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El Martillo de Brecht

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E

M
T
L
D
B
EL
MAR
TI
LLO
DE
*

BRECHT
Cuadernillo de distribución gratuita

Selección de textos:
Paco Ignacio Taibo II
Dirección de arte, ilustraciones y portada:
Kael Abello - Utopix
Diagramación:
América Latina Rodríguez - Utopix
Escuela de Cuadros:
Chris Gilbert y Cira Pascual Marquina

Visita el sitio web de la comunidad Utopix:


www.utopix.cc

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En Libertad gratis, en:
www.brigadaparaleerenlibertad.com/libros

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un espacio para el estudio y el debate de la teoría
marxista, en:
www.youtube.com/escuelacuadros

Caracas y Ciudad de México, 2021


E l mart i l l o d e Bre cht
Selección de textos de Bertolt Brecht
realizada por Paco Ignacio Taibo II
con ilustraciones de Utopix
para un programa de Escuela de Cuadros
ÍNDICE

Prefacio 9
Introducción 13

POESÍA
Loa a la dialéctica 19
Preguntas de un obrero que lee 23
El cambio de rueda 27
Canción de la rueda hidráulica 29
Mi hermano era piloto 33
Leyenda de la Navidad 35
Alabanza al revolucionario 39
A los hombres futuros (a la posteridad) 43
O todos o ninguno 49
Balada del pobre Bertolt Brecht 53

CUENTOS Y FRAGMENTOS
El muchacho indefenso 59
Si los tiburones fueran hombres 61
El manto del hereje 67
César y su legionario 85
Medida contra la violencia 117
9

EL MARTILLO DE BRECHT
PREFACIO

Para muchos Bertolt Brecht (Augsburgo, 1898 – Berlín


Este, 1956) es el artista revolucionario por antonomasia.
Combinando la experimentación con el compromiso,
Brecht cumple con la aspiración histórica de hacer un
arte transformativo que no sea “un espejo para reflejar la
realidad, sino un martillo para darle forma”. 

Brecht se dedicó a fomentar una actitud crítica en el es-


pectador a través del distanciamiento y la interrupción,
con la mirada puesta en la cotidianidad y con la perspec-
tiva de los de abajo. Este dramaturgo y poeta marxista se
propuso formar militantes y no meramente retratarlos,
entendiendo que quien lucha es un ser complejo, con
apetitos, taras, y a veces con voz ronca en palabras del
propio Brecht… el militante como proceso. 
10
EL MARTILLO DE BRECHT

Compartiendo la vocación formativa, nos sentimos or-


gullosos al presentar esta selección de poesías, cuentos y
fragmentos del gran Brecht preparada por Paco Ignacio
Taibo II para un programa de Escuela de Cuadros.
Algunos de sus comentarios y reflexiones aparecen a pie
de página.

Este cuadernillo es una colaboración con Utopix, una co-


munidad de trabajo colaborativo para la producción y
difusión de discursos visuales anticapitalistas –a quienes
debemos la concepción y la realización artística del pro-
yecto– y la Brigada Para Leer En Libertad.

Escuela de Cuadros 
Para ver el video completo, visita:
https://youtu.be/S9L5629oUZY
o escanea el código QR:
EL MARTILLO DE BRECHT 12
13

EL MARTILLO DE BRECHT
INTRODUCCIÓN

De todos los poemas de Brecht que me han marcado, y


muchos lo han hecho a lo largo de una vida de narrador y
militante de izquierda, el que dejó su huella extraña es “El
cambio de rueda”. Quizá lo último que debería explicar
esta nota sobre el autor nacido en 1898 en Augsburgo,
son las razones. El camino fácil, es apropiarnos de frases
como tormentas que recorren su poesía y sus narraciones,
construyen pensamiento crítico, obligan a añadir al vuelo
cotidiano, la pura obligación de la conciencia: ¿Quiénes
somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?

Cuando responde a la pregunta: ¿De qué debemos es-


cribir en los tiempos oscuros? contestando: “También
escribiremos en los tiempos oscuros”. Y siempre son
tiempos oscuros, donde la claridad y la luz son un esfuer-
zo. Cuando obliga a mirar las pirámides desde el lomo
14
EL MARTILLO DE BRECHT

cansado del que cargaba las piedras. O la azotea del hotel


desde los ranchitos de Caracas y no al revés, Bertolt nos
acompaña. La lucidez no es un problema de estilo o un
pecado, es una obligación.

Y dice: “También el odio contra la bajeza desfigura la


cara. También la ira contra la injusticia pone ronca la voz.
Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el
camino para la amabilidad, no pudimos ser amables”.

Militar en la izquierda, hacerlo siempre críticamente, es


optar por la civilización contra la barbarie, gracias por
recordarlo, poeta.

Paco Ignacio Taibo II


EL MARTILLO DE BRECHT 16
POEMAS
17

EL MARTILLO DE BRECHT
EL MARTILLO DE BRECHT 18
19

1932
LOA
A
LA
DIALÉCTICA

Con paso firme se pasea hoy la injusticia.


Los opresores se disponen a dominar por otros diez mil
años.
La violencia garantiza: «Todo seguirá igual.»
No se oye otra voz que la de los dominadores,
y el mercado grita la explotación: «Ahora es cuando
empiezo».
Y entre los oprimidos, muchos dicen ahora:
«Jamás se logrará lo que queremos.»
Quien aún esté vivo no diga «jamás».*

* 00:20:52. ¡Qué nadie se atreva a decir jamás es potente! No es un poeta para


posibilistas, compañeros. Pero al mismo tiempo el posibilismo es un pro-
blema táctico, no estratégico. Y Brecht lo mide. Y lo mide frecuentemente.
20
EL MARTILLO DE BRECHT

Lo firme no es firme.
Todo no seguirá igual.
Cuando hayan hablado los que dominan,
hablarán los dominados.
¿Quién puede atreverse a decir «jamás»?
¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros.
¿De quién el que se acabe? De nosotros también.
¡Que se levante aquel que está abatido!
¡Aquel que está perdido, que combata!
¿Quién podrá contener al que conoce su condición?
Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana
y el jamás se convierte en ahora mismo.
21

EL MARTILLO DE BRECHT
EL MARTILLO DE BRECHT 22
23

1935
PREGUNTAS
DE
UN
OBRERO
QUE
LEE

¿Quién construyó Tebas,


la de las Siete Puertas?
En los libros figuran
sólo los nombres de reyes.
¿Acaso arrastraron ellos
bloques de piedra?
Y Babilonia, mil veces destruida,
¿quién la volvió a levantar otras tantas?
Quienes edificaron la dorada Lima,
¿en qué casas vivían?
24
EL MARTILLO DE BRECHT

¿Adónde fueron la noche


en que se terminó La Gran Muralla, sus albañiles?
Llena está de arcos triunfales
Roma la grande. Sus césares
¿sobre quienes triunfaron?
Bizancio tantas veces cantada,
para sus habitantes
¿sólo tenía palacios?
Hasta la legendaria
Atlántida, la noche en que el mar se la tragó,
los que se ahogaban
pedían, bramando, ayuda a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él sólo?
César venció a los galos.
¿No llevaba siquiera a un cocinero?
Felipe II lloró al saber su flota hundida.
¿No lloró más que él?
Federico de Prusia
ganó la guerra de los Treinta Años.
¿Quién ganó también?
Un triunfo en cada página.
25

EL MARTILLO DE BRECHT
¿Quién preparaba los festines?*
Un gran hombre cada diez años.
¿Quién pagaba los gastos?
A tantas historias,
tantas preguntas. 

* 00:03:58. Donde yo creo que [Brecht] adquiere el nivel más profundo,


más fuerte, es en ese poema inolvidable donde (...) pone por delante a los de
abajo y establece que la historia es un conglomerado de procesos sociales en
el que los pobres hicieron la parte creativa y los aristócratas, reyes, lores, etc.
no más organizaron los pinches banquetes. Ese Brecht es supremo.
EL MARTILLO DE BRECHT 26
27

1953
EL
CAMBIO
DE
RUEDA*

Estoy sentado al borde de la carretera,


el conductor cambia la rueda
No me gusta el lugar de donde vengo.
No me gusta el lugar adonde voy
¿Por qué miro el cambio de rueda
con impaciencia?

* 00:10:57. A mí, este es uno de los poemas que me convencieron y me


radicalizaron más. Aprendí a ver las calles que hay entre un lugar y otro.
Aprendí a ver los rostros de la gente. Aprendí a ver las situaciones del coti-
diano, no como tránsitos entre origen y destino, sino como momentos de
una vitalidad inmensa.
EL MARTILLO DE BRECHT 28
29

1934
CANCIÓN
DE
LA
RUEDA
HIDRÁULICA

Los poemas épicos nos dan noticia


de los grandes de este mundo:
suben como astros,
como astros caen.
Resulta consolador y conviene saberlo.
Pero para nosotros, los que tenemos que alimentarlos,
siempre ha sido, ay, más o menos igual.
Suben y bajan, pero ¿a costa de quién?
Sigue la rueda girando.
Lo que hoy está arriba no seguirá siempre arriba.
Mas para el agua de abajo, ay, esto sólo significa
que hay que seguir empujando la rueda.
30
EL MARTILLO DE BRECHT

Tuvimos muchos señores,


tuvimos hienas y tigres,
tuvimos águilas y cerdos.
Y a todos los alimentamos.
Mejores o peores, era lo mismo:
la bota que nos pisa es siempre una bota.
Ya comprendéis lo que quiero decir:
no cambiar de señores, sino no tener ninguno.
Sigue la rueda girando.
Lo que hoy está arriba no seguirá siempre arriba.
Mas para el agua de abajo, ay, esto sólo significa
que hay que seguir empujando la rueda.

3
Se embisten brutalmente,
pelean por el botín.
Los demás, para ellos, son tipos avariciosos
y a sí mismos se consideran buena gente.
Sin cesar los vemos enfurecerse
y combatirse entre sí. Tan sólo
cuando ya no queremos seguir alimentándolos
se ponen de pronto de acuerdo.
31

EL MARTILLO DE BRECHT
Ya no sigue la rueda girando,
y se acaba la farsa divertida
cuando el agua, por fin, libre su fuerza,
se entrega a trabajar para ella sola.
EL MARTILLO DE BRECHT 32
33

MI
HERMANO
ERA
PILOTO*

Mi hermano era piloto, 


un día recibió una postal, hizo su maleta 
y al suroeste era el viaje. 
Mi hermano es un conquistador, 
a nuestro pueblo le falta espacio, 
y conseguir tierra y suelo es 
un viejo sueño para nosotros. 
La tierra que mi hermano conquistara
está en la Sierra del Guadarrama
y mide 1 metro 80 en longitud:
poco más que medía su ataúd.

* 00:21:31. Es un poema muy importante de Brecht, se lo manda al Con-


greso de Valencia cuando los antifascistas intelectuales del mundo se reúnen
para combatir el nazismo. Un poema terrible. ¡Terrible! Y es lo que le manda
al Congreso de Valencia. O sea, el mensaje es: al fascismo, mátenlo o va a
destruir la vida de todos.
EL MARTILLO DE BRECHT 34
35

1923

LEYENDA
DE
LA
NAVIDAD

Hoy nos sentamos, en Nochebuena,


somos gente miserable
en una habitación fría.
El viento corre afuera, el viento entra.
Ven, buen Señor Jesús, a nosotros, vuelve tu mirada:
porque realmente te necesitamos.

Estamos sentados aquí hoy


como los paganos oscuros.
36
EL MARTILLO DE BRECHT

Fría, sobre nuestros huesos, cae la nieve:


a toda costa la nieve quiere entrar.
Entra, nieve, con nosotros, no digas el lema:
incluso en el cielo no tienes lugar.

Preparamos un brandy después


seremos ligeros, con más calor en el cuerpo.
Preparamos un brandy caliente
una gran bestia rodea nuestra choza.
Entra, bestia, a nosotros, pero muévete:
usted no tiene un hogar caliente incluso hoy.

4
¡Ponemos las chaquetas al fuego para calentarnos más
tarde!
Después de eso, las vigas arden inmediatamente para
nosotros.
Solo por la mañana estaremos congelados.
Ven buen viento, te queremos acoger:
porque tú también no tienes hogar.
37

EL MARTILLO DE BRECHT
EL MARTILLO DE BRECHT 38
39

1931
ALABANZA
AL
REVOLUCIONARIO

Cuando la opresión va a más


muchos se desmoralizan,
pero su valor crece.
Él es quien organiza la lucha
por ese centavo del salario, por el agua del té
y por el poder dentro del Estado.
Le pregunta a la propiedad:
¿De dónde eres?
Le pregunta a las ideas:
¿A quién sirven ustedes?
Allá donde reine el silencio
hablará él.
40
EL MARTILLO DE BRECHT

Y donde impere la opresión y se hable del destino


dirá él esos nombres.
Allá donde él se siente a la mesa
se sienta también el descontento.
La comida sabe mal
y se reconoce que el cuarto es estrecho.
Allá donde lo persigan
allá irá la rebelión y de allá donde lo echen
quedará la intranquilidad.
41

EL MARTILLO DE BRECHT
EL MARTILLO DE BRECHT 42
43

mita d d e l o s 3 0

A
LOS
HOMBRES
FUTUROS*
(A LA POSTERIDAD)

Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.


Es insensata la palabra ingenua. Una frente lisa
revela insensibilidad. El que ríe
es que no ha oído aún la noticia terrible,
aún no le ha llegado.

* 00:43:57. ¿Cuándo es el futuro? Brecht ahí es cauteloso en términos de no


establecer la lógica de “bueno, primero el feudalismo, luego el capitalismo,
luego el capitalismo imperialista, luego el socialismo...” Es cauteloso de no
ver este determinismo cuadrado en etapas firmes. También es cauteloso a la
hora de pensar el futuro. Porque si lo notan, ahí, y en otros muchos de sus
poemas, hay una nota de dolor y decepción, de duda... y está bien incorpo-
rarlo. Forma parte de la naturaleza del cambio profundo. El derecho a dudar
y a seguir actuando a pesar de la duda.
44
EL MARTILLO DE BRECHT

¡Qué tiempos estos en que


hablar sobre árboles es casi un crimen
porque supone callar sobre tantas alevosías!
Ese hombre que va tranquilamente por la calle,
¿Lo encontrarán sus amigos
cuando lo necesiten?
Es cierto que aún me gano la vida.
Pero, creedme, es pura casualidad. Nada
de lo que hago me da derecho a hartarme.
Por casualidad me he librado. (Si mi suerte acabara,
estaría perdido.)
Me dicen: «¡Come y bebe! ¡Goza de lo que tienes!»
Pero ¿cómo puedo comer y beber
si al hambriento le quito lo que como
y mi vaso de agua le hace falta al sediento?
Y, sin embargo, como y bebo.
Me gustaría ser sabio también.
Los viejos libros explican la sabiduría:
Apartarse de las luchas del mundo y transcurrir
sin inquietudes nuestro breve tiempo.
Librarse de la violencia,
dar bien por mal,
no satisfacer los deseos y hasta
olvidarlos: tal es la sabiduría.
Pero yo no puedo hacer nada de esto:
Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.
45

EL MARTILLO DE BRECHT
2

Llegué a las ciudades en tiempos del desorden,


cuando el hambre reinaba.
Me mezclé entre los hombres en tiempos de rebeldía
y me rebelé con ellos.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.
Mi pan lo comí entre batalla y batalla.
Entre los asesinos dormí.
Hice el amor sin prestarle atención
y contemplé la naturaleza con impaciencia. 
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.
En mis tiempos, las calles desembocaban en pantanos.
La palabra me traicionaba al verdugo.
Poco podía yo. Y los poderosos
se sentían más tranquilos sin mí. Lo sabía.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.
Escasas eran las fuerzas. La meta
estaba muy lejos aún.
Ya se podía ver claramente, aunque para mí
fuera casi inalcanzable.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.
46
EL MARTILLO DE BRECHT

Vosotros, que surgiréis del marasmo


en el que nosotros nos hemos hundido,
cuando habléis de nuestras debilidades,
pensad también en los tiempos sombríos
de los que os habéis escapado.
Cambiábamos de país como de zapatos
a través de las guerras de clases, y nos desesperábamos
donde sólo había injusticia y nadie se alzaba contra ella.
Y, sin embargo, sabíamos
que también el odio contra la bajeza desfigura la cara.
También la ira contra la injusticia
pone ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros,
que queríamos preparar el camino para la amabilidad*
no pudimos ser amables.
Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos
en que el hombre sea amigo del hombre,
pensad en nosotros
con indulgencia.

* 00:49:23. Está muy cerca de la frase del Che cuando habla de conservar
la ternura. Lo que no le hacía titubear a la hora de apretar el gatillo en los
contextos de una lucha armada de todo o nada. Está muy cerca de esta re-
flexión de Brecht.
47

EL MARTILLO DE BRECHT
EL MARTILLO DE BRECHT 48
49

1945
O
TODOS
O
NINGUNO

Esclavo, ¿quién te liberará?


Los que están en la sima más honda
te verán, compañero,
tus gritos oirán.
Los esclavos te liberarán.
O todos o ninguno. O todo o nada.
Uno sólo no puede salvarse.
O los fusiles o las cadenas.
O todos o ninguno. O todo o nada.
Hambriento, ¿quién te alimentará?
Si tú quieres pan, ven con nosotros,
los que no lo tenemos.
Déjanos enseñarte el camino.
Los hambrientos te alimentarán.
O todos o ninguno. O todo o nada.
50
EL MARTILLO DE BRECHT

Uno sólo no puede salvarse.


O los fusiles o las cadenas.
O todos o ninguno. O todo o nada.
Vencido, ¿quién te puede vengar?
Tú que padeces heridas,
únete a los heridos.
Nosotros, compañero, aunque débiles,
nosotros te podemos vengar.
O todos o ninguno. O todo o nada.
Uno sólo no puede salvarse.
O los fusiles o las cadenas.
O todos o ninguno. O todo o nada.
Hombre perdido, ¿quién se arriesgará?
Aquel que ya no pueda soportar
su miseria, que se una a los que luchan
porque su día sea el de hoy
y no algún día que ha de llegar.
O todos o ninguno. O todo o nada.
Uno sólo no puede salvarse.
O los fusiles o las cadenas.
O todos o ninguno. O todo o nada.
51

EL MARTILLO DE BRECHT
EL MARTILLO DE BRECHT 52
53

1921
BALADA
DEL
POBRE
B E R T O LT
BRECHT

Yo, Bertolt Brecht, vengo de la Selva negra.


Mi madre me llevó a las ciudades
estando aún en su vientre. El frío de los bosques
en mí lo llevaré hasta que muera.
Me siento como en casa en la ciudad de asfalto. Desde
el principio
me han provisto de todos los sacramentos de la muerte:
periódicos, tabaco, aguardiente.
En resumen, soy desconfiado y perezoso, y satisfecho al
fin.
Con la gente soy amable. Me pongo
un sombrero según su costumbre.
54
EL MARTILLO DE BRECHT

Y me digo: son bichos de olor especial.


Pero pienso: no importa, también yo lo soy.
Por la mañana, a veces, en mis mecedoras vacías,
me siento entre un par de mujeres.
Las miro indiferentes y les digo:
con éste no tenéis nada que hacer.
Al atardecer reúno en torno mío hombres
y nos tratamos de gentleman mutuamente.
Apoyan sus pies en mis mesas.
Dicen: «Nos irá mejor». Y yo no pregunto: «¿Cuándo?»
Al alba los abetos mean en el gris del amanecer
y sus parásitos, los pájaros, empiezan a chillar.
A esa hora en la ciudad, me bebo mi vaso,
tiro la colilla del puro, y me duermo tranquilo.
Generación sin peso, nos han establecido
en casas que se creía indestructibles
(así construimos los largos edificios de la isla de
Manhattan y las finas antenas que al Atlántico
entretienen).
De las ciudades quedará sólo el viento que pasaba por
ellas.
La casa hace feliz al que come, y él es quien la vacía.
Sabemos que estamos de paso
y que nada importante vendrá después de nosotros.
55

EL MARTILLO DE BRECHT
En los terremotos del futuro, confío
no dejar que se apague mi puro de tabaco de «Virginia»
por exceso de amargura,
yo, Bertolt Brecht, arrojado a las ciudades de asfalto
desde la Selva negra, dentro de mi madre, hace tiempo.
EL MARTILLO DE BRECHT 56
57

EL MARTILLO DE BRECHT
CUENTOS
Y F R A G M E N T O S
EL MARTILLO DE BRECHT 58
59

EL
MUCHACHO
INDEFENSO

Un transeúnte preguntó a un muchacho que lloraba


amargamente cuál era la causa de su congoja.
–Había reunido dos monedas para ir al cine –dijo el in-
terrogado–, pero se me ha acercado un chico y me quitó
una –y señaló a un chiquillo que estaba a cierta distancia.
–¿Y no pediste ayuda? –preguntó el hombre.
–Claro que sí –replicó el muchacho, sollozando con más
fuerza.
–¿Y nadie te oyó? –siguió preguntando el hombre, al
tiempo que lo acariciaba tiernamente.
–No –gimió el niño.
–¿Y no puedes gritar más fuerte? –preguntó el hombre.
–No –replicó el chico, mirándolo con ojos esperanzados,
pues el hombre sonrió.
–Entonces, dame la que te queda –dijo el hombre, y qui-
tándole la última moneda de la mano, prosiguió despreo-
cupadamente su camino.
EL MARTILLO DE BRECHT 60
61

SI
LOS
TIBURONES
FUERAN
HOMBRES

–Si los tiburones fueran hombres –preguntó al señor K.


la hija pequeña de su patrona–, ¿se portarían mejor con
los pececitos?*
–Claro que sí –respondió el señor K.– Si los tiburones
fueran hombres, harían construir en el mar cajas enor-
mes para los pececitos, con toda clase de alimentos en
su interior, tanto plantas como materias animales. Se
preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fres-
ca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por
ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se
la vendarían de modo que el pececito no se les muriera
prematuramente a los tiburones.
* 00:47:23. Una de las mejores definiciones del Sistema, no de los hombres.
Saca a la niña de la pregunta y la coloca en otro contexto. Le dice: el sistema
nos deja vivir a los disidentes siempre y cuando seamos engranajes de la
máquina.
62
EL MARTILLO DE BRECHT

Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de


cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pe-
cecitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También
habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas
se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los
tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografía
para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan
por ahí holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente,
la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que
no hay nada más grande ni más hermoso para un pece-
cito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría
a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen
que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir.
Se les daría a entender que ese porvenir que se les augu-
raba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los
pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones,
así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o
marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tenden-
cias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediata-
mente a los tiburones.

Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente


la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos.
Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a
combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pe-
cecillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones
63

EL MARTILLO DE BRECHT
existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececi-
llos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en
idiomas muy distintos y por eso jamás logran entenderse.
A cada pececillo que matase en una guerra a un par de
pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma,
se les concedería una medalla al coraje y se le otorgaría
además el titulo de héroe. Si los tiburones fueran hom-
bres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros
en los que se representarían los dientes de los tiburones
en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardi-
nes de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del
fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando
entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música
sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensa-
mientos más deliciosos, como en un ensueño, los pece-
cillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda,
dentro de esas fauces. Habría asimismo una religión, si
los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que
la verdadera vida comienza para los pececillos en el es-
tómago de los tiburones. Además, si los tiburones fue-
ran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales
como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo
que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pe-
cecillos que fueran un poco más grandes se les permitiría
incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían
esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores
64
EL MARTILLO DE BRECHT

bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que


ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el
orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u
oficiales, ingenieros especializados en la construcción de
cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una
cultura si los tiburones fueran hombres.
EL MARTILLO DE BRECHT 66
67

1939
EL
MANTO
DEL
HEREJE*

Giordano Bruno, el hombre de Nola al que las autorida-


des de la Inquisición romana condenaron, el año 1600, a
morir en la hoguera por herejía, es universalmente consi-
derado un gran hombre no sólo por sus audaces –y lue-
go comprobadas– hipótesis sobre los movimientos de los
astros, sino también por su valerosa actitud frente a la
Inquisición, a la que dijo: «Pronunciáis vuestra sentencia
contra mí quizá con más temor del que yo siento al es-
cucharla.» Cuando leemos sus escritos y encima echamos
una ojeada a los informes sobre su actuación pública, sen-
timos que en verdad no nos falta nada para calificarlo de

* 00:25:16. Lo que hace [Brecht] cuando te cuenta el cuento del manto de


Bruno es que desplaza el sujeto a un trapero que hace mantos y lo que quiere
es cobrar su manto y lo aleja de Bruno. Cuando estuve frente a la estatua de
Bruno en el Campo de’ Fiori, el cuento de Brecht me perseguía.
68
EL MARTILLO DE BRECHT

gran hombre. Y, sin embargo, hay una historia que acaso


pueda aumentar todavía más nuestro respeto por él.

Es la historia de su manto.

Antes hay que saber cómo cayó en las manos de la


Inquisición.

Un patricio veneciano, un tal Mocenigo, invitó al sabio


a pasar una temporada en su casa para que lo instruyera
en los secretos de la física y la mnemotecnia. Le brindó
hospitalidad durante varios meses y obtuvo, a cambio, la
instrucción acordada. Pero en vez de las clases de magia
negra que él había esperado recibió tan sólo las de física.
Quedó muy descontento porque éstas no le servían para
nada. Los gastos que le ocasionara su huésped empezaron
a pesarle, y repetidas veces lo exhortó seriamente a que le
revelara los conocimientos secretos y lucrativos que un
hombre tan famoso debía de poseer, sin duda alguna; al
no conseguir nada de esta forma, lo denunció por carta a
la Inquisición. Escribió que aquel hombre perverso y ma-
lagradecido había hablado mal de Cristo en su presencia,
diciendo que los monjes eran asnos que estupidizaban al
pueblo y afirmando asimismo, en contra de lo que de-
cía la Biblia, que había no sólo uno, sino innumerables
soles, etc. etc. Por consiguiente, él, Mocenigo, lo había
69

EL MARTILLO DE BRECHT
encerrado en su desván y rogaba que enviasen pronto
funcionarios a buscarlo.

Los funcionarios se presentaron un lunes, muy de ma-


drugada, y se llevaron al sabio a las mazmorras de la
Inquisición.

Aquello sucedió el lunes 25 de mayo de 1592, a las tres de


la mañana, y desde entonces hasta el día en que subió a la
hoguera, el 17 de febrero de 1600, el nolano no volvió a
abandonar las mazmorras.

Durante los ocho años que duró el terrible proceso,


Bruno luchó sin descanso por su vida, pero el combate
que libró en Venecia, el primer año, contra su traslado a
Roma fue, quizá, el más desesperado.

En aquel período se sitúa la historia del manto.

En el invierno de 1592, cuando aún vivía en un albergue,


se había mandado hacer un grueso manto a medida por
un sastre llamado Gabriele Zunto. En el momento de su
detención aún no había pagado la prenda.

Al enterarse del arresto, el sastre se precipitó a casa del se-


ñor Mocenigo en las proximidades de San Samuele para
70
EL MARTILLO DE BRECHT

presentar su factura. Era demasiado tarde. Un criado del


señor Mocenigo le señaló la puerta. «Ya hemos gastado
más que suficiente en ese impostor», gritó tan alto en
el umbral que algunos transeúntes volvieron la cabeza.
«Mejor diríjase al Tribunal del Santo Oficio y dígales que
tiene tratos con ese hereje.»

El sastre se quedó paralizado de temor en plena calle. Un


grupo de golfillos lo había oído todo, y uno de ellos, un
chiquilín harapiento y cubierto de granos, le lanzó una
piedra. Cierto es que una mujer pobremente vestida se
asomó por un portal y asestó una bofetada al pillastre,
pero Zunto, un hombre viejo, sintió claramente que era
peligroso ser alguien que «tuviera tratos con ese hereje».
Echó a correr mirando alrededor medrosamente y volvió
a su casa dando un largo rodeo. A su mujer nada le contó
de su infortunio, y durante una semana ella no supo ex-
plicarse las razones de su abatimiento.

Pero el 1 de junio, mientras hacía cuentas, descubrió


que un manto no había sido pagado por un cliente cuyo
nombre estaba en boca de todo el mundo, pues el nolano
era la comidilla de la ciudad. Corrían los rumores más te-
rribles sobre su perversidad. No sólo había echado pestes
contra el matrimonio, tanto en libros como en conver-
saciones, sino que había tratado de charlatán al mismo
71

EL MARTILLO DE BRECHT
Cristo y afirmado las cosas más desquiciadas sobre el Sol.
No era, pues, nada extraño que no hubiera pagado su
manto. Y la buena mujer no tenía la menor intención
de resignarse a esa pérdida. Tras una violenta discusión
con su marido, la septuagenaria, vestida con sus mejores
galas, se dirigió a la sede del Santo Oficio y reclamó, con
cara de malas pulgas, los treinta y dos escudos que le de-
bía el hereje allí encarcelado.*

El funcionario con el que habló tomó nota de su petición


y le prometió ocuparse del asunto.

Zunto no tardó en recibir una citación, y, temblando


como un azogado, se presentó en el temido edificio. Para
su gran sorpresa, no fue interrogado, sino solamente in-
formado de que su petición sería tenida en cuenta cuan-
do se examinaran los asuntos financieros del detenido.
De todas formas, el funcionario le insinuó que no se hi-
ciera muchas ilusiones.

El anciano quedó tan contento de salir bien librado por


tan poco, que le agradeció humildemente. Pero su mujer

* 00:51:10. [Brecht] Tiene al personaje, tiene a Giordano Bruno y el drama


de la inquisición. Pero simultáneamente tiene a esta mediocre y rara señora
que lo que quiere cobrar es el pinche manto, le importa un huevo todo lo
demás. Y esto te redimensiona las historias. Brecht es maestro en esto: en el
arriba y abajo para poder aproximarse a la historia.
72
EL MARTILLO DE BRECHT

no estaba nada satisfecha. Para compensar esa pérdida


no le bastaba con que su marido renunciara a su copa
vespertina y siguiera cosiendo hasta muy entrada la no-
che. Con el pañero habían contraído deudas que no po-
dían eludir. Se puso a chillar en la cocina y en el patio
que era una vergüenza encerrar a un delincuente antes
de que hubiera pagado sus deudas. Si fuera necesario,
añadió, iría a ver al Santo Padre en Roma para recuperar
sus treinta y dos escudos. «En la hoguera no necesitará
ningún manto», gritó.

Contó a su confesor lo que les había pasado. Este le


aconsejó pedir que al menos les devolvieran el manto.
Viendo en ello el reconocimiento, por parte de una ins-
tancia eclesiástica, de que su reivindicación era legítima,
la mujer declaró que no se contentaría con el manto, que
sin duda ya habría sido usado y, además, estaba hecho a
medida. Le hacía falta el dinero. Y como alzara un poco la
voz llevada por su fervor, el sacerdote la echó fuera.

Esto la hizo entrar un poco en razón y la mantuvo tran-


quila unas semanas. Del edificio de la Inquisición no
trascendió nada nuevo sobre el caso del hereje encarcela-
do. Pero en todas partes se rumoreaba que los interroga-
torios iban sacando a luz monstruosas infamias. La vieja
73

EL MARTILLO DE BRECHT
oía ávidamente todo aquel chismorreo. La atormentaba
oír que el asunto del hereje tuviera todas las de perder.
Aquel hombre jamás sería liberado ni podría pagar sus
deudas. La mujer dejó de dormir por las noches, y en
agosto, cuando el calor acabó de arruinar sus nervios,
empezó a ventilar su queja a chorretadas en las tiendas
donde compraba y ante los clientes que iban a probarse
ropa. Insinuaba que los monjes cometían un pecado al
despachar con tanta indiferencia las justas reclamaciones
de un pequeño artesano. Los impuestos eran opresivos, y
el pan acababa de subir nuevamente.

Una mañana, un funcionario se la llevó a la sede del


Santo Oficio, donde la conminaron enérgicamente a
poner fin a su malévolo cotilleo. Le preguntaron si no
le daba vergüenza comadrear sobre un proceso religioso
tan serio por unos cuantos escudos. Le dieron a entender
que disponían de toda suerte de medios contra la gente
de su calaña. Esto surtió efecto un tiempo, aunque cada
vez que pensaba en la frase «por unos cuantos escudos»,
pronunciada por aquel fraile rechoncho, enrojecía de ira.

Hasta que en septiembre se rumoreó que el Gran


Inquisidor de Roma había pedido el traslado del nolano.
El asunto se estaba debatiendo en la Signoria.
74
EL MARTILLO DE BRECHT

La ciudadanía discutió acaloradamente esta petición de


traslado, y la opinión era, en general, contraria. Los gre-
mios no querían aceptar ningún tribunal romano por en-
cima de ellos.

La vieja estaba fuera de sí. ¿Dejarían ahora que el hereje


fuera trasladado a Roma sin haber saldado antes sus deu-
das? Aquello era el colmo. No bien hubo oído la increí-
ble noticia cuando, sin molestarse siquiera en ponerse un
vestido mejor, se precipitó a la sede del Santo Oficio.

Esta vez la recibió un funcionario de mayor rango que,


curiosamente, fue mucho más complaciente con ella que
los anteriores. Era casi de su misma edad y escuchó sus
quejas tranquila y atentamente. Cuando terminó, él le
preguntó, tras una breve pausa, si deseaba hablar con
Bruno.

En seguida dijo que sí. Y fijaron una entrevista para el


día siguiente.

Aquella mañana, un hombrecillo enjuto, con una oscura


barba rala, la abordó en un cuartucho minúsculo con ven-
tanas enrejadas y le preguntó cortésmente qué deseaba.
75

EL MARTILLO DE BRECHT
Ella lo había visto cuando él fue a probarse el manto y
recordaba bien su cara, pero esta vez no lo reconoció de
inmediato. La tensión de los interrogatorios debía de ha-
berle provocado un cambio.

La mujer dijo precipitadamente:


–El manto. No llegó a pagarlo.

Él la miró asombrado unos segundos. Cuando por fin se


acordó, le preguntó en voz baja:
–¿Cuánto le debo?
–Treinta y dos escudos –dijo ella–. Le enviamos la cuenta.

Él se volvió hacia el funcionario alto y grueso que vigilaba


la entrevista y le preguntó si sabía cuánto dinero se había
depositado en la sede del Santo Oficio junto con sus de-
más pertenencias. El hombre lo ignoraba, pero prometió
averiguarlo.
–¿Cómo está su esposo? –preguntó el prisionero volvién-
dose otra vez hacia la vieja, como si el asunto estuviera
prácticamente zanjado, se hubieran establecido relacio-
nes normales y aquello fuera una visita habitual.

Y la mujer, desconcertada por la amabilidad del hombre-


cillo, murmuró que estaba bien y hasta añadió algo sobre
su reuma.
76
EL MARTILLO DE BRECHT

Sólo al cabo de dos días regresó a la sede del Santo Oficio,


pues juzgó de buen tono darle tiempo al caballero para
que efectuase sus pesquisas.

Y volvió a obtener permiso para hablar con él. Tuvo que


esperar más de una hora en el cuartucho de las ventanas
enrejadas, pues estaban interrogando al prisionero.

Por fin apareció éste con aire muy agotado. Como no


había sillas, se apoyó ligeramente contra la pared. Pero
fue en seguida al grano.

Con voz muy débil le dijo que, por desgracia, no estaba en


condiciones de pagarle el manto. Entre sus pertenencias
no había encontrado dinero en efectivo. Pero tampoco se
trataba de perder las esperanzas, añadió. Le había dado
vueltas al asunto y creía recordar que un hombre que ha-
bía editado libros suyos en la ciudad de Frankfurt aún le
debía dinero. Le escribiría, si allí se lo permitían. Al día
siguiente solicitaría el permiso. Durante el interrogatorio
de aquel día había tenido la impresión de que el ambiente
no era particularmente favorable, por lo que había prefe-
rido no preguntar para no echarlo todo a perder.

La vieja lo escrutaba con sus penetrantes ojos mientras él


iba hablando. Conocía los subterfugios y vanas promesas
77

EL MARTILLO DE BRECHT
de los deudores morosos. Sus obligaciones les importa-
ban un rábano, y cuando se veían acorralados, fingían
estar moviendo cielo y tierra.
–¿Para qué necesitaba entonces un manto si no tenía di-
nero con qué pagarlo? –preguntó con dureza.

El prisionero hizo un gesto con la cabeza para demostrar-


le que seguía su razonamiento. Y respondió:
–Siempre he ganado dinero con mis libros y mis clases.
Por eso pensé que también ahora ganaría algo. Y creí ne-
cesitar el manto porque pensaba que aún seguiría rodando
por el mundo. Dijo esto sin la menor amargura, como si
sólo hubiera querido no dejar a la anciana sin respuesta.

La vieja volvió a examinarlo de pies a cabeza, furibun-


da, pero a la vez con la sensación de que no llegaría a
comprenderlo, y, sin añadir una sola palabra, dio media
vuelta y salió precipitadamente del cuartucho.
–¿Quién se atrevería a enviar dinero a un hombre proce-
sado por la Inquisición? –le espetó indignada a su marido
aquella misma noche, en la cama. A él ya no le inquietaba
la postura de las autoridades eclesiásticas sobre su perso-
na, pero seguía desaprobando los infatigables intentos de
su mujer por conseguir el dinero.
–Ahora tiene cosas más importantes en qué pensar
–rezongó.
78
EL MARTILLO DE BRECHT

Ella no dijo nada.

Los meses siguientes transcurrieron sin que aconteciera


nada nuevo en relación con el penoso asunto. A princi-
pios de enero se rumoreó que la Signoria estaba estudian-
do la posibilidad de acceder al deseo del Papa y entregar
al hereje. Y los Zunto recibieron una nueva citación en la
sede del Santo Oficio.

No se especificaba ninguna hora concreta, y la señora


Zunto se apersonó una tarde. Llegó en un mal momen-
to. El prisionero esperaba la visita del procurador de la
República, de quien la Signoria había solicitado un dic-
tamen sobre el asunto del traslado. La señora fue recibi-
da por el funcionario de alto rango que tiempo atrás le
consiguiera la primera entrevista con el nolano; el viejo le
dijo que el prisionero había manifestado su deseo de ha-
blar con ella, pero la invitó a que considerara si aquél era
el momento adecuado, ya que el prisionero estaba pen-
diente de una entrevista sumamente importante para él.

Ella dijo que lo mejor sería preguntárselo.

Un funcionario salió y volvió al poco rato con el nolano.


La entrevista tuvo lugar en presencia del funcionario de
alto rango. Antes de que el prisionero, que sonrió a la
79

EL MARTILLO DE BRECHT
señora desde el umbral, pudiera decir algo, la anciana
le espetó:
–¿Por qué se comporta usted así si quiere seguir rodando
por el mundo?

El hombrecillo pareció desconcertarse unos instantes.


Había respondido a muchísimas preguntas aquellos tres
meses y casi no recordaba el final de la última entrevista
que tuviera con la mujer del sastre.
–No me ha llegado el dinero –dijo por último–; he escrito
dos veces pidiéndolo, pero no me ha llegado. He estado
pensando que tal vez os interesaría recuperar el manto.
–Ya sabía yo que llegaríamos a esto –replicó ella en tono
despectivo–. Está hecho a medida y es demasiado peque-
ño para la gran mayoría.

El nolano miró a la anciana con aire atormentado.


–No había pensado en esto –dijo volviéndose hacia el
monje–. ¿No se podrían vender todas mis pertenencias y
darle el dinero a esta gente?
–Me temo que no será posible –terció el funcionario
que lo había acompañado, el alto y grueso–. El señor
Mocenigo las reclama. Usted ha vivido largo tiempo a
costa suya.
–Fue él quien me invitó –replicó el nolano con voz
cansina.
80
EL MARTILLO DE BRECHT

El anciano levantó la mano.


–Eso aquí no viene a cuento. Pienso que hay que devol-
ver el manto.
–¿Y qué haremos nosotros con él? –dijo la vieja
obstinadamente.
El anciano se ruborizó ligeramente. Luego dijo con voz
pausada:
–Querida señora, no le vendría mal un poco de caridad
cristiana. El acusado está pendiente de una entrevista que
puede ser de vida o muerte para él. No puede usted pedir
que se interese únicamente por su manto.

La vieja lo miró insegura. De pronto recordó dónde es-


taba y se preguntó si no haría mejor en irse, cuando oyó
que, a sus espaldas, el prisionero decía en voz baja:
–En mi opinión tiene derecho a protestar.
Y cuando la vieja se volvió hacia él, añadió.
–Le ruego que disculpe todo esto. No vaya a pensar que
su pérdida me resulta indiferente. Elevaré una instancia
al respecto.
El funcionario alto y grueso había abandonado el cuarto
a una señal del anciano. En aquel momento regresó y,
abriendo los brazos, dijo:
–El manto no nos ha sido entregado. Mocenigo se habrá
quedado con él.
El nolano se asustó visiblemente. Luego dijo con firmeza:
81

EL MARTILLO DE BRECHT
–No es justo. Me querellaré contra él.
El anciano movió la cabeza.
–Mejor preocúpese de la conversación que habrá de man-
tener dentro de unos minutos. No puedo permitir que
aquí se siga discutiendo por unos cuantos escudos.

A la vieja se le subió la sangre a la cabeza. Había guardado


silencio mientras hablaba el nolano, mirando, enfurru-
ñada, uno de los rincones de la habitación. Pero en ese
momento se le agotó la paciencia:
–¡Unos cuantos escudos! –exclamó–. ¡Es la ganancia de
todo un mes! Para usted es muy fácil practicar la caridad.
¡No pierde nada!

En aquel instante se acercó a la puerta un monje muy


alto.
–Ha llegado el procurador –dijo a media voz, mirando
con sorpresa a la vieja chillona.
El funcionario alto y grueso cogió al nolano por la manga
y lo condujo fuera. El prisionero se volvió a mirar a la
mujer hasta que cruzó el umbral. Su enjuto rostro estaba
muy pálido.

La vieja bajó las escaleras de piedra del edificio un tanto


conturbada. No sabía qué pensar. Después de todo, el
hombre había hecho cuanto estaba a su alcance.
82
EL MARTILLO DE BRECHT

No quiso entrar en el taller cuando, una semana más tar-


de, el funcionario alto y grueso les trajo el manto. Pero
pegó la oreja a la puerta y le oyó decir:
–Lo cierto es que pasó estos últimos días muy preocupa-
do por el manto. Presentó una instancia dos veces, entre
interrogatorios y entrevistas con las autoridades de la ciu-
dad, y varias veces solicitó audiencia con el nuncio para
tratar del asunto. Al final logró imponerse. Mocenigo
tuvo que devolver el manto que, dicho sea de paso, ahora
le hubiera venido de maravilla, pues ha sido entregado
y esta misma semana lo trasladarán a Roma. Era cierto.
Estaban a finales de enero.*
 

* 00:52:04. ¿Por qué te conmueve la historia? Porque suena real. (...) Te con-
mueve porque sientes que lo que estás leyendo viene de la realidad. No está
mediado, no está ideologizado. No está convertido en teoría. Es la realidad.
Y la realidad tiene este factor cuando se cuenta bien que te conmueve. Te
pesca y te conmueve.
83

EL MARTILLO DE BRECHT
EL MARTILLO DE BRECHT 84
85

1942
CÉSAR
Y
SU
LEGIONARIO*

1. César

Desde comienzos de marzo sabía el dictador que los días


de la dictadura estaban contados.

A un forastero que llegara de alguna de las provincias,


la capital le hubiera impresionado tal vez más que nun-
ca. La urbe había crecido desmesuradamente; una abiga-
rrada mezcla de pueblos ocupaban sus distintos barrios,
que parecían a punto de estallar; poderosos edificios pú-
blicos estaban en vías de conclusión; la “city” hervía de

* 00:27:20. El quien es quien de la independencia latinoamericana se redi-


mensiona si entras a la propuesta de Brecht. Que es: Sí, revisemos el pasado,
veamos a los personajes, pero también incorporemos a los personajes del
subtexto porque, si no, el texto no existe. ¡Es bien inteligente el malvado
Bertolt Brecht!
86
EL MARTILLO DE BRECHT

proyectos; la vida comercial se desarrollaba con total nor-


malidad; los esclavos eran baratos.

El régimen parecía afianzado. El dictador acababa de ser


nombrado dictador vitalicio y preparaba ya la más grande
sus empresas,  la conquista del Oriente, la campaña de
Persia, tan largo tiempo esperada, auténtica secuela de la
expedición de Alejandro.

César sabía que no iba a pasar de aquel mes. Había lle-


gado a la cumbre de su poder. Ante él se abría el abismo.
La gran sesión del senado del 13 de marzo, en la que el
dictador pronunció un discurso contra la “amenazadora
actitud del gobierno persa” y en la que comunicó asimis-
mo haber reunido un ejército en Alejandría, capital de
Egipto, puso de relieve la indiferencia, por no decir la
frialdad, del Senado. Mientras el dictador hablaba, circu-
laba entre los senadores una ominosa lista de las cantida-
des que el dictador había depositado, con nombre falso,
en bancos de la España romana: ¡El dictador saca del país
su fortuna personal (110 millones en total)! ¿Es que no
confiaba en su propia guerra? ¿O es que la proyectada
guerra no tenía por objetivo Persia, sino Roma?

El Senado aprobó los créditos para la campaña. Por una-


nimidad, como de costumbre.
87

EL MARTILLO DE BRECHT
En el palacio de Cleopatra, centro de todas las intrigas
relacionadas con el Oriente, se hallan reunidos altos mi-
litares. La reina de Egipto es la verdadera inspiradora de
la guerra contra Persia. Bruto y Casio, así como otros
jóvenes oficiales, la felicitan por el triunfo en el Senado
de su política bélica. Su ocurrencia de hacer circular la
ominosa lista suscita admiración y carcajadas. El dictador
va a llevarse una buena sorpresa cuando trate de cobrar
en la City los créditos concedidos...

Efectivamente, César –para quien no ha pasado desaper-


cibida la frialdad del Senado, encubierta por una aparen-
te complacencia– observa también en la City una actitud
de lo más irritante. En la Cámara de Comercio, el dicta-
dor conduce a los financieros ante un mapa de enormes
proporciones, colgado en la pared, y les explica sus planes
para las campañas de Persia y de la India. Los financieros
asienten con la cabeza, pero sacan a colación el tema de
las Galias, conquistadas hace años, y en las que, sin em-
bargo, han vuelto a producirse sangrientas revueltas. “El
Nuevo Orden” no marcha como es debido. Alguien hace
una sugerencia: ¿no sería preferible aplazar hasta el otoño
la nueva guerra? César no responde, sino que abandona
bruscamente la reunión. Los financieros alzan la mano
haciendo el saludo romano. Alguien murmura:
–Está perdiendo su viejo temple.
88
EL MARTILLO DE BRECHT

¿Es que de pronto ya nadie desea la guerra?

Se hacen averiguaciones y sale a la luz un hecho descon-


certante: las fábricas de armamentos preparan febrilmen-
te material de guerra; sus acciones suben vertiginosamen-
te; también registran un alza los precios de los esclavos...
¿Qué significa todo esto? ¿Desean la guerra del dictador,
y, sin embargo, le rehúsan el dinero para llevarla a cabo?
Hacia el anochecer, César ha comprendido lo que aque-
llo significa: desean la guerra, pero no bajo su mando.

Da entonces la orden de detener a cinco banqueros, pero


se le nota profundamente afectado, a punto de sufrir una
fuerte depresión nerviosa. Su comportamiento sorprende
a su ayudante, que le ha visto conservar la sangre fría en
medio de las más sangrientas batallas. César se tranqui-
liza un poco cuando ve llegar a Bruto, a quien tiene en
gran aprecio. De todas formas, no se siente con ganas de
examinar un “dossier” que le acaba de entregar su hom-
bre de confianza en la City. Figuran en él nombres de
diversos conjurados, entre ellos Bruto, que preparan un
atentado contra su vida. El temor a encontrar nombres
de personas de su confianza en el grueso “dossier” (“¡es
tan grueso, tan espantosamente grueso!”) es lo que le di-
suade de abrirlo. Bruto necesita echar un trago de agua
89

EL MARTILLO DE BRECHT
cuando ve cómo César devuelve el legajo sin abrir a su
secretario, para examinarlo más tarde.

En el palacio de Cleopatra estalla el desconcierto cuando


aparece Bruto, pálido y profundamente turbado, e infor-
ma de la existencia de un “dossier” sobre el complot, que
César puede leer en cualquier momento. Cleopatra trata
de tranquilizar a los presentes apelando a su honor de sol-
dados, y da al punto orden de liar los bártulos. Mientras
tanto, el edil policial se ha presentado ante César. Es el
tercero que ocupa ese cargo en lo que va de año –sólo
tres meses–. Sus antecesores fueron destituidos por par-
ticipar en intrigas. El edil garantiza la seguridad personal
del dictador a pesar de la conmoción que en la City ha
producido la detención de los banqueros, en cuyo favor
se están moviendo ya en diversos círculos poderosas in-
fluencias... En opinión del edil, la guerra con Persia, de
cuya inminencia parece convencido, acallará a la oposi-
ción. Mientras el edil le expone con todo detalle las am-
plias medidas de protección que considera necesarias,
César ve a través de él, como en una visión, la forma en
que ha de morir, pues no le cabe duda de que ha de morir
muy pronto. Se dejará llevar al pórtico de Pompeyo, don-
de descenderá; allí despachará a los peticionarios, acudirá
al templo, buscará con la mirada a tal o cual senador y
90
EL MARTILLO DE BRECHT

lo saludará, se sentará en su silla. Se celebrarán algunas


ceremonias: lo ve todo claramente. Entonces, con cual-
quier pretexto se le acercarán los conjurados: en la visión
de César, éstos no presentan facciones; en el lugar de sus
rostros aparecen manchas blancas. Uno de ellos le dará
algo para leer; él lo tomará en sus manos, y entonces to-
dos se precipitarán sobre su persona, y él morirá. No, no
habrá guerra de Oriente para César. La más grande de
sus empresas nunca llegará a realizarse:  habría consisti-
do en llegar vivo a un barco, el cual debía llevarle hasta
Alejandría, donde estaban sus tropas, y que era además el
único lugar donde tal vez estaría seguro.

Cuando los centinelas ven entrar esa noche a unos hom-


bres en las habitaciones del dictador, se imaginan que son
generales e inspectores militares que van a discutir con él
los planes de la campaña contra Persia. Pero se trata sólo
de médicos: el dictador padece insomnio.

El día siguiente, 14 de marzo, transcurre confuso y angus-


tioso a un tiempo. Durante su ejercicio matinal a caballo,
en la escuela de equitación, César tiene una idea. El Senado
y la City están contra él, ¿y qué? ¡Recurrirá al pueblo!

¿Acaso no fue él un día el gran tribuno de la plebe, la


clara esperanza de la democracia?
91

EL MARTILLO DE BRECHT
Había presentado un gigantesco programa con el que dio
un susto de muerte al Senado: repartición de los latifun-
dios, tierras para los pobres.

¿La dictadura? ¡No habría más dictadura! El gran César


abdicaría, se retiraría a la vida privada; se iría, por ejem-
plo, a España...

Un hombre fatigado fue el que montó a caballo y se dejó


llevar, sin voluntad, vuelta tras vuelta, por la pista de la
escuela de equitación; mas luego ese mismo hombre (al
pensar en algo determinado: el pueblo) se irguió en la
montura y acortó las riendas, espoleó al caballo y lo hizo
correr hasta bañarlo en sudor. Un hombre nuevo, rejuve-
necido, abandona la escuela de equitación.

No muchos de los que participan en el complot se sien-


ten esta mañana tan confiados como lo está César... Los
conjurados temen ser detenidos de un momento a otro.
Bruto aposta centinelas en su jardín. En muchas casas se
queman papiros. En su palacio junto al Tíber, Cleopatra
se prepara para el día de su muerte. César tiene que haber
leído ya hace tiempo el “dossier”. La reina prepara con
esmero su tocado. Deja en libertad a sus esclavos, distri-
buye presentes. Pronto llegarán los esbirros. La oposición
dio ayer su golpe. Hoy le toca su turno al régimen. En la
92
EL MARTILLO DE BRECHT

recepción que, como todos los días, concede el dictador


queda claro qué características tendrá el contragolpe.

En presencia de varios senadores, César habla de su nue-


vo plan. Convocará elecciones y dimitirá. Su consigna
será: ¡Contra la guerra! El ciudadano romano conquistará
suelo itálico, no suelo persa. Pues ¿en qué condiciones
vive el ciudadano romano, el dominador del mundo?
César las describe.

Con rostros pétreos escuchan los senadores la relación que


hace César de la miseria del ciudadano medio de Roma.
El dictador se ha arrancado la máscara; desea sublevar
a la plebe. Media hora más tarde lo sabrá toda la City.
Entonces desaparecerán las hostilidades entre la City y
el Senado, entre banqueros y oficiales, todos estarán de
acuerdo en una cosa: ¡que hay que deshacerse de César!

Antes de acabar su discurso, César comprende que ha


cometido un error al hablar en esos términos. No debió
expresarse con tanta sinceridad. Cambia, pues, brusca-
mente de tema y pone en juego su acrisolado encanto
personal. Sus amigos no tendrán nada que temer. Sus ha-
ciendas están seguras. Es cierto que se ayudará a los rente-
ros a convertirse en propietarios, pero correrá a cargo del
93

EL MARTILLO DE BRECHT
Estado exclusivamente. Los senadores podrán disfrutar
de buen verano; en Bayá él será su anfitrión.

Cuando, después de haber agradecido la invitación, los


presentes por fin se retiran, César ordena la destitución
y arresto del edil policial, quien la noche anterior había
dejado en libertad a los banqueros. A continuación envía
a su secretario a sondear el ambiente que reina en los
círculos democráticos. Ahora todo depende de la actitud
del pueblo. Los círculos democráticos los constituyen los
políticos de los clubs de trabajadores hace tiempo disuel-
tos y que en la gran época de la República habían des-
empeñado un papel fundamental. La dictadura de César
hizo saltar aquel aparato político, tan poderoso antaño, y
con parte de sus elementos organizó una guardia civil, los
llamados clubs de calle. También éstos fueron disueltos.
Ahora, sin embargo, el secretario Tito Raro busca a los
políticos plebeyos para sondear su opinión.

Habla primero con un antiguo dirigente del gremio de


los pintores; luego, con un antiguo agente electoral que
ahora es tabernero. Tanto el uno como el otro se mues-
tran increíblemente cautos y reacios a hablar de política.
A su vez le remiten al viejo Carpo, ex líder de los trabaja-
dores de la construcción, un hombre que debe tener gran
influencia, ya que está en la cárcel.
94
EL MARTILLO DE BRECHT

Mientras tanto, César recibe una visita importante, la


de Cleopatra. La reina no pudo resistir más la tensión.
Quiere saber cuál es su posición en este momento. Está
ataviada para la muerte: ha recurrido a todas las artes de
Egipto para dar relieve a su belleza, famosa en tres con-
tinentes. El dictador no parece tener prisa. Se comporta
con ella como lo ha hecho otras veces durante los últimos
años: con cortesía exquisita, dispuesto siempre a brindar-
le su consejo, indicándole una y otra vez que estaría dis-
puesto a convertirse de nuevo en su amante si ella acep-
tara, pues no hay nadie que sea tan buen catador como él
de la belleza femenina. Pero ni una palabra de política. Se
sientan ambos en el atrio y echan de comer a los pececitos
dorados, o bien hablan del tiempo. César invita a la reina
a pasar con él unos días en Bayá ese verano...

La reina sigue intranquila. Probablemente, César no ha


rematado aún los preparativos para el contragolpe; no
cabe otra explicación. Se despide, tenso el rostro. César
la acompaña hasta su litera; luego se dirige a las ofici-
nas, en donde juristas y secretarios preparan febrilmente
el borrador de la nueva ley electoral. El proyecto debe
permanecer en secreto: a nadie se permite salir del pala-
cio. Esta constitución será la más liberal de toda la histo-
ria de Roma.
95

EL MARTILLO DE BRECHT
Efectivamente, todo depende ahora del pueblo...

Como Raro tarda en volver más de lo previsto –¿qué ne-


gociaciones puede haber? Esos plebeyos habrán de afe-
rrarse como a un clavo ardiendo a esa oportunidad única
que les ofrece ahora el dictador–, César decide ir a las
carreras de galgos. El canódromo aún no se ha llenado.
César no se sienta en el gran palco, sino que se coloca
más arriba, entre la muchedumbre. No debe temer que le
reconozcan; la gente siempre le ha visto de lejos.

César mira las carreras durante un rato antes de apostar


por uno de los galgos participantes. Expone las razones
de su elección a un hombre que se ha sentado junto a él.
El hombre asiente con la cabeza. En la fila de delante se
origina una pequeña discusión. Algunas personas se han
sentado donde no les correspondía, y otras, que acaban
de llegar, reclaman su asiento. César trata de entablar una
conversación con sus vecinos e incluso aborda con ellos
el tema político. Sus vecinos le responden con monosí-
labos. Al cabo comprende el dictador que esos hombres
conocen su identidad: está sentado entre agentes de su
propia policía secreta. Enojado, se levanta y abandona el
lugar. El galgo por el que había apostado llega primero a
la meta...
96
EL MARTILLO DE BRECHT

Frente al canódromo se encuentra con su secretario, que


le anda buscando. No trae éste buenas noticias. Nadie
está dispuesto a negociar. Por todas partes reina el miedo
o el odio. Sobre todo, el odio. El hombre en quien más
se confía es Carpo, el albañil. César le escucha sombrío.
Sube a su litera y da la orden de que le conduzcan hasta
la prisión mamertina. Hablará con Carpo.

Hay que comenzar por buscar a Carpo. Hay tantos ple-


beyos pudriéndose en esta casamata. Tras algunas idas y
venidas se extrae al albañil Carpo, con unas sogas, del
pozo en que pasa sus días. Ya puede hablar el dictador
con el hombre en quien confía el pueblo de Roma.

Están sentados frente a frente y se observan. Carpo parece


un anciano; tal vez no supere en edad a César, pero repre-
senta los ochenta. Es un hombre viejo, muy gastado, pero
no vencido. César le expone sin ambages su inaudito pro-
yecto de restablecer la democracia, convocar elecciones y
retirarse personalmente de la vida pública, etc. El anciano
guarda silencio. No dice ni sí ni no, sólo calla. Mira fija-
mente a César y no emite palabra. Cuando César se va, ba-
jan nuevamente a Carpo, suspendido de una soga, al pro-
fundo calabozo. El sueño de la democracia se ha disipado.
Está claro: cuando se trata de dar un vuelco a la situación,
no quieren contar con él. Demasiado bien le conocen.
97

EL MARTILLO DE BRECHT
Cuando el dictador regresa a su casa, el secretario ha de
convencer a la guardia de la identidad de su acompañan-
te para que le dejen pasar. La guardia es nueva. El re-
cién nombrado edil ha sustituido a la guardia romana
del palacio por una cohorte de negros. Los negros son
más seguros; no entienden latín, y es más difícil que se
amotinen, contagiados por el ambiente que reina en la
ciudad. César sabe ahora cuál es el ambiente que reina
en la ciudad... En el palacio, la noche transcurre agitada.
César se levanta varias veces y recorre los amplios apo-
sentos. Los negros cantan y beben. Nadie se preocupa
de él, nadie le reconoce. El dictador escucha una de sus
tristes canciones y sale. Se dirige a los establos a visitar a
su caballo favorito. Por lo menos, el animal le reconoce...
Roma la eterna está sumida en un sueño intranquilo. A
las puertas de los asilos nocturnos hacen cola artesanos
arruinados, ansiosos de encontrar un rincón donde dor-
mir siquiera tres horas, y mientras aguardan su turno,
leen los grandes carteles, medio desgarrados, en los que
se solicitan soldados para una guerra en Oriente que nun-
ca tendrá lugar. En los jardines de la jeunesse dorée han
desaparecido los centinelas de la noche anterior. De los
palacios salen voces de borrachos. Una pequeña cabalgata
atraviesa la puerta sur de la ciudad: la reina de Egipto
abandona, toda envuelta en velos, la capital… A las dos
de la mañana, César recuerda algo, se levanta y se dirige
98
EL MARTILLO DE BRECHT

en camisón al ala del palacio donde los juristas continúan


preparando la nueva constitución. Los manda a dormir.

Hacia la madrugada, alguien comunica a César que su


secretario Raro ha sido asesinado durante la noche. Al
parecer, había corrido la voz de que estaba en tratos con
políticos plebeyos, y unas manos poderosas, surgidas de
la oscuridad, asestaron el golpe fatal. Pero ¿de quién eran
esas manos? Las listas con los nombres de los conjurados,
que ayer obraban en su poder, han desaparecido.

A Raro lo asesinaron en palacio. Ni siquiera el palacio es


ya sitio seguro para los leales al dictador. ¿Lo es acaso para
el propio dictador?

César permanece largo rato junto al catre sobre el cadáver


de su secretario, la última persona en quien podía confiar,
y al que esa confianza ha costado la vida.

Al salir de la cámara se ve atropellado por un soldado


borracho, que ni siquiera se disculpa. Nervioso, César
vuelve varias veces la cabeza mientras atraviesa la galería.
En el atrio –extraordinariamente desierto– nadie se ha
presentado a la recepción matinal. César tropieza con
un enviado de Antonio; el cónsul le manda decir que
por nada del mundo acuda hoy al Senado. Su seguridad
99

EL MARTILLO DE BRECHT
personal está allí amenazada. César ordena al enviado
de Antonio transmita a su amo que no irá al Senado. El
dictador acude, por el contrario, a casa de Cleopatra. Al
salir del palacio pasa junto a la larga fila de peticionarios
que allí concurren todas las mañanas. Tal vez Cleopatra
está dispuesta a financiar su campaña. En ese caso podría
prescindir tanto de la City como del pueblo.

Cleopatra no está en casa. La casa está cerrada.


Aparentemente, la reina se ha marchado por mucho
tiempo...

Vuelta al palacio. ¡Qué extraño que la puerta de entrada


esté abierta! Resulta que la guardia ha abandonado sus
puestos. El amo del mundo se asoma desde su litera y
contempla su casa, en la que ya ni siquiera se atreve a
entrar. ¿Adónde ir?

Da la orden. Al Senado.

Recostado en su litera, sin mirar a un lado ni a otro,


César se dirige al pórtico de Pompeyo. Allí desciende.
Despacha a los peticionarios. Penetra en el templo. Busca
con la vista a tal o cual senador y lo saluda. Se sienta en
su silla. Tienen lugar algunas ceremonias. Luego, con un
pretexto, se le acercan los conjurados. Esta vez no tienen
100
EL MARTILLO DE BRECHT

manchas blancas en lugar de rostros como en su sueño de


hace dos noches; esta vez todos tienen rostros: los rostros
de sus mejores amigos. Uno de ellos le da algo a leer,
César lo toma. Se precipitan sobre él.

2. El legionario de César

Al amanecer, una carreta tirada por bueyes cruza, en di-


rección a Roma, la verdeante Campania. Viaja en ella
el rentero y veterano de César, de cincuenta y dos años,
Terencio Scaper, con su familia y enseres.* En sus rostros
se adivina la preocupación. Los han expulsado de su pe-
queño lote de tierra por no pagar el arrendamiento. La
única a la que no parece disgustar tanto la idea de estable-
cerse en la gran ciudad es Lucilia: tiene dieciocho años, y
su novio vive allí.

Al acercarse a la ciudad, la familia advierte que algo ex-


traño está ocurriendo. El control en las barreras es mucho
más riguroso, y de cuando en cuando los manda parar
una patrulla. Circulan rumores relativos a una inminente
guerra en Asia. El viejo soldado se fija en los numerosos
puestos de alistamiento, que tan familiares le resultan,

* 00:26:36. Cuando [Brecht] habla de Julio César, le da más peso al legiona-


rio de tercera que al propio Julio César.
101

EL MARTILLO DE BRECHT
y que están vacíos debido a lo temprano de la hora; se
siente revivir. César planea nuevas campañas triunfales.
Terencio Scaper llega oportunamente. Es el 13 de marzo
del año 44.

A eso de las nueve de la mañana atraviesa la carreta tirada


por bueyes el pórtico de Pompeyo. Una muchedumbre
aguarda allí la llegada de César y de los senadores, que
deben celebrar sesión en el templo. Se dice que el Senado
se dispone a escuchar “una importante declaración del
dictador”. Todo el mundo discute la guerra. Con gran
sorpresa para Scaper, las patrullas militares obligan a la
gente a circular. Las discusiones cesan en cuanto apare-
cen los soldados. El veterano trata de abrirse paso con su
carreta. Al llegar a la mitad aproximadamente del pórtico
se pone en pie y grita volviendo el rostro:
–¡Ave César!

Sorprendido, comprueba, sin embargo, que nadie res-


ponde a su saludo.

Un poco irritado, deja a su familia en una barata posada


de las afueras y se lanza en busca de su futuro yerno, el se-
cretario de César, Tito Raro. No deja que Lucilia le acom-
pañe. Antes tiene que “ajustar cuentas” con el mozalbete.
102
EL MARTILLO DE BRECHT

Scaper comprueba lo difícil que resulta el acceso al pa-


lacio de César, en el foro. El control, sobre todo en lo
relativo a armas, es muy severo. Es un sector peligroso.

Una vez dentro, se entera de que el dictador tiene más


de doscientos secretarios. Nadie ha oído hablar de Raro.
En realidad, Raro lleva tres años sin ver a su jefe en el ala
de la biblioteca del palacio. Secretario literario de César,
Raro colaboró durante algún tiempo con el director en
un trabajo relacionado con la gramática. El trabajo sigue
inconcluso, pues el dictador no puede dedicarle ya tiem-
po. Cuando ve entrar al viejo soldado con fuerte pisada,
Raro casi se vuelve loco de alegría. Pero ¿es posible que
Lucilia esté aquí en Roma? Sí, aquí está, pero ése no debe
constituir motivo de alegría. La familia está en la calle,
y la muchacha tiene gran parte de culpa. Podía haberse
mostrado más amable con el arrendador, el fabricante de
cueros Pompilio... ¡Máxime cuando Raro no se dejaba
ver nunca por allí! El muchacho se defiende con apasio-
namiento. Si no ha ido es porque no le han dado permi-
so. Hará todo lo posible por ayudar a la familia. Pedirá un
adelanto a la administración. Hará valer sus influencias
para colocar a Terencio Scaper. ¿Por qué el veterano no
había de ser capitán? Después de todo, Roma está a pun-
to de emprender una importante guerra.
103

EL MARTILLO DE BRECHT
Ruido de pasos y de armas en el corredor: César asoma
por la puerta. El pequeño secretario se queda como pa-
ralizado bajo la mirada escrutadora del gran hombre.
¡Hacía tres años que César no pisaba por allí! Ni siquiera
sospecha que su destino acaba de cruzar el umbral.

César no ha venido a trabajar en su gramática, sino que


anda buscando a una persona en quien pueda confiar to-
talmente, algo muy difícil de encontrar en ese palacio. Al
pasar por la biblioteca se acordó de su secretario literario,
un joven totalmente ajeno a la política. Tal vez por eso no
le hayan sobornado...

Dos guardias cachean a Scaper en busca de armas y le


echan fuera. El soldado se marcha orgulloso: evidente-
mente, su futuro yerno no es el último mono del palacio.
Hasta César le busca. Buena señal.

También Raro es cacheado a su vez. Luego, el dictador le


confía un encargo: debe ir a ver a un banquero de España,
no sin dar un oportuno rodeo, con el fin de preguntarle
a qué se debe la misteriosa resistencia de la City a la pro-
yectada guerra de César en Oriente.

Mientras tanto, el veterano espera fuera al muchacho. Al


ver que no sale –Raro utilizó una puerta trasera–, Scaper
104
EL MARTILLO DE BRECHT

vuelve a la posada a dar cuenta a la familia del giro favo-


rable de los acontecimientos. Por el camino encuentra un
puesto de reclutamiento. Sólo se  presentan  mozalbetes.
¡Qué bueno será tener protección y oficiar de capitán!
Para simple soldado es ya demasiado viejo.

Scaper entra en varias tabernas que encuentra por el ca-


mino, y cuando por fin llega a la pequeña posada donde
ha dejado a su familia, está un poco achispado. Se imagi-
na ser el capitán Terencio Scaper, y dirige sus iras contra el
novio de Lucilia, que aún no se ha presentado. ¿Así que el
encumbrado señor secretario no dispone de tiempo para
ir siquiera a saludar a su prometida? ¿Y de qué va a vivir
la familia? Se necesitan urgentemente por lo menos tres-
cientos sestercios. Lucilia no va a tener más remedio que
ir a ver al fabricante de cueros y pedirle dinero prestado.
Lucilia se echa a llorar. No comprende por qué razón Raro
no aparece. El señor Pompilio no dudará en prestarle los
trescientos sestercios, pero exigirá algo a cambio. El padre
monta en cólera. No puede caber ya ninguna duda de que
el jovencito se ha “enfriado”. Hay que quemarle el trasero.
Hay que demostrarle que se pueden pasar perfectamente
sin su ayuda. Hacerle ver que hay otros hombres que sa-
ben apreciar a Lucilia en lo que vale. La muchacha se aleja
entre sollozos y volviendo la cabeza a cada momento con
la esperanza de ver aparecer a Raro.
105

EL MARTILLO DE BRECHT
Mientras tanto, Raro está de regreso en el palacio. El ban-
quero español le ha hecho entrega de un “dossier”, que él
ha transmitido a su vez a César. Ahora se dirige a la admi-
nistración para solicitar un adelanto. Allí recibe un gran
susto; en lugar de concedérsele el dinero que solicita, se le
somete a interrogatorio. ¿Dónde ha estado? ¿Qué encar-
go cumplió para el dictador? Cuando el joven secretario
se niega a responder, se le comunica que está despedido.

Lucilia tiene más suerte. En la oficina del fabricante de


cueros la informan, en primer lugar, de que el señor
Pompilio ha sido detenido. Los esclavos comentan aún,
excitados, el increíble suceso, únicamente explicable, se-
gún ellos, por la publicidad que su amo había dado en
los últimos tiempos a su furibunda oposición al dictador,
cuando el señor Pompilio entra sonriente por la puerta.
“Lógicamente”, ni a él ni a los demás señores de la City
podían retenerlos en prisión. Por fortuna, aún existen
influencias entre la policía. El señor César no es ya tan
poderoso como antes...

Lucilia no ha regresado aún, cuando Raro llega, por fin,


a la posada. El veterano está de mal temple, y la familia
no quiere decir adónde ha ido Lucilia. Por otra parte,
Raro tampoco trae los trescientos sestercios. No se atre-
ve a confesar que le han despedido y pretexta, lleno de
106
EL MARTILLO DE BRECHT

desaliento, no haber podido acudir a la administración


para solicitar su adelanto. En ese momento llega una
Lucilia llorosa que se arroja en brazos de su novio. Pero
Terencio Scaper no ve razón alguna para mostrar una
mínima discreción, y con total desvergüenza pregunta
a Lucilia por el resultado de su gestión. Sin atreverse a
mirar a su novio a los ojos, Lucilia entrega a su padre los
trescientos sestercios. Raro no necesita que nadie le ex-
plique de dónde ha sacado Lucilia ese dinero: ¡ha estado
con el fabricante de cueros!

Ciego de furia, arrebata el dinero al viejo. Se lo devolverá


al señor Pompilio al día siguiente. A las ocho de la maña-
na, a lo más tardar, él, Raro, estará de vuelta en la posada
y entregará a Lucilia el dinero que necesitan. Después irá
con el padre de la muchacha a ver al jefe de la guardia de
palacio y solicitará para él el puesto de capitán.

El veterano acepta con un gruñido. A fin de cuentas, no


debe resultarle difícil a alguien que goza de la confianza
del amo del mundo el ayudar a la familia de un viejo y
benemérito legionario...

A la mañana siguiente, la familia Scaper espera en vano


al muchacho.
107

EL MARTILLO DE BRECHT
César lo ha hecho llamar a primera hora. Con su ayuda, el
dictador ha logrado desempolvar en la biblioteca un viejo
discurso, que pronunciara años atrás y en el que César
exponía su programa democrático. A continuación, el se-
cretario se ha encaminado a los arrabales con el propósito
de sondear la opinión de varios políticos plebeyos acerca
de un eventual restablecimiento de la democracia. Por
otro lado, el dictador ha ordenado la sustitución de toda
la guardia del palacio, así como la detención de su jefe, el
mismo que el día anterior había interrogado a Raro.

Terencio Scaper empieza a verlo todo negro. Ya no confía


en el prometido de su hija, Lucilia se ha pasado llorando
toda la noche y en un arrebato les ha gritado a sus padres
lo que el fabricante de cueros le había exigido a cambio
del dinero. La madre de la muchacha se ha puesto de su
parte. El veterano decide presentarse como soldado en
una oficina de reclutamiento. Tras largo titubeo, confiesa,
sin embargo, a la familia su temor de que le rechacen por
viejo. La familia le ayuda a rejuvenecer su aspecto. Lucilia
le presta su lápiz de labios, y el hijo pequeño vigila su
forma de andar.

Pero cuando, debidamente caracterizado, se presenta


en la oficina de alistamiento, se encuentra con que está
cerrada. Los muchachos reunidos en las inmediaciones
108
EL MARTILLO DE BRECHT

comentan excitados el rumor según el cual se ha suspen-


dido la proyectada guerra. Completamente abatido, re-
gresa al seno de su familia el veterano de diez guerras
cesáreas y allí encuentra una carta de Raro a Lucilia en la
que le comunica que están a punto de producirse impor-
tantes acontecimientos. En esos momentos se está prepa-
rando una ley por la cual los veteranos de César recibirán
tierras en arrendamiento y también subvenciones estata-
les. La familia no cabe en sí de gozo.

Sin embargo, cuando Terencio Scaper lee la carta, ésta ya


ha perdido actualidad. Las pesquisas del secretario han
demostrado que los antiguos políticos plebeyos, durante
largo tiempo perseguidos por el dictador, ya no confían
en las maniobras políticas de César.

Raro, que se ha dado cuenta además de que le persiguen,


busca en vano a su señor en el palacio y al fin lo encuen-
tra por la tarde en el circo, presenciando una carrera de
galgos. En el camino hacia el palacio, Raro da cuenta a
César del desconcertante resultado de sus averiguacio-
nes. Tras un largo silencio –al comprender de pronto el
enorme peligro en que se encuentra el dictador–, Raro
hace una proposición desesperada: César debe abandonar
la ciudad en secreto esa misma noche y tratar de huir a
Brindisi, para desde allí dirigirse por barco a Alejandría,
109

EL MARTILLO DE BRECHT
donde se reunirá con su ejército. Le promete disponer
para su huida una carreta de bueyes. El dictador, hundido
en su litera, no le responde.

Pero Raro ha decidido preparar la huida de César. El


crepúsculo desciende rápidamente sobre ese gigantesco
hervidero de rumores en que se ha convertido Roma,
cuando el joven secretario llega a la puerta sur para nego-
ciar con la guardia. Poco después de medianoche pasará
por allí una carreta de bueyes sin necesidad de exhibir
ningún pase. El joven Raro entrega al guardián a cam-
bio todo el dinero que lleva encima: trescientos sestercios
exactamente.

A eso de las nueve, Raro se presenta en la posada de los


Scaper. Abraza a Lucilia y ruega a la familia le dejen solo
con Terencio Scaper. Entonces se dirige al veterano para
preguntarle:
–¿Qué harías tú por el César?
–¿Qué hay de las tierras? –pregunta a su vez Scaper.
–Todo quedó en agua de borrajas –responde Raro.
–¿Y de mi puesto de capitán tampoco hay nada?
–De tu puesto de capitán tampoco hay nada.
–Pero ¿tú sigues siendo su secretario?
–Sí.
–¿Y le ves?
110
EL MARTILLO DE BRECHT

–Sí.
–¿Y no puedes conseguir que haga algo por mí?
–Ya no puede hacer nada por nadie. Todo ha fracasado.
Mañana lo matarán como a una rata. Bueno, contéstame:
¿qué harías tú por él?

El veterano le mira fijamente con ojos incrédulos. ¿Que


el gran César está acabado? ¿Tan acabado que él, Terencio
Scaper, tiene que acudir en su ayuda?
–¿En qué podría ayudarle? –pregunta con voz ronca.
–Le he prometido tu carreta de bueyes –contesta tran-
quilamente el secretario–. Debes esperarle a medianoche
junto a la puerta sur.
–No me dejarán pasar con la carreta.
–Sí que te dejarán. Les he pagado para ello trescientos
sestercios.
–¿Trescientos sestercios? ¿Los nuestros?
–Sí.
El viejo le mira un instante casi con rabia. Pero inmedia-
tamente después aparece en su mirada la mohína insegu-
ridad de quien ha pasado la mitad de su vida sometido a
la disciplina militar, y el veterano vuelve el rostro mien-
tras farfulla:
–Tal vez sea un buen negocio después de todo. Una vez
fuera, podrá tomarse el desquite.
111

EL MARTILLO DE BRECHT
Scaper se ha recuperado de su postración: en él anida otra
vez la esperanza.

Menos fácil le resulta a Raro despedirse de Lucilia. Desde


su llegada a Roma, la muchacha no ha estado ni un mo-
mento a solas con él. Ni él ni su padre le han explicado
la razón del continuo alejamiento de su prometido. Sólo
ahora se entera. Su enamorado está junto a César. Es el
único hombre en quien confía el amo del mundo.

Pero ¿no puede pasar con ella siquiera un cuarto de hora


en una taberna de la calle de los Caldereros? ¿No puede
César prescindir de él por un cuarto de hora?

Raro la lleva a la calle de los Caldereros, pero no llegan a


entrar en la taberna. Aquél se percata de pronto de que
otra vez le siguen. Dos individuos de torvo aspecto llevan
siguiéndole los pasos desde la mañana. Los enamorados
se separan, pues, delante de la posada. Lucilia regresa jun-
to a su madre y le cuenta llena de alegría lo próximo al
gran César que está su amado.

Mientras tanto, el joven secretario trata en vano de burlar


a sus perseguidores.
112
EL MARTILLO DE BRECHT

Antes de medianoche sabrá lo que significa gozar de la


intimidad de los poderosos.

Hacia las once, Raro regresa al palacio del foro. Un re-


gimiento de negros se ha hecho cargo de la guardia. Los
soldados están borrachos en su mayoría.

En su pequeño cuarto, detrás de la biblioteca, el joven


secretario busca febrilmente el “dossier” que el día ante-
rior le entregara para César el banquero de España. César
no lo ha leído. En el “dossier” figuran los nombres de
los conjurados. Por fin lo encuentra. No falta ningún
nombre: Bruto, Casio, toda la jeunesse dorée de Roma,
y entre ellos, muchos a quienes César tiene por amigos.
Es imprescindible que el dictador lea el “dossier” esa mis-
ma noche. Su lectura le decidirá a recurrir a la carreta de
Terencio Scaper.

Raro toma el “dossier” y se lanza en busca de César. Los


pasillos están casi a oscuras; del ala opuesta del palacio
llegan las canciones de los centinelas borrachos.

En la entrada del atrio montan guardia dos negros gigan-


tescos, que le cierran el paso. Trata de hablar con ellos,
pero no entienden lo que dice.
113

EL MARTILLO DE BRECHT
Lo intenta en otra dirección; el palacio es enorme.
Nuevamente tropieza con centinelas negros. No hay for-
ma de pasar. Prueba diferentes pasillos y jardines interio-
res, a los que se llega trepando por ciertas ventanas, pero
todo está acerrojado.

Cuando, completamente agotado, regresa por fin a su


habitación, Raro cree reconocer la silueta de un hombre
en el extremo opuesto del pasillo. Es sin duda uno de sus
perseguidores.

Presa del pánico, se precipita hacia su habitación y atran-


ca la puerta. Sin atreverse a encender una luz, se asoma
a la ventana que da al patio. Allí mismo, delante de la
ventana, está sentado el segundo hombre. Un sudor frío
empapa el rostro del joven secretario. Éste permanece
largo tiempo sentado a oscuras en su habitación, escu-
chando. Golpean a la puerta, pero Raro no responde. No
verá, pues, al hombre que ha llamado y que, tras esperar
un momento ante la puerta, por fin se aleja: ese hombre
era César.

Desde medianoche, la carreta de Terencio Scaper aguar-


da en las inmediaciones de la puerta. El veterano tan
sólo ha dicho a su mujer y a sus hijos que se ve obligado
114
EL MARTILLO DE BRECHT

a hacer un viaje que le mantendrá alejado de Roma algu-


nos días. Lucilia y su madre deben acudir a Raro, quien
se ocupará de ellas.

Mas llega el alba sin que en la puerta sur se haya presen-


tado nadie dispuesto a subir a la carreta.

En la madrugada del 15 de enero comunican al dicta-


dor que su secretario ha sido asesinado esa noche en el
palacio. La lista que contiene los nombres de los conju-
rados ha desaparecido. César encontrará a los portadores
de esos nombres esa misma mañana en el Senado, y se
desplomará bajo sus puñales.

Una carreta de bueyes, conducida por un viejo soldado


y al mismo tiempo rentero arruinado, iniciará el regreso
a una posada de las afueras de Roma, donde aguarda
una pequeña familia a la que el gran César adeuda tres-
cientos sestercios...
EL MARTILLO DE BRECHT
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EL MARTILLO DE BRECHT 116
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MEDIDA
CONTRA
LA
VIOLENCIA

En los tiempos de la ilegalidad, un día llegó a casa del


señor Egge un agente que le mostró un documento expe-
dido en nombre de quienes dominaban la ciudad y en el
cual se decía que toda vivienda en la que él pusiera el pie
pasaría a pertenecerle; también le pertenecería cualquier
comida que pidiera, y todo hombre que se cruzara en su
camino debería asimismo servirle.

Y el agente se sentó en una silla, pidió comida, se lavó, se


acostó y, con la cara vuelta hacia la pared, poco antes de
dormirse preguntó:
–¿Estás dispuesto a servirme?
118
EL MARTILLO DE BRECHT

El señor Egge lo cubrió con una manta, ahuyentó las


moscas, veló su sueño y, al igual que aquel día, lo siguió
obedeciendo por espacio de siete años. No obstante, hi-
ciera lo que hiciera por él, hubo una cosa de la que siem-
pre se abstuvo: decir aunque solo fuera una palabra.

Transcurridos los siete años murió el agente, que había


engordado de tanto comer, dormir y dar órdenes. El se-
ñor Egge lo envolvió entonces en la manta ya podrida, lo
arrastró fuera de la casa, lavó el camastro, enjalbegó las
paredes, lanzó un suspiro de alivio y respondió:
–No.
EL MARTILLO DE BRECHT
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