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Disociedad - Marcel de Corte
Disociedad - Marcel de Corte
Disociedad - Marcel de Corte
T E R M I T E R A PASANDO
POR LA "DÏSOCIEDAD" ( * )
POR.
MARCEL DE CORTE.
Catedrático de Filosofía de la Universidad de Lieja.
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Universo permanece, para los "bappy few", distinta del bien común
tanto como del bien privado. La tripartición en las funciones huma-
nas es respetada, en teoría, en el doble sentido de la palabra, pero,
de hecho, lo metafísico, lo religioso, para la inmensa mayoría, se
confunden con el único fin cuya trascendencia imita la trascenden-
cia divina: el bien común de la ciudad. Así se explica, pues, el
porqué la Antigüedad divinizó, no a los sabios, sino a los héroes
defensores e ilustradores de la ciudad: la política absorbe, en sí, el
dominio separado, prohibido e inviolable que constituye el objeto
de una reverencia religiosa, que se identifica con lo sagrado. Fuera
de su recinto venerable no hay más que lo profano, no hay más
que lo que es extraño a la religión y a la sociedad confundidas, no
hay más que lo privado, lo individual, la búsqueda del alimento, de
los bienes materiales, lo económico.
La invocación de Antígona, en relación con las leyes no escri-
tas, nada tiene de reivindicación de la conciencia individual contra
la ley común, como piensan los ignorantes. No se trata de la expre-
sión de un conflicto entre la sociedad y "el derecho imprescriptible
de la persona humana", sino que traduce simplemente el antagonis-
mo que siempre subsistió, a lo largo de la Antigüedad, entre el ele-
mento religioso y el elemento político, a pesar de su amalgama. La
ley no escrita es la ley de los dioses, que prescribe el enterramiento
de los muertos; la ley escrita es la ley de la ciudad, cuyo destino
preside Creón, y que tiene también un valor que trasciende a cual-
quier reivindicación personal. La oposición entre Antígona y Creón
es el resultado remanente de la distinción entre el objeto de la in-
teligencia especulativa y el objeto de la inteligencia práctica, entre
lo religioso y lo social, que la Antigüedad pagana ha querido siem-
pre fusionar entre sí, en función de sus trascendencias idénticas, a
su manera de ver, una a otra.
Con el Cristianismo comienza el segundo período de la historia
de la sociedad. El Cristianismo inaugura un tipo de sociedad absolu-
tamente único en la Historia, una sociedad sobrenatural de personas,
individualmente llamadas a participar en la vida divina. La Iglesia
está constituida por el pueblo de los bautizados. Sólo se bautiza a
personas, no a grupos, colectividades, pueblos o naciones. El bau-
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tales para el animal político. Para ser creador es preciso que el hom-
bre sea libre respecto de todo lo que no sea el mismo, que no se
encuentre ligado a otro sino a sí mismo, que no dependa de nada que
no haya sido hecho por él mismo. Él primer efecto de esta autono-
mía es la duda, la negación de lo que es, del orden de las esencias
y, como le es imposible al hombre liberarse de todo, lo propio del
racionalismo será reducir toda resistencia por parte del ser y hacer
el mundo exterior inconsistente. ¿Qué es lo real antes de ser sentido,
o pensado, para Kant? Un puñado de polvo informe.
El segundo efecto será, inevitablemente, construir la realidad,
puesto que es preciso que exista una. Según Kant, conocer será
hacer, como hacen el artista, el Obrero, el técnico, o el industrial:
imprimir en la pasta blanda de la materia las formas a priori de
la sensibilidad y las categorías del pensamiento, a la manera de un
dibujo, de un molde, de una máquina, de una fábrica. Conocer el
mundo es construir el mundo. En la misma forma, obrar moralmen-
té será imprimir en los actos humanos, desprovistos de toda finali-
dad natural, el imperativo categórico del deber por el deber: "Obra
siempre de tal manera que la máxima particular de tu voluntad pue-
da valer, al mismo tiempo, como principio de una legislación uni-
versal". Por ello, todo fin cuya actuación se imponga anticipadamen-
te a la voluntad, tal como la defensa y la ilustración del bien común
o de la prosecución del Bien Soberano, se halla excluido. Actuar
moralmente es construir la humanidad. La razón se convierte así
en una fuerza actuante que transforma el mundo y la humanidad;
una actividad productora que construye, simultáneamente, el edifi-
cio de la ciencia y el de la sociedad de los- hombres, una potencia
prometeica que somete todas las cosas. "Sapere aude, ten el valor
de servirte de tu propio entendimiento sin ser dirigido por quien-
quiera, salvo por tu propia razón, tal es la divisa del Aufklärung",
escribió Kant.
El siglo francés de las luces no pensará de otra manera: será,
en primer lugar, crítico y no subsistirá nada de la ciencia ni de las
instituciones tradicionales. Reconstruirá, después, el mundo y la hu-
manidad a partir solamente de la razón liberada de los prejuicios
intelectuales y sociales que paralizan su movimiento creador. En el
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yecto insano, que todavía hoy fascina por doquier: "Encontrar una for-
ma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común
a la persona y los bienes de cada asociado y, por la cual, cada uno
al unirse a los demás no obedezca, sin embargo, sino a sí mismo, per-
maneciendo tan libre como antes". La solución de este problema exige,
con toda evidencia, que el hombre sea ante todo libre, que no esté ya
ligado en sociedad, que no sufra contricción alguna por causa de su
naturaleza social, en resumen, que sea ante todo un individuo ab omni
dwisus y autónomo. Ello implica la igualdad entre todos los autores
del pacto; pues si uno fuese más fuerte, más inteligente o más volun-
tarioso, etc., que el otro, este último no sería ya libre de asociarse con
él. Es preciso, en fin, que todo hombre sea bueno, humano respecto
al otro, tratándolo como un hermano, es decir, como su semejante
y como su igual, provisto de una entera autonomía. TJbertad,
igualdad, fraternidad. Con Rousseau, el Leviathan de Hobbes ad-
quiere los trazos seductores de la diosa Democracia, madre adorable,
en opinión del mismo autor del Contrato Social, de un "pueblo de
dioses". Cada miembro de la "sociedad" nueva es absoluto y "la
fuerza común" de la "asociación" radica en su devoción personal.
Para Rousseau, la "sociedad" tiene la persona como fin, pero
esta persona es el dios más débil y el más desprovisto que existe,
ya que deberá todo su ser a la "sociedad" que instaura. La conven-
ción creadora de la "sociedad" implica, en efecto, bajo pena de no
existir sino verbalmente, "la alienación total de cada asociado, con
todos sus derechos a la comunidadsegún afirmó el mismo Rous-
seau. No puede ser de otro modo, pues suponiendo que uno de sus
miembros mantuviera uno sólo de sus derecho, este no sería sino
un privilegio individual, puesto que "la sociedad" de que se trata
está compuesta, por hipótesis, de hombres libres, iguales, hermanos,
y este privilegio individual destruiría la libertad, la igualdad, la fra-
ternidad democrática, requeridas para que exista una "sociedad" se-
mejante. Así, por un reenvío dialéctico previsible, si la sociedad tiene
como fin la persona, también la persona tiene como fin la sociedad.
Hallamos aquí la cuadratura del círculo en la contradicción irreduc-
tible a la que es conducida una sociedad de personas, desde el mo-
mento en que se la transporta del plano sobrenatural al plano tem-
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Todas las ideologías, todos los sistemas, todas las estructuras, las
praxeis, todos los regímenes políticos son, desde hace siglos, en gra-
dos diversos, producto de la descomposición del cristianismo. Sin
un enderezamiento de las Iglesias cristianas, en particular de la Igle-
sia católica, la mutación radical que experimenta la humanidad será
mortal,'como lo son todas las mutaciones según atestiguan desde el
carnero de cinco patas y la ternera de dos cabezas. Lo sobrenatural
es la más poderosa garantía de la naturaleza de los seres y de las
cosas y, singularmente, de la naturaleza social del hombre, sin la
cual su existencia sería inconcebible.
La primera coadición de una renovación pasa por el vértice del
cristianismo, que hace cuerpo desde hace 2.000 años con la historia
humana: STAT Crux dum evolvitur orhis, insistimos sobre el STAT.
Hay una segunda condición precisa, ahogada hoy en un torren-
te de discursos, de enseñanzas, de montones de papeles, cuyo origen
estatizante y desencarnado no es dudoso, consistiría en la puesta en
pie de una economía en la cual hoy los pies están por encima de la ca-
beza. Si la inteligencia contemplativa y la inteligencia práctica, orien-
tadas hacia el fin último del hombre están en estado de hibernación
prolongada, la inteligencia poética, fabricadora de objetos útiles para
el hombre, ha adquirido una expansión que la confunde con la imagi-
nación, como si así, con su despliegue espectacular, compensase la
ausencia de sus hermanas. Un desequilibrio tal no deja de ser peligroso.
Es demasiado claro. Una sociedad que no fuese sino una inmensa fá-
brica realizaría la utopía socialista y, confundiendo lo público y lo
privado, llevaría como hemos denunciado a la destrucción de lo
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