa. El poeta asiste a tal drama y lo
evoca a su vuelta; por ello, desde el arrebato inicial, se desemboca en
" M. F.: Del jazz y otros asedios, op. cit., pág. 9.
12
Ibidem, pág. 14.

212
la reflexión contemplativa, en la rememoración o en la adoración de
otros ídolos caídos: «contempla a cuantos fueron en la generación: /
irredentos por tránsfugas, malheridos de encono; / solos de gabinete
con su botella siempre / bebida hasta la he/.. / Que así es la soledad» '3.
La tempestuosa descripción del inicio tiene su final así, en una tras-
lación al universo coercitivo, a los enclaves de una promoción en los
que no se dieron tales algarabías; aquellos anduvieron rriarcados por
la impotencia y la repulsa, y amasaron el pan de su angustia con las
propias lágrimas, solos y en soledad. Por eso, las prerrogativas de una
juventud hiriente, tienen su contrapartida en las que surten de la ima-
ginería del poeta (entiéndase de su desnuda confesión), y así: la refle-
xión, la pérdida o la derrota, la soledad, la ira contenida, la turbia he-
rencia, lo entredicho, la práctica imposible, etc., integran el desespero
emotivo de los últimos temas. No en balde en uno de los poemas fina-
les se concluye: «El incomunicado del escarnio, / acércate hacia el bor-
de. / Contempla así tu tierra. / Salta al abismo de la mar gritando: /
nadie recuerda ya las profecías» M.—JOSE LUPIAÑEZ (Arturo Re-
yes, 7, 2" ixqda. MELILLA).

M. T. JONES-DAVIES: Victimes et Rebelles: L'écrivain dans la so-


ciété élisabéthaine. Paris: Aubier Montaigne, 1980, 206 págs.

El escritor inglés de la época isabelina —época de opulencia y es-


plendor en la que el autor se siente estrechamente vigilado— se nos
muestra unas veces pesimista, otras optimista, alguna vez nihilista, pero
siempre con la sincera pretensión de proponer cierta imagen de la
sociedad en la que vive. La escritura que idealiza la vida o la describe
con realismo, que se sabe divertida, cruel o simplemente informativa,
nunca puede ser indiferente a la situación vital y social que anima su
existencia, sino que, por el contrario, trata siempre de descubrir aque-
lla ligazón y responsabilidad más o menos explícita y concreta del autor
para con esa sociedad de la que él es un miembro activo y creador.
Testigo de la angustia de los tiempos, sometido a presiones de todo
tipo, con una censura rígida y totalizante que le acosa, el escritor isa-
belino, incluso cuando se evade a terrenos imaginarios e inventa una
comedia, una farsa o una mascarada, nunca cesa de preguntarse a sí

" Ibidem, pá«. 23.


·• Ibidem, pág. 25.

213
mismo y preguntar al espectador o lector por el sentido del tiempo
y del espacio, de la historia y de la peripecia individual que enmarcan
nuestra existencia y envejecen el mundo. Y esa aventura ficcional en
la que el autor isabelino se sumerge da rendida cuenta del eterno dile-
ma en el que el escritor de esta época se reconoce radicalmente atra-
pado cuando —en su búsqueda de la verdad— se ve inevitablemente
forzado a tomar partido y elegir un modus vivendi que le personalice
y distinga claramente de su entorno.
De esta forma, el estudio de la profesora M.. T. Jones-Davies par-
tiendo de la imagen del contraste, orden y caos, riqueza y pobreza,
máscara y antimáscara que configuran a la sociedad isabelina con una
faz polivalente y multicolor, trata de recomponer un minucioso y apa-
sionado sumario de todos aquellos pormenores, virulencias, alegrías,
desilusiones y fracasos para explicar las distintas alternativas y opcio-
nes personales de los isabelinos. El mundo desgarrador y combativo de
Robert Greene, Thomas Nashe, Thomas Lodge, Thomas Dekker, Tho-
mas Kyd y Christopher Marlowe —autores que son el sustrato esen-
cial y seminal de un «ausente»— sobrecoge por su dureza proyectando
ante los asombrados ojos del lector una historia raramente contada.
Porque una de las más aparentes sorpresas —de las muchas que escon-
de la originalidad del presente estudio— está en la voluntaria decisión
de dejar un poco al margen al «gran dramaturgo», al «gran poeta», en
un justo y sano gesto por buscar la ecuanimidad de la época, y quizá
en un intento por demostrar que los «demás» también cuentan. De
motu propio se abandona el Olimpo iniciando así un impresionante
descenso a los infiernos. Ya no estamos en el teatro, ante el escenario,
y los personajes han dejado de ser caracteres de ficción: «para Dekker,
como para otros muchos, el mundo es una prisión —no en el sentido
metafórico de Thomas Moro, una prisión donde Dios sería el carcele-
ro—, sino una prisión en el sentido literal, un antro de miseria» (pá-
gina 116).
El planteamiento general del libro es agresivo, desmitificador, in-
cisivo, en la línea de críticos como Dover Wilson, C. Pérez Gallego,
M. A. Conejero, Wilson Knight o Kenneth Muir, para los que lo im-
portante es mostrar cómo «mientras los sermones se hacen eco de los
mandatos que proponen la obediencia, se sirve del teatro para avanzar
las nuevas ideas. El teatro multiplica los desafíos lanzados contra la
autoridad. La idea de matar al rey se convierte en el escenario en una
suerte de aspiración hacia la libertad. Aquello que parecía inamovible
se puede cambiar por la osadía de unos pocos: un nuevo sentido de la
historia se pone en marcha» (pág. 18). Y es precisamente en Henry IV,
en aquella escena en que Falstaff juega a ser rey, y el futuro rey juega

214
a ser Faltstaff, donde se traza de un modo magistral y plástico esta
línea divisoria entre el reino de la miseria y el reino de la opulencia,
que M. T. Jones-Davies propone como mundos irreconciliables en la
época isabelina.
El final es siempre —dice M. T. Joncs-Davies— como aquel de
Jerónimo en The Spanish Tragedy, de Kyd, «que habiendo perdido la
esperanza de hacerse rendir justicia monta su venganza en la trampilla
de un teatro donde él mismo ha cerrado cuidadosamente la puerta con
llave. El teatro dentro del teatro se torna en el lugar real para rendir
cuentas. El aislamiento de Jerónimo en su desesperación alcanza su
cima cuando se arranca la lengua para hacer definitivamente imposible
toda comunicación con los demás. Convertido en homo ludens, el héroe
se confunde con el hombre de teatro, que explica así su angustia por
no poder relatar el dolor y sufrimiento que lo habita» (pág. 166).
En resumen, pues, este libro se enmarca en la tendencia crítica co-
nocida como Sociología de la Literatura, en la zona del análisis pre-
textual, describiendo la red de relaciones, el conjunto de valores y ob-
jetivos, la serie de circunstancias físicas y sociales, los distintos caminos
de producción y recepción artística, los avales personales y políticos
necesarios, etc., es decir, insistiendo una vez más en que para entender
Richard II es preciso haber pasado antes por el mundo de la conspira-
ción y complicidad del duque de Exeter y el mundo de indigencia,
persecución y dependencia del escritor isabelino: «Así toda una cons-
telación de ideas en los textos de estos escritores ilumina los problemas
que confronta el poeta, la ciudad y el mundo al que pertenece. Estas
ideas reflejan en grados diversos la lucidez de sus autores y su búsqueda
intransigente de la verdad» (pág. 177).—RICARDO SOLA BU IL (De-
partamento de Inglés. Colegio Universitario de Soria.)

UNA REFLEXION LUCIDA SOBRE LA POESÍA:


"LAS CORTEZAS DEL FRUTO", DE ALVARO
SALVADOR

El libro Las cortezas del fruto, de Alvaro Salvador (Granada, 1950),


viene a culminar una trayectoria iniciada con la publicación de Y...
(Premio «García Lorca» para estudiantes, Granada, 1971) y continuada
por La mala crianza (Angel Caff arena, Málaga, 1974), De la palabra
y otras alucinaciones (Vélez-Málaga, 1974) y Los cantos de Iltberis

215
(Jaén, 1976). Las cortezas del fruto x es un libro de larga c intensa
elaboración que recoge poemas escritos entre 1973 y 1979, poemas
cuyo denominador común podría ser la reflexión sobre el propio dis-
curso poético. Sin embargo, es preciso aclarar de entrada que no nos
encontramos ante un texto en la línea de la «metapoesía», tal y como
se entiende desde comienzos de los años setenta; más específicamente,
desde la publicación de libros como El sueño de Escipión y Variacio-
nes y figuras sobre un tema de La Bruyère, de Guillermo Carnero,
o Els miralls, de Gimferrer.
Alvaro Salvador sitúa la problemática en un espacio completamente
distinto a aquel en que se desenvuelven los citados textos; para él, no
se trata en absoluto de consagrar a la «Palabra» como única represen-
tación válida de la «frustración de la experiencia», situando, en última
instancia, al discurso poético como Lenguaje «neutro», que no sólo
está por encima de las clases, sino que además representaría, en sí mis-
mo, una «respuesta» a los mecanismos uniformadores del Poder, como
escribe Bousoño acerca de la poesía de Guillermo Carnero 2. En resu-
midas cuentas, ello supondría una vuelta a las teorías que consideran
la lengua literaria (poética, especialmente) como écart, frente a la norma
lingüística uniformada. La palabra es lo único que «sobrevive» en tanto
en cuanto es válida por sí misma, como lenguaje artístico —«no ilusión
de realidad, sino ficción de arte», en términos de Bousoño— «puro»,
«no manipulado», etc. La reflexión de Alvaro Salvador comienza por
desenmascarar esa supuesta neutralidad del lenguaje (del lenguaje poé-
tico, en este caso). El lenguaje es ideología, y la ideología no está cons-
tituida por una serie de «contenidos falsos» —deformados—, sino que
se establece como un dominio superestructural que da coherencia a la
totalidad de la estructura social, siendo además inconsciente y de clase.
La producción literaria se articula conforme a un determinado pro-
yecto ideológico y un inconsciente, pero, según dice el mismo Alvaro
Salvador en otro lugar, «el inconsciente no es ninguna forma inferior
de la conciencia humana, sino un nivel, un espesor completamente dis-
tinto y diferenciado... El producto artístico. será una realidad que se
elabora desde la consciencia y se construye desde el inconsciente» 3. En
cierto modo, el texto es algo «ajeno» al autor, desde el momento en
que puede superar su proyecto ideológico.

1
ALVARO SALVADOR: ¡.as cortezas del fruto, Endymion, F.d. Ayuso, Madrid, 1980. Prólogo de
Juan Carlos Rodríguez.
2
Ensayo para una teoría de la visión, Hiperión, Madrid, 1979. En este sentido, vid. el articulo
de J. A. FORTES: «La teoría de Carlos ïïousono sobre la poesía de Guillermo Carnero», en Hora
de Poesía, núm. 12, noviembre-diciembre de 1980, págs. 76-84.
3
ALVARO SALVADOR: «Otra crítica, otra ciencia», en Letras del Sur, núm. 2, marzo-abril de 1978,
páginas 29-32.

216
Asi el poema labra su destino
fuera de ti, sin ti,
en cada roce de ti, con cada linea transparente,
con cada nudo de lo que tú no ves
y te rodea,
asi el poema se alimenta
dentro del horizonte tuyo no labrado
sólo por ti,
sino por todo aquel tú mismo
en esa vida
que compartes
oscuramente, al margen de tu genio.
(«Lugar que quiebra», pág. 32.)

El poema, la «obra de arte» en general, se construye como salida


de contradicciones neuróticas que la ideología produce, respondiendo
a una esquizofrenia, en el sentido en que de ello hablan Deleuze y
Guattari. De ahí el final del poema «Dijo Verlaine a Rimbaud: La
poésie...»:
Ahí
la rosa: la palabra
regocijara su putrefacto signo
a la imposible soledad
a la locura (pág. 46).

Podríamos referirnos, a partir de aquí, a una determinada poética


de la experiencia, entendiéndola no como la expresión de la «verdad
última» del sujeto, sino como una experiencia de clase, unida en cada
momento a un inconsciente ideológico también de clase. En este sen-
tido orienta Alvaro Salvador su esertura, convertida en práctica de
transformación/subversión en el terreno concreto de la(s) ideología(s):
«SEA: instrumento consciente de acción para la historia» («La práctica
poética teórica», pág. 11). Este proyecto —indudablemente arriesgado
desde un principio— no tiene que enfrentarse, en la práctica, con vie-
jos dilemas que, desde comienzos de siglo, no han hecho sino obstacu-
lizar la búsqueda de un discurso que rompiese con los lugares comunes
de la ideología dominante. La escritura de Alvaro Salvador se sitúa
voluntariamente al margen de la falsa opción vanguardia/realismo,
falsa en cuanto encierra en sí misma una serie de equívocos que con-
ducen a un callejón sin salida: en primer lugar, esa identificación entre
proceso literario y proceso lingüístico que se establece desde la pers-
pectiva del idealismo fenomenológico y que domina sustancialmente
en el ámbito de las llamadas vanguardias históricas, pero que llega
hasta nuestros días a través de tendencias experimentalistas tales como
«1 «Letrismo», la «poesía visual», etc.

217
Es sólo desde la autonomía que conceden ciertas tendencias van-
guardistas a la palabra poética, a la «forma» (de Reverdy a Ungaretti),
como puede entenderse su inversión en sentido estricto: el realce del
«contenido» (sic), del «fondo» de la obra literaria que está en la base
de diversas corrientes que pueden ir desde los postulados zdanovistas
a ciertos planteamientos del compromiso, más o menos influenciados
por el cxistencialismo, perfectamente discernibles en los años cuarenta
y cincuenta. La alternativa formalismo/contenidismo representa, pues,
una falacia que encubre la verdadera raíz del problema: como dice
Juan Carlos Rodríguez en el prólogo a Las cortezas del fruto, se tra-
taría, en suma, de «transformar los ritos poéticos supuestamente neu-
trales en ritos poéticos conscientemente ideológicos», ya que ello equi-
vale a «transformar el carácter ahistórico (burgués) de la poesía en su
realidad histórica, en su realidad de clase» (pág. 20). Introducir dia-
lécticamente esa problemática constituye el principal objetivo del tra-
bajo de Alvaro Salvador, que se plantea, desde el mismo proyecto ideo-
lógico, la «liquidación de la conciencia poética del ayer».
La práctica literaria (poética) se concibe siempre como trabajo,
trabajo de construcción específica de un determinado lenguaje, al mar-
gen tanto de las inclinaciones hacia la escritura automática (visibles en
parte de la poesía española más reciente, la más directamente influen-
ciada o atraída por esa línea imaginaria que puede establecerse de
Rimbaud a los surrealistas, con la exaltación de las «fuerzas ocultas»
de la mente o de la «alquimia del verbo»), como de los intentos de
construcción purista de la «Forma» (y sus implicaciones «mágicas»: el
poeta que realiza una especie de «conjuro» —el Mallarmé de Igitur—
o que aparece como «pequeño dios» —Huidobro—). Así, en el poema
«La Gaya Ciencia»:

... recuerda tu soledad, tu personal prisión, tu miedo,


y mira
con qué suerte de inútiles y mágicas palabras
supuestamente mágicas, en realidad trucadas,
confías en levantar una belleza,
una falsa belleza que a nada te conduce,
a nada de lo que amas y, en realidad, te importa... (pág. 37).

Existe en estos poemas una interrelación constante entre la refle-


xión teórica y la práctica literaria concreta. El «entierro» de la poesía
que aparece en «Sozein ta fainomena» no ha de entenderse en la línea
de los teorizadores de la «muerte del arte», de Hegel a Nietzsche; en
realidad, se trata de la liquidación de unas determinadas apariencias
(«cortezas») que se traducen en «verdades» a partir de un inconsciente

218
ideológico que funciona según unas categorías muy específicas. Como
dice Cristine Gluksmann, no sólo hay ideologías en la literatura, sino
también ideología de la literatura; «Sozein ta fainomena» se centra
precisamente sobre esas ideologías de la escritura poética que Alvaro
Salvador cuestiona, siendo consciente de que existen y realmente actúan:

¿No fuiste para mí un fogoso arrebato,


una fuerza inventiva de indudable osadía?
¿Ho fuiste para mi el divino entramado,
la estructura material del lenguaje
que trascendió mi ánimo de suaves deleites?

Ante todo, lo que se cuestiona es la imagen del Sujeto/Artista que


expresa su verdad interior y construye la Belleza —trascendente— por
encima de la historia:

No existes ya,
tan sólo existe
un SILENCIO de muerte,
un terror sordo tachado en las paredes,
mil artefactos,
mil veces mil hombres que lachan en la calle,
ciento cincuenta mil veces ciento cincuenta mil
MUERTOS
son el autor de este poema (pág. 39).

Pero ello afecta también al tratamiento del tema erótico. J. C. Ro-


dríguez resalta la preocupación de Alvaro Salvador por el lenguaje eró-
tico, elemento básico en el conjunto de poemas que integran Las corte-
zas del fruto. Se establece una distancia consciente respecto a la idea del
Amor como tema «eterno», esencialmente igual en todas las épocas en
tanto en cuanto representaría la manifestación más profunda y más
auténtica del espíritu y, al mismo tiempo, el espacio de la privatización
por excelencia. El erotismo no está desligado en absoluto del incons-
ciente ideológico que determina las relaciones cotidianas; es más, el
amor se vive siempre a partir de ese inconsciente:

¿Acaso tiene algún sentido aquí,


mon amour, querido masoquismo,
ma chérie contradicción, contradicción de clase
familiar, ajena y cotidiana,
neurótica postura, afirmación
ante una norma falsa, inútilmente falsa
educación para una vida
clandestina,
hablar de ti, de mí,
de nuestro amor, tu amor...?
(«La razón interior que me habitaba», pág. 35.)

219
La poética de Alvaro Salvador es, en este aspecto, una poética del
cuerpo, y ello no es exclusivo de Las cortezas del fruto, sino que ya
resulta evidente en La mala crianza, libro al que pertenece este frag-
mento: «volaba envite tras envite / las noches dos cuerpos frente
a frente / y un oleaje de sudores rotos y / tu jadeo mi diente largo y
largo / cuando volaba mar subirte lento / segundo acto piel y contra
piel rendidos». En Las cortezas del fruto se reafirma esta poética del
cuerpo:
En mi memoria habita un muslo
tuyo,
una pulsión frondosa de riachuelo
latente, y la impulsora
dicha
que me acuna
entre la blanca mancha y su continua
violación deseada.
(«Erótica conclusa», pág. 51.)

Nos encontramos con otro aspecto de la reflexión consciente sobre


las distintas prácticas ideológicas que destacamos como el eje central de
la poesía de Alvaro Salvador. Habría que recordar las palabras de
Pierre Guyotat: «Si hay provocación, ésta es inconsciente y participa
de la voluntad de afirmar ese lazo ya indisoluble entre el sexo y la
política... El sexo como fundamento de cualquier comportamiento, de
cualquier acto y de cualquier lengua (Freud y Lacan). De ahí que el
sexo se encuentre, por una parte, forzosamente vinculado en el texto
a la práctica social, política, pero también a la escritura por otra, y que
de esta forma desnude al texto como texto» 4 . Veamos el final del
poema que da título al libro:

... arrojas la corteza


como tendido y satisfecho cuerpo,
como papel violado por la tinta
fuera
un acto de la muerte.
(«Las cortezas del fruto», pág. 60.)

No es extraño, pues, que se desmitifique por completo la presunta


«inocencia», la «belleza» como atributo puro. Alvaro Salvador parte
de la abjuración de «La trilogía de la vida», de Pier Paolo Pasolini,
a la hora de escribir «La realidad de los cuerpos inocentes», homenaje
al autor de Las cenizas de Gramsci. Al leer este poema, uno parece
reconocer en la figura de aquel muchacho «ambiguo», que «recorre su
4
«Las vías de investigación de Pierre Guyotat», en Para una critica del fetichismo literario,
Akal, Madrid, 1975, pág. 71.

220
presente de silencio, de hostilidad, / de adolescencia mórbida y equí-
voca / y se obliga / y es obligado a matar y mata...», a quel oscuro
Giuseppe Pelosi, de diecisiete años, tras el cual aparecen sospechosas
implicaciones. La realidad de los cuerpos «inocentes» es ésta: «Infe-
lices, cerrados y agresivos muchachos / que vagan callejuelas en busca
de otro viaje / en donde aguarde el fruto mortecino y mecánico, /
que presentan aspecto, / el aspecto tan sólo, la corteza / de la satisfac-
ción: los amados rostros de ayer, / los cuerpos inocentes / comienzan
a palidecer». Son esos «ragazzi di vita» que Pasolini había retratado
en 1955, pero también, y al mismo tiempo, aquellos individuos de
«mundo fácil y seguro», contra los que él luchó y que le abocaron a un
final trágico:
Así, pues,
os estáis adaptando a la degradación más sucia
y aceptando los hechos
más extraordinariamente inaceptables (pág. 58).

La parte final del libro, integrada por poemas de escritura más


reciente 5 , constituye una síntesis de los diferentes aspectos de esa
tematización ideológica a que nos venimos refiriendo. «El inocente
tacto de la muerte», título genérico de esta parte, se abre con una cita
de Nietzsche: «Sea yo desterrado / de toda verdad. / ¡Sólo loco!
¡Sólo poeta! » De entrada, puede verse cómo es el tono elegiaco el que
domina, desde ese espléndido poema que evoca a Luis Cernuda y Feli-
cidad Blanch,
Te bastará su mano entre tu mano
una mañana,
por el parque de Londres mientras llueve,
cuando la niebla sube y vuestros rostros
son apenas esbozos, desdibujados trazos
de la felicidad.
(«Felicidad y Luis pascan por el parque», pág. 67.)

hasta «Marcha fúnebre en la muerte de un héroe» («... cobardía, se-


gura / moral y certidumbre / por los tiempos que corren aún entre
nosotros!»). La línea de estos últimos poemas, directamente expe-
riencial en muchos de ellos, se aleja ya de la voluntaria fragmentación
de algunos textos anteriores («Improvisada erótica», por ejemplo, más
cercano al experimentalismo de La mala crianza y De la palabra y otras
alucinaciones) y nos ofrece una lúcida reflexión sobre el desgaste del
tiempo —un tiempo histórico siempre, tal y como se observa en el
poema «El León y el Rey de Occidente», centrado en el exilio de
5
Las dos primeras partes del libro habían sido publicadas, en una primera versión, en la re-
vista Papeles de Son Armadans y en el volumen La poesía más transparente (Colectivo 77), de
ANGEL CAPÍ-ARENA, Málaga, 1976.

221
Trotsky— y sobre la muerte, cuya idea domina de forma ostensible en
estos últimos poemas («Elegir es saber que esta noche quizá nos abrace
la muerte»... «Elegir es saber que todo está perdido, que la vida nos
cita de nuevo ante la suerte, de nuevo por la lidia del corazón, del
mundo...»). Muerte de unas relaciones determinadas, de un viejo tipo
de vida: riesgo, en suma, de quien «dejó su vida a cambio de la vida».

Y la certeza entonces nos arrastra


como el seguro manto de la lluvia:
la vida hemos perdido,
apenas quedan algunas reinas por jugar:
los rostros de ayer, las dulces voces,
el fulgor ambarino de las copas
entre el sedoso muslo
del desterrado labio que vencimos.
(«Es el topacio líquido de tu whisky con soda», pág. 72.)

ANTONIO JIMENEZ M1LLAN (avenida Doctor Olóriz, 11. GRA-


NADA).

NI SEPARADOS NI UNIDOS

ROBERT MUSIL: El hombre sin atributos, vol. IV (De las páginas


postumas). Seix Barrai, Barcelona, 1982. Traducción y edición a car-
go de Pedro Madrigal.

A partir de 1910, una nueva constelación vital deviene cada vez


más sólida en Europa. Lo que podríamos llamar «revolución y muerte
del arte» es un buen ejemplo de cómo este espíritu «apático» —en el
sentido de que trata de ordenar el movimiento por encima de la pa-
sión— encarna las formas y valores de la sociedad moderna. El día
que el artista está viviendo es la transición del ayer al hoy; su conte-
nido, un mundo destro2ado. «Nos queda, quizá, / algún árbol al pie
de la ladera, al que solemos / contemplar diariamente; nos queda el
camino del ayer / o la morosa fidelidad a una costumbre / que nos fue
grata, hizo en nosotros su morada y no nos abandonó» (Rilke: Primera
Elegía). La síntesis a la que aspiraba el Romanticismo se revela impo-
sible. Lo exterior se desvanece. «Donde una vez existió una mansión

222
estable / se nos ofrece una imagen pensada, esquinada, que pertenece
por entero al pensamiento / como si estuviera aún del todo en el
cerebro» (Rilke: Séptima Elegía). El entendimiento con el mundo ex-
terior, su descubrimiento como base de lo real, la relación optimista del
artista con la naturaleza y, en suma, el concepto de vida difundido por
el impresionismo entra en crisis. Una crisis rastreable ya desde finales
del siglo xix, a través de la inquietud que se manifestaba en la pintura
de Caspar David Friedrich, Vincent van Gogh o Edward Munch. El artis-
ta ha sido cegado: el punto de vista será, a partir de ahora, el de la
mirada que dirige dentro de sí. «En ningún sitio, oh amada, habrá
mundo, sino en el interior» (Rilke: Séptima Elegía). Un estado de
disolución espiritual y desamparo corporal que produce, en consecuen-
cia, un arte tanto más abstracto cuanto que un arte inmanente sólo
sería posible en un mundo menos desgarrado, más feliz. Surgen en
Alemania los movimientos expresionistas. Kandinsky y Franz Marc
fundan el grupo Der Blaue Reiter, presentando al público su primera
exposición en 1911: «Lo 'objetivo' llevado a un mínimo tiene que
descubrirse en la abstracción como la realidad de efecto más intenso»,
puede leerse en su Almanaque. Las formas abstraídas o abstractas (líneas,
superficies, manchas, etc.) no han de ser importantes por sí mismas
como tales, sino sólo en su resonancia interior, su vida. En 1915, Paul
Klee escribe en su Diario: «El corazón que latía para este mundo ha
sido herido de muerte dentro de mí. Como si ya sólo me ligaran re-
cuerdos a 'estas' cosas». Y son esas mismas cosas, las que antes podían
ser adoradas de rodillas en su presencia tangible, las encargadas de
suministrar ahora la materia para la abstracción. Se impone una nueva
afirmación, «una nueva construcción mística interior de la imagen del
mundo», en palabras de Marc, que logre rescatar al individuo de entre
las ruinas; un orden cristalino contra el que nada pueda la caída de los
atributos personalizados. «¿Acaso puedo morir, yo, cristal? Yo, cristal»
(Klee: Diario). En 1919, Gropius funda, en Weimar, la Bauhaus, es-
cuela de arquitectura y arte aplicado: proporción colosal, exactitud
y fuerza impersonal de la razón moderna para la nueva aventura social
y sus miembros. En 1944 muere Piet Mondrian: sus composiciones
elementales cierran el círculo de silencio en torno al mundo sensible.
La fuerza pura de la conciencia, la neutralidad de las grandes existencias
colectivas, el movimiento despersonalizado del saber, traen de la mano
a un nuevo héroe: un héroe del espíritu cuya búsqueda conforma una
epopeya plenamente intelectual, un hombre sin atributos que rechaza
ser y estar consigo mismo y con los otros en relaciones determinadas,
definidas, que le estabilicen en una diferencia y, a fin de cuentas, en
una realidad particular.

223
La magia de Ulrich —el hombre sin atributos—, e incluso la del
mismo Musil, es precisamente, como apunta Maurice Blanchot, esta
atrayente indiferencia. En Ulrich reconocemos al hombre moderno ca-
paz de la mayor exactitud y de la mayor disolución, de una precisión
gélida y una inevitable ajcnidad de la propia experiencia, que le preci-
pitan en la extrañeza y en la carencia de sí. Cuando Ulrich piensa en
el reino de Krakania, en la Acción Paralela, en el conde Leindorf, en
Tuzzi, en Arnheim —el hombre con atributos—, en el general Stumm,
todos parecen perder su sentido. La mente de este hombre, teoría de
sí mismo, suprime la realidad de las existencias concretas, las disuelve
en un continuum carente de espacio y de duración definidos. También
en sus contactos más propicios a la afectividad tiene lugar esta desinte-
gración: Así, admira vagamente a Diótima, rechaza a Gerda, aparta de
sí la irracionalidad de Clarisse, rebaja sus encuentros amorosos con
Bonadea a la calidad de recaídas en el deseo pueril de convertir lo lejano
en cercano, aboliendo inevitablemente la fascinación primera para ha-
llarse de nuevo en un callejón sin salida. Es justamente a Bonadea a
quien Ulrich confiesa, en el último encuentro entre ambos: «Mi natura-
leza está construida como una máquina que desvaloriza la vida sin
cesar»... Es evidente, sin embargo, que esta desvalorización no entraña
desprecio; de ahí la atracción que Ulrich ejerce sobre nosotros, la in-
dulgencia con que acogemos sus actitudes de extrañamiento frente
a toda experiencia, incluida la amorosa, y su pasividad en general. Del
encuentro con Agathe —encuentro que se produce en el tercer volumen
de la edición española, y al que están dedicadas la casi totalidad de las
páginas que Musil escribió posteriormente, los capítulos llamados «de
las galeradas», en los que trabajaba en el momento de su muerte.
Esta reseña es insuficiente respecto a la exuberancia de temas y perso-
najes en el conjunto de la obra, y se centra en la relación de los dos
hermanos también por entender que entre ésta y el proyecto literario
de Musil hay un paralelismo en absoluto casual— surge en él el deseo
—la esperanza casi— de un cambio en ese coger, deliberadamente, la
impersonalidad.
La libertad infantil de su hermana Agathe, la falta de conciencia
que tanto fascina e inquieta a Ulrich desde que se produce el tardío
reencuentro entre ambos —separados desde la niñez—, esconde, no obs-
tante, una constante insatisfacción. Agathe desea vehementemente in-
sertarse en el mundo, estar alguna vez de acuerdo consigo misma, vivir
de cualquier manera. Su cuerpo es lo único que emana los sentimientos
procedentes, de un modo inmediato, de la seguridad de ser ella misma.
Ε incluso Ulrich llega a decirse, al verla: «La habrán besado sin que
todo su cuerpo se haya derrumbado inmediatamente». Es así que

224
Agathe también resulta «persona del trabajo a medias», indecisa frente
a la vida, sin voluntad para insertarse de lleno en el mundo de los
objetos concretos. En Agathe, Ulrich encuentra la tierna, apasionada
relación consigo mismo de la que él carece, el amor propio. Ella es lo
Otro: su otro Yo capaz de abandonar el campo de los límites de la
moral y aventurarse a la profundidad sin límites, cargado de belleza
y sensibilidad. Pero esta sensibilidad sin apoyo es también la que hace
sentirse a Agathe desprotegida, perdida, desgarrada, impelida a que-
jarse con frecuencia de sí misma, inclusive en presencia de los demás.
Eduardo Subirais, en un ensayo breve para el libro colectivo El
descrédito de las vanguardias artísticas, cuenta la impresión que le causó
un pequeño óleo de Klee titulado Salida de la luna. A primera vista,
se trataba —cito de memoria— de un firme entramado cuadricular,
geométrico, sobre el que jugaban claroscuros y tensiones luminosas:
una inequívoca construcción abstracta. Los tonos eran sombríos, cre-
pusculares. En el centro del cuadro existía un espacio aún más apaga-
do. Se generaba un silencio. Y allí estaba la luna, nítida, iluminando
montañas y árboles: los paisajes de la melancolía, de la soledad. Aquél
era el reino de la noche, con las indudables implicaciones poéticas que
posee para el ser humano.
Y no era eso todo, afirmaba Subirais. El entramado abstracto —el
orden cristalino—, lejos de reprimir lo individual lírico, permitía a Klee,
dentro de la tensión existente entre ambos planos, elaborar la angustia
que exhalaba el desolado paisaje, mantenerla cerca de sí en lugar de
negarla o acallarla. Ambos rostros, más que excluirse, se apoyaban,
se sostenían mutuamente.
Algo semejante ocurre en la constelación de los hermanos. Reunidos
a causa de la muerte del padre, por la que ninguno de ellos siente pro-
funda pena, se hallan desde el primer instante, inopinadamente, en
presencia de un azar mediante el cual Musil sugiere ya el curso de sus
relaciones posteriores. Ulrich deshace su maleta al llegar a la casa pa-
terna, sin haber visto todavía a su hermana, escogiendo una prenda
para cambiarse de ropa: «Era un pijama amplio, de lana suave, el que
se puso; casi una especie de traje de Pierrot, de cuadros negros y gri-
ses, y ceñido en los puños y tobillos como en la cintura; le gustaba
por su comodidad, que tras la noche en vela y el largo viaje, se dejaba
sentir agradablemente mientras bajaba la escalera. Pero cuando entró
en la sala donde le esperaba su hermana, su atavío le causó una gran
sorpresa, porque, por una misteriosa disposición del destino, se encon-
tró frente a un gran Pierrot rubio, envuelto en cuadros grises y de
color tostado, y que, a primera vista, tenía un aspecto idéntico al suyo
propio.

225
CUADERNOS 388.—8
«No sabía que fuésemos mellizos», dijo Agathe, y se le iluminó el
rostro. Desde ese momento, Ulrich empieza a cavilar sobre la duplici-
dad que completa el ropaje psíquico de los sexos. Viene a él una remi-
niscencia infantil en la que, viendo a Agathe vestida de terciopelo para
asistir a una fiesta, deseó ser una niña. Un deseo, reflexionaba ahora,
no de atraer hacia sí a la mujer, sino de ponerse totalmente en su lugar.
Encanto unido al disfraz, repetición en el otro. Esta es la tradición
iniciática practicada en los misterios dionisíacos, recogida más tarde
por el uso de la máscara en el delirio del carnaval y, aun después, por
la teoría surrealista sobre el sueño y la escritura automática. Combina-
ción del yo y el no-yo, reunión de las partes a través de la pérdida de
identidad. Ulrich ha atisbado esta posibilidad desde el principio: «La
soberanía de los impulsos parciales, que creíamos una fuerza nuestra,
no es más que una debilidad del todo frente a las partes», dice. En una
conversación con su hermana recuerda a ésta el mito del hombre escin-
dido: «Este deseo de un doble de sexo contrario es ancestral. Necesi-
tamos el amor de un ser que sea idéntico a nosotros, pero que sea otro
distinto a nosotros, una criatura mágica que somos nosotros, pero que
sigue siendo, a la vez, una criatura mágica, y que, sobre todo, posee un
hálito de autonomía y de independencia previo a todo lo que imagina-
mos». «Así ocurre también en el sueño —contesta Agathe—. Uno
a veces se ha convertido en otra cosa. O se encuentra a sí misma en
forma de hombre, y es tan buena con este hombre como jamás lo ha
sido consigo.»
Maurice Blanchot señala que, en 1923, Musil publicó un poema
titulado «Isis y Osiris», que, según el autor, contenía ya in núcleo su
novela. También Ulrich hace referencia a este mito egipcio, que explica
la alternancia de los ciclos solar y lunar de la siguiente manera: El
dios Osiris —el sol— recorre durante el día sus inmensos dominios.
Su hermano Seth —la «niebla—, envidioso, le acecha para asesinarle.
Logra hacerlo y disgrega sus restos arrojándolos al Nilo. La diosa Isis
—la luna— despierta entonces y busca uno por uno, durante toda la
noche, los miembros dispersos de Osiris, hasta que consigue reunirlos
al amanecer. En este mito Isis es, al mismo tiempo, hermana y esposa
de Osiris. El proceso de dispersión y reunión se repite cada día y cada
noche, infinitamente.
No es sorprendente, dada la personalidad de Ulrich, cuyo humor
arrastra a menudo al de su hermana, que esta pasión singular camine
hacia la calidad de una experiencia mística, a través de una búsqueda
mitad abstracta —cuando ambos se lanzan a interminables conversa-
ciones sobre el amor—, mitad mágica —en los momentos en que rozan
ej. estado maravilloso en que todo quisiera unirse en un Sí único—.

226
Pero Agathe, más silenciosa, tiene a menudo la impresión de que su
hermano evita la decisión final. Asistimos a su callada tristeza, aunque,
refugiada sin peso ni profundidad en la compañía de Ulrich, ría tanto
como él. Ambos se han declarado gemelos, criaturas simétricas. «El
la amaba —escribe Musil— con el curioso sentimiento de que eran
sus propias ideas las que habían pasado de él a ella y las que ahora
volvían a él, empobrecidas en reflexión, pero exhalando un balsámico
aroma a libertad, como una bestia salvaje.» Para este hombre despo-
seído de sí, la hermana es el único punto donde confluye todo, ya que
la mayor diferencia en lo exterior se convierte en la mayor igualdad en
el interior. La de vivir en adelante juntos impele entonces a Ulrich
a comunicar a su hermana, medio bromeando, que se encuentran a pun-
to de entrar en el Imperio Milenario, constituido por el amor, que no
corre como un río hacia su objetivo, sino que, como el mar, conforma
un estado permanente: Este mar es una inmovilidad y un aislamiento,
colmado de acontecimientos de permanente pureza cristalina. En otros
tiempos se intentó imaginar esta vida ya sobre la tierra: este es el
Reino Milenario, formado a nuestra imagen y, sobre todo, distinto
a todos los reinos que conocemos. ¡Y allí viviremos! Apartaremos de
nosotros todo egoísmo, no acumularemos riquezas, ni conocimientos,
ni amantes, ni amigos, ni principios, ni a nosotros mismos: así nuestro
espíritu se abrirá, se disolverá frente a hombres y bestias y se desen-
volverá de modo que nosotros ya no podremos seguir siendo nosotros
y sólo podremos mantenernos en pie si nos mezclamos con todo el
mundo. Agathe acepta alegremente la idea. En su comunión con Ulrich
no se da cuenta de que aquélla no refleja su propia tensión, sino la de
su hermano.
Tras la anulación mística, el encuentro anticipado con el Absoluto
en el jardín de la casa, el nacimiento de una constelación vinculada a la
idea de los no-separados y no-unidos, los últimos capítulos reflejan
el agotamiento del sentir entre ambos hermanos, que continúan poster-
gando una y otra vez la consumación amorosa. Pero han decidido pro-
barlo todo y matarse en caso de fracasar. Así comienzan un viaje hacia
el Sur —el maravilloso capítulo que Musil escribió hacia los años vein-
te, titulado «Viaje al Paraíso», que cierra el cuarto volumen de la
edición española—; allí, en el mar, ha de cumplirse y morir este amor.
La absoluta quietud que llega a embargarlos, convenciéndoles de que
han dejado de estar sometidos a las separaciones propias del género
humano, da paso, cuando se quiebra, al espanto del uno por hallar
dentro de su propio corazón al otro, mientras le estaba buscando fuera
de él. Y se aterrorizan al presentir que acaso los momentos en que
ellos no son del todo uno sean los más bellos. «Se me ocurre —dice

227
Ulrich— que nuestro ardoroso deseo no pide que hagamos un solo ser
de dos, sino, al contrario, que huyamos de nuestra prisión, de nuestra
unidad; que nos convirtamos en la unión, en dos, o mejor, en doce,
mil, una multitud incontable; que nos escabullamos de nosotros mis-
mos como en sueños; que bebamos la vida hervida a cien grados;
que nos secuestremos a nosotros mismos o como queramos decirlo,
pues no puedo expresarlo bien; entonces el mundo contiene tanta
ternura como actividad; no es una nube de opio, sino más bien una
embriaguez de sangre, un orgasmo de combate, y el único error que
pudiéramos cometer sería desaprender la voluptuosidad de lo extraño
y figurarnos que hacemos una gran cosa al dividir el maremoto del
amor en delgados arroyuelos que van y vienen entre dos personas.»
El ciento por ciento del absoluto empieza a desvelarse como un vene-
no; el mundo, como una fría y oscura franja entre el todavía-no y el
ya-no. «Estoy enamorada y no sé de quién —susurra Agathe en su
terror—. No soy ni fiel ni infiel. ¿Qué soy, pues, yo? Tengo el corazón
lleno y vacío de amor al mismo tiempo...» Ambos reconocen la derro-
ta, la imposibilidad de vivir en una negación. Se ven obligados a con-
fesarse que la mayor parte del tiempo han vivido de los desasosiegos,
las pequeñas distracciones, el hambre y la hartura del cuerpo..., cosas
que tal vez han sido, sin embargo, la causa de su supervivencia. Ahora
sienten que han perdido hasta la resolución de morir por su fracaso.
«¿Pero no somos los dos ya un solo ser?», grita desesperadamente
Agathe. «Tenemos que vivir —afirma Ulrich con la frialdad de un
gran esfuerzo— el uno sin el otro para el otro.» « ¡Pero si yo te amo
a til », insiste Agathe, a quien la idea de volver y reemprender la vida
abandonada le resulta insoportable... No obstante, Ulrich siente una
especie de tensión nueva, aunque «ea en el seno de una tarea triste,
y no le presta apenas atención a su hermana mientras comienza a hacer
las maletas.
«Después del esplendor de la novela de Agathe y Ulrich —escribe
Maurice Blanchot—, no logramos, ni tampoco, creo, el propio Musil,
volver a tomar contacto con la historia ni con los personajes del primer
libro. Incluso la ironía, que tuvo que callar el escritor durante este
episodio místico, no recupera ya sus facultades de creación. Todo ocu-
rre como si se hubiera alcanzado un punto extremo que destruye los
recursos normales de la obra.» Es cierto; ya no cabe ningún desenlace.
La muerte de Musil no es la causa principal de inconclusión; más im-
portante es el exceso de teoría, de problemas y debates filosóficos con-
fiados al proyecto literario, que no hacen sino destruir el arte y empo-
brecer a los personajes, convertidos entonces en meros títeres de las
ideas y obsesiones de su autor. Y este fracaso no es ajeno al propio

228
fracaso de Ulrich. Pero para Musil, que aspiraba a la obra total —el
espíritu de la época impelía al artista a ser todo esto: poeta, científico
y filósofo—, constituye una derrota. La bella palabra Ahnung —en
alemán, presentimiento, deseo o aspiración— roza dolorosamente el
destino de esta obra multiforme, del mismo modo que sobrevuela
también el dilatado amor de Ulrich y Agathe. De alguna forma, la rela-
ción de Musil con su novela es la misma que la que Ulrich tiene, sin
excesiva conciencia de ello, con Agathe: impone a la entraña indómi-
ta, «poética», de la literatura, la presión de una búsqueda excesivamen-
te intelectual. Sin embargo, se ha llegado muy lejos. Y las experiencias
extraordinarias que hemos hallado a lo largo de la lectura tienen, a pe-
sar del estado de impotencia al que se ven al fin arrastradas, el poder
de una esperanza que, remontándose más allá de Musil, ha logrado·
preservarse.—ENCARNA GOMEZ CAST Ε JON (Pizarro, 11, 3." dcha.
MADRID-13).

EL DUENDE DEL JUEGO:


"LOLA LA COMEDIANTA", DE FEDERICO
GARCIA LORCA'

Siempre he pensado que la verdadera habilidad teatral de García


Lorca no había que buscarla en las obras mayores (Mariana Pineda,
1925; Bodas de sangre, 1933; Yerma, 1934; Doña Rosita la solte-
ra, 1935; La casa de Bernarda Alba, 1936), sino en esas otras equivoca-
damente desdeñadas por cierta crítica como menores (La zapatera pro-
digiosa, 1930; El amor de don Perlimplín, 1931; El relablillo de don
Cristóbal, 1931; Los títeres de cachiporra; La niña que riega la al-
bahaca, etc.), y entre las que habría que situar, sin duda, Lola la congé-
diant a, ópera cómica en un acto escrita entre 1922 y 1923 —según
la datación de Menarini— para que Manuel de Falla la convirtiera en
obra músico-vocal. La mayoría de estas obras están pensadas para tea-
tro de marionetas o inspiradas en él: La zapatera prodigiosa es definida
por su autor, en carta a Melchor Fernández Almagro fechada en julio
de 1923, como «comedia por el estilo de Cristobicas»,; de La niña
que riega la albahaca y el príncipe preguntón dice Lorca en el pros-
pecto anunciador del espectáculo, celebrado en casa de su familia el día
1
Alianza Editorial, Madrid, 1981. Prólogo de Gerardo Diego. Edición crítica y estudio preli-
minar de Piero Menarini.

229
de los Reyes de 1923, que había «dialogado y adaptado al Teatro de
Cachiporra Andaluz» un «viejo cuento andaluz en tres estampas y un
cromo», y Los títeres de Cachiporra fue compuesta originariamente para
guiñol, aunque una vez terminada desbordara el género y se pensara
en representarla con actores 2 , y si bien no se las puede definir como
«teatro de títeres» —y en esto estamos de acuerdo con Menarini—,
sí que presentan todas ellas elementos de estilo propios de él —como
el mismo crítico italiano se ve forzado a admitir—, entre ellos el tono
de farsa, coexistiendo con otros que nos remiten a diversos anteceden-
tes: cierto Valle-Inclán, la Comedia del Arte italiana, etc.
Así, pues, más que considerarlas obras mayores o menores, podría-
mos, con más propiedad, establecer dos épocas en el teatro lorquiano,
atendiendo a la cronología y al carácter mismo de las obras: una pri-
mera hasta 1933 y otra segunda a partir de esta fecha, en que comien-
za, con Bodas de sangre, el ciclo de las tragedias, con una sola excep-
ción: Mariana Pineda, que si bien es la primera obra dramática escrita,
estaría más relacionada por su asunto y desarrollo con la segunda
etapa, y aun en este caso «podemos recordar que también M. P. (...)
era objeto, en cuanto tema de vasta acogida y difusión popular, de
representaciones para títeres» 3 . Pues bien, el primer período resulta
particularmente interesante^ porque, tras su aparente desenfado, revela
no sólo las dotes dramáticas de su autor para el juego escénico, ágil
y lleno de vivacidad, sino, además, dos claves importantes de su con-
cepción del teatro. La primera de ellas —extensiva también a una parte
de su poesía— es su específica utilización de los elementos folklóricos
tradicionales y populares. Esta peculiarísima manera de asumir estos
materiales resulta especialmente interesante porque es uno de los mo-
tivos (como señalan Menarini y Gerardo Diego) de su colaboración
y acuerdo con palla, que dijo en 1925: «Los elementos esenciales de
la música, las fuentes de inspiración, son las naciones, los pueblos. Yo
soy opuesto a la música que toma como base los documentos folklóricos
auténticos; creo, al contrario, que es necesario partir de las fuentes
naturales vivas y utilizar las sonoridades y el ritmo en su sustancia,
pero no por lo que aparentan al exterior. Para la música popular de
Andalucía, por ejemplo, es necesario ir muy al fondo para no caricatu-
rizarla» 4 . Palabras que serían perfectamente aplicables a la teoría y a
la práctica poética de Lorca y no sólo, claro está, en el teatro, sino tam-
bién en la poesía (Poema del Cante fondo, 1921; Romancero Gitano,
\924-27) o incluso en su conferencia sobre el cante jondo leída en 1922.

2 Ob. cit., pág. 80.


J Ob. cit., pág. 82.
4
MANUEL DE FALLA: Estudios sobre música y músicos, Espasa-Calpe, Madrid, 1972 (pág. 60).

230
Pero si esta característica, aunque más evidente en este primer
momento, subsistirá en la etapa posterior, el segundo aspecto que quiero
destacar aparece con absoluta transparencia en las obras anteriores
a 1933. Se trata de la concepción lorquiana de «teatro» como «fiesta»
y «espectáculo» (recogida posteriormente por autores como José Martín
Recuerda en su obra Las arrecogías del beaterío de Santa María Egip-
cíaca). Esta forma lúdica de entender la representación como una ex-
periencia total y colectiva de carácter dionisíaco está presente, como
en ninguna otra de sus piezas, en Lola la comedianta. La incorporación
del elemento musical (que conocemos gracias a las anotaciones al mar-
gen del libreto, ya que, desgraciadamente, Falla no llegó a componer
la partitura), la ironía con que est,á tratado el tema del sentimentalismo
romántico, la gracia de las escenas y los personajes, el donaire del
lenguaje (utilizado como elemento caracterizador de cada uno de ellos),
la parodia del género con palabras, actitudes y fragmentos incluidos
propios de la ópera italiana, todo ello me parece creado por obra y ma-
gia de ese duende del juego que poseía como nadie Federico. Sólo él
hubiera podido sintetizar todos estos elementos en la breve extensión
de este texto. La misma Lola la comedianta —que desde el título se
nos presenta como personificación del arte escénico—, ¿qué es sino
una mujer enamorada de su poeta que «ríe como una niña de seis años»
y juega a encandilar incautos para tener en vilo a su marido y diver-
tirse luego con él, sin que llegue la sangre al río?
El estudio introductorio y la edición crítica de Piero Menarini
están hechos con notable rigor y precisión, pero en algún caso ado-
lecen de cierta falta de flexibilidad para adaptar la crítica al carácter
específico del texto. No es que la seriedad y el rigor (que son indis-
pensables en cualquier trabajo de este tipo) impliquen por si solos esa
rigidez, pero es necesaria una ductilidad más en consonancia con la
obra misma para que no experimentemos, ante ciertos juicios, la in-
quietud de quien ve un gorrión cobijado por el guantelete de hierro de
una armadura. No estamos de acuerdo —por ejemplo— en que Lola
sea un personaje «construido con brío, diversión, invención, pero tam-
bién con misoginia y dureza», y la divergencia radica en las dos últi-
mas afirmaciones. La gratuidad con que actúa Lola no viene sino
a ratificar la inocencia de su juego y todo queda en pura broma, que
burla, más que al marqués, a su romanticismo trasnochado y a su inge-
nuidad un tanto acartonada. No creo que el tono de la obra ni la inten-
ción de su autor permitan una interpretación crítica de la conducta de
la protagonista, que resultaría una inoportuna moralina. Por el con-
trario, Lola nos seduce desde el primer momento con su encanto alegre,
picaro y casi infantil. Por lo demás, nada habría que objetar a la con-

231
•cienzuda labor de Menariní, salvo alguna construcción sintáctica impo-
sible en castellano, como ese «continúa a discutir con el», de la pági-
na 64, que debería decir «continúa discutiendo con él».
En lo que a la trama se refiere serían aspectos que merecerían ma-
yor atención que la permitida por el limitado espacio de esta reseña,
las distintas mutaciones de la protagonista que se disfraza y representa
otros dos personajes (la cubana y la gitana) para confundir al marqués,
y que desencadenan en éste reacciones completamente distintas en los
tres casos, y el tema, que nos presenta el juego, la ficción y el engaño
a terceros como una forma de estimular las relaciones amorosas de la
pareja. Este planteamiento, interesante y provocador, tiene un antece-
dente —salvando el diferente tono, género y desarrollo— en la novela
de Choderlos de Lacios, Les liaisons dangereuses (1782).
Muy acorde con el texto, el prólogo, lleno de detalles interesantes,
de Gerardo Diego. Inteligentes e inquietantes las redes de coincidencias
que él y Piero Menarini, respectivamente, hacen en torno a los núme-
ros cinco y tres. En Federico hasta los números trenzan constelaciones
de misterio con cifras cabalísticas que se resuelven en aciagas premo-
niciones o sabias arquitecturas.
La cuidada y estética edición facsímil tiene una portada atractiva,
está hecha en un papel de color y consistencia agradables y nos pre-
senta, además de la reconstrucción filológica de una versión definitiva
que Lorca dejó incompleta, los siete manuscritos de las versiones suce-
sivas, facilitados a Gerardo Diego por Isabel García Lorca y Maribel
Falla. Lástima que los duendes —esta vez de imprenta— hayan trastor-
nado algunas letras, produciendo erratas en las páginas 15, 17, 27
y \09.—AMPARO AMOROS MOLTO (Infanta Mercedes, 96-11-K.
MADRID-20).

ENTRELINEAS

GEORG STEINER: Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura,


el lenguaje y lo inhumano, traducción de Miguel Ultorio, Gedisa,
Barcelona, 1982, 400 págs.

Releer a Steiner, uno de los máximos críticos de nuestro tiempo,


permite juzgar acerca de lo que es una sólida cultura frente a lo que no
pasa de feudalismo académico, lo que es jerga momentánea y lo que

232
implica reflexión a largo plazo, lo que significa la crítica literaria como
crítica cultural y lo que no puede salir del escaparate de la coquetería
verbal.
Cuando Steiner recopila estos trabajos en 1966 está en plena eclo-
sión la escarlatina estructuralista. Al lado de su hojarasca marchita, el
criticismo de Steiner conserva su lozanía, a fuerza de movilizar una com-
pleja cultura que no excluye el placer de leer, y un aparato crítico sutil
pero no agobiante, que no anula la facultad de inventar en el momento
de criticar. Sobre estas coordenadas, Steiner dibuja su paradigma crítico,
tal vez la única posibilidad que tiene el género de seguir siendo, como
en Montaigne y en Valéry, en Benjamín y en Borges, una manera de
imaginar, no un reflejo fantasmal y huidizo, servil o meramente pala-
brero de la imaginación ajena.
«Leer bien significa arriesgarse a mucho. Es dejar vulnerable nues-
tra identidad, nuestra posesión de nosotros mismos», dice Steiner (pá-
gina 32). La comunicación con el texto, la modificación que la litera-
tura hace de nosotros, paradójicamente, cuanto más activos somos en la
lectura, nos obliga a vivir el acto de leer como un compromiso exis-
tencial que, a menudo, lleva al vértice de la desidentificación, extraña-
miento brechtiano o dialéctica hegeliana de la identidad (Steiner apela
constantemente a estas categorías).
A esta permanente solicitación de la buena lectura se añade, en nues-
tro tiempo y en el espacio occidental, la crisis del modelo humanista
iniciada a mediados del siglo xvn y que culmina con la matematización
del lenguaje y el desplazamiento de lo verbal por lo acústico en los men-
sajes de la industria cultural. El lenguaje como elaboración de significa-
dos, la primacía del discurso verbal impreso sobre los demás, la comu-
nicación y la inteligibilidad descifradora ceden ante nuevos discursos que
apelan al silencio más que a la palabra. A su lado, la más exquisita cul-
tura de Occidente genera los modelos de barbarie más repugnante a la
propia sensibilidad occidental. Crepuscular, melancólico, reflexivamente
pesimista, Steiner se hace cargo de su misión de crítico, a sabiendas que
intenta salvar a una figura del siglo xix, poco más que un iniciado que
habla de literatura fuera de los lugares donde la literatura es leída.
Steiner lucha, finalmente, por rescatar las cualidades del lenguaje
artístico de Occidente, una civilización esencialmente verbal, desde el
«quehacer» (poiesis) aristotélico, un lenguaje traducible y ambiguo al
mismo tiempo, que teje con estas dos tensiones una superficie en que
caben no sólo el poema y la narración, sino la sociología y la historia
y, desde luego, la crítica que Steiner ejerce. Deslindar el discurso de la
lógica simbólica, del sincretismo matemático y de la inefabilidad musi-

233
•cal es su preocupación mayor y la frontera donde la oscuridad del si-
lencio parece poner fin a siglos de discurso inteligible.
Aparte de humanista y «pensador», Steiner es un lector que goza
sin ambages de sus lecturas, experto, astuto, reforzado por una erudi-
ción fluida e incorporada, divertido sin boutades, penetrante sin cruel-
dades.
Las muestras de su ingenio de lector son incontables y sería prolijo
contabilizarlas, pero pueden recogerse algunas al azar: «Marx es un his-
toricista utópico y Freud es un autoritario estoico». «Con Spinoza la
metafísica pierde su inocencia.» «Joyce devuelve sus tesoros al lenguaje
tras largas expediciones de saqueo.» «El estilo de Faulkner es una char-
la personal, un victorianismo nocturno.» «Lukács es un conservador
subversivo y radical.» «En Platón, en Mozart y en Stendhal, el arte es
la risa de la inteligencia.»
Kafka, Grass, Homero, Shakespeare, Mac Luhan, Levi Strauss, Mé-
rimée, Thomas Mann, Durrell, Trotsky visto por Deutscher y una cons-
telación cultural que involucra a todo el Occidente, se miden de igual
a igual en el arte crítico de Steiner. A pesar de su pesimismo hay que
agradecerle que conserve el ejercicio crítico como una de las variantes
de la «creación».—B. M.

C. S. LEWIS: Crítica literaria. Un experimento, traducción de Ricardo


Pochtar, Antoni Bosch Editor, Barcelona, 1982, 112 págs.

El experimento que propone Lewis, antiguo profesor de literatura


inglesa en Cambridge, es categorizar los libros según la lectura que se
hace de ellos, no según el texto que proponen. Lo que distingue a un
texto leído, en acto, de otro, es que los lectores «de mal gusto» (la
mayoría) usan del libro y los «de buen gusto» (la minoría) lo reciben
(página 17). Los primeros son gozadores autoritarios que imponen sus
necesidades y fantasías a la obra de arte (decorar su comedor con un
cuadro de caza o masturbarse con una novela erótica o con el Cantar
de los Cantares); los segundos, más liberales, dejan fluir el texto y se
convierten en escuchas atentos. Paradójicamente, los segundos son más
activos y creativos que los primeros, ya que imaginan más a partir de
lo dado y no reducen la obra a un estímulo de sus propias fantasías tran-
sitorias.
Leer, para Lewis, es «atravesar las palabras para llegar a algo no

234
verbal y no literario» (pág. 23). En este sentido, parcialmente, el autor
contradice su propuesta inicial, que es la de concentrar la lectura en el
texto como realidad en sí misma, no como instrumento. El planteo,
desde luego, es difícil de concretar y subordina la existencia misma de
los libros al hecho de que se los lea correcta o incorrectamente, obli-
gando a instaurar una instancia superior a la lectura que discrimine entre
ambas categorías.
Lo sugestivo y agudo de algunas observaciones de Lewis choca,
como suele ocurrir en la crítica anglosajona, con categorías teóricas im-
precisas y un empirismo que, si bien rescata el placer de leer, el juego
y la afición por la lectura literaria, se desliza hacia campos resbaladizos
como las categorías de «lector sensible», el realismo como la práctica
de la narración de hechos posibles y naturales, etc. Otro inconveniente
de esta línea crítica es la consideración del lector como individual y
abstracto, sin poner en juego la situación histórica de lectura y el hecho
de que leer es movilizar una cultura transmitida, que tiene una exis-
tencia objetiva.
Lewis admite que su categorización es de actitudes tendenciales en
general y no de lectores concretos, pues los mismos rasgos se pueden
acreditar en los buenos y malos lectores (pág. 71); igualmente admite
que ciertos libros sugieren y hasta imponen «buenas» lecturas (serían
los «buenos» libros) y al revés. Esto limita y aclara el alcance de sus
propuestas.
Frente a una era, ya exangüe, pero todavía agobiante, de crítica jer-
gosa y embrollada, la actitud de Lewis es saludable, pues apunta a
recuperar para el crítico el gusto por leer y hace de este gusto algo sig-
nificativo. También deroga la supremacía del crítico y/o el profesor
sobre el lector común, de modo que la lectura se convierta en una
tarea comunitaria, social.—B. M.

TATIANA GALVAN HARO-ΜΑΧΙΜΟ SIMPSON GRINBERG (coor­


dinadores): Literatura y comunicación, Revista Mexicana de Cien-
cias Políticas y Sociales, México, 1980, 181 págs.

A pesar de ser un número de revista (núm. 100, año XXVI), su


carácter monográfico equivale a un libro colectivo sobre el tema seña-
lado.
El criterio unificante del volumen es una orientación socio'ógicav

235
método válido en sí mismo, aunque peligroso si se lo utiliza de modo
excluyeme en materias literarias y, más aún, si se lo maneja como arma
arrojadiza contra el enemigo ideológico previamente definido como ex-
terno.
En este orden se resienten de cierto esquematismo los trabajos de
Armando Cassigoli Perca (Utopía y anliutopía) y Jorge Calvimontes
(La misión más fácil del agente 007). Silvia Molina, en cambio, repasa
la ideología dominante en las novelas policíacas (La trama escondida de
la novela policíaca), donde se caracterizan al héroe, el policía y el cul-
pable, explicándose las mistificaciones principales acerca del delito y el
hecho mismo de la difusión de la novela policial, desde los países cen-
trales hacia la periferia, de las clases dominantes hacia las clases bajas.
Simpson (Ficción y realidad político-social) matiza bastante lo dicho
por Calvimontes y Cassigoli, sobre todo en cuanto a considerar todo
pesimismo como reaccionario y todo movimiento hacia un socialismo
predeterminado como progresista. Escarba en la ideología más allá de
lo manifiesto y encuentra significativo, por ejemplo, que las novelas de
espías y detectives aludan a una realidad política anacrónica (la guerra
fría), rasgo que suele repetirse en la industria cultural de nuestros días.
El volumen se completa exhumando un trabajo de George Orwell
aparecido en Sur, de Buenos Aires, en el año 1948 (Raffles y Miss Blan-
dish); un estudio de Mempo Giardinelli sobre las fuentes norteameri-
canas en la literatura latinoamericana de la especialidad, y un aporte
de Gustavo Quiroz (De la novela policíaca a las series televisivas) en
que se repasan Jas coincidencias de la literatura impresa y la televisada,
una hemerografía de la especialidad compuesta por Guadalupe Ferrer y
Ernestina Zenzes, y notas bibliográficas de Víctor Batta y Miriam Iz-
quierdo.
En conjunto, con los reparos apuntados, el volumen es útil como
material crítico y documental, por la unidad temática observada y el
criterio de lectura obedecido.—B. M.

JOSE EMILIO PACHECO: Las batallas en el desierto, Era, México,


1982, 68 págs.

El poeta José Emilio Pacheco incursiona ahora en la narrativa como


lo ha hecho también con El viento distante, pero evita caer en los erro-
res que, tradicionalmente, cometen los líricos metidos a narradores. No

236
deja que el lenguaje instale sus tiempos muertos ni se mire largamente
en el espejo de Narciso, de modo que la palabra ahogue en su flujo
arrasador el otro flujo, el de los hechos narrados.
La nouvelle que comentamos encara distintas perspectivas: una rá-
pida evocación del alemanismo, la posguerra y cierta dudosa prosperi-
dad mejicana vista desde la óptica de una clase media urbana, arruinada
y pretenciosa; la iniciación sentimental de un adolescente que, como
suele ocurrir, se enamora de la madre de un amigo, mujer hermosa y
de conducta atrayente por lo irregular; la reacción farisaica del medio
social de origen ante el hecho sexual; una visión apretada de los gustos
y modas de los últimos forties en un país latinoamericano pegado al
gran imperio norteño; la educación vital a los empujones, la desilusión,
la destrucción de los escenarios evocados, el fin de la pubertad; un es-
tudio comparado de distintos niveles sociales a través de un grupo es-
colar que es como el proyecto de la sociedad mejicana en ciernes.
Pacheco pasa rápidamente por estos campos, optando por el veloz
trámite de la novela breve. Su narración es apretada, pero no apresu-
rada. Apunta y esboza, dejando al lector el tiempo y el espacio nece-
sarios para elaborar las entrelineas, los puntos suspensivos, las trastien-
das de las escenas propuestas. Al equematizar la época soslaya el peligro
del sociologismo. Tampoco elige el camino fácil del fisiologismo sexual,
tan llevadero en este tipo de temas. Su trámite de narrador recuerda al
Moravia de Agostino y al Bassani de Dielro la porta. Y no es poco de-
cir. El relato pide otros relatos paralelos, hermanos, si se quiere, a fin
de recuperar el fresco de una época, restaurado por un poeta que no
desdeña el arte de contar, sin dejar de ser un experto tratadista de la
palabra.—B. M.

RAMON PEDROS: Los poemas de Tamara, Prometeo, Valencia, 1982,


74 págs.

Encara Pedros en este poemario varios niveles de discurso, a saber:


un talante amoroso, uno descriptivo, uno evocativo, un ensayo de poe-
sía eventualmente narrativa y siempre coloquial, cuya forma es el flujo
de la conciencia que sobrepasa los signos de puntuación y ocupa el
espacio fluctuante en que la palabra se apodera de todas las convencio-
nes sintácticas y toma la iniciativa protagónica, a la manera de Apolli-
naire o Joyce.

237
Colorea el lenguaje, además, la constante alusión a paisajes rusos
y a nombres de la región, a la vida cotidiana de un occidental en el
mundo moscovita, la precariedad de todas las.relaciones entabladas por
quien está de paso, lo cual, dirigido a la temática amorosa, la tiñe de
ansiedad por lo concentrado y pasajero, y convierte estos poemas en una
reflexión sobre el tiempo y la pasión.
Pedros prefiere poemas de larga duración, a efectos de que la aso-
ciación del lenguaje consigo mismo vaya desplegándose con comodidad
y las familias de palabras y de imágenes se reproduzcan generosamente.
El resultado es una obra de total unidad, donde el tono se mantiene
del principio al fin y, a través de escenas tenuemente esbozadas, el lec-
tor puede reconstruir una auténtica historia de amor.—B. M.

ESCUELA DE POESÍA LA CAMAMA: Manifiesto y poemas, Madrid,


1982, 87 págs.

Es infrecuente asistir hoy a la proclamación de manifiestos, ya que


la poesía contemporánea, siguiendo el principio mallarmeano, manda
a cada poeta a su rincón, a tocar la flauta solitariamente. He aquí que
Manuel San Martín, José del Saz Orozco y Carlos Renaldo Asorey Brey
deciden revitalizar el género del manifiesto y preceder su entrega co-
lectiva de poemas por una declaración doctrinaria.
Su propuesta es de raíz libertaria y quiere sustraer la poesía al po-
der para que pueda mostrar, en libertad, el lado oscuro de las cosas.
El mundo asiste al peligro de destrucción y la emoción que ella suscita
es épica. La poesía no desdeña, en este orden, servirse del panfleto
como forma, aunque no sirva a él, en un nuevo gesto de libertad.
La Camama vindica una poesía creativa (¿creacionista?), contem-
plativa y amoroso-cósmica, una poesía autónoma que es fin de sí misma,
minoritaria y elitista porque así la determina la sociedad, sustraída al co-
mercio humano, dirigida a la felicidad y a la totalidad. «El poeta, en
contra del científico, del político y del filósofo, puede hacer afirma-
ciones gratuitas; no necesita demostrar nada.»
Es difícil y apasionante juzgar, paralelamente, el programa y la obra.
Esta comparación sólo será posible con los años. Por ahora, la entrega
inicial del grupo marca diferencias individuales bastante notables: San
Martín apela a recursos más clásicos que sus compañeros, que no des-
deñan evocar el postismo, resolverse en caligramas y en poesía visual.

238
El manifiesto despliega principios muy amplios; los manifestantes es-
tán en la búsqueda.
Habrá que observar atentamente la evolución de este grupo sin-
gular, que vuelve a los tiempos de Victor Hugo, Marinetti o Tzara, los
tiempos en que la literatura enfrentaba al gusto establecido y filisteo
con páginas doctrinarias que, a menudo, servían como artillería simbó-
lica. Es de agradecer a La Camama que altere el aburrido panorama de
nuestra poesía actual con un ademán que, no por conocido, deja de ser
sugestivo.—B. M.

ROGER BO ASE: El resurgimiento de los trovadores. Un estudio del


cambio social y el tradicionalismo en el final de la Edad Media en
España, traducción de José Miguel Muro, Pegaso, 1981, 201 pá-
ginas.

Estudia Boase en el presente trabajo el resurgimiento de la poesía


trovadoresca durante la dinastía de los Trastamara (1369-1516) y, apli-
cando el método sociológico, intenta explicarlo en el contexto de la cri-
sis que sufre, durante la Baja Edad Media, el régimen aristocrático
europeo. La nobleza territorial padece variados embates: el crecimiento
del Estado-Nación moderno, el desarrollo del capitalismo urbano, la
transformación de la economía señorial en dineraria, la adhesión popu-
lar a la monarquía, la decadencia de la técnica caballeresca en la guerra,
la creciente ausencia de aristócratas en los puestos burocráticos. Bien
es cierto que, dado el relativo desarrollo atrasado de la burguesía cas-
tellana, este cuadro se matiza bastante en España, pero sus líneas gene-
rales siguen siendo válidas.
Interpreta Boase que el refugio en el pasado y en sus valores ca-
ducos, la ensoñación en un orbe de normas y principios desprestigiados
por el proceso histórico, es un síntoma de impotencia cultural de la
aristocracia, que se «fuga hacia atrás» ante la imposibilidad de asumir
el presente como una tarea,.
Aunque disminuida en su importancia comparativa, la nobleza si-
guió siendo, en ese período, hegemónica en lo cultural-litèrario, dado
que los poetas, en cantidad considerable, eran nobles o prebendados y
mantenidos del mecenazgo nobiliario.
Los trovadores del resurgimiento siguieron basándose en una teoría
social anacrónica, basada en la concepción unitaria y divina del mundo

239
y en una estratificación social completamente rígida, donde cada esta-
mento de la sociedad estaba cerrado en sí mismo y no daba ni permitía
el acceso a los demás.
Para sostener su tesis, Boase acude a un prolijo aparato erudito,
que cubre no sólo el examen de su campo documental (la poesía trova-
doresca y, en especial, la vigencia en ella de los principios del amour
courtois), sino también la organización social de la época, la teoría po-
lítica dominante, la sucesión dinástica y la estructura interna del propio
estamento noble.
El planteo de Boase es claro y sugestivo. Su desarrollo, preciso e
informado. Los apéndices documentales y monográficos iluminan secto-
res de la lectura para quien quiera profundizar en determinadas par-
ticularidades de la misma. El uso del método sociológico no resulta,
como a menudo, rígido y mecánico. La lectura es fluida y permite al
no iniciado enterarse de un período de la historia sociocultural de Oc-
cidente que —por ejemplo, en cuanto a concepción del amor— sigue
teniendo efectos residuales en todos nosotros.—B. M.

RAMON GARCIA HERNANDEZ-JESUS CALVO BARRIOS: Arturo


Soria, un urbanismo olvidado, Junta Municipal del Distrito Ciudad
Lineal, Madrid, 1981, 159 págs.

Este trabajo de los sociólogos García Hernández y Calvo Barrios


fue premiado en un certamen convocado por la Junta Municipal editora,
aproximándose al centenario de la Ciudad Lineal. Está construido en
torno a la figura de Arturo Socia, espécimen de esa escasa y brillante
raza de inventores españoles (Isaac Peral, Torres Quevedo, De la Cier-
va y, ¿por qué no?, Santiago Ramón y Cajal, entre otros) a los que la
casualidad hizo nacer en el inhóspito escenario de una España atrasada
y, a menudo, caótica.
Soria, urbanista social, contemporáneo de Howard, el inventor de
las ciudades-jardín, es una suerte de antepasado de Le Corbusier, un
futurista que increpa duramente la organización urbana de hacinamien-
to y especulación, típica de ese final supercapitalista del siglo xix y pro-
pone, para superarla, la construcción de ciudades lineales, de crecimien-
to vertebrado, axial e indefinido. Las ideas de Spencer y Darwin acerca
de la sociedad como un organismo y el triunfo de los más aptos por el
juego de la selección natural, determinaron en Soria la concepción de

240
esta estructura urbana ortogonal que él identificaba con la democracia
y la república, así como veía en la abigarrada trama de callejas la ciudad
feudal y en las líneas reformistas, la ciudad del despotismo ilustrado.
Madrid de Soria, la del ensanche de Castro, la ciudad con la mayor
mortalidad del mundo, célebre por su atmósfera infecta y sus alrededo-
res yermos y deprimentes, es Madrid de hoy, por las previsiones en
cuanto a traída de aguas, líneas de circunvalación y desarrollo periférico.
Sólo que la utopía reformista y filantrópica se ha visto desbordada por
la especulación y el clasismo del crecimiento nórdico madrileño.
Los autores esbozan la biografía de Soria e historian la Ciudad Li-
neal, sea en sus presupuestos teóricos como en sus detalles técnicos, en
su realización económica y en los avalares que van desde el fin de la
Restauración hasta la guerra civil, pasando por el esplendor de los años
veinte y la decadencia de los treinta.
En una o dos décadas, según profetizan nuestros investigadores, sólo
quedará de la invención de Soria el trazado vial y nada de su realidad
urbana. La Ciudad Lineal será un barrio más del Madrid de clase alta.
Pero textos como el considerado ayudan a reivindicar la figura de un
inventor español cuyos principios, imitados en el urbanismo interna-
cional e incorporados hasta en los planes quinquenales soviéticos, pro-
baron su universalidad con su propia expansión.
El trabajo es metódico, documentado y de ágil redacción. En una
segunda tirada sería conveniente limpiar el libro de erratas, en home-
naje a la precisión que suele acompañar a los proyectos arquitectónicos.
BLAS MATAMORO (Ocaña, 209, 14 B. MADRID-24).

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