Jesus">
Torre Babel y Espiritu Santo
Torre Babel y Espiritu Santo
Torre Babel y Espiritu Santo
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 22 de mayo de 2013
[Multimedia]
____________________________________
¿Quién es el verdadero motor de la evangelización en nuestra vida y en la Iglesia? Pablo VI escribía con
claridad: «Él es quien, hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se
deja poseer y conducir por Él, y pone en los labios las palabras que por sí solo no podría hallar,
predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora de la Buena Nueva y del
reino anunciado» (ibid., 75). Para evangelizar, entonces, es necesario una vez más abrirse al horizonte del
Espíritu de Dios, sin tener miedo de lo que nos pida y dónde nos guíe. ¡Encomendémonos a Él! Él nos hará
capaces de vivir y testimoniar nuestra fe, e iluminará el corazón de quien encontremos. Esta fue la
experiencia de Pentecostés: los Apóstoles, reunidos con María en el Cenáculo, «vieron aparecer unas
lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de
Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse» ( Hch 2,
3-4). El Espíritu Santo, descendiendo sobre los Apóstoles, les hace salir de la sala en la que estaban
encerrados por miedo, los hace salir de sí mismos, y les transforma en anunciadores y testigos de las
«grandezas de Dios» (v. 11). Y esta transformación obrada por el Espíritu Santo se refleja en la multitud
que acudió al lugar venida «de todos los pueblos que hay bajo el cielo» (v. 5), porque cada uno escuchaba
las palabras de los Apóstoles como si fueran pronunciadas en la propia lengua (cf. v. 6).
Aquí tenemos un primer efecto importante de la acción del Espíritu Santo que guía y anima el anuncio del
Evangelio: la unidad, la comunión. En Babel, según el relato bíblico, se inició la dispersión de los pueblos y
la confusión de las lenguas, fruto del gesto de soberbia y de orgullo del hombre que quería construir, sólo
con las propias fuerzas, sin Dios, «una ciudad y una torre que alcance el cielo» ( Gn 11, 4). En Pentecostés
se superan estas divisiones. Ya no hay más orgullo hacia Dios, ni la cerrazón de unos con otros, sino que
está la apertura a Dios, está el salir para anunciar su Palabra: una lengua nueva, la del amor que el Espíritu
Santo derrama en los corazones (cf. Rm 5, 5); una lengua que todos pueden comprender y que, acogida,
se puede expresar en toda existencia y en toda cultura. La lengua del Espíritu, la lengua del Evangelio es la
lengua de la comunión, que invita a superar cerrazones e indiferencias, divisiones y contraposiciones.
Deberíamos preguntarnos todos: ¿cómo me dejo guiar por el Espíritu Santo de modo que mi vida y mi
testimonio de fe sea de unidad y comunión? ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor que es el
Evangelio a los ambientes en los que vivo? A veces parece que se repite hoy lo que sucedió en Babel:
divisiones, incapacidad de comprensión, rivalidad, envidias, egoísmo. ¿Qué hago con mi vida? ¿Creo unidad
en mi entorno? ¿O divido, con las habladurías, las críticas, las envidias? ¿Qué hago? Pensemos en esto.
Llevar el Evangelio es anunciar y vivir nosotros en primer lugar la reconciliación, el perdón, la paz, la unidad
y el amor que el Espíritu Santo nos dona. Recordemos las palabras de Jesús: «En esto conocerán todos que
sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13, 35).
Un segundo elemento: el día de Pentecostés, Pedro, lleno de Espíritu Santo, poniéndose en pie «con los
Once» y «levantando la voz» (Hch 2, 14), anuncia «con franqueza» (v. 29) la buena noticia de Jesús, que
dio su vida por nuestra salvación y que Dios resucitó de los muertos. He aquí otro efecto de la acción del
Espíritu Santo: la valentía, de anunciar la novedad del Evangelio de Jesús a todos, con franqueza ( parresia),
en voz alta, en todo tiempo y lugar. Y esto sucede también hoy para la Iglesia y para cada uno de nosotros:
del fuego de Pentecostés, de la acción del Espíritu Santo, se irradian siempre nuevas energías de misión,
nuevos caminos por los cuales anunciar el mensaje de salvación, nueva valentía para evangelizar. ¡No nos
cerremos nunca a esta acción! ¡Vivamos con humildad y valentía el Evangelio! Testimoniemos la novedad,
la esperanza, la alegría que el Señor trae a la vida. Sintamos en nosotros «la dulce y confortadora alegría
de evangelizar» (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Porque evangelizar, anunciar a Jesús, nos
da alegría; en cambio, el egoísmo nos trae amargura, tristeza, tira tira de nosotros hacia abajo; evangelizar
nos lleva arriba.
Indico solamente un tercer elemento, que, sin embargo, es particularmente importante: una nueva
evangelización, una Iglesia que evangeliza debe partir siempre de la oración, de pedir, como los Apóstoles
en el Cenáculo, el fuego del Espíritu Santo. Sólo la relación fiel e intensa con Dios permite salir de las
propias cerrazones y anunciar con parresia el Evangelio. Sin la oración nuestro obrar se vuelve vacío y
nuestro anuncio no tiene alma, ni está animado por el Espíritu.
Queridos amigos, como afirmó Benedicto XVI, hoy la Iglesia «siente sobre todo el viento del Espíritu Santo
que nos ayuda, nos muestra el camino justo; y así, con nuevo entusiasmo, me parece, estamos en camino
y damos gracias al Señor» (Discurso en la Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos , 27 de
octubre de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de noviembre de 2012, p. 2).
Renovemos cada día la confianza en la acción del Espíritu Santo, la confianza en que Él actúa en nosotros,
Él está dentro de nosotros, nos da el fervor apostólico, nos da la paz, nos da la alegría. Dejémonos guiar
por Él, seamos hombres y mujeres de oración, que testimonian con valentía el Evangelio, siendo en nuestro
mundo instrumentos de la unidad y de la comunión con Dios. Gracias.
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Patio de San Dámaso
Miércoles, 2 de septiembre de 2020
[Multimedia]
Como familia humana tenemos el origen común en Dios; vivimos en una casa común, el planeta-jardín, la
tierra en la que Dios nos ha puesto; y tenemos un destino común en Cristo. Pero cuando olvidamos todo
esto, nuestra interdependencia se convierte en dependencia de unos hacia otros — perdemos esta armonía
de interdependencia en la solidaridad —, aumentando la desigualdad y la marginación; se debilita el tejido
social y se deteriora el ambiente. Siempre es lo mismo que actuar.
Por tanto, el principio de solidaridad es hoy más necesario que nunca, como ha enseñado Juan Pablo II (cfr.
Enc. Sollicitudo rei socialis, 38-40). De una forma interconectada, experimentamos qué significa vivir en la
misma “aldea global”. Es bonita esta expresión: el gran mundo no es otra cosa que una aldea global,
porque todo está interconectado. Pero no siempre transformamos esta interdependencia en solidaridad.
Hay un largo camino entre la interdependencia y la solidaridad. Los egoísmos — individuales, nacionales y
de los grupos de poder — y las rigideces ideológicas alimentan, al contrario, «estructuras de pecado»
(ibid., 36).
«La palabra “solidaridad” está un poco desgastada y a veces se la interpreta mal, pero es mucho más que
algunos actos esporádicos de generosidad. ¡Es más! Supone crear una nueva mentalidad que piense en
términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de
algunos» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 188). Esto significa solidaridad. No es solo cuestión de ayudar a
los otros —esto está bien hacerlo, pero es más—: se trata de justicia (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica,
1938-1940). La interdependencia, para ser solidario y fructífero, necesita raíces fuertes en la humanidad y
en la naturaleza creada por Dios, necesita respeto por los rostros y la tierra.
La Biblia, desde el principio, nos advierte. Pensemos en el pasaje de la Torre de Babel (cfr. Gen 11, 1-9)
que describe lo que sucede cuando tratamos de llegar al cielo —nuestra meta— ignorando el vínculo con la
humanidad, con la creación y con el Creador. Es una forma de hablar: esto sucede cada vez que uno quiere
subir, subir, sin tener en cuenta a los otros. ¡Yo solo! Pensemos en la torre. Construimos torres y
rascacielos, pero destruimos la comunidad. Unificamos edificios y lenguas, pero mortificamos la riqueza
cultural. Queremos ser amos de la Tierra, pero arruinamos la biodiversidad y el equilibrio ecológico. Os
conté en alguna otra audiencia de esos pescadores de San Benedetto del Tronto que vinieron este año y
me dijeron: “Hemos sacado del mar 24 toneladas de basura, de las cuales la mitad era plástico”. ¡Pensad!
Estos tienen el espíritu de recoger los peces, sí, pero también la basura y sacarla para limpiar el mar. Pero
esta [contaminación] es arruinar la tierra, no tener solidaridad con la tierra que es un don y un equilibrio
ecológico.
Recuerdo una historia medieval que describe este “síndrome de Babel”, que es cuando no hay solidaridad.
Esta historia medieval dice que, durante la construcción de la torre, cuando un hombre caía —eran
esclavos— y moría nadie decía nada, como mucho: “Pobrecillo, se ha equivocado y ha caído”. Sin embargo,
si caía un ladrillo, todos se lamentaban. ¡Y si alguno era culpable, era castigado! ¿Por qué? Porque un
ladrillo era caro de hacer, de preparar, de cocer. Se necesitaba tiempo y trabajo para hacer un ladrillo. Un
ladrillo valía más que la vida humana. Cada uno de nosotros piense en qué sucede hoy. Lamentablemente
también hoy puede suceder algo parecido. Cae la cuota del mercado financiero —lo hemos visto en los
periódicos estos días— y la noticia está en todas las agencias. Caen miles de personas por el hambre, la
miseria y nadie habla de ello.
Diametralmente opuesto a Babel es Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-3), lo hemos escuchado al principio de la
audiencia. El Espíritu Santo, descendiendo del alto como viento y fuego, inviste la comunidad cerrada en el
cenáculo, la infunde la fuerza de Dios, la impulsa a salir, a anunciar a todos a Jesús Señor. El Espíritu crea
la unidad en la diversidad, crea la armonía. En la historia de la Torre de Babel no hay armonía; había ese ir
adelante para ganar. Allí, el hombre era un mero instrumento, mera “fuerza-trabajo”, pero aquí, en
Pentecostés, cada uno de nosotros es un instrumento, pero un instrumento comunitario que participa con
todo su ser a la edificación de la comunidad. San Francisco de Asís lo sabía bien, y animado por el Espíritu
daba a todas las personas, es más, a las criaturas, el nombre de hermano o hermana (cfr. LS, 11; cfr. San
Buenaventura, Legenda maior, VIII, 6: FF 1145). También el hermano lobo, recordemos.
En medio de la crisis, una solidaridad guiada por la fe nos permite traducir el amor de Dios en nuestra
cultura globalizada, no construyendo torres o muros —y cuántos muros se están construyendo hoy— que
dividen pero después caen, sino tejiendo comunidad y apoyando procesos de crecimiento verdaderamente
humano y solidario. Y para esto ayuda la solidaridad. Hago una pregunta: ¿yo pienso en las necesidades de
los otros? Cada uno que responda en su corazón.
En medio de crisis y tempestades, el Señor nos interpela y nos invita a despertar y activar esta solidaridad
capaz de dar solidez, apoyo y un sentido a estas horas en las que todo parece naufragar. Que la creatividad
del Espíritu Santo pueda animarnos a generar nuevas formas de hospitalidad familiar, de fraternidad
fecunda y de solidaridad universal.
Me alegra celebrar con vosotros esta santa misa, animada hoy también por el coro de la Academia de Santa
Cecilia y por la orquesta juvenil —a la que doy las gracias— en la solemnidad de Pentecostés. Este misterio
constituye el bautismo de la Iglesia; es un acontecimiento que le dio, por decirlo así, la forma inicial y el
impulso para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre son válidos, siempre son actuales, y se
renuevan de modo especial mediante las acciones litúrgicas. Esta mañana quiero reflexionar sobre un
aspecto esencial del misterio de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia.
Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos
constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más cercanos los unos a los otros gracias al
desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión
y la comunión entre las personas a menudo es superficial y difícil. Persisten desequilibrios que con
frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada vez más complicado y a veces
prevalece la contraposición; asistimos a sucesos diarios en los que nos parece que los hombres se están
volviendo más agresivos y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere buscar el propio
yo, los propios intereses. En esta situación, ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir la unidad que tanto
necesitamos?
La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura
(cf. Hch 2, 1-11), contiene en el fondo uno de los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo
Testamento: la antigua historia de la construcción de la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9). Pero, ¿qué es
Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que pensaron que ya no
necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran tan fuertes que podían construir por sí mismos un
camino que llevara al cielo para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en esta
situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la
torre, improvisamente se dieron cuenta de que estaban construyendo unos contra otros. Mientras
intentaban ser como Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un
elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de
actuar juntos.
Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia, y también en
nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las
fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano
mismo. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos
construir y realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la cuenta de que estamos reviviendo la
misma experiencia de Babel. Es verdad que hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener
informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de entendernos o
quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos? ¿No parece insinuarse entre los hombres un
sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para los
otros? Volvemos, por tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y
¿cómo?
Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu de
Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo
que sucedió en Pentecostés. Esa mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló
sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y
encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El miedo desapareció, el
corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo
que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había
división e indiferencia, nacieron unidad y comprensión.
Pero veamos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os
guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la
Iglesia y cómo debe vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la
Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el propio «yo», sino orientarse
hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que
ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi
yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de
verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse
y a aceptarse mutuamente. El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda
la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a comprenderla: nosotros no crecemos en el
conocimiento encerrándonos en nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir,
sólo en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así resulta más claro por
qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo
pueden ponerse los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la
acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.
La contraposición entre Babel y Pentecostés aparece también en la segunda lectura, donde el Apóstol dice:
«Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» ( Ga 5, 16). San Pablo nos explica que
nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división, entre los impulsos que
provienen de la carne y los que proceden del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos.
Efectivamente, no podemos ser al mismo tiempo egoístas y generosos, seguir la tendencia a dominar sobre
los demás y experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir
y sólo lo podemos hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo —como hemos
escuchado— enumera las obras de la carne: son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad,
discordia, celos, disensiones; son pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo verdaderamente
humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que lleva a perder la propia vida. En cambio, el Espíritu
Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de una vida
divina que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz»
(Ga 5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la
dispersión del ser humano, mientras que usa el singular para definir la acción del Espíritu; habla de «fruto»,
precisamente como a la dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés.
Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos pedir al
Espíritu que nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y a acoger la
verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio de san Lucas nos dice
que Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse a recibir
el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del
acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia también
hoy reza: «Veni Sancte Spiritus!», «¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos
el fuego de tu amor!». Amén.
En el día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió con fuerza sobre los Apóstoles; así comenzó la misión
de la Iglesia en el mundo. Jesús mismo había preparado a los Once para esta misión al aparecérseles en
varias ocasiones después de la resurrección (cf. Hch 1, 3). Antes de la ascensión al cielo, "les mandó que no
se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre" (cf. Hch 1, 4-5); es decir, les
pidió que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron
en oración con María en el Cenáculo, en espera de ese acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14).
Permanecer juntos fue la condición que puso Jesús para acoger el don del Espíritu Santo; presupuesto de
su concordia fue una oración prolongada. Así nos da una magnífica lección para toda comunidad cristiana. A
veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una esmerada programación y de su
sucesiva aplicación inteligente mediante un compromiso concreto. Ciertamente, el Señor pide nuestra
colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra se necesita su iniciativa: su Espíritu es el
verdadero protagonista de la Iglesia. Las raíces de nuestro ser y de nuestro obrar están en el silencio sabio
y providente de Dios.
Las imágenes que utiliza san Lucas para indicar la irrupción del Espíritu Santo —el viento y el fuego—
aluden al Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había concedido su alianza (cf. Ex 19,
3 ss). La fiesta del Sinaí, que Israel celebraba cincuenta días después de la Pascua, era la fiesta del Pacto.
Al hablar de lenguas de fuego (cf. Hch 2, 3), san Lucas quiere presentar Pentecostés como un nuevo Sinaí,
como la fiesta del nuevo Pacto, en el que la alianza con Israel se extiende a todos los pueblos de la tierra.
La Iglesia es católica y misionera desde su nacimiento. La universalidad de la salvación se pone
significativamente de relieve mediante la lista de las numerosas etnias a las que pertenecen quienes
escuchan el primer anuncio de los Apóstoles (cf. Hch 2, 9-11).
El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, se amplía hoy hasta superar
toda frontera de raza, cultura, espacio y tiempo. A diferencia de lo que sucedió con la torre de Babel
(cf. Gn 11, 1-9), cuando los hombres, que querían construir con sus manos un camino hacia el cielo, habían
acabado por destruir su misma capacidad de comprenderse recíprocamente, en Pentecostés el Espíritu, con
el don de las lenguas, muestra que su presencia une y transforma la confusión en comunión. El orgullo y el
egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El
Espíritu Santo, por el contrario, capacita a los corazones para comprender las lenguas de todos, porque
reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre la tierra y el cielo. El Espíritu Santo es el Amor.
Pero, ¿cómo entrar en el misterio del Espíritu Santo? ¿Cómo comprender el secreto del Amor? El pasaje
evangélico de hoy nos lleva al Cenáculo donde, terminada la última Cena, los Apóstoles se sienten tristes y
desconcertados. El motivo es que las palabras de Jesús suscitan interrogantes inquietantes: habla del odio
del mundo hacia él y hacia los suyos, habla de su misteriosa partida y queda todavía mucho por decir, pero
por el momento los Apóstoles no pueden soportar esa carga (cf. Jn 16, 12). Para consolarlos les explica el
significado de su partida: se irá, pero volverá; mientras tanto no los abandonará, no los dejará huérfanos.
Enviará al Consolador, al Espíritu del Padre, y será el Espíritu quien les dará a conocer que la obra de Cristo
es obra de amor: amor de él que se ha entregado y amor del Padre que lo ha dado.
Este es el misterio de Pentecostés: el Espíritu Santo ilumina el corazón humano y, al revelar a Cristo
crucificado y resucitado, indica el camino para llegar a ser más semejantes a él, o sea, ser "expresión e
instrumento del amor que proviene de él" (Deus caritas est, 33). Reunida con María, como en su
nacimiento, la Iglesia hoy implora: "Veni, Sancte Spiritus!", "¡Ven, Espíritu Santo!
Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor". Amén.
San Lucas pone en el capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles el relato del acontecimiento de
Pentecostés, que hemos escuchado en la primera lectura. Introduce el capítulo con la expresión: «Al llegar
el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar» ( Hch 2, 1). Son palabras que se refieren
al cuadro precedente, en el que san Lucas había descrito la pequeña comunidad de discípulos, que se
reunía asiduamente en Jerusalén después de la Ascensión de Jesús al cielo (cf. Hch 1, 12-14). Es una
descripción muy detallada: el lugar «donde vivían» —el Cenáculo— es un ambiente en la «estancia
superior». A los once Apóstoles se les menciona por su nombre, y los tres primeros son Pedro, Juan y
Santiago, las «columnas» de la comunidad. Juntamente con ellos se menciona a «algunas mujeres», a
«María, la madre de Jesús» y a «sus hermanos», integrados en esta nueva familia, que ya no se basa en
vínculos de sangre, sino en la fe en Cristo.
A este «nuevo Israel» alude claramente el número total de las personas, que era de «unos ciento veinte»,
múltiplo del «doce» del Colegio apostólico. El grupo constituye una auténtica qahal, una «asamblea» según
el modelo de la primera Alianza, la comunidad convocada para escuchar la voz del Señor y seguir sus
caminos. El libro de los Hechos subraya que «todos ellos perseveraban en la oración con un mismo
espíritu» (Hch 1, 14). Por tanto, la oración es la principal actividad de la Iglesia naciente, mediante la cual
recibe su unidad del Señor y se deja guiar por su voluntad, como lo demuestra también la decisión de echar
a suerte la elección del que debía ocupar el lugar de Judas (cf. Hch 1, 25).
Esta comunidad se encontraba reunida en el mismo lugar, el Cenáculo, durante la mañana de la fiesta judía
de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en la que se conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios,
mediante Moisés, propuso a Israel que se convirtiera en su propiedad de entre todos los pueblos, para ser
signo de su santidad (cf. Ex 19). Según el libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado por una
formidable manifestación de fuerza por parte del Señor: «Todo el monte Sinaí humeaba —se lee en ese
pasaje—, porque el Señor había descendido sobre él en el fuego. Subía el humo como de un horno, y todo
el monte retemblaba con violencia» (Ex 19, 18).
En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los elementos del viento y del fuego, pero
sin las resonancias de miedo. En particular, el fuego toma la forma de lenguas que se posan sobre cada uno
de los discípulos, todos los cuales «se llenaron de Espíritu Santo» y, por efecto de dicha efusión,
«empezaron a hablar en lenguas extranjeras» (Hch 2, 4). Se trata de un verdadero «bautismo» de fuego de
la comunidad, una especie de nueva creación. En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad
humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una
comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel (cf. Gn 11, 7-9).
En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad,
puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere
dominar y uniformar todo.
En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia «Societas Spiritus», sociedad del Espíritu (Serm. 71,
19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar aquí:
«Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y
toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu» y por eso
«excluirse de la vida» (Adv. haer. III, 24, 1).
A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y
su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Quiero comentar un aspecto peculiar de la acción del Espíritu Santo,
es decir, la relación entre multiplicidad y unidad. De esto habla la segunda lectura, tratando de la armonía
de los diversos carismas en la comunión del mismo Espíritu. Pero ya en el relato de los Hechos, que hemos
escuchado, esta relación se manifiesta con extraordinaria evidencia.
La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular —la Iglesia de Jerusalén—,
sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras
comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de
una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una
única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera
católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.
A este respecto, es preciso añadir otro aspecto: el de la visión teológica de los Hechos de los
Apóstoles sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma. Entre los pueblos representados en Jerusalén
el día de Pentecostés san Lucas cita a los «forasteros de Roma» ( Hch 2, 10). En ese momento, Roma era
aún lejana, era «forastera» para la Iglesia naciente: era símbolo del mundo pagano en general. Pero la
fuerza del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos «hasta los confines de la tierra» ( Hch 1, 8), hasta
Roma. El libro de los Hechos de los Apóstoles termina precisamente cuando san Pablo, por un designio
providencial, llega a la capital del imperio y allí anuncia el Evangelio (cf. Hch 28, 30-31). Así, el camino de la
palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma representa el mundo entero y por eso
encarna la idea de catolicidad de san Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia católica, que es la
continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su misión.
Llegados a este punto, y para concluir, el evangelio de san Juan nos presenta una palabra que armoniza
muy bien con el misterio de la Iglesia creada por el Espíritu. La palabra que Jesús resucitado pronunció dos
veces cuando se apareció en medio de los discípulos en el Cenáculo, al anochecer de Pascua: « Shalom»,
«Paz a vosotros» (Jn 20, 19. 21). La palabra shalom no es un simple saludo; es mucho más: es el don de la
paz prometida (cf. Jn 14, 27) y conquistada por Jesús al precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la
lucha contra el espíritu del mal. Así pues, es una paz «no como la da el mundo», sino como sólo Dios puede
darla.
En esta fiesta del Espíritu y de la Iglesia queremos dar gracias a Dios por haber concedido a su pueblo,
elegido y formado en medio de todos los pueblos, el bien inestimable de la paz, de su paz. Al mismo
tiempo, renovamos la toma de conciencia de la responsabilidad que va unida a este don: responsabilidad de
la Iglesia de ser constitucionalmente signo e instrumento de la paz de Dios para todos los pueblos. Traté de
transmitir este mensaje cuando visité recientemente la sede de la ONU para dirigir mi palabra a los
representantes de los pueblos. Pero no se debe pensar sólo en estos acontecimientos «en la cumbre». La
Iglesia presta su servicio a la paz de Cristo sobre todo con su presencia y su acción ordinaria en medio de
los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la acompañan
(cf. Mc 16, 20).
Entre estos signos hay que subrayar, naturalmente, el sacramento de la Reconciliación, que Cristo
resucitado instituyó en el mismo momento en el que dio a los discípulos su paz y su Espíritu. Como hemos
escuchado en la página evangélica, Jesús exhaló su aliento sobre los Apóstoles y les dijo: «Recibid el
Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos» (Jn 20, 21-23).
«Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae» , «Envía tu Espíritu, Señor, todo se volverá
a crear y renovarás la faz de la tierra». Amén.
[Multimedia]
«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo… recibid el Espíritu Santo» ( Jn 20, 21.22), así dice
Jesús. La efusión que se dio en la tarde de la resurrección se repite en el día de Pentecostés, reforzada por
extraordinarias manifestaciones exteriores. La tarde de Pascua Jesús se aparece a sus discípulos y sopla
sobre ellos su Espíritu (cf. Jn 20, 22); en la mañana de Pentecostés la efusión se produce de manera
fragorosa, como un viento que se abate impetuoso sobre la casa e irrumpe en las mentes y en los
corazones de los Apóstoles. En consecuencia reciben una energía tal que los empuja a anunciar en diversos
idiomas el evento de la resurrección de Cristo: «Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
en otras lenguas» (Hch 2, 4). Junto a ellos estaba María, la Madre de Jesús, la primera discípula, y allí
Madre de la Iglesia naciente. Con su paz, con su sonrisa, con su maternidad, acompañaba el gozo de la
joven Esposa, la Iglesia de Jesús.
La Palabra de Dios, hoy de modo especial, nos dice que el Espíritu actúa, en las personas y en las
comunidades que están colmadas de él, las hace capaces de recibir a Dios “ Capax Dei”, dicen los Santos
Padres. Y ¿Qué es lo que hace el Espíritu Santo mediante esta nueva capacidad que nos da? Guía hasta la
verdad plena (Jn 16, 13), renueva la tierra (Sal 103) y da sus frutos (Ga 5, 22-23). Guía, renueva y
fructifica.
En el Evangelio, Jesús promete a sus discípulos que, cuando él haya regresado al Padre, vendrá el Espíritu
Santo que los «guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Lo llama precisamente «Espíritu de la verdad» y
les explica que su acción será la de introducirles cada vez más en la comprensión de aquello que él, el
Mesías, ha dicho y hecho, de modo particular de su muerte y de su resurrección. A los Apóstoles, incapaces
de soportar el escándalo de la pasión de su Maestro, el Espíritu les dará una nueva clave de lectura para
introducirles en la verdad y en la belleza del evento de la salvación. Estos hombres, antes asustados y
paralizados, encerrados en el cenáculo para evitar las consecuencias del viernes santo, ya no se
avergonzarán de ser discípulos de Cristo, ya no temblarán ante los tribunales humanos. Gracias al Espíritu
Santo del cual están llenos, ellos comprenden «toda la verdad», esto es: que la muerte de Jesús no es su
derrota, sino la expresión extrema del amor de Dios. Amor que en la Resurrección vence a la muerte y
exalta a Jesús como el Viviente, el Señor, el Redentor del hombre, el Señor de la historia y del mundo. Y
esta realidad, de la cual ellos son testigos, se convierte en Buena Noticia que se debe anunciar a todos.
El Espíritu Santo renueva –guía y renueva– renueva la tierra. El Salmo dice: «Envías tu espíritu… y
repueblas la faz tierra» (Sal 103, 30). El relato de los Hechos de los Apóstoles sobre el nacimiento de la
Iglesia encuentra una correspondencia significativa en este salmo, que es una gran alabanza a Dios
Creador. El Espíritu Santo que Cristo ha mandado de junto al Padre, y el Espíritu Creador que ha dado vida
a cada cosa, son uno y el mismo. Por eso, el respeto de la creación es una exigencia de nuestra fe: el
“jardín” en el cual vivimos no se nos ha confiado para que abusemos de él, sino para que lo cultivemos y lo
custodiemos con respeto (cf. Gn 2, 15). Pero esto es posible solamente si Adán – el hombre formado con
tierra – se deja a su vez renovar por el Espíritu Santo, si se deja reformar por el Padre según el modelo de
Cristo, nuevo Adán. Entonces sí, renovados por el Espíritu, podemos vivir la libertad de los hijos en armonía
con toda la creación y en cada criatura podemos reconocer un reflejo de la gloria del Creador, como afirma
otro salmo: «¡Señor, Dios nuestro, que admirable es tu nombre en toda la tierra!» ( Sal 8, 2.10). Guía,
renueva y da, da fruto.
En la carta a los Gálatas, san Pablo quiere mostrar cual es el “ fruto” que se manifiesta en la vida de
aquellos que caminan según el Espíritu (cf. 5, 22). Por un lado está la «carne», acompañada por sus vicios
que el Apóstol nombra, y que son las obras del hombre egoísta, cerrado a la acción de la gracia de Dios. En
cambio, en el hombre que con fe deja que el Espíritu de Dios irrumpa en él, florecen los dones divinos,
resumidos en las nueve virtudes gozosas que Pablo llama «fruto del Espíritu». De aquí la llamada, repetida
al inicio y en la conclusión, como un programa de vida: «Caminad según el Espíritu» ( Ga 5, 16.25).
El mundo tiene necesidad de hombres y mujeres no cerrados, sino llenos de Espíritu Santo. El estar
cerrados al Espíritu Santo no es solamente falta de libertad, sino también pecado. Existen muchos modos
de cerrarse al Espíritu Santo: en el egoísmo del propio interés, en el legalismo rígido – como la actitud de
los doctores de la ley que Jesús llama hipócritas -, en la falta de memoria de todo aquello que Jesús ha
enseñado, en el vivir la vida cristiana no como servicio sino como interés personal, entre otras cosas. En
cambio, el mundo tiene necesidad del valor, de la esperanza, de la fe y de la perseverancia de los discípulos
de Cristo. El mundo necesita los frutos, los dones del Espíritu Santo, como enumera san Pablo: «amor,
alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» ( Ga 5, 22). El don del Espíritu
Santo ha sido dado en abundancia a la Iglesia y a cada uno de nosotros, para que podamos vivir con fe
genuina y caridad operante, para que podamos difundir la semilla de la reconciliación y de la paz.
Reforzados por el Espíritu Santo –que guía, nos guía a la verdad, que nos renueva a nosotros y a toda la
tierra, y que nos da los frutos– reforzados en el espíritu y por estos múltiples dones, llegamos a ser capaces
de luchar, sin concesión alguna, contra el pecado, de luchar, sin concesión alguna, contra la corrupción que,
día tras día, se extiende cada vez más en el mundo, y de dedicarnos con paciente perseverancia a las obras
de la justicia y de la paz.