Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Literatura Española Del Siglo de Oro (Vossler Karl) (Z-Library)

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 164

L I T E R A T U R A

E S P A Ñ O L A
S I G L O D E O R O

por
KARL VOSSLER

LUCERO
E D I T O R I A L S E N E C A

M É X I C O , D. F.
Queda hecho el depósito oue
marca la Ley. Copyrigth by
/ Editorial Seneca i o México

Printed and made


in México
Impreso y hecho
en México por
Editorial Séneca
Los temas hispánicos ocupan —preocupan
más bien— a Vossler desde hace poco tiempo,
relativamente; sus libros y ensayos sobre co­
sas de España son todos trabajos de madu­
rez. Cuando Vossler penetra en los dominios
de las letras españolas, la formación y el saber
noticioso característicos de los filólogos alema­
nes educados con anterioridad a la gran gue­
rra vienen a ser estos: como objeto de la filo­
logía románica, las literaturas de Francia e
Italia brindan los temas predilectos del espí­
ritu} España provee las notas al pie, el detalle
necesario para que un trabajo sea completo.
Italia y Francia, rectoras del espíritu románi­
co, España voluntariosamente a la zaga> pró­
diga en gestos perturbadores de interpretación
difícil: en líneas generales este es el cuadro que

9
de las actividades espirituales de la Romania
’k&fOrmaM'-filólQtyo alemán por los años de 1890,
de 1&Ó0, 'de l 910.' Alguna excepción, Morf, no
hace sino confirmar la regla.
Italia y Francia han jíriginado casi siem­
pre las obras más desinteresadas de que pue­
de envanecerse la filología alemana. Italia y
Francia confluyen en esa (ícorriente central del
pensamiento europeo” que en España, por el
contrario> ha producido páginas críticas la­
mentables. Nada tiene dq particular que hayan
sido razones ajenas a la filología, ajenas a la
interpretación desinteresada de textos y for­
m a s d e espíritu y letra, lo que determinó en
Alemania, en los años que siguen inmediata­
mente a la guerra, un sospechoso florecer de
hispanismo, frívolo y superficial con frecuen­
cia.
Del fondo, por ventura fugaz e instantá­
neoy de este pseudo-hispanismo, se destaca la
figura ejemplar de Vossler, espíritu de muy
otro medio y de muy otra naturaleza. Con
sus contemporáneos alemanes no tiene Vossler
más que una nota de común: él también ha
acudido a España por motivos distintos de los
que le llevaron un día a investigar los funda­
mentos filosóficos del ((dolce stil nuovo”, o el
pensamiento de Dante, o el arte dé Racine, de
La Fontaine o de Leopardi. Entre los años en
que se cumple la madurez científica de Vossler
y los años de sus preocupaciones hispánicas,
el destino ha desencadenado una de las más
horrendas tempestades históricas que hayan
podido acongojar jamás el alma de un pueblo.
Vossler ha ido al hispanismo acuciado por ne­
cesidades de su tiempo y de su patria y por
necesidades de su propio espíritu.
A diferencia de sus colegas, herméticamen­
te cerrados a todo aire de juera, V\ossler ha
sido en la Alemania moderna uno de los hom­
bres más sensibles a los procelosos cambios
que traían los tiempos. En la ciencia y juera
de la ciencia. El jué quien con mayor efica­
cia intentó el salvamento de disciplinas que
parecían condenadas a perderse en un desa­
jorado bizantinismo y jué el que, llevado por
una sensibilidad artística que entre los f ilólogos
de todos los países no ha sido—la verdad—
cualidad jrecuente, quiso sacar la contempla­
ción de las obras de arte literario de las ga­
rras de un imbécil positivismo epigonal que
amenazaba con destruir lo que de espíritu
quedara en la ciencia de la literatura. La lu­
cha de Vossler contra el positivismo en lin­
güística- y en literatura ha sido, hasta ahoray
quizá más jecunda en resultados negativos
que en firmes construcciones nuevas. Vossler,
más que el hombre de un nuevo método, ha si­
do, en la Alemania de la post-guerra, el espí­
ritu sagacísimo que ha sabido descubrir cosas
nuevas, nuevos secretos de forma y de estilo.
Para un hombre que se resistía al aire
mohoso de cerrazón, y para el que la letra
era sólo medio expresivo del espíritu, los do­
lores de Alemania desde la revolución deter­
minaron una nueva actitud frente a los ob­
jetos imposibles de la ciencia. Lina inquietud
nueva, que ya no emana de la simple contem­
plación histórica y estética, invade su obra
más interesante, sugestiva y —creo que debe
decirse— elocuente. Vossler hace en estos años,
o rehace, el descubrimiento que ya hizo Goethe,
que hicieron los románticos alemanes: la gran
tragedia histórica de Alemania se origina en
el liccho de ser ella más bien un gigantesco
conglomerado político que un pueblo, una na­
ción. Para los pueblos y para los espíritus
atormentados la historia vuelve a ser la maes­
tra de la vida, Vossler vuelve los ojos hacia
una nación románica, la única que puede
ofrecer a los alemanes enseñanza magistral
sobre el arte de ser nación. Vossler descubre
—como Tieck, como Schlegel, y en circunstan­
cias parecidas— la nación española.
El primer trabajo importante que Vossler
dedica a las letras hispánicas es quizá también
significativo y, para el lector atento, clave cla­
ra de todos los demás. Me refieron al ensayo
Spanischer Brief (Carta hispánica),publicad o
en el homenaje ofrecido en 1924 a Hugo von
Hofmannsthal, de la que el lector español só­
lo ha podido hacerse cargo a través de una in­
suficiente y no muy inteligible traducción de
la Gaceta Literaria.Vossler dedicó al poeta
Hofmannsthal un homenaje que era, a un
tiempo, explicación de la actitud de una parte
de la literatura alemana de la post guerra e
interrogación sobre el quehacer de los intelec­
tuales centroeuropeos. “En esta atmósfera de
flojedad que pesa sobre nosotros es grato re­
frescar el espíritu en la contemplación de la
mentalidad y de la poesía españolas”, escri­
bía Vossler al analizar las obras representati­
vas de nuestra cultura literaria, La Dorotea,
el Lazarillo, los romances fronterizos, el Can­
tar de Mió Cid. En estas obras Vossler, con su
gran penetración crítica, ha encontrado mati­
ces y aspectos nuevos, y para los españoles
mismos su ensayo puede ser indículo luminoso
de bellezas olvidadas. Es preciso comparar lo
que de La Dorotea sei había escrito en Alema­
nia, lo que se sigue escribiendo y puede leerse

13
en un libro de tantas pretensiones como la
Literatura,^ de L. Pfandl, con las páginas de
la Óarta hispánica, para comprender hasta
qué punto ha sabido captar Vossler las esenr
das estéticas más delicadas de la admirable
acción en prosa. Pero siempre, por debajo de
las formas artísticas, Vossler ha pretendido
buscar aquel alma española, la razón de ser
de aquella unanimidad nacional, espectáculo
el más atrayente a sus ojos, don el más envi­
diable. Una vez y otra la obra y la vida de Lo-
pe de Vega han sido para Vossler el paradig­
ma más digno de ser imitado por las deshechas
nacionalidades centroeuropeas. “¿Cómo no sen­
tirá alegría y solaz el tardo y desgarrado pue­
blo alemán en la contemplación de este genio
de la ligereza?”, escribe Vossler al terminar
el hermoso libro que ha dedicado recientemen­
te a nuestro gran poeta. Ese desgarramiento
ha determinado reacciones convulsivas, no só­
lo en la política, sino también en el arte y en la
literatura. Nada ha cristalizado en formas per­
durables, pero persiste el deseo, y, como los ro­
mánticos hace más de un siglo, Vossler quiere
contribuir con sus ejemplos españoles a nor­
mar y a encauzar las actividades anarquizadas.
“Renace el anhelo de una poesía afirmadora '
de la vida, elevada sobre las diferencias de cla-

U
se, enraizada en una comunidad nacional y re­
ligiosa armónicamente estructurada. Este anhe­
lo se descubre en muchos intentos prematuros
e impacientes de nuestros poetas jóvenes, no
sólo en Alemania, sino en todo el ámbito de la
cultura ^euro-americana. El mismo anhelo me
ha impulsado hacia Lope de Vega en el sexto
decenio de mi vida, y me ha hecho intentar
una exposición histórico-literaria que bien sé
que ha de parecer falta de sazón a los especia­
listas. Mi sentimiento de estos tiempos me im­
pidió esconder lo que ya sabía de un poeta que
con tanta seguridad pudo llevar a cabo lo que
hoyy en diferentes circunstancias, creemos de­
sear y necesitar”. (Lope de Vega und sein Zei-
talter, págf VII).
España es para Vossler la maestra de mo­
ral de Europa. En esta esencial moralidad his­
pánica ve Vossler la razón de ser de nuestra
grandeza literaria. Moral que es de una parte
“Haltung”, una actitud seria y decorosa ante
la vida y ante el espíritu: de otra parte una­
nimidad nacional, sentido de la coherencia. El
trabajo donde Vossler ha expuesto esta concep­
ción suya de la ejemplaridad histórica de Es­
paña ante Europa se titula Die Bedeutung der
spanischen Kultur für Europa, y fué publicado
en la Deutsche Vierteljahrsschrift für Litera-

15
tur.wissenschaft und Geistesgeschichte. VIII.
En ese ensayo, Vossler ve en los cruces de cub
tura que caracterizan la edad media española
el origen de una mentalidad severa y flexible,
creyente y escéptica, y en las circunstancias
históricas que rodean la constitución de la na­
cionalidad las causas del carácter aristocrá­
tico y democrático a la vez que crea la origi­
nalidad española frente a corrientes intelec-
tualistas y esteticistas que tuvieron en Espa­
ña un dique. Vossler no escamotea la fe reli­
giosa católica de los españoles de antaño, ni
disminuye su importancia; pero es una radical
hispanidad, más profunda y entrañable que la
religiosidad misma, donde esta se fué plasman­
do durante siglos. Esa hispanidad, carácter
distinto al de todas las otras naciones euro­
peas, sentido de solidaridad social, de disci­
plina, de jerarquía, jerarquiza a su vez los va­
lores del espíritu de manera distinta a como
lo hacen los grupos intelectuales, más o me­
nos desligados de los pueblos que los sopor­
tan, en las naciones del centro de Europa; a
la pureza ideal del Renacimiento, España,
fuertemente apoyada en el suelo de Europa,
opone preocupaciones éticas muy del momento,
y muy de esta tierra, por lo mismo que se jus­
tifican en anhelos de inmortalidad.
En ese ensayo en que Vossler, crítico li­
terario y filólogo de profesión, estudia lo que
la cultura europea debe a España, apenas se
mencionan nuestros valores literarios y artís*
ticos. El porte de los soldados españoles, el
orgullo español, los tratamientos y cortesías,
ocupan mayor espacio que las alusiones a Cer­
vantes y a Velázquez. Son preocupaciones de
otro orden las que desvían la atención de Voss­
ler de lo puramente “a r t í s t i c o L o s aspectos
de nuestra vieja literatura que siempre ha­
bían impresionado a los críticos de fuera de
España como lamentables salidas de tono, di-
jéranlo o no lo dijeran, cobran ahora para este
hombre, educado literariamente en la contem­
plación de las más requintadas formas de arte,
una especial importancia. En los momentos en
que la juventud española se interesaba por
reivindicar la aristocracia de nuestras formas
artísticas —piénsese en el artículo de Dámaso
Alonso Escilk y Caribdis de la literatura es­
pañola, Cruz y Raya número 7, exposición y ci­
fra de toda una nueva actitud crítica—, Voss­
ler, que no desmiente en ninguno de sus escri­
tos el entronque romántico de sus ideas, vuelve
a insistir en el popularismo, y aun vulgarismo
español, rasgo esencial de nuestra literatura/■
las obras que le merecen más detenida men­
ción son aquel Santo y Sastre, de Tirso de Mo­
lina, en que San Homobono sube al Cielo ca­
racterizado con unas enormes tijeras; son
aquellas comedias y autos en que el arte se
pone deliberadamente al servicio de una reli­
giosidad popular. En su discurso Realismus
in der spanischen Dichtung der Bl^ütezeit, Mu­
nich, 1926, y en su último libro sobre Lope de
Vega, Vossler se ha detenido quizá con exceso
en la exposición y discusión de temas litera­
rios descentrados quizá a causa de un enfo­
que unilateral, y aun a causa de la omisión de
otras muchas cosas por las que el autor mues­
tra menos simpatía*
La lectura de Vossler es para los españoles
de hoy necesaria por dos razones. Es necesaria
porque todos los libros y ensayos que venimos
citando, contienen una abundancia prodigio­
sa de atisbos, de sugestiones, de rasgos origi­
nalmente vistos, sentidos y expuestos. Es ne­
cesaria como estímulo y como correctivo. Es­
tímulo de los estudiosos que con fervor reno­
vado se esfuerzan por llegcur a las raíces pro­
fundas de la hispanidad; correctivo de méto­
dos y de criterios. Son, además, un oportuno
desengaño de esteticistas y una demostración
elocuente de que la razón de ser nacional no es
tanto etnográfica cuanto ética. La compren­
sión profunda, la formulación exacta de una
estética española será el descubrimiento —des­
interesado— de nuestro ser moral.

J. F. M o n t e s in o s .

19
EL IDIOMA Y LOS ESTILOS
E l problema de que voy a tratar tiene ín­
timo parentesco con el que el gran apóstol
de la libertad política, Montesquieu, supo re­
solver con clásica maestría en sus meditacio­
nes sobre las causas de la grandeza y deca­
dencia de los antiguos romanos. Gomo secua­
ces de Montesquieu, preguntemos, pues, e in­
quiramos cuáles fueron las causas de la gran­
deza de España en el siglo de oro y cuáles las
de su decadencia.
Claro es que las causas inmediatas de un
hecho político —ya que política sobre todo
fué entonces la grandeza de los españoles—
pertenecen a la razón de Estado. Pero cuanto
más reciamente pulsa la vida política, tanto
más provoca y consigue en los otros campos
de la actividad humana sus resonancias y efec-

23
tos concomitantes. En la economía, en la téc­
nica, en las letras y artes, y hasta en la con­
ciencia religiosa se encuentran vestigios del
empuje político.
Diré más: un rasgo muy característico del
siglo de oro en España me parece aquel ir acom­
pañado el aumento del poder político con el
más rico florecimiento literario, poético y ar­
tístico, y aun más notable es aquel largo so­
brevivir de las fuerzas creadoras de la fanta­
sía después del agotamiento político y militar.
Conviene recordar algunas fechas de valor re­
presentativo.
1588 es el año de la destrucción de la más
formidable armada de Felipe II, y señala el
declinar del poderío marítimo y comercial de
España y de su hegemonía en Europa. Sobre­
viven, sin. embargo, al desastre militar y polí­
tico las bellas artes, las letras y la poesía por
poco más de un siglo. En 1681 muere Calderón,
en 1635 Lope de Vega, en 1660 Diego Véláz-
quez. La obra más triunfal y más universal del
genio español— El Quijote— salió a luz en los
años 1605 y 1615.
De otra parte, considerando el comienzo del
siglo de oro, se manifiestan con notable contem­
poraneidad las primeras señales del nuevo em­
puje, es decir del espíritu de expansión, con-

n
quista y descubrimiento tanto en el campo de la
acción práctico, como en los reinos de la fanta­
sía y contemplación. Simultáneamente se ofre­
cen a la vista y a los brazos de España las cos­
tas y riquezas de América y la hermosura
idealmente sensual de la poesía, del arte y de
la ciencia del Renacimiento. Marchan y medran
con igual paso los navios de Cristóbal Colón,
las tropas de Gonzalo de Córdoba, los versos
de Boscán, Garcilaso, Juan del Encina, Gil
Vicente, las seducciones de la Celestina y las
fantásticas hazañas de Amadís de Gaula.
Baste esto para demostrar que los éxitos
de las armas y de la razón de Estado, si em­
piezan a realizarse a la misma hora que los
de las letras humanísticas, languidecen pron­
to y se van apagando mucho más temprano.
En otros términos: España sostuvo su papel
literario y artístico dos siglos (continuados,
que pueden y deben llamarse de oro^ y uno solo
su predominio político. Es una proporción muy
rara, peculiar y característica de España: no
se encuentra, que yo sepa, en ninguna otra
nación de Europa.
¿Cómo explica tanta extensión del floreci­
miento artístico ultra el poder político? Si no
me equivoco, tenemos algo análogo en los días
de hoy, considerando el hecho de que Hispano-

25
América, después de su completa separación
política de España, se le acerca y se junta con
ella cada vez más en el campo de las ideas y
de las letras. He aquí dos manifestaciones de
un rasgo muy español, el que podría determi­
narse como activísimo fantástico o fantasía
activista, o, prefiriendo un nombre más co­
rriente, como quijotismo> en el alto sentido
de Unamuno. Consiste en una manera de ener­
gía volitiva, ora incitada y estimulada, ora
desviada y frustrada por sueños y fantasías;
y puede también considerarse como fantasía
que esymula, arrebata, devora y suplanta la
acción. El quijotismo tiene dos momentos: él
arranque y el ensueño, el empuje y la deja­
dez. El primer momento podría figurarse bajo
el símbolo de aquel hipógrifo calderoniano,
que corre parejas con el viento, y como “rayo
sin llama, pájaro sin matiz, pez sin escama”...,
se desboca, arrastra y despeña...; y al segundo
convendría quizás la imagen de Rocinante.
Como después de una erupción volcánica, pa­
sado el estallido, sosegado el vómito, resfria­
da la lava en el llano, continúan volando por
el aire y teniéndose suspendidas arriba las
nubes de vapor y ceniza; así en los mayores
poetas de España continúan actuando la fan­
tasía y elevándose las ideas nacionales des­
pués de la decadencia. No se encuentra sombra
de duda o desaliento político, ni en la vasta
obra dramática de Lope, ni en la de Calderón.
Sólo los espíritus críticos, prudentes y avi-^
sados de aquella época, Mariana, Quevedo,
Gracián y algunos otros se enteraron a tiem­
po de los peligros y daños que amenazaban a
España. Mas la crítica ha sido siempre de po­
cos, y los españoles del siglo de oro eran todos
algo poetas, artistas y muy entregados al qui­
jotismo.
Lo que les sugestionaba y unía a todos en
brioso y bizarro entusiasmo general era la
tan poderosa y popular tradición de su poe­
sía épico-lírica, eran sus romances, los que
brotaron y florecieron en la transición desde
la reconquista continental a la conquista de
ultramar, o de la Edad Media al siglo de oro.
Los romances y cuentos mágico-heróicos que
zumbaban en el cerebro de Don Quijote y le
empujaron a buscar aventuras, fueron en sus­
tancia los mismos que llevaron consigo, can­
tando y fabulando, los marineros y soldados
de la conquista.
Además hubo otro medio de sugestión, con­
tagio y solidaridad espiritual, menos intenso
quizá, pero ciertamente más amplio, más co­
mún y eficaz: el idioma de Castilla.

27
Para nuestras consideraciones, el idioma
tiene interés e importancia más bien como fuer­
za afectiva que como capacidad intelectual.
Por eso no trataremos la estructura de su gra­
mática ni la riqueza de su vocabulario, que al
comienzo del, siglo de oro ya estaban bastan­
te bien constituidas, de manera que Antonio
deNebrija en su Gramática castellana} de 1492,
pudo afirmar “estar ya nuestra lengua tanto en
la cumbre, que más se puede temer el descen­
dimiento della que esperar la subida”. Lo que
hacía falta a este instrumento nacional eran
la atención, el cultivo y los cuidados de los
eruditos y literatos y, por consecuencia, la
exactitud, docilidad, blandura y matiz del uso
social e individual. Así los españoles, antes de
cumplir con su tarea de refinamiento idiomá-
tico-estilístico, ya se vieron empeñados en las
mayores empresas de la conquista militar y he­
gemonía política, y, como dice Fernando de
Herrera, “ocupados en las armas con perpe­
tua solicitud hasta acabar de restituir su reino
a la religión cristiana, no pudiendo entre aquel
tumulto i rigor de hierro acudir a la quietud i
sosiego destos estudios, quedaron por la mayor
parte ágenos a su noticia”. Juan de Valdés,
Luis de León, Ambrosio de Morales, Francisco
de Medina, Martín de Viciana y otros nos ates­
tiguan que en España generalmente no se gus­
ta de gramatiquerías, y se prefiere la fuerza de
los hechos a las finezas de la palabra. En efec­
to, los triunfos del idioma castellano en Euro­
pa j América se deben más al poder político
que al cultivo literario. El español llegó, sí, a
hacerse lengua internacional, pero su propagan­
da fué tan rápida, poderosa y vasta, que los
cuidados estéticos y el análisis filológico del
idioma y su organización literaria no tuvieron
el tiempo necesario para progresar con aná­
logo vigor.
En lugar de una disciplina, castigo y sobrio
cultivo del estilo, vinieron a afirmarse las mo­
das del cultismo, culteranismo y conceptismo.
Los literatos, por haberse descuidado en lavar
la cara al idioma, le pusieron afeites y se em­
peñaron en adornarlo con tal emulación que a
mediados del siglo XVII el historiador Fray
Jerónimo de San José pudo sostener en buena
razón “que ya nuestra España, tenida un tiem­
po por grosera y bárbara en el leguaje, viene
oy a esceder a toda la más florida cultura de
los Griegos y Latinos. Y aun anda tan por los
estremos, que casi escede aora por sobra de lo
que antes se notaba por fa lta ... Ha subido
su hablar tan de punto el artificio, que no le
alcanzan ya las comunes leyes del bien decir,

29
y cada día se las inventa nuevas el arte... Y
es cosa considerable que la estrañeza o estra-
vagancia del estilo, que antes era achaque de
los raros y estudiosos, hoy lo sea, no ya tanto
de ellos, cuanto de la multitud casi popular, y
vulgo ignorante: que tal debe llamarse la mu­
chedumbre de los que afectan esta manera de
hablar y escribir... La elegancia de Garci-La-,
so, que ayer se tuvo por osadía poética, hoy
es prosa vulgar: como también nuestra más su­
bida poesía será mañana (si el uso así lo ad­
mite) prosa del vulgo... En España, más que
en otra nación, parece que andan a la par el
trage y el lenguaje, tan inconstante y mudable
el uno como el otro”.
En la literatura y en el habla del siglo de
oro se pueden distinguir tres grados o escalo-,
nes de usos lingü^icos: estilo popular, estilo
clásico y estilo culterano. Aunque los tres exis­
tían simultáneamente, el último prevaleció más
tarde, en la época que los italianos llaman ba­
rroca, mientras el clasicismo en España tuvo
un papel relativamente secundario y breve. De
otra parte, el popularismo se conservó durante
dos siglos, y se señaló por su notable tendencia
a subir y penetrar hasta el más alto cultera­
nismo. En este edificio estilístico el piso medio,
el que podría representar el grado de la mode-

SO
ración y la pureza, ocupa el menor espacio.
Toda la estructura idiomática y literaria de
España en su siglo de oro, se diferencia j des­
cuella sobre las de Italia, Francia y Alemania
por la solidez de su fundamento popular*, cu­
yos cimientos se van alargando y elevando
como unos pilares y sustentan el muy artifi­
ciosa ornamento del tejado. Menéndez Pidal
ha revelado con ejemplar evidencia esta com­
penetración de lo popular con lo artificial en
la poesía colectiva y tradicional de los roman­
ces y las comedias, y ha iluminado con efica­
cia el contraste que hay entre ese estilo nacio­
nal y el individualismo del arte cosmopolita
de nuestros días. Dice: -“La poesía, cada vez
más, renuncia a ser expresión de sentimien­
tos dilatadamente humanos, para encerrarse
en cavilaciones reservadas a un cenáculo de
iniciados; las escuelas luchan por crear nue­
vos tipos de poesía, singulares en su totali­
dad, apartadizos, aislados, atormentándose tras
algún preciosismo que, como lenguaje cifrado,
no quiere ser comprensible para todos, y más
aún, se avergozaría de llegar a ser demasiado
comprendido de cualquiera. Pero, es indudable
que, por último, se afirmará en definitiva el
artista que arrogante y sencillamente afronte
el peligro de ser entendido de todos, el que,

SI
como los más grandes poetas de todos los si­
glos, tenga algo que decir lo mismo a la mu­
chedumbre que al hombre selecto, y podemos
esperar que en un más allá una educación
más elevada, efectiva e integral del hombre
podrá traer que la poesía vuelva a ser sentida
en común, expresando y uniendo emociones
colectivas, como en los mejores días de otras
épocas de gran florecimiento que hoy miramos
con admirativa envidia, y siendo entonces el
arte lo más, y el artista lo menos, podrá re­
nacer cualquier forma de poesía anónima y
tradicional, pues la vida de esta no depende
de la cronología de la cultura, sino de la orien­
tación ideal del hombre”.
¿Cuál era, pues, la orientación ideal de los
españoles de aquella gloriosa y heroica época?
Vamos a descubrirla en algunos usos caracte­
rísticos de su lenguaje, puesto que si las as­
piraciones nacionales y humanas no se deci­
den ni se afirman, por lo. menos se manifies­
tan, se expresan, sugieren y comunican por el
idioma.
Un rasgo muy común del lenguaje popu­
lar es su propensión a la frase espontánea,
cuyo sentido no aparece explícito en la estru-
tura gramatical, si no que se tiene que inferir,
barruntar y como ventear por el contexto y
entonación del discurso. Y no es tanto por
descuido o incapacidad expresiva, ni que los
que hablen y escriben en estilo popular desa­
tiendan la exactitud e intelegibilidad, es más
bien su acuerdo y familiaridad con los que
oyen y leen lo que les dispensa de ulteriores
explicaciones. Él sentirse español de todo co­
razón, de fé, de sangre, de instinto e impulso,
hace excusado para ellos el declararse en pre­
cisiones formales. Especialmente cuando la
materia que hay que comunicar es más conoci­
da, querida y apreciada de todos, cuando se
habla y canta de la fé católica, de la grandeza
y gloria de España, de recuerdos y esperanzas
nacionales, se establece entre le poeta y su pú­
blico un fluidum de acuerdo e inteligencia
recíproca, una comunicación casi magnética,
que permite y favorece unas formas de expre­
sión sumamente espontáneas, enfáticas, elo­
cuentes y a las veces líricas, notables tanto por
su abundancia y pleonasmos, como por su
sobriedad, parsimonia y elipsis. Los ejemplos
más castizos de este género de estilo popular
se nos ofrecen en los romances llamados fron­
terizos. Fueron compuestos por los mismos
héroes que en los siglos XV y XVI defendie­
ron las fronteras. “Son muy históricos”, dice
Menéndez y Pelayo, “verdaderamente popula­
res, puramente nacionales y limpios de toda
imitación extraña. Por eso no hay que con­
fundirlos con los romances llamados moris­
cos . . . ”, los que fueron compuestos por los
cristianos desde el punto de vista moro y tie­
nen por eso más reflexión y artificio.
La espontaneidad y énfasis de las abruptas
y repetidas exclamaciones, como “¡Ay de mi
Alhama!”, lo inmediato de las entradas en el
asunto, el progresar de la narración por em­
pujones y brincos, los saltos verbales desde la
perspectiva presente a la del pasado, desde
el modo real al irreal, optativo, potencial y
condicional, la indecisión y vicisitud entre la
oratio recta y la indirecta, la falta de motiva­
ciones intelectuales y psicológicas, el impre­
sionismo dominante en las descripciones, el
enérgico laconismo y vigor de los detalles y
accesorios concretos y concomitantes, la con­
citada rapidez diel relato principal, la sorpre­
sa, ora irónica y humorística, ora dudosa, os­
cura y trágica, y a veces triunfal, de los fina,-
les, lo fragmentario, momentáneo y variable
de la inspiración, que no procede ni de debili­
dad sintética, ni de desarmonías o desgarra­
mientos del alma nacional, sino de un apasio­
nado gusto por la improvisación, y de aquel
activismo casi cinematográfico de la fantasía
que ya conocemos como dote y herencia del
quijotismo; todo esto caracteriza el estilo po­
pular de los romances fronterizos, y de otros
que de ellos se derivan.
Es un lenguaje colectivo y a la vez subje­
tivo, bastante diferente del popularismo me­
dieval que era más llano, sobrio, épico y ob­
jetivo, como convenía a un público menos in­
dividualista, política y socialmente mejor uni­
do y organizado.
Desde la destrucción del orden aristocrá-
tico-democrático de la sociedad medieval, efec­
tuada por la derrota de los Comuneros en Vi-
llalar, en 1521, y desde el establecimiento del
absolutismo de Carlos V, cambia profunda­
mente el aspecto sociológico del pueblo. Las
diferentes clases, no estando ya ligadas por
intereses comunes, se dividen, se apartan las
unas de las otras y se particularizan. Cam­
bian los gustos también. En el lenguaje y en
los estilos se introducen, yendo de arriba a
abajo, los elementos de individualismo y liris­
mo, cuyas primeras manifestaciones acabamos
de observar en los romances fronterizos, y
muchos motivos y formas vulgares suben a
dignidad literaria. El vulgarismo idiomático
se asocia, y a veces se contrapone, al indivi­
dualismo como su hermano menor; claro que

~ 85
de por sí no tiene facultad de constituir géne­
ro literario o tipos de estilo suyos y propios.
El vulgarismo es un ingrediente nada más, y
como tal se encuentra de preferencia en los
textos cómicos, satíricos y picarescos, en nove­
las y comedias de un crudo y a veces asquero­
so verismo. Es preciso darse cuenta de que no
son las poesías regionales o dialectales, ni los
refranes, proverbios y modismos idiomáticos,
los que acogen, tercian e introducen elementos
de vulgaridad en el habla y en la literatura.
En España el vulgarismo tiene orígenes más
bajos, es decir inferiores al nivel nacional del
pueblo, y se presenta casi siempre acompaña­
do de exotismo, sea italializante, sea afrance­
sado o flamenco, o bien árabe e indio, y a veces
aún erudito y latinizante, ya que a los repre­
sentantes específicos de la vulgaridad, germa-
nía y hampa, a los vagabundos, rufianes, pica­
ros, soldados, mercenarios, etc., les gusta mez­
clar y entretejer en su habla banal, pimienta
y preciosismos extranjeros.
Para persuadirse de esto basta echar una
ojeada a ciertas escenas de mancebía y taber­
na en la Segunda Celestina, de Feliciano de
Silva, o en la Lozana Andaluza, de Francisco
Delicado, que está escrita en aquella lengua o
jeri^gc^a italo-hispana que usaban en Nápoles
y Roma los españoles de baja estofa que lle­
vaban mucho tiempo de residencia allí. Así
dice Teresa Hernández, de la Lozana, que
apenas acaba de llegar a Roma: “que ésta en
son la veo yo que con los cristianos será cris­
tiana, y con los jodíos jodía, y con los turcos
turca, y con los hidalgos hidalga, y con los
ginoveses ginovesa, y con los franceses france­
sa, que para todos tiene salida”.
Es cosa asombrosa la disposición y facilidad
que tienen los españoles para juntar y unir
los opuestos extremos del lenguaje más bajo
con el más noble. Las varias ligas del oro con
el cobre idiomático, que ellos efectuaron du­
rante los dos siglos de su florecimiento litera­
rio, merecerían por cierto un estudio especial,
porque en este arte de aleación, que es tam­
bién una manía y un vicio, está la fuerza y a
la vez* la debilidad de su genio. Es su virtud,
y su virtuosismo.
Existen, por ejemplo, muchas comedias y
novelas en las que las personas de ínfima clase
y ninguna cultura hacen alarde de latinismos,
reminiscencias mitológicas y toda suerte de
erudición y bachillería que no les conviene.
Y esto es vicio culterano y mala mezcla, no so­
lo en los personajes, sino también en sus au­
tores.

37
De otra parte se encuentran los más ge­
niales y armónicos duetos entre la sencillez y
la nobleza, la ingenuidad del gracioso y el
idealismo del héroe, la más perfecta composi­
ción y síntesis poética de dos mundos opues­
tos que yo me sepa imaginar en lenguaje hu­
mano, ¡Sancho Panza y Don Quijote! Fijé­
monos en un detalle de los más sabrosos de
este dueto: en los proverbios y refranes. To­
dos saben que el proverbio contiene la sabi­
duría y filosofía práctica de muchas genera­
ciones en formas populares y semipoéticas,
parte rimadas, parte asonantes, o rítmicas, o
de estructura libremente simétrica, como
Allá van leyes do quieren reyes, o Más vale
feo remiendo que bonito agujero, o Al que no
tiene el Rey le hace franco, etc. Son fórmu­
las o sentencias suspendidas y ondeantes entre
el concepto y la intuición, la verdad y la fan­
tasía; son fragmentos ambiguos que tienen
que adquirir su entero y preciso sentido ca­
da vez por el contexto en que se asientan, y
por ley de contraste producen efecto poético
en un total prosaico, y efecto de prosa en un
conjunto de poesía.
Los poetas de la edad media, especialmente
los españoles, con el gusto que tomaban a las
anfibologías, alegorías, ambigüedades, usaban y
abusaban a sus anchas del inagotable tesoro
de refranes y proverbios que la tradición les
ofrecía. Así procedió el Arcipreste de Hita en
su Libro de buen amor, que es un verdadero
breviario de hibridismo humorístico

Que sobre cada fabla se entienda otra cosa,


sin la que se allega en la razón formosa.

Los refranes se arrojan y disparan de su li­


bro jovial y exhuberante como una gavilla de
cohetes:
Con una flaca cuerda non alzaras grand tranca,
nin por un solo farre non anda bastia manca,
al peña pesada non la mueve una palanca,
con cuños e almadanas poco a poco se arranca.

La prosa de este libro se hace poesía, su


sabiduría, locura y chiste, y viceversa, sin me­
dida ni equilibrio.
Una parecida profusión de proverbios se
encuentra en La Celestina, y en muchas de
sus imitaciones, y hasta en la Dorotea, de Lo­
pe de Vega, pero ya se puede entrever un cierto
plan y conciencia artística en la distribución
de los refranes. Todavía, sólo Cervantes supo
adelantarse y penetrar hasta el último secre­
to de la verdadera naturaleza dialéctica dé
los proverbios. El descubrió la ley de su vida

89
poética-prosáica, y mostró cómo el proverbio
puesto en la boca del hombre prosaico se hace
poesía, mientras se convierte en prosa inso­
portablemente banal para el alma poética de
Don Quijote.
“¡O maldito seas de Dios, Sancho!, dijo a
esta sazón Don Quijote. Sesenta mil Batana­
ses te lleven a ti y a tus refranes; una hora
ha que los estás ensartando y dándome con
cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro
que estos refranes te han de llevar un día a la
horca; por ellos te han de quitar el gobierno
tus vasallos, o ha de haber entre ellos comuni­
dades. Dime: ¿dónde los hallas, ignorante, o
cómo los aplicas, mentecato?, que para decir
yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como
si cavase.
“—Por Dios, Señor nuestro amo, replicó
Sancho, que vuesa merced se queja de bien
pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de que
yo me sirva de mi hacienda?, que ninguna
otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refra­
nes y más refranes. Y ahora se me ofrecen
cuatro que venían aquí pintiparados, como
peras en tabaque; pero no los diré, porque al
buen callar llaman Sancho”.
Es perfectamente natural que a Don Qui­
jote le pareciese milagro poco edificante y ca-

hO.
si bufo el aspecto de unas pequeñas alas de Pe­
gaso que brotaban al burro de Sancho, con las
que el pobre animal tentaba volatear y ele­
varse por encima de las cosas terrestres. Aqui
se conoce la maestría de Cervantes y su mé­
todo de componer el lenguaje del pueblo con
el de la corte, no ya por mixtura y confusión,
sino distinguiendo, graduando y superando
los opuestos en una armoniosa visión humo­
rística.
Pero por frecuente que sea en España el
genio del humorismo, no es de todos, ni lo fué
tampoco en el siglo de oro. Por eso hubo artis­
tas y géneros literarios que no admitieron se
encajasen elementos populares ni vulgares en
el cuerpo de sus obras, serias y austeramente
clásicas. Eran los puristas italianizantes: Bos-
cán, Garcilaso, Gutierre de Cetina. Diego Hur­
tado de Mendoza, el divino Herrera y otros. -
¿Y no es una contradicción eso de purista e
italianizante? Acaso no, porque el italianis-
mo de estos poetas se refiere antes a su ideal
estético que a sus usos y materiales idiomá-
ticos. Lingüísticamente su ideal fué esencial­
mente negativo, que es lo mismo que puris­
ta. Lo determina con perfecta precisión el mis­
mo Garcilaso en su carta a Doña Hieronina
Almogávar, cuando elogió la traducción del

U
Cortesano italiano de Castiglione, hecha por
Boscán, diciendo que este “guardó una cosa en
la lengua castellana que muy pocos la han al­
canzado, que fuá huir de la afectación, sin dar
consigo en ninguna sequedad; y con gran lim­
pieza de estilo usó de términos muy cortesa­
nos y muy admitidos de los buenos oidos, y
no nuevos ni al parecer desusados de la gente”.
En efecto, en la lírica de Garcilaso, donde los
estudiosos esperaban gran abundancia de ita-
lianismos, la señorita Margot Arce Blanco, exa­
minándola, pesquisándola toda con severidad,
ha podido descubrir solo poquísimos, y como
ella dice, “dos galicismos y algunos giros y vo­
ces anticuadas. Pero, sobre todo, un lenguaje
llano, familiar a ratos —como en la égloga se­
gunda—, matizado de popularismo, y siempré
asequible y ágil en la expresión de los afec­
tos, en el matiz, en la exactitud descriptiva.
El énfasis viril de lavlengua castellana se mi­
tiga y dulcifica trasmutado en la apacible ter­
nura de los versos de Garcilaso; las palabras
adquieren nueva y mayor flexibilidad para
expresar sutilezas psicológicas”.
Con esto se confirma y fortalece nuestra
observación de que el elemento purista y clá­
sico representa en el lenguaje de los siglos de
oro un papel casi femenil, papel de suaviza­

os
ción y humildad. Tuvo efectos benéficos de lar­
ga y lenta acción, no favoreció, como general­
mente se cree, el exotismo lingüístico (que era
más bien un vicio de escritores vulgares y cul­
teranos), pero los puristas no pudieron tam­
poco prevalecer ni dominar, ni siquiera en los
primeros decenios del renacimiento, porque
aún en los días de su mayor empuje se les opu­
so en la persona de Cristóbal de Castillejo el
genuino y varonil casticismo castellano que
era también una manera de purismo, pero me­
nos dócil, menos melindroso y lindo, y sobre
todo nada exclusivo, al contrario, fuertemen­
te positivo y asimilador.

Cosa vana
que la lengua castellana,
tan cumplida y singular,
se haya toda de emplear
en materia tan liviana.

Estos versos de Castillejo podrían con bue­


na razón inscribirse como empresa sobre el
bruñido escudo que fué en aquel siglo de oro
el idioma español.
LA SOCIEDAD Y LAS FORMAS
LITERARIAS
H e MOS distinguido tres grados estilísticos
en el lenguaje literario del siglo de oro: esti­
lo popular, clásico y culterano. Ahora pregun­
tamos si existe algo que corresponda a esta
tripartición en la vida práctica y social. La
posibilidad de establecer una analogía simé­
trica, atribuyendo a las clases bajas el len­
guaje popular, a los grandes hidalgos y corte­
sanos el culterano, y a la gente media, eruditos,
clérigos, académicos, etc., el habla cuidadosa
y culta, ofrecería una seductora perspectiva.
Los hechos, sin embargo, se muestran refrac­
tarios a ella. Cuanto más espontáneamente se
desarrolla la comunicación idiomática de las
ideas, menos obedecen los usos lingüísticos al
ordenamiento social. Una dama de Corte, del
más almidonado sosiego, se turba, su equili-

47
brio se pierde, sus palabras se confunden, se
contagian y manchan de quién sabe cuántas
y cuáles expresiones familiares, populares y
hasta vulgares, bajo el soplo de la ternura, el
ansia, la cólera o los celos. Y prescindiendo
de la violencia de las pasiones, la sola viveza
intelectual es bastante para desconcertar la
graduación social del vocabulario. La fantasía
y el impulso de los artistas, la inspiración poé
tica, el entusiasmo místico, la obstinación y
pedantería lógica, las ambiciones, rivalidades
y manías de innovación de los literatos, el en­
carnizamiento satírico y didáctico, y hasta la
simple y bonachona ironía concurren a re­
volucionar y mantener en continua fermenta­
ción los grados y dignidades de los vocablos.
En suma, toda suerte de intensificación cere­
bral, y esto quiere decir la literatura en su
totalidad, es funesta para las clasificaciones
sociológicas del lenguaje.
A pesar de todo no se puede menos de
orientar y ordenar en alguna manera la tan
movediza variedad de los usos lingüísticos.
Si no es posible hacerlo en la medida de la
estructura de la sociedad, trataremos de fijar
un sistema aproximativo, una tipología de las
ocasiones literarias en las que concurre y se
encuentra con preferencia tal o cual estilo, uso,
término, vocablo,* ya que en el mundo literario
se constituyen por efecto de imitaciones, repe­
ticiones y variaciones, ciertos tipos de géneros
formales, más o menos fijos, que encauzan los
motivos ocasionales de la inspiración indivi­
dual en la corriente de la convención y tra­
dición.
En la edad media, muchos de los géneros
literarios, como la canción, la pastorela, la
balada, el misterio dramático, los cantares
épicos, etc., estaban en una verdadera y efecti­
va correspondencia con los intereses, opinio­
nes y exigencias de las variadas clases socia­
les, y fué precisamente para libertar la poe­
sía de esa dependencia de los ambientes feu­
dales, cortesanos, eclesiásticos, burgueses y al­
deanos, por lo que los géneros de la literatu­
ra medieval fueron abandonados y acabaron
en la época del Renacimiento en Italia, Fran­
cia y Alemania. Así Joaquín du Mellay en su
Deffence et Ilustration de la langue francoy-
se9 desecha los viejos moldes, y en lugar de
las baladas y canciones cultivadas en los Jue­
gos Florales de Toulouse, y en las justas y es­
cuelas de Rouen, encomienda al poeta veni­
dero las odas antiguas. “Sur toutes choses,
prends garde que ce genre de poeme soit eloig-
né du vulgaire.” Esa empresa de alejar la poe-

49
sía del contacto con el pueblo —eso de Odi
profanum vulgus et arceo— nunca se admitió
en España, ni antes ni después del Renacimien­
to. A pesar de la destrucción del feudalismo,
a pesar del triunfo del absolutismo y del indi-
yidualismo, siguieron medrando recia y rica­
mente los géneros literarios de la edad media,
creaciones de una sociedad cuyas formas de vi­
da práctica ya habían dejado de existir. He
aquí otro ejemplo de aquel sobrevivir de una
realidad desaparecida que se conserva, resuci­
ta y desarrolla en la fantasía y afectividad es­
pañolas.
Se podría objetar, pues; ¿en qué se fundan
y en donde se apoyan estos géneros tradicio­
nales, sino en la sociedad y en el público pre­
sentes? Respondo que en el hábito del senti­
miento común, en la memoria del corazón, en
la corriente del gusto, en la rutina del arte
y sobre todo en la concordia del poeta con su
público, mucho más que en la actualidad, fu­
gacidad y discontinuación del momento. Voy a
explicarme mejor con un ejemplo que parece
una pequeñez y no lo es.
El poeta alemán Franz Grillparzer, que era *
un apasionado admirador de Cervantes y de
Lope de Vega, observa que hay a veces cierta
afectación en su 'estilo, y aduce como prueba
nna figura sintáctica bastante frecuente en el
siglo de oro, la que generalmente se llama
ceugma, es decir, puente o yugo de conjunción
entre dos sentidos congregados en un solo tér­
mino. De esta figura se sirve la hermosa Doro­
tea para narrar su deshonra decentemente en
el capítulo veintiocho de la primera parte del
Don Quijote: Fernando. . . “apretóme más en­
tre sus brazos, de los cuales jamás me había
dejado, y con esto, y con volverse a salir del
aposento mi doncella, yo dejé de serlo”. El
ceugma, exprimiendo y extrayendo el suyo del
término de doncella, y sin repetirlo, saca de
ello dos sentidos diversos, el de'criada y el de
virgen.

Descuidado
salí a cazar: ¿quién creyera
que en viéndoos yo lo quedara!

dice el Rey a la Dama en una comedia de Tirso


de Molina (Privar contra su gusto. I, i.) El in­
diferente cazador se" transforma en amante
extático y de esta metaformosis tan rápida y
* profunda, sus palabras no dan la expresa cla­
ra manifestación, la dejan apenas barruntar,
la señalan y encubren a la vez con la ambi­
güedad del término descuidado.
“¡Válgame Dios, qué apretado se halla un
corazón, cuando lo está la bolsa!”, dice Guz-
manillo de Alfarache (II,n,2).
“¡Cuántas (mujeres) a fuerza de artificios
y bondad fingida se hacen cabezas de sus ca­
sas, que merecen tenerlas quitadas de los hom­
bros!”, dice Marcos de Obregón (I, 3).
Hasta en los más serios documentos oficia­
les se insinúa esta figura. En la nota que el
censor Vargas Machuca puso bajo una come­
dia de Lope de Vega se lee: “Pocas veces tie­
nen las comedias de Lope de Vega Carpió qué
advertir, porque lo es él tanto en sus escri­
t o s . . . ” Entiéndase, advertido.
El ceugma no es siempre chistoso ni afecta­
do, ni siempre intencionalmente ambiguo; a
veces sale de pura negligencia y hace efecto de
una precipitada e inconsiderada abreviación;
otras veces tiene carácter de violencia. Por
ejemplo:

—No me canso de mi gusto.


—Yo pienso que vos lo vais.

—Tantos desvelos por vos.


—Yo lo estoy de tal manera...

—“Adiós.—El te me guarde”, etc., etc.


Los ejemplos pululan con inconcebible va­
riedad y frecuencia. Es muy del genio castella­
no de entonces el omitir todo aquello que pue­
de sobreentenderse, y el no repetir la misma
palabra. De otra parte en los escritores medie­
vales y en los siglos xvm y xix la figura en
cuestión se encuentra mucho más raramente,
y aún en el siglo de oro hay autores sobrios y
analíticos que con evidente diligencia la evi- -
tan. Precisaría hacerse un examen psicológico
y estadístico del fenómeno, porque si no me
equivoco tenemos aquí una concreta posibili­
dad de esclarecer y sondear el secreto técnico
y el tácito acuerdo entre los autores y su pú­
blico. ¡Qué largo debe de haber sido el ejerci­
cio y qué ágil la prontitud de los oyentes y lec­
tores para encontrarse y entenderse a medio
camino, a media voz, con sus cantores, poetas,
predicadores y escritores, y en suplir y pene­
trar activamente lo que estos dejaban de ex­
presar, fuese por falta de gana y paciencia, fue­
ra por vergüenza, bizarría y capricho, o por
familiaridad, prisa y descuido, o bien por de­
masía de entusiasmo y pasión!
Una de las mayores dificultades que hoy
nos ocurren en la lectura de ciertos textos del
siglo de oro consiste precisamente en nuestra
rigidez y desmaña frente a los ceugmas. Hemos

53
perdido la espontaneidad y fluidez del acuer­
do con las vibraciones y vuelos del espíritu ba­
rroco. Somos lectores pesados y demasiado re­
flexivos.
El ceugma, siendo una figura de elocuen­
cia esencialmente enfática, consiste siempre en
un apelar del que habla al que oye, en un aco­
modar del estilo al auditorio, un aguzar, ci­
tar y revelar los sentidos más íntimos de las
palabras; en suma es un conjuro, una evoca­
ción y un como encantamiento mágico. He aquí
la atmósfera psíquica en la que se conservan
vivas y eficaces las formas y géneros tradi­
cionales de la literatura española, aún después
de la transformación de la sociedad.
En efecto, la nobleza se había convertido
de rural y feudal en cortesana, mientras la
literatura siguió celebrando, exaltando y evo­
cando con mágica sugestión su espíritu medie­
valmente altivo, rebelde, independiente y aven­
turero. Los musulmanes, mtidéjares y judíos
se habían parte expulsado, parte asimilado; y
entonces los romanceros, las novelas y come­
dias se llenan de heroísmo, generosidad, galan­
tería, sabiduría y donaire de moros y moris­
cos. Se había menospreciado, descuidado y
arruinado la agricultura, y entonces es cuan­
do más rivalizan poetas y novelistas en alabar
y exornar la vida camprestre, aldeana y pas­
toril. La industria y el comercio empezaron a
florecer, pero los poetas no quisieron enterar­
se de ello; si recogían y gastaban las riquezas
de las Indias fuá en función de metáfora y
encarecimiento verbal, precisamente así como
usan los mágicos prodigiosos de la palabra.

Porque donde no la mano


siquiera alcance la pluma,

como dijo Diego de la Chica en sus coplas so­


bre el dinero.
Había cambiado todo el personal del tea­
tro eclesiástico y de la farsa profana: en lu­
gar de los feligreses y clérigos representaban
los comediantes de profesión; los tablados im­
provisados habían sido reemplazados en gran
parte por los corrales permanentes: los espec­
tadores devotos y pacientes por un público ur­
bano, mixto y terriblemente bullicioso, arro­
gante, turbulento y presumido, mosqueteros,
mujeres de la calle, caballeros y damas galan­
tes de la Corte. Sin embargo continuó preva­
leciendo el carácter edificante, regocijado, fes­
tivo, familiar, desfavorable a la visión pesimis­
ta y satírica de la realidad, y al estilo verda-

55
deramente trágico del drama antiguo, clási­
co y renacentista.
Ciertamente se verificaron muchas tenta­
tivas de innovación. Toda suerte de géneros,
metros y versos entraron en España: epísto­
las, églogas, silvas, elegías, odas, epopeyas, tra­
gedias, sonetos, octavas, tercetos, sextinas, ma­
drigales, endecasílabos, heptasílabos, sáficos,
exámetros y pentámetros, acarreados por la di­
ligencia de los humanistas e ^italianizantes des­
de las afortunadas adaptaciones de Boscán y
Garcilaso, hasta las intempestivas restaura­
ciones métricas de Esteban Manuel de Ville­
gas, pero casi toda la importación se detuvo
en la superficie de la forma poética; no llegó
más adentro.
Si la protesta de Castillejo no logró impe­
dir la naturalización y aclimatación de los
géneros italianos, tuvo, sin embargo, una ver­
dadera eficacia como amonestación y contribu­
yó a salvar y conservar el núcleo de las formas
indígenas, es decir la confianza y recta fe en
el gusto nacional; estoy por decir, la religión
estética de la vieja Castilla. Para él, sin duda,
fué cuestión de fé.

Pues la santa Inquisición


suele ser tan diligente
en castigar con razón
cualquier secta y opinión
levantada nuevamente,
resucítese Lucero (1)
a corregir en España
una muy nueva y extraña,
como aquella do Lutero
en las partes de Alemana.

Bien se pueden castigar


a cuenta de anabaptistas,
pues por ley particular
se tornan a bautizar
y se llaman petrarquistas.
Han renegado la fe
de las trovas castellanas,
y tras las italianas
^ se pierden diciendo que
son más ricas y galanas.

El juicio de lo cual
yo lo dejo a quien más sabe,
pero juzgar nadie mal
de su patria natural
en gentileza no cabe.

Aquí se nos presenta palpable y manifies­


to el carácter mágico y semi-religioso que ha-

( 1) Lucero fue un Inquisidor que en Córdoba a prin­


cipios del siglo XVI persiguió a los herejes. Se hizo cé­
lebre su dicho: **Dámele judío y dártele he quemado".

57
bía asumido en la fantasía y afectividad de
los españoles las formas tradicionales de su
poesía. En virtud de este carácter, los viejos
géneros se mantuvieron elásticos y capaces de
acoger el espíritu moderno, mientras en Fran­
cia vinieron a entorpecerse y acabaron. Diré
más: las formas de origen castellano se pro­
pagaron y con ellas el mismo idioma. Muchos
poetas catalanes, valencianos, portugueses, ju­
díos y hasta indios empezaron a componer ro­
mances, seguidillas, quintillas y después toda
suerte de literatura en castellano.
Fué una conquista apacible y halagüeña,
una seducción y encantamiento poético y lite­
rario, más bien que un avance militar o po­
lítico y económico del idioma. En los siglos
xvi y x v i i , Cataluña ya se había entregado al
abandono y olvido completo de su propia len­
gua literaria, y esto sí que por ninguna opre­
sión de parte del gobierno central, sino por
pura sugestión y como hipnotismo estético. Las
primeras medidas de opresión contra la lengua
catalana se encuentran sólo en unos Reales
Decretos de Felipe V, de 1714 y 1716, por los
que el catalán se desterró de la enseñanza pú­
blica y de las causas jurídicas de la Real
Audiencia. Y fueron precisamente estas y otras
tales prohibiciones las que contribuyeron a
romper tal encantamiento, y despertar la con­
ciencia regional, y alarmar a los catalanistas.
Los españoles del siglo de oro estaban muy
lejos de toda intolerancia nacional respecto
a las letras, artes e idiomas. Sentían y sabían
que su estilo propio era lo bastante vigoroso
para apropiarse y asimilarse cuantas formas
exóticas deseasen ensayar. El mayor portento
de esta capacidad y virtualidad para renovar
la propia forma, abarcando todas las extran­
jeras y extrañas que estuvieran a su alcance,
se nos ofrece en la gigantesca obra de Lope
de Vega. No existe, casi, género italiano que
Lope no tentara, ni metro ^ue en sus come­
dias no introdujera, ni habla y jerigonza en la
vasta Monarquía que no empleara, ni juego ni
baile y costumbre regional que no reproduje­
ra, ni refrán y sentencia corriente, ni copia
célebre que no citara, ni agudeza y anécdota
a que no aludiese; pero nótese bien que so­
lía hacerlo ocasionalmente, es decir, a medida
que las situaciones psíquicas del drama lo
traíai^,) consigo y lo permitían. Las razo­
nes que deciden la introducción y distri­
bución de e s o s elementos advenedizos e n
el teatro lopesco, son más bien motivos
sentimentales, casi líricos e inherentes al al­
ma del autor y de sus personajes, y sólo en

59
segundo lugar militan las exteriores circuns­
tancias y la realística atención al carácter y
rango social de las personas. Octavas reales,
sonetos, endecasílabos, etc., están igualmen­
te bien en la boca de un labrador o lacayo que
en la de un rey. La solemnidad y pompa del
lenguaje, los conceptos ingeniosos, la pronti­
tud y agudeza del intelecto no son en este tea­
tro prerrogativa de ninguna clase, de ningu­
na aristocracia. Las dotes del espíritu y has­
ta las preciosidades de la literatura son de
todos. El acoplamiento de las formas tiene na­
da o poco que hacer con el de la sociedad. El
poeta dramático, dice Lope,

Acoinode los versos con prudencia


a los sujetos de que va tratando.
Las décimas son buenas para quejas,
el soneto está bien en los que aguardan,
las relaciones piden los romances,
aunque en octavas lucen por extremo,
son los tercetos para cosas graves,
y para las de amor las redondillas.
Las figuras retóricas importan...

Los sujetos, los temas, las figuras, es decir,


no la cruda realidad de la vida. Todos saben
cómo Calderón y sus imitadores persistieron
en apartar y separar la escena teatral aún
más lejos del contacto de la realidad. Alva­
ro Cubillo de Aragón formuló'muy claramen­
te este programa de ilusionismo y tendencia
asocial o intersocial en su Carta a un amigo
nuevo en la Corte:

Si a la comedia fueres inclinado,


y dejares tu casa estimulado
de tus propios dolores,
nunca vayas a ver en ella horrores;
que si aquel breve espacio
te desvías del peso de palacio,
del pleito, de las trampas e inquietudes,
y a la comedia acudes,
quizá muerto y rendido,
a desahogar el ánimo afligido,
no es desahogo ver en la comedia
el insulto, el agravio, la tragedia...
4 Qué linaje de gusto se halla en esto,
si aún a los mismos brutos es molesto,
y vuelves a tu casa
con la pena de ver lo que allí pasa,
que por torpe e injusto
aunque representado da disgusto!
Tengo por muy poco hombre y por menguado
al que va a la comedia muy preciado
de oir cosas de seso,
que el tablado no se hizo para eso.
Si gustas de las veras, aquel rato
vete a oir un sermón, que es más barato;
si gustas de lo grave, y por ventura
has estudiado, lee la Escritura,
y si a los argumentos te dispones
oye unas conclusiones,
que allí te explicarán con excelencia
tal vez del alma y tal de Dios la esencia.
Mas la comedia búscala graciosa,
entretenida, alegre, caprichosa.

Con el tan español concepto calderoniano


de que es teatro el mismo mundo terrestre, y
sueño la misma vida real, el arte dramático
no pudo menos de orientarse y progresar hacia
un estilo cada vez más especulativo, transcen­
dental, fantástico, mágico e ilusionista.
Por este sesgo ya se llega a la utopía. En
el siglo de oro la atmósfera móral estaba im­
pregnada de utopismo que cayó como llu­
via sobre la literatura y produjo una exube­
rante vegetación de motivos arcádicos, bucóli­
cos, pastoriles, de aventuras caballerescas y
mágicas y ensueños de una primitiva edad de
oro, etc. Verdad es que ni la materia guerre­
ra, llamada materia de Francia, ni la caballe­
resca, galante y mágica, llamada de Bretaña,
ni la arcádica* n i la áurea, son de origen es­
pañol; pero fué en la patria de Don Quijote
donde estos ensueños asumieron una sugestión
más que teorética y ejercieron un contagio prac­
tico y actualista, y hubo creyentes que vivían
en ellos como en una segunda realidad. E n
su curioso Arte de galantería, 1670, refiere don
Francisco de Portugal la siguiente anécdota:
“Vino un caballero muy principal para su ca­
sa, y halló a su mujer, hijas y criadas lloran­
do; sobresaltóse y preguntóles muy acongoja­
do si algún hijo o deudo se les había muerto;
respondieron ahogadas en lágrimas que no;
replicó más confuso; pues ¿por qué lloráis?
Dijéronle: Señor, hase muerto Amadís.”
Las extravagancias causadas por la litera­
tura utópica en la actitud política, militar y
económica de España merecerían un estudio
especial. Aquí nos interesan sólo como desvia­
ción de la fantasía poética y entorpecimien­
to o impedimento del sentido crítico, como sín­
toma del mal gusto, que en las letras también
tiene éste .su papel. Se puede observar, por
ejemplo, en la persona de Juan de Valdés, que
era uno de los espíritus más delicados, helenista,
latinista, prosista insigne, maestro de Julia Gon-
zaga y Victoria Colonna y corresponsal de
Erasmo. En su célebre Diálogo de la lenguay
después de criticar severamente los libros de
caballería, quitados el Amadís y algún otro,
como “mentirosísimos, mal compuestos, de es­
tilo desbaratado, que no hay buen estómago que
los pueda leer”, tiene que confesar él mismo
que los había leído todos. “Diez años, los me*

63
jores de mi vida, que gasté en palacios y cortes,
no me empleé en ejercicio más virtuoso que
en leer estas mentiras, en las cuales tomaba
tanto sabor, que me comía las manos tras
ellas. Y mirad qué cosa es tener el gusto estra­
gado, que si tomaba un libro de los romanza­
dos de latín, que son de historiadores verda­
deros, o a lo menos que son tenidos por tales,
no podía acabar conmigo de leerlos”.
Y no eran tan sólo Juan de Valdés o los h i­
dalgos de aldea como Dpn Quijote, era la Cor­
te entera, eran todos los que sabían leer quie­
nes devoraban tales libros de Kitsch, como se
llama en Alemania lo feo, insinuante y atrac­
tivo, y quedaban rendidos bajo la seducción
y tiranía de una fantasía extravagante, supra-
rreal, arbitraria y sin disciplina; tanto, que
los motivos de la literatura resultaron m ás
fuertes que sus formas. La corriente del uto-
pismo rompió los diques de los géneros lite ­
rarios y se hundió en ella toda regularidad,
simetría y canalización del estro poético; y de
este furor vinieron a engendrarse, como dice
Lope de Vega en su Dorotea, tantos poetas y
pseudo-poetas “que en una sola calle de Ma­
drid haya más que los que ahora decís que es­
criben en toda España”. Fundáronse innume­
rables Academias, juegos y justas poéticas. N o
hubo festividad, profana o sacra, cortesana o
popular, donde no concurrieran poetas, poeti­
sas y poetastros. Florecieron las composicio­
nes híbridas y flotantes entre la prosa y la
poesía, lo actual y lo eterno, lo útil y lo ame­
no. Toda la herencia del alegorismo medieval
resucitó enriquecida de mucha erudición, re­
finada de gusto humanístico, iluminada de
conceptos neo-escolásticos, aguzada de escepti­
cismo y suavizada de amores platónicos y mís­
ticos.
!No cabe duda que toda esta literatura en­
tre fantástica y didáctica, divertida y educa­
dora, prosaico-poética, desde los Amadises y
las Arcadias hasta El Crotalón y El Criticóny
tiene su fundamento en la sociedad contem­
poránea, pero es más bien literatura sociable
que social. El ambiente en que ella crece y
se desarrolla y al que se refiere con toda suer­
te de alusiones de elogio y vituperio, a veces
muy personales, es la sociedad en cuanto re­
unión literaria, es decir, público9 pero no por
eso tiene sentido social, ni menos socializador.
Puede sentirse cogido y herido o halagado y
alabado cada cual de sus lectores, tal vez* una
clase entera, por ejemplo, los clérigos, o un
grupo moral, por ejemplo, los avaros, o una
entidad natural, por ejemplo, las mujeres o

65
los viejos; pero nunca o casi nunca se pone la
mira en la sociedad como estructura. No se
cumple esta abstracción sociológica. No se cri­
tica el ordenamiento civil; no se trata sino de
cualidades individuales y personales. “Venga
todo jayán, fuera todo pigmeo. No hay aquí
mediocritas, todo va por extremos”, se lee en
la última crisi del Criticón.
En otros términos: la literatura utópica y
didáctica del siglo de oro es esencialmente con­
servadora, es poco o nada destructiva, no es
revolucionaria. El papel de preparar los áni­
mos y espíritus de los lectores a rebelio­
nes, trastornos y subversiones sociales lo
va a asumir más tarde, desde el finalizar
del siglo x v i i , la literatura francesa; la espa­
ñola de los siglos de oro se contenta con di­
vertir, educar, edificar, informar, amaestrar y
amonestar a sus clientes, y ejerce una función
positiva y amiga. Su oficio es el de Mentor.
Claro es que etí el espacio limitado de esta
tarea caben muchas, muchísimas, ocasiones de
crítica y sátira, hasta el más sarcástico casti­
go, y aún son indispensables las reprimendas,
correcciones y desengaños, ya que como dice el
más entero y más amargo polemista de la épo­
ca, Francisco de Quevedo, “aquel sabe medici­
na que de los venenos hace remedio”. En suma,
la crítica se entendía y usaba casi en la mis­
ma extensión en la que quieren o quisieran ad­
mitirla y tolerarla los más autoritarios y an­
tiliberales gobiernos de hoy, es decir, crítica
condicionada, basada y limitada exclusivamen­
te por la opinión y fe colectiva de los que do­
minan, pero con la gran diferencia de que en
la España de entonces la fe de los dominan­
tes era precisamente la misma que la de toda
la nación, desde el rey hasta el último labra­
dor; no era fe de clase ni tampoco de partido;
era fe española, cristiana y católica.
Por eso los conflictos entre los literatos
y la censura ejercida por la Inquisición ecle­
siástica y por el Consejo Real no fueron^tíí
muy frecuentes, ni muy graves. Las prohibicio­
nes y expurgaciones de los libros solían con­
centrarse en cuestiones de alta dogmática y
política, mientras la literatura amena y las
bellas artes quedaban generalmente dispensa­
das o excusadas. Después de la supresión de
algunos lugares escabrosos del Lazarillo de
Tormes, las otras muy numerosas y a veces
licenciosísimas novelas picarescas pasaron ca­
si todas sin ulteriores vejaciones. Entre más
de cien novelas de este jaez no encontramos
más que dos prohibidas y solo cuatro expur­
gadas. (Vid. G. Moldenhauer: Spaniscfhe Zen-
sur und Schelmenrornan, en Homenaje a Boni-
llaASan Martín, Madrid, 1927).
* La disensión entre el sentimiento personal
y el común era cosa poco frecuente, y los es­
píritus verdaderamente superiores sabían con­
formarse, rectificar o desenmascararse sin ex­
cesivos esfuerzos. Dice muy bien Américo Cas­
tro, hablando a este propósito de la actitud
de Cervantes: “Un velo de moralidad, de orto­
doxia absoluta, recubre todos los salientes y
aristas que produce el razonar independiente
del autor”.
Los poetas, aun más tratables y sensibles
que los prosistas, noveladores y satíricos, vi­
vían, exceptuando algunos obstinados origina­
les, como el viejo Luis de Góngora, en una
bienaventurada, envidiable y ejemplar concor­
dia de sentimientos, gustos, tradiciones y a s­
piraciones con la sociedad y en lugar de des­
concertar y desorientar a sus compatriotas los
robustecían en, sus instintos e impulsos nacio­
nales, religiosos y morales: en suma, los se­
cundaban análogamente a como la música o
al canto rítmico acompañan, alientan, enno­
blecen y ponen al unísono con las almas los
movimientos de las manos que trabajan. F ué
un acuerdo ideal, sincero y espontáneo, y esto
vale más que los contactos prácticos, de or­
den técnico, económico y sociológico a los que,
por falta de simpatía y entendimiento intrín­
seco, aspiran y tienden con tanto celo y cálcu­
lo los poetas, publicistas, prensa y editores de
la época nuestra. k
EL ELEMENTO RELIGIOSO
L a fuerte tendencia al utopismo que hemos
puesto de relieve en la literatura del siglo de
oro parece tal vez contradecir y chocar con el
célebre realismo de los españoles, encarnado
y eternizado en el personaje de Sancho Panza,
el que en efecto se va complaciendo y deba­
tiendo en un continuo y contrapuesto dualis­
mo con su tan utopístico señor y amo. Los
eruditos suelen hacer gran cuenta de este rea­
lismo en la literatura del siglo de oro, y alegan
como ejemplo más insigne de ello, fuera del
teatro con sus graciosos y Sanchuelos, la nove­
la llamada picaresca, la que generalmente se
señala y aprecia como precursora o iniciadora
de la novela moderiRtmente realista, natura­
lista, verista y social. Vamos a examinar un
poco este pretendido realismo.

73
Según el uso corriente, se llama poeta rea­
lista al que aspira a representar con la mayor
exactitud posible un trozo de la realidad empí
rica, ordinaria, cuotidiana. Aproximadamente
se puede dar por buena esta definición, pero
no es exacta; porque lo que nos presentan los
verdaderos auténticos poetas no es nunca la
sola y cruda realidad: hay siempre algo interno,
lírico e íntimamente personal hasta en sus más
objetivas obras, y en este fondo intrínseco, no
en la fidelidad de la copia, está el valor poético
o estético. De' ahí que me parezca preferible
buscar la definición del realismo por vía indi­
recta o negativa, y determinarlo como un rodeo
que buscan, o un temor y aversión que
sienten, los poetas frente a la inmediata ex­
presión y auto-representación de sus interio­
ridades. Tan pronto como los poetas presien­
ten, o reconocen, que no pueden evitar de nin­
guna manera el exponer sus íntimos senti­
mientos con su lenguaje, y que siempre, volun­
taria o involuntariamente, la poesía es denun­
ciadora de los secretos del alma, se despierta
en unos más y en otros menos enérgicamente,
el deseo de velar o encubrir su mundo interior,
es decir, de no mostrarloímpúdicamente désnu-
do, sino revestirlo con artístico decoro presen­
tándolo objetivamente asimilado a la realidad.
Inspirado en este pudor literario, el padre del
realismo moderno, Gustavo Flaubert, proclamó
el principio de un arte impersonal, con el que
aconsejaba al poeta, no la abolición de su per­
sonalidad —lo que sería imposible—, pero si
la subordinación y disciplina bajo la ley del
arte.
Dado que el realismo es una manera de dis­
ciplina del estro poético, no puede haber, a
lo que veo, desde Homero hasta nuestros días,
un solo poeta valioso que no sea en cierto mo­
do realista. El concepto de realismo no abar­
ca, es cierto, toda la poesía, pero sí un deter­
minado aspecto de su totalidad, pues no se
puede imaginar poesía, ni tan profundamente
íntima, ni tan altamente divina, que no per­
manezca orientada de alguna manera hacia la
tierra con su público y su realidad. No hay
luz sin sombra; la poesía pura, es decir exone­
rada de todo elemento real, no existe, es un
espejismo de Mallarmé y sus secuaces.^
Especialmente en los tiempos y pueblos
primitivos, ingenuos e infantiles, los seres poé­
ticamente ideales, los héroes y los dioses, apar
recen revestidos de mucha sombra, de muchas
casualidades e imperfecciones terrenales* que
les confieren una como cara de familiaridad
y simpatía, o bien de terrible, fea, odiosa mons-

75
/
truosidad y majestad. El gusto de los primiti­
vos no permite a las imágenes de su divino
ideal, es decir a su íntima fe y aspiraciones,
que se deslicen y se disuelvan en una niebla de
luz, ni conceden a sus poetás que manifiesten
sin velos y reticencias el misterio de su co­
razón. A todo Aquiles su talón; a toda Safo
su pudor y secreto.
De este realismo antiguo, ingenuo y mito­
lógico ningún pueblo moderno ha sabido sal­
var y conservar durante su siglo de oro una
tradición tan fresca y tenaz como los españo­
les. Esto es más, mucho más que una tra­
dición poética, o estilística o estética; es la
misma entereza y salud espiritual. Entiendo
por salud del espíritu la sinceridad, franque­
za y confianza del hombre mortal en su tra­
to con lo eterno. Es decir, lo mismo que co­
munmente se llama religión.
No pretendo, ni me atrevo, examinar y juz­
gar la religión de España en sus actos ecle­
siásticos y políticos, ni en sus conceptos filo­
sóficos, ni en su interioridad mística. Quiero
tan solo observarla y caracterizarle en su ex­
presión literaria, y con este fin estudiaremos
su manera de compenetrarse con el realismo
artístico.
Los místicos puros, poseídos por el £en-
samiento de la muerte y de las cosas eternas,
no quieren generalmente ocuparse ni de la rea­
lidad terrenal, ni del arte de la palabra. Su
espiritualidad es ascética y solitaria, y por
eso suelen despreciar y descuidar la forma, y
se complacen en visiones y expresiones des­
ordenadas o se envuelven en un sacro silencio.

¡I/lene tu corazón esa grandeza!


Y cuando el sentimiento te transporte,
llámale como quieras,
llámale Amor, Felicidad o Dios.
Yo no tengo palabra en mi lengua
para nombrarle: el sentimiento es todo;
ruido y humo es el nombre, y sólo vela
el celeste fulgor...

dice Fausto a Margarita.


Sin embargo, el sentimiento no era todo
para los místicos del siglo de oro. No eran
místicos absolutos. El quietismo, la aniquila- .
ción de las potencias y de la actividad huma­
nas, y la disolución de las formas individua­
les en un panteísmo amorfo se encuentran muy
raramente en la España de entonces. Si no los
únicos, por cierto los más conocidos represen­
tantes de tales actitudes fueron Miguel Servet
y* Miguel Molinos, y ambos vivieron y obraron,
geográfica y espiritualmente, fuera de España,
y acabaron condenados por herejes. La mayo­
ría de los místicos españoles apreciaron y edu­
caron la energía del albedrío personal, la ca­
ridad, la precisión intuitiva y la eficacia de la
palabra y la propaganda de la fe.
A la duda de que no sea posible ni necesario
darle a Dios su nombre propio, contesta Luis
de León en su célebre diálogo de Los nombres
de Cristo, que es verdad que Dios está tan pre­
sente a todas las cosas, y “tan lanzado en sus
entrañas y tan infundido y tan íntimo como es­
tá su ser dellas mismas”, pero que “en esta vida
nunca nos es presente”. “Quiero decir, que está
presente y junto con nuestro ser, pero muy lejos
de nuestra vista y del conocimiento claro que
nuestro entendimiento apetece. Por lo cual con­
vino, o por mejor decir, fué necesario, que en­
tretanto que andamos peregrinos dél en estas
tierras de lágrimas, ya que no se nos manifiesta,
ni se junta con nuestra alma su cara, tuviése­
mos en lugar della, en la boca algún nombre y
palabra, y en el entendimiento alguna figura
suya, como quiera que ella sea imperfecta” ...
“Así que en el cielo donde veremos no tendre­
mos necesidad para con Dios de otro nombre
más que del mismo Dios, mfás en esta oscuri­
dad, adonde con tenerle en casa no le echamos
de ver, esnos forzado ponerle algún nombre”.
Esta teoría nos explica el hecho de que los
místicos del siglo de oro son generalmente muy
comunicativos, abundantes y hasta parleros
en sus escritos, los que llegan a más de un
millar. Junto a su verbosidad se observa en
muchos de ellos cierto descuido, más o menos
consciente, del estilo, justificado con la ra­
zón de que el Señor considera más bien que
las palabras, las acciones, los hechos y el al­
ma, y que es mejor escribir disparates que
brotan de la abundancia del corazón que fine­
zas literarias vacías de fervor, caridad e ím­
petu. Del mismo argumento supieron valerse
los escritores profanamente eróticos, como Jor­
ge de Montemayor, en cuya Diana se encuen­
tran sentencias como las siguientes: “nunca
pasión bien sentida pudo ser bien manifesta­
da con la lengua del que padece”. “Quién tan
bien, sabe decir lo que siente, no debe sentillo
tan bien como lo dice”. “Tan grande desven­
tura como la mía no se puede contar con po­
cas palabras”, “¿Cómo que piensas tú, hermo­
sa Ninfa, que hallándose continuamente el
amante confusa la razón, ocupada la memoria,
enajenada la fantasía y el sentido del ex­
cesivo amor fatigado, quedará la lengua tan
libre que pueda fingir pasiones, ni mostrar otra
cosa de la que siente? Pues no te engañes en

79
e s o . . . ” Y “Mira, Armia, muchos males se
excusarían, y muy grandes desdichas no ver-
nían en efecto, si nosotras dejásemos de dar
crédito a palabras bien ordenadas, y razones
compuestas de corazones libres, porque en nin­
guna cosa ellos muestran tanto serlo, como en
saber decir por orden un mal que, cuando es
verdadero, no hay cosa más fuera della”.
Es muy de los enamorados y de los mís­
ticos el proferir y consumir palabras sin me­
dida ni pausa, y de otra parte el nunca po­
der hartarse ni fiarse de ellas; porque el fer­
mento pasional, la emocionalidad subjetiva es
inagotable y misteriosamente agitada en las
almas que aman. Lo dice con toda su gracia na­
tural Santa Teresa de Avila: “Son tan oscuras
de entender estas cosas interiores que a quien
tan poco sabe como yo, forzado habrá de decir
muchas cosas supérfluas y aún desatinadas pa­
ra decir alguna que acierte. Es menester tenga
paciencia quien lo leyere, pues yo la tengo pa­
ra escribir lo que no sé; que cierto algunas ve­
ces tomo el papel, como una coga boba, que ni
sé qué decir ni cómo empezar.”
Aquí tenemos, si no me equivoco, la raíz;
principal del realismo español. Para evitar o
superar la insuficiencia de las expresiones sub­
jetivas, inmediatas, espontáneas y líricas, los
escritores y poetas del realismo se refugian des­
de las palabras a las cosas, desde la frase al
evento, desde el habla a la visión, desde el
sentimiento a la experiencia e historia, desde
los ensueños a las memorias y tradiciones, en
suma desde lo ideal a lo real, sin abandonar
por esto el fondo religioso de su pensamiento.
Nótese bien que para los escritores españoles,
por realistas que fueran, todo lo real estaba
lleno de Dios y era una milagrosa unidad y
compenetración de tierra y cielo: de manera
que la fu ga/a la que ellos se entregaban, los
llevaba de entre lo subjetivo, que es siempre
algo parcial, a una más amplia y objetiva tota­
lidad. El realismo español no excluye, no, lo
milagroso ni lo fantástico, sino que lo une, com­
penetra y completa con lo natural y con lo ra­
cional. No quiere abstracciones intelectuales.
Quien siga con atención el papel de los ele­
mentos milagrosos y fantásticos en el desarro­
llo' de la poesía española, podrá fácilmente
persuadirse de que, en lugar de ir disminu­
yendo con el progresar de los siglos, se va
en ellos acentuando más. Confróntese p. ej., el
tan sobrio Cantar de Mió Cid con los roman­
ces y con las mocedades y hazañas del Cid,
de Guillén de Castro; cotéjense las sencillas
y rústicas églogas y farsas de Navidad de Juan

81
del Encina con los respectivos autos y co­
medias de Valdivielso o Calderón; parangó­
nense las leyendas y mitología? dramatizadas
por Lope de Vega con las de sus continuado­
res, y casi cada vez se tendrá que registrar
un conspicuo aumento de milagrosa teatrali­
dad, y efectos prodigiosos de transcendencia
supranatural y fantástica. Aún dentro de la
producción de sólo Lope, se ha podido veri­
ficar una predilección milagrera, intensifica­
da con los años.
Todavía el resultado de esta estadística
quedaría muy incompleto y parcial si no se le
contrapusiese el tan evidente hecho de que
van aumentando, casi en la misma proporción,
y tal vez aún más recia y rápidamente tam­
bién, aquellos otros elementos terrenales, na­
turales, racionales y verísticos que se llaman
realistas en el sentido específico y corriente
del término. La observación de la realidad en
el Libro de buen amor me parece, si no me­
nos genial, ciertamente menos intensa,, p. ej.,
que en la Celestinay y en esta menos amplia
y menos circunstanciada, varia y flexible que
en el Lazarillo, o en el Guzmán, o en la Doro­
tea de Lope, y de la mucha menor ecuanimidad
que en el Don Quijote. Después hay esto de no­
table : que en muchos de los escritores del final
del siglo de oro, especialmente en Quevedo y
en Gracián, aparece un recrudecido crecimien­
to de violencia satírica y una caricatura ar­
tística superior en mucho a la de los realis­
tas de la Edad Media y del Renacimiento. Es­
to significa que los elementos fantásticos ha­
cen irrupción y van mezclándose cada vez más
directamente con los realistas, y amenazan aho­
garlos. El verdadero motivo de esta tendencia
a la caricatura y exageración pesimista de las
realidades, fealdades y disparates terrenales,
se ha de buscar sin duda alguna en la fe re­
ligiosa, que hacia fines del siglo de oro ha­
bía llegado a ser cada vez más ascética, y
cuanto más la fe religiosa desamaba la vida
real y natural, tanto más ésta se mudaba en
sueño e ilusión, se desrealizaba.
El realismo de la poesía española está to­
talmente condicionado y fundamentado por la
religión; el realismo francés del siglo xix lo
está esencialmente por las ciencias. Puede ser
que de aquél a éste exista una cierta conti­
nuidad o secuencia, pero sólo de carácter ex­
trínseco, estilístico, literario y todo menos sus­
tancial. Flaubert admiraba y emulaba fervo­
rosamente el arte de Cervantes, pero nunca
pudo alcanzar la serenidad humorística y pro-

88
fundamente cándida de aquella visión que pro­
dujo la familiaridad de don Quijote con su
Sancho.
Todo se puede imitar, copiar, remendar y
contrahacer, menos la entereza espiritual y la
fuerza sintética ,de la intuición, que en el fon­
do es la misma cosa. Por esto no tiene par, a
pesar de centenares de imitaciones, el Laza­
rillo de Torme8; ni lo tiene el Don Quijote y
hablando sumariamente, no lo tiene ni tendrá
nunca la visión o, como entonces solía decirse,
atalaya española, la que abarcaba en una so­
la generosa y atrevida perspectiva lo divino
y lo vulgar, lo santo y lo perverso, lo heróico
y lo pusilámine, lo sabio y lo necio, lo sublime
y lo banal, en suma lo claroscuro de la hu­
manidad y todo lo crepuscular del universo.
En Francia se agotó pronto el carácter rea­
lísticamente heróico de la leyenda nacional,
y la primitiva crudeza de los paladines caro-
lingios en Constantinopla, y de Guillén de
Orange con su nariz aplastada y su fabulosa
voracidad, tuvo que retirarse desde el siglo
x i i ante la crítica y el pretendido buen gusto,
y fué reemplazada por la buena crianza y lin­
deza y perfección de los caballeros de la Cor­
te de Arturo. En Italia la mitología popular­
mente heroica ya se había hundido junto al
antiguo panteón griego-romano, y nunca pu­
do después volver a levantarse espontáneamen­
te; mientras en España, gracias a ocho cen­
turias de lucha nacional y religiosa, los hé­
roes y santos populares siguen aún en la épo­
ca áurea del triunfo, moviéndose en los ro­
mances, novelas y comedias tan vivientes y fa­
miliares como si nunca hubieran muerto. Con
toda piedad y veneración por la grandeza y
majestad de estas personas, los poetas y el pú­
blico no pueden1, no quieren, establecer la dis­
tancia y abstracción crítica y purificadora
entre la realidad y la idea, entre la carne y
el espíritu de sus héroes, reyes, campeadores,
santos y conquistadores favoritos. Lo contin­
gente, anecdótico y cómicamente humano acom­
paña a estas figuras hasta en su suprema trans­
figuración, como en la comedia Santo y sastre,
de Tirso de Molina, donde San Homobono, que
era sastre de Cremona, emprende la ascensión
al cielo llevando consigo su cruz en la diestra
y sus tijeras en la izquierda:
que para Dios todo es fácil,
y que en el mundo es posible
ser un hombre santo y sastre.

El ejemplo quizá más célebre, y segura­


mente más efectivo, de esta colaboración de
la fe religiosa con el realismo poético fué la
beatificación, y después la canonización, de
San Isidro, labrador de Madrid, preparada,
agenciada, solicitada y finalmente conseguida
mediante un poema épico, tres comedias y dos
justas poéticas, por el irresistible genio y em­
puje de Lope de Vega, en los años 1599, 1617,
1620 y 1622.
Los bueyes, viendo el aurora,
por Isidro preguntaban,
que en aquella edad hablaban
y también hablan ahora;
él en tanto a la Señora
del Almudena decía
lo que sin saber sabía,
y para más contemplar,
adrede dejaba arar
los ángeles todo el día.
/
Como las palomas y los bueyes y los án­
geles para San Isidro, así labraban en el áni­
mo de su nación los poetas para la ingenuidad
de la fe cristiana. La unión personal del poeta
comediógrafo y novelador realista con el sa­
cerdote y monje, que en otros países europeos
se había disuelto en el curso de la edad me­
dia, siguió afirmándose, benéfica y fértilísima,
durante todo el siglo de oro en España: Enci­
na, Naharro, Castillejo, Palau, Cueva, Bermú-
dez, Argensola, Amescua, Valdivielso, Villa-
viciosa, Tárrega, Montalbán, Góngora, Artea-
ga, Diamante y muchos otros, que quedaron
eclipsados por la triada de Lope, Tirso y Cal­
derón.
De otra parte, San Ignacio vino a prestar a
los poetas la más eficaz colaboración, aun no
siéndolo él mismo, y lo hizo en un sentido emi­
nentemente realista, con armar y movilizar las
fuerzas de la intuición, memoria y fantasía al
servicio de la fe militante. Todos saben qué pa­
pel tan grande tiene en sus ejercicios espiritua­
les la reproducción contemplativa del nacimien­
to, de la vida, pasión y resurrección de Jesús,
y cómo el Santo encomendó a sus discípulos el
representarse los acontecimientos de la sacra
historia con ver, mirar, oir, oler y tocar to­
do lo particular, concreto y objetivo que en
ella octirriera.* Son una verdadera escuela pre­
paratoria e introducción al realismo fantásti­
co estos ejercicios, especialmente los de las se­
manas segunda, tercera y cuarta, donde se
encuentran instrucciones como la siguiente:
“será aquí con vista imaginativa ver el camino
desde Nazareth a Bethlem, considerando la
longura, la anchura, y si por llano o si por
valles o cuestas sea el tal camino, asimismo
mirando el lugar o espelunca del nacimiento,

87
cuán grande, cuán pequeño, cuán bajo, cuán
alto y cómo estaba aparejado. Ver las perso­
nas, es a saber, ver a Nuestra Señora y a Jo-
seph y a la ancilla y al niño Jesús después
de ser nacido, haciéndome yo un pobrecito y
esclavito indigno, mirándolos, contemplándo­
los, y sirviéndolos en sus necesidades, como
si presente me hallase con todo acatamiento
y reverencia posible, y después reflictir en mí
mismo para sacar algún provecho. . . Mirar y
considerar lo que hacen, así como es el cami­
nar y trabajar, para que el Señor sea nacido
en suma pobreza y a cabo de tantos trabajos,
de hambre, de sed, de calor y de frío, de in­
jurias y afrentas, para morir en cruz; y todo
esto por m í . .. Oir con el oido lo que hablan
o pueden hablar... Oler y gustar con el olfa­
to y con el gusto la infinita suavidad y dulzu­
ra de la Divinidad del ánima y de sus virtu­
des y de todo según fuere la persona que se
contempla... Tocar con el tacto, así como abra-
í zar y besar, los lugares donde las tales perso­
nas pisan y se asientan, siempre procurando
de sacar provecho”.
Es claro que estos ejercicios, lejos de ser
poesía, son disciplina y preparación a la vida
activa y al militarismo eclasiástico de los je­
suítas; pero es evidente también que la poe­
sía había asumido, o mejor, conservado en
España un carácter tan activista, práctico y
dramático que los límites que lógicamente exis­
ten entre la realidad y la fantasía, la acción
y la visión, se olvidaban, borraban, rebásaban.
Hubo infinitos ejemplos de estos desbordamien­
tos, transgresiones, infracciones y usurpacio­
nes de la fantasía a la realidad, y vice-versa.
Hubo caballeros andantes, no solo del tipo
ultra-activo de Don Quijote y San Ignácio,
aproximación muy instructiva, practicada y
utilizada ingeniosamente por Don Miguel de
Unamuno; los hubo también en el campo del
arte. Hubo aventureros, parte diletantes, par­
te virtuosos, cuyo fuerte estribaba más bien
en su fe y confianza religiosa, que en la maes­
tría de sus pinturas, arquitecturas y compo­
siciones. Muchísimas de las rimas sacras de
entonces, la mayor parte de los autos sacra­
mentales y comedias de Santos, y tantas otras
obras edificantes, valen sólo por su cristiana
intención y fueron imaginadas y escritas en
función de ejercicios espirituales, de peniten­
cias, o votos, o sacrificio, o propaganda, u
ofrenda, en suma, como culto, con poca o nin­
guna pretensión y autonomía estética. Fren­
te al arte religioso, la crítica tenía que incli-

89
narse y callar, siempre que quedasen conten­
tas las autoridades teológicas.
Así la fe religiosa se nos presenta como
la puerta principal por la que entraba en la
poesía española, no sólo un realismo creador
de leyendas y mitologías fresquísimas, sanas,
ingenuas, conmovedoras y humorísticas, no só­
lo un realismo conservador y renovador de
las mejores tradiciones populares y recuerdos
nacionales sino también un realismo ciego, cru­
do, violento, dinámico y extravagante que aca­
bó degenerando en ilusionismo, alegorismo y
toda suerte de hibridismos artísticos.
Pero cada vez que hacia la misma puer­
ta se adelantaba a pedir ingreso el sentido
crítico, los dos batientes se cerraban; y Es­
paña quedó en su época áurea, si no del todo
falta, en verdad relativamente pobre de con­
ceptos críticos y de ciencia moderna.
Precisamente en la época en que Copérni-
co, Kepler, Galileo, Descartes, iniciaron un
nuevo realismo científico, empírico y racional,
y derribaron el viejo concepto místico, simbó­
lico y geocéntrico del universo, el genio espa­
ñol produjo las más grandiosas obras poéti­
cas de su realismo religioso y fantástico, com­
placiéndose todavía en una concepción del cos­
mos parecida a un ingénuo y primitivo dibujo,
donde se componen en apacible coordinación
la casita, el árbol, el banco diario, el sol, las
estrellas y el buen Dios con su coro de ángeles.
Es difícil imaginarse en perfecta simultanei­
dad histórica un contraste más abismal. “Es­
paña se apartó de las nuevas ciencias —dice
Fernández de Navarrete— ; las matemáticas
se miraron como un estudio abstracto de po­
cas o muy remotas aplicaciones, y de ahí na­
ció que en los reinados de Carlos V y Felipe
II todos los ingenieros eran italianos” ; y Julio
Rey Pastor, en su tan agudo e informativo en­
sayo sobre los matemáticos españoles del si­
glo de oro, afirma que “los más genuínos re­
presentantes de la matemática española en el
período en que Vieta, Descartes, Fermat y
Pascal asombran al mundo, son libros de cuen­
tas y geometrías de sastres.” La Academia de
Matemáticas fundada por Felipe II murió en
1624, absorbida por un Colegio teológico de
jesuítas. Non omnes omnia possumus.
Es natural que los conceptos lógicos, sien­
do tan frágiles en las ciencias exactas, no pu­
dieran mostrarse fuertes en el campo de la
crítica literaria. Esta se contentaba general­
mente con alabar o morder las personas de
los autores o con corregir las formas intrín­
secas de los versos, metros y vocablos, o con

91
considerar la erudición, doctrina y utilidad mo­
ral del contenido, sin penetrar dentro de la
visión poética. Era crítica esencialmente con­
vencional e intelectualista, que dejaba intac­
ta precisamente aquella lírica intimidad que,
como hemos visto, se ocultaba, encubría y ve­
laba bajo el realismo artístico.
Sin embargo, hubo lírica muy personal,
franca y directamente individualista. Fueron
especialmente los grandes místicos los que acer­
taron con la más inmediata expresión del áni­
ma concentrada en Dios y en sí misma. ¿ Quién
no conoce el soneto de incierto autor?

No me mueve, mi Dios, para quererte


el Cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el Infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte


clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme al fin tu amor, y en tal manera


que aunque no hubiera Cielo yo te amara,
y aunque no hubiera Infierno te temiera;

no me tienes que dar porque te quiera,


pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Es excusado citar los inolvidables cánti­
cos del amor divino de Luis de León, Teresa
de Avila y San Juan de la Cruz. Conozco otros
que no por ser menos célebres son menos ín­
timos, ni menos personales, como la epístola
de Francisco de Aldama a Montano:

Pienso torcer de la común carrera


que sigue el vulgo, y caminar derecho,
jomada de mi patria verdadera:

entrarme en el secreto de mi pecho


y platicar en él mi interior hombre,
do va, do está, si vive o qué se ha hecho.

Y porque vano error más no me asombre,


en algún alto solitario nido
pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre.

Y como si no hubiera acá nacido,


estarme allá, cual eco, replicando
al dulce son de Dios, del alma oído.

¿Y qué debiera ser, bien contemplando,


el alma, sino un eco resonante
a la eterna beldad que está llamando?

O recuerdo la dulce y aún demasiado familiar


epístola que Pedro de Salas osó dirigir al
mismo Dios en sus Afectos divinos.

98
¿Quieres, mi luz, nos vamos a la aldea f
Enhorabuena sea. Ven, mi amado...
¡Qué lindo estás vestido de aldeano!
Por más que el soberano ser me encubras,
como por él descubras más las llamas
del fuego en que me amas, más te quiero...

No cabe duda que en muchas de las poe­


sías y meditaciones de los místicos españoles
se encuentran tendencias bastante frecuentes
al protestantismo; así p. ej., cuando se lee en
la Vida de Santa Teresa: “¡Oh Rey de gloria
y Señor de todos los reyes, cómo no es vues­
tro reinado armado de palillos, pues no tie­
ne fin! ¡Cómo no son menester terceros para
V os.. . ! ¡En todo se puede tratar y hablar con
Vos como quisiéramos.. . ! ”
Pero nunca llegaron a ser efectivos estos
sentimientos o inclinaciones al individualis­
mo religioso de los protestantes. Tampoco fue­
ron las solas medidas prácticas de la contra­
reforma e Inquisición las que detuvieron y ata­
jaron el movimiento, sino que éste se paró por
sí mismo e hizo alto con encerrarse y aislar­
se en la soledad, en soliloquios y concentracio­
nes contemplativas del alma. Las soledades re­
sultaron ser la verdadera vía muerta de las
veleidades protestantes en España, por lo me­
nos en el campo literario.


No es nada casual que las soledades se hi­
cieran un género convencional, una forma poé-
tico-literaria de las más apreciadas y frecuen­
tes, tanto a lo espiritual como enseguida a
lo profano. Aquí podía y solía encontrarse y
compenetrarse el sentido místico con el gusto
idílico, campestre, voluptuoso y elegiaco de la
vida retirada. Precisaría estudiarse más dete­
nidamente el papel conciliador de las soleda­
des. En éstas se hallan juntos Garcilaso, Luis
de León, Lope de Vega, Góngora y muchísi­
mos otros.

Vivir quiero conmigo,


gozar quiero del bien que debo al cielo
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo,

canta Luis de León. Y Garcilaso:


.La soledad siguiendo,
rendido a mi fortuna,
me voy por los caminos que se ofrecen...

y Lope:
A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos,

95
y Góngora:

Pasos de un peregrino son, errante,


cuantos me dictó versos, dulce musa:
en soledad confusa,
perdidos unos, otros inspirados.
r
Bastan estas pocas pruebas para documen­
tar el hecho de que el lirismo místico se va
fundiendo y armonizando con el profano con
una gracia, facilidad y exuberancia que, a pe­
sar de laa diferencias y matices que subsisten
entre el estilo lírico y el épico-dramático, no
es por cierto inferior a la energía y entereza <
espiritual con que los poetas y noveladores
realistas supieron efectuar la más maravillo­
sa síntesis de las cosas de su tierra de Espa­
ña con las de nuestro cielo.
LOS MOTIVOS HEROICOS
C a d a vez que se habla del heroísmo espa­
ñol, es inevitable pensar en la figura de Don
Quijote. No es que sea Don Quijote un héroe
verdadero, es su parodia, pero, como tal, pre­
senta con exageración expresionista los ca­
racteres esenciales del ideal heroico. Podría­
se pensar de otra parte en el Cid, que es el
máfi| prudente, moderado y circunspecto mode­
lo del valor guerrero, el más político y civil en­
tre los militares, el menos quijotesco. Y podría­
se pensar también en Don Fernando, el Prínci­
pe constante de Calderón, que es de todos el más
intransigente y el más humano, el mártir que
dice:

Dios defenderá mi causa


pues yo defiendo la suya.

99
Los tres forman una muy española familia
de héroes cuyos parientes y descendientes nun­
ca se cansa de celebrar la poesía del siglo de
oro. Todos tienen esto de común: que les im­
porta más la causa que sirven que su propio
provecho. No son ni egoístas ni vanidosos. Lo
excluye el mismo concepto de héroe.
Sin embargo, al final de la época áurea sa­
lió a luz un librito que, con conceptista
sequedad, trazó un tipo de heroísmo algo di­
ferente: El héroe, de Baltasar Gracián (1637),
donde se encuentran sentencias como estas:
“¡ Oh varón cándido de la fama! Tú, que aspiras
a la grandeza, alerta al primor. Todos te co­
nozcan, ninguno te abarque, que con esta tre­
ta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho
infinito, y lo infinito más.” “Atienda, pues,
el varón excelente primero a violentar sus pa­
siones, cuando menos a solaparlas con tal des­
treza que ninguna contratreta acierte a des­
cifrar su voluntad”. “La mayor perfección pier­
de por cotidiana, y los hartazgos de ella enfa­
dan la estimación, empalagan el aprecio”, et­
cétera. Gracián pone en la sugestión y apa­
riencia de una individualidad excepcional, no
en la grandeza de su tarea, causa y servicio,
el único y supremo título de héroe. Le gusta
más el gesto que el hecho, más el individuo
teatral que la persona ética, -en- suma,- más la
poesía del heroísmo que su presa: Séria erróneo'
suponer una verdadera originalidad filosófica
en su pensamiento, y proclamarlo precursor
de la moral individualista de Nietzsche. Gra-
cián es sencillamente un enamorado doctrina­
rio de la forma, y si percibe ¿lgo nuevo, es lo
que sus contemporáneos todos, más o menos
conscientemente, ya habían abarcado en su cul­
to del héroe, es decir su lado estético, orna­
mental y representativo: el heroísmo como ob*
jeto dej admiración, motivo de alabanza, tema
literario y ocasión oportuna para cultivar el
estilo enfático, retórico y extravagante. Cuan­
do el Príncipe Don Fernando manifiesta su
decisión de quedarse prisionero para que la
ciudad de Ceuta no se entregue a los moros,
lo hace en un lenguaje heroico, del que pocos
años después Gracián va a descubrir y formu­
lar la teoría.

Cristianos, Fernando es muerto,


moros, un esclavo os queda,
cautivos, un compañero
hoy se añade a vuestras penas;
cielos, un hombre restaura
vuestras divinas Iglesias;
mar, un mísero con llanto
vuestras ondas acrecienta;

101
montes,* un triste os habita
igu&l yia dfc vuestras fieras;
viento, un pobre con sus voces
os duplica las esferas;
tierra, un cadáver hoy labra
en tus entraña* su huesa:
porque Bey, hermano, moros,
cristianos, sol, luna, estrellas,
cielo, tierra, mar y viento,
fieras, montes, todos sepan
que hoy un Principe constante
entre desdichas y penas
la fe católica ensalza,
la ley de Dios reverencia:
pues cuando no hubiera otra
razón más que tener Ceuta
una Iglesia consagrada
a la Concepción eterna
de la que es Beina y Señora
de ltfs cielos y la tierra,
perdiera, vive ella misma,
mil vidas en su defensa.

He aquí, en la sola pronunciación de la vo­


luntad, como en un reto o pregón a trompa
tañida, anticipada la victoria; de suerte,
que el éxito efectivo aparece fuera de duda
y por esto secundario respecto al empuje ini­
ciador del alma heroica. En la literatura del
siglo de oro prevalece esta concepción poéti­
c a del héroe, es decir," del héroe que desprecia
el éxito y M fortuna, no ya por fanfarronería,
sino por tener sus palabras correspondientes
a sus hechos, y por “tener tanteada su fortu­
na al empeñarse”, como dice Gracián. El héroe
poético es el varón que nunca nos desencanta.
Por eso el tipo del héroe trágico es excepcio­
nal en la poesía del siglo de oro; se verifica
a veces como caso lastimoso, p. ej., en Los
Amantes de Teruel, pero,

un desdichado,
siempre es de su mal profeta,

siempre es una especie de condenado por des­


confiado, y la desconfianza, sea en la Fortuna,
sea en la gracia de Dios, no cabe en el pecho
de un héroe perfecto.
El poeta que más tenaz y sobriamente ahon­
dó en las relaciones entre el idealismo heroi­
co y el éxito material, fué sin duda alguna
Cervantes. Le debemos dos muy diferentes re-'
tratos de héroes: el de los habitantes de una
ciudad cercada, en su tragedia Numancia, y
el de su Quijote. Es muy instructivo cotejar las
dos concepciones, trágica la primera, humorís­
tica la segunda. Pero examinando las cosas de
más cerca resulta que en la Numancia, a pe­
sar de la prudencia romana con la victoria

IOS
final, a pesar de la más cruenta y desastro­
sa ruina de la ciudad ibérica y ¿el desespe­
rado suicidio y holocausto de los, numantinos
todos, son éstos los verdaderos triunfadores,
lo son en la perspectiva histórico-profética que
el poeta supo practicar en el espacio espiritual
de la escena,

do acabará su vida y no su fama,


cual Fénix renovándose en la llama.

El mismo vencedor, Cipión, delante del ca­


dáver del último numantino, del joven Viriato,
que se arroja de la torre, para no entregarse
vivo con las llaves de su ciudad, tiene que
convenir en

que no sólo a Numancia, mas a España


has adquirido gloria en este hecho;
con tu viva virtud heroica, extraña
queda muerto y perdido mi derecho.
Tú con esta caída levantaste
tu fama, y mis victorias derribaste.

Tenemos aquí la comprensión del heroismo


antípoda del de Ariosto, que reza a sí:

Fu il vincer sempremai laudabil cosa


vincasi o per fortuna o per ingegno;
gli e ver che vittoria sanguinosa

m
spesso far suole il capitan men degno,
e quella eternamente é gloriosa
e dei divini onori.arriva al segno,
quando, servando i suoi senza alcun danno,
si fa che gl'inimici in rotta vanno.

Ariosto hubiera adjudicado la palma a Es-


cipión; a Cervantes plugo conferirla a los ven­
cidos, y se la ofrece con un gesto enfática­
mente profético y algo retórico. Pero, llegan­
do a la madurez de la obra maestra, su con­
cepción del heroísmo ya queda despojada de to­
do vicio teátral y retórico sin cambiar por es­
to su estructura metafísica y ética en el sen­
tido de su Numuncia. Lo que en el Don Quijote
se ridiculiza son exclusivamente los accesorios
retóricos, fantásticos y literarios de la concep­
ción heróica de los españoles de entonces. Na­
da más. El heroísmo de Don Quijote no pier­
de nada de su generosidad y grandeza ética
por ninguna suerte de reveses, ni por ser inú­
til, imprudente y cómico. Aunque la heroici­
dad lleve a su campeón de fracaso en fracaso,
él no se da por vencido, sea porque no se en-,
tere, porque no caiga en la cuenta de sus fra­
casos o porque interprete el mal éxito en su
favor y gloria: nunca admite en su fuero in­
terior los acontecimientos que deberían des­
alentar su activismo. La primera vez que reco-

105
noce ser formalmente vencido por el caballero
de la Blanca Luna, es la última de sus caba­
llerías, es el presagio de la muerte, no de su
heroísmo pero sí de su locura y enseguida de
su existencia terrena. Está muy lejos Cervan­
tes de la opinión que muchos de sus lectores
le suponen, a saber que en todo héroe tenga
que germinar un grano de locura. Su Quijo­
te no es valioso por loco; se vuelve loco por
valioso.
La originalidad de Cervantes no se debe
buscar en su concepto moral del héroe, que
es esencialmente el español del siglo de oro;
hay que reconocerla y demostrarla en su visión
poética. Esta sí que es única y no tiene, que
yo sepa, precedentes. La verdadera fuente del
Quijote no se halla ni en los romances de
Juan del Encina, ni en el anónimo Entremés
de los Romances, ni en ninguna de las novelas
picarescas, ni en la literatura burlesca de los
italianos, que son fuentes secundarias, pues
nunca había venido a las mientes de otro poe­
ta la idea de combinar la locura con el heroís­
mo, de tal manera íntima e indivisa que la
persona que lleva en sí los dos elementos, ne-
tísimamente distintos, resulte con todo eso ar­
mónica, una, humana, digna y venerable has­
ta en sus sandeces.
Verdad que en la literatura del siglo de
oro pululan héroes que son a veces extrava­
gantes, locos, idiotas, picaros y hasta crimi­
nales, pero son héroes parciales, incompletos,
desfigurados, intermitentes y ocasionales. Les
hace falta ya la evidencia del retrato artísti­
co, ya la entereza moral, o ambas cosas. Espe­
cialmente en las comedias de santos se repre­
sentaban de preferencia unos héroes mixtos
de cualidades altas y bajas, sublimes y vulga­
res, religiosas y profanas, como en El rústico
del délo y El truhán del cielo> de Lope, o en
sus comedias y poesías sobre San Isidro, o
en El rufián dichoso, del mismo Cervantes, o
en San Franco de Sena, o en La milagrosa
elección de San Pío V, de Moreto, en Santo y
sastre, de Tirso, y en muchísimas otras. La
ambigüedad, parte moral, parte estética de ta­
les héroes que, como dice uno de ellos, “son
santos de cuando en cuando”, llega a la cum­
bre en la leyenda más dramatizada de Fray
Diablo, donde el mismo Satanás se ve constre­
ñido a hacer papel heroico de predicador y li­
mosnero por voluntad divina. Aquí se mani­
fiesta definitivamente cómo la conciliación del
hibridismo artístico ,y moral se cumple en
estas obras má^ bien por la fe y credulidad
que por la poesía, mientra: Cervantes evita

107
en su Don Quijote toda mezcla de elementos
religiosos que pudieran turbar la claridad de
su plan artístico.
Abundan también en la literatura del si­
glo de oro los héroes mundanales, hijos y maes­
tros de la vida cotidiana, pero son de segun­
do, tercero o cuarto grado. Los ínfimos entre
ellos, los Lazarillos, Guzmanes y Buscones es­
tán al umbral y actúan más bien como ejemplo
de escarmiento que como modelo de virtudes:
se presentan llenos de fuerza y maña, pero po­
bres de dignidad, y son de honradez a veces
dudosa. Para ser héroes cumplidos les falta
lo principal, pues no tienen otra tarea ni ofi­
cio que el de salvar y adelantar su vida y pro­
vecho. Hay todavía algunos entre ellos, como
Lazarillo, que cuidan también de defender su
honor y la salud de su alma, y así adquieren
una relativa dignidad moral.
Lazarillo, considerado como dibujo artísti­
co, es un perfecto retrato. Con él entra por pri­
mera vez un hijo del proletariado en la escena
literaria del heroísmo, y no sólo para provo­
car la risa o la ironía, sino para conquistar­
se, paso a paso, la simpatía de los lectores.
En este proceso progresivo Don Quijote se pa­
rece a él, pero con la diferencia de que la cur­
va vital del picaro es ascendente, mientras la
del caballero andante va cuesta abajo. Laza­
rillo, después de haber servido a un mendigo
ciego, a un clérigo avaro y a un noble ham­
briento llega a su última degradación con un
fraile libertino, y desde entonces, escarmen­
tado, asciende por equívocos servicios con un
buldero, con un pintor, un alguacil, hasta un
cargo oficial. Se establece de pregonero públi­
co y se deja regalar y proteger por un arci­
preste, con cuya criada se casa. Es un hombre
hecho y, a pesar de lo que la gente pueda
murmurar de su mujer y el arcipreste, tiene
en estima su honra. Considerando los concep­
tos caballerescos de los españoles cultos a me­
diados del siglo xvi, es claro que era una
situación poco gloriosa.
Osado y genial, el novelador anónimo su­
po imponer su héroe a la pública opinión. Y
lo más grande es que logró su objeto con los
solos y puros medios del arte, sin peroracio­
nes y retóricas contra el orden social. Un ca­
riñoso sentimiento humano para el proscripto
de la sociedad, y hasta para sus explotadores,
que son también un poco sus maestros y bien­
hechores, suaviza con su melodía lírica las
crudezas de la relación. Una sonriente indul­
gencia y taimada sabiduría, libre de patéticos
y enfermizos sentimentalismos, constituye la

109
clásica serenidad de esta novela que se desarro­
lla como una jocosa y pedestre Odisea en tie­
rra castellana. “Huelgo de contar a V. M. es­
tas niñerías para mostrar cuáftta virtud sea
saber los hombres subir siendo bajos; y de­
jarse bajar siendo altos, cuánto vicio”.
Lazarillo representa a su manera un cam­
peón del honor. Verdad es que no merece el
título de héroe grande: en tamaño reducido y
cómico, es un Cid pequeño, pero todavía hu­
mano, popular y nacional. Por eso coincide,
al final de la novela, la prosperidad de su mo­
desta fortuna con la de la Monarquía católi­
ca de España. “Esto fué el mismo año que
nuestro victorioso Emperador en esta insigne
ciudad de Toledo entró, y tuvo en ella Cor­
tes, y se hicieron grandes regocijos y fiestas,
como vuestra merced habrá oído. Pues en este
tiempo estaba en mi prosperidad y en la cum­
bre de toda buena fortuna”.
Muy diferente y diverso de Lazarillo es el
Guzmán, de Mateo Alemán. No podemos hones­
tamente admitirle en la categoría de héroe,
siendo Guzmanillo un ejemplo de prudencia,
sabiduría y¡ honradez en un sentido tan nega­
tivo que le conviene mejor su asignación al
mundo del purgatorio, que su inclusión en el
paraíso de la perfección. “Digo, si quieres
oirlo, que aquesta confesión general que hago,
este alarde público que de mis cosas te pre­
sento, no es para que me imites a mí, antes para
que, sabidas, corrijas las tuyas en t í . . . Yo
aquí recibo los palos y tú los consejos en ellos.
Mía es la hambre y para tí la industria, có­
mo no la padezcas. Yo sufro las afrentas de
que^nacen tus honras”.
Lo mismo vale, más o menos, para la ma­
yoría de las otras figuras picarescas, especial­
mente para el Buscón y Marcos de Obregón,
en cuyos relatos la tendencia satírica, didác­
tica y ascética se junta con lo divertido y anec­
dótico de una manera ingeniosamente prosai­
ca que excluye casi todo motivo de poesía he­
roica. Una investigación particularizada de
los motivos heroicos, infiltrados y escondidos
acá y allá en las novelas picarescas, sería muy
instructiva, porque así se echaría de ver has­
ta qué punto llegó en el siglo de oro la con­
nivencia de las tendencias satíricas y ascéticas
con las edificantes y celebrativas. Por ejemplo,
en la novela picaresca de Cervantes se advier­
te cierto hálito poético, no ya de heroísmo ver­
dadero, sino de su parodia, en la figura de Mo­
nipodio, “el más rústico y disforme bárbaro
del mundo”, y en sus ahijados, que son “ladro­
nes en el mundo para servir a Dios y a las

111
buenas gentes”, que cada uno en su oficio pue­
de alabar a Dios y más con la orden que tie­
ne dada Monipodio a su cofradía de malan­
drines. En este ambiente, Cortadillo, por ha­
ber robado y entregado un bolsillo, recibe el
nombre de Bueno, y se queda confirmado con
este nombre “bien como si fuera Don Alfonso
Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cu­
chillo por los muros de Tarifa para degollar
a su único hijo”.
Le gustaban mucho a Cervantes las extrava­
gancias heroicas, por imposibles y fantásti­
cas que fueran. El que en su trabajosa vida
ejercitó el heroísmo real, modesto y descono­
cido, nunca se hartó de leer, imaginar y re­
presentar las ilustres aventuras y hazañas de
los Amadises, Palmerines y Tirantes, de los
enamorados pastores arcádicos y de las don­
cellas fieles y castas. Pero no sólo él, sino
casi todos sus contemporáneos estaban persua­
didos de que en esta materia los locos pueden
dar lecciones a los cuerdos, y que las fábulas
y las leyendas, además de su agrado y delei­
te, tienen su valor ético y moral, y un efecto
como de magia, reconfortante de los pechos
heroicos. Mientras en Italia la poesía pasto­
ril y la caballeresca se cultivaban y se goza­
ban de preferencia como un hermoso y volup-
tiloso refugio apartado del mundo cotidiano,
y en Francia se utilizaban en el refinamiento
de las costumbres y del trato social, los espa­
ñoles cuidaban sobre todo los motivos extra­
vagantes, desaforados y excéntricos de sus Ar­
cadlas y buscaban en ellos los extremos del
encanto y del desengaño, la exaltación espiri­
tual de la embriaguez y de la penitencia, mo­
derando todavía estos efectos dionisiacos con
la broma, la ironía y la burla. El rasgo heroi­
co de esta numerosísima literatura fantásti­
ca y enmascarada de novelas, comedias, ro­
mances, poemas, elegías, églogas y silvas mís­
ticas, caballerescas, moriscas y pastoriles está
en su desamor de lo mediocre, cotidiano y
burgués, y en su manía por lo extraordinario,
sorprendente, asombroso e inverosímil.
Claro está que lo inverosímil no es de por
sí mismo idéntico a lo heroico. Se lo sabía muy
bien Cervantes, y lo expresó en su severo y
donoso escrutinio de los libros que habían qui­
tado la razón a su héroe. Pero sabían también
que las fuerzas que superan la vulgaridad y
banalidad del mundo, siempre tienen álgo de
extraordinario, milagroso e inverosímil, y que
nunca la honra es de los mediocres. Entre los
españoles del siglo de oro, que eran una aris­
tocrática nación de dominadores y conquista­

os
dores, la honra ocupaba el lugar del deber,
que es un concepto más bien de burgueses co­
merciantes y obreros, que de hidalgos. En el
imperativo de la honra se encontraban los más
fantásticos y extravagantes libros con la más
estricta, real y positiva actitud y ' conciencia
de sus lectores. El canon de la honra era la
fe y moral de los héroes, y nótese bien, no só­
lo de los guerreros, caballeros, oficiales y gala­
nes, sino también de la gente eclesiástica y re­
ligiosa y del pueblo menudo, y hasta de las
mujeres, jues que todo español aspiraba a hé­
roe. La honra era un valor más que humano,
era el principio espiritual de la misma vida
cósmica enderezada hacia Dios, fuente supre­
ma de todo honor, era el Te Deurn laudamus
de los seres vivientes. En su anhelo heroico
se unían las almas humildes con las generosas
y sublimes, y en esta concepción del honor
se cifra y suma la inolvidable grandeza del si­
glo de oro español.
San Ignacio colocó al principia de sus Ejer­
cicios espirituales la siguiente sentencia: “El
hombre es criado para alabar, hacer reveren­
cia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante
esto salvar su ánima, y las otras cosas sobre
el haz de la tierra son criadas para el hom­
bre, y para que le ayuden en la prosecución del

*
fin para que es criado”. Según este pensamien­
to, el honor de los hombres redunda en la glo­
ria de Dios, que por su parte ilumina y au­
menta el sentido del honor humano. Del mismo
modo que los españoles se figuraban su monar­
quía terrena coronada y protegida por la auto­
ridad de la Iglesia y de Dios, así se les anto­
jaba el honor social como un nimbo celeste, y
establecían en sus tratados teológicos y en
sus poemas y comedias mundano-espirituales
toda suerte de comparaciones y relaciones gra­
duadas y paralelas entre la gloria de los án­
geles, y de los santos, y la de los Reyes y hom­
bres ; entre el gobierno de Dios y el de los prín­
cipes ; entre el ejército del Rey y -los soldados
de Jesús; entre las aventuras y amores de los
caballeros andantes y los de las almas devo­
tas y místicas en busca de su Señor. Este con­
cepto español del honor abarcaba toda la subs­
tancia eterna y toda la vanidad temporal del
ser humano. Por ficticios y caducos que fueran
los honores terrenos, se consideraban todavía co­
mo sombra y símbolo de los eternos, pues de
arriba recibía el poder humano igualmente su
consistencia como su fugacidad, su validez y su
nada. Era un concepto muy movedizo y diálec-
tico, es decir, viviente y nada confuso; funcio­
naba a manera de plano trasmutador donde se

115
encontraban distintos y unidos lo heroico, fan­
tástico y vano, con lo verdadero y eterno.
Esto se ve magníficamente comprobado en
el célebre diálogo entre Don Quijote y Sancho
sobre este asunto (II. vm ). Dice Don Quijote:
“Todas estas y otras grandes y diferentes ha­
zañas son, fueron y serán obras de la fama;
que los mortales desean como premios y par­
te de la inmortalidad que sus famosos hechos
merecen, puesto que los cristianos, católicos
y andantes caballerosos más habernos de aten­
der a la gloria de los siglos venideros, que es
eterna en las regiones etéreas y celestes, que
a la vanidad de la fama que en este presente
y acabable siglo sé alcanza; la cual fama, por
mucho que dure, en fin se ha de acabar con
el mesmo mundo, que tiene su fin señalado:
así ¡oh Sancho! que nuestras obras no han de
salir del límite que nos tiene puesto la reli­
gión cristiana, que profesamos. Hemos de ma­
tar en los gigantes a la soberbia” etc. Y San­
cho replica: “¿Cuál es más, resucitar a un
muerto o matar a un gigante?”—La respues­
ta está en la mano, respondió Don Quijote:
más es resucitar a un muerto.—Cogido le ten­
go, dijo Sancho. Luego la fama del que resuci­
ta muertos, da vista a los ciegos, endereza
los cojos... mejor fama será, para éste y para
el otro siglo que la que dejaron y dejaren cuan­
tos emperadores gentiles y caballeros andan­
tes ha habido en el mundo.—También confie­
so esa verdad, respondió Don Quijote.. . —Quie­
ro decir, dijo Sancho, que nos demos a ser san­
tos, y alcanzaremos más brevemente la bue­
na fama que pretendemos... Más alcanzan con
Dios dos docenas de disciplinas que dos mil
lanzadas, ora las den a gigantes, ora a ves­
tiglos o a endriagos.—Todo eso es así, respon­
dió Don Quijote, pero no todos podemos ser
frailes, y muchos son los caminos por donde
lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la
caballería, caballeros santos hay en la gloria”.
Es verdad que no todos los poetas acerta­
ban a distinguir con la exactitud cervantina
los caminos, grados y quilates del heroísmo, y
aun menos sabían acompasar y vigilar el rap­
to de la simpatía para sus héroes con una in­
corruptible crítica de sus extravagancias. Has­
ta los mayores, Lope, Tirso y Calderón, se de­
jaban a veces arrebatar por sus entusiasmos
fantástico-heroicos más allá de los límites de
la razón y conciencia. Ya son bastante cono­
cidas las barbaridades perpetradas y alabadas
en las poetizadas luchas y venganzas del ho­
nor y de los celos: p. ej., en El Toledano ve-to­
gado, en El Castigo sin venganza, en Los Co-

117
mendadores de Córdoba y en La locura por la
honra, de Lope; en Siempre ayuda la verdad,
de Tirso; en El pintor de su deshonra, en A
secreto agravio, secreta venganza y en El mé-
dico de su honra, de Calderón. Son excesos
largamente compensados con obras que tra­
tan con clásica energía y medida el tema del
pundonor, como Fuente Ovejuna, El mejor al­
calde el Rey, Peribáñez y el Comendador de
Ocaña, El alcalde de Zalamea y El Príncipe
constante.
Por esto las tachas no merecen que nos
fijemos en ellas. Lo que nos interesa es la ob­
servación de que casi tódas provienen de la
demasiada insistencia en los motivos heroicos,
favorecida por una rigidez dogmática y con­
vencional del mismo concepto del honor, que
poco antes se nos había revelado como tan
movedizo, dialéctico y viviente. ¿Cómo y cuán­
do vino á entorpecerse?
Se mecanizó por su mismo abuso, tanto en
la vida como en la literatura. El honor, por
ser buscado con afecto, en cualquier ocasión y
causa, se hizo afectado. El imperialismo mili­
tarista, creciente con las continuas guerras,
conquistas, sublevaciones y represiones—pues
este siglo de oro era de hierro—no pudo me­
nos de precipitar a la nación en un profun­
do agotamiento, de manera que aj imperati­
vo cada vez más perentorio del honor ya no
correspondían las fuerzas físicas y morales.
Se venía verificando y agravando cada día la
desproporción entre las exigencias ético-polí­
ticas y la posibilidad de cumplirlas. No bas­
tando las obras, se recurría a las ficciones,
ideologías y doctrinas, y así el concepto del
honor, de movible se hizo rígido, de relativo
intransigente, y de otra parte se evaporó en
sueños^ fanfarronadas, hipérboles y metáfo­
ras. Los ideales y honores del héroe, de una
parte se helaron y petrificaron en un dogma­
tismo convencional, y de otra parte se esca­
paron en una pulverización retórica, y llenaron
la literatura de una vanilocuencia heroica que,
parecida a una niebla luminosa, envolvía el
lenguaje poético. Vino la moda y manía de
las canciones, octavas, décimas, etc., heroicas,
cuya suma maestría se admiró en Luis de
Góngora.

Suene la trompa bélica


del castellano cálamo ‘
dándoles lustre y ser a las Lusíadas, etc.

cantó Góngora a propósito de una traducción


castellana de los Lusíadas por Luis Gómez de

119
Tapia, como si se tratase de una hazaña glo­
riosamente nacional y militar:

Cuanta pechos heroicos


te dan fama clarífica,
¡oh Lusitania! por la tierra cálida,
tanta versos históricos
te dan gloria mirífica, #
celebrando tu nombre y fuerza válida.
Dígalo la Castálida,
que al soberano Tapia
hizo que más que en árboles
en bronces, piedras, mármoles,
en su verso eternice tu prosapia, .
dándole el odorífero
lauro, por premio del gran dios Lucífero.

Al heroísmo de la acción se va sustituyen­


do el de la fantasía, de las canciones y pala­
bras. Un imitador de los más serviles de Gón-
gora, Don Francisco de Trillo y Figueroa,
p. ej., se extravía a tanto que celebra en un
romance de estilo heroico el hecho de que Ba­
ñándose una dama en Genilm irándola su ga­
lány sin atreverse a que ella le viese, por no
enojarla, hurtóle una banda para testigo de su
atención. He aquí un héroe de la timidez,
ilustrado por un héroe de la imitación del es­
tilo heroico. No hubo motivo ni tema lo bas­
tante fútil para sustraerse y salvarse de esta
invasión heroificadora. Y tanto menos los mis­
mos adversarios de lo heroico, a saber, el sen­
tido cómico, el gusto burlesco y el humor pa­
rodístico.
Generalmente se dice que los géneros he-
roi-cómicos vinieron de Italia a España. Aun­
que se verificase desde el comienzo del Rena­
cimiento una fuerte influencia italiana en el
sentido burlesco, no me parece exacto que Es­
paña debiera su vena burlona a los italianos,
por ser la de éstos de naturaleza muy dis­
tinta. Si a los italianos y a los franceses les
gusta más empequeñecer lo grande y lo he­
roico, los españoles prefieren engrandecer y
sublimar lo pequeño. Así se observa en la
Gatomaquia, de Lope, a pesar de la más evi­
dente imitación italiana, una bizarría, pom­
pa y riqueza én hacer alarde de memorias y
alusiones heroicas castizamente españolas, y
un humorismo banochón, indulgente y simpa­
tizante con las debilidades y pasiones de la
bestialidad humana. Lo mismo puede decirse
de otros poemas heroi-cómicos sobre hazañas
de gatos, burros, perros, ratones y moscas. El
más tardío autor de este género, Francisco
Nieto Molina, protesta en el prólogo de su
Perromaquia (1764):

121
Si los gatos lograron merecer
los aplausos de un Lope singular,
si los burros en verso rebuznar
a impulsos del famoso Pellicer,

si las moscas sus gracias extender,


que un ingenio las quiso celebrar,
si Homero a los ratones aclamar
para dar a las ratas que roer,

a los perros mi musa ha de aplaudir,


tengan fama los perros donde quiera,
en los pueblos, los campos y los cerros...

No hay otra nación entre las neo-latinas


que con tanta solicitud y generosidad como la
española sepa reconocer, respetar y alabar el
valor de sus mismos enemigos. Desde el Can­
tar de mío Cid y los romances fronterizas y
moriscos, hasta las Querrás civiles de Gra­
nada, de Pérez de Hita, y la Araucana, de
Ercilla, y las comedias guerreras y nacionales
de Lope y Calderón, nunca se desmiente la
tradición de la más caballeresca estima, jus­
ticia y simpatía con los adversarios. Es una
actitud de heroica ecuanimidad, mucho me­
nos corriente en la Chanson de geste y en la
epopeya y novela nacional y nacionalista de
los franceses.
Siendo los españoles tan propensos a idea­
lizar las hazañas suyas y ajenas, grandes y
pequeñas, y siendo ellos tan positivos en sus
sentimientos y afectos, es muy natural que no
les haga falta, o por lo menos les parezca su­
perfina, la objetividad del intelecto, la crítica
teorética. Por esto el siglo de oro, tan abun­
dante de poesía heroica, carece de historiogra­
fía prosaica. No digo que falten los historiado­
res : ahí están Ocampo, Mejía, Zurita, Morales,
Mariana, Hurtado de Mendoza, Oviedo, Las
Gasas, Gómara, Herrera, Solís, Rivadeneyra
y muchos otros, y hay cronistas de la frescu­
ra y espontaneidad de un Bernal Díaz del Cas­
tillo; pero en ninguno de ellos domina, como
en Maquiavelo o Guicciardini, el pensamiento
filosófico y escéptico. Son todos o teólogos o
humanistas o diaristas, y aunque muy erudi­
tos, concienzudos y buenos prosadores, siem­
pre más bien crédulos que críticos, y cuando
críticos, lo son más bien en un sentido moral
y activista que teórico. Los héroes nacen y
crecen en un ambiente de pensamiento mítico,
religioso y poético, y disminuyen siempre que
los trasplantamos al ambiente corrosivo de la
historia crítica “A fe que no fué tan piadoso
Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente
Ulises como le describe Homero”, dice Don

128
Quijote, cuyo autor había meditado mucho so­
bre las relaciones entre historia y poesía. Y
precisamente en el conflicto fronterizo de los
dos ambientes nació la concepción del Don Qui­
jote, cuya figura inmortal no es ni histórica,
ni mítica o legendaria, sino purísimamente poé­
tica, puesto que el conflicto no se decide ni
a favor del hidalgo, ni de su escudero: se com­
pone amigablemente, merced a la generosidad
española, indulgente con los pequeños y res­
petuosa con los grandes, y quedándose así sus­
pendido y apaciguado el conflicto en la vida
temporal, se eterniza, gracias a la intuición
sintética de Cervantes, en el reino de la poesía,
donde a pesar del criticismo y de la ironía que
le acompañan inseparablemente, sigue vivien­
do imperturbado el héroe.
LOS MOTIVOS IDILICOS
Y LA POESIA DE LA NATURALEZA
F
JL-i L desarrollo poético de los motivos religio­
sos y heroicos que acabamos de caracterizar,
encuentra una cierta resistencia y limitación
en la vida privada, doméstica, campestre e
idílica. Dice un proverbio alemán: nadie es
héroe para sus domésticos, y el filósofo Hegel
añadió: verdad, pero no porque el héroe sea
héroe, sino porque los domésticos son domésti­
cos. Y un refrán español reza: Santo que co­
me y bebe, el diablo se lo lleve. Sin embargo
el comer y el beber, y las cosas modestas y sen­
cillas, la inocencia de los instintos primitivos,
y la candidez y serenidad de la naturaleza,
tienen y piden también ellos su poesía y cele­
bración. Y se las concede hasta el más auste­
ro y espiritual de los héroes, Don Quijote,
en su célebre peroración: “Dichosa edad y si-

127
glos dichosos aquellos a quien los antiguos pu­
sieron nombre de dorados y no porque en
ellos el oro que en esta nuestra edad de hierro
tanto se estima, se alcanzase en aquella ventu­
rosa sin fatiga alguna, sino porque entonces
los que en ella vivían ignoraban estas dos pa­
labras, de tuyo y mió. Eran en aquella santa
edad todas las cosas comunes; a nadie le era
necesario, para alcanzar su ordinario susten­
to, tomar otro trabajo que alzar la mano, y al­
canzarle de las robustan encinas, que liberal­
mente les estaban ofreciendo su dulce y sazo­
nado fruto”, etc.
Américo Castro, en su libro sobre el pen­
samiento de Cervantes, después de haber ana­
lizado y documentado con gran tino el concep­
to de la naturaleza y sus orígenes neo-plató-
nicos y renacentistas, apunta muy bien que a
este concepto le corresponden en el siglo de
oro muchas “representaciones idealizadas de
un mundo perfectamente puro y sin mácula,
libre todavía de los errores y deficiencias que
hoy pesan sobre él”. Ese es el sentido que pro­
yecta el Renacimiento sobre temas como la
Edad de Oro, del que se apodera con avidez al
hallarlo en los autores de la antigüedad. A
los ejemplos aducidos por Américo Castro po­
drían añadirse muchos otros. Bástenos aquí
el hecho, casi símbolico, de que Lope de Vega,
veinticuatro horas antes de su muerte, compu­
so una silva moral en alabanza del siglo de
oro, donde se encuentran unos versos muy gra­
ciosos.

Que como en la primera edad vivía


con desorden, florida y balbuciente,
daba pródigamente
con fértil abundancia
al mundo su riqueza,
porque, como mujer, Naturaleza,
es más hermosa en la primera infancia.
Los hombres por las selvas discurrían
amando solo al dueño que tenían
sin interés, sin celos...

Todo era amor suave, honesto y puro,


todo limpio y seguro,
tanto que parecía
una misma armonía
la del cielo y la del suelo,
que aspiraba a juntarse con el cielo...

Como dormida en celestial sosiego,


quedó la tierra en paz, que alegre tuvo
mientras con ella la Verdad estuvo:
' que cuanto en ella vive,
su misma luz y claridad recibe.

La Sagrada Escritura y la teología cristia-


na habían figurado ese estado prehistórico e
inocente del hombre primitivo, y de la natura
llamada íntegra y divina, bajo la imagen del
paraíso terrestre; los poetas griegos y roma­
nos lo representaron mediante el mito de la
edad de oro. Los humanistas y artistas del Re­
nacimiento, especialmente en Italia y Francia,
se atuvieron con preferencia a este mito pa­
gano, descuidando cada vez más la analógica
figuración bíblica, y por eso encauzaron su con­
cepto y su poesía de la naturaleza en una co­
rriente antiteológica, racionalista y hasta re­
volucionaria, a la manera de Giordano Bruno,
Espinosa, Rabelais, y Rousseau. Hubo también
en España algunos escritores que siguieron la
misma vía, especialmente los secuaces de Eras-
mo, pero prevalecieron los que con Luis Vives,
Luis de León y Luis Carvajal defendieron la
conveniencia de unir el estudio de la teología
con el de las humanidades, y así conservaron
y aun acentuaron el caracter simbólico y bi­
lateral de su concepto de la naturaleza com­
prendiendo en él tanto lo divino como lo ma­
terial, lo cristiano y 10 pagano. El genio es­
pañol, por haber cursado en la Edad Media
la filosofía árabe, tan racionalista y a la ve»
tan mística, ya estaba muy bien adoctrinado y
educado en el manejo dialéctico de las ideas

m
ambiguas, y de las verdades a dos haces, y de
los pensamientos misteriosos. El espíritu de
los españoles ya había tenido en el mil doscien­
tos su siglo de las luces, su Aufklaerung, de
manera que en el Renacimiento pudo aventa­
jarse a las otras naciones en agudeza concep­
tuosa. Extraordinaria fué su habilidad en sus­
citar y aquietar infinitos conflictos entre la
ciencia y la fe, la razón y la revelación, la críti­
ca y la autoridad, la religión natural y pagana
y la espiritual y cristiana, y en contraponer,
compenetrar y conciliar la naturaleza divina
con la sensual, y la pastoría de Arcadia con la.
de Berlín. La seducción ejercida por la idea de
naturaleza sobre la mayoría de los poetas y
escritores del siglo de oro consistía precisamen­
te! en lo que ella tenía de contradictorio, inde­
ciso, fluctuante y misteriosamente neutral y
medianero entre Dios y el mundo. Solían lla­
marla la mayordoma de Dios y considerában­
la como impenetrable y definitivamente cerra­
da a la investigación científica. Por esto Luis
de León desea la muerte, pues que sólo, en­
tonces, dice:
Veré las inmortales
columnas do la tierra está fundada,
las lindes y señales
con que a la mar airada

131
la Providencia tiene aprisionada.
Por qué tiembla la tierra,
por qué las hondas mares se embravecen,
16 sale a mover guerra
el cierzo, y por qué crecen
las aguas del Océano y decrecen...
Quién rige las estrellas
veré, y quién las enciende con hermosas
y eficaces centellas,
por qué están las dos osas
de bañarse en la mar siempre medrosas.

Este canto místico no admite diferencias


esenciales entre los problemas de la física y
la metafísica; ni tampoco los admite una inte­
ligencia mucho más crítica y escéptica, la de
Cristóbal de Villalón, imitador de Luciano y
aficionado a Erasmo. En El Crotalón, él se ríe
de los estudiosos de la filosofía natural: “Por­
que fueron (entre ellos) tantas las opiniones
y diversidad de no sé qué principios de natu­
raleza: insecables átomos, innumerables for­
mas, diversidad de materias, ideas primeras
y segundas intenciones, tantas cuestiones de
vacuo e infinito que cuanto más allí estaba,
más me emboscaba en el laberinto de confu­
sión . . . Y con todo eso afirman ver y cono­
cer los términos del cielo, y se atreven a me­
dir el sol, y determinar la naturaleza de la lu­
na y todo lo que sobre ella e s tá ..., y ellos,

m
que puede ser que no sepan cuántas leguas hay
de Valladolid a Cabezón, determinan la distan­
cia que hay de cielo a cielo.. .y para estas sus
vanidades pintan no sé qué circuios, triángu­
los y cuadrángulos. . . Pues si tratamos de lo
alto del cielo, tanto se atreven los teólogos des­
de tiempo a definir las cosas reservadas al pe­
cho de Dios como si cada día sobre el gobierno
universal comunicasen con él”.
Basten estos testimonios para demostrar
cómo la naturaleza, en la mentalidad españo­
la, careciera de ese aspecto claro, sereno y autó­
nomo que tenía para los italianos, fuesen na­
turalistas, científicos o poetas. Por eso, cada
vez que los españoles, imitando la poesía idí­
lica, campestre y amorosa de los italiano, ten­
taban celebrar los gozos y gustos naturales,
siempre su estilo les salía diferente, siempre
algo menos apacible y clásico, menos saturado
de color, hermosura y armonía sensuales. Fá­
cilmente podremos convencernos de esto si co­
tejamos algunos versos, de Ausías March, Bos-
cán, Garcilaso y Herrera con los correspon­
dientes del Petrarca, Poliziano, Sannazaro,
Navagero, Bembo, Ariosto y Tasso. Ya lo hizo
en parte, con su exquisita sensibilidad y jui­
cio, Menéndez y Pelayo. Sería descuido e in­
gratitud si aquí, en Santander, que es su tie-

133
rra, dejásemos de recordar sus magníficas pa­
labras a este propósito: “Fuerte más que sa­
broso y dulce fué el arte de Ausías March si
se le compara con el Petrarca. Ausías es tan
poderoso en la parte intelectual y afectiva co­
mo escaso de imaginación pintoresca, lo cual
impide calificarle de poeta completo, aunque
sea a toda luz un gran poeta. Si el mayor
triunfo de la poesía lírica es la revelación del
hombre interior, Ausías March le consigue en
grado sumo y con medios extraordinariamen­
te sencilloá, puesto que rara vez sale de sí pro­
pio ni busca en la naturaleza ni en la historia
apoyo o contraste para su desnudo pensamien­
to, que se levanta como roca solitaria sobre un
campo árido y desolado. Nacido en los vergeles
de Valencia, parece que no tiene ojos para con­
templarlos. La nota risueña del paisaje que
tanto ameniza los versos del Petrarca, falta
por completo en los de Ausías”. Y de Boscán
dice Menéndez y Pelayo, y con buena razón,
que entendió mejor la índole de la poesía de
Ausías que del Petrarca al que imitó, no tan­
to por propio impulso suyo como por la co­
rriente de la moda.
En cuanto a Garcilaso, se observa en él un
afán de dominar y velar sus pasiones y una
disciplina que se parece más al estilo heroico

m
que al idílico. No se verifica en su lírica aque­
lla franca comunicación y llana reciprocidad
del sentimiento propio con la naturaleza y el
paisaje que produce el dulce encanto de los
italianos.

Los árboles presento


entre las duras peñas
por testigo de cuanto os he encubierto,
de lo que entre ellas cuento
podrán dar buenas señas,
si señas pueden dar del desconcierto; *

No es que falten en la poesía castellana los


motivos idílicos; ocupan, antes bien, un espa­
cio muy amplio, mas no tienen vida suya inde­
pendiente, estancada y aparte de los intereses
nacionales e históricos. Sacan su alimento poé­
tico del desconcierto, es decir, reacciones y re­
molinos dentro de la corriente de la gran poe­
sía tradicional.
Los idilios más frescos y vivaces que yo se­
pa, se encuentran en escenas sueltas que Lope
solía entretejer en sus más emocionantes come­
dias, como Los Guzmane8 de Toral, Los Tellos
de Meneses, Los Benavides, Los Prados de
León, El villano en su rincón, Las Batuecas
del Duque de Alba, La hermosura aborrecida
y muchísimas otras. Era sensibilísima la musa

135
de Lope a los contrastes y conflictos de la al­
dea con la corte, de la vida campestre con
la urbana, y del estilo idílico con el heroico.
El, que amaba tanto y cultivaba y regaba re­
gularmente el jai*dinillo en el patio de su ca­
sa y conocía las denominaciones, calidades y
necesidades de todas las plantas y flores de su
tierra, nunca se hartaba de cantar los place­
res de la existencia modesta y retirada, que
la suerte siempre le negó. Cuando ponía su
propia persona en la escena, lo hacía de pre­
ferencia bajo el nombre de Belardo y en traje
de jardinero, labrador, pastor, aldeano, y en
las más sencilla y humildes actitudes.

Hortelano era Belardo


de las huertas de Valencia,
que los trabajos obligan
a lo que el hombre no piensa,

así empieza uno de sus más graciosos y céle­


bres romances. Casi todo lo que toca a su es­
fera doméstica y privada, Lope lo presenta li­
terariamente revestido de las formas idílicas
de la vida bucólica, en sus églogas, elegías y
epístolas. Y no solo él: era la gran moda del
siglo de oro, la que dominaba desde la célebre
epístola italianizada de Boscán a Don Diego
de Mendoza, y desde las églogas de Juan de
Encina hasta el tierno afrancesado bucolismo
anacrónico de Juan Meléndez Valdés, en las
postrimerías del siglo XVIII.
Una nación ocupada toda en la conquista y
dominación del mundo, implicada en tantas
guerras, extremada por tantos esfuerzos, ja­
deante bajo la carga de su misión histórica,
sin licencia de descanso, sin garantía ni pro­
tección de su vida privada contra interven­
ciones e irrupciones de la vida pública, se com­
prende que anhelara continuamente la natura­
leza, el idilio y la aurea mediocritas:
Una mediana vida yo posea,
un estilo común y moderado
que no le note nadie que le vea...

Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,


y callado pasar entre la gente
que no afectó los nombres ni ia fama...

dice el famoso autor anónimo de la Epístola a


Fabio. Después que Fray Antonio de Guevara,
en 1539, dirigió al Serenísimo Rey de Portugal
su tratado y sermón en Menosprecio de Corte
y alabanza de aldea, la contraposición y dispu­
ta entre cortesanos y aldeanos, regularmente
resuelta a favor de los últimos, se hizo un te­
ma literario de los más corrientes. Luisa Si-
gea, llamada la Minerva de su siglo, compuso

Í37
en latín un libro, en el cual “en forma de diá­
logo entre dos damas se trataba elegantemen­
te la diferencia que hay entre la vida cortesana
de palacio y la solitaria de la aldea y campo
(Apud Prólogo de Martínez Burgos a la ed.
de A. de Guevara en Clásicos castellanos,
1915), y al finalizar el siglo XVI o a comien­
zos del XVII escribió un cierto Gallegos, se­
cretario del Duque de Feria, sus Coplas en
vituperio de la vida de palacio y alabanza a
la aldea. El tratado de Fray Antonio termina
con una exclamación de la que se desprende
claramente el carácter semi-estóico y semi-.
religioso de este género de literatura: “O mun­
do inmundo, yo que fui mundano conjuro a
tí, mundo, ruego a tí, mundo, y protesto con­
tra tí, mundo, no tengas ya más parte en mí,
pues yo no quiero nada de tí, ni quiero más es­
perar en tí, pues sabes tú mi determinación,
y es que: posui finem curis; Spes et Fortu­
nay válete ” El mismo pensamiento se expre­
sa en un refrán, cuya popularidad nos ates­
tigua Don Antonio Liñán y Verdugo en su fa­
mosa Guía y aviso de forasteros, que vienen
a la corte (1620). Dice: “anda tan valido
aquel proverbio común: la vida de la aldea,
désela Dios a quien la desea”.
La vida tranquila del individuo, siendo a
todo trance amenazada por la agitada de la
nación, no pudo en España asumir ese colo­
rido epicúreo y pagano que le caracteriza en
Italia, o por lo menos no lo pudo sino a ratos
excepcionales, breves y fugaces como los en­
cantos, en sueños y caprichos que no admiten
duración. Verdad que a veces tienen mayor
seducción, hermosura, donaire y brío los idi­
lios arriesgados y expuestos que no los estables
y asegurados, que fácilmente nos aburren. En
efecto, hablando generalmente, la poesía bucó-(
iica, pastoril, y arcádica del siglo de oro es­
pañol, es de todas en Europa la más diverti­
da, pues tiene ingredientes de agudeza, sal,
conceptismo, humorismo, ironía, magia, mila­
gros, encantamientos, metamórfosis y toda
suerte de extravagancias en enorme cantidad.
Es que los españoles no querían fiarse mucho
de la paz y reposo naturales; no tomaban en
serio la tan decantada serenidad de la natura­
leza; la consideraban dudosa e ilusoria y—
esto es lo decisivo—siempre se acordaban de su
corrupción y decadencia por efecto del peca­
do original; no creían en su inocencia y pure­
za, como (ya lo tenemos revelado) tampoco la
estimaban racional y calculable. Era para ellos
una potencia mixta, híbrida y neutral entre
buena y mala, apacible y turbulenta, divina

139
y endemoniada, y precisamente por eso muy
poetizable, romancesca y más bien dramática
que lírica, y que se prestaba egregiamente al
conceptismo y toda suerte de juegos del espí­
ritu, tanto profanos como religiosos, ora sim­
bólicos ora naturalísticos. En el fondo de to­
do esto está más bien el concepto de la phy-
sis de Aristóteles, que el de Platón; pero ¡ qué
rica arquitectura y ornamentación especulati­
va y poética por encima de é l!
Después de la primera generación de los
poetas clásicos de la manera de Garcilaso, pre­
valece cada vez más en la poesía de la natura­
leza el conceptismo, que es el estilo que le
conviene mejor. Es una suerte de lenguaje
medio filosófico o fenomenológico, medio in­
tuitivo y fantástico, correspondiente a una vi­
sión intelectual y sentimental, la que en lugar
de abandonarse y conformarse con ingenua
humildad a la contemplación de los fenóme­
nos, no se contenta con su armónica hermosu­
ra, sino que los violenta: penetra, rodea, des­
compone las formas de la naturaleza, compara
las unas con las otras, las analiza descubrien­
do detrás de su apariencia lo engañoso, fugaz
e ilusorio, y de otra parte las exalta y engran­
dece con barruntar e ilustrar lo divino, ver­
dadero y espiritual que se esconde en ellas.

1/¡0
Es un juego en los dos sentidos, edificador y
destructor. Hay conceptistas serios e irónicos,
y hay los que son uno y lo otro alternativa­
mente. En todos los casos, sea por encareci­
miento, sea por ironía y humorismo, la natu­
raleza pierde su propio valor y dignidad, y ad­
quiere en compensación, o una encantadora
preciosidad de Arcadia, Paraíso y Utopía ideal,
y hasta cristiana, como en Los Pastores de Be­
lén, de Lope de Vega, o bien una desencanta­
dora nulidad de mentira y burla. Hay tres ti­
pos: primero, naturaleza idealizada y precio­
sa, pero degradada a puro escenario, fondo, re­
sonancia y ambiente donde se desarrollan las
aventuras y pasiones humanas. Este tipo te­
nemos en la Diana de Montemayor, la Galaica
y Persiles y Segismunda, de Cervantes, y en
muchas novelas, églogas y comedias de este jaez.
Segundo, naturaleza burladora y mentirosa;
la hay, p. ej., en la Arcadia dramatizada de
Lope de Vega, donde dice Cardenio para inti­
midar al pobre bobo de Bato:

¡Por Dios, Bato, que yo tiemblo!


¡las cosas que hay en Arcadia!
Todos son encantamientos,
todos son dioses y diosas,
faunos, drías, semideos,
sátiros medio-cabritos,

141
Circes, gazmios, Polifemos,
centauros y semicapros...,

mientras al fin de la comedia la misma Venus


declara,

que son traiciones


del Rústico, que mil veces
detrás de mi altar se pone.

Encontramos una parecida festividad bur­


lona, y juego puramente fantástico, ornamental
y musical de las fuerzas e instintos de la natu­
raleza, en la mayor parte de las comedias mito­
lógicas de Lope, y en las zarzuelas y libretos de
ópera de sus secuaces* Lope se complació hasta
su última vejez en tales divertimientos de su
inagotable fantasía, y la postrera de estas co­
medias, El Amor enamorado, me parece^ que
es la más elegante, humorística y retozona de
todas. Después de él se vinieron acentuando ca­
da vez más las pompas teatrales y riquezas
musicales e ilusiones ópticas de este género, de
suerte que la representación de la naturaleza
se hizo cada vez menos natural, y perdió su
candor y burlona ingenuidad. Esto se observa
en las comedias mitológicas de Calderón, las
que ya tienen más del tipo tercero, a saber de

U2
la naturaleza equívoca, insidiosa y, por su mis­
ma hermosura y seducción, nociva.
Calderón es, en toda la literatura mundial,
que yo sepa, el más poderoso cantor de los en­
gaños de la naturaleza, el poeta más sensual
•del mundo suprasensual. El motivo constante
de su arte dramático es la discordia y autodes-
trucción en el mismo regazo de la naturaleza,
del que sale por desgarramientos, carcajadas,
sollozos y dolores de parto la libertad del albe­
drío espiritual. Así sale Ulises dé entre Scila y
Caribdis en El goljo de las Sirenas:

Scila hermosa,
suave Caribdis, sagradas
Sirenas del negro golfo, '
altos montes de Trinacria,
decid a voces que Ulises,
dándole el viento sus alas,
entre Caribdis y Scila
atado y vendado escapa
de vuestros riesgos, porque
le quede al mundo enseñanza
que así se huyen los extremos
de la hermosura y la gracia.

Y así acaban, en Eco y Narciso, los espejismos


del oído y de la vista, y se disuelven las artes
de Circe en el auto sacramental de Los encan­
tos de la Culpa> y las pasiones y deseos de Se­

' 143
gismundo y Cipriano en La vida es sueño y
El Mágico prodigioso.
Toda la profusión de belleza suave y ma­
jestuosa que el Renacimiento había descubier­
to y producido con su idealismo naturalista y
paganizante, se acumula y alardea por última
vez en la poesía calderoniana, para consumirse
pronto en una magnífica llamarada ofrecida a
la gloria eterna y verdadera. El teatro de Cal­
derón significa el fin y la coronación, es decir,
la muerte y apoteosis, de la naturaleza pagana
en el cielo cristiano. Calderón no es un asceta
medieval y frailesco, ni tampoco un puritano
hereje, pues que no condena, no abandona la
hermosura de la naturaleza, sino la somete al
fuego, la purifica, redime y asume en la visión
divina. Goethe trató de escribir en su vejez
una tragedia cristiana en el estilo de Cal­
derón y sólo dejó fragmentos. Pero se encuen­
tran en ella unos versos poco conocidos que
suenan como un requiebro de su musa a la de
Calderón, y cifran perfectamente la mira co­
mún de ambos.

Créeme, yo amo la vida


ahora más que nunca,
pero con gusto la dejaría
para pasar contigo
a la eterna beatitud,

7/,4
para mirar las cosas eternas
contigo, y millares de soles
en esplendor de verano,
y las tinieblas y estrellas,
para celebrar contigo
sin descanso, sin cansancio,
sin pausa ni flaqueza, a Nuestro Señor,
junto a tí, avanzando siempre.
(Glaube doch, mir ist das Leben
wunschenswerter jetzt ais jemals,
aber gerne wollt* ich ’s lassen
und zum Aufenthalt der S el’gen
gleich mit dir hinübereilen,
dass ich gleich mit Geistesaugen
Ewigkeiten vor mir schaute,
glázend wie der Somjner Sonnen,
tief wie klare Sternenachte,
und ich immer, unaufhaltsam,
ungehindert, ungestdret,
neben dir, den Herren preisend
und dir dankend, wandeln konnte.)

Con Calderón se cierra el círculo recorri­


do por la poesía de la naturaleza en la época
que tenemos que considerar. Mientras los can­
tores de la edad de oro buscaban la perfec­
ción de la naturaleza en una remota primiti­
vidad, Calderón la espera en el eterno porve­
nir. Entre estos extremos de los tiempos pasa­
dos y futuros se mueve y orienta la ambigua
representación de la naturaleza real y presen­

i l
te, cuyo concepto parece a muchos críticos mo­
dernos esencialmente medieval, a saber, rebel­
de a la exactitud y abstracción científica y
falto de pureza clásica, humanística y paga­
na.
Sin embargo, existe un aspecto de la cele­
bración de la naturaleza en España que me
parece muy renacentista y todo menos medie­
val, y por esto merece nuestra atención: a sa­
ber, la naturaleza psíquica de la humanidad a
la que los españoles atribuyeron un altísimo
y a veces hasta exagerado valor. El verdadero
y castizo humanismo de los españoles es su cul­
to a la individualidad y personalidad humana.
La naturaleza exterior, las piedras, tierras,
estrellas, plantas y los animales tenían en su
visión artística una importancia inferior con
mucho a la del alma del hombre. Por esto se
encuentran en su pintura pocos paisajes, po­
quísimos desnudos, pero muchísimos retratos,
los que como interpretación e ilustración del
alma humana son insuperables. El pincel de
Velázquez eternizó con igual profunda simpa­
tía y veneración la individualidad de su Rey
y del Conde-duque de Olivares, que la de los
mendigos, enfermos, bufones e idiotas. Dígase
io mismo, o algo análogo, de las comedias y
novelas de Lope, Tirso, Cervantes y otros, en
las que la evidencia de las almas con sus tem-
> peramentos y originalidades físico-psíquicas
constituye el encanto mayor. Nihil humani
mihi alienum puto. Nada humano me es extra­
ño. El ser hombre es la suma gloria bajo la
bóveda del cielo. La conciencia medieval aún
no conocía este orgullo, pues que la lastimaban
e intimidaban los remordimientos. El hombre
del siglo de oro superó el miedo metafísico. Sin
destruir del todo la creencia en el infierno, con­
sideraba como deshonroso y vergonzoso el
temblor delante de su abismo. El arquetipo es­
pañol de ánimo escandalosa y criminalmente
varonil es Don Juan Tenorio, la más atrevida
encarnación del renacimiento español. Este
burlador de las mujeres y retador de los hom­
bres, sin ser ni ateo, ni hereje, ni hipócrita
—ya que estos son rasgos que le añadieron ma­
lamente sus imitadores posteriores—, no teme
el infierno, no teme espectros.

Pero todas son ideas


que da a la imaginación
el temor, y temer muertos
es muy villano temor;
que si un cuerpo noble, vivo,
con potencias y razón
y con alma, no se teme,
¿quién cuerpos muertos temió!

w
Mafi&na iré a la capilla
donde convidado soy,
porque se admire y espante
Sevilla de mi valor.

Don Juan Tenorio no es un personaje soli­


tario en la poesía del siglo de oro; tiene tantos
consanguíneos psíquicos, que desespero poder
enumerarlos.
Pero lo que me parece más notable de esa
frecuencia de hombres y mujeres de asombro­
so valor, brío, virtud, bizarría y orgullo, es
el arte psicológico con que los poetas saben
presentarlos y caracterizarlos, pues que gene­
ralmente no lo hacen con aquél psicologismo
razonado, consciente y naturalista en el que
suelen lucir tanto los dramaturgos y novelado­
res franceses. No, los españoles lograron retra­
tar la naturaleza humana mediante una psico­
logía subsconsciente, instintiva, ametódica, a
veces muy negligente, hasta arbitraria, y ^ello
no obstante tan segura, tan acertada y casi mís­
ticamente inspirada. Don Salvador de Mada-
riaga, en su exquisita Chita del lector del Qui­
jote9 nos ha revelado egregiamente la manera
“sutil, callada e indirecta” del arte psicológi­
co de Cervantes, y ha analizado-y documenta­
do en particular la atención distraída y floja
a la superficie material, pero escrupulosísima
en la claroscura intimidad de la obra creado­
ra de los caracteres.
Estoy persuadido de que con intentar exá­
menes análogos del arte psicológico, de Lope,
Tirso, Calderón y otros, pronto se echaría de
ver que el saber e interés de los mayores poetas
de España frente a la naturaleza humana, tien­
de y mira más bien a lo excepcional, desafora­
do, crepuscular, infinito y maravilloso, que a las
normalidades y banalidades, a veces muy vul­
gares y cínicas, de la psicología intelectualista.
Aquí tenemos una psicología, un naturalis­
mo y humanismo que estriban en una concep­
ción más amplia y honda que el humanismo co­
rriente. Es un humanismo que no se contenta
con la divisa del Nihil humani mihi alienum,
nada humano me es extraño, sino que la comple­
ta y profundiza con la noción de que todo lo
extraño nos es humano. En otros términos; es
un humanismo precursor del romanticismo y
del simbolismo moderno.

149
LOS MOTIVOS SATIRICOS
Y EL FIN DEL SIGLO DE ORO
E L n toda gran literatura suelen oponerse a
la celebración de la fe, del amor, de los héroes
de la naturaleza, unos poe^tas o prosadores
satíricos, con sus reprimendas más o menos
enérgicamente negativas. En efecto, el siglo de
oro no carece de obra satírica. La encontra­
mos en todos los campos, lo mismo si se pone
la mira en la vida política, social y ética, que
en la religiosa, filosófica y artística. Pero no
quisiera yo recorrer con un criterio negativo,
una tan vasta materia, cuyos aspectos y moti­
vos principales ya tenemos considerados en su
aspecto positivo. Lo que ha de interesarnos
son más bien que las miras y blancos de la sá­
tira, sus impulsos y tonalidades. ,
Hay una gran variedad en cuanto al im­
pulso, desde las sátiras que brotan espontánea-

toS
mente del temperamento de su autor, hasta
las que provienen de un intento fijo, claro y
racional; y hay una infinita riqueza de ento-
naciones y matices, desde las sátiras blandas o
juguetonas, hasta las agrias y amargamente
desesperadas: Ni siquiera pueden mantenerse
estas distinciones, porque en España la sátira
burlona se mezcla fácilmente con la seria y
hasta con la pesimista. Es muy del carácter
heroico del siglo de oro el saber desesperar
sonriendo y juguetear con la muerte en el al­
ma.
Puesto ya el pie en el estribo,
con las ansias de la muerte,
señora, aquesta te escribo. . . ,

reza una antigua copla, con la que el mayor


humorista de Espafia se despidió de la litera­
tura y del mundo. Toda la sátira del siglo de
oro tiene sabor risible y burlón; la exclusiva­
mente austera c;asi no se encuentra, es decir,
no forma parte de la literatura amena, no se
llama sátira, se llama sermón, exhortación,
meditación, y queda reservada a los teólogos,
predicadores, moralizadores e historiadores. La
elocuencia del púlpito en el siglo de oro des­
deñó y renunció a las agudezas, sales y burlas.
Sólo hacia los últimos decenios del siglo XVII

m
empezó la moda del conceptismo y la del cul­
teranismo' a invadir la retórica sagrada, y fué,
como dijo el P. Gaspar Sánchez, “la mayor
persecución que padecía la Iglesia de Dios en
aquel tiempo”. Fray Luis de Granada exhorta
y previene a los predicadores en su célebre
tratado de retórica eclesiástica, que “a todos
generalmente toca que nada digan de que pue­
dan con razón ofenderse los oyentes: esto es,
que nada digan con insolencia, nada con arro­
gancia, nada con descaro, nada con desver­
güenza, nada injurioso, nada soez, nada cho-
carreramente, nada baja, nada licenciosa, in­
decente y viciosamente, sino que todo el carác­
ter de la oración represente modestia, huma­
nidad, caridad, celo de la común salvación y
un deseo fervoroso de la verdadera piedad”.
También el obispo Francisco Aguilar de' Terro­
nes, predicador favorito de Felipe II y autor
de una Instrucción de predicadores, condena
toda ostentación del propio ingenio y vanidad
literaria, y alabá al P. Juan de Avila y al P.
Lobo, “que en nuestros tiempos hemos conoci­
do. ..que no revolvían muchos libros para ca­
da sermón, ni decían muchos conceptos..., ni
otras galas”.
Todavía la misma insistencia de estos y
otros maestros del sermón en rechazar los jue-

155
gos del espíritu, nos hace sospechar que no to­
dos los predicadores de la época clásica se man­
tuvieron siempre puros de los vicios sobredi­
chos.
Por desgracia, el desarrollo del arte del ser­
món en el siglo de oro está hasta ahora poco
estudiado: de manera que no me atrevo a dar
por buena la aseveración corriente de su llane­
za, austeridad y sobriedad estilística. Es noto­
rio que el verdadero y más famoso precursor
del conceptismo fué el fraile franciscano, obis­
po y predicador Antonio de Guevara, muerto
en 1545. En los sermones del célebre Fray Alon­
so de Cabrera, que predicaba en la segunda
mitad del siglo XVI y fué nombrado también
predicador de Felipe II, se encuentran ciertos
párrafos tan divertidos que muy bien podrían
figurar en cualquier novela satírica y picares­
ca, y en efecto, algunos de ellos fueron tras­
plantados literalmente a la continuación del>
Guzmán de Alfarache, por Mateo Luján. Ho­
jeando las consideraciones de este Fray Alon­
so, se tropieza con pasajes como este: “Rece­
ta el médico una purga de escamones o ruibar­
bo, claro está que, si sabe lo que hace, ha de
pesar la complexión del doliente... si en una
purga de cañafístola toda aquella masa hecha
una pella la diesen al enfermo, no la podría
más pasar que si fuese de mezcla, y así es me­
nester repartirla en bocadillos. No de otra suer­
te, Dios, médico sapientísimo, modera la pur­
ga de la tentación y la reparte de modo que se
pueda p asar... Al santo mozo J o sé... le da
una purga para manifestarle, que a otro qui­
tara la vida. La mujer cada día era molesta al
mancebo. ¡Terrible ocasión!... Instaba con
importunaciones, lágrimas, suspiros... y no le
deja a sol ni a sombra. ¿A quién? ¿Era algún
viejo gotoso? ¿Alguna estatua de mármol? No,
sino adolescenti. .. ¿Y no rindió el alma con
tal brebaje? N o . .. huyó del aposento una vez
que se vió apremiado, y dejó la capa en las
manos de la adúltera, como quien la deja en
los cuernos del toro, y así salió vencedor”.
¿No parece una farsa?
Otra vez, sermoneando a los escribanos,
exclama: “¡Ah, qué de mentiras falsificadas
ha fabricado la pluma mentirosa de los escri­
banos falsarios!... Cuatro sectas de filósofos
se hallan hoy en nuestras escuelas: llámanse
reales, nominales, tomistas y escotistas. Y to­
das estas hallo yo en los escribanos desas
plazas. Reales son aquellos que realmente vi­
ven de: viva «1 Rey, dad acá la capa... Nomi­
nales escribanos son los que tienen el nombre,
pero de otros es el oficio... La secta de los

157
tomistas es la más autorizada y honrada en
estos tiempos... Tomo lo que me dan, que así
lo hace el médico y el abogado, y aun el que
trae vara, y aun quien sin traerla juzga en
más soberano fo ro ... Los escotistas son unos
hombres de altos y delgados ingenios, pero al­
go oscuros para que no sean entendidas sus tra­
zas, ni puedan ser comprendidos en sus for­
midables y segundas intenciones”, etc.
En suma no sería difícil sacar de los ser­
mones, oraciones, guías de pecadores y seme­
jantes tratados morales un conspicuo florile­
gio y variada floresta de sátira, no sólo seria
sino también irónica, sarcástica, divertida,
burlesca y coquetona.
La sátira desnuda y toda prosaica, la que
castiga sin sombra de risa ni broma, es pre­
ciso buscarla, si no me equivoco, en los tonos
de los historiadores solemnes y togados, a la
manera de Juan de Mariana. Allí se encuen­
tran páginas que más bien que satíricas nos
parecen inspiradas de cuidados y temores por
el porvenir de la nación y monarquía españo­
las, como la siguiente: “Verdad es que en nues­
tra edad se ablandan los naturales y enflaque­
cen con la abundancia de deleite y con el apa­
rejo que hay de todo gusto y regalo de todas ma­
neras en comidas, en vestido y en todo lo ál. El
trato y comunicación de las otras naciones
que acuden a la fama de nuestras riquezas y
traen mercaderías que son apropósito para en­
flaquecer los naturales coir su regalo y blan­
dura, son ocasión de este dafío. Con esto, debi­
litadas las fuerzas, y estragadas con las cos­
tumbres extranjeras, demás desto por la di­
simulación de los príncipes y por la licencia
y libertad del vulgo, muchos viven desenfre­
nados, sin poner fin ni tasa a la lujuria, ni a
los gastos, ni a los arreos y galas. Pon donde,
como dando vuelta la fortuna, desde el lugar
más alto do estaba, parece a los prudentes y
avisados que, mal pecado, nos amenazan gra­
ves daños y desventuras, principalmente por el
grande odio que nos tienen las demás naciones,
cierto, compañero, sin duda de la grandeza y de
los grandes imperios, pero ocasionado en parte
de la aspereza de las condiciones de los nues­
tros, de la severidad y arrogancia de algunos de
los que mandan y gobiernan”. (Hist. de Esp.,
I. vi.)
Fué muy moralista el P. Mariana, como los
demás de los escritores ascéticos de su tiem­
po, que renunciaron a los incentivos de la iro­
nía y broma. Por lo ceñudos y hoscos que eran
o afectaban ser, muchas veces no llegaban ni
siquiera a conocer la verdadera realidad de

159
las cosas que vituperaban, y así por impericia
les faltó la eficacia. Difícilmente serían muy
familiares a Mariana los poetas de los que de­
claró “que consagran su pluma a cantar sólo
placeres, no sólo de palacio, sino de todo el
reino”, y que “serían alejados, si me creyesen
a mí, que los tengo por el peor contagio que
puede existir, así para corromper las virtudes
como para depravar el ánimo”. (Del Rey y de
la institución real, II, vi). Tiene que confesar­
lo él mismo: *‘Nunca me he hallado en seme­
jantes juegos ni farsas, ni tengo por decente
que los sacerdotes y frailes, por oir estas fábu­
las, infamen el orden eclesiástico, pero oído
he representarse y cantarse tales cosas, que ni
yo sin vergüenza las podría escribir, ni los
otros oir sin enfado y pesadumbre”. (Trat.
contra los juegos públicos, X ).
La sátira que parte de corazones secos y
enemigos de las cosas hermosas no puede ser
benéfica. Por esto los escritores ascetas y ter­
cos, los críticos pedantes y gruñones, tuvieron
poco éxito en el siglo de oro. Nunca lograron
cercenar $1 exuberante florecimiento de las co­
medias, novelas y canciones, ni refrenar los
excesos de las fiestas, ni reprimir la turbulen­
cia y osadía de las zarabandas y otros bailes
y cantares, ni mejorar las costumbres. A pesar
de los moralistas, los primeros decenios del
Renacimiento español, que fueron precisamen­
te los menos morigerados, y los más disolutos
y libertinos, resultaron en seguida, bajo el
punto de vista histórico, los más vigorosos, ju­
veniles y vitales, los de mayor empuje, y ver­
daderos iniciadores de la grandeza nacional.
Vamos, pues, a considerar los representan­
tes de una sátira menos triste y tétrica. Pulu­
lan los genios, maestros y diletantes de la iro­
nía, broma y vena cómica. Entre los pueblos
neo-latinos, el español pasa con buena razón
por el más dotado de humorismo, y su siglo de
oro fué sin duda el momento culminante de su
brío y donaire. Tanto más me admiro por ello
de que no se encuentre entre sus escritores sa­
tíricos ni siquiera uno del tipo de Francois
Rebeláis, ni de Voltaire, ni de Beaumarchais,
o de Heinrich Heine, a saber, ninguno que su­
piera mediante la irrisión destruir los elemen­
tos decrépitos, medievales y reaccionarios de
su tiempo, ni disolver o desacreditar las lacras
del absolutismo, de la Inquisición o del jesui­
tismo, como hicieron Blaise Pascal, Montes-
qüieu y otros. Evidentemente en la España de
entonces la risa no m ataba... vivificaba, o,
como dicen los italianos, hacía buena sangre.
Ni siquiera Cervantes llevó su intento satf-

161
rico hasta la destrucción de los libros de ca­
ballerías, los que él mismo amaba y cuya po­
pularidad, en cierto modo, mediante su paro­
dia, trataba de emular. Salvador de Madaria-
ga ha observado muy bien que en el autor de
Don Quijote, como en los demás escritores sa­
tíricos del siglo de oro, actuaron más enérgi­
camente las facultades creadoras que las crí­
ticas.
Es ufe hecho éste que no basta para expli­
carlo la sola razón del genio, talento y dispo­
siciones naturales del hombre español. Claro
está que los españoles, por su calidad humana,
hubieran sido tan aptos para la crítica, po­
lémica, negación, destrucción y nihilismo como
cualquier otro pueblo. De esto se tienen sufi­
cientes ejemplos en la historia posterior. En
efecto, la verdadera razón del hecho sobredi­
cho es de orden histórico, y hay que buscar­
la, si no me equivoco, en la carencia o incerti-
dumbre de ideas opuestas al catolicismo y al
absolutismo. No faltaban ideologías heréticas
y revolucionarias, en cuyo nombre pudieron
ejercitarse sátiras e irrisiones destructoras;
pero ya estaban desenvenenadas, absorbidas y
asimiladas por obra de los grandes reforma­
dores, apologistas e inquisidores: Talavera,
Jiménez de Cisneros y otros, y sobre todo por
los Reyes Católicos, Fernando e Isabel.
Nos faltan tiempo y espacio para examinar
y tantear debidamente los elementos de protes­
tantismo, democratismo y racionalismo que la
cultura española ya tenía incorporados desde
el comienzo del siglo de oro, y por cuya vir­
tud ella adquirió su inmunidad contra lo nega­
tivo y deletéreo de estas tendencias. Cuando se
recorren los libros religiosos y místicos, las
costumbres e instituciones de los españoles
liacia el fin de la Edad Media, ¡qué libertad,
confianza, integridad y hombría de bien, qué
seguridad y jovialidad de los creyentes y feli­
greses en el trato con su D ios! ¡ Qué corrientes
son, y qué vivas están, las ideas de la justifi­
cación por la fe y de la elección por gracia di­
vina, es decir* las dos ideas básicas de Lutero
y Calvino! ¡Y qué fuerte, de otra parte, el
horror contra los abusos de la curia romana
y de los clérigos, y contra los excesos del neo-
paganismo italiano, y cuán sano y puro es el
sentido de responsabilidad tanto pública como
doméstica! Todo esto tiene un aire protestante
y casi puritano. Los reformadores alemanes, in­
gleses y franceses no hubieran encontrado aquí
casi nada que renovar. Cierta austeridad e in­
terioridad individual acompañada de lozanía

163
colectiva constituían el rasgo característico del
catolicismo español; y en éste siguieron inspi­
rándose los mayores satíricos del siglo de oro,
Antonio de Guevara, Alfonso de Valdés, Villa-
lón, Quevedo, Gracián y muchos otros.
Nunca su crítica acomete el cimiento bá­
sico de la vida religiosa, eclesiástica, ética y
política de España, ni tampoco los fundamen­
tos de la naturaleza y sociedad humanas. Es
verdad que a veces se encuentran erupciones
de un pesimismo atroz, como este que se ve
en El Crotalón: “Todo está ya depravado y
corrompido, y ya no lleva este mal otro reme­
dio sino que envíe Dios una general destruc­
ción del mundo, como hizo por el diluvio en el
tiempo de Noé, y renovando el hombre, dárse­
le ha de nuevo la manera y costumbres y vi­
vir, porque los que ahora están necesariamen­
te han de ir de mal en peor”. Pero consideran­
do la totalidad de los diálogos de El Crotalón,
con su donaire lucianesco y complacencia ale­
gremente irónica, se echa de ver que el pasa­
je citado no es más que una boutade, como
dirían los franceses, es decir, un arrebato y
capricho de pesimismo ocasional y moralizante;
no expresión sintomática de pesimismo filosó­
fico y sustancial.
Todavía los arrebatos tétricos de este arte
se van haciendo cada vez más frecuentes en
los satíricos posteriores. Especialmente Gra­
cián y Quevedo, imitadores también de Lucia­
no, pasan por precursores del pesimismo radi­
cal y metafísico de la época romántica y post-
romántica, y hasta del nihilismo moderno. Di­
ce Manuel de Montolíu en su Literatura cas­
tellanay que Baltasar Gracián remozó genial­
mente el viejo tema ascético de la vanidad de
la vida, y que el humorismo pesimista, ingé­
nito en el alma castellana, llegó en El Criticón
a su cúspide, haciéndose transcendente y me­
tafísico. “La vida, se había dicho antes, es un
engaño. Pero Gracián va más allá y nos dice
que la vida es unv ser que engaña con inten­
ción. .. hace entrar a los hombres en ella sin
conocimiento, y cuando conocen, ya no pueden
retroceder... vense metidos en el lodo de que
fueron formados”.
Claro está que esta manera de ver mala­
mente se concilia con la doctrina cristiana;
pero las consecuencias, el jesuíta Gracián se
guardó muy bien de deducirlas, aun más, rehusó
y rehuyó exponerlas. Es preciso preguntarse:
¿por qué? ¿Por miedo a la inquisición? ¿Por
hipocresía? ¿Por obediencia y docilidad? ¿o
superficialidad? Muy fácilmente entraría al­
go de todo eso en los motivos de su silencio.

165
Pero las actitudes espirituales de los hombres
nunca se explican bien con motivos exclusiva­
mente negativos. Estoy persuadido de que Bal­
tasar Qracián tuvo para su reserva un motivo
muy positivo, patente y honorable: el freno
del arte, la discreción y medida literaria, y
sobre todo la gracia y donaire de su inspira­
ción poética. Para él, los males de la vida son,
más bien que un problema filosófico, un tema
literario, y los abusos de su pueblo y sociedad
contemporánea son, más bien que un objeto
y asunto de reforma, una muy bien venida
ocasión de esparcir sales, conceptos y pará­
bolas. Cuando Gracián exclama: “¿Cuál pue­
de ser una vida que comienza entre los gritos de
la madre que la da y los lloros del hijo que la
recibe?”, nuestro oido, educado en artificios es­
tilísticos, advierte en seguida las antítesis de
gritos y lloros, madre e hijoy dar y recibir, y
no se puede no caer en la cuenta de cuánto
fuera superior en Gracián el placer retórico al
sentimiento melancólico. ¿Y quién pudiera en
buena conciencia artística reclamar por pesi­
mista desconsolado a un escritor que bosqueja
la condición humana con el brioso y bizarro
gozo verbalista que tenéis aquí?: “Componían
al hombre todas las demás criaturas, tribután­
dole perfecciones, pero de prestado. Iban a por­
fía amontonando bienes sobre él, mas todos
al quitar. El cielo le dió la alma, la tierra el
cuerpo, el fuego el calor, el agua los humores,
el aire la respiración, las estrellas ojos, el sol
cara, la fortuna haberes, la fama honores, el
tiempo edades, el mundo casa, los amigos com­
pañía, los padres la naturaleza y los maestros
la sabiduría. Mas viendo él que todos eran bie­
nes muebles, no raíces, prestados todos y al
quitar, dicen preguntó: —¿Pues qué será mío?
S i todo es de prestado, ¿qué ^me quedará?—
Respondiéronle que la virtud. Esa es bien pro­
pio del hombre, nadie se la puede repetir. Todo
es nada sin ella, y ella lo es todo. Los demás
bienes son de burlas. Ella sola es de veras. Es
alma del alma, vida de la vida, realce de todas
las prendas, corona de las perfecciones y per­
fección de todo el ser. Centro es de la felici­
dad, trono de la honra, gozo de la vida, satis­
facción de la conciencia, respiración del alma,
banquete de las potencias, fuente del contento,
manantial de la alegría”. Parece una fuga
sinfónica. Toda la peregrinación didáctico-sa-
tírica de Critilo y Andrenio está entrelazada
y aclarada con trozos rítmico-musicales y visio­
nes lúcidas de ironía. En suma. El Criticón
se compone, para decirlo en términos de su

167
propio autor, de contrarios, y se concierta de
desconciertos.
Como Gracián, también Quevedo es un ena­
morado intelectual y artístico de las irracio­
nalidades del mundo, pesimista en parte tam­
bién él por el gusto y gozo teórico que halla en
desengañarnos, pero con la gran diferencia de
un temperamento mucho menos sosegado y de
un estilo menos pulimentado que el de Gra­
cián. Quevedo nos presenta dos efigies a la vez:
escéptico, frío, cínico y burlón, por un lado;
creyente, colérico, impulsivo y agresivo, por el
otro. Dice muy bien José María Salaverría que
Quevedo tiene carácter de madrileño, capitalino,
cortesano moderno y atavismos de hijo caballe­
resco y guerrero de los montes cantábricos. En
consecuencia de este dualismo psíquico, su sáti­
ra literaria, su Buscón y sus Sueños, ofrecen as­
pectos grotescos, fantásticamente, exagerados,
como una caricatura arbitraria y fébril a la
que la realidad apenas corresponde, mientras
en su polémica política, en su historiografía,
en su comedia Cómo ha de ser el privado, y
hasta en las luchas personales de su vida se
advierte toda la decadencia inminente de Es­
paña lo mismo que él lo quisiera que no. Es
muy acertada la observación de Miguel Arti­
gas, de que “el sino de Quevedo era que, aun
contra su voluntad, escribiese sátiras. Si él
no las hizo tales, tales las hizo el tiempo”.
A este hombre tan despierto en las ocu­
rrencias cotidianas, le gusta sumergirse en
un 8pleen y humorismo ascético de sueños,
ficciones, visiones y juegos de 4a fantasía ^y
de las palabras: tanto que hasta sus desen­
gaños se pierden en un reino apartado de la
realidad, en un más allá metafísico sin pro­
vechos ni escarmientos terrenales. Por eso su
sátira no llega a desembocar en la concien­
cia moral. Los latigazos de su escarnio, por
crueles que parezcan, no logran herirnos el
corazón, sino hacen cosquillas a nuestro in­
telecto y divierten nuestra fantasía. En los
Sueños de Quevedo los valores morales y has­
ta las entrañas del infierno están organiza­
das y ordenadas según juegos verbales. “Que
un artillero que bajó allá el otro día, querien­
do que le pusiesen entre la gente de guerra,
como al preguntarle del oficio que había te­
nido dijese que hacer tiros en el mundo, fué
remitido al cuartel de los escribanos, pues
son los que hacen tiros en el mundo. Un sas­
tre, porque dijo que había vivido de cortar
de vestir, fué aposentado con los maldicien­
t e s .. . Y un aguador, que dijo había vendido
agua fría, fué llevado con los taberneros”.

169
Así lo atestigua el demonio del Alguacil algua­
cilato, En suma, no hay seriedad ni siquie­
ra en la figuración del otro mundo, y aún me­
nos en la de éste. La juguetona ingeniosidad
se atreve a todo, se apodera de todo, por la
doble razón de que todo es vano, sueño e ilu­
sión, y de que la verdadera, única y absolu­
ta realidad, inasequible e intangible, está fue­
ra de todo alcance satírico.
Esta actitud de Quevedo encontró en toda
Europa mucho aplauso, simpatía e imitación,
y engendró la caricatura moderna, los dibujos
y grabados de Goya en sus caprichos, dispa­
rates, refranes y visiones de la Quinta del Sor­
do, y sugestionó a tantos artistas modernos
de la pluma y del pincel, como a Balzac, Bau-
delaire, Doré y Manet y otros muchos. Aquí
tenemos que contentarnos con recordar el más
inmediato secuaz de Quevedo, dentro del si­
glo de oro español, que es Luis Vélez de Gue­
vara con su Diablo Cojuelo, en el que se ins­
piraron después tantos otros noveladores sa­
tíricos en Francia, Alemania e Inglaterra.
Sería demasiado largo el enumerar las prue­
bas todas de la extraordinaria fecundidad del
humorismo conceptista y caricaturista de Que­
vedo en el mundo estético. De otra parte, su
sátira tiene un aspecto perfectamente estéril
en el mundo práctico.
Es que tanto la fe religiosa, como la leal­
tad política, que en la edad media y al prin­
cipio del siglo de oro fueron todavía perso­
nales, místicas, libres y activas, se hicieron
en la época de la contra-reforma cada vez más
generales, dogmáticas, convencionales, abs­
tractas y pasivas: se cristalizaron, se petrifi­
caron y se constituyeron en un sacrosanto
N oli me tangere. En esta intangibilidad esta­
ban asentados, no sólo los valores eternos del
espíritu, sino también las autoridades ecle­
siásticas y políticas, las instituciones y sus
oficiales en tierra de España. La idea metafí­
sica^ en vez de circular pulsando como sangre
viva por el cuerpo de la nación, se había cua­
jado, y se custodiaba y administraba como en
el día de hoy las reservas áureas, que duer­
men bajo las bóvedas de los edificios banca-
rios, mientras la gente se muere de hambre y
desocupación. Este acaparamiento de las ideas
y valores espirituales, y su rigidez, me pare­
cen ser la verdadera y céntrica razón de la de­
cadencia del siglo de oro.
Los satíricos de entonces se hubieran qui­
zá enterado de esta íntima y última causa, si
ella no quedara encubierta bajo tantos efec-

171
tos secundarios y concretos, pues tantos eran,
los casos de hipocresía y auto-sugestión. ¡Era
tan grande la inflación de valores ficticios en
cuya infatigable denuncia el potente ingenio de
Quevedo tuvo que agotarse!
Sólo Cervantes parece que vislumbró con
la profundidad de su intuición la verdadera
naturaleza del vicio sustancial de sus tiempos,
pues que su Don Quijote simboliza el hombre
anacrónicamente espontáneo y original, que
sin intercesión de ninguna instancia, por su
cuenta, iniciativa y energía propias, empren­
de “deshacer agravios, enderezar tuertos, en­
mendar sinrazones, mejorar abusos y satisfa­
cer deudas”, en suma realizar inmediatamen­
te, sin más ni más, los eternos valores. Don
Quijote es el único, el imposible protestante,
el que se levanta contra algo más pernicioso
que todas las doctrinas y autoridades que pue­
den adormecer y oprimir la conciencia huma­
na. pues se revela contra la común mediocri­
dad, pereza y apatía de un mundo que se ha
hecho pusilámine y perezoso. Con todo esto,
no quisiera yo sostener que el Quijote signi­
fique un intencional castigo de la tibieza y
servilismo de su época. Nada de eso. El Qui­
jote es obra poética. Sus, tendencias satíricas
no pasan de ser secundarias y ocasionales, y
las exhortaciones que puedan deducirse de su
sustancia poética son muchas, son tantas que
no veo obstáculo que nos prohíba entresacar­
le también la protesta sobredicha. Por lo de­
más es bastante notorio que Cervantes, como
la gran mayoría de los escritores de su tiem­
po, esquiva prudentemente toda polémica ex­
plícita contra las autoridades e instituciones
establecidas.
Así la sátira del fin del siglo de oro, por
su falta de radicalismo religioso, ético, y po­
lítico, se va perdiendo en pequeneces y futi­
lidades, combatiendo ora uno que otro abuso
parcial, una que otra moda, ora los vicios
corrientes y generales, ora un personaje par­
ticular, un rival literario, una amante des­
leal, y hasta unos tipos más o menos ficti­
cios, como p. ej., la dueña golosa, el hombre
gibado, la nariz muy grande> la vieja fea y
melindrosa, el licenciado flaco y delicado, el
doctor que mató un conejo, y otros casos se­
mejantes, en cuyo trato epigramático y bur­
lesco se ejercitaron los ingenios de Polo de
Medina, Trillo y Figueroa, los hermanos Ar-
gensolas y otros muchísimos. Nacieron tempe­
ramentos mordaces, jocosos y satíricos que,
por no encontrar objetos dignos, gastaron su
talento en toda suerte de ociosidades, ironías,

173
autoironías, invectivas, agudezas e ingeniosi­
dades formalísticas. El más genial satírico
de esta familia fuá sin duda alguna Luis de
Góngora, que podía definirse como satírico
nato, sin oficio y función de sátira histórica­
mente seria. Lo sentía él mismo desde sus
veinte años, cuando escribió el romance que
empieza:

Ahora, que estoy despacio,


cantar quiero en mi bandurria
lo que en más grave instrumento
cantara, mas no me escuchan.
Arrímense ya las veras
y celébrense las burlas,
pues da el mundo en niñerías,
al fin, como quien caduca.

En otro romance del mismo tiempo, dice:

Pero ¿quién me mete


en cosas de seso,
y en hablar de veras
en aquestos tiempos,
donde el que más trata
de burlas y juegos,
ése es quien se viste
más a lo moderno?

Había en Góngora tela para formar un


Arquíloco o Juvenal español, si lo hubiesen

m
permitido los tiempos y condiciones. Aún más
que un enamorado artístico de lo irracional,
como su adversario Quevedo, Don Luis era
un entusiasta extravagante y virtuoso de to­
da suerte de reveses, catástrofes, descalabros
y fracasos. Tenía el gusto de los conflictos y
contrariedades, de las porfías y afrentas lite­
rarias, del desagrado y de todo lo repugnan­
te. Era un espíritu lleno de contradicciones
jocosamente sarcásticas:

Guando pitos, flautas;


cuando flautas, pitos.

Otra letrilla famosa expresa muy bien sus


ansias de poeta satírico:
Ya de mi dulce instrumento
cada cuerda es un cordel,
y en vez de vihuela, él
es potro de dar tormento;
quizá con celoso intento
de hacerme decir verdades
contra estados, contra edades,
contra costumbres al fin;
no las comente el ruin,
ni las tuerza el enemigo,
y digan que yo lo digo.

. Pero, no pudiendo hartar su antojo mor­


daz, ni satisfacer su gana de polémica en las

175
cosas principales, tuvo que asirse a las se­
cundarias, anecdóticas, ficticias, literarias y
formales, se dedicó a la parodia de los moti­
vos y estilos heroicos, clásicos, mitológicos, y
acabó por aislarse y encerrarse en su lengua­
je culterano, desdeñosamente oscuro artificial
y precioso, lenguaje egregiamente analizado
por Dámaso Alonso, como un asceta de las Le­
tras y palabras que se esconde, penitente y
altivo, en las sierras morenas y nevadas de
su anhelo y deseo de inaccesible hermosura.
Es muy típica la poesía de Góngora por
el rumbo que llevó indicándonos con una ma­
nera de instinto profético la dirección gene­
ral en la que casi toda la poesía española de
las postrimerías del siglo de oro hubo de en­
caminarse. En efecto, la poesía se despren­
dió cada vez más de su realismo anterior y per­
dió el contacto tan íntimo que había tenido
con la vida de la nación. Siguió perfeccionan­
do sus formas, idealizando sus motivos reli­
giosos, heroicos e idílicos, continuó su obra
de glorificación de España, perseveró en di­
versiones festivas y jocosas para con su pú­
blico, y por eso no pudo enterarse debidamen­
te de los síntomas y causas de la decadencia,
ni, pudiéndolo, quiso insistir en ella, antes bien
procuró taparla y disminuirla bajo las pom-
pas y eflorescencias de su imaginación, y acos­
tumbró a sus adeptos y secuaces a un estado
de exaltación crónica; rechazó la sobriedad y,
desilusión política y ética, cultivando en su
lugar el éxtasis fantástico y religioso, los des­
engaños sonámbulos y el consuelo metafísico.
Sin embargo no todas las musas de Espa­
ña acabaron ocupándose de la preparación y
despacho de esas drogas narcóticas. Hubo poe­
tas que perpetuaron fiel y tercamente lo fuer­
te y sustancial de la tradición: el mayor de
todos, epígono refcpecto al siglo de oro, ante­
cesor de la edad romántica, fiador y garante
de la grandeza futura: Calderón de la Barca.
Calderón, en virtud de su austeridad, y
Cervantes por su humorismo, mantienen la co­
municación poética del siglo de oro con el
nuestro, que no es de oro, y garantizan la so­
lidaridad de España con la humanidad. La
íntima inspiración de ambos, y a la vez el mo­
tivo céntrico y más que milenario de toda Es­
paña, causa de su gloria y grandeza, perenne
manantial de su vigor, es un principio espiri­
tual que hemos tenido presente siempre, y que
hemos tratado de explicar, sin cautivarlo en
la prisión de una fórmula: la idea estoico-cris-
tiana.

177
IN D IC E
£ Pág.
VOSLER, poe J. F. M o n t e s i n o s ..................... 9

I E l I d io m a y l o s E s t i l o s ............................ 23

II La S o c ie d a d y la s F o rm a s L ite r a ­
r i a s .............................................. 47

III E l E l e m e n t o R e l i g i o s o ............................. 73
IV Los M o t i v o s H e r o i c o s ................................. 99
V Los M o tiv o s I d ílic o s y la P o e s ía
de la N a t u r a l e z a ...................................... 1 2 7

VI Los M o t iv o s S a t í r i c o s y el fin del


S ig lo de O r o ....................... 153
ESTE LIBRO SE TERMI­
NO DE IMPRIMIR EL
DIA 11 DE AGOSTO DE
1941, EN LOS TALLERES
DE LA SOCIEDAD CO­
OPERATIVA “ A R T E S
GRAFICAS COMERCIA­
LES 1 LECUMBERRI, 36.
M E X I C O , D.F.

También podría gustarte