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FP Pettit Unidad 3-3

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Republicanismo

Una teoría sobre la libertad


y el gobierno

Philip Pettit

EDITORIAL PAIDÓS

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
ÍNDICE
Prefacio ................................................................................................................................... 11
Introducción ........................................................................................................................... 17

Primera parte
LA LIBERTAD REPUBLICANA

1. Antes de la libertad negativa y la libertad positiva ......................................................... 35


2. La libertad como no-dominación ...................................................................................... 77
3. La no-dominación como ideal político ........................................................................... 113
4. Libertad, igualdad, comunidad ....................................................................................... 149

Segunda parte
EL ESTADO REPUBLICANO

5. Objetivos republicanos: causas y políticas ..................................................................... 173


6. Las formas republicanas: constitucionalismo y democracia ........................................ 225
7. El control de la república ................................................................................................ 269
8. La civilización de la república ......................................................................................... 313

Republicanismo: un compendio........................................................................................... 349


Índice analítico y de nombres .............................................................................................. 365
Bibliografía ........................................................................................................................... 375

2
CAPÍTULO 3
LA NO-DOMINACIÓN COMO IDEAL POLÍTICO
Ya tuvimos ocasión de ver en el capítulo 1 que cuando se habla de libertad y del valor de la libertad
en la tradición republicana, el punto focal es la no-dominación: la condición en que viven ustedes cuando
están en presencia de otros, pero a merced de ninguno. En el capítulo 2, vimos qué entraña exactamente, o
más o menos exactamente, la no-dominación; atendimos en particular a los rasgos de la libertad como no-
dominación que la distinguen de la idea, ahora preponderante, de libertad como no-interferencia. Todas las
diferencias proceden del hecho de que ustedes pueden ser dominados por alguien, como en el caso del
esclavo afortunado o artero, sin que padezcan realmente de su interferencia; y ustedes pueden padecer la
interferencia de alguna agencia, como en el caso de la sujeción a una forma adecuada de derecho y de
gobierno, sin ser dominados por nadie.
Pero la tradición republicana no se limitó a ofrecer una interpretación distinta y específica de lo que
entraña la libertad. Asignó a la libertad como no-dominación el papel de valor político supremo, y abrazó el
supuesto de que la justificación de un estado coercitivo y potencialmente dominante consiste simplemente en
que, propiamente constituido, es un régimen que sirve a la promoción de ese valor. “La libertad es el bien
capital de la sociedad civil” (Gwyn 1965, 88). La tradición no propuso otro fin –otro fin legítimo– al estado,
sino el de promover la libertad. Presentó el ideal de no-dominación como la única vara con que medir y
juzgar la constitución social y política de una comunidad.
En este capítulo y en el siguiente, vuelvo de nuevo a la cuestión de por qué tenemos que reconocer
en la no-dominación un valor con pretensiones específicas de desempeñar el papel de vara de medir y juzgar
nuestras instituciones. En este capítulo se ofrecen los fundamentos que permiten argüir por qué y cómo la
no-dominación ha de contar como ideal político, y el capítulo siguiente subraya los atractivos rasgos del
ideal. Este capítulo consta de tres secciones. En la primera mostraré por qué la libertad como no-dominación
es un bien personal que prácticamente todos tienen razones para desear, y más generalmente, para apreciar.
Luego sostendré que es algo que inherentemente concierne a las instituciones políticas, no algo cuya
promoción por otros medios pueda dejarse en manos de los individuos. Y en tercer lugar, sostendré que la
no-dominación es un objetivo que esas instituciones deberían tratar de promover, no una, restricción que
tengan que respetar cuando persiguen otros objetivos; defenderé, pues, una versión consecuencialista del
republicanismo. Esta doctrina republicana, como veremos, es un consecuencialismo con una diferencia: nos
permite decir que las instituciones que promueven la libertad, la no-dominación, de la gente, lo que hacen es
constituir esa libertad, no causarla; la doctrina no tolera ningún hiato, causal o temporal, entre las
instituciones cívicas y la libertad de los ciudadanos.
No hay nada en éste libro que explícitamente venga en apoyo de la tesis tradicional, según la cual la
libertad como no-dominación es el único objetivo de que deben preocuparse nuestras instituciones políticas.
Pero mi propio punto de vista es que, una vez apreciamos la imponente –pero atractiva– remodelación de
esas instituciones que requeriría la realización del ideal, acabaremos simpatizando con aquella tesis. Quienes
se atienen a la libertad como no-interferencia, pero no quedan normativamente satisfechos con el estado
mínimo, apelan generalmente a otros valores, que funcionan como criterios independientes de evaluación
política: valores como la igualdad, el bienestar, la utilidad o cualquier otro. La libertad como no-dominación
no necesita análogo suplemento, pues, como veremos, exige ya de entrada a las instituciones que se
compadezcan bien con valores como la libertad y el bienestar; no se necesita, pues, que esos valores sean
independientemente introducidos como desiderata distintos.
Al resaltar los atractivos de la libertad como no-dominación, me limitaré a compararla con el ideal
negativo de la libertad como no-interferencia, no con el ideal positivo del autocontrol. Si se interpreta la
libertad positiva al modo populista, como participación democrática, difícilmente habrá que explicar ese
descuido: pues este ideal participativo es inviable en el mundo moderno, y en cualquier caso, la perspectiva
de que todos estén sometidos a la voluntad de todos no resulta muy atractiva. Pero al limitarme a comparar la
libertad como no-dominación con el ideal negativo de la no-interferencia, ignoraré también aquellas
versiones del ideal positivo de autocontrol que lo interpretan en términos de autonomía personal. Y me siento
obligado a justificar esta restricción de enfoque.
La libertad como autonomía personal puede resultar un valor muy atractivo, tal vez un bien
intrínseco (Raz 1986); yo mismo me siento comprometido, con una versión del ideal de autonomía a la que
llamo “ortonomía” (Pettit y Smith 1990, 1996). La libertad como autocontrol, sin embargo, es un ideal más
proteico que el de la libertad como no-dominación; puede ciertamente darse la no-dominación sin que se dé
personal, pero difícilmente se dará forma alguna significativa de autocontrol si hay dominación. Además, la

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libertad como autocontrol personal debería ser facilitada, si no activamente promovida, por un estado que
garantizara la libertad como no-dominación; es seguramente más fácil para las gentes conseguir autonomía
cuando tienen garantías de que no serán dominados por otros. No sería, pues, un ejercicio útil comparar los
atractivos de ambas libertades. Pues consistentemente con defender que el estado debe orientarse a la
promoción de la libertad como no-dominación, no meramente a la de la libertad como no-interferencia,
puedo felizmente admitir todos los atractivos de la libertad como autocontrol.
Huelga decir que hay una diferencia entre el punto de vista republicano que yo defiendo y la posición
de quien sostuviera que el estado debe explícitamente abrazar el ideal, más proteico, de promover la
autonomía personal de las gentes. Ese oponente argüiría que el tipo de estado que se requiere en punto a
promover la no-dominación es una agencia demasiado austera para resultar atractiva o convincente, y que
necesitamos cargar al estado con aquel ideal proteico, si pretendemos justificar las expectativas políticas que
tenemos derecho a abrigar. Yo espero solamente que, una vez estos oponentes se aperciban cabalmente del
formato global del estado republicano aquí defendido, y una vez comprendan que ese estado no puede sino
facilitar el tesoro que para ellos es la autonomía, convendrán conmigo en que no hay necesidad de conferirle
al estado responsabilidades explícitas en la promoción del autocontrol personal de las gentes. Espero, pues,
que convengan conmigo en que se puede confiar en la capacidad de la gente para procurar por su propia
autonomía, una vez se les garantiza la vida bajo un ordenamiento que les protege de la dominación de otros.

I. La no-dominación como bien personal

Casi todo el mundo presume que la libertad como no-interferencia es un bien. Es el tipo de cosa a
que aspirarán todos, y por generalización, admitirán para todos. Yo comparto este supuesto, y pretendo
defender el valor de la libertad como no-dominación –defender su estatus como bien personal– mostrando
que, en contraste con el otro tipo de libertad, sale mejor parada en varios respectos. Defenderé, en particular,
que se compara muy favorablemente con la libertad como no-interferencia en su pretensión de ser un bien
instrumental: un bien capaz de generar otros beneficios al individuo que la disfruta. No tengo nada que
objetar a quien sostenga que la libertad como no-dominación, o incluso la libertad como no-interferencia, es
un bien intrínseco, pero no exploraré aquí esa tesis.

Un bien instrumental

El mayor beneficio instrumental que asociamos al disfrute de la no-interferencia es el beneficio de no


ver estorbadas o inhibidas por otros nuestras elecciones, al menos no de una manera intencional o casi
intencional. Sin mengua de que disfrutemos de la más completa ausencia de interferencia, podemos vemos
restringidos por todo tipo de obstáculos naturales –por nuestra propia falta de poder o de riqueza, o por la
hostilidad del medio circundante–, pero no por obstáculos de tipo intencional, pues esos obstáculos
significarían interferencia. Si, pues, nuestra no-interferencia real es maximizada, tenemos asegurado el
máximo disfrute posible de ese beneficio.
Ya vimos antes que la causa del progreso de la libertad cómo no-interferencia en una sociedad puede
incluir no sólo la reducción de los factores que la comprometen –actos de interferencia ajenos–, sino también
de los factores que la condicionan: obstáculos naturales. Promover la libertad como no-interferencia es
erradicar la interferencia tanto cuanto sea posible, y expandir cuanto sea posible la esfera de elecciones sin
interferencias. ¿Debemos considerar la reducción de los obstáculos naturales, lo mismo que la reducción de
la interferencia intencional, como beneficios instrumentalmente derivados del disfrute de la libertad como
no-interferencia? Yo sostengo que no.
La ausencia de obstáculos naturales no es un beneficio que se siga instrumentalmente del disfrute de
la no-interferencia, pues ustedes pueden disfrutar de la más perfecta no-interferencia en presencia de esos
obstáculos. La conexión con la no-interferencia se produce por vías más indirectas. Si ustedes creen que la
no-interferencia es un valor, digamos, por los beneficios que trae consigo, entonces resulta natural no sólo
desear promover la intensidad de su, disfrute en una sociedad, sino también –en la medida en que sea
consistente– expandir el abanico de opciones en el que se disfruta de ella. Así pues, aunque el proyecto de
promover agregativamente la no-interferencia entraña la reducción de los obstáculos naturales que estorban a
la elección, la conexión con la reducción de los obstáculos naturales está ya incorporada en el valor
independiente –el valor, digamos, instrumental– de la no-interferencia; no es parte de lo que hace a la no-
interferencia valiosa.
Por si este tratamiento de la libertad como no-interferencia pareciera injusto, diré que lo mismo vale
para la libertad como no-dominación. El proyecto de promover la no-dominación, suponiendo que sea un

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valor viable, entraña naturalmente tanto la promoción de la intensidad de la no-dominación –erradicar los
factores que comprometen esa libertad–, cuanto expandir el ámbito de las opciones no-dominadas: erradicar
los factores que, como los obstáculos naturales, jurídicos y culturales, la condicionan. Pero el supuesto de
que la no-dominación es un valor, un valor, digamos, instrumental, tiene que defenderse independientemente
de los efectos que traiga consigo la expansión del ámbito de opciones no-dominadas. La lección que sacamos
de determinar el valor de la libertad como no-interferencia vale también aquí.
Hemos visto, pues, que el principal beneficio instrumental asociado a la libertad como no-
interferencia es el disfrute de opciones que no se ven afectadas por estorbos o inhibiciones intencionales por
parte de otros. Veamos ahora si en este respecto la libertad como no-dominación resiste la comparación.
¿Proporciona el mismo beneficio instrumental? Y si no, ¿ofrece beneficios convenientemente
compensadores? Sostendré que proporciona el mismo beneficio instrumental en una medida un tanto
inferior, pero que compensa, y sobradamente, ofreciendo tres beneficios adicionales.
La libertad como no-dominación promete, no la exención de interferencia intencional, sino sólo la
exención de interferencia intencional arbitrariamente fundada: específicamente, la erradicación de la
capacidad ajena para la interferencia arbitraria. A diferencia de la libertad como no-interferencia, es
compatible con un alto nivel de interferencia no-arbitraria, como el que puede imponer un sistema jurídico
adecuado. A lo que hace frente no es a la interferencia como tal –en particular, no a la interferencia de este
tipo no-arbitrario–, sino sólo al tipo de interferencia que acontece en condiciones de falta de control y
restricción tales, que –como atestiguan sus víctimas– puede ser guiada por intereses hostiles y no
compartidos y por interpretaciones asimismo hostiles y no compartidas. Los devotos de la no-interferencia
buscan una esfera de acción individual a salvo de cualquier coerción real o esperada. Los devotos de la no-
dominación buscan una esfera de acción a salvo sólo de la coerción –o de la capacidad de coerción–
procedente de direcciones arbitrarias.
La diferencia entre los dos ideales en este respecto tiene que ver con sus distintas concepciones del
derecho. Los devotos de la libertad como no-interferencia ven la coerción jurídica o estatal, no importa cuán
satisfactoriamente embridada y controlada, como una forma de coerción que es tan mala en sí misma como
la coerción procedente de otras direcciones; si hay que justificarla, sólo puede ser porque su presencia
contribuye a disminuir el nivel general de coerción. Los devotos de la libertad como no-dominación ven la
coerción estatal, en particular, la coerción que acompaña a una estructura jurídica adecuada, como algo que
no está potencialmente libre de objeciones, estando a la par con la obstrucción causada por obstáculos
naturales más que con la coerción de poderes arbitrarios. Como dije en el capítulo anterior, el primer grupo
pone todo sistema jurídico en el lado de las cosas que comprometen la libertad, mientras que el segundo
grupo sostiene que una forma de derecho adecuadamente no-arbitraria cae del lado de los condicionamientos
de la libertad.
Al prometer la exención real o esperada de toda interferencia, el ideal de libertad como no-
interferencia puede parecer más atractivo que su rival. Mejor, parece, eximidos de toda interferencia, o de
tantas interferencias como sea posible, que eximidos sólo de interferencias –o incluso de capacidad ajena de
interferencia– arbitrariamente fundadas. Pero hay otros tres beneficios que el ideal de libertad como no-
dominación trae seguramente consigo, y esos, beneficios tendrían que hacerlo más valioso que su rival.
El primero de esos beneficios adicionales se hace evidente cuando reflexionamos sobre un aspecto
en el que la interferencia arbitraria es notoriamente peor que la arbitraria. Padecer la realidad o la expectativa
de la interferencia arbitraria es padecer un mal que rebasa con mucho el de ver estorbadas intencionalmente
nuestras elecciones. Es tener que soportar un alto nivel de incertidumbre, pues el fundamento arbitrario en
que descansa esa interferencia significa que no puede predecirse cuándo nos va a acometer. Esa
incertidumbre hace mucho más difícil la planificación que en el caso de la interferencia no-arbitraria. Y,
claro está, tiende a generar altos niveles de ansiedad.
La libertad como no-dominación nos exige reducir las capacidades de interferencia arbitraria a que
una persona está expuesta, en tanto que la libertad como no-interferencia nos exige minimizar las
expectativas de interferencia de la persona en cuestión. Pero eso significa que, mientras el ideal de la no-
dominación tenderá a exigir condiciones de elevada certidumbre, la no-interferencia admitirá muchas
pérdidas en este frente. Es muy posible que la máxima no-interferencia factible para alguien pueda lograrse
bajo un ordenamiento en el que la persona esté obligada a sufrir mucha incertidumbre. Difícilmente será eso
concebible, en cambio, en el punto de máxima no-dominación factible.
Imaginemos que podemos elegir entre dejar a los patronos con mucho poder sobre sus empleados, o
a los hombres con mucho poder sobre las mujeres, de un lado, y servimos de la interferencia estatal para
reducir ese poder, de otro. La maximización global de la no-interferencia es perfectamente compatible con la
elección de la primera opción. Puesto que en esa opción no tomamos cautelas respecto de la interferencia de

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los más poderosos, no tenemos por qué pensar que probablemente se dará; y puesto que no tomamos cautelas
respecto de la interferencia de los más poderosos, consideraremos como un gran logro la ausencia de
interferencia por parte del estado. Así pues, la maximización global de la no-interferencia es perfectamente
compatible con obligar al trabajador o a la mujer a vivir en la más completa certidumbre.
Lo que es verdad en el nivel global o agregado, puede serlo también en el nivel individual. Pues
consideraciones afines a las que se acaban de realizar pueden significar que la maximización de la no-
interferencia del propio individuo implica exponerle a un alto grado de incertidumbre. Quizá el recurso a la
ley sería tan intervencionista en su propia vida y tan ineficaz en punto a detener la interferencia ajena, que
acabaría implicando más interferencia, no menos. Quizá la vía para maximizar la no-interferencia esperada
de la persona es dejarla sometida a otros, y por consiguiente, en una situación de mucha incertidumbre. Su
esperanza matemática de no-interferencia seria máxima; pero en este punto máximo divisado, la interferencia
a la que se expondría la persona sería del tipo arbitrario, inductor de incertidumbre: del tipo que genera
ansiedad y dificulta la planificación.
El proyecto de incrementar la libertad como no-dominación de la persona no podría tolerar esa
incertidumbre, pues se resistiría a aceptar grado alguno de sometimiento a otro. Los devotos de la libertad
como no-dominación subrayan la ventaja de su ideal en este respecto cuando dicen que la persona ilibre está
expuesta a la mudadiza e incierta voluntad de otro, padeciendo por ello de ansiedad y desdicha. “Habiendo
de temer siempre algún que otro mal ignoto; aun no viniendo éste nunca, no puede gozar del perfecto disfrute
de sí mismo, ni de ninguna de las bendiciones de la vida” (Priestley 1993, 35). Su tesis es que, promoviendo
la libertad como no-dominación de alguien, eliminaremos el espectro de esa incertidumbre. Es posible que la
persona tenga que vivir bajo el imperio permanente de una constitución y de un derecho, un imperio que
introducirá un tanto de coerción en su vida. Pero no tendrá que vivir bajo el constante temor de la
interferencia impredecible, pudiendo así al menos organizar sus asuntos de manera sistemática y con una
buena dosis de tranquilidad.
El segundo beneficio asociado a la libertad como no-dominación, y no con la libertad como no-
interferencia, salta a la vista cuando pensamos en otro aspecto, bajo el cual la interferencia arbitraria es peor
que la no-arbitraria. Sufrir la realidad o la expectativa de interferencia arbitraria no es sólo tener que soportar
un alto grado de incertidumbre. Es tener también que mirar con el rabillo del ojo a los poderosos, tener que
anticipar qué esperan ellos de ustedes para tratar de complacerles, o tener que anticipar los movimientos de
ellos para no atravesarse en su camino; es estar obligados en todo momento a la deferencia y a la
anticipación estratégicas. No pueden ustedes desplegar velas y hacerse despreocupados a la mar, sólo
atenidos a los propios asuntos; navegan aquí en aguas minadas de peligros por doquier.
Promover la libertad como no-dominación de alguien significa reducirlas capacidades que otras
gentes puedan tener para interferir en su vida, lo que reducirá la necesidad de deferencia o anticipación
estratégica, como reducirá también el grado de incertidumbre en que transcurre la vida de esa persona. Pero
promover la libertad como no-interferencia de alguien no garantiza ese efecto. Pues muy bien podría ser que
el mejor modo de maximizar la expectativa de no-interferencia de alguien consistiera en buena medida en
confiar en el ingenio y la astucia innatas de ese alguien: dejarle que procure por su propia libertad,
forzándole a desarrollar y a ejecutar estrategias apaciguadoras y anticipadoras frente a los poderosos. Un
mundo en el que la adulación y la evitación estratégicas fueran ubicuas –un mundo en el que las mujeres
fueran adeptas al apaciguamiento de sus maridos, por ejemplo, o a mantenerse a prudente distancia de sus
asuntos–, muy bien podría ser un mundo en el que se dieran las mejores perspectivas para reducir la
interferencia a sus mínimos.
Tener que practicar la deferencia y la anticipación estratégicas, empero, lo mismo que tener que vivir
en la incertidumbre, es un coste muy grave. Pues la disposición estratégica así generada exige del agente la
mutilación de las propias elecciones: componer la figura en los momentos apropiados, y cuando esto no
parezca bastar, perderse de vista. Esta forzada negación de sí mismo no representa, por supuesto, una forma
de interferencia –tampoco de interferencia arbitraria–, pues para que haya interferencia tiene que haber sido
perpetrada intencionalmente por otro; por eso la causa de la libertad como no-interferencia puede ser
promovida por un ordenamiento que implique buenas dosis de deferencia y anticipación estratégicas. Sin
embargo, es mala cosa, obvio es decirlo, que las gentes tengan que echar mano del recurso de negarse a sí
mismas varias opciones para poder conseguir la no-interferencia. Y es una clara ventaja del ideal de libertad
como no-dominación que, al declararle la guerra y poner en su punto de mira a la interferencia arbitraria, al
perseguir la reducción de las capacidades ajenas de interferencia arbitraria, nos presente una imagen de la
vida libre, en la que la necesidad de esas estrategias queda reducida a sus mínimos.19

19
Agradezco a John Ferejohn, a Liam Murphy y a Quentin Skinner que me ayudaran a ver claramente este punto.

42
El tercer beneficio asociado, a la libertad como no-dominación, pero no a la libertad como no-
interferencia, es un beneficio del que ya me ocupé cuando sostuve que el hecho de que alguien disfrute de
no-dominación tenderá a convertirse en asunto de conocimiento común y a generar beneficios subjetivos e
intersubjetivos colaterales. Mientras que la libertad como no-interferencia de alguien puede llegar a su
máximo en una situación en la que no puede sino reconocerse vulnerable al capricho de otro, y en un estatus
social inferior al de este otro, el disfrute de la libertad como no-dominación trae consigo la posibilidad de
verse a uno mismo no-vulnerable en este sentido, así como en posesión de un estatus social a la par del otro.
Puede mirar de frente al otro no tiene que inclinarse y arrastrarse.
Que dos personas disfruten de la misma libertad como no-interferencia, que disfruten incluso de la
misma expectativa de esa libertad, es compatible con que uno de ellos, y sólo uno de ellos, tenga poder de
interferir en la vida del otro. A despecho de poseer el poder de interferir, el más poderoso puede no tener
interés en interferir, acaso por indiferencia, o por prejuicio, o por devoción: tal vez incluso porque el menos
poderoso sabe hacerle feliz, o mantenerse oportunamente fuera de su camino. Podría, pues, resultar que la
probabilidad de que la persona más poderosa interfiriera fuera tan baja como la de que interfiriera la persona
menos poderosa. Mas, aun si las dos partes disfrutan de igual no-interferencia, y hasta de igual no-
interferencia, esperada, muy probablemente desarrollarán una consciencia compartida de la asimetría del
poder, y desde luego una consciencia compartida, además, con otros miembros de la comunidad. (Este fue un
tema importante en el capítulo anterior.) Y una vez que es asunto de consciencia común que uno de ellos es
lo bastante poderoso para ser capaz de interferir, más o menos arbitrariamente, en la vida del otro, tiene que
quedar afectado el estatus relativo de ambos. Será asunto de común conocimiento que uno es más débil que
el otro, que es vulnerable al otro, y en esa medida, subordinado al otro.
¿Por qué habría yo de acabar pensando así de mí mismo, podría preguntarse, si la otra persona no
tiene mayores probabilidades de interferir en mí vida que yo en la suya? La respuesta nos retrotrae a una idea
mencionada ya en el capítulo anterior. El ver una opción como una elección improbable del agente, aunque
sea todo lo improbable que se quiera, es cosa distinta de verla como una elección inaccesible al agente: de
verla como una elección que cae fuera de la órbita de poder del agente. De manera que el hecho de que sea
improbable que otra persona interfiera en mi vida, sólo porque no muestra interés alguno en interferir, es
compatible con que esa otra persona mantenga el acceso a la opción de interferir en mi vida. Ahora bien; lo
que determina el modo en que yo y otros vemos a una persona, y en particular, si la vemos como una persona
de la que yo dependo para disfrutar de la no-interferencia (Pettit y Smith 1990; lo que determina eso, es la
imputación a ella de opciones accesibles, no el atribuirle opciones probables. Eso hace muy expedito el
camino para que yo me vea forzado a pensar en mí mismo como en una persona subordinada a otra que no
tiene mayores probabilidades de interferirse en mi vida que yo en la suya. Más generalmente: queda expedito
el camino para que este modo de pensar se convierta en un asunto públicamente reconocido, de modo y
manera que mi estatus, mi posición en la percepción pública, acaben siendo los de un subordinado.
Promover la libertad como no-dominación de alguien tiene que significar reducir este tipo de
subordinación, como tiene que significar reducir la incertidumbre con que tiene que vivir y las estrategias de
que tiene que echar mano. Pues, mientras es posible disfrutar del más elevado grado de no-interferencia
posible en una situación en la que ustedes están subordinados a otro, cualquier incremento de no-dominación
significa, en cambio, un decremento de la subordinación a que están ustedes expuestos. Después de todo,
incrementar su no-dominación significa reducir la capacidad de otros para interferir arbitrariamente en las
vidas de ustedes, lo que significa reducir el acceso d esos otros a la interferencia.
Así pues, en resolución, la libertad como no-dominación puede parecer un peor servicio a la elección
irrestricta que la libertad como no-interferencia; pues se opone sólo a la interferencia arbitraria
–específicamente, a que otros tengan capacidad de interferencia–, pero no a la interferencia como tal. Mas la
libertad como no-dominación se deja comparar con mucha ventaja en tres otros respectos que,
intuitivamente, parecen de la mayor importancia. Resulta más prometedora en punto a liberar a las personas
de la incertidumbre, y de la ansiedad y la incapacidad para planificar que ésta acarrea; en punto a liberarlas
de la necesidad de tener que desplegar estrategias con los poderosos; y en punto a liberarles de la
subordinación que acompaña a la consciencia común de que la persona en cuestión esté expuesta a la
posibilidad de interferencia arbitraría ajena: de que hay otro que puede practicar esa interferencia, aun siendo
muy improbable que lo haga.
Contra lo argüido hasta aquí, se puede sostener que quienes abrazan la libertad como no-interferencia
no son generalmente conocidos por su afición ni por su tolerancia a la incertidumbre, el medro estratégico y
la subordinación. ¿Cómo explicar eso? Se puede tal vez responder que quienes abrazan ese ideal a menudo
dan por sentado que la mejor forma de promoverlo es sirviéndose de las instituciones tradicionales, no-
dominadoras –por las instituciones del derecho consuetudinario, pongamos por caso–, la justificación más

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obvia de las cuales –y más en la tradición– es el deseo de evitar la arbitrariedad. De manera que lo que esta
gente efectivamente acepta no es lo que oficialmente acepta: no aceptan tanto la libertad como no-
interferencia a secas, cuanto la libertad como no-interferencia bajo el imperio de un derecho así.20
Esta versión restringida del ideal de no-interferencia es lo bastante parecida al ideal de libertad como
no-dominación como para parecer que excluye la incertidumbre, el medro estratégico y la subordinación. Y
es verdad que éstos últimos son eliminados en el ámbito en el que las relaciones entre las gentes están
estructuradas por los requerimientos judiciales oportunos. Pero este ideal restringido queda aún a cierta
distancia de la libertad como no-dominación. Pues es compatible con la tolerancia de la dominación –y de la
incertidumbre, el medro estratégico y la subordinación que van con ella– en los ámbitos en los que los
requerimientos judiciales oportunos abandonan a las gentes a su propia suerte. Así pues, es compatible, a
diferencia de la libertad como no-dominación, con la dominación que acontezca en el lugar de trabajo, o
en'e1 hogar, o en una miríada de los llamados espacios privados.
No creo que nadie pueda ser indiferente a los beneficios prometidos por la libertad como no-
dominación. Que ustedes sean capaces de vivir sin la incertidumbre de tener que soportar interferencias; que
sean capaces de vivir sin tener que estar en alerta permanente a la hora de tratar con los poderosos; y que
sean capaces de vivir sin estar subordinados a otros: tales son los grandes y tangibles bienes que andan en
juego y que proporcionan un vigoroso argumento en favor de los atractivos instrumentales de la libertad
como no-dominación.
En verdad, proporcionan un argumento vigoroso no sólo en favor de los atractivos instrumentales del
ideal, sino también en favor de su estatus como bien primario, por decirlo con el término acuñado por John
Rawls (197l). Un bien primario es algo deseable por razones instrumentales, deséese por lo demás lo que se
quiera: algo que promete resultados que muy probablemente serán atractivos, valórese y persígase lo que se
quiera.
Las reflexiones acumuladas hasta ahora muestran que promover la libertad como no-dominación de
alguien contribuye a liberarle de la incertidumbre, del medro estratégico y de la subordinación; y ciertamente
es más probable que contribuya a ello que la promoción de la libertad como no-interferencia. Pero también
es verdad algo aún más fuerte. Supongamos que damos pasos para reducir la incertidumbre de una persona
respecto de interferencias en su vida, para reducir la necesidad en que se ve esa persona de desplegar
estrategias de deferencia y anticipación frente a otras personas, y para reducir la subordinación que va con la
vulnerabilidad. No se ve cómo habríamos de hacerlo sin promover al tiempo su libertad como no-
dominación. La libertad como no-dominación no sólo parece un instrumento más o menos suficiente para
conseguir esos efectos, sino un factor necesariamente involucrado en su logro. No hay promoción de la
dominación, sin promoción de esos efectos; y no hay promoción de esos efectos, sin la promoción de la
libertad como no-dominación. Tal vez no valga esto en todos los mundos posibles, pero desde luego parece
valer para el modo de funcionamiento del mundo real.
Dado que la libertad como no-dominación está vinculada de ese modo con los efectos mencionados,
¿cómo habría nadie de dejar de desearla para sí mismo, o de reconocer su valor? A no ser que abrazaran
doctrina, ideológica o religiosamente motivada, de autohumillación, las personas tendrían que entender que,
cualesquiera que sean los fines que se propongan, el logro de éstos resulta tanto más fácil cuanto más
disfruten de no-dominación. Y ciertamente verán más facilitado el logro de sus fines si se trata de fines
concebidos y perseguidos las condiciones pluralistas que se dan en las democracias más desarrolladas, y por
supuesto, a escala internacional. La libertad como no-dominación no es, pues, un mero bien instrumental;
también disfruta del estatus de un bien primario, al menos en las circunstancias relevantes.
No es difícil sostener esto. Pues la persecución de casi todas las cosas que una persona puede valorar
se verá facilitada por su capacidad para poder hacer planes (Bratman 1987). Pero, a no ser que disfrute de la
no-dominación, la capacidad de la persona para hacer planes se verá socavada por el tipo de incertidumbres a
las que ya hicimos alusión. De aquí que, en la medida en que entraña una reducción de incertidumbre, la no-
dominación posea el firme atractivo de un bien primario.
Pero el estatus de bien primario de la libertad como no-dominación también puede defenderse
apelando a la reducción de medro estratégico y de subordinación que ella hace posible. Ser una persona es
ser una voz que no puede ser propiamente ignorada, una voz que habla sobre asuntos cuyo interés le ha sido
despertado en común con otros, y que habla sobre ellos con cierta autoridad: desde luego con la autoridad
suficiente para dar qué pensar a quienes discrepan de ella (Pettit 1993a, caps. 2, 4; Postema 1995; Pettit y
Smith 1996). Ser tratado propiamente como persona, pues, es ser tratado como una voz que no puede ser

20
Como se sugirió en el capítulo anterior, Hayek puede ser un buen ejemplo de quienes adoptan este punto de vista.
Véase Gray (1986) y Kukathas (1989).

44
preferida, sin razones independientes de por medio: es ser tomado como alguien digno de ser escuchado. La
condición de dominación, en la medida en que va ligada a la necesidad de medro estratégico y
subordinación, reduce la probabilidad de que alguien sea tratado como persona de esta forma.
La persona dominada, forzada al medro estratégico, es una persona que tiene razones para andarse
con cuidado con lo que dice, una persona que tiene siempre que tener un ojo puesto en complacer a sus
dominadores. Es el caso también que la persona dominada, subordinada, es, por supuesto común, una
persona que tiene razones para tratar de impresionar favorablemente a sus dominadores y ganar jerarquía en
la opinión de éstos. De tal persona presumiremos, naturalmente, falta de voz independiente, al menos en los
ámbitos en los que la dominación es relevante. Se abstendrá de reclamar la atención- de los más poderosos,
incluso para las cosas más básicas, pues fácilmente se la verá como una persona deseosa de llamar la
atención: fácilmente se la verá como ven los adultos a los niños precoces. Puede que reciba atención, pero no
despertará atención; puede que reciba respeto, pero no despertará respeto.
Parece razonable sostener que, cualesquiera que sean sus otros deseos, todos –o al menos, todos los
que tienen que abrirse camino en una sociedad pluralista– desean ser tratados como personas, como voces
que no pueden ser normalmente ignoradas. Si esto es, empero, así, entonces toda persona tiene razones para
desear la libertad como no-dominación; a falta de esa libertad, se convertirían en criaturas forzadas al medro
estratégico y a la subordinación, sin esperanza de ser propiamente tratadas como personas. Así pues, la
conexión con la reducción del medro estratégico y de la subordinación, lo mismo que su conexión con la
reducción de la “incertidumbre, muestra que la libertad como no-dominación tiene el estatus de un bien
primario.

II. La no-dominación como asunto de interés político

Hasta aquí las razones para considerar la no-dominación como un bien o un valor personal. Pero lo
argüido no basta aún a mostrar que la dominación es un valor que el estado debería de ensayar y promover.
Todos sabemos que la amistad tiene un gran valor en la vida humana, pero pocos de nosotros creemos que el
estado tenga que proponerse la tarea de promover la amistad. ¿Por qué han dicho siempre los republicanos
que el caso de la no-dominación es diferente?
Aunque la amistad es algo que todos pretendemos y valoramos, probablemente pensamos también
que la mayoría de nosotros podemos cultivarla bastante eficazmente por nosotros mismos y que difícilmente
el estado lo haría mejor. Si los republicanos tienen un punto de vista distinto en relación con la libertad es
porque ésta se diferencia precisamente en eso de la amistad. La libertad es también un bien que la mayoría de
nosotros pretende y valora, pero cumple dos condiciones (una negativa, otra positiva) que la amistad no
cumple, a saber: se trata de un bien que los individuos no pueden perseguir sirviéndose de medios privados
descentralizados, y se trata de un bien que el estado puede promover bastante eficientemente.
Lo que seguirá en el resto del libro puede entenderse como un largo argumento, de acuerdo con el
cual la libertad como no-dominación satisface la condición positiva. El libro pretende mostrar cómo diseñar
–republicanamente– las instituciones de tal modo, que pueda maximizarse más o menos netamente el disfrute
de la no-dominación por parte de la gente. Corresponde, pues, a la presente sección mostrar por qué la
libertad como no-dominación satisface la condición negativa: por qué no es un bien que los individuos
puedan perseguir confiando meramente en su esfuerzo privado.

Contra la búsqueda descentralizada de no-dominación


Un argumento más o menos obvio contrario a abandonar la no-dominación al cuidado de los
individuos es que proceder así llevaría a una distribución muy desigual de la no-dominación. Supongamos
que la gente persiguiera su propia no-dominación, privadamente y cada uno a su aire. Que trataran de
defenderse a sí mismos de la interferencia ajena, de castigar cualquier interferencia que se diera
–demostrando así que nadie puede interferir en sus asuntos impunemente– y de disuadir o desviar posibles
actos de interferencia. Parece claro que esos esfuerzos individuales podrían llevar a una dirección nada
deseable. Las desigualdades de fortaleza y valentía físicas, de redes e influencia social, de localización
geográfica, y otras por el estilo, son inevitables en cualquier situación que se presente en el mundo real. Y
esas desigualdades no pueden sino acumularse en el curso de la historia real, a medida que los más fuertes se
sirven de su fortaleza para acumular más y más recursos, haciéndose así más y más fuertes. De manera que el
resultado inevitable de dejar en manos de los individuos la persecución descentralizada de su propia no-
dominación sería que la mayoría de ellos se hallarían al final a merced, ya de esta persona o de este grupo
más fuerte, ya de estos otros. Habría que esperar una sociedad pletórica de pequeños despotismos: en la que

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los hombres estuvieran enseñoreados de las mujeres, los ricos de los pobres, los lugareños de los forasteros,
etc. Ni siquiera debemos excluir la posibilidad de que esta dinámica acabara engendrando déspotas
omnipotentes, enseñoreado cada uno de su propia región o dominio.
Algunos dirán que esta imagen de las cosas resulta excesivamente pesimista, y que un sistema
descentralizado de promoción de la no-dominación no necesariamente tendría que llevar a tan paupérrima,
distribución de la no-dominación. Se necesita un argumento adicional para persuadir a quienes así piensen.
Tenemos que ser capaces de sostener que, pesimismos aparte, no es bueno, en general, para la causa de la
libertad como no-dominación confiar en que la gente tenga bastantes poderes recíprocos para detener la
interferencia ajena; en particular, que la estrategia de la previsión constitucional –la estrategia consistente en
armar un encargado de promover la no-dominación por medios no-dominadores– resulta mucho más
prometedora.
Aunque una autoridad constitucional no dominará a la gente, debe invariablemente limitar las
opciones de ésta, o hacer que sus elecciones resulten más costosas. Todo sistema de derecho y de gobierno
significa que ciertas opciones dejan de ser accesibles a los agentes, o dejan de serlo, al menos, en los
términos de la situación anterior. Tiene que implantar presiones coercitivas en el empeño de eliminar un
buen número de opciones. Y puesto, además, que ese sistema tiene que sostenerse él mismo sobre la
fiscalidad, hará que varias opciones resulten más costosas. Aunque no hará ilibre a la gente, en el sentido de
dominarla, reducirá el abanico de opciones no-dominadas de que disfruta, y las dificultará; hará
relativamente no-libre a la gente.
Mas, aun teniendo la estrategia de la previsión constitucional esa desventaja, resulta, con todo, más
prometedora al respecto que la del pleno recurso a la reciprocidad de poderes. Idealmente, con la estrategia
de los poderes recíprocos todos consiguen la no-dominación, gracias a la posesión de recursos suficientes
para garantizar que cualquier acto de interferencia ajena será resistido; la defensa es tan efectiva, que ni
siquiera hay necesidad de recurrir a medidas disuasorias. Pero el cuadro en el que, sin haber previsión
constitucional alguna encargada de la protección universal, todo el mundo se afirma a sí mismo mediante la
resistencia individual, es un cuadro muy parecido al de la guerra civil permanente. Aunque podría disfrutarse
de no-dominación en ese cuadro –suponiendo siempre que ninguna persona o grupo llegue a posiciones de
dominación–, el abanico de opciones no-dominadas quedaría brutalmente mutilado, y las opciones restantes,
gravemente entorpecidas. Nadie sería capaz de comerciar o de viajar, por ejemplo, sin equiparse con
costosos medios, aptos para resistir y defenderse. Puede que las opciones accesibles fueran no-dominadas,
pero serían pocas y carísimas.
Esa desventaja de la estrategia del poder recíproco en relación con la estrategia alternativa de la
previsión constitucional puede expresarse en nuestros términos de factores que comprometen y factores que
condicionan la libertad. Ocurre en ambas estrategias que, aunque la libertad de la gente puede no verse
comprometida por ellas, sí puede quedar seriamente condicionada: en un caso, por los efectos inhibitorios
que trae consigo el que cada quien se defienda a su aire; en el otro, por los costes coercitivos y fiscales del
imperio de la ley. La desventaja relativa de la estrategia del poder recíproco es simplemente que parece tener
efectos condicionantes mucho más graves. Casi cualquier otro modo de lograr una vida sin dominación
parece mejor que tener que soportar las restricciones impuestas por una guerra de todos contra todos.
Pero incluso este argumento contra la estrategia del poder recíproco resulta lisonjero para esa
estrategia. Pues concede que la gente tendrá recursos suficientes para ser capaz de rechazar eficazmente las
interferencias, y que no tendrá que amenazar con represalias a los demás para disuadirles: que no tendrá que
coercionar a otros, interfiriendo en sus vidas sin atender a sus intereses e interpretaciones. Pero este supuesto
es irrealista. Pues, en una situación de este tipo, es inevitable que la gente dependa del valor disuasorio de la
amenaza con represalias, no sólo de sus recursos defensivos. Y en la medida en que todo dependa de esta
coerción mutua, la gente acabará interfiriéndose mútuamente de manera arbitraria. Lo más que puede
conseguirse con una estrategia de poder recíproco es un equilibrio disuasorio, no un equilibrio defensivo.
El ordenamiento descentralizado previsto por esta estrategia tiene todos los inconvenientes del
estado de naturaleza demonizado, irónicamente, por Hobbes (Tuck 1989). El argumento de Hobbes es que si
todos buscan protegerse a sí mismos de la interferencia ajena, en particular, de protegerse con ataques
preventivos, el resultado será una guerra de todos contra todos. Todos prefieren naturalmente una estrategia
de autoprotección –incluida la autoprotección que es el ataque preventivo– a una estrategia de desarme
unilateral. Después de todo, se trata de una estrategia mejor que la del desarme, hagan lo que hagan los
demás: si los demás se autoprotegen, autoprotegerse resulta esencial, y si los demás se desarman, no hacerlo
es estar doblemente seguro. Pero si todos siguen una estrategia de autoprotección, incluida la autoprotección
con ataques preventivos, entonces todos estarán peor, en términos de no-dominación, que si todos se

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hubieran desarmado. La gente cavará su propia tumba; actuará individualmente de un modo colectivamente
suicida (Parfit 1984, parte l).
No hace falta mucha reflexión para darse cuenta de que, cualesquiera que sean los efectos de la
previsión constitucional que limitan las opciones disponibles de la gente, no son nada comparados con las
desventajas que trae consigo el pleno recurso a la estrategia del poder recíproco. Y sin embargo, la previsión
constitucional promete resultados por lo menos iguales en punto a reducir la dominación ajena. De manera
que la estrategia de la previsión constitucional, la estrategia de recurrir al estado, parece con mucho la opción
más atractiva. Y en el marco proporcionado por un estado constitucional puede incluso confiarse en la
estrategia de los poderes recíprocos. Está prácticamente fuera de duda que el movimiento sindicalista
promovió la no-dominación de los trabajadores en el mundo industrial del siglo XIX. Y que ese movimiento
incrementó la no-dominación de los trabajadores, dándoles precisamente poderes con los que enfrentarse a
los poderes de los patronos. Pero sería muy poco razonable dejarse atraer por la estrategia de los poderes
recíprocos como medio general de promover la libertad como no-dominación.
La libertad como no-dominación, pues, no es un ideal que pueda dejarse en manos de los individuos
para que estos lo persigan a su aire en forma descentralizada. La estrategia de los poderes recíprocos augura
demasiados problemas como para que pueda tomarse en serio. La lección que hay que sacar es que tenemos
que explorar la estrategia alternativa, más prometedora, de confiar en la previsión constitucional. El resto de
este libro está consagrado a este propósito.

La no-dominación y el estado pluralista moderno


La exploración de esa estrategia enlaza con el proyecto que por siglos persiguieron los pensadores de
tradición republicana. Pero es importante advertir que tenemos que mirar las instituciones políticas desde un
punto de vista muy distinto del que adoptaron los republicanos premodernos. Ya vimos, en el primer
capítulo, que los republicanos tradicionales eran tácitamente de la opinión de que la libertad como no-
dominación resultaba factible en un sistema político sólo para una elite de propietarios, mayoritariamente
varones: la elite que constituiría la ciudadanía. Al explorar los requisitos de la no-dominación, tendremos
naturalmente que romper con el elitismo de los republicanos tradicionales y aseguramos de que los asuntos
que nos incumben tienen un alcance universal. La clase de republicanismo que vamos a desarrollar es
característicamente moderna e incluyente: comparte con el liberalismo engendrado por los pareceres de
Bentham y Paley el supuesto de que todos los seres humanos son iguales y que cualquier ideal político
plausible debe ser un ideal para todos.
La propuesta de adoptar la no-dominación como ideal supremo para el estado dará lugar al tipo de
recelos que se atrae el liberalismo estándar al aclamar al ideal de no-interferencia, o al representado por
alguna combinación de no-interferencia y otros valores, como bien político supremo (Sandel 1984). Lo
mismo que el proyecto liberal, nuestra propuesta –nuestra propuesta republicana– viene motivada por el
supuesto de que el ideal es capaz de ganar la adhesión de los ciudadanos de sociedades desarrolladas,
multiculturales, con independencia de sus particulares concepciones del bien. Contra este supuesto, los
comunitaristas sostendrán que el ideal de no-dominación no es tan neutral como parece –que es
específicamente occidental, o característicamente masculino, o cosas por el estilo–, y que, neutral o no, no es
capaz de motivar a la gente de un modo que trascienda a las divisiones de raza, religión o género.21
Quienes avanzan este tipo de críticas ofrecen, desde luego, un consejo nacido de la desesperanza en
las sociedades contemporáneas desarrolladas. Pues lo que en realidad dicen es que no hay posibilidad de
adhesión moralmente motivada a ninguna política fuera de una comunidad lo bastante homogénea; de aquí
que su descripción como comunitaristas les vaya como anillo al dedo. Pero esos autores ofrecen también, en
mi opinión, un consejo procedente de la ignorancia. Pues, aun admitiendo que en algunas tradiciones la gente
puede alimentar ideológicamente el deseo de someterse a tal o cual subgrupo (a los de origen noble, a los
sacerdotes o a los patriarcas), yo no puedo dejar de pensar que eso conlleva la amputación de un anhelo
humano, profundo y universal, de paridad y dignidad, y la mutilación de una disposición, sana y robusta, a
generar resentimiento frente a tales pretensiones de superioridad. Y aun si yo anduviera equivocado en eso,

21
Los liberales de nuestros días dicen satisfacer la neutralidad procurando por un estado en el que todos los individuos
estén capacitados para perseguir sus propias concepciones del bien. Los republicanos satisfacen la neutralidad haciendo
que el estado reconozca sólo el bien ecuménico, no-sectario, que es la libertad de sus ciudadanos. Christine Korsgaard
(1993) lo deja dicho en su discusión del viejo liberalismo (en realidad, republicanismo) y el nuevo liberalismo. Los
liberales contemporáneos tienden a abrazar no la mera no-interferencia, sino también otros ideales más disputados –la
igualdad, el bienestar, etc.–, lo que acaso explique su noción de neutralidad.

47
lo que está fuera de disputa, como dejé dicho en la sección anterior, es que quien viva satisfechamente
inmerso en las corrientes principales de la sociedad pluralista contemporánea, tiene que apreciar vivamente
el ideal de no ser dominado por otros. Quien ingrese en la vida de una secta que humilla a sus miembros ante
algún sedicente gurú, no verá gran cosa en el ideal de libertad como no-dominación; quien ingrese en la vida
de una sociedad pluralista contemporánea, verá mucho.
Se dirá sin duda que, aun siendo esto verdad, un ideal universalmente reconocido de no-dominación
es lumbre demasiado tenue para servir de orientación a la política y a la sociedad que la remodelación
motivacionalmente eficiente de las instituciones compartidas precisa del concurso de faros menos neutrales,
más arraigados culturalmente (MacIntyre 1987). Pero esa indesmayable desesperanza en la sociedad
contemporánea no merece sino un crédito y una simpatía limitados. Puede que al final resulte imposible
hallar un ideal político neutral –como lo es, en mi opinión, la libertad como no-dominación– capaz de
atraerse la adhesión de gentes procedentes de subculturas distintas; es eventualmente posible que ningún
ideal así pueda dar cauce a las exigencias políticas de la gente. Dejemos entonces que la imposibilidad se
muestre después de hecho el esfuerzo; no permitamos que las proclamaciones de esa imposibilidad lo
malogren. Yo entiendo que el argumento del presente libro representa un esfuerzo de progreso por la senda
que esos críticos querrían cerrar. Respondo a sus críticas invitándoles a seguirme por esa senda
argumentativa –especialmente por los desarrollos de los últimos capítulos de cada parte–, y a llevar
puntualmente la cuenta de los parajes en los que, a sus luces, tan hastiadas del mundo como de las teorías –y
tan ultraconservadoras–, es inevitable el extravío.

III. La no-dominación es un objetivo, no una restricción

Supuesto que la no-dominación es, en efecto, un valor, y un valor relevante para el sistema político,
la cuestión siguiente es: ¿cómo tendría ese valor que contribuir a la modelación del sistema, cómo habría de
orientarlo? Hay dos notorias posibilidades, que estrictamente hablando no se excluyen entre sí (Pettit 1997).
La primera es que el estado se sirva del valor, bien, o ideal, como objetivo a promover; la segunda, que ese
valor sirva él mismo como restricción a la promoción estatal de otros bienes.

Consecuencialismo y no-consecuencialismo
Un bien será un objetivo para un agente o para una agencia, si y sólo si su tarea es promover ese
bien: maximizar su realización esperada. Tomemos el bien de la paz. Será un objetivo para un agente o para
una agenda, sí y sólo si su tarea es hacer cualquier cosa que sea necesaria para maximizar la paz esperada:
cualquier cosa que sea necesaria –repárese en ello–, incluida la ruptura de hostilidades, como cuando se
declara una guerra para poner fin a todas las guerras. Por otra parte, un bien será una restricción para un
agente o para una agencia, si y sólo si su tarea no pasa necesariamente por promoverlo, pero sí por guardar
testimonio de su importancia y respetarlo. Respetar el bien significará –o eso cabría suponer– actuar de modo
tal, que se maximice su valor esperado, siempre que todos hagan lo mismo: significará poner de nuestra parte
en la promoción del valor, en el supuesto de que todos pongan de la suya (Pettit 1991; 1997). La paz será una
restricción, pues, en la acción del agente o de la agencia, si su tarea pasa por actuar siempre de modo
pacífico, no hacer cualquier cosa para maximizar la paz.
Bertrand Russell fue encarcelado, como muchos otros, durante la primera guerra mundial por
albergar ideas pacifistas. Sostuvo vigorosamente que el valor de la paz exigía de los aliados retirarse de aquel
conflicto repugnante e inútil. Pero entre Bertrand Russell y algunos de sus amigos pacifistas había una
diferencia que sólo se puso de manifiesto en el transcurso de la segunda guerra mundial. Pues mientras sus
amigos siguieron adoptando una actitud pacifista en 1939, oponiéndose a la entrada de los aliados en la
guerra, Russell fue de la opinión de que esta guerra estaba justificada: en particular, que estaba justificada
por el hecho de que la causa de la paz quedaba comprometida para siempre en caso de que Hitler no
encontrara oposición. La diferencia revelada en sus distintas actitudes era que, mientras los demás pacifistas
entendían el valor de la paz como una restricción puesta a la conducta del estado –como algo que no podía
ser violado ni siquiera para maximizar la paz misma–, Russell mantenía una posición consecuencialista
respecto del valor de la paz. Fue un devoto apasionado de la paz, pero la entendía como un objetivo que el
estado debía promover, recurriendo a la guerra si era necesario, no como una restricción que estaba obligado
a respetar.
La libertad como no-interferencia figura en algunas teorías como objetivo propuesto al estado, y en
otras, como restricción que debe respetar. Supongamos que ustedes piensan que el bien político único o
principal es la libertad como no-interferencia. En tal caso, ¿qué instituciones considerarían ustedes

48
políticamente adecuadas para una sociedad? La respuesta de quienes convierten en un objetivo a la libertad
como no-interferencia sería aproximadamente ésta: aquellas instituciones cuya presencia significara que en
la sociedad se disfruta de más no-interferencia de la que se disfrutaría en caso contrario; aquellas
instituciones que mejor promuevan esa libertad. La respuesta es sólo aproximada, porque esta fórmula no nos
dice si promover una propiedad como la libertad significa maximizar su realización, real o esperada, y si
esperada, si las probabilidades que determinan la esperanza matemática están sometidas a restricciones. Pero
esos detalles no importan ahora.
Podría parecer que esta primera respuesta –la respuesta consecuencialista o teleológica– es la única
teoría posible sobre las instituciones adecuadas que puede sostener quien se adhiere al valor de la libertad
como no-interferencia. Pero un poco de reflexión muestra que no es así. Un enfoque alternativo arrancaría
del hecho de que el estado mismo es una fuente de interferencias –pues las leyes son necesariamente
coercitivas–, constituyendo una amenaza para el valor de no-interferencia: el estado no respeta el valor de
no-interferencia, como no respeta el valor de la paz quien combate por la causa de la paz. Los que adoptan
este enfoque tienden a hablar en términos de derechos y a decir que de lo que se trata no es de promover
globalmente la no-interferencia tanto como sea posible, sino de respetar los derechos supuestamente
naturales y fundamentales de la gente a no ser interferida en su vida. Este enfoque sería la versión
deontológica del liberalismo, mientras que el primero es la forma consecuencialista o teleológica que adopta
la doctrina.
El liberalismo deontológico o fundado en derechos plantea la cuestión de si puede llegar a haber un
estado legítimo; parecería hacer del anarquismo la única opción. Pero quienes adoptan este enfoque han
presentado varios argumentos que lo hacen consistente, al menos, con un estado mínimo: un estado que se
limita a cumplir funciones de guardián nocturno en el mantenimiento del orden interior y de la defensa
exterior. Uno de los más conocidos argumentos de este tipo lo suministró Robert Nozick (1974), de acuerdo
con el cual cualquier situación de anarquía en la que los derechos de no-interferencia de las gentes fueran
respetados, llevaría más o menos inevitablemente, y llevaría sin violar esos derechos, al establecimiento de
algo muy parecido a un estado mínimo.
Las opciones que se nos presentan con la libertad como no-interferencia y con la paz, se nos
presentan también con la libertad como no-dominación, y en realidad, con todos los valores. Podemos
entender la no-dominación, o bien como un objetivo que el estado ha de promover, o bien como una
restricción que debe respetar. En el primer caso, entendemos que el estado debería ser diseñado de tal modo,
que la libertad como no-dominación esperada de quienes viven bajo el sistema llegara a su punto máximo.
En el segundo caso, entendemos que debería ser diseñado de tal modo, que, sea o no maximizada la libertad
como no-dominación esperada, el sistema respetara sin asomo de ambigüedad el valor de la no-dominación:
y esto, haciendo suya la forma requerida para promover la no-dominación esperada en un mundo idealmente
dócil; y esto, en particular; sin el menor tinte de dominación en el ordenamiento constitucional del propio
estado.

El consecuencialismo republicano
¿Cuál fue la actitud de la tradición republicana respecto de la no-dominación? No es posible hallar
citas expresas sobre este asunto, pues la tradición premoderna no llego a articular la disyuntiva entre
actitudes teleológicas y actitudes deontológicas respecto de la libertad como no-dominación. Pero hay un
aspecto de la tradición que sugiere una perspectiva fundamentalmente teleológica. Y es que casi todas las
grandes figuras, enfrentadas a la cuestión de qué instituciones son mejores para la libertad, la plantean como
cuestión empírica abierta, no como una cuestión susceptible de ser respondida a priori (Oldfield 1990).
Maquiavelo está dispuesto a conceder, por ejemplo, que cuando las personas son ya corruptas, e incapaces de
aguantar una forma adecuada de derecho, es posible que el mejor modo de promover la libertad como no-
dominación sea investir a un príncipe con poderes poco menos que absolutos (Rubenstein 1991, 54).
Sirviéndose de la doctrina, de acuerdo con la cual la salud del pueblo es la ley suprema –salus populi
suprema lex, una divisa de la que también se sirvieron, por cierto, los argumentos absolutistas de la raison
d’état (Tuck 1993)–; sirviéndose, decimos, de esa doctrina, Locke (1965, véase 2.221) se halla dispuesto a
justificar tanto la prerrogativa real como el derecho del pueblo a la resistencia. Y Montesquieu (1989, 204)
está incluso preparado para admitir, por razones empíricas, que la causa de la libertad puede justificar
ocasionalmente el bill of attainder –la ley dirigida contra un particular ciudadano–, anatemizado por el
grueso de los republicanos: “los usos de los pueblos más libres que han llegado a vivir sobre la tierra me
llevan a la convicción de que, en ocasiones, lo mismo que son de ocultar las estatuas de los dioses, hay que
correr temporalmente un velo sobre la libertad”.

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La cuestión de qué instituciones son mejores para la libertad no se plantearía como una cuestión
abierta, o al menos no demasiado abierta, en un enfoque deontológico. Si determinadas instituciones
ejemplificaran y respetaran la no-dominación en un contexto, tenderían a hacerlo también en un abanico de
contextos plausibles. Respetar la no-dominación en cualquiera de esos contextos significaría comportarse de
la forma requerida para promover la no-dominación si todos los demás agentes lo hicieran también; y eso
significaría comportarse siempre de la misma forma, independientemente del contexto. De modo que el
supuesto de que la cuestión es una cuestión abierta a careo empírico revela seguramente una concepción de
la no-dominación como objetivo a promover por el estado sirviéndose de los medios que resulten
empíricamente más eficaces, cualesquiera que sean.
Algunos pensadores dieciochescos, como Hume y Burke, pueden haber reputado como demasiado
dogmática la actitud de muchos maestros republicanos respecto de las instituciones más aptas a promover la
libertad (Haakonsen 1994, pág. XVII). Pero aun siendo dogmáticos estos maestros en ciertos puntos –en la
deseabilidad de una milicia de ciudadanos, o en los males del faccionalismo, pongamos por caso–, nunca
dejaron de ofrecer razones empíricas para sus preferencias: como Maquiavelo, siempre volvían a las
lecciones de la república romana para defender sus puntos de vista.
Un buen ejemplo de la actitud experimental frente a las instituciones puede hallarse en los Federalist
Papers, cuando los autores –Hamilton, en este caso– discuten las principales formas institucionales
aceptables para los republicanos (véase también Paine 1989, 167-70).

La regular distribución del poder en distintos departamentos; la introducción de contrapesos y frenos


legislativos; la institución de tribunales compuestos de jueces que ocupan sus cargos mientras se comportan
bien; la representación del pueblo en la legislatura por diputados de su propia elección: son éstos hallazgos de
todo punto nuevos, o que se han perfeccionado principalmente en los tiempos modernos. Se trata de medios
poderosos, destinados a mantener las excelencias del gobierno republicano, y a mitigar y a evitar sus
imperfecciones. A este inventario de circunstancias que tienden al mejoramiento de los sistemas populares de
gobierno cívico, me atreveré yo –por novedoso que pueda parecer a algunos– a añadir una más... Me refiero a
la ampliación de la órbita por la que han de circular esos sistemas, ya en lo atinente a las dimensiones de un
estado singular, ya en lo que hace a la consolidación de varios pequeños estados en una gran confederación.
(Madison et al. 1987, 119)

Una palabra de cautela, empero. La perspectiva republicana venía entretejida, en la tradición de los
hombres de la commonwealth, con hábitos intelectuales jurisprudenciales e iusnaturalistas, lo que le daba un
aspecto deontológico. Locke y los hombres de la commonwealth que le siguieron (Haakonssen 1995)
entendían los derechos naturales según la imagen de los derechos de los antiguos britanos, como medios para
promover objetivos republicanos (véase, sin embargo, Zuckert 1994); “el uso primordial que Locke y los
escritores del ala republicana de los Whigs hicieron de los derechos”, como ha dicho James Tully (1993, 26),
“fue, el de constreñir o limitar al rey o al parlamento para que actuaran dentro de una estructura jurídica
constitucional conocida y reconocida: el de someter a sus gobernantes al imperio de la ley, por la vía del
hacer ejercicio de sus derechos” (véase Tuck 1979; Worden 1991, 443; Ingram 1994). La influencia irradiada
por este foco de los derechos naturales se hace sentir claramente en varios documentos posteriores,
inequívocamente republicanos, por lo demás. Así en los Comentarios de las leyes de Inglaterra de William
Blackstone, publicados en la década de 1760, y desde luego en los Federalist Papers (Lacey y Haakonssen
1991). Yo me inclino, no obstante, a pensar que cuando los republicanos hablaban de derechos naturales,
generalmente trataban de sostener que determinados derechos resultaban medios esenciales para lograr la
libertad como no-dominación, y que el calificativo de naturales aplicado a esos derechos no tenía para ellos
sino un significado retórico. Y en particular, que eso no implicaba que los derechos fueran normas
fundamentales que tuvieran que ser respetadas al modo deontológico.22
Cualquiera que haya sido, empero, la verdad en lo que toca a la tradición histórica, yo creo que la
mejor orientación que podemos adoptar respecto de un valor como el de la no-dominación es, desde luego, la
teleológica, al menos en primera instancia. Hay todo tipo de vías por las que puede acabar resultando
naturalísima la tolerancia de violaciones políticas al respeto a la no-dominación, siempre que esas
22
Una manera de vincular el discurso de los derechos con el republicanismo consistiría en reconocer determinados
derechos naturales, tal vez absolutos, a no ser interferidos de modo arbitrario. Estos derechos serían diferentes de los
derechos naturales a no ser interferidos en modo, alguno, y por lo mismo, no plantearían problemas para la legitimación
del estado: se trataría, en la práctica, de derechos frente a interferencias que no fueran las propias de un derecho
adecuado. Ese enfoque equivaldría a un programa de respeto de la no-dominación, y representaría una versión
deontológica del pensamiento republicano. No es imposible que, con mayor o menor ingenio, algunas figuras del
republicanismo dieciochesco hayan sido deontológicas en este sentido.

50
violaciones representen el medio más efectivo de incrementar globalmente la no dominación. Es posible que
la causa de la maximización de la no-dominación exija dar al parlamento poderes especiales e irrestrictos en
algún ámbito, por ejemplo, o dar a los jueces, para determinados tipos de delitos, un buen margen de
discrecionalidad en sus sentencias. Y si la causa de la maximización de la no-dominación exige tales
desviaciones respecto de una constitución perfecta –de la constitución que es ella misma paradigma de no-
dominación en todos los rasgos de su diseño–, entonces tendría que resultar lo más natural del mundo la
tolerancia de esas desviaciones; sería un preciosismo, un fetichismo incluso, insistir en la fidelidad al ideal
abstracto.
Queda dicho que, en primera instancia, es mejor adoptar una orientación consecuencialista cuando se
trata de un valor como el de la libertad como no-dominación. La razón para introducir la salvedad de la
primera instancia es que, si la promoción de la no-dominación exigiera el recurso a ordenamientos y a
estrategias institucionales que se revelaran intuitivamente repulsivas para nuestros sentimientos morales,
entonces tendríamos que preguntamos si la no-dominación resulta, después de todo, un ideal político
realmente adecuado, o si, firmes en ese ideal, la política realmente adecuada no será la de respetar el ideal,
más que la de promoverlo.
La prueba pertinente aquí, cómo en otros aspectos de la teoría política, es la del equilibrio reflexivo.
El propósito de la teoría política es hallar un criterio evaluativo para las instituciones, un criterio que, siendo
difícilmente cuestionable por nadie, se revele, sin embargo, y tras el debido examen, capaz de prescribir
todas las medidas y todas las pautas de- acción que, de acuerdo con nuestro más meditado juicio, resulten
exigibles: hallar, pues, un ideal que se revele, tras la debida reflexión –y tal vez tras una revisión de los dos
lados–, capaz de conseguir un equilibrio con nuestros juicios acerca de las respuestas políticas apropiadas y
capaz de contribuir a la extrapolación de esos juicios a casos nuevos (Rawls 1971; Swanton 1992, cap. 2).
Un republicanismo teleológico dejaría de satisfacer el equilibrio reflexivo si exigiera ordenamientos
intuitivamente objetables. Desde luego yo no creo que ese republicanismo, ese compromiso
consecuencialista con la libertad como no-dominación, no pase la prueba del equilibrio reflexivo. Al
contrario, estoy convencido de que sus exigencias solo llevan a una reforma de nuestras intuiciones en
aspectos que, debidamente meditados, se revelan irresistibles: está, pues, en equilibrio, por esa vía reflexiva,
con nuestras intuiciones sobre el modo en que deberían organizarse políticamente las cosas. Ya se irá viendo
esto en el curso del libro.

La maximización del alcance y de la intensidad


¿Cómo puede la libertad como no-dominación servir como objetivo unificado al estado, cómo puede
servir como medida efectiva del desempeño político, dado que alcance e intensidad representan dos
dimensiones distintas de la libertad? ¿Acaso no se trata de dos objetivos, más que de uno sólo? Al plantear
esta cuestión, hago abstracción de una complejidad adicional, pues la metrización de la extensión puede
resultar problemática, en la medida en que los tipos de opción cuentan tanto como el número de opciones, lo
que podría obligarnos a ponderar de modo diferente las dos cosas (Taylor 1985, ensayo 8). También hago
abstracción de otra dificultad, y es que con el incremento global de la no-dominación, podríamos conseguir
también que su distribución –su extensión en otro sentido– acabara siendo muy desigual; abordaremos esta
dificultad en el próximo capítulo. Dejando, pues, de lado esos asuntos, ¿no tendremos que optar entre
incrementar la intensidad de la no-dominación disfrutada por alguien en algún ámbito e incrementar el
alcance de la no-dominación en cuestión, por la vía de incrementar el número de ámbitos en los que puede
disfrutar de esa no-dominación? ¿Y no representa esto una dificultad muy grave?
Estrictamente hablando, no. Podemos presumir que habrá varias mezclas de intensidad y alcance
entre las que los republicanos serán indiferentes, lo que no quita que haya mezclas mejores que otras. Resulta
concebible para los republicanos que haya curvas de indiferencia en el espacio de la intensidad y el alcance,
pero que una curva de indiferencia sea mejor que otra; eso representaría mezclas equivaloradas, cada una de
las cuales sería mejor que las mezclas equivaloradas de la otra curva (Barry 1965). Puestas así las cosas por
los republicanos, la maximización de la no-dominación para una persona o un grupo entrañaría la ubicación
de esa persona en la curva de indiferencia más accesible por la vía de ofrecerle esta o aquella particular
mezcla de intensidad y alcance.
Sin embargo, aunque las dos dimensiones de la libertad como no-dominación no necesariamente
constituyen una dificultad teórica, sí significan una nada atractiva indeterminación. Ocurre que, al entrar en
el espacio de las curvas de indiferencia, el proponernos tales y tales grados de no-dominación para alguien es
compatible con un buen número de mezclas equivaloradas; en esta mezcla la persona disfruta de una no-
dominación muy intensa, pero restringida a muy pocos ámbitos; en esta otra mezcla, la persona disfruta de

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una no-dominación menos intensa, pero de mayor alcance; y así sucesivamente. Tal indeterminación no casa
bien con la intuición de la que partían los republicanos, a saber: que la dominación es un mal notorio, y que
la empresa de erradicarlo o reducirlo es una empresa más o menos exenta de ambigüedad.
Yo creo que, sin dejar de reconocer las dos dimensiones de la no-dominación, podemos hacer justicia
a esa pretensión republicana. El mundo real está regido por un sinfín de circunstancias que contribuyen a que
el objetivo de maximizar la no-dominación esté más determinado de lo que podría sugerir el espacio de las
curvas de indiferencia.
La primera de esas circunstancias es que, cuando el estado reduce o elimina la dominación en un
área, eso no dificulta –en realidad, puede incluso facilitarlo– su eliminación en otras. Lo cual resulta
plausible si tenemos en cuenta el tipo de medidas que constituyen la acción del estado, medidas, además, que
si él mismo no tiene que ser no-dominante, está obligado a tomar. La política tendente a proteger a alguien
del asalto o del robo ajeno, puede servir también para protegerle en otros respectos. La educación que se
proporciona a alguien para evitar que sea víctima de la explotación, servirá también probablemente para
defender a esa persona de otras formas de manipulación. Más en general, una inversión de recursos estatales
destinada a capacitar a la gente para evitar un tipo de peligro, probablemente la ayudará también a evitar
simultáneamente otros peligros. De manera que el empeño por reducir la dominación en un determinado
ámbito de opciones, el empeño por intensificar la no-dominación de que disfruta el agente en ese ámbito, no
estorbará, seguramente, al proyecto de reducir la dominación en otros ámbitos.
La primera circunstancia significa que el intento de maximizar la libertad como no-dominación
entraña, en primera instancia, un intento de identificar los ámbitos en los que el agente o los agentes en
cuestión están dominados, y un esfuerzo de intensificación de la no-dominación en esos ámbitos. No es
particularmente necesario que el estado se plantee la cuestión de si sería mejor concentrarse en este ámbito o
en otro, ni es asunto de cuidado cuántas maneras diferentes haya de servir, respectivamente, o la intensidad o
al alcance de la no-dominación de que disfruta la gente. El estado puede factiblemente prestar atención a
todas los ámbitos en los que la gente está expuesta a dominación.
Mientras que la primera circunstancia elimina un tipo de indeterminación que podría complicar el
proyecto de promover la libertad como no-dominación, no consigue, en cambio, eliminar otro tipo de
indeterminación. Ya sabemos a estas alturas de la discusión que cualquier sistema jurídico, por eficaz que
sea en punto a mitigar la dominación, impone restricciones y costes a la gente, y así, reduce el alcance de sus
opciones no-dominadas; según dijimos, no compromete la libertad, pero la condiciona. En consecuencia, el
estado puede optar entre ser más restrictivo respecto del alcance de las opciones –proporcionando así a la
gente un grado más intenso de no-dominación–, o ser menos restrictivo y darles un menor grado de no-
dominación. Y en lo que hace a la primera circunstancia, esas opciones significan modos igualmente
poderosos de maximizar la no-dominación.
La opción en cuestión entraña, o un estado menos permisivo, más eficaz en la intensificación de la
no-dominación, o un estado más permisivo, menos eficaz. Pero hay también otras opciones que entrañan este
segundo tipo de indeterminación. No sólo pueden los estados variar en lo atinente a su permisividad, también
pueden variar según la medida en que se propongan expandir las opciones de la gente hacia ámbitos nuevos,
eliminando obstáculos físicos y culturales. El estado puede o no ofrecer al disminuido físico, por ejemplo,
medios que faciliten la locomoción, y puede o no ofrecer a las personas corrientes medios para vencer
limitaciones ordinarias. Esta observación sugiere que, enfrentados los republicanos a la opción de un estado
más, o menos, permisivo, se enfrentan también a la opción de un estado más, o menos, expansivo. En ambos
casos, pues, parece que habrá una indeterminación: ¿irán los republicanos en la dirección de una no-
dominación de mayor intensidad y menor alcance, o irán en la de una menor intensidad con alcance mayor?.
Este segundo tipo de indeterminación queda, sin embargo, eliminada, dada una circunstancia ulterior
muy plausible. A medida que el estado trata de reducir la dominación –de hacer más intensa la no-
dominación–, tiene que recurrir a mecanismos que protejan al vulnerable del peligroso, o que corrijan el
desnivel de recursos entre ambos: Pero hay un límite, un límite muy tangible, al éxito de esos mecanismos
como intensificadores, de la no-dominación. En particular, hay un límite tangible a lo que pueden lograr esos
mecanismos sin que el estado mismo se convierta en la más peligrosa de las dominaciones. Una de las
lecciones recurrentes del pensamiento republicano (explanada y defendida en la última parte de este libro) es
que, a medida que el estado obtiene los poderes necesarios para ser un protector mas y más eficaz –a medida
que se le permite disponer de ejércitos, fuerzas de policía o servicios de inteligencia más y más grandes–, se
convierte él mismo en una amenaza para la libertad como no-dominación, mayor aún que la de cualquier
amenaza que ese estado trate de erradicar. Hay un límite tangible, pues, a la intensidad con que un estado
puede esperar promover la no-dominación de la gente en cualquier ámbito de actividad.

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Pero si hay un límite tangible a la intensidad con que un estado puede esperar promover la no-
dominación de una persona o de un grupo, eso significa que la necesidad de proceder a componendas como
las arriba descritas se reduce a mínimos. Supongamos, como no podemos menos de suponer, que la causa de
la no-dominación, en particular, la causa de incrementar la intensidad de la no-dominación, exigirá
ciertamente un sistema jurídico. No tendremos que enfrentamos a elecciones difíciles entre sistemas jurídicos
más o menos permisivos, puesto que los sistemas jurídicos no-dominadores demasiado fácilmente se
escurren por el lado de la permisividad. Cualquier sistema restrictivo o no-permisivo tenderá a hacer más
probable la dominación del estado, y a hacerse, así, poco atractivo. Supongamos que la causa de la no-
dominación, en particular, la causa de incrementar su intensidad, exigirá ciertamente la protección de una
persona frente a las fuerzas de dominación. No tendremos que enfrentamos a elecciones difíciles entre la
opción de incrementar el nivel de esa protección y la opción de expandir el alcance de las cosas que esa
persona podrá hacer bajo el paraguas de esa protección, pues la causa de una protección más eficaz no
significará, por lo común, demandas substanciales de recursos necesarios para promover la expansión. No
hay que excluir, por supuesto, que la expansión no sea un proyecto atractivo, pero difícilmente será un
argumento contra ella que los recursos que requiere tienen mejor uso en la protección más eficaz de la
persona.
La presencia de las dos circunstancias hasta ahora comentadas hace que el objetivo republicano de
promover la libertad como no-dominación resulte más determinado, y más intuitivo, de lo que sería el caso
en su ausencia, pues esas circunstancias nos garantizan que la intensidad gozará de primacía sobre el alcance.
El objetivo propuesto al estado será el de hacer todo lo que pueda para incrementar la intensidad con que el
pueblo disfruta de no-dominación, para luego, logrado ese fin, recurrir a medios permisivos y expansivos con
que incrementar el alcance de las opciones no-dominadas. En la anterior sección, defendí el estado
fundándome en la razón de que, aun en el caso de que no mejorara la situación de la guerra de todos contra
todos por lo que toca al incremento de intensidad de la no-dominación de la gente (en realidad, vimos que sí
la mejoraba), aun en ese caso, prometía mejorar con mucho la situación tocante al incremento del alcance de
las opciones no-dominadas; no conllevaba la misma necesidad de precauciones ni los mismos costes. Pero
también estamos obligados a sostener, huelga decirlo, que si hay dos estados que lo hacen igualmente bien en
punto a intensificar la no-dominación y uno de ellos es más permisivo o expansivo que el otro, tenemos que
preferir al estado que ofrece a la gente más opciones no-dominadas, un alcance mayor.
La primacía de la intensidad sobre el alcance augura buenos servicios a la hora de tomar decisiones
políticas prácticas; apunta a una perspectiva en la que los puntos de vista republicanos se equilibrarán
reflexivamente con las instituciones recibidas. Pero también casa bien con las predisposiciones naturales.
Partimos del mal de la dominación, como todos los republicanos, y describimos la libertad como ausencia de
esa dominación. Resulta entonces de lo más natural que tratemos, en primer lugar, de reducir la dominación
real –es decir, de incrementar la intensidad de la no-dominación en los ámbitos presentemente amenazados–,
para tratar luego, en segundo lugar, de maximizar el abanico de opciones –y la facilidad de las mismas (a
menudo: de las opciones más o menos nuevas)– en el que la gente pueda disfrutar de esa no-dominación.

La no-dominación está constituida institucionalmente, no está causada


Aún se podría decir más en favor del modo teleológico, y contra el modo deontológico, de concebir
la ética y la política, pero no es éste lugar para entrar en esas exploraciones (Braithwaite y Pettit 1990, cap. 3;
Pettit 1991; 1997). A modo de conclusión, no obstante, preciso aclarar un importante extremo adicional. El
siguiente: a pesar de que la república ideal está diseñada para promover la libertad como no-dominación, esto
no significa que las instituciones del estado estén causalmente aisladas de la no-dominación que contribuyen
a realizar. No significa que las instituciones se relacionen a la manera causa-efecto estándar con la no-
dominación que contribuyen a poner por obra. Al contrario, las instituciones constituyen, o contribuyen a
constituir, la no-dominación misma de que disfrutan sus ciudadanos (véase Spitz 1995b, caps. 4 y 5).
. Supóngase que disponemos de instituciones cívicas, ya éstas, ya otras, que confieren un estatus
perfectamente no-dominado en cualquier ámbito y a todos y cada uno de los ciudadanos. Aun estando todos
rodeados por otra gente –aunque no hay escasez de potenciales dominadores–, nadie está sujeto a
interferencia arbitraria ajena; las instituciones distribuyen el poder y la protección de tal manera, que las
únicas interferencias posibles son las no-arbitarias: no hay interferencias guiadas por intereses o
interpretaciones no compartidos. Ahora bien, suponiendo en vigor tales instituciones perfectas, ¿cuál es la
relación entre ellas y la no-dominación a cuyo establecimiento contribuyen?
La relación entre esas instituciones y la no-interferencia de que puede disfrutar la gente –repárese, la
no-interferencia, no la no-dominación– entraña un elemento causal suficientemente familiar: las instituciones

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mismas interfieren en la vida de las personas, pero también tienen el efecto de inhibir la interferencia de
otros, de manera que el grado real de no-interferencia de que disfrutan las personas es una función de ese
impacto causal. Lo sorprendente de la relación entre las instituciones y la no-dominación que consiguen, sin
embargo, es que no reviste el mismo carácter causal. La gente que vive bajo instituciones no tiene que
esperar, para disfrutar de la no-dominación, al efecto causal que tendrá la actividad institucional inhibitoria
de potenciales interferidores. Después de todo, disfrutar de esa no-dominación no consiste sino en hallarse en
una situación en la que nadie puede interferir arbitrariamente en nuestros asuntos, y ya estamos en esa
situación desde el momento en que existen instituciones. Es verdad: toma su tiempo y alguna interacción
causal el que nuestra dominación se convierta en un asunto de consciencia común y el que nuestros
potenciales agresores sean, disuadidos. Pero la no-dominación como tal precede a esas secuencias causales.
Viene simultáneamente con la aparición de las instituciones adecuadas; representa la realidad de esas
instituciones en la persona, del individuo.
No siendo de naturaleza causal la relación entre el estado y la no-dominación, tampoco es misteriosa
La presencia de ciertos anticuerpos en nuestra sangre hace que seamos inmunes a ciertas enfermedades, pero
no causa nuestra inmunidad, como si la inmunidad fuera algo separado, a lo que tuviéramos que esperar; la
presencia de esos anticuerpos constituye la inmunidad, como solemos decir. Análogamente, la presencia en
la vida política de tales y cuales ordenamientos capacitadores y protectores hace que seamos más o menos
inmunes a la interferencia arbitraria, pero no es causa de esa inmunidad; la constituye. Ser inmunes a ciertas
enfermedades es tener anticuerpos en nuestra sangre –tal vez éstos, tal vez estos otros– que previenen el
desarrollo del virus de que se trate. La presencia de anticuerpos representa un modo de realizar la inmunidad;
no es algo que causalmente lleve a ella. Ser inmunes a interferencias arbitrarias, disfrutar de no-dominación,
es tener inhibidores presentes en nuestra sociedad –tal vez éstos, tal vez estos otros– que previenen las
interferencias arbitrarias en nuestras vidas y en nuestros asuntos. Y la presencia de inhibidores adecuados –
de instituciones y ordenamientos adecuados– representa un modo de realizar nuestra no-dominación; no es
algo que lleve a esa no-dominación por trayectorias causales.
Montesquieu (1989,187) reconoció implícitamente eso al hablar de la libertad tal y como existe, ora
en la constitución, ora en el ciudadano. Más en general, cualquiera que piense que libertad y ciudadanía son
términos coextensivos, como han hecho tradicionalmente los republicanos, queda conminado a hacer
depender la libertad, constitutiva, no causalmente, de las instituciones que la sostienen. Si ser libre consiste
en ser un ciudadano de una comunidad política y de una sociedad en las que todos están protegidos contra la
interferencia arbitraria ajena, entonces la libertad no puede haber sido producida causalmente por las
instituciones que caracterizan a esa comunidad política y a esa sociedad. Lo mismo que la ciudadanía, tener
la condición de libertad no entraña nada, ni superior ni más allá, del estatus de que se goza con una
incorporación adecuada a esas instituciones.
Algunos pensarán que el ser una realidad institucional, en el sentido que acabamos de aclarar, es un
rasgo ominoso de la libertad como no-dominación. Dirán acaso que, concebida la libertad pomo algo
constituido, o ayudado a constituir, por el estado, difícilmente podrá ser un criterio con el que juzgar al
estado mismo. Pero esta observación es absurda. La libertad como no-dominación es una realidad
institucional en el sentido de que está constituida, no causada, por los ordenamientos institucionales que la
ponen por obra. Pero aun podemos comparar la libertad como no-dominación que son capaces de constituir
distintos conjuntos de instituciones, hallando que uno de esos conjuntos es mejor que otros en lo tocante a
esa libertad: podemos hacerlo de la misma manera que comparamos los tipos y grados de inmunidad que
diferentes clases de anticuerpos pueden concebiblemente proporcionar frente a determinada enfermedad.
Tendríamos un problema como el sobredicho si la libertad como no-dominación estuviera definida
en los términos de determinadas instituciones, al modo, por ejemplo, como la concepción positiva populista
de la libertad define a ésta en términos de las instituciones de participación democrática. La definición de la
libertad en términos de democracia directa hace lógicamente imposible poner jerárquicamente a ninguna
institución por encima de la democracia directa en la dimensión de la libertad. Y la definición de la libertad
en términos de las instituciones políticas locales tendría análogo efecto inhabilitante. Pero el hecho de que
ciertas instituciones políticas locales constituyan la libertad como no-dominación de que disfrutan las
personas no significa que esa libertad tenga que definirse en relación con esas instituciones. La libertad como
no-dominación se define en relación con la medida en –y la calidad con– que se está protegido frente a la
interferencia arbitraria. Aunque hay que presumir que las únicas protecciones posibles revisten un carácter
institucional, esa presunción deja aún margen suficiente para juzgar de los distintos conjuntos de
instituciones, incluidas instituciones locales, según su promoción de la no-dominación. Y nos da margen para
hacerlo, permitiéndonos a un tiempo reconocer que la no-dominación producida por cualquier conjunto de
instituciones es producida en el sentido constitutivo, no causal, del término.

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