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Kurzinger HECHOS
Kurzinger HECHOS
Kurzinger HECHOS
·KURZINGER-JOSEF
ASCENSIÓN DE JESÚS
INTRODUCCIÓN
Los Hechos de los apóstoles es uno de los libros del Nuevo Testamento que
se leen preferentemente. El que empieza a leer la Biblia con este libro puede comprender y
orientarse sobre todos los escritos del Nuevo Testamento. Es fácil formarse una idea de su
exposición, su género literario es diáfano, y lo que dice este libro nos hace ver de una forma
intuitiva la obra salvífica de Dios en Jesucristo y en la Iglesia por él fundada.
¿Qué pretenden los Hechos de los apóstoles? El título puede engañar. Porque no se trata
-como se podría esperar- del destino y de la obra personales de los distintos apóstoles. De
los doce que consideramos como apóstoles en un sentido más estricto, solamente se dan
los nombres (1,13) y la restauración de su número por medio de la elección de Matías
(1,26). Sólo dos de ellos entran en escena, san Pedro y san Juan, e incluso entonces san
Juan aparece como una figura concomitante al lado de san Pedro. Pero por otra parte
también intervienen en la narración otras personas: los siete primeros colaboradores
oficiales de los apóstoles (capítulos 6-8) y muy poco después de ellos san
Bernabé y Saulo o Pablo. La parte del libro que es con mucha diferencia la más larga, está
dedicada a este último, que por causa de su particular vocación obtuvo el título de apóstol.
¿Cómo entenderemos el titulo de este libro? En los manuscritos griegos más antiguos se
dice Praxeis, y con esta palabra el título está en consonancia con otros semejantes de la
literatura griega que no forma parte de la Biblia. Puede ser que este título fuera ya puesto
en su obra por el autor, que estaba familiarizado con la cultura helenista. Se trata, pues, de
«hechos», de «sucesos» o «acontecimientos». También se les ha dado el nombre de
«actos», en latín acta. Estos «actos» tienen la característica común de que todos ellos
están relacionados con los apóstoles. Se trata de unos «hechos» en que ellos han
participado.
Jerusalén y Roma son las dos ciudades entre las cuales se extiende el espacio donde se
desarrollan estos hechos. Los primeros treinta años después de la ascensión de Jesús
forman el marco temporal. No es una crónica que narre los hechos según un orden
sucesivo, no es una notificación completa de lo que sucedió. Se colocan ante nuestra
mirada distintas escenas, importantes acontecimientos que nos muestran el camino para
entender la Iglesia. En situaciones tensas se revela cada vez mejor en una nueva visión de
su misterio.
El misterio de esta Iglesia, tal como la ven los Hechos de los apóstoles, es Cristo, el
Señor. No solamente está presente al principio con su mensaje y su promesa, sino que
siempre se muestra de una forma actual en el Espíritu Santo. El mensaje del Pneuma
hagion, el aliento vital y soplo creador de Dios, al mismo tiempo el «espíritu de Cristo»
(Rom 8,9), es lo que especialmente quieren transmitir los Hechos de los apóstoles. Con
fundamento se les ha también llamado el «Evangelio del Espíritu Santo». Este «Espíritu» es
aquella fuerza que desde el principio se infunde en la Iglesia y la preserva de lo puramente
humano, y se vuelve eficaz sobre todo en la hora del peligro. Este libro se esfuerza
particularmente por mostrar que no obstante las hostilidades y persecuciones, que
provienen de fuera, y a pesar de todas las crisis y amenazas, que proceden de dentro -más
aún a través de ellas-, la Iglesia va creciendo y se fortalece. El gran encargo que se confía
a los apóstoles de dar un testimonio que transforme el mundo, está íntimamente unido con
la promesa de la «fuerza del Espíritu Santo que sobre vosotros vendrá» (1,8).
El autor muestra un interés afectuoso por la formación de la comunidad madre de
Jerusalén y por el desarrollo de la Iglesia en la zona de Palestina y Siria. Pero muy pronto
dedica por completo su atención al hombre por medio del cual la Iglesia fue conducida, con
principios decisivos e iniciativas audaces, desde el principio judeocristiano y la estrechez
aneja a tal principio, a la misión que transformaría el mundo. Este hombre fue Saulo
(Pablo).
Esto no puede sorprendernos, porque el autor es el médico Lucas, de cuya íntima
camaradería con san Pablo dan testimonio las cartas del Apóstol prisionero (Col 4, 14; Flm
24; 2Tim 4,11). Su colaboración empezó probablemente cuando san Pablo ejerció su
ministerio en Antioquía, la patria de san Lucas según la tradición, y fundó allí la primera
comunidad etnicocristiana (11,25s). Así entendemos el interés sorprendente de los Hechos
de los apóstoles por el rumbo y la obra del Apóstol de las gentes. Desde el capítulo 13 y
más todavía desde el 22 en adelante el relato toma el cariz de una apología que procura
presentar el gran trabajo misionero y, al mismo tiempo, la integridad, en los aspectos
humano, jurídico y político de la persona Apóstol retenido en cautiverio.
¿Cuándo escribió san Lucas su obra? Para comprenderla, la pregunta no carece de
importancia. ¿Qué nos dice el mismo libro? Siete capítulos (22-28) informan
exclusivamente
de las etapas de la instrucción de la causa del Apóstol, la cual dura unos cinco años. Se
mencionan los dos últimos años en Roma solamente con pocas palabras. No nos
enteramos de nada particular sobre ellos. No se encuentra ninguna palabra ni indicación
sobre el desenlace del proceso relatado hasta aquí de una forma tan interesante. ¿No se
podría incluso actualmente dar la razón a los que suponen que se escribió nuestro libro
cuando aún se tenía que esperar la decisión del tribunal del César, al que había apelado el
Apóstol? En el hombre de alta posición, a quien san Lucas dedicó su Evangelio (Lc 1,3) y a
quien una vez más nombra explícitamente al principio de los Hechos de los apóstoles, o sea
Teófilo, ¿no podía san Lucas ver al amigo de la causa del cristianismo, que también podía
estar en condiciones de influir en el apresuramiento y en una solución favorable del juicio
que se arrastra durante tanto tiempo? Si se admite esta suposición, el libro de los Hechos
de los apóstoles -ésta fue la opinión que prevaleció durante mucho tiempo- se escribió
probablemente a fines del año 63.
Con gusto nos adheriríamos a esta opinión, si no se opusieran objeciones (que han de
ser tomadas en serio) de investigadores, que no consideran posible un origen tan
temprano. Se guían por la convicción de que es imposible que el Evangelio de san Lucas,
que precede a los Hechos de los apóstoles, fuera escrito antes de la destrucción de
Jerusalén (año 70). Los testimonios externos de la tradición y las características internas
del Evangelio parecen atestiguarlo. Si así se establece, los Hechos de los apóstoles sólo
pudieron ser escritos después del año 70. Según la mayoría tuvieron su origen hacia el año
80. Si esta opinión fuera acertada, en nuestro libro se tendrían que juzgar muchas cosas,
sobre todo el prolijo relato del proceso, con la visión que de ellas se tenía en los años
posteriores. ¿Puede esto admitirse de una forma tan convincente como la suposición
anterior de que el libro fue escrito todavía en vida del Apóstol?
Unas palabras más sobre la estructura y la disposición externa del libro. Se pueden ver e
indicar diferentes motivos para la división del libro. La suposición de que los Hechos de los
apóstoles son un díptico literario con una mitad sobre san Pedro y la otra mitad sobre san
Pablo tiene de suyo correspondencias sorprendentes en las dos partes. Estas parece que
están expuestas incluso conscientemente en la forma de exponer la imagen de los dos
apóstoles. Sin embargo esta división podría no corresponder plenamente al contenido del
libro. Por eso en nuestra explicación preferimos adoptar una división en tres partes, en la
que cada una de ellas supera en extensión a la anterior. Después de las frases
introductorias, que se refieren al tercer Evangelio y se apoyan en él (1,1-11), primero se
pone ante nuestra mirada la formación de la Iglesia madre de Jerusalén (1,12-5,42). Siguen
inmediatamente en la segunda parte los relatos que hacen referencia a la formación interna
y externa y al desarrollo de la Iglesia fuera de Jerusalén con la actuación de nuevos
colaboradores (6,1-12, 25). La tercera parte, que es la más larga (13,1-28,31), nos muestra
el camino de la Iglesia hacia la misión en el mundo que dirigirá el propio apóstol de los
gentiles. El que contempla más de cerca este libro por parte de la técnica literaria puede
reconocer esta división en tres partes como querida por el autor. Al principio de cada una
de estas tres secciones se nombran los hombres importantes para lo referido en ella: en
1,13 encontramos los nombres (competentes para la comunidad madre) de los doce
apóstoles (en conexión con 1,26); en 6,5, los nombres de los siete colaboradores, tan
importantes para el ulterior desarrollo de la Iglesia, y en 13,1, los cinco nombres de los
dirigentes en Antioquía, el punto de partida y el centro para misionar a los gentiles. En los
números simbólicos doce, siete y cinco se puede ver un especial interés del autor.
Difícilmente es casual, sino intención literaria, que se muestren siempre en acción
solamente dos de las personas nombradas: en la primera sección Pedro y Juan; en la
segunda Esteban y Felipe; en la tercera Bernabé y Saulo. También se puede aducir en
favor de esta división en tres partes el esquema de desarrollo indicado en 1,8, cuando se
dice: «Seréis testigos míos en Jerusalén, y en toda Judea y Samaría, y hasta los confines
de la tierra» 2.
...............
2. La transmisión del texto de los Hechos de los apóstoles se ha efectuado en dos formas
que muestran entre
sí diferencias mayores de las que se dan en los otros libros del Nuevo Testamento, si sólo
tenemos en
cuenta los textos que hacen al caso. El hecho de que existan estas dos formas de
transmisión ha hecho
suponer que el mismo san Lucas ha efectuado una doble redacción. Sin embargo esta
suposición es muy
poco probable. Las variantes, que de hecho son numerosas, y las frecuentes interpolaciones
al texto hoy día
son reputadas como cambios secundarios, en los cuales quizás todavía se discute en
particular cuál es la
transmisión fidedigna. Sobre estas cuestiones cf. A. WIKENHAUSER, Introducción al
Nuevo Testamento,
Herder, Barcelona 2 1966, p. 238ss; espec. 253-254.
...............
Parte primera
El que conoce el Evangelio de san Lucas y recuerda su úItimo capítulo, al leer los
primeros once versículos de los Hechos de los apóstoles en seguida echa de ver que se
refieren a lo que se dijo en Lc 24. Esta referencia no consiste en una mera repetición, sino
en un libre enlace, con ello se destaca con mayor fuerza el propósito del autor.
El propósito del autor está encaminado a la venida del Espíritu Santo, de quien también
se habla con ahinco en las últimas palabras de despedida del Señor, que se leen en el
Evangelio (Lc 24,49). En estos versículos introductorios relacionados con las últimas
palabras del Evangelio, el lector una vez más ha de darse cuenta de que la resurrección no
solamente es el término glorioso de la vida de Jesús, sino que al mismo tiempo es el
vivificante fundamento salvífico de la Iglesia. La «nueva criatura» (Gál 6,15; cf. Rom 6,4)
recibe de este fundamento su realidad y significado. No hay por qué inquietarse si en esta
introducción, que hace referencia a Lc 24, no todos los pormenores coinciden exactamente
con lo que se dice en aquel capítulo del Evangelio. Lucas, sin dejar de mantener la
«solidez» en la retransmisión del mensaje, se acredita como un narrador que describe los
sucesos con libre naturalidad. Esto también se puede observar en los relatos paralelos de
los Hechos de los apóstoles. Por ello no es necesario postular un lapso de tiempo
considerable que hubiera permitido a Lucas enterarse de lo que esta introducción añade al
relato del Evangelio o modifica en alguna de sus partes.
Conocemos este primer relato o, como también se podría decir, este «primer libro» o sea
el Evangelio de san Lucas, que nos es familiar a todos nosotros: Lo tendríamos que leer
con atención, si aspiramos a entender más profundamente los Hechos de los apóstoles.
Los dos libros no sólo coinciden en la forma literaria -pese a peculiaridades del Evangelio,
debidas a las fuentes de información-, sino que también están en armonía en sus fines
espirituales y teológicos.
El contenido del Evangelio se compendia en la frase: «lo que Jesús hizo y enseñó.» Es
una formulación significativa, que dice mucho en favor de la primitiva tradición. Los
hechos
y las palabras desde un principio formaron parte de la historia de Jesucristo y, por tanto, de
lo que declara el Evangelio. Acá y allá pudo haberse tenido interés, como muestran los
modernos hallazgos de manuscritos, en reunir distintas sentencias de Jesús, y entonces en
la total proclamación los hechos, por una necesidad interna, se refirieron a las palabras.
Puesto que las palabras de Jesús debían significar la verdad y la salvación, también se
tenía que decir lo que él era y lo que él hizo que se manifestara en sus acciones. Esto se
patentiza de una forma muy intuitiva en el Evangelio según san Marcos, que se suele
considerar como el más antiguo de los cuatro evangelios. En él se muestra claramente la
primacía de los hechos ante las palabras. Y quien piense que en un principio se dedicaba
toda la atención especialmente a la historia de la pasión, también ve en ello el interés de los
primeros discípulos por lo que sucedió a Jesús. En este texto se antepone «lo que Jesús
hizo» a lo que «enseñó». Ello podría ser una manifestación espontánea de cómo también
para san Lucas las acciones del Señor forman parte del Evangelio.
El marco indicado brevemente: «hasta el día en que fue arrebatado a lo alto» nos
muestra asimismo cómo el evangelista san Lucas está obligado a guardar la limitación
observada por la proclamación general del cristianismo primitivo. Volvemos a encontrar
este
marco en 1,21, y en el esquema fundamental de los cuatro Evangelios aparece claramente
que el relato siempre empieza con Juan el Bautista y concluye con el mensaje del Señor
glorificado. El hecho de que en el «primer relato» nada se dice de la historia de la infancia
de Jesús contenida en el Evangelio de Lucas (Lc 1-2), no autoriza la conclusión de que el
evangelista considerara que no tenía importancia. A lo más, sólo significa que no encajaba
en el esquema del mensaje de salvación adoptado por la Iglesia primitiva.
El día en que Jesús fue arrebatado a lo alto tiene una característica importante para los
Hechos de los apóstoles a causa de las instrucciones dadas a los apóstoles. Por primera
vez se nombran los hombres a quienes alude el título del libro. No obtuvieron su oficio por
propia decisión, el mismo Jesús «se los había elegido». El evangelista tiene necesidad de
decirlo también aquí. En el evangelio nos enteramos de esta elección de los doce, «a los
cuales dio el nombre de apóstoles» (Lc 6,12-16). Es significativo que el nombramiento de
los apóstoles recaiga en los días del Señor anteriores a la pascua. La obra efectuada por
los apóstoles está vinculada de una forma enteramente personal a Jesús en su vida
terrena, así como a Jesús glorificado, a su palabra, a su poder y a sus instrucciones.
¿A qué clase de instrucciones se refiere nuestro texto? La expresión deja espacio para
todo lo que Jesús transmitió a sus discípulos como testamento después de su resurrección.
Si miramos la conexión de nuestro versículo con los siguientes, se suscita la idea de unas
instrucciones muy determinadas. También las últimas palabras de Jesús resucitado en el
Evangelio nos informan de estas instrucciones, cuando se dice: «Y voy a enviar sobre
vosotros lo prometido por mi Padre. Vosotros, pues, permaneced en la ciudad hasta que
seáis revestidos de la fuerza de lo alto» (Lc 24,49). Esta fortaleza de lo alto es el Espíritu
Santo. A él, pues, se refieren las instrucciones de Jesús, antes de ser «arrebatado a lo
alto». También en este pasaje cabe la posibilidad de pensar en estas instrucciones y a
entenderlas con referencia al Espíritu Santo. Es cierto que la gramática griega parece
recomendar más la traducción de «por medio del (o en el) Espíritu Santo». De este modo se
diría que Jesús dio sus instrucciones por estar lleno del Espíritu Santo, y esto daría un
sentido favorable a la cristología de san Lucas. Y sin embargo, y a pesar de dificultades de
orden gramatical, la otra interpretación parece ser más acertada por parte del texto global y
de la referencia al Evangelio: el Espíritu Santo es el contenido y la causa de estas
instrucciones dadas el día que el Señor fue arrebatado a lo alto. Los versículos siguientes
lo aclaran.
La escena indicada tiene lugar el día de la ascensión. Se describen más en particular las
importantes instrucciones de 1,2. En el Evangelio se dan las mismas instrucciones con
palabras algo distintas: «Yo voy a enviar sobre vosotros lo prometido por mi Padre.
Vosotros, pues, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo
alto» (Lc 24,49). No nos molesta que el mismo evangelista nos produzca las mismas
palabras del Señor con una redacción libre. La Iglesia primitiva no estuvo apegada con
recelo a la letra. Lo que le interesaba era el sentido de la tradición. Según el texto aducido
esta última reunión con los apóstoles fue una comida comunitaria. También según otros
informes Jesús resucitado ha comido delante de sus discípulos y con ellos 5. Ya en su
actividad anterior a la pascua Jesús repetidas veces había comunicado, en una comida,
especiales revelaciones y consignas6. Pensemos en la última cena antes de la pasión con
las recomendaciones e instrucciones dadas en ella por Jesús. La Iglesia primitiva en sus
celebraciones eucarísticas en forma de comida también ha conmemorado y mantenido en
forma viva la comida comunitaria con el Señor resucitado (2,46).
Es peculiar de san Lucas la orden de quedarse en Jerusalén. San Lucas también tiene
conocimiento de una relación con Galilea (Lc 24,6), pero falta en él toda alusión a un
encuentro en Galilea posterior a la pascua, encuentro que es particularmente significativo
para los otros evangelistas7. Esta limitación a Jerusalén tiene que verse en relación con el
concepto que san Lucas tenía de la importancia de Jerusalén en la historia de la salvación,
como ya se hace patente en el Evangelio8. En las profecías del Antiguo Testamento que
enlazan con Jerusalén la salvación mesiánica y el especial don salvífico del Espíritu Santo,
se puede ver un motivo para esta preferencia de san Lucas por Jerusalén 9. San Lucas
sabe que Jerusalén será el punto de partida para la misión universal en el mundo, y por eso
le interesa mostrar el camino del Evangelio desde Jerusalén hasta Roma 10.
Los apóstoles han de esperar la promesa del Padre. El contexto pone en claro que con
estas palabras se alude al Espíritu Santo. Hacia él apuntan insistentemente todas las
demás palabras. El Espíritu Santo es el gran objetivo de Cristo resucitado. Es la «promesa
del Padre». Sobre todo por el Evangelio según san Juan conocemos la designación de Dios
como «el Padre» absolutamente sin ninguna palabra relativa más circunstanciada 11.
¿Hasta qué punto el Espíritu Santo es la «promesa del Padre»? Se puede pensar en las
palabras proféticas del Antiguo Testamento, en las que Dios ha prometido el Espíritu como
don de salvación del tiempo mesiánico 12. Jesús en su plática de despedida habló del
Espíritu que el Padre enviaría13. De la oración de súplica Jesús había dicho que el «Padre
que está en los cielos dará Espíritu Santo a los que le piden» (Lc 11,13). Por tanto, ya
antes de la pascua, los apóstoles habían oído hablar de esta «promesa del Padre» por
labios de Jesús.
Sorprende que Jesús se apropie las palabras del Bautista sobre la venida del bautismo
del Espíritu (Lc 3,16). Juan Bautista había señalado al Mesías como más fuerte: «Yo os
bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien ni siquiera soy yo digno
de desatarle la correa de las sandalias; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Lc 3,16)
14. La comunicación de las palabras del Bautista también quiere indicar una
correspondencia entre la recepción del Espíritu, que el mismo Jesús experimentó al ser
bautizado por Juan, y el bautismo del Espíritu que es inminente para los apóstoles y por
medio del cual se deben preparar para su ministerio.
...............
5. Lc 24,30.41s; Mc 16,14; Jn 21,9-13; Hch 10,41.
6. Cf. Lc 7,36-50; 10,38-42; 11,39-52; Mt 9,10-13.
7. Cf. Mc 16,17; Mt 28,7.16-20; Jn 21,1ss.
8. Lc 9,51; 15,22-33ss; 18,31; 19,28-41ss.
9. Cf. Is 2,1ss; 44,3; Ez 11,19; 36,26s; Jl 3,1ss; Zac 12,10; 13,1.
10. Cf. Lc 24,17; Hch 1,8; 23,11; 28,14.
11. Esta designación es poco usada en los Evangelios sinópticos: Mc 13,32; Lc 9,26; 10,22;
cf. Hch 1,7.
12. Cf. Is 44,3; Ez 11,19; 36,26s; Jl 3,1ss; Hch 2,17ss; Zac 12,10; 13,1.
13. Cf. Jn 14,1Sss; 14,26; 15,26.
14. En 11,16 Pedro llama la atención sobre la misma palabra como «palabra del Señor».
Cuando Jesús aduce
la palabra de su precursor, como si hubiese sido dicha por él, se puede pensar como según
el Evangelio de
san Mateo se pone al pie de la letra en labios de Jesús (Mt 4,17) la llamada del Bautista a la
conversión (Mt
3,2).
...............
Difícilmente puede admitirse que se trate de una nueva escena. Se alude a la última
reunión (1,4). Según los datos que siguen, hemos de pensar en el monte de los Olivos
como lugar donde se pronunciaron estas palabras de despedida (1,9.12). Están
estrechamente enlazadas en el orden del tiempo con la «ascensión a los cielos». Es verdad
que en Lc 24,50 parece que se interponga un cambio de lugar entre las palabras de
despedida del Señor y su partida. La cuestión carece de importancia; pero, con todo, nos
gustaría disponer de una descripción tan fiel como fuera posible.
La pregunta de los discípulos es significativa. En ella aparece una imagen del Mesías
que se apoya en la indigencia política, nacional y religiosa de un pueblo oprimido durante
siglos. El sueño de una grandeza pasada y una libertad perdida, y las imágenes
prometedoras en los vaticinios mesiánicos de los profetas hicieron surgir esperanzas que
tenían que inflamarse en contacto con Jesús. Por el Evangelio conocemos la constante
resistencia opuesta por él a todas las exigencias y expectaciones de esta manera tan
difundida de pensar de los judíos. Ya en la narración de las tentaciones aparece otra
concepción del Mesías (Lc 4,5-8). Incluso para justificar a los apóstoles y su pregunta sobre
el restablecimiento del reino de Israel podrían citarse las palabras del ángel Gabriel, que en
la anunciación dijo a María: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará
por los siglos en la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin» (Lc 1,32s).
Dada la manera de pensar de los apóstoles ¿no era muy natural que hicieran esta
pregunta? Porque ¿qué otra cosa podía significar para ellos la orden de quedarse en
Jerusalén y de esperar el bautismo del Espíritu, sino que entonces llegaba el tiempo final,
anunciado por los profetas, con sus grandes dones destinados a la salvación? ¿No es ya
Jesús resucitado una señal de que ha empezado la nueva era? Jesús en su respuesta no
presta atención a la idea del Mesías, pero sí a la pregunta sobre «ahora».
Esta respuesta es significativa. En ella se alude a un deseo ardiente de la primitiva
Iglesia. La expectación del tiempo final, que se imaginaban como la inmediata e inminente
«restauración de todas las cosas» (3,21), excitaba los ánimos de los hombres. ¿No hay en
el Evangelio palabras de Jesús, que debían nutrir la fe en la proximidad de su gloriosa
venida (Mc 9,1; Lc 21,32)? ¿No habla san Pablo, en sus cartas, con palabras que muestran
que también él estaba hechizado por la expectación de la próxima venida del Señor (ITes
4,15)? Aunque en la respuesta de Jesús no se da ninguna información inmediata sobre la
pregunta de los apóstoles, sin embargo se contiene en ella una instrucción importante para
toda clase de preguntas sobre el acontecimiento final de la historia de la salvación. Esta
instrucción también la encontramos en las palabras del Señor: «En cuanto al día aquel o la
hora, nadie lo sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre» (Mc 13,32). Ante la
parusía del Señor que se retrasaba cada vez más claramente, la Iglesia primitiva tenía que
humillarse con el reconocimiento respetuoso de la exclusiva competencia y de la ilimitada
libertad de la resolución divina. Y sin embargo a la Iglesia primitiva se le dio la orden de
esperar vigilante la venida del Señor.
En este versículo queda patente la finalidad que pretenden los Hechos de los apóstoles.
Se muestra el campo de un trabajo universal a los apóstoles, que en su pregunta pensaban
en el restablecimiento del «reino a Israel». En tres etapas se desarrolla el espacio: el
trabajo de los apóstoles empieza en Jerusalén, enteramente de acuerdo con la importancia
histórica de esta capital del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento; «Judea y Samaría»
caracterizan el desarrollo: se sobrepasa la estrechez de Israel en el camino del Evangelio
«hasta los confines de la tierra». Este camino se pone de relieve en las tres partes (en que
se nota un constante progreso) de los Hechos de los apóstoles. En estas últimas palabras
del Señor se hace perceptible el llamamiento de Dios a todo el mundo para que obtenga su
salvación. Se recordará la consigna dada al siervo del Señor en el libro de Isaías, donde se
dice: «Poco es que tú me sirvas para restaurar las tribus de Jacob, y convertir los
despreciados restos de Israel: mira que yo te he destinado para ser luz de las naciones, a
fin de que mi acción salvadora llegue hasta los últimos términos de la tierra» (Is 49,6).
Los apóstoles, como testigos de Jesús, debían transmitir a los hombres el mensaje de
Cristo. En la palabra «testigos» se compendia todo lo que los apóstoles tienen que hacer
en el nombre y por orden del Señor. Los apóstoles han de desear lo que Jesús deseó, han
de revelar lo que Jesús reveló. Al mismo tiempo se indica algo importante en este encargo
de ser testigos. No solamente les será posible transmitir las enseñanzas e instrucciones
recibidas de Jesús. Este mismo Jesús vendrá a ser el contenido del testimonio de los
apóstoles: la actividad de Jesús, su muerte, su resurrección y ensalzamiento. Es una ley
interna de la historia de la salvación que el Cristo anunciante se convertiría en el Cristo
anunciado. Aquí no hay una falsificación del Evangelio, sino un desarrollo substancial. En
los relatos de los Hechos de los apóstoles siempre veremos a los apóstoles conscientes de
su misión de ser testigos.
En este versículo tiene una importancia decisiva que los apóstoles hayan de dar su
testimonio con la fuerza que recibirán cuando el Espíritu Santo venga sobre ellos. Esta
promesa no hay que abstraerla de lo que les encarga. Este es el sentido del bautismo en
Espíritu, que los apóstoles han de recibir «dentro de no muchos días». No han de andar
como meros hombres por el camino del testimonio; él mismo, el Señor estará con ellos.
Ciertamente también tendrán gran importancia la experiencia personal de los apóstoles y
los sucesos que ellos han presenciado personalmente. En 1,21 ésta es condición que se
exige para la elección del nuevo apóstol. Sin embargo la promesa de la «fuerza» del
Espíritu no está sin motivo delante de la frase que se refiere al testimonio. Está en armonía
con la frase del evangelio: «Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la
fuerza de lo alto» (Lc 24,49).
En la plática de despedida, que nos refiere san Juan, se dice: «Cuando venga el
Paráclito, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad, que proviene del
Padre, él dará testimonio de mí, y vosotros también daréis testimonio, porque desde el
principio estáis conmigo» (Jn 15,26s). Es muy natural que se compare este versículo (que
determina el camino y la historia de la Iglesia) con lo que nos dicen los otros escritos del
Nuevo Testamento. Ya hemos notado la coincidencia con las palabras de Jesús en el
Evangelio de san Lucas. Las diferencias de redacción y orden que vemos entre los Hechos
de los apóstoles y este Evangelio nos muestran que los evangelistas no intentaban dar una
comunicación literal exacta, sino anunciar lo que es esencial en el mensaje.
Esto aún lo vemos más claro cuando en el Evangelio según san Mateo leemos el encargo
de misionar (Mt 28, 16-20). En san Mateo la última instrucción del Señor se traslada a una
montaña de Galilea, pero el pensamiento y la finalidad de las palabras de Jesús coinciden,
a pesar de todas las diferencias de redacción, con lo que también se dice en el texto de los
Hechos de los apóstoles. La promesa de la fuerza del Espíritu también la encontramos en
san Mateo, cuando el Señor dice: «Mirad: yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el
final de los tiempos» (Mt 28,20). La comparación de estos dos textos nos da un ejemplo
instructivo de cómo en la proclamación apostólica las palabras de Jesús fueron transmitidas
y divulgadas con una contextura e interpretación libres 15.
...............
15. Una lectura de Mc 16,15s también nos muestra lo mismo. Y en las palabras de Jn
17,18s y 20,21ss, con las
que Jesús envía a sus apóstoles, percibimos el mismo deseo de Jesús. Incluso Pablo parece
querer
recordar conscientemente el mismo encargo del Kyrios Jesucristo, cuando dice de él: «Por
quien hemos
recibido la gracia del apostolado, para conseguir, a gloria por la virtud de su nombre, la
obediencia a la fe
entre todos los gentiles» (Rm 1,15).
...............
2. EXPECTACIÓN SUPLICANTE
(Hch/01/12-14).
No sabemos nada con seguridad sobre esta «habitación». Resulta muy natural que se
piense en un lugar que ya era familiar a los discípulos desde los días en que permanecían
con Jesús en Jerusalén. Se puede suponer que allí celebraron con su Maestro la
memorable última cena. De acuerdo con la instrucción del Señor, Pedro y Juan
probablemente habían preparado allí la pascua (Lc 22,8ss). Por tanto los mismos que están
al principio de la lista de los apóstoles. Si así lo consideramos, también hay en esta
habitación un simbolismo de la relación histórica entre el tiempo de la Iglesia, que es
anterior a la pascua y el que es posterior. En el Evangelio se dice que los apóstoles
después de regresar del sitio donde habían presenciado la ascensión a los cielos, «estaban
continuamente en el templo» (Lc 24,53). Esta noticia no contradice la suposición de que el
aposento (que incluso en el ulterior desarrollo de la comunidad jerosolimitana
probablemente servía de punto de reunión) 17 formaba parte de una casa particular fuera
del templo. También puede pensarse en los pasajes de la Sagrada Escritura en que se
nombra una habitación superior como sitio para orar piadosamente y recibir especiales
revelaciones 18. A Pedro recogido en oración se le reveló en una terraza la misión a los
paganos (10,9ss).
Tiene un sentido profundo que san Lucas enumere los nombres de los apóstoles,
aunque ya haya dado en su Evangelio la lista de los mismos (Lc 6,14ss). Antes de la
pascua los apóstoles formaban el séquito particular de Jesús, pero de aquí en adelante se
presentan como los hombres a quienes Jesús resucitado ha dado plenos poderes y les ha
confiado una misión, y en cuyas manos ha sido puesta la obra salvífica de la Iglesia. Así
aparece desde un principio la forma externa y la ordenación de la Iglesia, cuya esencia es
invisible y que sólo puede ser interpretada como obra del Espíritu Santo.
Si se compara esta lista con las precedentes, se pueden observar pequeñas diferencias,
pero sobre todo la preeminente posición de Juan junto a Pedro. Esta posición corresponde
a lo que también nos declara el Evangelio sobre la solidaridad entre los dos 19, y a lo que
de ellos nos atestiguan los Hechos de los apóstoles 20. Falta el duodécimo de los
apóstoles; la circunstancia de ser sólo once pide la elección de Matías (1,15ss).
...............
17. Cf. 2,1.46; 12,12ss.
18. 1R 17,19ss; 2R 4,10s; 4,33; Dn 6,10s; cf. también Mt 6,6; 24,26; Lc 12,3.
19. Lc 22,8; cf. Jn 13,23ss; 18,15; 20,2ss, 21,20ss.
20. 3,1ss; 4,13; 8,14.
...............
La comunidad orante. Los Hechos de los apóstoles nos la ponen siempre ante nuestra
mirada 21. En ella, el modelo y las instrucciones del Señor se nos muestran eficaces. Jesús
ha asegurado que el Padre escuchará la oración hecha «en mi nombre» (Jn 16,23s). Las
cartas de san Pablo también atestiguan con ahínco el poder de la oración comunitaria 22.
Es característico de san Lucas que además de los apóstoles nombre las mujeres como
miembros de la comunidad orante. Ya en su Evangelio san Lucas ha prestado especial
atención a las mujeres que rodeaban a Jesús 23. El mensaje de salvación de la nueva
alianza vence prejuicios heredados. San Pablo, aunque guarde mucha reserva, que se
explica por la mentalidad de su tiempo, sin embargo también es testigo de una nueva
valoración de la mujer 24. Los Hechos de los ap6stoles muestran todavía con mayor
frecuencia la vocación y la actividad de la mujer 25.
María, la madre de Jesús, es nombrada aparte, lo cual podría corresponder a la atención
que san Lucas en su Evangelio, especialmente en la historia de la infancia, ha prestado a la
Madre del Señor 26. En nuestro pasaje solamente se la menciona en la información sobre
la Iglesia naciente. María formaba parte del grupo que había de presenciar los siguientes
sucesos de pentecostés. Se cita su nombre entre las otras mujeres, cuando empieza la
Iglesia. Ya entonces se indica la especial posición de la Madre de Jesús en el nuevo pueblo
de Dios.
Pero los datos particulares que las narraciones evangélicas de la pasión dan acerca de
las mujeres allí nombradas, podría indicarse que los hermanos de Jesús no son hermanos
en el sentido más estricto en que nosotros solemos usar el término. Por la manera general
de hablar que se usa en la Biblia y que se basa en la jurisprudencia de la familia en oriente,
se puede mostrar cómo el concepto de «hermano» y «hermana» puede designar todos los
grados y clases de relaciones de parentesco 27. Tenemos un buen motivo para ver, en los
«hermanos» que aquí se nombran, parientes de Jesús que ya antes de la pascua se habían
declarado discípulos suyos. ¿Había de ser imposible que los parientes de Jesús fueran
llamados como apóstoles? Los lazos naturales de la sangre y de la familia no son motivo ni
de un privilegio ni de un obstáculo para la vocación a ser discípulos de Jesús ni tampoco
para ser «hermanos» en la unión íntima de la fe.
...............
21. Cf. 1,24ss; 2,42; 4,24ss; 12,5.12; 13,2 20 36
22. Rom 1,9s; 8,26s; ICor 11,2ss; 14,12ss; 2Cor1,11; 9,14; E£ 3,14ssi 5,18ss; 6,18ss; Flm
1,3ss; Col 1,3.9;
ITes 1,2s.
23. Cf. 1,5.24.41ss; 2,36; 4,38s; 7,12 s; 7,36ss;8,2s;8,40ss; 10,38ssi 23,27ss; 23,49.55;
24,1ss; 24,10.
24. Cf. 1Co 11,11s; 7,13ss; Ef 5,12ss y las mujeres a quienes san Pablo saluda en Rom
16,1ss.
25. 12,12s; 17,4.12.34; especialmente 18,2.8.26.
26. Cf. Lc 1-2; 8,19ss; 11,27s; a diferencia de Jn 19,25ss, Lucas no nombra aparte a María
entre las mujeres
que estaban junto a la cruz de Jesús.
27. No tiene interés para nuestro texto que apoyemos con más razones lo antedicho.
Tampoco se debería
seguir precipitadamente la tesis hoy día tan divulgada, según la cual los «hermanos» de
Jesús solamente
llegaron a creer en Jesús con las apariciones de Jesús resucitado (lCor 15,6), y luego pronto
consiguieron
una posición de primer orden en la primitiva Iglesia. En Jn 7,5 no se declara que todos sus
«hermanos»
hayan rehusado creer en Jesús. Para esta cuestión tampoco se debería reivindicar con
exceso los textos de
Marcos 3,21.31. Acerca de toda la cuestión cf. sobre todo J. SCHMID, Los «hermanos» de
Jesús, en El
Evangelio según san Marcos, Herder, Barcelona 1967, p. 126-128.
...............
Pedro no sin razón es el primero en la lista de los apóstoles (1,13). Lo mismo sucede en
las enumeraciones de apóstoles de los Evangelios. Desde el principio es considerado como
el dirigente entre los doce. Según declaran unánimemente los Evangelios, este privilegio
tiene su origen en la expresa vocación dada por Jesús. Esto también se supone en los
Hechos de los apóstoles, cuando se presenta a Pedro como el presidente y director de la
comunidad 28. En él precisamente, se muestra la forma de la Iglesia que está jurídicamente
determinada y que tiene su origen en Jesús. San Lucas explica el aspecto exterior de esta
Iglesia incluso con noticias estadísticas, de las cuales aquí tenemos la primera, que nos
dice que se habían reunido unas «ciento veinte» personas 29. Parece que solamente se
habían reunido los hombres. En este número que representa el décuplo de doce, ¿hay una
relación con los doce apóstoles? En el tratamiento de hermanos, que reproduce la
costumbre judía, se denota en el nuevo sentido de la palabra la unión de los fieles en Cristo
Jesús, que también llamó «hermanos» a sus discípulos (Mt 28, 10). CR/HERMANOS:San
Pablo da la profunda razón de este tratamiento, cuando ve a los cristianos como
predestinados por Dios para «reproducir la imagen de su Hijo, para que éste fuera el
primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). Así es como hay que entender que los
Hechos de los apóstoles ya se haga referencia aquí a un grupo de «hermanos» 30.
Las primeras palabras en esta asamblea memorable tratan de la traición de Judas. En
eso percibimos cuán dolorosamente pesaban estos sucesos sobre la joven Iglesia. Esto ya
lo sabemos por los Evangelios, aunque éstos, solamente con pocas palabras, mencionan la
acción de Judas en la historia de la pasión. San Juan es quien se esfuerza por dar una
explicación psicológica de esta acción inconcebible 31. Tres veces -prescindimos de la
indicación que se hace al enumerar los apóstoles (6,16)- habla san Lucas de dicha acción
en el Evangelio (Lc 22,3ss.21ss.47). En nuestro texto se intenta interpretar el suceso
mediante la Escritura. Porque en las palabras de Pedro se patentizan la pregunta y la
respuesta de la Iglesia primitiva. Aquí tenemos un ejemplo de cómo esta Iglesia se esfuerza
por hacer evidente y comprensible la propia experiencia a la luz de la revelación del
Antiguo
Testamento. Jesús resucitado ya había dicho que tenía «que cumplirse todo lo que está
escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos» (Lc 24,44). Y en
la narración sobre los discípulos de Emaús se dice: «Comenzando por Moisés, y
continuando por todos los profetas, les fue interpretando todos los pasajes de la Escritura
referentes a él» (Lc 24,27).
Fue un proceso fundamental, porque la Iglesia empezó a ver y a comprender los sucesos
salvíficos en Cristo de acuerdo con la Sagrada Escritura. Aún encontraremos muchas veces
en los Hechos de los apóstoles ejemplos de este modo de ver de la Iglesia. Ya en el
judaísmo y en la forma como sus rabinos interpretaban la Escritura, estaba exteriormente
preformada la manera como la Iglesia primitiva entendía la Escritura. Los comentarios de la
comunidad de Qumrán ofrecen especialmente ejemplos concretos de esta actualización y
aplicación de la Escritura del Antiguo Testamento. Así pues, la proclamación del mensaje
cristiano -especialmente en el encuentro misional con el judaísmo- quería ver este mensaje
y el anuncio de su obra salvífica en las profecías del Antiguo Testamento, y con la ayuda de
estas profecías quería poner en claro el mensaje.
Con el concepto de profecías se iba con frecuencia muy lejos para nuestra mentalidad
actual. Además de los escritos propiamente proféticos se interpretaron también
especialmente los salmos con una visión cristológica. Esto lo vemos en nuestro discurso de
Pedro. Porque las palabras de la Escritura que se indican son dos pasajes de los salmos,
que han sido yuxtapuestos y se ha supuesto un vínculo entre ellos (1,20). David, a quien se
atribuyen los salmos, forma parte de la serie de los profetas 32. Pero por medio de él habla
el «Espíritu Santo». Según la concepción teológica de aquel tiempo las palabras de la
Escritura son trasladadas desde el sentido literal a un plano superior, y desde allí son
conducidas de acuerdo con la intención del comentarista a un nuevo sentido. La exégesis
actual no nos permite admitir esta manera de explicar la Escritura. Pero ello no debe
impedirnos que pensemos con atención en tales consideraciones de la Iglesia primitiva,
para compenetrarse de la amplitud y profundidad de su visión creyente del misterio de
Cristo. Nos impresiona el profundo deseo de la primera comunidad de ver y presentar en la
historia de la salud la conexión entre las revelaciones antiguas y las nuevas, entre las
vaticinadas y las cumplidas 33.
No se necesita ninguna motivación expresa para precaverse de falsas consecuencias,
cuando Pedro dice que en Judas tenían que cumplirse las palabras de la Escritura. El
sentido de esta afirmación no es que Judas tuvo que hacer la traición porque estaba
predicho. Además la alusión a la Escritura no se refiere inmediatamente a la traición, sino
(en el sentido de 1,20) a la situación que surgió por la traición y a la necesidad de elegir un
apóstol. El cumplimiento del vaticinio no anula la responsabilidad personal de las personas
sobre las que recae la predicción.
Pedro designa a Judas como el «guía de los que prendieron a Jesús». Aquí se trasluce el
recuerdo personal del apóstol. En los cuatro Evangelios esta captura está relacionada con
Judas 34. En el relato resulta emocionante la observación: «Él pertenecía a nuestro grupo y
le había correspondido su puesto en este ministerio.» Judas «pertenecía» al «grupo» de los
doce, y aquí se indica la elección incomparable, la unicidad de una vocación. El número
doce y su sentido salvador resplandece en esta frase y por lo tanto también, aunque no se
diga expresamente, la urgencia de restablecerlo.
En las palabras «su puesto en este ministerio» se describe la pertenencia a los doce en
su pleno significado.
Ministerio significa «servicio» y se refiere al oficio de apóstol. Es característico del
testimonio de la Iglesia primitiva que al tratar de oficios haga resaltar siempre la vocación
al
servicio 35. En nuestro texto el panorama también incluye la grandeza y excelsitud de lo
que Judas poseyó. Probablemente desde el mismo punto de vista, Jesús, según el
Evangelio de san Juan, enlaza con el vaticinio de la traición las siguientes palabras: «El que
recibe al que yo envíe, a mí me recibe, y el que a mí me recibe, recibe al que me envió» (Jn
13,20).
...............
28. Cf. 2,14ss; 2,38s; 3,1ss; 4,8ss; 5,3ss; 5,29; 8,14ss; 8,20; 9,32ss; 10,1ss; 11,2ss; 15,7ss.
29. Cf.2,41; 4,4.
30. Cf. 11,1.29; 14,2; 15,1.23.36; 16.2; 17,10.14, 18,18; 21,17. En otras designaciones
teológicamente signifi-
dativas de los «cristianos» (11,26) encontramos en nuestro libro los nombres de
«creyentes» (5,14),
«discípulos» (6,1; 9,1.25.26.38; 11,26.29; 13,52; 14,21; 16,1; 18,27; 20,1; 21,16), «fieles»
(9,13.32.41)
31. Cf. Jn 6,64ss; 12,4ss; 13,2.11.16ss; 18,2.5.
32. Cf. especialmente 2,30; y además 2,25ss; 2,34s; 4,25ss.
33. Esta manera de concebir es muy familiar al lector del Evangelio de san Mateo, que
entre todos los Vena-
gelios es el que más se acerca a la interpretación judeorrabínica de la Sagrada Escritura. En
los primeros
fragmentos de los Hch aparece esta manera de interpretar la Biblia, lo cual puede indicar
que en ellos se
manifiesta una más antigua tradición judeocristiana.
34. Mc 14,43ss; Lc 22,47s; Mt 26,47ss; Jn18,2s; 18,5.
35. Cf. 6,4; 20,24; Rm 11,13; 1Co 12,5; 2Co 3,85,etc.
...............
En primer lugar preguntamos: ¿De qué modo está esta noticia en el discurso de Pedro,
en el que está englobada? Aunque a primera vista parezca ser muy natural que se entienda
esta noticia como comunicación de Pedro que habla a la asamblea, muchas cosas resultan
dudosas en esta noticia. Sin embargo tenemos que suponer que los presentes sabían lo
que había ocurrido. No es probable que sea conforme con la realidad que Pedro usando la
palabra «Hacéldama» se refiera en Jerusalén a la «lengua propia» de los habitantes de
esta ciudad, y traduzca dicha palabra al griego, siendo así que todos, incluso como galileos,
estaban familiarizados con el dialecto arameo. Por tanto es mejor considerar esta
notificación sobre el fin del traidor como noticia incidental (intercalada por el autor en el
discurso de Pedro) que el autor tuvo que añadir para que los lectores de los Hechos de los
apóstoles comprendieran el contexto. Porque san Lucas en su Evangelio no había
notificado nada sobre el destino del traidor. Si se conciben estos versículos como una nota
literaria, se juntan por sí solos más estrechamente los versículos 1,16 y 1,20, y por tanto la
alusión y la cita de los dos textos de la Escritura.
La narración del fin del traidor parece proceder de una tradición distinta de la que da a
conocer san Mateo (Mt 27,3ss). Sin embargo ambos relatos quieren decir que Judas tuvo
un triste fin, y que el nombre «Hacéldama» -según la tradición situado en el valle de
Hinnom, en las afueras de Jerusalén- permaneció como una advertencia del fin del apóstol
«traidor» (Lc 6,16).
A estas dos citas de los Salmos se alude con las palabras: «para que se cumpliera la
frase de la Escritura» (1,16). En estas citas, Pedro ve predicha la situación motivada por el
traidor: el sitio que ha quedado vacío en el grupo de los apóstoles, y la necesidad de
nombrar otro apóstol para que ocupe este lugar. El que lee las dos citas y las compara con
el texto del Antiguo Testamento, no solamente se da cuenta de que se les ha dado otro
sentido, sino también del hecho que se ha cambiado el texto original del primer pasaje para
que pudiera ser aplicado a la situación del Nuevo Testamento. El texto original dice así:
«Queden sus casas devastadas, y no haya quien habite más sus tiendas.» La Iglesia
guiada por el Espíritu se sentía autorizada para introducir tales cambios y nuevos sentidos
en el texto del Antiguo Testamento, cuando basándose en el acontecimiento salvífico del
Nuevo Testamento todo lo refería a Cristo. Recordamos lo que se ha dicho hace poco. El
apóstol san Pablo, cuyas epístolas contienen numerosos ejemplos de interpretación bíblica
de esta índole, explica esta modalidad cuando dice: «Todo lo que se escribió previamente,
para nuestra enseñanza se escribió a fin de que, por la constancia y por el consuelo que
nos dan las Escrituras, mantengamos la esperanza» (Rom 15,4). San Pablo habla del
«velo» que cubre el Antiguo Testamento y debajo del cual Cristo está oculto (2Cor
3,13.16).
En la primera cita de los salmos se podría ver una indicación al «campo de sangre» no
frecuentado por los hombres, sin embargo la metáfora parece referirse más propiamente al
lugar (destinado al oficio de apóstol) que ha quedado vacío a causa de Judas. No se puede
interpretar la segunda parte de la cita como si este lugar ya no pueda ser ocupado de
nuevo. Solamente se trata de hacer lo más expresivo posible en la continuación de la
metáfora el estado de abandono del sitio, para notificar sin demora en la segunda cita de
los salmos la urgencia del nuevo nombramiento.
El relato nos da sintomáticos golpes de vista sobre la manera de ser de la Iglesia. Nos
muestra la cooperación de la actividad humana con la acción divina, que en último término
es la única decisiva. Dos candidatos son presentados a una elección más restringida. Se
supone que también otros hubiesen podido cumplir las condiciones puestas por Pedro. Por
la Escritura no llegamos a saber nada en particular de los dos. Se podría pensar que el
primer candidato (con los tres nombres que parecen indicar un rango superior) haya tenido
una mayor probabilidad. Sin embargo fue elegido el segundo, del cual sólo sabemos el
simple nombre, es decir, Matías.
La Iglesia sabe del gobierno divino. Deja en manos de Dios la decisión. La suerte ha de
dar a conocer la voluntad de Dios. Debido al culto del templo, para la Iglesia era santa la
costumbre de hacer hablar a Dios mediante la decisión de la suerte. En la plegaria que aquí
tenemos ante nosotros como primera oración de la Iglesia, ésta denota la fe en el gobierno
divino: ¿Se dirige la oración a Dios o de una forma especial a Cristo? El texto original
permite ambas soluciones. Además, del tratamiento de «Señor» está también en favor de
una oración a Cristo la súplica de que el Señor quiera indicar a quién ha «elegido». Ya al
principio de este libro se dice que Jesús «había elegido» a los apóstoles (1,2). Pero quien
lee las palabras de Pedro en Hch 15,7 podría sentirse inclinado a considerar nuestra
oración como dirigida a Dios según el modo de orar del Antiguo Testamento. Esto también
podría sugerirlo la oración comunitaria (4,24ss). En la plegaria que como todas las
oraciones litúrgicas está compuesta de un reconocimiento y de la súplica que en él se
funda, se revela la fe en que Dios ya ha hecho su elección, y en que puede manifestar esta
su elección en lo que decida la suerte.
Una vez más aparece en la oración la grandeza y la responsabilidad del oficio de apóstol,
de nuevo caracterizado como diakonia, como servicio o ministerio. Y una vez más se hace
visible la sombría acción de Judas, cuando de él se dice que desertó del puesto que le
estaba reservado «para irse al lugar que le correspondía». «EI hijo del hombre sigue su
camino conforme a lo que está determinado; pero ¡ay de ese hombre por quien va a ser
entregado!» (Lc 22,22).
La suerte ha decidido. La tablilla que llevaba el nombre de «Matías» fue la primera que
saltó fuera al sacudir la vasija. La comunidad lo toma como señal de la voluntad divina. De
nuevo está completo el grupo de los doce. Doce apóstoles se mantienen dispuestos a
recibir la fuerza del Espíritu prometido y a marcharse para dar el testimonio que les ha sido
encargado.
(_MENSAJE/05-1.Págs. 5-49)
14 Puesto Pedro de pie con los once, levantó la voz y les dirigió
este discurso: «Hombres de Judea y vosotros todos los que habitáis
en Jerusalén, quede esto bien claro y escuchad mis palabras: 15 no
están borrachos estos hombres, como vosotros suponéis, puesto que
es la hora tercera del día.
La opuesta actitud de los hombres ante la manera de hablar de aquel día viene a ser la
ocasión para el testimonio especial de los apóstoles. Pedro es otra vez el orador. Los
Hechos de los apóstoles exponen los tres grandes discursos misionales de Pedro, dos ante
los judíos (2, 14ss; 3,12ss), uno ante los no judíos (10,34ss). San Lucas ha tenido cuidado
en reproducir detenidamente tres sermones de Pablo, uno de ellos ante los judíos (13,16ss)
y dos ante los no judíos (14,15ss; 17,22ss). La tradición eclesiástica se esforzó a tiempo
por yuxtaponer en igualdad de condiciones las dos grandes figuras de la primitiva misión
cristiana 38.
El discurso pronunciado por Pedro el día de pentecostés por su forma y por sus ideas
lleva un cuño auténticamente judío. No solamente se trata de «hablar en lenguas», antes
bien esto viene a ser la ocasión para un mensaje fundamental de la obra salvífica en Cristo
y para un llamamiento a la fe en él. Para rechazar la sospecha de embriaguez Pedro puede
señalar la hora del día. De este modo muestra a los discípulos de Cristo como judíos fieles
a la tradición, los cuales solían permanecer en ayunas por motivos religiosos antes del
sacrificio de la mañana. La comunidad todavía se siente muy estrechamente unida con la
sinagoga.
No se impugna que los que están llenos de Espíritu dan exteriormente la impresión de
personas en estado de embriaguez. Su manera de hablar de hecho tiene que haber
recordado una embriaguez. También Pablo indica una semejante impresión producida por
«hablar en lenguas», cuando dice: «Si, pues, la Iglesia entera se congrega en asamblea y
todos hablan en lenguas, y entonces entran no iniciados o infieles, ¿no dirán que estáis
locos?» (lCor 14,23). También en la carta a los Efesios se halla la idea de la embriaguez del
Espíritu en las palabras: «No os embriaguéis con vino..., antes bien dejaos llenar por el
Espíritu, hablándoos mutuamente con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y
salmodiando al Señor en vuestros corazones» (Ef 5,1 8s). Así pues, la manera como se
habló el día de pentecostés ha de ser interpretada de suyo de acuerdo con la historia de la
salvación, y Pedro procura dar esta interpretación.
...............
38. Cf. Ga 2,7ss.
...............
Pedro rechaza de una forma convincente la sospecha de una borrachera natural. Pedro
ve que ha habido una embriaguez distinta, que consiste en estar lleno del espíritu divino. El
vaticinio de los profetas del Antiguo Testamento habla repetidas veces del derramamiento
del Espíritu como don especial salvífico del tiempo final. Isaías, Ezequiel, Zacarías y otros
hablan de este derramamiento. Pero Joel ha revestido de palabra esta expectación con una
viveza singular. Comprendemos que la predicación de pentecostés proponga la profecía de
Joel con una extensa cita. Esta se aduce libremente según los setenta, que era la
traducción griega del Antiguo Testamento. Hay añadiduras menores dignas de atención, las
cuales sirven para dar una interpretación aclaratoria. Conviene leer primero la cita como
conjunto. Tenemos representada ante nosotros la visión que el Antiguo Testamento tenía
del fin de los tiempos. Según la manera de ver del judaísmo aquí se designa el tiempo
mesiánico. El derramamiento del Espíritu y las catástrofes en el universo -estas últimas en
el lenguaje del judaísmo son como los «dolores del parto mesiánico», que preceden la
venida del Mesías- se unen en la perspectiva del vidente del Antiguo Testamento en una
sola escena.
Si en nuestro texto también se aducen estos «portentos» en el cielo y en la tierra, los
cuales propiamente no corresponden al acontecimiento de pentecostés, hay que explicarlo
teniendo presente la expectación del fin de los tiempos, la cual también está atestiguada en
el Nuevo Testamento. Esta expectación se denota con la máxima claridad en los vaticinios
de Jesús sobre el fin de los tiempos, tal como están formulados en los tres primeros
Evangelios 39. Aunque la revelación del Nuevo Testamento nos haya enseñado a distinguir
entre el principio del tiempo final y su terminación, sin embargo permanecen unidos el
principio y el fin. Por consiguiente los últimos días ya han empezado para el mensaje del
Nuevo Testamento. No hay que excluir por completo que las palabras proféticas de los
«portentos arriba en el cielo, y las señales abajo en la tierra», Pedro las refiriera a las
extraordinarias señales de viento impetuoso y de fuego en la mañana del día de
pentecostés. Sorprende que la palabra «señales» sea añadida como complemento del texto
del Antiguo Testamento. Podemos ver un motivo especial para aducir estos sucesos
cósmicos, si observamos la energía que la predicación de Pedro concentra en la última
frase de la cita del profeta: «Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo.» Todo el
discurso de Pentecostés está ordenado hacia este mensaje. Por tanto a causa de esta
frase también era indicado presentar escenas que están en relación con las catástrofes
finales.
Detengámonos un poco en las distintas afirmaciones de la profecía. Pedro ve su
cumplimiento particular en la manera como el día de pentecostés hablaba la comunidad
bajo la influencia del Espíritu. La criatura es de nuevo penetrada por el Espíritu de Dios.
Una «criatura nueva» (Gál 6,15) está llegando a la existencia. Se debe formar un nuevo
pueblo de Dios. «Toda carne», es decir, todos los hombres están dispuestos a recibir el
soplo del Espíritu sin matices ni limitaciones de rango y condición social. En el texto del
profeta, tal como se encuentra en el Antiguo Testamento, se hace alusión a los «siervos» y
«siervas» como «esclavos» en el sentido de clase social. Mediante el cambio en «mis
siervos y mis siervas» la interpretación del Nuevo Testamento da a las palabras un
contenido religioso. El nuevo pueblo de Dios consta de quienes son siervos y siervas de
Dios, y con profundo respeto y una disposición creyente se abren a la voluntad de Dios, así
como María se humilló como «la esclava del Señor» (Lc 1,38) al escuchar el mensaje. Con
un cambio insignificante en el texto original las palabras del profeta pasan a ser testimonio
del universal poder salvífico de la fe que establece y reúne la comunidad de la nueva
alianza.
El profeta Joel nombra también «visiones» y «sueños» como manifestaciones del
derramamiento de Espíritu. En el discurso de Pedro el día de pentecostés estas
manifestaciones se ponen en orden todas juntas en el concepto de profetizar, que
antecede como lo peculiar, cuando la comunidad de pentecostés «habló en lenguas». Por
ello no es incomprensible quo cite el texto del Antiguo Testamento y en el versículo 18 se
añada una repetición de lo que se había dicho en el versículo 17: «...y profetizarán». Para
Pedro y para la primera comunidad todo eso es un signo de que está empezando el «día
del Señor, día grande y esplendoroso». «El reino de Dios está cerca» decía, el mensaje
fundamental de la proclamación de Jesús. El reino de Dios hace ver su venida con el
misterioso viento brusco y con las lenguas de fuego de la revelación de pentecostés, con la
manera de hablar de los fieles causada por el Espíritu.
El «día del Señor» -después de la muerte de Jesús la cuestión también puede quedar
abierta- significa simultáneamente el juicio en el sentido de la expectación bíblica general.
Como una amenaza del que ha de venir, el juicio está pendiente sobre los hombres. Las
palabras del profeta parten de esta concepción, y de una forma enteramente espontánea se
convierten en un llamamiento para hacer penitencia y disponerse. Y por eso la última frase
acerca de la invocación del nombre del Señor tiene una importancia decisiva para la
finalidad del mensaje de pentecostés. Necesita la gracia salvadora del Señor el que quiere
salir sano y salvo en el sentido de la idea bíblica.
¿Quién es este «Señor», cuyo «nombre» se quiere «invocar»? De nuevo tenemos ante
nosotros un ejemplo significativo de la nueva interpretación de las ideas del Antiguo
Testamento. Siguiendo el sentido del concepto de Dios en el Antiguo Testamento, el
profeta Joel pensaba en «Yahveh» y en el regreso de los hombres a él. Pero en la
predicación de pentecostés la palabra Señor -la traducción de la voz griega Kyrios- ha
recibido un nuevo significado. Dicha predicación ve al «Señor» en el Cristo ensalzado.
Permanece la relación con Dios, pero a causa de que Dios se revela en Jesús de una forma
personal, la divina dignidad de Señor también se transfiere a él. Se indica un notable
proceso de la fe neotestamentaria de la salvación.
Conocemos el profundo contenido de la profesión de fe de san Pablo en el Kyrios,
cuando dice: «Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó y le concedió el nombre que está sobre
todo nombre, para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y
en el abismo, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre»
(Flp 2,9ss). Se lee en particular: «Si confiesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees
en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Y es
significativo que san Pablo en relación con este último texto cita las palabras del profeta
que ahora consideramos: «Y todo el que invoque el nombre del Señor será salvo» (Rom
10,13). Por el mensaje de Jesucristo que sigue a continuación, vemos claramente que
también Pedro con esta frase quiere invitar a la fe en el Señor Jesús y quiere mostrar en la
revelación de pentecostés un testimonio que el misterio de salvación da de sí mismo.
...............
39. Mt 24; Mc 13; Lc 21.
___________________________
Este fragmento, tal como está, tiene que leerse y ser entendido dentro del conjunto de la
Escritura y de la interpretación de la misma. Parece desviarse del tema de predicación de
pentecostés. Sin embargo como los versículos precedentes sobre Jesús de Nazaret
(2,22-24), está en íntima relación con el misterio del Espíritu Santo. Porque ¿cómo podría
concebirse el acontecimiento de pentecostés sin la muerte salvadora de Jesús y sin su
resurrección? Solamente puede interpretarse el misterio del Espíritu Santo por la realidad
de los sucesos de pascua. Así entendemos el deseo de la primitiva Iglesia, cuando se
esfuerza sin cesar por hacer creíble y razonable el acontecimiento fundamental de la
resurrección.
Sin duda el mensaje de la resurrección de Jesús está sostenido por la experiencia
personal que tuvieron los apóstoles en los encuentros con Cristo resucitado. «Seréis
testigos míos» (1,8): esta frase se dice sobre todo con respecto al testimonio de la
resurrección. Cuando se trata de elegir un nuevo apóstol en sustitución de Judas (1,22),
Pedro exige que el apóstol sea en primer lugar testigo de la resurrección de Jesús. Y
cuando Pablo quiere hablar de la verdad de la resurrección (por ejemplo en ICor 15),
entonces enumera por orden los testigos a quienes Jesús se apareció después de la
resurrección, y a Pablo le interesa poder decir: «De los cuales la mayor parte vive todavía»
(lCor 15,6). En el versículo 32 de este pasaje se encuentra la declaración decisiva: «A este
Jesús Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello.»
Pero además de este testimonio externo de los participantes la Iglesia desde el principio
buscó también el testimonio de la revelación del Antiguo Testamento, como
correspondía a la manera judeocristiana de pensar y a las necesidades de la primera
misión. Por eso Pablo en la primera epístola a los Corintios introduce su mensaje de la
resurrección con una fórmula de confesión que probablemente ya se usaba en el tiempo
más antiguo de la Iglesia. Dice así el Apóstol: «Fue sepultado, y al tercer día fue resucitado
según las Escrituras» (lCor 15,4). Y cuando Pablo en Antioquía de Pisidia habló de la
resurrección de Jesús, también se esforzó por mostrar la conformidad de la misma con la
Escritura (13,30ss). Así pues, el «según las Escrituras» del credo litúrgico de la Iglesia ya
tiene su origen en la proclamación del Nuevo Testamento. Por consiguiente, para la manera
como la primera comunidad entendía la salvación, es característico y sintomático que la
predicación de pentecostés procure unir y apoyar el testimonio personal de los apóstoles
sobre la resurrección de Jesús con la prueba que se funda en las palabras de la revelación.
De nuevo -como en 1,20- se toman por base unas palabras del libro de los Salmos, y esto
nos confirma de nuevo en el interés con que la Iglesia primitiva consideraba estas voces de
la antigua alianza según su declaración cristológica.
No queremos examinar con rigor exegético si se tiene derecho a referir las palabras
aducidas del salmista a la resurrección de Jesús. Se puede reconocer un sentido pleno al
salmo como el himno de un autor piadoso que sabe que está salvo en Dios, incluso sin esta
relación a Cristo. Sin embargo tiene importancia que ya los rabinos vieran fundada en el
salmo 16,10 su convicción de que David había permanecido en su sepulcro preservado de
la putrefacción. Ahora la predicación de Pedro encuentra manifestada en este salmo la
resurrección de Jesús, a causa de que en el versículo 30 se designa a David como profeta.
Pedro puede hacer referencia al sepulcro de David, que entonces estaba en Jerusalén
como magnifico monumento, antes que se desmoronara en tiempo de la segunda rebelión
judía (132-135 después de Cristo). Este sepulcro contenía un muerto, por tanto según la
interpretación del apóstol no puede aplicarse a este muerto lo que dice el salmo: «No
dejarás mi alma (= mi vida) en el reino de los muertos.» A estas palabras del salmo se
refiere la siguiente frase de nuestro texto: «no sería abandonado al Hades.» Pero David
conocía -así prosigue el pensamiento de Pedro- la promesa de que un descendiente suyo
un día ocuparía su trono.
En esta serie de ideas tiene importancia que Pedro en David ve la figura de Cristo en la
historia de la salvación, y al mismo tiempo al profeta, que refiere la promesa de Dios, tal
como se encuentra en 2Re 7,12, no a cualquiera descendencia corporal, sino al mesiánico
«hijo de David» y a su reino mesiánico. Por esta conciencia Pedro ha rezado el salmo 16
refiriéndose a la persona del Mesías, «a propósito de él» (2,25). Pedro y la primitiva
comunidad saben, con toda seguridad, que este Mesías es Jesús de Nazaret, el cual ha
sido «acreditado» por el mismo Dios en su dignidad de Mesías «con milagros, prodigios y
señales que por él realizó Dios» (2,22). Pero el mayor milagro tuvo lugar por medio de su
resurrección. Por eso el apremiante deseo de la Iglesia primitiva fue lograr en favor de la
resurrección el testimonio de la revelación del Antiguo Testamento. Con profundo respeto
nos hallamos en frente del afán biblico-teológico de la primitiva Iglesia, y lo valoramos
como
un signo de la intensidad con que se mantenía en los corazones de los discípulos de Jesús
la convicción de la realidad de la resurrección. Pero la afirmación decisiva y la más
importante sigue siempre siendo la frase exteriormente tan corta en el contexto del discurso
de pentecostés: «A este Jesús Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello.»
33 »Elevado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa
del Espíritu Santo, ha derramado lo que vosotros estáis viendo y
oyendo. 34 Porque David no ascendió a los cielos, y sin embargo
dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra 35 hasta que
ponga a tus enemigos por escabel de tus pies (Sal 110,1).
Pedro había terminado de momento su predicación con estas dolorosas palabras. Los
judíos habían crucificado al hombre a quien Dios ha glorificado tan visiblemente
resucitándolo y enviando el Espíritu, y a quien ha hecho Señor y Mesías. Esto penetra en
su oído y en su corazón como una amarga queja. No habían ciertamente sido los mismos
judíos quienes le crucificaron. Con todo ya en el versículo 23 tuvieron que oír:
«Crucificándolo por manos de paganos, lo quitasteis de en medio.» Esta acusación no hay
que suprimirla ni de los Hechos de los apóstoles ni de toda la proclamación del Nuevo
Testamento. Pero estaría en contra de lo que pretende esta afirmación, que con motivo de
ella se enardecieran sentimientos antisemitas. Tenemos ante nuestra vista una tragedia
religiosa. Si hubiese podido acontecer en un país cualquiera, éste hubiese sido puesto en
la misma situación que el pueblo judío con su incomparable vocación en la historia de la
salud.
Los que oyeron estas palabras, quedaron profundamente afectados. Una culpa aparecía
ante su alma. No solamente debió ser la culpa por la muerte de Jesús -la mayoría de ellos
no habían tenido ninguna parte en la sentencia contra Jesús-, sino que más bien era el
conocimiento y la acusación de haber rehusado creer en Jesús. El deseo de obtener la
salvación rechazada les hizo preguntar: ¿Qué tendríamos que hacer, hermanos? Así
preguntan los judíos a los apóstoles que todavía pertenecen al pueblo de Dios formado por
los judíos. La Iglesia aún vive íntimamente vinculada con la sinagoga. Todos, judíos o
cristianos, todavía se llaman, entre sí, «hermanos».
La respuesta de Pedro es un llamamiento a todo Israel. La Iglesia naciente busca, de
forma conmovedora, ganar la comunidad de salvación del Antiguo Testamento para el
mensaje de salvación en Cristo. ¿Qué hubiera sucedido, si la sinagoga, que se había
negado a la oferta de Jesús, se hubiera entonces abierto al testimonio de pentecostés dado
por la nueva Iglesia, que iba creciendo en el seno de la sinagoga? Se trata de la salvación,
de la realización de lo que han prometido el profeta Joel y los profetas del Antiguo
Testamento. Porque Pedro alude a estas profecías, cuando dice: «Esta promesa para
vosotros es y para vuestros hijos.» Estas palabras iban dirigidas a Israel. Pero en la cita
que se añade de Isaías, se nombran también los que están «lejos». Aunque el alcance de la
expresión y su significado dentro del contexto queden un tanto imprecisos, sin embargo
existen buenas razones, que coinciden con el punto de vista de san Lucas, para ver, en
estas profecías, la venida del pueblo de Dios desde todos los ámbitos de la tierra, tal como
está prefigurado en la enumeración de pueblos el día de pentecostés.
El camino que indica Pedro -y que de aquí en adelante la Iglesia indicará en todos los
tiempos-, es el camino para volverse al «Señor y Mesías» Jesús. El llamamiento a la
conversión (en griego: metanoia), que ya Juan en el desierto (Mt 3,2) y el mismo Jesús (Mt
4,17) han hecho resaltar como condición previa para la venida del reino de Dios, por medio
de la revelación de pascua y de pentecostés ha adquirido la especial relación con el Señor
ensalzado. Este llamamiento significa una recusación del sendero seguido hasta ahora y la
adhesión creyente a Cristo Jesús, y esto se efectuará según el orden de salvación
establecido por él en el misterio del bautismo «en el nombre de Jesucristo». Mediante este
bautismo sucederá lo que Juan el Bautista ha prometido como don del que viene después
de él, cuando anunció: «Yo os he bautizado con agua; pero él os bautizará con Espíritu
Santo» (Mc 1,8). El «Espíritu Santo», que se ha manifestado en los acontecimientos de
pentecostés delante de todo el mundo, será poseído por los hombres que se declaran en
favor de Jesús con fe y esperanza. Ahora se cumplirán las palabras del profeta Joel citadas
por Pedro: «Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo.»
Porque el hombre dispuesto para la salvación en el bautismo se declara en favor de
Jesús como «Señor» al que se consagra como hombre nuevo para servir a la justicia 40, tal
como lo expone san Pablo dando motivos teológicos. La salvación que el profeta, con una
visión escatológica, anuncia para el fin de los tiempos con la «remisión de vuestros
pecados», ya viene a ser presente como señal de que empieza el reino de Dios. Si en
nuestro texto se habla de un bautismo «en el nombre de Jesucristo», ello indica que este
nombre, en la recepción del bautismo, tiene una importancia decisiva como adhesión al
nuevo Señor 41.
Además podría uno preguntarse de qué modo se asocia la recepción del Espíritu con el
bautismo, pues la formulación de los Hechos de los apóstoles no es inequívoca 42. En este
pasaje y en 9,17s la recepción del Espíritu queda estrechamente vinculada con el propio
bautismo. Este enunciado diferente significa, con toda probabilidad, que la misteriosa
acción del Espíritu no puede encerrarse en un esquema rígido, y precisamente en nuestro
pasaje adquiere singular relieve el significado sacramental del bautismo, incluso al tratarse
de la recepción del Espíritu. El bautismo congrega al nuevo pueblo de Dios para formar la
comunidad de salvación en Cristo, y en la ulterior evolución de las cosas también dará lugar
cada vez con mayor claridad a que la Iglesia se separe de la sinagoga.
¿Piensa Pedro en esta separación del judaísmo incrédulo, cuando resumiendo la
apostólica predicación de la salud dice: libraos de esta generación torcida? Se puede
pensar en la lamentación de Jesús: «¡Oh generación incrédula y pervertida!» (Lc 9,41), o
bien: «Esta generación es una generación perversa» (Lc 11,29)? Nos vienen a la memoria
las palabras de Isaías, con las que el profeta anuncia en un vaticinio lóbrego y al mismo
tiempo consolador: «Aun cuando tu pueblo, ¡oh Israel!, fuese como la arena del mar, sólo
un resto se salvará» (Is 10,22). A este resto elegido de Israel da voces Pedro para que
aproveche la oferta de la salvación. «Libraos»: con este imperativo habla la acción
salvadora de Dios, la oferta del Dios redentor. Pero simultáneamente se deja al buen
criterio del hombre conseguir que se efectúe en sí la acción salvadora de Dios. La salvación
es una empresa de Dios y la disposición afirmativa del hombre a esta empresa. La palabra
salvadora de la gracia de Dios no solamente es un anuncio radiante, sino que al mismo
tiempo lleva en sí una exigencia rigurosa, aunque también gozosa.
...............
40. Cf. especialmente Rm 6.
41. Los Hechos de los apóstoles aún designan reiteradas veces el bautismo con esta
fórmula cristológica (8,16;
10,48; 19,5). Según san Mateo 28,19 ya se administró el bautismo en los primeros tiempos
de la Iglesia «en
el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», de tal forma que uno se podría
preguntar si los Hechos
de los apóstoles dan testimonio de una fórmula de administrar el bautismo, o si solamente
quieren hacer
resaltar que la finalidad del bautismo consiste en entregarse a Jesucristo.
42. Según 8,15ss y 19,5s, el Espíritu Santo fue otorgado por medio de una peculiar
imposición de manos, según
10,44ss el Espíritu Santo se manifestó ya antes del bautismo.
...............
Entre los «muchos prodigios y señales realizados por los apóstoles» (2,43) ahora se
expone detenidamente uno de ellos con el estilo literario de los Hechos de los apóstoles.
Como sucede con Jesús, también en la primitiva Iglesia las acciones de los apóstoles están
estrechamente vinculadas a su mensaje. También su actividad es un testimonio por medio
del cual los apóstoles cumplen el encargo de Jesús resucitado. Esta actividad no tiene en sí
su razón de ser. sino que se convierte en ocasión para ilustrar la palabra del Señor
glorificado.
El hecho de que san Lucas entre los «muchos prodigios» ponga en primer plano una
curación milagrosa, corresponde al interés del «médico» (Col 4,14), que ya en su Evangelio
se dedica con especial atención a las curaciones milagrosas de Jesús. Se puede notar que
en la información sobre Pablo también se narra como primer milagro de éste la curación de
un cojo de nacimiento (14,8ss). Se pueden observar en ambas historias correspondencias,
que proceden de un cálculo literario. La Iglesia primitiva actúa con el encargo que Jesús ya
confió a los «doce», cuando se dice: «Y los envió a predicar el reino de Dios, y a curar» (Lc
9,2).
a) Curación de un cojo de nacimiento
(Hch/03/01-10).
El segundo plano en la escena de esta narración revela con viva claridad la situación de
la Iglesia primitiva. Esta «puerta del templo llamada Preciosa» (que probablemente se
identifica con la puerta llamada de «Nicanor», de la que da testimonio Flavio Josefo, y que
conducía desde el atrio exterior hasta el atrio interior de la oración) viene a ser testigo de
que la primera comunidad cristiana sabe que todavía está estrechamente vinculada a la
ordenación del judaísmo en cuanto concierne a la religión y al culto. Los dos principales
apóstoles atraviesan esta puerta. Lo hacen como todos los judíos piadosos que se
congregan para el sacrificio vespertino. ¿Podían ya los apóstoles calcular en esta hora que
en un tiempo no lejano la comunidad cristiana emprendería su propio camino, apartándose
del camino del judaísmo? ¿Se daban cuenta del proceso incipiente que con una evolución
dolorosa, pero inevitable, debía conducir a la separación de la Iglesia y de la sinagoga? Los
Hechos de los apóstoles nos darán testimonio de esta evolución que cada vez se va
haciendo más patente. Sin embargo, el mismo Pablo, este ferviente promotor de la unicidad
del camino cristiano de la salvación, hasta su última estancia en Jerusalén se sintió siempre
vinculado a la ordenación judía, como nos lo demuestra claramente participando en una
purificación en el templo (21,22ss). Para el crecimiento de la nueva Iglesia, sin duda tuvo
una especial importancia que al principio viviera en solidaridad con la ordenación religiosa
del judaísmo. Y puesto que la Iglesia se desligaba cada vez más de dicha ordenación, ha
tomado consigo una gran parte del patrimonio judío, para seguir con ella su propio camino.
La «hora nona» era el tiempo del culto oficial divino. Dos veces en el transcurso del día,
por la mañana y por la tarde, se congregaba en el templo una asamblea para la oración y el
sacrificio. Privadamente los judíos solían dedicarse tres veces a la oración. En nuestra
liturgia de las horas se ha conservado el recuerdo de esta costumbre. Está en
correspondencia con la índole y el objetivo de una comunidad formada religiosamente, que
sus miembros, además de la piedad personal y privada, se reúnan en común según el
orden que está establecido para el culto de oraciones en la presencia de Dios.
La oración y las limosnas siempre se han juntado como ocupaciones fundamentales de
los hombres de sentimientos religiosos. El sermón de la montaña (Mt 6,1ss) y muchas
frases del Evangelio dan testimonio de ello. El mendigo puede calcular que allí donde los
hombres oran, el corazón y la mano se abren con más prontitud para socorrer la necesidad
de los pobres. Este cojo situado ante la puerta Preciosa era pobre sobre todo por causa de
su cojera de nacimiento, considerada como incurable. En las personas de Pedro y Juan la
Iglesia pone remedio a la indigencia humana. Los gestos suplicantes, la mirada expectante
esperaban la ayuda en forma de lo que se tiene a mano, que en la mayoría de los casos
también es lo más cómodo y lo menos oneroso que los hombres suelen darse unos a otros,
es decir, en forma de una o de algunas monedas.
6 Pedro le dijo: «Ni plata ni oro tengo; pero lo que tengo, eso te
doy: en el nombre de Jesucristo de Nazaret anda.» 7 Y tomándolo por
la mano derecha, lo levantó. Al instante se fortalecieron sus pies y
sus tobillos. 8 Y dando un salto, se puso en pie y andaba. Entró con
ellos al templo caminando, dando saltos y alabando a Dios.
Se hace difícil pensar que suponga un menosprecio de los dones materiales el hecho de
que Pedro no pueda dar «ni plata ni oro». El mismo Jesús parece haber auxiliado a los
pobres con dinero a su debido tiempo (cf. Jn 13,29), y Pablo alaba la generosidad de los
cristianos de Macedonia en la colecta destinada a los pobres de Jerusalén, y anima a los
corintios a dar de buen grado (2Cor 8,1ss). Cuando Pedro habla de la plata y del oro, que
por ser valiosas monedas raras veces se dejaban caer en manos del mendigo, ya señala
aquel don que no se puede comparar con la plata y el oro: la curación del enfermo. ¿De
dónde procedía esta conciencia de Pedro? Con frecuencia había presenciado cómo Jesús
curaba enfermos con el poder de su palabra. Este Jesús ha entrado en la gloria de Dios y
sin embargo está presente en el Espíritu Santo, que Jesús ha hecho que se manifestara el
día de pentecostés. Solamente teniendo en cuenta este misterio, se puede adivinar esta fe
en el poder de curar enfermedades, como veremos todavía más claramente. No tendría
mucho sentido que intentáramos dar a todos los sucesos una explicación que se funde en
la manera natural de pensar.
«En el nombre de Jesucristo de Nazaret, anda.» ¡Qué significado se contiene en esta
frase! Pedro sabe que Jesús ha sido elevado a la diestra del Padre. En el discurso de
pentecostés lo ha dicho claramente. Y sin embargo Pedro habla de Jesús como si todavía
estuviese en la tierra, cuando al dirigir la palabra al enfermo para curarle incluso nombra el
pueblo de Jesús, Nazaret. Pedro conoce la cercanía del «Señor» glorificado. «Recibiréis la
fuerza del Espíritu Santo», ha prometido Jesús resucitado en su último encargo (1,8). «Y
mirad: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos», son las últimas
palabras que se leen en el Evangelio de san Mateo (Mt 28,20). Y en san Marcos se denota
la misma convicción de la Iglesia, cuando se dice: «Estas señales acompañarán a los que
crean: en virtud de mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en
sus manos serpientes, y, aunque beban algo mortalmente venenoso, no les hará daño,
impondrán las manos a los enfermos, y éstos recobrarán la salud» (Mc 16,17s). San Pablo
entre los dones del Espíritu también nombra los «dones de curación» y el «poder de hacer
milagros» (lCor 12,9s).
Las palabras de Pedro al cojo de nacimiento no son un testimonio esporádico en el
Nuevo Testamento, sino que responden a la firme convicción de la Iglesia primitiva, de que
el poder de curar enfermos que poseyó Jesús de Nazaret está a disposición de los
creyentes, si éstos «en el nombre» de este Jesús y con fe en él ponen remedio a una
necesidad humana. Sería contra el sentido de estas palabras que en la invocación del
nombre de Jesucristo se quisiera ver un efecto de las ideas mágicas de la antigua
hechicería. Solamente con fe viva en la omnipotencia de Dios y en la presencia de Dios en
su Espíritu, que al mismo tiempo es el Espíritu de Cristo (Rom 8,9), podemos entender las
intrépidas palabras de Pedro al inválido. El apóstol nos lo dirá todavía con mayor claridad,
cuando escuchemos su testimonio delante del pueblo (3,16) y ante el sanedrín (4,9ss).
Se obró el milagro. San Lucas reseña la curación con pocas palabras. Se adivina el ojo
observador del médico, que describe la súbita reacción del inválido. Comprendemos la
alegría que invadió al que se había curado, y le hizo mostrar su dicha ante todos los
hombres en el santuario del templo. ¿Qué había hecho él para obtener su curación? ¿Se
ha de suponer que él ya tenía una fe consciente en Jesús de Nazaret o que tenía
conocimiento de sus curaciones milagrosas, cuando el apóstol le intimó la orden de andar?
De las palabras posteriores en 3,16 se podría quizás sacar esta conclusión. Pero ¿se
requiere realmente que lo deduzcamos? ¿No fue simplemente la obediencia confiada del
enfermo, que vio en Pedro un poder misterioso que se le acercaba, y se abrió al
llamamiento con espíritu de fe? ¿Se puede concebir en general todo el suceso desde el
punto de vista de una experiencia humana? ¿No estamos ante el mismo misterio que
también encontramos en la notable curación de Jesús en la piscina de Betzatá? De esta
curación nos informa san Juan (Jn 5,5ss). ¿No debemos más bien admirar con profundo
respeto la libre acción del Espíritu, que se funda en el misterio de la resurrección de Jesús,
como Pedro procura exponerlo en su discurso que va a dirigir al pueblo que estaba
asombrado?
El milagro causa el pasmo y suscita las preguntas del pueblo. Conocemos por los
Evangelios escenas de esta índole. Leemos diversas frases como ésta: «Todos quedaron
como fuera de sí y glorificaban a Dios, y, llenos de temor, exclamaban: ¡Hoy hemos visto
cosas increíbles!» (Lc 5,263.
Este asombro no solamente pertenece al estilo usual de las narraciones de los milagros,
sino también es debido a causas psicológicas, y por ellas se puede comprender. Piénsese
en la situación. El inválido tenía más de cuarenta años (4,22). Desde hace decenas de
años se debe haber sentado diariamente en su sitio. Para los visitantes del templo, el
inválido formaba parte de la escena acostumbrada en la puerta Preciosa. ¿No tenía que
producir una conmoción de asombro ver que el cojo andaba saltando y alababa a Dios?
Este relato lo tomamos como verdadera historia. Lo extraordinario y lo inexplicable no nos
obliga a pensar en una piadosa leyenda, que se podría haber puesto al servicio de la
proclamación de la fe.
Pedro expone el milagro de la curación a la luz del Dios que se revela. Con una visión
emotiva de la historia de la salvación la mirada se dirige a la acción salvadora de Dios en
Cristo Jesús. El que lee con atención, se da cuenta de la amplitud y profundidad de las
ideas de Pedro. Es un llamamiento conmovedor a la manera de pensar de los judíos, una
apelación vencedora a su conciencia religiosa. El Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob es el «Dios de nuestros padres». Se emplea deliberadamente esta designación de
Dios. Es familiar a la manera como piensan y hablan los judíos y es muy significativa.
Evoca
el recuerdo de Moisés que por primera vez conoció esta denominación de Dios, cuando
Dios le habló diciendo: «Este nombre tengo yo eternamente, y con éste se hará memoria de
mí en toda la serie de generaciones» (Ex 3,15). En este Moisés, llamado por Dios para ser
el salvador de su pueblo, está prefigurada la actualidad de la salvación, en él está
anunciada la figura salvadora de Cristo Jesús, como nos lo hace ver el testimonio del
Nuevo Testamento y como también nos lo testifican los Hechos de los apóstoles.
Dios glorificó a su siervo Jesús. En la oración comunitaria también se llama a Jesús
«santo siervo» de Dios (4,27). Pensamos en las palabras de Isaías que san Mateo (Mt
12,18) cita aplicándolas a Jesús: «He aquí a mi siervo, yo estaré con él; mi escogido, en
quien se complace el alma mía; sobre él he derramado mi espíritu; él mostrará la justicia a
las naciones..., de él esperarán la ley las islas» (ls 42,1ss). Apenas puede dudarse de que
este discurso de Pedro quiera señalar a este siervo de Dios delineado por Isaías con
rasgos siempre nuevos y así haga efectiva la igualdad (que resulta sorprendente para la
mentalidad judía) de que este siervo de Dios ha aparecido en Jesús.
Pedro dice que Dios «ha glorificado a su siervo Jesús». Esta afirmación de Pedro está en
armonía con el otro texto de Isaías: «Sabed que mi siervo prosperará, será ensalzado y
engrandecido y llegará a la cumbre misma de la gloria» (Is 52,13). Y el que sigue leyendo
el
libro de Isaías, encuentra la figura del siervo sufriente en las palabras: «Al modo que fue el
asombro de muchos, porque su aspecto parecía sin apariencia humana, y en una forma
despreciable entre los hijos de los hombres, así la multitud de las naciones lo admirará» (Is
52,14s). Como hizo Isaías, también Pedro une la frase de la glorificación de Jesús con la
figura de Jesús abatido y repudiado, que estuvo en presencia de Pilato y tuvo que
experimentar en su humillación toda la ingratitud del propio pueblo.
Así pues, en estas pocas palabras se da una visión profunda y de gran alcance, que
coloca a Jesús dentro del gran contexto de la revelación valedera para el judaísmo. Dentro
de este contexto la queja dirigida al pueblo (que de nuevo hemos de tomar en su significado
que sobrepasa la situación indicada) debió de producir un efecto impresionante.
Obsérvense los agudos contrastes que se dan en la escena del proceso ante Pilato.
Barrabás es preferido al santo y al justo. Un asesino, destructor de la vida, es liberado y se
da muerte al autor de la vida. En la expresión «autor de la vida», en vez de la cual también
se traduce «soberano de la vida», está incluido todo lo que mediante sus palabras y sus
acciones Jesús obró y obra continuamente para la vida verdadera y auténtica.
Al exclamar: «Negasteis al santo y al justo», ¿pensaba Pedro en su propia negación? Sin
duda en aquel momento tenía conciencia de su culpa. Habla como uno de ellos cuando
encabeza su discurso con «el Dios de nuestros padres». El sentirse vinculado a su pueblo
y al tener conciencia de su propio fallo le otorga el derecho de hablar tan abiertamente de
la culpa contraída con Jesús. De nuevo experimentamos la tragedia del hombre, que de
nuevo se nos recuerda nombrando a Pilato (cf. 4,27; 13,28).
Aunque a causa de la inculpación no se marque de una forma tan trágica el
rechazamiento de la acción humana, también en este discurso, como en el discurso de
pentecostés, se da testimonio.
Pero aquí no se trata de recordar de un modo conmovedor el fallo cometido, para poder
acusarse, sino que en este discurso, como en el de pentecostés, se trata de atestiguar la
acción salvadora de Dios en Jesús. Por tanto también en este discurso el mensaje esencial
y decisivo consiste en la frase: «Dios (lo) resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros
somos testigos.» Esta frase es una oración subordinada en el fragmento del discurso
redactado con maestría estilística. Sin embargo esta oración es suficiente para el lector de
los Hechos de los apóstoles. El lector ya conoce por el discurso de pentecostés el curso
modelado de las ideas del mensaje apostólico de la resurrección de Jesús, pero también
sabe, por dicho discurso, que el indispensable fundamento para la fe de la Iglesia radica en
estas breves palabras: «De lo cual nosotros somos testigos.»
Pedro en esta hora tenía que hablar de la resurrección de Jesús. La resurrección no sólo
es el testimonio de Dios en favor de su «siervo» Jesús para confirmarle expresamente en
su misión, no sólo es la «glorificación» del «autor de la vida» entregado por los hombres,
también es el verdadero fundamento de la curación milagrosa del paralítico. Esto se
advierte en una afirmación que parece algo pesada, pero que precisamente por eso tiene
una resonancia transcendental (3,16). Dos veces se expresan en la frase las nociones de
«fe» y «nombre». Lo decisivo se debe percibir de una forma tan duradera como sea
posible. La curación no es el efecto de un trabajo humano, sino que ha sido obrada por
aquel a quien Dios ha resucitado y glorificado como siervo suyo. El «nombre» de este
siervo ha enderezado al paralítico. Pedro le había curado en el «nombre de Jesucristo».
Este nombre comprende todo el misterio de Cristo Jesús, su índole y su poder. La fuerza de
este «nombre» se abre a la «fe» que confiesa a este Jesús y conoce confiadamente su
cercanía; porque esta fe se vuelve eficaz por medio del Espíritu de Cristo, que se nos
otorga. Hay un misterio en torno de esta fe, que parece ser la acción del hombre, y sin
embargo al mismo tiempo es un don del Espíritu Santo (lCor 12,9).
Podemos una vez más preguntarnos a qué fe alude Pedro en esta frase. Sin duda, a la fe
por la que Pedro ha pronunciado las palabras curativas. El texto no nos revela nada de lo
que sucedió en el paralítico. Probablemente al principio solamente había esperado recibir
las limosnas que se acostumbraban a dar. O bien en el contacto con la mano del apóstol y
en sus palabras ¿se suscitó algo que produjera también en él el efecto de una fe
espontánea? Estamos ante el misterio del hombre y de Dios que se encuentran en la
intimidad del alma. Solamente podemos hablar de este tema con presentimientos. Cuando
Pedro declara tanto la fuerza del nombre de Jesús y de la fe en él, y la puede mostrar de
una forma tan impresionante en el que ha sido curado, lo hace para conducir al pueblo
asombrado desde la mera admiración a la fe salvadora.
___________________
c) Conversión y fe
(Hch/03/17-26).
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», suplicó Jesús moribundo en la cruz
(Lc 23,34). Recuerdan esta oración las palabras de Pedro en el versículo 17, las cuales se
dirigen a los oyentes judíos con el tratamiento familiar de hermanos. Incluso a los jefes se
les concede la atenuación de la ignorancia. También Pablo expresa esta idea, cuando en la
sinagoga de Antioquía de Pisidia dice a los oyentes judíos: «Los habitantes de Jerusalén y
sus jefes, al condenarlo, cumplieron, sin saberlo, las palabras de los profetas que se leen
cada sábado» (13,27).Y en la primera epístola a los Corintios afirma: «Un lenguaje de
sabiduría de Dios en el misterio, la que estaba oculta, y que Dios destinó, desde el
principio, para nuestra gloria; la que ninguna de las fuerzas rectoras de este mundo
conoció; porque, si la hubieran conocido, no habrían crucificado al Señor de la gloria»
(lCor
2,7s).
¿De qué conocimiento se trata? A fin de cuentas se trata del conocimiento del misterio
divino de Cristo, del conocimiento de su misión que procede de Dios. Esta confesión de la
ignorancia no quita la parte de culpa humana en la muerte de Jesús. Sigue siendo válida la
precedente acusación: «disteis muerte al autor de la vida». Esto ya se ha dicho sin
restricción alguna en el discurso de pentecostés (2,23.36), y los Hechos de los apóstoles
hablarán de ello aún con mayor frecuencia.
J/MU/ESCANDALO:Sin embargo -como en el discurso de pentecostés- también aquí la
frase sobre la culpa humana se enlaza con el testimonio de la divina resolución, que se
cumplió en la pasión de Cristo. Dios hizo que el vaticinio de la revelación profética viniera
a
ser realidad en la pasión de Jesús. Como ya vimos, esta interpretación que da la historia de
la salvación a la muerte de Jesús pertenece esencialmente a la predicación apostólica. De
nuevo recordamos las palabras de Jesús a los dos discípulos de Emaús: «¿Acaso no era
necesario que el Mesías padeciera todas estas cosas para entrar en su gloria?» (Lc 24,26).
Y el mismo pensamiento volvemos a encontrar en la última conversación que refiere san
Lucas y que tuvo Jesús resucitado con sus discípulos: «Así está escrito: que el Mesías
tenía que padecer, que, al tercer día, había de resucitar de entre los muertos» (Lc 24,46).
En tales palabras notamos el esfuerzo con que la naciente Iglesia procuró hacer
comprensible y razonable el hecho de la muerte afrentosa de Jesús, que exteriormente
parecía infame. Cuán necesario era este esfuerzo nos lo dice Pablo en la primera epístola a
los Corintios: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos;
necedad para los gentiles» (lCor 1,23).
También Pedro se escandalizó por lo que Cristo moribundo en la cruz con la máxima
humillación tenía que significar para la idea del Mesías que prevalecía en el judaísmo. Y
por eso es tan importante para Pedro precaver este escándalo testificando la glorificación
de Jesús en su resurrección, y al mismo tiempo mostrando que la muerte y resurrección de
Jesús están conformes con la Escritura. Y para Pedro también es una señal de Jesús
resucitado la curación del cojo de nacimiento, que tuvo lugar gracias a la fe en el nombre
de Jesús. Así este milagro y su interpretación quedan incorporados de una forma
significativa en el testimonio que la primera comunidad dio de Cristo, como un ejemplo
demostrativo de lo que se nos dice en 2,43: «El temor se apoderaba de todos, y eran
muchos los prodigios y señales realizados por los apóstoles.»
Según la manera de hablar de los judíos Pedro se vuelve a los «hijos de los profetas y de
la alianza que Dios estableció con nuestros padres». Al principio del discurso se ha
nombrado al «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Él ha «glorificado» a su siervo
Jesús. En los hijos, en el actual pueblo de Israel, debe ahora cumplirse lo que se prometió a
los padres. En Jesús, «descendencia de Abraham», reciben la bendición prometida todos
los que se vuelven a él con fe. Con palabras de la Escritura tomadas del Gén 22,18 se nos
recuerdan con vivacidad los pensamientos de la epístola a los Romanos y de la epístola a
los Gálatas en que san Pablo con una teología apasionadamente agitada se esfuerza por
interpretar la nueva filiación de Abraham, para mostrar en Cristo Jesús la venida de la
bendición prometida al patriarca 46.
¿Cuál es el contenido de esta bendición?: «Convertirse cada uno de sus propias
maldades», dice Pedro. ¿Eso es todo? ¿No es una desilusión? Así podríamos preguntar al
recibir la primera impresión. Sin embargo, no olvidemos que -como podrá indicarnos la
próxima frase-, a causa de la intervención de la autoridad, el discurso del apóstol no ha
llegado a su conclusión. Aunque tuviese que ser considerado como concluido, seguiría
teniendo un gran sentido la singular frase final. ¿No se ha concluido también el discurso de
pentecostés con una frase áspera (2,36)? Convertirse del pecado y de las malas
acciones es para el mensaje de salvación el primero y mayor deseo. Con todo, el apóstol
ha empezado sus palabras con la invitación al arrepentimiento y a la conversión, para
añadir en seguida la gran promesa de que «lleguen, de parte del Señor, los tiempo de
refrigerio, y él envíe al que para vosotros ha sido constituido Mesías, que es Jesús». ¿No
es suficiente esta bendición? Es una síntesis y plenitud de bendición. Verdaderamente éste
es un motivo suficiente para que el pueblo se convierta «de sus propias maldades».
No pasamos por alto la breve expresión los primeros, cuando dice: «Para vosotros, los
primeros, ha suscitado Dios a su siervo y lo ha enviado a bendeciros.» Se hace referencia
a la vocación de Israel en la historia de la salvación.
El conocimiento de esta vocación se atestigua en toda la literatura del Nuevo
Testamento. San Pablo se da cuenta de esta primacía del pueblo escogido, pero también
conoce su recusación y se esfuerza por hacerla comprensible con pensamientos muy
profundos (especialmente en Rom 9-11). En este discurso de Pedro todavía estamos al
principio de la misión entre los judíos, la Iglesia todavía procura, en la solidaridad con la
sinagoga, ganar al pueblo judío para la fe en aquel de quien no solamente dan testimonio
las voces del tiempo pasado, sino que el mismo Dios también lo ha acreditado y glorificado
en el tiempo presente como el esperado de Israel. Pero en la expresión «los primeros»
también se indica que la oferta de la salvación no solamente va dirigida a Israel, como en el
fondo pensaban los judíos. A ellos se les ha ofrecido, antes que a ningún otro pueblo
-gracias a su especial posición en el plan de salvación-, la posibilidad de decidirse para la
salvación. Pero los Hechos de los apóstoles también conocen las palabras que Pablo tuvo
que pronunciar en su primer gran discurso misional en la sinagoga de Antioquía de Pisidia:
«A vosotros teníamos que dirigir la palabra de Dios; pero, en vista de que la rechazáis y no
os juzgáis dignos de la vida eterna, nos volveremos a los gentiles» (13,46).
...............
46. Cf. Rom 4,1ss; Gál 3,15ss.
(_MENSAJE/05-1.Págs. 84-106)
Por los Evangelios sabemos cómo Jesús encontró, por su mensaje y su actuación, la
hostilidad por parte de los jefes judíos, y, sobre todo, por parte de la autoridad sacerdotal.
Esta lucha le condujo a la muerte en la cruz. Jesús también predijo a sus discípulos, con
claras palabras, que serían objeto de odio y persecución, y procuró prepararlos para ellas.
En el discurso de Jesús sobre el tiempo final, según los Evangelios sinópticos, leemos en el
Evangelio de san Lucas las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos: «Pero antes de
todo esto, se apoderarán de vosotros y os perseguirán: os entregarán a las sinagogas y os
meterán en las cárceles; os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi
nombre» (Lc 21,12).
El que lee la plática de despedida de Jesús en el Evangelio de san Juan, encuentra la
predicción del odio del mundo con unos motivos todavía más profundos, cuando se dice:
«Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si fuerais del
mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, porque no sois del mundo, sino que os elegí yo del
mundo, por eso el mundo os odia» (Jn 15,18s). «Os echarán de las sinagogas; más aún,
llega la hora en que todo aquel que os mate, creerá dar culto a Dios» (Jn 16,2). Pero,
precisamente en los discursos del Evangelio de san Juan encontramos, íntimamente
asociada a las palabras sobre la persecución futura, la más vigorosa indicación sobre la
asistencia del Paráclito, el Espíritu Santo.
La predicción de Jesús pronto se cumplió. Sería sorprendente que no hubiera sucedido
así. El proceso contra Jesús todavía no estaba muy distante. Los mismos hombres que le
habían condenado, todavía tenían autoridad como jefes del pueblo. Vemos la misma
escena que en los Evangelios. El pueblo llano y sencillo se entregaba con entusiasmo y
agradecimiento al mensaje de salvación, mientras no fuera inducido a error por los jefes
políticos o religiosos, y contemplaba con respetuoso temor la comunidad de Jesús. Pero los
dirigentes se dejaron guiar por el odio y la envidia, antes en la lucha contra Jesús y ahora
en la persecución de la Iglesia.
«Se les presentaron los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo y los saduceos.»
Eran las autoridades competentes del templo. El partido de los saduceos, que se
diferenciaba en muchos respectos del grupo mayor de los fariseos también había tenido un
papel influyente y decisivo en el proceso contra Jesús. El sumo sacerdote y sus colegas
formaban un grupo estrechamente conjurado. Lo encontraremos de nuevo en el proceso
contra Pablo (23,1ss). ¿Qué motivo encontraron para lanzarse contra Pedro y Juan? Sin
duda se escandalizaron por la gran concurrencia del pueblo. Como atestigua el siguiente
relato, el objeto de la indagación fue, en primer lugar, la curación del cojo de nacimiento.
Pero el texto también aclara que desde hacía mucho tiempo eran motivo de escándalo la
actuación de los apóstoles y su predicación en favor de Jesús. Se dice que estaban
molestos, porque los apóstoles anunciaban la resurrección de entre los muertos aludiendo
a Jesús. Pero ésta es solamente una particular razón de la hostilidad (4,2). Sabemos que
los saduceos en oposición a la fe que solían tener los judíos, negaban por principio la
resurrección del cuerpo47. También en otros respectos representaban una notable
ideología liberal.
Los apóstoles por primera vez van a la cárcel. Para su vida ulterior ésta es una
característica del camino que sigue su testimonio. Pero la Iglesia crece. En nuestro relato
se respira una atmósfera propia, cuando san Lucas inmediatamente después de comunicar
la detención de Pedro y Juan da la noticia de que una vez terminada la predicación muchos
se marcharon siendo ya creyentes, y el número tres mil de la fiesta de pentecostés
asciende a cinco mil miembros de la comunidad de Cristo. Aquí encontramos el peculiar
elemento de los Hechos de los apóstoles: a pesar de la resistencia y de la persecución se
cumplen el encargo y la promesa del Señor resucitado. La Iglesia naciente experimenta la
fuerza del Espíritu.
...............
47. Así lo atestiguan Lc 20,27ss y Hch 23,8.
...............
Es una escena memorable. Los dos apóstoles, cuya sencillez e insuficiencia conocemos
por los Evangelios, entran en el tribunal de la suprema autoridad del judaísmo. Se han
reunido los jefes del pueblo. No sin razón los Hechos de los apóstoles enumeran los grupos
representados e incluso dan los nombres de los competentes jefes de la clase sacerdotal.
Anás, que a pesar de haber sido destituido por los romanos aún seguía siendo el hombre
más influyente de la estirpe de los sumos sacerdotes48, y su yerno Caifás, el sumo
sacerdote oficial, nos son conocidos por el proceso contra Jesús. Aunque las tropas
romanas de ocupación estuvieran en el país, el sanedrín siempre era la eficaz
representación de todo el judaísmo. Propiedades e inteligencia, formación y poder, se
concentraron en esta corporación tradicional, que gracias a estar vinculada al culto y a la
religión gozaba de prestigio y autoridad entre todos los judíos.
Pedro y Juan que durante la noche estuvieron bajo custodia, entran en esta asamblea.
La escena es un símbolo del camino de la Iglesia. Después de la curación milagrosa es
interrogada. ¿Es una interrogación sincera? Si leemos el informe final de este juicio,
reconocemos que no solamente se trató de este suceso particular, sino de toda la obra de
la Iglesia.
La pregunta acerca del nombre, en que ha tenido lugar la curación, viene a ser para
Pedro la deseada ocasión para dar el testimonio que acusa y exhorta a obtener la
salvación. Pedro actuó lleno de Espíritu Santo. La comunidad de vida de la Iglesia es
eficaz. Se nos hace recordar la promesa de Jesús que cuando se reunió con sus discípulos
antes de la pascua, además de vaticinar la persecución les dijo: «Esto os servirá de
ocasión para dar testimonio. Por consiguiente, fijad bien en vuestro corazón que no debéis
prepararos de cómo os podréis defender. Porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría
que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros enemigos» (Lc 21, 13ss). Esta promesa
aún se formula más claramente en san Mateo: «Pero, cuando os entreguen, no os
preocupéis de cómo o qué habéis de decir, porque se os dará en aquel momento lo que
habéis de decir; pues no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro
Padre quien hablará en vosotros» (Mt 10,19s).
Pedro conoce la autoridad del sanedrín. En su disertación se revela el profundo respeto
del hombre judío ante sus superiores puestos por Dios. Como ya vimos, la naciente Iglesia
todavía está estrictamente obligada con la ordenación social y religiosa del judaísmo. Sin
embargo la atención externa no impide que el apóstol hable con franqueza. Ésta ya se
denota en las características del procedimiento expresadas por él. Los apóstoles no son
interrogados por causa de una acción sospechosa, sino que les piden cuentas de la
«buena acción realizada en un hombre enfermo». Pedro introduce su testimonio
solemnemente y en tono de reclamación, haciendo recordar las palabras finales del
discurso de pentecostés, cuando anuncia al sanedrín y a «todo el pueblo de Israel» el
mensaje de salvación de Jesús de Nazaret, y a él atribuye la curación del inválido.
El que ha sido curado está ante la mirada de la suprema autoridad judía. Es una escena
memorable. Pedro no sería capaz de cumplir su misión, si no aprovechara la circunstancia
para el apremiante mensaje de la salud verdadera y decisiva. Ante esta asamblea, que, no
hacía mucho tiempo, había entregado Jesús a la muerte, Pedro habla abiertamente del
Salvador y de la culpa de semejante corporación cuando añade al nombre de Jesús: a
quien vosotros crucificasteis. Pedro ya en su primer discurso al pueblo pudo hablar así.
Esta acusación tiene una resonancia especialmente severa ante los jefes responsables del
judaísmo.
Pero también aquí se enlaza inseparablemente con la referencia a la crucifixión el
mensaje de la resurrección de Jesús por obra de Dios. La imagen de la clave del arco
-tomada del salmo 117- caracteriza gráficamente la obcecación y tragedia del pueblo
escogido por Dios49.
Procúrese comprender la tensión que se produciría, cuando en el ámbito del sanedrín
(que ha entregado a Jesús a la muerte de cruz y así ha desechado al que tiene el destino
de ser clave del arco) ahora penetra el mensaje, audaz en grado inaudito, de que no hay
ningún otro medio de salvarse fuera de Jesucristo. Estas palabras resuenan en el mensaje
fundamental de toda la proclamación apostólica. En ellas se resume el deseo de todos los
escritos del Nuevo Testamento. Los conceptos de verdad, gracia, luz, vida y todas las
declaraciones con las que se describe la redención ofrecida por Dios al mundo en Jesús,
subyacen en estas palabras que Pedro dirige a los miembros del sanedrín.
...............
48. Cf. Lc 3,2; Jn 18,12ss.
49. Varias veces encontramos esta expresiva imagen en el mensaje del Nuevo Testamento.
En Lc 20,17 vemos
que es Jesús quien la propone en la controversia con los escribas y sumos sacerdotes, como
también nos
lo confirman Mt 21,42 y Mc 12,10. También san Pablo alude a esta metáfora en Rom 9,33,
y san Pedro trata
de ella de una forma especialmente minuciosa en su primera carta (1P 2,4ss).
...............
c) Impotencia de la autoridad
(Hch/04/13-22).
Los miembros del sanedrín tuvieron que soportar las audaces palabras. Propiamente se
podría esperar que se hubiesen encolerizado, y enardecidos por la pasión hubiesen
pronunciado una sentencia de exterminio, como hicieron en el proceso contra Jesús o como
sucedió más tarde en el juicio oral de Esteban (7,54ss). ¿Cuál era el motivo que los
reprimió? Como dice claramente el versículo 21, seguramente fue decisivo para su modo de
proceder el miramiento del pueblo. Ya sabemos por los Evangelios cómo la autoridad judía
siempre vacilaba entre proceder o dejar de proceder contra Jesús, porque tenían contra sí
la disposición de ánimo del pueblo. La opinión pública con frecuencia encauza la decisión
de los dirigentes hacia lo justo o también hacia lo injusto.
Sin embargo también parece que otras razones hayan determinado el procedimiento del
sanedrín. El que había sido curado estaba al lado de los apóstoles, como testimonio
irrefutable de la realidad de la curación. La actuación de Pedro también desarmó a sus
adversarios ante el hecho de que los dos apóstoles eran iletrados y del vulgo, y no habían
recibido formación escolar. No tenían nada que oponer, dice el relato en forma muy
significativa. En su desconcierto momentáneo recurren a un medio (que también fue
utilizado más tarde) de sofocar la moción del Espíritu: prohíben hablar y esperan, contra su
propia convicción, que harán enmudecer a los testigos de Jesús. En su resolución no
toman el nombre de Jesús en los labios (cf. también 5,28). También en esto parece que se
muestra su odio y aversión contra Jesús. Este nombre no debe ser pronunciado.
El episodio ha pasado a ser el ejemplo del camino que ha de seguir la Iglesia a través de
la historia. Lo que entonces sucedió, ilumina una ley que en todas partes exige ser
observada cuando una orden humana se pone en contradicción con un mandamiento divino
que se conoce claramente. Los apóstoles rechazan con toda firmeza la prohibición de
hablar dada por el sanedrín. En el juicio oral que pronto seguirá, los apóstoles lo dirán
todavía con mayor decisión (5,29). Recae sobre ellos el encargo del Señor, la irrecusable
obligación de dar testimonio. Ya no son libres en su decisión. El mismo Dios ha puesto la
mano sobre ellos. Tanto si quieren como si no quieren, tienen que hablar de lo que han
«visto y oído». Reconocen la autoridad y el derecho del sanedrín. Se nota este respeto
incluso por sus palabras recusadoras, cuando para tranquilidad de su conciencia someten
la decisión al juicio del supremo juez del pueblo.
Con todo, los apóstoles ya han decidido. El Espíritu Santo los ilumina y fortalece en su
decisión. Pueden compararse las palabras de los apóstoles a muchas otras palabras
semejantes que nos transmite la historia profana. Según Platón, Sócrates dijo a sus
jueces: «Os honro y os amo, pero antes obedeceré a Dios que a vosotros», y el poeta
Sófocles en su tragedia Antígona pone en labios de ésta las siguientes palabras: «No
quisiera ser víctima de los castigos de los dioses por haber temido la arrogancia de un
hombre.» Las palabras antedichas de los apóstoles se distinguen de estos respetables
testimonios de la conciencia por el hecho de que en las palabras de los apóstoles puede
denotarse la gran experiencia personal de la salvación en Cristo Jesús.
Tres veces se emplea en el texto griego la palabra valentía (4,13.29.31). Como un acento
alborozado pasa por el relato y resuena vigoroso en la última palabra, para hacer así
expresiva con la mayor claridad posible la actitud fundamental de la Iglesia sobre el fondo
de la persecución. En la palabra «valentía» se patentiza la conciencia contenta de la Iglesia
incipiente (conciencia que procede de la experiencia viviente de la gracia de la salvación),
el conocimiento optimista de la cercanía del Señor, que se muestra presente en el
testimonio del Espíritu Santo. Es significativo para representar a la Iglesia en proceso de
formación que este misterio del Espíritu se haga perceptible como en un pentecostés que
sigue influyendo a la vista del peligro que amenaza, y así fortalece siempre la «valentía» de
los creyentes. Cuando se dice que estaban «llenos todos del Espíritu Santo», también se
declara que esta plenitud se dio a conocer exteriormente, y es muy natural pensar otra vez
en aquella misteriosa manera de hablar de que se nos ha informado en el relato de
pentecostés, y que después se testifica expresamente como señal del Espíritu Santo
(10,44ss; 19,6).
¿No nos parece esta noticia una fábula remota, extraña? ¿Fue todo eso una realidad
fidedigna? ¿Y forma parte en serio de lo que representa a la Iglesia? ¿O quizás esta Iglesia
se ha envejecido y se ha vuelto rígida, según nuestra mentalidad, en ella sólo puede dar
señales de vida una pequeña parte de lo que la hizo atractiva y vigorosa en su juventud?
Estos dones extraordinarios del Espíritu Santo, que llamamos carismas, ¿deben realmente
haber tenido importancia sólo para el tiempo inicial, para la partida de la fe por el camino
que conduce al mundo que se ha de ganar para Cristo? En nuestros días la Iglesia ¿no
podría también lograr una mayor entereza y eficacia, si tuviera la viva experiencia del
Espíritu?
......................
El heroico servicio fraterno de los fieles se coloca esta vez en el proscenio con más
fuerza que en el primer relato. El modismo que ha venido a ser proverbial, «un mismo
corazón y una misma alma», tiene su origen al pie de la letra en el texto bíblico, como
tantas
otras locuciones y metáforas en nuestro lenguaje de la vida cotidiana. Esta concordia de
corazón y de alma encontró su expresión en la renuncia desinteresada a toda propiedad
personal, cuando la necesidad del prójimo lo reclamaba. Como ya lo dijimos antes (al
hablar
de 2,44s), era un comienzo voluntario (que no estaba prescrito por ninguna ley y ni se
exigía por coacción alguna) de un amor fraterno suscitado por la experiencia de la salvación
y por el ejemplo de Cristo. Pocas líneas más abajo vemos claramente en las palabras de
Pedro a Ananías (5,4) que todos eran libres para hacer con su propiedad lo que quisieran.
Pero también se tiene cuidado en decir que «nadie consideraba propio nada de lo que
poseía, sino que todo lo tenían en común». Seguía existiendo el derecho de la propiedad
privada, y era posible ejercer este derecho, pero más fuerte que todos los derechos y leyes
era la disposición a renunciar a este derecho. Y esta renuncia fluía de estar impresionado
por el altísimo bien de la fe y de la esperanza en el Señor.
Así tenemos que entenderlo cuando de un modo sorprendente -según parece- se
interpone en las declaraciones sobre la comunidad de bienes lo que se dice en el versículo
33: «Con gran fortaleza los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús
y abundante gracia había en todos ellos.» Con estas palabras se indica lo que
interiormente los movía a entregar lo que poseían y vender tierras y casas. De nuevo las
palabras referentes a la resurrección de Jesús están en el texto como tema fundamental de
la proclamación apostólica. Los Hechos de los apóstoles nunca se cansan de hablar de
ella. Los que llegamos a conocer la verdad de la salvación como desde una remota lejanía
en forma de doctrina externa ¿somos en general capaces de sumergirnos en la fe viviente
de los primeros días? Realmente tiene que haber sido una impresión emotiva que los
apóstoles como testigos de la resurrección comparecieran ante los hombres y su testimonio
fuera corroborado por Dios con señales y prodigios. Los hombres tuvieron la experiencia de
una nueva mañana de la creación. Entonces los valores externos palidecieron, y del
conocimiento de la actualidad del Señor creció el amor dispuesto a la renuncia para
dedicarse al servicio del prójimo. Se podría hacer alusión a esto, cuando se dice que
«abundante gracia había en todos ellos». También podría entenderse que los apóstoles
experimentaban el afecto del pueblo, como se dice expresamente en 2,47 y en 5,13. Y así
se traduce en la Versión ecuménica (Herder): «...y gozaban todos ellos de gran
estimación.» Sin embargo también en esta interpretación se trata en último lugar de la
eficacia de la gracia de Dios y del Señor glorificado.
36 Así José, llamado por los apóstoles Bernabé, que significa hijo
de la consolación, levita, natural de Chipre, 37 que era dueño de un
campo, lo vendió, llevó el precio y lo puso a los pies de los
apóstoles.
Estos dos versículos son un suplemento a todo el precedente cuadro de conjunto. Dan
un ejemplo del servicio fraterno descrito en dicho cuadro y al mismo tiempo indican que la
afirmación de que «todos» vendían sus tierras o casas, se puede considerar como una
generalización exagerada de un modo popular. Si todos ellos lo hubiesen realmente
vendido todo, sería infundado hacer destacar la conducta de José Bernabé como algo
particular. Tampoco serían comprensibles las palabras de Pedro (en 5,4) o el hecho de que
en el posterior relato de los Hechos de los apóstoles siempre se supone la propiedad
privada, por ejemplo cuando se habla de la casa de María, la madre de Marcos (12,12).
Se hace destacar a José Bernabé, lo cual también tiene su especial motivo en que éste
debió desempeñar una importante tarea en la ulterior evolución de la Iglesia. Como nos
enteramos por 11,22ss, a Bernabé le encargó la comunidad de Jerusalén que cuidara de la
primera comunidad paganocristiana que se formaba en Antioquía, porque «era un hombre
de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe» (11,24). Fue él quien hizo venir a Saulo de Tarso
para esta misión, y desde entonces en adelante fue decisivo para la ruta que Pablo más
tarde siguió.
Ya hablamos en la introducción de que Lucas, que según una tradición fidedigna
descendía de Antioquía, en este tiempo inicial de la comunidad antioquena conoció a Pablo
y a Bernabé, y desde entonces quedó vinculado a ellos durante su vida. ¿No pudo ser
Bernabé, de quien Lucas adquirió su remoto conocimiento de la situación de la comunidad
de Jerusalén por el descrita? Los datos esmerados que se dan en este texto acerca del
nombre y la ascendencia de Bernabé ¿no indican que para Lucas Bernabé tenia una
particular autoridad personal?
(_MENSAJE/05-1.Págs. 106-123)
Con estos versículos se introduce una historia, que no solamente se pone como una
sombra negra sobre la escena hasta ahora tan brillantemente delineada de la comunidad
primitiva, sino que incluso hoy día nos parece extraña y nos impresiona a causa del castigo
que se ejecuta. En la intención del narrador el relato forma parte (como conclusión
dolorosa)
de las dos porciones precedentes. Los versículos 4,32-35, en una declaración emotiva, han
mostrado el aspecto general del heroico servicio fraterno en la entrega de la
propiedad personal, y a continuación se colocó en 4,36s el ejemplo particularmente
meritorio de José Bernabé. A continuación, los Hechos de los apóstoles se ven obligados a
informar sobre una acción sombría que sucedió en el ámbito más íntimo de la primitiva
Iglesia. El hecho de que san Lucas no omita este suceso, sino que lo declare abiertamente,
nos robustece en la confianza de su exactitud y veracidad.
San Lucas no pretende pintar alegres colores en el cuadro de la historia y mostrarlos
como sustraídos de la tierra. Sabe demasiado bien cómo la Iglesia queda a merced de las
impugnaciones y extravíos humanos y cómo está puesta en la lucha de la gracia de Cristo
con el poder siempre activo del mal. Así como al principio del libro se trata abiertamente de
la sombría acción de Judas, así también ahora se muestra un delito, en el que personas
que se habían agregado al grupo de los discípulos, perdieron su elección de forma
parecida a Judas. También en estas personas desempeña un papel diabólico la codicia de
dinero y da a Satán el poder de una ofensiva peligrosa contra el espíritu íntegro de la
comunidad. ¿Cómo precave la Iglesia este peligro que surge? La intención particular del
relato es realzar esta precaución de la Iglesia. En el relato se intenta poner de relieve el
poder (que es actual en los apóstoles) del Señor que conoce y juzga.
Otra vez aparece Pedro en escena haciendo valer su autoridad. Se presenta a Pedro con
el pleno poder de su cargo. Hasta ahora le vimos más como orador y pregonero
responsable de la comunidad, y en el milagro del cojo de nacimiento reveló el poder
medianero de curar que se le había dado. Ahora comparece ante nosotros en posesión de
una ciencia superhumana y de un poder judicial, que decide sobre la vida y la muerte.
¿Podían ser delineadas todavía con más vigor la grandeza y el poder del oficio apostólico?
Notamos cuánto le importa a este relato hacer que se manifieste tan visiblemente como
sea posible la presencia de Cristo Jesús en el Espíritu Santo, y mostrar la Iglesia en su
santidad e integridad. En la frase: «No has defraudado a los hombres, sino a Dios», se nos
aclara el ambiente en que vivía esta Iglesia. Los hombres de hoy día, que tendemos a ver
también la Iglesia como otras manifestaciones de la historia según su acierto y oportunidad
externas, ¿podemos comprender por completo y podemos afirmar la verdad expresada en
esta frase de Pedro?
¿Con qué derecho puede el apóstol decir que Ananías ha defraudado a Dios? La primera
frase nos da los motivos en que se funda este derecho: «Ananías, ¿por qué ha llenado
Satán tu corazón impulsándote a engañar al Espíritu Santo y a guardarte una parte del
precio del campo?» ¿En qué consistía el delito contra Dios? ¿En la suma defraudada y
encubierta? Esta suma no debió ser demasiado grande. No, no era el dinero como tal.
Ananías no estaba obligado a entregar el dinero, como tampoco estaba forzado a vender el
campo. Esto se dice con toda claridad en la frase siguiente. Ya hemos observado esto,
cuando antes nos preguntábamos cómo estaba organizada esta comunidad de bienes. Era
un asunto que se decidía de una forma plenamente voluntaria.
Por tanto ¿en qué consistía la culpa? Lo sabemos y podríamos estremecernos de horror
por este conocimiento. Fue la mentira, que pretendió hacer donación a la Iglesia de todo el
importe de la venta. ¿Fue realmente tan grave esta mentira? Eso es lo que nos gustaría
preguntar al vernos sorprendidos. La mentira tiene que haber sido más grave de lo que
quizás podemos pensar. Con todo podemos adivinar la razón. ¿Quién es Pedro, qué es la
comunidad, ante la que él se encuentra? La comunidad es la obra de Cristo Jesús, la obra
del Espíritu Santo. Tal vez con este relato -si echamos una mirada retrospectiva a lo que
hemos dicho hasta aquí- el misterio divino de esta Iglesia, que Cristo puso en el mundo, se
nos acerca, y se nos aclara lo que rodea al Espíritu Santo, que sostiene y llena la Iglesia.
Hasta ahora siempre se nos ha dicho con qué fruto y temor los que no pertenecían a la
comunidad de los fieles miraban hacia ella, cómo se asombraban por los prodigios y
señales con que se manifestaba visiblemente la presencia de Dios. Vimos cómo incluso el
sanedrín retrocedió ante la fuerza del espíritu que actuaba en los apóstoles. Y la integridad
y desinterés de esta comunidad incipiente ¿debía ahora ser herida en su propia solidaridad
por la corrupción de la mentira y ser quebrantada en su germen?
No se trata de una acometida innocua de los hombres, sino del intento de Satán, que
quería servirse de los percances humanos, como en la acción de Judas, para irrumpir en el
círculo santificado de los redimidos. Así como Satán quiso herir la primera creación de
Dios
con la seducción de los primeros hombres, así también no sólo ha tentado al Hijo de Dios
hecho hombre, sino también a los llamados por él para dar testimonio de Dios. Solamente si
relacionamos el relato concreto con este contexto más profundo podremos comprender,
estremecidos, el castigo inesperadamente duro que descarga sobre Ananías y su mujer
Safira. Se trata del carácter sagrado de la comunidad de Cristo, de la inviolabilidad del
Espíritu Santo, que representa el misterio de la vida de esta comunidad. Este Ananías, a
quien sacaron muerto, nos recuerda el fin sombrío del que, inducido por Satán, creyó que
podía traicionar a Cristo por treinta denarios, y se ha traicionado a sí mismo.
No queremos fijarnos en el arte literario con que san Lucas expone los dos
acontecimientos y los compara entre sí. Aquí nos interesa examinar nuevamente el mensaje
religioso y su contenido teológico en orden a la salvación. La venida de la mujer da ocasión
a Pedro para hacer que se patentice la profunda bajeza de la pretensión de los dos
esposos. La mujer conocía el plan del encubrimiento y de la mentira. La mentira estaba
convenida. Esto se ve por el hecho de que ella conocía el importe de la cantidad entregada.
¿Quién fue el promotor y el más culpable de los dos? No se dice. Sea como sea, se nos
recuerda a nuestros primeros padres, que contravinieron al principio el mandamiento de
Dios y sufrieron juntos el castigo. ¿Tenemos derecho a explicar con más pormenor esta
comparación? La idea puede ser suficiente.
Causa extrañeza lo que se dice en el versículo 10: «Cayó, pues, al instante a los pies de
él y expiró.» ¿Por qué causa extrañeza? Porque desde 4,32, se va repitiendo, a lo largo del
relato, la expresión «a los pies de los apóstoles» se va repitiendo de un modo sorprendente
y establece alguna relación entre los distintos pasajes en que aparece, al mismo tiempo
que sugiere y evoca, en forma singular, la autoridad y el poder de los apóstoles. En
4,35 se nos dice con una descripción sintética que los miembros de la comunidad vendían
sus tierras y sus casas, y el producto de la venta «lo ponían a los pies de los apóstoles».
De José Bernabé se cuenta que también él «puso a los pies de los apóstoles» el dinero
que cobró por el campo (4,37). Y con el mismo lenguaje figurado se dice también de
Ananías que «puso a los pies de los apóstoles» la parte del importe que quería entregar.
Por tanto, con esta expresión, en que se señala simbólicamente la posición señera y la
autoridad de los apóstoles dentro de la comunidad y se relacionan entre sí los tres pasajes
citados. ¿Es casual en el empleo de la expresión que ahora se diga de Safira que se
desplomó muerta «a los pies» del apóstol Pedro? ¿O bien el autor quiso dar un sentido
especial a la expresión? Esta difunta a los pies de Pedro ¿debe quizás ser una
impresionante señal del poder que había sido transmitido a los apóstoles por Cristo, Señor
de la comunidad?
Esta frase no solamente concluye el relato, sino que también nos descubre el peculiar
significado del castigo del matrimonio culpable. El castigo que recayó sobre Ananías y
Safira iba dirigido personalmente a ellos, por más que queramos contenernos en averiguar
más de cerca el destino final ante Dios. Con su muerte debió ser eliminado y proscrito del
ámbito santificado de la comunidad con una claridad estremecedora todo lo nocivo, sobre
todo el veneno destructor de la mentira y de la hipocresía. Pero al mismo tiempo debió ser
demostrado a todos los hombres, tanto a los miembros de la comunidad como a los que no
lo eran, cómo el Señor vigilaba con inexorable rigidez por la pureza e integridad de sus
«santos» (9,13). Por eso el «temor» que se apoderó de todos, debía favorecer la protección
y la intangibilidad de la Iglesia, y conducir al saludable respeto profundo ante el misterio
del
Espíritu Santo, que le ha sido confiado. Este Espíritu es el que no solamente dirige y
robustece la Iglesia contra toda persecución que provenga de fuera, sino que también la
capacita para precaver las crisis que pueden surgir dentro de la comunidad a consecuencia
de las continuas vicisitudes de las cosas humanas.
Con lo dicho también hemos rozado las objeciones, que se pueden hacer contra la
veracidad de la historia de Ananías y Safira. Se cree que no se puede conciliar este castigo
incomprensiblemente severo con el Evangelio de Jesús. Alguien podría escandalizarse de
la ejecución tan dura del castigo, la cual no dejó ocasión a los culpables para el
arrepentimiento y la expiación. Se hace referencia al amor que antes de la pascua
manifestaba el Señor a los pecadores, como se perfila especialmente en el Evangelio
según san Lucas. Por la sensación humana que se experimenta, se pregunta si el castigo
tiene una relación tolerable con el delito. La índole de la narración ¿no lleva en sí el estilo
de la leyenda, que ha surgido para realzar de la forma más gráfica posible la autoridad y el
poder de los apóstoles? ¿Qué hay que decir a este respecto? Ha de estar lejos de nosotros
querer defender a toda costa la historicidad de la narración. No hay que excluir la
posibilidad de que los escritos del Nuevo Testamento también puedan servirse de
fragmentos legendarios para orientar el mensaje de salvación. Sin embargo, mientras no
existan objeciones terminantemente irrefutables, tenemos la obligación de retener la
realidad histórica de lo que se declara, incluso cuando difícilmente puede encajar el
contenido con nuestra manera de pensar.
CASTIGOS/J:J/CASTIGOS:Reflexionemos sobre esta narración. Se nos cuenta con un
esquema determinado, con una exposición muy arrebañada. No se pueden comprobar los
pormenores del suceso. Nada podemos decir de lo que sucedió en el interior de los
interesados. Pedro no ha infligido la muerte, solamente la ha previsto. Así por lo menos se
puede conocer en las palabras que Pedro dirigió a Safira. ¿Se puede contraponer el
castigo con la conducta de Jesús, ya que se trataba de proteger su comunidad? ¿No
conoce también Jesús la dureza del castigo, cuando se trata de salvaguardar valores
supremos? Léase la frase: «Os aseguro que habrá menos rigor para Sodoma en aquel día
que para esta ciudad» (Lc 10,12). A los doctores de la ley les amenazó diciendo: «Para que
se pida cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas» (Lc 11,50). Jesús dice
hablando del escándalo: «Más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de
las que mueven los asnos, y lo sumergieran en el fondo del mar» (Mt 18,6). Conocemos las
severas sentencias del Hijo del hombre en el mensaje del Apocalipsis: «Voy a ti en seguida,
y lucharé con ellos con la espada de mi boca.» Así amenaza el Hijo del hombre a los
nicolaítas de la comunidad de Pérgamo (Ap 2,16), y a los seductores de la comunidad de
Tiatira les conmina: «Y a los hijos de ella los mataré sin remisión, y conocerán todas las
Iglesias que soy quien escudriña riñones y corazones. Y os daré a cada uno según sus
obras» (Ap 2,23). ¿No tenemos aquí el mismo factor que también fue eficiente en el castigo
de Ananías y Safira, cuando se quiso preservar la primera comunidad del Espíritu
pernicioso?
Un relato sumario, como los dos que ya vimos antes (2,42ss; 4,32ss), dirige de nuevo la
mirada a la comunidad, a su crecimiento y a su fuerza promotora. Y de nuevo vemos cómo
la Iglesia se reúne alrededor de los apóstoles, de su testimonio y de su poder de curar. No
en balde después del primer juicio oral de los apóstoles la comunidad ha pedido a Dios que
alargue su «mano para que se hagan curaciones, señales y prodigios mediante el nombre
de su santo siervo Jesús» (4,29).
Ya en la curación del cojo de nacimiento conocimos lo que significaba el don de la
curación en el testimonio de los apóstoles, no solamente como servicio de amor al hombre
enfermo, sino como prueba de que la fuerza curativa con que Jesús recorría las regiones,
también continuaba actuando en su Iglesia. En lo más profundo de este poder curativo de
los apóstoles se denota el misterio de vida de la resurrección de Jesús y la fuerza de la fe
en el Señor glorificado y presente. No juzgaríamos imparcialmente el misterio, que aquí es
eficiente, si pretendiéramos comprender los sucesos con consideraciones naturales.
Es posible que las personas que colocaban sus enfermos en la calle y que esperaban la
fuerza curativa de la sombra de Pedro, estuvieran llenos de ideas equivocadas y primitivas.
Eso no quita nada del motivo real de las curaciones que tenían lugar. Recordemos cómo
Pedro también en la curación del cojo de nacimiento tuvo que emplear el poder de su
palabra para desviar al pueblo asombrado de una manera primitiva y mágica de pensar, y
para conducirle a aquel, cuyo nombre ha obrado la curación colaborando con la fe en él.
No juzguemos demasiado aprisa por nuestra suficiente formación científica y por el
progreso de la medicina sobre esta sencillez creyente, que busca el tacto externo. También
los habitantes de Éfeso quedaron tan impresionados por las fuerzas curativas de Pablo,
que aplicaban a los enfermos paños y ropa que el apóstol llevaba en su cuerpo, y los
enfermos se curaban (19,11ss). ¿No podemos también pensar en aquella mujer del
Evangelio, que padecía flujo de sangre y que se dijo para si: «Como logre tocar siquiera
sus vestidos, quedaré curada», y de la que el Evangelio atestigua que, «al instante, aquella
fuente de sangre se le secó, y notó en sí misma que estaba curada de su enfermedad» (Mc
5,29s)? Y más adelante dice san Marcos: «Y adondequiera que llegaba, aldeas, o
ciudades, o caseríos, colocaban los enfermos en las plazas y le rogaban que les permitiese
tocar siquiera el borde de su manto. Y cuantos lograban tocarlo, todos sanaban» (Mc 6,56).
En este contexto se nos presenta una escena memorable. La comunidad madre todavía
se limitaba al espacio de la ciudad de Jerusalén. Todavía se reúne el grupo de los
discípulos en el pórtico de Salomón, del cual ya hemos oído hablar (3,11). Todavía tienen
la sensación de ser judíos. Sin embargo, hay una extraña tensión entre ellos y los otros
judíos. Una mezcla de temor reservado y de honrada atención. Pero las curaciones
milagrosas difundieron el llamamiento de los apóstoles e hicieron venir de todas partes,
incluso del contorno de Jerusalén, los que buscaban la curación, de tal forma que es
comprensible que el sanedrín no permaneciera a la expectativa por más tiempo, y de nuevo
echara mano a los apóstoles.
.......................................
Los jefes judíos tienen que experimentar con una claridad creciente su importancia ante
el poder vital de la comunidad de Jesús. Esto se les presenta ante la vista con una
evidencia inesperada. En el primer encuentro judicial con Pedro y Juan la escena
irrefutable del cojo de nacimiento curado les impedía proceder según sus verdaderas
intenciones. Ahora la cárcel vacía les mostraba claramente cuán difícil es combatir contra el
poder vital de un movimiento impulsado por el Espíritu Santo.
A los jefes judíos tuvo que producirles el efecto de un insoportable desafío de la
conciencia de su poder la noticia de que los hombres que habían puesto en la cárcel
estaban precisamente en el templo y allí anunciaban la doctrina por cuya causa se les
quería procesar. Pero lo más grave para ellos es este pueblo que se reúne lleno de
entusiasmo en torno de los apóstoles y escucha atentamente su predicación. El jefe de la
guardia del templo con sus subordinados tuvo que experimentar cuán problemática había
llegado a ser la autoridad de este sanedrín y de sus guardias con respecto a la Iglesia,
cuando sin coacción ni violencia tuvieron que conducir a los apóstoles ante la asamblea del
sanedrín, rodeados por la multitud del pueblo, que ya había estado dispuesta a apedrear a
los que sostenían la suprema autoridad judía.
Los apóstoles están ante el sanedrín. Se presentan como hombres libres. Son libres,
porque el mismo Dios los ha liberado por medio de su ángel. Son libres, porque el pueblo
se colocó detrás de ellos. También aquí vemos el gobierno misterioso del Espíritu Santo.
Porque sólo él puede dirigir las cosas de la vida de tal forma que los planes de Dios
también se cumplan en la armonía externa de las causas. Los Hechos de los apóstoles
siempre saben informar sobre tales situaciones.
Además de este temor al pueblo ¿temía también el sanedrín algo más? Raras veces
suenan las palabras del sumo sacerdote. Su discurso ¿no rezuma temor y recelo? En
primer lugar es una acusación. No podía ser de otra manera. El sumo sacerdote recuerda a
los apóstoles la prohibición de «que no enseñarais en este nombre» (4,17s). De nuevo
rehuye decir el nombre en torno del cual todo gira. ¿Es menosprecio de Jesús? ¿Es algún
miedo? También se podría pensar en esto último. Porque en sus palabras se percibe una
rara solicitud cuando habla de la sangre de este hombre. Alude a la sangre de Jesús.
Aquella sangre que a su tiempo tomó sobre sí el pueblo extraviado en la condenación de
Jesús por medio de Pilato, cuando con ofuscamiento y pasión gritó: «¡Caiga su sangre
sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27,25). San Lucas no ha conservado esta frase
en su Evangelio, pero la conocía, y por así decir la recupera en este pasaje cuando hace
que el sumo sacerdote hable de ella.
La respuesta de los apóstoles a los reproches del sanedrín no es el lenguaje que usan
los acusados. Antes bien se vuelve contra los acusadores con una confesión valiente.
Obsérvese la sensible diferencia de su actitud en el primer juicio oral. Allí tampoco se
puede notar ninguna sumisión temerosa. Pero no hay que pasar por alto una cierta reserva
con respecto al supremo tribunal del pueblo. Esta vez los apóstoles ya no someten al juicio
del sanedrín la decisión de si es justo obedecer a los hombres antes que a Dios. Su voz
resuena claramente y sin ninguna reserva en la sala del tribunal: «Es preciso obedecer a
Dios antes que a los hombres.»
No solamente Pedro lo dice así, aunque él es el que habla. Sino que el texto tiene
cuidado en hacer constar: «Pedro y los apóstoles dijeron...» En ellos toda la Iglesia hace
uso de la palabra. Pondérese el peso de estas palabras en esta situación. ¿Quién da a los
apóstoles el derecho de hablar así, la facultad de considerar la orden del sanedrín como
mandamiento humano, de no hacer caso de esta orden? ¿De dónde les viene la seguridad
con que pueden distinguir en qué han de obedecer a Dios antes que a los hombres?
Estas son cuestiones serias. Difícilmente se pueden solventar desde fuera con
argumentos humanos. Concurren dos ámbitos de obligaciones: las leyes de la autoridad
visible y terrena, y las leyes del Espíritu Santo. Este sanedrín como órgano del pueblo
elegido por Dios podía atribuir a la voluntad divina su facultad de gobernar por medio de
honorables tradiciones. Según la manera general de ver de los judíos estos hombres de
Galilea eran sus súbditos. ¿No tenía, pues, derecho a reclamar una obediencia absoluta?
Se podría pensar así. Y en el sanedrín probablemente muchos pensaban así, y por sus
convicciones sinceras no podían pensar de otra manera.
Y sin embargo había llegado la hora en que se dieron a conocer una nueva ordenación,
una ordenación que tenía que chocar con la suprema autoridad judía. El mensaje de Jesús
y el testimonio sobre él después de los sucesos de pentecostés llamaba a los hombres para
que tomasen la decisión de la fe. El sanedrín desoyó la llamada de la fe. El misterio de la
salvación, que de parte de Dios se ofrecía a los hombres en Jesús de Nazaret, ya había
sido rehusado en el proceso contra Jesús por la suprema instancia del pueblo judío. Y
también ahora, cuando los discípulos de este Jesús, con su mensaje, intentan otra vez
anunciar el camino de salvación de Cristo Jesús, tienen que tropezar de nuevo -desde un
punto de vista humano- con la resistencia de los jefes judíos. Se denota una situación
verdaderamente trágica. Siempre vendrá a ser un acontecimiento, en que el llamamiento
viviente de Dios y el testimonio del Espíritu Santo dan con la ambición de poder de una
tradición y organización rígidas, que no tienen intención ni son capaces de oir ni entender
esta llamada. Ésta era la situación en el sanedrín de Jerusalén, cuando Jesús estuvo ante
él y fue condenado. Ahora de nuevo se da la misma situación, ya que el sanedrín reclama
de los apóstoles una obediencia incondicional.
Los apóstoles ciertamente pudieron sentir la alternativa en que se les había puesto. Sin
embargo, ya se han decidido. El encargo de Jesús resucitado se les ha confiado a ellos. El
encargo del que se les ha mostrado vivo y se ha revelado en su misterio divino. El encargo
del que les ha enviado al Espíritu Santo en el día de pentecostés, y desde entonces ha
demostrado su fuerza con señales y prodigios. Como dijo Pedro con tono autoritativo en el
primer juicio oral, ellos no podían dejar de decir lo que habían oído y visto (4,20).
Los apóstoles están ante la suprema autoridad del pueblo judío. Tienen que dar
respuesta. Lo hacen con la conciencia de lo que se les imputa. Su respuesta, tal como está
en el relato de los Hechos de los apóstoles, comprende pocas palabras, pero en cada una
de ellas se contiene una declaración trascendental. Esta respuesta es una confesión,
confesión y testimonio, llamada y promesa. Una apelación promotora de la naciente Iglesia
a la sinagoga recusante.
De nuevo penetra por el recinto, como primer y más importante testimonio, el mensaje
que hasta ahora hemos percibido siempre como la confesión de los apóstoles. El Dios de
nuestros padres resucitó a Jesús. La formulación de esta frase está bien pensada. «El
Dios de nuestros padres», dice conscientemente el apóstol. No quiere hablar como un
forastero, como si estuviera fuera de Israel. No, su Dios también es el Dios de estos
hombres del sanedrín, y así es el Dios de sus padres, el Dios de Israel, el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob, como lo nombró Pedro ya en su discurso después de la curación del
cojo de nacimiento (3,13). Con esta alusión al «Dios de nuestros padres», Pedro invoca en
cierto modo, toda la historia de la revelación de este Dios como testimonio de su mensaje.
«El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús», así suena el testimonio ante los hombres
del sanedrín, y éstos oyen este mensaje como la confesión convencida de hombres que
están ciertos de lo que dicen. El apóstol recuerda con valentía la sentencia de muerte que
el sanedrín ha dictado contra Jesús, cuando dice: «... a quien vosotros disteis muerte
colgándolo de una cruz». ¿Por qué dice eso? ¿Pretende acusar de asesinato a los
miembros del sanedrín? Ciertamente no lo pretende. Lo que quiere es dar testimonio.
Quiere testificar la gloria con que el Dios de Israel, el Dios de los padres, ha exaltado a este
Jesús a su diestra. Ya sabemos por las declaraciones de los Hechos de los apóstoles que
se han hecho hasta aquí -y esto lo confirman todos los escritos del Nuevo Testamento-,
cuán bien conocían los apóstoles la cruz y muerte de Jesús y cómo hablaban de ella con
profundo respeto. Por encima de la pasión y muerte de Jesús los apóstoles contemplaban
con una emoción todavía mayor la gloria que Jesús había recibido en su resurrección y
ensalzamiento al lado de Dios.
En esta hora memorable Pedro muestra a Jesús de Nazaret a la diestra de Dios como
príncipe y salvador, y así atestigua de él las más altas dignidades, que en el lenguaje del
Antiguo Testamento solamente corresponde a Dios. Este «príncipe y salvador» ha sido
exaltado por Dios, para traer a Israel la salvación que ella espera desde los profetas, y que
incluye en sí la conversión y el perdón de los pecados. En las palabras de Pedro se puede
ver una alusión de profundo sentido, como también la encontramos en Pablo. Cuando
Pedro dice: «... a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz» (cf. 10,39), podría
haber pensado en unas palabras del libro del Deuteronomio, en las que se dice: «Cuando
un hombre cometiere delito de muerte, y sentenciado a morir fuese colgado en un patíbulo,
no permanecerá colgado su cadáver en el madero, sino que dentro del mismo día será
sepultado: porque es maldito de Dios el que está colgado del madero» (Dt 21,22s).
El apóstol Pablo ha hecho suyas estas palabras y con una interpretación teológica de la
salvación las ha referido a la muerte de Jesús, cuando dice: «Cristo nos ha rescatado de la
maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gál 3,13). La misma
orientación se indica también en las palabras de Pedro, cuando describen la muerte de
Jesús en la cruz con estas palabras del Deuteronomio. Lo que en primer lugar aparece
como culpa de Israel y sobre todo del sanedrín, se ha convertido en la felix culpa, en la
culpa dichosa, y, con esta visión profunda de fe, el recuerdo de la muerte de Jesús en la
cruz se convierte espontáneamente en el llamamiento de la gracia al pueblo judío. Y así en
las palabras del apóstol al sanedrín más que una acusación y un reproche, se hace una
advertencia y una promesa. Dios da su Espíritu a todos los que le obedecen. Pero
«obedecer» significa doblegarse a la oferta de Dios en la obra salvadora de Jesús, creer y
confiar en él. Esta fe está asegurada por un doble testimonio, por el testimonio del apóstol y
por el testimonio del Espíritu Santo. Por lo dicho hasta ahora conocemos el sentido de esta
declaración.
En la respuesta de Pedro se describe con pocas palabras la acción salvadora de Dios.
Tres veces se nombra a Dios en el texto: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús... A
éste lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador... El Espíritu Santo que Dios
ha concedido a los que le obedecen...» Y en esta conciencia se funda la confesión
introductoria: «Es preciso obedecer a Dios ante que a los hombres.» Así pues, en las
palabras de los apóstoles se contiene una justificación y una llamada; una justificación del
mensaje que anuncian en nombre de Jesús, una llamada a los hombres del sanedrín, con
cuya inteligencia y disposición está unida de una forma decisiva la salvación de todo el
pueblo.
¿Cómo acogen esta llamada? Perseveran en su obcecación. Todavía lo hacen más
obstinadamente. Ellos, al oírlos, llenos de rabia, estaban resueltos a acabar con
ellos. Rehúsan comprender a los apóstoles. Se repite lo que también tuvo que
experimentar Jesús. Buscan un medio para desembarazarse de los molestos testigos y
amonestadores. Lo hacen como guardianes de un orden que consideran como ordenación
de Dios, aunque el testimonio revelado de aquel orden -como hasta ahora han expuesto los
Hechos de los apóstoles- ha hecho ver la verdad de los hechos de salvación en Cristo
Jesús, y el derecho de los apóstoles a proclamar su mensaje.
Este sanedrín nos ofrece una escena conmovedora. Actúan todas las pasiones y
debilidades humanas, antes en la condenación de Jesús y ahora también en la persecución
de sus apóstoles. ¿Podemos acusar y condenar? ¿Dónde está el principio y el límite de la
culpa y de la responsabilidad? ¿Tenía que suceder todo como sucedió? ¿Estaba todo
decretado por Dios? El apóstol san Pablo en la epístola a los romanos procuró dar
respuesta a esta pregunta con una visión profunda de la historia de la salvación (Rom
9-11). Pero al final tiene que confesar humildemente: «¡Oh profundidad de la riqueza, y de
la sabiduría, y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones, y qué
inexplorables sus caminos!» (Rom 11,33).
Jesús resucitado vela por sus testigos. La obra de éstos todavía no está concluida.
Todavía no había llegado su hora, se podría decir usando el lenguaje del Evangelio de san
Juan (Jn 7,30; 8,20). El Espíritu Santo también dirige las cosas en esta hora tan crítica para
la Iglesia, como nos lo muestra la actuación del fariseo Gamaliel. Era un teólogo y doctor
de
la ley, que gozaba de gran prestigio. Así lo testifican también los escritos del judaísmo
rabínico, que conservamos en el llamado Talmud. Para los Hechos de los apóstoles este
hombre también tiene un especial interés, porque el apóstol san Pablo en una hora
amenazadora se ha referido a él ante el pueblo judío irritado, cuando dijo: «Yo soy judío,
nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, en la escuela de Gamaliel,
instruido cuidadosamente en la ley patria, lleno de celo por la causa de Dios» (22,3).
Se nos presenta a Gamaliel como fariseo. Se hace esta presentación con especial
cuidado. Leyendo los Hechos de los apóstoles se recibe la impresión de que el grupo
fariseo en Jerusalén no tomó contra los discípulos de Jesús una actitud tan hostil y fanática
como los saduceos y la autoridad sacerdotal del templo. Léase el relato sobre el juicio oral
de Pablo ante el sanedrín (23,1ss). Incluso ante la enemistad del partido sacerdotal, Pablo
pudo ganarse la simpatía de los fariseos y provocar en favor suyo una escisión en la
suprema autoridad del judaísmo. Siempre se nos advierte que no podemos transferir la
actitud hostil de grupos particulares a todo el pueblo judío.
¿Qué pensamientos e intenciones mueven a Gamaliel? Conoce el partido de los
saduceos guiado por la ambición de poder externo. Ha presenciado su manera de proceder
en el proceso contra Jesús. Porque es de suponer que Gamaliel también asistió a las
funestas sesiones de dicho proceso. También pertenecían al sanedrín hombres como
Nicodemo (Jn 3,1; 7,50) y José de Arimatea (23,50s). Gamaliel era muy consciente de la
injusticia que se hizo a Jesús. Quiere evitar una nueva injusticia.
Se denota una profunda visión religiosa de la cosas en las palabras del escriba. Una
observación e interpretación madura y atenta de las cosas y acontecimientos en la historia
de su pueblo. Era un tiempo cargado de tensión para este pueblo. ¿Qué podía sentir un
sincero investigador como Gamaliel? El dominio extranjero hacía muchas decenas de años
que se había establecido en el país. El deseo de libertad e independencia hizo que la
expectación mesiánica, que se arraigaba profundamente en los escritos sagrados, estallara
apasionadamente en las tentativas de rebelión, de las que informa el historiador judío
Flavio Josefo. Si leemos atentamente los Evangelios, también encontramos en ellos esta
agitación política del judaísmo como fondo de la vida de Jesús. Sabemos cómo incluso los
discípulos del Señor estuvieron dominados por las ideas de los movimientos mesiánicos
que ardían sin llama en todo el pueblo.
Gamaliel cita dos ejemplos. Dejamos aparte la pregunta que hace la investigación
exegética, a saber, cómo este relato puede conciliarse con los datos de Flavio Josefo. Se
admite la posibilidad de que san Lucas al referir de un modo literario las palabras de
Gamaliel haya ordenado los dos acontecimientos de una forma libre. Sin duda se trata de
datos históricos atestiguados. El movimiento que ha suscitado Judas Galileo muestra
también su supervivencia ya en tiempo de Jesús y más tarde en el partido de los llamados
zelotas. Pero no se logró el éxito que prometían las tentativas de rebelión, las cuales
indujeron a la potencia ocupante a tener todavía mayor vigilancia y severidad. En el
Evangelio de san Lucas leemos un ejemplo de este resultado de las intentonas, cuando se
informa de los «galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que
ellos ofrecían» (Lc 13,1ss).
Con esta frase concluye de una forma patente la primera serie de relatos de los Hechos
de los apóstoles. Se trataba de la comunidad madre de Jerusalén, de su principio y de su
camino saturado de Espíritu, de su florecimiento y desarrollo dentro de las leyes judías,
también de su lucha y su victoria ante las amenazas provenientes de fuera y de dentro.
Los apóstoles sin turbarse llevan el testimonio a los hombres, no solamente en el recinto
del templo, sino también en las casas. Y parece que después de las primeras infructuosas
tentativas de opresión se dejó en paz a los apóstoles durante algún tiempo, como puede
deducirse de una noticia que se da en 8,1.
«Y no cesaban de enseñar... todos los días, en el templo y por las casas.» En estas
palabras se contiene un profundo sentido. En ellas se indican el sentido y la intención de la
Iglesia. En las escenas que hemos visto hasta ahora hemos presenciado los primeros días.
Los apóstoles todavía enseñan en el templo y en las casas de esta ciudad marcada de una
forma única por la historia de la salvación. Pero el campo de la Iglesia pronto se extenderá
y ampliará. Se desborda más allá de la estrechez externa e interna. Abarcará «Judea y
Samaría», y pronto se formará en Siria un importante centro, desde el que se abrirán y
prepararán los caminos hacia la misión «hasta los confines de la tierra» (1,8). Las fronteras
exteriores pueden modificarse, el mundo externo puede cambiarse, pero siempre podrá
decirse de la Iglesia lo que aquí se dice de los apóstoles de la comunidad madre: «Y no
cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio de Cristo Jesús, todos los días, en el templo y
por las casas.»
(_MENSAJE/05-1.Págs. 123-151) BIBLIA NT HECHOS 5 (5,1-42) NUEVO ASPECTO
DE LA COMUNIDAD
MATERIA: EL N. T. Y SU MENSAJE: LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES (5)
·KURZINGER-JOSEF
Con estos versículos se introduce una historia, que no solamente se pone como una
sombra negra sobre la escena hasta ahora tan brillantemente delineada de la comunidad
primitiva, sino que incluso hoy día nos parece extraña y nos impresiona a causa del castigo
que se ejecuta. En la intención del narrador el relato forma parte (como conclusión
dolorosa)
de las dos porciones precedentes. Los versículos 4,32-35, en una declaración emotiva, han
mostrado el aspecto general del heroico servicio fraterno en la entrega de la
propiedad personal, y a continuación se colocó en 4,36s el ejemplo particularmente
meritorio de José Bernabé. A continuación, los Hechos de los apóstoles se ven obligados a
informar sobre una acción sombría que sucedió en el ámbito más íntimo de la primitiva
Iglesia. El hecho de que san Lucas no omita este suceso, sino que lo declare abiertamente,
nos robustece en la confianza de su exactitud y veracidad.
San Lucas no pretende pintar alegres colores en el cuadro de la historia y mostrarlos
como sustraídos de la tierra. Sabe demasiado bien cómo la Iglesia queda a merced de las
impugnaciones y extravíos humanos y cómo está puesta en la lucha de la gracia de Cristo
con el poder siempre activo del mal. Así como al principio del libro se trata abiertamente de
la sombría acción de Judas, así también ahora se muestra un delito, en el que personas
que se habían agregado al grupo de los discípulos, perdieron su elección de forma
parecida a Judas. También en estas personas desempeña un papel diabólico la codicia de
dinero y da a Satán el poder de una ofensiva peligrosa contra el espíritu íntegro de la
comunidad. ¿Cómo precave la Iglesia este peligro que surge? La intención particular del
relato es realzar esta precaución de la Iglesia. En el relato se intenta poner de relieve el
poder (que es actual en los apóstoles) del Señor que conoce y juzga.
Otra vez aparece Pedro en escena haciendo valer su autoridad. Se presenta a Pedro con
el pleno poder de su cargo. Hasta ahora le vimos más como orador y pregonero
responsable de la comunidad, y en el milagro del cojo de nacimiento reveló el poder
medianero de curar que se le había dado. Ahora comparece ante nosotros en posesión de
una ciencia superhumana y de un poder judicial, que decide sobre la vida y la muerte.
¿Podían ser delineadas todavía con más vigor la grandeza y el poder del oficio apostólico?
Notamos cuánto le importa a este relato hacer que se manifieste tan visiblemente como
sea posible la presencia de Cristo Jesús en el Espíritu Santo, y mostrar la Iglesia en su
santidad e integridad. En la frase: «No has defraudado a los hombres, sino a Dios», se nos
aclara el ambiente en que vivía esta Iglesia. Los hombres de hoy día, que tendemos a ver
también la Iglesia como otras manifestaciones de la historia según su acierto y oportunidad
externas, ¿podemos comprender por completo y podemos afirmar la verdad expresada en
esta frase de Pedro?
¿Con qué derecho puede el apóstol decir que Ananías ha defraudado a Dios? La primera
frase nos da los motivos en que se funda este derecho: «Ananías, ¿por qué ha llenado
Satán tu corazón impulsándote a engañar al Espíritu Santo y a guardarte una parte del
precio del campo?» ¿En qué consistía el delito contra Dios? ¿En la suma defraudada y
encubierta? Esta suma no debió ser demasiado grande. No, no era el dinero como tal.
Ananías no estaba obligado a entregar el dinero, como tampoco estaba forzado a vender el
campo. Esto se dice con toda claridad en la frase siguiente. Ya hemos observado esto,
cuando antes nos preguntábamos cómo estaba organizada esta comunidad de bienes. Era
un asunto que se decidía de una forma plenamente voluntaria.
Por tanto ¿en qué consistía la culpa? Lo sabemos y podríamos estremecernos de horror
por este conocimiento. Fue la mentira, que pretendió hacer donación a la Iglesia de todo el
importe de la venta. ¿Fue realmente tan grave esta mentira? Eso es lo que nos gustaría
preguntar al vernos sorprendidos. La mentira tiene que haber sido más grave de lo que
quizás podemos pensar. Con todo podemos adivinar la razón. ¿Quién es Pedro, qué es la
comunidad, ante la que él se encuentra? La comunidad es la obra de Cristo Jesús, la obra
del Espíritu Santo. Tal vez con este relato -si echamos una mirada retrospectiva a lo que
hemos dicho hasta aquí- el misterio divino de esta Iglesia, que Cristo puso en el mundo, se
nos acerca, y se nos aclara lo que rodea al Espíritu Santo, que sostiene y llena la Iglesia.
Hasta ahora siempre se nos ha dicho con qué fruto y temor los que no pertenecían a la
comunidad de los fieles miraban hacia ella, cómo se asombraban por los prodigios y
señales con que se manifestaba visiblemente la presencia de Dios. Vimos cómo incluso el
sanedrín retrocedió ante la fuerza del espíritu que actuaba en los apóstoles. Y la integridad
y desinterés de esta comunidad incipiente ¿debía ahora ser herida en su propia solidaridad
por la corrupción de la mentira y ser quebrantada en su germen?
No se trata de una acometida innocua de los hombres, sino del intento de Satán, que
quería servirse de los percances humanos, como en la acción de Judas, para irrumpir en el
círculo santificado de los redimidos. Así como Satán quiso herir la primera creación de
Dios
con la seducción de los primeros hombres, así también no sólo ha tentado al Hijo de Dios
hecho hombre, sino también a los llamados por él para dar testimonio de Dios. Solamente si
relacionamos el relato concreto con este contexto más profundo podremos comprender,
estremecidos, el castigo inesperadamente duro que descarga sobre Ananías y su mujer
Safira. Se trata del carácter sagrado de la comunidad de Cristo, de la inviolabilidad del
Espíritu Santo, que representa el misterio de la vida de esta comunidad. Este Ananías, a
quien sacaron muerto, nos recuerda el fin sombrío del que, inducido por Satán, creyó que
podía traicionar a Cristo por treinta denarios, y se ha traicionado a sí mismo.
No queremos fijarnos en el arte literario con que san Lucas expone los dos
acontecimientos y los compara entre sí. Aquí nos interesa examinar nuevamente el mensaje
religioso y su contenido teológico en orden a la salvación. La venida de la mujer da ocasión
a Pedro para hacer que se patentice la profunda bajeza de la pretensión de los dos
esposos. La mujer conocía el plan del encubrimiento y de la mentira. La mentira estaba
convenida. Esto se ve por el hecho de que ella conocía el importe de la cantidad entregada.
¿Quién fue el promotor y el más culpable de los dos? No se dice. Sea como sea, se nos
recuerda a nuestros primeros padres, que contravinieron al principio el mandamiento de
Dios y sufrieron juntos el castigo. ¿Tenemos derecho a explicar con más pormenor esta
comparación? La idea puede ser suficiente.
Causa extrañeza lo que se dice en el versículo 10: «Cayó, pues, al instante a los pies de
él y expiró.» ¿Por qué causa extrañeza? Porque desde 4,32, se va repitiendo, a lo largo del
relato, la expresión «a los pies de los apóstoles» se va repitiendo de un modo sorprendente
y establece alguna relación entre los distintos pasajes en que aparece, al mismo tiempo
que sugiere y evoca, en forma singular, la autoridad y el poder de los apóstoles. En
4,35 se nos dice con una descripción sintética que los miembros de la comunidad vendían
sus tierras y sus casas, y el producto de la venta «lo ponían a los pies de los apóstoles».
De José Bernabé se cuenta que también él «puso a los pies de los apóstoles» el dinero
que cobró por el campo (4,37). Y con el mismo lenguaje figurado se dice también de
Ananías que «puso a los pies de los apóstoles» la parte del importe que quería entregar.
Por tanto, con esta expresión, en que se señala simbólicamente la posición señera y la
autoridad de los apóstoles dentro de la comunidad y se relacionan entre sí los tres pasajes
citados. ¿Es casual en el empleo de la expresión que ahora se diga de Safira que se
desplomó muerta «a los pies» del apóstol Pedro? ¿O bien el autor quiso dar un sentido
especial a la expresión? Esta difunta a los pies de Pedro ¿debe quizás ser una
impresionante señal del poder que había sido transmitido a los apóstoles por Cristo, Señor
de la comunidad?
Esta frase no solamente concluye el relato, sino que también nos descubre el peculiar
significado del castigo del matrimonio culpable. El castigo que recayó sobre Ananías y
Safira iba dirigido personalmente a ellos, por más que queramos contenernos en averiguar
más de cerca el destino final ante Dios. Con su muerte debió ser eliminado y proscrito del
ámbito santificado de la comunidad con una claridad estremecedora todo lo nocivo, sobre
todo el veneno destructor de la mentira y de la hipocresía. Pero al mismo tiempo debió ser
demostrado a todos los hombres, tanto a los miembros de la comunidad como a los que no
lo eran, cómo el Señor vigilaba con inexorable rigidez por la pureza e integridad de sus
«santos» (9,13). Por eso el «temor» que se apoderó de todos, debía favorecer la protección
y la intangibilidad de la Iglesia, y conducir al saludable respeto profundo ante el misterio
del
Espíritu Santo, que le ha sido confiado. Este Espíritu es el que no solamente dirige y
robustece la Iglesia contra toda persecución que provenga de fuera, sino que también la
capacita para precaver las crisis que pueden surgir dentro de la comunidad a consecuencia
de las continuas vicisitudes de las cosas humanas.
Con lo dicho también hemos rozado las objeciones, que se pueden hacer contra la
veracidad de la historia de Ananías y Safira. Se cree que no se puede conciliar este castigo
incomprensiblemente severo con el Evangelio de Jesús. Alguien podría escandalizarse de
la ejecución tan dura del castigo, la cual no dejó ocasión a los culpables para el
arrepentimiento y la expiación. Se hace referencia al amor que antes de la pascua
manifestaba el Señor a los pecadores, como se perfila especialmente en el Evangelio
según san Lucas. Por la sensación humana que se experimenta, se pregunta si el castigo
tiene una relación tolerable con el delito. La índole de la narración ¿no lleva en sí el estilo
de la leyenda, que ha surgido para realzar de la forma más gráfica posible la autoridad y el
poder de los apóstoles? ¿Qué hay que decir a este respecto? Ha de estar lejos de nosotros
querer defender a toda costa la historicidad de la narración. No hay que excluir la
posibilidad de que los escritos del Nuevo Testamento también puedan servirse de
fragmentos legendarios para orientar el mensaje de salvación. Sin embargo, mientras no
existan objeciones terminantemente irrefutables, tenemos la obligación de retener la
realidad histórica de lo que se declara, incluso cuando difícilmente puede encajar el
contenido con nuestra manera de pensar.
CASTIGOS/J:J/CASTIGOS:Reflexionemos sobre esta narración. Se nos cuenta con un
esquema determinado, con una exposición muy arrebañada. No se pueden comprobar los
pormenores del suceso. Nada podemos decir de lo que sucedió en el interior de los
interesados. Pedro no ha infligido la muerte, solamente la ha previsto. Así por lo menos se
puede conocer en las palabras que Pedro dirigió a Safira. ¿Se puede contraponer el
castigo con la conducta de Jesús, ya que se trataba de proteger su comunidad? ¿No
conoce también Jesús la dureza del castigo, cuando se trata de salvaguardar valores
supremos? Léase la frase: «Os aseguro que habrá menos rigor para Sodoma en aquel día
que para esta ciudad» (Lc 10,12). A los doctores de la ley les amenazó diciendo: «Para que
se pida cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas» (Lc 11,50). Jesús dice
hablando del escándalo: «Más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de
las que mueven los asnos, y lo sumergieran en el fondo del mar» (Mt 18,6). Conocemos las
severas sentencias del Hijo del hombre en el mensaje del Apocalipsis: «Voy a ti en seguida,
y lucharé con ellos con la espada de mi boca.» Así amenaza el Hijo del hombre a los
nicolaítas de la comunidad de Pérgamo (Ap 2,16), y a los seductores de la comunidad de
Tiatira les conmina: «Y a los hijos de ella los mataré sin remisión, y conocerán todas las
Iglesias que soy quien escudriña riñones y corazones. Y os daré a cada uno según sus
obras» (Ap 2,23). ¿No tenemos aquí el mismo factor que también fue eficiente en el castigo
de Ananías y Safira, cuando se quiso preservar la primera comunidad del Espíritu
pernicioso?
Un relato sumario, como los dos que ya vimos antes (2,42ss; 4,32ss), dirige de nuevo la
mirada a la comunidad, a su crecimiento y a su fuerza promotora. Y de nuevo vemos cómo
la Iglesia se reúne alrededor de los apóstoles, de su testimonio y de su poder de curar. No
en balde después del primer juicio oral de los apóstoles la comunidad ha pedido a Dios que
alargue su «mano para que se hagan curaciones, señales y prodigios mediante el nombre
de su santo siervo Jesús» (4,29).
Ya en la curación del cojo de nacimiento conocimos lo que significaba el don de la
curación en el testimonio de los apóstoles, no solamente como servicio de amor al hombre
enfermo, sino como prueba de que la fuerza curativa con que Jesús recorría las regiones,
también continuaba actuando en su Iglesia. En lo más profundo de este poder curativo de
los apóstoles se denota el misterio de vida de la resurrección de Jesús y la fuerza de la fe
en el Señor glorificado y presente. No juzgaríamos imparcialmente el misterio, que aquí es
eficiente, si pretendiéramos comprender los sucesos con consideraciones naturales.
Es posible que las personas que colocaban sus enfermos en la calle y que esperaban la
fuerza curativa de la sombra de Pedro, estuvieran llenos de ideas equivocadas y primitivas.
Eso no quita nada del motivo real de las curaciones que tenían lugar. Recordemos cómo
Pedro también en la curación del cojo de nacimiento tuvo que emplear el poder de su
palabra para desviar al pueblo asombrado de una manera primitiva y mágica de pensar, y
para conducirle a aquel, cuyo nombre ha obrado la curación colaborando con la fe en él.
No juzguemos demasiado aprisa por nuestra suficiente formación científica y por el
progreso de la medicina sobre esta sencillez creyente, que busca el tacto externo. También
los habitantes de Éfeso quedaron tan impresionados por las fuerzas curativas de Pablo,
que aplicaban a los enfermos paños y ropa que el apóstol llevaba en su cuerpo, y los
enfermos se curaban (19,11ss). ¿No podemos también pensar en aquella mujer del
Evangelio, que padecía flujo de sangre y que se dijo para si: «Como logre tocar siquiera
sus vestidos, quedaré curada», y de la que el Evangelio atestigua que, «al instante, aquella
fuente de sangre se le secó, y notó en sí misma que estaba curada de su enfermedad» (Mc
5,29s)? Y más adelante dice san Marcos: «Y adondequiera que llegaba, aldeas, o
ciudades, o caseríos, colocaban los enfermos en las plazas y le rogaban que les permitiese
tocar siquiera el borde de su manto. Y cuantos lograban tocarlo, todos sanaban» (Mc 6,56).
En este contexto se nos presenta una escena memorable. La comunidad madre todavía
se limitaba al espacio de la ciudad de Jerusalén. Todavía se reúne el grupo de los
discípulos en el pórtico de Salomón, del cual ya hemos oído hablar (3,11). Todavía tienen
la sensación de ser judíos. Sin embargo, hay una extraña tensión entre ellos y los otros
judíos. Una mezcla de temor reservado y de honrada atención. Pero las curaciones
milagrosas difundieron el llamamiento de los apóstoles e hicieron venir de todas partes,
incluso del contorno de Jerusalén, los que buscaban la curación, de tal forma que es
comprensible que el sanedrín no permaneciera a la expectativa por más tiempo, y de nuevo
echara mano a los apóstoles.
.......................................
Los jefes judíos tienen que experimentar con una claridad creciente su importancia ante
el poder vital de la comunidad de Jesús. Esto se les presenta ante la vista con una
evidencia inesperada. En el primer encuentro judicial con Pedro y Juan la escena
irrefutable del cojo de nacimiento curado les impedía proceder según sus verdaderas
intenciones. Ahora la cárcel vacía les mostraba claramente cuán difícil es combatir contra el
poder vital de un movimiento impulsado por el Espíritu Santo.
A los jefes judíos tuvo que producirles el efecto de un insoportable desafío de la
conciencia de su poder la noticia de que los hombres que habían puesto en la cárcel
estaban precisamente en el templo y allí anunciaban la doctrina por cuya causa se les
quería procesar. Pero lo más grave para ellos es este pueblo que se reúne lleno de
entusiasmo en torno de los apóstoles y escucha atentamente su predicación. El jefe de la
guardia del templo con sus subordinados tuvo que experimentar cuán problemática había
llegado a ser la autoridad de este sanedrín y de sus guardias con respecto a la Iglesia,
cuando sin coacción ni violencia tuvieron que conducir a los apóstoles ante la asamblea del
sanedrín, rodeados por la multitud del pueblo, que ya había estado dispuesta a apedrear a
los que sostenían la suprema autoridad judía.
Los apóstoles están ante el sanedrín. Se presentan como hombres libres. Son libres,
porque el mismo Dios los ha liberado por medio de su ángel. Son libres, porque el pueblo
se colocó detrás de ellos. También aquí vemos el gobierno misterioso del Espíritu Santo.
Porque sólo él puede dirigir las cosas de la vida de tal forma que los planes de Dios
también se cumplan en la armonía externa de las causas. Los Hechos de los apóstoles
siempre saben informar sobre tales situaciones.
Además de este temor al pueblo ¿temía también el sanedrín algo más? Raras veces
suenan las palabras del sumo sacerdote. Su discurso ¿no rezuma temor y recelo? En
primer lugar es una acusación. No podía ser de otra manera. El sumo sacerdote recuerda a
los apóstoles la prohibición de «que no enseñarais en este nombre» (4,17s). De nuevo
rehuye decir el nombre en torno del cual todo gira. ¿Es menosprecio de Jesús? ¿Es algún
miedo? También se podría pensar en esto último. Porque en sus palabras se percibe una
rara solicitud cuando habla de la sangre de este hombre. Alude a la sangre de Jesús.
Aquella sangre que a su tiempo tomó sobre sí el pueblo extraviado en la condenación de
Jesús por medio de Pilato, cuando con ofuscamiento y pasión gritó: «¡Caiga su sangre
sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27,25). San Lucas no ha conservado esta frase
en su Evangelio, pero la conocía, y por así decir la recupera en este pasaje cuando hace
que el sumo sacerdote hable de ella.
29 Respondiendo Pedro y los apóstoles dijeron: «Es preciso
obedecer a Dios antes que a los hombres. 30 El Dios de nuestros
padres resucitó a Jesús, a quien vosotros disteis muerte colgándolo
de una cruz. 31 A éste lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe
y salvador, para dar a Israel arrepentimiento y remisión de los
pecados. 32 Testigos de estas cosas somos nosotros y el Espíritu
Santo que Dios ha concedido a los que le obedecen.» 33 Ellos, al
oírlos, llenos de rabia, estaban resueltos a acabar con ellos.
La respuesta de los apóstoles a los reproches del sanedrín no es el lenguaje que usan
los acusados. Antes bien se vuelve contra los acusadores con una confesión valiente.
Obsérvese la sensible diferencia de su actitud en el primer juicio oral. Allí tampoco se
puede notar ninguna sumisión temerosa. Pero no hay que pasar por alto una cierta reserva
con respecto al supremo tribunal del pueblo. Esta vez los apóstoles ya no someten al juicio
del sanedrín la decisión de si es justo obedecer a los hombres antes que a Dios. Su voz
resuena claramente y sin ninguna reserva en la sala del tribunal: «Es preciso obedecer a
Dios antes que a los hombres.»
No solamente Pedro lo dice así, aunque él es el que habla. Sino que el texto tiene
cuidado en hacer constar: «Pedro y los apóstoles dijeron...» En ellos toda la Iglesia hace
uso de la palabra. Pondérese el peso de estas palabras en esta situación. ¿Quién da a los
apóstoles el derecho de hablar así, la facultad de considerar la orden del sanedrín como
mandamiento humano, de no hacer caso de esta orden? ¿De dónde les viene la seguridad
con que pueden distinguir en qué han de obedecer a Dios antes que a los hombres?
Estas son cuestiones serias. Difícilmente se pueden solventar desde fuera con
argumentos humanos. Concurren dos ámbitos de obligaciones: las leyes de la autoridad
visible y terrena, y las leyes del Espíritu Santo. Este sanedrín como órgano del pueblo
elegido por Dios podía atribuir a la voluntad divina su facultad de gobernar por medio de
honorables tradiciones. Según la manera general de ver de los judíos estos hombres de
Galilea eran sus súbditos. ¿No tenía, pues, derecho a reclamar una obediencia absoluta?
Se podría pensar así. Y en el sanedrín probablemente muchos pensaban así, y por sus
convicciones sinceras no podían pensar de otra manera.
Y sin embargo había llegado la hora en que se dieron a conocer una nueva ordenación,
una ordenación que tenía que chocar con la suprema autoridad judía. El mensaje de Jesús
y el testimonio sobre él después de los sucesos de pentecostés llamaba a los hombres para
que tomasen la decisión de la fe. El sanedrín desoyó la llamada de la fe. El misterio de la
salvación, que de parte de Dios se ofrecía a los hombres en Jesús de Nazaret, ya había
sido rehusado en el proceso contra Jesús por la suprema instancia del pueblo judío. Y
también ahora, cuando los discípulos de este Jesús, con su mensaje, intentan otra vez
anunciar el camino de salvación de Cristo Jesús, tienen que tropezar de nuevo -desde un
punto de vista humano- con la resistencia de los jefes judíos. Se denota una situación
verdaderamente trágica. Siempre vendrá a ser un acontecimiento, en que el llamamiento
viviente de Dios y el testimonio del Espíritu Santo dan con la ambición de poder de una
tradición y organización rígidas, que no tienen intención ni son capaces de oir ni entender
esta llamada. Ésta era la situación en el sanedrín de Jerusalén, cuando Jesús estuvo ante
él y fue condenado. Ahora de nuevo se da la misma situación, ya que el sanedrín reclama
de los apóstoles una obediencia incondicional.
Los apóstoles ciertamente pudieron sentir la alternativa en que se les había puesto. Sin
embargo, ya se han decidido. El encargo de Jesús resucitado se les ha confiado a ellos. El
encargo del que se les ha mostrado vivo y se ha revelado en su misterio divino. El encargo
del que les ha enviado al Espíritu Santo en el día de pentecostés, y desde entonces ha
demostrado su fuerza con señales y prodigios. Como dijo Pedro con tono autoritativo en el
primer juicio oral, ellos no podían dejar de decir lo que habían oído y visto (4,20).
Los apóstoles están ante la suprema autoridad del pueblo judío. Tienen que dar
respuesta. Lo hacen con la conciencia de lo que se les imputa. Su respuesta, tal como está
en el relato de los Hechos de los apóstoles, comprende pocas palabras, pero en cada una
de ellas se contiene una declaración trascendental. Esta respuesta es una confesión,
confesión y testimonio, llamada y promesa. Una apelación promotora de la naciente Iglesia
a la sinagoga recusante.
De nuevo penetra por el recinto, como primer y más importante testimonio, el mensaje
que hasta ahora hemos percibido siempre como la confesión de los apóstoles. El Dios de
nuestros padres resucitó a Jesús. La formulación de esta frase está bien pensada. «El
Dios de nuestros padres», dice conscientemente el apóstol. No quiere hablar como un
forastero, como si estuviera fuera de Israel. No, su Dios también es el Dios de estos
hombres del sanedrín, y así es el Dios de sus padres, el Dios de Israel, el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob, como lo nombró Pedro ya en su discurso después de la curación del
cojo de nacimiento (3,13). Con esta alusión al «Dios de nuestros padres», Pedro invoca en
cierto modo, toda la historia de la revelación de este Dios como testimonio de su mensaje.
«El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús», así suena el testimonio ante los hombres
del sanedrín, y éstos oyen este mensaje como la confesión convencida de hombres que
están ciertos de lo que dicen. El apóstol recuerda con valentía la sentencia de muerte que
el sanedrín ha dictado contra Jesús, cuando dice: «... a quien vosotros disteis muerte
colgándolo de una cruz». ¿Por qué dice eso? ¿Pretende acusar de asesinato a los
miembros del sanedrín? Ciertamente no lo pretende. Lo que quiere es dar testimonio.
Quiere testificar la gloria con que el Dios de Israel, el Dios de los padres, ha exaltado a este
Jesús a su diestra. Ya sabemos por las declaraciones de los Hechos de los apóstoles que
se han hecho hasta aquí -y esto lo confirman todos los escritos del Nuevo Testamento-,
cuán bien conocían los apóstoles la cruz y muerte de Jesús y cómo hablaban de ella con
profundo respeto. Por encima de la pasión y muerte de Jesús los apóstoles contemplaban
con una emoción todavía mayor la gloria que Jesús había recibido en su resurrección y
ensalzamiento al lado de Dios.
En esta hora memorable Pedro muestra a Jesús de Nazaret a la diestra de Dios como
príncipe y salvador, y así atestigua de él las más altas dignidades, que en el lenguaje del
Antiguo Testamento solamente corresponde a Dios. Este «príncipe y salvador» ha sido
exaltado por Dios, para traer a Israel la salvación que ella espera desde los profetas, y que
incluye en sí la conversión y el perdón de los pecados. En las palabras de Pedro se puede
ver una alusión de profundo sentido, como también la encontramos en Pablo. Cuando
Pedro dice: «... a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz» (cf. 10,39), podría
haber pensado en unas palabras del libro del Deuteronomio, en las que se dice: «Cuando
un hombre cometiere delito de muerte, y sentenciado a morir fuese colgado en un patíbulo,
no permanecerá colgado su cadáver en el madero, sino que dentro del mismo día será
sepultado: porque es maldito de Dios el que está colgado del madero» (Dt 21,22s).
El apóstol Pablo ha hecho suyas estas palabras y con una interpretación teológica de la
salvación las ha referido a la muerte de Jesús, cuando dice: «Cristo nos ha rescatado de la
maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gál 3,13). La misma
orientación se indica también en las palabras de Pedro, cuando describen la muerte de
Jesús en la cruz con estas palabras del Deuteronomio. Lo que en primer lugar aparece
como culpa de Israel y sobre todo del sanedrín, se ha convertido en la felix culpa, en la
culpa dichosa, y, con esta visión profunda de fe, el recuerdo de la muerte de Jesús en la
cruz se convierte espontáneamente en el llamamiento de la gracia al pueblo judío. Y así en
las palabras del apóstol al sanedrín más que una acusación y un reproche, se hace una
advertencia y una promesa. Dios da su Espíritu a todos los que le obedecen. Pero
«obedecer» significa doblegarse a la oferta de Dios en la obra salvadora de Jesús, creer y
confiar en él. Esta fe está asegurada por un doble testimonio, por el testimonio del apóstol y
por el testimonio del Espíritu Santo. Por lo dicho hasta ahora conocemos el sentido de esta
declaración.
En la respuesta de Pedro se describe con pocas palabras la acción salvadora de Dios.
Tres veces se nombra a Dios en el texto: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús... A
éste lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador... El Espíritu Santo que Dios
ha concedido a los que le obedecen...» Y en esta conciencia se funda la confesión
introductoria: «Es preciso obedecer a Dios ante que a los hombres.» Así pues, en las
palabras de los apóstoles se contiene una justificación y una llamada; una justificación del
mensaje que anuncian en nombre de Jesús, una llamada a los hombres del sanedrín, con
cuya inteligencia y disposición está unida de una forma decisiva la salvación de todo el
pueblo.
¿Cómo acogen esta llamada? Perseveran en su obcecación. Todavía lo hacen más
obstinadamente. Ellos, al oírlos, llenos de rabia, estaban resueltos a acabar con
ellos. Rehúsan comprender a los apóstoles. Se repite lo que también tuvo que
experimentar Jesús. Buscan un medio para desembarazarse de los molestos testigos y
amonestadores. Lo hacen como guardianes de un orden que consideran como ordenación
de Dios, aunque el testimonio revelado de aquel orden -como hasta ahora han expuesto los
Hechos de los apóstoles- ha hecho ver la verdad de los hechos de salvación en Cristo
Jesús, y el derecho de los apóstoles a proclamar su mensaje.
Este sanedrín nos ofrece una escena conmovedora. Actúan todas las pasiones y
debilidades humanas, antes en la condenación de Jesús y ahora también en la persecución
de sus apóstoles. ¿Podemos acusar y condenar? ¿Dónde está el principio y el límite de la
culpa y de la responsabilidad? ¿Tenía que suceder todo como sucedió? ¿Estaba todo
decretado por Dios? El apóstol san Pablo en la epístola a los romanos procuró dar
respuesta a esta pregunta con una visión profunda de la historia de la salvación (Rom
9-11). Pero al final tiene que confesar humildemente: «¡Oh profundidad de la riqueza, y de
la sabiduría, y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones, y qué
inexplorables sus caminos!» (Rom 11,33).
Jesús resucitado vela por sus testigos. La obra de éstos todavía no está concluida.
Todavía no había llegado su hora, se podría decir usando el lenguaje del Evangelio de san
Juan (Jn 7,30; 8,20). El Espíritu Santo también dirige las cosas en esta hora tan crítica para
la Iglesia, como nos lo muestra la actuación del fariseo Gamaliel. Era un teólogo y doctor
de
la ley, que gozaba de gran prestigio. Así lo testifican también los escritos del judaísmo
rabínico, que conservamos en el llamado Talmud. Para los Hechos de los apóstoles este
hombre también tiene un especial interés, porque el apóstol san Pablo en una hora
amenazadora se ha referido a él ante el pueblo judío irritado, cuando dijo: «Yo soy judío,
nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, en la escuela de Gamaliel,
instruido cuidadosamente en la ley patria, lleno de celo por la causa de Dios» (22,3).
Se nos presenta a Gamaliel como fariseo. Se hace esta presentación con especial
cuidado. Leyendo los Hechos de los apóstoles se recibe la impresión de que el grupo
fariseo en Jerusalén no tomó contra los discípulos de Jesús una actitud tan hostil y fanática
como los saduceos y la autoridad sacerdotal del templo. Léase el relato sobre el juicio oral
de Pablo ante el sanedrín (23,1ss). Incluso ante la enemistad del partido sacerdotal, Pablo
pudo ganarse la simpatía de los fariseos y provocar en favor suyo una escisión en la
suprema autoridad del judaísmo. Siempre se nos advierte que no podemos transferir la
actitud hostil de grupos particulares a todo el pueblo judío.
¿Qué pensamientos e intenciones mueven a Gamaliel? Conoce el partido de los
saduceos guiado por la ambición de poder externo. Ha presenciado su manera de proceder
en el proceso contra Jesús. Porque es de suponer que Gamaliel también asistió a las
funestas sesiones de dicho proceso. También pertenecían al sanedrín hombres como
Nicodemo (Jn 3,1; 7,50) y José de Arimatea (23,50s). Gamaliel era muy consciente de la
injusticia que se hizo a Jesús. Quiere evitar una nueva injusticia.
Se denota una profunda visión religiosa de la cosas en las palabras del escriba. Una
observación e interpretación madura y atenta de las cosas y acontecimientos en la historia
de su pueblo. Era un tiempo cargado de tensión para este pueblo. ¿Qué podía sentir un
sincero investigador como Gamaliel? El dominio extranjero hacía muchas decenas de años
que se había establecido en el país. El deseo de libertad e independencia hizo que la
expectación mesiánica, que se arraigaba profundamente en los escritos sagrados, estallara
apasionadamente en las tentativas de rebelión, de las que informa el historiador judío
Flavio Josefo. Si leemos atentamente los Evangelios, también encontramos en ellos esta
agitación política del judaísmo como fondo de la vida de Jesús. Sabemos cómo incluso los
discípulos del Señor estuvieron dominados por las ideas de los movimientos mesiánicos
que ardían sin llama en todo el pueblo.
Gamaliel cita dos ejemplos. Dejamos aparte la pregunta que hace la investigación
exegética, a saber, cómo este relato puede conciliarse con los datos de Flavio Josefo. Se
admite la posibilidad de que san Lucas al referir de un modo literario las palabras de
Gamaliel haya ordenado los dos acontecimientos de una forma libre. Sin duda se trata de
datos históricos atestiguados. El movimiento que ha suscitado Judas Galileo muestra
también su supervivencia ya en tiempo de Jesús y más tarde en el partido de los llamados
zelotas. Pero no se logró el éxito que prometían las tentativas de rebelión, las cuales
indujeron a la potencia ocupante a tener todavía mayor vigilancia y severidad. En el
Evangelio de san Lucas leemos un ejemplo de este resultado de las intentonas, cuando se
informa de los «galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que
ellos ofrecían» (Lc 13,1ss).
Con esta frase concluye de una forma patente la primera serie de relatos de los Hechos
de los apóstoles. Se trataba de la comunidad madre de Jerusalén, de su principio y de su
camino saturado de Espíritu, de su florecimiento y desarrollo dentro de las leyes judías,
también de su lucha y su victoria ante las amenazas provenientes de fuera y de dentro.
Los apóstoles sin turbarse llevan el testimonio a los hombres, no solamente en el recinto
del templo, sino también en las casas. Y parece que después de las primeras infructuosas
tentativas de opresión se dejó en paz a los apóstoles durante algún tiempo, como puede
deducirse de una noticia que se da en 8,1.
«Y no cesaban de enseñar... todos los días, en el templo y por las casas.» En estas
palabras se contiene un profundo sentido. En ellas se indican el sentido y la intención de la
Iglesia. En las escenas que hemos visto hasta ahora hemos presenciado los primeros días.
Los apóstoles todavía enseñan en el templo y en las casas de esta ciudad marcada de una
forma única por la historia de la salvación. Pero el campo de la Iglesia pronto se extenderá
y ampliará. Se desborda más allá de la estrechez externa e interna. Abarcará «Judea y
Samaría», y pronto se formará en Siria un importante centro, desde el que se abrirán y
prepararán los caminos hacia la misión «hasta los confines de la tierra» (1,8). Las fronteras
exteriores pueden modificarse, el mundo externo puede cambiarse, pero siempre podrá
decirse de la Iglesia lo que aquí se dice de los apóstoles de la comunidad madre: «Y no
cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio de Cristo Jesús, todos los días, en el templo y
por las casas.»
(_MENSAJE/05-1.Págs. 123-151) BIBLIA NT HECHOS 5 (5,1-42) NUEVO ASPECTO
DE LA COMUNIDAD
MATERIA: EL N. T. Y SU MENSAJE: LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES (5)
·KURZINGER-JOSEF
Con estos versículos se introduce una historia, que no solamente se pone como una
sombra negra sobre la escena hasta ahora tan brillantemente delineada de la comunidad
primitiva, sino que incluso hoy día nos parece extraña y nos impresiona a causa del castigo
que se ejecuta. En la intención del narrador el relato forma parte (como conclusión
dolorosa)
de las dos porciones precedentes. Los versículos 4,32-35, en una declaración emotiva, han
mostrado el aspecto general del heroico servicio fraterno en la entrega de la
propiedad personal, y a continuación se colocó en 4,36s el ejemplo particularmente
meritorio de José Bernabé. A continuación, los Hechos de los apóstoles se ven obligados a
informar sobre una acción sombría que sucedió en el ámbito más íntimo de la primitiva
Iglesia. El hecho de que san Lucas no omita este suceso, sino que lo declare abiertamente,
nos robustece en la confianza de su exactitud y veracidad.
San Lucas no pretende pintar alegres colores en el cuadro de la historia y mostrarlos
como sustraídos de la tierra. Sabe demasiado bien cómo la Iglesia queda a merced de las
impugnaciones y extravíos humanos y cómo está puesta en la lucha de la gracia de Cristo
con el poder siempre activo del mal. Así como al principio del libro se trata abiertamente de
la sombría acción de Judas, así también ahora se muestra un delito, en el que personas
que se habían agregado al grupo de los discípulos, perdieron su elección de forma
parecida a Judas. También en estas personas desempeña un papel diabólico la codicia de
dinero y da a Satán el poder de una ofensiva peligrosa contra el espíritu íntegro de la
comunidad. ¿Cómo precave la Iglesia este peligro que surge? La intención particular del
relato es realzar esta precaución de la Iglesia. En el relato se intenta poner de relieve el
poder (que es actual en los apóstoles) del Señor que conoce y juzga.
Otra vez aparece Pedro en escena haciendo valer su autoridad. Se presenta a Pedro con
el pleno poder de su cargo. Hasta ahora le vimos más como orador y pregonero
responsable de la comunidad, y en el milagro del cojo de nacimiento reveló el poder
medianero de curar que se le había dado. Ahora comparece ante nosotros en posesión de
una ciencia superhumana y de un poder judicial, que decide sobre la vida y la muerte.
¿Podían ser delineadas todavía con más vigor la grandeza y el poder del oficio apostólico?
Notamos cuánto le importa a este relato hacer que se manifieste tan visiblemente como
sea posible la presencia de Cristo Jesús en el Espíritu Santo, y mostrar la Iglesia en su
santidad e integridad. En la frase: «No has defraudado a los hombres, sino a Dios», se nos
aclara el ambiente en que vivía esta Iglesia. Los hombres de hoy día, que tendemos a ver
también la Iglesia como otras manifestaciones de la historia según su acierto y oportunidad
externas, ¿podemos comprender por completo y podemos afirmar la verdad expresada en
esta frase de Pedro?
¿Con qué derecho puede el apóstol decir que Ananías ha defraudado a Dios? La primera
frase nos da los motivos en que se funda este derecho: «Ananías, ¿por qué ha llenado
Satán tu corazón impulsándote a engañar al Espíritu Santo y a guardarte una parte del
precio del campo?» ¿En qué consistía el delito contra Dios? ¿En la suma defraudada y
encubierta? Esta suma no debió ser demasiado grande. No, no era el dinero como tal.
Ananías no estaba obligado a entregar el dinero, como tampoco estaba forzado a vender el
campo. Esto se dice con toda claridad en la frase siguiente. Ya hemos observado esto,
cuando antes nos preguntábamos cómo estaba organizada esta comunidad de bienes. Era
un asunto que se decidía de una forma plenamente voluntaria.
Por tanto ¿en qué consistía la culpa? Lo sabemos y podríamos estremecernos de horror
por este conocimiento. Fue la mentira, que pretendió hacer donación a la Iglesia de todo el
importe de la venta. ¿Fue realmente tan grave esta mentira? Eso es lo que nos gustaría
preguntar al vernos sorprendidos. La mentira tiene que haber sido más grave de lo que
quizás podemos pensar. Con todo podemos adivinar la razón. ¿Quién es Pedro, qué es la
comunidad, ante la que él se encuentra? La comunidad es la obra de Cristo Jesús, la obra
del Espíritu Santo. Tal vez con este relato -si echamos una mirada retrospectiva a lo que
hemos dicho hasta aquí- el misterio divino de esta Iglesia, que Cristo puso en el mundo, se
nos acerca, y se nos aclara lo que rodea al Espíritu Santo, que sostiene y llena la Iglesia.
Hasta ahora siempre se nos ha dicho con qué fruto y temor los que no pertenecían a la
comunidad de los fieles miraban hacia ella, cómo se asombraban por los prodigios y
señales con que se manifestaba visiblemente la presencia de Dios. Vimos cómo incluso el
sanedrín retrocedió ante la fuerza del espíritu que actuaba en los apóstoles. Y la integridad
y desinterés de esta comunidad incipiente ¿debía ahora ser herida en su propia solidaridad
por la corrupción de la mentira y ser quebrantada en su germen?
No se trata de una acometida innocua de los hombres, sino del intento de Satán, que
quería servirse de los percances humanos, como en la acción de Judas, para irrumpir en el
círculo santificado de los redimidos. Así como Satán quiso herir la primera creación de
Dios
con la seducción de los primeros hombres, así también no sólo ha tentado al Hijo de Dios
hecho hombre, sino también a los llamados por él para dar testimonio de Dios. Solamente si
relacionamos el relato concreto con este contexto más profundo podremos comprender,
estremecidos, el castigo inesperadamente duro que descarga sobre Ananías y su mujer
Safira. Se trata del carácter sagrado de la comunidad de Cristo, de la inviolabilidad del
Espíritu Santo, que representa el misterio de la vida de esta comunidad. Este Ananías, a
quien sacaron muerto, nos recuerda el fin sombrío del que, inducido por Satán, creyó que
podía traicionar a Cristo por treinta denarios, y se ha traicionado a sí mismo.
7 Aproximadamente a las tres horas entró su mujer, ignorante de lo
que había sucedido. 8 Pedro le preguntó: «Dime si habéis vendido el
campo en tanto.» Y ella le contestó: «Sí, en tanto.» 9 Y Pedro a ella:
«¿Conque os pusisteis de acuerdo entre vosotros para tentar al
Espíritu del Señor? Pues mira, a la puerta están llegando los que
acaban de enterrar a tu marido y te llevarán a ti.» 10 Cayó, pues, al
instante a los pies de él y expiró. Entrando los jóvenes, la
encontraron muerta y la llevaron a enterrar junto a su marido.
No queremos fijarnos en el arte literario con que san Lucas expone los dos
acontecimientos y los compara entre sí. Aquí nos interesa examinar nuevamente el mensaje
religioso y su contenido teológico en orden a la salvación. La venida de la mujer da ocasión
a Pedro para hacer que se patentice la profunda bajeza de la pretensión de los dos
esposos. La mujer conocía el plan del encubrimiento y de la mentira. La mentira estaba
convenida. Esto se ve por el hecho de que ella conocía el importe de la cantidad entregada.
¿Quién fue el promotor y el más culpable de los dos? No se dice. Sea como sea, se nos
recuerda a nuestros primeros padres, que contravinieron al principio el mandamiento de
Dios y sufrieron juntos el castigo. ¿Tenemos derecho a explicar con más pormenor esta
comparación? La idea puede ser suficiente.
Causa extrañeza lo que se dice en el versículo 10: «Cayó, pues, al instante a los pies de
él y expiró.» ¿Por qué causa extrañeza? Porque desde 4,32, se va repitiendo, a lo largo del
relato, la expresión «a los pies de los apóstoles» se va repitiendo de un modo sorprendente
y establece alguna relación entre los distintos pasajes en que aparece, al mismo tiempo
que sugiere y evoca, en forma singular, la autoridad y el poder de los apóstoles. En
4,35 se nos dice con una descripción sintética que los miembros de la comunidad vendían
sus tierras y sus casas, y el producto de la venta «lo ponían a los pies de los apóstoles».
De José Bernabé se cuenta que también él «puso a los pies de los apóstoles» el dinero
que cobró por el campo (4,37). Y con el mismo lenguaje figurado se dice también de
Ananías que «puso a los pies de los apóstoles» la parte del importe que quería entregar.
Por tanto, con esta expresión, en que se señala simbólicamente la posición señera y la
autoridad de los apóstoles dentro de la comunidad y se relacionan entre sí los tres pasajes
citados. ¿Es casual en el empleo de la expresión que ahora se diga de Safira que se
desplomó muerta «a los pies» del apóstol Pedro? ¿O bien el autor quiso dar un sentido
especial a la expresión? Esta difunta a los pies de Pedro ¿debe quizás ser una
impresionante señal del poder que había sido transmitido a los apóstoles por Cristo, Señor
de la comunidad?
Esta frase no solamente concluye el relato, sino que también nos descubre el peculiar
significado del castigo del matrimonio culpable. El castigo que recayó sobre Ananías y
Safira iba dirigido personalmente a ellos, por más que queramos contenernos en averiguar
más de cerca el destino final ante Dios. Con su muerte debió ser eliminado y proscrito del
ámbito santificado de la comunidad con una claridad estremecedora todo lo nocivo, sobre
todo el veneno destructor de la mentira y de la hipocresía. Pero al mismo tiempo debió ser
demostrado a todos los hombres, tanto a los miembros de la comunidad como a los que no
lo eran, cómo el Señor vigilaba con inexorable rigidez por la pureza e integridad de sus
«santos» (9,13). Por eso el «temor» que se apoderó de todos, debía favorecer la protección
y la intangibilidad de la Iglesia, y conducir al saludable respeto profundo ante el misterio
del
Espíritu Santo, que le ha sido confiado. Este Espíritu es el que no solamente dirige y
robustece la Iglesia contra toda persecución que provenga de fuera, sino que también la
capacita para precaver las crisis que pueden surgir dentro de la comunidad a consecuencia
de las continuas vicisitudes de las cosas humanas.
Con lo dicho también hemos rozado las objeciones, que se pueden hacer contra la
veracidad de la historia de Ananías y Safira. Se cree que no se puede conciliar este castigo
incomprensiblemente severo con el Evangelio de Jesús. Alguien podría escandalizarse de
la ejecución tan dura del castigo, la cual no dejó ocasión a los culpables para el
arrepentimiento y la expiación. Se hace referencia al amor que antes de la pascua
manifestaba el Señor a los pecadores, como se perfila especialmente en el Evangelio
según san Lucas. Por la sensación humana que se experimenta, se pregunta si el castigo
tiene una relación tolerable con el delito. La índole de la narración ¿no lleva en sí el estilo
de la leyenda, que ha surgido para realzar de la forma más gráfica posible la autoridad y el
poder de los apóstoles? ¿Qué hay que decir a este respecto? Ha de estar lejos de nosotros
querer defender a toda costa la historicidad de la narración. No hay que excluir la
posibilidad de que los escritos del Nuevo Testamento también puedan servirse de
fragmentos legendarios para orientar el mensaje de salvación. Sin embargo, mientras no
existan objeciones terminantemente irrefutables, tenemos la obligación de retener la
realidad histórica de lo que se declara, incluso cuando difícilmente puede encajar el
contenido con nuestra manera de pensar.
CASTIGOS/J:J/CASTIGOS:Reflexionemos sobre esta narración. Se nos cuenta con un
esquema determinado, con una exposición muy arrebañada. No se pueden comprobar los
pormenores del suceso. Nada podemos decir de lo que sucedió en el interior de los
interesados. Pedro no ha infligido la muerte, solamente la ha previsto. Así por lo menos se
puede conocer en las palabras que Pedro dirigió a Safira. ¿Se puede contraponer el
castigo con la conducta de Jesús, ya que se trataba de proteger su comunidad? ¿No
conoce también Jesús la dureza del castigo, cuando se trata de salvaguardar valores
supremos? Léase la frase: «Os aseguro que habrá menos rigor para Sodoma en aquel día
que para esta ciudad» (Lc 10,12). A los doctores de la ley les amenazó diciendo: «Para que
se pida cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas» (Lc 11,50). Jesús dice
hablando del escándalo: «Más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de
las que mueven los asnos, y lo sumergieran en el fondo del mar» (Mt 18,6). Conocemos las
severas sentencias del Hijo del hombre en el mensaje del Apocalipsis: «Voy a ti en seguida,
y lucharé con ellos con la espada de mi boca.» Así amenaza el Hijo del hombre a los
nicolaítas de la comunidad de Pérgamo (Ap 2,16), y a los seductores de la comunidad de
Tiatira les conmina: «Y a los hijos de ella los mataré sin remisión, y conocerán todas las
Iglesias que soy quien escudriña riñones y corazones. Y os daré a cada uno según sus
obras» (Ap 2,23). ¿No tenemos aquí el mismo factor que también fue eficiente en el castigo
de Ananías y Safira, cuando se quiso preservar la primera comunidad del Espíritu
pernicioso?
Un relato sumario, como los dos que ya vimos antes (2,42ss; 4,32ss), dirige de nuevo la
mirada a la comunidad, a su crecimiento y a su fuerza promotora. Y de nuevo vemos cómo
la Iglesia se reúne alrededor de los apóstoles, de su testimonio y de su poder de curar. No
en balde después del primer juicio oral de los apóstoles la comunidad ha pedido a Dios que
alargue su «mano para que se hagan curaciones, señales y prodigios mediante el nombre
de su santo siervo Jesús» (4,29).
Ya en la curación del cojo de nacimiento conocimos lo que significaba el don de la
curación en el testimonio de los apóstoles, no solamente como servicio de amor al hombre
enfermo, sino como prueba de que la fuerza curativa con que Jesús recorría las regiones,
también continuaba actuando en su Iglesia. En lo más profundo de este poder curativo de
los apóstoles se denota el misterio de vida de la resurrección de Jesús y la fuerza de la fe
en el Señor glorificado y presente. No juzgaríamos imparcialmente el misterio, que aquí es
eficiente, si pretendiéramos comprender los sucesos con consideraciones naturales.
Es posible que las personas que colocaban sus enfermos en la calle y que esperaban la
fuerza curativa de la sombra de Pedro, estuvieran llenos de ideas equivocadas y primitivas.
Eso no quita nada del motivo real de las curaciones que tenían lugar. Recordemos cómo
Pedro también en la curación del cojo de nacimiento tuvo que emplear el poder de su
palabra para desviar al pueblo asombrado de una manera primitiva y mágica de pensar, y
para conducirle a aquel, cuyo nombre ha obrado la curación colaborando con la fe en él.
No juzguemos demasiado aprisa por nuestra suficiente formación científica y por el
progreso de la medicina sobre esta sencillez creyente, que busca el tacto externo. También
los habitantes de Éfeso quedaron tan impresionados por las fuerzas curativas de Pablo,
que aplicaban a los enfermos paños y ropa que el apóstol llevaba en su cuerpo, y los
enfermos se curaban (19,11ss). ¿No podemos también pensar en aquella mujer del
Evangelio, que padecía flujo de sangre y que se dijo para si: «Como logre tocar siquiera
sus vestidos, quedaré curada», y de la que el Evangelio atestigua que, «al instante, aquella
fuente de sangre se le secó, y notó en sí misma que estaba curada de su enfermedad» (Mc
5,29s)? Y más adelante dice san Marcos: «Y adondequiera que llegaba, aldeas, o
ciudades, o caseríos, colocaban los enfermos en las plazas y le rogaban que les permitiese
tocar siquiera el borde de su manto. Y cuantos lograban tocarlo, todos sanaban» (Mc 6,56).
En este contexto se nos presenta una escena memorable. La comunidad madre todavía
se limitaba al espacio de la ciudad de Jerusalén. Todavía se reúne el grupo de los
discípulos en el pórtico de Salomón, del cual ya hemos oído hablar (3,11). Todavía tienen
la sensación de ser judíos. Sin embargo, hay una extraña tensión entre ellos y los otros
judíos. Una mezcla de temor reservado y de honrada atención. Pero las curaciones
milagrosas difundieron el llamamiento de los apóstoles e hicieron venir de todas partes,
incluso del contorno de Jerusalén, los que buscaban la curación, de tal forma que es
comprensible que el sanedrín no permaneciera a la expectativa por más tiempo, y de nuevo
echara mano a los apóstoles.
.......................................
Los jefes judíos tienen que experimentar con una claridad creciente su importancia ante
el poder vital de la comunidad de Jesús. Esto se les presenta ante la vista con una
evidencia inesperada. En el primer encuentro judicial con Pedro y Juan la escena
irrefutable del cojo de nacimiento curado les impedía proceder según sus verdaderas
intenciones. Ahora la cárcel vacía les mostraba claramente cuán difícil es combatir contra el
poder vital de un movimiento impulsado por el Espíritu Santo.
A los jefes judíos tuvo que producirles el efecto de un insoportable desafío de la
conciencia de su poder la noticia de que los hombres que habían puesto en la cárcel
estaban precisamente en el templo y allí anunciaban la doctrina por cuya causa se les
quería procesar. Pero lo más grave para ellos es este pueblo que se reúne lleno de
entusiasmo en torno de los apóstoles y escucha atentamente su predicación. El jefe de la
guardia del templo con sus subordinados tuvo que experimentar cuán problemática había
llegado a ser la autoridad de este sanedrín y de sus guardias con respecto a la Iglesia,
cuando sin coacción ni violencia tuvieron que conducir a los apóstoles ante la asamblea del
sanedrín, rodeados por la multitud del pueblo, que ya había estado dispuesta a apedrear a
los que sostenían la suprema autoridad judía.
Los apóstoles están ante el sanedrín. Se presentan como hombres libres. Son libres,
porque el mismo Dios los ha liberado por medio de su ángel. Son libres, porque el pueblo
se colocó detrás de ellos. También aquí vemos el gobierno misterioso del Espíritu Santo.
Porque sólo él puede dirigir las cosas de la vida de tal forma que los planes de Dios
también se cumplan en la armonía externa de las causas. Los Hechos de los apóstoles
siempre saben informar sobre tales situaciones.
Además de este temor al pueblo ¿temía también el sanedrín algo más? Raras veces
suenan las palabras del sumo sacerdote. Su discurso ¿no rezuma temor y recelo? En
primer lugar es una acusación. No podía ser de otra manera. El sumo sacerdote recuerda a
los apóstoles la prohibición de «que no enseñarais en este nombre» (4,17s). De nuevo
rehuye decir el nombre en torno del cual todo gira. ¿Es menosprecio de Jesús? ¿Es algún
miedo? También se podría pensar en esto último. Porque en sus palabras se percibe una
rara solicitud cuando habla de la sangre de este hombre. Alude a la sangre de Jesús.
Aquella sangre que a su tiempo tomó sobre sí el pueblo extraviado en la condenación de
Jesús por medio de Pilato, cuando con ofuscamiento y pasión gritó: «¡Caiga su sangre
sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27,25). San Lucas no ha conservado esta frase
en su Evangelio, pero la conocía, y por así decir la recupera en este pasaje cuando hace
que el sumo sacerdote hable de ella.
La respuesta de los apóstoles a los reproches del sanedrín no es el lenguaje que usan
los acusados. Antes bien se vuelve contra los acusadores con una confesión valiente.
Obsérvese la sensible diferencia de su actitud en el primer juicio oral. Allí tampoco se
puede notar ninguna sumisión temerosa. Pero no hay que pasar por alto una cierta reserva
con respecto al supremo tribunal del pueblo. Esta vez los apóstoles ya no someten al juicio
del sanedrín la decisión de si es justo obedecer a los hombres antes que a Dios. Su voz
resuena claramente y sin ninguna reserva en la sala del tribunal: «Es preciso obedecer a
Dios antes que a los hombres.»
No solamente Pedro lo dice así, aunque él es el que habla. Sino que el texto tiene
cuidado en hacer constar: «Pedro y los apóstoles dijeron...» En ellos toda la Iglesia hace
uso de la palabra. Pondérese el peso de estas palabras en esta situación. ¿Quién da a los
apóstoles el derecho de hablar así, la facultad de considerar la orden del sanedrín como
mandamiento humano, de no hacer caso de esta orden? ¿De dónde les viene la seguridad
con que pueden distinguir en qué han de obedecer a Dios antes que a los hombres?
Estas son cuestiones serias. Difícilmente se pueden solventar desde fuera con
argumentos humanos. Concurren dos ámbitos de obligaciones: las leyes de la autoridad
visible y terrena, y las leyes del Espíritu Santo. Este sanedrín como órgano del pueblo
elegido por Dios podía atribuir a la voluntad divina su facultad de gobernar por medio de
honorables tradiciones. Según la manera general de ver de los judíos estos hombres de
Galilea eran sus súbditos. ¿No tenía, pues, derecho a reclamar una obediencia absoluta?
Se podría pensar así. Y en el sanedrín probablemente muchos pensaban así, y por sus
convicciones sinceras no podían pensar de otra manera.
Y sin embargo había llegado la hora en que se dieron a conocer una nueva ordenación,
una ordenación que tenía que chocar con la suprema autoridad judía. El mensaje de Jesús
y el testimonio sobre él después de los sucesos de pentecostés llamaba a los hombres para
que tomasen la decisión de la fe. El sanedrín desoyó la llamada de la fe. El misterio de la
salvación, que de parte de Dios se ofrecía a los hombres en Jesús de Nazaret, ya había
sido rehusado en el proceso contra Jesús por la suprema instancia del pueblo judío. Y
también ahora, cuando los discípulos de este Jesús, con su mensaje, intentan otra vez
anunciar el camino de salvación de Cristo Jesús, tienen que tropezar de nuevo -desde un
punto de vista humano- con la resistencia de los jefes judíos. Se denota una situación
verdaderamente trágica. Siempre vendrá a ser un acontecimiento, en que el llamamiento
viviente de Dios y el testimonio del Espíritu Santo dan con la ambición de poder de una
tradición y organización rígidas, que no tienen intención ni son capaces de oir ni entender
esta llamada. Ésta era la situación en el sanedrín de Jerusalén, cuando Jesús estuvo ante
él y fue condenado. Ahora de nuevo se da la misma situación, ya que el sanedrín reclama
de los apóstoles una obediencia incondicional.
Los apóstoles ciertamente pudieron sentir la alternativa en que se les había puesto. Sin
embargo, ya se han decidido. El encargo de Jesús resucitado se les ha confiado a ellos. El
encargo del que se les ha mostrado vivo y se ha revelado en su misterio divino. El encargo
del que les ha enviado al Espíritu Santo en el día de pentecostés, y desde entonces ha
demostrado su fuerza con señales y prodigios. Como dijo Pedro con tono autoritativo en el
primer juicio oral, ellos no podían dejar de decir lo que habían oído y visto (4,20).
Los apóstoles están ante la suprema autoridad del pueblo judío. Tienen que dar
respuesta. Lo hacen con la conciencia de lo que se les imputa. Su respuesta, tal como está
en el relato de los Hechos de los apóstoles, comprende pocas palabras, pero en cada una
de ellas se contiene una declaración trascendental. Esta respuesta es una confesión,
confesión y testimonio, llamada y promesa. Una apelación promotora de la naciente Iglesia
a la sinagoga recusante.
De nuevo penetra por el recinto, como primer y más importante testimonio, el mensaje
que hasta ahora hemos percibido siempre como la confesión de los apóstoles. El Dios de
nuestros padres resucitó a Jesús. La formulación de esta frase está bien pensada. «El
Dios de nuestros padres», dice conscientemente el apóstol. No quiere hablar como un
forastero, como si estuviera fuera de Israel. No, su Dios también es el Dios de estos
hombres del sanedrín, y así es el Dios de sus padres, el Dios de Israel, el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob, como lo nombró Pedro ya en su discurso después de la curación del
cojo de nacimiento (3,13). Con esta alusión al «Dios de nuestros padres», Pedro invoca en
cierto modo, toda la historia de la revelación de este Dios como testimonio de su mensaje.
«El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús», así suena el testimonio ante los hombres
del sanedrín, y éstos oyen este mensaje como la confesión convencida de hombres que
están ciertos de lo que dicen. El apóstol recuerda con valentía la sentencia de muerte que
el sanedrín ha dictado contra Jesús, cuando dice: «... a quien vosotros disteis muerte
colgándolo de una cruz». ¿Por qué dice eso? ¿Pretende acusar de asesinato a los
miembros del sanedrín? Ciertamente no lo pretende. Lo que quiere es dar testimonio.
Quiere testificar la gloria con que el Dios de Israel, el Dios de los padres, ha exaltado a este
Jesús a su diestra. Ya sabemos por las declaraciones de los Hechos de los apóstoles que
se han hecho hasta aquí -y esto lo confirman todos los escritos del Nuevo Testamento-,
cuán bien conocían los apóstoles la cruz y muerte de Jesús y cómo hablaban de ella con
profundo respeto. Por encima de la pasión y muerte de Jesús los apóstoles contemplaban
con una emoción todavía mayor la gloria que Jesús había recibido en su resurrección y
ensalzamiento al lado de Dios.
En esta hora memorable Pedro muestra a Jesús de Nazaret a la diestra de Dios como
príncipe y salvador, y así atestigua de él las más altas dignidades, que en el lenguaje del
Antiguo Testamento solamente corresponde a Dios. Este «príncipe y salvador» ha sido
exaltado por Dios, para traer a Israel la salvación que ella espera desde los profetas, y que
incluye en sí la conversión y el perdón de los pecados. En las palabras de Pedro se puede
ver una alusión de profundo sentido, como también la encontramos en Pablo. Cuando
Pedro dice: «... a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz» (cf. 10,39), podría
haber pensado en unas palabras del libro del Deuteronomio, en las que se dice: «Cuando
un hombre cometiere delito de muerte, y sentenciado a morir fuese colgado en un patíbulo,
no permanecerá colgado su cadáver en el madero, sino que dentro del mismo día será
sepultado: porque es maldito de Dios el que está colgado del madero» (Dt 21,22s).
El apóstol Pablo ha hecho suyas estas palabras y con una interpretación teológica de la
salvación las ha referido a la muerte de Jesús, cuando dice: «Cristo nos ha rescatado de la
maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gál 3,13). La misma
orientación se indica también en las palabras de Pedro, cuando describen la muerte de
Jesús en la cruz con estas palabras del Deuteronomio. Lo que en primer lugar aparece
como culpa de Israel y sobre todo del sanedrín, se ha convertido en la felix culpa, en la
culpa dichosa, y, con esta visión profunda de fe, el recuerdo de la muerte de Jesús en la
cruz se convierte espontáneamente en el llamamiento de la gracia al pueblo judío. Y así en
las palabras del apóstol al sanedrín más que una acusación y un reproche, se hace una
advertencia y una promesa. Dios da su Espíritu a todos los que le obedecen. Pero
«obedecer» significa doblegarse a la oferta de Dios en la obra salvadora de Jesús, creer y
confiar en él. Esta fe está asegurada por un doble testimonio, por el testimonio del apóstol y
por el testimonio del Espíritu Santo. Por lo dicho hasta ahora conocemos el sentido de esta
declaración.
En la respuesta de Pedro se describe con pocas palabras la acción salvadora de Dios.
Tres veces se nombra a Dios en el texto: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús... A
éste lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador... El Espíritu Santo que Dios
ha concedido a los que le obedecen...» Y en esta conciencia se funda la confesión
introductoria: «Es preciso obedecer a Dios ante que a los hombres.» Así pues, en las
palabras de los apóstoles se contiene una justificación y una llamada; una justificación del
mensaje que anuncian en nombre de Jesús, una llamada a los hombres del sanedrín, con
cuya inteligencia y disposición está unida de una forma decisiva la salvación de todo el
pueblo.
¿Cómo acogen esta llamada? Perseveran en su obcecación. Todavía lo hacen más
obstinadamente. Ellos, al oírlos, llenos de rabia, estaban resueltos a acabar con
ellos. Rehúsan comprender a los apóstoles. Se repite lo que también tuvo que
experimentar Jesús. Buscan un medio para desembarazarse de los molestos testigos y
amonestadores. Lo hacen como guardianes de un orden que consideran como ordenación
de Dios, aunque el testimonio revelado de aquel orden -como hasta ahora han expuesto los
Hechos de los apóstoles- ha hecho ver la verdad de los hechos de salvación en Cristo
Jesús, y el derecho de los apóstoles a proclamar su mensaje.
Este sanedrín nos ofrece una escena conmovedora. Actúan todas las pasiones y
debilidades humanas, antes en la condenación de Jesús y ahora también en la persecución
de sus apóstoles. ¿Podemos acusar y condenar? ¿Dónde está el principio y el límite de la
culpa y de la responsabilidad? ¿Tenía que suceder todo como sucedió? ¿Estaba todo
decretado por Dios? El apóstol san Pablo en la epístola a los romanos procuró dar
respuesta a esta pregunta con una visión profunda de la historia de la salvación (Rom
9-11). Pero al final tiene que confesar humildemente: «¡Oh profundidad de la riqueza, y de
la sabiduría, y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones, y qué
inexplorables sus caminos!» (Rom 11,33).
Jesús resucitado vela por sus testigos. La obra de éstos todavía no está concluida.
Todavía no había llegado su hora, se podría decir usando el lenguaje del Evangelio de san
Juan (Jn 7,30; 8,20). El Espíritu Santo también dirige las cosas en esta hora tan crítica para
la Iglesia, como nos lo muestra la actuación del fariseo Gamaliel. Era un teólogo y doctor
de
la ley, que gozaba de gran prestigio. Así lo testifican también los escritos del judaísmo
rabínico, que conservamos en el llamado Talmud. Para los Hechos de los apóstoles este
hombre también tiene un especial interés, porque el apóstol san Pablo en una hora
amenazadora se ha referido a él ante el pueblo judío irritado, cuando dijo: «Yo soy judío,
nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, en la escuela de Gamaliel,
instruido cuidadosamente en la ley patria, lleno de celo por la causa de Dios» (22,3).
Se nos presenta a Gamaliel como fariseo. Se hace esta presentación con especial
cuidado. Leyendo los Hechos de los apóstoles se recibe la impresión de que el grupo
fariseo en Jerusalén no tomó contra los discípulos de Jesús una actitud tan hostil y fanática
como los saduceos y la autoridad sacerdotal del templo. Léase el relato sobre el juicio oral
de Pablo ante el sanedrín (23,1ss). Incluso ante la enemistad del partido sacerdotal, Pablo
pudo ganarse la simpatía de los fariseos y provocar en favor suyo una escisión en la
suprema autoridad del judaísmo. Siempre se nos advierte que no podemos transferir la
actitud hostil de grupos particulares a todo el pueblo judío.
¿Qué pensamientos e intenciones mueven a Gamaliel? Conoce el partido de los
saduceos guiado por la ambición de poder externo. Ha presenciado su manera de proceder
en el proceso contra Jesús. Porque es de suponer que Gamaliel también asistió a las
funestas sesiones de dicho proceso. También pertenecían al sanedrín hombres como
Nicodemo (Jn 3,1; 7,50) y José de Arimatea (23,50s). Gamaliel era muy consciente de la
injusticia que se hizo a Jesús. Quiere evitar una nueva injusticia.
Se denota una profunda visión religiosa de la cosas en las palabras del escriba. Una
observación e interpretación madura y atenta de las cosas y acontecimientos en la historia
de su pueblo. Era un tiempo cargado de tensión para este pueblo. ¿Qué podía sentir un
sincero investigador como Gamaliel? El dominio extranjero hacía muchas decenas de años
que se había establecido en el país. El deseo de libertad e independencia hizo que la
expectación mesiánica, que se arraigaba profundamente en los escritos sagrados, estallara
apasionadamente en las tentativas de rebelión, de las que informa el historiador judío
Flavio Josefo. Si leemos atentamente los Evangelios, también encontramos en ellos esta
agitación política del judaísmo como fondo de la vida de Jesús. Sabemos cómo incluso los
discípulos del Señor estuvieron dominados por las ideas de los movimientos mesiánicos
que ardían sin llama en todo el pueblo.
Gamaliel cita dos ejemplos. Dejamos aparte la pregunta que hace la investigación
exegética, a saber, cómo este relato puede conciliarse con los datos de Flavio Josefo. Se
admite la posibilidad de que san Lucas al referir de un modo literario las palabras de
Gamaliel haya ordenado los dos acontecimientos de una forma libre. Sin duda se trata de
datos históricos atestiguados. El movimiento que ha suscitado Judas Galileo muestra
también su supervivencia ya en tiempo de Jesús y más tarde en el partido de los llamados
zelotas. Pero no se logró el éxito que prometían las tentativas de rebelión, las cuales
indujeron a la potencia ocupante a tener todavía mayor vigilancia y severidad. En el
Evangelio de san Lucas leemos un ejemplo de este resultado de las intentonas, cuando se
informa de los «galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que
ellos ofrecían» (Lc 13,1ss).
Con esta frase concluye de una forma patente la primera serie de relatos de los Hechos
de los apóstoles. Se trataba de la comunidad madre de Jerusalén, de su principio y de su
camino saturado de Espíritu, de su florecimiento y desarrollo dentro de las leyes judías,
también de su lucha y su victoria ante las amenazas provenientes de fuera y de dentro.
Los apóstoles sin turbarse llevan el testimonio a los hombres, no solamente en el recinto
del templo, sino también en las casas. Y parece que después de las primeras infructuosas
tentativas de opresión se dejó en paz a los apóstoles durante algún tiempo, como puede
deducirse de una noticia que se da en 8,1.
«Y no cesaban de enseñar... todos los días, en el templo y por las casas.» En estas
palabras se contiene un profundo sentido. En ellas se indican el sentido y la intención de la
Iglesia. En las escenas que hemos visto hasta ahora hemos presenciado los primeros días.
Los apóstoles todavía enseñan en el templo y en las casas de esta ciudad marcada de una
forma única por la historia de la salvación. Pero el campo de la Iglesia pronto se extenderá
y ampliará. Se desborda más allá de la estrechez externa e interna. Abarcará «Judea y
Samaría», y pronto se formará en Siria un importante centro, desde el que se abrirán y
prepararán los caminos hacia la misión «hasta los confines de la tierra» (1,8). Las fronteras
exteriores pueden modificarse, el mundo externo puede cambiarse, pero siempre podrá
decirse de la Iglesia lo que aquí se dice de los apóstoles de la comunidad madre: «Y no
cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio de Cristo Jesús, todos los días, en el templo y
por las casas.»
(_MENSAJE/05-1.Págs. 123-151)
Con estos versículos se introduce una historia, que no solamente se pone como una
sombra negra sobre la escena hasta ahora tan brillantemente delineada de la comunidad
primitiva, sino que incluso hoy día nos parece extraña y nos impresiona a causa del castigo
que se ejecuta. En la intención del narrador el relato forma parte (como conclusión
dolorosa)
de las dos porciones precedentes. Los versículos 4,32-35, en una declaración emotiva, han
mostrado el aspecto general del heroico servicio fraterno en la entrega de la
propiedad personal, y a continuación se colocó en 4,36s el ejemplo particularmente
meritorio de José Bernabé. A continuación, los Hechos de los apóstoles se ven obligados a
informar sobre una acción sombría que sucedió en el ámbito más íntimo de la primitiva
Iglesia. El hecho de que san Lucas no omita este suceso, sino que lo declare abiertamente,
nos robustece en la confianza de su exactitud y veracidad.
San Lucas no pretende pintar alegres colores en el cuadro de la historia y mostrarlos
como sustraídos de la tierra. Sabe demasiado bien cómo la Iglesia queda a merced de las
impugnaciones y extravíos humanos y cómo está puesta en la lucha de la gracia de Cristo
con el poder siempre activo del mal. Así como al principio del libro se trata abiertamente de
la sombría acción de Judas, así también ahora se muestra un delito, en el que personas
que se habían agregado al grupo de los discípulos, perdieron su elección de forma
parecida a Judas. También en estas personas desempeña un papel diabólico la codicia de
dinero y da a Satán el poder de una ofensiva peligrosa contra el espíritu íntegro de la
comunidad. ¿Cómo precave la Iglesia este peligro que surge? La intención particular del
relato es realzar esta precaución de la Iglesia. En el relato se intenta poner de relieve el
poder (que es actual en los apóstoles) del Señor que conoce y juzga.
Otra vez aparece Pedro en escena haciendo valer su autoridad. Se presenta a Pedro con
el pleno poder de su cargo. Hasta ahora le vimos más como orador y pregonero
responsable de la comunidad, y en el milagro del cojo de nacimiento reveló el poder
medianero de curar que se le había dado. Ahora comparece ante nosotros en posesión de
una ciencia superhumana y de un poder judicial, que decide sobre la vida y la muerte.
¿Podían ser delineadas todavía con más vigor la grandeza y el poder del oficio apostólico?
Notamos cuánto le importa a este relato hacer que se manifieste tan visiblemente como
sea posible la presencia de Cristo Jesús en el Espíritu Santo, y mostrar la Iglesia en su
santidad e integridad. En la frase: «No has defraudado a los hombres, sino a Dios», se nos
aclara el ambiente en que vivía esta Iglesia. Los hombres de hoy día, que tendemos a ver
también la Iglesia como otras manifestaciones de la historia según su acierto y oportunidad
externas, ¿podemos comprender por completo y podemos afirmar la verdad expresada en
esta frase de Pedro?
¿Con qué derecho puede el apóstol decir que Ananías ha defraudado a Dios? La primera
frase nos da los motivos en que se funda este derecho: «Ananías, ¿por qué ha llenado
Satán tu corazón impulsándote a engañar al Espíritu Santo y a guardarte una parte del
precio del campo?» ¿En qué consistía el delito contra Dios? ¿En la suma defraudada y
encubierta? Esta suma no debió ser demasiado grande. No, no era el dinero como tal.
Ananías no estaba obligado a entregar el dinero, como tampoco estaba forzado a vender el
campo. Esto se dice con toda claridad en la frase siguiente. Ya hemos observado esto,
cuando antes nos preguntábamos cómo estaba organizada esta comunidad de bienes. Era
un asunto que se decidía de una forma plenamente voluntaria.
Por tanto ¿en qué consistía la culpa? Lo sabemos y podríamos estremecernos de horror
por este conocimiento. Fue la mentira, que pretendió hacer donación a la Iglesia de todo el
importe de la venta. ¿Fue realmente tan grave esta mentira? Eso es lo que nos gustaría
preguntar al vernos sorprendidos. La mentira tiene que haber sido más grave de lo que
quizás podemos pensar. Con todo podemos adivinar la razón. ¿Quién es Pedro, qué es la
comunidad, ante la que él se encuentra? La comunidad es la obra de Cristo Jesús, la obra
del Espíritu Santo. Tal vez con este relato -si echamos una mirada retrospectiva a lo que
hemos dicho hasta aquí- el misterio divino de esta Iglesia, que Cristo puso en el mundo, se
nos acerca, y se nos aclara lo que rodea al Espíritu Santo, que sostiene y llena la Iglesia.
Hasta ahora siempre se nos ha dicho con qué fruto y temor los que no pertenecían a la
comunidad de los fieles miraban hacia ella, cómo se asombraban por los prodigios y
señales con que se manifestaba visiblemente la presencia de Dios. Vimos cómo incluso el
sanedrín retrocedió ante la fuerza del espíritu que actuaba en los apóstoles. Y la integridad
y desinterés de esta comunidad incipiente ¿debía ahora ser herida en su propia solidaridad
por la corrupción de la mentira y ser quebrantada en su germen?
No se trata de una acometida innocua de los hombres, sino del intento de Satán, que
quería servirse de los percances humanos, como en la acción de Judas, para irrumpir en el
círculo santificado de los redimidos. Así como Satán quiso herir la primera creación de
Dios
con la seducción de los primeros hombres, así también no sólo ha tentado al Hijo de Dios
hecho hombre, sino también a los llamados por él para dar testimonio de Dios. Solamente si
relacionamos el relato concreto con este contexto más profundo podremos comprender,
estremecidos, el castigo inesperadamente duro que descarga sobre Ananías y su mujer
Safira. Se trata del carácter sagrado de la comunidad de Cristo, de la inviolabilidad del
Espíritu Santo, que representa el misterio de la vida de esta comunidad. Este Ananías, a
quien sacaron muerto, nos recuerda el fin sombrío del que, inducido por Satán, creyó que
podía traicionar a Cristo por treinta denarios, y se ha traicionado a sí mismo.
No queremos fijarnos en el arte literario con que san Lucas expone los dos
acontecimientos y los compara entre sí. Aquí nos interesa examinar nuevamente el mensaje
religioso y su contenido teológico en orden a la salvación. La venida de la mujer da ocasión
a Pedro para hacer que se patentice la profunda bajeza de la pretensión de los dos
esposos. La mujer conocía el plan del encubrimiento y de la mentira. La mentira estaba
convenida. Esto se ve por el hecho de que ella conocía el importe de la cantidad entregada.
¿Quién fue el promotor y el más culpable de los dos? No se dice. Sea como sea, se nos
recuerda a nuestros primeros padres, que contravinieron al principio el mandamiento de
Dios y sufrieron juntos el castigo. ¿Tenemos derecho a explicar con más pormenor esta
comparación? La idea puede ser suficiente.
Causa extrañeza lo que se dice en el versículo 10: «Cayó, pues, al instante a los pies de
él y expiró.» ¿Por qué causa extrañeza? Porque desde 4,32, se va repitiendo, a lo largo del
relato, la expresión «a los pies de los apóstoles» se va repitiendo de un modo sorprendente
y establece alguna relación entre los distintos pasajes en que aparece, al mismo tiempo
que sugiere y evoca, en forma singular, la autoridad y el poder de los apóstoles. En
4,35 se nos dice con una descripción sintética que los miembros de la comunidad vendían
sus tierras y sus casas, y el producto de la venta «lo ponían a los pies de los apóstoles».
De José Bernabé se cuenta que también él «puso a los pies de los apóstoles» el dinero
que cobró por el campo (4,37). Y con el mismo lenguaje figurado se dice también de
Ananías que «puso a los pies de los apóstoles» la parte del importe que quería entregar.
Por tanto, con esta expresión, en que se señala simbólicamente la posición señera y la
autoridad de los apóstoles dentro de la comunidad y se relacionan entre sí los tres pasajes
citados. ¿Es casual en el empleo de la expresión que ahora se diga de Safira que se
desplomó muerta «a los pies» del apóstol Pedro? ¿O bien el autor quiso dar un sentido
especial a la expresión? Esta difunta a los pies de Pedro ¿debe quizás ser una
impresionante señal del poder que había sido transmitido a los apóstoles por Cristo, Señor
de la comunidad?
Esta frase no solamente concluye el relato, sino que también nos descubre el peculiar
significado del castigo del matrimonio culpable. El castigo que recayó sobre Ananías y
Safira iba dirigido personalmente a ellos, por más que queramos contenernos en averiguar
más de cerca el destino final ante Dios. Con su muerte debió ser eliminado y proscrito del
ámbito santificado de la comunidad con una claridad estremecedora todo lo nocivo, sobre
todo el veneno destructor de la mentira y de la hipocresía. Pero al mismo tiempo debió ser
demostrado a todos los hombres, tanto a los miembros de la comunidad como a los que no
lo eran, cómo el Señor vigilaba con inexorable rigidez por la pureza e integridad de sus
«santos» (9,13). Por eso el «temor» que se apoderó de todos, debía favorecer la protección
y la intangibilidad de la Iglesia, y conducir al saludable respeto profundo ante el misterio
del
Espíritu Santo, que le ha sido confiado. Este Espíritu es el que no solamente dirige y
robustece la Iglesia contra toda persecución que provenga de fuera, sino que también la
capacita para precaver las crisis que pueden surgir dentro de la comunidad a consecuencia
de las continuas vicisitudes de las cosas humanas.
Con lo dicho también hemos rozado las objeciones, que se pueden hacer contra la
veracidad de la historia de Ananías y Safira. Se cree que no se puede conciliar este castigo
incomprensiblemente severo con el Evangelio de Jesús. Alguien podría escandalizarse de
la ejecución tan dura del castigo, la cual no dejó ocasión a los culpables para el
arrepentimiento y la expiación. Se hace referencia al amor que antes de la pascua
manifestaba el Señor a los pecadores, como se perfila especialmente en el Evangelio
según san Lucas. Por la sensación humana que se experimenta, se pregunta si el castigo
tiene una relación tolerable con el delito. La índole de la narración ¿no lleva en sí el estilo
de la leyenda, que ha surgido para realzar de la forma más gráfica posible la autoridad y el
poder de los apóstoles? ¿Qué hay que decir a este respecto? Ha de estar lejos de nosotros
querer defender a toda costa la historicidad de la narración. No hay que excluir la
posibilidad de que los escritos del Nuevo Testamento también puedan servirse de
fragmentos legendarios para orientar el mensaje de salvación. Sin embargo, mientras no
existan objeciones terminantemente irrefutables, tenemos la obligación de retener la
realidad histórica de lo que se declara, incluso cuando difícilmente puede encajar el
contenido con nuestra manera de pensar.
CASTIGOS/J:J/CASTIGOS:Reflexionemos sobre esta narración. Se nos cuenta con un
esquema determinado, con una exposición muy arrebañada. No se pueden comprobar los
pormenores del suceso. Nada podemos decir de lo que sucedió en el interior de los
interesados. Pedro no ha infligido la muerte, solamente la ha previsto. Así por lo menos se
puede conocer en las palabras que Pedro dirigió a Safira. ¿Se puede contraponer el
castigo con la conducta de Jesús, ya que se trataba de proteger su comunidad? ¿No
conoce también Jesús la dureza del castigo, cuando se trata de salvaguardar valores
supremos? Léase la frase: «Os aseguro que habrá menos rigor para Sodoma en aquel día
que para esta ciudad» (Lc 10,12). A los doctores de la ley les amenazó diciendo: «Para que
se pida cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas» (Lc 11,50). Jesús dice
hablando del escándalo: «Más le valdría que le colgaran al cuello una rueda de molino de
las que mueven los asnos, y lo sumergieran en el fondo del mar» (Mt 18,6). Conocemos las
severas sentencias del Hijo del hombre en el mensaje del Apocalipsis: «Voy a ti en seguida,
y lucharé con ellos con la espada de mi boca.» Así amenaza el Hijo del hombre a los
nicolaítas de la comunidad de Pérgamo (Ap 2,16), y a los seductores de la comunidad de
Tiatira les conmina: «Y a los hijos de ella los mataré sin remisión, y conocerán todas las
Iglesias que soy quien escudriña riñones y corazones. Y os daré a cada uno según sus
obras» (Ap 2,23). ¿No tenemos aquí el mismo factor que también fue eficiente en el castigo
de Ananías y Safira, cuando se quiso preservar la primera comunidad del Espíritu
pernicioso?
Un relato sumario, como los dos que ya vimos antes (2,42ss; 4,32ss), dirige de nuevo la
mirada a la comunidad, a su crecimiento y a su fuerza promotora. Y de nuevo vemos cómo
la Iglesia se reúne alrededor de los apóstoles, de su testimonio y de su poder de curar. No
en balde después del primer juicio oral de los apóstoles la comunidad ha pedido a Dios que
alargue su «mano para que se hagan curaciones, señales y prodigios mediante el nombre
de su santo siervo Jesús» (4,29).
Ya en la curación del cojo de nacimiento conocimos lo que significaba el don de la
curación en el testimonio de los apóstoles, no solamente como servicio de amor al hombre
enfermo, sino como prueba de que la fuerza curativa con que Jesús recorría las regiones,
también continuaba actuando en su Iglesia. En lo más profundo de este poder curativo de
los apóstoles se denota el misterio de vida de la resurrección de Jesús y la fuerza de la fe
en el Señor glorificado y presente. No juzgaríamos imparcialmente el misterio, que aquí es
eficiente, si pretendiéramos comprender los sucesos con consideraciones naturales.
Es posible que las personas que colocaban sus enfermos en la calle y que esperaban la
fuerza curativa de la sombra de Pedro, estuvieran llenos de ideas equivocadas y primitivas.
Eso no quita nada del motivo real de las curaciones que tenían lugar. Recordemos cómo
Pedro también en la curación del cojo de nacimiento tuvo que emplear el poder de su
palabra para desviar al pueblo asombrado de una manera primitiva y mágica de pensar, y
para conducirle a aquel, cuyo nombre ha obrado la curación colaborando con la fe en él.
No juzguemos demasiado aprisa por nuestra suficiente formación científica y por el
progreso de la medicina sobre esta sencillez creyente, que busca el tacto externo. También
los habitantes de Éfeso quedaron tan impresionados por las fuerzas curativas de Pablo,
que aplicaban a los enfermos paños y ropa que el apóstol llevaba en su cuerpo, y los
enfermos se curaban (19,11ss). ¿No podemos también pensar en aquella mujer del
Evangelio, que padecía flujo de sangre y que se dijo para si: «Como logre tocar siquiera
sus vestidos, quedaré curada», y de la que el Evangelio atestigua que, «al instante, aquella
fuente de sangre se le secó, y notó en sí misma que estaba curada de su enfermedad» (Mc
5,29s)? Y más adelante dice san Marcos: «Y adondequiera que llegaba, aldeas, o
ciudades, o caseríos, colocaban los enfermos en las plazas y le rogaban que les permitiese
tocar siquiera el borde de su manto. Y cuantos lograban tocarlo, todos sanaban» (Mc 6,56).
En este contexto se nos presenta una escena memorable. La comunidad madre todavía
se limitaba al espacio de la ciudad de Jerusalén. Todavía se reúne el grupo de los
discípulos en el pórtico de Salomón, del cual ya hemos oído hablar (3,11). Todavía tienen
la sensación de ser judíos. Sin embargo, hay una extraña tensión entre ellos y los otros
judíos. Una mezcla de temor reservado y de honrada atención. Pero las curaciones
milagrosas difundieron el llamamiento de los apóstoles e hicieron venir de todas partes,
incluso del contorno de Jerusalén, los que buscaban la curación, de tal forma que es
comprensible que el sanedrín no permaneciera a la expectativa por más tiempo, y de nuevo
echara mano a los apóstoles.
.......................................
Los jefes judíos tienen que experimentar con una claridad creciente su importancia ante
el poder vital de la comunidad de Jesús. Esto se les presenta ante la vista con una
evidencia inesperada. En el primer encuentro judicial con Pedro y Juan la escena
irrefutable del cojo de nacimiento curado les impedía proceder según sus verdaderas
intenciones. Ahora la cárcel vacía les mostraba claramente cuán difícil es combatir contra el
poder vital de un movimiento impulsado por el Espíritu Santo.
A los jefes judíos tuvo que producirles el efecto de un insoportable desafío de la
conciencia de su poder la noticia de que los hombres que habían puesto en la cárcel
estaban precisamente en el templo y allí anunciaban la doctrina por cuya causa se les
quería procesar. Pero lo más grave para ellos es este pueblo que se reúne lleno de
entusiasmo en torno de los apóstoles y escucha atentamente su predicación. El jefe de la
guardia del templo con sus subordinados tuvo que experimentar cuán problemática había
llegado a ser la autoridad de este sanedrín y de sus guardias con respecto a la Iglesia,
cuando sin coacción ni violencia tuvieron que conducir a los apóstoles ante la asamblea del
sanedrín, rodeados por la multitud del pueblo, que ya había estado dispuesta a apedrear a
los que sostenían la suprema autoridad judía.
Los apóstoles están ante el sanedrín. Se presentan como hombres libres. Son libres,
porque el mismo Dios los ha liberado por medio de su ángel. Son libres, porque el pueblo
se colocó detrás de ellos. También aquí vemos el gobierno misterioso del Espíritu Santo.
Porque sólo él puede dirigir las cosas de la vida de tal forma que los planes de Dios
también se cumplan en la armonía externa de las causas. Los Hechos de los apóstoles
siempre saben informar sobre tales situaciones.
Además de este temor al pueblo ¿temía también el sanedrín algo más? Raras veces
suenan las palabras del sumo sacerdote. Su discurso ¿no rezuma temor y recelo? En
primer lugar es una acusación. No podía ser de otra manera. El sumo sacerdote recuerda a
los apóstoles la prohibición de «que no enseñarais en este nombre» (4,17s). De nuevo
rehuye decir el nombre en torno del cual todo gira. ¿Es menosprecio de Jesús? ¿Es algún
miedo? También se podría pensar en esto último. Porque en sus palabras se percibe una
rara solicitud cuando habla de la sangre de este hombre. Alude a la sangre de Jesús.
Aquella sangre que a su tiempo tomó sobre sí el pueblo extraviado en la condenación de
Jesús por medio de Pilato, cuando con ofuscamiento y pasión gritó: «¡Caiga su sangre
sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (Mt 27,25). San Lucas no ha conservado esta frase
en su Evangelio, pero la conocía, y por así decir la recupera en este pasaje cuando hace
que el sumo sacerdote hable de ella.
La respuesta de los apóstoles a los reproches del sanedrín no es el lenguaje que usan
los acusados. Antes bien se vuelve contra los acusadores con una confesión valiente.
Obsérvese la sensible diferencia de su actitud en el primer juicio oral. Allí tampoco se
puede notar ninguna sumisión temerosa. Pero no hay que pasar por alto una cierta reserva
con respecto al supremo tribunal del pueblo. Esta vez los apóstoles ya no someten al juicio
del sanedrín la decisión de si es justo obedecer a los hombres antes que a Dios. Su voz
resuena claramente y sin ninguna reserva en la sala del tribunal: «Es preciso obedecer a
Dios antes que a los hombres.»
No solamente Pedro lo dice así, aunque él es el que habla. Sino que el texto tiene
cuidado en hacer constar: «Pedro y los apóstoles dijeron...» En ellos toda la Iglesia hace
uso de la palabra. Pondérese el peso de estas palabras en esta situación. ¿Quién da a los
apóstoles el derecho de hablar así, la facultad de considerar la orden del sanedrín como
mandamiento humano, de no hacer caso de esta orden? ¿De dónde les viene la seguridad
con que pueden distinguir en qué han de obedecer a Dios antes que a los hombres?
Estas son cuestiones serias. Difícilmente se pueden solventar desde fuera con
argumentos humanos. Concurren dos ámbitos de obligaciones: las leyes de la autoridad
visible y terrena, y las leyes del Espíritu Santo. Este sanedrín como órgano del pueblo
elegido por Dios podía atribuir a la voluntad divina su facultad de gobernar por medio de
honorables tradiciones. Según la manera general de ver de los judíos estos hombres de
Galilea eran sus súbditos. ¿No tenía, pues, derecho a reclamar una obediencia absoluta?
Se podría pensar así. Y en el sanedrín probablemente muchos pensaban así, y por sus
convicciones sinceras no podían pensar de otra manera.
Y sin embargo había llegado la hora en que se dieron a conocer una nueva ordenación,
una ordenación que tenía que chocar con la suprema autoridad judía. El mensaje de Jesús
y el testimonio sobre él después de los sucesos de pentecostés llamaba a los hombres para
que tomasen la decisión de la fe. El sanedrín desoyó la llamada de la fe. El misterio de la
salvación, que de parte de Dios se ofrecía a los hombres en Jesús de Nazaret, ya había
sido rehusado en el proceso contra Jesús por la suprema instancia del pueblo judío. Y
también ahora, cuando los discípulos de este Jesús, con su mensaje, intentan otra vez
anunciar el camino de salvación de Cristo Jesús, tienen que tropezar de nuevo -desde un
punto de vista humano- con la resistencia de los jefes judíos. Se denota una situación
verdaderamente trágica. Siempre vendrá a ser un acontecimiento, en que el llamamiento
viviente de Dios y el testimonio del Espíritu Santo dan con la ambición de poder de una
tradición y organización rígidas, que no tienen intención ni son capaces de oir ni entender
esta llamada. Ésta era la situación en el sanedrín de Jerusalén, cuando Jesús estuvo ante
él y fue condenado. Ahora de nuevo se da la misma situación, ya que el sanedrín reclama
de los apóstoles una obediencia incondicional.
Los apóstoles ciertamente pudieron sentir la alternativa en que se les había puesto. Sin
embargo, ya se han decidido. El encargo de Jesús resucitado se les ha confiado a ellos. El
encargo del que se les ha mostrado vivo y se ha revelado en su misterio divino. El encargo
del que les ha enviado al Espíritu Santo en el día de pentecostés, y desde entonces ha
demostrado su fuerza con señales y prodigios. Como dijo Pedro con tono autoritativo en el
primer juicio oral, ellos no podían dejar de decir lo que habían oído y visto (4,20).
Los apóstoles están ante la suprema autoridad del pueblo judío. Tienen que dar
respuesta. Lo hacen con la conciencia de lo que se les imputa. Su respuesta, tal como está
en el relato de los Hechos de los apóstoles, comprende pocas palabras, pero en cada una
de ellas se contiene una declaración trascendental. Esta respuesta es una confesión,
confesión y testimonio, llamada y promesa. Una apelación promotora de la naciente Iglesia
a la sinagoga recusante.
De nuevo penetra por el recinto, como primer y más importante testimonio, el mensaje
que hasta ahora hemos percibido siempre como la confesión de los apóstoles. El Dios de
nuestros padres resucitó a Jesús. La formulación de esta frase está bien pensada. «El
Dios de nuestros padres», dice conscientemente el apóstol. No quiere hablar como un
forastero, como si estuviera fuera de Israel. No, su Dios también es el Dios de estos
hombres del sanedrín, y así es el Dios de sus padres, el Dios de Israel, el Dios de Abraham,
de Isaac y de Jacob, como lo nombró Pedro ya en su discurso después de la curación del
cojo de nacimiento (3,13). Con esta alusión al «Dios de nuestros padres», Pedro invoca en
cierto modo, toda la historia de la revelación de este Dios como testimonio de su mensaje.
«El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús», así suena el testimonio ante los hombres
del sanedrín, y éstos oyen este mensaje como la confesión convencida de hombres que
están ciertos de lo que dicen. El apóstol recuerda con valentía la sentencia de muerte que
el sanedrín ha dictado contra Jesús, cuando dice: «... a quien vosotros disteis muerte
colgándolo de una cruz». ¿Por qué dice eso? ¿Pretende acusar de asesinato a los
miembros del sanedrín? Ciertamente no lo pretende. Lo que quiere es dar testimonio.
Quiere testificar la gloria con que el Dios de Israel, el Dios de los padres, ha exaltado a este
Jesús a su diestra. Ya sabemos por las declaraciones de los Hechos de los apóstoles que
se han hecho hasta aquí -y esto lo confirman todos los escritos del Nuevo Testamento-,
cuán bien conocían los apóstoles la cruz y muerte de Jesús y cómo hablaban de ella con
profundo respeto. Por encima de la pasión y muerte de Jesús los apóstoles contemplaban
con una emoción todavía mayor la gloria que Jesús había recibido en su resurrección y
ensalzamiento al lado de Dios.
En esta hora memorable Pedro muestra a Jesús de Nazaret a la diestra de Dios como
príncipe y salvador, y así atestigua de él las más altas dignidades, que en el lenguaje del
Antiguo Testamento solamente corresponde a Dios. Este «príncipe y salvador» ha sido
exaltado por Dios, para traer a Israel la salvación que ella espera desde los profetas, y que
incluye en sí la conversión y el perdón de los pecados. En las palabras de Pedro se puede
ver una alusión de profundo sentido, como también la encontramos en Pablo. Cuando
Pedro dice: «... a quien vosotros disteis muerte colgándolo de una cruz» (cf. 10,39), podría
haber pensado en unas palabras del libro del Deuteronomio, en las que se dice: «Cuando
un hombre cometiere delito de muerte, y sentenciado a morir fuese colgado en un patíbulo,
no permanecerá colgado su cadáver en el madero, sino que dentro del mismo día será
sepultado: porque es maldito de Dios el que está colgado del madero» (Dt 21,22s).
El apóstol Pablo ha hecho suyas estas palabras y con una interpretación teológica de la
salvación las ha referido a la muerte de Jesús, cuando dice: «Cristo nos ha rescatado de la
maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros» (Gál 3,13). La misma
orientación se indica también en las palabras de Pedro, cuando describen la muerte de
Jesús en la cruz con estas palabras del Deuteronomio. Lo que en primer lugar aparece
como culpa de Israel y sobre todo del sanedrín, se ha convertido en la felix culpa, en la
culpa dichosa, y, con esta visión profunda de fe, el recuerdo de la muerte de Jesús en la
cruz se convierte espontáneamente en el llamamiento de la gracia al pueblo judío. Y así en
las palabras del apóstol al sanedrín más que una acusación y un reproche, se hace una
advertencia y una promesa. Dios da su Espíritu a todos los que le obedecen. Pero
«obedecer» significa doblegarse a la oferta de Dios en la obra salvadora de Jesús, creer y
confiar en él. Esta fe está asegurada por un doble testimonio, por el testimonio del apóstol y
por el testimonio del Espíritu Santo. Por lo dicho hasta ahora conocemos el sentido de esta
declaración.
En la respuesta de Pedro se describe con pocas palabras la acción salvadora de Dios.
Tres veces se nombra a Dios en el texto: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús... A
éste lo ha exaltado Dios a su diestra como príncipe y salvador... El Espíritu Santo que Dios
ha concedido a los que le obedecen...» Y en esta conciencia se funda la confesión
introductoria: «Es preciso obedecer a Dios ante que a los hombres.» Así pues, en las
palabras de los apóstoles se contiene una justificación y una llamada; una justificación del
mensaje que anuncian en nombre de Jesús, una llamada a los hombres del sanedrín, con
cuya inteligencia y disposición está unida de una forma decisiva la salvación de todo el
pueblo.
¿Cómo acogen esta llamada? Perseveran en su obcecación. Todavía lo hacen más
obstinadamente. Ellos, al oírlos, llenos de rabia, estaban resueltos a acabar con
ellos. Rehúsan comprender a los apóstoles. Se repite lo que también tuvo que
experimentar Jesús. Buscan un medio para desembarazarse de los molestos testigos y
amonestadores. Lo hacen como guardianes de un orden que consideran como ordenación
de Dios, aunque el testimonio revelado de aquel orden -como hasta ahora han expuesto los
Hechos de los apóstoles- ha hecho ver la verdad de los hechos de salvación en Cristo
Jesús, y el derecho de los apóstoles a proclamar su mensaje.
Este sanedrín nos ofrece una escena conmovedora. Actúan todas las pasiones y
debilidades humanas, antes en la condenación de Jesús y ahora también en la persecución
de sus apóstoles. ¿Podemos acusar y condenar? ¿Dónde está el principio y el límite de la
culpa y de la responsabilidad? ¿Tenía que suceder todo como sucedió? ¿Estaba todo
decretado por Dios? El apóstol san Pablo en la epístola a los romanos procuró dar
respuesta a esta pregunta con una visión profunda de la historia de la salvación (Rom
9-11). Pero al final tiene que confesar humildemente: «¡Oh profundidad de la riqueza, y de
la sabiduría, y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones, y qué
inexplorables sus caminos!» (Rom 11,33).
Jesús resucitado vela por sus testigos. La obra de éstos todavía no está concluida.
Todavía no había llegado su hora, se podría decir usando el lenguaje del Evangelio de san
Juan (Jn 7,30; 8,20). El Espíritu Santo también dirige las cosas en esta hora tan crítica para
la Iglesia, como nos lo muestra la actuación del fariseo Gamaliel. Era un teólogo y doctor
de
la ley, que gozaba de gran prestigio. Así lo testifican también los escritos del judaísmo
rabínico, que conservamos en el llamado Talmud. Para los Hechos de los apóstoles este
hombre también tiene un especial interés, porque el apóstol san Pablo en una hora
amenazadora se ha referido a él ante el pueblo judío irritado, cuando dijo: «Yo soy judío,
nacido en Tarso de Cilicia, pero educado en esta ciudad, en la escuela de Gamaliel,
instruido cuidadosamente en la ley patria, lleno de celo por la causa de Dios» (22,3).
Se nos presenta a Gamaliel como fariseo. Se hace esta presentación con especial
cuidado. Leyendo los Hechos de los apóstoles se recibe la impresión de que el grupo
fariseo en Jerusalén no tomó contra los discípulos de Jesús una actitud tan hostil y fanática
como los saduceos y la autoridad sacerdotal del templo. Léase el relato sobre el juicio oral
de Pablo ante el sanedrín (23,1ss). Incluso ante la enemistad del partido sacerdotal, Pablo
pudo ganarse la simpatía de los fariseos y provocar en favor suyo una escisión en la
suprema autoridad del judaísmo. Siempre se nos advierte que no podemos transferir la
actitud hostil de grupos particulares a todo el pueblo judío.
¿Qué pensamientos e intenciones mueven a Gamaliel? Conoce el partido de los
saduceos guiado por la ambición de poder externo. Ha presenciado su manera de proceder
en el proceso contra Jesús. Porque es de suponer que Gamaliel también asistió a las
funestas sesiones de dicho proceso. También pertenecían al sanedrín hombres como
Nicodemo (Jn 3,1; 7,50) y José de Arimatea (23,50s). Gamaliel era muy consciente de la
injusticia que se hizo a Jesús. Quiere evitar una nueva injusticia.
Se denota una profunda visión religiosa de la cosas en las palabras del escriba. Una
observación e interpretación madura y atenta de las cosas y acontecimientos en la historia
de su pueblo. Era un tiempo cargado de tensión para este pueblo. ¿Qué podía sentir un
sincero investigador como Gamaliel? El dominio extranjero hacía muchas decenas de años
que se había establecido en el país. El deseo de libertad e independencia hizo que la
expectación mesiánica, que se arraigaba profundamente en los escritos sagrados, estallara
apasionadamente en las tentativas de rebelión, de las que informa el historiador judío
Flavio Josefo. Si leemos atentamente los Evangelios, también encontramos en ellos esta
agitación política del judaísmo como fondo de la vida de Jesús. Sabemos cómo incluso los
discípulos del Señor estuvieron dominados por las ideas de los movimientos mesiánicos
que ardían sin llama en todo el pueblo.
Gamaliel cita dos ejemplos. Dejamos aparte la pregunta que hace la investigación
exegética, a saber, cómo este relato puede conciliarse con los datos de Flavio Josefo. Se
admite la posibilidad de que san Lucas al referir de un modo literario las palabras de
Gamaliel haya ordenado los dos acontecimientos de una forma libre. Sin duda se trata de
datos históricos atestiguados. El movimiento que ha suscitado Judas Galileo muestra
también su supervivencia ya en tiempo de Jesús y más tarde en el partido de los llamados
zelotas. Pero no se logró el éxito que prometían las tentativas de rebelión, las cuales
indujeron a la potencia ocupante a tener todavía mayor vigilancia y severidad. En el
Evangelio de san Lucas leemos un ejemplo de este resultado de las intentonas, cuando se
informa de los «galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de los sacrificios que
ellos ofrecían» (Lc 13,1ss).
Con esta frase concluye de una forma patente la primera serie de relatos de los Hechos
de los apóstoles. Se trataba de la comunidad madre de Jerusalén, de su principio y de su
camino saturado de Espíritu, de su florecimiento y desarrollo dentro de las leyes judías,
también de su lucha y su victoria ante las amenazas provenientes de fuera y de dentro.
Los apóstoles sin turbarse llevan el testimonio a los hombres, no solamente en el recinto
del templo, sino también en las casas. Y parece que después de las primeras infructuosas
tentativas de opresión se dejó en paz a los apóstoles durante algún tiempo, como puede
deducirse de una noticia que se da en 8,1.
«Y no cesaban de enseñar... todos los días, en el templo y por las casas.» En estas
palabras se contiene un profundo sentido. En ellas se indican el sentido y la intención de la
Iglesia. En las escenas que hemos visto hasta ahora hemos presenciado los primeros días.
Los apóstoles todavía enseñan en el templo y en las casas de esta ciudad marcada de una
forma única por la historia de la salvación. Pero el campo de la Iglesia pronto se extenderá
y ampliará. Se desborda más allá de la estrechez externa e interna. Abarcará «Judea y
Samaría», y pronto se formará en Siria un importante centro, desde el que se abrirán y
prepararán los caminos hacia la misión «hasta los confines de la tierra» (1,8). Las fronteras
exteriores pueden modificarse, el mundo externo puede cambiarse, pero siempre podrá
decirse de la Iglesia lo que aquí se dice de los apóstoles de la comunidad madre: «Y no
cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio de Cristo Jesús, todos los días, en el templo y
por las casas.»
(_MENSAJE/05-1.Págs. 123-151)
BIBLIA NT HECHOS 6 (6,1-15) ELECCIÓN DE LOS SIETE
MATERIA: EL N. T. Y SU MENSAJE: LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES (6)
·KURZINGER-JOSEF
Parte segunda
DESARROLLO DE LA IGLESIA:
DE JERUSALÉN A ANTIOQUÍA
6,1-12,25
1. ELECCIÓN Y ENCARGO
(Hch/06/01-07).
1 Por aquellos días, habiendo aumentado el número de los
discípulos, hubo murmuración de los helenistas contra los hebreos,
porque eran desatendidas sus viudas en la asistencia cotidiana. 2
Convocaron, pues, los doce la asamblea de los discípulos y les
dijeron: No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios
para servir a las mesas. 3 Hermanos, buscad de entre vosotros siete
hombres de buena reputación, llenos de espíritu y de sabiduría, a los
cuales pondremos al frente de este menester. 4 Nosotros, en cambio,
nos consagraremos a la oración y al ministerio de la palabra.
El principio de una nueva sección se indica con el giro «por aquellos días» y por el hecho
de designar a los fieles tal como no se les había designado hasta ahora, es decir, como
«discípulos». También la imagen de la comunidad aparece más movida que hasta ahora, y
con tensiones. Todavía estamos en la época inicial judeocristiana de la Iglesia. Esta
todavía vive en estrecha solidaridad con el judaísmo no cristiano. Pero aparece muy claro
en nuestro relato que la Iglesia al mismo tiempo reúne a los fieles por sí misma y los cuida.
Porque la dificultad, de la que se habla, crece en el ámbito propio de la comunidad
cristiana. Da motivo para ello el cuidado caritativo de los necesitados. Así tenemos que
interpretar la expresión de la «asistencia cotidiana» en 6,1 y la alusión a las «viudas».
Ya desde los días de Jesús la caridad forma parte de la obra de los discípulos, de la
esencia y de la misión de la Iglesia. Porque el mandamiento fundamental del amor fraterno
logra su expresión visible en la caridad. Pero el cumplimiento del encargo de la caridad
tropezará de suyo con el egoísmo y la rivalidad de los hombres. ¿Dónde está la persona o
la institución que no tienen que experimentar, con su leal saber y querer, que difícilmente
se
pueden apreciar en lo justo todos los deseos y expectativas? Los pobres pueden llegar a
ser susceptibles y con facilidad pueden ser exigentes. Especialmente cuando el cálculo
envidioso se une con la sensibilidad de grupos, que ya de suyo están entre sí en relaciones
tensas.
Así parece haber sucedido en la comunidad de Jerusalén. Tenemos noticia de los
helenistas y de los hebreos. Ambos grupos son israelitas. Pero el lenguaje y la forma de
vida los diferencian. En fin de cuentas con la palabra «helenistas» se alude a los judíos que
se formaron con una estrecha vinculación a la cultura helenística. Ya sea que procedieran
de la diáspora judía diseminada por todo el mundo mediterráneo, ya sea que vivieran en
aquellos territorios de Palestina o alrededor de Palestina en los cuales, desde la expansión
de la cultura helenística bajo Alejandro Magno, predominaban la lengua griega y la manera
de vivir de los griegos. Eran helenistas Bernabé, que, según 4,36, era natural de Chipre, y
también Saulo o Pablo de Tarso de Cilicia, aunque la pertenencia a un grupo determinado
no parece haberse regulado solamente por el lenguaje y el origen. Sin embargo, no sin
razón la voz de Jesús habló a Saulo en el acontecimiento de Damasco «en lengua hebrea»
(26,14).
Al fin y al cabo con la palabra hebreos se alude a los judíos del país que hablaban
«hebreo», es decir (de acuerdo con la evolución de las cosas) arameo, y que
probablemente al principio formaban el grupo principal en la comunidad judeocristiana de
la
Iglesia. Se tiene la impresión de que era propia de estos «hebreos» una vinculación más
fuerte a la tradición judía, de tal forma que se les puede considerar como la dirección más
conservadora ante la manera progresiva y sensible de los helenistas, que en breve tiempo
fueron los que dirigían y determinaban en la comunidad. Para nosotros tales observaciones
son instructivas en el cuadro de la Iglesia naciente. Nos muestran cómo la Iglesia está
metida en las tensiones que resultan de las diferencias entre los hombres y entre los
grupos humanos, y que impulsan siempre a la Iglesia a no arraigarse en la índole de un
grupo y a no volverse rígida en ella.
Los apóstoles descubrieron la dificultad, pero también se dieron cuenta de las
limitaciones de sus propias posibilidades. Parece que hasta entonces desempeñaron
personalmente el servicio caritativo de cuidar de los pobres. Pero notaron, cada vez más,
las tensiones a que se llegó, al realizar su propia misión, por el esfuerzo activo que
requerían tales tareas. La verdadera y esencial misión de los apóstoles está descrita
claramente en nuestro texto. «No está bien que nosotros abandonemos la palabra de
Dios», dicen en primer lugar los apóstoles. Y poco después describen lo que es esencial de
su vocación, cuando explican lo que van a hacer: «Nosotros, en cambio, nos
consagraremos a la oración y al ministerio de la palabra.» Ciertamente no menosprecian las
obras de caridad, pero conocen el distinto rango de las obligaciones, el sentido más
indicado de la misión que recibieron del Señor resucitado.
La palabra de Dios les está confiada a ellos. Es una carga y responsabilidad santas.
«Seréis testigos míos» (1,8): este testamento del Señor no es echado al olvido. «¡Y ay de
mí si no anuncio el Evangelio!» (lCor 9,16). Y en la misma epístola hace ver hasta dónde
llega esta prioridad de anunciar el Evangelio: «No me envió (Cristo) a bautizar, sino a
evangelizar» (lCor 1,17). Del «ministerio de la palabra» forma parte, como tarea
igualmente
importante de los apóstoles, la oración. Con esta palabra no se alude solamente a la
plegaria personal, como Jesús la ha vivido durante su vida mortal y la ha encarecido con
insistencia a sus discípulos51, sino también y sobre todo al ministerio de la oración en la
comunidad y con la comunidad. La proclamación de la palabra de Dios y la plegaria
litúrgica
están, pues, ante los apóstoles como la tarea esencial, y estimulan a desembarazarse de
todo lo que podría oponerse al pleno cumplimiento de esta vocación suya.
En las palabras de los apóstoles se da una seria orientación, un orden para toda clase de
servicios sacerdotales y eclesiásticos. ¡Cuán fácilmente se cubre lo que es esencial en este
servicio y se tapa con cosas de segunda o de última categoría! Es cierto que cada una de
las situaciones no es igual a las otras. No siempre será fácil ver y salvaguardar lo que es
esencial, cuando nos instan las cuestiones y las exigencias de la vida de cada día, así
como las opiniones y los proyectos. Eso también lo vemos en Pablo, cuando trabajaba
haciendo «tiendas de campaña» (18,3), para ganarse la manutención para sí y para sus
compañeros (20,33s). Y cuando habla de «lo que pesa sobre mí cada día» y de la
«preocupación por todas las Iglesias» (2Cor 11,28), también indica las múltiples cosas que
podían preocuparle.
Cuando los apóstoles se esfuerzan por conseguir lo principal, no pasan por alto la
realización de las obras de caridad. Quieren tener colaboradores y ayudantes. Ello era una
conclusión de importancia decisiva. Juntamente con toda la comunidad dan cumplimiento
al
encargo. Los «doce» -aquí se tiene cuidado en nombrarlos así- conocen bien su cargo y el
derecho, vinculado a este cargo, de guiar y decidir. Pero también saben que la comunidad
es digna y responsable. Desde un principio procuran no causar en los demás la impresión
que fácilmente se produce, como si la Iglesia sólo fuese de la incumbencia de los que están
encargados de su dirección. La expresión en boga de la «Iglesia clericalizada» indica una
evolución perniciosa, que la Iglesia siempre tiene que rehuir en la renovación de sí misma.
Cuando los apóstoles requieren una especial aptitud en los que han de ser elegidos, les
mueve aquella solicitud de la que está llena la Iglesia en todos los tiempos, cuando nombra
a hombres escogidos entre los hombres para la obra del santo ministerio. Quien conoce las
cartas a Timoteo y a Tito sobre las exigencias que se tienen con los aspirantes a cargos
eclesiásticos, tanto si se trata de obispos y presbíteros o de diáconos52. El texto dice que
los aspirantes han de tener «buena reputación», y con estas palabras el texto se refiere al
prestigio y al buen nombre. Pero al mismo tiempo deben estar «llenos de espíritu y de
sabiduría». El ministerio en beneficio de la Iglesia no solamente requiere inteligencia y
talento naturales, sino aquella sabiduría que en lo más profundo fluye del misterio del
Espíritu Santo.
La comunidad debe elegir entre sus miembros a siete hombres. ¿Por qué precisamente
siete? El número se ha convertido en un concepto. Eso lo vemos en 21,8 cuando se
presenta a «Felipe el evangelista» como «uno de los siete». Así pues, el número siete tiene
un significado parecido al número doce. En el mundo antiguo ambos números tenían un
aspecto especial. En la Biblia vemos que los siete son un símbolo misterioso, empezando
por la semana de siete días en la historia de la creación hasta las series entrelazadas de
siete miembros en el Apocalipsis.
...............
51. Cf. Lc 11,5ss; 18,125.
52. Cf. 1Tm 3,1ss; Tt 1,5ss.
...............
El texto griego tampoco es susceptible de una sola interpretación, pero se puede concluir
que fueron los apóstoles quienes impusieron las manos a los elegidos por la comunidad.
Porque los apóstoles dijeron antes de la elección: «Buscad de entre vosotros siete
hombres... a los cuales pondremos al frente de este menester» (6,3). Aparece una ley de
orden eclesiástico. Los apóstoles reciben de Cristo el Señor la misión y la autoridad, a partir
de ellos continúan el encargo y el poder, que desde entonces se seguirán transmitiendo
con una sucesión sin fin, hasta que la Iglesia reciba la última perfección del reino de Dios.
La Iglesia, como dice san Pablo, está «edificada sobre el fundamento de los apóstoles y
profetas, siendo piedra angular Cristo Jesús, en el cual toda construcción bien ajustada
crece hasta formar un templo santo en el Señor» (Ef 2,20).
Hay una ley fundamental que penetra todo el orden visible de la Iglesia, a saber, que la
obra invisible del Espíritu Santo se conecta con las formas e instituciones externas, que se
apoyan en la base de los apóstoles. Con esta ley no se debe encadenar el libre gobierno
del Espíritu. Quien piensa en la vocación de san Pablo, cae en la cuenta de que la
transferencia del cargo no está rígidamente vinculada a la regla de la transmisión de
persona a persona; pero ya los primeros testimonios de la tradición nos muestran la
solicitud de la Iglesia por hacer llegar los poderes eclesiásticos en una línea ininterrumpida
hasta la misión apostólica.
MANOS/IMPONER:Con la oración y la imposición de manos los apóstoles encargan a
los siete elegidos por la comunidad el ministerio en favor de la Iglesia. ¿Podemos ver en
ello la administración del sacramento del orden? O bien ¿retenemos este planteamiento del
problema y nos contentamos con hacer constar que sin duda los que así fueron encargados
se sintieron con poder y autoridad para ejercer su ministerio? La imposición de las manos
es una forma primitiva de comunicar una fuerza y poder especiales. Moisés hubo de
imponer las manos sobre Josué (Núm 27,18). Se hace notar la decisión tomada por Dios:
«Y le darás tus órdenes públicamente, y una parte de tu autoridad, a fin de que le obedezca
toda la congregación de los hijos de Israel» (Núm 27,20).
El Deuteronomio relaciona con esta imposición de manos la posesión del espíritu de que
gozaba Josué, cuando dice: «Y Josué, hijo de Nun, estaba lleno de espíritu de sabiduría,
porque Moisés le había impuesto las manos» (Dt 34,9). También los maestros de las
escuelas rabínicas se servían de la imposición de manos para transmitir el poder al
discípulo. Pero sobre todo por el Evangelio conocemos el poder misterioso de las manos de
Jesús, cuando el príncipe de la sinagoga, Jairo, ruega al Señor por su hija: «Mi hijita se
está muriendo: ven a imponer tus manos sobre ella, para que sane y viva» (Mc 5,23).
Siempre se informa de esta mano curativa del Señor, la cual el ora extendía, ora imponía, o
con ella tan sólo tocaba a los enfermos para conjurar el poder de la enfermedad. Jesús
también se servía de otros signos expresivos, aunque también tenía facultad para curar con
una sola palabra.
Los Hechos de los apóstoles nos dan testimonio de la imposición de las manos, sobre
todo en la curación de los enfermos 55, pero también en la concesión del Espíritu 56 y,
como en este pasaje, en la misión y transferencia de un cargo 57. No solamente se veía un
símbolo externo en este empleo de las manos, sino que a este uso se vinculaba también la
fe de que por medio de este signo externo de acuerdo con la naturaleza corpórea-espiritual
del hombre también se comunica la invisible fuerza del Espíritu. No sin razón se dice en
este pasaje que los apóstoles impusieron las manos a los siete después de haber orado, y
así los introdujeron en la tarea asignada a los siete y al mismo tiempo los proveyeron para
que pudieran desempeñar su tarea. Con tales apreciaciones nos ponemos en contacto con
el misterioso orden sacramental, con el orden en que se denota según el modelo y voluntad
de Cristo la índole visible e invisible de la Iglesia, como lo vemos de una forma ejemplar y
fundamental en la administración del bautismo.
Antes de presentar escenas particulares de la actuación de los siete, san Lucas resume
de nuevo en un relato sumario, de acuerdo con su modo de exponer, la escena de la
Iglesia, y otra vez caracteriza su ulterior avance viCtorioso. Con el nombramiento de los
siete se vence de nuevo, bajo la dirección del Espíritu Santo, una situación recelosa de la
Iglesia, y queda libre el camino para un desarrollo potente y pacífico.
Con especial interés se advierte que entre los recién convertidos también había muchos
sacerdotes judíos. Jesús ya había tenido partidarios entre los dirigentes del pueblo, por lo
cual el evangelista tuvo que observar: «Por causa de los fariseos, no lo confesaban, para
no ser echados de la sinagoga. Es que amaban más la gloria de los hombres que la gloria
de Dios» (Jn 12,42s). Podemos suponer que los sacerdotes que se habían hecho cristianos
aún seguían desempeñando su oficio en los diferentes servicios del templo. Aunque la
comunidad de Jesús estaba estrictamente ligada a la sinagoga, la gradual incorporación de
sacerdotes hacía visible, con claridad creciente, el desarrollo autónomo de la Iglesia.
...............
55. 5,12; 9,12; 28,8.
56. 8,17ss; 19,6.
57. Cf. 13,3; 14,23.
..................................
2. ESTEBAN (6,8-8,3).
Así como el apóstol Pedro estuvo y actuó en la comunidad que hasta entonces se había
ido formando, así ahora, de entre el grupo de los siete, Esteban pasa al primer término de
la narración, y los informes que de él se dan nos recuerdan en muchos aspectos la figura
del apóstol. Así como se hacen resaltar los «prodigios y señales» de los apóstoles (2,43,
5,12), así se realzan también los de Esteban y más tarde los de Felipe (8,6). Poseía gracia
y poder, y con estas palabras se describe la abundancia de los dones del Espíritu, con los
cuales la primera Iglesia podía acreditarse de ser la obra de salvación promovida por Dios.
Pero además de este testimonio de los «prodigios y señales» también se utilizó la palabra
llena de Espíritu, con que Esteban se dirigió a aquellos grupos del judaísmo, a quienes al
fin y al cabo hasta entonces no se les había hablado de una forma tan inmediata: a los
judíos helenistas. Ya vimos antes representados en la comunidad al grupo helenista, y de
este grupo salieron las quejas por el abandono de sus viudas. Pero desde que junto a los
doce apóstoles se colocaron helenistas con especiales atribuciones, parece que se haya
iniciado un intercambio de ideas muy animado dentro de los grupos helenistas.
La organización regional de estos grupos y sus actos de culto en sinagogas propias ya
muestran exteriormente que dichos grupos no eran de la misma clase que el hebraísmo
nacional. La existencia de los helenistas también la conocemos por testimonios no
contenidos en la Biblia. La diferencia de lenguaje era una razón importante de esta propia
vida religiosa, pero el pensamiento teológico también parece haber tenido un cuño especial.
El encuentro con la ideología y la cultura helenísticas sin duda ha hecho que estos
hombres fueran más susceptibles y también tuvieran más emociones espirituales que los
«hebreos» nacionales. Esto también lo percibimos en las controversias que el helenista
Esteban hubo de tener con ellos.
Pero con esta noticia también se indica una etapa especial de la evolución de la Iglesia.
Se inicia la discusión teológica del mensaje cristiano de salvación. Por el testimonio de los
apóstoles, por la proclamación de la conformidad de los acontecimientos de la salvación
con la Escritura crece en el encuentro más íntimo con el helenismo el esfuerzo por
profundizar más en el misterio de la revelación de Cristo y por insertarlo en los más
amplios
contextos de la historia de la salvación. Un ejemplo de ello nos lo da el gran discurso de
Esteban ante el sanedrín en el capítulo siguiente. Pero los Hechos de los apóstoles de
nuevo indican con especial energía la verdadera fuerza de la primera Iglesia, cuando
hablan de la victoria de la sabiduría y del espíritu con que Esteban anuncia y apoya con
razones la verdad del mensaje de Cristo.
Hch/06/15
Es una escena cautivadora. Esteban está en medio del supremo tribunal judío. Sobre él
recaen las acusaciones más graves que podían hacerse contra un judío. Una multitud
azuzada le ha arrastrado ante este tribunal. Ante el tribunal que había condenado a Jesús y
ante el que estuvieron no hace mucho los apóstoles y fueron castigados con azotes. ¿Qué
pretenden los hombres de este tribunal? La mayor parte de ellos abrigan sentimientos
hostiles. Y todos ellos están atónitos ante el acusado. Un fulgor resplandece en su rostro.
Vieron su rostro como el rostro de un ángel. ¿Fue realmente así? O bien ¿interesa al
autor del relato poner desde un principio al héroe de la narración a la luz de lo prodigioso?
Conocemos el carácter exagerado de las piadosas leyendas, que tienden a sacar un
suceso, en cuanto sea posible, del ambiente usual de la vida cotidiana y producir así en el
lector asombro y admiración.
No tenemos ningún motivo apremiante para dudar de la verdad de lo que se declara en el
texto. Sin embargo podemos suponer que el joven Saulo también presenció la escena o por
lo menos la pudo llegar a conocer como fidedigna, y Lucas recibió por medio de él
información verídica. ¿Por qué no había de ser posible que un hombre como Esteban, tan
saturado del misterio del Espíritu divino fuese iluminado por una luz inusitada, que
reflejase
el esplendor brillante de Dios? ¿No descendió también el día de pentecostés un fuego
que impresionó visiblemente a los fieles (2,3)? ¿Y no apareció también en la
transfiguración
de Jesús un indescriptible resplandor (Lc 9,29)? ¿Y no tenemos derecho a imaginarnos a
Jesús resucitado con el fulgor de una luz sobrenatural, aunque él lo pudiera reprimir cuando
le conviniera? ¿No fue Saulo cerca de Damasco envuelto por un resplandor, desde el cual
le habló el Señor? 59.
Este rostro resplandeciente de Esteban pareció ser una señal. Una señal para este
sanedrín, pero también una señal para la Iglesia amenazada, que en su tribulación tenía
necesidad de tales signos. Quizás entonces el joven Saulo -aunque aún seguía el camino
de la persecución- ya fue inducido a las ideas conmovedoras con las que en la segunda
carta a los Corintios (2Cor 3,7ss) describe la excelencia del ministerio apostólico? Esteban
recuerda a Moisés, cuyo «servicio... fue glorioso, de suerte que los hijos de Israel no
podían fijar la vista en el rostro de Moisés, a causa de la gloria de su rostro» (cf. Ex
34,29ss). Sin embargo, san Pablo cuando habla del ministerio apostólico del Nuevo
Testamento, dice que «lo que entonces fue glorificado, no quedó glorificado a este
respecto, comparado con esta gloria tan extraordinaria. Y si lo que era perecedero se
manifestó mediante gloria, ¡con cuánta más razón se manifestará en gloria lo que es
permanente!» (2Cor 3,10s).
...............
59. 9,3; 22,6; 26,13.
(_MENSAJE/05-1.Págs. 153-173)
ESTEBAN
Hch/07/01-16
1 Dijo el sumo sacerdote: «¿Es esto así?» 2a Y él dijo: «Hermanos y
padres, oíd!»
Tenemos ante nosotros el discurso exteriormente más extenso de los Hechos de los
apóstoles. También por su contenido es el más peculiar de este libro. Por lo que se refiere al
contenido le sigue inmediatamente la exposición histórica de la salvación, con la que Pablo
empezó su discurso misional en Antioquía de Pisidia (13,16ss). ¿Cómo hemos de entender
el discurso de Esteban? ¿Se acomoda propiamente a la situación, a la que está vinculado?
¿Es una respuesta a la pregunta del sumo sacerdote? Incluso se podría preguntar si
propiamente es el discurso de un cristiano o más bien la exposición que un judío presenta
de la historia de la salvación. En su contenido se nombra a Jesús una sola vez hacia el fin,
aunque sin dar el nombre, cuando se dice: «Incluso dieron muerte a los que preanunciaban
la venida del Justo, de quien vosotros ahora os habéis hecho traidores y asesinos» (7,52). Y
sin embargo en la base más profunda de los pensamientos todo el
discurso se refiere a Jesús.
Se habla detenidamente del camino del judaísmo a través del tiempo pretérito del Antiguo
Testamento. Este tema debe hacer que aparezca la constante conducción del pueblo
elegido por las órdenes de la voluntad de Dios, como en primer lugar se puede reconocer
concretamente en Ahraham. Abraham es la gran figura de la salvación en la antigüedad.
Junto a Abraham se coloca Moisés como la segunda gran figura del discurso. Moisés
también está delineado de tal forma que en él aparezcan líneas que conducen a la
presencia de la salvación en Cristo. Todas las consideraciones históricas, que se sirven del
texto del Antiguo Testamento, se pueden compendiar propiamente en las preguntas: ¿Qué
hizo Dios? ¿Qué hicieron los hombres?
Con esta exposición Esteban también da respuesta mediata a la acusación que hay
contra él, o sea, que profiere «palabras injuriosas contra Moisés y contra Dios». Por eso,
Esteban desea aclarar su manera de entender las leyes mosaicas dejando hablar a la
misma historia. Igualmente importante es para Esteban dilucidar la cuestión sobre la
validez
del templo con el testimonio de la revelación del Antiguo Testamento.
Todo el discurso está imbuido del profundo respeto ante la acción de Dios en el hombre,
y del conocimiento de que toda la revelación y todas las órdenes de Dios que habían sido
dadas hasta entonces, eran hechos preparatorios, referidos a la venida del Justo. Pero
junto a esta visión respetuosa se desliza con una gravedad creciente la queja dolorosa por
la incomprensión y desacato del pueblo judío ante cualquier dirección y orden de Dios. La
respuesta del acusado se convierte así espontáneamente en acusación contra los jueces, a
quienes se reprocha la traición y el homicidio del Justo.
Procuremos reflexionar sobre las distintas declaraciones del discurso. No pasemos
tampoco por alto el tratamiento con que Esteban por fidelidad y profundo respeto a su
pueblo se dirige a sus jueces y acusadores llamándoles hermanos y padres. Esteban
también en esta hora conoce la trabazón que tiene con ellos, y que asciende a los
patriarcas comunes y tiene marcado el cuño de la común, larga y variable historia de Israel.
Este tratamiento pronunciado por labios del acusado suena con un acento más conmovido,
porque con el deseo de la común esperanza de la salvación tiene que oponerse
dolorosamente a quienes puede llamar «hermanos», y a los respetables personajes que
constituyen el sanedrín, a los que todavía contempla ante sí como «padres». «Oíd», les
dice. Es un llamamiento que no va dirigido a la salvación del acusado, sino a la salvación
del acusador.
Empieza otra época de la historia judía, que también es mostrada como historia de Dios.
Dios estaba con él: sobre estas palabras recae un acento especial. José, hijo de Jacob,
está en el punto central de los acontecimientos. Ya desde los conocimientos de la Biblia
adquiridos en la escuela primaria conocemos su ruta particular. Sabemos cómo fue salvado
de la propia tribulación y cómo ascendió hasta llegar a ser el salvador no sólo de Egipto,
sino también de quienes en otro tiempo quisieron perderlo a él, es decir, de sus propios
hermanos. Por un destino especial José se convierte en el fundador del pueblo de Dios,
que se congregó en Egipto en torno de Jacob en número de setenta y cinco personas. Sin
que se diga nada, se nota la referencia velada al nuevo pueblo de Dios, llamado por Jesús.
José fue vendido y entregado por sus hermanos. No obstante Dios lo ha exaltado y ha
hecho que viniera a ser el salvador de los que le habían abandonado.
Acuden a nuestra mente los pensamientos contenidos en los discursos del apóstol que
se leen en capítulos anteriores y nos ayudan a contemplar e interpretar estos cuadros del
Antiguo Testamento con los ojos del discípulo de Cristo. ¿Hay quizás también un rasgo
latente en la notificación de que José se dio a conocer en el segundo encuentro con sus
hermanos? ¿Debe esto recordar que Jesús se revelará en su gloria en su segunda venida
al mundo? O bien ¿nos basta para la intención de este discurso que saquemos de aquí el
conocimiento de que en todas las situaciones de la historia que parecen insolubles, y en
todas las situaciones de la vida particular de cada uno sólo Dios dirige por los caminos de
tal modo que éstos conduzcan a la salvación? ¿Qué es lo que la historia de José debía dar
a conocer al sanedrín? Esta historia era conocida del sanedrín desde hacía mucho tiempo.
¿Le debía hacer consciente de que tiene que estar dispuesto a esperar de Dios también
ahora un salvador en la angustia del pueblo judío? ¿Podían los jefes judíos entender así
las palabras de Esteban? O bien la historia de José ¿tiene en la estructura del discurso
sobre todo la tendencia a orientar hacia los sucesos muchos mayores y más importantes
que están vinculados a la figura de Moisés?
........................
Hch/07/17-50
Por los textos del libro del Éxodo, el sanedrín conocía bien lo que Esteban cuenta de
Moisés (Ex 2,12-14). ¿Por qué, pues, Esteban lo explica? Esta explicación ¿tiene algo que
ver con la acusación que se hace contra Esteban? No tiene nada que ver de una manera
inmediata. Y sin embargo hay algo que tiene que hacer aguzar los oídos de los jueces ante
los cuales está Esteban. Hay una frase en el discurso, en torno de la cual gira todo lo
demás. Moisés «pensaba que sus hermanos comprenderían que Dios los iba a salvar por
medio de él; pero ellos no lo comprendieron». Moisés pensaba que sus hermanos verían en
él al salvador de su pueblo. Se tiene cuidado en decir «sus hermanos». Moisés viene a
ellos como uno de ellos y procura ayudarles. La incomprensión le impulsa a huir al
extranjero.
Estas escenas del tiempo más angustioso de Israel obligaban al sanedrín a reflexionar
atentamente. ¿No tenían que reconocer también a este acusado la prerrogativa de ser
guiado por un encargo de Dios? ¿No tenían que pensar en el consejo de Gamaliel, que
indujo a este mismo sanedrín a renunciar a la persecución de los apóstoles (5 ,3 4)? Pero
¿no percibimos también en esta imagen de Moisés, aunque sea otra vez de una forma
velada, el testimonio del otro Salvador del pueblo? Las correspondencias con Jesús casi se
imponen. ¿No tenemos que suponer que Esteban quería decir propiamente «Jesús»,
cuando hablaba de «Moisés»?
Jesús, que había venido a salvar a sus «hermanos», ¿no tenía que sufrir la
incomprensión y hostilidad de éstos? Conocemos bastantes escenas del Evangelio.
Pensemos en los nazarenos, que, enfurecidos por la predicación salvadora de Jesús, le
arrojaron de la ciudad y le quisieron despeñar desde la cima del monte, como lo describe
san Lucas (Lc 4,28s). Se nos recuerda a los escribas y fariseos y a su pregunta maliciosa:
«¿Quién es este que está diciendo blasfemias?» (Lc 5,21). ¿Y no tuvo Jesús que
sustraerse con bastante frecuencia de las acometidas de sus «hermanos» por medio de la
huida, como le pasó a Moisés?
Conocemos la historia de la zarza ardiente. ¿Por qué le cuenta Esteban a este sanedrín,
que tan bien la conocía? Así podríamos preguntarnos de nuevo. En estas palabras se
patentiza un profundísimo respeto a Moisés. Esteban conoce el misterio divino que salió al
encuentro de Moisés. Conoce la misión que se le había encomendado. ¿Seguía entonces
en pie la acusación? ¿Cómo podía ser capaz de «proferir palabras injuriosas contra Moisés
y contra Dios»? En estos versículos acerca de Moisés ¿podemos ver también latentes
referencias a aquel cuya actuación también comenzó en el desierto? ¿No resonó también
sobre Jesús la voz del Señor, cuando se preparaba para la obra de la liberación de su
pueblo? Jesús pudo percibir la revelación y la elección de Dios: «Tú eres mi Hijo amado,
en
ti me he complacido» (Lc 3,22). Así pues, tiene lugar un misterioso encuentro con Dios al
principio de la actividad de los dos salvadores y parece que el discurso de Esteban haya
tenido conscientemente ante su mirada esta semejanza.
En estos versículos que constituyen el punto culminante del testimonio sobre Moisés, con
fundada razón se ha visto un himno, en que, con forma elevada, se declara la grandeza de
Moisés. Con estos párrafos Esteban rechaza de una manera muy impresionante la
acusación de que él ha blasfemado «contra Moisés y contra Dios». Porque sus palabras
son una adhesión emocionada al «príncipe y libertador» del pueblo judío. Esteban ve en
Moisés al que fue llamado por Dios mediante un ángel. Conoce el poder milagroso de
Moisés en la salida de Israel de Egipto, conoce su don de profecía, con el que
contemplando el tiempo futuro habló de aquel otro profeta que Dios haría surgir. Esteban
recuerda la mediación de Moisés en los grandes días del Sinaí, y la legislación, que desde
entonces quedó vinculada inseparablemente en el judaísmo al nombre de Moisés. Aquel a
quien se había acusado como enemigo de las leyes mosaicas (6,14), tributa a la ley, que
tiene su origen en Moisés, el mayor reconocimiento, cuando dice que él «recibió palabras
de vida para comunicároslas a vosotros».
Al caracterizar la ley como «palabras de vida», Esteban recurre a lo que leemos en el
Levítico como orden del Señor a Moisés: «Guardad mis leyes y mandamientos; porque el
hombre que los practique, hallará vida en ellos» (Lev 18,5). Pensamos en las palabras que
Jesús dijo al que le preguntó: «¿Qué haría yo de bueno para poseer vida eterna?» ¿Qué le
contestó Jesús? «Si quieres entrar en la vida, observa los mandamientos.» Y Jesús le
enumeró los mandamientos, que conocemos por la ley de Moisés (Mt 19,17ss). Pero en el
entretanto podríamos preguntarnos si con esta enumeración no se ha abierto una
divergencia con lo que san Pablo dice en las epístolas a los Gálatas y a los Romanos.
Conocemos sus vigorosos criterios. «La ley intervino para que se multiplicaran las faltas»,
escribe san Pablo en la carta a los Romanos (Rom 5,20). Y antes ya ha dicho: «Por las
obras de la ley, nadie será justificado ante él» (Rom 3,20). El que lee el cap. 7 de la carta a
los Romanos, podría estremecerse por las duras palabras con que el Apóstol habla de la
ley. En vano se buscará en san Pablo una declaración que designe la ley como «palabras
de vida». Y sin embargo, también san Pablo conoce el valor interno de la ley. En la epístola
a los Romanos 7,12 leemos la significativa frase: «De modo que la ley es ciertamente
santa, y santo, justo y bueno es el mandamiento.» Pero san Pablo también sabe que el
hombre necesita la gracia de Dios para que la ley sea fuente de bendiciones (Rom 8,2ss).
Y así llegamos de nuevo a la pregunta que nos acompaña a través de todo el discurso de
Esteban. Todo eso ¿lo dice Esteban solamente para enaltecer a Moisés y a su ley? ¿No
quiere Esteban también aquí hablar de nuevo de una forma velada de aquel a quien Moisés
prefigura en la historia de la salvación, del nuevo Moisés, de Cristo Jesús? En estos
versículos notamos la invisible proximidad del verdadero «príncipe y libertador». Los
«prodigios y señales» que se atribuyen a Moisés, ¿no significan también los «milagros,
prodigios y señales» con que Jesús de Nazaret fue «acreditado por Dios» (2,22)? Esta
salida de Egipto a través del desierto ¿no es un símbolo de cómo Jesús saca del pecado y
de la privación de la gracia al nuevo pueblo de Dios y lo conduce a la vida eterna?
¿Y no pueden aplicarse a Jesús las palabras del Deuteronomio, que probablemente
constituyen la declaración más importante de Esteban, es decir, que «Un profeta como yo
os suscitará Dios de entre vuestros hermanos» (Dt 18, 15)? Los miembros del sanedrín ¿no
hubieron de quedar pensativos con estas palabras? Ellos conocían todos los testimonios
precedentes en favor de Jesús de Nazaret. Estos testimonios se dieron ante este mismo
tribunal del sanedrín. Las palabras de Pedro (4,9ss; 5,29ss) ¿no tuvieron que resonar en
sus almas, de tal forma que no pudieran dejar de percibir lo que Esteban quería indicar con
estas palabras proféticas de Moisés? Nos acordamos de cómo las mismas palabras sobre
el profeta prometido por Moisés ya fueron referidas a Jesús por Pedro, cuando después de
la curación del cojo de nacimiento habló así al pueblo: «Dijo en efecto Moisés: Un profeta
como yo os suscitará Dios, el Señor, de entre vuestros hermanos; lo escucharéis en todo lo
que os hable. Todo el que no escuche a tal profeta será exterminado del pueblo» (3,22s).
Si recordamos una vez más las palabras que se percibieron en la transfiguración de Jesús
en presencia de Moisés (Mc 9,7), tenemos la impresión de que dichas palabras tuvieron
especial importancia en la predicación apostólica de Jesús.
Cuando Esteban habla de las «palabras de vida», puede pensar primeramente en la ley
judía, pero la expresión de suyo no nos insta a acordarnos de la orden del ángel que liberó
a los apóstoles de la cárcel, y les dijo: «Id, presentaos en el templo y hablad al pueblo todas
estas palabras de vida» (5,20). ¿Es casual que se mencionen dos veces las «palabras de
vida» a tan poca distancia la una de la otra? Es difícil concebir esta proximidad como
casual. Estas palabras parece que nos indican que los Hechos de los apóstoles detrás del
texto del discurso de Esteban hacen resonar conscientemente el mensaje de Cristo Jesús
como el nuevo Moisés, y el sanedrín difícilmente podía haber desatendido esta
resonancia.
Esteban presenta ante la mirada de sus jueces una de las escenas más tristes de la
historia de Israel. Ellos que habían hecho venir a Esteban ante su tribunal, porque suponían
que había blasfemado contra Moisés, tienen que soportar que se les recuerde que
antiguamente los «padres» se rebelaron contra su príncipe y libertador, y en la adoración
del becerro de Egipto también se desviaron de Dios e incurrieron en el culto idolátrico.
¿Qué se había reprochado a Esteban? «Le hemos oído proferir palabras injuriosas contra
Moisés y contra Dios», dijeron los testigos sobornados. ¿Y qué hicieron en otro tiempo los
padres de este pueblo? Apostataron de Moisés y de Dios.
Y en el discurso de Esteban de nuevo vemos más de lo que parece decir el texto original.
Nos acordamos de todas las palabras que hemos oído hasta ahora en los discursos de los
apóstoles. ¿No ha adoptado Israel contra el profeta anunciado por Moisés una actitud tan
negativa como la que tomó entonces el pueblo en el desierto? «A éste, entregado según el
plan definido y el previo designio de Dios, vosotros, crucificándolo por manos de paganos,
lo quitasteis de en medio», tuvo que decir Pedro en el discurso del día de pentecostés
(2,23). Y en otro pasaje hemos escuchado la acusación del apóstol: «Vosotros, pues,
negasteis al santo y al justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, al paso que
disteis muerte al autor de la vida» (3,14s).
¿No debieron entender la alusión los miembros del sanedrín, cuando pensaron que
Esteban hablaba así como discípulo y testigo de Jesús? ¿No se les impuso
espontáneamente el sentido oculto de las palabras de Esteban? ¿No sería muy extraño que
no se hubiesen dado cuenta de nada? Con estos recuerdos históricos ¿no se percibe
ahora ya de una forma encubierta la acusación que al final del discurso se profiere con
palabras severas: «¡Gentes de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos! Siempre
estáis resistiendo al Espíritu Santo. Como vuestros padres, igual vosotros» (7,51)?
Hch/07/51-53
Con agudeza sorprendente, Esteban pasa de la vista del tiempo pasado a la ofensiva
contra sus acusadores y jueces. El ataque empieza de repente y sin auténtica alegación de
pruebas. Así lo indican las apariencias. Pero quien -como hemos procurado advertir- en los
rasgos precedentes de la visión retrospectiva de la historia notó ya la velada acusación y
las relaciones exteriormente ocultas con el tiempo presente, también comprende que ahora
tenía que llegar el momento en que el testigo de Cristo soltara la pasión reprimida y quitara
del rostro de los jueces la máscara de la aparente piedad de la ley, para descubrir los
verdaderos móviles de su acusación.
En los miembros del sanedrín se manifestó aquella misma obstinación y hostilidad que
actuaron contra los enviados de Dios del tiempo pasado e hizo fracasar la misión salvadora
que éstos tenían que cumplir. Esteban llama a sus jueces gentes de dura cerviz e
incircuncisos de corazón y de oídos. Habla conscientemente con imágenes con las que los
profetas de la antigua alianza fustigaban el endurecimiento y la porfía del pueblo.
«Circuncidaos por amor del Señor, y separad de vuestro corazón las inmundicias, ¡oh
vosotros!, varones de Judá, y moradores de Jerusalén... ¿Y a quién conjuraré para que me
escuche, después que tienen tapados sus oídos, y no pueden oír?», leemos en el profeta
Jeremías (Jer 4,4; 6,10).
Puede parecer una afirmación muy generalizada decir que todos los profetas del Antiguo
Testamento fueron perseguidos. Sin embargo, con esta afirmación se dice una verdad
auténtica, que también Jesús testifica, cuando dice en el sermón de la montaña:
«Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien y cuando os excluyan, os insulten y
proscriban vuestro nombre como maldito por causa del Hijo del hombre... de la misma
manera trataban los padres de ellos a los profetas» (Lc 6,22s; cf. Mt S,12). Esteban ve la
persecución de los profetas dirigida contra Cristo Jesús. El ministerio por cuya causa fueron
perseguidos, ya iba dirigido a la venida del justo. No se necesita ninguna argumentación
para probar que con esta expresión se alude a Cristo. En 3,14 ya se le llama el «santo» y
«justo», que los judíos han negado delante de Pilato, y han postergado detrás de un
«asesino». Y cuando Pablo está arrestado, declara delante del pueblo: «El Dios de
nuestros padres te ha designado de antemano para conocer su voluntad, y ver al justo, y
oír la palabra de su boca» (22,14). Tenemos ante nosotros un nombre mesiánico que indica
dignidad y que también se testifica en la literatura que no forma parte de la Biblia. Es un
nombre lleno de sentido.
A los miembros del sanedrín Esteban los llama «traidores y asesinos» del «justo». Esta
acusación acerca de la culpa por la muerte de Jesús en la cruz es la más áspera de todas
las acusaciones que hasta ahora hemos encontrado en los Hechos de los apóstoles. Nos
acordamos de las palabras que dijo Pedro a este propósito en el discurso del día de
pentecostés (2,23.36), de su acusación delante del pueblo judío después de la curación del
cojo de nacimiento (3,14s). El sanedrín ya tuvo que soportar dos veces que los apóstoles le
reprocharan sin rodeos la culpa por la muerte de Jesús. «Jesucristo de Nazaret, a quien
vosotros crucificasteis», dijo Pedro en el primer juicio oral (4,10). «Jesús, a quien vosotros
disteis muerte colgándolo de una cruz», dicen Pedro y los apóstoles en el segundo juicio
(5,30). Y ahora Esteban presenta la misma inculpación y echa en cara el peor reproche que
se puede hacer a un tribunal, ya que acusa al sanedrín de traición y asesinato del «justo».
Esteban había sido acusado de proferir palabras injuriosas contra Moisés y contra Dios,
y había sido llevado al tribunal. Esteban responde al reproche haciendo a su vez una
acusación inaudita contra este tribunal, cuando dice: «Vosotros que recibisteis la ley por
ministerio de los ángeles, y no la habéis observado.» Se alude a la ley mosaica. «Por
ministerio de los ángeles» la ley vino al pueblo judío por medio de Moisés. Así interpretaba
la tradición rabínica el relato del Antiguo Testamento. Ya antes se habló de un ángel que
colaboró a la recepción de la ley en el Sinaí (7,38). En la participación de un ángel los
escribas vieron una distinción y un enaltecimiento de esta ley, de forma distinta de Pablo, el
cual, con la presencia de los ángeles, procura establecer la posición y categoría
subordinadas de la ley (Gál 3,19).
«La ley... no la habéis observado.» ¿Qué quiere decir Esteban con esta impugnación
sorprendente lanzada contra la suprema autoridad del judaísmo? ¿No es un agravio
mortal? ¿Hasta qué punto no han guardado la ley? ¿Es la misma infracción de la ley de que
nos habla san Pablo en la carta a los Romanos, cuando dice al judío: «Tú, que te sientes
ufano de la ley, ¿deshonras a Dios violando esa ley?» (Rom 2,23). O bien con la palabra la
«ley» ¿podemos entender toda la revelación del Antiguo Testamento, con las predicciones
y preparativos orientados hacia Cristo, de los cuales se gloriaba el judaísmo, sin tomarlos
en serio? Entonces tendríamos el mismo pensamiento que encontramos en el Evangelio de
san Juan, cuando Jesús dijo a los judíos: «¿No os dio Moisés la ley? Sin embargo, ninguno
de vosotros cumple la ley» (Jn 7,19). Y también podemos pensar en aquellas otras palabras
de Jesús: «Vosotros investigáis las Escrituras, porque en ellas pensáis tener vida eterna.
Pues ellas, precisamente, son las que dan testimonio de mí. Sin embargo, no queréis venir
a mí para tener vida... No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre. Ya hay quien os
acuse: Moisés, en quien vosotros tenéis puesta la esperanza. Porque, si creyerais en
Moisés, también creeríais en mí; porque acerca de mí escribió él» (Jn 5,39s.45s).
c) Testimonio de sangre
(Hch/07/54-60).
PERSECUCIÓN. FELIPE
d) Comienza la persecución
(Hch/08/01-03).
¿No resulta sorprendente ver de qué modo tan estrecho se enlaza en nuestro relato el
nombre de Saulo con la historia de Esteban? En estos versículos se nombra tres veces a
Saulo a corta distancia una de la otra. Se le acaba de nombrar como guardián de los
vestidos de los que apedreaban, ahora se hace resaltar adrede su consentimiento en la
ejecución, y dos versículos después Saulo aparece como el apasionado perseguidor de la
Iglesia. Las declaraciones se intercalan unas en otras de un modo algo repentino. Sin
embargo, cada frase tiene una especial relación con lo que sigue. Se tiene la sensación de
que san Lucas se esforzó por poner en orden literario los distintos acontecimientos de la
ulterior evolución de la Iglesia. En estas concisas frases tenemos en cierto modo un previo
aviso de lo que va a suceder. De nuevo se quiere indicar cómo la persecución de la Iglesia
está vinculada a su crecimiento y a la consecución de una mayor fortaleza. Por la sangre de
Esteban la Iglesia recibe fuerza vital para un desarrollo fructuoso. El primer mártir es
sepultado, y el joven Saulo que ha cooperado en su muerte, pronto experimentará «cuántas
cosas deberá padecer» por el nombre de Jesús (9,16).
La muerte de Esteban significa, pues, una etapa memorable en la historia de la creciente
Iglesia. Por la muerte crece la vida. Se nos recuerdan aquellas palabras profundamente
misteriosas que Jesús pronunció teniendo ante su mirada su inminente pasión: «Ha llegado
la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. De verdad os lo aseguro: si el grano
de trigo que cae en la tierra no muere, él queda solo; pero, si muere, produce mucho fruto»
(Jn 12,23s). También recordamos las palabras de san Pablo: «Por eso me complazco, por
amor de Cristo, en flaquezas, insultos, necesidades, persecuciones y angustias; porque,
cuando me siento débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,10). Y de nuevo notamos aquel
misterio de la Iglesia, que todo lo dirige y llena, y conduce la importancia externa a la
victoria interna: el misterio del Espíritu Santo. Solamente por la actuación de este Espíritu
fue posible que cuando las piedras caían sobre el discípulo de Jesús, él pudiera ver el cielo
abierto y pudiera contemplar la gloria de Dios.
Al arrojar las piedras contra el mártir, no se perseguía solamente a Esteban, sino a todos
los que se declaraban partidarios de él. «Comenzó en aquel día una gran persecución
contra la Iglesia de Jerusalén.» La primera persecución de los cristianos tuvo lugar en
Jerusalén en la época judeocristiana de la Iglesia. Unos judíos perseguían a otros por
causa de la fe. Si lo observamos mejor, tenemos la impresión de que esta persecución no
se dirigía contra todos los judeocristianos, sino sobre todo contra los grupos, cuyos jefes
conspicuos fueron Esteban, juntamente con él los siete.
En efecto, resulta sorprendente que en el v. 1 se haga notar adrede que «todos se
dispersaron... a excepción de los apóstoles». Por tanto los apóstoles pudieron quedarse.
También vemos, por datos posteriores, que los apóstoles desde Jerusalén desarrollaron su
posterior actividad, y, según parece, pudieron trabajar sin ser molestados 64. ¿Por qué
pudieron quedarse? La razón de proceder así ya no era la orden dada por Jesús antes de
su ascensión a los cielos, según la cual los apóstoles debían permanecer en Jerusalén
(1,4). La orden de Jesús se relacionaba con el bautismo del Espíritu, que ya había tenido
lugar en la fiesta de pentecostés. No parece que fuera decisivo el pensamiento de que los
apóstoles como jefes responsables de la Iglesia no podían abandonar el puesto que les
estaba asignado. Más tarde Pedro fue sin el menor reparo a «otro lugar», cuando después
de su liberación de la cárcel de Herodes Agripa, quiso esquivar el ulterior peligro. Además
se puede pensar en las palabras de Jesús: «Cuando os persigan en una ciudad, huid a
otra» (Mt 10,23).
Así pues, en cuanto es posible formarnos una idea de la índole y de la envergadura de la
persecución, podremos suponer que no se pusieron trabas a los apóstoles. No sabemos el
exacto motivo. Pero es muy natural acordarse del consejo de Gamaliel, que obtuvo la
libertad de los apóstoles que habían sido acusados, en su segundo juicio oral delante del
sanedrín (5,38s). Y también podemos sospechar que juntamente con los apóstoles el grupo
«hebreo» de la Iglesia, de cuya existencia ya nos hemos enterado (6,1), no fue objeto
inmediato de la hostilidad. Por su fidelidad a la ley y su amor a las leyes del culto del
templo, dicho grupo fue considerado por la autoridad judía como no tan alarmante como el
grupo helenista, que incluso dentro de la Iglesia causó tiranteces y dificultades (6,1).
Parece que los helenistas con sus propias sinagogas (6,9) se hayan enfrentado con más
libertad e independencia a la más estricta tradición nacional de la ley y del templo. Quizás
también se pueda sacar esta conclusión por las acusaciones presentadas contra Esteban y
por las palabras que pronunció acerca del templo (7,48ss).
Por tanto la persecución iniciada podría haber alcanzado en primera línea a los
judeo-cristianos helenistas, lo cual también parece confirmarse por las noticias posteriores,
ya que leemos: «Entretanto, los que se dispersaron a partir de la persecución que
sobrevino cuando lo de Esteban, habían llegado hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, sin
predicar la palabra más que a los judíos. Pero había entre ellos algunos de Chipre y de
Cirene que, al llegar a Antioquía, comenzaron a hablar también a los griegos,
anunciándoles el Evangelio del Señor Jesús» (11,19s). Así pues, cuando aquí se dice que
«todos» se dispersaron, hay que interpretar esta palabra como una manera de hablar
generalizadora, limitando su alcance a los helenistas. Saulo también podría haber
perseguido sobre todo a los helenistas, cuando entraba en las casas y metía en la cárcel a
hombres y mujeres. No sin razón se pone a Saulo en primer término de un modo tan
señalado en la condena del helenista Esteban.
Debió tener una especial importancia para la ulterior evolución de la Iglesia que hubiera
helenistas dispersados por el país. Fueron ellos quienes por su mayor impresionabilidad y
experiencia con el mundo no judío encontraron con mucha mayor facilidad el camino para
llegar a los paganos, como lo hace comprensible la formación (que se acaba de mencionar)
de la primera comunidad etnicocristiana en Antioquía (11,20ss). Por medio de los
helenistas
también se prepara el camino que recorrerán resueltamente Pablo y con él Bernabé para
anunciar el Evangelio exento de la ley, superando la estrechez judaica. En la muerte de
Esteban y en la primera persecución las disposiciones que se tomaron bajo la dirección del
Espíritu Santo, redundaron en el mayor bien de la Iglesia. Una de las especiales
intenciones de los Hechos de los apóstoles, como ya hemos visto varias veces, es iluminar
estas conexiones.
Entre las frases que hablan de la persecución se intercala de una forma algo
sorprendente la noticia de que «hombres piadosos sepultaron a Esteban e hicieron gran
luto por él». Leemos esta noticia con interés. De aquí deducimos que san Lucas también
incluye los versículos 8,1-3 en la historia de Esteban, y por consiguiente hay que entender
las noticias sobre Saulo y la persecución como íntimamente relacionadas con la muerte del
mártir. Al mismo tiempo aquí concluimos que la hostilidad contra los discípulos de Jesús
de
ningún modo fue apoyada por todo el judaísmo. Porque los «hombres piadosos» que
«hicieron gran luto por él» al fin y al cabo eran judíos que no temieron reconocer su estima
por Esteban, incluso después de su muerte65.
En la conducta de estos judíos piadosos también se puede ver un ejemplo evidente del
gran prestigio de que gozaba exteriormente la nueva comunidad. Los Hechos de los
apóstoles ya lo han atestiguado varias veces. «Alababan a Dios y tenían el favor de todo el
pueblo», leímos en 2,47, y en 5,13 se dijo: «De los demás, nadie se atrevía a mezclarse
con ellos; pero el pueblo los tenía en gran estima.» También en las palabras de Gamaliel
creímos percibir algo de esta gran estima, de tal modo que podemos entender la posterior
tradición, según la cual Gamaliel sepultó a Esteban en su propia tumba, como hizo José de
Arimatea en el entierro de Jesús (Lc 23,50). Incluso, pues, sobre el fondo oscuro de la
persecución resplandece la imagen luminosa de la Iglesia llena del Espíritu de Dios,
indestructible y victoriosa. Se ha cerrado la tumba del primer mártir, a él le seguirán otros
innumerables como señal de un mundo incomprensivo, obcecado e insensible a la
salvación. Pero también como señal de la invencible fidelidad a la fe y de la inquebrantable
confianza con que la Iglesia siempre quiere completar en sus miembros «lo que falta a las
tribulaciones de Cristo» (Col 1,24). Así la Iglesia experimenta en los sepulcros de los
mártires la gloria de Jesús resucitado.
...............
64. Cf. 8,14.25; 11,1,etc.
65. Según Dt 21,22s había que sepultar a un hombre que hubiese sido ejecutado, pero no se
permitía celebrar
en público las exequias fúnebres, como lo indican las prescripciones rabínicas de la
Misnah, que
probablemente ya se aplicaban en este tiempo
............................
3. FELIPE (8,4-40).
a) En Samaría
(Hch/08/04-13).
Como el viento proceloso esparce las semillas por la campiña, así también la persecución
lleva a los dispersados por todo el país de Palestina, no como perdidos y extraviados, sino
como mensajeros y testigos de la vida, como pregoneros y portadores de la salvación. La
buena nueva del «Evangelio» iba con ellos. Inflamados por el fuego del espíritu pasaron a
ser los que llevaban la llama sagrada. Un pensamiento fundamental de los Hechos de los
apóstoles se muestra en esta frase exteriormente tan sencilla. La hostilidad y la
persecución no pueden destruir la fuerza vital de la Iglesia, por el contrario la Iglesia crece
y
se desarrolla cuando se la amenaza e impugna. En el peligro se hace patente la proximidad
del Espíritu Santo.
Nos gustaría conocer más pormenores de esta primera misión cristiana, que se extendió
«hasta Fenicia, Chipre y Antioquía» (11,19). Nos gustaría saber cómo se llamaban los
hombres que como desterrados introdujeron aquella fase trascendental de la historia de la
Iglesia. Podemos pensar primeramente en el grupo del que formaba parte Esteban, y cuyos
nombres se indican en 6,5. Pronto nos familiarizaremos con uno de ellos: Felipe. Sin
embargo, juntamente con ellos habrá habido otros muchos que se convirtieron en
pregoneros del Evangelio. ¿Qué características tenía el mensaje que anunciaban? Aún no
había ningún Evangelio escrito. Las palabras y acciones del Señor eran retransmitidas por
tradición oral, y eran expuestas y aplicadas de la manera que ya vimos en los discursos
precedentes de los Hechos de los apóstoles. Lo que estos «servidores de la palabra» (Lc
1,2) contaron de Jesús, y lo ponderaron y describieron con un sentido teológico de la
salvación, encontró más tarde, en la ulterior penetración del mensaje, el camino que
condujo hasta los evangelistas, quienes de estas exposiciones sacaron el material para
escribir el Evangelio.
FELIPE/DIACONO: Lucas a continuación de Esteban solamente realza a uno de estos
primeros misioneros: Felipe. No sin motivo su nombre está en segundo lugar en la
enumeración de los siete (6,5). Los Hechos de los apóstoles nos cuentan, más tarde, que
Lucas, al regresar juntamente con Pablo del tercer viaje misional, conoció a Felipe en
Cesarea, y allí probablemente pudo llegar a conocer por él muchas noticias interesantes
sobre los acontecimientos de la primitiva Iglesia y también sobre la actividad propia de
Felipe. En 21,8 se lee: «Salimos al día siguiente y llegamos a Cesarea; entramos en casa
de Felipe el evangelista, que era uno de los siete, nos quedamos con él. Tenía éste cuatro
hijas vírgenes y profetisas.»
Parece que Felipe gozó de gran prestigio en la antigua Iglesia, incluso después de su
muerte. Dos eScritos apócrifos, que no figuran en la Biblia, están vinculados a su nombre, y
se les llama actas de Felipe y Evangelio de Felipe. Así pues, no es de sorprender que
también los Hechos de los apóstoles recuerden su actuación, y hagan resaltar dos
acontecimientos memorables: su actuación en Samaría y su encuentro con el tesorero
etíope.
Ya en el encargo que dio Jesús resucitado, al lado de «Judea» se nombra de intento a
«Samaría» como tierra de misión (1,8). Y acabamos de ver en 8,1 que los discípulos de
Jesús «se dispersaron por los lugares de Judea y de Samaría». Como ya se nos notificó,
«concurría también muchedumbre de gentes de los alrededores de Jerusalén llevando
enfermos y atormentados por espíritus impuros, los cuales eran curados todos» (5,16). Por
tanto, ya antes de la persecución pudo penetrar de diversas maneras la misión desde
Jerusalén a sus propios contornos, al territorio de Judea, sin que en los Hechos de los
apóstoles se nos den más pormenores de la fundación y desarrollo de la Iglesia en Judea.
Tiene su especial motivo que ahora se haga resaltar la misión en Samaría. En primer
lugar de este modo se muestra que el mensaje cristiano no se limitó al judaísmo, sino que
se ofreció a todos los hombres. En esto se indica el universal carácter salvífico de la Iglesia.
Con todo para los judíos, como nos los atestiguan la literatura judía y también los
Evangelios, los samaritanos pasaban por ser un pueblo mixto, que era despreciado y
considerado como si estuviese fuera de la comunidad de salvación. Conocemos el
encuentro de Jesús con la mujer samaritana en el pozo de Jacob, del que nos informa el
Evangelio de san Juan (Jn 4,4ss). Ya en este encuentro queda patente la tirantez que
había entre los judíos y los samaritanos, pero también se manifiesta cuán dispuesto estaba
este pueblo para la salvación. Con esta ocasión podemos pensar en aquellos pasajes de
los Evangelios, en que se patentiza cómo Jesús frente al juicio recusante de los judíos
realza precisamente a los samaritanos como ejemplo de nobles sentimientos. Conocemos la
parábola (con la que todos estamos familiarizados) del buen samaritano, que con su
desinteresada solicitud avergüenza al sacerdote y al levita (Lc 10,30ss). También
conocemos a aquel samaritano que es el único de los diez leprosos curados que sabe dar
gracias, y a quien Jesús despide diciendo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (Lc
17,19).
En las instrucciones que, según san Mateo, dio Jesús a los apóstoles, cuando los envió a
misionar, escuchamos palabras que nos parecen duras: «No vayáis a tierra de gentiles, ni
entréis en ciudad de samaritanos» (Mt 10,5). Esta orden no se da como menosprecio de los
paganos y samaritanos, sino como prescripción pasajera, que quiere mostrar cómo Jesús
hizo todo lo posible para hablar a las «ovejas perdidas de la casa de Israel». Quien lea con
atención el Evangelio de san Mateo, reconocerá que tales palabras de ningún modo se
oponen a la voluntad de Jesús de ofrecer su mensaje de salvación a «todos los pueblos»
(Mt 28,19). Y esto se expresa incluso con bastante claridad para «Samaría» en el encargo
primordial de misionar que se lee en los Hechos de los apóstoles (1,8).
Felipe, pues, encuentra personas dispuestas para la fe, por esto les predicaba a Cristo.
Una intensa expectación del Mesías era propia de los samaritanos, que guardaban les
libros de Moisés como escritos sagrados, y tenían su santuario de culto en el monte
Garizim. Al Salvador que esperaban le llamaban Taeb. Por consiguiente tiene un motivo
especial lo que dice el texto: que Felipe «les predicaba a Cristo». Refiriéndose a la
expectación de los samaritanos, Felipe puede mostrarles en Jesús de Nazaret el
cumplimiento de sus esperanzas. Nos acordamos de las palabras de la samaritana en el
pozo de Jacob: «Sé que el Mesías, el llamado Cristo, está para venir; cuando llegue, nos lo
anunciará todo. Respóndele Jesús: Soy yo, el que está hablando contigo» (Jn 4,25s). Y se
añade la profesión de fe de los habitantes de Sicar: «Él es, verdaderamente, el Salvador
del mundo» (Jn 4,42).
Para nosotros seguramente sería de sumo interés que pudiéramos llegar a conocer más
datos sobre el ministerio de Felipe y su proclamación de Cristo. Podemos suponer que esta
proclamación en sus declaraciones fundamentales correspondía a la que hasta ahora
hemos encontrado en la predicación de los apóstoles. Puede ser que la demostración (que
ocupaba un amplio espacio en la misión a los judíos) de la conformidad con la Escritura
tuviera que ser propuesta a la testificación inmediata del misterio de salvación de Cristo
Jesús.
Pero también en Samaría se confirmaba la verdad efectiva de la predicación mediante las
«señales que hacía». De nuevo vemos, como ya pudimos notarlo repetidas veces, cuán
estrechamente se unía con el kerygma apostólico el testimonio del Espíritu que se
manifiesta en los dones extraordinarios. Y de nuevo están en primer término las curaciones
milagrosas. Se tiene cuidado en nombrar sobre todo a los posesos. Según el Evangelio el
principio del reino de Dios se revela de una forma especialmente visible en el poder sobre
los demonios, que aquí se llaman «espíritus impuros», con el sentido que los judíos daban
a esta expresión (cf. Mc 1,23). «Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el
reino de Dios ha llegado a vosotros», dijo Jesús a los judíos (Lc 11,20; cf. Mt 12,28). No
juzgaríamos con imparcialidad lo que declara el Nuevo Testamento, si en cuanto se refiere
a las curaciones de endemoniados solamente quisiéramos ver la expresión de las ideas que
prevalecían en aquel tiempo, aunque no siempre se podría comprobar en cada caso
particular el límite entre las causas naturales y las sobrenaturales.
ALEGRIA/FE: FE/ALEGRIA :«Con esto hubo una gran alegría en aquella ciudad.»
También esta frase se acomoda al otro aspecto de la primitiva Iglesia. La buena nueva
produce en los hombres una alegre disposición de ánimo. Ya en el primer relato sumario de
la primitiva Iglesia que nos presenta los Hechos de los apóstoles, se refleja -como hemos
visto- esta alegre disposición de ánimo, cuando se dice que los creyentes se reunían «con
alegría y sencillez de corazón» (2,46). El cojo de nacimiento sintió esta alegría, cuando
después de su curación dio saltos en el templo y alabó la bondad y omnipotencia de Dios
(3,8). Incluso los apóstoles estuvieron «gozosos», cuando fueron «dignos de padecer
afrentas por el Nombre (de Jesús)» (5,41). La alegría pertenece a la imagen de la primitiva
Iglesia. Es un rasgo esencial del verdadero cristianismo, mientras éste sea un verdadero
encuentro con Dios y una genuina experiencia de la gracia de la salvación de Cristo en el
Espíritu Santo. Y cuando a esta experiencia se añade la revelación de Dios con señales y
prodigios -como en Samaría-, entonces puede haber una sensación de alegría, que el
hombre difícilmente puede experimentar.
Los samaritanos se rinden al Evangelio. Dos ideas penetran en sus mentes: el «reino de
Dios» y el «nombre de Jesucristo». Se tiene cuidado en nombrar estos dos temas del
mensaje del «evangelista» (21,8). Están indisolublemente enlazados entre sí en el mensaje
de salvación de la primitiva Iglesia. El reino de Dios era un concepto fundamental en la
predicación de Jesús. La idea es especialmente familiar a los Evangelios sinópticos. Pero
san Juan también la conoce. «El reino de Dios está cerca» (Mc 1,15), se repite en el
mensaje de Jesús. El Salvador alza la vista hacia el Padre que está en los cielos, cuyo
reinado debe realizarse entre los hombres que llegan a conocer su voluntad.
Pero Jesús también sabe que a él se le ha dado el encargo de ser mediador y pregonero
de este reino de Dios. Su «nombre», es decir, el misterio de su naturaleza y de su
actuación está, pues, indisolublemente vinculado a la expresión del «reino de Dios». La
primitiva Iglesia lo ha experimentado en todo su vigor en pascua y en pentecostés, y ha
agregado esta experiencia a su mensaje de la salvación de Dios en Cristo Jesús. Es
importante reflexionar a menudo sobre esto. Porque con demasiada facilidad se presenta la
objeción -como hemos notado antes- de que la inclusión de Jesús en el mensaje del reino
de Dios se opone al pensamiento y a la intención del mismo Jesús.
En el Evangelio del reino de Dios se podría ver solamente a Jesús anunciando, pero no a
Jesús anunciado. Los Hechos de los apóstoles siempre muestran cómo el mensaje de la
acción salvífica de Dios solamente puede ser plenamente comprendido, si el «nombre de
Jesucristo» obtiene el lugar que le corresponde en el mensaje. Eso también lo
experimentaron los habitantes de Samaría, cuando se rindieron a la predicación de Felipe y
se bautizaron. Sin duda recibieron el bautismo en el nombre de Jesucristo (2,38).
Conocieron la salvación, ante la que fue desapareciendo todo lo que les había ofrecido la
magia de Simón como «Gran Poder de Dios» 67.
El hecho de que los samaritanos se desligaran del hechizo de Simón el Mago y se
dejaran convencer por la verdad del Evangelio gracias a la predicación y la actividad de
Felipe no constituye simplemente una anécdota. Este hecho se convierte en el símbolo del
combate victorioso del mensaje de salvación de Cristo Jesús con todos los poderes
espirituales opuestos, que tienen otra orientación. En la carta a los Colosenses, que
también se escribió con motivo la polémica del mensaje de Cristo con las doctrinas de la
gracia de inspiración sincretista, las cuales tenían una presentación seductora, hallamos
una instrucción análoga. Leamos allí las palabras que Felipe también hubiese podido
pronunciar en Samaría: «Él (el Padre) nos libertó del poder de las tinieblas y nos trasladó al
reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados. El es
imagen del Dios invisible, primogénito ante toda criatura. Porque en Él fueron creadas
todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles, ya tronos, ya
dominaciones, ya principados, ya potestades: todas las cosas fueron creadas por medio de
él con miras a él. Y él es ante todo, y todas las cosas tienen en él su consistencia» (Col
1,13-17).
«Se bautizaban hombres y mujeres.» De acuerdo con las leyes de salvación que se
fundan en el Salvador, la fe en Cristo incluye en sí el bautismo en Cristo. Se reclaman
mutuamente. Así lo hemos visto ya en los acontecimientos de pentecostés. La fe exige su
expresión sagrado-jurídica y sacramental en el bautismo como símbolo y al mismo tiempo
como acontecimiento intermediario de la salvación. Léase el capítulo sexto de la carta a los
Romanos, para percibir el sentido que daban los primeros cristianos al bautismo. En el texto
notamos formalmente en toda su sencillez la afluencia de personas al bautismo, cuando se
advierte a propósito: «hombres y mujeres». Cuando se nombran expresamente las mujeres,
podríamos sentir que se nos recuerda la mujer samaritana, que tuvo con Jesús una
profunda conversación sobre el «agua viva», que Jesús promete como un «manantial de
agua que brote vida eterna» (Jn 4,14). También entonces se trató del tema de la salvación
y de conocer y afirmar apoyándose en el fundamento de la fe que Jesús es el «Salvador del
mundo» (Jn 4,42).
Pero lo sorprendente y lo que sobre todo importa en el relato es el hecho de que incluso
el mismo Simón abrazó la fe y se bautizó. Parece que los móviles que indujeron a Simón a
creer no procedieron de un claro deseo de obtener la salvación. Así se podría ya deducir de
este texto y, su posterior conducta con Pedro lo confirma (8,18). Tampoco es favorable el
juicio de los santos padres sobre Simón.
Sin embargo para la intención que se pretendía en los Hechos de los apóstoles, era
sumamente interesante poder mostrar que el célebre mago se había rendido -aunque sólo
hubiese sido de un modo pasajero- a la superioridad del mensaje cristiano. Considerada en
su conjunto, la historia de Simón parece responder a un deliberado propósito del autor de
los Hechos de los apóstoles, que tenía en la mente los lectores romanos del libro. Pues,
aunque pueden haberse formado muchos pormenores legendarios alrededor de la figura
del mago, siempre puede darse por cierto lo que algunos historiadores romanos, como
Juvenal y Suetonio, informan sobre un mago venido de oriente, que actuó en Roma en
tiempo del emperador Nerón. Son muchos los que identifican el personaje con Simón el
Mago 68. Por consiguiente para los lectores romanos -por tanto también para Teófilo-
puede haber sido especialmente interesante llegar a conocer por los Hechos de los
apóstoles cómo el mago dio por primera vez con el mensaje de Cristo y fue reducido a
segundo término por el poder de este mensaje. Aunque no se pudiese suponer ninguna
identidad personal entre Simón y el mago que actuaba en Roma, sin embargo nuestro
relato constituye un ejemplo impresionante de la preponderancia del «más fuerte» sobre el
«fuerte» (cf. Lc 11,21s).
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67. Desde este punto de vista, en el encuentro de Felipe con Simón el mago tenemos un
ejemplo evidente e
instructivo de la polémica que el cristianismo naciente tuvo que sostener con las múltiples
formas del
sincretismo judeohelenístico, sobre todo con los diferentes sistemas de tendencia gnóstica.
También en
otros escritos del Nuevo Testamento se denota esta lucha espiritual, principalmente en el
Evangelio de san
Juan, así como también en las cartas del apóstol san Pablo.
68. Cf. más pormenores en LThK 2, volumen 9. p.768s (N.ADLER).
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Quien lea estos versículos con reflexión, verá con claridad que se narra la transmisión del
Espíritu por medio de los apóstoles especialmente por causa de este choque entre Pedro y
Simón. Obsérvese cómo el relato de la imposición de las manos de los apóstoles (8,14-17)
está flanqueado por los dos fragmentos, en que se habla de Simón. En el encuentro con el
mago se expone, de forma impresionante, la plena superioridad de los apóstoles, la cual es
un rasgo que siempre se manifiesta en los Hechos de los apóstoles. Al mismo tiempo se
pone en claro la índole sospechosa de la conversión de Simón. Ya en el v. 13 se dice que
el mago quedó asombrado de las «grandes señales y portentos» de Felipe. Ahora son los
dones extraordinarios del Espíritu los que suscitan todo su interés. Simón parece que no ha
comprendido el misterio del Espíritu. Le falta la pureza y humildad de la fe salvadora.
Todavía piensa y calcula con las ideas y prácticas de la magia. Según el modo de ver de
Simón, disponen los apóstoles de fuerzas ocultas de acuerdo con el método de la magia, y
lo que pide Simón es comprar estas fuerzas con dinero. No se dice que él a su vez quiera
obtener el Espíritu, él quiere otra cosa. Quiere lograr la facultad de poder transmitir a otros
los dones y fuerzas del Espíritu. Simón quiere dar dinero, para ganar después dinero.
Echemos una vez más una breve mirada retrospectiva sobre el texto precedente. «Este
es el llamado Gran Poder de Dios», decían los samaritanos asombrados por las artes
mágicas de Simón (8,10). En Samaría se le opone otro poder mucho mayor de Dios, poder
que se mostró en las grandes acciones de Felipe y ahora se muestra de una forma todavía
más sorprendente y conmovedora en la revelación de las fuerzas del Espíritu Santo. Y el
mago, que antes estaba tan asombrado, ahora en el colmo de su admiración ante este
poder, y ofrece una suma de dinero a los apóstoles, a cuya disposición está este poder,
para comprar el tesoro inapreciable del Espíritu. Desde entonces la palabra simonía
recuerda esta pretensión de Simón el mago y se refiere a todo comercio impuro y codicioso
con el poder espiritual y el tesoro del Espíritu.
Comprendemos la maldición que Pedro lanza contra esta pretensión. Instintivamente
pensamos en el encuentro, en el que el diablo tentó al Hijo de Dios y le quiso privar de la
pureza del camino que Jesús seguía (Lc 4, 1ss). También allí se trataba de cosas
materiales, que el demonio puso en juego para tener a su disposición lo que es santo.
Pedro habla teniendo conciencia de su poder, como ya pudimos verlo en la actitud de
Pedro con Ananías y Safira (5,3ss). Así como en este caso, el oficio de Pedro siempre
tendrá que cuidar, vigilando y haciendo advertencias, de la inviolabilidad de los bienes
espirituales confiados a la Iglesia. Porque sabemos cómo el pecado de Simón siempre
penetró en las cosas santas y procuró entregar los bienes del Espíritu Santo a la usura
común de los afanes de la codicia.
Los labios de Pedro pronuncian palabras duras y severas. En ellas habla la misma
emoción que ya le había conmovido ante Ananías y Safira. También en Chipre se dirige
Pablo con este celo contra Elimas el mago, que intentaba «torcer los rectos caminos del
Señor» (13,9ss). Cuando están en juego la verdad y las cosas santas, la Iglesia, como un
querubín armado con espada de fuego, está llamada a impedir la entrada del maligno y del
impío.
Reflexionemos una vez más sobre la situación. Simón el mago ha recibido el bautismo, y
por tanto se ha adherido exteriormente a la comunidad de Jesús. Corrió asombrado detrás
de Felipe y observó conmovido y emocionado las señales y prodigios de Felipe, y sin
embargo Pedro tuvo que decirle: «No tienes arte ni parte en este asunto.» Se alude al
asunto de la salvación, a las palabras de la gracia y de la verdad de Dios, a las palabras
que Cristo pronunció y que fueron retransmitidas por los apóstoles. De una forma emotiva
se evoca en la conciencia que ni siquiera el bautismo sirve para la salvación, si le falta la fe
que busca sinceramente la verdad, la fe que con espíritu humilde mantiene el oído abierto a
la llamada del mensaje de Cristo.
¿Cómo se comporta Simón el mago? Sus palabras parece que estén marcadas con el
cuño de la comprensión y del dolor. Dan la impresión de que ha tomado en serio la llamada
del apóstol. Y sin embargo hay un tono peculiar en su contestación. Se nota una angustia.
Es la angustia -así nos lo parece- ante una magia que debido a su manera de pensar ve
que se le echa encima por la superioridad de los apóstoles. El verdadero misterio del
Espíritu quedó cerrado para él. La posterior tradición le tiene en el concepto de padre de
todas las herejías. ¿Quizás por eso nuestro relato concluye de un modo tan llamativo? No
se responde ni contesta a la petición del hechicero. No se le da ninguna solución ni
consuelo.
¿Por qué cuenta san Lucas esta singular historia? Ciertamente no carece de especial
motivo para contarla. Esta historia contribuye a formar la imagen de la Iglesia. Es un
testimonio de su inviolabilidad. Es un ejemplo de cómo la Iglesia en los apóstoles incluso
ante la poderosa magia de la antigüedad recorre victoriosa su camino y muestra su
superioridad. Pero detrás de la persona del mago está el pueblo de Samaría (dispuesto
para la fe y contento de haberla recibido) como símbolo de la palabra que prosigue su
camino sin detenerse. La Iglesia crece y se propaga, incluso en la persecución, más aún
precisamente en la persecución y con la persecución.
Conocemos la manera de exponer de san Lucas. Le gusta unir la historia particular con la
vista de la amplitud y del conjunto. Se trataba de Samaría y de la obra de Felipe, pero los
apóstoles en todas partes aprovechan la ocasión para dar el testimonio que se les ha
confiado. En el territorio de Samaría nace la Iglesia. Más tarde Pablo y Bernabé en su
camino desde Antioquía a Jerusalén saludarán a los «hermanos» de Samaría y les
informarán de sus éxitos (15,3).
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Para formarnos una idea de la primitiva Iglesia tiene especial importancia la conversión
del tesorero etíope. Por medio de él el mensaje de Cristo es transmitido hasta el lejano
Mediodía. Es otro ejemplo del irresistible curso de la palabra a través del mundo. La
palabra sigue todos los caminos, incluso la ruta solitaria que conduce desde Jerusalén a
Gaza. Y el que conduce la palabra es el mismo Dios, su ángel, su Espíritu.
¿Quién era este hombre etíope? Había venido del país que se supone que se
encontraba en territorio del Sudán, cerca de la frontera del alto Egipto en la región de
Asuán. Sus habitantes eran camitas. Gobernaban el país reinas que tenían el título de
«candace». Se sabe que en el tiempo en que san Lucas escribió los Hechos de los
apóstoles, en las agrupaciones políticas y culturales de Roma reinaba un vivo interés por la
Etiopía de aquel tiempo. ¿Podemos de aquí deducir que san Lucas tuvo interés en incluir
esta historia para los lectores romanos de su libro? Es muy natural que así lo
supongamos69.
Pero la peregrinación del etíope a Jerusalén y su estudio de la Escritura indica una
estrecha relación con el judaísmo. ¿Era por tanto uno de los hombres «temerosos de
Dios», de los que se testifica repetidas veces en los Hechos de los apóstoles? 70. ¿O bien
era un auténtico judío? Esta solución no se debería tener sin más ni más por imposible,
como suele acontecer con gran frecuencia. Consta que ya en el siglo Vl a.C. había
importantes colonias judías en el alto Egipto, como por ejemplo en Siene y Elefantina, por
tanto muy cerca de la Etiopía de aquel tiempo. ¿No era allí posible que un judío alcanzara
una alta categoría en la administración de las finanzas? Conocemos ejemplos que están en
favor de esta posibilidad.
Así pues, si se considerara a este etíope como judío, se podría incluir su bautismo en la
serie de los judíos que hasta entonces se habían incorporado a la Iglesia, y lo único
extraordinario que habría en su conversión es él hecho de que por medio de él el Evangelio
llegó a Etiopía. Pero si se ha de considerar al etíope como no judío, tendríamos ante
nosotros el primer caso de admisión de un pagano en la Iglesia, lo cual sería sorprendente,
ya que aún no se había regulado lo que concierne a la misión de los paganos, como lo
muestran los cap. 10, 11 y 15. Hay que tener en cuenta que es difícil establecer el tiempo
en que tuvo lugar el bautismo del etíope. A pesar del orden literario actual dicho tiempo
puede ser posterior al bautismo del centurión Cornelio (cap. 10 y 11). La noticia final de
esta sección (8,40) no obliga a suponer que Felipe en su ulterior ruta misional ya entonces
llegara «a Cesarea», por tanto antes del bautismo de Cornelio.
...............
69. El etiope es presentado como «alto funcionario». Dejamos sin decidir si la palabra
griega eunoukhos, que
hemos traducido simplemente por «eunuco», se refiere realmente a un castrado, como con
frecuencia se
encontraban en oriente entre los oficiales de la corte. La palabra griega propiamente no
obliga a tal
suposición. Esta cuestión está relacionada con otra, a saber, si el etíope era pagano o judío.
Si era un
eunuco, difícilmente podía ser judío. Esto se funda en la prescripción legal del Dt 23,1,
según la cual un
eunuco ni siquiera podía ser acogido como prosélito en la sociedad judía (cf. J. DHEILLY,
Diccionario bíblico,
Herder, Barcelona 1970, s.v. Eunuco).
70. Cf. 13,16.43.50, etc. (cf. H. HAAG, Diccionario de la Biblia, Herder. Barcelona 5,
1970, s.v. Temerosos de
Dios).
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El texto procede de la parte del libro de Isaías en que se habla del siervo de Yahveh en
una serie de cantos. Los setenta han retransmitido estos versículos con una configuración
libre, esforzándose por lograr una interpretación teológica del texto básico hebreo.
Sorprende que solamente se aduzcan estos versículos y se omitan las frases colindantes,
que muestran de una forma mucho más impresionante la figura del siervo, que sufre y
expía. Encontramos las pinceladas conmovedoras de la pasión del Señor, cuando el profeta
dice: «Pero él mismo tomó sobre sí nuestras dolencias... Por causa de nuestras iniquidades
fue él llagado, y despedazado por nuestras maldades; el castigo de que debía nacer
nuestra paz descargó sobre él, y con sus cardenales fuimos nosotros curados. Como
ovejas descarriadas éramos todos nosotros: cada cual se desvió para seguir su propio
camino, y a él, el Señor le ha cargado sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros...
Aunque él no había cometido pecado, ni había engaño en sus palabras» (Is 53,4ss).
Entre todos estos textos, a los que aún se podrían añadir otros muchos, ¿por qué san
Lucas aduce precisamente estas frases, cuyo sentido no resulta tan descubierto como en
las otras declaraciones sobre el siervo del Señor? Las palabras aducidas deben tan sólo
representar todo lo que Isaías dice del siervo del Señor. ¿O se hace notar aquí la peculiar
imagen de Cristo en la teología de la pasión de san Lucas? Se cree posible señalar que
san Lucas, como ya antes hemos observado, no hace resaltar con tanto ahínco el carácter
expiatorio de la muerte de Jesús como los otros escritos del Nuevo Testamento, y en
cambio se coloca más en primer término la importancia salvífica de la resurrección y de la
glorificación de Jesús.
El tesorero pregunta a quién se refiere el texto aducido de Isaías. Esta pregunta alude a
una cuestión muy discutida desde el judaísmo hasta la exégesis actual. ¿Quién es este
siervo de Yahveh, del que habla el profeta Isaías? La teología judía vio en este siervo una
alusión al Mesías esperado, aunque no la vio de un modo general, y se dieron distintas
interpretaciones. La Iglesia desde un principio ha entendido el texto en sentido mesiánico y
lo ha referido a Cristo. Ya en la predicación de san Pedro (3, 13) conocimos la frase de que
el «Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo Jesús», como una clara alusión a la
profecía de Isaías. Según nuestra exposición Felipe también interpreta así nuestro texto.
Aunque no se explique en particular cómo Felipe interpretó el texto oscuro, sin embargo
podemos suponer que en la imagen del cordero que se deja matar sin ofrecer resistencia,
Felipe vio representada la pasión de Jesús. Jesús, en su «abatimiento» o humillación, por
nosotros se sometió a juicio, es decir, por nosotros fue condenado a muerte, para ser
arrebatado de la tierra en su resurrección y entrar en su gloria. Otra vez tenemos ante
nosotros un ejemplo de cómo la Iglesia de los apóstoles siempre procuró ver e interpretar el
acontecimiento de la salvación en Cristo a la luz de las palabras proféticas de la Escritura.
San Lucas desea especialmente abrir el entendimiento para entender las Escrituras (cf.
Lc 24,45). Nos acordamos de la frase que se encuentra en la historia de los dos discípulos
de Emaús: «Empezando por Moisés, y continuando por todos los profetas, les fue
interpretando todos los pasajes de la Escritura referente a él» (Lc 24,27). Así también
Felipe procuró poner el misterio de Cristo al alcance del tesorero a la luz de las palabras
proféticas, pero también con la testificación inmediata de los sucesos de la salvación,
cuando se dice que «abrió Felipe su boca y, partiendo de esta Escritura, le anunció el
Evangelio de Jesús».
Con este versículo, que recuerda la noticia dada en 8,25, termina con el estilo literario de
san Lucas la historia de los siete. En dos de ellos, Esteban y Felipe, se puso de manifiesto
con ejemplos particulares una etapa transcendental en el desarrollo interior y exterior de la
Iglesia. Nos podemos hacer también una idea de la actuación de los demás ayudantes
oficiales de los doce. El número de ayudantes sin duda pronto podría haber aumentado en
la ulterior evolución de la Iglesia.
En este versículo final se indica una extensa actividad de Felipe. Su campo de trabajo fue
todo el territorio de Palestina que se extiende a lo largo de la costa del Mediterráneo.
También se supone que predicó en Lida y Jopa, por tanto en las ciudades que más tarde
visitó Pedro (9, 32ss). No se dice cuándo llegó a Cesarea. Pero ya hemos observado que
es posible que Felipe llegara después del encuentro memorable que Pedro tuvo allí con el
centurión Cornelio, y del que tenemos noticia en el cap. 10. Parece que Felipe más tarde
puso de hecho allí su residencia. Porque se nos notifica que Pablo y sus acompañantes
-entre los que estaba Lucas- al retornar del tercer viaje misional, por tanto hacia el año 58,
entrando «en casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete, nos hospedamos en
ella» (21,8).
(_MENSAJE/05-1.Págs. 203-237)
También este texto tiene importancia para comprender a la Iglesia, y en general la acción
de Dios en los hombres. Se hace patente el misterio del gobierno de Dios. Cristo glorificado
fue el primero en comenzar la obra de la vocación, pero ahora confía a su Iglesia la ulterior
ejecución. ¿Quiere Dios con esta su manera de proceder que se ponga en claro cuán
importante es la mediación humana en la obra salvífica de la Iglesia? Este Ananías de
Damasco fue el mediador para Saulo, aunque sólo fuera el mediador para la incorporación
del que ha sido llamado a la comunidad de la Iglesia mediante el bautismo y la imposición
de las manos. El relato que tenemos ante nosotros está configurado al modo de las
historias de conversiones referidas por san Lucas. Cuando vemos la conversión del
centurión Cornelio, encontraremos pormenores parecidos. En el segundo relato (22,11ss)
encontramos esta escena libremente modificada, cuando se dice: «Pero como no veía a
causa del resplandor de aquella luz, conducido de la mano por los que estaban conmigo,
llegué hasta Damasco. Un tal Ananías, hombre piadoso según la ley, muy bien
conceptuado por todos los habitantes judíos, vino a mí y, acercándose, me dijo: Hermano
Saulo, recobra la vista. Y yo, en el mismo instante, la recobré y lo miré.»
En nuestro relato el suceso está descompuesto en sus distintas escenas. A Ananías se le
dan órdenes precisas. Parece que ha estado ya bastante tiempo en Damasco. Lo mismo
digamos de este desconocido Judas de «la calle que llaman Recta». No tenemos ningún
indicio de las circunstancias particulares. Pero advertimos cómo la orden celestial
desciende a pormenores para llevar a término la obra de la vocación. Por primera vez nos
enteramos aquí del origen de Saulo, cuando se le designa como «Saulo de Tarso». Más
tarde se confirmará este dato 79. Para Saulo ¿era Tarso más característico que Jerusalén,
de donde él vino a Damasco? En la persona y en la obra del Apóstol sin duda tiene su
significado que sea él oriundo de Tarso. También en esto quedan patentes los caminos de
la gracia.
«Saulo de Tarso, que está en oración.» ¿Qué fin pretende esta observación? Da una
ojeada discreta sobre la disposición psíquica del hombre conquistado por la gracia de Dios.
Sin comer ni beber nada (9,9), sin poder ver nada con sus ojos corporales, permanece tres
días en soledad y a oscuras para prepararse para lo que el Señor ha determinado para él.
Es una escena conmovedora. Está en oración. Pablo también ha orado como judío. Sin
duda también ha orado a Dios como perseguidor de los cristianos. ¿En qué consiste ahora
su oración? No lo sabemos. Sin embargo, podemos adivinar que cuando Saulo ora, se lleva
a cabo la maduración interna de un hombre, en cuya alma se ha grabado tan
profundamente la figura resplandeciente que ha visto, que sólo puede balbucear suplicando
a Dios que tenga piedad de él. Y pensamos con cuánta frecuencia y empeño hablará
después en sus epístolas de la fuerza y necesidad de la oración.
Saulo, en estos tres días de oscuridad, no careció de consuelo. Tuvo una visión. «Y ha
visto a un hombre, llamado Ananías, que entraba y le imponía las manos para que
recobrara la vista.» Este versículo resulta un poco raro dentro del contexto. No se ve
ciertamente si este versículo todavía forma parte de las palabras que el Señor dirige a
Ananias, o si es una noticia (que tiene consistencia por sí misma) complementaria del autor.
Las dos soluciones son posibles. Si las palabras de este versículo las pronunció el Señor,
se les podría dar el sentido de que Ananías debe animarse a ejecutar el encargo que le
parece inconcebible, porque Saulo por medio de la visión ya está preparado para cumplir el
encargo. Pero si se considera este versículo como una noticia dada por el autor, lo cual nos
parece más probable, se daría a entender que ya en el momento de confiar el encargo a
Ananías, Saulo fue preparado mediante una visión consoladora para lo que iba a ocurrir.
...............
79. En 9,30; 21 39; 22,3.
...............
Amainas tiene la sensación de que le encargan algo inaudito. Con su objeción se realza
mucho más la obra de la gracia que debe efectuarse según la voluntad de Dios. Lo que
parece incomprensible para la manera humana de pensar puede producirse por el amor y
por la providencia divinas, que gobiernan con libertad El Apóstol es llamado sin ningún
mérito, más aún, contra todo lo que podría hacer alusión a mérito alguno. Quien es llevado,
como Saulo, en brazos de la magnanimidad de la divina misericordia, también está llamado
y capacitado para anunciar la voluntad salvadora de Dios con tanta integridad y con un tal
temple de conquistador, cual sólo lo percibimos en el mensaje de las cartas de san Pablo.
La reputación que le había precedido en Damasco, hizo temblar a los cristianos de esta
ciudad. Así lo notamos en las palabras de Ananías. Se llama santos a los discípulos de
Jesús. También en 9,32 se habla de «los santos que habitaban en Lida». Con bastante
frecuencia encontramos esta palabra en las cartas del Apóstol. Nosotros, que a menudo
solamente vemos nuestro cristianismo según la diferenciación externa y la ordenación
puramente jurídica, ¿somos todavía capaces de comprender lo que significa que a los
cristianos se los llame santos? Con esta palabra se expresa lo que es esencial en el
cristiano. Esta santidad de los cristianos se funda en el misterio de Jesús y en el hecho de
haber sido bautizados en nombre de aquel a quien se adhieren en el sacramento. Por eso
Ananías los llama «los que invocan tu nombre», y al oír esta frase recordamos las palabras
de Joel, que se citan en la información sobre el día de pentecostés: «Todo el que invoque
el nombre de Señor será salvo» (2,21).
Ananías conoce la dignidad de ser cristiano, conoce el misterio que envuelve a los
«santos». Conoce a Saulo, el peor enemigo. ¿Cómo debe Ananías interpretar la orden que
se le da? Una tensión alarmante agita su alma. La tensión entre el cálculo humano y la
imposibilidad de prever el gobierno divino. Es y será propio de nuestra manera de ser que
pensemos y calculemos como lo hizo Ananías. Con gran dificultad nos abrimos paso hacia
lo que Pablo -a pesar de tener conciencia de ser conducido personalmente- dice en la carta
a los Romanos: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios!
¡Qué insondables son sus decisiones y qué inexplorables sus caminos! Pues ¿quién
conoció el pensamiento de Dios? ¿O quién llegó a ser su consejero? ¿O quién le dio algo,
de antemano, de suerte que haya de darle recompensa por ello? (Rom 11,33ss).
El Señor informa a Ananías. Raras veces se habrá comunicado a una persona humana
una notificación tan emocionante. «Este es mi instrumento escogido.» ¿Este Saulo? ¿El
mismo que vino a Damasco «respirando amenazas y muerte»? ¿Qué clase de elección es
ésta? Solamente podemos callar ante la libertad de Dios y la unicidad de su ser. «¡Pero
hombre! ¿Y quién eres tú, para altercar con Dios?», dirá más tarde san Pablo en su
epístola a los Romanos (Rom 9,20), y en sus cartas aludirá sin cesar a la elección que
experimentó en sí mismo. Su mensaje de la gracia no es una teoría teológica, sino que lo
ha vivido en sí mismo.
Saulo será «instrumento escogido». Así lo dice él en su carta a los Gálatas: «Cuando
aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar
a su Hijo en mí, para que lo evangelizara entre los gentiles...» (Gál 1,15). No se elige a
Saulo por causa de su persona, sino por causa de la salvación. Debe ser enviado del
Señor. Debe ser testigo, como lo fueron los doce por encargo de Jesús resucitado (1,8). A
los oyentes de la predicación de Saulo se les llama gentiles y reyes. Con estas palabras se
alude a todo el mundo no judío, y sobre este particular los Hechos de los apóstoles nos
informarán en seguida con datos concretos. Pero también los «hijos de Israel» percibirán el
mensaje de Saulo, como san Lucas se esforzará por exponer de nuevo en todo su relato.
Saulo llevará «mi nombre» ante todos ellos, es decir, Saulo transmitirá el mensaje de Cristo
Jesús, que es un mensaje de salvación para todos los hombres, sin distinción de pueblo, ni
de raza, ni de religión, que hayan tenido anteriormente.
En estas pocas palabras resplandece la obra universal de un solo hombre, la tarea en
favor de la cual en adelante intervendrá Saulo con el mismo fervor con que hasta ahora ha
perseguido a los que «invocan el nombre del Señor». El conocimiento de su misión
universal permanecerá en él y no le dejará descansar, tal como lo vemos siempre en sus
epístolas a manera de confesión conmovedora. Pablo alude a esta misión recibida en
Damasco, cuando dice: «Pablo, esclavo de Jesucristo, apóstol por llamamiento divino,
elegido para el Evangelio de Dios... de su Hijo... por quien hemos recibido la gracia del
apostolado, para conseguir la gloria de su nombre, la obediencia a la fe entre todos los
gentiles» (Rom 1,1ss). En la misma carta declara Pablo: «Yo me debo tanto a griegos como
a bárbaros, a sabios como a ignorantes...» (Rom 1,14). Y hacia la conclusión de la epístola
Pablo apoya sus palabras apostólicas con «la gracia que Dios me concedió; la de ser un
ministro de Cristo Jesús con respecto a los gentiles, ejerciendo una función sacerdotal en
servicio del Evangelio de Dios, de modo que los gentiles sean ofrenda aceptable,
santificada por el Espíritu Santo» (Rom l5,15s).
Una frase sorprendente se añade a estas palabras del Señor a Ananías: «Porque yo le
mostraré cuántas cosas deberá padecer por mi nombre.» Desde la hora de Damasco en
adelante el sufrimiento por Cristo forma parte del camino del Apóstol. Así nos lo atestiguan
los Hechos de los apóstoles, así lo confiesan sus cartas de un modo que causa verdadera
emoción. Aquí se indica una ley de los discípulos de Cristo que se opone a nuestro
sentimiento puramente humano. Cristo padeció los sufrimientos de la pasión. Tuvo que
padecerlos, como se dice abiertamente en el Evangelio. «¿Acaso no era necesario que el
Mesías padeciera esas cosas para entrar en su gloria?», dice Jesús resucitado a los dos
discípulos en el camino de Emaús (Lc 24,26).
Jesús ha asignado a sus discípulos esta ley del sufrimiento: «Quien no toma su cruz y
sigue tras de mí, no es digno de mí» (Mt 10,38). Los discípulos son llamados
bienaventurados, si los hombres los odian por causa del Hijo del hombre (Lc 6,22). Y los
apóstoles «salían gozosos de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos de
padecer afrentas por el Nombre» (5,41). El sufrimiento por causa de Cristo forma parte del
testimonio en favor de Cristo. Pero la gracia de este testimonio fue concedida a Saulo en
notable medida a lo largo de su carrera. De ello encontramos en sus cartas emotivas
confesiones. Léase solamente aquel resumen conmovedor de la segunda epístola a los
Corintios, en la cual no sin una cierta amargura se encara con sus adversarios diciendo:
«¿Son servidores de Cristo? Lo diré como delirando: ¡Mucho más lo soy yo! Más, en
trabajos; más, en cárceles; muchísimo más, en palizas y, frecuentemente, en peligros de
muerte. De los judíos recibí cinco veces cuarenta azotes menos uno. Tres apaleado, una fui
apedreado; tres, naufragué: pasé un día y una noche en medio del mar...» (2Cor 11,23ss).
Se tendría que seguir leyendo y añadir otros pasajes para darse cuenta de la gravedad y
del profundo sentido de esta frase con la que el Señor anuncia y apoya con razones la
elección de su «instrumento». Sobre todo tendría que procurarse meditar también la
profunda teología del sufrimiento, que se expresa en la carta a los Colosenses con las
siguientes palabras: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y voy
completando en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en pro de su cuerpo, que
es la Iglesia» (Col 1,24).
c) Curación y bautismo
(Hch/09/17-19a).
Ananías cumple la orden del Señor. Lo hizo -así podemos suponerlo- maravillándose de
los caminos de la gracia. Saulo durante tres días tuvo que esperar que llegara la hora (9,9).
¿Qué pudo pasar en estos días en su alma? Sus ojos todavía no eran capaces de ver y no
quiso comer ni beber. Pero los días estaban iluminados por una luz interior. «Saulo de
Tarso, que está en oración», dijo el Señor a Ananías. Y lo que se indica en el versículo 12
nos deja adivinar que incluso en la oscuridad de estos días no estuvo sin consuelo. La
visión le había dicho que alguien vendría para dar la lumbre a sus ojos.
Más tarde, en su carta a los Gálatas, Pablo impugnó que le hubiera sido comunicado o
transmitido de algún modo por hombres el Evangelio que él proclamaba. Yo no fui
corriendo
a consultar con la carne y la sangre, dice el Apóstol, después de haber hablado antes
claramente en el mismo versículo de la hora de Damasco (Gál 1,16). Nuestro relato no se
opone a esta declaración de la epístola a los Gálatas. Lo que hizo Ananías no contradice el
hecho de que el Apóstol sabe que ha sido llamado inmediatamente por Jesucristo y por
Dios (Gál 1,1), y que recibió su Evangelio mediante una revelación personal (Gál 1,12).
Ananías solamente debía ser medianero en la curación y bautismo de Saulo. También
Saulo experimentó esta mediación, lo cual para nosotros es otra vez una señal del orden
visible, al que Cristo ha vinculado la tarea salvadora de la Iglesia.
«Hermano Saulo», así se dirige Ananías al hasta entonces temido perseguidor de los
cristianos. Ananías usa la forma hebrea del nombre, o sea, la forma que Saulo también oyó
de labios del Señor cerca de Damasco. Ananías tiene cuidado en recordar al Señor que se
apareció en el camino hacia Damasco. Todo esto era para Saulo una señal de que tenía
ante sí a un mandatario del Señor, un hombre enterado, un iniciado. Ananías con su misión
medianera puede traer a Saulo la curación de la ceguera y puede traerle el Espíritu Santo,
como don del Señor. Y «recobró la vista». ¿Había sido real esta ceguera? Sin duda,
aunque no está a nuestro alcance dar una explicación médica. Pero esta ceguera al mismo
tiempo era un símbolo. Un símbolo de la noche precedente, en la que Saulo se movía.
Ahora Saulo puede contemplar una nueva luz. Esta nueva visión también es una alegoría. A
la luz de los ojos otra vez obtenida sobreviene la iluminación del espíritu, sobreviene
aquella contemplación del misterio de Jesús, que nos dan a conocer las cartas de san
Pablo de una manera inigualada. Pensemos en aquellas magníficas palabras de la segunda
epístola a los Corintios: «Nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejando como en un
espejo la gloria del Señor, su imagen misma, nos vamos transfigurando de gloria en gloria,
como por la acción del Señor, que es Espíritu» (2Cor 3,18).
«Recobró la vista y fue bautizado.» El bautismo de Saulo fue el bautismo en el nombre de
aquel a quien tres días antes Saulo aún perseguía «respirando amenazas y muerte». Ahora
Saulo, confesando a Cristo en el bautismo, invocó el nombre, contra el cual él había
pensado, como dijo ante la presencia de Agripa, «que debía hacer todo lo posible» (26,9).
Un nuevo hombre surgió del agua. «Tomó alimento y recuperó sus fuerzas.» Eso no
solamente puede decirse de su cuerpo. También se alude a las fuerzas del espíritu, porque
desde entonces el Espíritu Santo se hizo cargo de él para siempre.
a) Predicación en Damasco
(Hch/09/19b-22).
b) Huida de Damasco
(Hch/09/23-25).
Puede tener diferentes motivos que Saulo al huir de Damasco se dirigiera a Jerusalén. Al
fin y al cabo lo decisivo era el deseo de ponerse en contacto con la comunidad madre y con
sus jefes, los apóstoles. Había un riesgo personal en comparecer en Jerusalén, siendo así
que los judíos de Damasco ya lo quisieron matar. Sabía las dificultades que le aguardaban
por ambas partes: por parte de los cristianos a quienes él antes persiguió tan
encarnizadamente, y por parte de los judíos que le tratarían como traidor y renegado. No
obstante Saulo fue a Jerusalén. Lo hizo teniendo conciencia de su misión. Era el Señor
quien le había llamado. Con todo a pesar de conocer muy bien el carácter inmediato de su
vocación, no pasa por alto la coordinación con la colectividad de la Iglesia. Saulo tenía
marcado de una forma perceptible el cuño de un tesón y de una responsabilidad de sí
mismo, pero conoce el profundo sentido y el derecho no sólo en general de la Iglesia
fundada por Cristo, sino también de su autoridad.
Esta situación de Saulo se expresa en esta su primera visita a Jerusalén. Y quien lea la
carta a los Gálatas, lo llega a conocer todavía con mayor claridad. En esta epístola escribe
san Pablo: «Posteriormente, pasados tres años, subí a Jerusalén para visitar a Cefas y me
quedé quince días con él. Pero no vi a ningún apóstol; solamente vi a Santiago, hermano
del Señor» (Gál 1,18s). La compaginación de los dos relatos crea dificultades. Se tiende a
seguir en primer lugar lo que Pablo dice de sí mismo en la carta a los Gálatas, aunque se
admite que Pablo expone con cierto ardor lo que le parece importante y decisivo para sus
lectores.
Dejemos aparte la explicación exegética del problema -que también existe para las otras
visitas a Jerusalén- y consideremos el hecho, a todas luces incontestable, de que el antiguo
adversario y enemigo se esfuerza por sentir con los que dirigen la Iglesia. Pablo no
procedió así como simple discípulo de Cristo, sino como mandatario, como representante
del Señor, a cuyo servicio trabaja hace ya tres años desde su conversión. Porque
suponemos que la estancia en Arabia, mencionada en la epístola a los Gálatas (Gál 1,17)
se dedicó a la predicación, del mismo modo que los días que pasó en Damasco. No por ello
hay que considerar disparatado el pensamiento de que Pablo fue a Arabia para retirarse a
la soledad y prepararse interiormente para la tarea que se le había asignado. Pero no
podemos imaginarnos que un hombre dotado de las aptitudes de Saulo viviera dedicado
solamente a la meditación durante un periodo prolongado de tiempo. Incluso la carta a los
Gálatas supone una actuación inmediata del que había recibido la vocación de apóstol,
cuando se dice con respecto al tiempo de los tres primeros años: «Y era personalmente
desconocido a las Iglesias cristianas de Judea. Allí solamente se oía decir: Aquel que en
otro tiempo nos perseguía, ahora predica la fe que entonces pretendía destruir» (Gál
1,22s).
Nuestro texto dice que Pablo en su primera visita a Jerusalén pretendía ponerse en
contacto con los apóstoles: «Bernabé lo tomó consigo, lo condujo a los apóstoles y les
explicó de qué manera vio en el camino al Señor, el cual le habló, y cómo en Damasco
había actuado con valentía en el nombre de Jesús.» Y si añadimos un dato de la epístola a
los Gálatas, o sea que Pablo quería visitar a Pedro, notamos con especial interés cómo
este hombre (de cuya manera de ser era propia la disposición a la independencia y a la
autodeterminación, y que en cierto modo encontró el camino hacia Cristo por sí solo)
procuró incorporarse a la ordenación visible de la Iglesia. Y cuando Pablo en su carta hace
resaltar adrede a Pedro, no se puede pasar por alto que Pablo se reconoce el rango
especial de Pedro en la Iglesia y quiere acatarlo. Aunque esta misma epístola a los Gálatas
nos cuente un episodio memorable de Antioquía, en el que Pablo se encaró audaz y
abiertamente con Pedro, y le pidió explicaciones (Gál 2, 11ss); sin embargo, esta actitud de
Pablo no se contradice con el reconocimiento de la autoridad de Pedro. De aquí solamente
deducimos la valentía con que se entrevistaban los hombres de la Iglesia, desembarazados
de una distancia ceremoniosa y de una sumisión servil.
Fue Bernabé quien medió en favor del recién venido de Damasco. Ya antes hemos
tenido noticias de Bernabé (4,36s). Es uno de los personajes de la primitiva Iglesia, que
suscitan especial interés. Ya dijimos que podemos opinar que Bernabé también tuvo un
prestigio personal para Lucas. Bernabé pasó a ser el buen amigo de Saulo. En él vemos de
qué forma tan significativa Dios en la ejecución de sus planes toma la relación de hombre a
hombre. «¿Qué hubiese sido Pablo sin Bernabé?», podríamos preguntar, especialmente
cuando veamos cómo Bernabé más tarde en Antioquía llama a Saulo (a quien casi se había
olvidado) para un trabajo común (11,25s), y se lo lleva como compañero en el primer viaje
misional de largo trayecto. Pudo ser doloroso para ambos amigos que cuando habían de
salir para el segundo viaje misional (15,36ss), no pudieran ponerse de acuerdo acerca de si
debían llevar consigo a Juan Marcos, el primo de Bernabé, y que provisionalmente incluso
emprendieran caminos distintos.
Saulo no pudo disfrutar mucho tiempo del trato con la comunidad madre. Las relaciones
eran tirantes. El temperamento de Saulo era demasiado brusco y fogoso. Saulo creyó que
tenía que ganarse la voluntad de sus antiguos amigos, los judíos helenistas, en favor de su
mensaje. Estos mismos fueron quienes no pudieron soportar a Esteban. Amenazaron a
Saulo con darle el mismo fin que a Esteban. Los «hermanos», es decir, los cristianos y
entre ellos sobre todo los apóstoles, cuidaron de que Saulo quedara a salvo. Lo llevaron a
la ciudad marítima de Cesarea, y allí lo embarcaron hacia Tarso, su ciudad natal. Saulo de
nuevo está en fuga. De nuevo lo salvaron aquellos a quienes él antes había anunciado la
muerte y la destrucción. Saulo de nuevo experimenta aquello a lo que aludía el Señor,
cuando dijo a Ananías: «Yo le mostraré cuantas cosas deberá padecer por mi nombre.»
1. EN LIDA Y JOPA
(Hch/09/31-43).
32 Pedro, que andaba por todas partes, llegó hasta los fieles que
habitaban en Lida. 33 Encontró allí a un hombre llamado Eneas, que
desde ocho años atrás yacía en una camilla, porque estaba
paralítico. 34 Y le dijo Pedro: «Eneas, el Señor Jesús te va a curar;
levántate y hazte tú mismo la cama.» Y al momento se levantó. 35 Y
lo vieron todos los habitantes de Lida y Sarón, los cuales se
convirtieron al Señor.
Pedro sabe que no tiene facultad para devolver la vida a los muertos por su propia virtud.
Conoce, en cambio, la omnipotencia de Dios. Y de ella impetra el milagro orando de
rodillas. Conociendo la proximidad eficiente de Dios puede decir: «Tabitá, levántate.» Aquí
tampoco se nos concede hacer muchas explicaciones ni alegar muchas pruebas. De nuevo
tenemos ante nosotros un misterio. Es el Señor, que está presente en su Iglesia. No sin
razón el texto occidental, que es más extenso, ha dado a las palabras de Pedro la siguiente
forma: «Levántate en el nombre de nuestro Señor Jesús.» Se nos recuerdan aquellas
palabras que dijo Jesús a sus apóstoles en su plática de despedida: «De verdad os
aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores las hará;
porque yo voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, eso haré, para que el Padre sea
glorificado en el Hijo» (Jn 14,12s). Solamente teniendo en cuenta esta revelación podemos
rendirnos a la verdad de la narración de un milagro como el nuestro contra cualesquiera
objeciones.
En Tabitá se nos traza una de las figuras más nobles de mujer en los primeros tiempos
de la Iglesia. «Estaba llena de buenas obras y de limosnas que hacía.» Las «túnicas y
mantos» que había hecho para los pobres, nos muestran que Tabitá era una de aquellas
mujeres que saben unir de una forma agradable la piedad y la disposición a prestar ayuda
práctica. No hace al caso si hay que considerarla como «diaconisa» oficialmente
reconocida, como por ejemplo la diaconisa Febe de la Iglesia de Céncreas (Rom 16,1), o si
ejerció la actividad de su vida de forma enteramente personal. Por los escritos del Nuevo
Testamento sabemos cuán estrechamente se enlaza con la formación de la Iglesia la figura
de las mujeres que ayudan y atienden, tanto si pensamos en las mujeres que acompañaban
a Jesús, como las describe con esmero san Lucas (Lc 8,2s), como si pensamos en las
mujeres que se nombran en los Hechos de los apóstoles y en las cartas de san Pablo.
Léase tan sólo el cap. 16 de la epístola a los Romanos, en que se habla de Febe, Priscila,
María, Trifena, Trifosa, Pérsida, Julia, para ver con qué gratitud san Pablo nombra también
a estas mujeres, para recordar su ejemplo y su servicio en la propagación del Evangelio.
En la conclusión de esta historia se dice que Pedro permaneció bastantes días en Jopa,
en casa de un tal Simón, curtidor. Se da esta noticia sobre todo por causa de la historia que
sigue a continuación (10,6). Al mismo tiempo se patentiza también cuán afortunada fue la
actuación del apóstol en Jopa, en lo cual de nuevo aparece la importancia del milagro como
testimonio en favor del Evangelio. Puede haber también una especial intención en el hecho
de que asimismo se nombre el oficio manual de Simón, que hospedaba en su casa a Pedro.
Sabemos que la profesión de curtidor era considerada por los doctores de la ley como
impura y que no era apreciada. El hecho de que Pedro residiera en casa de un curtidor
puede ser una señal de que se siente libre de la estrechez farisaica, y así ya está
preparado para la orden transcendental que ha de recibir en el relato siguiente.
(_MENSAJE/05-1.Págs. 239-272)
En estas líneas san Lucas nos presenta la imagen de un noble oficial. Conocemos la
atención con que san Lucas describe en general a los representantes de este oficio, y
sobre todo a los representantes de las tropas romanas y de la administración romana de
ocupación. Recordemos al centurión de Cafarnaúm, a quien san Lucas hace resaltar por su
actitud ejemplar (Lc 7,1ss). Si se comparan esmeradamente los dos personajes, se nota el
estilo literario con que el autor armoniza visiblemente las dos figuras. Los dos oficiales
tienen sentimientos piadosos y temen a Dios, hacen buenas obras, se preocupan de sus
subordinados, tienen profundo respeto al hombre de Dios, a quien llaman por medio de
mensajeros para obtener su ayuda; a los dos se elogia y se otorga lo que desean.
De nuevo entra en escena, como sucede a menudo en los escritos de Lucas, una
aparición celestial. Se la llama «ángel de Dios». No tenemos derecho ni posibilidad de
interpretar con más precisión este modo empleado por Dios para llamar a un hombre, ni
traducirlo en conceptos de la psicología natural. Es una revelación de la divina voluntad y
de la divina conducción. Dios habla al hombre en la forma de imágenes y representaciones
vinculadas al tiempo. Es significativo el dato de la hora nona. Para los judíos la hora nona
es la hora de oración. Se supone que el centurión se acomodaba a este horario. Parece
que el centurión había formado parte del grupo de los llamados «temerosos de Dios».
Había muchos en el mundo no judío. Adoraban al Dios de los judíos y se atenían a la fe
judía sin convertirse formalmente al judaísmo. Así pues, este centurión era un hombre de
oración. Y cuando oraba, así podemos suponerlo, se le comunicó la orden del cielo.
«Tus oraciones y tus limosnas han subido como memorial ante la presencia de Dios»,
dice el ángel. No es necesario que se vea expresada en estas palabras una moral
retributiva. No se trata de calcular tan sólo según el mérito, por mucho que se hagan
resaltar las buenas obras de Cornelio. Toda la manera de ser propicia a calcular, propia de
los fariseos, es ajena a este centurión. No enumera delante de Dios sus obras. Pero Dios
contempla su generosa voluntad y le otorga su gracia salvadora. La obediencia de Cornelio
a la voz del ángel y su humilde actitud a la llegada de Pedro (10,25s) muestran cuán lejos
está Cornelio de proceder con exigencias.
«Dos de sus servidores», probablemente dos esclavos, que estaban al servicio de la
familia, y un soldado, cuyo ánimo piadoso se menciona adrede, van de viaje a Jopa con el
encargo de buscar a Simón Pedro en casa del curtidor, y de pedirle que vaya a Cesarea.
De nuevo la palabra de Dios está en camino. Este es un rasgo peculiar -como ya hemos
visto- de los escritos de san Lucas. La palabra de Dios recorre su camino de una ciudad a
otra. Siempre bajo las órdenes y la dirección del Espíritu. Pensemos en las órdenes dadas
a Felipe, a Saulo, a Ananías y ahora a Cornelio, y en las que pronto se darán a Pedro.
Los Hechos de los apóstoles, como ya hemos visto muchas veces, son una historia del
encuentro del cielo con la tierra. Lo humano y lo divino se compenetran en la Iglesia de
Cristo, que se desarrolla dentro del tiempo y del espacio de la historia. Los hombres están
llamados a la obra de la salvación, que se funda en la muerte y en la resurrección del
Señor. Estos apóstoles y sus ayudantes son hombres. Necesitan una instrucción celestial y
la gracia divina, si quieren cumplir lo que se les ha impuesto como misión y encargo.
Esto se hace ostensible con singular claridad en el hecho que aquí se describe. Es un
hecho real; así tenemos que confesarlo. Ninguno de los prodigios de que nos informan los
Hechos de los apóstoles tiene en sí tantos rasgos de aspecto fabuloso como esta
aparición, que Pedro presenció. Sin embargo no tenemos ninguna razón concluyente para
negar la realidad de lo que Pedro presenció, con tal que no neguemos por principio
cualquier posibilidad de que se manifieste el mundo espiritual y divino. Pueden encontrarse
también en el relato rasgos populares, pero esto no justifica que se tome el conjunto como
mero símbolo y ropaje de un pensamiento.
En Pedro está representada la Iglesia. La Iglesia en el viraje más decisivo de su historia.
Hemos visto cómo hasta ahora esta Iglesia estaba estrechamente vinculada al judaísmo, a
sus leyes de la religión y del culto. Esta unión era tan estrecha que Saulo -con el poder y el
encargo de la suprema autoridad judía- de buena fe pudo considerar a la Iglesia como
asunto del judaísmo y pudo proceder contra ella como traidora al judaísmo. Saulo escuchó
el llamamiento del cielo, el mismo Señor le cierra el paso y le muestra la nueva dirección.
Se le abre ya el horizonte de su obra.
Pedro sabe que es apóstol. Hasta ahora le vimos actuar con plena conciencia de su
testimonio. Pero todavía es judío, judío en sus juicios y en sus acciones. Está ligado a las
leyes religiosas del judaísmo con toda la pureza y fidelidad de que es capaz su alma.
«Hacia la hora de sexta» Pedro sube a la terraza para retirarse a orar de acuerdo con la
costumbre judía. «Por la tarde, mañana y mediodía, a él sube mi lamento y mi gemido y
Dios mi voz escucha» (Ps 54,18). Pedro como judío que observa estrictamente la ley,
atiende a las prescripciones alimentarias tomadas tan en serio por el judaísmo, a la
diferencia entre «puro» e «impuro» establecida en la ley mosaica y en la teología rabínica.
Y con una santa protesta Pedro rechaza la exhortación de la voz misteriosa exclamando:
«De ninguna manera, Señor, nunca he comido yo nada profano o impuro.» La afirmación
está hecha muy en serio y no es lícito escandalizarse ante tal interpretación de la ley. Casi
radica en la esencia de la tradición religiosa que ésta ligue al hombre de una manera poco
menos que inextricable a cosas y formas externas, que en último término le parece que
sean como una parte de la fe que no se puede abandonar. ¡Cuán difícilmente los hombres
pierden la rigidez que se forma con este concepto de la tradición, cuando se trata de llevar
a los hombres a lo que es esencial!
En esta situación vemos a Pedro ante nosotros. Pedro ciertamente ha tenido noticia de la
instrucción dada por Jesús que ha explicado: «Nada hay externo al hombre, que, al entrar
en él, pueda contaminarlo; son las cosas que salen del interior del hombre las que lo
contaminan» (Mc 7,15). Pedro había presenciado cómo Jesús emprendió el camino hacia la
casa del centurión pagano de Cafarnaúm y cómo sanó a su criado (Lc 7,6ss). Pedro ha
escuchado los severos juicios de Jesús sobre las exterioridades del culto, como también
nosotros los encontramos anotados en el Evangelio de san Lucas (Lc 11,39ss). Pedro ha
experimentado el prodigio del Espíritu Santo, y ha contemplado el principio del tiempo de
salvación, y sin embargo le resulta difícil desprenderse clara y libremente de las maneras
tradicionales de la ley judía.
El mismo Dios tiene que intervenir de nuevo y señalar los caminos que abren a la Iglesia
la posibilidad de avanzar por todo el mundo con el mensaje de salvación. Esta intervención
de Dios se lleva a cabo gradualmente, y es impresionante ver cómo Pedro bajo la dirección
del Espíritu reconoce, con una claridad que aumenta sin cesar, la orden de que se trata.
Una primera orden, cuyo significado sólo después es comprendido plenamente por Pedro,
atañe a leyes sobre los alimentos. Se dice a propósito que en el mantel que descendía del
cielo, había «toda clase» de animales. Esta expresión es un modismo popular, con el que
no se hace referencia a todos los animales en particular, sino que solamente se quiere
decir que estaban juntos sin distinción animales «puros» e «impuros». Y con la orden de
comer sin vacilar se declara sin fuerza obligatoria la prescripción que hasta entonces
estaba en vigor. Lo que Dios ha declarado puro, tú no lo llames profano, dice la voz.
Estas palabras se pueden interpretar en el sentido de que ahora, por el mandato de comer
de todo, ya nada es considerado como impuro. Pero también se podría seguir pensando y
encontrar expresado el pensamiento de que todo lo que Dios ha creado, hay que
considerarlo como puro desde un principio por ser criatura de Dios. Entonces tendríamos el
mismo caso que en la cuestión del divorcio, en la cual Jesús pasando también por encima
de la ley mosaica se remite a la ley primitiva de la creación (Mc 10,2ss). Jesús ya ha
rechazado la impureza de los manjares, por eso el evangelista observa expresamente:
«Con lo cual declaraba puros todos los alimentos» (Mc 7,18b).
Así pues, se trata, en primer término, de las leyes acerca de los manjares, se trata de una
cuestión, cuyo peso hoy día difícilmente nos podemos imaginar. Pero para Pedro se trata
de algo más. Él en seguida lo tendrá que reconocer. Sabemos que el judaísmo
estrictamente fiel, como consecuencia de la cuestión sobre la impureza levítica y cultual,
dio
prescripciones estrictas para el trato con el mundo no judío. Al pagano se le consideraba
como impuro. Había que evitar toda clase de participación en una mesa común. En las
cartas de san Pablo nos enteramos de con cuánta amplitud esta cuestión influyó durante
mucho tiempo en la más antigua misión cristiana. Sobre todo en la primera epístola a los
Corintios se esfuerza el Apóstol por exponer con la ayuda de toda clase de reflexiones
teológicas la licitud de comer la carne sacrificada en honor de los ídolos (lCor 8-10). Y una
vez más san Pablo habla de este tema con palabras muy firmes en la carta a los Gálatas,
cuando informa cómo en Antioquía incluso frente a Pedro y Bernabé tuvo que evocar en la
conciencia la libertad del cristiano (Gál 2,1ss). Por tanto la cuestión de las leyes acerca de
los manjares y la cuestión de los paganos estaban muy estrechamente relacionadas. La
subsiguiente historia nos muestra que también en nuestro caso se trataba del encuentro del
Evangelio con los paganos.
Es una escena memorable. Después de lo que se ha dicho hasta ahora, esta escena no
necesita ninguna explicación. Pero lo que resulta especialmente impresionante es el gran
deseo que tenía Cornelio de obtener la salvación. Espera la venida de Pedro. Todo el
paganismo, podríamos decir de una forma alusiva, espera en la persona de Cornelio el
mensaje y la dádiva de la salvación. Con frecuencia se repetirá esta escena en la historia
de la misión cristiana. Juntamente con Cornelio espera un gran número de personas.
Probablemente todas eran paganas. Entre ellas quizás hubiera algunos «temerosos de
Dios». Buscadores que tenían la índole espiritual de Cornelio. Había que precaverse de
considerar siempre y en todas partes el paganismo (que la Iglesia de los primeros tiempos
encontraba en el ámbito del helenismo) a la manera de una primitiva fe idolátrica. En el
paganismo había mucha noble espiritualidad y verdadero carácter humano. Era un suelo
preparado para recibir la palabra del Evangelio. Muchas veces era un suelo más preparado
y predispuesto que el rígido y recusante judaísmo. ¿Qué dijo Jesús acerca del centurión de
Cafarnaúm? «Ni en Israel encontré tanta fe» (Lc 7,9).
El centurión saluda a Pedro. Lo hace en la forma más sumisa de aquel tiempo, con la
llamada proskynesis. ¿Lo había hecho ya en tiempos precedentes ante un hombre? Con
esta postura se expresa la adoración de la divinidad. Cornelio ve en Pedro algo
sobrenatural, aunque no se explique la idea que le domina. Pedro rechaza resueltamente el
homenaje: «Levántate, que yo también soy puro hombre.» ¿Acaso recordó que en otro
tiempo él también se había arrojado a los pies de otro, y había dicho balbuceando:
«Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador» (Lc 5,8)? ¿O recordó la hora en que por
ser hombre negó a Jesús de una manera tan ignominiosa en el patio de Caifás? ¿Y ahora
se arrodilla ante él un oficial romano y se echa a sus pies? Pedro no lo puede soportar.
También aquí vemos un ejemplo. Y parece como si la Iglesia siempre tenga que volver a
este Pedro sin pretensiones. El culto personal y las maneras cortesanas fácilmente ocultan
la mirada saludable hacia el camino que recorrió Jesús.
Pedro saluda a la gran asamblea. Tiene ante sí una escena inusitada. Para los reunidos
podía ser inusitado que un judío se les acercara. Los que se habían congregado conocían
la reserva de los judíos ante los extranjeros. Conocían la intolerancia de los judíos, su
blindaje religioso. Pedro hace suyo este pensamiento y explica el hecho de su venida.
Oímos con interés la interpretación que Pedro da a la visión de los animales puros e
impuros. Ya no se trata de la cuestión de los manjares lícitos o ilícitos, sino de la cuestión
básica de la misión universal. Para Pedro ya no existe la distinción judía entre puro e
impuro. Ha caído la barrera que la Iglesia quiso retener y que impedía dar el paso al
paganismo. Y Saulo, cuya vocación se cuenta, no sin motivo, antes del encuentro de Pedro
con Cornelio, será quien recorrerá audaz y decididamente el camino y vencerá las últimas
resistencias.
Pedro una vez más tiene noticia de la orden del Señor. El mismo Cornelio informa de lo
que le ha sucedido. De acuerdo con la ideología de los no judíos se designa al ángel como
«hombre, en hábito radiante». Una vez más se dice que la aparición tuvo lugar cuando
Cornelio oraba. Se tiene la impresión de que la venida de la figura luminosa sea una
respuesta inmediata del cielo al ruego del que ora, cuando -con una reproducción algo libre
de las palabras del ángel (según se leen en 10,4)- se dice: «Ha sido escuchada tu oración,
y de tus limosnas se ha hecho memoria en la presencia de Dios.» ¿Y qué rogaba el
centurión? Buscaba la verdad y la salvación. Debió, pues, pedir -así lo podemos suponer-
que se iluminara su espíritu, que se le indicase el camino de la verdad.
Ahora se le muestra el camino. Una alegre disposición se denota en las siguientes
palabras: «Aquí estamos ahora todos nosotros en presencia de Dios para escuchar todo lo
que te haya sido ordenado por el Señor.» El mensaje del Evangelio va al encuentro de
Cornelio y de la comunidad que se había reunido con él. Es una auténtica comunidad. Una
memorable comunidad de catecúmenos, tal como estará siempre ante los mensajeros de la
fe en la ulterior historia de la Iglesia. Están congregados «en presencia de Dios». Este dato
realza la comunidad por encima del nivel de todas las demás colectividades, por encima de
la vida cotidiana y profana. Cornelio conoce la misión y el poder de Pedro. «Lo que te haya
sido ordenado por el Señor», dice Cornelio a Pedro. Cornelio se refiere al poder de la
Iglesia. La palabra de la salvación se ha confiado a la Iglesia, para que ésta ejerza una
mediación válida y obligatoria.
d) La palabra de Pedro
(Hch/10/34-43).
San Lucas nos propone la predicación de Pedro ante Cornelio y los suyos con una
formulación sintética. Esta predicación nos muestra acertadamente los pensamientos
fundamentales del kerygma de salvación ante los oyentes no judíos. En comparación con
las precedentes predicaciones misionales de los apóstoles, la prueba de la Escritura pasa a
segundo término, aunque puedan percibirse en el discurso claras asonancias con palabras
del Antiguo Testamento81. En primer término está la acción salvadora de Jesús de Nazaret
y el refrendo de su misión mediante su manera de actuar, sobre todo mediante la
resurrección. El apóstol habla como mandatario de Jesucristo, Señor universal, y muestra el
camino de la salvación en el hecho de volverse con fidelidad hacia Jesús.
Ya las palabras introductorias de Pedro tienen un profundo significado: «No tiene Dios
acepción de personas.» Esta frase hace alusión a lSam 16,7, en que el Señor dice a
Samuel: «No mires a su buena presencia, ni a su grande estatura, porque no es ése el que
he escogido: y yo no juzgo por lo que aparece a la vista del hombre, pues el hombre mira
las apariencias, pero el Señor ve el corazón.» Un sentido superior se inserta ahora en estas
palabras, que se interpretan en el ámbito de la historia de la salvación. Cuando Dios ofrece
la salvación, no se fija en lo que se fijan los hombres. Para Dios carecen de valor las
diferencias de posición social, de sexo, de raza y nación, ni siquiera lo tiene -y en esto
consiste el reconocimiento innovador de Pedro- la diferencia de confesión religiosa. «De
cualquier raza, el que le teme y practica la justicia le es agradable.» Entendemos bien estas
palabras que suenan con un acento audaz en grado inaudito. No se dicen en favor de una
indiferencia religiosa, ni en el sentido de una apatía religiosa. Cuando Pedro pronuncia
estas palabras, piensa en el camino salvador de la Iglesia, en cuyo nombre habla. Acerca
de este camino de la salvación Pedro quiere decir que está abierto para todos sin
distinción, para todos los que con profundo respeto ante el misterio de Dios y buscando la
equidad y la justicia esperan con ansia llegar a este camino.
En estas palabras de Pedro se puede pensar que se está oyendo hablar a Pablo, cuyo
gran deseo es difundir el mensaje de la universal voluntad salvadora de Dios. Se tendrían
que leer la carta a los Romanos y la epístola a los Gálatas. ¿Qué dice en la carta a los
Romanos? «No me avergüenzo del Evangelio: ya que es poder de Dios para salvar a todo
el que cree; tanto al judío, primeramente, como también al griego» (Rom 1,16). Y en la
misma epístola leemos: «Pero ahora, independientemente de la ley, ha quedado bien
manifiesta la justicia de Dios, justicia de Dios que, por medio de la fe en Jesucristo, llega a
todos los que creen -pues no hay diferencia, ya que todos pecaron y están privados de la
gloria de Dios-... ¿Acaso Dios lo es de los judíos solamente? ¿No lo es también de los
gentiles? ¡Sí! También lo es de los gentiles. Pues no hay más que un solo Dios, el cual
justificará, en virtud de la fe, a los circuncidados y, por medio de la fe, a los no
circuncidados» (Rom 3, 21ss). En la carta a los Gálatas leemos: «Todos vosotros, en
efecto, sois hijos de Dios a través de la fe en Cristo Jesús. Pues todos los que habéis sido
bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego; ya no hay
esclavo ni libre; ya no hay varón ni hembra; pues todos sois uno solo en Cristo Jesús» (Gál
3,26).
Para todos, pues, está abierto el camino salvador de Dios, y este camino de salvación es
Cristo Jesús. El mensaje de Dios se transmite en primer lugar a los «hijos de Israel», se les
anuncia la «paz» por medio de Jesucristo, la paz con Dios como la condición esencial para
salvarse. Pero no por eso el camino de salvación está reservado a Israel, como quizás se
podría concluir. Jesucristo y su obra de paz se extienden mucho más allá de las estrechas
fronteras de Israel. «El es Señor de todos.» En esta frase se patentiza el universal poder
salvífico del soberano del universo, del Todopoderoso, a quien se sometieron todas las
cosas, tanto si se traduce como hemos hecho: «Él es Señor de todos», es decir, de todos
los hombres, incluso de todos los señores de la tierra, que muchas veces pretendieron el
título de Kyrios o de Dominus, como si se interpreta la frase en el siguiente sentido: «Él es
Señor del universo.» Estas palabras tuvieron que hacer escuchar con atención a Cornelio y
a sus huéspedes romanos y gentiles, a quienes el señorío de su César tenía que
parecerles como la síntesis del poder político e incluso religioso.
Y ahora Pedro dirige la atención a la historia sin igual de este portador de la paz y
«Señor de todos». El contenido del Evangelio se compendia con la máxima brevedad82.
«Vosotros conocéis lo que ha venido a ser un acontecimiento en toda Judea...», puede
decir Pedro. Es difícil que este modismo suponga que Cornelio y los suyos tengan
conocimiento de los sucesos de la vida y de la muerte de Jesús por medio de mensajeros
cristianos de la fe. Porque, como ya hemos explicado antes, es muy incierta la suposición
de que Felipe llegara a Cesarea antes de la venida de Pedro, como muchos infieren de
8,40. Antes bien Pedro supone que en Cesarea, donde además residía el gobernador
romano, se pudo tener conocimiento inmediato de lo que aconteció a Jesús. Esto es para
nosotros un testimonio de cómo la historia de Jesús ya durante su vida mortal suscitó
interés y llamó la atención. A este propósito recordemos que Pablo en el juicio oral ante el
rey Agripa también da este testimonio, cuando dice: «Sabe de estas cosas el rey, a quien,
por ello, hablo confiadamente, pues no puedo creer que nada de esto ignore, ya que no ha
sucedido en ningún rincón oculto» (26,26).
Lo que Pedro pone de relieve en la actuación de Jesús recuerda de nuevo (como en
2,22ss) la figura de Cristo del Evangelio de san Marcos, que desde la más antigua tradición
se califica como reproducción de lo que Pedro predicaba, por lo cual se supone que fue
escrito para los lectores romanos. El bautismo de Juan significa el principio del camino
salvador de Jesús. Esto ya se nos puso en claro 1,21s, y lo podemos ver en la estructura
de los cuatro evangelios. Con este bautismo se enlaza el hecho de que «Dios ungió a
Jesús de Nazaret con Espíritu Santo y poder». En el verbo griego que significa «ungir»
(khrio/ekhrisen) se contiene la raíz de la palabra «Cristo» (Khristos). «Dios ha hecho
Señor y Mesías (Khristos) a este Jesús a quien vosotros crucificasteis», dijo Pedro a los
oyentes judíos en el discurso del día de pentecostés (2,36).
El «Espíritu Santo» descendió sobre Jesús, cuando fue bautizado. De ello hablan los
cuatro evangelios, especialmente el de san Lucas 83. Este dato es importante para los
Hechos de los apóstoles y para su constante testimonio del Espíritu Santo. Porque no hay
que disociar al Espíritu Santo de la persona y de la obra de Jesús, aunque en el lenguaje
de los Hechos de los apóstoles esta realidad no haya sido expresada con una fórmula
teológica.
Pedro tiene cuidado en coordinar la imagen que traza de Jesús, con las ideas religiosas
de los oyentes no judíos, cuando dice que Jesús «pasó haciendo el bien y sanando a todos
los oprimidos por el diablo». Con esta frase se pone en primer término la actuación externa
de Jesús, lo cual no significa que Pedro pase por alto el mensaje de salvación anunciado
por Jesús, y ya antes indicado (10,36). Solamente vemos una vez más cuán vivo era desde
el principio el interés por las «acciones de Jesús». Se le muestra «haciendo el bien», como
Salvador del mundo oprimido por el poder del diablo. Se dirige la palabra al anhelo de
salvación de un mundo doliente y angustiado. Sabemos que a los soberanos de aquel
tiempo les gustaba hacerse llamar «bienhechores» o «beneméritos» (euergetes). También
los llamaban «liberador» o «salvador» (soter). Este título arrogante se ha conservado en
monedas e inscripciones. Querían ser dioses y se hicieron tributar honores divinos. El
mundo romano aplicó también tales prácticas a sus Césares. Frente a ellos aparece Jesús
de Nazaret como el verdadero bienhechor y el único Salvador. «Él es Señor de todos», ha
dicho Pedro con la mirada puesta en estos señores de la tierra. Y una vez más Pedro indica
el motivo de la excelsa categoría de Jesús, cuando dice: «Porque Dios estaba con él.»
Y ahora Pedro muestra el incomparable camino de este bienhechor y salvador. Pedro
tiene derecho de hablar sobre este punto. «Nosotros somos testigos de todas las cosas
que hizo en la región de los judíos y en Jerusalén», puede decir Pedro, que incluye el
testimonio de todas las cosas en este «nosotros». El testimonio de quienes «nos han
acompañado todo el tiempo en que anduvo el Señor Jesús entre nosotros, a partir del
bautismo de Juan hasta el día en que nos fue arrebatado» (1,21s). De nuevo notamos la
gran finalidad de la predicación apostólica, o sea, basar el Evangelio en la autenticidad de
lo que se ha presenciado en el curso de la historia.
Y de nuevo, como en los precedentes ejemplos de la primitiva predicación cristiana, en
las palabras de Pedro sobresalen la muerte y la resurrección de Jesús como los
acontecimientos decisivos de la salvación. Resuenan en nuestros oídos fórmulas de
confesión. Y una vez más se presentan los testigos de la realidad de la resurrección. Ellos
le han visto, pudieron ser sus comensales. El Evangelio de san Lucas, así como el de san
Juan, tiene conocimiento de este haber comido con Jesús resucitado 84. Es una comida
misteriosa e inexplicable, porque se sustrae a toda experiencia la manera como puede
comer y beber un cuerpo glorificado. Pero para los discípulos fue un signo de la presencia
real del Señor ensalzado. Esta participación en la misma mesa sobrevivió en la celebración
litúrgica de la cena del Señor, aunque del modo peculiar de la realidad sacramental.
En la experiencia de la resurrección y en el encuentro con el Señor resucitado se funda
la misión salvadora confiada a la Iglesia. Porque estos acontecimientos están encaminados
a que todo el mundo pueda experimentar la salvación. La fe de los apóstoles y de la
primitiva Iglesia exige que se transmita el mensaje a los hombres. «Y nos ordenó predicar
al
pueblo y dar testimonio de que él es el constituido juez de vivos y muertos por Dios», dice
Pedro a Cornelio. Conocemos esta orden por las palabras de la gran misión (1,8) y por lo
que san Lucas en el Evangelio (Lc 24,44ss) recapitula como instrucción del Señor. En
aquel pasaje del Evangelio también se lee que «en su nombre había de predicarse la
conversión y para el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando por
Jerusalén» (Lc 24,47). Así pues, cuando Pedro delante de Cornelio habla del «pueblo», no
parece que haya que referir esta palabra solamente a Israel, sino a todos los hombres. Casi
carecía de fundamento que en esta situación se hiciera resaltar de una forma tan
sorprendente la posición privilegiada de Israel, aunque esta posición esté indicada en el
versículo 36. ¿O bien Pedro quiso decir que el encargo misional de Jesús estaba en primer
lugar dirigido al «pueblo» de Israel, pero que ahora Dios ha intervenido a propósito, para
agraciar al paganismo con el mensaje de salvación? El texto apenas da pie a una tal
interpretación.
Puede resultar sorprendente que Pedro nombre como contenido fundamental del
mensaje la predicación sobre Jesús considerado bajo el aspecto de juez de vivos y
muertos. En esta expresión escuchamos una antigua fórmula, que fue insertada en el
credo de la primitiva Iglesia. Es interesante ver que también se encuentra esta declaración
sobre el oficio judicial de Jesús en el discurso del Areópago, que es el más parecido a este
discurso de Pedro. En aquel discurso de Pablo se dice: «Ya que ha establecido un día en
el que habrá de juzgar al mundo entero según justicia por medio de un hombre a quien ha
designado para que salga fiador suyo ante todos al resucitarlo de entre los muertos»
(17,31). De esta manera la resurrección de Jesús y su oficio de juez son puestos en
estrecha relación.
Con las palabras sobre el futuro juicio, en las que se manifiesta la expectación que la
primitiva Iglesia tenía del tiempo final, la Iglesia no quiere angustiar a los hombres, sino
mostrarles el camino de la salvación para salir airoso ante este tribunal. La declaración
sobre el juicio se convierte en predicación sobre el tema de la salvación, y por tanto en la
buena nueva en el verdadero sentido, cuando dicha declaración, tal como la hizo Pedro,
hable de la fuerza salvadora de la fe en Jesucristo. Cristo otorga la «remisión de los
pecados» a todos los que creen en su nombre, es decir, en la comunión con él basada en
la fe.
Jesús es al mismo tiempo juez y salvador, pero presta su servicio salvador antes de
desempeñar su oficio de juez. Por eso hablando de la remisión de los pecados, en la que
se resume toda la actividad salvadora de Jesús, Pedro tiene cuidado en hacer resaltar que
los vaticinios de los profetas a través de los siglos ya han señalado dicha remisión.
...............
81. Cf. 1S 16,7; Dt 21,22.
82. De una manera semejante a lo que sucede en 2,22-25.
83. Cf.Lc 3,22; 4,18.
84. Cf. Lc 24,30.43; Jn 21,5ss.
...............
La historia de Cornelio es una providencia y dirección sin igual, desde arriba. Solamente
así se puede entender el curso de los acontecimientos. El mismo Dios manifiesta qué giro
tan trascendental se inicia en la obra de su salvación en el encuentro del apóstol con
Cornelio. El mismo Dios corona con un amén el discurso de su mensajero. El día de
pentecostés con la venida del Espíritu y con el prodigio de que los discípulos hablaran en
otras lenguas impulsados por el Espíritu, el Señor resucitado y enaltecido se hizo ostensible
en Jerusalén para mostrar a los hombres el comienzo de la obra salvífica de la Iglesia. Así
ahora en Cesarea en la casa del centurión Cornelio tiene lugar un nuevo pentecostés,
como señal de un nuevo principio. Se inicia la obra de la salvación con los paganos.
De nuevo unos hombres son penetrados por el soplo del Espíritu. «Los oían hablar en
lenguas y alabar la grandeza de Dios.» Son hombres que todavía no están bautizados, pero
les ha conmovido el mensaje de salvación que Pedro les anuncia. Son hombres que tienen
en el alma un ansia sincera de búsqueda y una disposición, la disposición de la fe, a la que
está prometida la salvación. «Todavía estaba Pedro diciendo estas cosas, cuando
descendió el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban la palabra.» ¿No es esto la
demostración de la fuerza salvadora de la palabra que es plenitud del espíritu, y que es
acogida con ánimo abierto por los oyentes dispuestos para la fe? Corresponde a una de las
intuiciones más profundas de nuestro tiempo reconocer precisamente en la proclamación
de la palabra su virtud salvadora y adentrarse en la conmemoración de este misterio. Tal
consideración está llena de significado. En el contexto de nuestro relato el sentido de este
milagro de Cesarea, similar al del día de pentecostés, consiste sobre todo en la función del
signo, que para Pedro y para la Iglesia indicaba que se hallaba en el recto camino, cuando
iba a Cesarea al encuentro del centurión pagano.
El acontecimiento era estimulante. Estimulante para la primitiva Iglesia aún muy encogida
en la manera judaica de concebir la salvación. Este estímulo lo sintieron los acompañantes
judeocristianos de Pedro, que vivieron el prodigio del Espíritu, y así -otra vez por especial
providencia- pudieron ahora ser testigos de la señal que Dios había dado a su Iglesia. «Y
se maravillaron los creyentes de origen judío que habían venido con Pedro de que también
sobre los gentiles se hubiera derramado el don del Espíritu Santo.» También sobre los
gentiles: eso era lo inaudito 85.
Pedro reconoce la señal del Espíritu. Pedro fue sacado por etapas del encogimiento de la
manera judía de pensar, para distinguir ahora claramente en vista de este nuevo suceso de
pentecostés el camino libre de la salvación para todos los hombres. Puesto que el mismo
Dios otorgó el bautismo del Espíritu, la Iglesia no tiene derecho alguno de negar el
bautismo con agua. Pedro expresa este conocimiento en forma de una pregunta. Esta
recuerda la pregunta del tesorero etíope (8,36), y en ambas preguntas puede resonar algo
del más vetusto rito bautismal y de la interrogación litúrgica del que ha de ser bautizado.
Pero en la pregunta de Pedro ya se contiene la respuesta. El bautismo «en el nombre de
Jesucristo» aporta a la Iglesia en Cornelio y los suyos no sólo un crecimiento externo en el
número de miembros, sino también la apertura dichosa de un camino, en el que por primera
vez puede cumplirse con la libertad del Espíritu el gran encargo del Señor sobre la
salvación. La Iglesia ha venido a los gentiles, y es como un símbolo que Pedro después de
prestar su servicio «se quedara con ellos unos días».
...............
85. El que tenga tiempo, lea la carta a los Romanos, y en los capítulos 9-11 reflexione sobre
los pensamientos
del apóstol san Pablo. con los cuales éste procura profundizar y exponer el misterio de la
vocación de los
judíos y de los paganos a la Iglesia.
(_MENSAJE/05-1.Págs. 272-298)
BIBLIA NT HECHOS 11 y 12
MATERIA: EL N. T. Y SU MENSAJE: LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES (11)
·KURZINGER-JOSEF
Sería extraño que no se hubiesen presentado reparos y críticas sobre estos sucesos de
Cesarea. A los miembros de la primitiva comunidad de Jerusalén les sonó como algo
inaudito la noticia de que los gentiles habían recibido la palabra de Dios. La nueva se va
propagando de boca en boca. Ya antes leímos una noticia semejante: «Enterados los
apóstoles en Jerusalén de que había recibido Samaría la palabra de Dios, les enviaron a
Pedro y a Juan» (8,14). Ya entonces fue una novedad sorprendente que los semigentiles
samaritanos se hubiesen adherido a Cristo. «Recibir la palabra de Dios» es una descripción
de profundo sentido para significar que alguien escucha con fe el mensaje de salvación del
Señor. Pero ahora sobreviene la notificación (que parece inconcebible) de que los paganos
y -así podemos anotarlo para colmo- incluso romanos, personas pertenecientes al poder de
ocupación, habían recibido el bautismo. Y esta vez no pudieron, como antes en el caso de
Samaría, enviar mandatarios de la comunidad y vigilar. En este hecho había participado el
mismo Pedro. Por todos los datos advertimos una vez más lo inaudito y trascendental de lo
que había sucedido en Cesarea.
No se habla abiertamente de crítica ni de recusación. Sin embargo, ya se nota muy
claramente entre líneas el espíritu de una orientación, que todavía encontraremos más
tarde y que en la Iglesia siempre se hará sentir de algún modo. Es la orientación que dentro
de poco procurará oponerse con sus exigencias judaizantes a toda libertad de la misión
cristiana y, con rivalidad enconada, se esforzará por estorbar e impedir especialmente la
obra misional del apostolado. Los inconvenientes que ahora objetan a Pedro con una
actitud recelosa, los presentarán e impugnarán más tarde en alta voz formando un frente
cerrado en el concilio llamado de los apóstoles (15,1ss). Quien conozca la carta a los
Gálatas, sabe la lucha que Pablo tuvo que sostener con ellos, los llamados judaizantes.
En el acentuado relieve que se da a los conceptos de circuncisión e incircuncisos se
indica que también en este caso se trata de miembros de la comunidad que tenían una
manera de pensar judaizante. Intencionadamente se les llama «los de la circuncisión».
Pablo en la carta a los Gálatas emplea la misma expresión (Gál 2,12), cuando dice quo
Pedro se separó de los gentiles dejando de comer con ellos «por miedo a los de la
circuncisión». «¡Has entrado en casa de hombres incircuncisos y has comido con ellos!»,
los de la circuncisión echan en cara a Pedro, que ha regresado a Jerusalén. Se denota la
rígida manera de pensar de los judíos que juran por la tradición y por la letra. Es una
actitud, cuya superación fue la tarea difícil. ¿Cómo la resolverán Pedro y la Iglesia?
Sorprende que en este fragmento una vez más se cuente con detenimiento lo que ya
sabemos por el relato precedente. En esto vemos el estilo literario de san Lucas, que
pretende poner ante la mirada de los lectores los decisivos sucesos de la Iglesia primitiva
de la forma más fácil de retener en la memoria. Ya hemos señalado un procedimiento
semejante en el relato de la vocación de Saulo, que como hemos visto se llega a proponer
tres veces, extensamente y con una coincidencia en gran parte literal. Hemos tenido la
sensación de que la historia de Cornelio era de trascendental importancia para el camino
que debía seguir la Iglesia. Incluso los miembros de la Iglesia judeocristiana tuvieron que
notar que en Cesarea había sucedido algo inaudito.
Pedro refuta la ostensible desaprobación. Hace patente una vez más la experiencia que
también para él fue emocionante. Pedro como jefe de la comunidad ¿debía dar esta
cuenta? ¿Se pueden sacar rápidas conclusiones sobre la posición jurídica de Pedro con
respecto a la comunidad por el hecho de que Pedro se sienta movido a rendir cuentas?
¿Debió Pedro emprender el viaje que le condujo a Lida y Jopa, solamente como emisario
de la comunidad de Jerusalén? Quizás sería más acertado no ver tanto el asunto bajo el
aspecto del interés por la situación constitucional de la Iglesia, cuanto bajo el aspecto de la
dirección del Espíritu, a la que también están sometidos Pedro y los apóstoles. Los
apóstoles y la comunidad saben que están estrechamente vinculados en el misterio del
cuerpo de Cristo, sin detrimento de la ordenación establecida por Cristo, la cual asigna al
cargo de apóstol una tarea que está por encima de la comunidad, pero que al mismo tiempo
se desempeña en favor de la comunidad y con ella.
No es indispensable exponer detalladamente el contenido del discurso de Pedro. Ya se
dijo lo fundamental a propósito de la historia de Cornelio referida en el cap. 10. En el estilo
de la exposición de san Lucas se encuentran algunas diferencias con respecto al primer
relato, pero no modifican los rasgos fundamentales de la narración. Parece significativa la
observación complementaria de que Pedro recordara la palabra del Señor: «Juan bautizó
con agua, pero vosotros seréis bautizados en Espíritu Santo» (11,16). Porque con esta cita
se denota una correspondencia sintomática entre la venida del Espíritu Santo en el
pentecostés inicial (2,1ss) y esta otra venida en Cesarea. Cuando Jesús resucitado
pronunció aquellas palabras (1,5), pensaba en el bautismo del Espíritu, que debía tener
lugar «dentro de no muchos días», en la fiesta de pentecostés. Así pues, cuando Pedro
menciona esta palabra, indica que tanto ahora como entonces se puso un decisivo principio
en el camino del mensaje de salvación. Entonces la Iglesia penetró en el pueblo de Dios del
Antiguo Testamento, ahora en Cesarea y en su revelación del Espíritu se abre el camino
hacia el mundo pagano y por tanto a todo el mundo. Así llegamos a saber con claridad cuán
íntimamente se enlaza el misterio de vida del Espíritu Santo con el camino de la Iglesia.
Y en las palabras finales de Pedro no queremos hacer caso omiso de cómo la fe «en el
Señor Jesucristo» es el principio y la condición de la actividad salvadora de Dios. El
Espíritu de Dios y la fe del hombre se apresuran para encontrarse de una manera
misteriosa y producen la obra de la salvación. Y cuando este Espíritu se revela tan
prodigiosamente, como sucedió en Cesarea, entonces tenemos que acallar las objeciones y
dificultades humanas, aunque éstas parezca que se apoyan tanto en doctrinas tradicionales
y en una supuesta ortodoxia. La información de Pedro tranquilizó los ánimos excitados de
los «de la circuncisión», de tal forma que incluso ellos vieron en lo que sucedió en Cesarea
el gobierno de Dios, y tuvieron que convencerse de que también a los paganos se otorgó
«la conversión que conduce a la vida».
Se tranquilizaron, dice el texto. ¿Se mantendrán tranquilos definitivamente? Quien
conoce la ulterior evolución, sabe que la manera de pensar que movió a los «de la
circuncisión» a objetar contra Pedro, pronto volverá a alzarse y una vez más intentará con
impetuoso ardor obstaculizar el camino de la libertad cristiana. En la asamblea memorable
de la Iglesia en Jerusalén, tal como se expone en los Hechos de los apóstoles (15,1ss) y en
la carta a los Gálatas (Gál 2,1ss), los dos frentes se encontrarán todavía más cara a cara.
Se necesitará la intervención de Pedro, Santiago y Juan, así como de Pablo y Bernabé
para obtener y asegurar para el mensaje cristiano la verdad y libertad del Evangelio.
No solamente se trata de la cuestión del orden temporal en esta noticia introductoria, sino
sobre todo de mostrar la relación causal entre la persecución de la Iglesia y su crecimiento
externo e interno. Los perseguidos, entre ellos el círculo formado alrededor de «los siete»,
se convierten en testigos y mensajeros del Evangelio que en ellos se perseguía. Se
nombran Fenicia y Chipre como el campo de la misión que aquí se va formando, y con
peculiar realce la ciudad de Antioquía de Siria. A ella se dedica la especial atención del
siguiente relato. ¿Por qué precisamente a Antioquía? En esto se muestra un interés
personal de san Lucas. Según la antigua tradición Lucas es antioqueno. Esta Antioquía era
la tercera ciudad del imperio romano. Sólo Roma y Alejandría eran mayores que Antioquía.
Esta era una gran urbe, que no solamente tenía importancia económica, sino también
cultural y religiosa. Por consiguiente, el encuentro del mensaje cristiano con esta ciudad
significaba de nuevo una etapa memorable para el curso de la «palabra» a través del
mundo.
En Antioquía debía tener lugar en el dominio de la publicidad lo que se efectuó
primeramente en la conversión de Cornelio más bien en la esfera privada y personal: se
formó la primera comunidad etnicocristiana. En los relatos de los Hechos de los apóstoles,
en que se nos expone la misión universal de Pablo, llegamos a conocer claramente la
importancia que este hecho debió tener para la evolución de la Iglesia. Antioquía se
convierte en el centro y punto de partida de la misión dirigida a los paganos en gran estilo.
Y aunque Jerusalén en adelante retiene la categoría de comunidad madre, y mantendrá su
prestigio ante toda la Iglesia, ahora Antioquía entra en funciones de lo que hasta aquel
momento representaba Jerusalén.
J/SEÑOR: Así pues, los de Chipre y de Cirene, que en Antioquía por primera vez se
pusieron en contacto como mensajeros de la fe, con los «griegos», es decir, con los no
judíos, empezaron una obra sumamente trascendental para la historia de la Iglesia.
«Anunciándoles el Evangelio de Jesús, el Señor.» En esta fórmula «Jesús, el Señor»,
Jesús, el Kyrios, tenemos el más breve compendio de la predicación apostólica. Sin
embargo, ¿conseguimos abarcar todo lo que expresaba esta fórmula de la primitiva Iglesia?
Es una antiquísima confesión, que ya hemos encontrado en el discurso que Pedro
pronunció en la fiesta de pentecostés: «Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la
casa de Israe1 que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros
crucificasteis» (2,36). Y cuando Pablo en sus cartas menciona la dignidad de Kyrios que
tiene Jesús, se da cuenta de que resume en una palabra todo el misterioso poder y
grandeza del Cristo glorificado. Escribe Pablo en la carta a los Romanos: «Si confiesas con
tus labios que Jesús es Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los
muertos, serás salvo» (Rom 10,9). Y en la primera carta a los Corintios leemos: «Nadie
puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo» (lCor 12,3). Y conocemos la más
conmovedora declaración sobre el Kyrios en aquella confesión de Cristo
extraordinariamente profunda que se lee en la carta a los Filipenses: «Por lo cual Dios, a su
vez, lo exaltó y le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que, en el nombre
de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua
confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11).
Así pues, en el mensaje de Jesús, el Señor, se incluye todo lo que la fe sabe decir de
él. El mundo no judío estaba abierto a este mensaje, y la confesión de Jesús como «Señor»
se convirtió formalmente en el lema frente a las exigencias de los otros muchos «señores»
en los diversos cultos e ideas del tiempo. El Evangelio de Cristo obtuvo un gran éxito entre
los «griegos» de Antioquía. «La mano del Señor» estaba con los que por primera vez se
resolvieron a anunciar el Evangelio también a los paganos. El Espíritu Santo actuaba con
ellos. Se ha formado en el mundo la primera comunidad etnicocristiana. Empieza una
Iglesia
que ya no aparece como hasta ahora a manera de secta del judaísmo.
Era de esperar quo la evolución que tenía lugar en Antioquía atrajera toda la atención de
la comunidad madre de Jerusalén y de los dirigentes de la Iglesia. Dicha comunidad se
sentía responsable de todo lo que sucediera en el campo de la misión cristiana. Tras este
sentimiento estaba la solicitud por la unidad y la concordia en la fe. Por eso la noticia de la
formación de una comunidad etnicocristiana tuvo que conmover a la Iglesia que hasta
entonces había sido exclusivamente judeocristiana. Lo vimos claramente en el caso de
Cornelio.
Enviaron a Bernabé a Antioquía. Pedro quizás estaba todavía en camino por tierras de
Palestina. Y pareció que Bernabé tenía especial vocación para la tarea que le aguardaba.
Los que se atrevieron a dar el paso de misionar entre los «griegos», eran «algunos de
Chipre y de Cirene». Bernabé también era natural de Chipre (4,36). Y no solamente eso.
Bernabé era «un hombre de bien, lleno de Espíritu Santo y de fe». Así lo dice Lucas,
antioqueno, quien, como ya vimos, tenía una gran veneración por Bernabé. Bernabé no era
uno de los doce, pero gozaba de un prestigio tan grande que los Hechos de los apóstoles
dos veces incluso le dan el nombre de «apóstol» (14,4.14). Como ya dijimos, Bernabé
debió ser para Lucas el primer representante que encontraba de la Iglesia dirigente.
LEY/GRACIA: GRACIA/LEY: Bernabé halla un campo con una copiosa cosecha.
Bernabé, «el cual, al llegar y ver la gracia de Dios, se alegró». El texto llama gracia de
Dios la obra de los mensajeros de la fe en Antioquía. Es una expresión de profundo
sentido. Parece que se está oyendo hablar a Pablo. Nadie ha conocido como Pablo la
actuación de la gracia. La «gracia» es una liberación de la «ley». En la carta a los Romanos
dice así el Apóstol: «Justificados por la fe, estamos en paz con Dios por medio de nuestro
Señor Jesucristo, mediante el cual hemos obtenido, por la fe, incluso el acceso a esta
gracia, en la que estamos firmes» (Rom 5, ls). Y en la misma carta dice san Pablo: «No
estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6,14). Se nos recuerdan las palabras del
prólogo de san Juan: «La ley fue dada por medio de Moisés; por Jesucristo vinieron la
gracia y la verdad» (Jn 1,17). La salvación en Cristo es pura gracia. Esto puede aplicarse al
judío que se vuelve a Cristo, pero aún mucho más claramente puede aplicarse al no judío.
De esto se daba cuenta Bernabé, cuando vio la Iglesia que se formaba en Antioquía.
Comprendemos la «alegría» que tuvo Bernabé, comprendemos que en vista de la actuación
de la gracia, sólo pudiera exhortar «a permanecer, con firmeza de corazón, unidos al
Señor». Al pie de la letra se podría traducir: «a quedarse cerca del Señor». Jesús es este
«Señor» hacia quien se ha vuelto la comunidad antioquena.
Todo esto lo exponen los Hechos de los apóstoles con pocas palabras. No tenemos
ninguna otra noticia de todas las cuestiones y problemas que en el caso de Cornelio han
conmovido a Pedro y a la comunidad primitiva. Nada se dice sobre la manera como la
Iglesia acogió a los paganos. Podemos estar convencidos de que no fue necesario dar un
rodeo pasando por la ley mosaica, sobre todo no se requirió la circuncisión, cuando los
antioquenos fueron conducidos a la «gracia de Dios». De este modo, nuestro relato se
acomoda, por una vinculación interna, a la historia del bautismo del centurión Cornelio. No
carece de cierto aspecto trágico que fuera precisamente en Antioquía, donde más tarde
Pedro -debido a su temperamento particular-, juntamente con Bernabé, incurrió en una
situación difícil y motivó la censura de Pablo, de la que éste nos informa en la carta a los
Gálatas (Gál 2,11ss). La «gracia de Dios» no elimina la libertad humana, siempre purificará
y dirigirá y conducirá al fin el camino de la Iglesia con una fructuosa tensión entre lo
humano y lo divino.
«Fue entonces Bernabé a Tarso en busca de Saulo.» Sentimos una sensación de
extrañeza, cuando leemos esta frase. ¿Dónde está Saulo? Como hemos visto, Saulo tuvo
que abandonar Jerusalén como un fugitivo después de su primer encuentro con la
comunidad. Entonces los «hermanos» lo encaminaron a Tarso (9,23-30). No sabemos
exactamente el número de años, que han pasado desde entonces. Nuestro texto cuando
menciona a Saulo, lo hace como si se refiriera a una persona desaparecida y olvidada.
Parece que la comunidad de Jerusalén no se haya preocupado más por él. Quizás incluso
se alegraba de estar lejos de él, como fácilmente sucede, cuando el grupo de los
partidarios de las costumbres tradicionales podría ser inquietado por naturalezas
demasiado apremiantes y fogosas. ¿Permaneció Saulo enteramente inactivo?
Bernabé no se ha olvidado de Saulo. Él fue quien entonces en Jerusalén granjeó la
confianza de la comunidad madre al recién llegado de Damasco, y dio testimonio a los
apóstoles del encuentro de Saulo con el Señor (9,27). Los Hechos de los apóstoles no nos
dicen de dónde sacó entonces Bernabé sus conocimientos de Saulo. Una ocasión propicia
fue y siguió siendo esta amistad que había entre los dos. El Espíritu que rige la Iglesia, se
sirve de los lazos personales que unen a los hombres, para conseguir el mayor bien del
conjunto. De nuevo se podría preguntar qué hubiese sucedido, si Bernabé en Antioquía no
se hubiese acordado de Saulo. ¿Por qué Bernabé fue en busca de Saulo? Difícilmente
puede admitirse que fuera por propio interés. Bernabé pensaba en Saulo. Sabía, así lo
podemos suponer, que Saulo tenía que sufrir por estar separado de la obra para la que
parecía estar llamado. Bernabé «era un hombre de bien», dice con razón el texto.
Bernabé y Saulo ejercieron su ministerio en Antioquía «durante un año entero». La
comunidad de fieles creció bajo la acción de su apostolado. Pero este crecimiento y el
afianzamiento de la vida eclesial no fueron los únicos frutos cosechados. Para Saulo y
también para Bernabé fue un año de maduración de sus conocimientos y de sus ideas, que
utilizarían pronto, cuando emprendieran una misión evangelizadora en gran escala entre los
paganos. En aquel año en Antioquía se vio, con claridad y seguridad crecientes, cómo la
Iglesia se liberaría del aislamiento en que la colocaba la mentalidad legalista judía. De este
modo se preparaba algo que determinaría el camino de Saulo y le convertiría en el
incomparable heraldo de la salvación cristiana, de la gracia y de la libertad en Cristo.
Quizás guarda relación con lo antedicho que en Antioquía se llamara por primera vez
cristianos a los discípulos de Jesús. No sabemos si esta designación provino de los que no
pertenecían a la Iglesia o si los mismos fieles se dieron este nombre, que se convirtió en el
símbolo, en la expresión de la fe en que la salvación de los hombres solamente se
encuentra en Cristo Jesús. Tenemos noticia del gran respeto que la antigua Iglesia tenía a
este nombre, por la primera carta de san Pedro, en la que se dice: «Bienaventurados
vosotros si sois ultrajados por el nombre de Cristo, porque el Espíritu de la gloria, el de
Dios, descansa sobre vosotros. Que ninguno de vosotros tenga que sufrir por criminal, o
por ladrón, o por malhechor, o por entrometido. Pero, si es por cristiano, no se avergüence,
sino dé gloria a Dios por este nombre» (lPe 4,14-16).
.........................
a) En la cárcel
(Hch/12/01-04).
b) Liberación
(Hch/12/05-12).
En la primera parte de los Hechos de los apóstoles ya se nos informó de una liberación
prodigiosa de la cárcel (5,19ss). Entonces un «ángel del Señor» abrió a todos los apóstoles
durante la noche las puertas de la cárcel y les dio la orden de predicar en el templo. Y en la
tercera parte de nuestro libro volveremos a encontrar una historia parecida, cuando se nos
diga que Pablo y Silas fueron liberados de la cárcel mediante un temblor inusitado (16,
l9ss). Así pues, el mismo Dios interviene tres veces para socorrer a sus mensajeros. El
pensamiento crítico podría escandalizarse por estas cosas, que parecen increíbles.
¿Tenemos derecho a tomar todo esto solamente como símbolos, como la convicción
(presentada en forma dramática y puesta en escena de un modo eficaz) de la primitiva
Iglesia de que el poder auxiliador del cielo le asiste y de que la Iglesia es invencible? No
faltan tales maneras de ver. Y sin embargo ¿por qué la ayuda de Dios no podía haber
elegido, de hecho, estos caminos, cuando se trataba de asistir a su Iglesia oprimida?
Conocemos a Jesús resucitado y su promesa. También creemos, después de todo, en la
posibilidad del milagro. Pese a todas las objeciones, que de ordinario son el resultado de
una manera unilateral y naturalista de pensar, deberíamos seguir aferrados a la verdad de
tales acontecimientos. No obstante hemos de contar con la posibilidad de que en algún
detalle concreto hayan concurrido influencias y móviles literarios.
Con respecto a las otras dos historias de liberación la escena de la comunidad orante es
lo que sobresale especialmente en nuestro relato y lo que lo hace especialmente
significativo. En la casa de la madre de Juan Marcos (casa que se supone que ya desde los
días de Jesús era santa y familiar a la comunidad) están «muchos congregados y en
oración». Es de suponer que también en otras partes se reunían grupos de la comunidad
para orar con solicitud por los apóstoles y jefes amenazados. «Se hacía continua oración a
Dios en favor de él.» San Lucas empieza su relato de la formación de la Iglesia con la
escena de la comunidad orante (1,12ss), siempre habla de que los fieles se reunían para
orar91 y que la oración acompañaba las palabras y las acciones de la Iglesia 92. Ahora san
Lucas muestra el poder de la comunidad orante de un modo que impresiona singularmente.
Nos acordamos de cómo san Lucas ha expuesto en su Evangelio la perentoriedad y fuerza
de la oración confiada. Conocemos el ejemplo del amigo impertinente (Lc 11,5-8), del
padre
y la petición de su hijo (11,11-13), de la viuda y su ruego incesante (Lc 18-1-8).
El relato de la liberación que desciende a pormenores y presenta una descripción muy
acertada, no necesita ninguna interpretación especial. Se tiene cuidado en mostrar la
estrictísima vigilancia sobre el apóstol encarcelado, para que se manifieste con la mayor
claridad posible la magnitud del prodigio y la superioridad del poder. La «luz» que
«resplandeció» en la celda oscura es el símbolo de la proximidad de Dios. El hecho de que
el ángel se cuide de cada pieza de la indumentaria es una indicación de cómo la ayuda
divina se refiere a todo lo que es necesario al hombre. También se dice intencionadamente
que el apóstol se da cuenta de la realidad cuando el ángel ya ha desaparecido. Cuando a
continuación Pedro dice: «Ahora realmente caigo en la cuenta de que ha enviado el Señor
su ángel y me ha librado de la mano de Herodes y de toda la expectación del pueblo judío»,
estas palabras no sólo contienen una confesión del apóstol liberado, sino también una
declaración significativa para nosotros, si interrogamos sobre la credibilidad del suceso.
...............
91. 2,42; 4,24ss.
92. 3,1; 6,6; 7,59; 10,9.
...............
Pedro está ante la puerta de la casa que desde hace mucho tiempo le es familiar.
Conoce a María, la madre de Juan Marcos, conoce a todos los que ahora están reunidos
dentro de la casa y todavía oran por él. Pedro más tarde nombra a este Marcos en su carta,
cuando escribe: «Os saluda... mi hijo Marcos» (lPe 5,13), y de este modo atestigua los
lazos espirituales que le unen con la casa de esta María. Este Marcos será quien, como
nos dice la tradición, sobre la base de los sermones de Pedro compone el Evangelio que
conocemos y cuyos rasgos, característicos del apóstol, no se pueden desconocer. La
Iglesia de Cristo no está desprendida de las relaciones y encuentros terrenales y humanos,
en la hora oportuna necesita la solidaridad fraternal entre distintas personas. Así nos lo
muestra de un modo gráfico Pedro que llama a la puerta. Así nos lo muestra también la
muchacha Rosa que acude a la llamada y en seguida reconoce la voz familiar de Pedro,
pero quedando alegremente sorprendida le deja fuera para comunicar la incomprensible
noticia a los amigos que están dentro.
ANGEL-CUSTODIO:«Tú estás loca», se imaginan al principio. «Será su ángel», dicen
luego y denotan la fe (que tienen los judíos) en que el celestial espíritu protector que Dios
da por compañero a los hombres, es el fiel trasunto del hombre al que pertenece. De aquí
también ha entrado a formar parte de la fe de la Iglesia la fe en el ángel de la guarda. ¡Qué
impaciencia y conmoción debió penetrar en la casa, cuando continuaron oyendo que
llamaban a la puerta! La abren, y quedan fuera de sí por el asombro. Pedro se ve rodeado
de sincero júbilo. Pero él conoce el peligro que todavía le amenaza, hace en primer lugar
solamente con la mano una señal para imponer silencio y refiere las cosas inconcebibles
que le habían acontecido.
Tiene especial importancia que Pedro diga que el Señor le había sacado de la cárcel.
Pedro sabe que fue el mismo Cristo Jesús, el Señor glorificado, el que estuvo cerca de su
apóstol por medio del «ángel del Señor», y el que lo libró del peligro. Otra vez vemos en
los
Hechos de los apóstoles cuán viva era la fe en la presencia del Señor en la Iglesia, y cómo
esta fe determinaba la conducta de la Iglesia. ¿No tendríamos que aprender de esta fe?
¿No sería entonces más vivo y profundo nuestro cristianismo?
Este informe que dio Pedro, pudo haberse grabado indeleblemente en los reunidos, y se
puede suponer que en la descripción que hace Lucas se ha conservado la viveza y claridad
con que Pedro ha contado lo que había ocurrido.
Contádselo a Santiago y a los hermanos. De estas palabras se han dado múltiples
interpretaciones. ¿Quién es este Santiago? Sin duda es uno de los que desempeñaban un
cargo importante en la comunidad de Jerusalén. Es el mismo que encontraremos también
en el Concilio de los apóstoles (15,13ss) como un defensor de la dirección conciliatoria en
lo que se refiere a la misión entre los paganos exenta de la ley. Cuando Pablo regresó del
tercer viaje misional (21,18), visitó a Santiago, quien le aconsejó que se purificara en el
templo. Los judíos que abrigaban sentimientos hostiles, debían tranquilizarse con esta
solución. En fin de cuentas es el mismo Santiago que Pablo menciona repetidas veces en
la carta a los Gálatas: Es un «hermano del Señor» (Gál 1,19), es reputado como una de las
«columnas» de la Iglesia (Gál 2,9), y es un defensor de la tendencia de la Iglesia
judeocristiana a mantenerse fiel a la ley (Gál 2,12). No excluimos la posibilidad -sin querer
negar la dificultad de la cuestión 93- de que este Santiago, que Pedro nombra en nuestro
texto, hay que considerarlo como apóstol y como tal ocupó una posición especial en la
dirección de la comunidad de Jerusalén.
Pedro no sólo menciona a Santiago, sino también a los «hermanos», con lo cual Pedro
podría aludir a los otros apóstoles y además a los ancianos (o presbíteros), si es que
estaban en Jerusalén. Pero ¿sobre qué versa esta información que debe darse a «Santiago
y a los hermanos»? Sin duda, en primer lugar, se les ha de informar de lo que le ha
sucedido a Pedro. La historia de su prodigiosa liberación. Pero, junto con esta historia, así
pensamos nosotros, había que advertirles del peligro que amenazaba a los demás
apóstoles. Mientras reinó Herodes Agripa I, estuvo en peligro la Iglesia, especialmente sus
dirigentes, aunque fueran esmeradamente adictos a la ley judía, como se cuenta de
Santiago. Santiago, el hermano de Juan, fue decapitado; Pedro se salvó del mismo fin.
¿Qué podía impedir a Agripa que siguiera el rastro de los demás jefes de la Iglesia y que
los ejecutara para satisfacer a los judíos?
Carecería de fundamento que la información dada a «Santiago y a los hermanos» se
interpretara en el sentido de que Pedro, con su partida de Jerusalén, transfiriese
definitivamente a Santiago su ministerio, no solamente en Jerusalén, sino en toda la Iglesia,
cuya dirección estaba vinculada a Jerusalén. En favor de esta interpretación no se puede
encontrar ningún indicio en nuestro texto. Tampoco puede aducirse con fuerza convincente
que Pablo atestigüe la preeminencia de Santiago sobre Pedro, cuando en la carta a los
Gálatas (Gál 2,9) nombra a Santiago antes que a Cefas (Pedro) y Juan. Porque para el
orden seguido por Pablo son decisivas otras razones, sobre todo la razón de que Pablo
quiere hacer resaltar que incluso Santiago, que era reputado como representante de los
partidarios de la ley, ha aprobado el punto de vista de la misión de los paganos liberada de
la ley. No podemos pasar por alto que incluso en el concilio de los apóstoles, como
informan los Hechos de los apóstoles (15,7ss), Pedro aparece claramente como el primero
de los apóstoles.
Salió y se fue a otro lugar. Aún era de noche cuando Pedro salió de Jerusalén. Su
seguridad así lo exigía. Pedro procede de acuerdo con la orden dada por Jesús: «Cuando
en una ciudad os persigan, huid a otra» (Mt 10,23). ¿A qué ciudad fue Pedro? ¿Por qué
Lucas no la nombra? Esta omisión es contraria a la habitual manera de escribir de Lucas,
quien regularmente en sus informes tiene especial interés en indicar el tiempo y el lugar.
Recuérdese la historia de Felipe con sus datos precisos, el relato sobre Saulo, del que en
último término se dice expresamente que primero fue conducido a Cesarea, desde donde
se le hizo partir para Tarso (9,30). También en otras ocasiones, sobre todo en la
descripción de los viajes de Pablo, encontramos una multitud de datos, que no siempre, ni
mucho menos, parecen ser importantes para comprender el conjunto. Difícilmente se puede
suponer que Lucas, aunque hubiese tomado todo el contenido de 12,1-25 de una tradición
ya formada, no hubiese podido dar un dato más preciso.
¿No se debe tomar en consideración, más en serio de lo que suele ocurrir, la antigua
tradición que encontramos en Eusebio 94 y que se funda en anteriores testimonios?
Eusebio dice que Pedro se dirigió a Roma. ¿No fueron Cornelio y los suyos quienes
pudieron poner a salvo a Pedro? No habría dificultad en apoyar esta solución con razones.
Incluso la proximidad entre la historia de Cornelio y nuestro relato podría ser favorable a
esta solución. Porque solamente así podría resultar comprensible que Lucas no mencione
el nombre del lugar. Esta omisión hubiese sido más fácilmente posible, si se tratara de
cualquier otra ciudad, aunque fuera Antioquía, en la que se podría pensar. Pero si se tiene
en cuenta que Lucas, como ya dijimos, escribe para los lectores romanos, y si se pudiera
partir sobre todo de la suposición que Lucas da su libro a la publicidad durante el proceso
judicial contra Pablo, entonces sería muy inteligible que Lucas se mantenga reservado y
omita el dato de que ya entonces el jefe de la Iglesia permaneció en Roma, aunque fuera
de una forma pasajera. Nos damos perfectamente cuenta de la inseguridad de esta
interpretación, pero creemos que hay que reflexionar de nuevo sobre ella.
...............
93. Muchas veces se encuentra expresada la opinión de que a este Santiago por ser
«hermano del Señor» no
hay que considerarlo como apóstol, porque «ni siquiera sus hermanos (los hermanos de
Jesús) creían en
él» (Jn 7,5). Solamente más tarde impresionados por los sucesos de la resurrección habían
entrado a
formar parte de la comunidad de Jesús. Pero ¿qué significa entonces la mención de «María,
madre de
Santiago el menor entre las mujeres que estaban cerca de la cruz (Mc 15,40)? ¿Por qué no
es posible que
el segundo Santiago, al que se enumera como «hijo de Alfeo» en la lista de los apóstoles
(Mc 3,18), haya
sido un pariente de Jesús, un «hermano del Señor»? La observación que se hace en el
Evangelio de san
Juan no se ha de tomar en un sentido exclusivo.
94. Historia eclesiástica II, 14,6.
.........................
Nos puede sorprender que Lucas coloque esta historia sobre el fin de Herodes, cuando
se concluye todo el relato de la formación de la primitiva Iglesia. Sin embargo, no puede
reconocerse bien su intención. En todo el relato final del cap. 12, Herodes y la Iglesia están
frente a frente. El peligro y la destrucción amenazan a la Iglesia. El primer apóstol es
sacrificado como víctima del poder de Herodes y de la aprobación de muchos judíos. En la
persona de Pedro se debía herir a la Iglesia en su cabeza visible. No sabemos qué alcance
tenían los planes de aquel hombre. ¿Qué sentido hubiese tenido según los cálculos
humanos que Herodes solamente hubiese quitado de en medio algunos dirigentes? Si la
manera de proceder debía ser eficaz, la Iglesia tenía que ser aniquilada por completo.
Pedro, con la ayuda de Dios, se evade de la mano mortífera del rey. El perseguidor
castiga a los soldados. Herodes se retira a la ciudad donde tenía su residencia.
¿Reflexionó sobre la extraña evasión del apóstol? ¿Desistió por esta causa de seguir
persiguiendo a la Iglesia? No lo sabemos. Pero para Lucas tiene importancia mostrar el fin
de este hombre. Este fin es para Lucas un símbolo expresivo de la imposibilidad de vencer
a la Iglesia, y un símbolo de la acción punitiva de Dios, que recae sobre todos los que
obran contra su Iglesia. El castigo de Herodes es puesto en relación con un suceso
externo.
La reconciliación con Tiro y Sidón se celebra con un acto solemne. El rey se presenta
con el esplendor de su poder externo. Espera el aplauso de la multitud. Esta conoce la
presunción de su soberano. Le tributa un honor divino. «Voz de un dios y no de un hombre
es ésta», clama la multitud adulando indignamente al rey sentado en su trono. Pensemos
brevemente en el contraste que ofrece otra escena, la bienvenida dada a Pedro por
Cornelio, el centurión romano. Cornelio quiso tributar un honor divino al hombre de Dios.
Y
Pedro declina el honor diciendo: «Levántate, que yo también soy puro hombre» (10,26).
Herodes, el ídolo del pueblo, experimenta la acción punitiva de aquel a quien rehúsa el
honor, que sólo a él corresponde. Al instante le alcanza la respuesta del verdadero Señor.
Herodes tiene un fin espantoso. No sabemos la índole de esta enfermedad, que se
describe de un modo popular diciendo que Herodes murió «comido de gusanos». Sin
embargo la descripción nos recuerda aquel castigo que en otro tiempo sufrió el rey de Siria
Antíoco IV Epifanes por sus delitos contra el pueblo judío (2Mac 9,5ss).
Puede ser interesante comparar este informe sobre el fin de Herodes con el que nos da
Flavio Josefo95. Este autor nos hace reconocer la historicidad de la exposición de san
Lucas, aunque Josefo relaciona el motivo de la petulante actuación del rey con los
festivales en honra del emperador Claudio, que fueron celebrados en Cesarea
probablemente el año 44. De la exposición del historiador judío citamos la siguiente
descripción: «Cuando el rey, al amanecer del segundo día, se dirigió al teatro y los rayos
del sol dieron en su vestido bordado en plata e hicieron irradiar su figura con un
maravilloso
fulgor, los aduladores le aclamaron desde todas partes, le llamaron dios y dijeron: "Sénos
propicio. Aunque hasta ahora te hemos considerado como hombre, en adelante queremos
venerar en ti algo superior a una naturaleza mortal." El rey consintió en silencio esta
adulación blasfema. Pero acto seguido sus entrañas fueron despedazadas por terribles
dolores, y al cabo de cinco días murió.»
No podemos decidir cuál de las dos exposiciones reproduce con más exactitud el hecho,
pero en todo caso coinciden en los puntos esenciales. Porque el tratado de paz con Tiro y
Sidón fácilmente se puede poner en relación con los juegos, que incluso podrían estar
indicados en el versículo 21. Ambos informes refieren un castigo por la impía divinización
(aporheosis), que Herodes consintió. Aunque san Lucas muestra este delito como causa
de la intervención de Dios, sin embargo todo el contexto hace suponer que el autor también
ve la represalia por lo que Herodes ha pecado contra la Iglesia de Dios y por tanto contra
Cristo Jesús, el único y verdadero Señor.
...............
95. Antigüedades judías XIX, 8,2.
...............
3. PROGRESO DE LA IGLESIA
(Hch/12/24-25).
BIBLIA NT HECHOS 13 y 14
MATERIA: EL N. T. Y SU MENSAJE: LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES (12)
·KURZINGER-JOSEF
Parte tercera
1. SOLEMNE PARTIDA
(Hch/13/01-03).
Nuestro texto se halla en estrecha relación con la última frase del capítulo precedente:
«Bernabé y Saulo, una vez cumplido su encargo, regresaron de Jerusalén, llevándose
consigo a Juan, por sobrenombre Marcos» (12,25). Al final de nuestro primer tomo de los
Hechos de los apóstoles, decíamos sobre esta frase: La fuerza del Espíritu llenaba,
fortalecía e iluminaba a la Iglesia en el camino que ella había seguido hasta entonces. Esta
fuerza estará con la Iglesia -así nos lo mostrarán los siguientes capítulos cuando se
resuelva a recorrer el camino de la misión universal. En la última frase de la noticia
intermedia ya vemos los hombres que están llamados a retransmitir el mensaje: Bernabé y
Saulo, y con ellos el primo de Bernabé, Juan Marcos. La enumeración de estos nombres
produce el efecto del anuncio de un programa. Bernabé y Saulo, los dos grandes amigos,
recorren el camino de vuelta desde Jerusalén a Antioquía, y dentro de poco saldrán de esta
última ciudad «para la obra a que los ha destinado el Espíritu Santo» (13,2).
Cada vez que Lucas, al que consideramos autor de los Hechos de los apóstoles,
comienza en su libro una parte nueva, menciona nominalmente los hombres que marcan la
dirección en la serie de hechos que siguen a continuación. Así, al comienzo de su relato
(1-13 y 1,26) presenta los nombres de los doce, a saber, los hombres con quienes guarda
estrecha relación el desarrollo de la Iglesia madre de Jerusalén. Para caracterizar una
nueva etapa, en 6,5, se menciona a los siete que influyeron de manera determinante en el
crecimiento de la Iglesia hacia dentro y hacia fuera. Y ahora, al comienzo de la historia de
la
misión mundial se cita a cinco hombres que habían de tener importancia en la época
decisiva de la Iglesia que entonces se iniciaba. Y una vez más observamos el
procedimiento usado, sin duda, deliberadamente por Lucas, que consiste en destacar cada
vez de entre los mencionados dos figuras, cuya acción se enfoca en el relato ulterior. Entre
los doce hemos visto en primer término a Pedro y a Juan; entre los siete, se fijó el relato
especialmente en Esteban y en Felipe, y ahora, de entre los cinco mencionados se resalta
de nuevo a dos como los hombres representativos en las empresas subsiguientes: Bernabé
y Saulo. Los otros tres, de los que no sabemos nada fuera de esta mención, quedan,
aparentemente, olvidados y relegados a segundo término. Sólo aparentemente, decimos.
En efecto, por el hecho de ser siquiera mencionados y presentados con la función de
«profetas y maestros», se hace patente una organización fundamental de la Iglesia. Esta
Iglesia, de la que hablan los Hechos de los apóstoles, no es un movimiento meramente
espiritual, religioso, no es una magnitud invisible, sino que, pese a toda su orientación
espiritual, es también una organización externa ligada a hombres determinados y sostenida
por la especial responsabilidad de estos hombres. Vistas así las cosas, también Simeón el
Negro y Lucio el de Cirene y Manahén, y con ellos la entera comunidad de Antioquía, están
en estrecha relación con lo que se va a referir en los siguientes relatos.
Hay que decir unas palabras sobre esta comunidad de Antioquía. Según la tradición, es
la patria de Lucas 4. Ya por esto se comprende el interés de los Hechos de los apóstoles
por esta ciudad. En Antioquía se constituye la primera comunidad de cristianos procedentes
del paganismo. En 11,19-30 se nos habla de su origen. Bernabé, judeocristiano helenista,
procedente de Chipre (4,36), es enviado de Jerusalén a Antioquía para fundar allí la nueva
cristiandad. Toma en Tarso al casi olvidado Saulo y le da participación en su trabajo de
Antioquía. Ya antes, cuando Saulo se presentó por primera vez ante la comunidad cristiana
de Jerusalén después de su vivencia de Damasco, había sido Bernabé el que, según
9,27ss, había disipado los recelos de la cristiandad contra el perseguidor de otro tiempo y
le había facilitado la acogida fraternal en el círculo jerosolimitano. Una profunda
experiencia
común unía, pues, a estos dos hombres. Y, según podemos conjeturar con razón, Lucas
recibiría precisamente de estos dos hombres una impresión duradera tocante a su propio
camino y a su propio modo de entender la salvación. Una vez más vemos aquí cuán
importante es, para quien busca la verdad y ansía una patria espiritual, el contacto con
personas que han experimentado en sí mismas la verdad y la salvación.
Antioquía viene a ser el importante punto de partida de la misión de los gentiles. De allí
parte la misión de Bernabé y de Saulo, allá volverán éstos, y sobre todo Saulo, una y otra
vez; allí informará éste de su actividad y de sus experiencias (14,26; 18,22), y allí, en el
contacto de cristianos venidos del paganismo y de judeocristianos, estallará como
espontáneamente esa disputa llevada adelante con pasión, en la que los judeocristianos,
amarrados a una ortodoxia estrecha y a una rígida tradición, atacarán y combatirán la
misión de los gentiles emancipada de la ley.
Así, debido al curso de los acontecimientos, esta ciudad adquiere una posición especial
en la primitiva Iglesia y entra en una tensión no despreciable, pero fructífera, con Jerusalén
y su Iglesia madre. Cierto que pronto Roma, capital del imperio romano, guardiana de la
memoria de un Pedro y de un Pablo, dejará en la sombra el papel de Antioquía, y en la
historia ulterior también Bizancio se desarrollará como un centro especial y entrará en
competencia con Roma. Cierto también que en todos los tiempos, incluso en la escisión
externa de la cristiandad, Jerusalén, pese a la pérdida de su puesto constitucional,
conservará siempre su significado de ciudad santa de los comienzos para todos los que
confiesan a Jesús, el Cristo.
En nuestro texto se nos recuerda claramente el misterio del Espíritu que sostiene y
mueve a la comunidad. Es el Espíritu de Dios, el Espíritu del Señor exaltado. Un objetivo
especial de los Hechos de los apóstoles es el de testificar esta raíz de la vida de la Iglesia.
La Iglesia primitiva es inconcebible sin la presencia de este Espíritu. Este Espíritu actúa
especialmente ahora, pues se trata de los comienzos de la obra de la misión universal de
los gentiles. El espíritu se manifiesta a la comunidad congregada en la oración litúrgica.
Esto se efectuaba probablemente por medio de los profetas interpelados por él.
Bernabé y Saulo reciben la instrucción decisiva para la obra para la que los ha destinado
el Espíritu. ¿Se insinúa con esto un llamamiento o vocación habida ya lugar anteriormente?
¿O se comunica aquí por primera vez lo que Dios había mantenido oculto como elección
eterna? Aquí habrá que pensar en las palabras de Pablo en la carta a los Gálatas (1,15),
donde dice, recordando el acontecimiento de Damasco: «Cuando aquel que me separó
desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para
que anunciara su Evangelio entre los gentiles, yo no fui corriendo a consultar con la carne
ni a la sangre...»
¿Sintió Pablo ya entonces, en Damasco, su especial vocación? ¿Llevaba desde
entonces en sí algo que sólo por la Iglesia movida por el Espíritu se le había de comunicar
como encargo valedero? Por las cartas de Pablo, como también por los Hechos de los
apóstoles, sabemos que precisamente en Saulo se hallaron siempre en cierta tensión la
experiencia personal de Cristo y su encuadramiento en la Iglesia universal, pugnando
constantemente por equilibrarse. En todo caso, los Hechos de los apóstoles tienen interés
en mostrar el comienzo de la misión universal como consigna de la Iglesia guiada por el
Espíritu, en lugar de atribuirla a la iniciativa de una sola persona.
Y así adquiere también su significado la imposición de las manos 5 de que aquí se habla.
Aunque no podamos encuadrarla claramente en nuestro orden jurídico y dogmático de
conceptos, no se puede, sin embargo, olvidar que la imposición de las manos impartida por
la comunidad ayunante y orante, seguramente por medio de los «profetas y maestros»,
quiere significar algo más que un mero gesto de despedida. Con razón se puede suponer
que con ella se trata de expresar una transmisión formal del ministerio y a la vez un signo
eficaz de la comunicación de los dones del Espíritu necesarios para tal ministerio. Léase a
este propósito 14,26, donde con referencia a esta misión se dice que los dos misioneros
fueron «encomendados a la gracia de Dios» (cf. también 13,4). En todo caso, tiene
importancia la participación de la comunidad en esta misión, aunque no se pueda
reconocer, claramente en qué forma se llevó a cabo.
No sin razón nos detenemos en este texto exteriormente tan conciso. En él se contiene
un enunciado fundamental para la teología de la Iglesia. Se hace patente la estructura
esencial de la Iglesia. Esta aparece como la comunidad que se sabe ligada en la confesión
del Señor glorificado y en la presencia de este Señor, juntamente con los «profetas y
maestros» que despliegan su actividad en nombre de ella. En la oración litúrgica y en el
ayuno se manifiesta la cohesión de la comunidad, tanto entre sí como también con el Señor
glorificado. Esta Iglesia se sabe llamada a la obra de la misión. Aunque en los primeros
tiempos los apóstoles sólo se cuidaban de la misión entre el pueblo judío y en ello estaban
probablemente bajo la impresión de instrucciones de Jesús, tales como las de Mt 10,5;
15,24-26 6, de ello no se puede concluir que aquella Iglesia no considerara la misión de los
gentiles como encargo de Jesús y que sólo en fuerza de los acontecimientos se viera
movida a dirigirse a los gentiles. La misión universal, no obstante la primera misión a
Israel,
provisional y condicionada por la historia de la salvación, está ya contenida en el mensaje
de Jesús bien entendido, tal como lo testimonian los evangelios7.
...............
4. La noticia de que Lucas era oriundo de Antioquía se halla por primera vez en Eusebio.
En favor de esta
tradición había el singular interés que los Hechos de los apóstoles muestran por Antioquía y
por los hombres
que actúan allí, sobre todo por Bernabé y Pablo.
5. La imposición de las manos, atestiguada también en el Antiguo Testamento, se
menciona en el Nuevo en
conexión con curaciones (Mc 16,18; Mt 9,19, etc.), pero sobre todo como rito en relación
con la
comunicación del Espíritu (Act 8,17ss; 9,12.17; 19,6) y con la transmisión de ministerios
(Act 6,6; ITim 4,14;
5,22; 2Tim 1,6).
6. En Mt 10,5, al comienzo del discurso de misión de Jesús, se halla esta instrucción: «No
vayáis a tierra de
gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos». En Mt 15,24, dice Jesús a la mujer cananea:
«No he sido
enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.» El Evangelio de Mateo, escrito para
judíos, quiere
mostrar hasta qué punto la solicitud de Jesús iba dirigida en primer lugar a su pueblo. Con
ello no se excluye
la idea de una misión universal.
7. Que la misión de los gentiles formaba parte del plan salvífico de Jesús también según
el evangelio de Mateo,
lo muestran pasajes como 8,11: «Os digo, pues, que muchos vendrán de oriente y occidente
a ponerse a la
mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, los hijos del reino
serán arrojados a
la obscuridad, allá fuera.» Pero sobre todo el gran encargo del Resucitado (Mt 28,16-20)
remite a la misión
universal de todos los pueblos..
.........................................
2. EN CHIPRE
(Hch/13/04-12).
3. EN PISIDIA (13,13-52).
Fuera del encuentro con Sergio Paulo, poco se dice de la misión en Chipre. El interés va
dirigido a la tierra firme de Asia Menor. ¿Es Pablo el que insiste en que se continúe el
viaje? Llama la atención que sólo se hable de «Pablo y sus compañeros». Cada vez más
claramente aparece él en cabeza. Juan Marcos, que en 13,5 se menciona como ayudante
en la misión, no estaba posiblemente de acuerdo con el cambio del campo de trabajo. Al
arribar a tierra firme se separa del grupo. ¿Se debió esto a solidaridad con su primo
Bernabé (Col 4,10)? En efecto, éste fue el que quiso primero llevar a Chipre, su patria, el
mensaje de salvación. No conocemos con certeza la razón que movió a Juan a separarse.
Para Pablo debió ser una decisión muy dolorosa y molesta. Esto se desprende del hecho
de que según 15,37ss se negara a tomar otra vez a Juan como compañero de viaje.
Entonces se refirió expresamente a su comportamiento en Panfilia. Tomó tan en serio su
negativa, que incluso cargó con el desabrimiento de Bernabé y la separación de él.
PABLO/CARACTER:Con pocas alusiones se nos muestra así lo humano incluso en la
primitiva Iglesia. Disposiciones y temperamentos opuestos dan lugar a tensiones y
situaciones insoportables. No es del caso calibrar precipitadamente el grado de culpa y de
flaqueza. Es posible que no fuera fácil entenderse en toda situación con un hombre como
Pablo. Este nos aparece en los Hechos de los apóstoles, y también en sus cartas, como un
temperamento brioso y fogoso, convencido de la justeza de su decisión, violento en el
diálogo con su interlocutor. Era un hombre con un carácter lleno de tensiones y de
polaridades, solamente frenado por aquel que le dijo: «Duro es para ti dar coces contra el
aguijón» (26,14). Podemos imaginarnos la situación del joven Juan Marcos cuando prefiere
desentenderse de Pablo. Que el desabrimiento volvió a calmarse lo muestra más tarde la
carta a los Colosenses (4,10), en la que se asegura que «Marcos, el primo de Bernabé»,
acompaña al Apóstol prisionero.
En Antioquía de Pisidia volvemos a ver a Pablo y a Bernabé en la sinagoga de los judíos.
Bastará con leer Rom 9,2-5, para ver que Pablo no puede abandonar la solicitud por la
salvación de su pueblo. Esto es más que solidaridad nacional judía; es más bien una
actitud marcada por el convencimiento de la vocación de este pueblo en la historia de la
salvación. Al fin y al cabo, él mismo había incurrido en otro tiempo en el error de una
ortodoxia segura de sí misma, en el que todavía se hallan la mayoría de sus compatriotas, y
en sí mismo había experimentado lo que significan tales como éstas: «Todas las demás
cosas las considero como pérdida a causa de la excelencia del conocimiento de Cristo», y
«la justicia por la fe en Cristo, la que proviene de Dios a base de la fe» (Flp 3,8ss). Así a él,
que «había prosperado en el judaísmo más que muchos compatriotas míos (de Pablo),
siendo en extremo celoso de las tradiciones de mis padres» (Gál 1,14), le apremia ahora,
dondequiera que se encuentra con judíos, darles testimonio del camino de salvación en
Cristo Jesús.
Así, Pablo participa en el culto en Antioquía y oye las lecturas que le son tan familiares,
«de la ley y de los profetas». Se leían para oyentes judíos. Pablo oía los textos con oídos
cristianos. Oye lo transitorio e incumplido en ellos, ve y siente lo que él mismo consigna
emocionadamente en 2Cor 3,6ss: Dios «nos capacitó para ser servidores de la nueva
alianza, no de letra, sino de espíritu; pues la letra mata, mientras que el espíritu da vida.
Pues si aquel servicio de la muerte, grabado con letras sobre piedras, fue glorioso, de
suerte que los hijos de Israel no podían fijar la vista en el rostro de Moisés, a causa de la
gloria de su rostro, a pesar de ser perecedera, ¿cuánto más glorioso será el servicio del
espíritu?... Porque lo que entonces fue glorificado no quedó glorificado a este respecto,
comparado con esta gloria tan extraordinaria... Hasta hoy, pues, cuantas veces se lee a
Moisés, permanece el velo sobre sus corazones; pero "cuantas veces uno se vuelve al
Señor, se quita el velo" (Ex 34.34)». Con esta clase de pensamientos en el alma pudo
haber escuchado Pablo cuando desde su vivencia de Cristo y su experiencia de la
salvación oía las palabras del lector de la sinagoga: exteriormente, como uno de los judíos
congregados, pero interiormente muy distinto. Y comprendemos que aceptara
inmediatamente la invitación de los jefes de la sinagoga y dirigiera a los reunidos una
palabra de exhortación, como se pedía a los dos forasteros. Entre los oyentes había judíos
de nacimiento, «hombres de Israel», y otros pertenecientes a la población no judía, que en
calidad de temerosos de Dios simpatizaban con el culto judío y que en parte se habían
adherido a la sinagoga como verdaderos prosélitos. Precisamente este grupo es
importante, pues en él se revela la expectativa de salvación de los gentiles y asoma el
campo de trabajo que ahora se abre y se va extendiendo más y más y ha de ser el propio
del Apóstol de los gentiles.
Esta sección debe enfocarse como un todo, en el que se entrelazan motivos que son
característicos de todos los relatos ulteriores sobre la actividad de Pablo. En el fondo se
halla la tensión entre judíos y gentiles, tensión que se remonta a la historia
veterotestamentaria del pueblo judío, pero que en el período que siguió al exilio alcanzó su
punto culminante en los rabinos fariseos, que se aislaban de todo el mundo no judío. Cierto
que el judaísmo tenía un fuerte interés misionero, pero éste radicaba en la estrecha
conciencia de misión de una ortodoxia petrificada y de una intolerancia presuntuosa.
Partiendo de este supuesto se ha de entender el estallido de la hostilidad contra Pablo y
Bernabé. Diferentes motivos pudieron actuar conjuntamente, entre ellos, sin género de
duda, el disgusto por el éxito sorprendente de los dos hombres entre la población pagana.
Pero, después de todo, el motivo más hondo era la nueva doctrina de salvación dirigida
contra la ley judía, que al mismo tiempo era una recusación de la organización mosaica, de
la que formaban parte en primer lugar la circuncisión y las leyes cultuales.
¿Cómo se comportan los atacados? La vocación del judaísmo para la salvación
prometida en el Antiguo Testamento viene reconocida plenamente por los mensajeros del
Evangelio, incluso en esta situación de tensión. Como Pedro había dicho a los judíos en
3,26: «Para vosotros, los primeros, ha suscitado Dios a su siervo y lo ha enviado a
bendeciros», así también se dice aquí: «A vosotros teníamos que dirigir primero la palabra
de Dios.» Los Hechos de los apóstoles mostrarán constantemente cómo Pablo respeta este
privilegio del judaísmo en la historia de la salvación, pero una y otra vez pasa por la amarga
experiencia que aquí se ha mostrado gráficamente.
Quien haya reflexionado sobre las ideas de Rom 9-11 habrá experimentado cómo Pablo
durante toda su vida estaba impresionado hasta lo más hondo por la cuestión de por qué
Israel había rechazado la oferta de salvación y con ello había indicado al Evangelio el
camino hacia los gentiles. Aquí, en Antioquía de Pisidia, podemos ver cómo se efectuó este
paso del mensaje de salvación, de la sinagoga al mundo no judío. Nótese que en nuestro
texto este mensaje viene designado dos veces como «palabra de Dios», e inmediatamente
después, también dos veces, como «palabra del Señor». Las palabras de Is 49,16, que allí
van dirigidas al «Siervo de Yahveh» y que por la Iglesia primitiva vienen referidas a Jesús
en su calidad de tal (cf. Act 3,13.26; Lc 2,32), aquí vienen puestas sorprendentemente por
Pablo en boca de Jesús, el «Señor», para así hacer remontar a Dios, a través de Cristo, el
encargo de misión de los gentiles confiado al Apóstol. Sería conveniente no considerar tal
uso de la Escritura como pura arbitrariedad y más bien aprender aquí cuán profundas son
al fin y al cabo para el creyente las conexiones internas latentes en la «palabra de Dios».
Un rasgo especial de la imagen de la Iglesia de Cristo trazada en los Hechos de los
apóstoles se hace patente en la frase con que se cierra nuestro relato: «Los discípulos
quedaban llenos de gozo y de Espíritu Santo.» Constantemente nos encontramos con este
gozo, como algo que distinguía de los otros a los hombres que eran creyentes en el
verdadero sentido de la palabra. Este gozo provenía de la experiencia del mensaje de
salvación y del «poder de Dios» (Rom 1,16) en él latente, y sobre todo del hecho de
percatarse personalmente del misterio que en el Nuevo Testamento viene llamado «Espíritu
Santo». Sin la proximidad eficiente de este misterio, sería inconcebible el origen y
desarrollo de la Iglesia en el mundo de entonces, como nunca lo atestiguarán demasiado
los Hechos de los apóstoles. Con este Espíritu deberá contar la Iglesia
ininterrumpidamente, si quiere ser viva y comunicar vida.
Iconio, situada en la transitada vía Sebaste o vía del emperador, tenía, como todas las
plazas económicamente importantes, una colonia judía. Aquí se repite el cuadro de
Antioquía de Pisidia. La palabra del Apóstol cae en buena tierra. Al mismo tiempo se
enardecían el odio y la oposición por parte de los judíos. A éstos se los llama
«recalcitrantes», porque en su tradición petrificada se hacen refractarios al mensaje de la
salvación. De nuevo, como en Antioquía, con mala saña formaron un frente hostil contra
los
mensajeros de la nueva doctrina. ¡Cuántas veces este método de instigación y
discriminación dio resultado contra la acción de Pablo, y cuántas veces en todos los
tiempos ha favorecido a los adversarios del Evangelio!
Aunque es verdad -y nuestro libro tiene interés en repetirlo constantemente- que la
persecución no puede nada cuando tropieza con la fe y la confianza, con la gracia y la
fuerza del Espíritu. Los apóstoles predicaban «con valentía», con confianza en el Señor.
Estaba el Señor presente en «la fuerza del Espíritu» (1,8), que mostraba su presencia y
daba «testimonio en favor de la palabra de la gracia». «Palabra de la gracia», fórmula
breve, que designa la verdadera esencia del Evangelio.
Y una vez más observamos cuánto dependía la primera misión de «señales y prodigios»,
que dan eficacia a la palabra de los testigos humanos y la hacen irresistible para todos los
que buscan con buena voluntad. Cuando sólo la razón humana quiere adueñarse de la
revelación, cuando el hombre trata de captar el misterio e interpretarlo sólo con crítica y
fuerza de especulación, hay peligro de que se le escape de entre las manos y el hombre
mismo se encuentre sólo con el vacío. Hoy día, en la actual crisis de la fe, ¿no tendremos
más que nunca necesidad de «señales» que, como auténtico testimonio del Espíritu Santo
estén al servicio de nuestro mensaje? Esto no tiene nada que ver con un milagrismo ávido
de sensación.
A los apóstoles les amenaza la lapidación. Entre los judíos era éste el castigo por la
blasfemia. Es de notar cómo crece la corriente de hostilidad. Las gentes de Antioquía se
habían contentado con expulsar a los apóstoles. Pronto se llegará a la lapidación en toda
regla (14,19). Los perseguidos logran hurtar el cuerpo. Según Lc 10,8ss, Jesús había
aconsejado a sus mensajeros: «En cualquier ciudad donde entréis y os reciban, comed de
lo que os presenten, curad los enfermos que haya en ella y decidles: Está cerca de
vosotros el reino de Dios. Pero en cualquier ciudad donde entréis y no quieran recibiros,
salid a la plaza y decid: Hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos pegó a los pies, lo
sacudimos sobre vosotros. Sin embargo, sabedlo bien: ¡el reino de Dios está cerca!»
5. EN LISTRA (14,8-20).
a) Pablo apedreado
(Hch/14/08-18).
El relato de la curación del lisiado en Listra está primeramente marcado una vez más por
el interés de los Hechos de los apóstoles en equilibrar y poner en paralelo las obras de
Pablo con las de Pedro. Este relato nos recuerda la extensa narración de la curación del
paralítico de nacimiento en 3,1-10, seguida de la instrucción sobre la proveniencia de la
curación, como también la curación del paralítico en Lida (9,32-35). Esta clara tendencia a
establecer un paralelismo entre los relatos de Pedro y de Pablo no significa que los relatos
no estén basados en hechos históricos. Aunque esto no excluye que en el hecho de
destacar tal o cual rasgo particular influyera también el motivo de la armonización, como,
por ejemplo, en la caracterización de la enfermedad y del comportamiento del enfermo
curado.
La curación se otorga a un hombre que «tenía fe para ser curado». En la palabra griega
que significa «curar» se encierra, seguramente con intención, un doble sentido. La palabra
no significa sólo la salud en sentido corporal, sino al mismo tiempo y preferentemente la
salud o «salvación» en sentido religioso. La «fe» del enfermo podía estar encaminada,
según el contexto, primeramente a la curación de su dolencia, pero Pablo la refirió a la
salud o salvación en sentido del Evangelio. No sin razón se resalta que el enfermo
«escuchaba» lo que decía Pablo. PD/ESCUCHA:Sólo cuando el hombre está dispuesto a
escuchar lo que llega a sus oídos como mensaje de salvación, se efectúa algo que es más
que un mero «tener por cierto». Implica una confianza incondicional y da origen a esa
actitud que, más allá del pensamiento en la miseria corporal, está sostenida por la entrega
creyente al eficaz poder de salvación de Dios.
Hoy día se pueden ver todavía exiguos restos del templo de Zeus del que se hace
mención en el impresionante y conmovedor relato de nuestro texto. Tales restos son
testigos de una fe religiosa a su manera, sobre la que no deberíamos sonreír con la
autosuficiencia inspirada por el progreso del pensamiento. Al fin y al cabo, la idea de que
los dioses pueden asumir figura humana revela la manera reverente de pensar sobre el
más allá, siquiera sea en forma mítica. Además, la región de Listra era la patria de la
delicada leyenda que narra que los dioses Zeus y Hermes, disfrazados de caminantes,
habían sido acogidos con hospitalidad por los pobres cónyuges Filemón y Baucis, por lo
cual éstos habían sido milagrosamente recompensados por los dioses. En tales historias no
habría que ver únicamente lo que tienen de ingenuo e infantil, sino sentir el barrunto y
anhelo oculto que en ellas se expresa.
Es éste un discurso al que se ha prestado mucha atención. Es la primera vez que en los
Hechos de los apóstoles habla Pablo ante un auditorio exclusivamente de gentiles.
También aquí la contrapartida paulina del discurso pronunciado por Pedro ante el círculo
del centurión romano Cornelio (10,34-43). Aunque no se debe pasar por alto que en el
discurso de Pedro se trata de la obra salvífica de Jesús más por extenso y más
expresamente que en el de Pablo. En efecto, llama la atención el hecho de que en Listra se
refiera Pablo exclusivamente a la experiencia religiosa de los gentiles, sin tocar con una
sola palabra el verdadero mensaje del Evangelio. Sin embargo, no se debe olvidar que,
según 14,7.9, antes de esta escena intermedia había hablado ya Pablo al pueblo de Listra
y que estas palabras tienen aquí sólo por objeto retraer las gentes de su error tocante a los
mensajeros de la fe.
También aquí es instructivo ver cómo la predicación apostólica -y esto parece aplicarse a
la manera especial de Pablo- aprovechaba los elementos del pensamiento pagano que
podían servir de punto de partida. Si la predicación ante los judíos procuraba utilizar como
testimonio en favor del Evangelio sobre todos los enunciados de la Escritura
veterotestamentaria, era obvio que al hablar a los paganos se tratase de interesar a sus
concepciones y experiencias. En todo tiempo deberá poner empeño el mensaje cristiano en
familiarizarse con la situación intelectual de los hombres y tomarla razonablemente en
cuenta en los términos y en los argumentos para instruir sobre la salvación.
Hay que leer la impresionante confesión del Apóstol en 2Cor 11,16-33 para ver cuán
digna de fe es esta noticia sobre su lapidación. Un cambio de escena casi incomprensible...
Primero se le rinde homenaje como a un dios, y luego yace magullado bajo las piedras. Es
el destino de los mensajeros de Cristo. «Yo le mostraré cuántas cosas deberá padecer por
mi nombre», había dicho el Señor con respecto a Pablo (9,16).
Una vez más fueron las gentes de su propio pueblo las que fueron impulsadas a ir a
Listra movidas por el odio. No tenemos la menor razón de ver en tales noticias meras
señales de la hostilidad de Lucas contra los judíos. Las cartas del Apóstol, confirman, en
efecto, claramente el odio que le profesaban los judíos. En 2Cor 11,24s, dice: «De los
judíos recibí cinco veces los cuarenta azotes menos uno. Tres veces apaleado; una fui
apedreado.» Y en 11,26 menciona, junto con los «peligros de bandoleros», expresamente
los «peligros de parte de mis compatriotas». Se refiere a esos compatriotas, a ese pueblo
del que en Rom 9,2s, «con gran tristeza y profundo dolor incesante en mi corazón», dice:
«Desearía yo mismo ser anatema, ser separado de Cristo en bien de mis hermanos, los de
mi raza según la carne.»
Pablo, dado por muerto, se levanta de en medio de las piedras que le habían arrojado.
Dice, en efecto, en 2Cor 4,16: «Por eso no desfallecemos; por el contrario, aun cuando
nuestro hombre exterior se va desmoronando, nuestro hombre interior, sin embargo, se va
renovando día tras día.» Y tenemos también ante los ojos la otra confesión de la misma
carta (6,4ss), donde dice: «Nos acreditamos en toda ocasión como servidores de Dios, con
mucha constancia, en tribulaciones, en necesidades, en aprietos, en palizas, en cárceles,
en tumultos... como si fuéramos moribundos, aunque seguimos viviendo, como castigados,
aunque todavía no muertos... »
¿Por qué los misioneros, tras un trabajo fructuoso en Derbe, emprendieron el camino de
regreso y no continuaron, como era de esperar, en dirección hacia la tierra natal de Pablo?
El texto no lo dice. Tenían interés en volver a visitar las cristiandades anteriormente
conquistadas, que, debido a las persecuciones, no habían podido organizar plenamente, y
en «confirmar los ánimos» y asegurar una organización duradera. Para ello estaba
indicada, ante todo, la designación de «presbíteros». No existe motivo alguno serio para
poner en duda la historicidad de esta noticia. En efecto, la naturaleza misma de la cosa
sugería dar a los fieles una cohesión segura y consiguientemente una constitución en regla,
de igual modo que, según el modelo de las comunidades judías, también la lglesia
judeocristiana de Jerusalén tenía ya sus «presbíteros» (o ancianos) (11,30).
Si esta designación debe considerarse como transmisión del ministerio en el sentido de
una ordenación sacramental, es cosa que no se puede afirmar con seguridad. Podría
suponerse así, si es que la referencia a «oración con ayunos» debe entenderse como algo
que forma parte de esta transmisión del ministerio, como ya en 13,2, en la circunstancia de
la misión de Bernabé y de Pablo. En realidad, tal como reza el texto, parece que «oración
con ayunos» se refiere a la respectiva comunidad, que de esta manera fue «encomendada
al Señor». Sea cual fuere el sentido de estas palabras, en todo caso, en este acto de
ordenar y asegurar las comunidades vemos el comienzo de constitución de la Iglesia, que
se hace patente en la posición y función de los presbíteros.
Aun en medio de los áridos datos estadísticos, se descubre la mirada del evangelista.
Habla de la «gracia de Dios». A ésta habían sido «encomendados» los mensajeros de la
salvación en Antioquía. La «obra» que habían llevado a cabo los dos hombres es algo
distinto de la realización de unos comerciantes o unos investigadores. De ello eran
conscientes cuando contaban a la comunidad que los había enviado, «lo que Dios había
hecho con ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe». Esto suena como un
eco de aquella frase con que se cierra el relato de Pedro sobre el bautismo del centurión
Cornelio en 11,18: «Según esto, Dios ha dado también a los gentiles la conversión que
conduce a la vida.» En tales palabras se muestra un motivo fundamental de nuestro libro
acerca del camino de la Iglesia.
(_MENSAJE/05-2.Págs. 17-50)
BIBLIA NT HECHOS 15 y 16
MATERIA: EL N. T. Y SU MENSAJE: LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES (13)
·KURZINGER-JOSEF
2. LLEGADA A JERUSALÉN
(Hch/15/03-05).
De nuevo un detalle muy propio de Lucas. Los pregoneros del Evangelio están en
camino. También en esta circunstancia aprovechan toda oportunidad de dar testimonio
directa o indirectamente. La noticia de la «conversión de los gentiles» proporciona «gran
alegría a todos los hermanos» que se hallan en el camino a través de «Fenicia y Samaría».
Por todas partes se han formado en el país las primeras células, constituidas por aquellos
que la persecución había dispersado de Jerusalén (8,4). Todos ellos se sabían unidos en la
misma fe. En la misma solicitud e interés por el camino de la Iglesia. Los relatos de misión
de Pablo y Bernabé les dieron conciencia de su solidaridad, con voluntad de ser todos
corresponsables. El contacto misionero y la información estimulante en el ámbito eclesial
reaniman la fe y despiertan la solicitud por la comunión de los santos.
Pero juntamente con la alegría asoma también oposición y crítica. En Jerusalén estaba
todavía la comunidad dominada por la modalidad judía. Ya en el relato del bautismo del
gentil Cornelio hemos intuido el problema que se planteaba al pensar judío. Así
comprendemos que, al encontrarse Pablo y Bernabé con los «apóstoles y presbíteros» en
Jerusalén, no presentaran la conversión de los gentiles como iniciativa y éxito personales,
sino que «informaron de todo cuanto Dios había hecho con ellos». Si la misión
independiente de la ley entre los gentiles está acreditada por Dios mismo -«con señales y
prodigios» (14,3; 15,12)-, como también en la conversión de Cornelio se había manifestado
el don del Espíritu Santo (10,44; 11,17) como signo de la aprobación de Dios, entonces
deben silenciarse todas las reflexiones humanas de segundo orden. Ahora bien, cuán dura
era la oposición con que tropezaba Pablo lo muestran los fariseos pasados a la Iglesia, los
cuales seguían exigiendo como condición indispensable, de la misma manera que antes, la
circuncisión y la observancia de la ley mosaica.
3. DECLARACIÓN DE PEDRO
(Hch/15/06-11).
Las exigencias de los judaizantes dan lugar a la asamblea oficial de las autoridades de
Jerusalén 10. Junto a los «apóstoles» se menciona, como en 15,4, a los «presbíteros». Ya
en 11,30 se había hablado de ellos. Había crecido el número de los dignatarios
eclesiásticos. Pedro, conforme a su posición, da la directriz fundamental. En toda la parte
tercera de los Hechos de los apóstoles (13-28), es este el único pasaje en que se le
menciona. Sin embargo, es suficiente para hacer ver claramente que en nada ha cambiado
la función de jefe de este Pedro y que no hay necesidad de suponer que al retirarse
anteriormente de Jerusalén (12,17) había dejado a Santiago la dirección de aquella Iglesia.
Esto no excluye que Santiago gozara de especial prestigio en el circulo jerosolimitano de la
Iglesia, como lo veremos a continuación.
En las palabras de Pedro se remite expresamente al caso de Cornelio. Deliberadamente
los Hechos de los apóstoles dedicaron gran espacio a su exposición (10,1-11,18). Pedro
atribuye a «Dios» la instrucción que había seguido al acoger al hombre romano pagano. El
signo del Espíritu Santo que entonces vino sobre los gentiles (10,44-48) había sido
determinante de la decisión de incorporar Cornelio y su circulo, mediante el bautismo, a la
comunidad de Cristo.
Creemos oír a Pablo -y tenemos derecho a suponer que los Hechos de los apóstoles
eligen los términos deliberadamente- cuando dice Pedro que fue por razón de la fe por lo
que Dios purificó los corazones de los gentiles, o sea, que los condujo del pecado a la
justificación (cf. Rom 3,21ss). Como también da la sensación de que es Pablo quien habla
cuando se refiere Pedro al «yugo» de la ley, que ni siquiera los judíos habían podido
soportar. Esto nos recuerda Rom 2,17-24 y otros pasajes de las cartas de Pablo, pero
también pasajes del Evangelio, como Mt 23,4: «Atan cargas pesadas y las echan sobre los
hombros de los demás, pero ellos no quieren moverlas siquiera con el dedo.» Precisamente
las palabras del Evangelio muestran que también a Pedro era posible sostener el principio
formulado en nuestro texto.
...............
10. A esta asamblea de la Iglesia primitiva, llamada con frecuencia concilio de los
apóstoles, alude también el relato de la carta a los Gálatas (2,1-10), aunque su exposición
está marcada, a ojos vistas, por la tónica apasionada de la entera carta a los Gálatas. Sin
embargo, si se tienen en cuenta las cosas esenciales, habrá que reconocer que Hch
15,1-35 y Ga 2,1-10 se refieren al mismo acontecimiento.
...............
4. INTERVENCION DE SANTIAGO
(Hch/15/12-21).
Sólo con una frase se recuerda que Bernabé y Pablo informaron a la asamblea de su
misión anterior. El autor de los Hechos de los apóstoles no creyó indicado aducir detalles
de su narración, una vez que había informado ya por extenso al lector sobre la actividad de
los dos misioneros. Una vez más notamos que se hace mención de «señales y prodigios»,
que «Dios había obrado entre los gentiles». Los Hechos de los apóstoles no resaltarán
nunca suficientemente la presencia del Señor glorificado que en ello se revela. Santiago,
llamado en Gál 1,19 «hermano del Señor», cuya pertenencia al grupo de los doce se
discute, poseía un rango directivo en la comunidad de Jerusalén, estaba todavía, aun como
cristiano, muy ligado al orden de vida judío, por lo cual tenía especial prestigio para el
sector conservador de la Iglesia judeocristiana -como lo insinúa Gál 2,12y, a lo que parece,
también para los judaizantes extremistas. Así Lucas tiene una especial intención cuando lo
muestra en el marco del concilio de Jerusalén y cita sus mismas palabras para caracterizar
su postura tocante a la cuestión de la misión de los gentiles independientes de la ley.
Sin embargo, por el hecho de que Santiago dijera la última palabra en la discusión, no
hay razón para concluir que hablara como el verdadero cabeza de la Iglesia, al que según
12,17 habría confiado Pedro la dirección. Como tampoco se puede decir que Santiago deja
de mencionar intencionadamente a Bernabé y a Pablo y que, con su requerimiento «
¡Oídme! », se sienta como el verdaderamente competente, del que depende la decisión. En
tal interpretación late la tesis infundada de una tensión personal entre Santiago y Pablo,
con lo cual se piensa sobre todo en la polémica de la carta de Santiago 11. Cierto que entre
ambos se puede descubrir una diferencia de punto de vista y comprobar una acentuación
diferente, pero si se ponderan bien todas las circunstancias no se podrá deducir de ello una
doctrina contraria, como se hace con frecuencia.
Sin embargo, es exacto que para nuestro relato sobre el primer concilio de la Iglesia era
muy importante poder decir que no sólo Pedro, sino también Santiago, hombre fiel a la ley,
sostiene el principio de la misión a los gentiles independientes de ta ley y que en favor
de esto adujo incluso un pasaje de la Escritura. Este pasaje, citado según la versión griega
del Antiguo Testamento e interpretado libremente, no ha de considerarse como prueba en
sentido estricto. Es una tentativa de enfocar el giro del mensaje salvación hacia los gentiles
a la luz de la expectativa profética, según la cual los pueblos se han de congregar en torno
al Israel del futuro para constituir la gran alianza de los que buscan a Dios.
Por consiguiente, lo que interesa al autor en este relato es el hecho de que Santiago está
de acuerdo con la declaración de principios de Pedro, al que aquí, sin duda
intencionadamente, no se le designa con su nombre corriente Simón, sino con el de
Simeón, según la forma hebrea. En comparación con esto, las cláusulas de Santiago, con
sus cuatro propuestas especiales, parecen tener aquí un significado secundario. Se trata
de normas que, según Lev 17,10-15; 18,26; 20,2, ya en el antiguo judaísmo tenían vigencia
para el no judío que vivía como «advenedizo» en Israel, y que según la teología rabínica se
contaban entre los preceptos de Noé (Gén 9,4), que a través de aquél habrían alcanzado
validez para la humanidad entera. Es de suponer que los judíos, también en la diáspora,
exigían el respeto de tales preceptos a los gentiles aceptados como «temerosos de Dios».
Para Pablo, estas cláusulas, de las que, por lo demás no dice nada en Gál 2,1-10, no
significan ninguna ingerencia digna de mención en su práctica misionera. En efecto, ICor
8-10 dice claramente que él ponía en guardia a los cristianos contra las «contaminaciones
con los ídolos»; según 15,29 se piensa en las «carnes consagradas a los ídolos». Por
«fornicación» parecen entenderse las relaciones sexuales incestuosas, que también Pablo
combatía según ICor 5. Con la abstención de lo «estrangulado» y de la «sangre» se pone
la mira en las prescripciones cultuales dictadas en Ex 22,30; Lev 7,24; 17,15; Dt 14,21,
según las cuales se prohibía alimentarse de sangre y de animales no degollados.
De las cartas de Pablo no se desprende si exigía Pablo la observancia de las cláusulas
jacobeas tocante a lo «estrangulados» y a la «sangre». En esto, no se veía ningún
precepto estricto, sino más bien una regla pastoral para situaciones difíciles. Téngase en
cuenta lo que dice en lCor 9,20: «Con los judíos me hice como judío, para ganar judíos; con
los súbditos de la ley me hice como súbdito de la ley -yo que no lo soy- para ganar a los
súbditos de la ley.» Y Rom 14,1-23 nos dice cómo Pablo, en la convivencia del «débil en la
fe» y el fuerte, pedía comprensión y consideraciones mutuas. Sin negar que estaba al
corriente de las cláusulas jacobeas, podía escribir en Gál 2,6 a comunidades formadas
exclusivamente de cristianos venidos de la gentilidad: «Aquellos venerables no me
impusieron nada.»
...............
11. La relación entre Santiago y Pablo se enjuicia muy diversamente. Si se supone, como se
hace a veces, que
Santiago en su carta, sobre todo en 2,14-26, polemiza contra la carta a los Romanos,
entonces
-prescindiendo de lo inseguro de esta hipótesis- hay que tener presente que en definitiva
ambas cartas
muestran una misma inteligencia de la fe. Únicamente cada uno subraya su enunciado sobre
la fe de la
manera que parece indicada en vista de la corriente que se combate. Pablo combate contra
el concepto
judío legalista de la salvación y contrapone la fe en Cristo Jesús a la justicia de la ley. Si se
quiere entender
bien a Pablo, hay que tener en cuenta la profundidad y amplitud de su concepto de la fe. Se
llegará en lo
esencial a la misma concepción de la fe, sostenida también por Santiago cuando exige las
obras, además
de la fe, no en lugar de la fe.
...............
5. CONCLUSIÓN DE LA ASAMBLEA
(Hch/15/22-29).
TIMOTEO/VOCACION: Una vez más uno de esos relatos de viaje que con pocas
palabras cubren largo trecho de camino. Es propio del estilo de los Hechos de los apóstoles
reunir en un denso panorama hechos particulares enumerados en detalle. Pablo está
apremiado por la solicitud pastoral de no dejar abandonadas a sí mismas las comunidades
por él fundadas, sino seguir cuidando de ellas, ya con visitas personales, ya por medio del
contacto epistolar13.
Del relato se destaca un hecho memorable: la vocación de Timoteo como auxiliar de
Pablo en la misión. El joven se había bautizado probablemente con su madre con ocasión
de la primera estancia del Apóstol en Listras (14,6-20).
Según 2Tim 1,5, la madre se llamaba Eunice. Allí se menciona también el nombre de la
abuela, Loide. No tenemos el menor motivo que nos obligue a poner en duda la historicidad
de estos datos, aunque haya serias razones para dudar de la procedencia paulina de las
cartas pastorales. En la ley judía se consideraba judío al hijo de madre judía. Hasta el
momento en que nos hallamos, Timoteo no había sido todavía circuncidado. Los problemas
de matrimonios mixtos estaban entonces a la orden del día. Pablo desea llevar como
compañero a aquel hombre, objeto de elogio por todos. Ignoramos cuáles fueran los
motivos concretos de estos elogios. En todo caso, los Hechos de los apóstoles y las cartas
de Pablo nos muestran que el Apóstol no se había equivocado en la elección. Timoteo
viene a ser el colaborador fiel y seguro de la misión paulina. ¡Cuántas veces, en la vocación
al servicio de la Iglesia importa que la mirada certera de alguien experimentado en el
servicio de la Iglesia caiga sobre un joven y este se vea puesto así en el camino de su
vocación!
Constantemente ha llamado la atención que Pablo hiciera practicar la circuncisión a
Timoteo. Si se tiene presente que en el capítulo precedente se muestra con qué energía se
enfrentó Pablo en el concilio de los apóstoles con aquellos que exigían la circuncisión como
condición indispensable para la salvación (15,1), y si se leen incluso las frases todavía
mucho más tajantes y absoluta de Gál 2, 1-10 y 5,2, con razón habrá que preguntarse por
qué el Apóstol se decidió por aquel acto judío. Y también se pensará en Tito, contra cuya
circuncisión se opuso enérgicamente y con éxito el Apóstol, según Gál 2,3. ¿Cómo se
explica el comportamiento del Apóstol? Después de todo se trata de un motivo pastoral,
misionero. En el concilio de los apóstoles se trataba de un claro principio teológico, y ello
con vistas a la forma de llevar la misión a los gentiles. Tito era cristiano procedente de la
gentilidad (Gál 2,3), Timoteo era tenido legalmente por judío. La comunidad judía en Listra
rechazaba radicalmente a Pablo y su misión. Lo hemos visto en 14,19s. Pablo no habría
olvidado que en Listra había quedado medio muerto bajo las piedras de sus enemigos. Así
hace una concesión, que sin embargo no contradice a su principio tocante a la misión entre
gentiles. Esto se podrá llamar táctica pastoral; sin embargo, hay que entender justamente el
motivo del Apóstol. Pablo pensaba en los judíos tan excitables de la región, pero también
en su misión ulterior que, como todavía veremos, puso una y otra vez al Apóstol en
contacto
y conflicto con judíos.
En este segundo viaje visita Pablo nuevas tierras para su misión. Como lo confiesa en
Rom 15,20, mira «como un punto de honor el anunciar el Evangelio, pero no allí donde el
nombre de Cristo ya había sido invocado». En ello se remite al dicho del profeta: «Quienes
no habían tenido noticia de él, lo verán, y los que no habían oído hablar de él,
comprenderán» (Is 52,15) 14.
Lo que especialmente nos afecta en este segundo relato es el hecho atestiguado dos
veces de que el Espíritu Santo se mostró operante de forma tan concreta en la elección
del campo de trabajo. El Espíritu Santo les impidió «predicar la palabra en Asia».
¿Pensaba ya entonces el Apóstol en la metrópoli, Éfeso? El «Espíritu de Jesús» no le
permitió tampoco ir a Bitinia. Sólo en este pasaje del Nuevo Testamento hallamos esta
expresión. En Rom 8,9 se habla del «Espíritu de Cristo». En ambos casos se toca el
misterio del Espíritu Santo. La Iglesia se halla -como lo hemos visto ya repetidas veces- en
cada situación bajo la dirección de este poder misterioso, humanamente incomprensible,
pero una y otra vez experimentable en su acción.
...............
13. Las cartas que se nos han conservado son sólo parte de lo escrito por Pablo. Muchas de
sus cartas se
perdieron al poco tiempo y no pudieron hallar acogida en el canon del Nuevo Testamento.
Pasajes como
ICor 5,9; Col 4,16; 2Cor 2,3s, etc., son testimonios casuales de la profusión con que Pablo
hacia uso de la
carta como medio de acción pastoral.
14. En este viaje llegó Pablo seguramente por primera vez a aquella región, a cuyos
habitantes designa como
«gálatas» (Gál 3,1) en la carta a las «Iglesias de Galacia» (Gál 1,2). Esto lo deducimos
también de nuestro
texto (16,6), según el cual Pablo atravesó «Frigia y la región de Galacia». Por segunda vez
llegó a la misma
región en su tercer viaje misionero (18,23). A diferencia de aquellos que opinan que la carta
a los Gálatas fue
dirigida a la zona de misión del primer viaje misionero (Pisidia, Licaonia, 13,13-14,25;
teoría de la Galacia del
sur), nosotros consideramos como destinatarios de la carta a los Gálatas a los gálatas
propiamente dichos,
o sea, las comunidades fundadas, o visitadas, en el segundo y tercer viaje de misión.
...............
3. EN FILIPOS (16,9-40).
a) La llamada de Europa
(Hch/16/09-10).
Pablo pisa suelo europeo. Sería hacia el año 50. El «Espíritu de Jesús» lo llamaba.
Europa aguarda el Evangelio. Seguramente -como nos lo da a conocer 28,14s- había ya
hacía algún tiempo cristianos en Italia y en Roma, probablemente incluso comunidades en
regla. Parecen haber sido de origen judío. No sin razón se habla de «romanos» en la lista
de pueblos del relato de pentecostés (2,10). Si antes de la llegada de Pablo a Macedonia
se debe suponer ya una permanencia de Pedro en Roma, es cosa que no consta, pero que
no nos parece imposible. Llama la atención que Pablo, en la carta a los Romanos (15,23s),
en la que se dirige a una prestigiosa comunidad de cristianos, no muestre la intención de
detenerse en Roma algún tiempo.
En el camino que una vez más describe Lucas con diligencia, la primera etapa es Filipos.
En el nombre de esta ciudad se perpetuaba el recuerdo del padre de Alejandro Magno. Los
asesinos de César habían sufrido allí una mortal derrota. Desde entonces era colonia de
Roma con administración autónoma. ¿Fue esta circunstancia la que movió a Pablo,
ciudadano romano, a comenzar su obra por esta ciudad?
Una vez más trata Pablo de entrar primero en contacto con los judíos. Parece que éstos
formaban una pequeña comunidad en la ciudad poblada en su gran mayoría por colonos
romanos. Pero Pablo aprovecha cualquier oportunidad. Sólo una mujer se convierte,
juntamente con su familia: todos reciben el bautismo. Según todas las apariencias, no era
judía. En Ap 2,18-29 se nos habla de su ciudad natal: Tiatira en Lidia. La mujer se llamaba
también Lidia. Lidia es una de esas figuras femeninas de los Hechos de los apóstoles y de
las cartas de Pablo, que a la interna prontitud de la fe asociaban una decidida voluntad de
ayuda y colaboración personal. En Rom 16 se hallarán los nombres de las mujeres que
Pablo menciona lleno de veneración y gratitud.
16 Aconteció que, yendo nosotros al lugar de oración, nos salió al
encuentro una muchacha que tenía espíritu de adivinación y que
proporcionaba a sus amos pingües ganancias adivinando. 17 Esta,
pues, siguiéndonos a Pablo y a nosotros, gritaba diciendo: «Estos
hombres son siervos del Dios Altísimo, que os anuncian el camino de
salvación.» 18 Venía haciendo esto muchos días. Molesto al fin
Pablo, dijo volviéndose al espíritu: «Te mando en nombre de
Jesucristo que salgas de ella.» Y salió en aquella misma hora.
c) Arresto y liberación
(Hch/16/19-26).
BIBLIA NT HECHOS 17 y 18
MATERIA: EL N. T. Y SU MENSAJE: LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES (14)
·KURZINGER-JOSEF
4. EN TESALÓNICA
(Hch/17/01-09).
El Apóstol debe abandonar Tesalónica sin poder llevar a término su obra. Por la carta
que escribió desde Corinto a la comunidad sabemos cuánto sufrió su solicitud pastoral a
causa de este suceso. En ella leemos: «En cuanto a nosotros, hermanos, separados de
vosotros -material, no espiritualmente- por un poco de tiempo, redoblamos nuestros
esfuerzos por realizar nuestro ardiente deseo de visitaros. Ciertamente estábamos
empeñados en haceros esta visita, al menos yo, Pablo, una y otra vez. Pero se ha
interpuesto Satán. Después de todo, ¿qué otra mejor esperanza, o alegría, o corona de
gloria pudiéramos desear, sino vosotros mismos, ante nuestro Señor Jesús en su
advenimiento? Sí, vosotros sois nuestra gloria y nuestra alegría» (ITes 2,17-20).
Con tales sentimientos se despidió Pablo, apremiado por los hermanos, y buscó refugio
en la apartada pequeña ciudad de Berea. También aquí le faltó el tiempo para entregarse al
trabajo. Los judíos de la sinagoga de este lugar muestran verdadero celo por la salvación y
examinan diligentemente el valor de la interpretación de los textos veterotestamentarios
indicados por Pablo, y su referencia a Cristo Jesús. También los no judíos afectados a la
sinagoga muestran sincero interés. Y una vez más Lucas, con la diligencia en él
acostumbrada, menciona la actitud de apertura a la salvación observada en mujeres (cf. Lc
8, 2s; 10,38ss; 23,49.55s).
A Pablo no le duró, por cierto, mucho tiempo la tranquilidad. Ni siquiera la distancia de 80
km impidió al odio de los judíos de Tesalónica llegar hasta Berea, como durante el primer
viaje misionero habían ido los judíos de Antioquía de Iconio a Listra para apedrear a Pablo.
Esta vez, sin embargo, alguien salvó a Pablo de aquella amenaza, sacándolo de la zona de
peligro y encaminándolo hacia Atenas. Del estado de ánimo del Apóstol arrancado de su
trabajo nos enteramos de nuevo por la carta a los Tesalonicenses, en la que escribe: «Por
eso, no pudiendo ya más, decidimos quedarnos solos en Atenas, y enviamos a Timoteo,
nuestro hermano, colaborador de Dios en el Evangelio de Cristo, para que os conforte y os
consuele en vuestra fe, y para que nadie vacile en estas tribulaciones. Porque vosotros
mismos sabéis muy bien que para eso estamos. Ya cuando estaba entre vosotros, os
dijimos a tiempo que tendríamos que enfrentarnos con la lucha, como así ha pasado y lo
estáis viendo. Por esto, no pudiendo ya más, envié a que se informaran sobre vuestra fe,
no fuera que el tentador os hubiera tentado y todo mi esfuerzo hubiera resultado vano»
(ITes 3,1-5).
¡Cuánto trabajo, cuánta solicitud pastoral y cuánta aflicción humana se oculta en estas
sencillas líneas, en un hombre que con ardiente pasión se sentía apremiado a proclamar el
mensaje de la salvación y pudo escribir de sí mismo: «¡Ay de mí si no anuncio el
Evangelio!» (lCor 9,16). En verdad que este comienzo de la Iglesia en suelo europeo fue
para Pablo una dolorosa cadena de amargas experiencias. Pero él sabía con quién sufría y
por quién sufría. «Por eso me complazco, por amor de Cristo, en flaquezas, insultos,
necesidades, persecuciones y angustias; porque cuando me siento débil, entonces soy
fuerte» (2Cor 12,10).
...............................
6. EN ATENAS (17,16-34).
a) Primer contacto con la ciudad
(Hc/17/16-18).
Una vez más los Hechos de los apóstoles ponen de manifiesto cómo el odio y la
persecución proporcionan nuevas posibilidades al Evangelio. Pablo llega como fugitivo a
Atenas. Aun cuando ha desaparecido de esta ciudad el esplendor de un Pericles y la fama
de la escuela de Platón, sin embargo, todavía se le asocia la idea de riqueza cultural y de
grandeza espiritual. Los múltiples monumentos dan testimonio de la búsqueda y ansia de
hombres dotados de disposiciones religiosas, siquiera se manifieste esto en ideas y fines
divergentes entre sí.
Pablo llega con el mensaje del Evangelio. ¡Encuentro memorable! Cierto que nuestro
relato menciona también la sinagoga judía, a la que también en Atenas se dirige el Apóstol,
fiel a sus más internos compromisos, pero aquí su verdadero interés va dirigido, a todas
luces, a los no judíos, al mundo griego. Pablo da un ejemplo de cómo la proclamación de la
salvación no debe circunscribirse a un grupo bien perfilado, formado religiosamente, sino
que debe estar pronta a abrirse a todos los hombres, sea cual fuera la situación espiritual,
cultural y social en que se encuentren.
Pablo no es una persona que aguarda que se presenten los hombres con sus preguntas,
sino que se mezcla con las gentes en el ágora, el mercado, en el que, por cierto, más que
de bienes económicos de consumo se trata de intercambio de cuestiones de política, de
filosofía, de modo de vivir. Los rétores y sofistas todavía caracterizan la imagen espiritual a
Atenas. El Apóstol procura entablar diálogo con epicúreos y estoicos, dos corrientes de
tendencia diferente. Los epicúreos, empeñados en lo de tejas abajo, cultivando las
satisfacciones refinadas de la vida, sin gran interés por lo que se refiere a Dios o a los
dioses, buscaban en una concepción naturalista de la vida la felicidad del sabio serenado y
el equilibrio imperturbado del alma. Los adeptos de la estoa representan ese tipo de
hombres que trata de configurar la vida conforme a la filosofía y de vivir según la
naturaleza, somete los afectos e impulsos a la razón, ve en Dios un ser que penetra el
universo y que, conforme a un curso de las cosas fijado según un plan, lleva en sí las
energías germinales de toda evolución.
¿No era un empeño desesperado anunciar a tales hombres el mensaje de Jesús y de la
resurrección? La palabra de salvación del Evangelio, chocando con esta ideología y con
esta concepción de la vida, ¿no rebotaría como las gotas de agua sobre el mármol de los
templos paganos? Nuestro texto presenta de manera convincente la situación cuando dice
que los unos, con una superioridad segura de sí, llamaban a Pablo «charlatán», y los otros
-probablemente los representantes de la estoa- mostraban una reserva escéptica. Lo que
Pablo, en su calidad de pregonero del Evangelio, experimentó en la plaza de Atenas, lo
tiene ante los ojos como dolorosa experiencia de su actividad, cuando escribe en lCor
1,20ss: «¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el investigador de las cosas
de este mundo? ¿No convirtió Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y porque el mundo
mediante su sabiduría, no conoció a Dios en la sabiduría de Dios, quiso Dios, por la
necedad del mensaje de la predicación, salvar a los que tienen fe. Ahí están, por una parte,
los judíos pidiendo señales, y los griegos, por otra, buscando sabiduría; pero nosotros
predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos; necedad para los gentiles; mas,
para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y
sabiduría de Dios.»
b) Ante el Areópago
(Hch/17/19-34).
En la primera carta a los Corintios escribe Pablo: «Sin embargo, entre los ya perfectos,
usamos un lenguaje do sabiduría; pero no de una sabiduría de este mundo, ni de las
fuerzas rectoras de este mundo, que están en vías de perecer; sino un lenguaje de
sabiduría de Dios en el misterio, la que estaba oculta, y que Dios destinó desde el principio
para nuestra gloria; la que ninguna de las fuerzas rectoras de este mundo conoció» (ICor
2,6ss). Esto lo escribía el Apóstol partiendo de la experiencia por la que, en su calidad de
predicador del Evangelio, hubo de pasar en los centros de cultura del mundo de entonces.
Precisamente su aparición ante el Areópago es un ejemplo de esto. Cuando lo que mueve a
los hombres a ocuparse con el mensaje de salvación es mera curiosidad y avidez de
sensación, resulta difícil dar con lo que significa la fe.
En efecto, Jesús mismo había expresado esta experiencia en sus impresionantes
palabras de Mt 11,25ss: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra; porque has
ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí,
Padre, así lo has querido tú. Todo me lo ha confiado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino
el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo.»
¿No se expresa aquí la penuria interior de que sufrimos los cristianos precisamente en
nuestros días? ¿No hemos dado quizá demasiada importancia a los métodos de la
investigación y del saber humanos en teología y en la interpretación del Evangelio? ¿Por
qué los textos sagrados se nos disuelven en gran parte entre las manos, de modo que no
nos conducen ya al misterio, que en definitiva sólo se descubre a la fe reverencial? No
queremos decir nada contra el sentido y los fueros del empeño racional en torno al
contenido del Evangelio. Sin embargo, puede darse muy fácilmente que nos hallemos ante
una plétora de opiniones contrapuestas, que nos obstruyan el camino hacia la sabiduría de
la fe.
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7. EN CORINTO (18,1-22).
a) En casa de Aquilas
(Hch/18/01-03).
Corinto era una ciudad muy diferente de Atenas. Renacida de las ruinas desde 46 a.C.,
gracias a su posición había venido a ser centro de intercambio comercial entre oriente y
occidente. Capital de la provincia romana de Acaya, residencia del procónsul, repleta de
gentes de todos los países, atraídas a la gran urbe en busca de trabajo y de lucro, de
goces de la vida y de placeres sensuales. Leyendo las cartas de Pablo escritas después de
su primera misión a la comunidad de Corinto, se descubre cuán animado e inquieto era
aquel pueblo de Corinto, pero también cuán buenas disposiciones tenía para recibir el
Evangelio.
Aquí se encuentran dos fugitivos. Pablo, que huye de la inaccesibilidad de los atenienses
pagados de su saber, se encuentra con el judío Aquilas, expulsado de Roma, cuya esposa
se llama en nuestro texto Priscila, y Prisca en las cartas de Pablo (Rom 16,3; lCor 16,19;
2Tim 4,19). Probablemente eran ya cristianos los dos cuando fueron expulsados de Roma
por el edicto de Claudio contra los judíos, edicto atestiguado históricamente, y se
refugiaron
en Corinto. La administración romana no hacía distinción entre judíos y judeocristianos.
Hemos visto, en efecto, que también Pablo y Silas fueron llevados ante los tribunales como
judíos en Filipos (16,20).
Este matrimonio merece honor y gratitud en la historia de la misión cristiana. En la carta a
los Romanos (16,3) escribe de ellos Pablo: «Saludad a Prisca y a Aquilas, mis
colaboradores en Cristo Jesús, los cuales arriesgaron su cabeza por mi vida, a quienes no
sólo yo les estoy agradecido, sino también todas las Iglesias de los gentiles.» Cuando
Pablo menciona a Prisca antes que a su marido Aquilas, no lo hace por pura cortesía; en
efecto, esta mujer parece haberse señalado por su dedicación personal, su resolución y
sus dotes teológicas21; todavía se volverá a hablar de ella en este capítulo.
En un principio, la preocupación por la subsistencia fue la que reunió a Pablo y a este
matrimonio. Pablo vive y trabaja con ellos: éstos eran, como él, «fabricantes de tiendas».
Así se traduce la voz griega. No tiene importancia lo que en concreto quería decir, si tejían
telas de tiendas o si, lo que es más probable, preparaban para el uso telas y cueros. Lo que
aquí, y constantemente, nos infunde respeto es el hecho de que Pablo aparece como
trabajador. ¿Por qué lo hace? El mismo nos da la respuesta. En su primera carta a los
Tesalonicenses, escrita en Corinto, dice: «Realmente, nuestra exhortación no procedía de
error o de un motivo inconfesable; ni se funda en la astucia... Nuestras palabras nunca
fueron discursos de adulación, como sabéis, ni fueron nunca pretexto de ambición. Dios es
testigo de ello... Recordad, si no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas: día y noche
trabajando para no ser una carga para nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de
Dios. Vosotros sois testigos -y el mismo Dios lo es- de lo religiosa, seria e irreprochable
que
fue nuestra conducta para con vosotros, los creyentes» (lTes 2,3ss).
Y en lCor 9,4ss dice: «¿Es que no tenemos derecho a comer y beber?... ¿O es que yo y
Bernabé somos los únicos que no tenemos derecho para dejar el trabajo?... Si nosotros
hemos sembrado para vosotros lo espiritual, ¿qué de extraño tiene que recojamos nosotros
vuestros bienes materiales?... Sin embargo, no hemos usado de este derecho, sino que lo
sobrellevamos todo, para no poner tropiezo alguno al Evangelio de Cristo.» Y en la
segunda carta a los Corintios (11,7ss) vuelve a hablar de esto con enardecimiento:
«¿Cometí, acaso, un pecado rebajándome a mí mismo para que vosotros fuerais
enaltecidos, porque os anuncié gratis el Evangelio de Dios?... Y en todo me guardé y me
guardaré de seros gravoso...» En sus palabras de despedida a los presbíteros de Efeso
(20,33ss) extiende las manos hacia el grupo para decir: «PIata, ni oro, ni vestidos de nadie
codicié. Vosotros mismos sabéis que a mis necesidades y a las de aquellos que estaban
conmigo suministraron estas manos.»
Cierto que Pablo se dejó ayudar por las comunidades macedonias (2Cor 11,9), sobre
todo por su queridísima comunidad de Filipos (Flp 4,10ss); pero, por lo demás, con la
mayor
fidelidad a su principio, se negó a recibir retribución por su servicio al Evangelio. Pablo
conoce el derecho de los mensajeros de la fe a ser sustentados por las comunidades (lCor
9,4-14). Sin embargo, renunciando a este derecho quería mostrar que lo único que le
importaba era el Evangelio, muy lejos de pensar en cuentas y cálculos humanos. Tal
comportamiento era desusado, aun en los días de la primitiva Iglesia. Pero ¿no es cierto
que del desinterés personal de los predicadores y ministros del Evangelio dimana la mayor
eficacia sobre las personas que buscan la verdad? ¿Y no obraban con prudencia los
rabinos judíos, que a sus discípulos les recomendaban que, juntamente con el estudio de la
teología, se formasen para un oficio manual?
...............
21. Cf. también 18,18, donde igualmente se antepone el nombre de Priscila al de Aquilas.
...............
En todos los lugares se mantiene Pablo fiel a la solicitud por su pueblo judío. Toma en
serio la «gran tristeza y (el) profundo dolor incesante en mi corazón» (Rom 9, 2ss). No le
abandona la idea de «ser anatema, ser separado de Cristo, en bien de mis hermanos, los
de mi raza según la carne». Sabe de la elección, de las «promesas» que lleva este pueblo
consigo desde Abraham. No quiere comprender que este pueblo se vea preterido. No se
deja quebrar por los muchos desengaños que le han procurado sus tentativas de misión
entre los judíos. No obstante la persecución y los malos tratos en las ciudades de Asia
Menor y de Macedonia, también en Corinto se encamina el sábado a la sinagoga y habla
de Jesús, sin duda en los mismos términos en que había hablado anteriormente a los judíos
en Antioquía de Pisidia (13,17-41).
Y una vez más vuelve a tropezar con incomprensión y oposición. Palabras duras e
hirientes caen sobre él. Pablo sufre un amargo desengaño. Como en Antioquía (13,51) se
había sacudido el polvo de los pies, así en Corinto se sacude las vestiduras y abandona la
sinagoga a la suerte que ella misma había elegido. Sus palabras: «Allá vuestra sangre
sobre vuestras cabezas» nos traen a la memoria a Pilato (Mt 27,24). Aunque hasta el fin de
su vida pesará dolorosamente sobre él la solicitud por su pueblo, sin embargo en Corinto se
reconoce exento de responsabilidad y se dirige con todas sus fuerzas al trabajo entre los
gentiles. Cierto que nunca se desentiende de la pregunta por el sentido de historia de la
salvación de este comportamiento del judaísmo, y en su interior comienza a recoger los
pensamientos con que trata de profundizar e interpretar el camino tan diferente de los
judíos y de los gentiles. En la carta a los Romanos (9-11) dará una profunda expresión
teológica a sus reflexiones.
Muy poco es lo que los Hechos de los apóstoles nos refieren de lo que Pablo hizo y
experimentó «durante un año y seis meses» (18,11) que duró su primera estancia en
Corinto. Sin embargo, el cuadro que aquí se nos pone ante los ojos, ilustra gráficamente la
situación en que se hallaba.
Una vez más aparecen los judíos como los verdaderos contradictores. Debemos
distinguir dos grupos de judíos. Como se echa de ver por 2Cor 11,22, había un grupo de
los llamados judaizantes dentro de la comunidad cristiana. Con ellos se ocupa la
apasionada polémica en la carta mencionada (10-11). Pero en nuestro caso se trata de
judíos que rechazaban y combatían con el mayor encarnizamiento eI mensaje cristiano de
salvación, y en Corinto -como ya en las anteriores etapas de misión- dirigían sus tiros
contra la persona de Pablo, estando como estaban convencidos de que era él el más
poderoso y victorioso pregonero y guía de la Iglesia que se iba consolidando en la
gentilidad.
Pablo es conducido ante el tribunal del procónsul romano Galión. De él dependía la
provincia de Acaya. Fue el primer encuentro oficial entre el Apóstol y un destacado
representante de Roma. Análogas escenas se repetirán en lo sucesivo. Interesan, en
efecto, especialmente a la obra lucana. En Galión se enfrenta con el predicador del
Evangelio un romano caballeroso, distinguido, que piensa con realismo. Según el
testimonio de una inscripción hallada en Delfos, el procónsul estuvo en funciones los años
50-51 ó 51-52. Este testimonio es un sólido apoyo para la cronología de Pablo. Si tenemos
en cuenta que Galión era hermano del filósofo romano Séneca, preceptor del emperador,
nos resultará especialmente creíble su comportamiento recto y justo con el Apóstol. El año
65, Galión, con su hermano Séneca y otro hermano morirán victimas del capricho y de la
crueldad de Nerón. Del mismo Nerón, pues, del que serán víctimas Pablo y Pedro.
La acusación de los judíos parece ser deliberadamente ambigua. Echan en cara a Pablo
la propaganda de un «culto a Dios en forma contraria a la ley». Los judíos piensan en su
ley judía y en la doctrina de salvación del Apóstol dirigida contra esta ley. Esto se echa de
ver fácilmente. Pero con su formulación parecen querer probar al romano un delito político.
Es sabido que los judíos gozaban en el Imperio romano del status de una religio licita, es
decir, de una religión permitida por la ley. Dado que las primeras comunidades cristianas
estaban formadas principalmente por judíos, podían aplicarse también a sí mismas este
privilegio. Es, sin embargo, obvio que los judíos ortodoxos trataran de discutir a los
cristianos este derecho. Así, su acusación en Corinto iba encaminada a presentar al
funcionario romano la ilegalidad de la doctrina predicada por Pablo. Una vez más, como en
el proceso de Jesús, se transfiere una cuestión religiosa al plano de lo político. Galión
descubre su juego. Sabe que para los acusadores se trata de cuestiones internas de los
judíos. Puesto que él se refiere a «palabras y nombres», con los que él, en calidad de juez,
no tiene nada que ver, se puede conjeturar que se trataba del enunciado fundamental de la
predicación paulina y al mismo tiempo del reparo fundamental del judaísmo, la cuestión de
si Jesús era el Mesías que aguardaba el judaísmo. La prueba de esto era para Pablo el
punto capital de su predicación. Para los judíos era esto el escándalo capital.
¿Rechazó Galión la acusación de Jesús con mayor decisión que Pilato en el caso de
Jesús? Sabemos por el Evangelio que Pilato se dio cuenta de los verdaderos motivos de
los judíos y quería recusar su acusación contra Jesús. Pero, finalmente sucumbió a los
ataques de la multitud. Habrá que reconocer que a un juez romano en Jerusalén se le
creaba frente a los judíos un problema mucho más difícil que a un procónsul en Corinto.
El jefe de la sinagoga, Sóstenes, fue golpeado ante los ojos de Galión. El texto no dice
claramente si los agresores eran los griegos, quizá por sentimientos antijudíos, o si judíos
helenistas querían expresar así esa decepción por el desenlace desfavorable del proceso.
Tampoco sabemos si este Sóstenes es el mismo que en lCor 1,1 se menciona como
remitente juntamente con Pablo. Si lo era, habrá que suponer que poco después de este
incidente se había incorporado a la Iglesia.
Nuevamente vemos en acción al diligente reportero Lucas. Enumera las etapas del viaje
de regreso, y así hace que una empresa de suma importancia para el desarrollo de la
Iglesia vuelva de nuevo al punto donde había tenido comienzo. Pablo se embarca en
Céncreas, el puerto oriental de Corinto. Allí parece haber surgido una importante
comunidad. En efecto, en Rom 16,1 se menciona a «Febe, nuestra hermana, que es
diaconisa de la Iglesia de Céncreas».
Al lector podrá parecer curioso el detalle de que Pablo se rapó la cabeza en Céncreas.
Se trataba de una usanza judía, de un voto religioso. En la ley mosaica (Núm 6,2ss)
hallamos la siguiente prescripción: «Si uno hiciere el voto del nazireato, de consagrarse a
Yahveh, se abstendrá de vino y de toda bebida embriagante..., durante todo el tiempo de su
nazireato no comerá fruto alguno de la vid... Durante todo el tiempo de su voto de nazireo
no pasará la navaja por su cabeza; hasta que se cumpla el tiempo por el que se consagró a
Yahveh, será santo y dejará crecer libremente su cabellera.» Terminado el tiempo de la
consagración, estaban prescritos sacrificios especiales en el templo de Jerusalén, sobre los
que se dan instrucciones precisas en Núm 6,13-21.
Pablo terminó por tanto en Céncreas un tiempo de consagración que se había impuesto
por voto. Si tenemos presente con cuánta insistencia Pablo, en las cartas a los Gálatas y a
los Romanos, declara ya fuera de vigor el orden establecido por la ley, no podemos menos
de sorprendernos de que él mismo, ya cristiano, observe todavía una práctica que forma
parte de la religiosidad de la ley. Cierto que después del tercer viaje misionero participará
en los ritos de conclusión de votos de nazireato (21,23), pero entonces se moverá más por
consideraciones externas con los judíos de Jerusalén. Aquí, en cambio, da la sensación de
obrar por motivos de devoción personal. ¿Está esto en contradicción con su Evangelio
exento de la ley? No es de creer. Aun siendo cristiano, pudo Pablo tener por sagradas
oraciones y prácticas religiosas, a condición de que no se las considerara como el
verdadero y propio motivo y causa de la salvación. En este comportamiento se echa de ver
que una acción practicada con sentimientos rectos no está en contradicción con la tesis
paulina fundamental, según la cual no son las obras las que causan la justicia ante Dios,
sino la fe en Cristo Jesús «independientemente de la ley» (cf. Rom 3,21ss).
Leemos con interés que Priscila y Aquilas acompañan a Pablo hasta Éfeso. Con esto se
prepara lo que se va a referir en el relato siguiente. Pablo no se quedó en Efeso.
Seguramente había encontrado allí una gran disposición para el Evangelio. La aprovechará
en el tercer viaje, haciendo de esta ciudad durante cosa de tres años el centro de su
actividad misionera. Llegó a Cesarea y luego «subió», sin duda a Jerusalén. Esto lo da a
entender esta expresión, corriente para designar el camino hacia la ciudad santa, pero
también la información que nos dice que sólo después «descendió a Antioquía». ¿Qué
hace, pues, en Jerusalén? Parece obvio pensar en el sacrificio que estaba asociado a la
conclusión del nazireato. ¿No es en cierto modo conmovedor ver a este hombre combativo,
que en todo su itinerario misionero fue perseguido y maltratado por los judíos por razón de
la ortodoxia judía, visitar ahora el santuario judío, para ofrecer allí sacrificios, movido por
una necesidad interior? ¿No late aquí la idea de que, con toda la fidelidad interior al
principio eclesial, se ha de conservar la generosidad para respetar y amar todo lo que
puede manifestar reverencia para con Dios?
............................
IV. TERCER VIAJE MISIONAL (18,23-21,14).
Si en el segundo viaje misionero del Apóstol estaba vedado ejercer la actividad en Asia y
consiguientemente en Éfeso, como se dice en 16,6 (cf. 18,21), ahora, en cambio, está
abierto el camino en esta dirección. Durante tres años (19,8.10; 20,31) tomará Pablo la
ciudad como centro de misión y al mismo tiempo tratará de ganar también para el
Evangelio
la tierra circundante. En este período surgieron las Iglesias de Colosas, Laodicea,
Hierápolis (Col 4,13) y seguramente algunas otras. También con las comunidades fundadas
anteriormente se mantuvo Pablo en animado contacto desde Éfeso. Probablemente la carta
a los Gálatas fue escrita en Éfeso, y con toda seguridad la que llamamos primera a los
Corintios. Según lCor 5,9, ésta fue precedida por otro escrito que no se ha conservado. En
2Cor 2,3s; 7,8s se hace alusión a la llamada «carta de las lágrimas»; según 2Cor 12,14;
13,1 hay incluso que suponer que el Apóstol, durante su estancia en Éfeso, hizo una breve
visita a la comunidad de Corinto en una situación crítica, aunque de ello no se dice nada en
los Hechos de los apóstoles. De todo esto se desprende que los tres años de Éfeso fueron
para Pablo mucho más movidos y llenos de preocupaciones de lo que se puede conjeturar
por nuestro relato.
Esta ciudad, de gran importancia económica y cultural, estaba llena de una mezcolanza
de gentes de diferentes razas y religiones. Entre ellos se cuentan también los doce
hombres con quienes Pablo se encuentra en Éfeso. Como Apolo, eran adeptos del Bautista,
aunque no por ello dejaban de sentirse cristianos. Difícilmente se explica que no supieran
nada del Espíritu Santo. Como discípulos del Bautista, e incluso como judíos, que
seguramente eran, debían tener alguna noticia del Espíritu de Dios, siquiera fuera en el
sentido que tiene esta expresión en el Antiguo Testamento. Así pues, su respuesta a la
pregunta de Pablo habrá sin duda que entenderla en el sentido de que no sabían nada del
Espíritu Santo, que como especial don salvífico del Señor exaltado está asociado con el
mensaje de salvación del Evangelio. Y dado que este misterio del Espíritu está
especialmente vinculado con el bautismo en Cristo, Pablo les pregunta por su bautismo y
los hace bautizar «en el nombre del Señor Jesús».
Los discípulos efesinos de Juan reciben el bautismo en el nombre del Señor Jesús. Más
desearíamos saber sobre el particular. ¿En qué consistía la instrucción bautismal? La fe en
el Señor Jesús constituía sin duda alguna el núcleo de la confesión de fe. Ya en el discurso
de Pedro en pentecostés se caracteriza el bautismo de la Iglesia como bautismo «en el
nombre de Jesucristo» (2,38). ¿Se quiere con esto testimoniar una fórmula de la
administración del bautismo en los primeros tiempos, o únicamente distinguir el bautismo
cristiano de otros bautismos? No excluimos la posibilidad de que la fórmula del bautismo
«en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo», atestiguada en Mt 28,19,
estuviera ya en uso antes de lo que parece.
Con el bautismo y, más en concreto, con la imposición de manos por Pablo, se manifiesta
el misterio del Espíritu Santo. No es necesario aplicar a tales textos al modo escolástico el
orden conceptual de la doctrina dogmática de los sacramentos. Como ya lo observábamos
en el bautismo de pentecostés, no es terminante el enunciado de los Hechos de los
apóstoles sobre la conexión entre el bautismo y la recepción del Espíritu Santo. Sin
embargo, en todos los pasajes se expresa claramente que el bautismo es el hecho
fundamental ordenado al misterio del Espíritu. Al destacar especialmente en nuestro texto
la
imposición de manos por Pablo, se nos trae a la memoria a Pedro, que, según 8,14, en
Samaria, juntamente con Juan, comunicó el Espíritu con la imposición de manos, a los
bautizados por Felipe. También aquí muestra Lucas deliberadamente el paralelo entre
Pablo y Pedro.
b) Actividad misionera
(Hch/19/08-10).
El «reino de Dios» es el tema de la predicación de Pablo a los judíos de Éfeso. A ellos les
es familiar este concepto. La historia de Israel, tal como la describen los libros sagrados, es
un único camino hacia el «reino o el reinado de Dios». Leyendo el sermón de Pablo en
Antioquía de Pisidia (13,16ss), podemos formarnos una idea del modo como también en la
sinagoga de Éfeso habló del reino de Dios. Desde el Éxodo en la época faraónica hasta
David y finalmente hasta Juan Bautista avanza el camino de la historia de la salvación hacia
aquel en el que en la mitad de los tiempos se cumplió la promesa hecha a los padres. La
muerte y resurrección de Jesús sería también en Éfeso la sustancia del mensaje del
Apóstol. Sus oyentes se harían conscientes de la tensión entre ley y fe. Si se puede
suponer que la carta a los Gálatas se escribiera en Éfeso, quizá en los primeros días de su
actividad en esta ciudad, se podrá también conjeturar que los argumentos teológicos de
este escrito polémico se desarrollarían en los enfrentamientos con los judíos.
Tres meses se dedicó Pablo a explicar en interpretar el sentido del «reino de Dios». Sin
embargo, también en Éfeso experimenta lo mismo que en otras partes. De nuevo, como en
Corinto (18,6s), abandona la sinagoga y se traslada, para continuar la predicación, a la
«escuela» de un cierto «Tirano», del que no tenemos otras noticias22. Que aun después de
esta separación crearan los judíos gran dificultad al Apóstol, lo muestran las palabras de
despedida a los presbíteros de Éfeso en su viaje de regreso. Entonces dijo: «Vosotros
sabéis muy bien cómo me he portado con vosotros todo el tiempo, desde el primer día que
puse el pie en Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, lágrimas y adversidades,
ocasionadas por las insidias de los judíos» (20,1 8s).
...............
22. En lugar de «escuela» se podría traducir también «sala». Según una ampliación del
texto, Pablo enseñaba
allí «cinco horas» diarias, de las 11 a las 4 de la tarde. Esto significaría que Pablo había
elegido
deliberadamente las horas en que, por razón del calor. había una pausa en el trabajo y en los
negocios, para
sí y para sus oyentes (cf. 20,34).
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c) Prodigios ruidosos
(Hch/19/11-22).
El lector notará por sí mismo el paralelo que se establece aquí con lo que en 5,12ss se
dice del poder curativo de Pedro. Allí se lee: «Por mano de los apóstoles se realizaban
muchas señales y prodigios en el pueblo... Hasta el extremo de sacar los enfermos a las
plazas y ponerlos sobre lechos y camillas, para que, al paso de Pedro, siquiera su sombra
cubriera a alguno de ellos.» Si Lucas, «el médico» (Col 4,14), refiere tales cosas, con ello
se adhiere a la idea de la misteriosa fuerza curativa de determinados hombres llenos del
Espíritu.
Cierto que a nosotros se nos hace difícil compartir la idea que entonces se tomaba en
serio. ¿Obramos con razón? ¿Nos es lícito condenar la creencia en fuerzas misteriosas que
se revelan en nuestros textos? ¿Tenemos derecho a negar la cooperación -ciertamente
inexplicable- del Espíritu divino con las capacidades humanas, por el hecho de que tales
cosas no se pueden clasificar dentro de las experiencias sujetas a normas científicas? ¿Ha
muerto quizá en nosotros la facultad de experimentar el mundo de lo suprasensible incluso
en lo sensible? ¿No escribió también Lucas en su Evangelio frases que hablan de las
fuerzas misteriosas de Jesús? «Todo el pueblo quería tocarlo, porque salía de él una fuerza
que daba la salud a todos», leemos en Lc 6,19. En Lc 8,44 se habla de la mujer cuyo flujo
de sangre cesó al contacto con las vestiduras de Jesús. ¿Hemos de atribuir tales noticias a
la imaginación legendaria? ¿Hacemos así todavía justicia al testimonio del Evangelio?
Tales pensamientos nos asaltan cuando leemos el relato de los exorcistas judíos. Es
posible que tal o cual rasgo -hallado quizá ya en la tradición- se aparte de la objetividad de
lo histórico y en la descripción detallada exprese demasiado la tendencia del conjunto. Pero
¿nos autoriza esto para negar totalmente la realidad del hecho? Que recorrían el país
exorcistas judíos es cosa atestiguada por la historia; entre ellos se puede contar también la
figura del mago Elimas Barjesús, del que se hablaba en 13,6s. Lo que quiere mostrarnos el
caso de los «hijos de Esceva» -hombre del que no tenemos noticia alguna- es el poder
victorioso de Jesús, que se demuestra presente y activo precisamente cuando alguien se
cree, sin razón, capaz de disponer de este poder mediante manipulaciones externas.
Cuando falta la verdadera fe en el poder curativo de Jesús y uno se rige únicamente por
motivos extrínsecos egoístas, entonces el poder oculto en el nombre de Jesús se vuelve
contra los que quieren abusar de él.
Esta sección ofrece una de las escenas descritas con especial prolijidad en los Hechos
de los apóstoles. ¿Por qué tal prolijidad? Teológicamente, apenas si ofrece el texto algo
especial. Y sin embargo, no querríamos vernos privados de esta pieza llena de colorido.
Lucas es heleno, es amigo personal del Apóstol. Tiene interés en diseñar de la manera más
gráfica posible el mundo con que se encuentra Pablo, y con él la Iglesia. Aun cuando el
cuadro que aquí se nos ofrece acuse en gran manera los rasgos del autor, que sabe
describir el hecho con vivacidad y eficacia, el hecho aquí expuesto, como tantas otras
cosas en nuestro libro, debe estar basado en una información de toda confianza. ¿No es
obvio suponer como garantes a los «macedonios Gayo y Aristarco», mencionados en 19,29
como testigos del hecho? En efecto, en 20,4 se nombra a Aristarco entre los acompañantes
del Apóstol, entre los que, por tratarse de una sección «nosotros», hay que contar también
a Lucas. Según 27,2, este Aristarco estaba también presente en el traslado de Pablo a
Roma, y con él -como deducimos de la sección «nosotros», en conexión con Col 4,10.14-
también Lucas. Así Lucas gozaba de buenas posibilidades de información segura sobre el
motín de protesta de los plateros de Efeso.
Los testimonios de la literatura y de la arqueología confirman el extenso culto de la
Artemis de los efesios, su imponente templo, el Artemision, celebrado como una de las
siete
maravillas del mundo, y su célebre efigie. En ésta se fundieron rasgos asiáticos de la frigia
Cibeles, divinidad materna, con la diosa griega Artemis. Cierto que Éfeso tenía todavía
otros muchos santuarios, pero el templo de Artemis ofuscaba a todos los demás y atraía
cada año con su embrujo a multitudes de peregrinos. La fe de aquellas gentes, alimentada
con fuentes antiquísimas, sostenida por el ansia de salvación, buscaba un refugio en el
esplendor estremecedor del templo y en su imagen rodeada de un halo legendario.
Y éste es el mundo con que se encuentra Pablo. No es un paganismo primitivo, como
pensamos con frecuencia, sino un culto religioso íntimamente vinculado con la vida. Cierto
que está asociado con una dudosa creencia mitológica, pero la seriedad y sinceridad de las
gentes que entraban en el Artemision, acompañadas de sus preocupaciones y esperanzas,
es cosa que no deberíamos poner en duda. Se comprende cuán difícil era la empresa del
Apóstol, de anunciar a este mundo con tan honda raigambre religiosa su mensaje de
salvación sobre Jesucristo, la cruz y la resurrección. ¿No debía parecer una empresa
desesperada? Sin embargo, si su predicación tuvo tanto resultado, se debió en primer lugar
a lo que se testimonia en las lineas precedentes: a la virtud del Espíritu Santo que le
acompañaba, a sus prodigios ruidosos, a su poder sobre las enfermedades y los espíritus
malignos, que rebasaba todo lo que narraban de su diosa los devotos de la Artemis de los
efesios.
Lo segundo que resulta tan convincente en nuestro relato es el comportamiento
interesado que se manifiesta en Demetrio y en sus compañeros, que explota de manera
refinada y calculadora los sentimientos del contorno. En Éfeso se había instalado una
industria de objetos piadosos -que en todos los tiempos y en todas las culturas sabe
posesionarse de las instituciones religiosas- para ofrecer a los peregrinos la oportunidad de
procurarse recuerdos de la peregrinación con una reproducción reducida del Artemision y
de la efigie de la diosa. Esto se comprende sin necesidad de grandes explicaciones.
También es humanamente comprensible que al disminuir la demanda, se reuniera en una
manifestación de protesta el gremio que se sentía perjudicado. Lo malo era, sin embargo,
que Demetrio pretextara falsos motivos y con habilidad publicitaria pusiera en primer
término la solicitud por la diosa Artemis. También en esto hace patente algo que no murió
con él y con sus colegas en el negocio y que incluso perdura en nuestros días.
¡Cuántas veces se ha repetido también el cuadro del alborotado motín en el teatro de
Éfeso! Este se hallaba en el centro de la ciudad, podía contener unas 25.000 personas.
Todavía se pueden ver los cimientos. ¿Contra quién protestaban aquellas gentes
excitadas? Habían arrastrado a dos compañeros de Pablo. Un judío quiere hablar. ¿Quería
quizá distanciarse de Pablo con un discurso en defensa propia? Así parece. Sin embargo,
su intento fallido sólo sirve para desencadenar un tremendo griterío en favor de la diosa
Artemis. Durante dos horas resonó estruendosamente en el recinto el clamor unánime.
E1 anónimo «secretario» de la ciudad, sin duda uno de los funcionarios más destacados,
acalló a la multitud con prudencia y energía. Halaga eficazmente el orgullo local de los
efesios, toma en consideración su solicitud por el santuario de Artemis y, poniendo
ponderadamente en guardia contra el rigor de la administración romana, remite a las vías
legales normales para la solución de esta y otras cuestiones. ¿Cómo estaba dispuesto
personalmente con respecto a Pablo? ¿Estaba en términos amistosos con él, como los
«asiarcas» mencionados en 19,31, que como jefes de la administración provincial velaban
por la tranquilidad y el orden en favor de Roma? ¿Tenía Lucas, al destacar el leal
comportamiento de los funcionarios efesios la misma intención que cuando en otros casos
habla de la buena voluntad de los órganos que están al servicio de la administración
romana?
...............
23. Tocante a esta colecta hay que tener también en cuenta las declaraciones de la carta a
los Romanos es-
crita en Corinto (cf. 15.25s).
___________________________
Para dar vida a este relato de viaje, una vez más tan conciso, es conveniente consultar la
segunda carta a los Corintios. En ella nos enteramos de que, aparte de otras razones, fue
sobre todo la preocupación por la comunidad de Corinto, constantemente inquieta, la que
movió al Apóstol a emprender el viaje a Grecia. Como hemos hecho notar anteriormente, es
de suponer que ya antes había interrumpido la estancia en Éfeso con una visita,
probablemente breve, a Corinto. La carta nos informa además de que Pablo había enviado
entretanto a Corinto su colaborador Tito con un encargo especial -probablemente con la
«carta de las lágrimas» (cf. 2Cor 2,4)- y ahora aguardaba con gran inquietud su regreso.
«Cuando llegué a Tróade para anunciar el Evangelio de Cristo, aunque se me abrió una
puerta en el Señor, no tuve sosiego para mi espíritu, por no haber encontrado a Tito, mi
hermano, y entonces, despidiéndome de ellos, salí para Macedonia», leemos en 2Cor 2,12.
Y en 7,5 se añade: «Pues la verdad es que, cuando llegamos a Macedonia, nuestra carne
no tuvo reposo; por el contrario, todo fueron tribulaciones: por fuera, luchas; por dentro,
temores. Pero Dios, que consuela a los abatidos, nos trajo el consuelo con la llegada de
Tito.»
Lo que anteriormente había tenido que pasar en Éfeso, lo insinúa en la misma carta,
donde dice (1,8s): «Porque no queremos que ignoréis, hermanos, la tribulación que nos
sobrevino en Asia: tan pesadamente y por encima de nuestras fuerzas nos abrumó, que
llegamos a perder toda esperanza de vivir. Sin embargo, hemos tenido dentro de nosotros
mismos la sentencia de muerte, para que no estemos confiados en nosotros mismos, sino
en el Dios que resucita a los muertos.» La sublevación de los plateros descrita por los
Hechos de los Apóstoles, no fue, pues, lo único que Pablo hubo de soportar en Éfeso en
punto a lucha y persecución. Es ya muy significativa, en efecto, la siguiente frase de la
primera carta a los Corintios escrita en Efeso (15,32): «Si sólo por motivos humanos luché
en Éfeso con fieras, ¿de qué me serviría?»
En Grecia, concretamente en Corinto, adonde se dirigió desde Macedonia después de
recibir la buena noticia de Tito (2Cor 7,7), permaneció Pablo «tres meses», seguramente el
invierno de 57-58 (lCor 16,6). No debemos olvidar que como conclusión de este período
escribió una singular carta, en cuya exposición amplia y profunda reunió las ideas
fundamentales de su mensaje de salvación: la carta a los Romanos.
3b Ante las insidias tramadas por los judíos contra él, cuando se
disponía a navegar a Siria, tomó la determinación de volver por
Macedonia. 4 Le acompañaba Sópatro de Pirro, natural de Berea; los
tesalonicenses Aristarco y Secundo; Gayo, que era de Derbe, y
Timoteo, y Tíquico y Trófimo, que eran de Asia. 5 Éstos se
adelantaron y nos esperaban en Troade. 6 Nosotros embarcamos en
Filipos pasadas las fiestas de los ázimos, y sólo cinco días después
los alcanzamos en Tróade, donde nos detuvimos siete días.
7 Congregados el primer día de la semana para partir el pan,
Pablo, que intentaba marchar al día siguiente, se puso a hablarles, y
alargó la plática hasta la medianoche. 8 Había muchas lámparas en
la estancia superior donde nos hallábamos reunidos. 9 Y un
muchacho, que se llamaba Eutiques y estaba sentado sobre la
ventana, presa de un profundo sueño al prolongar excesivamente
Pablo su discurso, vencido por el sueño, cayó desde el tercer piso
abajo y fue recogido muerto. 10 Bajó Pablo, se echó sobre él y
tomándolo en brazos dijo: «No os preocupéis. Su alma alienta dentro
de él.» 11 Subió de nuevo, partió el pan, lo comió, continuó
platicando bastante más hasta el alba, y por fin se fue. 12 Se llevaron
al muchacho vivo y quedaron sumamente consolados.
Esta indicación exacta y detallada de las fechas y etapas del viaje sólo pueden explicarse
como notas tomadas de un diario de viaje. No conocemos la razón por la cual Pablo, que
aparece claramente como el jefe de la expedición, envía a sus compañeros por delante y
los deja navegar solos costeando el cabo Lecto, mientras que él recorre a pie el trayecto
más breve que lo separaba de Aso. Según el mapa, había una distancia de unos 40 km. Es
asombroso que el Apóstol, aquejado de enfermedades, tras los fatigosos días de Tróade y
la noche pasada en vela, recorra a pie el largo y probablemente difícil camino por las lomas
de la península. ¿Quería estar solo? Sólo podemos admirar tal voluntad y tal hazaña.
¿Por qué le corría tanta prisa de hallarse en Jerusalén por pentecostés? ¿Le interesa la
fiesta judía, para la que acudían a Jerusalén innumerables peregrinos de todos los países?
Difícilmente se puede pensar en una celebración de la fiesta de pentecostés con nuevo
sentido cristiano. Probablemente, la palabra «pentecostés» es también un mero dato
cronológico, como en lCor 16,8. En nuestro contexto, esta indicación de la fecha explicará
sobre todo la prisa, que no da a Pablo la oportunidad de volver a visitar en su viaje de
regreso el centro misional de Éfeso. ¿Fue realmente la premura del tiempo la que le impidió
ir a Éfeso? Si leemos las frases de la segunda carta a los Corintios antes citada, podemos
comprender que Pablo no quisiera exponerse de nuevo al peligro de muerte del que le
había librado «Dios, que resucita a los muertos» (2Cor 1,9s). Sin embargo, el relato que
sigue da a conocer cuánta era su solicitud por Éfeso.
....................
De intento hemos presentado el texto seguido, formando un todo, sin dividirlo en partes
como en otros casos. En efecto, hay que leerlo primero como un todo, antes de pasar a
destacar las diferentes frases. Nos hallamos ante uno de los discursos más conmovedores
y más llenos de enseñanzas. Aun cuando también en este caso fuera la habilidad literaria
del autor la que diera la forma y la impronta al conjunto, tenemos, sin embargo, al mismo
tiempo la sensación de que no sólo se describe acertadamente la situación, sino que
además en la reproducción del discurso se echa de ver la memoria fiel de quien, por
tratarse de una sección «nosotros» (21,1), debió de presenciar la escena entera. Al lector
atento llamará también la atención el que en este discurso -único dirigido a cabezas de la
Iglesia, referido con tanta prolijidad en todo el libro de los Hechos- se hallan muchos
enunciados y motivos que recuerdan vigorosamente las ideas de las cartas de Pablo.
También esta observación apoya la conjetura de que aquí nos hallamos, en cuanto a lo
esencial, ante un verdadero discurso de Pablo.
En la estructura de los Hechos de los apóstoles ocupa este discurso de despedida un
puesto muy destacado. Aunque está dirigido a un círculo determinado, a los hombres de
Éfeso, sin embargo se lee como un informe conmovedor, en el que no sólo se trata de la
actividad misionera en Éfeso, sino que en él dirige el Apóstol una mirada a toda su
actividad
misionera hasta el presente. En efecto, como veremos a continuación, también el relato de
los Hechos de los apóstoles se despide aquí de la exposición de la actividad del Apóstol,
para ocuparse en lo sucesivo únicamente con los largos años de prisión de Pablo. Mirando
a los enviados de Éfeso, ve Pablo a todas las personas con las que se había encontrado,
desde su llamamiento como «siervo de Jesucristo... elegido para el Evangelio de Dios»
(Rom 1,1), para anunciarles la palabra de la salvación.
Si Pablo hace venir a Mileto los presbíteros de Éfeso -y según 20,18.25, seguramente
también de las zonas colindantes- de una distancia de unos 60 km, esto no es sólo una
prueba de su incesante solicitud por su anterior territorio de misión y una señal de la
adhesión de los llamados, sino también un acto de ejercicio de su poder, que le hace
sentirse como apóstol de los gentiles (Rom l5,15s), dotado de responsabilidad y
competencia para con todos. «Me debo tanto a griegos como a bárbaros, a sabios como a
ignorantes», escribe a la comunidad de Roma (Rom 1,14). Y en 2Cor 11,28 habla de «lo
que pesa sobre mí cada día: la solicitud por todas las Iglesias». Y el discurso mismo, pese a
todos los motivos de amorosa solicitud, en lo más hondo está penetrado de la conciencia de
la autoridad apostólica, y al mismo tiempo también del conocimiento profético de lo que es
inminente. Nos encontramos con pensamientos que en su enunciado básico tienen vigencia
y significado en toda situación de la actividad pastoral en la Iglesia.
Fijémonos en los motivos del discurso. Es característico de la acción del Apóstol
-característico también del interés de los Hechos de los apóstoles- que ya en la primera
frase se recuerden las «adversidades» que le fueron «ocasionadas por las insidias de los
judíos». Fueron los judíos los que para él, como en las demás etapas de su actividad,
precisamente también en Asia, habían sido causa de su constante «tribulación» (2Cor 1,8).
Hicieron de su ministerio un ministerio entre lágrimas. Al leer esto recordamos todas las
declaraciones con que Pablo describe también en las cartas sus esfuerzos por el Evangelio.
Como «siervo», sirve él a su Señor, al Kyrios Jesucristo (cf. Rom 1,1; Gál 1,10; Flp 1,1;
2,22), «en toda humildad» (cf. 2Cor 10,12; 11,7; 12,9ss, etc.), entre lágrimas y
tribulaciones,
como se describe en forma conmovedora en 2Cor 11,23ss (cf. 2Cor 2,4; Gál 4,19s).
Pablo transmitió sin disimulo y en toda su integridad el mensaje de salvación. Así lo
encarece nuestro discurso en el v. 20 y en el v. 26s es todavía mayor el encarecimiento,
que suena casi como una adjuración, cuando dice: «Por ello quiero daros claro testimonio
en el día de hoy que estoy limpio de la sangre de todos, porque no rehusé anunciaros todo
el designio completo de Dios.» ¿Por qué realza el Apóstol con tanto ahínco esta
circunstancia? Suena como respuesta a una crítica, como justificación de uno que se ve
atacado injustamente. Habla como pastor de almas, que se siente responsable de la
salvación de los que le han sido confiados. En efecto, para el Apóstol que se despide -como
para todo el que ejerce un ministerio con responsabilidad por otros- es una cuestión que les
llega a lo más hondo, la de si ha hecho todo lo que es «de provecho» para estos otros y los
conduce a la meta a que han sido llamados. Constantemente surgirá la cuestión que si el
mensajero del Evangelio ha defendido y anunciado claramente y sin ambages la voluntad
de Dios -incluso la que es molesta y que parece inaceptable-, sin cercenar ni falsear la
verdad, sin consideraciones personales consigo mismo y con los otros.
«Ni dejé de predicaros e instruiros públicamente y casa por casa, anunciando
solemnemente a judíos y a griegos la conversión a Dios y la fe en nuestro Señor Jesús.»
En estas palabras se encierra una plétora de medios y fines pastorales. Pablo es un
enviado y un llamado. Como tal no aguarda cómodamente a que vengan las gentes, sino
que él va tras ellas, las busca y las apremia para que se pongan en íntimo contacto con el
Evangelio de la salvación (Rom 1,16). El relato de misión que ha precedido lo ha mostrado
a ojos vistas. En el ágora de Atenas fue Pablo a los helenos, en las sinagogas habló a los
judíos, y su mensaje era testimonio, no teoría sutil ni sabiduría presuntuosa, era testimonio
de aquello de que él mismo, en su calidad de pregonero, estaba penetrado y movido en lo
más hondo, testimonio de la experiencia del Espíritu y de la gracia. Quería convertir a Dios
los hombres que estaban presos en el pecado y en el error, los helenos y también los
judíos. Porque todos ellos «están privados de la gloria de Dios» (Rom 3,23) y están
necesitados de la «fe en nuestro Señor Jesucristo» que opera la salvación. Para Pablo sólo
hay un camino que lleva a Dios, el camino por Cristo Jesús, nuestro Señor. Quien está sólo
algo versado en las cartas del Apóstol, sobre todo en la carta a los Romanos, percibe en
este discurso de despedida el auténtico objetivo paulino.
La mirada del Apóstol se vuelve del pasado al futuro. Su meta es Jerusalén. No sabe lo
que allí le aguarda. Un barrunto profético le dice que le «esperan cadenas y tribulaciones».
El Espíritu Santo se lo va asegurando en cada ciudad. Aunque hasta ahora no se nos ha
dicho nada de tales revelaciones, como las que hallamos en 21,4.11, esto no excluye, sin
embargo, que hubieran tenido lugar. Las «cadenas y tribulaciones» forman parte del camino
de aquel de quien se dijo en el momento de su vocación: «Yo le mostraré cuántas cosas
deberá padecer por mi nombre» (9,16). Y una vez más hay que leer sus cartas, sobre todo
la segunda a los Corintios, para comprender el misterio de la pasión, bajo cuyo signo
estuvo puesta su vida desde Damasco.
Pablo sabe el sentido de su camino. No la «vida» terrena como tal es «preciosa» para él,
sino que lo decisivo es que, como corredor en el estadio, «termine mi carrera y el misterio
que recibí del Señor Jesús», que consiste en «anunciar el Evangelio de la gracia de Dios».
En tales palabras se expresa la meta y la profunda emoción de la teología paulina. Quien
conozca sus cartas, no tiene necesidad de que se le exponga esto en detalle.
Con razón se ha reconocido hasta qué punto los motivos de estas palabras están en
consonancia con los pensamientos con que en los Evangelios se presenta el camino de
Jesús a la pasión. Pensemos en la triple predicción de la pasión y en la interpretación de
esta pasión por Jesús 27.
Pablo sigue su camino como «encadenado por el Espíritu». Se sabe atado, no es dueño
de sí mismo, sino que se ha entregado a aquel que lo tomó para sí desde Damasco y desde
Antioquía, el Espíritu Santo, que es efectivamente el «Espíritu de Dios» y el «Espíritu de
Cristo» (Rom 8,9s). Según 13,2, este Espíritu lo separó para la obra que lo tenía destinado.
Enviado por este Espíritu inició su misión (13,4), y este Espíritu estuvo con él hasta el
momento presente. Como está un preso atado a su guardián, así Pablo se reconoce
prisionero del Espíritu. En la previsión de lo que le espera, sabe que sus oyentes, los
presbíteros de Efeso, y con ellos otros muchos que oyen estas palabras, no verán ya su
rostro, y precisamente estas palabras hicieron que todos rompieran en llanto y quedaran
consternados, como se dice en 20,37s (28).
El versículo 28 contiene una frase significativa para la teología de la Iglesia. Pablo diseña
la posición y responsabilidad de aquellos sobre quienes pesa la solicitud por la «Iglesia de
Dios». Aquí se expresa marcadamente la esencia divina y humana de la Iglesia. Esto se
hace con la imagen del rebaño y del pastor, tan empleada en la Biblia. Los presbíteros se
llaman aquí «obispos». En esta palabra no se hacía todavía entonces rigurosa distinción de
ministerios eclesiásticos. Tomada a la letra significa: «inspectores», «guardianes»,
«vigilantes». La razón intrínseca de su designación no es su propia decisión, ni la voluntad
de la comunidad -aunque ambos motivos influyen también-, sino que «el Espíritu Santo os
ha constituido obispos», con lo cual su ministerio adquiere una calificación especial.
Tampoco la Iglesia de Dios surgió por mera decisión y acuerdo humano, sino que fue «él
se la adquirió» a un precio divino, con «su propia sangre». Sabemos a qué sangre se
refiere, a la sangre de Jesús, al que «Dios públicamente presentó como medio de expiación
por su propia sangre, para que mediante la fe» experimentáramos nosotros la «justicia» de
Dios (Rom 3,25). Aquí se perciben los pensamientos fundamentales de la soteriología
paulina. Por la acción misericordiosa de Dios con los hombres en su Hijo, por la prontitud
de fe para aceptar la oferta de Dios surge la «Iglesia de Dios» y así recibe su dignidad y el
fundamento de su vida. ¿Se nos ha dado a nosotros esta penetración en el verdadero ser
de la Iglesia? ¿Nos hacemos cargo, en toda su profundidad, del ministerio de «ser pastores
de la Iglesia de Dios»?
Pablo ve cómo lobos crueles asaltan el rebaño. La imagen es corriente en el Nuevo
Testamento. Está tomada de las experiencias de la vida pastoril. El sermón de la montaña
(Mt 7,15) pone en guardia contra los que, «vestidos con piel de oveja, por dentro son lobos
rapaces». En la parábola del buen pastor (Jn 10,12) se nos presenta al «lobo», al que ve
acercarse el asalariado para arrebatar y dispersar las ovejas. Pablo hace alusión a las
persecuciones que atribularán a las comunidades desde fuera. Es posible que piense
principalmente en los judíos. Sin embargo, más grave es el peligro que surge de la Iglesia
misma y, con falsas doctrinas, introduce disensiones y divisiones en la Iglesia de Dios. La
historia de la Iglesia ha escrito a lo largo de los siglos un triste comentario de esta
predicción, de la que habla ya una dolorosísima experiencia de la Iglesia primitiva.
«Así pues, vigilad», exhorta en su despedida el Apóstol a todos aquellos en cuyas manos
deja su obra. La llamada a la vigilancia recorre todos los escritos del Nuevo Testamento. Es
la llamada dirigida a todos los hombres que se hallan en el tiempo final. «Velad, pues,
porque no sabéis cuándo va a venir el señor de la casa... Lo que a vosotros estoy diciendo,
a todos lo digo: Velad.» Así exhorta Jesús en el discurso escatológico de Mc 13,35ss. Y en
las cartas del Apóstol recurre constantemente la exhortación a la vigilancia. «Velemos y
seamos sobrios», escribe en la primera carta a los Tesalonicenses (5,6). Si esta
exhortación se aplica a todo el que, habiendo sido llamado, va al encuentro del Señor,
afecta sobre todo a aquel que ha sido confiada, no sólo su propia salvación, sino también la
de los otros. En la carta a los Hebreos se dice de los superiores: «Están velando por
vuestras almas como quienes tienen que rendir cuentas» (Heb 13,17).
Pablo pone ante los ojos de los presbíteros su propio ejemplo. Los tres años que actuó
en Éfeso fueron una vigilancia ininterrumpida. «Ni de noche ni de día cesé de aconsejar
con lágrimas a cada uno en particular.» En 2Cor 11,27 habla de frecuentes noches
pasadas en vela, «sin poder muchas veces dormir», y en ITes 2,9 leemos: «Recordad, si
no, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas: día y noche trabajando para no ser una carga
para nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios.» El Apóstol se ganaba el
sustento -para sí y para sus compañeros- con el trabajo de sus manos, y así debió de ser
un cuadro conmovedor, cuando ahora, en Mileto, mostraba sus manos, que estaban
marcadas con las huellas de un duro trabajo. Aquellas manos debían ser testigos de su
desinterés y probidad, de su renuncia al dinero, a los bienes y a toda ventaja material. Aquí
cita una sentencia del Señor, que no se halla en los Evangelios, con el que motiva su
renuncia y propone un principio que, por lo menos en cuanto al espíritu, debería servir de
norma y motivo a todo ministerio en la Iglesia.
Por razón de la síntesis, hemos saltado antes una frase, que ahora queremos resaltar
debidamente, pues de lo contrario pasaríamos por alto algo fundamental en la pastoral
paulina. La frase reza así: «Y ahora os dejo encomendados al Señor y a la palabra de su
gracia, que tiene poder para edificar y conceder la herencia entre todos los santificados.»
Toda exhortación e instrucción, todos los motivos de obrar procedentes de reflexión y
experiencia humana son infructuosos e ineficaces si el poder de Dios, que todo lo penetra,
no se posesiona del hombre vacilante y extraviado y lo introduce en el misterioso círculo
vital de la gracia. Pablo habla de la palabra de la gracia. La expresión puede entenderse a
varios niveles, pero en último término se refiere al «Evangelio de la gracia de Dios» (v. 24),
al Evangelio en el sentido más amplio y pleno. El Evangelio es «palabra de la gracia»
porque da noticia de la gracia salvadora del Dios misericordioso, pero al mismo tiempo es
también gracia y da gracia al que con fe confiada se abre a la revelación de la salvación,
que nos viene a nosotros en Jesucristo y en su palabra portadora de vida.
Esta palabra de salvación «tiene poder para edificar». De este «edificar» dice Pablo en
2Cor 5,17: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es. Lo viejo pasó. Ha empezado lo
nuevo.» En Cristo estamos situados sobre una nueva base de vida, acogidos en el
misterioso círculo vital de Dios. Pertenecemos a los santificados, porque «él nos libertó del
poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor» (Col 1,13). Y así se nos
ha otorgado una espléndida herencia. En efecto, este Hijo es según Rom 8,29 «el
primogénito entre muchos hermanos», y nosotros estamos unidos a él, y por él a Dios. Así,
en estas palabras de despedida deja Pablo asomar la entera riqueza del cristianismo, para
con ello proporcionar a sus comunidades seguridad y apoyo para los días en que no haya
de estar ya con ellas.
El Apóstol cae de rodillas, y ora, ora «con todos ellos». Un cuadro emocionante. Esto no
tiene nada de conmoción sentimental, aun cuando seguramente el clamoroso llanto de sus
oyentes lo conmueve hasta las entrañas. Pablo sabe del poder y del consuelo de la
oración. Quien conoce sus cartas, sabe que constantemente asegura que ora por las
comunidades. Les ruega también que oren por él. En la carta a los Efesios (6,18) leemos:
«Con toda clase de oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu y velad
unánimemente en toda reunión y súplica por todos los santos, y también por mí, para que
Dios ponga su palabra sobre mis labios y me conceda anunciar con valentía el misterio del
Evangelio.» Al despedirnos con tales pensamientos de esta conmovedora escena de Mileto
quisiéramos preguntarnos si a nosotros se nos ha dado como a Pablo conocer el sentido y
el quehacer de nuestra condición de cristianos y comprender a partir del misterio de Cristo
nuestra vocación en el pueblo de Dios.
...............
27. Mc 8,35ss; Lc 9,24ss; Jn 12,23ss.
28. ¿Realmente no volvió ya Pablo a Asia? No nos es posible responder con certeza a esta
pregunta. El relato
de los Hechos de los apóstoles sólo llega hasta la prisión preventiva del Apóstol, durante
dos años, en
Roma. Cierto que las cartas pastorales presuponen una acción del Apóstol, fuera del marco
de los Hechos
de los apóstoles, en regiones orientales y también en Éfeso (ITim 1,3). Sin embargo, no
ignoramos el
carácter deuteropaulino de estas cartas, por lo cual no podemos aducir sin más su
testimonio. Es verdad
que si se hubiese cumplido la esperanza expresada por el Apóstol en la carta a Filemón (v.
22), habría que
suponer que fue dejado en libertad y que efectivamente tendría ocasión de volver a ir a
Colosas y por tanto
también a Éfeso. A lo que parece, en el momento de la redacción de los Hechos de los
apóstoles, el autor no
tenía noticia de un segundo encuentro de Pablo con los presbíteros de Éfeso. Si la fecha de
esta redacción
hubiera de fijarse, según la tradición más antigua, en el año 63, esta ignorancia se podría en
todo caso
explicar, puesto que Pablo sólo habría podido ir a Asia después de esta fecha. En cambio, si
se sostiene la
opinión, muy propagada hoy, del origen más tardío de este libro, huelgan todas estas
consideraciones.
(_MENSAJE/05-2.Págs. 110-142)
BIBLIA NT HECHOS 21 y 22 y 23
MATERIA: EL N. T. Y SU MENSAJE: LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES (16)
·KURZINGER-JOSEF
Este texto no necesita gran explicación. Lo que también aquí nos impresiona es la
exactitud con que Lucas anotó en su diario las etapas del viaje. A quien con tanto cuidado
retuvo las cosas, también en los casos en que no habla como testigo ocular habrá que
reconocerle una información concienzuda. En Pátara trasbordaron a otra embarcación.
Según otra tradición del texto, quizá incluso más acertada, el cambio de nave tuvo lugar
más al Este, hacia Mira, en la costa meridional de Asia Menor. Probablemente hacía falta
un barco más pesado para la travesía por alta mar.
En Tiro aprovecha Pablo la interrupción del viaje para visitar la comunidad local. No
tenemos noticias sobre el origen de ésta. Sin embargo, se puede suponer que se inició
cuando los judeocristianos helenistas tuvieron que huir de Jerusalén. En efecto, en 11,19
se nos dice: «Los que se dispersaron... habían llegado hasta Fenicia.» Y Pablo y Bernabe,
yendo de Antioquía al concilio de Jerusalén, pasaron también por Fenicia, «refiriendo la
conversión de los gentiles y proporcionando una gran alegría a todos los hermanos». Así
no era Pablo un desconocido cuando saludó en Tiro a los «discípulos» y permaneció con
ellos siete días. Como en Tróade (20,6ss), se reuniría con la comunidad para la celebración
de la asamblea litúrgica.
En una de estas reuniones sería cuando algunos discípulos dotados del don de profecía
le predecirían que en Jerusalén le aguardaba algo grave y tratarían de impedir a Pablo que
fuese allá. La reacción de Pablo la conocemos por la escena análoga descrita en 21,11.
Precisamente en la convicción de lo que aguardaba a Pablo fue la despedida en Tiro, como
antes en Mileto, tan dolorosa y conmovedora, que todos, con sus mujeres e hijos, se
arrodillaron en la playa y oraron. Este cuadro revela de nuevo la íntima unión de aquellas
Iglesias, que vivían en un ambiente contrario y hostil; en él se muestra también, de manera
conmovedora, el prestigio y veneración de aquel que se cuida de sus «hijitos» como un
padre y como una madre, que constantemente sufre por ellos «dolores de parto» hasta que
Cristo «sea formado» en ellos (Gál 4,19). ¿Estaríamos nosotros dispuestos interna y
externamente a obrar así? ¿O estaría esto en contradicción con nuestro modo de sentir,
con nuestra ilustración, con nuestra teología?
Aquí volvemos a encontrar una figura que nos es ya conocida por el relato sobre aquellos
«siete» que en los comienzos fueron designados por los apóstoles como colaboradores
(6-8). Allí, junto a Esteban, aparecía, en primer término, Felipe. Tenemos noticia de su
fructuosa acción en Samaría y de la memorable conversión y bautismo del etíope (8,3-40).
Y en la última frase se dice que Felipe «de paso iba evangelizando todas las ciudades
hasta llegar a Cesarea». Aquí se le llama «el evangelista». La palabra tiene todavía su
sentido original y general y designa al pregonero y mensajero de la salvación. En este
sentido se mencionan los «evangelistas» en Ef 4,11, además de los «apóstoles»,
«profetas», «pastores» y «maestros». «Cumple la tarea de evangelista», se dice a Timoteo
en 2Tim 4,5.
Pablo y Felipe... ¿Se encuentran por primera vez después de los días de Esteban?
Entonces era Saulo un «joven», que entre los más encarnizados enemigos de los «siete»
desempeñó un papel especial en la lapidación de Esteban (7,58; 8,1ss) y «respiraba
amenazas y muerte contra los discípulos del Señor» (9,1). Por razón de aquella
persecución debieron de huir de Jerusalén los judeocristianos helenistas. Para la Iglesia fue
esto un estímulo para una nueva misión. Para Saulo fue el camino en el que el Señor lo
derribó al suelo para hacer que se levantase como llamado. Todo esto pudo pasarles por la
mente y llegarles al alma a los dos hombres, cuando Pablo pisó el umbral de la casa de
Felipe. Ahora eran ya los dos hermanos en Cristo, mensajeros y «evangelistas».
Se nos habla de cuatro hijas de Felipe. Vivían en estado de virginidad y poseían el don
carismático de profecía. Es de creer que estaban consagradas a Dios. Realizaban lo que
significa Pablo cuando dice en lCor 7,34; «La mujer no casada, lo mismo que la doncella,
se cuida de las cosas del Señor, para ser santa en cuerpo y alma.» Parece haber interna
conexión entre la consagración a Dios y el don de profecía. Pensamos en Ana la profetisa
(Lc 2,36ss), de la que se dice que tras breve vida matrimonial, «era una viuda que llegaba
ya a los ochenta y cuatro. No se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día con
ayunos y oraciones». La virginidad y el ministerio carismático tienen relación mutua, como
resulta también de la palabra del Señor: «Hay incapacitados (para el matrimonio) que ellos
mismos se hicieron así por el reino de los cielos» (Mt 19,12). Las palabras de Pablo en lCor
11,5: «Toda mujer que ora o habla en nombre de Dios con la cabeza descubierta, deshonra
su cabeza» hace suponer que en la Iglesia primitiva también mujeres actuaban como
profetisas, probablemente incluso en la asamblea comunitaria.
La casa de Felipe parece haber sido un punto de cita de carismáticos. El profeta Agabo
viene de Judea y con un gesto simbólico predice al Apóstol el destino que le amenaza en
Jerusalén. Ya en 11,27 habíamos oído hablar de él y de su don profético, entonces en
Antioquía. Es posible que esta vez fuera expresamente a Cesarea, al encuentro de Pablo,
para prevenirlo del peligro que le amenazaba. Esto sería una señal de cómo se había
agudizado la situación en Jerusalén y de cuán comprensible es que Pablo, barruntando
esto, escribiese en la carta a los Romanos: «Os ruego... que luchéis juntamente conmigo,
dirigiendo a Dios oraciones por mí, para que me vea libre de los incrédulos que hay en
Judea, y para que mi servicio en favor de Jerusalén sea bien recibido por los hermanos»
(Rom lS,30s).
Pablo, sabiendo de las «cadenas y tribulaciones» (20,23) -imitando al Señor, que se
dirige a la pasión- va a Jerusalén, sin tener en cuenta las voces proféticas, sin tomar en
consideración los apremiantes ruegos de sus compañeros y amigos, totalmente dispuesto
no sólo a dejarse atar, sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús. Lucas, que
según podemos suponer, se hallaba presente en esta hora, muestra de manera
impresionante la imagen de aquel al que se habían dirigido las palabras del Señor
glorificado: «Yo le mostraré cuántas cosas deberá padecer por mi nombre» (9,16). Cuando
los que estaban reunidos con Pablo dijeron, como haciendo eco a las palabras de Jesús:
«Hágase la voluntad del Señor», nos viene a la memoria la escena de Getsemaní.
1. LLEGADA A JERUSALÉN
(Hch/21/15-26).
Pablo entra con sus compañeros en Jerusalén. A pie, o quizá también con cabalgaduras,
habían recorrido el largo camino de unos 100 km. La recepción «con gozo» por los
«hermanos» se refiere probablemente, en prima lugar, a la cordial acogida en casa de
Nasón, que era uno de los judeocristianos helenistas de los primeros tiempos. No
precisamente tan natural fue el encuentro con Santiago, el «hermano del Señor» (Gál 1,19),
que desde la partida de Pedro (12,17) tenía la dirección de la comunidad de Jerusalén y
que, por todo lo que sabemos, aun en su calidad de cristiano estaba totalmente ligado a la
ley judaica. Ya conocemos su actitud en el concilio de los apóstoles (15,13-21). Es verdad
que aprobó por principio la misión a los gentiles exenta de la ley, pero, al mismo tiempo,
quiso satisfacer los sentimientos de los judíos, proponiendo las llamadas cláusulas
jacobeas. En esta misma actitud lo hallamos también ahora. Es verdad que «glorificaban» a
Dios él y los presbíteros reunidos con él, «por las cosas que había obrado Dios entre los
gentiles», pero por su boca se expresa ya la gran preocupación, pues él hace alusión a la
tensión que reina contra Pablo, el apóstol de los gentiles, en los círculos de los judíos. Si
suponemos que en aquellos días se celebraba la fiesta de pentecostés, en cuya fecha
quería hallarse Pablo en Jerusalén según 20,16, todavía se comprende mejor la
preocupación de Santiago. Está enterado de lo que se dice de Pablo entre los judíos de la
diáspora. No quiere esto decir que también Santiago comparta sus críticas. Lo que le
importa es calmar la situación. Propone un gesto público con el que Pablo pueda dar
prueba de su respeto de la ley y al mismo tiempo demostrar lo infundado de las
acusaciones que circulan contra él.
¿Sería fácil a Pablo aceptar esta propuesta? Conocemos su entereza, sin compromisos,
en la cuestión de la exención de la ley. Recordemos el concilio de los apóstoles (cap. 15), y
sobre todo sus palabras en Gál 2,1-10. Cierto que no habría sacrificado nada de su
principio. Sin embargo, en el caso de la circuncisión de Timoteo (16,1ss) vimos ya cómo
Pablo sabía tener consideraciones a su debido tiempo si se trataba de evitar dificultades
innecesarias.
Podemos recordar también que él mismo se había impuesto el voto del nazireato cuando,
según 18,18, se había «rapado la cabeza» en Céncreas. En este estado de cosas, el
siempre prudente Santiago no exigía a Pablo nada irrealizable cuando le proponía
asociarse a los «cuatro hombres» que tenían hecho un voto y pagar por ellos la ofrenda
con que poner término a los «días de la purificación». El fanatismo rígido, de cualquier
clase que sea, no responde al sentido del Evangelio, sino que todo celo debe ir guiado por
prudente reflexión y por las debidas considaraciones, por el amor.
2. PRISION DE PABLO
(Hch/21/27-39).
El sacrificio que, incluso interiormente, había ofrecido Pablo por los cuatro hombres en el
templo, había sido en vano. El ciego fanatismo de los judíos de la diáspora vio llegada la
ocasión -precisamente en el suelo de Jerusalén y del templo- para apoderarse del odiado
Pablo, que era difícil de alcanzar en el ámbito de la diáspora fuera de Palestina. Eran
«judíos de Asia», por tanto de la región de Éfeso, los que «lo habían visto en el templo».
Parece que habían llegado a Jerusalén como peregrinos de pentecostés. Recordamos la
actitud hostil de los judíos en Éfeso (19,9) y las palabras de Pablo a los presbíteros de allí,
cuando les hablaba de las «adversidades» que le habían ocasionado «las insidias de los
judíos» (20,19).
En medio de la aglomeración de los peregrinos no era difícil asaltar a Pablo y, como a
profanador del templo, entregarlo a la pasión religiosa y a la excitabilidad ortodoxa.
Sabemos con qué severidad impedían los judíos el acceso al templo a los no judíos. Había
en el templo unos carteles de avisos escritos en griego y en latín que indicaban la
separación del recinto interior del templo y del atrio de los gentiles, en los que se leía: «Que
ningún extranjero traspase los límites de la terraza que rodea al templo. Quien fuere
sorprendido, cúlpese a sí mismo de la muerte que le siga.» El historiador judío Flavio
Josefo atestigua esta disposición reconocida también por la administración romana, y en el
museo de Estambul se conserva uno de estos carteles descubierto en excavaciones.
Así pues, si Pablo hubiese realmente introducido en el patio interior del templo a Trófimo
de Éfeso (20,5), cristiano venido de la gentilidad, según el derecho judío se habría hecho
reo de profanación del templo. Ahora bien, nuestro texto dice expresamente que sólo se
pensaba que Trófimo había estado en el templo porque lo habían visto en la ciudad con
Pablo. Cierto que el reproche de profanación del templo sólo era un pretexto para proceder
contra el «hombre que anda enseñando a todos y en todas partes contra el pueblo, la ley y
este lugar». En definitiva era un golpe de la fanática ortodoxia judía contra la Iglesia que se
desentendía de la ley judía, como cuyo decidido paladín actuaba Pablo.
Los cargos que en aquella ocasión se formularon contra Pablo le recordarían los tiempos
en que él, como enemigo encarnizado de la Iglesia naciente, se contaba entre los que
habían reprochado a Esteban aquello mismo que ahora se decía contra él. Entonces se
trataba también de gentes «de Cilicia y Asia», de quienes se dice en 6,12ss: «Excitaron,
pues, al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y echándose sobre él, lo prendieron y lo
condujeron al sanedrín. Presentaron testigos falsos para decir: "Este hombre no cesa de
proferir dicterios contra este lugar santo y contra la ley; porque le hemos oído decir que ese
Jesús de Nazaret destruirá este lugar y cambiará las costumbres que nos transmitió
Moisés."»
Ejemplo del cambio que se había operado en Saulo. Nos vienen a la memoria aquellas
palabras: «Pero todas estas cosas, que eran para mí ganancias, las he estimado como
pérdidas a causa del Cristo. Pero aún más: incluso todas las demás cosas las considero
como pérdida a causa de la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por
quien me dejé despojar de todo, y todo lo tengo por basura, a fin de ganar a Cristo... para
conocer a él, la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos, hasta
configurarme con su muerte, por si de alguna manera consigo llegar a la resurrección de
entre los muertos» (Flp 3,7ss).
La comunión con sus padecimientos, que Pablo ya había experimentado, es ahora
realidad en toda su extensión. Años enteros seguirá como prisionero el camino de los
padecimientos, pues la mano de Jesús, su Señor, se ha posado sobre él. Cogido por el
tumulto que se había extendido por la ciudad, fue arrastrado fuera del templo y entregado a
la multitud excitada. Si no hubiese intervenido la guarnición romana que ocupaba en la
torre
Antonia, junto al templo, y que en las fiestas judías se hallaba en estado permanente de
alerta, habrían dado muerte a Pablo. Lucas, al que podemos considerar como testigo
presencial, hace una viva descripción del arresto de Pablo por los romanos. El tribuno
romano creía haber capturado al jefe de una sedición. En efecto, el movimiento activo de
liberación que actuaba en la sombra desencadenaba continuamente tentativas de rebelión
contra el poder ocupante. En 5,36ss se hablaba ya de esta clase de rebeldes. La rebelión
de «sicarios» a que se alude en nuestro texto se puede comprobar por la historia de Flavio
Josefo, aunque presentada de otra manera.
...........................
Cuadro impresionante: Pablo, rodeado y protegido por los soldados romanos, está de pie
sobre las gradas que conducen a la torre Antonia, y hace señas con la mano pidiendo
silencio a la multitud arremolinada, para poder hablar. A sus espaldas está como símbolo
del poder romano la fortaleza que en otro tiempo había hecho edificar Herodes el Grande y
la había llamado «Antonia» en honor del triunviro romano Marco Antonio; delante de él, el
imponente templo de los judíos, que también él mismo venera como el templo de su nación,
aunque sabe que esta construcción dedicada a Dios no será signo del nuevo pueblo de
Dios. Pablo, que, habiendo nacido en Tarso, habla griego, se sirve ahora deliberadamente
de la lengua coloquial hebraica, el arameo, lo cual precisamente movería al pueblo a
escucharle.
Comienza su discurso con una impresionante confesión, confesión en que reconoce su
judaísmo, reconoce a Jerusalén y a sus maestros, entre los que destaca inteligentemente al
prestigioso Gamaliel, que una vez, en el proceso contra los apóstoles, había pronunciado
ya unas transcendentales palabras (5,34ss). Habla de su celo por la ley patria que lo había
inducido a perseguir con el mayor encarnizamiento a la Iglesia y también a emprender
aquella memorable expedición a Damasco. Y otra vez volvemos a enterarnos de lo que los
Hechos de los apóstoles habían referido ya por extenso en 9,1-30. Si ahora, por segunda
vez, ponen en boca del Apóstol la descripción detallada del acontecimiento de Damasco y
luego vuelve a hacerlo por tercera vez en 26,9-21, no es que se trate de presentar
gráficamente en cada caso la situación en que habla Pablo, sino de que el lector cobre
conciencia una vez más de cómo Pablo recibió su misión y de cuán decisiva fue esta
vocación para la suerte de la Iglesia.
No queremos dar importancia a las pequeñas diferencias que se pueden observar
comparando los tres relatos, sino que más bien procuraremos captar lo esencial de esta
historia incomparable. La forma libre de la exposición lucana, que no se cuida de
cuestiones secundarias, se echa de ver, por ejemplo, en la diferente manera de hablar de la
impresión de los acompañantes de Pablo. En 9,7 se dice: «Los hombres que con él
viajaban se habían quedado mudos; habían percibido la voz, pero sin ver a nadie.» En
nuestro texto se lee: «Y los que estaban conmigo vieron la luz, pero no entendieron la voz
del que me hablaba.» Cierto que se puede intentar armonizar los dos pasajes, pero no es
precisamente necesario, puesto que en cada formulación se quiere expresar en forma
intuitiva lo que para los acompañantes había de incomprensible e inexplicable en el caso.
También aquí, como en 9,4 y en 26,14, se halla al comienzo del relato la voz que
pregunta «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» En los tres pasajes hallamos el mismo
tenor. Parece como si el así llamado hubiese oído durante toda su vida el eco de estas
palabras. Por la forma del nombre, «Saulo», se puede ver todavía en el texto griego que el
Señor interpeló a su perseguidor en «lengua hebrea» (26,14). Y, como en 9,8, Pablo,
cegado por el resplandor de aquella luz, se deja conducir a Damasco para que Ananías le
restituya la vista. Se trata de una vista exterior, pero todavía más de una vista interior. Con
especial intención se interpreta el sentido del llamamiento en las palabras de Ananías, que
aquí difieren de las de 9,10ss.
Con intención se habla del «Dios de nuestros padres», con intención se habla del
«Justo», con intención se dice que Pablo había sido «designado de antemano para ver al
Justo y oír la palabra de su boca», para ser «testigo de Él ante todos los hombres».
Deliberadamente, por consideración con los oyentes judíos, no se emplea luego el nombre
de Jesús ni de Cristo. Todas las palabras se mueven completamente en el círculo de los
conceptos de la fe judía en Dios y de la expectativa judía de salvación. Hasta qué punto se
dejan oír aquí auténticos pensamientos paulinos, se echa de ver por la comparación con
Gál 1,15: «Pero cuando aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su
gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo anunciara su Evangelio entre los
gentiles...»
Las frases que siguen a continuación contienen una aserción que no se halla en los
textos paralelos. Pablo habla de un éxtasis en el templo. Este tuvo lugar «al regresar a
Jerusalén». Se trata, por tanto, de la primera visita que hizo a Jerusalén el que había sido
llamado para ser testigo de Cristo. En 9,26ss y en Gál 1,18s se nos da alguna información
sobre esta visita. También allí se dice que sólo permaneció breve tiempo en Jerusalén.
Pero sólo aquí se habla del extraordinario encuentro con el Señor.
¿Por qué habla Pablo de esto? Tiene en cuenta los sentimientos judíos. Que orara en el
templo debe ser una señal de que Pablo, cristiano y todo, reconocía el santuario de Israel y
no tenía la menor intención de profanar el templo, como se le reprochaba. Y precisamente
en este templo había hablado con él el Señor. Se refiere al Señor glorificado. Sin embargo,
en este contexto, «Señor» puede ser el nombre veterotestamentario de Dios en sentido
judío. En esta hora le importa al Apóstol poder atribuir su vocación y misión a la autoridad
de Dios, del Dios ante el que también se inclinan los judíos.
Demasiado bien sabían los judíos qué clase de mensaje de salvación llevaba Pablo a los
gentiles. Conocían, como se dice en 21,28, su postura con respecto a la ley y a la
circuncisión, su contradicción con la doctrina judía de la salvación. En su rígida adhesión a
la tradición les exaspera oír decir a Pablo que su misión le ha sido encargada por Dios. La
lógica y la psicología pueden muy poco para explicar su reacción; cuando interviene el
fanatismo, fracasan la razón y las pruebas, sobre todo en materia religiosa.
¿Habrá que censurar al oficial romano, que hasta aquí se había comportado con lealtad y
corrección, si ahora, en vista de la situación turbulenta, se siente inseguro y se cree
obligado a entablar una penosa investigación, sometiendo para ello a Pablo a la tortura de
la flagelación? Este intento da a Pablo la oportunidad de invocar su derecho de ciudadanía
romana, heredado por su mismo nacimiento. Conforme al sentido de los Hechos de los
apóstoles, importa una vez más hacer patente la intervención protectora del Espíritu y
mostrar a la vez el correcto comportamiento del oficial romano, que tan pronto quedó
aclarada la situación, desistió de la flagelación que había ordenado.
Pablo ante el sanedrín. Una vez había gozado del favor de las autoridades superiores,
cuando con su aprobación y apoyo combatía a la Iglesia e, incluso con cartas de
presentación del sumo sacerdote, había intentado emprender su acción contra los
cristianos de Damasco. Ahora comparece ante este tribunal como detenido y acusado.
Podemos preguntarnos si los datos responden exactamente a la situación jurídica, si el
romano podía ordenar la convocatoria del sanedrín e incluso hallarse presente en las
deliberaciones, o si Pablo podía sin más tomar la palabra. A esto hay que responder que
aquí no se trata de protocolo judicial -y lo mismo se aplica a los relatos posteriores- y que
Lucas se restringe sencillamente a lo que concierne a Pablo. Si podemos suponer que
estaba en Jerusalén en la proximidad del Apóstol, podemos también creer que estaría bien
informado sobre los hechos.
Pablo se confronta con los judíos. Sabe los vínculos que aun en su calidad de cristiano lo
unen con ellos y sobre todo con el grupo de los fariseos. Tales vínculos comunes están
constituidos por la «esperanza» de Israel y por la «resurrección de los muertos». Cierto que
Pablo, debido a su contacto de salvación con Cristo, había dado a estas representaciones
un contenido substancialmente nuevo, pero en el diálogo con el judaísmo puede utilizarlas
como medio de entablarlo, de la misma manera que en el discurso del Areópago se había
situado en el terreno del pensar griego.
Al presentarnos Lucas -de manera gráfica, pero también creíble- el inteligente
comportamiento del Apóstol, ofrece al mismo tiempo un cuadro animado de las tensiones
de
fe interiores al judaísmo, sobre todo entre los fariseos y los saduceos. También por los
Evangelios sabemos que los saduceos negaban la realidad de un mundo espiritual y por
consiguiente también la supervivencia después de la muerte corporal29. Esto lo testimonia
también Flavio Josefo. La negación de un mundo de espíritus creado, va en esta dirección,
aunque no tengamos de ello testimonios extrabíblicos.
Pablo formula la divisa que separa a los dos partidos. Esto basta para que surja una
acalorada discusión entre ellos. Pablo tiene en su favor a los fariseos. Su odio contra los
saduceos es en este momento más fuerte que su aversión contra el Apóstol. Los soldados
lo conducen de nuevo al cuartel. El tribuno vela por su vida. En su carta al procurador Félix
reproduce la impresión que produjo este proceso cuando escribe: «Deseando averiguar la
culpa de que le acusaban, lo hice comparecer ante su sanedrín. Hallé que era acusado por
cuestiones de su ley, pero que no tenía delito alguno digno de muerte o cárcel» (23,28s).
Al invocar Pablo su fariseismo ¿había de hecho querido desde un principio provocar la
desavenencia entre los miembros del sanedrín? Después de todo, lo que le interesaba era
ganarse la benevolencia de los fariseos. Sin embargo, con gran inquietud y preocupación
se llevó consigo a la prisión la impresión de este cuadro perturbador. No sin razón añade
Lucas a este relato el de la aparición nocturna del «Señor». Como promesa de liberación
del peligro judío suenan estas palabras: «¡Animo! Como has dado testimonio de mí en
Jerusalén, es preciso que lo des también en Roma.» Espontáneamente pensamos en
19,21, donde dice Pablo: «Después de estar allí, conviene que yo visite tambien Roma.»
...............
29. Mc 12,18ss; Mt 22,23ss; Lc 20,27. Se trata de la disputa de los saduceos con Jesús, en
la que querían
poner en aprieto a Jesús con el ejemplo supuesto de una mujer que, según la ley del
levirato, había tomado
por esposos sucesivamente a siete hermanos. Su pregunta de a cuál de ellos pertenecerá la
mujer en la
resurrección, es rechazada por Jesús mediante corrección de su falsa idea de Dios y de la
resurrección.
...............
Esta historia muestra cuán desesperada era la situación para Pablo en Jerusalén y qué
odio tan fanático le profesaban los judíos. La situación era efectivamente peligrosa. Los
conjurados, que en la forma más rigurosa de voto se habían empeñado en eliminar a Pablo,
contaban probablemente con que el tribuno conduciría al preso sólo con un pequeño
piquete de guardia ante el sanedrín para una nueva deliberación. Así parece, en efecto,
haberse hecho en el interrogatorio precedente. El hecho de que los conjurados, que
querían dar lugar a una investigación simulada, pudieran iniciar en su plan incluso a altos
jerarcas judíos, muestran el gran peligro en que se hallaba la vida del Apóstol.
Y una vez más se muestra palmariamente la presencia poderosa del Señor que velaba
por su mensajero. Por los Hechos de los apóstoles nos enteramos de la manera tan
concreta como el Señor presta ayuda, utilizando todas las circunstancias y posibilidades.
También aquí lo vemos en la intervención del sobrino, del que, por lo demás, no tenemos
otra noticia. El Espíritu, que dirige los pasos del Apóstol, conduce al muchacho al cuartel.
¿Cómo estaba enterado de la conjuración? Es posible que alguien del sanedrín, alguno del
grupo de los fariseos bien dispuesto con respecto a Pablo, pusiera al corriente a la
hermana de Pablo. De todos modos, huelga seguir preguntando. Cuando Dios quiere, no le
faltan posibilidades.
Una vez más vemos aquí en el comportamiento del tribuno romano el reverso de la
medalla de los judíos. El hecho de que permita al muchacho ver al preso, de que lo reciba
con buenas disposiciones y tome en serio su información, todo esto muestra la objetividad y
benevolencia del funcionario romano. Al mismo tiempo se echa de ver la discreción del
oficial, que manda al muchacho guardar silencio a fin de que no surjan nuevos peligros
para Pablo. Decide aprovecharse de la noche, para, a su abrigo, enviar al preso a un lugar
más seguro.
El tribuno reaccionó con resolución ante la denuncia del joven. Leyendo los libros de
Flavio Josefo, se comprende su comportamiento. La guarnición romana tenía que estar
constantemente alerta contra los movimientos clandestinos de los judíos. Se comprende
también que el tribuno apronte tan gran escolta de soldados para conducir seguro por la
noche al detenido a Cesarea, al distrito de inmediata competencia del procurador. Desde
luego, habría sido para el oficial sumamente desagradable que Pablo, ciudadano romano,
hubiera perdido la vida en una emboscada en Jerusalén o en el camino de Cesarea. Demos
que fuera también simpatía hacia Pablo o antipatía contra los judíos lo que influyó en parte
en su proceder. En todo caso, también aquí interviene la mano de quien desde arriba guia y
vigila los caminos de Pablo.
La carta que el tribuno envía a su superior testimonia la aplicación del funcionario a su
oficio y su solicitud por Pablo. No habrá que tomar a mal al tribuno el que al escribir su
carta describa en su favor los detalles del arresto, presentándolos como si él, desde un
principio, hubiera tratado de proteger al ciudadano romano. En cambio, es importante- y,
una vez más, interesa al objetivo de los Hechos de los apóstoles- el testimonio de la carta,
según el cual Pablo no había cometido nada digno de castigo, debiéndose todo únicamente
a la hostilidad de los judíos, que lo perseguían por cuestiones religiosas internas. Vuelve a
repetirse el juicio del procónsul Galión (18,15), y también el procurador Festo (25,18s)
adoptará el mismo punto de vista. A lo largo de todo el relato asoma la idea de que desde el
punto de vista del derecho romano no había ningún precedente para condenar al Apóstol.
También el procurador Félix, que guarda en custodia en Cesarea, su residencia oficial, al
prisionero que se le había enviado, se comporta lealmente con él y, según 24,23, ordena
expresamente que se le deje «cierta libertad» y le da la posibilidad de ser asistido por sus
amigos.
(_MENSAJE/05-2.Págs. 142-167)
BIBLIA NT HECHOS 24 y 25 y 26 y 27 y 28
MATERIA: EL N. T. Y SU MENSAJE:LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES (17)
·KURZINGER-JOSEF
Los judíos, forzados por la firme actitud de los romanos, tienen que recurrir al
procedimiento judicial. El hecho de que consientan en ir a Cesarea es una prueba de su
decisión de valerse de la sentencia del procurador para condenar a Pablo y apoderarse de
él. Entra en juego la pasión de un fanatismo ciego que no conoce razones. Esto nos hace
pensar en el proceso contra Jesús, en el que no se dejó piedra por mover a fin de inducir al
procurador Pilato a pronunciar sentencia. La situación en Cesarea tiene también semejanza
con el proceso ante Pilato, por cuanto que Pablo comparece ante un procurador que, si
bien querría favorecerle, sin embargo, de la misma manera que Pilato, no mantiene su
convicción con tanta resolución como, por ejemplo, el procónsul Galión en Corinto
(18,18ss). La observación de 24,26, donde se dice que Félix esperaba que Pablo le daría
dinero, y el hecho de haber dado largas durante dos años sin adoptar una decisión clara, y
de que, en el momento de su traslado, «deseando hacer favor a los judíos, Félix dejó a
Pablo en la cárcel» (24,27), no son realmente una recomendación de Félix. Sin embargo, el
que, no obstante todas las presiones de los judíos, no entregara a Pablo, muestra que
tampoco él halló la menor razón jurídica para condescender con los acusadores judíos.
Pablo viene designado como «cabecilla de la secta de los nazarenos». Esto es
indirectamente un testimonio del puesto directivo y prestigioso que ocupaba Pablo en la
Iglesia. La palabra «secta», que en sí es una calificación anodina de un determinado grupo
o partido (5,17; 15,5; 26,5), tiene aquí, a todas luces, un sentido despectivo, lo cual se
confirma todavía por el calificativo de nazarenos que se da también despectivamente a los
cristianos. En el Nuevo Testamento sólo se halla en este pasaje. La acusación de
profanación del templo es presentada intencionadamente por el abogado. En efecto, los
romanos se habían comprometido a reconocer y proteger las disposiciones judías a este
respecto. Los judíos habían hecho detener a Pablo por la policía del templo precisamente
como profanador del templo, y Tértulo presenta hábilmente la cosa, como si el acusado
sólo hubiese sido arrestado por profanación del templo, mientras que habría sido
precisamente el tribuno romano el que les había privado de la posibilidad de juzgar a Pablo
conforme a su derecho. En todo caso, la circunstancia de que querían juzgarlo según su ley
es sólo una variante de la tradición manuscrita que muestra la inseguridad de este aserto.
b) Defensa de Pablo
(Hch/24/10-21).
c) Dilación de la causa
(Hch/24/22-27).
Félix está convencido de que Pablo comparece ante él como víctima del fanatismo judío.
En realidad, podía estar «muy enterado de las cosas relativas al Camino» (24,22). En
efecto, su tercera mujer, Drusila, a la que se refiere el texto, era una princesa judía, hija de
Agripa 1, del que se ha hablado en 12,1ss, y hermana de Agripa I y de Berenice, con los
que nos encontraremos en el capítulo siguiente. No será superfluo hacer notar que Félix
había logrado con la ayuda de un mago que Drusila, que estaba casada con el rey de
Emesa Azizo, perdiera el afecto a su esposo y se le entregara a él. Se comprende que,
como dice el relato, Félix quedara «atemorizado» cuando Pablo les habló a él y a Drusila
«de la justicia, de la continencia y del juicio venidero», al tratar de la fe en Jesucristo. Las
personas que se hallan en tal situación esquivan serios planteamientos y discusiones. Su
propia vida está demasiado en contradicción con lo que les podría decir el testimonio del
predicador, como también la voz de la conciencia agitada en lo más hondo de su ser. En
todo caso hay que anotar en el haber de Drusila que no se vengara de Pablo y exigiera su
muerte como otrora la mujer ilegal de Herodes Antipas 30. Cierto que una forma más tardía
del texto intentó hacer a Drusila responsable de que Félix, en el momento de abandonar el
cargo, dejara a Pablo en la cárcel, entregándolo así a una suerte incierta.
...............
30. Cf. Mc 6,14ss; Mt 14,1ss; Lc 3,19s.
____________________________
El proceso contra Pablo avanza cada vez más hacia su desenlace. Festo parece estar
resuelto a liquidar rápidamente el caso. Poco es lo que sabemos de Festo. Se le presenta
como un funcionario consciente de su deber, imparcial y que piensa con objetividad, y
como
tal aparece también en nuestro relato. Cuando con motivo de la toma de posesión de su
cargo hizo una visita a Jerusalén, los jerarcas judíos, principalmente los «sumos
sacerdotes» saduceos, inmediatamente lo apremiaron con la petición de que enviase de
nuevo a Pablo a Jerusalén, lo cual prueba una vez más que el odio contra el prisionero no
se había mitigado ni siquiera al cabo de «un bienio» de arresto preventivo (24,17).
Festo no satisface su deseo. ¿Estaba al corriente de la situación, conocía la intención de
los judíos? ¿O más bien se explica esto por la corrección del juez, que quería primero
determinar las competencias respecto al caso e informarse con exactitud? Esto parece más
obvio (cf. 25,16). Festo promete que pronto se reanudará la vista. Por el momento deja
todavía en suspenso la cuestión de la culpabilidad y la sentencia. Y una vez más se dirigen
los acusadores judíos a Cesarea, y de nuevo se halla el Apóstol en medio de sus «muchas
acusaciones graves» ante el tribunal del representante del Estado romano.
¿Qué acusaciones eran éstas? No aportaban nada nuevo. Serían los mismos reproches
que conocemos ya por las sesiones anteriores. Tampoco para el procurador eran
precisamente nuevas. Su «consejo», al que se alude en el v. 12, le habría expuesto el caso
a base de las actas y de las investigaciones anteriores ya antes de iniciarse la vista en el
tribunal. También de la réplica del acusado se puede concluir que se trataba de los cargos
que tenemos ya bien conocidos. En el fondo, todos estos cargos no eran sino un pretexto
para su odio irreconciliable contra aquel que una vez había sido de los suyos y ahora
arrastraba a las gentes como mensajero de salvación de aquel al que ellos habían
crucificado. En el procedimiento contra Pablo vemos que pesan los mismos motivos que
una vez en el proceso contra Jesús.
Pablo sabe que los argumentos pueden muy poco contra ese odio cargado de pasión. Da
la sensación de que con su réplica formulada en términos concisos sólo quiere cumplir con
la formalidad del procedimiento judicial. Para los lectores romanos de los Hechos de los
apóstoles, y sobre todo para Teófilo, a quien estaba dedicado el escrito (Lc 1,3; Act l,1),
tenía sin duda especial significación que Pablo pudiera declarar sin ser contradicho: «Ni
contra la ley de los judíos, ni contra el templo, ni contra el César he cometido falta alguna.»
En estos tres puntos está compendiado todo lo que podía entrar en consideración. Si -como
querríamos volver a preguntarnos- se pudiera admitir que el libro se escribió cuando
todavía estaba en curso el juicio de instrucción y con la intención de favorecer a Pablo que
se hallaba en prisión, una frase como ésta tendría un efecto muy especial.
¿Qué actitud adopta el procurador? Sorprende su oferta de que el proceso vuelva a ser
trasladado a Jerusalén para que se investigue allí nuevamente la causa, aunque bajo su
presidencia. ¿Cuál pudo ser el motivo del romano? «Quería congraciarse con los judíos»,
como dice el relato. Algunas líneas más abajo dice el mismo procurador a Agripa (25,18s):
«Por cierto que, presentados los acusadores, no adujeron cargo alguno de los delitos que
yo sospechaba. Pero tenían contra él ciertas cuestiones de su propia religión y acerca de
un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo asegura que vive. Perplejo yo sobre el
esclarecimiento de estas cosas, le pregunté si quería ir a Jerusalén para ser allí juzgado de
ello.» Con razón podemos preguntarnos hasta qué punto creía Festo poder esclarecer
mejor el asunto en Jerusalén. No cabe duda de que aquí entra en juego cierta diferencia
con los judíos.
Pablo presiente el peligro. Pensaría en el desenlace del proceso contra Jesús, aunque
entonces se había encontrado él todavía del lado de los judíos. En realidad es muy
significativo que precisamente Lucas mostrara a ojos vistas en su Evangelio cómo el
procurador Pilato, no obstante sus buenas disposiciones iniciales para con Jesús y no
obstante la convicción de su inocencia, había acabado por condescender. «Por fin, Pilato
decretó que se ejecutara lo que ellos pedían. Puso, pues, en libertad al que ellos
reclamaban, al que había sido encarcelado por motín y homicidio, y a Jesús lo entregó al
arbitrio de ellos» (Lc 23,24s).
Pablo es ciudadano romano. Acaba de una vez con las reflexiones del procurador.
Interpone apelación al tribunal imperial de Roma. De él quiere oír su sentencia. Una vez
más se había dirigido personalmente al procurador, rechazando todos los cargos
formulados por los judíos. Sus palabras son emocionantes. No quiere sustraerse al castigo
de la justicia. Y parece sonar como una crítica del procurador cuando dice: «Pero si nada
hay de lo que éstos me acusan, nadie puede entregarme a ellos. Apelo al César.» Palabras
resueltas y tajantes. Para un juez vacilante, que ha venido a sentirse inseguro, queda fijada
la decisión. Los consejeros jurídicos aprueban la apelación. Este Pablo lucha por su
derecho. Una vez más -ya lo hemos dicho antes- no se trata de su asunto privado, sino de
su posición de apóstol, de testigo de Cristo, de representante de la Iglesia.
El viaje del Apóstol a Roma está decidido. Difícilmente podemos hacernos cargo de lo
que esto significaba para Pablo. Irá a Roma en calidad de prisionero, muy diferentemente
de como él pensaba cuando escribía la carta a los Romanos. En ella decía: «Pero ahora,
no teniendo ya campo de acción en estas regiones y teniendo, además, desde hace
muchos años, vivos deseos de llegar hasta vosotros, espero veros a mi paso, cuando
emprenda mi viaje a Hispania, y ser encaminado por vosotros allá, después de haber
disfrutado un poco de vuestra compañía» (Rom 15,23s) ¿Qué pensaba Lucas cuando
consignaba en su libro la apelación al emperador? ¿Estaba Pablo en aquella hora en
Roma, todavía en prisión preventiva, esperando aún el éxito de la apelación? Una vez más
se nos presenta la cuestión de la fecha de composición de los Hechos de los apóstoles. Y
todavía se nos seguirá presentando.
......................
Una nueva escena del drama. Entra un nuevo personaje. No sin especial intención lo
presenta Lucas como testigo en favor del Apóstol. Agripa II, hijo de Herodes Agripa I
(muerto hacia el año 44 d.C.), biznieto de Herodes el Grande, después de haber sido
educado en Roma, el año 50 había sido nombrado, por el emperador Claudio, rey de
Cálcide y administrador y protector del templo; gozó también del favor de otros
emperadores y no en último término de Nerón, que el año 61 d.C. le confió también el
gobierno de buena parte de Galilea y de Perea. Así pues, el juicio de este hombre,
influyente en Roma, tenía un interés muy comprensible para los Hechos de los apóstoles y
para su valor de prueba. Lucas, que difícilmente ignoraría los detalles de la situación,
menciona nominalmente a Berenice, pero con gran tacto -y probablemente también tras
prudente reflexión- silencia la circunstancia de ser Berenice hermana carnal de Agripa, que
después de los dos primeros matrimonios de éste había venido a ser su querida y, aun sin
esto, hacía ya hablar por la vida libre que llevaba. Drusila, de la que se ha hablado en
24,24, era hermana de Berenice. Nos causa una impresión extraña ver cómo el Apóstol
prisionero estaba a la merced de personas de sentimientos puramente de tejas abajo y
dependía de su juicio. Aquí se enfrentan dos concepciones de la vida. Lo que escribía
Pablo en lCor 2,14 pudo venirle a la memoria al encontrarse con sus jueces: «EI hombre
psíquico no capta las cosas del Espíritu de Dios, porque son para él necedad, y no puede
conocerlas, porque sólo pueden ser examinadas con criterios del Espíritu.»
Pocas cosas hay que decir sobre el informe que el procurador Festo da sobre Pablo al
rey Agripa. La forma elegante del informe se debe sin duda a la pluma de Lucas. Como en
la carta del tribuno Lisias al procurador Félix (23,26ss), también aquí se refieren los hechos
de manera favorable para el relator. Sin embargo, el testimonio de Festo en conjunto es
una nueva aportación tocante al enjuiciamiento de Pablo por los romanos, que se expresa
sobre todo en esta frase: «Por cierto que, presentados los acusadores, no adujeron cargo
alguno de los delitos que yo sospechaba. Pero tenían contra él ciertas cuestiones de su
propia religión y acerca de un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo asegura que vive.» Una
vez más vuelve, pues, a testimoniarse que Pablo no había infringido en modo alguno el
derecho romano, sino que era víctima de meras disputas religiosas y del odio de los
judíos.
Una extraña cuestión se cierne sobre esta escena. El procurador romano, la curiosa
pareja de hermanos, Agripa y Berenice, rodeados por el gran aparato de oficiales y
funcionarios, con ostentación de fasto y aires de protección, y frente a ellos el prisionero
encadenado, al que miran con curiosidad y avidez de sensación, quizá también con ese
sentimiento de recelo y aversión con que personas de esa clase abordan al mensajero y
testigo de un mundo que les es inaccesible.
Involuntariamente se piensa en que ya en otra ocasión otro apóstol había comparecido
en la misma Cesarea frente a una sociedad selecta. El centurión romano Cornelio había,
como se nos refiere en 10,24ss, invitado a sus parientes y amigos íntimos y aguardaba a
Pedro «para escuchar todo lo que le haya sido ordenado por el Señor». Dos escenas
extrañamente paralelas. Cada vez, gentes que aguardan, cada vez un apóstol en el que
están puestos los ojos de todos. Y sin embargo, ¡qué diferencia! Diferencia en el motivo y
en el estado de ánimo. Cierto que en lo más hondo todos están impulsados por una
inseguridad que busca algo. Sólo que los unos se abren con una buena voluntad ansiosa
de salvación, mientras que los otros se enfrentan, con un interés escéptico, aunque
benévolo, al mensajero de un mundo diferente. ¡Qué impresión tan distinta causa la figura
de un Cornelio al lado de la de un Agripa y una Berenice!
Y una vez más, en el informe previo que el procurador ofrece a Agripa y a los demás
huéspedes, volvemos a oír esta declaración: «Yo no he descubierto que haya cometido
nada digno de muerte.» Con estas palabras, que están en consonancia con las
declaraciones de los funcionarios romanos, se indicó a la asamblea la dirección, que se
manifiesta con toda claridad, una vez terminado el discurso del Apóstol.
La pieza oratoria que tenemos ante los ojos tiene gran importancia en diferentes
respectos. No debemos pasar por alto las características de la exposición lucana. Esto, sin
embargo, no nos impide suponer que Lucas tuviera la posibilidad de procurarse una
información segura sobre el encuentro del Apóstol con Agripa y sobre los detalles de tal
encuentro, a no ser que se quiera suponer que él mismo participó en el hecho como testigo
presencial. En 24,23 se ha dicho, en efecto, que Pablo gozaba en la prisión de cierta
libertad y que los suyos tenían la posibilidad de prestarle servicios. No debemos olvidar que
el relato entronca con la sección, que a partir de 20,5 se desarrolla en primera persona del
plural y de la cual dijimos que permite rastrear a Lucas como garante.
Por tercera vez se ofrece en este discurso al lector la historia de Pablo. Tres veces se
muestra en forma que se graba y se retiene fácilmente el itinerario y la imagen del hombre
que cual ninguno había dado el testimonio de la salvación y desempeñado el encargo del
que lo había llamado. También esta vez parece natural confrontar los tres relatos (9,1ss;
22,1ss; 26,4ss). Las diferencias de detalle no crearán especiales dificultades. Una vez más
se acusa la libertad de exposición del autor. Se puede comprobar también en otras piezas.
Este modo de proceder nos sugiere que no debemos preguntar con excesiva meticulosidad
por lo histórico. Lo que importa es el testimonio kerygmático tanto en los Evangelios como
en los Hechos de los apóstoles. Pero al mismo tiempo estamos convencidos de que en
dicho testimonio interviene por lo regular lo histórico. Quien se tome tiempo para hacer la
comparación, volverá a percibir, también en el discurso ante Agripa, numerosas
resonancias de las cartas de Pablo. Léase, por ejemplo, la declaración del Apóstol en la
carta a los Gálatas (1,13-24).
También aquí se notifica, ante todo, la vinculación de Pablo con el judaísmo.
Deliberadamente habla de cómo su vida se desarrolló «entre mi gente» y de cómo había
vivido «como fariseo según la secta más estrecha de nuestra religión». Y una vez más
también, como en su discurso ante el sanedrín (23,6) profesa la «esperanza de la promesa
hecha por Dios a nuestros padres». En ello se sabe ligado, juntamente con el rey Agripa,
con el pueblo de las «doce tribus». Pablo se dirige a quienes abrigan una expectativa y una
esperanza que estaba viva en vastos círculos del judaísmo, en los fariseos como en los
esenios. Sobre estos últimos hablan claramente los volúmenes de la Escritura descubiertos
en las cuevas de Qumrán. Que efectivamente se oraba noche y día, salta a la vista por la
regla de la orden de esta comunidad. De Ana la profetisa se dice en Lc 2,37 que «no se
apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones».
¿Podía Pablo remitirse realmente a esta expectativa de la salvación por parte de los
judíos? ¿Podía decir: «Por razón de esta esperanza soy acusado de los judíos, oh rey»?
¿O hay que suponer que Lucas, en la redacción del discurso, no se daba cuenta de la
diferencia entre la esperanza final de los judíos y la de los cristianos? Si supusiéramos
esto, estaríamos en contradicción con el resto del testimonio de los escritos lucanos. Lucas
sabía que la esperanza de Israel se cumplía en Cristo Jesús y que la comunidad de este
Cristo, precisamente por razón de este cumplimiento, miraba a la consumación de la
salvación con otros pensamientos y otras esperanzas. Pablo podía apropiarse los
conceptos judíos de la salvación en la nueva interpretación hecha posible por la salvación
revelada en Cristo. Así piensa finalmente en la resurrección de Jesús cuando hace esta
pregunta: «¿Acaso os parece increíble que Dios resucite a los muertos?»
Se comprende que en esta mirada retrospectiva a su vida recordara Pablo especialmente
aquel inolvidable encuentro con Cristo ante Damasco. Este caso ocupó también un puesto
especial en su discurso ante el pueblo judío (22,6ss). Aquí volvemos a oír de aquella
extraña aparición luminosa, descrita aquí todavía con más fuerza, y que de nuevo forma el
núcleo del relato el diálogo entre el Señor que se manifestaba en aquella luz y su
perseguidor. «Duro es para ti dar coces contra el aguijón.» En la literatura clásica, tanto de
los griegos como de los latinos, se halla esta imagen empleada en un proverbio muy
propagado. ¿La añadió Lucas por su cuenta al relato? ¿O es que Pablo oyó realmente
estas palabras en aquella hora? Aquí hay un sentido profundo. Como el animal de tiro
enganchado al carro o al arado siente el palo puntiagudo del que lo guía cuando se opone
a su voluntad, lo mismo sucede al hombre que se enfrenta con la voluntad del que lo llama.
¿Quiere esto decir que Pablo había sentido ya antes esta llamada y le había cerrado los
oídos? Las palabras se refieren al llamamiento, a la vocación que desde Damasco pesa
sobre Pablo y a la que en adelante no podrá ya sustraerse.
Con especial énfasis se añade a la palabra de la vocación la de la misión: «Porque para
esto me he aparecido a ti, para constituirte servidor y testigo de lo que acabas de ver y de
lo que aún te mostraré. Yo te libraré de tu pueblo y de las naciones a las cuales te voy a
enviar.» ¿A qué se refiere esto? ¿Qué ha «visto» Pablo? Léase lCor 15,8, con el testimonio
de la aparición del Resucitado que fue otorgada al Apóstol «como al último de todos».
Nótese en aquel pasaje cuán estrechamente está conectada esta aparición con el resto de
las aspiraciones pascuales. Que Pablo fue constituido «servidor y testigo», lo reconoce
quienquiera que lee con atención las cartas del Apóstol. En el mensaje de la resurrección
se apoya todo el servicio de Pablo, «siervo de Jesucristo, por llamamiento divino, elegido
para el Evangelio de Dios» (Rom 1,1). Este Resucitado no se alejará ya de él, sino que
constantemente se mostrará en esa misteriosa comunión con Cristo, de la que nos dan
impresionante testimonio las cartas del Apóstol.
Conmueve ver que Pablo, que comparece como cautivo ante el rey Agripa, puede
proclamar la promesa del Resucitado: «Yo te libraré de tu pueblo y de las naciones a las
cuales te voy a enviar.» Los Hechos de los apóstoles habían procurado hasta ahora
mostrar esta proximidad eficaz del Señor, y al testimoniarla ahora mediante la palabra del
Apóstol cautivo, quieren, conforme a su intención, inspirar también seguridad tocante a su
destino ulterior.
Pablo se sabe sometido a la orden divina, y en obediencia a esta orden ha seguido hasta
ahora su camino, como lo atestigua solemnemente al «rey Agripa». Damasco se halla al
comienzo de este camino, le sigue Jerusalén y el amplio ámbito que ha recorrido el
Apóstol.
Si bien Pablo no había desplegado largo tiempo la actividad misionera en Jerusalén, sin
embargo los Hechos tienen interés en nombrar esta ciudad, donde, según 1,8, habían de
comenzar a dar testimonio los apóstoles. Pablo está convencido de la importancia de
Jerusalén para su obra misionera, como lo atestigua también en la carta a los Romanos
(15,19): «De modo que yo, partiendo de Jerusalén y en todas direcciones hasta Iliria, he
dado a conocer plenamente el Evangelio de Cristo.» Podríamos preguntarnos por qué
Lucas, precisamente en este discurso, hace que Pablo hable con tanta solemnidad y
énfasis de su vocación y misión. No cabe duda de que las palabras de Pablo cuadran a la
situación, y él tenía buenas razones para hablar así ante el auditorio descrito. No sólo
quería justificar su actividad personal, sino también hablar como mensajero del Evangelio.
Pero además de esto, es de suponer que Lucas, en esta última gran escena en que hace
hablar a Pablo, quiere poner todavía ante los ojos, en una visión de conjunto, el camino y la
obra del Apóstol, a fin de hacer presente al lector la integridad e intangibilidad de su
persona y de su acción. Aquí no se pueden separar el relato histórico y la intención
teológica.
Muchas veces, como lo hemos visto anteriormente, no deja Lucas acabar su discurso al
que habla (6,54ss; 10,44; 17,32; 22,22). Esta vez, el procurador corta la palabra a Pablo.
¿Cómo podía un hombre indiferente, anclado en las cosas terrenas, acomodarse a lo que
Pablo iba diciendo de la promesa de los profetas, la pasión del Mesías y la resurrección de
los muertos? Su interrupción no ha de estimarse despectiva. Más bien constituye una ironía
condescendiente, semejante a la de que es objeto por parte de un liberal escéptico el que
profesa una fe trascendente. La interrupción de Festo recuerda la escéptica pregunta de
Pilato en el proceso de Jesús: «¿Qué es la verdad?»
Pablo no pierde la serenidad. Llama al rey como testigo. El comienzo del cristianismo no
está envuelto en nebulosidades míticas. Ya Pedro podía decir en su discurso ante el
centurión romano, Cornelio: «Vosotros conocéis lo que ha venido a ser un acontecimiento
en toda Judea, a partir de Galilea...» (10,37). Así también Pablo da por supuesto que Agripa
está al corriente de las cosas relativas a la acción de Jesús y a su muerte. Desde un
principio fue el caso de Cristo una cosa que en gran parte se desarrolla, de manera
comprobable, a plena luz pública. La fe en el misterio de la salvación no tiene por qué
renunciar al testimonio de la historia, aunque la razón intrínseca del objeto de la fe no se
pueda establecer con el argumento de lo histórico.
«¿Crees, oh rey Agripa, en los profetas?» Una vez más indica el Apóstol cuán enraizado
está el Evangelio en la revelación veterotestamentaria. ¿Se debe a una reacción
espontánea la respuesta que da Agripa al Apóstol? ¿O se trata más bien de la perplejidad
del que se ha visto herido interiormente y se salva con una ironía? Es un cuadro
impresionante el de este Pablo encadenado delante de una sociedad distinguida. Como un
profeta, está en pie frente a los «hijos del mundo» y, en medio de su impotencia exterior,
hace propaganda como testigo en favor de aquel que ha venido a ser el comienzo y la meta
de su vida. Esto nos trae a la memoria las palabras de 2Tim 2,9: «Por él soporto el
sufrimiento, incluso el de las cadenas, como si fuera un malhechor. Pero la palabra de Dios
no está encadenada.»
Lucas refiere con especial interés la impresión que hizo el discurso del Apóstol en sus
oyentes. «Nada digno de muerte o de cárcel ha hecho este hombre», se dicen entre sí, y el
juicio del rey Agripa lo confirma: «Podía ser puesto en libertad este hombre, si no hubiese
apelado al Cesar.» Estas palabras se pueden añadir a todas las aserciones anteriores
formuladas por los representantes de la administración romana sobre la situación jurídica
del Apóstol. Representan claramente un punto culminante en la serie de los testigos. Y una
vez más se ve uno forzado a preguntar si este testimonio acumulado de los Hechos de los
apóstoles no fue consignado por escrito cuando Pablo estaba todavía en prisión y tenía
necesidad de tales deposiciones, o si se escribió -como supone la opinión más extendida-
cuando hacía ya tiempo que había muerto el Apóstol.
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b) Tempestad en el mar
(Hch/27/09-26).
c) Naufragio y salvación
(Hch/27/27-44).
d) Invernada en Malta
(Hch/28/01-10).
Pablo, que ha escapado del naufragio, vuelve a experimentar el poder que lo protege.
«Yo te libraré», le había dicho en 26,17 el Señor que lo llamó y lo envió. Malta no es sólo
un lugar de refugio durante el invierno, sino también una ocasión en la que se manifiesta
visiblemente el Espíritu del Señor, que actúa en Pablo. La víbora que él se sacude sin más
de la mano viene a ser un símbolo de la fuerza protectora que está con él. Los nativos de la
isla, que conocían por experiencia el veneno de la víbora, son testigos de este hecho para
ellos incomprensible. Como los habitantes de Listra, según 14,11ss, querían venerar a
Pablo y a Bernabé como dioses cuando vieron caminar al paralítico, también a las gentes
de Malta les asalta la idea de que Pablo sólo por ser un dios había podido salir inmune de
la picadura del reptil. ¿Nos reiremos de ellos? Sus representaciones son ingenuas; sin
embargo con su presentimiento dieron con una pista más exacta que el pensar puramente
naturalista, al que está vedado el conocimiento del misterio. Una nueva oportunidad se
ofrece al Apóstol para mostrar su poder carismático. El padre del hospitalario Publio sana
bajo la mano de Pablo que ora por él. Las manos que curan son desde los días de Jesús
un signo especial de sus mensajeros y testigos. «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo,
que sobre vosotros vendrá» (1,8), había dicho el Resucitado. Los Hechos de los apóstoles
dan constante testimonio del cumplimiento de esta promesa.
Las curaciones de Malta son el último relato de esta índole en nuestro libro. Sin embargo,
el poder carismático de curar pertenece a la acción continuada de la Iglesia. Las gentes de
Malta que, agradecidas, colman de honores y de presentes a Pablo y a sus acompañantes,
son una imagen de hasta qué punto son sensibles los hombres cuando ven que los
ministros del Evangelio se interesan también por su cuidados e intereses corporales y
saben hacer uso del don de curación que les otorga el Espíritu.
Una vez más nuestro narrador se revela familiarizado con la navegación. Una vez más se
expresa en sus líneas el recuerdo personal. En la proa de la nave alejandrina ve a los
patronos de la navegación en la antigüedad, Cástor y Pólux. Tras estas imágenes de la
creencia de aquel tiempo en los dioses, se halla el prisionero, Pablo. Lleva en el corazón un
mensaje que querría liberar a los hombres de sus oscuros barruntos y cuidados, para
mostrarles el camino de la verdadera salvación. En Putéolos (Pozzuoli) termina la travesía.
La ciudad era entonces el puerto propiamente dicho de Roma. Pablo, gracias a la
benevolencia del oficial que lo acompañaba, puede pasar una semana entera con los
cristianos de la ciudad. ¿De dónde procedía aquella comunidad? Probablemente había
surgido en conexión con Roma. Antes hicimos ya notar que en fecha temprana se había
formado ya una comunidad cristiana en Roma. La carta a los Romanos celebra su prestigio
y su ejemplaridad.
A Roma se hace el camino por tierra. ¡Excursión memorable! Fue hacia el año 61 de
nuestra era. ¿Fue Pablo el primer Apóstol que hizo aquel recorrido? ¿O siguió aquel camino
otro antes de él, Pedro? Como ya lo observamos acerca de Act 12,17, no podemos negar
absolutamente tal posibilidad. Desde luego, no es posible señalar el año ni el motivo de tal
viaje, a menos que en 12,17 haya una indicación deliberadamente velada. Los cristianos de
Roma fueron informados desde Putéolos de la llegada de Pablo. Buenos amigos y
conocidos lo aguardaban. Pensamos en los hombres y mujeres a los que Pablo saluda con
tanta gratitud y veneración en Rom 16 (33).
«Al verlos Pablo, dio gracias a Dios y cobró aliento.» ¿Qué nos dice esta frase? Hasta
Pablo necesitaba que le levantaran los ánimos personas fieles, de sus mismos
sentimientos. En el viaje tempestuoso y el naufragio había él ofrecido consuelo y apoyo a
personas atemorizadas y desesperadas. Sin embargo, también él era hombre, y como tal
tenía que pasar por pruebas interiores y exteriores. Sus cartas dan testimonio de ello. Y
sería conveniente que no nos contentáramos con explotar estas cartas teológicamente, sino
que prestáramos también atención a los sentimientos y expresiones de un hombre que
siente dolor y gozo, desaliento y esperanza.
Más de dos años había estado Pablo detenido en Cesarea; tenía tras sí una travesía
agotadora. Ahora se dirigía a Roma. El camino por el que tanto había suspirado según Rom
1,10, lo recorría ahora como prisionero. Se comprende que la llegada de los «hermanos» le
conmoviera en lo más hondo. A todos nos sucede tener que contar con verdaderos amigos
en las tribulaciones de la vida, y con el «hermano» o la «hermana» que nos acompañen en
la soledad y el abandono. Algo del verdadero mensaje del reino de Dios viene a ser
actualidad, si el hombre se cuida del hombre con verdadera comunión. Con razón mencionó
Lucas las dos etapas en que los cristianos romanos salieron al encuentro de Pablo. El Foro
Apio y Tres Tabernas: los dos nombres nos evocan a la vez la realidad histórica de este
camino de Putéolos a Roma. Para los lectores romanos tendrían una resonancia especial
aquellos nombres que les eran familiares.
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33. Que este capitulo formara en un principio parte de la carta a los Romanos se pone en
duda por serias
razones. Sin embargo, no es posible zanjar la cuestión con seguridad.
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/Hch/LIBRO:
La lectura de los Hechos en la liturgia eucarística del tiempo pascual se remonta, al
menos, al siglo IV. Los Hechos no sólo guiaron y animaron la vida de los primeros
cristianos,
sino que en todas las épocas han alimentado el ideal de los que reconocían en la primera
comunidad cristiana el modelo de la "vida apostólica".
El libro está dividido en dos partes fácilmente reconocibles. La primera (caps. 1 a 15.35)
se presenta como un conjunto de elementos yuxtapuesto; la coloración es semítica, y el
pensamiento pretendidamente arcaizante. La segunda (caps. 15, 36 a 28) está mejor
organizada. El libro está compuesto de los recuerdos que las Iglesias conservaban
celosamente de su fundación y de los primeros elementos de su historia, así como de
recuerdos personales del autor.
El autor es un historiador creyente. No se contenta con informar de los hechos, sino que
los relee a la luz de su fe. Para él, la historia de la humanidad es una historia de salvación:
la historia de las diferentes etapas de la alianza establecida entre Dios y los hombres. El
Antiguo Testamento es la primera etapa, la de la promesa. La encarnación de Jesús
inaugura el tiempo de la realización, cuyo punto culminante es la Resurrección.
Finalmente, y dado que la promesa hecha a Abraham concierne a todas las naciones,
sólo se realizará plenamente cuando Dios haya remitido todas las cosas a Cristo. La Iglesia
abre así un espacio y un tiempo en que la historia de la salvación continúa, pero desde el
primer día de su historia la Palabra es anunciada a todos los pueblos (2, 9-11). En este
contexto, no es extraño que la apertura a los gentiles (cap. 15) constituya el tema principal
de la obra, ni que esta etapa concluya con la llegada de Pablo a Roma.
La historia de la salvación es obra del Espíritu, y Lucas lo había subrayado ya en su
evangelio. Concebido por obra del Espíritu, Jesús era el único que podía actuar con el
poder del Espíritu. Al describir el dinamismo de la Iglesia, los Hechos dan testimonio, a su
vez, de la fuerza del Soplo de Dios.
Así pues, la lectura de los Hechos, particularmente en el tiempo de Pascua, nos propone
una verdadera teología de la Iglesia. Se trata menos de asombrarse ante los milagros, o de
seguir el rastro de los apóstoles, que de percibir por todas partes la obra del Espíritu. El es
el protagonista de la Iglesia. El, que resucitó a Jesús devolviendo la vida a su cuerpo,
continúa ahora "suscitando" a la Iglesia por medio de la palabra y los hechos de los
apóstoles. Y ésta es una lección para nosotros. No es posible leer los Hechos sin sentirse
incitado a trabajar fielmente por una Iglesia cada vez más joven.
(_DIOS-CADA-DIA/1.Pág. 116)
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Hch/07/17-43
En esta segunda parte del discurso de Esteban ante el sanedrín aparece la figura de
Moisés con las tres características mesiánicas que le definen como el mayor de los
profetas, el caudillo de la libertad de Israel y el mediador entre Dios y el pueblo. Así, la
primitiva comunidad cristiana consideró muy pronto a Moisés como imagen y figura de
Cristo Jesús.
De esta teología se hace eco el presente discurso de Esteban, sobre todo en tres
pasajes, donde se percibe con más claridad esta comparación entre Moisés y Jesús. En
primer lugar, el v 25, donde el autor nos da una nota personal sobre la incomprensión de
Moisés por sus hermanos de raza: «Esperaba que sus hermanos comprendieran que Dios
los iba a salvar por su medio, pero no lo comprendieron». Más adelante, en el v 36,
Esteban comenta nuevamente la misión de Moisés y el rechazo por parte del pueblo: «A
aquel mismo Moisés a quien habían rechazado diciéndole: ¿Quién te ha nombrado jefe y
juez nuestro?, lo envió Dios como jefe y liberador». Se ve aquí una gran semejanza con el
segundo discurso de Pedro, donde éste habla de Jesús en los términos siguientes:
«Rechazasteis al Santo, al Justo..., disteis muerte al autor de la vida» (3,14-15).
Finalmente, en el v 37 Esteban todavía dice a los judíos: «Fue Moisés quien dijo a los hijos
de Israel: Dios suscitará entre vuestros hermanos un profeta como yo». También el
segundo discurso de Pedro al pueblo alude a este texto de Dt 18,15.19, lo aplica a Jesús y
prolonga la cita con las significativas palabras: «Escucharéis todo lo que os diga, y quien
no escuche al profeta será excluido del pueblo» (3,23).
Según la interpretación cristiana de este texto, el mismo Moisés habría predicho la venida
de un profeta futuro, Jesús, al que sería preciso escuchar. Pero aunque Moisés gozó de
una comunicación excepcional con Dios, que le hablaba cara a cara, el pueblo no le
obedecía y quería renunciar a la salvación del éxodo porque su corazón estaba en Egipto.
Este rechazo de la salvación pascual es también una figura de lo que pasó con Jesús de
Nazaret, constituido Hijo de Dios por su resurrección: «Vosotros rechazasteis al Santo, al
Justo», «disteis muerte al autor de la vida».
(·COLOMER-O._BI-DIA-DIA.Pág. 186 s.)
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Hch/10/01-33
Este pasaje abre la última sección de los Hechos la del anuncio del evangelio hasta los
«confines de la tierra» (1,8). Tras habernos contado la vocación de Pablo, «instrumento
elegido por mí para darme a conocer a los paganos» (9,15), y su incorporación a la Iglesia,
Lucas inicia formalmente la historia de la misión a los gentiles. Pero para Lucas, quien la
inaugura oficialmente es Pedro, no Pablo.
La perícopa consta de tres episodios: la visión de Cornelio en Cesarea (1-8), la visión de
Pedro en Jope (9-23) y la ida de Pedro a casa de Cornelio en Cesarea (24-33). Su tema
central es la inauguración de la misión a los gentiles, que sólo se explicita del todo en los
párrafos de la lectura siguiente. Aun cuando parece que hay razones convincentes para
pensar que la historia de Cornelio forma parte de la tradición recibida por Lucas, la
exégesis actual se inclina a ver en este relato arreglos redaccionales de largo alcance. Por
eso, más que la cáscara narrativa, lo que interesa es llegar al meollo.
Es necesario, pues, captar las verdaderas intenciones de fondo. El motivo principal es
legitimar la ruptura con el molde y las prácticas judías como única mediación
religioso-cultural válida para vivir la fe cristiana. Es importante resaltar otros rasgos: el
papel que desempeña Pedro, el primero de los Doce, en este paso trascendental y el
protagonismo de Dios en esta opción misionera, dato que se refleja en el aspecto
maravilloso de los relatos. La invitación de la visión divina constituye al principio un
escándalo para Pedro, que nunca ha «comido nada manchado e impuro» (14), no obstante,
Pedro se pone en camino, y sólo al llegar a la meta comprenderá el nuevo signo de los
tiempos.
Hay aquí una lección misionera que nunca perderá su validez para la Iglesia a través del
tiempo y del espacio. Sobre todo es importante ponerla de relieve cuando la Iglesia se
encuentra en una de las encrucijadas culturales más profundas de su historia. La fe y la
Iglesia únicamente llegan a nosotros a través de una mediación cultural. Sin embargo, fe y
cultura son dos dimensiones muy diferentes, y la tendencia a confundirlas está muy lejos de
ser una tentación imaginaria. Aun cuando a través de ella alcancemos de alguna manera la
fe y el mensaje revelado, lo que llamamos teología cristiana, moral cristiana, espiritualidad
cristiana, las estructuras ministeriales o sacramentales de la Iglesia en momentos concretos
de tiempo y de espacio tienen una carga de contenidos culturales que va más allá de lo que
se piensa. Como en los inicios del cristianismo, las mixtificaciones en este terreno pueden
llegar a ser un grave estorbo para la misión. Como entonces, los nuevos signos de los
tiempos que invitan a anunciar el evangelio desde nuevos espacios culturales pueden
resultar para los dirigentes de la Iglesia una provocación escandalosa. Y, de ley ordinaria,
como entonces, sólo se hace luz cuando se camina hacia las nuevas metas.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 192 ss.)
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Hch/17/01-18
El fragmento de Hch 17,1-18 nos presenta tres nuevas etapas del segundo viaje
misionero de Pablo: Tesalónica (1-9), Berea (10-15) y Atenas (16-18). Tanto en Tesalónica
(1-4) como en Berea (10-12) y en Atenas (17), Pablo parece seguir la misma táctica
aconsejada por la pedagogía de la misión, la teología de la fe y la dialéctica de los hechos:
primero se dirige a los judíos y a las sinagogas, y solamente después a los paganos que a
menudo son más numerosos en sus comunidades. Es la táctica acostumbrada que
encontramos documentada y acaso estandardizada por todas partes de los Hechos: en
Antioquía de Pisidia (13,46-49), en Corinto (18,6-7), en Efeso (19,8-10)...
La persecución acompaña a Pablo en casi todos los lugares de misión: antes en Filipos
(16,19-24), ahora en Tesalónica (5-9) y Berea (13-15). Aun cuando parecen protagonizarla
las turbas paganas, Lucas ve tras ellas, como principales instigadores, a los envidiosos
judíos (5.13). En Atenas, Pablo toma conciencia dramáticamente de que se halla en el
corazón del mundo pagano (16), y todo preanuncia ya su programático discurso del
Areópago.
Por más que sea un rasgo normal del libro de los Hechos en este pasaje es obligado
prestar atención al incontenible impulso misionero de Pablo. Estratega genial de la misión
cristiana, se dirige primero a las sinagogas y a las comunidades judías de la diáspora como
punto de partida ideal; pero si es mal recibido y surgen tropiezos, pasa con decisión
clarividente a misionar a los gentiles. Si la persecución le cierra las puertas en una ciudad y
le obliga a huir, esto se convierte en ocasión para iniciar la tarea en otro lugar. En Atenas,
Pablo llega a encontrarse en el corazón del paganismo cultural y religioso, que
menosprecia al Apóstol como «un charlatán» (18), éste reacciona elaborando un nuevo
lenguaje de la misión cristiana. Realmente, la misión no es aquí una función más de la
Iglesia, sino que la misma Iglesia y sus estructuras son una función al servicio de la misión.
Un modelo luminoso para nuestra Iglesia de hoy, donde la conciencia de tantas vías
gastadas debería fomentar la creatividad y dar pie a nuevas iniciativas misioneras. ¿No era
ésta la nueva psicología eclesial que quería contagiar a todos el Vaticano II para salir del
callejón en que nos encontramos?
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 206 s.)
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Hch/17/19-34
El discurso de Pablo en el Areópago de Atenas (22-31) es el centro del relato, y el resto
(19-21.32-34) constituye su marco. La sección inicial (19-21) -propiamente ya a partir del v
16- prepara el escenario del gran discurso: Atenas, insignificante entonces políticamente,
pero todavía centro de la vida intelectual, símbolo de la erudición y piedad helenística era el
lugar más adecuado para este anuncio paradigmático de ia fe cristiana a los gentiles. Ya
dentro del discurso: a) los vv 22-23 constituyen la introducción, de hábil factura helenística;
b) los vv 24-29 son su parte central, que proclama la fe en Dios armonizando motivos
tomados del Antiguo Testamento y del helenismo, c) los vv 30-31 son la conclusión, con un
anuncio específicamente cristiano que llega ex abrupto. La sección final (32-34) recoge la
reacción, más bien negativa, y los pobres resultados, lo que está de acuerdo con las
impresiones del propio Pablo (1 Cor 1,18-25).
Aquí sólo aludimos a la opinión, cada día más común entre los exegetas, de que los
numerosos discursos de los Hechos parecen más creaciones literario-teológicas de Lucas
que reproducción de parlamentos reales. En nuestro caso, lo conformaría el fuerte
contraste entre el tono positivo de Hch 17,24-29 y la actitud muy pesimista de su paralelo
de Rom 1,18-32 con respecto a los resultados de una teología natural. De todas formas, y
prescindiendo de esta cuestión, el discurso de Pablo en el Areópago (17,22-31) trae
espontáneamente a la memoria el discurso de Antioquía de Pisidia (13,16-41). Este se nos
presenta como el tipo de las predicaciones de Pablo ante un auditorio judío, y aquél lo es
de su predicación a los gentiles. En un caso se podía hablar de una común fe bíblica en
Dios y se invita al interlocutor a creer en Jesucristo, el Hijo de Dios resucitado de entre los
muertos; en el otro, las necesidades de una predicación para los gentiles piden que pongan
sucesivamente el acento sobre Dios y sobre el Cristo: se les invita a creer en un único Dios
y en un solo Señor Jesucristo (cf. 1 Cor 8,6). El Apóstol era muy sensible a las exigencias
de una estrategia misionera que le llevaba a hacerse «judío con los judíos para ganar
judíos" y «con los que sea me hago lo que sea para ganar algunos como sea» (1 Cor
9,20.22).
Nosotros vivimos en un mundo que ha acuñado la paradójica «teología de la muerte de
Dios» y cuestiona el sentido fundamental de la fe y la existencia cristiana. Si queremos ser
fieles a los presupuestos de una encarnación pastoral y constituir, como dice el Vaticano II,
«una Iglesia en el mundo actual», la evangelización y la catequesis cristiana de hoy
deberán despertar la fe en Dios y en Cristo y evitar una sobrecarga sacramental, que ha
perdido su significado para muchos de nuestros interlocutores.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 206 s.)
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Hch/19/21-40
El relato nos informa de los últimos acontecimientos que caracterizaron la estancia de
Pablo en Efeso y precipitaron su partida. Contiene dos secciones. La primera (21-22), muy
breve, nos da a conocer los nuevos proyectos de Pablo: es como una anticipación que
permite entrever el resto de la historia de los Hechos. La segunda (23-40), muy larga, narra
las diversas incidencias del motín de los plateros de Efeso: la última batalla que las
religiones paganas presentan a Pablo en el libro de los Hechos.
El tumulto de los plateros no parece ser una ficción literaria de Lucas, y hay buenos
motivos para aceptar su historicidad. Una toma de posición análoga podríamos hacer
respecto a otros numerosos episodios de persecución a lo largo de los Hechos Pero, como
en el caso de los evangelios, no olvidemos que la historiografía no constituye el objetivo
primario de los Hechos. Sin excluir otros objetivos, parece que la obra de Lucas quiere ser
una gran apología cristiana, y esta intención redaccional estiliza y determina numerosos
retoques en las narraciones. Intentemos ilustrarlo brevemente y de manera concreta. Pese
a las numerosas persecuciones de que son objeto, Pablo y los demás agentes de la misión
cristiana son presentados como personas inocentes que no atentan contra el orden y el
bien del Imperio: en el v 37, el secretario dice que estos hombres «ni son sacrílegos ni
blasfemos contra nuestra diosa». Los perseguidores aparecen como los verdaderos
sediciosos, que a menudo ideologizan y manipulan los hechos reales: el motín de los
plateros obedece a razones económicas, pero explota los sentimientos religiosos del pueblo
(23-27) Los Hechos y otros escritos del Nuevo Testamento presentan a los judíos, que
fueron los primeros perseguidores decididos de los cristianos, de una forma muy negativa,
y
el antijudaísmo histórico se ha apoyado muchas veces en este malentendido En cambio,
sistemáticamente aparece bajo un prisma favorable el orden imperial, las autoridades
romanas, procónsules y magistrados, ya a partir de Poncio Pilato, el procurador que ordenó
la muerte de Jesús: en nuestro relato, tanto los asiarcas (31) como el secretario (35-40) son
presentados como amigos de Pablo y favorables a los misioneros cristianos, a los que
tratan con mucho respeto. Una apología honesta no tergiversa los hechos, pero los sitúa en
una perspectiva determinada. La ideología del antisemitismo y antijudaísmo, que ha hecho
estragos a través de los siglos, se alimentó a veces de estos textos y es resultado de un
malentendido sobre su género literario.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 210 s.)
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Hch/20/01-16
El tercer viaje misionero de Pablo se aproxima a su fin, y los proyectos anunciados se
ponen en marcha.
En los vv 1-6 nos informa Lucas del viaje de tres meses a Grecia a través de Macedonia
antes de volver a Jerusalén, sin explicitar los motivos. Parece que fue una época muy
activa de Pablo, sobre todo en el terreno literario-epistolar. Tras escribir 2 Cor llega a la
ciudad para reconciliarse con aquella Iglesia que tantos desasosiegos le había ocasionado.
Parece que desde allí escribió las otras dos grandes epístolas polémicas sobre el evangelio
y la ley: la carta a los Romanos y la carta a los Gálatas. Un gran número de representantes
de aquellas Iglesias acompañan a Pablo en su retorno: parece que tenían que entregar
juntamente con él la gran colecta hecha para los pobres de Jerusalén. En medio de ]os
combates contra los falsos hermanos judaizantes, Pablo manifiesta su espíritu de comunión
con la Iglesia madre de Jerusalén haciendo una gran colecta. Si las inevitables tensiones y
polarizaciones en la historia de la Iglesia estuviesen animadas de este espíritu, no crearían
divisiones y cismas.
La perícopa siguiente (7-12) nos presenta a Pablo en Tróade, donde el primer día de la
semana, en el marco de una reunión «para partir el pan», resucita a Eutiquio después de
un accidente mortal. Un dato sacramental importante: parece que en las comunidades
paulinas de la época, como en Corinto y Tróade (7), ya era normal la reunión eucarística de
la fracción del pan, quizá el primer día de la semana o domingo. Lucas, que anteriormente
había aludido al poder taumatúrgico de Pablo (19,11-12), nos lo presenta ahora realizando
una resurrección milagrosa. El tenor del texto y del relato parecen evocar otros paralelos de
la historia bíblica: la resurrección del hijo de la sunamita por Eliseo (2 Re 4,8-37), la de la
hija de Jairo por Jesús (Lc 8,40-56) y la de Tabita por Pedro (Hch 9, 36-43). Como a ellos,
Dios autentica a Pablo con grandes milagros.
En la última sección de esta parte (13-16), Pablo bordea la costa de Asia y, evitando
pasar por Efeso, se encamina a Mileto, donde pronuncia el gran discurso de adiós a los
ancianos venidos de Efeso. En el v 16 se nos dice que Pablo se apresuraba para «estar en
Jerusalén el día de Pentecostés».
Un conjunto de textos que jalonan toda la narración del retorno a Jerusalén (19,21;
20,16.22; etc.) dan a este hecho un énfasis que va más allá del interés histórico y adquiere
una dimensión teológica. Parece que Lucas quiere presentar el viaje y la pasión de Pablo
en Jerusalén en parangón con el viaje de Jesús a Jerusalén y su pasión (cf. la sección de
Lc 9,51-19,28). La historia bíblica sabe hacer de los acontecimientos de la vida y del
mundo
una lectura teológica, una óptica que desgraciadamente ha perdido el hombre secular de
hoy.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 211 s.)
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Hch/21/01-26
En este relato hay que distinguir dos partes. La primera (1-16) narra el viaje de Pablo de
Mileto a Jerusalén, jalonado casi por todas partes por misteriosos presagios de los
sufrimientos que le esperan. En la segunda (17-26), Pablo, aconsejado por Santiago y los
ancianos de Jerusalén, hace un voto ritual en el templo para disipar la sospecha de ruptura
con las prácticas mosaicas de que era objeto.
El anuncio continuado de una especie de misteriosa pasión de Pablo en Jerusalén se
revela como el rasgo que más sobresale durante el viaje a esta ciudad. Ya era como una
música de fondo que nos acompañaba desde las narraciones precedentes (cf.
20,16.22-27); pero ahora se convierte en una nota que resuena con más fuerza y
frecuencia (21,4.8-14). Estos oráculos nos recuerdan la insistencia con que el mismo Lucas
subraya en su Evangelio el camino de Jesús hacia Jerusalén, hacia la Pasión (Lc
9,31.51.53, etc.) y todo hace pensar que el autor de los Hechos, de acuerdo con un recurso
literario que le es característico, nos quiere presentar la pasión de Pablo como un paralelo
de la de Jesús. En el mismo «Hágase la voluntad del Señor» (v 14) podemos ver un eco de
la plegaria de aceptación de Jesús en Getsemaní (Lc 22,42). Aquí encontramos la teología
del «plan de Dios», que Lucas vislumbra en la cruz de Jesús y en las que jalonan la vida de
sus discípulos y de su Iglesia. Este discernir y acoger la voluntad de Dios en las cruces de
la vida puede ser una verdadera teología del dolor. Sin embargo, una invocación
indiscriminada de este principio puede deshistorizar el verdadero sentido de la cruz, robarle
su dinámica libertadora y hacer de ella una estructura alienante.
El episodio del cumplimiento de un voto en el templo de Jerusalén merece algunas
reflexiones aclaratorias. Los escritos de Pablo resaltan por todas partes la radical libertad y
la desenvoltura de su comportamiento respecto de las prácticas mosaicas o judías: predica
la justificación por la fe sin las obras de la ley, nunca hace referencia al compromiso de las
llamadas cláusulas de Santiago, e intrépidamente rehúsa toda concesión mistificadora (cf.
Gál 2,1-21) Parece entonces que pierde credibilidad histórica la estampa que nos presenta
de Pablo este episodio al someterse cabalmente a la propuesta de Santiago y los ancianos
de Jerusalén, la cual presenta un aire de mixtificación y podía hacer ambigua la línea
fundamental de su actividad misionera. Por eso algunos exegetas acusan aquí a Lucas de
falsear la verdadera imagen paulina. Por lo menos se podrá conceder que el conciliador
Lucas ha procedido con gran libertad en su redacción. De todas maneras, no olvidemos
que Pablo era un espíritu paradójico. «Me hago judío con los judíos para ganar judíos... Me
hago todo lo que sea para ganar a algunos como sea» (1 Cor 9,20.22). Toda una lección
de validez permanente y sin sombra de ideologías absolutizadoras.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 214 s.)
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Hch/21/27-39
Los numerosos oráculos precedentes, que anunciaban la pasión de Pablo en Jerusalén,
comienzan a cumplirse. El tema de esta perícopa es el alboroto de los judíos contra Pablo
en el templo (27-30) y su detención por el tribuno de la cohorte romana, de guarnición en la
torre Antonia, situada en el ángulo noroeste del templo (31-39). La descripción se hace con
gran riqueza de detalles y con verosimilitud histórica, mas también resultan evidentes el
énfasis retórico y los arreglos redaccionales que quieren preparar el escenario del próximo
discurso de Pablo al pueblo de Jerusalén.
Continúa la presencia de rasgos que permiten ver en el relato de la pasión de Pablo un
cierto paralelo literario de la de Jesús. Aunque descritas de manera muy coherente con el
contexto las acusaciones contra Pablo (28) son sustancialmente las mismas alegadas por
los judíos en el proceso contra Jesús según la tradición sinóptica, silenciada por Lc (Mc
14,57-58 y par), y que Hch detallan aquí y en el proceso contra Esteban (6.11-14). Como
en el caso de la tradición evangélica (Mc 14 55-56 y par.), tampoco aquí los testimonios
contra Pablo resultan coherentes (34). Con el grito de «muera» (36), el motín nos recuerda
el clamor contra Jesús (Mc 15,13 y par.).
Igualmente, sobre todo en la obra de Lucas tanto la pasión de Pablo como la de Jesús se
presentan en conexión con Jerusalén y el templo, y este simbolismo geográfico tenía una
evidente significación teológica para la polémica entre judíos y cristianos a finales del siglo
I. Debido al rechazo sistemático de la nueva fe por parte de los judíos, Jerusalén y el templo
quedarían reprobados y nunca más serían el centro de gravitación de la historia de
salvación.
Como en el caso de Jesús en los evangelios, el relato de la pasión de Pablo tiene aquí
un tono de apología. Se pone de relieve su inocencia: el motín que le acusa de enseñar por
todas partes «contra el pueblo, contra la ley y contra este lugar» (28) contrasta con la
presencia del Apóstol en el templo para cumplir un voto y así honrar al templo y a las
prácticas mosaicas (26-27), y la acusación de introducir paganos en el templo se apoyaba
en un malentendido (28-29). También lo era la sospecha de las autoridades romanas al
detenerlo (37- 39). Otro rasgo que revela la intención política de esta apología es que a la
hora de repartir las culpas, éstas se hacen recaer de manera muy diferente entre los judíos
y las autoridades romanas: mientras los primeros serían los verdaderos culpables, la
actuación de los segundos se presenta a menudo bien intencionada. El realismo histórico
empujaba a los autores del NT a ganarse el favor del Imperio, de tanta importancia para el
futuro de la misión cristiana. Eso quiere decir que tal vez no tenemos que ser demasiado
puritanos a la hora de valorar ciertas actitudes pragmáticas de la política eclesiástica.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 215 s.)
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Hch/22/01-21
Fuera del v 21,40, que lo introduce en una circunstancia tan dramática como inesperada,
el tema del resto de la perícopa (22,1-21) es el discurso de defensa que Pablo dirige al
pueblo de Israel. Las palabras «hermanos y padres» (v 1 ) con que se inicia, no demasiado
adecuado a los oyentes del contexto, que no son otros que los judíos amotinados para
matarle, hacen pensar que el verdadero destinatario literario de esta solemne apología es
todo el pueblo de Israel
Podemos distinguir claramente tres partes: devoción y celo de Pablo por la ley antes de
su conversión (1-5); conversión al cristianismo debido a una intervención expresa del cielo
y a la mediación de Ananías, «varón piadoso según la ley" (6-16); orden de ir a predicar a
los paganos, recibida en un éxtasis «orando en el templo» (17-21). Los versículos 1-16 nos
presentan el segundo de los tres relatos de la conversión de Pablo que encontramos en los
Hechos, y la mayoría de los detalles de la narración que ahora se hace en primera persona
coinciden con los que se ofrecen en tercera persona en 9,1-9. La vocación al apostolado
entre los paganos, que se le revela a través de Ananías (9,15- 22,15), viene ahora
reforzada también por el episodio de una nueva visión en el mismo templo de Jerusalén (1
7-2 1). El discurso se nos presenta psicológicamente trabajado como una defensa de Pablo
y de su ministerio dirigida a los judíos. Por eso se multiplican los rasgos que podían hacer
simpática a sus ojos la figura de Pablo a pesar de su condición de Apóstol de los gentiles:
les habla en su lengua, pone de relieve su condición de judío, educado en aquella misma
ciudad a los pies de Gamaliel «según el rigor de la ley de nuestros padres», celador de
Dios como ellos y perseguidor a muerte de esta doctrina, se trata de una vocación recibida
inmediatamente de Dios y confirmada por medio de Ananías, piadoso y acreditado entre los
judíos, una nueva visión, en el propio templo, le arranca de los judíos y le fuerza a ir a los
paganos. Únicamente faltaba decir, como Pedro en una circunstancia parecida: «¿Quién
era yo para poder impedírselo a Dios?» (11 17). No obstante este esfuerzo de sintonización
que le hacía judío con los judíos para ganar a los judíos, súbdito de la ley con los súbditos
de la ley para ganar a los que son súbditos de ella (cf. 1 Cor 9,20), todo sería
misteriosamente vano y estallaría el escándalo y el rechazo a muerte contra él.
También la Iglesia de hoy y de siempre, a semejanza de Pablo, ha de hacer esfuerzos sin
tregua para ser «una Iglesia en el mundo actual», para sintonizar sus antenas con los
nuevos signos de los tiempos, para insertarse en las culturas a través del tiempo y del
espacio. Así tendría más fuerza de convocatoria su anuncio del evangelio o, por lo menos,
se evitarían dificultades suplementarias para recibirlo.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 216 s.)
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/Hch/22/22-30 Hch/23/01-11
Esta perícopa, después de unos versículos que la entrelazan a la vez con la narración
anterior y con las siguientes (vv 22-24), contiene estos tres episodios: Pablo, ciudadano
romano (25-29); Pablo delante del sanedrín (22,30-23,10), y visión del Señor en sueños,
que le anuncia su futuro viaje a Roma (11). De acuerdo con la intención apologética de los
Hechos, la furia impotente de los judíos con que se inicia este pasaje se manifiesta por
contraste con la protección que los romanos ofrecen a Pablo tal como se manifestará en los
relatos siguientes.
Una vez más llaman la atención los paralelos entre la pasión de Jesús y la de su
discípulo Pablo, evocación que muy probablemente es fruto de una intencionaIidad
redaccional. El griterío rabioso de los judíos ya había decidido al tribuno a mandar azotar a
Pablo (22,23-24 y Mt 27,24.26 y par ). La bofetada ante el sanedrín por un criado del
propio
sumo sacerdote y la interpelación de Pablo (23,2-5 y Jn 18,22-23). Si el llevar la cruz tras
Jesús es un signo de sus discípulos (Lc 14, 27), este intencionado rosario de paralelos
señalaría con énfasis a Pablo como figura del verdadero discípulo de Cristo. Y de esta
manera recordaría implícitamente a la comunidad cristiana de todos los tiempos que la cruz
romana es como piedra de toque, que permite conocer el verdadero grado de su
seguimiento de Jesús.
En el pasaje sobresale también otro rasgo, que manifiesta la talla de la personalidad de
Pablo y muestra que para él la cruz era un camino de servicio y no una ideología
masoquista. Cuando ya lo habían sujetado con las correas para azotarlo, Pablo invocó su
condición de ciudadano romano y con ello las leyes Valeria y Porcia que lo prohibían. Este
derecho lo tenía por ser hijo de padres judíos residentes en la ciudad helenizada de Tarso,
por privilegio otorgado por Marco Antonio y Augusto. Si bien en las cartas paulinas
auténticas no se menciona este detalle, en los Hechos desempeña un papel de mucho
relieve: fuera de este pasaje, ya se encuentra invocado en 16,37 ante los magistrados de
Filipos para exigir una reparación de su prestigio de misionero después de ser detenido y
azotado junto a Silas, y, en su virtud, en el v 25 apelará al César para conseguir así la
protección romana y evitar la muerte maquinada por los judíos. Aunque de acuerdo con el
espíritu evangélico (Mt 5,38-42), que Pablo vivió con profundidad. se nos recomienda un
comportamiento con el prójimo que pide a menudo la renuncia a los propios derechos no
hay ninguna duda que en muchas otras ocasiones se pueden y se deben invocar. La cruz
es cristiana cuando es el resultado de una actitud de amor y servicio.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 219 s.)
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Hch/23/12-35
Continúa el viacrucis de Pablo, de proceso en proceso y de prisión en prisión. El tema de
la perícopa son tres episodios muy encadenados entre sí: el complot de más de cuarenta
judíos para asesinarlo (12-15); la intervención de su sobrino, hijo de su hermana, ante el
tribuno para salvarlo de esta conspiración (16-22), y el traslado de Pablo a Cesarea, con
una carta del tribuno Claudio Lisias al gobernador Félix, que probablemente es una
composición libre del autor de los Hechos (23-35).
Como se advierte casi por doquier, la especie de apología religioso-política a favor de los
cristianos que se vislumbra en el trasfondo de los Hechos presenta actitudes muy
diferentes respecto de los judíos y de los magistrados romanos, ambos responsables del
cautiverio de Pablo. Y este pasaje se revela como un verdadero botón de muestra. De una
parte, el texto supone la complicidad de un grupo de dirigentes judíos en un complot
criminal de más de cuarenta fanáticos juramentados para matar a Pablo. Por el contrario,
los magistrados romanos aparecen como responsables, imparciales y guardianes
escrupulosos del orden imperial establecido: el motivo principal de enviar al Apóstol
prisionero a Cesarea no parece otro que el de ofrecer seguridad a Pablo, al que debe
añadirse cierta sabiduría política de mantenerse neutrales en «cuestiones de su ley" (29).
En la segunda mitad del siglo, cuando se deterioran progresivamente las relaciones entre
las autoridades romanas y los que ellos calificaban muy indistintamente como judíos, era
conveniente deslindar las fronteras entre judíos v cristianos y conseguir una actitud
favorable a estos últimos por parte de Roma: era casi un problema de supervivencia de la
misión cristiana por todo el Imperio. Por otra parte la ruptura religioso-cultural con la
sinagoga, implícita en la iniciativa misionera de Pablo entre los gentiles, se consumaría
después de los años 70, y de ella se derivaría este enfrentamiento hostil y casi insuperable
que se observa insistentemente en los escritos del NT. Es conveniente que en la lectura del
mismo se tenga siempre presente su verdadero género literario, propicio a la intención
apologética de muchos de esos relatos, motivado por la situación de la época que los
inspira. Así se evitará deducir, tal vez con buena intención (aunque, sin duda, anticristiana),
actitudes antisemíticas de la lectura de los escritos del NT, como ha ocurrido
desgraciadamente más de una vez a lo largo de la historia del cristianismo.
También resulta evidente la habilidad y el ingenio diplomático desplegado por Pablo en
los momentos difíciles de su cautiverio. En el caso que nos ocupa, la simple intervención de
su sobrino ante el tribuno Claudio Lisias pudo evitar lo peor.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 220 s.)
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Hch/24/01-27
El proceso de Pablo continúa ahora en Cesarea, sede del gobernador romano Félix. La
perícopa nos presenta a Pablo delante de Félix en dos ocasiones diferentes: una pública y
privada la otra. Rápidamente, justo al cabo de cinco días de su traslado a la capital de la
administración imperial, asistimos a la vista pública de su causa (vv 1-23): se nos informa
con detalle tanto del tenor de la acusación que formula el abogado Tértulo en nombre del
sumo sacerdote Ananías y algunos ancianos llegados de Jerusalén (1-9) como de la
defensa de Pablo (10-23). Algún tiempo después tiene lugar la entrevista privada de Pablo
con el matrimonio Félix y Drusila (24-26). Por diversas razones, aludidas muy
concretamente en el texto, el proceso de Pablo se alargó sin perspectivas de solución y
todavía permanecía en prisión a la hora del cambio de gobernadores (27).
I/PERSECUCION: PERSECUCION/I: La intención evidente del relato sobre el proceso
público es ir redondeando la apología de Pablo y de su ministerio, haciendo a la vez
implícitamente una defensa del cristianismo frente al judaísmo, de gran necesidad en aquel
momento. La acusación de los judíos especifica tres motivos: promoción de motines contra
los judíos, ser cabecilla de la secta de los nazarenos y haber intentado profanar el templo.
Pablo ofrece en su defensa razón satisfactoria de su conducta general y rebate de una
manera muy detallada y convincente la triple acusación. Pablo ha procedido con conciencia
irreprochable y está donde está en nombre de una mayor fidelidad al «Dios de los padres»
(14). La Iglesia será siempre a través de los siglos una «Iglesia prisionera» y sometida a
proceso, y será necesario que delante de los hombres pueda dar razón de sus opciones y
de su comportamiento en cada época, avanzando por el camino de una seria conversión al
evangelio. El Vaticano II (GS 19-21) en admirable postura pastoral, presenta a la Iglesia y a
los creyentes enfrentados con el ateísmo moderno en sus diversas formas, siendo
necesario que vuelvan a brillar como un signo de credibilidad y con la consiguiente fuerza
de convocatoria que superen esta prueba de fuego. Será preciso que el modo de actuar de
los cristianos manifieste que el evangelio es hoy una forma superior de fidelidad a todo lo
humano.
El motivo de fondo de la entrevista privada de Pablo con Félix y Drusila parece otro. A
pesar de las frases halagadoras en honor del gobernador, que con una captatio
benevolentiae resuenan en los discursos de la vista pública, los Hechos no parecen ignorar
que, como dice la historia profana, Félix se caracterizaba por su crueldad, rapacidad y vida
disoluta. El «marido de tres reinas» vivía ahora con la judía Drusila, divorciada del rey de
Emesa. Delante de ellos, como en otro tiempo el Bautista a propósito de Herodes Antipas,
Pablo habla con valentía «sobre la honradez de conducta, la continencia y el juicio futuro»
(25). La denuncia del pecado sin excepción de persona forma parte del ministerio profético
de la Iglesia, hoy como en los días de los grandes profetas del AT y, sobre todo, desde
Jesús y los apóstoles.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 221 s.)
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Hch/26/01-32
Este pasaje tiene como tema el último discurso de defensa de Pablo, ahora delante del
rey Agripa II. Además de la introducción, que busca captar retóricamente la gracia del
presidente del acto (vv 2-3), podemos distinguir en él tres partes: su pasado como fariseo
activo, su situación de procesado por creer en la promesa de la resurrección hecha a los
padres del pueblo judío (4-8) y el tercer relato de su conversión y vocación que ya hemos
encontrado en 9,3-18 y 22,6-21 (9-18), y una especie de discurso misionero que hace un
resumen de su predicación y presenta al cristianismo como el cumplimiento de la Escritura.
La perícopa termina registrando las reacciones de dos principales oyentes del discurso
(24-32). El procurador y el rey reconocen la inocencia del prisionero, que hubiera podldo
quedar en libertad; pero por la fatalidad de la apelación, la causa habrá de seguir su curso
en Roma.
El tercer relato de la conversión de Pablo, que es probablemente el que más se aproxima
al paralelo paulino de Gál 1, 11-16, subraya fuertemente su vocación al apostolado y lo
describe con alusiones implícitas al ministerio profético del Antiguo Testamento, y lo
presenta como una comunicación inmediata de Dios sin recurrir a la mediación de Ananías
como se hace en las dos primeras relaciones (9,15 y 22,14-15). Como en la visión de
Ezequiel, se le invita a ponerse de pie (Ez 2, 1-2); como a Jeremías, se le promete que se le
librará del «pueblo y de las naciones» a que se le envía (Jr 1,7-8), y su tarea, como la del
siervo de Isaías II, será la de abrir los ojos. Además se le hace «ministro» y «testigo» de lo
que ha visto y verá (cf. Lc 1,2). Si bien Lucas sólo incidentalmente da a Pablo el título de
Apóstol (14,4.14) y acuña una noción restrictiva del mismo que la reserva a los Doce
(1,21-26), podemos pensar que aquí implícitamente quiere hacer de Pablo uno igual a los
otros apóstoles: como a ellos se le presenta en el papel de testigo en Jerusalén, Judea y
hasta el extremo de la tierra (1,8), y en el de testigo de la resurrección (1,22). La exégesis
actual conoce bien que la noción restrictiva de apóstol presente en todos los escritos de
Lucas es un recurso de su teología redaccional, y apoyarse en ello para privar a Pablo de
este honor estaría en contra de su intención real de otros escritos del NT.
En este pasaje llama fuertemente la atención la reacción negativa de Festo y Agripa al
discurso de Pablo, y más concretamente a su testimonio sobre la resurrección de Jesús.
Ante la fe cristiana estalla un escándalo casi insuperable. Festo lo considera un delirio de
Pablo (v 24), y la ironía de Agripa (28) acaso demuestra todavía una insensibilidad peor
que el escándalo. Todo nos hace recordar la reacción al discurso del Areópago (17,32) y
también el paralelo paulino (1 Cor 1,23). Es el escándalo que de nuevo resuena a menudo
en nuestro mundo secular y ateo.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 223 s.)
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Hch/27/01-20
Con este pasaje se inicia el viaje, largo y lleno de peligros, que llevaría a Pablo desde la
ciudad palestina de Cesarea a Roma (28,14). Podemos distinguir dos partes en esta
perícopa: la travesía relativamente normal, aunque ya en medio de condiciones poco
favorables, hasta Puerto Bueno en la isla de Creta (1-8), y la descripción de la tempestad,
que, al querer cambiar de puerto para pasar el invierno, contra el parecer de Pablo, se
abatió sobre la nave y los mantuvo durante catorce días a la deriva hasta perder toda
esperanza de salvación (9-20). El viaje parece descrito con gran precisión técnica y con
gran riqueza de detalles, lo que sería indicio de la participación de Lucas en la travesía,
como puede apoyar la presencia de la palabra «nosotros» en diversas secciones de los
Hechos.
Pero no parece que el esfuerzo hecho para crear esta pieza literaria esté aliado a la
intencionalidad religiosa y teológica de la obra. Si para el común de la gente Roma era el
final geográfico de una travesía penosa y el destino de una expedición de prisioneros -¡una
entre tantas!-, para Lucas y el lector creyente Roma surge como la meta épica de una
historia de salvación. En el pórtico de los Hechos, y como programando las fases sucesivas
de esta imponente gesta misionera, se nos dice que los apóstoles recibirán el Espíritu
Santo para ser testigos del resucitado en Jerusalén (2,14-8,3), por toda Judea y Samaría
(8,4-9,43) y hasta el extremo de la tierra (10,1-28 31). Y ahora, cuando el instrumento
escogido por Dios para llevar su «nombre a los paganos y a los reyes" (9,15) se encamina
hacia Roma, capital del Imperio y por eso mismo centro del paganismo y de la gentilidad,
está a punto de culminar la última de aquellas etapas. El arte literario narrativo, que en la
Biblia suele estar al servicio de su finalidad religiosa, adquiere una solemnidad especial
para poner de relieve la importancia de este acontecimiento.
Roma era ciertamente una meta largamente ambicionada por Pablo como lo demuestran
sus escritos (Rom 1,13; 15,22) y la principal de sus cartas dirigida a aquella comunidad que
él no había evangelizado. Esta perspectiva se resalta en los Hechos, donde los elementos
geográficos forman parte decisiva de su teología redaccional y que el especial género
literario de la obra destaca con énfasis. Primero se nos informa del plan de Pablo de ir a
Roma (19,21), luego, ya prisionero en Jerusalén, una visión le anuncia que dará testimonio
en Roma (23,11), Y, finalmente, la misma apelación al César (25,13) queda enmarcada
dentro de este plan sobrenatural. Así se comprende el sentido de las numerosas
intervenciones de Pablo que jalonan el relato de la travesía y la encuadran perfectamente
dentro de la finalidad global de los Hechos.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 225 s.)
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Hch/27/21-44
Esta segunda sección del viaje de Pablo hacia Roma continúa la descripción de la gran
tempestad con la nave completamente a la deriva; finalmente, el naufragio y, a pesar de
todo, la arribada de toda la tripulación a las costas de la que resultó ser la isla de Malta.
Uno de los rasgos más llamativos de todo este relato, y especialmente de la presente
perícopa, es la manera como se alternan en él los pasajes narrativos (vv 1-8; 13-20; 27-30;
32 39-44) y las intervenciones de Pablo (9-12; 21-26; 31; 33-38). Este dato nos puede
proporcionar, sin duda, pistas para conocer la clave de la lectura espiritual y teológica de
estos textos. Debido a esta estrategia literaria, mientras se cuenta aquella odisea marítima
con toda la complejidad de elementos y de situaciones humanas, va surgiendo un segundo
plano en el cual, a veces sin mixtificaciones y casi sin solución de continuidad, toma relieve
el sentido teológico que la intervención de Pablo da a los acontecimientos. Cualquiera que
fuera el rostro que para un espectador profano presentase esta gesta, lo cierto es que en la
versión lucana Pablo, nombrado a cada paso (vv 1.3.9.11.21.24.31.33.43), surge como el
verdadero protagonista del viaje y casi viene a ser como el auténtico capitán de la nave. Da
consejos para la buena marcha de la travesía, presentados a menudo como de origen
sobrenatural, consiguiendo así cada vez una mayor audiencia. Se inspira en su mundo
espiritual para crear en la numerosa tripulación un clima de esperanza, de coraje y de
solidaridad humana, y tiene éxito en medio de aquel cúmulo de peripecias en la creación, al
menos, de una atmósfera preevangelizadora. La invitación a los compañeros de travesía a
tomar alimentos, después de catorce días y otras tantas noches de lucha con las fuerzas
del mar, tiene acaso una estudiada polivalencia, que si bien puede aludir a un ágape
normal con acción de gracias según la costumbre judía, también es cierto que para el lector
cristiano evoca casi inevitablemente el recuerdo del banquete eucarístico. Aunque referida
siempre al plano de las realidades materiales, la palabra «salvación» parece jugar un papel
significativo a lo largo del relato y a través de sus continuas repeticiones (vv 20.31.39.43):
un signo de la otra salvación, la sobrenatural, que la misión cristiana protagoniza.
En resumen, Pablo, que fue el gran misionero a lo largo de sus viajes apostólicos, que
dio testimonio de Jesús con valentía durante su proceso en Jerusalén y en Cesarea,
evangeliza ahora durante las peripecias del viaje, y lo hará cuando llegue cautivo a Roma.
Realmente, bajo la apariencia material de un prisionero que es conducido al César, el viaje
toma, sin embargo, todo el relieve de la misión cristiana y de la evangelización que se
encamina al corazón del mundo gentil.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 226 s.)
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Hch/28/01-14
Nos encontramos en la última etapa del viaje de Pablo a Roma. La situación ha cambiado
profundamente y los grandes contratiempos de la travesía quedan atrás. Dos episodios
forman parte de este pasaje: el invierno en Malta durante más de tres meses, donde los
habitantes de la isla y el mismo magistrado o "primus Melitensium" se mostraron muy
acogedores con los náufragos (vv 1-10), y la última parte de la travesía desde Malta a
Roma a través de Regio, Pozzuoli el Foro de Apio y Tres Tabernas donde ya les habían
salido al encuentro los hermanos de la comunidad cristiana (11-14). No sabemos si, como
un símbolo de esta capital del mundo pagano adonde llega Pablo, el autor de los Hechos
nos informa que la nave en que hacían el último tramo del viaje «llevaba por insignia los
Dióscoros» (11), los gemelos Cástor y Pólux, dioses protectores de los navegantes.
Durante la estancia en la isla ocurren algunos hechos especialmente notables.
Sobresale, ante todo, la figura taumatúrgica de Pablo, que así queda marcado como un
signo de la presencia salvífica de Dios, y que de alguna manera ofrece oportunidades de
evangelización entre los nativos que más tarde la leyenda concretaría por su cuenta. La
víbora agarrada a la mano de Pablo cuando echaba un brazado de leña al fuego y que
resulta inofensiva, engendra en aquella gente, víctimas de una religiosidad naturalista y
fatalista, sentimientos que evolucionan rápidamente en un sentido contradictorio: el
perseguido implacablemente por la justicia divina se convierte en un dios. El hecho evoca
la
reacción análoga de los licaonios de Listra, después de un milagro realizado por Pablo y
Bernabé (14,11-13). Más adelante Pablo impondría las manos al padre de Publio, principal
personaje de la isla, y le curaría la fiebre y la disentería. Actos similares los realizaría con
otros muchos enfermos.
También hoy la evangelización y la tarea misionera de la Iglesia necesita «signos» para
tener fuerza de convocatoria y para que los hombres presten atención a sus llamadas. Pero
la inteligibilidad y la eficacia de estos signos está en conexión con los hombres y las
épocas. Mientras que para el hombre de tiempos pasados, marcado por una religiosidad
sacral y con visión para las maravillas de Dios en el mundo y en la historia, tenían un gran
relieve las profecías y los milagros, el hombre de hoy les otorga una atención muy escasa
cuando no encuentra en ellos una piedra de escándalo. Por el contrario, valora muy
positivamente una Iglesia que sea un testimonio viviente del evangelio y una fuerza de
liberación entre los hombres.
Nos parece un segundo hecho de relieve el contraste entre la acogida positiva
dispensada a Pablo por los nativos de la isla, que el texto original llama «bárbaros», acaso
por la lengua que hablaban (vv 2.4), y las reacciones decididamente negativas del
procurador Festo y el rey Agripa II al último discurso de Pablo antes de salir de Cesarea
(26,24-29). Realmente, por su grado de receptividad y apertura, muy a menudo los últimos
pasan a ser los primeros, mientras que los primeros se quedan los últimos.
(·CASAL-F._BI-DIA-DIA.Pág. 228 s.)