La Metamorfosis Kafka
La Metamorfosis Kafka
La Metamorfosis Kafka
Franz Kafka (1883-1924), uno de los grandes autores de la literatura del siglo
XX, ha plasmado en sus novelas la pesadilla cotidiana del ser humano
contemporáneo.
Franz Kafka
La metamorfosis
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Titivillus 06.03.17
Título original: Die Verwandlung
—¿Qué me ha ocurrido?
Gregorio miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el cinc del alféizar
repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le hizo sentir una gran melancolía.
Volvió los ojos hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl.
Eran más de las seis y media, y las agujas seguían avanzando tranquilamente.
En realidad, ya eran casi las siete menos cuarto. ¿Es que no había sonado el
despertador? Desde la cama se veía que estaba puesto a las cuatro; por lo
tanto, tenía que haber sonado. Pero ¿era posible seguir durmiendo a pesar de
aquel sonido que hacía estremecer hasta los muebles? Su sueño no había sido
tranquilo. Pero, por eso mismo, debía de haber dormido al final más
profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las siete;
para tomarlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario no estaba aún
empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque
alcanzase el tren, no evitaría la reprimenda del amo, porque el mozo del
almacén, que había acudido al tren a las cinco, debía de haber dado ya cuenta
de su falta. El mozo era un esbirro del dueño, sin dignidad ni consideración. Y
si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además de ser muy
penoso, despertaría sospechas, porque Gregorio, en los cinco años que
llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el
médico del Montepío. Se desharía en reproches, delante de los padres,
respecto a la vagancia de Gregorio, y refutaría cualquier objeción con el
dictamen del doctor, para quien todos los hombres están siempre sanos y solo
padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su diagnóstico
no habría sido del todo infundado. Salvo cierta somnolencia, fuera de lugar
después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía francamente bien,
además de muy hambriento.
—Gregorio —dijo la voz de su madre—, son las siete menos cuarto. ¿No tenías
que ir de viaje?
¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio la suya propia, que
era la de siempre, pero mezclada con un penoso y estridente silbido, en el
cual las palabras, al principio claras, se confundían luego y sonaban de forma
tal que uno no estaba seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar
una explicación detallada; pero, al oír su propia voz, se limitó a decir:
—¡Gregorio!
Lo primero que tenía que hacer era levantarse tranquilamente, arreglarse sin
que lo molestaran y, sobre todo, desayunar. Solo después de todo esto
pensaría en lo demás, pues se daba cuenta de que en la cama no podía pensar
con claridad. Recordaba haber sentido en más de una ocasión un vago
malestar en la cama, producido, sin duda, por alguna postura incómoda, la
cual, una vez levantado, se disipaba rápidamente; y tenía curiosidad por ver
desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy. En cuanto al cambio
de su voz era simplemente el preludio de un resfrío, enfermedad profesional
del viajante de comercio.
Apartar la colcha era cosa fácil. Le bastaría con arquearse un poco y la colcha
caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en la extraordinaria anchura de
Gregorio. Para incorporarse, podía haberse apoyado en brazos y manos; pero,
en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era
imposible controlarlas. Y el caso es que quería incorporarse. Se estiraba;
lograba por fin dominar una de sus patas; pero, mientras tanto, las demás
proseguían su anárquica y penosa agitación.
Primero intentó sacar la parte inferior del cuerpo. Pero dicha parte inferior —
que no había visto todavía y que, por tanto, no podía imaginar con exactitud—
resultó sumamente difícil de mover. Inició la operación muy lentamente. Hizo
acopio de energías y se arrastró hacia delante. Pero calculó mal la dirección,
se dio un fuerte golpe contra los pies de la cama, y el dolor subsiguiente le
reveló que la parte inferior de su cuerpo era quizás, en su nuevo estado, la
más sensible. Intentó, pues, sacar la parte superior, y volvió cuidadosamente
la cabeza hacia el borde del lecho. Hizo esto sin problemas y, a pesar de su
anchura y su peso, el cuerpo siguió por fin, lentamente, el movimiento
iniciado por la cabeza. Pero entonces tuvo miedo de continuar avanzando de
aquella forma, porque, si se dejaba caer así, sin duda se haría daño en la
cabeza; y ahora menos que nunca quería Gregorio perder el sentido. Prefería
quedarse en la cama.
«Las siete ya —pensó al oír el despertador—. ¡Las siete ya, y todavía sigue la
niebla!»
Pero, al poco rato, pensó: «Es indispensable que me haya levantado antes de
que den las siete y cuarto. Además, seguramente vendrá alguien del almacén
a preguntar por mí, pues abren antes de las siete». Se dispuso a salir de la
cama, balanceándose sobre su borde. Dejándose caer de esta forma, la
cabeza, que pensaba mantener firmemente erguida, probablemente no
sufriría daño ninguno. La espalda parecía resistente, y no le pasaría nada al
dar con ella en la alfombra. Únicamente lo hacía dudar el temor al estrépito
que esto habría de producir, y que sin duda asustaría a su familia. Pero no
quedaba más remedio que correr el riesgo.
Ya estaba Gregorio con casi medio cuerpo fuera de la cama (el nuevo método
era como un juego, pues consistía simplemente en balancearse hacia atrás),
cuando se dio cuenta de que todo sería más sencillo si alguien viniese en su
ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba en su padre y en la criada)
bastaría. Solo tendrían que pasar los brazos por debajo de su abombada
espalda, sacarlo de la cama y, agachándose luego con la carga, dejar que se
estirara en el suelo, en donde era de suponer que las patas se mostrarían
útiles. Ahora bien, y sin contar con el hecho de que las puertas estaban
cerradas con llave, ¿convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su
situación, no pudo evitar sonreír.
Se había deslizado ya tanto, que un solo balanceo, algo más enérgico que los
anteriores, bastaría para hacerlo bascular sobre el borde de la cama. Además,
pronto no le quedaría más remedio que decidirse, pues solo faltaban cinco
minutos para las siete y cuarto. En ese momento, llamaron a la puerta del
piso.
«Debe de ser alguien del almacén», pensó Gregorio, mientras sus patas se
agitaban cada vez más rápidamente. Por un momento permaneció todo en
silencio. «No abren», pensó entonces, aferrándose a tan descabellada
esperanza. Pero, como no podía dejar de suceder, oyó aproximarse a la puerta
las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se abrió. A Gregorio le bastó oír la
primera palabra del visitante para percatarse de quién era. Era el gerente en
persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en un lugar en el
cual la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más terribles
sospechas? ¿Es que los empleados eran todos unos sinvergüenzas? ¿Es que no
podía haber entre ellos algún hombre de bien que, después de perder un par
de horas en la mañana, se volviese loco de remordimiento y no estuviera en
condiciones de abandonar la cama? ¿Y aunque tuviese fundamento esa manía
de averiguar, no bastaba con mandar a un chico a preguntar, sino que tenía
que venir el mismísimo gerente a enterar a una inocente familia de que solo él
tenía autoridad para intervenir en la investigación de tan grave asunto? Y
Gregorio, excitado por estos pensamientos más que decidido a ello, se tiró
violentamente de la cama. Se oyó un golpe sordo, pero no demasiado. La
alfombra amortiguó la caída; la espalda tenía mayor elasticidad de lo que
Gregorio había supuesto, y esto evitó que el ruido fuese tan estrepitoso como
había temido. Pero no tuvo cuidado de mantener la cabeza suficientemente
erguida; se lastimó y el dolor le hizo frotarla furiosamente contra la alfombra.
—Seguro que es como dice usted señora —repuso el jefe—. Espero que no sea
nada serio. Aunque, por otra parte, he de decir que nosotros, los
comerciantes, tenemos que saber afrontar a menudo ligeras indisposiciones,
anteponiendo los negocios ante todo.
¿Por qué no iba a reunirse con los demás? Claro, acababa de levantarse y ni
siquiera habría empezado a vestirse. Pero ¿por qué lloraba? Acaso porque el
hermano no se levantaba, porque no abría la puerta, porque corría el riesgo
de perder su empleo, con lo cual el dueño volvería a atormentar a los padres
con las viejas deudas. Pero, por el momento, estas preocupaciones no venían
a cuento. Gregorio estaba allí, y no pensaba ni remotamente en abandonar a
los suyos. Yacía sobre la alfombra, y nadie que supiera en qué estado se
encontraba hubiera pensado que podía hacer pasar a su jefe. Esta leve
descortesía, que más adelante explicaría satisfactoriamente, no podría ser
motivo suficiente para despedirle. Y Gregorio pensó que, de momento, en vez
de molestarle con quejas y sermones, era mejor dejarlo en paz. Pero la
incertidumbre en que se hallaban con respecto a él era precisamente lo que
inquietaba a los otros, disculpando su actitud.
—Señor Samsa —dijo por fin el gerente con voz engolada—, ¿qué significa
esto? Se ha atrincherado usted en su cuarto y no contesta más que con
monosílabos. Inquieta usted inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso,
falta a su obligación con el almacén de una manera inconcebible. Le hablo en
nombre de sus padres y de la empresa, y le ruego encarecidamente que se
explique enseguida y con claridad. Estoy asombrado; yo lo tenía a usted por
un hombre formal y juicioso, y no entiendo estas extravagancias. La verdad es
que el señor director me insinuó esta mañana una posible explicación de su
ausencia: el cobro que se le encomendó que hiciese efectivo anoche. Yo dije
que respondía personalmente, que no había ni que pensar en tal posibilidad;
pero por ahora, ante esta incompresible actitud, no siento ya deseos de seguir
intercediendo por usted. Su posición no es, desde luego, muy sólida. Mi
intención era decirle todo esto a solas; pero como a usted al parecer no le
importa hacerme perder el tiempo, no veo por qué no habrían de oírlo sus
señores padres. Últimamente su trabajo ha dejado bastante que desear. Es
verdad que no es esta la época más propicia para los negocios; nosotros
mismos lo reconocemos. Pero, señor Samsa, no hay época, no puede haberla,
en que los negocios se paralicen.
—¿Han entendido una sola palabra? —preguntó este a los padres—. ¿No será
que se hace el loco?
Y seguidamente llamó:
—¡Grete! ¡Grete!
—Es una voz de animal —dijo el gerente, que hablaba en voz muy baja, en
comparación con los gritos de la madre.
Se oyó por la sala el rumor de los vestidos de dos jóvenes que salían corriendo
(¿cómo se habría vestido la hermana?), y el ruido brusco de la puerta del
apartamento al abrirse. Pero no se oyó ningún portazo. Debían de haber
dejado la puerta abierta, como suele suceder en las casas en donde ha
ocurrido una desgracia.
Gregorio, sin embargo, estaba mucho más tranquilo. Sus palabras resultaban
ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin
duda porque ya se le iba acostumbrando el oído; pero lo importante era que
ya se habían percatado los demás de que algo anormal le sucedía y se
disponían a acudir en su ayuda. Se sintió aliviado por la prontitud y energía
con que habían tomado las primeras medidas. Se sintió nuevamente incluido
entre los seres humanos, y esperaba tanto del médico como del cerrajero
acciones insólitas y maravillosas.
Gregorio se deslizó lentamente con la silla hacia la puerta; al llegar allí, soltó
la silla, se dejó caer contra la puerta y se sostuvo en pie, pegado a ella por la
viscosidad de sus patas. Descansó así un momento del esfuerzo realizado.
Luego trató de hacer girar la llave con la boca. Por desgracia, no parecía
tener dientes propiamente dichos. ¿Con qué iba entonces a agarrar la llave?
Pero, en cambio, sus mandíbulas eran muy fuertes y, gracias a ellas, pudo
poner la llave en movimiento, sin reparar en el daño que seguramente se
hacía, pues un líquido oscuro le salió por la boca, resbalando por la llave y
goteando hasta el suelo.
«Bueno —se dijo con un suspiro de alivio—; no ha sido necesario que viniera
el cerrajero», y golpeó adrede con la cabeza en el pestillo para terminar de
abrir.
Pero, desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente había dado media
vuelta y lo contemplaba por encima del hombro, con una mueca de
repugnancia en el rostro. Mientras Gregorio hablaba, no permaneció un
momento quieto. Se retiró hacia la puerta sin quitarle la vista de encima, muy
lentamente, como si una fuerza misteriosa lo retuviese allí. Llegó, por fin, a la
sala y dio los últimos pasos con tal rapidez que parecía que estuviera pisando
brasas ardientes. Alargó el brazo derecho en dirección a la escalera, como si
esperase encontrar allí milagrosamente la libertad.
Gregorio oía tras de sí una voz que parecía imposible que fuese la de un
padre. Se incrustó en el marco de la puerta. Se irguió de medio lado y quedó
atravesado en el umbral, lastimándose el costado. En la puerta aparecieron
unas manchas repulsivas. Gregorio quedó allí atascado, sin posibilidad de
hacer el menor movimiento.
Las patitas de uno de los costados colgaban en el aire, mientras que las del
otro quedaban dolorosamente oprimidas contra el suelo… En esto, el padre le
dio por detrás un empujón enérgico y salvador, que lo lanzó dentro del cuarto,
sangrando copiosamente. Luego, cerró la puerta con el bastón, y por fin volvió
a la calma.
Durante la noche se entreabrió una vez una de las hojas de la puerta, y otra
vez la otra: alguien quería entrar pero vacilaba. Gregorio, en vista de ello, se
colocó contra la misma puerta que daba al comedor, dispuesto a atraer hacia
el interior al indeciso visitante, o por lo menos a averiguar de quién se
trataba. Pero la puerta no volvió a abrirse, y esperó en vano. Esa mañana,
cuando la puerta estaba cerrada, todos habían intentado entrar, y ahora que
él había abierto una y que la otra había sido también abierta, sin duda
durante el día, ya no venía nadie, y las llaves habían quedado puestas en la
parte exterior de las cerraduras.
Estaba muy avanzada la noche cuando se apagó la luz del comedor. Gregorio
comprendió que sus padres habían permanecido en vela hasta entonces. Oyó
como se alejaban de puntillas. Hasta la mañana no entraría seguramente
nadie a ver a Gregorio: tenía tiempo de sobra para pensar en su futuro, sin
temor a ser importunado. Pero aquella habitación fría y de techo alto, en
donde había de permanecer boca abajo, le dio miedo; no entendía por qué,
pues era su cuarto, en el que vivía desde hacía cinco años… Bruscamente, y
no sin algo de vergüenza, se metió bajo el sofá, donde, a pesar de sentirse
algo estrujado por no poder levantar la cabeza, se encontró en seguida muy
bien. Solo lamentó no poder introducirse allí por completo a causa de su
excesiva corpulencia.
Así permaneció toda la noche, sumido en un sopor del que lo despertaba con
sobresalto el hambre, y sacudido por preocupaciones y esperanzas no muy
concretas, pero cuya conclusión era siempre la necesidad de tener calma y
paciencia y de hacer lo posible para que su familia se hiciese cargo de la
situación y no sufriera más de lo necesario.
—¿Qué estará haciendo ahora? —decía el padre, sin duda mirando hacia la
puerta.
Así pudo enterarse Gregorio, con gran satisfacción —el padre se extendía en
sus explicaciones, pues hacía tiempo que no se había ocupado de aquellos
asuntos, y además la madre tardaba en entenderlos— que, a pesar de la
desgracia les había quedado algún dinero; no mucho, desde luego pero poco a
poco había ido aumentando desde entonces, gracias a los intereses intactos.
Además, el dinero que entregaba Gregorio todos los meses, quedándose para
él únicamente una ínfima cantidad, no se gastaba por completo, y había ido
formando un pequeño capital. Tras la puerta, Gregorio aprobaba con la
cabeza, satisfecho de que existieran estas inesperadas reservas. Cierto que
con ese dinero sobrante podría haber pagado poco a poco la deuda que su
padre tenía con el dueño, y haberse visto libre de ella mucho antes; pero tal
como estaban las cosas, era mejor así.
Ahora bien, ese dinero no era suficiente para permitir a la familia vivir de él;
como mucho bastaría para uno o dos años, no para más tiempo. Por tanto, era
un capital que no se debía tocar, pues convenía conservarlo para caso de
necesidad. El dinero para ir viviendo había que ganarlo. Aunque el padre
estaba bien de salud, era ya viejo y llevaba cinco años retirado; por tanto no
se podía contar con él: en los últimos cinco años, los primeros de descanso en
su vida laboriosa, aunque fracasada, había engordado mucho y se había
vuelto lento y pesado. ¿Y cómo podría trabajar la madre, que padecía de
asma, que se fatigaba con solo andar un poco por casa y continuamente tenía
que tumbarse en el sofá, con la ventana abierta de par en par, porque le
daban ahogos? ¿Tendría, entonces, que trabajar la hermana, una niña de
diecisiete años, cuya envidiable existencia había consistido, hasta el
momento, en ocuparse de sí misma, dormir cuanto quería, ayudar en las
tareas de la casa, participar en alguna sencilla diversión y, sobre todo, tocar
el violín?
Solo dos veces vio la hermana, siempre atenta, que el sillón se encontraba
junto a la ventana. Y a partir de entonces, al arreglar la habitación,
aproximaba ella misma el sillón. Más aún: dejaba abierta la contraventana.
Ahora, las visitas de su hermana eran para él algo terrible. En cuanto entraba
en la habitación, y sin cerrar siquiera previamente las puertas, como antes,
para ocultar a todos la vista del cuarto, iba corriendo hacia la ventana y la
abría bruscamente, como si estuviese a punto de asfixiarse; y hasta cuando el
frío era intenso, permanecía allí un rato respirando ansiosamente. Este
ajetreo ocurría dos veces al día; a Gregorio lo asustaba, aunque estaba
convencido de que ella le hubiera evitado esas molestias, de haber podido
permanecer en la habitación con las ventanas cerradas. Gregorio se quedaba
temblando debajo del sofá todo el tiempo que duraba la visita.
Gregorio oyó a las dos frágiles mujeres mover el viejo y pesado baúl; la
hermana, animosa como siempre, hacía la mayor parte del esfuerzo, sin hacer
caso de las advertencias de la madre, que tenía miedo de que se fatigara en
exceso.
Al cabo de un cuarto de hora, la madre dijo que era mejor dejar el baúl donde
estaba, en primer lugar porque era muy pesado y no acabarían antes del
regreso del padre; además, estando en medio de la habitación el baúl le
cortaría el paso a Gregorio; por último, tal vez a Gregorio no le agradara que
se retirasen los muebles, sino todo lo contrario. La vista de las paredes
desnudas la deprimía. ¿Por qué no había de sentir Gregorio lo mismo,
acostumbrado desde hacía tiempo a los muebles de su cuarto? ¿No se sentiría
como abandonado en la habitación vacía?
—Al quitar los muebles —continuó en voz muy baja, casi en un susurro, como
si quisiese evitar a Gregorio, que no sabía exactamente dónde se encontraba,
hasta el sonido de su voz, pues estaba convencida de que no entendía las
palabras—, ¿no parecerá que renunciamos a toda esperanza de mejoría y que
lo abandonamos, sin otra consideración, a su suerte? Yo creo que lo mejor
sería dejar el cuarto igual que antes, para que Gregorio, cuando vuelva a ser
uno de nosotros, lo encuentre todo como estaba y pueda olvidar con mayor
facilidad este paréntesis.
Aunque Gregorio se decía que no iba a ocurrir nada del otro mundo, y que
solo unos muebles serían cambiados de lugar, aquel ajetreo de las mujeres y
el ruido de los muebles al ser arrastrados le causaron una gran desazón.
Encogiendo cuanto pudo la cabeza y las piernas, aplastando el vientre contra
el suelo, se confesó a sí mismo que no podría soportarlo mucho tiempo.
Para Gregorio, las intenciones de Grete estaban claras: quería poner a salvo a
la madre, y después echarle de la pared. ¡Que lo intentase si se atrevía! Él
continuaba agarrado al cuadro, y no cedería. Prefería saltarle a Grete a la
cara.
Pero las palabras de Grete solo habían logrado inquietar a la madre. Esta se
echó a un lado, vio aquella enorme mancha oscura sobre la empapelada pared
y, antes de poder darse siquiera cuenta de que aquello era Gregorio, gritó con
voz aguda:
Se desplomó sobre el sofá, con los brazos extendidos, como si sus fuerzas la
abandonasen, quedando allí sin movimiento.
Y se desmayó.
—¿Qué ha pasado?
—Lo sabía —dijo el padre—. Se lo advertí; pero ustedes, las mujeres, nunca
hacen caso.
Ahora, sin embargo, aparecía firme y erguido, con un severo uniforme azul
con botones dorados, como el que suelen llevar los ordenanzas de los bancos.
Del rígido cuello alto sobresalía la papada; bajo las pobladas cejas, los ojos
negros destellaban con una mirada vivaz y alerta, y el cabello blanco, hasta
entonces siempre en desorden, estaba reluciente y peinado con una raya
impecable.
Tiró sobre el sofá la gorra, que llevaba una insignia dorada —probablemente
la de algún banco— y, dando un rodeo, fue hacia Gregorio con expresión
hostil, con las manos en los bolsillos del pantalón y los largos faldones de su
uniforme de levita recogidos hacia atrás. El padre no sabía lo que iba a hacer;
al caminar levantaba los pies a una altura desusada, y Gregorio quedó
asombrado del enorme tamaño de sus suelas. Sin embargo, no se revolvió,
pues ya sabía, desde el primer día de su vida, que cabía esperar de su padre
el máximo rigor con respecto a él. Echó a correr delante de su padre,
deteniéndose cuando este lo hacía y corriendo de nuevo en cuanto le veía
hacer un movimiento.
Dieron varias veces la vuelta a la habitación sin que pasara nada y sin que
esto, debido a las dilatadas pausas, tuviese siquiera el aspecto de una
persecución. Gregorio optó por permanecer en el suelo: temía que su padre
interpretase su huida por las paredes o por el techo como un gesto malévolo.
Las rojas manzanas rodaban por el suelo como electrizadas, tropezando unas
con otras. Una de ellas, lanzada con mayor precisión, rozó la espalda de
Gregorio, pero no le hizo daño. En cambio, la siguiente le dio de lleno.
Gregorio intentó correr, como si pudiese liberarse del insoportable dolor
cambiando de lugar; pero era como si lo hubieran clavado donde estaba, y
quedó allí indefenso, sin noción de lo que pasaba a su alrededor.
Y Gregorio, con la vista ya nublada, oyó por último cómo su madre, echando
los brazos al cuello del padre, le suplicaba que no matase a su hijo.
Aquella grave herida, que tardó más de un mes en curar —nadie se atrevió a
quitarle la manzana, que quedó, pues, incrustada en su carne como
testimonio ostensible de lo ocurrido—, pareció recordar, incluso al padre, que
Gregorio, pese a su aspecto repulsivo actual, era un miembro de la familia, a
quien no se debía tratar como a un enemigo, sino, por el contrario, con la
máxima consideración, y que era un elemental deber de familia sobreponerse
a la repugnancia y resignarse.
—¡Vaya vida! ¿Ni siquiera los últimos años voy a poder estar tranquilo?
Gregorio casi nunca dormía, ni de noche ni de día. A veces pensaba que iba
abrirse la puerta de su cuarto, y que él iba a encargarse de nuevo, como
antes, de los asuntos de la familia. Volvió a acordarse, tras largo tiempo, del
director y el gerente de la tienda, el vendedor y el asistente, aquel ordenanza
tan robusto, dos o tres amigos que tenía en otros comercios, una camarera de
una cantina de provincia… También lo asaltó el recuerdo dulce y pasajero de
la cajera de una sombrerería, a quien había cortejado formalmente, aunque
sin empeño suficiente…
Gregorio casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que le ponían, tomaba
algún bocado, lo guardaba en la boca durante horas, y casi siempre acababa
escupiéndolo. Al principio, pensó que su desgana era consecuencia de la
melancolía en que lo sumía el estado de su habitación; pero se acostumbró
muy pronto al aspecto de esta. Habían adoptado la costumbre de meter allí
las cosas que estorbaban en otra parte, que por cierto eran muchas, pues uno
de los cuartos de la casa había sido alquilado a tres huéspedes. Eran tres
señores muy formales —los tres usaban barba, según comprobó Gregorio una
vez por la rendija de la puerta— y cuidaban de que reinase el orden más
escrupuloso no solo en su habitación, sino en toda la casa, y muy
especialmente en la cocina. No soportaban los trastos inútiles, y mucho
menos la suciedad.
Un día la sirvienta dejó algo entornada la puerta que daba al comedor, y así
siguió cuando los huéspedes entraron por la noche y encendieron la luz. Se
sentaron a la mesa, en los lugares antes ocupados por el padre, la madre y
Gregorio, desdoblaron las servilletas y empuñaron los cubiertos. Acto seguido
llegó la madre con una fuente de carne, seguida de la hermana, que llevaba
otra fuente llena de patatas.
—¿A los señores les molesta la música? De ser así, puede cesar al momento.
Sin embargo, ¡qué bien tocaba Grete! Con su cabeza inclinada seguía el
pentagrama atenta y tristemente. Gregorio se arrastró otro poco hacia
delante y mantuvo la cabeza pegada al suelo, ansioso de encontrar con su
mirada la de su hermana.
—Señor Samsa —dijo de pronto al padre el hombre que parecía llevar la voz
cantante. Y sin más palabras señaló con el índice a Gregorio, que iba
avanzando lentamente. El violín enmudeció al instante, y el señor sonrió a sus
amigos, meneando la cabeza, y volvió a mirar a Gregorio.
El padre, con paso vacilante, tanteando con las manos, fue hasta su sillón y se
dejó caer en él. Parecía disponerse a echar su siesta de todas las noches, pero
la profunda inclinación de su cabeza, caída como sin vida, demostraba que no
dormía.
Y se puso a llorar de tal forma que sus lágrimas cayeron sobre el rostro de la
madre, quien se las limpió mecánicamente con la mano.
—Hija mía —dijo el padre con compasión y lucidez—. ¿Qué podemos hacer?
—Si al menos nos comprendiese —insistió el padre, cerrando los ojos, como
para dar a entender que él también estaba convencido de que era imposible
—, tal vez pudiéramos llegar a un acuerdo con él. Pero en estas condiciones…
—Tiene que irse —dijo la hermana—. No hay más remedio, padre. Basta que
procures desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído
durante tanto tiempo es, en realidad, la causa de nuestra desgracia. ¿Cómo
puede ser Gregorio? Si lo fuera, hace ya tiempo que hubiera comprendido que
unos seres humanos no pueden vivir con semejante bicho. Y se habría ido por
su propia iniciativa. Habríamos perdido al hermano, pero podríamos seguir
viviendo, y su recuerdo perduraría para siempre entre nosotros. Mientras que
así, este animal nos acosa, echa a los huéspedes y es evidente que quiere
apoderarse de toda la casa y dejarnos en la calle. ¡Mira, padre —gritó de
pronto—, ya empieza otra vez!
«Tal vez ya pueda moverme», pensó Gregorio, iniciando de nuevo sus penosos
esfuerzos. No podía contener sus resoplidos, y de vez en cuando tenía que
pararse a descansar. Pero nadie lo apuraba; lo dejaban actuar con
tranquilidad. Cuando hubo dado la vuelta, inició el regreso en línea recta. Le
asombró la gran distancia que lo separaba de su habitación; no lograba
comprender cómo, dada su debilidad, había podido, momentos antes, recorrer
ese mismo trecho sin notarlo. Con la única preocupación de arrastrarse lo
más rápidamente posible, apenas se percató de que nadie lo hostigaba con
palabras o gritos.
Al llegar al umbral, volvió la cabeza, aunque solo a medias, pues sentía cierta
rigidez en el cuello, y vio que nada había cambiado. Únicamente su hermana
se había puesto en pie.
Su última mirada había sido para su madre, que se había quedado dormida.
Al ver que seguía sin moverse, se irritó y empezó a hostigarlo, y solo después
de que lo empujara sin encontrar ninguna resistencia se dio cuenta de lo
sucedido. Abrió los ojos todo lo que pudo y dejó escapar un silbido de
sorpresa. Acto seguido, empujó bruscamente la puerta del dormitorio de los
padres y gritó en la oscuridad:
Mientras tanto, se había abierto también la puerta del comedor, donde dormía
la hermana desde la llegada de los huéspedes. Grete estaba completamente
vestida, como si no hubiese dormido en toda la noche, lo que la palidez de su
rostro parecía confirmar.
—Qué delgado está —dijo—. Hacía tiempo que no probaba bocado. Siempre
dejaba la comida intacta.
—Grete, ven un momento con nosotros —dijo la señora Samsa, sonriendo con
melancolía.
Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus padres al dormitorio.
La sirvienta cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Era todavía muy
temprano, pero el aire no era del todo frío. Estaban a finales de marzo. Los
tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno.
Los habían olvidado.
—¿Qué pretende usted decir con esto? —le preguntó el que llevaba la voz
cantante, algo desconcertado y sonriendo con timidez.
Los otros dos tenían las manos cruzadas en la espalda, y se las frotaban como
si esperasen alegres una disputa cuyo resultado les sería favorable.
—En este caso, nos vamos —dijo, por fin, mirando al señor Samsa como si una
fuerza repentina lo impulsase a pedirle autorización incluso para esto.
El señor Samsa se limitó a abrir mucho los ojos y mover varias veces, breve y
afirmativamente, la cabeza.
Acto seguido, el huésped se encaminó con grandes pasos hacia la sala. Sus
dos compañeros habían dejado de frotarse las manos, y salieron pisándole los
talones, como si temiesen que el señor Samsa llegase antes y se interpusiese
entre ellos y su guía.
Una vez en la sala, los tres tomaron sus sombreros del perchero, sacaron sus
bastones del paragüero, se inclinaron en silencio y abandonaron la casa.
A medida que iban bajando, disminuía el interés que hacia ellos sentía la
familia Samsa, y al cruzarse con ellos el repartidor de la carnicería, que
sostenía su cesto sobre la cabeza, el señor Samsa y las mujeres abandonaron
la barandilla y, aliviados, entraron de nuevo en la casa.
—Bueno, ¿qué desea? —preguntó la señora Samsa, que era la persona a quien
más respetaba la mujer.
—Pues —contestó esta, y la risa no la dejaba seguir—, pues que no tienen que
preocuparse de cómo quitar de en medio eso de ahí al lado. Ya será todo
arreglado.
La señora Samsa y Grete se inclinaron otra vez sobre sus cartas, como para
seguir escribiendo, y el señor Samsa, notando que la sirvienta se disponía a
contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con energía la mano
hacia ella.
Dio medio vuelta con gran irritación y abandonó la casa dando un portazo
terrible.
—Vamos, vamos. Olvidemos ahora las cosas pasadas. Tengan también un poco
de consideración conmigo.
Luego, salieron los tres juntos, cosa que no habían hecho desde hacía meses,
y tomaron el tranvía para ir a respirar el aire puro de las afueras. El tranvía,
en el cual eran los únicos pasajeros, estaba inundado por la cálida luz del sol.
Cómodamente recostados en sus asientos, fueron cambiando impresiones
acerca del futuro, y concluyeron que, bien mirado, no era nada negro, pues
sus respectivos empleos —sobre los cuales todavía no habían hablado
claramente— eran muy buenos y, sobre todo, prometían mejorar en un futuro
próximo.
Lo mejor que de momento podían hacer era mudarse de casa. Les convenía
una casa más pequeña, más barata y, sobre todo, mejor situada y más cómoda
que la actual, que había sido elegida por Gregorio.
Y cuando, al llegar al final del trayecto, la hija se levantó e irguió sus formas
juveniles, pareció corroborar los nuevos proyectos y las sanas intenciones de
los padres.