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La Metamorfosis Kafka

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El

estilo despojado y la sencillez de la prosa no hacen más que subrayar la


complejidad de este relato que, desde su publicación en 1915 ha sido objeto
de las interpretaciones más variadas.

«Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó


convertido en un monstruoso insecto». A esa primera frase, que despierta los
temores del lector, le sigue un mundo de pesadilla («kafkiano»), donde lo
cotidiano se vuelve incierto y opresivo.

Franz Kafka (1883-1924), uno de los grandes autores de la literatura del siglo
XX, ha plasmado en sus novelas la pesadilla cotidiana del ser humano
contemporáneo.
Franz Kafka

La metamorfosis

ePub r1.0

Titivillus 06.03.17
Título original: Die Verwandlung

Franz Kafka, 1915

Traducción: Emma García Carbassa

Diseño de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2


Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó
convertido en un monstruoso insecto. Estaba de espaldas sobre un duro
caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por
curvadas callosidades, sobre el que casi no se aguantaba la colcha, que
estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente
delgadas en comparación con el grosor normal de sus piernas, se agitaban sin
concierto.

—¿Qué me ha ocurrido?

No estaba soñando. Su habitación, una habitación normal, aunque muy


pequeña, tenía el aspecto habitual. Sobre la mesa había desparramado un
muestrario de telas —Samsa era viajante de comercio—, y de la pared colgaba
una figura recientemente recortada de una revista ilustrada y puesta en un
marco dorado. La estampa mostraba a una mujer con un gorro de piel,
envuelta en una estola también de piel, y que, muy erguida, esgrimía un
amplio manguito, asimismo de piel, que ocultaba todo su antebrazo.

Gregorio miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el cinc del alféizar
repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le hizo sentir una gran melancolía.

«Bueno —pensó—; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas


estas locuras?» Pero no era posible, pues Gregorio tenía la costumbre de
dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esa
postura. Por más que se esforzara volvía a quedar de espaldas. Intentó en
vano esta operación numerosas veces; cerró los ojos para no tener que ver
aquella confusa agitación de patas, que no cesó hasta que notó en el costado
un dolor leve y punzante, un dolor jamás sentido hasta entonces.

—¡Qué cansadora es la profesión que he elegido! —se dijo—. Siempre de


viaje. Las preocupaciones son mucho mayores cuando se trabaja fuera, por no
hablar de las molestias propias de los viajes: estar pendiente de los enlaces de
los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian constantemente,
que nunca llegan a ser verdaderamente cordiales, y en las que no tienen
cabida los sentimientos. ¡Al diablo con todo!

Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda


en dirección a la cabecera de la cama, para poder alzar mejor la cabeza. Vio
que el lugar que le picaba estaba cubierto de extraños puntitos blancos.
Intentó rascarse con una pata; pero tuvo que retirarla inmediatamente, pues
el roce le producía escalofríos.

—Estoy atontado de tanto madrugar —se dijo—. No duermo lo suficiente. Hay


viajantes que viven mucho mejor. Cuando a media mañana regreso a la
pensión para anotar los pedidos, me los encuentro desayunando
cómodamente sentados. Si yo, con el jefe que tengo, hiciese lo mismo, me
despedirían en el acto. Lo cual, probablemente, sería lo mejor que me podría
pasar. Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese marchado.
Hubiera ido a ver al director y le habría dicho todo lo que pienso. Se caería de
la mesa, esa sobre la que se sienta para, desde aquella altura, hablar a los
empleados que, como es sordo, han de acercársele mucho. Pero todavía no he
perdido la esperanza. En cuanto haya reunido la cantidad necesaria para
pagarle la deuda de mis padres —unos cinco o seis años todavía—, me va a
oír. Bueno; pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren
sale a las cinco.

Volvió los ojos hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl.

—¡Dios mío! —exclamó para sí.

Eran más de las seis y media, y las agujas seguían avanzando tranquilamente.
En realidad, ya eran casi las siete menos cuarto. ¿Es que no había sonado el
despertador? Desde la cama se veía que estaba puesto a las cuatro; por lo
tanto, tenía que haber sonado. Pero ¿era posible seguir durmiendo a pesar de
aquel sonido que hacía estremecer hasta los muebles? Su sueño no había sido
tranquilo. Pero, por eso mismo, debía de haber dormido al final más
profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las siete;
para tomarlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario no estaba aún
empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque
alcanzase el tren, no evitaría la reprimenda del amo, porque el mozo del
almacén, que había acudido al tren a las cinco, debía de haber dado ya cuenta
de su falta. El mozo era un esbirro del dueño, sin dignidad ni consideración. Y
si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además de ser muy
penoso, despertaría sospechas, porque Gregorio, en los cinco años que
llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el
médico del Montepío. Se desharía en reproches, delante de los padres,
respecto a la vagancia de Gregorio, y refutaría cualquier objeción con el
dictamen del doctor, para quien todos los hombres están siempre sanos y solo
padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su diagnóstico
no habría sido del todo infundado. Salvo cierta somnolencia, fuera de lugar
después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía francamente bien,
además de muy hambriento.

Mientras pensaba atropelladamente, sin decidirse a levantarse, y justo en el


momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron a la
puerta que estaba junto a la cabecera de la cama.

—Gregorio —dijo la voz de su madre—, son las siete menos cuarto. ¿No tenías
que ir de viaje?

¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio la suya propia, que
era la de siempre, pero mezclada con un penoso y estridente silbido, en el
cual las palabras, al principio claras, se confundían luego y sonaban de forma
tal que uno no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar
una explicación detallada; pero, al oír su propia voz, se limitó a decir:

—Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto.

A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio no


debió de notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró.
Pero este breve diálogo reveló que Gregorio, contrariamente a lo que se creía,
estaba todavía en casa. Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la
puerta, llamó:

—¡Gregorio! ¡Gregorio! ¿Qué pasa?

Esperó un momento y volvió a insistir, alzando la voz:

—¡Gregorio!

Mientras tanto, detrás de la otra puerta, la hermana le preguntaba


suavemente:

—Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?

—Ya estoy bien —respondió Gregorio a ambos a un tiempo, esforzándose por


pronunciar con claridad, y hablando con gran lentitud, para disimular el
insólito sonido de su voz. El padre reanudó su desayuno, pero la hermana
siguió susurrando:

—Abre, Gregorio, por favor.

Gregorio no tenía la menor intención de abrir, felicitándose, en cambio, de la


precaución —contraída en los viajes— de encerrarse en su cuarto por la
noche, aun en su propia casa.

Lo primero que tenía que hacer era levantarse tranquilamente, arreglarse sin
que lo molestaran y, sobre todo, desayunar. Solo después de todo esto
pensaría en lo demás, pues se daba cuenta de que en la cama no podía pensar
con claridad. Recordaba haber sentido en más de una ocasión un vago
malestar en la cama, producido, sin duda, por alguna postura incómoda, la
cual, una vez levantado, se disipaba rápidamente; y tenía curiosidad por ver
desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy. En cuanto al cambio
de su voz era simplemente el preludio de un resfrío, enfermedad profesional
del viajante de comercio.

Apartar la colcha era cosa fácil. Le bastaría con arquearse un poco y la colcha
caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en la extraordinaria anchura de
Gregorio. Para incorporarse, podía haberse apoyado en brazos y manos; pero,
en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era
imposible controlarlas. Y el caso es que quería incorporarse. Se estiraba;
lograba por fin dominar una de sus patas; pero, mientras tanto, las demás
proseguían su anárquica y penosa agitación.

«No es bueno haraganear en la cama», pensó Gregorio.

Primero intentó sacar la parte inferior del cuerpo. Pero dicha parte inferior —
que no había visto todavía y que, por tanto, no podía imaginar con exactitud—
resultó sumamente difícil de mover. Inició la operación muy lentamente. Hizo
acopio de energías y se arrastró hacia delante. Pero calculó mal la dirección,
se dio un fuerte golpe contra los pies de la cama, y el dolor subsiguiente le
reveló que la parte inferior de su cuerpo era quizás, en su nuevo estado, la
más sensible. Intentó, pues, sacar la parte superior, y volvió cuidadosamente
la cabeza hacia el borde del lecho. Hizo esto sin problemas y, a pesar de su
anchura y su peso, el cuerpo siguió por fin, lentamente, el movimiento
iniciado por la cabeza. Pero entonces tuvo miedo de continuar avanzando de
aquella forma, porque, si se dejaba caer así, sin duda se haría daño en la
cabeza; y ahora menos que nunca quería Gregorio perder el sentido. Prefería
quedarse en la cama.

Pero cuando, después de realizar a la inversa los mismos movimientos, en


medio de grandes esfuerzos y jadeos, se halló de nuevo en la misma posición y
volvió a ver sus patas moviéndose frenéticamente, comprendió que no podía
hacer otra cosa, y volvió a pensar que no debía seguir en la cama y que lo más
sensato era arriesgarlo todo, aunque solo tuviera una mínima posibilidad.
Pero en seguida recordó que meditar serenamente era mejor que tomar
decisiones drásticas. Sus ojos se clavaron en la ventana; pero, por desgracia,
la niebla, que aquella mañana ocultaba por completo el lado opuesto de la
calle, pocos ánimos le infundió.

«Las siete ya —pensó al oír el despertador—. ¡Las siete ya, y todavía sigue la
niebla!»

Durante unos momentos permaneció echado, inmóvil y respirando


lentamente, como si esperase que el silencio lo devolviera a su estado normal.

Pero, al poco rato, pensó: «Es indispensable que me haya levantado antes de
que den las siete y cuarto. Además, seguramente vendrá alguien del almacén
a preguntar por mí, pues abren antes de las siete». Se dispuso a salir de la
cama, balanceándose sobre su borde. Dejándose caer de esta forma, la
cabeza, que pensaba mantener firmemente erguida, probablemente no
sufriría daño ninguno. La espalda parecía resistente, y no le pasaría nada al
dar con ella en la alfombra. Únicamente lo hacía dudar el temor al estrépito
que esto habría de producir, y que sin duda asustaría a su familia. Pero no
quedaba más remedio que correr el riesgo.

Ya estaba Gregorio con casi medio cuerpo fuera de la cama (el nuevo método
era como un juego, pues consistía simplemente en balancearse hacia atrás),
cuando se dio cuenta de que todo sería más sencillo si alguien viniese en su
ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba en su padre y en la criada)
bastaría. Solo tendrían que pasar los brazos por debajo de su abombada
espalda, sacarlo de la cama y, agachándose luego con la carga, dejar que se
estirara en el suelo, en donde era de suponer que las patas se mostrarían
útiles. Ahora bien, y sin contar con el hecho de que las puertas estaban
cerradas con llave, ¿convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su
situación, no pudo evitar sonreír.

Se había deslizado ya tanto, que un solo balanceo, algo más enérgico que los
anteriores, bastaría para hacerlo bascular sobre el borde de la cama. Además,
pronto no le quedaría más remedio que decidirse, pues solo faltaban cinco
minutos para las siete y cuarto. En ese momento, llamaron a la puerta del
piso.

«Debe de ser alguien del almacén», pensó Gregorio, mientras sus patas se
agitaban cada vez más rápidamente. Por un momento permaneció todo en
silencio. «No abren», pensó entonces, aferrándose a tan descabellada
esperanza. Pero, como no podía dejar de suceder, oyó aproximarse a la puerta
las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se abrió. A Gregorio le bastó oír la
primera palabra del visitante para percatarse de quién era. Era el gerente en
persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en un lugar en el
cual la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más terribles
sospechas? ¿Es que los empleados eran todos unos sinvergüenzas? ¿Es que no
podía haber entre ellos algún hombre de bien que, después de perder un par
de horas en la mañana, se volviese loco de remordimiento y no estuviera en
condiciones de abandonar la cama? ¿Y aunque tuviese fundamento esa manía
de averiguar, no bastaba con mandar a un chico a preguntar, sino que tenía
que venir el mismísimo gerente a enterar a una inocente familia de que solo él
tenía autoridad para intervenir en la investigación de tan grave asunto? Y
Gregorio, excitado por estos pensamientos más que decidido a ello, se tiró
violentamente de la cama. Se oyó un golpe sordo, pero no demasiado. La
alfombra amortiguó la caída; la espalda tenía mayor elasticidad de lo que
Gregorio había supuesto, y esto evitó que el ruido fuese tan estrepitoso como
había temido. Pero no tuvo cuidado de mantener la cabeza suficientemente
erguida; se lastimó y el dolor le hizo frotarla furiosamente contra la alfombra.

—Algo ha ocurrido ahí dentro —dijo el gerente en la habitación de la


izquierda. Gregorio intentó imaginar que al gerente pudiera sucederle algún
día lo mismo que hoy a él, cosa ciertamente posible. Pero el gerente, como
replicando con energía a esta suposición, dio unos cuantos pasos por el cuarto
vecino, haciendo crujir sus zapatos de charol. Desde la habitación contigua de
la derecha, la hermana susurró:

—Gregorio, está aquí el gerente del almacén.

—Ya lo sé —contestó Gregorio débilmente, sin atreverse a levantar la voz


como para hacerse oír por su hermana.

—Gregorio —dijo por fin el padre desde la habitación contigua de la izquierda


—, ha venido el señor gerente y pregunta por qué no tomaste el primer tren.
No sabemos qué contestar. Además, desea hablar personalmente contigo. Con
que haz el favor de abrir la puerta. El señor tendrá la bondad de disculpar el
desorden del cuarto.

—¡Buenos días, señor Samsa! —terció entonces amablemente el gerente.

—No se encuentra bien —dijo la madre a este último mientras el padre


continuaba hablando junto a la puerta—. Está enfermo, créame. ¿Cómo si no,
iba a perder el tren? Gregorio no piensa más que en el almacén. ¡Si casi me
molesta que no salga ninguna noche! Ahora, por ejemplo, de los ocho días que
ha estado aquí, ¡ni una sola noche ha salido de casa! Se sienta con nosotros
alrededor de la mesa, lee el periódico en silencio o estudia itinerarios. Su
única distracción es la carpintería. En dos o tres tardes ha tallado un
marquito. Cuando lo vea, se va a asombrar; es precioso. Está colocado en su
cuarto; ahora lo verá en cuanto Gregorio abra. Por otra parte, me alegro de
que haya venido usted, pues nosotros no hubiéramos podido convencer a
Gregorio de que abra la puerta. ¡Es tan testarudo! Seguramente no se
encuentra bien, aunque antes dijo lo contrario.
—Voy en seguida —dijo débilmente Gregorio, sin moverse para no perder
palabra de la conversación.

—Seguro que es como dice usted señora —repuso el jefe—. Espero que no sea
nada serio. Aunque, por otra parte, he de decir que nosotros, los
comerciantes, tenemos que saber afrontar a menudo ligeras indisposiciones,
anteponiendo los negocios ante todo.

—Bueno —preguntó el padre, impacientándose y volviendo a llamar a la


puerta—; ¿puede entrar ya el señor?

—No —respondió Gregorio.

En la habitación de la izquierda se hizo un apenado silencio, y en la de la


derecha la hermana comenzó a sollozar.

¿Por qué no iba a reunirse con los demás? Claro, acababa de levantarse y ni
siquiera habría empezado a vestirse. Pero ¿por qué lloraba? Acaso porque el
hermano no se levantaba, porque no abría la puerta, porque corría el riesgo
de perder su empleo, con lo cual el dueño volvería a atormentar a los padres
con las viejas deudas. Pero, por el momento, estas preocupaciones no venían
a cuento. Gregorio estaba allí, y no pensaba ni remotamente en abandonar a
los suyos. Yacía sobre la alfombra, y nadie que supiera en qué estado se
encontraba hubiera pensado que podía hacer pasar a su jefe. Esta leve
descortesía, que más adelante explicaría satisfactoriamente, no podría ser
motivo suficiente para despedirle. Y Gregorio pensó que, de momento, en vez
de molestarle con quejas y sermones, era mejor dejarlo en paz. Pero la
incertidumbre en que se hallaban con respecto a él era precisamente lo que
inquietaba a los otros, disculpando su actitud.

—Señor Samsa —dijo por fin el gerente con voz engolada—, ¿qué significa
esto? Se ha atrincherado usted en su cuarto y no contesta más que con
monosílabos. Inquieta usted inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso,
falta a su obligación con el almacén de una manera inconcebible. Le hablo en
nombre de sus padres y de la empresa, y le ruego encarecidamente que se
explique enseguida y con claridad. Estoy asombrado; yo lo tenía a usted por
un hombre formal y juicioso, y no entiendo estas extravagancias. La verdad es
que el señor director me insinuó esta mañana una posible explicación de su
ausencia: el cobro que se le encomendó que hiciese efectivo anoche. Yo dije
que respondía personalmente, que no había ni que pensar en tal posibilidad;
pero por ahora, ante esta incompresible actitud, no siento ya deseos de seguir
intercediendo por usted. Su posición no es, desde luego, muy sólida. Mi
intención era decirle todo esto a solas; pero como a usted al parecer no le
importa hacerme perder el tiempo, no veo por qué no habrían de oírlo sus
señores padres. Últimamente su trabajo ha dejado bastante que desear. Es
verdad que no es esta la época más propicia para los negocios; nosotros
mismos lo reconocemos. Pero, señor Samsa, no hay época, no puede haberla,
en que los negocios se paralicen.

—Ya voy —gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo


demás—. Voy inmediatamente. Una ligera indisposición me retenía en la
cama. Estoy todavía acostado. Pero ya me siento bien. Ahora mismo me
levanto. ¡Un momento! Aún no me encuentro tan bien como creía. Pero ya
estoy mejor. ¡No entiendo cómo me ha podido ocurrir! Ayer me encontraba
perfectamente. Sí, mis padres lo saben. Mejor dicho, ya ayer percibí los
primeros síntomas. ¿Cómo no me lo habrán notado? ¿Por qué no lo diría yo en
el almacén? Porque siempre se cree uno que se pondrá bien sin necesidad de
quedarse en casa. ¡Por favor, tenga consideración de mis padres! No hay
motivo para los reproches que me acaba de hacer; nunca me han dicho nada
parecido. Sin duda, no ha visto usted los últimos pedidos que he transmitido.
Además, saldré en el tren de las ocho. Con estas dos horas de descanso he
recuperado las fuerzas. No se entretenga usted más. En seguida voy al
almacén. Explique allí esto, se lo suplico, y presente mis respetos al director.

Mientras decía atropelladamente todo esto, Gregorio, gracias a la habilidad


adquirida en la cama, se acercó sin dificultad al baúl e intentó enderezarse
apoyándose en él. Quería abrir la puerta, presentarse ante el gerente, hablar
con él. Sentía curiosidad por saber qué dirían los que tan insistentemente lo
llamaban cuando lo viesen. Si se asustaban, no era culpa de él y no tenía nada
que temer. Si, por el contrario, se quedaban tranquilos, tampoco él tenía por
qué excitarse, y podía, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Varias
veces resbaló contra las lisas paredes del baúl; pero, al fin logró incorporarse.
El dolor en el abdomen, aunque muy intenso, no le preocupaba. Se dejó caer
contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente
con sus patas. Logró tranquilizarse, y calló para escuchar lo que decía el
gerente.

—¿Han entendido una sola palabra? —preguntó este a los padres—. ¿No será
que se hace el loco?

—¡Por el amor de Dios! —exclamó la madre llorando—. Tal vez se encuentre


muy mal y nosotros lo estamos mortificando.

Y seguidamente llamó:

—¡Grete! ¡Grete!

—¿Qué quieres madre? —contestó la hermana desde el otro lado de la


habitación de Gregorio, a través de la cual hablaban.

—Tienes que ir en seguida a buscar al médico, Gregorio está enfermo. Ve


corriendo. ¿Has oído cómo hablaba?

—Es una voz de animal —dijo el gerente, que hablaba en voz muy baja, en
comparación con los gritos de la madre.

—¡Ana! ¡Ana! —llamó el padre, volviéndose hacia la cocina a través de la sala


y golpeando las palmas—. Vaya inmediatamente a buscar un cerrajero.

Se oyó por la sala el rumor de los vestidos de dos jóvenes que salían corriendo
(¿cómo se habría vestido la hermana?), y el ruido brusco de la puerta del
apartamento al abrirse. Pero no se oyó ningún portazo. Debían de haber
dejado la puerta abierta, como suele suceder en las casas en donde ha
ocurrido una desgracia.

Gregorio, sin embargo, estaba mucho más tranquilo. Sus palabras resultaban
ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin
duda porque ya se le iba acostumbrando el oído; pero lo importante era que
ya se habían percatado los demás de que algo anormal le sucedía y se
disponían a acudir en su ayuda. Se sintió aliviado por la prontitud y energía
con que habían tomado las primeras medidas. Se sintió nuevamente incluido
entre los seres humanos, y esperaba tanto del médico como del cerrajero
acciones insólitas y maravillosas.

A fin de poder tomar parte lo más claramente posible en las conversaciones


decisivas que se avecinaban, carraspeó ligeramente; lo hizo muy levemente,
por temor a que también este ruido sonase a algo que no fuese una tos
humana, pues ya no tenía seguridad de poder apreciarlo. Mientras tanto, en
la habitación contigua reinaba un profundo silencio. Tal vez los padres,
sentados a la mesa con el gerente, estuvieran hablando en voz baja. Tal vez
permanecieran pegados a la puerta, escuchando.

Gregorio se deslizó lentamente con la silla hacia la puerta; al llegar allí, soltó
la silla, se dejó caer contra la puerta y se sostuvo en pie, pegado a ella por la
viscosidad de sus patas. Descansó así un momento del esfuerzo realizado.
Luego trató de hacer girar la llave con la boca. Por desgracia, no parecía
tener dientes propiamente dichos. ¿Con qué iba entonces a agarrar la llave?
Pero, en cambio, sus mandíbulas eran muy fuertes y, gracias a ellas, pudo
poner la llave en movimiento, sin reparar en el daño que seguramente se
hacía, pues un líquido oscuro le salió por la boca, resbalando por la llave y
goteando hasta el suelo.

—Escuchen —dijo el gerente—; está girando la llave.

Estas palabras alentaron mucho a Gregorio. Pero todos, el padre, la madre,


deberían haber gritado: «¡Adelante, Gregorio!» Sí, deberían haber gritado:
«¡Adelante! ¡Duro con la cerradura!» Imaginando la ansiedad con que todos
seguirían sus esfuerzos, mordió con desesperación la llave, desfallecido. A
medida que la llave giraba en la cerradura, Gregorio se bamboleaba en el
aire, colgando por la boca, forcejeando, empujando la llave hacia abajo con
todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura al abrirse lo hizo
volver completamente en sí.

«Bueno —se dijo con un suspiro de alivio—; no ha sido necesario que viniera
el cerrajero», y golpeó adrede con la cabeza en el pestillo para terminar de
abrir.

Este modo de abrir la puerta fue la causa de que no lo viesen


inmediatamente. Gregorio tuvo que girar lentamente contra una de las hojas
de la puerta, con gran cuidado para no caer de espaldas. Y aún estaba
ocupado en llevar a cabo tan difícil operación, sin tiempo para pensar otra
cosa, cuando oyó un grito del gerente que sonó como el aullido del viento, y lo
vio, junto a la puerta, tapándose la boca con la mano y retrocediendo
lentamente, como empujado por una fuerza invisible.
La madre —que, a pesar de la presencia del gerente, estaba allí sin arreglar,
con el pelo revuelto— miró a Gregorio, juntando las manos, avanzó dos pasos
hacia él, y se desplomó por fin, en medio de sus faldas, que se desplegaban a
su alrededor, con la cabeza caída sobre su pecho. El padre amenazó con el
puño, con expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el
interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro a la sala
y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar mientras los sollozos
sacudían su robusto pecho.

Gregorio no llegó, pues, a salir de su habitación; permaneció apoyado en la


hoja de la puerta, mostrando solo la mitad de su cuerpo, con la cabeza
ladeada, contemplando a los presentes. La lluvia había amainado, y al otro
lado de la calle se recortaba nítido un trozo de edificio negruzco. Era un
hospital, cuya monótona fachada jalonaban numerosas ventanas idénticas. La
lluvia caía ahora en goterones aislados, que se veían claramente al tocar el
suelo. Sobre la mesa estaban los utensilios del desayuno; para el padre, era la
comida principal del día, que prolongaba con la lectura de varios periódicos.
En la pared que Gregorio tenía enfrente, colgaba un retrato de este durante
su servicio militar, con uniforme de teniente, la mano en el puño de la espada,
sonriendo despreocupadamente, con un aire que parecía exigir respeto para
su uniforme y su actitud. Esa habitación daba a la sala; por la puerta abierta
se veía la del apartamento, también abierta, y el rellano y el primer tramo de
la escalera que conducía a los pisos inferiores.

—Bueno —dijo Gregorio, convencido de ser el único que había conservado la


calma—. Enseguida me visto, recojo el muestrario y me voy. Me dejarán que
salga de viaje, ¿verdad? Ya ve usted, señor gerente, que no soy testarudo y
que trabajo con gusto. Viajar cansa; pero yo no sabría vivir sin viajar.
¿Adónde va usted? ¿A la tienda? ¿Sí? ¿Lo contará todo tal como ha sucedido?
Uno puede tener un bajón momentáneo; pero es precisamente entonces
cuando deben acordarse los jefes de lo útil que uno ha sido y pensar que, una
vez superado el contratiempo, trabajará con redobladas energías. Yo le estoy
muy agradecido al señor director, como usted bien sabe. Por otra parte, tengo
que atender a mis padres y a mi hermana. Es verdad que hoy me encuentro
en un apuro. Pero trabajando lograré salir de él. No me ponga las cosas más
difíciles de lo que están. Póngase de mi parte. Ya sé que al viajante no se lo
quiere. Todos creen que gana dinero en cantidades, sin trabajar apenas. No
hay ninguna razón para que este prejuicio desaparezca; pero usted está más
enterado de lo que son las cosas que el resto del personal, incluso que el
propio director, que, en su calidad de propietario, se equivoca con frecuencia
respecto de un empleado. Usted sabe muy bien que el viajante, como está
fuera de la tienda la mayor parte del año, es blanco fácil de habladurías,
equívocos y quejas infundadas, contra las cuales no le es fácil defenderse, ya
que la mayoría de las veces no llegan a sus oídos, y solo al regresar extenuado
de un viaje empieza a notar directamente las consecuencias negativas de una
acusación desconocida. No se vaya sin decirme algo que me pruebe que me
da usted la razón, por lo menos en parte.

Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media
vuelta y lo contemplaba por encima del hombro, con una mueca de
repugnancia en el rostro. Mientras Gregorio hablaba, no permaneció un
momento quieto. Se retiró hacia la puerta sin quitarle la vista de encima, muy
lentamente, como si una fuerza misteriosa lo retuviese allí. Llegó, por fin, a la
sala y dio los últimos pasos con tal rapidez que parecía que estuviera pisando
brasas ardientes. Alargó el brazo derecho en dirección a la escalera, como si
esperase encontrar allí milagrosamente la libertad.

Gregorio comprendió que no debía permitir que el gerente se marchara de


aquel modo, pues si lo hacía su puesto en la tienda se iba a ver seriamente
amenazado. Sus padres no lo veían tan claro como él, porque, con el
transcurso de los años, habían llegado a pensar que la posición de Gregorio
en aquella empresa era inamovible; además, con la inquietud del momento se
habían olvidado de toda prudencia. Pero no así Gregorio, que se daba cuenta
de que era indispensable retener al gerente y tranquilizarlo. De ello dependía
el porvenir de Gregorio y de los suyos. ¡Si al menos estuviera allí su hermana!
Era muy inteligente; había llorado cuando Gregorio yacía aún tranquilamente
sobre su espalda. Seguro que el gerente, hombre galante, se hubiera dejado
convencer por la joven. Ella habría cerrado la puerta del apartamento y lo
habría calmado en la sala. Pero su hermana no estaba, y Gregorio tenía que
arreglárselas solo. Sin reparar en que todavía no conocía sus nuevas
habilidades de movimiento, y que lo más probable era que no lograse
entenderlo, abandonó la hoja de la puerta en que se apoyaba y se deslizó por
el hueco formado al abrirse la otra con intención de avanzar hacia el gerente,
que seguía cómicamente agarrado a la baranda del rellano de la escalera.
Pero inmediatamente cayó al suelo, mientras intentaba, con grandes
esfuerzos, sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas, profiriendo
un leve quejido. Entonces se sintió, por primera vez en el día, invadido por un
verdadero bienestar: las patitas, apoyadas en el suelo, le obedecían
perfectamente. Con alegría, vio que empezaban a llevarlo adonde deseaba ir,
dándole la sensación de que sus sufrimientos habían concluido. Pero en el
momento en que Gregorio empezaba a avanzar lentamente, balanceándose a
ras de tierra, frente a su madre, esta, pese a su desvanecimiento previo, dio
de pronto un brinco y se puso a gritar, extendiendo los brazos con las manos
abiertas: «¡Socorro! ¡Por el amor de Dios! ¡Socorro!» Inclinaba la cabeza
como para ver mejor a Gregorio, pero de pronto, como para desmentir esta
impresión, se desplomó hacia atrás, cayó sobre la mesa y, ajena al hecho de
que estaba aún puesta, quedó sentada en ella, sin darse cuenta de que a su
lado el café salía de la cafetera volcada, derramándose sobre la alfombra.

—¡Madre! ¡Madre! —gimió Gregorio, mirándola desde abajo. Por un momento


se olvidó del gerente; y no pudo evitar, ante el café vertido, abrir y cerrar
repetidas veces las mandíbulas en el vacío. Su madre, gritando de nuevo y
huyendo de la mesa, se lanzó en brazos del padre, que corrió a su encuentro.
Pero Gregorio no podía dedicar ya su atención a sus padres; el gerente estaba
en la escalera y, con el mentón apoyado sobre la baranda, dirigía una última
mirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para darle alcance, pero él
debió de comprender su intención, pues, de un salto, bajó varios escalones y
desapareció, profiriendo unos alaridos que resonaron por toda la escalera.
Para colmo de males, la huida del jefe pareció trastornar por completo al
padre, que hasta entonces se había mantenido relativamente sereno; pues, en
lugar de correr tras el fugitivo, o por lo menos permitir que así lo hiciese
Gregorio, empuñó con la diestra el bastón del gerente —que este había dejado
allí, junto con su sombrero y su abrigo, olvidados en una silla— y, armándose
con la otra mano de un gran periódico que estaba sobre la mesa, se dispuso,
dando fuertes patadas en el suelo, y esgrimiendo papel y bastón, a hacer
retroceder a Gregorio hasta el interior de su cuarto. De nada le sirvió a este
suplicar, puesto que no fue entendido; y aunque inclinó sumiso la cabeza, solo
consiguió excitar aún más a su padre. La madre, a pesar del mal tiempo,
había abierto una ventana y, violentamente inclinada hacia fuera, se cubría el
rostro con las manos. Entre el aire de la calle y el de la escalera se estableció
una fuerte corriente; las cortinas de la ventana se ahuecaron; sobre la mesa
se agitaron los periódicos, y algunas hojas sueltas se esparcieron por el suelo.
El padre, inflexible, resoplaba violentamente, intentando hacer retroceder a
Gregorio. Pero este carecía aún de práctica en la marcha hacia atrás, y la
cosa iba muy despacio. ¡Si al menos hubiera podido moverse! En un
santiamén se hubiese encontrado en su cuarto. Pero, con su lentitud en girar,
temía impacientar a su padre, cuyo bastón podía deslomarlo o abrirle la
cabeza. Finalmente, sin embargo, no tuvo más remedio que volverse, pues
advirtió contrariado que, caminando hacia atrás, no podía controlar la
dirección. Así que, sin dejar de mirar angustiosamente a su padre, empezó a
girar lo más rápidamente que pudo, es decir, con extraordinaria lentitud. El
padre debió percatarse de su buena voluntad, pues dejó de hostigarlo,
dirigiendo incluso de lejos, con la punta del bastón, el movimiento giratorio.
¡Si al menos hubiese dejado de resoplar! Esto era lo que más alteraba a
Gregorio. Cuando ya iba a completar el giro, aquel resoplido lo hizo
equivocarse, obligándolo a retroceder poco a poco. Por fin logró quedarse
frente a la puerta. Pero entonces recordó que su cuerpo era demasiado ancho
para poder pasar sin más. Al padre, en medio de su excitación, no se le
ocurrió abrir la otra hoja para dejarle espacio suficiente. Estaba obsesionado
con la idea de que Gregorio había de meterse cuanto antes en su habitación.
Tampoco hubiera permitido los lentos preparativos que Gregorio necesitaba
para incorporarse y, de este modo, pasar por la puerta. Como si no hubiese
problema alguno, azuzaba a Gregorio con furia creciente.

Gregorio oía tras de sí una voz que parecía imposible que fuese la de un
padre. Se incrustó en el marco de la puerta. Se irguió de medio lado y quedó
atravesado en el umbral, lastimándose el costado. En la puerta aparecieron
unas manchas repulsivas. Gregorio quedó allí atascado, sin posibilidad de
hacer el menor movimiento.

Las patitas de uno de los costados colgaban en el aire, mientras que las del
otro quedaban dolorosamente oprimidas contra el suelo… En esto, el padre le
dio por detrás un empujón enérgico y salvador, que lo lanzó dentro del cuarto,
sangrando copiosamente. Luego, cerró la puerta con el bastón, y por fin volvió
a la calma.

Recién al anochecer despertó Gregorio de un pesado sueño, semejante a un


desmayo. No habría tardado mucho en despabilarse por sí solo, pues ya había
descansado bastante, pero le pareció que lo despertaban unos pasos furtivos y
el ruido de la puerta de la sala, que alguien cerraba con cuidado. El reflejo del
tranvía proyectaba franjas de luz en el techo de la habitación y la parte
superior de los muebles; pero en la parte de abajo, donde estaba Gregorio,
reinaba la oscuridad. Lenta y todavía torpemente, tanteando con sus antenas,
que en ese momento demostraron su utilidad, se deslizó hacia la puerta para
ver lo que había ocurrido. En su costado izquierdo tenía una larga y punzante
llaga. Renqueaba alternativamente sobre cada una de sus dos hileras de
patas, una de las cuales, herida en el accidente de la mañana —por milagro,
las demás habían quedado ilesas—, se arrastraba inerte.

Al llegar a la puerta, comprendió que lo que le había atraído era el olor de


algo comestible. Encontró una cazuela llena de leche con azúcar, en la que
flotaban trocitos de pan. Estuvo a punto de reír de gozo, pues tenía aún más
hambre que por la mañana. Hundió la cabeza en la leche casi hasta los ojos;
pero enseguida la retiró desilusionado, pues no solo la herida de su costado
izquierdo le hacía dificultosa la operación (para comer tenía que mover todo
el cuerpo), sino que, además, la leche, que hasta entonces había sido su
bebida predilecta —por eso, sin duda, la había puesto allí su hermana—, no le
gustó nada. Se apartó casi con repugnancia del recipiente y se arrastró de
nuevo hacia el centro de la habitación. Por la rendija de la puerta vio que la
luz estaba encendida en el comedor. Pero, en contra de lo habitual, no se oía
al padre leer en voz alta el diario de la tarde a la madre y a la hermana. No se
oía el menor ruido. Quizás esta costumbre, de la que siempre le hablaba la
hermana en sus cartas, hubiese desaparecido. Todo estaba silencioso, pese a
que, con toda seguridad, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan tranquila
lleva mi familia!», pensó Gregorio. Mientras su mirada se perdía en las
sombras, se sintió orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su
hermana tan sosegada existencia, en un hogar tan acogedor. De pronto pensó
con terror que aquella tranquilidad, aquel bienestar y aquella alegría iban a
terminar… Para no abandonarse en estos pensamientos, prefirió ponerse en
movimiento y comenzó a arrastrarse por la habitación.

Durante la noche se entreabrió una vez una de las hojas de la puerta, y otra
vez la otra: alguien quería entrar pero vacilaba. Gregorio, en vista de ello, se
colocó contra la misma puerta que daba al comedor, dispuesto a atraer hacia
el interior al indeciso visitante, o por lo menos a averiguar de quién se
trataba. Pero la puerta no volvió a abrirse, y esperó en vano. Esa mañana,
cuando la puerta estaba cerrada, todos habían intentado entrar, y ahora que
él había abierto una y que la otra había sido también abierta, sin duda
durante el día, ya no venía nadie, y las llaves habían quedado puestas en la
parte exterior de las cerraduras.

Estaba muy avanzada la noche cuando se apagó la luz del comedor. Gregorio
comprendió que sus padres habían permanecido en vela hasta entonces. Oyó
como se alejaban de puntillas. Hasta la mañana no entraría seguramente
nadie a ver a Gregorio: tenía tiempo de sobra para pensar en su futuro, sin
temor a ser importunado. Pero aquella habitación fría y de techo alto, en
donde había de permanecer boca abajo, le dio miedo; no entendía por qué,
pues era su cuarto, en el que vivía desde hacía cinco años… Bruscamente, y
no sin algo de vergüenza, se metió bajo el sofá, donde, a pesar de sentirse
algo estrujado por no poder levantar la cabeza, se encontró en seguida muy
bien. Solo lamentó no poder introducirse allí por completo a causa de su
excesiva corpulencia.

Así permaneció toda la noche, sumido en un sopor del que lo despertaba con
sobresalto el hambre, y sacudido por preocupaciones y esperanzas no muy
concretas, pero cuya conclusión era siempre la necesidad de tener calma y
paciencia y de hacer lo posible para que su familia se hiciese cargo de la
situación y no sufriera más de lo necesario.

Muy temprano, cuando apenas empezaba a clarear, Gregorio tuvo ocasión de


poner en práctica sus resoluciones. Su hermana, ya casi arreglada, abrió la
puerta que daba a la sala y lo buscó con ansiedad con la mirada. Al principio
no lo vio; pero al descubrirlo debajo del sofá —¡en algún lugar tenía que
estar! ¡No iba a haber volado!— se asustó tanto que, sin pensarlo, volvió a
cerrar la puerta. Pero de inmediato se arrepintió de su reacción, pues volvió
abrir y entró con sigilo, como si fuese la habitación de un enfermo grave o un
extraño. Gregorio, asomando apenas la cabeza fuera del sofá, la observaba.
¿Se daría cuenta de que no había probado la leche y, comprendiendo que no
había sido por falta de hambre, le traería alimentos más adecuados? Pero si
no lo hacía, él preferiría morirse de hambre antes que pedírselo, no obstante
sentir enormes deseos de salir de debajo del sofá y suplicarle que le trajese
algo bueno de comer. Sin embargo, la hermana, asombrada, advirtió de
inmediato que la cazuela estaba intacta; únicamente se había vertido un poco
de leche. La recogió, y se la llevó. Gregorio sentía una gran curiosidad por ver
lo que la bondad de su hermana le reservaba. Pero lo que hizo, superó sus
expectativas: a fin de ver cuál era su gusto, le trajo un surtido completo de
alimentos y los extendió sobre un periódico viejo: legumbres cocidas días
antes, medio podridas ya; huesos de la cena de la víspera, rodeados de blanca
salsa cuajada; pasas y almendras; un trozo de queso que dos días antes
Gregorio había descartado como incomible; un mendrugo de pan duro; otro
untado con mantequilla, y otro con mantequilla y sal. Volvió a traer el mismo
recipiente, que por lo visto quedaba destinado a Gregorio, pero ahora lleno de
agua. Y por delicadeza (pues sabía que él no comería estando ella presente)
se retiró cuanto antes y echó la llave, sin duda para que Gregorio
comprendiese que nadie le iba a importunar. Al ir Gregorio a comer, sus
antenas fueron sacudidas por una especie de vibración. Pero, por otra parte,
sus heridas debían de haberse curado ya, pues no sintió ninguna molestia,
cosa que lo sorprendió bastante, pues recordó que hacía más de un mes se
había cortado un dedo con un cuchillo y que el día anterior todavía le dolía.
«¿Tendré menos sensibilidad que antes?», pensó, mientras probaba
golosamente el queso, que fue lo que más lo atrajo. Con gran avidez y con
lágrimas de alegría, devoró sucesivamente el queso, las legumbres y la salsa.
En cambio, los alimentos frescos le disgustaron: su olor mismo le resultaba
desagradable, hasta el punto de que alejó de ellos las cosas que quería comer.

Ya hacía un buen rato que había terminado, durante el cual había


permanecido estirado perezosamente en el mismo lugar, cuando la hermana,
sin duda para darle tiempo a retirarse, empezó a girar lentamente la llave. A
pesar de estar medio dormido, Gregorio se sobresaltó y corrió a ocultarse de
nuevo debajo del sofá. Para permanecer allí, aunque solo fuera por el breve
tiempo que su hermana estuvo en el cuarto, tuvo que hacer esta vez gran
esfuerzo de voluntad, pues, a consecuencia de la abundante comida, su
cuerpo se había abultado tanto que apenas podía respirar en aquel reducido
espacio. Un tanto sofocado, contempló con los ojos desorbitados cómo su
hermana, ajena a lo que le sucedía, barría no solo los restos de la comida, sino
también los alimentos que Gregorio no había tocado, como si ya no pudiesen
aprovecharse. Y vio también cómo lo tiraba todo a un cubo de basura, que
cerró con una tapa de madera. Apenas se hubo marchado su hermana con el
cubo, Gregorio salió de su escondite, se estiró y respiró profundamente.
De esta manera recibió Gregorio, día tras día, su comida: una vez por la
mañana temprano, antes de que se levantaran sus padres y la criada, y otra
después del almuerzo, mientras los padres dormían la siesta y la criada salía a
hacer algún recado al que la mandaba la hermana. Sin duda sus padres
tampoco querían que Gregorio se muriese de hambre; pero tal vez no
hubieran podido soportar el espectáculo de sus comidas, y era mejor que solo
tuvieran noticias de ello a través de la hermana. Tal vez también quería esta
ahorrarles un sufrimiento extra.

A Gregorio le fue imposible averiguar con qué disculpas habían despedido la


primera mañana al médico y al cerrajero. Como nadie lo entendía, nadie
pensaba, ni siquiera su hermana, que él pudiese entender a los demás. Tenía,
pues, que contentarse, cuando su hermana entraba en su cuarto, con oírla
gemir y lamentarse. Tiempo después, cuando ella se hubo acostumbrado un
poco a la nueva situación (desde luego no se podía esperar que se
acostumbrase por completo), Gregorio empezó a notar en ella ciertos indicios
de amabilidad. «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había
apurado la comida; mientras que en el caso contrario, cada vez más
frecuente, solía decir apenada: «Bueno, hoy lo ha dejado todo».

Aunque Gregorio no podía obtener directamente ninguna noticia, siempre


estaba atento a lo que sucedía en las habitaciones contiguas, y en cuanto oía
voces corría hacia la puerta correspondiente y se pegaba a ella. Al principio
todas las conversaciones se referían a él, aunque no era capaz de oírlo con
claridad. Durante dos días, en todas las comidas se discutió lo que
correspondía hacer en lo sucesivo. También fuera de las comidas se hablaba
de lo mismo; ninguno de los miembros de la familia quería quedarse solo en
casa, y como tampoco querían dejarla abandonada, siempre había por lo
menos dos personas. Ya el primer día, la criada —de la que no sabían hasta
qué punto estaba enterada de lo ocurrido— le había rogado a la madre que la
despidiese en seguida, y al marcharse, un cuarto de hora después, dando las
gracias efusivamente y sin que nadie se lo pidiese, juró con solemnidad que
no contaría nada a nadie.

La hermana tuvo que ayudar a cocinar a la madre, cosa que, en realidad, no le


daba mucho trabajo, pues casi no comían. Gregorio los oía continuamente
animarse en vano unos a otros a comer, siendo un «gracias, ya he comido
bastante», u otra frase por el estilo, la respuesta invariable a estos
requerimientos. Tampoco bebían casi nada. Con frecuencia preguntaba la
hermana al padre si quería cerveza, para ofrecerse enseguida a ir a buscarla.
Callaba el padre, y entonces ella añadía que también podían mandar a la
portera. Pero el padre respondía finalmente con una negativa tajante, y no se
hablaba más del asunto.

Ya el primer día el padre planteó a la madre y a la hermana la situación


económica de la familia y sus perspectivas futuras. De vez en cuando se
levantaba de la mesa para buscar en su pequeña caja de caudales —salvada
de la quiebra cinco años antes— algún documento o libro de notas. Se oía el
ruido de la complicada cerradura al abrirse o volverse a cerrar, después de
que el padre hubiese sacado lo que buscaba. Estas explicaciones
constituyeron la primera noticia agradable que escuchó Gregorio desde su
encierro. Siempre había creído que a su padre no le quedaba absolutamente
nada del antiguo negocio. El padre nunca le había dado a entender que fuera
de otro modo, aunque lo cierto era que Gregorio tampoco le había preguntado
nada al respecto. Por aquel entonces, Gregorio solo se había preocupado de
hacer lo posible para que su familia olvidara cuanto antes el revés financiero
que los había hundido en la más completa desesperación. Por eso había
comenzado a trabajar con tanto entusiasmo, convirtiéndose en poco tiempo,
de simple dependiente, en todo un viajante de comercio, con grandes
posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales se concretaban en
sustanciosas comisiones entregadas a la familia ante el asombro y alegría de
todos. Habían sido días felices. Pero no se habían repetido, al menos con igual
esplendor, pese a que Gregorio había llegado a ganar lo suficiente como para
llevar por sí solo el peso de toda la casa. La costumbre, tanto en la familia,
que recibía agradecida el dinero de Gregorio, como en este, que lo entregaba
con gusto, hizo que la sorpresa y alegría iniciales no volvieran a producirse
con la misma intensidad. Solo la hermana permaneció siempre estrechamente
unida a Gregorio, y como, al contrario que él, era muy aficionada a la música
y tocaba el violín con gran entusiasmo, Gregorio confiaba en poder mandarla
al año siguiente al conservatorio, pese a los gastos que ello conllevaría, y a los
que ya encontraría modo de hacer frente. Durante las breves estancias de
Gregorio junto a los suyos, la palabra «conservatorio» se repetía con
frecuencia en las charlas con la hermana, pero siempre como un hermoso
sueño en cuya realización no se podía ni soñar. Los padres no veían con
agrado estos ingenuos proyectos; pero para Gregorio era un asunto muy
serio, y tenía decidido anunciarlo en forma solemne la noche de Navidad.

Estos pensamientos, ahora tan superfluos, se agitaban en su mente mientras,


pegado a la puerta, escuchaba lo que hablaban en la habitación contigua. De
cuando en cuando, la fatiga le impedía seguir escuchando, y dejaba caer,
cansado, la cabeza sobre la puerta. Pero en seguida volvía a levantarla, pues
apenas el levísimo ruido debido a este movimiento suyo era oído, su familia
enmudecía en el acto.

—¿Qué estará haciendo ahora? —decía el padre, sin duda mirando hacia la
puerta.

Y, pasados unos momentos, se reanudaba la conversación interrumpida.

Así pudo enterarse Gregorio, con gran satisfacción —el padre se extendía en
sus explicaciones, pues hacía tiempo que no se había ocupado de aquellos
asuntos, y además la madre tardaba en entenderlos— que, a pesar de la
desgracia les había quedado algún dinero; no mucho, desde luego pero poco a
poco había ido aumentando desde entonces, gracias a los intereses intactos.
Además, el dinero que entregaba Gregorio todos los meses, quedándose para
él únicamente una ínfima cantidad, no se gastaba por completo, y había ido
formando un pequeño capital. Tras la puerta, Gregorio aprobaba con la
cabeza, satisfecho de que existieran estas inesperadas reservas. Cierto que
con ese dinero sobrante podría haber pagado poco a poco la deuda que su
padre tenía con el dueño, y haberse visto libre de ella mucho antes; pero tal
como estaban las cosas, era mejor así.

Ahora bien, ese dinero no era suficiente para permitir a la familia vivir de él;
como mucho bastaría para uno o dos años, no para más tiempo. Por tanto, era
un capital que no se debía tocar, pues convenía conservarlo para caso de
necesidad. El dinero para ir viviendo había que ganarlo. Aunque el padre
estaba bien de salud, era ya viejo y llevaba cinco años retirado; por tanto no
se podía contar con él: en los últimos cinco años, los primeros de descanso en
su vida laboriosa, aunque fracasada, había engordado mucho y se había
vuelto lento y pesado. ¿Y cómo podría trabajar la madre, que padecía de
asma, que se fatigaba con solo andar un poco por casa y continuamente tenía
que tumbarse en el sofá, con la ventana abierta de par en par, porque le
daban ahogos? ¿Tendría, entonces, que trabajar la hermana, una niña de
diecisiete años, cuya envidiable existencia había consistido, hasta el
momento, en ocuparse de sí misma, dormir cuanto quería, ayudar en las
tareas de la casa, participar en alguna sencilla diversión y, sobre todo, tocar
el violín?

Toda vez que la conversación derivaba hacia los apremios económicos,


Gregorio se apartaba de la puerta y, trastornado por la pena y la vergüenza,
se metía bajo el fresco sofá de cuero. A menudo pasaba allí toda la noche
despierto, arañando el cuero hora tras hora. A veces llevaba a cabo el
extraordinario esfuerzo de empujar el sillón hasta la ventana y, agarrándose
del alféizar y apoyado en la ventana, permanecía de pie en el asiento, sumido
en sus recuerdos, pues antes solía asomarse a menudo a aquella ventana.

Poco a poco empezó a ver con menos claridad. Ya no distinguía el hospital de


enfrente, cuya vista tanto le desagradaba; y de no haber sabido que vivía en
una calle en plena ciudad, aunque tranquila, hubiera podido creer que su
ventana daba a un desierto, en el cual se confundían el cielo y la tierra,
igualmente grises.

Solo dos veces vio la hermana, siempre atenta, que el sillón se encontraba
junto a la ventana. Y a partir de entonces, al arreglar la habitación,
aproximaba ella misma el sillón. Más aún: dejaba abierta la contraventana.

Si al menos hubiera podido Gregorio hablar con su hermana; de haberle


podido agradecer cuanto hacía por él, le hubieran resultado más leves las
molestias que ocasionaba y que tanto le hacían sufrir. Sin duda, su hermana
hacía lo posible para atenuar lo doloroso de la situación, y a medida que
transcurría el tiempo iba consiguiéndolo, como es natural. Pero también
Gregorio, a medida que pasaban los días, tenía más clara la situación.

Ahora, las visitas de su hermana eran para él algo terrible. En cuanto entraba
en la habitación, y sin cerrar siquiera previamente las puertas, como antes,
para ocultar a todos la vista del cuarto, iba corriendo hacia la ventana y la
abría bruscamente, como si estuviese a punto de asfixiarse; y hasta cuando el
frío era intenso, permanecía allí un rato respirando ansiosamente. Este
ajetreo ocurría dos veces al día; a Gregorio lo asustaba, aunque estaba
convencido de que ella le hubiera evitado esas molestias, de haber podido
permanecer en la habitación con las ventanas cerradas. Gregorio se quedaba
temblando debajo del sofá todo el tiempo que duraba la visita.

Un día —ya había transcurrido un mes desde la metamorfosis, así que no


tenía por qué sorprenderse del aspecto de Gregorio— su hermana entró algo
más temprano que de costumbre y se lo encontró mirando inmóvil por la
ventana. No le hubiera extrañado a Gregorio que su hermana no entrase,
pues tal como estaba le impedía abrir la ventana. Pero no solo no entró, sino
que retrocedió y cerró la puerta rápidamente: quien la hubiera visto
reaccionar de esa forma hubiera creído que Gregorio se disponía a atacarla.
Gregorio se metió inmediatamente debajo del sofá; pero hasta el mediodía no
volvió su hermana, más intranquila que de costumbre. Este incidente le hizo
comprender que su vista seguía resultando insoportable a los ojos de su
hermana, quien solo gracias a un esfuerzo de voluntad evitaba echar a correr
al divisar la pequeña parte del cuerpo que sobresalía por debajo del sofá. Con
objeto de ahorrarle por completo su visión, trabajó un día cuatro horas al
cabo de las cuales consiguió llevar sobre su espalda una sábana hasta el sofá
y ponerla de modo que lo tapara por completo y que su hermana no pudiese
verlo por mucho que se agachase.

De no haberle parecido oportuna tal medida, ella misma hubiera quitado la


sábana, pues fácil era comprender que, para Gregorio, el aislarse no era nada
agradable. Pero su hermana dejó la sábana tal como estaba, y Gregorio, al
levantar sigilosamente con la cabeza la punta de esta, para ver cómo era
acogida la nueva disposición, creyó adivinar en la joven una mirada de
gratitud.

Durante las dos primeras semanas, sus padres no se decidieron a entrar a


verlo. A menudo les oyó alabar la actitud de la hermana, cuando hasta
entonces solían, por el contrario, considerarla poco menos que una inútil. Los
padres acostumbraban esperar ante la habitación de Gregorio mientras la
hermana la arreglaba, y en cuanto salía se hacían contar cómo estaba el
cuarto, qué había comido Gregorio, cuál había sido su actitud y si daba
señales de mejoría.

La madre había querido visitar a Gregorio enseguida, pero el padre y la


hermana la habían hecho desistir con argumentos que Gregorio escuchó con
la mayor atención y aprobó por entero. Más adelante tuvieron que
impedírselo por la fuerza, y cuando exclamaba: «¡Déjenme entrar a ver a
Gregorio! ¡Pobre hijo mío! ¿No comprenden que necesito verlo?», Gregorio
pensaba que tal vez fuera mejor que su madre entrase, no todos los días, pero
sí, por ejemplo, una vez a la semana: ella era mucho más comprensiva que la
hermana, quien, pese a su indudable valor, al fin y al cabo no era más que una
niña, que quizá solo por juvenil inconsciencia había podido asumir tan penosa
tarea.

No tardó en cumplirse el deseo de Gregorio de ver a su madre. Durante el día,


por consideración a sus padres, no se asomaba a la ventana, y en los dos
metros cuadrados de suelo libre de su habitación casi no podía moverse.
Descansar tranquilo le era ya difícil durante la noche. La comida pronto dejó
de causarle placer, y para distraerse empezó a trepar zigzagueando por las
paredes y el techo. En el techo era donde más a gusto se encontraba: aquello
era mucho mejor que estar echado en el suelo; respiraba mejor, y se
estremecía con una suave vibración. Un día Gregorio, casi feliz y
despreocupado, se desprendió del techo, con gran sorpresa suya, y se estrelló
contra el suelo. Pero su cuerpo se había vuelto más resistente y, pese a la
fuerza del golpe, no se lastimó.
Su hermana advirtió inmediatamente el nuevo entretenimiento de Gregorio —
tal vez dejase al trepar un leve rastro de baba— y quiso hacer todo lo posible
para facilitarle su actividad, quitando los muebles que le estorbaban, sobre
todo el baúl y el escritorio. No podía hacerlo sola y tampoco se atrevía a pedir
ayuda al padre; con la criada no podía contar, pues la buena mujer, de unos
sesenta años, aunque se había mostrado muy animosa desde la despedida de
su antecesora, había rogado que le dejaran tener siempre cerrada la puerta
de la cocina, y no abrirla sino cuando la llamasen. Por tanto, la única
posibilidad era pedir ayuda a la madre en ausencia del padre.

La madre acudió eufórica, pero se quedó muda al llegar a la puerta. La


hermana comprobó que todo estuviera en orden, y solo entonces hizo pasar a
la madre. Gregorio había bajado la sábana más que de costumbre, de modo
que formara abundantes pliegues y pareciera que estaba allí por casualidad.
En esta ocasión no espió por debajo; renunció a ver a su madre, feliz de que
por fin hubiese entrado a su habitación.

—Pasa, no se lo ve —dijo la hermana, que seguramente llevaba a la madre de


la mano.

Gregorio oyó a las dos frágiles mujeres mover el viejo y pesado baúl; la
hermana, animosa como siempre, hacía la mayor parte del esfuerzo, sin hacer
caso de las advertencias de la madre, que tenía miedo de que se fatigara en
exceso.

Al cabo de un cuarto de hora, la madre dijo que era mejor dejar el baúl donde
estaba, en primer lugar porque era muy pesado y no acabarían antes del
regreso del padre; además, estando en medio de la habitación el baúl le
cortaría el paso a Gregorio; por último, tal vez a Gregorio no le agradara que
se retirasen los muebles, sino todo lo contrario. La vista de las paredes
desnudas la deprimía. ¿Por qué no había de sentir Gregorio lo mismo,
acostumbrado desde hacía tiempo a los muebles de su cuarto? ¿No se sentiría
como abandonado en la habitación vacía?

—Al quitar los muebles —continuó en voz muy baja, casi en un susurro, como
si quisiese evitar a Gregorio, que no sabía exactamente dónde se encontraba,
hasta el sonido de su voz, pues estaba convencida de que no entendía las
palabras—, ¿no parecerá que renunciamos a toda esperanza de mejoría y que
lo abandonamos, sin otra consideración, a su suerte? Yo creo que lo mejor
sería dejar el cuarto igual que antes, para que Gregorio, cuando vuelva a ser
uno de nosotros, lo encuentre todo como estaba y pueda olvidar con mayor
facilidad este paréntesis.

Al oír estas palabras de la madre, Gregorio comprendió que la falta de toda


relación humana directa, unida a la monotonía de su nueva vida, debía de
haber trastornado su propia mente en aquellos dos meses, pues de otro modo
no podía explicarse el deseo que tenía de que vaciaran la habitación.

¿Acaso quería realmente que se convirtiese aquella confortable habitación,


con sus muebles familiares, en un desierto en el cual hubiera podido, es
verdad, trepar en todas las direcciones sin obstáculos, pero donde en poco
tiempo hubiera olvidado por completo su pasada condición humana?

De hecho, ya estaba a punto de olvidarla, y solo la voz de su madre, que no


oía hacía tiempo, lo había hecho reaccionar. No, no había que quitar nada;
todo tenía que quedar como antes; no podía prescindir de la benéfica
influencia que los muebles ejercían sobre él, aunque coartaran su libertad de
movimientos, lo cual, en todo caso, antes que un perjuicio, debía considerarlo
una ventaja.

Desgraciadamente, su hermana no era de esta opinión, y como se había


acostumbrado —no sin motivo— a considerarse la experta de la familia en lo
que a Gregorio se refería, rebatió los argumentos de su madre y declaró que
no solo debían sacar de la habitación el baúl y el escritorio, como al principio
habían pensado, sino también todos los demás muebles, con excepción del
indispensable sofá.

Su actitud no era fruto solo de la mera tozudez juvenil ni de la confianza en sí


misma, tan repentinamente adquirida en los últimos tiempos: también había
observado que Gregorio, además de necesitar mucho espacio para arrastrarse
y trepar, no utilizaba los muebles en lo más mínimo. Tal vez, con el
entusiasmo propio de su edad y deseosa de mostrarse útil, también deseaba
inconscientemente que la situación de Gregorio se volviera aún más drástica,
a fin de poder hacer por él más de lo que hacía. Pues en un cuarto en el cual
Gregorio se hallase completamente solo entre las paredes desnudas,
seguramente no se atrevería a entrar nadie excepto Grete.

No logró, entonces, la madre hacerla cambiar de idea, y como en aquel cuarto


sentía una gran desazón, no tardó en callarse y en ayudar a la hermana, con
todas sus fuerzas, a sacar el baúl. Gregorio podía prescindir de él, si no había
más remedio; pero el escritorio tenía que quedarse allí. Apenas hubieran
abandonado el cuarto las dos mujeres, jadeando y arrastrando el baúl
trabajosamente, sacó Gregorio la cabeza de debajo del sofá para estudiar la
forma de intervenir con la mayor delicadeza y el máximo de precauciones. Por
desgracia su madre fue la primera en volver, mientras Grete, en la habitación
de al lado, seguía forcejeando con el baúl, aunque sin lograr cambiarlo de
lugar. La madre no estaba acostumbrada a la vista de Gregorio y la impresión
podía ser muy fuerte, por lo que este, asustado, retrocedió rápidamente hasta
el otro extremo del sofá; pero no pudo evitar que la sábana que lo ocultaba se
moviese ligeramente, lo cual bastó para llamar la atención de la madre. Esta
se detuvo bruscamente, quedó un instante indecisa y volvió junto a Grete.

Aunque Gregorio se decía que no iba a ocurrir nada del otro mundo, y que
solo unos muebles serían cambiados de lugar, aquel ajetreo de las mujeres y
el ruido de los muebles al ser arrastrados le causaron una gran desazón.
Encogiendo cuanto pudo la cabeza y las piernas, aplastando el vientre contra
el suelo, se confesó a sí mismo que no podría soportarlo mucho tiempo.

Estaban vaciando su cuarto, quitándole cuanto amaba: se habían llevado el


baúl en el que guardaba la sierra y las demás herramientas, y ahora estaban
moviendo el escritorio, sólidamente asentado en el suelo, en el cual había
hecho sus tareas cuando estudiaba la carrera de comercio e incluso cuando
iba a la escuela. No tenía un minuto que perder si quería neutralizar las
buenas intenciones de su madre y de su hermana, cuya existencia, por lo
demás, casi había olvidado pues, rendidas de cansancio, trabajaban en
silencio: solo se oía el rumor de sus pasos fatigados.

Mientras las dos mujeres, en la habitación contigua, se recostaban un


momento en el escritorio para tomar aliento, Gregorio salió de repente de su
escondite, cambiando de trayectoria hasta cuatro veces: no sabía por dónde
empezar. En esto, le llamó la atención, en la pared ya desnuda, el retrato de
la mujer envuelta en pieles. Trepó precipitadamente hasta allí y se agarró al
cristal, cuyo frío contacto calmó el ardor de su vientre. Al menos esta
estampa, que su cuerpo cubría ahora por completo, no se la quitarían. Volvió
la cabeza hacia la puerta del comedor para ver a las mujeres cuando
entrasen.

Estas casi no se concedieron descanso, pues enseguida estuvieron allí de


nuevo; Grete rodeaba a la madre con el brazo, casi sosteniéndola.

—¿Qué nos llevamos ahora? —preguntó Grete mirando a su alrededor.

En eso, su mirada se cruzó con la de Gregorio, pegado a la pared. Grete logró


dominarse únicamente a causa de la presencia de la madre; se inclinó hacia
esta para impedir que viera a Gregorio, y, aturdida y temblorosa, dijo:

—Ven, vamos un momento al comedor.

Para Gregorio, las intenciones de Grete estaban claras: quería poner a salvo a
la madre, y después echarle de la pared. ¡Que lo intentase si se atrevía! Él
continuaba agarrado al cuadro, y no cedería. Prefería saltarle a Grete a la
cara.

Pero las palabras de Grete solo habían logrado inquietar a la madre. Esta se
echó a un lado, vio aquella enorme mancha oscura sobre la empapelada pared
y, antes de poder darse siquiera cuenta de que aquello era Gregorio, gritó con
voz aguda:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

Se desplomó sobre el sofá, con los brazos extendidos, como si sus fuerzas la
abandonasen, quedando allí sin movimiento.

Y se desmayó.

—Gregorio —exclamó la hermana con el puño en alto y la mirada de


reprobación.

Era la primera vez que le hablaba directamente después de la metamorfosis.


Grete fue a la habitación contigua en busca de algo que dar a la madre para
reanimarla.

Gregorio habría querido ayudarla —para salvar el cuadro había tiempo—,


pero estaba pegado al cristal y tuvo que desprenderse de él de un brusco
tirón. Luego corrió a la habitación contigua, como si aún pudiese, igual que
antes, dar algún consejo a su hermana. Pero tuvo que contentarse con
permanecer quieto detrás de ella.

Grete estaba revolviendo entre diversos frascos; al volverse, se asustó y dejó


caer al suelo una botellita, que se rompió. Uno de los fragmentos de vidrio
hirió a Gregorio en la cara, salpicándosela de un líquido corrosivo. Grete, sin
detenerse, cogió tantos frascos como pudo y entró en el cuarto de Gregorio,
cerrando tras de sí la puerta con el pie. Gregorio se encontró, pues,
completamente separado de la madre, la cual, por culpa suya, se hallaba tal
vez en peligro de muerte. No podía entrar sin echar de allí a su hermana,
cuya presencia junto a la madre era necesaria; por lo tanto, no tenía más
remedio que esperar.

Alterado por el remordimiento y la inquietud, comenzó a trepar por las


paredes, los muebles y el techo hasta que se sintió mareado y se dejó caer con
desesperación encima de la mesa.

Pasó un rato. Gregorio yacía extenuado; en la casa reinaba el silencio, lo cual


era tal vez buena señal. Llamaron. La criada estaba, como siempre, en la
cocina, y Grete tuvo que salir a abrir. Era el padre.

—¿Qué ha pasado?

Estas fueron sus primeras palabras. La expresión de Grete se lo había


revelado todo. Grete ocultó su cara en el pecho del padre y dijo
ahogadamente:

—Madre se desmayó, pero ya está mejor. Gregorio se escapó.

—Lo sabía —dijo el padre—. Se lo advertí; pero ustedes, las mujeres, nunca
hacen caso.

Gregorio comprendió que el padre había malinterpretado el comentario de


Grete y seguramente creía que él había hecho algo malo. Por lo tanto, debía
apaciguar a su padre, pues no tenía tiempo ni forma de aclararle lo ocurrido.
Se lanzó hacia la puerta de su habitación, aplastándose contra ella, para que
su padre, en cuanto entrase, comprendiese que tenía intención de regresar
inmediatamente a su cuarto, y que no hacía falta empujarlo hacia dentro, sino
que bastaba con abrirle la puerta para que entrase en el acto.

Pero el padre no estaba en condiciones de captar estas sutilezas.

—¡Ah! —exclamó con un tono a la vez furioso y amenazador.

Gregorio apartó la cabeza de la puerta y la dirigió hacia su padre. En los


últimos tiempos, ocupado por completo en perfeccionar su técnica de trepar
por las paredes, había dejado de preocuparse como antes de lo que sucedía
en la casa; por tanto, debía haber imaginado que iba a encontrar las cosas
muy cambiadas.
Sin embargo, ¿era aquel realmente su padre? ¿Era el mismo hombre que,
antes, cuando Gregorio iba a salir en viaje de negocios, permanecía fatigado
en la cama? ¿Era el mismo hombre que, al regresar a la casa, se encontraba
en bata, hundido en su sillón, y que, sin fuerzas para levantarse, se limitaba a
levantar los brazos en señal de alegría? ¿Era el mismo hombre que, en los
raros paseos en común, algunos domingos u otros días festivos, avanzaba
entre Gregorio y la madre, cuyo paso lento se volvía aún más pausado,
envuelto en su viejo abrigo, apoyándose cuidadosamente en el bastón y que
solía pararse cada vez que quería decir algo, obligando a los demás a
detenerse a su alrededor?

Ahora, sin embargo, aparecía firme y erguido, con un severo uniforme azul
con botones dorados, como el que suelen llevar los ordenanzas de los bancos.
Del rígido cuello alto sobresalía la papada; bajo las pobladas cejas, los ojos
negros destellaban con una mirada vivaz y alerta, y el cabello blanco, hasta
entonces siempre en desorden, estaba reluciente y peinado con una raya
impecable.

Tiró sobre el sofá la gorra, que llevaba una insignia dorada —probablemente
la de algún banco— y, dando un rodeo, fue hacia Gregorio con expresión
hostil, con las manos en los bolsillos del pantalón y los largos faldones de su
uniforme de levita recogidos hacia atrás. El padre no sabía lo que iba a hacer;
al caminar levantaba los pies a una altura desusada, y Gregorio quedó
asombrado del enorme tamaño de sus suelas. Sin embargo, no se revolvió,
pues ya sabía, desde el primer día de su vida, que cabía esperar de su padre
el máximo rigor con respecto a él. Echó a correr delante de su padre,
deteniéndose cuando este lo hacía y corriendo de nuevo en cuanto le veía
hacer un movimiento.

Dieron varias veces la vuelta a la habitación sin que pasara nada y sin que
esto, debido a las dilatadas pausas, tuviese siquiera el aspecto de una
persecución. Gregorio optó por permanecer en el suelo: temía que su padre
interpretase su huida por las paredes o por el techo como un gesto malévolo.

Gregorio no tardó en comprender que aquella situación no podía prolongarse,


pues mientras su padre daba un paso él tenía que llevar a cabo un sinfín de
movimientos, y ya empezaba a jadear. Aunque lo cierto era que tampoco en su
estado anterior podía confiar mucho en sus pulmones.

Se estremeció, intentando hacer acopio de energías para emprender


nuevamente la huida. Apenas si podía tener los ojos abiertos; estaba tan
aturdido que no pensaba más que en seguir corriendo, olvidando la
posibilidad de trepar por las paredes; aunque lo cierto era que estaban
atestadas de muebles tallados de peligrosos ángulos y picos. De pronto, algo
diestramente lanzado cayó a su lado y rodó ante él; era una manzana, a la que
inmediatamente siguió otra. Gregorio, atemorizado, no se movió; era inútil
que siguiera corriendo, puesto que su padre lo estaba bombardeando. Se
había llenado los bolsillos con las manzanas del frutero que estaba sobre el
aparador, y se las lanzaba una tras otra, aunque sin acertarle por el momento.

Las rojas manzanas rodaban por el suelo como electrizadas, tropezando unas
con otras. Una de ellas, lanzada con mayor precisión, rozó la espalda de
Gregorio, pero no le hizo daño. En cambio, la siguiente le dio de lleno.
Gregorio intentó correr, como si pudiese liberarse del insoportable dolor
cambiando de lugar; pero era como si lo hubieran clavado donde estaba, y
quedó allí indefenso, sin noción de lo que pasaba a su alrededor.

Con el último resto de conciencia vio abrirse bruscamente la puerta de su


habitación y a su madre corriendo en enagua —ya que Grete le había sacado
la ropa para darle aire y hacerla volver en sí— delante de la hermana, que
gritaba; luego vio a la madre lanzándose hacia el padre, perdiendo en el
camino una tras otra de sus enaguas desabrochadas, para por fin llegar a los
tumbos junto a su marido y abrazarse a él…

Y Gregorio, con la vista ya nublada, oyó por último cómo su madre, echando
los brazos al cuello del padre, le suplicaba que no matase a su hijo.

Aquella grave herida, que tardó más de un mes en curar —nadie se atrevió a
quitarle la manzana, que quedó, pues, incrustada en su carne como
testimonio ostensible de lo ocurrido—, pareció recordar, incluso al padre, que
Gregorio, pese a su aspecto repulsivo actual, era un miembro de la familia, a
quien no se debía tratar como a un enemigo, sino, por el contrario, con la
máxima consideración, y que era un elemental deber de familia sobreponerse
a la repugnancia y resignarse.

Aun cuando a causa de su herida había disminuido, acaso para siempre, su


capacidad de movimiento; aun cuando precisaba ahora, como un viejo tullido,
varios e interminables minutos para cruzar su habitación y no podía ni soñar
en volver a trepar por las paredes, Gregorio tuvo, en aquel empeoramiento de
su estado, una compensación que le pareció suficiente: por la tarde, la puerta
del comedor, en la que tenía puestos fijos los ojos desde una o dos horas
antes, se abría, y él, tirado en su cuarto a oscuras, invisible para los demás,
podía observar a su familia en torno a la mesa iluminada y oír sus
conversaciones con la aprobación general. Claro que estas conversaciones no
eran, ni mucho menos, las animadas charlas de otros tiempos, que Gregorio
añoraba durante sus viajes, en los cuartuchos de las pensiones, al dejarse
caer exhausto sobre las sábanas húmedas, en una cama extraña. Ahora, las
veladas eran casi siempre monótonas y tristes. Poco después de cenar, el
padre se dormía en su sillón, y la madre y la hermana se hacían mutuas señas
de silencio. La madre, inclinada muy cerca de la luz, cosía lencería para una
tienda, y la hermana, que había conseguido un empleo como vendedora,
estudiaba por las noches taquigrafía y francés, con miras a conseguir un
puesto mejor que el actual. De vez en cuando, el padre despertaba y, como si
no se diese cuenta de que se había dormido, la decía a la madre: «¡No haces
más que coser!» Y volvía a dormirse en seguida, mientras la madre y la
hermana, rendidas de cansancio, intercambiaban una sonrisa.

El padre se negaba obstinadamente a sacarse, ni siquiera en casa, su


uniforme de ordenanza. Y mientras la bata, ya inútil, colgaba de la percha,
dormitaba uniformado, como si quisiera estar siempre preparado y esperase
oír incluso en la casa la orden de algunos de sus jefes. De este modo el
uniforme, que ni siquiera al principio era nuevo, se fue ajando rápidamente, a
pesar de los cuidados de la madre y la hermana. A menudo Gregorio se
pasaba horas enteras contemplando aquel traje lustroso, lleno de manchas,
pero con los botones dorados siempre relucientes, dentro del cual su padre
dormía incómodo pero tranquilo.

A las diez, la madre intentaba despertar al padre para convencerlo de que se


acostara y durmiera como es debido, cosa que él tanto necesitaba, puesto que
entraba a trabajar a las seis. Pero el padre, con la obstinación que lo
caracterizaba desde que era ordenanza, insistía en permanecer más tiempo
en la mesa, pese a que se dormía invariablemente y al gran trabajo que
costaba hacerle cambiar el sillón por la cama. Sordo a los argumentos de la
madre y la hermana, seguía allí cabeceando con los ojos cerrados. La madre
le tiraba de la manga, diciéndole al oído palabras cariñosas; la hermana
interrumpía su tarea para ayudarla. Pero no servía de nada, pues el padre se
hundía aún más en su sillón y no abría los ojos hasta que las dos mujeres le
asían por debajo de los brazos. Entonces las miraba a una tras otra, y solía
exclamar:

—¡Vaya vida! ¿Ni siquiera los últimos años voy a poder estar tranquilo?

Y penosamente, como si llevara una pesada carga, se ponía de pie,


apoyándose en la madre y la hermana, se dejaba acompañar hasta la puerta,
les indicaba con un gesto que ya no las necesitaba, y seguía solo su camino,
mientras las dos mujeres seguían tras él para continuar ayudándole.

¿Quién, en aquella familia agotada por el trabajo, hubiera podido dedicar a


Gregorio más tiempo que el que era estrictamente necesario? El nivel de la
vida doméstica se redujo cada vez más. Se despidió a la criada y se contrató,
para que ayudara en los trabajos más duros, a una asistente corpulenta y
huesuda, de cabellos blancos, que venía un rato por la mañana y otro por la
tarde, así que la madre tuvo que añadir a su nada desdeñable labor de
costura las demás tareas de la casa. Incluso tuvieron que vender varias joyas
de la familia, que en otros tiempos habían llevado orgullosas la madre y la
hermana en fiestas y reuniones. Gregorio se enteró de ello por los
comentarios acerca del resultado de la venta en una de las conversaciones
nocturnas de la familia. Pero el mayor motivo de lamento consistía siempre en
la imposibilidad de dejar aquel piso, demasiado grande en las actuales
circunstancias, ya que no había forma de trasladar a Gregorio. Sin embargo,
este se daba cuenta de que no era él el verdadero impedimento para la
mudanza, ya que se lo podría transportar fácilmente en una caja con agujeros
para respirar. La verdadera razón por la que no se mudaban era porque ello
los hubiera obligado a asumir plenamente el hecho de que habían sido
alcanzados por una desgracia inaudita, sin precedentes en el círculo de sus
parientes y conocidos.

El infortunio no se apiadaba de ellos: el padre tenía que ir a buscar el


desayuno del humilde empleado de Banco, la madre cosía ropas de extraños,
sujeta a los caprichos de los clientes. La familia estaba llegando al límite de
sus fuerzas. Y Gregorio sentía renovarse el dolor de la herida de su espalda
cuando la madre y la hermana, después de acostar al padre, volvían al
comedor y dejaban sus respectivas tareas para sentarse muy juntas, casi
mejilla con mejilla. La madre señalaba hacia la habitación de Gregorio y
decía:
—Grete, cierra esa puerta.

Y Gregorio quedaba de nuevo sumido en la oscuridad, mientras en la


habitación contigua las dos mujeres lloraban en silencio o se quedaban
mirando fijamente a la mesa, con los ojos secos.

Gregorio casi nunca dormía, ni de noche ni de día. A veces pensaba que iba
abrirse la puerta de su cuarto, y que él iba a encargarse de nuevo, como
antes, de los asuntos de la familia. Volvió a acordarse, tras largo tiempo, del
director y el gerente de la tienda, el vendedor y el asistente, aquel ordenanza
tan robusto, dos o tres amigos que tenía en otros comercios, una camarera de
una cantina de provincia… También lo asaltó el recuerdo dulce y pasajero de
la cajera de una sombrerería, a quien había cortejado formalmente, aunque
sin empeño suficiente…

Todas estas personas se mezclaban en su mente con otras extrañas hacía


tiempo olvidadas; pero ninguna podía ayudarlo, ni a él ni a los suyos. Eran
inasequibles, y se sentía aliviado cuando lograba apartar su recuerdo. Luego,
dejaba también de preocuparse por su familia, y solo sentía hacia ella la
irritación que le producía la poca atención que le prestaban. No había nada
que tuviera ganas de hacer; sin embargo, hacía planes para llegar hasta la
cocina y apoderarse, aunque sin hambre, de lo que le pertenecía por derecho
propio. La hermana no se preocupaba ya de buscar alimentos a su gusto;
antes de irse a trabajar, por la mañana y por la tarde, empujaba con el pie
cualquier cosa dentro del cuarto, y luego, al regresar, sin mirar si Gregorio
había probado apenas la comida —lo cual era lo más frecuente— o si ni
siquiera la había tocado, recogía los restos con la escoba. El arreglo de la
habitación, que siempre tenía lugar de noche, era igualmente apurado. Las
paredes estaban cubiertas de suciedad, y el polvo y los desperdicios se
amontonaban en los rincones.

En los primeros tiempos, al entrar la hermana, Gregorio se situaba


precisamente en el rincón en que había más suciedad. Pero ahora podía haber
permanecido allí semanas enteras sin que ella se hubiese dado por aludida,
pues veía la porquería tan bien como él, pero al parecer estaba decidida a
dejarla. Con una susceptibilidad en ella completamente nueva, pero que se
había extendido a toda la familia, no admitía que ninguna otra persona se
ocupase del arreglo de la habitación. Un día, la madre quiso limpiar a fondo el
cuarto de Gregorio, tarea para la que tuvo que emplear varios cubos de agua,
mientras Gregorio yacía amargado e inmóvil debajo del sofá, molesto por la
humedad. Pero en cuanto la hermana notó, al regresar por la tarde, el cambio
operado en la habitación, se sintió terriblemente ofendida, irrumpió en el
comedor y, sin escuchar las explicaciones de la madre, rompió a llorar con tal
violencia y desconsuelo que los padres se asustaron. El padre, a la derecha de
la madre, le reprochó a esta no haber cedido por entero a la hermana el
cuidado de la habitación de Gregorio; la hermana, a la izquierda, dijo que ya
no le sería posible encargarse de aquella limpieza. La madre quería llevarse
al padre, que no acababa de calmarse, al dormitorio, la hermana, sacudida
por los sollozos, daba puñetazos en la mesa, y Gregorio silbaba de rabia,
porque nadie se había acordado de cerrar la puerta para ahorrarle aquel
espectáculo.
Pero si la hermana, extenuada por el trabajo, estaba cansada de cuidar a
Gregorio, no tenía por qué reemplazarla la madre, ni Gregorio tenía por qué
sentirse abandonado: para eso estaba la sirvienta. Aquella viuda entrada en
años, a quien su huesuda constitución debía de haberle permitido resistir las
mayores amarguras a lo largo de su vida, no sentía hacia Gregorio ninguna
repulsión. Sin que ello pudiera achacarse a la curiosidad, abrió un día la
puerta del cuarto de Gregorio, que en su sorpresa, y aunque nadie lo
perseguía, empezó a correr de un lado para otro; sin embargo, la mujer
permaneció inmutable, con las manos cruzadas sobre el vientre.

Desde entonces, cada mañana y cada tarde entreabría furtivamente la puerta


para contemplar a Gregorio. Al principio, incluso le llamaba, con palabras que
sin duda creía cariñosas, como: «¡Ven aquí, bicharraco!»

Gregorio no respondía a estas llamadas: permanecía inmóvil, como si ni


siquiera se hubiese abierto la puerta. ¡Cuánto mejor hubiera sido que se
ordenase a la sirvienta limpiar diariamente su cuarto, en vez de dedicarse a
importunarle sin sentido!

Una mañana temprano —mientras una lluvia que parecía anunciar la


inminente primavera azotaba con furia las ventanas— la sirvienta lo molestó
como de costumbre, y Gregorio se irritó de tal manera que se volvió contra
ella, lenta y débilmente, pero en disposición de atacar. Sin embargo, en vez
de asustarse, la mujer alzó en alto una silla que estaba junto a la puerta, y
esperó con la boca abierta de par en par, mostrando a las claras su propósito
de no cerrarla hasta no haber descargado sobre la espalda de Gregorio la silla
que blandía.

—No vienes, ¿eh? —dijo al ver que Gregorio retrocedía. Y tranquilamente


volvió a colocar la silla en el rincón.

Gregorio casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que le ponían, tomaba
algún bocado, lo guardaba en la boca durante horas, y casi siempre acababa
escupiéndolo. Al principio, pensó que su desgana era consecuencia de la
melancolía en que lo sumía el estado de su habitación; pero se acostumbró
muy pronto al aspecto de esta. Habían adoptado la costumbre de meter allí
las cosas que estorbaban en otra parte, que por cierto eran muchas, pues uno
de los cuartos de la casa había sido alquilado a tres huéspedes. Eran tres
señores muy formales —los tres usaban barba, según comprobó Gregorio una
vez por la rendija de la puerta— y cuidaban de que reinase el orden más
escrupuloso no solo en su habitación, sino en toda la casa, y muy
especialmente en la cocina. No soportaban los trastos inútiles, y mucho
menos la suciedad.

Además, habían traído consigo la mayor parte de su mobiliario, lo cual hacía


innecesario algunos muebles imposibles de vender, pero que la familia
tampoco quería tirar. Y todas esas cosas habían ido a parar al cuarto de
Gregorio, junto con la pala de la ceniza y el cubo de la basura. Lo que de
momento no habría de ser utilizado, la sirvienta lo tiraba rápidamente al
cuarto de Gregorio, quien, por suerte, la mayoría de las veces, solo veía el
objeto en cuestión y la mano que lo sujetaba. Quizá tuviese intención la
sirvienta de volver en busca de aquellas cosas cuando tuviese tiempo, o
pensara tirarlas todas de una vez; pero el hecho es que permanecían allí
donde habían sido dejadas, a menos que Gregorio hiciera fuerza contra algún
trasto y lo desplazara, impulsado a ello porque el objeto en cuestión no le
dejaba ya lugar libre para arrastrarse o por pura rabia, aunque después de
tales esfuerzos quedaba horriblemente triste y fatigado, sin ganas de moverse
durante horas enteras.

A veces los huéspedes cenaban en casa, en el comedor. Esas noches la puerta


que daba a la habitación de Gregorio permanecía cerrada también; pero a
Gregorio esto le importaba ya muy poco, pues incluso algunas noches en que
la puerta estaba abierta, no había aprovechado la ocasión, sino que se había
retirado, sin que la familia lo advirtiese, al rincón más oscuro de su cuarto.

Un día la sirvienta dejó algo entornada la puerta que daba al comedor, y así
siguió cuando los huéspedes entraron por la noche y encendieron la luz. Se
sentaron a la mesa, en los lugares antes ocupados por el padre, la madre y
Gregorio, desdoblaron las servilletas y empuñaron los cubiertos. Acto seguido
llegó la madre con una fuente de carne, seguida de la hermana, que llevaba
otra fuente llena de patatas.

Los huéspedes se inclinaron sobre las fuentes de humeante comida, como si


quisiesen probarla antes de servirse, y, en efecto, el que se hallaba sentado
en medio y parecía llevar la voz cantante, cortó un pedazo de carne en la
fuente misma, sin duda para comprobar que estaba suficientemente tierna y
que no era necesario devolverla a la cocina. Mostró su aprobación, y la madre
y la hermana, que habían observado expectantes la operación, respiraron
aliviadas y sonrieron.

La familia comía en la cocina. El padre, antes de dirigirse hacia esta, entró al


comedor, hizo una reverencia y, con la gorra en la mano, se acercó a la mesa.
Los huéspedes musitaron algo. Después, ya solos, comieron casi en silencio.

A Gregorio le resultaba extraño oír, entre los diversos ruidos de la comida, el


de los dientes al masticar, como si quisiesen demostrarle que para comer se
necesitan dientes, y que la más hermosa mandíbula de nada sirve sin ellos.
«Qué hambre tengo —pensó Gregorio, preocupado—. Pero no son estas las
cosas que me gustan… ¡Cómo comen estos huéspedes! ¡Y yo, mientras,
muriéndome de hambre!»

Aquella noche —Gregorio no recordaba haber oído el violín en todo aquel


tiempo— oyó tocar en la cocina. Ya habían acabado los huéspedes de cenar.
El que estaba en medio había sacado un periódico y dado una hoja a cada uno
de los otros dos, y los tres leían y fumaban recostados en sus asientos. Al oír
el violín, se levantaron y, de puntillas, fueron hasta la puerta de la sala, junto
a la cual permanecieron inmóviles, apretados uno contra otro. Debieron de
oírlos desde la cocina, pues el padre preguntó:

—¿A los señores les molesta la música? De ser así, puede cesar al momento.

—Todo lo contrario —aseguró el señor de más autoridad—. ¿No querría la


señorita tocar aquí? Sería mucho más cómodo y agradable.
—¡Claro, no faltaba más! —contestó el padre, como si fuese él mismo el
violinista.

Los huéspedes volvieron al comedor y esperaron. Muy pronto llegó el padre


con el atril, luego la madre con las partituras y, por fin, la hermana con el
violín. Grete lo dispuso todo para comenzar a tocar. Mientras, los padres, que
nunca habían tenido habitaciones alquiladas y extremaban la cortesía para
con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propios sillones. El padre
quedó apoyado en la puerta, con la mano derecha metida entre los botones de
la librea cerrada; uno de los huéspedes le ofreció un sillón a la madre, y esta
se sentó en un rincón apartado, pues no movió el asiento de donde aquel
señor lo había colocado casualmente.

La hermana comenzó a tocar, y el padre y la madre, cada uno desde su lugar,


seguían todos los movimientos de sus manos. Gregorio, atraído por la música,
se atrevió a avanzar un poco y se encontró con la cabeza en el comedor. Casi
no le sorprendía la escasa consideración que tenía para con los demás en los
últimos tiempos; sin embargo, esa consideración había sido antes su mayor
orgullo. Por otra parte, ahora más que nunca tenía motivo para ocultarse,
pues, debido al estado de su habitación, cualquier movimiento que hacía
levantaba nubes de polvo a su alrededor, y él mismo estaba cubierto de polvo
y llevaba pegados, en el dorso y en los costados, hilachas, pelos y restos de
comida. Su indiferencia hacia todos era mucho mayor que cuando podía,
echado sobre la espalda, restregarse contra la alfombra. A pesar del estado
en que se hallaba, no lo avergonzaba en lo más mínimo arrastrarse por el
suelo inmaculado del comedor.

Aunque la verdad era que nadie se fijaba en él. La familia estaba


completamente absorta por el violín, y los huéspedes, que al principio se
habían colocado, con las manos en los bolsillos del pantalón, cerca del atril
para poder ir leyendo las notas y molestaban seguramente a la hermana, no
tardaron en retirarse hacia la ventana, en donde permanecían cuchicheando
con la cabeza inclinada. El padre los observaba, visiblemente contrariado por
esta actitud, que parecía indicar a las claras que sus esperanzas de escuchar
buena música habían sido defraudadas, que empezaban a cansarse, y que solo
por cortesía seguían allí. Especialmente, el modo en que echaban por la boca
o la nariz el humo de sus cigarros delataba gran nerviosismo.

Sin embargo, ¡qué bien tocaba Grete! Con su cabeza inclinada seguía el
pentagrama atenta y tristemente. Gregorio se arrastró otro poco hacia
delante y mantuvo la cabeza pegada al suelo, ansioso de encontrar con su
mirada la de su hermana.

¿Sería una fiera, que la música lo emocionaba de aquel modo?

Era como si ante él se abriese un camino que había de conducirlo hasta un


alimento desconocido, ardientemente anhelado. Estaba decidido a llegar
hasta donde estaba su hermana, tirarle de la falda y hacerle comprender que
tenía que ir a su cuarto con el violín, porque nadie apreciaba su música como
él. No la dejaría marcharse mientras él viviese. Por primera vez iba a servirle
de algo su espantosa forma.
Quería estar a un tiempo en todas las puertas, dispuesto a saltar sobre los
que pretendiesen atacarlo. Pero era preciso que su hermana permaneciese
junto a él, no a la fuerza, sino por su propia voluntad; era preciso que se
sentase junto a él en el sofá, que se inclinase hacia él, para que entonces él le
contara al oído que había tenido la firme intención de enviarla al
conservatorio y que, de no haber sobrevenido la desgracia, durante las
pasadas Navidades —porque las Navidades ya habían pasado, ¿no?— se lo
hubiera dicho a los padres, sin aceptar ninguna objeción. Y al oír esta
confidencia, la hermana, conmovida, rompería a llorar, y Gregorio se alzaría
hasta sus hombros y la besaría en el cuello, que, desde que iba a la tienda,
llevaba desnudo.

—Señor Samsa —dijo de pronto al padre el hombre que parecía llevar la voz
cantante. Y sin más palabras señaló con el índice a Gregorio, que iba
avanzando lentamente. El violín enmudeció al instante, y el señor sonrió a sus
amigos, meneando la cabeza, y volvió a mirar a Gregorio.

Al padre le pareció más urgente echar de allí a Gregorio y tranquilizar a los


huéspedes, los cuales no se mostraron en absoluto intranquilos y parecían
divertirse más con la aparición de Gregorio que con el violín. El padre se
precipitó hacia ellos y, extendiendo los brazos, intentó empujarlos hacia su
habitación a la vez que les ocultaba con su cuerpo la vista de Gregorio. Ellos
no disimularon su contrariedad, aunque no era posible saber si se debía a la
actitud del padre o al hecho de descubrir que habían convivido sin saberlo
con un ser de aquella índole.

Pidieron explicaciones al padre, alzaron los brazos al cielo, se tocaron las


barbas nerviosamente y retrocedieron muy despacio hacia su habitación.

Mientras tanto, la hermana había logrado sobreponerse a la impresión


causada por tan brusca interrupción. Permaneció un instante con los brazos
caídos, sujetando con indolencia el arco y el violín, y la mirada fija en la
partitura, como si todavía estuviera tocando. Y de pronto estalló: soltó el
instrumento en la falda de su madre, que seguía sentada en su sillón,
respirando con gran dificultad, y corrió al cuarto contiguo, al que los
huéspedes, empujados por el padre, se iban acercando ya más rápidamente.
Con gran destreza manipuló mantas y almohadas, y antes de que los
huéspedes entrasen en su habitación, ya había terminado de arreglarles las
camas y se había escabullido.

El padre estaba tan descontrolado que olvidaba hasta el más elemental


respeto debido a los huéspedes, y los seguía empujando frenéticamente. Ya en
el umbral, el que parecía llevar la voz cantante dio una patada en el suelo, y lo
detuvo diciendo con determinación:

—Participo a ustedes —alzó la mano al decir esto y buscó con la mirada


también a la madre y a la hermana— que, en vista de las repugnantes
circunstancias que en esta casa concurren —y al llegar aquí escupió con
fuerza en el suelo—, en este mismo momento me despido. Por supuesto no
voy a pagar lo más mínimo por los días que aquí he vivido; al contrario,
evaluaré pedirles una indemnización, la cual, desde luego, sería muy fácil de
justificar.

Calló y miró a su alrededor, como esperando algo. Y, efectivamente, sus dos


amigos se solidarizaron en el acto diciendo:

—También nosotros nos despedimos.

Tras lo cual, el primero en hablar agarró el picaporte y cerró la puerta de un


golpe.

El padre, con paso vacilante, tanteando con las manos, fue hasta su sillón y se
dejó caer en él. Parecía disponerse a echar su siesta de todas las noches, pero
la profunda inclinación de su cabeza, caída como sin vida, demostraba que no
dormía.

Durante todo este tiempo, Gregorio había permanecido, callado e inmóvil, en


el mismo lugar en que lo habían sorprendido los huéspedes. La decepción por
el fracaso de su plan, y tal vez también la debilidad producida por el hambre,
le hacían imposible el menor movimiento. No sin razón, temía que se
desencadenara de un momento a otro una reacción general contra él, y
esperaba. Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín, que cayó del
regazo de la madre a causa del temblor de sus manos.

—Queridos padres —dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un


fuerte golpe de puño sobre la mesa—, esto no puede seguir así. Si ustedes no
lo quieren ver, yo sí. Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el
nombre de mi hermano; y, por tanto, solo diré que hemos de librarnos de él.
Hemos hecho todo lo humanamente posible para cuidarlo y soportarlo, y no
creo que nadie pueda hacernos el menor reproche.

—Tienes toda la razón —dijo el padre.

La madre, que aún no podía respirar bien, comenzó a toser ahogadamente,


con la mano en el pecho y los ojos extraviados como una loca. La hermana
corrió hacia ella y le sostuvo la cabeza. Al padre, las palabras de la hermana
parecían haberle movido a reflexión. Se había incorporado en el sillón, jugaba
con su gorra de ordenanza por entre los platos de la cena de los huéspedes y
de vez en cuando dirigía una mirada a Gregorio, impertérrito.

—Hay que deshacerse de él —repitió, por último, la hermana al padre, pues la


madre, con su tos, no podía oír nada—. Esto acabará matándonos a los dos.
Cuando hay que trabajar como nosotros trabajamos, no se puede soportar,
encima, una tortura como esta. Yo tampoco puedo más.

Y se puso a llorar de tal forma que sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la
madre, quien se las limpió mecánicamente con la mano.

—Hija mía —dijo el padre con compasión y lucidez—. ¿Qué podemos hacer?

La hermana se encogió de hombros, expresando así la perplejidad que se


había apoderado de ella mientras lloraba, en contraste con su anterior
determinación.

—Si al menos nos comprendiese —dijo el padre en tono medio interrogativo.

Pero la hermana, sin cesar de llorar, agitó enérgicamente la mano, indicando


con ello que no había ni que pensar en tal posibilidad.

—Si al menos nos comprendiese —insistió el padre, cerrando los ojos, como
para dar a entender que él también estaba convencido de que era imposible
—, tal vez pudiéramos llegar a un acuerdo con él. Pero en estas condiciones…

—Tiene que irse —dijo la hermana—. No hay más remedio, padre. Basta que
procures desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído
durante tanto tiempo es, en realidad, la causa de nuestra desgracia. ¿Cómo
puede ser Gregorio? Si lo fuera, hace ya tiempo que hubiera comprendido que
unos seres humanos no pueden vivir con semejante bicho. Y se habría ido por
su propia iniciativa. Habríamos perdido al hermano, pero podríamos seguir
viviendo, y su recuerdo perduraría para siempre entre nosotros. Mientras que
así, este animal nos acosa, echa a los huéspedes y es evidente que quiere
apoderarse de toda la casa y dejarnos en la calle. ¡Mira, padre —gritó de
pronto—, ya empieza otra vez!

Y con un terror que a Gregorio le pareció incomprensible, la hermana se


apartó del sillón, como si prefiriese abandonar a la madre que permanecer
cerca de Gregorio, y corrió a refugiarse detrás del padre; este, estimulado a
su vez por la actitud de su hija, se puso en pie, extendiendo los brazos ante
Grete con gesto protector.

Gregorio no quería asustar a nadie, y mucho menos a su hermana. Lo único


que había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y
esto era lo que había impresionado a los demás, pues, a causa de su
deplorable estado, para realizar aquel difícil movimiento tenía que ayudarse
con la cabeza, apoyándola en el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor. Al
parecer, su familia había captado su buena intención; solo había sido un susto
momentáneo.

Ahora todos lo miraban tristes y pensativos. La madre estaba en su sillón, con


las piernas muy juntas extendidas ante sí y los ojos entrecerrados de
cansancio. La hermana estaba sentada junto al padre y rodeaba con su brazo
el cuello de este.

«Tal vez ya pueda moverme», pensó Gregorio, iniciando de nuevo sus penosos
esfuerzos. No podía contener sus resoplidos, y de vez en cuando tenía que
pararse a descansar. Pero nadie lo apuraba; lo dejaban actuar con
tranquilidad. Cuando hubo dado la vuelta, inició el regreso en línea recta. Le
asombró la gran distancia que lo separaba de su habitación; no lograba
comprender cómo, dada su debilidad, había podido, momentos antes, recorrer
ese mismo trecho sin notarlo. Con la única preocupación de arrastrarse lo
más rápidamente posible, apenas se percató de que nadie lo hostigaba con
palabras o gritos.

Al llegar al umbral, volvió la cabeza, aunque solo a medias, pues sentía cierta
rigidez en el cuello, y vio que nada había cambiado. Únicamente su hermana
se había puesto en pie.

Su última mirada había sido para su madre, que se había quedado dormida.

Apenas dentro de su habitación, oyó cerrarse rápidamente la puerta y echar


la llave. El brusco ruido lo asustó de tal modo que se le doblaron las patas. La
hermana era quien tan prontamente había actuado. Había permanecido de pie
esperando el momento de correr a encerrarlo. Gregorio no la había oído
acercarse.

—¡Por fin! —exclamó ella haciendo girar la llave en la cerradura.

«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio mirando a su alrededor en la oscuridad.

Pronto comprendió que no podía moverse en absoluto. Esto no lo asombró: al


contrario, no le parecía natural haber podido avanzar, como había hecho
hasta entonces, con aquellas patitas tan endebles. Por lo demás, se sentía
relativamente a gusto. Si bien le dolía todo el cuerpo, le parecía que el dolor
se iba atenuando poco a poco, y pensaba que, por último, desaparecería.
Apenas si notaba ya la manzana podrida que tenía en la espalda y la infección
blanqueada por el polvo. Pensaba con emoción y cariño en los suyos. Estaba,
si cabe, aún más convencido de que su hermana tenía que desaparecer.

Permaneció en un estado de apacible meditación e insensibilidad hasta que el


reloj de la iglesia dio las tres de la madrugada. Todavía pudo vislumbrar el
amanecer que despuntaba tras los cristales. Luego, a pesar suyo, dejó caer la
cabeza y de su hocico surgió débilmente su último suspiro.

A la mañana siguiente, cuando entró la sirvienta —daba tales portazos que en


cuanto llegaba era imposible seguir durmiendo, a pesar de lo mucho que se le
había rogado que no hiciera tanto ruido— para hacer su breve visita de
costumbre a Gregorio, no encontró en él, al principio, nada de particular.
Supuso que permanecía así, inmóvil, con toda la intención, para hacerse el
indiferente, pues lo consideraba plenamente dotado de raciocinio.
Casualmente llevaba en la mano el plumero, y le hizo cosquillas desde la
puerta.

Al ver que seguía sin moverse, se irritó y empezó a hostigarlo, y solo después
de que lo empujara sin encontrar ninguna resistencia se dio cuenta de lo
sucedido. Abrió los ojos todo lo que pudo y dejó escapar un silbido de
sorpresa. Acto seguido, empujó bruscamente la puerta del dormitorio de los
padres y gritó en la oscuridad:

—¡Ha estirado la pata!

El señor y la señora Samsa se incorporaron en la cama. Les costó bastante


sobreponerse al susto y tardaron en comprender lo que les anunciaba la
sirvienta. Pero en cuanto se hubieron hecho cargo de la situación, bajaron de
la cama, cada uno por su lado y con la mayor rapidez posible. El señor Samsa
se echó la colcha por los hombros; la señora Samsa vestía el camisón, y así
entraron en la habitación de Gregorio.

Mientras tanto, se había abierto también la puerta del comedor, donde dormía
la hermana desde la llegada de los huéspedes. Grete estaba completamente
vestida, como si no hubiese dormido en toda la noche, lo que la palidez de su
rostro parecía confirmar.

—¿Muerto? —preguntó la señora Samsa, mirando interrogativamente a la


criada, no obstante poder comprobarlo por sí misma, e incluso verlo sin
necesidad de comprobación alguna.

—Así es —contestó la mujer, empujando un buen trecho con el escobillón el


cadáver de Gregorio, como para comprobar la veracidad de sus palabras.

La señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo.

—Bueno —dijo el señor Samsa—, demos gracias a Dios.

Se santiguó, y las tres mujeres le imitaron. Grete no apartaba la vista del


cadáver:

—Qué delgado está —dijo—. Hacía tiempo que no probaba bocado. Siempre
dejaba la comida intacta.

El cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente, completamente plano y seco.


De esto solo se daban cuenta ahora, porque ya no lo sostenían sus patitas.
Nadie apartaba la vista de él.

—Grete, ven un momento con nosotros —dijo la señora Samsa, sonriendo con
melancolía.

Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus padres al dormitorio.
La sirvienta cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Era todavía muy
temprano, pero el aire no era del todo frío. Estaban a finales de marzo. Los
tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno.
Los habían olvidado.

—¿Y el desayuno? —le preguntó a la sirvienta, de mal humor, el que parecía


llevar la voz cantante.

Pero la asistenta, poniéndose el índice ante los labios, los invitó


silenciosamente, con grandes aspavientos, a entrar en la habitación de
Gregorio.

Entraron, pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en torno


al cadáver de Gregorio, con expresión desdeñosa y las manos hundidas en los
bolsillos de sus raídas chaquetas.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y apareció el señor Samsa, vestido


con su librea, llevando del brazo a su mujer, y del otro, a su hija. Los tres
tenían aspecto de haber llorado un poco, y Grete ocultaba de vez en cuando el
rostro contra el brazo del padre.

—Salgan inmediatamente de mi casa —dijo el señor Samsa, señalando la


puerta, pero sin soltar a las mujeres.

—¿Qué pretende usted decir con esto? —le preguntó el que llevaba la voz
cantante, algo desconcertado y sonriendo con timidez.

Los otros dos tenían las manos cruzadas en la espalda, y se las frotaban como
si esperasen alegres una disputa cuyo resultado les sería favorable.

—Pretendo decir exactamente lo que he dicho —contestó el señor Samsa,


avanzando con las dos mujeres en una sola línea hacia el huésped.

Este permaneció un momento callado y tranquilo, con la mirada fija en el


suelo, como si estuviera ordenando sus pensamientos.

—En este caso, nos vamos —dijo, por fin, mirando al señor Samsa como si una
fuerza repentina lo impulsase a pedirle autorización incluso para esto.

El señor Samsa se limitó a abrir mucho los ojos y mover varias veces, breve y
afirmativamente, la cabeza.

Acto seguido, el huésped se encaminó con grandes pasos hacia la sala. Sus
dos compañeros habían dejado de frotarse las manos, y salieron pisándole los
talones, como si temiesen que el señor Samsa llegase antes y se interpusiese
entre ellos y su guía.

Una vez en la sala, los tres tomaron sus sombreros del perchero, sacaron sus
bastones del paragüero, se inclinaron en silencio y abandonaron la casa.

Con desconfianza injustificada, el señor Samsa y las dos mujeres salieron al


rellano y, asomados sobre la barandilla, miraron cómo aquellos tres señores,
lentamente pero ininterrumpidamente, descendían la larga escalera,
desapareciendo al llegar a la vuelta que daba esta en cada piso, y
reapareciendo unos segundos después.

A medida que iban bajando, disminuía el interés que hacia ellos sentía la
familia Samsa, y al cruzarse con ellos el repartidor de la carnicería, que
sostenía su cesto sobre la cabeza, el señor Samsa y las mujeres abandonaron
la barandilla y, aliviados, entraron de nuevo en la casa.

Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no solo tenían bien


merecida una tregua en su trabajo, sino que les era indispensable. Se
sentaron, pues, a la mesa y escribieron sendas cartas disculpándose: el señor
Samsa, a su superior; la señora Samsa, al dueño de la tienda, y Grete, a su
jefe.

Mientras escribían, entró la sirvienta a decir que se iba, pues ya había


terminado su trabajo de la mañana. Los tres siguieron escribiendo sin
prestarle atención y se limitaron a hacer un signo afirmativo con la cabeza.
Pero al ver que no se marchaba alzaron los ojos con irritación.

—¿Qué pasa? —preguntó el señor Samsa.

La sirvienta permanecía sonriente en el umbral, como si tuviese que


comunicar una feliz noticia, pero indicando con su actitud que solo lo haría
después de haber sido convenientemente interrogada. La tiesa pluma de su
sombrero, que molestaba al señor Samsa desde que aquella mujer había
entrado a su servicio, se bamboleaba en todas direcciones.

—Bueno, ¿qué desea? —preguntó la señora Samsa, que era la persona a quien
más respetaba la mujer.

—Pues —contestó esta, y la risa no la dejaba seguir—, pues que no tienen que
preocuparse de cómo quitar de en medio eso de ahí al lado. Ya será todo
arreglado.

La señora Samsa y Grete se inclinaron otra vez sobre sus cartas, como para
seguir escribiendo, y el señor Samsa, notando que la sirvienta se disponía a
contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con energía la mano
hacia ella.

La mujer, al notar que no la dejarían contar lo que traía preparado, se fue


bruscamente.

—¡Buenos días! —dijo visiblemente ofendida.

Dio medio vuelta con gran irritación y abandonó la casa dando un portazo
terrible.

—Esta misma tarde la despido —dijo el señor Samsa.

Pero no recibió respuesta, ni de su mujer ni de su hija, pues la sirvienta


parecía haber vuelto a turbar aquella tranquilidad que acababan apenas de
recobrar.

La madre y la hija se levantaron y se dirigieron hacia la ventana, ante la cual


permanecieron abrazadas. El señor Samsa hizo girar su sillón en aquella
dirección, y estuvo observándolas con calma durante un rato. Luego dijo:

—Vamos, vamos. Olvidemos ahora las cosas pasadas. Tengan también un poco
de consideración conmigo.

Las dos mujeres le obedecieron al instante, corrieron hacia él, lo abrazaron y


terminaron de escribir.

Luego, salieron los tres juntos, cosa que no habían hecho desde hacía meses,
y tomaron el tranvía para ir a respirar el aire puro de las afueras. El tranvía,
en el cual eran los únicos pasajeros, estaba inundado por la cálida luz del sol.
Cómodamente recostados en sus asientos, fueron cambiando impresiones
acerca del futuro, y concluyeron que, bien mirado, no era nada negro, pues
sus respectivos empleos —sobre los cuales todavía no habían hablado
claramente— eran muy buenos y, sobre todo, prometían mejorar en un futuro
próximo.

Lo mejor que de momento podían hacer era mudarse de casa. Les convenía
una casa más pequeña, más barata y, sobre todo, mejor situada y más cómoda
que la actual, que había sido elegida por Gregorio.

Mientras charlaban, el señor y la señora Samsa se dieron cuenta casi a la vez,


de que su hija, pese a que por las preocupaciones de los últimos tiempos
había perdido el color, se había desarrollado y convertido en una hermosa
joven llena de vida. Sin palabras, entendiéndose con la mirada, se dijeron el
uno al otro que ya iba siendo hora de encontrarle un buen marido.

Y cuando, al llegar al final del trayecto, la hija se levantó e irguió sus formas
juveniles, pareció corroborar los nuevos proyectos y las sanas intenciones de
los padres.

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