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La Antropología Aplicada
La Antropología Aplicada
La Antropología Aplicada
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Los antecedentes
Antes de los años veinte del siglo XX, no fueron pocos los autores que prestaron
atención a los aspectos económicos de la cultura, si bien de manera siempre aislada y, a
veces, de forma intensa. Así, no pasa desapercibido el interés por la economía en L. H.
Morgan, en F. Boas o, desde el punto de vista socio‐antropológico en E. Durkheim y en
M. Weber.
Sin embargo, hay que esperar a que se publiquen las primeras obras de B. Malinowski,
y muy especialmente Los argonautas del Pacífico Occidental en 1922 para que el
estudio de los fenómenos económicos comience a ser una constante. El análisis que
realizó este autor del Kula en las Islas Trobiand ejerció una influencia duradera, sobre
todo en lo referente a la distribución de los bienes y los servicios. En la obra de
Malinowski late la idea de que los fenómenos económicos en las sociedades primitivas
son inseparables de los aspectos puramente sociales, antes que el interés que dichas
sociedades muestran por la economía desde un punto de vista puramente individual.
Un aldabonazo más está representado por la publicación del “Essai sur le don” (1923‐
1924), que pasó a convertirse en una obra de referencia para la escuela sociológica
francesa. Mauss se fijó en lo que denominó “hecho social total”, de suerte que, a su
juicio, la economía estaba fundida con el resto de la cultura, hasta el extremo de que no
era posible separarla de otras manifestaciones. Para ello repasó las obras sobre las
sociedades primitivas, sin perder de vista lo que sucedía en las modernas sociedades
complejas.
La orientación sustantivista
De acuerdo con la teoría sustantivista, la definición económica más clásica, la que hace
referencia al binomio de la utilidad y la escasez, no funciona como tal en las sociedades
más elementales, mientras que, por otro lado, los sistemas económicos carecen de la
continuidad que les atribuyen los economistas de la teoría clásica. La razón se halla en
que la economía está regulada por reglas fundamentalmente sociales y culturales, que
poseen una identidad propia en cada grupo humano.
Realmente, Polanyi fue un personaje intelectual muy influyente en los países donde
vivió, es decir, en Austria, en Hungría, en Inglaterra y en Estados Unidos, así como en
Canadá, donde falleció, y en estos últimos lo fue muy especialmente. En su trayectoria
vital se vio obligado a cambiar de país por razones políticas, al salir primero de Hungría
tras la proclamación de la República Soviética de Hungría en 1923, y de Austria tras el
ascenso fascista, en 1933. Fue una figura, realmente, muy destacada en los círculos
intelectuales del socialismo cristiano europeo y americano.
Por tanto, la gran oposición de Polanyi a la teoría clásica reside en que, según él, la
toma de decisiones no se realiza como se sostiene en esta última, de manera
individualizada, como suma de acciones separadas, sino que las decisiones económicas
obedecen a procesos profundamente institucionalizados socialmente, justamente debido
a la “incrustación” económica.
Nada hay en la cultura, según Polanyi, que sea ajeno a la economía, lo que impide la
comprensión separada de esta última que proclama el formalismo. En la concepción de
Polanyi sólo el desarrollo del mercado había generado una apariencia de independencia
de la economía, lo cual explicaba que la definición al uso en el mundo occidental
respondiera no a la economía en general, sino a la economía capitalista en particular. Y
según el propio Polanyi, esta concepción empírica había tenido una profunda
repercusión académica.
La orientación formalista
Uno de los antropólogos en los que con más intensidad está presente el presupuesto
formalista es R. Burling, en sus estudios sobre las teorías de la maximización y la
antropología económica. Al igual que en el caso anterior, el autor atribuye validez
universal a la elección entre fines alternativos, independientemente de las culturas.
Otras orientaciones
Hay una diferencia muy notable entre el culturalismo y la toma de decisiones. Mientras
esta última se fijaba particularmente en las decisiones individuales, en el culturalismo el
examen recae sobre la colectividad. Los precios de las cosas tienen una importancia
trascendente para los estudiosos de la
toma de decisiones, mientras que para los culturalistas sólo lo tienen en relación con el
lugar que ocupan en la cultura entendida como un todo, sin descender al detalle de los
valores.
La producción
Se entiende por producción al proceso por medio del cual se crean los bienes
económicos que han de satisfacer las necesidades humanas. Esa producción existe en
cualquier sociedad, pero en grados muy diferentes. Tampoco se produce con arreglo a
las mismas pautas sino que, salvando aquéllas que forman parte de la división elemental
del trabajo la variación es grande. Cualquier forma de producción requiere actividades
encaminadas a un fin y requiere medios para alcanzar dicho fin. Es importante apreciar
que la producción genera relaciones sociales que cambian en las sociedades y en las
épocas, de acuerdo con las normas, los valores y las creencias propios de las culturas.
Los procesos de cambio afectan a todos los ámbitos de la cultura e introducen
modificaciones que pueden ser sustantivas en la producción, como también lo pueden
ser en la distribución y en el intercambio. El característico consumo de nuestras
sociedades occidentales retroalimenta una inmensa producción que ha sido desconocida
en otras épocas. La producción se ajusta a pautas objetivas, las cuales, para su
comprensión, pueden clasificarse de acuerdo con los modos de producción.
En los análisis antropológicos el uso de los medios de producción tiene una gran
importancia. En algunas sociedades, como las forrajeras, los vínculos entre los
individuos y la tierra son transitorios y breves. En otras, como en las de los
horticultores, son algo más duraderos, pero transitorios por lo general, tanto porque cada
vez que se agota la tierra que explotan se trasladan para iniciar el cultivo en un espacio
distinto, como porque las parcelas son asignadas por el grupo a las familias con carácter
temporal, a veces por el tiempo que dura un ciclo vegetativo. En las sociedades de
agricultores, sin embargo, el vínculo entre las personas y la tierra, es muy duradero.
Los medios de producción están ligados a unas relaciones sociales que son cambiantes
culturalmente. El matrimonio, la familia y los grupos de filiación son requisitos
insalvables del acceso a la tierra y a los demás medios de producción en muchas
sociedades de horticultores, por ejemplo. En otras, el acceso a la tierra y a los medios de
producción tiene un carácter más individual, pero siempre en el marco de relaciones
sociales institucionalizadas.
En todas las sociedades humanas el trabajo está organizado con arreglo a criterios que
tienden a ser predecibles. Sin embargo, entre las sociedades de cazadores‐recolectores y
las nuestras hay grandes diferencias. También entre las sociedades complejas hay pautas
culturales muy variadas.
Existe una división social del trabajo a la que Durkheim (1859‐1917) denominó
elemental, tal como el autor explica en la obra que lleva este mismo título, La división
del trabajo social (1893), la cual es universal, aunque por razones de progreso
tecnológico ha quedado difuminada en las modernas sociedades complejas. Esta
división elemental del trabajo utiliza los criterios de edad y sexo.
Por lo que parece, de acuerdo con las numerosas investigaciones antropológicas, en las
sociedades llamadas "primitivas" el criterio en la organización del trabajo es elemental,
básicamente dado por la edad y el sexo, aunque cuando se desciende al detalle concreto
se aprecia que hay roles que pueden ser desempeñados igualmente por hombres que por
mujeres, de modo que la asignación a aquéllos o a éstas es puramente cultural. En estas
sociedades, aunque la regla más habitual es que los hombres cazan y las mujeres
recolectan, la separación de roles es un tanto difusa. Las mujeres pueden participar en
algunas labores de caza, sobre todo si es caza de animales de pequeño tamaño con
riesgo menor.
En estas mismas sociedades "primitivas", si se las puede llamar así, el liderazgo es muy
ocasional. El grupo puede cambiar de líder tantas veces como cambie de actividad.
Aunque el liderazgo del grupo es generalmente masculino, el de algunas actividades
puede ser femenino. Por otro lado, dado que el consenso en la toma de decisiones es tan
importante, en algunas de estas sociedades no es raro que las mujeres participen en pie
de igualdad en la elección. Algunos trabajos antropológicos sobre los bosquimanos
como el de G. Silberbauer Hunter and Habita in the Central Kalahari (1981), en épocas
recientes, cuando todavía existían grupos dedicados auténticamente a la caza y a la
recolección, prueban la existencia de este principio.
También se observa que los trabajos especializados en muchas sociedades, con más
razón cuando es más simple la organización, no se realizan a tiempo total, como en las
sociedades complejas. En las sociedades tradicionales los especialistas artesanos lo son
a tiempo parcial, de modo que sólo practican la artesanía cuando la dedicación a las
tareas agrarias lo permite.
En todas las sociedades las personas trabajan en una escala que va desde las
consideradas muy activas y diligentes hasta las menos laboriosas. En general, se observa
que las personas más trabajadoras son mejor valoradas socialmente, en el extremo
contrario que las holgazanas. De hecho, también por regla general, la socialización de
las personas suele acompañarse del aprecio hacia los valores que ensalzan el trabajo.
Ciertamente, sin embargo, que una sociedades son mucho más tolerantes que otras con
los holgazanes. En las modernas sociedades occidentales la holgazanería se asimila con
el desvalor, y hasta existe, o ha existido, en algunos Estados, legislación inflexible hacia
quienes rechazan el trabajo en sociedades de signo político muy diverso. Por el
contrario, en las sociedades igualitarias de los forrajeros existe, generalmente, una cierta
comprensión con la holgazanería aunque, a cambio, los perezosos no participen en el
reparto del botín diario en las mismas condiciones que los cazadores más activos, sino
en otras menos favorables.
Ahora bien, existen formas de trabajo forzado que pasan más desapercibidas en nuestras
sociedades. Así sucede con los trabajos propios del servicio militar obligatorio. Pero,
incluso, hay trabajos forzados universales, en nuestras propias sociedades, como son los
debidos a los tributos. El ciudadano tributa con una parte del trabajo que realiza en
beneficio de alguna de las Administraciones del Estado.
Antes habíamos visto como algunas de esas obligaciones propias del trabajo forzado
pueden ser impuestas por los particulares, como era el caso de las sociedades
esclavistas. Pero aunque la esclavitud haya sido abolida, todavía muchos particulares a
través de los contratos obligan a la otra parte a satisfacer rentas extraordinariamente
onerosas, en forma por ejemplo de aparcerías. Más aún, algunos particulares, al margen
de la legislación, y conviviendo, por tanto, con el delito, pueden obligar a otra persona a
cumplir con obligaciones que suponen la detracción injusta de un porción, mayor o
menor, del trabajo que realizan.
El intercambio de mercado
El criminal atentado terrorista perpetrado contra las Torres Gemelas de Nueva York y
contra el Pentágono, la magnitud de la acción, la elección de los objetivos, su dinámica
operativa y su supuesta paternidad introducen, de golpe, nuevos parámetros en nuestra
concepción de la guerra. Parámetros que afectan directamente a la reconsideración de
los
El cambio de escenario
Sin embargo, no hay evidencias para pensar que la globalización sea un proceso tan
imparable como algunos estiman –se aprecian importantes resistencias– y, acaso, ese
final de la historia que vaticina, deductivamente, Fukuyama no sea tan manifiesto y,
más bien, proceda de una lectura (e interpretación) quizás sesgada y, en cualquier caso,
precipitada de planteamientos hegelianos de mucho mayor fuste que el que Fukuyama
les atribuye, tales como «absoluto», «dialéctica» o «reconocimiento».
Por otro lado, no parece que ese fin de la historia pueda estar muy próximo, cuan- do, en
el mundo (excepción hecha de los países que conforman las riberas del Atlántico Norte,
Japón, Australia y algo más), un muy elevado porcentaje de habitantes no han tenido
jamás ocasión alguna de descolgar un teléfono y se cuentan por millones los que ni
siquiera tienen acceso a la electricidad; cuando gran parte del resto del mundo sigue vi-
viendo en unos niveles que van desde el neolítico hasta los bordes inferiores de la
civilización romana.
Sí parece, en cambio, que esa historia [history] cuyo fin preconiza Fukuyama no sea
más que un nuevo relato emergente, que pretenda sustituir a las Grandes Narraciones
destronadas, como la «unidad especulativa de todo conocimiento» de Hegel o «o la
emancipación de la clase trabajadora» de Marx. 0 en palabras de Foucault, una nueva
episteme, un sistema de pensamiento y conocimiento socialmente legitimado e
institucionalizado que pretende dictar su propia verdad y su propia razón.
Pero, de cualquier manera, ese hipotético «final de la historia», presupone la reali- dad
de la puesta en obra de un proceso, imparable o no, irreversible o no, pero determina- do
y concreto, de globalización.
Desde otra perspectiva, teñida también, aunque sea implícitamente, por la sombra de la
globalización, Samuel Huntington, en 1993, publicaba un artículo titulado «¿Choque de
civilizaciones?». Las ideas y teorías planteadas en este artículo las analizó con mayor
profundidad y extensión en el libro del mismo título publicado en 1996. Las tesis
básicas del libro de Huntington (1997) son, de un lado, la posible transformación de los
clásicos conflictos entre Estados en choques (la mayor parte de las veces, violentos)
entre civilizaciones y, de otro, un tema, que él mismo reconoce «sumamente importante
no tratado en el artículo [que] se sintetiza en el título del libro y en su frase final: «Los
choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz mundial; un orden
internacional basado en las civilizaciones es la garantía más segura contra una guerra
mundial». Ante la emergencia de un nuevo orden mundial, dirigido y tutelado por
Occidente, que expresa una forma de globalización cual es la implantación, sutil y
aparentemente no violenta, de una civilización universal (y uniformadora) que se
pretende construir sobre sistemas político-económicos próximamente emparentados con
las democracias liberales y con las pautas de consumo y cultura popular puramente
occidentales, Huntington teme la reacción violenta de las sociedades que no han
asumido aún (o no quieren o no pueden hacerlo) los «valores y doctrinas» de uso común
en Occidente. Pero también los choques «marginales» entre otras sociedades con
culturas diferentes y diferenciadas, que se adivinan en las proximidades de lo que llama
«líneas de fractura», por medio de los cuales unas pretenderían imponerse y otras no ser
anuladas.
Loable intento el de Huntington; pero, nos tememos que la evidente transforma- ción de
la concepción clásica del Estadonación (que debe ser repensada) no implique la
asunción del concepto de «civilización» (no demasiado bien acotado, o definido, ni des-
lindado del de «cultura», al que indudablemente va ligado, pero del que no es sinónimo)
como sujeto de las relaciones entre los hombres y los pueblos; que lo que hemos dado
en llamar globalización no se compadezca con la multiplicidad y la diversidad y que,
tras palabras como moralidad, derechos humanos, respeto a las minorías, aceptación de
la multiculturalidad y la diferencia, suenen, como motores de las relaciones
internacionales, o se oculten, como motivaciones de los Estados, otros conceptos.
Hay, pues, que entender la globalización como los acelerados cambios económi- cos,
culturales y de relaciones de poder que socavan la rigidez de las actuales fronteras y el
concepto mismo de Estado-nación. La globalización es un proceso, que tiende a la
consecución de un «mundo global» y cada vez más uniforme y, por tanto, un proceso de
transición, un proceso de transición política. Proceso en que las relaciones capitalistas
de mercado se intensifican con el objetivo de alcanzar un ámbito universal y provocan,
al mismo tiempo, importantes modificaciones en las relaciones entre los Estados.
Cuando se habla de globalización se está hablando del intento de integrar el mundo
entero, todo el mundo, en un sistema único de autoridad –expresión de la voluntad
manifiesta en las relaciones de poder–, centrado sobre la «verdad» de la supremacía de
la concepción polí- tico-económica de las democracias neoliberales occidentales, para
conformar un conjun- to singular de instituciones supraestatales, soportado, dirigido y
tutelado por un Occiden- te y por unas Naciones Unidas, en cierta forma, controladas
por los países occidentales y, en particular, por la potencia hegemónica, los Estados
Unidos de Norteamérica.
El problema es que este proceso (en el que toman parte activa, además de la econo- mía,
las nuevas tecnologías informáticas y telemáticas y la llamada «sociedad de la infor-
mación»), en principio, sólo afecta a un número muy determinado de países y a un por-
centaje no muy elevado de la población mundial. El germen de la globalización tiene su
epicentro, desde el que se irradia su afán expansivo, en el área geográfica dibujada por
Norteamérica y Europa occidental, al que se van uniendo a manera de satélites, no autó-
nomos y, por tanto, en alguna manera dependientes, áreas concretas como Sudamérica y
Europa del Este.
Evidentemente, el control y el dominio a que se aspira ahora, desde el nuevo «es- pacio
corazón» (el «área seminal» de la globalización) no es el control material del terri- torio
ni su ocupación militar. Basta con imponer en Eurasia o en parte de ella y, desde ahí,
tratar de hacerlo en las zonas en las que aún no se haya logrado, formas de gobierno
formal y operativamente afines a las de Occidente (democracias más o menos
representa- tivas) y sistemas económicos basados en la economía capitalista, en una
economía liberal de mercado en la que la creación de capital pueda transformarse en
creación de consumo. Es decir, en extender todo lo posible los principios político-
económicos de las democracias neoliberales, bajo el control de las potencias que
componen el «vínculo transatlántico». El procedimiento: la globalización; el objetivo,
un «mundo global» que, tal vez, pueda hacernos soñar, aunque sea a largo plazo, con un
«fin de la historia» que, segura- mente, no será el que preconiza Fukuyama.
La lectura que podemos hacer de este planteamiento es que, en el seno del «espacio
corazón», unificado por un concepto político y una praxis económica idéntica, las
fronteras han dejado de ser violentas y alcanzado una flexibilidad sin precedentes. Por el
contrario, en los márgenes de este «espacio-corazón» y, en mayor medida, cuanto más
nos alejamos de ellos, las fronteras del conjunto con el resto del mundo y de los demás
Esta- dos entre sí siguen siendo, al menos eventualmente, fronteras de violencia. De
donde se desprende que la posibilidad de conflictos entre los Estados que componen el
«espacio- corazón» ha desaparecido prácticamente, mientras se mantiene la
potencialidad de cualquier estallido más allá del limes del «área seminal».
Una de las características más destacadas de estas guerras (que comienzan a llamarse
insistentemente conflictos armados, para evitar toda la carga semántica, técnica y legal
que arrastra la palabra guerra) es que en ellas no se enfrentarán necesariamente dos
Estados. El surgimiento de grupos étnicos, religiosos, etc., capaces de estructurar una
política concreta al margen de los Estados, o por encima o a través de ellos, con
conexiones transnacionales y con posibilidades de acceder a medios financieros,
tecnológicos e informáticos de gran envergadura, plantean la eventualidad de nuevos
tipos de conflictos que, con viejos nombres, habrán de ser combatidos, tanto desde el
núcleo del «área seminal», como desde cualquier Estado o coalición que acepte como
base de la convivencia las normas de la «gobernanza cosmopolita».
Estos nuevos conflictos, luchas entre grupos (peleas entre delincuentes o guerras civiles)
o luchas de estos grupos contra un Estado o coalición de Estados (guerrilla, insurgencia
o terrorismo) no son fáciles de enmarcar en los tipos anteriormente definidos, sin
embargo participan de características de todos o alguno de ellos y configuran eso que se
ha dado en llamar intra/extraguerras y que en realidad son conflictos de
geometría/simetría variable, más que conflictos asimétricos.
En cualquier caso, este último tipo de conflictos, presenta dos problemas básicos,
directamente relacionados con su supuesto origen (el terrorismo internacional) y la
hipotética respuesta (la legítima defensa).
Los grupos que se supone están detrás de los atentados, y quienes, aparentemente, los
alientan y financian, pretenden (y muestran decididamente) un enfrentamiento directo y
absoluto con las normas que constituyen la «gobernanza cosmopolita» y presentan un
carácter marcadamente multinacional o transnacional, una evidente diversidad en sus in-
tereses más inmediatos; pero, sobre todo, no se aprecia, al menos a primera vista, un
objetivo inmediato en sus acciones, más allá del enfrentamiento directo al bloque
dominante (en este caso, a los componentes del «vínculo transatlántico», en tanto que
«espacio-corazón», motor de la globalización) y de la apetencia de socavar su
preponderancia, así como de mostrar a la opinión pública mundial los efectos de su
acción.
Para los Estados afectados por los atentados, estas acciones, aparte de execrables, son
simplemente acciones violentas, ataques (en la mayoría de los casos, armados) a su
integridad o su seguridad. Y la respuesta, con toda seguridad, debería ser ajustada al
Derecho y presentada como tal. El problema, aquí, radica en la identificación del
enemigo, un enemigo casi etéreo y camuflado entre las múltiples derivaciones de
complejas redes interrelacionadas, con conexiones transnacionales, tanto en lo
ideológico como en lo eco- nómico y contra el que no hay más salida que la respuesta
coordinada en lo económico, en su aislamiento en el ámbito internacional hasta su total,
si es posible, anulación y en lo militar/policial (porque lo militar, en ocasiones, tendrá
una importante componente policial, y viceversa) cuando la identificación llegue a
niveles lo suficientemente precisos como para poder designar los objetivos a batir.
Las acciones terroristas y la respuesta en el plano bélico son consideradas por los
actores (desacertadamente, en todo caso) como una forma de guerra, por muy irregular
que ésta sea. Sin embargo, lo cierto es que su auténtico carácter no es otro que el de
suplemento de la guerra (ese concepto con valores constatativos y preformativos,
técnicos y legales, hasta hoy, bien definidos). Algo que suplementa a la guerra, que se
añade para completarla, pero que también la suple, que se pone en su lugar. Y éste es el
gran problema. En el caso de la respuesta, considerarla una guerra implicaría darle a
estos grupos (considerados, en realidad, como delincuentes) la categoría de sujetos del
Derecho Internacional y, lo que es peor, conferirles a los terroristas el estatuto de
combatientes. El terrorismo, por su parte, en determinadas ocasiones (casi todas) ocupa
o quiere ocupar el lugar de la guerra como instrumento de la política. Pero si, como se
ha dicho en otro sitio (Ga Caneiro, 2000), la guerra es el suplemento de la política, nos
encontramos con la paradoja de la aparición del terrorismo como suplemento de un
suplemento.
La legítima defensa
La legítima defensa argumentada y esgrimida para dar respuesta a una agresión del tipo
de la que estamos hablando corre el riesgo real de ser manipulada e, incluso, pervertida.
Veamos, como caso paradigmático, la guerra de Afganistán.
Parece evidente que lo que se puede conseguir, más allá de la captura o no de Ben
Laden y de una más que probable inmovilización a medio plazo de los grupos terroristas
islámicos (y por extensión, de otros no tan islámicos) que perderán las facilidades de
financiación, ayuda material y cobijo por parte de determinados estados, es crear las
condiciones objetivas suficientes (y necesarias) para la expansión de un imparable
proceso de globalización en marcha.
No en vano de este conflicto salen reforzados (por convencimiento o por sentirse
deudores de una ayuda que no podrán saldar de otra forma) todos los regímenes
prooccidentales; quedarán en estado larvado, al menos durante algún tiempo, los
endémicos conflictos que salpican la región y se podrá controlar militarmente (fuerzas
occidentales, o aliadas, ocupan un acimut de casi 360° desde Paquistán hasta
Uzbekistán, pasando por el índico, el Golfo, el Mediterráneo oriental, Turquía, etc.) un
espacio geográfico que, además de un indudable valor geoestratégieo, posee un elevado
porcentaje de las reservas energéticas del planeta. La asunción (aceptación), en esa parte
del globo (por convencimiento, interés, ósmosis, imposición o necesidad) de esa gran
«verdad» que Occidente produce en sus relaciones de poder y que es la primacía, al
margen de cualquier argumento basado en la religión, la civilización, la nacionalidad,
del modo político demomás formal) y del modo de economía de mercado tiempo.
Lo que viene a suponer un torpedo (y el símil es más que aceptable en este foro) en la
línea de flotación del Derecho Internacional Público y en la del marco básico de
convivencia internacional que pretendía ser la Carta de S. Francisco en la que se
renunciaba, prima facie, a la fuerza para dirimir los conflictos. Situación que, con toda
seguridad, hará que Grocio e, incluso, el Padre Victoria se revuelvan inquietos en sus
tumbas.