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Cuentos Populares Suizos Anónimo 2
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Cuentos Populares Suizos Anónimo 4
Acompañada por siete doncellas, regresó de nuevo la hija del rey a palacio, y
tras ella marchaba el soldado. En el palacio se llevaban las doncellas las
manos a la cabeza y gemían con desconsuelo:
- ¡Ha jugado con niños de la calle! ¡Desnudadla y arrojad todos los vestidos al
fuego!...
Después la bañaron cuidadosamente. Pero cuando comenzaron a peinarle los
cabellos, lanzó la primera doncella un fuerte grito.
- ¿Qué te ocurre? - preguntó la princesa, compasiva.
- ¡Terror sobre terror! - lamentó la doncella, y pidió a gritos una bandeja de oro.
Sobre ella colocó un pequeño puntito de color pardo, que se agitaba
alegremente.
Luego reunió a las demás doncellas del servicio de la princesa. Todas se
inclinaron sobre un diminuto animalillo, y la más vieja sentenció, llena de
espanto:
- Es un piojito. Lo ha cogido de la andrajosa muchacha. ¡Al fuego con él!
Pero entonces exclamó la princesita:
- ¡No es ninguna muchacha andrajosa! Es mi amiga. Y el piojillo quiero
conservarlo yo. No ha de ir al fuego.
Entonces se desmayaron las siete doncellas al oír semejantes cosas. La
princesa, sin embargo, se apresuró a ir con la bandeja de oro hacia la reina:
- Reina, querida madre. ¡Quieren quitarme el piojito, el regalo de mi amiga! -
exclamó.
Entonces se desmayó también la reina, y se llamó apresuradamente al rey.
Este echóse a reír cuando supo de qué se trataba y dijo:
- Princesa, princesa, ¡Ese pequeño animalito muerde!
Hizo una seña a un soldado, v éste se llevó la bandeja de oro en que estaba el
piojito. La princesita, entonces, comenzó a llorar amargamente, y no había
manera de consolarla.
Como al tercer día aun siguiera llorando, hizo venir el rey a su orfebre, que era
un hombre hábil y famoso en su oficio. El rey le ordenó que hiciera para la
princesa un piojo de oro, el cual resultó en extremo maravilloso. Pero la
princesita arrugó, al verle, la naricilla y dijo:
- Éste no puede andar.
Entonces ordenó el rey al orfebre que hiciera otro piojillo de oro que pudiera
caminar. El orfebre se dio gran maña y, después de siete días de trabajo, pudo
regalar el rey a su hija un magnífico piojillo que corría con sus seis ligeras
patas. La princesita gritó de júbilo, y puso el piojillo sobre sus rizos. ¡Oh!
¡Cómo cosquilleaba! La princesita reía, y el rey exclamaba lleno de alegría:
- ¡Orfebre, tú has de hacer cien de estos piojitos para la princesa!
Así se hizo, como el rey mandaba, y nadie se sentía más feliz que la princesa.
Pero sólo duró tres días esta felicidad. Al cuarto día, dejó caer la triste cabecita
y se lamentó:
- Mis piojitos pueden caminar, pero no pueden morder. ¡Qué bien lo tienen los
niños que viven fuera del palacio!... Sus piojillos muerden.
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Cuentos Populares Suizos Anónimo 5
En su terquedad, no quiso ver ya siquiera los cien dorados animalitos que traía
el orfebre. Los encerró todos en una cajita y los lanzó en amplio circulo por
encima del muro del palacio.
Allí estaban jugando como siempre los dos pilletes: el niño y la niña de las
barquitas de papel. La chiquilla abrió la cajita y comenzaron a huir de allí
todos los piojitos de oro. Tan rápidos corrían, que cada uno de los dos
muchachos sólo pudo atrapar a uno de ellos. Luego los llevaron a sus padres.
¡Cómo se asombraron éstos del hallazgo! Los dos piojitos de oro no sólo podían
caminar, sino también buscarse para bailar los dos juntos. El padre, un diestro
afilador de cuchillos y tijeras, se dio cuenta enseguida de que estos animalitos
eran muy valiosos. Por temor de que el rey pudiera hacerlos buscar de nuevo,
se trasladó con su familia a otro país. Esto le era fácil, pues vivían en un carro,
y medios para poder vivir apilando cuchillos y tijeras los hay en todos partes.
En el país extranjero a que llegaron fueron admirados también grandemente
los habilidosos animalitos. Tanto, que el rey de aquel país oyó hablar de ellos
como de algo maravilloso. Entonces mandó llamar al afilador de tijeras y le
compró por una gran suma los dorados piojitos bailadores.
¿Podéis imaginaros lo que, ante todo, se compraron los vagabundos con este
dinero? Un peine muy fino. Con él peinó la madre los cabellos de sus hijos y
sacó de ellos todos los piojitos. Desde entonces no tuvieron ya que rascarse
más y pudieron dormir en adelante tranquilos. No podía negarse que eran la
gente más feliz de este mundo.
La princesa lamentó, sin embargo, durante toda su vida que el orfebre del rey
no fuera capaz de fabricar piojitos que no sólo caminaran y bailaran, sino que
pudieran también morder.
Sí, sí; así son las princesas.
La grave enfermedad
Hubo una vez un chiquillo que no podía decir "por favor", ni tampoco "gracias".
Estas dos palabritas tan corteses no querían sencillamente salirle de la boca.
Sus padres se enfadaban mucho por ello, y el abuelo aún más. Pero la abuela
contemplaba al muchachito, y sentía dolor.
- Está enfermo - dijo al fin -. ¡Llamad al médico!
Vino el doctor, y examinó con cuidado al chiquillo.
- No tiene absolutamente nada en el cuello ni en la lengua - dijo el sabio
hombre, y se marchó de nuevo.
- Así, pues, tiene algo en el corazón - afirmó la abuela.
Nadie sabía qué hacer; nadie podía ayudar. Y, sin embargo, era una grave
enfermedad y un verdadero dolor. Si venía alguna tía de visita y traía consigo
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ligero, libre del peso que antes le oprimía. En lugar del cervatillo, empero,
había ahora una hermosa hada a su lado. Esta dijo:
- Ahora estás ya curado.
- ¡Gracias! - repitió el chiquillo, y se quedó contemplándola lleno de una
indecible felicidad.
Luego echó a correr, loco de alegría, y salió del bosque. De repente sintió
deseos de ver a sus primos y a sus primas, y fue a buscarlos a la pradera
donde estaban jugando. Cuando vieron de lejos al fugitivo, gritaron todos
irónicamente:
- ¿Quieres ahora mosto dulce y pan moreno y nueces?
- ¡Sí, por favor! - dijo el chiquillo.
Entonces corrieron hacia la casa y le trajeron de todo. El chiquillo, cada vez
más contento, decía:
- ¡Gracias, muchas gracias!
Y reía, sin cesar, y sentía ligero su corazón. Naturalmente: había desaparecido
la piedra que le oprimía y no le dejaba decir ni "por favor" ni "gracias".
Podéis imaginaros cómo se alegraron los padres de que su hijito estuviera
ahora curado de su grave enfermedad. Pero nadie estuvo más contento que el
abuelo y la abuela, y el más contento de todos era el mismo chiquillo.
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Y la luna, en efecto, mandó todos sus rayos, de modo que parecían una
carretera de oro. Lischen comenzó a subir por ella, hasta que estuvo muy cerca
de su amiga. Pero entonces se hizo gigantesco el rostro de la luna: los ojos eran
como lagos, la nariz como una poderosa montaña y la boca como un profundo,
muy profundo, valle.
El pequeño Lischen quedó aterrado ante tal vista, y retrocedió corriendo. Pero
el camino de rayos había desaparecido y cayó de cabeza hacia la tierra,
rodeado por completo de oscuridad. Cuando; llegó abajo, se produjo un fuerte
bum-bum. El pequeño Lischen se incorporó aterrado y empezó a llorar
fuertemente.
Al oír el llanto, acudió presurosa su madre y tras ella vino su padre, y tras el
padre, vino su hermana mayor. Cuando vieron al chiquillo, con su camisita de
dormir, sentado al pie de la cama, preguntaron los tres a la vez:
- Lischen, ¿qué ha sucedido?
- He caído de la luna - sollozó el niño.
Entonces se rió el padre, y la hermana se rió también; pero la madre levantó al
pobre Lischen y le preguntó:
- ¿Dónde te duele?
- Aquí, en la cabeza - dijo Lischen.
Su madre le acarició el lugar dolorido, mientras le cantaba:
Cúrate pronto,
cúrate ya.
No llores, niño,
no llores más.
Las hadas buenas
pronto vendrán,
y tus dolores te sanarán.
Cúrate pronto,
cúrate ya.
El gran espanto
Con frecuencia me viene a la memoria el recuerdo de la pequeña chiquilla y del
pequeño ratoncito, y pienso entonces en el gran espanto que sufrieron los dos.
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Cuentos Populares Suizos Anónimo 9
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La mirilla
No hay en el mundo nada tan hermoso como una mirilla. Pero tiene que ser
una verdadera mirilla, una mirilla auténtica, tal como la que tenía Juanito en
el monte.
Era éste un pobre chiquillo que hacía ya de pastor. Caminaba descalzo y con
los pantalones desgarrados. Tosía con frecuencia, y su rostro era pálido y
delgado. En invierno sufría hambre con su madre en el albergue de los pobres.
El verano lo pasaba en el monte.
Las gentes de la aldea le miraban compasivas, y algunas decían que no estaba
del todo bien de la cabeza. Pero esto no era más que la opinión de algunos. Sí
las vacas hubieran podido hablar, ellas habrían dicho algo bien distinto.
Juanito veía y oía incluso más que la demás gente. Pero de ello no hablaba con
las personas inteligentes, sino tan solo alguna vez con su madre enferma. A las
vacas les hablaba también muchas veces en el monte. Cuando las vacas pacían
tranquilas y calladas, masticando las hierbas del monte entre la recia
dentadura, le escuchaban a él apaciblemente. Muchos profesores sentirían una
gran alegría de poder tener alumnos que estuvieran tan atentos como ellas.
Juanito dormía por las noches en una cabaña del monte. Bajo el tejado, muy
cerca de la pared de tablas, tenía él su montón de heno. Esta cama no la
hubiera cambiado él por ningún lecho con dosel de un rey.
Algunas veces, sin embargo, hacía mucho frío allá arriba, y entonces se pasaba
Juanito tosiendo todo el día siguiente.
- ¡Baja con nosotros! Nuestro albergue es más cálido - le decía entonces el
buen vaquero.
Pero esto no podía hacerlo Juanito, pues en la pared de tablas había una
pequeña mirilla redonda. Y no quería abandonarla.
Por la mañana, en cuanto abría los ojos, estaba ya ante él la escala celestial.
Ésta conducía desde su lecho, oblicuamente, hacia las alturas. Por allí subían
y bajaban las pequeñas criaturas del Sol. Llevaban brillantes coronas sobre
sus cabecitas y le saludaban dándole los buenos días. Él era el rey del Sol y
saludaba a todos bondadoso. Luego se levantaba y salía fuera de la cabaña
para saludar a su reina. Ésta esperaba ya sobre el monte, revestida, por amor
a él, del valioso manto de púrpura. Sus servidores habían esparcido diamantes
sobre la alfombra de flores a sus pies.
Ahora podía caminar Juanito por ella, lenta y dignamente, tal como
corresponde a un rey.
También por la noche era muy hermosa su mirilla. Entonces miraban por ella
las estrellas, y preguntaban suavemente si podían venir a visitarle. Pero casi
siempre estaba Juanito demasiado cansado y prefería dormir.
Pero un día no pudo seguir durmiendo el muchacho. La molesta tos le afligía
más que de ordinario, y la cabeza le dolía y ardía como si la tuviese metida en
un horno; además, sobre el pecho parecía tener algo oscuro que le pinchaba y
oprimía.
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Cuentos Populares Suizos Anónimo 12
Federiquillo el mentiroso
El pequeño Federico era un hermoso chiquillo, de rizados cabellos; pero toda la
gente de la aldea le llamaba siempre Federiquillo el Mentiroso. Cuando por la
noche veía volar un murciélago, corría hacia su casa y gritaba: "¡He visto volar
un dragón en persona!" Y, cuando había escardado un cuarto de hora en el
jardín de su abuela, afirmaba después grave y firmemente, que había estado
arrancando, durante siete horas enteras, malas hierbas del jardín.
- Federiquillo, ¡di la verdad! - le reprendía su madre cuando le oía hablar así.
Y cada vez gritaba Federiquillo indignado:
- ¡Ésta es la pura verdad!
- Es y seguirá siendo Federiquillo el Mentiroso - decía enojado su padre, y
recurría de vez en cuando al bastón.
La madre, sin embargo, se afligía.
Un día apareció rota en el suelo de la cocina la taza del padre, que tenía el
reborde y el asa dorados.
- Federiquillo, ¿qué has hecho? - gritó su madre.
- Nada. Estaba yo tranquilamente en la puerta de la cocina cuando vi cómo
esta mesa empezaba de repente a moverse. Todas las tazas saltaron y la dorada
más alta que ninguna. De pronto empezó a danzar en círculo, pero cayó por el
borde de la mesa y se rompió. Sí, así ha ocurrido. Lo he visto con mis propios
ojos.
- ¡Federico, tú mientes! Y lo más triste es que tú mismo crees tus mentiras.
¡Ojalá se te erizaran los cabellos cuando no dices la verdad!
- ¡Yo no miento nunca! gritó Federiquillo, y quiso ponerse a patalear.
Entonces notó sobre su cabeza un curioso cosquilleo, y percibió un rumor
singular en sus oídos, como cuando el pavo real abre su rueda. Se llevó las
manos a los cabellos. Se pasó las dos manos sobre ellos. Todo fue en vano.
Obstinado, se dirigió a la cestita de costura de su madre, cogió las tijeras y
quiso cortarse los cabellos. Pero en vano: eran tan, fuertes como alambres.
Entonces gritó, lleno de terror:
- ¡Madre, yo he sido quien ha roto la taza!
Al momento se abatieron los erizados cabellos y se le enrollaron en suaves
rizos, de modo que fue de nuevo el hermoso Federico.
Y así sucedió cada vez. Cuando el chiquillo mentía, se le erizaban los cabellos
hacia lo alto. Y cuando decía después la verdad, se le rizaban de nuevo. Pero si
esto sucedía en la escuela, tenía el grave inconveniente de que se burlaba de él
toda la clase, y en el camino de regreso a casa le seguían todos sus
compañeros gritando:
- ¡Federiquillo, el Mentiroso! ¡Federiquillo, el Mentiroso!
¡Esto era espantoso! Pero, gracias a ello, perdió Federico la costumbre de
mentir. Sus padres se sintieron completamente felices desde entonces. Su
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Pimentilla en la ratonera
Pimentilla era el decimotercer hijo de un pobre zapatero. Era el más pequeño
de todos los hermanos.
Cuando los domingos se fatigaba demasiado durante el paseo y se quedaba
rezagado, se lo metía el padre en su bota. Entonces podía mirar él hacia la
caña de la bota y coger las briznas de hierba que le rozaban la naricita al
pasar. ¡Tan pequeño era Pimentilla! Pero era también tan inteligente como sus
hermanos mayores y tenía, además, muy buen corazón.
Un día le dijo a su padre:
- Padre, yo veo cómo tienes que matarte a trabajar por tus trece hijos. ¡Me das
lástima! Déjame salir a mí a recorrer el mundo. Quiero también yo ganar algún
dinero. Entonces lo pasarás tú mejor.
El padre rió de buena gana por esta ocurrencia y le dejó partir. Pensó para sí:
"No llegará muy lejos; de modo que mi hijo mayor podrá alcanzarle por la
noche y traerle de nuevo a casa". Pero el padre, al pensar así, contaba
solamente con las cortas piernecitas de Pimentilla y no con su despejada
cabeza.
En efecto, apenas estuvo Pimentilla en la carretera, pasó corriendo desde el
campo un bonito ratón por su lado.
- ¡Alto! - gritó -. ¿Quieres ser tú mi caballo? Te llamaré mi corcel gris.
Esto lisonjeó enormemente al ratón. Dejó que montara Pimentilla sobre él, y así
emprendieron el galope hacia el ancho mundo. Pero cuando se hizo de noche,
sintieron los dos hambre.
- ¿Qué desearías comer tú? - preguntó Pimentilla.
- Lo mejor para mí sería un sabroso pedacito de grasa - dijo el ratón.
- Para mí también - dijo el pequeño jinete.
Se hallaban justamente a la sazón delante de la tienda de un panadero. Como
la puerta estaba sólo entornada, penetraron resueltamente por ella. En la
tienda había cosas maravillosas: pan, pasteles y todo género de dulces de
azúcar.
- Pero grasa no se ve por ninguna parte - dijo Pimentilla tristemente.
- Sí - dijo el ratón -, yo la huelo.
Y comenzó a buscar por todos los rincones. De repente dio de narices con una
ratonera.
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- ¡Ah! - gritó -. ¡Aquí dentro hay grasa! Pero no me fío mucho de esto. Entra tú
a verlo; tú eres más listo que yo.
Esto no se lo hizo repetir. Sin vacilar, Pimentilla se metió dentro de la trampa.
Pero ¡clap!, sin saber cómo, se encontró de golpe prisionero. El ratón lloraba
desconsolado.
- Ahórrate las lágrimas - dijo Pimentilla. - La grasa ya la tenemos. ¡Toma, come,
y ponte a dormir! ¡Y gracias por el hermoso día! Sin ti no hubiera llegado yo tan
lejos.
El ratón se consoló muy pronto, pues la grasa era de la mejor y, además,
estaba asada. Cuando hubo comido, se deslizó tras un saco de harina y durmió
toda la noche de un tirón.
Pimentilla paseó arriba y abajo por su inesperada cárcel y examinó
cuidadosamente los barrotes.
- Cerrado, cerrado - dijo luego -; pero mañana será otro día.
Se tendió sobre la oreja izquierda y pronto quedó maravillosamente dormido. Y
a poco soñó que era tan rico que podía arrojarle el oro a su padre a paletadas
bien repletas.
Al día siguiente por la mañana entró el panadero en la tienda. Era un hombre
muy gordo, con una barriga muy gruesa.
- ¡Buenos días, Barriguita! - gritó Pimentilla.
- Buenos días - dijo el panadero, mientras miraba asombrado por todos los
rincones -. ¿Dónde estáis, buen, señor? - preguntó.
Entonces se oyó desde el rincón:
- En la ratonera.
El panadero se inclinó penosamente a causa de la barriga, cogió la trampa y la
puso sobre la mesa. Pimentilla se inclinó ceremoniosamente y habló:
- ¿Queréis tener la bondad de abrirme la puerta?
- ¿Cómo has entrado tú aquí? - preguntó el panadero.
- He pasado la noche en esta habitacioncilla, porque no quería daros ninguna
molestia. Me llamo Pimentilla y estoy a vuestras órdenes.
Entonces se echó a reír el panadero de tan buena gana, que empezó a agitarse
toda su barriga. Abrió la ratonera, salió afuera Pimentilla. Al verse libre, silbó a
su "caballo gris, que acudió enseguida.
- Este es mi caballo - dijo con orgullo.
Subió a él de un salto y dio así una vuelta por encima de la mesa. Entonces rió
el panadero más fuerte aún, de manera que su barriga se estremeció como si
fuera a estallar, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Finalmente gritó:
- ¡Párate, pequeño jinete! Que voy a reventar de risa.
Y tuvo que sostenerse la barriguita con ambas manos.
- Así, pues, ¡adiós! - dijo Pimentilla -. ¡Muchas gracias por el alojamiento de
esta noche! No tomo a mal que mi persona y mi caballo gris os hayan hecho
reír tanto.
Pimentilla se quitó la gorra y saludó con ella. Pero cuando el ratón y su jinete
iban a deslizarse por la rendija de la puerta, gritó el panadero.
- ¡Alto! ¿Tanta prisa tienes? Espérate, no te vayas, muchacho.
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El patín de ruedas
Si se te ha metido algo en la cabeza, puedes empezar a sacártelo - le dijo una
pobre viuda a su hijita.
En efecto, a la niña se le había antojado tener patines, y era imposible
apartarle de esta idea.
- Zapatos nuevos necesitarías tú - le dijo la madre -, y yo también. ¡Fíjate!
Su madre levantó el pie izquierdo. El aire entraba por donde hubiera debido
estar la suela.
- Pues yo quiero tener patines, y los tendré - se obstinó la chiquilla -. ¡los
tendré, los tendré, y los tendré!
¡Oh!, ¡la muchacha hubiera seguido aún diciendo una y otra vez: "¡los tendré,
los tendré!", pero la madre puso fin a la discusión con un bofetón y añadió:
- Pero yo no los tengo.
Y, diciendo esto, cogió la canasta de lavar y se dirigió a casa de una de sus
clientes. La muchacha la siguió con la mirada. Contempló los agujeros de sus
zapatos, completamente rotos, y murmuró: "Mi madre tiene razón. Pero yo he
de tener unos patines, de lo contrario, no estaré tranquila".
Inmediatamente empezó a barrer, ligera, la habitación. La escoba se deslizaba
por todos los rincones, y el polvo se arremolinaba hacia fuera, por la puerta. La
muchacha sabía hacer las cosas bien. Presta como un relámpago, lo iba
limpiando y arreglando todo. Y, mientras trabajaba, iba cantando: "¡Rueda,
rueda, rueda!", y sus pensamientos vagaban de nuevo con los patines.
De pronto, tropezó la escoba con un cuerpo duro, que sonó alegremente y se
movió rodando. La muchacha se inclinó ligera y levantó un patín del suelo.
No se asombró mucho por ello. Preguntó solamente al pequeño patín:
- ¿Dónde está tu compañero?
- Estoy solo. Me he escapado. Me he disgustado con mi compañero, y nunca
más regresaré a su lado.
- ¿Por qué os habéis peleado?
- Porque no quiso reconocer que yo soy más listo que él.
- Quiero creerlo, patincito; ¡pero primero demuéstrame tu listeza!
- ¡Sube, y sabrás quién soy yo! Yo no necesito al otro. Yo puedo correr solo. Di
¡hopp!, y echaré a correr, sin que me des impulso, y no me pararé hasta que tú
digas ¡stop!
- ¡Maravilloso! - exclamó la muchacha. Lanzó la escoba a un lado, puso el pie
derecho sobre el patín y se sujetó presurosa las correas.
- ¡Hopp! - gritó alegremente.
Entonces echó a rodar el zapato, de forma que la falda y el delantal
revoloteaban al aire. El pie izquierdo oscilaba en el aire, y toda la gente se
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Cuentos Populares Suizos Anónimo 17
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Cuentos Populares Suizos Anónimo 19
Hansli montó sobre él, y -hop-hop- atravesó el portal, y bajó los escalones,
hasta el pequeño jardín delantero. El viento soplaba allí en los cabellos de
Hansli, y las hojas secas jugaban al escondite en la calle.
- ¿Quieres salir fuera? - preguntó Hansli.
El caballito relinchó más fuerte. Sí: quería salir. Así cabalgó Hansli por la
ancha calle hasta llegar al pequeño parque, a través del cual fluía el alegre
arroyuelo del jardín zoológico.
- ¡Ah! Tú tienes sed y quieres beber agua - dijo Hansli a su caballito -. ¡Pero
cuidado no resbales¡ - gritó, insistiendo mientras Hühü descendía la empinada
pendiente.
Pero ya era inútil la advertencia: Hansli estaba de cabeza en el agua, y Hühü se
alejaba nadando por el arroyo. El caballito blanco, en vez de relinchar, daba
vueltas y más vueltas sobre el agua; finalmente, se colocó sobre sus espaldas y
elevó las cuatro patas al aire.
- ¡Hühü! ¡Ay! ¡Ay! ¡Mi caballito blanco! - exclamaba Hansli.
Afortunadamente, en el parque había, mujeres y niños pequeños. Los niños
pequeños rieron, y las mujeres, compasivas, sacaron a Hansli del agua.
Entretanto el caballito blanco se hallaba ya lejos, muy lejos. Había llegado ya a
la ciudad, y nadaba por entre las casas. Un poco más de navegación, y estaba
ya en el grande y verde Rin. ¡Esto si que era una lástima!
Calado hasta los huesos, llegó Hansli a la lavandería. Lloraba que daba
lástima, y, como de vez en cuando tosiera también, le metió su madre deprisa
en la cama.
La abuela le dio el té a cucharaditas y le limpió las lágrimas, y tuvo que
contarle una y otra vez, a diario, a dónde había ido a parar nadando el caballito
blanco. Le contó que, finalmente, llegó hasta el lejano país de los indios. Los
hijos de éstos le montaron por la selva virgen, y le veían corretear los monos
que se hallaban subidos a los árboles. Un gran mono cogió una banana y se la
arrojó al caballito blanco Hühü justamente en mitad del hocico abierto.
Entonces pudo reír de nuevo Hansli, ante las aventuras del caballito blanco.
La buena ardilla
Érase una vez un niño chiquitín. Este niño era solamente la mitad de grande
de lo que eran los demás niños de su edad. Su padre le llamaba Lu: nombre
bonito y breve. Su madre le llamaba Lulu. Su abuela, empero, que le quería de
todo corazón y no se cansaba nunca de él, le llamaba Lululu.
Lu era, ágil como un armiño y podía trepar como una ardilla. Lo malo era que
con ello se desgarraba cada día los pantaloncitos y la blusita. La abuela se lo
remendaba todo con mucha paciencia. Pero un día se encontraba ella enferma
en la cama, y así tenía la madre mucho que hacer. Como el chiquillo volviera,
además, a casa con rotos en la ropa, dijo ella:
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Cuentos Populares Suizos Anónimo 20
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Cuentos Populares Suizos Anónimo 21
Entonces trepó Lu a lo alto del abeto. Allí se quitó el pardo abrigo de pieles, y la
ardilla se deslizó dentro de él. Desnudo y temblando, se quedó sentado el
chiquillo sobre la rama, sin saber qué hacer. Entonces habló la bondadosa
ardilla:
- ¡Vete a mi casita! ¡Cierra la puerta, cuando venga la comadreja, o la pérfida
ave de rapiña! Yo iré en busca de tu vestidito, ¡Cuando lo haya encontrado,
ábreme entonces la puerta!
Lu se deslizó en el redondo nido de la ardilla, y ésta se plantó en tres saltos
sobre el verde césped, junto a un mirlo negro. Éste picoteaba con su amarillo
pico en el suelo, sin mirar a su alrededor.
- Mirlo - dijo la ardilla - ¿Has robado tú tal vez un vestidito de niño?
- ¿Robado? ¡Yo no soy ningún ladrón! ¡Haz el favor de marcharte, si no quieres
que te saque los ojos con mi pico!
Entonces huyó de allí la bueno ardilla, llena de espanto.
En el corral encontró al pato.
- Patito contorneador ¿has visto tú acaso un vestidito de niño?
- ¿Un vestidito de niño? ¿Un vestidito de niño? ¿Y qué quieres tú que yo hiciera
con un vestidito de niño?
- Lu lo ha perdido. No, dicho en confianza: un ladrón se lo ha robado.
Al oír esto graznó el pato tan fuerte como pudo. Al oírle todos los animales del
corral se acercaron corriendo.
- Schnädergeck - dijo el pato -; ¡ayudadnos todos a buscar! ¡Al pequeño Lu, a
quien ya conocéis todos vosotros, le han robado su vestido!.
El gallo cacareó fuerte, y las gallinas cloquearon, y todos batieron las alas en
señal de que el suceso les afectaba profundamente. Como todos tenían en gran
estima al pequeño Lu, ayudaron gustosos a buscar su vestidito. Delante de
todos iba siempre la ardilla. Miraron atentamente por todos los rincones; pero
ni en el patio ni en el jardín se veía ningún pantaloncito, ninguna blusita, ni
tampoco ninguna camisita. Entonces gritaron todos:
- ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón!
Delante de la ventana de la cocina dormía al sol el gato gris.
- ¿Os referís a mí? - gritó éste indignado -. Esto sí que no lo tolero yo.
Se irguió, juntó muy próximas sus cuatro patas, y arqueó el lomo.
- No, no - dijo la ardilla -. Al pequeño Lu, ya le conoces tú también, al pequeño
Lu le han robado su vestido.
- ¿A mi Lu? ¿A mi Lulu? ¿A mi Lululu? ¿Quién es el ladrón? le voy a sacar los
ojos.
- Le estamos buscando. ¡Ven con nosotros!
Entonces bajó el gato de un salto de la cornisa y marchó delante de todos,
incluso de la ardilla. De repente, se quedó inmóvil.
- Se me ocurre una cosa. Pero, ¡procurad no hacer ruido!
Silenciosamente se deslizó el gato hasta la garita del perro. Fofo aguzó las
orejas, después gruñó suavemente, y por último ladró con todas sus fuerzas.
- ¿Qué buscan aquí las gallinas? ¿Y qué se le ha perdido al gato gris? ¡Que se
me acerque éste, si se atreve!
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Cuentos Populares Suizos Anónimo 22
Pero Micifuz se acercó, y sus ojos brillaron de ira; pues, ¿sabéis lo que vio en el
fondo de la garita del perro? ¡El vestido del niño! Todo estaba allí: los
pantalones grises, la blusita azul, la camisita blanca.
- ¡Ladrón! - bufó el gato.
Fofo se preparó para la lucha. Estos vestidos no tenía que tocarlos nadie.
Pertenecían a su joven señor, el querido Lu. El perro los había encontrado y
recogido, y los llevaba vigilando toda una hora. Estaba dispuesto a defenderlos,
aun cuando, además de las gallinas y del gato y de la ardilla, viniera también
todo el establo; el vestido no lo daría mas que a su joven señor.
Pero los gatos son más inteligentes que los perros. Micifuz susurró al oído de la
ardilla:
- ¡Cuando esté fuera el perro, coged vosotros el vestido!
Y Fofo salió en verdad de su casita; pues el gato bufaba y arqueaba el lomo, y
encendía dos fuegos en sus ojos. Y esto era demasiado para Fofo.
- ¡Guau, guau! - gritó, y se lanzó sobre el gato, al que no podía sufrir.
Micifuz trepó al manzano más próximo, bufó hacia abajo, y Fofo ladró hacia
arriba, mientras la ardilla se apoderaba de los pantaloncitos, la blusita y la
camisita, y las llevaba arriba, hacia el redondo nido, donde esperaba Lu lleno
de ansiedad.
Cuando regresó Fofo a su casita, y no encontró en ella los vestiditos, se tendió
sobre el vientre, y aulló con aullidos que inspiraban lástima. No cesó de aullar
hasta que apareció Lu. Al verle se levantó de un salto y ladró fuertemente,
agitando gozoso la cola. Ahora comprendió, de repente, la verdad de lo ocurrido
y olvidó en su felicidad incluso su cólera contra Micifuz.
También Lu se sentía feliz; pues sus pantaloncitos estaban intactos. Al día
siguiente no tendría ya que ir con desgarrones a la iglesia. Su madre no le
castigaría.
El agujero en la manga
El muchacho de quien hemos de contar ahora tenía un gran agujero en la
manga. Esto le daba tanta vergüenza, que en la escuela no le era posible
prestar en absoluto atención a las explicaciones del maestro.
Su madre no podía remendárselo; trabajaba en casa de gente extraña.
En su apuro se dirigió el chiquillo a las muchachas y les dijo:
- ¿Quién quiere zurcirme mi juboncillo?
Pero las muchachas, ocupadas en jugar al escondite, no tenían tiempo para
ello.
Entonces se dirigió el muchacho a las mujeres y les dijo:
- ¿Quién quiere zurcirme mi juboncillo?
Pero las mujeres tenían que lavar los platos, y así le contestaron.
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- ¡Vuelve mañana!
Pero el muchacho no se atrevió a ir de nuevo a la escuela con el agujero en la
manga. Se ocultó, detrás de la escuela, y se encaminó presuroso al bosque.
Miró hacia el tierno follaje de primavera y preguntó al cielo azul:
- ¿Quién me zurcirá mi juboncillo?
Entonces, ante sus narices, descendi6 una araña a lo largo de un hilo. El
muchacho recordó, al verla, una cancioncilla que le habían enseñado en la
escuela:
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las faldas y las cabelleras danzaban, y, más alegre que ninguno, danzaba
también el corazón de la niña. El viento silbaba una cancioncilla, y los niños
gritaban jubilosos de alegría.
De repente apareció la madre. Al ver a la niña fuera de la casita, juntando las
manos derramó grandes lágrimas. Temía que ahora tendría que enfermar la
delicada niña, y moriría.
Pero la niña no se puso enferma ni tuvo tampoco que morir. Sus mejillas se
colorearon, brillaron más claros sus ojos, y toda ella floreció y se hizo cada día
más bella.
- ¡Jujui! - rió el diablillo, mientras la madre recogía los pedacitos de cristal.
Luego saltó a horcajadas sobre el viento, y éste se lo llevó consigo. ¿Adónde?
Esto no lo he sabido yo nunca, pues en su gran prisa se olvidó de contármelo.
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