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Hierro - Holly Black

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A medida que se acerca el día más oscuro del año, se acerca la coronación de

Roiben. Y, en mitad de la malévola corte feérica, la joven Kaye solo está


segura de una cosa: su amor por Roiben. Pero en el mundo de las hadas, el
amor es algo muy complejo, y cuando Kaye se declara a Roiben durante la
celebración, él la envía a acometer lo que parece una tarea imposible:
encontrar a un feérico capaz de contar una mentira. Como no podrá volver a
ver a Roiben hasta que haya cumplido esta misión, Kaye llama a sus amigos
para que la ayuden. Pero esta aventura conducirá a Kaye a una batalla, librada
tanto con armas como con ingenio, por el trono de Roiben.

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Holly Black

Hierro
Un cuento de hadas moderno - 03

ePub r1.0
Titivillus 26.10.2022

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Título original: Ironside
Holly Black, 2007
Traducción: Jaime Valero Martínez
Ilustraciones: Kathleen Jennings

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Para mis padres, Rick y Judy,
por no introducirme un atizador al rojo
vivo por el gaznate ni hacer ningún otro
intento por devolverme a los feéricos.

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A través de los páramos baldíos
han plantado árboles espinos
por doquier, por darse el gusto.
Si alguna persona osara
arrancarlos de raíz sin permiso,
el lecho donde pase las noches
lo encontrará lleno de pinchos.
WILLIAM ALLINGHAM, «LOS FEÉRICOS».

A pesar de que lo había desterrado a este lugar, a pesar de las


magulladuras recientes en su piel y de la sangre acumulada bajo sus
uñas, Roiben seguía queriendo a lady Silarial. A pesar de las miradas
amenazantes de la Corte Oscura y las macabras labores que le encomendaba
la reina Nicnevin. A pesar de las múltiples humillaciones que había padecido
y de todas esas cosas en las que no se permitía pensar mientras se situaba con
porte rígido por detrás del trono.
Si se concentraba mucho, podía recordar el fulgor del cabello cobrizo de
su reina, sus ojos verdes e inescrutables, la extraña sonrisa que le había
dedicado mientras le anunciaba su destino, apenas tres meses antes. Haber
sido elegido para abandonar la Corte Radiante y convertirse en sirviente entre

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los oscuros era un honor, se repitió una vez más. Solo él la quería tanto como
para mantenerse fiel. La reina confiaba en él por encima de los demás
súbditos. Su amor era el único tan verdadero como para perdurar.
Y sí, aún la seguía queriendo, se recordó.
—Roiben —dijo la reina oscura.
Había estado degustando su cena sobre la espalda de un gnomo silvestre,
cuya melena verdosa era lo bastante larga como para servir de mantel.
Entonces miró a Roiben con una de esas sonrisas que aventuraban peligro.
—Sí, mi señora —respondió él por acto reflejo, con un tono neutral.
Intentó disimular lo mucho que la detestaba, pero no porque eso pudiera
importunarla. Más bien, Roiben pensaba que le agradaría saberlo.
—La mesa tiembla demasiado. Me temo que se va a derramar el vino.
La colina hueca estaba casi vacía; los cortesanos que se quedaron para
divertirse bajo guirnaldas de raíces velludas lo hacían en silencio mientras la
reina cenaba. Los sirvientes eran los únicos que permanecían cerca, adustos
como fantasmas. El chambelán carraspeó.
Roiben miró a la reina sin decir nada.
—Arréglalo —le ordenó.
Roiben avanzó un paso, sin saber qué quería que hiciera. El gnomo alzó
su arrugado rostro para mirarlo, estaba pálido por el terror. Roiben intentó
sonreír para reconfortarlo, pero el gesto solo sirvió para que el hombrecillo
temblara todavía más. Roiben se preguntó si el gnomo se mantendría más
estable si lo atase, pero luego se sintió asqueado consigo mismo por pensar
eso.
—Cortadle los pies para que estén a la misma altura que las manos —
propuso alguien, y Roiben alzó la mirada.
Otro caballero, con el pelo tan oscuro como su atuendo, avanzó hacia el
trono de Nicnevin. Llevaba puesta una diadema. Sonreía con presunción.
Roiben solo lo había visto en otra ocasión. Era el caballero que la Corte
Oscura había enviado a la Corte Luminosa como ofrenda de paz. El siervo
equivalente a Roiben, aunque cabía esperar que la servidumbre de aquel
caballero no resultaría tan ardua. Al verlo, el corazón de Roiben pegó un
respingo, alentado por una esperanza descabellada. ¿Habría terminado el
intercambio? ¿Por fin lo enviarían a casa?
—Nephamael —dijo la reina—, ¿Silarial se ha cansado tan pronto de ti?
El caballero soltó una risotada.
—Silarial me envía como mensajero, pero el mensaje carece de
importancia. Más bien creo que no le gusto, aunque vos sí parecéis satisfecha

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con el trueque.
—No soportaría separarme de mi nuevo caballero —dijo Nicnevin, y
Roiben inclinó la cabeza—. ¿Harás lo que propone Nephamael?
Roiben inspiró hondo, tratando de alcanzar una calma que le resultaba
esquiva. Cada vez que decía algo, temía perder los estribos y decir lo que
pensaba en realidad.
—Dudo de la eficacia de su plan. Permitid que ocupe el lugar del gnomo.
Yo no derramaré vuestro vino, mi señora.
Satisfecha, la reina ensanchó su sonrisa. Se giró hacia Nephamael.
—Lo ha pedido con mucha cortesía, ¿no crees?
Nephamael asintió, aunque no parecía tan risueño como ella. Por lo visto,
estaba escrutando a Roiben con sus ojos amarillos para tratar de calarlo.
—Y no le preocupa la dignidad. Seguro que eso os resulta novedoso.
La reina se rio al oír eso, una carcajada que emergió de repente de su
garganta, fría como una capa de hielo resquebrajada sobre un lago profundo.
En algún rincón de esa caverna oscura y en penumbra, empezó a sonar un
arpa. Roiben se estremeció al pensar de qué estarían hechas sus cuerdas.
—En ese caso, sé mi mesa, Roiben. Pero asegúrate de no temblar. El
gnomo sufrirá por ti cualquier fallo que cometas.
Roiben ocupó con soltura el lugar del pequeño feérico, sin plantearse
como una humillación el tener que apoyar las manos y las rodillas en el suelo,
inclinar la cabeza y permitir que le depositaran cuidadosamente los platos de
plata y las fuentes calientes sobre la espalda. No torció el gesto. Permaneció
inmóvil, incluso cuando Nephamael se sentó en el suelo, al lado del trono, y
apoyó otra copa sobre la curvatura de su espinazo. El caballero le apoyó un
mano en el culo y Roiben, que no se lo esperaba, se mordió el labio para no
estremecerse. El hedor a hierro era insoportable. Se preguntó cómo podría
soportarlo Nicnevin.
—He empezado a aburrirme —dijo Nephamael—. Aunque la Corte
Luminosa es un primor, desde luego.
—¿Y allí no hay nada con lo que entretenerte? Me cuesta creerlo.
—Algo hay. —Roiben creyó percibir un deje risueño en sus palabras.
Nephamael le deslizó la mano por la parte baja de la espalda. Se puso tenso
antes de poder reprimirse, y oyó cómo las copas tintineaban entre sí a causa
de ese movimiento—. Pero lo que me gusta es encontrar las debilidades.
Nicnevin no reprendió a Roiben. Él dudó que se debiera a una muestra de
generosidad por su parte.

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—Por alguna razón —dijo la reina—, no tengo claro si estás hablando
conmigo.
—Es con vos con quien hablo —repuso Nephamael—. Pero no es de vos
de quien hablo. Vuestras debilidades no me incumben.
—Una respuesta galante y obsequiosa.
—Pero pensad en vuestro caballero, aquí presente. Roiben. Conozco su
punto débil.
—¿De veras? Yo diría que resulta bastante obvio. Su afecto hacia los
feéricos montaraces ha provocado que acabe postrado.
Roiben se esforzó por no moverse. No le sorprendió que la reina de la
inmundicia hablara de él como si fuera un animal, pero comprobó que le
inquietaba más lo que pudiera decir Nephamael. Había percibido un ansia en
su manera de hablar, un ansia que Roiben no sabía cómo podría colmar.
—Ama a Silarial. Se declaró. Y la prueba que ella le encomendó fue esta:
ponerse a vuestro servicio a cambio de la paz.
La reina de la Corte Oscura no dijo nada. Roiben notó cómo alzaban de su
espalda una copa para luego volver a depositarla.
—Es deliciosamente cruel. Aquí lo tenemos, mostrando fidelidad y
valentía por una mujer que lo trató tan mal. Ella nunca lo amó. Ya se ha
olvidado de él.
—Eso no es cierto —dijo Roiben, girándose, de modo que los platos de
plata se estrellaron a su alrededor.
Se puso en pie, ajeno a los cortesanos boquiabiertos, al vino derramado, al
grito de espanto del gnomo. En ese momento, lo único que le importaba era
hacerle daño a Nephamael, que le había robado su sitio, su hogar, y encima se
jactaba de ello.
—¡Basta! —exclamó Nicnevin—. Por el poder de tu promesa, Roiben, te
ordeno que te detengas.
Contra su voluntad, Roiben se quedó inmóvil como un maniquí, jadeando.
Nephamael se había alejado de él, pero no atisbo en su rostro la sonrisita que
esperaba encontrar.
—Mata al gnomo —ordenó la reina oscura—. Tú, mi caballero, beberás
su sangre como si fuera vino, y esta vez no derramarás ni una gota.
Roiben intentó abrir la boca para decir algo con lo que apaciguarla, pero
la orden le impidió hacer incluso ese movimiento. Había sido un estúpido.
Nephamael se había burlado de él con la esperanza de que cometiera un error
como ese. Seguramente, hasta la falta de reprimenda anterior por parte de la
reina había estado planeada. Ahora, Roiben se había puesto en evidencia y

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eso le había costado la vida a una criatura inocente. Sintió una punzada de
autodesprecio.
«Nunca más», se dijo. Sin importar lo que le dijeran, o le hicieran, o le
obligaran a hacer, Roiben no reaccionaría. A partir de ahora, sería tan
impasible como una roca.
Los sirvientes adustos eran raudos y eficientes. En cuestión de unos
instantes habían preparado un cáliz caliente y lo acercaron a sus labios
inmóviles. Ya estaban retirando el cadáver, que tenía los ojos abiertos para
observar a Roiben desde el más allá, maldiciéndolo por su vanidad.
Roiben no pudo evitar abrir la boca y engullir ese líquido caliente y
salado. Segundos después, sintió arcadas y vomitó en el estrado.
Durante sus largos años de servidumbre, le quedó el regusto de aquella
sangre. Incluso cuando una ninfa lo liberó por accidente, incluso cuando
consiguió la corona luminosa. Pero, para entonces, ya no podía recordar de
quién era esa sangre, solo sabía que se había acostumbrado a su sabor.

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Prefiero el invierno al otoño, cuando se percibe la estructura ósea del
paisaje, la soledad inherente, la sensación fúnebre del invierno. Algo
aguarda por debajo de él: no se muestra la historia completa.
ANDREW WYETH

L as chicas humanas lloran cuando están tristes y ríen cuando están


contentas. Tienen una apariencia constante, no cambian de forma a su
antojo, como humo movido por el viento. Tienen sus propios padres, a los que
quieren. No van por ahí robándoles la madre a otras chicas. Al menos, esa era
la imagen que tenía Kaye de las chicas humanas. En el fondo, no tenía ni idea.
Al fin y al cabo, ella no era humana.
Kaye metió un dedo por el agujero que tenía en el lado izquierdo de sus
medias de rejilla y rozó la piel verdosa que se extendía por debajo mientras se
miraba en el espejo.
—Tu rata quiere venir —dijo Lutie-loo.
Kaye se giró hacia el terrario con tapa, donde la feérica del tamaño de una
muñeca tenía los dedos, pálidos y delgados, apoyados sobre el exterior del
cristal. En el interior, Armagedón, la rata marrón de Kaye, olisqueaba. Isaac
estaba acurrucado, convertido en una bolita blanca, en el extremo contrario.
—Le gustan las coronaciones.

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—¿De verdad entiendes lo que dice? —preguntó Kaye, que introdujo la
cabeza por una falda de color verde olivo y luego se contoneó para hacerla
bajar hasta sus caderas.
—Solo es una rata —dijo Lutie, girándose hacia ella. Una de sus alas de
polilla descargó un polvillo pálido sobre el lateral de la jaula—. Cualquiera
puede hablar su idioma.
—Pues yo no. ¿Parezco demasiado monocromática con esto?
Lutie asintió.
—Me gusta.
Kaye oyó la voz de su abuela, que la llamaba desde el piso de abajo:
—¿Dónde estás? ¡Te he preparado un sándwich!
—¡Enseguida bajo! —respondió Kaye.
Lutie besó la pared de cristal del terrario.
—Entonces, ¿puede venir la rata o no?
—Supongo. Está bien. Siempre que puedas impedir que se escape.
Kaye se ató los cordones de una bota negra de suela gruesa y recorrió la
habitación a la pata coja en busca de su pareja. Las piezas del armazón de su
cama estaban en el desván, sus viejas muñecas iban vestidas de punkis y,
encima del colchón nuevo que estaba apoyado en el suelo, Kaye había pintado
un mural que ocupaba el lugar donde debería haber estado el cabecero. Estaba
a medio hacer: representaba un árbol con una corteza dorada y unas raíces
profundas e intrincadas. Pero, al contrario de lo que esperaba Kaye, la
decoración aún no había logrado que esa habitación pareciera suya.
Cuando Roiben había visto el mural, había dicho que podría hechizar la
estancia para darle el aspecto que ella quisiera, pero un revestimiento mágico
—por más bonito que pudiera ser— seguía sin parecerle real a Kaye. O quizá
resultaría demasiado real, un recordatorio palpable de por qué su sitio no
estaba en esa habitación.
Tras introducir el pie en la otra bota, se puso la cazadora. Manteniendo el
pelo verde, dejó que la magia se deslizara sobre su piel, coloreándola y
rellenándola. Notó un ligero cosquilleo mientras el hechizo reinstauraba sus
facciones humanas.
Se miró en el espejo un rato más antes de guardarse a Armagedón en el
bolsillo, acariciar a Isaac por detrás de las orejas y dirigirse hacia la puerta.
Lutie la siguió, revoloteando con sus alas de polilla, y se mantuvo oculta
mientras Kaye bajaba a paso ligero por las escaleras.
—¿Era tu madre la que llamaba? —preguntó su abuela—. He oído el
teléfono.

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Se encontraba frente a la encimera de la cocina, vertiendo aceite caliente
en un recipiente metálico. Había dos sándwiches de mantequilla de cacahuete
con beicon servidos en unos platos desconchados. Kaye vio asomar la carne
tostada, que se enroscaba fuera de los límites del pan de molde.
Kaye le pegó un bocado a su sándwich, contenta de que la mantequilla de
cacahuete le mantuviera la boca sellada.
—Le dejé un mensaje sobre las vacaciones, pero ¿crees que se ha
molestado en llamarme? Oh, no, está tan ocupada que nunca puede hablar.
Tendrás que preguntárselo mañana por la noche, aunque no me explico por
qué no puede venir ella aquí, en vez de insistir para que vayas a visitarla a ese
piso de mala muerte en la ciudad. Ha debido de fastidiarle mucho que
decidieras quedarte aquí, en vez de seguirla a todas partes como si fueras su
sombra.
Kaye masticó y asintió con la cabeza en respuesta a las protestas de su
abuela. En el espejo situado junto a la puerta trasera alcanzó a ver, al otro lado
del hechizo, a una chica de piel verde, ojos negros sin un solo atisbo de
blanco y con unas alas tan finas como el papel film. Un monstruo al lado de
una ancianita adorable, ingiriendo una comida pensada para otra chica. Una
chica que fue secuestrada por feéricos.
«Parásitos de puesta». Así llamaban a los cucos cuando depositaban sus
huevos en los nidos de otros pájaros. Abejas parasitarias, también, que
dejaban a sus retoños en colmenas ajenas. Kaye había leído algo al respecto
en una de las vetustas enciclopedias del descansillo. Los parásitos de puesta
no se molestaban en criar a sus propios hijos. Los abandonaban para que los
criasen otros: aves que intentaban hacer la vista gorda cuando sus crías se
volvían enormes y voraces, abejas que ignoraban que su progenie no
recolectaba polen, madres y abuelas que no habían oído hablar de los «niños
robados».
—Tengo que irme —dijo Kaye, de repente.
—¿Has seguido pensando en lo de la escuela?
—Abu, ya me he sacado el graduado para adultos —repuso Kaye—. Ya lo
has visto. Lo he hecho. Se acabó.
Su abuela suspiró y miró hacia la nevera, donde la carta seguía sujeta por
un imán.
—Siempre te quedará la universidad comunitaria. Piénsalo: empezar la
universidad antes de que el resto de tus compañeros se hayan graduado
siquiera.

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—Voy a ver si Corny está ahí fuera. —Kaye se encaminó hacia la puerta
—. Gracias por el sándwich.
La anciana negó con la cabeza.
—Hace mucho frío. Quédate en el porche. Corny no debería pedirle a una
jovencita que lo espere bajo la nieve. Ese chico no tiene modales.
Kaye sintió una ráfaga de aire cuando Lutie pasó volando junto a su
espalda. Su abuela ni se inmutó.
—Vale, abu. Chao, abu.
—Abrígate.
Kaye asintió y utilizó la manga de su abrigo para girar el picaporte de la
puerta y así evitar tocar el hierro. Incluso el olor le producía una quemazón en
la nariz cuando se acercaba. Tras atravesar el porche, empleó el mismo truco
con la puerta mosquitera y salió a la nieve. Los árboles del jardín estaban
revestidos con una capa de hielo. El granizo que había caído aquella mañana
se había aferrado a todas las superficies, y al congelarse formaba unas pieles
centelleantes que cubrían las ramas y relucían bajo el cielo encapotado. Hasta
la brisa más ligera hacía que las ramas tintinearan al chocar entre sí.
Corny no iba a venir, pero su abuela no tenía por qué saberlo. No era una
mentira. Al fin y al cabo, los feéricos no podían mentir. Solamente
deformaban tanto la verdad que terminaba partiéndose por sí sola.
Por encima del umbral, una guirnalda de espino indicaba que la casa
estaba protegida por la Corte Oscura. Fue un regalo de Roiben. Cada vez que
Kaye contemplaba esas ramas, confiaba en que la protección de la Corte
Oscura incluyera también estar protegida frente a la propia corte.
Se dio la vuelta, pasó junto a una casa de una altura de la que se estaba
desprendiendo el revestimiento de aluminio. La mujer que vivía allí criaba
patos italianos que se comían todas las semillas de césped que plantaban los
vecinos. Kaye pensó en esos patos y sonrió. Un cubo de basura rodó por la
calle, se estrelló contra varios cubos de plástico y botellas de cerveza
dispuestas para reciclar. Kaye cruzó el aparcamiento de una bolera
abandonada, donde había un sofá cerca del bordillo, con los cojines
endurecidos por la escarcha.
Varios papanoeles de plástico relucían en unos jardines, al lado de unas
figuras de renos envueltas con lucecillas de fibra óptica. Una tienda de
alimentación abierta veinticuatro horas emitía villancicos estridentes que
resonaban por las silenciosas calles. Un elfo robótico de mejillas sonrosadas
saludaba con la mano sin cesar, al lado de varias mangas de viento con
estampados de muñecos de nieve que aleteaban como fantasmas. Kaye pasó

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junto a un pesebre al que le faltaba el niño Jesús. Se preguntó si lo habrían
robado unos gamberros o si la familia lo habría metido en casa para pasar la
noche.
A medio camino del cementerio, se detuvo en una cabina telefónica al
lado de una pizzería, metió unas monedas y marcó el número del móvil de
Corny. Descolgó al primer tono.
—Hola —dijo Kaye—. ¿Te has decidido ya sobre la coronación? Voy de
camino a ver a Roiben antes de que empiece.
—No creo que pueda ir —repuso Corny—. Aunque me alegro de que
hayas llamado… Tengo que contarte algo. Iba conduciendo y pasé junto a uno
de esos locales donde alquilan trasteros. Ya sabes, de esos que tienen carteles
publicitarios con frases como «Apoya a nuestras tropas» o «¿Qué necesita tu
parroquia? A ti».
—Ya, ¿y? —dijo Kaye, desconcertada.
—Bueno, pues había uno que decía: «La vida es como lamer miel de una
espina». ¿A qué demonios viene eso?
—Qué raro.
—Pues claro que es raro, joder. ¿Qué querrá decir?
—Nada. No le des más vueltas —replicó Kaye.
—Ya, claro. Que no le dé vueltas. Así soy yo: el tipo que no se come la
cabeza por nada. Es mi especialidad. Si hiciera una de esas encuestas para
comprobar cuál es el empleo ideal para mí, sacaría un diez en: «no comerme
la cabeza». Y esa habilidad, ¿para qué crees que me cualificaría,
exactamente?
—Para ser gerente de un local de trasteros de alquiler —dijo Kaye—.
Serías tú el que pondría esas frases.
—Buf. Me has dado donde más duele.
Kaye percibió un deje risueño en su voz.
—Entonces, ¿en serio que no vas a venir esta noche? Te veía muy
convencido de que era una buena forma de afrontar tus miedos y todo eso.
Se hizo un largo silencio al otro lado de la línea. Cuando Kaye iba a
añadir algo, Corny se le adelantó:
—El problema de afrontar mis miedos es que son míos. Sin olvidar que
tener miedo de unos granujas amorales y megalómanos es algo difícil de
racionalizar. —Soltó una carcajada extraña y endeble—. Por una vez, me
gustaría que por fin revelaran sus secretos, que me contaran cómo protegerme
de verdad. Cómo estar a salvo.

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Kaye pensó en Nephamael, el último rey de la Corte Oscura, asfixiándose
por culpa del hierro mientras Corny lo apuñalaba una y otra vez.
—No creo que sea tan sencillo —repuso Kaye—. Piensa que es casi
imposible protegerse de la gente, no digamos ya de los feéricos.
—Ya, supongo. En fin, nos vemos mañana —dijo Corny, poniendo fin a
la llamada.
—Está bien.
Kaye oyó cómo colgaba. Siguió caminando, envolviéndose con más
ahínco en su abrigo. Entró en el cementerio y comenzó a subir por la
pendiente nevada, embarrada y cubierta por los surcos de los trineos que
habían pasado por allí. Dirigió la mirada hacia el lugar donde sabía que estaba
enterrada Janet, aunque desde su posición todas las lápidas de granito pulido
parecían iguales, con sus guirnaldas de plástico y sus lazos rojos y
humedecidos. No le hizo falta ver la tumba para aflojar el paso, lastrada por el
recuerdo, del mismo modo que la ropa empapada debió de lastrar el cuerpo de
Janet mientras se ahogaba.
Se preguntó qué pasaría cuando la cría de cuco se diera cuenta de que no
era como sus hermanos. Tal vez se preguntaría qué era o de dónde venía. Tal
vez se limitaría a fingir que no pasaba nada y seguiría engullendo gusanos.
Aunque, sintiera lo que sintiese ese pájaro, no era suficiente para impedirle
empujar a los demás polluelos fuera del nido.

Cornelius Stone sostuvo el móvil apagado sobre su pecho y permaneció


inmóvil un rato, esperando a que remitieran los remordimientos. Quería asistir
a la coronación, quería bailar con las horribles y hermosas criaturas de la
Corte Oscura, quería atiborrarse de frutos feéricos y despertar en una colina,
dolorido y saciado. Se mordió el interior del carrillo hasta que sangró, pero el
dolor no hizo sino aumentar su anhelo.
Se sentó en el pasillo de la biblioteca, sobre una moqueta tan nueva que
desprendía un olor artificial a limpio, que seguramente sería el del
formaldehído al evaporarse. Tras abrir el primero de los libros, vio unos
grabados en madera y unas ilustraciones a pluma de finales de siglo. Vio

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ilustraciones de ponis con aletas que no se parecían en nada al kelpie que
había asesinado a su hermana. Pasó las páginas hasta topar con una ilustración
de unos feéricos diminutos y angelicales, con mejillas coloradas y orejas
puntiagudas, que danzaban en círculo. «Ninfas», ponía. Ninguna de ellas se
parecía lo más mínimo a Kaye.
Arrancó con cuidado cada página del volumen. Eran una sarta de
tonterías.
El siguiente libro no era mucho mejor.
Mientras comenzaba a desgarrar el tercero, un hombre mayor lo miró
desde el otro extremo del pasillo.
—No deberías hacer eso —dijo.
Llevaba en la mano una gruesa novela del oeste en tapa dura y miraba a
Corny con los ojos achinados, como si, aun con las gafas puestas, no pudiera
verlo con claridad.
—Trabajo aquí —mintió Corny.
El tipo contempló la desgastada cazadora de motorista de Corny y su pelo
desgreñado, más corto por delante que por detrás.
—¿Tu trabajo consiste en destrozar libros?
Corny se encogió de hombros.
—Seguridad nacional.
El tipo se alejó, mascullando algo. Corny guardó los demás libros en su
mochila y salió por la puerta. La desinformación era peor que la falta de ella.
Sonaron unas alarmas a su paso, pero no le importó. Había estado en otras
bibliotecas. Las alarmas no hacían más que producir un sonido agradable,
como las campanadas de una iglesia desde el futuro.
Puso rumbo hacia la colina de la coronación. No, no iba a salir de fiesta
con Kaye y su novio, el príncipe de la oscuridad, pero no por ello tenía que
quedarse en casa. Ninguno de esos libros podría ayudarle con lo que tenía
planeado, pero eso ya se lo esperaba. Si quería respuestas, tendría que acudir
a la fuente.

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A los sirvientes no les gustaba dejar entrar a Kaye en el Palacio de las
Termitas. Lo notaba en la forma que tenían de mirarla, como si la redujeran a
los raspones de sus zapatillas, a la suciedad de sus uñas, al olor a café y
tabaco que llevaba aferrado a la ropa. Le hablaban de mala gana, sin mirarla
jamás a los ojos, y la guiaban por los pasadizos como si sus pies estuvieran
hechos de plomo.
Ese era el lugar que le correspondía; sin embargo, esa corte siniestra y
fabulosa, con sus frías estancias y sus feroces moradores, la ponía nerviosa.
Todo resultaba espléndido, pero Kaye se sentía incómoda y cohibida con ese
telón de fondo. Y si su sitio no estaba allí y tampoco estaba con Ellen,
entonces no sabía dónde podría encajar.
Habían pasado casi dos meses desde que Roiben adoptó el título de rey
oscuro, pero la coronación formal solo podía celebrarse durante el día más
oscuro del invierno. A partir de aquella noche, sería el verdadero señor de la
Corte Nocturna, y junto con el cargo vendría la continuación de esa guerra
interminable con los feéricos luminosos. Un par de días antes, Roiben había
despertado a Kaye al encaramarse a un árbol, dando unos golpecitos en la
ventana de su cuarto, y la había llevado consigo a sentarse sobre la hierba
helada.
—Quédate una temporada en el mundo de hierro, después de que me
coronen —le había dicho—. No sea que te veas expuesta a más peligros.
Cuando Kaye había intentado preguntarle cómo de largo o de peligroso
pensaba que sería el proceso, Roiben la había hecho callar con un beso.
Parecía nervioso, pero no le había dicho por qué. Fuera cual fuese el motivo,
su nerviosismo era contagioso.
Kaye siguió los pasos cansinos de un sirviente jorobado hasta las puertas
de los aposentos de Roiben.
—Enseguida os atenderá —dijo el criado, que abrió una aparatosa puerta
y entró. Encendió varios cirios repartidos por el suelo y luego se retiró sin
decir nada. A su paso, iba arrastrando una cola con la punta peluda.
Los aposentos de Roiben estaban sin amueblar en su mayor parte; las
paredes formaban una extensión de piedra lisa, interrumpida por pilas de
libros y por una cama cubierta con una manta de brocado. Al fondo había
varios objetos más: una tinaja de jade con agua para asearse, un armario y un
soporte con su armadura. Era una estancia sobria, austera e intimidante.
Kaye dejó su abrigo sobre un extremo de la cama y se sentó al lado.
Intentó imaginarse viviendo allí, con él, pero no lo consiguió. La idea de
colgar un póster en la pared era absurda.

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Alargó un brazo, sacó un brazalete de uno de los bolsillos del abrigo y lo
sujetó sobre la mano ahuecada. Era un cabello verde de su propia melena
anudado alrededor de un alambre de plata. Esperaba sorprender a Roiben
antes de que empezara la ceremonia. Confiaba en que, aunque no pudiera
verlo durante una temporada, Roiben llevara ese brazalete encima, igual que
los caballeros de los cuentos portaban objetos de sus damas cuando partían
hacia la batalla. De hecho, Lutie y Armagedón se habían adelantado para ir al
auditorio y así permitirles tener un momento a solas para poder regalárselo.
Sin embargo, en comparación con la solemnidad de la estancia, su regalo
parecía cutre y rudimentario. Indigno de un rey.
Kaye oyó lo que parecía ser el traqueteo de unas pezuñas por el pasillo y
se levantó al tiempo que volvía a guardarse el brazalete en el abrigo, pero
resultó que solo era otro sirviente ceñudo que traía una copa de vino
especiado tan rojo y denso como la sangre.
Kaye tomó la copa y dio un sorbito de cortesía, después la depositó en el
suelo cuando se marchó el sirviente. Hojeó varios libros bajo la titilante luz de
las velas —estrategia militar, Las baladas de Peasepod y el libro de Emma
Bull que le prestó ella— y esperó un rato más. Tras pegar otro sorbo de vino,
se estiró en su extremo de la cama, envolviéndose en el tejido de brocado.
Se despertó de repente, con una mano apoyada en el brazo y el rostro
impasible de Roiben en lo alto. Unos cabellos plateados le produjeron un
cosquilleo en la mejilla.
Avergonzada, se incorporó y se secó los labios con el reverso de la mano.
Se había revuelto mientras dormía y la colcha estaba medio tirada en el suelo,
empapándose de vino derramado y cera derretida. Ni siquiera recordaba haber
cerrado los ojos.
Un sirviente con un atuendo de color carmesí, que portaba una larga capa
con broches de ópalo, se encontraba en el centro de la estancia. El chambelán
de Roiben, Ruddles, estaba cerca de la puerta, con la boca tan repleta de
dientes que parecía como si esbozara una sonrisa malévola. Roiben frunció el
ceño.
—Nadie me dijo que estabas aquí.
Kaye no supo si eso significaba que deseaba que alguien se lo hubiera
dicho o si habría preferido que no estuviera allí. Se colgó el abrigo del brazo y
se levantó, roja de vergüenza.
—Debería irme.
Roiben se quedó sentado sobre la cama deshecha. La vaina que llevaba
colgada del cinturón tocó el suelo.

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—No. —Hizo señas a Ruddles y al sirviente—. Retiraos.
Con dos ligeras reverencias, se marcharon. Kaye permaneció de pie.
—Ya es tarde. Tu ceremonia empezará pronto.
—Kaye, no tienes ni idea de qué hora es. —Se levantó e intentó tocarle el
brazo—. Te quedaste dormida.
Kaye retrocedió, retorciéndose las manos, hincándose las uñas en la palma
para mantener la calma. Roiben suspiró.
—Quédate. Deja que te pida perdón por lo que quiera que haya hecho.
—Basta. —Kaye negó con la cabeza. Se puso a hablar tan deprisa que no
le dio tiempo a pensar—. Los demás no quieren que estés conmigo, ¿verdad?
Roiben esbozó una sonrisa agridulce.
—A mí nadie me prohíbe nada.
—Nadie me quiere aquí. No quieren que esté cerca de ti. ¿Por qué?
Roiben pareció sobresaltado, se deslizó una mano por el cabello plateado.
—Porque pertenezco a la nobleza y tú… no —concluyó, incómodo.
—Soy una plebeya —repuso Kaye, adusta, dándole la espalda—. Menuda
novedad.
Las botas de Roiben resonaron sobre el suelo de piedra mientras se
acercaba a ella por detrás y la estrechaba contra su pecho. Apoyó la cabeza
junto a la base del cuello de Kaye y ella notó el roce de su aliento mientras
hablaba, el movimiento de los labios de Roiben sobre su propia piel.
—Tengo mi propia visión al respecto. No me importan en absoluto las
opiniones ajenas.
Por un momento, Kaye se relajó al sentir su roce. Desprendía calor y su
voz era muy suave. No le costaría nada volver a meterse bajo la colcha y
quedarse. Quedarse sin más. Pero, en vez de eso, se giró hacia él.
—¿Por qué es tan grave que te juntes con plebeyos?
Roiben resopló y mantuvo una mano apoyada en la cadera de Kaye. Ya no
la estaba mirando a ella; tenía la mirada fija sobre la fría piedra del suelo, del
mismo tono gris que sus ojos.
—Es una debilidad. El afecto que siento por ti.
Kaye abrió la boca para hacer otra pregunta, pero la volvió a cerrar al
darse cuenta de que Roiben le había dado una respuesta más que suficiente.
Quizá ese fuera el motivo por el que sus sirvientes no la apreciaban, quizá
fuera el motivo por el que los cortesanos la desdeñaban. Pero también era lo
que creía Roiben. Se le notaba en la cara.
—Tengo que irme ya —dijo Kaye, alejándose. Le alivió comprobar que
no se le quebró la voz—. Nos vemos allí. Buena suerte.

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Roiben la dejó marchar del cobijo de sus brazos.
—No puedes subir al estrado durante la ceremonia, ni participar en la
procesión. No quiero que te confundan como parte de mi corte. Por encima de
todo, no debes jurar fidelidad. Prométemelo, Kaye.
—Entonces, ¿pretendes que actúe como si no te conociera? —La puerta
apenas se encontraba a unos pocos pasos, pero a ella se le hicieron eternos—.
¿Como si no tuvieras ninguna «debilidad»?
—No, por supuesto que no —se apresuró a replicar—. Tú eres lo único
que tengo que no es ni un deber ni una obligación, eres lo único que he
elegido por mí mismo. —Hizo una pausa—. Eres lo único que quiero.
Kaye se permitió esbozar una sonrisita coqueta.
—¿En serio?
Roiben soltó un bufido mientras meneaba la cabeza.
—Crees que lo que digo es absurdo, ¿verdad?
—Creo que intentas ser amable —repuso Kaye—. Lo cual es bastante
absurdo.
Roiben se acercó a ella y besó sus labios risueños. Kaye se olvidó de los
sirvientes malhumorados, de la coronación y del brazalete que no le había
entregado. Se olvidó de todo lo que no fuera el roce de sus labios.

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Traerán platos de la cocina
y jarras para que entren en calor
todos los individuos de ojos grises
que hayan subido a la colina.
EDNA ST. VINCENT MILLAY, «TABERNA».

S ilarial no había emprendido ninguna acción manifiesta contra él durante


los dos largos meses que distaban entre Samaín y la víspera del solsticio,
así que Roiben empezó a preguntarse qué estaría tramando. Los meses fríos y
oscuros se consideraban una época inapropiada para que la Corte Luminosa
atacara, así que quizá solo estuviera esperando a que el hielo se derritiera y
dejara paso a la primavera, cuando contaría con más ventaja. Aun así, a veces
se permitía creer que Silarial estaría dispuesta a renovar la tregua entre las
cortes Radiante y Nocturna. A pesar de sus numerosos efectivos, una guerra
seguiría siendo costosa.
—Ha llegado el emisario de la Corte Luminosa, mi señor —repitió
Dulcamara. Las suelas plateadas de sus botas resonaban con cada paso que
daba. Roiben oyó cómo la palabra «señor» reverberaba en las paredes una y
otra vez, como una mofa.

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—Haz que pase —respondió Roiben, llevándose una mano a los labios. Se
preguntó si Kaye estaría ya en el auditorio, si estaría sola.
—Si me permitís un apunte, el mensajero es una mujer.
Roiben alzó la mirada con un gesto repentino de esperanza.
—En ese caso, dile que entre ya.
—Sí, mi señor.
Dulcamara se hizo a un lado para permitir que aquella mujer feérica se
acercara. Vestía con un tejido de color blanco glacial, sin armadura de ningún
tipo. Cuando alzó la mirada hacia él, sus ojos plateados relucieron como
espejos que reflejaron el rostro de Roiben.
—Bienvenida, hermanita. —Se le cortó el aliento mientras pronunciaba
esas palabras.
Llevaba el pelo muy corto, formaba un halo blanco alrededor de su rostro.
Hizo una reverencia y no levantó la cabeza.
—Lord Roiben, mi señora te manda saludos. Le entristece tener que
luchar contra uno de sus propios caballeros y te pide que reconsideres tu
impulsiva postura. Incluso ahora, podrías renunciar a todo esto, rendirte y
regresar a la Corte Radiante.
—Ethine, ¿qué te ha pasado en el pelo?
—Es por mi hermano —repuso ella, todavía sin mirarlo—. Me lo corté
cuando lo perdí.
Roiben la miró sin decir nada.
—¿Tienes algún mensaje para ella? —inquirió Ethine.
—Dile que no lo reconsideraré. —Tenía la voz entrecortada—. No
abandonaré el cargo y tampoco me rendiré. Puedes decirle a tu señora que,
tras haber paladeado la libertad, ya no me tienta ponerme a su servicio.
Puedes decirle que ya no posee nada que me tiente.
Ethine apretó la mandíbula, como si estuviera reprimiendo una réplica.
—Tengo instrucciones de quedarme para la coronación. Con tu permiso,
por supuesto.
—Tu compañía siempre es bien recibida —dijo Roiben.
Ethine salió de la estancia sin esperar a que él le diera permiso. Cuando
entró el chambelán, esbozando una sonrisa amplia y repleta de dientes,
Roiben intentó no interpretarla como una mala señal de que, últimamente, se
le daba mejor satisfacer a quienes odiaba antes que a quienes quería.

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Cornelius apoyó la espalda sobre la áspera corteza de un olmo, situado nada
más entrar en el cementerio. Intentó concentrarse en algo que no fuera el frío,
algo que no fuera el atizador de hierro que aferraba con una mano o el hilo de
pescar que llevaba en la otra. Vestía con prendas blancas puestas del revés,
por si acaso algunas de las chorradas de los libros funcionaban, y se había
restregado el cuerpo con pinochas para disimular su olor. Esperó, en medio de
esa noche gris y sin estrellas, que fuera suficiente.
Por más preparado que se sintiera, lo embargó el pánico al escuchar a los
feéricos arrastrando los pies por la nieve. En el fondo, no creía que el atizador
fuera a servir de mucho frente a las legiones de la Corte Oscura. Pero, a esas
alturas, lo único que podía hacer era contener el aliento y tratar de no tiritar.
Se estaban congregando para la primera coronación en más de un siglo.
Todo aquel que fuera alguien en Faerie estaría presente. Ojalá Kaye estuviera
agachada con él en una pila de nieve, pensó Corny, y no debajo de la colina,
en el festejo feérico. Ella siempre conseguía que los planes disparatados
parecieran factibles, hacía parecer que podías resolver lo irresoluble. Pero
para conseguir que Kaye acudiera, habría tenido que revelarle lo que
pretendía hacer, y eso no habría acabado bien. A veces, Corny olvidaba que
ella no era humana, y entonces ella lo miraba con algo insólito en los ojos, o
esbozaba una sonrisa demasiado ávida y amplia. Aunque se había convertido
en su mejor amiga, seguía siendo uno de ellos. A Corny le iría mejor si
actuaba solo.
Se repitió mentalmente esa idea mientras pasaban los primeros miembros
de la procesión feérica. Era un grupo de trols, con unas extremidades de color
verde liquen tan largas y nudosas como ramas. Levantaban la nieve al pasar,
gruñendo entre sí en voz baja, olisqueando el ambiente como sabuesos con
sus narices aguileñas. Aquella noche no se molestaron en usar disfraces.
Los siguió un trío de mujeres, todas vestidas de blanco, cuyo cabello
ondeaba a su alrededor, pese a que no hacía viento. Iban compartiendo
sonrisas furtivas. Al pasar, ajenas a su presencia, Corny vio que sus espaldas
curvadas estaban tan huecas y vacías como cáscaras de huevo. A pesar de los
vestidos vaporosos que llevaban, no parecía importarles el frío.

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A continuación, remontaron la colina unos caballos con unos jinetes
solemnes y silenciosos. Corny se fijó en las tiaras de bayas rojas que rodeaban
sus cabelleras oscuras. No pudo abstenerse de contemplar los lujosos y
extraños diseños de las prendas, sus rizos lustrosos y esos rostros tan
atractivos que con solo mirarlos lo llenaron de anhelo.
Corny se mordió el labio con fuerza y se obligó a cerrar los ojos. Le
temblaban las manos, y temió que el hilo de pescar transparente asomara entre
la nieve. ¿Cuántas veces se dejaría sorprender de ese modo, con la guardia
baja? ¿Cuántas veces podría quedar en ridículo?
Manteniendo los ojos cerrados, Corny aguzó el oído. Atento al chasquido
de las ramas, el crujir de la nieve, el murmullo de una conversación, risas tan
rítmicas como el sonido de una flauta. Seguiría escuchando hasta que pasaran
de largo, y cuando lo hicieron, abrió los ojos por fin. Ya solo tenía que
esperar. Estaba convencido de que, en cualquier tipo de fiesta, siempre hay
algún rezagado.
Bastaron unos minutos más para que una tropa de elfos ataviados de gris
ascendiera por la colina. Se abrieron camino entre la nieve, intercambiando
bufidos de impaciencia. Corny suspiró. Había demasiados como para llevar a
cabo sus planes, y eran demasiado corpulentos, así que esperó a que pasaran.
Tras ellos apareció un feérico más pequeño, que saltaba sobre las largas
pisadas de los trols. Vestido de color carmesí, con media pina a modo de
sombrero, sus ojos negros centelleaban como los de un animal. Corny
empuñó el atizador con más fuerza e inspiró hondo. Esperó a que el pequeño
feérico diera dos brincos más, después emergió de entre los árboles y con un
movimiento veloz descargó el atizador sobre la garganta del feérico.
La criatura chilló, cayó boca abajo sobre la nieve y se apresuró a cubrirse
con las manos la zona donde le había rozado el hierro.
—Kryptonita —susurró Corny—. Supongo que eso me convierte en Lex
Luthor.
—Por favor, por favor —suplicó el feérico—. ¿Qué quieres? ¿Un deseo?
Una criaturita tan pequeña como yo no puede conceder deseos lo bastante
grandes para alguien como tú.
Corny tiró con fuerza del hilo de pescar. Una trampa para cangrejos de
aluminio se cerró alrededor del feérico.
La pequeña criatura volvió a chillar. Se revolvió de un lado a otro,
jadeando, hincando las uñas en cualquier pequeña abertura, hasta que volvió a
sentarse con un gemido. Finalmente, Corny se permitió sonreír.

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Con presteza, rodeó la trampa con cuatro finos cables de acero para
asegurarla. Después la cogió en vilo y bajó corriendo por la colina, patinando
sobre esa capa de nieve que le llegaba hasta los tobillos, con cuidado de tomar
una senda distinta a la que emplearon los feéricos para subir. Llegó dando
tumbos hasta el lugar donde tenía aparcado el coche. El maletero seguía
abierto, la rueda de repuesto que contenía estaba cubierta por una fina capa
blanca.
Dejó allí la jaula, cerró el maletero con un portazo, se montó en el coche y
encendió el motor. Salió un chorro de aire caliente a toda potencia y se quedó
allí sentado un rato, disfrutando de la calidez, escuchando los latidos de su
corazón, regocijándose con la certeza de que, ahora, por fin, sería él quien
pondría las reglas.

Kaye inclinó su copa y la apuró hasta los posos. El primer sorbo de vino de
hongos le supo fatal, pero después no pudo resistirse a pasarse la lengua por
los dientes en busca de otra dosis de ese sabor terroso y amargo. Notó las
mejillas calientes cuando se presionó encima las manos y se sentía bastante
mareada.
—No lo hagas. Eso no se come —dijo Lutie-loo.
La pequeña feérica estaba posada sobre el hombro de Kaye, aferrada con
una mano a un pendiente de aro plateado y con la otra a un mechón de
cabello.
—Claro que sí —repuso Kaye, que deslizó los dedos por el fondo de la
copa para extraer el sedimento y después lamerlo de su mano. Probó a dar un
paso, intentó girarse y se detuvo justo antes de chocar con una mesa—.
¿Dónde está mi rata?
—Escondida, como deberíamos estar nosotras. Mira —dijo Lutie, pero
Kaye no pudo ver lo que estaba señalando.
Podría ser cualquier cosa. Varios trols merodeaban entre las mesas al lado
de unos selkies despojados de su piel, mientras que unas dopplers con la
espalda hueca danzaban y giraban sobre sí mismas. Había por lo menos un
kelpie —flotaba un intenso olor a salmuera en el ambiente—, pero también

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había nixes, sílfides, brownies, bogies, pukas, un shagfoal en un rincón,
fuegos fatuos chisporroteando entre estalagmitas, spriggans sonrientes y más.
Y no solo estaban los moradores habituales. Habían acudido feéricos de
cortes lejanas para presenciar la coronación. Había emisarios de más cortes de
las que Kaye supiera que existían: algunas luminosas, otras oscuras, y otras
que aseguraban que esas distinciones eran absurdas. Hasta la Corte Suprema,
a la que la Corte de las Termitas no rendía pleitesía, había enviado a su propio
representante, un príncipe que parecía entusiasmado con la forma en la que
corría el vino por doquier. Todos estaban presentes para ver cómo la Corte
Nocturna juraba lealtad a su nuevo señor. Los feéricos le dedicaron sonrisas
cargadas de intenciones que Kaye no pudo descifrar.
Las mesas estaban cubiertas con manteles de color azul oscuro y servidas
con bandejas de hielo. Había ramas y frutos de acebo apoyados junto a
esculturas compuestas por bloques congelados de agua verdosa. Un monstruo
con la lengua negra lamía un pedazo que contenía un pececillo inmóvil. Había
pasteles de maíz amargo, glaseados con mermelada de moras y apilados cerca
de unas patas de paloma a la parrilla. Un ponche negruzco y medio derretido
flotaba en un inmenso cuenco de cobre, cuya superficie estaba empañada a
causa de la condensación. De vez en cuando, alguien sumergía en él una tacita
de hielo con un mango largo y se bebía el contenido.
Kaye alzó la mirada cuando se hizo el silencio en el auditorio.
Roiben había entrado en la estancia con sus cortesanos. Thistledown, el
heraldo oscuro, corría delante de la procesión, su larga cabellera dorada
ondeaba desde su cabeza arrugada. Después llegó la gaitera, Bluet, marcando
el ritmo con su instrumento. Después aparecieron Roiben y sus dos
caballeros, Ellebere y Dulcamara, que lo seguían a una distancia exacta de
tres pasos. Unos duendes sujetaban el bajo de la capa de Roiben. Por detrás
venían más cortesanos: Ruddles, su chambelán, un copero que sujetaba un
sinuoso cuerno que hacía las veces de cáliz y varios pajes que sujetaban las
correas de tres perros negros.
Roiben se encaramó a un estrado cubierto de musgo, cerca de un trono
inmenso compuesto por ramas de abedul entrelazadas, y se giró hacia la
multitud, al tiempo que se ponía de rodillas. Inclinó la cabeza hacia delante y
su cabello, plateado como un cuchillo, se desplegó como una cortina sobre su
rostro.
—¿Vais a hacer el juramento? —le preguntó Thistledown.
—Así lo haré —respondió Roiben.

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—La noche infinita de la oscuridad, la muerte y el hielo nos pertenecen —
recitó Thistledown—. Que nuestro nuevo rey también esté hecho de hielo.
Que nuestro nuevo rey nazca a partir de la muerte. Que nuestro nuevo rey se
encomiende a la noche.
Alzó una corona formada por ramas de fresno, con varios trocitos que
formaban las puntas, y se la colocó en la cabeza.
Roiben se levantó.
—Por la sangre de nuestra reina que yo mismo derramé —dijo—. Por esta
corona de fresno que llevo en la cabeza, me entrego a la Corte Nocturna en la
víspera del solsticio, la noche más larga del año.
Ellebere y Dulcamara se arrodillaron a ambos lados de él. Los cortesanos
imitaron su gesto. Kaye también se arrodilló, cohibida.
—Os presento a nuestro líder indiscutible, Roiben, rey de la Corte Oscura
—exclamó el heraldo—. ¿Os postraréis ante él y lo llamaréis soberano?
Se oyeron gritos y chillidos de júbilo. A Kaye se le erizó el vello de los
brazos.
—Vosotros sois mi pueblo —dijo Roiben con las manos extendidas—. Y
así como yo me vinculo, vosotros quedáis atados a mi llamada. Nada soy, si
no vuestro rey.
Con esas palabras, se sentó en el asiento de abedul con gesto impávido.
Los feéricos empezaron a incorporarse y a acercarse para presentar sus
respetos ante el trono.
Un spriggan persiguió a una diminuta feérica alada por debajo de la mesa,
provocando que se tambaleara. El cuenco de hielo se derramó y la torre de
cubos se vino abajo, causando un estropicio.
—¡Kaye! —exclamó Lutie—. No estás mirando.
Kaye se giró hacia el estrado. Había un escriba sentado con las piernas
cruzadas al lado de Roiben, registrando a cada suplicante. Inclinado hacia
delante desde su trono, el monarca atendió a una mujer desgreñada que
llevaba un vestido carmesí. Cuando la feérica se arrodilló, Kaye atisbo una
cola felina que asomaba por una abertura en el vestido.
—¿Qué es lo que no estoy mirando? —preguntó Kaye.
—¿Nunca has visto una declaración, ninfa? —se burló una mujer con un
collar compuesto de escarabajos plateados—. Eres la jovencita del mundo de
hierro, ¿verdad?
—Supongo —asintió Kaye.
Se preguntó si despediría un tufillo a hierro, si sus poros irradiarían ese
metal por haber estado tan expuesta a él.

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Una jovencita grácil con un vestido de pétalos apareció por detrás de la
mujer, le apoyó unos dedos esbeltos en el brazo y le dirigió una mueca a
Kaye.
—Él no te pertenece, ¿sabes?
Kaye tenía la cabeza embotada.
—¿Qué?
—Una declaración —dijo la mujer—. No te has declarado.
A Kaye le pareció ver que los escarabajos se movían en círculo alrededor
del pescuezo de esa mujer. Negó con la cabeza.
—No tiene ni idea. —La muchacha soltó una risita, cogió una manzana de
la mesa y le pegó un mordisco.
—Para ser su consorte. —La mujer hablaba despacio, como si Kaye fuera
tonta. De su boca cayó un escarabajo verde e iridiscente—. Es preciso hacer
una declaración de amor y solicitar una prueba que demuestre tu valía.
Kaye se estremeció al ver cómo ese escarabajo reluciente correteaba por
el vestido de la mujer hasta ocupar su puesto en el collar.
—¿Una prueba?
—Pero si el declarante no cuenta con su favor, el monarca le encomendará
una tarea imposible.
—O mortal —añadió la sonriente jovencita de los pétalos.
—No estamos insinuando que vaya a encomendarte una prueba así.
—No estamos insinuando que pretenda ocultarte nada.
—Dejadme en paz —replicó Kaye con voz ronca y el corazón en un puño.
Mientras se abría paso entre la multitud, comprendió que se había
emborrachado mucho más de lo que pretendía. Lutie pegó un grito mientras
Kaye se abría camino a empellones entre damas aladas y violinistas, hasta que
estuvo a punto de tropezar con una larga cola que se deslizaba por el suelo.
—¡Kaye! —exclamó Lutie—. ¿Adónde vamos?
Una mujer se estaba comiendo una brocheta de larvas grisáceas, chasqueó
los labios con deleite cuando pasó Kaye. Una feérica con el pelo blanco y tan
corto que parecía la pelusilla de un diente de león le resultó extrañamente
familiar, pero no pudo ubicarla. Cerca de allí, un individuo de piel azul
cascaba castañas con sus enormes puños, mientras unos pequeños feéricos se
acercaban corriendo a recoger las sobras. Los colores empezaron a
difuminarse.
Kaye sintió el impacto del suelo antes de darse cuenta de que se había
caído. Se quedó allí tendida un rato, contemplando los bajos de los vestidos,
las pezuñas hendidas y los zapatos de punta. Las figuras danzaban y se

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entremezclaban. Lutie aterrizó tan cerca de su rostro que le costó enfocar su
diminuta silueta.
—Mantente despierta —dijo la pequeña feérica. Estaba tan nerviosa que
sus alas vibraban sin parar. Le pegó un tirón del dedo—. Si te duermes,
vendrán a por mí.
Kaye se puso de costado y se incorporó con cuidado, pues no se fiaba de
sus piernas.
—Estoy bien —dijo—. No estoy dormida.
Lutie se posó sobre su cabeza y comenzó a anudarle mechones de cabello
con nerviosismo.
—Estoy de maravilla —insistió Kaye.
Se aproximó con cuidado al lateral del estrado donde se encontraba lord
Roiben, el recién nombrado rey de la Corte Oscura. Le observó los dedos,
cada uno rodeado por una franja metálica, mientras tamborileaba el ritmo de
una tonada desconocida en el borde de su trono. Iba ataviado con un tejido
rígido y negro que lo sumía entre las sombras. Por más confianza que pudiera
tener con él, se sintió incapaz de articular palabra.
No hay nada más absurdo que penar por alguien que se preocupa por ti.
Aun así, fue como ver a su madre en el escenario. Kaye se sintió orgullosa,
pero en el fondo temía que, si subía a ese estrado, el Roiben que se
encontraría no sería el mismo de siempre.
Lutie-loo abandonó su posadero y voló hacia el trono. Roiben alzó la
mirada, se rio y ahuecó las manos para darle la bienvenida.
—Se ha bebido todo el vino de hongos —la acusó Lutie, señalando a
Kaye.
—¿De veras? —Roiben arqueó una ceja plateada—. ¿Y vendrá a sentarse
a mi lado?
—Claro —repuso Kaye, que se encaramó al estrado con una timidez
inexplicable—. ¿Qué tal ha ido?
—Se me ha hecho interminable.
Roiben le acarició el pelo con sus largos dedos y provocó que se
estremeciera. Apenas unos meses antes, Kaye se consideraba una chica rara,
pero humana. Ahora, el peso de sus alas diáfanas en la espalda y el verdor de
su piel bastaban para recordarle que no lo era. Pero seguía siendo Kaye
Fierch, y por más mágica o inteligente que fuera, resultaba difícil entender
por qué le permitían sentarse al lado de un rey.
Aunque le hubiera salvado la vida a ese rey. Aunque él la amara.

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No pudo evitar recordar las palabras de la mujer de los escarabajos.
¿Acaso la chica de las rastas y el tambor pretendía hacer una declaración?
¿Solicitar una prueba? ¿Fue lo que hizo la chica de la cola felina? ¿Las
feéricas se estaban burlando de ella, pensando que, como se había criado con
humanos, desconocía las costumbres feéricas?
Kaye quería hacer las cosas bien. Quería hacer un gesto notable. Ofrecerle
a Roiben algo mejor que un brazalete cutre. Se inclinó hacia delante y se
arrodilló delante del nuevo rey de la Corte Oscura.
Roiben abrió mucho los ojos con un gesto que parecía de pánico y abrió la
boca para decir algo, pero Kaye se le adelantó.
—Yo, Kaye Fierch, me declaro ante ti. Yo te… —Se interrumpió al
comprender que no sabía lo que debía decir, pero el licor embriagador que
corría por sus venas le aflojó la lengua—. Te amo. Quiero que me
encomiendes una prueba. Quiero demostrar que te amo.
Roiben se aferró a los brazos de su trono, tensando los dedos sobre la
madera. Su voz se convirtió en un susurro.
—Para permitir tal cosa, debería tener un corazón de piedra. No te
convertirás en súbdita de esta corte.
Kaye sabía que algo iba mal, pero no sabía el qué. Negó con la cabeza y
prosiguió:
—Quiero hacer una declaración. No conozco el protocolo, pero eso es lo
que quiero.
—No —replicó Roiben—. No lo permitiré.
Se produjo un silencio fugaz alrededor de Kaye, después se oyeron
algunas risas y susurros dispersos.
—Lo he registrado. Ya se ha dicho —intervino Ruddles—. No debéis
deshonrar su petición.
Roiben asintió. Contempló el anfiteatro durante un buen rato, después se
levantó y se acercó al borde de la plataforma.
—Kaye Fierch, esta es la prueba que te encomiendo. Tráeme a un feérico
que pueda decir una falsedad y podrás sentarte a mi lado como mi consorte.
La muchedumbre prorrumpió en unas carcajadas estridentes. Kaye oyó
estas palabras en su mente: «Imposible. Una prueba imposible».
Le ardió el rostro y de repente sintió algo peor que un mareo. Le entraron
ganas de vomitar. Debió de ponerse pálida o adoptar una expresión alarmante,
porque Roiben saltó desde el estrado y la agarró del brazo mientras se
desplomaba.
Oyó voces a su alrededor, pero ninguna tenía sentido.

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—Prometo que, si encuentro a quien te haya metido esta idea en la cabeza,
lo pagará con la suya.
A Kaye le pesaban los párpados. Cerró los ojos un instante y se dejó llevar
por el sueño, perdiendo el conocimiento en Faerieland.

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Tendré paz, como plácidos son los árboles
cuando la lluvia comba sus ramas;
y seré más silenciosa e implacable
de lo que tú eres ahora.
SARA TEASDALE, «NO ME IMPORTARÁ».

E l pequeño gnomo se estremeció en un rincón de la jaula mientras Corny


la sacaba del maletero. Tras arrojar la caja sobre el asiento trasero, se
montó a su lado y cerró la puerta. Un aire seco emergía de los conductos
mientras el motor se quedaba al ralentí.
—Soy un ser poderoso…, un hechicero —dijo Corny—. Así que no
intentes nada.
—Sí —dijo el pequeño feérico, parpadeando rápidamente—. No. Intentar
nada.
Corny repasó mentalmente esas palabras, pero había demasiadas
interpretaciones posibles y tenía la cabeza hecha un lío. Descartó esos
pensamientos. La criatura estaba enjaulada. Él tenía el control.
—Quiero impedir que me hechicen y tú vas a contarme cómo hacerlo.
—Yo lanzo hechizos. No los anulo —replicó el gnomo.

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—Pero tiene que haber un modo —insistió Corny—. Una forma de
impedir que te obliguen a zambullirte alegremente desde un muelle o anhelar
el honor de ser el taburete de algún feérico. No me refiero a ninguna hierba.
Quiero algo permanente.
—No existe hoja, ni roca, ni cántico que te mantenga a salvo del todo
frente a nuestros hechizos.
—Y una mierda. Tiene que haber algo. ¿Hay algún humano que sea
resistente a los hechizos?
El pequeño feérico saltó hacia el borde de la jaula, y cuando respondió, lo
hizo en voz baja:
—Alguien con visión extrasensorial. Alguien capaz de ver a través de los
hechizos. Tal vez un geis.
—¿Cómo se obtiene esa visión?
—Algunos mortales nacen con ella. Muy pocos. Tú no.
Corny pateó el respaldo del asiento del copiloto.
—Entonces, dime otra cosa, algo que me venga bien saber.
—Pero un hechicero tan poderoso como tú…
Corny zarandeó la trampa para cangrejos y derribó al pequeño feérico. Su
gorro de piña se coló por uno de los agujeros de la jaula de aluminio y
aterrizó en la alfombrilla. El feérico soltó un gemido que desembocó en un
chillido.
—Ya me ves —dijo Corny—. Soy poderoso de narices. Y ahora, si
quieres salir de aquí, te sugiero que empieces a hablar.
—Hay un joven con visión extrasensorial. En la gran ciudad del hierro y
los exiliados, situada al norte. Ha estado deshaciendo maldiciones entre los
mortales.
—Interesante —dijo Corny, empuñando el atizador—. Bien. Ahora
cuéntame algo más.

Aquella mañana, mientras el suelo del gran salón de la Corte Oscura seguía
cubierto de feéricos dormidos, Roiben se reunió con sus consejeros en una
caverna tan fría que su aliento salía en forma de vaho. Unas velas de sebo

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ardían encima de unas formaciones rocosas, cuya grasa derretida despedía un
fuerte olor a clavo. «Que nuestro rey esté hecho de hielo». Roiben opinaba
igual: deseaba que el hielo que cubría las ramas ahí fuera, en la colina, le
congelase el corazón.
Dulcamara tamborileó con los dedos sobre la madera pulida y petrificada
de la mesa, cuya superficie era dura como una piedra. Sus pequeñas alas, con
las membranas tan desgarradas que solo quedaban las venas, pendían de sus
hombros. Observó a Roiben con sus ojos de color rosa pálido.
Roiben la miró a su vez y pensó en Kaye. Ya aquejaba su ausencia, como
una sed que resulta soportable hasta que te pones a pensar en agua. Ruddles se
paseaba por la estancia.
—Nos superan en número. —Como tenía la boca muy ancha y cargada de
dientes, parecía como si de repente fuera a pegarle un bocado a cada uno—.
Muchos de los feéricos vinculados a Nicnevin huyeron cuando el tributo dejó
de atarlos a la Corte Oscura. Nuestras tropas han menguado.
Roiben observó una llama que se consumía, emitiendo un fulgor radiante
antes de extinguirse. «Te aseguro una cosa —pensó—: no quiero ser vuestro
rey».
Ruddles lanzó una mirada penetrante a Roiben, cerró los ojos y se frotó
por encima del puente de la nariz.
—Y estamos aún más debilitados porque varios de vuestros mejores
caballeros murieron por vuestra propia mano, mi señor. ¿Lo recordáis?
Roiben asintió.
—Me incomoda que no parezca que os esperéis un ataque inminente por
parte de Silarial —dijo Ellebere. Le cayó un mechón de cabello sobre el ojo y
se lo apartó con la mano—. ¿Por qué debería titubear, ahora que ha pasado la
víspera del solsticio?
—Puede que esté aburrida, perezosa y harta de luchar —repuso Roiben—.
Como yo.
—Sois demasiado joven. —Ruddles hizo rechinar sus afilados dientes—.
Y os tomáis muy a la ligera el destino de esta corte. Me pregunto si os
interesa siquiera la victoria.
En una ocasión, después de que lady Nicnevin mandara azotar a Roiben
—el motivo ya no lo recordaba—, la reina se dio la vuelta, distraída con algún
nuevo entretenimiento, lo cual dio ocasión a Ruddles, que por entonces era su
chambelán, de permitirse un instante de misericordia. Dejó caer un poco de
agua, gota a gota, en los labios de Roiben. Aún recordaba lo dulce que le supo
y lo mucho que le dolió la garganta al tragarla.

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—Crees que no tengo estómago para ser el líder de la Corte Nocturna. —
Roiben se inclinó sobre la mesa de madera petrificada y acercó tanto su rostro
al de Ruddles que podría haberlo besado.
Dulcamara se rio, entrechocó las manos como si anticipara un premio.
—Estáis en lo cierto —repuso Ruddles, negando con la cabeza—. No creo
que tengáis estómago para ello. Ni cabeza. Y tampoco creo que queráis de
verdad este cargo.
—Yo tengo una barriga que ansia sangre —dijo Dulcamara, que se apartó
su melena negra y lisa y se situó por detrás del chambelán. Lo agarró por los
hombros, dejando los dedos ligeramente apoyados sobre su garganta—. Él no
necesita hacerle daño a nadie. Ella nunca lo hizo.
Ruddles se quedó rígido e inmóvil, consciente de que quizá se había
extralimitado.
Ellebere alternó la mirada entre los tres, como si estuviera evaluando con
quién le convendría más aliarse. Roiben no se hacía ilusiones de que ninguno
de ellos fuera leal en absoluto, más allá del juramento que los sometía. Con
una palabra letal, Roiben podría demostrar que tenía el estómago y la cabeza
necesarios. Puede que eso le reportara algo parecido a la lealtad.
—Quizá no sea apto para ser rey —replicó al fin, tras ocupar de nuevo su
asiento y aflojar los puños—. Pero Silarial fue mi reina en el pasado, y
mientras me quede un soplo de vida, jamás permitiré que vuelva a
gobernarnos: ni a mí, ni a los míos.
—Vuestra compasión es mi desdicha, mi rey —dijo Dulcamara con un
gesto forzado de aflicción.
Ruddles cerró los ojos con un alivio demasiado intenso como para
disimularlo.
Hacía mucho, cuando Roiben era un recién llegado a la Corte Oscura, se
había sentado en la pequeña estancia en la que vivía, similar a una celda, y allí
había anhelado que lo alcanzara la muerte. Su cuerpo padecía los efectos del
maltrato y la lucha, sus heridas le habían dejado unas costras amoratadas, y
estaba tan cansado de resistirse a las órdenes de Nicnevin que recordar que
podía morir lo había inundado con una esperanza repentina y sorprendente.
Si de verdad hubiera sido compasivo, habría dejado que Dulcamara
matase a su chambelán.
Ruddles tenía razón: tenían pocas probabilidades de ganar la guerra. Pero
Roiben podía hacer lo que se le daba mejor, lo que había hecho al servicio de
Nicnevin: resistir. Resistir el tiempo suficiente como para matar a Silarial.
Para que nunca pudiera volver a enviar a uno de sus caballeros para ser

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torturado como símbolo de paz, ni planear incontables muertes, ni
vanagloriarse bajo esa fachada de inocencia. Y cuando pensaba en la dama de
la Corte Radiante, le parecía sentir una pequeña esquirla de hielo que se
adentraba en su cuerpo, insensibilizándolo ante lo que estaba por venir.
Roiben no necesitaba ganar la guerra, solo experimentar una muerte lo
bastante lenta como para llevarse a Silarial consigo.
Y si toda la Corte Oscura tenía que morir con ellos, que así fuera.

Corny llamó a la puerta trasera de la casa de la abuela de Kaye y sonrió a


través del cristal de la ventana. No había dormido mucho, pero estaba
ruborizado y embriagado de conocimiento. El gnomo diminuto al que capturó
se pasó toda la noche hablando, contándole a Corny cualquier cosa que
pudiera convencerlo para dejarle marchar. Lo sacó de la jaula al amanecer,
nunca se había sentido tan cerca de alcanzar el conocimiento verdadero.
—Adelante —dijo la abuela de Kaye desde la cocina.
Corny giró el frío picaporte metálico. La cocina estaba abarrotada de
viejos utensilios de cocina; había docenas de cazuelas apiladas, de hierro
colado con acero herrumbroso. La abuela de Kaye era incapaz de tirar nada.
—¿En qué clase de lío os metisteis anoche? —preguntó la anciana,
mientras metía dos platos en el lavavajillas.
Corny se quedó en blanco un instante, después se obligó a fruncir el ceño.
—Anoche. Cierto. Bueno, yo me fui pronto.
—¿Qué clase de caballero deja a una jovencita sola de ese modo,
Cornelius? Lleva toda la mañana pachucha y ha cerrado la puerta con llave.
Sonó el timbre del microondas.
—Se supone que esta noche nos vamos a Nueva York.
La abuela de Kaye abrió el microondas.
—No creo que ella esté en condiciones de ir. Anda, llévale esto. A ver si
no lo devuelve.
Corny cogió la taza y subió a toda prisa por las escaleras. Derramó parte
del té, dejando un rastro de gotitas humeantes a su paso. En el pasillo, frente

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al cuarto de Kaye, se detuvo y aguzó el oído un momento. Como no oyó nada,
llamó a la puerta.
No hubo respuesta.
—Kaye, soy yo —dijo—. Vamos, Kaye, ábreme. —Corny volvió a llamar
—. ¡Kaye!
Oyó unos pasos y un chasquido, después se abrió la puerta. Corny
retrocedió un paso por acto reflejo.
No era la primera vez que la veía con su apariencia feérica, pero no
esperaba encontrársela así allí. El color verde saltamontes de su piel resultaba
muy extraño en contraste con su camiseta blanca y su ropa interior rosa y
descolorida. Sus ojos, negros y relucientes, estaban enrojecidos, y la
habitación despedía un olor acre.
Kaye volvió a tumbarse en el colchón, se envolvió en la colcha y hundió
el rostro en la almohada. Corny solo alcanzó a ver de ella una maraña verdosa
de pelo y unos dedos más largos de lo normal, que aferraban el tejido sobre su
pecho, como si fuera un muñeco de peluche. Kaye aparentaba ser un gato en
reposo, más alerta de lo que parecía.
Corny se acercó y se sentó en el suelo, a su lado, con la espalda apoyada
en un cojín satinado de mercadillo.
—Ha tenido que ser una gran noche —susurró con tiento. Kaye abrió sus
ojos negros como la tinta durante un segundo. Profirió algo parecido a un
bufido—. Venga, que ya es muy tarde. Es hora de levantarse.
Lutie descendió desde lo alto de la estantería de un modo tan repentino
que sobresaltó a Corny. La feérica aterrizó sobre su rodilla, con una risita tan
aguda que le recordó al tintineo de unas campanillas. Él reprimió el impulso
de apartarse.
—El chambelán de Roiben, el mismísimo Ruddles, junto con un bogan y
un puck, la trajeron de vuelta. ¡Imagínate a un bogan arropando con mimo a
una ninfa!
Kaye soltó un gruñido.
—Yo no diría que lo hizo con mimo. ¿Podéis callaros un rato? Estoy
intentando dormir.
—Tu abuela te ha preparado un té. ¿Lo quieres? Si no, me lo bebo yo.
Kaye se puso boca arriba con un gemido.
—Dámelo.
Corny le pasó la taza mientras ella se incorporaba. Una de sus alas, que
parecían hechas de celofán, rozó la pared y dejó caer una lluvia de polvillo
sobre las sábanas.

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—¿No te duele al hacer eso?
Kaye se miró la espalda y se encogió de hombros. Envolvió la taza de té
con sus largos dedos para calentarse las manos con ella.
—Supongo que no vamos a ir al concierto de tu madre.
Ella lo miró, y Corny se sorprendió al comprobar que los ojos de Kaye
estaban humedecidos.
—No lo sé —dijo ella—. ¿Cómo quieres que lo sepa? No tengo ni idea de
nada.
—Vale, vale. ¿Qué narices pasó?
—Le dije a Roiben que lo amaba. A voces. Delante de un montón de
gente.
—¿Y qué dijo él?
—Fue una cosa que se considera una declaración. Me dijeron, y no sé por
qué les hice caso, que si no lo hacía, alguien se me adelantaría.
—¿Quién te dijo eso?
—No preguntes —repuso Kaye, negando con la cabeza, mientras probaba
un sorbo de té—. Estaba borrachísima, Corny. No quiero volver a acabar así
en mi vida.
—Perdona… Continúa.
—Unas feéricas me hablaron de esa declaración. Estaban…, no sé…,
jactándose, supongo. El caso es que Roiben me dijo que debía quedarme entre
el público para la ceremonia, y yo no dejaba de pensar en que no encajaba, y
que quizá él estaba decepcionado, ¿sabes? Pensaba que, en el fondo, a lo
mejor Roiben deseaba que conociera mejor sus costumbres. A lo mejor quería
que yo hiciera algo como eso, en lugar de tener que encomendarle una prueba
a otro.
Corny frunció el ceño.
—¿Qué? ¿Una prueba?
—Una prueba para demostrar tu amor.
—Qué melodramático. Entonces, ¿te declaraste?
Kaye giró la cabeza para que no pudiera ver su expresión.
—Sí, pero a Roiben no le hizo gracia. Ninguna gracia. —Hundió la
cabeza entre sus manos—. Creo que la he cagado del todo.
—¿En qué consiste tu prueba?
—En encontrar a un feérico que mienta —respondió en voz muy baja.
—Pensaba que los feéricos no podían mentir.
Kaye se lo quedó mirando.
De repente, con espanto, Corny entendió lo que quería decir.

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—Vale, espera un momento. Me estás diciendo que Roiben te ha
encomendado una prueba que es imposible que lleves a cabo.
—Y no podré volver a verlo hasta que lo haga. Así que, básicamente, no
volveré a verlo nunca.
—Ningún feérico puede decir una falsedad. Por eso es una de esas
pruebas que se utilizan para disuadir sutilmente a un declarante: una labor
interminable —dijo Lutie de repente—. Hay otras, como «extraer la sal de
todos los mares». Esa es una faena. Y luego hay otras que parecen imposibles,
aunque quizá no lo sean, como «tejer un abrigo de estrellas».
Corny se sentó en la cama, al lado de Kaye, y desalojó a Lutie de su
rodilla.
—Tiene que haber un modo. Tiene que haber algo que puedas hacer.
La pequeña feérica revoloteó por los aires, después se posó en el regazo
de una enorme muñeca de porcelana. Se acurrucó y bostezó.
—Pero, Corny —repuso Kaye, negando con la cabeza—. Roiben no
quiere que supere la prueba.
—Y una mierda.
—Ya has oído lo que ha dicho Lutie.
—Sigo pensando lo mismo. —Corny le arreó un puntapié a un cojín que
andaba suelto por ahí—. ¿Qué me dices de deformar al máximo la verdad?
—Eso no es mentir —repuso Kaye, que dio un largo trago de la taza.
—Di que el té está frío. Inténtalo. Quizá puedas mentir, si te esfuerzas.
—El té está… —dijo Kaye, pero se interrumpió. Seguía con la boca
abierta, pero era como si tuviera congelada la lengua.
—¿Qué te lo impide? —preguntó Corny.
—No lo sé. Me entra el pánico y mi mente se pone a dar vueltas,
buscando una forma segura de decirlo. Me siento como si me asfixiara. Se me
bloquea la mandíbula. No puedo proferir ningún sonido.
—Buf, no sé qué haría yo si no pudiera mentir.
Kaye volvió a recostarse.
—No es para tanto. Casi siempre puedes hacer que la gente se crea algo
sin llegar a mentir.
—¿Como cuando le hiciste creer a tu abuela que estuve contigo anoche?
Corny advirtió una sonrisita en el rostro de Kaye mientras daba el
siguiente sorbo.
—Bueno, ¿y si dijeras que vas a hacer algo y luego no lo hicieras? ¿Eso
no sería mentir?

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—No lo sé —repuso Kaye—. ¿Eso no sería como decir algo que crees que
es cierto, pero luego resulta que es falso? Por ejemplo, algo que leíste en un
libro, pero resulta que el libro se equivocaba.
—¿Eso no sigue siendo mentir?
—Si lo es, supongo que estoy en plena forma. Anda que no me he
equivocado en cosas.
—Venga, vámonos a la ciudad. Te sentirás mejor cuando salgas de aquí.
A mí siempre me pasa.
Kaye sonrió, después se incorporó de golpe.
—¿Dónde está Armagedón?
Corny miró hacia la jaula, pero Kaye ya estaba avanzando hacia allí, de
rodillas.
—Aquí está. Menos mal. Están las dos. —Suspiró con fuerza, ya más
relajada—. Pensaba que podría seguir bajo la colina.
—¿Te llevaste a tu rata? —preguntó Corny con incredulidad.
—¿Podemos dejar de hablar de lo de anoche? —replicó Kaye, que se puso
unos pantalones con un estampado de camuflaje descolorido.
—Sí, claro —dijo Corny y bostezó—. ¿Paramos a desayunar por el
camino? Tengo antojo de tortitas.
Con el estómago revuelto, Kaye empezó a recoger sus cosas.

Durante el trayecto, Kaye apoyó la cabeza en el asiento de plástico rasgado y


contempló el cielo desde la ventanilla, intentando no pensar en nada. Las
arboledas que amortiguaban el ruido de la autopista dejaron paso a unas
fábricas que escupían fuego y unas bocanadas de humo blanquecino que se
elevaba hasta mezclarse con las nubes.
Cuando llegaron a una parte de Brooklyn que su madre aseguraba que
seguía siendo Williamsburg, pero que seguramente sería Bedford-Stuyvesant,
el tráfico se hizo menos denso. Las carreteras tenían una maraña de baches, el
asfalto estaba repleto de grietas y socavones.
Las calles estaban desiertas y las aceras cubiertas por pilas de nieve sucia.
Apenas había un puñado de coches estacionados a los lados de la carretera, y

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en cuanto Corny aparcó detrás de uno, Kaye abrió la puerta y salió. Aquel
lugar le produjo una extraña sensación de soledad.
—¿Estás bien? —preguntó Corny.
Kaye negó con la cabeza y se inclinó sobre una alcantarilla, por si acaso
vomitaba. Lutie-loo le hincó sus diminutos dedos en el cuello mientras
intentaba posarse sobre su hombro.
—Estoy hecha una mierda y no sé qué parte se debe a llevar dos horas
metida en una caja de hierro y qué parte es culpa de una resaca de narices —
dijo Kaye, entre resuellos.
«Tráeme un feérico que pueda decir una falsedad».
Corny se encogió de hombros.
—No hará falta coger más el coche. Ya solo te queda soportar un trayecto
en metro.
Kaye refunfuñó, pero estaba demasiado cansada como para arrearle un
golpe en el brazo. Hasta las calles apestaban a hierro. Vigas de ese material
sostenían en pie cada edificio. El hierro componía el armazón de los coches
que congestionaban las calles, obstruyéndolas como coágulos de sangre a
través de las arterias de un corazón. Bocanadas de hierro le abrasaban los
pulmones. Se concentró en su propio hechizo para hacerlo más pesado y
atenuar sus sentidos. Gracias a eso, logró contener la peor parte de la
intoxicación por hierro.
«Tú eres lo único que quiero».
—¿Puedes caminar? —preguntó Corny.
—¿Qué? Oh, sí. —Kaye suspiró y hundió las manos en los bolsillos de su
abrigo morado de cuadros—. Claro.
Parecía como si todo sucediera a cámara lenta. Le costó mucho
concentrarse en algo que no fueran los recuerdos de Roiben y el regusto a
hierro en la boca. Se hincó las uñas en las palmas de las manos.
«Es una debilidad. El afecto que siento por ti».
Corny le tocó el hombro.
—¿Qué edificio es? —preguntó.
Kaye revisó el número que se había escrito en el reverso de la mano y
señaló hacia un bloque de apartamentos. El piso de su madre costaba el doble
que otro en el que habían vivido hacía tres meses en Filadelfia. La promesa
que le había hecho Ellen —la de ir y volver del trabajo en Nueva York para
que así pudieran quedarse en Nueva Jersey— solo había durado hasta la
primera bronca gorda que había tenido con la abuela de Kaye. Lo típico. Pero
esta vez, Kaye no se había mudado con ella.

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Subieron por las escaleras hasta el portal y llamaron al telefonillo. Se oyó
un zumbido y Kaye abrió la puerta, seguida de Corny.
La puerta del piso de la madre de Kaye tenía el mismo revestimiento
mugriento de imitación de arce que los demás apartamentos del piso
dieciocho. Había un nueve de plástico dorado pegado a la superficie, justo por
debajo de la mirilla. Cuando Kaye llamó, el número se balanceó sobre el
único clavo que lo sujetaba.
Ellen abrió la puerta. Se había teñido el pelo con henna hacía poco, con un
tono rojizo igual que el de sus finas cejas, y también se había exfoliado la
cara. Vestía un top negro con tiras muy finas y unos vaqueros oscuros.
—¡Nena! —Ellen la abrazó con fuerza, meciéndose de un lado a otro,
como el número de la puerta—. Cómo te he echado de menos.
—Y yo a ti —dijo Kaye, que se apoyó con fuerza sobre el hombro de su
madre. Ese gesto le reportó un placer extraño y culpable.
Se imaginó qué haría Ellen si supiera que Kaye no era humana. Gritaría,
desde luego. Era difícil pensar más allá de esos gritos.
Al cabo de un rato, Ellen miró sobre el hombro de Kaye.
—Y Cornelius. Gracias por traerla. Pasa. ¿Te apetece una cerveza?
—No, gracias, señora Fierch —repuso Corny. Metió en el piso su bolsa de
deporte y la bolsa de basura de Kaye, en la que transportaba sus bártulos para
pasar la noche.
El apartamento era pequeño y tenía las paredes blancas. Una cama enorme
ocupaba la mayor parte de la estancia, pegada a una ventana y cubierta de
ropa. Un tipo al que Kaye no conocía estaba sentado en un taburete, tocando
el bajo.
—Este es Trent —dijo Ellen.
El tipo se levantó y abrió la funda de su instrumento para guardarlo con
delicadeza. Era la clase de tío que le gustaba a Ellen: pelo largo y barba de
varios días, pero, al contrario que la mayoría, este tenía algunas canas.
—Tengo que irme ya. Nos vemos en el club. —Echó un vistazo rápido a
los recién llegados—. Un placer conoceros.
La madre de Kaye se sentó en la encimera de la pequeña cocina y cogió el
cigarro que había dejado en un plato, donde había formado una huella
renegrida. Se le deslizó uno de los tirantes de la camiseta. Kaye se quedó
mirando a Ellen, tratando de encontrar algún parecido con esa niña robada
que vivía al servicio de la Corte Luminosa, la misma niña a la que ella le
había robado su vida. Pero lo único que encontró fue cierto parecido entre el
rostro de su madre y su propio hechizo humano.

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Con un gesto rápido de despedida, Trent y su bajo salieron por la puerta.
Lutie aprovechó ese momento para apearse del cuello de Kaye y volar hasta
lo alto de la nevera. Kaye la vio posarse detrás de un jarrón vacío, en lo que
parecía ser un táper de comida para llevar.
—¿Sabes lo que necesitas? —le preguntó Ellen a Corny, al tiempo que
cogía la cerveza medio vacía que tenía al lado y le pegaba un trago,
acompañado de una bocanada de humo.
Corny se encogió de hombros, sonriendo.
—¿Un objetivo en la vida? ¿Autoestima? ¿Un poni?
—Un corte de pelo. ¿Quieres que lo haga yo? Antes se lo cortaba a Kaye,
cuando era pequeña. —Se bajó de un brinco y se dirigió al diminuto cuarto de
baño—. Creo que tengo unas tijeras en alguna parte.
—No dejes que te líe. —Kaye alzó la voz para asegurarse de que su madre
también lo oyera—. Mamá, deja de intentar liar a Corny.
—¿Tan mal estoy? —preguntó él—. Lo que llevo puesto… ¿no me queda
bien?
Titubeó de tal forma mientras lo decía que la pregunta cobró una
importancia distinta. Kaye lo miró de reojo y sonrió.
—Estás como siempre.
—¿Qué significa eso?
Kaye señaló los pantalones de camuflaje que recogió del suelo aquella
mañana y la camiseta con la que había dormido. No se había atado los
cordones de las botas.
—Mira cómo visto yo. Qué más da.
—Estás insinuando que tengo un aspecto horrible, ¿verdad?
Kaye ladeó la cabeza y lo observó detenidamente. Corny tenía la piel libre
de impurezas tras haberse alejado de la continua exposición a los efluvios de
la gasolinera y nunca le había faltado cierto atractivo.
—Nadie en su sano juicio se dejaría el pelo corto por delante y largo por
detrás, a no ser que intentara hacerle una peineta al mundo.
Corny se llevó una mano a la cabeza, cohibido.
—Y tienes una colección de camisas setenteras de poliéster con cuello
ancho en colores como naranja y marrón.
—Mi madre las compra en el mercadillo.
Después de recoger el maletín de maquillaje de su madre de una pila de
ropa que había junto a la cama, Kaye sacó un delineador de ojos negro con
purpurina.
—Y sin ellas no parecerías el mismo.

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—Vale, vale. Ya lo pillo. Pero ¿y si ya no quisiera seguir teniendo este
aspecto?
Kaye se quedó callada un instante, interrumpiendo el proceso de
maquillarse el párpado. Percibió un afán en la voz de su amigo que la
preocupó. Se preguntó qué haría Corny con un poder como el suyo, y si él
también se lo estaría preguntando.
Ellen salió del baño con un peine, tijeras, una máquina cortapelos y una
caja de cartón con manchas de agua.
—¿Y si te tiñes el pelo? He encontrado un paquete que pensaba utilizar
Robert antes de que decidiera decolorarse. Es negro. Te quedaría bien.
—¿Quién es Robert? —preguntó Kaye.
Corny observó su reflejo en la puerta grasienta del microondas. Giró la
cabeza hacia otro lado.
—Supongo que no puedo quedar peor.
Ellen expulsó una fina bocanada de humo azulado, sacudió la ceniza y
sujetó el cigarrillo con los labios.
—Vale, siéntate en la silla.
Corny se sentó, cohibido. Kaye se subió a la encimera y se acabó la
cerveza de su madre. Ellen le pasó el cable de la máquina cortapelos.
—Enchúfala, cielo. —Tras cubrirle los hombros a Corny con una toalla
con manchas de lejía, Ellen comenzó a recortarle el pelo de la parte de atrás
de la cabeza—. Así está mejor.
—Oye, mamá —dijo Kaye—. ¿Puedo preguntarte algo?
—Debe de ser grave —repuso Ellen.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, normalmente no me llamas «mamá». —Ellen soltó la
maquinilla, le dio una calada al cigarro y empezó a cortarle el pelo por arriba
a Corny con unas tijeras para la manicura—. Adelante. Puedes preguntarme
cualquier cosa, nena.
A Kaye se le irritaron los ojos a causa del humo.
—¿Alguna vez has pensado que quizá yo no sea tu hija? ¿Como si me
hubieran cambiado al nacer?
Cuando esas palabras salieron por su boca, se acercó una mano a los
labios por acto reflejo y flexionó los dedos, como si pudiera atraparlas al
vuelo.
—Ostras. Vaya pregunta.
Kaye no dijo nada. Se limitó a esperar. No sabía si sería capaz de decir
nada más.

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—Es curioso. Recuerdo lo que pasó una vez. —Mientras deslizaba los
dedos por el pelo de Corny, Ellen localizó varios mechones rebeldes y los fue
cortando—. Tú no tenías ni dos años, habías empezado a andar. Yo apilaba
unos cuantos libros en una silla para que pudieras sentarte a la mesa cuando
íbamos de visita a casa de tu abuela. No era muy seguro que digamos, pero yo
tampoco era una lumbrera. El caso es que me fui a la cocina y, cuando volví,
tú estabas en el suelo y la pila de libros se había desparramado. Era obvio que
te habías caído y que yo era una madre horrible. Pero no estabas llorando. En
vez de eso, habías abierto uno de esos libros y lo estabas leyendo. En serio. Y
yo pensé: mi niña es un genio. Y luego pensé: esta no es mi hija.
—Um —murmuró Kaye.
—Y eras tan sincera…, todo lo contrario que yo de pequeña. Retorcías un
poco la verdad, claro, pero jamás contabas una mentira flagrante.
«Mi vida es una mentira». Fue un alivio no decir eso. Fue un alivio dejar
pasar el tiempo hasta que cambiaron de tema y su corazón desbocado se
serenó de nuevo.
—Entonces, ¿te has imaginado alguna vez cómo serían las cosas si en
realidad fueras adoptada? —preguntó Ellen.
Kaye se quedó paralizada.
Ellen mezcló el tinte negro en un cuenco de cereales descascarillado con
una cuchara metálica.
—Cuando era pequeña, fingía que era un bebé de un circo, y que los
escupefuegos, los malabaristas y los equilibristas vendrían a buscarme. Así
tendría mi propio carromato y le leería el futuro a la gente.
—Si no fueras mi madre, ¿quién les haría estos cambios de imagen tan
fabulosos a mis amigos?
Mientras decía esas palabras, Kaye comprendió que era una cobarde. No,
cobarde, no. Codiciosa. Era esa cría de cuco que no estaba dispuesta a
renunciar a las comodidades de un nido robado.
Era increíble lo engañosa que podía ser sin llegar a mentir.
Corny alargó una mano para tocarse el pelo, que de repente se había
quedado corto y de punta.
—Yo me imaginaba que venía de otra dimensión. Como el Spock con
perilla del universo espejo. Pensaba que en esa otra dimensión mi madre era
la monarca de un imperio inmenso o una hechicera en el exilio. Lo malo es
que, seguramente, ella también tendría perilla.
Kaye se rio. El humo del tabaco, mezclado con el hedor químico del tinte,
convirtieron sus risas en un ataque de tos.

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Ellen sacó una cucharada de ese pringue negro y lo plantó sobre la cabeza
de Corny, después lo extendió con un peine. Le quedaron unas motitas en el
reverso de la mano y sus brazaletes tintinearon al chocar entre sí.
Mareada, Kaye cruzó la diminuta estancia y abrió la ventana. Oyó cómo
se descascarillaba la pintura mientras se desatrancaba. Asomada a la calle,
inspiró hondas bocanadas de aire frío. Le escocían los ojos.
—Ya falta poco —dijo Ellen—. Después le envolveré el pelo con un
plástico y tiraré todos estos potingues.
Kaye asintió, aunque no sabía si su madre la estaba mirando. Afuera, en la
calle, había varios grupos pequeños de personas reunidas sobre el paisaje
nevado, cuyo aliento se elevaba en forma de espiral, como si fuera humo.
La luz de las farolas se reflejó en los mechones de una melena larga y
pálida, y, por un momento, antes de que una de esas figuras se girase, Kaye
pensó en Roiben. No era él, por supuesto, pero aun así tuvo que contenerse de
llamarlo a voces.
—Ya he terminado, cielo —dijo Ellen—. Mira a ver si encuentras otra
camiseta para este chico. Le he dejado la suya hecha un asco, aunque, de
todos modos, está demasiado flacucho como para llevar una prenda tan
holgada.
Kaye se dio la vuelta. Corny tenía el cuello rojo como un tomate.
—¡Lo estás avergonzando, mamá!
—Si esto fuera un programa de la tele, sería yo el que hiciera los cambios
de imagen —dijo Corny con tono adusto.
—Dios nos libre —repuso Ellen, mientras apagaba el cigarro en un plato.
Kaye rebuscó en las pilas de ropa hasta que encontró una camiseta de
color marrón oscuro con la silueta en negro de un hombre que cabalgaba un
conejo mientras empuñaba una lanza.
La sostuvo en alto para que Corny la inspeccionara. Soltó una risita
nerviosa.
—La veo un poco ceñida —dijo.
Ellen se encogió de hombros.
—La saqué de una firma de libros en un bar. Kelly no sé qué. ¿Chain?
¿Kelly Chain? Te quedará bien. Tus vaqueros son decentes y la cazadora
también, pero esas deportivas no pegan. Si te pones doble calcetín, podrías
utilizar las Converse de Trent. Creo que se dejó un par junto al armario.
Corny miró a Kaye. Unos chorretones de tinte negro se deslizaron por su
nuca y le mancharon el cuello de la camiseta.
—Voy a ir al baño un momento.

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Cuando empezó a correr el agua de la ducha, que inundó de vapor el
diminuto apartamento, Ellen se sentó en la cama.
—Ya que estamos, ¿por qué no me pintas los ojos? No soy capaz de
conseguir ese efecto humeante que haces tú.
Kaye sonrió.
—Por supuesto.
Ellen se recostó en la cama y Kaye se inclinó sobre ella para pintarle con
cuidado los párpados de un tono plateado y reluciente, después le sombreó y
contorneó las pestañas. Desde esa distancia, detectó el atisbo de unas patas de
gallo en las comisuras de los ojos de su madre, los poros dilatados de su nariz,
una ligera decoloración púrpura por debajo de las pestañas. Cuando le apartó
el pelo de la cara a Ellen, el brillo de unos mechones reveló aquellos puntos
donde el tinte rojo cubría unas canas. Kaye sintió un temblor en los dedos.
«Mortal. Esto es lo que significa ser mortal».
—Creo que ya está —dijo.
Ellen se incorporó y le dio un beso en la mejilla. Kaye percibió en su
aliento el olor del tabaco, del deterioro de los dientes, y un ligero aroma a
chicle azucarado.
—Gracias, nena. Me has salvado la vida.
«Voy a decírselo —se dijo Kaye—. Se lo diré esta noche».
Corny salió del baño envuelto en una ráfaga de vapor. Resultó extraño
verlo con ropa nueva y con el pelo más corto y oscuro. No debería haber
supuesto una diferencia tan grande, pero ese peinado acentuaba el brillo de
sus ojos, y la camiseta ceñida conseguía que no pareciera escuálido, sino
esbelto.
—Tienes buen aspecto —dijo Kaye.
Cohibido, Corny pellizcó el tejido de la camiseta y se frotó el cuello,
como si percibiera la mancha del tinte.
—¿Tú qué opinas? —preguntó Ellen.
Corny volvió a mirar hacia el baño, como si estuviera rememorando su
reflejo.
—Me siento como si me estuviera escondiendo bajo mi propia piel.

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No me sostiene el pan, el alba me desquicia,
busco el sonido líquido de tus pies en el día.
PABLO NERUDA, «SONETO XI».

E l trayecto en metro fue un suplicio. Kaye notó la presencia del hierro a


su alrededor, sintió el sofoco y la presión de su hedor, que la asfixiaba.
Se aferró a la barra de aluminio e intentó contener la respiración.
—Estás un poco pálida —dijo Corny, mientras subían por las escaleras de
hormigón que conducían a la calle.
Kaye sintió cómo su hechizo se iba disipando, debilitándose a cada
momento.
—¿Por qué no os vais a dar un paseo? —Ellen tenía los labios lustrosos a
causa del maquillaje y se había echado tanta laca en el pelo que ni siquiera la
brisa era capaz de moverlo—. Será un rollo vernos montar el equipo.
Kaye asintió.
—Y ya de paso, si descubro lo guay que es Nueva York, a lo mejor decido
mudarme aquí en lugar de morirme del asco en Jersey, ¿no?
Ellen sonrió.
—Sí, eso también.

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Kaye y Corny deambularon un poco por los aledaños del West Village.
Pasaron junto a varias tiendas de ropa que tenían sombreros con volantes y
pantalones cortos de cuadros en el escaparate, tiendas de discos diminutas que
anunciaban productos de importación y una tienda de lencería erótica con una
máscara de saco con una pelota de vinilo y orejas de gato, sobre un fondo de
terciopelo rojo y blanco. Cerca de una esquina, había un tipo con una
cazadora del ejército andrajosa que interpretaba villancicos con una flauta
nasal.
—Mira —dijo Corny—. Una cafetería. Podemos sentarnos un rato y
entrar en calor.
Subieron por las escaleras y atravesaron la puerta decorada con motivos
dorados.
El Café des Artistes se componía de una serie de estancias conectadas
entre sí por largos pasillos. Kaye pasó junto a la barra y atravesó el umbral de
una sala donde había una chimenea con la repisa cubierta de velas derretidas,
como si fuera un castillo de arena monstruoso erosionado por las olas.
Bañadas por la tenue luz de las lámparas de araña que colgaban del techo
negro de estaño, cuyo brillo se reflejaba en el cristal de los grabados antiguos
y los espejos chapados en oro, las salas ofrecían una atmósfera fresca y
sombría. Kaye suspiró al percibir un leve y reconfortante aroma a té y a café.
Se sentaron en unas butacas ornamentadas con un revestimiento dorado,
tan desgastadas que la moldura blanca de plástico asomaba en los
reposabrazos. Corny se puso a toquetear una espiral dorada y desprendió un
pedazo del revestimiento con la uña. Abstraída, Kaye abrió el cajón del
pequeño escritorio de color crema que tenía delante. En su interior, le
sorprendió encontrar una colección de papeles: notas, postales, cartas.
Una camarera se acercó y cerró el cajón. Tenía el pelo rubio por arriba y
las puntas negras.
—¿Qué os traigo?
Corny cogió una carta que había en mitad de la mesa y leyó varias cosas
en voz alta, como si las estuviera eligiendo al azar.
—Una tortilla con pimientos verdes, tomates y champiñones, una ración
de queso y una taza de café.
—Yo también quiero un café. —Kaye le quitó el papel de las manos y
pidió lo primero que vio—. Y una porción de tarta de limón.
—Qué dieta tan equilibrada —dijo Corny—. Azúcar y cafeína.
—Puede que traiga merengue —repuso Kaye—. Eso lleva huevos.
Proteína.

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Corny puso los ojos en blanco.
Cuando la camarera se marchó, Kaye volvió a abrir el cajón y se puso a
hurgar entre las postales.
—Mira estas.
Una caligrafía infantilizada describía un viaje a Italia: «No he podido
parar de pensar en la predicción de Lawrence acerca de que conocería a
alguien en Roma». Una tarjeta que tenía una taza garabateada a toda prisa en
una esquina contenía también estas palabras, escritas a lápiz y en mayúsculas:
«Escupí en mi café y luego lo intercambié con el novio de Laura para que
pudiera probar mi sabor». Kaye leyó esas frases en voz alta y luego preguntó:
—¿De dónde crees que las habrán sacado?
—¿De un mercadillo vecinal? —repuso Corny—. O puede que sean cartas
que no se llegaron a enviar. Por ejemplo, si quisieras dejar algo por escrito,
pero sin que lo leyera la persona a la que va dirigido. Y entonces lo dejas
aquí.
—Vamos a dejar algo —propuso Kaye. Rebuscó en su bolso y sacó dos
trozos de papel y un lápiz de ojos—. Ten cuidado. Es blando y se emborrona.
—¿Quieres que escriba un secreto o qué? Por ejemplo, ¿que siempre quise
tener de novio a un villano de los tebeos, y que después de Nephamael es
posible que no me conforme con un buen chico?
Una pareja de otra mesa alzó la cabeza, como si hubieran captado algunas
palabras sueltas, pero no las suficientes como para entender lo que quería
decir. Kaye puso los ojos en blanco.
—Ya, porque haberte liado con un sádico chiflado no ha sido escarmiento
suficiente, ¿verdad?
Sonriendo, Corny cogió el trozo de papel y escribió algo. Apretó tanto el
lápiz que quedaron unas letras gruesas y emborronadas. Después giró la hoja
hacia ella.
—Toma, porque sé que lo vas a leer de todas formas.
—Si no quieres, no lo leeré.
—Léelo y punto.
Kaye cogió el papel y vio estas palabras: «Haría lo que fuera para no ser
humano». Entonces tomó el lápiz de ojos y escribió su frase: «Le robé la vida
a otra persona». Lo giró hacia Corny, que guardó los dos papeles en el cajón,
sin decir nada. Luego llegó la camarera para traer los cubiertos, el café y la
nata. Kaye se afanó en que su café quedara lo más suave y dulce posible.
—¿Estás pensando en la prueba? —inquirió Corny.

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En realidad, estaba pensando en lo que había escrito él, pero lo que dijo
fue:
—Ojalá pudiera hablar con Roiben una vez más. Para que me dijera a la
cara que no me quiere. Me siento como si hubiera roto conmigo en un sueño.
—Podrías enviarle una carta o algo así, ¿no? Técnicamente, no contaría
como verlo.
—Claro —repuso Kaye—. Si no tuviera un sistema postal basado en
bellotas.
—Aún hay cosas que no entiendes sobre las costumbres feéricas. Todo lo
que ha sucedido…, quizá no signifique lo que tú crees.
Kaye negó con la cabeza para repeler esas palabras de Corny.
—Quizá sea bueno que nos hayamos separado. En lo que se refiere a la
vida de pareja, él siempre estaba ocupado trabajando. Dirigir una corte
maligna te roba mucho tiempo.
—Y es demasiado viejo para ti —añadió Corny.
—Y se pasa el día de morros. En plan emo —dijo ella.
—Y no tiene coche. ¿De qué sirve un novio mayor sin coche?
—Tiene el pelo más largo que yo —dijo Kaye.
—Y seguro que tarda aún más que tú en acicalarse.
—¡Oye! —Kaye le dio un puñetazo en el brazo—. Yo me arreglo rápido.
—Era por decir algo. —Corny sonrió—. En fin, no es fácil salir con
criaturas sobrenaturales. Aunque, como tú también lo eres, debería resultarte
más sencillo.
Al otro lado de la sala, tres tipos alzaron la cabeza frente a sus
capuchinos. Uno de ellos dijo algo y los otros dos se rieron.
—Se están rayando —susurró Kaye.
—Creerán que estamos desarrollando la trama de un libro friki —repuso
Corny—. O jugando al rol. Ya sabes, una de esas partidas de rol en vivo. —Se
cruzó de brazos—. Yo estoy usando mi habilidad de ofuscación y tú tienes
que invitarme a la cena.
Kaye se fijó en una chica que estaba encorvada sobre una mesa. Tenía el
pelo graso y apelmazado, con las puntas sumergidas en el café. Iba envuelta
en varias capas de abrigos, uno encima de otro, de tal modo que parecía como
si tuviera joroba. Cuando se dio cuenta de que Kaye la miraba, sostuvo un
trozo de papel entre dos dedos y lo metió en el cajón que tenía delante.
Después, con un guiño, apuró el café y se levantó para marcharse.
—Espera un momento —le dijo Kaye a Corny.

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Se levantó y se dirigió a la mesa. La chica ya se había ido, pero cuando
Kaye abrió el escritorio, el papel seguía allí: «La reina quiere conocerte. El
Arreglador conoce el camino. Llámale: 555-1327».

Corny y Kaye llegaron al club justo cuando empezaba a nevar otra vez. El
edificio tenía una fachada de ladrillo, empapelada con carteles que formaban
varias capas andrajosas, deterioradas por la lluvia y la suciedad. Corny no
reconoció a ninguna de las bandas que anunciaban.
En la puerta, una mujer vestida con vaqueros negros y un abrigo con
estampado de cebra cobraba los cinco dólares de la entrada a una pequeña fila
de parroquianos que tiritaban de frío.
—El carné —dijo, mientras se apartaba unas trencitas muy finas.
—Hoy actúa mi madre —repuso Kaye—. Estamos en la lista.
—Aun así, necesito ver el carné —insistió la mujer.
Kaye la miró fijamente y pareció que el aire formaba ondas a su
alrededor, como por efecto del calor.
—Pasad —dijo la mujer, medio grogui.
Corny alargó la mano para que le pusiera un sello pegajoso de una
calavera azulada y se encaminó hacia la puerta. El corazón le latía con fuerza
en el pecho.
—¿Qué le has hecho? —preguntó.
—Me encanta este olor —dijo Kaye, sonriendo.
Corny no supo si no había oído la pregunta o si sencillamente había
decidido no responderla.
—Tiene que ser una broma.
El interior del garito estaba pintado de negro. Hasta la cañería del techo
había sido pintada con espray mate, de manera que las paredes parecían
absorber toda la luz de la sala. Había un puñado de luces estroboscópicas de
muchos colores que apuntaban hacia la barra y el escenario, donde había una
banda berreando. Kaye gritó para hacerse oír a pesar de la música:
—No, en serio. Me encanta. Cerveza rancia, restos de tabaco y sudor. Me
arde la garganta, pero después del trayecto en coche y en metro, me da igual.

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—Me parece estupendo —repuso Corny, también a voces—. ¿Quieres ir a
saludar a tu madre?
—Mejor no. —Kaye puso los ojos en blanco—. No hay quien la aguante
cuando se están preparando. Le entra el miedo escénico.
—Está bien, vamos a pillar sitio —dijo Corny, que se abrió paso hasta una
mesa diminuta, iluminada con una vela eléctrica roja que parecía un farolillo
para cazar insectos.
Kaye fue a por algo de beber. Corny se sentó y observó a la
muchedumbre. Un chico asiático con la cabeza rapada y chaparreras de ante
con flecos le hizo señas a una chica que llevaba puesto un vestido de lana y
unas botas de cowboy con un estampado de tarántula. Cerca, había una mujer
con un abrigo de muaré que bailaba pegada a otra mujer que estaba apoyada
en una columna. Corny sintió una oleada repentina de entusiasmo. Estaba en
un auténtico local de Nueva York, un garito de moda que debería estarle
vetado según las reglas del frikismo.
Kaye regresó a la mesa justo cuando la otra banda despejaba el escenario
y aparecían Ellen, Trent y los otros dos miembros de Treacherous Iota.
Segundos después, la madre de Kaye estaba agachada, rasgando las
cuerdas de su guitarra. Kaye la observó fascinada, se le humedecieron los ojos
mientras masticaba una pajita de plástico.
La música no estaba mal: punk pop con letras sarcásticas. Aunque la
madre de Kaye no parecía esa mujer gris de mediana edad a la que Corny
había visto un par de horas antes. Esa Ellen tenía un aspecto fiero, como si
fuera a asomarse desde el escenario para devorar a todo el público
congregado a su alrededor. Aunque no tuvieran un parentesco biológico,
mientras berreaba la primera canción, Corny creyó ver mucho de Kaye en
ella.
Presenciar ese cambio le hizo sentir incómodo, sobre todo porque aún
tenía los dedos manchados por el tinte de su propia transformación. Echó un
vistazo por la sala.
Paseó la mirada sobre chicos guapos y chicas esbeltas como insectos,
hasta que atisbo a un tipo alto que estaba apoyado en la pared del fondo, con
una bandolera colgada de los hombros. Con solo mirarlo, se le erizó la piel de
los brazos. Los rasgos de aquel tipo eran demasiado perfectos como para ser
humanos.
Al observar su pose rígida y arrogante, Corny pensó que sería Roiben
hechizado, que habría venido a reconciliarse con Kaye. Pero su pelo tenía el

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color de la mantequilla, no de la sal, y la disposición de su mandíbula no se
parecía en nada a la de Roiben.
El tipo estaba mirando fijamente a Kaye; tanto que, cuando una chica con
coletas se paró delante de él, se desplazó hacia la izquierda para seguir
observándola. Corny se levantó sin pensarlo.
—Enseguida vuelvo —le dijo a Kaye, al ver su cara de extrañeza.
Mientras se encaminaba hacia aquel hombre, Corny no tenía claro qué iba
a hacer. El corazón le golpeaba las costillas con tanta fuerza como una pelota
de goma lanzada a toda velocidad, empezó a faltarle el aire. Aun así,
conforme se acercaba, nuevos indicios incrementaron sus sospechas. El tipo
tenía la mandíbula y los pómulos demasiado afilados. Sus ojos eran del color
de las campanillas silvestres. Era el feérico peor disfrazado que había visto.
En el escenario, Ellen aulló por el micrófono y el batería se puso a tocar
un solo.
—Disimulas fatal, ¿lo sabías? —gritó Corny entre ese estruendo rítmico.
El feérico entrecerró los ojos. Corny agachó la mirada hacia sus zapatillas
prestadas, tras recordar de repente que podía acabar hechizado.
—¿Y eso qué quiere decir? —El tipo tenía una voz suave. No dejaba
entrever la ira que se atisbaba en su rostro.
Corny apretó los dientes, reprimiendo el deseo de volver a mirar esos ojos
seductores.
—No pareces humano. Ni siquiera te expresas como tal.
Corny sintió el roce de una mano tersa y cálida en la mejilla. Pegó un
respingo.
—Me siento humano —dijo el feérico.
Sin pretenderlo, Corny se dejó llevar por esa caricia. El deseo prendió en
él, tan intenso que casi le dolía. Pero mientras se le cerraban los ojos, vio el
rostro de su hermana desapareciendo bajo el agua salada, la vio chillando y
tragando agua a montones mientras un hermoso kelpie convertido en humano
la arrastraba hasta el fondo. Se vio a sí mismo reptando por el suelo para
transportar un fruto pulposo y dejarlo a los pies de un caballero feérico que se
carcajeaba.
Abrió los ojos de golpe. Estaba tan furioso que le temblaban las manos.
—No coquetees —dijo Corny. No volvería a ser débil. Podía hacerlo.
El feérico lo observó con las cejas enarcadas y una sonrisa burlona.
—Seguro que quieres a Kaye —prosiguió—. Yo te la puedo conseguir.
El feérico frunció el ceño.
—¿Serías capaz de traicionar a alguien de tu especie tan fácilmente?

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—Ya sabes que ella no es de mi especie. —Corny lo agarró del brazo—.
Vamos. No sea que nos vea. Podemos hablar en el baño.
—¿Cómo dices?
—Tú tira y calla —repuso Corny mientras lo guiaba del brazo entre la
multitud.
Giró la cabeza para confirmar que Kaye seguía distraída con la actuación.
Sintió una descarga de adrenalina que estrechó su foco de atención; de pronto,
la rabia y el deseo resultaron indistinguibles. Entró en el baño. El cubículo y
los dos urinarios estaban libres. En una pared de color morado oscuro, al lado
de un letrero escrito a mano donde se prometía la decapitación de los
empleados que olvidaran lavarse las manos, había un estante cargado de papel
higiénico y productos de limpieza.
A Corny se le ocurrió una idea del todo inapropiada. Tenía que luchar, no
sonreír.
—La cuestión es que los jóvenes humanos no visten así —dijo—. Van
más desaliñados. Roiben siempre comete el mismo error.
El feérico frunció ligeramente los labios y Corny intentó mantener un
gesto impasible, como si hubiera pasado por alto ese indicio tan revelador.
—Mírate. Retoca tu hechizo para que tu ropa se parezca más a la que
llevo yo, ¿vale?
El feérico miró a Corny de arriba abajo.
—Repugnante —dijo, después se quitó la bandolera y la dejó apoyada en
la pared.
Corny cogió un bote de Raid del estante. Si Kaye ya no podía ni fumarse
siquiera un cigarro, los efectos de un insecticida concentrado deberían ser
impresionantes. No tardó en comprobarlo. Cuando el feérico se giró, le roció
de lleno con él en la cara.
El rubio se atragantó y cayo de rodillas. Se rompió el hechizo, revelando
una belleza atroz e inhumana. Corny se deleitó unos instantes al verlo
convulsionarse sobre el suelo mugriento, después sacó el cordón de una de
sus zapatillas y le ató las manos a la criatura por detrás de la espalda.
El feérico forcejeó mientras le apretaba los nudos, tratando de liberarse
entre tosidos. Corny alargó la mano hacia el bote de Raid y golpeó al feérico
con todas sus fuerzas.
—Te juro por Dios que volveré a rociarte con él, maldita sea —dijo Corny
—. En cantidad suficiente, esta mierda podría matarte.
El feérico se quedó quieto. Corny se sentó a horcajadas encima de él, con
el dedo preparado sobre la boquilla del bote de Raid. Vio su reflejo en el

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espejo, su pelo corto teñido de negro y sus prendas prestadas, lo patéticas que
eran. Seguía pareciendo dolorosa y decepcionantemente humano.
Notó la presión de unos dedos fuertes y esbeltos en las pantorrillas, pero
presionó la suela de su zapatilla sobre el cuello del feérico y se agazapó sobre
él.
—Ahora vas a contarme un puñado de cosas que siempre he querido
saber.
La criatura tragó saliva.
—Tu nombre —dijo Corny.
—Jamás —repuso con un destello en sus ojos azules.
Corny se encogió de hombros y apartó el pie del feérico. De repente, se
sentía incómodo.
—Está bien. Dime cómo puedo llamarte. Y no me vengas con estupideces
como «yo mismo». Conozco ese cuento.
—Adair.
Corny se detuvo a pensar en el papel que estaba en ese cajón.
—¿Eres el Arreglador? ¿Le dejaste una nota a Kaye?
El feérico pareció desconcertado, después negó con la cabeza.
—Él es humano, como tú.
—Está bien, Adair. Si tú no eres el Arreglador, ¿qué quieres de Kaye?
El feérico se quedó un buen rato en silencio. Corny le golpeó la sien con
el bote.
—¿Quién te dijo que vinieras aquí?
Adair se encogió de hombros y Corny volvió a golpearlo. Le salió sangre
de la boca.
—Silarial —resolló.
Corny asintió, satisfecho. Estaba jadeando, pero cada aliento semejaba
una carcajada.
—¿Por qué?
—Por la ninfa. Tengo que llevarla a la Corte Luminosa. Varios súbditos
de mi señora la están buscando.
Corny se sentó sobre el estómago de Adair y lo agarró por el pelo dorado.
—¿Porqué?
—La reina quiere hablar con ella. Nada más.
Un tipo con un corte de pelo en forma de cresta abrió la puerta, palideció
y volvió a cerrar con un portazo. El feérico se retorció en el suelo y trató de
incorporarse.

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—Cuéntame algo más —dijo Corny. Le temblaba el puño—. Dime cómo
proteger…
En ese momento, la puerta del baño se abrió de nuevo. Esta vez era Kaye.
—Corny, están… —dijo, entonces se fijó en la escena que tenía delante.
Parpadeó varias veces y tosió—. Esto no es lo que esperaba encontrarme.
—Lo envía Silarial —dijo Corny—. A buscarte.
—El de la barra va a llamar a la poli. Tenemos que largarnos.
—No podemos dejar que se vaya —protestó él.
—Está sangrando, Corny. —Kaye volvió a toser—. ¿Qué has hecho? Me
arden los pulmones.
Corny comenzó a incorporarse para explicárselo.
—Yo te maldigo. —El feérico se puso de costado y escupió un gargajo
rojizo sobre la mejilla de Corny. Se deslizó como si fuera una lágrima—. Que
todo cuanto toquen tus dedos se pudra.
Corny retrocedió, tambaleándose, y al hacerlo rozó la pared con la mano.
La porción de pintura que tocaron sus dedos se desprendió y descascarilló. Se
quedó quieto y se miró la palma de la mano: de repente, las líneas, los surcos
y los callos de siempre parecían formar un paisaje nuevo y horrible.
—¡Vamos! —Kaye lo agarró de la manga y tiró de él hacia la puerta.
El picaporte metálico perdió su lustre al sentir el roce de la piel de Corny.

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¿Qué es el infierno?
Es uno mismo, y es solitario.
T. S. ELIOT

U n fauno con las garras manchadas de sangre se inclinó para hacer una
profunda reverencia frente al trono de Roiben. Habían acudido, todos y
cada uno de sus vasallos, a presumir de su valía, a informarle de sus servicios
a la Corona, a ganarse su favor y la promesa de mejores encargos. Roiben
contempló la maraña que formaban y tuvo que reprimir el pánico. Se agarró a
los brazos del trono con tanta fuerza que la madera trenzada rechinó.
—En vuestro nombre —dijo la criatura—, he matado a siete de mis
camaradas y he guardado sus pezuñas. —Vació un saco con un traqueteo.
—¿Por qué? —preguntó Roiben, sin poder contenerse.
Clavó la vista en los huesos astillados y cercenados de los tobillos, en los
restos de sangre renegrida. Las juntas de argamasa del suelo de la sala de
audiencias estaban descoloridas, pero aquel obsequio renovó las manchas
rojizas.
El fauno se encogió de hombros. Tenía el pelaje de las patas cubierto por
una maraña de zarzas.

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—A lady Nicnevin le gustaba este obsequio. Yo solo quería congraciarme
con vos.
Roiben cerró los ojos con fuerza un instante, luego los volvió a abrir e
inspiró hondo, obligándose a permanecer impávido.
—Bien. Excelente.
Se giró hacia la siguiente criatura. Un feérico joven y delicado, con alas
negras como el alquitrán, le hizo una reverencia.
—Me alegra informaros de que he inducido a casi una docena de niños
mortales a precipitarse desde un tejado o a encontrar la muerte en una ciénaga
—dijo con voz suave y trémula.
—Entiendo —repuso Roiben, manteniendo una compostura forzada.
Por un momento, temió lo que pudiera llegar a hacer. Pensó en Kaye y en
lo que opinaría de todo aquello. Se la imaginó sobre el tejado de su casa,
ataviada con la camiseta y la ropa interior con las que se iba a la cama,
tambaleándose, aturdida.
—¿En mi nombre? Me parece que solo buscabas divertirte. Tal vez
deberías buscar algo más amenazante que unos niños a lo que atormentar,
ahora que ha comenzado la guerra.
—Como ordenéis, mi señor —dijo el feérico alado, con la mirada gacha y
el ceño fruncido.
Se acercó un pequeño gnomo jorobado. Con sus manos nudosas,
desenrolló un fardo hediondo y lo desplegó sobre el suelo.
—He matado a un millar de ratones, les corté la cola y he tejido con ellas
una alfombra. Os la ofrezco como tributo por vuestra magnificencia.
Por primera vez desde que tenía uso de razón, Roiben tuvo que morderse
el interior del carrillo para no reírse a carcajadas.
—¿Ratones? —Miró a su chambelán. Ruddles enarcó una ceja.
—Sí, ratones —confirmó el gnomo, henchido de orgullo.
—Una labor impresionante —añadió Roiben.
Los sirvientes enrollaron la alfombra mientras el gnomo se alejaba,
satisfecho de su labor.
Una silky inclinó la cabeza. Tenía un cuerpo diminuto, cubierto tan solo
por una capa de pelo verdoso y amarillo.
—He provocado que los viñedos contaminen los vinos, tornándolos
negros y ponzoñosos. Los caldos que produzcan endurecerán los corazones de
los humanos.
—Claro, porque sus corazones no están ya bastante endurecidos de
antemano… —Roiben frunció el ceño. Parecía el tipo de frase que diría un

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humano. No le hizo falta pensar mucho para saber de dónde la había sacado.
La silky no pareció captar el sarcasmo. Sonrió como si Roiben la estuviera
alabando.
Y fueron llegando más, en una comitiva de hazañas y obsequios, cada
cual más macabro que el anterior, ejecutados en nombre de Roiben, señor de
la Corte Oscura. Depositaron ante él todas esas piezas siniestras, tal y como
haría un gato con el pájaro al que por fin ha matado, cuando ya no le divierte
seguir jugando con él.
—En vuestro nombre —dijeron todos y cada uno.
En su nombre. Ese nombre que ningún ser vivo conocía en su totalidad,
excepto Kaye. Su nombre. Ahora que pertenecía a todos esos feéricos, para
conjurar y maldecir en su honor, se preguntó quién tendría el mayor derecho a
reclamarlo.
Roiben asentía y sonreía, con los dientes apretados. Solo después, en sus
aposentos, sentado en un taburete delante de aquella alfombra tejida con colas
de ratón, dio rienda suelta a su repulsión. Hacia todos los miembros de la
Corte Oscura, que cortaban, rajaban y destripaban todo cuanto tocaban. Hacia
sí mismo, sentado en el trono de una corte llena de monstruos.
Aún seguía contemplando los obsequios cuando se produjo un estrépito
terrible y atronador que hizo temblar las paredes. Le cayó encima una lluvia
de polvo que le produjo un escozor en los ojos. Una segunda sacudida
reverberó por toda la colina. Salió corriendo de la estancia, en dirección al
origen de aquel ruido, y se cruzó con Bluet por el pasillo. Estaba cubierta de
polvo y las largas puntas enroscadas de su cabello ocultaban en parte una
herida reciente que tenía en el hombro. Tenía los labios amoratados.
—¡Mi señor! —exclamó—. ¡Se ha producido un ataque!
Por un momento, Roiben se limitó a mirarla, incapaz de asimilarlo. Por
más que detestara a Silarial, le costaba aceptar que estuviera en guerra contra
aquellos a los que había querido, aquellos a los que seguía considerando su
gente. No podía aceptar que ellos hubieran asestado el primer golpe.
—Ve a que te curen —le dijo, aturdido, mientras avanzaba hacia el origen
de los gritos.
Varios feéricos pasaron corriendo junto a él, enmudecidos y cubiertos de
polvo. Uno de ellos, un duende, lo miró con ojos acuosos antes de alejarse
corriendo.
El gran salón estaba en llamas. El techo se había resquebrajado como un
huevo y faltaba una porción de un lateral. Bocanadas de humo negro y denso
se elevaban hacia el cielo estrellado, engullendo la nieve que caía. En el

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centro del anfiteatro había una camioneta —un tráiler—, cuyo armazón de
hierro estaba ardiendo. El chasis estaba deformado, la cabina aplastada por
pilas de tierra y roca, mientras unas llamas rojizas y doradas se elevaban hacia
el techo. Una riada de aceite y combustible ardiendo abrasaba todo cuanto
tocaba.
Roiben contempló la escena, perplejo. Allí, bajo los escombros, había
docenas y docenas de cuerpos: su heraldo, Thistledown; Widdersap, el mismo
que en una ocasión silbó a través de una brizna de hierba para hacer danzar a
una joven sirvienta; Snagill, el que pintó con esmero el techo del salón de
banquetes con tonos plateados. El gnomo que había tejido la alfombra de
colas de ratón rodaba entre el fuego, chillando.
Ellebere apartó a Roiben, justo cuando una lápida de granito cayó desde lo
alto y se resquebrajó sobre el suelo del salón.
—Debéis iros, mi señor —gritó.
—¿Dónde está Ruddles? —inquirió Roiben—. ¿Y Dulcamara?
—Ellos no importan. —Ellebere sujetó a Roiben con más fuerza—. El rey
sois vos.
Entre el humo, aparecieron varias figuras que remataban a los caídos y los
heridos.
—Pon a salvo a los feéricos de los pasillos. —Roiben retorció el brazo
para zafarse de él—. Llévalos a las ruinas de Kinnelon.
Ellebere titubeó.
Dos flechas surcaron la humareda pestilente y se clavaron en los restos de
la pared de arcilla. Eran dos astas de cristal que los caballeros luminosos
empleaban como flechas, tan finas que apenas resultaban visibles mientras te
perforaban el corazón.
—Como bien has dicho, el rey soy yo. ¡Obedece!
Roiben se abrió camino entre la asfixiante humareda, dejando atrás a
Ellebere. El mismo fauno que le trajo las pezuñas de sus compañeros estaba
intentando sacar a otro feérico de debajo de un montículo de tierra. Cerca de
allí yacía Cirillan, a quien le gustaban tanto las lágrimas que las conservaba
en unos frasquitos diminutos que abarrotaban su habitación. Su piel acuosa
estaba cubierta de sangre polvorienta y proyectiles plateados lanzados desde
las hondas de los cortesanos radiantes.
Ante los ojos de Roiben, el fauno resolló, arqueó el cuerpo y se desplomó.
Roiben empuñó su espada curva. Se había pasado la vida entera
batallando, pero nunca había visto nada como lo que estaba sucediendo a su
alrededor. La Corte Radiante jamás había combatido de un modo tan cruento.

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Se apartó justo antes de que las púas de un tridente dorado le alcanzaran
en el pecho. La guerrera luminosa atacó de nuevo, enseñando los dientes.
Roiben le clavó la espada en el muslo y su adversaria se tambaleó. Agarró
el tridente por la base y le rebanó el pescuezo de un solo tajo, rápido y
certero. La sangre le salpicó el rostro mientras la guerrera caía de rodillas,
llevándose las manos al cuello con un gesto de sorpresa.
Roiben no la conocía.
Dos humanos se acercaron corriendo hacia él por los flancos. Uno tenía
una pistola, pero Roiben le cortó la mano con que la empuñaba antes de que
tuviera ocasión de disparar. Al otro lo apuñaló en el pecho. Un joven humano
—de unos veinte años, con una camiseta de la universidad de Brookdale y el
cabello alborotado— se desplomó sobre la espada torcida de Roiben.
Por un momento, aquel joven le recordó a Kaye.
A Kaye. Muerta.
Se oyó un grito y, cuando se giró, Roiben vio caer una ráfaga de piñas
plateadas a escasos metros de donde se encontraba. Vio a Ruddles a través de
la humareda, le estaba arrancando un trozo de cara a un feérico luminoso de
un mordisco. Dulcamara despachó a otros dos con sus cuchillos. Uno de los
pajes de Roiben, Clotburr, arrojó un arpa ardiente sobre otro feérico.
Allí, en esa colina antaño majestuosa, cadáveres humanos seguían
empuñando sus armas de hierro con manos agarrotadas, mientras se
desplomaban junto a más de una docena de soldados oscuros inertes,
ataviados con armaduras relucientes. El fuego prendió los cuerpos, uno por
uno.
—Deprisa —dijo Dulcamara.
El humo negro y asfixiante se extendía por doquier. Roiben oyó el aullido
de unas sirenas a lo lejos. Por encima de ellos, los mortales acudieron a rociar
con agua la colina llameante.
Clotburr tosió, perdió fuelle, y Roiben lo levantó y lo apoyó sobre su
hombro.
—¿Cómo ha podido hacer esto Silarial? —preguntó Dulcamara, que
empuñaba su arma con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos.
Roiben negó con la cabeza. Había protocolos para las batallas feéricas. No
podía imaginarse a Silarial renegando del decoro, sobre todo cuando tenías
todas las de vencer. No obstante, ¿quién de los suyos se enteraría de lo que
había hecho aquel día? Solo aquellos a los que envió para comandar a los
mortales. Y la mayoría estaban muertos. No hace falta rendir cuentas ante los
muertos. Entonces comprendió que había entendido mal la pregunta de

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Dulcamara. Ella no quería saber cómo había podido ser tan maquiavélica; lo
que le desconcertaba era saber cómo lo había llevado a cabo.
—Mortales —dijo Roiben. Y ahora que se paraba a pensarlo, no pudo
evitar sentir asombro ante una estratagema tan terrible y extrema—. Los
feéricos de Silarial están hechizando a los humanos, en vez de hacer que se
lancen desde los tejados. Está creando tropas con ellos. Ahora sí que nos
superan por mucho en número. Estamos perdidos.
El peso del feérico cubierto de hollín con el que cargaba le hizo pensar en
los miembros de la Corte Nocturna, en todos aquellos a los que había jurado
gobernar. En todas esas vidas que había estado dispuesto a sacrificar, a
cambio de la muerte de Silarial. En ese momento, se preguntó qué habría
conseguido si hubiera hecho algo más que limitarse a resistir. A quién habría
podido salvar.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Ruddles se giró hacia él con el
ceño fruncido.
—¿Qué hacemos, mi rey?
Roiben experimentó el deseo de ganar esa guerra perdida de antemano.
Solo había conocido a dos regentes; majestuosas las dos, pero ninguna
buena. No sabía cómo ejercer de soberano ni cómo ganar esa guerra, salvo de
un modo: ser aún más despiadado que ellas. Pero, en ese momento, se
preguntó qué pasaría si pusiera toda su voluntad en averiguarlo.

Kaye condujo a Corny a empellones, a través de la gente congregada cerca de


la puerta del club; pasaron junto a la mujer que revisaba los carnés, que aún
parecía aturdida a causa del hechizo. Corny mantuvo las manos por encima de
la cabeza, como en señal de rendición, y cuando la gente se acercaba, se
estremecía. Siguieron caminando de esa forma durante varias manzanas, entre
personas abrigadas que arrastraban los pies sobre la nieve medio derretida.
Kaye observó cómo los tacones de las botas de piel de avestruz de una mujer
se hincaban en un montículo de nieve helada. La mujer se tambaleó.
Corny se giró hacia ella y bajó las manos, las dejó colgando frente a él.
Parecía un zombi acechando a su siguiente víctima.

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—Ya sé dónde —dijo Kaye, inspirando hondas bocanadas de aire cargado
de hierro.
Recorrió varias manzanas, seguida de Corny. Las calles eran un laberinto
de nombres y tiendas de alimentación, tan parecidas entre sí que era fácil
desorientarse. A pesar de todo, logró llegar hasta el Café des Artistes, y de ahí
hasta la tienda de lencería erótica.
Corny la miró sin comprender.
—Guantes —repuso Kaye con firmeza, mientras lo acompañaba al
interior.
Dentro de la tienda, llamada El pavo real irascible, el ambiente estaba
cargado por un olor a incienso de pachulí. De las paredes colgaban tangas y
corsés de cuero, cuyos broches y cremalleras metálicos centelleaban. Detrás
del mostrador había un tipo mayor con cara de aburrimiento, leyendo el
periódico. Ni siquiera se molestó en mirarlos.
Al fondo de la tienda, Kaye divisó las fustas, las correas y los látigos. Los
ojos huecos de las máscaras la observaban mientras se acercaba a un par de
guantes de goma que llegaban hasta el codo.
Los cogió, pagó al dependiente hastiado con cinco hojas hechizadas y
arrancó la etiqueta de plástico con los dientes.
Corny se situó al lado de una mesa de mármol con los dedos presionados
sobre una pila de panfletos que anunciaban una fiesta fetichista. El papel se
amarilleó en círculos crecientes, envejeciendo bajo sus manos. Pudriéndose.
Esbozó lentamente una sonrisa, como si le agradara ver ese proceso.
—Déjalo ya —le reprendió Kaye, mientras sostenía en alto los guantes.
Corny pegó un respingo y la miró como si no la reconociera. Permaneció
impávido mientras se ponía los guantes, después se miró los brazos envueltos
en látex con desconcierto.
De camino a la salida, el brillo de unas esposas cromadas con un forro de
visón llamó la atención de Kaye. Las cogió y deslizó el pulgar sobre la suave
funda. Años de tendencias cleptómanas la impulsaron a guardárselas en el
bolsillo antes de abrir la puerta.
—No puedo creer que agredieras a un tipo en el baño —dijo Kaye en
cuanto cruzaron a la otra acera.
—¿Qué? —Corny frunció el ceño—. Y yo no me puedo creer que acabes
de robar unas esposas con funda de piel, choriza. De todas formas, no era un
tipo cualquiera. Era un emisario de la Corte Luminosa. Era uno de ellos.
—¿Uno de ellos? ¿Un feérico? ¿Como yo?

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—Había venido a buscarte. Dijo que tenía que llevarte ante Silarial —
exclamó Corny, y ese nombre pareció reverberar por el frío aire nocturno.
—¿Y por eso has estado a punto de matarlo? —Kaye alzó la voz e incluso
a ella le resultó estridente.
—Siento darte malas noticias, pero Silarial te odia —replicó Corny con
brusquedad—. Fuiste tú la que le fastidió el plan para adueñarse de la Corte
Oscura. Además, te has estado tirando a su exnovio…
—¿Quieres parar ya con lo de…?
—Vale, lo sé. La prueba imposible. Oye, seguro que podría enumerar más
motivos por los que te odia, pero creo que ya has captado la idea. Quiera lo
que quiera Silarial, tenemos objetivos opuestos.
—¡Me dan igual ella y sus mensajeros! —gritó Kaye—. Me importas tú,
pero estás actuando de un modo absurdo.
Corny se encogió de hombros y le dio la espalda para mirar a través del
escaparate de una tienda, como si estuviera divisando algún otro lugar entre
las hileras de ropa. Después se sonrió a sí mismo desde el cristal.
—Lo que tú digas, Kaye. Tengo razón con Adair. Les encanta hacerle
daño a la gente. A gente como Janet.
Kaye se estremeció. El sentimiento de culpa por la muerte de su amiga era
tan reciente que esas palabras sonaron como una acusación.
—Oye, ya sé que…
Corny la interrumpió:
—Sea como sea, me ha maldecido, así que me he llevado mi merecido,
¿no? El universo está en equilibrio. Me lo he ganado yo solito.
—No quería decir eso —replicó Kaye—. Ni siquiera sé qué quería decir.
Estoy muerta de miedo. Todo se está yendo a la mierda.
—¿Tú estás muerta de miedo? ¡Todo lo que toco se pudre! ¿Cómo voy a
comer? ¿Cómo voy a hacerme pajas?
Kaye se rio, a su pesar.
—Sin olvidar que voy a tener que pasarme la vida vistiéndome con ropa
de sado cutre. —Corny alzó una mano enguantada.
—Menos mal que eso te pone a cien —bromeó Kaye.
Corny puso los ojos en blanco.
—Vale, está bien. Cometí una estupidez. Al menos, debería haber
averiguado qué quería Silarial.
Kaye negó con la cabeza.
—No importa. Volvamos a Brooklyn. A ver qué podemos hacer con tus
manos.

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Corny señaló hacia un teléfono público que estaba junto a la puerta de un
bar.
—¿Quieres que llame a tu madre al móvil? Podría decirle que nos han
echado del garito por ser menores. Miento que te mueres.
Kaye negó con la cabeza.
—¿Después de que zurrases a un tipo en el baño? Seguro que mi madre ya
sabe por qué nos han echado.
—Me estaba acosando —replicó Corny—. Tenía que proteger mi pureza.

Kaye entró con Corny en el apartamento de su madre y se dejó caer sobre la


cama. Él se tumbó a su lado con un quejido.
Mientras contemplaba el gotelé del techo, examinó los surcos y las
grietas, y apartó de su mente la maldición de Corny y la explicación que no
tenía para justificar su apresurada huida del concierto de su madre. En su
lugar, se puso a pensar en Roiben, plantado delante de la Corte Oscura al
completo, mientras los demás inclinaban la cabeza. Pero eso le hizo pensar en
todos los niños a los que habían arrancado de sus cunas, cochecitos y
columpios para reemplazarlos por otras criaturas, o algo peor. Se imaginó los
esbeltos dedos de Roiben enroscados alrededor unas extremidades batientes y
sonrosadas. Cuando giró la cabeza hacia la cama, lo que vio fueron los dedos
de Corny, enfundados en una capa de látex.
—Vamos a arreglar la situación —dijo Kaye.
—¿Y cómo vamos a hacerlo, si se puede saber? —inquirió Corny—. No
es que dude de ti, pero…
—A lo mejor podría quitarte la maldición. Tengo poderes mágicos, ¿no?
—¿Crees que es posible? —Corny se incorporó.
—No lo sé. Voy a disipar mi hechizo para poder usar todas mis fuerzas
contigo.
Se concentró, imaginó que su disfraz se deshacía como un manto de
telarañas. Sus sentidos se agudizaron. Pudo oler los costrones de comida
calcinada en los fogones de la cocina, el humo de los coches, el moho en el
interior de las paredes e incluso la nieve mugrienta que habían extendido por

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el suelo al entrar. Y percibió el hierro, más intenso que antes, desgastando el
contorno de su poder, con tanta claridad como notaba el roce de sus alas sobre
los hombros.
—Está bien —dijo, rodando hacia él—. Quítate un guante.
Corny obedeció y extendió la mano hacia ella. Kaye intentó visualizar su
magia tal y como le habían explicado, como una bola de energía que crepitaba
entre las palmas de sus manos. Se concentró en expandirla, a pesar del
ambiente impregnado de hierro. Cuando la proyectó sobre las manos de
Corny, sintió un escozor en la piel, como si hubiera tocado una ortiga. Podría
cambiar la forma de sus dedos, pero no podía anular la maldición.
—No sé lo que estoy haciendo —dijo al fin, impotente. Perdió la
concentración y la energía se disipó. Aquel intento la había dejado agotada.
—Tranquila. He oído hablar de un tipo que rompe hechizos. Un humano.
—¿En serio? ¿Dónde has oído hablar de él? —Kaye se puso a hurgar en
su bolsillo.
Corny miró para otro lado, hacia la ventana.
—Lo he olvidado.
—¿Recuerdas el papel que me dio esa chica? ¿Sobre el Arreglador? Es un
punto de partida. Yo diría que un arreglo es justo lo que necesitamos.
Corny bostezó y volvió a ponerse el guante.
—Fijo que tu madre nos hará dormir en el suelo, ¿verdad?
Kaye se giró hacia él, presionó el rostro sobre su hombro. Su camiseta olía
a insecticida. Se preguntó qué querría el feérico que lo había maldecido.
También se preguntó por la otra Kaye, que seguía atrapada en la Corte
Luminosa.
—¿Crees que debería decírselo a mi madre? —murmuró muy bajito.
—¿El qué? ¿Que queremos la cama?
—Que nos cambiaron al nacer. Que raptaron a su hija.
—¿Por qué querrías hacer eso? —Corny levantó el brazo y Kaye se
acurrucó por debajo, apoyando la cabeza sobre su pecho.
—Porque esto no es real. Este no es mi sitio.
—¿Y cuál es tu sitio, entonces? —preguntó Corny.
Kaye se encogió de hombros.
—No lo sé. No soy ni lo uno ni lo otro. ¿Qué me queda?
—Ser todo lo contrario, por ejemplo —repuso Corny.
—Bueno, siempre me gusta llevar la contraria.
Se oyó el traqueteo de una llave en la puerta. Kaye se incorporó de golpe
y Corny la agarró del brazo.

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—Está bien, díselo.
Kaye se apresuró a negar con la cabeza. La puerta se abrió y Ellen entró
en la estancia, tenía los hombros cubiertos por una capa de nieve recién caída.
Kaye avivó los rescoldos de su hechizo para parecer humana, pero el
resultado fue irregular. La magia y el hierro le habían consumido más
energías de las que pensaba.
—No está funcionando —susurró—. No puedo volver a cambiar.
Corny pareció asustado.
—Escóndete.
—Me han dicho que os metisteis en un lío, ¿no? —Ellen se rio mientras
depositaba la funda de su guitarra sobre la mesa de la cocina, que estaba
cubierta de papeles. Se quitó el abrigo y lo tiró al suelo.
Kaye le dio la espalda, ocultando su rostro bajo su pelo. No sabía hasta
qué punto habría hecho efecto el hechizo, pero al menos ya no sentía las alas.
—Me estaba acosando —dijo Corny.
Ellen enarcó las cejas.
—Deberías aprender a tomarte mejor los cumplidos.
—La cosa se salió de madre —dijo Kaye—. Ese tipo era un cretino.
Ellen se acercó a la cama, se sentó y empezó a quitarse las botas.
—Al menos me alegro de que no acabarais heridos, justicieros. ¿Qué te ha
pasado, Kaye? Parece como si te hubieran lanzado un tarro de tinte verde. ¿Y
por qué escondes la cara?
Kaye inspiró tan fuerte que se sintió mareada. Se le revolvió el estómago.
—Creo que voy a bajar a la tienda de la esquina —dijo Corny—. Me ha
entrado antojo de gusanitos. ¿Queréis algo?
—Algún refresco sin azúcar —respondió Ellen—. Coge dinero del
bolsillo de mi abrigo.
—¿Kaye? —preguntó Corny.
Ella negó con la cabeza.
—Está bien, enseguida vuelvo —añadió Corny.
Por el rabillo del ojo, Kaye captó la mirada que le lanzó mientras abría la
puerta.
—Tengo que contarte una cosa —le dijo a Ellen, sin girarse.
Oyó cómo su madre trasteaba entre los muebles de la cocina.
—Yo también quiero contarte algo. Ya sé que te prometí que nos
quedaríamos en Jersey, pero no fui capaz. Mi madre… me saca de mis
casillas, ya lo sabes. Me dolió cuando decidiste quedarte.
—Yo… —repuso Kaye, pero Ellen la interrumpió.

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—No —dijo—. Me alegro. En el fondo, siempre pensé que mientras tú
fueras feliz, significaría que yo era una madre aceptable, por más extrañas que
fueran nuestras vidas. Pero no eras feliz, ¿verdad? Vale, lo de Jersey no salió
bien, pero las cosas serán distintas en Nueva York. Este piso es mío, no es de
ningún novio. Y trabajo de camarera, no solo actuando en garitos. Me estoy
enderezando. Quiero otra oportunidad.
—Mamá. —Kaye se giró a medias—. Creo que deberías oír lo que tengo
decir antes de continuar.
—¿Sobre lo de esta noche? —preguntó Ellen—. Ya sabía yo que había
algo más. Vosotros jamás agrediríais a un tipo sin moti…
Kaye la interrumpió:
—Es sobre algo que pasó hace mucho tiempo.
Ellen sacó un cigarro de un paquete que había encima de la mesa. Lo
encendió en el fogón. Cuando se giró, achicó los ojos, como si acabara de
advertir el tono de piel de Kaye.
—¿Y bien? Desembucha.
Kaye inspiró hondo. Sintió como si el corazón le palpitara en el cerebro y
no en el pecho.
—No soy humana.
—¿Qué se supone que significa eso? —Ellen frunció el ceño.
—Tu verdadera hija desapareció hace mucho tiempo. Cuando era muy
pequeña. Cuando las dos lo éramos. Nos intercambiaron.
—¿Quién os intercambió?
—Existen unos seres…, unos seres sobrenaturales que andan sueltos por
el mundo. Algunos los llaman feéricos, otros los llaman monstruos, demonios
o cosas así, pero existen. Cuando los… feéricos se llevaron a tu verdadera
hija, me dejaron a mí en su lugar.
Ellen la miró fijamente, la ceniza de su cigarro se alargó tanto que se
precipitó sobre el reverso de su mano.
—Eso es una memez como un templo. Mírame, Kaye.
—No me enteré hasta octubre. Quizá debería haberlo deducido. Había
indicios. —Mientras hablaba, Kaye notó un escozor en los ojos, sintió como
si tuviera la garganta en carne viva—. Pero no tenía ni idea.
—Déjalo ya. Esto no tiene ninguna gracia.
El tono de voz de Ellen alternaba entre el fastidio y un pavor auténtico.
—Puedo demostrarlo. —Kaye se dirigió a la cocina—. ¡Lutie-loo! Sal.
Deja que te vea.

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La pequeña feérica bajó volando del frigorífico y se posó sobre el hombro
de Kaye, aferrándose a un mechón de cabello con sus manitas.
—Estoy aburrida y aquí huele que apesta —protestó Lutie—. Tendrías
que haberme llevado contigo a la fiesta. ¿Y si te hubieras emborrachado y te
hubieras caído otra vez?
—Kaye —dijo Ellen con voz trémula—. ¿Qué es esa cosa?
—¡Qué grosera! —bufó Lutie—. Te enredaré el pelo y te agriaré la leche.
—Es la prueba de lo que digo. Para que me escuches. Para que me creas.
—Sea lo que sea —repuso Ellen—, no te pareces en nada a ella.
Kaye inspiró hondo y anuló los restos que quedaban del hechizo. No pudo
verse la cara, pero sabía lo que estaba viendo Ellen. Unos ojos negros y
lustrosos como un charco de aceite, una piel verde como una mancha de
césped. Pudo verse las manos, entrelazadas por delante de su cuerpo, con esos
dedos tan largos y esa articulación adicional que hacía que parecieran
flexionados incluso cuando estaban en reposo.
A su madre se le cayó el cigarro de la mano. Quemó el suelo de linóleo en
el punto donde aterrizó, los bordes de aquel cráter de plástico derretido
centellearon, el centro era negro como la ceniza. Negro como los ojos de
Kaye.
—No —dijo Ellen, negando con la cabeza, al tiempo que se alejaba de
Kaye.
—Soy yo —dijo ella. Tenía las extremidades frías, como si toda la sangre
del cuerpo se le hubiera agolpado en el rostro—. Este es mi verdadero
aspecto.
—No lo entiendo. No entiendo lo que eres. ¿Dónde está mi hija?
Kaye había leído sobre los niños cambiados al nacer, sobre la forma que
tenían las madres de recuperar a sus hijos. Calentaban atizadores de hierro,
arrojaban a los bebés feéricos al fuego.
—Está en Faerieland —dijo—. La he visto. Pero me conoces. Sigo siendo
yo. No quiero asustarte. Ahora que me estás escuchando, puedo explicártelo.
Podemos recuperarla.
—¿Me robaste a mi hija y ahora quieres ayudarme? —inquirió Ellen.
En las fotos, Kaye aparecía como una criaturita delgaducha de ojos
negros. Se acordó de eso. De sus dedos huesudos. Comiendo. Siempre
comiendo. ¿Habría sospechado algo Ellen? ¿Se lo habría dicho ese instinto
maternal del que nadie más se habría fiado?
—Mamá…

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Kaye avanzó hacia su madre, alargando una mano, pero se detuvo al ver la
cara que puso. De sus labios escapó una carcajada nerviosa.
—No te rías —gritó su madre—. ¿Crees que tiene gracia?
Se supone que una madre conoce hasta el último centímetro de su bebé: el
dulce olor de su carne, hasta el último padrastro de sus dedos, el número de
remolinos que tiene en el pelo. ¿Ellen se habría sentido asqueada y
avergonzada por haber experimentado esa repulsión?
¿Habría apilado esos libros, a modo de asiento, con la esperanza de que
Kaye se cayera? ¿Por eso se le olvidaba llenar la nevera? ¿Por eso la dejaba
sola con desconocidos? ¿Su madre la habría sometido a todos esos pequeños
castigos debido a algo tan insólito que era imposible admitirlo?
—¿Qué demonios hiciste con mi hija? —gritó Ellen.
La risa nerviosa no cesaba. Fue como si el horror y el absurdo de la
escena tuvieran que canalizarse de algún modo, y la única vía fuera a través
de la boca de Kaye.
Ellen la abofeteó. Por un momento, Kaye se quedó muda, después siguió
riéndose a carcajadas. Las risas emergían de su cuerpo como si fueran
chillidos, como si fueran los últimos restos calcinados de su humanidad.
En el cristal de la ventana, Kaye pudo ver sus alas, ligeramente inclinadas,
que relucían a lo largo de su espalda.
Las batió dos veces y saltó sobre la encimera. La luz fluorescente profirió
un zumbido sobre su cabeza. La rejilla amarilleada estaba manchada con los
restos renegridos de las alas de una docena de polillas.
Ellen, sobresaltada, volvió a retroceder, pegó la espalda a los armarios de
la cocina.
Kaye la miró desde lo alto, notó cómo su boca se ensanchaba para formar
una sonrisa atroz.
—Te traeré de vuelta a tu verdadera hija —dijo con una voz imbuida de
una euforia amarga.
Sintió alivio al saber por fin lo que tenía que hacer Al admitir por fin que
no era humana.
Por los menos, esa prueba sí se sentía capaz de superarla.

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Os despojaron de todo: los vestidos blancos, las alas, la certeza de
vuestra existencia.
CZESŁAW MIŁOSZ, «SOBRE LOS ÁNGELES».

C orny tiritaba sobre los escalones del edificio de apartamentos. El frío del
cemento se filtraba a través del fino tejido de sus vaqueros, mientras el
pelo se le cubría de copos de nieve congelados. El café que había comprado
en el súper sabía a rayos, pero se obligó a dar otro trago para entrar en calor.
Trató de ignorar las grietas diminutas que habían empezado a formarse en las
yemas de sus guantes de látex.
Tampoco quería pensar demasiado en el alivio que sintió cuando Kaye no
pudo anular la maldición. Al principio se sintió mal, como si fuera él quien se
pudría y no las cosas que tocaba. Pero no era él quien se marchitaba.
Era todo lo demás. Se imaginó todas las cosas que odiaba, todas esas
cosas que podría destruir, y apretó el vaso de cartón tan fuerte que lo dobló y
se salpicó la pierna con el café.
Kaye atravesó la puerta principal con tanto ímpetu que estuvo a punto de
estrellarla contra el lateral del edificio. Lutie revoloteaba a su lado, se elevó a
toda prisa para guarecerse en el aire.
Corny se levantó por acto reflejo.

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Kaye comenzó a pasearse sobre las escaleras.
—Mi madre me odia. Debí haberlo imaginado.
—Bueno, en ese caso, no le llevaré el refresco —dijo Corny, que abrió la
lata y probó un sorbo. Luego puso una mueca—. Puaj. Le falta azúcar.
Kaye no sonrió siquiera. Se envolvió en su abrigo morado.
—Voy a traer de vuelta a la otra Kaye. Volveré a intercambiarnos.
—Pero… Kaye —Corny intentó encontrar las palabras—. Tú eres su hija,
y la otra chica… ni siquiera conoce a Ellen. Y ella tampoco la conoce.
—Ya —repuso Kaye con voz hueca—. Puede que al principio resulte
incómodo, pero ya se apañarán.
—No es tan sencillo… —replicó él.
—Sí que lo es —lo interrumpió Kaye—. Llamaré al número que está
apuntado en ese papel e iré a ver a la reina. Si quiere algo de mí, tendré una
oportunidad para recuperar a la otra Kaye.
—Ya, claro. Fijo que te entrega a la Chibi-Kaye a cambio de tu cabeza
cortada en una bandeja —dijo Corny, frunciendo el ceño.
—¿Chibi-Kaye? —No supo si reírse o pegarle un puñetazo.
Corny se encogió de hombros.
—Ya sabes, como en esos mangas donde dibujan una versión pequeñita y
más mona de un personaje.
—¡Ya sé lo que significa chibi! —Kaye rebuscó en su bolsillo—. Dame tu
móvil un momento.
Corny le sostuvo la mirada.
—Sabes que iré contigo, ¿verdad?
—Yo no… —replicó Kaye.
—Puedo arreglármelas —insistió Corny, antes de que pudiera terminar la
frase—. Solo porque sea una estupidez, no quiere decir que tengas que
hacerlo sola. Y no necesito tu protección.
—¡Y yo no quiero joderte la vida todavía más!
—Oye —repuso Corny—, antes has dicho que ese tal Arreglador podría
saber algo sobre mi maldición. En cualquier caso, le habríamos llamado y yo
te habría acompañado.
—Vale, vale, está bien. ¿El móvil?
—Deja que llame yo —dijo Corny, extendiendo una mano.
Kaye suspiró, dándose por vencida. Le entregó el papel.
—De acuerdo.
Corny marcó el número, aunque necesitó varios intentos por culpa de esos
guantes tan gruesos. El teléfono dio un tono y una voz robótica dijo: «Pulse

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almohadilla y marque el número».
—Es un busca —dijo Corny al ver el gesto inquisitivo de Kaye—. Sí, no
hay duda de que tu guía por la Corte Luminosa es un camello.
Lutie se posó sobre el hombro de Kaye y agarró un mechón de pelo verde,
después envolvió su cuerpo diminuto con él, como si fuera una capa.
—Uf, qué fresquito hace —dijo.
—Vamos hacia tu coche. En lo que llegamos allí, puede que nos devuelva
la llamada.
Corny se bajó de los escalones con un brinco.
—Si no, siempre podemos dormir en el asiento de atrás arropados con
envoltorios de comida rápida, como en ese cuento de dos hermanos que van a
un bosque y…
—Lutie —lo interrumpió Kaye—. Tú no puedes venir. Tienes que echarle
un ojo a mi madre. Por favor. Para asegurarte de que está bien.
—Pero allí huele mal y me aburro.
—Por favor, Lutie. El sitio al que vamos… podría ser peligroso.
La pequeña feérica alzó el vuelo. Entre sus alas y su cabello blanco como
la nata montada, parecía un puñado de nieve arrojado por alguien.
—El hierro me sienta fatal, pero me quedaré. Por ti. Por ti. —Señaló a
Kaye con un dedo diminuto como un mondadientes y se elevó hacia la
ventana del apartamento.
—Vendremos a buscarte en cuanto podamos —exclamó Corny, pero en el
fondo se sintió aliviado. A veces, resultaba agotador no quedarse mirando
fijamente sus delicadas manos, o esos ojillos negros que parecían los de un
pájaro. No había nada humano en ella.
Mientras cruzaban la calle, a Corny le sonó el móvil.
—¿Diga? —respondió a la llamada.
—¿Qué quieres? —Era la voz de un joven, susurrante y malhumorada—.
¿Quién te ha dado este número?
—Lo siento. A lo mejor he marcado mal. —Miró a Kaye con los ojos muy
abiertos—. Estamos buscando al… al… al Arreglador.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea y Corny torció el gesto por lo
absurda que había sonado esa frase.
—Aún no me has dicho qué quieres —dijo el joven.
—Mi amiga recibió una nota. Decía que tú podías ayudarla a ver a la
reina.
—Está bien.
—Oye, entonces, ¿tú eres el Arreglador? —insistió Corny.

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—Pregúntale por la maldición —repuso Kaye con un gesto de
impaciencia.
—Sí, soy yo. —Lo dijo de tal modo que a Corny no le quedó claro si le
estaba ofreciendo sus servicios o no—. Y sí, se supone que tengo que
acompañar a una chica hacia el norte. Dile que venga a verme por la mañana
y saldremos. ¿Tienes para apuntar?
—Espera. —Corny se puso a buscar algo con lo que escribir. Kaye se
hurgó en los bolsillos y encontró un rotulador. Corny lo cogió y le agarró
también el brazo—. Vale, dime.
El joven les dio su dirección. Riverside Drive, en el Upper West Side.
Corny lo anotó todo sobre la piel de Kaye.
—Quiero salir ya —dijo ella—. Díselo. Esta misma noche.
—Mi amiga quiere salir esta noche —repitió Corny a través del móvil.
—¿Está mal de la cabeza? —inquirió el joven—. Son las dos de la
madrugada.
Kaye le quitó el móvil de las manos.
—Solo necesitamos indicaciones.
—Ajá —añadió—. Vale. —Colgó—. Quiere que vayamos a la dirección
que te ha dado.
Corny se preguntó qué habría percibido en la voz de Kaye que lo
convenció tan rápido.

Corny aparcó en una zona de estacionamiento regulado, suponiendo que


podría mover el coche más tarde. Más allá del parque, el río centelleaba con
el reflejo las luces de la ciudad. Kaye inspiró hondo mientras se apeaba y
Corny vio cómo un color humano se extendía por sus mejillas verdes.
Recorrieron la calle de un lado a otro, revisando los números hasta que
llegaron a un edificio bajo con una puerta negra y lustrosa.
—Este no puede ser el sitio, ¿verdad? —preguntó Corny—. Es muy
bonito. Demasiado.
—La dirección es correcta. —Kaye sostuvo el brazo en alto para
enseñarle lo que había escrito.

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Una mujer con el pelo encrespado y los ojos enrojecidos salió al rellano,
dejando que la puerta se cerrase a su paso. Corny se echó a un lado y la sujetó
antes de que se cerrase del todo. Mientras la mujer bajaba por las escaleras, a
Corny le pareció ver que llevaba un fardo de ramitas en los brazos.
Kaye siguió ese fardo con la mirada.
—Quizá deberíamos meditarlo un poco más —dijo Corny.
Kaye llamó al timbre.
Poco después, abrió la puerta un joven de piel oscura con unas gruesas
trenzas de espiga. Tenía un ojo empañado, la parte inferior de la pupila estaba
cubierta por un velo lechoso. Llevaba varias tachuelas metálicas en la ceja y
tenía una cicatriz blanquecina en el labio inferior que parecía indicar que en
algún momento alguien le había arrancado un pendiente de la boca, aunque ya
había uno nuevo y reluciente ocupando su lugar.
—¿Eres miembro de la Corte Luminosa? —preguntó Corny con
incredulidad.
El chico negó con la cabeza.
—Soy tan humano como tú. Pero ella, en cambio… —Miró a Kaye—. La
reina no dijo nada sobre una ninfa. No permito que entren feéricos en mi casa.
Corny miró a Kaye. A sus ojos, parecía hechizada: sus alas habían
desaparecido, tenía la piel sonrosada y unos ojos castaños normales y
corrientes. Volvió a mirar al chico del umbral.
—¿Y qué dijo Silarial, exactamente? —inquirió Kaye.
—El mensajero me dijo que te ponías un poco nervioso entre los feéricos
—repuso el otro, mientras miraba a Corny—. Dijo que quizá te sentirías más
a gusto conmigo.
Kaye le hincó un dedo a su amigo en el costado y él puso cara de fastidio.
No quería que lo considerasen un miedica.
—Se supone que debo decirte que lady Silarial te invita a visitar su corte.
—El chico se puso a juguetear con el pendiente del labio—. Quiere que
reflexiones sobre tu papel en la guerra que se avecina.
—Ya he oído suficiente —dijo Corny—. Larguémonos de aquí.
—No —repuso Kaye—. Espera.
—La reina sabía que tendríais dudas. —El chico sonrió.
—Déjame adivinar —lo interrumpió Corny—. Durante un tiempo
limitado, la reina ofrece una suscripción gratuita a una revista con cada visita
forzosa a Faerieland. Puedes elegir entre Nixes semidesnudas y El rincón del
kelpie.
El chico soltó una carcajada. No se esperaba un comentario así.

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—Claro. Pero no solo eso. También os ofrece su protección mientras dure
el viaje. Será la historia de una ida y una vuelta.
Corny se preguntó si aquel chico acababa de hacer una referencia a
Tolkien. No tenía pinta de que le gustaran esas cosas.
—Yo te he visto antes. —Kaye achicó los ojos—. En la Corte Nocturna.
La sonrisa desapareció del rostro del joven.
—Solo estuve allí una vez.
—Con una chica —añadió Kaye—. Se batió en duelo con alguien de la
corte de Roiben. No creo que me recuerdes.
—¿Eres miembro de la Corte Nocturna? —inquirió el chico de las trenzas.
Después miró a Corny y entrecerró los ojos.
Corny se repitió que le daba igual lo que ese tipo pensara de cualquiera de
ellos.
—Más o menos —respondió Kaye, encogiéndose de hombros.
El chico chasqueó la lengua.
—No es un lugar agradable.
—Ya, ¿y la Corte Radiante está llena de azúcar y especias y allí todo es de
color de rosa? —inquirió Kaye.
—Touché. —El chico metió las manos en los bolsillos de su abrigo, que le
quedaba grande—. A ver, la reina quiere que os lleve ante ella y yo no tengo
otra opción que hacerle de recadero. Pero, aun así, tendréis que volver por la
mañana. Va a venir una persona muy temprano y tengo que ocuparme de ella
antes de salir.
—Imposible —repuso Corny—. No tenemos dónde dormir.
—No puedo dejar que se quede aquí —replicó el chico de las trenzas,
mirando a Kaye—. Hago encargos para la gente…, gente humana. Si ven a
una feérica y a su chico merodeando por mi casa, dejarán de fiarse de mí.
—En ese caso, imagino que no sabrán que eres el recadero de Silarial —
dijo Corny—. Porque entonces no se fiarían ni un pelo de ti.
—Hago lo que tengo que hacer —replicó—. No como tú, un lacayo
insignificante de la Corte Nocturna. ¿Te molesta cuando torturan humanos o
te gusta mirar?
Corny le pegó un empujón en un arrebato de ira que le sorprendió incluso
a él.
—No sabes nada sobre mí.
El chico soltó una carcajada breve y brusca mientras se tambaleaba hacia
atrás. Corny pensó en sus manos, letales al otro lado de esos guantes. Estaba
decidido a borrarle esa sonrisa de la cara, pero Kaye se interpuso entre ellos.

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—Entonces, si disipara mi hechizo y me sentara en la escalera de la
entrada, ¿supondría un problema?
—No harías eso. El hechizo te protege a ti mucho más que a mí.
—¿Tú crees? —inquirió Kaye.
Una ninfa. Ese chico sabía desde el principio que Kaye no solo era
feérica, sino también de qué tipo. Corny pensó en el gnomo al que capturó y
en lo que le dijo: «Hay un joven con visión extrasensorial. En la gran ciudad
del hierro y los exiliados, situada al norte. Ha estado deshaciendo maldiciones
entre los mortales». Ese chico tenía visión extrasensorial. No sabía si Kaye
tenía activo el hechizo o no.
Se giró hacia Kaye y abrió los ojos un poco más de la cuenta, con un gesto
que esperó que pareciera de sorpresa. Después volvió a girarse hacia el chico
de las trenzas y sonrió.
—Buf, parece que lo decía en serio. No logro acostumbrarme a sus alas y
a su piel verde. Qué yuyu. En fin, supongo que nos quedaremos por aquí. No
tenemos a dónde ir. Pero no te preocupes: si viene alguien a buscarte, le
diremos que saldrás enseguida… En cuanto termines de ayudar a un puka a
encontrar sus llaves.
El chico de las trenzas frunció el ceño. Corny le apoyó una mano
enguantada en el brazo a Kaye, instándola a que le siguiera la corriente. Ella
lo miró de reojo y encogió sus esbeltos hombros.
—Al menos, sabrás dónde encontrarnos por la mañana —dijo.
—Vale —dijo el joven, alzando las manos—. Pasad.
—Gracias —repuso Corny—. Por cierto, esta es Kaye. No es «la ninfa» ni
«mi señora de la Corte Nocturna» ni nada parecido. Yo soy… —Hizo una
pausa—. Neil. Cornelius. La gente me llama Neil.
Kaye se lo quedó mirando y, durante un horrible instante, Corny creyó
que iba a echarse a reír. No quería que ese chico le llamara «Corny», como si
fuera «el rey de los memos», como si su propio nombre anunciara lo pringado
que era.
—Yo soy Luis —dijo el chico de las trenzas, ajeno a esas preocupaciones,
mientras abría la puerta—. Vivo aquí de okupa.
—¿Vives de okupa? —preguntó Kaye—. ¿En el Upper West Side?
En el interior, las paredes de yeso estaban agrietadas y varios restos
desmigajados cubrían los arañados suelos de madera. El techo estaba repleto
de círculos oscuros de humedad, y en un rincón asomaba una maraña de
cables del interior de la estructura. Corny expulsaba nubecitas de vaho por la
boca, como si siguieran en la calle.

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—Es más señorial que una caravana —dijo—. Pero está hecho una
pocilga.
—¿Cómo encontraste este lugar? —preguntó Kaye.
Luis la miró y dijo:
—¿Te acuerdas de esa feérica con la que mi amiga Val se batió en duelo
en la Corte Oscura?
—Sí, Mabry —asintió Kaye—. Tenía pezuñas de cabra. Intentó matar a
Roiben. Tu amiga la mató.
—Esta casa era suya. —Luis suspiró y volvió a girarse hacia ella—. Oíd,
no quiero que habléis con mi hermano. Los feéricos lo dejaron hecho polvo.
Dejadle en paz.
—Vale —repuso Corny.
Luis los condujo hasta un salón amueblado con cartones de leche puestos
del revés y sofás desgarrados. Un chico negro y muy flaco, con unas rastas
que asomaban de su cabeza como si fueran púas, estaba sentado en el suelo,
comiendo gominolas de una bolsa de celofán. Sus rasgos eran similares a los
de Luis, aunque se percibía una especie de vacío en sus ojos y tenía la boca
rara, como hundida.
Kaye se dejó caer sobre el sofá de color mostaza a cuadros y se repantingó
sobre los cojines. El respaldo estaba desgarrado y el relleno emergía de una
raja en la tela, al lado de una mancha que tenía toda la pinta de ser de sangre.
Corny se sentó a su lado.
—Oye, Dave —dijo Luis—. Estoy ayudando a esta gente. Se quedarán a
pasar la noche. Eso no significa que tengamos que hacernos amiguitos… —
Se interrumpió al oír un zumbido. Se metió la mano en el bolsillo y sacó su
busca—. Mierda.
—Puedes usar mi móvil —le ofreció Corny, pero de inmediato se sintió
ridículo. ¿Por qué se hacía el simpático con ese tipo?
Luis se quedó callado un instante. Entre la penumbra, su ojo lechoso
parecía azulado.
—Hay un teléfono público en el supermercado de… —Dejó la frase a
medias—. Está bien, vale. Te lo agradezco.
Corny le sostuvo la mirada un poco más de la cuenta, después giró la
cabeza y se puso a buscar en sus bolsillos. Dave achicó los ojos.
Luis salió de la estancia mientras marcaba un número.
Kaye se inclinó hacia Corny y susurró:
—¿A qué ha venido lo de antes?

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—Ese chico ve a través de los hechizos —respondió Corny, susurrando
también—. He oído hablar de él: se dedica a romper maldiciones feéricas.
Kaye soltó un bufido.
—No me extraña que no quiera que los humanos sepan que tiene tratos
con la Corte Luminosa. Está jugando a dos bandas. Cuando vuelva, deberías
preguntarle por tus manos.
—¿Qué significa que tiene «tratos»? —preguntó Dave. Su voz recordaba
al sonido de un papel estrujado—. ¿Qué está haciendo mi hermano?
—Kaye no pretendía insinuar nada —repuso Corny.
—¿Por qué no podemos hablar contigo? —preguntó ella.
—Kaye… —la reprendió Corny.
—¿Qué pasa? —replicó ella en voz baja—. Luis no está aquí. Quiero
saberlo.
Dave soltó una carcajada hueca y amarga.
—Le encanta jugar a ser el hermano mayor. Si cree que puede impedir
que me maten, está flipando.
—¿Quién quiere matarte? —preguntó Corny.
—Luis y yo hacíamos repartos para un trol. —Dave se metió un puñado
de gominolas en la boca y siguió hablando mientras masticaba—. Pociones.
Para protegerlos de la intoxicación por hierro. Pero si una persona lo
consume, ¿sabéis lo que puede provocar?
Muy a su pesar, Corny se inclinó hacia delante, intrigado.
—¿El qué?
—Cualquier cosa —respondió Dave—. Lo que te dé la real gana. Lo que
sea.
Se oyeron unos golpes a lo lejos, como si alguien hubiera llamado a la
puerta. Kaye se giró hacia el umbral con los ojos desorbitados. A Dave se le
cayó de la boca una gominola de regaliz a medio masticar.
—Parece que mi hermano estará entretenido un rato. ¿Sabíais que beber
orina anula los encantamientos feéricos?
—Qué asco. —Kaye puso una mueca.
Dave dejó escapar un resuello que bien podría haber sido una carcajada.
—Seguro que ahora mismo estará meando en unas tazas.
Kaye se sentó en el sofá, se quitó las botas de un puntapié y apoyó los pies
sobre el regazo de Corny. Olían a tallos de dientes de león machacados, así
que Corny se acordó de una escena ocurrida varios años antes, en verano,
sobre un césped. En ella, tenía los dedos manchado con los restos pegajosos y
blanquecinos de unos dientes de león a los que les arrancaba la cabeza para

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lanzarlas sobre su hermana, que dormitaba. De pronto, sintió una tristeza
insoportable.
—Un momento —dijo Kaye—. ¿Por qué quieren matarte?
—Porque envenené a varios de ellos. Así que soy hombre muerto. Pero
¿de qué sirve tenerme aquí encerrado mientras Luis intenta conseguirme una
o dos semanas más de aburrimiento? Al menos, podría divertirme un poco
con el tiempo que me quede.
Dave sonrió, pero más bien pareció una mueca. La piel de sus carrillos se
tensó de tal modo que debió de resultar doloroso.
—Luis puede hartarse a decirme lo que debo hacer, pero esta semana
tendrá que irse al norte. Y cuando el gato está ausente, los ratones se
divierten.
Corny parpadeó con fuerza, como si la presión de sus párpados sirviera
para reprimir sus recuerdos.
—Espera un momento —dijo—. ¿Asesinaste a unos cuantos feéricos?
—¿No te lo crees? —inquirió Dave.
—¡Eh! —Luis apareció en el umbral. Por detrás de él aparecieron una
chica latina y una mujer mayor—. ¿Qué estáis haciendo?
Corny le aferró un tobillo a Kaye con una mano enguantada.
—Yo hablo con quien me da la gana —dijo Dave, incorporándose—.
Siempre estás dándome órdenes. Te crees mejor que yo.
—Lo que creo es que tengo más cabeza que tú —replicó Luis.
La chica se giró hacia Corny, que vio que tenía el rostro y los brazos
oscurecidos por algo que semejaban enredaderas que le crecían por debajo de
la piel. Unos puntitos diminutos de sangre seca señalizaban los puntos donde
las espinas asomaban a través de su carne.
—¿Tú que vas a tener? —Dave pateó una mesa, que se volcó con
violencia, y salió de la habitación.
Luis se giró hacia Kaye.
—Si me entero…, si me cuenta que os habéis acercado a él… —gritó—.
Como hayáis hablado con él…
—Por favor —dijo la mujer mayor—. ¡Mi hija!
—Lo siento —repuso Luis, negando con la cabeza, mientras miraba hacia
la puerta.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Corny.
—Conoció a unos chicos que se pasaban el día en el parque —le explicó
la mujer—. Eran guapos, pero problemáticos. No eran humanos. Un día,

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molestaron a Lala y ella los insultó. Luego pasó esto. No hay hierba que lo
cure.
—Deberíais esperar en la otra habitación —dijo Luis, mientras se
remangaba—. Esto va a resultar un poco aparatoso.
—Estoy bien aquí —repuso Corny, en un intento por mostrarse impasible.
Tenía diversas fantasías sobre sí mismo a las que le gustaba recurrir
cuando se sentía mal. En una de ellas, era un lunático inquietante: el tipo que
iba a reventar un día y a enterrar los cuerpos de toda la gente que le había
tratado mal en una fosa común en el jardín. En otra era un genio
incomprendido, la persona con la que nadie contaba, pero que al final
triunfaba gracias a sus dotes excepcionales. Y la fantasía más patética de
todas: que poseía algún poder mutante secreto que siempre estaba a punto de
descubrir.
—Necesito que la chica se tumbe en el suelo. —Luis se fue a la diminuta
cocina y regresó con un cuchillo. La mujer mantuvo la mirada fija sobre el
filo—. Hierro frío.
Luis tenía dotes y un poder secreto. Eso le fastidiaba a Corny. Él solo
tenía unas manos malditas.
—¿Para qué es eso? —preguntó Lala.
Luis negó con la cabeza.
—No te rajaré. Te lo prometo.
La mujer achicó los ojos, pero la chica se había quedado más tranquila y
se tendió en el suelo. Las zarzas se retorcían bajo su piel, formando ondas
expansivas. Lala torció el gesto y gritó de dolor.
Kaye miró a Corny y enarcó las cejas.
Luis se situó a horcajadas por encima del esbelto cuerpo de Lala.
—Sabe lo que hace, ¿verdad? —le preguntó la mujer a Corny.
—Pues claro —asintió él.
Luis se metió una mano en el bolsillo y desperdigó una sustancia blanca
—tal vez sal— sobre el cuerpo de la chica. Ella corcoveó, gritando. Las
zarzas reptaron como serpientes.
—¡Le está haciendo daño! —exclamó la madre de Lala.
Luis ni se inmutó. Arrojó otro puñado de esa sustancia y Lala chilló. Su
piel se estiraba y se replegaba al contacto con la sal, le llegó hasta el cuello,
asfixiándola.
Lala abrió la boca, pero en vez de un sonido, salieron en tromba unas
ramas cubiertas de espinas, que se extendieron hacia Luis. Él las troceó con el

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cuchillo. El hierro atravesó las zarzas con facilidad, pero salieron más, que se
escindían y enroscaban como tentáculos, intentando agarrarlo.
Corny pegó un grito y encogió las piernas sobre el sofá. Kaye contempló
la escena, horrorizada. Los gritos de la madre de Lala desembocaron en un
largo chillido.
Una rama agarró a Luis por la muñeca, mientras las demás se deslizaban
hacia su cintura y se retorcían por el suelo. Las largas espinas se le clavaron
en la piel. Lala se quedó con los ojos en blanco y empezó a convulsionar.
Tenía los labios ensangrentados.
Luis soltó el cuchillo y agarró los tallos. Desgarró las zarzas mientras se le
enroscaban en las manos. Corny se lanzó hacia el frente, agarró el cuchillo y
empezó a cortarlas.
—No, idiota —gritó Luis.
De pronto, un nudo de ramas emergió de la boca de Lala. Unas raíces
blancas que parecían gusanos se deslizaron al exterior desde su garganta,
cubiertas por una capa reluciente de saliva. La enorme zarza se ennegreció y
se pudrió.
Lala empezó a toser. La mujer se arrodilló a su lado, sollozando, mientras
le alisaba el pelo.
Luis tenía los brazos cubiertos de arañazos. Se levantó y miró para otro
lado, como si estuviera aturdido.
La madre de Lala la ayudó a incorporarse y comenzó a guiarla hacia la
puerta.
—Gracias, gracias —murmuró.
—Espere —dijo Luis—. Necesito hablar un momento con su hija. Sin
usted.
—No quiero —replicó Lala.
—¿No puede volver cuando haya descansado? —preguntó la mujer.
Luis negó con la cabeza y, al cabo de un rato, la mujer accedió.
—Le has salvado la vida, así que confío en ti, pero date prisa. Quiero
llevarla a casa, lejos de todo esto.
La mujer cerró la puerta que separaba el pasillo de la habitación. Luis
miró a Lala. La chica se tambaleó un poco y apoyó una mano en la pared para
sujetarse.
—Lo que le contaste a tu madre —dijo Luis— no es lo que pasó
exactamente, ¿verdad?
Lala titubeó, después negó con la cabeza.

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—Uno de esos chicos te dio algo de comer… y tú probaste un poquito,
¿no? Quizá una sola semilla.
Lala volvió a asentir, sin mirarle a los ojos.
—Pero ya has aprendido la lección, ¿verdad? —inquirió Luis.
—Sí —susurró Lala, que después corrió a reunirse con su madre.
Luis la vio marchar. Corny lo observó, a su vez.
—Tu amiga ninfa habló con mi hermano, ¿no es así? —preguntó,
mientras hacía un gesto con la cabeza para señalar a Kaye.
—¿Tú qué crees? —repuso Corny.
Luis bostezó.
—Creo que saldremos de aquí lo antes posible. Os mostraré dónde dormir.

Corny se acomodó sobre los colchones extendidos en el suelo de lo que


antaño pudo ser un comedor. Dave ya se había acurrucado bajo una pila de
mantas, pegado a la pared del fondo, bajo los restos de un riel decorativo.
Kaye entró tambaleándose desde el salón, se abrazó a un almohadón y se
quedó dormida enseguida. Luis estaba tumbado cerca.
Mientras flexionaba los dedos, Corny vio cómo se tensaba el látex sobre
sus nudillos. Los guantes ya habían perdido el lustre. Tal vez les salieran
grietas por la mañana. Con cuidado, extrajo una mano y tocó el borde del
edredón de Luis. El fino tejido se deshilachó y escupió un puñado de plumas.
La suave brisa que entraba por la ventana las impulsó, cubriendo la estancia
como si fuera nieve.
Luis se revolvió en sueños y se le quedaron pegadas varias plumas en las
trenzas de espiga. Una de ellas se posó sobre la comisura de sus labios y
aleteaba al ritmo de su respiración. No tardaría en hacerle cosquillas. A Corny
le habría gustado quitársela. Sintió un hormigueo en los dedos. Luis
entreabrió los ojos.
—¿Qué estás mirando?
—A ti, babeando —mintió Corny—. Es asqueroso.
Luis refunfuñó y se dio la vuelta.

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Corny volvió a ponerse el guante, el corazón le latía con tanta fuerza que
se sintió mareado.
«Me gusta —pensó, horrorizado. Le pareció tan injusto, después de todo
lo que había pasado, que sintió una rabia que no iba dirigida hacia nada en
concreto—. Mierda. Me gusta».

Cuando Kaye se despertó, la luz del sol entraba en tromba por los ventanales.
Corny estaba despatarrado a su lado, roncando ligeramente. Se las había
arreglado para robarle todas las mantas. Dave y Luis no estaban.
Tenía un regusto desagradable en la boca y tanta sed que no se paró a
pensar dónde estaba ni por qué, hasta que fue al baño y engulló varios tragos
de agua. Sabía a hierro. El hierro era omnipresente, emergía de las cañerías y
se precipitaba desde el techo.
Mientras caminaba sin hacer ruido sobre los fríos suelos para intentar
encontrar algo de comer, Kaye oyó un ruido extraño, como el que se oiría al
volcar un bolso. El olor a moho se volvió más intenso y pudo sentir cómo su
hechizo se disipaba. Se miró la mano, verde como una hoja. Avanzando en la
dirección del ruido, llegó hasta la estancia del sofá recogido de la basura,
donde había un fuego encendido en la chimenea.
Un hombre de mediana edad, con el pelo corto y rizado y una bandolera
llena a reventar, se encontraba cerca de las ventanas. Cuando entró Kaye, el
tipo comenzó a hablar. Pero en vez de emitir sonidos, de sus labios cayeron
monedas de cobre que rodaban y traqueteaban sobre los desgastados tablones
del suelo. Luis le apoyó una mano en el brazo.
—¿Has hecho lo que te dije? —preguntó, al tiempo que se agachaba para
recoger los centavos—. Ya sé que el metal sabe a sangre, pero tienes que
hacerlo.
El hombre asintió y se señaló la boca con aspavientos.
—Ya te dije que la cura consistía en comerte tus palabras. Eso implica
hasta la última moneda que salió de tu boca. ¿Eso fue lo que hiciste?
Esta vez, el tipo titubeó.

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—Te has gastado algunas, ¿verdad? Por favor, por favor, dime que no has
ido a cambiar las monedas en un CoinStar, ni ninguna otra estupidez por el
estilo.
—Ugh —masculló el tipo y cayeron más centavos.
—Ve a descansar. Solo así conseguirás curarte. —Luis se cruzó de brazos;
sus músculos fibrosos asomaron a través del tejido de su camiseta y a lo largo
de sus brazos desnudos—. Y se acabaron los tratos con los feéricos.
Había muchas cosas que Kaye desconocía sobre ellos.
El tipo puso cara de querer decir algo —por ejemplo, que no le gustaba
recibir órdenes de un crío—, pero se limitó a asentir mientras sacaba su
cartera. Tras contar un puñado de billetes de veinte, recogió las monedas del
suelo y se marchó sin dar las gracias siquiera.
Luis se golpeó la palma de una mano con los billetes mientras se giraba
hacia Kaye.
—Te dije que no te dejaras ver.
—Me está pasando algo —repuso Kaye—. Mi hechizo ya no funciona tan
bien.
Luis soltó un quejido.
—¿Me estás diciendo que ese tipo estaba viendo a una chica verde con
alas?
—No —repuso Kaye—. Lo que pasa es que me cuesta mucho más
mantenerlo.
—El hierro de la ciudad consume rápidamente la magia feérica —dijo
Luis con un suspiro—. Por eso los feéricos no viven aquí, salvo que no tengan
más remedio. Solo viven los exiliados, aquellos que no pueden regresar a su
corte por el motivo que sea.
—Entonces, ¿por qué no se unen a otra? —preguntó Kaye.
—Supongo que algunos lo harán. Pero resulta peligroso: es tan probable
que la otra corte los mate como que los acepte. Así que viven aquí y dejan que
el hierro los consuma. —Suspiró de nuevo—. Si lo necesitas de verdad, está
el Nuncamás. Es una poción que previene la intoxicación por hierro. Pero no
puedo conseguírtelo ahora mismo…
—¿Nuncamás? —preguntó Kaye—. ¿Lo habéis sacado de El cuervo?
—Así lo llama mi hermano. —Luis se estremeció, incómodo, mientras se
alisaba las trenzas—. Concede hechizos a los humanos… Nos convierte casi
en feéricos. Nos pone a mil. Se supone que no debes consumirlo más de una
vez al día, ni más de dos días seguidos, ni más de una pizca cada vez. Jamás.
No dejes que tu amigo se acerque a esa sustancia.

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—Ah. Vale. —Kaye pensó en los ojos hundidos de Dave y en su boca
amoratada.
—Bien. ¿Estás lista para marchar? —preguntó Luis.
Kaye asintió.
—Una pregunta más: ¿has oído hablar de una maldición en la que todo lo
que toca alguien se pudre?
Luis asintió.
—Es una variación del rey Midas. Todo lo que toques se convierte en…
lo que sea. Oro. Mierda. Gominolas. Es una maldición muy poderosa. —
Frunció el ceño—. Hay que ser muy joven e impulsivo, y estar muy cabreado,
para arrojar todo ese poder sobre un mortal.
—Así que el rey Midas, ¿eh? ¿Sabes cómo curarla?
Luis frunció el ceño.
—Agua salada. Midas se metió en un río salobre y dejó que la corriente se
llevara la maldición. El océano habría sido mejor, pero el principio viene a ser
el mismo. Cualquier cosa que contenga sal.
Corny entró en la habitación, bostezando con fuerza.
—¿Qué está pasando?
—Bien, Neil —dijo Luis, mientras se fijaba en sus guantes—. ¿Qué
ocurre? ¿Te ha maldecido ella sin querer?
Corny se quedó en blanco un instante, como si ese nombre falso le
hubiera tomado por sorpresa. Después achicó los ojos.
—No —replicó—. Me maldije aposta.

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Nuestra cosecha no consiste
en la hierba tierna y florecida,
ni en tréboles venidos de las cumbres;
sino en la mezcla de serbales y hierbajos,
en las marañas de ciénagas y praderas,
donde la amapola deposita sus semillas
entre el silencio y la penumbra.
HENRY WADSWORTH LONGFELLOW, «CONSECUENCIAS».

L a nieve caía con suavidad alrededor de la abandonada finca Untermeyer,


cubriendo de blanco la tierra y la hierba marchita. Los restos de la vieja
mansión renegrida a causa del fuego asomaban entre las ramas peladas. Una
chimenea inmensa se erguía como una torre, cubierta de enredaderas secas.
Bajo los restos de un tejado de pizarra, los nobles de la Corte Oscura habían
levantado un campamento apresurado. Roiben estaba sentado en un sofá y
observó cómo Ethine entraba en sus aposentos. Se movía con gracilidad,
parecía que sus pies apenas tocaban el suelo.
Estaba sereno, y cuando uno de sus feéricos la empujó con sus garras,
provocando que tropezara al cruzar el umbral, se limitó a alzar la mirada
como si le irritara su torpeza. Junto a él había cuencos con frutas, traídas

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desde cavernas oscuras; licores de trébol y ortiga; y diminutos corazones de
ave que seguían cubiertos por una lustrosa capa de sangre. Mordió una uva,
sin inmutarse ante el crujir de las semillas entre sus dientes.
—Ethine. Sé bienvenida.
Ella frunció el ceño y abrió la boca, pero luego titubeó. Cuando respondió,
se limitó a decir:
—Mi señora sabe que te ha asestado un golpe terrible.
—No sabía que a tu señora le gustara vanagloriarse, aunque fuera por
medio de intermediarios. Ven, prueba un poco de fruta, toma algo con lo que
refrescar el calor de tu lengua.
Ethine avanzó hacia él con rigidez y se sentó en el borde del diván.
Roiben le ofreció un cáliz de ágata. Ethine probó un sorbito insignificante,
después lo dejó donde estaba.
—Me irrita que me trates con tanta formalidad —repuso él—. Silarial
debería haber tenido en cuenta tus sentimientos cuando te nombró
embajadora.
Ethine miró el suelo de arcilla y Roiben se levantó.
—Le rogaste que enviara a otra persona en tu lugar, ¿verdad? —
Convencido de ello, Roiben soltó una risita vengativa—. A lo mejor le dijiste
cuánto te dolía ver en qué se ha convertido tu hermano.
—No —repuso Ethine con suavidad.
—¿No? Puede que no se lo dijeras con esas palabras, pero seguro que el
mensaje era el mismo. Ya ves cuánto le importan sus súbditos. No eres más
que otra herramienta con la que provocarme. Te envió aquí a pesar de tus
súplicas.
Ethine había cerrado los ojos con fuerza. Tenía las manos unidas sobre el
regazo, con los dedos entrelazados.
Roiben le quitó la copa y bebió de ella. Ethine alzó la mirada, molesta, se
sintió igual que cuando él le tiraba del pelo. Cuando eran pequeños.
A Roiben le dolía considerarla una enemiga.
—No veo que a ti te importen mis sentimientos más que a ella —repuso
Ethine.
—Pero me importan. —Bajó el tono de su voz—. Adelante, transmíteme
su mensaje.
—Mi señora sabe que te ha asestado un buen golpe. También sabe que el
control que mantienes sobre los demás feéricos de tu territorio es inestable,
después de ese tributo tan chapucero.
Roiben se apoyó en la pared.

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—Eres clavadita a ella cuando dices esas cosas.
—No te burles. Mi señora quiere que te enfrentes a su paladín. Si ganas,
dejará tus tierras en paz durante siete años. Si pierdes, le entregarás la Corte
Oscura. —Ethine le lanzó una mirada cargada de angustia—. Y morirás.
Roiben pasó por alto su súplica, pues estaba muy sorprendido por la
propuesta de la reina radiante.
—No puedo evitar pensar que, o bien es una muestra de generosidad, o
bien una argucia que escapa a mi entendimiento. ¿Por qué debería darme esta
oportunidad de ganar, cuando ahora no tengo casi ninguna?
—Mi señora quiere que tu territorio esté en perfectas condiciones cuando
se adueñe de él, y no debilitado por una guerra. Muchas cortes importantes se
han visto afectadas por tumultos.
—¿Te imaginas que no existiera ninguna corte? —inquirió Roiben en voz
baja—. ¿Ni responsabilidades inmensas, ni rencores enquistados, ni guerras
interminables?
—Dependemos demasiado de los humanos —repuso Ethine, frunciendo el
ceño—. Antaño, nuestra gente vivía alejada de ellos. Ahora dependemos de
ellos para que sean de todo, desde granjeros hasta niñeras. Vivimos de
prestado en sus espacios y nos alimentamos de lo que hay en sus mesas. Si la
corte cae, seremos parásitos sin nada que considerar propio. Este es el último
vestigio de nuestro antiguo mundo.
—No creo que sea tan grave. —Roiben giró la cabeza. No quería que su
hermana viera su expresión—. ¿Qué te parece esto? Dile a Silarial que
aceptaré su ofensivo y desequilibrado trato con una condición: ella también
debe apostar algo. Debe jugarse su corona.
—Silarial jamás te entregará…
—A mí, no —la interrumpió Roiben—. A ti.
Ethine abrió la boca, pero no profirió ningún sonido.
—Dile que, si pierde, te nombrará reina radiante de la Corte Luminosa. Si
pierdo yo, le entregaré tanto mi corona como mi vida.
Se sintió bien al decir eso, aunque fuera una apuesta arriesgada.
—Te burlas de mí —replicó Ethine, que se levantó.
—No seas tonta —repuso Roiben con un gesto desdeñoso—. Sabes de
sobra que no es así.
—Mi señora me dijo que, si querías negociar, tendrías que hacerlo con
ella. —Se paseó por la estancia, haciendo aspavientos—. ¿Por qué no vuelves
con nosotros de una vez? Sométete a Silarial, pídele que te perdone. Explícale

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lo duro que fue ponerte a las órdenes de Nicnevin. Ella no podría haber
anticipado lo que pasó.
—Silarial tiene espías por todas partes. Dudo mucho que fuera ajena a mi
sufrimiento.
—¡Ella no podía hacer nada! Nadie podía. A menudo hablaba de ti con
cariño. Deja que se explique. Deja que recupere tu confianza. Perdonaos el
uno al otro. —Bajó el tono de voz—. Tu sitio no está en un lugar como este.
—¿Y eso por qué, hermana querida? ¿Por qué mi sitio no está aquí?
Ethine profirió un gemido y golpeó la pared con la mano abierta.
—¡Porque no eres un bellaco!
Ethine le recordó tanto a su antiguo yo, ese yo tan inocente, que por un
momento la aborreció, por un momento no quiso hacer otra cosa que
zarandearla, gritarle y hacerle daño, antes de que alguien más pudiera
hacérselo.
—¿No? ¿No basta con lo que he hecho? ¿No basta con haberle rebanado
el pescuezo a una nixe que osó reírse demasiado alto o durante demasiado
rato delante de mi señora? ¿No basta con haber dado caza a un gnomo que
birló un único pastel de su mesa? ¿No basta con haber hecho oídos sordos a
los ruegos y las súplicas de todos ellos?
—Nicnevin te controlaba.
—¡Por supuesto que sí! —gritó Roiben—. Me daba órdenes una y otra y
otra vez. Y ahora he cambiado, Ethine. Si mi sitio está en alguna parte, es
aquí.
—¿Qué pasa con Kaye?
—¿La ninfa? —Roiben la miró de reojo.
—Fuiste bueno con ella. ¿Por qué quieres que piense lo peor de ti?
—No fui bueno con Kaye —repuso—. Pregúntaselo. No soy buena
persona, Ethine. Es más, ya no tengo el menor interés en la bondad. Mi
intención es ganar.
—En caso de que vencieras —dijo Ethine, cuya voz empezaba a flaquear
—, yo sería la reina y tú te convertirías en mi enemigo.
Roiben soltó un bufido.
—No empañes el mejor desenlace posible para mí. —Alzó una copa hacia
ella—. Bebe. Come. Al fin y al cabo, es normal que los hermanos discutan
entre ellos, ¿no?
Ethine tomó la copa que le ofrecía y se la llevó a los labios, pero Roiben
no le había dejado más que un único trago.

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Kaye llevaba entre las manos un termo de los Thunder-Cats con café mientras
se dirigía al coche de Corny. Luis la siguió, envuelto en un abrigo negro que
pendía holgado sobre sus hombros, con el forro interior hecho jirones. Lo
había sacado del fondo de uno de los armarios, de una pila de ropa cubierta
por trozos de yeso.
Kaye se alegró de ponerse en marcha. Mientras tuviera un objetivo,
mientras tuviera algo que hacer, las cosas seguirían teniendo sentido.
—¿Tienes un mapa del norte del estado de Nueva York? —le preguntó
Luis a Corny.
—Pensaba que conocías el camino —repuso Corny—. ¿Qué clase de guía
necesita un mapa?
—¿Podéis hacer el favor de no…? —replicó Kaye, pero se interrumpió al
pasar delante de una máquina expendedora de periódicos.
Allí, en una columna lateral en la portada del Times, había una foto del
cementerio de la colina que se encontraba junto a la casa de Kaye. La colina
donde estaba enterrada Janet. La colina hueca bajo la cual habían coronado a
Roiben. Se había colapsado bajo el peso de un camión volcado. La foto
mostraba una nube de humo que emergía de la colina, lápidas caídas y
desperdigadas como dientes sueltos. Corny metió unas monedas en la
máquina y sacó un ejemplar.
—Hallaron varios cadáveres, demasiado calcinados para identificarlos.
Están cotejando los registros dentales. Se especula con que hubiera gente
montando en trineo cuando se estrelló el camión. ¿Qué demonios es esto,
Kaye?
Kaye tocó la foto, deslizó los dedos sobre la tinta de la página.
—No lo sé.
Luis frunció el ceño.
—Toda esa gente… ¿Es que los feéricos no pueden matarse entre ellos y
dejarnos en paz a los demás?
—Cállate. Cierra el pico —dijo Kaye, que se acercó al coche de Corny y
tiró del picaporte. Unos fragmentos de cromo se desprendieron sobre sus
dedos irritados. Sintió náuseas.

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—Tengo que quitar el cierre —dijo Corny, que procedió a abrir la puerta
con sus llaves—. Oye, Roiben está bien. Seguro que está bien.
Kaye se lanzó sobre el asiento trasero, tratando de no imaginarse a Roiben
muerto, tratando de no visualizar sus ojos inertes en el fango.
—¿Y tú qué sabes?
—Voy a llamar a mi madre —dijo Corny. Encendió el motor mientras
marcaba el número a duras penas, con los guantes puestos.
Luis fue dándole indicaciones y Corny condujo con el móvil sujeto entre
la cabeza y el hombro. Esta vez, Kaye agradeció la intoxicación por hierro,
pues el mareo le impidió pensar demasiado.
—Mi madre dice que el ataúd de Janet sigue intacto, pero que la lápida ha
desaparecido. —Corny apagó el móvil—. No vieron a nadie montando en
trineo a esas horas y, según el periódico local, el camión no tendría por qué
estar haciendo repartos en esa zona.
—Es la guerra —dijo Kaye, que apoyó la cabeza en el asiento de vinilo—.
La guerra feérica.
—¿Qué le ocurre? —oyó que preguntaba Luis en voz baja.
Corny mantuvo la mirada fija sobre la carretera.
—Estaba saliendo con alguien de la Corte Oscura.
Luis giró la cabeza para mirarla.
—¿Saliendo?
—Sí —repuso Corny—. Él le regaló su anillo de graduación. La cosa iba
en serio.
Luis pareció incrédulo.
—Roiben —dijo Corny.
Al oír ese nombre, Kaye cerró los ojos, pero el temor no remitió.
—Eso es imposible —dijo Luis.
—¿Por qué crees que Silarial quiere verme? —inquirió Kaye—. ¿Por qué
crees que eso justifica enviar dos mensajeros y una garantía de protección? Si
Roiben no está muerto aún, Silarial cree que puedo ayudarle a matarlo.
—No —replicó Luis—. No puedes estar saliendo con el señor de la Corte
Nocturna.
—Ya no estoy saliendo con él. Me dejó.
—El señor de la Corte Nocturna no puede dejarte.
—Oh, sí que puede. Claro que sí.
—Todos estamos nerviosos. —Corny se frotó el rostro con los dedos
enguantados—. Y si me toca a mí ser la voz de la razón, estamos apañados.
Relajaos. Vamos a tirarnos un buen rato metidos en este atasco.

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Condujeron hacia el norte, mientras el sol de media tarde se filtraba a
través de los árboles pelados, derritiendo la nieve recién caída. Pasaron junto
a centros comerciales adornados con coronas y guirnaldas, mientras la sal de
la carretera que levantaban las ruedas dejaba marcas rectilíneas en los
laterales de los coches.
Kaye miró por la ventanilla; iba contando coches plateados, leyendo cada
letrero. En un intento por mantener la mente ocupada.
Al anochecer, tomaron un camino de tierra y Luis les dijo que parasen.
—Es aquí —dijo, y abrió la puerta.
Entre la penumbra, Kaye atisbo un lago cubierto de hielo que se extendía
desde una pendiente situada un poco más allá del borde de la carretera. El
centro del lago estaba cubierto por un manto de niebla. Varios árboles
muertos emergían del agua, como si en el pasado hubiera habido un bosque
donde ahora se encontraba el agua. Un bosque de árboles ahogados. La luz
del ocaso tiñó los troncos de dorado.
El viento impulsó varios copos de nieve sobre el rostro de Kaye. Sintió
unos pinchazos, como si fueran esquirlas de cristal.
—Hay un bote —dijo Luis—. Vamos.
Descendieron por la pendiente, patinando a causa del hielo.
Corny dejó escapar un grito ahogado y Kaye alzó la mirada del suelo.
Había un joven delante de ella, medio oculto por las ramas de un abeto. Se le
cortó el aliento.
El joven estaba inmóvil como una estatua, ataviado con un abrigo de
plumas y un gorro de lana. Estaba mirando hacia el horizonte, como si ellos
tres no estuvieran allí. Tenía la piel más oscura que Luis, pero con los labios
palidecidos a causa del frío.
—¿Hola? —dijo Luis, mientras ondeaba una mano delante del rostro de
aquel joven.
El tipo no se movió.
—Mirad —dijo Corny.
Señaló a través de los árboles de hoja perenne hacia una mujer de unos
cincuenta años que se encontraba sola. La suave brisa hacía aletear su cabello
rojizo. Con los ojos entornados, Kaye pudo atisbar otras manchas de color a
lo largo del lago. Eran otros humanos, que esperaban en posición de firmes a
que se produjera alguna señal. Después se fijó en los dedos agrietados del
joven.
—Congelación.
—¡Despierta! —gritó Luis. Como no obtuvo respuesta, le dio un cachete.

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El tipo congelado movió los ojos de repente. Sin expresión alguna, arrojó
a Luis al suelo y le pegó un pisotón en el estómago.
Luis gimió de dolor y rodó hasta ponerse de costado, adoptando una
posición defensiva.
Corny se abalanzó sobre aquel tipo. Los dos cayeron de espaldas,
agrietaron la fina capa de hielo del lago cuando se precipitaron sobre el agua
poco profunda.
Kaye se acercó corriendo para intentar sacar a Corny a la orilla. Alguien
la agarró del brazo.
Cuando se dio la vuelta, vio a una criatura alta y delgada como un
espantapájaros, envuelta en un tejido negro y andrajoso que aleteaba con el
viento. Tenía los ojos blancos e inertes, sin pupilas, y unos dientes que
parecían hechos de cristal.
A Kaye se le atoró un grito en la garganta. Le hincó las uñas en el brazo y
la criatura la soltó, después pasó de largo. Era tan veloz que, cuando Kaye
giró la cabeza hacia atrás, la criatura estaba sujetando al joven congelado por
el pescuezo con una mano esquelética.
Corny llegó chapoteando hasta la orilla y se desplomó sobre la nieve.
La criatura presionó el pulgar sobre la frente del joven y masculló unas
palabras desconocidas para Kaye. El tipo congelado se movió lentamente y
volvió a situarse como un centinela impasible, con la ropa empapada y
chorreando.
—¿Qué quieres? —inquirió Kaye, que se quitó el abrigo para envolver
con él a Corny, que tiritaba—. ¿Quién eres?
—Sorrowsap —respondió la criatura, inclinando la cabeza. Tenía el
cabello fino y enroscado como la maraña de raíces que hay debajo de una
mala hierba—. A tu servicio.
—¡Joder! Lo que nos faltaba. —Luis se sujetó el estómago.
Corny se estremeció y se envolvió con más fuerza en el abrigo.
—¿A mi servicio? —preguntó Kaye.
Miró hacia el otro lado del bosque, donde las demás figuras humanas
estaban regresando a sus posiciones iniciales. Se habían estado acercando, tal
vez con la intención de sumarse a la pelea.
—El rey de la Corte Oscura me ha ordenado que vigile tus pasos. Te he
seguido desde que saliste de la corte.
—¿Por qué haría eso? —replicó Kaye.
Se imaginó a Roiben sepultado bajo un desprendimiento de tierra, con el
rostro tan pálido como una lápida de mármol, y cerró los ojos para ahuyentar

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esa imagen. Tendría que haberse preocupado menos por ella y haberse
defendido mejor.
—Yo cumplo sus designios. —Sorrowsap ladeó la cabeza—. No necesito
entenderlos.
—Pero ¿cómo has podido frenar de ese modo a las personas congeladas?
—preguntó Luis—. Seguro que crearon esa barrera para mantenerte alejado a
ti, más que a nosotros.
Al oír esa pregunta, Sorrowsap sonrió. Sus dientes húmedos y cristalinos
le daban un aspecto venenoso a su boca. Metió la mano en un saco que
llevaba bajo sus ropajes y arrojó al suelo lo que en un principio parecía un
trozo de cuero verde rodeado con seda roja. Entonces, Kaye divisó los pelillos
que cubría la superficie y la viscosa humedad que había por debajo. Era piel.
La piel de un feérico.
—Me lo contó ella —dijo Sorrowsap.
Luis profirió un sonido gutural y se dio la vuelta, como si fuera a vomitar.
—No puedes…, no quiero… —dijo Kaye, furiosa y horrorizada—. La
mataste por mí.
Sorrowsap no dijo nada.
—¡Jamás vuelvas a hacer eso! ¡Jamás!
Se acercó a él con los puños apretados. Antes de que pudiera arrepentirse,
lo abofeteó. Notó un escozor en la mano. Sorrowsap ni se inmutó.
—Solo porque deba protegerte, no te da derecho a darme órdenes.
—Kaye —dijo Luis, muy serio—. Ya no tiene remedio.
Kaye giró la cabeza hacia él, pero evitó mirarle a los ojos.
—Estoy helado —dijo Corny—. No puedo más. Sigamos la ruta.
—Toda esta gente morirá a causa del frío —dijo Kaye, aunque,
últimamente, sus intentos por mejorar la situación solo habían servido para
empeorarla—. No podemos dejarlos aquí.
Corny sacó el móvil.
—Vamos a llamar a la…
Luis negó con la cabeza.
—No creo que debamos causar más víctimas. Eso es lo que pasaría si
acudiera la policía.
—En cualquier caso, no tengo cobertura —dijo Corny—. Tú anulas
maldiciones. ¿No puedes hacer nada por ellos?
Luis volvió a negar con la cabeza.
—Esto escapa a mis conocimientos.

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—Tenemos que secar a este tipo —dijo Kaye—. Y deberíamos cubrirle
los dedos, antes de que empeoren. Sorrowsap, ¿puedes mantenerlo…
desactivado?
—No tienes derecho a darme órdenes.
La criatura la observó con unos ojos amarillos tan faltos de expresión
como los de un búho.
—No creo haberlo hecho —repuso Kaye—. Te estoy pidiendo ayuda.
—Deja que se mueran —dijo Sorrowsap.
Kaye suspiró.
—¿No puedes sacarlos del trance? ¿No puedes anular el hechizo que los
controla… de forma permanente? Así podrían irse a casa.
—No —respondió—. No puedo.
—Voy a ayudar a este tipo. Si me ataca, tendrás que detenerlo. Y si no lo
mantienes desactivado, atacará.
El rostro de Sorrowsap permaneció inmutable, pero apretó un puño.
—Está bien, ninfa que cuenta con el favor de mi rey.
Se acercó al hombre congelado y le apoyó el pulgar en la frente una vez
más. Kaye se sentó en la nieve y se quitó las botas, mientras Sorrowsap
entonaba esas palabras desconocidas. Tras quitarse los calcetines, le cubrió
las manos al joven con ellos. Luis lo envolvió con su abrigo y se agachó para
esquivar un golpe con el brazo cuando cesó el cántico de Sorrowsap.
—No servirá de nada —dijo Corny—. Esta gente está jodida.
Kaye retrocedió. El frío producía el mismo efecto cortante que unas
cuchillas sobre su piel. Incluso con el abrigo de Kaye puesto, Corny tenía los
labios azulados. El joven congelado moriría junto con todos los demás.
—La Corte Luminosa está cerca —dijo Luis.
—No puedo seguirte hasta allí —dijo Sorrowsap—. Si decides ir, será sin
mi protección, y eso le producirá un profundo malestar a mi señor.
—Iremos —atajó Kaye.
—Como quieras. —Sorrowsap inclinó la cabeza—. Te esperaré aquí.
Kaye miró a Corny.
—No hace falta que vengas. Entrarías rápido en calor en el coche.
—No seas idiota —replicó él, mientras le castañeteaban los dientes.
—La siguiente etapa del camino implica meterse ahí —dijo Luis,
señalando a lo largo de la orilla.
Al principio, Kaye no vio nada. Entonces el viento formó unas ondas en el
agua, provocando que un objeto reluciera y se balanceara bajo la luz de la

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luna. Era un bote, tallado por completo en hielo, con la proa en forma de
cisne, listo para surcar las aguas.
—La dama radiante no mencionó a sus centinelas zombis congelados.
Parece que está llena de sorpresas.
—Pues qué bien —dijo Corny, mientras trastabillaba sobre la nieve
congelada.
Kaye pisó con cuidado la resbaladiza superficie del bote y se sentó. Notó
el roce frío del asiento en los muslos.
—Entonces, ¿estas aguas podrían revertir la maldición de Corny?
Corny se montó a su lado.
—Yo no…
—¿Corny? —Luis frunció el ceño.
—Neil —se corrigió Kaye—. Me refiero a la maldición de Neil.
—No. —Luis empujó con fuerza el bote, que se deslizó sobre el agua.
Después se montó, haciendo temblar la embarcación mientras se sentaba.
Miró a Corny—. No es salina y está demasiado estancada.
No remaron, pero una extraña corriente los impulsó por el lago, junto a los
árboles anegados. Bajo el casco goteante del bote, el agua estaba cubierta por
unas verdosas lentejas de agua, como si creciera un bosque bajo las aguas.
Unos peces verdes y dorados nadaban a toda velocidad bajo la
embarcación, visibles a través del casco de hielo. Los peces tenían que seguir
nadando para poder respirar, pensó Kaye. Sabía cómo se sentían. No había
nada seguro en lo que pensar: ni Roiben, ni su madre, ni toda esa gente
expuesta a una muerte lenta en la orilla. No había nada que hacer, salvo seguir
adelante hasta que la desesperación terminara por congelarla.
—Mira esto, Kaye —dijo Corny—. Parece algo salido de un libro.
A través de la neblina, Kaye vio la silueta de una isla repleta de abetos
imponentes. Conforme se acercaban, el cielo se tornaba más claro y el aire se
volvía cálido. Aunque no había sol, la orilla estaba tan iluminada como a
plena luz del día.
Corny miró el reloj y después lo sostuvo en alto para enseñárselo a Kaye.
Los números digitales se habían detenido en el 21 de diciembre a las
18:13:52.
—Qué raro.
—Al menos, hace más calor —dijo Kaye, que le frotó los brazos a través
del abrigo, con la esperanza de quitarle el frío.
—Sería una buena noticia, si no estuviéramos en un bote hecho de hielo.

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—No sé vosotros —dijo Luis. Sonrió ligeramente, casi como si se sintiera
avergonzado—, pero yo he perdido la sensibilidad en el culo. Preferiría ir
nadando.
Corny se rio, pero Kaye no pudo ni sonreír. Estaba poniendo a Corny en
peligro. Otra vez.
Los últimos restos de niebla se disiparon y Kaye vio que todos los árboles
de la isla estaban cubiertos por unos capullos de seda, en lugar de nieve. Se
imaginó varias masas de orugas retorciéndose en las copas de los árboles y se
estremeció.
El barco se hincó en el barro tierno. Se bajaron y se les hundieron
ligeramente los pies, así que cada paso que daban por la orilla venía
acompañado de un sonido viscoso.
«Maldito fango —pensó Kaye—. Maldito bote. Maldita isla feérica». De
repente, se sintió exhausta. Maldita ella, también.
Se oyó música lejana y apenas perceptible, acompañada por el eco de unas
risas. Siguieron el sonido hasta una arboleda de cerezos en flor. Sus flores
eran azules en vez de rosas, los pétalos caían como una lluvia tóxica con cada
suave soplo de la brisa.
Kaye pensó en algo que le había contado la Bruja del Espino cuando le
había explicado que era una niña intercambiada: «La naturaleza feérica del
niño se vuelve más y más difícil de disimular a medida que crece. Al final,
todos regresan a Faerie».
Eso no podía ser cierto. Kaye se negaba a que fuera cierto.
Corny se estremeció con fuerza una vez, como si su cuerpo se estuviera
sacudiendo de encima el frío, después se quitó las zapatillas empapadas y
cubiertas de barro. En la isla, el ambiente era cálido, pero no caluroso. La
temperatura era tan perfecta, de hecho, que era como si no existiera el clima.
Había varios miembros de la Corte Radiante paseando sobre la hierba. Un
muchacho con una falda compuesta por una red de escamas plateadas iba de
la mano con una ninfa que tenía unas alas amplias y cerúleas. En lo alto había
varias nubes de feéricos diminutos, que zumbaban como mosquitos. Un
caballero con una armadura pintada de blanco miró hacia donde estaba Kaye.
Una voz cantarina, desgarradoramente primorosa, reverberó hasta sus oídos.
Desde las ramas de los árboles, varios rostros afilados se asomaron para
contemplar el suelo. Un caballero con ojos de color turquesa se acercó a
recibirlos y les dedicó una aparatosa reverencia.
—Mi señora se alegra de tu llegada. Solicita que vayas a verla. —Echó un
vistazo a sus acompañantes—. Tú sola.

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Kaye asintió mientras se mordisqueaba el labio.
—Por debajo del árbol.
El caballero señaló hacia un sauce inmenso, cuyas ramas caídas estaban
cubiertas de capullos que se estremecían. De vez en cuando, uno de esos
saquitos de seda se abría y aparecía un pájaro blanco que aleteaba y alzaba el
vuelo.
Kaye se obligó a apartar una de esas ramas, curtidas y pesadas, y se
agachó para pasar por debajo.
La luz que se filtraba a través de las hojas centelleó sobre los rostros de
Silarial y sus cortesanos. La señora de la Corte Radiante no estaba sentada en
un trono, sino sobre una amalgama de cojines tapizados que estaban apilados
en el suelo. Había varios feéricos repartidos por el lugar, como si fueran
ornamentos: algunos tenían cuernos, otros eran delgados como ramitas y les
brotaban hojas de la cabeza.
Silarial tenía el cabello dividido en dos suaves ondas que se desplegaban
desde su frente; los mechones relucían como el cobre y, por un momento,
Kaye pensó en los peniques que caían de la boca de aquel hombre en el
apartamento de Luis. La dama radiante sonrió y el gesto resultó tan
deslumbrante que Kaye se olvidó de hablar, se olvidó de hacer una
reverencia, se olvidó de todo lo que no fuera mirarla fijamente.
Y cómo dolía mirarla.
Es posible que, al igual que el dolor extremo, también sea preferible
olvidar la belleza extrema.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó Silarial, señalando hacia unos
cuencos de fruta y jarras de zumo perladas de gotas a causa del frío de sus
contenidos—. Salvo que no sean de tu gusto.
—Seguro que lo son.
Kaye mordió un fruto blanco. El néctar negruzco le tiñó los labios y se
deslizó por su barbilla. Los cortesanos se rieron, cubriéndose con sus manos
de largos dedos, y Kaye se preguntó a quién había intentado impresionar,
exactamente. Se estaba dejando provocar.
—Bien. Ahora suprime ese hechizo absurdo. —La reina se giró hacia los
feéricos que holgazaneaban a su lado—. Dejadnos solas.
El grupo se levantó perezosamente; recogieron sus arpas y sus cálices, sus
cojines y sus libros. Salieron de debajo del árbol con gesto altanero, como
gatos ofendidos.
Silarial se giró sobre los cojines. Kaye se sentó en el borde de la pila de
almohadones y se limpió los restos de jugo negro con la manga. Anuló el

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hechizo y, cuando vio sus dedos verdes, le sorprendió el alivio que
experimentó al no tener que esconderlos.
—Me detestas —dijo Silarial—. Y no sin motivo.
—Intentaste que me mataran —repuso Kaye.
—Un miembro de mi corte, sea cual sea, era un precio pequeño a cambio
de atrapar a la reina de la Corte Nocturna.
—Yo no soy uno de los tuyos —replicó Kaye.
—Por supuesto que sí. —Silarial sonrió—. Naciste en estas tierras. Tu
sitio está aquí.
Kaye no tenía respuesta para eso. No dijo nada. Le gustaría saber quién la
alumbró y quién la intercambió, pero no quería oírlo de labios de la reina.
Silarial cogió una ciruela de un plato y observó a Kaye con los ojos
entornados.
—Esta guerra comenzó antes de que yo llegara al mundo. Antaño había
cortes pequeñas, cada una de ellas apiñada cerca de un círculo de árboles
espinos o junto a un prado de tréboles. Pero, a medida que pasó el tiempo y
nuestros espacios disminuyeron, nos juntamos en grupos más grandes. La
Corte Suprema comenzó a hacer incursiones. Mi madre logró sumar feéricos
a su causa, gracias al filo de su lengua y de su espada.
»Pero a mi padre, no. Su gente y él habitaban en estas montañas y los
detestaban a ella y a los de su estirpe, al menos al principio. Con el tiempo,
sin embargo, mi madre lo cautivó incluso a él, se convirtió en su consorte,
obtuvo el derecho a gobernar estas tierras y llegó a engendrar dos hijas con él.
—Nicnevin y Silarial —dijo Kaye.
La reina radiante asintió.
—Tan diferentes entre sí como pueden llegar a serlo dos feéricos.
Nicnevin y nuestra madre eran de una manera, con su gusto por la sangre y el
sufrimiento. Yo era como nuestro padre, me conformaba con pasatiempos
menos brutales.
—Por ejemplo, ¿matar por congelación a un puñado de humanos
alrededor de un lago? —inquirió Kaye.
—Eso no lo hago por diversión, sino porque resulta necesario —replicó
Silarial—. Nicnevin mató a nuestro padre cuando le concedió un deseo a un
gaitero al que ella prefería martirizar. Me han contado que nuestra madre se
rio cuando mi hermana le explicó cómo lo había hecho, pero, claro, la muerte
es para mi madre como el aire que respira. Y con mi dolor se llenó a fondo los
pulmones.
La reina radiante alzó la mirada hacia las sinuosas sombras del sauce.

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—No permitiré que las tierras de mi padre caigan en manos de la corte de
mi hermana.
—Pero ellos no quieren tus tierras. Tu hermana está muerta.
Silarial pareció sorprendida por un momento. Apretó el puño con el que
sostenía la ciruela.
—Sí, muerta. Muerta antes de que mi plan pudiera acabar con ella.
Dediqué los largos años de paz entre nuestros pueblos a planificar mi
estrategia y esperar mi momento, pero ella murió antes de que pudiera resarcir
mi pérdida. No le concederé a su corte la oportunidad de planificar como lo
hice yo. Me adueñaré de sus tierras y de su gente, y esa será mi venganza. Eso
afianzará la seguridad de toda la Corte Radiante.
»Te guste o no, este es tu hogar. Y tu guerra. Tienes que elegir un bando.
Estoy al corriente la promesa que le hiciste a Roiben, de tu declaración, y él
acertó al rechazarte. Roiben se trasladó a la Corte Oscura en calidad de rehén
para asegurar la paz. ¿Crees que quiere que te vincules a ellos, como le
corresponde a su consorte? ¿Crees que desea que sufras como sufrió él?
—Por supuesto que no —replicó Kaye.
—Sé lo que se siente al renunciar a algo que deseas. Antes de que Roiben
partiera a la Corte Oscura, era mi amante. ¿Sabías eso? —Frunció el ceño—.
La pasión provocaba que a veces olvidara su lugar, pero, ay, cómo lamento
haberlo entregado.
—Olvidas cuál es su lugar ahora.
Silarial se rio de repente.
—Deja que te cuente una historia de cuando Roiben estaba en mi corte. A
menudo pienso en ello.
—Vale —accedió Kaye.
Se sintió asfixiada por todas esas cosas que no podía decir. Estaba segura
de que Silarial no tenía buenas intenciones, pero sería imprudente exponerle a
la reina sus sospechas. Además, quería escuchar cualquier historia relacionada
con Roiben. Por cómo hablaba Silarial de él, le dio esperanzas de que siguiera
vivo.
Se disipó parte de la tensión que sentía, parte del pavor.
—Había una vez un zorro que se quedó atrapado entre unas zarzas, cerca
de uno de nuestros festejos. Unas sílfides diminutas revoloteaban alrededor,
intentando liberarlo. El zorro no entendía que las feéricas querían ayudarlo.
Solo entendía que estaba dolorido. Lanzaba dentelladas hacia las sílfides para
intentar atraparlas con sus dientes, y conforme se movía, las espinas se

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hincaban más a fondo en su pelaje. Roiben vio al zorro y se acercó para
sujetarlo.
»Podría haberlo agarrado por el hocico y dejar que su cuerpo se hundiera
más a fondo en la zarza. Podría haberlo soltado cuando le mordió. Pero no
hizo ninguna de esas cosas. Dejó que el zorro le mordiera la mano, una y otra
vez, hasta que las sílfides lo liberaron de las espinas.
—No entiendo el sentido de esa historia —dijo Kaye—. ¿Estás diciendo
que Roiben permite que le hagan daño porque cree que así resulta útil? ¿O
estás diciendo que antes Roiben era bueno y amable, pero ahora es un
capullo?
Silarial ladeó la cabeza mientras se apartaba un mechón rebelde.
—Me pregunto si tú no serás como ese zorro, Kaye.
—¿Qué? —Kaye se levantó—. No soy yo la que le está haciendo daño.
—Roiben habría muerto por ti durante el tributo. Por una ninfa a la que
conoció un par de días antes. Después se negó a aliarse conmigo, cuando
podríamos haber unido las cortes y forjado una paz verdadera… Una paz
duradera. ¿A qué crees que se debe? Quizá que estaba demasiado ocupado
intentando sacaros, a ti y a los tuyos, de las zarzas.
—Puede que él no lo viera de ese modo —repuse Kaye, pero notó un
calor en las mejillas y un calambre en las alas—. La paz aún es posible. Si
dejaras de morderle la mano. Roiben no quiere luchar contigo.
—Oh, venga ya. —Silarial sonrió e hincó los dientes en la ciruela—. Sé
que has visto ese tapiz mío que él hizo pedazos. Roiben no solo quiere
enfrentarse a mí. Quiere destruirme. —Lo dijo de tal modo que pareció como
si le agradara pensar eso—. ¿Sabes qué le pasó al zorro?
—Seguro que vas a contármelo —repuso Kaye.
—Se fue corriendo y solo se detuvo para lamerse las heridas. Pero a la
mañana siguiente volvió a quedar atrapado entre las zarzas, con las espinas
clavadas a fondo en su piel. Roiben padeció todo ese dolor en vano.
—¿Qué quieres que haga yo? —inquirió Kaye—. ¿Para qué me has hecho
venir?
—Para demostrarte que no soy un monstruo. Es lógico que Roiben me
odie. Lo envié a la Corte Oscura. Pero ahora puede regresar. Es demasiado
dócil para liderarlos.
»Únete a nosotros. Únete a la Corte Luminosa. Ayúdame a abrirle los ojos
a Roiben. En cuanto supere su ira, se dará cuenta de que lo mejor sería
cederme el control de su corte.
—No puedo… —Muy a su pesar, Kaye se sintió tentada.

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—Yo creo que sí puedes. Convencerlo, quiero decir. Roiben confía en ti.
Te dijo su nombre.
La expresión de Silarial no cambió, pero hubo algo en sus ojos que sí.
—No pienso utilizar eso.
—¿Ni siquiera por su propio bien? ¿Ni siquiera para alcanzar la paz entre
nuestras cortes?
—Estás hablando de obligarle a rendirse. Eso no es lo mismo que alcanzar
la paz.
—Estoy hablando de convencerlo para que delegue la terrible carga que
supone la Corte Nocturna —dijo Silarial—. Kaye, no soy tan vanidosa como
para negar que fuiste más lista que yo una vez, ni tan necia como para no
entender tu deseo por preservar tu vida. Lleguemos a un acuerdo.
Kaye se hincó las uñas en la palma de la mano. Con fuerza.
—No sé —masculló.
Era una idea seductora que la guerra no siguiera adelante, que todo
pudiera resolverse tan fácilmente.
—Piénsalo. Si dejara de ser el señor de la Corte Nocturna, tu promesa
quedaría anulada. Ya no tendrías que cumplir esa prueba imposible. Las
declaraciones solo se hacen ante los nobles o las damas.
Kaye quiso convencerse de que eso era lo de menos, pero sí que
importaba. Se sintió desfallecer.
—Si estuvieras dispuesta ayudarme, podría disponerlo todo para que lo
vieras, incluso para que hablaras con él, a pesar de la declaración. En estos
momentos, viene de camino hacia aquí.
Silarial se levantó. El suave frufrú de su vestido fue lo único que se oyó
por debajo de ese dosel de ramas mientras se acercaba al lugar donde se
encontraba Kaye.
—Hay otras formas de persuadirte, pero no me gusta ser cruel.
Kaye tomó aliento. Roiben estaba vivo. Ya solo tenía que cumplir lo que
había venido a hacer.
—Quiero a la Kaye humana. La hija de Ellen. Mi yo verdadero. Vuelve a
intercambiarla. Si lo haces, pensaré en lo que has dicho. Lo sopesaré.
Al fin y al cabo, no se estaba comprometiendo a hacer nada. En realidad,
no.
—Trato hecho —dijo Silarial, que alargó una mano para acariciarle la
mejilla. Tenía los dedos fríos—. Al fin y al cabo, eres uno de los míos. Solo
tenías que pedirlo. Y, por supuesto, contarás con la hospitalidad de la Corte
Radiante mientras te lo piensas.

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—Por supuesto —repitió Kaye, desalentada.

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Grandes bosques, me asustáis como las catedrales;
aulláis como el órgano; y en nuestros corazones malditos,
cámaras de eterno duelo donde vibran viejos estertores,
responden los ecos de vuestros De profundis.
CHARLES BAUDELAIRE, «OBSESIÓN».
(Traducción de Carmen Morales y Claude Dubois).

–S ois un necio —dijo Ellebere. Parecía fuera de lugar en la ciudad, pese


a que había materializado para sí mismo un traje negro con rayas
rojas y una corbata de seda del color de la sangre seca.
—¿Porque es una trampa? —inquirió Roiben.
Su largo abrigo de lana aleteaba con la brisa procedente del río. El hedor
del hierro le provocaba escozor en la nariz y la garganta.
—Seguro que lo es. —Ellebere se giró y empezó a caminar hacia atrás, sin
dejar de mirar a Roiben. Comenzó a hacer aspavientos, ignorando a la gente
que tenía que apartarse de su camino—. La propuesta de paz ya era
sospechosa de por sí, pero si accede a vuestra absurda demanda, será porque
tiene algún modo seguro de mataros.
—Ya —repuso Roiben, que lo agarró del brazo—. Y tú has estado a punto
de meterte en la carretera.

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Ellebere se detuvo, se apartó de los ojos varios mechones de cabello de
color burdeos. Suspiró.
—¿Su paladín podrá venceros?
—¿Talathain?
Roiben lo sopesó durante un rato. Le costaba considerar a Talathain —con
quien tuvo un encontronazo en un prado lleno de tréboles, el mismo que
estuvo enamorado de Ethine durante años, hasta que reunió el coraje
suficiente para obsequiarla con un humilde ramo de violetas— como alguien
formidable. Pero esos recuerdos parecían antiguos y ajenos, como si
pertenecieran a otra persona. Puede que ese Talathain también fuera otra
persona.
—Creo que puedo vencerle.
—Entonces, ¿será que la reina radiante tiene un arma letal? ¿O una
armadura irrompible? ¿Tendrá un modo de utilizar el hierro como arma?
—Podría ser eso. Le he dado muchas vueltas en la cabeza, pero no tengo
más respuestas que tú.
Roiben se miró la mano y vio todos los pescuezos que había rebanado al
servicio de Nicnevin. Todos esos ojos suplicantes y bocas temblorosas. Toda
esa compasión que no pudo conceder, ni concederse. Soltó a Ellebere.
—Solo espero ser mejor asesino de lo que cree la reina radiante.
—Decidme que al menos tenéis un plan.
—Lo tengo —repuso Roiben, torciendo el gesto—. Aunque al no saber
qué intenciones tiene Silarial, no sé hasta qué punto será efectivo.
—No tendríais que haber venido al mundo de hierro. En el mundo mortal,
sois vulnerable —protestó Ellebere, frunciendo el ceño.
Cruzaron la carretera al lado de un mortal escuálido que empujaba un
cochecito de bebé vacío y junto a otra que pulsaba los botones de su teléfono
móvil como una posesa.
—Dulcamara podría haberme acompañado. Podríais habernos explicado
lo que teníamos que hacer y enviarnos a cumplirlo. Así es como actuaría un
rey oscuro de verdad.
Roiben se bajó de la acera, pasó por debajo de una verja metálica rota que
le abrasó los dedos y se enganchó en la tela de su abrigo. Ellebere trepó por
encima y saltó al suelo con una floritura.
—Un caballero de verdad tampoco debería decirle a un rey cómo debe
actuar —replicó Roiben—. Pero, venga, sígueme la corriente un poco más.
Como bien has recalcado, soy un necio y estoy a punto de cerrar una serie de
acuerdos absurdos.

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El edificio situado al otro lado de la verja era como muchas otras
viviendas abandonadas de las proximidades, pero este tenía un jardín en la
azotea, así que había varios tallos alargados de plantas aletargadas por el
invierno colgando sobre los laterales de ladrillo. En el segundo piso faltaban
todas las ventanas. Se atisbaban unas sombras sobre las paredes interiores.
Roiben se detuvo.
—Me gustaría decir que el tiempo que pasé en la Corte Oscura me cambió
el carácter. Durante mucho tiempo, me consoló pensar eso. Cada vez que veía
a mi hermana, recordaba que en el pasado fui como ella, antes de
corromperme.
—Mi señor… —Ellebere palideció.
—Pero ya no tengo claro que eso sea cierto. Me pregunto si no habré
encontrado mi verdadera naturaleza, que antes estaba oculta, incluso para mí.
—¿Y cuál es vuestra naturaleza?
—Vamos a averiguarlo. —Roiben subió por los escalones agrietados de la
entrada y llamó al tablón de madera que cubría la puerta.
—¿Podéis explicarme, al menos, qué estamos haciendo aquí? —preguntó
Ellebere—. ¿Visitar a unos exiliados?
Roiben se llevó un dedo a los labios. Alguien retiró uno de los tablones de
una ventana cercana. Apareció un ogro en la abertura. Tenía unos cuernos
curvados hacia atrás, como los de un carnero, y una barba larga y castaña que
se teñía de verde en la punta.
—Pero si es su majestad oscura —dijo—. Supongo que habréis oído
hablar de mi arsenal de reemplazos. Los mejores que podréis encontrar. No
están tallados con leños ni ramitas, sino confeccionados meticulosamente a
partir de maniquíes…, algunos con ojos de cristal auténticos. Ni siquiera los
humanos con visión extrasensorial pueden desentrañar mi obra. La mismísima
reina radiante contrata mis servicios, pero seguro que eso ya lo sabíais. Venid
por detrás. Será un placer hacer algo por vos.
Roiben negó con la cabeza.
—Soy yo quien va a ofrecerte algo. Una propuesta. Dime, ¿cuánto tiempo
llevas en el exilio?

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Kaye reposó al lado de Corny y Luis en un cenador de hiedra, arrullada por el
tierno roce de la tierra y el dulce aroma de la brisa. Las flores nocturnas
perfumaban el ambiente, salpicando la oscuridad con constelaciones de
pétalos blancos.
—Qué extraño. —Kaye se recostó sobre la hierba—. Ahora está oscuro,
pero cuando llegamos aquí era de noche y había más luz. Pensaba que aquí
sería siempre de día.
—Sí que es raro, sí —coincidió Corny.
Luis abrió su segunda barrita de proteínas y le pegó un bocado mientras
hacía una mueca.
—No sé por qué me obliga a quedarme. Esto es una estupidez. Hice todo
lo que ella me dijo. Dave es… —Se interrumpió.
—¿Qué es Dave? —preguntó Corny.
Luis miró el envoltorio que tenía en las manos.
—Es propenso a meterse en líos cuando yo no estoy cerca para impedirlo.
Kaye observó cómo caían los pétalos. Lo más probable era que la humana
intercambiada ya estuviera de vuelta con Ellen, ocupando el puesto de Kaye
en el mundo que ella conocía. Con una prueba superada y otra imposible,
Kaye no sabía qué pasaría a continuación. Dudaba mucho que la reina le
permitiera irse sin más. Mantener a Luis en la corte resultaba alentador y
descorazonador al mismo tiempo: alentador porque era posible que Silarial le
dejara guiarlos de vuelta en algún futuro no muy lejano, pero descorazonador
porque la Corte Luminosa parecía una telaraña en la que, cuanto más
forcejeabas, más te quedabas pegado.
Aunque tampoco tenía ningún otro sitio al que acudir.
Unos gnomos silenciosos trajeron una bandeja con bellotas ahuecadas y
rellenas con un líquido tan claro como el agua. Las colocaron junto a unos
platos repletos de pastelitos. Kaye ya se había comido tres. Cogió un cuarto y
se lo ofreció a Corny.
—No —dijo Luis, cuando Corny alargó la mano hacia el dulce.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—No comas ni bebas nada de ellos. No es seguro.
Empezó a sonar música a lo lejos. Kaye oyó una voz aguda que se dispuso
a cantar la balada de un ruiseñor que en realidad era una princesa y la de una
princesa que en realidad era una baraja de cartas.
Corny cogió el pastel.
Kaye quiso tocarle el brazo para prevenirlo, pero percibió una fragilidad
en sus gestos que la llevó a contenerse. Los ojos de Corny centelleaban con

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un fervor contenido. Se rio y se metió el dulce en la boca.
—Para mí no hay nada seguro. No tengo visión extrasensorial. No puedo
resistirme a sus hechizos, y ahora mismo no veo por qué debería molestarme
en intentarlo.
—Porque no intentarlo es una estupidez —dijo Luis.
Corny se lamió los dedos.
—Pues la estupidez está de rechupete.
Se acercó una mujer feérica, sus pies descalzos no hacían ruido sobre la
tierna tierra.
—Para vosotros —dijo, y colocó tres fardos de ropa sobre el césped.
Kaye alargó un brazo para tocar el primero. El tejido verde como el apio
tenía un tacto sedoso bajo las yemas de sus dedos.
—Déjame adivinar —le dijo Corny a Luis—. Tampoco debemos
ponernos ninguna prenda feérica. ¿Prefieres ir por ahí desnudo?
Luis frunció el ceño, pero Kaye se dio cuenta de que estaba avergonzado.
—No seas cretino —le espetó a Corny, mientras le arrojaba su pila de
ropa. Él sonrió, como si Kaye le hubiera hecho un cumplido.
Agachada detrás de un arbusto, Kaye se quitó la camiseta y se puso el
vestido por la cabeza. Llevaba puestos los mismos pantalones de camuflaje y
la misma camiseta desde que había salido de Jersey, así que estaba deseando
quitárselos. El tejido feérico era tan ligero como la tela de una araña. Le
recordó al único vestido feérico que se había puesto antes que ese: el mismo
con el que habían estado a punto de sacrificarla, el mismo que se había
desintegrado en el fregadero cuando había intentado limpiarle la sangre. Sus
recuerdos del tributo fallido seguían formando una maraña de horror y
confusión, sumada al cosquilleo del aliento de Roiben en su cuello cuando
este le había susurrado: «¿Qué es aquello que te pertenece, pero que los
demás utilizan más que tú?».
Su nombre. El nombre que Kaye le había sonsacado sin conocer su
importancia. El nombre que había empleado para darle órdenes y que aún
podría utilizar. No era de extrañar que la Corte Oscura la detestara: podía
obligar a su rey a cumplir su voluntad.
—Estoy ridículo, ¿verdad? —dijo Corny, que salió de entre las ramas y la
sobresaltó. Llevaba puesta una túnica de brocado negra y carmesí sobre unos
pantalones negros. Iba descalzo. Estaba muy guapo, en absoluto ridículo, aun
con el ceño fruncido—. Aunque mi ropa está empapada. Esta, al menos, está
seca.

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—Pareces un aristócrata decadente. —Kaye se giró, haciendo que la
vaporosa falda revolotease a su alrededor—. Me gusta mi vestido.
—Es bonito. El verde resalta el color rosa de tus membranas oculares.
—Cállate. —Kaye recogió una ramita del suelo y se sujetó el pelo, tal y
como hacía con los lápices cuando estaba en clase—. ¿Dónde está Luis?
Corny señaló con la barbilla. Kaye se giró y lo vio apoyado en un árbol,
mordisqueando la que seguramente sería su última barrita de proteínas.
Frunció el ceño mientras hundía las manos en los bolsillos de una larga
chaqueta marrón, sujeta por tres hebillas en la cintura. El abrigo húmedo de
Kaye colgaba de la rama de un árbol.
—Supongo que tendremos que ir al guateque con estas pintas —dijo
Kaye.
Luis se acercó despacio.
—Ellos lo llaman festejo.
Corny puso los ojos en blanco.
—Venga, vamos.
Kaye se encaminó hacia el origen de la música mientras deslizaba los
dedos sobre las hojas verdes y pesadas. Tomó una flor grande y blanca de una
de las ramas y fue arrancando un pétalo amoratado tras otro.
—Me quiere —dijo Corny—. No me quiere.
Kaye frunció el ceño y se detuvo.
—Eso no es lo que estaba haciendo.
Varias siluetas se deslizaron entre los árboles, como si fueran fantasmas.
La música y las risas siempre parecían alejarse un poco más, hasta que Kaye
se vio rodeada de repente por una multitud. Los feéricos danzaban en círculos
amplios y caóticos, jugaban a los dados o se reían sin más, como si la brisa
hubiera propagado un chiste que solo llegaba hasta sus oídos. Había una
feérica agachada junto a un estanque, enfrascada en una conversación con su
reflejo, mientras que otra acariciaba la corteza de un árbol como si fuera el
pelaje de una mascota.
Kaye abrió la boca para decirle algo a Corny, pero se contuvo cuando
divisó una melena blanca y unos ojos que parecían sendas cucharas de plata.
Alguien se abrió paso entre la multitud, oculto tras una capa y una capucha,
pero no lo suficiente.
Kaye solo conocía a una persona que tuviera unos ojos como esos.
—Enseguida vuelvo —dijo, mientras se abría camino entre una chica
pantanosa con un vestido confeccionado con plantas de río entrelazadas y un
gnomo con unos toscos zancos cubiertos de musgo.

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—¿Roiben? —susurró, al tiempo que le tocaba el hombro.
Notó cómo se le aceleraba el corazón y eso la enfureció. Se enfureció por
todo lo que sintió en ese momento, por esa gratitud tan absurda que le
provocó ganas de abofetearse.
—Eh, capullo. Podrías haberme dicho que superara la prueba de traerte
una manzana de la mesa de banquetes. Podrías haberme encargado que te
trenzara en el pelo.
La figura se quitó la capucha y Kaye se acordó de la otra persona que
tenía unos ojos igualitos a los de Roiben. Su hermana, Ethine.
—Kaye —dijo—. Esperaba encontrarme contigo.
Avergonzada, Kaye trató de retroceder. No podía creerse que acabara de
soltar todas esas cosas y, en retrospectiva, tampoco estaba segura de que
quisiera que Roiben las escuchara.
—No tengo mucho tiempo —dijo Ethine—. Tengo que transmitirle un
mensaje a la reina. Pero hay algo que me gustaría saber. Sobre mi hermano.
—Hace tiempo que no hablamos. —Kaye se encogió de hombros.
—Roiben nunca fue cruel cuando éramos pequeños. Ahora es frío, atroz y
brutal. Entrará en guerra con aquellos a quienes quería…
Kaye se sobresaltó al pensar en Roiben de pequeño.
—¿Os criasteis en Faerie?
—No tengo tiempo para…
—Pues sácalo de donde sea. Quiero saberlo.
Ethine se quedó mirando a Kaye un rato, después suspiró.
—A Roiben y a mí nos crío una comadrona humana en Faerie. Le habían
arrebatado a sus hijos y nos llamaba por sus nombres. Mary y Robert. A mí
no me gustaba. Por lo demás, era muy buena con nosotros.
—¿Qué me dices de tus padres? ¿Los conoces? ¿Los quieres?
—Responde a mi pregunta, haz el favor —dijo Ethine—. Mi señora quiere
que Roiben se bata en duelo, en vez de liderar a la Corte Oscura hacia la
batalla. Eso impediría una guerra que la Corte Nocturna, tan mermada como
está, no puede ganar, pero supondría la muerte de él.
—Tu señora es una zorra —dijo Kaye, sin poder contenerse.
Ethine se frotó las manos con nerviosismo, deslizando unos dedos encima
de otros.
—No. Ella aceptaría que volviera. Sé que lo haría, si tan solo Roiben se lo
pidiera. ¿Por qué no se lo pide?
—No lo sé —respondió Kaye.
—Tienes que haber percibido algo. Roiben se ha encariñado de ti.

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Kaye hizo amago de replicar, pero Ethine la interrumpió.
—He oído cómo te dirigías a él cuando pensabas que yo era mi hermano.
Le has hablado como a un amigo.
Kaye no lo habría descrito de esa manera.
—Oye, hice una declaración. Una de esas en la que te endosan una
prueba. Roiben vino a insinuarme que me fuera a la mierda. No sé qué crees
que puedo saber o contarte sobre él, pero te equivocas.
—Te vi, aunque no escuché lo que dijisteis. Aquella noche estuve en la
colina. —Ethine sonrió, pero frunció el ceño ligeramente, como si intentara
desentrañar esa forma tan humana de expresarse que tenía Kaye—. Aun así,
es lógico que la prueba no consistiera en traerle una manzana de una mesa, ni
en hacerle una simple trenza.
Kaye se ruborizó.
—Si creías que el rey de la Corte Oscura te impondría una prueba tan
fácil, debes de pensar que está perdidamente enamorado.
—¿Por qué no debería estarlo? Roiben dijo que yo…
Kaye se interrumpió al comprender que no debería repetir esas palabras.
«Tú eres lo único que deseo». No era seguro decirle eso a Ethine, sin importar
lo que hubiera sucedido.
—Una declaración es algo muy serio.
—Pero… yo pensaba que era, no sé, una forma de hacerle saber a la gente
que estábamos juntos.
—Es algo mucho más inmutable que eso. Solo puede haber un consorte a
la vez, y es habitual que no haya ninguno. Eso te vincula tanto a él como a su
corte. Mi hermano se declaró en una ocasión, ¿sabes?
—A Silarial —dijo Kaye, aunque no lo sabía. Al menos, no lo había
confirmado hasta ahora.
Recordó a Silarial plantada en mitad de una huerta humana, diciéndole a
Roiben que había demostrado satisfactoriamente su amor por ella. Qué furiosa
se puso cuando Roiben le dio la espalda.
—Roiben cumplió su prueba, ¿verdad?
—Así es —respondió Ethine—. Debía quedarse en la Corte Oscura, como
caballero al servicio de Nicnevin, hasta el final de la tregua. La muerte de
Nicnevin puso fin a esa situación. Ahora podría ser el consorte de la dama
radiante, si quisiera, si volviera con nosotros. Una declaración es un pacto y él
ha cumplido su parte del trato.
Kaye contempló a los bailarines que la rodeaban y se sintió ridícula e
insignificante.

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—Tú crees que deberían estar juntos, ¿verdad? Te preguntas qué vio en
mí, una vulgar ninfa maleducada.
—Eres inteligente. —La feérica evitó mirar a Kaye a los ojos—. Supongo
que vería eso.
Kaye bajó la mirada hacia las puntas raspadas de sus botas. «No soy tan
lista, después de todo». Ethine se quedó pensativa.
—En el fondo, creo que Roiben ama a Silarial. La culpa por su
sufrimiento, pero mi señora… no pretendía que padeciera tanto…
—Roiben no se lo cree. Como mucho, piensa que le dio igual. Y creo que
lo que más deseaba era que le importara.
—¿Qué prueba te encomendó?
Kaye frunció el ceño e intentó que no le temblara la voz.
—Me dijo que le trajera un feérico capaz de decir una mentira.
Le dolió repetirlo. Esas palabras eran un reproche por haber creído que a
Roiben le gustaba tanto como para anteponer los sentimientos a las
apariencias.
—Una tarea imposible —dijo Ethine, que seguía pensativa.
—Como verás —prosiguió Kaye—, no soy la persona más adecuada para
responder a tus preguntas. Yo también deseaba que le importara. Pero no era
así.
—Si no le importas tú, ni ella, ni yo —repuso Ethine—, entonces no se
me ocurre nadie más que pueda importarle, salvo él mismo.
Un caballero rubio se acercó a ellas, su armadura verde hacía que su
cuerpo resultara casi invisible entre las hojas.
—Tengo que irme ya —dijo Ethine, dándose la vuelta.
—A Roiben no le importa lo que le ocurra —le dijo Kaye, mientras se
alejaba—. No creo que le haya importado desde hace mucho tiempo.

Corny se dio un paseo por el bosque, tratando de ignorar los golpetazos que el
corazón le arreaba en el pecho. Intentó no establecer contacto visual con
ningún feérico, pero se sintió atraído por esos rostros felinos, esas narices
alargadas y esos ojos radiantes. Luis no dejó de fruncir el ceño, sin importar

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por dónde pasaran. Ni siquiera reaccionó ante un río repleto de nixes —con la
piel perlada de gotas de agua que parecían cabujones—, mientras que a Corny
le costó un gran esfuerzo mirar para otro lado.
—¿Qué ves? —preguntó al fin Corny, cuando el silencio entre ellos se
alargó tanto que abandonó la idea de que Luis hablara primero—. ¿Son
hermosos? ¿Solo es una ilusión?
—No son hermosos, exactamente, pero sí deslumbrantes. —Luis resopló
—. Si lo piensas, es una mierda. Tienen toda la eternidad por delante, ¿y qué
hacen? Se tiran todo el tiempo comiendo, follando y maquinando formas
enrevesadas de matarse entre ellos.
Corny se encogió de hombros.
—Yo también lo haría, seguramente. Si fuera inmortal, me imagino con
una bolsa tras otra de Cheetos, descargando porno y viciándome al Almas
vengadoras durante semanas seguidas.
Luis se quedó mirando a Corny durante un buen rato.
—Y una mierda —dijo.
Corny soltó una risotada.
—¿Qué sabrás tú?
—¿Recuerdas el pastel que te comiste antes? —dijo Luis—. Lo único que
yo vi fue un hongo pocho.
Por un momento, Corny pensó que estaba bromeando.
—Pero Kaye se comió uno.
—Se comió tres, más bien. —Luis lo dijo con tanto regocijo que Corny se
echó a reír. Al poco rato, los dos estaba riéndose juntos, de un modo tan
natural y desenfadado como si estuvieran destinados a hacerse amigos.
Corny dejó de reírse cuando comprendió que deseaba que así fuera.
—¿Por qué odias tanto a los feéricos?
Luis giró la cabeza para que Corny viera su ojo lechoso. Su expresión era
difícil de interpretar.
—He tenido la visión extrasensorial desde que era pequeño. Mi padre la
tenía y supongo que me la transmitió a mí. Esa visión lo volvió loco; o puede
que lo enloquecieran ellos.
Luis negó con la cabeza, cansado, como si ya estuviera harto de esa
historia.
—Cuando saben que puedes verlos, te la lían de otras maneras. Sea como
sea, a mi padre se le metió en la cabeza la idea de que nadie estaba a salvo.
Disparó a mi madre y a mi hermano; creo que estaba intentando protegerlos.
Si yo hubiera estado allí, también me habría pegado un tiro. Mi hermano

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sobrevivió, a duras penas, y yo tuve que endeudarme con un feérico para que
se recuperase. ¿Te imaginas cómo serían las cosas sin los feéricos? Yo sí.
Normales.
—Deberías saber que uno de ellos, un kelpie, mató a mi hermana —dijo
Corny—. La ahogó en el océano hará unos dos meses. Y Nephamael me hizo
cosas, pero aún así yo quería que…
Dejó la frase a medias cuando comprendió que quizá no estaría bien
hablar de un chico «de ese modo» delante de Luis.
—¿Qué querías?
En el claro que había más adelante, Corny divisó a un grupo de feéricos
que arrojaban algo que parecía un dado en un cuenco grande. Eran bellos,
espantosos, o la dos cosas a la vez. Se sintió incómodo al reconocer una
cabellera rubia. Era Adair.
—Tenemos que irnos —le susurró a Luis—. Antes de que nos vea.
Luis echó un vistazo rápido hacia atrás mientras apretaban el paso.
—¿Cuál de ellos? ¿Qué hizo?
—Me maldijo.
Corny asintió mientras se agachaban bajo el manto de un sauce llorón.
Ninguno mencionó que Silarial había prometido que no sufrirían ningún daño.
Corny supuso que Luis era tan receloso sobre el alcance de esa promesa como
él.
Varios feéricos descansaban cerca del tronco de árbol: un puka con el
pelaje negro estaba apoyado sobre dos ninfas de piel verde y alas marrones;
un muchacho élfico estaba despatarrado junto a un feérico que parecía
amodorrado. Corny se paró en seco, sorprendido. Uno de ellos estaba
recitando lo que parecía ser un poema épico que versaba sobre serpientes.
—Lo siento —dijo Corny, dando media vuelta—. No pretendíamos
molestar a nadie.
—Tonterías —dijo una ninfa—. Venid, sentaos aquí. Así podréis
contarnos también alguna historia.
—La verdad es que yo no… —replicó, pero un feérico con patas de cabra
lo tiró al suelo, riendo.
La tierra negra estaba blanda y húmeda bajo sus manos y sus rodillas. El
ambiente estaba cargado con los intensos aromas del suelo y la vegetación.
—El dragón alzó el vuelo con sus alas de cuero —recitó un feérico—.
Con su aliento prendió fuego a los brezos.
Puede que el poema versara sobre «sierpes» y no sobre «serpientes».

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—Los mortales tienen una constitución muy interesante —dijo el
muchacho élfico, mientras deslizaba los dedos sobre la curvatura de las orejas
de Corny.
—Neil —dijo Luis.
El puka alargó el brazo para acariciar su mejilla redondeada, como si
estuviera fascinado. Un joven feérico le lamió el hueco del codo y Corny se
estremeció. Era una marioneta. Danzaba cuando los feéricos accionaban sus
hilos.
—Neil —dijo Luis con una voz lejana y carente de importancia—. Sal del
trance.
Corny se dejó llevar por sus caricias, restregó la cabeza sobre la palma de
un puka. Tenía la piel caliente y ultrasensible. Soltó un gemido.
Unos dedos largos comenzaron a tirar de sus guantes.
—No hagáis eso —les advirtió Corny, pero en el fondo quería que lo
hicieran. Quería que acariciaran hasta el último rincón de su cuerpo, pero se
odió por desear eso. Pensó en su hermana, que saltó desde un muelle detrás de
un kelpie empapado, pero ni siquiera eso mitigó su anhelo.
—No seas así —repuso un feérico alto con el pelo tan azul como las
plumas de un ave exótica. Corny parpadeó.
—Os haré daño —replicó con indolencia, y los feéricos se echaron a reír.
No fue una risa especialmente burlona o cruel, pero fue hiriente a pesar de
todo. Fue como el regocijo de ver a un gato encarándose con la cola de un
lobo.
Le quitaron los guantes. Se desprendieron varios restos de látex de las
yemas de sus dedos.
—Todo lo que toco, lo daño —murmuró Corny.
Notó unas manos en las caderas, en los labios. Sintió el roce frío de la
tierra en la espalda y lo reconfortó, pues el resto de su cuerpo estaba ardiendo.
Sin pensar, alargó la mano hacia uno de los feéricos, sintió el roce sedoso de
unos cabellos, la asombrosa calidez de su carne musculada.
Abrió los ojos con la certeza repentina de lo que estaba haciendo. Vio,
como si lo atisbara desde lejos, los agujeritos diminutos que dejaron sus dedos
en la ropa, los moratones que florecían en los cuellos, las manchas parduzcas
de la edad que se extendían como granos de arena sobre esa piel ancestral.
Los feéricos no parecían haberse dado cuenta.
Una sonrisa se desplegó lentamente en sus labios. Aunque no pudiera
resistirse a ellos, podría hacerles daño.

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Dejó que las ninfas lo acariciaran, se arqueó y le pegó un mordisco en el
cuello al muchacho élfico, inspirando los aromas extraños a tierra y minerales
que desprendían, dejándose llevar por la lujuria.
—¡Neil! —gritó Luis, que levantó a Corny por la parte de atrás de la
camiseta.
Corny se tambaleó, alargó un brazo para recuperar el equilibrio y Luis se
apartó antes de que pudiera rozarle con la mano. En vez de eso, se agarró a la
camiseta de Luis y el tejido se chamuscó. Corny tropezó y cayó al suelo.
—Sal del trance —le ordenó Luis. Estaba jadeando, tal vez a causa del
miedo—. Levántate.
Corny se puso de rodillas. El deseo le entorpecía el habla. Incluso
accionar los labios guardaba un parecido inquietante con el placer.
Un feérico le apoyó sus largos dedos en la pantorrilla. El roce fue como
una caricia y Corny se inclinó hacia él. Unos labios cálidos se aproximaron a
los suyos.
—Levántate, Neil. —Luis hablaba en voz baja, pegado a los labios de
Corny, como si le desafiara a obedecer—. Es hora de levantarse.
Luis lo besó. Luis, que era capaz de hacer todo lo que él no podía; era
inteligente, irónico, y el último chico del mundo que podría llegar a
enamorarse de un friki introvertido como Corny. Sintió vértigo cuando abrió
la boca al sentir el roce de los labios de Luis. Sus lenguas se entrelazaron
durante un instante devastador, hasta que Luis se apartó.
—Dame las manos —dijo, y Corny, obediente, extendió las muñecas.
Luis se las ató con el cordón de un zapato.
—¿Qué estás…? —Corny intentó encontrarle sentido a lo que estaba
pasando, pero seguía aturdido.
—Entrelaza los dedos —dijo Luis con su voz serena y competente,
después volvió a besarlo.
Pues claro. Luis estaba intentando salvarlo. Igual que salvó a ese tipo con
la boca llena de peniques o a Lala, con sus zarzas serpenteantes. Sabía de
curas, cataplasmas y del valor medicinal de los besos. Sabía cómo distraer a
Corny el tiempo suficiente para atarle las manos, cómo utilizarse a sí mismo
como cebo para alejar a Corny del peligro. Había detectado el deseo que
ocultaba con tanto esmero y, peor aún que si lo hubiera utilizado en su contra,
se sirvió de él para rescatarlo. La euforia que sentía se deshizo en su
estómago.
Corny se tambaleó y avanzó dando tumbos hacia el manto de ramas. Le
arañaron el rostro cuando lo atravesó. Luis fue tras él.

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—Lo siento —le dijo—. Yo no… no pretendía… Pensé que…
—¿Yo no? ¿No pretendía? ¿Pensé que? —gritó Corny. De repente, le
ardía la cara. Luego se le revolvió el estómago. Apenas tuvo tiempo de girarse
antes de vomitar unos trozos de hongos pochos.
Como era de esperar, Luis tenía razón con lo de los pasteles.

La luz de la luna se reflejó en unos ojos amarillos, como de búho, que


sobresaltaron a Kaye. Había renunciado a seguir llamando a Corny y ahora
estaba intentando encontrar el camino de vuelta al festejo. Cada vez que se
giraba hacia la música, la melodía parecía provenir de otra dirección.
—¿Te has perdido? —inquirió una voz.
Kaye pegó un respingo. Era un individuo con el cabello dorado y verdoso
y unas alas de polilla blancas plegadas sobre su espalda expuesta.
—Más o menos —respondió Kaye—. ¿Podrías mostrarme el camino?
El feérico asintió y señaló con un dedo hacia la izquierda y con otro hacia
la derecha.
—Muy gracioso. —Kaye se cruzó de brazos.
—Los dos caminos terminarían por conducirte hasta el festejo. Salvo que
uno quizá te tomaría más tiempo. —Sonrió—. Dime tu nombre y te contaré
cuál es mejor.
—Vale —repuso ella—. Soy Kaye.
—Ese no es tu verdadero nombre. —Esbozó uní sonrisa sarcástico—.
Seguro que ni siquiera lo sabes.
—Supongo que así es más seguro.
Kaye divisó una densa arboleda. El entorno no le sonaba de nada.
—Pero alguien tiene que saberlo, ¿no crees? La persona que te lo puso.
—Puede que nadie me pusiera nombre. A lo mejor tengo que ponérmelo
yo.
—Se dice que las cosas que no tienen nombre están en cambio constante,
que los nombres las fijan a modo de alfileres. Pero cuando algo carece de
nombre, no llega a ser real del todo. Puede que tú no lo seas.
—Claro que soy real —replicó Kaye.

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—Lo que sí conoces es un nombre que no te pertenece, ¿verdad? Un
nombre auténtico. Un alfiler de plata con el que fijar en el sitio a un rey.
El feérico empleó un tono afable, pero los músculos de los hombros de
Kaye se pusieron en tensión.
—Le dije a Silarial que no lo utilizaría. Y no lo haré.
—¿De veras? —El feérico ladeó la cabeza, dio la extraña impresión de
que fuera un pájaro—. ¿Y no lo cambiarías por otra vida? ¿Por una madre
mortal? ¿Por un amigo irresponsable?
—¿Me estás amenazando? ¿Me está amenazando Silarial? —Kaye
retrocedió.
—Aún no —repuso el feérico con una carcajada.
—Encontraré el camino yo sola —murmuró y reanudó la marcha,
negándose a seguir perdida.
Aunque pareciera imposible, los árboles estaban repletos de hojas propias
del verano y la tierra era cálida y fragrante, pero el bosque permanecía tan
inmóvil como una roca. Hasta el viento parecía inerte. Kaye siguió
caminando, cada vez más deprisa, hasta que llegó a un riachuelo del que
asomaban unas rocas. Había una figura acuclillada cerca del agua, las ramitas
y las zarzas de su pelo le daban el aspecto de un arbusto pelado.
—¡Tú! —exclamó Kaye—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Seguro que tienes mejores preguntas que hacerme —repuso la Bruja del
Espino con un brillo en sus ojos negros.
—No quiero más acertijos —protestó Kaye y se le quebró la voz. Se sentó
sobre la orilla húmeda, sin importarle que el agua le empapara la falda—.
Tampoco pruebas, ni cáscaras de huevo.
La Bruja del Espino estiró un brazo larguirucho para darle unas
palmaditas con unos dedos ásperos como una corteza.
—Pobre ninfa. Acércate y apoya la cabeza en mi hombro.
—Ni siquiera sé en qué bando estás. —Kaye soltó un gemido, pero se
acercó y se apoyó sobre el bulto familiar de la feérica—. No sé cuántos
bandos habrá. ¿Esto es como un folio con dos reversos, o como uno de esos
dados raros con veinte caras que tiene Corny? Y si en realidad hay veinte
bandos, ¿alguno está de mi parte?
—Chica lista —dijo la bruja con tono de aprobación.
—Venga ya, eso no tenía sentido. ¿No puedes contarme nada? ¿Nada de
nada?
—Ya sabes lo que necesitas y necesitas lo que sabes.
—¡Pero eso es un acertijo! —protestó Kaye.

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—A veces, el acertijo es la respuesta —repuso la Bruja del Espino, pero le
dio unas palmaditas en el hombro a pesar de todo.

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Pálida como la luna y radiante como la luz;
libre de la merma de la espera y la melancolía;
no como es ella, sino como era cuando había esperanza;
no como es ella, sino como él la sueña.
CHRISTINA ROSSETTI, «EN EL ESTUDIO DE UN ARTISTA».

E n la oscuridad previa al alba, Corny se despertó con el sonido lejano de


unas campanas y el traqueteo atronador de unas pezuñas. Rodó sobre sí
mismo, desorientado, dolorido y embargado por un pánico repentino. Por
alguna razón, aún llevaba puesta la cazadora de cuero, pero parecía que los
bordes de las mangas estaban raídos. Le dolían las muñecas y, cuando tiró sin
darse cuenta del cordón que las sujetaba, le dolieron todavía más. Notó un
regusto agrio en la boca.
Saber que seguía en la Corte Luminosa explicaba el temor y el malestar.
Pero cuando vio a Luis, envuelto en el abrigo morado de Kaye, con la mejilla
apoyada en el tronco de un endrino cercano, se acordó del resto. Recordó lo
estúpido que había sido.
Y la asfixiante tersura de los labios de Luis.
Y la forma en que le había apartado el pelo de la cara mientras vomitaba
en el césped.

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Y la buena voluntad que siempre ponía al tratar con él.
Le ardió el rostro y le escocieron los ojos por culpa de la vergüenza. Se le
formó un nudo en la garganta solo de pensar en tener que hablar de ello. Se
puso de rodillas y después se incorporó a duras penas, pues poner distancia
física con él era lo único que podría serenarlo. Puede que Kaye estuviera en el
lugar de donde provenía el ruido. Si consiguiera encontrarla, puede que Luis
no dijera nada. Tal vez actuara como si no hubiera pasado nada. Corny se
abrió camino entre los árboles, a solas, hasta que divisó la comitiva.
Pasaron al galope varios caballos con herraduras de plata, con las crines al
viento y un fulgor en los ojos. Los rostros de los feéricos que los cabalgaban
estaban cubiertos por unos yelmos. El primer jinete iba ataviado con una
armadura de color rojo oscuro, que parecía descascarillarse como pintura
vieja; la del siguiente jinete era blanca y con un tacto similar al cuero, como
el huevo de una serpiente. Un corcel negro galopó en dirección a Corny, pero
luego se irguió sobre dos patas, sus pezuñas delanteras danzaban en el aire. La
armadura de aquel jinete era negra y reluciente como las plumas de un
cuervo.
Corny se alejó. La corteza áspera del tronco de un árbol le arañó la
espalda.
El jinete vestido de negro sacó una espada curva que centelleaba como
agua ondulante.
Corny tropezó, el terror le había vuelto torpe. El caballo se acercó al trote,
Corny sintió el roce caliente de su aliento en el rostro. Alzó sus manos atadas
para protegerse.
La espada cortó el cordón que le aferraba las muñecas. Corny pegó un
grito y cayó al suelo.
El jinete enfundó la espada y se quitó el yelmo.
—Cornelius Stone —dijo Roiben.
Corny soltó una carcajada histérica, aliviado.
—¡Roiben! ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a negociar con Silarial —respondió—. Vi a Sorrowsap en el
otro extremo del lago. ¿Quién te ha atado las manos? ¿Dónde está Kaye?
—Esto ha sido… por mi propio bien —dijo Corny, alzando las muñecas.
Roiben frunció el ceño y se inclinó hacia delante desde su montura.
—Cuéntame qué ha pasado.
Corny alargó un brazo y tocó una hoja con un dedo. Se marchitó, se puso
gris.

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—Menuda maldición, ¿eh? Me ataron con un cordón para impedir que
tocara a alguien sin querer. Al menos creo que esa era la idea. No recuerdo
bien lo que pasó anoche.
Roiben meneó la cabeza, ceñudo.
—Vete de aquí. Lo más deprisa posible. Sorrowsap te escoltará hasta que
salgas del territorio de la Corte Radiante. Por lo visto, nada es lo que parece,
ni siquiera tú. Kaye debería… —Hizo una pausa—. Dime que está bien.
Corny quiso decirle que se metiera esa pantomima de preocuparse por él
por donde le cupiera, pero seguía un poco nervioso por esa espada que había
pasado tan cerca de su cabeza.
—¿A ti qué te importa? —dijo al fin.
—Claro que me importa. —Roiben cerró los ojos, como si se estuviera
instando a mantener la calma—. Al margen de lo que pienses de mí, sácala de
aquí.
Roiben volvió a acomodarse sobre la montura y tiró de las riendas. El
caballo retrocedió.
—Espera —dijo Corny—. Hay una cosa que quería preguntarte: ¿qué se
siente al ser un rey? ¿Qué se siente al ser tan poderoso como para que nadie te
pueda controlar?
Sonaba un poco a burla, sí, pero Corny quería conocer la respuesta.
Roiben soltó una carcajada adusta.
—No tengo ni idea.
—Está bien. No me lo digas.
Roiben ladeó la cabeza. Corny se sintió desconcertado al acaparar de
repente toda la atención de aquel noble feérico. Cuando habló, lo hizo con voz
grave:
—Cuanto más poderoso te vuelves, más fórmulas encuentran para
dominarte. Lo harán por medio de aquellos a los que quieres y aquellos a los
que odias; encontrarán la brida y la embocadura que mejor se adapten a tu
hocico y te obligarán a someterte.
—Entonces, ¿no hay forma de estar a salvo?
—Ser invisible, tal vez. No valer nada.
Corny negó con la cabeza.
—Eso tampoco funciona.
—Someterlos a ellos primero —dijo Roiben, y la media sonrisa que se
dibujó en sus labios no bastó para suavizar la contundencia de esa afirmación
—. O estar muerto. Nadie puede dominar a los muertos. —Volvió a ponerse
el yelmo—. Ahora, ve a buscar a Kaye y marchaos.

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Con un restallido de las riendas, Roiben hizo girar al caballo y retomó su
senda, levantando nubes de polvo al paso de las pezuñas relucientes.
Corny deshizo el camino a través del bosque y se encontró a Adair
apoyado en un árbol.
—No encajas bien entre tanta belleza —dijo el feérico, mientras se
apartaba un mechón del mismo color que la mantequilla—. Es un error que
los humanos cometéis a menudo: el de ser tan feos.
Corny pensó en lo que dijo Roiben. «Someterlos a ellos primero».
—Esto de la maldición ha sido un regalo muy chulo —dijo, mientras
deslizaba la mano sobre la corteza de un roble cercano, ennegreciendo el
tronco—. Debería darte las gracias.
Adair retrocedió.
—Debías de estar muy cabreado. La maldición afecta incluso a la carne
feérica. —Corny sonrió—. Ahora solo tengo que decidir cuál es la mejor
forma de expresar mi gratitud. ¿Qué crees que me aconsejaría el protocolo?

Kaye intentó mantener un gesto impasible mientras Roiben se agachaba para


pasar por debajo del manto de ramas que conformaba la estancia de Silarial.
Su cabello plateado se derramaba sobre sus hombros como si fuera mercurio,
pero estaba empapado de sudor a la altura del cuello.
El anhelo le formó un nudo en el estómago, sumado a una expectación
horrible y mareante que no fue capaz de reprimir. El hechizo humano con el
que la envolvió Silarial resultaba tirante e incómodo. Kaye quiso llamarlo a
gritos, tocarle la manga. Era fácil pensar que se había producido un
malentendido; que, si pudiera hablar con él un momento, todo volvería a ser
como antes. Pero, claro está, se suponía que ella debía permanecer cerca del
tronco del inmenso sauce y mantener la mirada fija en el suelo, tal y como
hacían los sirvientes humanos.
El hechizo pareció una buena idea al principio, cuando la propuso Silarial.
Se suponía que Kaye no debía entrar en contacto con Roiben hasta que
hubiera culminado su prueba. Como no lo había hecho, el hechizo disimularía
su presencia allí. Kaye debía esperar a que Silarial terminara de hablar con él,

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y entonces se suponía que debía intentar convencerlo para que se sumara al
plan de la reina radiante. Si es que ella estaba de acuerdo, claro. Y
seguramente no lo estaría, pero al menos obtendría la satisfacción de cabrear a
Roiben.
Sin embargo, ya no le parecía tan buena idea, ahora que se encontraba allí,
mirando de reojo a Roiben como si fueran dos extraños. Silarial alzó la
mirada desde sus cojines con languidez.
—Ethine me ha dicho que no piensas acceder a mis condiciones.
—No creo que esperases que lo hiciera, mi…
Se interrumpió de repente y Silarial se rio.
—Has estado a punto de llamarme «mi señora», ¿verdad? Es una
costumbre que tendrás que quitarle.
Roiben agachó la mirada y torció el gesto.
—Así es. Me has sorprendido en un descuido.
—Tonterías. Me resulta encantador. —Sonriendo Silarial ondeó la mano
hacia el lugar donde se encontraba Kaye, entre las demás sirvientes—. Seguro
que estarás deseando empaparte de las inmutables tierras de tu juventud.
Una humana ataviada con un sencillo atuendo de color azul salió de la
fila, como en respuesta a una seña que Kaye no pudo discernir. La sirvienta se
inclinó sobre un cuenco de cobre situado en la mesa, como si estuviere
pescando manzanas con la boca. Después, tras arrodillarse delante de Roiben,
se inclinó hacia atrás y abrió la boca. La superficie del vino centelleaba entre
sus dientes.
Aquello suscitó en Kaye el recuerdo terrible y repentino de Janet al
ahogarse, con los labios separados de esa misma manera, con la boca llena de
agua salada Kaye se hincó las uñas en las manos.
—Bebe —dijo la dama radiante con un gesto risueño en la mirada.
Roiben se agachó y besó los labios de aquella chica le sujetó la cabeza y
la inclinó para poder beber de ella.
—Decadente —dijo, tras volver a sentarse sobre los cojines. Parecía ufano
y más relajado de la cuenta, repantigado como si estuviera en sus aposentos—
Pero ¿sabes lo que de verdad echo de menos? Él té de diente de león tostado.
Silarial le acarició el pelo a la sirvienta, antes de enviarla de nuevo a
llenarse la boca en otro cuenco. Kaye se recordó que no debía mirarlos
fijamente, que solo podía hacerlo de reojo, manteniendo un gesto neutral. Se
hincó las uñas con más fuerza en la piel.
—Dime —añadió Silarial—. ¿Qué condiciones propones?
—Debes arriesgar algo, si pretendes que yo lo arriesgue todo.

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—La Corte Oscura no tiene la menor esperanza de vencer en una batalla.
Deberías aceptar lo que te ofrezca y agradecerlo.
—Sin embargo —repuso Roiben—, si pierdo el duelo contra tu paladín, te
convertirás en soberana de la Corte Oscura y yo acabaré muerto. Es una
apuesta muy grande por mi parte, frente a tu oferta de una paz transitoria,
aunque tampoco pido igualdad de condiciones. Si gano, solo te pido que
accedas a nombrar reina a Ethine en tu lugar.
Por un momento, Kaye creyó advertir un brillo triunfal en los ojos de
Silarial.
—¿Solo? ¿Y si no accedo?
Roiben se recostó en los cojines antes de responder:
—Entonces habrá guerra, sea posible ganarla o no.
Silarial entrecerró los ojos, pero se adivinó una sonrisita en las comisuras
de sus labios.
—No te pareces al caballero al que yo conocía.
Roiben negó con la cabeza.
—¿Recuerdas lo ansioso que estaba por demostrar mi valía ante ti? Sentía
una gratitud patética ante la más mínima muestra de aprecio. Qué tedioso
debía de parecerte.
—Admito que ahora me resultas más interesante, al negociar para
conseguir la salvación de aquellos a los que detestas.
Roiben se rio. Kaye se quedó helada por el autodesprecio que percibió en
ese sonido.
—Pero ¿me detestas a mí aún más que a ellos? —inquirió Silarial.
Roiben se miró los dedos de la mano izquierda mientras jugueteaba con
los gemelos de ónice del puño de su camisa.
—Cuando pienso en cómo bebía los vientos por ti, me pongo enfermo. —
Alzó la mirada hacia ella—. Pero eso no significa que haya dejado de hacerlo.
Añoro mi hogar.
Silarial negó con la cabeza.
—Le dijiste a Ethine que jamás renunciarías a ser el señor de la Corte
Nocturna. Que jamás te replantearías tu posición. Que jamás me servirías.
¿Sigues pensando así?
—No volveré a ser el de antes. —Roiben señaló hacia Kaye y las demás
jovencitas pegadas a la pared. Sirvientas mudas—. Por más que lo añore.
—Dijiste que no poseo nada que te tiente —dijo Silarial—. ¿Algo que
añadir?
Roiben sonrió.

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—Le pedí a Ethine que te dijera eso. En realidad, yo nunca lo dije.
—¿Y es cierto?
Roiben se levantó, se acercó al lugar donde Silarial estaba recostada y se
arrodilló frente a ella. Le acercó una mano a la mejilla, Kaye pudo ver cómo
le temblaba.
—Me siento tentado —dijo Roiben.
La reina radiante se inclinó hacia él y lo besó. El primer beso fue breve,
cauteloso y casto, pero el segundo no. Roiben la sujetó por el cráneo y la
inclinó hacia atrás, la besó como si quisiera partirla por la mitad. Cuando se
apartó de Silarial, la reina tenía sangre en los labios y los ojos empañados a
causa del deseo.
A Kaye le ardió el rostro y notó los latidos de su corazón incluso en las
mejillas. Que a Roiben le temblase la mano cuando la alargó hacia Silarial era
peor que los besos, peor que cualquier cosa que hubiera dicho o pudiera decir.
Ella sabía lo que se siente al temblar así antes de tocar a alguien, al
experimentar un deseo tan intenso que se torna en desesperación.
Se obligó a mirar al suelo, a concentrarse en las raíces entrelazadas que se
extendían junto a sus pies. Intentó dejar la mente en blanco. No supo hasta
qué punto esperaba que Roiben la siguiera queriendo, hasta que sintió lo
mucho que le dolía saber que no era así.
Alzó la mirada de inmediato al oír el frufrú de un tejido, pero solo era
Silarial, que se levantó de los cojines. Roiben se puso alerta.
—Veo que tienes muchas ganas de que acceda a tus términos —dijo la
reina radiante con un tono jovial, aunque con un ligero tembleque en la voz.
Se apartó un mechón de cabello del rostro.
—Lo más probable es que Ethine te devuelva la corona, en caso de que la
consiguiera —repuso Roiben.
—En caso de que derrotes a mi paladín… —comenzó a decir Silarial,
pero se interrumpió, sin dejar de mirarlo. Se acercó una mano pálida a la
mejilla—. En caso de que derrotes a mi paladín, lo lamentarás.
Roiben sonrió de medio lado.
—Pero te concederé tu deseo. Si ganas, Ethine será reina. Asegúrate de no
ganar.
Silarial se acercó a los cuencos llenos de líquidos y Kaye vio cómo se iba
reflejando su rostro en cada superficie.
—Por supuesto, toda esta negociación carecerá de importancia si te unes a
mí sin más. Abandona la corte de aquellos a los que detestas. Juntos podemos
poner fin hoy a esta guerra. Serías mi consorte…

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—No —replicó Roiben—. Ya te dije que no…
—Aquí hay alguien con capacidad para convencerte.
Roiben se incorporó de golpe, se giró hacia la pared donde estaban las
sirvientas. Deslizó la mirada sobre ellas hasta detenerse en una.
—Kaye. —Su voz denotaba angustia.
Kaye miró a su alrededor, apretando los dientes.
—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó Silarial.
Roiben se acercó a ella y le tocó el brazo. Kaye pegó un respingo, se
apartó al sentir su roce.
—Debí haberlo deducido antes. Ha sido muy inteligente hechizarla de este
modo.
Kaye sintió náuseas al pensar en cómo había besado a Silarial. Le entraron
ganas de abofetearlo. De escupirle en la cara.
—Pero ¿cómo la has distinguido entre las demás doncellas?
Roiben le agarró la mano y la giró para que la reina pudiera ver las marcas
rojizas con forma de medialuna que le habían dejado las uñas en la piel.
—Ha sido por esto. No conozco a nadie más que lo haga al ponerse
nerviosa.
Kaye miró a Roiben, pero solo vio un rostro humano y desconocido
reflejado en sus ojos.
Se zafó de él y se frotó la mano sobre la falda, como si quisiera hacer
desaparecer el recuerdo de su roce.
—Se supone que no debes verme hasta que pueda resolver tu estúpido
acertijo.
—Sí, merezco que me trates con ese desprecio —dijo Roiben en voz baja
—. Pero ¿qué estás haciendo aquí? Es peligroso. Le dije a Corny que…
Roiben seguía teniendo los labios enrojecidos a causa de los besos y a
Kaye le costó no mantener la mirada fija sobre ellos.
—Este es el lugar que me corresponde, ¿no es cierto? Es el lugar del que
provengo. La otra Kaye ya está en casa, como debería haber sido desde el
principio. Con su madre, Ellen.
Roiben pareció experimentar una furia momentánea.
—¿Qué te hizo prometer Silarial a cambio de eso?
—Amarla tiene que ser una mierda, dado que no te fías de ella —replicó
Kaye con un regusto agrio en la lengua.
Se hizo un silencio, durante el que Roiben la miró con una especie de
desesperación atroz, como si tuviera muchas ganas de decir algo, pero no
encontrase las palabras adecuadas.

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—No importa lo que Roiben opine de nosotras —dijo Silarial mientras se
acercaba a Kaye. Pronunció esas palabras con suavidad, con dulzura—.
Utiliza su nombre. Pon fin a la guerra.
—Sí, podría. —Kaye sonrió—. La verdad es que podría.
Roiben estaba muy serio, pero empleó un tono tan suave como el de la
reina radiante:
—¿Vas a darme órdenes, Kaye? ¿Tendré que postrarme ante una nueva
señora y temer el restallido de su lengua?
Kaye no dijo nada. Su ira parecía un ser vivo en su interior, que se retorcía
en sus entrañas. Quería hacerle daño a Roiben, humillarlo, castigarlo por todo
lo que sentía.
—¿Y si prometo que no utilizaré el nombre, que ni siquiera lo repetiré? —
dijo Silarial—. Solo obedecería tus órdenes. Sería tu juguete. Yo solo te
aconsejaría cómo utilizarlo.
Kaye permaneció callada. Temía lo que pudiera decir si abriera la boca.
—Kaye, yo… —Roiben palideció. Cerró los ojos—. No lo hagas —
añadió, pero ella percibió la desesperación en su voz. Eso la enfureció aún
más. Le entraron aún más ganas de cumplir las peores expectativas de
Roiben.
Silarial le dijo algo al oído, desde tan cerca que Kaye se estremeció:
—Ponlo bajo tus órdenes. Si no, podría amenazar a tu madre, a ese amigo
humano que tienes, a tu hermana robada. Te persuadiría. No te sientas mal
por ceder ahora.
—Di que no lo repetirás —dijo Kaye—. No solo «si te prometo». Júralo
de verdad.
Silarial siguió hablando entre susurros:
—No pronunciaré el verdadero nombre de Roiben. No lo utilizaré para
someterlo, ni se lo repetiré a nadie más.
—Rath Roiben —dijo Kaye.
Roiben torció el gesto y acercó la mano a la vaina que colgaba de su
cinturón, pero la dejó allí. Mantuvo los ojos cerrados. «Rye». Esa palabra
merodeó por los labios de Kaye. «Rath Roiben Rye».
—Riven —concluyó Kaye—. Rath Roiben Riven, haz lo que te ordeno.
Roiben la miró brevemente, ensanchando los ojos con un gesto de
esperanza.
Kaye notó cómo su sonrisa se tornaba cruel. Más le valdría cumplir sus
órdenes en ese momento. De lo contrario, Silarial sabría que no había
pronunciado el nombre correcto.

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—Lame la mano de la reina de la Corte Luminosa, Rath Roiben Riven —
dijo—. Lámela como el perro que eres.
Roiben hincó una rodilla en el suelo. Estuvo a punto de levantarse, hasta
que recordó lo que estaba en juego y deslizó la lengua sobre la palma de
Silarial. La vergüenza le tiñó el rostro.
La reina se rio y se limpió la mano en el vestido.
—Encantador. Bien, ¿qué más le obligamos a hacer?
Roiben miró a Kaye.
Ella sonrió con sorna.
—Me merezco todo esto —susurró Roiben—. Pero, Kaye, yo…
—Hazle callar —dijo Silarial.
—Silencio —ordenó Kaye. Sentía tanto odio que le daba vueltas la
cabeza.
Roiben agachó la cabeza y se quedó callado.
—Ordénale que me jure lealtad, que esté siempre al servicio de la Corte
Luminosa.
Kaye tomó aliento. Eso no pensaba hacerlo.
Roiben tenía un gesto sombrío.
Kaye negó con la cabeza, pero su furia quedó reemplazada por el miedo.
—Aún no he terminado con él.
La reina radiante frunció el ceño.
—Rath Roiben Riven —dijo Kaye, intentando pensar en alguna orden que
le permitiera ganar tiempo. Tratando de encontrar una forma de tergiversar las
palabras de Silarial o presentar alguna objeción creíble para la reina—.
Quiero que…
Se oyó un grito. Silarial se alejó de ellos unos pasos, distraída por el
sonido.
—Kaye… —dijo Roiben.
Un grupo de feéricos se introdujo bajo el dosel. Ethine iba entre ellos.
—Mi señora —dijo un muchacho, que se interrumpió como si la visión
del señor de la Corte Nocturna arrodillado le hubiera dejado estupefacto—. Se
ha producido una muerte. Aquí.
—¿Qué? —La reina miró hacia Roiben.
—El humano… —comenzó a decir uno de ellos.
—¡Corny! —gritó Kaye, que atravesó la cortina de ramas de sauce,
olvidándose de Silarial, de las órdenes, de nada que no fuera su amigo. Corrió
en la misma dirección hacia la que avanzaban otros, corrió hacia el lugar

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donde se había congregado una multitud y donde Talathain apuntaba a
alguien con una ballesta extraña. A Cornelius.
El terreno donde estaba sentado se había marchitado en dos círculos
alrededor de sus manos; violetas diminutas ahora resecas y parduzcas, hongos
podridos, tierra que palidecía bajo sus dedos. Junto a Corny yacía el cuerpo de
Adair, con un puñal todavía en la mano, con el cuello y parte del rostro
arrugados y ennegrecidos. Sus ojos inertes apuntaban hacia un cielo carente
de sol.
Kaye se detuvo en seco, tan aliviada al ver que Corny seguía vivo que
estuvo a punto de darle un vahído.
Luis se encontraba cerca, estaba pálido. El abrigo morado pendía con
holgura desde sus hombros.
—Kaye —dijo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella, al comprender que Corny seguía en
peligro.
Arrodillada junto al cuerpo, Kaye se guardó el puñal de Adair en la manga
y ahuecó la mano para ocultar la empuñadura.
—Lo mató Neil —dijo al fin Luis, en voz baja—. A los feéricos
luminosos no les gusta presenciar la muerte. Y menos aquí, en su corte. Les
ofende, les hace recordar que incluso ellos, algún día…
Corny soltó una risita de repente.
—Seguro que no se lo vio venir. No de alguien como yo.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Kaye—. ¡Corny! ¡Levanta!
Corny la miró. Respondió con una voz rara, distante:
—No creo que me dejen salir.
Kaye miró de reojo a la muchedumbre de feéricos. Silarial se encontraba
junto a Talathain. Ethine observaba la escena, mientras Roiben hablaba con
Ellebere y Ruddles. Algunos feéricos señalaban hacia el cadáver con
incredulidad, otros aullaban mientras se desgarraban las vestimentas.
—Prometiste que Corny estaría a salvo —le dijo Kaye a la reina. Estaba
ganando tiempo.
—Y lo está —repuso Silarial—. Mientras que uno de mis súbditos yace
muerto.
—Nos vamos. —Kaye se separó de Corny. Le temblaban las manos y
sintió el borde afilado del puñal sobre su piel. Solo unos pasos más.
—Deja que se vayan —le dijo Roiben a Silarial.
Talathain giró su ballesta hacia él.
—No eres quién para darle órdenes.

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Roiben se rio y desenfundó su espada, lentamente, como si estuviera
retando a Talathain a que disparase. Lucía una mirada iracunda, pero pareció
aliviado, como si la nitidez de su odio hubiera hecho remitir su vergüenza.
—Adelante —dijo—. Dejemos otro cadáver surgido de uno de los dos.
Talathain soltó la ballesta y echó mano de su espada.
—Llevo mucho tiempo esperando este momento.
Giraron en círculos, encarándose, mientras los feéricos retrocedían para
dejarles espacio.
—Permitid que luche yo con él —dijo Dulcamara, vestida toda de rojo,
con el pelo distribuido en bucles, unidos entre sí con hilo negro.
Roiben sonrió y negó con la cabeza. Se giró hacia Kaye, articuló la
palabra «vete» con los labios y después se abalanzó sobre Talathain.
—Detenlos —le dijo Silarial a Kaye—. Ordénale que pare.
Avanzando y retrocediendo, los dos parecían una pareja de baile sumida
en una danza frenética y letal. Entrechocaron sus espadas.
Ethine avanzó un paso hacia su hermano y se detuvo. Le dirigió a Kaye
una mirada suplicante.
—Roiben —exclamó ella—. Para.
El señor de la Corte Oscura se quedó quieto como una roca. Talathain
bajó el arma, a su pesar.
Silarial se acercó a Roiben. Le acarició la mejilla, después se giró hacia
Kaye.
—Si quieres salir de aquí con tus amigos —dijo—, ya sabes lo que tienes
que ordenarle hacer.
Kaye asintió con la cabeza mientras avanzaba hacia ellos; el corazón le
latía tan fuerte que parecía una losa en su interior. Se detuvo detrás de Ethine.
Tenía que haber un modo de ponerse todos a salvo, antes de que Silarial
dedujera que Kaye no había empleado el verdadero nombre de Roiben.
Necesitaba algo con lo que negociar, algo que la reina estuviera dispuesta a
intercambiar.
Kaye acercó el puñal de Adair al cuello de Ethine.
Oyó cómo reverberaba su nombre a través de media docena de gritos de
espanto.
—¡Corny! ¡Levanta! ¡Luis, ayúdale! —Tragó saliva con fuerza—. Nos
vamos de aquí ahora mismo.
Silarial ya no estaba sonriendo. Parecía conmocionada, tenía los labios
pálidos.
—Hay cosas que podría…

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—¡No! —gritó Kaye—. Si tocas a mi madre, rajaré a Ethine. Si tocas al
hermano de Luis, rajaré a Ethine. Voy a salir de aquí con Luis y Corny, y si
no quieres que le haga daño, tú y los tuyos me dejaréis pasar.
—Mi señora —masculló Ethine.
Talathain apuntó a Kaye con su espada, la giró de un modo amenazante.
—Dejad pasar a la ninfa y a los humanos —dijo Silarial—. Aunque creo
que lo lamentará.
Cuando ondeó la mano, el hechizo desapareció. De pronto, Kaye paladeó
el aire con todos sus matices; percibió el verdor de las plantas, el intenso
aroma de la tierra oscura y el de los gusanos que reptaban por ella. Había
olvidado las mareantes sensaciones propias de ser feérica y el terrible peso de
aquel hechizo tan poderoso; había sido como taparse los oídos con algodón.
Estuvo a punto de caer al suelo, pero se hincó las uñas en la mano y se
mantuvo erguida.
—Con mi hermana, no —dijo Roiben—. Con mi hermana, no, Kaye. No
te lo permitiré.
—Rath Roiben Riv… —comenzó a decir.
—Ese no es mi nombre —repuso él, y a los demás feéricos se les
entrecortó el aliento.
Kaye lo miró a los ojos y canalizó su ira a través de su voz:
—No puedes detenerme. —Empujó a Ethine hacia Luis y Cornelius—.
Inténtalo y te daré una orden auténtica.
Roiben tenía la mandíbula en tensión. Los ojos tan fríos como el plomo.
Pasaron de largo, se abrieron camino hasta el borde de la isla. Mientras
subían a bordo del bote de hielo que dejaron encallado entre los juncos,
Ethine profirió un sonido que no llegó a ser un sollozo.
Remaron hasta la orilla opuesta y cubierta de nieve, pasaron junto a un
joven en posición de firmes, tan rígido como un soldadito de plomo, con una
bufanda roja y dorada arremetida en el abrigo. Tenía los labios y las mejillas
azulados y el mentón cubierto de escarcha, como si fuera una barba de varios
días. Sus ojos, pálidos y hundidos, seguían contemplando las olas. Incluso
muerto, esperaba para servir a la reina luminosa.
Kaye jamás podría correr tan rápido ni lo bastante lejos como para escapar
de todos ellos.

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Obtener cien victorias en cien batallas no es el colmo de la habilidad.
Lo es someter al enemigo sin combatir.
SUN TZU, EL ARTE DE LA GUERRA.

E l coche seguía aparcado junto al arcén de la autopista, las ventanillas del


lado del copiloto estaban salpicadas de aguanieve que se había
convertido en hielo. La puerta chirrió cuando la abrió Luis.
—Monta —le ordenó Kaye a Ethine. Su corazón traqueteaba como un
sonajero y tenía el rostro tan frío como los dedos; el pánico había consumido
todo el calor de su cuerpo.
Ethine observó el coche con recelo.
—El hierro —dijo.
—¿Por qué no nos siguen? —preguntó Luis, mientras miraba hacia atrás.
—Sí que os siguen —repuso una voz.
Kaye pegó un grito y alzó el puñal por acto reflejo.
Sorrowsap salió a la carretera, con su ropa negra y holgada, y con esas
botas que hicieron crujir la gravilla mientras avanzaba hacia ellos.
—Mi señor Roiben estaba descontento conmigo por haberos permitido
cruzar las aguas. —Había un deje hostil en su voz—. Y se sentirá aún más

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descontento si no os vais de inmediato. Marchaos. Yo contendré lo que venga.
Cuando crucéis la frontera hacia la Corte Oscura, estaréis a salvo.
—Has de saber que es un disparate retenerme contra mi voluntad —dijo
Ethine, tocándole el brazo a Kaye—. Estás lejos de la corte. Déjame regresar
y hablaré a tu favor. Te lo juro.
Luis negó con la cabeza.
—Si te dejamos marchar, ¿qué les impedirá hacerle daño a mi hermano?
Lo siento, no podemos. Todos tenemos seres queridos a los que debemos
proteger.
—No dejes que se me lleven —dijo Ethine, que se arrodilló delante de
Sorrowsap y agarró su mano huesuda—. Mi hermano querría que me
devolvieran con mi gente. Él me ampara, incluso ahora. Si eres leal a él, me
socorrerás.
—Entonces, ¿Roiben ha dejado de ser un villano? —le preguntó Kaye—.
¿Ahora es tu abnegado hermano?
Ethine frunció los labios.
—No tengo órdenes de ayudarte —dijo Sorrowsap, al tiempo que se
zafaba de Ethine—. Y tampoco ganas de ayudar a nadie. Solo hago lo que se
me ordena.
Ethine se alzó lentamente y Luis la agarró del brazo.
—Ya sé que eres una dama importante y todo eso, pero tienes que
montarte ya en el coche.
—Si me haces daño, mi hermano te odiará —le espetó a Kaye con los ojos
entornados.
Kaye se sintió mal al pensar en esa última y horrible mirada que le había
lanzado Roiben.
—Venga, solo vamos a dar una vuelta en coche. Podemos jugar al veoveo.
—Monta. Ya —le ordenó Luis.
Ethine se subió al asiento trasero y se deslizó sobre el vinilo agrietado y la
espuma desmigajada. Tenía el rostro en tensión, cargado de miedo y furia.
Corny trazó con el dedo, sobre el capó, una espiral que enseguida se
convirtió en óxido. No parecía consciente de que estaba descalzo sobre la
nieve.
—Soy un asesino.
—No, de eso nada —replicó Luis.
—Si no lo soy —repuso Corny—, ¿por qué no dejo de matar gente?
—Aquí hay unas bolsas de plástico —dijo Kaye. Metió la mano en la
guantera del asiento trasero y las sacó de entre las pilas de latas de refresco

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vacías y envoltorios de comida rápida—. Póntelas hasta que consigamos unos
guantes.
—Vaya, qué bien —dijo Corny con una sonrisita lunática—. No me
gustaría estropear el volante.
—No vas a conducir tú —replicó Luis.
Kaye le envolvió las manos con las bolsas y lo guio hacia el asiento del
copiloto. Después se sentó atrás, al lado de Ethine.
Luis encendió el motor y al fin se pusieron en marcha. Kaye miró por la
ventanilla trasera, pero no parecía que los persiguiera ningún feérico. No
sobrevolaron el coche, tampoco descendieron en picado para detener el
vehículo.
El aire que salía del radiador, caliente y cargado de hierro, dejó
amodorrada a Kaye, pero se obligó a mantener los ojos abiertos. Cada vez que
el sopor amenazaba con abrumarla, el terror al verse perseguida por la hueste
la despertaba con un sobresalto. No apartó la mirada de las ventanillas, pero le
pareció que las nubes estaban oscurecidas por un montón de alas, y que todos
los bosques junto a los que pasaban estaban repletos de bocas húmedas y
hambrientas.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Luis.
Kaye pensó en los largos dedos de Roiben enroscándose en el cabello
pelirrojo de Silarial mientras la atraía hacia él.
—¿Adónde vamos, si se puede saber? —preguntó Corny—. ¿Dónde está
ese lugar seguro al que tanta prisa tenemos por llegar? Supongo que nos irá
mejor con Roiben que con Silarial, pero ¿qué pasará cuando devolvamos a
Ethine? ¿De verdad creéis que Silarial nos dejará en paz? He matado a Adair.
Me lo cargué.
Kaye guardó silencio. La magnitud del aislamiento y la indefensión que
sentía caló hondo en ella. Había tomado una rehén que las dos cortes querían
recuperar y Silarial necesitaba algo que solo Kaye conocía. Esta vez no había
ningún arma secreta, ningún caballero feérico misterioso para protegerla. Solo
contaba con un coche destartalado y con dos humanos que no se merecían
haber acabado metidos en esto.
—No lo sé —respondió.
—No hay ningún lugar seguro —dijo Corny—. Ya os lo he dicho. Para
nosotros, no. Jamás lo habrá.
—No hay lugar seguro para nadie —repuso Luis. A Kaye le sorprendió
que pareciera tan sereno.
Ethine gimió en el asiento trasero.

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Luis la miró por el espejo retrovisor.
—Es por el hierro —dijo Corny.
Luis asintió con un gesto incómodo.
—Sabía que les afectaba.
—Pues ten cuidado. —Corny sonrió con sorna—. Puede que te vomite
encima.
—Cállate —dijo Kaye—. Está enferma. No está tan acostumbrada como
yo al hierro.
—Última salida para Nueva York —leyó Corny en un letrero—.
Podríamos parar en la siguiente área de descanso. A tomar el aire. Ya
deberíamos estar en territorio oscuro.
Kaye oteó el firmamento por detrás de ellos, pero seguía sin haber
indicios de que los persiguieran. ¿Iban a negociar con ellos? ¿Iban a
dispararles unas flechas que se les clavarían en el corazón? ¿Silarial y Roiben
unirían fuerzas para recuperar a Ethine? La situación escapaba a la
comprensión de Kaye, que sintió como si estuvieran a punto de precipitarse
por el borde del mundo.
Una ráfaga de aire helado la sacó de su sombría ensoñación.
Habían parado en una gasolinera y Luis estaba saliendo del coche. Se
dirigió hacia la estación, mientras Corny se disponía a llenar el depósito. Se le
escurrieron las manos, enfundadas en esas bolsas, y el fino plástico empezó a
desgarrarse. Corny retrocedió, sobresaltado, y la gasolina salpicó el lateral del
coche con el movimiento.
Kaye salió a trompicones. El aire estaba cargado de efluvios.
—¿Qué pasó en la corte? —le preguntó en voz baja—. ¿Mataste a Adair?
¿Por qué?
—¿No crees que lo hice porque podía, sin más? Maté a Nephamael,
¿verdad?
Corny volvió a introducir la manguera en el coche.
—Nephamael ya se estaba muriendo —repuso ella. Le dolía la cabeza—.
Por mi culpa, ¿recuerdas?
Corny se pasó unos dedos enfundados en plástico por el pelo, con fuerza,
como si quisiera arrancárselo. Después sostuvo la mano frente a él.
—Todo pasó muy deprisa. Adair estaba hablando conmigo,
amenazándome, y yo intenté mostrarme amenazante también. Entonces se
acercó Luis. Adair lo agarró, empezó a decir que Silarial no había dicho nada
acerca de no hacerle daño a Luis. Dijo que debería sacarle el otro ojo y le
apoyó el pulgar encima. Entonces…, lo agarré de la muñeca y tiré de él.

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Después lo agarré por el pescuezo. Kaye, cuando estaba en el colegio, me
zurraban a menudo. Pero con la maldición… no tuve que hacer mucha fuerza.
Me bastó con sujetarlo para acabar con él.
—Lo sien… —comenzó a decir Kaye.
Corny negó con la cabeza.
—No digas que lo sientes. Yo no lo siento.
Kaye apoyó la cabeza sobre su hombro, inspiró el reconocible aroma de
su sudor.
—Entonces, yo tampoco —añadió.
Luis regresó de la pequeña tienda cargado con un par de guantes de fregar
de color limón y unas chanclas.
Kaye miró al suelo y se dio cuenta de que Corny seguía descalzo.
—Ponte esto —dijo Luis, evitando mirarlos a los dos a la cara—. Hay un
restaurante al otro lado de la calle. Podríamos comer algo. He llamado a Dave
y va a esconderse con un amigo en Jersey. Le dije que saliera del territorio
luminoso…, aunque la ciudad esté repleta de exiliados en su mayoría.
—Deberías llamar a tu madre —dijo Corny, al tiempo que sacaba su
móvil—. No tiene batería. Puedo cargarlo en el restaurante.
—Como mínimo, tenemos que buscar otra ropa —dijo Kaye—. Vamos
vestidos de un modo absurdo. Vamos a dar el cante.
Luis se asomó al interior del coche. Ethine lo observó con sus ojos grises
como cuchillos.
—¿No podéis usar un hechizo? —preguntó.
Kaye negó con la cabeza. El mundo se tambaleó un poco.
—Estoy hecha polvo. Pero podría intentarlo.
—No creo que unas camisetas vayan a disimular el hecho de que eres
verde —repuso Luis, dándose la vuelta—. Sácala del coche. Probaremos
suerte con los clientes del restaurante.
—No eres quién para dar órdenes. —Ethine pisó con cuidado el asfalto y
de inmediato se giró para vomitar sobre las ruedas. Corny sonrió.
—Vigílala. Podría intentar huir —dijo Luis.
—No sé yo. —Corny frunció el ceño—. Parece muy enferma.
—Espera un momento —dijo Kaye.
Se inclinó hacia Luis y metió una mano en el bolsillo del abrigo de
cuadros morado que llevaba puesto. Su abrigo. Sacó las esposas forradas con
piel. Tras ponerle un extremo a Ethine en la muñeca, hizo lo propio con la
suya.
—¿Qué es esto? —protestó la feérica.

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Luis se rio a carcajadas.
—No fastidies. —Miró a Corny—. No me digas que lleva unas esposas
encima, por si acaso hace prisionero a alguien.
—¿Qué puedo decir? —repuso Corny.
Ethine se estremeció.
—Todo apesta a mugre, a hierro y a podredumbre.
Corny se quitó la cazadora de cuero y Ethine la aceptó, agradecida.
Introdujo el brazo libre por una manga.
—Ya, Jersey es la peste —dijo Corny.
Kaye se concentró, ocultó sus alas, cambió sus ojos y el color de su piel.
Solo le quedaban energías para eso. El trayecto en coche y el instante en que
la reina la había despojado del hechizo humano la habían dejado debilitada.
Ethine ni siquiera se había molestado en hacer que sus orejas resultaran
menos puntiagudas, ni sus rasgos menos elegantes o inhumanos. Mientras
subían por las escaleras, Kaye se planteó decir algo, pero se mordió la lengua
cuando la feérica se encogió frente al metal de la puerta. Si Kaye se sentía
mal, Ethine seguramente lo estaría pasando peor.
La fachada del restaurante estaba construida en imitación de piedra y
estuco beige, con un letrero en la puerta que anunciaba: BIENVENIDOS,
CAMIONEROS. Alguien había pintado las ventanas de mala manera con ciervos,
papanoeles y unas enormes coronas navideñas. Una vez dentro, tomaron
asiento sin que la mujer mayor del mostrador, rolliza y con el pelo blanco y
bien acicalado, reparase apenas en su presencia. Ethine contempló su rostro
arrugado sin disimular su fascinación.
Kaye se sentó a la mesa, dejándose envolver por el reconocible aroma a
café recién hecho. No le importó que apestara a hierro. Ese era el mundo que
conocía. Allí se sentía casi a salvo.
Un empleado latino y guapete les entregó los menús plastificados y les
sirvió agua. Luis la bebió con gusto.
—Estoy hambriento. Ayer me comí mi última barrita de proteínas.
—¿De verdad tenéis más poder sobre nosotros si comemos de vuestros
alimentos? —le preguntó Corny a Ethine.
—Así es —respondió ella.
Luis le lanzó una mirada adusta.
—Entonces, yo… —comenzó a decir Corny, pero luego abrió la carta,
hundió el rostro en ella y dejó la frase a medias.
—Se pasa —dijo Ethine—. Come otra cosa. Eso ayuda.
—Tengo que hacer una llamada —le dijo Kaye a Corny.

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Corny se inclinó para conectar el cargador en un enchufe situado por
debajo de un cuadro con unos árboles felices y un alce. Volvió a incorporarse
y le dio el móvil a Kaye.
—Mientras no lo separes de la pared, podrás usarlo mientras se carga.
Kaye marcó el número de su madre, pero el teléfono se limitó a sonar y a
sonar. Ni buzón de voz, ni contestador. Ellen no creía en esas cosas.
—Mi madre no está en casa —dijo—. Necesitamos un plan.
Corny bajó la carta que estaba leyendo.
—¿Cómo podemos trazar un plan, si no sabemos lo que está maquinando
Silarial?
—Tenemos que hacer algo —dijo Kaye—. Primero. Ahora.
—¿Por qué? —preguntó Luis.
—Silarial quería que acudiera a la Corte Luminosa porque conozco el
verdadero nombre de Roiben.
Ethine miró a Kaye con los ojos desorbitados.
—Ah —dijo Corny—. Vale. Mierda.
—Conseguí engañarla con el nombre durante un rato, pero ahora sabe que
se la jugué.
—Típico de una ninfa —murmuró Ethine.
Podría haber añadido algo más, pero en ese momento se acercó la
camarera, que sacó el boli y la libreta del delantal.
—¿Qué os sirvo, chicos? Aún nos queda el plato especial de tortitas con
ponche de huevo.
—Café, café, café y café —dijo Corny, señalando alrededor de la mesa.
—Un batido de fresa —dijo Luis—. Palitos de mozzarella y una
hamburguesa grande con queso.
—¿Cómo quieres la carne? —preguntó la camarera.
Luis la miró de un modo extraño.
—Como sea. Lo que quiero es tener un plato delante.
—Para mí, un filete con huevos fritos —dijo Corny—. La carne,
quemada. Los huevos, poco hechos. Con una tostada de pan de centeno.
—Yo quiero un souvlaki de pollo en pan de pita —dijo Kaye—. Con
mucha salsa tzatziki para las patatas fritas, por favor.
Ethine los miró sin entender nada, después contempló la carta que tenía
delante.
—Tarta de arándanos —dijo al fin.
—¿Habéis estado en esa feria del renacimiento que se celebra en Tuxedo?
—preguntó la camarera.

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—Has acertado —respondió Corny.
—Estáis monísimos. —La mujer sonrió mientras recogía las cartas.
—Qué horrible es pasaros toda la vida muriéndoos —dijo Ethine con un
escalofrío, mientras la camarera se alejaba.
—Tú estás más cerca de la muerte que ella —le advirtió Luis. Extendió
una hilera de azúcar sobre la mesa, se lamió el dedo y lo deslizó sobre el
polvillo.
—No vais a matarme. —Ethine alzó su mano esposada—. No sabéis qué
hacer. Solo sois un puñado de críos asustados.
Kaye pegó un tirón brusco del otro extremo de las esposas para bajar de
nuevo la mano de Ethine hacia el asiento revestido con vinilo.
—Oí algo relativo a un duelo. Silarial accedió a entregarte su reino si
ganaba Roiben. ¿De qué va todo eso?
Ethine se giró para mirar a Kaye con desconcierto.
—¿Accedió?
—Bueno, puede que bajara la guardia durante la sesión de besuqueos que
lo precedió.
—Ostras —exclamó Corny—. ¿Qué?
Kaye asintió con la cabeza.
—Tampoco es que la poseyera delante de mí, pero sí que hubo unos
cuantos magreos y carantoñas —repuso con aspereza.
Ethine agachó la cabeza hacia la mesa y sonrió.
—Roiben la besó. Qué bien. A pesar de todo, aún siente cosas por ella.
Kaye intentó pensar una excusa para volver a tirar de las esposas.
—Cuéntanos qué más sabes sobre ese duelo —la instó Luis.
Ethine se encogió de hombros.
—Tendrá lugar en territorio neutral. En la isla de Hart, a las afueras de
Nueva York, un día a contar desde esta noche. En el mejor de los casos, mi
hermano podrá concederle a la Corte Oscura unos pocos años más de paz,
quizá tiempo suficiente para formar una legión feérica más grande o trazar
una estrategia mejor. En el peor, podría perder sus tierras y su vida.
—No creo que valga la pena —dijo Corny.
—No, espera —repuso Kaye, negando con la cabeza—. El problema es
que tiene toda la pinta de valer la pena. Porque parece factible que pueda
vencer. Seguro que Roiben se cree capaz de derrotar a Talathain. Silarial no
quería que se enzarzaran aquel día, pero a Roiben no pareció importarle. ¿Por
qué debería la reina darle una oportunidad para ganar?
Luis se encogió de hombros.

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—Quizá no sea tan divertido si resulta demasiado fácil adueñarse de la
Corte Oscura.
—O puede que tenga otro plan en mente —repuso Kaye—. Alguna forma
de concederle ventaja a Talathain.
—¿Qué me dices de las balas de hierro frío? —dijo Corny—. Encaja con
el uso que le dio a ese tráiler. Se ha aficionado a emplear tecnología mortal.
—¿De verdad una bala es peor que una punta de flecha que se te clava en
la piel hasta alcanzar tu corazón? —inquirió Ethine—. Ninguna arma mortal
podrá acabar con él.
Luis asintió con la cabeza.
—Entonces, el nombre de Roiben. Es lo más evidente, ¿no? Así el duelo
se convertirá en una pantalla de humo, porque Silarial podrá obligarle a
perder.
—Sea cual sea el plan de mi reina, seguro que escapa a vuestro
entendimiento —dijo Ethine.
La camarera se acercó y les sirvió el café. Corny alzó su taza con una
mano enfundada en un guante amarillo.
—Brindo por nosotros. —Miró a Ethine—. Reunidos en esta mesa por la
amistad, por el destino o porque eres nuestra prisionera. Y brindemos por el
dulce bálsamo del café, gracias al cual llevaremos a cabo la misión que nos ha
sido encomendada e ingeniaremos lo que sea preciso ingeniar. ¿Vale?
Los tres alzaron sus tazas de café y las entrechocaron. Kaye brindó con
Ethine.
Corny cerró los ojos mientras se deleitaba con el primer trago. Después
suspiró y miró a los demás.
—En fin, ¿de qué estábamos hablando?
—Del plan —respondió Kaye—. El plan que no tenemos.
—Es difícil ingeniar un ardid con el que frustrar otro ardid que ni siquiera
conocemos —dijo Luis.
—Esto es lo que creo que deberíamos hacer —dijo Corny—: pasar
desapercibidos hasta después del duelo. Rodearnos de hierro y mantener a
esta tipa como seguro de vida. —Señaló a Ethine con la cucharilla del café y
salpicó la mesa con unas cuantas gotas. Una de ellas aterrizó sobre el vestido
de la feérica y caló en el insólito tejido—. De ese modo, Kaye, si eres el eje
del plan de Silarial, la argucia no saldrá adelante. Será un duelo justo. Y que
gane el mejor monstruo.
—No sé yo —repuso Kaye. La camarera le sirvió un plato humeante. Se
le hizo la boca agua ante el olor de las cebollas cocinadas. Al otro lado de la

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mesa, Luis cogió un palito de mozzarella y lo embadurnó en un cuenco de
salsa roja—. Creo que deberíamos estar haciendo algo más. Algo importante.
—¿Sabes lo que es el ajedrez de hadas? —preguntó Corny.
Kaye negó con la cabeza.
—Lo llaman así cuando se modifican las reglas del juego. En general,
suele introducirse una única variación.
—¿De verdad lo llaman así? —preguntó Kaye—. ¿También en el club de
ajedrez?
Corny asintió.
—Yo era el presidente. Lo sé mejor que nadie.

—No había ni un solo arándano en esa tarta, ¿verdad? —preguntó Ethine


mientras se montaba en el coche, al lado de Kaye, con la cadenita de las
esposas en tensión.
—Ni idea —repuso Corny—. ¿Qué tal estaba?
—Comestible a duras penas —respondió Ethine.
—Esa es la clave de esos restaurantes de carretera. La comida está mucho
más sabrosa de lo que te esperas. Como esos palitos de mozzarella.
—Querrás decir mis palitos de mozzarella —replicó Luis mientras
encendía el motor.
Corny se encogió de hombros mientras desplegaba una sonrisita malévola.
—¿Te preocupa quedarte mis gérmenes?
Luis pareció sobresaltado, después se enfureció de repente.
—Cierra el pico.
Kaye le dio unos golpecitos en la nuca a Corny, pero cuando se giró hacia
ella, no logró desentrañar su expresión. Ella intentó preguntarle algo sin que
nadie más lo oyera. Él negó con la cabeza y volvió girarse hacia la carretera,
dejándola más perpleja que antes.
Kaye se recostó en el asiento y dejó que el hechizo se disipara con un
suspiro de alivio. Estaba empezando a odiar la carga que suponía.
—Una vez más, os pido que me liberéis —dijo Ethine—. Estamos lejos de
la corte y mi cautiverio prolongado solo servirá para atraerlos hasta vosotros.

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—A nadie le gusta ser un rehén —repuso Luis con cierto deje de
satisfacción en la voz—. Pero, contigo o sin ti, creo que vendrán a por
nosotros. Y estaremos más a salvo si te mantenemos cerca.
Ethine se giró hacia Kaye.
—¿Y tú vas a permitir que los humanos hablen por ti? ¿Te vas a poner en
contra de tu gente?
—Yo pensaba que te alegrarías de estar aquí —dijo Kaye—. Al menos, no
tienes que ver cómo tú querida reina mata a tu querido hermano. Del que
seguramente está enamorada.
Mientras decía eso, se le formó un nudo en el estómago. Esas palabras
resonaron en sus oídos, como si hubiera maldecido a Roiben.
Ethine frunció los labios hasta formar una línea pálida y fina.
—Por no mencionar la tarta —añadió Corny.
Kaye vio pasar varias salidas mientras miraba por la ventanilla. Se sintió
revuelta, impotente y culpable.
—¿Tenemos que recoger a Dave en alguna parte? —preguntó Corny,
hablando tan bajito que Kaye comprendió que no estaba incluida en esa
conversación. Luis negó con la cabeza.
—Llamaré desde tu casa. Mi amiga Val dijo que lo recogería en la
estación y que le echaría un ojo. Seguramente, podría llevarlo allí si hiciera
falta. —Suspiró—. Espero de verdad que mi hermano se montara en ese tren.
—¿Por qué no habría de hacerlo? —preguntó Corny.
—Porque no le gusta hacer lo que le diga yo. Hará cosa de un año,
vivíamos en una estación de metro abandonada. Era una pocilga, pero el
hierro mantenía alejados a los feéricos, y el acuerdo al que llegué con ellos
mantenía alejados a casi todos los demás. Entonces, Dave conoció a una
yonqui y la llevó a vivir con nosotros. Lolli. Antes de eso, la situación ya era
bastante tensa entre mi hermano y yo, pero Lolli lo empeoró todo.
—¿Os gustaba a los dos? —preguntó Corny.
Luis lo miró de reojo antes de responder:
—La verdad es que no. Dave la seguía como un perrillo faldero. Estaba
obsesionado. Pero a ella… No me lo explico, pero a ella le gustaba yo.
Corny carraspeó.
—Lo sé —dijo Luis. Meneó la cabeza, visiblemente avergonzado—. Qué
absurdo, ¿verdad? Esa tía me caía como el culo, estoy ciego de un ojo y… En
fin, Dave nunca me perdonó del todo. Consumía una droga, el Nuncamás.
Una sustancia mágica que le permitía hacerse pasar por mí. Se enganchó
mogollón. Mató a varios feéricos para conseguir más.

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—¿Y por eso tienes que trabajar para Silarial? —preguntó Corny.
—Así es. Su protección es lo único que lo mantiene a salvo en Nueva
York. —Luis suspiró—. Pero a duras penas. Los exiliados no están sometidos
a nadie, y las víctimas de Dave se contaban entre ellos. Si mi hermano se
enderezase…, sé que las cosas podrían mejorar. El año que viene cumplirá los
dieciocho. Podríamos solicitar ayudas del estado, teniendo en cuenta que
somos huérfanos. Podríamos estudiar.
Kaye pensó en lo que dijo Dave cuando estaban en Nueva York, acerca de
divertirse un poco antes de morir. Sintió lástima. Dave no estaba pensando en
instruirse, precisamente.
—¿Qué te gustaría estudiar? —inquirió Corny.
—Te va a parecer una tontería. —Luis suspiró—. He pensado en ser
bibliotecario, como mi madre, o médico.
—Quiero parar en mi casa —los interrumpió Kaye, alzando la voz—. Si
giras aquí, estamos al lado.
—¿Qué? —Corny se giró sobre su asiento—. No puedes hacer eso.
Tenemos que permanecer juntos.
—Quiero comprobar que mi abuela esté bien y pillar algo de ropa.
—Eso es absurdo. —Corny se giró aún más para mirarla—. Además, estás
esposada a nuestra prisionera.
—Tengo la llave. Puedes esposarte tú a ella. Oye, en cuanto recoja mis
cosas, me reuniré contigo en tu casa. —Hizo una pausa mientras buscaba en
su bolsillo—. Tengo que dar de comer a mis ratas. Llevan varios días solas y
seguro que ya casi no les queda agua.
—¡Si te secuestran unos feéricos, ya no podrás volver a echarles de
comer!
—Y yo no pienso quedarme a solas con dos chicos mortales —protestó
Ethine en voz baja—. Si no piensas liberarme, eres responsable de mi
bienestar.
—Venga ya —replicó Kaye—. Corny es gay. No tienes que preocuparte
por…
Se interrumpió cuando Corny la fulminó con la mirada. A Corny le
gustaba Luis. Y él pensaba que Luis lo sabía, pero que no le correspondía. A
eso venía todo ese rollo pasivo-agresivo sobre los palitos de mozzarella y los
gérmenes.
—Lo siento —susurró, pero solo sirvió para acentuar su ceño fruncido—.
Gira aquí —añadió, y Luis obedeció.

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—Has malinterpretado mi preocupación —dijo Ethine, pero Kaye la
ignoró.
—Ya sé que quieres comprobar qué tal están tu madre y tu abuela —
murmuró Corny—. Pero, aunque tu abuela sepa algo sobre lo que está
pasando con tu madre, lo cual es muy improbable, dudo mucho que te agrade
saberlo.
—Escucha —repuso Kaye, bajando la voz tanto como él—, no sé qué
pasará después. No sé cómo vamos a arreglar las cosas. Pero no puedo
desaparecer para siempre sin despedirme siquiera.
—Está bien. —Le hizo señas a Luis—. Para aquí. —Miró a Kaye—. Date
prisa.
Aparcaron delante de la casa de la abuela. Kaye abrió las esposas, le
entregó la llave a Corny y salió del coche. Luis bajó la ventanilla.
—Te estaremos esperando.
Kaye negó con la cabeza.
—Nos vemos en la caravana.

Todas las luces del segundo piso estaban encendidas, centelleaban como los
ojos de una calabaza de Halloween. Los escalones de la entrada no estaban
cubiertos de lucecitas navideñas, aunque en todas las casas del vecindario
relucían y parpadeaban. Kaye trepó al árbol que se encontraba delante de su
habitación, sintió el roce áspero y reconocible de la corteza congelada bajo las
palmas de las manos. Cuando pisó el asfalto nevado de las tejas divisó unas
figuras en su dormitorio. Agachada, se acercó un poco más.
Ellen estaba en el pasillo, hablando con alguien. Por un momento, Kaye
acercó la mano a la ventana, dispuesta a abrirla de golpe y a llamar a su
madre, pero entonces advirtió que la jaula de las ratas no estaba y que su ropa
estaba apilada en dos bolsas de basura en el suelo. «Chibi-Kaye», había dicho
Corny, en broma. Chibi-Kaye entró en la habitación, vestida con una camiseta
del restaurante Chow Fat que pertenecía a Kaye. Quedaba colgando sobre sus
rodillas peladas.

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La niña parecía una Kaye en miniatura: cabello trigueño y enmarañado
sobre los hombros, ojos castaños y una nariz respingona. Mirar por la ventana
fue como asomarse a una escena de su propio pasado.
—Mamá —susurró Kaye. Esa palabra flotó en el ambiente, como un
fantasma incapaz de manifestarse del todo. El corazón le tamborileaba con
fuerza en el pecho.
—¿Necesitas algo, Kate? —preguntó Ellen.
—No quiero dormir —dijo la niña—. No quiero soñar.
—Inténtalo —repuso la madre de Kaye—. Creo que…
Lutie bajó volando desde la rama de un árbol y Kaye se sobresaltó tanto
que se cayó hacia atrás, deslizándose un poco sobre el tejado. Oyó un grito
agudo procedente del interior.
Ellen se acercó a la ventana y se asomó al tejado nevado, su aliento
empañó el cristal. Kaye se escabulló fuera de su campo visual. Como un
monstruo. Como un monstruo que espera a que un niño se quede dormido
para colarse y devorarlo.
—No hay nada —dijo Ellen—. Nadie volverá a secuestrarte.
—¿Quién es esa? —susurró Lutie, que se posó sobre el regazo de Kaye.
Le rozó los dedos con las alas, como si fuera el aleteo de unas pestañas—.
¿Por qué duerme en tu cama y se viste con tu ropa? Esperé y esperé, como me
dijiste. Has tardado un montón en volver.
—Esa niña es el bebé al que se llevaron para hacerme sitio a mí. Es la
persona que yo creía ser.
—¿La niña robada? —preguntó Lutie.
Kaye asintió.
—La niña que pertenece a este lugar. La verdadera Kaye.
Su vestido feérico no la cobijaba frente al frío de la nieve. Aun así, se
sentó en el tejado, observando a la niña que estaba dentro, mientras Ellen lo
apagaba todo salvo la lamparita de noche.
Fue pan comido esperar a que se apagara la luz del pasillo, trepar un poco
y después abrir la ventana del desván. Kaye se introdujo a través de ella,
balanceando los pies sobre la repisa y encogiendo el cuerpo para deslizarse
hasta el interior.
Sus pies tocaron el suelo cubierto de suciedad, pulsó el interruptor para
encender la única bombilla.
Golpeó una caja con la cadera y los contenidos se desparramaron. Bajo
esa luz repentina, vio docenas y docenas de fotografías. Algunas de ellas
estaban apiladas, mientras que otras tenían los bordes roídos, pero en todas

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aparecía una niña pequeña. Kaye se agachó. A veces, esa niña era un bebé
envuelto en una mantita que dormía sobre una porción de césped; otras veces
era una criaturita flacucha que danzaba por ahí con unos calentadores. Kaye
no sabía qué fotos eran suyas y cuáles eran de la otra niña. No recordaba
cuántos años tenía cuando se produjo el intercambio.
Deslizó los dedos por el polvo. «Impostora —escribió—. Farsante».
Una ráfaga de aire entró por la ventana y desperdigó las fotos. Con un
suspiro, Kaye empezó a recogerlas.
Percibió el olor de los excrementos de ardilla, de la madera roída por las
termitas, del alféizar podrido. En los aleros, alguna criatura había formado un
nido con espuma de aislamiento rosa, que resaltaba en contraste con el color
de los tablones. Mientras lo miraba, volvió a pensar en los cucos. Guardó las
fotos en una caja de zapatos y se dirigió a las escaleras.
No había nadie en el cuarto de baño del segundo piso, pero había otra
lamparita de noche encendida junto al lavabo. Kaye se sintió vacía en ese
espacio familiar, como si le hubieran dejado hueco el corazón. Pero confirmó
sus sospechas: nadie se había molestado en empaquetar su ropa sucia.
Se puso a rebuscar en el cesto y sacó camisetas, jerséis y vaqueros que se
había puesto la semana anterior. Estaban hechos un gurruño y los arrojó por la
ventana en dirección al césped nevado. Le habría gustado llevarse también
sus discos, sus cuadernos y sus libros, pero no quiso arriesgarse a entrar en su
habitación a buscarlos. ¿Y si la niña robada se ponía a gritar? ¿Y si entraba
Ellen y la veía allí, manoseando el ridículo collar de goma que había mangado
en un mercadillo callejero?
Con cuidado, Kaye abrió la puerta y salió al pasillo, aguzando el oído para
localizar a sus ratas. No podía permitir que las echasen a la calle o que las
dieran a una tienda de animales, como amenazaba su abuela cada vez que la
jaula estaba más sucia de la cuenta. Sintió pánico ante la idea de no poder
encontrarlas. ¿Y si alguien las había dejado en el porche cerrado? Kaye bajó
sin hacer ruido por las escaleras, pero cuando entró en el salón, su abuela alzó
la mirada desde el sofá.
—Kaye —dijo—. No te había oído entrar. ¿Dónde estabas? Nos tenías
muy preocupadas.
Kaye podría haber huido o haberse vuelto invisible, pero la voz de su
abuela parecía tan normal que la dejó clavada en el sitio. Seguía sumida entre
las sombras, la oscuridad disimulaba el verdor de su piel.
—¿Sabes dónde están Isaac y Armagedón?

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—Arriba, en la habitación de tu madre. Estaban molestando a tu hermana.
Le dan miedo las ratas, tiene mucha imaginación. Dice que siempre están
hablando con ella.
—Ah —dijo Kaye—. Vale.
Había un árbol de Navidad cerca del televisor, adornado con ángeles y
una guirnalda de purpurina. Era de verdad: Kaye percibió el olor a pinochas
aplastadas y a resina húmeda. Por debajo, había varias cajas envueltas con
papel dorado. Kaye no recordaba la última vez que pusieron un árbol, no
digamos ya comprar uno.
—¿Dónde has estado? —Su abuela se inclinó hacia delante, achicando los
ojos.
—Por ahí —susurró Kaye—. Las cosas no salieron bien en Nueva York.
—Ven, siéntate. Me estás poniendo nerviosa quedándote ahí, donde no
puedo verte.
Kaye retrocedió otro paso, adentrándose más a fondo en la oscuridad.
—Estoy bien aquí.
—Tu madre nunca me habló de Kate. ¿Te lo puedes creer? ¡Ni una
palabra! ¿Cómo pudo ocultarme a esa niña que es sangre de mi sangre?
Clavadita a ti a esa edad. Una niña tan dulce, que ha crecido despojada de una
familia que la quiera. Solo de pensarlo, se me parte el corazón.
Kaye asintió de nuevo, atontada, aturdida. «Despojada». Y Kaye era la
ladrona, la que le robó la infancia a Kate.
—¿Te ha dicho Ellen por qué está Kate aquí ahora?
—Pensé que te lo habría contado a ti. El padre de Kate se apuntó a un
programa de rehabilitación. Había prometido no molestar a Ellen, pero lo hizo
y me alegro por ello. Kate es una niña extraña y es evidente que la han
educado fatal. ¿Sabes que no come nada más que semillas de soja y pétalos de
flores? ¿Qué clase de dieta es esa para una niña en edad de crecer?
Kaye sintió ganas de gritar. La disonancia entre la cotidianidad de las
cosas que estaba diciendo su abuela y la verdad que ella misma conocía se le
antojaba insoportable. ¿Por qué le habría contado su madre una historia así a
su abuela? ¿Alguien la habría hechizado para hacerle creer que esa era la
verdad? Kaye sintió un nudo en la garganta, las palabras mágicas que
impondrían silencio se agolparon en su boca. Pero se las tragó, porque en el
fondo quería que su abuela siguiera hablando, quería que todo fuera normal
durante un minuto más.
—¿Ellen está contenta? —preguntó en voz baja—. ¿De tener a… Kate?

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—Ellen nunca estuvo preparada para ser madre. —La abuela resopló—.
¿Cómo se las apañará en ese piso tan pequeño? Seguro que se alegra de tener
a Kate… ¿Qué madre no se alegraría de estar con su hijo? Pero olvida todo el
trabajo que supone. Tendrán que volver a mudarse aquí, estoy segura.
Con un espanto creciente, Kaye comprendió que Corny tenía razón desde
el principio. Entregarle una niña robada a su madre había sido una idea
nefasta. Ellen estaba saliendo adelante con su trabajo y con la banda, pero la
llegada de una niña echaba por tierra todo eso. Kaye había metido la pata, la
había cagado hasta tal punto que ya no sabía cómo arreglarlo.
—Kate te tomará como ejemplo —dijo su abuela—. No puedes seguir
ausentándose de esa manera, perdiéndote las cosas importantes de la familia.
No necesitamos dos niñas descarriadas.
—¡Basta! ¡Basta! —exclamó Kaye, pero sin insuflar magia en sus
palabras. Se tapó los oídos—. Para de una vez. Kate no me tomará como
modelo…
—¿Kaye? —dijo Ellen desde lo alto de las escaleras. Kaye sintió pánico y
se dirigió a la puerta de la cocina. La abrió de golpe, agradeció el roce frío del
aire en su rostro ardiente. En ese momento, odiaba a todo el mundo: a Corny
por tener razón, a Roiben por estar ausente, a su madre y a su abuela por
haberla reemplazado. Por encima de todo, se odiaba a sí misma por haber
provocado todas esas cosas.
—¡Kaye Fierch! —gritó Ellen desde el umbral, empleando esa «voz de
madre» que casi nunca utilizaba—. Vuelve aquí enseguida.
Kaye se detuvo de inmediato.
—Lo siento —dijo Ellen. Kaye se giró hacia ella y percibió la aflicción en
su rostro—. Lo admito, no he manejado bien la situación. Por favor, no te
vayas. No quiero que te marches.
—¿Por qué no? —preguntó Kaye en voz baja. Sintió un nudo en la
garganta.
Ellen negó con la cabeza mientras salía al jardín.
—Quiero que te expliques. Eso que ibas a decirme la última vez, en mi
apartamento…, dímelo ahora.
—Está bien —accedió Kaye—. Cuando era pequeña, me intercambiaron
con la… la niña humana… y tú me criaste, en vez de a… ella. Yo no lo sabía
hasta que volvimos a mudarnos aquí y conocí a otros feéricos.
—Feéricos —repitió Ellen—. ¿Estás segura de que eso es lo que eres?
¿Una feérica? ¿Cómo lo sabes?
Kaye alzó una mano verde y la giró.

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—¿Qué más podría ser? ¿Un alienígena? ¿Una marciana verde?
Ellen inspiró hondo y soltó todo el aire de una vez.
—No lo sé. No sé qué pensar de todo esto.
—No soy humana —dijo Kaye con unas palabras que abordaban la
porción más horrible e incomprensible de aquella realidad.
—Pero hablas como si… —Ellen se interrumpió para corregirse—. Pues
claro que hablas como si fueras la misma de siempre. Porque lo eres.
—Lo sé —dijo Kaye—. Pero no soy quien tú creías que era, ¿verdad?
Ellen negó con la cabeza.
—Cuando vi a Kate, me asusté mucho. Supuse que hiciste alguna
estupidez para sacarla de dondequiera que la tuvieran retenida, ¿verdad? Te
conozco como si te hubiera parido.
—No se llama Kate. Es Kaye. La verdadera…
Ellen alzó una mano.
—No has respondido a mi pregunta.
—Sí. —Kaye suspiró—. Cometí una estupidez muy gorda.
—¿Lo ves? Eres quien yo creo que eres, ni más ni menos. —Ellen la
abrazó y soltó esa risita ronca típica de ella, agravada por el tabaco—. Eres mi
niña.

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Aunque me haya cerrado como un puño,
tú me abres siempre, pétalo por pétalo,
como la primavera abre.
E. E. CUMMINGS, «EN ALGÚN LUGAR AL QUE NUNCA HE VIAJADO».

E l jardín que se extendía frente a la caravana de Corny estaba decorado


con un pingüino hinchable gigante ataviado con un sombrero y una
bufanda de color verde, y una camiseta roja de Star Trek engalanada con una
insignia en el lado izquierdo del pecho. Estaba posado en el césped,
despidiendo un fulgor errático. Cuando Luis aparcó en el camino de acceso,
unas luces estroboscópicas de muchos colores centelleaban desde el techo del
remolque de al lado, convirtiendo la zona en una discoteca.
—¿No vais a decirme qué casa tan bonita tengo? —bromeó Corny, pero el
chiste resultó forzado, sin gracia.
Ethine se inclinó hacia delante, con los dedos apoyados en el asiento de
plástico. Luis cerró el coche.
—¿Eso es un pingüino disfrazado de…?
—Solo es la punta del iceberg —repuso Corny.
Guiando a Ethine mediante esas esposas forradas con piel, Luis esperó a
que Corny abriera la puerta principal. En el interior, el colorido árbol de fibra

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óptica iluminaba una pila de platos sucios. En la pared había varios bordados
enmarcados, junto a fotos firmadas del capitán Kirk y el señor Spock. Un gato
aterrizó en el suelo con un golpe seco y comenzó a maullar.
—Mi cuarto está al fondo de ese pasillo —susurró Corny—. Hogar, dulce
hogar.
Luis pisó sobre la moqueta desgastada, tirando de Ethine. Flotaba un olor
a humedad que Corny no había advertido antes. Se preguntó si se habría
acostumbrado a él.
La madre de Corny abrió la puerta del pasillo. Había algo en ella —con
ese camisón fino que llevaba puesto, con ese pelo revuelto de recién levantada
y los pies descalzos— que evocaba tristeza. Abrazó a Corny antes de que
dijera nada.
—Mamá —dijo él—. Estos son Luis y… Eileen.
—¿Cómo te presentas aquí de esta forma? —inquirió su madre, que
retrocedió y lo miró de arriba abajo—. Te has perdido la Navidad,
precisamente este año. La primera Navidad desde el funeral de tu hermana.
Creíamos que también estabas muerto. Nunca había visto a tu padrastro llorar
de ese modo.
Corny achicó los ojos, como si algún problema con su visión pudiera
explicar las palabras de su madre.
—¿Me he perdido la Navidad? ¿A qué día estamos?
—A veintiséis —respondió su madre—. ¿De qué vais disfrazados? Y
tienes el pelo negro. ¿Dónde has estado?
Cinco días fuera. Corny soltó un gemido. Pues claro. En Faerieland, el
tiempo transcurría de otra manera. Lo que parecieron dos días, en realidad
había sido el doble. Cruzar a esa isla había sido como cruzar a otra zona
horaria, como volar a Australia, salvo que no hubo manera de recuperar ese
tiempo en el camino de vuelta.
—¿Se puede saber qué te pasa? ¿Qué has estado haciendo, como para no
saber cuánto tiempo has pasado fuera?
Corny se pellizco la túnica con una mano enguantada.
—Mamá…
—No sé si podré perdonarte. —La mujer negó con la cabeza—. Pero es
tardísimo y estoy demasiado cansada como para escuchar tus excusas. La
preocupación me ha dejado agotada.
Entonces se giró hacia Luis y Ethine.
—Si tenéis frío, hay más mantas en el armario. Recordadle a Corny que
encienda el calefactor.

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Ethine parecía dispuesta a decir algo, pero Luis se le adelantó:
—Gracias por dejar que nos quedemos. —Lo dijo con cierta timidez—.
Intentaremos no causar ninguna molestia.
La madre de Corny asintió con gesto ausente, después miró a Ethine con
los ojos entornados.
—Tiene las orejas… —Se giró hacia Corny—. ¿Dónde has estado?
—En una convención de ciencia-ficción. Lo siento mucho, mamá. —
Corny abrió la puerta de su dormitorio y encendió la luz, después se hizo a un
lado para que pasaran Luis y Ethine—. En serio, no sé cómo pude perder
tanto la noción del tiempo.
—¿Una convención? ¿La ChristmasCon? Espero que por la mañana
tengas preparada una historia más convincente —dijo su madre, que regresó a
su habitación.
Había un ordenador encendido en su escritorio, la pantalla alternaba entre
una serie de pantallazos de Farscape. Sobre la cama había un póster de dos
ángeles, uno con las alas negras y otro que las tenía blancas: tenían las manos
entrelazadas por una hilera de espinas, su sangre era lo único que aportaba
color a ese enorme papel satinado. Había varios libros apilados, allí donde los
dejaba caer justo antes de quedarse dormido. Tomos manga encima de
novelas gráficas y libros de bolsillo.
Metió unos cuantos debajo de la cama a puntapiés, avergonzado.
Siempre había considerado su habitación como una extensión de sus
intereses. Ahora, al contemplarla, le pareció tan ridícula como el pingüino del
jardín.
—Tú puedes dormir aquí —le dijo a Ethine, mientras señalaba hacia su
cama—. Las sábanas están más o menos limpias.
—Qué caballeroso —repuso ella.
—Sí, ya lo sé.
Corny se acercó a su cómoda, donde había un rey blanco y otro negro
apostados codo con codo. Le gustaba señalizar sus estados de ánimos en
función de cuál estuviera delante, pero había dejado de hacer eso tras la
muerte de Janet; ya no quedaba ninguna hermana molesta a la que
señalizárselo. Además, eso le recordaba lo mucho que la echaba de menos.
Abrió los cajones, sacó una camiseta y unos calzoncillos y los arrojó sobre la
cama.
—Puedes ponerte esto, si quieres. Para dormir.
Luis se desató los cordones de las botas.
—¿Puedo darme una ducha?

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Corny asintió y se puso a buscar la camiseta que tuviera el estampado
menos patético. Encontró una de color azul marino, desgastada, que decía:
SOY CAPAZ DE BEBER MÁS CAFE QUE TÚ. Cuando alzó la cabeza, dispuesto a
dársela a Luis, se quedó paralizado al ver cómo Ethine se despojaba de su
vestido con una falta total de pudor. Tenía los omóplatos cubiertos con lo que
parecía el nacimiento de unas alas, que formaban un contraste rosado frente a
la blancura de su piel. Mientras se subía los calzoncillos por sus delgadas
piernas, miró a Corny, que se quedó helado al ver el vacío que había en sus
ojos.
—Gracias —dijo Luis, alzando la voz un poco más de la cuenta, mientras
le quitaba la ropa de las manos—. Si no te importa, te tomo prestados unos
vaqueros.
Corny señaló hacia varios pares que estaban guardados en una cesta de
ropa limpia.
—Ponte lo que quieras.
Ethine se sentó en el borde de la cama e hincó en la moqueta los dedos
inusualmente largos de sus pies, mientras Luis salía de la habitación.
—Podría hechizarte —dijo.
Corny retrocedió y giró la cabeza para no mirarla a la cara.
—No por mucho tiempo. Luis o Kaye acabarán volviendo, y a ellos no
puedes hechizarlos.
Pero, claro, Kaye estaba en casa de su abuela y Luis estaba en la ducha.
Un vistazo rápido le confirmó que no se había molestado en aferrar el otro
extremo de las esposas a ningún sitio. Ethine tendría tiempo de sobra para
actuar.
—Incluso con el sonido de mi voz, podría plegarte a mi voluntad.
—Si fueras a hacerlo, no me lo dirías. —Corny pensó en el pequeño
feérico al que capturó durante la noche de la coronación y deslizó la mano por
detrás de la cómoda, hacia el lugar donde se encontraba el atizador de hierro
—. De igual modo que, si yo te digo que podría dejarte la piel tan arrugada
como la de la camarera de ese restaurante, puedes estar segura de que no
planeo hacerlo.
—Y a tu querida madre. También podría hechizarla a ella.
Corny se dio la vuelta y blandió el atizador, directo hacia su cuello.
—Cierra el otro grillete. Hazlo ahora mismo.
Ethine soltó una risita, aguda y radiante.
—Solo te digo que no deberías olvidar que, al traerme aquí, estás
poniendo en peligro a tus seres queridos.

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—Tú cierra el grillete y punto.
Ethine se inclinó y se esposó al soporte del cabecero, después giró el
cuerpo hasta quedar tendida sobre la barriga. Sus ojos grises centellearon al
reflejar la luz de la mesilla de noche. Eran tan inhumanos como los de una
muñeca.
Corny se acercó a la ventana, sacó la llave que llevaba en la cazadora,
abrió la ventana y la arrojó sobre una pila de hojas.
—Te deseo suerte dándome órdenes. Hechizado o no, hará falta un buen
rato para encontrar esa llave.
Se quedó mirándola con el atizador en la mano, hasta que Luis regresó
vestido con los vaqueros de Corny y con el pelo envuelto en una toalla
descolorida. La piel color caoba de su pecho seguía ruborizada a causa de la
ducha caliente.
Corny bajó rápidamente la mirada hacia sus dedos enguantados, hacia la
fina capa de goma que impedía que arruinase todo cuanto tocaba. Era mejor
eso, agachar la cabeza, en vez de arriesgarse a no poder apartar la mirada de
toda esa piel desnuda.
Luis se quitó la toalla de la cabeza y pareció fijarse de repente en el
atizador y en las esposas cerradas.
—¿Qué ha pasado?
—Ethine me estaba tocando las narices —dijo Corny—. Poco más.
Dejó la barra metálica en el suelo y se levantó, salió al pasillo y se apoyó
en la pared un momento, con los ojos cerrados, respirando con fuerza. ¿Dónde
estaba Kaye? Ya casi había transcurrido media hora; si había recogido rápido
sus cosas y se daba prisa, podría aparecer en cualquier momento. Corny deseó
que así fuera. Siempre podía contar con ella, con que le salvase el culo
cuando pensaba que ya no había solución.
Pero tenían una rehén siniestra y no sabían cuál sería el próximo ataque ni
cuándo se produciría. Ni siquiera Kaye podría sacarlos de esa.
Puede que ella misma estuviera en peligro ahora.
Estaba demasiado nerviosa como para pensar con claridad.
Y él había permitido que saliera del coche. Ni siquiera se le había
ocurrido dejarle su móvil.
Corny se apartó de la pared y sacó un puñado de mantas y unas almohadas
viejas de un estante situado sobre el calentador de agua, en el armario del
pasillo. Todo saldría bien, la situación se arreglaría. Kaye se reuniría con ellos
y tendría un plan inteligente. Entregarían a Ethine a cambio de que les
prometieran seguridad para sí mismos y sus familias. Algo así, pero más

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astuto. Kaye no revelaría el nombre de Roiben. Si Silarial no supiera cuál es,
él ganaría el duelo contra el paladín de la Corte Luminosa. Roiben se
disculparía con Kaye. Las cosas volverían a la normalidad, fuera cual fuese
esa normalidad.
Y Corny introduciría las manos en el mismo océano que se cobró la vida
de su hermana y la maldición desaparecería.
Y Luis le pediría una cita, porque era un tipo equilibrado y seguro de sí
mismo.
De vuelta en su habitación, Corny arrojó la pila de mantas sobre la cama.
—Kaye puede dormir en la cama con Ethine, cuando aparezca. Podemos
extender unas cuantas mantas por el suelo. Nos apañaremos.
Luis se había puesto la camiseta prestada y estaba sentado en el suelo,
hojeando un ejemplar muy manoseado de Swordspoint. Alzó la mirada.
—He dormido en sitios mucho peores.
Corny desplegó una manta de ganchillo con un diseño en zigzag de color
verde y amarillo neón y la colocó, después desplegó otra capa encima con una
colcha azul ligeramente manchada.
—Listo —dijo, y comenzó a preparar su propia cama al lado de aquella.
Luis se acomodó, se arropó hasta el cuello con una manta y se estiró con
gusto. Corny se metió en su catre improvisado. Su habitación parecía distinta
desde el suelo, como un paisaje alienígena repleto de papeles y cedes
desperdigados. Cuando recostó la cabeza, contempló las manchas de humedad
del techo, que se extendían desde un centro oscuro como los anillos de un
árbol viejo.
—Ya apago yo la luz —dijo Luis, levantándose.
—Todavía estamos esperando a Kaye. Y a tu hermano, ¿no?
—Intenté llamarlo otra vez, pero no he podido localizarlo. Le dejé tu
dirección a Val, por si acaso Dave aparece o la llama. Espero que cumpliera
su palabra y se montara en el tren. —Luis hizo una pausa—. Por cierto, Val
dijo algo más. Tiene un amigo entre los feéricos exiliados de la ciudad.
Recibió una visita de vuestro amigo lord Roiben hace un par de días. Antes de
que Roiben se desplazara a la Corte Luminosa.
Corny frunció el ceño. Su exhausto cerebro no logró encontrarle sentido a
eso.
—Qué raro. En fin, supongo que ya solo nos queda esperar. Kaye conoce
el camino. Quizá tu hermano pueda contarnos más cosas sobre la visita de
Roiben. A todos nos vendrá bien dormir un poco.

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Luis pulsó el interruptor y Corny parpadeó, dejando que sus ojos se
adaptaran a la estancia. Las ristras de luces de los remolques cercanos
proporcionaban luz suficiente como para ver a Luis, que volvió a tenderse
sobre las mantas.
—¿Eres gay? —susurró Luis.
Corny asintió, aunque puede que Luis no advirtiera el gesto entre la
penumbra.
—Lo sabías, ¿verdad? Actuaste como si lo supieras. Me besaste como si
lo supieras.
—Supuse que daba igual.
—Cuánto me alegro —susurró Corny.
—No, no lo digo en el mal sentido —repuso Luis, que sacó los pies de
debajo de la manta de ganchillo. Se rio en voz baja—. Quiero decir que
estabas obnubilado. Chicas, chicos, te daba igual. Mientras tuviera boca,
estabas dispuesto a besarla.
—Y tú tenías una —dijo Corny. Percibió la proximidad de sus cuerpos,
advirtió cada movimiento de sus muslos, la humedad de sus manos dentro de
los guantes. El corazón le latía tan fuerte que temió que Luis pudiera oírlo—.
Pero fue una buena idea. Estuviste avispado.
—Gracias. —Dio la impresión de que Luis hablaba más despacio, como si
le faltara el aliento—. No estaba convencido de que fuera a funcionar.
Corny quiso inclinarse y paladear esas palabras.
Quiso decirle que habría funcionado, aunque no hubiera estado
obnubilado.
Quiso decirle que funcionaría en ese momento.
En vez de eso, se dio la vuelta para que Luis no pudiera verle la cara.
—Buenas noches —dijo, y cerró los ojos para contener los
remordimientos.

Corny despertó de un sueño en el que había estado nadando, a lo perrito, a


través de un océano de sangre. Tenía las piernas cansadas y, cuando falló al
tomar impulso, se hundió bajo la superficie y atisbo, a través de esa masa

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rojiza, una ciudad bajo las olas repleta de demonios amistosos que le hacían
señas con la mano.
Se despertó y meneó las piernas en vano contra las mantas. Vio una figura
situada cerca de la ventana y por un momento creyó que era Kaye, que
entraba hurtadillas para no molestar a su madre ni a su padrastro.
—Nos ha traído directos hasta vuestro escondite —susurró una voz—. A
cambio de un simple lametón de néctar.
Sopló una brisa fría que dejó helado a Corny.
—Lo entiendo —le oyó susurrar a Luis. La figura era él, pero Corny no
alcanzó a ver con quién estaba hablando—. Hagamos un trueque. Ethine a
cambio de mi hermano. La llevaré a la puerta principal.
Corny se puso tenso, sintiéndose traicionado.
Atisbo un destello metálico bajo la luz de la luna cuando la criatura hizo
pasar la llave perdida de las esposas a través de la ventana abierta. Corny se
sintió como un idiota. La había arrojado directa hacia ellos.
Permaneció inmóvil mientras Luis avanzaba hacia la cama, después le
agarró la pierna. Luis cayó al suelo y Corny rodó hasta situarse encima de él.
Se quitó el guante con los dientes y acercó los dedos, extendidos como una
red, a escasos centímetros del rostro de Luis.
—Traidor —le espetó.
Luis giró la cabeza, lo más lejos posible de las manos de Corny. Tragó
saliva, tenía los ojos desorbitados.
—Oh, mierda. Por favor, Neil.
—Por favor, ¿qué? ¿Que te la envuelva para regalo? ¿Que te permita
joderme la vida?
—Tienen a David. A mi hermano. No subió al tren… Acudió a ellos. Lo
matarán.
—Ethine es lo único que nos mantiene a salvo —dijo Corny—. No puedes
negociar con nuestra seguridad.
—No puedo permitir que se lo queden —insistió Luis—. Es mi hermano.
Pensé que lo entenderías. Tú mismo dijiste que no hay lugar seguro para
nosotros.
—Venga ya. ¿Creías que lo entendería? Ya, claro. Por eso te estabas
escabullendo en la oscuridad. —Apretó el puño de la mano sin guante a
escasos centímetros de la garganta de Luis—. Pues claro que lo entiendo.
Entiendo que ibas a vendernos.
—No es eso… —replicó Luis—. Por favor. —Empezó a temblar bajo el
cuerpo de Corny—. Dave es un capullo, pero no puedo dejarlo tirado. Es mi

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hermano.
Corny recordó las palabras de Roiben: «Cuanto más poderoso te vuelves,
más fórmulas encuentran para dominarte. Lo harán por medio de aquellos a
los que quieres y aquellos a los que odias».
Corny titubeó, le tembló la mano. Pensó en Janet, que se ahogó por seguir
a un chico hasta el muelle. Recordó cuando estaba debajo de la colina,
arrodillado a los pies de un noble feérico, mientras su hermana se tragaba el
océano a borbotones. Se imaginó el agua cerniéndose sobre su cabeza.
Todo aquello que amas es tu debilidad.
Eso no impedía que Corny deseara haber salvado a su hermana. Se la
imaginó hundiéndose cada vez más, salvo que esta vez, cuando alargó el
brazo hacia ella, los dedos de Janet se desintegraron entre sus manos.
De haber tenido la oportunidad, quería creer que habría hecho lo que fuera
necesario para salvarla. Pero Corny tenía la certeza de que Luis sí lo habría
hecho. Miró al joven que tenía debajo, contempló las cicatrices, los piercings
y las trenzas que habían empezado a deshacerse. Luis tenía una bondad de la
que Corny carecía. No necesitaba esforzarse para ser bueno. Sencillamente, lo
era.
Corny se apartó de Luis, su mano maldita deshilachó la superficie de la
moqueta. Sintió un escalofrío al pensar en lo que había estado a punto de
hacer. Al pensar en qué se había convertido.
—Adelante. Llévatela. Haz el trueque.
Luis siguió con los ojos como platos, jadeante. Se levantó a toda prisa.
—Lo siento —le dijo a Corny.
—Es lo que tienes que hacer —repuso él.
La llave reflejó la poca luz que había, centelleó como uno de los
pendientes de acero que perforaban la piel de Luis mientras le quitaba las
esposas a Ethine. Ella gimió, se incorporó sobre las rodillas y extendió los
brazos, como si esperase una confrontación.
—Tu gente ha venido a buscarte —le dijo Luis.
Ethine se frotó la muñeca y no dijo nada. Las sombras hicieron que su
rostro pareciera muy joven, aunque Corny sabía que no lo era.
Recogió su ropa con la mano que tenía enguantada.
—Lo siento mucho —susurró Luis.
Corny asintió. Se sintió como si tuviera cien años, cansado y derrotado.
Recorrieron el pasillo hasta la puerta principal. Se abrió con un crujido y
aparecieron tres criaturas ceñudas sobre la nieve mugrienta. El cabecilla tenía
el rostro de un zorro y unos dedos largos que culminaban en unas garras.

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—¿Dónde está Dave? —preguntó Luis.
—Entréganos a lady Ethine y lo tendrás.
—Y en cuanto os la entreguemos, ¿os iréis de aquí sin hacernos daño? —
inquirió Corny—. A Dave, a Luis, a Kaye, a mí y a todas nuestras familias.
Os marcharéis y nos dejaréis en paz.
—Así lo haremos —repuso el feérico zorruno con una voz carente de
emoción.
Luis asintió y soltó el brazo de Ethine. Ella echó a correr, descalza y en
calzoncillos, para situarse entre los demás feéricos. Uno de ellos se quitó la
capa y la desplegó sobre sus hombros.
—Ahora, entregadnos a Dave —dijo Luis.
—No es digno de que negocies por él —dijo un feérico—. ¿Sabes cómo te
encontramos? Él nos guio hasta aquí a cambio de una bolsita llena de polvo.
—¡Entregádmelo!
—Como quieras —dijo otro.
Le hizo señas a alguien que estaba detrás de un lateral de la caravana y
aparecieron dos feéricos más, que sujetaban entre ambos un cuerpo con una
bolsa sobre la cabeza.
Lo depositaron sobre el escalón. El cuerpo se giró y la cabeza quedó
colgando. Luis avanzó un paso.
—¿Qué le habéis hecho?
—Lo hemos matado —respondió un feérico con escamas en los pómulos.
Luis se quedó paralizado. Corny oyó cómo retumbaban en su sangre los
latidos de su corazón. Todo le resultó estridente. Los coches que circulaban
por la carretera y el viento que hacía crujir las hojas.
Corny se agachó y retiró la bolsa. El rostro ceniciento de Dave parecía
hecho de cera. Unos círculos oscuros rodeaban sus ojos hundidos, y tenía la
ropa arrugada y mugrienta. Iba descalzo y tenía los dedos de los pies muy
pálidos, como si estuvieran congelados.
—Mi reina desea informarte de que tu hermano siguió con vida mientras
fuiste su sirviente —dijo el feérico zorruno—. Esa fue la promesa que te hizo.
Considérala cumplida.
Una fuerte ráfaga de viento arrancó la bolsa de tela de la mano de Corny e
hizo aletear las capas de los feéricos. Cerró los ojos para protegerlos de la
nieve y la tierra, pero cuando los abrió, las criaturas habían desaparecido.
Luis pegó un grito, corrió hacia el lugar en el que se encontraban, allí giró
sobre sí mismo. Lanzó unos gritos horribles, descarnados. Tenía los puños
apretados, pero no había nada a lo que golpear.

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Se encendieron las luces de las ventanas de dos caravanas. Corny alargó la
mano enguantada para acariciar la mejilla helada de Dave. Parecía imposible
que no hubieran podido salvarlo. Estaba muerto, como Janet. Igualito que
Janet.
La madre de Corny apareció en la puerta. Llevaba el teléfono inalámbrico
en la mano.
—Habéis despertado a medio… —Entonces vio el cuerpo—. Ay, Dios
mío.
—Es su hermano —dijo Corny—. Dave.
Ese detalle parecía importante. Al otro lado de la calle, la señora
Henderson se acercó a la puerta y se asomó a través del cristal. El padrastro
de Corny apareció en la puerta.
—¿Qué narices está pasando? —inquirió.
La madre de Corny empezó a marcar un número en el teléfono.
—Voy a llamar a emergencias. No lo mováis.
Luis se giró con el rostro mudo de expresión.
—Está muerto. —Tenía la voz ronca—. No necesitamos una ambulancia.
¡Está muerto!
Corny se incorporó y se acercó a Luis. No sabía qué hacer ni qué decir.
Ninguna palabra podría mejorar la situación. Quería darle un abrazo,
consolarlo, recordarle que no estaba solo. Mientras su mano expuesta se
movía hacia el hombro de Luis, la contempló con espanto.
Antes de que pudiera apartarla, Luis lo agarró de la muñeca. Tenía los
ojos brillantes a causa de las lágrimas. Una de ellas se derramó por su rostro.
—Adelante, tócame —le espetó—. Ya no importa una mierda, ¿verdad?
—¿Qué? —preguntó Corny.
Alargó la otra mano, pero Luis se la sujetó también y empezó a tirar del
guante para quitárselo.
—Quiero que me toques.
—¡Para! —gritó Corny, que intentó zafarse, pero Luis no le soltaba.
Luis se presionó la palma de Corny sobre la mejilla. Le mojó los dedos
con sus lágrimas.
—Tenía muchas ganas de que me tocaras —susurró con un deje
sorprendente de anhelo en su voz—. No podía decirte que te deseaba. Así que
ahora conseguiré lo que quiero y eso me matará.
—¡Para! —Corny se puso a forcejear con él—. ¡No lo hagas!
Pero Luis era más fuerte, así que le dejo la mano inmovilizada.

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—Quiero hacerlo —dijo—. Ya no queda nadie a quien le importe lo que
yo haga.
—¡Para! ¡A mí sí me importa, joder! —gritó Corny, que se quedó quieto
de repente.
La piel del rostro del Luis no se había quedado arrugada ni magullada en
el lugar donde la rozó con la mano desnuda. Luis le soltó las muñecas con un
sollozo.
Cautivado, Corny deslizó un dedo para trazar la curvatura del pómulo de
Luis, pintando con sus lágrimas.
—Agua corriente —dijo Corny—. Sal.
Sus ojos se cruzaron. En algún lugar, a lo lejos, se oía una sirena que se
acercaba, pero ninguno de los dos apartó la mirada.

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Y, sin embargo, sepan todos,
cada hombre mata lo que ama.
Los unos matan con su odio,
los otros con palabras blandas;
el que es cobarde, con un beso,
¡y el de valor, con una espada!
OSCAR WILDE, «LA BALADA DE LA CÁRCEL DE READING».
(Traducción de Enrique Quintero Valencia).

K aye divisó las luces desde una manzana de distancia. Llegó corriendo al
camino de grava del aparcamiento de caravanas justo cuando salía la
ambulancia. Los vecinos estaban en sus jardines ralos y cubiertos de nieve,
ataviados con batas o abrigos echados a toda prisa sobre las prendas de
dormir. La puerta de la caravana de Corny estaba cerrada, pero había luz en el
interior.
Lutie revoloteaba por encima de ella, de un lado a otro, batiendo las alas
tan rápido como los latidos del corazón de Kaye.
Kaye tuvo la impresión de que ya no existían las decisiones correctas, solo
una sucesión infinita de malas decisiones.

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Abrió la puerta de la caravana y se detuvo al ver a la madre de Corny
sirviendo agua caliente de una tetera. Su marido estaba sentado en una butaca,
con una taza puesta en equilibrio sobre la pierna. Tenía los ojos cerrados y
estaba roncando ligeramente.
—¿Kaye? ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó la señora Stone—.
Estamos en plena noche.
—Yo… —titubeó ella.
Una ligera brisa anunció la entrada de Lutie en la estancia. La pequeña
feérica se posó sobre un busto del capitán Kirk, provocando que uno de los
gatos le diera un zarpazo.
—La he llamado yo —dijo Corny—. Conocía a Dave.
Conocía a Dave. «Conocía». Kaye se giró hacia Luis, que estaba
apretando su taza tan fuerte que le palidecieron los dedos. Había varios
papeles en el suelo, a su lado, una pila de formularios fotocopiados y
desperdigados. Se fijó en sus ojos enrojecidos.
—¿Qué ha pasado?
—El hermano de Luis sufrió una sobredosis en los escalones de la
entrada. —La señora Stone se estremeció, sintió náuseas—. No pudieron
declararlo muerto porque solo eran voluntarios, pero se lo llevaron al hospital.
Kaye se giró hacia Corny en busca de una explicación, pero él se limitó a
negar con la cabeza. Después se dejó caer sobre el suelo de linóleo hasta que
quedó sentada con la espalda apoyada en la pared. La señora Stone dejó su
taza en el fregadero.
—Corny, ¿puedo hablar contigo un momento?
Él asintió y la siguió por el pasillo.
—¿Qué pasó en realidad? —le preguntó Kaye a Luis, en voz baja—. No
fue una sobredosis, ¿verdad? ¿Dónde está Ethine?
—Hace mucho tiempo, negocié con un feérico para salvarle la vida a
Dave. Después de que disparasen a mi padre. Intenté cuidar de él, como se
supone que debe hacer un hermano mayor. Intenté que no se metiera en líos,
pero no hice un gran trabajo. Cada vez se metía en más líos. Y eso supuso
nuevos tratos para mí.
Kaye sintió un escalofrío que le llegó hasta la médula.
—Cuando llamé a esa área de descanso, Dave acudió directamente a ellos
—dijo Luis—. Reveló mi ubicación a cambio de otra dosis de Nuncamás. A
pesar de que ya estaba consumido por dentro por culpa de esa sustancia. A
pesar de que soy su hermano. ¿Y sabes qué? Ni siquiera me sorprende. Ni

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siquiera es la primera vez. Así que ahora está muerto y yo debería sentir algo,
¿no?
—Pero ¿cómo murió…? —comenzó a decir Kaye.
—Me siento aliviado. —Esas palabras fueron como un latigazo dirigido
contra sí mismo—. Dave está muerto y yo me siento aliviado. ¿En qué me
convierte eso?
Kaye se preguntó si todo el mundo se sentiría como si tuviera un
monstruo bajo su piel. Era obvio que el alivio no era la parte más grande de lo
que sentía Luis. Era obvio que estaba sufriendo, que había llorado. Aun así,
eso era lo que le afligía: un duelo imperfecto.
Corny y su madre regresaron a la habitación. Él la había rodeado con un
brazo y estaba hablando en voz baja. Kaye pegó un grito al ver que tenía la
mano desnuda apoyada en su brazo, pero el fragmento de tejido que asomaba
por debajo no estaba descolorido ni descompuesto.
—Lo siento —dijo al darse cuenta del estruendo que había causado.
Luis miró en derredor, como si acabara de despertar de un sueño. Se puso
en pie, cohibido. La madre de Corny se frotó el rostro.
—Voy a despertar a Mitch. Vosotros intentad dormir un poco.
Kaye detuvo a Corny en el pasillo.
—¿Tu madre está bien?
Él negó con la cabeza.
—Nos perdimos la Navidad. Mi madre ha estado atacada de los nervios,
pensando en Janet y sin saber dónde estaba yo. Me siento como un imbécil. Y
ahora, esto.
Kaye se acordó del puñado de regalos sin abrir que había debajo del árbol,
en casa de su abuela, y comprendió que debían de ser para ella.
—Oh —dijo, y agarró los dedos cálidos y secos de Corny. Él no se apartó
—. ¿Qué pasa con la maldición?
—Luego —repuso—. Reunión de emergencia en mi habitación.
Kaye se recostó sobre la maraña de sábanas en el cuarto de Corny y
asomó el pie por un extremo. Luis se sentó en el suelo y Corny se tendió a su
lado, lo bastante cerca como para que sus piernas se tocaran.
Lutie entró volando y aterrizó sobre el ordenador de Corny. Luis no debió
de advertir su presencia antes, porque pegó un bote como si fuera una pelota
de baloncesto.
—Solo es Lutie-loo —dijo Kaye.
Luis miró a la pequeña feérica con recelo.
—Vale, pero… de momento, mantenedla alejada.

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—Te haré un resumen rápido de lo que te has perdido, Kaye —intervino
Corny—. La Corte Luminosa quería intercambiar a Ethine por el hermano de
Luis. Hicimos el trueque, pero Dave ya estaba muerto. Ellos lo mataron.
—¿Y la maldición? —preguntó Kaye.
—La… anulamos por accidente —respondió Luis. Bajó la mirada hacia
los hilos de la alfombra y Kaye vio una zona desgastada que no recordaba.
Asintió con la cabeza, puesto que era obvio que ninguno de los dos quería
hablar del tema. Lutie estaba posada en el soporte de un móvil.
—Qué raro —dijo Corny, apoyando la cabeza sobre su rodilla—. Silarial
estaba buscando a Ethine, pero no a ti. Podría haber enviado a su gente para
que bajaran del cielo y te capturasen, o al menos intentarlo.
—Puede que Sorrowsap siga protegiendo a Kaye —dijo Luis.
Corny torció el gesto.
—Vale, pero si tú fueras la reina luminosa y tu plan fuera utilizar el
nombre de Roiben, ¿perderías el tiempo trayendo de vuelta a una de tus
cortesanas?
—Corny tiene razón —dijo Kaye—. Eso no tiene ningún sentido. Matar a
Dave… —Miró de reojo a Luis—. Parece como si ya hubiera conseguido lo
que quería. Ha tenido tiempo para pequeñeces.
—Entonces, ¿Silarial necesita a Ethine? ¿Para qué? —preguntó Corny.
Luis frunció el ceño.
—¿No dijiste que, si Roiben ganaba el duelo, Ethine se quedaría con el
trono?
Kaye asintió.
—Él comentó que, seguramente, su hermana devolvería la corona,
teniendo en cuenta que es muy fiel. ¿Y si Silarial la necesita para que haga
eso? Me extrañó que accediera a ese acuerdo en un primer momento.
—No sé yo —repuso Corny—. Si existiera la más mínima posibilidad de
perder mi corona, me alegraría mucho si la persona a la que debiera
entregársela desapareciera. Por supuesto, mi corona tendría un montón de
diamantes de pega que deletrearían la palabra «tirano», así que no creo que
nadie quisiera robármela.
Kaye soltó una risotada.
—Tonterías aparte, tienes razón. Sería lógico que quisiera ver muerta a
Ethine.
—Puede que así sea —repuso Luis.
—Entonces, ¿qué? ¿Silarial la matará y nos echará la culpa a nosotros?
No sé yo…

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Se quedaron sentados en silencio mientras pasaba el tiempo. Corny
bostezó, Luis se puso a mirar a la pared con los ojos brillantes. Kaye se
imaginó a Talathain batiéndose en duelo con Roiben, a su hermana con gesto
afligido en la línea de banda, a la reina sonriendo como si se hubiera comido
el último pastel de la bandeja, a Ruddles y Ellebere observando. Estaba
pasando algo por alto, algo que tenía delante de las narices.
Y entonces se levantó, sobresaltada.
—¡Esperad! ¡Esperad! ¿Con quién va a luchar Roiben?
Luis la miró con los ojos entornados.
—Bueno, no estamos seguros. Supongo que con el caballero de Silarial o
con cualquier cortesano que ella crea que pueda derrotarlo. Quienquiera que
pueda empuñar su arma secreta.
—¿Recordáis lo que comentamos en el restaurante? ¿Que Roiben parecía
tener muchas probabilidades de vencer a Talathain? ¿Que todo parecía
demasiado simple?
Kaye meneó la cabeza, la emoción por el descubrimiento dejó paso a los
nervios y las náuseas. Corny asintió.
—No creo que haya un arma secreta —prosiguió Kaye—. Ni armadura, ni
espadachín invencible. En el fondo, Silarial no necesitaba… sonsacarme su
verdadero nombre.
Luis abrió la boca y luego la volvió a cerrar.
—No sé a dónde quieres llegar —dijo Corny.
—Ethine —dijo Kaye, que sintió como si ese nombre fuera una bofetada
—. Silarial va a hacer que Roiben se enfrente a ella.
—Pero… Ethine no es un caballero —replicó Luis—. Ni siquiera pudo
zafarse de nosotros. No sabe luchar.
—Esa es la clave —dijo Kaye—. No es una competición de destreza. Si
Roiben no asesina a su propia hermana, morirá. Tendrá que elegir entre
matarla a ella o matarse a sí mismo.
Quería seguir enfadada con Roiben, aferrarse a la sensación de sentirse
traicionada para reprimir todo ese dolor, pero en ese momento no pudo evitar
compadecerlo por amar a Silarial. Quizá más de lo que se compadecía a sí
misma por seguir amándolo a él.
—Eso es… —Corny se interrumpió.
—Y si Roiben muere, no quedará nadie que pueda impedir que Silarial le
haga lo que quiera a quien quiera —dijo Luis.
—Y hechizar a un ejército infinito de personas —añadió Kaye—.
Veintenas de centinelas congelados.

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—Tú eras una distracción —dijo Luis—. Un cebo. Dirigió la mirada de
Roiben hacia ti, le hizo preguntarse si Silarial obtendría su verdadero nombre,
para que no se diera cuenta de lo que tenía delante de las narices.
—Ni lo uno ni lo otro, sino un cebo —murmuró Kaye—. Era eso,
¿verdad? Tiene gracia. Eso es lo que era. Un buen cebo.
—No es culpa tuya, Kaye —dijo Corny.
—Tenemos que alertarlo —añadió ella, mientras se paseaba por la
estancia.
No quería admitir que le fastidiaba que no fueran a secuestrarla para el
tributo, que ella no fuera la clave, ni siquiera una pieza importante. Solo había
conseguido empeorar la situación de Roiben, le había distraído. Silarial se la
había jugado a ambos.
—Ni siquiera sabemos dónde está —dijo Corny—. La colina del
cementerio ya no está hueca.
—Pero sí sabemos dónde estará —repuso ella—. En la isla de Hart.
—Mañana por la noche. O, a estas horas ya, hoy por la noche.
Corny se acercó al ordenador y meneó el ratón, después tecleó unas
cuantas palabras.
—Al parecer, es una isla situada frente a la costa de Nueva York. Con un
cementerio gigante. Y una prisión, aunque no creo que esté en uso. Y… vaya,
hombre… Está totalmente prohibido ir allí.

Los tres durmieron apretujados en la cama de Corny, con él en el medio, con


el brazo apoyado sobre la espalda de Kaye y la cabeza de Luis apoyada sobre
su hombro. Cuando se despertó, ya era media tarde. Ella seguía acurrucada a
su lado, pero Luis estaba sentado en la alfombra, hablando en voz baja por el
móvil de Corny.
Luis dijo algo sobre «cenizas» y «presupuesto», pero negó con la cabeza
cuando vio que Corny lo observaba y después se giró hacia la pared. Pasó
junto a él, salió a la cocina y encendió la cafetera. Debería estar preocupado.
Estaban a pocas horas de meterse en la boca del lobo. Aun así, mientras
medía la cantidad de granos molidos, una sonrisa se desplegó sobre su rostro.

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Enseguida se sintió culpable. No debería estar tan contento, cuando Luis
estaba de duelo por su hermano. Pero no pudo evitarlo.
Luis estaba colado por él. Luis… estaba colado… por él.
—Hola —dijo Kaye, mientras se pasaba una mano por el pelo
enmarañado. Le había afanado una camiseta y se la había puesto como si
fuera un vestido. Sacó una taza azul del armario—. Brindemos por el dulce
bálsamo del café.
—Gracias al cual llevaremos a cabo la misión que nos ha sido
encomendada.
—¿Crees que lo lograremos? —preguntó ella—. No sé si Roiben me hará
caso.
La cafetera profirió un chiflido agónico y Corny sirvió tres tazas.
—Sí, lo creo. Te escuchará. Seguro. Bebe.
—Entonces, ¿Luis y tú…?
Kaye disimuló una porción de su sonrisa por detrás de la taza. Corny
asintió.
—En fin, ahora no, con todo lo que está pasando. Pero sí, tal vez.
—Me alegro. —Su sonrisa se desvaneció—. No tienes por qué ir esta
noche. No pretendo ir de mártir; lo que pasa es que, tras ver cómo Luis ha
perdido a su hermano… Este es mi problema. Ellos son mi gente.
Corny se encogió de hombros y la rodeó con un brazo.
—Ya, pero tú eres mi problema. Tú eres mi gente.
Kaye le apoyó la cabeza encima. Incluso recién levantada, olía a tierra y a
hierba.
—¿Qué ha sido de tu miedo a los villanos megalómanos? No creo que
nuestra reciente excursión a la corte te ayudara a superarlo.
Corny se sentía muy seguro de sí mismo. Luis estaba colado por él. Su
maldición había desaparecido. No había nada imposible.
—Vayamos a por esos villanos, antes de que nos encuentren ellos.
Luis salió del dormitorio, cerrando el móvil sobre su pecho.
—Esta mañana he visto a tu madre. Dijo que quería hablar contigo cuando
volviera de trabajar. No le conté nada.
Corny asintió, forzándose a permanecer sereno. Cortándose de besar a
Luis. No se había cepillado los dientes, y, en cualquier caso, tampoco parecía
el mejor momento.
—Le dejaré una nota. Después deberíamos irnos. Luis, si tienes que
quedarte aquí a arreglar tus asuntos…
—Lo que necesito es impedir que Silarial siga haciendo más daño.

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Miró fijamente a Corny a los ojos, como si lo desafiara a compadecerse de
él.
—Está bien —dijo Kaye—. Estamos juntos en esto. Ahora lo que
necesitamos es un mapa y un bote.
—La isla de Hart está en el estrecho de Long Island, frente a City Island,
que está a las afueras del Bronx. No se puede llegar allí remando.
Corny le ofreció una taza a Luis. Cuando la cogió, sus dedos se rozaron y
él sintió lo opuesto a una maldición.
—En ese caso, necesitamos un bote a motor —dijo Kaye—. Hay una
tienda de material náutico en la Ruta 35. Podría convertir una pila de hojas en
dinero. O podríamos buscar un puerto marino por allí donde birlar uno.
—Yo nunca he conducido un barco, ni he interpretado una carta de
navegación —dijo Luis, mientras le echaba azúcar al café—. ¿Y vosotros?
Kaye negó con la cabeza y Corny tuvo que admitir que él tampoco.
—En el East River viven sirenas —añadió Luis—. Seguramente, también
vivan en el estrecho. No sé mucho sobre ellas, pero si no quieren que
lleguemos a la isla de Hart, podrían arrojarnos al agua. Tienen unos dientes
horribles. La buena noticia es que forman parte del Inframar, no de ninguna
corte terrestre.
Corny se estremeció al pensarlo. Pensó en Janet, presa bajo las olas por un
kelpie exaltado.
—Tal vez podríamos negociar con ellas —dijo—. Podrían llevarnos hasta
allí a cambio de algo.
Kaye lo miró con nerviosismo. Corny supuso que estaría recordando
cómo le dieron un viejo caballo de carrusel a ese mismo kelpie a cambio de
información. Antes de saber lo peligroso que era. Antes de que asesinara a
Janet.
Kaye asintió lentamente.
—¿Qué les gusta a las sirenas?
Luis se encogió de hombros.
—¿Joyas…, música…, marineros?
—Se comen a la gente, ¿no? —preguntó Corny.
—Claro. Cuando se cansan de ellos.
Corny sonrió.
—En ese caso, vamos a llevarles un buen par de filetes.

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Compraron una balsa hinchable verde y dos remos en la tienda náutica. El
dependiente miró a Kaye con extrañeza mientras ella contaba cientos de
billetes de dólar arrugados y roñosos, pero su sonrisa lo instó a guardar
silencio.
Volvieron a montarse en el coche.
Luis iba de copiloto y Kaye se recostó atrás, con la cabeza apoyada en la
caja de cartón de la balsa. Corny miró a Luis mientras cambiaba de carril en
la autopista, pero él tenía la cabeza girada hacia la ventanilla, con la mirada
perdida. Lo que sea que estuviera viendo, era algo que no podía compartir con
Corny. El silencio se adueñó del coche.
—¿Con quién hablabas? —le preguntó al fin—. Antes, con el móvil.
Luis giró la cabeza hacia él con una brusquedad un tanto excesiva.
—Con el hospital. Estaban molestos porque no tengo tarjeta de crédito ni
teléfono fijo, y porque Dave era menor de dieciocho. Y aunque no sabían si
estaría en disposición de reclamar su cuerpo, empezaron a hablarme de mis
opciones. Básicamente, tengo que conseguir el dinero para la incineración.
—Kaye podría…
Luis negó con la cabeza.
—Podríamos vender la balsa cuando hayamos terminado con ella.
Luis sonrió, curvando ligeramente los labios.
—Quiero que tenga un buen entierro.
En el funeral de Janet hubo un ataúd y una misa, flores y una lápida.
Corny nunca había preguntado por el coste, pero su madre no era rica. Se
preguntó cuánto se habría endeudado para que su hermana pudiera ser
enterrada como merecía.
—Mis padres…, se encuentran en el lugar al que vamos. —Luis se puso a
juguetear con el piercing del labio.
—¿En la isla de Hart?
Luis asintió.
—Allí está la fosa común. Donde entierran a los muertos «solitarios».
Básicamente, eso se refiere a los muertos sin parientes vivos, que son
arrendatarios y tienen deudas en la tarjeta de crédito. Como mis padres. Yo

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era menor de edad, así que no pude reclamarlos. Si lo hubiera intentado
siquiera, seguramente nos habrían enviado a Dave y a mí a servicios sociales.
Varias respuestas posibles se desplegaron ante los ojos de Corny. «Ostras.
¿Estás bien? Cuánto lo siento». Ninguna le pareció adecuada.
—Nunca he estado en ese lugar —dijo Luis—. Estará bien conocerlo.

Circularon por el puente levadizo hasta las afueras de City Island, después
aparcaron el coche detrás de un restaurante. Luego, sentados en la nieve, se
turnaron para hinchar la balsa a pulmón, como si se estuvieran pasando un
porro.
—¿Cómo vamos a atraer a esas sirenas? —preguntó Corny, mientras Luis
soplaba a través del tubito.
Kaye recogió un recibo del suelo del coche.
—¿Tienes algo afilado?
Corny rebuscó en su mochila hasta que encontró un imperdible.
Kaye se pinchó el dedo y, con una mueca, embadurnó el papel con su
sangre. Después se acercó a la orilla y lo dejó caer al agua.
—Soy Kaye Fierch —dijo con voz firme—. Una ninfa. Una niña
intercambiada de la Corte Luminosa, embarcada en una misión para el rey de
la Corte Nocturna. He venido a pediros ayuda. Os pido ayuda. Tres veces os
la pido.
Corny la miró, plantada delante del agua, con el pelo verde recogido para
dejar al descubierto su rostro hechizado, con el abrigo morado y raído
aleteando al viento. Por primera vez pensó que, incluso con su apariencia
humana, Kaye tenía un aspecto formidable.
Asomaron varias cabezas en el agua negra, con unos cabellos pálidos que
flotaban a su alrededor como algas. Kaye se puso de rodillas.
—Os pido que nos llevéis sanos y salvos a los tres hasta la isla de Hart.
Tenemos una balsa. No tenéis más que impulsarla.
—¿Y qué nos darás a cambio, ninfa? —respondieron con sus melodiosas
voces. Tenían los dientes afilados y translúcidos, como si estuvieran hechos
de cartílago.

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Kaye regresó al coche y sacó la bolsa de plástico del supermercado repleta
de carne. Sostuvo en alto una pata despellejada y viscosa.
—Carne —dijo.
—Aceptamos —respondieron las sirenas.
Kaye, Corny y Luis arrastraron la balsa hasta el agua y se montaron. Las
sirenas se congregaron a su alrededor, empujaron la balsa mientras entonaban
bajito un cántico, con unas voces tan hermosas e insistentes que Corny se
sintió un poco aturdido. Kaye estaba tensa, sentada en la proa como si fuera el
mascarón de un barco.
Asomado por el lateral, Corny vio a una sirena que se acercaba por el
agua y por un momento le pareció que tenía el rostro de su hermana, azulado
a causa del frío y la muerte. Miró para otro lado.
—Sé quién eres —le dijo una de ellas a Luis, alargando una mano pálida y
palmeada hacia el lateral de la balsa—. Tú trajiste la poción del trol.
Luis tragó saliva y asintió.
—Yo podría enseñarte una cura mejor —susurró la sirena—. Si vinieras
conmigo. Bajo el agua.
Corny le apoyó una mano en el brazo y Luis pegó un respingo, como si se
hubiera pinchado con algo. La sirena giró la cabeza hacia Corny.
—¿Qué tal una venganza? Yo podría concedértela. Perdiste a alguien en
el mar.
A Corny se le cortó el aliento.
—¿Qué?
—Lo deseas —dijo la sirena—. Sé que lo deseas.
La criatura estiró el brazo, apoyó su mano palmeada sobre el lateral de la
balsa, cerca de él. Se desprendieron unas escamas que relucieron sobre la
superficie de goma.
—Podría concederte el poder —le aseguró.
Corny contempló sus ojos gelatinosos y sus dientes finos y afilados. Notó
una punzada de envidia. Esa sirena era hermosa, terrible y mágica. Pero fue
un sentimiento difuso, como sentir envidia de un atardecer.
—No necesito más poder —replicó, y le sorprendió descubrir que lo decía
en serio. Y si quería venganza, la conseguiría por su cuenta.
Kaye soltó un grito ahogado. Corny alzó la mirada.
A lo lejos, en la orilla, detrás de varias pilas de cáscaras de mejillón, se
había congregado una enorme multitud de criaturas. Y, por detrás de ellas, se
alzaban varios edificios abandonados junto a filas y filas de tumbas.

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Tú eres la pregunta sin respuesta;
alcancé a ver tu verdadero ojo,
siempre preguntando, preguntando;
y cada respuesta es una mentira…
RALPH WALDO EMERSON, «LA ESFINGE».

K aye se abrió camino entre la multitud seguida de Corny y Luis,


apartando cuerpos con piel de color lavanda y ahuyentando enjambres
de sílfides diminutas. Un puka con cabeza de cabra y ojos blancos e inertes la
abordó al pasar, lamiéndose los dientes con una lengua de gato:
—¡Ninfa tunante, ninfa traviesa!
Tras agacharse para pasar por debajo del brazo de un ogro, Kaye se
encaramó a una lápida para esquivar a tres gnomos de extremidades espigadas
que estaban fundidos en un abrazo en el suelo.
Desde lo alto de la lápida, oteó la corte. Vio a Ruddles, que estaba
bebiendo de un cuenco y compartiéndolo con una serie de criaturas con
cabezas de animales. Ellebere estaba de pie a su lado con el cabello
desplegado sobre sus hombros, de color burdeos en las raíces y dorado en las
puntas, con una armadura verde y oscura como el musgo.

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Roiben estaba hablando acaloradamente con una mujer tan delgada como
una varita mágica, con la melena oscura enredada con una capa enjoyada que
se desplegaba sobre su espalda, a juego con la cola que se meneaba por detrás
de ella y que también estaba cubierta de joyas. Desde esa posición, Kaye no
pudo discernir si estaban discutiendo o no. La mujer gesticulaba un montón.
De repente, Roiben se giró y miró en la dirección en la que estaba ella.
Kaye se sorprendió tanto que se cayó de la lápida. Olvidó batir sus alas. Se
golpeó la cabeza con una piedra y se le saltaron las lágrimas. Por un
momento, se limitó a permanecer allí tendida, con la cabeza apoyada en el
suelo, mientras escuchaba a los feéricos que se congregaban a su alrededor.
Fue horrible estar tan cerca de él, fue horrible sentir cómo se le alborotaba el
corazón.
—Si mordisqueas los huesos de ese modo, no deberías comértelos —oyó
que decía alguien en las proximidades—. Están muy afilados. Te rajarán por
dentro.
—¿No te has vuelto un poco quisquilloso? —repuso otra voz—. El
tuétano es mejor que la carne, pero hace falta atravesar los huesos para llegar
hasta él.
Corny alargó una mano para ayudar a Kaye a levantarse.
—No creo que te haya visto.
—Quizá él no, pero yo sí.
Una feérica, con las alas tan hechas polvo que ya solo unas venas pendían
de su espalda, se cernió sobre Kaye. Empuñaba un cuchillo que se curvaba
como una serpiente y su armadura despedía el mismo fulgor morado que el
caparazón de un escarabajo.
—Dulcamara —dijo Kaye, mientras se incorporaba—. Mis amigos tienen
que hablar con Roiben.
—Tal vez después del duelo —le respondió ella, al mismo tiempo que le
lanzaba una mirada desdeñosa con sus ojos rosas.
—Tiene que ser ahora —insistió Kaye—. Por favor. No puede batirse en
duelo. Tiene que cancelarlo.
Dulcamara lamió el filo de su arma, y lo tiñó con la sangre de su boca.
—Yo ejerceré como mensajera. Entregadme vuestras palabras y las
trasladaré hasta él por medio de mi propia lengua.
—Tienen que decírselo en persona.
Dulcamara negó con la cabeza.
—No permitiré que sufra más distracciones por tu parte.
—Solo será un momento —intervino Corny—. Él me conoce.

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—Los mortales dicen mentiras. No pueden evitarlo —dijo la guerrera
feérica. Kaye vio que tenía los dientes tan afilados como el cuchillo que
empuñaba y, al contrario que la dentadura de las sirenas, aquellos estaban
hechos de hueso. Sonrió a Corny—. Está en vuestra naturaleza.
—En ese caso, deja que vaya yo —dijo Kaye—. Yo no soy mortal.
—No puedes, ¿recuerdas? —Luis le apoyó una mano en el hombro—. No
le está permitido verte.
«Los mortales dicen mentiras. Mentiras».
—Así es —dijo Dulcamara—. Si te acercas a él, acabaré contigo. Se
acabaron los jueguecitos que llevaste a cabo en la Corte Luminosa.
Kaye repitió mentalmente esas palabras una y otra vez: «Dicen mentiras.
Falsedades. Mentiras. Mentir. Morir. Muerto». Pensó en el ajedrez de hadas
que mencionó Corny. Tenía que cambiar las reglas del juego. Tenía que
superar la prueba. Debía convertirse en la única variante. Pero ¿cómo podría
mentir, sin llegar a hacerlo?
Kaye miró hacia el lugar donde se encontraba Roiben; le estaban
sujetando la armadura a la espalda.
En la parte frontal del cabello llevaba dos trenzas, cada una rematada por
un broche plateado en la punta. Estaba pálido y con el rostro fruncido, como
si estuviera experimentando dolor.
—Oh —exclamó Kaye, y se elevó por los aires.
—¡Detente! —gritó Dulcamara, pero ella ya había alzado el vuelo,
batiendo sus alas a toda velocidad.
Por un momento, divisó el faro situado en la orilla de City Island, con el
fulgor de las luces de la ciudad al fondo. Después medio aterrizó, medio cayó
a los pies de Roiben.
—Tú —dijo él, pero Kaye no pudo descifrar el tono de su voz.
Ellebere la agarró de las muñecas y se las retorció por detrás de la espalda.
—Este no es lugar para una ninfa de la Corte Radiante.
Ruddles la señaló con una de sus garras y dijo:
—Para poder presentarte ante nuestro rey y señor, debes haber
completado la prueba. Si no, la tradición nos autoriza a hacerte prisione…
—Me da igual lo que dicte la tradición —exclamó Roiben, desautorizando
a su chambelán. Cuando miró a Kaye, sus ojos estaban vacíos de toda
emoción que ella pudiera reconocer—. ¿Dónde está mi hermana?
—La tiene Silarial —respondió Kaye—. He venido a hablar contigo sobre
Ethine.

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Por primera vez desde el tributo, sintió miedo de él. Ya no creía que fuera
incapaz de hacerle daño. Parecía, incluso, como si fuera a disfrutar
haciéndolo.
«Lame la mano de la reina de la Corte Luminosa, Rath Roiben Riven.
Lámela como el perro que eres».
—Mi señor —dijo Ruddles—, aunque no es mi deseo contradeciros, la
ninfa no debe permanecer en vuestra presencia. No ha llevado a cabo la
prueba que le impusisteis.
—¡He dicho que la sueltes! —bramó Roiben.
—Puedo decir mentiras —masculló Kaye, mientras el corazón le latía con
fuerza contra la piel. El suelo se tambaleó bajo sus pies y todos se quedaron
callados a su alrededor. No sabía si aquello saldría bien—. Puedo hacerlo.
Soy la feérica que puede decir mentiras.
—Eso es absurdo —replicó Ruddles—. Demuéstralo.
—¿Estás diciendo que no soy capaz? —inquirió Kaye.
—Ningún feérico puede decir una falsedad.
—En ese caso —repuso Kaye, mientras soltaba el aire con un resuello—,
si yo digo que puedo decir mentiras y tú dices que no, uno de los dos tiene
que estar exponiendo una falsedad, ¿no? Así pues, o yo soy una feérica capaz
de decir mentiras, o lo eres tú. En cualquiera de los casos, he superado la
prueba.
—Esto me huele a acertijo, pero no le veo inconveniente —dijo el
chambelán.
Roiben profirió un sonido, pero Kaye no supo decir si se trataba de una
objeción.
—Muy astuta. —La sonrisa de Ruddles estaba cargada de dientes, pero le
dio unas palmaditas en la espalda—. Aceptamos tu respuesta con agrado.
—Supongo que lo has conseguido, Kaye —dijo Roiben. Su voz era afable
—. De ahora en adelante, tu destino estará unido a la Corte Oscura. Hasta el
momento de mi muerte, serás mi consorte.
—Diles que me suelten —dijo Kaye. Había ganado, pero su victoria
parecía tan hueca como un huevo reventado. Al fin y al cabo, Roiben no la
quería.
—Como eres mi consorte, puedes decírselo tu misma —repuso él,
evitando mirarla a los ojos—. Ya no te negarán nada.
Ellebere le soltó los brazos antes de que Kaye dijera nada.
Tambaleándose, se giró para fulminarlos a Ruddles y a él con la mirada.

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—Marchaos —dijo, intentando adoptar una pose autoritaria. Se le quebró
la voz.
Los dos miraron a Roiben y se alejaron al verlo asentir. Seguía sin ser una
gran privacidad, pero era lo más cerca que iba a estar de conseguirla.
—¿Por qué has venido aquí? —preguntó él.
Kaye quiso rogarle que volviera a ser el Roiben que ella conocía, el
mismo que dijo que ella era lo único que deseaba, el que no la había
traicionado y el que tampoco la odiaba.
—Mírame. ¿Por qué no me miras?
—Mirarte es un tormento. —Sus ojos, cuando los alzó, estaban repletos
de sombras—. Pensaba que, si te mantenía al margen de esta guerra, serviría
para mantenerte a salvo. Pero entonces apareciste en mitad de la Corte
Luminosa, como queriendo demostrar mi ingenuidad. Y aquí estás otra vez,
tentando al peligro. Yo solo quería salvar una cosa, una única cosa, para
demostrar que hay algo bueno en mí, a pesar de todo.
—Yo no soy una cosa —replicó Kaye.
Roiben cerró los ojos un instante, los cubrió con sus largos dedos.
—Sí. Por supuesto. No debería haber dicho eso.
Kaye le agarró las manos y él dejó que se las apartara del rostro. Las tenía
tan frías como la nieve recién caída.
—¿Qué te estás haciendo a ti mismo? ¿Qué está pasando?
—Cuando me convertí en rey de la Corte Oscura, pensaba que no
podríamos ganar la guerra. Pensaba que lucharía y moriría. Cuando aceptas
que la muerte es un precio inevitable, experimentas una especie de júbilo
demente.
—¿Por qué? —preguntó Kaye—. ¿Por qué te sometes a ese destino tan
desgraciado? ¿Por qué no lo mandas todo a la mierda y te dedicas a construir
casitas para pájaros o algo así?
—Para matar a Silarial. —Sus ojos centellearon como esquirlas de cristal
—. Si no la detenemos, nadie estará a salvo de su crueldad. Me costó mucho
no partirle el cuello cuando la besé. ¿Lo notaste en mi rostro, Kaye? ¿Viste
cómo me temblaba la mano?
Kaye sintió cómo se le agolpaba la sangre en las sienes. ¿De verdad era
posible que hubiera confundido el desprecio con el deseo? Al pensar en la
sangre en la boca de Silarial, recordó que le había parecido que los ojos de
Roiben estaban empañados por el velo de la pasión. Ahora, sin embargo, le
pareció que era algo más próximo a la rabia.
—Entonces, ¿por qué la besast…?

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—Porque ellos son mi gente. —Roiben ondeó una mano para abarcar el
terreno, desde el cementerio hasta la prisión—. Quiero salvarlos. Necesitaba
hacerle creer que me tenía a su merced para que accediera a mis condiciones.
Ya sé que debió de parecer…
—Basta. —Kaye sintió un escalofrío que le recorrió el espinazo—. He
venido a decirte una cosa. He descubierto algo sobre la batalla.
Roiben enarcó una ceja plateada.
—¿El qué?
—Silarial va a elegir a Ethine como su paladín.
Roiben soltó una carcajada que pareció un sollozo, breve y terrible.
—Cancela el duelo —dijo Kaye—. Busca una excusa. No luches.
—Me preguntaba qué artimaña emplearía contra mí, qué monstruo, qué
magia. Había olvidado lo astuta que es.
—No tienes que enfrentarte a Ethine.
Roiben negó con la cabeza.
—Tú no lo entiendes. Esta noche hay demasiado en juego.
Kaye sintió una oleada gélida que se extendió desde su corazón.
—¿Qué vas a hacer? —Empleó un tono más brusco de lo que le habría
gustado.
—Venceré —dijo—. Y tú me harías un gran favor si le contaras a Silarial
que he dicho eso.
—Serías incapaz de hacerle daño a Ethine.
—Creo que es hora de que te vayas, Kaye. —Roiben se pasó por el
hombro una correa que llevaba su vaina unida—. No te pido que me
perdones, porque no me lo merezco, pero quiero que sepas que te quise. —
Agachó la mirada mientras decía esas palabras—. Y que aún te quiero.
—Entonces, deja de hacer esto. Deja de mantenerme al puñetero margen.
Me da igual que lo hagas por mi propio bien o por cualquier otra razón
absurda…
—No te mantengo al puñetero margen —replicó Roiben, y Kaye se echó a
reír al oírle decir esa palabrota.
Roiben también sonrió, solo un poco, como si hubiera captado la
comicidad. En ese momento, le resultó enternecedoramente cercano.
Alargó una mano hacia Kaye, todavía sonriendo, como si fuera a
acariciarle el rostro, pero en vez de eso trazó el contorno de su pelo. Ni
siquiera fue un roce en condiciones, fue algo ligero como una pluma que no
terminó de materializarse, como si Roiben temiera aventurarse más. Kaye se
estremeció.

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—Si de verdad puedes decir mentiras —añadió Roiben—, dime que todo
acabará bien esta noche.

Una ráfaga de aire gélido alzó un pequeño remolino de nieve y alborotó el


cabello de Roiben mientras avanzaba junto a las tumbas hacia la zona
designada para el duelo. Los cortesanos nocturnos y radiantes aguardaban con
nerviosismo en un círculo amplio, susurrando y cuchicheando, envueltos en
sus capas de piel y pelaje. Kaye se abrió paso velozmente entre la multitud
hasta el lugar donde se encontraban los súbditos de la reina radiante, cuyos
vestidos centelleantes aleteaban con el viento.
Ellebere y Dulcamara caminaban junto a Roiben, sus armaduras
semejaban caparazones de insecto que relucían en contraste con el paisaje
escarchado y las lápidas de piedra. Roiben vestía de gris, como el cielo
encapotado. Talathain y otro caballero flanqueaban a Silarial. Vestían prendas
de cuero teñidas de verde con adornos dorados en brazos y hombros, como las
marcas de una oruga. Roiben ejecutó una reverencia tan aparatosa que casi
llegó a tocar la nieve con los labios. Silarial se limitó a inclinar un poco la
cabeza. Roiben carraspeó antes de hablar:
—Durante décadas, ha habido una tregua entre las cortes Oscura y
Luminosa. Yo soy, al mismo tiempo, prueba y testigo de ese vetusto acuerdo,
y me gustaría retomarlo. Lady Silarial, si derroto a tu paladín, ¿accederás a un
acuerdo entre las dos cortes?
—Si le asestas un golpe mortal a mi paladín, juro que así será —repuso la
reina—. Si mi paladín yace muerto sobre el terreno, habrá paz.
—¿Y tienes algo más que apostar en esta batalla? —le preguntó Roiben.
Silarial sonrió.
—También le entregaré mi trono a lady Ethine. Colocaré con gusto la
corona de la Corte Luminosa sobre su cabeza, le besaré las mejillas y pasaré a
ser su súbdita en caso de que salgas victorioso.
Kaye podía verle la cara a Roiben desde su posición, pero no logró
interpretar su expresión.

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—Y si yo muero en el campo de batalla —dijo Roiben—, tú gobernarás la
Corte Oscura en mi lugar, lady Silarial. A ello accedo.
—Ahora debo nombrar a mi paladín —anunció Silarial, desplegando una
sonrisa—. Lady Ethine, toma las armas en mi nombre. Tú serás la defensora
de la Corte Radiante.
Se hizo un silencio terrible entre la multitud. Ethine negó con la cabeza,
enmudecida. El viento y la nieve arreciaron durante esa pausa dramática.
—Cómo debes de odiarme —dijo Roiben en voz baja, pero el viento se
apropió de esas palabras y las extendió entre la multitud.
Silarial se giró, envuelta en su vestido blanco como la escarcha, y se alejó
del lugar del duelo hacia su cenador de hiedra. Sus sirvientes habían equipado
a Ethine con una fina armadura y con una larga espada que sujetó con
languidez.
—Marchaos —ordenó Roiben a Ellebere y Dulcamara.
A regañadientes, se alejaron del lugar del duelo. Kaye percibió la duda en
los rostros de la Corte Oscura, la tensión mientras Ruddles hacía rechinar sus
dientes y observaba a Ethine con unos ojos negros y relucientes. Eran
partidarios de Roiben, pero su lealtad era incierta, sobre todo en ese momento.
Varios gnomos recorrieron el borde exterior del ruedo, desperdigando
hierbas para señalizar sus límites.
En el centro de la orilla nevada, Roiben hizo una rígida reverencia y
desenvainó su espada. Era curva como una luna en cuarto creciente y relucía
como el agua.
—No pensarás hacer esto —dijo Ethine, pero no las tenía todas consigo.
—¿Estás preparada, Ethine? —Roiben alzó su espada de tal forma que el
filo pareció dividir su rostro en dos, sumiendo una mitad en sombras.
Ethine negó con la cabeza. «No». Kaye vio cómo la hermana de Roiben
temblaba compulsivamente. Sus pálidas mejillas se cubrieron de lágrimas.
Dejó caer la espada.
—Recógela —dijo Roiben con tono paciente, como si hablara con una
niña.
A toda prisa, Kaye se acercó al lugar donde se encontraba la dama
radiante de la Corte Luminosa. Talathain alzó su arco, pero no la detuvo. Al
oír el sonido de las espadas al entrechocar, Kaye se giró hacia el lugar del
combate. Ethine retrocedió, tambaleándose, desequilibrada por el peso de su
espada. Kaye sintió náuseas.
Silarial contempló la escena desde su asiento elevado, con el cabello
cobrizo trenzado y unas bayas de color azul oscuro anudadas a una tiara

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dorada. Se alisó la falda del vestido blanco.
—Kaye —dijo—. Vaya sorpresa. ¿Estás sorprendida?
—Roiben sabía que elegirías a Ethine antes de salir al ruedo.
—¿Sí? —Silarial frunció el ceño.
—Se lo dije yo. —Kaye se sentó en el estrado—. Después de resolver su
estúpida prueba.
—Entonces, ¿eres la consorte del rey de la Corte Oscura? —Silarial
arqueó una ceja. Esbozó una sonrisa compasiva—. Me sorprende que lo sigas
queriendo.
Eso fue un golpe bajo. A Kaye le habría gustado replicar, pero se le
atoraron las palabras en la boca.
—De todas formas, solo serás su consorte mientras viva. —La dama
radiante proyectó la mirada hacia las dos figuras que combatían en la nieve.
—Venga ya —replicó Kaye—. Actúas como si Roiben fuera ese mismo
crío al que echaste de la corte. ¿Sabes lo que hizo cuando le conté lo de
Ethine? Se rio. Se rio y dijo que vencería.
—No —repuso Silarial, girándose con brusquedad—. Si tuviera intención
de matarla, no estaría jugando primero al gato y al ratón.
—¿Eso es lo que crees que está haciendo? —Kaye achicó los ojos—. Tal
vez no sea tan fácil asesinar a tu propia hermana.
Silarial negó con la cabeza.
—Roiben anhela morir, al igual que suspira por mí, aunque quizá
preferiría no desear ninguna de esas dos cosas. Dejará que ella lo apuñale y
puede que le diga algo bonito con la boca llena de sangre. Está haciendo esta
pantomima para enfurecerla, para que golpee tan fuerte como para asestarle
un golpe mortal. Lo conozco mejor que tú.
Kaye cerró los ojos para ahuyentar ese pensamiento, después se obligó a
abrirlos. Sinceramente, no lo sabía. No sabía si Roiben mataría a su hermana
o no. Ni siquiera sabía qué preferir, pues las dos opciones eran terribles.
—No lo creo —repuso con tiento—. No creo que quiera hacerlo, pero ha
matado a mucha gente a la que no quería liquidar.
Como si estuviera ensayado, la multitud prorrumpió en un sonoro grito.
Ethine estaba tendida en la nieve, intentando incorporarse, con la punta de la
espada curva de Roiben apuntándole al pescuezo. Su hermano le dirigió una
sonrisa afable, como si sencillamente se hubiera caído y fuera a ayudarla a
levantarse.
—Nicnevin lo obligó a matar —se apresuró a añadir Silarial.
Kaye canalizó la ira que sentía a través de su voz:

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—Y ahora lo obligas tú.
Las palabras de Roiben resonaron por el terreno:
—Como parece que la corona de la Corte Radiante recaerá sobre ti
después de tu muerte, dime a quién deseas legársela. Deja que haga esta
última cosa por ti, como hermano tuyo que soy.
Kaye sintió una oleada de alivio. Había un plan. Roiben tenía un plan.
—¡Alto! —gritó Silarial, que se bajó del trono improvisado y avanzó
rauda hacia el ruedo—. Eso no formaba parte del trato.
Cuando atravesó el círculo de hierbas, prendieron con un fuego verdoso.
Los feéricos oscuros prorrumpieron en aullidos, mientras la Corte
Radiante se sumía en un silencio lúgubre. Roiben se apartó de su hermana,
alejando la espada de su garganta. Ethine se recostó sobre la nieve, giró la
cabeza para que nadie pudiera verle la cara.
—Tampoco estaba acordado que interrumpieras este combate —repuso
Roiben—. No puedes modificar nuestro acuerdo ahora que ya no te resulta
favorable.
Sus palabras silenciaron los gritos de la Corte Oscura, pero Kaye oyó los
murmullos desconcertados del resto de la multitud.
Ethine se puso en pie a duras penas. Roiben extendió la mano para
ayudarla, pero ella la rechazó. Lo miró con odio, un odio que no remitió
cuando miró a su señora.
Recogió su espada y la sostuvo con tanta fuerza que se le blanquearon los
nudillos.
—Juré que la corona iría a parar a Ethine, si matabas a mi paladín. —
Silarial empleó una voz estridente—. No prometí que ella pudiera elegir a un
sucesor.
—No estaba en tu mano prometer eso —replicó Roiben—. Lo que le
pertenece en la muerte, puede entregarlo con su último aliento. Puede que
incluso te la devuelva a ti. Al contrario que la corona oscura, que se obtiene
por medio de la sangre, el sucesor luminoso se designa.
—No permitiré que mi corona me sea concedida por una de mis doncellas,
ni me dejaré sermonear por alguien que antaño se postraba ante mí. No eres ni
una sombra de lo que era Nicnevin.
—Y tú te pareces demasiado a ella —repuso Roiben.
Tres caballeros luminosos entraron en el ruedo y flanquearon a Roiben de
tal manera que, en caso de que se abalanzara sobre Silarial, pudieran
detenerlo.

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—No olvides que mi ejército es superior al tuyo —dijo Silarial—. Si
nuestros hombres se enfrentaran, incluso ahora, ganaría yo. Creo que eso me
da el derecho a dictar las condiciones.
—Entonces, ¿vas a anular nuestro acuerdo? —inquirió Roiben—. ¿Vas a
interrumpir este duelo?
—¡Antes que permitir que te quedes mi corona! —espetó Silarial.
—¡Ellebere! —gritó Roiben.
El caballero oscuro sacó una pequeña flauta de madera del interior de la
muñequera de su armadura y se la acercó a los labios. Tocó tres notas
cristalinas que se extendieron entre la multitud, enmudecida de repente.
En los confines de la isla empezaron a pasar cosas. Feéricos acuáticos
emergieron en la orilla. Surgieron feéricos de los edificios abandonados,
salieron de los bosques y se levantaron de las tumbas. Un ogro con una barba
verdosa cruzó un par de hoces de bronce sobre su pecho. Un trol esbelto con
el pelo negro y desgreñado. Duendes que empuñaban dagas fabricadas con
esquirlas de cristal. Habían venido los moradores de los parques, las calles y
los edificios relucientes.
Los feéricos exiliados.
Los murmullos de la multitud se tornaron en gritos. Varios de los
presentes salieron en tromba en busca de armas. Los feéricos montaraces y la
Corte Nocturna se desplazaron para rodear a los miembros de la Corte
Luminosa.
—¿Has planeado una emboscada? —inquirió Silarial.
—He estado forjando algunas alianzas. —Pareció que Roiben estaba
conteniendo una sonrisa—. A algunos, muchos, de los feéricos exiliados les
interesó saber que los aceptaría en mi corte. Que incluso les garantizaría su
seguridad, a cambio de apenas un día y una noche de servicio. Esta noche.
Hoy. Tú no eres la única capaz de maquinar, mi señora.
—Ya veo que tienes un objetivo en mente —dijo Silarial. Miró a Roiben
como si fuera un desconocido—. ¿Cuál es? ¿Qué buscas con tus planes? La
muerte de Ethine pesaría sobre tu conciencia y su sangre calaría en tu piel.
—¿Sabes qué le desean al rey cuando le entregan la corona oscura? —
Roiben habló en voz baja, como si estuviera contando un secreto. Kaye
apenas alcanzó a oír lo que decía—. Que esté hecho de hielo. ¿Qué te hace
pensar que mis sentimientos importan? ¿Qué te hace pensar que los tengo?
Entrégale la corona a mi hermana.
—Jamás —replicó Silarial—. No pienso hacerlo.

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—En ese caso, habrá una batalla —declaró Roiben—. Y cuando la Corte
Oscura salga victoriosa, te arrancaré esa corona de la cabeza y haré lo que
considere oportuno con ella.
—En todas las guerras hay víctimas. —Silarial señaló hacia una persona
entre la multitud.
Talathain le cubrió la boca con fuerza a Kaye. Le hincó los dedos en la
parte blanda de la mejilla y en el lateral del rostro mientras la sacaba a rastras
al ruedo.
—Haz un solo movimiento, dicta una sola orden —dijo Silarial, mientras
se giraba hacia Kaye con una sonrisa—, y ella será la primera.
—Ah, Talathain, qué bajo has caído —dijo Roiben—. Creía que eras su
caballero, pero te has convertido solo en su leñador, que lleva jovencitas al
bosque para arrancarles el corazón.
Talathain aferró con más fuerza a Kaye, que soltó un grito ahogado.
Intentó contener el terror, intentó convencerse de que, si se quedaba muy
quieta, encontraría una solución. Pero no se le ocurrió nada.
—Renuncia a tu corona, Roiben —ordenó Silarial—. Dámela a mí, como
deberías haber hecho cuando la recibiste, como tributo apropiado para tu
reina.
—Tú no eres su reina —dijo Ethine con una voz carente de inflexión—. Y
tampoco la mía.
Silarial se giró a toda velocidad hacia ella y Ethine hundió su espada en el
pecho de la reina radiante. Varias gotas de sangre caliente formaron hoyos en
la nieve, derritiendo docenas de cráteres diminutos, como si alguien hubiera
desperdigado rubíes por el suelo. Silarial se tambaleó, con un gesto de
sorpresa en el rostro, y luego se desplomó.
Talathain pegó un grito, pero ya era tarde, demasiado tarde. Soltó de un
empujón a Kaye, que cayó sobre las manos y las rodillas, cerca del cuerpo de
la reina radiante. Cerniéndose sobre ambas, Talathain descargó su espada
dorada contra Ethine. Ella esperó el golpe, no hizo amago de defenderse.
Roiben se interpuso a tiempo de frenar la estocada con su espalda. El filo
le atravesó la armadura, le trazó una línea larga y roja desde el hombro hasta
la cadera. Resollando, cayó al suelo con Ethine debajo. Ella chilló.
Roiben rodó por el suelo para apartarse de ella y se puso en cuclillas, pero
Talathain se había arrodillado al lado de Silarial, le sujetaba el pálido rostro
con una mano enguantada. Los vetustos ojos de la reina apuntaban hacia el
cielo gris, pero ningún aliento agitaba sus labios.

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Roiben se incorporó despacio, con rigidez. El cuerpo de Ethine se
estremecía al compás de unos sollozos. Talathain la miró.
—¿Qué has hecho? —inquirió.
Ethine se tiró del pelo y del vestido hasta que Kaye le sujetó las manos.
—Él no se merecía que lo utilizara de ese modo —repuso ella, al borde
del llanto y de una carcajada histérica. Le hincó las uñas afiladas a Kaye, pero
ella se negó a soltarla.
—Se acabó —la serenó Kaye, aunque seguía asustada. Se sintió como si
estuviera sobre un escenario, interpretando una función, mientras las hordas
de la Corte Oscura y los feéricos exiliados esperaban con nerviosismo una
señal para lanzarse sobre los cortesanos luminosos a los que tenían rodeados
—. Vamos. Levántate, Ethine.
Roiben extrajo la tiara dorada del cabello de Silarial. De ella quedaron
colgando bayas y mechones cobrizos y trenzados mientras la sujetaba en alto.
—Esa corona no te pertenece —dijo Talathain, pero sin convicción. Miró
a los cortesanos oscuros y después a los exiliados. Por detrás de él, los
paladines de la Corte Radiante habían avanzado hacia el borde del ruedo, pero
sus semblantes eran sombríos.
—Solo la he recogido para dársela a mi hermana —repuso Roiben.
Ethine se estremeció al ver la tiara, cubierta con restos de pelo y escarcha.
—Toma —dijo Roiben, que la limpió con presteza y la abrillantó sobre la
superficie de cuero de su coraza. Quedó roja como un rubí. Frunció el ceño,
desconcertado, y Kaye se dio cuenta de que tenía la armadura manchada de
sangre, que parecía descender por el brazo de Roiben hasta cubrirle la mano
como si fuera un guantelete carmesí.
—Tu… —Kaye se interrumpió.
«Tu mano», había estado a punto de decir, pero no era en la mano donde
tenía la herida.
—Coloca a tu marioneta en el trono —dijo Talathain—. Puedes nombrarla
reina, pero no lo será por mucho tiempo.
Ethine se echó a temblar. Estaba tan pálida como un folio.
—Mi hermano necesita a sus asistentes.
—Le regalaste flores —dijo Roiben—. ¿No lo recuerdas?
Talathain negó con la cabeza.
—Eso fue hace mucho tiempo, antes de que matara a mi reina. No, ella no
gobernará por mucho tiempo. Yo me aseguraré de ello.
Roiben se quedó mudo, perplejo.

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—Está bien —dijo lentamente, como si estuviera desentrañando las
palabras a medida que las pronunciaba—. Si no piensas jurarle lealtad a ella,
quizá estés dispuesto a arrodillarte y jurarme lealtad a mí.
—La corona luminosa debe ser entregada, no puede obtenerse por medio
de asesinatos. —Talathain apuntó a Roiben con su espada.
—Esperad —dijo Kaye, mientras ayudaba a Ethine a levantarse—. ¿Quién
quieres que se quede la corona?
La espada de Talathain no flaqueó.
—Lo que ella opine no importa.
—¡Claro que sí! —gritó Kaye—. Tu reina la designó como heredera. Te
guste o no, Ethine tiene la última palabra.
Ruddles se adentró en el ruedo, le dirigió una sonrisa fugaz a Kaye al
pasar. Carraspeó antes de intervenir:
—Cuando una corte embosca y conquista a los miembros de otra, sus
normas sucesorias dejan de aplicarse.
—Seguiremos la tradición oscura —anunció Dulcamara con un ronroneo.
—No —replicó Kaye—. Ethine debe decidir quién recibe la corona o si se
la queda ella.
Ruddles comenzó a protestar, pero Roiben negó con la cabeza.
—Kaye tiene razón. Dejad que decida mi hermana.
—Quédatela —le dijo Ethine con voz hueca—. Quédatela y que la zurzan.
Roiben trazó con el pulgar el contorno de los símbolos de la corona.
—Parece que volveré a casa, después de todo —dijo con una voz distante
y extraña.
Talathain avanzó un paso hacia Ethine. Kaye le soltó la mano para
ponerse en guardia, aunque no sabía cómo reaccionaría si la atacara.
—¿Cómo puedes entregarle a este monstruo la soberanía sobre todos
nosotros? Habría sido capaz costear la paz con tu muerte.
—Roiben no la habría matado —replicó Kaye.
Ethine miró para otro lado.
—Todos os habéis convertido en monstruos.
—Ahora, el precio de la paz solamente es su odio —dijo Roiben—. Y eso
estoy dispuesto a pagarlo.
—Jamás te aceptaré como rey de la Corte Luminosa —le espetó
Talathain.
Roiben se puso la tiara. El cabello plateado se le manchó de sangre.
—Ya no hay vuelta atrás, tanto si lo aceptas, como si no —repuso
Ruddles.

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—Deja que concluya el duelo en el lugar de tu hermana —dijo Talathain
—. Lucha conmigo.
—Cobarde —le espetó Kaye—. Roiben está herido.
—La dama radiante rompió el pacto que tenía con nosotros —dijo
Dulcamara. Se giró hacia Roiben—. Permitidme matar a este caballero por
vos, mi señor.
—¡Enfréntate a mí! —exigió Talathain.
Roiben asintió. Se agachó hacia la nieve y recogió su espada. Estaba
empañada a causa del frío.
—Démosles el duelo que han venido a presenciar.
Kaye sintió ganas de gritar, pero en el fondo lo entendía. Roiben había
conseguido su corona por medio de la sangre. Si reculaba ahora, la Corte de
las Termitas lo pondría en el punto de mira. En cambio, si mataba a Talathain,
el resto de la Corte Luminosa acataría la decisión.
Los dos giraron lentamente en círculos, encarándose, pisando con tiento,
balanceando el cuerpo hacia el adversario como si fueran serpientes. Blandían
sus espadas de tal modo que estaban a punto de tocarse.
Talathain atacó primero. Roiben paró el golpe y lo obligó a retroceder de
un empujón. El caballero luminoso mantuvo la distancia. Se acercó,
blandiendo la espada, luego se retiró velozmente, permaneciendo fuera del
alcance de Roiben, como si estuviera esperando a que se cansara. Un hilillo
de sangre se deslizó como si fuera un reguero de sudor por el brazo con el que
Roiben sostenía la espada y llegó hasta la hoja.
—Estás herido —le recordó Talathain—. ¿Cuánto tiempo crees que
podrás resistir?
—El suficiente —repuso Roiben, pero Kaye advirtió la rojez de su
armadura y la rigidez de sus movimientos y no estuvo tan segura. Era como si
Roiben se estuviera enfrentando a su reflejo en un espejo, como si estuviera
desesperado por abatir aquello en lo que podría haberse convertido.
—Silarial tenía razón sobre ti, ¿verdad? —dijo Talathain—. Dijo que
deseas morir.
—Vamos a comprobarlo.
Roiben trazó un arco tan veloz con la espada que silbó por el aire.
Talathain detuvo el golpe, sus espadas entrechocaron, filo contra hoja.
Talathain se recobró deprisa y lanzó una estocada contra el costado
izquierdo de Roiben. Retorciéndose, el señor oscuro agarró el borrén
delantero de su contrincante, le obligó a elevar la espada y le asestó una
patada en la pierna.

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Talathain se desplomó sobre la nieve.
Roiben se cernió sobre él, apuntando con la espada hacia el pescuezo del
caballero. Talathain se quedó inmóvil.
—Ven a llevarte la corona, si tanto la quieres. Ven a quitármela.
Kaye no tuvo claro si esas palabras eran una amenaza o una súplica.
Talathain no se movió.
Un feérico cuya piel parecía la superficie de una piña, áspera y agrietada,
le quitó la espada dorada de las manos. Otro escupió sobre la nieve mugrienta.
—No podrás controlar a las dos cortes —dijo Talathain, que se puso de
rodillas a duras penas.
Roiben se tambaleó un poco y Kaye corrió a agarrarlo del brazo. Él
titubeó unos segundos antes de descargar su peso sobre ella. Kaye lo sujetó a
duras penas.
—Controlaremos a la Corte Radiante tal y como habría hecho tu señora
con nosotros —dijo Dulcamara, que se agachó junto a Talathain. Le rozó la
mejilla con un puñal reluciente, presionando la punta sobre la piel—.
Inmovilizándoos en el suelo. Ahora, informa a tu nuevo amo del nuevo
cachorrito que ha conseguido gracias a su ingenio. Dile que ladrarás cuando él
te lo ordene.
Ethine permaneció tiesa e inmóvil. Cerró los ojos.
—No serviré a la Corte Oscura —le dijo Talathain a Roiben—. No me
convertiré en alguien como tú.
—Envidio que puedas tomar esa decisión —repuso Roiben.
—Yo lo obligaré a ladrar —dijo Dulcamara.
—No —replicó Roiben—. Deja que se vaya. Dulcamara alzó la mirada,
sorprendida, pero Talathain ya se había puesto en pie y se estaba abriendo
camino entre la multitud mientras Ruddles exclamaba:
—Contemplad al indiscutible lord Roiben, rey de las cortes Oscura y
Luminosa. Postraos ante él.
Roiben se tambaleó ligeramente y Kaye lo sujetó con más fuerza. Por
alguna razón, consiguió mantenerse de pie, a pesar de que seguía sangrando.
—Seré un monarca mejor de lo que fue ella —le oyó decir. Su voz fue
poco más que un susurro.

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En cierto país lejano, el frío es tan intenso que las palabras se congelan
nada más ser pronunciadas, y al cabo de un tiempo se descongelan y
vuelven a ser audibles, de tal manera que las palabras pronunciadas en
invierno pasan desapercibidas hasta el verano siguiente.
PLUTARCO, MORALIA.

C uando Kaye y Corny entraron en el pequeño apartamento, Kate estaba


tumbada en un colchón inflable en mitad del suelo. Estaba dibujando en
una revista. Kaye vio que la niña le había pintado los ojos de negro a
Angelina Jolie y estaba en proceso de dibujar unas alas de murciélago sobre
los omóplatos de Paris Hilton.
—Qué mona —dijo Corny—. Me recuerda a ti.
—Hemos traído lo mein y empanadillas de verduras. —Kaye alzó la bolsa
que llevaba en la mano—. Trae un plato, me está goteando en la mano.
Kate se incorporó y se apartó una maraña de pelo trigueño.
—No lo quiero.
—Vale. —Kaye dejó los táperes sobre la encimera de la cocina—. ¿Y qué
quieres?
—¿Cuándo volverá Ellen a casa? —La niña alzó la cabeza y Kaye vio que
tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando un rato antes.

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—Cuando termine el ensayo. —Cuando Kaye conoció a Kate, la niña se
escondió debajo de la mesa. Se preguntó si eso sería preferible—. Dijo que no
llegaría tarde, así que no te estreses.
—No mordemos —añadió Corny.
Kate cogió su revista y se subió a la cama de Ellen, después se acurrucó
en un rincón. Arrancó unos trocitos diminutos y los estrujó entre sus dedos.
Kaye tomó aliento. El aire en el interior del piso dejaba un regusto a
cigarrillos y a niña humana, reconocible y extraño a la vez.
Kate frunció el ceño con ferocidad y le arrojó la bolita de papel a Corny,
que la esquivó.
Kaye abrió el frigorífico y sacó una naranja que estaba un poco pasada.
Había un bloque de cheddar mohoso ocupando un extremo. Kaye cortó la
parte peluda y verdosa y sirvió la porción restante sobre un trozo de pan.
—Voy a fundir el queso. Cómete la naranja mientras esperas.
—No la quiero —replicó Kate.
—Dale agua y un mendrugo de pan, ya que piensa que está prisionera. —
Corny se recostó sobre la cama de Ellen, con la cabeza apoyada sobre una pila
de ropa sucia—. Buf, cómo odio hacer de canguro.
Kate cogió la naranja y la arrojó contra la pared. Rebotó como si fuera una
pelota de cuero y cayó al suelo con un golpe seco.
Kaye no sabía qué hacer. Se sintió paralizada por la culpa. Esa niña tenía
motivos de sobra para odiarla.
Corny encendió el diminuto televisor. Los canales se veían borrosos, pero
al fin encontró uno lo bastante nítido como para distinguir a Buffy clavando
estacas a tres vampiros mientras Giles la cronometraba.
—Una reposición —dijo Corny—. Perfecto. Kate, esto te enseñará todo lo
que necesitas saber para ser una adolescente estadounidense normal. —Miró a
Kaye—. Y aquí también aparece una hermana por sorpresa.
—Ella no es mi hermana —protestó la niña—. Solo me robó el nombre.
Kaye se quedó quieta, esas palabras le sentaron como una patada en el
estómago.
—No tengo mi propio nombre —dijo lentamente—. El tuyo es el único
que tengo.
La niña asintió, con la mirada fija en la pantalla.
—Entonces, ¿cómo era Faerieland? —le preguntó Corny.
Kate arrancó un trozo más grande de la revista y lo estrujó.
—Había una mujer muy guapa que me trenzaba el pelo, me cantaba
canciones y me daba manzanas para comer. También había otros: el hombre-

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cabra y el chico de las zarzamoras. A veces se burlaban de mí. —La niña
frunció el ceño—. Y a veces se olvidaban de mí.
—¿Los echas de menos? —preguntó Corny.
—No lo sé. Dormía un montón. A veces, me despertaba y las hojas habían
cambiado sin que yo las viera.
Kaye sintió un escalofrío. Se preguntó si llegaría a acostumbrarse a la
crueldad gratuita de los feéricos y esperó que no fuera así. Al menos allí,
entre humanos, Kate se despertaría todos los días hasta que ya no le quedaran
más despertares.
Kaye jugueteó con las mangas de su jersey, introdujo los dedos a través
del tejido.
—¿Quieres ser Kaye y que yo sea Kate?
—Eres tonta y ni siquiera actúas como una feérica.
—¿Y si hacemos un trato? —repuso Kaye—. Yo te enseñaré a ser humana
y tú me enseñarás a ser feérica.
La propuesta le pareció tan patética incluso a ella que puso una mueca.
Kate no había borrado su ceño fruncido, pero parecía como si estuviera
sopesando la situación.
—Yo os ayudaré —intervino Corny—. Podemos empezar enseñándote las
palabrotas humanas. Aunque quizá deberíamos saltarnos las maldiciones
feéricas. —Corny sacó una baraja de cartas de su mochila. En el reverso de
cada una estaba impreso un robot cinematográfico distinto—. O podríamos
probar con el póquer.
—No deberíais negociar conmigo —dijo la niña, como si lo recitara de
memoria. Puso cara de engreída—. Las promesas mortales no valen un
pimiento. Esa es la primera lección.
—Tomo nota —dijo Kaye—. Por cierto, también podríamos enseñarte los
placeres de la gastronomía humana.
Kate negó con la cabeza.
—Quiero jugar a las cartas.
Cuando llegó la madre de Kaye, Corny las había despojado a las dos de
todo el dinero suelto que encontraron en sus bolsillos o debajo de la cama de
Ellen. Estaban echando un episodio de Ley y orden en la televisión, y Kate
había accedido a comerse una única galletita de la suerte. El mensaje decía:
«Alguien te invitará a una fiesta con karaoke».
—Eh, había un tipo en la calle que vendía pelis piratas a dos pavos —dijo
Ellen, que arrojó su abrigo sobre una silla y tiró el resto de sus cosas al suelo
—. Os he traído un par.

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—Seguro que alguien tapa la pantalla con el cogote —advirtió Kaye.
Ellen cogió los tallarines que estaban en la encimera.
—¿Alguien se está comiendo estos?
—Kate no los quería —dijo Kaye, acercándose.
Ellen bajó la voz:
—No sé si es que es un poco pejiguera o si hay algo más. No le gustan las
salsas, apenas tolera la comida cocinada. No como tú. Tú comías como si
tuvieras una tenia en la barriga.
Kaye se dedicó a guardar las sobras de la comida. Se preguntó si cada
recuerdo cobraría un sentido nuevo, como si fuera examinado desde otro
prisma, que la llevaría a preguntarse si sería un síntoma de su rareza.
—¿Va todo bien? —le preguntó Ellen.
—Supongo que no estoy acostumbrada a compartirte —dijo Kaye en voz
baja.
Ellen le alisó la cabellera verde.
—Tú siempre serás mi pequeñina. —La miró a los ojos durante un buen
rato, después se giró para encenderse un cigarro en el fogón—. Pero tus días
como canguro solo acaban de empezar.

Luis no quería emplear hechizos ni encantamientos para pagar el funeral de su


hermano, así que se conformó con lo que podía permitirse: una caja con las
cenizas y ninguna ceremonia. Corny lo llevó en coche para recogerlas de
manos del viejo director de una funeraria, que le entregó lo que parecía una
caja de galletas metálica.
Aunque el cielo estaba nublado, la nieve del suelo había empezado a
derretirse. Luis había estado en Nueva York desde el duelo, lidiando con
clientes y tratando de recopilar papeleo suficiente para demostrar que Dave
era de verdad su hermano.
—¿Qué vas a hacer con las cenizas? —le preguntó Corny, mientras volvía
a montarse en el coche.
—Supongo que debería echarlas en alguna parte —dijo Luis. Se apoyó en
el asiento de plástico agrietado. Alguien le había retocado las trenzas de

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espiga, que relucían como sogas de seda oscura cuando ladeaba la cabeza—.
Pero me da mal rollo. Sigo pensando en las cenizas como si fueran leche en
polvo. Como si bastara con añadir agua para reconstituir a mi hermano.
—Podrías quedártelas —repuso Corny con las manos apoyadas en el
volante—. Comprar una urna. Y comprar una chimenea para ponerla encima.
—No. —Luis sonrió—. Voy a llevar sus cenizas a la isla de Hart. A Dave
se le daba bien encontrar cosas, sitios. Le habría encantado ir a una isla
completamente abandonada. Y así descansará cerca de mis padres.
—Es bonito. Más bonito que un funeral en casa con un puñado de
parientes que no saben qué decir.
—Podría ser en Año Nuevo. Como una vigilia.
Corny asintió, pero cuando hizo amago de introducir la llave en el
contacto, Luis le sujetó la mano. Cuando se giró, sus labios se encontraron.
—Siento… haber estado… —dijo Luis, entre besos— distraído… por
todo eso. ¿Es raro… que siga hablando…?
Corny murmuró algo que esperaba que hubiese sonado como una
afirmación, mientras Luis le hincaba los dedos en las caderas, impulsándolo
hacia arriba para poder estrechar aún más sus cuerpos.

Tres días después, compraron otro paquete de carne para que las sirenas los
llevaran hasta la isla de Hart. Corny había encontrado la americana de un
esmoquin vintage azul y la combinó con unos vaqueros, mientras que Luis
caminaba encorvado con su sudadera holgada y sus botas de piel. Kaye había
tomado prestado un vestido negro de su abuela y se había recogido el pelo
verde con unas mariposas diminutas de imitación de diamante. Lutie
revoloteaba zumbando alrededor de su cabeza. Las sirenas insistieron en
quedarse con las tres horquillas, además del filete.
Corny giró la cabeza hacia la ciudad que dejaban atrás, que relucía tanto
como si fuera de día. Incluso desde esa distancia, había demasiada luz para
ver las estrellas.
—¿Creéis que nos verá la guardia costera? —preguntó Corny.
Luis negó con la cabeza.

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—Roiben dijo que no.
—¿Cuándo has hablado con él? —le preguntó Kaye, extrañada.
Luis se encogió de hombros mientras se tocaba la cicatriz que tenía junto
al piercing del labio.
—Vino a verme. Dijo que iba a extender formalmente su protección.
Puedo ir a donde quiera y ver a quien me dé la gana en sus territorios, y nadie
podrá sacarme los ojos. Te confieso que me he sentido más aliviado de lo que
pensaba.
Kaye bajó la mirada hacia sus manos.
—No sé qué voy a decirle esta noche.
—Eres su consorte. ¿No deberíais estar haciendo cosas de consortes? —
preguntó Lutie—. O quizá podrías imponerle una prueba a él. Dile que te
construya un palacio con platos de papel.
Kaye sonrió de medio lado.
—Creo que deberías pedir un palacio mejor que ese. De cartón reforzado,
como mínimo. —Corny le hincó un dedo en el costado—. Por cierto, ¿cómo
resolviste su prueba?
Kaye se giró para responder. Alguien pegó un grito desde la orilla.
Una chica con la cabeza cubierta por una pelusilla rojiza los estaba
llamando mientras arrastraba su canoa hasta la isla. Junto a ella, un trol de
ojos dorados descargó varias botellas de champán rosa y un paquete con
copas de plástico. Otra chica humana bailaba sobre la arena, su gabardina
manchada de pintura ondeaba a su alrededor como si fuera una falda. Cuando
los vio, se giró para saludarlos con la mano.
Hasta Roiben estaba ya allí, apoyado en un árbol, con los bajos de su
largo abrigo de lana humedecidos.
Kaye saltó al suelo, agarró la soga y chapoteó a través del agua poco
profunda. Sujetó la balsa para que Luis y Corny pudieran ir tras ella.
—Ese es Ravus —dijo Luis, señalando con la cabeza hacia el trol—. Y
esas son Val y Ruth.
—¡Hola! —exclamó Val, la chica de la pelusilla. Luis le estrechó la mano
a Corny.
—Enseguida vuelvo.
Se acercó a ellos justo cuando la chica de la pelusilla abría una botella de
champán. Pegó un grito al ver cómo el corcho salía disparado hacia las olas.
Corny quiso seguir a Luis, pero no sabía si sería bienvenido.
Y más cuando vio el abrazo que le dieron las chicas a Luis.

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Kaye se sujetó un mechón de cabello por detrás de la oreja mientras
contemplaba el oleaje.
—Desde aquí se divisa la ciudad entera. Es una pena que no podamos ver
cómo cae la bola de Times Square.
—Esto me recuerda a algo sacado de una novela de fantasía —le dijo
Corny—. Una isla misteriosa. Y yo, en compañía de mi leal ayudante élfica.
—¿Yo soy tu leal ayudante élfica? —se rio Kaye.
—Bueno, quizá no seas muy de fiar —repuso Corny con una sonrisa.
Después meneó la cabeza—. Pero es una tontería. Hay una parte de mí que
disfruta con todo esto. La misma parte que conseguirá que me maten. Como a
Dave. Como a Janet.
—¿Sigues pensando que ojalá no fueras humano?
Corny frunció el ceño, miró de reojo hacia Luis y sus amigos.
—Creía que esos deseos que escribimos eran secretos.
—¡Pero si me lo enseñaste tú!
—Aun así. —Suspiró—. No lo sé. Ahora mismo, no me va mal siendo
humano. Para variar. ¿Y tú?
—Acabo de darme cuenta de que, al ser feérica, no tengo por qué hacer
cosas normales —dijo Kaye—. No necesito buscar curro, ¿verdad? Si lo
necesito, puedo transformar hojas en dinero. No me hace falta ir a la
universidad… ¿De qué serviría? Como ya he dicho, no necesito un empleo.
—La educación es suficiente recompensa, ¿no?
—¿Alguna vez piensas en el futuro? Quiero decir, ¿recuerdas lo que
estuviste comentando en el coche con Luis?
—Supongo. —Recordaba que Luis esperaba que Dave se fuera a estudiar
con él.
—Estaba pensando en abrir una cafetería. A lo mejor podría ser una
tapadera y en la parte de atrás habría una biblioteca, con información real
sobre los feéricos, y tal vez un despacho desde donde Luis rompería
maldiciones. Tú podrías ocuparte de los ordenadores, asegurar que no se caiga
internet, crear algunas bases de datos donde buscar información.
—¿En serio? —Corny se imaginó unas paredes verdes con paneles
oscuros de madera y máquinas de cobre para preparar capuchinos chiflando
de fondo.
Kaye negó con la cabeza.
—Crees que es una locura, ¿verdad? Luis jamás se apuntaría, y, en
cualquier caso, no sé si tengo cabeza suficiente para montar un negocio.

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—Me parece una genialidad. —Corny sonrió de oreja a oreja—. Pero
¿qué pasa con Roiben? ¿No quieres ser la reina feérica o como se llame?
Al fondo, Corny vio cómo el trol apoyaba una manaza inmensa y
monstruosa sobre el hombro de Luis. Parecía relajado junto a esa criatura tan
corpulenta. La chica del pelo oscuro, Ruth, dijo algo que hizo reír a Val.
Roiben se alejó de la arboleda y comenzó a acercarse hacia ellos. Lutie saltó
desde el hombro de Kaye y se propulsó por los aires.
—Creía que Luis odiaba a los feéricos —dijo Kaye.
Corny se encogió de hombros.
—Ya conoces a los humanos. Decimos un montón de estupideces.

El funeral fue austero. Todos formaron un semicírculo alrededor de Luis


mientras él sostenía en alto el recipiente metálico con las cenizas. Habían
excavado un pequeño hoyo junto al límite de las lápidas numeradas y habían
repartido champán.
—Si conocisteis a mi hermano —dijo Luis con un tembleque visible en la
mano—, seguramente ya os habréis formado una opinión sobre él. Y supongo
que todas serán válidas, aunque no tiene por qué haber una sola verdad. Yo
prefiero recordar a David como el chaval que encontró un lugar donde dormir
para los dos cuando yo no sabía a dónde ir, y como el hermano al que tanto
quería.
Luis abrió la caja de las cenizas y las echó. El viento impulsó un puñado
por los aires, mientras el resto llenaban el agujero. Corny no sabía muy bien
qué aspecto tendrían, pero el polvo resultó ser gris como un periódico viejo.
—Feliz año nuevo, hermanito —dijo Luis—. Ojalá pudieras brindar con
nosotros esta noche.

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Roiben estaba junto a la orilla, bebiendo de una botella de champán. Se había
soltado el pelo, blanco como la sal, que le cubría la mayor parte del rostro.
Kaye se acercó a él, al tiempo que se sacaba un matasuegras del bolsillo y
se lo llevaba a la boca. Sopló y la larga lengua de papel a cuadros se desplegó
con un pitido.
Roiben sonrió. Kaye soltó un quejido.
—Eres un novio pésimo, ¿lo sabías?
Él asintió.
—Un consumo excesivo de baladas provoca ideas extrañas sobre el
romance.
—Pero las cosas no funcionan así —replicó Kaye, que le quitó la botella
de las manos para beber a morro—. Como las baladas, las canciones o los
poemas épicos donde la gente comete toda clase de meteduras de pata por los
motivos correctos.
—Has superado una prueba imposible y me has salvado de la reina de los
feéricos —dijo Roiben en voz baja—. Eso se parece mucho a una balada.
—Oye, no quiero que sigas ocultándome cosas —dijo Kaye, mientras le
devolvía la botella—. Ni que hieras mis sentimientos porque creas que así me
mantendrás a salvo, ni que te sacrifiques por mí. Dímelo. Cuéntame qué te
pasa.
Roiben inclinó el champán, de tal forma que el líquido cayó burbujeando
sobre la nieve, tiñéndola de rosa.
—Me entrené para no sentir nada. Y tú me haces sentir.
—¿Por eso soy una debilidad? —Su aliento formó una nubecita en el aire
gélido.
—Sí. —Miró hacia las aguas negras, después la miró de nuevo a ella—.
Duele. Volver a sentir. Pero me alegro por ello. Me alegro por el dolor. —
Suspiró—. La mayor parte del tiempo, me alegro de sentirlo.
Kaye se acercó un paso hacia él. El cielo bañó el rostro de Roiben con una
luz plateada y resaltó las puntas de sus orejas, que asomaban entre su pelo.
Tenía un aspecto desconocido y familiar al mismo tiempo.
—Sé que te fallé —dijo Roiben—. En los cuentos, cuando te enamoras de
una criatura…
—¿Primero soy una cosa y ahora una criatura? —bromeó Kaye.
Roiben se echó a reír.
—Bueno, en los cuentos suele ser una criatura. Una especie de bestia. Una
serpiente que se convierte en mujer por la noche, o alguien maldecido para ser
un oso hasta que consiga despojarse de su propia piel.

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—¿Qué tal un zorro? —preguntó Kaye, pensando en la historia de Silarial
sobre las zarzas.
Roiben frunció el ceño.
—Si lo prefieres. Eres lo bastante astuta.
—Vale, pongamos que soy un zorro.
—En esos cuentos, a menudo se pide hacerle alguna crueldad
inimaginable a la criatura. Cortarle la cabeza, por ejemplo. Una prueba. No es
una prueba de amor, sino de confianza. La confianza rompe el hechizo.
—Entonces, ¿crees que deberías haberme cortado la cabeza? —Kaye
sonrió.
Roiben puso los ojos en blanco.
—Debí haber aceptado tu declaración, tanto si era una buena idea, como
si no. Te quería demasiado como para poder confiar en ti. Te fallé.
—Menos mal que no soy un zorro de verdad —dijo Kaye—. Ni un oso o
una serpiente. Y menos mal que he sido lo bastante lista como para encontrar
un modo de sortear tu ridícula prueba.
Roiben suspiró.
—Una vez más, mi intención es salvarte, y aun así acudes a rescatarme. Si
no me hubieras alertado acerca de Ethine, habría hecho justo lo que esperaba
Silarial.
Kaye agachó la cabeza para que Roiben no viera cómo se le coloreaban
las mejillas del gusto. Metió los dedos en los bolsillos de su abrigo y le
sorprendió encontrar un círculo de metal frío.
—Hice una cosa para ti —dijo Kaye, mientras sacaba el brazalete
confeccionado con pelo verde y un alambre de plata.
—¿Este pelo es tuyo? —preguntó Roiben.
—Es un amuleto —le explicó Kaye—. Como el que las damas les dan a
los caballeros. Para cuando no esté presente. Me gustaría habértelo dado
antes, pero no tuve la oportunidad.
Roiben deslizó los dedos sobre el brazalete y miró a Kaye, perplejo.
—¿Lo has hecho tú? ¿Para mí?
Kaye asintió y Roiben alargó la mano para que pudiera ponérselo. Su piel
le dejó un roce cálido en los dedos.
Al otro lado de la masa de agua, a lo largo de la orilla, se encendieron
fuegos artificiales. Salvas de fuego que se hincharon hasta convertirse en
palmeras luminosas. Estallidos dorados que se repitieron por doquier. Kaye
miró a Roiben, pero él seguía abstraído con el brazalete que lucía en la
muñeca.

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—Has dicho que me lo das para cuando no estés presente. ¿No lo vas a
estar? —le preguntó cuando alzó la cabeza.
Kaye pensó en el feérico con ojos de búho que estaba en la corte de
Silarial y en lo que le dijo: «Se dice que las cosas que no tienen nombre están
en cambio constante, que los nombres las fijan a modo de alfileres». Kaye no
quería que la dejaran clavada. No quería fingir ser mortal cuando no lo era,
pero tampoco quería tener que abandonar el mundo de los humanos. No
quería pertenecer a un único sitio ni ser una sola cosa.
—¿Cómo gobernarás las dos cortes? —le preguntó, en vez de responder a
su pregunta.
Roiben negó con la cabeza.
—Intentaré poner un pie en cada lado. Intentaré mantener el equilibro
mientras pueda en el filo del cuchillo entre ambas cortes. Mientras sea capaz
de contenerlos, habrá paz. Siempre que no me declare la guerra a mí mismo,
claro está.
—¿Eso es probable?
—Debo confesar que tengo cierta tendencia al autodesprecio —repuso y
sonrió.
—Yo estaba pensando en abrir una cafetería —dijo rápidamente Kaye—.
En el mundo de hierro. Podría ayudar a la gente que tenga problemas con los
feéricos. Como hace Luis. Podría incluso ayudar a los feéricos que tengan
problemas con otros feéricos.
—Ya sabes que he hecho un trato muy ventajoso, basado en el hecho de
que ningún feérico quiere vivir en la ciudad. —Roiben suspiró y meneó la
cabeza, como si acabara de comprender que era inútil discutir con ella—.
¿Qué nombre vas a ponerle a tu cafetería?
—La luna en una taza —respondió ella—. Puede ser. No estoy segura.
Estaba pensando que a lo mejor podría mudarme de casa de mi abuela. Pasar
la mitad del tiempo trabajando en el local y la otra mitad en Faerie, contigo.
Es decir, si no te importa que esté presente.
Roiben sonrió al oír eso. Pareció una sonrisa de verdad, sin sombras en las
comisuras.
—¿Cómo Perséfone?
—¿Quién? —Kaye se acercó y le deslizó una mano bajo el abrigo,
trazando el contorno de las vértebras de su espalda.
A Roiben se le cortó el aliento. Titubeante, apoyó ligeramente la mano
sobre las alas que se desplegaban en los hombros de Kaye. Suspiró como si
hubiera estado conteniendo la respiración.

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—Es un mito griego. Humano. Hades, el rey del inframundo, se enamoró
de una chica, Perséfone. Ella también era una diosa, la hija de Deméter, que
controlaba las estaciones y las cosechas.
»Hades se llevó a Perséfone a su palacio en el inframundo y la tentó con
una granada partida por la mitad, cuyas semillas relucían como rubíes. Ella
sabía que, si comía o bebía cualquier cosa en ese lugar, quedaría atrapada.
Pero él la convenció para que se comiera tan solo seis semillas. Desde
entonces, quedó condenada a pasar la mitad de cada año en el inframundo, un
mes por cada semilla.
—¿Igual que tú estás condenado a pasar la mitad del tiempo lidiando con
la Corte Radiante y la otra mitad con la Corte Nocturna? —preguntó Kaye.
Roiben se rio.
—Muy parecido.
Kaye miró hacia la otra orilla, donde los fuegos artificiales seguían
anunciando el año nuevo sobre los rascacielos que semejaban dientes
escarpados. Después miró hacia el lugar donde Corny y los demás hacían
sonar sus matasuegras y bebían champán barato en unas copas de plástico.
Se escabulló de entre los brazos de Roiben y se puso a girar sobre la arena
de la playa. El viento sopló desde el océano, adormeciéndole el rostro. Kaye
se rio y giró más deprisa, inspirando el aire frío y salobre, mientras percibía el
ligero olor del humo de los fuegos artificiales. Unos guijarros crujieron bajo
sus botas.
—Todavía no me lo has contado —dijo Roiben con suavidad.
Kaye estiró los brazos sobre su cabeza, después se detuvo en seco delante
de él.
—¿El qué?
Roiben sonrió.
—Cómo conseguiste superar la prueba. Cómo aseguraste que puedes decir
mentiras.
—Oh. Muy sencillo.
Kaye se tendió boca arriba sobre la playa nevada y miró a Roiben.
—«Mentiras» —dijo con una voz repleta de picardía, mientras extendía
una mano con dedos alargados—. ¿Has visto qué bien pronuncio esa palabra?
Soy la feérica que puede decir «mentiras».

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HOLLY BLACK, es una autora superventas internacional que ha escrito
sagas de fantasía juvenil como Las crónicas de Spiderwick (con Tony
DiTerlizzi) o Magisterium (junto a Cassandra Clare). Ha sido además finalista
del premio Eisner.
Actualmente vive en Nueva Inglaterra con su marido y su hijo en una casa
con una puerta secreta. Su página web es blackholly.com.

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