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PRIMER PARCIAL “EL HOMBRE FRENTE A

LA VIDA”

PRIMERA PARTE LA PROFESIÓN DE LA FE


PRIMERA
SECCIÓN «CREO» – «CREEMOS»

1-25 Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un


designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle
partícipe de su vida bienaventurada. En la plenitud de los tiempos, Dios
Padre envió a su Hijo como Redentor y Salvador de los hombres caídos en
el pecado, convocándolos en su Iglesia, y haciéndolos hijos suyos de
adopción por obra del Espíritu Santo y herederos de su eterna
bienaventuranza.

CAPÍTULO PRIMERO EL HOMBRE ES «CAPAZ» DE DIOS


30 «Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza (…). Nos has hecho
para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San
Agustín).
27-30 44-45 Dios mismo, al crear al hombre a su propia imagen, inscribió
en el corazón de éste el deseo de verlo. Aunque el hombre a menudo ignore
tal deseo, Dios no cesa de atraerlo hacia sí, para que viva y encuentre en Él
aquella plenitud de verdad y felicidad a la que aspira sin descanso. En
consecuencia, el hombre, por naturaleza y vocación, es un ser
esencialmente religioso, capaz de entrar en comunión con Dios. Esta íntima
y vital relación con Dios otorga al hombre su dignidad fundamental.
31-36 46-47 A partir de la Creación, esto es, del mundo y de la persona
humana, el hombre, con la sola razón, puede con certeza conocer a Dios
como origen y fin del universo y como sumo bien, verdad y belleza infinita.
37-38 Para conocer a Dios con la sola luz de la razón, el hombre encuentra
muchas dificultades. Además, no puede entrar por sí mismo en la intimidad
del misterio divino. Por ello, Dios ha querido iluminarlo con su Revelación,
no sólo acerca de las verdades que superan la comprensión humana, sino
también sobre verdades religiosas y morales, que, aun siendo de por sí
accesibles a la razón, de esta manera pueden ser conocidas por todos sin
dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error.

Se puede hablar de Dios a todos y con todos, partiendo de las perfecciones


del hombre y las demás criaturas, las cuales son un reflejo, si bien limitado,
de la infinita perfección de Dios. Sin embargo, es necesario purificar
continuamente nuestro lenguaje de todo lo que tiene de fantasioso e
imperfecto, sabiendo bien que nunca podrá expresar plenamente el infinito
misterio de Dios.

CAPÍTULO SEGUNDO DIOS VIENE AL ENCUENTRO DEL


HOMBRE LA REVELACIÓN DE DIOS

50-53 68-69 Dios, en su bondad y sabiduría, se revela al hombre. Por


medio de acontecimientos y palabras, se revela a sí mismo y el designio de
benevolencia que él mismo ha preestablecido desde la eternidad en Cristo
en favor de los hombres. Este designio consiste en hacer partícipes de la
vida divina a todos los hombres, mediante la gracia del Espíritu Santo, para
hacer de ellos hijos adoptivos en su Hijo Unigénito.
54-58 70-71 Desde el principio, Dios se manifiesta a Adán y Eva, nuestros
primeros padres, y les invita a una íntima comunión con Él. Después de la
caída, Dios no interrumpe su revelación, y les promete la salvación para
toda su descendencia. Después del diluvio, establece con Noé una alianza
que abraza a todos los seres vivientes.
59-64 72 Dios escogió a Abram llamándolo a abandonar su tierra para
hacer de él «el padre de una multitud de naciones» (Gn 17, 5), y
prometiéndole bendecir en él a «todas las naciones de la tierra» (Gn 12,3).
Los descendientes de Abraham serán los depositarios de las promesas
divinas hechas a los patriarcas. Dios forma a Israel como su pueblo elegido,
salvándolo de la esclavitud de Egipto, establece con él la Alianza del Sinaí,
y le da su Ley por medio de Moisés. Los Profetas anuncian una radical
redención del pueblo y una salvación que abrazará a todas las naciones en
una Alianza nueva y eterna. Del pueblo de Israel, de la estirpe del rey
David, nacerá el Mesías: Jesús.
65-66 73 La plena y definitiva etapa de la Revelación de Dios es la que Él
mismo llevó a cabo en su Verbo encarnado, Jesucristo, mediador y plenitud
de la Revelación. En cuanto Hijo Unigénito de Dios hecho hombre, Él es la
Palabra perfecta y definitiva del Padre. Con la venida del Hijo y el don del
Espíritu, la Revelación ya se ha cumplido plenamente, aunque la fe de la
Iglesia deberá comprender gradualmente todo su alcance a lo largo de los
siglos.

LA TRANSMISIÓN DE LA DIVINA REVELACIÓN

74 Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento


de la verdad» (1 Tim 2, 4), es decir, de Jesucristo. Es preciso, pues, que
Cristo sea anunciado a todos los hombres, según su propio mandato: «Id y
haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28, 19). Esto se lleva a cabo
mediante la Tradición Apostólica.
75-79 83 96.98 La Tradición Apostólica es la transmisión del mensaje de
Cristo llevada a cabo, desde los comienzos del cristianismo, por la
predicación, el testimonio, las instituciones, el culto y los escritos
inspirados. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a
través de éstos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo
que habían recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo.
76 La Tradición Apostólica se realiza de dos modos: con la transmisión
viva de la Palabra de Dios (también llamada simplemente Tradición) y
con la Sagrada Escritura, que es el mismo anuncio de la salvación puesto
por escrito.
80-82 97 La Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y
compenetradas entre sí. En efecto, ambas hacen presente y fecundo en la
Iglesia el Misterio de Cristo, y surgen de la misma fuente divina:
constituyen un solo sagrado depósito de la fe, del cual la Iglesia saca su
propia certeza sobre todas las cosas reveladas.
84.91 94.99 El depósito de la fe ha sido confiado por los Apóstoles a toda
la Iglesia. Todo el Pueblo de Dios, con el sentido sobrenatural de la fe,
sostenido por el Espíritu Santo y guiado por el Magisterio de la Iglesia,
acoge la Revelación divina, la comprende cada vez mejor, y la aplica a la
vida.
85-90 100 La interpretación auténtica del depósito de la fe corresponde
sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, es decir, al Sucesor de Pedro, el
Obispo de Roma, y a los obispos en comunión con él. Al Magisterio, el
cual, en el servicio de la Palabra de Dios, goza del carisma cierto de la
verdad, compete también definir los dogmas, que son formulaciones de las
verdades contenidas en la divina Revelación; dicha autoridad se extiende
también a las verdades necesariamente relacionadas con la Revelación.
95 Escritura, Tradición y Magisterio están tan estrechamente unidos entre
sí, que ninguno de ellos existe sin los otros. Juntos, bajo la acción del
Espíritu Santo, contribuyen eficazmente, cada uno a su modo, a la
salvación de los hombres.

LA SAGRADA ESCRITURA

105-108 135-136 Decimos que la Sagrada Escritura enseña la verdad


porque Dios mismo es su autor: por eso afirmamos que está inspirada y
enseña sin error las verdades necesarias para nuestra salvación.
El Espíritu Santo ha inspirado, en efecto, a los autores humanos de la
Sagrada Escritura, los cuales han escrito lo que el Espíritu ha querido
enseñarnos.
La fe cristiana, sin embargo, no es una «religión del libro», sino de la
Palabra de Dios, que no es «una palabra escrita y muda, sino el Verbo
encarnado y vivo» (San Bernardo de Claraval).
109-119 137 La Sagrada Escritura debe ser leída e interpretada con la
ayuda del Espíritu Santo y bajo la guía del Magisterio de la Iglesia,
según tres criterios:
1) atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura;
2) lectura de la Escritura en la Tradición viva de la Iglesia;
3) respeto de la analogía de la fe, es decir, de la cohesión entre las verdades
de la fe.
120 138 El canon de las Escrituras es el elenco completo de todos los
escritos que la Tradición Apostólica ha hecho discernir a la Iglesia como
sagrados. Tal canon comprende cuarenta y seis escritos del Antiguo
Testamento y veintisiete del Nuevo. Los cánones eclesiásticos son ciertas
reglas o normas de conducta o creencia prescritas por la Iglesia.
121-123 Los cristianos veneran el Antiguo Testamento como verdadera
Palabra de Dios: todos sus libros están divinamente inspirados y conservan
un valor permanente, dan testimonio de la pedagogía divina del amor
salvífico de Dios, y han sido escritos sobre todo para preparar la venida de
Cristo Salvador del mundo.
124-127 139 El Nuevo Testamento, cuyo centro es Jesucristo, nos
transmite la verdad definitiva de la Revelación divina. En él, los cuatro
Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, siendo el principal testimonio
de la vida y doctrina de Jesús, constituyen el corazón de todas las
Escrituras y ocupan un puesto único en la Iglesia.
128-130 140 La Escritura es una porque es única la Palabra de Dios, único
el proyecto salvífico de Dios y única la inspiración divina de ambos
Testamentos. El Antiguo Testamento prepara el Nuevo, mientras que éste
da cumplimiento al Antiguo: ambos se iluminan recíprocamente.
131-133 141-142 La Sagrada Escritura proporciona apoyo y vigor a la vida
de la Iglesia. Para sus hijos, es firmeza de la fe, alimento y manantial de
vida espiritual. Es el alma de la teología y de la predicación pastoral. Dice
el Salmista: «lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal
119, 105). Por esto la Iglesia exhorta a la lectura frecuente de la Sagrada
Escritura, pues «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (San
Jerónimo).

CAPÍTULO TERCERO LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS


CREO

142-143 El hombre, sostenido por la gracia divina, responde a la


Revelación de Dios con la obediencia de la fe, que consiste en fiarse
plenamente de Dios y acoger su Verdad, en cuanto garantizada por Él, que
es la Verdad misma.
144-149 Son muchos los modelos de obediencia en la fe en la Sagrada
Escritura, pero destacan dos particularmente: Abraham, que, sometido a
prueba, «tuvo fe en Dios» (Rm 4, 3) y siempre obedeció a su llamada; por
esto se convirtió en «padre de todos los creyentes» (Rm 4, 11.18). Y la
Virgen María, quien ha realizado del modo más perfecto, durante toda su
vida, la obediencia en la fe: «Fiat mihi secundum Verbum tuum – hágase
en mi según tu palabra» (Lc 1, 38).
150-152 176-178 Creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios
mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno asentimiento a todas las
verdades por Él reveladas, porque Dios es la Verdad. Significa creer en un
solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
153-165 179-180 183-184 La fe, don gratuito de Dios, accesible a cuantos
la piden humildemente, es la virtud sobrenatural necesaria para salvarse. El
acto de fe es un acto humano, es decir un acto de la inteligencia del
hombre, el cual, bajo el impulso de la voluntad movida por Dios, asiente
libremente a la verdad divina. Además, la fe es cierta porque se fundamenta
sobre la Palabra de Dios; «actúa por medio de la caridad» (Ga 5,6); y está
en continuo crecimiento, gracias, particularmente, a la escucha de la
Palabra de Dios y a la oración. Ella nos hace pregustar desde ahora el gozo
del cielo.
159 Aunque la fe supera a la razón, no puede nunca haber contradicción
entre la fe y la ciencia, ya que ambas tienen su origen en Dios. Es Dios
mismo quien da al hombre tanto la luz de la razón como la fe. «Cree para
comprender y comprende para creer» (San Agustín) CREEMOS
166-169 181 La fe es un acto personal en cuanto es respuesta libre del
hombre a Dios que se revela. Pero, al mismo tiempo, es un acto eclesial,
que se manifiesta en la expresión «creemos», porque, efectivamente, es la
Iglesia quien cree, de tal modo que Ella, con la gracia del Espíritu Santo,
precede, engendra y alimenta la fe de cada uno: por esto la Iglesia es Madre
y Maestra. «Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por
Madre» (San Cipriano)
170-171 Las fórmulas de la fe son importantes porque nos permiten
expresar, asimilar, celebrar y compartir con los demás las verdades de la fe,
utilizando un lenguaje común.
172-175 182 La Iglesia, aunque formada por personas diversas por razón
de lengua, cultura y ritos, profesa con voz unánime la única fe, recibida de
un solo Señor y transmitida por la única Tradición Apostólica. Profesa un
solo Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– e indica un solo camino de
salvación. Por tanto, creemos, con un solo corazón y una sola alma, todo
aquello que se contiene en la Palabra de Dios escrita o transmitida y es
propuesto por la Iglesia para ser creído como divinamente revelado.

SEGUNDA SECCIÓN LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA

EL CREDO (Símbolo de los Apóstoles)


Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor,
Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,
nació de Santa María Virgen,
padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de entre los muertos,
subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los
santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida
eterna. Amén.

Credo Niceno-Constantinopolitano

Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra,


de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre
antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado,
no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que
por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra
del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por
nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue
sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y
está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para
juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y
del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y
que habló por los profetas.
Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén.

CAPÍTULO PRIMERO CREO EN DIOS PADRE

LOS SÍMBOLOS DE LA FE
185-188 199.197 Los símbolos de la fe, también llamados «profesiones de
fe» o «Credos», son fórmulas articuladas con las que la Iglesia, desde sus
orígenes, ha expresado sintéticamente la propia fe, y la ha transmitido con
un lenguaje común y normativo para todos los fieles.
189-191 Los símbolos de la fe más antiguos son los bautismales. Puesto
que el Bautismo se administra «en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo» (Mt 28, 19), las verdades de fe allí profesadas son
articuladas según su referencia a las tres Personas de la Santísima Trinidad.
193-195 Los símbolos de la fe más importantes son: el Símbolo de los
Apóstoles, que es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma, y el
Símbolo niceno-constantinopolitano, que es fruto de los dos Catecismo de
la Iglesia Católica - Compendio 19 primeros Concilios Ecuménicos de
Nicea (325) y de Constantinopla (381), y que sigue siendo aún hoy el
símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente.

«CREO EN DIOS, PADRE TODOPODEROSO, CREADOR DEL


CIELO Y DE LA TIERRA»

1. LECTURA: EXODO: 3: 1-22


198-199 La profesión de fe comienza con la afirmación «Creo en Dios»
porque es la más importante: la fuente de todas las demás verdades sobre el
hombre y sobre el mundo y de toda la vida del que cree en Dios.
200-202 228 Profesamos un solo Dios porque Él se ha revelado al pueblo
de Israel como el Único, cuando dice: «escucha Israel, el Señor nuestro
Dios es el Único Señor» (Dt 6, 4), «no existe ningún otro» (Is 45, 22). Jesús
mismo lo ha confirmado: Dios «es el único Señor» (Mc 12, 29). Profesar
que Jesús y el Espíritu Santo son también Dios y Señor no introduce
división alguna en el Dios Único.
203-205 230-231 Dios se revela a Moisés como el Dios vivo: «Yo soy el
Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de
Jacob» (Ex 3, 6). Al mismo Moisés Dios le revela su Nombre misterioso:
«Yo soy el que soy (YHWH)» (Ex 3, 14). El nombre inefable de Dios, ya
en los tiempos del Antiguo Testamento, fue sustituido por la palabra Señor.
De este modo en el Nuevo Testamento, Jesús, llamado el Señor, aparece
como verdadero Dios.
212-213 Mientras las criaturas han recibido de Él todo su ser y su poseer,
sólo Dios es en sí mismo la plenitud del ser y de toda perfección. Él es «el
que es», sin origen y sin fin. Jesús revela que también Él lleva el Nombre
divino, «Yo soy» (Jn 8, 28).
206-213 Al revelar su Nombre, Dios da a conocer las riquezas contenidas
en su misterio inefable: sólo Él es, desde siempre y por siempre, el que
transciende el mundo y la historia. Él es quien ha hecho cielo y tierra. Él es
el Dios fiel, siempre cercano a su pueblo para salvarlo. Él es el Santo por
excelencia, «rico en misericordia» (Ef 2, 4), siempre dispuesto al perdón.
Dios es el Ser espiritual, trascendente, omnipotente, eterno, personal y
perfecto. Él es la verdad y el amor. «Dios es el ser infinitamente perfecto
que es la Santísima Trinidad» (Santo Toribio de Mogrovejo)
214-217 231 Dios es la Verdad misma y como tal ni se engaña ni puede
engañar. «Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1, 5). El Hijo
eterno de Dios, sabiduría encarnada, ha sido enviado al mundo «para dar
testimonio de la Verdad» (Jn 18, 37).
218-221 Dios se revela a Israel como Aquel que tiene un amor más fuerte
que el de un padre o una madre por sus hijos o el de un esposo por su
esposa. Dios en sí mismo «es amor» (1 Jn 4, 8.16), que se da completa y
gratuitamente; que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único para que
el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17). Al mandar a su Hijo y al Espíritu
Santo, Dios revela que Él mismo es eterna comunicación de amor.
222-227 229 Creer en Dios, el Único, comporta: conocer su grandeza y
majestad; vivir en acción de gracias; confiar siempre en Él, incluso en la
adversidad; reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los
hombres, creados a imagen de Dios; usar rectamente de las cosas creadas
por Él.
232-237 El misterio central de la fe y de la vida cristiana es el misterio de
la Santísima Trinidad. Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo.
237 Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el
Antiguo Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa
constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe
de Israel, antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu
Santo. Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos
los demás misterios.
240-243 Jesucristo nos revela que Dios es «Padre», no sólo en cuanto es
Creador del universo y del hombre sino, sobre todo, porque engendra
eternamente en su seno al Hijo, que es su Verbo, «resplandor de su gloria e
impronta de su sustancia» (Hb 1, 3).
243-248 El Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo; «procede del Padre» (Jn 15, 26),
que es principio sin principio y origen de toda la vida trinitaria. Y procede
también del Hijo (Filioque), por el don eterno que el Padre hace al Hijo. El
Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo encarnado, guía a la
Iglesia hasta el conocimiento de la «verdad plena» (Jn 16, 13).
249-256 266 La Iglesia expresa su fe trinitaria confesando un solo Dios en
tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres divinas Personas son
un solo Dios porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e
indivisible naturaleza divina. Las tres son realmente distintas entre sí, por
sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado
por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.
257-260 267 Inseparables en su única sustancia, las divinas Personas son
también inseparables en su obrar: la Trinidad tiene una sola y misma
operación. Pero en el único obrar divino, cada Persona se hace presente
según el modo que le es propio en la Trinidad. «Dios mío, Trinidad a quien
adoro... pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar
de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí
enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin
reservas a tu acción creadora» (Beata Isabel de la Trinidad)
268-278 Dios se ha revelado como «el Fuerte, el Valeroso» (Sal 24, 8),
aquel para quien «nada es imposible» (Lc 1, 37). Su omnipotencia es
universal, misteriosa y se manifiesta en la creación del mundo de la nada y
del hombre por amor, pero sobre todo en la Encarnación y en la
Resurrección de su Hijo, en el don de la adopción filial y en el perdón de
los pecados. Por esto la Iglesia en su oración se dirige a «Dios
todopoderoso y eterno» («Omnipotens sempiterne Deus...»).
279-289 315 Es importante afirmar que en el principio Dios creó el cielo y
la tierra porque la creación es el fundamento de todos los designios
salvíficos de Dios; manifiesta su amor omnipotente y lleno de sabiduría; es
el primer paso hacia la Alianza del Dios único con su pueblo; es el
comienzo de la historia de la salvación, que culmina en Cristo; es la
primera respuesta a los interrogantes fundamentales sobre nuestro origen y
nuestro fin.
290-292 316 El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son el principio único e
indivisible del mundo, aunque la obra de la Creación se atribuye
especialmente a Dios Padre.
293-294 319 El mundo ha sido creado para gloria de Dios, el cual ha
querido manifestar y comunicar su bondad, verdad y belleza. El fin último
de la Creación es que Dios, en Cristo, pueda ser «todo en todos» (1 Co 15,
28), para gloria suya y para nuestra felicidad. «Porque la gloria de Dios es
el que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios» (San
Ireneo de Lyon)

El cielo y la tierra

325-327 La Sagrada Escritura dice: «en el principio creó Dios el cielo y la


tierra» (Gn 1, 1). La Iglesia, en su profesión de fe, proclama que Dios es el
creador de todas las cosas visibles e invisibles: de todos los seres
espirituales y materiales, esto es, de los ángeles y del mundo visible y, en
particular, del hombre.
328-333 350-351 Los ángeles son criaturas puramente espirituales,
incorpóreas, invisibles e inmortales; son seres personales dotados de
inteligencia y voluntad. Los ángeles, contemplando cara a cara
incesantemente a Dios, lo glorifican, lo sirven y son sus mensajeros en el
cumplimiento de la misión de salvación para todos los hombres.
337-344 A través del relato de los «seis días» de la Creación, la Sagrada
Escritura nos da a conocer el valor de todo lo creado y su finalidad de
alabanza a Dios y de servicio al hombre. Todas las cosas deben su propia
existencia a Dios, de quien reciben la propia bondad y perfección, sus leyes
y lugar en el universo.
343-344 353 El hombre es la cumbre de la Creación visible, pues ha sido
creado a imagen y semejanza de Dios.

El hombre

355-357 El hombre ha sido creado a imagen de Dios, en el sentido de que


es capaz de conocer y amar libremente a su propio Creador. Es la única
criatura sobre la tierra a la que Dios ama por sí misma, y a la que llama a
compartir su vida divina, en el conocimiento y en el amor. El hombre, en
cuanto creado a imagen de Dios, tiene la dignidad de persona: no es
solamente algo, sino alguien capaz de conocerse, de darse libremente y de
entrar en comunión con Dios y las otras personas.
358-359 Dios ha creado todo para el hombre, pero el hombre ha sido
creado para conocer, servir y amar a Dios, para ofrecer en este mundo toda
la Creación a Dios en acción de gracias, y para ser elevado a la vida con
Dios en el cielo. Solamente en el misterio del Verbo encarnado encuentra
verdadera luz el misterio del hombre, predestinado a reproducir la imagen
del Hijo de Dios hecho hombre, que es la perfecta «imagen de Dios
invisible» (Col 1, 15).
366-368 382 El alma espiritual no viene de los progenitores, sino que es
creada directamente por Dios, y es inmortal. Al separarse del cuerpo en el
momento de la muerte, no perece; se unirá de nuevo al cuerpo en el
momento de la resurrección final.
369-373 383 El hombre y la mujer han sido creados por Dios con igual
dignidad en cuanto personas humanas y, al mismo tiempo, con una
recíproca complementariedad en cuanto varón y mujer. Dios los ha querido
el uno para el otro, para una comunión de personas. Juntos están también
llamados a transmitir la vida humana, formando en el matrimonio «una sola
carne» (Gn 2, 24), y a dominar la tierra como «administradores» de Dios.

La caída

385-389 En la historia del hombre está presente el pecado. Esta realidad se


esclarece plenamente sólo a la luz de la divina Revelación y, sobre todo, a
la luz de Cristo, el Salvador de todos, que ha hecho que la gracia
sobreabunde allí donde había abundado el pecado.
396-403 415-417 El hombre, tentado por el diablo, dejó apagarse en su
corazón la confianza hacia su Creador y, desobedeciéndole, quiso «ser
como Dios» (Gn 3, 5), sin Dios, y no según Dios.
Así Adán y Eva perdieron inmediatamente, para sí y para todos sus
descendientes, la gracia de la santidad y de la justicia originales.
404 419 El pecado original, en el que todos los hombres nacen, es el estado
de privación de la santidad y de la justicia originales. Es un pecado
«contraído» no «cometido» por nosotros; es una condición de nacimiento y
no un acto personal.
A causa de la unidad de origen de todos los hombres, el pecado original se
transmite a los descendientes de Adán con la misma naturaleza humana,
«no por imitación sino por propagación». Esta transmisión es un misterio
que no podemos comprender plenamente.
410-412 420 Después del primer pecado, el mundo ha sido inundado de
pecados, pero Dios no ha abandonado al hombre al poder de la muerte,
antes al contrario, le predijo de modo misterioso –en el «Protoevangelio»
(Gn 3, 15)– que el mal sería vencido y el hombre levantado de la caída.
Se trata del primer anuncio del Mesías Redentor. Por ello, la caída será
incluso llamada feliz culpa, porque «ha merecido tal y tan grande
Redentor» (Liturgia de la Vigilia pascual).
CAPÍTULO SEGUNDO CREO EN JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE
DIOS
2. LECTURA: JUAN: 1: 1.18

422-424 La Buena Noticia es el anuncio de Jesucristo, «el Hijo de Dios


vivo» (Mt 16, 16), muerto y resucitado. En tiempos del rey Herodes y del
emperador César Augusto, Dios cumplió las promesas hechas a Abraham y
a su descendencia, enviando «a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la
Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, y para que
recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5).
425-429 Desde el primer momento, los discípulos desearon ardientemente
anunciar a Cristo, a fin de llevar a todos los hombres a la fe en Él. También
hoy, el deseo de evangelizar y catequizar, es decir, de revelar en la persona
de Cristo todo el designio de Dios, y de poner a la humanidad en comunión
con Jesús, nace de este conocimiento amoroso de Cristo.

CREO EN JESUCRISTO, SU ÚNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR

430-435 452 El nombre de Jesús, dado por el ángel en el momento de la


Anunciación, significa «Dios salva». Expresa, a la vez, su identidad y su
misión, «porque él salvará al pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). Pedro
afirma que «bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda
salvarnos» (Hch 4, 12).
436-440 453 «Cristo», en griego, y «Mesías», en hebreo, significan
«ungido». Jesús es el Cristo porque ha sido consagrado por Dios, ungido
por el Espíritu Santo para la misión redentora. Él es el Mesías esperado por
Israel y enviado al mundo por el Padre.
Jesús ha aceptado el título de Mesías, precisando, sin embargo, su sentido:
«bajado del cielo» (Jn 3, 13), crucificado y después resucitado, Él es el
siervo sufriente «que da su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28). Del
nombre de Cristo nos viene el nombre de cristianos.
Jesús es el Hijo unigénito de Dios en un sentido único y perfecto. En el
momento del Bautismo y de la Transfiguración, la voz del Padre señala a
Jesús como su «Hijo predilecto».
Al presentarse a sí mismo como el Hijo, que «conoce al Padre» (Mt 11,
27), Jesús afirma su relación única y eterna con Dios su Padre. Él es «el
Hijo unigénito de Dios» (1 Jn 4, 9), la segunda Persona de la Trinidad.
Es el centro de la predicación apostólica: los Apóstoles han visto su gloria,
«que recibe del Padre como Hijo único» (Jn 1, 14).
446-451 455 En la Biblia, el título de «Señor» designa ordinariamente al
Dios soberano. Jesús se lo atribuye a sí mismo, y revela su soberanía divina
mediante su poder sobre la naturaleza, sobre los demonios, sobre el pecado
y sobre la muerte, y sobre todo con su Resurrección.
Las primeras confesiones de fe cristiana proclaman que el poder, el honor y
la gloria que se deben a Dios Padre se le deben también a Jesús: Dios «le
ha dado el nombre sobre todo nombre» (Flp 2, 9).
Él es el Señor del mundo y de la historia, el único a quien el hombre debe
someter de modo absoluto su propia libertad personal.
JESUCRISTO FUE CONCEBIDO POR OBRA DEL ESPÍRITU
SANTO Y NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN

3. LECTURA: LUCAS: 1: 26.56

456-460 El Hijo de Dios se encarnó en el seno de la Virgen María, por obra


del Espíritu Santo, por nosotros los hombres y por nuestra salvación: es
decir, para reconciliarnos a nosotros pecadores con Dios, darnos a conocer
su amor infinito, ser nuestro modelo de santidad y hacernos «partícipes de
la naturaleza divina» (2 P 1, 4).
461-463 483 La Iglesia llama «Encarnación» al misterio de la unión
admirable de la naturaleza divina y la naturaleza humana de Jesús en la
única Persona divina del Verbo. Para llevar a cabo nuestra salvación, el
Hijo de Dios se ha hecho «carne» (Jn 1, 14), haciéndose verdaderamente
hombre. La fe en la Encarnación es signo distintivo de la fe cristiana.
464-467 469 En la unidad de su Persona divina, Jesucristo es verdadero
Dios y verdadero hombre, de manera indivisible. Él, Hijo de Dios,
«engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre», se ha hecho
verdaderamente hombre, hermano nuestro, sin dejar con ello de ser Dios,
nuestro Señor.
464-469 29 479-481 La Iglesia expresa el misterio de la Encarnación
afirmando que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; con dos
naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la
Persona del Verbo. Por tanto, todo en la humanidad de Jesús –milagros,
sufrimientos y la misma muerte– debe ser atribuido a su Persona divina,
que obra a través de la naturaleza humana que ha asumido. «¡Oh Hijo
Unigénito y Verbo de Dios! Tú que eres inmortal, te dignaste, para
salvarnos, tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María
(...) Tú, Uno de la Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Espíritu
Santo, ¡sálvanos!» (Liturgia bizantina de san Juan Crisóstomo).
470-474 482 El Hijo de Dios asumió un cuerpo dotado de un alma racional
humana. Con su inteligencia humana Jesús aprendió muchas cosas
mediante la experiencia. Pero, también como hombre, el Hijo de Dios tenía
un conocimiento íntimo e inmediato de Dios su Padre. Penetraba asimismo
los pensamientos secretos de los hombres y conocía plenamente los
designios eternos que Él había venido a revelar.
475 482 Jesús tenía una voluntad divina y una voluntad humana. En su vida
terrena, el Hijo de Dios ha querido humanamente lo que Él ha decidido
divinamente junto con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación.
La voluntad humana de Cristo sigue, sin oposición o resistencia, su
voluntad divina, y está subordinada a ella.
476-477 Cristo asumió un verdadero cuerpo humano, mediante el cual Dios
invisible se hizo visible. Por esta razón, Cristo puede ser representado y
venerado en las sagradas imágenes.
478 Cristo nos ha conocido y amado con un corazón humano. Su Corazón
traspasado por nuestra salvación es el símbolo del amor infinito que Él
tiene al Padre y a cada uno de los hombres.
484-486 Que Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
significa que la Virgen María concibió al Hijo eterno en su seno por obra
del Espíritu Santo y sin la colaboración de varón: «El Espíritu Santo vendrá
sobre ti» (Lc 1, 35), le dijo el ángel en la Anunciación.
495 509 María es verdaderamente Madre de Dios porque es la madre de
Jesús (Jn 2, 1; 19, 25). En efecto, aquél que fue concebido por obra del
Espíritu Santo y fue verdaderamente Hijo suyo, es el Hijo eterno de Dios
Padre. Es Dios mismo.
487-492 508 Dios eligió gratuitamente a María desde toda la eternidad para
que fuese la Madre de su Hijo; para cumplir esta misión fue concebida
inmaculada. Esto significa que, por la gracia de Dios y en previsión de los
méritos de Jesucristo, María fue preservada del pecado original desde el
primer instante de su concepción.
493-494 508-511 Por la gracia de Dios, María permaneció inmune de todo
pecado personal durante toda su existencia. Ella es la «llena de gracia» (Lc
1, 28), la «toda Santa». Y cuando el ángel le anuncia que va a dar a luz «al
Hijo del Altísimo» (Lc 1, 32), ella da libremente su consentimiento «por
obediencia de la fe» (Rm 1, 5).
María se ofrece totalmente a la Persona y a la obra de Jesús, su Hijo,
abrazando con toda su alma la voluntad divina de salvación.
496-498 503 La concepción virginal de Jesús significa que éste fue
concebido en el seno de la Virgen María sólo por el poder del Espíritu
Santo, sin concurso de varón.
Él es Hijo del Padre celestial según la naturaleza divina, e Hijo de María
según la naturaleza humana, pero es propiamente Hijo de Dios según las
dos naturalezas, al haber en Él una sola Persona, la divina.
499-507 510 María es siempre virgen en el sentido de que ella «fue Virgen
al concebir a su Hijo, Virgen al parir, Virgen durante el embarazo, Virgen
después del parto, Virgen siempre» (San Agustín).
Por tanto, cuando los Evangelios hablan de «hermanos y hermanas de
Jesús», se refieren a parientes próximos de Jesús, según una expresión
empleada en la Sagrada Escritura.
551-553 567 Jesús elige a los Doce, futuros testigos de su Resurrección, y
los hace partícipes de su misión y de su autoridad para enseñar, absolver
los pecados, edificar y gobernar la Iglesia.
En este colegio, Pedro recibe «las llaves del Reino» (Mt 16, 19) y ocupa el
primer puesto, con la misión de custodiar la fe en su integridad y de
confirmar en ella a sus hermanos.
«JESUCRISTO PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO,
FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO»

4. MARCOS: 15: 1-20

571-573 El misterio pascual de Jesús, que comprende su Pasión, Muerte,


Resurrección y Glorificación, está en el centro de la fe cristiana, porque el
designio salvador de Dios se ha cumplido de una vez por todas con la
muerte redentora de su Hijo, Jesucristo.
574-576 Algunos jefes de Israel acusaron a Jesús de actuar contra la Ley,
contra el Templo de Jerusalén y, particularmente, contra la fe en el Dios
único, porque se proclamaba Hijo de Dios.
Por ello lo entregaron a Pilato para que lo condenase a muerte.
577-582 592 Jesús no abolió la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí,
sino que la perfeccionó, dándole su interpretación definitiva.
Él es el Legislador divino que ejecuta íntegramente esta Ley.
Aún más, es el siervo fiel que, con su muerte expiatoria, ofrece el único
sacrificio capaz de redimir todas «las transgresiones cometidas por los
hombres contra la Primera Alianza» (Hb 9, 15).
583-586 593 Jesús fue acusado de hostilidad hacia al Templo. Sin embargo,
lo veneró como «la casa de su Padre» (Jn 2, 16), y allí impartió gran parte
de sus enseñanzas.
Pero también predijo la destrucción del Templo, en relación con su propia
muerte, y se presentó a sí mismo como la morada definitiva de Dios en
medio de los hombres.
587-591 594 Jesús nunca contradijo la fe en un Dios único, ni siquiera
cuando cumplía la obra divina por excelencia, que realizaba las promesas
mesiánicas y lo revelaba como igual a Dios: el perdón de los pecados.
La exigencia de Jesús de creer en Él y convertirse permite entender la
trágica incomprensión del Sanedrín, que juzgó que Jesús merecía la muerte
como blasfemo.
599-605 619 Al fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados
a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa iniciativa de enviar a
su Hijo para que se entregara a la muerte por los pecadores.
Anunciada ya en el Antiguo Testamento, particularmente como sacrificio
del Siervo doliente, la muerte de Jesús tuvo lugar según las Escrituras.
606-609 620 Toda la vida de Cristo es una oblación libre al Padre para dar
cumplimiento a su designio de salvación.
Él da «su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45), y así reconcilia a
toda la humanidad con Dios.
Su sufrimiento y su muerte manifiestan cómo su humanidad fue el
instrumento libre y perfecto del Amor divino, que quiere la salvación de
todos los hombres.
613-617 622-623 Jesús ofreció libremente su vida en sacrificio expiatorio,
es decir, ha reparado nuestras culpas con la plena obediencia de su amor
hasta la muerte.
Este amor hasta el extremo (cf. Jn 13, 1) del Hijo de Dios reconcilia a la
humanidad entera con el Padre.
El sacrificio pascual de Cristo rescata, por tanto, a los hombres de modo
único, perfecto y definitivo, y les abre a la comunión con Dios.
624-630 Cristo sufrió una verdadera muerte, y verdaderamente fue
sepultado. Pero la virtud divina preservó su cuerpo de la corrupción.
JESUCRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS, AL TERCER DÍA
RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS

5. LECTURA: MARCOS: 16: 1-20

632-637 Los «infiernos» –distintos del «infierno» de la condenación–


constituían el estado de todos aquellos, justos e injustos, que habían muerto
antes de Cristo. Con el alma unida a su Persona divina, Jesús tomó en los
infiernos a los justos que aguardaban a su Redentor para poder acceder
finalmente a la visión de Dios. Después de haber vencido, mediante su
propia muerte, a la muerte y al diablo «que tenía el poder de la muerte»
(Hb 2, 14), Jesús liberó a los justos, que esperaban al Redentor, y les abrió
las puertas del Cielo.
631. 638 La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en
Cristo, y representa, con la Cruz, una parte esencial del Misterio pascual.
Además del signo esencial, que es el sepulcro vacío, la Resurrección de
Jesús es atestiguada por las mujeres, las primeras que encontraron a Jesús
resucitado y lo anunciaron a los Apóstoles. Jesús después «se apareció a
Cefas (Pedro) y luego a los Doce, más tarde se apareció a más de
quinientos hermanos a la vez» (1 Co 15, 5-6), y aún a otros. Los Apóstoles
no pudieron inventar la Resurrección, puesto que les parecía imposible: en
efecto, Jesús les echó en cara su incredulidad.
647 656-657 La Resurrección de Cristo es un acontecimiento trascendente
porque, además de ser un evento histórico, verificado y atestiguado
mediante signos y testimonios, transciende y sobrepasa la historia como
misterio de la fe, en cuanto implica la entrada de la humanidad de Cristo en
la gloria de Dios. Por este motivo, Cristo resucitado no se manifestó al
mundo, sino a sus discípulos, haciendo de ellos sus testigos ante el pueblo.
645-646 La Resurrección de Cristo no es un retorno a la vida terrenal. Su
cuerpo resucitado es el mismo que fue crucificado, y lleva las huellas de su
pasión, pero ahora participa ya de la vida divina, con las propiedades de un
cuerpo glorioso. Por esta razón Jesús resucitado es soberanamente libre de
aparecer a sus discípulos donde quiere y bajo diversas apariencias.

«JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS, Y ESTÁ SENTADO A LA


DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO»

659-667 Cuarenta días después de haberse mostrado a los Apóstoles bajo


los rasgos de una humanidad ordinaria, que velaban su gloria de
Resucitado, Cristo subió a los cielos y se sentó a la derecha del Padre.
Desde entonces el Señor reina con su humanidad en la gloria eterna de Hijo
de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro, nos envía
su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que
nos tiene preparado.

«DESDE ALLÍ HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS»

668-674 680 Como Señor del cosmos y de la historia, Cabeza de su Iglesia,


Cristo glorificado permanece misteriosamente en la tierra, donde su Reino
está ya presente, como germen y comienzo, en la Iglesia. Un día volverá en
gloria, pero no sabemos el momento. Por esto, vivimos vigilantes,
pidiendo: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).
675-677 680 Después del último estremecimiento cósmico de este mundo
que pasa, la venida gloriosa de Cristo acontecerá con el triunfo definitivo
de Dios en la Parusía y con el Juicio final. Así se consumará el Reino de
Dios.
678-679 681-682 Cristo juzgará a los vivos y a los muertos con el poder
que ha obtenido como Redentor del mundo, venido para salvar a los
hombres. Los secretos de los corazones serán desvelados, así como la
conducta de cada uno con Dios y el prójimo. Todo hombre será colmado de
vida o condenado para la eternidad, según sus obras. Así se realizará «la
plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), en la que «Dios será todo en todos» (1 Co
15, 28).

CAPÍTULO TERCERO «CREO EN EL ESPÍRITU SANTO»

6. JUAN: 14: 1-21

683-686 Creer en el Espíritu Santo es profesar la fe en la tercera Persona de


la Santísima Trinidad, que procede del Padre y del Hijo y «que con el Padre
y el Hijo recibe una misma adoración y gloria». El Espíritu Santo «ha sido
enviado a nuestros corazones» (Ga 4, 6), a fin de que recibamos la nueva
vida de hijos de Dios.
687-690 742-743 La misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables
porque en la Trinidad indivisible, el Hijo y el Espíritu son distintos, pero
inseparables. En efecto, desde el principio hasta el fin de los tiempos,
cuando Dios envía a su Hijo, envía también su Espíritu, que nos une a
Cristo en la fe, a fin de que podamos, como hijos adoptivos, llamar a Dios
«Padre» (Rm 8, 15). El Espíritu es invisible, pero lo conocemos por medio
de su acción, cuando nos revela el Verbo y cuando obra en la Iglesia.
691-693 «Espíritu Santo» es el nombre propio de la tercera Persona de la
Santísima Trinidad. Jesús lo llama también Espíritu Paráclito (Consolador,
Abogado) y Espíritu de Verdad. El Nuevo Testamento lo llama Espíritu de
Cristo, del Señor, de Dios, Espíritu de la gloria y de la promesa.
694-701 Son numerosos los símbolos con los que se representa al Espíritu
Santo: el agua viva, que brota del corazón traspasado de Cristo y sacia la
sed de los bautizados; la unción con el óleo, que es signo sacramental de la
Confirmación; el fuego, que transforma cuanto toca; la nube oscura y
luminosa, en la que se revela la gloria divina; la imposición de manos, por
la cual se nos da el Espíritu; y la paloma, que baja sobre Cristo en su
bautismo y permanece en Él.
687-688 702-706 743 Con el término «Profetas» se entiende a cuantos
fueron inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de Dios. La
obra reveladora del Espíritu en las profecías del Antiguo Testamento halla
su cumplimiento en la revelación plena del misterio de Cristo en el Nuevo
Testamento.
717-720 El Espíritu colma con sus dones a Juan el Bautista, el último
profeta del Antiguo Testamento, quien, bajo la acción del Espíritu, es
enviado para que «prepare al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1, 17) y
anunciar la venida de Cristo, Hijo de Dios: aquel sobre el que ha visto
descender y permanecer el Espíritu, «aquel que bautiza en el Espíritu» (Jn
1, 33).
721-726 744 El Espíritu Santo culmina en María las expectativas y la
preparación del Antiguo Testamento para la venida de Cristo. De manera
única la llena de gracia y hace fecunda su virginidad, para dar a luz al Hijo
de Dios encarnado. Hace de Ella la Madre del «Cristo total», es decir, de
Jesús Cabeza y de la Iglesia su cuerpo. María está presente entre los Doce
el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inaugura los «últimos tiempos»
con la manifestación de la Iglesia.
731-732 738 En Pentecostés, cincuenta días después de su Resurrección,
Jesucristo glorificado infunde su Espíritu en abundancia y lo manifiesta
como Persona divina, de modo que la Trinidad Santa queda plenamente
revelada. La misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la
Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión
trinitaria. «Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu
celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad
indivisible porque Ella nos ha salvado» (Liturgia bizantina. Tropario de las
vísperas de Pentecostés).
733-741 747 El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como
Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a
causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad
Santa. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en
sus respectivas funciones, para que todos den «el fruto del Espíritu» (Ga 5,
22).
738-741 Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los
miembros de su Cuerpo, y la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva,
según el Espíritu. El Espíritu Santo, finalmente, es el Maestro de la oración.
«CREO EN LA SANTA IGLESIA CATÓLICA»

7. SAN MATEO: 16: 1:20

La Iglesia en el designio de Dios

751-752 777. 804 Con el término «Iglesia» se designa al pueblo que Dios
convoca y reúne desde todos los confines de la tierra, para constituir la
asamblea de todos aquellos que, por la fe y el Bautismo, han sido hechos
hijos de Dios, miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo.
753-757 En la Sagrada Escritura encontramos muchas imágenes que ponen
de relieve aspectos complementarios del misterio de la Iglesia. El Antiguo
Testamento prefiere imágenes ligadas al Pueblo de Dios; el Nuevo
Testamento aquellas vinculadas a Cristo como Cabeza de este pueblo, que
es su Cuerpo, y las imágenes sacadas de la vida pastoril (redil, grey,
ovejas), agrícola (campo, olivo, viña), de la construcción (morada, piedra,
templo) y familiar (esposa, madre, familia).
758-766 778 La Iglesia tiene su origen y realización en el designio eterno
de Dios. Fue preparada en la Antigua Alianza con la elección de Israel,
signo de la reunión futura de todas las naciones. Fundada por las palabras y
las acciones de Jesucristo, fue realizada, sobre todo, mediante su muerte
redentora y su Resurrección. Más tarde, se manifestó como misterio de
salvación mediante la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Al final de
los tiempos, alcanzará su consumación como asamblea celestial de todos
los redimidos.
767-769 La misión de la Iglesia es la de anunciar e instaurar entre todos los
pueblos el Reino de Dios inaugurado por Jesucristo. La Iglesia es el germen
e inicio sobre la tierra de este Reino de salvación.

La Iglesia: Pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo

781 802-804 La Iglesia es el Pueblo de Dios porque Él quiso santificar y


salvar a los hombres no aisladamente, sino constituyéndolos en un solo
pueblo, reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
782 Este pueblo, del que se llega a ser miembro mediante la fe en Cristo y
el Bautismo, tiene por origen a Dios Padre, por cabeza a Jesucristo, por
condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, por ley el
mandamiento nuevo del amor, por misión la de ser sal de la tierra y luz del
mundo, por destino el Reino de Dios, ya iniciado en la Tierra.
-791 805-806 La Iglesia es cuerpo de Cristo porque, por medio del Espíritu,
Cristo muerto y resucitado une consigo íntimamente a sus fieles. De este
modo los creyentes en Cristo, en cuanto íntimamente unidos a Él, sobre
todo en la Eucaristía, se unen entre sí en la caridad, formando un solo
cuerpo, la Iglesia. Dicha unidad se realiza en la diversidad de miembros y
funciones.
792-795 807 Cristo «es la Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,
18). La Iglesia vive de Él, en Él y por Él. Cristo y la Iglesia forman el
«Cristo total» (San Agustín); «la Cabeza y los miembros, como si fueran
una sola persona mística» (Santo Tomás de Aquino).
796 808 Llamamos a la Iglesia esposa de Cristo porque el mismo Señor se
definió a sí mismo como «el esposo» (Mc 2, 19), que ama a la Iglesia
uniéndola a sí con una Alianza eterna. Cristo se ha entregado por ella para
purificarla con su sangre, «santificarla» (Ef 5, 26) y hacerla Madre fecunda
de todos los hijos de Dios. Mientras el término «cuerpo» manifiesta la
unidad de la «cabeza» con los miembros, el término «esposa» acentúa la
distinción de ambos en la relación personal.
797-798 809-810 La Iglesia es llamada templo del Espíritu Santo porque el
Espíritu vive en el cuerpo que es la Iglesia: en su Cabeza y en sus
miembros; Él además edifica la Iglesia en la caridad con la Palabra de
Dios, los sacramentos, las virtudes y los carismas. «Lo que nuestro espíritu,
es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu
Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia» (San Agustín).
799-801 Los carismas son dones especiales del Espíritu Santo concedidos a
cada uno para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y, en
particular, para la edificación de la Iglesia, a cuyo Magisterio compete el
discernimiento sobre ellos. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica.
813-815 866 La Iglesia es una porque tiene como origen y modelo la
unidad de un solo Dios en la Trinidad de las Personas; como fundador y
cabeza a Jesucristo, que restablece la unidad de todos los pueblos en un
solo cuerpo; como alma al Espíritu Santo que une a todos los fieles en la
comunión en Cristo. La Iglesia tiene una sola fe, una sola vida sacramental,
una única sucesión apostólica, una común esperanza y la misma caridad.
823-829 867 La Iglesia es santa porque Dios santísimo es su autor; Cristo
se ha entregado a sí mismo por ella, para santificarla y hacerla santificante;
el Espíritu Santo la vivifica con la caridad. En la Iglesia se encuentra la
plenitud de los medios de salvación. La santidad es la vocación de cada uno
de sus miembros y el fin de toda su actividad. Cuenta en su seno con la
Virgen María e innumerables santos, como modelos e intercesores. La
santidad de la Iglesia es la fuente de la santificación de sus hijos, los cuales,
aquí en la tierra, se reconocen todos pecadores, siempre necesitados de
conversión y de purificación.
830-831 868 La Iglesia es católica, es decir universal, en cuanto en ella
Cristo está presente: «Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia Católica»
(San Ignacio de Antioquía). La Iglesia anuncia la totalidad y la integridad
de la fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de salvación; es
enviada en misión a todos los pueblos, pertenecientes a cualquier tiempo o
cultura.
857 869 La Iglesia es apostólica por su origen, ya que fue construida
«sobre el fundamento de los Apóstoles» (Ef 2, 20); por su enseñanza, que
es la misma de los Apóstoles; por su estructura, en cuanto es instruida,
santificada y gobernada, hasta la vuelta de Cristo, por los Apóstoles,
gracias a sus sucesores, los obispos, en comunión con el sucesor de Pedro.
858-861 La palabra Apóstol significa enviado. Jesús, el Enviado del Padre,
llamó consigo a doce de entre sus discípulos, y los constituyó como
Apóstoles suyos, convirtiéndolos en testigos escogidos de su Resurrección
y en fundamentos de su Iglesia. Jesús les dio el mandato de continuar su
misión, al decirles: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío
yo» (Jn 20, 21) y al prometerles que estaría con ellos hasta el fin del
mundo.
861-865 La sucesión apostólica es la transmisión, mediante el sacramento
del Orden, de la misión y la potestad de los Apóstoles a sus sucesores, los
obispos. Gracias a esta transmisión, la Iglesia se mantiene en comunión de
fe y de vida con su origen, mientras a lo largo de los siglos ordena todo su
apostolado a la difusión del Reino de Cristo sobre la tierra. Los fieles:
jerarquía, laicos, vida consagrada
881-882 936-937 El Papa, Obispo de Roma y sucesor de san Pedro, es el
perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad de la Iglesia. Es el
Vicario de Cristo, cabeza del colegio de los obispos y pastor de toda la
Iglesia, sobre la que tiene, por institución divina, la potestad plena,
suprema, inmediata y universal.
891 La infalibilidad del Magisterio se ejerce cuando el Romano Pontífice,
en virtud de su autoridad de Supremo Pastor de la Iglesia, o el colegio de
los obispos en comunión con el Papa, sobre todo reunido en un Concilio
Ecuménico, proclaman con acto definitivo una doctrina referente a la fe o a
la moral; y también cuando el Papa y los obispos, en su Magisterio
ordinario, concuerdan en proponer una doctrina como definitiva. Todo fiel
debe adherirse a tales enseñanzas con el obsequio de la fe.
914-916 944 La vida consagrada es un estado de vida reconocido por la
Iglesia; una respuesta libre a una llamada particular de Cristo, mediante la
cual los consagrados se dedican totalmente a Dios y tienden a la perfección
de la caridad, bajo la moción del Espíritu Santo. Esta consagración se
caracteriza por la práctica de los consejos evangélicos.
931-933 945 La vida consagrada participa en la misión de la Iglesia
mediante una plena entrega a Cristo y a los hermanos, dando testimonio de
la esperanza del Reino de los Cielos.

«CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS»

946-953 960 La expresión «comunión de los santos» indica, ante todo, la


común participación de todos los miembros de la Iglesia en las cosas santas
(sancta): la fe, los sacramentos, en particular en la Eucaristía, los carismas
y otros dones espirituales. En la raíz de la comunión está la caridad que «no
busca su propio interés» (1 Co 13, 5), sino que impulsa a los fieles a «poner
todo en común» (Hch 4, 32), incluso los propios bienes materiales, para el
servicio de los más pobres.
954-959 961-962 La expresión «comunión de los santos» designa también
la comunión entre las personas santas (sancti), es decir, entre quienes por la
gracia están unidos a Cristo muerto y resucitado. Unos viven aún
peregrinos en este mundo; otros, ya difuntos, se purifican, ayudados
también por nuestras plegarias; otros, finalmente, gozan ya de la gloria de
Dios e interceden por nosotros. Todos juntos forman en Cristo una sola
familia, la Iglesia, para alabanza y gloria de la Trinidad. María, Madre de
Cristo, Madre de la Iglesia
963-966 973 La Bienaventurada Virgen María es Madre de la Iglesia en el
orden de la gracia, porque ha dado a luz a Jesús, el Hijo de Dios, Cabeza
del Cuerpo que es la Iglesia. Jesús, agonizante en la cruz, la dio como
madre al discípulo con estas palabras: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27).
967-970 Después de la Ascensión de su Hijo, la Virgen María ayudó con su
oración a los comienzos de la Iglesia. Incluso tras su Asunción al cielo, ella
continúa intercediendo por sus hijos, siendo para todos un modelo de fe y
de caridad y ejerciendo sobre ellos un influjo salvífico, que mana de la
sobreabundancia de los méritos de Cristo. Los fieles ven en María una
imagen y un anticipo de la resurrección que les espera, y la invocan como
abogada, auxiliadora, socorro y mediadora.
971 A la Virgen María se le rinde un culto singular, que se diferencia
esencialmente del culto de adoración, que se rinde sólo a la Santísima
Trinidad. Este culto de especial veneración encuentra su particular
expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la
oración mariana, como el santo Rosario, compendio de todo el Evangelio.
972 974-975 Contemplando a María, la toda santa, ya glorificada en cuerpo
y alma, la Iglesia ve en ella lo que la propia Iglesia está llamada a ser sobre
la tierra y aquello que será en la patria celestial.

«CREO EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS»

8. LUCAS: 23: 26-49

976-980 984-985 El primero y principal sacramento para el perdón de los


pecados es el Bautismo. Para los pecados cometidos después del Bautismo,
Cristo instituyó el sacramento de la Reconciliación o Penitencia, por medio
del cual el bautizado se reconcilia con Dios y con la Iglesia.
981-983 986-987 La Iglesia tiene la misión y el poder de perdonar los
pecados porque el mismo Cristo se lo ha dado: «Recibid el Espíritu Santo,
a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).
«CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE»

9. MATEO: 22: 15-33

976-980 984-985 El término «carne» designa al hombre en su condición de


debilidad y mortalidad. «La carne es soporte de la salvación» (Tertuliano).
En efecto, creemos en Dios que es el Creador de la carne; creemos en el
Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la
carne, perfección de la Creación y de la redención de la carne.
990 La expresión «resurrección de la carne» significa que el estado
definitivo del hombre no será solamente el alma espiritual separada del
cuerpo, sino que también nuestros cuerpos mortales un día volverán a tener
vida.
988-991 1002-1003 Así como Cristo ha resucitado verdaderamente de entre
los muertos y vive para siempre, así también Él resucitará a todos en el
último día, con un cuerpo incorruptible: «los que hayan hecho el bien
resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la
condenación» (Jn 5, 29).
Con la muerte, que es separación del alma y del cuerpo, éste cae en la
corrupción, mientras el alma, que es inmortal, va al encuentro del juicio de
Dios y espera volverse a unir al cuerpo, cuando éste resurja transformado
en la segunda venida del Señor. Comprender cómo tendrá lugar la
resurrección sobrepasa la posibilidad de nuestra imaginación y
entendimiento.
1005-1014 1019 Morir en Cristo Jesús significa morir en gracia de Dios,
sin pecado mortal. Así el creyente en Cristo, siguiendo su ejemplo, puede
transformar la propia muerte en un acto de obediencia y de amor al Padre.
«Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con
Él» (2 Tm 2, 11).
«CREO EN LA VIDA ETERNA»

10. JUAN: 3: 1-21

1020 1051 La vida eterna es la que comienza inmediatamente después de la


muerte. Esta vida no tendrá fin; será precedida para cada uno por un juicio
particular por parte de Cristo, juez de vivos y muertos, y será ratificada en
el juicio final.
1021-1022 1051 Es el juicio de retribución inmediata, que, en el momento
de la muerte, cada uno recibe de Dios en su alma inmortal, en relación con
su fe y sus obras. Esta retribución consiste en el acceso a la felicidad del
cielo, inmediatamente o después de una adecuada purificación, o bien de la
condenación eterna al infierno.
1023-1026 1053 Por cielo se entiende el estado de felicidad suprema y
definitiva. Todos aquellos que mueren en gracia de Dios y no tienen
necesidad de posterior purificación, son reunidos en torno a Jesús, a María,
a los ángeles y a los santos, formando así la Iglesia del cielo, donde ven a
Dios «cara a cara» (1 Co 13, 12), viven en comunión de amor con la
Santísima Trinidad e interceden por nosotros. «La vida subsistente y
verdadera es el Padre que, por el Hijo y en el Espíritu Santo, derrama sobre
todos sin excepción los dones celestiales. Gracias a su misericordia,
nosotros también, hombres, hemos recibido la promesa indefectible de la
vida eterna» (San Cirilo de Jerusalén).
1030-1031 1054 El purgatorio es el estado de los que mueren en amistad
con Dios pero, aunque están seguros de su salvación eterna, necesitan aún
de purificación para entrar en la eterna bienaventuranza.
1033-1035 1056-1057 El Infierno consiste en la condenación eterna de
todos aquellos que mueren, por libre elección, en pecado mortal. La pena
principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios, en quien
únicamente encuentra el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido
creado y a las que aspira. Cristo mismo expresa esta realidad con las
palabras «Alejaos de mí, malditos al fuego eterno» (Mt 25, 41).
1036-1037 Dios quiere que «todos lleguen a la conversión» (2 P 3, 9), pero,
habiendo creado al hombre libre y responsable, respeta sus decisiones. Por
tanto, es el hombre mismo quien, con plena autonomía, se excluye
voluntariamente de la comunión con Dios si, en el momento de la propia
muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor misericordioso de
Dios.
1038-1041 1058-1059 El juicio final (universal) consistirá en la sentencia
de vida bienaventurada o de condena eterna que el Señor Jesús, retornando
como juez de vivos y muertos, emitirá respecto «de los justos y de los
pecadores» (Hch 24, 15), reunidos todos juntos delante de sí. Tras del
juicio final, el cuerpo resucitado participará de la retribución que el alma ha
recibido en el juicio particular.
1040 El juicio final sucederá al fin del mundo, del que sólo Dios conoce el
día y la hora.
1042-1050 1060 Después del juicio final, el universo entero, liberado de la
esclavitud de la corrupción, participará de la gloria de Cristo, inaugurando
«los nuevos cielos y la tierra nueva» (2 P 3, 13). Así se alcanzará la
plenitud del Reino de Dios, es decir, la realización definitiva del designio
salvífico de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está
en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10). Dios será entonces «todo
en todos» (1 Co 15, 28), en la vida eterna.

«AMÉN»

1061-1065 La palabra hebrea Amén, con la que se termina también el


último libro de la Sagrada Escritura, algunas oraciones del Nuevo
Testamento y las oraciones litúrgicas de la Iglesia, significa nuestro «sí»
confiado y total a cuanto confesamos creer, confiándonos totalmente en
Aquel que es el «Amén» (Ap 3, 14) definitivo: Cristo el Señor.
LOS SIETE DONES DEL ESPIRITU SANTO
Te presentamos un resumen de la catequesis del Papa Francisco sobre los
7 dones del Espíritu Santo.

El Papa Francisco ha hablado de los dones del Espíritu Santo y su


importancia en la vida cristiana.

POR ALEJANDRO FEREGRINO


29 AGOSTO, 2022

De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica, son 7 los dones del


Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia,
piedad y temor de Dios. Estos sostienen la vida moral del cristiano y lo
hacen dócil y sensible a la voluntad de Dios.
Con ellos, Dios infunde su gracia sobre nuestros corazones y, a través del
Espíritu Santo, derrama su gracia sobre nosotros.

Leer: ¿Quién es el Espíritu Santo y para qué sirve?

Los dones del Espíritu Santo son una prueba clara de que Dios se comporta
como un Padre que nos quiere y nos ayuda a seguirlo, aunque para
experimentar su amor es necesario que nosotros también nos comportemos
como sus hijos, explicó el sacerdote y doctor en teología, Pedro Fernández
Rodríguez.

En entrevista, el presbítero dijo que los dones vienen con el Sacramento del
Bautismo y se refuerzan en la Confirmación, pero debemos desarrollarlos
durante toda nuestra vida cristiana.
Leer: ¿Por qué es importante el Espíritu Santo en la vida cristiana?

Los 7 dones del Espíritu Santo.


¿Qué significa cada uno? El Papa Francisco lo ha explicado en sus
catequesis. Te presentamos un resumen de los 7 dones del Espíritu
Santo:

7 dones del Espíritu Santo

1. Consejo

En el momento en el que lo acogemos y lo albergamos en nuestro corazón,


el Espíritu Santo comienza a hacernos sensibles a su voz y a orientar
nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras intenciones según
el corazón de Dios.
Al mismo tiempo, nos conduce cada vez más a dirigir nuestra mirada
interior hacia Jesús, como modelo de nuestro modo de actuar y de
relacionarnos con Dios Padre y con los hermanos.

2. Entendimiento
Está estrechamente relacionado con la fe. Cuando el Espíritu Santo habita
en nuestro corazón e ilumina nuestra mente, nos hace crecer día a día en la
comprensión de lo que el Señor ha dicho y ha realizado. Comprender las
enseñanzas de Jesús, comprender el Evangelio, comprender la Palabra
de Dios.
Leer: ¿Qué es el Espíritu Santo y cómo entenderlo?
Si leemos el Evangelio con este don podemos comprender la profundidad
de las palabras de Dios.

3. Sabiduría

La sabiduría es uno de los dones del Espíritu Santo, pero no se trata


sencillamente de la sabiduría humana, que es fruto del conocimiento y
de la experiencia.
La sabiduría es la gracia de poder ver cada cosa con los ojos de Dios. Es
sencillamente eso: ver el mundo, ver las situaciones, las ocasiones, los
problemas, todo, con los ojos de Dios.

Consejos para ser dóciles al Espíritu Santo.


En la Biblia se explica que Salomón, en el momento de su coronación
como rey de Israel, pidió el don de la sabiduría.

4. Fortaleza

Cuántos hombres y mujeres —nosotros no conocemos sus nombres—


honran a nuestro pueblo, honran a nuestra Iglesia, porque son fuertes al
llevar adelante su vida, su familia, su trabajo y su fe.
Leer: Seamos dóciles al Espíritu Santo, Él nos guía: Papa Francisco
Demos gracias al Señor por estos cristianos que viven una santidad oculta:
es el Espíritu Santo quien les conduce. Y nos hará bien pensar: si ellos
hacen todo esto, si ellos pueden hacerlo, ¿por qué yo no? Y nos hará bien
también pedir al Señor que nos dé el don de fortaleza.
5. Ciencia

En el Génesis se pone de relieve que Dios se complace de su Creación,


subrayando repetidamente la belleza y la bondad de cada cosa. Al término
de cada jornada, está escrito: Y vio Dios que era bueno.
Si Dios ve que la Creación es una cosa buena, es algo hermoso, también
nosotros debemos asumir esta actitud. He aquí el don de ciencia que nos
hace ver esta belleza; alabemos a Dios, démosle gracias por habernos dado
tanta belleza.

El Espíritu Santo según el Papa Francisco.

6. Piedad

Este don no significa tener compasión de alguien, es decir, tener piedad por
el prójimo, sino que indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro vínculo
profundo con Él, un vínculo que da sentido a toda nuestra vida y que nos
mantiene firmes, en comunión con Él, incluso en los momentos más
difíciles y tormentosos.
Se trata de una relación vivida con el corazón: es nuestra amistad con Dios,
que nos dona Jesús, una amistad que cambia nuestra vida y nos llena de
entusiasmo, de alegría.

7. Temor de Dios

El temor de Dios, uno de los 7 dones del Espíritu Santo, no consiste en


tener miedo de Dios: sabemos bien que Dios es Padre, y que nos ama y
quiere nuestra salvación, y siempre perdona; por lo cual no hay motivo
para tener miedo de Él.

El temor de Dios, en cambio, es el don del Espíritu que nos recuerda cuán
pequeños somos ante Dios y su amor, y que nuestro bien está en
abandonarnos con humildad, con respeto y confianza en sus manos. Esto es
el temor de Dios: el abandono en la bondad de nuestro Padre que nos
quiere mucho.

LOS SIETE PECADOS CAPITALES

Son siete...los pecados capitales: Orgullo, Avaricia, Gula, Lujuria, Pereza,


Ira y Envidia

Son siete: Orgullo, Avaricia, Gula, Lujuria, Pereza, Envidia e Ira.

Por: Catholic.net | Fuente: corazones.org


Los pecados o vicios capitales son aquellos a los que la naturaleza humana
caída está principalmente inclinada. Es por eso muy importante para todo el
que desee avanzar en la santidad aprender a detectar estas tendencias en su
propio corazón y examinarse sobre estos pecados.

Los pecados capitales son enumerados por Santo Tomás (I-II:84:4) como
siete:
 Orgullo
 Avaricia
 Gula
 Lujuria
 Pereza
 Envidia
 Ira.

San Buenaventura (Brevil., III,ix) enumera los mismos. El número siete fue
dado por San Gregorio el Grande (Lib. mor. in Job. XXXI, xvii), y se
mantuvo por la mayoría de los teólogos de la Edad Media. Escritores
anteriores enumeraban 8 pecados capitales: San Cipriano (De mort., iv);
Cassian (De instit. cænob., v, coll. 5, de octo principalibus vitiis);
Columbanus ("Instr. de octo vitiis princip." in "Bibl. max. vet. patr.", XII,
23); Alcuin (De virtut. et vitiis, xxvii y sgtes.)

El término "capital" no se refiere a la magnitud del pecado sino a que da


origen a muchos otros pecados. De acuerdo a Santo Tomás (II-II:153:4)
“un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de
manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados todos los
cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal”.

Lo que se desea o se rechaza en los pecados capitales puede ser material o


espiritual, real o imaginario.

1. Soberbia u Orgullo
Consiste en una estima de sí mismo, o amor propio indebido, que busca la
atención y el honor y se pone uno en antagonismo con Dios (Catecismo
Iglesia Católica 1866)

Virtud a vencer: Humildad
La virtud moral por la que el hombre reconoce que de si mismo solo tiene
la nada y el pecado. Todo es un don de Dios de quien todos dependemos y
a quien se debe toda la gloria. El hombre humilde no aspira a la grandeza
personal que el mundo admira porque ha descubierto que ser hijo de Dios
es un valor muy superior. Va tras otros tesoros. No está en competencia. Se
ve a sí mismo y al prójimo ante Dios. Es así libre para estimar y dedicarse
al amor y al servicio.

La humildad no solo se opone al orgullo sino también a la auto abyección


(auto humillación) en la que se dejaría de reconocer los dones de Dios y la
responsabilidad de ejercitarlos según su voluntad.

2. La Avaricia
Inclinación o deseo desordenado de placeres o de posesiones. Es uno de los
pecados capitales, está prohibido por el noveno y décimo mandamiento.
(CIC 2514, 2534)

Virtud a vencer: Generosidad
Dar con gusto de lo propio a los pobres y los que necesiten.
3. La Lujuria
El deseo desordenado por el placer sexual. Los deseos y actos son
desordenados cuando no se conforman al propósito divino, el cual es
propiciar el amor mutuo de entre los esposos y favorecer la procreación.

Es un pecado contra el Sexto Mandamiento y es una ofensa contra la virtud


de la castidad.

Como vencer la lujuria:


Dios bendijo al hombre y a la mujer con atracción mutua. Mientras ambos
viven bajo el amor de Dios, sus corazones buscan el amor divino que es
ordenado hacia darse buscando ante todo el bien del otro. El placer
entonces es algo bueno pero muy inferior. En comunión con Dios se ama
verdaderamente y se respeta a la otra persona como hijo o hija de Dios y no
se le tiene como objeto de placer. En el orden de Dios se puede reconocer
la necesidad de la castidad para que el amor sea protegido. Es necesario
entonces conocer y obedecer el sentido que Dios ha dado a la sexualidad.

Pero el pecado desordenó la atracción entre hombre y mujer de manera que


el deseo carnal tiende a separarse de propósito divino y a dominar la mente
y el corazón. La lujuria crece cuanto mas nos buscamos a nosotros mismos
y nos olvidamos de Dios. De esta manera lo inferior (el deseo carnal)
domina a lo superior (el corazón que fue creado para amar). Cuando la
lujuria no se rechaza con diligencia, el sujeto cae presa de sus propios
deseos que terminan por dominarle y envilecerle.

La lujuria se vence cuando guardamos la mente pura (lo cual requiere


guardarse de miradas, revistas, etc. que incitan a la lujuria) y dedicamos
toda nuestra energía a servir a Dios y al prójimo según nuestra vocación. Si
nos tomamos en serio nuestra vida en Cristo podremos comprender el
gravísimo daño que la lujuria ocasiona y, aunque seamos tentados
estaremos dispuestos a luchar y sufrir para liberarnos. Un ejemplo es San
Francisco, quien al ser tentado con lujuria se arrojó a unos espinos. Así
logró vencer la tentación.

Virtud a vencer: Castidad
Es la virtud que gobierna y modera el deseo del placer sexual según los
principios de la fe y la razón. Por la castidad la persona adquiere dominio
de su sexualidad y es capaz de integrarla en una sana personalidad, en la
que el amor de Dios reina sobre todo.

4. La Ira
El sentido emocional de desagrado y, generalmente, antagonismo,
suscitado por un daño real o aparente. La ira puede llegar a ser pasional
cuando las emociones se excitan fuertemente.

Virtud a vencer:  Paciencia
Sufrir con paz y serenidad todas las adversidades.

"Si buscas un ejemplo de paciencia encontrarás el mejor de ellos en la cruz.


Dos cosas son las que nos dan la medida de la paciencia: sufrir
pacientemente grandes males, o sufrir, sin rehuirlos, males que podrían
evitarse. Ahora bien, Cristo en la cruz sufrió grandes males y los soportó
pacientemente, ya que en su pasión "no profería amenazas; como cordero
llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca" (Hch 8,32). Grande fue
la paciencia de Cristo en la cruz: "Corramos en la carrera que nos toca, sin
retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que,
renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia"
(Heb 12,2). -Santo Tomás de Aquino. Exposición sobre el Credo.
5. La Gula
Es el deseo desordenado por el placer conectado con la comida o la bebida.
Este deseo puede ser pecaminoso de varias formas:
1- Comer o beber muy en exceso de lo que el cuerpo necesita.
2- Cortejar el gusto por cierta clase de comida a sabiendas que va en
detrimento de la salud.
3- Consentir el apetito por comidas o bebidas costosas, especialmente
cuando una dieta lujosa está fuera del alcance económico
4- Comer o beber vorazmente dándole mas atención a la comida que a los
que nos acompañan.
5- Consumir bebidas alcohólicas hasta el punto de perder control total de la
razón. La intoxicación injustificada que termina en una completa pérdida
de la razón es un pecado mortal.

Virtud a vencer: Templanza
Moderación en el comer y en el beber. Es una de las virtudes. Vence al
pecado capital de gula.

La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de exceso, el abuso


de la comida, del alcohol, del tabaco y de las medicinas. Quienes en estado
de embriaguez, o por aficción inmoderada de velocidad, ponen en peligro
la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras, en el mar o en
el aire, se hacen gravemente culpables (CIC 2290).

6. La Envidia
Rencor o tristeza por la buena fortuna de alguien, junto con el deseo
desordenado de poseerla. Es uno de los siete pecados capitales. Se opone al
décimo mandamiento. (CIC 2539)

Virtud a vencer:  Caridad
La tercera y principal de las Virtudes Teologales. La caridad es el amor de
Dios habitando en el corazón.

7. La Pereza
Falta culpable de esfuerzo fisico o espiritual; acedia, ociosidad. Es uno de
los pecados capitales. (CIC 1866, 2094, 2733)

Virtud a vencer: Diligencia
Prontitud de ánimo para obrar el bien.

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