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La Antropología Aplicada

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Universidad Autónoma de Santo Domingo

Asignatura:

Maestro:

Sustentantes:

La antropología aplicada y sus repercusiones en el desarrollo


económico, social y cultural de la sociedad.

La Antropología aplicada se refiere al uso de la ciencia antropológica para resolver


problemas prácticos, ya sea suministrando información, proponiendo planes de acción o
involucrándose en la acción directa. La antropología aplicada entra dentro de dos
categorías, la investigación aplicada y la intervención aplicada. Gran parte de la primera
responde a razones de política social, suele llevarse a cabo bajo rúbricas de “evaluación
del impacto social”, “valoración de los recursos culturales” o “análisis de desarrollo
tecnológico”.

Las prácticas de intervención se centran casi siempre en comunidades no en individuos.


Pretenden, identificar la percepción de las necesidades por parte de la comunidad como
una parte importante del proceso de diseño de programas; y fomentar el desarrollo de
organizaciones autorizadas en las comunidades. La antropología aplicada utiliza mucho
más los métodos cuantitativos, especialmente los análisis formales y estadísticos, que el
resto de los antropólogos.

La antropología económica es una parte de la antropología sociocultural que, si bien


es inseparable de las otras partes, debido a la consideración global u holista que para la
antropología tienen los modos de vida o las culturas, presenta unas características
propias que permiten su análisis individualizado. En este sentido, no es un caso distinto
del de la antropología política o del de otras partes de la antropología sociocultural.
Progresivamente, y de manera especial desde mediados del siglo XX, la antropología
económica se ha consolidado como una parte de la antropología dedicada al estudio de
los procesos de producción, distribución e intercambio de las sociedades humanas, con
metodología propiamente antropológica. Esta apreciación no oculta la importancia que
ha tenido en el desarrollo de la antropología económica su interacción con la economía,
en tanto que ciencias sociales fronterizas.

Al igual que sucede en la economía, en la antropología económica hay dos


planteamientos básicos, que a su vez dan lugar a otros. Uno de esos planteamientos es el
que podemos denominar macrosocial y que, como se verá más adelante, es el adoptado
por los antropólogos que se decantan por un punto de vista sustantivista. También es
propio de los antropólogos que desenvuelven sus estudios en un marco teórico marxista.

El otro planteamiento es microsocial, dirigido al estudio de la vida cotidiana de las


personas, elaborando estrategias personales, a veces innovadoras, que se nutren de la
cultura del grupo social en el que viven. En general, los antropólogos que prefieren el
punto de vista microsocial tales como los que optan por los modelos procesuales y de
toma de decisiones, muestran un especial interés por captar la forma en que los actores
sociales consiguen sus objetivos a través de soluciones basadas en la racionalidad.

Como sucede en cualquier otra parte de la antropología sociocultural, y en cualquier


otra disciplina científica, la antropología económica es producto de una evolución y
también de una dialéctica que, en ocasiones, ha sido enconada, y que ha producido
teorías que hoy alimentan el estudio de las culturas. En todo caso, el largo debate entre
sustantivistas y formalistas es una de las claves para entender esta progresión científica,
por más que en nuestros días se halle, en buena medida, superado.

Los antecedentes

Antes de los años veinte del siglo XX, no fueron pocos los autores que prestaron
atención a los aspectos económicos de la cultura, si bien de manera siempre aislada y, a
veces, de forma intensa. Así, no pasa desapercibido el interés por la economía en L. H.
Morgan, en F. Boas o, desde el punto de vista socio‐antropológico en E. Durkheim y en
M. Weber.

Sin embargo, hay que esperar a que se publiquen las primeras obras de B. Malinowski,
y muy especialmente Los argonautas del Pacífico Occidental en 1922 para que el
estudio de los fenómenos económicos comience a ser una constante. El análisis que
realizó este autor del Kula en las Islas Trobiand ejerció una influencia duradera, sobre
todo en lo referente a la distribución de los bienes y los servicios. En la obra de
Malinowski late la idea de que los fenómenos económicos en las sociedades primitivas
son inseparables de los aspectos puramente sociales, antes que el interés que dichas
sociedades muestran por la economía desde un punto de vista puramente individual.

Un aldabonazo más está representado por la publicación del “Essai sur le don” (1923‐
1924), que pasó a convertirse en una obra de referencia para la escuela sociológica
francesa. Mauss se fijó en lo que denominó “hecho social total”, de suerte que, a su
juicio, la economía estaba fundida con el resto de la cultura, hasta el extremo de que no
era posible separarla de otras manifestaciones. Para ello repasó las obras sobre las
sociedades primitivas, sin perder de vista lo que sucedía en las modernas sociedades
complejas.

La orientación sustantivista

Es opinión generalizada entre los antropólogos que el sustantivismo arranca claramente


de la obra de un historiador de la economía llamado K. Polanyi, y concretamente de la
publicación de su obra La gran transformación en 1944. Complementariamente, en 1957
impulsará la obra colectiva titulada Comercio y mercado en los imperios antiguos, de la
cual fue editor juntamente con C. M. Arensberg y
H. W. Pearson. Una y otra tendrán una fuerte repercusión en la antropología europea y
en la norteamericana.

De acuerdo con la teoría sustantivista, la definición económica más clásica, la que hace
referencia al binomio de la utilidad y la escasez, no funciona como tal en las sociedades
más elementales, mientras que, por otro lado, los sistemas económicos carecen de la
continuidad que les atribuyen los economistas de la teoría clásica. La razón se halla en
que la economía está regulada por reglas fundamentalmente sociales y culturales, que
poseen una identidad propia en cada grupo humano.

Si bien la adjetivación de sustantiva utilizada por Polanyi para referirse a la economía


adquiere éxito muy pronto, el uso inicial del adjetivo corresponde a M. Weber, de quien
la toma aquél. Hay que añadir que esta percepción de la economía de Weber se traslada
a la obra de R. Thurnwald, uno de sus discípulos, quien gracias a su estudio sobre los
Bánaro (1916) acabará influyendo verdaderamente en Mauss, en Malinowski, en el
propio Polanyi y en otros.

Realmente, Polanyi fue un personaje intelectual muy influyente en los países donde
vivió, es decir, en Austria, en Hungría, en Inglaterra y en Estados Unidos, así como en
Canadá, donde falleció, y en estos últimos lo fue muy especialmente. En su trayectoria
vital se vio obligado a cambiar de país por razones políticas, al salir primero de Hungría
tras la proclamación de la República Soviética de Hungría en 1923, y de Austria tras el
ascenso fascista, en 1933. Fue una figura, realmente, muy destacada en los círculos
intelectuales del socialismo cristiano europeo y americano.

La reflexión de Polanyi se resume en la idea de que el pensamiento utópico del


liberalismo económico se desmorona en el mundo occidental de comienzos del siglo
XX, provocando enormes crisis sociales y políticas. En dichas sociedades, y de la mano
del liberalismo, la economía se había independizando de las demás instituciones
sociales, como paso previo a la dominación de las mismas.

Sin embargo, partiendo de los estudios antropológicos e históricos era posible


comprobar, según Polanyi cómo en otras sociedades la economía se halla “incrustada” o
“empotrada” (embedded) en el resto de las instituciones sociales, de modo que no es
posible un análisis independiente de los aspectos económicos. Antes bien, lo
económico y lo social se hallan indisolublemente unidos en mucha sociedades. Es,
desde este punto de vista, donde su teoría concordará con la de Mauss del hecho social
total que atisba éste en su “Ensayo sobre el don”.

Por tanto, la gran oposición de Polanyi a la teoría clásica reside en que, según él, la
toma de decisiones no se realiza como se sostiene en esta última, de manera
individualizada, como suma de acciones separadas, sino que las decisiones económicas
obedecen a procesos profundamente institucionalizados socialmente, justamente debido
a la “incrustación” económica.

Nada hay en la cultura, según Polanyi, que sea ajeno a la economía, lo que impide la
comprensión separada de esta última que proclama el formalismo. En la concepción de
Polanyi sólo el desarrollo del mercado había generado una apariencia de independencia
de la economía, lo cual explicaba que la definición al uso en el mundo occidental
respondiera no a la economía en general, sino a la economía capitalista en particular. Y
según el propio Polanyi, esta concepción empírica había tenido una profunda
repercusión académica.

El pensamiento de Polanyi y el de Mauss alcanzaron a muchos antropólogos y a


cultivadores de las ciencias sociales. En la antropología, poco a poco, y partiendo del
sustantivismo, se producirá el nacimiento de una nueva orientación de tipo culturalista.

La orientación formalista

El formalismo, dentro de la antropología económica, defiende la teoría económica en su


concepción más académica: la gestión de medios escasos con el propósito de satisfacer
necesidades alternativas. A los antropólogos les correspondería el estudio de las
economías en las sociedades tradicionales, para que procediendo comparativamente
puedan llegar a un teoría de la relación entre economía y sociedad. Por tanto, parten de
la aceptación universal de la definición más clásica de la economía, negando la cautela
sustantivista en relación con las economía simples.

Esta orientación formalista, que se evidencia como alternativa a la línea sustantivista, se


manifiesta en los años cincuenta del siglo XX y es bien perceptible en uno de los
antropólogos más destacados en el campo de la antropología económica, en M.
Herskovits, integrante del semillero de Franz Boas y conocido africanista, tras iniciarse
en las culturas négridas de Estados Unidos y de Brasil. Su visión está contenida en su
Economic Anthropology (1952), traducida desde 1954 en la colección del Fondo de
Cultura Económica.

Un defensor más de la línea formalista es el antropólogo neozelandés, formado en Gran


Bretaña, R. Firth, cuya obra inicial tratará precisamente sobre la economía primitiva de
los maoríes (1927). Toda su obra está recorrida por el estudio de las economías
primitivas, especialmente por la de los Tikopia del Pacífico Sur. Su conclusión es que
en las economías más simples nunca falta la elección entre fines alternativos,
exactamente igual que lo que sucede en las sociedades complejas, aunque puedan existir
diferencias de escala.

Uno de los antropólogos en los que con más intensidad está presente el presupuesto
formalista es R. Burling, en sus estudios sobre las teorías de la maximización y la
antropología económica. Al igual que en el caso anterior, el autor atribuye validez
universal a la elección entre fines alternativos, independientemente de las culturas.

La discusión entre sustantivistas y formalistas tiene interés en una época determinada, la


de mediados del siglo XX, al contraponerse dos formas de ver la vida: la que defiende el
altruismo de las sociedades más elementales y adopta una posición antimercado, y la
que encuentra la racionalidad en todas las sociedades. Es una discusión que, contando
con apoyos en el trabajo de campo, es un tanto forzada por razones ideológicas.
Evidentemente, la discusión se atenúa en los años siguientes, hasta hacerse inexistente
en la práctica.

Otras orientaciones

Realmente, la polémica que se produce en la antropología entre formalistas y


sustantivistas es paralela a la que tiene lugar en la propia economía entre los
institucionalistas y los marginalistas. Estos últimos se rebelaban contra la respuesta
uniforme de la economía a todo tipo de análisis de sociedades. Acaso bajo la propia
influencia de la economía, pero también acusando el recibo de teorías procedentes de
otras ciencias sociales y humanas, poco a poco, a medida que discurre la segunda mitad
del siglo XX van apareciendo nuevas orientaciones en la antropología económica. Aquí
se llama la atención sobre algunas orientaciones, de signo diverso que se van
incorporando, en algún caso como retoños de enfoques previos.

Antropología económica marxista

En la Francia de mediados de los años sesenta cobra fuerza la orientación marxista, la


cual, como se ha dicho, enlaza con la tradición socio‐antropológica francesa y está
conectada con el estructuralismo y el sustantivismo. Adquiere singular relieve gracias a
autores como M. Godelier, C. Meillassoux, E. Terray y otros, recogiendo la influencia
de L. Althusser.

La antropología de signo marxista es conocida como la nueva antropología económica,


debido a su fuerte personalidad. En el caso de la antropología económica francesa de
signo marxista el propósito inicial fue hacer de la antropología económica una
antropología materialista‐histórica, distinta en sí misma de la antropología socio‐
cultural.

En cuanto al objeto de esta antropología económica marxista, el mismo se hallaría en las


sociedades precapitalistas, esto es, en las llamadas sociedades si clases que
representaron, a su vez, el objeto de la antropología en las primeras fases de su
desarrollo, antes de que se incorporaran a los análisis antropológicos las sociedades
complejas.

Uno de los intereses de la antropología económica marxista reside en el conocimiento


de los modos de producción, a través de los cuales puede verse cómo las fuerzas
productivas y las relaciones personales convergen en las distintas sociedades y en las
diferentes épocas para generar los bienes que necesita cada sociedad. Los teóricos
franceses (Godelier, Meillassoux, etc.) ya no creían en la sucesión rígida de modos de
producción, como planteó Marx, pero sí mantenían la idea de que la infraestructura y la
superestructura constituían los pilares del modo de producción.

El otro concepto que está muy presente en la antropología económica marxista es el de


formación social, es decir la manera en que el modo de producción opera sobre una
sociedad, en un lugar determinado, propiciando una superestructura política, jurídica,
etc. Tanto el concepto de modo de producción como el de formación histórica,
empleados por Marx, constituyen elementos indispensables en los enfoques de las
ciencias sociales.

A partir del entorno del estructuralismo, M. Godelier comenzó su carrera estudiando el


modo de producción asiático y cuestionando la separación que hacía el marxismo
clásico entre la infraestructura económica y la superestructura ideológica. La
publicación de su obra sobre la producción de “grandes hombres” entre los Baruya de
Nueva Guinea (1982) tuvo una gran repercusión en los planteamientos antropológicos
de la época.

Los modelos culturalistas

Como se ha dicho más atrás, la reelaboración del sustantivismo deviene en un


culturalismo, en un proceso que es paralelo a la evolución que en el formalismo se
produce hacia la toma de decisiones.

Esta perspectiva parte de un gran espectro de conexiones entre la economía y la cultura,


mucho más amplio que el que contemplaba el sustantivismo. De otra parte, mientras que
el sustantivismo ponía el énfasis en el intercambio, el culturalismo lo pone en la
producción.

Esta orientación culturalista se percibe claramente en los trabajos de M. Sahlins, S.


Gudeman, M. Douglas y J. Goody. Sus estudios perciben las economías como sistemas,
mostrando particular interés por analizar la correspondencia entre sistemas económicos
y sociales en sociedades particulares, siguiendo así la tradición de la escuela socio‐
antropológica francesa de E. Durkheim, M. Mauss, C. Lévi‐ Strauss y Dumont.

Hay una diferencia muy notable entre el culturalismo y la toma de decisiones. Mientras
esta última se fijaba particularmente en las decisiones individuales, en el culturalismo el
examen recae sobre la colectividad. Los precios de las cosas tienen una importancia
trascendente para los estudiosos de la

toma de decisiones, mientras que para los culturalistas sólo lo tienen en relación con el
lugar que ocupan en la cultura entendida como un todo, sin descender al detalle de los
valores.
La producción

Se entiende por producción al proceso por medio del cual se crean los bienes
económicos que han de satisfacer las necesidades humanas. Esa producción existe en
cualquier sociedad, pero en grados muy diferentes. Tampoco se produce con arreglo a
las mismas pautas sino que, salvando aquéllas que forman parte de la división elemental
del trabajo la variación es grande. Cualquier forma de producción requiere actividades
encaminadas a un fin y requiere medios para alcanzar dicho fin. Es importante apreciar
que la producción genera relaciones sociales que cambian en las sociedades y en las
épocas, de acuerdo con las normas, los valores y las creencias propios de las culturas.
Los procesos de cambio afectan a todos los ámbitos de la cultura e introducen
modificaciones que pueden ser sustantivas en la producción, como también lo pueden
ser en la distribución y en el intercambio. El característico consumo de nuestras
sociedades occidentales retroalimenta una inmensa producción que ha sido desconocida
en otras épocas. La producción se ajusta a pautas objetivas, las cuales, para su
comprensión, pueden clasificarse de acuerdo con los modos de producción.

Los medios de producción

El concepto de medio de producción, como el de modo de producción y otros fue


introducido por la teoría marxista en la crítica social. En la actualidad se consideran
útiles para realizar análisis teóricos, aunque con algunas diferencias con respecto a su
significado de origen.

En general, podemos entender por medios de producción los instrumentos y materiales


que intervienen en el proceso de trabajo. De este modo, hacen referencia a la obtención
de materias primas, a la producción de los derivados de las mismas y a todo lo que
conduzca a la obtención final de los bienes materiales. Todo aquello que el ser humano
requiere para actuar sobre la Naturaleza o sobre los objetos en general se puede incluir
en los medios de producción, si cumple con el requisito que se acaba de mostrar: que el
resultado final que se pretende sea el de la obtención de bienes materiales.

Así, se consideran medios de producción la tierra, las herramientas (elementales o


complejas, como las máquinas), las unidades materiales de producción (fábricas, talleres
y oficinas), los almacenes, los transportes y el dinero.
Dependiendo de las épocas y de las sociedades, se producen modificaciones en la
relación de medios de producción. Algunos, como los útiles, están presentes en todas las
culturas. Sin embargo, mientras en algunas sociedades la tierra tan sólo genera derechos
de uso, en otras, además de producir estos mismos derechos genera también otros, como
los de propiedad. Las primeras sociedades que incorporaron el dinero lo hicieron hacia
el siglo VII a. C., mientras que otras lo han hecho en época tan reciente como el siglo
XX. El capitalismo y la industrialización consecuente han hecho más compleja la
relación de medios de producción.

En los análisis antropológicos el uso de los medios de producción tiene una gran
importancia. En algunas sociedades, como las forrajeras, los vínculos entre los
individuos y la tierra son transitorios y breves. En otras, como en las de los
horticultores, son algo más duraderos, pero transitorios por lo general, tanto porque cada
vez que se agota la tierra que explotan se trasladan para iniciar el cultivo en un espacio
distinto, como porque las parcelas son asignadas por el grupo a las familias con carácter
temporal, a veces por el tiempo que dura un ciclo vegetativo. En las sociedades de
agricultores, sin embargo, el vínculo entre las personas y la tierra, es muy duradero.

Los medios de producción están ligados a unas relaciones sociales que son cambiantes
culturalmente. El matrimonio, la familia y los grupos de filiación son requisitos
insalvables del acceso a la tierra y a los demás medios de producción en muchas
sociedades de horticultores, por ejemplo. En otras, el acceso a la tierra y a los medios de
producción tiene un carácter más individual, pero siempre en el marco de relaciones
sociales institucionalizadas.

En las sociedades de pastores, el matrimonio, la familia y el grupo de filiación procuran


el acceso a los ganados y al aprovechamiento de los pastos. Ahora bien, mientras que la
relación con los animales genera permanencia y exclusividad, no así la relación con la
tierra que deviene en derechos de uso de muy diversa índole. Valgan como ejemplo las
conclusiones del trabajo de F. Barth acerca de los pastores de Irán y de Afganistán.

La organización del trabajo

En todas las sociedades humanas el trabajo está organizado con arreglo a criterios que
tienden a ser predecibles. Sin embargo, entre las sociedades de cazadores‐recolectores y
las nuestras hay grandes diferencias. También entre las sociedades complejas hay pautas
culturales muy variadas.

Existe una división social del trabajo a la que Durkheim (1859‐1917) denominó
elemental, tal como el autor explica en la obra que lleva este mismo título, La división
del trabajo social (1893), la cual es universal, aunque por razones de progreso
tecnológico ha quedado difuminada en las modernas sociedades complejas. Esta
división elemental del trabajo utiliza los criterios de edad y sexo.

Por lo que parece, de acuerdo con las numerosas investigaciones antropológicas, en las
sociedades llamadas "primitivas" el criterio en la organización del trabajo es elemental,
básicamente dado por la edad y el sexo, aunque cuando se desciende al detalle concreto
se aprecia que hay roles que pueden ser desempeñados igualmente por hombres que por
mujeres, de modo que la asignación a aquéllos o a éstas es puramente cultural. En estas
sociedades, aunque la regla más habitual es que los hombres cazan y las mujeres
recolectan, la separación de roles es un tanto difusa. Las mujeres pueden participar en
algunas labores de caza, sobre todo si es caza de animales de pequeño tamaño con
riesgo menor.

En estas mismas sociedades "primitivas", si se las puede llamar así, el liderazgo es muy
ocasional. El grupo puede cambiar de líder tantas veces como cambie de actividad.
Aunque el liderazgo del grupo es generalmente masculino, el de algunas actividades
puede ser femenino. Por otro lado, dado que el consenso en la toma de decisiones es tan
importante, en algunas de estas sociedades no es raro que las mujeres participen en pie
de igualdad en la elección. Algunos trabajos antropológicos sobre los bosquimanos
como el de G. Silberbauer Hunter and Habita in the Central Kalahari (1981), en épocas
recientes, cuando todavía existían grupos dedicados auténticamente a la caza y a la
recolección, prueban la existencia de este principio.

Los grupos cooperativos de las sociedades forrajeras se basan a menudo en el


parentesco. En otras sociedades tradicionales, de horticultores y de agricultores, aunque
el parentesco sigue siendo un criterio en la formación de grupos, hay otros que son tan
importantes o más.
El tamaño de estos grupos cooperativos es muy variable entre las distintas sociedades.
El tamaño de una banda de forrajeros cambia también dependiendo de la época del año.
La abundancia o escasez de alimentos y de agua explican la dispersión o el
reagrupamiento de personas. Por ejemplo, entre los !kung bosquimanos la ausencia de
agua da lugar a reagrupamientos en torno a las charcas.

La división elemental del trabajo se percibe también en las sociedades de agricultores


tradicionales. Las mujeres realizan los trabajos que requieren menores inversiones en
energía física, aunque las tareas de estas últimas suelen precisar un tiempo de desarrollo
mayor. También hay preferencia, regularmente, por unir en la mujer el trabajo del
espacio doméstico con los trabajos agrarios secundarios: la crianza de los hijos y la
molienda rudimentaria del grano. Algunas tareas que requieren menor fuerza física son
realizadas por hombres y mujeres según las culturas, e incluso según las épocas del año,
atendiendo a criterios muy variados.

En el caso de las sociedades de pastores, los hombres se ocupan a menudo de los


animales más grandes, sobre todo de las tareas que requieren mayor fuerza. Sin
embargo, hay roles ganaderos muy cambiantes, como por ejemplo el ordeño. Este
último no es raro que sea llevado a cabo por mujeres.

También se observa que los trabajos especializados en muchas sociedades, con más
razón cuando es más simple la organización, no se realizan a tiempo total, como en las
sociedades complejas. En las sociedades tradicionales los especialistas artesanos lo son
a tiempo parcial, de modo que sólo practican la artesanía cuando la dedicación a las
tareas agrarias lo permite.

La especialización se ha incrementado hasta extremos inimaginables en las modernas


sociedades complejas, en las cuales las dificultades de las tareas y la productividad
llevan aparejada una minuciosa cualificación. Así se explica que la especialización en
nuestras sociedades haya devenido en una permanente modificación del estatus: riqueza,
prestigio y poder.

Las modernas sociedades complejas, nacidas del capitalismo y de la industrialización,


aunque en la actualidad se hallen en fase postindustrial, se caracterizan por la existencia
de un liderazgo, también complejo y cambiante, contrapesado con numerosos controles.
Otra particularidad de nuestras modernas sociedades complejas, surgidas de las
circunstancias que se acaban de señalar, es la existencia del contrato de trabajo que ata a
los empresarios y a los trabajadores, de acuerdo con el cual éstos saben, al menos,
cuánto tienen que trabajar, cuándo deben trabajar y cómo deben trabajar. El trabajo se
compra y se vende por unidades que, ocasionalmente, pueden ser mínimas.

El estímulo hacia el trabajo

En todas las sociedades las personas trabajan en una escala que va desde las
consideradas muy activas y diligentes hasta las menos laboriosas. En general, se observa
que las personas más trabajadoras son mejor valoradas socialmente, en el extremo
contrario que las holgazanas. De hecho, también por regla general, la socialización de
las personas suele acompañarse del aprecio hacia los valores que ensalzan el trabajo.

Un ejemplo de la valoración positiva que suscita la laboriosidad lo tenemos en el big


man de las sociedades de Nueva Guinea, que a menudo se esfuerza por aparentar, al
menos, ser persona trabajadora. Pero en otras sociedades, los aspirantes al liderazgo
hacen lo propio.

Ciertamente, sin embargo, que una sociedades son mucho más tolerantes que otras con
los holgazanes. En las modernas sociedades occidentales la holgazanería se asimila con
el desvalor, y hasta existe, o ha existido, en algunos Estados, legislación inflexible hacia
quienes rechazan el trabajo en sociedades de signo político muy diverso. Por el
contrario, en las sociedades igualitarias de los forrajeros existe, generalmente, una cierta
comprensión con la holgazanería aunque, a cambio, los perezosos no participen en el
reparto del botín diario en las mismas condiciones que los cazadores más activos, sino
en otras menos favorables.

También es evidente que en la mayor parte de las sociedades no sólo se presenta al


trabajo como un valor, sino que se fuerza al individuo a que trabaje, incluso sin
contraprestación a cambio. En las sociedades esclavistas el ser humano tan sólo recibía
lo necesario para seguir trabajando, en forma de

comida y de vestido (recuérdese que la abolición de la esclavitud se produjo en los


países occidentales en el siglo XIX y en algunos no occidentales en el siglo XX), pero
en otras sociedades existen condenas que convierten al trabajo en una obligación
imperativa y gratuita por su propia naturaleza.

Ahora bien, existen formas de trabajo forzado que pasan más desapercibidas en nuestras
sociedades. Así sucede con los trabajos propios del servicio militar obligatorio. Pero,
incluso, hay trabajos forzados universales, en nuestras propias sociedades, como son los
debidos a los tributos. El ciudadano tributa con una parte del trabajo que realiza en
beneficio de alguna de las Administraciones del Estado.

Antes habíamos visto como algunas de esas obligaciones propias del trabajo forzado
pueden ser impuestas por los particulares, como era el caso de las sociedades
esclavistas. Pero aunque la esclavitud haya sido abolida, todavía muchos particulares a
través de los contratos obligan a la otra parte a satisfacer rentas extraordinariamente
onerosas, en forma por ejemplo de aparcerías. Más aún, algunos particulares, al margen
de la legislación, y conviviendo, por tanto, con el delito, pueden obligar a otra persona a
cumplir con obligaciones que suponen la detracción injusta de un porción, mayor o
menor, del trabajo que realizan.

El intercambio de mercado

En esta forma de distribución de los bienes y servicios, el llamado principio de mercado,


se encarga de fijar los valores de las cosas, de acuerdo con la ley de la oferta y de la
demanda. Evidentemente, y por lo que se ha dicho antes, también los precios de los
medios de producción. Dicho en términos económicos, el intercambio de mercado, la
compra‐venta de bienes y servicios pretende una maximización del beneficio por parte
del vendedor y por la de comprador. Los bienes escasos e imprescindibles, en general,
son mucho más apreciados que los abundantes y sustituibles.

Por tanto, el intercambio mercantil comporta el dominio de lo económico sobre lo


social. Sobre todo en la reciprocidad, pero también en la distribución, lo social tiene una
trascendental importancia, mientras que en el intercambio mercantil lo social queda
supeditado por entero a lo económico.

En las transacciones de mercado comúnmente interviene el dinero, y más en las


modernas sociedades occidentales. Sin embargo, no es determinante su uso para que el
intercambio sea de mercado. En la actualidad, casi en cualquier sociedad, incluidas las
nuestras, hay intercambios de mercado en los que se intercambian bienes por bienes, por
ejemplo, dando lugar a trueques de carácter mercantil. Pero también hay otros contratos
en los que no interviene el dinero y, sin embargo, están determinados por la ley de la
oferta y la demanda.

En el siglo VII a. C. algunas sociedades de Asia Menor empezaron a utilizar la moneda


en las transacciones, y pronto comenzó a correr en otras sociedades vecinas. Sin
embargo, a mediados del siglo XX todavía había sociedades en el mundo que la
desconocían, y aún en el presente algunas que la conocen escasamente.

Los trabajos antropológicos ponen de manifiesto la existencia de monedas primitivas en


algunas partes del mundo en época muy cercana a nosotros: las ruedas de aragonita de
las islas Yap, las pastillas de te prensado de Siberia, las conchas de las islas Tonga, las
cuentas de vidrio de las islas Palaos, el ganado en África, etc.

Los conflictos del mundo actual globalizado del siglo XXI

El criminal atentado terrorista perpetrado contra las Torres Gemelas de Nueva York y
contra el Pentágono, la magnitud de la acción, la elección de los objetivos, su dinámica
operativa y su supuesta paternidad introducen, de golpe, nuevos parámetros en nuestra
concepción de la guerra. Parámetros que afectan directamente a la reconsideración de
los

tipos de guerra (conflicto armado) que pueden desarrollarse en un momento histórico


que hemos dado en llamar era de la globalización.

El cambio de escenario

El año 1989 marcó el más importante punto de inflexión en el transcurrir histórico de la


segunda mitad del siglo XX. La Unión Soviética se hundió en una descomposición
imposible de augurar unos años antes y el Muro de Berlín cayó con todo el estrépito de
un sistema político-económico absolutamente incapaz de mantenerse frente al
liberalismo democrático.

Ese mismo año, coincidiendo con el punto culminante de la imparable fractura de la


URSS y poco antes del derrumbe del Muro, Francis Fukuyama publicó su famoso
artículo «¿El fin de la historia?», cuyas ideas básicas desarrollaría más tarde en un libro
de parecido título.

La desaparición del mundo bipolar y la emergencia de un «nuevo orden mundial»


sentaban las bases definitivas para el desarrollo fulgurante de un proceso de
globalización que, al decir de Fukuyama, nos conduciría al «fin de la historia». La
democracia liberal, dice Fukuyama (1992), en tanto que sistema político y económico
característico de los países occidentales, «al ir venciendo a ideologías rivales, como la
monarquía hereditaria, los fascismos y, más recientemente, al comunismo podía
constituir ‘el punto final de la evolución ideológica de la humanidad’, la ‘forma final de
gobierno’ y, como tal, marca- ría ‘el fin de la historia’».

Fukuyama pretende atribuir a la democracia liberal el papel hegeliano de sujeto de la


historia en su estadio último de evolución. Y la expansión y consolidación de este
estadio en el mundo es lo que muchos han dado en llamar proceso de globalización, era
de la globalización.

Sin embargo, no hay evidencias para pensar que la globalización sea un proceso tan
imparable como algunos estiman –se aprecian importantes resistencias– y, acaso, ese
final de la historia que vaticina, deductivamente, Fukuyama no sea tan manifiesto y,
más bien, proceda de una lectura (e interpretación) quizás sesgada y, en cualquier caso,
precipitada de planteamientos hegelianos de mucho mayor fuste que el que Fukuyama
les atribuye, tales como «absoluto», «dialéctica» o «reconocimiento».

Por otro lado, no parece que ese fin de la historia pueda estar muy próximo, cuan- do, en
el mundo (excepción hecha de los países que conforman las riberas del Atlántico Norte,
Japón, Australia y algo más), un muy elevado porcentaje de habitantes no han tenido
jamás ocasión alguna de descolgar un teléfono y se cuentan por millones los que ni
siquiera tienen acceso a la electricidad; cuando gran parte del resto del mundo sigue vi-
viendo en unos niveles que van desde el neolítico hasta los bordes inferiores de la
civilización romana.

Sí parece, en cambio, que esa historia [history] cuyo fin preconiza Fukuyama no sea
más que un nuevo relato emergente, que pretenda sustituir a las Grandes Narraciones
destronadas, como la «unidad especulativa de todo conocimiento» de Hegel o «o la
emancipación de la clase trabajadora» de Marx. 0 en palabras de Foucault, una nueva
episteme, un sistema de pensamiento y conocimiento socialmente legitimado e
institucionalizado que pretende dictar su propia verdad y su propia razón.

Un nuevo relato conformado por un conjunto de historias, múltiples y superpuestas, que


pretenden mostrar (crear) la verdad de una legitimidad y enfrentarla a la descalificación
de todo lo excluido o excluible.

E1 hombre es (y lo ha demostrado en el transcurso del tiempo), pese a todo, lo


suficientemente activo, imaginativo, impredecible e imprevisible como para ir
construyendo la historia, su propia historia, sin predeterminarla y, menos aún, sobre
parámetros que aparentemente sólo nacen de las relaciones de poder. En cualquier caso,
la historia del fin de la historia será (debe ser, tendrá que ser) tan sólo la historia de un
tránsito dialéctico: la superación del enfrentamiento entre una «razón legítima» y una
«sinrazón excluida» (sea quien sea quien legitime y excluya) en un juego conjunto de
racionalidades plurales.

Pero, de cualquier manera, ese hipotético «final de la historia», presupone la reali- dad
de la puesta en obra de un proceso, imparable o no, irreversible o no, pero determina- do
y concreto, de globalización.

Desde otra perspectiva, teñida también, aunque sea implícitamente, por la sombra de la
globalización, Samuel Huntington, en 1993, publicaba un artículo titulado «¿Choque de
civilizaciones?». Las ideas y teorías planteadas en este artículo las analizó con mayor
profundidad y extensión en el libro del mismo título publicado en 1996. Las tesis
básicas del libro de Huntington (1997) son, de un lado, la posible transformación de los
clásicos conflictos entre Estados en choques (la mayor parte de las veces, violentos)
entre civilizaciones y, de otro, un tema, que él mismo reconoce «sumamente importante
no tratado en el artículo [que] se sintetiza en el título del libro y en su frase final: «Los
choques de civilizaciones son la mayor amenaza para la paz mundial; un orden
internacional basado en las civilizaciones es la garantía más segura contra una guerra
mundial». Ante la emergencia de un nuevo orden mundial, dirigido y tutelado por
Occidente, que expresa una forma de globalización cual es la implantación, sutil y
aparentemente no violenta, de una civilización universal (y uniformadora) que se
pretende construir sobre sistemas político-económicos próximamente emparentados con
las democracias liberales y con las pautas de consumo y cultura popular puramente
occidentales, Huntington teme la reacción violenta de las sociedades que no han
asumido aún (o no quieren o no pueden hacerlo) los «valores y doctrinas» de uso común
en Occidente. Pero también los choques «marginales» entre otras sociedades con
culturas diferentes y diferenciadas, que se adivinan en las proximidades de lo que llama
«líneas de fractura», por medio de los cuales unas pretenderían imponerse y otras no ser
anuladas.

Frente a estos choques, violentos, entre diferentes civilizaciones, propone un nuevo


orden basado en la relativización de la cultura y la búsqueda de una moralidad
«minimalista» que, sin duda, se encuentra en todas las culturas. Porque, asegura que,
«en un mundo de múltiples civilizaciones, la vía constructiva es renunciar al
universalismo, aceptar la diversidad y buscar atributos comunes».

Loable intento el de Huntington; pero, nos tememos que la evidente transforma- ción de
la concepción clásica del Estadonación (que debe ser repensada) no implique la
asunción del concepto de «civilización» (no demasiado bien acotado, o definido, ni des-
lindado del de «cultura», al que indudablemente va ligado, pero del que no es sinónimo)
como sujeto de las relaciones entre los hombres y los pueblos; que lo que hemos dado
en llamar globalización no se compadezca con la multiplicidad y la diversidad y que,
tras palabras como moralidad, derechos humanos, respeto a las minorías, aceptación de
la multiculturalidad y la diferencia, suenen, como motores de las relaciones
internacionales, o se oculten, como motivaciones de los Estados, otros conceptos.

Globalización y rehabilitación de mackinder

Si asumimos vivir en la era de la globalización, procede, en unas pinceladas, intentar


definir cuáles son las características y los rasgos más acusados que la delimitan o dan
sentido al concepto.

El término globalización se utiliza, habitualmente, para hacer referencia a un pro- ceso –


en realidad, una serie de procesos– acerca de una amplia, profunda y rápida interco-
nexión mundial en multitud de aspectos, que van de lo «financiero» a lo cultural, de lo
social a lo medioambiental. El resultado aparece como un cambio global: un mundo
modelado/moldeado por fuerzas económicas y tecnológicas en un marco político-
económico común o, al menos, compartido.

La globalización se percibe como una transformación en la organización espacio-


temporal de las relaciones y las transacciones sociales de todo tipo, que genera flujos y
redes transregionales y transcontinentales de actividad, de interacción y, lo que es más
importante, de poder. Básicamente, la podemos identificar como la extensión evidente y
programada de actuaciones políticas y económicas concretas a través (y por encima de)
cualquier tipo de frontera (cada vez más permeables, al menos en determinados ámbitos
geopolíticos) y que presentan dos características claramente diferenciadoras: a) la abru-
madora intensificación de flujos (teóricamente, diseminantes/contaminantes; en
realidad, con una marcada, en cada caso, trayectoria unívoca, aunque multidireccional)
de, por un lado, comercio, inversiones, finanzas, cultura y, por otro y en sentido inverso,
movimientos migratorios y b) el asombroso incremento de la velocidad y rapidez
(provocada por el desarrollo del transporte y las comunicaciones) en la difusión de
ideas, productos comer- ciales, información, capitales, gente, etc.

Hay, pues, que entender la globalización como los acelerados cambios económi- cos,
culturales y de relaciones de poder que socavan la rigidez de las actuales fronteras y el
concepto mismo de Estado-nación. La globalización es un proceso, que tiende a la
consecución de un «mundo global» y cada vez más uniforme y, por tanto, un proceso de
transición, un proceso de transición política. Proceso en que las relaciones capitalistas
de mercado se intensifican con el objetivo de alcanzar un ámbito universal y provocan,
al mismo tiempo, importantes modificaciones en las relaciones entre los Estados.
Cuando se habla de globalización se está hablando del intento de integrar el mundo
entero, todo el mundo, en un sistema único de autoridad –expresión de la voluntad
manifiesta en las relaciones de poder–, centrado sobre la «verdad» de la supremacía de
la concepción polí- tico-económica de las democracias neoliberales occidentales, para
conformar un conjun- to singular de instituciones supraestatales, soportado, dirigido y
tutelado por un Occiden- te y por unas Naciones Unidas, en cierta forma, controladas
por los países occidentales y, en particular, por la potencia hegemónica, los Estados
Unidos de Norteamérica.

El problema es que este proceso (en el que toman parte activa, además de la econo- mía,
las nuevas tecnologías informáticas y telemáticas y la llamada «sociedad de la infor-
mación»), en principio, sólo afecta a un número muy determinado de países y a un por-
centaje no muy elevado de la población mundial. El germen de la globalización tiene su
epicentro, desde el que se irradia su afán expansivo, en el área geográfica dibujada por
Norteamérica y Europa occidental, al que se van uniendo a manera de satélites, no autó-
nomos y, por tanto, en alguna manera dependientes, áreas concretas como Sudamérica y
Europa del Este.

Por ello, podemos, recogiendo y revitalizando, mutatis mutandi, las teorías de


Mackinder, hablar de y considerar la emergencia de un nuevo pivote geopolítico de la
historia, de una nueva «tierra-corazón» que, suplantando a Eurasia y con objetivos y
mé- todos completamente distintos a los expuestos por Mackinder*, sea el origen y la
focal de una nueva y diferente expansión de dominio sobre todo el globo. El nuevo
centro irradiador de poder, el «área seminal» de la globalización (ahora podría ser un
«espacio-corazón» [heartspace]), estaría configurado por el área geopolítica que se ha
dado en llamar el «vínculo transatlántico» (en concreto, el núcleo de poder económico y
militar que supone la unión de Estados Unidos y Canadá, por un lado y, por otro, la
Unión Europea; en fin, un espacio asociado a la OTAN).

Eurasia, en cuanto «área pivote», mantendría su elevado interés geoestratégico


(teniendo en cuenta que la geoestrategia puede ser definida como «la gestión estratégica
de los intereses geopolíticos»); pero no ya como centro medular de las relaciones de
poder que pretenden dominar el mundo, sino como zona imprescindible de actuación y
control para el nuevo foco de poder (llámese Occidente, «vínculo transatlántico» o
potencias asociadas en la OTAN o, simplemente, Estados Unidos). Hay que seguir
diciendo con Mackinder que quien gobierne Eurasia dominará el mundo, pero hay que
decirlo ahora con la voz de Zbigniew Brzezinski (1998): «Para los Estados Unidos [y
aliados europeos, para Occidente], Eurasia es la principal recompensa política j...]
Eurasia es el mayor continente del planeta y su eje geopolítico. La potencia [coalición
de potencias] que domine Eurasia podrá controlar dos de las tres regiones del mundo
más avanzadas y económicamente más productivas.

Halford John MACKINDER publicó en 1904, en el Geographical Journal, XXIII, su


famoso artículo «E1 pivote geográfico de la historia», en el que preten- diendo superar
las teorías del poder naval de Mahan, considera a Eurasia, a la que, más tarde,
llamaría heartland [tierra-corazón], como el pivote sobre el que giraría toda la
concepción geopolítica del mundo. Desde la tierra-corazón se po- dría conseguir el
dominio del mundo. Esta teoría fue considerada importante y tuvo gran aceptación
entre los expertos alemanes en geopolítica en el período de entreguerras. Después de la
II G.M., Mackinder ratificó la validez de su teoría y del concepto de tierra-corazón,
cuando puso de manifiesto la posibilidad del con- trol mundial por parte de la Unión
Soviética, si ésta era capaz de conseguir el control de la Europa continental. El
advenimiento del poder aéreo y, más aún, la aparición de los misiles intercontinentales
acabó con la popularidad de la teoría de Mackinder, que basaba su capacidad en el
poder militar basado en tierra. Alrededor del 75% de la población mundial vive en
Eurasia y la mayor parte de la riqueza material se concentra también en ella, tanto en
sus empresas como en su subsuelo».

Evidentemente, el control y el dominio a que se aspira ahora, desde el nuevo «es- pacio
corazón» (el «área seminal» de la globalización) no es el control material del terri- torio
ni su ocupación militar. Basta con imponer en Eurasia o en parte de ella y, desde ahí,
tratar de hacerlo en las zonas en las que aún no se haya logrado, formas de gobierno
formal y operativamente afines a las de Occidente (democracias más o menos
representa- tivas) y sistemas económicos basados en la economía capitalista, en una
economía liberal de mercado en la que la creación de capital pueda transformarse en
creación de consumo. Es decir, en extender todo lo posible los principios político-
económicos de las democracias neoliberales, bajo el control de las potencias que
componen el «vínculo transatlántico». El procedimiento: la globalización; el objetivo,
un «mundo global» que, tal vez, pueda hacernos soñar, aunque sea a largo plazo, con un
«fin de la historia» que, segura- mente, no será el que preconiza Fukuyama.

La resistencia a esta expansión, que surge de muchos de los grupos, sociedades y


Estados que bullen en Eurasia (y en otras zonas del planeta) o el enfrentamiento entre
ellos (unos, aspirando a convertirse, en determinada área, en «intermediarios» de
Occidente, otros, resistiéndose al intento de aquellos, por ver de serlo ellos o por evitar
someterse a la influencia occidental; todos, buscando su cuota de poder), es lo que
dibujará las auténticas «líneas de fractura» en, o próximas a, los márgenes que vaya
marcando el «área seminal» en su expansión. Ahí es donde aparecerán los conflictos (o
sus génesis). De ahí partirán las amenazas para Occidente.

Las guerras que vienen


En el marco de un proceso de globalización cuya focal y génesis está en su «área
seminal» definida por el «vínculo transatlántico» y cuyo principal y casi definitivo
escalón para alcanzar el «mundo global» sería el control político-económico de Eurasia,
son perfecta- mente pertinentes las diferencias que Martin Shaw (1999) hace entre
fronteras de violencia y fronteras sin violencia. Asegura Shaw que en un mundo
marcado, primordialmente, por las relaciones estatales y nacionales, como el del siglo
XIX y gran parte del XX, las fronteras eran «fronteras de violencia», donde los
conflictos entre los Estados podían resolverse haciendo uso del monopolio legítimo de
la violencia, aceptado por todos. Sin embargo, a comienzos del siglo XXI, en plena era
de la globalización, las fronteras de los Estados entre los que ha habido una,
llamémosle, «unificación» política y económica han perdido aquella característica y se
han convertido en «fronteras sin violencia».

La lectura que podemos hacer de este planteamiento es que, en el seno del «espacio
corazón», unificado por un concepto político y una praxis económica idéntica, las
fronteras han dejado de ser violentas y alcanzado una flexibilidad sin precedentes. Por el
contrario, en los márgenes de este «espacio-corazón» y, en mayor medida, cuanto más
nos alejamos de ellos, las fronteras del conjunto con el resto del mundo y de los demás
Esta- dos entre sí siguen siendo, al menos eventualmente, fronteras de violencia. De
donde se desprende que la posibilidad de conflictos entre los Estados que componen el
«espacio- corazón» ha desaparecido prácticamente, mientras se mantiene la
potencialidad de cualquier estallido más allá del limes del «área seminal».

Si el proyecto de expansión que supone la globalización se basa en planteamientos cuya


estrategia se centra en el control de la economía, la tecnología, las telecomunicaciones y
la información (el saber y la «verdad») que, de partida, se presentan como no bélicos, no
parece que estos Estados precisen de un ejército con un marcado carácter ofensivo. El
gran relato de los ejércitos conquistadores desapareció hace tiempo y el relato
emergente es el de los «ejércitos de la paz». La propia Unión Europea asume que las
únicas misiones en que deben y pueden verse involucradas las nacientes fuerzas
armadas europeas son misiones relacionadas con operaciones de paz (tareas Petersberg).
Incluso Estados Unidos da absoluta prioridad a desarrollar todo su aparato militar
operativo des- de la óptica de la defensa, aunque conserve el gran potencial militar que
corresponde a su condición hegemónica y manifieste usarlo, únicamente, en
circunstancias de legítima defensa. La OTAN se define (y, ahora, con mayor énfasis que
nunca) como una alianza defensiva, aunque pretenda ampliar su geografía de acción.

Una de las características más destacadas de estas guerras (que comienzan a llamarse
insistentemente conflictos armados, para evitar toda la carga semántica, técnica y legal
que arrastra la palabra guerra) es que en ellas no se enfrentarán necesariamente dos
Estados. El surgimiento de grupos étnicos, religiosos, etc., capaces de estructurar una
política concreta al margen de los Estados, o por encima o a través de ellos, con
conexiones transnacionales y con posibilidades de acceder a medios financieros,
tecnológicos e informáticos de gran envergadura, plantean la eventualidad de nuevos
tipos de conflictos que, con viejos nombres, habrán de ser combatidos, tanto desde el
núcleo del «área seminal», como desde cualquier Estado o coalición que acepte como
base de la convivencia las normas de la «gobernanza cosmopolita».

Estos nuevos conflictos, luchas entre grupos (peleas entre delincuentes o guerras civiles)
o luchas de estos grupos contra un Estado o coalición de Estados (guerrilla, insurgencia
o terrorismo) no son fáciles de enmarcar en los tipos anteriormente definidos, sin
embargo participan de características de todos o alguno de ellos y configuran eso que se
ha dado en llamar intra/extraguerras y que en realidad son conflictos de
geometría/simetría variable, más que conflictos asimétricos.

Y a pesar de estas nuevas modalidades en la forma de presentarse los conflictos en la


era de la globalización, Clausewitz, el núcleo de la teoría clausewítziana de la guerra,
sigue estando vigente. Cierto que su concepción de la guerra como enfrentamiento entre
Estados está periclitada. Pero la testaruda realidad, la evidencia de que la guerra es un
instrumento de la política y de que es su continuación por otros medios/métodos no se
puede obviar bajo ninguna circunstancia. Y conviene no olvidar que la política es una
actividad que involucra a todos los seres humanos y a todos los pueblos y es el marco en
el que se desenvuelven todas las relaciones entre ellos.

En cualquier caso, este último tipo de conflictos, presenta dos problemas básicos,
directamente relacionados con su supuesto origen (el terrorismo internacional) y la
hipotética respuesta (la legítima defensa).

El terrorismo como suplemento de la guerra


Los atentados terroristas del tipo del que se ha llevado acabo recientemente en los
Estados Unidos se engloban (como la mayoría) dentro de lo que hemos considerado un
ataque al «espacio-corazón», o alguno de sus Estados componentes, por grupos
transnacionales que se sienten amenazados por la expansion globalizadora, que, además,
aspiran a una parcela de poder (la mayor posible) en el concierto internacional y que,
también, poseen afanes expansivos. Si bien, presentan particularidades específicas.

Los grupos que se supone están detrás de los atentados, y quienes, aparentemente, los
alientan y financian, pretenden (y muestran decididamente) un enfrentamiento directo y
absoluto con las normas que constituyen la «gobernanza cosmopolita» y presentan un
carácter marcadamente multinacional o transnacional, una evidente diversidad en sus in-
tereses más inmediatos; pero, sobre todo, no se aprecia, al menos a primera vista, un
objetivo inmediato en sus acciones, más allá del enfrentamiento directo al bloque
dominante (en este caso, a los componentes del «vínculo transatlántico», en tanto que
«espacio-corazón», motor de la globalización) y de la apetencia de socavar su
preponderancia, así como de mostrar a la opinión pública mundial los efectos de su
acción.

Sin embargo, lo cierto es que se mueven por motivaciones esencialmente políticas y,


como tales, soportadas por intereses económicos, de una parte y, de otra y sobre todo,
por relaciones de poder, por el afán de combatir una «verdad» y el deseo de imponer la
propia. Lo que les lleva a identificar claramente al enemigo. Como vemos, estas
acciones, fuera de toda norma de «gobernanza global y cosmopolita» y al margen de
toda legalidad y legitimidad internacional, no son, al final, más que actos políticos, de
una política que calificaremos como estimemos oportuno, pero de una política con
objetivos concretos. Y lo que es peor: para sus ejecutores, las acciones (para el mundo
occidental, terrorismo) que posibilitan esa política no son otra cosa que instrumentos y
continuación de tal política por otros medios/métodos. Es decir, una guerra, lo que
equivale a decir, un suplemento de la política.

Para los Estados afectados por los atentados, estas acciones, aparte de execrables, son
simplemente acciones violentas, ataques (en la mayoría de los casos, armados) a su
integridad o su seguridad. Y la respuesta, con toda seguridad, debería ser ajustada al
Derecho y presentada como tal. El problema, aquí, radica en la identificación del
enemigo, un enemigo casi etéreo y camuflado entre las múltiples derivaciones de
complejas redes interrelacionadas, con conexiones transnacionales, tanto en lo
ideológico como en lo eco- nómico y contra el que no hay más salida que la respuesta
coordinada en lo económico, en su aislamiento en el ámbito internacional hasta su total,
si es posible, anulación y en lo militar/policial (porque lo militar, en ocasiones, tendrá
una importante componente policial, y viceversa) cuando la identificación llegue a
niveles lo suficientemente precisos como para poder designar los objetivos a batir.

Ante la dificultad de esta identificación se tratará de conseguir (de forma voluntaria en


los países del «espacio-corazón» y satélites y forzada o comprada, en otros) la
concertación política suficientemente cohesionada como para aislar y reconvertir a
cualquier Estado o para eliminar cualquier grupo que resulte mínimamente sospechoso
de participar en, alentar o financiar este tipo de movimientos terroristas que,
evidentemente, no van a aceptar ese minimum de «gobernanza cosmopolita» exigible
para ser miembro de hecho y de derecho de la comunidad internacional. Por otra parte,
la eliminación de estos grupos (o la reconversión de algún Estado) y la necesaria
concertación internacional para lograrlo será un paso importante en la supresión de
obstáculos a la expansión del proceso de globalización.

Las acciones terroristas y la respuesta en el plano bélico son consideradas por los
actores (desacertadamente, en todo caso) como una forma de guerra, por muy irregular
que ésta sea. Sin embargo, lo cierto es que su auténtico carácter no es otro que el de
suplemento de la guerra (ese concepto con valores constatativos y preformativos,
técnicos y legales, hasta hoy, bien definidos). Algo que suplementa a la guerra, que se
añade para completarla, pero que también la suple, que se pone en su lugar. Y éste es el
gran problema. En el caso de la respuesta, considerarla una guerra implicaría darle a
estos grupos (considerados, en realidad, como delincuentes) la categoría de sujetos del
Derecho Internacional y, lo que es peor, conferirles a los terroristas el estatuto de
combatientes. El terrorismo, por su parte, en determinadas ocasiones (casi todas) ocupa
o quiere ocupar el lugar de la guerra como instrumento de la política. Pero si, como se
ha dicho en otro sitio (Ga Caneiro, 2000), la guerra es el suplemento de la política, nos
encontramos con la paradoja de la aparición del terrorismo como suplemento de un
suplemento.

El terrorismo (como suplemento) ocupa el lugar de la guerra (como instrumento/ medio


de la política) que, a su vez (y también como suplemento), ocupa el lugar de la política:
se pone en su lugar e invierte la supuesta racionalidad de los medios y los fines,
convirtiéndose en un fin en sí misma. De esta manera, y a través de un proceso de
suplementación/suplantación, el terrorismo puede llegar a transformarse de medio
(instrumento) espurio y criminal de la política en un fin en sí mismo que asume, de
forma absoluta, las causas, objetivos y razón de ser de la política. Tal vez sea éste uno
de los mayores peligros con los que haya de enfrentarse la comunidad internacional en
los inicios del siglo XXI.

La legítima defensa

La legítima defensa argumentada y esgrimida para dar respuesta a una agresión del tipo
de la que estamos hablando corre el riesgo real de ser manipulada e, incluso, pervertida.
Veamos, como caso paradigmático, la guerra de Afganistán.

La legítima defensa argumentada por los Estados Unidos y basada en resoluciones de


las Naciones Unidas, en particular en la Resolución 1373, y la aceptación de la OTAN
de aplicabilidad del artículo 5° del Tratado de Washington han permitido a este país y a
sus aliados iniciar una serie de operaciones financieras, políticas, policiales y militares
encaminadas, en primera instancia, según se asegura en todos los foros, a la búsqueda,
captura y eliminación de Ben Laden, Al Qaeda y todas las demás organizaciones que, al
parecer estructuradas reticularmente, propugnan la destrucción de Occidente y del
«estilo de vida occidental», utilizando como medio instrumental el terrorismo.

La alianza contra el terrorismo (y algo parecido ocurre con las decisiones y


exhortaciones a los Estados recogidas en la Resolución 1373) ha provocado, no
obstante, una serie de planteamientos que desbordan el marco del «derecho inmanente
de legítima defensa» reconocido por la ONU. La operación «libertad duradera» o
«perdurable» (según quien lo traduzca) lleva consigo acciones, actividades y
consecuencias que sobrepasan, con mucho, la búsqueda, detención y aniquilación de la
«red» terrorista encabezada por Ben Laden. El derecho inmanente de legítima defensa,
puesto en práctica por los Estados Unidos y sus aliados como respuesta a un ataque (real
y horrendo) perpetrado por esa fantasmagórica «coalición» de poderes terroristas de
marcado «carácter radical islámico», ha llevado a:
1) Una «declaración de guerra» internacional al terrorismo, se dé donde se dé y
en las condiciones en que se dé; lo que, en principio, supone una iniciativa
importante, sólida y plausible. Pero esta declaración trae como consecuencia
inmediata la necesidad de una redefinición del concepto de guerra. Tales
operaciones no debieran ser consideradas sino actividades político-financiero-
policiales, por mucho que, en algunas ocasiones, se utilicen medios militares.
Se ha dicho ya que, de no ser así, se estaría dando a los grupos terroristas
(delincuencia organizada) la consideración de sujetos de Derecho
Internacional y a los terroristas el estatuto de combatientes. Mientras que si
las operaciones contra el terrorismo se califican exclusivamente de policiales,
con toda la adjetivación que sea precisa, no se estará luchando sino contra
simples delincuentes más o menos organizados. Que es lo que se está
haciendo, en muchos países, al descubrir y detener a personas ligadas, de una
forma u otra, con la «red» o «redes» que tienen relación con el terrorismo
islámico.
2) Una decisión casi unánime de la comunidad internacional de aplicar un férreo
control financiero a los fondos, activos y recursos de las personas y entidades
que puedan estar relacionados con la comisión de delitos de terrorismo, tanto
en su calidad de actores, como de planificadores, promotores o inductores.
Sorprende que esta congelación de recursos puesta en marcha como respuesta
al atentado de las Torres Gemelas no se hubiera llevado a cabo con
anterioridad, cuando se conocía de sobras la existencia de tales fondos y
activos y se tenían fundadas sospechas de que entidades bancarias de
conocido renombre y establecidas en determinados paraísos fiscales centraban
la mayoría de sus operaciones en el tráfico de capitales de estas características
y en el blanqueo de dinero procedente del narcotráfico y el mercado ilegal de
armas. En cualquier caso, la eficacia de tal medida está por ver.
3) Una anuencia voluntaria (o impuesta) de la mayoría de los países con la
operación de castigo puesta en marcha por los Estados Unidos y sus más
próximos aliados. Lo que ha favorecido la clarificación de posiciones
geopolíticas y geoestratégicas que, hasta hace poco, mostraban un precario
equilibrio o eran proclives a suscitar y mantener situaciones de crisis o
conflicto en determina- das áreas. Tal tesitura se ha alcanzado fortaleciendo el
régimen paquistaní; enfriando el conflicto de Cachemira, al forzar a la India a
adoptar posturas más contemporizadoras; consiguiendo que países como Irán
o Siria, que habitual- mente mostraban actitudes radicales frente a Estados
Unidos, condenen el terrorismo y no manifiesten oficialmente su contrariedad
ante las iniciativas norteamericanas; obligando, por intimidación, a Irak a
mantenerse callado; intentando paliar las consecuencias de la agresiva política
israelita, al prometer la creación del tan ansiado estado palestino;
favoreciendo el control por parte de Rusia de las repúblicas islámicas
desgajadas de la URSS, al tiempo que se mantiene entre paréntesis el
conflicto de Chechenia y se empuja a Moscú hacia posiciones más
occidentales, etc.
4) Iniciar, tal vez aquí pueda decirse, una guerra, al amparo del derecho
inmanente de legítima defensa contra el grupo de poder que controla
Afganistán (que no contra Afganistán en cuanto Estado) con el propósito
evidente de derrocar el régimen de los talibán y propiciar, si no imponerle a
dicho estado, un gobierno de amplio espectro pero decididamente
prooccidental o, en el peor de los casos, no hostil a Occidente y que cuente
con la aceptación de sus vecinos próximos. Es cierto que los talibán protegían
y auspiciaban las actividades de Ben Laden (aún no está claro que no fuera al
revés) y que se les avisó claramente de las consecuencias que tendría una
negativa a la exigencia de entrega del personaje, pero no es menos cierto que,
tal como se ha presentado el desarrollo de los acontecimientos bélicos, el
objetivo primario de los bombardeos sobre Afganistán y la invasión terrestre
en ayuda de la Alianza del Norte no ha sido otro que cambiar el régimen
político del país. La captura de Ben Laden (es muy dudoso que permanezca
allí) se ha convertido en algo deseable, pero subsidiario.

Parece evidente que lo que se puede conseguir, más allá de la captura o no de Ben
Laden y de una más que probable inmovilización a medio plazo de los grupos terroristas
islámicos (y por extensión, de otros no tan islámicos) que perderán las facilidades de
financiación, ayuda material y cobijo por parte de determinados estados, es crear las
condiciones objetivas suficientes (y necesarias) para la expansión de un imparable
proceso de globalización en marcha.
No en vano de este conflicto salen reforzados (por convencimiento o por sentirse
deudores de una ayuda que no podrán saldar de otra forma) todos los regímenes
prooccidentales; quedarán en estado larvado, al menos durante algún tiempo, los
endémicos conflictos que salpican la región y se podrá controlar militarmente (fuerzas
occidentales, o aliadas, ocupan un acimut de casi 360° desde Paquistán hasta
Uzbekistán, pasando por el índico, el Golfo, el Mediterráneo oriental, Turquía, etc.) un
espacio geográfico que, además de un indudable valor geoestratégieo, posee un elevado
porcentaje de las reservas energéticas del planeta. La asunción (aceptación), en esa parte
del globo (por convencimiento, interés, ósmosis, imposición o necesidad) de esa gran
«verdad» que Occidente produce en sus relaciones de poder y que es la primacía, al
margen de cualquier argumento basado en la religión, la civilización, la nacionalidad,
del modo político demomás formal) y del modo de economía de mercado tiempo.

Una operación de castigo, nacida de un justo y digno derecho a la legítima defensa, se


ha deslizado, transitando por no explicitados vericuetos, pero perceptible y claramente,
hacia el despliegue de un dispositivo cuya finalidad parece ser la construcción una
aceptable plataforma para asentar o, en su caso, facilitar, la expansión del proceso de
globalización. De paso, se intentará acabar con la lacra del terrorismo internacional y
matar a Ben Laden.

Y lo que es peor aún, la ola de rampante neoconservadurismo que invade al espacio


corazón y, en particular, a los Estados Unidos, su motor central, ha llevado a
planteamientos tan graves (y únicamente justificadores) como los de modificar
absolutamente conceptos tan sólidos como los de la estrategia de cultura, la etnia o
crático (cuando menos en su acepción económico capitalista (en su versión generadora
de consumo), es cuestión de la «disuasión» para transformarlos en nuevas doctrinas de
seguridad como el «ataque preventivo», la mayor perversidad imaginable del concepto
jurídico de «legítima defensa».

Lo que viene a suponer un torpedo (y el símil es más que aceptable en este foro) en la
línea de flotación del Derecho Internacional Público y en la del marco básico de
convivencia internacional que pretendía ser la Carta de S. Francisco en la que se
renunciaba, prima facie, a la fuerza para dirimir los conflictos. Situación que, con toda
seguridad, hará que Grocio e, incluso, el Padre Victoria se revuelvan inquietos en sus
tumbas.

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