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Educación Patrimonial, Por Qué Iniciar El Proceso en La Primera Infancia-Irene de La Jara PDF

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Educación ¿Por qué iniciar el

proceso en la
primera infancia?
Patrimonial

Irene De la Jara Morales


Área Educativa
Subdirección Nacional de Museos
Servicio Nacional del Patrimonio Cultural
Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio | Gobierno de Chile

2020
Agradecemos al Museo Violeta Parra, Casa Museo Eduardo Frei y
Museo Alberto Hurtado, por autorizar el uso de las imágenes que forman
parte de este documento.

Estos dibujos fueron elaborados por niñas y niños en el contexto de un estudio


realizado entre los años 2019-2020, para explorar los imaginarios de la infancia en
torno a los museos y sus objetos.

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Mi mejor experiencia en el museo

3
EDUCACIÓN PATRIMONIAL TEMPRANA
Diversos estudios dan cuenta del rol de profesoras y profesores en los primeros acercamientos que
niñas, niños y jóvenes tienen con el patrimonio (Lara, 2016; CNCA, 2017; Undurraga y Arellano,
2019). En este sentido, es importante considerar que los contactos iniciales de la infancia con las
obras tangibles e intangibles de la humanidad, debieran tener un sentido profundo y significativo
que trascienda la idea de acercar el patrimonio como si se tratara de un “vaciado” de la herencia
cultural. Sin duda que conocer es un proceso fundamental en todo ámbito de la vida, sin embargo,
es solo un paso inicial, pues el patrimonio no es una “cosa” que deba memorizarse, sino más bien
construirse. De hecho, en el caso de los museos y sus colecciones, análogamente a lo que ocurre
con la escuela y el curriculum, se ha decidido de antemano lo que debe recordarse y permanecer en
el imaginario de las personas. Una aproximación crítica al patrimonio, nos haría preguntarnos
previamente: ¿Quién define lo que es digno de recordar? ¿Quién define lo trascendente e
imperecedero? ¿Con qué criterio se decide aquello que debe quedar en el olvido?

La educación patrimonial permite hacer esa aproximación a los objetos, tanto culturales como
naturales, desde prácticas tan simples como la observación, proceso que marca ciertos niveles de
atención; la exploración, estrategia que contribuye a gestionar la búsqueda focalizada (importante
también en los procesos de atención); la conversación, espacio social a partir del cual niñas y niños
perciben las claves culturales que luego interiorizan (Vigotsky, 2009); hasta otras prácticas más
complejas como la contemplación, el sentido crítico, los ejercicios transformativos y la vinculación
afectiva, ejercicios que requieren de un fuerte compromiso sensorial, cognitivo, emocional y social,
es decir, de una conexión no solo con significado, sino también con sentido. Esa alfabetización
temprana le permitiría a niñas y niños no solo conocer su entorno, sino disfrutarlo, valorarlo y
resignificarlo, lo que en sí mismo es una posibilidad también para el mundo adulto de mirar el
patrimonio desde perspectivas olvidadas, ignoradas o marginadas.

Este formato educativo requiere de los bienes, los que pueden convertirse en testimonio de un
pasado y adquirir con el tiempo un tipo de valor simbólico (también puede adquirir un valor
monetario, aunque no necesariamente); este valor es algo cambiante que varía en el tiempo y según
las personas. La mayoría de nosotros recibe esos bienes como legado –desde los objetos cotidianos
hasta los objetos valiosos para el mundo– y ese legado recibe el nombre de patrimonio, que en su
espíritu conlleva la “existencia de vínculos con el pasado” (Ballart, 2007, p. 36). Cabe aclarar al
respecto que el patrimonio no es sinónimo de pasado, aunque lo implica. A partir de los objetos
patrimoniales se captura un tiempo determinado (es la huella del tiempo) y se tienen ciertas
referencias del ayer; sin embargo, eso nos permite tener una comprensión más amplia de los
fenómenos sociales y culturales del presente y nos ayuda a imaginar un futuro. El paso del tiempo
impregnado en los objetos nos da la idea de progreso y continuidad, y, al mismo tiempo, nos permite
situarnos en un tiempo y lugar. Ballart (2007, p. 36) señala:

Y si contra la fluidez del tiempo y la volatilidad de la memoria se erige la estabilidad de los


objetos, que en sí mismos son ya parte del tiempo pasado y parte del tiempo que ha de
venir, por medio también de los objetos, continuidad e identificación, con sus corolarios de

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sensación de pertenencia y de participación de una misma tradición, devienen elementos
fundamentales que fomentan actitudes de relación entre los hombres [seres humanos] y de
reconocimiento del pasado que les es común.

Podemos entender, de acuerdo a esta revisión, que la educación patrimonial es ese proceso
pedagógico que se sirve del patrimonio material e inmaterial para echar a andar una memoria
individual y colectiva, y para otorgarnos elementos o argumentos que sostienen nuestra identidad.
Una definición interesante es la ofrecida por Horta (1999, p. 6; citada por Teixeira, 2006, p. 138),
quien la sitúa en un campo más cognitivo. Señala que es un:

Proceso permanente y sistemático de trabajo educativo centrado en el Patrimonio Cultural


como fuente primaria de conocimiento y enriquecimiento individual y colectivo. [...] es un
instrumento de 'alfabetización cultural' que permite al individuo hacer la lectura del mundo
que lo rodea, que lo lleve a comprender el universo sociocultural y la trayectoria histórico-
temporal en la que se inserta.

La alfabetización de la que nos habla Horta, nos remite a lo planteado por Paulo Freire (1978) en
torno a la relación hegemónica que se produce, durante el desarrollo de la enseñanza, entre el que
sabe y el que no sabe. Este postulado abre una oportunidad invaluable para remirar procesos
carcomidos por lo consuetudinario y para comprender que niñas y niños llevan al proceso de lectura,
sus propios saberes e historicidad. En el mismo sentido y en relación con la alfabetización, Freire
(1997) señala que “la lectura y la escritura de las palabras pasa por la lectura del mundo. Leer el
mundo es un acto anterior a la lectura de la palabra” (p. 102), por lo tanto, las calles, los barrios, la
propia cultura material de la infancia debiera ser el primer contenido cultural incorporado, sentido
y significado por ella.

Otras cosas que me gustaron del museo

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Otra perspectiva, entregada por Godoy, Hernández y Adán (2003), la circunscribe al ámbito más
social donde, la educación, por una parte, constituiría una forma de “comunicación y
reinterpretación de contenidos que son necesarios para la vida dentro del grupo” (p. 25), y el
patrimonio, por otra parte, sería el medio a partir del cual las personas estimulan la tolerancia, el
respeto y el establecimiento de vínculos. La educación patrimonial sería, por lo tanto, una forma
metodológica preocupada de:

documentar procesos históricos complejos (en sus manifestaciones que van de lo material
a lo oral y desde lo pragmático a lo cosmogónico), locales (porque hacen referencia al grupo
inmediato del educando) y multiculturales (porque dan cuenta de la diversidad de
microrrelatos históricos presentes en la sociedad actual) (Godoy et al., 2003, p. 26).

Esta manera de entender la educación y el patrimonio reconoce el valor de la relación social, del
vínculo inseparable entre el objeto y lo que representa, y entre la voz propia y la voz colectiva;
mismos procesos que la infancia establece con sus juguetes, tesoros y cachureos, pues estos
objetos, además de ser vehículos de memoria y de ser soportes de narrativas que creativamente
niñas y niños elaboran, también constituyen el cordón umbilical que les permite hacer frente a las
separaciones temporales con sus figuras de apego, manteniendo con ellas un vínculo simbólico.

Santacana y Martínez (2013), por su parte, ven este proceso con un sentido más ético al señalar
que, aun cuando el patrimonio puede venir de una zona oscura de la historia, permite trabajar
valores positivos. Colecciones críticas, como las que resguardan los museos relacionados con
dictaduras o guerras, permiten revisar los procesos históricos para estar atentas y atentos a nuevas
formas de injusticia que puedan emerger. Por lo tanto:

[la] lección que se desprende de esta historia es que cuando se olvidan los derechos de las
personas, las leyes dejan de tener legitimidad. Y este patrimonio inmaterial, hoy tan solo
presente en el recuerdo de los hijos y nietos de quienes fueron víctimas de la injusticia y la
crueldad, contiene un gran potencial educador (Santacana y Martínez, 2013, p. 58).

Probablemente la primera infancia no sea asidua visitadora de este tipo de museos, sin embargo, el
principio que se valida en esta definición es que los objetos patrimoniales constituyen un campo de
tensión que no puede ser idealizado. En este sentido, el museo puede volverse un aliado −para la
familia o la escuela−, en el abordaje de temas complejos como la guerra, el despojo, situaciones
sociopolíticas (como fue el estallido social de Chile en el año 2019), el abandono, entre otros tan o
más complejos.

Una última definición de esta revisión nos la otorga Carolina Aroca (2017), quien plantea que la
educación patrimonial tiene que ver con la toma de conciencia sobre el territorio, el pasado, la
herencia y la memoria. Podríamos inferir que esta es una mirada más territorial o más política, pues
hacer conciencia implica decidir y pensar en el futuro, acciones, sin duda, en torno a las cuales la
infancia también tiene cosas que decir.

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Aunque todas estas enunciaciones se focalizan en asuntos diferentes, tienen en común al
patrimonio, a la relación entre patrimonio y personas, a la capacidad humana de interrogar la
realidad y a la posibilidad de imaginar el futuro. Si sabemos que niñas y niños tempranamente se
relacionan con el mundo de los objetos y que, a través de sus propias culturas, como el juego o el
dibujo, interrogan y resignifican la realidad corriente, entonces la educación patrimonial posee
elementos que coinciden de muchos modos, con la forma en que niñas y niños comienzan a leer el
mundo y a relacionarse con las producciones culturales. La interrogación crítica, reflexiva y compleja
permitiría recoger nuevas perspectivas acerca del patrimonio, es decir, la educación patrimonial no
solo tendría una utilidad “transmisora” (tiende a pensarse que niñas y niños deben “conocer” el
patrimonio –en el sentido de recibirlo únicamente– más que resignificarlo, repensarlo o sentirlo),
sino también transformadora.

Si bien es cierto la educación patrimonial es un tipo de enfoque pedagógico que puede ser abordado
desde distintas disciplinas, la mayoría de las veces el tratamiento de temas patrimoniales está más
asociado al área de las ciencias sociales. En el caso específico de la primera infancia, el trabajo con
el patrimonio, relevado en las Bases Curriculares de MINEDUC (2018), se encuentra más vinculado
al Ámbito Interacción y comprensión del entorno, específicamente ligado al Núcleo Comprensión del
entorno sociocultural, desde donde se promueve la oportunidad para generar una aproximación
gradual con la cultura material e inmaterial, hasta llegar a los niveles de toma de conciencia sobre
ciertos aspectos del entorno sociocultural. Estas bases señalan que:

partiendo de su curiosidad natural, de su interés y de su capacidad de cuestionamiento, las


habilidades, actitudes y conocimientos que aquí se orientan, pretenden que niñas y niños,
puedan ampliar su campo de acción para distinguir, comprender y, progresivamente,
explicar los fenómenos naturales y socioculturales desde una perspectiva cada vez más
sistemática (p. 80).

Este ámbito plantea explícitamente que ciertos conceptos adquiridos constituyen una herramienta
valiosa no solo para que niñas y niños reaccionen frente a los estímulos del ambiente, sino más bien
para que los interroguen, relacionen, jerarquicen y organicen; ejercicios que van permitiendo
fortalecer el pensamiento abstracto y el pensamiento crítico.

Resuelta está la discusión acerca de que el patrimonio no constituye solo “cosas”, también es
patrimonio aquello que no vemos del objeto, pero que sabemos que existe. Es lo que llamamos
patrimonio inmaterial, aquello creado:

[…] con materiales intangibles como la palabra (mitos, leyendas, cuentos, poemas) el sonido
(la música), el gesto, el movimiento (la danza), el acontecer, simbólico (los rituales, las
tradiciones), los saberes esenciales (que alumbran el ser y el acontecer de una comunidad)
(Sepúlveda, 2010, p. 63).

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Cuando las personas “cuentan la historia” de sus objetos personales más amados, lo que ocurre
realmente es que han puesto en marcha su memoria: de ahí la asociación entre patrimonio y
memoria. Esto da cuenta de que los seres humanos somos históricos…esa historia siempre está
asociada a alguien, a un lugar o a un objeto. Y esa relación se inicia en la niñez. La infancia también
tiene relatos, pues sus objetos queridos (cachureos, juguetes, tesoros) también forman parte de
esta cultura material; esos objetos también apelan a la idea de memoria, pertenencia e identidad.

La pieza de la colección que más recuerdo

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Imaginarios
Observar el patrimonio como un aspecto de la cultura que debe ser solo aprehendido y no
construido, sentido o transformado, va dibujando en el imaginario de la niñez una idea estática de
cultura que, además, se encuentra “afuera” de su propio hacer. Este carácter “inmóvil y externo”
que se edifica en los esquemas cognitivos de niñas y niños, inhibe la posibilidad de pensarse a sí
mismas y a sí mismos como agentes capaces de afectar el mundo cultural con sus ideas, definiciones,
dibujos o juegos, lo que no es otra cosa que una subvaloración de los aportes de la niñez a la
humanidad.

¿Qué significa trabajar con enfoque patrimonial? Probablemente surjan aquí distintos modelos o
formatos de trabajo, algunos de ellos ya superados en esta última década. Olaia Fontal (2016)
reconoce algunos como: la visión objetual; legislativa; monumentalista; historicista; economicista;
universalista y turística. A partir de una serie de investigaciones y de teorías venidas principalmente
de la Didáctica de las Ciencias Sociales y de la Educación Artística, esta autora plantea que en la
actualidad nuevos modelos se incorporan en la idea del patrimonio, los que están más centrados en
las personas, en el sentido de identidad y en la idea de legado, entendido esto último como ese
“conjunto de hilos que cada generación va heredando de las anteriores, tomando
irremediablemente decisiones de conservación (ninguna generación mantiene todo el patrimonio
que recibe), de puesta en valor, de recuperación” (Fontal, 2016, p. 416). Esto es interesante en el
contexto de la infancia, pues permite reconocer que todas las personas modifican parte de ese
patrimonio que reciben, lo que ayuda a erradicar la idea de “infancia depositaria” para situarla en
un espacio más activo y, por lo tanto, también creativo.

Debemos comprender que el imaginario se construye en esa atmósfera cultural que existe al
momento de nacer, compuesta por prácticas y discursos que se van asimilando a medida que
socializamos. Esa matriz de sentido que se impone en la vida (Cegarra, 2012), nos permite
interactuar de manera natural sin cuestionarnos hasta el cansancio por qué hacemos determinadas
cosas o por qué las hacemos de determinada manera. Ese hacer, sentir y pensar colectivos nos
envuelve y nos conforma como grupo cultural. En palabras de Gómez (2001, p. 198):

Los imaginarios sociales son aquellos esquemas (mecanismos o dispositivos), construidos


socialmente, que nos permiten percibir/aceptar algo como real, explicarlo e intervenir
operativamente en lo que en cada sistema social se considere como realidad.

Sin embargo, este imaginario no es fijo; de generación en generación se va modificando pues, como
señala Fontal en el contexto del patrimonio, ninguna generación mantiene todo lo que recibe; parte
de ello se pierde. Al mismo tiempo, lo que sí se recibe, sufre las transformaciones propias de los
cambios sociales, políticos, territoriales y culturales. Podemos preguntarnos acerca de los
imaginarios de un grupo de niñas y niños explorando qué piensan sobre un museo o sobre los libros,
por ejemplo, e identificar ideas como aburrimiento, alegría, aprendizaje, ocio, evaluación, etc. Esos
imaginarios individuales probablemente no sean tan distintos entre sí o no difieran tanto con los de
su entorno adulto, pues sabemos que se enmarcan en campos sociales más amplios (Castoriadis,

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2013), sin embargo, no son idénticos; es más; esas pequeñas variaciones corresponden a lo propio
que cada ser humano aporta creativamente para que esos imaginarios tengan un carácter dinámico.
Esto es esencial para comprender que la niñez es capaz de elaborar sus propias ideas a partir del
material recibido por su entorno familiar o escolar, haciendo uso de sus esquemas cognitivos
(Shabel, 2019), donde se organiza y jerarquiza el conocimiento de manera bastante única.

Ahora bien, más allá de explorar los imaginarios a través de dibujos o palabras –para conocerlos se
requiere de algún tipo de lenguaje (Agudelo, 2011)– lo interesante es examinar qué estamos
haciendo, las personas adultas, para que niñas y niños construyan ciertos imaginarios; no olvidemos
que tempranamente, por ejemplo, se adquieren estereotipos de género, de edad o de clase.

En el ámbito de los museos y del patrimonio (del mismo modo que ocurre con el curriculum), el
saber y la producción masculina se han impuesto en los relatos; al mismo tiempo, la propia niñez
pareciera estar ausente en las temáticas de los museos. Lo que se requiere entonces, es una
transformación en la narrativa que otorgue nuevos elementos a los esquemas cognitivos de la niñez.
Además de ello, también se vuelve importante la idea de recoger lo que niñas y niños piensan acerca
de ciertas cuestiones, de modo tal que las adultas y adultos gocemos de la posibilidad de conocer
otras perspectivas de un mismo hecho o de un mismo objeto patrimonial.

Algunas estrategias
Una primera estrategia es la posibilidad de crear colecciones en el aula o en las casas con los objetos
seleccionados por niñas y niños, como si fueran pequeños museos; es un ejercicio que permite
reconocer qué y cuánto saben o imaginan de los museos (aunque nunca hayan visitado uno); cuánto
saben de los objetos que exponen y cuán importante es la relación que han construido con esos
objetos. Es importante recordar que niñas y niños son grandes “guardadores” de cosas y, a la hora
de exponerlos, también generan curatorías sobre la base de clasificaciones (categorías) tan sencillas
como forma, color o tamaño –que dicho sea de paso también constituyen ejercicios matemáticos–,
hasta ordenamientos más complejos: tiempo de permanencia al lado de ese objeto, parte del día
en que ese objeto es utilizado (por ejemplo, un “tuto” es mayoritariamente nocturno), persona que
se lo regaló, tipo de usos, etc. Cuando niñas y niños tienen la posibilidad de nombrar “su” museo,
nos ayudan a reconocer un imaginario semántico y a vislumbrar un tipo de relación establecida entre
y con los objetos de esa colección, basada en sus conocimientos previos, experiencias o intereses.
Si además pueden hacer sus propias visitas guiadas, podremos distinguir qué relevan en lo que
cuentan, pues los relatos que construyen niñas y niños incorporan, muchas veces, reflexiones
críticas que llevan a los adultos y adultas hacia caminos temáticos muy novedosos e inimaginables,
relacionadas con el medio ambiente, con las relaciones escolares, con el dolor, etc., es decir,
temáticas complejas frente a las cuales la infancia tiene una opinión, un enfoque particular o una
solución. En este punto es importante hacer presente que la infancia sí argumenta, a pesar de la
dificultad que algunas personas puedan encontrar en nombrar como argumento, la explicación de
niñas y niños. De hecho:

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[…] entre los teóricos de la argumentación los argumentos producidos por niños pequeños
no se califican como argumentos plenos, en tanto no presentan las características
observables del discurso adulto. Solo algunas excepciones a esta forma de ver los
argumentos de niños se encuentran en la literatura. (Raynaudo et al. 2018, p. 227)

El adultocentrismo presente en la relación que establecemos con niñas y niños, impide a veces
conocer, reconocer, valorar y disfrutar las nomenclaturas y definiciones creadas por la niñez.

Además de guardar y coleccionar objetos, niñas y niños también se pueden aproximar a la idea del
registro –labor fundamental en el ámbito de la cultura material, usada por arqueólogas/os,
conservadoras/es de museos, investigadoras/es, entre otras/os profesionales dedicadas/os al
mundo de los objetos–, a través de dibujos (o palabras, en el caso de niñas y niños que saben
escribir) que den cuenta de la representación. La idea es que la experiencia permita recoger lo que
niñas y niños piensan y sienten con respecto a lo que están aprendiendo. Cuando la educación
patrimonial comienza con los objetos familiares desde la niñez −los objetos queridos−, se hace luego
más fácil que conozcan, aprecien, cuestionen y preserven el patrimonio de la humanidad.

Todas las personas (se incluye aquí la infancia) poseen objetos que consideran valiosos, quizás sería
interesante hacer la pregunta ¿por qué es valioso este objeto? La mayoría de las veces los objetos
de la infancia tienen valor porque están asociados a momentos importantes o a personas queridas.
Debemos recordar que la vida humana se construye sobre la base de las relaciones con las personas,
con las ideas, con los lugares y con los objetos (también con animales, en algunos casos), por lo
tanto, esa relación temprana que instituye la niñez con “sus cosas” le permite sentirse segura en el
mundo. Las cosas familiares, cercanas, conocidas y próximas forman parte de la experiencia vital,
de su historia cotidiana. Un objeto no es sólo una “cosa”, es la extensión de aquello que sabe y que
siente: la parte externa de su casa, de su familia o de sus amistades. Por ese motivo, en los primeros
días de jardín, les resulta tan difícil y triste deshacerse de sus juguetes, porque ellos representan a
su familia ausente.

Para un niño o niña, antes de los tres años, sus acciones están determinadas en gran medida por la
utilidad literal que tienen los objetos que le rodean. Los objetos le imponen acciones: una puerta
servirá para abrir y cerrar, un teléfono para hablar, una cuchara para comer, una escoba para barrer,
una peineta para peinar, etc. (Vigotsky, 2009). A medida que crecen, se van independizando de la
realidad –asunto que se observa especialmente a través del juego y del dibujo– transformando los
objetos en otra cosa: una caja es su casa; una tira de lana es el camino; el control remoto es su
celular; un lápiz es un termómetro, etc. La cultura material e inmaterial, por lo tanto, no es ajena a
su mundo. Ese ejercicio de transformación y resignificación de los objetos, aunque parezca sencillo,
requiere de mucho trabajo y constituye una de las formas de aproximación y conocimiento a la
cultura material. Es esperable, en este sentido, poner atención a los mundos que están
internalizando y construyendo, pues, por una parte, desde esos lugares es posible integrar mundos
más lejanos temporal y territorialmente, como los que se encuentran en los museos, y, por otra

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parte, nos dan pistas para reconocer qué señales estamos enviando como generación anterior, para
que ellas y ellos elaboren ciertos universos de ideas y valores.

Los mundos cercanos como los recuerdos propios, las tradiciones familiares, la historia de sus
barrios, los objetos personales, permiten hacer el tránsito hacia otras historias. En consecuencia, lo
que se propone, es que al iniciar el contacto con las creaciones, la producción tangible e intangible
y los eventos históricos relevantes, se tomen en cuenta los objetos familiares de niñas y niños, las
historias que derivan de ellos y las múltiples formas en que los relacionan, ponderan, organizan y
narran.

Una segunda estrategia interesante es que puedan escoger solo un objeto para ser guardado en una
“cámara” para las niñas y los niños del futuro. Es vital registrar: ¿qué escogen? ¿Por qué lo escogen?
¿Dónde radica el valor otorgado? Esta estrategia, además, ayuda a entender que el patrimonio, si
bien se vincula con el pasado, no tiene que ver solo con eso, como ya se ha señalado anteriormente.
Se trae el pasado para entender el presente y proyectar un futuro. Incluso los museos, al poner en
un determinado orden los objetos, no solo dan cuenta del pasado que representan, sino que buscan
también poner a las personas en acción lo que, en definitiva, no es otra cosa que una idea de futuro
y, además, una idea de ética. Por ejemplo, si un museo muestra las formas de discriminación a través
de una serie de objetos migrantes, lo que se espera es cambiar un comportamiento: esa es la idea
de futuro y de gesto ético. Si otro museo muestra imágenes de animales del mar que en un pasado
fueron rescatados de enfermedades provocadas por la basura que el ser humano acumula en los
océanos, la idea que se pone en acción (presente) es que se tome conciencia en torno a los actos
humanos que provocan el desastre para cambiar el rumbo (futuro).

Una tercera estrategia es caminar la ciudad, caminar el barrio como una manera de hacer un
reconocimiento de aquello que les es propio, que es común al grupo, lo que permite ir configurando
la idea de pertenencia, comunidad e identidad. Además, recorrer los lugares –desde un enfoque de
educación patrimonial– contribuye a mirar los objetos (plazas, monumentos, nombres, carteles,
etc.) de manera relacional y no aislada, reconociendo a través de ello el sentido histórico del
entorno, pues esos objetos nacen en un tiempo, espacio y contexto determinados. Identificar, por
ejemplo, lo nuevo de ese camino, lo que ya no existe, lo que está en construcción, lo que se está
deteriorando o muriendo, lo que está naciendo, etc., ayuda a niñas y niños a mirar la ciudad desde
un sentido orgánico, dinámico y no como una fotografía externa a su vida. Al caminar la ciudad se
abren infinitas posibilidades de mirar los espacios abiertos y comunes como lugares legibles: las
veredas, las sendas, las copas de los árboles, las rejas, los autos, los perros callejeros, forman parte
de esa lectura. Existen códigos que deben ser descifrados, hay una memoria en los lugares que
puede ser descubierta y develada cuando niñas y niños observan los paisajes –naturales y
culturales– desde una óptica patrimonial. Demás está decir que esas experiencias se van
incorporando en la memoria y van contribuyendo también a construir un tipo de ciudadanía activa.
A partir de ejercicios como estos surge la toma de conciencia, como señala Aroca (2017), y el sentido
de responsabilidad con los objetos, lugares y personas. De algún modo, estas acciones constituyen

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el alfabeto con el que la niñez puede “leer y escribir” su casa, su calle, su barrio y el universo de
objetos que le rodean.

Una cuarta estrategia tiene relación con trabajar acciones en conjunto con las familias, pues ya se
ha dicho que el patrimonio tiene que ver con historias, relatos, afectos, memorias. Refiere a la
dimensión no material. También se ha dicho que el patrimonio nos ubica dentro de un contexto
mayor, lo que nos da el sentido de comunidad. Pues bien, la familia también es portadora de
memorias y relatos y, a la vez, constituye el grupo comunitario desde donde las niñas y los niños
aprenden y recogen sus valores, formas de celebración, fechas importantes, tipos de comida y
maneras de comerla, lugares preferidos, lenguajes propios, etc. Todo ese mundo es en sí mismo el
universo tangible e intangible a partir del cual comienzan a construir su identidad. Por esa razón es
esencial que las familias formen parte de esta educación patrimonial: trabajos con fotografías,
objetos de abuelas o abuelos, conversaciones con personas de la familia que visitan su jardín o
escuela para hablar de su propia infancia, entre muchas otras actividades, contribuirán a mirar el
patrimonio de manera situada y con mayor sentido y significado cultural. Las familias van
completando las voces de niñas y niños.

Más adelante, y luego de estos ejercicios, el mundo más institucionalizado del patrimonio, como las
bibliotecas, archivos, museos y otros espacios afines, podrá resultarles mucho más familiar. Los
museos son instituciones que custodian un determinado patrimonio; por lo tanto, también es
depositario de las memorias de esos objetos. Sin embargo, esas memorias no son únicas, por lo que
se hace más importante aún incorporar tempranamente a la infancia en los ejercicios de
patrimonialización.

Ahora bien, recorrer infinitamente una galería no hará que niñas y niños sientan apego o un sentido
de responsabilidad con esas obras. Es importante un trabajo previo (como el descrito o como otros
que inventan creativamente los distintos espacios que custodian patrimonio) y también es esencial
un trabajo pausado. Las salidas a museos, cuyos recorridos son muy largos, generan cansancio; hoy
la neurociencia promueve la idea del descanso en el contexto del aprendizaje, pues mientras
estamos siendo provocados por un estímulo externo (como podría ser el aprendizaje de una obra o
de un objeto patrimonial en el museo), no podemos generar significado; se requiere de una pausa
que permita establecer las asociaciones. Las sinapsis se fortalecen cuando hay tiempo para que se
consoliden las conexiones neuronales, pues no requieren responder a otros estímulos al mismo
tiempo (Jensen, 2004). Pequeños recreos dentro de la visita; espacios de conversación para dar a
conocer su opinión; momentos para escoger su mejor obra; etc. son pausas valiosas para que la
información se consolide y para monitorear los intereses y el placer de la actividad, pues, no todo
lo observado debe, necesariamente, ser interesante para todas y todos.

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Los objetos de museos, aun cuando algunos no pueden ser tocados, forman parte de los intereses
de la infancia por los motivos que hemos destacado: el juego, su vida afectiva, su seguridad, su
bienestar, etc. Por lo tanto, ir a un museo siempre puede constituir una experiencia significativa1.

Un antecedente de interés es que la escuela (o el jardín) es fundamental en los primeros contactos


con el patrimonio; muchos adultos y adultas que vuelven a ir a un museo, lo hacen porque tienen
algún recuerdo de esa experiencia en su propia infancia. Por este motivo es que el jardín y el museo
deben actuar como colaboradores, como aliados, pues de esa acción mancomunada surge una línea
pedagógica clara, coherente y con más sentido para la infancia. Es recomendable que las salidas a
museos, bibliotecas u otras instituciones afines, constituyan una parte importante de cualquier
acción cultural emprendida: puede ser el inicio de un proyecto patrimonial, ser la fase intermedia o
el corolario de un trabajo de largo aliento. Cuando la visita a los museos se convierte en una
actividad aislada, es difícil consignarla como una experiencia significativa.

Hasta aquí hemos hablado de objetos considerados valiosos desde un punto de vista emocional o
afectivo. Sin embargo, existe otro grupo de artefactos de uso cotidiano como una mesa, un reloj, la
radio, las agujas, celulares, etc., que sin tener estatus de patrimonio, son bienes que pueden ser
trabajados desde un enfoque patrimonial generando preguntas clave, como: para qué sirve, de qué
está hecho, a quién pertenece, qué podría convertirlo en patrimonio, cuánto daño produce al
planeta, etc., es decir, pequeñas preguntas darían la posibilidad de abrir campos de investigación
con la infancia y, además, ayudarían a formar conciencia en torno al desecho, a la acumulación, a la
basura tecnológica, al medio ambiente, por nombrar algunos contenidos.

La educación patrimonial, sin duda, utiliza los objetos naturales, materiales e inmateriales, pero su
centro son las personas, es decir, cuando niñas y niños arman un museo, relatan la historia de un
juguete, escogen el objeto del futuro o eligen un saber familiar, lo que se releva en todas estas
experiencias es la relación que han establecido con su patrimonio, con su memoria y con su
comunidad. En el contexto de la educación parvularia, lo que pensemos de niñas y niños configurará
un determinado trato y una determinada metodología. Las prácticas adultocéntricas no permiten
visibilizar lo que niñas y niños piensan en torno a su propio proceso educativo, lo que deriva en
prácticas de incorporación de lo que para los adultos y adultas es considerado importante: historias
de héroes, princesas, guerras, etc., contenidos que van configurando un determinado espíritu y con
los que traspasamos –con querer o sin querer– diversos estereotipos de género y de edad.

La educación patrimonial es una oportunidad para observar los territorios, los patrimonios y las
comunidades en una interrelación; es una oportunidad también para levantar conocimiento nuevo,
a partir de los registros que se hagan de los dibujos y relatos de niñas y niños, es decir, de su
producción cultural; y es, en última instancia, un camino para hacer una valoración de la propia
historia y para conocer de qué manera enriquecemos (o no) los universos culturales de la infancia.

1 Revisar los estudios realizados en 2018 y 2019 con niñas y niños en diversos museos de Chile, en los que se concluye
que los objetos de museos son lo que más valoran de la experiencia.

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Bibliografía

Agudelo, P. (2011). (Des) hilvanar el sentido/los juegos de Penélope. Una revisión del concepto
imaginario y sus implicaciones sociales. Revista digital Uni/pluriversidad 11 (3): 93-110. Antioquía:
Universidad de Antioquía.

Aroca, C. (2017). Didáctica del patrimonio. Santiago: LOM.

Ballart, J. (2007). El patrimonio histórico y arqueológico: valor y uso. Barcelona: Ariel.

Castoriadis, C. (2013). La institución imaginaria de la sociedad. México, D. F.: Tusquets.

Cegarra, J. (2012). Fundamentos teórico-epistemológicos de los imaginarios sociales. Cinta de


Moebio. Revista de Epistemología de Ciencias Sociales 43: 1-13.

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