Poetry">
Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Discurso Honoris Causa Juan Manuel Roca

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 5

Texto tomado de: https://blogs.elespectador.

com/cultura/el-magazin/juan-manuel-roca-palabras-honoris-causa

Palabras de Juan Manuel Roca en el acto de entrega del título Doctor Honoris Causa que la Universidad Nacional de
Colombia le otorgó el pasado jueves 25 de septiembre.

Juan Manuel Roca. /Archivo

Elogio de la poesía

Buenas Tardes.

Quiero manifestar mi gratitud hacia el Consejo Superior Universitario de la Universidad Nacional de Colombia por esta
distinción en la que se habla, entre otras cosas, “de un reconocimiento a una vida dedicada a la poesía”. Que una
Universidad valore, más allá de que esto recaiga en mí, el ámbito de la lírica, me resulta a todas luces alentador, cuando
en muchos espacios de la vida académica se minusvalida todo lo que no sea pragmático o fácilmente comprobable. La
poesía, que según Saint John Perse, es “el pensamiento desinteresado” no suele ser llamada con frecuencia al festejo
académico ya que no pocas veces se ve como una religión sin feligreses. Por lo menos, estos reconocimientos escasean
para mi escindida generación.

Mi generación ha oído y recibido más nombres que una pila bautismal. Para seguir en el juego nominal, que parece el de
las muñecas rusas que tienen adentro otras que a su vez contienen una más, he propuesto para ella el nombre de
Poetas del Inxilio, en razón de que sus obras aparecen y se consolidan en los años de mayor desplazamiento en
Colombia.

El inxilio es una suerte de exilio interior, un despojo de núcleos humanos, de familias desplazadas a las que les han
usurpado sus tierras. Quienes padecen el drama del exilio interior saben que muchos de estos generadores de expulsión
-paramilitarismo, guerrilla, violencia estatal y paraestatal-, han sido atrapados por el negocio de la guerra y por los
políticos venales.
También la poesía ha sido desplazada de los medios impresos con contadas excepciones y, más aún, de los grandes
sellos editoriales. Así que inxiliada en su propia búsqueda, esta generación sabe que el desplazamiento humano es el
mayor drama colombiano actual.

El inxilio quizá tenga unos rasgos de enajenación y de expolio peor que el de quienes tienen que exiliarse. Es la pérdida
del país dentro del país mismo, tener que habitar en la periferia como un único territorio posible, sentirse ciudadano de
ninguna parte, exiliado de sí mismo, pertenecer a un no-lugar.

Colombia es uno de los paises con más número de desarraigados en el mundo. En 2013 se señala la cifra de 230 mil
personas entre hombres, mujeres y niños obligados a abandonar sus tierras. Mi generación ha asistido de manera
dolorosa a ese inmenso desalojo. Y no pocas veces lo registra en sus poemas. Naturalmente, el desplazamiento que da
nacimiento al inxilio colectivo no es privativo de estos tiempos y podríamos remontarnos a la violencia de los años
cincuenta, pero nunca este drama ha sido más cruento que a partir de los años en los que esta generación se ha venido
expresando. No es un capricho. En aras de señalar un período de nuestra historia, el nombre de Poetas del Inxilio podría
ser una forma sencilla de recordar nuestro drama colectivo. Quizá sea cierto lo que afirma el más citado de los poetas
argentinos: “la realidad no es verbal”. Pero aún así, creo que hay que nombrar a los desplazados internos una y otra vez,
hasta que se acaben la guerra y el desarraigo.

La poesía se mueve en los terrenos de la duda, en algo que avasalla todos los géneros artísticos hasta el punto de poder
señalar que donde no hay poesía difícilmente hay arte, desde la plástica y la cinematografía hasta la narrativa y la
dramaturgia. Y es que esta anómala forma del pensar que nunca ha debido escindirse de manera radical de la filosofía,
parece que más que escribirse, sucede.

He sido cauto a la hora de señalarle un papel mesiánico a la poesía y a pedirle de manera irrestricta una utilidad
inmediata. Pero como soy de la creencia de que es algo más que un género literario, que es más bien una forma de
andar por el mundo, de respirar al unísono con los demás, me resulta impensable que no atendamos aún sin un “deber
ser” programático a nuestra historia, que en nuestro caso está atravesada por una suma interminable de violencias. Por
un absurdo temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo inmediatamente comprobable, por
la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico, algunos le enrostran a la poesía una falta de tratos con la
realidad en otra forma de violencia cultural, de imposición. Creo, con Raúl Gustavo Aguirre, que “lo inexpresable
también forma parte de la realidad del hombre”.

Aimé Césaire, un poeta que se sentía torturado y humillado en cada hombre o mujer torturados o humillados, se asumía
como víctima pensando que somos parte los unos de los otros y que no vivimos en un mundo abstracto, enajenados de
la realidad. Es poco probable que haya un pensamiento de orden filosófico que no se pregunte por lo que nos sucede en
los demás, en sus alegrías y desvelos. Lo mismo ocurre con la más alta poesía.

Pensar que hay miles de estrellas muertas en el cielo que nos siguen alumbrando conduce a pensar en los cientos de
poetas muertos que aún nos siguen, de la misma manera, alumbrando.

La sola imaginación es subversiva y casi sin premeditación se vuelve una suerte de resistencia espiritual. Ahora, es bien
sabido, como decía César Fernández Moreno, que como no se ha podido poetizar la política se ha politizado la poética. Y
hay ejemplos de grandes poetas que se manifiestan políticamente en sus versos sin perder de vista su alto rigor estético,
como René Char, César Vallejo, Yannis Ritsos, Carl Sandburg, Osip Maldestam, Vladimir Holan, Anna Ajmátova, Nelly
Sachs, Bertolt Brecht, Paul Celan y tantos otros que no cabrían en esta página. Si hago este breve listado, es solo porque
generalemente y de manera maliciosa, desde la orilla de los manieristas sólo se recuerda a los malos poetas políticos,
que también son legión, y de esa forma despachan y rehuyen el asunto de una necesaria impureza lírica que también
hace parte de la vida.

En cuanto al poder transformador de la palabra, el mejor ejemplo lo encontré en una cárcel de Chile, donde un preso me
expresó el más alto elogio de la poesía que haya escuchado. Allí, en un lugar que parece negar de entrada la libertad, me
contó que todas las noches se escapaba de su celda y saltaba los cuatro muros cardinales mientras leía los poemas
místicos de San Juan de la Cruz.
A lo mejor podría haber sido otro poeta el que leyera, pero el efecto de transformación del ánimo y por tanto de la
realidad, podrían haber sido los mismos. El reo chileno me hizo dudar de algo que siempre he afirmado en contra de los
mesianismos, aquello de que intentar cambiar la realidad con poesía es como intentar descarrilar un tren atravesándole
una rosa en la carrilera. Una condena al fracaso. El hombre enjaulado volaba encima de los muros sin que le aplicaran la
ley de fuga, gracias a la voz de un remoto poeta.

Y vuelvo al territorio de la duda. En poesía una verdad mal dicha fácilmente se vuelve mentira mientras que una ficción
bien lograda puede volverse para siempre verdadera, como Hamlet, Sherezada o Moby Dick, y digna como ese
personaje del coronel que no tenía quien le escribiera y que no usaba sombrero para no tener que quitárselo ante nadie,
según la magnífica novela de García Márquez. No le basta con las verdades fácilmente compartibles y arrulladoras, pues
al igual que la filosofía su territorio de exploración natural está en la duda. La poesía se pregunta cómo andar al mismo
tiempo en dos orillas de la realidad, en medio de lo que Simone Weil llama “una comunidad ciega”, una aturdida
comunidad dividida entre la realidad y el deseo.

A cada rato, cuando se habla de la utilidad de la poesía en un medio de naturaleza violenta como el nuestro, se acude
una y otra vez a una pregunta del romántico alemán: “¿para qué la poesía en tiempos de penuria?” Creo que es mejor
cambiar, invertir la pregunta y decir ¿para qué la poesía en tiempos que no sean de penuria? ¿Como simple adorno?
¿Como manierismo? ¿Como un mero esteticismo? De ser cierto que la poesía no tiene sentido en tiempos de penuria
nunca se habría escrito, pues todos los tiempos del hombre han sido de penuria.

Un aparente escollo para la poesía tiene que ver con la crisis de la palabra, en particular por su constante manoseo. La
palabra es la primera baja en una crisis social: para qué el vocablo pan si no remplaza al pan, para que la palabra libertad
si tantas veces está en los labios de los carceleros. Sin embargo esto, antes de crearle un desaliento obliga al poeta a
buscar la palabra justa en el inmenso pajar del lenguaje y a habitar de nuevo las palabras que el mal uso han ido
volviendo huecas, calcáreas. Es paradójico, hasta la libertad en el poema resulta tantas veces contradictoria por el hecho
mismo de querer fijarla en palabras. Como es paradójico que estando la poesía construída con vocablos aspire al
silencio.

La poesía, y tomo acá su nombre de manera genérica para toda creación artística, como un epicentro de todas las artes,
parece recordarnos que resulta tan precaria, tan irriosoria la llamada realidad (y “realidad” es una palabra que al decir
de Vladimir Nabokov siempre debería ir entre comillas) que a cada momento tenemos que inventarla. Esto hace que la
poesía no sea tan lejana de la ciencia, no obstante sus búsquedas se den en diferentes estadios del pensar, en diferentes
gabinetes de la imaginación. (Aldo Pellegrini, dixit).

Lo que hace más rica y diversa a la poesía escrita es que las verdades estéticas que se agolpan en la interpretación de la
lírica nunca han podido, a pesar de credos y de manifiestos cerrados, del aluvión interpretativo, imponer un sentido
único a la expresión creadora. Que no tenga nunca el rango de fórmula matemática, sino que el sentido de lo impersonal
y de lo abierto la visiten, hace que la poesía resida más allá del poema, aún en los linderos del lenguaje, en los bordes de
la palabra que se calla.

Previene René Menard sobre “dos clases de poetas sin porvenir: los que protestan por el Paraíso Perdido y los que
prometen una Edad de Oro. Los primeros lisonjean sueños que el hombre persigue desde su madurez; los segundos
seducen hasta el momento en que demuestran su espíritu de tiranía”. Habla el mismo Menard de “los poetas ideólogos”
para quienes “el fanatismo o la esterilidad son su refugio”. La poesía es algo más que un catálogo de ideas. Los
francotiradores del inmediatismo político veían mal a Rubén Darío porque cruzaba en medio de gallineros en Managua
pero los imaginaba cisnes, veía indígenas chorotegas sin dientes pero creía que eran princesas de una corte de Versalles,
con lo cual también condenarían a cualquier caballero de triste figura capaz de trocar, como todo gran poeta, molinos en
gigantes, mujeres de espléndida fealdad en arquetipos de belleza. “La verdadera poesía no consuela de nada”, decía
René Menard.

Aunque el poeta sabe que, más temprano que tarde, será como todos los hombres victimizado por la realidad, le opone
la palabra al nombrarla, tiene clara conciencia de que pastorear lo real, domesticar lo real para sumergirse en zonas de
significado mitológico, es una función devoradora. Ese “cambiar la vida”, la vieja divisa de Rimbaud, cada vez parece
asistirlo menos. Pero es su aspiración el encuentro con la esencia, la búsqueda de una ética ligada a la belleza superior lo
que lo pone en contacto con la eterna fugacidad, con lo que huye llevando en sí jirones de otras realidades más
complejas. Realidades que, al cambio feroz de los días y aún de los milenios, exigen particularmente unos nuevos tratos
con el lenguaje.

La poesía se parece, en su calidad invasora, a la araña que sube por la escoba que la barre: pone un contrapunto a la
razón. Y es en esa satanización de lo poético en aras de la realidad que pregonan los tiempos y que pregonan las
sociedades hipnotizadas por el miedo a pensar, donde -de nuevo la araña trepa a la escoba- le queda a la poesía su
antigua y renovada condición de resistencia. De ese centro brota el hombre negado a la clonación o al autismo. Es ahí,
en el reino paradojal, donde la poesía expulsada de la República de Platón, que en nuestro caso podría ser la República
de Plutón, tiene un reino de individuos insumisos.

Ser poeta en un país salvaje es elegir una larga cuarentena, guardar como un talismán la palabra más breve y, por
momentos, la más bella. Esa que en Colombia parece olvidada, la rotunda voz que casi nadie dice, que casi nadie oye, las
dos letras que conforman la palabra no.

Nunca antes la poesía y el poeta -y no hablo desde la ideología- tiene mayores estímulos para diferenciarse del país que
no desea suyo. No es un deber ser, no es algo programático, pero qué necesario es enfatizar la distancia frente al
crimen, no tanto por sentirnos más buenos como por sentirnos lejos de los pases hipnóticos de la muerte espiritual y del
gregarismo tribal frente a la nada.

Libertad y poesía son dos palabras siamesas: la una conduce a la otra y difícilmente se pueden separar para que tengan
vidas escindidas. A no ser que al enunciarse se trate de una falsa libertad, como la que está casi siempre en labios de
carceleros y liberticidas, de una parte, y de la impostación poética, de otra.

Esas dos palabras, esos dos conceptos por los cuales han corrido verdaderos mares de tinta, me parece que han sido
muy bien definidos por una dupla de escritores de talantes afines y de percepciones cercanas al anarquismo. Albert
Camus, que decía que la libertad es el derecho a no mentir, y Henri David Thoreau, quien afirmaba que la poesía es la
salud del lenguaje.

Lo contrario, la servidumbre intelectual del poeta y la docilidad del ciudadano, no es otra cosa que la práctica de una
voraz autofagia, una forma de devorarse a sí mismo. Es la muerte del que disiente, el destierro del outsider, el exilio del
fuera de lugar o del perpetuo insatisfecho. En realidad, más que en un exilio, el outsider vive ahora su periferia, el
convertirse en extranjero en su propia tierra, muchas veces hasta el extremo de verse arrinconado en los límites del
lenguaje. Todo por saber que la poesía puede llegar a convertirse en un territorio autónomo, algo así como la banda
sonora de la desobediencia. Por supuesto que ejercer ese derecho a no mentir es castigado de una y mil maneras por
bedeles y comisarios.

La idea orwelliana de que “si la libertad significa algo es el derecho a decir a los demás lo que no quieren oir”, en
sociedades ensimismadas por el unanimismo conduce hasta al extremo de poner en riesgo la vida del ejercitante. Del
que se atreve a decir, a pesar de todo, lo indecible.

Cuando John Donne afirma que nadie puede dormir en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo, podría estar
hablando también del poeta. El poeta es el que canta en medio de las encrucijadas, el insomne frente al destino
colectivo que no obstante hace del sueño su irremplazable alimento. A lo largo de mi vida de escribano no he intentado
otra cosa que ejercer la libertad y con ella la independencia. Libertad de culto, de ideología, de fortuna, de banderas y
esteticismos. La libertad de ejercer la imaginación sin pagar aduanas, sin el soberano permiso de nadie.

Soy de la idea de que mientras persista la imaginación, la capacidad de fabular más allá de la espesa nata de la
uniformidad y el gregarismo, mientras la poesía sea arena y no aceite en las maquinarias ideológicas y cerradas de un
mundo sin matices, el hastío, el miedo y la miseria, ese trípode en el que se monta la visión del mundo actual, no
extenderá del todo su aire espeso, el agujero negro de la satisfacción y el aturdimiento colectivo que tanto exaltan los
tartufos.

Creo en los poetas de la intemperie, en los que no sufren la claustrofobia de su mundo intimista, en los que tienen al
mismo tiempo que muchas reflexiones y lecturas, un tramado de calles, de retículas y trazados por los que transitan los
hombres.

Que la poesía es una religión sin feligreses se nos repite a cada tanto en los medios y en los bufetes, invocando la
inutilidad y llamando al desaliento, y tras manifestarlo corren a reunirse y a hablar en el esperanto de la tontería y los
lugares comunes, en una religión cuyo único dios tiránico es el embotamiento de los sentidos, la pérdida irreparable del
sentido de la individualidad creativa y la aventura.

Quisiera repetir con René Char que “en todas nuestras comidas en común invitamos a la libertad a sentarse”. Y agregar
en consenso con el poeta que “el lugar permanece vacío pero el cubierto está puesto”. A esto conduce la mejor poesía.

Para Alfredo Molano.

También podría gustarte