Literatura Española Del Siglo de Oro (Vossler Karl) (Z-Library)
Literatura Española Del Siglo de Oro (Vossler Karl) (Z-Library)
Literatura Española Del Siglo de Oro (Vossler Karl) (Z-Library)
E S P A Ñ O L A
S I G L O D E O R O
por
KARL VOSSLER
LUCERO
E D I T O R I A L S E N E C A
M É X I C O , D. F.
Queda hecho el depósito oue
marca la Ley. Copyrigth by
/ Editorial Seneca i o México
9
de las actividades espirituales de la Romania
’k&fOrmaM'-filólQtyo alemán por los años de 1890,
de 1&Ó0, 'de l 910.' Alguna excepción, Morf, no
hace sino confirmar la regla.
Italia y Francia han jíriginado casi siem
pre las obras más desinteresadas de que pue
de envanecerse la filología alemana. Italia y
Francia confluyen en esa (ícorriente central del
pensamiento europeo” que en España, por el
contrario> ha producido páginas críticas la
mentables. Nada tiene dq particular que hayan
sido razones ajenas a la filología, ajenas a la
interpretación desinteresada de textos y for
m a s d e espíritu y letra, lo que determinó en
Alemania, en los años que siguen inmediata
mente a la guerra, un sospechoso florecer de
hispanismo, frívolo y superficial con frecuen
cia.
Del fondo, por ventura fugaz e instantá
neoy de este pseudo-hispanismo, se destaca la
figura ejemplar de Vossler, espíritu de muy
otro medio y de muy otra naturaleza. Con
sus contemporáneos alemanes no tiene Vossler
más que una nota de común: él también ha
acudido a España por motivos distintos de los
que le llevaron un día a investigar los funda
mentos filosóficos del ((dolce stil nuovo”, o el
pensamiento de Dante, o el arte dé Racine, de
La Fontaine o de Leopardi. Entre los años en
que se cumple la madurez científica de Vossler
y los años de sus preocupaciones hispánicas,
el destino ha desencadenado una de las más
horrendas tempestades históricas que hayan
podido acongojar jamás el alma de un pueblo.
Vossler ha ido al hispanismo acuciado por ne
cesidades de su tiempo y de su patria y por
necesidades de su propio espíritu.
A diferencia de sus colegas, herméticamen
te cerrados a todo aire de juera, V\ossler ha
sido en la Alemania moderna uno de los hom
bres más sensibles a los procelosos cambios
que traían los tiempos. En la ciencia y juera
de la ciencia. El jué quien con mayor efica
cia intentó el salvamento de disciplinas que
parecían condenadas a perderse en un desa
jorado bizantinismo y jué el que, llevado por
una sensibilidad artística que entre los f ilólogos
de todos los países no ha sido—la verdad—
cualidad jrecuente, quiso sacar la contempla
ción de las obras de arte literario de las ga
rras de un imbécil positivismo epigonal que
amenazaba con destruir lo que de espíritu
quedara en la ciencia de la literatura. La lu
cha de Vossler contra el positivismo en lin
güística- y en literatura ha sido, hasta ahoray
quizá más jecunda en resultados negativos
que en firmes construcciones nuevas. Vossler,
más que el hombre de un nuevo método, ha si
do, en la Alemania de la post-guerra, el espí
ritu sagacísimo que ha sabido descubrir cosas
nuevas, nuevos secretos de forma y de estilo.
Para un hombre que se resistía al aire
mohoso de cerrazón, y para el que la letra
era sólo medio expresivo del espíritu, los do
lores de Alemania desde la revolución deter
minaron una nueva actitud frente a los ob
jetos imposibles de la ciencia. Lina inquietud
nueva, que ya no emana de la simple contem
plación histórica y estética, invade su obra
más interesante, sugestiva y —creo que debe
decirse— elocuente. Vossler hace en estos años,
o rehace, el descubrimiento que ya hizo Goethe,
que hicieron los románticos alemanes: la gran
tragedia histórica de Alemania se origina en
el liccho de ser ella más bien un gigantesco
conglomerado político que un pueblo, una na
ción. Para los pueblos y para los espíritus
atormentados la historia vuelve a ser la maes
tra de la vida, Vossler vuelve los ojos hacia
una nación románica, la única que puede
ofrecer a los alemanes enseñanza magistral
sobre el arte de ser nación. Vossler descubre
—como Tieck, como Schlegel, y en circunstan
cias parecidas— la nación española.
El primer trabajo importante que Vossler
dedica a las letras hispánicas es quizá también
significativo y, para el lector atento, clave cla
ra de todos los demás. Me refieron al ensayo
Spanischer Brief (Carta hispánica),publicad o
en el homenaje ofrecido en 1924 a Hugo von
Hofmannsthal, de la que el lector español só
lo ha podido hacerse cargo a través de una in
suficiente y no muy inteligible traducción de
la Gaceta Literaria.Vossler dedicó al poeta
Hofmannsthal un homenaje que era, a un
tiempo, explicación de la actitud de una parte
de la literatura alemana de la post guerra e
interrogación sobre el quehacer de los intelec
tuales centroeuropeos. “En esta atmósfera de
flojedad que pesa sobre nosotros es grato re
frescar el espíritu en la contemplación de la
mentalidad y de la poesía españolas”, escri
bía Vossler al analizar las obras representati
vas de nuestra cultura literaria, La Dorotea,
el Lazarillo, los romances fronterizos, el Can
tar de Mió Cid. En estas obras Vossler, con su
gran penetración crítica, ha encontrado mati
ces y aspectos nuevos, y para los españoles
mismos su ensayo puede ser indículo luminoso
de bellezas olvidadas. Es preciso comparar lo
que de La Dorotea sei había escrito en Alema
nia, lo que se sigue escribiendo y puede leerse
13
en un libro de tantas pretensiones como la
Literatura,^ de L. Pfandl, con las páginas de
la Óarta hispánica, para comprender hasta
qué punto ha sabido captar Vossler las esenr
das estéticas más delicadas de la admirable
acción en prosa. Pero siempre, por debajo de
las formas artísticas, Vossler ha pretendido
buscar aquel alma española, la razón de ser
de aquella unanimidad nacional, espectáculo
el más atrayente a sus ojos, don el más envi
diable. Una vez y otra la obra y la vida de Lo-
pe de Vega han sido para Vossler el paradig
ma más digno de ser imitado por las deshechas
nacionalidades centroeuropeas. “¿Cómo no sen
tirá alegría y solaz el tardo y desgarrado pue
blo alemán en la contemplación de este genio
de la ligereza?”, escribe Vossler al terminar
el hermoso libro que ha dedicado recientemen
te a nuestro gran poeta. Ese desgarramiento
ha determinado reacciones convulsivas, no só
lo en la política, sino también en el arte y en la
literatura. Nada ha cristalizado en formas per
durables, pero persiste el deseo, y, como los ro
mánticos hace más de un siglo, Vossler quiere
contribuir con sus ejemplos españoles a nor
mar y a encauzar las actividades anarquizadas.
“Renace el anhelo de una poesía afirmadora '
de la vida, elevada sobre las diferencias de cla-
U
se, enraizada en una comunidad nacional y re
ligiosa armónicamente estructurada. Este anhe
lo se descubre en muchos intentos prematuros
e impacientes de nuestros poetas jóvenes, no
sólo en Alemania, sino en todo el ámbito de la
cultura ^euro-americana. El mismo anhelo me
ha impulsado hacia Lope de Vega en el sexto
decenio de mi vida, y me ha hecho intentar
una exposición histórico-literaria que bien sé
que ha de parecer falta de sazón a los especia
listas. Mi sentimiento de estos tiempos me im
pidió esconder lo que ya sabía de un poeta que
con tanta seguridad pudo llevar a cabo lo que
hoyy en diferentes circunstancias, creemos de
sear y necesitar”. (Lope de Vega und sein Zei-
talter, págf VII).
España es para Vossler la maestra de mo
ral de Europa. En esta esencial moralidad his
pánica ve Vossler la razón de ser de nuestra
grandeza literaria. Moral que es de una parte
“Haltung”, una actitud seria y decorosa ante
la vida y ante el espíritu: de otra parte una
nimidad nacional, sentido de la coherencia. El
trabajo donde Vossler ha expuesto esta concep
ción suya de la ejemplaridad histórica de Es
paña ante Europa se titula Die Bedeutung der
spanischen Kultur für Europa, y fué publicado
en la Deutsche Vierteljahrsschrift für Litera-
15
tur.wissenschaft und Geistesgeschichte. VIII.
En ese ensayo, Vossler ve en los cruces de cub
tura que caracterizan la edad media española
el origen de una mentalidad severa y flexible,
creyente y escéptica, y en las circunstancias
históricas que rodean la constitución de la na
cionalidad las causas del carácter aristocrá
tico y democrático a la vez que crea la origi
nalidad española frente a corrientes intelec-
tualistas y esteticistas que tuvieron en Espa
ña un dique. Vossler no escamotea la fe reli
giosa católica de los españoles de antaño, ni
disminuye su importancia; pero es una radical
hispanidad, más profunda y entrañable que la
religiosidad misma, donde esta se fué plasman
do durante siglos. Esa hispanidad, carácter
distinto al de todas las otras naciones euro
peas, sentido de solidaridad social, de disci
plina, de jerarquía, jerarquiza a su vez los va
lores del espíritu de manera distinta a como
lo hacen los grupos intelectuales, más o me
nos desligados de los pueblos que los sopor
tan, en las naciones del centro de Europa; a
la pureza ideal del Renacimiento, España,
fuertemente apoyada en el suelo de Europa,
opone preocupaciones éticas muy del momento,
y muy de esta tierra, por lo mismo que se jus
tifican en anhelos de inmortalidad.
En ese ensayo en que Vossler, crítico li
terario y filólogo de profesión, estudia lo que
la cultura europea debe a España, apenas se
mencionan nuestros valores literarios y artís*
ticos. El porte de los soldados españoles, el
orgullo español, los tratamientos y cortesías,
ocupan mayor espacio que las alusiones a Cer
vantes y a Velázquez. Son preocupaciones de
otro orden las que desvían la atención de Voss
ler de lo puramente “a r t í s t i c o L o s aspectos
de nuestra vieja literatura que siempre ha
bían impresionado a los críticos de fuera de
España como lamentables salidas de tono, di-
jéranlo o no lo dijeran, cobran ahora para este
hombre, educado literariamente en la contem
plación de las más requintadas formas de arte,
una especial importancia. En los momentos en
que la juventud española se interesaba por
reivindicar la aristocracia de nuestras formas
artísticas —piénsese en el artículo de Dámaso
Alonso Escilk y Caribdis de la literatura es
pañola, Cruz y Raya número 7, exposición y ci
fra de toda una nueva actitud crítica—, Voss
ler, que no desmiente en ninguno de sus escri
tos el entronque romántico de sus ideas, vuelve
a insistir en el popularismo, y aun vulgarismo
español, rasgo esencial de nuestra literatura/■
las obras que le merecen más detenida men
ción son aquel Santo y Sastre, de Tirso de Mo
lina, en que San Homobono sube al Cielo ca
racterizado con unas enormes tijeras; son
aquellas comedias y autos en que el arte se
pone deliberadamente al servicio de una reli
giosidad popular. En su discurso Realismus
in der spanischen Dichtung der Bl^ütezeit, Mu
nich, 1926, y en su último libro sobre Lope de
Vega, Vossler se ha detenido quizá con exceso
en la exposición y discusión de temas litera
rios descentrados quizá a causa de un enfo
que unilateral, y aun a causa de la omisión de
otras muchas cosas por las que el autor mues
tra menos simpatía*
La lectura de Vossler es para los españoles
de hoy necesaria por dos razones. Es necesaria
porque todos los libros y ensayos que venimos
citando, contienen una abundancia prodigio
sa de atisbos, de sugestiones, de rasgos origi
nalmente vistos, sentidos y expuestos. Es ne
cesaria como estímulo y como correctivo. Es
tímulo de los estudiosos que con fervor reno
vado se esfuerzan por llegcur a las raíces pro
fundas de la hispanidad; correctivo de méto
dos y de criterios. Son, además, un oportuno
desengaño de esteticistas y una demostración
elocuente de que la razón de ser nacional no es
tanto etnográfica cuanto ética. La compren
sión profunda, la formulación exacta de una
estética española será el descubrimiento —des
interesado— de nuestro ser moral.
J. F. M o n t e s in o s .
19
EL IDIOMA Y LOS ESTILOS
E l problema de que voy a tratar tiene ín
timo parentesco con el que el gran apóstol
de la libertad política, Montesquieu, supo re
solver con clásica maestría en sus meditacio
nes sobre las causas de la grandeza y deca
dencia de los antiguos romanos. Gomo secua
ces de Montesquieu, preguntemos, pues, e in
quiramos cuáles fueron las causas de la gran
deza de España en el siglo de oro y cuáles las
de su decadencia.
Claro es que las causas inmediatas de un
hecho político —ya que política sobre todo
fué entonces la grandeza de los españoles—
pertenecen a la razón de Estado. Pero cuanto
más reciamente pulsa la vida política, tanto
más provoca y consigue en los otros campos
de la actividad humana sus resonancias y efec-
23
tos concomitantes. En la economía, en la téc
nica, en las letras y artes, y hasta en la con
ciencia religiosa se encuentran vestigios del
empuje político.
Diré más: un rasgo muy característico del
siglo de oro en España me parece aquel ir acom
pañado el aumento del poder político con el
más rico florecimiento literario, poético y ar
tístico, y aun más notable es aquel largo so
brevivir de las fuerzas creadoras de la fanta
sía después del agotamiento político y militar.
Conviene recordar algunas fechas de valor re
presentativo.
1588 es el año de la destrucción de la más
formidable armada de Felipe II, y señala el
declinar del poderío marítimo y comercial de
España y de su hegemonía en Europa. Sobre
viven, sin. embargo, al desastre militar y polí
tico las bellas artes, las letras y la poesía por
poco más de un siglo. En 1681 muere Calderón,
en 1635 Lope de Vega, en 1660 Diego Véláz-
quez. La obra más triunfal y más universal del
genio español— El Quijote— salió a luz en los
años 1605 y 1615.
De otra parte, considerando el comienzo del
siglo de oro, se manifiestan con notable contem
poraneidad las primeras señales del nuevo em
puje, es decir del espíritu de expansión, con-
n
quista y descubrimiento tanto en el campo de la
acción práctico, como en los reinos de la fanta
sía y contemplación. Simultáneamente se ofre
cen a la vista y a los brazos de España las cos
tas y riquezas de América y la hermosura
idealmente sensual de la poesía, del arte y de
la ciencia del Renacimiento. Marchan y medran
con igual paso los navios de Cristóbal Colón,
las tropas de Gonzalo de Córdoba, los versos
de Boscán, Garcilaso, Juan del Encina, Gil
Vicente, las seducciones de la Celestina y las
fantásticas hazañas de Amadís de Gaula.
Baste esto para demostrar que los éxitos
de las armas y de la razón de Estado, si em
piezan a realizarse a la misma hora que los
de las letras humanísticas, languidecen pron
to y se van apagando mucho más temprano.
En otros términos: España sostuvo su papel
literario y artístico dos siglos (continuados,
que pueden y deben llamarse de oro^ y uno solo
su predominio político. Es una proporción muy
rara, peculiar y característica de España: no
se encuentra, que yo sepa, en ninguna otra
nación de Europa.
¿Cómo explica tanta extensión del floreci
miento artístico ultra el poder político? Si no
me equivoco, tenemos algo análogo en los días
de hoy, considerando el hecho de que Hispano-
25
América, después de su completa separación
política de España, se le acerca y se junta con
ella cada vez más en el campo de las ideas y
de las letras. He aquí dos manifestaciones de
un rasgo muy español, el que podría determi
narse como activísimo fantástico o fantasía
activista, o, prefiriendo un nombre más co
rriente, como quijotismo> en el alto sentido
de Unamuno. Consiste en una manera de ener
gía volitiva, ora incitada y estimulada, ora
desviada y frustrada por sueños y fantasías;
y puede también considerarse como fantasía
que esymula, arrebata, devora y suplanta la
acción. El quijotismo tiene dos momentos: él
arranque y el ensueño, el empuje y la deja
dez. El primer momento podría figurarse bajo
el símbolo de aquel hipógrifo calderoniano,
que corre parejas con el viento, y como “rayo
sin llama, pájaro sin matiz, pez sin escama”...,
se desboca, arrastra y despeña...; y al segundo
convendría quizás la imagen de Rocinante.
Como después de una erupción volcánica, pa
sado el estallido, sosegado el vómito, resfria
da la lava en el llano, continúan volando por
el aire y teniéndose suspendidas arriba las
nubes de vapor y ceniza; así en los mayores
poetas de España continúan actuando la fan
tasía y elevándose las ideas nacionales des
pués de la decadencia. No se encuentra sombra
de duda o desaliento político, ni en la vasta
obra dramática de Lope, ni en la de Calderón.
Sólo los espíritus críticos, prudentes y avi-^
sados de aquella época, Mariana, Quevedo,
Gracián y algunos otros se enteraron a tiem
po de los peligros y daños que amenazaban a
España. Mas la crítica ha sido siempre de po
cos, y los españoles del siglo de oro eran todos
algo poetas, artistas y muy entregados al qui
jotismo.
Lo que les sugestionaba y unía a todos en
brioso y bizarro entusiasmo general era la
tan poderosa y popular tradición de su poe
sía épico-lírica, eran sus romances, los que
brotaron y florecieron en la transición desde
la reconquista continental a la conquista de
ultramar, o de la Edad Media al siglo de oro.
Los romances y cuentos mágico-heróicos que
zumbaban en el cerebro de Don Quijote y le
empujaron a buscar aventuras, fueron en sus
tancia los mismos que llevaron consigo, can
tando y fabulando, los marineros y soldados
de la conquista.
Además hubo otro medio de sugestión, con
tagio y solidaridad espiritual, menos intenso
quizá, pero ciertamente más amplio, más co
mún y eficaz: el idioma de Castilla.
27
Para nuestras consideraciones, el idioma
tiene interés e importancia más bien como fuer
za afectiva que como capacidad intelectual.
Por eso no trataremos la estructura de su gra
mática ni la riqueza de su vocabulario, que al
comienzo del, siglo de oro ya estaban bastan
te bien constituidas, de manera que Antonio
deNebrija en su Gramática castellana} de 1492,
pudo afirmar “estar ya nuestra lengua tanto en
la cumbre, que más se puede temer el descen
dimiento della que esperar la subida”. Lo que
hacía falta a este instrumento nacional eran
la atención, el cultivo y los cuidados de los
eruditos y literatos y, por consecuencia, la
exactitud, docilidad, blandura y matiz del uso
social e individual. Así los españoles, antes de
cumplir con su tarea de refinamiento idiomá-
tico-estilístico, ya se vieron empeñados en las
mayores empresas de la conquista militar y he
gemonía política, y, como dice Fernando de
Herrera, “ocupados en las armas con perpe
tua solicitud hasta acabar de restituir su reino
a la religión cristiana, no pudiendo entre aquel
tumulto i rigor de hierro acudir a la quietud i
sosiego destos estudios, quedaron por la mayor
parte ágenos a su noticia”. Juan de Valdés,
Luis de León, Ambrosio de Morales, Francisco
de Medina, Martín de Viciana y otros nos ates
tiguan que en España generalmente no se gus
ta de gramatiquerías, y se prefiere la fuerza de
los hechos a las finezas de la palabra. En efec
to, los triunfos del idioma castellano en Euro
pa j América se deben más al poder político
que al cultivo literario. El español llegó, sí, a
hacerse lengua internacional, pero su propagan
da fué tan rápida, poderosa y vasta, que los
cuidados estéticos y el análisis filológico del
idioma y su organización literaria no tuvieron
el tiempo necesario para progresar con aná
logo vigor.
En lugar de una disciplina, castigo y sobrio
cultivo del estilo, vinieron a afirmarse las mo
das del cultismo, culteranismo y conceptismo.
Los literatos, por haberse descuidado en lavar
la cara al idioma, le pusieron afeites y se em
peñaron en adornarlo con tal emulación que a
mediados del siglo XVII el historiador Fray
Jerónimo de San José pudo sostener en buena
razón “que ya nuestra España, tenida un tiem
po por grosera y bárbara en el leguaje, viene
oy a esceder a toda la más florida cultura de
los Griegos y Latinos. Y aun anda tan por los
estremos, que casi escede aora por sobra de lo
que antes se notaba por fa lta ... Ha subido
su hablar tan de punto el artificio, que no le
alcanzan ya las comunes leyes del bien decir,
29
y cada día se las inventa nuevas el arte... Y
es cosa considerable que la estrañeza o estra-
vagancia del estilo, que antes era achaque de
los raros y estudiosos, hoy lo sea, no ya tanto
de ellos, cuanto de la multitud casi popular, y
vulgo ignorante: que tal debe llamarse la mu
chedumbre de los que afectan esta manera de
hablar y escribir... La elegancia de Garci-La-,
so, que ayer se tuvo por osadía poética, hoy
es prosa vulgar: como también nuestra más su
bida poesía será mañana (si el uso así lo ad
mite) prosa del vulgo... En España, más que
en otra nación, parece que andan a la par el
trage y el lenguaje, tan inconstante y mudable
el uno como el otro”.
En la literatura y en el habla del siglo de
oro se pueden distinguir tres grados o escalo-,
nes de usos lingü^icos: estilo popular, estilo
clásico y estilo culterano. Aunque los tres exis
tían simultáneamente, el último prevaleció más
tarde, en la época que los italianos llaman ba
rroca, mientras el clasicismo en España tuvo
un papel relativamente secundario y breve. De
otra parte, el popularismo se conservó durante
dos siglos, y se señaló por su notable tendencia
a subir y penetrar hasta el más alto cultera
nismo. En este edificio estilístico el piso medio,
el que podría representar el grado de la mode-
SO
ración y la pureza, ocupa el menor espacio.
Toda la estructura idiomática y literaria de
España en su siglo de oro, se diferencia j des
cuella sobre las de Italia, Francia y Alemania
por la solidez de su fundamento popular*, cu
yos cimientos se van alargando y elevando
como unos pilares y sustentan el muy artifi
ciosa ornamento del tejado. Menéndez Pidal
ha revelado con ejemplar evidencia esta com
penetración de lo popular con lo artificial en
la poesía colectiva y tradicional de los roman
ces y las comedias, y ha iluminado con efica
cia el contraste que hay entre ese estilo nacio
nal y el individualismo del arte cosmopolita
de nuestros días. Dice: -“La poesía, cada vez
más, renuncia a ser expresión de sentimien
tos dilatadamente humanos, para encerrarse
en cavilaciones reservadas a un cenáculo de
iniciados; las escuelas luchan por crear nue
vos tipos de poesía, singulares en su totali
dad, apartadizos, aislados, atormentándose tras
algún preciosismo que, como lenguaje cifrado,
no quiere ser comprensible para todos, y más
aún, se avergozaría de llegar a ser demasiado
comprendido de cualquiera. Pero, es indudable
que, por último, se afirmará en definitiva el
artista que arrogante y sencillamente afronte
el peligro de ser entendido de todos, el que,
SI
como los más grandes poetas de todos los si
glos, tenga algo que decir lo mismo a la mu
chedumbre que al hombre selecto, y podemos
esperar que en un más allá una educación
más elevada, efectiva e integral del hombre
podrá traer que la poesía vuelva a ser sentida
en común, expresando y uniendo emociones
colectivas, como en los mejores días de otras
épocas de gran florecimiento que hoy miramos
con admirativa envidia, y siendo entonces el
arte lo más, y el artista lo menos, podrá re
nacer cualquier forma de poesía anónima y
tradicional, pues la vida de esta no depende
de la cronología de la cultura, sino de la orien
tación ideal del hombre”.
¿Cuál era, pues, la orientación ideal de los
españoles de aquella gloriosa y heroica época?
Vamos a descubrirla en algunos usos caracte
rísticos de su lenguaje, puesto que si las as
piraciones nacionales y humanas no se deci
den ni se afirman, por lo. menos se manifies
tan, se expresan, sugieren y comunican por el
idioma.
Un rasgo muy común del lenguaje popu
lar es su propensión a la frase espontánea,
cuyo sentido no aparece explícito en la estru-
tura gramatical, si no que se tiene que inferir,
barruntar y como ventear por el contexto y
entonación del discurso. Y no es tanto por
descuido o incapacidad expresiva, ni que los
que hablen y escriben en estilo popular desa
tiendan la exactitud e intelegibilidad, es más
bien su acuerdo y familiaridad con los que
oyen y leen lo que les dispensa de ulteriores
explicaciones. Él sentirse español de todo co
razón, de fé, de sangre, de instinto e impulso,
hace excusado para ellos el declararse en pre
cisiones formales. Especialmente cuando la
materia que hay que comunicar es más conoci
da, querida y apreciada de todos, cuando se
habla y canta de la fé católica, de la grandeza
y gloria de España, de recuerdos y esperanzas
nacionales, se establece entre le poeta y su pú
blico un fluidum de acuerdo e inteligencia
recíproca, una comunicación casi magnética,
que permite y favorece unas formas de expre
sión sumamente espontáneas, enfáticas, elo
cuentes y a las veces líricas, notables tanto por
su abundancia y pleonasmos, como por su
sobriedad, parsimonia y elipsis. Los ejemplos
más castizos de este género de estilo popular
se nos ofrecen en los romances llamados fron
terizos. Fueron compuestos por los mismos
héroes que en los siglos XV y XVI defendie
ron las fronteras. “Son muy históricos”, dice
Menéndez y Pelayo, “verdaderamente popula
res, puramente nacionales y limpios de toda
imitación extraña. Por eso no hay que con
fundirlos con los romances llamados moris
cos . . . ”, los que fueron compuestos por los
cristianos desde el punto de vista moro y tie
nen por eso más reflexión y artificio.
La espontaneidad y énfasis de las abruptas
y repetidas exclamaciones, como “¡Ay de mi
Alhama!”, lo inmediato de las entradas en el
asunto, el progresar de la narración por em
pujones y brincos, los saltos verbales desde la
perspectiva presente a la del pasado, desde
el modo real al irreal, optativo, potencial y
condicional, la indecisión y vicisitud entre la
oratio recta y la indirecta, la falta de motiva
ciones intelectuales y psicológicas, el impre
sionismo dominante en las descripciones, el
enérgico laconismo y vigor de los detalles y
accesorios concretos y concomitantes, la con
citada rapidez diel relato principal, la sorpre
sa, ora irónica y humorística, ora dudosa, os
cura y trágica, y a veces triunfal, de los fina,-
les, lo fragmentario, momentáneo y variable
de la inspiración, que no procede ni de debili
dad sintética, ni de desarmonías o desgarra
mientos del alma nacional, sino de un apasio
nado gusto por la improvisación, y de aquel
activismo casi cinematográfico de la fantasía
que ya conocemos como dote y herencia del
quijotismo; todo esto caracteriza el estilo po
pular de los romances fronterizos, y de otros
que de ellos se derivan.
Es un lenguaje colectivo y a la vez subje
tivo, bastante diferente del popularismo me
dieval que era más llano, sobrio, épico y ob
jetivo, como convenía a un público menos in
dividualista, política y socialmente mejor uni
do y organizado.
Desde la destrucción del orden aristocrá-
tico-democrático de la sociedad medieval, efec
tuada por la derrota de los Comuneros en Vi-
llalar, en 1521, y desde el establecimiento del
absolutismo de Carlos V, cambia profunda
mente el aspecto sociológico del pueblo. Las
diferentes clases, no estando ya ligadas por
intereses comunes, se dividen, se apartan las
unas de las otras y se particularizan. Cam
bian los gustos también. En el lenguaje y en
los estilos se introducen, yendo de arriba a
abajo, los elementos de individualismo y liris
mo, cuyas primeras manifestaciones acabamos
de observar en los romances fronterizos, y
muchos motivos y formas vulgares suben a
dignidad literaria. El vulgarismo idiomático
se asocia, y a veces se contrapone, al indivi
dualismo como su hermano menor; claro que
~ 85
de por sí no tiene facultad de constituir géne
ro literario o tipos de estilo suyos y propios.
El vulgarismo es un ingrediente nada más, y
como tal se encuentra de preferencia en los
textos cómicos, satíricos y picarescos, en nove
las y comedias de un crudo y a veces asquero
so verismo. Es preciso darse cuenta de que no
son las poesías regionales o dialectales, ni los
refranes, proverbios y modismos idiomáticos,
los que acogen, tercian e introducen elementos
de vulgaridad en el habla y en la literatura.
En España el vulgarismo tiene orígenes más
bajos, es decir inferiores al nivel nacional del
pueblo, y se presenta casi siempre acompaña
do de exotismo, sea italializante, sea afrance
sado o flamenco, o bien árabe e indio, y a veces
aún erudito y latinizante, ya que a los repre
sentantes específicos de la vulgaridad, germa-
nía y hampa, a los vagabundos, rufianes, pica
ros, soldados, mercenarios, etc., les gusta mez
clar y entretejer en su habla banal, pimienta
y preciosismos extranjeros.
Para persuadirse de esto basta echar una
ojeada a ciertas escenas de mancebía y taber
na en la Segunda Celestina, de Feliciano de
Silva, o en la Lozana Andaluza, de Francisco
Delicado, que está escrita en aquella lengua o
jeri^gc^a italo-hispana que usaban en Nápoles
y Roma los españoles de baja estofa que lle
vaban mucho tiempo de residencia allí. Así
dice Teresa Hernández, de la Lozana, que
apenas acaba de llegar a Roma: “que ésta en
son la veo yo que con los cristianos será cris
tiana, y con los jodíos jodía, y con los turcos
turca, y con los hidalgos hidalga, y con los
ginoveses ginovesa, y con los franceses france
sa, que para todos tiene salida”.
Es cosa asombrosa la disposición y facilidad
que tienen los españoles para juntar y unir
los opuestos extremos del lenguaje más bajo
con el más noble. Las varias ligas del oro con
el cobre idiomático, que ellos efectuaron du
rante los dos siglos de su florecimiento litera
rio, merecerían por cierto un estudio especial,
porque en este arte de aleación, que es tam
bién una manía y un vicio, está la fuerza y a
la vez* la debilidad de su genio. Es su virtud,
y su virtuosismo.
Existen, por ejemplo, muchas comedias y
novelas en las que las personas de ínfima clase
y ninguna cultura hacen alarde de latinismos,
reminiscencias mitológicas y toda suerte de
erudición y bachillería que no les conviene.
Y esto es vicio culterano y mala mezcla, no so
lo en los personajes, sino también en sus au
tores.
37
De otra parte se encuentran los más ge
niales y armónicos duetos entre la sencillez y
la nobleza, la ingenuidad del gracioso y el
idealismo del héroe, la más perfecta composi
ción y síntesis poética de dos mundos opues
tos que yo me sepa imaginar en lenguaje hu
mano, ¡Sancho Panza y Don Quijote! Fijé
monos en un detalle de los más sabrosos de
este dueto: en los proverbios y refranes. To
dos saben que el proverbio contiene la sabi
duría y filosofía práctica de muchas genera
ciones en formas populares y semipoéticas,
parte rimadas, parte asonantes, o rítmicas, o
de estructura libremente simétrica, como
Allá van leyes do quieren reyes, o Más vale
feo remiendo que bonito agujero, o Al que no
tiene el Rey le hace franco, etc. Son fórmu
las o sentencias suspendidas y ondeantes entre
el concepto y la intuición, la verdad y la fan
tasía; son fragmentos ambiguos que tienen
que adquirir su entero y preciso sentido ca
da vez por el contexto en que se asientan, y
por ley de contraste producen efecto poético
en un total prosaico, y efecto de prosa en un
conjunto de poesía.
Los poetas de la edad media, especialmente
los españoles, con el gusto que tomaban a las
anfibologías, alegorías, ambigüedades, usaban y
abusaban a sus anchas del inagotable tesoro
de refranes y proverbios que la tradición les
ofrecía. Así procedió el Arcipreste de Hita en
su Libro de buen amor, que es un verdadero
breviario de hibridismo humorístico
89
poética-prosáica, y mostró cómo el proverbio
puesto en la boca del hombre prosaico se hace
poesía, mientras se convierte en prosa inso
portablemente banal para el alma poética de
Don Quijote.
“¡O maldito seas de Dios, Sancho!, dijo a
esta sazón Don Quijote. Sesenta mil Batana
ses te lleven a ti y a tus refranes; una hora
ha que los estás ensartando y dándome con
cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro
que estos refranes te han de llevar un día a la
horca; por ellos te han de quitar el gobierno
tus vasallos, o ha de haber entre ellos comuni
dades. Dime: ¿dónde los hallas, ignorante, o
cómo los aplicas, mentecato?, que para decir
yo uno y aplicarle bien, sudo y trabajo como
si cavase.
“—Por Dios, Señor nuestro amo, replicó
Sancho, que vuesa merced se queja de bien
pocas cosas. ¿A qué diablos se pudre de que
yo me sirva de mi hacienda?, que ninguna
otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refra
nes y más refranes. Y ahora se me ofrecen
cuatro que venían aquí pintiparados, como
peras en tabaque; pero no los diré, porque al
buen callar llaman Sancho”.
Es perfectamente natural que a Don Qui
jote le pareciese milagro poco edificante y ca-
hO.
si bufo el aspecto de unas pequeñas alas de Pe
gaso que brotaban al burro de Sancho, con las
que el pobre animal tentaba volatear y ele
varse por encima de las cosas terrestres. Aqui
se conoce la maestría de Cervantes y su mé
todo de componer el lenguaje del pueblo con
el de la corte, no ya por mixtura y confusión,
sino distinguiendo, graduando y superando
los opuestos en una armoniosa visión humo
rística.
Pero por frecuente que sea en España el
genio del humorismo, no es de todos, ni lo fué
tampoco en el siglo de oro. Por eso hubo artis
tas y géneros literarios que no admitieron se
encajasen elementos populares ni vulgares en
el cuerpo de sus obras, serias y austeramente
clásicas. Eran los puristas italianizantes: Bos-
cán, Garcilaso, Gutierre de Cetina. Diego Hur
tado de Mendoza, el divino Herrera y otros. -
¿Y no es una contradicción eso de purista e
italianizante? Acaso no, porque el italianis-
mo de estos poetas se refiere antes a su ideal
estético que a sus usos y materiales idiomá-
ticos. Lingüísticamente su ideal fué esencial
mente negativo, que es lo mismo que puris
ta. Lo determina con perfecta precisión el mis
mo Garcilaso en su carta a Doña Hieronina
Almogávar, cuando elogió la traducción del
U
Cortesano italiano de Castiglione, hecha por
Boscán, diciendo que este “guardó una cosa en
la lengua castellana que muy pocos la han al
canzado, que fuá huir de la afectación, sin dar
consigo en ninguna sequedad; y con gran lim
pieza de estilo usó de términos muy cortesa
nos y muy admitidos de los buenos oidos, y
no nuevos ni al parecer desusados de la gente”.
En efecto, en la lírica de Garcilaso, donde los
estudiosos esperaban gran abundancia de ita-
lianismos, la señorita Margot Arce Blanco, exa
minándola, pesquisándola toda con severidad,
ha podido descubrir solo poquísimos, y como
ella dice, “dos galicismos y algunos giros y vo
ces anticuadas. Pero, sobre todo, un lenguaje
llano, familiar a ratos —como en la égloga se
gunda—, matizado de popularismo, y siempré
asequible y ágil en la expresión de los afec
tos, en el matiz, en la exactitud descriptiva.
El énfasis viril de lavlengua castellana se mi
tiga y dulcifica trasmutado en la apacible ter
nura de los versos de Garcilaso; las palabras
adquieren nueva y mayor flexibilidad para
expresar sutilezas psicológicas”.
Con esto se confirma y fortalece nuestra
observación de que el elemento purista y clá
sico representa en el lenguaje de los siglos de
oro un papel casi femenil, papel de suaviza
os
ción y humildad. Tuvo efectos benéficos de lar
ga y lenta acción, no favoreció, como general
mente se cree, el exotismo lingüístico (que era
más bien un vicio de escritores vulgares y cul
teranos), pero los puristas no pudieron tam
poco prevalecer ni dominar, ni siquiera en los
primeros decenios del renacimiento, porque
aún en los días de su mayor empuje se les opu
so en la persona de Cristóbal de Castillejo el
genuino y varonil casticismo castellano que
era también una manera de purismo, pero me
nos dócil, menos melindroso y lindo, y sobre
todo nada exclusivo, al contrario, fuertemen
te positivo y asimilador.
Cosa vana
que la lengua castellana,
tan cumplida y singular,
se haya toda de emplear
en materia tan liviana.
47
brio se pierde, sus palabras se confunden, se
contagian y manchan de quién sabe cuántas
y cuáles expresiones familiares, populares y
hasta vulgares, bajo el soplo de la ternura, el
ansia, la cólera o los celos. Y prescindiendo
de la violencia de las pasiones, la sola viveza
intelectual es bastante para desconcertar la
graduación social del vocabulario. La fantasía
y el impulso de los artistas, la inspiración poé
tica, el entusiasmo místico, la obstinación y
pedantería lógica, las ambiciones, rivalidades
y manías de innovación de los literatos, el en
carnizamiento satírico y didáctico, y hasta la
simple y bonachona ironía concurren a re
volucionar y mantener en continua fermenta
ción los grados y dignidades de los vocablos.
En suma, toda suerte de intensificación cere
bral, y esto quiere decir la literatura en su
totalidad, es funesta para las clasificaciones
sociológicas del lenguaje.
A pesar de todo no se puede menos de
orientar y ordenar en alguna manera la tan
movediza variedad de los usos lingüísticos.
Si no es posible hacerlo en la medida de la
estructura de la sociedad, trataremos de fijar
un sistema aproximativo, una tipología de las
ocasiones literarias en las que concurre y se
encuentra con preferencia tal o cual estilo, uso,
término, vocablo,* ya que en el mundo literario
se constituyen por efecto de imitaciones, repe
ticiones y variaciones, ciertos tipos de géneros
formales, más o menos fijos, que encauzan los
motivos ocasionales de la inspiración indivi
dual en la corriente de la convención y tra
dición.
En la edad media, muchos de los géneros
literarios, como la canción, la pastorela, la
balada, el misterio dramático, los cantares
épicos, etc., estaban en una verdadera y efecti
va correspondencia con los intereses, opinio
nes y exigencias de las variadas clases socia
les, y fué precisamente para libertar la poe
sía de esa dependencia de los ambientes feu
dales, cortesanos, eclesiásticos, burgueses y al
deanos, por lo que los géneros de la literatu
ra medieval fueron abandonados y acabaron
en la época del Renacimiento en Italia, Fran
cia y Alemania. Así Joaquín du Mellay en su
Deffence et Ilustration de la langue francoy-
se9 desecha los viejos moldes, y en lugar de
las baladas y canciones cultivadas en los Jue
gos Florales de Toulouse, y en las justas y es
cuelas de Rouen, encomienda al poeta veni
dero las odas antiguas. “Sur toutes choses,
prends garde que ce genre de poeme soit eloig-
né du vulgaire.” Esa empresa de alejar la poe-
49
sía del contacto con el pueblo —eso de Odi
profanum vulgus et arceo— nunca se admitió
en España, ni antes ni después del Renacimien
to. A pesar de la destrucción del feudalismo,
a pesar del triunfo del absolutismo y del indi-
yidualismo, siguieron medrando recia y rica
mente los géneros literarios de la edad media,
creaciones de una sociedad cuyas formas de vi
da práctica ya habían dejado de existir. He
aquí otro ejemplo de aquel sobrevivir de una
realidad desaparecida que se conserva, resuci
ta y desarrolla en la fantasía y afectividad es
pañolas.
Se podría objetar, pues; ¿en qué se fundan
y en donde se apoyan estos géneros tradicio
nales, sino en la sociedad y en el público pre
sentes? Respondo que en el hábito del senti
miento común, en la memoria del corazón, en
la corriente del gusto, en la rutina del arte
y sobre todo en la concordia del poeta con su
público, mucho más que en la actualidad, fu
gacidad y discontinuación del momento. Voy a
explicarme mejor con un ejemplo que parece
una pequeñez y no lo es.
El poeta alemán Franz Grillparzer, que era *
un apasionado admirador de Cervantes y de
Lope de Vega, observa que hay a veces cierta
afectación en su 'estilo, y aduce como prueba
nna figura sintáctica bastante frecuente en el
siglo de oro, la que generalmente se llama
ceugma, es decir, puente o yugo de conjunción
entre dos sentidos congregados en un solo tér
mino. De esta figura se sirve la hermosa Doro
tea para narrar su deshonra decentemente en
el capítulo veintiocho de la primera parte del
Don Quijote: Fernando. . . “apretóme más en
tre sus brazos, de los cuales jamás me había
dejado, y con esto, y con volverse a salir del
aposento mi doncella, yo dejé de serlo”. El
ceugma, exprimiendo y extrayendo el suyo del
término de doncella, y sin repetirlo, saca de
ello dos sentidos diversos, el de'criada y el de
virgen.
Descuidado
salí a cazar: ¿quién creyera
que en viéndoos yo lo quedara!
53
perdido la espontaneidad y fluidez del acuer
do con las vibraciones y vuelos del espíritu ba
rroco. Somos lectores pesados y demasiado re
flexivos.
El ceugma, siendo una figura de elocuen
cia esencialmente enfática, consiste siempre en
un apelar del que habla al que oye, en un aco
modar del estilo al auditorio, un aguzar, ci
tar y revelar los sentidos más íntimos de las
palabras; en suma es un conjuro, una evoca
ción y un como encantamiento mágico. He aquí
la atmósfera psíquica en la que se conservan
vivas y eficaces las formas y géneros tradi
cionales de la literatura española, aún después
de la transformación de la sociedad.
En efecto, la nobleza se había convertido
de rural y feudal en cortesana, mientras la
literatura siguió celebrando, exaltando y evo
cando con mágica sugestión su espíritu medie
valmente altivo, rebelde, independiente y aven
turero. Los musulmanes, mtidéjares y judíos
se habían parte expulsado, parte asimilado; y
entonces los romanceros, las novelas y come
dias se llenan de heroísmo, generosidad, galan
tería, sabiduría y donaire de moros y moris
cos. Se había menospreciado, descuidado y
arruinado la agricultura, y entonces es cuan
do más rivalizan poetas y novelistas en alabar
y exornar la vida camprestre, aldeana y pas
toril. La industria y el comercio empezaron a
florecer, pero los poetas no quisieron enterar
se de ello; si recogían y gastaban las riquezas
de las Indias fuá en función de metáfora y
encarecimiento verbal, precisamente así como
usan los mágicos prodigiosos de la palabra.
55
deramente trágico del drama antiguo, clási
co y renacentista.
Ciertamente se verificaron muchas tenta
tivas de innovación. Toda suerte de géneros,
metros y versos entraron en España: epísto
las, églogas, silvas, elegías, odas, epopeyas, tra
gedias, sonetos, octavas, tercetos, sextinas, ma
drigales, endecasílabos, heptasílabos, sáficos,
exámetros y pentámetros, acarreados por la di
ligencia de los humanistas e ^italianizantes des
de las afortunadas adaptaciones de Boscán y
Garcilaso, hasta las intempestivas restaura
ciones métricas de Esteban Manuel de Ville
gas, pero casi toda la importación se detuvo
en la superficie de la forma poética; no llegó
más adentro.
Si la protesta de Castillejo no logró impe
dir la naturalización y aclimatación de los
géneros italianos, tuvo, sin embargo, una ver
dadera eficacia como amonestación y contribu
yó a salvar y conservar el núcleo de las formas
indígenas, es decir la confianza y recta fe en
el gusto nacional; estoy por decir, la religión
estética de la vieja Castilla. Para él, sin duda,
fué cuestión de fé.
El juicio de lo cual
yo lo dejo a quien más sabe,
pero juzgar nadie mal
de su patria natural
en gentileza no cabe.
57
bía asumido en la fantasía y afectividad de
los españoles las formas tradicionales de su
poesía. En virtud de este carácter, los viejos
géneros se mantuvieron elásticos y capaces de
acoger el espíritu moderno, mientras en Fran
cia vinieron a entorpecerse y acabaron. Diré
más: las formas de origen castellano se pro
pagaron y con ellas el mismo idioma. Muchos
poetas catalanes, valencianos, portugueses, ju
díos y hasta indios empezaron a componer ro
mances, seguidillas, quintillas y después toda
suerte de literatura en castellano.
Fué una conquista apacible y halagüeña,
una seducción y encantamiento poético y lite
rario, más bien que un avance militar o po
lítico y económico del idioma. En los siglos
xvi y x v i i , Cataluña ya se había entregado al
abandono y olvido completo de su propia len
gua literaria, y esto sí que por ninguna opre
sión de parte del gobierno central, sino por
pura sugestión y como hipnotismo estético. Las
primeras medidas de opresión contra la lengua
catalana se encuentran sólo en unos Reales
Decretos de Felipe V, de 1714 y 1716, por los
que el catalán se desterró de la enseñanza pú
blica y de las causas jurídicas de la Real
Audiencia. Y fueron precisamente estas y otras
tales prohibiciones las que contribuyeron a
romper tal encantamiento, y despertar la con
ciencia regional, y alarmar a los catalanistas.
Los españoles del siglo de oro estaban muy
lejos de toda intolerancia nacional respecto
a las letras, artes e idiomas. Sentían y sabían
que su estilo propio era lo bastante vigoroso
para apropiarse y asimilarse cuantas formas
exóticas deseasen ensayar. El mayor portento
de esta capacidad y virtualidad para renovar
la propia forma, abarcando todas las extran
jeras y extrañas que estuvieran a su alcance,
se nos ofrece en la gigantesca obra de Lope
de Vega. No existe, casi, género italiano que
Lope no tentara, ni metro ^ue en sus come
dias no introdujera, ni habla y jerigonza en la
vasta Monarquía que no empleara, ni juego ni
baile y costumbre regional que no reproduje
ra, ni refrán y sentencia corriente, ni copia
célebre que no citara, ni agudeza y anécdota
a que no aludiese; pero nótese bien que so
lía hacerlo ocasionalmente, es decir, a medida
que las situaciones psíquicas del drama lo
traíai^,) consigo y lo permitían. Las razo
nes que deciden la introducción y distri
bución de e s o s elementos advenedizos e n
el teatro lopesco, son más bien motivos
sentimentales, casi líricos e inherentes al al
ma del autor y de sus personajes, y sólo en
59
segundo lugar militan las exteriores circuns
tancias y la realística atención al carácter y
rango social de las personas. Octavas reales,
sonetos, endecasílabos, etc., están igualmen
te bien en la boca de un labrador o lacayo que
en la de un rey. La solemnidad y pompa del
lenguaje, los conceptos ingeniosos, la pronti
tud y agudeza del intelecto no son en este tea
tro prerrogativa de ninguna clase, de ningu
na aristocracia. Las dotes del espíritu y has
ta las preciosidades de la literatura son de
todos. El acoplamiento de las formas tiene na
da o poco que hacer con el de la sociedad. El
poeta dramático, dice Lope,
63
jores de mi vida, que gasté en palacios y cortes,
no me empleé en ejercicio más virtuoso que
en leer estas mentiras, en las cuales tomaba
tanto sabor, que me comía las manos tras
ellas. Y mirad qué cosa es tener el gusto estra
gado, que si tomaba un libro de los romanza
dos de latín, que son de historiadores verda
deros, o a lo menos que son tenidos por tales,
no podía acabar conmigo de leerlos”.
Y no eran tan sólo Juan de Valdés o los h i
dalgos de aldea como Dpn Quijote, era la Cor
te entera, eran todos los que sabían leer quie
nes devoraban tales libros de Kitsch, como se
llama en Alemania lo feo, insinuante y atrac
tivo, y quedaban rendidos bajo la seducción
y tiranía de una fantasía extravagante, supra-
rreal, arbitraria y sin disciplina; tanto, que
los motivos de la literatura resultaron m ás
fuertes que sus formas. La corriente del uto-
pismo rompió los diques de los géneros lite
rarios y se hundió en ella toda regularidad,
simetría y canalización del estro poético; y de
este furor vinieron a engendrarse, como dice
Lope de Vega en su Dorotea, tantos poetas y
pseudo-poetas “que en una sola calle de Ma
drid haya más que los que ahora decís que es
criben en toda España”. Fundáronse innume
rables Academias, juegos y justas poéticas. N o
hubo festividad, profana o sacra, cortesana o
popular, donde no concurrieran poetas, poeti
sas y poetastros. Florecieron las composicio
nes híbridas y flotantes entre la prosa y la
poesía, lo actual y lo eterno, lo útil y lo ame
no. Toda la herencia del alegorismo medieval
resucitó enriquecida de mucha erudición, re
finada de gusto humanístico, iluminada de
conceptos neo-escolásticos, aguzada de escepti
cismo y suavizada de amores platónicos y mís
ticos.
!No cabe duda que toda esta literatura en
tre fantástica y didáctica, divertida y educa
dora, prosaico-poética, desde los Amadises y
las Arcadias hasta El Crotalón y El Criticóny
tiene su fundamento en la sociedad contem
poránea, pero es más bien literatura sociable
que social. El ambiente en que ella crece y
se desarrolla y al que se refiere con toda suer
te de alusiones de elogio y vituperio, a veces
muy personales, es la sociedad en cuanto re
unión literaria, es decir, público9 pero no por
eso tiene sentido social, ni menos socializador.
Puede sentirse cogido y herido o halagado y
alabado cada cual de sus lectores, tal vez* una
clase entera, por ejemplo, los clérigos, o un
grupo moral, por ejemplo, los avaros, o una
entidad natural, por ejemplo, las mujeres o
65
los viejos; pero nunca o casi nunca se pone la
mira en la sociedad como estructura. No se
cumple esta abstracción sociológica. No se cri
tica el ordenamiento civil; no se trata sino de
cualidades individuales y personales. “Venga
todo jayán, fuera todo pigmeo. No hay aquí
mediocritas, todo va por extremos”, se lee en
la última crisi del Criticón.
En otros términos: la literatura utópica y
didáctica del siglo de oro es esencialmente con
servadora, es poco o nada destructiva, no es
revolucionaria. El papel de preparar los áni
mos y espíritus de los lectores a rebelio
nes, trastornos y subversiones sociales lo
va a asumir más tarde, desde el finalizar
del siglo x v i i , la literatura francesa; la espa
ñola de los siglos de oro se contenta con di
vertir, educar, edificar, informar, amaestrar y
amonestar a sus clientes, y ejerce una función
positiva y amiga. Su oficio es el de Mentor.
Claro es que etí el espacio limitado de esta
tarea caben muchas, muchísimas, ocasiones de
crítica y sátira, hasta el más sarcástico casti
go, y aún son indispensables las reprimendas,
correcciones y desengaños, ya que como dice el
más entero y más amargo polemista de la épo
ca, Francisco de Quevedo, “aquel sabe medici
na que de los venenos hace remedio”. En suma,
la crítica se entendía y usaba casi en la mis
ma extensión en la que quieren o quisieran ad
mitirla y tolerarla los más autoritarios y an
tiliberales gobiernos de hoy, es decir, crítica
condicionada, basada y limitada exclusivamen
te por la opinión y fe colectiva de los que do
minan, pero con la gran diferencia de que en
la España de entonces la fe de los dominan
tes era precisamente la misma que la de toda
la nación, desde el rey hasta el último labra
dor; no era fe de clase ni tampoco de partido;
era fe española, cristiana y católica.
Por eso los conflictos entre los literatos
y la censura ejercida por la Inquisición ecle
siástica y por el Consejo Real no fueron^tíí
muy frecuentes, ni muy graves. Las prohibicio
nes y expurgaciones de los libros solían con
centrarse en cuestiones de alta dogmática y
política, mientras la literatura amena y las
bellas artes quedaban generalmente dispensa
das o excusadas. Después de la supresión de
algunos lugares escabrosos del Lazarillo de
Tormes, las otras muy numerosas y a veces
licenciosísimas novelas picarescas pasaron ca
si todas sin ulteriores vejaciones. Entre más
de cien novelas de este jaez no encontramos
más que dos prohibidas y solo cuatro expur
gadas. (Vid. G. Moldenhauer: Spaniscfhe Zen-
sur und Schelmenrornan, en Homenaje a Boni-
llaASan Martín, Madrid, 1927).
* La disensión entre el sentimiento personal
y el común era cosa poco frecuente, y los es
píritus verdaderamente superiores sabían con
formarse, rectificar o desenmascararse sin ex
cesivos esfuerzos. Dice muy bien Américo Cas
tro, hablando a este propósito de la actitud
de Cervantes: “Un velo de moralidad, de orto
doxia absoluta, recubre todos los salientes y
aristas que produce el razonar independiente
del autor”.
Los poetas, aun más tratables y sensibles
que los prosistas, noveladores y satíricos, vi
vían, exceptuando algunos obstinados origina
les, como el viejo Luis de Góngora, en una
bienaventurada, envidiable y ejemplar concor
dia de sentimientos, gustos, tradiciones y a s
piraciones con la sociedad y en lugar de des
concertar y desorientar a sus compatriotas los
robustecían en, sus instintos e impulsos nacio
nales, religiosos y morales: en suma, los se
cundaban análogamente a como la música o
al canto rítmico acompañan, alientan, enno
blecen y ponen al unísono con las almas los
movimientos de las manos que trabajan. F ué
un acuerdo ideal, sincero y espontáneo, y esto
vale más que los contactos prácticos, de or
den técnico, económico y sociológico a los que,
por falta de simpatía y entendimiento intrín
seco, aspiran y tienden con tanto celo y cálcu
lo los poetas, publicistas, prensa y editores de
la época nuestra. k
EL ELEMENTO RELIGIOSO
L a fuerte tendencia al utopismo que hemos
puesto de relieve en la literatura del siglo de
oro parece tal vez contradecir y chocar con el
célebre realismo de los españoles, encarnado
y eternizado en el personaje de Sancho Panza,
el que en efecto se va complaciendo y deba
tiendo en un continuo y contrapuesto dualis
mo con su tan utopístico señor y amo. Los
eruditos suelen hacer gran cuenta de este rea
lismo en la literatura del siglo de oro, y alegan
como ejemplo más insigne de ello, fuera del
teatro con sus graciosos y Sanchuelos, la nove
la llamada picaresca, la que generalmente se
señala y aprecia como precursora o iniciadora
de la novela moderiRtmente realista, natura
lista, verista y social. Vamos a examinar un
poco este pretendido realismo.
73
Según el uso corriente, se llama poeta rea
lista al que aspira a representar con la mayor
exactitud posible un trozo de la realidad empí
rica, ordinaria, cuotidiana. Aproximadamente
se puede dar por buena esta definición, pero
no es exacta; porque lo que nos presentan los
verdaderos auténticos poetas no es nunca la
sola y cruda realidad: hay siempre algo interno,
lírico e íntimamente personal hasta en sus más
objetivas obras, y en este fondo intrínseco, no
en la fidelidad de la copia, está el valor poético
o estético. De' ahí que me parezca preferible
buscar la definición del realismo por vía indi
recta o negativa, y determinarlo como un rodeo
que buscan, o un temor y aversión que
sienten, los poetas frente a la inmediata ex
presión y auto-representación de sus interio
ridades. Tan pronto como los poetas presien
ten, o reconocen, que no pueden evitar de nin
guna manera el exponer sus íntimos senti
mientos con su lenguaje, y que siempre, volun
taria o involuntariamente, la poesía es denun
ciadora de los secretos del alma, se despierta
en unos más y en otros menos enérgicamente,
el deseo de velar o encubrir su mundo interior,
es decir, de no mostrarloímpúdicamente désnu-
do, sino revestirlo con artístico decoro presen
tándolo objetivamente asimilado a la realidad.
Inspirado en este pudor literario, el padre del
realismo moderno, Gustavo Flaubert, proclamó
el principio de un arte impersonal, con el que
aconsejaba al poeta, no la abolición de su per
sonalidad —lo que sería imposible—, pero si
la subordinación y disciplina bajo la ley del
arte.
Dado que el realismo es una manera de dis
ciplina del estro poético, no puede haber, a
lo que veo, desde Homero hasta nuestros días,
un solo poeta valioso que no sea en cierto mo
do realista. El concepto de realismo no abar
ca, es cierto, toda la poesía, pero sí un deter
minado aspecto de su totalidad, pues no se
puede imaginar poesía, ni tan profundamente
íntima, ni tan altamente divina, que no per
manezca orientada de alguna manera hacia la
tierra con su público y su realidad. No hay
luz sin sombra; la poesía pura, es decir exone
rada de todo elemento real, no existe, es un
espejismo de Mallarmé y sus secuaces.^
Especialmente en los tiempos y pueblos
primitivos, ingenuos e infantiles, los seres poé
ticamente ideales, los héroes y los dioses, apar
recen revestidos de mucha sombra, de muchas
casualidades e imperfecciones terrenales* que
les confieren una como cara de familiaridad
y simpatía, o bien de terrible, fea, odiosa mons-
75
/
truosidad y majestad. El gusto de los primiti
vos no permite a las imágenes de su divino
ideal, es decir a su íntima fe y aspiraciones,
que se deslicen y se disuelvan en una niebla de
luz, ni conceden a sus poetás que manifiesten
sin velos y reticencias el misterio de su co
razón. A todo Aquiles su talón; a toda Safo
su pudor y secreto.
De este realismo antiguo, ingenuo y mito
lógico ningún pueblo moderno ha sabido sal
var y conservar durante su siglo de oro una
tradición tan fresca y tenaz como los españo
les. Esto es más, mucho más que una tra
dición poética, o estilística o estética; es la
misma entereza y salud espiritual. Entiendo
por salud del espíritu la sinceridad, franque
za y confianza del hombre mortal en su tra
to con lo eterno. Es decir, lo mismo que co
munmente se llama religión.
No pretendo, ni me atrevo, examinar y juz
gar la religión de España en sus actos ecle
siásticos y políticos, ni en sus conceptos filo
sóficos, ni en su interioridad mística. Quiero
tan solo observarla y caracterizarle en su ex
presión literaria, y con este fin estudiaremos
su manera de compenetrarse con el realismo
artístico.
Los místicos puros, poseídos por el £en-
samiento de la muerte y de las cosas eternas,
no quieren generalmente ocuparse ni de la rea
lidad terrenal, ni del arte de la palabra. Su
espiritualidad es ascética y solitaria, y por
eso suelen despreciar y descuidar la forma, y
se complacen en visiones y expresiones des
ordenadas o se envuelven en un sacro silencio.
79
e s o . . . ” Y “Mira, Armia, muchos males se
excusarían, y muy grandes desdichas no ver-
nían en efecto, si nosotras dejásemos de dar
crédito a palabras bien ordenadas, y razones
compuestas de corazones libres, porque en nin
guna cosa ellos muestran tanto serlo, como en
saber decir por orden un mal que, cuando es
verdadero, no hay cosa más fuera della”.
Es muy de los enamorados y de los mís
ticos el proferir y consumir palabras sin me
dida ni pausa, y de otra parte el nunca po
der hartarse ni fiarse de ellas; porque el fer
mento pasional, la emocionalidad subjetiva es
inagotable y misteriosamente agitada en las
almas que aman. Lo dice con toda su gracia na
tural Santa Teresa de Avila: “Son tan oscuras
de entender estas cosas interiores que a quien
tan poco sabe como yo, forzado habrá de decir
muchas cosas supérfluas y aún desatinadas pa
ra decir alguna que acierte. Es menester tenga
paciencia quien lo leyere, pues yo la tengo pa
ra escribir lo que no sé; que cierto algunas ve
ces tomo el papel, como una coga boba, que ni
sé qué decir ni cómo empezar.”
Aquí tenemos, si no me equivoco, la raíz;
principal del realismo español. Para evitar o
superar la insuficiencia de las expresiones sub
jetivas, inmediatas, espontáneas y líricas, los
escritores y poetas del realismo se refugian des
de las palabras a las cosas, desde la frase al
evento, desde el habla a la visión, desde el
sentimiento a la experiencia e historia, desde
los ensueños a las memorias y tradiciones, en
suma desde lo ideal a lo real, sin abandonar
por esto el fondo religioso de su pensamiento.
Nótese bien que para los escritores españoles,
por realistas que fueran, todo lo real estaba
lleno de Dios y era una milagrosa unidad y
compenetración de tierra y cielo: de manera
que la fu ga/a la que ellos se entregaban, los
llevaba de entre lo subjetivo, que es siempre
algo parcial, a una más amplia y objetiva tota
lidad. El realismo español no excluye, no, lo
milagroso ni lo fantástico, sino que lo une, com
penetra y completa con lo natural y con lo ra
cional. No quiere abstracciones intelectuales.
Quien siga con atención el papel de los ele
mentos milagrosos y fantásticos en el desarro
llo' de la poesía española, podrá fácilmente
persuadirse de que, en lugar de ir disminu
yendo con el progresar de los siglos, se va
en ellos acentuando más. Confróntese p. ej., el
tan sobrio Cantar de Mió Cid con los roman
ces y con las mocedades y hazañas del Cid,
de Guillén de Castro; cotéjense las sencillas
y rústicas églogas y farsas de Navidad de Juan
81
del Encina con los respectivos autos y co
medias de Valdivielso o Calderón; parangó
nense las leyendas y mitología? dramatizadas
por Lope de Vega con las de sus continuado
res, y casi cada vez se tendrá que registrar
un conspicuo aumento de milagrosa teatrali
dad, y efectos prodigiosos de transcendencia
supranatural y fantástica. Aún dentro de la
producción de sólo Lope, se ha podido veri
ficar una predilección milagrera, intensifica
da con los años.
Todavía el resultado de esta estadística
quedaría muy incompleto y parcial si no se le
contrapusiese el tan evidente hecho de que
van aumentando, casi en la misma proporción,
y tal vez aún más recia y rápidamente tam
bién, aquellos otros elementos terrenales, na
turales, racionales y verísticos que se llaman
realistas en el sentido específico y corriente
del término. La observación de la realidad en
el Libro de buen amor me parece, si no me
nos genial, ciertamente menos intensa,, p. ej.,
que en la Celestinay y en esta menos amplia
y menos circunstanciada, varia y flexible que
en el Lazarillo, o en el Guzmán, o en la Doro
tea de Lope, y de la mucha menor ecuanimidad
que en el Don Quijote. Después hay esto de no
table : que en muchos de los escritores del final
del siglo de oro, especialmente en Quevedo y
en Gracián, aparece un recrudecido crecimien
to de violencia satírica y una caricatura ar
tística superior en mucho a la de los realis
tas de la Edad Media y del Renacimiento. Es
to significa que los elementos fantásticos ha
cen irrupción y van mezclándose cada vez más
directamente con los realistas, y amenazan aho
garlos. El verdadero motivo de esta tendencia
a la caricatura y exageración pesimista de las
realidades, fealdades y disparates terrenales,
se ha de buscar sin duda alguna en la fe re
ligiosa, que hacia fines del siglo de oro ha
bía llegado a ser cada vez más ascética, y
cuanto más la fe religiosa desamaba la vida
real y natural, tanto más ésta se mudaba en
sueño e ilusión, se desrealizaba.
El realismo de la poesía española está to
talmente condicionado y fundamentado por la
religión; el realismo francés del siglo xix lo
está esencialmente por las ciencias. Puede ser
que de aquél a éste exista una cierta conti
nuidad o secuencia, pero sólo de carácter ex
trínseco, estilístico, literario y todo menos sus
tancial. Flaubert admiraba y emulaba fervo
rosamente el arte de Cervantes, pero nunca
pudo alcanzar la serenidad humorística y pro-
88
fundamente cándida de aquella visión que pro
dujo la familiaridad de don Quijote con su
Sancho.
Todo se puede imitar, copiar, remendar y
contrahacer, menos la entereza espiritual y la
fuerza sintética ,de la intuición, que en el fon
do es la misma cosa. Por esto no tiene par, a
pesar de centenares de imitaciones, el Laza
rillo de Torme8; ni lo tiene el Don Quijote y
hablando sumariamente, no lo tiene ni tendrá
nunca la visión o, como entonces solía decirse,
atalaya española, la que abarcaba en una so
la generosa y atrevida perspectiva lo divino
y lo vulgar, lo santo y lo perverso, lo heróico
y lo pusilámine, lo sabio y lo necio, lo sublime
y lo banal, en suma lo claroscuro de la hu
manidad y todo lo crepuscular del universo.
En Francia se agotó pronto el carácter rea
lísticamente heróico de la leyenda nacional,
y la primitiva crudeza de los paladines caro-
lingios en Constantinopla, y de Guillén de
Orange con su nariz aplastada y su fabulosa
voracidad, tuvo que retirarse desde el siglo
x i i ante la crítica y el pretendido buen gusto,
y fué reemplazada por la buena crianza y lin
deza y perfección de los caballeros de la Cor
te de Arturo. En Italia la mitología popular
mente heroica ya se había hundido junto al
antiguo panteón griego-romano, y nunca pu
do después volver a levantarse espontáneamen
te; mientras en España, gracias a ocho cen
turias de lucha nacional y religiosa, los hé
roes y santos populares siguen aún en la épo
ca áurea del triunfo, moviéndose en los ro
mances, novelas y comedias tan vivientes y fa
miliares como si nunca hubieran muerto. Con
toda piedad y veneración por la grandeza y
majestad de estas personas, los poetas y el pú
blico no pueden1, no quieren, establecer la dis
tancia y abstracción crítica y purificadora
entre la realidad y la idea, entre la carne y
el espíritu de sus héroes, reyes, campeadores,
santos y conquistadores favoritos. Lo contin
gente, anecdótico y cómicamente humano acom
paña a estas figuras hasta en su suprema trans
figuración, como en la comedia Santo y sastre,
de Tirso de Molina, donde San Homobono, que
era sastre de Cremona, emprende la ascensión
al cielo llevando consigo su cruz en la diestra
y sus tijeras en la izquierda:
que para Dios todo es fácil,
y que en el mundo es posible
ser un hombre santo y sastre.
87
cuán grande, cuán pequeño, cuán bajo, cuán
alto y cómo estaba aparejado. Ver las perso
nas, es a saber, ver a Nuestra Señora y a Jo-
seph y a la ancilla y al niño Jesús después
de ser nacido, haciéndome yo un pobrecito y
esclavito indigno, mirándolos, contemplándo
los, y sirviéndolos en sus necesidades, como
si presente me hallase con todo acatamiento
y reverencia posible, y después reflictir en mí
mismo para sacar algún provecho. . . Mirar y
considerar lo que hacen, así como es el cami
nar y trabajar, para que el Señor sea nacido
en suma pobreza y a cabo de tantos trabajos,
de hambre, de sed, de calor y de frío, de in
jurias y afrentas, para morir en cruz; y todo
esto por m í . .. Oir con el oido lo que hablan
o pueden hablar... Oler y gustar con el olfa
to y con el gusto la infinita suavidad y dulzu
ra de la Divinidad del ánima y de sus virtu
des y de todo según fuere la persona que se
contempla... Tocar con el tacto, así como abra-
í zar y besar, los lugares donde las tales perso
nas pisan y se asientan, siempre procurando
de sacar provecho”.
Es claro que estos ejercicios, lejos de ser
poesía, son disciplina y preparación a la vida
activa y al militarismo eclasiástico de los je
suítas; pero es evidente también que la poe
sía había asumido, o mejor, conservado en
España un carácter tan activista, práctico y
dramático que los límites que lógicamente exis
ten entre la realidad y la fantasía, la acción
y la visión, se olvidaban, borraban, rebásaban.
Hubo infinitos ejemplos de estos desbordamien
tos, transgresiones, infracciones y usurpacio
nes de la fantasía a la realidad, y vice-versa.
Hubo caballeros andantes, no solo del tipo
ultra-activo de Don Quijote y San Ignácio,
aproximación muy instructiva, practicada y
utilizada ingeniosamente por Don Miguel de
Unamuno; los hubo también en el campo del
arte. Hubo aventureros, parte diletantes, par
te virtuosos, cuyo fuerte estribaba más bien
en su fe y confianza religiosa, que en la maes
tría de sus pinturas, arquitecturas y compo
siciones. Muchísimas de las rimas sacras de
entonces, la mayor parte de los autos sacra
mentales y comedias de Santos, y tantas otras
obras edificantes, valen sólo por su cristiana
intención y fueron imaginadas y escritas en
función de ejercicios espirituales, de peniten
cias, o votos, o sacrificio, o propaganda, u
ofrenda, en suma, como culto, con poca o nin
guna pretensión y autonomía estética. Fren
te al arte religioso, la crítica tenía que incli-
89
narse y callar, siempre que quedasen conten
tas las autoridades teológicas.
Así la fe religiosa se nos presenta como
la puerta principal por la que entraba en la
poesía española, no sólo un realismo creador
de leyendas y mitologías fresquísimas, sanas,
ingenuas, conmovedoras y humorísticas, no só
lo un realismo conservador y renovador de
las mejores tradiciones populares y recuerdos
nacionales sino también un realismo ciego, cru
do, violento, dinámico y extravagante que aca
bó degenerando en ilusionismo, alegorismo y
toda suerte de hibridismos artísticos.
Pero cada vez que hacia la misma puer
ta se adelantaba a pedir ingreso el sentido
crítico, los dos batientes se cerraban; y Es
paña quedó en su época áurea, si no del todo
falta, en verdad relativamente pobre de con
ceptos críticos y de ciencia moderna.
Precisamente en la época en que Copérni-
co, Kepler, Galileo, Descartes, iniciaron un
nuevo realismo científico, empírico y racional,
y derribaron el viejo concepto místico, simbó
lico y geocéntrico del universo, el genio espa
ñol produjo las más grandiosas obras poéti
cas de su realismo religioso y fantástico, com
placiéndose todavía en una concepción del cos
mos parecida a un ingénuo y primitivo dibujo,
donde se componen en apacible coordinación
la casita, el árbol, el banco diario, el sol, las
estrellas y el buen Dios con su coro de ángeles.
Es difícil imaginarse en perfecta simultanei
dad histórica un contraste más abismal. “Es
paña se apartó de las nuevas ciencias —dice
Fernández de Navarrete— ; las matemáticas
se miraron como un estudio abstracto de po
cas o muy remotas aplicaciones, y de ahí na
ció que en los reinados de Carlos V y Felipe
II todos los ingenieros eran italianos” ; y Julio
Rey Pastor, en su tan agudo e informativo en
sayo sobre los matemáticos españoles del si
glo de oro, afirma que “los más genuínos re
presentantes de la matemática española en el
período en que Vieta, Descartes, Fermat y
Pascal asombran al mundo, son libros de cuen
tas y geometrías de sastres.” La Academia de
Matemáticas fundada por Felipe II murió en
1624, absorbida por un Colegio teológico de
jesuítas. Non omnes omnia possumus.
Es natural que los conceptos lógicos, sien
do tan frágiles en las ciencias exactas, no pu
dieran mostrarse fuertes en el campo de la
crítica literaria. Esta se contentaba general
mente con alabar o morder las personas de
los autores o con corregir las formas intrín
secas de los versos, metros y vocablos, o con
91
considerar la erudición, doctrina y utilidad mo
ral del contenido, sin penetrar dentro de la
visión poética. Era crítica esencialmente con
vencional e intelectualista, que dejaba intac
ta precisamente aquella lírica intimidad que,
como hemos visto, se ocultaba, encubría y ve
laba bajo el realismo artístico.
Sin embargo, hubo lírica muy personal,
franca y directamente individualista. Fueron
especialmente los grandes místicos los que acer
taron con la más inmediata expresión del áni
ma concentrada en Dios y en sí misma. ¿ Quién
no conoce el soneto de incierto autor?
98
¿Quieres, mi luz, nos vamos a la aldea f
Enhorabuena sea. Ven, mi amado...
¡Qué lindo estás vestido de aldeano!
Por más que el soberano ser me encubras,
como por él descubras más las llamas
del fuego en que me amas, más te quiero...
9Í
No es nada casual que las soledades se hi
cieran un género convencional, una forma poé-
tico-literaria de las más apreciadas y frecuen
tes, tanto a lo espiritual como enseguida a
lo profano. Aquí podía y solía encontrarse y
compenetrarse el sentido místico con el gusto
idílico, campestre, voluptuoso y elegiaco de la
vida retirada. Precisaría estudiarse más dete
nidamente el papel conciliador de las soleda
des. En éstas se hallan juntos Garcilaso, Luis
de León, Lope de Vega, Góngora y muchísi
mos otros.
y Lope:
A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos,
95
y Góngora:
99
Los tres forman una muy española familia
de héroes cuyos parientes y descendientes nun
ca se cansa de celebrar la poesía del siglo de
oro. Todos tienen esto de común: que les im
porta más la causa que sirven que su propio
provecho. No son ni egoístas ni vanidosos. Lo
excluye el mismo concepto de héroe.
Sin embargo, al final de la época áurea sa
lió a luz un librito que, con conceptista
sequedad, trazó un tipo de heroísmo algo di
ferente: El héroe, de Baltasar Gracián (1637),
donde se encuentran sentencias como estas:
“¡ Oh varón cándido de la fama! Tú, que aspiras
a la grandeza, alerta al primor. Todos te co
nozcan, ninguno te abarque, que con esta tre
ta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho
infinito, y lo infinito más.” “Atienda, pues,
el varón excelente primero a violentar sus pa
siones, cuando menos a solaparlas con tal des
treza que ninguna contratreta acierte a des
cifrar su voluntad”. “La mayor perfección pier
de por cotidiana, y los hartazgos de ella enfa
dan la estimación, empalagan el aprecio”, et
cétera. Gracián pone en la sugestión y apa
riencia de una individualidad excepcional, no
en la grandeza de su tarea, causa y servicio,
el único y supremo título de héroe. Le gusta
más el gesto que el hecho, más el individuo
teatral que la persona ética, -en- suma,- más la
poesía del heroísmo que su presa: Séria erróneo'
suponer una verdadera originalidad filosófica
en su pensamiento, y proclamarlo precursor
de la moral individualista de Nietzsche. Gra-
cián es sencillamente un enamorado doctrina
rio de la forma, y si percibe ¿lgo nuevo, es lo
que sus contemporáneos todos, más o menos
conscientemente, ya habían abarcado en su cul
to del héroe, es decir su lado estético, orna
mental y representativo: el heroísmo como ob*
jeto dej admiración, motivo de alabanza, tema
literario y ocasión oportuna para cultivar el
estilo enfático, retórico y extravagante. Cuan
do el Príncipe Don Fernando manifiesta su
decisión de quedarse prisionero para que la
ciudad de Ceuta no se entregue a los moros,
lo hace en un lenguaje heroico, del que pocos
años después Gracián va a descubrir y formu
lar la teoría.
101
montes,* un triste os habita
igu&l yia dfc vuestras fieras;
viento, un pobre con sus voces
os duplica las esferas;
tierra, un cadáver hoy labra
en tus entraña* su huesa:
porque Bey, hermano, moros,
cristianos, sol, luna, estrellas,
cielo, tierra, mar y viento,
fieras, montes, todos sepan
que hoy un Principe constante
entre desdichas y penas
la fe católica ensalza,
la ley de Dios reverencia:
pues cuando no hubiera otra
razón más que tener Ceuta
una Iglesia consagrada
a la Concepción eterna
de la que es Beina y Señora
de ltfs cielos y la tierra,
perdiera, vive ella misma,
mil vidas en su defensa.
un desdichado,
siempre es de su mal profeta,
IOS
final, a pesar de la más cruenta y desastro
sa ruina de la ciudad ibérica y ¿el desespe
rado suicidio y holocausto de los, numantinos
todos, son éstos los verdaderos triunfadores,
lo son en la perspectiva histórico-profética que
el poeta supo practicar en el espacio espiritual
de la escena,
m
spesso far suole il capitan men degno,
e quella eternamente é gloriosa
e dei divini onori.arriva al segno,
quando, servando i suoi senza alcun danno,
si fa che gl'inimici in rotta vanno.
105
noce ser formalmente vencido por el caballero
de la Blanca Luna, es la última de sus caba
llerías, es el presagio de la muerte, no de su
heroísmo pero sí de su locura y enseguida de
su existencia terrena. Está muy lejos Cervan
tes de la opinión que muchos de sus lectores
le suponen, a saber que en todo héroe tenga
que germinar un grano de locura. Su Quijo
te no es valioso por loco; se vuelve loco por
valioso.
La originalidad de Cervantes no se debe
buscar en su concepto moral del héroe, que
es esencialmente el español del siglo de oro;
hay que reconocerla y demostrarla en su visión
poética. Esta sí que es única y no tiene, que
yo sepa, precedentes. La verdadera fuente del
Quijote no se halla ni en los romances de
Juan del Encina, ni en el anónimo Entremés
de los Romances, ni en ninguna de las novelas
picarescas, ni en la literatura burlesca de los
italianos, que son fuentes secundarias, pues
nunca había venido a las mientes de otro poe
ta la idea de combinar la locura con el heroís
mo, de tal manera íntima e indivisa que la
persona que lleva en sí los dos elementos, ne-
tísimamente distintos, resulte con todo eso ar
mónica, una, humana, digna y venerable has
ta en sus sandeces.
Verdad que en la literatura del siglo de
oro pululan héroes que son a veces extrava
gantes, locos, idiotas, picaros y hasta crimi
nales, pero son héroes parciales, incompletos,
desfigurados, intermitentes y ocasionales. Les
hace falta ya la evidencia del retrato artísti
co, ya la entereza moral, o ambas cosas. Espe
cialmente en las comedias de santos se repre
sentaban de preferencia unos héroes mixtos
de cualidades altas y bajas, sublimes y vulga
res, religiosas y profanas, como en El rústico
del délo y El truhán del cielo> de Lope, o en
sus comedias y poesías sobre San Isidro, o
en El rufián dichoso, del mismo Cervantes, o
en San Franco de Sena, o en La milagrosa
elección de San Pío V, de Moreto, en Santo y
sastre, de Tirso, y en muchísimas otras. La
ambigüedad, parte moral, parte estética de ta
les héroes que, como dice uno de ellos, “son
santos de cuando en cuando”, llega a la cum
bre en la leyenda más dramatizada de Fray
Diablo, donde el mismo Satanás se ve constre
ñido a hacer papel heroico de predicador y li
mosnero por voluntad divina. Aquí se mani
fiesta definitivamente cómo la conciliación del
hibridismo artístico ,y moral se cumple en
estas obras má^ bien por la fe y credulidad
que por la poesía, mientra: Cervantes evita
107
en su Don Quijote toda mezcla de elementos
religiosos que pudieran turbar la claridad de
su plan artístico.
Abundan también en la literatura del si
glo de oro los héroes mundanales, hijos y maes
tros de la vida cotidiana, pero son de segun
do, tercero o cuarto grado. Los ínfimos entre
ellos, los Lazarillos, Guzmanes y Buscones es
tán al umbral y actúan más bien como ejemplo
de escarmiento que como modelo de virtudes:
se presentan llenos de fuerza y maña, pero po
bres de dignidad, y son de honradez a veces
dudosa. Para ser héroes cumplidos les falta
lo principal, pues no tienen otra tarea ni ofi
cio que el de salvar y adelantar su vida y pro
vecho. Hay todavía algunos entre ellos, como
Lazarillo, que cuidan también de defender su
honor y la salud de su alma, y así adquieren
una relativa dignidad moral.
Lazarillo, considerado como dibujo artísti
co, es un perfecto retrato. Con él entra por pri
mera vez un hijo del proletariado en la escena
literaria del heroísmo, y no sólo para provo
car la risa o la ironía, sino para conquistar
se, paso a paso, la simpatía de los lectores.
En este proceso progresivo Don Quijote se pa
rece a él, pero con la diferencia de que la cur
va vital del picaro es ascendente, mientras la
del caballero andante va cuesta abajo. Laza
rillo, después de haber servido a un mendigo
ciego, a un clérigo avaro y a un noble ham
briento llega a su última degradación con un
fraile libertino, y desde entonces, escarmen
tado, asciende por equívocos servicios con un
buldero, con un pintor, un alguacil, hasta un
cargo oficial. Se establece de pregonero públi
co y se deja regalar y proteger por un arci
preste, con cuya criada se casa. Es un hombre
hecho y, a pesar de lo que la gente pueda
murmurar de su mujer y el arcipreste, tiene
en estima su honra. Considerando los concep
tos caballerescos de los españoles cultos a me
diados del siglo xvi, es claro que era una
situación poco gloriosa.
Osado y genial, el novelador anónimo su
po imponer su héroe a la pública opinión. Y
lo más grande es que logró su objeto con los
solos y puros medios del arte, sin peroracio
nes y retóricas contra el orden social. Un ca
riñoso sentimiento humano para el proscripto
de la sociedad, y hasta para sus explotadores,
que son también un poco sus maestros y bien
hechores, suaviza con su melodía lírica las
crudezas de la relación. Una sonriente indul
gencia y taimada sabiduría, libre de patéticos
y enfermizos sentimentalismos, constituye la
109
clásica serenidad de esta novela que se desarro
lla como una jocosa y pedestre Odisea en tie
rra castellana. “Huelgo de contar a V. M. es
tas niñerías para mostrar cuáftta virtud sea
saber los hombres subir siendo bajos; y de
jarse bajar siendo altos, cuánto vicio”.
Lazarillo representa a su manera un cam
peón del honor. Verdad es que no merece el
título de héroe grande: en tamaño reducido y
cómico, es un Cid pequeño, pero todavía hu
mano, popular y nacional. Por eso coincide,
al final de la novela, la prosperidad de su mo
desta fortuna con la de la Monarquía católi
ca de España. “Esto fué el mismo año que
nuestro victorioso Emperador en esta insigne
ciudad de Toledo entró, y tuvo en ella Cor
tes, y se hicieron grandes regocijos y fiestas,
como vuestra merced habrá oído. Pues en este
tiempo estaba en mi prosperidad y en la cum
bre de toda buena fortuna”.
Muy diferente y diverso de Lazarillo es el
Guzmán, de Mateo Alemán. No podemos hones
tamente admitirle en la categoría de héroe,
siendo Guzmanillo un ejemplo de prudencia,
sabiduría y¡ honradez en un sentido tan nega
tivo que le conviene mejor su asignación al
mundo del purgatorio, que su inclusión en el
paraíso de la perfección. “Digo, si quieres
oirlo, que aquesta confesión general que hago,
este alarde público que de mis cosas te pre
sento, no es para que me imites a mí, antes para
que, sabidas, corrijas las tuyas en t í . . . Yo
aquí recibo los palos y tú los consejos en ellos.
Mía es la hambre y para tí la industria, có
mo no la padezcas. Yo sufro las afrentas de
que^nacen tus honras”.
Lo mismo vale, más o menos, para la ma
yoría de las otras figuras picarescas, especial
mente para el Buscón y Marcos de Obregón,
en cuyos relatos la tendencia satírica, didác
tica y ascética se junta con lo divertido y anec
dótico de una manera ingeniosamente prosai
ca que excluye casi todo motivo de poesía he
roica. Una investigación particularizada de
los motivos heroicos, infiltrados y escondidos
acá y allá en las novelas picarescas, sería muy
instructiva, porque así se echaría de ver has
ta qué punto llegó en el siglo de oro la con
nivencia de las tendencias satíricas y ascéticas
con las edificantes y celebrativas. Por ejemplo,
en la novela picaresca de Cervantes se advier
te cierto hálito poético, no ya de heroísmo ver
dadero, sino de su parodia, en la figura de Mo
nipodio, “el más rústico y disforme bárbaro
del mundo”, y en sus ahijados, que son “ladro
nes en el mundo para servir a Dios y a las
111
buenas gentes”, que cada uno en su oficio pue
de alabar a Dios y más con la orden que tie
ne dada Monipodio a su cofradía de malan
drines. En este ambiente, Cortadillo, por ha
ber robado y entregado un bolsillo, recibe el
nombre de Bueno, y se queda confirmado con
este nombre “bien como si fuera Don Alfonso
Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cu
chillo por los muros de Tarifa para degollar
a su único hijo”.
Le gustaban mucho a Cervantes las extrava
gancias heroicas, por imposibles y fantásti
cas que fueran. El que en su trabajosa vida
ejercitó el heroísmo real, modesto y descono
cido, nunca se hartó de leer, imaginar y re
presentar las ilustres aventuras y hazañas de
los Amadises, Palmerines y Tirantes, de los
enamorados pastores arcádicos y de las don
cellas fieles y castas. Pero no sólo él, sino
casi todos sus contemporáneos estaban persua
didos de que en esta materia los locos pueden
dar lecciones a los cuerdos, y que las fábulas
y las leyendas, además de su agrado y delei
te, tienen su valor ético y moral, y un efecto
como de magia, reconfortante de los pechos
heroicos. Mientras en Italia la poesía pasto
ril y la caballeresca se cultivaban y se goza
ban de preferencia como un hermoso y volup-
tiloso refugio apartado del mundo cotidiano,
y en Francia se utilizaban en el refinamiento
de las costumbres y del trato social, los espa
ñoles cuidaban sobre todo los motivos extra
vagantes, desaforados y excéntricos de sus Ar
cadlas y buscaban en ellos los extremos del
encanto y del desengaño, la exaltación espiri
tual de la embriaguez y de la penitencia, mo
derando todavía estos efectos dionisiacos con
la broma, la ironía y la burla. El rasgo heroi
co de esta numerosísima literatura fantásti
ca y enmascarada de novelas, comedias, ro
mances, poemas, elegías, églogas y silvas mís
ticas, caballerescas, moriscas y pastoriles está
en su desamor de lo mediocre, cotidiano y
burgués, y en su manía por lo extraordinario,
sorprendente, asombroso e inverosímil.
Claro está que lo inverosímil no es de por
sí mismo idéntico a lo heroico. Se lo sabía muy
bien Cervantes, y lo expresó en su severo y
donoso escrutinio de los libros que habían qui
tado la razón a su héroe. Pero sabían también
que las fuerzas que superan la vulgaridad y
banalidad del mundo, siempre tienen álgo de
extraordinario, milagroso e inverosímil, y que
nunca la honra es de los mediocres. Entre los
españoles del siglo de oro, que eran una aris
tocrática nación de dominadores y conquista
os
dores, la honra ocupaba el lugar del deber,
que es un concepto más bien de burgueses co
merciantes y obreros, que de hidalgos. En el
imperativo de la honra se encontraban los más
fantásticos y extravagantes libros con la más
estricta, real y positiva actitud y ' conciencia
de sus lectores. El canon de la honra era la
fe y moral de los héroes, y nótese bien, no só
lo de los guerreros, caballeros, oficiales y gala
nes, sino también de la gente eclesiástica y re
ligiosa y del pueblo menudo, y hasta de las
mujeres, jues que todo español aspiraba a hé
roe. La honra era un valor más que humano,
era el principio espiritual de la misma vida
cósmica enderezada hacia Dios, fuente supre
ma de todo honor, era el Te Deurn laudamus
de los seres vivientes. En su anhelo heroico
se unían las almas humildes con las generosas
y sublimes, y en esta concepción del honor
se cifra y suma la inolvidable grandeza del si
glo de oro español.
San Ignacio colocó al principia de sus Ejer
cicios espirituales la siguiente sentencia: “El
hombre es criado para alabar, hacer reveren
cia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante
esto salvar su ánima, y las otras cosas sobre
el haz de la tierra son criadas para el hom
bre, y para que le ayuden en la prosecución del
*
fin para que es criado”. Según este pensamien
to, el honor de los hombres redunda en la glo
ria de Dios, que por su parte ilumina y au
menta el sentido del honor humano. Del mismo
modo que los españoles se figuraban su monar
quía terrena coronada y protegida por la auto
ridad de la Iglesia y de Dios, así se les anto
jaba el honor social como un nimbo celeste, y
establecían en sus tratados teológicos y en
sus poemas y comedias mundano-espirituales
toda suerte de comparaciones y relaciones gra
duadas y paralelas entre la gloria de los án
geles, y de los santos, y la de los Reyes y hom
bres ; entre el gobierno de Dios y el de los prín
cipes ; entre el ejército del Rey y -los soldados
de Jesús; entre las aventuras y amores de los
caballeros andantes y los de las almas devo
tas y místicas en busca de su Señor. Este con
cepto español del honor abarcaba toda la subs
tancia eterna y toda la vanidad temporal del
ser humano. Por ficticios y caducos que fueran
los honores terrenos, se consideraban todavía co
mo sombra y símbolo de los eternos, pues de
arriba recibía el poder humano igualmente su
consistencia como su fugacidad, su validez y su
nada. Era un concepto muy movedizo y diálec-
tico, es decir, viviente y nada confuso; funcio
naba a manera de plano trasmutador donde se
115
encontraban distintos y unidos lo heroico, fan
tástico y vano, con lo verdadero y eterno.
Esto se ve magníficamente comprobado en
el célebre diálogo entre Don Quijote y Sancho
sobre este asunto (II. vm ). Dice Don Quijote:
“Todas estas y otras grandes y diferentes ha
zañas son, fueron y serán obras de la fama;
que los mortales desean como premios y par
te de la inmortalidad que sus famosos hechos
merecen, puesto que los cristianos, católicos
y andantes caballerosos más habernos de aten
der a la gloria de los siglos venideros, que es
eterna en las regiones etéreas y celestes, que
a la vanidad de la fama que en este presente
y acabable siglo sé alcanza; la cual fama, por
mucho que dure, en fin se ha de acabar con
el mesmo mundo, que tiene su fin señalado:
así ¡oh Sancho! que nuestras obras no han de
salir del límite que nos tiene puesto la reli
gión cristiana, que profesamos. Hemos de ma
tar en los gigantes a la soberbia” etc. Y San
cho replica: “¿Cuál es más, resucitar a un
muerto o matar a un gigante?”—La respues
ta está en la mano, respondió Don Quijote:
más es resucitar a un muerto.—Cogido le ten
go, dijo Sancho. Luego la fama del que resuci
ta muertos, da vista a los ciegos, endereza
los cojos... mejor fama será, para éste y para
el otro siglo que la que dejaron y dejaren cuan
tos emperadores gentiles y caballeros andan
tes ha habido en el mundo.—También confie
so esa verdad, respondió Don Quijote.. . —Quie
ro decir, dijo Sancho, que nos demos a ser san
tos, y alcanzaremos más brevemente la bue
na fama que pretendemos... Más alcanzan con
Dios dos docenas de disciplinas que dos mil
lanzadas, ora las den a gigantes, ora a ves
tiglos o a endriagos.—Todo eso es así, respon
dió Don Quijote, pero no todos podemos ser
frailes, y muchos son los caminos por donde
lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la
caballería, caballeros santos hay en la gloria”.
Es verdad que no todos los poetas acerta
ban a distinguir con la exactitud cervantina
los caminos, grados y quilates del heroísmo, y
aun menos sabían acompasar y vigilar el rap
to de la simpatía para sus héroes con una in
corruptible crítica de sus extravagancias. Has
ta los mayores, Lope, Tirso y Calderón, se de
jaban a veces arrebatar por sus entusiasmos
fantástico-heroicos más allá de los límites de
la razón y conciencia. Ya son bastante cono
cidas las barbaridades perpetradas y alabadas
en las poetizadas luchas y venganzas del ho
nor y de los celos: p. ej., en El Toledano ve-to
gado, en El Castigo sin venganza, en Los Co-
117
mendadores de Córdoba y en La locura por la
honra, de Lope; en Siempre ayuda la verdad,
de Tirso; en El pintor de su deshonra, en A
secreto agravio, secreta venganza y en El mé-
dico de su honra, de Calderón. Son excesos
largamente compensados con obras que tra
tan con clásica energía y medida el tema del
pundonor, como Fuente Ovejuna, El mejor al
calde el Rey, Peribáñez y el Comendador de
Ocaña, El alcalde de Zalamea y El Príncipe
constante.
Por esto las tachas no merecen que nos
fijemos en ellas. Lo que nos interesa es la ob
servación de que casi tódas provienen de la
demasiada insistencia en los motivos heroicos,
favorecida por una rigidez dogmática y con
vencional del mismo concepto del honor, que
poco antes se nos había revelado como tan
movedizo, dialéctico y viviente. ¿Cómo y cuán
do vino á entorpecerse?
Se mecanizó por su mismo abuso, tanto en
la vida como en la literatura. El honor, por
ser buscado con afecto, en cualquier ocasión y
causa, se hizo afectado. El imperialismo mili
tarista, creciente con las continuas guerras,
conquistas, sublevaciones y represiones—pues
este siglo de oro era de hierro—no pudo me
nos de precipitar a la nación en un profun
do agotamiento, de manera que aj imperati
vo cada vez más perentorio del honor ya no
correspondían las fuerzas físicas y morales.
Se venía verificando y agravando cada día la
desproporción entre las exigencias ético-polí
ticas y la posibilidad de cumplirlas. No bas
tando las obras, se recurría a las ficciones,
ideologías y doctrinas, y así el concepto del
honor, de movible se hizo rígido, de relativo
intransigente, y de otra parte se evaporó en
sueños^ fanfarronadas, hipérboles y metáfo
ras. Los ideales y honores del héroe, de una
parte se helaron y petrificaron en un dogma
tismo convencional, y de otra parte se esca
paron en una pulverización retórica, y llenaron
la literatura de una vanilocuencia heroica que,
parecida a una niebla luminosa, envolvía el
lenguaje poético. Vino la moda y manía de
las canciones, octavas, décimas, etc., heroicas,
cuya suma maestría se admiró en Luis de
Góngora.
119
Tapia, como si se tratase de una hazaña glo
riosamente nacional y militar:
121
Si los gatos lograron merecer
los aplausos de un Lope singular,
si los burros en verso rebuznar
a impulsos del famoso Pellicer,
128
Quijote, cuyo autor había meditado mucho so
bre las relaciones entre historia y poesía. Y
precisamente en el conflicto fronterizo de los
dos ambientes nació la concepción del Don Qui
jote, cuya figura inmortal no es ni histórica,
ni mítica o legendaria, sino purísimamente poé
tica, puesto que el conflicto no se decide ni
a favor del hidalgo, ni de su escudero: se com
pone amigablemente, merced a la generosidad
española, indulgente con los pequeños y res
petuosa con los grandes, y quedándose así sus
pendido y apaciguado el conflicto en la vida
temporal, se eterniza, gracias a la intuición
sintética de Cervantes, en el reino de la poesía,
donde a pesar del criticismo y de la ironía que
le acompañan inseparablemente, sigue vivien
do imperturbado el héroe.
LOS MOTIVOS IDILICOS
Y LA POESIA DE LA NATURALEZA
F
JL-i L desarrollo poético de los motivos religio
sos y heroicos que acabamos de caracterizar,
encuentra una cierta resistencia y limitación
en la vida privada, doméstica, campestre e
idílica. Dice un proverbio alemán: nadie es
héroe para sus domésticos, y el filósofo Hegel
añadió: verdad, pero no porque el héroe sea
héroe, sino porque los domésticos son domésti
cos. Y un refrán español reza: Santo que co
me y bebe, el diablo se lo lleve. Sin embargo
el comer y el beber, y las cosas modestas y sen
cillas, la inocencia de los instintos primitivos,
y la candidez y serenidad de la naturaleza,
tienen y piden también ellos su poesía y cele
bración. Y se las concede hasta el más auste
ro y espiritual de los héroes, Don Quijote,
en su célebre peroración: “Dichosa edad y si-
127
glos dichosos aquellos a quien los antiguos pu
sieron nombre de dorados y no porque en
ellos el oro que en esta nuestra edad de hierro
tanto se estima, se alcanzase en aquella ventu
rosa sin fatiga alguna, sino porque entonces
los que en ella vivían ignoraban estas dos pa
labras, de tuyo y mió. Eran en aquella santa
edad todas las cosas comunes; a nadie le era
necesario, para alcanzar su ordinario susten
to, tomar otro trabajo que alzar la mano, y al
canzarle de las robustan encinas, que liberal
mente les estaban ofreciendo su dulce y sazo
nado fruto”, etc.
Américo Castro, en su libro sobre el pen
samiento de Cervantes, después de haber ana
lizado y documentado con gran tino el concep
to de la naturaleza y sus orígenes neo-plató-
nicos y renacentistas, apunta muy bien que a
este concepto le corresponden en el siglo de
oro muchas “representaciones idealizadas de
un mundo perfectamente puro y sin mácula,
libre todavía de los errores y deficiencias que
hoy pesan sobre él”. Ese es el sentido que pro
yecta el Renacimiento sobre temas como la
Edad de Oro, del que se apodera con avidez al
hallarlo en los autores de la antigüedad. A
los ejemplos aducidos por Américo Castro po
drían añadirse muchos otros. Bástenos aquí
el hecho, casi símbolico, de que Lope de Vega,
veinticuatro horas antes de su muerte, compu
so una silva moral en alabanza del siglo de
oro, donde se encuentran unos versos muy gra
ciosos.
m
ambiguas, y de las verdades a dos haces, y de
los pensamientos misteriosos. El espíritu de
los españoles ya había tenido en el mil doscien
tos su siglo de las luces, su Aufklaerung, de
manera que en el Renacimiento pudo aventa
jarse a las otras naciones en agudeza concep
tuosa. Extraordinaria fué su habilidad en sus
citar y aquietar infinitos conflictos entre la
ciencia y la fe, la razón y la revelación, la críti
ca y la autoridad, la religión natural y pagana
y la espiritual y cristiana, y en contraponer,
compenetrar y conciliar la naturaleza divina
con la sensual, y la pastoría de Arcadia con la.
de Berlín. La seducción ejercida por la idea de
naturaleza sobre la mayoría de los poetas y
escritores del siglo de oro consistía precisamen
te! en lo que ella tenía de contradictorio, inde
ciso, fluctuante y misteriosamente neutral y
medianero entre Dios y el mundo. Solían lla
marla la mayordoma de Dios y considerában
la como impenetrable y definitivamente cerra
da a la investigación científica. Por esto Luis
de León desea la muerte, pues que sólo, en
tonces, dice:
Veré las inmortales
columnas do la tierra está fundada,
las lindes y señales
con que a la mar airada
131
la Providencia tiene aprisionada.
Por qué tiembla la tierra,
por qué las hondas mares se embravecen,
16 sale a mover guerra
el cierzo, y por qué crecen
las aguas del Océano y decrecen...
Quién rige las estrellas
veré, y quién las enciende con hermosas
y eficaces centellas,
por qué están las dos osas
de bañarse en la mar siempre medrosas.
m
que puede ser que no sepan cuántas leguas hay
de Valladolid a Cabezón, determinan la distan
cia que hay de cielo a cielo.. .y para estas sus
vanidades pintan no sé qué circuios, triángu
los y cuadrángulos. . . Pues si tratamos de lo
alto del cielo, tanto se atreven los teólogos des
de tiempo a definir las cosas reservadas al pe
cho de Dios como si cada día sobre el gobierno
universal comunicasen con él”.
Basten estos testimonios para demostrar
cómo la naturaleza, en la mentalidad españo
la, careciera de ese aspecto claro, sereno y autó
nomo que tenía para los italianos, fuesen na
turalistas, científicos o poetas. Por eso, cada
vez que los españoles, imitando la poesía idí
lica, campestre y amorosa de los italiano, ten
taban celebrar los gozos y gustos naturales,
siempre su estilo les salía diferente, siempre
algo menos apacible y clásico, menos saturado
de color, hermosura y armonía sensuales. Fá
cilmente podremos convencernos de esto si co
tejamos algunos versos, de Ausías March, Bos-
cán, Garcilaso y Herrera con los correspon
dientes del Petrarca, Poliziano, Sannazaro,
Navagero, Bembo, Ariosto y Tasso. Ya lo hizo
en parte, con su exquisita sensibilidad y jui
cio, Menéndez y Pelayo. Sería descuido e in
gratitud si aquí, en Santander, que es su tie-
133
rra, dejásemos de recordar sus magníficas pa
labras a este propósito: “Fuerte más que sa
broso y dulce fué el arte de Ausías March si
se le compara con el Petrarca. Ausías es tan
poderoso en la parte intelectual y afectiva co
mo escaso de imaginación pintoresca, lo cual
impide calificarle de poeta completo, aunque
sea a toda luz un gran poeta. Si el mayor
triunfo de la poesía lírica es la revelación del
hombre interior, Ausías March le consigue en
grado sumo y con medios extraordinariamen
te sencilloá, puesto que rara vez sale de sí pro
pio ni busca en la naturaleza ni en la historia
apoyo o contraste para su desnudo pensamien
to, que se levanta como roca solitaria sobre un
campo árido y desolado. Nacido en los vergeles
de Valencia, parece que no tiene ojos para con
templarlos. La nota risueña del paisaje que
tanto ameniza los versos del Petrarca, falta
por completo en los de Ausías”. Y de Boscán
dice Menéndez y Pelayo, y con buena razón,
que entendió mejor la índole de la poesía de
Ausías que del Petrarca al que imitó, no tan
to por propio impulso suyo como por la co
rriente de la moda.
En cuanto a Garcilaso, se observa en él un
afán de dominar y velar sus pasiones y una
disciplina que se parece más al estilo heroico
m
que al idílico. No se verifica en su lírica aque
lla franca comunicación y llana reciprocidad
del sentimiento propio con la naturaleza y el
paisaje que produce el dulce encanto de los
italianos.
135
de Lope a los contrastes y conflictos de la al
dea con la corte, de la vida campestre con
la urbana, y del estilo idílico con el heroico.
El, que amaba tanto y cultivaba y regaba re
gularmente el jai*dinillo en el patio de su ca
sa y conocía las denominaciones, calidades y
necesidades de todas las plantas y flores de su
tierra, nunca se hartaba de cantar los place
res de la existencia modesta y retirada, que
la suerte siempre le negó. Cuando ponía su
propia persona en la escena, lo hacía de pre
ferencia bajo el nombre de Belardo y en traje
de jardinero, labrador, pastor, aldeano, y en
las más sencilla y humildes actitudes.
Í37
en latín un libro, en el cual “en forma de diá
logo entre dos damas se trataba elegantemen
te la diferencia que hay entre la vida cortesana
de palacio y la solitaria de la aldea y campo
(Apud Prólogo de Martínez Burgos a la ed.
de A. de Guevara en Clásicos castellanos,
1915), y al finalizar el siglo XVI o a comien
zos del XVII escribió un cierto Gallegos, se
cretario del Duque de Feria, sus Coplas en
vituperio de la vida de palacio y alabanza a
la aldea. El tratado de Fray Antonio termina
con una exclamación de la que se desprende
claramente el carácter semi-estóico y semi-.
religioso de este género de literatura: “O mun
do inmundo, yo que fui mundano conjuro a
tí, mundo, ruego a tí, mundo, y protesto con
tra tí, mundo, no tengas ya más parte en mí,
pues yo no quiero nada de tí, ni quiero más es
perar en tí, pues sabes tú mi determinación,
y es que: posui finem curis; Spes et Fortu
nay válete ” El mismo pensamiento se expre
sa en un refrán, cuya popularidad nos ates
tigua Don Antonio Liñán y Verdugo en su fa
mosa Guía y aviso de forasteros, que vienen
a la corte (1620). Dice: “anda tan valido
aquel proverbio común: la vida de la aldea,
désela Dios a quien la desea”.
La vida tranquila del individuo, siendo a
todo trance amenazada por la agitada de la
nación, no pudo en España asumir ese colo
rido epicúreo y pagano que le caracteriza en
Italia, o por lo menos no lo pudo sino a ratos
excepcionales, breves y fugaces como los en
cantos, en sueños y caprichos que no admiten
duración. Verdad que a veces tienen mayor
seducción, hermosura, donaire y brío los idi
lios arriesgados y expuestos que no los estables
y asegurados, que fácilmente nos aburren. En
efecto, hablando generalmente, la poesía bucó-(
iica, pastoril, y arcádica del siglo de oro es
pañol, es de todas en Europa la más diverti
da, pues tiene ingredientes de agudeza, sal,
conceptismo, humorismo, ironía, magia, mila
gros, encantamientos, metamórfosis y toda
suerte de extravagancias en enorme cantidad.
Es que los españoles no querían fiarse mucho
de la paz y reposo naturales; no tomaban en
serio la tan decantada serenidad de la natura
leza; la consideraban dudosa e ilusoria y—
esto es lo decisivo—siempre se acordaban de su
corrupción y decadencia por efecto del peca
do original; no creían en su inocencia y pure
za, como (ya lo tenemos revelado) tampoco la
estimaban racional y calculable. Era para ellos
una potencia mixta, híbrida y neutral entre
buena y mala, apacible y turbulenta, divina
139
y endemoniada, y precisamente por eso muy
poetizable, romancesca y más bien dramática
que lírica, y que se prestaba egregiamente al
conceptismo y toda suerte de juegos del espí
ritu, tanto profanos como religiosos, ora sim
bólicos ora naturalísticos. En el fondo de to
do esto está más bien el concepto de la phy-
sis de Aristóteles, que el de Platón; pero ¡ qué
rica arquitectura y ornamentación especulati
va y poética por encima de é l!
Después de la primera generación de los
poetas clásicos de la manera de Garcilaso, pre
valece cada vez más en la poesía de la natura
leza el conceptismo, que es el estilo que le
conviene mejor. Es una suerte de lenguaje
medio filosófico o fenomenológico, medio in
tuitivo y fantástico, correspondiente a una vi
sión intelectual y sentimental, la que en lugar
de abandonarse y conformarse con ingenua
humildad a la contemplación de los fenóme
nos, no se contenta con su armónica hermosu
ra, sino que los violenta: penetra, rodea, des
compone las formas de la naturaleza, compara
las unas con las otras, las analiza descubrien
do detrás de su apariencia lo engañoso, fugaz
e ilusorio, y de otra parte las exalta y engran
dece con barruntar e ilustrar lo divino, ver
dadero y espiritual que se esconde en ellas.
1/¡0
Es un juego en los dos sentidos, edificador y
destructor. Hay conceptistas serios e irónicos,
y hay los que son uno y lo otro alternativa
mente. En todos los casos, sea por encareci
miento, sea por ironía y humorismo, la natu
raleza pierde su propio valor y dignidad, y ad
quiere en compensación, o una encantadora
preciosidad de Arcadia, Paraíso y Utopía ideal,
y hasta cristiana, como en Los Pastores de Be
lén, de Lope de Vega, o bien una desencanta
dora nulidad de mentira y burla. Hay tres ti
pos: primero, naturaleza idealizada y precio
sa, pero degradada a puro escenario, fondo, re
sonancia y ambiente donde se desarrollan las
aventuras y pasiones humanas. Este tipo te
nemos en la Diana de Montemayor, la Galaica
y Persiles y Segismunda, de Cervantes, y en
muchas novelas, églogas y comedias de este jaez.
Segundo, naturaleza burladora y mentirosa;
la hay, p. ej., en la Arcadia dramatizada de
Lope de Vega, donde dice Cardenio para inti
midar al pobre bobo de Bato:
141
Circes, gazmios, Polifemos,
centauros y semicapros...,
U2
la naturaleza equívoca, insidiosa y, por su mis
ma hermosura y seducción, nociva.
Calderón es, en toda la literatura mundial,
que yo sepa, el más poderoso cantor de los en
gaños de la naturaleza, el poeta más sensual
•del mundo suprasensual. El motivo constante
de su arte dramático es la discordia y autodes-
trucción en el mismo regazo de la naturaleza,
del que sale por desgarramientos, carcajadas,
sollozos y dolores de parto la libertad del albe
drío espiritual. Así sale Ulises dé entre Scila y
Caribdis en El goljo de las Sirenas:
Scila hermosa,
suave Caribdis, sagradas
Sirenas del negro golfo, '
altos montes de Trinacria,
decid a voces que Ulises,
dándole el viento sus alas,
entre Caribdis y Scila
atado y vendado escapa
de vuestros riesgos, porque
le quede al mundo enseñanza
que así se huyen los extremos
de la hermosura y la gracia.
' 143
gismundo y Cipriano en La vida es sueño y
El Mágico prodigioso.
Toda la profusión de belleza suave y ma
jestuosa que el Renacimiento había descubier
to y producido con su idealismo naturalista y
paganizante, se acumula y alardea por última
vez en la poesía calderoniana, para consumirse
pronto en una magnífica llamarada ofrecida a
la gloria eterna y verdadera. El teatro de Cal
derón significa el fin y la coronación, es decir,
la muerte y apoteosis, de la naturaleza pagana
en el cielo cristiano. Calderón no es un asceta
medieval y frailesco, ni tampoco un puritano
hereje, pues que no condena, no abandona la
hermosura de la naturaleza, sino la somete al
fuego, la purifica, redime y asume en la visión
divina. Goethe trató de escribir en su vejez
una tragedia cristiana en el estilo de Cal
derón y sólo dejó fragmentos. Pero se encuen
tran en ella unos versos poco conocidos que
suenan como un requiebro de su musa a la de
Calderón, y cifran perfectamente la mira co
mún de ambos.
7/,4
para mirar las cosas eternas
contigo, y millares de soles
en esplendor de verano,
y las tinieblas y estrellas,
para celebrar contigo
sin descanso, sin cansancio,
sin pausa ni flaqueza, a Nuestro Señor,
junto a tí, avanzando siempre.
(Glaube doch, mir ist das Leben
wunschenswerter jetzt ais jemals,
aber gerne wollt* ich ’s lassen
und zum Aufenthalt der S el’gen
gleich mit dir hinübereilen,
dass ich gleich mit Geistesaugen
Ewigkeiten vor mir schaute,
glázend wie der Somjner Sonnen,
tief wie klare Sternenachte,
und ich immer, unaufhaltsam,
ungehindert, ungestdret,
neben dir, den Herren preisend
und dir dankend, wandeln konnte.)
i l
te, cuyo concepto parece a muchos críticos mo
dernos esencialmente medieval, a saber, rebel
de a la exactitud y abstracción científica y
falto de pureza clásica, humanística y paga
na.
Sin embargo, existe un aspecto de la cele
bración de la naturaleza en España que me
parece muy renacentista y todo menos medie
val, y por esto merece nuestra atención: a sa
ber, la naturaleza psíquica de la humanidad a
la que los españoles atribuyeron un altísimo
y a veces hasta exagerado valor. El verdadero
y castizo humanismo de los españoles es su cul
to a la individualidad y personalidad humana.
La naturaleza exterior, las piedras, tierras,
estrellas, plantas y los animales tenían en su
visión artística una importancia inferior con
mucho a la del alma del hombre. Por esto se
encuentran en su pintura pocos paisajes, po
quísimos desnudos, pero muchísimos retratos,
los que como interpretación e ilustración del
alma humana son insuperables. El pincel de
Velázquez eternizó con igual profunda simpa
tía y veneración la individualidad de su Rey
y del Conde-duque de Olivares, que la de los
mendigos, enfermos, bufones e idiotas. Dígase
io mismo, o algo análogo, de las comedias y
novelas de Lope, Tirso, Cervantes y otros, en
las que la evidencia de las almas con sus tem-
> peramentos y originalidades físico-psíquicas
constituye el encanto mayor. Nihil humani
mihi alienum puto. Nada humano me es extra
ño. El ser hombre es la suma gloria bajo la
bóveda del cielo. La conciencia medieval aún
no conocía este orgullo, pues que la lastimaban
e intimidaban los remordimientos. El hombre
del siglo de oro superó el miedo metafísico. Sin
destruir del todo la creencia en el infierno, con
sideraba como deshonroso y vergonzoso el
temblor delante de su abismo. El arquetipo es
pañol de ánimo escandalosa y criminalmente
varonil es Don Juan Tenorio, la más atrevida
encarnación del renacimiento español. Este
burlador de las mujeres y retador de los hom
bres, sin ser ni ateo, ni hereje, ni hipócrita
—ya que estos son rasgos que le añadieron ma
lamente sus imitadores posteriores—, no teme
el infierno, no teme espectros.
w
Mafi&na iré a la capilla
donde convidado soy,
porque se admire y espante
Sevilla de mi valor.
149
LOS MOTIVOS SATIRICOS
Y EL FIN DEL SIGLO DE ORO
E L n toda gran literatura suelen oponerse a
la celebración de la fe, del amor, de los héroes
de la naturaleza, unos poe^tas o prosadores
satíricos, con sus reprimendas más o menos
enérgicamente negativas. En efecto, el siglo de
oro no carece de obra satírica. La encontra
mos en todos los campos, lo mismo si se pone
la mira en la vida política, social y ética, que
en la religiosa, filosófica y artística. Pero no
quisiera yo recorrer con un criterio negativo,
una tan vasta materia, cuyos aspectos y moti
vos principales ya tenemos considerados en su
aspecto positivo. Lo que ha de interesarnos
son más bien que las miras y blancos de la sá
tira, sus impulsos y tonalidades. ,
Hay una gran variedad en cuanto al im
pulso, desde las sátiras que brotan espontánea-
toS
mente del temperamento de su autor, hasta
las que provienen de un intento fijo, claro y
racional; y hay una infinita riqueza de ento-
naciones y matices, desde las sátiras blandas o
juguetonas, hasta las agrias y amargamente
desesperadas: Ni siquiera pueden mantenerse
estas distinciones, porque en España la sátira
burlona se mezcla fácilmente con la seria y
hasta con la pesimista. Es muy del carácter
heroico del siglo de oro el saber desesperar
sonriendo y juguetear con la muerte en el al
ma.
Puesto ya el pie en el estribo,
con las ansias de la muerte,
señora, aquesta te escribo. . . ,
m
empezó la moda del conceptismo y la del cul
teranismo' a invadir la retórica sagrada, y fué,
como dijo el P. Gaspar Sánchez, “la mayor
persecución que padecía la Iglesia de Dios en
aquel tiempo”. Fray Luis de Granada exhorta
y previene a los predicadores en su célebre
tratado de retórica eclesiástica, que “a todos
generalmente toca que nada digan de que pue
dan con razón ofenderse los oyentes: esto es,
que nada digan con insolencia, nada con arro
gancia, nada con descaro, nada con desver
güenza, nada injurioso, nada soez, nada cho-
carreramente, nada baja, nada licenciosa, in
decente y viciosamente, sino que todo el carác
ter de la oración represente modestia, huma
nidad, caridad, celo de la común salvación y
un deseo fervoroso de la verdadera piedad”.
También el obispo Francisco Aguilar de' Terro
nes, predicador favorito de Felipe II y autor
de una Instrucción de predicadores, condena
toda ostentación del propio ingenio y vanidad
literaria, y alabá al P. Juan de Avila y al P.
Lobo, “que en nuestros tiempos hemos conoci
do. ..que no revolvían muchos libros para ca
da sermón, ni decían muchos conceptos..., ni
otras galas”.
Todavía la misma insistencia de estos y
otros maestros del sermón en rechazar los jue-
155
gos del espíritu, nos hace sospechar que no to
dos los predicadores de la época clásica se man
tuvieron siempre puros de los vicios sobredi
chos.
Por desgracia, el desarrollo del arte del ser
món en el siglo de oro está hasta ahora poco
estudiado: de manera que no me atrevo a dar
por buena la aseveración corriente de su llane
za, austeridad y sobriedad estilística. Es noto
rio que el verdadero y más famoso precursor
del conceptismo fué el fraile franciscano, obis
po y predicador Antonio de Guevara, muerto
en 1545. En los sermones del célebre Fray Alon
so de Cabrera, que predicaba en la segunda
mitad del siglo XVI y fué nombrado también
predicador de Felipe II, se encuentran ciertos
párrafos tan divertidos que muy bien podrían
figurar en cualquier novela satírica y picares
ca, y en efecto, algunos de ellos fueron tras
plantados literalmente a la continuación del>
Guzmán de Alfarache, por Mateo Luján. Ho
jeando las consideraciones de este Fray Alon
so, se tropieza con pasajes como este: “Rece
ta el médico una purga de escamones o ruibar
bo, claro está que, si sabe lo que hace, ha de
pesar la complexión del doliente... si en una
purga de cañafístola toda aquella masa hecha
una pella la diesen al enfermo, no la podría
más pasar que si fuese de mezcla, y así es me
nester repartirla en bocadillos. No de otra suer
te, Dios, médico sapientísimo, modera la pur
ga de la tentación y la reparte de modo que se
pueda p asar... Al santo mozo J o sé... le da
una purga para manifestarle, que a otro qui
tara la vida. La mujer cada día era molesta al
mancebo. ¡Terrible ocasión!... Instaba con
importunaciones, lágrimas, suspiros... y no le
deja a sol ni a sombra. ¿A quién? ¿Era algún
viejo gotoso? ¿Alguna estatua de mármol? No,
sino adolescenti. .. ¿Y no rindió el alma con
tal brebaje? N o . .. huyó del aposento una vez
que se vió apremiado, y dejó la capa en las
manos de la adúltera, como quien la deja en
los cuernos del toro, y así salió vencedor”.
¿No parece una farsa?
Otra vez, sermoneando a los escribanos,
exclama: “¡Ah, qué de mentiras falsificadas
ha fabricado la pluma mentirosa de los escri
banos falsarios!... Cuatro sectas de filósofos
se hallan hoy en nuestras escuelas: llámanse
reales, nominales, tomistas y escotistas. Y to
das estas hallo yo en los escribanos desas
plazas. Reales son aquellos que realmente vi
ven de: viva «1 Rey, dad acá la capa... Nomi
nales escribanos son los que tienen el nombre,
pero de otros es el oficio... La secta de los
157
tomistas es la más autorizada y honrada en
estos tiempos... Tomo lo que me dan, que así
lo hace el médico y el abogado, y aun el que
trae vara, y aun quien sin traerla juzga en
más soberano fo ro ... Los escotistas son unos
hombres de altos y delgados ingenios, pero al
go oscuros para que no sean entendidas sus tra
zas, ni puedan ser comprendidos en sus for
midables y segundas intenciones”, etc.
En suma no sería difícil sacar de los ser
mones, oraciones, guías de pecadores y seme
jantes tratados morales un conspicuo florile
gio y variada floresta de sátira, no sólo seria
sino también irónica, sarcástica, divertida,
burlesca y coquetona.
La sátira desnuda y toda prosaica, la que
castiga sin sombra de risa ni broma, es pre
ciso buscarla, si no me equivoco, en los tonos
de los historiadores solemnes y togados, a la
manera de Juan de Mariana. Allí se encuen
tran páginas que más bien que satíricas nos
parecen inspiradas de cuidados y temores por
el porvenir de la nación y monarquía españo
las, como la siguiente: “Verdad es que en nues
tra edad se ablandan los naturales y enflaque
cen con la abundancia de deleite y con el apa
rejo que hay de todo gusto y regalo de todas ma
neras en comidas, en vestido y en todo lo ál. El
trato y comunicación de las otras naciones
que acuden a la fama de nuestras riquezas y
traen mercaderías que son apropósito para en
flaquecer los naturales coir su regalo y blan
dura, son ocasión de este dafío. Con esto, debi
litadas las fuerzas, y estragadas con las cos
tumbres extranjeras, demás desto por la di
simulación de los príncipes y por la licencia
y libertad del vulgo, muchos viven desenfre
nados, sin poner fin ni tasa a la lujuria, ni a
los gastos, ni a los arreos y galas. Pon donde,
como dando vuelta la fortuna, desde el lugar
más alto do estaba, parece a los prudentes y
avisados que, mal pecado, nos amenazan gra
ves daños y desventuras, principalmente por el
grande odio que nos tienen las demás naciones,
cierto, compañero, sin duda de la grandeza y de
los grandes imperios, pero ocasionado en parte
de la aspereza de las condiciones de los nues
tros, de la severidad y arrogancia de algunos de
los que mandan y gobiernan”. (Hist. de Esp.,
I. vi.)
Fué muy moralista el P. Mariana, como los
demás de los escritores ascéticos de su tiem
po, que renunciaron a los incentivos de la iro
nía y broma. Por lo ceñudos y hoscos que eran
o afectaban ser, muchas veces no llegaban ni
siquiera a conocer la verdadera realidad de
159
las cosas que vituperaban, y así por impericia
les faltó la eficacia. Difícilmente serían muy
familiares a Mariana los poetas de los que de
claró “que consagran su pluma a cantar sólo
placeres, no sólo de palacio, sino de todo el
reino”, y que “serían alejados, si me creyesen
a mí, que los tengo por el peor contagio que
puede existir, así para corromper las virtudes
como para depravar el ánimo”. (Del Rey y de
la institución real, II, vi). Tiene que confesar
lo él mismo: *‘Nunca me he hallado en seme
jantes juegos ni farsas, ni tengo por decente
que los sacerdotes y frailes, por oir estas fábu
las, infamen el orden eclesiástico, pero oído
he representarse y cantarse tales cosas, que ni
yo sin vergüenza las podría escribir, ni los
otros oir sin enfado y pesadumbre”. (Trat.
contra los juegos públicos, X ).
La sátira que parte de corazones secos y
enemigos de las cosas hermosas no puede ser
benéfica. Por esto los escritores ascetas y ter
cos, los críticos pedantes y gruñones, tuvieron
poco éxito en el siglo de oro. Nunca lograron
cercenar $1 exuberante florecimiento de las co
medias, novelas y canciones, ni refrenar los
excesos de las fiestas, ni reprimir la turbulen
cia y osadía de las zarabandas y otros bailes
y cantares, ni mejorar las costumbres. A pesar
de los moralistas, los primeros decenios del
Renacimiento español, que fueron precisamen
te los menos morigerados, y los más disolutos
y libertinos, resultaron en seguida, bajo el
punto de vista histórico, los más vigorosos, ju
veniles y vitales, los de mayor empuje, y ver
daderos iniciadores de la grandeza nacional.
Vamos, pues, a considerar los representan
tes de una sátira menos triste y tétrica. Pulu
lan los genios, maestros y diletantes de la iro
nía, broma y vena cómica. Entre los pueblos
neo-latinos, el español pasa con buena razón
por el más dotado de humorismo, y su siglo de
oro fué sin duda el momento culminante de su
brío y donaire. Tanto más me admiro por ello
de que no se encuentre entre sus escritores sa
tíricos ni siquiera uno del tipo de Francois
Rebeláis, ni de Voltaire, ni de Beaumarchais,
o de Heinrich Heine, a saber, ninguno que su
piera mediante la irrisión destruir los elemen
tos decrépitos, medievales y reaccionarios de
su tiempo, ni disolver o desacreditar las lacras
del absolutismo, de la Inquisición o del jesui
tismo, como hicieron Blaise Pascal, Montes-
qüieu y otros. Evidentemente en la España de
entonces la risa no m ataba... vivificaba, o,
como dicen los italianos, hacía buena sangre.
Ni siquiera Cervantes llevó su intento satf-
161
rico hasta la destrucción de los libros de ca
ballerías, los que él mismo amaba y cuya po
pularidad, en cierto modo, mediante su paro
dia, trataba de emular. Salvador de Madaria-
ga ha observado muy bien que en el autor de
Don Quijote, como en los demás escritores sa
tíricos del siglo de oro, actuaron más enérgi
camente las facultades creadoras que las crí
ticas.
Es ufe hecho éste que no basta para expli
carlo la sola razón del genio, talento y dispo
siciones naturales del hombre español. Claro
está que los españoles, por su calidad humana,
hubieran sido tan aptos para la crítica, po
lémica, negación, destrucción y nihilismo como
cualquier otro pueblo. De esto se tienen sufi
cientes ejemplos en la historia posterior. En
efecto, la verdadera razón del hecho sobredi
cho es de orden histórico, y hay que buscar
la, si no me equivoco, en la carencia o incerti-
dumbre de ideas opuestas al catolicismo y al
absolutismo. No faltaban ideologías heréticas
y revolucionarias, en cuyo nombre pudieron
ejercitarse sátiras e irrisiones destructoras;
pero ya estaban desenvenenadas, absorbidas y
asimiladas por obra de los grandes reforma
dores, apologistas e inquisidores: Talavera,
Jiménez de Cisneros y otros, y sobre todo por
los Reyes Católicos, Fernando e Isabel.
Nos faltan tiempo y espacio para examinar
y tantear debidamente los elementos de protes
tantismo, democratismo y racionalismo que la
cultura española ya tenía incorporados desde
el comienzo del siglo de oro, y por cuya vir
tud ella adquirió su inmunidad contra lo nega
tivo y deletéreo de estas tendencias. Cuando se
recorren los libros religiosos y místicos, las
costumbres e instituciones de los españoles
liacia el fin de la Edad Media, ¡qué libertad,
confianza, integridad y hombría de bien, qué
seguridad y jovialidad de los creyentes y feli
greses en el trato con su D ios! ¡ Qué corrientes
son, y qué vivas están, las ideas de la justifi
cación por la fe y de la elección por gracia di
vina, es decir* las dos ideas básicas de Lutero
y Calvino! ¡Y qué fuerte, de otra parte, el
horror contra los abusos de la curia romana
y de los clérigos, y contra los excesos del neo-
paganismo italiano, y cuán sano y puro es el
sentido de responsabilidad tanto pública como
doméstica! Todo esto tiene un aire protestante
y casi puritano. Los reformadores alemanes, in
gleses y franceses no hubieran encontrado aquí
casi nada que renovar. Cierta austeridad e in
terioridad individual acompañada de lozanía
163
colectiva constituían el rasgo característico del
catolicismo español; y en éste siguieron inspi
rándose los mayores satíricos del siglo de oro,
Antonio de Guevara, Alfonso de Valdés, Villa-
lón, Quevedo, Gracián y muchos otros.
Nunca su crítica acomete el cimiento bá
sico de la vida religiosa, eclesiástica, ética y
política de España, ni tampoco los fundamen
tos de la naturaleza y sociedad humanas. Es
verdad que a veces se encuentran erupciones
de un pesimismo atroz, como este que se ve
en El Crotalón: “Todo está ya depravado y
corrompido, y ya no lleva este mal otro reme
dio sino que envíe Dios una general destruc
ción del mundo, como hizo por el diluvio en el
tiempo de Noé, y renovando el hombre, dárse
le ha de nuevo la manera y costumbres y vi
vir, porque los que ahora están necesariamen
te han de ir de mal en peor”. Pero consideran
do la totalidad de los diálogos de El Crotalón,
con su donaire lucianesco y complacencia ale
gremente irónica, se echa de ver que el pasa
je citado no es más que una boutade, como
dirían los franceses, es decir, un arrebato y
capricho de pesimismo ocasional y moralizante;
no expresión sintomática de pesimismo filosó
fico y sustancial.
Todavía los arrebatos tétricos de este arte
se van haciendo cada vez más frecuentes en
los satíricos posteriores. Especialmente Gra
cián y Quevedo, imitadores también de Lucia
no, pasan por precursores del pesimismo radi
cal y metafísico de la época romántica y post-
romántica, y hasta del nihilismo moderno. Di
ce Manuel de Montolíu en su Literatura cas
tellanay que Baltasar Gracián remozó genial
mente el viejo tema ascético de la vanidad de
la vida, y que el humorismo pesimista, ingé
nito en el alma castellana, llegó en El Criticón
a su cúspide, haciéndose transcendente y me
tafísico. “La vida, se había dicho antes, es un
engaño. Pero Gracián va más allá y nos dice
que la vida es unv ser que engaña con inten
ción. .. hace entrar a los hombres en ella sin
conocimiento, y cuando conocen, ya no pueden
retroceder... vense metidos en el lodo de que
fueron formados”.
Claro está que esta manera de ver mala
mente se concilia con la doctrina cristiana;
pero las consecuencias, el jesuíta Gracián se
guardó muy bien de deducirlas, aun más, rehusó
y rehuyó exponerlas. Es preciso preguntarse:
¿por qué? ¿Por miedo a la inquisición? ¿Por
hipocresía? ¿Por obediencia y docilidad? ¿o
superficialidad? Muy fácilmente entraría al
go de todo eso en los motivos de su silencio.
165
Pero las actitudes espirituales de los hombres
nunca se explican bien con motivos exclusiva
mente negativos. Estoy persuadido de que Bal
tasar Qracián tuvo para su reserva un motivo
muy positivo, patente y honorable: el freno
del arte, la discreción y medida literaria, y
sobre todo la gracia y donaire de su inspira
ción poética. Para él, los males de la vida son,
más bien que un problema filosófico, un tema
literario, y los abusos de su pueblo y sociedad
contemporánea son, más bien que un objeto
y asunto de reforma, una muy bien venida
ocasión de esparcir sales, conceptos y pará
bolas. Cuando Gracián exclama: “¿Cuál pue
de ser una vida que comienza entre los gritos de
la madre que la da y los lloros del hijo que la
recibe?”, nuestro oido, educado en artificios es
tilísticos, advierte en seguida las antítesis de
gritos y lloros, madre e hijoy dar y recibir, y
no se puede no caer en la cuenta de cuánto
fuera superior en Gracián el placer retórico al
sentimiento melancólico. ¿Y quién pudiera en
buena conciencia artística reclamar por pesi
mista desconsolado a un escritor que bosqueja
la condición humana con el brioso y bizarro
gozo verbalista que tenéis aquí?: “Componían
al hombre todas las demás criaturas, tribután
dole perfecciones, pero de prestado. Iban a por
fía amontonando bienes sobre él, mas todos
al quitar. El cielo le dió la alma, la tierra el
cuerpo, el fuego el calor, el agua los humores,
el aire la respiración, las estrellas ojos, el sol
cara, la fortuna haberes, la fama honores, el
tiempo edades, el mundo casa, los amigos com
pañía, los padres la naturaleza y los maestros
la sabiduría. Mas viendo él que todos eran bie
nes muebles, no raíces, prestados todos y al
quitar, dicen preguntó: —¿Pues qué será mío?
S i todo es de prestado, ¿qué ^me quedará?—
Respondiéronle que la virtud. Esa es bien pro
pio del hombre, nadie se la puede repetir. Todo
es nada sin ella, y ella lo es todo. Los demás
bienes son de burlas. Ella sola es de veras. Es
alma del alma, vida de la vida, realce de todas
las prendas, corona de las perfecciones y per
fección de todo el ser. Centro es de la felici
dad, trono de la honra, gozo de la vida, satis
facción de la conciencia, respiración del alma,
banquete de las potencias, fuente del contento,
manantial de la alegría”. Parece una fuga
sinfónica. Toda la peregrinación didáctico-sa-
tírica de Critilo y Andrenio está entrelazada
y aclarada con trozos rítmico-musicales y visio
nes lúcidas de ironía. En suma. El Criticón
se compone, para decirlo en términos de su
167
propio autor, de contrarios, y se concierta de
desconciertos.
Como Gracián, también Quevedo es un ena
morado intelectual y artístico de las irracio
nalidades del mundo, pesimista en parte tam
bién él por el gusto y gozo teórico que halla en
desengañarnos, pero con la gran diferencia de
un temperamento mucho menos sosegado y de
un estilo menos pulimentado que el de Gra
cián. Quevedo nos presenta dos efigies a la vez:
escéptico, frío, cínico y burlón, por un lado;
creyente, colérico, impulsivo y agresivo, por el
otro. Dice muy bien José María Salaverría que
Quevedo tiene carácter de madrileño, capitalino,
cortesano moderno y atavismos de hijo caballe
resco y guerrero de los montes cantábricos. En
consecuencia de este dualismo psíquico, su sáti
ra literaria, su Buscón y sus Sueños, ofrecen as
pectos grotescos, fantásticamente, exagerados,
como una caricatura arbitraria y fébril a la
que la realidad apenas corresponde, mientras
en su polémica política, en su historiografía,
en su comedia Cómo ha de ser el privado, y
hasta en las luchas personales de su vida se
advierte toda la decadencia inminente de Es
paña lo mismo que él lo quisiera que no. Es
muy acertada la observación de Miguel Arti
gas, de que “el sino de Quevedo era que, aun
contra su voluntad, escribiese sátiras. Si él
no las hizo tales, tales las hizo el tiempo”.
A este hombre tan despierto en las ocu
rrencias cotidianas, le gusta sumergirse en
un 8pleen y humorismo ascético de sueños,
ficciones, visiones y juegos de 4a fantasía ^y
de las palabras: tanto que hasta sus desen
gaños se pierden en un reino apartado de la
realidad, en un más allá metafísico sin pro
vechos ni escarmientos terrenales. Por eso su
sátira no llega a desembocar en la concien
cia moral. Los latigazos de su escarnio, por
crueles que parezcan, no logran herirnos el
corazón, sino hacen cosquillas a nuestro in
telecto y divierten nuestra fantasía. En los
Sueños de Quevedo los valores morales y has
ta las entrañas del infierno están organiza
das y ordenadas según juegos verbales. “Que
un artillero que bajó allá el otro día, querien
do que le pusiesen entre la gente de guerra,
como al preguntarle del oficio que había te
nido dijese que hacer tiros en el mundo, fué
remitido al cuartel de los escribanos, pues
son los que hacen tiros en el mundo. Un sas
tre, porque dijo que había vivido de cortar
de vestir, fué aposentado con los maldicien
t e s .. . Y un aguador, que dijo había vendido
agua fría, fué llevado con los taberneros”.
169
Así lo atestigua el demonio del Alguacil algua
cilato, En suma, no hay seriedad ni siquie
ra en la figuración del otro mundo, y aún me
nos en la de éste. La juguetona ingeniosidad
se atreve a todo, se apodera de todo, por la
doble razón de que todo es vano, sueño e ilu
sión, y de que la verdadera, única y absolu
ta realidad, inasequible e intangible, está fue
ra de todo alcance satírico.
Esta actitud de Quevedo encontró en toda
Europa mucho aplauso, simpatía e imitación,
y engendró la caricatura moderna, los dibujos
y grabados de Goya en sus caprichos, dispa
rates, refranes y visiones de la Quinta del Sor
do, y sugestionó a tantos artistas modernos
de la pluma y del pincel, como a Balzac, Bau-
delaire, Doré y Manet y otros muchos. Aquí
tenemos que contentarnos con recordar el más
inmediato secuaz de Quevedo, dentro del si
glo de oro español, que es Luis Vélez de Gue
vara con su Diablo Cojuelo, en el que se ins
piraron después tantos otros noveladores sa
tíricos en Francia, Alemania e Inglaterra.
Sería demasiado largo el enumerar las prue
bas todas de la extraordinaria fecundidad del
humorismo conceptista y caricaturista de Que
vedo en el mundo estético. De otra parte, su
sátira tiene un aspecto perfectamente estéril
en el mundo práctico.
Es que tanto la fe religiosa, como la leal
tad política, que en la edad media y al prin
cipio del siglo de oro fueron todavía perso
nales, místicas, libres y activas, se hicieron
en la época de la contra-reforma cada vez más
generales, dogmáticas, convencionales, abs
tractas y pasivas: se cristalizaron, se petrifi
caron y se constituyeron en un sacrosanto
N oli me tangere. En esta intangibilidad esta
ban asentados, no sólo los valores eternos del
espíritu, sino también las autoridades ecle
siásticas y políticas, las instituciones y sus
oficiales en tierra de España. La idea metafí
sica^ en vez de circular pulsando como sangre
viva por el cuerpo de la nación, se había cua
jado, y se custodiaba y administraba como en
el día de hoy las reservas áureas, que duer
men bajo las bóvedas de los edificios banca-
rios, mientras la gente se muere de hambre y
desocupación. Este acaparamiento de las ideas
y valores espirituales, y su rigidez, me pare
cen ser la verdadera y céntrica razón de la de
cadencia del siglo de oro.
Los satíricos de entonces se hubieran qui
zá enterado de esta íntima y última causa, si
ella no quedara encubierta bajo tantos efec-
171
tos secundarios y concretos, pues tantos eran,
los casos de hipocresía y auto-sugestión. ¡Era
tan grande la inflación de valores ficticios en
cuya infatigable denuncia el potente ingenio de
Quevedo tuvo que agotarse!
Sólo Cervantes parece que vislumbró con
la profundidad de su intuición la verdadera
naturaleza del vicio sustancial de sus tiempos,
pues que su Don Quijote simboliza el hombre
anacrónicamente espontáneo y original, que
sin intercesión de ninguna instancia, por su
cuenta, iniciativa y energía propias, empren
de “deshacer agravios, enderezar tuertos, en
mendar sinrazones, mejorar abusos y satisfa
cer deudas”, en suma realizar inmediatamen
te, sin más ni más, los eternos valores. Don
Quijote es el único, el imposible protestante,
el que se levanta contra algo más pernicioso
que todas las doctrinas y autoridades que pue
den adormecer y oprimir la conciencia huma
na. pues se revela contra la común mediocri
dad, pereza y apatía de un mundo que se ha
hecho pusilámine y perezoso. Con todo esto,
no quisiera yo sostener que el Quijote signi
fique un intencional castigo de la tibieza y
servilismo de su época. Nada de eso. El Qui
jote es obra poética. Sus, tendencias satíricas
no pasan de ser secundarias y ocasionales, y
las exhortaciones que puedan deducirse de su
sustancia poética son muchas, son tantas que
no veo obstáculo que nos prohíba entresacar
le también la protesta sobredicha. Por lo de
más es bastante notorio que Cervantes, como
la gran mayoría de los escritores de su tiem
po, esquiva prudentemente toda polémica ex
plícita contra las autoridades e instituciones
establecidas.
Así la sátira del fin del siglo de oro, por
su falta de radicalismo religioso, ético, y po
lítico, se va perdiendo en pequeneces y futi
lidades, combatiendo ora uno que otro abuso
parcial, una que otra moda, ora los vicios
corrientes y generales, ora un personaje par
ticular, un rival literario, una amante des
leal, y hasta unos tipos más o menos ficti
cios, como p. ej., la dueña golosa, el hombre
gibado, la nariz muy grande> la vieja fea y
melindrosa, el licenciado flaco y delicado, el
doctor que mató un conejo, y otros casos se
mejantes, en cuyo trato epigramático y bur
lesco se ejercitaron los ingenios de Polo de
Medina, Trillo y Figueroa, los hermanos Ar-
gensolas y otros muchísimos. Nacieron tempe
ramentos mordaces, jocosos y satíricos que,
por no encontrar objetos dignos, gastaron su
talento en toda suerte de ociosidades, ironías,
173
autoironías, invectivas, agudezas e ingeniosi
dades formalísticas. El más genial satírico
de esta familia fuá sin duda alguna Luis de
Góngora, que podía definirse como satírico
nato, sin oficio y función de sátira histórica
mente seria. Lo sentía él mismo desde sus
veinte años, cuando escribió el romance que
empieza:
m
permitido los tiempos y condiciones. Aún más
que un enamorado artístico de lo irracional,
como su adversario Quevedo, Don Luis era
un entusiasta extravagante y virtuoso de to
da suerte de reveses, catástrofes, descalabros
y fracasos. Tenía el gusto de los conflictos y
contrariedades, de las porfías y afrentas lite
rarias, del desagrado y de todo lo repugnan
te. Era un espíritu lleno de contradicciones
jocosamente sarcásticas:
175
cosas principales, tuvo que asirse a las se
cundarias, anecdóticas, ficticias, literarias y
formales, se dedicó a la parodia de los moti
vos y estilos heroicos, clásicos, mitológicos, y
acabó por aislarse y encerrarse en su lengua
je culterano, desdeñosamente oscuro artificial
y precioso, lenguaje egregiamente analizado
por Dámaso Alonso, como un asceta de las Le
tras y palabras que se esconde, penitente y
altivo, en las sierras morenas y nevadas de
su anhelo y deseo de inaccesible hermosura.
Es muy típica la poesía de Góngora por
el rumbo que llevó indicándonos con una ma
nera de instinto profético la dirección gene
ral en la que casi toda la poesía española de
las postrimerías del siglo de oro hubo de en
caminarse. En efecto, la poesía se despren
dió cada vez más de su realismo anterior y per
dió el contacto tan íntimo que había tenido
con la vida de la nación. Siguió perfeccionan
do sus formas, idealizando sus motivos reli
giosos, heroicos e idílicos, continuó su obra
de glorificación de España, perseveró en di
versiones festivas y jocosas para con su pú
blico, y por eso no pudo enterarse debidamen
te de los síntomas y causas de la decadencia,
ni, pudiéndolo, quiso insistir en ella, antes bien
procuró taparla y disminuirla bajo las pom-
pas y eflorescencias de su imaginación, y acos
tumbró a sus adeptos y secuaces a un estado
de exaltación crónica; rechazó la sobriedad y,
desilusión política y ética, cultivando en su
lugar el éxtasis fantástico y religioso, los des
engaños sonámbulos y el consuelo metafísico.
Sin embargo no todas las musas de Espa
ña acabaron ocupándose de la preparación y
despacho de esas drogas narcóticas. Hubo poe
tas que perpetuaron fiel y tercamente lo fuer
te y sustancial de la tradición: el mayor de
todos, epígono refcpecto al siglo de oro, ante
cesor de la edad romántica, fiador y garante
de la grandeza futura: Calderón de la Barca.
Calderón, en virtud de su austeridad, y
Cervantes por su humorismo, mantienen la co
municación poética del siglo de oro con el
nuestro, que no es de oro, y garantizan la so
lidaridad de España con la humanidad. La
íntima inspiración de ambos, y a la vez el mo
tivo céntrico y más que milenario de toda Es
paña, causa de su gloria y grandeza, perenne
manantial de su vigor, es un principio espiri
tual que hemos tenido presente siempre, y que
hemos tratado de explicar, sin cautivarlo en
la prisión de una fórmula: la idea estoico-cris-
tiana.
177
IN D IC E
£ Pág.
VOSLER, poe J. F. M o n t e s i n o s ..................... 9
I E l I d io m a y l o s E s t i l o s ............................ 23
II La S o c ie d a d y la s F o rm a s L ite r a
r i a s .............................................. 47
III E l E l e m e n t o R e l i g i o s o ............................. 73
IV Los M o t i v o s H e r o i c o s ................................. 99
V Los M o tiv o s I d ílic o s y la P o e s ía
de la N a t u r a l e z a ...................................... 1 2 7