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Néstor García Canclini - Laberintos de Sentido - Comunicación, Cultura & Sociedad

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Néstor García Canclini

Tomado de “Laberintos de sentido”, “Diferentes, Desiguales y


Desconectados”, Barcelona, Ed. Gedisa, 2004, pp. 30-34

Hasta hace pocas décadas se pretendía encontrar un paradigma científico


que organizara el saber sobre la cultura. Aun quienes reconocían la coexistencia
de múltiples paradigmas aspiraban a establecer uno que fuera el más
satisfactorio o el de mayor capacidad explicativa. No hay que abandonar esta
aspiración, pero el relativismo epistemológico y el pensamiento posmoderno han
quitado fuerza, por distintas vías, a aquella preocupación por la unicidad y la
universalidad del conocimiento. La propia pluralidad de culturas contribuye a la
diversidad de paradigmas científicos, en tanto condiciona la producción del saber
y presenta objetos de conocimiento con configuraciones muy variadas.

Desde una perspectiva antropológica, podríamos adoptar ante la variedad


de disciplinas y definiciones sobre cultura una actitud semejante a la que
tenemos con nuestros informantes en el trabajo de campo. No preferimos a priori
una versión sobre los procesos sociales, sino que escuchamos diferentes relatos
con pareja atención. Podemos preguntarnos, entonces, cuáles son hoy las
principales narrativas cuando hablamos de cultura.

A) La primera noción, la más obvia, es la que sigue presentándose en el


uso cotidiano de la palabra cultura cuando se la asemeja a educación, ilustración,
refinamiento, información vasta. En esta línea, cultura es el cúmulo de
conocimientos y aptitudes intelectuales y estéticas.

Se reconoce esta corriente en el uso coloquial de la palabra cultura, pero


tiene un soporte en la filosofía idealista. La distinción entre cultura y civilización
fue elaborada por la filosofía alemana a fin del siglo XIX y principios del XX:
Herbert Spencer, Wilhelm Windelband, Heinrich Rickert. Este último tenía una
distinción muy cómoda para diferenciar la cultura de la civilización. Decía que un
trozo de mármol extraído de una cantera es un objeto de civilización, resultado
de un conjunto de técnicas, que permiten extraer ese material de la naturaleza y
convertirlo en un producto civilizatorio. Pero ese mismo trozo de mármol, según

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Rickert, tallado por un artista que le imprime el valor de la belleza, lo convierte
en obra de arte, lo vuelve cultura.

Entre las muchas críticas que se pueden hacer a esta distinción tajante
entre civilización y cultura una es que naturaliza la división entre lo corporal y lo
mental, entre lo material y lo espiritual, y por tanto la división del trabajo entre las
clases y los grupos sociales que se dedican a una u otra dimensión. Naturaliza,
asimismo, un conjunto de conocimientos y gustos que serían los únicos que
valdría la pena difundir, formados en una historia particular, la del Occidente
moderno, concentrada en el área europea o euro-norteamericana. No es,
entonces, una caracterización de la cultura pertinente en el estado de los
conocimientos sobre la integración de cuerpo y mente, ni apropiada para trabajar
luego de la desconstrucción del eurocentrismo operada por la antropología.

A) Frente a esos usos cotidianos, vulgares o idealistas de cultura, surgió


un conjunto de usos científicos, que se caracterizaron por separar la cultura en
oposición a otros referentes. Las dos principales confrontaciones a que se
somete el término son naturaleza-cultura y sociedad-cultura. Antes de considerar
cada una de estas vertientes, veamos brevemente qué se requiere para construir
una noción científicamente aceptable. Por lo menos, dos requisitos:

• Una definición unívoca, que sitúe el término cultura en un sistema teórico


determinado y lo libre de las connotaciones equívocas del lenguaje ordinario.

• Un protocolo de observación riguroso, que remita al conjunto de hechos,


de procesos sociales, en los que lo cultural pueda registrarse de modo
sistemático.

Durante un tiempo se pensó en la antropología, y también en la filosofía,


que la oposición cultura-naturaleza permitía hacer esta delimitación. Parecía que
de ese modo se diferenciaba a la cultura, lo creado por el hombre y por todos los
hombres, de lo simplemente dado, de «lo natural» que existe en el mundo. Este
modo de definir la cultura fue acompañado por un conjunto de protocolos
rigurosos de observación, registros de modelos de comportamiento de grupos,
de costumbres, de distribución espacial y temporal, que quedaron consolidados
en guías etnográficas, como la de George Peter Murdock. Pero este campo de
aplicación de la cultura por oposición a la naturaleza, no parece claramente

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especificado. No sabemos por qué o de qué modo la cultura puede abarcar todas
las instancias de una formación social, o sea los modelos de organización
económica, las formas de ejercer el poder, las prácticas religiosas, artísticas y
otras. Hay que preguntarse si la cultura, así definida, no sería una especie de
sinónimo idealista del concepto de formación social, como ocurrió, por ejemplo,
en la obra de Ruth Benedict, según la cual la cultura es la forma que adopta una
sociedad unificada por los valores dominantes (Establet, 1966).

Esta manera demasiado simple y extensa de definir la cultura, como todo


lo que no es naturaleza, sirvió para distinguir lo cultural de lo biológico o genético
y superar formas primarias del etnocentrismo. Ayudó a admitir como cultura lo
creado por todos los hombres en todas las sociedades y en todos los tiempos.
Toda sociedad tiene cultura, se decía, y por tanto no hay razones para que una
discrimine o descalifique a las otras. La consecuencia política de esta definición
fue el relativismo cultural: admitir que cada cultura tiene derecho a darse sus
propias formas de organización y de estilos de vida, aun cuando incluyan
aspectos que pueden ser sorprendentes, como los sacrificios humanos o la
poligamia. Sin embargo, al abarcar con la noción de cultura tantas dimensiones
de la vida social (tecnología, economía, religión, moral, arte) la noción perdía
eficacia operativa. Además, se ha criticado que el reconocimiento sin jerarquías
de todas las culturas como igualmente legítimas cae en una indiferenciación que
las hace incomparables e inconmensurables (Cuche, 1999).

Una nueva pareja de oposiciones intentó deslindar la cultura de otras


partes de la vida social: la que opone cultura a sociedad. Hay distintos modos de
encarar esta distinción en la antropología y en disciplinas afines. Se opone
cultura a sociedad a mediados del siglo XX, en la obra de Ralph Linton, y
adquiere su forma más consistente en autores como Pierre Bourdieu. La
sociedad es concebida como el conjunto de estructuras más o menos objetivas
que organizan la distribución de los medios de producción y el poder entre los
individuos y los grupos sociales, y que determinan las prácticas sociales,
económicas y políticas. Pero al analizar las estructuras sociales y las prácticas,
queda un residuo, una serie de actos que no parecen tener mucho sentido si se
los analiza con una concepción pragmática, como realización del poder o
administración de la economía. ¿Qué significan, por ejemplo, las diversas

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complejidades de las lenguas y los rituales? ¿Para qué se pintan los hombres y
las mujeres la piel, desde las sociedades más arcaicas hasta la actualidad?
¿Qué significa colgarse cosas en el cuerpo o colgarlas en la casa, o realizar
ceremonias para arribar a actos o productos que al final de cuentas no
parecerían necesitar caminos tan sinuosos para alcanzar sus objetivos?

No se trata únicamente de una diversidad existente en sociedades


premodernas. El desarrollo del consumo en las sociedades contemporáneas
volvió evidentes estos «residuos» o «excedentes» en la vida social. Jean
Baudrillard, en su Crítica de la economía política del signo, hablaba de cuatro
tipos de valor en la sociedad. Para salir del esquema marxista tan elemental que
solo diferencia valor de uso y valor de cambio, reconocía dos formas más de
valor que denominaba: valor signo y valor símbolo. Si consideramos un
refrigerador, tiene un valor de uso (preservar los alimentos, enfriarlos) y un valor
de cambio, un precio en el mercado, equivalente al de otros bienes o al costo de
cierto trabajo. Además, el refrigerador tiene un valor signo, o sea el conjunto de
connotaciones, de implicaciones simbólicas, que van asociadas a ese objeto. No
es lo mismo un refrigerador importado que otro nacional, con diseño simple o
sofisticado. Todos esos elementos significantes no contribuyen a que enfríe más
o preserve mejor los alimentos, no tienen que ver con el valor de uso; sí con el
valor de cambio porque agregan otros valores que no son los de uso. Remiten a
los valores signos asociados a este objeto. Esto es algo familiar para los que
estamos habituados a ver mensajes publicitarios que trabajan precisamente
sobre este nivel de la connotación, que nos cuentan historias sobre los objetos
poco relacionadas con sus usos prácticos.

Baudrillard complicaba un poco más la cuestión. Decía que, además de


ese valor signo, puede haber un valor símbolo. En tanto valor-signo, el
refrigerador puede ser intercambiable con un conjunto de otros productos o de
bienes que están en la sociedad y dan prestigio o sofisticaciones simbólicas
semejantes a esa máquina de enfriar. Por ejemplo, tener un refrigerador
importado puede ser equivalente a tener un coche importado o ir de vacaciones
a una playa extranjera, aunque los valores de uso obviamente son distintos. Pero
él distinguía otro tipo de valor, el valor-símbolo, vinculado a rituales, o a actos
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particulares que ocurren dentro de la sociedad. Si me regalan el refrigerador para
mi boda, ese acto va a conferir al objeto un sentido distinto, que no lo hace
intercambiable con ningún otro. Ese regalo, como cualquier don que se efectúa
entre personas o entre grupos, carga al objeto de un valor simbólico diferente del
valor signo.

Esta clasificación de cuatro tipos de valor (de uso, de cambio, valor signo
y valor símbolo) permite diferenciar lo socioeconómico de lo cultural. Las dos
primeras clases de valor tienen que ver principalmente, no únicamente, con la
materialidad del objeto, con la base material de la vida social. Los dos últimos
tipos de valor se refieren a la cultura, a los procesos de significación.

Pierre Bourdieu desarrolló esta diferencia entre cultura y sociedad al


mostrar en sus investigaciones que la sociedad está estructurada con dos tipos
de relaciones: las de fuerza, correspondientes al valor de uso y de cambio, y,
dentro de ellas, entretejidas con esas relaciones de fuerza, hay relaciones de
sentido, que organizan la vida social, las relaciones de significación. El mundo
de las significaciones, del sentido, constituye la cultura.

Llegamos así a una posible definición operativa, compartida por varias


disciplinas o por autores que pertenecen a diferentes disciplinas. Se puede
afirmar que la cultura abarca el conjunto de los procesos sociales de
significación, o, de un modo más complejo, la cultura abarca el conjunto de
procesos sociales de producción, circulación y consumo de la significación en la
vida social.

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