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La Canción Del Fiordo - Julia de La Fuente
La Canción Del Fiordo - Julia de La Fuente
La Canción Del Fiordo - Julia de La Fuente
ISBN: 978-84-19699-77-0
N o era la primera vez que Victoria estaba allí: a la orilla del lago
helado, rodeada de nieve. Quieta. A la espera.
Mecida por el viento, su larga melena caoba se perdía entre la
niebla espesa que secuestraba su aliento y difuminaba los contornos de su
figura.
Sentía que estaba hecha de humo, que no era más que un espectro.
Sus ojos compartían el color de las aguas congeladas. Un azul que había
perdido su brillo hasta quedarse gris, vacío. Como su corazón.
No quería mirar al frente y, al mismo tiempo, no podía evitarlo. La
respiración contenida. El pulso detenido. Los fantasmas no necesitan
oxígeno ni sangre caliente.
La última vez que estuvo allí…
La niebla se dispersó. Apenas lo suficiente para mostrarle una estrecha
senda sobre el hielo. Victoria apretó los puños con obstinación y no se
movió. No seguiría su llamada.
La bruma le había traído un regalo. Un hombre tendido en el centro del
lago. Se lo ofrecía.
Hans.
Dio un paso sin pensarlo y el hielo crujió.
Hans, mírame.
Su expresión era relajada, como si durmiera. Su sonrisa, plácida en aquel
rostro de ángel caído. Los hoyuelos en las mejillas le hacían seguir
pareciendo un niño. Porque la vida de Hans no se contaba en años, sino en
sueños y belleza.
Victoria echó a correr hacia él. El hielo se resquebrajaba a sus pies.
Lograría alcanzarlo antes de que los separara. Tenía que hacerlo.
¡Hans! Una llamada muda. Un grito.
De su mano asomaba un trozo de papel. Un telegrama. Y una rosa
carmesí le brotaba del pecho. Tan tierna y risueña en su colorido como él lo
había sido en vida.
El hielo se quebró y Victoria se hundió en la oscuridad.
El día moría de forma prematura, asfixiado por las nubes. No llovía. Aún.
Pero los cipreses de la linde del bosque se agitaban y la corriente que
estremecía paredes y ventanas traía un regusto húmedo, presagio de
tormenta. Poco quedaba de la luz que había festejado la mañana.
Sin nada que festejar y sí mucho que llorar, aquel era un tiempo más
acorde al ánimo sombrío que se había adueñado de la mansión en el límite
del pueblo, como si de ella naciera la borrasca que obligaba a los tenderos a
recoger antes de tiempo y a las madres a llamar a los niños de vuelta al
refugio del hogar.
Puertas y ventanas cerradas. Calles vacías. Silencio en el ducado. Que
camine la muerte. El eco solitario de los cascos de un caballo arrastrando
una carreta.
En la salita acristalada, la salita de mamá, con su retrato y su piano,
Victoria estaba recostada en el canapé de estilo francés. Las cartas de Hans
se desparramaban sobre la falda de su vestido. La melodía de la caja de
madera lacada donde las guardaba se fundía con el lejano rugir del viento,
más triste que nunca.
Sus ojos releían frases que ya se sabían de memoria, preguntándose
dónde se escondían las lágrimas que querían derramar. El corazón derretido,
pero la mirada seca.
Bromista y desenfadado, Hans le narraba sus peripecias por Europa entre
bocetos a vuelapluma que amenazaban con fagocitar su caligrafía rápida e
inclinada. Lo imaginaba escribiendo con una mano y dibujando con la otra,
intentando atrapar el torrente de veloces ocurrencias de bohemio intelectual
que le hacían saltar de un detalle a otro.
Las misivas que Victoria le enviaba en respuesta poseían una letra
esmerada y precisa de renglones rectos y ausencia de tachones. Mucho más
breves.
Y mucho más aburridas, pensó soltando el aire.
Le hablaba de cosas cotidianas. De su pequeña e insignificante vida. De
la llegada de la primavera y las flores en las calles; de cómo crecían los
niños del pueblo y acudían en busca de dulces; de las gaviotas sobrevolando
el mar y las barcas de los pescadores danzando con las olas en las calmadas
tardes de verano. Suponía que el fiordo tenía poco que ofrecer en
comparación con las bulliciosas ciudades cosmopolitas que Hans
frecuentaba. No obstante, Victoria amaba la calmada belleza de cada uno de
los rincones de su hogar. Le habría gustado compartirlos con él.
Parecía irreal que ya no estuviera; su risa y su olor eran tan cercanos que
casi podía sentirlo a su lado, hundiendo el cojín bajo su peso y agarrándole
los pies en el regazo. Tendría aquella expresión en el rostro de niño inocente
que siempre le ahorraba merecidas regañinas y una pluma recogida del
bosque en su mano. Porque Hans adoraba observar los pájaros, igual que
mamá. Le haría cosquillas con ella para llamar su atención.
Siento no haber estado. Necesitaba…
—Volar. Lo sé.
Como las aves a las que tanto amaba.
Apartó las cartas para hojear su libreta de dibujos. Sonrió al reconocerse a
sí misma en más de una ocasión. Era la forma en la que Hans demostraba su
amor.
—Oye, yo no estoy tan seria siempre.
¿Que no, hermanita? Él rio. Y ahí se supone que estás «alegre».
Hacia el final, el retrato de un joven repetido una y otra vez. Sonreía,
bostezaba y dormía. Cada escena, una íntima caricia. El parpadeo de una
mirada amorosa.
—Nunca me lo contaste.
¿Importaba?
—Parece que a ellos sí.
Tú no me preguntaste si era cierto. Al entrar a los calabozos.
—¿Importaba?
Cuando Victoria levantó el rostro para intercambiar una sonrisa, Hans no
estaba.
Meneó la cabeza y pasó las páginas más rápido. Aquel rostro humano se
fundía con el de un pájaro en una mezcla perfecta, una metamorfosis que se
iba completando. Las plumas aparecían, los ojos se redondeaban y la nariz
se alargaba, convertida en pico.
Por último, antes de la llegada de la muerte vestida de mudas hojas en
blanco, el pájaro con las alas extendidas, listo para lanzarse a la conquista
del firmamento. El carbonerito de Sophie del que le había hablado.
Recorrió sus trazos con los dedos.
—El rosa pálido y el morado de las nubes —recordó—. El azul del cielo,
el naranja del fuego.
Según los nombraba, los colores lo vistieron, manando bajo sus yemas.
Brillantes, vivos. El tacto de sus plumas se volvió real. Y el cuaderno se le
cayó al suelo cuando el pájaro echó a volar. Trinó describiendo círculos
nerviosos por la estancia. Volcó un jarrón y Victoria se apresuró a abrirle la
ventana para que pudiese escapar.
Su ala acarició el cristal al huir y dejó un rastro de escarcha.
Pájaro de nieve, pensó Victoria mientras palpaba el reguero de hielo para
sentir su frío y asegurarse de que efectivamente estaba allí.
A su través descubrió una figura difuminada rondando la parte trasera de
la propiedad. Una silueta alargada y oscura.
El enterrador
Una vez solos, el capitán se sentó en una silla. Los codos sobre las rodillas,
de forma que, al quedar inclinado, los rizos negros le cayeron sobre el
rostro. Se los retiró y rompió a reír.
—De menos cero a desastre absoluto, ¿cómo de bien dirías que ha ido
tu… cómo lo llamaste… magnífico plan perfecto?
Su amigo lo fulminó con la mirada y él negó con la cabeza sin poder dejar
de sonreír, divertido.
—Te dije que el uniforme sobraba. —Después observó a su alrededor—.
¿Y por qué estamos a oscuras? Maldita sea. Por un momento he creído que
la mujer era tan poco agraciada que no querías que la viera.
Se rascó el arañazo de la mejilla con descuido. Johann se cruzó de brazos.
—No sé por qué te hace tanta gracia.
—Solo manifiesto mi alegría por no tener que casarme.
—¿Tú también vas a venirme con esas ahora? ¡Has dicho que lo harías!
—Sí. Por ti. Porque eres mi príncipe y mi amigo y sé cumplir con mi
deber. Pero no he dicho que me apeteciera. Celebro mi recuperada soltería.
El príncipe fijó la vista en la puerta que Victoria había dejado abierta tras
de sí y habló entre dientes:
—Eso ya lo veremos.
Puertas cerradas
El suelo crujió bajo los pies de Ingrid. El cuarto junto a las cocinas contaba
con el mobiliario imprescindible, la madera sin tratar. Carecía de ventanas.
Poco que ver con los armarios amplios, el cabecero de caoba, las sábanas de
seda importadas de la India y la luz de la habitación conyugal.
Se sentó en el catre y suspiró.
De señora a criada.
Rotó el cuello y se masajeó los hombros cansados.
En verdad, le agradaba más esa habitación. Seguro que ella jamás la
había pisado. Era estrecha, pero también cálida. Olía al bizcocho que había
horneado de madrugada. El bizcocho de mamá. Ese que, según decía, se
llevaba las penas. Ese que aprendió a imitar.
Le habría gustado escribirle, al menos una vez. Pero Ingrid no sabía
escribir y su madre no sabía leer. Ella había aprendido escuchando con
disimulo a la institutriz de su hija y practicando a escondidas, avergonzada
de su propia ignorancia en aquel hogar de gente culta.
Porque ella sí sabría leer con voz dulce, buen ritmo y entonación perfecta,
claro. Ella sí sabría escribir con una letra bonita y estilizada, igual que su
sonrisa inmarcesible, tan eterna como la pintura.
Se tumbó con pesadez y cerró los ojos. Las niñas se habían marchado. La
soledad invitaba a romperse, a permitirse unos instantes de debilidad.
Notaba el vientre caliente e hinchado. Se puso las manos encima, como si
así pudiese calmarlo. Debía recordar cambiarse los paños.
«Quiero hijos. Muchos hijos», se oyó a sí misma confesarle a quien
estuviese dispuesto a escucharla. Con seis, con siete, con diez años…
Siempre lo tuvo claro.
Con doce empezó a matizar:
«Que sean muchas niñas».
Porque ella había sido la única chica de los nueve bebés que trajo al
mundo su madre y toda su vida deseó una hermana. Sus hijas la tendrían.
Se le escapó una mueca. Quiero muchos hijos. Pero a nadie le importaba.
Su marido siempre estaba demasiado lejos, demasiado ocupado.
Demasiado… perdido.
Y ahora, con treinta y tres años, se preguntaba si volvería a quedarse
embarazada algún día. Cada sangrado, una cuenta atrás. Tratar de imaginar
cuántos le quedarían le estrangulaba la garganta.
La palabra viuda vestía de negro y polvo. Olía a encierro. Asustaba.
Si una mujer se sabía vieja cuando dejaba de interesarle a su esposo, ella
había llegado octogenaria al altar.
Y, si elegir marido era la única decisión importante que se le permitiría
tomar en la vida, se equivocó al apostar y lo había perdido todo.
Se masajeó la frente y se frotó los ojos, cansada y con ganas de llorar.
Demasiado tiempo ya fuera de casa, demasiado tiempo sin tener un hogar.
Debiste decirme que no me fuera, mamá.
Pero él era tan apuesto, culto y misterioso, con tantos lugares recorridos
en sus viajes… Como aquel que lo condujo hasta su pequeña aldea, donde
se hospedó en la posada de su tío. Sus ropas tan elegantes y ricas. Sus
modales tan atentos. Difícil no enamorarse. Qué joven novia tan afortunada.
Él era mucho más de lo que nunca se atrevió a soñar.
Recordó el miedo que sintió al contemplar la mansión por primera vez.
Imponente, angulosa y oscura, ocultando con su envergadura el sol que
caía. Pero acababa de bajarse del carruaje de la mano del hombre de su vida
y lucía un anillo recién estrenado, así que tragó saliva y recuperó su
inocente sonrisa. Todavía no sabía que lo más terrorífico aguardaba dentro.
Ella.
La mujer del retrato. La dueña de la salita acristalada con el piano. Como
una especie de mausoleo, habían reunido allí sus cosas. Ingrid rehuía aquel
lugar y cerraba la puerta cuando la descubría abierta, como si así pudiese
contenerla dentro.
Pero la esencia de Sophie Holstein rebosaba tan estrechos límites.
Escurría bajo el quicio. Se derramaba por los suelos y goteaba por las
paredes, manchas que todo lo ensombrecían. Invadía habitaciones y
conversaciones a media voz. Borraba sonrisas. Y «No toques esto» y «No
toques aquello». «Era de mamá». Era de ella.
Ingrid lo aprendió bien a los pocos días de llegar a la mansión.
Uno de sus hermanos mayores se sacaba unas monedas tocando el
organillo durante las misas y le había enseñado alguna melodía. Al ver
aquel precioso piano mudo, esperando unos dedos que le dieran vida, pensó
que, ahora que se había casado con un hombre rico y elegante, podría seguir
aprendiendo y mejorando. Debía estar a la altura. Se convertiría en una de
esas damas distinguidas con vestidos de encaje que amenizaban con su
música la merienda de amigas mientras los niños correteaban entre sus
faldas. La estampa feliz que jamás se había atrevido a soñar.
Se sentó en la banqueta y colocó las manos. Sonrió con los hombros
erguidos. Seguro que su marido no se esperaba que supiera tocar y quedaría
impresionado. Hasta que una voz condenó su alegría:
—Es el piano de mamá. No puedes tocarlo. —Victoria, aquella niña tan
bonita cuyo cabello azabache deseaba peinar con lazos y flores, la
censuraba desde la puerta.
Con sus dieciséis años de novia recién desposada, se quedó muda y
cohibida, sin saber qué contestar. Edvard apareció como mediador y puso
una mano sobre el hombro de su hija tratando de apaciguarla. Para Ingrid
solo hubo una mirada esquiva donde encontró una afirmación teñida de
dolor. Era cierto: no podía tocar el piano.
«No puedes». «No puedes». «No puedes». Repetido una y otra vez.
Sophie Holstein ya no respiraba, pero consumía todo el aire.
Decían que la habían enterrado en el jardín, bajo un espino blanco y una
cruz, porque amaba aquel lugar y el amanecer sobre el bosque. Mentira.
Sophie Holstein no yacía en el jardín. La casa entera era su tumba. De
noche oía sus quejidos y en el frío olía su presencia. Cortejo fúnebre todos
ellos, atrapados en vida.
Suspiró. Suficiente autocompasión. Se incorporó y se palpó el moño para
asegurarse de que no se le había soltado. Tocaba ponerse con la comida.
De esposa a criada.
No le importaba. Su madre le había enseñado a ser servicial y a hacer
mucho con poco. Una niña de granja. Jamás había necesitado armarios
grandes, sábanas de la India ni cabeceros de caoba. Nunca le pertenecieron.
Tan solo le habría gustado que su esposo tuviera un corazón que
entregarle a cambio del suyo. Estaba harta de mendigar migajas prestadas.
Victoria tomó aire y se asomó. Unas violetas en su mano, dispuesta a darle
color al vacío, devolverle la vida.
Todo estaba recogido. Mudo. Quieto. Ausente.
Ajeno.
La cama sin arrugas. El armario cerrado. Lo abrió con cuidado. Aún
conservaba su aroma. Un pinchazo en el pecho.
Pasó la mano sobre el tocador. La ausencia de su sonrisa reflejada en el
espejo. Otro pinchazo.
En la esquina, junto a la ventana, el hueco del pupitre en el que solía
dibujar. Se lo habían llevado a la salita del piano. La recordó sentada,
girándose para sonreírles mientras su hermano y ella le echaban vistazos
curiosos a las flores que manaban de sus dedos. Hans se agazapaba debajo
del escritorio y mamá fingía no darse cuenta cuando le robaba los lápices
para intentar imitarla. La pequeña Victoria sobre su regazo, adormilada por
el sonido de sus trazos, envuelta en su perfume. El pinchazo definitivo.
Cerró la puerta. Se alejó como si quemara. La muerte no podía vencerse
con flores.
Se quedaría en su habitación.
Al final, tal vez Ingrid estuviese en lo cierto: aquella era una casa de
puertas cerradas regida por fantasmas.
Hielo y golondrinas
Una vez la duquesa y el príncipe abrieron el baile, las faldas de las invitadas
llenaron el salón con sus coloridas vueltas. Las hermanas danzaban de una
mano en otra y Victoria tuvo que reconocer que se lo estaba pasando bien.
La música y el movimiento ayudaban a pausar la mente y aflojar la sonrisa.
Sin duda, resultaba más agradable que ser acusada de brujería de buena
mañana o traicionada por el amor de su vida.
La pieza estaba a punto de cambiar. Vio que por la derecha se acercaba el
barón Abildgaard, un hombre de asquerosos ojos saltones y trémula papada,
siempre sudoroso. A pesar de ser mayor incluso que su padre, había
incurrido en la indecencia de revolotear a su alrededor con propuestas de
matrimonio cuando apenas tenía dieciséis años. Al parecer, acostumbraba a
ir detrás de las jovencitas, especialmente de las que todavía no contaban con
edad siquiera como para considerarse tales.
Avanzaba hacia Margrethe lamiéndose los labios. Con un rápido giro,
Victoria la rodeó y ocupó su lugar, agarrándose a la mano que aquel pérfido
ya le tendía a su hermana. No mientras ella pudiese evitarlo.
El barón parpadeó, sorprendido.
—Señorita Holstein.
Victoria camufló el veneno de su sonrisa con una cortés inclinación. Él no
tardó en recomponerse. Volvió a lamerse sus flácidos labios de sapo, le
oprimió los dedos con fuerza y le ciñó la cintura.
—He oído que su padre no va a regresar —le escupió su aliento en la cara
—. Y que su hermano ha pagado con su vida sus perversas inclinaciones. —
Sonrió y acercó más el rostro, apretándola contra sí—. En tales
circunstancias, debe de sentirse usted muy sola. Sin el vigor de un hombre.
Al guiarle la mano en un movimiento descendente, se la pasó más cerca
del cuerpo de lo apropiado y, reprimiendo una mueca de asco e
incredulidad, Victoria se preguntaba si acababa de tocar lo que creía que
acababa de tocar cuando…
—Si me permite, caballero.
El capitán se había plantado junto a ellos, impidiéndoles continuar la
coreografía. El barón hizo amago de quejarse:
—El baile aún no ha term…
El oficial elevó una ceja por toda amenaza y el hombre carraspeó y se
marchó rezongando. Victoria imaginó que nadie quería enemistarse con la
autoridad. Mucho menos cuando se tenía fama de frecuentar locales de mala
muerte e incurrir en altercados entre borrachos de los que su alcurnia solía
salvarle.
Viéndolo alejarse, Victoria habría sonreído de no ser porque no estaba
dispuesta a regalarle aquel tanto ni su gratitud al capitán, que tomaba su
mano para conducirla por la pista.
Bailaron en silencio, con los hombros rígidos y la vista al frente. Sus ojos
intentando rozarse tan poco como sus pieles. Hasta que Victoria explotó.
—¿El príncipe le ha ordenado seducirme? —exigió saber, malhumorada.
—¿Intentar seducir a Victoria Holstein? —Se permitió una mueca
divertida—. No es tan mal amigo como para quererme muerto.
—¿Entonces no pretende cortejarme? —preguntó con desconfianza.
—El cortejo es para las mujeres.
—¿Y qué soy yo?
Él le dedicó un vistazo calculador con otro levantamiento de ceja.
—¿Un jinete del Apocalipsis?
Aquella inesperada ocurrencia la hizo reír.
—Me alegro de que mi fusil consiguiera impresionarlo.
—La próxima vez recuerde cargarlo si pretende que la impresión sea
completa.
Victoria estuvo a punto de perder pie.
—¿Sabía que no estaba cargado?
—Soy militar, señorita. —Le dio una vuelta, tras la que sus miradas
volvieron a retarse—. No quisiera yo considerarme tan experto en armas
como usted, oh, temible reina del bosque, pero algo controlo.
—Y, si sabía que estaba descargado, ¿por qué levantó las manos?
—Parecía muy metida en el papel y dispuesta a arrearme con la culata si
no colaboraba con la correcta escenificación.
A Victoria le escoció el orgullo al verse obligada a reír de nuevo. Sin su
uniforme, el capitán no resultaba tan serio y estirado. De hecho, su traje era
más bien modesto. Los rizos le enmarcaban el rostro con despreocupación.
—Un buen culatazo no le habría ido mal.
—Así que, regresando a su pregunta: no, señorita, no es mi intención
acometer cortejo alguno. Tan solo protegía a su amigo. —Ambos le echaron
una mirada al barón Abildgaard, que ahogaba su enfado con una buena copa
de ponche—. Me ha parecido muy contrariada con él y he acudido para
impedir el derramamiento de sangre, como exige mi cargo. No le he visto
dotes de domador de lobos árticos a nuestro apreciado conciudadano.
—Ya, pero ¿sabe qué? —Ups, lo pisó con saña de forma totalmente
accidental—. Usted tampoco las tiene.
Él aguantó estoico, apretando el gesto.
—Le noto una cierta cojera, capitán. ¿Se encuentra bien?
—Descuide, señorita, un tirón. Resulta arduo seguirle el ritmo a sus
desmañados traspiés.
–E
amistoso.
y, grandullones. —Les palmeaba el lomo a los mastines—.
Me alegro de volver a veros.
—Capitán. —El recibimiento de Victoria no fue tan
Era la primera vez que Victoria pisaba una taberna. La recibieron el olor a
cerveza y la penumbra. Iluminada por un puñado de velas a medio consumir
repartidas aquí y allá, se encontraba más oscura que las calles, convertidas
en ríos de luna sobre los que las farolas formaban constelaciones.
El suelo estaba pegajoso. Las conversaciones se mezclaban con el par de
zanfonas y la gaita que tocaban unos hombres entre risas y tragos. Al fondo
del local habían colocado el escudo del ducado, sin rastro de los colores del
reino danés.
El corazón de Victoria latía descontrolado. ¿Se le notaría en la cara que
había ido allí para espiarlos?
Sin embargo, las miradas la reconocían y le dedicaban una ligera
inclinación antes de regresar a sus asuntos. Ningún gesto hostil.
Suspiró con disimulo. Conocía a aquellas gentes. Les compraba el pan, la
carne, telas y otros enseres. Iban juntos a misa y jugaba con sus hijos. Se
había criado con ellos y se negaba a creer que fuesen asesinos.
Por el rabillo del ojo descubrió un rostro vuelto hacia ella. La observaba y
el pulso se le disparó asustado. Hasta que se giró y descubrió a Ignaz
acodado al final de la barra. Era su noche libre.
Le sonrió y fue a sentarse a su lado. Él la recibió con un cabeceo.
—¿Probando nuevos ambientes?
—¿Tú también has venido a la reunión? —susurró Victoria con cierto aire
conspiratorio.
Ignaz rio y alzó su jarra. Se señaló las cicatrices.
—Los que lucharon por el ducado beben gratis hoy.
—¿Un héroe de guerra?
Él le dedicó un vistazo de medio lado entre el pelo lacio y grasiento.
—Si fuese un héroe, habría ganado. —Llamó a la tabernera con un gesto
para que le pusiera otra—. Así que supongo que solo soy un buen bebedor.
—Señorita Holstein —la saludó la mujer con una corta inclinación.
Después le trajo el vaso más limpio de todo el local y le sirvió una bebida
oscura—. Preparo el mejor gløgg13 en hectáreas a la redonda. Es dulce. Le
gustará.
—Gracias. —Lo agarró con mano dubitativa y sus ojos interrogaron a
Ignaz. Sabía que el gløgg solía correr en las fiestas del pueblo y todo
granjero que se preciara elaboraba el suyo propio, pero ella jamás lo había
probado.
Él se encogió de hombros.
—Un vaso no le hará mal.
Cuando horas después volvió a montar sobre Ofelia de regreso a casa,
Ignaz la acompañó. Caminaba a su lado, llevando las riendas. La luna
proyectaba sus sombras alargadas sobre el empedrado.
Victoria no podría decir si sintió la presencia que los seguía o solo creyó
hacerlo. No lo oyó, no lo vio, pero supo que estaba, fiel a promesa.
Tocó con disimulo el silbato en su bolsillo. ¿Era aquella la sensación que
tenía mamá cuando alimentaba a sus guardianes invisibles?
—Imagino que el capitán viene con nosotros —comentó Ignaz sin
volverse ni detenerse.
Victoria retiró la mano del silbato como si quemara y resistió el impulso
de girarse para buscarlo con la vista, asombrada con la sagacidad de su
guarda, que también había sido capaz de detectarlo.
—¿Me guardarás el secreto? —preguntó avergonzada.
Él continuaba avanzando imperturbable con su característica cojera.
Encorvado ogro en la noche que ocultaba una mirada siempre atenta tras su
larga, aunque escasa, melena enmarañada.
—Llevo años guardando los secretos de los Holstein.
¿Como cuáles? Un repentino miedo a preguntar.
—Ya baja la bruma. —Ignaz observó el bosque que vestía la montaña y
meneó la cabeza. Apretó el paso y volvió a centrarse en la calle frente a
ellos—. Si el príncipe teme un levantamiento, puede tranquilizarlo.
Dígaselo al capitán. Somos viejos nostálgicos, pero en el fondo a todos nos
gusta la paz. —Se mesó la barba, interrumpida de cicatrices—. Solo alguien
que no ha vivido la guerra se permite el lujo de despreciar la paz.
13. Bebida danesa tradicional a base de vino caliente, coñac, regaliz, azúcar y remolacha.
La víbora en casa
F uera, la tormenta parecía tan infinita como el dolor que podía llegar
a padecer un alma humana. El cielo tan oscuro y embravecido
como el profundo océano más allá del fiordo. Su faro, una estrella
errante sin barcas a las que guiar. Una triste polilla aplastada por la
inmensidad.
Tras la ventana, también el bosque se había convertido en un mar de
sinuosas olas. El viento bramaba una canción salvaje entre las copas. Era el
lamento de los nøkke, alejados de su húmedo hogar.
«Cuando el bosque se alce, el señor de la fortaleza caerá». Eso decía la
tragedia que Hans le había contado.
Y el bosque ya despertaba. Victoria podía ver su furia. La sentía crujir,
sacudirse en sus raíces.
Un trueno. Las vigas de la mansión gruñían, zarandeadas en su vejez. Un
relámpago. Con el próximo fogonazo, los árboles se alzarían sobre la
espalda de mil gigantes y todo sucumbiría a sus pies.
Dentro, el silencio reverenciaba a la tempestad y devoraba el leve tintineo
de los cubiertos. Ingrid, Margrethe y Victoria comían. De nuevo las tres. De
nuevo solas. Secuestrada cada palabra por sus fantasmas, no les quedaba
nada de qué hablar. Las confesiones pesaban y ellas se habían cansado de
hundirse. Las heridas sin sanar después de todo lo que se había roto.
Demasiados «Lo siento» sin pronunciar.
Como siempre, el toque de color lo ponía Margrethe con su alegre vestido
y sus mejillas sonrojadas sin necesidad de pintura. Soñaba despierta con el
capitán, recordando con un hormigueo la velada compartida. Su humildad,
sus caballerosos modales. Su mirada verde fija en ella mientras la
escuchaba cantar y sus frecuentes sonrisas cuando no pudo rechazar la
invitación de mamá de quedarse a cenar.
Sabía que había lucido radiante con las joyas y las ropas de la madre de
Victoria. Toda una princesa de cuento. A su hermana no le gustaba que
tocaran las cosas de Sophie, clausuradas en armarios cerrados con llave,
pero Margrethe siempre había sufrido por el desperdicio de prendas y
adornos tan hermosos y la ocasión bien merecía la pena.
Su madre la animó. Igual que a deslizar la pluma sobre el papel para
enviar una invitación en nombre de otra persona sabiendo que ella no se
encontraría en casa para atenderlo.
Ingrid no ambicionaba pertenencia alguna de Sophie para sí, pero no
soportaba que a su hija se la privase de nada. Poseía tanta sangre de Edvard
en sus venas como Victoria. Nada en el hogar de su padre debería serle
negado.
Con una punzada de culpabilidad, Margrethe abandonó sus ensoñaciones
sobre cuándo y cómo volvería a encontrarse con el capitán para echarle un
vistazo a su hermana. No se le daba bien guardar secretos. Mejor confesar.
Ella la perdonaría. Como siempre. Más aún cuando compartiese con ella su
felicidad.
Pero al mirarla se quedó muda. Victoria tenía el rostro macilento y las
cuencas hundidas. Si algo había admirado siempre de ella era su fortaleza,
su capacidad de mostrarse tan impasible como los árboles del bosque, que
el viento azotaba sin que emitieran un solo quejido. Tan dura como el hielo
que habitaba su mirada y guardaba los secretos del lago. Aquel al que
Margrethe tenía tanto miedo de acercarse y, sin embargo, por cuya orilla
había descubierto a su hermana paseando en numerosas ocasiones, perdida
en su silencio en busca de respuestas. Verla tan rota la asustó.
—¿Vi? —La voz le tembló. ¿Qué monstruo cargaría sobre su espalda? No
quería verlo.
Ella alzó la vista y Margrethe se estremeció, porque sus pupilas le
mostraron las arrugas de su alma cansada. Hastiadas de tanto guardar, se
convertían en grietas sobre la escarcha y temió aquello que fueran a liberar
cuando terminaran de quebrarse.
—Me ha contado Karen, la panadera, que esta mañana encontraron al
viejo Peder muerto en el fiordo —comentó Ingrid, interrumpiendo sus
pensamientos. Un tema tan sombrío como el ánimo que sobrevolaba la
mansión.
—¡Oh, pobre alma! —se compadeció Margrethe con un jadeo—. Hoy lo
tendré en mis oraciones para que encuentre el camino hasta nuestro Santo
Padre.
Ingrid no se mostró tan indulgente:
—Era un borracho.
Victoria recordó una barca entre la niebla y una gorra a sus pies.
—¿Muerto o asesinado?
Ingrid la miró antes de contestar. ¿Con desconfianza, quizás? ¿Cómo iba
Victoria a saberlo?
—Asesinado —confirmó—. Le habían arrancado el corazón.
Margrethe ahogó una exclamación. Victoria asintió. Había vuelto a
ocurrir. Por eso Johann quería tomar medidas y tenía clara su jugada. Para
recordarle su parte, le había llegado la invitación a su propia boda. Le
quemaba en el bolsillo.
Fuera, seguía lloviendo.
Dentro, pensó que era el momento. Reconocerlo en voz alta para aceptar
su ineludible verdad. Clavó la vista en el bosque. El bosque que se alzaría
para devorarlos.
—Me caso.
Los cubiertos se detuvieron.
—¿Con el príncipe? —El rostro de Ingrid resplandeció de orgullo y
Victoria parpadeó confundida. Casi parecía que se alegrase por ella.
Margrethe soltó un gritito entusiasmado y aplaudió.
Victoria apartó la vista y miró de nuevo por la ventana.
—No. Con el príncipe no.
—¿Con quién entonces?
—Con el capitán Andersen.
—¿El capitán? —A Margrethe le falló la voz.
—Sí. —Si Victoria no hubiese estado tan ocupada en fingir entereza, tal
vez hubiese reparado en el rostro lívido de su hermana—. ¿Lo recuerdas?
Estuvo en el baile.
Se hizo el silencio. Largo, pesado, en pena.
Margrethe tragó saliva. ¿Podría evitarse aquel enlace?
Al mismo tiempo, Ingrid se aclaró la garganta.
—¿Y quién te llevará al altar?
—Nadie.
—Tal vez yo…
—No. No quiero que vengáis.
No quería más testigos de su humillación.
Su madrastra apretó la mandíbula.
—Por supuesto, princesa.
Enlace de sangre y niebla
Y así los descubrió Margrethe cuando al fin arribó a los prados, con los pies
magullados tras una ardua pelea con el empedrado en la que sus tacones se
habían convertido en arma enemiga. Agotada por la interminable caminata,
los traía colgados de la mano. Apenas sentía ya las plantas, frías y sucias.
Después de forzar sus piernas a avanzar más rápido, el sudor se había
convertido en un manto de escarcha sobre su piel. El corsé no ayudaba a
calmar su respiración, ávida de oxígeno. La nariz le moqueaba, tan llorosa
como sus ojos decepcionados.
Y así la descubrió Ingrid, con el peinado tan deshilachado como el bajo
del vestido y el corazón roto en la mirada. No necesitó girarse. Ya sabía lo
que veía.
—Mi niña preciosa. —La abrazó contra su pecho y su hija se aferró a
ella.
Se restregó los ojos. Ingrid la besó en la frente y le secó las mejillas con
sus manos. Luego se fijó en lo que llevaba puesto. Margrethe tapó el collar
con gesto avergonzado. Tomado sin permiso, como todo lo demás.
Ingrid le retiró un mechón suelto tras la oreja y fue ella quien se disculpó:
—Siento si alguna vez te he hecho creer que necesitas las joyas y los
vestidos de otra para brillar. Tú misma te sobras y te bastas para iluminar el
firmamento sin nada más. Y, un día, un hombre sabrá verlo.
Le colocó su capa sobre los hombros para abrigarla y le echó un último
vistazo a Victoria, absorta en la mirada que la había convertido en centro de
su universo. Estaba bien acompañada. Sonrió y le frotó los brazos a
Margrethe.
—Vámonos a casa. Te prepararé un chocolate.
Grethe asintió y se apretó contra su cuerpo. Ingrid pensó que tal vez
Victoria tuviese razón: era pronto para que su niña dejase de serlo. Mejor
sacudirse las prisas y disfrutar del tiempo juntas. Tanto como el que ella
había echado en falta junto a las faldas de su madre.
Cortejo de hadas
V
escocía.
ictoria acababa de apuñalar a un agente de la autoridad. Poco iba
a importar, en un juicio de personas cuerdas, si feérico o no. Y se
sujetaba contra el pecho la mano ensangrentada. El corte le
S
cerebro.
ilencio. Y más silencio.
Nada ocurrió.
En fin, ¿qué esperaba? Las historias de Ingrid le habían afectado el
I ngrid se desveló. Esta vez no por culpa del ruido, sino por el silencio.
Un silencio opaco, inusual, abrumador. Un silencio más propio de un
cementerio que de un hogar.
Se reprendió por haberse rendido al sueño tras aquella extraña noche.
Victoria estaría asustada después de lo ocurrido. No debería haberla dejado
sola.
Sacudió la cabeza para desperezarse y fue hasta su cuarto.
Encontró su cama vacía, intacta.
Volvió a reprenderse. Normal. La chiquilla andaría nerviosa.
Se dirigió al salón donde solía coser, allí donde ella había acudido cada
vez que necesitó su compañía.
—¿Amapola?
Empujó la puerta entornada. Nadie. El fuego se había apagado.
Ingrid volvió a oír el silencio y sintió la bruma reptarle por la espalda con
un gélido escalofrío.
En el bosque de Bírnam
C uando sus botas pisaron el césped del jardín, tomó una bocanada
de aire fresco, como si hubiese estado conteniendo la respiración
mientras bajaba cada uno de los escalones que lo alejaban de ella
para siempre.
Junto a la empalizada le aguardaba Bala. Tal vez había acudido de nuevo
por allí, en lugar de usar la entrada principal, por costumbre. Tal vez por la
corazonada cumplida de que su marcha sería en silencio y por detrás. El
jugador que se retira de la mesa, humillado, tras haber perdido hasta el
último øre19 apostado.
Los mastines lo saludaron correteando entre sus piernas y él les rascó el
lomo. Cuando cruzó el cercado y abandonó la propiedad, ellos se quedaron
dentro. Se echaron al suelo y gimieron con las orejas gachas. No les habían
dado permiso para salir, así que solo les quedaba un lastimero adiós. Habían
percibido el regusto a última despedida.
—Sed buenos —les pidió, y cerró el portón tras de sí.
Bala también sabía leer en el silencio y le dio un topetazo cariñoso en el
pecho. Él la abrazó y le acarició el cuello.
—Vamos, alegra esa cara, que sigues siendo mi única chica. Eso es
bueno, ¿no?
Un último vistazo a las ventanas del salón principal, con las cortinas
echadas. Sonrió en su dirección.
—Felicidades, princesa. Al fin lo que siempre soñaste.
Hora de marcharse. Se puso la boina de visera ancha y montó el pie en el
estribo.
—¡Søren!
La puerta se había abierto y Victoria corría entorpecida por las faldas.
—¡Søren!
Tropezó, cayó y se levantó con rapidez, animada por los perros, que
también corrían y ladraban, preguntándose a qué tocaba jugar.
Él dudó. Mejor largarse antes de que lo alcanzara y tuviese que mirarla a
la cara.
Pero esperó, y ella llegó con la respiración entrecortada y las mejillas
rojas.
—Søren. —Se agachó para recuperar el aire con una mano en el costado
—. Es de mala educación abandonar una casa sin despedirse —le riñó entre
jadeos.
—Mi presencia empezaba a sobrar. Alteza.
Le dedicó una inclinación y tomó impulso para subirse a la yegua, pero
Victoria le arrebató la boina y lo obligó a volver a tierra firme si esperaba
recuperarla.
—Escúchame, ¿quieres? —Las formalidades se habían acabado entre
ellos. Tocaba hablar a corazón abierto. Tomó una última bocanada ansiosa.
Se irguió, se puso su gorra, igual que una noche tiempo atrás se había
puesto la de su uniforme, y lo miró a los ojos con idéntico gesto de reto y
suficiencia al que lució en aquella ocasión—. No he aceptado.
—¿Qué? —Él negó con la cabeza, incrédulo—. Victoria Holstein, ¿el
heredero a la Corona se arrodilla ante ti, tras colmar de regalos a tu familia,
y tú le dices que no?
—No. —Victoria se recolocó la gorra, que, al quedarle grande, se le
escurría tapándole los ojos. Lo observó bajo la visera con inocencia,
subiéndosela con el índice—. Le he explicado amablemente que no podía
concederle mi mano porque ya estoy prometida. Por orden real, además.
—¿Eso le has dicho?
Victoria asintió. Porque, cuando la puerta se cerró a su espalda, había
vuelto la vista atrás mientras Johann aún sostenía su mano, y su corazón lo
supo con certeza. A pesar de tener un príncipe inclinado a sus pies, sus
dedos seguían aferrando una flor. La más sencilla y humilde de toda la
estancia.
Dio un paso hacia Søren, desafiándolo.
—Juraste volver a pedirme matrimonio. Cuando fueras lo suficientemente
valiente. ¿Recuerdas? —Le puso en el bolsillo superior de la chaqueta el
galanto que no había soltado, como si fuese el depositario de su palabra.
Una insignia allí donde todos pudieran verla—. Pues, Søren Andersen,
futuro regidor del mejor orfanato del reino, quiero ofrecerte la oportunidad
de demostrar tu valentía. ¿Qué ejemplo vas a brindarle, si no, a esos pobres
muchachos?
—¿Siempre tienes el comentario preciso?
Y, para negarle la posibilidad de volver a demostrárselo, la atrajo contra
sí, sin darle tiempo a contestar, y la besó. La mano de Victoria se enredó
entre sus rizos mientras sus labios se exploraban. Gimió en su boca y él se
apartó con una sonrisa.
—Acepto.
—No he hecho ninguna propuesta. —Victoria enarcó una ceja.
Él le quitó la boina para devolverla a su propia cabeza.
—La oportunidad.
Y volvió a besarla, por todas aquellas ocasiones donde las ganas les
habían cosquilleado en los labios.
Atada a la empalizada, Bala coceaba. Su amo y Victoria habían ido a pasear
al bosque, agarrados de la mano, para seguir besándose bajo los árboles,
charlar y reírse como dos potrillos enamorados.
Bala volvió a levantar la tierra con la pezuña, sola y aburrida.
Su única chica… Ya.
Los mastines la olfateaban a través del cercado. A ellos tampoco los
habían invitado a su excursión por un bosque en el que al fin no reinaba
más que la incipiente primavera.
Desde el porche de madera que daba al jardín, Ingrid miraba a la yegua.
Y, más allá, hacia el camino por el que los dos habían desaparecido. Sonreía
satisfecha, igual que lo había hecho al contemplar el vestido de novia
terminado al filo del amanecer. Tenía los dedos y los ojos cansados, pero las
arrugas alrededor de su boca eran de felicidad.
Unos pasos. Una respiración. Y su marido la abrazó por la espalda y
reposó la cabeza en su hombro.
—El príncipe mantiene todo lo prometido —anunció. La despedida había
resultado atípica e incómoda después de que su hija lo plantara, pero un
caballero debía aceptar sus derrotas con elegancia—. Te he echado mucho
de menos —le confesó al oído antes de que su boca jugueteara con los
contornos de su oreja, provocándole un escalofrío cálido.
A pesar del hormigueo de su piel y los saltitos de su corazón, se alejó con
un bufido y los brazos cruzados.
—No lo creo.
—¿No crees que cada día y cada noche que he pasado apartado del lado
de mi esposa le haya rogado a Dios regresar a sus brazos? —Las pobladas
cejas de Edvard elevadas con sorpresa—. ¿Dónde, si no en ese deseo, crees
que hallé las fuerzas necesarias para medirme contra las aguas del océano y
reponerme después de las fiebres que me causó su frío agarre?
Ingrid escuchaba reacia a dejarse convencer con un par de zalamerías. Él
la atrajo contra sí con cierta brusquedad y la besó como se besa a una
doncella recién desposada.
—Esta noche voy a demostrarte cuántas ganas tenía de regresar a ti —le
susurró.
Ingrid se sonrojó y se apartó negando con la cabeza, aunque no pudiera
dejar de sonreír.
—Bribón.
Pero se mordía los labios y pidió que las horas pasasen un poco más
rápido. Ya habría tiempo mañana de acudir a confesarse a la iglesia.
Él tomó su mano. Esta vez con suavidad y galantería.
—No he sido justo contigo, Ingrid, si dudas de cuánto te quiero y te he
querido. —La hizo girar y la agarró por la cintura para bailar con ella una
canción muda que tan solo resonaba en sus pechos—. Pero se han acabado
los viajes. No habrá más ausencias ni una noche lejos de tu lecho. Te llevaré
al teatro y la ópera, y a pasear por las tardes junto al río.
—¿Y a los bailes? —Se le iluminó la mirada.
—Cientos de ellos. Porque necesitaré cada segundo para compensarte el
tiempo perdido. —Le apoyó una mano en el vientre—. ¿Querrás volver a
darme hijos? Parece que se me van demasiado deprisa los que ya tengo.
Ingrid asintió. Después le echó un vistazo a la pareja que regresaba.
—Y querré venir con frecuencia para ver crecer a mis nietos. —No hacía
falta preguntarle para saber que Victoria no iba a moverse de allí. Ese era su
hogar.
Pero no solo ella la observaba. Dos pajaritos de colores revoloteaban
cerca. En la linde del bosque, se detuvieron sobre las frondosas ramas de un
fresno. Allí, el más grande de los dos entonó su canción para llamar a unos
amigos. Tenía un último regalo.
Sentada sobre el cercado y sujeta entre sus brazos, Victoria lo besaba con
ganas, demorando la despedida. El atardecer se aproximaba y era hora de
que un buen caballero se marchara si quería regresar al día siguiente.
De repente oyó un gorjeo y elevó la vista al cielo. Dos sombras raudas lo
atravesaron, se dirigieron al balconcito de la salita de Sophie y, bajo su
amparo, comenzaron a construir un nido con su alegre ir y venir.
Ahogó una exclamación.
—¡Golondrinas! ¿Sabes lo que eso significa?
Él negó con la cabeza.
Victoria sonrió.
—Que este vuelve a ser un hogar feliz.
19. La moneda danesa de menor valor.
Agradecimientos
Toda novela nace de una primera idea. La que dio vida a esta se la debo a
las chicas Fransy, coordinadas por @lecturasfransy. Una comunidad tan
bonita de lectoras de romántica que quise escribirles una novela para ellas.
Pensé en una historia de enredo amoroso de época, con bailes, matrimonios
forzados y estratagemas para robar pretendientes con cartas falsificadas de
por medio.
Como veis… la fantasía volvió a llevarme al lado oscuro. Pero creo que
esa parte de intriga salseante entre abanicos aporta mucho de lo que
finalmente es esta novela. Así que gracias a este maravilloso grupo por
leerme, por acompañarme y por impulsarme a escribir. ¡Os sigo debiendo
una romcom y os prometo que esta vez sí!
Mención especial a Maru, que me bombardea los mensajes de Instagram
recordándome que está esperando esta publicación impaciente. Espero de
corazón que la disfrutes. Gracias por no dejarme olvidar que mis historias
tienen un hogar.
Si me habéis escuchado ya en alguna charla o en mis cursos en la
Academia de Escritura de Literatura Juvenil, sabréis que me planteo cada
nueva novela como un reto, empujándome a salir de mi zona de confort y
experimentar con algo que todavía no haya hecho. En esta ocasión fue
ambientar una historia en el siglo xix, con sus códigos y sus convenciones
sociales. Y ahí entró la madrina de esta historia: la también escritora Carol
S. Brown, compañera y amiga. Es una experta en las novelas de época y os
recomiendo encarecidamente su saga Daventry. Ella leyó esta historia antes
que nadie y me ayudó a que la alta sociedad danesa fuese mucho más
precisa. Gracias por aparecer en mi vida y por acompañarme en esta y
tantas otras historias. Espero seguir caminando juntas muchos años más,
viéndonos cumplir nuestros sueños.
En la misma línea, gracias como siempre a Aly por ser mi confidente y mi
apoyo en esto de escribir. Cuando pierdo las ganas, ella las encuentra por
mí, y, cuando llegan los miedos, los ahuyenta con una charla y un helado.
Hace poco publicó su primera novela, Trazos en el tiempo, y confío en
compartir muchas más, ella a mi lado y yo al suyo.
De nuevo, si ya me habéis escuchado alguna vez, sabréis que siempre
escribo con una lectora en mente: mi persona favorita, mi hermana Silvia.
Se queja porque todavía no le he dedicado ninguna novela. Hay dos
razones. La primera es que siento que la que le dedique a ella debe ser LA
NOVELA, aquella que más vaya a disfrutar. Y, como soy una eterna
caminante, constantemente aprendiendo, buscando y retándome a dar más,
mi mejor publicación es siempre la siguiente.
La segunda es que ya le dedico cada palabra que escribo, cada broma y
cada escena. Porque mientras tecleo me la imagino a ella riéndose,
emocionándose y disfrutando. Esa es mi guía. Si sé que le gustaría, voy
bien.
Para ella nunca alcanzará cuanto pueda plasmar aquí, porque cada día le
doy gracias por existir. Por ser mi hermana mayor aunque sea la pequeña.
Por ser psicóloga y voz de la cordura y, aun así, seguirme en todas mis
locuras.
Ahora se ha lanzado también a escribir y estoy deseando compartir
eventos, firmas y un lugar en vuestras estanterías.
Junto a ella, mi otro gran apoyo siempre han sido mis padres. Mi madre
me hizo lectora sentándose cada noche en mi cama con un cuento, entre los
que se incluían los de Andersen, a quien esta novela es tributo, y las
leyendas y rimas de Bécquer.
Y mi padre me enseñó a creer en la magia. De entre todas mis novelas
(diez ya escritas a día de hoy), La señorita Holstein, como él la llama, es
una de sus favoritas y su criterio nunca falla.
La verdad es que puedo sentirme agradecida porque mi familia siempre
me ha apoyado en mi sueño de escribir. Con seis años le prometí a mi
abuela Julia que un día le dedicaría el Nobel de Literatura.
A día de hoy esa es tan solo una de todas las cosas que ha olvidado.
Escribí esta novela el verano después de la pandemia. A su lado. El
Alzheimer avanzaba y nos turnábamos para cuidarla por las tardes. La
entreteníamos cantando a Concha Piquer, haciendo puzles para niños y
coloreando en el jardín. Al caer la tarde, las golondrinas nos sobrevolaban
piando y, así, se colaron en esta novela.
Al igual que ellas, aunque la memoria muera, los recuerdos de aquel
verano han quedado impregnados entre estas palabras.
«Palabras, palabras, palabras…», como diría Hans, para convertir en
eterno aquello que no se puede atrapar. Como esos paseos por el campo de
niña cuando, agarradas del brazo, nieta, hermana y abuela cantábamos que
íbamos las tres, las tres, al jardín de la alegría. Grethe lo cantará para
siempre por nosotras, también acompañada de dos mujeres a las que ama.
Respecto al Nobel… Como veis, puesta a soñar, de pequeña lo hacía a lo
grande. Hoy tengo sueños más modestos, como dejarles el corazón calentito
a los lectores al pasar la última página. Si has sonreído, es que lo he
conseguido.
Gracias por darle sentido a mis palabras, palabras, palabras… y
acompañarme en el camino. Tú das sentido a mi pasión.
Nos leemos en la siguiente historia.