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Análisis El Sujeto Social y La Antropología

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El Sujeto Social

y la Antropología
SEMANA 1

[ EL SUJETO SOCIAL EN LA ENSEÑANZA DE LAS CIENCIAS


SOCIALES ]
ANTROPOLOGÍA Y CULTURA

Hola a todos y todas

Vamos a empezar esta primera semana adentrándonos en el apasionante mundo de la


antropología y su importancia en las Ciencias Sociales, poco a poco comprenderemos como esta
disciplina social establece principios pedagógicos que son claves en la didáctica de las Ciencias
Sociales y en la formación del sujeto social.

Hilos conductores

Tanto en el conocimiento científico como, sobre todo, en el conocimiento ordinario, se suelen


confundir los conceptos de conocimiento, información, saber y cultura. A menudo la cultura se
usa como acumulación de conocimientos o para designar una cualidad deseable que podemos
adquirir leyendo, acercándose con frecuencia al teatro, a exposiciones o conciertos. En el fondo,
hablamos de inconsistencias que no sólo están presentes en el conocimiento ordinario, sino
también en el científico. Son confusiones, propias de la ciencia de la modernidad, ya estudiadas
por Robert Merton (1977) y derivadas de las bases sociológicas trazadas por las ciencias sociales
con Max Weber (1967) y Max Scheler (1960) para el análisis de las ideologías. Asimismo para
muchos políticos la cultura es la forma de resolver la pobreza, las drogodependencias, los
abusos, los crímenes, la falta de legitimidad y hasta la competitividad industrial. Politólogos y
pensadores, como Samuel Huntington (1997), anunciaban en 1993 una nueva fase de la historia,
en la que “las causas fundamentales de conflicto” dejarían de ser económicas o ideológicas: “las
grandes divisiones de la humanidad y la fuente dominante de conflictos serán culturales”.

También es muy habitual pensar que la cultura construye fronteras entre los individuos y los
grupos sociales, ignorando que éstas sólo las construyen las diversas apropiaciones identitarias

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de la cultura. Por consiguiente, no puede hablarse de cultura española, colombiana o alemana,
sino de cultura de los españoles, de los colombianos o de los alemanes. Así, se alude a las
diferencias culturales entre sexos y generaciones y hasta de los equipos de fútbol, u otras
características sociales. Incluso, cuando falla una fusión entre empresas, se dice que sus culturas
eran incompatibles, mientras que los publicistas sostienen a menudo que la cultura lleva la voz
cantante para motivar al consumidor. Además se usa para referirse a las bellas artes, de las que
sólo disfrutan unos pocos agraciados. Se trata de una especie de alta cultura, de refinamiento
del espíritu, de la que disfrutan los afortunados, un privilegio de clase. Y, contraponiéndola al
concepto anterior, se utiliza como cultura popular, de masas, o baja cultura.

Pero la cultura incluye tanto los aspectos considerados más deseables, superiores o selectos
como los más cotidianos. Estos segundos aspectos están al mismo nivel que los primeros. No se
puede hablar, en consecuencia, de individuos o grupos cultos o incultos.

Ya en 1917 Robert Lowie dice que la cultura es el gran tema de la antropología, como la
conciencia es el tema de la psicología, la vida de la biología y la electricidad una rama de la física.
Ello se ratifica por otras ciencias y en el propio campo de la antropología tras la II Guerra
Mundial. Dado que los antropólogos no se interesan sólo por el ser humano como especie, sino
por su sociedad e individuos, ya en el S. XIX necesitaron un concepto como el de cultura para
explicar los modos de pensar, sentir y vivir no comprensibles bajo parámetros biológicos o
psicobiológicos (Lévi-Strauss, 2000).

Para la antropología la cultura son formas de vivir, pensar y sentir de los distintos
individuos y grupos sociales. Esta definición, aceptada hoy de manera muy compartida por los
antropólogos, incluye tanto lo consciente como lo inconsciente y conjuga el objeto de la cultura
con sus sujetos, el individuo con su sociedad -lo común y lo individual-, las formas de vida con
los sistemas ideaciones y emocionales, lo particular con lo general. La cultura se encuentra
tanto en el mundo como en la mente y los sentidos de las personas, no es sólo un modo de vida,
también constituye un sistema de ideas y sentimientos. No se puede restringir el concepto de
cultura exclusivamente a las reglas mentales para actuar y hablar compartidas por los miembros

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de una determinada sociedad. Ni parece ajustado estimar que estas reglas constituyen una
especie de gramática de la conducta y los sentimientos, considerando las acciones y las
emociones como fenómenos de índole social o natural más que cultural. Pero la cultura como
concepto analítico no posee un significado verdadero, sagrado y eterno, tiene todos los
significados que le otorgamos cuando la usamos, principalmente porque es muy diversa y está
unida desde sus orígenes a diferentes universos simbólicos, a una gran multiplicidad de sentidos
(Kuper, 2001; Luque, 1990). De hecho, pese a esta definición general, la antropología maneja
definiciones muy distintas de cultura.

En 1952 Alfred L. Kroeber y Clyde K.M. Kluckhohn hallaron más de 100 definiciones,
muchas de ellas opuestas. Hay casi tantas definiciones como preguntas se han hecho los
antropólogos. Con todo, la noción de cultura nos sigue sirviendo para expresar la multiplicidad
de los espacios sociales y simbólicos humanos y que los distingue de otros seres vivos.

El gran problema en el que se debate hoy la noción de cultura es evitar caer en las garras de la
objetividad absoluta, fisicalista y reduccionista, y del más puro subjetivismo, que hipervalora la
configuración del objeto por el sujeto que lo percibe y concibe. Parece ser una constante la
separación del sujeto y el objeto de conocimiento. En cualquier caso, como dice Luque (1990),
no podemos pensar desde fuera, ni por tanto lanzar redes al mundo, porque redes, mundo y
nosotros mismos estamos profundamente entrelazados.

Bertrand Russell avala esto último, señalando cómo los animales utilizados en la investigación
psicológica: “han manifestado todas las características nacionales del observador. Los animales
estudiados por los norteamericanos corren frenéticamente, con un increíble despliegue de
vigor y energía, para finalmente lograr el fin deseado por azar. Los animales observados por los
alemanes se sientan callados y piensan, para hallar, por último, la solución en su conciencia
interior”.

Es preciso romper el mito de que lo objetivo es lo cierto y lo subjetivo incierto. El conocimiento


es un proceso de subjetivación de lo objetivo y no se hereda.

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Asimismo, lo veraz no es lo lógico y razonable -racionalismo-, pues lo simbólico resulta arbitrario
y responde a convencionalismos consensuados social y significativamente.

La cultura no viene dada, ha de ser descubierta y explicada porque no es una cosificación


objetiva y objetivable, no existe en sí misma, no es una sustancia esencial capaz de definirse a sí
misma. Igual ocurre con las relaciones sociales o las identidades. La cuestión es captar la
objetividad de lo subjetivo y no tanto ratificar lo visible (Bourdieu, 1991, 2001; Bourdieu,
Chamboredon y Passeron, 1989).

De hecho, toda sociedad tiene unas ideas, valores y normas sobre cómo debe ser el
pensamiento, la conducta y el sentir correctos de las personas: patrones culturales ideales, que
refuerzan y justifican las limitaciones directas e indirectas de la cultura sobre los individuos.
Pero no siempre la cultura se define sólo por estos patrones ideales, sino también por otros
patrones reales que modifican o llegan a contradecir a los primeros, por ejemplo: la igualdad
ante la ley. Tanto los patrones ideales como los reales integran la cultura, de una misma
sociedad. Igual sucede con los individuos que no siempre actúan como piensan, deben hacer o
dicen que hacen, pero no dejan de ser ellos mismos. Esta contradicción entre el deber ser y el
ser forma parte de la cultura. Además hay patrones ideales que no han sido reales nunca, sino
que representan lo que una sociedad en conjunto o un individuo en solitario desea para sí o/y
para otros.

Con todo, tanto en las ciencias sociales como, sobre todo, en la antropología, siempre fue
problemático definir si la cultura constituye una realidad mental y subjetiva de carácter
psicológico o si es un fenómeno social, susceptible de ser abordado como una cosa con leyes
propias en el sentido planteado por Durkheim (1968, 1970, 1978). Las orientaciones
subjetivistas -Ruth Benedict (1989), Margaret Mead y otros representantes de la Escuela de
Cultura y Personalidad- y mentalistas -Goodenough- (1970, 1975), muy ligadas a los trabajos
lingüísticos de Sapir (1934, 1981), equiparan la cultura y sus efectos con el lenguaje,
sosteniendo que si éste configura de forma decisiva a sus hablantes, hablar distintos lenguajes
significa vivir en mundos diferentes, aunque homogéneos. Por contra, el punto de vista

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objetivista considera la cultura una propiedad de la sociedad, más que de los individuos
particulares.

¿Y nosotros como definimos la cultura?

Pues bien, en general hay una tendencia a definirla como un todo. Incluye lo biológico, lo
económico, lo social, los sistemas de conocimiento, las creencias, los valores o las normas.

También, en líneas generales, se prefiere la noción de cultura a la de sistema social (Kahn,


1975; Keesing, 1996). El sistema social no es privativo de los seres humanos, también los
animales lo tienen y, sin embargo, ambos son profundamente diferentes. Mientras que los
sistemas sociales animales son biosociales, ya que reflejan en alto grado la naturaleza biológica
de las especies, los humanos son muy variables por su gran variedad intra e intersociocultural.
Además a la noción de sistema social se le escapan las razones de la existencia de otros sistemas,
como el ideológico o el tecnoeconómico y su interacción con ellos, y sobre todo el universo
simbólico.

La explicación científica de la cultura no consiste en la reducción de lo complejo a lo simple, sino


en sustituir por una complejidad más inteligible una complejidad que lo es menos. En el estudio
del ser humano, se puede ir más lejos y aducir que la explicación a menudo consiste en sustituir
cuadros simples por complejos, procurando conservar la claridad persuasiva que presentan los
primeros. El estudio de la cultura sigue esta máxima: “busca la complejidad y ordénala” (Geertz,
1989: 43).

Por otro lado, la cultura es un hecho compartido, lo que tenemos en común, pero no
constituye un modo de ser inmutable. La cultura no es un atributo de los individuos per se, sino
de éstos como miembros de grupos. Lo mismo que la cultura nos formó para constituir una
especie y continúa haciéndolo, también nos da consistencia como grupos e individuos concretos.
A pesar de las diferencias entre individuos, los miembros de una misma sociedad comparten, en
mayor o menor medida, las creencias, actitudes, valores, sentimientos y comportamientos que

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les caracterizan como grupo, siendo usual que coincidan en sus respuestas ante ciertos
fenómenos.

Cuando sólo es una persona la que hace, siente o piensa algo, ello se define normalmente como
un comportamiento individual y no como un rasgo cultural. Algo constituye un rasgo cultural,
cuando es común a más personas o grupos de personas. No obstante, si una práctica o
representación no fuera realizada por un gran número de personas, podría considerarse un
rasgo cultural, si la mayoría de los individuos que integran el grupo que la protagoniza lo
entienden así. Pensemos en las minorías. Además compartimos formas culturales con nuestros
familiares y amigos, aunque estos rasgos no sean comunes a toda la sociedad y, también, con
gentes que no son de nuestra sociedad. En ambos casos hablamos asimismo de rasgos
culturales.

Kottak (2006) señala que, aunque en USA se atribuye un gran valor al individuo y todos están
orgullosos de decir que todos son únicos y especiales en algún sentido, el individualismo es en sí
mismo un valor compartido que se transmite a través de cientos de afirmaciones y contextos de
la vida cotidiana, es un valor en sí mismo y compartido que todos son algo especial.

¿CIVILIZACIÓN O CIVILIZACIONES?
Cultura y civilización suelen usarse erróneamente como sinónimos tanto en el
conocimiento científico como sobre todo en el ordinario. De hecho, el término de civilización se
aplica a las grandes y complejas culturas que han impactado en otras: civilización griega o
romana. Y se aplica asimismo a conjuntos de culturas similares: civilización occidental.

Hoy la mayoría de los antropólogos y antropólogas no hablan de civilización, sino de cultura.


Pero no son pocos los especialistas de esta disciplina, en particular los evolucionistas, y
científicos sociales, para quienes la noción de civilización se equipara a la de cultura e implica

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una jerarquía de la humanidad que la divide en pueblos primitivos y civilizados. En ésta y otras
tradiciones la civilización, y, por tanto, la cultura, se contraponen a salvajismo y barbarie. Se
cree que las culturas se pueden medir unas respecto a otras. Edward B. Tylor (1971), por
ejemplo, concibe la cultura humana como un conjunto de fenómenos objetivos, que pueden ser
usados por los sujetos sociales para progresar, aunque en este proceso siempre aparezcan
reminiscencias del pasado.

Esta noción de civilización ya resulta patente en la tradición francesa en la segunda mitad del
siglo XVIII, durante la Ilustración. Se representa la civilización como un logro distintivamente
humano, progresivo y acumulativo, muy auxiliado por la ciencia, la más alta expresión de la
razón. Se dice que los seres humanos son parecidos, al menos potencialmente, y que todos
pueden ser civilizados, ya que ello depende sólo del exclusivo don humano de la razón. Y se
asegura que, aunque la civilización ha llegado más lejos, ha progresado más, en Francia, ésta
puede ser disfrutada, en principio, por salvajes, bárbaros y otros europeos, por mucho que, tal
vez, no sea en igual medida. Por consiguiente, se afirma que un francés tenderá a unificar su
cultura particular con la civilización o con la cultura universal. La cultura señala la ruta recorrida
por la humanidad para llegar a la civilización y en este camino los productos culturales se hacen
cada vez más perfectos y elaborados.

En oposición a este pensamiento se configura una importante corriente alemana, representada


fundamentalmente por ministros de las iglesias protestantes que se habían sentido provocados
por la tradición francesa. Defienden la tradición nacional y atacan la civilización cosmopolita.
Están a favor de los valores espirituales, de las artes y artesanías frente al materialismo, la
ciencia y la tecnología. Optan por el genio individual y las emociones frente a la razón y la
rigidez de la burocracia. Privilegian, en suma, la cultura frente a la civilización. Debe resaltarse,
no obstante, que Nietzsche condenó a sus compatriotas por elegir la cultura frente a la
civilización, mientras que Baudelaire consideraba a Francia un país bárbaro por optar por la
segunda, cuando ésta en realidad podría ocultarse en alguna diminuta “tribu”, aún sin descubrir.

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En el siglo XIX, temas centrales de la cosmovisión ilustrada resurgieron en el positivismo,
el socialismo y el utilitarismo, en tanto que el Romanticismo, especialmente con Herder,
imprime continuidad a una Cultura, en la que el pueblo es el dueño de una cultura que se
define pos sus características tradicionales y populares, destacando entre éstas su capacidad de
conformar el Volksgeist o espíritu del pueblo. Si para los seguidores del pensamiento ilustrado,
incluidos los evolucionistas, el referente de la cultura era toda la humanidad, para los
románticos y, dentro del campo de la antropología, para los particularistas esa referencia la
constituían los diferentes grupos sociales que integraban esa humanidad.

En este sentido se entiende el intento de Franz Boas (1930, 1966) de particularizar la cultura y
situarla en relación con los grupos sociales diferenciados, en consonancia con lo que se estaba
configurando como objeto de estudio de la Antropología Social y Cultural: las diferencias
culturales. Así escribe: “la cultura incluye todas las manifestaciones de los hábitos sociales de
una comunidad; las reacciones de los individuos en cuanto están afectadas por los hábitos del
grupo en el que viven, y los productos de las actividades humanas en la medida en que están
determinadas por esos hábitos” (1930: 74).

En el siglo XX, la idea de una civilización mundial científica y progresista se trasladó a la


teoría de la modernización y, de ella, a la de la globalización. A corto plazo, la cultura suponía
una barrera para la modernización, industrialización o globalización, pero, al final, la civilización
moderna acabaría por pisotear las tradiciones locales, menos eficientes, “autodestructivas” e
“irracionales”. La Cultura era el refugio de los apocados e ignorantes o el recurso de los ricos y
poderosos, celosos de cualquier desafío a sus privilegios establecidos. Esta polémica se
desarrolló intensamente entre 1930 y 1960, Lucien Febvre, Norbert Elias (1983), Raymond
Williams (1973), Marcel Mauss (1971), Alfred Weber, Karl Mannheim y Matthew Arnold
fueron algunos de sus más destacados representantes.

Esta idea está presente, desde otra perspectiva, incluso en las posturas que respetan y/o
celebran las resistencias de las culturas locales a la globalización (Sahlins, 2003).

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LO UNIVERSAL Y LA DIVERSIDAD CULTURAL

Desde la segunda mitad del siglo XIX formas de vivir, sentir y pensar, desarrolladas
principalmente en Estados Unidos y en el centro-oeste de Europa, que conforman la
denominada hoy Cultura Occidental, se generalizan al Planeta hasta alcanzar su actual
universalización (Stocking, 1991; Thomas, 1994). Este proceso de universalización, que no es
nuevo históricamente, se profundiza y amplía después de la Segunda Guerra Mundial y se
multiplica cuantitativa y cualitativamente en las cuatro últimas décadas del siglo pasado. Desde
entonces se hace más intenso y extenso y genera una mayor imbricación de lo global y lo local.
Por ejemplo, el inglés se convierte en la lengua dominante, en la que todos deben aprender
para entenderse en cualquier territorio, pese a ser el español la lengua más hablada junto al
chino. España se integra de lleno en este proceso desde los pasados años setenta, abriéndose
decididamente hacia el exterior, si bien tal incorporación se aprecia ya con claridad dos décadas
antes, no permaneciendo ajena en épocas precedentes del siglo XX e incluso a finales y periodos
puntuales -liberalismo- del siglo XIX.

Formas de vida, de sentir y pensamiento que hoy nos identifican también definen el universo
cultural de individuos, grupos e incluso naciones, que se hallan muy distantes geográfica y
culturalmente de lo que concebimos como nuestro mundo: generalización del fútbol o del
sistema político norteamericano: democracia constitucional.

Esta universalización obedece a que el desarrollo económico y político de la llamada


Cultura Occidental necesita llegar a todos los rincones del mundo desplazando los sistemas
locales, como en siglos anteriores se hiciera a través de los sucesivos descubrimientos
geográficos, ya fueran por tierra, los más próximos e intuidos, o por mar, los más remotos.

Incide mucho en ello el inmenso poder de los medios de comunicación, información y


locomoción, que además posibilita que ese contacto sea masivo y recíproco, a diferencia de
cuanto supusieran los antiguos descubrimientos geográficos. Tales medios, más incisivos,

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veloces y viajeros que las carabelas y caballerías de antaño, han hecho posible que todos
podamos saber de todos y, principalmente, que quienes antes eran los conocidos puedan
también conocernos.

El modelo de bienestar que disfrutan los individuos y grupos de esta Cultura de Occidente se
trata de alcanzar por los distintos pueblos de la Tierra. Se imitan y adoptan sus formas de vida,
sentir y pensamiento; y se producen unos movimientos migratorios que transforman
sustancialmente el signo de los vínculos mantenidos históricamente entre los diversos pueblos
del Planeta, profundizándolos y ampliándolos.

Este proceso de contacto que ocurre entre lugares muy distintos se desarrolla también en el
propio ámbito espacial y social de la citada Cultura Occidental. Dentro de sus territorios y por
las mismas causas, formas culturales, que son situadas como dominantes por los sujetos que las
protagonizan y dan continuidad debido a su posición de poder en las relaciones sociales
sostenidas con los actores sociales de las culturas frente a las que aquéllas se erigen, tratan de
imponerse de manera creciente sobre otras producciones culturales que coexisten con ellas y
sobre las que necesita reproducirse, especialmente en los aspectos económicos. Se trata de un
contacto que no es ajeno a los procesos de cambio experimentados sobre todo por las formas
culturales que son objeto de imposiciones.

Conviene resaltar que las formas culturales por sí mismas no son agentes para definirse a
sí mismas en ninguna posición de imponer o ser objeto de imposición, son sus actores sociales
quienes están situados en esos lugares, desde donde las definen y colocan en una u otra
condición.

Es cierto que las fronteras cada vez dividen menos y que la idea de “aldea global” toma
consistencia, pero esto no supone mecánicamente una homogeneización cultural. Formar parte
de una cultura mundial no significa que las diferentes culturas sean una mera réplica de una
única cultura de la modernidad, sino que implica una marcada organización de la diversidad.

[ EL SUJETO SOCIAL EN LA ENSEÑANZA DE LAS CIENCIAS SOCIALES ]


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Quizá lo más universal de los humanos sea su variedad y, por consiguiente, lo más universal de
la cultura sea su diversidad.

No lo consideraron así los deterministas, que creían que las culturas no eran plena y/o
intrínsecamente distintas y que lo diverso se circunscribía a los aspectos externos de las mismas.
Tampoco lo vieron de este modo los difusionistas que, obsesionados por hallar un origen tanto
a la invención de instrumentos como a la creación ideológica, reducían la diversidad cultural a
una sola cultura de la que el resto eran sus derivadas. Y siguen sin asumirlo numerosos
pensadores contemporáneos que creen que lo occidental es absoluto y universal, y que integra
a todas las demás como porciones más o menos anómalas de él, incompletas y desviadas,
tratando de buscar siempre en la Cultura Occidental un paradigma para cualquier manifestación
de una cultura diversa y pretendiendo que ésta sólo puede sobrevivir en la matriz de aquélla.

La propia universalización de la Cultura Occidental ha revelado la diversidad cultural hoy


existente, al penetrar social y espacialmente la totalidad de los territorios y las sociedades de la
Tierra, poniendo de relieve y dando a conocer otros mundos ignorados (Beattie, 1972). Como
en épocas precedentes lo hicieran los 18 sucesivos descubrimientos geográficos, ahora lo
facilitan los medios de información, comunicación y locomoción y los importantes movimientos
migratorios. Hay ejemplos históricos que muestran que este proceso, de signo contrario al de la
universalización de la cultura, no es nuevo, aunque sí más profundo y extenso. Lo ilustra el caso
de la incorporación de sistemas y técnicas de producción precapitalistas y/o alternativas al
sistema económico imperante. Junto a ello, la generalización de un modelo único de cultura a
todo el Planeta desencadena importantes mecanismos de autoidentificación, autoafirmación e
incluso de defensa y respuesta -etnificación- protagonizados por individuos, grupos y naciones,
incluidas las minorías sociales con culturas diferentes a la Cultura de Occidente y sus patrones
culturales dominantes.

Dentro de nuestra cultura se halla actualmente una gran diversidad de formas de vida, sentir y
pensamiento que persisten y han subsistido articuladas y vinculadas con ella, como partes no
aisladas de esta cultura mayor, más amplia y dominante, pero no homogénea, que poseen sus

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propios modelos culturales y ámbitos analíticos y cuyas relaciones con aquélla y entre sí no
pueden valorarse por un patrón cultural -nociones y categorías- único, por mucho que sea el
mayoritario o capaz de imponerse (Bohannan, 1996). Comparten elementos comunes, pero
tienen otros propios. La diversidad no está sólo en tierras lejanas, sino en el propio territorio
donde uno vive. ¿Cómo hacernos cargo de un mundo donde la diversidad está aquí mismo?: en
los sistemas de venta de las tiendas de comestibles y otros consumibles -antiguos ultramarinos-
de los chinos, en la variedad de cocinas, vestimentas, mobiliario y decoración que llegan a
nuestro barrio. Ni siquiera los parajes rurales, donde las semejanzas suelen estar más
atrincheradas, son inmunes: ecuatorianos recogiendo tomates en Murcia, árabes trabajando en
los cultivos de plásticos de Almería, subsaharianos recogiendo fruta en Lérida...estos entre
algunos ejemplos.

Las migraciones de personas, bienes y mensajes del Tercer Mundo al Primero, del campo a la
ciudad, de las selvas indígenas a los centros de poder e información, llenaron de otredad e
incertidumbres nuestros espacios conocidos. Hoy la diversidad nace de la presencia de minorías
étnicas y/o culturales o del establecimiento de nuevas comunidades de migrantes en el seno de
las sociedades contemporáneas.

Ya no se trata de relaciones entre culturas circunscritas a un encuentro ocasional entre


sociedades, sino de una transformación más o menos permanente de los contactos y las
relaciones, tanto a nivel individual como colectivo, que se articulan en contextos de diversidad y
heterogeneidad cultural (Kristeva, 1988).

Se cuestionan ahora más que nunca los criterios universales de validación del conocimiento
basados en una racionalidad interculturalmente compartida. Estudiar la cultura requiere hoy
convertirse en un especialista de las intersecciones. Se ha hecho problemática la imagen de la
homogeneidad del objeto, en la que no era difícil observar escenas desprovistas de movimiento
y escuchar discursos objetivos sobre una realidad igual para todos, y diferente de todos los
demás. Esto aconseja sostener y desarrollar diálogos reflexivos con el horizonte de
comprensión del otro: modificar la actitud hacia lo propio a raíz de lo ajeno.

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BIBLIOGRAFIA

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