Los Amantes de Isabel II - Manuel Barrios PDF
Los Amantes de Isabel II - Manuel Barrios PDF
Los Amantes de Isabel II - Manuel Barrios PDF
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Manuel Barrios
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Manuel Barrios, 2004
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A José Santos Torres, amigo querido y admirado,
a cuya generosidad debo haber podido trabajar
con documentos de inestimable valor.
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¿Qué pensarías tú de un hombre que la noche de bodas tenía
sobre su cuerpo más puntillas que yo?
(Palabras de Isabel II a León y Castillo, embajador de España
en París).
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INTRODUCCIÓN
DOS PALABRAS
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CAPÍTULO I
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vecino, promulga, el 10 de mayo de 1713, una especie de Ley Sálica por cuyo
mandato se prohíbe el acceso de las mujeres al trono, en contra de las normas
españolas sancionadas por las Partidas. Esta ley iba a ser abolida
expresamente por Carlos IV en 1789, pero, al no ser promulgada tal decisión,
es su hijo, Fernando VII, quien, en uso de sus especiales privilegios, publica
una Pragmática Sanción que restablece la ley tradicional; es decir, aquella que
permite reinar a las hembras:
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sobreviva y no dejes varón, que no puedo prescindir de ellos,
derechos que Dios me ha dado cuando fue su voluntad que yo
naciese, y solo Dios me los puede quitar concediéndote un hijo
varón que tanto deseo yo, puede ser que aún más que tú;
además, en ello defiendo la justicia del derecho que tienen los
llamados después que yo, y así me veo en la precisión de
enviarte la adjunta declaración, que hago con toda formalidad a
ti y a todos los soberanos, a quienes espero se les hará
comunicar.
Adiós, mi muy querido hermano de mi corazón; siempre lo
será tuyo, siempre te querrá, siempre te tendrá presente en sus
oraciones este tu más amante hermano, Carlos.
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El Rey, con el entendimiento ya enmarañado por la cercanía
de la muerte, sin enterarse de sus circunstancias, volvió
rápidamente la vista hacia su esposa. Tristísima sería la
situación del pecho de la Reina en tan apurado trance; y así
estrechada por una parte y consultada por otra, no le cabía más
arbitrio que sacrificar toda consideración terrena al alivio de los
postreros momentos de un Rey expirando. Concedió la Reina su
anuencia, y el Conde de Alcudia, que estaba al acecho a la
puerta, entró, a una señal del confesor, con el decreto ya
corriente: la firma real se logró arrebatándola a una mujer
postrada y llorosa y a la mano trémula de un moribundo;
aquella acta, rebosante de injusticia personal, ha sido el
manantial de las calamidades nacionales de España[2].
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España. La turbación y congoja de un estado en que por
instantes se me iba acabando la vida, indicarían sobradamente
la indeliberación de aquel acto, si no la manifestasen su
naturaleza y sus efectos. Ni como Rey pudiera yo destruir las
leyes fundamentales del reino cuyo restablecimiento había
publicado, ni como padre pudiera con voluntad libre despojar
de tan augustos y legítimos derechos a mi descendencia.
Hombres desleales o ilusos cercaron mi lecho, y abusando de
mi amor y del de mi muy cara esposa a los españoles,
aumentaron su aflicción y la amargura de mi estado asegurando
que el reino entero estaba contra la observancia de la
Pragmática y ponderando los torrentes de sangre y desolación
universal que habría de producir si no quedase derogada. Este
anuncio atroz, hecho en las circunstancias en que es más debida
la verdad, por las personas más obligadas a decírmela, y cuando
no me era dado tiempo ni razón de justificar su certeza,
consternó mi fatigado espíritu y absorbió lo que me restaba de
inteligencia, para no pensar en otra cosa que en la paz y
conservación de mis pueblos, haciendo en cuanto dependía de
mí este sacrificio, como dije en el mismo decreto, a la
tranquilidad de la Nación española. La perfidia consumó la
horrible trama, que había principiado la sedición, y en aquel día
se extendieron certificaciones de lo actuado con inserción del
decreto, quebrantando alevosamente el sigilo que en él y de
palabra mandé que se guardase sobre el asunto hasta después de
mi fallecimiento. Instruido ahora de la falsedad con que se
calumnió la lealtad de mis amados españoles, fieles siempre a la
descendencia de sus Reyes; bien persuadido de que no está en
mi poder ni en mis deseos derogar la inmemorial costumbre de
la sucesión establecida por las ilustres heroínas que me
precedieron en el trono, y solicitada por el voto unánime de los
reinos; y libre en este día de la influencia y coacción de aquellas
funestas circunstancias: Declaro solemnemente de plena
voluntad y propio movimiento que el Decreto firmado en las
angustias de mi enfermedad fue arrancado de mí por sorpresa;
que fue un efecto de los falsos terrores que sobrecogieron mi
ánimo; y que es nulo y de ningún valor, siendo opuesto a las
leyes fundamentales de la Monarquía y a las obligaciones que
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como Rey y como padre debo a mi Augusta Descendencia. En
mi Palacio de Madrid, a 31 de diciembre de 1832[3].
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Esta escena —que ni siquiera cuenta con el testimonio inapelable de la
Historia para otorgarle carta de naturaleza cierta— es la señal que prende la
llama de la guerra civil: la conflagración entre hermanos que marca los
primeros años de un reinado infeliz, al darse cita en él las circunstancias más
adversas. Es el signo fatal de una mujer buena, afable, popular, alegre y
generosa, que, desbordada de amor, será conocida —según definición de
Aparisi y Guijarro— por «la de los tristes destinos».
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CAPÍTULO II
EL AMOR ADOLESCENTE
JOSÉ VICENTE VENTOSA
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de vida[5]». Hasta su mayoría de edad, que será reconocida cuando cumpla
trece años, el Gobierno de la nación queda bajo la regencia de María Cristina.
Esta, sin embargo, más que a los asuntos de Estado, dedica su interés a
legalizar, mediante matrimonio morganático, sus amores con Fernando
Muñoz, el guapo guardia de corps, hijo de una estanquera, que habrá de darle
tantos hijos como para estimular el sarcasmo de la letrilla:
Muñoz será distinguido con el ducado de Riánsares y, por parte del pueblo,
con el remoquete de «Fernando VIII».
Es el tiempo en el que es llamado al Gobierno, por la Reina Gobernadora,
uno de los políticos más audaces de aquellas décadas, don Juan Alvarez
Mendizábal, quien, más en atención a un saneamiento fiscal que a la pasión
sectaria, dicta el decreto de disolución de las órdenes religiosas. Villa-Urrutia
dice de él que, nacido el 25 de febrero de 1790 en Cádiz, «cuna y baluarte de
la libertad, allí respiró su primera infancia el ambiente revolucionario de las
logias masónicas, ambiente del que quedaron saturados toda su vida sus
desarrollados pulmones». Mediatizada María Cristina por la permanente
presencia del general Espartero, que representa el ala más progresista del
Gabinete, este será el hombre señalado para regir los destinos de la nación, en
cuanto las circunstancias permitan prescindir de la Reina Gobernadora. Hasta
que por fin será la propia María Cristina quien, por un motivo aparentemente
fútil, va a dejar el camino expedito, tanto más franco a Espartero cuanto
mayor es el prestigio que este ha llegado a alcanzar tras el Abrazo de Vergara,
que pone fin a siete años de guerra.
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de ti es a dónde podría ir con más seguridad y advirtiéndote que
dicen ser los mejores los de Esparraguera y Caldas […].[6]
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Una vez instalada en París —y, por consiguiente, libre de las asechanzas de
Espartero y de la conspiración cada vez menos cautelosa de los moderados,
aspirantes al Gobierno de la nación—, María Cristina muestra las cartas que
hasta entonces había disimulado con más o menos fortuna, como expone, no
exenta de cinismo, al general, ahora regente:
Cinco días antes, todavía en Valencia —donde ha sido recibida con extrema
frialdad, en contraste con las aclamaciones dedicadas a Isabel y Espartero—,
María Cristina envía su renuncia a las Cortes:
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país y a la causa pública; pero no pudiendo acceder a algunas de
las exigencias de los pueblos, que mis consejeros mismos creen
deben ser consultadas para calmar los ánimos y terminar la
actual situación, me es absolutamente imposible continuar
desempeñándola, y creo obrar como exige el interés de la
nación renunciando a ella. Espero que las Cortes nombrarán
personas, para tan alto y elevado encargo, que contribuyan a
hacer tan feliz esta nación como merece por sus virtudes. A la
misma dejo encomendadas mis augustas hijas, y los ministros
que deben, conforme al espíritu de la Constitución, gobernar el
reino hasta que se reúnan, me tienen dadas sobradas pruebas de
lealtad para no confiarles con el mayor gusto depósito tan
sagrado. Para que produzca, pues, los efectos correspondientes,
firmo este documento autógrafo de la renuncia, que en
presencia de las autoridades y corporaciones de esta ciudad
entrego al Presidente de mi Consejo para que lo presente a su
tiempo a las Cortes[10].
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desvelar el sueño de una adolescente. Sin embargo, esto es lo que ocurriría,
según se deduce de la precipitación con que se ordena su expulsión inmediata
«por razones graves».
«Cuesta creer —escribe Gordillo Courcières— que, incluso en aquel torpe
ambiente cortesano […], al pobre Ventosa se le pueda atribuir otra culpa que
la de la exacta ineficacia en el intento de superar el analfabetismo de su
discípula principal[11]». Pero con reiterada frecuencia los sucesos de la vida
cotidiana se suelen producir al margen de las apariencias y de la lógica. Si,
además de ese axioma constantemente demostrado, se tiene en cuenta la
deficiente educación de la Reina, su precocidad en el desperezo de la libido,
la influencia de una corte corrupta y el ejemplo de sus ascendientes directas
(las reinas María Luisa de Parma y María Cristina de Borbón), llegaremos a
convenir en la probabilidad de que Isabel sintiera el hervor de su sangre
caliente en la proximidad de un hombre junto al que ha de pasar demasiadas
horas. Con mayor motivo si el objeto de sus veleidades es un galán maduro
que durante la Guerra de la Independencia, gracias a su demostrado valor,
llega a alcanzar el grado de teniente. Por ello, «en el cese de José Vicente
Ventosa como maestro, si bien la excusa es la falta de adelantamiento de las
dos alumnas en sus estudios, hay que ver también con seguridad un juego
político, de intrigas palaciegas con intervención tanto de la nobleza como de
las azafatas y camareras; y quizá maledicencias[12]».
La historia no ha sido excesivamente pródiga con este personaje
secundario. De él se sabe que más de una vez fue reprendido por no cuidar
con el debido celo la educación de Isabel y María Fernanda; que a la condesa
de Espoz y Mina, aya de la Reina, le dio una malísima impresión por el
desaliño indumentario que exhibía.
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Poco más se puede decir del desastrado maestro: que tras la guerra se exilió
en Francia, donde contrajo matrimonio con una francesa llamada María
Brochot y residió en Normandía; que en París también estuvo dedicado a
actividades pedagógicas y que cuando frecuentaba palacio solía enviar
información confidencial al periódico titulado Fray Gerundio, de tan temida
agresividad. Expulsado de palacio, volvió a París para entrar en la secretaría
de María Cristina. Un historiador de nuestro tiempo refiere cómo la marquesa
de Bélgida «dimitió bajo pretexto de que se había nombrado una camarista
nueva sin su consentimiento. En realidad, mostraba su despecho por la
despedida de Ventosa, que era su agente, y pretendía hacer méritos ante el
grupo de París». Cuando llegue la hora de casar a la Reina, con varios
candidatos disputándose el honor de conseguir su mano, será Ventosa quien,
ejerciendo actividades de tercería, le muestre a Isabel el retrato del que al fin
será su marido: el melifluo Francisco de Asís Borbón y Borbón, de tan ingrata
memoria para la joven reina de España.
Defensora a ultranza de Isabel II, Carmen Llorca llega a una conclusión
un tanto temeraria: «Ni Mirall, ni Ventosa o Valldemosa, van más allá de lo
que puede autorizar una sencilla deferencia de la Reina, por otra parte tan
habitual en ella[14]». Siendo cierto que tanto Valldemosa como Mirall fueron
más allá, según consta por testimonios de autenticidad indudable, no parece
arriesgado admitir que el tercero en discordia, José Ventosa, contara con los
amores reales, incluso de forma tan ostensible como para que el comunicado
dando cuenta de su expulsión, de fecha 12 de julio de 1842, pueda referirse a
unas «razones graves» que sin duda serían comidilla a media voz de lacayos,
alabarderos y maritornes.
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CAPÍTULO III
EL AMOR EFÍMERO
FRANCISCO FRONTELA LASERRA
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Los verdaderos progresistas no necesitan elevarme a tan
envidiables puestos para que me halle siempre en sus filas con
el corazón y el pensamiento con el mismo entusiasmo y la
misma fe que en nuestros más gloriosos días. Mi alma,
templada en el más puro amor a la libertad, nunca escuchó los
tentadores halagos de la ambición personal; y por más que me
vi encumbrado a los honores más altos y a las posiciones más
preeminentes, nunca olvidé mi carrera de soldado. Por eso me
avengo con gusto a ocupar el último puesto en mi partido,
siempre que desde allí sean eficaces mis servicios a la libertad y
al trono constitucional, a cuya defensa he consagrado con toda
la fe de mi alma todos los instantes de mi vida[16].
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llegó a alcanzar sobre todos
fama de orador completa:
un trago y una chuleta
le hacen hablar por los codos.
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generales O’Donnell, Concha y Diego de León, entrar en palacio, raptar a la
Reina y llevarla a las provincias vascongadas, donde habría de reunirse con su
madre, que quedaría de nuevo encargada de la Regencia. «Ya cerca del
oscurecer, las fuerzas al mando de Diego de León se pusieron en marcha.
Después de imponerse a la guardia exterior de Palacio se propusieron el asalto
acercándose a la escalera central. En las habitaciones de la Reina y la infanta,
el maestro de música, don Francisco Valldemosa, daba a las princesitas su
diaria lección de canto[21]».
Iba a ser la primera gran prueba para aquella de la que dice el obispo de
Tarazona, don Rodrigo Valdés: «La Reina va a entrar en su juventud, ese
período de la vida lleno de agradables ilusiones y de peligros, a nadie tan
formidables como a una princesa entregada a sí misma, que va a lanzarse en
medio del mundo con un poder desmesurado, con escasas luces y sin ninguna
experiencia».
Diego de León, joven apuesto, de gran prestigio por haber ganado la Gran
Cruz de San Fernando en la operación de Belas Cosin, instigado por
O’Donnell acepta encabezar la revuelta y ahora se enfrenta con el teniente
coronel Dulce, un acreditado liberal que se dispone a la más enconada lucha.
«Los asaltantes atacaban con fuerzas muy superiores en número; los
alabarderos, mandados por Dulce, demostraron aquella tarde que no eran solo
un cuerpo decorativo, dedicado a lucir sus uniformes y alabardas ante el
público madrileño, que consideraba un espectáculo los cambios de guardia en
el palacio. Además de las alabardas decorativas, los guardias de corps tenían,
en la Sala de Guardias de palacio, fusiles y cartuchos, que aquella tarde
fueron utilizados con verdadera valentía y eficacia desde los parapetos que
ofrecían las balaustradas por las que intentaron subir los sublevados[22]».
Durante varias horas el combate se centró en la escalera. Mientras tanto,
la condesa de Espoz y Mina acostaba a la Reina y a la infanta, permaneciendo
toda la noche a su lado. Su informe es un documento de excepcional interés al
describir paso a paso las fases de la revuelta: «Cuando a las ocho de la tarde
me disponía a bajar desde mi residencia, en la parte alta del palacio, a las
habitaciones de las princesas en la primera planta, escuché unos ¡vivas!
estentóreos en el interior del palacio. Tuve la intuición de algo anormal y
corrí hacia las habitaciones reales, que pude alcanzar con grave peligro[23]».
La Reina, asustada, pide que llamen al duque de la Victoria, pero
Espartero está lejos. El tiroteo se hace muy intenso. Una bala penetra en el
salón-teatro. Rompe el cristal y va a incrustarse en la pared. El teniente
coronel Domingo Dulce y Garay teme que la resistencia no pueda prolongarse
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demasiado y pide a la condesa que le franquee la entrada: «Que yo pueda
morir con mis compañeros al lado de Su Majestad, defendiéndola». La
condesa de Espoz y Mina continúa más adelante: «Mi primer impulso fue el
de admitir el generoso ofrecimiento; pero una observación de la azafata de Su
Majestad me hizo reflexionar. En la situación crítica en que se hallaban las
reales personas podía complicarse más si llega el caso de que la defensa se
hiciese en su mismo cuarto. Rehusé, pues, la proposición del ya coronel
Dulce, de que se trasladase a las princesas a las piezas ocupadas por sus
defensores; ofreciéndole que S. M. y S. A. sabrían sus buenos sentimientos,
nos despedimos y yo volví en compañía de la azafata a ocupar mi lugar junto
a las niñas, que continuaban durmiendo».
A las seis y cuarto de la mañana, el golpe había fracasado. Dulce era
recompensado con la Gran Cruz Laureada de San Fernando y Diego de León
condenado a muerte por alta traición y delito de lesa majestad. De nada sirven
los ruegos y las lágrimas de Isabel para impedirlo, porque Espartero se
muestra inflexible: «El estado de irritación del país no permite dispensar el
solicitado perdón». Por primera vez la Reina comprende que su poder es
limitado; que ni siquiera puede salvar la vida de un hombre.
En su biografía sobre el banquero Salamanca, escribe el conde de
Romanones:
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héroe de la jornada. Cuando Isabel se prepara, repasando por última vez las
palabras que le han escrito, su camarista, Amparo Sorróndegui, le advierte
que premiar a Dulce es ofender a doña María Cristina. Isabel se dirige a la
condesa de Espoz y Mina sin disimular sus temores:
—Ayita, yo no puedo decir la arenga ni entregar la espada al coronel.
Como señala González-Doria, durante todo su reinado sucederá lo mismo:
se le propone hacer una cosa y está dispuesta a cumplirlo, pero alguien le
aconsejará en el último instante proceder de manera por completo contraria, y
se hallará siempre irresoluta[24], dominada por la idea de hacer algo en
detrimento de su deber o de su lama, como depositada de una Corona que
exige responsabilidades muy superiores a su capacidad. «Los ministros
resolverán por ella, y una camarilla situada entre bastidores aconsejará de
acuerdo con sus intereses. La Reina ofrece vasto campo a esta situación por
su carácter, su trato cordial y despreocupado, su falta de malicia y de recelo y,
sobre todo, por ser tan asequible como afectuosa[25]». Lo peor, sin embargo,
es que en ella el afecto se convierte pronto en algo más, si el destinatario de él
es guapo o le ha demostrado que sería capaz de exponer su vida por
defenderla.
Es lo que ha hecho Francisco Frontela Laserra, más conocido por
Valldemosa por haber nacido en Palma de Mallorca, en 1807. Realizados los
estudios primarios en su tierra natal, se instala en París hacia 1836 y allí
ejerce como maestro de canto. «No solo tocaba el piano y el violín, sino que
poseía una bella voz de bajo […]. Cuando el ataque a Palacio el 7 de octubre
de 1841 fue el único hombre que acompañó a las varias damas aquella noche,
lo que le valió el regalo de un uniforme, valorado, desde el sombrero al tahalí,
en 2000 reales[26]». El historiador Ricardo de la Cierva atribuye a la condesa
de Espoz y Mina unas palabras a modo de presentación: «El profesor
Francisco Frontela, llamado Valldemosa, era un gran maestro de canto que
apasionaba a Isabel, con quien sin embargo se tomaba unas libertades que
tuve que cortar en seco, porque hasta daban lugar a murmuraciones en la
corte, por la imprudencia de él en contarlas.»[27] ¿Imprudencia o táctica
premeditada —como llevaron a cabo tantos otros— para ser considerado el
amante de la Reina, tanto para satisfacer su vanidad como para conseguir las
prebendas con que los escaladores de siempre se aseguran el aprecio de los
poderosos?
Cuando Salustiano Olózaga ocupe el puesto que su talento y el destino le
tienen reservado, Isabel no dudará en pedirle un señalado favor:
—Quiero que se conceda la Cruz de Carlos III a Valldemosa.
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Según Pierre de Luz, Valldemosa parece reinar ahora en el corazón de
Isabel. Claro que la música, el canto y el amor no bastan para calmar su
agitación constante. No puede estar tranquila en ningún lado; cuando no
conduce su faetón, hace grandes excursiones a caballo. Una tarde, regresando
de Carabanchel, donde ha ido a visitar a la señora de Montijo y a su hija
Eugenia, futura emperatriz de los franceses, pasa a galope delante de un
puesto de guardia; no hace caso de la consigna y se le dispara una descarga.
Todas las noches baila locamente, llegando a veces, sin decir palabra, a una
verbena de barrio[28]. Cuando vuelve, ya de madrugada, la está esperando el
fiel Valldemosa, para calmar una sed que parece inextinguible.
No obstante, este amor será fugaz, como exaltado tan solo para
corresponder a la generosidad y al valor del profesor. La corte apenas tiene
tiempo de recrearse en la historia de picardía que se desarrolla en la alcoba
real. Y apenas tiene tiempo porque la Reina manifiesta ya, abiertamente, su
predilección por el líder progresista Olózaga, y Valldemosa hace mutis de
forma discreta, acaso paladeando el sabor de unas noches mágicas en que
besó los labios frescos de la reina de España.
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CAPÍTULO IV
EL AMOR FURTIVO
SALUSTIANO OLÓZAGA
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En efecto, aparte de algunos documentos, halló en una gaveta el Toisón de
Oro que utilizara José Bonaparte en su efímero reinado. «Cada vez más
fascinada por Olózaga, la Reina se empeñó en colgárselo a él del pecho, para
lo que bajó la cabeza y se permitió besar a Isabel en el hombro, que casi
dejaba desnudo su sencillo vestido blanco de gasa. “¡Qué bien te cae en el
pecho! —comentó Isabel—. Mi primer acto de Reina efectiva será regalártelo
para siempre”». Por todo gesto de gratitud, Olózaga le besó la mano, y ella le
abrazó con ingenua pasión […].[29]
En otra obra, continuación de la primera, el mismo autor no vacila en su
diagnóstico: «Isabel II no llegó virgen al matrimonio. Salustiano Olózaga,
gran garañón, se había encargado de desflorarla y de iniciarla en las lides del
amor[30]».
Para Isabel, Olózaga es la fascinación del amor prohibido; la aventura
que, por encima de convencionalismos y sacrificios impuestos por el designio
de la Providencia, reclama su derecho a la felicidad, sin desatender por ello la
tarea, tantas veces ingrata, de gobernar. El 7 de agosto de 1843 Bresson,
embajador de Luis Felipe, rey de Francia, enviaba a su Gobierno la noticia
anhelantemente esperada: «La Reina es núbil».
Primero bajo el dominio de su madre María Cristina, después sujeta a los
deberes institucionales constantemente invocados por el regente Espartero,
«la niña Isabel crecía bajo las presiones de enfrentados poderes que seguían
gravitando sobre el palacio. Todo, menos darle a la niña reina una instrucción
suficiente y una educación humana que habrían servido para formar su
impulsivo carácter. Ello habría contribuido a moderar sus impulsos y darle
elementos de fuerza moral e intelectual, necesarios para desempeñar los
papeles de mujer y de reina que la historia y el destino le tenían reservados
por su nacimiento[31]». Puesto que el peso de la Corona le obliga a hacer todo
lo que rechaza su voluntad, justo es que, en el plano de las más estrictas
intimidades, goce sin trabas del amor que le brinda aquel hombre arrollador y
sin grandes escrúpulos, de complexión atlética, ojos penetrantes y cabellos
con reflejos rojizos, que cada día le reserva un nuevo descubrimiento de
insospechada fascinación.
Por si no fuera suficiente el hálito que rodea a Olózaga, todo Madrid —y
con él, la Reina— sabe del acoso al que tuvo sometida a una bellísima mujer
que, insensible a sus rendidas solicitudes, prefirió profesar en un convento de
la orden franciscana antes que ceder a los requerimientos del vehemente
galán. Es doña María Rafaela de los Dolores y Patrocinio Quiroga y
Cacopardo, quien tomaría el nombre en Cristo de sor María Rafaela de los
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Dolores y Patrocinio de Nuestra Señora, más conocida por la «Monja de las
Llagas». La Reina, que al cabo de poco tiempo habrá de entregarse sin
condiciones a los consejos de la religiosa, al caer en brazos de Olózaga es
como si compensase con ello la derrota sentimental de aquel huracán de
apariencia irresistible. Lo malo es que el político, que ya ha saboreado las
mieles del poder al frente de varios cargos de responsabilidad (alcalde de
Madrid, embajador de España en París, presidente del Congreso y ministro de
Estado), considera la política más importante que el amor: una política de la
que ahora quiere servirse, dada su posición privilegiada, para deshacerse de
sus enemigos. El 28 de noviembre, a las cinco de la tarde, acude al despacho
real y presenta a Isabel tres decretos; dos de ellos son propuestas de
condecoraciones —una de las cuales es para premiar al escritor francés Louis
Viardot, traductor del Quijote— y un tercero ordenando la disolución de las
Cortes. Parece ser que al principio la Reina se resiste a tomar una decisión tan
drástica, pero después cede ante el mal disimulado gozo de Olózaga, quien,
terminada la audiencia, saluda reverente. Cuando va a retirarse, Isabel le
retiene y le entrega un paquete:
—Toma, Salustiano: unos bombones para tu hija, pero te ruego que no
abras la caja y se la des como está.
La Reina no advertirá la jugada hasta que, al darle cuenta a la marquesa de
Santa Cruz de los decretos firmados, esta se sobresalta y dice con voz
destemplada:
—¡Esto es una infamia! ¡Un abuso de poder! ¿Cómo ha podido hacerlo Su
Majestad? ¡Esto no es posible!
Inmediatamente son llamados los ministros más leales y, a preguntas de
unos y otros, intenta defenderse:
—Yo no sabía, ¿comprendéis?, dónde había que firmar; entonces él me
tomó la mano…
Tras un breve conciliábulo, y cuando Olózaga ya ha confiado a los suyos
la firma tan engañosamente arrancada a la Reina, se acuerda que Isabel
suscriba un comunicado confesando las circunstancias de su despropósito, a
lo que ella accede, asustada por la alarma que con tanta ingenuidad ha
provocado.
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la puerta que está a la izquierda de mi mesa de despacho.
Olózaga se adelantó y echó el cerrojo a la puerta. Me agarró del
vestido y me obligó a sentarme. Seguidamente me cogió la
mano, me entregó la pluma, hasta obligarme a rubricar. Una vez
firmado el documento, Olózaga se fue y yo me dirigí a mi
aposento.
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CAPÍTULO V
EL AMOR FRUSTRADO
FRANCISCO DE ASIS BORBÓN
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Fernández de Córdoba, incluyó en sus Memorias una aguda semblanza de
quien fuera llamado «el Espadón de Loja»:
A partir del momento en que entró por primera vez en palacio, toda la vida de
Narváez será un permanente testimonio de lealtad a la Reina, no siempre
correspondida. Cuando, a instigación de Bravo Murillo, Isabel accedió a
alejarlo de España con una misión diplomático-militar en Viena, el duque
escribe a Isabel desde Bayona: «¿Qué es esto, señora? ¿Hemos llegado al
tiempo en que el duque de Valencia sea sospechoso para el Gobierno de la
Reina, dudándose de su lealtad…?».
Este hombre de carácter destemplado, agrio, y de talante despótico, que es
capaz de decirle las verdades del barquero al mismísimo lucero del alba, es un
cordero manso a la vista de la Reina. Él cuidará de ella con una tierna
solicitud y no vacilará en ejercer en tareas de tercería si de lo que se trata es
de presentarle a Isabel un rival digno de su amor o de su capricho. No menos
de ocho veces Narváez es relevado de su cargo y otras tantas vuelto a llamar
por la soberana. El terrible general no duda en aplicar la pena de muerte a
Diego de León, «la mejor lanza del Reino» y a los jóvenes imberbes que
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jugaron a la subversión en Sevilla, pero aceptará sin un reproche las
frivolidades de la Reina Castiza. Bien es cierto que le prohíbe todo lo que, a
su juicio, puede dar pie al comentario malicioso. Por ejemplo, el arrobamiento
con que Isabel asiste, desde un balcón de palacio, al relevo de la Guardia
Real, auténtico espectáculo de uniformes cuyo diseño ha sido aprobado por la
propia Isabel II: casaca de faldón estrecho y carteras de paño azul turquí;
cuello, vueltas y solapa de grana, con un ojal de galón en el cuello y cinco
alamares en la solapa; calzón blanco de punto; bota de montar y casco de
metal blanco, con la chapa y adornos dorados, y llorón de pluma blanca[35].
Al cumplir los quince años, para todo Madrid la Reina es «la niña bonita»;
y así, «la niña bonita» será llamado, de ahora en adelante, el número 15 en la
familiar lotería de cartones. «De estatura mediana, tenía un busto prominente
y contornos rollizos; los ojos de azul intenso eran la nota más hermosa de su
rostro mofletudo; la boca grande, pero tan bien dibujada como la de su madre;
el cabello rubio; la expresión muy risueña; el conjunto muy agradable[36]».
Y gracia; una gracia popular, espontánea y chispera, capaz de restar
solemnidad a las palabras o a los actos más adustos.
Lo refiere Almagro San Martín:
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con las armas más nobles y limpias. Un casamiento con Carlos de Borbón y
Braganza, conde de Montemolín, zanjaría de una vez el pleito dinástico
impuesto por el carlismo, pero este pretendiente anula todas las posibilidades
cuando exige ir a la boda reconocido como Carlos VI.
Leopoldo de Sajonia-Coburgo es un buen mozo ante cuyo retrato no
disimula Isabel una mirada complacida, pero Francia e Inglaterra oponen un
obstáculo de difícil solución: el príncipe Leopoldo cuenta con un hermano en
el trono de Portugal, por lo que el lógico acuerdo de familia recela de un
poder excesivo. El infante don Enrique tiene en su contra su vitola
resueltamente liberal y su filiación masónica.
La Reina madre propone entonces a su propio hermano, don Francisco de
Borbón-Dos Sicilias, conde de Trápani, dado que los desastrosos efectos de la
endogamia no han sido nunca obstáculo insalvable para la dinastía borbónica.
La Constitución, no obstante, concede a la Reina el privilegio de la decisión
última e Isabel aprovecha esta tesitura para su rechazo:
—¡Jamás me casaré con un bisojo!
Solo queda el nombre de Francisco de Asís, duque de Cádiz, sobrino
carnal de Fernando VII y, por consiguiente, primo hermano de Isabel. Ella lo
conoce tanto como para exclamar ante la propuesta:
—¡Paquita, no! ¡Paquita, nunca! ¡Antes de casarme con Paquita, abdicaré!
El plan está meticulosamente estudiado: si Inglaterra le retiraba su apoyo
a Coburgo —lo que no resultaría difícil—, el monarca francés Luis Felipe
descartaría por su parte a su hijo el duque de Montpensier de sus pretensiones
a la mano de Isabel. Esta contraería matrimonio con su primo don Francisco
de Asís Borbón, duque de Cádiz, y Montpensier recibiría en compensación la
mano de la hermana menor de Isabel, la infanta Luisa Fernanda[38]. Lo que
Isabel no sabe entonces es el motivo por el cual Luis Felipe consiente e
incluso aplaude ese maquiavélico plan: conocida la condición feminoide de
Francisco de Asís, al ser prácticamente inevitable el divorcio, la Corona habrá
de ceñirse tarde o temprano en las sienes del heredero de Luisa Fernanda, y
ello no por acuerdos más o menos discutibles, sino por imposición de las
leyes dinásticas que rigen en todos los países de Europa.
Así es como Isabel de Borbón, única y exclusivamente por razón de
Estado, acepta el compromiso matrimonial, acompañado de más lágrimas que
suspiros.
El acontecimiento es tan importante como para que le dediquemos la
atención que merece, siguiendo el texto de una crónica de la época:
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Embajadores todas las comisiones de los altos Cuerpos del
Estado que venían a presenciar el regio enlace. En los ángulos
del trono se hallaban colocados dos Reyes de Armas con sus
cotas de gran gala, y a los extremos del salón cuatro
mayordomos de semana, que estaban encargados de hacer
observar el ceremonial. A la derecha del trono se veían cinco
sillas destinadas a SS. AA. RR. la Serenísima Señora Infanta
Doña María Luisa Fernanda y Serenísimos Señores Infantes
Don Francisco de Paula, Don Francisco de Asís y Duques de
Montpensier y de Aumale. A continuación se colocaron los
ministros de la Corona D. Javier Istúriz, Generales Armero y
D. Laureano Sanz, D. Alejandro Mon, D. Joaquín Díaz Caneja
y D. Pedro Pidal; los Grandes de España y sus primogénitos; el
Presidente del Senado con los Senadores Conde de Ezpeleta,
D. Domingo Ruiz de la Vega, Medrano, Conde de Fontao,
Generales Concha y Espiroz, Marqués de Peñaflorida,
Quintana, Marqués de Someruelos, Salas Omaña y Marqués de
Remisa; el Presidente del Congreso Sr. Castro y Orozco,
Marqués de Gerona, con los Diputados Cortázar, las Heras,
Vahey, García Hidalgo, Calderón Collantes, Arteta Sartorius,
Roca de Togores, Robles, Gutiérrez de los Ríos y González del
Pino; y detrás de estos los gentiles-hombres de Casa y Boca.
[…] Ocupado el trono por las dos Reinas (María Cristina e
Isabel), y por los de su comitiva los puestos que tenían
designados, salieron del mencionado Salón de Comisiones,
compuestas cada una de cuatro Grandes de España, cuatro
mayordomos de semana, cuatro gentiles-hombres de Casa y
Boca y dos Ujieres, que debían acompañar a los augustos
novios. Pocos momentos después el Sr. Cáceres, Secretario de
Cámara y de la Real Estampilla, anunció la entrada de S. A. el
Infante Don Francisco de Asís, que llevaba el Toisón de Oro y
el Gran Cordón de la Legión de Honor.
Con el mismo ceremonial fue anunciado S. A. el Duque de
Montpensier, precediéndole, además de la Comisión que salió a
recibirle, su hermano el Duque de Aumale y todo el personal de
la Embajada de Francia, en cuyo séquito se veía al célebre
Alejandro Dumas.
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SS. AA. RR. el Infante Don Francisco de Asís y los Duques
de Montpensier y de Aumale vestían uniformes de Capitán
General del Ejército español el uno, y los otros dos el de
General Francés.
Salieron al encuentro de los indicados Príncipes S. M. la
Reina Madre Doña María Cristina y el Infante Don Francisco
de Paula, como padrinos ambos de S. M. la Reina Doña Isabel,
siéndolo también la primera, en unión con el Duque de Aumale,
de S. A. la Infanta Doña María Luisa.
Fueron testigos los Duques de Bailén, de Castroterreño y de
Riánsares (D. Fernando Muñoz), los Jefes de Palacio, el
Embajador de Francia y el Barón de Athalin.
Una vez los príncipes en el Salón, se verificó el solemne
acto de los desposorios, con todas las ceremonias que marca el
Ritual Romano; y concluido que fue, se retiraron las Reales
personas, precedidas de toda su regia servidumbre[39].
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Se han alzado, en medio de la calle, dos fuentes, una de vino y otra de leche,
lo que da ocasión para que la malicia de la gente entone:
Los festejos duran diez días y en ellos, entre Isabel y su marido, no pasó nada.
Al cabo de los años, la Reina resumiría el motivo con una pregunta formulada
al embajador León y Castillo:
—¿Qué pensarías tú de un hombre que la noche de bodas tenía sobre su
cuerpo más puntillas que yo?
Cuando las desavenencias invencibles del matrimonio trasciendan, la
Reina madre le reprochará al Rey consorte:
—No mereces compartir el lecho ni el amor de mi hija.
A lo que Asís replicará con una frase que refleja su bajeza y su cinismo:
—Quédate tranquila, mamá: no comparto ni lo uno ni lo otro.
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CAPÍTULO VI
EL AMOR ROMÁNTICO
FRANCISCO SERRANO
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cambiando de tierra a las macetas y recogiendo flores; jugaban
con sus perros favoritos y regresaban a Palacio, para dar clase
de música; cenaban pronto, y confortablemente instaladas junto
a alguna chimenea en el invierno, y bien iluminadas por varios
candelabros, antes de retirarse a dormir dedicaban un rato a
hacer bodoques y calcetas[41].
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Parlamentarias recibieron y acompañaron a Sus Majestades
hasta el salón. Al aparecer doña Isabel se hizo un silencio
profundo. Hubiera podido escucharse el volar de una mariposa.
Todas las miradas convergieron en ella y luego en la Reina
madre. La joven Soberana estaba muy guapa, vistiendo traje de
tul blanco y manto de terciopelo carmesí; en la cabeza, diadema
de gruesas perlas; sobre el pecho, una cascada de brillantes.
Doña Cristina lucía traje de seda de color caña, adornado con
encajes, y en la cabeza brillantes y otras piedras. El Rey y el
infante, uniformes de capitanes generales. A los lados de los
reyes se colocaron los ministros. Detrás, el séquito palatino.
Componíanlo la duquesa de Gor, la marquesa de Valverde, la
duquesa de Humanes; los duques de Osuna y de San Carlos, el
conde de Pinohermoso, el duque de Híjar, el conde de Casa-
Valencia, el marqués de Malpica […]. Todos ya en sus puestos,
los momentos se hicieron más solemnes, los espíritus se
recogieron religiosamente. El duque de Valencia se adelantó a
la Reina, besó su mano y le entregó el discurso de la Corona.
Doña Isabel leyó con voz clara y firme, velada al principio por
la emoción. Luego, dijo Narváez: «La Reina me ordena declarar
que se hallan legalmente abiertas las Cortes de 1850, con
arreglo a la Constitución de la Monarquía[42]».
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ministro del bienio progresista, y como el autor de La corte del Buen Retiro,
que siempre, y esto le honraba, anduvo apurado de recursos, solicitó y obtuvo
un apetecible empleo, fuese a visitar a la Reina, Isabel le recibió con una
sonrisa fernandina, para decirle:
—¡Cuánto tiempo hace que no te veía! ¡Qué caro te vendes[44]!
Dice Fernando Díaz-Plaja que «un matrimonio feliz, como lo fue el de su
contemporánea, la reina Victoria, hubiera calmado, probablemente, tanto su
temperamento como su ambición política[45]». Y más adelante: «Podía haber
sido [Francisco de Asís] el freno sexual y político de una Reina llena de
fervor en ambos sentidos, y fracasó». Sin embargo, Asís no es impotente y, si
la Reina accede al fin a un casamiento que en principio no estaba dispuesta a
aceptar, es porque sor Patrocinio, la «Monja de las Llagas», le asegura que
«bajo apariencias un poco delicadas, a pesar de su voz atiplada, su ropa
interior demasiado elegante y sus perfumes, es un hombre capaz».
Tampoco esto es cierto del todo. «En él un estigma degenerativo tan grave
como lo es la deformación de los órganos sexuales había tomado un aspecto
opuesto al de su suegro Fernando VII[46]», y sabido es que «el Deseado»
asustaba a sus cónyuges con el desproporcionado volumen de sus atributos.
En el polo opuesto, Francisco de Asís padece un «defecto hipogenital con
hipospadias» (vicio de conformación de las partes genitales del sexo
masculino, que consiste en que la uretra se abre ya en la cara interior del pene,
ya en el escroto). Este defecto, en palabras del doctor Marañón, obliga al que
lo padece a orinar en cuclillas, como si fuese una mujer. La sagacidad del
pueblo lo dirá en versos:
Paquito Natillas
es de pasta flora
y orina en cuclillas
como una señora.
Pero no impide practicar el coito, como en el caso del Rey consorte podría
atestiguar, entre otras, su amante Conchita Navarro, condesa del Azor. Con
todo, lo peor de tan ridículo personaje no reside en sus defectos de
constitución, sino en su comportamiento, francamente feminoide. Si a ello se
une que «Doña Isabel era ignorantona, marchosa y dotada de un espléndido
humor; don Francisco de Asís, cultivado, muy circunspecto y peripuesto, o
sea, el antípoda de la soberana[47]», se entenderá por qué se produce
enseguida el rompimiento, con separación de camas y un mutuo memorial de
agravios que llegará al odio.
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Si no para justificar, sí para comprender la incontinencia de Isabel,
entregada a una carrera frenética de amores que siempre acaban en una
amarga despedida, es necesario afrontar los hechos tal como son: una mujer
llena de vitalidad, sensual y apasionada que, entre otras razones por una
educación deficiente, todo lo espera del deleitable espejismo del amor, se
encuentra casada con un hombre ambiguo de tendencias eunucoides,
indiferente a todo tipo de impulso sexual, incapaz de una noche de amor, de
una audacia o de un simple requiebro. La Reina ha cumplido un deber de
Estado: que no le exijan sacrificios y renuncias en nombre de unos
convencionalismos hipócritas, como si por el hecho de ceñir la corona tuviera
que ofrecer en holocausto una vida colmada de ilusiones y de prometedoras
esperanzas. Ella sabe, desde el primer momento, que su matrimonio será un
fracaso y, ya que así se confirma desde el instante de quedar a solas con su
marido, poco van a importarle unas murmuraciones que adquieren categoría
de escándalo cuando se hace evidente su predilección por Francisco Serrano:
un hombre guapo, gallardo, audaz y valeroso, con su pecho constelado de
cruces.
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Cuenta José María Tavera[50] que el día 5 de mayo de 1847 Isabel II,
conduciendo personalmente su faetón, pasa por la calle de Alcalá, de vuelta a
palacio después de su paseo. La gente la aplaude y se oyen algunos vivas. Y
para que nada falte, suena un disparo que solo logra ennegrecer el rojo rostro
de la Reina. Confusión, revuelo y un detenido: Ángel de la Riva. Es raro que
haya errado el disparo, si es él el autor, por lo cerca que estaba de la Reina.
Arrecian los vivas y el faetón sigue su camino. Después, el detenido,
licenciado en Leyes y periodista, será juzgado sumariamente, condenado a
muerte y, por último, indultado a petición de Isabel. Francisco de Asís se
entera de lo sucedido en el Palacio de El Pardo, del que ha hecho su dominio
para marcar aún más la distancia de la Reina. Esta, al día siguiente, sale de
palacio con rumbo desconocido. Y ahora vuelve aquello de «Todo Madrid lo
sabía…». Va al Jardín del Príncipe de Aranjuez, donde la está esperando «el
general bonito». El escándalo ha alcanzado tales proporciones, que la Reina
madre se va con su duque de Riánsares a París, dejándole a Isabel una carta:
«Con todo el dolor de mi corazón maternal no me queda otro camino que
aconsejarte que solicites al Santo Padre la separación de tu inconveniente
esposo y, como seguramente procede, la anulación por las causas que serán
fáciles de probar y todo Madrid conoce».
La Reina no tiene tiempo para otra cosa que no sea gozar el maravilloso
instante que le brinda la gran oportunidad. En Aranjuez, con su camarilla,
todo es increíblemente distinto y hermoso:
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llevaba allí una larga hora febril, la condujo a la cámara y la
hizo suya en el silencio total, toda esa noche[51].
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CAPÍTULO VII
AMORES DE PASO
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Benavides, marcha al palacio de El Pardo:
—¿Qué hay, Benavides?
—Poco bueno, Majestad. Pío IX no enviará Nuncio hasta que hayáis
vuelto al lado de la Reina. El Concordato, pues, queda en punto muerto.
Pensad en que el perdón, si no es en vuestro fuero interno una generosidad de
alma, debe ser una necesidad política[53].
Enterada de esto, la Reina madre cambia de opinión y escribe a su hija:
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Es ineludible alejar a Serrano. Y verdaderamente fácil imaginar el sentimiento
que invade el ánimo de la Reina, mezcla de asombro, incredulidad y asco,
cuando sabe el precio que «el general bonito» pone a su renuncia: tres
millones de reales, que Isabel abona de su propio capital, y la Capitanía
General de Granada, concedida en premio a los servicios prestados.
De nuevo, la razón de Estado. Isabel transige, no solo al alejamiento de
Serrano, sino a la proximidad de Francisco de Asís. No obstante, el duque de
Cádiz —haciendo gala, una vez más, de su reconocida aptitud para el agravio
— pone un plazo para volver: el plazo necesario para confirmar que la Reina
ha cometido adulterio (si en él se advierten señales de embarazo) o para
desmentir el rumor (si en ese plazo el vientre de Isabel no ha aumentado
sospechosamente). La Reina soporta la bofetada sin manos, por servir los
intereses de la Corona, hasta que el 13 de octubre de 1847, a las cuatro de la
tarde, el Rey consorte, con la garantía de que su mujer no está encinta, vuelve
a palacio. «La ocasión fue por demás romántica. Don Francisco de Asís llega
a Palacio y, mientras la guardia le rinde honores, Isabel le saluda emocionada
desde un balcón agitando un pañuelo. Se encuentran en la escalera, se abrazan
y se retiran prestamente a su alcoba. Cuando monseñor Brunelli, el nuncio,
hace ademán de seguirles, para rematar el éxito con una bendición especial de
Su Santidad, Narváez, jefe del Gabinete de Ministros, le detiene con gracejo:
“¿A dónde va Vuestra Ilustrísima? Déjeles que lloren y se besuqueen; esas
cosas se hacen mejor sin testigos de vista…”[55]».
Como por milagro, la Reina parece haber aventado todas sus tristezas. En
realidad, no es un milagro o, en todo caso, el milagro es de carne y hueso. Se
llama José Mirall y, según todas las apariencias y algún testimonio
documental, ha sido elegido por las más responsables instancias oficiales para
que la Reina olvide a Serrano en el menor tiempo posible. El encuentro es
descrito por Pierre de Luz: «Salamanca [cuya semblanza aguarda turno en
estas páginas] conoce muy bien el mundo del teatro, siendo él mismo
propietario de uno, el Circo de Paúl. Y allí es donde, de una ojeada, escoge al
hombre indispensable, el cantor Mirall, voz de bajo emocionante, rostro
apolíneo, robusta estructura. El gusto de Isabel por la música ya es conocido;
su gusto por los buenos mozos se precisa. Mirall es acogido con favor, y
Serrano, dándose pronto cuenta de la infidelidad de su dama, se pone a
intrigar con Narváez contra el Gabinete[56]». Es un amor fugaz, pero intenso,
y durará lo que el general Narváez quiera: el tiempo que el espadón necesita
para ordenar a los miembros del Gobierno:
—Señores, quedan ustedes relevados de sus cargos.
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Mirall, cumplida la ardua empresa que le ha encomendado el banquero
Salamanca, será despedido sin contemplaciones.
Los más ilustres tratadistas están de acuerdo en afirmar que uno de los
personajes singulares del siglo XIX español fue, sin duda, José Salamanca,
natural de Málaga y liberal ferviente en su juventud, cuando participó en las
luchas contra el absolutismo de Fernando VII. Elegido diputado en 1837, se
asoció con el banquero Buschental para gestionar el estanco de la sal, que
significaba uno de los negocios más apetecibles de la época. Durante la
regencia de Espartero negoció en Londres una conversión de la deuda
pública, transformada en cupones de renta al 3 por ciento, lo que mejoró la
situación del erario y le hizo aparecer como un salvador ante la opinión
pública. Fue un encarnizado rival de Narváez, dentro del moderantismo, y la
Reina quiso imponerlo como ministro de Hacienda en 1847, lo que hizo
dimitir al general. Organizó entonces un Gobierno puritano, en el que se
reservó dicha cartera. No desaprovechó la oportunidad y concedió una
generosa subvención a la línea del ferrocarril Madrid-Aranjuez («el tren de la
fresa»), que se construía en aquel momento. Los ferrocarriles fueron su gran
negocio, constituyendo líneas de trenes en España, Portugal, Italia y los países
de Centroeuropa. Se arruinó varias veces y otras tantas supo salir airoso,
debido, sobre todo, a su intuición genial y a su osadía. A la caída de Bedmar,
Narváez dicta orden de busca y captura contra él, pero Salamanca logra
refugiarse en la legación de Bélgica. El dictador situó entonces a más de cien
agentes de la policía alrededor del edificio, para evitar su fuga y, sin embargo,
esta se llevó a cabo de una manera que solo el ingenio del banquero
malagueño podía concebir. Una tarde, se detiene ante la puerta de la legación
un coche y allí permanece, mientras el cochero da muestras de estar
esperando a alguien. Al rato, sale un embozado y sube al coche, que
emprende la marcha. La policía, sin perder tiempo, da la voz de alarma: «¡Es
él! ¡Ahí va…!». Todo el retén de vigilancia corre hacia el coche, para
detenerlo, y este es el instante que aprovecha Salamanca para salir del edificio
envuelto en su capa, yendo a refugiarse en la casa de su amigo y compañero
Fernández de Córdoba. Queda, no obstante, el paso más peligroso: salir de allí
y ganar la frontera en el menor tiempo posible. Y de nuevo pone a prueba su
ingenio, como lo cuenta el propio Fernández de Córdoba:
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El Presidente del Consejo, el ministro de la Gobernación,
D. Luis Sartorius y el jefe político, circularon las órdenes más
apremiantes para que Salamanca fuese buscado por todas partes
y preso, y él salía nuevamente de mi casa, metíase en otra,
donde los más finos perdigueros no le hubieran ciertamente
descubierto, y al día siguiente, por orden del Director General
de Carabineros, D. José de Oribe, una partida del benemérito
instituto, compuesta de un capitán, un sargento segundo, dos
cabos y dieciséis soldados, emprendía la marcha por etapas
regulares desde Madrid a la frontera francesa. El sargento era
D. José Salamanca, cargado de enorme mochila, manta y
equipo, ostentando un grande y espeso bigote, empuñando un
honroso fusil y calzando alpargatas[57].
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habrá sopa de puré
y una entrada de chuletas.
Tendremos fritos de sesos
y, entre platos no sencillos,
rábanos y pepinillos,
manteca y otros excesos.
Y porque tiemble la Unión,
a quien ya dimos que hacer,
cuando se toque a beber,
será vino peleón.
Iremos, aunque se alarmen
los que rigen el país,
a la Fonda de París,
sita en la calle del Carmen.
Preséntese usted contento
sin temer una emboscada,
que nada debemos, nada,
en dicho establecimiento.
Allí, a las seis de la tarde,
el sábado nos reunimos;
vaya usted, se lo pedimos,
y el que le busque, que aguarde.
No tema usted que la crítica
con nosotros se entrometa,
no es reunión de etiqueta
ni se hablará de política.
No piense que en esta acción
vaya, como en otras ciento,
detrás del ofrecimiento,
oculta la petición.
Que el favor de más valía
que usted puede dispensarnos
es solamente el de honrarnos
con su grata compañía.
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ha sido siempre un mal paso.
Don José Salamanca acudió a la cita y se divirtió como nunca con las
ocurrencias de tantos hombres de talento: Manuel del Palacio, Julio Nombela,
José Fernández Bremón, Francisco Asenjo Barbieri, José Balart, Eugenio de
Vera, Manuel Martos […].[58]
Uno de sus mejores biógrafos, el conde de Romanones, dejó escrito:
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cábalas sobre quién podía ser el padre. Bedmar vivía en el palacio en la época
de la concepción, pero se habló de un cierto coronel Gándara de quien se
encaprichó Isabel en el mismo período[60]». Hernández Girbal lo menciona,
sin atreverse a un diagnóstico concluyente, en tanto Gordillo Courcières habla
de él como nacido en 1820. Combatiendo contra los carlistas llegó a general y
hubo de intervenir, parece que con escaso acierto, en la guerra de Santo
Domingo, anexionado en 1861 a petición de aquella República, sublevado
después y abandonado al fin tras cuatro años de sangría[61].
Sin detenernos en otras disquisiciones que las permitidas por la crónica
más rigurosa, no parece que las relaciones de Gándara con la Reina superaran
en el tiempo la emoción de unos encuentros esporádicos. Tales encuentros
establecerían una rivalidad cierta, no con el mencionado Bedmar —quien,
cuando acceda al corazón de Isabel, no permitirá competencia alguna—, sino
con Emilio Arrieta, el que llegaría a ser figura ilustre de la música española.
Según el biógrafo de los teatros de Madrid, Augusto Martínez Olmedilla,
mientras se terminaban las obras del Real, la reina Isabel II, en su afán de
lucirse como cantante —y también para disfrutar las delicias del bel canto
ejecutado por otros—, dispone que se construya una sala para uso exclusivo
de la corte en el Palacio de Oriente. Se escoge el emplazamiento adecuado y
las obras comienzan bajo la dirección del arquitecto Narciso Pascual y
Colomer. En la galería de poniente de la Plaza de la Armería —la que mira al
Campo del Moro— se derriban unos muros de carga y frente al escenario se
alza el palco regio; el antepalco del Rey consorte fue dedicado a sala de
espera y en el patio de butacas se instalaron magníficos asientos de caoba. El
coste total de la obra ascendió a 1 215 436 reales de vellón y la compañía, que
recibió el nombre de Cámara de Música, estaba formada por Manolita Oreiro
de Lema —esposa de Ventura de la Vega—, Sofía Villa, Teresa Istúriz,
Amalia Angles, Rafaela Ramírez, Antonio Castell, Pablo Hinojosa y Antonio
Guallart. Es en el Coliseo donde alcanzará algunos de sus más brillantes
triunfos el eminente compositor Emilio Arrieta, el celebrado autor de Marina,
zarzuela —después convertida en ópera— con libreto de Camprodón, que no
consiguió el éxito en su estreno hasta que, algún tiempo después, la interpretó
el tenor catalán Juan Prats, y desde este momento los triunfos fueron
ininterrumpidos[62].
Nacido en Puente la Reina, Navarra, en 1823, Emilio Arrieta —que en
realidad se llamaba Pascual, aunque él se cambió el nombre por motivos
desconocidos— inició sus estudios musicales en Madrid con el maestro
Castillo, para trasladarse en 1839 a Milán, donde tomó lecciones de los
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maestros Perelli y Mandacini. De regreso a España, enseguida fue protegido
por la reina Isabel. La orden de esta al duque de Híjar está fechada en palacio
el 12 de diciembre de 1849: «Híjar: vengo en nombrar maestro compositor de
mi Real Cámara y Teatro, con la prerrogativa de poder dirigir sus
composiciones, a don Emilio Arrieta, mi maestro de canto, con el aumento de
seis mil reales sobre su sueldo. Lo tendrás entendido y lo comunicarás a quien
corresponda».
En un reportaje publicado en el periódico ABC el 12 de mayo de 1946 don
Natalio Rivas escribió:
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Isabel II. ¡Y poco que yo hubiera dado entonces por meter en él mis narices,
aunque fuese para empujar las bambalinas! Por desgracia, ni mi posición ni
mi edad juvenil me permitían tan grande honor, y tuve que contentarme con
las noticias que, mezcladas con murmuraciones veladamente picarescas,
daban mis amigos, los músicos, acerca del teatrillo isabelino, donde ejercía
mero y mixto imperio D. Emilio Arrieta, titulado profesor y preferido maestro
de la Reina de España[64]». Arrieta, además de por su talento, era admirado
por su extraordinaria capacidad de trabajo. Tenía ya sesenta y dos años y se
levantaba con la aurora. Cuando, al llegar la noche, alguien le preguntaba
cuándo se iba a levantar, el maestro respondía invariablemente: —Dentro de
un rato.
En su obra más conocida, Peña y Goñi recoge unas palabras del propio
Arrieta: «Los que me conocen extrañan que no me haya casado. A mí me
encanta la vida de familia, los niños me deleitan y mi carácter es apacible por
naturaleza. Tengo la seguridad de que hubiera sido un marido ideal. Y no me
he casado. ¿Por qué? La razón es sencillísima: porque no he tenido
tiempo[65]».
En cambio, si atendemos al rumor de la calle, a ciertos registros de clara
sintomatología y al incontenible temperamento de Isabel, lo más probable es
que tuviera tiempo de vivir algunas semanas amadrigado en el regazo real.
La vida de Temístocles Solera es tan disparatada e inimaginable que para
resumirla nos hemos servido de lo escrito por el mencionado Martínez
Olmedilla, cronista muy documentado de los teatros de Madrid y ajeno a las
rivalidades políticas que crean héroes o consagran mártires.
Era Solera un hombre gigantesco, de espaldas hercúleas, cuello de toro,
cabeza enorme, ojos penetrantes y voz potente. Nació en Ferrara y se educó
en el colegio vienés de María Teresa. Enemigo de la sujeción escolar, se
escapa del internado y se presenta a la dueña de un circo, que se prenda de
aquel vagabundo y lo hace maestro de pantomimas, inspector ecuestre […] y
dueño de su corazón. Aquello era la felicidad para Temístocles, pero la
policía le persigue por encargo de su familia, topa con él en una aldea húngara
y lo encierra en el Colegio Longone, de Milán, donde termina sus estudios.
Al verse libre, hace examen de sus aptitudes y se siente poeta. Publica
varios libros de versos, que pasan sin pena ni gloria, traba amistad con el
maestro Verdi, quien lucha por darse a conocer, y le escribe el poema de la
ópera Nabucodonosor, que abre al músico las puertas de la fama y produce al
libretista la suma de seiscientas liras: las mismas que Temístocles gasta en
pocas horas, para saber cómo viven los dichosos mortales que tienen
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seiscientas liras diarias de renta. Escribe luego Los lombardos y Atila, que,
también con música de Verdi, logran el éxito. Al poco, Verdi prescinde de él,
encargando sus libretos a Piave, y Temístocles, para demostrar sus
posibilidades, escribe letra y música de El aldeano de Agliate, que consigue
interesar al público, abriendo ancho campo al porvenir de Solera. En vista de
ello, desaparece de Milán sin dejar rastro. ¿Qué ha sido de él? Nadie lo sabe,
hasta que uno de sus amigos se encuentra en Liorna con un aguador de formas
atléticas que se parece mucho al absurdo Solera. Lo aborda:
—Temístocles, ¿eres tú?
Duda el aguador y acaba resignándose:
—Sí, yo soy.
—Pero ¿qué locura es esta?
—¿Locura? Ni mucho menos. Es lo más sensato que he hecho en mi vida.
Para economizar mi cerebro, gasto mis espaldas.
El amigo lo deja por imposible y Temístocles sigue acarreando cubas. En
este trabajo conoce a una tiple de positivo mérito, Teresa Rosmini; la
enamora, se casa con ella y forman una compañía de ópera con la que
recorren varios países, hasta llegar a Madrid, donde actúan en el Teatro del
Circo. Una noche, desde el atril de director, oye Temístocles a un oficial del
Ejército, instalado en la primera fila de butacas, hablar mal de la reina Isabel.
Solera suelta la batuta y apostrofa duramente al lenguaraz:
—¡El oficial que insulta a su reina es un traidor; el hombre que ofende a
una dama es un cobarde!
El oficial le devuelve los epítetos, y hay escándalo y bofetadas. La
soberana, enterada de la causa del alboroto, siente deseos de conocer al
paladín de la monarquía y del bello sexo, y le hace ir a Palacio, de donde sale
Temístocles convertido en un personaje. La Reina lo protege, le nombra
director del incipiente Teatro de Palacio y le autoriza a usar, como uniforme,
un pintoresco traje de cortesano de ópera, con tricornio, espadín y casaca de
terciopelo, cuyos botones, numerosísimos, son de oro y diamantes, regalo de
la soberana.
El 19 de noviembre de 1849 se inaugura el Teatro Real. Con ello, el de
Palacio deja de tener objeto. El presupuesto era escasísimo y fue suprimido el
30 de junio de 1851. Además, su promotor, el gran Temístocles, estaba
dedicado a tarea de más envergadura: se constituye en consejero áulico de la
Reina e interviene en la marcha de la política de la nación con su influencia y
buenos oficios. Descubre una conspiración y denuncia al cabecilla, un
cortesano con quien está a punto de tener un duelo en las galerías de palacio.
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Todo esto —y su calidad de favorito— le crea enemigos, que pagan a un
matón para que se deshaga de él al volver una esquina. Falla el golpe y Solera
deja medio muerto de un puñetazo al espadachín. Pero la conjura contra
Temístocles toma cuerpo y tiene que volver a Italia, sin conservar de su
opulencia más que la casaca de terciopelo, cuyos botones diamantinos va
comiéndose poco a poco[66].
Para completar la biografía de Temístocles Solera aún falta reseñar
algunos aspectos de su azarosa existencia: hombre de confianza de
Napoleón III, por el que arriesga la libertad y la vida; miembro de la banda
del salteador de caminos Paolo, al que desafía y corta la cabeza, paseándola
en una bayoneta; cuestor de Florencia y consejero del jedive de Egipto, que lo
colma de honores y fortuna, hasta que muere, miserable y olvidado, sin duda
con el recuerdo de haber tenido entre sus brazos a la reina de España.
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CAPÍTULO VIII
EL AMOR DESLEAL
MANUEL LORENZO DE ACUÑA
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Nacida el 27 de abril de 1811 en el pinar manchego de San Clemente, al
que su madre, doña Dolores Cacopardo del Castillo, llega huyendo de los
invasores franceses, la historia que nos interesa reflejar comienza cuando
Lolita Quiroga es, con sus quince años, una muchacha bellísima a la que
acosa hasta la exasperación un joven abogado llamado a la fama: Salustiano
Olózaga. Lolita, que rechaza una y otra vez las anhelantes pretensiones del
galán, se refugia en la protección de la duquesa de Benavente y, contra los
deseos de su madre, ingresa como novicia en el convento franciscano de la
calle Caballero de Gracia, de Madrid. Hasta allí llegará Olózaga, gobernador
de la provincia, con un retén de policía, para prender a Lolita, que ha
adoptado, para su desposorio con el Señor, el nombre de sor María Rafaela de
los Dolores y Patrocinio. Olózaga —ya lo hemos dicho en un capítulo anterior
— es vengativo y, con el pretexto de aclarar el prodigio de las llagas o
estigmas, la somete a un proceso con la esperanza de desenmascarar lo que,
según él, no es sino un fraude.
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Interrogada sor Patrocinio contestó que desde la última
certificación no había vuelto a observar cosa ninguna en las
partes y sitios de su cuerpo en que estuvieron aquellas llagas,
así es que se hallaba enteramente curada y sana a toda
satisfacción; en seguida manifestó las manos, pies y cabeza, no
habiéndolo hecho de la del costado, aunque se había adoptado
el medio de que lo hiciese con toda honestidad y decencia por
medio de una abertura en el vestido, por haber manifestado
unánimemente los señores concurrentes no era necesario
hacerla sufrir aquel quebranto en su modestia, pues habiendo
visto las demás enteramente curadas, se daban por satisfechos.
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precepto sin que se lo manifestase ni a la abadesa, ni a su
confesor ni a persona alguna[67].
Uno de los biógrafos de sor Patrocinio se plantea unas preguntas que hasta
ahora no han obtenido respuesta: «¿Por qué y a qué estas palabras de sor
Patrocinio? ¿En qué situación queda la “Monja de las Llagas”? De ser ciertas,
¿a qué esa orden de silencio del padre Alcaraz? ¿O son solo una fantasía
intencionada de los esbirros del Gobernador Civil de Madrid, Salustiano
Olózaga?»[68].
La propia Reina rememorará aquella época desde su destierro en París:
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imprimió, sobre el monte Alvernia, al poético y entusiasta santo
italiano. Con sus milagros fingidos y con el encanto de sus
palabras, la monja logró dominar, ya a la vez, ya
alternativamente, los ánimos del Rey y de la Reina,
reconciliándolos en ocasiones. Tenía la monja por auxiliar al
confesor del rey, el padre Fulgencio, personaje de cortísimos
alcances, aunque harto hábil, como por instinto, para ganarse la
privanza adulando. Sucedió, pues, que seducida la Reina por la
fingida santidad, falsas profecías y consejos de la monja, hubo
de ceder a lo que la monja deseaba, poniendo al Ministerio de
Narváez, de repente, en la necesidad de presentar la dimisión.
Entonces nombró la Reina un Ministerio inspirado por la santa.
El conde de Cleonard fue ministro de la Guerra y presidente del
Consejo, y el conde de Colombí (Cea Bermúdez), ministro de
Estado[70].
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arreglado, se suscitan nuevas dificultades y de una gravedad
que justamente nos impiden la salida. Mi tormento aquí es que
no hay convento donde poder estar; porque son beateríos donde
hay mayor comunicación con los seglares, por ser casas abiertas
y de educación; así sucede con las Hermanas de la Caridad; y,
además, el trabajo de no entender una palabra. Todos los días
estoy dentro, a misa y a comulgar, y nada podemos hacer más
que mover la cabeza, de modo que es una pena […].
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pues no merece otro nombre semejante conducta, me indignan
hasta el último punto. Yo, que no conozco otro camino que el
noble de la verdad; yo he colocado la cuestión en el punto de
vista que solo tienen; podía haber exigido más, y estaba en mi
derecho, pero siempre he mirado las cosas con prudencia, he
querido lo más suave, y nada he pretendido que no sea
arreglado en justicia. Si la reina, por causas que quiero olvidar,
pero que conozco, quiere otra cosa, dígaseme con franqueza y
no rehuya los compromisos que en su conciencia pudiera tener
para obrar de distinto modo que yo deseo. El interés, claro está,
no es otro sino el de que le devuelva, si no del todo, al menos
en parte de lo que con tanta injusticia y maldad se le ha quitado
(es decir, la tranquilidad).
Espero, pues, que me remitirás copia de la orden y que no
pondrás por más tiempo dilaciones que no admito en un asunto
ya resuelto.
Esta vez la solicitud del Rey tiene respuesta de Sartorius, en carta fechada el 9
de octubre de 1853:
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antes del delicado trance a que tan próximo está Su Majestad
[…].
Pasados los meses la «Monja de las Llagas», que continúa una peregrinación
mortificante, escribe a la Reina:
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Como tengo tan poco tiempo y la cabeza mala, no me
detengo hoy, y solo voy a contestar a V. M. a las preguntas que
V. M. se digna hacerme. Primera, que si es niño lo que V. M.
lleva en sus entrañas, quién será el padrino. Contesto a V. M.
que lo sea el Sumo Pontífice; esto es, el Papa. Si es niña, la
señora duquesa de Montpensier, hermana de V. M., y las amas
creo serán las mejores y más oportunas, asturianas.
Del convento de Aranjuez, sor Patrocinio sale para llevar a cabo sus
fundaciones en Lozoya, El Escorial, Manzanares y La Granja, sin olvidar
comunicarle a la Reina estos sucesos:
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temporales deseo a V. M., a S. M. el rey, a mi hermosísimo
Alfonsito, a mi discretísima Isabelita y a toda la Real familia.
Pasado mañana es el feliz cumpleaños de mi hija amadísima.
Quiera el cielo que mil y mil años cumpla V. M. con perfecta
salud. Aquí, en el pueblo de mi Alfonsito, estamos muy llenas
de santo regocijo en esta santa casa de Nuestra Señora del
Olvido. Tomarán el santo hábito dos o tres religiosas, que se
llamarán María Isabel, Francisca de Asís y Alfonsa de las
Misericordias. El señor administrador se porta admirablemente.
Mis besos a mi hermosísimo Alfonsito y querida Isabelita.
[…] nos esperaban todas las autoridades eclesiásticas,
civiles y militares, con todo el clero, que hay mucho. Al divisar
los coches de bien lejos, echaron las campanas al vuelo y nos
causó una tierna emoción el ver tanta gente y el sonido de las
campanas.
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comunidad en cualquier pequeña población de Asturias, Galicia
o Provincias Vascongadas, lo más lejos posible de la Corte.
[…] estas gentes no quieren convencerse que yo no me
mezclo ni me he mezclado nunca en cosas de política, y mucho
menos en poner o quitar Ministerios. Me llego a persuadir si
será un pobre diablo que quiere ver si por este medio puede
hacer algo. En fin, señora, yo lo que reciba lo he de mandar a
V. M. y Vuestra Majestad hará lo que su prudencia le dicte.
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ocasión. En este señor encontraba yo muchas ventajas para
desempeñar lo que Vuestra Majestad desea. Además de su gran
talento, sagacidad y virtud, es señor castellano, conoce las
costumbres, inclinaciones del clero y del pueblo, cosa muy
necesaria para el que ha de gobernar, que lo primero ha de
ganar los corazones. De este señor no pueden decir a V. M. que
es un adocenado necio, sino que todos reconocerán como
reconocen un talento superior, dulce al mismo tiempo, cosa
muy necesaria, pues en el día puede sacarse mucho partido con
la miel de San Francisco de Sales, nada con los rigores de San
Carlos Borromeo. Ningún cardenal tenemos ya en España, y
esto no está bien para V. M. Yo quisiera que V. M., con su
perspicacia, fuese disponiendo las cosas con el Santo Padre, a
fin de que para este reino se nombrasen siquiera tres cardenales,
pues vea V. M. cuántos tienen en la Francia, y que no pierden
en esto ocasión ninguna.
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En todas las estaciones me conocieron. Veníamos muy
despacio y en las consultas y detenciones de Irún comprendí
que estábamos en grave peligro. Solo Dios y la Purísima Madre
del Olvido han podido salvarnos con todo su poder. Mi
hermano estaba en la estación de Guadalajara; pero no se salió
del coche donde venía y creíamos no venía, ni se dio a ver hasta
pasadas dos estaciones, que muy en breve se asomó a la
ventanilla; el pobre por poquito no hacen con él un disparate
[…].
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y yo misma, no bien informada de la verdad, cedí a sugestiones
interesadas en su daño y contribuí a que fuese ruidosamente
expulsada de España con todo lo demás que V. S. tiene perfecto
conocimiento, dando así lugar con el triunfo de sus enemigos a
que se agravasen males mayores que los que ellos atribuían a
las amistades de la inocente religiosa, siempre deseosa de
contribuir caritativamente a mi felicidad doméstica, único y
exclusivo tema de sus afectuosos consejos.
Hoy que tengo el convencimiento de la injusticia de los que
la acusaron y acusan, y que deploro mi debilidad de entonces,
quiero remunerarle las amarguras que sufrió cuando yo podía y
debía haberlas evitado; y el único desagravio posible es
facilitarle los medios de hacer el bien con las nuevas
fundaciones de conventos, ambición, a mi juicio, bien natural
en ella y muy digna de mi protección y de la aprobación de
V. S.
Yo sé bien, Beatísimo Padre, que toda prueba pública de
aprecio y protección que doy a sor Patrocinio despierta más las
enemistades rencorosas antiguas y suscita recelos y
animosidades nuevas, pero también sé perfectamente que en
arrostrar esos obstáculos obro con arreglo a mi conciencia.
Fue Azorín quien escribió: «No podemos imaginar Madrid sin Lhardy.
Lhardy resume la aristocracia y las letras. Y a su vez Lhardy es resumido por
el espejo del fondo, grande, con marco de talla dorada… Frontero a la puerta,
ese ancho cristal recoge la claridad diurna y parece que se complace en
retener los fulgores del crepúsculo vespertino». Lo recuerda José Montero
Alonso, quien reseña que cuando un suizo llamado Emilio Lhardy llega a
Madrid cuenta más de treinta años. Ha nacido en Chaux-des-Fonds en 1806:
todavía los días napoleónicos; ha aprendido las artes y habilidades de la
repostería en Besançon, y después los secretos y magias de la cocina en París,
en los días del Romanticismo[72].
El restaurante abierto por el emprendedor suizo cerca de dos teatros —el
de la Cruz y el del Príncipe— y a unos metros de la más importante sociedad
literaria de la época, el Liceo, habría sido famoso en cualquier caso; pero lo
fue mucho más gracias a su asidua visitante, la reina Isabel, que allí —y no
siempre de incógnito— se reunía con sus amigos hasta la madrugada. «Isabel
determinó una noche dirigir su escapatoria a ese establecimiento, con algunas
de sus damas, y cenar allí sin que fuera conocida su personalidad. Así lo hizo;
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pero sufrió un gran sobresalto al verse a punto de ser reconocida, pues parece
ser que en el cuarto inmediato hubo de suscitarse un violento altercado, en el
que llegó a intervenir la policía. Y aun quién sabe si por respetos, que
entonces resultaban indispensables, se dijo que la reyerta fue en el aposento
inmediato, y sería tal vez en el propio reservado que probablemente no lo era
de señoras[73]».
En Lhardy, sobre todo gracias a José Salamanca —quien va regando de
oro su paso—, Isabel se desembaraza de las rigideces impuestas por el
protocolo de palacio y suelta la rienda al potro desbocado de su
temperamento. Allí, en Lhardy, es donde va a conocer a Manuel Lorenzo de
Acuña, marqués de Bedmar, quien ha sido llevado por el banquero malagueño
para alegrar las pajarillas de una reina que necesita de tales expansiones para
no morir de tedio. Refiriéndose a esta época, Carmen Llorca dice que «su
corazón —ausente siempre de cuidados maternales, de solicitud y amor—
está sediento de caricias, de atenciones, de las preocupaciones del cariño[74]».
Manuel Lorenzo de Acuña —que ha pasado a la historia como Bedmar,
título de su esposa— es un gentilhombre nacido en 1821, que vive una
agitada existencia entre Madrid y París, desarrollando sus trabajos en la órbita
de las grandes fortunas —Salamanca, Rothschild…—, casado con Lucía
Palladi y, por segunda vez, al quedar viudo, con Carolina Montúfar, hija de
los marqueses de Selva Alegre. Cumplida la grata misión de compartir con la
Reina las delicias y tormentas de un amor sin restricciones, fue nombrado
embajador de España en Rusia. Cuando Isabel tenga que renunciar a la
Corona y exiliarse en París, allí reaparece Bedmar, tal vez para compensar
con una auténtica muestra de fidelidad la artera premeditación con que llevó a
puerto su aventura. Una aventura consentida por el Rey consorte a cambio de
desempeñar la intendencia y el gobierno de palacio, lo que —por si algo
faltase en tal sentido— confirma la catadura moral que adornaban las prendas
del duque de Cádiz, tan chocarreramente descrito por el poeta anónimo:
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Acuña-Bedmar significa para Isabel la culminación de sus más encendidas
pasiones. Todo lo que ella había deseado en los largos días de la
desesperación y el desencanto lo encuentra en este embaucador que,
apostándolo todo a la servidumbre del dinero, no duda en ofrecerse como
peón de una partida siniestra.
El banquero Salamanca ha perdido la baza en su pugnaz rivalidad con
Narváez y, para evitar males mayores, se refugia en París, donde espera el
curso favorable de los acontecimientos. Para que cambie el signo de su
estrella es imprescindible conocer los mil entresijos de palacio; cuanto más
próximos a la Reina, mejor será para la realización de sus planes. Salamanca,
que no es de los que sacrifican nada a las exigencias de la caballerosidad o de
la ética —con muy buenas maneras, eso sí—, acuerda con Bedmar el modo de
lograr sus deseos. Para ello, don Manuel Lorenzo habrá de enamorar a la
Reina. Todo lo demás se les vendrá a las manos, si saben ser osados y
discretos según gire la rueda de la Fortuna. Así es como Bedmar despliega
todo el arte de la seducción para ganarse la voluntad de Isabel y como esta se
le rinde al fin con una entrega total. Para ello el truhán cuenta con la
complicidad de la camarista Amparo de Azagra —ahora amante de Serrano—
quien le instruye sobre la escalera secreta, de caracol, que comunica la
estancia real con unas habitaciones cerradas de la planta baja: precisamente
las que ocupará Acuña y desde las que, cada noche, sube a la cámara regia
para atizar un fuego delirante.
Al margen de la intensidad con que Isabel vivió este amor, su devaneo
con Bedmar no fue muy diferente a los anteriores, excepto en una
imprudencia solo concebible en una mujer tan despreocupada e imprevisora
como la Reina Castiza. Alude esta diferencia a unas cartas incendiarias que
Isabel escribe a su galán, sin sospechar que van a conmover hasta los
cimientos de la política: «Cielo mío —escribe a Bedmar en una epístola que
es toda una ofensa imperdonable a las reglas ortográficas—: Bendito seas mil
millones de beces RAMDEB adorado de mi corazón bendito seas, bendito
seas mil millones de beces yo te adoro con una locura y un frenesí que no te
puedo explicar[75]».
A pesar de la gravedad de la misiva, hay otras más comprometidas aún,
porque en ellas Isabel mezcla el amor con cuestiones de Estado, como cuando
escribe a su Romeo: «Si quieres que firme el cese del Gobierno, pasa la mano
por la barandilla de tu palco».
Todo, demasiado imprudente como para que pase inadvertido al espadón
Narváez, que sin pérdida de tiempo ordena el destierro «voluntario» de
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Bedmar. Este cruza la frontera y marcha a Biarritz, pero no deja pasar más de
una semana cuando vuelve de contrabando y, siempre protegido por Amparo
de Azagra, ocupa la habitación secreta de palacio. Ya por estas fechas
Narváez —que para sus informes se sirve hasta de una cohorte de prostitutas
bien pagadas— ha logrado averiguar que Bedmar es agente de Salamanca. No
obstante, el perillán cuenta con un triunfo que le pone a salvo de males
mayores: las cartas de la Reina. Si se difunden a través de algunos periódicos,
ello puede significar la muerte de la dinastía. Por fin, un gentilhombre adicto
del marqués de Miraflores, gobernador de palacio, roba las cartas de Isabel,
mientras Narváez plantea a la Reina la cuestión de confianza: es necesario
que Bedmar abandone España para siempre. La soberana, muy a su pesar,
accede, siempre que se le dé una salida honorable. Esta se concreta en la
Embajada de Rusia y el Toisón de Oro. El encargado de transmitirle a
Bedmar tan buenas noticias, unidas a la orden inexcusable de pasar la
frontera, es un valiente que en la revuelta de 1848 se había hecho acreedor a
la Cruz Laureada de San Fernando.
Esta vez el Rey consorte demuestra tener un último resto de dignidad al
decir:
—Si un día se forma un Ministerio bajo mi influencia, haré colgar del
balcón de la Reina a todos los que hayan sido sus amantes[76].
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CAPÍTULO IX
EL AMOR APACIBLE
JOSÉ MARÍA RUIZ DE ARANA
ENTRE LAS CUESTIONES DE ORDEN PÚBLICO LLEVADAS A CABO POR Isabel II tiene
una significación digna de recuerdo la fundación de un cuerpo en el que cada
miembro ha de ser, según sus ordenanzas, «un pronóstico feliz para el
afligido, infundiendo la confianza de que, a su presencia, el que se crea
cercado de asesinos se vea libre de ellos; el que tenga su casa presa de las
llamas, considere el incendio apagado; el que vea su hijo arrastrado por la
corriente de las aguas, lo crea salvado[77]».
Como describe Bueno Barrera, en este tiempo las continuas luchas y
vaivenes políticos sobrevenidos al fin de la Guerra de la Independencia
originaron un alarmante aumento de la delincuencia y el bandidaje, que en
algunas zonas llegaron a actuar con completa impunidad. Tal situación
demandaba la creación de una fuerza que pusiera freno a ese estado de cosas.
En 1820 el marqués de las Amarillas, primer duque de Ahumada, intentó
crear una Legión de Salvaguardas Nacionales, pero el proyecto fue rechazado
en las Cortes, hasta que el segundo duque de Ahumada logra la creación de la
Guardia Civil, por decreto de 13 de abril de 1844[78]. Sobre su irreductible
disciplina cuenta una sabrosa anécdota el historiador Bravo Morata:
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pasar y se pone ante los caballos, impidiendo el paso. Narváez
se encrespa, grita, toma el nombre del guardia y al día siguiente
llama al duque de Ahumada y le ordena el traslado fulminante
del osado. El duque, hombre calmoso y conocedor del país al
que pertenece, pone su bastón sobre la mesa del furibundo
Narváez:
—Yo no puedo ordenar ese traslado, porque el guardia no
hizo otra cosa que obedecer órdenes y solo cabe felicitarle. Pero
ahí dejo mi bastón de mando. Que ordene el traslado mi
sustituto.
El Jefe del Gobierno devuelve el bastón al duque y le dice:
—Recoja ese bastón, que nadie puede llevar tan dignamente
como usted, y regale este cigarro puro al guardia, de mi
parte[79].
La famosa Cartilla del Guardia Civil ordena cómo han de ser sus miembros:
«Prudentes sin debilidad, firmes sin violencia y políticos sin bajeza».
Isabel, por alguna razón abstracta que ella atribuye al destino, verá su vida
constantemente mediatizada por sentimientos y circunstancias
contradictorios: es una mujer llena de alegría, a la que cercan las tristezas; se
ve aclamada por el pueblo, y es este el que, con sus críticas lacerantes, levanta
un obstáculo insalvable a su felicidad; crea la Guardia Civil, que junto al
ferrocarril y al telégrafo acaba con el bandolerismo, y es una vehemente
admiradora del «bandido generoso»; sobre todo, de José María «el
Tempranillo», fascinada por la semblanza que de él hace Prosper Mérimée en
la Revista de París:
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como por distracción; pero al contrario, el beso lo prolongará
cuanto pueda. Me han dicho que José María deja siempre a los
viajeros el dinero bastante para llegar al pueblo más próximo y
que no ha rehusado nunca a nadie el permiso de conservar
cualquier joya que sea preciosa por su recuerdo[80].
Otro de sus bandidos predilectos es Luis Candelas, quien, «por sus maneras,
es casi una anticipación del bandido-ladrón de guante blanco[81]». Ella, Isabel,
no habría hecho lo que la reina María Cristina, su madre: ordenar la ejecución
del elegante Candelas; y hasta es posible que se recree, emocionada, en la
lectura de la carta que el bandido de Madrid dirigiera a la Reina Gobernadora:
Señora:
Luis Candelas condenado por ladrón a la pena capital por la
audiencia territorial, a V. M. desde la capilla acude
reverentemente. Señora: no intentará conquistar a V. M. con la
historia de sus errores ni la descripción de su angustioso estado.
Próximo a morir solo implora la clemencia de V. M. a nombre
de su augusta hija, a quien ha prestado servicios y por quien
sacrificaría gustoso una vida que la inflexibilidad de la Ley cree
debida a la vindicta pública y a la expiación de sus errores.
El que expone, Señora, es acaso el primero en su clase que
no acude a V. M. con las manos ensangrentadas: la fatalidad le
condujo a robar, pero no ha muerto, herido ni maltratado a
nadie: el hijo no ha quedado huérfano, ni viuda la esposa, por
su culpa. ¿Y es posible, Señora, que haya de sufrir la misma
pena que los que perpetran esos crímenes? He combatido,
Señora, por la causa de vuestra hija. ¿Y no mereceré una mirada
de consuelo?
¡Ah, Señora! Esa grandiosa prerrogativa de ser árbitra en
este momento de su vida, empleadla con el que ruega, próximo
a morir. Si los servicios que prestaría a V. M. si se dignase
perdonarle son de algún peso, creed Señora que no los
escaseará.
Si esta exposición llega a vuestras manos, ¿será posible que
no alcance gracia de quien tantas ha dispensado?
A V. M. Señora, con el ansia de quien sabe a la hora que ha
de morir, ruego encarecidamente que le indulte de la última
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pena para pedir a Dios vea V. M. tranquilamente sentada a su
augusta hija sobre el trono de sus mayores.
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tan luego como fue posible, se le administró el agua llamada de
socorro, suministrando en seguida al feto, con incansable
insistencia, cuantos medios aconseja el arte, y aun sugiere el
empirismo, para lograr que diese señales de vida. No quiso
permitir la Divina Providencia que nuestros esfuerzos
obtuvieran el feliz éxito con tanta ansia procurado[83].
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alumbramiento, el Rey sale con el infante o infanta sobre una
bandeja y le presenta a dichos señores, ceremonia de la cual se
redacta un acta. Es también costumbre que, en casos de
enfermedad u otro que merezca la solicitud del público, haya en
una antesala de los reyes y príncipes una mesa con recado de
escribir y una lista en donde apunten su nombre las personas
que acuden a prestar su homenaje de interés, preguntando por la
salud del enfermo.
Explicadas estas circunstancias, llegó el momento del parto
de la Reina, pero S. M. [el rey], estando quizá persuadido de
que la niña que acababa de nacer no era hija suya, se negó a
traer la bandeja, según exigía la ceremonia, a la reunión de
sesenta o setenta personajes que se hallaban en la antecámara, y
solo consintió en hacerse ver al lado de la marquesa de Povar,
que lo verificó, mientras que el Presidente del Consejo de
Ministros decía: «Señores, S. M. presenta a la serenísima
infanta». El rey guardó profundo silencio […].[85]
Esta infanta será muy querida por el pueblo llano, que con una familiaridad
no exenta de descaro habrá de llamarla «la Chata». No obstante, como si una
maldición pesara no solo sobre la vida de la Reina, sino sobre toda su
descendencia, la fecha de la presentación de la recién nacida a la Virgen de
Atocha se verá ensombrecida por la acción de un cura regicida.
Es el 2 de febrero de 1852. La reina Isabel, para presentar a su hija en los
altares, oye misa en la capilla de palacio, desde donde se dirige al templo de
Atocha para asistir al Te Deum. Precedida de su familia, atraviesa el salón,
cuando se le acerca un sacerdote, que le tiende un papel. La Reina se inclina a
recogerlo y en ese instante el cura le asesta una puñalada en el costado. La
ballena del corsé que sostiene el busto de S. M. impide que el puñal ahonde en
la carne.
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El frustrado regicida se llama Martín Merino y es vecino de Madrid, donde
vive —como no podía ser de otra manera— en el callejón del Infierno. Era
natural de Arnedo, provincia de Logroño, de sesenta y tres años de edad, alto,
enjuto de carnes, pelo enteramente blanco y recia constitución. Había sido
religioso franciscano, de la reforma de San Diego de Alcalá, pero, mal
avenido con la vida pobre y con la sujeción del claustro, pidió y obtuvo en
1821 la secularización. Después de haber sido uno de los más fogosos
oradores del Café de Lorencini en los años de 1820 a 1823, en cuya época
llegó a dirigir insultos personales contra el monarca, fue quien gritó al rey
Fernando VII, con la Constitución en una mano y un puñal en la otra: «¡O
tragas o te mato!». A raíz de este incidente se refugió en Francia, donde
obtuvo un curato, ocupándose además en dar lecciones de español. En 1842
regresó a Madrid y fue nombrado capellán de la parroquia de San Sebastián.
En 1843 fue uno de los que suscribieron acciones para sostener el periódico
titulado La Tarántula y, a consecuencia de las quejas dadas por el cura
ecónomo y tenientes de dicha parroquia, fue trasladado a la de San Millán, de
la cual le expulsarían «por su fuerte carácter».
En Madrid fue público y notorio que se dedicó a la usura, ejercicio que le
produjo disgustos, pérdida de sus ahorros —le habían tocado 100 000 reales a
la lotería— y hasta pendencias. Tras el atentado manifestó que no tenía
motivo personal de resentimiento contra Su Majestad; que había entrado solo
en palacio y que no tenía cómplices. Llevado como primera medida al
zaguanete de alabarderos, se despojó de sus hábitos sacerdotales y
permaneció allí, sentado al brasero, con la indiferencia más asombrosa y
como si nada hubiese hecho. Entonces fue cuando se le encontró, cosida en la
parte interior y delantera de la sotana, una funda, que cubría la de acero en la
que iba metido el puñal y que había colocado con diabólico artificio para
poderlo sacar instantáneamente.
Al ser este un capítulo de excepcional interés para la historia de la España
sorprendente, nos detendremos con alguna extensión en él, por lo que el relato
—prácticamente desconocido, al tratarse de un «raro» en la bibliografía de la
época— tiene de original e insólito:
«Se acercaron varias personas a verle [al cura Merino] y a todas contestó
con la mayor impasibilidad. Pero a un individuo del alto clero y a varios
dignatarios de la Corona les apostrofó de manera terrible. A su vez, un
personaje de la nobleza se acercó con muestras de indignación a Merino y le
Página 83
dijo que si él hubiera estado junto a la Reina, le hubiera hecho pedazos en el
acto. El regicida le miró sin alterarse y, con una especie de salvaje dignidad,
le contestó:
—Entonces no hubiera usted hecho sino lo que hará el verdugo dentro de
poco.
Con igual fiereza contestó a un jefe militar, que también le apostrofó,
diciéndole:
—Siento no haber presenciado su crimen, para haberle castigado con mi
espada.
—Todavía está usted a tiempo —respondió Merino— de ocupar el puesto
del verdugo.
A poco rato fue conducido al Saladero con gran escolta; se le metió en un
calabozo con un par de grillos y la incomunicación llegó al extremo de
ponerle centinelas a la vista.
La sumaria se terminó en pocas horas, y en minutos se formuló la
acusación fiscal, que se le notificó en seguida. Pedía el ministerio fiscal
contra Merino la última pena y no articulaba prueba. Oyó el dictamen fiscal
con la más impasible frialdad y, al requerirle que nombrase abogado y
procurador que le defendieran, contestó que “no necesitaba defensa, que su
delito no la tenía”.
[…] La entereza singular de este hombre no le abandonó ni un momento,
ni en el mal ni en el arrepentimiento. A las once y media tomó un vaso de
agua con esponjado, y a esa hora le dejó el señor cura de Chamberí,
reemplazándole el presbítero don Carlos Cordero, teniente de Santa Cruz.
—¿A qué hora va a ser la ejecución? —preguntó el reo.
—A la una —le contestaron.
—¿Saben ustedes cómo me van a conducir al patíbulo?
—En una caballería menor.
—Será un mal borrico —replicó vivamente el reo—. ¿Me llevarán con
estos grillos?
—No, señor; se los quitarán a usted y le atarán los pies —dijo uno de los
alguaciles.
—¡Hombre! Esto es una invención diabólica. Cualquiera creerá que me
sujetan como a un niño para que no me caiga. Soy un buen jinete y, si lo
quieren ver, que me den un caballo.
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[…] Después que se encontró fuera del edificio, fijó su atención en el
ejecutor y el pregonero y les dijo:
—¡Buen par de acólitos me he echado! Me han lastimado las piernas y las
manos.
Como le instasen los clérigos que le auxiliaban a que repitiera los salmos,
contestaba:
—No se molesten ustedes, ya lo diré —y balbuceaba algunas palabras.
Habiéndole pedido los sacerdotes que recogiera su espíritu, repitiendo las
oraciones propias del caso, dijo:
—¿Saben ustedes a lo que vienen aquí? A auxiliarme. Toda vez que yo no
necesito auxilio de ninguna clase, ni espiritual ni corporal, no me molesten.
Al pasar por Chamberí, miró con atención la iglesia y exclamó:
—En efecto, está muy desnivelada y se derrumbará si no lo remedian.
Cada vez que el fúnebre cortejo se detenía para leerle la sentencia, volvía
el rostro para escucharla mejor, y casi al expirar la última palabra en la boca
del pregonero, pronunciaba:
—Adelante —acompañando la palabra con la acción. Después dijo—:
Nada me gusta más que lo de las manchas de sangre.
No se sabe por qué hizo la siguiente consideración algunos momentos
después:
—¡Cuántos morirán hoy antes que yo, y quizás de los mismos que me
están mirando!
Más adelante añadió:
—Esto va tan despacio como la procesión del Corpus; y ahora el sol no
molesta tanto como cuando se celebra la fiesta.
Habiéndosele exhortado de nuevo a que mirase una estampa, contestó a
los sacerdotes:
—Déjenme contemplar también la nieve del puerto: ¡qué hermoso
espectáculo!
Frecuentemente se elevaba sobre su caballería para distinguir el cadalso y,
al divisarlo por primera vez, exclamó:
—¡He allí mi asiento! ¡Andad, andad!
Cuando observaba que algunas personas le miraban con gemelos desde las
azoteas y tejados, fijaba en ellas su mirada, animándose con una despectiva
sonrisa. Al pie del patíbulo, preguntó al ejecutor:
—¿Por qué lado me apeo?
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Y como le contestaran que por el derecho, dijo:
—Sujéteme la pierna para bajarme y no me lastime como antes.
Ya en el suelo, miró a todos los circunstantes y se arrodilló a los pies del
confesor, que tomó asiento en la primera grada del suplicio. En esta postura se
reconcilió por espacio de dos o tres minutos. Después subió hasta el segundo
escalón y, como se dispusiese a hacer tiempo a que llegase la hora designada,
el señor gobernador le dijo que podía sentarse. Permaneciendo en pie, Merino
repuso:
—Esta actitud es más digna.
Llegado el momento fatal, subió las demás gradas con paso firme, sin
necesidad de auxilio ajeno. Sin detenerse un instante, se dirigió al banquillo y
con gran desembarazo tomó asiento. Ocurriósele en ese instante besar el
crucifijo y, levantándose repentinamente, cumplió su deseo y volvió a
sentarse sin tardanza, notándose que hacía cuanto podía por colocarse bien.
En este momento, esforzando cuanto pudo la voz, pronunció las siguientes
palabras:
—Señores, voy a decir la verdad, como la he dicho toda mi vida.
Aquí fue interrumpido por una explosión de vivas a la Reina, y continuó
así:
—No voy a decir nada injurioso contra esa señora. He dicho en otra
ocasión, y repito ahora, que el acto que he perpetrado es solo objeto de mi
voluntad.
Añadió otras palabras, que no se pudieron percibir, oyéndose tan solo que
concluían con “He dicho”. El pueblo contestó con un inmenso ¡viva! y
entonces el reo repitió: “He dicho”. El verdugo le colocó acto continuo la
argolla; uno de los “agonizantes” comenzó a recitar el Credo, que el reo
repitió apresuradamente, y pocos momentos después estaba ya hecha la
justicia de los hombres.
Notóse que el cadáver de Merino no demostró en su fisonomía ninguna de
esas gesticulaciones tan comunes a los ajusticiados[87]».
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nuevo teatro cuenta con salón de baile, café, restaurante, ocho salones de
descanso, gabinete de lectura, guardarropa, cuatro gabinetes —uno en cada
piso— para venta y alquiler de gemelos, y dos depósitos de agua para cada
piso, por si hay incendio. En la gran sala de espectáculos, las cortinas son de
damasco rojo, los asientos de terciopelo de Utrecht. Hay en la platea baja
quinientas butacas y, en el llamado paraíso, espacio para mil doscientas
personas. Contando butacas, palcos, entradas intermedias y paraíso, un aforo
total de dos mil ochocientas localidades. El techo, pintado al temple por un
equipo de artistas franceses dirigidos por Eugenio Lucas, es una obra
espléndida, y el alumbrado, naturalmente de gas, al último grito de la moda.
El coro lo integran «veinticinco señoras en buen estado», la orquesta es de
ochenta y cinco profesores y se han reclutado también, para el coro, «treinta y
cinco caballeros no mal parecidos». Además de todo esto, dentro del edificio
hay espacio para cien caballos, «por si son necesarios[88]». «La expectación
era tan grande —dice Martínez Olmedilla—, que los revendedores llegaron a
cobrar trescientos veinte reales por una butaca el día de la inauguración.»[89].
La inauguración del Teatro Real supone para Isabel una inmensa alegría,
y también un nuevo motivo para las quejas de Francisco de Asís, al que le
parece un insulto que el jefe del Gobierno tenga su palco, en el teatro, a la
misma altura que el de los Reyes. Isabel, que por esta época intenta complacer
a su esposo en un difícil ejercicio de convivencia, una noche de ópera levanta
de su asiento a Narváez y, al día siguiente, el duque de Valencia presenta su
dimisión.
Para que nada falte en el muestrario de dificultades que acosan a Isabel de
Borbón, los carlistas han vuelto a sus andadas bélicas, no sin buena fortuna.
Ramón Cabrera, «el Tigre del Maestrazgo», entra en Cataluña; mosén Bonet y
Marsal, en Aragón: «Pep de l’Oli», en Navarra, y mientras los progresistas se
disponen a pescar en río revuelto, los facultativos de la corte anuncian un
nuevo embarazo de la soberana. Lo que los facultativos no pueden certificar
es la paternidad del niño o niña que vaya a nacer, en tanto por los corrillos se
repiten unos versos atribuidos a Manuel del Palacio, como epitafio del Rey
consorte:
Un marido complaciente
yace en esta tumba fría,
del cual afirma la gente
que nunca estuvo al corriente
de los hijos que tenía.
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Ahora quien está en el candelero es Bravo Murillo, pero la Reina volverá a
llamar a Narváez, sin duda porque su fidelidad, apenas compartida por la élite
de los liberales moderados, lo hacen imprescindible.
La Reina madre ha vuelto, con gran alegría por parte de Isabel, animada
además porque los graves problemas de la nación, si no resueltos, sí están
atenuados por el júbilo con que se acoge la presencia de la soberana. «Entre
los gentiles hombres de cámara, los del interior y caballerizas, Isabel II ha
seleccionado a un grupo de amigos con los que asiste a Lhardy, a las fiestas
madrileñas, a las recepciones y tertulias, invariablemente acompañada por la
infanta Josefa —hermana de don Francisco de Asís—, compañera en estos
inconscientes y divertidos pasatiempos. Es esta una época agradable en
palacio: se hace música, se representan obras de teatro, y la Reina interviene
en ellas ofreciendo el espectáculo de su maravillosa voz. El invierno
transcurre en el Palacio de Oriente; pero en primavera, verano y otoño, se
traslada a los Reales Sitios de El Pardo, Aranjuez, La Granja y El Escorial.
Todos estos palacios son asiduamente frecuentados por la Reina, a los cuales
se traslada acompañada por un gran número de servidores y amigos, porque
Isabel II no sabe estar ni un momento a solas[90]».
Es el tiempo en que la voz popular bautiza con el apodo de turno al
gallardo joven que va con ella a todas partes; y como los sobrenombres
siempre hacen fortuna en este Madrid novelero, bullicioso y criticón, muy
pronto en Las Vistillas, La Paloma, Chamberí, Cuchilleros… se hablará de
«el Pollo Arana», señalando al garañón que calma los ardores de la Reina
Castiza.
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Fulgosio decidió pasar al ataque en la Puerta del Sol, donde la
Guardia Civil rechazaba los asaltos rebeldes a Gobernación. El
capitán Ruiz de Arana desbordó a los sublevados de España y
por la calle del Carmen marchó hacia Fulgosio, que ya cargaba
delante de sus tropas, para contenerle mientras los coraceros
acosaban al enemigo.
Pero cuando entraba en la plaza, Fulgosio recibió una
descarga cerrada en el pecho, y el capitán solo pudo recogerlo y
meterle en un portal, donde expiró con el tiempo justo para
pedirle entrecortadamente a su subordinado: «Dígale a la Reina
cómo muero por ella[91]».
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Nueva, de él nos ha quedado una expresiva referencia, probablemente cargada
de malintencionadas insinuaciones:
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Isabelona
tan frescachona
y don Paquito
tan mariquito.
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CAPÍTULO X
EL AMOR INCAUTO
ENRIQUE PUIGMOLTÓ Y MAYÁNS
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conjunto de circunstancias que lo hacen de veras admirable.
Tejedor en un principio, estudiante después en el Seminario de
Vich y sacerdote ejemplar siempre, reúne a sus cualidades de
hombre del pueblo, digámoslo así, una extensa erudición que
parece fabulosa. Después de predicar misiones en otras
ciudades de Cataluña, acaba de hacerlo en la catedral de Vich
con un éxito asombroso. Las gentes ocupaban ya el templo y
sus avenidas dos horas antes del sermón; los pobres campesinos
venían de largas distancias para oír su palabra de vida que es el
consuelo del pueblo, al mismo tiempo que el freno más fuerte
contra sus pasiones; infinitos pecadores han abandonado el
vicio, y en los días 29 y 30 de agosto último han comulgado
con el mayor recogimiento ¡más de 5000 personas[95]!
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vida de acuerdo con los imperativos de las buenas costumbres resulta siempre
inútil. Como inútiles son los esfuerzos de Narváez para que facilite el
destierro del nuevo amante —Enrique Puigmoltó—, mereciendo, por toda
réplica, una sesgada pregunta:
—¿Pero es que deseas que aborte?
Entre tanto mozo de rutilante uniforme y tanta belleza femenina envuelta
en sedas y tules, contrasta la figura del clérigo:
Claret se pone a la obra y poco después resume así los resultados habidos:
Página 94
anden más cubiertas. Dicen que es vestido de etiqueta; que
siempre se ha andado así en tales ceremonias; que en todas las
Cortes del mundo, en tales funciones se va así, etc. Yo me
formalizo, digo y hago todo lo que me parece es mi deber. Y si
bien es verdad que actualmente la Reina es la señora que viste
más tapada de toda la reunión; pero yo no estoy contento: me
quejo, le manifiesto el disgusto que tengo, la pena que me da y
el deseo que tengo de irme de Palacio por esto mismo[97].
¿Con qué talante se plegaba Isabel a los severos mandatos del confesor? Con
la aceptación resignada de quien sigue el más recto de los caminos, pero
terriblemente aburrida. A pesar de ello, la Reina considera un santo a Claret,
se muestra satisfecha de obedecer sus consejos, como en un pacto de santidad
que le asegurase el perdón de sus muchas faltas. El clérigo catalán lo deja
escrito en su autobiografía:
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cierta ocasión en la que, ante el generosísimo escote de una dama, suplicó a la
Reina que la amonestase en tal sentido, y como Isabel le respondiera que así
eran los vestidos impuestos por la etiqueta, respondió:
—O se cubre, o se marcha, o me marcho.
El asunto llegó a bordear el ridículo, tanto por el celo de monseñor Claret,
atento a que las señoras se tapasen, como por las tretas puestas en práctica por
estas para burlar la vigilancia. «Lo cierto es que cuando entraba Claret en
Palacio cundía la voz de “a cubrirse” entre las despechugadas damas. Sacaban
a este propósito una gasa, que llevaban astutamente prevista con tal fin, y
reducían en un santiamén las proporciones de la generosa abertura por la que
lucían la poitrine[99]».
En 1858 Claret acompaña a la Reina en su viaje a Levante y, una vez
cubierto un largo itinerario, a León, desde donde escribe el cronista del
periplo:
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ocurriera una desgracia. Por la tarde había pensado predicar a
las mujeres; pero S. M. la Reina quiso que la acompañara al
santuario de la Virgen del Camino y tuvo que desistir de su
propósito.
Nada más podemos decir. Quiera Dios misericordioso que
brille por mucho tiempo en el mundo católico esta brillante
antorcha de la religión.
Más allá de nuestras fronteras está en juego la unidad de Italia. Los Estados
Pontificios han sido invadidos por las tropas de Garibaldi. La Reina se ve
obligada a tomar una decisión sobre el reconocimiento del nuevo Gobierno
italiano, y consulta al arzobispo. Claret lo recuerda:
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En septiembre de 1868 Claret marcha a Francia con la Familia Real. Una vez
en París, escribe:
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La corte es venero de arribistas y escaladores. Cualquiera, con un título o una
hazaña guerrera en su ejecutoria, puede llegar muy lejos, si es listo y a ello se
le une un rostro agraciado y un porte aguerrido. Es lo que sabe muy bien don
Rafael Puigmoltó y Pérez, conde de Torrefiel, quien al ser rehabilitado tras
una dura penitencia impuesta por su pasado carlista, se dispone a introducir a
su hijo Rafael en el Palacio Real. Desgraciadamente, el signo del destino
manda otros rumbos y Rafael, ya con el grado de capitán de Artillería, fallece
en Alicante, víctima del cólera. No obstante, el conde de Torrefiel es hombre
empecinado y, una vez repuesto del dolor por la muerte de su primogénito,
proyecta para su otro hijo, Enrique, la carrera prevista para el primero.
Enrique Puigmoltó y Mayáns es teniente de Ingenieros, de guarnición en
Baleares, desde donde es trasladado a Madrid a petición propia. «Gallardo
militar, afectado por una intensa afección herpética, como la Reina.
Continuamente pide permisos para ir a los balnearios de Puda, Vich y Baden.
En los reconocimientos médicos que se le practican no se hace alusión a
ninguna enfermedad pulmonar. Por consiguiente, es más que probable que no
la padeciera, como le atribuye Valle-Inclán[100]». Nacido en Valencia en
1827, cuando se instala en Madrid ya es capitán y cuando al fin consigue
besar la mano de la Reina, en el corazón de Isabel se produce la taquicardia
de los grandes acontecimientos.
Considerando la rapidez del enamoramiento, es fácil adivinar a qué
extremos llega el fervor de Isabel cuando conoce que en la revuelta que,
dirigida por el torero revolucionario Pucheta, puso sitio a palacio, fue
Puigmoltó quien, al frente de su compañía de zapadores, defendió la puerta
principal, decidido a dar su sangre por la Reina. Por esta hazaña, Enrique es
ascendido y condecorado con la Cruz Laureada.
Doña Isabel nunca se ha cuidado demasiado de no dar tres cuartos al
pregonero. En esta ocasión su audacia resulta temeraria, como si no le
importara andar en coplas y en chascarrillos de mala ley. Una de las personas
allegadas que madrugan en la advertencia es sor Patrocinio, que le escribe con
la mayor premura:
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persona de quien os hablo no quiere, como yo misma, más que
el bien de Vuestra Majestad y de España. Nuevos y gravísimos
peligros os acechan. Esperadlos aferrada a vuestra cruz, que
sabéis mejor que nadie cuál es. Y venidme a ver algún día
cuando pase el invierno.
Isabel, en efecto, levanta los ojos, niega, suplica, promete… y sigue viéndose
con el capitán. Para ello cuenta —¡faltaría más!— con la complicidad
incansable de Amparo de Azagra. La situación llega a ser extrema, entre otras
razones porque el Sumo Pontífice ha prometido apadrinar el bautismo del
niño o niña que diese a luz la Reina. Por eso Simeoni dirige una carta, fechada
el 15 de septiembre de 1857, al cardenal Antonelli, nuncio de Su Santidad,
con la desusada extensión que el caso requiere:
Eminencia reverendísima:
Hace tiempo que generalmente se viene hablando del
cambio del gabinete Narváez, a causa de la fuerte oposición que
le hacen algunos, incluso pertenecientes al partido moderado.
No me parece del todo ajena esta causa; pero hay otra, bien
deplorable por cierto, que no dejará de afligir el ánimo del
Padre Santo. Hace algunos días ha comenzado a cundir entre la
Página 100
clase alta, aunque hasta ahora había podido conservarse en
relativo secreto, el trato que S. M. tiene desde hace meses con
un oficial del cuerpo de Ingenieros. Llega este a las
habitaciones de la Reina después de medianoche,
permaneciendo en ellas hasta el amanecer. El presidente del
Consejo de Ministros y el ministro de Estado han hablado
fuertemente a S. M. con la amenaza de presentar la dimisión y
le han expuesto la necesidad de alejar del real palacio a tal
sujeto; el duque de Valencia ya le habría enviado sin más a
servir en el ejército de Cuba o Filipinas, si no le hubiera
contenido el temor de producir, con el disgusto, una desgracia
en el próximo parto de Su Majestad.
He tenido largo coloquio sobre este desagradable asunto con
monseñor Claret, confesor de S. M., el cual considerando que
ello es ya tema de justas críticas, y que ha hablado seriamente
sobre el caso a la Reina fuera de confesión con enérgicas
palabras, la estrecha obligación que tiene de alejar a dicho
militar, no solo del real palacio sino también de Madrid; y
también las funestas consecuencias que para su conducta puede
ocasionar a la nación y al trono. Y quiera Dios que dando a luz
un varón no se abran campo las dudas sobre la legitimidad del
mismo y consiguientemente sobre el derecho a suplantar a la
hermana en la sucesión a la Corona. El mismo monseñor Claret
me ha dicho haberle asegurado la Reina que el padre de la prole
que espera es su augusto esposo; pero que en una carta amatoria
al oficial de referencia ha escrito de su puño y letra que dicha
prole debe atribuirse a ese oficial, en cuyas manos está la carta.
Añadióme monseñor Claret que, en la triste situación en que él
se halla, ha dicho claramente y más de una vez a la Reina que le
es imposible seguir aguantando tal estado de cosas; y que la
Reina, a sus muchísimas y graves reflexiones, siempre le había
mostrado buena voluntad, prometiéndole, hasta con lágrimas en
los ojos, alejar de Madrid el objeto de sus ilícitos amores; pero
hasta la presente no lo ha hecho.
Página 101
La causa de la crisis ministerial, comúnmente dada como
cierta, era el empeño del Ministerio contra la voluntad de la
Reina, de enviar al actual ministro de Marina, señor Lersundi, a
relevar al general Concha de la Capitanía General de Cuba.
Pero había otra bastante grave, que era la imposibilidad de
conseguir la remoción de Palacio Real del escándalo de que
hablé a V. E. en mi indicada carta. No sé si S. M. la Reina,
movida por la expresa declaración que monseñor Claret le hizo,
aconsejado por mí, de no pisar Palacio mientras no se quitase la
causa del desorden, o bien por algún otro motivo, S. M. ha
condescendido al fin en que sea alejado de Madrid el consabido
sujeto; y se me ha asegurado por un individuo del gobierno que
no tardará en partir.
Página 102
un juego para acallar la alarma, puesto que el ingeniero vuelve, ante la
confusión general. Esta vez el arzobispo denuncia a la Reina lo que hasta
ahora le había ocultado, sin duda por no lastimarla: que «el joven amigo
traicionaba a S. M. ante sus compañeros, incluso en el café, y alardeaba de los
regalos y billetes que recibía, cosas que en algunos causaba vilipendio para la
Soberana y en otros indignación contra aquel desvergonzado».
Cuando los ataques se hacen más violentos, en el mes de febrero, la
Gaceta publica la orden por la que el capitán es destinado a la Subinspección
de Ingenieros de Valencia. Si no obedeciera, Narváez asegura que llegaría con
él a la solución más drástica. Así, cuando la permanencia en Madrid supone
que puede acabar ante el pelotón de fusilamiento o hallar la muerte a la
sombra cómplice de cualquier esquina, don Enrique Puigmoltó Mayáns
marcha a Valeticia, donde vivirá con su mujer, sus hijos y sus inolvidables
recuerdos.
Como epílogo a la historia del galán ingeniero, un autor de nuestro
tiempo, Gordillo Courcières, reproduce las palabras que Mauricio Carlavilla
incluye en su obra Borbones masones.
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CAPÍTULO XI
EL AMOR IMPOSIBLE
LEOPOLDO O’DONNELL Y JORRIS
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las primeras damas; así es que a cualquier hora en que se
acudiese a Palacio, era seguro hallarlo brillantemente
concurrido[102].
Página 105
Bravo, como este reclamaba, ejecutorias de consecuencia
política. Solo la Historia las da a quienes las merecen. Para
repeler esta nueva agresión, recordó el señor González Bravo su
vida pública, sus sacrificios políticos, su conducta, dedicada
siempre a luchar por la patria y el trono. Y terminó diciendo:
«La afrenta que sobre mí se ha querido lanzar, la lanzo yo a mi
vez sobre el que me la ha dirigido». Devolvió el señor Ríos
Rosas baldón por baldón; cortó el Presidente la discusión, tras
inauditos esfuerzos, y la cuestión personal quedó planteada
fuera del Parlamento. Durante todo el día siguiente, ¡qué de
rumores y de falsas noticias corrieron por el Congreso y por
todo Madrid! Pero una que, por desgracia, no tardó en tener
confirmación fue que el lance planteado a sable, luego a pistola,
se había verificado. No había bastado el conciliador deseo del
general Pavía para impedirlo. La decisión de los contrincantes
era firme. A un padrino sustituyó otro padrino y al terreno
fueron los dos caballeros rivales, sin que el Gobierno hubiera
podido impedirlo. Pronto, a los primeros disparos, cayó el señor
González Bravo, herido bajo un brazo. La primera impresión
fue la de haber sido muerto. De tal modo vino, exánime, su
cuerpo a tierra. Su adversario, noblemente emocionado, no
pudo reprimir las lágrimas. Después, en cuanto el herido hubo
reaccionado, le faltó tiempo al señor Ríos Rosas para acudir a la
Presidencia del Congreso en demanda de dar una pública
explicación satisfactoria a las palabras que pudieran mortificar
al señor González Bravo[104].
Sobre el mismo asunto —si bien con resultado distinto— trata la carta —cuyo
párrafo esencial reproducimos por simple curiosidad— que el omnipresente
Salustiano Olózaga envía a su amigo Víctor Balaguer:
Página 106
pedírselas nadie en el Congreso, y lo resistió dignamente.
Nombró por sus padrinos al general Latorre y Manuel Zorrilla,
que sostuvieron con firmeza y con habilidad su honra y la de la
minoría. Se vio claramente que Goicorrotea (don Francisco) y
Roberto (don Mauricio), padrinos de O’Donnell, no tenían
libertad para admitir ninguna proposición digna y propia, y se
concertaron las condiciones del duelo, para después de
anochecer, más duras de lo que debían ser, atendiendo a la
cortedad de vista y falta de práctica en el manejo de las armas
de Figuerola. Desde entonces hasta las dos y media de la
madrugada no me separé de él ni un instante, y redactamos un
acta que fuere cual fuere el resultado haría grande honor a
nuestro amigo y a todos nosotros. Pero usted podrá figurarse,
que yo no puedo decírselo, lo que yo sufriría aquella noche
sentado entre Figuerola y el doctor Yáñez, que había de asistir
al desafío y con la caja de las pistolas a la vista. Pero si yo
sufría por el temor de perder a tan digno diputado y amigo, y
por la indignación que me produce el militar, que había creído
intimidarle, tenía el consuelo de verle tan recio, tan elevado y
tan elocuente que bien se veía que tenía a grande honra que le
hubiese tocado a él sostener la de nuestro partido y poder
sostener lo que vale un digno y valiente representante de
Cataluña. Pero los padrinos de O’Donnell, que habían ofrecido
firmar el acta, no lo hicieron, y el presidente del Congreso
consiguió que admitiesen lo que había reconocido sobre el
modo de dar las explicaciones que mañana dará en el
Congreso[105].
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El representante de la compañía concesionaria de la línea La
Habana a Francia e Inglaterra, con escala en Vigo, tenía que
entregar cincuenta mil duros por la concesión y han llegado
directamente al conde de San Luis [Sartorius].
Salamanca es el prototipo de la inmoralidad. No estamos
conformes con los que sostienen que es preciso hacer grandes
castigos. Somos enemigos del derramamiento de sangre y
creemos que un solo ejemplar puede servir de correctivo y
evitar que la gangrena se propague. Salamanca, colgado del
balcón principal de la Casa de Correos, será una gran lección de
moralidad.
El que desee conseguir un destino, acuda a Ministerio de
Fomento y en el despacho de don Juan Pérez Calvo darán
razón. Se advierte que la cantidad que por él se estipule se dará
anticipadamente.
El que quiera hacer algún negocio de importancia puede
acudir al Ministerio de la Gobernación y en el despacho de don
Rafael Pérez Vento se informará. No se tratará con corredores.
Gracias por Guerra: empleos, grados, cruces y honores. El
que desee conseguir alguna de estas gracias se avistará con don
Saturnino Parra, comisionado del subsecretario de la Guerra
para tratar el valor de ellas. Pasando este valor de 20 000 reales,
se hará directamente el negocio con el mismo subsecretario,
señor Fernández San Román[106].
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entonces en auge, acordó nada menos que proclamar la República en España,
echándose al campo[108]»
Fueron alrededor de cien muchachos en edades comprendidas entre los
catorce y los diecinueve años. Dominada salvajemente la revuelta, el 11 de
julio los derrotados fueron conducidos a la Plaza de Armas y fusilados. Fue la
más loca aventura jamás contada. El día 15 caía el gabinete de Narváez, pero
«en Sevilla había quedado como triste recuerdo el luto de ochenta y dos
familias y, como leyenda, la Piedra Llorosa, que está situada en la
terminación de la tapia de San Laureano (en Sevilla) y donde, según es fama,
se sentó el alcalde Vinuesa llorando, mientras decía: “Pobre ciudad, pobre
ciudad”[…]»[109].
La corrupción dominante en la clase política, ante la tolerancia —cuando
no el asentimiento— del gabinete Sartorius, está llegando a límites
insoportables. No es de extrañar cuando, bajo el título de Apuntes para la
historia de la segunda mitad del siglo XIX, la serie de apotegmas inspirados en
el pensamiento político del Gobierno dicta unas normas que ponen un acento
de incredulidad en los grupos auténticamente liberales y demócratas: «La
imprenta es un caballo desbocado», «No se puede gobernar con Cortes», «El
Gobierno representativo es una quimera», «La libertad engendra
necesariamente el socialismo», «Nuestra causa es la buena, la justa» […].
Las prácticas corruptas abarcan incluso la Beneficencia, como el
progresista Olózaga, siempre en la brecha, se encarga de recordar, con gran
escándalo de las personas decentes. Así, tras comentar que, mientras el
público opinaba que los desvalidos españoles estarían bien asistidos en las
instituciones, quienes «lo estaban, por lo común, eran los directores o
administradores, y hasta tal punto algunos de estos, que ocupaban ellos solos
los establecimientos que debían dirigir y consumían todas sus rentas. Por más
extraño que esto parezca, podrían citarse de ello muchos ejemplos. Había en
la calle de Toledo, y muy cerca de la puerta de este nombre, un albergue de
peregrinos, y como en este siglo es cosa verdaderamente peregrina tropezar
con algunos que merezcan este nombre, quiso la autoridad averiguar si se
distraían sus fondos en albergar a otra clase de gentes. El administrador que
allí vivía había sido nombrado en 1808, y resultó probado que desde aquella
fecha, cuando menos, nadie absolutamente, ni peregrino ni vecino, había sido
acogido en aquel asilo, que se cerró inmediatamente como se han cerrado
otros muchos. Entre otros merece citarse un hospital para estudiantes que
había en Alcalá, donde nadie había conocido un estudiante enfermo. Tenía
Página 109
buenas rentas y recibía, además, una asignación de la Universidad, de modo
que el administrador o patrono podía pasarse muy regalada vida[110]».
Pero donde menudeaban los escándalos era en las concesiones de los
ferrocarriles. La actuación de los desaprensivos era unánimemente rechazada,
pero ¿y el espectáculo de proporcionar al pueblo la brillantez de sus vistosas
inauguraciones, como la que el conde de Romanones describe, refiriéndose al
llamado «tren de la fresa»?
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posibles transferencias de créditos o distracción ilegal de las partidas
presupuestarias del Estado. ¿Cómo no hallarse la corte, el rey Francisco de
Asís y la Reina madre, doña María Cristina, partícipes en más o menos
proporción de aquel desbarajuste, contentos y satisfechos con aquellos
ministros que lo permitían y realizaban?
En tales circunstancias, un militar que goza de justificado prestigio, don
Leopoldo O’Donnell, conde de Lucena y más tarde duque de Tetuán, envía a
la Reina un ultimátum, amenazando con levantar el país, no contra la dinastía,
sino contra los truhanes que la desacreditan. Refiriéndose a los ministros del
Gabinete, O’Donnell los denuncia porque «no han concedido ninguna línea de
ferrocarril, algo importante, sin que hayan recibido antes alguna crecida
subvención; no han despachado ningún expediente, sea este de interés general
o privado, sin que hayan tomado para sí alguna suma, y hasta los destinos
públicos se han vendido de la manera más vergonzosa».
El 7 de julio de 1864 el general proclama el Manifiesto de Manzanares:
Página 111
nación. Las Juntas de Gobierno que deben irse constituyendo en
las provincias libres; las Cortes generales que luego se reúnan;
la misma nación, en fin, fijará las bases definitivas de la
regeneración liberal a que aspiramos. Nosotros tenemos
consagradas a la voluntad nacional nuestras espadas, y no las
envainaremos hasta que ella esté cumplida[112].
Página 112
Fue llamada la «conspiración de Palacio». Varios sucesos sangrientos
acaecidos en Valladolid y otras ciudades de Castilla la Vieja sirven de
pretexto a los conservadores, encabezados por Leopoldo O’Donnell, para
socavar los cimientos del Gobierno progresista. El general cuenta con el
apoyo de la Reina para dar su particular golpe de Estado. Cuando el ministro
del Interior, Escosura, recibe informaciones en tal sentido, propone la
celebración de un Consejo extraordinario y en él se pone de manifiesto que
O’Donnell ha preparado al Ejército inclinándolo a su favor. Al mismo tiempo
se desarrolla una gran actividad en los cuarteles —esos alborotados cuarteles
del XIX español— y una tropa de considerables efectivos toma posiciones en
la Casa de Campo, las Ventas del Espíritu Santo, La Moncloa y otros lugares
de los alrededores de Madrid. Tras un enfrentamiento breve, pero muy
violento, entre las tropas de uno y otro bando, los progresistas se rinden.
«O’Donnell, por fin al frente del Gobierno, ha logrado establecer el arbitrio
medio (el caballo de batalla de la política económica), eliminar el ala
progresista del liberalismo y desorganizar la oposición[113]».
Agnóstico y masón, el general don Leopoldo O’Donnell acompaña con un
cirio en la mano la procesión que recorre los jardines de Aranjuez. La prensa
crítica hallará en esta sorprendente circunstancia motivo sobrado para la
ironía. O’Donnell no ha asistido a este acto litúrgico por razones políticas o
—mucho menos— religiosas. Se lo ha pedido la Reina y él ha accedido sin
dudarlo un instante, rendido sin condiciones a los encantos y a los ojos azules
de la soberana. El general la ama profundamente. Quizá sea el único amante
auténtico que Isabel haya tenido en su agitada vida sentimental. Y «¡cuántos
desplantes no le hace la Reina, autorizada y respaldada por el inalterable
afecto del ministro! Con inimitable resignación y dignidad los lleva
O’Donnell. Es la debilidad inexplicable ante un amor imposible[114]».
La diferencia de edad es grande —veintiún años—, pero ya sabemos que
para la Reina no es obstáculo lo que para otras sería un abismo. La
imposibilidad está, sencillamente, en que a Isabel no le atrae el físico del
bravo militar: «chicarrón de alta estatura y de cabellos de oro, bigote escaso,
azules ojos de mirar sereno y dulce», lo define Pérez Galdós, en tanto Ricardo
de la Cierva afirma que «el general siempre estuvo enamorado de la Reina y
por más que jamás aceptó ella sus caballerosas y platónicas insinuaciones,
don Leopoldo sentía unos celos devoradores que su frialdad nórdica nunca
supo dominar[115]».
Ni siquiera la gratitud por su generoso amor iba a librar a O’Donnell de su
ocaso político. Es demasiado fuerte la presión del moderantismo, a la que
Página 113
habría de unirse la estrategia diseñada por la masonería para alentar los vuelos
de la revolución y el descontento por unas prácticas corruptas que el Gabinete
del conde de Lucena había heredado de la etapa de Sartorius. La ocasión para
derribarlo de la jefatura del Gobierno se presenta en el baile celebrado con
motivo del cumpleaños de la Reina. Cuando en él llega el momento en que
Isabel debe ofrecerle el brazo a O’Donnell para que comience el sarao, se lo
niega, y esta es una demostración demasiado ostensible para que el primer
ministro no se sienta obligado a presentar su dimisión. Pérez Galdós ha
reflejado el instante en el que el general informa de lo sucedido a sus
colaboradores y amigos:
Página 114
CAPITULO XII
EL AMOR ILUSTRADO
MIGUEL TENORIO DE CASTILLA
ATENDIDO EL PARTO POR EL DOCTOR DON TOMÁS DEL CORRAL Y Oña, tocólogo
de la corte, Isabel da a luz un varón. El parte médico certifica: «El día 28 de
noviembre de 1857 a las diez de la noche dio a luz S. M. la Reina Nuestra
Señora con toda felicidad un robusto Príncipe según consta en el acta de
nacimiento impresa en la Gaceta del lunes 30 de dicho mes».
El júbilo es inenarrable, ordenándose donativos a establecimientos de
beneficencia, limosnas a los pobres y una amplia amnistía. Como reseña
Olivar Bertrand, sucediéronse cuatro días de gozo, con iluminación en las
calles de la capital, adornadas con trofeos, pedestales y coronas, retratos de
Sus Majestades, tapices flamencos del conde de Oñate, entoldados,
gallardetes y flámulas, pabellones y colgaduras de terciopelo carmesí, con
franjas y flecos de oro. Pagó el Ayuntamiento madrileño novillos con cucañas
y fuegos artificiales, admirándose, además, dos aparatosos castillos de fuegos
y, en una noche, funcionaron cuatro teatros: el Circo, el Novedades, el
Princesa y el Jovellanos. Pero donde se volcó la magnificencia de una corte y
de un pueblo de suyo generoso para todo cuanto glorifica la hermosura de la
vida fue en la regia comitiva que paseó triunfalmente al pequeño Príncipe. Se
admiró a los húsares de la Princesa, los coches de la grandeza con libreas de
gala; al caballerizo y a los dos correos, seguidos de timbales y clarines, con
penachos de color grana. Dieciocho caballos con palafreneros embutidos
encaparazones de los tiempos de Carlos III, más los picadores, arrancaron
espontáneos aplausos de la multitud congregada en paseos, calles y plazas.
Página 115
Detrás iban nueve coches con tiros de mulas, en los que se pavoneaban
maceros, ujieres, gentileshombres de casa y boca, mayordomos de semana…
A continuación viose al infante don Francisco de Paula seguido de los
batidores; a doña María Luisa Fernanda y a su esposo el duque de
Montpensier, olvidados por un momento sus odios contra la Reina. Detrás de
doña Isabel apareció la carroza regia «con tiro de ocho caballos tordos claros,
enganchados a la gran Dumon, con penachos blanquísimos, trenzados de
carmín y oro. El Rey consorte, de capitán general[117]». Un periodista escribió
como colofón de su crónica: «Quiera Dios que por bien sea y que concluya
bien; por nuestra parte, aunque no creemos en el pronóstico del astrólogo
alemán, presumimos con fundamento que no todo han de ser tortas y pan
pintado.»[118].
Todo el mundo parece contento, olvidadas por unas horas las viejas
rencillas. Todo el mundo, excepto don Francisco de Asís, al que ha llegado el
mortificante rumor de la calle según el cual, así como a la infanta Isabel la
llamó con el remoquete de «la Araneja», ahora al príncipe de Asturias quería
identificarlo por «el Puigmoltejo».
La alegría de la Reina es más expansiva y contagiosa que nunca y los
alabarderos que hacen guardia a la puerta de sus habitaciones oyen su
preciosa voz de mezzosoprano en un aria o en un lied; parece que fuera a
dejar para siempre en el baúl de los olvidos las penas pasadas. Sin embargo,
esta alegría da paso a un estado de profunda depresión, que se manifiesta en
prolongados silencios y en una desgana, mal disimulada, por los asuntos de
Estado. «Su sensibilidad femenina, su carácter impresionable, su necesidad
absoluta de tener a su lado un afecto, y las luchas que por ello sostiene,
producen en su ánimo crisis tenaces, persistentes; enfermedades un tanto
extrañas en las que no es posible saber dónde termina lo físico y dónde
empieza el desasosiego espiritual[119]». Ahora, más que nunca. Por ello no es
de extrañar que acoja con tan amable solicitud la llegada de un secretario del
que se cuenta que está dominado por una profunda tristeza causada por la
muerte de su mujer.
Los impulsos generosos de Isabel de Borbón se desbordan más cada día y
ello se traduce en el reparto, no siempre meditado, de títulos de nobleza: algo
que, en contra de sus previsiones, crea el descontento al que alude, en una
carta, Madoz:
Página 116
España la viuda del señor Gaviria, y no encontró en todo
Madrid una sola persona de la grandeza que quisiera ser
madrina. El escándalo no puede ser mayor. Los monárquicos
por excelencia hacían un desaire a la Reina de España. Quiso
Isabel II nombrar nuevos grandes de España y llamó a Istúriz,
quien manifestó los peligros de esta determinación. Que sean
veinte, que sean doce, y oponíase también el señor don Javier.
Por fin, hubo transacción y se convino que el Gobierno elegiría
para las nuevas grandezas seis personas. Con esta conducta ha
coincidido la noticia, no sé si cierta, de hallarse comprometidos
una porción de grandes para apoyar la vuelta de los hijos de don
Carlos a España. Hay con este motivo una gran recrudescencia
y ni los grandes hablan bien de palacio, ni palacio habla bien de
los grandes[120].
Página 117
de toda confianza: informarle sobre el establecimiento y progreso de las
logias masónicas, las cuales han extendido sus tentáculos hasta los pies del
trono, bajo la dirección simbólica del infante don Francisco de Paula, gran
maestre de la Orden en su versión del rito británico.
No es tarea fácil la encomendada a Tenorio; menos aún el que sus
informes pasen inadvertidos cuando tanto la política como la milicia se
encuentran en las tenidas masónicas a través de los hombres más ilustres de
España: Espartero, O’Donnell, Serrano, Prim, Salamanca, Olózaga… Pero
Tenorio sale airoso del lance, ganándose el afecto del conde de San Luis y de
los consejeros más allegados a la Reina.
A pesar de su discreción, pronto empieza a hablarse de las estrechas
relaciones establecidas entre Isabel y su secretario. Para confirmar los
rumores, surge un dato de carácter infalible: el nombramiento de Tenorio
como gentilhombre de S. M., señal evidente de los favores reales.
Por estos días todo Madrid comenta, regocijado, el pasquín que ha
aparecido junto al monumento de la soberana:
Santaella, de Isabel
costeó la estatua bella;
y del vulgo el eco fiel
dice que no es Santo él
ni tampoco Santa-ella.
Isabel vuelve a sentirse feliz. Su viaje por el norte ha sido una estimulante
manifestación de entusiasmo. La Reina, por su parte, ha sabido llegar al
corazón de sus súbditos, tan pronto bajando a la mina de Arnao como
cantando para su pueblo desde un balcón del Palacio de Revillagigedo. En
dicha ocasión, una de las autoridades quiere halagarla con sus muestras de
admiración:
Página 118
—Vuestra Majestad podría ganarse la vida como cantante.
La Reina concede, con encantadora modestia:
—Bueno, tal vez en los teatros de provincias…
De regreso a Madrid, la visita a El Escorial tiene para ella una dimensión
inédita junto a Tenorio, que va describiéndole las piezas artísticas del
monasterio, en un despliegue asombroso de conocimientos profundos. A
partir de aquel día, Tenorio consume muchas horas leyéndole a su amada lo
mejor de la literatura clásica, mientras Isabel queda extasiada ante aquel
mundo mágico recién descubierto.
Página 119
posición de ser consultados en los asuntos de ardua y difícil
resolución.
El señor Tenorio, pues, racionalmente pensando y
lógicamente discurriendo, debe asegurarse que no ha sido el
autor de la situación política que atravesamos. Todo esto es
cierto, ciertísimo; pero no lo es menos, y la conciencia pública
así lo estima, que el señor Tenorio venía desde hace mucho
tiempo dirigiendo votos al cielo por que el señor Narváez
volviera a empuñar las riendas del poder; todos saben, o creen
saber al menos, que hace años en Granada el cielo estuvo a
punto de escuchar benévolamente y satisfacer los votos del
señor Tenorio, y nadie ignora, por último, que las simpatías del
señor Tenorio hacia el actual presidente del Consejo de
Ministros no habían perdido nada de su vivacidad cuando tuvo
la honra de jurar su cargo en manos de S. M. la noche del 16 de
septiembre de este año de gracia de 1864. Dados estos
antecedentes, la ley de reciprocidad y de la buena
correspondencia mutua parecía exigir que ahora, más que
nunca, el afecto del duque de Valencia al señor Tenorio se
elevase en temperatura y se manifestara por signos ostensibles y
positivos. Y, sin embargo, sucede todo lo contrario, y el señor
duque de Valencia, convirtiéndose en una especie de Saturno al
revés, devora sin piedad al que había acompañado de sus
deseos, votos y plegarias, su quinta encarnación en las regiones
del poder. Mas ¡cosa extraña! después de este sublime acto de
gastronomía parricida, muere instantáneamente, o se hace el
muerto como después se ha visto, y reaparece salvo y sano el
señor Tenorio, y debemos creer, y le felicitamos, que en toda su
prístina integridad. ¿Qué significa tan incomprensible
anomalía? ¿Cómo se explica este fenómeno? Un misterio[121].
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Narváez encuentra cualificados colaboradores en su labor de zapa contra el
favorito: nada menos que O’Donnell y Olózaga, en todo momento a punto si
de lo que se trata es de clavar un aguijón en los sentimientos de la Reina.
Aprovechando un viaje de Tenorio a Almonaster, para asuntos de su casa,
Narváez expone por vez primera la conveniencia de la destitución, «junto con
la del valido del Rey, Ramos Meneses, que son elementos perturbadores en
Palacio».
El amor de Isabel y Miguel no conoce ímpetus irracionales, escenas de
celos ni rendiciones temerarias. Es un amor suave, cálido. Una amistad
sincera que cada noche desemboca en el arrullo del beso, como agradecida
recompensa a tantas horas de serena felicidad.
El ultimátum llega para Isabel en el peor momento, cuando progresistas y
demócratas liberales buscan un entendimiento que acabe con el reinado. Don
Francisco de Asís, por su parte, llevando a un extremo inverosímil su ruindad
patológica, mantiene conversaciones secretas con los carlistas, para quienes
cualquier aliado es bueno. Complicando más la situación, Tenorio, que está
dotado de una inteligencia privilegiada, olfatea cierto desvío en las atenciones
de Isabel. Como el tiempo se encargará de confirmar, el desvío es cierto, y la
causa de él, un nuevo galán que disputará, no ya con Tenorio, sino con
Marfori, las generosas complacencias de la soberana. Se llama este nuevo
galán Tirso Obregón, tiene dos años más que Isabel y, en cuanto al lugar de su
nacimiento, ya lo dice la rima que corre por los mentideros:
Página 121
disposición de la soberana, en un último gesto de caballerosidad y de amor
perdurable.
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CAPITULO XIII
AMORES Y AMORÍOS
Página 123
Así es como una tropa de 40 000 hombres marcha contra las kabilas de
Muley Abbas, hermano del sultán, nombrado general en jefe.
Para el mando de los soldados españoles es nombrado el propio general
O’Donnell. Su despedida de los Reyes hará correr por Madrid una anécdota
que, si es cierta, refleja todo lo que en don Francisco de Asís hay de
pusilánime, ambiguo y ridículo. Efectivamente, se cuenta que en tan solemne
e íntimo momento, la Reina se ha dirigido al general diciéndole:
—Si yo fuera hombre, te acompañaría.
Francisco de Asís, con el embarazo que las efusiones de la Reina
provocan en él, asegura:
—Lo mismo digo, Leopoldo, lo mismo digo.
Página 124
primero de la España decimonónica. Y en tanto que sus
estudios y trabajos van a más, su hija va a menos, mordida por
la tuberculosis. Como si la fortuna quisiera jugarle una mala
pasada, coincide prácticamente la inauguración del primer
Museo Antropológico de Madrid con el fallecimiento de la
muchacha.
Este fallecimiento no solo llena de dolor al doctor Velasco,
sino a su ayudante, el doctor Muñoz Ledeño, que venía
manteniendo relaciones amorosas con la hija del sabio, con la
que tenía intención de casarse en un plazo ya breve. Faltan dos
meses para la fecha señalada al enlace cuando sobreviene la
muerte. Es entonces cuando los dos hombres de ciencia, el
médico viejo —padre— y el médico joven —novio— llegan al
más sorprendente, emotivo y a la vez el más macabro de los
acuerdos: no enterrarla, sino embalsamarla y conservarla en
casa.
Esto, mantenido en secreto un tiempo, llega a ser conocido
por la gente. Y entonces es cuando nacen las leyendas más
fantásticas. Hay quien asegura que todos los días ambos
hombres sientan a la muerta a la mesa del comedor. Hay quien
asegura haber visto en el Paseo de Recoletos el coche de
caballos del doctor Velasco con su hija muerta sentada a su
lado. Algunas imaginaciones enfermizas llegan a asegurar que
su prometido, el doctor Muñoz Ledeño, hace vida marital con el
cadáver […].[123]
Página 125
cabellera rala, ojos claros y tiernos, poblado bigote y una abundosa perilla que
le alcanza el pecho.
La relación entre Obregón y la Reina es el reverso de la mantenida con
Tenorio: tempestuosa e indiscreta. Parece que los periódicos de la época están
cansados de contar siempre la misma historia, por lo que dejan que los
amantes se amartelen sin entrar a juzgarlos. Hasta que Tirso comete la
imprudencia de entrar en política al amparo del jurisconsulto Manuel Alonso
Martínez, un verdadero talento que llegó a ser ministro contando tan solo
veintiocho años.
La Regeneración, órgano del más desenfadado neocatolicismo, dirigido
por Cangas Argüelles, publicó por aquellos días:
González Bravo había sido el único que en letras de molde llamó prostituta a
la reina María Cristina; a La Regeneración le cupo la responsabilidad de
haber calificado de igual modo a la hija, doña Isabel II. Así eran los
moderados y los neocatólicos, y así la opinión, que, cebándose en aquellas
noticias de los periódicos y en otras que en voz baja corrían por todos los
círculos, puso en circulación la frase de Narváez: «Con esta señora no se
puede gobernar[125]».
Gordillo Courcières transcribe el soneto publicado por el Gil Blas del 1 de
julio de 1865:
Página 126
Mediano como actor, pero buen hijo,
inspiró con su faz algún antojo
y en su pueblo compró más de un cortijo.
Fue un amor breve, del que se liberó Tirso Obregón con las condecoraciones
de Isabel la Católica y de Carlos III, además de con la dirección de la sección
lírico-dramática del Conservatorio madrileño.
El viaje de la emperatriz Eugenia de Montijo a Madrid había impuesto la
necesidad de que la corte de España hiciera una visita al huésped de las
Tullerías y, aprovechando la apertura de la línea de trenes de Madrid a
Hendaya, don Francisco de Asís, seguido de numerosa cohorte, pasó a París.
Leemos en una crónica del acontecimiento:
Página 127
Lambert era un antiguo ayuda de cámara que allí tuviera cuando
joven. Los franceses hicieron presa en la frase, que se convirtió
en verdadera scie, al punto de que los españoles éramos, por
hombres y mujeres, en calles, casas y cafés, saludados con
frases siempre alusivas al buen Lambert: hasta en las tiendas
aparecieron rótulos preguntando «Où est Lambert?».
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Ante aquellas aflautadas palabras el diablillo olvida todas
las recomendaciones hogareñas, mira de abajo arriba a don
Francisco y exclama:
—Carajo, ¡qué voz de marica[127]!
En los últimos días del verano y primeros del otoño de 1862, en el que nace la
infanta Paz, Isabel realiza un viaje por varias provincias españolas,
acompañada de su esposo y de la infanta Isabel, que cuenta diez años. Según
Guichot, el día 12 de septiembre salió la Reina de Madrid, hizo noche en
Santa Cruz de Múdela y, en la mañana del 13, pasó Despeñaperros, siendo
recibida, en el sitio llamado Las Correderas, por una brillante y numerosa
comisión compuesta de todas las autoridades religiosas, civiles y militares de
las provincias de Jaén y Granada, que presentaron a S. M. la llave simbólica
de las Andalucías. La Reina pasó la segunda noche de su viaje en Andújar, y
en la mañana del 14 se dirigió hacia Córdoba. Próximos a Aldea del Río, en el
límite de las provincias de Córdoba y Jaén, las autoridades de la primera
habían mandado levantar una magnífica tienda de campaña para S. M.,
ricamente decorada, que fue completamente destruida, en las primeras horas
de la mañana del 14, por un furioso temporal de viento y agua. «Sería
presagio fatal que anunciaba, en la extremidad Norte de Andalucía, el
impetuoso huracán que seis años después, en el mismo mes y casi el mismo
día, arrebató en sus remolinos, en la extremidad Sur, el trono y la dinastía de
doña Isabel[128]».
De nuevo todo el poder en manos de O’Donnell, la corte va a vivir la
conmoción de unas novedades que colmarán a la Reina de melancolía y, a
veces, de dramática impotencia. Al reconocimiento de Italia, van a seguirle
nuevas leyes desamortizadoras —que, si bien se llaman civiles, afectarán,
como las de Mendizábal, a las propiedades de la Iglesia[129]—, el alejamiento
del padre Claret y el traslado de sor Patrocinio, de Salamanca a Torrelavega.
Isabel comprende que lo tiene todo en contra: hasta a monseñor Simeoni,
quien, envolviendo sus palabras de tonos aduladores, no deja de denunciar la
reprobable conducta de la soberana:
Página 129
ridícula, hacia el cual la augusta esposa nunca pudo concebir
sentimientos no ya de amor, pero ni siquiera de simpatía.
Añada V. E. a todo esto el incentivo por parte de personas que
están a su lado, y reparará en que si la Reina merece por su
conducta alta reprobación, también por otra parte merece
compasión. Esperemos que al fin Dios le conceda la gracia de
ser constante en su arrepentimiento.
Página 130
Por último, queda la duda de si el propio don Ramón Narváez no llegaría
a figurar en tan extensa nómina. Es lo que, sin grandes concesiones a la
fantasía, se deduce de la carta que el duque de Valencia escribe a Isabel tras el
atentado del cura Merino:
Página 131
CAPITULO XIV
EL AMOR GENEROSO
CARLOS MARFORI Y CALLEJA
Página 132
Desde su boda a sus cargos, solo piensa en el dinero. ¿Y este va a ser nuestro
caudillo?».
En la corte es la hora de Marfori y del general Roncali. Son los que
completan el retablo valleinclanesco de inevitable recordación:
¿Adónde va el Espadón
con tan gallardo compás,
si grita San Pedro: «¡Atrás!».
y echa el cerrojo al portón?
No te empalmes, don Ramón;
no escupas por el colmillo,
que puede el Santo Portero
majarte con el llavero
peluquín y colodrillo.
Ruge la Revolución,
se avecina la tormenta.
Página 133
Maldiciendo de su afrenta
se levanta la nación.
Detrás de Isabel, Antón,
afilando la pestaña,
quiere reinar en España,
olvidando que la miel
no es para la boca del…,
del naranjero Cucaña[133].
Página 134
cintura… Las manolas de Chamberí y La Paloma lo dicen con guasa y en
verso:
Estílase en el moño
una almohadilla
que las niñas sujetan
con redecilla
y, por sombrero,
el soplillo que gasta
mi cocinero.
Botitas que se llaman
«a la imperial»;
en el cuello, una cinta
con mucha sal:
un perifollo
que dice, al ir flotando:
«Sígueme, pollo[137]».
Página 135
El valido no se defiende; ni siquiera se enfada. Acepta los malintencionados
ataques como el tributo que debe pagar por el privilegio de saberse amado por
la Reina. En cuanto al Rey consorte, ya ni se toma la molestia de reclamar
para sí un trato digno. Es entonces cuando, en un envite más de su bajeza,
conspira a favor del duque de Montpensier, el eterno aspirante al trono y a
quien todos llaman «el Rey Naranjero».
Razonablemente se ha dicho que con la llamada «revolución de
septiembre» irrumpía en la vida española la nueva generación de políticos y
economistas, de pensadores y literatos, que soñaban transformar el país y
ponerlo a compás de Europa, enfrentándose a una generación caduca,
rutinaria y gastada, y a una estructura burocrática inestable, corroída por la
venalidad. El movimiento España con honra no fue un pronunciamiento
militar ni una cuartelada más, como tantos otros del siglo XIX, sino un
levantamiento general que intentaría un experimento inédito: proporcionar al
país la oportunidad de gobernarse a sí mismo. Pero dice Vicens Vives, «la
primera experiencia democrática realizada por España puso de relieve la
buena voluntad de una minoría y la indisciplina del pueblo, sometido a
presiones mucho más tremendas de las que requería su intervención como
simple coeficiente de la vida pública, a través del sufragio universal[138]».
Un autor que nunca abdicó de su actitud resueltamente reaccionaria, Otto
von Leixner, en un libro hoy olvidado —Nuestro Siglo, traducido y anotado
por Menéndez Pelayo— señala que, aparte la intentona carlista de San Carlos
de la Rápita, ningún movimiento revolucionario de verdadera importancia
estalló hasta 1866, en que se sublevó el general Prim con la bandera del
partido progresista, internándose, al fracasar, en Portugal, de donde marcharía
a Londres. A este pronunciamiento siguieron otros de luctuoso recuerdo. La
sangre corrió en abundancia en el cuartel de San Gil y en otras partes.
Comenzaron a manifestarse aspiraciones revolucionarias más radicales y
aparecieron, mezclados con los antiguos progresistas, la juventud democrática
y aun los socialistas, que habían dado por primera vez constancia de sí en los
motines andaluces[139].
Si buscáramos un claro antecedente del cambio que con respecto a la
Corona iba a experimentarse en España, lo hallaríamos en el periódico La
Iberia cuando la Reina, para remediar el déficit de la Hacienda Pública —
seiscientos millones de reales— ordena vender los bienes del Real
Patrimonio:
Página 136
La Reina gana enajenando propiedades que solo puede
poseer en usufructo, y que no solo no le dan dinero, sino que
para su sostenimiento exigen que lo gaste. La Reina, vendiendo
muchas de las propiedades, hace un buen negocio. La Reina se
reserva el 25 por ciento, la cuarta parte de los bienes vendidos,
y de este modo hace suyo personal lo que por el empleo le
corresponde. Resultado del acto que tan alborozados trae a los
reaccionarios: l.º Que se venden bienes que a la Reina nada
producen y cuyo valor, vendidos, le producirá muchos millones.
2.º Que cediendo bienes a la nación, se queda en realidad la
Reina con su valor íntegro. 3.º Que esa negociación conviene a
S. M. porque convierte en propiedad suya capitales de que solo
tiene el usufructo.
Página 137
Primero fue la revuelta estudiantil culminada en la noche de San Daniel.
Silbidos, cargas, insultos y víctimas, que produjeron la muerte repentina de
Alcalá Galiano, el alboroto de los estudiantes de Barcelona, los conflictos
obreros en varias ciudades. Después, los luctuosos sucesos de junio. Sesenta y
seis sargentos caerían fusilados: la reacción de todos los sectores sociales
contra una represión excesiva obligó a la Reina a prescindir de O’Donnell. La
semilla estaba ya fructificando. Isabel, que siempre ha estado asistida por una
gran intuición, comprende que ha perdido la popularidad y llegan a ella las
mortificantes letrillas con que la buena gente de Madrid entretiene sus horas
perdidas:
A la Isabelona
el padre Claret
le trajo de Roma
polvos de rapé.
Página 138
El 21 de enero de 1868, ante las mismas Cortes, don Ramón María Narváez
pronuncia uno de sus mejores discursos:
Ha llegado Su Excelencia
Página 139
el gran Duque de Valencia
y le están poniendo el rabo.
Se espera con impaciencia
al señor González Bravo[142].
El 3 de junio de 1868 sale Isabel de Madrid, por última vez como Reina.
El programa del veraneo es como el de todos los años: La Granja, El Escorial,
Valladolid, San Sebastián y, finalmente, Lequeitio, este último escogido para
tomar los baños que tanto bien le hacen a su afección de piel. Atrás deja la
capital del reino en manos de la inminente revolución. Una revolución que ha
inscrito ya definitivamente en su liderazgo a Francisco Serrano. Un riesgo de
imprevistas consecuencias, considerando las excentricidades protagonizadas
por el general, a veces por su original carácter y a veces por su afición al buen
vino. Otro general, Nicolás Estévanez, nos lo ha recordado en una sabrosa
obra autobiográfica:
Página 140
general Serrano cuando era capitán o comandante de Caballería;
por cierto que nunca utilizó la puerta ni la escalera: entraba y
salía por el balcón, a veces a caballo». El cura se refería al
general que fue más tarde duque de la Torre[145].
Página 141
instituciones liberales, sobre la que debe descansar el trono
constitucional de nuestro país. Cuando vemos una tendencia
contraria, nuestra fe desfallece y nuestro entusiasmo se enfría.
No tengo inconveniente alguno en que mis amigos vean esta
carta. Quiero que, de vez en cuando, conozcan mis opiniones y
mis aspiraciones. Digna la actitud del partido progresista, no es
ni puede ser responsable de los sucesos que sobrevengan.
Página 142
Estando en Cádiz, el brigadier de la Marina don Juan Bautista Topete y
Carballo, uno de los héroes del Callao, donde fue herido de gravedad, recibe
un telegrama de Prim con una sola palabra: «Septiembre». Es la clave por la
cual se sabe que en septiembre será el levantamiento. El día 8, López de
Ayala embarca rumbo a las Islas Canarias, para recoger a los generales allí
deportados, mientras el marqués de los Castillejos, don Juan Prim y Prats,
«más liberal hoy que ayer, más liberal mañana que hoy», sale del puerto de
Southampton, rumbo a Gibraltar. Topete, Prim y Serrano dan el grito elegido
como consigna del golpe, «¡Viva España con honra!» y, en tanto el héroe del
Bruch recorre el litoral de Cádiz a Barcelona, levantando a las guarniciones
del recorrido, el duque de la Torre, Serrano, marcha sobre Madrid, donde han
nombrado, para hacerle frente, a don Manuel Pavía y de Lacy, marqués de
Novaliches, jefe de la tropa gubernamental. Lugar del combate: el Puente de
Alcolea, que quedará en coplas y romances.
Antes de la batalla, las cartas que se intercambian los enemigos bien
merecen los honores de la transcripción, tanto por ser los documentos
decisivos de la caída de Isabel II como por reflejar la cortesía entre caballeros,
característica de la época.
Del duque de la Torre al marqués de Novaliches:
Página 143
Difícil es conocer cuál es la mejor manera de servir al país
cuando este calla o muestra tímida y parcialmente sus deseos;
pero hoy habla con voz tan clara y tan solemne, que no es
posible que a los ojos de nadie aparezca oscura la senda del
patriotismo. Hay especialmente un punto sobre el cual no es
lícita la equivocación; tal es la imposibilidad de sostener lo
existente, o mejor dicho lo que ayer existía.
Estoy seguro de que dentro de sí mismo encuentra usted la
evidencia de esta verdad, y en tal caso no podrá usted menos de
convenir conmigo en que la obligación del ejército es en estos
momentos tan sencilla como sublime: consiste solo en respetar
la aspiración universal y en defender la vida, la honra y la
hacienda del ciudadano, en tanto que la nación dispone
libremente de sus destinos.
Apartarle de esta senda es convertirle en instrumento de
perdición y de ruina.
Las pasiones están afortunadamente contenidas hasta ahora
por la absoluta confianza que el país tiene en su victoria, pero al
primer conato de resistencia, a la noticia del primer combate,
estallarán furiosas y terribles, y el primero que lo provoque será
responsable ante Dios y ante la Historia de la sangre que se
derrame y de todas las desgracias que sobrevengan.
En nombre de la humanidad y de la conciencia invito a V. a
que, dejándome expedito el paso en la marcha que tengo
resuelta, se agregue a las tropas de mi mando y no prive a las
que le acompañan de la gloria de contribuir con todas a
asegurar la honra y la libertad de su patria.
Las consecuencias de los continuos errores que todos hemos
sufrido y lamentado producen hoy indignación y lástima;
evitemos que produzca horror. ¡Ultimo y triste servicio que ya
podemos prestar a lo que hoy se derrumba por decreto
irrevocable de la Providencia!
Su propio criterio reforzará mis razones; su patriotismo le
aconsejará lo mejor.
Mi enviado, don Adelardo López de Ayala, lleva encargo de
entregar a V. este documento y de asegurarle la alta
consideración y no interrumpida amistad con que es de usted su
Página 144
afectísimo amigo y seguro servidor, q. b. s. m.— Francisco
Serrano.
Página 145
absolutamente necesario que Vuestra Excelencia obtenga mañana una
victoria».
El siguiente comunicado del Gobierno estará firmado por el general
Concha. Es un telegrama circular en el que todos los capitanes generales leen:
«La batalla de Alcolea se ha perdido. El consejo de generales ha decidido que
no es sostenible la situación. Salgo para poner mi dimisión en manos de Su
Majestad. Limítese Vuestra Excelencia a aconsejar el orden sin hostigar a los
que se levanten. Si ni esto es posible, obre Vuestra Excelencia con arreglo a
su criterio».
Los sucesos se precipitan de tal modo, que Salamanca no duda en dirigirse
a la Reina para decirle:
—Señora, hay que acatar lo que para la Reina no tiene remedio,
desgraciadamente. Hay, a mi juicio, un recurso para salvar el trono, que
considero no solo posible, sino probable, casi seguro, y es que Vuestra
Majestad se traslade a Francia sin demora y me entregue al Príncipe, con el
cual me presentaré en Madrid, y confío en que será recibido con entusiasmo.
El pueblo español es noble y, ante el regio niño, que está exento de toda
responsabilidad, se mostrará decidido a su favor.
Marfori rechaza el proyecto y, tras un cambio de impresiones con Isabel,
se pone a la tarea de redactar el Manifiesto que Su Majestad dirigirá, el 30 de
septiembre, a todos los españoles:
Página 146
En la recta y patriótica misión de mantener el derecho, la
legitimidad y el honor, vuestro espíritu y vuestros esfuerzos se
encontrarán siempre con la decisión y el amor de vuestra
Reina[…].
De un día a otro, los que adulaban a Isabel II con la mirada puesta en esas
recompensas que ella otorga con tanta liberalidad, se alejan para ofrecerse a
los posibles pretendientes del trono, sin reconocer que el príncipe de Asturias
—el niño llamado a ser Alfonso XII— es el destinatario de unos derechos
inviolables mientras exista la herencia dinástica. Muchos de los desertores
merodean en torno al palacio de los Montpensier, mientras otros adulan al
infante Enrique María de Borbón, como es el caso del tránsfuga José Rato,
quien tiene el impudor de escribirle:
Página 147
El 12 de marzo de 1870 el infante don Enrique moría en duelo con el duque
de Montpensier, quien con esta muerte quedaba invalidado para acceder al
trono, circunstancia que, en cualquier caso, era bastante improbable.
Todo se ha consumado. Decidida la partida, camino de Francia, Carlos
Marfori alega que él debe quedarse en España, marchar a Madrid y afrontar
los riesgos que ello implica. Isabel no está conforme en prescindir de su
compañía, precisamente cuando más la necesita. La Historia recoge como un
error incomprensible el empeño en que Marfori viaje con ella, pero no puede
perderse de vista la circunstancia que concurre en tal determinación. Isabel ha
perdido el trono y, por tanto, no tiene nada más importante que sacrificar.
Marfori representa para Isabel el amor sin condiciones, apasionado y sin el
menor asomo de tibieza.
La última orden firmada por la Reina es el destierro del recalcitrante
conspirador, duque de Montpensier. González Bravo será el encargado de
transmitir tan enojoso decreto:
Serenísimos señores:
De algún tiempo a esta parte tiene el Gobierno de S. M.
noticia, y en el público cunde la idea, de que se intenta subvertir
el orden público, garantizado por las instituciones
fundamentales del Reino, tomando el nombre de VV. AA.
como enseña de propósitos revolucionarios y términos de
maquinaciones que la autoridad tiene el deber sagrado de
impedir.
Lejos está del ánimo de S. M. y de su Gobierno el suponer
que Vuestras Altezas hayan consentido que así se abuse de la
jerarquía en que se hallan como príncipes de la real familia,
para quienes la lealtad y la sumisión a la ley del Estado y al
Gobierno legítimo de la Reina es más que para todos los
súbditos obligatoria.
Por lo mismo, y considerando que la presencia de VV. AA.
en España cuando semejantes conspiraciones se procuran y
avaloran, puede contribuir de alguna manera a fomentarla, por
intrigas y sugestiones extrañas a su deseo, la Reina nuestra
Señora (q. D. g.), de acuerdo con el dictamen del Consejo de
Ministros, se ha servido resolver que VV. AA. salgan de la
Península en el más breve plazo posible y fijen su residencia
fuera de los dominios españoles, donde a VV. AA. conviniera,
hasta tanto que desengañados por la represión y el escarmiento
Página 148
los agitadores, que así comprometen altos nombres y
respetables intereses, cese la ocasión que hoy pone al Gobierno
de la Reina en la dolorosa necesidad de adoptar esta medida.
Página 149
—¡No puedo más!
Página 150
CAPÍTULO XV
EL AMOR AVENTURERO
JOSÉ RAMIRO DE LA PUENTE Y GONZÁLEZ ADIN
CUANDO AL PASO DEL TREN POR LA ÚLTIMA TIERRA ESPAÑOLA RECIBE algunas
muestras de encono, Isabel comenta con un dejo de amargura:
—Pensé que tenía más arraigo en este país.
Napoleón III le ha cedido el castillo de Pau para que viva en él el tiempo
que crea conveniente, sin restricciones. Pero el curso de los acontecimientos
va más allá de los simples esquemas. La única posibilidad que a Isabel se le
ofrece para salvar la dinastía y, a fin de cuentas, la monarquía, pasa por
abdicar de sus derechos, canalizando todas las aspiraciones hacia la
Restauración en la persona de Alfonso, Príncipe de Asturias, tras el interregno
de un Gobierno provisional, en manos de quienes llevaron la Revolución a la
victoria, hasta el establecimiento de un Gabinete de tránsito bajo la
presidencia de Cánovas del Castillo.
En el destierro, la ya exreina de España adquiere el Hotel Basilewski, que
la pequeña corte formada en torno a Isabel habrá de llamar Palacio de
Castilla, entre la avenida de Kleber —en otro tiempo avenida del Rey de
Roma— y la calle Dumont D’Urville.
Hasta él la ha seguido Carlos Marfori, quien perderá en la apuesta su
carrera, su prestigio y su dinero. «Entre Isabel II y Marfori hay una
inquebrantable, tenacísima amistad y comprensión, que ha resistido el embate
de los malos tiempos y de la adversidad. Carlos Marfori ha sabido ser fiel a la
Reina en todas las circunstancias. No ha sido interesada su colaboración, sino
que se ha desprendido incluso de su propia fortuna para trabajar por la
Página 151
Restauración. Y tan feliz ha hecho a la Reina su proceder que —ella, que
jamás ha aceptado nada de nadie— consiente y hasta busca que Marfori se lo
gaste todo para que, arruinado, no tenga más remedio que estar a su lado y
depender exclusivamente de ella y de su generosidad[148]».
El final es el de siempre. Si desea volver alguna vez a España, ha de
empezar por prescindir de Marfori. En esto no cabe transacción alguna; así lo
comprenden los dos amantes y así lo aceptan, no sin antes obtener de Cánovas
todas las garantías. No obstante, en términos generales, la palabra de un
político no tiene más valor que el que le otorga la conveniencia del momento.
Marfori llega a España, con el propósito de recluirse en Loja, a la espera de
tiempos mejores, pero es detenido en Madrid para pasar a una celda en el
Castillo de Santa Catalina, de Cádiz. Marfori lo ha perdido todo por amor.
Excepto la emocionada carta que la Reina le escribe como despedida:
Página 152
La historia nos presenta varios casos de reyes que, habiendo
sido arrojados de sus tronos, volvieron a conquistarlos; pero no
conozco un solo caso en que los reyes hayan sido despedidos a
impulsos de una opinión tan unánime, como que bastaron dos
días para que no quedara ni un jirón de su bandera, y de ahí
parte mi convicción, la más profunda, de que la dinastía caída
no volverá jamás, jamás, jamás. Y sirva esto de contestación a
los que, con no muy buena intención, me han supuesto y
puedan suponer en adelante planes de restauración en favor de
don Alfonso de Borbón.
La Isabel y Marfori,
Patrocinio y Claret:
para formar un banco,
¡vaya cuatro pies!
Esta vez no es Narváez, sino que son el duque de Sesto y Cánovas del
Castillo quienes, para aliviar las penas de Isabel —que pueden llevar a
situaciones lamentables—, buscan un acompañante agraciado y lo encuentran
Página 153
en don José Ramiro de la Puente y González Adin, de quien escribe Pedro de
Répide: «Aquel farolón comprometía a la exreina con sus jactancias, y
después de separado de ella no ponía en sus palabras el recato que todo
hombre debe usar al referirse a sus triunfos amorosos. Hasta cuando no
hablaba dejaba conocer el mudo y elocuente testimonio de un reloj de oro que
le suscitaba demasiado frecuentes deseos de conocer la hora, y en el cual se
veía grabada esta inscripción: A mi Ramiro, su Isabel».
Había nacido en Sevilla en 1845 y estaba casado con una señora
extraordinariamente gruesa. Era capitán de Artillería, cantante aficionado con
una hermosa voz y agregado de la Embajada española en París, que no
perdonaba una fiesta ni una mujer de bandera.
Al lado de Puente, Isabel recobra —¡otra vez!— su deseo de vivir. Ya
nada le importa nada —en realidad, nunca hubo nada que le importase
demasiado— y el París nocturno de cabarets, garitos y salones galantes serán
escenarios lo menos adecuados a la seriedad y el rigor que los gobernantes de
Madrid quieren imponer a la ex Reina. Los informes del embajador Molíns
son cada vez más frecuentes y alarmistas:
Página 154
es y cuando le dicen el nombre llueven las pullas y las burlas
más sangrientas.
[…] Molíns está afligido y ruborizado, su mujer es un potro
cuando se encuentra en un salón con la Reina y tiene que
alternar, acompañándola, con los Puente; y todos padecemos al
ver a la que es Reina madre arrastrando por los suelos el decoro
de una monarquía tan penosamente restaurada y tan rodeada
aún de enemigos y peligros.
¿Qué puede hacer Isabel, a quien se le ha negado todo? «Tú eres —dice a
Ramiro— lo único que me queda y nunca renunciaré a tu presencia».
Como si su ánimo fuera incapaz de rectificar pasados errores, Isabel
entrega a Puente un cofre con todos sus secretos, pero el tiempo que el
amante tarda en hallar un lugar seguro para tales documentos es lo que tardan
los sabuesos de Molíns en apoderarse de ellos. Tras una auténtica batalla, en
la que se alternan las súplicas con las amenazas y los desplantes con las
humillaciones, Isabel es autorizada a viajar a España y lo hace con Puente.
Casi no es necesario decir que, durante su estancia en Sevilla, la alta sociedad
tomala presencia de Ramiro como piedra de escándalo, por muy jefe de la
Casa de la Reina que sea.
De vuelta a París, se reproducen unas escenas que, por repetidas, resultan
monótonas. De nuevo son las condiciones y las promesas. De nuevo, las
recompensas y los honores: Cruces del León, de San Gregorio y del Sol de
Persia, Encomiendas de Isabel la Católica y de Carlos III, Placa del Mérito
Militar… Isabel se revuelve a veces como una leona herida: «Bastante daño
me habéis hecho ya para seguiros metiendo en mi vida privada. ¿No declara
Cánovas que la Reina de España es una persona privada cuando le molestan
mis declaraciones sobre esa Constitución que rompe la unidad católica de
España? ¿Es que no va a reconocer el carácter privado de mi vida privada?».
Ramiro Puente se ve obligado a abandonar la partida y, para que en su
definitiva retirada no falte un toque esperpéntico, el precio estipulado para
convenir en ello no carece de patetismo. Puente será conservador del
Cementerio de la Patriarcal. Al aludir a ello, Pedro de Répide no oculta su
viejo rencor:
Página 155
campo mortuorio, cuya rapiña y destrucción comenzó,
adelantándose a la labor del tiempo y a la del hampa macabra.
Ese fue el aprovechamiento de tal amigo de la mujer de los
tristes destinos, que ya no podía ofrecer más que ruinas y
entregaba, como prenda de amorosa despedida, un cementerio
abandonado[150].
Página 156
CAPÍTULO XVI
EL AMOR MARCHITO
JOSÉ ALTMANN
Página 157
de Caminos, la Academia de Ciencias Morales y Políticas, la Escuela de
Pintura, Escultura y Grabado, además de dictarse importantísimas leyes de
Instrucción Pública, de Minas y de Caminos Vecinales; se promulgó un
Código Penal y se crearon las Audiencias Territoriales; se mejoró el
Procedimiento Civil y se dio, en suma, multitud de disposiciones de carácter
administrativo y político en consonancia con un nuevo orden, todo ello a
tiempo de situar a España —al menos para algunos países extranjeros— entre
las potencias de primer orden[152].
Probablemente, el recuento de estos avances fue lo que contribuyó de
forma destacada a la esperanza de la Reina en un futuro próximo de
restauración, aparte de que, como señala Pierre de Luz, «hay pocos países del
mundo donde el sentimiento monárquico esté más enraizado en el corazón del
pueblo, donde exista una unión más estrecha entre el trono y la nación[153]»;
todo ello a pesar de la manera implacable con que ese mismo pueblo juzga y
define el comportamiento de sus reyes. Buen ejemplo de ello se resume en la
anécdota en la que Isabel visita el templo de Atocha mientras, a su lado, don
Francisco de Asís lleva en brazos al Príncipe de Asturias. Los vítores son
entusiastas y, en medio de ellos, destaca una voz que, dominando a todas,
exclama:
—¡Que salga el autor!
Página 158
y, aunque no todos los que forman la camarilla de la pequeña corte lo
reconozcan, desempeña las funciones de secretario, administrador y jefe de la
Casa de la Reina. Algún historiador reserva para él una descripción
despiadada: «un bicharraco casi negro, húngaro de los del oso y la mona, de
pelo crespo y rizoso, bigote pobladísimo y patillas repugnantes; se lo endilgó
a la Reina un viejo oculista que a veces la trataba y la aliviaba; tenía a
Altmann de protegido, secretario y vaya usted a saber[154]». Porque,
verdaderamente, dentro de los cauces naturales de la lógica, nadie entiende
que una mujer de setenta y cuatro años sienta aún los efluvios del amor
apasionado; menos aún si, como en el caso de Altmann, el objeto de ese amor
parece tener más acomodo en el aduar y la tribu que entre los terciopelos y
dorados del palacio.
Sin embargo —porque acaso el amor sea en Isabel una dolencia crónica
más que un sentimiento profundo—, ella lo ama, más allá del puro afecto y de
la relación limitada de la amistad. En París se dice que, en las noches secretas
del Palacio de Castilla, la Reina se entrega fervorosamente en brazos del
húngaro, con el entusiasmo y la irresponsabilidad de una muchacha. Altmann,
por su parte, aunque todos hayan previsto en esta relación una historia
desvergonzada entre la vieja rijosa y el jaque sin escrúpulos, se comporta
como un verdadero enamorado, siempre pendiente de los caprichos de su
feble mariposa. Como administrador y secretario, Altmann ha sabido sanear
las cuentas del palacio y poner orden en una contabilidad anárquica; como
amante, colma a Isabel de atenciones.
Gordillo Courcières escribe que «es difícil explicarse cómo teniendo
posibilidades de otros secretarios, o tesoreros, o chambelanes, de origen y
maneras menos chocantes, mantuviera en el puesto la Reina abuela a
Altmann, a pesar del horror o desprecio que inspira tanto a adictos de la
monarquía como a la familia Borbón. La viciosa interpretación de su
cometido de alcoba podría seguramente sustituirse por el otro personaje
tradicional y necesario junto a los reyes, el bufón[155]». No obstante, ya
conocemos cómo «el corazón tiene razones que la razón no conoce» y, en
cuanto a la reina Isabel, en ella casi todo es ilógico, absurdo y pasional.
Incluso estos paseos de cada tarde, porque a ella le parece que en este
escenario resurgen con más fluidez los recuerdos. Y vuelve a oír las notas del
piano, pulsado por el guapo maestro Valldemosa, el día en que asaltaron el
palacio, defendido por unos alabarderos que se cubrieron de gloria; y a ver el
paisaje lírico desde la terraza, la noche en que se entregó a Serrano; y el
éxtasis enternecedor de Ruiz de Arana subiendo la escalera secreta que
Página 159
conducía a sus habitaciones; y las horas maravillosas en que Tenorio le leía
pasajes del teatro clásico, al cabo de cuya lectura eran los besos y los suspiros
entre sábanas.
Nombrado el general Francisco Serrano nuevo embajador de España en
París, el protocolo le obligaba a cumplimentar a Isabel, pero lo fue
demorando, sin duda temeroso de las duras palabras que la Reina habría de
dedicarle, por su inesperada traición. Hasta que, por fin, fue imposible
aplazarlo más y Serrano, preparado para todo, fue a visitarla. La Reina, al
verlo, se echó a reír y le dijo, con alborozado escándalo:
—¡Pero Serrano! ¡Qué viejo estás, Dios mío…!
Aquel «general bonito». Aquellas noches locas de Lhardy. Aquellas
promesas de Enrique Puigmoltó, en su pecho la Laureada que ella le
impusiera en reconocimiento a haber derramado su sangre por la Reina…
De todos los recuerdos, uno de los que tiene más presente es el de su
abdicación. Fue el 25 de junio de 1870. Ante el reducido grupo que formaba
su corte en el Palacio de Castilla, compareció Isabel vistiendo un rico traje
color rosa, cubierto de encajes blancos. En la cabeza —siempre peinada en
los bandos característicos—, un adorno de perlas. A la derecha de la soberana,
el joven príncipe, de levita y pantalón negro, junto al infante don Sebastián; a
la izquierda, doña María Cristina, las infantas y el conde de Aquila. Hecho un
religioso silencio, Isabel leyó, con voz a ratos trémula:
Página 160
Al día siguiente, Isabel suscribió y mandó publicar en España un manifiesto
que recogía los puntos esenciales de la declaración anterior:
Página 161
hijo, que bendigo, sabiduría, prudencia, rectitud en el gobierno
y mayor fortuna en el Trono que la alcanzada por su
desventurada madre, que fue vuestra Reina.
Página 162
Y otra muerte más: la de Francisco de Asís, semejante a «una muñeca que
se decolora». Fue el 17 de abril de 1902 y ese día será recordado por el
embajador León y Castillo:
Página 163
abre la puerta y le anuncian la visita de la exemperatriz Eugenia de Montijo,
condesa de Baños y de Teba. Isabel, para expresarle el afecto que le dispensa
y la consideración con que la distingue, se desabriga y sale al exterior para
recibir a Eugenia en la escalera. El brusco cambio de temperatura le produce
un enfriamiento que será mortal.
Al ver que se apaga, Isabel prohíbe la entrada en su aposento a Altmann.
Es su último rasgo de coquetería. Inmediatamente cierra los ojos —ya no
volverá a abrirlos—, tomando la mano de su yerno, el infante Luis Fernando.
Isabel respira cada vez más pausadamente y siente frío.
Ella, que ha sido un fuego devorador, inextinguible.
Página 164
MANUEL BARRIOS nació en San Fernando (Cádiz), realizó estudios de
Derecho y es uno de los principales exponentes de la narrativa andaluza. Es
autor de más de cuarenta libros y ha sido galardonado con diversos premios
literarios. Entre sus novelas destacan: El crimen (finalista del Premio Nadal),
Cartas del pueblo andaluz (Premio Platero), Epitafio para un señorito
(Premio Ateneo de Sevilla), Vida, pasión y muerte en Río Quemado (finalista
del Premio Planeta) y Al paso alegre de la paz (Premio Ciudad de Barcelona).
En teatro ha cultivado el género del humor con títulos como El encierro de
San Serapio, El día en que Gilda se quitó el guante, El recurso de Amparo y
El otro nombre de la rosa. En el campo de la historia ha publicado, con gran
éxito, El amor prohibido de Alfonso XII, Matrimonios desafortunados de la
realeza española, El secreto de los jesuitas, Torquemada: inquisidor y hereje,
Los amantes de Isabel II y Majas y duquesas.
Página 165
Notas
Página 166
[1]Fernando Díaz-Plaja, La historia de España en sus documentos, Plaza y
Janes, Barcelona, 1971. <<
Página 167
[2] Manuel Marliani, El reinado de Fernando VII, Sarpe, Madrid, 1986. <<
Página 168
[3]
Marcos Sanz Agüero y Lucien Vièville, Manos blancas no ofenden, Ferni,
Ginebra, 1973. <<
Página 169
[4]
Benito Pérez Galdós, Episodios nacionales. Los apostólicos, Alianza,
Madrid, 1980 <<
Página 170
[5] Fernando González-Doria, Las reinas de España, Cometa, Madrid, 1981.
<<
Página 171
[6] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo. Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 172
[7] Carmen Llorca, op. cit. <<
Página 173
[8] Pierre de Luz, Isabel II, reina de España, Juventud, Barcelona, 1962. <<
Página 174
[9]
Miguel Morayta, Historia general de España, Felipe González Roja editor,
Madrid, 1893. <<
Página 175
[10]Claudio Sánchez Albornoz y Aurelio Viñas, Lecturas históricas
españolas, Rialp, Madrid, 1981. <<
Página 176
[11]
José Luis Gordillo Courcières, Todo el siglo es Carnaval, El Museo
Universal, Madrid, 1993. <<
Página 177
[12] José Luis Gordillo Courcières, op. cit. <<
Página 178
[13]Ricardo de la Cierva, El triángulo. Alumna de la libertad, Planeta,
Barcelona, 1988. <<
Página 179
[14] Carmen Llorca, op. cit. <<
Página 180
[15]
Julio Aróstegui, «De la transición a la revolución», Historia 16, núm. 98,
Madrid, 1984. <<
Página 181
[16] R. Olivar Bertrand, Así cayó Isabel II, Destino, Barcelona, 1955. <<
Página 182
[17]
Nicomedes Gómez y José Balcázar, Calendario efemérico del Ejército y
Armada, Imprenta del Ministerio de Marina, Madrid, 1931. <<
Página 183
[18]José Luis Comellas, La Restauración como experiencia histórica,
Secretariado de Publicaciones de la Universidad, Sevilla, 1977. <<
Página 184
[19]Melchor de Almagro San Martín, Crónica de Alfonso XIII y su linaje,
Atlas, Madrid, 1946. <<
Página 185
[20] Fernando González-Doria, Las reinas de España, Cometa, Madrid, 1981.
<<
Página 186
[21]Juan Antonio Cabezas, «Diego de León intenta raptar a Isabel II»,
Historia y Vida, núm. 32, Barcelona, 1970. <<
Página 187
[22] Fernando González-Doria, op. cit. <<
Página 188
[23] Condesa de Espoz y Mina, Memorias, Madrid, s. d. <<
Página 189
[24] Fernando González-Doria, op. cit <<
Página 190
[25] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 191
[26]Ricardo de la Cierva, El triángulo. Alumna de la libertad, Planeta,
Barcelona, 1988. <<
Página 192
[27] Ricardo de la Cierva, op. cit. <<
Página 193
[28] Pierre de Luz, Isabel II, reina de España, Juventud, Barcelona, 1962. <<
Página 194
[29]Ricardo de la Cierva, El triángulo. Alumna de la libertad, Planeta,
Barcelona, 1988. <<
Página 195
[30]Ricardo de la Cierva, El triángulo. La cuestión de Palacio, Planeta,
Barcelona, 1990. <<
Página 196
[31]
Juan Antonio Cabezas, La cara íntima de los Borbones, San Martín,
Madrid, 1979. <<
Página 197
[32] Juan Antonio Cabezas, op. cit. <<
Página 198
[33] Varios autores, Crónica de España, Plaza y Janes, Barcelona, 1991. <<
Página 199
[34] Fernando Fernández de Córdoba, Memorias íntimas, Atlas, Madrid, 1966.
<<
Página 200
[35]
Juan Antonio Cabezas, La cara íntima de los Borbones, San Martín,
Madrid, 1979. <<
Página 201
[36] Juan Antonio Cabezas, op. cit. <<
Página 202
[37] Melchor de Almagro San Martín, Biografía del 900, Madrid, 1943. <<
Página 203
[38]Carl Grimberg, Revolución y luchas nacionales, Daimon, Barcelona,
1973. <<
Página 204
[39]Antonio Pineda y Ceballos Escalera (Caballerizo de Campo),
Casamientos regios de la Casa de Borbón en España, Imprenta de la Riva,
Madrid, 1881. <<
Página 205
[40] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 206
[41] Fernando González-Doria, Las reinas de España, Cometa, Madrid, 1981.
<<
Página 207
[42]
Federico Bravo Morata, Del 2 de Mayo al ferrocarril, Fenicia, Madrid,
1972. <<
Página 208
[43]Vicente Vega, Diccionario ilustrado de anécdotas, Gustavo Gili,
Barcelona, 1965. <<
Página 209
[44] Pedro de Répide, Isabel II, reina de España, Espasa Calpe, Madrid, 1932.
<<
Página 210
[45]
Fernando Díaz-Plaja, Otra historia de España, Espasa Calpe, Madrid,
1987. <<
Página 211
[46]
Gonzalo de Reparaz, Los Borbones de España, Javier Morata editor,
Madrid, 1931. <<
Página 212
[47] Fernando González-Doria, op. cit. <<
Página 213
[48]
Nicomedes Gómez y José Balcázar, Calendario efemérico del Ejército y
Armada, Imprenta del Ministerio de Marina, Madrid, 1931. <<
Página 214
[49] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 215
[50] José M.ª Tavera, Isabel II, G. P, Barcelona, 1959. <<
Página 216
[51]Ricardo de la Cierva, El triángulo. Alumna de la libertad, Planeta,
Barcelona, 1988. <<
Página 217
[52] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 218
[53] José M.ª Tavera, Isabel II, G. E, Barcelona, 1959. <<
Página 219
[54] Miguel Morayta, Historia general de España, Felipe González Roja
editor, Madrid, 1893. <<
Página 220
[55] Juan Balansó, La Casa Real de España, Mirasierra, Madrid, 1976. <<
Página 221
[56] Pierre de Luz, Isabel II, reina de España, Juventud, Barcelona, 1962. <<
Página 222
[57] Fernando Fernández de Córdoba, Memorias íntimas, Atlas, Madrid, 1966.
<<
Página 223
[58]
F. Hernández Girbal, «De la España romántica. Doce escritores bohemios
convidan a comer al banquero Salamanca», Historia y Vida, núm. 148,
Barcelona, 1980. <<
Página 224
[59]
Federico Bravo Morata, Del 2 de Mayo al ferrocarril, Fenicia, Madrid,
1972. <<
Página 225
[60] Theo Aronson, Venganza real, Grijalbo, Barcelona, 1968. <<
Página 226
[61]
José Luis Gordillo Courcières, Todo el siglo es Carnaval, El Museo
Universal, Madrid, 1993. <<
Página 227
[62]
A. Albert Torrellas (director), Diccionario enciclopédico de la música,
Central Catalana de Publicaciones, Barcelona, 1930. <<
Página 228
[63] Federico Bravo Morata, op. cit <<
Página 229
[64]Emilio Gutiérrez Gamero, Lo que me dejé en el tintero, Librería y
Editorial Madrid, Madrid, 1926. <<
Página 230
[65]
Peña y Goñi, La ópera española y la música dramática española, Madrid,
1881. <<
Página 231
[66] Augusto Martínez Olmedilla, Los teatros de Madrid, Madrid, s. d. <<
Página 232
[67] Carlos Cambronera, Isabel II, Printer, Barcelona, 1972. <<
Página 233
[68]José Mª Tavera, Sor Patrocinio, la monja estigmatizada del siglo XIX, G.
P, Barcelona, 1959. <<
Página 234
[69] José Mª Tavera, op. cit. <<
Página 235
[70] Modesto Lafuente, Historia general de España, Madrid, 1856. <<
Página 236
[71]Antonina Rodrigo, «Sor Patrocinio, La monja de las llagas», Tiempo de
Historia, núm. 63, Madrid, 1980. <<
Página 237
[72]José Montero Alonso, «Pequeña historia del restaurante Lhardy», Historia
y Vida, núm. 41, Barcelona, 1971. <<
Página 238
[73] Pedro de Répide, Isabel II, reina de España, Espasa Calpe, Madrid, 1932.
<<
Página 239
[74] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 240
[75]
Emilio Calderón, Usos y costumbres sexuales de los reyes de España,
Monárquica Cirene, Madrid, 1993. <<
Página 241
[76] Pierre de Luz, Isabel II, reina de España, Juventud, Barcelona, 1962. <<
Página 242
[77]
Manual de guardia civil, Taller de Artes Gráficas de la Guardia Civil,
Madrid, 1926. <<
Página 243
[78]José Mª Bueno Barrera. La Guardia Civil, su historia, organización y
uniformes, Aldaba Militaría, Madrid, 1990. <<
Página 244
[79]
Federico Bravo Morata, Del 2 de Mayo al ferrocarril, Ediciones Fenicia,
Madrid, 1972. <<
Página 245
[80]
C. Bernaldo de Quirós y Luis Ardila, El bandolerismo andaluz, Turner,
Madrid, 1978. <<
Página 246
[81]
D. Pastor Petit, El bandolerismo en España, Plaza y Janés, Barcelona,
1979. <<
Página 247
[82]Fernando Martínez Laínez, Candelas, crónica de un bandido, Clip,
Barcelona, 1991. <<
Página 248
[83]Enrique Junceda Avello, Ginecología y vida íntima de las reinas de
España. Temas de Hoy, Madrid, 1992. <<
Página 249
[84] José MªTavera, Isabell! G. P., Barcelona, 1959. <<
Página 250
[85] Miguel Morayta, Historia general de España, Felipe González Roja
editor, Madrid, 1893. <<
Página 251
[86]F. Hernández Girbal, «Don Martín Merino, el sacerdote regicida»,
Historia y Vida, núm. 197, Barcelona, 1984. <<
Página 252
[87] Ángel Fernández de los Ríos, El cura Merino, Madrid, s. d. <<
Página 253
[88] Federico Bravo Morata, op. cit. <<
Página 254
[89] Augusto Martínez Olmedilla, Los teatros de Madrid, Madrid, s. d. <<
Página 255
[90] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 256
[91]Ricardo de la Cierva, El triángulo. La cuestión de Palacio, Planeta,
Barcelona, 1990. <<
Página 257
[92] Miguel Morayta, op. cit. <<
Página 258
[93] Eugenio García Ruiz, Historias, A. Bayacos, Madrid, 1878. <<
Página 259
[94] Carmen Llorca, op. cit. <<
Página 260
[95] Ana Mª Mayens, El padre Claret, G. P., Barcelona, 1960. <<
Página 261
[96]
Pedro Miguel Lamet, Yo te absuelvo, Majestad, Temas de Hoy, Madrid,
1991. <<
Página 262
[97] Ana Mª Mayens, op. cit. <<
Página 263
[98] Ana Mª Mayens, op. cit. <<
Página 264
[99] Pedro Miguel Lamet, op. cit. <<
Página 265
[100] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 266
[101]
José Luis Gordillo Courcières, Todo el siglo es Carnaval, El Museo
Universal, Madrid, 1993. <<
Página 267
[102]Fernando Fernández de Córdoba, Memorias íntimas, Madrid, Atlas,
1966. <<
Página 268
[103]
Pedro de Répide, Isabel II, reina de España, Espasa Calpe, Madrid,
1932. <<
Página 269
[104]
Federico Bravo Morata, Del 2 de Mayo al ferrocarril, Fenicia, Madrid,
1972. <<
Página 270
[105] R. Olivar Bertrand, Así cayó Isabel II, Destino, Barcelona, 1955. <<
Página 271
[106]Miguel Morayta, Historia general de España, Felipe González Roja
editor, Madrid, 1893. <<
Página 272
[107]
Joaquín Guichot, Historia general de Andalucía, Fundación Paco Natera,
Córdoba, 1982. <<
Página 273
[108]
José Mª de Mena, Historia de Sevilla, Caja de Ahorros Provincial San
Fernando, Sevilla, 1975. <<
Página 274
[109] José Mª de Mena, op. cit. <<
Página 275
[110]
Pedro Voltes, Historia inaudita de España, Plaza y Janés, Barcelona,
1986. <<
Página 276
[111] Federico Bravo Morata, op. cit. <<
Página 277
[112] Joaquín Guichot, op. cit. <<
Página 278
[113] Enrique Bienzobas Castaño, El golpe de Estado de O’Donnell,
Historia 16, Madrid, 1985. <<
Página 279
[114] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 280
[115]
Ricardo de la Cierva, El triángulo. La cuestión de Palacio, Planeta,
Barcelona, 1990. <<
Página 281
[116]Benito Pérez Galdós, Episodios nacionales. La de los tristes destinos,
Alianza, Madrid, 1986. <<
Página 282
[117] R. Olivar Bertrand, Así cayó Isabel II, Destino, Barcelona, 1955. <<
Página 283
[118] El Museo Universal, 15 de enero de 1858, Madrid. <<
Página 284
[119] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 285
[120]Miguel Morayta, Historia general de España, Felipe González Roja
editor, Madrid, 1893. <<
Página 286
[121] Fernando González-Doria, Las reinas de España, Cometa, Madrid, 1981.
<<
Página 287
[122]Ricardo de la Cierva, Historia básica de la España actual, Planeta,
Barcelona, 1974. <<
Página 288
[123]
Federico Bravo Morata, Del 2 de Mayo al ferrocarril, Fenicia, Madrid,
1972. <<
Página 289
[124]
Ricardo de la Cierva, El triángulo. La cuestión de Palacio, Planeta,
Barcelona, 1990. <<
Página 290
[125]Miguel Morayta, Historia general de España, Felipe González Roja
editor, Madrid, 1893. <<
Página 291
[126]Otros autores atribuyen la anécdota al hijo del duque de Ahumada,
fundador de la Guardia Civil. <<
Página 292
[127]
Claudio Sánchez Albornoz, Anecdotario político, Planeta, Barcelona,
1976. <<
Página 293
[128]
Joaquín Guichot, Historia general de Andalucía, Fundación Paco Natera,
Córdoba, 1982. <<
Página 294
[129]F. Tomás y Valiente y otros autores, La desamortización, Cuadernos de
Historia 16, Madrid, 1985. <<
Página 295
[130] Pierre Vilar, Historia de España, Librairie Espagnole, París, 1975. <<
Página 296
[131] Partidarios de Sartorius. <<
Página 297
[132] La República. <<
Página 298
[133]
Ramón del Valle-Inclán, La corte de los milagros, Aguilar, Madrid,
1961. <<
Página 299
[134] Manuel del Palacio, Crónicas íntimas, Imprenta Torrent, Madrid, s. d. <<
Página 300
[135]
Ricardo de la Cierva, El triángulo. La cuestión de Palacio, Planeta,
Barcelona, 1990. <<
Página 301
[136]
Ramón del Valle-Inclán, Farsa y licencia de la reina castiza, Espasa
Calpe, Madrid, 1961. <<
Página 302
[137]
Carlos Cambronera, Crónicas del tiempo de Isabel II, Printer, Barcelona,
1972. <<
Página 303
[138] Carl Grimberg, El siglo del liberalismo, Daimon, Barcelona, 1973. <<
Página 304
[139] Otto von Leixner, Nuestro siglo, Montaner y Simó, Barcelona, 1883. <<
Página 305
[140]
Ramón del Valle-Inclán, La corte de los milagros, Aguilar, Madrid,
1961. <<
Página 306
[141] R. Olivar Bertrand, Así cayó Isabel II, Destino, Barcelona, 1955. <<
Página 307
[142]
Claudio Sánchez Albornoz, Anecdotario político, Planeta, Barcelona,
1976. <<
Página 308
[143]
S. G. Payne, Los militares y la política en la España contemporánea,
Ruedo Ibérico, París, 1976. <<
Página 309
[144] Carta del 28 de mayo de 1845 a Fernández de Córdoba. <<
Página 310
[145] Nicolás Estévanez, Mis memorias, Tebas, Madrid, 1975. <<
Página 311
[146]Miguel Morayta, Historia general de España, Felipe González Roja
editor, Madrid, 1893. <<
Página 312
[147] Se refiere al que ordenaba su destierro. <<
Página 313
[148] Carmen Llorca, Isabel II y su tiempo, Istmo, Madrid, 1984. <<
Página 314
[149]
Ricardo de la Cierva, El triángulo. La dama de Montmartre, Planeta,
Barcelona, 1991. <<
Página 315
[150]
Pedro de Répide, Isabel II, reina de España, Espasa Calpe, Madrid,
1932. <<
Página 316
[151] Miguel Artola (director), Historia de España. La burguesía
revolucionaria. Alianza, Madrid, 1990. <<
Página 317
[152]Miguel Morayta, Historia general de España, Felipe González Roja
editor, Madrid, 1893. <<
Página 318
[153] Pierre de Luz, Isabel II, reina de España, Juventud, Barcelona, 1962. <<
Página 319
[154]
Ricardo de la Cierva, El triángulo. La dama de Montmartre, Planeta,
Barcelona, 1991. <<
Página 320
[155]
José Luis Gordillo Courcières, Todo el siglo es Carnaval, El Museo
Universal, Madrid, 1993. <<
Página 321
[156] Ricardo de la Cierva, op. cit. <<
Página 322
[157] Fernando González-Doria, Las reinas de España, Cometa, Madrid, 1981.
<<
Página 323
[158] Ricardo de la Cierva, op. cit. <<
Página 324