Sandinista National Liberation Front">
Ramirez Mercado Sergio - Sombras Nada Mas
Ramirez Mercado Sergio - Sombras Nada Mas
Ramirez Mercado Sergio - Sombras Nada Mas
La costa le pareció como nunca un páramo sin fin mientras saltaba por entre
las rocas, promontorios de hierro quemado como tras un incendio que sólo hubiera
dejado ruinas bajo la resolana, la arena como carbón en polvo bajo sus zapatillas a
medida que corría tratando de alcanzar la rompiente demasiado distante, el
ronquido de las olas cada vez menos perceptible porque el mar seguía alejándose
si él aceleraba su carrera, el maletín cada vez más pesado en su mano, y a pesar de
que el yate había huido describiendo una amplia curva de espuma al nomás oírse
la primera ráfaga, él seguía corriendo ya sin saber por qué, y ahora que el agua le
embebía los calcetines y se le empozaba en la planta de las zapatillas oía las voces a
sus espaldas dándole el alto, oía los jadeos, el ruido metálico de las cantimploras
chocando con los arneses, y de pronto los veía acercarse por los costados, saltar por
encima de las rocas, y cuando uno de ellos puso la rodilla sobre la arena y le
apuntó, detuvo al fin su carrera, alzó los brazos, el maletín aún en su mano, y se
derrumbó ya sin ánimo dejando que la débil ola lo bañara empapándole los
pantalones.
¿Por qué corrió sin necesidad? La voz suave, cargada de un deje juguetón,
se volvía seria, como la de un instructor, para explicarle: Jamás hubiera podido
llegar hasta la rompiente cargando ese cartapacio, ¿pensaba nadar con semejante
sobrepeso, inmovilizado de un brazo?, ¿y es que sabía nadar? No sabía nadar.
Nunca supo. Y aunque hubiera logrado atravesar la rompiente, el muchacho
señalaba ahora hacia el mar, la parte más difícil estaba en agarrar el salvavidas en
el lomo de la montaña de agua, porque del yate iban a tirarle un salvavidas
amarrado a una cuerda, bajando la potencia de los motores para acercarse a
doscientas brazas de la costa, ¿no era verdad?, al entrar ellos a la casa seguían
llamando por radio, repitiendo las instrucciones como si usted siguiera allá arriba,
dueño y señor de su casa, “Tiburón de mar llamando a tiburón herido”, vea qué
pesimismo, darse usted mismo ese nombre en clave de “tiburón herido” o permitir
que se lo dieran, ¿alguna vez se había aventurado nadando más allá de la
rompiente? Negó, mientras otro muchacho, de sombrerito de lona tipo ranger, un
tanto bizco, trataba de quitarle el maletín con mucho modo, tirando suavemente, y
él se dejó, soltó los dedos, y cuando el otro tuvo el maletín en su mano le limpió la
arena y luego lo sopesó. Era un maletín Samsonite, color gris perla, de tapas duras
y cerradura de combinación. Y vestido de esa manera, por favor, el muchacho del
sombrero de fieltro y barba feroz lo iba señalando de pies a cabeza con su mano
buena, su mano de ebanista: la guayabera manga larga de lino, color beige,
ajustada sobre el leve promontorio de la barriga, los pantalones de gabardina
marrón, las zapatillas Florsheim con fleco en el empeine, y en la bolsa de la
guayabera la pluma Parker de 21 kilates que todavía no le habían requisado. ¿Iba a
tirarse al agua para agarrar el salvavidas, o iba a algún ágape como aquellos de sus
tiempos dorados, doctor?
Otra vez se calló. A pija limpia les quitamos el cuartel aunque tuvimos que
incendiarlo, pero logramos salvar de las llamas a todos los prisioneros, ladrones
comunes, cuatreros, borrachines pleitistas, libres andan y agradecidos, y de donde
quiera que se habían hecho fuertes los perros genocidas los sacamos, de la iglesia
parroquial, los muy sacrílegos tenían apostados francotiradores en el campanario,
de la alcaldía frente al parque, cercada con costales de arena, de la casa cural, allí
hemos instalado provisionalmente el cuartel miliciano, todos estos muchachos, se
los presento, son parte de la columna Gaspar García Laviana que libró esos
combates, y sepa, pues, que cuando ya habíamos pijeado a la guardia en Tola, un
pajarito mensajero llegó a contarnos que usted estaba atrincherado en Santa
Lorena, y el comandante Ezequiel me dio el encargo de venir a buscarlo, una
distinción para mí, pero como no conozco mucho esta zona, me traje a unos
voluntarios de la comarca, buenos baquianos, son ellos los que me dijeron desde
que veníamos rompiendo monte: “ése va a querer zafarse por mar”, y ya ve, tenían
razón, pero ahora, si me hacer el favor, camine, vamos de regreso a la casa, ordenó,
cuando ya lo tenían debidamente amarrado. Y él inició obedientemente la marcha,
las zapatillas zafándosele a cada paso porque se le quedaban pegadas en la arena
húmeda que se deshacía bajo sus pies.
Su marcha se vuelve aún más penosa cuando van ascendiendo por la duna
sembrada de zarzas antes de alcanzar las losas de roca que rodean el promontorio
donde se alza la casa. En esas terrazas oscuras, sobre las que estallan en revuelto
fragor las olas, pueden encontrarse, cuando se retira la marea, toda suerte de
moluscos, percebes, ostras y mejillones que es posible despegar con un cuchillo de
cocina de las estrías de la piedra, y como aun en bajamar queda allí empozada el
agua, es posible disfrutar también de un agradable baño con el agua a la cintura. El
prisionero, mejor que nadie, lo sabe.
Gaspar García Laviana, el cura español, si es que había oído bien. Había
oído bien. La columna guerrillera llevaba ese nombre. ¿Serviría hablar de aquel
bautizo? Había presenciado el último bautizo colectivo en la iglesia de Tola, con
Macario Palacios de padrino, el domingo que vino de Managua a cerrar el trato de
la compra de Santa Lorena, que entonces se llamaba El Limonal. Vendía la finca
porque padecía de cáncer avanzado en la próstata y necesitaba dinero para el
tratamiento en Estados Unidos, mal sobre mal, ya paralítico, ochenta años, qué
esperanza puedo tener, doctor, Jacinto, mi hijo único, muerto tan injustamente a
manos de esos asaltantes sin conciencia que tienen por héroe a Sandino, un
bandido que quiso dividir Nicaragua y quedarse él mandando en una parte, nada
menos que toda la parte de Las Segovias, un patán, me lo demostró una vez que
estaba visitando a su padre don Gregorio en Niquinohomo, ya firmada la paz en
1933, para ese entonces yo buscaba aliviar a mi papá de la carga de costear mis
estudios de farmacia, y encontré un empleo que consistía en llevar de pueblo en
pueblo el paseo de propaganda de la Cafiaspirina Bayer encabezado por un
muñeco robusto y rubicundo que bailaba al son de una banda de música mientras
yo repartía de puerta en puerta sobrecitos de muestra del producto, quise conocer
al muy mentado héroe aquel mediodía, entusiasmado ante su fama, detuve el
paseo, mandé a descansar a los músicos y al bailarín que iba metido dentro del
muñeco, y pedí muy cortésmente a uno de los rufianes que custodiaban las puertas
que transmitiera a su jefe supremo mi deseo de saludarlo, me dijo el gañán que en
ese momento se celebraba adentro un almuerzo con los miembros de su Estado
Mayor, yo insistí, terquedad de juventud, y al mucho rato recibí respuesta suya por
boca del mismo rufián, “que siguiera mi camino porque yo andaba en negocio de
reales, y él en negocios de la patria”, fíjese qué altanería, yo un pobre estudiante
asoleándose en busca del sustento, despreciado por un autoproclamado general
que almorzaba rodeado de analfabetos, y que por gloria y fama tenían volar
cabezas y extremidades sin piedad, el famoso corte de chaleco, no en balde los que
ahora se llaman sandinistas asesinaron a Jacinto con la misma saña, y quién mejor
que usted que fue amigo verdadero de mi hijo para quedarse con estas tierras,
cuatrocientas manzanas de pastos, trescientas manzanas de caña, un trapiche, tres
pozos artesianos para riego con su correspondiente tubería, corrales de piedra, tres
kilómetros de playa cabales para algún futuro proyecto de turismo, y la casa frente
al mar en el peñasco, alguien que la admire de lejos puede bien pensar en un
cuartel colonial o en una iglesia misionera, y aun de cerca verá su solidez en los
recios pilares de guayacán que sostienen la techumbre del corredor de vuelta
entera, pero es en todo una casa de recreo, la terraza que da al mar bajo la sombra
de tantos árboles frutales, mangos, icacos, almendros, y el piso alto con su
aposento matrimonial que es una belleza en holgura, ya no se diga el paisaje que
desde allí se admira, y si le vendo esta querencia es porque mi esposa Coralia me
lleva forzado a Houston sólo para dejarme humillado como los toros convertidos
en bueyes, ya sin huevos, perder esta hacienda sólo para que me cape un cirujano
de lujo, vea qué negocio, y tanto que me acusan de haber robado, ya quisiera que
dijeran verdad quienes me endilgan tantas cuentas de banco en el extranjero, y se
despedía con aquel bautizo, cincuenta muchachitos berreando dentro de la iglesia
en brazos de las mamás que desfilaban frente a la silla de ruedas de Macario
Palacios colocada al lado de la pila bautismal, mientras el cura les echaba en la
mollera el agua bendita con una concha marina, el padre Josías Talavera, cura
párroco de Belén, porque el de Tola, recién llegado de España, el padre Gaspar
García Laviana, un misionero asturiano de la Orden del Sagrado Corazón, se había
negado a celebrar el bautizo, se lo dijo en su misma cara a Macario Palacios en la
casa cural cuando se presentó al trámite, que todo eso del bautismo de los hijos de
sus siervos era una farsa farisea, y el viejo inválido, encendido en cólera, alegando
que él era, a mucha honra, hijo de un campesino de caites y cotona que lo había
graduado de doctor en farmacia a puro machete y azadón, pero el cura, tan
intransigente, no importaba el origen de clase del explotador, ningún campesino
honrado llegaba a terrateniente así dejara el lomo en el surco, lenguaje escandaloso
en boca de un ministro del Señor, no dejaba de quejarse Macario Palacios, y ya no
supo que se había hecho al fin guerrillero y que lo mataron en un combate cerca de
la frontera con Costa Rica, y ahora él, el nuevo dueño de la hacienda, iba prisionero
de la columna que llevaba aquel nombre, las manos amarradas a la espalda con un
cordón eléctrico, las nalgas mojadas y los zapatos zafándosele a cada paso.
Qué raro que no cogió un avión y se fue para Miami, doctor, montones de
somocistas se han ido, Manco-Cápac sacudía el sombrero antes de ponérselo de
nuevo, ahora estaría tranquilo allá, viendo los toros de largo. Eso habla a mi favor,
que no me fui a Miami, iba a decir, pero sólo parpadeó, herido por la lumbre del
sol que seguía cociéndole la cabeza. Cuando diez días atrás se había presentado la
patrulla enviada por el coronel Ferrey, comandante departamental de Rivas, a
prevenirlo de que debía volver a Managua, decidió quedarse. Habían pasado ya
cinco años desde su caída. Su caso había sido célebre, aunque el muchacho éste,
Manco-Cápac, no se acordara, o fingiera no acordarse, y siempre pensó que aquel
escándalo jugaría a su favor en el remoto caso de un triunfo sandinista.
Demasiado remoto, como le hizo ver al coronel Ferrey cuando fue a Rivas a
darle las gracias por acordarse de él, que seguía siendo poco menos que un
leproso. Los Estados Unidos no iban a permitir una segunda Cuba, otra vez el
cáncer del comunismo en sus propias costillas. Pero se guardó de decirle al coronel
que, según su parecer, Somoza tenía de todas maneras los días contados, y
seguramente habría una transición ordenada bajo la vigilancia de una fuerza
interamericana de paz de la OEA, de acuerdo a la letra del tratado de Río de
Janeiro, capaz de desarmar a los rebeldes, como había ocurrido en 1965 en la
República Dominicana. Es cuando iban a llamarlo de su destierro en Santa Lorena,
porque muerto el perro se acababa la rabia, una intriga calumniosa como aquella
que lo había hundido, se volvería más bien una condecoración en su pecho.
Cualquier nuevo gobernante civil del Partido Liberal, apoyado por una Guardia
Nacional depurada de malos elementos, iba a necesitar de alguien como él, que se
sentía cómodo en las sombras y no trataba de robar nunca la luz de los reflectores.
Cálculos equivocados. Aquí estaban ya los sandinistas, se multiplicaban por todo
Nicaragua, gente común y corriente, mozos de fincas, taxistas y camioneros,
dependientes de comercio, barberos y cocineras, albañiles y ebanistas, estudiantes
de institutos públicos y de colegios de curas y de monjas, asaltaban los cuarteles,
tomaban los pueblos. Y cuando se dio cuenta que vendrían por él, quiso huir y ya
no pudo.
Había otro cadáver que hasta ahora descubría recostado contra la baranda
de la terraza, las piernas abiertas y la cabeza inclinada a un lado. Era el sargento
Ifigenio Estrada. Sintió un escalofrío de emoción al verlo, y hubiera querido
decírselo a Manco-Cápac: ese hombre había muerto cubriéndole a él la huida, ¿y
acaso lo conocía siquiera?, apenas una semana habían convivido, si se puede
llamar a eso convivir, siempre al lado suyo, como un perro guardián, arisco y
silencioso desde que llegaron las novedades de la caída de Tola, cuando ya todo
fue sobresaltos y carreras. Ambrosio, el viejo mandadero, había vuelto a galope
con la noticia de que el poblado se hallaba en poder de los guerrilleros, el ambiente
era de fiesta, y era voz pública que alistaban un destacamento para caer sobre
Santa Lorena. Al amanecer empezaron los tiros. Los asaltantes tomaron los
galpones de los mozos, y tras neutralizar el primer círculo de defensa establecido
por el sargento Estrada, lograron parapetarse en los corrales de piedra.
Nada de eso ve ya. Agazapado, avanza sobre las rocas con cuidado de no
resbalar y salta después a las dunas hirvientes, se deja ir de nalgas por el declive,
toca pie en la costa y emprende la carrera levantando pringues de arena húmeda a
su paso, apenas una diminuta cabeza desnuda que arde bajo el sol desde lo alto,
donde vuela solitario un cormorán que se prepara a lanzarse sobre un banco de
sardinas, y una figura demasiado lejana en el temblor del relente a los ojos del
único marinero que desde el costado del yate se prepara a tirar la cuerda a la que
va atado el neumático salvavidas.
Dentro de la casa, y hay que regresar allá para poder verlo, los defensores
del corredor que da al camino real lanzan sus fusiles por la pendiente en señal de
rendición, mientras el sargento Estrada, a quien de nada sirvió el traslado de la
ametralladora porque no hay aún un solo guerrillero en la costa, sin tiempo de
hacerla girar en dirección a los atacantes que irrumpen a sus espaldas, es
acribillado mortalmente mientras el huérfano alza las manos, rindiéndose como los
demás. Enseguida apartan el cadáver para que el mulato de la pañoleta rojinegra
se haga cargo de la pieza y pueda disparar contra el yate, que huye entonces,
describiendo una amplia curva de espuma.
Aun del deseo de beber se había distraído y volaban sus pensamientos entre
sombras con torpes aleteos mientras las palabras de Manco-Cápac caían
sordamente dentro de su cráneo, una tras otra, como piedras en un abismo, pero
de pronto sacudió la cabeza, una piedra de aquellas se detenía, dócil, en un
recoveco del tímpano, y él miraba ahora con sorpresa a Manco-Cápac, que
ocupado con la combinación no se daba cuenta de aquella mirada sorprendida
suya, la casita del barrio San Sebastián, había oído, la ebanistería, la Erlinda, la
pregonera de frutas, ¿iba a resultar ahora que era la misma?, ¿tan chiquito venía a
ser el mundo? La Erlinda Campuzano, hermana de este guerrillero Manco-Cápac
que para entonces sería un niño. Podría decirle desde la silla donde estaba
amarrado, muerto de sed: ya sé que tu apellido es Campuzano, fuimos en un
tiempo cuñados, cuñado.
Y no se sabe cuánto tiempo más tarde, tartamudo otra vez primero, y luego
en una voz que le salió desde los pulmones como el acorde de un órgano viejo, se
atrevió a decir: Ustedes los sandinistas pueden pasar a la historia si de verdad
hacen lo que prometen. Tras cerrar el cartapacio Manco-Cápac lo quedó mirando
con ojos curiosos: ¿y qué es lo que prometemos? Una revolución humanista, siguió
atreviéndose él en su ingrata ronquera. Pues si es eso, quítese toda preocupación,
doctor, Manco-Cápac dejaba colgar de nuevo el cartapacio de la tijera del muñón,
el primer humanismo va a ser que los pobres no se nos mueran de hambre, ¿usted
sabe que allí nomás, al entrar a las montañas de Matagalpa, por el lado del Tuma,
hay comunidades donde los campesinos no pueden ver nada de noche, por causa
de no comer?, es una enfermedad que tiene un nombre científico que a mí se me
olvida, su causa es la falta de vitaminas, o sea, ciegos por hambre. Y él: Sí, los
pobres, pero yo digo, también una revolución sin venganza. Ah, bueno, de
acuerdo, sin venganza, pero con justicia, doctor, por medio siglo hemos tenido
aquí en Nicaragua una negrura de crímenes y una robadera a lo descosido, los
zánganos dueños y señores del colmenar, empalagados de miel.
Habrá pasado quizás una hora de absoluta quietud, tanta que sólo se oía
alborotar en las ramas de los almendros a los zanates clarineros, y el estallido de
los tumbos ahora que empezaba la llena. A través de la puerta podía ver más allá
de la baranda de la terraza una ceja de mar de un gris verdoso y el cielo azul
pulido, casi sin nubes. El mulato artillero, pendiente siempre de la ametralladora,
se había despojado de la camisa y le alcanzaba al ayudante su cigarrillo a medio
arder para que el otro encendiera el suyo, y aquella chispa que iba de una mano a
la otra fulguraba en su visión al irse entredurmiendo, aturdido de pronto por el
sueño, pero de pronto la voz de Manco-Cápac lo sacaba de la modorra, venga, vea,
quiero enseñarle algo, lo llamaba desde la puerta con un gesto imperativo de la
mano sana. Vaciló, pero Manco-Cápac seguía invitándolo con firmeza, y al fin se
puso de pie, los brazos cautivos adoloridos, las muñecas entumidas.
El desorden afuera era el mismo, pero el cadáver del sargento Estrada y
todos los demás cadáveres habían sido evacuados. Tampoco quedaba en el
corredor ninguno de los prisioneros, y habrá notado Manco-Cápac la pregunta en
su mirada, porque mientras lo llevaba tomado de los hombros por uno de los
corredores laterales, empezó a informarle: No se preocupe por ellos, los tenemos
encerrados en la bodega de los repuestos agrícolas para mientras son trasladados a
Tola, se les va a dar de comer lo mismo que coma mi tropa, y en lo que hace a los
muertos, van a ser enterrados en la ronda del cañal, ya estamos abriendo la zanja,
vamos a darle preferencia a tres mozos de la hacienda, de los que puso usted a
defender los galpones y los corrales, esos fenecieron desde ayer, y ya hieden.
Llegaron hasta la trinchera donde había estado el emplazamiento original de la
ametralladora, de cara al camino real, a los galpones, a las casas prefabricadas, los
corrales de piedra. Asómese, le dijo. Y obedeciendo, se asomó por encima del
parapeto de sacos.
Abajo hay un camión quemado del que sólo queda la cabina ennegrecida
montada sobre el chasis. El esqueleto de un galpón humea todavía con bocanadas
densas que crecen de pronto, como aventadas por una mano invisible, y las cenizas
vuelan sobre los cañaverales chamuscados. En los corrales vemos reses muertas ya
infladas, la nutrida zopilotera cayendo sobre ellas desde las ramas desnudas de los
jícaros, mientras otras vagan sueltas por el camino real, arrastrando las sogas. Pero
no es eso lo que Manco-Cápac quiere enseñarnos. En el descampado cubierto de
grava que se abre en el remate del camino real, al pie del contrafuerte de la casa,
dos guerrilleros ayudan a una mujer a apearse de la tina de una camioneta.
Desciende de espaldas, las nalgas muy apretadas dentro de los blue jeans, y lleva
una blusa típica bordada en colores, tan corta que deja descubierta su cintura,
sandalias plateadas de tacón alto, y un sombrero de palma que defiende con ambas
manos cuando un repentino soplo de viento quiere arrebatarlo de su cabeza. Ya en
tierra se sacude el polvo mientras los guerrilleros descargan su equipaje, un juego
completo de valijas Samsonite de distintos tamaños, todas de color rojo. Podríamos
creer que viene a veranear si no fuera por esos dos guerrilleros que la acompañan y
por la novedad del paisaje: el camión quemado, la espesa humareda, los cadáveres
que están enterrando más allá de los corrales, en la ronda del cañaveral, y la
pestilencia de las reses muertas en el fuego cruzado, que la obliga a taparse la
nariz, sin olvidar los racimos de zopilotes posados en las ramas de los jícaros, cada
vez más numerosos.
Había estado de sitio en todo el país, y después de las seis de la tarde, toque
de queda. Mi hija y yo nos dedicábamos a esas exploraciones en el escáner por falta
de mejor entretenimiento, pues era peligroso aun ir al cine, ya que las calles eran
vigiladas constantemente por los agentes de las famosas Brigadas Antiterroristas
(BECAT), que se movilizaban en unos jeeps descapotados, dispuestos a disparar
contra cualquiera al menor movimiento que les pareciera sospechoso.
Cuando lograron penetrar por fin a la casa buscaron a Alirio Martinica sin
resultado alguno. Entonces oyeron que en el radio de transmisiones militares
preguntaban desde el cuartel de La Virgen por el sargento Estrada, que acababa de
morir en el asalto final. El muchacho manco se hizo pasar por él y así recibió
información acerca de la inminente llegada de la lancha que desde San Juan del Sur
iba al rescate de Alirio Martinica. Formó una escuadra y bajó de inmediato a la
playa en su busca, no sin antes dar orden de que una ametralladora que los
mismos guardias habían emplazado viendo al mar, disparara ráfagas contra la
lancha que en ese momento se oía acercarse a toda máquina, para ponerla en fuga;
episodio este último contado por el propio artillero a cargo de la ametralladora, un
ayudante de mecánica originario de Nandaime al que llamaban Chico Jaiba, herido
después en un pulmón en el ataque al cuartel de Rivas mientras manejaba la
misma ametralladora.
Éramos primos lejanos, pero más lejano aún era el trato que nos dábamos,
ya que él había oficiado como un incondicional del somocismo. Manejaba un
programa de radio en la Estación X, y desde allí lanzaba las calumnias más viles
contra cualquiera que estuviera en la mira del régimen, llevándose de encuentro a
cónyuges y familiares; y lo peor es que agredía a sus víctimas con ingenio
perverso, haciendo uso y abuso de su ironía cáustica.
Nadie había vuelto nunca a molestarlo, y aún más, había conseguido trabajo
en la misma emisora, que ahora era estatal, bajo el nombre La Voz de Nicaragua,
sólo que como comentarista deportivo para hacerle propaganda al equipo Los
Dantos, que patrocinaba el Ejército Popular Sandinista. Todavía hoy me pregunto
cuál fue el objeto de aquella visita, porque si es cierto que me dio la lista de sus
achaques, no me pidió ningún consejo médico.
Era época de lluvias, y tras vadear un río algo crecido, al poco rato
estábamos entrando al camino real de la hacienda, convertido en un gran lodazal.
Yo tenía una viva curiosidad en reconocer cada lugar de la casa y sus alrededores,
de manera que esa misma tarde, después de una reunión en la que planificamos el
trabajo de la brigada en coordinación con el secretario político del FSLN en Tola,
me dediqué a reconocer el terreno. Visité los galpones, recorrí la ronda del
cañaveral, donde habían sido enterrados los muertos, y luego anduve por la casa,
tratando de descubrir huellas del combate. No fue en vano, porque en varios sitios
de las paredes pude ver los agujeros producidos por balas de todo calibre.
La casa tenía corredores abiertos por los cuatro costados, pero por dentro
era demasiado oscura, aun en las horas del mediodía, aunque los tragaluces
ayudaban a disipar la penumbra. Al pie del promontorio en que se asentaba había
una formación de pura roca, como una mesa gigantesca, con pozas de poca
hondura. El aposento único del segundo piso, que me fue asignado, era como una
especie de palomar con techo de zinc que sobresalía del tejado de barro, y tenía
una especie de balcón. De frente al mar quedaba la terraza, sombreada por mangos
y almendros, y de todos era el lugar que resultaba más agradable.
Una cocina de tablas, ubicada en la culata, que por lo visto ya nadie usaba,
porque una nueva y más espaciosa había sido construida aparte de la casa, tenía
unas grandes piletas para destripar pescados, revestidas de azulejos blancos que
habían ido tomando un color como el marfil. Y aunque desde hacía tiempos no se
destripaban pescados en esa piletas, una densa nube de moscas se acumulaba
sobre los azulejos, sin moverse, como si estuvieran muertas.
A punto de golpear con el taco la blanca madrina para dispersar a las demás
bolas formadas en triángulo al centro de la mesa en surtido de colores, alzó la vista
como si alguien le avisara que por encima de una de las celosías de resortes que
defendían las puertas de la calle pasaba en ese momento la muchacha pregonera
de frutas. Se quedó congelado en el impulso, esperando verla aparecer ahora por
encima de la otra celosía, y entonces, tras descargar por fin un estacazo certero,
vino hasta la acera con el taco en ristre mientras las bolas de marfil chocaban con
golpes secos y rodaban ruidosas, huyendo y persiguiéndose sobre el paño.
Tampoco esta vez había ella condescendido a volver la mirada hacia los
interiores del salón Lezama, que bullía a esa hora de jugadores empedernidos,
porque su altanería era su escudo, una quinceañera rústica, superior a cualquier
candidata a Miss Pacífico, que se entrenaba para caminar con garbo llevando una
canasta de frutas sobre la cabeza, mangos, guabas, zapotes, mamones, mameyes,
anonas y guanábanas, libres a la cadencia de su paso las cariocas sueltas que
golpeaban contra los talones encallecidos. Y cuando la visión desapareció, porque
la muchacha había doblado hacia la calle real en la esquina de la Casa Prío, puso
los ojos en sus propios zapatos decrépitos aunque recién lustrados, los calcetines
flácidos color carne pálida con una flecha azul que subía por los lados, el remiendo
sutil en el codo de la camisa como una cicatriz que ya se apagaba de vieja. Su
atuendo de pasante de derecho con sueldo de Juez Local del Crimen de ciento
cincuenta córdobas mensuales.
—Vení, papá, dejate de payasadas y volvé a tirar, una sola bola entró en la
tronera, la del cinco —dijo Jacinto.
—Me arrastra sin piedad la ciega pasión, qué quieren que haga —recuperó
el taco y rodeó la mesa, haciendo que se enjugaba una lágrima.
—Nada tiene que ver la doctrina proletaria con la cama, así lo escribió el
propio Iván Ilich —ahora sí, la blanca madrina iba en busca de la bola del uno,
como atraída por una fuerza magnética.
—Qué sabía ése, jamás le propuso lujurias a la Kupraskaya, todo era en ellos
santo y frugal ayuntamiento —dijo Ignacio.
—Si se ofende es porque anda metido entre todos esos del FER que reciben
clases de marxismo con el gordo Aragón, escondidos a medianoche en el
laboratorio de la Facultad de Farmacia —dijo Ignacio.
—Verídico, los reconozco porque al día siguiente la ropa les huele a azufre
—dijo Jacinto.
—¿Preso yo? ¿Un miembro conspicuo del poder judicial? —elevando el taco
apartó a su favor las cinco fichas del tiro inicial, y las nueve adicionales, en una de
las ristras que colgaba encima de la mesa.
—Ya les dije, yo sólo obedecí instrucciones de mis jefes clandestinos —con
el ceño fruncido estudiaba ahora la situación de las bolas regadas sobre el paño,
porque la del dos había quedado en un ángulo de tiro difícil para alcanzar en
carambola a la del diez, que era su siguiente objetivo.
—¿La huerfanita sabia? ¿La que pasa leyendo poesías de Campoamor todo
el día? Con ésa no te metás, que se la tiene reservada a Jacinto su papá —dijo
Ignacio.
—Si hay que acabar con la propiedad privada, mejor empezar dando el
ejemplo —la bola del catorce le quedaba muy lejana, casi un imposible llegarle con
la del tres, pero quería apurar el fin de aquella partida en la que sólo él jugaba
igual que en las cuatro mesas anteriores, una tarde de billar que se estaba
volviendo ya monótona.
—Y fuego, también voy a pegarle fuego al Club Social allí enfrente —dio
tiza al estoque de manera despreocupada, como si nada trascendente fuera a
ocurrir, pero de pronto se montó a horcajadas sobre la mesa.
—Sólo porque un día no te dejaron entrar, por plebeyo medio pelo —dijo
Ignacio.
—Que siga robando plata tu papá Macario Palacios en el gobierno para que
yo pueda ganártela jugando billar, y les anuncio, de paso, que con cincuentidós
puntos, de todas maneras ya están perdidos, mis muchachitos, el tiro que viene es
cortesía de la casa —y antes de sumar las nuevas fichas en la ristra, les alcanzó las
costillas con el estoque del taco.
—Eso es una calumnia vil, probale que su papá haya robado algo —dijo
Ignacio.
—Yo me rindo ante las evidencias, esa finca en Rivas, a la orilla del mar, a
donde fuimos a temperar la otra vez, debía llamarse La Lotería —dijo Ignacio.
—Para ser justos, hay que reconocer que si bien roba, los campesinos
también se benefician de algún modo de todas esas obras de progreso —dijo
Ignacio.
—¿Ejerce tu papá el derecho de pernada sobre la huérfana? —la bola del tres
estaba tan cerca de la tronera, y tan a su lado la del nueve, que daba lástima.
—Olvidate de las pelonas, éste ya nos dejó en la perra calle —dijo Ignacio.
Son pasadas las once de la mañana y pareciera que las bolas de billar
siguieran chocando en el aula del Kindergarten adornada con dibujos a crayola en
cartulinas celestes y rosadas, volcancitos y sus penachos de humo, prados
sembrados de flores y soles radiantes. Los asientos en miniatura han sido
arrinconados contra el fondo, y han colocado un pupitre para el reo de cara a la
mesa del tribunal investigador, del otro lado de la mesa dos silletas que ocupan
Nicodemo y Manco-Cápac, en un costado otra silleta para la compañera Judith, y
frente a ella una máquina Underwood en la que escribe sin poner atención al
teclado, mientras mira a los labios del reo y con movimientos de sus propios labios
va repitiendo lo que dice, como si rezara. Sobre la pizarra han fijado con tachuelas
una bandera rojinegra con las letras FSLN pintadas en blanco de albayalde, y dos
guerrilleros armados de fusiles M-16 hacen guardia a cada lado de la bandera, en
el cuello unas anchas pañoletas recién cosidas, también rojinegras.
¿Por qué insistía el jesuita Nicodemo en regresar a asuntos tan lejanos como
ése del FER, pláticas banales de mesa de billar, medio enterradas? No estaba su
memoria para perderse en cuestiones remotas que tendían a confundirse y a
olvidarse, ni siquiera sabía si amanecería vivo, con todo ese gentío afuera pidiendo
su cabeza ahora que los fusilamientos, a pesar de las prédicas de Radio Sandino, ya
habían comenzado. Y mientras Nicodemo entretenía los dedos en las guedejas que
adornaban su mentón, Manco-Cápac se permitía, por su parte, escarbar entre
aquellos mismos escombros del pasado: y también sería bueno saber si es cierto
que usted hizo renunciar a ese compañero de estudios de apellido Masías para
quedarse con el puesto de juez.
La compañera Judith pone punto final al párrafo, hace girar el rodillo hasta
la siguiente línea, mira con aire de intriga sosegada al reo, revisa ligeramente la
abotonadura de la camisa de su uniforme, y espera: el reo no tiene inconveniente
en admitir que a lo largo de su vida ha cometido equivocaciones que afectaron el
recto curso de su conducta, una de ellas haber dado la espalda a los ideales de su
padre, muerto, como se ha mencionado, en el año de 1954, ocasión en la que su
madre se vio en enormes dificultades para sostener la casa con sus escasos ingresos
de modista, y no fue sino en medio de ingentes sacrificios que logró enviarlo a la
universidad para que pudiera coronar sus estudios de abogado. Que si el reo sabe
en qué circunstancias murió su padre, pregunta Nicodemo. Las autoridades
informaron maliciosamente a su madre que había muerto a raíz de un
enfrentamiento armado con la Guardia Nacional, ocurrido en un plantío de caña
de azúcar cercano al río Gil González, comarca de La Virgen, en el departamento
de Rivas, mientras buscaba huir hacia la frontera con Costa Rica, pero ahora sabe
que más bien fue capturado vivo, torturado, y poco después asesinado por mano
del propio Anastasio Somoza Debayle con una pistola que le pasó Manitos de
Seda, indefenso en absoluto como estaba, con las manos esposadas al espaldar de
una silla en la que esperaba turno para ser torturado de nuevo, revelaciones de
naturaleza muy reciente que han causado un enorme impacto en su espíritu, pues
si por equivocación colaboró con la dictadura que dichosamente toca a su fin, hoy
se siente seguro de que ante el más mínimo indicio acerca de semejante hecho,
jamás habría consentido trabajar al lado del propio asesino de su padre, ni de
quien le facilitó el arma para consumar ese crimen cobarde.
Igual que sus jueces, que los custodios apostados junto a la pizarra, y que
los guerrilleros asomados a la puerta, él también se está riendo, amoscado y un
tanto a la fuerza, y Manco-Cápac, sin dejar todavía de reírse, dice: Volviendo a la
finca, doctor, usted se la compró, por si fuera poco, nada más ni nada menos que al
esbirro Macario Palacios, no nos ha contado todavía eso. Y antes de que pueda
responder, la voz de Nicodemo viene a parar en seco lo que queda de las risas: ¿En
qué año le compraste a Macario Palacios esa propiedad que nos querés regalar
cuando nos hallemos en capacidad jurídica para adquirir? El año de 1975,
comandante, responde él, con celeridad desconcertada. ¿Y con qué dinero? Con un
préstamo del Banco Nacional. ¿Ya pagaste ese préstamo? Todavía no lo he
cancelado por completo. Ya se ve, préstamos del rey. Es que con esta situación de
guerra todos los deudores van atrasados, no sólo yo. Una finca, además, muy
privilegiada, donde todas las mejoras han corrido siempre por cuenta del estado,
caminos, pozos, luz eléctrica. El dueño anterior, no sé, pero todo lo que yo he
invertido consta en mis libros de contabilidad, comandante. ¿Pensaste que con esa
oferta tramposa de donación te íbamos a dejar ir, felices y contentos, eso fue lo que
se te cruzó por la mente? No comandante, de ninguna manera he pensado eso. Y
Nicodemo entonces se pone de pronto de pie, empuja la silleta, golpea la mano
contra la culata del fusil: ¡Capacidad jurídica para adquirir!, ¡lo que hay ahora es
capacidad de quitar lo malhabido, para que vayás quedando claro!
La compañera Judith, sin mover los dedos colocados sobre las teclas, mira a
Nicodemo, que con un gesto de la mano donde tiene ovillado ahora el pañuelo le
ordena que anote lo solicitado por el reo, sin perjuicio de que pueda a tal respecto
ampliar su declaración más adelante, y él respira hondo, su mano deja de temblar,
no tengo cómo agradecerle, comandante. Dejemos el asunto de tu padre de un
lado, se sonríe Nicodemo, un cargo de conciencia tuyo nada más, no estás sentado
aquí por eso, es de tus otras traiciones, denuncias que hiciste, compañeros nuestros
que entregaste, que vamos a tratar más adelante. No sé de qué traiciones ni de qué
denuncias me habla. Vos sabés muy bien. Jamás entregué a nadie, comandante.
Después, ya vamos a ver eso después, ahora, quiero que sigamos por fin con
Jacinto Palacios: ¿cómo es que el hijo de un hijo de puta poderoso vivía
aguantando polvo en un cuchitril?, ¿me vas a decir que no tenía ni para ir al cine?
Por primera vez advierte que huele mal, la misma ropa desde ayer, el sudor
pegado en las axilas, la boca pastosa sin lavar. ¿Jacinto Palacios? De haber querido
vivir como rico hubiera tenido que aceptar la soledad por compañía, no
abundaban los estudiantes ricos en León, y además, sólo nosotros éramos capaces
de congeniar con él porque a los tres nos gustaba la jodarria permanente,
podíamos decirle cualquier barbaridad contra su padre, de ladrón arriba, y ni así se
enojaba, de manera que pasaba muy a gusto con nosotros en esa pieza calamitosa,
aunque debo decir que era dueño de un único lujo, un carro Chevrolet Impala
aerodinámico, modelo 1962, verde, de dobles faros, obsequio de su papá cuando
cumplió dieciocho años, los tres fuimos en bus a traerlo a Managua el día que se lo
entregaron en la Casa Sengelmann, y ya en posesión del carro pasamos saludando
a Macario Palacios en su oficina del Congreso, segunda planta del Palacio
Nacional, entonces nos invitó a almorzar en el restaurante El Patio, al que fuimos a
pie dado que se hallaba muy cerca, los guardaespaldas caminando discretamente
detrás de nosotros, nos brindó whisky Old Parr, hombre bromista, dicharachero,
con su hijo Jacinto se trataba de igual a igual, Si te vuelven a aplazar en un examen
te dejo de barrendero de los corredores del Palacio Nacional, ya vas a ver,
pendejito culo cagado, y Jacinto, Vos creés, viejo pedorro, que los estudios de
abogacía son cajeta, si no quieren competencia los profesores, no quieren más
litigantes para no perder la clientela, y Macario Palacios, agregando cubos de hielo
a su vaso: Fijate bien, cabroncito, tu abuelo, un campesino que ni leer sabía, quería
que yo fuera boticario, verme preparando pomadas para la roncha caribe detrás de
un gabinete de vidrios esmerilados, y aunque del producto de la finca no pudiera
darme más que una pequeña mesada, insuficiente para sostenerme en León, yo le
cumplí con sacar mi título en medio de dificultades de todo tamaño, así que
poneme atención, aunque sepa que otra vez estoy gastando pólvora en zopilote, ni
sombra de idea tenés sobre lo que significa buscar el centavo todos los días, pero sí
te digo que nunca me presenté delante de tu abuelo con excusas, ni justificando
vagancias porque me hubiera rajado el lomo a palos, y en cambio ya ves yo cómo
te trato, con whisky, con almuerzo en El Patio, hasta con carro último modelo, no
lo vayás a chocar, no te vayás a malmatar manejando borracho, ustedes,
bachilleres, cuídenme a Jacinto, los noto personas responsables y serias, salud, esa
vez comimos bistec encebollado, el arroz estaba algo crudo, se quejó Macario
Palacios con el mesero de que en un lugar como aquel sirvieran el arroz mal
cocinado, sobró como un cuarto de la botella de Old Parr, ordenó que se la
empacaran en una bolsa, con ella en la mano salió a la calle y en la acera nos
despedimos.
Y él ahora sólo quería decir: permiso otra vez para ir a orinar, comandante,
pero demasiado tarde porque los orines le chorreaban ya por la manga del
pantalón y se aposentaban debajo de sus zapatillas Florsheim, tan sucias, en un
ridículo charquito amarillo.
El chacal en su guarida
Con base en esa información clave decidieron tenderle una emboscada sobre
la carretera, decididos a darle muerte de una vez, ya que para ello era suficiente el
número reducido de conjurados con que ya se contaba. Pero surgió una nueva
variante, de la cual nadie podía haberles informado, porque ese domingo el
dictador relevó desde temprano al Turco Taleno para que fuera a pasar el día al
lado de su papá, que cumplía años, y no hubo excusa que valiera, pues así era
Somoza García, un canalla de vena sentimental.
Somoza García, que había decidido acompañar a las yeguas hasta las
cuadras del hipódromo, escuchó atentamente el informe de su hijo mientras
permanecía apoyado de brazos en la puerta de la limosina: a las siete de la
mañana, Prudencio Chamorro Brown había sido abordado por un patrullero de la
policía de tráfico cerca del parque de Las Piedrecitas, en la carretera sur, para una
simple revisión de su licencia de conducir, y antes de que el agente pudiera
siquiera pedirle el documento, hecho un manojo de nervios dijo que estaba
dispuesto a confesar todo lo que sabía del plan para asesinar al presidente, y que
solicitaba hablar con el mayor Mongalo, a quien conocía, pues Manitos de Seda
sembraba algodón en Tipitapa y lo entregaba en la desmotadora Los Manguitos.
Estos y otros datos que adelante se mencionarán, los he tomado de una cinta
magnetofónica donde constan declaraciones del alistado de la Guardia Nacional
XXX, quien perteneció a la escolta personal de Somoza Debayle y se encontraba en
el aeropuerto acompañando a su entonces jefe. Posteriormente XXX desertó de la
GN, temeroso de represalias por los amores que tuvo con la esposa YYY de otro
militar ZZZ, de rango superior, y se trasladó por veredas a Costa Rica; el que
escribe habitaba para entonces en San José, en la pensión Brisas del Cocibolca, de
las vecindades del Paso de la Vaca, donde XXX trabajaba de mandadero. La
estimable dama nicaragüense propietaria de la pensión, muy devota amiga mía,
me puso en antecedentes del historial de su empleado, quien tras muchas rogativas
consintió en dejarse entrevistar bajo condición de anonimato. Oigamos, en su parte
conducente, lo que confió a la grabadora:
“‘Aquí está todo lo que el cabrón de Chamorro vomitó, Jefe’, dijo el hijo, que
le decía ‘Jefe’ a su papá, y que no se había quitado los anteojos oscuros que siempre
usaba, fuera de día o fuera de noche, ‘parece mentira, estos comemierda qué están
creyendo, que es así nomás que van a matarlo a usted’, y dicho esto, la voz se le
quebró en un sollozo como de niño. Entonces el papá, muy sereno, dijo: ‘Los
quiero a todos vivos, no se les vaya a ir la mano antes de que yo sepa quiénes son
los cómplices que tienen dentro de la guardia, eso es lo más importante.’ Y el hijo
vino y contestó: ‘Está bien Jefe, se hará como manda, pero ahora, mejor vuélvase
para la casa presidencial y no se mueva de allí mientras yo me encargo de todo’; y
muy cariñosamente puso su mano sobre la mano pecosa del papá. ‘Sí, hijo, perdé
cuidado, ya me voy directo para allá’, dijo el papá, y ordenó que condujeran las
yeguas al hipódromo.”
Llegaron al sitio escogido faltando diez para las nueve. Los diecisiete
hombres se repartieron en dos grupos, uno al mando de Báez Bone, el otro al
mando de Carlos Rosales, y se situaron a ambos lados de la carretera, arriba de
unos paredones de barro rojo cubiertos apenas de un montarascal de escobilla,
reseco por el verano. Esperaron cerca de dos horas, y como en un descampado
cercano se jugaba un partido de beisbol entre equipos de comarcas vecinas,
decidieron regresar a La California ante el peligro de una delación, ya perdida,
además, la esperanza de que Somoza fuera a pasar por allí ese día.
“Llegó una noche al ‘cuarto de costura’, vestido con una guayabera de lino,
manga larga y de cuatro bolsillos, porque iba para una fiesta que daba el
embajador del Perú, general Manfredo Enrique Terry, muy amigo de él, había
noches en que nos mandaban a traer putas bailarinas al Copacabana, propiedad
del coronel Catalino López, y se encerraban con ellas en la embajada, en grandes
tremolinas. Entró insultando a los prisioneros, como siempre, y se situó frente a
Báez Bone, que tenía las manos esposadas tras el espaldar de la silla, para mofarse
del estado de su cara, monstruosa de tantos golpes, pero entonces Báez Bone lo
escupió con la boca ensangrentada, manchándole la camisa. Eso lo enfureció. Pidió
a gritos una pistola. Se la pasó en el acto Manitos de Seda, ya montada, una Colt
45. Mató al prisionero disparándole en la cabeza, con lo que se llenó todavía más
de sangre la camisa. Alirio Martinica, esposado también al espaldar, se lanzó
entonces contra él, con todo y silla. Mató a Martinica con la misma pistola.”
Otra vez el ebanista. Alza la mirada hacia el espejo detrás del que estalla la
marea, como si lo llamaran, y en la luz azogada de las siete de la mañana aparece
la estiba de ataúdes todavía sin barniz, el suelo lleno de virutas, el aserrín regado
en la calle crecida de monte, y el taxi pasa rodando muy despacio, tan despacio
que puede contar los pasos del ebanista que sale al patio en camisola desmangada
cargando una tabla de cedro, puede ver el largo bitoque de ceniza del cigarrillo
que pende de su boca a punto de caer, y aun alcanza a divisar por el vidrio trasero
a un niño desnudo y panzoncito, de quizás tres años, que sentado en la acera se
come un mango maduro, camina ella al fin hacia el fondo del espejo simulando
que empieza su pregón con la canasta en la cabeza, y sube al taxi que la aguarda
con la puerta abierta, dos cuadras adelante, en la culata de la iglesia de San
Sebastián, pero asustada ahora no deja de secarse las lágrimas con el delantal
almidonado a lo largo de todo el viaje por la carretera, y después, ya estacionados
frente al hotel se negaba a bajarse, eran las diez de la mañana y ni un alma a la
vista en el balneario, la administradora tras el mostrador de las llaves al fondo del
salón de fiestas, recelosa, los veía discutir en voz baja, y al fin los pretextos de la
muchacha se derrumbaban, ¿qué harían con la canasta de frutas?, ¿llevarla al
cuarto?, no había otro remedio, aunque iban a perderse, al caer la tarde estarían ya
inservibles de pasadas, y el chofer, los ojos cómplices llenos de gozo mirándolos
por el espejo retrovisor, las compraba siempre que el precio fuera barato, así salía
de una promesa hecha a San Benito de Palermo de llevar algo de comida a los
ancianos del asilo de Subtiava, por la canasta que no se preocuparan, iba a
mantenerla guardada en la valijera mientras volvía a recogerlos a las cinco, y ahora
es el balcón de aquel cuarto del segundo piso del hotel el que se enciende como la
boca de un horno a la luz flagrante del mediodía en el espejo oscuro tras el que
bate incesante la marea.
Era ella entonces, pero estaba tan cambiada, el pelo sobre todo, y además las
fotos engañan tanto. Y ahora era Somoza en el azogue que iba iluminándose, de
pie detrás del escritorio en su despacho del búnker, el uniforme tirante en su
cuerpo inflado de gordura, las cinco estrellas de general de división en línea en las
solapas del cuello, el puro habano entre los dientes, mirando uno a uno a los
oficiales de la OSN, que se mantenían en posición de firmes mientras la foto de
pasaporte ampliada en papel brillante, húmeda todavía, bailaba entre sus manos
temblorosas de furia, ¿esta muchachita?, preguntaba, ¿esta muchachita les tocó las
nalgas a todos ustedes? Había atraído al pendejo de Manitos de Seda a una quinta
de la carretera sur, por la cuesta de Ticomo, que ella fingió le habían prestado para
el encuentro sentimental, lo convenció de llegar sin escolta, acompañado nada más
del chofer, bajo el engaño de que deseaba absoluta discreción, y después hizo que
el chofer volviera a Managua a comprar una botella de Chivas Regal. Ya en el
dormitorio, desnudo Manitos de Seda y desnuda ella, salieron de pronto del clóset,
donde se habían ocultado desde temprano, los tres guerrilleros del comando
sandinista, y lo encañonaron, decididos a dominarlo para ponerle una inyección
somnífera y llevárselo secuestrado en la valijera de un vehículo, pero se resistió,
viejo y todo se trabó en lucha con ellos, le dieron un par de pomazos con la cacha
de una pistola, ni así lo doblegaron, y en el forcejeo resultó muerto de un balazo en
la cabeza. Volvió al rato el chofer con la botella de whisky metida en una bolsa de
papel, en la que también había una lata de maní, tocó a la puerta, y como nadie le
abriera, se sentó a esperarlo dentro del carro creyéndolo en su ocupación, hasta
que amaneció, cuando volvió a tocar, y entonces, otra vez sin respuesta, entró en
alarma y fue a dar el aviso. Y las otras fotos del mazo, también recién reveladas,
que Somoza deja caer con desaliento sobre el escritorio antes de dejarse caer él
mismo en la silla de resortes que cruje bajo su peso, el cadáver desnudo visto desde
distintos ángulos entre las sábanas ensangrentadas, las piernas flacas como
bolillos, la combita peluda del vientre, el sexo fláccido, los testículos hinchados, la
cabeza destrozada por el balazo.
Entonces fue que por fin se quedó solo. Los garrobos arañaban las láminas
del techo cimbrado por el viento, y el silencio húmedo y pegajoso que llenaba el
cuarto era roto a pausas lejanas por el estallido del oleaje detrás del espejo. Un
sabor de esponja marina en la boca, un olor a sal llegando de lejos, pero sobre todo
el perfume en la almohada, un perfume con sudor. ¿Serían respetuosos de la mujer
ajena estos muchachos?, ¿no estaría la Yadira en peligro allá abajo, en la casa
abandonada del mandador, entre tantos varones armados que la creerían una
pervertida debido al cuento de los espejos? Él, y nadie más, era culpable de su
situación. La había despachado para Managua queriendo ponerla a salvo, la
camioneta con el tanque lleno de gasolina, un chofer de confianza, viejo de trabajar
en la hacienda, si salían temprano era posible coger el camino que llevaba
directamente al puente de Ochomogo, alcanzar la carretera panamericana, en
menos de dos horas ya estaban en Managua, y una vez puesta en Managua
quedaba en manos de la pérfida Mesalina, que tenía todavía todo el poder del
mundo para sacarla sana y salva hacia Miami, ya ve, doctor, le había ido contando
Manco-Cápac mientras lo devolvía a su silla episcopal después de mostrarle a la
Yadira prisionera, ese chofer, según declara ella, la bajó a la fuerza frente a la casa
del pastor pentecostal, pero antes de huir con la camioneta se tomó el trabajo de
apear toda la colección de valijas, asunto que puede parecer de buen corazón, pero
lo más probable es que acató el riesgo de que en uno de los retenes los perros lo
mataran para robarle ese equipaje de tanto valor, ¿un viejo amor que ni se olvida ni
se deja, verdad?, y no es que quiera ofenderla, pero ya se le pintan los añitos
encima, ya ha echado carnes, sobre todo en la cintura, se tiñe el pelo, yo, que soy
curioso, me fijé que en el arranque de su hermosa melena rubia se ven los troncos
blancos de las canas, ese par de chichas no me va a decir que son de verdad, y él se
había reído, servil, ante el atrevimiento.
Y otra vez pensativo se había soplado las uñas: Aunque si quiere que le diga
una cosa, ya me estaba fastidiando esa mujer, me convenía hacerme de una menos
ordinaria, ¿usted no la notaba demasiado vulgar? Se le estaban aguando los ojos a
Manitos de Seda sin que pareciera darse cuenta, un celoso tan fúrico como no
existía otro teniendo que aguantar el puñal clavado entre las costillas y no poder
decir ni pío, bastaba recordar su cabanga de apenas un mes atrás, cuando había
obtenido noticias de que andaba la paloma libertina en amores con Marino “Fat”
Zambrano, el presidente de los Chicos de la Prensa, un cronista deportivo de la
Radio Mundial que precisamente la había hecho elegir reina para gozarla gratis
entre fiestas danzantes, paseos al mar y agasajos previos a la coronación, autor de
la hazaña de que una manicurista calzón alegre recibiera aquel cetro que antes sólo
había ido a parar a las manos de hijas de ministros, empresarios adictos al
gobierno y altos militares. Acongojado por la traición se encerró entonces Manitos
de Seda en su despacho, sin recibir a nadie ni contestar los teléfonos, bebiendo de
la dotación de Stolichnaya que guardaba en un gabinete, fiel a la marca de vodka
impuesta por el gusto de Somoza, hasta que decidió subir a la Loma de Tiscapa, se
fue a sus antiguos dominios a contarle sus penas a Moralitos, que lo había
sustituido como jefe de la OSN, y esa misma noche, cuando el Fat Zambrano salía
del restaurante Almendares de la calle Colón, donde se juntaban los cronistas
deportivos a comentar los juegos nocturnos de beisbol, porque el restaurante
quedaba cercano al Estadio Somoza, cuatro hombres se bajaron de un taxi sin
placas, le dieron una soberana apaleada, y al día siguiente estaba la paloma fugada
de nuevo en los brazos de Manitos de Seda, llorando y temblando.
Había sacado ahora del bolsillo del saco, colgado en el espaldar del sillón, el
pañuelo de lino con su monograma, y alzaba los lentes para enjugarse
cuidadosamente los ojos mientras intentaba reírse, los suspiros de llanto y de risa
confundidos en su pecho huesudo: Ya ve, nadie sabe para quién trabaja, le compré,
de muy bruto, el vestido de tafetán con cola de vuelos en abanico para la fiesta de
coronación, los zapatos y la cartera forrados de la misma tela porque debían hacer
juego, la estola y los mitones, un chiflón de reales sin contar los cheques que le
entregué al propio Fat Zambrano para los gastos de protocolo y atenciones
sociales, y créame, doctor, que de haber sabido que me iba a pasar todo esto, no
sigo su consejo. ¿Cuál consejo, general? El de mandar a leñatear al locutor
desgraciado ése, ¿no lo vio en una de las fotos de la fiesta que aparecieron en
Novedades bailando con ella a prudente distancia, más por miedo que por la
dificultad del brazo enyesado en cabestrillo?, y peor ahora de por medio el Jefe,
debe huirle a su reina de fantasía si la ve venir por la misma acera, y volvía a reírse
y volvía a secarse las lágrimas. Tal vez fue un consejo mal interpretado, general. Y
Manitos de Seda se había balanceado en su sillón, la cabeza recostada en el
espaldar: No se atribule ante esa bagatela, no es el primer desgraciado que sufre
quebranto de huesos por andar comiendo del plato ajeno.
Las dos venían del mismo arrabal de León, los linderos del barrio San Felipe
con el cementerio, juntas se habían trasladado a Managua y habían compartido la
misma pieza en las vecindades del mercado Boer, juntas habían ingresado como
aprendices de manicuristas al salón de belleza Wella de la turca Zoraida Manfut,
calle 15 de septiembre, contiguo a la zapatería Los Patitos, y juntas habían hecho
sus primeras excursiones, que comenzaban en salones cerveceros y terminaban en
los moteles, más por el interés de ir conociendo hombres capaces de abrirles
puertas que por dinero contante y sonante, y bajo el requisito mínimo de que los
candidatos tuvieran carro propio y fueran casados, porque las bodas de velo y
corona no eran de su cometido, tan íntimas que la una había corrido a confesarle a
la otra que estaba perdida por el oficial mayor de Manitos de Seda, cómo es eso si
sólo lo has visto una vez, me fascinó a primera vista, ya se está quedando calvo sin
ser viejo, es que esa cabeza en lo oscuro debe ser igual de tersa y sensual que una
nalga, no le lucen anteojos de marco tan grosero, yo le pongo unos de contacto, se
viste demasiado fúnebre, yo lo quiero mejor desnudo, pero si lo tuviera en mis
manos lo transformaría en un figurín: Ahora sí, por fin voy a transformarte a mi
antojo, ya estás en mis manos desnudo, le había dicho la primera vez que les dio la
noche juntos en el Motel Nejapa de la carretera vieja a León.
Le había hecho caso, pidió la audiencia, habló con ella, se arreglaron, volvió
rebosante de contento, y de inmediato mandó a llamarlo a su despacho para
contarle: un ratito nada más de antesala, sale ella misma a recibirlo, lo lleva
abrazado, pero todo muy de respeto, como una hija con su padre que la visita, se
sientan en un diván de cuero blanco que crujía bajo las nalgas, viera su seguridad
de ademanes, su modo imperioso para ordenar café a su mesero particular y para
ahuyentar a las secretarias que la acosan con asuntos, su plática de estado, la
economía, la moneda, los litigios de frontera, los enemigos del gobierno, agarra el
teléfono al final, marca el número privado del Jefe, empieza a calentarlo al solo
comienzo, pegada al aparato, la purrunguita insolente, cosita linda cómo estaba,
pichoncita caramelosa tan angurrienta, que se la cuidara porque en la noche quería
verla berrear, cabecear y patalear, no vaya a creer que no me daba pena, porque
mientras le iba susurrando todas esas lubricidades me miraba a mí, y yo no podía
sino bajar los ojos, por recato, y al fin: Te tengo una sorpresa, tu general Mongalo
está aquí, hemos tenido una conversación muy linda, y tapando el auricular:
manda a decirte que qué bueno que viniste, que estaba ya pensando qué mosca te
había picado.
FISCAL: Diga su nombre, edad, estado civil, oficio, cargo que desempeña y
domicilio.
TESTIGO: Me llamo Alirio Martinica Salamanca, de 32 años de edad, casado
en primeras y únicas nupcias en 1963, abogado y notario; soy Secretario Privado
del señor Presidente de la República, y tengo mi domicilio en el Reparto
Residencial Bolonia de esta ciudad de Managua, de la Casa del Obrero tres cuadras
a la montaña, dos cuadras arriba.
TESTIGO: Debe haber sido cerca de las siete y treinta de la noche, pues
aunque no era nuestra intención quedarnos por tan largo tiempo, empezamos
pidiendo una botella de vodka que ligamos con jugo de naranja, llevaron varios
platos de bocas, que en ese sitio son suculentas, y ya cerca de las tres habíamos
ordenado la segunda botella de vodka, fruto del entusiasmo de poder disfrutar de
aquel encuentro, porque son pocas las ocasiones en que el trabajo de ambos nos
deja para departir; y ya cuando pasaban las seis de la tarde, habíamos consumido
la tercera botella de vodka, sin que nos hubiéramos acordado todavía del
almuerzo.
TESTIGO: Se trata del doctor Indalecio Baca Silva, que tiene su consultorio
en el barrio Sajonia de esta capital, siendo el mismo dentista que me atiende a mí.
Al ser las 3:45 P.M. la Corte ordena al Capitán Preboste conducir al testigo
fuera de la sala. Se acuerda un nuevo receso.
4
Lo llamaba Ignacio desde la baranda del salón de fiestas del Hotel Lacayo,
la casona de tablas encaladas sumida en sombras detrás del follaje de los
almendros, los cuartos del segundo piso clausurados porque no había huéspedes
en los meses de lluvia, la arena que se alzaba en ráfagas azotando los toriles de los
balcones, todo muerto en el balneario salvo aquella turbia luz de las candelas
fluorescentes nubladas de jejenes en el salón de fiestas abierto al mar, y encima de
los gritos con que Ignacio seguía llamándolo la voz de Javier Solís que cantaba a
deshoras en la roconola quisiera abrir lentamente mis venas, mi sangre toda verterla a
tus pies, mientras Jacinto se había puesto a bailar solo bajo las ristras de banderillas
de papel de la China, una mano extendida y la otra sobre el estómago como si
llevara una pareja, y el único mesero, después de haber barrido con aserrín el piso,
acomodaba a desgano las silletas sobre las mesas.
De nada le había servido tenderse en la duna que era como una cama tibia,
porque apenas había recostado la cabeza lo dominó la basca, y de rodillas primero,
en cuatro pies después, empezó a devolver sobre la arena los restos, echando las
tripas en aquel vómito abundante y ácido que olía a aguardiente de estanco, y
ahora que podía sostenerse en pie, tambaleándose, los ojos anegados en lágrimas
por el esfuer-zo, respiraba hondo frente al cielo limpio de constelaciones. Habían
aprobado el examen de derecho internacional público, la última clase del último
año, y tras una larga celebración, de cantina en cantina, La Reina Mab, la
camioneta de asientos transversales que transportara a los Churumbeles de España
por las calles de León cuando debieron tocar una célebre serenata, los había traído
a Poneloya en viaje expreso.
—Jacinto tuvo que recurrir a las reservas estratégicas, de allí vamos a pagar
también el viaje de La Reina Mab, insistencia tuya venir a parar a Poneloya —dijo
Ignacio.
—Lástima mayor que se pierda toda esa fortuna cuando cumpla los treinta
años, porque si no se casa, quienes heredan son las monjas —dijo Ignacio.
—Qué destino tan fatal, unas monjas la rifan y otras monjas se la sacan en
otra rifa —aturdido, pero acuciado a la vez por las puntadas de un insistente
contento, recostó la cabeza contra la amura del bote que asomaba entre el verdor
esmaltado del mangle y cerró los ojos.
—Seguirá paseándose sola por esos corredores del colegio, divagando, hasta
que se convierta en momia antigua dentro del hábito morado —dijo Ignacio.
—¿No creés que le roba? —era todo de pronto tan insólito al abrir los ojos, el
bote recalado entre el follaje del manglar, la luna que sacaba lustre al entrevero de
las hojas y el cielo remoto en el que fulguraban ahora unas pocas estrellas.
—Las pelonas, que no son pendejas, tienen potestad de ver los libros de
contabilidad cada año —dijo Jacinto.
—Mejor vos, te casás con ella y hasta podemos compartirla —las punzadas
de contento se detuvieron bajo sus costillas y se abrazó las piernas, como si con eso
pudiera detener el amago de llanto que amenazaba con sacudirlo.
—Me van dar una beca los gringos de la Alianza para el Progreso —dijo
Ignacio.
—Qué beca de mis pesares, si sólo te veo que andás en vueltas secretas —
respiró hondo, como si antes de alzar los ojos quisiera vencer el miedo que ahora
sentía de asomarse al infinito por el que antes quería volar.
—En qué olvido fueron a quedar las enseñanzas que recibiste de Carlos
Fonseca —dijo Ignacio.
—Una vez nada más en la vida lo vi, y me aburrió con su fanática letanía —
intentó bostezar pero ni eso pudo tampoco, tan quebrantado por las arcadas del
vómito se sentía CARLOTA SALAMANCA, MODISTA DE PERFECCIÓN, el
viento que alzaba nubes de polvo hacía restallar el rótulo de lata negra colgado del
alero en la casa de alto pretil de las Siete Esquinas y el pedal de la máquina de
coser que no cesaba de traquetear hasta la media noche en el corredor del fondo.
—El hambre que me consumía fue la que me dio esa autorización —parches
porosos para el dolor en la espalda por tantas horas agachada, pero de cada
costura que le pagaban una porción de los billetes iba a dar a la lata de avena
Quaker en el ropero bajo llave, para su toga y birrete de la ceremonia de
bachillerato en el Colegio Salesiano, para su anillo de graduación.
—Bueno, dicha la tuya de todos modos, que lo has visto en persona aunque
sea una vez —dijo Ignacio.
—Fue Miss Nicaragua a los diecisiete, así que fea no debe ser —dijo Ignacio.
—Porque el coronel se robó esa elección sentimental mandando a meter
papeletas falsas en las urnas —echó a andar en dirección al hotel, como si probara
a caminar después de una larga convalecencia, y se detuvo en espera de Ignacio
para echarle el brazo al hombro.
—Pues entonces, a lo mejor te interese saber que es mujer muy leída —dijo
Ignacio.
—Algún vicio habrá de tener, no iba a ser tan perfecta —se había vuelto
para que Ignacio lo viera reírse y todavía caminó de espaldas unos pasos antes de
que las ganas de vomitar lo doblegaran de nuevo.
Eso de que los profesores se iban a tomar licor en las cantinas con los
estudiantes después de los exámenes habla muy mal de la educación que se
impartía en esa universidad, Nicodemo está de vena, lo está diciendo a manera de
chanza ahora que poco después de las dos de la tarde se ha suspendido el
interrogatorio para el almuerzo. No todos, responde él, relajado, el maestro Ortega
Aguilar, por ejemplo, que nos daba Procedimiento Civil, jamás se entretenía en la
calle, jamás visitaba a nadie, jamás salía de noche salvo cuando presentaban en el
Teatro González alguna película de Marilyn Monroe, entonces, al apenas empezar
su clase, anunciaba el gran acontecimiento: “hoy voy a ver a la rubia platinada”, la
única vez que decía algo que no infundía temor, porque todos le temblábamos,
Ignacio el que más, comandante, por gusto nos llamaba a cada rato mentecatos,
mequetrefes, lo está viendo de blanco impoluto cabecear como una tortuga en el
afán de librarse de la molestia del cuello almidonado del que cuelga en apretado
nudo la corbata a rayas, el sombrero de pita recién salido de la horma reposando
sobre la cátedra, golpeaba con dos dedos en la palma de la mano y los dejaba
señalando en el aire, los ojos encapotados, uno de ellos bizco, tras los lentes
bifocales, lo está oyendo: Hay inteligencias en bruto que se desperdician en
zanganadas, como el agua que mana de un tubo roto y se va por la cuneta, y el ojo
bizco se dirigía milagrosamente hacia ellos tres en la última fila mientras el otro ojo
permanecía fijo mirando a la nada, mentecatos, del latín mente captus, mente
cautiva, personas fatuas, y mequetrefes, del árabe mugatraf, personas petulantes,
entremetidas, bulliciosas y de poco provecho, dígame si alguien así iba a andar en
las cantinas.
Más bien parece el receso de un examen escolar, las madres enlutadas de los
caídos en la toma de Tola han llevado cecina asada, arroz, plátanos cocidos,
tortillas, queso seco, refresco de tamarindo en un pichel en el que nadan astillas de
hielo, almuerzan los tres jueces en su mesa, en platos de una vajilla que pertenece
al menaje de la casa cural, con molinos de viento pintados en azul, y el reo, con
hambre verdadera, almuerza en un plato de campaña de tres compartimentos,
mientras, sin abandonar su guardia, comen también los dos guerrilleros de turno
que custodian la bandera rojinegra prendida con tachuelas a la pizarra, y asimismo
los otros combatientes populares que se apiñan en la puerta, a esos y a los demás
de afuera, el refresco de tamarindo se los han llevado en un balde de plástico y la
carne en una pana enlozada que sobrevuelan las moscas, hubo un amago de fila
pero luego se amotinaron alrededor de las madres enlutadas para arrebatar cada
uno su pedazo de carne gorda, no alcanzaban los platos de plástico y se servían los
tasajos de una vez en las tortillas, de manera que cualquiera imaginaría más bien
una fiesta patronal porque afuera siguen estallando las bombas de mecate y en los
parlantes, en lugar de las canciones revolucionarias hermano, dame tu mano y unidos
marchemos ya hacia el sol de la victoria, trayectoria de la libertad, es Javier Solís el que
canta ahora sombras nada más entre tu vida y mi vida, y él, con la boca llena, a medio
tragar, hubiera querido comentarle a Nicodemo: nos gustaba ese bolero roconolero
en aquellos tiempos, comandante, oiga allí mi sangre toda verterla a tus pies, pobre
esa mujer idolatrada chapaleando sangre, decía Ignacio, pobres zapatos, y que
después de pasar por un amor como ése se necesitaba una transfusión de por lo
menos dos pintas de plasma.
Esa acción militar pudo haber sido un error, Nicodemo aparta su plato lo
más lejos posible porque las moscas se afanan ya sobre los despojos, no se puede
controlar todo en momentos en que la lucha es tan confusa. No comandante, no fue
ningún error, fueron órdenes del comando táctico del Frente Occidental, salta
Manco-Cápac. Nicodemo lo mira, parpadea, contrae la frente: también los mandos
pueden equivocarse si no disponen de todos los elementos de juicio al emitir una
orden, y todavía hay otros casos en que se ven desbordados por las circunstancias,
como pasó esta misma mañana con el guardia y su sobrino huérfano, fusilados sin
orden de nadie, no fue correcto, hay que reconocerlo, por muy justa que hubiera
sido la ira popular, pero nada se pudo hacer, y la mirada de ceño fruncido de
Nicodemo pasa de la cara de Manco-Cápac a la cara de la compañera Judith, y
finalmente se detiene en la cara del reo que se ha quedado con la mano agarrada
fuertemente al vaso, como si del contacto con la superficie áspera del plástico, más
que de aquel discurso, pudiera esperar algo: es el todo, no las pequeñas partes, lo
que impulsa el salto de la historia, porque las minucias, errores, abusos, injusticias,
se entierran en el olvido cuando hay acontecimientos tan variados y vertiginosos
como los que ocurren en una revolución, y aun muchos actos heroicos corren la
misma suerte, actos que a lo mejor nadie atestiguó y no serán recogidos para ser
contados aunque hayan servido de palanca al salto de la historia, tantas veces poco
agradecida, y olvidadiza.
Calla afuera la música y entran a raudales las voces del alboroto, llegan las
madres enlutadas a recoger los platos y los vasos, le quita una de ellas el suyo, con
una mirada en la que hay un brillo de burla compasiva, y cuando Nicodemo
informa que en ese mismo momento se reanuda la sesión, corre la compañera
Judith a meter una hoja en la máquina. Nicodemo desea que el reo vuelva un tanto
atrás, a la parte referente al final de sus estudios universitarios en 1963, cuando
afirma que le ofrecieron una beca de estudios en España, pero en lugar de aceptar
esa beca, más bien resultó casado; en este punto del interrogatorio el reo solicita la
venia para formular una aclaración, le es concedida, y entonces expresa que en aras
de comportarse con la más absoluta sinceridad en sus respuestas, debe mejor
confesar que esos planes de continuar estudios en Madrid nunca existieron, y es
más, nunca fue un estudiante brillante, quizás no por falta de capacidad, sino de
dedicación, “una inteligencia que no se cultiva es una inteligencia bruta”, como
bien decía el maestro Ortega Aguilar, y no era apto, por tanto, para solicitar una
beca a un gobierno extranjero, como en efecto no lo hizo, de allí que encuentre
justo que se haya llamado “bazofia” a ese pasaje anterior de su testimonio. Eso
significa que la decisión de casarte con Lorena López ya la tenías tomada de
antemano, dice Nicodemo. Responde que no el reo, pues ni siquiera la conocía de
cara, mas para llegar al momento en que se entrevistó con ella la primera vez, debe
relatar los antecedentes de ese encuentro. Autorizado de conformidad, procede, y
dice así:
Que al finalizar las clases del quinto año regresó a la casa de su madre en la
ciudad de Masatepe, a donde había fijado ella su domicilio después de su nuevo
matrimonio con Hipólito Garay, un viudo dueño de un bus de pasajeros que hacía
la ruta a Managua, y un día lunes del mes de abril de 1963, aburrido después de
varias semanas de hallarse dedicado al repaso de materias para su examen
privado, decidió visitar a Ignacio en Granada, y puesto en aquella ciudad se dirigió
a la Calle Atravesada en busca de su casa, que reconoció por las descripciones que
de ella le había hecho repetidas veces el mismo Ignacio, una antigua construcción
con un pórtico de tres columnas griegas cerrado por una verja de lanzas tras de la
cual podía apreciarse en la pared una placa de mármol bastante gastada con la
leyenda EN ESTE SOLAR SE ALZÓ LA CASA EN QUE VIVIÓ EL GENERAL
PONCIANO CORRAL, FUSILADO EN LA PLAZA DE ARMAS DE GRANADA
EL 18 DE NOVIEMBRE DE 1856 POR ORDEN DEL FILIBUSTERO ESCLAVISTA
WILLIAM WALKER, cuántas veces no repetía Ignacio ese texto de memoria. Vino
a abrirle una empleada vestida de uniforme negro y delantal blanco almidonado,
muy entrada en años y medio ciega porque tenía un ojo cubierto por una nube, y le
dijo que diera la vuelta por la calle trasera, donde iba a encontrar un portón con el
rótulo “Jabonería La Esperanza” escrito en arco arriba en letras caladas, que allí
estaba Ignacio, y allí lo halló, en un cobertizo al fondo del patio donde se
guardaban los toneles de sebo y los barriles de lejía, dedicado a experimentar con
unos moldes metálicos la fabricación de un nuevo tipo de jabón, ya no en panes ni
en barras, sino en forma de bola, bajo la tesis de que las amas de casa iban a
preferir un jabón que se gastara menos al hacerlo rodar sobre la ropa, a lo cual un
hojalatero le había fabricado los moldes esféricos capaces de abrirse por la mitad
para vaciar dentro la sustancia que hervía en un perol y que ahora no era azul,
como es común, sino blanca, pues quería llamar a aquel nuevo jabón “Doña
Blanca”, así se iba tranquilo a la clandestinidad dejando a su papá asegurado de
prosperar y defenderse frente al embate de los detergentes extranjeros, entonces,
alegre por la visita imprevista lo había invitado a almorzar a su casa y entraron en
ella por el mismo patio de la fábrica donde los obreros trabajaban a pleno sol en
armar las cajas de pino para embalar el jabón, atravesaron una puerta que daba a la
cocina y allí se encontraron a la misma empleada anciana que Ignacio le presentó
como si fuera parte de la familia, y ya luego a su papá don Adrián y a su mamá
doña Amanda, a sus tres hermanas todavía solteras, muy bonitas, muy cordiales,
comandante, ¿Lourdes, Carmen, Auxiliadora? Nicodemo asiente, lejano, mientras
rellena con el lapicero las pancitas de unas letras de molde, la empleada doméstica
vieja se llamaba Petrona, dice casi para sí mismo, Petrona Potosme, treinta años en
la casa desde el mismo día del matrimonio de sus padres y antes otros muchos al
servicio de sus abuelos maternos, la abuela Filomena necesitaba una niña fuerte y
sana que la ayudara en sus quehaceres, y el abuelo Pío, don Pío Cabistán, la trajo
por delante en el caballo desde su hacienda Palmira en las faldas del Mombacho,
con el tiempo una propiedad muy desmembrada, sólo una parcela de cafetales
había quedado en poder de su madre.
Llamaron a la empleada Petrona para que descorriera las cortinas de la sala
donde había un algo de olor a cagadas de murciélago como en las iglesias
encerradas y aparecieron entonces los sillones de mimbre inmóviles sobre sus
balancines, y cuando fue quitándole ella las fundas de manta las orlas de sus
espaldares se desbordaron como espuma, todo era pasado de moda, las paredes de
la sala estaban empapeladas pero el papel de liras y góndolas enseñaba rasgaduras
y manchas de humedad, una modesta araña con tres coronas de lágrimas de cristal
colgaba del techo de machimbre, en un rincón un árbol artificial de Navidad con
sus bolas escarchadas y su enjambre de ampolletas luminosas aunque se acercaba
ya la Semana Santa, una consola de marmolina bajo un inmenso espejo con marco
de intrincadas volutas de yeso dorado, y la consola llena de retrateras de pewter, la
foto en tonos rosa y azul de doña Amanda, tocada con peineta y mantilla española,
de cuando fue novia del Club Social de Granada, y perdone, comandante, si me
atrevo a decir que abrumaba el candor de su belleza, las fotos de bachillerato de los
hijos, los varones de smoking tropical y las mujeres de toga y birrete, pero los
primogénitos gemelos, que eran mongolitos, también estaban fotografiados de
smoking porque quiero a todos mis hijos con el mismo cariño, le había dicho don
Adrián, la cabeza rasurada a ras en la que despuntaban los tronquitos de cabello
cano, las orejas prominentes como tumefactas, en el cuello un escapulario de María
Auxiliadora, tesoro sagrado de la familia pues había sido bendecido por la santa
Cabrini a su paso por Granada, y una foto más grande que había retirado de la
consola para enseñársela, aquí estamos todos en esta fiesta de disfraces del Club
Social en diciembre de 1958, fuimos en comparsa para representar la película El rey
y yo, tuve que afeitarme completamente la cabeza como Yul Bryner y ya me quedó
esa costumbre, Amanda mi esposa era Deborah Kerr, la institutriz, y todos mis
hijos y mis hijas la prole del rey de Siam, los dos mongolitos presentes también en
la foto como parte de la comparsa, con sus trajes orientales bordados, sus babuchas
y sus gorros de tafetán, tan orgulloso de sus hijos que ya aburría, uno de los
mayores, Francisco Javier, que estudiaba agronomía en el Tecnológico de
Monterrey, se había ganado una beca de la OEA y era el mejor estudiante de su
carrera, con notas superiores a las de cualquier mexicano, estaba ahora de
vacaciones en Granada, no tardaría, desde antes del amanecer se iba a Palmira a
vigilar los almácigos de la nueva variedad de café que quería sembrar en lo que les
quedaba de la hacienda, un apasionado de la caficultura, se quejaba amablemente
don Adrián agitando su vaso, porque había preparado unos whiskys con mucha
agua y unas uñas de hielo como aperitivo, y en eso entró Francisco Javier, quiso
sentarse a la mesa así con las botas embarradas y sin lavarse las manos, pero doña
Amanda lo llevó ella misma, como un niño chiquito, a que se aseara y se cambiara
la camisa y las botas, y el muchacho, dócil, se había dejado, tan amable su plática,
divertido su acento mexicano, quería saber sobre la vida de los estudiantes en
León, sobre los noviazgos, si todos eran comunistas subversivos como Ignacio,
palabras dichas muy en broma y entre risas. Muy en broma y muy en serio, dice
Nicodemo, alzando apenas los ojos, regresó graduado con honores, ahora es
Presidente de UPANIC, la cámara de empresarios agropecuarios, tarde o temprano
va a tener que vérselas con ellos la revolución porque todos, incluido por supuesto
Francisco Javier, son unos perfectos reaccionarios, aunque ahora no tengan más
remedio que apoyar a la Junta de Gobierno proclamada en territorio de Costa Rica,
donde hay burgueses como ellos, a los que hubo que poner allí por razones
tácticas.
Pero en la mesa hablaba don Adrián sobre todo del hijo que había decidido
hacerse jesuita, mayor un año que Ignacio, honor y alegría entregar a un hijo al
servicio del Señor, y Nicodemo, sin dejar el lapicero que ahora traza guirnaldas de
misal florido alrededor de las letras, está mirando por lo bajo a los otros dos
miembros del tribunal, Pedro Fabro, así me llamo, dice, Pedro Fabro Corral, el
seudónimo Nicodemo me lo puso Damián, seguí. Un almuerzo entonces en toda la
regla, primero una sopa de carne con verduras, después un pollo en caldillo, guiso
de papas con nata, maduros horneados, queso de crema, icacos en miel, vino de la
marca Leche de la Mujer Amada, no vaya a creer que comemos así todos los días,
le advertía don Adrián, tanto nos ha hablado siempre de usted Ignacio, bachiller,
¿o debo llamarlo ya doctor?, doctor infieri, había concedido él, y doña Amanda
viendo que los azafates circularan por la mesa cada vez que llegaban desde la
cocina lejana, tan lejana que cuando hacía sonar la campanilla de plata que
conservaba a mano, al lado de su cubierto, la empleada Petrona se demoraba un
mundo porque además tenía los pies llenos de várices, pendiente doña Amanda de
que comieran los mongolitos Luis Gonzaga y Juan Bosco, rasurados a ras igual que
don Adrián y que ya pasaban los treinta años, mirando cada vez a su madre como
si le pidieran permiso para reírse mientras iba ella instruyéndolos de no botar la
comida fuera de los platos, masticar despacio, no llenarse los carrillos, no resoplar
con la boca llena de vino, y tampoco olvida el reo al menor, de quizás siete años,
Domingo Sabio, muy serio y circunspecto, que comía sin haberse aflojado siquiera
el nudo de la corbata de colegial, el pelo peinado hacia atrás bajo una coraza de
brillantina, y porque debía regresar a sus clases de primer grado en el colegio
Centroamérica, que empezaban a las dos en punto, se despidió besándolos a todos
en la mejilla, a sus padres, a sus hermanos varones y mujeres, y aun al visitante,
para recoger su bulto y correr hacia el coche de caballos de la familia, que lo
esperaba en la puerta.
El enjambre florido que dibuja Nicodemo se trenza cada vez más y las letras
capitulares van quedando atrapadas en la maraña, los mongolitos contentos y
nalgones que caminaban como montados en balancines, Juan Bosco envejece junto
a su padre viudo en Granada, y más bien ahora parecen hermanos, Luis Gonzaga
murió de un ataque de meningitis, no olvida que volvía del campo de fútbol
aquella tarde de octubre de 1967, andando sobre los tacos de los zapatos llenos de
lodo porque recién había llovido, cuando el prefecto disciplinario del Seminario
Mayor de Coto de Collado en las vecindades de Quito lo alcanzó para entregarle el
telegrama de la All American Cables suscrito por su padre, el sobre ya abierto pues
toda correspondencia debía ser revisada antes FALLECIÓ LUIS GONZAGA
PENSIONADO HOSPITAL GRANADA ENTIERRO MAÑANA NO INTENTES
VENIR: ¿quiere que recemos juntos? le había preguntado el prefecto recogiéndose
ya la sotana para arrodillarse y por toda respuesta se había arrodillado también
sobre las baldosas tan frías, el sudor de su camiseta secándose con el viento que
soplaba desde las cumbres y entraba en el claustro como en una tronera, pero
Domingo Sabio, aquel niño serio y callado que vino a nacer ya cuando su madre,
de edad de más de cuarenta años no esperaba más hijos, peleaba ahora bajo el
seudónimo de Farabundo, por admiración al revolucionario salvadoreño
Farabundo Martí, en una columna en los barrios orientales de Managua como
artillero de una ametralladora calibre treinta con la que ya había derribado una
avioneta push-and-pull, pero nos estamos distrayendo sin motivo, dice, y voltea al
revés la hoja de los arabescos, el propósito que nos ocupa en esta parte del
interrogatorio es tu casamiento con Lorena López.
Se excusa entonces el reo por la divagación, pues ante tantos recuerdos que
se agolpan en su mente es difícil ir por un solo camino recto, y así, pues, terminado
el almuerzo, ya tarde, lo invitó Ignacio a tomar unas cervezas en la Terraza
Cocibolca, en la costa del lago, a donde fueron conducidos por el cochero que
esperaba sentado al pescante, ya de vuelta Domingo Sabio del colegio, Miguelito
Sandoval se llamaba ese cochero si mal no se acuerda, muy cetrino de piel y canoso
el pelo ensortijado, tan viejo tal vez como la empleada doméstica Petrona Potosme
pero más consumido, y fue en esa ocasión que le preguntó Ignacio si había
pensado bien en el caso pendiente de la pobre huerfanita solita y sin consuelo
encerrada en el colegio de las pelonas, a lo cual contestó que no mucho, por
hallarse dedicado día y noche a la preparación de su examen privado, ya sabían los
dos cómo era eso de vérselas en pleno Paraninfo con los cinco réplicas vestidos de
casimir fúnebre, hasta Ulpiano, Lombroso y Calamandrei se olvidaban de
cualquier cara por mucho que se hubieran sentado a beber con el sustentante en las
cantinas, pero que le prometía ponerle mente en serio al asunto, y ya no abundaron
mucho en la huérfana porque Ignacio volvía constante al tema de las guerrillas que
otra vez, a pesar de los fracasos, estaban siendo organizadas en las selvas del río
Bocay, hacia donde no tardaría en partir por vía de Tegucigalpa, con el pretexto de
que iba a Honduras en busca de un sebo de res de mejor calidad y precio para la
fabricación del nuevo jabón de bola blanqueador, y entonces, cuando ya anochecía
y la brisa que venía del lago les llevaba el olor a guapote frito, y a tripas y
desperdicios que botaban al agua desde las cocinas de los restaurantes costaneros,
emprendieron el camino de regreso a la ciudad en el coche desvencijado que
avanzaba a paso indolente por la Calzada.
Y tras dormir esa noche en una tijera de lona en el mismo cuarto de Luis
Gonzaga y Juan Bosco, que ocupaban camas de hombres grandes adornadas en los
espaldares con calcomanías de Pluto y Tribilín y que olían a berrinche, salió antes
del amanecer por el traspatio de la jabonería cuidando no perturbar a nadie en la
casa, tomó el primer bus de la empresa Cóndor que salía hacia Managua, cambió a
otro de la empresa Vargas en el mercado Boer y al mediodía se estaba bajando en
León frente a la catedral, cercano ya a sus oídos el vocinglerío de las alumnas que
se dirigían al refectorio porque era la hora del almuerzo, y tras atravesar la plaza
Jerez, cegado por el solazo inclemente, tomó el aldabón en forma de mano de niño
y llamó a la puerta del colegio con premura provocadora, necesito ver a la señorita
Lorena López, le informó a la monja lega que asomaba asustada tras la reja, traigo
para ella un recado muy urgente del doctor Macario Palacios, y durante el tiempo
que debió esperar en la acera fue haciéndose cargo de la debilidad de su cometido,
por lo que sintió un miedo repentino ante el fracaso y el ridículo, aunque era tarde
ya para echarse atrás, la monja lega abría la puerta con gran aparato de llaves, le
pedía seguirla al locutorio, en el locutorio encontró a la huérfana sentada con toda
formalidad en una silleta vienesa frente a una mesa cubierta por un mantel de
crochet en el que lucía solitario un florerito de azucenas, y madre Melaine, la
monja superiora, de pie detrás de ella, las manos metidas bajo el mandil del hábito
morado, que se sentara por favor, le ordenaba, mostrándole con un gesto de la
cabeza la otra silleta vienesa al lado opuesto de la mesa, de qué se trataba el asunto
urgente, las erres francesas como si tuviera ronquera de catarro, y él entonces no
pudo dejar de reírse a pesar de su inseguridad y su miedo, ningún asunto urgente,
madre, sólo traía un saludo de parte del doctor Palacios para la señorita, pero ya
que había llegado hasta allí siendo la empresa tan difícil, tal vez le podía permitir
con ella unos momentos en privado, y la monja respingó como si la hubiera picado
un animal ponzoñoso, sepa, joven, que yo no admito burlas, dijo, pero no le dio
ninguna orden de desalojar el locutorio y más bien los dejó solos.
La visitaba todos los días por las tardes, según acuerdo mutuo al que pronto
llegaron en cuanto a la hora, aunque las monjas trinaban viendo aquellos
encuentros como el final de sus esperanzas en la herencia, y durante todo ese
tiempo pudo sostenerse trabajando como corrector de pruebas del diario El
Centroamericano, pues conocía al jefe de redacción, Armando Zelaya Castro, quien,
dicho sea de paso, había sido detenido y llevado prisionero a Managua a raíz del
atentado contra Somoza García, junto con Lombroso y Calamandrei, ocasión en
que también sufrió las más crueles torturas por causa de su amistad con uno de los
supuestos implicados en el complot, el periodista Rafael (Rafa) Parrales.
La captura de Corral había sido negada por las autoridades hasta que el
propio Morales involucró en el hecho a subalternos suyos, a quienes responsabilizó
de haber dispuesto por su cuenta del cadáver lanzándolo al cráter del volcán
Santiago.
De acuerdo a las revelaciones del médico, tras practicar un reconocimiento
al prisionero en una de las celdas de detención de la OSN en la Loma de Tiscapa,
pudo darse cuenta de que se encontraba en estado de coma. Presentaba fracturas
en el tórax, así como en un pómulo y un brazo, y hematomas, contusiones y
quemaduras en la cara y varias partes del cuerpo, incluidos los testículos.
Cuando lo llevaban por los corredores hacia el descampado cuesta abajo, las
manos siempre esposadas a la espalda, todo era apresuramiento porque ya
levantaban campo, metían los pertrechos en las mochilas, recogían los fusiles y las
cananas, cargaban con la ametralladora calibre 50, y ahora, el operador adelante
con el radio a cuestas, se dirigían en desorden hacia los camiones de transportar
reses que aguardaban con los motores encendidos, ya estaban subiendo a los
prisioneros a la plataforma del más próximo por una sección de la baranda usada
como escalera, de primeros el raso y su sobrino huérfano que protegía debajo de la
camisa su tesoro de mangos maduros recogidos del suelo, alegre y confiado como
si se tratara de un paseo escolar, y entre los últimos la Yadira recién maquillada
que se balanceaba sobre los tacones de sus sandalias plateadas mientras mascaba
un chicle, no le habían decomisado la abultada cartera que colgaba de su hombro,
favor muy raro, y el guerrillero a cargo de su custodia debió decirle algo lépero en
la oreja mientras la ayudaba a subir, porque ella se rió con una corta carcajada que
lo alcanzó a él a medio camino hacia el camión y vino a encender más sus
aflicciones, si no habrían pasado gozándola toda la santa noche a gusto y antojo,
uno tras otro, y ella conforme, pero entonces, por encima de su cabeza bajó desde
lo alto del pretil una orden terminante que dejó al muchacho paralizado:
¡Desarmen a ese compañero! No tardaron en rodearlo, entregó el fusil, de pronto
había ya otro guerrillero conminando a la Yadira, con el arma en ristre, a subir sola
aunque tuviera que agarrarse a la escala, y el hechor fue conducido delante del jefe
que había dado la orden. Nicodemo, mi juez, se dijo.
Manco-Cápac, que venía a su zaga, lo alcanzó, lo tomó por el brazo, no, dijo,
usted es un prisionero especial, va en la cabina, y pronto lo estaba ayudando a
poner el pie en el estribo, a acomodarse en el asiento al lado del chofer que no se
hallaba aún en su sitio aunque el motor permanecía encendido, ya conoció por fin
al comandante Nicodemo, tan severo pero al mismo tiempo tan corazón de miel,
un cuadro ejemplar, en Costa Rica fue responsable del control de pertrechos que
nos mandan en aviones de Panamá, de Cuba, de Venezuela, antes en secreto y
ahora a la luz del día, pero se hallaba a disgusto en el puesto, quería acción, le
repugna la burocracia y al fin lo complacieron, vino a reforzarnos dando una larga
vuelta por Honduras, disfrazado de sotana aterrizó en Managua y entró por el
propio aeropuerto Las Mercedes con toda las de ley, claro, no le cuesta nada
porque la cara y los modales de cura nunca jamás se pierden, la compañera Judith
lo acompañaba vestida de monja carmelita, los dos con pasaportes venezolanos, y
ahora anda otra vez contrariado porque en lugar de irse a volar bala al lado del
comandante Ezequiel en la toma de Rivas, como bien deseara, lo han dejado aquí
de jefe del tribunal investigador, yo, por eso, mejor no me quejo, que venga lo que
venga y que no lo sienta venir. Es como si este Manco-Cápac hablara frente a un
sepulcro, pensó, es la plática con un enterrado, a un muerto se le pueden contar
todos los secretos del mundo.
A las ocho de la mañana se puso en movimiento el convoy, adelante el
camión con los prisioneros y sus guardianes, detrás dos camiones más llenos de
guerrilleros, en uno la bandera rojinegra del FSLN amarrada a un palo sin
descortezar que un miliciano agitaba con ambas manos, y cerrando la marcha una
camioneta pick-up, Manco-Cápac al volante, Nicodemo y la compañera Judith
apretados en el asiento delantero y más guerrilleros en la tina, hacían sonar los
cláxones y desde que arrimaron a Guazacate la gente corría a asomarse a los cercos
de espadillo de la orilla del camino, familias enteras en las puertas de los ranchos
de paja y de las casas de tablas encaladas al llegar a La Albina, salía un renco
acunando un gallo entre los brazos como si fuera un niño, a su zaga una mujer de
ancha rabadilla con el cucharón de cocinar en la mano, allá por Salina Quintana
alzaba el brazo en saludo tembloroso una anciana enferma, con un lienzo
amarrado en banda a la cabeza, cuando subían por Las Pilas, jornaleros que
enarbolaban los machetes con que fajinaban en las huertas, al pasar por La Tajona,
jinetes que saludaban desde los caballos con sus sombreros en alto sin abandonar
el trote, allende San Cayetano, alguno que recostado a un horcón mascaba una
brizna de hierba y sólo los veía alejarse en silencio, cuando dejaron atrás El Gigante
entre la densa polvareda.
Una mujer enlutada de pies a cabeza, del tamaño de una niña de doce años,
que calzaba zapatos de varón, flojos de tan grandes, el rostro inclinado en sesgo
como un pájaro que buscara semillas, se abrió paso hasta el estribo de la barata
donde Nicodemo la esperaba extendiéndole desde ya el micrófono y de alguna
parte trajeron una silleta, la ayudaron entre muchos a subirse, recibió el micrófono,
y antes de empezar se enjugó el sudor con el pañuelito bordado que apretaba en la
mano, compañeros y compañeras, buenos días, aquí hemos llegado en comisión
dolorosa las madres de Belén a contarles la forma desconsiderada en que nos
dejaron huérfanas de los hijos que parimos, criaturas de quince años y menos,
mujercitas de su hogar, varoncitos sin vicios que fallecieron hace hoy nueve días
cuando entraron a Belén los malditos diciendo: “Aquí venimos los sandinistas,
sálganse ya de sus casas los valientes que van a combatir con nosotros a la
dictadura”, y no eran sino guardias de Somoza disfrazados de guerrilleros, una
trampa mentirosa porque llevaban los mismos pañuelos rojo con negro amarrados
en el pescuezo y vociferaban sus consignas como si fueran revolucionarios, por
ejemplo, “¡Muera Somoza traidor y asesino!, ¡viva la patria de Augusto Sandino!”,
y de esta forma las criaturas se desbocaron a la calle a recibirlos contentos, y ellos,
los acabados felones, enamorándolos con su megáfono, que vinieran, había rifles
en bendición, armas nuevas bien engrasadas para todos, “¿Voy mamá?”, me
preguntó Juan Erlindo, el menor, todavía masticando el bocado porque estaba
comiéndose su cena con Esteban Tadeo, que era el mayorcito, mis dos hijos ya
matacanes, quedaron sus platos a medio acabar, uno, el Esteban Tadeo, me había
aprobado tercer año de secundaria en el Instituto de Rivas el año pasado, dejó de
estudiar por la penuria, pues tenía que ayudarle al papá en la poca siembra de
caña, el otro, mi Juan Erlindo, en sexto grado de primaria, lo mismo, tuve que
sacarlo de la escuela aunque la maestra me suplicaba que se lo mandara, ya que no
era nada desganado en las lecciones, pero el papá necesitándolo en los siembros
igual que al otro, y yo no les contesté a mis muchachitos si se iban o no se iban,
sabiendo que nadie, ni yo, que era su madre, tendría poder de detenerlos, salieron,
ya había bulla de criaturas en la calle, en la tina de una camioneta los Herodes
groseros tenían aquellos rifles de estampa poderosa que repartían como si fueran
juguetes, botas nuevecitas en sus empaques de plástico, puñadas de pañuelos rojo
con negro, iba atardeciendo ya, y cuando vieron que todos los chavalos lucían
armados ordenaron hacer un desfile, agarraron para la plaza marchando, se
adelantaron unos a tocar las campanas de la iglesia y todavía más incautos se
presentaron al clamoreo de los repiques, entregaron más rifles, y cuando ya los
tenían a todos juntos los metieron a la casa del cabildo que está al lado de la plaza
diciendo que para asunto de un mitin, para darles instrucción política, que dejaran
todas las armas en la entrada, las dejaron, obedientes, pero aún así, esas armas de
qué hubieran servido si no tenían municiones, una sola bala no les habían
entregado, y así fueron pasando, mansos, por el portón, en la oscurana los llevaron
al patio enclaustrado donde hay un pozo en abandono a causa de que se le secó el
agua hace tiempo, y entonces ya rodeados de guardias empezó la balacera
tenebrosa que se oyó de un confín a otro del pueblo, habrán matado no menos de
treinta criaturas, comandante, no hay una lista todavía pero ustedes debían hacer
esa lista y poner en ella a Juan Erlindo Morice, de trece años, y Esteban Tadeo
Morice, de dieciséis, a todos los lanzaron al pozo que quedó colmado de cadáveres
hasta el brocal, y después, no contentos de su iniquidad, con el mismo megáfono
anduvieron gritando amenazas y burlas por las calles, “Que nadie salga de sus
casas muy hijos de puta, al que se salga le quebramos el culo como a todos esos
comunistas que castigó la ley, víboras es lo que han criado estas mujeres putas de
Belén, alacranes colorados, pero ya los machacamos, viva Somoza, viva la Guardia
Nacional”, una insolencia aquel vocabulario, hasta antier abandonaron Belén y
corrimos entonces a la casa del cabildo pero ya era un imposible sacar del pozo los
cadáveres, y solamente unos sacos de cal se pudieron vaciar en busca de hacer más
llevadera la hedentina, gran inflazón y amasijo de pies, codos, manos, rodillas y
cabezas es lo que quedó de ellos dentro del pozo seco que mejor ya mandamos a
cerrar con ripios y con mezcla y encima pusimos bendición de flores frescas como
por caso dalias, jalacates, pensamientos, nomeolvides, azucenas, pero falta que ni
una misa se dijo porque el padre cura del pueblo de Belén ha huido a Nandaime.
De mano en mano le llevaron un vaso de agua. Dio un sorbo. Me
preguntarán que cuántos eran los perros, les diré que muchos, una pandilla de
asesinos de gruesa calaña acantonados en el cuartel de Rivas, de allá mismo
llegaron, y me preguntarán por qué traemos noticia tan vieja, si ya se sabía en Tola
ese acontecer, les diré que no es para brindarles novedades que aquí hemos
venido, sino porque hay unos responsables de esa grosería que ya los tenemos
sabidos, son dos los que decimos, muy feroces canallas. Su jadeo se amplificaba en
los altoparlantes. Se ajustó el rebozo negro mientras zumbaban las voces. Bebió
otra vez. Retiraron el vaso. Se llevó una mano al cuadril. Se supo de esos dos, que
de cierto anduvieron en la matanza de inocentes, porque ya cuando los muchachos
iban en desfile a buscar su muerte, llegó corriendo mi vecina casa de por medio, la
Teresa Cordón, “Filadelfa, acatá que en todo esto hay trampa, entre esos fingidos
guerrilleros que reparten armas, Justo mi marido reconoció a Agapito Jácamo, que
es guardia, su hermano Dámaso Jácamo, que también era guardia, murió en el
asalto al cuartel de Rivas que hizo el padre Gaspar el año pasado, y también va allí
entre los farsantes un hijo del finado Dámaso acompañando a su tío, uno que se
llama Romualdo, de sobra los conoce Justo porque esos Jácamo son de por el lado
de Chacalapa, donde tiene él siembros, gente de pésima levadura, peor el sobrino,
que por poca sea su edad, se pinta para las crueldades”, que corriera detrás de mis
dos muchachitos porque los iban a masacrar, muy seguro, y ya corría yo por media
calle, obedeciéndole, cuando en eso atronó la balacera mortal, es lo que fue, y aquí
ha venido la Teresa Cordón por si la nueva autoridad popular la necesita de
testiga, a ella Dios no le dio hijos pero nos ha acompañado en el sentimiento.
Oyó unos golpes apurados contra la lata de la cabina del lado del chofer,
siga, siga, ordenaba Manco-Cápac y volvía corriendo a la camioneta, se sentaba de
nuevo al volante, la compañera Judith y Nicodemo ya arriba, arrancaba el camión
con los prisioneros tras la camioneta y luego los dos camiones de la tropa, sólo que
ahora despoblados de guerrilleros porque todos se habían sumado al desfile, una
miniatura desde el cielo desierto de nubes la fila de vehículos que desemboca entre
las primeras casas del pueblo dejando atrás una espesa tolvanera que tarda en
dispersarse, y sigue manzana tras manzana por las calles de tierra que se estrechan
entre los aleros, cumbreras de tejas de barro verdecidas de lama y techos de zinc
oxidados, en los cuadrados de los patios penachos de palmeras reales, cocoteros,
papayos solitarios, matas de chagüite, el oscuro verdor del follaje de los mangos
que parece volar en trizas alzado por la tremolina de un viento inesperado, ropa
tendida en los alambres, casetas de excusado, chiqueros, gallineros y jaulas de
conejos, hasta que llegan a la plaza sembrada de malinches y acacias, rodean la
iglesia y se detienen frente a las puertas de la casa cural que un día tuvieron un
color verde esmeralda y el sol ha desvanecido y ampollado, bajan a los prisioneros
del camión, los meten por el zaguán pavimentado de lajas, y es él quien aparece de
primero en el patio donde los viejos chilamates muestran el enjambre de sus
gruesas raíces serpenteantes a flor de tierra.
Alguien que en el centro de ese patio, recostado al tronco del más añoso de
los chilamates, hiciera girar la vista a su alrededor, él mismo, por ejemplo, que ha
sido apartado del resto de los prisioneros mientras les pasan lista, encontraría que
la construcción de dos aguas de la casa cural amenaza ruina. Los pilares de los
corredores aparecen comidos de comején en los capiteles, y no sólo eso: faltan tejas
en algunos trechos del techo, en tanto el repello de las paredes se ha ido
desmoronando para dejar ver la entraña de lodo y cascajos del adobe. Pero es una
construcción de buenas dimensiones, de todos modos. Del lado de la calle, hacia el
norte, una de las alas del amplio corredor da a la oficina del cura, ahora clausurada
bajo candado, al dispensario de menesterosos, y a una bodega de alimentos de
Cáritas donde los guerrilleros han instalado la estación de radio. Del lado opuesto,
hacia el sur, otra ala da a las aulas de la escuela parroquial, destinadas ahora a una
finalidad distinta según los trozos de cartulina amarilla fijados con tachuelas en las
puertas, que muestran la palabra CELDA: la del primer grado para las mujeres,
siendo el caso de que habrá en ella una sola prisionera, la del segundo grado para
las hombres, y la del tercero exclusivamente para él, aulas en las que se notan
algunos modestos trabajos de remodelación, como es el caso de las ventanas de
paletas de madera abiertas en la pared, según las señales no tan recientes del
revoque. Y, por fin, en el ala oriental, que une a las otros dos, hay bajo techo una
tarima para actos catequistas y escolares, donde descansa en un rincón una imagen
tamaño natural de la Virgen Inmaculada, de notoria antigüedad, con una luna
menguante a sus pies. Detrás de esa ala que ocupa la tarima del escenario se abre
un traspatio frontero con la culata de la iglesia, que ya no es visible desde el centro
del patio, como no es visible el aula de kindergarten que allí se ubica, habilitada
para sede del tribunal, a menos que el observador tuviera la virtud de ascender por
los aires y situarse en alguna de las ramas más altas del chilamate.
Pero más que ascender por los aires, agotado por la celeridad de los sucesos
y tragando el miedo como un alimento sólido que pudiera masticarse y deglutirse,
el reo va resbalando por el tronco del chilamate hasta quedar en cuclillas, y desde
esa posición es que alcanza a ver a la Yadira en el momento en que separa del
grupo de prisioneros a paso apresurado y empieza a vomitar. Vomita y llora. Las
perneras de los blue jeans y las sandalias se salpican de aquella rala sustancia
amarillenta que retiene a buchadas antes de verterla a sus pies, y el llanto deshace
el trazo grueso de sus cejas y corre la sombra de sus párpados en un solo amasijo
encontilado, llena de pánico aún porque el huérfano Romualdo Jácamo se había
agarrado a su tobillo al momento en que lo bajaban de la plataforma del camión,
renuente a dejarse arrastrar mientras ella buscaba zafarse de sus manos y le
clavaba con fuerza el tacón de la sandalia en la oreja hasta sacarle un hilo de
sangre, y cuando lo arrancaron por fin de su lado se había quedado todavía
pateando en el aire, pateando y dando alaridos.
Fue lo último que habría de ver de la Yadira, hasta no saber cuándo, incapaz
de adivinar la causa de su vómito y de su llanto, porque ahora era introducido por
fin al aula que sería su celda. La luz ardiente, de un blanco de cal, entraba por las
paletas de las ventanas abiertas en sesgo y dibujaba barras incandescentes sobre el
piso, mientras los pupitres, encaramados unos sobre otros para hacer espacio, se
alzaban en un túmulo en el que las patas de hierro de los últimos arañaban el cielo
raso. Con paso incierto y la cabeza gacha fue a situarse contra la pizarra desteñida
donde podían leerse, en aplicada letra de trazo femenino, las palabras onza libra
arroba quintal fanega, pero no había corrido mucho tiempo cuando llamaron a la
puerta con toquecitos suaves, corteses, como si requirieran de su parte permiso
para entrar, ¿se puede? La compañera Judith asomaba la cabeza, otra vez en sus
labios la sonrisa discreta, pero antes entró el muchacho picudo experto en nudos
trayendo una colchoneta listada, la desenrolló, la tendió en un rincón y volvió a
salir.
Lo primero que hizo ella cuando quedaron solos fue buscarse en el bolsillo
trasero del pantalón de fatiga el paquete celeste de Belmont, cigarrillos ticos, dijo, y
encendió uno. Fumaba con gracia. Daba una bocanada tranquila, dejaba que las
volutas de humo se dispersaran por el aula y se quedaba sonriendo de una manera
que a cualquiera aturdía, el hondo pozo de seducciones en que se había ido de
cabeza Manitos de Seda, aguas tranquilas que a duras penas se agitaban, como
ahora, cuando buscaba de nuevo, presurosa, el paquete de cigarrillos, en la actitud
de quien se ha olvidado de algo grave, sacaba otro, lo encendía con la brasa del que
fumaba, y él, al momento en que iba a ponérselo en la boca viró la cabeza, no,
gracias, le daba vahído el sólo olor del humo, en un tiempo sí había fumado,
mucho, dos paquetes diarios de Camel, y cuando Somoza impuso el hábito de
fumar puros habanos, también fumaba Joyas de Nicaragua calibre largo, las tierras
de Teotecacinte, en Nueva Segovia, donde se cultiva la hoja de capa, eran tan
buenas como las de Vuelta Abajo, decía el cubano de Miami Elisardo Marrero,
socio de Somoza en el negocio de los puros, había abandonado el vicio de fumar
gracias a unos chicles suizos de nicotina que le recomendaron, puros habanos y
vodka Stolichnaya su dieta diaria, el vodka, por desgracia, le seguía gustando,
aunque tampoco pudiera decirse que fuera un caso como para ingresar a los
Alcohólicos Anónimos, eso sí, el hábito de beber en ayunas no dejaba de
preocuparle, una necesidad imperiosa de hablar que le había venido de pronto
como una diarrea, y ella sólo lo oía mientras se agachaba para apagar
cuidadosamente el cigarrillo rehusado en un resquicio de los ladrillos del piso y
volvía a meterlo en el paquete, el objeto de su presencia era avisarle que la primera
sesión del tribunal tendría lugar más o menos en una hora, apenas el comandante
Nicodemo se desocupara de unas diligencias urgentes.
Guardó silencio, quizás para que él tuviera la oportunidad de preguntarle
qué clase de diligencias urgentes, cosa que no hizo, pero ella de todos modos se lo
explicó, el comandante Nicodemo estaba ocupado en escribir un informe dirigido
al comandante Ezequiel sobre el incidente imprevisto referido al raso y su sobrino.
No le gustaba aquel lenguaje legal que desdecía de su sonrisa inocente, sus frases
recitadas a grandes pausas, con voz algo hombruna, como si se hallara delante de
un auditorio y no en aquella soledad donde nadie más podía escucharla, y
entonces, un torpe sentimiento de cólera vino llenándolo desde lo hondo como
hasta poco antes lo había llenado el miedo, una oquedad que se vaciaba de manera
repentina para repletarse de una sustancia diferente, no me venga a mí con cuentos
de incidentes, lo que hubo fue un linchamiento y ustedes lo permitieron, dígame
de una vez, ¿eso es lo mismo que me va a pasar a mí?, ¿yo también voy a morir
apaleado en la calle como un perro con rabia? Ella siguió fumando, sentada a
medias sobre la mesa de la maestra, el cigarrillo muy cerca de la boca. La situación
se puso incontrolable, usted lo vio, dijo. Yo lo que vi es que los guerrilleros que
ustedes mandan se revolvieron con la turba para linchar a los prisioneros, dijo él,
que no había abandonado su lugar de espaldas a la pizarra. ¿Han bajado acaso de
Marte esos guerrilleros?, dijo ella. No me importa de dónde han bajado, dijo él. Es
la misma gente común y corriente, gente del pueblo. Sólo que ahora están
armados, dijo él. Ésa es la única diferencia, dijo ella, están armados pero son los
mismos, iguales a los otros que andan en esa multitud insubordinada. Y ustedes
dejan que todos hagan lo que quieren, dijo él. Si usted está creyendo que en esta
revolución existe un poder que lo puede todo, se equivoca, si no es con autoridad
moral, basada en una trayectoria, no hay poder que valga. Qué es eso de autoridad
moral, autoridad es autoridad. Sí, autoridad moral, tendría que venir el
comandante Ezequiel a hablarles, a él lo respetan porque lo conocen desde niño. Es
uno de ellos, y ustedes no. Sí, es uno de ellos y nosotros somos unos extraños aquí.
Y no pueden imponer la disciplina. Si ordenar a los combatientes que disparen
contra el pueblo para quitarle de las manos a unos asesinos es la disciplina en que
usted piensa, olvídese, nadie va a dar esa orden, y tampoco nadie va a obedecerla.
Su marido no puede controlar esta situación, es lo único que queda en claro. ¿Mi
marido? El comandante Nicodemo, su marido. Ella sonrió. Dejaría de ser Manco-
Cápac, buen combatiente, pero muy boca floja. Usted tiene influencia en su
marido. Mi compañero. Bueno, su compañero. ¿Acaso cree que nosotros vemos el
poder como ustedes, repartido entre parejas matrimoniales, o entre amantes, como
pasa con Somoza y su pérfida Mesalina? Pero usted misma tiene eso que llama
autoridad moral, o trayectoria, lo que sea, usted estuvo en la toma de los rehenes
en la quinta de Jacinto Palacios.
Ya había aplastado la chiva del cigarrillo con la suela, pero era como si
siguiera fumando y el humo se siguiera disolviendo en el aula, buscando el cielo
raso. Otra vez Manco-Cápac, dijo, también debe haberle contado que fui yo quien
le puso la trampa a Manitos de Seda. Eso fue público, me acuerdo de su foto en los
periódicos. De todos modos, ¿de qué me iba a servir aquí en Tola mi participación
en esos hechos? Porque precisamente son parte de su trayectoria y la respetan por
eso. En la toma de rehenes que menciona también estuvo el comandante
Nicodemo, con un papel más importante que el mío, y tampoco le sirve de nada.
Ya lo sé, era el Tres. ¿Otro secreto que le contó Manco-Cápac? No, lo averigüé por
mi cuenta porque es la misma voz, hablamos por teléfono la noche del asalto.
Curiosa coincidencia, dijo ella. Debe acordarse bien de eso el comandante
Nicodemo, yo llamé buscando que no hubiera derramamiento de sangre, gracias a
mi intervención es que después se pudo negociar todo a través de monseñor
Obando y Bravo, la libertad de los prisioneros sandinistas, la difusión del
comunicado, el dinero del rescate, todo. Ella no parecía interesada en aquel alegato
repentino, y más bien lo soslayó con un leve movimiento de los hombros. ¿Qué
quiere, pues, que vaya a decirles?, ¿que atraje a un famoso torturador y asesino a la
celada que le costó la vida?, ¿que era la número Siete del comando que hace años
secuestró a los invitados a una fiesta de altos somocistas?, ¿y que el comandante
Nicodemo era el número Tres? Tienen que hacerle caso, porque si no, también me
van a descuartizar a mí. Dio unos pasos y vino a situarse frente a él, que ahora
había palidecido, la cólera ya evaporada y el mismo miedo incómodo llenando otra
vez la vieja oquedad. Para ellos no somos nada, a lo más unos números que
quedaron sueltos porque Cero, el jefe del comando, fue asesinado dos años
después del asalto, y no creo que tampoco lo recuerden. ¿Qué me va a pasar
entonces? Quieren su cabeza, ya lo vio. ¿Me van a entregar al populacho? Ella ya
no sonreía. No, les anunciamos que el comandante Ezequiel viene en persona a
resolver su caso, y ellos aceptaron acercarse aquí, pacíficamente, a esperar su
llegada, mientras nosotros adelantamos el interrogatorio. ¿A qué horas llega? A
ninguna hora, lo que buscamos es entretenerlos, nada puede despegarlo de la
operación que empieza esta misma medianoche, la toma de Rivas.
Hasta aquí no se oyeron los tiros de ese fusilamiento, dijo él, sin intención
ninguna de que ella lo escuchara, y como si hablara de un acontecimiento que no le
concernía para nada. Pero ella, que por fin había tirado el palillo inservible al piso,
dijo: El viento está soplando hacia el lago. Gracias doy al viento, dijo él. Falta
todavía, dijo ella. ¿Qué más puede faltar ya?, dijo él. Abrieron la fosa en el campo
de beisbol para no enterrarlos en sagrado. Y ustedes también lo permitieron. Según
el alegato popular, no podían ser tratados como cristianos debido a su cuenta de
crímenes. ¿Usted estuvo allí? No, pero me dieron el reporte. ¿Por qué me ha
contado todo eso? Porque quiero que sepa que lo consideramos algo indebido, y si
estamos luchando no es para que triunfe la barbarie, dijo ella. Eso suena como un
discurso que ya lo he oído desde hace tiempos en muchas otras bocas, dijo él. Tal
vez es una voz vieja que le habla dentro de usted mismo, se sonrió amablemente
ella. Tal vez, dijo él. Pero así como yo repudio esa acción, le confieso que no sé qué
hubiera hecho si fuera una de esas madres de Belén, a lo mejor hubiera matado a
esos asesinos con mis propias manos antes de que llegaran al muro del cementerio.
Aunque se tratara de un niño como ese huérfano Romualdo, dijo él. No sé, dijo
ella, tendría que ser una madre de esas para saberlo.
Había abatido la cabeza y cuando la alzó de nuevo ella salía ya, cerraba tras
de sí la puerta con la misma suavidad que la había abierto al entrar, y el único
rastro suyo que quedaba ahora en el aula asoleada eran las colillas en el piso, seis o
siete colillas y los palillos de fósforos regados en extraña figura sobre los ladrillos
rojos formando quizás una corona.
La vez que fallé a la cita que habíamos concertado en la librería Barnes and
Noble de Coconut Grove sospechaba para qué me querías porque Lauree me lo dio
a entender, y si había asistido la noche anterior al lanzamiento de tu libro
Margarita, invitada por la misma Lauree, se debió a la curiosidad que tenía de
conocer a un compatriota escritor recién premiado, pero sobre todo a alguien que
no vacila en utilizar personas reales en sus libros, según habías hecho conmigo
misma en ¿Te dio miedo la sangre? Y si te digo algo no me lo vas a creer, no había
leído ese libro y hasta ahora no lo he leído, precisamente porque aparezco allí,
según me lo hicieron saber desde hace tiempo, como quien mete un cuento, ciertas
conocidas del exilio que a veces me llaman por teléfono, pues si de algo me precio
es de no fijarme en sonseras, siempre me he abanicado lento con las bagatelas de la
vida, con los malos decires, a mi qué, y luego, cuando salió Castigo divino también
me hablaron de ese otro libro tuyo en mal, que estaba lleno de algo así como
calumnias contra ciertas personas de una familia honorable de la ciudad de León, y
ése sí lo leí, y te confieso, me gustó, porque su trama es intrigante, y uno al final de
cuentas no sabe si Oliverio Castañeda era un envenenador criminal, o un
fantasioso enamorado, o qué.
El artículo que te dedicaron hace poco en el New York Times mencionaba que
ya habías empezado a escribir ese libro que de nuevo me involucra, el libro para el
que querías sonsacarme información desde la vez de nuestro encuentro frustrado
en la librería, asunto del que ya no me quedan dudas porque tú mismo me lo has
venido a confirmar en tu e-mail, y de nuevo me han dado la campanada de alerta
mis conocidas, que me prepare a soportar tus ofensas gratuitas. Pero entonces me
he dicho que si es cierto que ésas son tus intenciones, es mejor que ponga yo
misma la cabeza de manera voluntaria debajo de la guillotina, como ya ves que lo
estoy haciendo al escribirte este attachment, para decirte aquí estoy, ésta es mi vida
que compartí con Alirio Martinica, éstas fueron mis frustraciones y éstas fueron
mis alegrías a su lado, ésta fue mi soledad, éste fue mi orgullo, ésta fue mi ansia de
libertad, mi sed de ser yo misma, algo que empiezo por confesarte aunque puedas
pensar acaso, “éste no es más que el lenguaje de una que pasa el día viendo
telenovelas venezolanas unas tras otra”, lo cual sería una equivocación de tu parte
porque yo no veo telenovelas, no vayas a empezar por menospreciarme.
No me halaga jugar el papel de heroína, que te quede eso bien claro, menos
en las páginas de un libro tuyo, pero tampoco me agradaría que me hicieras
aparecer como un personaje secundario o de adorno, ni tampoco como una
culpable o villana, y por eso es que cualquier cosa que quieras poner de mí, mejor
me la preguntas antes y así puedo aclarar tus dudas acerca de mi vida al lado de
Alirio Martinica, un hombre escabroso, es cierto, muy dado a sus fatuidades, pero
que tuvo su calvario, y todo aquel que tiene un calvario merece que se le guarde
compasión, y es aquí donde quería decirte, antes de nada, que si algo espero de ti
es que nunca vayas a tomarlo como objeto de burla, y ya te veo protestando que
no, pero te lo aviso por si acaso te viene esa tentación, y tampoco se te vaya a
ocurrir condenarlo de antemano, ni a él ni a mí, por somocistas, que a estas alturas
ya te habrás dado suficiente cuenta de que muchos de los que pelearon para botar
a la familia Somoza terminaron cayendo en lo mismo de siempre, bolsas repletas,
corazón contento, aunque todavía se sigan llenando la boca al llamarse a sí mismos
revolucionarios, y por tal razón ahora me río de los juicios que dicen que haces
sobre mi papá adoptivo en esa novela bendita que no he querido leer, un militar
que fue duro seguramente cuando le tocó serlo, no era instruido, pero era leal, y
con esa lealtad le ayudó al viejo Tacho Somoza a ejercer el poder a la manera de
entonces, y aquí viene mi parte, a mí me rescató de un hospicio de huérfanas, me
dio cariño de padre, hizo lo que mejor pudo por educarme, y fíjate bien en esto que
te digo y repito, jamás se le ocurrió buscarme como mujer, según dicen también
que has afirmado en aquel mismo libro, una falsedad peor que la otra sobre el
fraude en el concurso de Miss Nicaragua, ya se ve que mi destino es vivir a merced
del capricho de tus invenciones.
Una pregunta tuya será seguramente por qué me casé con Alirio Martinica.
De los tres amigos que siempre andaban juntos en sus tiempos universitarios, al
que mejor conocía era a Jacinto Palacios porque su papá, el doctor Macario
Palacios, era mi guardador, pero nunca sentí ninguna atracción por él, sin
embargo, el que más me llegó a gustar entre ellos, aunque no era nada del otro
mundo en cuanto a físico se refiere, fue Ignacio Corral, una atracción de lejos,
porque trato casi no tuvimos entonces, sólo aparecía en la capilla a oír misa los
domingos, se acercaba a comulgar, y hasta una carta romántica recibí de él una vez
a través del mismo Jacinto con una poesía de García Lorca copiada en el cuerpo de
la carta, pero aquello nunca llegó a más, y tampoco podía confiarme de que esa
carta fuera legítima de Ignacio porque los tres vivían dándose bromas de todo
color y tamaño, entonces, queda Alirio Martinica, el más lejano para mí, solamente
había oído su nombre en labios de Jacinto, le pedí una vez que me lo describiera y
me dijo que tenía ojos verde mar y pestañas coquetas, como de mujer, y orejas
también de mujer, muy chiquitas, pintándomelo como afeminado, que en el cuarto
donde vivían por la Recolección, cuando creía que nadie lo estaba viendo se ponía
vestidos escotados de mujer y zapatos de tacón alto que escondía en el fondo de su
valija, pero yo sabía que todos esos infundios eran parte del juego de sus bromas,
una vez le pagaron a una barata para que saliera a anunciar por todas las calles la
muerte del decano de la Facultad de Derecho con música fúnebre y por poco los
expulsan de la universidad.
Alas de cera, ilusiones de volar, qué vergüenza siento al tener que escribir
en este teclado que cuando lo mataron mi espanto se volvió muy pronto cobardía,
a tal extremo que nunca me atreví a hacerle el menor reproche a Alirio Martinica
por haberse prestado a declarar que aquel día funesto acompañaba a “Moralitos”
en una farra, algo que de todos de nada sirvió y que sólo se explica por el miedo,
miedo a que Somoza fuera a cobrarle caro por haber escondido a dos terroristas en
su propia casa, ya sabrás que Ignacio andaba acompañado de una “compañera
Cristina”, pobrecita, se comportaba como una monja en sus costumbres, una monja
rígida que mucho celaba a Ignacio, pero hasta donde pienso, no eran celos de
mujer, sino celos fanáticos, ten en cuenta que entre ellos se trataban con unas reglas
muy rígidas, informes escritos para cualquier cosa, crítica y autocrítica, cosas que a
veces daban risa.
Tres días después salió en Novedades una crónica firmada por la redactora
social Lucrecia Ayón, con foto a tres columnas del momento en que la novia era
entregada al pie del altar por el doctor Macario Palacios, presidente del Soberano
Congreso Nacional, y no se había citado correctamente en la crónica el apellido del
novio, que apareció como Alirio Martínez y no Martinica, ni se había dicho que la
modista que confeccionó el traje de la novia, en moaré con aplicaciones de minardí,
había sido su propia suegra, Carlota Salamanca viuda de Martinica, su última
labor de costura porque estaba ya enferma de cáncer y murió a los pocos meses.
Poca concurrencia, filas enteras de bancas vacías, no había muchos en León a
quienes invitar por parte del novio, aunque se hicieron presentes uno que otro
compañero de estudios y Ulpiano, Lombroso, Calamandrei con sus respectivas
esposas, escasas compañeras de colegio de la huérfana, ya estaban dispersas desde
varios años atrás, casadas en sus lugares de origen, o en el extranjero, con hijos, ni
siquiera telegramas de felicitación habían mandado algunas porque de todos
modos nunca tuvo ella muchas amigas en el internado, por su edad la sentaban
aparte en el aula, un pupitre especial delante de la primera fila, y más bien parecía
un disfraz en su cuerpo el uniforme, una mujer hecha y derecha de falda escocesa y
blusa blanca, tobilleras y zapatos de cordones, además de que existió siempre
aquella sombra imperdonable de haber salido de la turbia entraña de un hospicio,
aunque el coronel Catalino López la amparara bajo el manto de su dinero, pues en
lugar de dos juegos de sábanas, como mandaba el prospecto, tenía cuatro, de la
marca americana Fruit of the Loom, y el doble de todo, faldas, blusas, camisones,
portabustos, blúmeres, las sábanas, las fundas y las toallas marcadas con el
monograma de sus iniciales en La Casa del Bordado de Managua, en su alacena
bajo candado una copiosa provisión de sobres de sopas Maggi, tarros de
Frescavena, latas de galletas de soda, botellas de salsa de tomate, y guardado
debajo de su catre un aro acolchonado para sentarse en la taza del inodoro y no
tener así que poner las nalgas donde las ponían las demás.
—A esos tres muñecos, cuando andan con sus esposas, parece que se les
rompe la cuerda —se había casado de smoking tropical y no dejaba de arreglarse el
tieso corbatín rojo.
—Vos aprendé a no tenerle miedo a la tuya, aunque sea más grande, más
fuerte y más trancona —dijo Jacinto.
—Thalamus omnia aequat, la cama todo lo iguala —el corbatín rojo hacía
juego con el clavel de fantasía metido en el ojal, el fajín de tafetán y los tirantes.
—Después me contás cómo se acomoda la huérfana grandotota en la cama
—dijo Jacinto.
—Si sabe más de una posición, la clásica, no es virgen ni que te lo jure, para
eso de fingir las estrecheces se inventó el alumbre, que es inmemorial —dijo
Jacinto.
—Mi papá traía bien ensayado el cuento del cliente del burdel que muerto
de sed se bebió de un solo trago el agua de alumbre que la puta manejaba en un
vaso para esos menesteres de fingimiento que te digo, y después no podía abrir la
boca de tan apretada que le quedó —dijo Jacinto.
—La sábana manchada de sangre, eso sí, te la puedo enseñar de lejos, desde
el balcón del Hotel Lacayo —los zapatos de charol de empeine libre, sin cordones y
horma en punta, escogidos por la huérfana de un catálogo en La Casa del Lagarto
el día que habían ido de compras a Managua en un taxi alquilado, juntos por
primera vez al aire libre pero bajo la custodia de una monja guardiana.
—Es lo único que no calza con los fastos de esta boda, esa luna de miel
pobretona en el caramanchel del Hotel Lacayo —dijo Jacinto.
—Nada malo tiene nuestro amado y anciano Hotel Lacayo —en los puños
de la camisa las mancuernillas, dos reinas de corazones esmaltadas en oro, que la
huérfana había salido a encargarle al Orfebre Segismundo, en compañía de otra
monja guardiana.
—¿Te parece poco tener que bajar cada vez el bacín para irlo a botar a los
excusados comunales? —dijo Jacinto.
—Más bien hechos presentes que recuerdos, porque seguís viéndote con la
pregonera de frutas en ese hotel —dijo Jacinto.
—La misma exigencia del capellán de las monjas cuando me confesó ayer —
otro olor distinto el de la Erlinda, un olor agrio de frutas ya pasadas entre los
pechos, un olor de vinagre de guineos en los sobacos.
—Y trabajo que le costó a mi papá el permiso para usar el club sin ser vos
socio, peor tu caso que el de Calamandrei —dijo Jacinto.
—Ni el sabio Debayle hubiera sido capaz de cambiarle esos rasgos propios
de la heroica raza indígena de Subtiava —los pechos que le cuelgan pesados ahora
que busca ponerse a horcajadas se cubren de pronto de semen, y afloja entonces el
cuerpo con desengaño.
—Lleváselo a don Adrián, tal vez se interesa en el tema del nuevo jabón de
bola —disgustada va hasta el aguamanil a lavarse los pechos, se envuelve en la
toalla y se asoma al balcón.
—Si es algo que se va a quedar entre los dos, te cuento —dijo Jacinto.
—¿Sabe Manitos de Seda que Ignacio dejó una carta? —se vuelve con un
gruñido, se cubre los ojos bajo el brazo y abate la cabeza, y al sacudir la cabellera
lacia se agitan los pechos morenos que le parecen ahora más grandes, como más
grande le parece la aureola violeta de los pezones.
—Lo que más lo golpeó fue que la abuela, siendo tan pobre, además fuera
ciega —“la categoría de los pasivos, y la categoría de los activos…”
—Los primitivos cristianos sin más túnica que la que andaban puesta, y
pendejadas semejantes —dijo Jacinto.
—Si Ignacio se te apareciera de pronto, así clandestino como anda, ¿vos que
harías? —“en todo caso, muchachos, tomen nota de que el peligro empieza por las
nalgas”.
Van a ser las cuatro de la tarde y en el patio hay un receso hondo de las
voces porque están escuchando con atención a alguien que cuenta un asunto
gracioso, y de pronto le responden con risas, unas risas en coro que son como un
amago de lluvia. Nicodemo se ha detenido a revisar las hojas mecanografiadas que
tiene frente a sí, los brazos un tanto encogidos, separados de la mesa, el bolígrafo
suspendido, en la inminencia de que pronto todo va a continuar otra vez, y
alzando la vista mientras repone el bolígrafo en el bolsillo, mira al reo, y dice:
Quisiera pedirte que ampliaras el incidente del robo del reloj. Y él, no sabe por qué,
rebaja tanto la voz que la compañera Judith estira el cuello para ponerle oído y
termina diciendo que nada se le escucha. ¿Es que acaso no fue suficiente el
almuerzo doctor, que se le nota tan debilitado?, dice Manco-Cápac, y él sonríe,
dócil a la broma.
Quisiera saber cómo fue que se metieron tan recio con el juego de ruleta,
dice Manco-Cápac, ¿es cierto eso de que su señora se entrenó desde niña en la
escuelita donde el coronel Catalino López instruía a sus cuadrillas de tahúres? En
la mesa del jardín había empezado con las rondas de canasta, haciéndose la mansa,
después fue metiendo a sus socias en los laberintos del póker, que bien conocía,
hasta que las envició, acostumbrándolas a apostar fuerte, pero al poco tiempo, sin
abandonar su diversión de las tardes con los naipes, se dedicó en las noches a la
ruleta, porque es cierto, gracias a la familiaridad adquirida en su infancia con los
juegos de azar, conocía los secretos y mañas del oficio de los tahúres, no sólo en el
póker, sino también en la ruleta, la fuerza calculada del impulso que debe darse a
la rueda al ponerla a girar para que se detenga donde mejor conviene, y las
miradas de entendimiento entre el croupier y el ruletero.
Nicodemo habla con pausas suficientes para que aquella explicación sea
copiada, pero la compañera Judith, aunque lo sigue muy atenta, mantiene los
dedos inmóviles sobre las teclas, y es hasta que lo oye dirigirse al reo que empieza
a escribir de nuevo: ¿Te molestaba que Jacinto Palacios gozara ya de la intimidad
del dictador cuando apareciste por la puerta de atrás, nombrado su secretario
privado? No, Jacinto Palacios no gozaba de esa intimidad cuando yo llegué a la
Loma de Tiscapa, era un funcionario importante, pero no un íntimo de Somoza,
dice él. A ver, explicate mejor. Mucho lo perjudicaba su afición a robar cámara, a
dar fiestas sonadas, o peor, hacer que se las dieran a él, algo que le disgustaba en el
alma a Somoza, y no pocas veces hizo planes de sacárselo de encima mandándolo
lejos, con algún cargo diplomático. Esa explicación que me estás dando no me
convence, Somoza no dejaba de alabarlo en sus discursos, lo condecoró por haber
propuesto el sistema aquel de silos de lata para acopiar las cosechas de granos de
los pequeños productores, te acordás que el pueblo comenzó a llamar con sorna
“los paniquines vacíos” a esos silos porque nunca funcionaron, aunque bien visto,
la idea no era mala, lo malo era el sistema corrupto de Somoza, de modo que te
pregunto, ¿a qué se debió la marginación en que acabó Jacinto Palacios? Tras
reflexionar unos momentos, el reo expresa que según su entender, la causa
principal de ese hecho estuvo en la fidelidad terca que Jacinto Palacio le profesó
siempre a la Primera Dama, Hope de Somoza, cuyo bando era cada vez más débil,
mientras tanto crecía el bando de la pérfida Mesalina, razón por la cual, en su
calidad de amigos de toda la vida que habían sido, le hizo ver en no pocas
ocasiones el error que estaba cometiendo, y sobre todo, que debía renunciar al
cargo de tesorero del Comité Pro Construcción del Teatro Nacional Rubén Darío,
obra cumbre de la Primera Dama que la pérfida Mesalina trató de boicotear a cada
paso, con sus influencias en la aduana, por ejemplo, para que atrasaran el aforo de
los numerosos contenedores que traían materiales y equipos de tramoya,
electricidad, ventilación, sonido, luminotecnia, butacas, cortinajes y decorados, y
por último, ya ante lo inevitable, quiso deslucir el concierto de inauguración. Sin
embargo Somoza asistió a ese concierto, dice Nicodemo. Por razones de protocolo
tenía que hacerse presente, y también los ministros por fuerza del mismo
protocolo, pero en la recepción de gala que siguió en el foyer no permaneció más
que unos momentos, y al desaparecer, quedaron excusados los ministros, que se
fueron detrás de su caravana a la mansión de la otra, donde había preparada una
fiesta con la actuación de Miguel Aceves Mejía y el mariachi Garibaldi, más de
cuarenta músicos transportados desde México a fin de opacar a la soprano
española que había cantado en la función inaugural, Victoria de los Ángeles cree
que se llamaba.
Decime una cosa, se acerca, sin prisa, Nicodemo, con las manos en los
bolsillos: la celada ésa del pasquín, con los nombres y datos de los amantes de la
pérfida Mesalina, ¿se la tendiste vos a Manitos de Seda? El reo guarda silencio,
mira hacia el piso y luego dice: Puedo explicar las razones que tuve. No tenés que
explicar nada, bonito estaría ponerse a oír aquí descargos sobre trampas en contra
de Manitos de Seda, a mí qué me importa. Manitos de Seda le había pasado a
Somoza la pistola con que mató a mi padre. Pero eso es algo que entonces vos no
sabías, según has declarado aquí mismo, así que no me vengás con cuentos, le
preparaste la celada para que te quedara debiendo el favor de sacarlo de esa
misma celada, y al mismo tiempo, para que la pérfida Mesalina supiera que si
volvía contrito a comer de su mano, era gracias a vos, no le gustaba que nadie la
despreciara, ni siquiera sus amantes descartados, pero te hago otra pregunta: ¿no
será que vos mismo fuiste parte principal de la intriga que le hizo perder a Jacinto
Palacios el favor del tirano? Eso es absolutamente falso. Esperame a que termine:
¿no será que vos mismo lo animaste a mantenerse en el bando de la esposa de
Somoza, mientras, por el otro lado, corrías a informarle a la pérfida Mesalina que
tu amigo del alma no tenía remedio? Eso también es falso. ¿Te pidió ella que lo
convencieras de dejar el bando de la Hope de Somoza? No lo recuerdo bien. ¿Te lo
pidió, o no te lo pidió? Pudo habérmelo pedido, a lo mejor. Fracasó en reclutarlo y
pasó tiempos con la espina de esa rebeldía clavada, porque el teatro se inauguró en
diciembre de 1971, y a Jacinto Palacios no lo destituyeron del cargo de presidente
del Infonac sino en octubre de 1972, poco antes del terremoto, como resultado de
un plan urdido entre ella y vos. No sé de que plan me habla, comandante.
Nicodemo se restriega de tal manera las guedejas del mentón, que parece
como si fuera a arrancárselas, y se coloca frente a él. El hecho de que su genio
estrella hubiera permanecido en el bando equivocado, no le parecía a Somoza
razón suficiente para sacarlo del gobierno, cuando además le aseguraba desde el
Infonac préstamos fraudulentos para sus negocios y era bien visto por la embajada
americana. De eso no sé nada, comandante. Así que, confabulado con ella, le
informaste a Somoza que Jacinto Palacios le mandaba canastas de rosas rojas todos
los días, con tarjetas perfumadas, un cambio abrupto, de adversario jurado a
enamorado rendido, y cuando Somoza ordenó investigar, interceptaron una de
esas canastas, se puso hecho una fiera, firmó de inmediato el decreto de destitución
que preparaste y se fue a buscarla, la sacó de la piscina agarrada del pelo, la golpeó
en la cara y le dejó un gran hematoma en el ojo, fijate qué clase de levadura la de
esa mujer, dispuesta a aguantar una apaleada con tal de desquitarse de Jacinto
Palacios. Le insisto en que de eso no sé nada, comandante. Sí que sabés, a Somoza
no se le ocurrió llevar sus investigaciones a la floristería, allí hubiera hallado tus
huellas, y tampoco la OSN quiso profundizar, los Minifaldas le caían mal a los
oficiales de la guardia porque los veían como advenedizos y demasiado
presumidos.
La carta robada
[Informe de la compañera Cristina, 1971]
De: Cristina
A: Compañero Misael
Una madrugada del mes de abril del corriente año salimos del campamento
citado de La Choriza, cercano al encuentro del río Zinica con el caño Boca de
Piedra, y rompiendo montaña todo el día por Filas del Papayo en compañía del
baquiano Toribio Chiquito (había también otro baquiano llamado Toribio Grande
pero a ése ya lo habían matado), bajamos hasta El Corozo con el objetivo de
anochecer en casa de la colaboradora doña Celinda que nos dio albergue y
desayuno. Muy de madrugada nos alistaron allí bestias para allegarnos a San
Bartolo a fin de esperar un camión de ganado que venía de Waslala y podía
transportarnos hasta Matagalpa según los arreglos de otro colaborador, don Chico,
que mercaba reses en esa zona; y así fue que acostados entre las patas de los
animales que a veces nos cagaban la cabeza y nos orinaban, y porque amagaban
con patearnos no podíamos ni movernos, atravesamos sin novedad los constantes
retenes de la guardia, retenes fuertes de doce o quince soldados. Cruzaban sobre
los cerros los helicópteros que iban y venían de Waslala, pasaban camionadas de
campesinos presos, mujeres con sus muchachitos agarrados al pezón, chavalos ya
macizos, niñas en edad de merecer, ancianos enclenques, a todos se los llevaban
para meterlos en las famosas zanjas excavadas por órdenes de Vulcano en el
descampado dentro del cuartel de Waslala; cuentan y no acaban los campesinos
que han estado refundidos allí y quedan libres por milagro, o porque quiere
Vulcano que alguien salga a publicar sus crueldades para azuzar el miedo.
Detrás de alambradas de púas muy gruesas están esas zanjas de tres metros
de hondo y tal vez seis metros de largo, que con los grandes cuerazos de lluvia van
empozándose, pasan días los presos aguantando adentro un frío perro de hacer
temblar, frío y hambre bastarda, no les dan el más mínimo bocado, se sueltan en
alaridos porque el agua entra a borbollones y va subiendo hasta sus cabezas, y caso
hubo de una mujer que no tuvo otro remedio que quedarse en la postura de brazos
para arriba sosteniendo a su criatura que no se le ahogara; hasta que aparece a
medianoche Vulcano en persona, lo alumbran arriba con fuertes focos sus
secuaces, se queja en sorna de que no dejan dormir a la tropa con tanto grito, y es
mejor que ya se persignen, porque apenas cesan sus burlas vienen los artilleros a
causar mortandad con fuego de ametralladoras de sitio, cierran con un bulldozer el
hoyo, vuelven a abrir otro para esperar más presos, y a quienes no van a la zanja
los suben a los helicópteros para lanzarlos desde arriba por diversión de los
mismos malvados.
Al no hallar alma nacida, contra todas las reglas nos arriesgamos a dormir
esa primera noche en una pensión llamada Isabel, que queda cerca del parque Fray
Bartolomé de las Casas, por donde cruza la carrilera del tren que va a Sabana
Grande, con la intención de abandonarla al día siguiente pero sin saber para dónde
agarraríamos, y además ya sin dinero, porque además del pago del alojamiento
mucho habíamos gastado en carreras de taxi. Ante la situación sin salida, al
presentarse la mañana el compañero Igor decidió probar suerte con un viejo amigo
de su papá, compañero de colegio en Granada, un coyote, como llaman a los que se
dedican al cambio de dólares, de nombre Benedicto Hermógenes Lacayo, alias
Gallo de Lata; y aunque resultaba peligroso semejante acercamiento, vimos que era
necesario jugársela en procura de un escondite para mientras podíamos pegar con
alguien de las estructuras, ya que volver a la montaña no tenía el menor sentido.
Vino a abrir una empleada de nombre doña Azucena Salcedo, siendo los
otros empleados doña Rosita Smith, la cocinera, Ramiro Escorcia, el chofer,
Hipólito Ruiz, el jardinero (a todos les elaboró con posterioridad una ficha el
compañero Igor para determinar su grado de peligrosidad potencial); pasamos a
una sala a la orilla del jardín donde había una gran piscina, fue doña Azucena
Salcedo a llamar a la dueña de la casa que se llama Lorena López de Martinica, y
salió ella al poco rato de su dormitorio, una mujer de bastante estatura, se acababa
de bañar porque traía el pelo remojado que se alisaba con un cepillo, y al principio
parece que no reconoció al compañero Igor, él se acercó, le tendió la mano, y
entonces le dijo su nombre verdadero, soy tal y tal, viejo amigo de Alirio su esposo,
no se si se acuerda de mí, y ella empezó de nuevo a cepillarse, no le dio ninguna
respuesta, no le dijo ni que sí ni que no, si lo recordaba o no lo recordaba, y en ese
momento Gallo de Lata la tomó por el brazo y salieron los dos por la puerta
corrediza de vidrio que daba al jardín, se pusieron a platicar por un rato que a mí
me pareció muy largo, él hacía gestos con los brazos, ella seguía cepillándose,
terminaron, y mientras Gallo de Lata se quedaba afuera, sentado en el borde de
una de las sillas reclinables al lado de la piscina, volvió ella y dirigiéndose a mí me
dijo que iba a mandar de vacaciones a doña Azucena Salcedo hasta su pueblo que
era La Conquista, y que yo me quedaba por un tiempo como empleada de adentro,
en obligación de barrer y limpiar cuartos y baños, cambiar ropa de cama y toallas,
echar agua a las maceteras, después me iba a enseñar cómo se manejaba la
lavadora de ropa, todo lo decía sin dejar nunca de cepillarse el pelo y sin mirar
todavía para nada al compañero Igor, que estaba de pie en un rincón, y hasta que
terminó conmigo se volteó para donde él y le dijo que tenían que hablar los dos,
que la siguiera a la oficina, y él agarró su valijín y la siguió.
Alirio Martinica tenía tal vez la edad del compañero Igor, pero era ya
bastante quitado de pelo, con unos restos de colochos sobre la calva. Calzaba esa
vez unos mocasines llenos de polvo y venía vestido de traje entero de un color
como canela, la corbata floja, el saco sobre el hombro, colgado de una mano; me
miró extrañado, sin responder a mis buenas tardes, y yo me fui a seguir mis oficios,
inventando que barría pero atenta a todo lo que estaba por acontecer, porque sabía
que ante cualquier mal pálpito suyo solamente me quedaba correr en busca de mi
pistola. Pero no hubo novedad.
Debido a que la cocinera doña Rosita Smith salía a las ocho del servicio, me
tocó a mí poner la mesa para los tres, pues cenaron bastante noche, el compañero
Igor vestido de manera ya normal con camisa, pantalón y zapatos propiedad del
mismo Alirio Martinica, pues eran los dos más o menos de la misma medida y
tamaño, y pasó esa cena sin alarmas, más bien entre mucha plática y de repente
risas.
Resolvimos que debía ser yo quien saliera a procurar los contactos, porque
así corríamos menos peligro, cosa que empecé a hacer, contando con el
consentimiento de ella, después de levantar el servicio del almuerzo. Fui primero a
la oficinas del CUUN en la UNAN, donde uno de los dirigentes estudiantiles me
dio la dirección de un doctor que tenía su clínica cerca de la Reencauchadora Santa
Ana, por rumbo del Cementerio General, uno que le decían “el Volche” por causa
de haber estudiado en la Unión Soviética; se asomó a la salita de recibo al oírme
entrar, las manos llenas de yeso porque estaba atendiendo a un paciente con el
brazo fracturado, y como me vio con el uniforme del servicio doméstico creyó
seguramente que llegaba por asunto de aborto y me pidió que esperara. Pero
cuando ya su paciente se había ido con el brazo en cabestrillo y escuchó mi
historia, me dijo, tragándose el susto, que todo lo que podía darme eran cien
córdobas de ayuda y que por favor no volviera, que lo tenían muy vigilado.
Después, otros estudiantes del FER con los que fui a verme en el Cafetín
Presto de la misma UNAN me llevaron a buscar a una enfermera de seudónimo
Rafaela que vivía por Campo Bruce, pero no estaba esa vez en su casa porque tenía
turno en el Hospital Bautista, donde trabajaba en la sala de partos. Me dejaron allí
los estudiantes y la esperé hasta que iban a ser las seis de la tarde, cuando apareció
y pude platicarle, y aunque de mal modo al principio, se comprometió a entregar a
su responsable una carta que el compañero Igor preparó esa misma noche y que yo
volví a dejarle al día siguiente; pero tuvieron que pasar dos semanas antes de que
recibiéramos una respuesta del compañero Damián, el único de los jefes
clandestinos del Frente Urbano que quedaba en todo Managua.
El compañero Igor supo calmarlo, le argumentó que más peligro corrían con
el escándalo que estaba armando, y al poco rato se sentaron los tres a conversar,
pidieron más hielo, pusieron más discos, y el altercado se disipó; pero como se
impuso la necesidad de nuevas salidas y ella servía siempre de chofer, volvieron
las protestas y los gritos, algo que preocupaba al compañero Igor, pero no tanto
como las reuniones con el compañero Damián, que se celebraban cada vez más a
menudo no en casas particulares, sino a bordo de un vehículo, en caminos
solitarios, con los tres compañeros armados subidos en el asiento trasero, al punto
que estaba temiendo ya por su vida; asunto que si expongo de esta manera es
porque se me ha ordenado ser absolutamente veraz en mi informe.
Sin embargo fue una debilidad del compañero Igor haberle suministrado la
dirección de la casa de seguridad, y se lo reclamé desde la primera vez que ella
apareció en esa casa, al día siguiente mismo de que nos habíamos trasladado. Él se
excusó diciéndome que sólo había llegado a dejarle unos informes del Banco
Central que necesitaba para unos estudios sobre la situación socioeconómica de
Nicaragua, documentos que ella misma le había conseguido, o no sé si el propio
Alirio Martinica; pero más grave fue que esas visitas se continuaran repitiendo. A
la hora menos pensada llegaba a dejarle ropa que le compraba en las tiendas,
aunque el compañero Igor no podía asomarse ni a la puerta, le llevaba también
comida preparada en su casa o en restaurantes, pollos al pastor, sándwiches
envueltos en papel espermado, ensaladas de fruta, pudines, un termo de naranjada
con hielo, pajillas, vasos de cartón. Además de los peligros que ya corríamos con la
pésima ubicación de la casa, esas visitas eran una temeridad, dejaba parqueado su
carro bastante lejos, es cierto, pero una mujer como ella, caminando por esas calles
pobres con un termo y una canasta repleta de comida, llamaba la atención; mas
ante mi reclamo, lo que el compañero Igor hizo fue pedirme que el compañero
Damián no fuera a darse cuenta de aquellas visitas porque podía frustrarse nuestra
salida para Costa Rica, que ya estaba arreglada, íbamos a irnos en el vehículo de un
colaborador hasta Sapoá, y de allí un baquiano nos iba a pasar por veredas hasta el
pueblo de La Cruz, al otro lado de la frontera, cosa a lo más de una semana para
que se pusiera en ejecución el plan, semana que fue alargándose eternamente.
Una tarde los oí conversar desde la cocina, donde lavaba yo los trastos del
almuerzo, y me quedé helada. Decía ella que había tomado la decisión de venirse
con nosotros a Cuba para que le dieran entrenamiento militar y cursillos políticos,
quería convertirse a la causa, renunciar a su pasado, que podía aportar dinero, y
cuando se fue, de inmediato le hice ver al compañero Igor su seria falla de no
haberla parado en treinta de una vez por todas, que si no era una espía encargada
de seguirnos hasta Cuba, a lo menos era una peligrosa aventurera sin consistencia
ideológica, pero él, tomándolo a broma, me dijo que nada malo veía en que la
revolución terminara siendo financiada por el negocio de la venta de las libres y
del contrabando de whisky; en cuanto a lo de aventurera, que muchas grandes
militancias empezaban por eso, por un deseo de aventura; y en cuanto a lo de
espía, que no tenía lógica, eran aconteceres que sólo figuraban en las películas de
cine. Además, si la dejaba divagar en sus fantasías de venirse con nosotros a Cuba
era para no causarle una desilusión por adelantado, cuando alzáramos vuelo ya no
nos iba a encontrar, sólo la casa vacía.
Ahora sí, la puerta se abría por completo para dar paso a Manco-Cápac que
se enjugaba el sudor de la frente con el dorso de la mano sana, la misma en que
traía el sombrero, y entraba con él a todo volumen el barullo de fiesta, hay un
ambiente chibirisco, doctor, no se ha quedado nadie en su casa, el comité de orden
ha dado permiso para que metan al patio la banda de chicheros y la barata, mesas
de fritangas y venta de gaseosas también, ya las están instalando, licor por
supuesto que no, ya oyó, de pronto ponen una mesa de tororrabón, quién quita el
juego de la sirenita, una ruleta en su pedestal, a usted que tanto le gustaron las
apuestas de ruleta, de todos modos no hay quién de sotana en esta casa cural que
impida la diversión, y si se les ocurre, hasta la cabra maromera y un fakir
angurriento suben a la tarima de actos escolares porque debido a la guerra por
aquí se ha quedado varado un circo de esos en palmazón que ni carpa tienen,
nomás las bancas de galería y dos palos tensados y un travesaño para enganchar el
trapecio, gente alborotada ésta de Tola, se están alistando para pasar la noche, la
cosa es que dejen sesionar al tribunal sin tanta bolina, ya que haya comité de orden
es bastante avance, no sé que le parece a usted.
Ni El Chigüín, recién llegado de West Point, y que andaba por los pasillos
del búnker en uniforme de camuflaje, exhibiendo las barras de capitán recibidas
como regalo de graduación, pasaba más horas al lado de Somoza que él. El
muchacho, que ya exhibía señales de gordura, un mal de familia, no le contestaba
los buenos días y de repente parecía como si fuera a morderlo, quizás es que
respiraba por la herida de la madre, pero una mañana, para su sorpresa, había
entrado a su oficina con una lata de Coca Cola en la mano, ¿le permitía sentarse un
rato?, una pregunta a voz golpeada, una orden más que una solicitud, y él había
alzado la cabeza de sus papeles, lo había mirado a los ojos, y se había dado cuenta
de que se las estaba viendo con una criatura indefensa y necesitada. Nada más
quería conocer la rutina, le dijo, el day-to-day, y pronto se puso a hablar
banalidades, asuntos de su vida de cadete en los Estados Unidos que transformaba
en grandes aventuras, y él, solícito y paciente, dejó sus ocupaciones y se dedicó a
oírlo toda la mañana, parpadeando con extrema constancia para que advirtiera con
qué cuidado le prestaba atención.
Regresó luego una vez, y otra, siempre la lata de Coca Cola en la mano, y lo
que quería, en verdad, era hacerle confidencias, más tímido de lo que nunca él se
hubiera imaginado, había conocido en el vuelo de Lanica, viniendo de Miami, a
una stewardess costeña, un monumento de hembra, Grace Cayasso, nativa de Corn
Island según sus pesquisas, tenía el teléfono de la casa donde se hospedaba en
Managua cuando no andaba volando, la casa de una tía en la colonia Unidad de
Propósitos, pero cómo hacía él, presentarse en aquel barrio, con escolta, gosh,
arriesgarse a ir a buscarla solo, manejando él mismo, Shit, what a crazy idea, ni a
llamarla se atrevía, para colmo su voz era muy parecida a la del Jefe, incredibly
alike, y además, qué iba a decir el Jefe, me hace un teatro por andar con mujeres,
How could I say it… que no debo, damn it, y se acercó, bajó la voz, you know, the
case is… se trata de una negra, a fucking colored girl.
Somoza nunca había vuelto a poner los pies en la mansión del Retiro desde
que la Primera Dama perdió la guerra frente a la pérfida Mesalina, y se fue a su
destierro voluntario en Miami, del que sólo regresaba cuando le tocaban
comparecencias públicas inevitables. Entonces, casi furtiva, volvía a ocupar la
mansión, donde el único habitante era el hijo recién llegado de West Point. En esa
mansión, sacudida a medianoche por el terremoto que arrasó Managua en las
vísperas de la Navidad, y de pronto en tinieblas, Somoza se había dado cuenta de
que los teléfonos no le respondían, ni tampoco el transmisor de radio instalado en
su limosina, porque los oficiales, clases y soldados que no perecieron bajo los
escombros en las barracas de la Loma de Tiscapa y el Campo de Marte, habían
corrido a sus casas en busca de sus familiares, igual que sus escoltas, mientras sus
funcionarios civiles, ministros y demás, se ocupaban también de los suyos, con lo
que se halló literalmente solo e indefenso. Salvo por él, que había acudido a su
lado el primero, y el único, hasta que empezaron a llegar, ya alto el sol, las tropas
aerotransportadas del Comando Sur de los Estados Unidos desde la Zona del
Canal de Panamá.
Ahora, lejos del Retiro, el ser más poderoso de Nicaragua no tenía hogar al
que volver cada día, y aunque recalara a menudo en la cama de la pérfida
Mesalina, vivía en el mismo búnker, donde disponía de un apartamento nada
suntuoso, de modo que era usual que él lo buscara fuera de horas en su dormitorio
para plantearle asuntos urgentes. Tocó aquella vez a la puerta, y cuando la voz
gangosa dijo adelante, lo encontró sentado en el borde de la cama mientras un
ordenanza de uniforme kaki, arrodillado en la alfombra, terminaba de amarrarle
los cordones de los zapatos. Se hallaba ya vestido de traje oscuro y corbata brillante
de rombos rojos, porque iba a la fiesta de quince años de la hija de uno de sus
ministros, y él sólo esperó que se retirara el ordenanza para contarle del plan que
había urdido en beneficio de su vástago. Somoza, las piernas muy abiertas, como si
no terminaran aún de amarrarle los zapatos, se le había quedado viendo fijamente,
el ceño fruncido, y él temió, no se le habría ido acaso la mano, pero antes de que
rematara su informe ya en aquella cara redonda había empezado a formarse una
amplia sonrisa, una máscara de hule que alguien hubiera acomodado de otra
manera, jalándola por los carrillos, estirándole la boca, y por tanto, apresuró el
remate, La cita es en la casa de la Yadira, Jefe, pero matemos dos pájaros de un tiro,
cuando avisen por radio los escoltas que adentro ya todo acabó, y ya nos hayamos
llevado a la morena, se presenta la Dama fingiendo que aquella es su casa y vuelve
más temprano de lo previsto, y para qué sigo, de seguro quedan a partir de un
confite los dos, ya sabe lo artista que es ella, y perdone si me he entrometido, dijo,
sabiendo ya de antemano que de ninguna manera se había entrometido. ¿Ya sabe
ella del plan?, había preguntado Somoza, removiendo los resortes del colchón con
sus vaivenes entusiastas. Ya sabe, está esperando la llamada suya, porque esto
solamente usted puede autorizarlo. Y Somoza, entonces, avanzó a trechos a lo
largo de la cama, empujándose con las nalgas, hasta alcanzar de un manotazo el
teléfono en la mesa de noche, discó el número de la pérfida Mesalina, y mientras
esperaba respuesta dio unas palmaditas cariñosas sobre el colchón, siéntese,
doctor.
Ahora que el teléfono ha quedado mudo, como una pieza inútil, se siente
dominado por esa ansiedad ante los males imprevistos que tanto se parece a la
ilusión, y entonces puede ver, otra vez, el parquecito del Crucero con sus cuatro
bancas nimbadas por la neblina, allí donde el camino mal asfaltado que asciende
hacia Las Nubes se separa de las últimas vueltas de la carretera sur, borracho
perdido que iba, indiferente al riesgo de despeñarse en un abismo, toda la tarde
metido en el Gambrinus, sin un real en la bolsa, firmando vale tras vale, no quita el
pie del acelerador mientras sigue subiendo y los faros alumbran a fogonazos la
masa oscura de los cafetales, los portones de fierro de las quintas, una bolsa rota de
cemento Canal viene de repente a posarse sobre el parabrisas para elevarse
flameando y desaparecer, y por fin el largo muro coronado por un ovillo de
espigas de alambre de púas, la cortina de cipreses tras el muro, y más allá los altos
ventanales que brillan con fulgores de laca negra, el portón de madera bajo el alero
de tejas, el guardián que sale de la caseta cubriéndose los ojos con el brazo frente al
deslumbre de los faros, la quinta Mary Jo, como la había bautizado Jacinto en
honor a su esposa, hija del gerente regional para Centroamérica de la Texaco
Caribbean Company, parece que también te la hubieras sacado en una rifa, le había
dicho al oído cuando lo abrazó al pie del altar en la iglesia del Carmen tras la
ceremonia de la boda, pero no era tan cierto, el premio mayor ya le había tocado en
suerte cuando volvió de Chicago con el postgrado y se puso al frente de los
Minifaldas, que vestidos con camisetas y gorras rojas gritaban Somoza forever en
las manifestaciones de campaña, tanto costaba verlo ahora en su despacho del
Infonac como ver a Somoza en la Loma de Tiscapa, mientras él, caído en la
indigencia, pitaba y pitaba en la oscuridad para que le abrieran, se acercaba el
vigilante armado de una escopeta, no estaban los patrones, llegó otro vigilante
armado de otra escopeta, nadie puede entrar, órdenes terminantes, sea quien sea, y
brillaron entonces los focos de una camioneta, Jacinto que llegaba, se bajó, quiere
abrazarlo y no se deja, estás borracho, le dice, me das otro trago y me compongo,
qué triste espectáculo, pasemos, nada de pasemos, me vas a dejar aquí afuera,
quién te ha invitado, voy a irme pues con las manos vacías, no entiendo de qué me
estás hablando.
Mi hijo me contó del mal percance que tuvieron, quiso darle una lección
pero se le fue la mano, le había dicho Macario Palacios cuando firmaba la carta de
recomendación dirigida a Manitos de Seda. Ningún mal percance, ya ve, dejé de
jugar. Pero usted no quiere contestarle ni siquiera el teléfono, eso no me parece,
ustedes han sido como hermanos. Descuido mío, pierda cuidado, hoy mismo lo
llamo. Y había llamado a Jacinto esa noche para que su protector quedara contento,
le salió Mary Jo, tan fría, pero Jacinto cogió el teléfono como si nada hubiera
ocurrido, lo invitaba a pasar un domingo en la finca de Tola, solteros como Dios
los había echado al mundo, había tanto ganado fino de alta estampa en estos
tiempos, con fierro o sin fierro, que era una lástima dejarlo perecer de necesidad.
Un domingo que los dos sabían jamás iba a llegar.
Llamó al radio operador del búnker para que buscara cómo conectar de
inmediato con la base de Bluefields, y mientras aguardaba se sintió extraño en
aquel escenario de oficinas desiertas bajo las luces de quirófano, las fundas de
plástico gris cubriendo las máquinas de escribir, los numerosos archivadores
precintados, el despacho de Somoza visible a través del desorden de sillas de la
sala de sesiones, con el viejo escritorio presidencial, herencia del padre, guarnecido
como un catafalco, y dentro de una urna, a un extremo, la bandera de Nicaragua,
plegada en su asta, con el escudo de armas suntuosamente bordado, aparadores
llenos de trofeos ganaderos, la estatuilla de bronce de un caballo pura sangre en la
mesa baja del centro, la foto a colores de un toro Charolais, campeón de
sementales, en la pared del fondo, tras el escritorio. Y mientras las sirenas de las
patrullas se alejaban hacia la carretera sur, rumbo a Las Nubes, abrió la gaveta
donde guardaba la agenda telefónica, buscó el número y empezó a discar a
sabiendas de que no estaba autorizado, Papa Chepe ni siquiera había vuelto a
llamar, tampoco Somoza respondía desde Bluefields, y a esas alturas lo más seguro
es que ya no necesitaran de él porque estarían en comunicación directa a través de
sus canales de radio, un albur el suyo, los zumbidos largos se repetían, pegó el
auricular a la oreja, descolgaron, hubo un silencio del otro lado, hasta que una voz,
aquella voz, dijo: Esta casa está bajo el control del comando Ignacio Corral y aquí
nadie ni se vende ni se rinde, ¡patria libre o morir!
Extraños en la noche
[Conversaciones telefónicas, 19 de octubre de 1974]
NACIONAL
SERVICIO DE E.T.
TRANSCRIPCIÓN C.T.
C.M 123/74
S.D.: Esta casa está bajo el control del comando Ignacio Corral y aquí nadie
ni se vende ni se rinde, ¡patria libre o morir!
A.M.: ¿Por qué esa violencia, cuando las cosas se pueden arreglar
dialogando?
A.M.: Póngame por favor al jefe de ustedes, todo esto se puede arreglar
antes de que ocurra una desgracia.
S.D.: Por el momento, que retiren de inmediato a todas las fuerzas que están
rodeando la quinta en plan de zafarrancho.
S.D.: Tienen que retirarse por completo del perímetro, no puede haber
ningún militar, ni tampoco civiles armados en trescientos metros a la redonda.
S.D.: De lo contrario vamos a comenzar a ejecutar uno por uno a los rehenes,
empezando por Jacinto Palacios.
A.M.: Les ruego tener calma, con buena voluntad todo se puede arreglar.
S.D.: Aquí nadie puede hablar con nadie, este es un operativo militar, y ya te
dije que Jacinto Palacios es el primero de la lista.
A.M.: Más les conviene conservar la vida del doctor Palacios, hablen con él,
es una persona civilizada, puede ayudar a encontrar una solución.
S.D.: ¡Vos me estás queriendo distraer mientras nos atacan! ¡ya nos están
atacando por varios flancos!
C.T. interrumpida.
NACIONAL
(OSN)
SERVICIO DE E.T.
TRANSCRIPCIÓN C.T.
C.M 124/74
S.D.: Te escucho.
S.D.: No podemos evitar que los familiares de los que tenemos adentro estén
llamando a cada rato.
S.D.: Sobre todo porque ustedes están creando ese nerviosismo, con el
ataque que hubo.
S.D.: Por poco hay una masacre. Aquí se mueren todos, y nos morimos
todos.
A.M.: Me atuve a lo que fue cierto, que almorcé con él en determinada hora
y fecha, nada más.
C.T. interrumpida.
NACIONAL
(OSN)
SERVICIO DE E.T.
TRANSCRIPCIÓN C.T.
C.M 125/74
C.T. interrumpida.
8
—¿Qué mierda significa todo esto? —era en verdad otro, comandante, como
alguien que no es ya de este mundo.
—¿Con qué permiso has invadido mi casa? —si hubiera visto esa sonrisa,
como dejada de sí misma, casi borrándose en sus ojos, en sus labios.
—No estoy para bromas, así que esta visita se acabó —pero al mismo
tiempo daba la apariencia de que ya nadie sería capaz de curarlo del desvelo, como
si fuera a quedarse para siempre con los ojos vidriosos abiertos.
—Eso no es asunto mío —eran sus mismos ojos, pero aquel brillo pícaro de
antes había sido apagado por las penurias y las fatigas.
—Si hubiera tenido otro lugar donde esconderme, jamás se me ocurre venir
a molestarte —dijo Ignacio.
—Pues escogiste el peor lugar, esta casa está vigilada día y noche —y el olor
a animal de monte, tan persistente, iba a quedarse metido en las últimas rendijas
de aquella oficina para la eternidad.
—¿Encima de todo trajiste a una persona más? —peludo, greñudo, con una
barba de enfermo que no termina nunca de aliviarse, necesitaba un barbero, tijeras,
talco, colonia, jabón.
—Es una maestra normalista, está en mi columna desde hace un año —dijo
Ignacio.
—¿Mientras estén aquí? —y por todo equipaje un maletín viejo con el sello
de la Panamerican, desinflado, con tan pocas cosas adentro.
—Una semana, tal vez menos, mientras puedo pegar con otros compañeros
de la organización —dijo Ignacio.
—Está muy loca mi esposa si piensa que se van a quedar en esta casa una
semana —al lado del maletín una pistola, la cacha reparada con tape negro.
—Estúpida ella, y estúpido Gallo de Lata, ¿qué anda haciendo ese viejo
animal metido en todo esto? —y una granada de mano en forma de pesa de
balanza, con la argolla de la espoleta en la cabeza.
—Su argumento de que éste era el sitio más seguro me convenció —dijo
Ignacio.
—¿Y de dónde saca Gallo de Lata pendejo que aquí no te van a buscar? —
siempre que se trataba de hacer viaje a la zona de tolerancia, más allá de la Ermita
de Dolores, San Ignacio alegaba que debía estudiar, jamás había bailado con la
Natty, la putilla que arrastraba el culo suculento por el suelo, la preferida de
Jacinto, jamás se la había llevado por el corredor oscuro a uno de aquellos cuartos
forrados con láminas de catrinite abombadas por la humedad.
—Hay personas así, como Gallo de Lata, que se la juegan por nosotros si se
presenta la ocasión, por amistad, por lástima, por lo que querás —dijo Ignacio.
—Afilando el cuchillo con que les van a cortar el pescuezo, el muy baboso
—“dado que no se le conoce tampoco ninguna compañera de vida dentro de las
filas subversivas del FSLN, es probable que sus costumbres de abstinencia puedan
deberse al fanatismo ideológico, según también quienes le conocen desde sus
tiempos de estudiante”.
—Se la juegan, a pesar de que les meten en la cabeza cosas como las que vos
estás diciendo, que los vamos a poner en campos de concentración para que
aprendan a trabajar de verdad, apenas triunfemos —dijo Ignacio.
—Gente ejemplar, muy honrada, la que buscan ustedes para hacer la
revolución, ya veo —Le comunico con el coronel Morales. / ¿En qué puedo servirle,
coronel? / Una cosita ligera y poca. / Dígame de qué se trata. / Quiero pasarle la
ficha de un su amigo que fue, a ver si me completa unos datos que nos faltan.
—Te diste gusto en asustarme, está bien, pero ya para juego es mucho —Y
aquí abajo no les va mejor que se diga. / Correcto, una pecera vacía allá, y otra
pecera vacía aquí abajo, casa que alquilan, casa que le caigo, mis pobres pepescas,
eso es lo que quiero, verlos aleteando en seco.
—Está bien, denunciame, desde que entré por tu puerta he quedado en tus
manos —dijo Ignacio.
—Nos han venido quebrando todas las redes allá arriba, en la montaña, y
aquí abajo también, vos lo sabés mejor —dijo Ignacio.
—No tengo por qué saberlo, ¿acaso soy policía? —Mándeme entonces el
expediente de esa persona, a ver en qué puedo ayudarlo. / Y cuando sepa de
alguno de esos otros que le digo, que les gusta que les midan el aceite, ministros,
viceministros, páseme la voz, por lo menos los pongo en la lista. / Ni que tuviera
yo un detector de cochones, coronel.
—La compañera porta siempre su arma por deber militar —dijo Ignacio.
—Sea como sea, tenés que ser razonable, y por tu bien y por el mío debés
irte de aquí —Pero hay algunos que no son nalgones, doctor, secos, como un palo,
y también se les derrama la cantimplora. / A mí, para serle franco, no me gusta la
carne pegada al hueso, coronel.
—Si Somoza sabe que yo te escondí, me corta los huevos —Haga que borren
de la cinta todo esto que estamos hablando, coronel. / Pendejo sería estarme
grabando a mí mismo. / Por si las moscas, quién quita alguien vaya a pensar lo que
no es cierto. / ¿Qué cosa no es cierto? / Que somos del otro bando.
—Está bien, quédense una noche —Hasta allí, pueden ser sólo apariencias. /
Lo que no eran apariencias es que el viejo te aprobaba con A en el examen si te lo
pasabas por las armas.
—Te voy a traer una colchoneta y una almohada, porque de esta oficina no
podés salir —No me explico cómo podían tenerlo en el ejército americano, siendo
tan estrictos. / Padre de familia ejemplar, para que sepa. / Y ahora me va a decir
que valiente. / Condecorado por heroísmo en el desembarco de Normandía. / Ya
ve, lo valiente no quita lo caliente, coronel.
Ahora que por fin siente liberada la piel de la cara, la sonrisa que buscaba
ser comprensiva se convierte en una risa franca. Pero es una risa muda. Si usted
misma asegura que fueron amantes, menos razones hubiera tenido entonces para
denunciarlo. ¿Por qué no? ¿Cómo iba a traicionarlo si existía entre ellos esa clase de
relación? Porque así lo tenía de manera más fácil en sus manos, para luego
entregarlo. Otra vez el mismo absurdo. No crea, esas situaciones se dan, sonrió ella
con aquella conocida dulzura. Pero en todo caso nunca fueron amantes, ustedes no
pueden probarlo. Tenemos el testimonio de la compañera Cristina. ¿Qué
testimonio? Un informe rendido ante sus superiores en La Habana, a donde logró
llegar por fin, ya sola. Quiero ver entonces ese informe. La copia está en Managua,
en los archivos de la organización. Muy bonito, un informe que usted cita de
memoria. Lo leí muchas veces cuando llegó a mis manos, y lo agregué a su
expediente. Si no tienen aquí ese documento, podemos pasar a otro punto porque
nada de eso es cierto. Se le perdona porque tiene razones para sentirse nervioso,
doctor, pero los que decidimos cuáles son los puntos que hay que ver o no hay que
ver somos nosotros, dijo Manco-Cápac, y otra vez se arrancó el sombrero.
La compañera Judith mira ahora al reo con algo de azoro, las manos de
nuevo empuñadas contra la costura de los pantalones. Comprendo que tenga
razón de dudar de mi palabra si no sabía de esa infidelidad, dijo, y si lo sabía,
también es justa su renuencia a confesarlo, son cosas que le duelen a cualquiera.
¿Qué mencionaba esa declaración de la maestra? ¿No se va a ofender? No me voy a
ofender. La compañera Cristina cuenta que esas relaciones comenzaron poco
después de la llegada del compañero Igor, y se prolongaron cuando él ya se había
ido, al extremo de que su esposa lo visitaba en la casa de seguridad del barrio
Santa Rosa, y lo más grave, estuvo allí el mismo día de la captura, poco antes de
que se diera el operativo. ¿Me habla en serio? No estoy aquí para divertirme a
costillas de usted. Entonces, si es así, debo decirle, con toda sinceridad, que yo no
sabía nada. ¿Nada? No sabía que iba a visitarlo a esa casa. ¿Pero que mantenían
relaciones desde antes? Nicodemo alzó un tanto la cabeza, poniendo en sesgo el
oído mientras el reo vacilaba, buscando con torpeza las palabras. Lo supe por boca
de la cocinera doña Rosita Smith, dijo, y llevándose el puño a la boca quiso detener
un sollozo. Manco-Cápac se acercó y le sirvió agua, pero no hizo caso del vaso,
lleno otra vez hasta los bordes. Para nosotros es suficiente, aquí mueren las
preguntas sobre ese tema, dijo la compañera Judith, y volvió a sentarse. No, dijo él,
si ya empezaron con esto, tienen que saber cómo fue, doña Rosita Smith subió una
mañana a la Casa Presidencial en taxi, jamás antes había ocurrido que se atreviera
a buscarme allá arriba, por lo que sólo podía tratarse de alguna mala nueva, la hice
pasar de inmediato aunque estaba por iniciarse una reunión del gabinete, ni
siquiera quiso sentarse y de una vez me confesó que no podía más con su
conciencia, como evangélica de la iglesia Morava que era no aguantaba seguir
siendo cómplice del pecado, dándome entonces pormenores que no creo necesario
repetir aquí. Ya le dije que está relevado del tema, insistió la compañera Judith.
Déjeme desahogarme, le di las gracias y por decirle algo le pedí que regresara a sus
quehaceres de la cocina, pero ella me comunicó que no volvería, ya había sacado
sus cosas, y como la vi determinada, allí mismo le extendí un cheque con su
liquidación, y cuando se fue, me entró de pronto la furia, ya estaban llegando los
ministros y no me importó, me fui a mi casa, llevaba una pistola en la guantera,
pero vean en lo que paró todo, al encontrarme cara a cara con Ignacio no le
mencioné una palabra del asunto, nada más le pedí, de manera caballerosa, que
mejor buscara otro lugar dónde esconderse, dándole otra vez mis argumentos del
peligro que nos causaba su presencia, y no discutimos esa vez, más bien me dio la
razón en todo, y cuando le insistí en la casa que ya antes le había ofrecido alquilar
por interpósita persona, me dijo que no me preocupara, que ya tenía donde
trasladarse, y al regresar muy tarde esa noche, porque la reunión de gabinete se
prolongó más de la cuenta, se había ido ya junto con la maestra, dejándome la nota
junto con la dedicatoria en el libro que dije, vean que estoy siendo franco, pude
haber fingido que me escandalizaba ante la revelación de la infidelidad de mi
esposa y aprovechar así para echarle toda la culpa por la captura de Ignacio,
señalarla como la causante de la denuncia, por celos con la maestra, por ejemplo,
quién quita y la maestra no fuera también amante de Ignacio.
Manco-Cápac viene otra vez hacia él, con paso rápido, y en vez de servirle
más agua, se inclina colérico sobre el pupitre y busca su oído como para darle un
consejo, tan cerca que lo moja con el sudor de la barba: Tenga cuidado con lo que
dice sobre la compañera Cristina porque su memoria es sagrada, sepa que cayó
combatiendo en la montaña después que volvió de Cuba. Pido perdón por mi
ignorancia, dice el reo. ¿Entonces?, lo emplaza la compañera Judith. ¿Entonces
qué? ¿Fue capaz ella de haberlo denunciado? No, de ninguna manera, ya les dije.
Admita al menos que pudo ser víctima de un chantaje, es algo sobre lo que
especulamos mucho en aquel tiempo. No comprendo. Al enterarse Moralitos de
esa relación, a lo mejor la obligó a descubrirle el escondite a cambio de no
involucrarla, tome en cuenta que eso hubiera significado la ruina total de ustedes
dos, ella sabía que necesitaban de la posición suya al lado de Somoza y de su
amante, necesitaban del contrabando y de las libres de vehículos para seguir
llevando la vida que llevaban, mucho pensamos en eso, porque dispuesta a seguir
a Cuba al compañero Igor, como él se lo pidió, no estaba. ¿Ignacio le pidió que se
fueran juntos a Cuba? Sí, viviendo ya en la casa de seguridad, así lo recuerda la
compañera Cristina, y recuerda que su esposa sólo se reía cada vez que él le tocaba
el tema. Créame que todo eso es nuevo para mí. La invitación a irse juntos es lo de
menos, el compañero Damián jamás lo hubiera permitido, pero admitirla en la casa
de Santa Rosa fue una violación grave de las normas de seguridad. Ya ve, en ese
caso pudieron haberla seguido sin que ella se diera cuenta. Aún así, ya con la
información en la mano, Moralitos quedaba en capacidad de presionarla para que
fuera ella misma quien de todos modos denunciara la ubicación de la casa, porque
en esos juegos valen mucho las complicidades obligadas, no se sabe para qué
pueden servir después, pero allí quedan esos antecedentes, guardados en los
archivos.
Más bien una mansa paloma mensajera, dijo Manco-Cápac, como aquella
vez de la plática por teléfono en la alta noche, usted dentro de la quinta de Jacinto
Palacios, con la gran macolla de somocistas haciendo fila para ir al inodoro, las
tripas revueltas de miedo, y nuestro amigo el doctor sentado en toda su gloria y
poder en el búnker, queriendo salvar a su Jacinto del alma, que de todas maneras
ya había pasado a mejor vida por valentón temerario. ¡Cállese!, le ordenó de
pronto Nicodemo, con voz iracunda. Pero luego, aplacado, dijo: aprenda a guardar
silencio, compañero.
La noche de anoche
[Declaración judicial de Richard de Jesús Gadea Arburola, 1977]
En la ciudad de Managua, a los tres días del mes de enero del año de mil
novecientos setenta y siete, siendo las diez de la mañana, el suscrito Juez Primero
del Distrito del Crimen que sigue la causa incoada en contra de ALIRIO
MARTINICA CASANOVA por los delitos de sodomía, corrupción de menores,
lesiones corporales y violencia en las personas, se apersonó en compañía del
secretario que autoriza la presente acta en las instalaciones del Hospital Militar,
sito en la Loma de Tiscapa, a fin de tomar declaración en calidad de OFENDIDO al
paciente RICHARD DE JESÚS GADEA ARBUROLA, de dieciséis años de edad, de
oficio mensajero de oficina, soltero, y con domicilio permanente en el barrio Don
Bosco de esta ciudad capital.
Una vez rendida por parte del declarante la promesa de decir verdad, y
prevenido de las consecuencias penales que se desprenden del hecho del falso
testimonio, expresa sentirse ofendido por la persona de ALIRIO MARTINICA
CASANOVA debido a los hechos que a continuación procede a narrar, siendo
como siguen:
Que a mediados del mes de diciembre del año recién pasado se presentó en
busca de trabajo en las instalaciones presidenciales conocidas como “el búnker”, y
que existiendo una plaza libre de “office-boy”, la tal plaza le fue concedida,
entrando a cumplir sus funciones desde el día siguiente con un sueldo mensual de
ochocientos córdobas, además del almuerzo que recibía en las cuadras de la
Primera Compañía del Batallón Presidencial. Que debido a la naturaleza de sus
tareas no tardó en entrar en relación con el doctor ALIRIO MARTINICA
SALAMANCA, Secretario Privado del Señor Presidente de la República, quien
solía requerir del declarante servicios de café, aguas gaseosas y hielo, lo mismo que
fotocopias y encuadernación de documentos; y ya por último, al acercarse el
desenlace de los hechos motivo del presente proceso judicial, le prestaba ayuda
para cotejar informes oficiales, actas de reuniones y otros, tareas que a veces
podían durar hasta la una o dos de la madrugada.
Que unos dos días después del último hecho que relata, y esto ocurrió el día
viernes veintitrés de diciembre, el supradicho MARTINICA SALAMANCA volvió
a requerirlo para que lo auxiliara a deshoras en tareas de oficina, a lo cual se negó
inicialmente, temeroso de que fueran a repetirse las mismas odiosas
manifestaciones; pero más temeroso se hallaba de perder la colocación de la cual
dependía su sustento, si el hechor llegaba a denunciarlo bajo cualquier pretexto
para que fuera despedido, de modo que terminó accediendo muy a su pesar,
aunque no dejó de extrañarse de que sobre el escritorio no hubiera ninguna clase
de documentos de los que ocuparse, sino una botella de vodka, pidiéndole
MARTINICA SALAMANCA que fuera en busca de dos vasos y un recipiente con
hielo, a todo lo que sin más remedio obedeció.
Que serían las cinco de la mañana cuando logró despertarse, y a esa hora
descubrió que se hallaba dentro de uno de los servicios higiénicos que son del uso
del personal administrativo, sentado en la taza del inodoro, y los pantalones,
calzoncillos, y zapatos colocados encima del lavamanos; que quiso incorporarse,
pero sintió un dolor muy intenso en el recto, y al palparse la zona antes dicha
descubrió que sangraba, horribles evidencias ambas de lo acontecido, ante lo cual
sólo sintió ganas de huir, pero primero buscó cómo limpiarse la sangre, utilizando
papel higiénico para tal efecto; que se vistió luego a como pudo y salió de las
instalaciones rengueando, de tan adolorido como iba, sin decir la más mínima
palabra al centinela de turno en la aguja, pues se moría de vergüenza; como
tampoco pensaba contárselo a ninguna otra persona, siendo además su intención
no volver nunca a aquel lugar, por la misma vergüenza que sentía, aunque así
perdiera la colocación.
Continúa manifestando el declarante que toda esa mañana la pasó muy mal,
pues los dolores en el recto arreciaban, y la hemorragia, aunque no abundante, se
mantenía, y decidió sincerarse con un amigo, quien le ha solicitado reserva de su
nombre, y este amigo le aconsejó que debía acudir ante la autoridad judicial
competente, para que así quedara demostrado que en Nicaragua se respetan las
leyes y que su peso puede caer sobre cualquiera que transgreda las mismas. Que
convencido por estas palabras de aliento buscó esa misma noche del sábado
veinticuatro de diciembre al juez que sigue la presente causa en su propia casa de
habitación, decidido a interponer la denuncia correspondiente, siendo atendido
con prontitud y esmero de parte del susodicho juez, a pesar de hallarse entregado
junto con su familia a los preparativos de la cena de Nochebuena. Que es todo
cuanto tiene que decir. Leída que fue la presente, la encuentra conforme, la ratifica,
y firma.
9
La bujía desnuda cuelga como un fruto sin peso de los cabos del cordón
entre las láminas podridas del cielo raso, y su resplandor amarillo no alcanza a
borrar la penumbra sucia del aula, oscuro el amontonamiento de los pupitres, una
mancha apagada la pizarra, lejana otra vez la colchoneta a rayas tendida en el
rincón como si nunca fuera a alcanzarla mientras avanza a tientas aturdido por la
fatiga, dejarse caer y acurrucarse de costado, los brazos entre las piernas, no
importan los ruidos del patio que otra vez han vuelto a alzarse en fiesta en este
receso nocturno del juicio que nadie le ha dicho cuánto va a durar, la música de
marimba en los parlantes ese toro no sirve, ese toro no sirve, en sonsonete repetido
por el golpe de los bolillos sobre el teclado de madera, risas, silbidos, un
acompasado batir de palmas mientras palpita no muy lejos la planta portátil, y en
el micrófono está otra vez el jefe del comité de orden, compañeros, saludamos muy
a gusto a la niña Carmela Maritano, venerable sacristana del recordado padre
Gaspar, héroe y mártir de la revolución, muchas gracias por abrirnos las puertas de
esta casa cural, niña Carmela, muy lucida bailarina como la están pudiendo
admirar, y por añadidura nuestra capitana de las Hijas de María, láncese de nuevo
al ruedo que el pueblo entero la aclama, niña Carmela, y al ruedo volvía porque
golpeaban insistentes otra vez los bolillos de la marimba mientras arreciaban los
silbidos, ¡eso, niña Carmela!, ¡así se divierte sanamente nuestro pueblo!, ¡a ver,
aquel miliciano, si es tan valiente, que le haga pareja!, ¡viva la revolución popular
sandinista!, ¡no hay más, gallina vieja con el ala mata!, ¡venga otro voluntario, que
éste ya clavó pico!, y entonces un chillido se entromete en el micrófono, ¡sáquenme
de la chirona al esbirro Alirio Martinica para que baile conmigo, compañeros, su
segura servidora, Carmela Maritano!, y tras el chillido, que se ahoga en un jadeo,
cesa en los parlantes la marimba y la banda de chicheros rompe a tocar la gran puta
que te parió se vistió de colorado, una estridencia que lo detiene en seco al borde
mismo de la colchoneta que lo aguarda tan impaciente susurrándole aún: “vení
acostate, serenate, dormí”, pero ya va de regreso se aleja con las manos por delante
como si temiera tropezar, otra vez a tientas, no sabe hacia dónde se dirige, pero sí
que el viaje hacia la colchoneta ha sido inútil, no va a acostarse, no va a serenarse,
no va a dormir.
El Niño Lobo que ahora tenía enfrente le pareció más peludo que nunca,
más tupida la maraña de los brazos, las cejas y las mejillas, más exagerado el
alboroto del cabello, más estrecha la frente y aún más prominente el mentón que
ahora alzaba, entretenido en contemplar la bujía en el cielo raso como si se
extrañara de que su luz fuera tan débil y pensara pedir que la cambiaran por otra
de mejor resplandor. Y cuando por fin, sin apartar los ojos de la bujía, empezó a
andar hacia él, sacudiendo como toda la vida los hombros a paso corto de mambo,
lo primero que notó fue que rengueaba en daño de su vieja majestad arrabalera, un
desacuerdo de compás debido a que calzaba un solo zapato, mientras en el otro pie
el calcetín sucio se estiraba por la punta, pero allí venía avanzando de todos modos
con su aire de indiferente desprecio, igual a como hacía su entrada, siempre tardía,
al aula de la facultad, para hundirse en el pupitre de última fila y entregarse de
inmediato a repasar los paquines que robaba en la barbería Los Tres Villalobos,
viejos números de El Llanero Solitario y La pequeña Lulú, desapercibido en absoluto
de lo que Ulpiano, Lombroso o Calamandrei estuvieran disertando, aunque pronto
a perseguir a cualquiera de los tres, escaleras abajo, para aturdirlos de zalamerías,
y pronto también a hacerse el pendejo a la hora de los exámenes, los ojos en el cielo
raso igual que ahora, ¿las sociedades anónimas?, si son anónimas, dejémoslas
mejor en el anonimato, maestro, y por sus zalamerías, o por lástima, terminaban
poniéndole la nota mínima, pésimo estudiante pero sabio sin embargo en ardides
judiciales, porque más que en el aula aprendía en los juzgados el arte de los
rábulas y los coimeros, fianzas de la haz salidas del aire, embargos preventivos
tramposos, cartas de venta falsas y tercerías de dominio inventadas, y cómo podía
llevar el apellido Galán aquel abominable adefesio peludo boca de jaiba, exclamó
un día Ignacio en los billares de Lezama para que el aludido lo oyera, y el aludido
lo oyó, y acercándose con su temblor de hombros y su pasito corto y leve, contestó,
mientras entrechocaban, díscolas, las bolas en las mesas, que la galanura no estaba
en su hocico sino en su alma transparente donde podían verse en conserva todos
sus pecados como fetos en un vaso de alcohol, vos, comemierda granadino tufoso
de apellido pero roto del fondillo, porque también manejaba con destreza el arte
del lenguaje florido, y era Jacinto quien lo había bautizado desde el principio con
aquel sobrenombre, porque a pesar de su aspecto siniestro, por peludo, al mismo
tiempo daba lástima su cara infantil desvalida, triste de tan inocente aún a la hora
de proclamar sus maldades, si no te tienen miedo no te quieren, decía, como si
fuera a soltar el llanto, guardiero, que quería decir, informante ad honorem, oreja
por vocación, no le importaba que lo vieran acodado en las ventanas del Cuartel
Departamental que daban a la plaza Jerez, asomándose a la acera para piropear a
las muchachas que paseaban en gavilla por las tardes, siendo él quien al acercarse
los carnavales universitarios preparaba, bajo paga rigurosa, los manifiestos de los
candidatos a Rey Feo porque conocía las historias escabrosas de León y otras las
inventaba con toda propiedad, más temible que cualquiera de los circunstantes de
la mesa maldita donde no se le admitía pues, según el Capitán Prío, hasta en la
calumnia debía haber decencia, una pécora sin hígado capaz de haber insertado en
uno de aquellos pasquines una décima alusiva a las costumbres sodomitas de los
padres del convento de La Merced, virtuosos sin tacha y todos mayores de ochenta
años, su secretario, y no otro, cuando fue nombrado Juez Local de lo Civil, inicio
de aquella sociedad de réditos tan diversos que volvería a tomar vida cuando años
después, para su sorpresa, salió a recibirlo a la puerta misma de su nuevo
despacho de oficial mayor del Ministerio de Hacienda, siempre a paso de mambo y
ahora de corbata florida y saco de diolén a rayas, qué casualidad, hermano, vos y
yo juntos otra vez, y él lo aceptó en herencia como su asesor, al fin y al cabo a nadie
mejor sabido en las mañas y artimañas de los siete juegos del garrote podía hallar.
Cuándo has sido vos campesino, dijo él, invadido ahora por unas ganas
tristes de reírse también. Lo mismo quiso saber Nube Negra, el repugnante ése,
enseñame las manos, me dijo, para ver si alguna vez has cogido un machete,
enseñame las tuyas, le dije yo, y lo jodí, porque me había dado cuenta que no era
sino estudiante, por la pinta y por todas las sandeces que hablaba sobre la aurora
de la revolución proletaria, como en aquellos folletos de la Editorial Progreso que
venían de Rusia, en el comando en León había montones de esos folletos
decomisados, te acordás, se les pegaba fuego pero antes teníamos que leerlos
porque para combatir al comunismo ateo y disolvente era necesario conocer bien
su doctrina por dentro, repetía el coronel Guillén. Yo qué me voy a acordar. Las
reuniones secretas en el cuartel. Nunca estuve en ninguna reunión en el cuartel. Sí,
cuando te nombraron juez y a mí secretario, el mismo año en que terminaste
amancebado con aquella chavala potrancona vendedora callejera de frutas, para
más señas, el coronel me dijo que te invitara y fuiste conmigo varias veces. No sé, a
lo mejor alguna líquida vez. Te dieron carnet de agente ad honorem. Jamás me
dieron ningún carnet. Bueno, tal vez en lo del carnet me equivoco. Qué clase de
equivocación, no jodás. A mí no tenés por qué negarme nada. Me estás achacando
cosas que aquí me pueden costar la vida. De todas maneras reconocé que eran
unas lecturas aburridísimas, la plusvalía del capital medida por la renta de la tierra
y no sé cuánta mierdolaga más. No se te habrá ocurrido contarle eso de las
reuniones secretas al comandante Nube Negra. Como si fuera pendejo, de ahora en
adelante nadie me saca que fui de los fundadores del FER junto con vos, y por vida
tuya espero que no me vayás a desmentir.
Las ganas tristes de reírse se disipaban para no dejar rastro, y otra vez fue a
acuclillarse en el rincón, al lado de la pizarra. Esas mentiras aquí de nada van a
valerte, dijo. Ahora hay que ser lo que mejor convenga, respondió El Niño Lobo
mientras se posesionaba de la colchoneta. Cuando estés en el interrogatorio me vas
a contar, ellos saben de tu vida más de lo que vos creés. No, papito, se acabaron los
interrogatorios, nunca más volverán. ¿De dónde sacaste eso?, dijo, y ya volvía a
pasos apresurados, como si lo empujara una ráfaga repentina. De lo que captan
mis atentas orejas, dijo El Niño Lobo mientras le hacía sitio de manera cariñosa en
la colchoneta, en la bodega de Cáritas tienen instalado su equipo de radio, y como
me ordenaron quedarme arrimado a unas cajas de aceite de soya estibadas en el
fondo, se olvidaron por cuentas de mí, de modo que fue mi sana diversión
contemplar sus movimientos, oyéndolos entrar y salir para comunicarse por el
aparato, sobre todo ese Manco-Cápac, el mancuncho barbudo, que es tan
parlanchín, aunque poco después de las cinco apareció también el cura Nicodemo,
llamado de urgencia. Me acuerdo que salieron juntos, dijo él, me dejaron solo con
la compañera Judith, que se dedicó a revisar las actas. Allí fue el momento. Debés
ir sabiendo que si hablan delante de vos con tanta libertad es porque para ellos
estamos muertos, ya lo tengo por experiencia. Mejor poneme atención, que te
conviene, en lugar de estarme entreteniendo en dilaciones vanas. ¿Qué fue
entonces lo que oíste? Se va el cura Nicodemo, levanta campo junto con su
concubina. Es su esposa, replicó él, se casaron en Costa Rica. Sólo babosadas se te
ocurren para seguirme interrumpiendo, se la coja legalmente o no, a vos qué te
importa, se van, a lo mejor ya se fueron, el cura Nicodemo dio orden de que
llenaran el tanque de su jeep con diesel del que guardan como reserva de
emergencia en unos bidones en la misma bodega. ¿Adónde se van? A Rivas, y El
Niño Lobo movía las manos como si ahuyentara a los que partían, mataron al que
llaman comandante Ezequiel. Ése es el verdadero jefe, dijo él, agarrándolo por la
manga de la camisa. Pues le puso la guardia una emboscada en el camino a Potosí,
cuando iba en una camioneta de tina, con cuatro guerrilleros más, a buscar que en
el taller del ingenio Santa Rita le cortaran unos tubos de plomería para usarlos en
el ataque al cuartel de Rivas rellenos de dinamita y charneles, eso fue lo que el
operador de radio le estaba repitiendo al cura Nicodemo en presencia de Manco-
Cápac. Mataron entonces al verdadero jefe, repitió para sí mismo, sin soltarlo de la
manga. El jefe de ellos, nosotros no tenemos más jefe que el Jefe, mientras aguante
en el búnker, dijo El Niño Lobo. Callate, lo reprendió, casi sin voz. No seás
pendejo, todo lo que tienen en contra de nosotros ya está acumulado. Pero es mejor
andarse con tiento, sobre todo a la hora de contestarle al tribunal. Sos duro de
mollera, ya te dije que los interrogatorios se acabaron. Vos mismo oíste lo que dijo
Manco-Cápac, que las sesiones iban a seguir. Entró aquí mintiendo y haciéndose el
fuerte, pero entre ellos, afuera, todo era carrera y discusión. ¿Discusión sobre qué?
Sobre la insistencia del cura Nicodemo de irse a Rivas, donde nadie lo está
llamando, porque muerto el tal Ezequiel tienen que poner otro jefe, y el cura
Nicodemo quiere ser ese jefe para dirigir el ataque y tener alguna acción de guerra
a su favor. No te equivoqués, es el comisario político de la columna. Puro adorno,
papito, lo han apartado porque pertenece a la GPP, donde están los rudos
comunistas del antiguo testamento, y este territorio lo dominan los Terceristas, que
han resultado los más vivos, porque le juegan la cucamona a los yankis y tienen
dominada la Junta de Gobierno que formaron en Costa Rica. ¿Y Manco-Cápac?
¿Manco-Cápac qué? ¿Está en contra de que el comandante Nicodemo se vaya para
Rivas? Pues claro que está en contra, por eso ha sido la discusión, Manco-Cápac es
Tercerista, igual que el Ezequiel ése que mataron, y seguramente sus instrucciones
son las de tener entretenido aquí en Tola al cura Nicodemo, aunque ya sabés,
jesuita es jesuita, siempre quieren irse arriba. Pero los dos son comandantes. Aquí
comandantes son todos, mientras tanto no agarren por completo el poder, si es que
lo agarran, y comiencen a matarse entre ellos, ya vas a ver.
Como si hubiera gastado todas las fuerzas que le habían llegado en ráfaga
de manera repentina, volvió a pasos contados a ocupar su lugar en el rincón, y otra
vez se sentó, encogido en sí mismo. Cuando toda esa turba que está en el patio
reciba el anuncio de que mataron al comandante Ezequiel, nos llegó la hora, dijo.
No van a darles la noticia hasta ver qué pasa con la toma de Rivas, para no
desmoralizarlos, y mientras tanto tendrán que buscarles otra entretención, porque
lo que son las lecturas, ya terminaron. ¿Cuáles lecturas? Las de tus declaraciones,
estuvieron sacando las manojos de hojas mecanografiadas para leerlas en el patio,
y cuando se acababa un manojo, se quedaba la plebe esperando otro, como
capítulos de radionovela. No te creo, dijo. Favor que me hacés, porque así me callo
y me duermo, que es lo que quiero desde hace rato. No, no te durmás, suplicó, y
otra vez se puso en camino hacia la colchoneta, ahora a gatas. De lo más
interesante para los escuchas fue que el cura Nicodemo viniera a resultar hermano
del héroe y mártir Igor, dijo El Niño Lobo y bostezó con toda la boca, o sea, el
mentado Ignacio Corral, el cutufero aquel, íntimo cofrade tuyo, que se creía alta
vara por descendiente del prócer Ponciano Corral, qué prócer ni qué nada, un
mulato sin alcurnia fusilado por los filibusteros en castigo de que se volteó a
última hora, ministro de guerra del invasor William Walker, nada menos. ¿Acaso
leían mis declaraciones por los altoparlantes de la barata? No, no querían que vos
te dieras cuenta, así que la respetable concurrencia se arrimaba a las lectoras, esas
estudiantas que andan disfrazadas de guerrilleras, y ellas se iban pasando las hojas
para leerlas delante de los grupos, como en un rezo. ¿Todo lo que yo declaré? Sin
quitarle puntos ni comas, papito, hacé de cuenta que te pusieron a cagar en un
excusado con las puertas en pampas.
Ahora estaba de nuevo de pie y se sacudía los pantalones por las rodillas,
un acto inútil, si se considera la suciedad sin remedio que mostraban, desde la
pretina hasta los ruedos. Yo traté de ser sincero en esas declaraciones, dijo. La
sinceridad te valga, respondió El Niño Lobo al tiempo que se volteaba de cara a la
pared, nadie sabe si por confesar que se cogieron a tu mujer bajo tu propio techo al
final te van a tener lástima, o sólo les va a dar risa. Por lo menos en esta lipidia en
que estamos, respetame, dijo, y volvió a sacudirse las rodillas. ¿No fue eso lo que
vos mismo declaraste? Ellos ya lo sabían, de todos modos, dijo, encogiéndose
ahora de hombros. Bicho experimentado ese cura Nicodemo, dijo El Niño Lobo con
la voz pesada de sueño, te fue llevando de la mano con arte malévolo hasta que te
sacó lo que quiso. ¿Vos ya lo conocías? Pedro Fabro Corral S.J., para poder atacar a
alguien en mi programa, de arriba tenían que pasarme primero los datos, y este
cura fue siempre el mejor ejemplo del jesuita que inocula ideas exóticas a la
inexperta juventud. Igual te pasaron mi expediente de la OSN. No, a vos te conocía
de sobra para necesitar del auxilio de la OSN, se iba apagando la voz del Niño
Lobo, lo que llegó a mis castas manos fueron las piezas de tu historia con Richard
de Jesús, el office-boy. Un invento en el que tuviste parte, dijo. ¿Ni siquiera le
tocaste las nelfis al mozalbete?, preguntó al rato El Niño Lobo, siempre de cara a la
pared. Nunca se te quitó lo degenerado, respondió. Para mi gusto, te lo escogieron
de primera, culito redondo y bien proporcionado, me consta porque me lo llevaron
a los estudios de Estación X para que le hiciera la entrevista de rigor, y lo tuve muy
de cerca. Un cochón de arrabal, eso es lo que era. Con unos ojos lánguidos de la
princesa está triste qué tendrá la princesa. Vos sabés bien de dónde fueron a
sacarlo. Por supuesto, dijo El Niño Lobo mientras se volvía ahora hacia él y se
incorporaba a medias, el coronel Jirón, el sucesor de Moralitos, lo mandó a reclutar
de urgencia al Lago de los Cisnes, no me vas a decir que nunca estuviste en ese
antro de libélulas vagas de una vaga ilusión. Muy a menudo, vestido de lentejuelas
y calzando tacones altos, dale gusto a tu fantasía depravada si eso te complace. Me
hubiera encantado verte en una facha matadora como esa que me estás
describiendo. Vos sí eras cliente de confianza. Estuve, no lo niego, pero no por
vicio de poner el candelero, sino porque allí acogían también putas, y algunas del
Mandrake, cuando me debían reales, se me escapaban para ir a refugiarse en esas
penumbras donde no les cobraban peaje, y por eso, en más de una ocasión tuve
que ir a sacarlas con gente armada, hubieras oído entonces al cochonerío
cacaraqueando espantado. Muy decente lugar, por algo le pegaron fuego la noche
del motín en la carretera norte, después que mataron a Pedro Joaquín Chamorro.
Según mi parecer, más bien le llegaron las llamas del incendio de Plasmaféresis, la
compañía aquella que compraba sangre a los borrachines y pordioseros para
exportar el plasma y que manejaba Pedro Ramos, el cubano de Miami, amigo tuyo.
Ningún amigo mío. ¿No te encargaste vos de la escritura de Plasmaféresis? Como
de muchas otras que tenían que ver con negocios en que intervenía Somoza. Por
interpósita de mano, porque el título de abogado no lo sacaste nunca. Ahora me
habla el estudiante laureado. Decime si no es divertida la vida, yo soy doctor de
verdad en derecho, y vos no. A todo le has hallado siempre diversión. Bueno, en lo
que estábamos, quemaron Plasmaféresis en venganza porque a tu cliente, digamos,
pues, que era tu cliente, lo acusaban de haber mandado a matar a Pedro Joaquín,
con la venia del Hombre, por lo mucho que denunciaba ese negocio de la sangre en
su periódico. ¿Me vas a decir ahora que yo tuve que ver en todo eso? De ninguna
manera, sólo estamos aclarando cómo se quemó el hogar de Richard de Jesús, tu
cruel tormento, si lo alcanzaron las llamas de Plasmaféresis, que es lo que creo, te
repito, o quién quita, a lo mejor quisieron los revoltosos castigar por aparte el
pecado contranatura, ya ves cuánto sacerdote santo anda mangoneando esta
samotana, y dicha sea la verdad, los shows de medianoche eran allí poco
edificantes, nalgas sueltas por doquier.
Iban a ser las seis de la tarde. Hizo sonar tres veces el claxon, como siempre,
y el guardián le abrió el portón automático desde la caseta exterior. Fue a
estacionarse en el parqueo de visitantes, que lucía desierto, y cartapacio en mano,
porque traía asuntos para tratar, se dirigió hacia el portal de la mansión, extrañado
de no ver un solo guardaespaldas ni una sola criada por los alrededores, y
tampoco el Wolkswagen de la Yadira, si habían convenido en encontrarse allí a las
cinco y él llegaba con atraso, aquel silencio madre roto por el viento que bajaba de
la sierra y erizaba el agua de la piscina encendida como una ventana de luz
turquesa en la hondonada al fondo del jardín. Entonces la divisó. Venía subiendo
desde la piscina por el arco de escalones de piedra, haciéndose visible poco a poco,
la cabeza empapada primero, luego el torso, después las piernas, hasta tenerla de
cuerpo entero. No me digás que venía desnuda, dijo El Niño Lobo. Traía encima
sólo una camisa de hombre, de mangas largas, desabotonada hasta el ombligo, y
bajo la tela húmeda se transparentaban los pechos alzados y duros. Túrgidos, dijo
El Niño Lobo, pechos túrgidos, siempre me ha gustado esa expresión de Rubén
Darío. Pero eso no era lo peor, lo peor era que los faldones de la camisa descubrían
el pubis a cada paso que daba. Todo el mico, susurró, admirado, El Niño Lobo. Sí,
dijo él, la pelambrera chorreando agua. Me estoy templando, dijo El Niño Lobo.
Calzaba unas sandalias doradas, de correas. Sandalias de vestal, otra vez Rubén
Darío. El sendero de lajas sólo daba paso a una persona, estábamos ya demasiado
cerca, tanto que sentía el olor a agua clorinada que traía impregnado en la piel.
Avanzaste. Cómo se te ocurre, no me quedaba más que retroceder, pero no iba a
hacerlo de espaldas, hubiera sido ridículo. Tenés toda la razón. Así que antes de mi
intento de dar la vuelta, le dije algo así como “la espero en la sala”, porque aunque
tuviéramos tanta confianza nunca dejé de tratarla de usted. No te me salgás por la
tangente que eso del tratamiento no es de interés del caso que nos ocupa. Al notar
mi intento de devolverme me agarró de la mano, y cuando en sus dedos fríos,
enjoyados, sentí el relieve de sus anillos, eso fue lo que me turbó más, el contacto
con los anillos, y no el contacto con sus dedos. ¿Y entonces? Entrecerró los ojos,
toda la cara bañada de gotitas de agua, y entreabrió los labios carnosos. Parece cosa
de Silvana Mangano esa escena, se relamió El Niño Lobo. Sus dedos húmedos, con
aquella carga de anillos, empezaron entonces a deslizarse por mi pantalón,
tanteando camino abajo. Camino a la paloma iba esa mano. Me la acarició. Andate
derecho a los hechos, y no me hablés por favor del cartapacio, que no me interesa
saber si todavía lo tenías agarrado por la manigueta, o se te había caído al suelo del
susto. Fue una caricia muy breve, como furtiva. También me gusta esa palabra del
padre y maestro mágico, furtiva, ¿y después? Me hizo señas con la cabeza para que
la siguiera de regreso a los vestidores de la piscina. ¿La seguiste? No, por fin di la
vuelta, pensando en subirme a mi carro y mejor irme, pero hubiera sido demasiado
el desaire, así que decidí esperarla en la sala, como le había dicho al principio. La
sala que se parece al VIP del Mandrake. Los cortinajes de terciopelo estaban
cerrados y casi no se veía nada, así que entré como a tientas. Tiene esa sala a cada
lado del sofá unas lámparas de pie de bronce con sombreretes rosados, seguro
encendiste una. La encendí, y mientras la aguardaba sentado en el sofá, no sabía si
la escena anterior iba a volver a repetirse. A lo mejor se te aparecía en bata de baño
y siempre desnuda por debajo. Hacé cuenta, tampoco uno es de hierro. Te
comprendo, dijo El Niño Lobo, suspirando muy hondo, imaginate si el Hombre
entra de pronto en esa sala y los halla en la maturranga. En ese caso hubiéramos
oído el alboroto, los portazos de los vehículos de la caravana, las carreras de los
escoltas. Vamos a lo que sigue. Salió por fin una de las empleadas, encendió todas
las luces, y le pedí que me llevara un vodka. Stolichnaya, te apuesto. Mientras me
lo traía agarré el teléfono para tratar de hablar con la Yadira, furioso con ella por su
tardanza, pero rezando al mismo tiempo de que ya viniera en camino. La Dama la
esfumó de la escena, está claro. Le había encargado quedarse en el salón de belleza
cerrando las cuentas de un pedido de cosméticos que acababa de llegar, pero
tratándose de una mujer caprichosa, vos la conocés, todo se le pudo haber ocurrido
en el mismo momento en que me vio aparecer. ¿Alguna ardiente fantasía mientras
se bañaba desnuda en la piscina? Tal vez se sentía molesta con el Hombre por algo
y quiso vengarse utilizándome a mí. O fue su vieja furia carnívora, papito, la que
es puta siempre vuelve. No hay ley más sabia. ¿Qué pasó, pues, al fin? Muy al rato
mandó a avisarme que se hallaba indispuesta, aquejada de dolor en los ovarios.
¿Así mismo te mandó a decir? Con esas precisas palabras, y ya no volví a verla
nunca más en la vida. Entonces, empujada por el despecho mortal, se quejó ante el
Hombre de que habías querido forzarla. Sí, y yo, de muy pendejo, ni cuenta me di
de la trama. ¿Nunca te dijo el Hombre ni media palabra? Nada, disimuló muy bien
su cólera mientras urdían entre los dos la venganza. Richard de Jesús, nalgas de
nácar, su venganza y tu pecado. Por favor no volvás con eso, dijo, no sé por qué me
he puesto a contarte toda esta desgracia, a vos, sobre todo, y emprendió otra vez el
regreso a su rincón. Porque estamos solitos en el mundo, papito, por eso, dijo El
Niño Lobo.
La jaula de Blackjack
[Testimonio de María del Socorro Bellorín, Tola, 2002]
La caravana venía de Santa Lorena por el camino que entra del lado de finca
de los Jácamo llamada La Gloria, y yo, vagabunda de mí, metida en el alboroto fui
a darle recibimiento. Mediaba mayo, tal vez junio, no sé si me acuerde bien, pues
debe figurarse el tiempo mayúsculo discurrido, añales, tenía entonces yo poco más
o menos la edad de trece años, y ya me ve ahora madre de tres hijos que van para
casaderos, y por añadido, dejada de dos hombres, uno de ellos bolo como él solo,
que más bien lo dejé yo por agresivo, nunca he aguantado que me alcen la mano en
sombra de amenaza, menos permitir que me peguen, o me las peguen, allí tiene
usted una gruesa diferencia pero también una suma que a ninguna mujer cabal le
cuadra, y aquel hecho de saberlo en querencia aparte vino a ser el más grave delito,
ya me sabía bien mi cartilla porque para eso tuvimos revolución, si no había sido
yo brigadista alfabetizadora en las montañas, puño en alto, libro abierto,
convirtiendo la oscurana en claridad, si no había sido voluntaria de los cortes de
café, si no me había entrenado en los batallones de reserva de mujeres, si no había
pasado por escuela de cuadros antes de recibir mi broche de militante, ¿y me iba a
dejar ofender de acción o de palabra por un bergante cualquiera? Pero regreso
mejor a su interés antes de que me ponga a hablarle del otro de los dos
desgraciados, y así no acabaremos nunca.
¿Yo conocerlo? Nunca antes en mi vida, tan lejos como Santa Lorena no me
aventuraba en mi antojo de correrías, pero allí estaba ahora delante de mi vista, la
mandíbula en temblores, la calva perlada de sudor, los ojos de gato de monte sin
concierto ni sosiego, abierta de asombro la boca ancha, como de pescado bagre que
se ahoga fuera del agua. Yo era una niña entonces, sin vicio de fijarme en hombres,
pero si ha sido que me encuentro con él, digamos tres años después, ya en capullo,
me hubiera causado risa más bien su figura en lugar de perturbarme el
entendimiento como a tantas, pues según se decía, con una mirada le bastaba y
sobraba para llevárselas a su aposento de los espejos, a retozar en la famosa cama
de agua donde los cuerpos se hundían como en un molde suave, olas van, olas
vienen en vaivén, pero lo que es a mí, ya le digo, jamás hubiera hecho que se me
mojara el blúmer [risas], perdone la desfachatez, que yo sé que es usted hombre
serio, ¿o no? [risas], ¿puedo hablarle, así, sin embargarme de palabra? Pues bien
me alegro.
Querían bajarlo allí mismo del camión para sacarle la ñaña, tan álgido era el
odio que se derramaba en aquellos días como si se hubiera rajado un cántaro, los
pobres derrotados, sin segundo calzón que ponerse, pretendiendo desquitarse de
tantas inquinas y malos sufrimientos, y cuando le digo que estuvieron a punto de
hacerlo tucos es porque yo estaba en primera fila, usted sabe cómo son los chavalos
que donde quiera alcanzan, no hay hueco por donde no se metan, y éramos varios,
una pandilla peleantina que tenía por capitán a un Rafaelito Tamaríz, niño tal por
cual, muy aventado y decidido, maña suya cegar a los demás con los reflejos de un
espejito que andaba siempre en la bolsa, uno de esos espejitos redondos, para
vanidad de las mujeres, que habían regalado como propaganda del Partido Liberal
en las últimas elecciones que ganó Somoza antes de que se le viniera encima la
revolución. Si se salvó en aquel momento Alirio Martinica es porque aparecieron
las madres que llegaban a denunciar la masacre de Belén, un engaño de gran
alevosía cometido por guardias disfrazados de guerrilleros, usted sabe, usted
conoce, yo me acuerdo de haberlo visto en un acto que hubo en Belén en el primer
aniversario de la masacre, tomó la palabra en nombre de la dirigencia
revolucionaria, muy bonito lo que dijo, muy cabal, quién iba a adivinar entonces
que después se iba a salir de las filas del Frente Sandinista, algo que no le discuto,
está en su derecho, pero como militante no estoy de acuerdo, arréglese con Daniel,
¿cuándo van a arreglarse? [risas], bueno, en fin, ¿por dónde íbamos?, fíjese qué
constancia la mía de estarme orinando siempre fuera del huacal [risas].
Pues se presentaron las madres enlutadas a dar cuenta del asunto grave de
la masacre y se calmó la agitación cuando anunciaron que una de ellas iba a
dirigirse a los presentes por el micrófono de la barata, habló, detalles no me
acuerdo, pero más que todo señaló a dos de los hechores que venían prisioneros en
la plataforma del camión, y allí mismo la gente, insolentada en tropel, los agarró,
olvidándose de Alirio Martinica, eran un tío y su sobrino, asesino de marca mayor
el chavalo, no parecía, fueron amarrados sin contemplaciones y los llevaron a
fusilar en gran comitiva, yo iba en esa comitiva con Rafaelito Tamaríz y el resto de
la pandilla, apersogados del pescuezo y de las manos daban tumbos contra el suelo
y volvían a alzarlos, y al llegar al cementerio los pusieron contra el muro y los
mataron abrazados porque ese fue su gusto, abrazarse fuertemente cuando los
apuntaron con los fusiles. ¿Esos datos ya le constan? Bueno, pues sigamos.
Pero volvamos la bobina para atrás, y sepa entonces que algunos levantiscos
empezaron a cranear la idea de descolgarse por el techo de la iglesia, y a través de
unos portillos de las ventanas del aula de kindergarten, donde estaban
interrogando a Alirio Martinica, lanzar chupones prendidos en gasolina para que
la humareda ofuscara a los que estaban adentro, así mismo como se saca a los
zompopos de las guaridas, ya afuera agarrarlo, y de allí, viaje con él para el
cementerio, un plan bastante atrevido, viéndolo bien, porque pudo haber
degenerado en incendio, una construcción tan vejestoria como la casa cural, que
estaba de veme y no me toqués, agarra fuego en un suspiro, y quién quita arde
también la iglesia. Lo supieron probablemente los jefes guerrilleros, y para
contrarrestar los ánimos decidieron mandar a publicar las declaraciones que rendía
Alirio Martinica, comisión que las muchachas guerrilleras que le he mencionado
supieron cumplir a cabalidad, buena voz, entonación bonita, manera pausada, así
mismo como el padre Gaspar enseñaba en la catequesis popular, yo iba a
asomarme a esas reuniones de jóvenes católicos pero era demasiado menor para
que me dieran parte, me acompañaba Rafaelito Tamaríz y el padre Gaspar repetía
esta advertencia: “Rafaelito, me cuidas a esta niña, tú eres responsable de que no
me le pase nada de nada, y cuando te digo nada de nada, tú sabés a qué me refiero,
coño”, porque mucho repetía la palabra “coño”, y era muy gracioso oírsela, ahora
que ya hace tiempos sé lo que quiere decir “coño”, me asusto algo de que el padre
Gaspar utilizara semejantes lisuras, pero usted debe estar pensando “de qué puede
asustarse esta bandida” [risas], viera cuánto agradezco en mi corazón que el padre
Gaspar se preocupara de cuidarme la virginidad, que no fueran a desgraciarme
siendo tan criatura, aunque en ese sentido Rafaelito Tamaríz no significara peligro
del menor tamaño, el pobre, agarró el camino pacífico de meterse a sacristán y
ahora huele a flores muertas, se ha ido poniendo idiota quijada floja, y de tanto
golpearse el pecho ya le suena a hueco, ¡ay, mi amor!, ya estoy otra vez
descarrilada, qué vaina ésta la mía.
Entonces, regresemos al camino real que ya otra vez me fui por veredas. En
el patio de la casa cural habían colgado de unos palos una ristra de bujías, se fue la
luz por un sabotaje sandinista para dejar oscuro Rivas y así agarrarle mejor el viaje
al ataque al comando, pero trajeron un motor, y ya cuando cayó la noche esas luces
adornaban muy bonito, el ambiente era otra vez de festividad mayor, se
presentaban números de danza en el escenario, unos subían a bailar solos, otros en
comparsa, y en nada ofendían esas diversiones a la sagrada imagen de bulto de la
Virgen de la Concepción, muy hermosa señora, adornada con su peluca crespa,
que si siempre estuvo en su sitio, en una esquina del tablado, no había por qué
moverla. ¿La sacristana Carmela Maritano? Por supuesto, siempre de blanco y la
cinta celeste de hija de María al cuello. Mujer dual, porque si bien le gustaba bailar
delante de los demás, al mismo tiempo gobernaba sobre todo asunto sagrado, ella
los ornamentos, bien planchados en el ropero de la sacristía, ella el bacín del cura
que sacaba del dormitorio con su propia mano, ella los alimentos de la mesa cural,
que llegaran de la cocina cubiertos con mantelitos almidonados por aquello del
mosquero, costumbres esas que el padre Gaspar cambió porque no orinaba en
bacinilla ni le gustaba comer sentado, él mismo iba a servirse el plato a la cocina y
con el plato en la mano se paseaba, denostando las rudezas del corazón de piedra
de los ricos avariciosos que hacían farándula de la religión. Pero perdóneme, ya
estoy otra vez en la luna de Valencia.
Que las leyes burguesas ya no servían para nada, fue diciendo, que el
pueblo se haría cargo de aprobar leyes de nueva justicia cuando la revolución
triunfara, algo que no iba a tardar mucho porque ya pronto caería el cuartel de
Rivas y entonces las fuerzas del Frente Sur pasarían directo hasta Managua, a
juntarse con los otros frentes guerrilleros victoriosos, pero que mientras no
ganaran imperio esas nuevas leyes, era de necesidad que el pueblo mismo
asumiera desde ahora mismo sus responsabilidades, sobre todo en asuntos que
significaban vida o muerte, porque de lo contrario, muy fácil sería excusarse
después, cuando bajaran las pasiones de la guerra, sangre era sangre, y al ser
derramada no podía caer solamente sobre la cabeza de los jefes de la revolución.
Que ya todos habían oído la lectura de las declaraciones de Alirio Martinica y se
habían hecho más o menos una idea de la entraña negra y matrera de aquel
individuo, pero que la revolución era generosa y se le iba a brindar la oportunidad
de defenderse personalmente, no sólo a él, sino a otro reo capturado en la hacienda
Nagualapa, un nombre que, para serle franca, no me acuerdo. ¿El Niño Lobo? Vea
qué apodo, ahora que usted me lo dice y se me presenta su cara velluda, me da
risa.
Pues que los dos iban a ser juzgados, pero antes iba a comparecer una
mujer, una de las tantas amantes de Alirio Martinica. Y a ver si usted, que tanto
sabe de letras, me explica la causa de que esa palabra, amante, junto con otras de
sentido tan tierno y jubiloso como querida, se aplican tan libremente a esa clase de
mujeres atrevidas e inconstantes, capaces de burlarle a uno el marido, y a las otras,
casadas de velo y corona delante del altar, y muchas veces sufridas de aguantar
palos de borrachos, las nombran esposas, palabra que más bien suena a cerrojo de
cautiverio. ¿No le parece extraño? Dijo, pues, aquel Manco-Cápac que esa mujer,
¿Yadira?, Yadira, no subía para ser juzgada, ella había recibido ya perdón de los
altos mandos, sino para dar un testimonio de conciencia, y ante eso, muchos
rechiflaron y protestaron, qué corona tenía, pero el muchacho Manco-Cápac dio
con mucho modo la explicación de que ella había colaborado en aclarar los hechos
de la causa, según iban a escucharlo de sus propios labios, y allí acabó la cuestión,
hubo más bien un silencio de conformidad, y los que andaban regados se apuraron
en congregarse, por lo que el amontonamiento se hizo peor de cerrado.
De pronto ya los traían a los tres. Adelante, la mujer. Bien le digo que todo
su aspecto era el de una putona de esas de alto precio, la crenchas revueltas y la
cara abotagada de desvelo como si viniera de dormir la mona, y no teniendo
escalera propia el escenario, la encaramaron por medio de una silleta. Luego subió
ese Niño Lobo peludo. ¿Un solo zapato? Imposible acordarme tanto. Y para cerrar
el desfile, Alirio Martinica, todo sucio y derrotado. Los dos varones quedaron
juntos en un extremo de la tarima, la mujer en el otro extremo, y Manco-Cápac
anunció entonces que tras declarar la mujer lo que tenía que declarar, los dos reos
iban a gozar del derecho a la palabra, y al terminar cada uno su alegato, el pueblo
decidiría mediante un aplauso si los perdonaba. Déjeme que me explique. Si
cuando el reo terminara de hablar lo aplaudían, quedaba libre, si no, quedaba
condenado, y tenía que ser un aplauso fuerte y claro, que se oyera hasta en la calle.
De números asignados a cada quien para tener el derecho de aplaudir,
sinceramente no me acuerdo, difícil lo veo, quién iba a prohibirle aplaudir a quién,
en congregación tan poco llevadera, por asunto de faltarle un requisito.
Todos los ojos se quedaron pendientes del escenario. Tal vez una tosecita
por allá, el llanto de un tierno por acá, ni una sola palabra de ofensa, ni un solo
muera, ninguna altanería. Pienso yo que quietud tan apacible se debía a la claridez
de cabeza de los presentes acerca del poder tan grande que habían recibido, que es
el poder de mandar a alguien a la tumba con sólo mantener quietas las manos. No
se vaya a imaginar que aquella reflexión callada duró una eternidad, aunque lo
pareciera. Debió ser nada más un instante, porque de pronto estaba hablando ya la
mujer, ateperetada la boca como si todas sus palabras hubieran querido salir al
mismo tiempo en un hervor de saliva, y va entonces de lanzar denuestos contra
Alirio Martinica tal si le hubieran echado gasolina en el galillo, un asombro
general, qué insolencias no le dijo, ruin explotador, lacayo de la dictadura, vendido
al imperialismo, burgués vendepatria, de dónde sacaba esa mujer de trotes y
zarabandas aquel vocabulario propio más bien de cuadros militantes, y mientras se
despachaba hermoso, Alirio Martinica agachaba la cabeza, aturdido de tanto
garrotazo, al contrario del otro, que mantenía la frente en alto, muy sonreído, los
brazos cruzados descansando sobre el pecho como si fuera el dueño de toda la
función, y para colmo, viene de pronto aquella mujer y empieza a decir que Alirio
Martinica era un impotente como a ella le constaba, que ya el instrumento mágico
no era ninguna siringa agreste, ante lo que hubo entonces un amago de risa que no
pasó a más, tal vez porque todos aquellos improperios mortales sobre intimidades
propias de los dos ella los decía llorando a lágrima partida, asunto que sonaba
muy discordante y no daba para mucha risa, y después, sin dejar de llorar, va de
seguirlo ofendiendo, violador de menores, no servía con las mujeres pero sí con los
párvulos, pero no pudo seguir en su letanía por causa del llanto, y así llorando, fue
a arrodillarse a los pies de la Virgen, le besó la orla del manto, y luego, abrazada
por los hombros, la llevó Manco-Cápac hasta la silleta que servía de escalera donde
otros guerrilleros la recibieron, y ya nadie la volvió a ver más.
Vino entonces el turno del peludo, El Niño Lobo, vaya que no me canso de
reírme del apodo. Figúreselo usted caminando hasta el centro del tablado como si
lo llamaran a recibir algún premio o diploma, muy prestante aún en el momento
en que Manco-Cápac pasó a dar cuenta de la sarta de delitos que le achacaban,
leídos de la hoja de un cuaderno escolar, una lista que, ayúdeme a decir, daba
miedo, oreja denunciante de la OSN, abogado y notario al servicio particular de la
pérfida Mesalina, plumífero a sueldo de la dinastía, estaba oyendo yo esa palabra
“plumífero” por primera vez y jamás se me olvidó, me daba la impresión de
referirse a un pájaro zancón pero ya vine a saber por usted que llaman así a los
periodistas que dedican su pluma a escribir sandeces en alabanza de algún
poderoso, o a hundir por fuerza de calumnias arteras a alguien, ¿verdad que es
así?
Todos los serviles rodeaban a Somoza dentro del agua, dijo, cada uno con su
vaso en la mano, cuando se oyó desde abajo un ruido ronco y sonoro como de algo
que se está vaciando, y de pronto el agua transparente empezó a teñirse alrededor
de Somoza, una nube oscura que iba extendiéndose, y el olor, amigos míos, una
tufalera insoportable que ni tendalada de zopilotes muertos, dicho lo cual se
detuvo y se tapó la nariz. Un niño que no tendría seis años volteó a ver a su mamá
que lo cargaba, y dijo: ¡Fue que se obró Somoza dentro del agua, mamá! El peludo
miró entonces al niño con ojos de sabiduría: Tú lo has dicho, niño, se desocupó
Somoza dentro de la piscina. Preguntó entonces la mamá: ¿Qué hicieron los
demás? Nada, absolutamente nada habían hecho, contestó. Y ahora clavaba a
Alirio Martinica con una mirada acusadora, todo lo que estoy contando no es más
que la verdad, papito, y no me podés desmentir, vos estabas metido hasta el
pescuezo dentro de esa piscina, no te atreviste a moverte una sola pulgada
mientras aquello avanzaba y te llegaba al borde de la boca, imagínense, con todo lo
que Somoza come.
Unas risitas traseras se oyeron primero, luego carcajadas ya francas por
todas partes. Entonces, el muy tunante, extendió el dedo acusador hacia Alirio
Martinica: ¡El somocismo no es más que pura mierda, y en esa mierda se bañan los
serviles!, tronó. Hubo un amago de aplauso, como quien quiere y no quiere, pero
muy pronto ese amago se había desgranado ya en cascada cerrada, tal parecía que
iba a caerse la casa cural, y va de inclinarse el peludo para recibir la ovación, como
los consumados artistas de las tablas. ¿Alirio Martinica? El tal no podía estarse
quieto, la indecisión pintada en la cara, a veces esperanzado y de inmediato
afligido, como si ansiara entrar por la brecha de aquellos aplausos tumultuosos,
pero al mismo tiempo como si les tuviera miedo.
Pero una cosa sí le digo. Un hervor de rabia iba encendiéndose, atizado por
aquella jaculatoria leída con voz de envergadura solemne. La sacristana se mecía
enérgica en su mecedora, y mientras miraba al reo sin parpadear, repetía: “Alirio
Martinica, tan altanero en las alturas para que un día te vieras desvalido, como te
estoy viendo.” El murmullo venía creciendo como si las abejas fugadas de un
colmenar zumbaran en nube cerrada con ganas de clavar el aguijón, a quién, no
hay forma de equivocarse a quién. Con el balanceo sin gobierno de un borracho le
hizo entonces una reverencia a la sacristana y se rió, con esa misma cara
desconcertada que ponen los borrachos, sacudió la cabeza y volvió a reírse, una
risa impotente, como si más bien tragara aire, y luego se arremangó,
entreteniéndose en cada pliegue de las mangas, como si se estuviera alistando para
meter los brazos en algo, melaza, lodo o qué, sus ojos en los de la sacristana, y la
sacristana sin amagar, mirándolo con la misma fijeza del principio.
Aplaudió. Era como si la invitara a aplaudir, dos, tres palmadas, pero ella,
aunque no le quitaba de encima la vista, más bien se afirmó en los brazos de la
mecedora. A la quinta o sexta palmada aquel aplauso se había ido desmadejando,
y visto su fracaso, más bien se dedicó a secarse el sudor de las manos en la barriga.
El murmullo de abejas perseguidoras volvió a crecer, más insolente que antes,
mientras la sacristana alzaba la barbilla, vanidosa de su victoria. Y en lo que
acatamos, andaba él ya paseándose por el escenario, como había mirado hacer al
peludo en su número, una parodia sin gracia. Manco-Cápac se le arrima entonces y
le pregunta: “¿Va a hablar o no?” Dice sí. Sigue en su paseo. Y de pronto, con lo
que sale, Señoras y señores, señoritas, distinguido público que nos acompaña,
deseo contarles un gracioso cuento, ¿tengo la venia de ustedes? Pero silencio
siempre. Y entonces él, a ver, los que quieran que cuente este cuento que den su
aceptación por medio de un cálido aplauso. Y silencio. Se ríe. Es sólo para que
vayan practicando, dice. Pero silencio en la noche.
Risas no hubo, sólo caras duras, como labradas en piedra. ¡Jamás ha pasado
ningún tren por Tola!, dijo alguien, y otro: ¡Respetá a la Santísima Virgen! Fue
todo. Entonces cambió la manera de reírse. Era ahora una risa desaforada que le
venía desde las tripas, y mientras recorría el tablado de ida y de vuelta,
aplaudiéndose, cada vez más a la carrera, oiga lo que decía: ¡Es cierto que yo
estaba metido dentro de esa piscina hasta el pescuezo! ¡Es hoy el día y no se me
quita el tufo por más que me baño y me baño! ¡Vengan esos aplausos! ¡Arriba esas
palmas!, volvía a reírse de la misma manera infame, pedía de vuelta los aplausos,
pero era como si implorara delante de una pared muda que sólo dejaba pasar
aquel murmullo de abejas impacientes, hasta que alguien gritó: ¡Ni siquiera
vergüenza le da, al muy inmundo! Y luego alguien más: ¡Ya bájenlo, que aburre!
Lo llevaron a fusilar en calzoncillos y camisola. Por qué, ni me lo pregunte,
que de eso no puedo yo darle cuenta. Pero así fue que lo vi desde que salió por el
portón de la casa cural al ser las seis de la mañana, calzoncillos de esos bóxer que
antes fabricaba la Tricotextil, y camisola sin mangas. Iba, además, descalzo, una
soga calzada al pescuezo y las manos amarradas por delante con el mismo mecate,
igual que el día anterior el guardia y su sobrino.
En la calle esperaba una gran jaula, de esas para poner adentro lapas, loras,
tucanes, toda clase de pájaros de plumaje vistoso, tan grande que dentro alcanzaba
perfectamente un hombre, aunque algo encogido, pero si me dice usted que más
bien hubo allí cautivo una vez un mono, sea. Entonces, entre alegrías de música y
festejos de pólvora, fue metido en la jaula, y ya con él adentro la cargaron a pulso
hasta ponerla en la tina de una camioneta de acarreo para el desfile al cementerio,
el gentío derramado en el trayecto entre aquella bendición de banderas rojinegras
impedidas de flamear de tan mojadas, pues habían dormido seguramente en
descampado bajo el mundo de agua que cayó aquella madrugada sobre Tola, una
extrañeza porque aquí casi jamás llueve.
Pero iban secándose las banderas de la victoria con el sol que ahora pegaba
duro sobre las cabezas, mientras la camioneta se detenía a veces, porque era tal el
tumulto humano que no la dejaban avanzar, yo allí, cerca de la jaula, brincando los
charcos de lluvia, Rafaelito Tamaríz que brincaba a la par mía, y no me va creer, la
sacristana brincaba también como si tuviera mi propia edad, el muchachero la
levantaba en algarabía cuando se tropezaba, y como era ella muy frágil, parecía
entonces que iba volando.
Tras una escasa hilada de palmeras se alzaban al fondo del baldío las
últimas casas de Tola, las más de ellas billares y cantinas de paredes de adobe,
ahumadas por los fogones de las fritangas callejeras que se instalaban los días en
que los equipos de Potosí, Buenos Aires, San Jorge o Belén, venían a jugar contra
Tola. Una pareja de niños, varón y mujer, se había encaramado en la cumbrera de
uno de los techos, y el niño, vestido con una camisa escotada de uniforme
beisbolero de liga infantil a la que sólo quedaba un botón, jugaba a cegar al reo
manipulando un espejo de bolsillo.
Al fin sacaron de una de aquellas casas una silla cargada a varias manos, y
el niño del espejo, que se había descolgado apresuradamente del techo, salió al
paso de los cargadores, lo ayudaron a escalar, se sentó de un salto, y mientras la
silla navegaba sobre las cabezas y entre los cartelones y las banderas, su pasajero
fingía ser obispo y bendecía a uno y a otro lado entre las risas que se regaban como
un rumor de lluvia. La niña, vestida con una bata suelta de zaraza floreada, se
había agachado en cuclillas y aplaudía desde la cumbrera.
Habían excavado la fosa en el baldío, muy cerca del muro. Tampoco iban a
enterrarlo en sagrado. Sobre el túmulo de tierra removida, en el que habían dejado
una pala clavada, ascendía una fila de hormigas llevando pedacitos de hojas que al
translucir con el sol se tornaban amarillas. Igual que el aroma de las anonas
maduras, también le llegaba el olor húmedo de terrones del túmulo. Al lado,
aguardaban los enterradores. Eran tres, el principal y sus dos ayudantes, todos
descamisados. El principal, de pelo cano, las tetillas flojas y la barriga desinflada,
mantenía la cuerda que usaba para bajar los ataúdes enrollada alrededor del
hombro, y de uno de los bolsillos traseros de su pantalón sobresalía una botella de
aguardiente con tapón de olote. Los ayudantes, flacos y renegridos de sol, eran casi
niños. Uno de ellos terminaba de chuparse un mango y tiró con desgano la semilla
amarilla sobre los terrones del túmulo. Las hormigas se desordenaron por un
momento, pero luego emprendieron de nuevo su marcha.
El niño del espejo había vuelto a escalar el techo, donde lo esperaba la niña
de la bata floreada, y ahora los dos caminaban sobre la cumbrera haciendo piruetas
de equilibrio con los brazos abiertos. El sol que ardía en las tejas quemaba
seguramente sus pies descalzos. El niño se detuvo, sacó el espejo, lo empañó con el
aliento, y tras limpiarlo con un faldón de su camisa de beisbolero se miró en él. La
niña se lo arrebató para mirarse también, se restregó los labios con el dedo y
sonrió.
Antes de partir hacia Berlín en abril de 2001, donde debía ocupar la Cátedra
Samuel Fischer de Literatura Comparada en la Universidad Libre, dejé grabada
una entrevista con Carlos Fernando Chamorro para su programa Esta Semana del
canal 2, en la que hablaba acerca del tema del presente libro, entonces en proceso.
Cuando el programa se emitió recibí allá un mensaje electrónico del doctor Edgard
Morín, quien ejerce como médico internista en Managua. En ese mensaje me
contaba que había visto el programa y me ofrecía unos datos sobre Alirio Martinica
que estaba seguro, decía, iban a interesarme. A pesar de mi insistencia para que me
enviara la información prometida, no recibí respuesta. Lo llamé por teléfono al
volver y me dijo que se hallaba muy apenado conmigo. El apenado debía ser yo, en
todo caso, le repliqué, porque las urgencias de un escritor nunca toman en cuenta
la lista de pacientes que un médico debe ver todos los días. Al día siguiente
encontré en mi correo electrónico su testimonio, que he agregado de manera
intacta al libro.
No resultó fácil dar con el folleto Los héroes de abril del periodista Coronado
Salvatierra (Tipografía Vargas, San José, Costa Rica, 1962. 78 págs.). Fue Samuel
Rovinski quien, por mi encargo, logró localizarlo en la Biblioteca Nacional de
Costa Rica, tras muchas pesquisas, pues estaba indebidamente clasificado bajo la
denominación “Historia de Costa Rica, siglo XX”. El capítulo “El chacal en su
guarida” es el que me resultó más apropiado para ilustrar al lector sobre los
acontecimientos del 4 de abril de 1954.
No fue la única carta suya, pues luego respondió en otras a preguntas que le
sometí, y esas respuestas han sido utilizadas abundantemente en los pasajes que
conciernen. El destino, como ven, terminó por no fallarme.
Cuando en las primeras horas del 19 de julio de 1979 las fuerzas guerrilleras
entraron a ocupar las instalaciones del búnker, para entonces desiertas, lo que
encontraron fue un verdadero caos, tanto allí como en las dependencias militares
adjuntas. En la Oficina de Seguridad Nacional (OSN) había un reguero de
expedientes y papeles, algunos a medio quemar, pero en “el cuarto de escucha”,
desde donde se monitoreaban y transcribían día y noche las conversaciones
telefónicas, todo lucía en orden; las grabadoras de carrete parecían haberse
detenido en aquel mismo momento, aún quedaban ceniceros sucios y botellas de
cerveza al lado de las máquinas de escribir, y los archivadores se hallaban intactos,
tanto los que contenían los legajos de transcripciones como los que contenían los
carretes.
Por ventura para mí, las tres conversaciones que se incluyen las encontré en
un grueso legajo con el nombre de Alirio Martinica mecanografiado en la ceja de la
carpeta; en un listado adjunto al legajo aparece anotado el número del carrete
correspondiente a cada trascripción; y, por ventura también, las cintas allí estaban.