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ÍNDICE Años de Amor y Furia

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Años de amor y furia.

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AÑOS DE AMOR Y FURIA
Crónica de una época de plomo

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Giussani, Virginia
Años de amor y furia : crónica de una época de plomo / Virginia Giussani. -
1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Fundación CICCUS, 2023.
144 p. ; 21 x 14 cm.

ISBN 978-987-693-927-0

1. Narrativa Argentina. 2. Exilio. 3. Autobiografías. I. Título.


CDD A863

Primera edición: febrero 2023

© Ediciones CICCUS - 2023


Moreno 2640 (1094) CABA
Tel.: (54 11) 4308-3649
ciccus@ciccus.org.ar
www.ciccus.org.ar

Foto de tapa: Retrato de la autora tomado en 1975 por el fotógrafo


Brenno Quaretti.
Corrección: Noelia Poloni
Coordinación: Alejandra Teijido
Diseño y producción editorial: Andrea Hamid

Hecho el depósito que marca la ley 11.723.


Prohibida la reproducción total o parcial del contenido de este libro en
cualquier tipo de soporte o formato sin la autorización previa del editor.

Impreso en Argentina
Printed in Argentina

Ediciones CICCUS re- Ediciones CICCUS ha


cibió el Diploma de sido merecedora del re-
Honor Suramericano conocimiento Embaja-
que otorga la Fundación da de Paz, en el marco
Democracia desde su del Proyecto-Campaña
Programa “Formación en Valores en “Despertando Conciencia de Paz”,
el Mercosur y la Unasur”. auspiciado por la Organización de
Círculo de Legisladores, las Naciones Unidas para la Ciencia
Honorable Congreso de la Nación. y la Cultura (UNESCO).

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AÑOS DE AMOR Y FURIA
Crónica de una época de plomo

Virginia Giussani

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A Martín y Cecilia, mis hijos, por impulsarme a que la historia
no quede entre nuestras cuatro paredes.

A los compañeros y compañeras desaparecidos


y extrañados siempre.

A los sobrevivientes,
a quienes no lograron derrotar en su integridad,
a pesar de todas sus cicatrices.

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PRÓLOGO

En un texto en el que hay mucho más de amor que de furia, Vir-


ginia suelta la excelencia de su prosa en palabras, emociones y
suspiros que delatan un origen: su poesía.
Cuando destaco los rastros de una lírica sobresaliente en la
prosa de Virginia, quiero decir al lector que preste valor a la be-
lleza más que a la política, que tiene una presencia accesoria y
no imprescindible ante la majestad de los conmovedores valores
humanos que se despliegan. Todo cabe en la conmemoración de
un destierro injusto, desde la doliente ausencia de la Patria ama-
da hasta los acabados estremecimientos de amores inconclusos.
“El exilio es un andar sin rumbo fijo”, dice, y desde el retrato
de esos parajes y enredos Virginia le canta sin fastidio ni tristeza a
la planta monstruosa que un maestro imaginó con raíces a miles
de kilómetros, donde “el sol me mira cuando ellas respiran en la
noche”. Y se sobrepone a la pena porque prueba que el amar es-
conde el misterio de la condición humana, que se apropia de él y da
vuelta al horror “a carcajadas para vencerlo”. Quizás porque sabe
que compartimos aquella épica tragedia de los años mozos y tiene
el pálpito de que también he vivido ese desgarramiento, me eligió
para que humedezca mi entendimiento de militante y escriba este
homenaje a ella, a los que nos siguen acompañando y a quienes
nos entregaron su vida y merecen saber cuánto los sufrimos.

Ernesto Jauretche
La Plata, 5 de febrero de 2022

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Tanto amor y no poder nada contra la muerte.
César Vallejos

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I

La vida es un sendero de múltiples colores, pero quizás el


que permanece marcado con tinta indeleble es el de la adolescen-
cia. Nada en el futuro conservará tanto brillo y misterio como ese
implacable color indefinido. Es difícil precisar en qué momento
de los juegos las muñecas pasaron a ser maquillaje verdadero y
los patines, un vértigo transparente hacia un futuro impreciso.
Pero lo que más recuerdo de esa primera etapa es la intensidad
de los colores del alma y el dolor. Porque entonces todo dolía.
Desde los pechos luchando por salirse del cuerpo hasta el cora-
zón tratando de apaciguar sus latidos. Parada en los 15 años, era
muy difícil hallar un hilo conductor entre las vivencias internas
y externas, como dos amebas dándose batalla, tratando de en-
contrar el hueco por dónde empezar a caminar en equilibrio y
moldearse sin angustias.
Creo que el primer impacto con ese estado del alma fue suave,
agradable y sorpresivo. Un día estaba paseando con mi madre,
la primavera comenzaba a asomar y mi geografía femenina tam-
bién; de pronto se detuvo ante nosotras un hombre, me miró y
dijo: “Si mi casa tuviera jardín, vos serías la flor más bella”. Me
sonrojé y seguimos nuestro rumbo, amanecidas de sonrisas. Sin
duda, aquella intempestiva aparición significó algo más que un
gesto espontáneo e intranscendente, quizás ambas nos dimos
cuenta de que la nena había crecido. Es cierto, la infancia comen-
zaba lentamente a ocupar su merecido espacio del ayer, aunque
mucho tiempo después pude revivir aquellos viejos y bellos re-
cuerdos de la niñez, cuando el tiempo aprendió a escaparse de los

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relojes y danzar entre íntimas ternuras. A los 15 años el tiempo
era algo que vibraba en el momento. El ayer y el mañana eran
espacios desconocidos y sin ningún apuro por conocer, solo el
hoy palpitaba, la alegría hacía estallar el corazón de felicidad y las
lágrimas eran puñales que lo atravesaban.
De niña solía pasar horas pensando en el origen de las cosas. Me
inquietaba encontrarle una explicación al mundo, al planeta, a esa
enorme bola de tierra y agua en donde cada latido, cada célula, cada
brote de vida parecía perfectamente cronometrado. Más adelante
esa inquietud se trasladaría a mi propio origen y destino. Pero de
niña era menos egoísta, me interesaba el todo, el universo y, sobre
todo, satisfacer mi ansiedad con una respuesta que resonara más o
menos lógica. Me detenía largo tiempo mirando la pata de una mesa
o un vaso. Pensaba entonces si nuestro planeta no sería un granito
más de algo que diese sentido a su existencia. Me fascinaba creyen-
do que, quizás, dentro de esa pata que atraía toda mi atención había
otros planetas idénticos al nuestro, con gente, mesas, sillas, cielo
y pájaros. Experimentaba una agradable sensación de seguridad y
contención al imaginar nuestro mundo como integrante esencial de
alguna otra pata inmensa o grandioso vaso. Esta teoría infantil solía
reconfortarme. De esta manera, el infinito no existía, concretamen-
te, “la nada” no existía, lo que evidentemente era mi preocupación.
Todo tenía su razón de ser y en mi imaginario infantil esta razón
respondía a cuestiones muy prácticas.
Entrando en la adolescencia, aquel interrogante redujo su
magnificencia y se detuvo en los límites de mi propia geografía.
Ya no eran el planeta o el universo de madera el motivo de mis
desvelos, eran mis huesos y mis sueños. Cuál era su origen y cuál
su destino. Sobre todo, su destino, ya que mis padres nunca me
contaron la historia de la cigüeña o el repollo, no era ese mara-
villoso tránsito el que me inquietaba. Sí, en cambio, el destino
final. Pudrirse bajo tierra no era algo muy consolador, no podía
terminarse una existencia única e irremplazable, cuya parte me-
nos trascendente eran su piel y sus vísceras, como un juguete
roto dentro de un silencioso y brutal pozo negro.

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Entre tanto, cuerpo y alma experimentaban lentas mutacio-
nes. A los 16 años menstrué por primera vez. Mientras trataba
de acomodarme las toallitas incómodas que entonces se usaban,
me acordé de una amiga que fue mucho más prematura que yo
y su primera exclamación de felicidad fue gritar que ahora podía
tener hijos. Yo no sentí eso, sentí que algo se había roto junto con
esa cascada carmesí que corría entre mis piernas. Irremediable-
mente, era señorita. Irremediablemente, la niña que se doblaba
como un elástico haciendo acrobáticas medialunas, puentes y
verticales me decía “adiós”. Una joven con el corazón sediento y
una pizca de tristeza en su mirada estaba amaneciendo. El mun-
do que veía girar a mi alrededor no me entusiasmaba, a pesar
de pertenecer a una familia contenedora, progresista y solidaria,
las preguntas, lejos de encontrar respuestas, se agigantaban. El
amor comenzaba a fundirse con el dolor.
Como un caballo desbocado, me enamoré por primera vez.
Por primera vez mi cuerpo se estremecía ante la presencia de
aquel continente con mirada de hombre, piel de hombre, olor a
hombre. Pero fue un amor platónico y para nada burbujeante.
Ricardo era mayor que yo, estudiaba en Bellas Artes y quería ser
artista plástico. Creo que la atracción fulminante que sentí por
ese muchacho de manos finas, cabellos largos y aspecto aindiado,
fue aquello que escondía detrás de su mirada. Percibía que allí
había un mundo luchando por salir, quizás muy parecido a mi
propio mundo luchando por comprender. Ricardo, aun cuando
sonreía, desparramaba tristeza, y eso me conmovía.
Desde mis 15 y sus 18 años jugamos a la seducción, al coque-
teo, a tratar de encontrarnos en algún punto, pero ese encuen-
tro se lograba muy lejos del romanticismo, la pasión o el ero-
tismo. La única rendija que hallé para acercarme a él fue jugar
a la lucha; tocarnos significaba emprender un combate cuerpo
a cuerpo, como si fuésemos dos amigos del mismo sexo. Enre-
dábamos los límites de nuestra carne en interminables batallas
físicas, rodábamos por el piso o el cielo entrelazados uno en el
otro como niños, como acróbatas. Solo de ese modo conseguía-

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mos que nuestras pieles se tocaran, se olieran, se acariciaran a su
manera. Con la misma furia y ternura que trataba sus telas, con
esas manos que se transformaban en cisnes o dragones frente al
desafío de cada pincelada, sentía que Ricardo moldeaba mi cuer-
po como un barro virgen en aquellas íntimas batallas. Entonces,
ese era el placer. El único instante en que nuestra respiración se
unía, mis brazos se convertían en alas, mis piernas en olas, mi co-
razón en danza. Pero cuando el juego terminaba, volvíamos a ser
casi dos extraños, y ese vertiginoso camino del cielo a la tierra,
como un cometa que se estrella una y mil veces, me mortificaba.
Mi corazón no dejaba de cabalgar pensando en aquel hombre.
Sin embargo, jamás hubo un beso, una palabra de más y mucho
menos un entrevero de pieles y caricias. Pero fue mi primer gran
amor, sin duda. Un buen día se puso de novio con una amiga en
común y yo quise morirme. Se casaron y tuvieron un hijo. Pero
ya me había muerto.

La adolescencia tiene urgencias impostergables. Además


de ese amor fracasado, los interrogantes continuaban edificán-
dose en mi interior como un tótem que me aplastaba. La vida me
había explotado entre las manos desde su cara oculta, mostrando
sus peores muecas. La soledad, la incomprensión, el amor y su
doloroso sabor, todo aquello parecía un carnaval indescifrable
que me desgarraba el alma, igual que una calesita que gira y gira,
sin poder aferrarme nunca a la sortija.
Enfrentarme a la vida desde la incertidumbre no fue fácil, el
confuso mundo interno iba creciendo en forma vertiginosa y dia-
metralmente opuesta a las vivencias externas. Entonces compren-
dí que la vida no me gustaba. No era pasajera para ese tren y decidí
bajarme en el primer andén. Lo pensé mucho, resolví el modo y
precisé el día. A partir de allí, el tiempo se acomodó a otra dimen-
sión. Lejos de caer en el desconsuelo, vivía cada instante y cada
situación desde un extraño placer, casi con la alegría de quien se
está despidiendo para emprender un viaje mucho más apacible.

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