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Amores Del Diablo 4

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AMORES DEL DIABLO, Los

[Cuando el diablo andaba en Huaraz]

Hace mucho tiempo en Huaraz y por ende en el Callejón de Huaylas; era común que en las noches se compartan
cuentos; leyendas; mitos y diversos tipos de relatos, los cuales eran contados por nuestros padres y abuelos. Era muy
común contar que, por ejemplo, antes el diablo andaba por las calles de Huaraz acechando a las hermosas huaracinas.
En esta oportunidad les traemos un cuento escrito por el gran cuentista José Ruiz Huidobro, quien nos relata una de
esas experiencias.

Viene a mi pluma la donosa ocasió n de ocuparme de los amores del diablo en esta muy
generosa ciudad de Huaraz, y no quiero perder ni dejar de mano tan divertido tema.
¡El diablo en Huaraz! El caso es para poner los pelos de punta a cualquier hijo de vecino,
pero como no pretendo asustar a mis lectores, comenzaré por afirmar que son casos y cosas
de otros tiempos.
Ya el diablo no viene ahora por estos andurriales. Entretiénese Dios sabe dó nde y có mo, y
ahora ni para remedio se presenta. Quien quisiera conocerlo, tendría que recurrir a
empolvados infolios o a borrosas pinturas. Tal es el desuso en que ha caído este personaje,
que nadie se ocupa ya en reproducir la ruin estampa que antañ o campeaba en todas partes, y
sus retratos van siendo tan viejos como su historia.
Pero vamos al cuento, y dejemos aparte exordio y disquisiciones.
Hace tres cuartos de siglo, Huaraz era una apacible y monó tona població n. Sin telégrafo,
sin alumbrado eléctrico y con correos mensuales a la capital de la Repú blica, la vida huaracina
tenía algo de patriarcal.
Las pocas noticias de la Repú blica y del extranjero se comentaban durante todo un mes.
Así, pues, la llegada de cada uno de los correos de Lima, que hacían el viaje por tierra, era un
verdadero acontecimiento.
La gente se acostaba a las ocho de la noche y al alba ya estaba de pie todo el mundo, como
suele decirse.
Las ocupaciones principales eran la agricultura y la ganadería. El comercio, muy escaso,
estaba en manos de tres o cuatro bachiches y chapetones.
Entre el cuidado de las chacras, las misas, rezos, y alguna visitilla a las familias amigas
trascurrían las doce horas del día. No puede darse vida má s tranquila y morigerada.
Por las noches, uno que otro farolillo o candil mortecino alumbraba débilmente ciertas
calles de la ciudad. Así es que en cuanto oscurecía, muy osados habían de ser quienes se
lanzaran a la calle.
Fue en esta época que el diablo, enamorado de una gentil doncella, dio en el prurito de
hacer sus excursiones por esta ciudad, y por cierto que sus aventuras hicieron bastante ruido,
tanto que hasta a mí ha llegado el relato de ellas, y voy a hacértelo, lector amigo, sin agregarle
ni quitarle nada.
Helo aquí:
En el final de la cuarta cuadra de la calle de Bolívar, como quién va de la plaza y en la
acera izquierda, existía en aquellos tiempos (creo que existe todavía) una pequeñ a tenducha,
sin má s salida que la que daba a la calle referida. Habitaba en ella una elegante y hermosa
huaracina de veinte abriles, que por achaques de fortuna se había quedado huérfana y sin
parientes. Mercedes que tal era el nombre de esta hija de Eva llevaba sin embargo ordenada y
cristiana vida. Sin perjuicio de asistir a misas y misiones, sin dejar de confesarse y comulgar
por pascua florida y siempre que era menester, era no obstante amiga de enseñ ar sus lindos y
pequeñ os dientes y de lanzar airadas miradas asesinas a cuanto mancebo se ponía bajo el
fuego de su mirada aterciopelada.
Pero nadie, ni aú n el má s opuesto galá n huaracino, podía jactarse de haberle inspirado un
sentimiento má s íntimo que el de una simple amistad.
La mocita no admitía requiebros sino de día y aunque de noche, su tenducha permanecía
abierta hasta las nueve, menudo chasco se habría llevado quien hubiera pretendido de ella
algú n gajecillo de amor.
Y si abría de noche, no era por correr aventuras, no, Era por vender algunas cosillas, que
constituían su negocio, y que las comadres de la vecindad compraban muy satisfechas de
encontrar una tienda abierta cuando todos los bodegueros y comerciantes dormían plá cida y
tranquilamente.
Durante los ratos que las atenciones del tenducho se lo permitían, Mercedes tejía, a la luz de
una lámpara, esas prodigiosas mallas que pueden competir con los mejores encajes de
Alencó n y valencianas.
Sola, siempre sola, su existencia deslizá base apacible y risueñ a, como esos arroyuelos que
parecen no tener otra misió n que murmurar alegremente inundando praderas llenas de flores
y verdor.
Algunos galanes, desdeñ ados, dieron en la manía de espiarla y lo ú nico que resultó fue
que se expiaron unos a otros mutuamente.
Mercedes era, pues, inabordable e inabordable habríase quedado, a no mediar la aventura
que da margen a este cuento.
Era una noche del mes de abril de 1839. La luna magnífica y esplendorosa, como sabe
serlo en este cielo de Huaraz, hallá base en el plenilunio.
Las calles de Huaraz yacían sumidas en completa soledad, y entre las dos fajas de
penumbra que en ellas proyectaban los techos, la luz lunar se derramaba como un amplio
caudal que trazara cruces en las esquinas.
Las noches de luna, el Municipio ahorraba los faroles y en la calle de Bolívar no había má s
luz que la que se escapaba de la humilde vivienda de Mercedes.
Las nueve serían cuando una viejecita, que moraba a pocas cuadras de la casa de
Mercedes, penetró a la tenducha.
-Vecina. Buenas noches.
-Buenas noches, vecinita. ¿Es que va Ud. a velar?
-No vecina. Quiero que me venda Ud. una vela.
—Muy bien, vecina y mientras Mercedes tomaba la vela, la mirada de la viejecita tropezó
con la figura de un hombre, quien estaba tranquilamente arrinconado en uno de los extremos
de la tienda.
El hallazgo visual no era para pasar desapercibido. ¡Un hombre en la casa de Mercedes! ¡a
tal hora!…
Y la viejecita, entre espantada y confusa, se persignó tímidamente.
El hombre lanzó una especie de rugido y miró a la anciana con tal expresió n de amenaza
que aquella sintió un escalofrío en todo su ser. Tomó apresuradamente la vela, pagó y se fue
temblando.
Al día siguiente, la noticia culminante del barrio era la presencia de aquel sujeto en la
morada de la bella Mercedes.
La viejecilla había soltado la sin hueso y todos eran comentarios. La especie corría de boca
en boca y no hubo vecino ni vecina, que no echase ese día, al interior de la casa, una mirada
investigadora y burlona. Pero ¡oh sorpresa! Mercedes estaba sola, tan sola como siempre.
Algunos creyeron que só lo era una invenció n de la vieja de marras, otros, menos fáciles de
convencerse propusieron esperar la noche.
Apenas anocheció , Mercedes fue atisbada y eran las ocho de la noche cuando los curiosos
pudieron ver al sujeto, causa de su desvelo, có modamente apoltronado en un antiguo silló n de
brazos, en el mismo sitio que la viejecita lo viera la noche anterior.
Contentos de haber satisfecho su curiosidad unos, otros envidiosos de la suerte del tipo
aquél, que así, de buenas a primeras, y sin má s trá mite era recibido por Mercedes en la
intimidad, los atisbadores se fueron a dormir.
¿Quién era el galá n aquél? ¿De dó nde venía? ¿Có mo vivía? Estas y otras o parecidas eran las
preguntas que se hacían vecinos y vecinas. Y lo que má s intrigados les traía era la rara
catadura del nocturno visitante. Era el tal, alto y esbelto. Nariz roma, ojos negros y brillantes, y
enormes y bien retorcidos mostachos, daban a su rostro una expresió n desconcertante. Vestía
de negro y era su traje el de un hombre habituado a viajar. Usaba altas botas y las espuelas
demostraban que cabalgaba todos los días. Un enorme sombrero de Guayaquil, con una cinta
bien ancha, llenaba de sombra su fisonomía completando el conjunto.
Parece un gaucho. En estas palabras reasumieron los curiosos su opinió n.
Y era lo má s raro que Mercedes parecía no percatarse de su presencia. Tranquilamente,
hacía su malla, a un extremo del aposento, mientras en el opuesto, el caballero galá n,
apoltronado, fumaba cigarros blancos de buen tabaco de Jaén.
Así las cosas, cierta noche, y a la hora en que Mercedes acostumbraba cerrar la puerta de
calle del tenducho, la viejecita de marras fue a comprar un paquete de azul de ultramar.
Después del saludo consiguiente, Mercedes le hizo entrar y le despachó el artículo
solicitado.
El gaucho continuaba, imperturbable, en su sitio de costumbre y, cuando entró la vieja, el
individuo aquél no só lo no la miró como la primera vez, sino que, levantando la mano derecha,
rá pidamente se encasquetó el sombrero que llevaba, como queriendo ocultar el rostro.
La vieja, curiosa como buena hija de Eva, miró y remiró insistentemente al desconocido.
Nada pudo sacar en claro. Pagó su compra y se despidió . Detrá s de ella fue Mercedes hasta la
puerta y apenas traspuso la anciana el dintel, Mercedes cerró y, casi instantá neamente, partió
del interior del tenducho un grito terrible, desesperado, y el ruido que hace un cuerpo al caer
a tierra.
La vieja que oyó el grito, temerosa y huyó santiguá ndose.
Era una noche de luna, la luz de este astro claro y serena se esparcía a torrentes por todos
los ámbitos de la ciudad dormida.
Al día siguiente, las vecinas y transeú ntes vieron con asombro, que la puerta del tenducho
permanecía herméticamente cerrada.
Comenzaron las hablillas y comentarios y el barrio se hizo lenguas acerca de la ausencia de
Mercedes.
Y pasó un día y otro día, y otros má s, y la puerta de aquella vivienda continuaba cerrada,
sin que nadie pudiera dar la menor noticia de la gentil doncella.
Al cabo de cuatro días, el subdelegado de la provincia; vivamente intrigado por los decires
que corrían de boca en boca, se acercó al lugar con un buen nú mero de vecinos notables y
procedió a abrir la puerta de Mercedes.
Abierta aquella penetró el representante de la autoridad con su séquito. La primera
habitació n nada de particular ofrecía, todo estaba en su sitio ordenado e intacto, pero en la
habitació n contigua ó sea en el dormitorio de Mercedes, los circunstantes vieron con estupor
al pie del lecho vacío, todas las vestiduras de Mercedes arrojadas en el suelo y ella… ¿ella?
Inú tiles fueron todas las investigaciones hechas. No se encontró el menor indicio por el cual
pudiera saberse el paradero de Mercedes.
La puerta demostraba haber sido cerrada por el interior y como la casucha no tenía otra
salida, la desaparició n de Mercedes pasó a la categoría de los misterios.
Requisitorias e investigaciones, todo fue inú til. La mocita, se había evaporado. Entonces
los vecinos y comadres del barrio declararon que el gaucho no podía haber sido sino el diablo
y que el diablo había cargado con la codiciada mujercita, que los tenorios huaracinos no
habían podido conquistar.
Un transeú nte que llegó a esta ciudad la noche de la desaparició n y que venía de
Conchucos, declaró que en el paraje llamado «Recibimiento» en el camino de esta ciudad a
Recuay, había encontrado a un jinete alto y bien montado, que llevaba en brazos una mujer
vestida de blanco y al parecer desmayada.
Entonces, se llegó a la conclusió n ló gica de que el diablo enamorado de Mercedes y
cansado sin duda de su prolongada soltería de tantos siglos, había raptado a la bella
huaracina, tomando el camino de Recuay para volver a sus tenebrosos dominios.

II
Veinte añ os má s tarde, en una casucha de barrio de Belén, moría un individuo, víctima de
un terrible ataque cerebral.
Aquel hombre había vivido como un réprobo —sin parientes y sin amigos—encerrado en
un mutismo sombrío, su existencia transcurrió en un aislamiento espantoso.
Dos añ os antes de su muerte, llegó a Huaraz, una tarde lluviosa. Tomó en alquiler la
primera casa que encontró desocupada y se estableció en ella de manera muy modesta, casi
miserable. No salía de su casa sino de noche, muy embozado. Vestía siempre de negro y usaba
un enorme sombrero de Guayaquil.
Alguien aseguró haberlo visto, cierta noche, regresar a caballo llevando de tiro una bestia
que conducía un enorme baú l y desde entonces sus salidas nocturnas fueron menos
frecuentes.
Cuando enfermó , un buen sacerdote que vivía cerca fue a verlo y al encontrarlo
gravemente postrado en cama y sin la menor asistencia, envió un par de religiosas betlemitas
que lo atendieron.
Murió al siguiente día de aquel en que fue a verlo el sacerdote y, como el ataque que
sufriera lo inmovilizó , quitá ndole hasta el habla, murió como había vivido, silenciosa,
calladamente.
La casualidad, sin embargo, reveló algo del pasado de aquel extrañ o sujeto; el mismo día en
que sus restos habían sido trasladados a la fosa comú n, el tenducho en que había vivido fue
invadido por los vecinos. Mientras él vivió , nadie había osado entrar a su morada. Tal era el
temor que inspiraba su sola presencia.
Muerto él, su aposento fue recorrido por cuantos penetraron. No dejaba papeles de
ninguna clase. Un catre, un gran baú l vacío y algunas puñ adas de tabaco esparcidas aquí y allá
era todo lo que quedaba.
Un curioso penetró al segundo aposento, lo halló vacío, pero advirtiendo una escalera que
subía a un desvá n, trepó por ella y penetró a la buharda. Entonces a la luz que penetraba por
un ventanuco vio, con espanto, un cuadro siniestro.

Sobre un cobertor muy usado yacía un esqueleto humano; algunos harapos blancos le
servían de vestidura y una rubia cabellera que el polvo y el tiempo habían deteriorado,
demostraban que aquel esqueleto pertenecía a una mujer
Los amores del diablo terminan trá gicamente. La hermosa mujer que él raptara en un
delirio amoroso, era, a no dudarlo, ésta, cuya osamenta pudieron admirar cuantos en pos del
primer curioso penetraron al desvá n.
¿Quién fue aquel hombre? Jamá s ha podido ser identificado.
Fue sin duda un réprobo. Como tal había vivido, como tal había muerto.
Al día siguiente el esqueleto de Mercedes fue también a la fosa comú n y allí, en la tumba de
los sin fortuna, ¡se mezclaron los huesos de aquellos dos seres que otrora calcinara el amor y
que ahora unía para siempre el hielo de la muerte!…

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