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Espartaco Rebelion - Ben Kane
Espartaco Rebelion - Ben Kane
Espartaco Rebelion - Ben Kane
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Ben Kane
Rebelión
Espartaco 2
ePub r1.0
libra 11.04.16
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Título original: Spartacus Rebellion
Ben Kane, 2012
Traducción: Mercè Diago & Abel Debritto
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Para Colm y Shane, amigos de antaño, y los mejores exponentes de «lo
mejorcito» de la ciudad
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Prólogo
Monte Gárgano, costa este de Italia,
primavera del 72 a. C.
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bajo los gladii de los legionarios. Las mortíferas espadas de doble filo habían
asomado desde el inexpugnable muro de escudos y habían destripado a los hombres,
cercenado piernas o brazos, y se les habían clavado hasta el fondo de los pechos
desprotegidos. Incluso había visto perder la cabeza a algunos de sus seguidores.
A pesar de la gran cantidad de bajas, habían atravesado las líneas enemigas en
unos cuantos puntos durante el primer ataque frenético. El recuerdo de ese pequeño
éxito se tornó amargo enseguida. Todas menos una de sus brechas se habían reparado
enseguida. El hecho de que sus hombres carecieran de armadura y escudos y la
disciplina y ventaja en altura de los legionarios habían convertido a los esclavos en
objetivos fáciles. Al ver a sus hombres sacrificados como animales en el matadero,
había ordenado la retirada. Había abandonado su propio ataque brutal, que a punto
había estado de hacer trizas la primera fila romana.
«Por muy beneficioso que hubiera sido, abrir una brecha en las filas enemigas no
basta para ganar una batalla. Lo que sí sirve es mantener la posición. Ser
disciplinados». Era una lección dura para un galo. Aunque había nacido esclavo, se
había criado escuchando las historias de los ataques terroríficos de sus antepasados,
hombres que habían derrotado a las legiones romanas en numerosas ocasiones, cuya
valentía había arrollado a tantos hombres que se les habían puesto por delante. Hoy
esa táctica había fracasado estrepitosamente.
Vio a un jinete con un casco bruñido y una capa escarlata que se movía de un lado
a otro detrás del centro de las líneas romanas. Escupió una maldición amarga. «Por
muy viejo que sea Gelio como cónsul, ha elegido bien el terreno. Ha sido una
estupidez confiarnos por el hecho de superarlos en número en más del doble de
hombres». La primera sensación de desespero se abrió paso en su mente, pero la
apartó con otro juramento. Si reagrupaba a sus mejores hombres, quizá pudieran
atravesar sus filas. Si mataban al cónsul, los romanos seguro que darían media vuelta
y echarían a correr. El curso de la batalla todavía se podía cambiar.
—¡Vamos, chicos! Seguimos superándolos en número —bramó—. ¡Un último
esfuerzo! ¡Carguemos contra ellos por última vez! ¡Si matamos al hijo de puta de
Gelio, hoy será nuestro día! ¿Quién está conmigo? —Solo le respondieron una
veintena de voces. Se arrancó el casco de bronce en forma de cuenco de la cabeza y
lo arrojó al suelo—. Pedazo de mierda romana.
Avanzó unos treinta pasos desde la masa de hombres desorganizada, que todavía
sumaban entre diez y doce mil soldados, y se giró para que todos le vieran la cara.
Entonces se encontraba a un tiro largo de jabalina. Pensó que era probable que la cota
de malla repeliera el extremo, pero en realidad le daba igual. Agradecería el dolor, le
ayudaría a centralizar la rabia.
—¡Eh! ¡Os estoy hablando!
Cientos de rostros desesperados y manchados de sangre le clavaron la mirada. Vio
la derrota en sus ojos pero no tuvo miedo. Aunque fracasaran entonces, los romanos
no acabarían con él. Morir en el campo de batalla era lo que siempre había querido.
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Reconocía que sería mejor morir sabiendo que sus hombres habían derrotado a Gelio,
pero seguía siendo un hombre libre y así moriría, llevándose a un montón de romanos
consigo.
Golpeó la espada contra el borde metálico del scutum. Los hombres que no le
oían se acercaron un poco más.
—¡Ahora escuchadme! —gritó—. Les hemos atacado tres veces y las tres hemos
fracasado. Miles de nuestros compañeros yacen ahí, muertos o moribundos. Su valor,
su sangre y sus vidas exigen venganza. ¡VENGANZA! —Más golpes contra el escudo
—. ¡VENGANZA!
Se oyó un zumbido detrás de él. A pesar de su valentía, se le puso la piel de
gallina. «Alguien ha lanzado un pilum». No se movió.
—¡VENGANZA!
Un golpe seco. Miró a su derecha y vio la jabalina, que se había clavado en la
tierra a apenas cinco pasos de su pie. Echó la cabeza hacia atrás y aulló como un
lobo.
—¿Esto es lo máximo que saben hacer? ¡Estos cabrones romanos apestosos no
saben darle a una paca de trigo en un granero!
Sus hombres, o al menos los que tenía más cerca, parecían más animados.
«Bien. Todavía no han acabado».
—Voy a subir ahí arriba y voy a descuartizar a esos cabrones. Voy a cortarle la
cabeza a Gelio del puto cuello raquítico y luego me voy a reír cuando su ejército
huya. —La nariz llena de cicatrices y la sangre romana que le cubría de pies a cabeza
convertían su mirada de aliento en la mirada lasciva y voraz de un monstruo, pero la
pasión que destilaba su voz no dejaba lugar a dudas—. ¿Quién está conmigo? ¿Quién
está con Crixus?
—¡Yo! —anunció un galo de largas trenzas.
—¡Y yo! —bramó un hombre con el cuello grueso como el de un toro que vestía
una túnica desgarrada.
Se sumaron cada vez más voces.
—¡CRI-XUS! ¡CRI-XUS! —exclamaron.
Con una amplia sonrisa, repiqueteó la espada larga contra el scutum a modo de
respuesta. El temor que había abatido a los esclavos remitió. Pero Crixus sabía que la
valentía renovada no iba a durar. Si tenían intenciones de vencer, debían moverse de
inmediato.
Se giró para estar de cara a los romanos y gritó:
—¡Pues vamos, muchachos! ¡Demostrémosles lo que significa ser valiente! —Sin
mirar atrás, echó a correr colina arriba como un poseso.
Bramando como toros enloquecidos, cientos y cientos de esclavos le siguieron.
Sin embargo, muchos otros se quedaron donde estaban observando en silencio
cómo sus compañeros cargaban contra las líneas romanas. Preparándose para correr
hacia la protección que les ofrecían los matorrales y árboles de las laderas de más
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abajo.
Crixus notó la presencia de sus hombres a su espalda. Notaba que no todos se
habían apuntado, pero de cualquier modo sintió un cálido destello. «Por lo menos
moriremos con la cabeza bien alta. Habrá lugar para todos nosotros en el paraíso de
los guerreros». Le asaltó un último pensamiento antes de que la locura de la batalla se
apoderara de él y dejara de razonar.
«Tal vez Espartaco tuviera razón. Tal vez debería haberme quedado».
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Un mes después…
Los Apeninos, noreste de Pisae
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—¡Li-ber-tad! ¡Li-ber-tad! ¡Li-ber-tad! —gritaron los hombres al tiempo que
pateaban el suelo y volvían a martillear las armas contra los escudos. Producían un
ritmo ensordecedor y conmovedor a partes iguales. El clamor empezó a propagarse
por el ejército de Espartaco. La mayoría de los soldados estaban demasiado lejos para
saber el origen del alboroto, pero les dio igual. El griterío impedía hablar—. ¡Li-ber-
tad! ¡Li-ber-tad! ¡Li-ber-tad!
Como disfrutaba de los gritos de casi cincuenta mil hombres y del hecho de ser su
líder, Espartaco alentó a los hombres moviendo los brazos de forma exagerada. El
alboroto les levantaría todavía más la moral y provocaría malestar en muchos vientres
romanos. No le cabía la menor duda de que Gelio notaría un hormigueo de temor en
la piel arrugada de su espalda. El cónsul tenía sesenta y dos años, y al parecer poca
experiencia en la guerra.
—Descuartizaremos a esos cabrones —exclamó Pulcher cuando los gritos de
ánimo se atenuaron—. ¡Igual que hicimos con Léntulo!
Justo entonces, los hombres que sostenían el par de águilas de plata alzaron los
postes de madera en el aire. Se profirieron más gritos.
Espartaco alzó las manos y se hizo el silencio.
—¡Esos son dos más con los que tenemos que acabar hoy! —Desenvainó la sica,
una espada tracia con una curvatura infernal, y señaló con ella en los puntos de las
fuerzas de Gelio donde la brillante luz del sol destellaba desde los estandartes de
metal de sus legiones—. ¿Quién quiere ayudarme a acabar con ellos? ¿Quién quiere
tener el honor de decir que tomó un águila romana en la batalla y con ello avergonzó
a toda una legión?
—¡Yo! —bramaron Aventianus y muchas otras voces.
—¿Estáis seguros?
—¡SÍÍÍÍÍ! —respondieron a voz en grito.
—Más os vale. Miradlos. —Espartaco blandió la espada primero a la izquierda y
luego a la derecha. A ambos lados de su ejército se veían cientos de hombres en
caballos monteses lanudos—. Más os vale —repitió—. Si no vamos con cuidado, la
caballería quizá se nos adelante. —En parte Espartaco ansiaba estar con ellos. Había
sido soldado de caballería desde los dieciséis años; también había ayudado a entrenar
a los jinetes, pero sabía que era imprescindible que estuviera en el centro de su
ejército. Si los soldados de infantería se desmoronaban, una derrota aplastante
llamaría a su puerta. Aunque la responsabilidad que tenían sus jinetes era muy
grande, superaban en número a la caballería romana por cuatro a uno como mínimo.
Aunque sufrieran el infortunio de no conseguir aplastar a la caballería enemiga, su
infantería todavía tendría posibilidades de ganar la batalla—. ¿Vais a permitirlo?
—¡Nunca! —bramó Pulcher con las venas del cuello hinchadas.
—¡No si de mí depende! —gritó Aventianus mientras movía el pilum adelante y
atrás.
—¡Y de mí! —A Carbo, que era romano, le seguía sorprendiendo la pasión que
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sentía cuando hablaba el tracio. Hacía aproximadamente un año, había entrado en la
escuela de gladiadores de Capua en un intento disparatado de saldar las ingentes
deudas de su familia. Desesperado, primero había tratado de alistarse al ejército, pero
lo habían rechazado por su juventud. Lo que sorprendió a Carbo es que el lanista lo
aceptara como auctoratus, ciudadano contratado para luchar como gladiador, pero
solo después de medir su valor enfrentándose a Espartaco en un combate con armas
de madera.
La vida en el ludus había sido sumamente dura, y no solo debido a los
entrenamientos. Un hombre solo, y más siendo novato, tenía pocas posibilidades de
sobrevivir. Si Espartaco no lo hubiera acogido en su seno, la carrera de Carbo en el
ludus seguro que habría sido muy corta. Cuando poco después se presentó la
oportunidad de escapar, había seguido a su protector. Después, cuando se había
encontrado en la tesitura de escoger entre dejar al variopinto grupo de esclavos y
gladiadores o quedarse con ellos para luchar contra sus paisanos, Carbo había elegido
la última opción. No se le había ocurrido otra cosa.
Durante los meses subsiguientes, el comportamiento de Espartaco había
garantizado la lealtad de Carbo e incluso su amor. El tracio cuidaba de él, se
preocupaba por él. Aquello era más de lo que su propia gente había estado dispuesta a
hacer. Aquella constatación le había ayudado a que enfrentarse a los suyos le
resultara más fácil, pero en lo más profundo de su ser, Carbo seguía sintiendo cierto
sentimiento de culpa por ello. Observó las líneas de Gelio con la mandíbula apretada.
«No es más que otro ejército que hay que derrotar», se dijo. Más allá estaban los
Alpes. El plan de Espartaco consistía en conducirlos por las montañas, lejos de la
influencia de la República. Allí cualquier enemigo que encontraran sería ajeno a él. Y,
a decir verdad, más fácil de matar.
Pero antes debían derrotar a Gelio. Pensó en Craso, el hombre que había
arruinado a su familia y destrozado su vida. El odio embargó a Carbo, reforzado por
la certeza de que nunca podría vengarse del hombre más rico de Roma. En su lugar,
intentó imaginar que todos los hombres que tenía enfrente eran parientes del astuto
político. Ayudaba.
Retornó la mirada a la figura compacta de Espartaco, vestido con una cota de
malla bruñida, un tahalí dorado y un precioso casco frigio. A Carbo le sorprendió que
los ojos grises y penetrantes del tracio se clavaran en él. Espartaco le dedicó un ligero
asentimiento, como diciendo: «Me alegro de que estés aquí». Carbo enderezó la
espalda. «Hoy haré lo que me toca».
Espartaco estaba calibrando el estado de ánimo de sus hombres. Lo que vio le
complació. Organizados en centurias y cohortes, instruidos y armados como los
romanos, estaban preparados. Él estaba preparado. Se presentaba otra oportunidad de
derramar sangre romana. De vengar a Maron, su hermano, que había muerto
luchando contra las legiones. Las legiones que habían arrasado su patria, Tracia.
«Quizá vuelva a ver mi tierra. Gelio y sus hombres son todo lo que se interpone en mi
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camino». Esbozó una media sonrisa. Kotys, el malévolo rey de la tribu de Espartaco,
los medos, y el motivo de su esclavitud, se llevaría un susto de muerte cuando
regresara. «Me muero de ganas». Espartaco colocó el silbato de latón que llevaba
colgado al cuello de una correa y se lo acercó a los labios. Cuando silbara para
indicar el avance, los trompetas lo comunicarían a todo el ejército.
Tenía un plan sencillo. Había dispuesto a sus soldados en dos líneas separadas por
unos treinta pasos. Castus estaba al mando del ala izquierda; era un gladiador galo
que había ayudado a Espartaco en el momento de la huida; bajito, tozudo y con un
temperamento tan ardiente como su pelo rojo. Gannicus, otro galo del ludus, dirigía
la derecha; era igual de tenaz que Castus pero más ecuánime, y Espartaco tenía más
en común con él. Cuando diera la señal, todos avanzarían en un solo bloque y, tras
lanzar ráfagas de jabalinas, entablarían batalla con los romanos de frente. Si la
operación salía bien, su superioridad numérica y moral alta les permitirían rodear a
las legiones de Gelio. Todo aquello mientras su caballería barría a los jinetes
enemigos y luego tomaban a los legionarios de la retaguardia. La derrota de los
romanos sería absoluta; sus bajas, mucho mayores que en cualquiera de los
enfrentamientos anteriores.
«Para cuando atardezca, Roma habrá aprendido otra lección. Gran Jinete,
encárgate de que así sea. Protégenos en las horas venideras —rezó Espartaco—.
Dioniso, préstanos la fuerza de tus ménades». Si bien el dios heroico tracio era su
principal guía en la vida, también había llegado a venerar a la deidad relacionada con
el vino, la embriaguez y el fervor religioso, a la cual su esposa Ariadne rendía culto.
Su extraordinario sueño, en el que una serpiente venenosa se le enroscaba al cuello,
lo había identificado como uno de los suyos. «Que así sea siempre».
Se llenó los pulmones y se preparó para silbar.
«Tan-tara-tara-tara», sonaron las bucinae romanas.
Espartaco contuvo el aliento a la espera de que las legiones avanzaran.
Las trompetas enemigas volvieron a sonar, pero no pasó nada más.
«¿A qué demonios está jugando Gelio?».
Se llevó una buena sorpresa cuando un jinete apareció por un hueco en el centro
de la fila romana. No se movió ni un solo legionario mientras dirigía la montura
directamente a Espartaco.
Los hombres de Espartaco estaban tan ansiosos por empezar la lucha que pocos se
dieron cuenta.
—¡Vamos a por ellos! —gritó Pulcher ante los rugidos de aprobación de sus
compañeros.
—¡Quedaos donde estáis! —ordenó Espartaco—. Gelio tiene algo que decir.
Viene un mensajero.
—¿Qué más nos da? —exclamó una voz desde las filas—. ¡Ha llegado el
momento de matar!
—No perderéis esa oportunidad, pero quiero oír el mensaje del jinete. —
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Espartaco dedicó una dura mirada a sus hombres—. El primer imbécil que mueva un
músculo o lance una jabalina se las verá conmigo. ¿Está claro?
—Sí —fue la tibia respuesta.
—¡No os oigo!
—¡SÍ!
Espartaco observó al jinete que se acercaba. «Esto no me gusta».
Afortunadamente, no tenía tiempo para darle demasiadas vueltas. Los dos ejércitos
estaban a menos de quinientos metros el uno del otro. El romano hizo aminorar el
paso al alazán en cuanto estuvo más cerca. No parecía ir armado. Espartaco se fijó en
la coraza de bronce bruñida, el casco con penacho escarlata y la postura segura. Era
un oficial de alto rango, probablemente un tribuno, uno de los seis hombres
experimentados que ayudaban al cónsul a dirigir cada legión.
—¡No te acerques más! —gritó cuando el enviado se encontró a veinte pasos de
distancia.
El romano alzó la mano derecha en señal de paz y acercó el caballo unos cuantos
pasos más.
—¡No te fíes de ese cabrón! —advirtió Aventianus.
El romano sonrió.
Espartaco alzó la sica con gesto amenazador.
—Como te acerques más, te envío al Hades.
El romano no dijo nada, pero tiró con fuerza de las riendas.
—Soy Sextus Baculus, tribuno de la tercera legión. ¿Y tú? —Era imposible
emplear un tono más condescendiente.
—Ya sabes quién soy. Y, si no, eres más merdoso de lo que aparentas.
Los hombres de Espartaco se burlaron encantados.
Baculus se puso rojo como un tomate y se abstuvo de contestar de malas maneras.
—Me envía Lucio Gelio, cónsul de Roma. Yo…
—Conocimos a su colega Léntulo hace unas semanas —le interrumpió Espartaco
—. ¿Has oído hablar de ese pequeño encuentro?
Sonaron más gritos de regodeo. El caballo de Baculus echó las orejas hacia atrás
y se movió de forma rápida y ágil de un lado a otro. El tribuno recuperó el control del
animal mascullando un juramento.
—Tú y esa chusma que te acompaña pagaréis caro por ese día —espetó.
—¿De veras?
—No estoy aquí para charlar con esclavos…
—¿Esclavos? —Espartaco giró la cabeza—. No veo a ningún esclavo aquí. Solo a
hombres libres.
El rugido que sonó en esa ocasión fue tres veces mayor que antes.
—Escúchame, salvaje tracio —siseó Baculus. Alzó la mano izquierda, que había
mantenido al costado. Echó el brazo hacia atrás y lanzó una bolsa de cuero a
Espartaco—. Un regalo de Lucio Gelio y Quinto Arrio, su propraetor —exclamó
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mientras volaba por el aire.
A Espartaco no le gustó el ruido seco y sustancioso que emitió la bolsa al caer
junto a sus pies, ni el ligero hedor que asaltó su olfato. No hizo ademán de cogerla.
Tenía cierta idea de lo que podía contener. Varios de sus exploradores habían
desaparecido a lo largo de las últimas semanas; había supuesto que los habían
apresado los romanos. «Me pregunto quién será este. Pobre desgraciado. No habrá
tenido una muerte fácil».
—Venga, echa un vistazo —dijo Baculus con desprecio—. Los hemos guardado
en salazón especialmente para ti.
«Entonces no es un explorador. Ya sé quién es».
—¿Tienes algo más que decir?
—Puede esperar.
—Eres un cerdo arrogante. —La bolsa no estaba bien cerrada, así que Espartaco
la puso boca abajo. No le sorprendió que lo primero que cayera fuera una cabeza
cortada, pero no se esperaba la mano masculina que salió a continuación. Espartaco
se fijó en el pelo rubio manchado de sangre y se le encogió el corazón. Le dio una
vuelta a la cabeza, que estaba en proceso de descomposición. Tenía unos gránulos de
sal adheridos a los globos oculares, los labios grises y flojos, y el muñón del cuello
enrojecido. Las otrora facciones agradables apenas resultaban reconocibles, pero era
Crixus. No cabía la menor duda. La enorme cicatriz en la nariz del hombre bastaba
para confirmarlo. Espartaco en persona le había infligido aquella herida al galo.
Desde el momento en que se habían conocido (y desagradado), la pelea fue
inevitable. No obstante, lamentaba ver muerto a Crixus.
Después de la pelea y de que Espartaco derrotara a Crixus, el galo y sus
seguidores se habían unido a él. Habían desempeñado un papel importante en su
huida del ludus. Crixus, que era un luchador peligroso y agresivo, no le había dado
tregua y había cuestionado su liderazgo e intentado ganarse constantemente el apoyo
de Castus y Gannicus. Crixus se había separado del ejército principal después de una
batalla en Thurii en la que habían derrotado al pretor Publio Varinio. Le habían
acompañado entre veinte y treinta mil hombres. Desde entonces, Espartaco había
oído rumores de sus avances a través del centro de Italia, pero no había tenido más
contacto con ellos. Hasta ese momento. Aquel trofeo espeluznante no era un buen
presagio acerca del destino de quienes habían seguido a Crixus, pero Espartaco se
mantuvo impasible.
—No se merecía este trato.
—Ah, ¿no? —exclamó Baculus—. Crixus… —sonrió al ver el asombro de los
hombres de Espartaco—, sí, de él se trata. Crixus no era más que un esclavo asesino
que mutiló a soldados romanos valientes sin motivo aparente. Se merecía todo lo que
le hicieron y más.
Espartaco recordó que Crixus había ordenado que amputaran las manos de más de
veinte legionarios en Thurii. El acto le había repugnado, pero no le había extrañado
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viniendo del galo. «Los romanos no iban a perdonar, ni olvidar, tal acción».
—¡Esto se lo hicisteis al cadáver! Crixus nunca se habría dejado coger con vida
—gritó. Tenía tentaciones de matar a Baculus allí mismo, para evitar que entregara su
mensaje, pero el hombre era un enviado, y además valiente. Hacían falta agallas para
acercarse a su ejército a caballo, solo y desarmado.
—Crixus se fue al Hades sabiendo que más de dos tercios de la chusma que lo
seguía habían muerto con él —anunció Baculus. Alzó la voz—: ¿Me oís, hijos de
puta? ¡Crixus está muerto! ¡MUERTO! ¡Igual que quince mil de sus seguidores! A uno
de cada diez prisioneros a los que tomamos le cortamos la mano derecha. No dudéis
que uno de esos destinos os espera hoy aquí.
Después de oír el nombre de Crixus, Carbo dejó de prestar atención a las
amenazas de Baculus. El mundo se cerró a su alrededor. «¿Crixus está muerto?
¡Demos gracias a Júpiter! ¡Demos gracias a Dioniso!». Aquel había sido uno de sus
ruegos más fervientes; algo que creía que nunca se cumpliría. Durante el saqueo de
una ciudad llamada Forum Annii hacía unos meses, Crixus y dos de sus acólitos
habían violado a Chloris, la mujer de Carbo. Espartaco había ayudado a salvarla, pero
ella había muerto a causa de las lesiones al cabo de unas horas. Rojo de ira y dolor,
Carbo se había propuesto matar a Crixus, pero Espartaco le había hecho jurar que no
lo mataría. En aquel momento, el galo era un líder esencial para parte del ejército de
esclavos. Se trataba de una petición a la que Carbo había accedido a regañadientes.
No obstante, cuando Crixus había anunciado que se marchaba, lo cual liberaba a
Carbo de su juramento, no había hecho nada… porque el galo lo habría hecho
picadillo. El hecho de convencerse de que Chloris habría querido que él viviera le
había servido hasta entonces, pero al ver la cabeza de Crixus en proceso de
descomposición, Carbo fue consciente de que sencillamente había tenido miedo de
morir. Sin embargo, la inmensa satisfacción que sentía entonces pesaba más que
cualquier preocupación que tuviera sobre acabar muerto en la batalla inminente. «El
hijo de puta murió consciente de que había fracasado… Eso es lo que importa».
Sin necesidad de mirar, Espartaco sabía la consternación que la cabeza de Crixus
y las noticias de Baculus habían causado entre sus hombres. Alzó la sica y se acercó
al tribuno.
—¡Que te den! ¡Dile a Gelio que voy a por él! ¡Y a por ti!
—Estaremos preparados. Igual que nuestras legiones —repuso Baculus con
firmeza. Ahuecó una mano delante de la boca—. ¡Mis hombres están sedientos de
batalla! ¡Os matarán a miles, esclavos!
Espartaco se abalanzó hacia delante y dio un fuerte golpe al corcel de Baculus en
los cuartos traseros con la hoja plana. El animal saltó de forma tan repentina que el
tribuno a punto estuvo de caerse. Maldiciendo, tiró de las riendas y consiguió
controlarlo de nuevo. Espartaco lo pinchó con la sica. Con una mirada feroz, Baculus
giró la cabeza de su montura hacia sus propias líneas.
—¡Considérate afortunado porque he respetado tu estatus! —gritó Espartaco.
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Baculus se alejó en silencio y con la espalda rígida. No volvió la mirada.
Espartaco escupió detrás de él. «Espero que no todos sean tan valientes como él».
Dejó de pensar en Baculus y se giró hacia sus hombres. El miedo se reflejaba en
muchos de los rostros. A la mayoría no se les veía demasiado seguros. Un silencio
tenso había sustituido los vítores estridentes y el choque de las armas. Tales cambios
en el estado de ánimo podían hacer perder una batalla. Espartaco lo había visto en
otras ocasiones. «Tengo que actuar rápido». Se agachó, cogió la cabeza mutilada de
Crixus y la blandió ante sus soldados.
—Es de todos sabido que Crixus y yo no nos llevábamos bien.
—¡Eso es quedarse corto! —gritó Pulcher.
El comentario provocó una risa.
«Bien».
—Aunque no éramos amigos, respetaba el valor de Crixus y sus dotes de mando.
Respetaba a los hombres que partieron con él. Al ver esto… —alzó más la cabeza de
Crixus— y saber qué les pasó a nuestros compañeros me enfurezco. ¡Me enfurezco
mucho! —Sus palabras fueron recibidas con un rugido indefinible y sordo—.
¿Queréis vengar a Crixus? ¿Venganza por nuestros compañeros de lucha?
—¡SÍ! —le respondieron a gritos.
—¡VEN-GAN-ZA! —Espartaco se giró para apuntar con la sica a las legiones—.
¡VEN-GAN-ZA!
—¡VEN-GAN-ZA!
Los dejó rugir de furia durante el transcurso de veinte latidos. Satisfecho entonces
con que hubieran recuperado la confianza, hizo sonar el silbato con todas sus fuerzas.
El sonido no llegó hasta muy lejos, pero los trompetas bien instruidos le estaban
observando. Una serie de soplidos de sus instrumentos puso fin a los gritos de forma
abrupta.
Espartaco introdujo la cabeza y la mano de Crixus en la bolsa. Si dejaba los restos
donde estaban, nunca volvería a encontrarlos. Crixus, o al menos aquellas partes de
su cuerpo, merecían un entierro digno. Se ató la pesada saca al cinturón y pidió al
Gran Jinete que no le estorbara en la lucha subsiguiente. Hecho esto, volvió a ocupar
su puesto en la primera fila. Sonriendo con determinación, Aventianus le tendió su
scutum y pilum. Carbo, junto con Navio, el veterano romano al que había reclutado
para su causa, asintió para indicar que estaban preparados. Taxacis, uno de los dos
escitas que, sin pedírselo, se habían convertido en sus guardaespaldas, enseñó los
dientes con un rugido silencioso.
—¡Adelante! —gritó Espartaco—. Manteneos alineados con vuestros
compañeros. Mantened los huecos entre las tropas.
Avanzaron al unísono, miles de pies pisoteando la corta hierba de la primavera.
La caballería de Espartaco gritaba de regocijo en los extremos, al tiempo que hacía
pasar a los caballos del paso al trote.
—Los jinetes de Gelio deben de estarse meando en los pantalones al verlos —
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exclamó Espartaco. Los hombres que tenía más cerca le aclamaron, pero entonces
sonaron las bucinae romanas. Los legionarios estaban avanzando—. Continuad,
muchachos. Preparad las jabalinas. Lanzaremos a treinta pasos, no más.
A Espartaco se le retorció el estómago de un modo que ya le resultaba familiar.
Había sentido la misma mezcla de emociones antes de cada batalla que había librado
en su vida. Un atisbo serpenteante de temor a no sobrevivir. La emoción enaltecedora
de marchar al lado de sus compañeros. El orgullo de saber que eran hombres que
darían su vida por él sin pensárselo, igua que él por ellos. Se deleitó con el olor a
sudor y cuero lubricado, las plegarias y peticiones murmuradas a los dioses, el
choque de las jabalinas contra los escudos. Dio gracias al Gran Jinete por brindarle
otra oportunidad de causar estragos entre las fuerzas de Roma, que en repetidas
ocasiones había enviado ejércitos a Tracia, donde habían derrotado a la mayoría de
las tribus, arrasado innumerables poblaciones y matado a su gente a miles.
Antes de que lo traicionaran y acabara vendido como esclavo, Espartaco se había
propuesto unir a las distintas comunidades de tracios y expulsar a las legiones de su
tierra para siempre. En el ludus, aquellas ideas no habían sido más que una fantasía,
pero la vida había cambiado el día que él y sesenta y dos hombres más habían
conseguido la libertad a la fuerza. A Espartaco le palpitaba el corazón ante la
expectativa. Había demostrado que casi todo era posible. Después de derrotar a los
soldados de Gelio, tenía vía libre hacia los Alpes.
Miró con los ojos entrecerrados a la hilera de legionarios que se aproximaba, lo
cual ya le permitía distinguir las facciones de los hombres.
—¡Cincuenta pasos! ¡No lancéis! Esperad a que dé la orden.
Varias jabalinas salieron disparadas desde las filas romanas. Les siguieron unas
cuantas veintenas más. Se oyeron los gritos airados de los centuriones ordenando a
sus soldados que pararan de lanzar mientras los pila se estrellaban sin causar daños
en la tierra que separaba a ambos ejércitos. Espartaco se echó a reír. Solo un puñado
de sus hombres había respondido lanzando sus proyectiles.
—¿Lo veis? ¡Los cerdos romanos están nerviosos!
Los soldados profirieron gritos de entusiasmo.
Tramp, tramp, tramp.
El sudor resbalaba por la frente de Carbo y le entraba en los ojos. Parpadeó para
evitarlo y clavó la mirada en un legionario que tenía justo enfrente. El soldado era
joven, de una edad similar a la suya, de hecho, y las mejillas lampiñas de su rostro
transmitían un temor desaforado. Carbo se mostró insensible. «Él eligió su bando y
yo el mío. Los dioses decidirán quién de los dos sobrevive». Carbo afianzó el brazo
derecho para asegurarse de que la jabalina estaba equilibrada. Apuntó al legionario.
—¡Cuarenta pasos! —gritó Espartaco—. ¡Manteneos firmes! —Eligió su
objetivo: el centurión más cercano de la fila delantera romana. Si por suerte el oficial
caía, la resistencia en esa zona de la línea flaquearía o incluso se vendría abajo.
Frunció el ceño. ¿Por qué los legionarios no habían lanzado los pila todavía? «Gelio
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debe de haber ordenado a sus soldados que no actúen hasta el último momento. Una
táctica arriesgada».
Treinta y cinco pasos. Espartaco contó los últimos cinco pasos con emoción
creciente antes de bramar:
—¡Tres primeras filas, lanzad!
Echó el brazo derecho hacia atrás y levantó la jabalina hacia el cielo azul. Cientos
de pila se sumaron al gesto formando una bandada densa y de movimientos rápidos
que oscureció por momentos el cielo que separaba ambos ejércitos antes de descender
como una lluvia letal de metal afilado. Los oficiales romanos ordenaron a sus
hombres con un aullido que alzaran los escudos. Espartaco hizo una mueca de
satisfacción al verlo. Lentos. Eran demasiado lentos. Las jabalinas de sus hombres
cayeron rápidamente y dejaron inutilizados a veintenas de scuta, pero también se
clavaron con fuerza en la carne de los legionarios que no habían obedecido las
órdenes con la suficiente celeridad.
—¡Lanzad el segundo pilum! —gritó. En cuanto sus hombres hubieron lanzado
esos proyectiles, dijo—: ¡Tres primeras filas, apoyaos en una rodilla! —Miró a ambos
lados y le satisfizo ver que los oficiales más cercanos repetían su orden. Los
trompetas enseguida transmitieron la orden a lo largo de la fila—. Filas cuarta, quinta
y sexta, preparad jabalinas. En cuanto dé la orden. ¡LANZAD!
Una tercera ráfaga de pila describió un arco bajo y curvo. A su derecha e
izquierda le siguieron infinidad de proyectiles. Espartaco no veía que los romanos
respondieran lanzando jabalinas. Los legionarios estaban sumidos en el caos. Con un
poco de suerte, su caballería estaría causando estragos en los flancos. Le embargó una
esperanza ardiente y ordenó una cuarta ráfaga.
—¡De pie! Desenvainad las espadas. ¡En formación cerrada!
Los hombres de las filas delanteras se movieron con fluidez para colocarse
hombro con hombro. Pusieron los escudos uno junto al otro mientras los soldados de
las filas subsiguientes se colocaban justo detrás, utilizando los scuta para reforzar la
línea.
En cuanto estuvieron preparados, Espartaco bramó:
—¡A LA CARGA!
Convertidos en una masa que berreaba, se abalanzaron sobre los romanos. Alguna
jabalina esporádica se deslizó rápidamente hacia ellos, pero no se produjo una
respuesta conjunta. Espartaco había visto que su pilum había alcanzado al centurión
en el pecho y lo había hecho caer hacia el escudo del hombre que tenía detrás. No
tenía ni idea de adónde había ido a parar su segunda jabalina, pero daba igual. Lo que
importaba era golpear a los romanos con la mayor fuerza humana posible.
Recorrieron los últimos pasos como un torbellino. Espartaco perdió la noción del
tiempo. Se mantuvo bien cerca de los soldados que tenía a ambos lados; intentó no
perder el equilibrio; mató o incapacitó a sus contrincantes de la forma más rápida
posible. A veces la oscilación de la saca que contenía la cabeza y la mano de Crixus
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amenazaba con desequilibrarlo, pero Espartaco aprendió a predecir sus movimientos.
Aquella carga alimentaba su furia, su odio hacia Roma. «Crixus y sus hombres deben
ser vengados».
Siguió luchando. Todo se desarrolló como un sueño. Golpeó con el tachón del
escudo; observó al enemigo echar la cabeza hacia atrás de forma instintiva. Clavarle
la espada en la garganta. Alzar el escudo para evitar el chorro de sangre caliente que
brotó al extraer la sica. Verificar que a derecha e izquierda sus compañeros estaban
bien. Buscar un nuevo objetivo. Darle una estocada en el vientre. Ver cómo sucumbía
de forma agónica. Prepararse con el scutum. Arrancar la espada. Pasar por encima de
la masa aulladora que había sido un hombre. Gritar como un poseso. Esquivar el
corte frenético de un legionario con el escudo. Deslizar la hoja por encima del scutum
del otro y clavársela directamente en la boca. Oír como interrumpía el grito ahogado
de agonía. Notar como el hierro pillaba los huesos del cuello del romano. Ver cómo la
luz de los ojos se apagaba como la de una lámpara. Empujar hacia delante. Matar a
otro soldado. Pisar el cadáver. Buscar a otro enemigo al que matar. Y a otro más.
Una y otra vez, sin cesar.
De repente, ya no tenía más legionarios delante.
Espartaco frunció el ceño. Ni mucho menos había saciado sus ansias de sangre.
Entonces se percató de que alguien le gritaba al oído. Desconcertado, giró la cabeza y
reconoció la nariz aplastada de Taxacis.
—¿Eh?
—Los romanos… huido.
La neblina roja que empañaba la visión de Espartaco empezó a disiparse.
—¿Están huyendo?
Taxacis se echó a reír.
—¡Sí! ¡Mira!
Entonces Espartaco entendió lo que estaba viendo. Toda la parte central de la fila
de Gelio había cedido y huía del campo de batalla. Estaban rodeados por cientos de
legionarios, muertos, moribundos o gritando por el dolor que les producían las
heridas. Había armas desperdigadas por todas partes. El cónsul se había esfumado.
Sin embargo, aquí y allá algunos de sus hombres seguían luchando. A menudo
defendían un estandarte, pero sus esfuerzos heroicos daban igual a las hordas
chillonas de soldados de Espartaco que los rodeaban. A ambos lados, las legiones
seguían aguantando, pero se dio cuenta de que esa situación no iba a durar. Sus
soldados de caballería ya estaban a la vista en la retaguardia de la posición romana, lo
cual significaba que la caballería enemiga había sido repelida. Los flancos de Gelio
no soportarían una carga desde atrás. Ninguna tropa del mundo era capaz de hacerlo.
—Hemos ganado —dijo lentamente—. Otra vez.
—¡Gracias a ti! —Taxacis le dio una fuerte palmada en la espalda. Espartaco veía
el asombro en sus ojos—. No solo… buen general. También buen… guerrero.
Romanos pensaron… que llegar un demonio. —Sonriendo de oreja a oreja, alzó un
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puño en el aire—. ¡ES-PAR-TA-CO!
Todos los hombres que le oyeron se sumaron a la cantinela.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!
La euforia de Espartaco se diluyó un poco al recordar a quienes habían muerto
para que llegaran a ese punto. Seuthes y Getas, sus compañeros de lucha tracios.
Oenomaus, el carismático germano que había sido el primero en ofrecer su apoyo
cuando a Espartaco se le había ocurrido la idea de escapar del ludus. Cientos y
cientos de hombres cuyos nombres ni siquiera sabía. «Siempre os honraré». Bajó la
mirada hacia la saca que le colgaba de la cintura. «Incluso a ti».
—No debemos olvidar a Crixus ni a todos sus seguidores que murieron.
—Crixus era… cabrón —gruñó Taxacis—, pero cabrón… valiente.
—Cierto —convino Espartaco. Lanzó una mirada al grupo más cercano de
legionarios, que habían bajado los brazos e intentaban rendirse. Pocos lo conseguían.
En circunstancias normales le habría dado igual, pero le llegó la inspiración—.
¡Perdonadles la vida! —gritó—. Reunid a los hombres que deseen rendirse y traedlos
a nuestro campamento. —Taxacis lo miró con expresión confundida—. Ya lo
entenderás después. —Espartaco no dio más explicaciones. El plan seguía tomando
forma en su interior.
Desde el momento en que por la mañana Espartaco había dirigido al ejército fuera
del vasto campamento, Ariadne se había mantenido ocupada. Primero había
sacrificado un gallo para Dioniso y había prometido al dios la ofrenda de un buen
toro si su esposo salía ileso y vencedor de la inminente batalla. Ariadne no había
intentado entrar en el estado de semitrance que a veces se permitía para estar en
comunión con Dioniso. Los años que llevaba siendo sacerdotisa le habían enseñado a
no esperar visiones ni revelaciones cuando realmente importaba. El dios al que
veneraba era incluso más caprichoso que otras deidades. Su mejor táctica en cuanto
había realizado sus peticiones era mantenerse ocupada con otros asuntos.
No tenía posibilidad de observar la batalla. Como era de imaginar, Espartaco se lo
había prohibido, y la presencia constante de Atheas, el segundo de sus escitas,
implicaba que todo intento de desobedecerle sería en vano. Sin embargo, no podía
quedarse de brazos cruzados, preocupándose y lamentándose, como hacían otras
mujeres. «Estoy embarazada, pero eso no quiere decir que no pueda ser útil».
Mantenerse ocupada la ayudaba a no prestar atención al sonido débil y ocasional de
los toques de trompeta que transportaba el aire.
Estaba solo de cuatro meses. Hasta el momento Ariadne había conseguido
disimular la redondez de su vientre y el aumento de tamaño de sus pechos vistiendo
vestidos holgados y bañándose sin que la vieran. No obstante, a juzgar por las
miradas recientes que había recibido, Ariadne sabía que no faltaba mucho para que se
corriera la voz de que esperaba un hijo de Espartaco. Eso si es que el brillo de su
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melena negra y el buen tono de su piel de porcelana fruto del embarazo no la habían
delatado ya. También había otros indicios. En su espejo de bronce había notado que
su rostro ovalado se había vuelto más dulce y atractivo. «Disfruta mientras puedas»,
pensó.
Se estremeció de alegría al imaginarse con un hermoso bebé en brazos ante la
mirada sonriente de su esposo. Pero enseguida notó que un terror conocido se abría
paso en su interior. ¿Y si había interpretado mal el sueño de Espartaco? ¿Y si estaba
destinado a morir en una batalla contra los romanos? ¿Ese día? «Deja de pensar en
eso. Ganará. Cruzaremos los Alpes mientras sea todavía verano. Saldremos de Italia
por completo». Se sintió más feliz al pensar así. Pocas tribus se atreverían a
entorpecer el paso de su ejército, aunque estuviera mermado, y se dirigirían a Tracia.
«Me muero de ganas de ver la cara de Kotys —pensó vengativa—. Pagará por lo que
nos hizo. Igual que Polles, el abanderado del rey».
—Basta ya de soñar despierta —se dijo—. No tientes a la suerte.
Atheas, que estaba apilando vendajes, alzó la vista.
—¿Qué?
—Nada. —«Dioses mediante, mis esperanzas se harán realidad». Ariadne contó
los rollos apilados de tela que tenía a sus pies. Servirían para vendar las horribles
heridas que pronto iban a ver—. Quinientos. No basta. —Desplazó la mirada hacia la
veintena de mujeres que rasgaban sábanas, túnicas y vestidos para convertirlos en
vendas de distintos tamaños. Se sintió aliviada al ver que el montón de prendas que
tenía a sus pies seguía siendo considerable—. Más rápido. Es probable que
necesitemos todo esto. —A Ariadne no le sorprendió que las mujeres agacharan la
cabeza y la conversación fuera decayendo hasta convertirse en un susurro ocasional.
La respetaban por ser esposa de Espartaco, pero el hecho de ser también sacerdotisa
de Dioniso la colocaba en un estatus similar al de él. Los esclavos sentían una estima
especial por el dios. «Yo soy en parte el motivo por el que Espartaco tiene tantos
seguidores —pensó con orgullo—. Que dure, y mucho».
Ariadne apartó de su mente todo lo que no estuviera relacionado con los
preparativos para recibir a los heridos y se embarcó en un recorrido de la zona
habilitada como hospital, situada en el extremo del campamento más cercano al
campo de batalla. Comprobó que los médicos y los camilleros estuvieran preparados,
que hubiera abundancia de vino para los heridos, y ordenó que se montaran otros
cincuenta lechos improvisados. No tardó tanto en hacerlo como le habría gustado.
Cuando terminó, las preocupaciones volvieron a embargarla. Alzó la vista al sol, que
había alcanzado el cénit.
—Llevan fuera cuatro horas.
—No tanto… tiempo —manifestó Atheas, que hizo un intento por sonar
tranquilo, lo cual no consiguió.
Ariadne se quejó.
—Parece una eternidad.
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—Batalla… puede durar… todo día.
Ariadne se estrujó el cerebro para ver qué podía hacer, una tarea que le impidiera
angustiarse por el peor resultado posible para Espartaco y sus hombres.
Tan-tara-tara. Ariadne se sobresaltó. La trompeta sonaba cerca. A menos de
medio kilómetro de distancia. El miedo empezó a corroerla por dentro.
—¿Esos son los…?
Atheas acabó la pregunta.
—¿Romanos?
—Sí.
—No… sé. —Atheas inclinó la cabeza y aguzó el oído.
Las trompetas estaban ya un poco más cerca, lo cual permitió a Ariadne
diferenciar los pitidos irregulares y las notas desafinadas. El corazón le dio un vuelco
de alegría y apenas escuchó a Atheas cuando dijo:
—Los trompetas romanos… tocar mejor.
«¡Entonces han vencido! Haz que siga con vida, Dioniso, por favor». Ariadne no
corrió al encuentro de los soldados que regresaban, tal como había hecho después de
la batalla contra Léntulo, sino que caminó con el máximo de tranquilidad hacia el
comienzo del camino que Espartaco y sus hombres habían tomado aquella mañana.
Atheas la siguió como si fuera su sombra. Casi todas las mujeres siguieron a la
pareja. El ambiente se llenó de plegarias que pedían el regreso de sus hombres sanos
y salvos.
La única concesión que Ariadne hizo a su agitación interna fue apretar los puños
a los costados, sin que la vieran. El rostro tatuado de Atheas estaba impasible, como
siempre.
Cuando la multitud de soldados animados dobló la curva y vio a Espartaco, ileso,
entre ellos, Ariadne sintió tal alivio que le flaquearon las rodillas. Agradeció la mano
de Atheas, que la agarró del brazo hasta que recuperó fuerzas.
—Han vuelto a ganar.
—Es un… gran líder.
Ariadne dejó que las mujeres pasaran junto a ella como un torrente en dirección a
sus hombres y esperó a que Espartaco llegara hasta donde ella estaba. Taxacis, que
iba a su lado, llamó contento a Atheas en su idioma gutural. Carbo saludó con la
cabeza a Ariadne, que estaba tan contenta que casi se le olvidó responder.
Los hombres de Espartaco se apartaron de ella por iniciativa propia para
permitirles cierta intimidad. Iban coreando su nombre al caminar y Ariadne notó el
intenso amor que sentían por él en sus ojos. Espartaco llevaba el casco bajo un brazo
y, al igual que sus soldados, iba salpicado de sangre de pies a cabeza. Le otorgaba un
aura de invencibilidad, pensó. En cierto modo, entre la locura y la destrucción de la
batalla, no solo había matado a sus enemigos, sino que había conducido a sus
hombres a la victoria y sobrevivido. A pesar del rojo que le cubría la cara, sus ojos
grises seguían destacando. Sin embargo, en ellos ardía una furia que impidió que
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Ariadne hiciera lo que quería hacer, que era lanzarse a sus brazos.
—Habéis ganado.
—Sí, gracias al Jinete. Nuestras ráfagas de jabalinas los han pillado
desprevenidos y no han llegado a recuperarse de la carga inicial. Su centro se ha
desmoronado. Nuestra caballería ha ahuyentado a sus jinetes y entonces han lanzado
los flancos de la retaguardia. Les hemos infligido una derrota aplastante.
—No pareces muy contento. ¿Gelio ha conseguido huir?
—Por supuesto. Ha corrido como una rata que huye de un barco al borde del
naufragio. Pero él me importa un bledo. —Espartaco dio un golpecito a la saca que le
colgaba de la cintura—. Es esto y lo que significa.
Ariadne notó el hedor de la carne en descomposición y se le revolvió el estómago.
—¿Qué es?
—Todo lo que queda de Crixus —dijo Espartaco; le rechinaban los dientes—. La
cabeza y la mano derecha.
Ariadne se horrorizó.
—Cómo…
—Antes de que comenzara la batalla, un puto tribuno engreído ha aparecido a
caballo y las ha tirado al suelo delante de mí. Gelio quería hacer cundir el pánico
entre nuestros hombres y lo ha conseguido. Sin embargo, yo les he hecho recuperar
los ánimos. Les he hecho arder de ira, les he ofrecido vengarnos de quienes habían
caído.
—¿Eran muchos?
—Más de la mitad del ejército de Crixus. —A Espartaco se le nubló la vista—.
Muchas vidas perdidas de forma innecesaria.
Ariadne agradecía sobremanera que Espartaco estuviera vivo.
—Se marcharon por iniciativa propia.
Dio la impresión de que él no la había oído.
—Esta noche tengo intención de celebrar un funeral en su honor. Haremos una
hoguera enorme y, ante ella, contemplaremos nuestro propio munus. —Advirtió la
mirada inquisidora de ella—. Pero los hombres que participen en él no serán esclavos
ni gladiadores, sino que serán hombres libres. Ciudadanos romanos. Creo que a
Crixus le habría gustado la idea. A mis soldados seguro que les gusta. Una ofrenda de
tal magnitud satisfará al dios Jinete y a Dioniso. Debería asegurar que nuestro camino
hacia el norte sigue abierto.
—¿Lucharán a muerte?
Espartaco soltó una risa iracunda.
—¡Sí! Me ha parecido que cuatrocientos sería un buen número. Pueden luchar
entre ellos por parejas. Los doscientos que sobrevivan al primer combate se
enfrentarán entre sí; luego los cien restantes y así hasta que solo quede un hombre en
pie. Él llevará la noticia a Roma.
Ariadne se quedó un poco escandalizada. Nunca había visto a Espartaco tan
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despiadado.
—¿Estás seguro de hacer tal cosa?
—No he estado más seguro en mi vida. Enseñaré a esos hijos de puta de Roma
que nosotros los «esclavos» hacemos lo que nos da la gana. Que somos iguales que
ellos en todos los sentidos.
—No es eso lo que pensarán. Se limitarán a pensar que somos unos salvajes.
—Que piensen lo que se les antoje —respondió rápidamente. Espartaco había
sustituido la furia de la batalla por una ira fría y despiadada. Se trataba de un
sentimiento que lo embargaba de vez en cuando. Cuando su hermano Maron había
muerto de forma agónica con el cuerpo atormentado por el veneno de una herida en el
vientre. Cuando Getas, uno de sus amigos más antiguos, había muerto con una espada
clavada destinada a él. Y recientemente, justo antes de la batalla contra el cónsul
Léntulo. Respiró hondo, saboreando su ira gélida. En aquel preciso momento
Espartaco habría matado a todo romano que existía sobre la faz de la tierra. «Sería la
única manera de que aprendieran a respetarme», pensó. «A temerme. El munus será
un comienzo».
—La humillación enfurecerá a los romanos. Reunirán a las legiones e irán a por ti
otra vez.
—Para entonces ya hará tiempo que nos habremos marchado —aseveró.
«Gracias a todos los dioses». A Ariadne le había preocupado que su último éxito
cambiara la decisión de marcharse de Italia. «Con un poco de suerte, mi hijo nacerá
en la Galia o incluso Iliria». Se aferró a esa esperanza como si le fuera la vida en ello.
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Para cuando anocheció, las órdenes de Espartaco se habían cumplido.
Encendieron una hoguera enorme con troncos caídos, carretas romanas requisadas y
equipamiento desechado en el extremo del campamento del ejército. Las llamas se
alzaban hacia el cielo nocturno e irradiaban un calor inmenso que mantenía a raya el
frío aire de la montaña. Sacrificaron y descuartizaron veintenas de ovejas y ganado
tomados del campamento abandonado de Gelio. Las jabalinas se utilizaban como
espetones improvisados para asar los pedazos sanguinolentos de carne sobre el fuego.
Partieron el cuello de las ánforas para facilitar el acceso al vino que contenían. Por
todas partes los hombres bebían, reían y brindaban. Algunos bailaban borrachos al
son de tambores, silbatos y liras. Los sonidos de los distintos instrumentos emitían
una cacofonía tintineante, pero a nadie le importaba. Era el momento de las
celebraciones. Habían sobrevivido a otra batalla y derrotado al segundo cónsul
romano, cuyo ejército había huido. Los soldados de Espartaco se sentían como los
héroes conquistadores de las leyendas y su líder era el mejor de todos. No paraban de
sonar cánticos espontáneos de «¡ES-PAR-TA-CO!». Dondequiera que fuera, los hombres
le ofrecían bebida, le daban palmadas en la espalda y le juraban lealtad eterna.
Carbo también había oído los rumores. No acababa de creérselos. Desasosegado,
se quedó con Navio, un hombre bajo y robusto de pómulos marcados y ojos de un
color distinto. «Es raro —pensó Carbo, al observar a los miles de ex esclavos—, son
mis compañeros pero yo estoy con otro romano». Los hombres, de una docena de
razas, representaban todos los tamaños y formas bajo el sol. Gladiadores duros,
pastores fibrosos y vaqueros quemados por el sol. Galos melenudos, germanos
fornidos y tracios tatuados. Seguían llevando sus armas, ensangrentadas de la batalla
contra el ejército de Gelio. Vestidos con cotas de malla romanas y petos, con sencillas
túnicas o incluso con el torso al aire, eran todo un espectáculo, temible y amenazador.
—¿De verdad que lo va a hacer?
—Tenlo por seguro.
—Es una barbaridad.
Navio le dedicó una mirada astuta.
—Brutal o no, esto es hacer justicia para Espartaco y sus hombres.
—¿Es necesario que sacrifique a tantos?
—Es habitual que docenas de gladiadores luchen en un munus para conmemorar
la muerte de una sola persona, ya lo sabes. Esta noche Espartaco recuerda a miles de
compañeros. No me extraña que haya elegido tal cantidad de legionarios.
—¿Te da igual? —siseó Carbo, señalando con la cabeza a los cuatrocientos
prisioneros que estaban atados cerca. Varios grupos de hombres de Espartaco los
tenían rodeados por tres lados, espadas desenvainadas en mano. El cuarto lado
quedaba abierto hacia el fuego. Ahí se había apilado un montón de gladii.
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—Son nuestra gente.
—Contra la que has luchado hoy. A quien has matado.
—Eso es distinto. Era una batalla. Esto…
—Odio todo lo que representa la República, ¿recuerdas? —le interrumpió Navio
—. Mi padre y mi hermano pequeño murieron luchando contra hombres como esos.
Por mí, se pueden ir todos al Hades.
Carbo se quedó callado ante tanta ira. Navio y su familia habían seguido a Quinto
Sertorio, un partidario mariano. Tras la muerte de Mario, el Senado proscribió a
Sertorio. Traicionado, Navio luchó contra la República durante varios años, pero al
final en Iberia se le acabó la suerte. De todos modos, pensaba Carbo, una cosa era
enfrentarse a los suyos en una batalla, cuando la cuestión era matar o morir. Era muy
distinto a obligar a los prisioneros a enfrentarse a muerte entre ellos. La idea le
repugnaba. Decidió decirle algo a Espartaco.
Su líder no tardó en aparecer acompañado de Ariadne, Castus y Gannicus. Detrás
de él caminaban unos soldados cargados con cuatro águilas de plata y un gran
número de estandartes de las cohortes. Incluso había varios grupos de fasces, los
hatillos de varas ceremoniales que portaban los guardaespaldas de los magistrados,
que además eran el símbolo de la justicia romana. Se oyó una gran ovación cuando el
tracio se situó junto al montón de armas. A pesar del enfado, Carbo se quedó
sobrecogido al ver a su líder con los trofeos de la batalla.
Como era de esperar, los ojos aterrados de los prisioneros también se posaron en
Espartaco. Sabían quién era aunque no lo reconocieran. Al tracio se le conocía y
vilipendiaba por toda la República como si de un monstruo se tratara, un hombre sin
escrúpulos, que desafiaba todas las convenciones sociales. Ahí estaba, una figura con
el pelo al rape con armadura romana y con los brazos musculosos y la hoja de la
espada cubiertos con la sangre de sus compañeros. Normal y corriente en muchos
sentidos, pero todo él, desde la expresión impertérrita a los puños apretados, inspiraba
temor y amenazaba muerte.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! —coreaban los esclavos.
Espartaco alzó los brazos para agradecer los vítores de sus hombres.
Castus dedicó a Gannicus una mirada amarga, que él le devolvió. Nadie se
percató.
Haciendo caso omiso del «¡Espera!» que le gritó Navio, Carbo se acercó a
Espartaco al trote.
—¿Podemos hablar?
—¿Ahora? —preguntó Espartaco con voz áspera. Fría.
—Sí.
—Que sea rápido.
—¿Es cierto que todos estos hombres menos uno van a morir luchando entre sí?
La mirada de Espartaco lo dejó clavado en el sitio.
—Sí.
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—¡Pues claro que sí, joder! —exclamó Gannicus.
—¿Tienes algún problema con ello? —gruñó Castus, tocando la empuñadura de
la espada.
Carbo se quedó donde estaba.
—Se merecen algo mejor que esto.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué? —De repente tuvo la cara de Espartaco a un centímetro de
distancia—. Así es como los gladiadores de toda Italia mueren cada día del año, para
divertimento de tus ciudadanos. Muchos, por no decir la mayoría, no han cometido
ningún crimen. —Espartaco era consciente de que los galos estaban soltando rugidos
para mostrar que estaban de acuerdo—. Lo que estamos a punto de presenciar no es
más que un cambio de tornas.
Era difícil negar la lógica de la situación, pero a Carbo seguía repugnándole.
—Yo…
—Basta —bramó Espartaco, y Carbo inclinó la cabeza.
Decir algo más supondría una amenaza para su amistad con el tracio, aparte de
arriesgarse a que alguno de los galos le atacara. Observó entristecido cómo Espartaco
volvía a alzar las manos y se hacía el silencio.
—No os he convocado para felicitaros por vuestros actos en la batalla hoy contra
Gelio. Todos sabéis cuánto admiro vuestro valor y lealtad. —Espartaco dejó que sus
seguidores le ovacionaran antes de continuar—. Estamos aquí por otra razón. Un
motivo triste. Nos hemos enterado de la muerte de Crixus y de dos tercios de sus
hombres. Murieron en un amargo enfrentamiento contra Gelio en el monte Gárgano,
hace aproximadamente un mes.
Los soldados que observaban exhalaron un fuerte suspiro entrecortado.
«Eligieron su propia suerte —pensó Carbo—. Se marcharon con el hijo de puta
de Crixus».
—Al igual que a nuestros propios muertos, debemos honrar a Crixus y a sus
hombres caídos. Pedir a los dioses que no los olviden y que les permitan a todos y
cada uno de ellos entrar en el Eliseo. ¿Qué mejor manera para hacerlo que celebrando
nuestro propio munus? —Cuando un aullido animal brotó de sus seguidores,
Espartaco señaló la pila de gladii—. Cada prisionero cogerá una espada. Emparejaos
entre vosotros y caminad alrededor del fuego hasta que se os indique que paréis.
Cuando dé la orden, pelearéis a muerte en pareja. Los supervivientes se enfrentarán
entre sí y así sucesivamente, hasta que solo quede un hombre.
Los vítores ensordecedores con los que se vieron respondidas las órdenes de
Espartaco ahogaron los gritos conmocionados de los romanos. Una docena de
hombres se desplazó entre ellos y cortaron las cuerdas que los mantenían unidos y
atados. Ninguno de los prisioneros dio un solo paso. Espartaco meneó la cabeza y los
guardas empezaron a pinchar a los legionarios con las espadas. Más de uno les hizo
sangre, lo cual provocó burlas y silbidos a costa de los cautivos. Aquello era mejor
que cualquier sueño que hubieran tenido los ex esclavos.
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Ningún romano se había movido todavía para coger un gladius.
Carbo notó un orgullo perverso por lo que veía. «Aún no se les ha acabado el
valor».
—¡Armaos! —gritó Espartaco—. Contaré hasta tres.
Un oficial que llevaba el casco con el penacho transversal de los centuriones se
abrió paso hacia el frente de la masa de prisioneros. Su pelo entrecano, el aspecto
maduro y las múltiples condecoraciones que adornaban su pecho revelaban su larga
experiencia… y su valentía.
—¿Y si nos negamos?
—Os crucificaremos uno por uno. —Espartaco alzó la voz para que todos le
oyeran—. Aquí mismo, para que os vean los demás.
—A los ciudadanos no se les puede… —El centurión se sonrojó y su voz se
apagó al darse cuenta de que Espartaco había elegido muy bien la alternativa. La
opción que tenían era morir de forma indigna pero redentora a punta de espada o el
destino más degradante posible para un romano. El centurión caviló unos instantes y
entonces avanzó para coger un gladius. Al enderezarse, lanzó una mirada asesina a
Espartaco. Les separaban apenas diez pasos y media docena de hombres armados.
El tracio desplegó una amplia sonrisa y los nudillos se le pusieron blancos en la
empuñadura de la sica.
—Si quieres, hay una tercera opción. Si bien yo acabaría contigo rápidamente, no
puedo garantizar que mis hombres hicieran lo mismo.
—Dame media oportunidad y le cortaré los huevos y se los haré comer —rugió
Castus—. Y eso solo para empezar.
Otros hombres gritaron lo que les gustaría hacerles al centurión y a todos sus
compañeros. Carbo intentó endurecerse ante la suerte que aguardaba a los
prisioneros, pero no lo consiguió. Aunque aquellos soldados eran sus enemigos, no se
merecían que les obligaran a matarse entre sí y mucho menos torturarlos hasta morir.
Sin embargo, no podía decir nada. Ya había agotado la paciencia de Espartaco.
Espartaco seguía repasando al centurión de arriba abajo.
—¿Y bien? —El oficial inclinó la cabeza y se hizo a un lado arrastrando los pies
—. El siguiente —llamó Espartaco.
Intimidados todavía más por la cobardía del centurión, los legionarios empezaron
a desfilar para coger una espada.
Espartaco elevó una súplica a Dioniso y al Gran Jinete. «Que la sangre de estos
romanos sea una ofrenda adecuada para ambos, oh Grandes. Que asegure que Crixus
y sus hombres tengan un viaje rápido al paraíso de los guerreros». El galo no se
merecía menos. A pesar de sus defectos, Crixus había sido un guerrero poderoso.
A Ariadne no le entusiasmaba la idea de lo que estaba a punto de ocurrir, pero era
imposible negar la magnitud de aquella ofrenda a los dioses. Pocas deidades
permanecerían indiferentes a tal regalo. Y si aquello les ayudaba a ella y a Espartaco
a marcharse de Italia para siempre, estaba dispuesta a asumirlo.
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Al poco, doscientos pares de legionarios se colocaron uno frente al otro alrededor
de la hoguera. Algunos, como el centurión, se mantenían orgullosos con los hombros
hacia atrás, pero la mayoría rezaban a sus dioses. Algunos incluso sollozaban.
Sobrecogidos por el cambio de papeles, los soldados de Espartaco volvieron a
quedarse callados.
Espartaco dedicó un corto panegírico a Crixus. Le recordarían por su liderazgo,
su claridad al hablar y su valor. Sus hombres también serían recordados por sus
esfuerzos valerosos. Sus palabras fueron recibidas con una gran ovación. Acto
seguido, se dirigió a los romanos.
—Hoy habéis aprendido en el campo de batalla que todos estos hombres son
vuestros iguales, ¡o mejores! Ahora lo aprenderéis de otro modo. Todos vosotros
habéis presenciado luchas de gladiadores en las que estos morían para conmemorar a
los muertos. Probablemente nunca os plantearais que esos hombres se veían
obligados a hacer lo que hacían. Esta noche tenéis esa oportunidad porque nosotros,
los esclavos, os observaremos haciendo lo mismo. —Espartaco escudriñó los rostros
aterrados que tenía cerca y se detuvo en el centurión—. Es una muerte digna que
escoger y mucho más virtuosa que la crucifixión. Por ello os saludo. ¡Que muráis
bien! —Alzó la sica y la mantuvo en alto durante unos instantes, antes de dejarla caer
—. ¡Empezad!
Mientras los prisioneros se preparaban para atacarse entre sí un aullido brotó de la
muchedumbre de espectadores. Era el mismo sonido sanguinario que Espartaco había
oído al luchar en la arena. Deseó que todos los senadores estuvieran a punto de
enfrentarse entre sí delante de él en vez de cuatrocientos legionarios.
Carbo no quería presenciar la carnicería, pero su posición al lado de Espartaco así
lo exigía. Si cerraba los ojos se arriesgaba a que lo acusaran de aprensivo o, lo que es
peor, de cobarde. A pesar de sus recelos, enseguida se quedó absorto en el
espectáculo. El choque del metal contra el metal, los gruñidos de esfuerzo y los
inevitables gritos de dolor resultaban fascinantes. Muchos legionarios prefirieron
morir rápido y permitieron que sus contrincantes les atravesaran con la espada o les
cortaran la cabeza. A Carbo no le extrañaba. ¿Para qué molestarse en ganar una lucha
cuando la victoria significaba un segundo combate y luego otro después de ese? Lo
que le sorprendió fue el nivel de encarnizamiento con el que algunos prisioneros se
enfrentaban entre sí. Su deseo de vivir era lo bastante grande para ellos como para
matar a un compañero sin contemplaciones. Cubiertos de sangre, aguardaban con
pecho palpitante que acabaran las demás peleas.
Carbo se fijó en que el centurión que había hablado con Espartaco era uno de los
doscientos «vencedores». Quizá fuera por sus facciones agradables, pero el oficial de
alto rango le recordaba a su padre, Jovian. Aquella idea le partió el corazón. Hacía
más de un año que Carbo no veía a su familia, desde que había huido de su casa. Una
casa que había pasado a ser propiedad de Craso, el hombre al que su padre debía una
fortuna. Poco después de que él se marchara, Jovian y su madre habían viajado a
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Roma para vivir de la compasión de un pariente rico. A Carbo, el orgullo le había
impedido acompañar a sus padres. Ni siquiera sabía si estaban vivos o muertos. «Y el
centurión pronto estará muerto».
Cuando terminaron las primeras peleas, Espartaco ordenó a sus hombres que se
llevaran a rastras los cuerpos de los perdedores.
—A los hombres que todavía respiren hay que cortarles el cuello. Apiladlos en un
montón ahí. Mientras tanto, ¡los que quedáis ya podéis ir empezando! —Su anuncio
se recibió con una fuerte ovación. A Carbo le entraron náuseas. Se alegraba de que
Espartaco no le prestara atención.
Al cabo de un rato, cien cuerpos más yacían despatarrados entre charcos de
sangre. Quedaban cien romanos, incluido el centurión. Pronto la cantidad se redujo a
cincuenta y después a veinticinco.
—¡Peleas bien! —le gritó Espartaco al centurión—. Quédate a un lado mientras
las restantes dos docenas se enfrentan entre sí.
Impertérrito, el oficial obedeció.
Los doce hombres que sobrevivieron al quinto combate estaban exhaustos.
Quedaron seis legionarios después de la siguiente serie de enfrentamientos
brutales. Estaban tan cansados que apenas podían sostener los gladii en alto, pero no
se les permitía descansar.
—¡Seguid luchando! —gritó Espartaco. Todo aquel que flaqueara recibía
amenazas y empujones de los guardas.
Espartaco ordenó al centurión que volviera a participar cuando quedara un trío de
legionarios. Teniendo en cuenta que había luchado contra tres hombres menos que su
contrincante, no fue de extrañar que el oficial experimentado lo despachara con
facilidad, ni tampoco que ganara el último combate. Se quedó parado con la cabeza
inclinada sobre el cadáver de su última víctima moviendo los labios mientras
entonaba una plegaria en silencio.
El griterío estridente que había acompañado a los combates sangrientos se
desvaneció. Un extraño silencio se cernió sobre los miles de hombres allí reunidos.
Carbo notó que se le ponía la piel de gallina. Lanzó una mirada hacia la oscuridad
creciente, casi esperando ver aparecer a Caronte, el barquero, o incluso a Hades en
persona, el dios del submundo, para llevarse la pila de legionarios muertos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Espartaco.
El centurión alzó unos ojos desolados por el horror.
—Gnaeus Servilius Caepio.
—Eres veterano.
—Llevo treinta años de servicio. Mis primeras campañas fueron con Mario,
contra los teutones y los cimbrios. No espero que sepas quiénes son.
—Pues claro que sé quiénes son. Pareces sorprendido, pero luché por Roma
durante muchos años. He oído hablar de todas las campañas desde las Horcas
Caudianas.
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Caepio enarcó las cejas.
—Suele decirse que serviste en las legiones. Yo lo tomaba por un rumor.
—Es cierto.
—Roma es tu enemigo. ¿Por qué lo hiciste?
—Para aprender vuestros métodos y así poder derrotaros. Me parece muy lejano
el tiempo en que fui un alumno aventajado.
Sus hombres rugieron para indicar que estaban de acuerdo. Ariadne estaba
henchida de orgullo.
Caepio lo miró enfurecido y masculló algo.
—¿Qué has dicho? —inquirió Espartaco.
—He dicho que todavía no te has enfrentado a las legiones de veteranos de Asia
Menor o Iberia. Pronto te pondrán en tu sitio.
—Ah, ¿sí? —Espartaco habló con voz melosa y mortífera a la vez. Una rabia
gélida volvió a apoderarse de él, en parte porque las palabras del centurión
entrañaban cierta verdad. Muchos de los soldados a los que se habían enfrentado eran
novatos.
—Sin duda alguna. —Caepio escupió en el suelo. Las tropas de Espartaco le
abuchearon y él hizo un gesto obsceno en su dirección. Su respuesta, un grito de rabia
explosivo, rompió el silencio. Docenas de hombres desenvainaron las espadas y se
dirigieron hacia él.
—¡Quietos! —bramó Espartaco. Miró con fijeza a Caepio—. ¡Mis soldados te
matarían!
—¡No me extraña! La chusma no cumple sus promesas. —Caepio soltó la espada
y alzó los brazos en el aire—. Que hagan lo que quieran. Me da igual. Estoy
condenado por lo que he hecho esta noche aquí.
—A lo mejor sí y a lo mejor no. Sin embargo, antes de morir, tengo una misión
para ti. Un mensaje que llevar a tus superiores del Senado.
—Quieres que lleve noticias de este supuesto munus.
—Eso es.
—Lo haré.
—Ya me lo imaginaba —dijo Castus con desprecio.
—No por tus amenazas. No temo a la muerte —declaró Caepio con orgullo
renovado en la voz—. Lo acepto porque es mi obligación contar a Roma lo muy bajo
que habéis caído unos salvajes como vosotros. La barbaridad que nos habéis obligado
a infligirnos entre nosotros.
Los hombres de Espartaco respondieron con un rugido furioso.
—¡No somos unos salvajes! —se quejó Gannicus—. Lo que ha ocurrido aquí no
dista de cómo tratáis a los esclavos.
—Esclavos —matizó Caepio—, no hombres libres.
—Roma vive con un doble rasero —dijo Espartaco con dureza—. Durante la
guerra contra Aníbal, cuando estaba muy necesitada, liberó a esclavos suficientes
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para formar dos nuevas legiones. Los liberaron a cambio de que lucharan por la
República. Esos hombres demostraron que eran iguales que cualquier ciudadano.
—No puedo negar lo que dices, pero también sé que los líderes de mi pueblo
responderán cuando se enteren de este munus. La cuestión no son las virtudes o
defectos de quien es hecho esclavo y quien no, ni de quién lucha y quién no. Es la
humillación de Roma y eso lo has hecho derrotando a ambos cónsules, tomando
nuestras águilas de plata y, por último, montando este espectáculo. ¿Me equivoco? —
Caepio miró con fijeza a Espartaco y no apartó la vista.
—No —reconoció Espartaco mientras sus hombres aullaban de contento.
—Te prometo que no quedará en el olvido.
Espartaco alzó una mano para detener a Castus, que parecía estar a punto de
atacar a Caepio.
—Bien, ¡porque esa era mi intención! Diles que Espartaco el tracio y sus hombres
saben luchar tan bien como cualquiera de sus legionarios y derrotando a los ejércitos
consulares lo hemos demostrado por partida doble. —En esta ocasión, Espartaco
captó la mirada amarga que Castus dedicó a Gannicus—. Dile al Senado que no soy
el único general que hay aquí. Estos hombres, Gannicus y Castus —los señaló— han
desempeñado un papel esencial en las derrotas de Léntulo y Gelio. ¡Roma tenía que
haberse preocupado más por su seguridad! El siguiente ejército que nos envíe sufrirá
una derrota incluso mayor. Se perderán más águilas. —A Espartaco le agradó ver que
los galos desplegaban unas amplias sonrisas. Había mentido, pues ninguno de ellos
era tan buen estratega como él, pero miles de hombres los consideraban líderes.
Debía seguir teniéndolos en cuenta.
—Diré al Senado todo lo que me has dicho. ¿Me puedo marchar ya?
—Sí. ¡Dadle comida suficiente para que llegue a Roma! No debe llevar ningún
arma —ordenó Espartaco.
—¿Y los cadáveres de mis compañeros?
—Esperas que diga que los dejaremos al aire libre para que las aves carroñeras
los picoteen, ¿verdad?
—Sí.
—Han muerto como hombres valientes, así que serán enterrados con dignidad.
Tienes mi palabra al respecto. Sin embargo, no puedo decir lo mismo de los hombres
que murieron en el campo de batalla, muchos de ellos eran cobardes.
Caepio endureció la expresión, pero no discutió.
—Ruego a los dioses que no sea esta la última vez que nos veamos.
—La próxima vez no tendré clemencia.
—Yo tampoco.
—Entonces nos entendemos a la perfección. —Espartaco observó como se
marchaba Caepio. «Otro hombre valiente», pensó. Además decía la verdad. Roma no
dejaría sin respuesta tamaña humillación. Por consiguiente, tenía sentido cruzar los
Alpes e ir más allá del alcance de las legiones. Empezó a asaltarle una duda. «¿Y si el
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Senado envía ejércitos a por nosotros? No puede decirse que no sepan dónde está
Tracia». Apartó esa idea inquietante de su mente. «Eso no pasará nunca». No
obstante, en lo más profundo de su ser, Espartaco sabía que esa posibilidad no tan
remota existía. Roma no perdonaría, o tal como Caepio había dicho, no olvidaría
tantas derrotas.
No tenía ni la menor idea de que Ariadne estaba pensando lo mismo. «Cuando
Aníbal Barca se vio obligado a dejar Cartago, los representantes romanos lo
persiguieron hasta el fin de sus días. —Apretó los puños—. Impídelo. Dioniso,
déjanos marchar de Italia, te lo ruego. Protégenos y mantennos siempre a salvo».
Carbo también observaba al centurión y entonces, casi antes de darse cuenta de lo
que hacía, siguió a Caepio. Al oír sus pasos, el centurión se giró enseguida.
—No pasa nada. No voy a apuñalarte por la espalda.
Caepio adoptó una expresión aún más suspicaz.
—¿Qué quieres?
De repente, Carbo se sintió abochornado. Desde tan cerca, Caepio no se parecía
en nada a su padre.
—So… solo quería decirte que eres un hombre valiente.
—¿Eres romano? —Caepio no podía dar crédito a sus oídos.
—Sí.
—En nombre de Júpiter sagrado, ¿qué estás haciendo con esta chusma? ¿No
tienes orgullo?
—Por supuesto que sí. —A Carbo le enfureció notar que se había sonrojado.
—Me das asco. —Caepio se dispuso a seguir caminando.
—¡Eh! Yo no os habría hecho luchar entre vosotros de ese modo.
Caepio volvió a girarse. El desprecio resultaba evidente en su rostro.
—Ah, ¿no? Pues has decidido aliarte con una banda de esclavos asesinos y
violadores. Una chusma que ha saqueado pueblos y ciudades a lo largo y ancho de
Italia, que ha masacrado a miles de ciudadanos inocentes y legionarios valientes. Para
mí, eso te convierte en un latro de la peor calaña. —Carraspeó y escupió a los pies de
Carbo—. Eso es por ser un traidor con los tuyos.
A Carbo le entró un ataque de ira.
—¡Lárgate, antes de que te destripe!
Caepio no se molestó en contestar. Se marchó con paso airado farfullando
insultos.
«Así son las cosas. Ya no hay vuelta atrás. Nunca. ¿Por qué creí que sería
posible?». Carbo había pecado de ingenuo al abordar a Caepio, pero había querido
expresarle su afinidad con él. No se había esperado el nivel de desdén del centurión.
No obstante, le embargó un sentimiento curioso, ¿satisfacción acaso? «Al fin y al
cabo soy un latro. Los esclavos se han convertido en mi familia. Y Espartaco es mi
líder». A pesar de que nunca volvería a ver a sus padres, aunque pareciera extraño, la
emoción le resultaba reconfortante.
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Gannicus dio un buen trago a la pequeña ánfora. Se relamió los gruesos labios de
gusto.
—Es una buena cosecha, o yo no tengo ni idea.
Castus se levantó una nalga y soltó un pedo atronador.
—¡No tienes ni idea! Se te ha metido en la cabeza dura que es vino de calidad
porque lo cogimos de la tienda de Gelio. —Se agachó, riendo por lo bajo, cuando el
recipiente de barro le pasó volando por encima. Fue a parar unos cuantos pasos detrás
de donde él estaba, junto al fuego. Se inclinó y lo cogió antes de que se derramara el
contenido—. Sabes que tengo razón. Apuesto diez denarii a que te criaste tomando
pis aguado y avinagrado. Igual que yo, igual que los esclavos campesinos de toda la
vida. A lo mejor que podíamos aspirar cada año era a los posos del mulsum del amo
durante la Vinalia Rustica. ¿Cómo íbamos a saber lo que sabe bien y lo que no?
Gannicus soltó una risa amarga para demostrar que estaba de acuerdo, con una
expresión en su rostro redondo menos jovial que de costumbre.
—¡Yo no distingo un falerno de meada de burro la mayoría de las veces, pero lo
que sí está claro es que toda gota de vino robada a los romanos sabe a gloria! —
Castus dio un trago del ánfora y la pasó—. A decir verdad, este sabe bien.
Gannicus suavizó la expresión.
—Ya te lo he dicho.
—¡Miradnos! ¡Nosotros, que éramos esclavos, gladiadores, lo peor de lo peor,
viviendo como reyes! —Castus abarcó con el brazo la majestuosa tienda romana que
había insistido en que sus hombres cogieran del campamento de Gelio, y los
brillantes estandartes dorados que habían clavado en la tierra el día anterior—. ¡Si ese
capullo de Gelio no estuviera tan raquítico, me pondría hasta su armadura!
Gannicus se echó a reír.
—No está mal poseer el peto de un cónsul romano, ¿eh? ¡Aunque no te quepa!
—Ojalá lo hubiera podido quitar de su cadáver —gruñó Castus—. La próxima
vez ese cerdo no tendrá tanta suerte.
—Si tiene huevos de volver para otro combate.
Se quedaron sentados saboreando los recuerdos de su victoria, conseguida en gran
medida gracias a su valentía personal.
—Menudo espectáculo ha montado Espartaco antes —dijo Castus con rencor.
—Cierto. A los hombres les ha encantado.
—Tiene mucha mano con ellos, malditos sean sus ojos. —Castus no intentó
ocultar los celos que sentía. Gannicus sabía lo que sentía por el tracio. Igual que los
pocos guerreros, todos ellos galos, que merodeaban cerca—. Cuánto tiempo ha
pasado desde que ser valiente en el campo de batalla y ser capaz de aguantar
bebiendo más que los demás ya bastaban.
—Eso y pasarse toda la noche follando con una mujer —replicó Castus—.
¿Habéis visto cómo luchaba hoy? Es valiente y habilidoso. El capullo encima es un
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buen general. Engatusar a Léntulo para que hiciera pasar a su ejército por el
desfiladero fue una jugada maestra. No me extraña que lo adoren. —Su rostro
enrojecido se retorció con la amargura de un hombre que se sabe inferior.
—Lo que no me gusta es que espere que nosotros hagamos lo que él quiere. Antes
pedía nuestra opinión. Ahora hace lo que le place —dijo Gannicus pesaroso.
—Eso quizá guste a lameculos como Egbeo o Pulcher, pero no a nosotros. ¡Los
galos tenemos orgullo!
El resentimiento los mantuvo en silencio durante un rato. Los troncos de la
hoguera crepitaban y escupían mientras la resina rezumaba. La algarabía de la
celebración de los soldados se elevó al cielo estrellado, donde su desafío acabó
desvaneciéndose en el silencio inmenso.
—No sé si tienes razón —declaró Gannicus, tirándose del bigote.
—¿Cómo? ¿Sobre qué?
—Sobre lo mucho que los hombres quieren a Espartaco. Lo adoran mientras los
lleve de victoria en victoria y cuando los deja saquear granjas y latifundios como
locos. Pero cuando tengan que cruzar una gran cordillera, fuera de Italia, creo que la
mayoría cambiará de opinión de repente.
—Ya saben que es a donde nos dirigimos. Espartaco se lo dijo en Thurii.
—Existe una gran diferencia entre «saber» algo y entenderlo, Castus. Lo único en
lo que los hombres han tenido que pensar desde entonces es en marchar, violar y
saquear todas las fincas con las que se han topado. Luchar contra los ejércitos
consulares, y vencerlos, también habrá impedido que pensaran en ello. Apuesto a que
hasta hace poco ni uno de cada diez hombres ha pensado seriamente en marcharse de
Italia. Las quejas que se han estado oyendo son muy reales.
Los ojos atentos de Castus se llenaron de esperanza. Se inclinó hacia delante con
actitud conspiradora.
—Ya hemos hablado de esto con anterioridad. ¿Crees que la mayoría se negará a
hacer lo que pide?
—Eso es precisamente lo que pienso.
—¡Por Taranis espero que estés en lo cierto! Me encantaría que pasara.
—A mí también, porque el día que anuncie al ejército que vamos a cruzar los
Alpes será el día que actuemos. Mientras tanto, esperamos, observamos y
escuchamos.
El humor de Castus cambió de repente.
—¡Nos hemos quedado de brazos cruzados desde que escapamos del puto ludus!
Me están entrando ganas de largarme yo solo. ¡Seguro que muchos hombres me
seguirán!
—Haz lo que quieras —dijo Gannicus con desdén—. Eres dueño de tus actos.
Pero antes de actuar, piensa en lo que te estás jugando. Imagínate dirigiendo a
cuarenta o incluso cincuenta mil hombres en la batalla. Seríamos como los jefes de
tribu galos de antaño. Como Brennus, que saqueó Roma. Dicen que la tierra temblaba
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cuando sus hombres iban a la batalla. ¡Imagínate! Los romanos se cagarían encima.
—Se recostó y dejó que Castus fuera rumiando la idea.
—Vale, vale. Esperaremos un poco más; nos dedicaremos a hablar con más
hombres sobre el tema, ¿de acuerdo?
—Exacto. —Gannicus mantuvo una expresión neutral, pero por dentro estaba
encantado. Si era capaz de inducir a Castus a actuar con él, en los Alpes tenían
muchas más posibilidades de convencer a la mayoría del ejército de que se negaran a
las exigencias de Espartaco. Y cuando eso ocurriera, él sería la fuerza motriz de la
pareja. Castus no tenía un pelo de tonto, pero su impetuosidad solía provocarle
problemas. También lo hacía relativamente fácil de manipular, lo cual a Gannicus le
iba de maravilla. Abrió otra ánfora—. Mientras tanto, ¡emborrachémonos!
Castus eructó.
—Buena idea.
—Beberemos para que Espartaco pierda el control del ejército.
—Incluso mejor… ¡para que acabe en el extremo opuesto de una espada romana!
—Sí —convino Gannicus—. Al comienzo hizo bien el trabajo, pero el poder se le
ha subido a la cabeza.
Se miraron el uno al otro con intensidad renovada, conscientes los dos de que
estaban pensando lo mismo.
Al cabo de un momento Castus miró a su alrededor para comprobar que nadie
podía oírles.
—¿Crees que es posible? Esos escitas son como un par de perros de caza locos. Y
luego está el hombre en sí. Es letal con una espada. O con las manos. Recuerda que
estuvo a punto de matar a Crixus y era fuerte como un toro.
—Cuando está dormido no es tan peligroso. O cuando está cagando —murmuró
Gannicus maliciosamente—. Quien la sigue la consigue, ¿no? No tenemos más que
esperar el momento propicio. —Miró a Castus con dureza—. ¿Estás conmigo?
—¡Por supuesto que sí!
—Ni una palabra a nadie. Esto tiene que quedar entre nosotros.
—¿Me tomas por un imbécil? No diré ni mu, sobre este tema, claro. —Extendió
la mano reclamando el ánfora—. ¿Ahora vas a dejar que me muera de sed?
Sonriendo con satisfacción, Gannicus le tendió el vino. «Espartaco —pensó—, tu
buena estrella está empezando a apagarse. Ya era hora, joder».
Marcion se había criado en una finca de Bruttium. Era de origen griego, de altura
media y tenía el pelo negro y la piel amarillenta de su padre. Dado que sus padres
eran esclavos domésticos, resultaba normal que el amo de Marcion le hiciera
formarse como escriba cuando tuvo edad suficiente. Había mostrado una facilidad
natural para el trabajo y además disfrutaba con ello. Por desgracia, su vida había dado
un vuelco hacía un año cuando su amo había muerto y había dejado por único
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heredero a un joven disoluto sin sensibilidad para la cultura.
Una de las primeras decisiones de ese impresentable había sido obligar a muchos
de los esclavos domésticos a trabajar en los campos de la finca, donde serían «más
productivos». Marcion estaba al corriente de la vida dura y la disciplina estricta a las
que estaban sometidos los esclavos agrícolas, pero hasta entonces no lo había vivido
en carnes propias. Al cabo de unas semanas se había hartado. El ejército de Espartaco
llevaba acampado varios meses cerca de Thurii. Los rumores acerca de lo fácil que
era sumarse a él estaban a la orden del día entre los esclavos agrícolas descontentos.
Amparado por la oscuridad de una noche de otoño, Marcion había huido hacia las
colinas. No había tardado más que tres días en llegar a donde se encontraba el ejército
rebelde. Un oficial de aspecto duro había observado el bronceado de campesino y los
callos que tenía en las manos y lo había aceptado como recluta.
Hacía tiempo que Marcion había concluido su instrucción inicial. Había luchado
en las batallas contra Léntulo y Gelio, lo cual lo convertía en veterano. A ojos de los
primeros gladiadores que habían huido del ludus con Espartaco, sin embargo, o para
los hombres que habían librado las primeras batallas contra hombres como Publio
Varinio en Thurii, Marcion y sus compañeros no eran más que unos pardillos. Se
había hartado de las burlas que no paraban de soltar cada vez que el duro centurión
les hacía entrenar. A los veteranos no había nada que les gustara más que soltar
comentarios sarcásticos. A Marcion marchar le resultaba pesado para las piernas, pero
por lo menos estaba rodeado de los suyos, de la cohorte reclutada hacía menos
tiempo. Zeuxis empezó a quejarse otra vez desde la fila de delante y le recordó que
aquello tampoco era un camino de rosas. El hombre calvo era mayor que él y se había
alistado una semana antes que Marcion. Zeuxis tenía la voz más escandalosa de su
contubernium, lo cual hacía que se creyera con derecho a dar órdenes a todo el
mundo. En general, los demás soldados del grupo de ocho que ocupaban la tienda le
dejaban salirse con la suya, pero a Marcion le costaba mucho.
—¡No hacemos más que marchar, joder!
—¡Cállate! —dijo Gaius, un hombre de espalda ancha que vivía para la lucha.
Marchaba detrás de Marcion—. Intenta no pensar en ello. Así llegarás antes.
Zeuxis no le hizo ni caso.
—¿A cuántos cientos de kilómetros está de Thurii?
—He oído decir que casi cuatro —respondió Arphocras, el componente del
contubernium que mejor caía a Marcion.
—¿Eso es todo? Parece que estemos a medio camino de Hades.
Arphocras hizo un guiño a Marcion.
—No te preocupes, Zeuxis, no falta mucho para llegar a los Alpes.
—¡Los Alpes! ¿Será muy duro cruzarlos?
—Para cuando lleguemos allí ya será verano. El viaje no distará de lo que hemos
vivido en los Apeninos —contestó Marcion, repitiendo lo que había oído decir a su
centurión.
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—Qué vas a saber tú, griego —gruñó Zeuxis—. Eres como todos nosotros. No
habías salido de Bruttium hasta que Espartaco nos hizo salir de allí.
Los demás se echaron a reír y Marcion se puso rojo de ira.
—¡Eso lo dijo Espartaco, no yo!
—Has hablado con él últimamente, ¿eh?
Más risas. Marcion cerró el pico. Ya intentaría vengarse de Zeuxis más adelante.
—Espartaco, el gran hombre, ¡ja! Con un poco de suerte, quizá cabalgue junto a
nuestra posición cada día o cada dos, pero eso es todo —se quejó Zeuxis—. El resto
del tiempo estamos atrapados en la columna, sin tener ni idea de lo que pasa.
Siguiendo a los hombres que tenemos delante como unas hormigas de mierda. No me
extraña que tardemos tres horas en salir del campamento cada mañana, lo cual
significa que siempre somos los últimos putos soldados en llegar al nuevo cada día.
—Alentados por los asentimientos y murmullos de los demás, continuó hablando—:
Tardamos una eternidad en recibir la ración de cereales, por no hablar del vino. Y con
respecto al equipamiento de recambio…
Marcion dejó de lado su intención de guardar silencio. Todo lo que Zeuxis decía
era cierto, pero era habitual cuando uno servía en un ejército tan grande. Tenían
tantas posibilidades de cambiarlo como de obligar al sol a salir por el Oeste y ponerse
por el Este.
—Parad ya, ¿no?
—Hablo si me da la gana. A los hombres les interesa lo que tengo que decir —
replicó Zeuxis por encima del hombro.
—No, no les interesa. Lo que pasa es que no pueden competir con tu puta voz
monótona.
Se oyeron risotadas y Zeuxis frunció el ceño. Dio media vuelta y casi descalabra a
Gaius con el palo en el que llevaba el equipamiento.
—¡Cabrón descarado!
Gaius le dio un fuerte empujón para que volviera a la fila.
—¿Por qué no haces lo que ha dicho Marcion?, ¿eh? Déjanos tranquilos. Disfruta
del paisaje. Contempla el cielo azul. Cántanos una canción, si te apetece. ¡Cualquier
cosa menos tus quejas!
Marcion sonrió de oreja a oreja mientras todos los que le oyeron mostraban su
acuerdo con vehemencia.
Zeuxis se calmó con el ceño fruncido.
—Gracias —masculló Marcion a Gaius.
—De nada. No se quedará callado mucho tiempo.
—No lo está nunca —dijo Marcion, poniendo los ojos en blanco—. Más vale
disfrutar del momento.
Gaius respiró hondo y empezó a cantar.
Al reconocer la picante melodía, Marcion y los demás se sumaron con
entusiasmo.
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Los kilómetros pasaron más rápido mientras pensaban en el vino, las mujeres y la
canción.
Marco Licinio Craso estaba cansado y hambriento. Cuando vio su casa a lo lejos,
suspiró aliviado. Pronto estaría en su hogar. Había pasado una larga jornada en el
Senado escuchando y participando en un debate interminable sobre la construcción de
alcantarillas nuevas en la colina Aventina. «Los imbéciles ya chorrean suficiente
mierda por sí solos sin tener que hablar literalmente de ello», pensó, sonriendo ante
su propia broma. Era increíble. A pesar de la reciente derrota de los dos cónsules a
manos del renegado de Espartaco, las necesidades de alcantarillado de la plebe se
abordaban como asunto urgente.
No obstante, Craso no tenía la menor duda acerca de cuál era el asunto más
apremiante: Espartaco. El hombre y su chusma de esclavos se habían convertido en
una llaga infectada para la República. Léntulo, el primer cónsul deshonrado, se había
presentado en persona ante los senadores hacía unas cuantas semanas. Su intento de
explicar sus acciones no había tenido una buena acogida, pero tras una dura
reprimenda había quedado al mando de lo que quedaba de su ejército. Gelio, su
colega, había aparecido en la capital pocos días antes. Al igual que Léntulo, era un
hombre hecho a sí mismo y carecía del apoyo de una facción importante del Senado.
Al igual que Léntulo, había sufrido un número de bajas considerable a manos de
Espartaco y también había perdido las dos águilas de su legión. Sin embargo, lo que
había hecho que el oprobio de los senadores cayera sobre él no habían sido esos
factores, sino la presencia de Caepio, el único testigo que había sobrevivido a la
humillación y matanza de cuatrocientos prisioneros romanos.
Craso apretó los labios al recordar el testimonio de Caepio. Pocos hombres de la
República merecían más respeto que él, un centurión con treinta años de servicio leal
bajo el cinturón dorado. Todos los miembros de la Curia se habían quedado
boquiabiertos mientras hablaba. La ola de indignación que había barrido el edificio
sagrado cuando terminó había superado con creces cualquier otra que Craso hubiera
visto. A él también le había afectado profundamente. La idea de que unos esclavos
celebraran un munus obligando a legionarios romanos, ciudadanos al fin y al cabo, a
luchar a muerte resultaba indignante. Imperdonable. Había que vengarse y rápido. La
ira y la frustración de Craso aumentaron todavía más. En aquel momento, la
venganza parecía improbable. A juzgar por los rumores, Espartaco conducía a sus
hombres hacia el norte, a los Alpes. Cayo Casio Longino, el procónsul de la Galia
Cisalpina, al mando de dos legiones, era el único que se interponía en su camino,
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pero resultaba difícil imaginar cómo iba a vencer cuando sus superiores habían
fallado. Si Longino era derrotado, descubrirían si Espartaco realmente se planteaba lo
impensable: ¿se marcharía de Italia?
Aunque a Léntulo o Gelio se les brindara la oportunidad de enfrentarse de nuevo
a Espartaco, Craso no creía que alguno de los dos cónsules fuera capaz de machacar
al ejército de esclavos. A ambos, en especial a Gelio, les había intimidado la reacción
furiosa de los senadores. «No eran más que trescientos políticos enfadados, no
cincuenta mil esclavos armados». Aunque la pareja había unido fuerzas, en la mente
de Craso carecían de la iniciativa —y las agallas— para acabar de una vez por todas
con la insurrección. Había convencido a algunos de sus compañeros senadores de que
era necesario hacer un cambio. Sin embargo, conseguir que estuvieran de acuerdo en
algo más era harina de otro costal. Las tradiciones relacionadas con los altos cargos
que se habían ido forjando a lo largo de medio milenio eran inamovibles. Durante los
doce meses que ocupaban el cargo, los dos cónsules eran los magistrados de mayor
rango de la República y, por consiguiente, sus gobernantes reales. Como es de
imaginar, su cargo se veneraba. Derrocarlos u obligarles a que algún otro dirigiera sus
ejércitos resultaba inaudito. Sin arredrarse, Craso había sugerido tales ideas en dos
ocasiones, pero sus propuestas se habían desestimado las dos veces.
«Imbéciles. Acabarán arrepintiéndose de esa decisión. Longino fracasará. Si los
envían detrás de él, Léntulo y Gelio fracasarán». Craso lo presentía. Él era el único
político de Roma que había conocido a Espartaco y calibrado su coraje. Había
encontrado al gladiador tracio por casualidad, durante una visita a Capua un año
antes. Craso había pagado por un combate a muerte en el ludus de la localidad. A
pesar de resultar herido primero, Espartaco había superado a su hábil contrincante.
Intrigado por el tracio, Craso había entablado una conversación con él poco después.
En aquel momento había interpretado la actitud segura de Espartaco como mera
arrogancia. Desde entonces y dadas las derrotas continuadas de Roma, se había dado
cuenta de su error. El hombre no solo era un luchador valiente y hábil, sino que
poseía carisma, habilidad y dotes de mando en abundancia. Desde la época de Aníbal
nadie había supuesto una amenaza tan real para la República, caviló Craso. «Y los
dos imbéciles que se supone que van a meterlo en cintura son Léntulo y Gelio, a
quienes no se les ocurre otra cosa mejor que perseguir a Espartaco y enfrentarse a él
en una batalla una vez más. ¿Por qué soy el único que ve que fracasarán?».
«Tengo que hacer algo».
Y sabía exactamente qué. Quizá tardara meses, pero convencería al Senado.
Había muchos políticos que le debían favores, dinero o ambas cosas. Lo único que
necesitaba era más aliados influyentes. Con su apoyo conseguiría una mayoría en el
Senado. Los cónsules se verían obligados a ceder el mando de sus legiones a otra
persona. «A mí —pensó contento—. Yo, Craso, dirigiré a las legiones que irán tras
Espartaco, esté donde esté. Salvaré a la República. ¡Cuánto me querrá la plebe!».
La litera crujió al parar y los esclavos la dejaron con suavidad en el suelo. Craso
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esperó mientras uno de ellos aporreaba la puerta delantera exigiendo que dejaran
entrar a su amo. En vez del portero mastodóntico al que esperaba ver, Saenius, el
mayordomo afeminado, fue quien abrió la puerta. Craso bajó de la litera y arqueó las
cejas.
—Ya has vuelto. No te esperaba tan pronto.
—He tardado menos de lo que esperaba en hacer mis negocios en el sur. —
Saenius salió a la calle para acompañar a su amo al interior con deferencia.
—Me alegro. —Craso se cuidó de colocar primero el pie derecho en el umbral. El
estómago le gruñó cuando el olor a ajo frito procedente de la cocina le llegó a la
nariz. Sin embargo, ya comería más tarde. Hacía varias semanas había encomendado
una misión a Saenius—. Cuéntame lo que has averiguado.
Saenius miró arriba y abajo del pasillo. Se acercaban dos esclavos domésticos.
Craso no tenía ningunas ganas de que le oyeran.
—Más tarde.
Saenius se relajó.
—Hoy no soy la única sorpresa para ti. Tienes visita.
—¿Quién?
—El Pontifex Maximus.
Craso parpadeó sorprendido.
—¿Cayo Julio César?
—El mismo.
—¿Qué narices quiere de mí la «Reina de Bitinia»?
—No lo ha dicho. —Saenius soltó una risa burlona. Todo el mundo en Roma
estaba al corriente de los rumores. Desde la estancia de César hacía unos años en la
corte de Nicomedes, el anciano gobernante de Bitinia, le perseguía el rumor de que
había mantenido relaciones íntimas con su anfitrión—. No lleva una fina vestimenta
púrpura ni está recostado en un diván dorado mientras te espera.
La imagen hizo sonreír a Craso.
—César quizás hiciera eso por Nicomedes, pero creo que no es tan tonto como
para probarlo conmigo.
César era el sacerdote de mayor rango en Roma. Si bien su cargo tenía
importancia real, la pertenencia al clero también era un trampolín para los jóvenes
nobles con una carrera prometedora en el mundo de la política. César ya se había
convertido en un valor en alza en ese contexto. «Lo que está claro es que no es una
visita de cortesía».
Entraron en el atrio, la estancia aireada y espaciosa que se encontraba más allá del
vestíbulo de entrada. Las paredes de estuco estaban decoradas con hermosos frescos:
la situación de los niños Rómulo y Remo a orillas del río Tíber, la consagración de
Rhea Silvia como virgen vestal y la fundación de la antigua ciudad de Alba Longa.
Las máscaras de los antepasados muertos de Craso adornaban el muro posterior, que
también contenía el lararium, un hueco que hacía las veces de santuario para los
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dioses del hogar. Craso inclinó la cabeza al pasar en señal de respeto.
—¿Dónde está pues?
—¿No quieres cambiarte o comer algo antes?
—Venga ya, Saenius. —Craso se rio por lo bajo—. Tengo que verle de inmediato.
—Se sacudió una mota de polvo imaginaria de la parte delantera de la toga, que
seguía estando inmaculada—. A César se le considera un petimetre, pero yo estoy
presentable.
—Por supuesto. Está esperando en la sala de recepciones situada junto al patio.
Era la estancia más imponente y la habían acabado de decorar la semana anterior.
Seguro que le impresionaba. Satisfecho por la astucia de Saenius, Craso siguió a su
mayordomo por el tablinum, la estancia grande que conducía al jardín con columnata
situado más allá. Caminando bajo el pórtico, bordearon las hileras de parras y
limoneros y las coloridas estatuas griegas situadas estratégicamente. Saenius dio un
golpecito en la puerta abierta de la primera habitación a la que llegaron.
—Marco Licinio Craso.
Craso se deslizó por su lado y sonrió para dar la bienvenida al hombre bien
afeitado y delgado que estaba en el interior.
—¡Pontifex! ¡Tu presencia es un honor para mí! —Hizo una reverencia
superficial, suficiente para mostrar respeto, pero que no llegaba a indicar una
verdadera inferioridad.
—Craso —dijo César, que se puso en pie y le devolvió la reverencia. Como de
costumbre, su impecable toga color rojo oscuro no tenía ni una arruga—. Me alegro
mucho de verte.
Craso ocultó su placer por la deferencia con que lo trataba. Las relaciones
familiares habían facilitado que César llegara a ser Pontifex, pero aun así no tenía
necesidad de levantarse para Craso. El hecho de que se hubiera puesto en pie ponía
de manifiesto que reconocía la importancia de Craso. No era tan sorprendente. «Al
fin y al cabo, soy más rico, más poderoso y tengo mejores contactos». Lo que a Craso
no le gustaba reconocer era que poseía muy poco del brío de César.
Había pocos hombres, aparte de Pompeyo, capaces de granjearse el amor del
público como César. A los diecinueve años había ganado una corona civica, la mayor
condecoración en Roma por el valor. A los veintitrés había decidido ejercer la
abogacía en los tribunales y ejercer de acusación contra Dolabela, un ex cónsul. Se
había hecho famoso como amante de numerosas viudas. Sin embargo, la historia que
la plebe prefería sobre César —si Craso no la había oído cien veces por las esquinas,
no la había oído nunca— guardaba relación con el hecho de ser apresado por piratas y
encarcelado en la isla de Farmakonisi, junto a la costa de Asia Menor. Craso odiaba
esa historia. César no solo se había reído del rescate que los piratas habían fijado en
veinte talentos de plata diciéndoles que debían pedir cincuenta, sino que les había
dicho en numerosas ocasiones que cuando estuviera en libertad los crucificaría a
todos. Al cabo de unas semanas, cuando se había pagado la cantidad superior, César
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había sido liberado. A pesar de ser un civil, había convencido a los provincianos que
habían pagado su rescate que lo pusieran al mando de varios buques de guerra. Fiel a
sus palabras, había capturado a los piratas y poco después los había crucificado a
todos sin excepción. La demostración de virtus romana, o virilidad, había granjeado a
César la admiración del público romano. Craso envidiaba un reconocimiento tal.
Sonrió a su invitado. «Imbécil».
—¿Un poco de vino?
—Gracias, sí.
—Yo también tengo la boca seca. —Craso miró a Saenius, pero el latino ya estaba
saliendo por la puerta.
—¿Día largo en el Senado?
—Sí. Muchas horas hablando de mierda. —César enarcó las cejas—. Hay
intención de instalar alcantarillas nuevas en el Aventino.
—Ya veo. Parece una sugerencia razonable.
—Es lo que cabría pensar. Pero en el Senado las cosas nunca son sencillas,
¿verdad que no? Aunque no estás aquí para hablar de alcantarillas.
—No. —César se calló cuando Saenius regresó con una jarra de vino.
—Puedes hablar sin tapujos. Mi mayordomo lleva conmigo más de veinte años.
Confío tanto en él como en mi propio hijo.
—Muy bien —repuso César con clara reticencia—. Como supongo que sabes, el
coste de vivir en la capital, de mantener las apariencias cuando se ocupa un alto
cargo, puede llegar a ser prohibitivo.
«Lo sabía —Craso se regodeó en silencio—. Ha venido a pedir un préstamo.
Como todos».
—Cierto. Entretener al público, de la forma que sea, puede llegar a ser caro.
—Varios de mis amigos me han comentado que eres de lo más flexible a la hora
de garantizar… más fondos.
—Sí, no sería la primera vez que dejo dinero. —Craso hizo una pausa,
saboreando el poder que tenía en esos momentos—. ¿Es el motivo de tu presencia
aquí?
César vaciló durante unos instantes.
—Podría decirse que sí.
—Entiendo. —Craso paladeó un poco de vino en la boca, disfrutando del sabor y
de la expresión incómoda del rostro de César—. ¿Cuánto dinero necesitas?
—Tres millones de denarii.
Saenius dejó escapar un pequeño grito ahogado, que rápidamente convirtió en una
tos.
«El mocoso tiene agallas —pensó Craso—. No se anda con chiquitas».
—Es una cantidad considerable.
César encogió los hombros de forma elocuente.
—Quiero celebrar un munus en los próximos meses. Eso solo ya me costará
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quinientos mil por lo menos. Luego están los costes de llevar una casa…
—No tienes por qué justificar tus gastos. ¿Cómo me lo devolverías exactamente?
—Con el botín que conseguiré en campaña.
—¿Campaña? —preguntó Craso con el ceño fruncido—. ¿Dónde? ¿El Ponto?
—Tal vez. O en algún otro sitio —respondió César con su confianza habitual.
Craso se paró a pensar durante unos instantes. Roma estaba eternamente en
guerra. Pese a que César tenía motivos para estar convencido de encontrar un
conflicto en el que participar si así lo deseaba, no existía ninguna garantía de que
volviera con tanta riqueza. «Pero ese no es el motivo por el que presto dinero,
¿verdad? Es para tener poder sobre la gente, de forma que cuando necesite un favor
sé que lo recibiré». Sonrió. César ya gozaba de popularidad entre muchos senadores.
Tenerlo como deudor le resultaría ventajoso.
—De acuerdo.
César perdió la compostura por momentos y quedó reducido al joven que
realmente era.
—¿Me prestarás el dinero? —preguntó con impaciencia.
—Por supuesto —dijo Craso con un tono expansivo—. Como bien sabrás, el tipo
de interés que ofrezco es razonable. Cinco denarii por cada cien, cobrados
anualmente. Saenius encargará al escriba que redacte los documentos de inmediato.
El pergamino que te garantiza el dinero se entregará en tu casa por la mañana.
—Gracias. —César sonrió—. Más tarde ofreceré un toro a Júpiter como muestra
de agradecimiento.
—Hay una pequeña condición.
—Entiendo.
—¿La aceptarás?
—¿Es imprescindible?
—Si quieres el dinero, sí.
La sonrisa de César se apagó ligeramente.
—Siempre y cuando no me pidas que mate a mi madre, supongo que podré
ayudarte.
Craso disimuló su placer. «¡Se ha tragado el anzuelo!».
—Es probable que en los últimos tiempos te hayas enterado de lo impaciente que
estoy con nuestros cónsules Léntulo y Gelio.
—Sí —repuso César con tiento.
—¿He dicho impaciente? Eso es quedarse corto. No me andaré con rodeos:
Léntulo es un imbécil. Cayó en una emboscada que hasta un ciego habría visto.
¿Hacer marchar al ejército por un desfiladero estrecho sin antes comprobar la altura?
¿Tú qué opinas?
César se frotó la larga nariz aguileña mientras se planteaba mencionar el hecho de
que, al parecer, se había dado la señal de «no hay peligro». En retrospectiva, estaba
claro que los exploradores de Léntulo habían sido asesinados, lo cual permitió que
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uno de los hombres de Espartaco hiciera la señal que dio una falsa sensación de
seguridad al cónsul. Pero decidió no decir nada.
—Una decisión precipitada.
—¿Y Gelio? No es más que un viejo que pensó que ganar una batalla contra una
turba desorganizada de esclavos dirigida por un salvaje le garantizaría la victoria
sobre Espartaco.
—Son palabras duras.
—Tal vez, pero son ciertas. —Craso sacó la mandíbula en actitud beligerante.
—Por ahora no lo he dicho en público, pero estoy de acuerdo contigo —
reconoció César.
Alentado, Craso continuó:
—Los pretores que adelantaron a los cónsules no lo hicieron mejor. Se supone
que Glabro, Varinio y Cosinio eran magistrados de alto rango. ¡Bah! ¡El legado Furio
era otro idiota!
—Tú podrías haberlo hecho mejor.
Craso se quedó callado y miró a César con recelo.
—¿Cómo?
—Siendo el hombre cuya victoria desesperada en la Puerta Colina hizo vencedor
a Sula, seguro que para ahora ya habrías resuelto la situación.
—Con la ayuda de los dioses, quizá —le dijo Craso con modestia.
No pensaba reconocer que había albergado esos pensamientos en todo momento.
Sin embargo, en realidad las cosas no eran blancas o negras. Cualquiera podía haber
cometido el error de Glabro al no apostar a suficientes centinelas. ¿Quién en su sano
juicio habría imaginado que setenta y pico gladiadores atacarían con tanta osadía por
la noche a tres mil hombres? A juzgar por lo que había explicado Furio al respecto, a
él también le habían tendido una emboscada muy ingeniosa. Al igual que a Cossino,
al que habían pillado desnudo mientras se bañaba en una piscina. Varinio era el único
que repetidamente había calibrado mal las situaciones, la última de las cuales había
culminado en la derrota aplastante ante Espartaco en la ciudad de Thurii. Craso
recordaba que cuando Varinio había regresado a Roma, el pretor deshonrado le había
suplicado ayuda. Como era natural, se había negado. Varinio se había buscado la
ruina, pensó con dureza. Aliarse con un fracasado tan lamentable habría equivalido a
un suicidio político. Había sido lo bastante amable con Varinio, ¿acaso no se había
ofrecido a prestar dinero a la familia del pretor a un interés inferior del normal
después de la muerte de este?
—Pero el Senado no me eligió —añadió.
—Tampoco te ofreciste como candidato.
—¿Por qué iba a pedir dirigir a los soldados contra una banda de gladiadores
zarrapastrosos y fugitivos? —Craso no consiguió disimular su irritación—. Además,
Glabro no habría encomendado el trabajo a nadie más.
—Eso es verdad —repuso César con suavidad—. Pero ahora se ha convertido en
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algo mucho más fuerte. Estamos hablando de una rebelión a gran escala.
—¡Sin duda! Y los dos cónsules nos han fallado. Han fallado a la República. ¿Te
imaginas lo que dicen de Roma en el Ponto? ¿En Iberia? Debemos de ser el
hazmerreír del Mediterráneo. ¿Un ejército de esclavos marcha a lo largo y ancho de
Italia y machaca a todas las tropas que envían contra el mismo? ¡Es un escándalo
absoluto! Ahora dependemos del procónsul de la Galia Cisalpina para vencer cuando
nadie lo ha conseguido. Ni con dos legiones envidio a Cayo Casio Longino. Es una
misión insalvable.
—Más o menos.
—Por tanto intento obtener el apoyo de la mayoría de los senadores de la Curia.
Cuando lo haya hecho, obligaré a los cónsules a dimitir o, mejor dicho, a cederme el
mando de las legiones.
A pesar de la relevancia de lo que César estaba oyendo, solo enarcó las cejas
ligeramente.
—A Pompeyo Magno no le agradará que hagas eso. —Esbozó una débil sonrisa
—. Pero eso es bueno. Le gusta demasiado el poder.
—De todos modos el charlatán está muy ocupado en Iberia. Ha derrotado a
Perperna, pero todavía hay muchas tribus ansiosas por enfrentarse a Roma.
—Como siempre. Suponiendo que venzas, ¿qué harás a continuación?
—Formaré más legiones además de las cuatro consulares, antes de enfrentarme a
Espartaco. Sin miramientos. Si sigue en Italia, mucho mejor. Si se ha marchado, lo
seguiré por tierra o por mar. No descansaré hasta que él y su chusma queden
aplastados en el fango y el honor mancillado de la República se restablezca para
siempre. —Craso miró de hito en hito a César—. ¿Te sumarás a mi iniciativa? —
César no respondió de inmediato, lo cual molestó a Craso—. Si no, no pienso
prestarte el dinero —reiteró secamente.
—Será un honor ayudar.
—Excelente. Saenius, di al escriba que redacte el típico contrato de crédito por un
valor de tres millones de denarii. —Craso sirvió más vino para los dos personalmente
—. Por una amistad duradera.
César repitió el brindis y los dos bebieron.
—Tengo otra petición que hacer —dijo César al cabo de un momento.
«¿Qué más quiere?».
—Ah, ¿sí?
—Cuando estés al mando de las legiones, me gustaría mucho ser uno de tus
tribunos.
A Craso le subió la autoestima.
—Sería una gran oportunidad para que obtuvieras experiencia militar.
—¿Me aceptarías?
—Todo hombre que haya obtenido una corona civica será bien recibido en mi
plana mayor. —Craso alzó la copa a modo de saludo.
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Se hizo un silencio más amable. En el patio, el rasgueo del estilo del escriba se
mezclaba con el sonido de la voz de Saenius dictando las condiciones del préstamo.
Craso reflexionó sobre el fin de la jornada con cierta satisfacción. Apenas se le
había ocurrido el plan de hacerse con el control de las legiones en Italia cuando César
aparecía como caído del cielo. Granjeándose el apoyo del Pontifex había reclutado
también a un valioso oficial de Estado Mayor. Y eso que todavía no estaba al
corriente de las noticias de Saenius.
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Dos semanas después…
Galia Cisalpina, cerca de la ciudad de Mutina
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todos los demás había sido más tibia. Gannicus había sonreído y había dicho que
tenía ganas de follarse a una mujer gala libre, pero Castus apenas había articulado
palabra. Preocupado por los primeros indicios de resentimiento, Espartaco había
tomado la costumbre de pasearse por el campamento del ejército cada noche
ocultando el rostro bajo la solapa de una capa. Muchas de las conversaciones que
había oído a hurtadillas no se correspondían con lo que le habría gustado escuchar. Sí,
se hablaba de dejar Italia atrás para siempre, pero también había una buena dosis de
quejas y protestas.
—¿Por qué quiere marcharse? Aquí tenemos todo lo que queremos. Ciudades
desguarnecidas. Grano. Vino. Mujeres. Dinero. ¡Todo a nuestra disposición!
—Hemos derrotado a todas las putas fuerzas que han enviado contra nosotros.
¿Qué temor vamos a tener si nos quedamos?
—Los dos cónsules tuvieron que marcharse con el rabo entre las piernas después
de que machacáramos a sus legiones. Los romanos han aprendido la lección. No se
nos querrán acercar por ahora.
Espartaco se había mordido la lengua y no había cuestionado aquella
disconformidad. No podía hablar con todos los grupos de soldados reunidos en
tiendas. «No entienden a los romanos. Son esclavos medio analfabetos. ¿Qué saben
de historia?». Hablarles de Pirro, que había derrotado a Roma en más de una ocasión,
y de Aníbal, que había masacrado a casi todo el ejército en un solo día, y de las tribus
galas que habían amenazado Italia en distintas ocasiones no significaría nada para la
gran mayoría de ellos. No obstante, una parte de él no podía evitar regocijarse con el
nivel de confianza del que gozaba. «¿Por qué iban a querer marcharse? ¿Qué
podríamos conseguir si fuéramos cien mil? ¿Doscientos mil? Entonces los romanos sí
que nos temerían».
Desvió sus pensamientos a Tracia y a su deseo de librarla de las legiones para
siempre. «Los hombres me escucharán cuando sea el momento —se dijo—. Me
quieren y confían en mí. No todos me seguirán al norte, pero sí la mayoría». Alzó la
vista al cielo. «Que así sea, Gran Jinete. Deja que mi veneración por ti y Ariadne, tu
fiel servidora, se mantenga, oh, Dioniso».
De todos modos, en lo más profundo de su ser Espartaco sospechaba que los
romanos no le dejarían en paz aunque se marchara de Italia. Querrían vengarse de las
humillaciones que les había infligido. Y si le seguían… ¿qué ocurriría?
Giró la cabeza al notar que alguien se acercaba.
—Carbo, Navio. He pensado que seríais vosotros. —«Mis fieles romanos». Había
observado su expresión con atención durante el munus en honor de Crixus. Navio
había disfrutado viendo morir a los legionarios, lo cual a ojos de Espartaco
demostraba su lealtad. Carbo había protestado al respecto e incluso había hablado con
Caepio al acabar. Espartaco había visto el desdén del centurión desde cincuenta pasos
de distancia, le había visto escupir a los pies de Carbo. Le había sabido mal por el
joven romano, pero también se había alegrado, porque el rechazo de Caepio le había
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vinculado a él para siempre. Había pocos hombres en quien Espartaco confiara para
proteger a Ariadne y al hijo de ambos que iba a nacer en caso de que él faltara.
Atheas y Taxacis eran dos de ellos, y Carbo era otro. Suponía un alivio saber que
seguía siéndole leal.
—¿Miras hacia el norte? —Carbo se preguntaba por qué su líder los había
convocado tan temprano.
—¿Adónde quieres que mire? Los Alpes están cerca. Los alcanzaremos en una
semana o diez días. —Le satisfizo ver que ninguno de los hombres parecía disgustado
—. Antes de eso tenemos que pasar por Mutina, ¿no?
—Está a unos quince kilómetros de distancia —le informó Navio.
—Háblame del lugar —ordenó Espartaco.
—Es una colonia romana en la Via Aemilia, que va desde Ariminum, en la costa
este, a Placentia, a unos noventa kilómetros de distancia. Mutina también es la base
principal del gobernador provincial y sus dos legiones.
—Procónsul Cayo Casio Longino —dijo Carbo—. Procede de una insigne familia
de antaño. —«Como el mierda de Craso».
—Longino fue cónsul el año pasado cuando enviaron a Glabro y a los otros
imbéciles a destruirnos —caviló Espartaco—. A estas alturas ya se habrá enterado de
lo que les ocurrió a Léntulo y a Gelio.
—Yo diría que en estos momentos debe de estar oculto tras las murallas de
Mutina, cagándose en los pantalones —dijo Navio con una risotada—. Deseando
tener más de dos legiones.
—Cuidado con la serpiente acorralada —advirtió Espartaco—. Infravalorar a un
ejército romano es buscarse la propia destrucción.
—Cierto —murmuró Navio—. Pero los haremos picadillo de todas maneras.
—Por ahora los exploradores no han encontrado ni rastro de Longino ni de sus
tropas. Probablemente eso significa que están en el campamento, pero la ruta más
fácil hasta los Alpes nos lleva directamente a Mutina. ¿Quién sabe lo que el
procónsul nos habrá preparado? —Les clavó la mirada—. Quiero que vayáis a ver
qué descubrís.
—¿Cómo? ¿Que vayamos a Mutina? —preguntó Carbo sorprendido.
—Sí, sois los únicos que podéis pasar desapercibidos. Sois romanos. Tenéis
estudios. Nadie os cuestionará.
«Podremos dormir en camas», pensó Carbo. Hacía meses que no sabía lo que era
eso.
—De acuerdo.
—Cuenta conmigo —dijo Navio.
—Os quiero de vuelta en el plazo de un día. Si apreciáis en algo vuestro pellejo,
acordaos de mantener la boca cerrada —advirtió Espartaco—. Dejaré descansar al
ejército hasta vuestro regreso. Acto seguido, nos dirigiremos hacia el norte.
—Un día —caviló Carbo, planteándose febrilmente si tendría tiempo de redactar
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una carta de despedida a sus padres. La idea se le había ocurrido con anterioridad,
pero su situación lo había impedido. No tenía tinta, ni estilo ni pergamino, ni modo
alguno de enviar el mensaje. En ese momento, tan cerca de los Alpes, su marcha de
Italia parecía más real que nunca. Permanente. En el foro de una ciudad como Mutina
encontraría escribas que le escribirían una nota a cambio de unas pocas monedas.
—Tenemos tiempo de sobra —afirmó Navio.
—Buscad ropa que esté sucia y raída. No llevéis los cinturones, obviamente, ni
armas aparte de una navaja —ordenó Espartaco—. Llevad solo un poco de dinero.
—Si alguien nos pregunta a qué nos dedicamos, ¿qué decimos?
—Los dos sois campesinos. Eso explicará el bronceado y las manos encallecidas.
Procedéis de cuarenta y cinco kilómetros al sur de aquí, de las estribaciones de los
Apeninos. Al igual que en tantos otros casos, los hombres de Espartaco saquearon
vuestras fincas y mataron a vuestras familias. Habéis venido a Mutina a buscar
trabajo y protección de los rebeldes. —Parecía una historia convincente. Carbo y
Navio intercambiaron una mirada y asintieron—. ¡Venga, marchaos ya! ¡Cuanto antes
os marchéis, antes estaréis de vuelta!
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Carbo miró enfurecido a Navio, pero era medio en broma. Se habían pasado todo
el viaje hablando acerca de encontrar una posada en la que tomar un vino decente y
pedir comida buena en vez del rancho requemado al que se habían acostumbrado.
Quizás incluso hubiera unas cuantas putas medio pasables, pensó Carbo esperanzado.
No había mantenido relaciones sexuales desde que Chloris, su amante, muriera. Se le
habían presentado muchas oportunidades, pero, a diferencia de la mayoría de los
hombres de Espartaco, no estaba dispuesto a violar a mujeres indefensas. Ya estaba
desesperado.
—¡Vale, vale! Pero lo haremos a mi manera. Con discreción y cuidado. No
hablaremos de otra cosa que no sea el campo, nuestras pobres familias muertas y lo
cabrones que son Espartaco y sus hombres.
—De acuerdo —repuso Navio—. Pero eso es todo lo que vas a conseguir de mí.
No vas a elegir tú a la puta que me voy a follar. —Lanzó el odre de agua a la cabeza
de Carbo entre risas y formó un círculo con el pulgar y el índice de la mano derecha.
Con una expresión lasciva, introdujo y sacó el índice de la mano izquierda por la
abertura—. Esto es lo que quiero. Con la mujer más guapa que encuentre —masculló.
Carbo se rio entre dientes. Por unos instantes, la vida parecía normal.
Recuperó la cautela rápidamente. Había una cola muy larga para entrar por la
puerta principal de Mutina, vigilada por un nutrido grupo de legionarios.
—¡Mira cuántos hijos de puta hay aquí! Veinte por lo menos —masculló mientras
avanzaban arrastrando los pies detrás de un carro de bueyes cargado con tablones
acabados de serrar—. Se han enterado de cómo tomamos Thurii.
—Eso parece.
Carbo recordaba cada momento de la batalla en Thurii, en el sur de Italia. A fin de
lanzar un ataque sorpresa sobre Varinio, Espartaco había hecho que sus hombres
tomaran la mal protegida ciudad mediante un subterfugio. Al día siguiente, dejó una
parte del ejército en el exterior, sitiando supuestamente la ciudad, y había atraído a
Varinio y sus soldados hacia una trampa mortal. Desde aquel día, el respeto que
Carbo profesaba a Espartaco era irrebatible. Los romanos habían sufrido una derrota
aplastante y una humillación inmensa.
Estaba claro que Longino no iba a permitir que le pasara lo mismo ni a él ni a
Mutina.
—Tendremos que echarle descaro para entrar. —A Carbo le alivió ver parte del
nerviosismo que sentía reflejado en el rostro de Navio.
—Si preguntan, vamos a cargar las tintas sobre el asesinato de nuestras familias.
Somos ciudadanos romanos leales que pagamos los impuestos y pedimos poco a
cambio. ¿Dónde estaban los legionarios para protegernos cuando Espartaco y sus
salvajes invadieron nuestras fincas?
—Vale. —Sin embargo, la tensión de Carbo iba en aumento a medida que se
acercaban a las murallas, que estaban muy bien vigiladas. También había ballestas
dispuestas a intervalos regulares a lo largo de las almenas de piedra. Las señaló con
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unos rígidos asentimientos de cabeza—. ¿Ves eso?
—Sí. Están preparados para un asedio. ¡A lo mejor a Longino le da miedo
marchar al exterior y luchar! —bromeó Navio.
—Puede ser. Pero lo hará de todos modos.
—No le quedará más remedio —convino Navio con determinación—. O para el
resto de sus días se le conocerá como el general que dejó escapar a Espartaco. Nunca
dirigirá a más que una escuadra de hombres encargados de limpiar letrinas.
Resultaba agradable imaginar a un general romano supervisando la limpieza de
mierda y orines, pero Carbo se obligó a centrarse en lo que sucedía más adelante. El
hombre flaco con la carreta que les precedía se había enzarzado en una discusión con
los legionarios que custodiaban la puerta.
—No vas a entrar con la puta carreta —reiteró el optio al mando, un individuo
con nariz de cerdito y excesivamente diligente—. Hasta nuevo aviso no se permite la
entrada de artículos comerciales si no es por orden expresa del procónsul. —
Escudriñó la lista que tenía en la mano derecha—. Aquí no hay nada sobre tablones.
—¡Me los ha encargado nada menos que Purpurius!
—¿Purpurius? —El optio bostezó.
—Es un comerciante importante que vive junto al foro.
—No me suena de nada.
—¡Pues que sepas que Purpurius es amigo del procónsul!
—Seguro que sí —dijo el optio con tono incrédulo—. Sin embargo, sus artículos
no figuran en mi lista.
—He tardado dos días en llegar hasta aquí —rogó el carretero.
—No es mi problema —fue la respuesta—. Ahora echa para atrás el carro y da
media vuelta. Estás bloqueando la entrada.
—Yo…
El optio levantó el bastón con el extremo metálico.
—¿Estás sordo?
El desventurado carretero, que lanzó miradas asesinas a los soldados y se quejó
de lo que haría Purpurius cuando se enterara de lo ocurrido, inició la laboriosa tarea
de hacer dar marcha atrás a los bueyes. Carbo, Navio y la gente que iba detrás se
apartaron del medio mientras maniobraba para alejarse de las murallas y,
refunfuñando, marcharse por donde había venido.
—¡Muévete! —bramó una voz.
El optio les indicaba que avanzaran.
—Nombres —dijo en voz bien alta.
Ya habían decidido que daba igual que emplearan sus nombres verdaderos,
porque así no tendrían que acordarse del apodo.
—Paullus Carbo.
—Marcus Navio.
—¿Profesión?
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—Somos campesinos, señor —dijo Carbo.
Los miró de arriba abajo.
—Ni carreta ni sacos de verduras. ¿Qué os trae por aquí?
—Nos han expulsado de nuestras tierras —respondió Carbo con amargura.
—Ah. ¿Espartaco y los suyos?
—Sí, señor. —Navio hizo una mueca—. Esos cabrones mataron a nuestras
familias. Se llevaron todo nuestro ganado. Pisotearon el trigo verde de los campos.
—Nos dejaron sin nada —añadió Carbo.
El optio hizo una mueca de comprensión.
—No sois los únicos. A miles de personas les ha pasado lo mismo. ¿Por qué
habéis venido a Mutina?
—Para buscar trabajo, señor —repuso Navio.
—¿Trabajo? Muy afortunados tendríais que ser. La ciudad está hasta los topes de
refugiados.
—Haremos cualquier cosa, señor —rogó Carbo—. Por favor.
El optio se frotó la nariz ajada.
—Pronto habrá trabajo, supongo. Cuando llegue Espartaco necesitaremos
hombres que carguen piedras para las catapultas que hay en las paredes. ¿Creéis que
os podéis pasar el día haciendo eso sin protestar?
—Por supuesto, señor.
—Se os ve en forma. ¿Ninguna arma aparte de esas navajas?
—Ninguna, señor.
Les hizo una señal brusca con la mano.
—Adelante, entonces. Entrad los dos.
Mascullando su agradecimiento, los amigos pasaron corriendo bajo el arco de
piedra.
—¿Paullus Carbo? Qué calladito te lo tenías —dijo Navio riéndose por lo bajo.
Carbo notó que se sonrojaba.
—El nombre no me gusta, por eso no lo uso nunca.
—¡Paullus, hijo mío, la cena está servida! —Navio utilizó un falsete para imitar
una voz femenina.
—¡Vete a la mierda! —Dio un golpe a Navio en el brazo.
—¡Paullus, es hora de estudiar!
La imitación de Navio recordó a Carbo a su viejo tutor y resopló divertido aun a
su pesar.
Navio se selló los labios con un dedo.
—Se supone que estamos de luto por la muerte de nuestras familias… ¡Paullus!
Estaban tan ocupados intentando no reírse a carcajadas que ninguno de los dos
vio que uno de los hombres del optio los seguía.
Poco después de internarse en la ciudad el delicioso aroma de comida frita llamó
la atención de los dos amigos. Guiados por el olfato, encontraron un restaurante de
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frente abierto en una de las primeras calles adyacentes a la vía principal. Como vieron
que el local estaba atestado de soldados de permiso, decidieron comer allí. Escuchar
las conversaciones ajenas en un sitio como ese podía resultar útil. Encontraron una
mesa libre junto a la pared del fondo y se sentaron. Una mujer desaseada y gorda que
apestaba a perfume barato fue a tomarles nota. Con tres asses compraron dos cuencos
de un suculento estofado, servido con pan recién hecho y una jarra de vino aguado.
Entre bocado y bocado, hablaron en voz baja mientras escuchaban las conversaciones
que tenían lugar a su alrededor.
Al final, Navio apartó el plato vacío con un eructo.
—Por todos los dioses, ¡cuánta falta me hacía una comida así!
—Estaba buena —convino Carbo distraídamente.
—¡A Longino no le importa que tengan cinco veces más hombres que nosotros!
—anunció un soldado nudoso de la mesa contigua—. Ese cerdo huérfano necesita…
—Cállate, Felix —advirtió su acompañante—. Olvídate de Longino. Si algún
oficial te oye hablar así, acabarás juzgado.
—¿Y qué más me da? —Felix sorbió el vino con acritud—. Van a matarnos de
todos modos. Ya puestos, me da igual pasar una noche en chirona antes del final. Los
jergones que tienen allí no tienen tantas chinches como el mío.
Su amigo soltó una risotada.
—Como quieras, pero veinte latigazos por insubordinación te dolerán mucho más
que unas cuantas picadas. Tampoco hará que te libres de luchar. Todo hombre capaz
de sujetar un escudo y una lanza tiene que presentarse para servir. Los médicos han
recibido la orden de vaciar el hospital excepto en los casos más graves.
—Lo sé. Yo también he oído el anuncio —se quejó Felix—. Lo que pasa es que…
—Cierra el pico —ordenó su amigo mientras servía más vino—. Disfruta de otra
copa, porque quizá sea la última.
Los dos legionarios se pusieron a charlar con descontento sobre lo que debían
hacer a continuación.
—¿Has oído eso? —susurró Carbo—. Parece que Longino piensa luchar.
—Ninguno de los dos he dicho eso exactamente.
Navio tenía razón. Lo que habían oído no bastaba. Carbo tomó otra copa
disimulando su enojo y recorrió con la mirada las mesas más cercanas con disimulo.
A su izquierda cuatro soldados devoraban una pierna de cerdo asada. Más allá, un par
de hombres que parecían comerciantes hablaban de negocios. A su derecha estaban el
par al que habían oído quejarse y luego una mesa con tres legionarios que tragaban
vino y discutían por una partida de matatenas. Detrás de Navio un oficial de bajo
rango y un trompetero se divertían viendo saltar a un chucho raquítico para hacerse
con las sobras. Las conversaciones de quienes estaban más allá eran imposibles de
oír.
Carbo se instó a tener paciencia.
Sin embargo, para cuando hubieron acabado la jarra de vino no habían oído nada
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más interesante.
—Ha llegado el momento de marcharse —musitó. La tarde iba pasando y no
faltaba mucho para que empezara a anochecer.
Navio le respondió con una amplia sonrisa. Se inclinó hacia Felix.
—¡Oye, amigo! ¿Dónde pueden encontrar un bar decente dos hombres sedientos?
A poder ser, uno que tenga putas que no estén infestadas de sífilis.
—Eso es pan comido. Probad la taberna que hay dos calles más arriba. Se llama
el Yunque de Vulcano. No tiene pérdida. Está llena de soldados, día y noche.
—Es un buen sitio para ponerse ciego —añadió su compañero con un guiño.
—Los coñitos de ahí son cosa fina. Pero caros. —Felix los miró fijamente con los
ojos inyectados en sangre—. Dudo que entre los dos tengáis pasta suficiente para
pagar a una puta.
—Tienes razón, amigo —dijo Navio mientras se levantaba—. Pero no pueden
impedirnos que admiremos las carnes que estén a la vista mientras bebemos, ¿no?
—Cierto. Es lo que solemos hacer la mayoría de nosotros, a no ser que hayamos
cobrado. A lo mejor vamos para allá más tarde.
—Será un honor invitaros a una copa —dijo Carbo pensando exactamente lo
contrario. Asintió para despedirse amablemente. En cuanto ya no podían oírles,
musitó Navio—: Vamos a buscar otro sitio.
Navio hizo una mueca de desagrado.
—Sería un poco peligroso, ¿no?
—¡Ha dicho que estaría lleno de soldados! Otra taberna será mucho más segura.
—Pero piensa en las putas. —Navio empleó un tono nostálgico.
—¿Las que no tenemos dinero para pagar?
—¿Seguro que no?
—No —espetó Carbo.
Con una mirada maliciosa, Navio tiró de la cinta de cuero de la que colgaba su
monedero.
—Encontré dos aurei en una de las granjas que saqueamos hace tiempo. Hasta
ahora no he encontrado nada en qué gastármelos.
—Espartaco dijo que no lleváramos mucho dinero —protestó Carbo.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero un hombre tiene sus necesidades, ¿no?
—¿Qué crees que podremos conseguir con un aureus?
—¿Qué no vamos a conseguir, querrás decir? ¡Como me llamo Marcus Navio que
echarás el polvo de tu vida!
A Carbo se le llenó la cabeza de pensamientos lujuriosos. Enseguida recobró la
compostura.
—No en el Yunque de Vulcano —dijo con firmeza—. En otro sitio.
—En la ciudad habrá más de un buen burdel —dijo Navio encogiéndose de
hombros—. Probemos otra taberna, a ver qué oímos. Es probable que haya más
soldados de permiso quejándose de Longino.
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Empezaron a abrirse camino por entre la multitud.
Ninguno de los dos vio a la figura situada en la penumbra frente al restaurante
que se dispuso a seguirles.
A pesar del rubor cálido provocado por el vino, Carbo se fijó en los rostros
demacrados y el aspecto andrajoso de los habitantes de la ciudad. Había escuadras de
legionarios que vagabundeaban por las calles, empujados por los gritos y las varas de
sarmiento de sus oficiales. Todos parecían disgustados, sobre todo los tenderos que
estaban en el umbral de los establecimientos vacíos mirando a los transeúntes con
expresión amarga. Había pedigüeños por todas partes, agachados en los surcos del
barro al lado de la calle o abriéndose paso entre la gente con las manos sucias
extendidas. «Espartaco es el culpable de esto —pensó Carbo, escandalizado y
orgulloso a partes iguales—. Todos lo somos».
Su intención de espiar conversaciones ajenas resultó más difícil de lo que habían
supuesto. Vagando por la vía pública encontraron numerosas tabernas de distintos
tipos. Había soldados en todas ellas, pero lo limitado de los espacios suponía que
fuera difícil conseguir una mesa lo bastante cerca para tener la oportunidad de
escuchar. Los amigos debían ser discretos sobre lo que estaban haciendo y, en más de
una ocasión, tuvieron que conformarse con quedarse de pie en la barra o sentarse en
el extremo opuesto al de los hombres cuyas bromas y quejas querían oír. La única vez
que consiguieron acomodarse al lado de un grupo de legionarios, lo único que
pillaron fue que nadie quería estar bajo el mando de Longino, que dos hombres
habían contraído la sífilis y que faltaban tres meses hasta el siguiente día de cobro.
Cuando Carbo se quedó mirando al grupo durante más tiempo del recomendado, le
dijeron claramente que se metiera en sus asuntos a no ser que quisiera quedarse sin
dientes. La pareja enseguida se marchó.
Aunque solo bebían vino aguado, visitaron suficientes locales en las horas
siguientes para estar embotados y cada vez más frustrados y enfadados. La quinta
taberna era la peor de todas, un antro situado en un callejón lateral. El mobiliario
estaba desvencijado, había un par de putas viejas y el peor vino que Carbo había
tomado en su vida. Escupió el primer trago y se quedó sentado observando
enfurecido el contenido del vaso de barro como haría un adivino. Pero no encontró
inspiración. Cuando un borracho le vertió el vino por encima, el joven romano tuvo
que hacer un gran esfuerzo para no darle una paliza a aquel imbécil y hacerlo
picadillo. Satisfecho por haberse controlado, tuvo entonces que impedir que Navio
repasara de arriba abajo a un par de legionarios que retaban a los demás clientes a un
combate de lucha libre.
—Déjalo. No busques pelea.
Navio apartó la mirada de los soldados, que se habían desnudado hasta la cintura
y se pavoneaban en círculos, luciendo bíceps y amenazando con dejar lisiado a
cualquier rival.
—Podría ganarles a los dos —le dijo con agresividad—. A la vez.
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—No lo dudo —le tranquilizó Carbo—. Pero ahora no es el momento. Recuerda
por qué estamos aquí.
Navio le lanzó una mirada amarga.
—No estamos teniendo mucha suerte, ¿eh? La vieja Fortuna debe de estar de muy
mal humor.
—Ya nos sonreirá la suerte. Vamos a buscar otro bar. Será allí donde oigamos
algo útil —dijo Carbo con el máximo entusiasmo del que fue capaz—. Y
tranquilízate. Acuérdate de dónde estamos.
Navio se quejó, pero siguió a Carbo al exterior sin poner más objeciones.
Carbo vio un templo dedicado a Fortuna, la diosa de la suerte, y condujo a su
amigo hacia allí. Vio la mirada de incredulidad de Navio.
—Quizá necesite que la apacigüen. Espera aquí. No te metas en líos.
Le compró una pequeña lámpara votiva a modo de ofrenda a un viejo arrugado,
entró y pidió perdón a la diosa por las palabras de Navio, además de pedir su ayuda
para la misión que les habían encomendado. Carbo se sintió mejor después de hacer
la ofrenda y llevó a su amigo a buscar otra taberna con entusiasmo renovado.
Sin embargo, en el siguiente local no oyeron nada interesante, ni en el concurrido
restaurante en el que ambos tomaron un plato de cerdo frito. Carbo se desanimó tanto
como Navio. Se quedaron sentados con tristeza mientras observaban a otra fila de
soldados que pasaba por allí.
—Podríamos seguirles —sugirió Carbo.
La mirada fulminante de Navio le dijo lo que ya sabía.
—Una idea estúpida.
Guardaron silencio durante un rato.
—No quiero volver sin información —acabó reconociendo Carbo.
—Yo tampoco, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
Carbo pensó en los soldados con los que habían hablado con anterioridad. Se le
revolvió el estómago solo de pensar en buscar la compañía de dos hombres que, si se
enteraban de quiénes eran, los matarían sin pestañear. Aunque si estaban muy
borrachos no se darían cuenta y quizá les revelaran algo. Era una opción arriesgada,
pero a Carbo no se le ocurría nada más.
—Siempre nos queda el Yunque de Vulcano.
—Pensaba que habíamos decidido que era demasiado peligroso.
—¿Se te ocurre algo mejor?
Navio aspiró aire entre los dientes.
—Aparte de acercarnos a un oficial y preguntarle qué planes tiene Longino, no —
reconoció.
—Pues entonces… —Una vez que se le había ocurrido una posible solución,
Carbo quería ponerla en práctica—. Cualquier cosa es preferible a patearnos todas las
tabernas de mala muerte de Mutina. Acabaremos con dolor de tripa si seguimos así.
—Cierto. —Navio adoptó una expresión maliciosa—. ¿Te acuerdas de las putas
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de las que nos han hablado? Se supone que son las mejores de la ciudad.
—Olvídate. Vamos a ver si tenemos más suerte y podemos escuchar algo de
provecho.
—¡Y después, un buen polvo!
La idea resultaba atractiva. La lujuria no satisfecha de Carbo le fastidiaba día y
noche. Diciéndose que pagar a una puta sería una justa recompensa por averiguar lo
que Espartaco quería saber, fue en busca del Yunque de Vulcano.
No costó encontrarlo. Era un edificio de ladrillo independiente de tres plantas con
un amplio patio rodeado de establos y se veía un negocio más ambicioso que la
mayoría. La fachada de la planta baja estaba estucada y pintada con mucha
imaginación, con columnas griegas cubiertas de parras. Encima de la puerta de
entrada, flanqueada por un par de fornidos porteros, colgaba un letrero que
representaba al dios del fuego encorvado sobre el yunque, martillo en mano.
Se acercaron a la entrada pavoneándose. El ruido que emanaba de las ventanas,
risas, cánticos y voces femeninas, resultaba ensordecedor.
—Suena prometedor, ¿eh? —dijo Navio con una mirada lasciva.
Aunque a Carbo se le desbocó la imaginación, se le puso la piel de gallina.
Estaban a punto de entrar en la guarida del lobo. Apretó los dientes. La vergüenza de
reconocer ante Espartaco que había fracasado sería peor que jugarse el pescuezo. Y si
se andaban con cuidado, todo saldría tal como habían planeado.
El más fornido de los porteros, un coloso con la cuenca de un ojo vacía, se
dispuso a bloquearles la entrada.
—¿En qué puedo ayudaros? —Su tono no sugería que quisiera ayudarles en modo
alguno.
—Queremos tomar una copa —respondió Carbo educadamente.
El portero los olisqueó.
—¿De verdad?
—Sí. Y quizá charlemos con alguna joven damisela —añadió Navio.
Entonces el gigantón se echó a reír.
—Vosotros dos no tenéis dinero suficiente para pagar a una de nuestras chicas.
¿Por qué no os largáis antes de que mi compañero y yo os partamos los brazos?
—Y las piernas —añadió el otro portero.
A Carbo se le pusieron los nervios de punta. Empezó a retroceder.
—¿Adónde vas? —preguntó Navio con desenfado.
—A una taberna que sea menos exigente con los clientes.
—No hay necesidad. —Navio introdujo la mano en el monedero. Carbo no tuvo
tiempo de reaccionar. El oro destelló en los dedos de su amigo mientras se acercaba
directamente al portero—. ¿Te basta con esto?
En el rostro del coloso apareció una sonrisa desdentada.
—Disculpe mi falta de modales, señor. Les damos la bienvenida al Yunque de
Vulcano. Como es de todos sabido, tenemos los mejores vinos y las mejores mujeres
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de Mutina. —Se hizo a un lado y con una reverencia con el brazo carnoso, les dejó
entrar.
—Vamos. —Carbo fue con su amigo a regañadientes—. Esto ya me gusta más —
reconoció Navio en cuanto entraron.
El interior, profusamente decorado, estaba iluminado por media docena de
candelabros de bronce suspendidos del techo. Las mesas y bancos macizos eran de
madera noble y el serrín del suelo con mosaico estaba limpio. Los clientes eran sobre
todo soldados, oficiales algunos de ellos.
La sonrisa de Navio se esfumó ante el ceño fruncido de Carbo.
—¿Qué pasa?
—¡Ya sabes lo mucho que escasean los aurei! Esos porteros se pasarán toda la
noche hablando de nosotros.
—Relájate —dijo Navio con tono seguro—. ¿Qué más les da de dónde hemos
sacado el dinero? Les daré propina cuando salgamos y les diré que se olviden de
habernos visto. No queremos que nuestras esposas sepan que hemos estado aquí. Ya
me entiendes. —Guiñó el ojo.
Carbo seguía sin estar muy convencido, pero entonces vio al cuarteto de mujeres
situadas en un pedestal detrás de la barra y abandonó todo raciocinio y todo
pensamiento sobre su misión. Las cuatro eran más hermosas de lo que podía haber
soñado. La entrepierna se le endureció en cuanto se dio cuenta de que estaban
desnudas bajo la ropa diáfana.
—Ya sabía yo que cambiarías de opinión. —Navio le dio un golpe en el pecho
que lo devolvió a la realidad. Le tendió una moneda de oro—. Toma. Gástala con
sensatez. Luego nos vemos para tomar una copa. Podemos comparar notas.
Carbo sujetó el aureus con fuerza.
—¿Adónde vas?
—¿A ti qué te parece? —repuso Navio asintiendo hacia las prostitutas—.
Tenemos toda la noche para averiguar lo que necesitamos.
Con el corazón palpitante, Carbo observó a su amigo abrirse camino hasta el bar,
echarle el ojo a una morenaza y hacerle un gesto. Cuando ella se le acercó, inclinaron
la cabeza juntos durante unos instantes. El tiempo suficiente para que aquella
preciosidad viera el aureus, pensó Carbo. Cuando miró de nuevo, Navio subía las
escaleras rodeándola con el brazo. No volvió la vista atrás.
Un hombre cargado con dos jarras de vino chocó con Carbo, lo cual le hizo
desviar la mirada de las prostitutas. Por algún motivo sus padres le vinieron a la
cabeza. ¡La carta! Aquel era el momento más propicio para encargar que la
escribieran. Estaría de vuelta en un abrir y cerrar de ojos. Navio ni siquiera se
enteraría de que se había marchado. En cuanto acabara, se tomaría una copa y
escucharía las conversaciones que se desarrollaban a voz en grito a su alrededor.
Dada la cantidad de soldados que había en la taberna, sería imposible no escuchar
algo útil. Entonces podría decidir qué mujer quería. Emocionado ante la perspectiva
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de cumplir la misión que Espartaco les había encomendado además de la suya propia,
Carbo salió de nuevo a la calle. Los porteros estaban hablando con un soldado tarugo
bajo la luz ya débil.
Al notar la presencia de Carbo, el coloso se giró hacia él con una sonrisa servil.
—¿Ya se marcha, señor?
—Tengo que hacer un recado rápido. Antes de beber demasiado y olvidarme.
¿Dónde está el foro?
—Por ahí. —El coloso señaló hacia el norte—. Todas las calles que van en esa
dirección conducen a él.
—¿Está muy lejos?
—A menos de quinientos metros.
Carbo asintió a modo de agradecimiento y se marchó.
El legionario esperó hasta que hubo recorrido parte del callejón para seguirle con
sigilo.
El portero resultó estar en lo cierto, pues Carbo encontró el foro sin problemas.
Aunque nunca había estado en esa ciudad, el gran espacio rectangular le resultó
familiar. Al igual que en la mayoría de las poblaciones romanas, el foro era el centro
neurálgico de Mutina. La zona se hallaba repleta de puestos que vendían de todo,
desde herramientas, prendas de vestir, cacerolas y sartenes pasando por pan, carne,
hortalizas y amuletos de la suerte. Estaba bordeado por una gran cantidad de templos,
el de Júpiter, Minerva, Juno y los Dioscuros, los gemelos Cástor y Pólux, además de
edificios gubernamentales como el juzgado y la oficina del fisco. También había
basilicae, mercados cubiertos donde abogados, escribas, médicos y farmacéuticos
ejercían su oficio.
Carbo fue directamente hacia ellos. Sin embargo, su entusiasmo se desvaneció en
cuanto traspasó el umbral. Lo que estaba a punto de hacer era incluso más arriesgado
que entrar en el Yunque de Vulcano. Si el escriba intuía ni que fuera ligeramente que
Carbo era uno de los hombres de Espartaco, lo arrestarían de inmediato. Se paseó
como si nada por los puestos haciendo caso omiso de un precio de ganga para leerle
el futuro, para que le examinaran la dentadura y para escribir el testamento en ese
mismo instante, por si los dioses lo abatían de repente. Se fijó en una figura
corpulenta sentada bajo un cartel que rezaba: SE REDACTAN CARTAS. BUENA
CALIGRAFÍA. PRECIOS RAZONABLES. Al ver que Carbo lo miraba, el escriba le dedicó un
asentimiento de cabeza amistoso. Como le agradó el hecho de que el hombre no le
hubiera abordado verbalmente como sus vecinos, Carbo le devolvió el asentimiento.
—Necesito una carta —espetó, aunque sentía que le fallaba la determinación.
—A eso me dedico.
—No será larga. Poco más que unas cuantas líneas.
—Cuatro asses.
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—De acuerdo. ¿La puedes enviar también?
—Eso costará más. ¿Adónde tiene que ir?
—A Roma.
El escriba frunció el ceño.
—En estos momentos la carretera que va hasta el sur no es segura, como bien
sabes.
—¿Por culpa de Espartaco y sus hombres?
Un asentimiento rígido de enfado.
—Dicen que se dirige hacia la ciudad. El procónsul piensa actuar en el plazo de
uno o dos días. Sus dos legiones están preparadas para la lucha. Con la bendición de
Júpiter, el Mayor y Mejor, pronto nos libraremos del asesino tracio y de la chusma
que le sigue.
—Esperemos —repuso Carbo alegremente—. ¿La podrás enviar de todos modos?
—Seguro que encuentro a alguien. Pero te costará caro, te aviso.
—¿Cuánto?
—Un denarius y estaremos en paz.
Carbo puso cara de arrepentimiento, aunque habría pagado mucho más si hubiera
hecho falta. Hurgó en el monedero y le tendió una moneda de plata.
El escriba cogió un trozo pequeño de pergamino, lo dispuso sobre el escritorio
manchado y fijó las esquinas con trozos de plomo. Mojó el estilo en un tintero y miró
a Carbo con expresión inquisidora.
—«Estimados padre y madre, vivo con la esperanza de que la presente os llegue
gozando los dos de perfecta salud».
El escriba frunció los labios concentrado mientras terminaba la línea.
—¿Sí?
—«Debo disculparme por la falta de comunicación desde que me marché. Me fui
porque pretendía… —Carbo hizo una pausa mientras se planteaba qué decir— aliviar
los problemas económicos de la familia a mi manera, en vez de hacer lo que padre
deseaba. Sé que esto me convierte en un hijo desobediente, pero no soportaba la idea
de ser abogado».
—No me extraña —dijo el escriba mirando con el ceño fruncido al ocupante del
puesto que tenía enfrente, un hombre alto con el pelo aceitado y talante autoritario—.
Son una panda de ladrones y mentirosos. —Más consciente que nunca de que debía
escoger las palabras con tino, Carbo sonrió—. Continúa.
—«Sigo confiando en ayudar con respecto a las futuras “obligaciones” de padre.
Sin embargo, por el momento, eso tendrá que esperar. Estoy a punto de emprender un
viaje largo y peligroso, del cual quizá nunca regrese. —¿Quizá? Pero no podía decir
que nunca regresaría porque picaría la curiosidad del escriba. La carta ya era rara de
por sí—. Antes de mi partida, quería comunicaros que rezo por los dos a diario. Que
los dioses cuiden de vosotros y os protejan. Con cariño de vuestro hijo, Carbo».
El escriba firmó la carta con una rúbrica.
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—¿Estás pensando en buscar fortuna en el extranjero?
—Sí. —«Ni te lo imaginas».
—¿Con un comerciante?
—Eso es.
—¿A la Galia o a algún lugar más lejano?
—Tengo que reunirme con un hombre en Placentia que se dirige a la Galia y
luego a Britania —mintió Carbo.
—Eres más valiente que yo —reconoció el escriba encogiéndose de hombros—.
Dicen que los mares que rodean Britania están llenos de terribles monstruos. Los
lugareños viven bajo la influencia perniciosa de los druidas. Sus guerreros luchan
desnudos, se comen la carne de sus enemigos y utilizan sus cráneos como copas para
beber. —Se tomó en serio el horror fingido de Carbo—. Por supuesto no quiero decir
que vayas a sufrir ningún daño. Seguro que dentro de un año volverás a casa
convertido en un hombre rico.
—Seguro. —A Carbo le embargó una gran pena. A pesar de que había mentido
sobre sus intenciones, su marcha inminente no era menos definitiva. Ojalá pudiera
presentarse en casa de su tío y despedirse de sus padres en persona, en vez de
enviarles una carta en clave. «Conténtate. Es lo mejor que puedes hacer».
—¿A quién hay que enviar la carta? —preguntó el escriba, doblando el pergamino
en forma de cuadrado.
Carbo abrió la boca y la volvió a cerrar. Quería decir «Jovian Carbo, a la casa del
abogado Alfenus Venus, que vive en el Esquilino, en Roma», pero la lengua se le
había quedado enganchada en el paladar. «¿Qué estoy haciendo? Esto es una locura».
—¿Y bien? —Carbo seguía sin decir nada—. La carta no sirve de nada sin
nombre y dirección.
—Déjalo. He cambiado de opinión.
—¿Te lo has repensado?
—Sí —masculló Carbo—. Tendrán que conformarse con mis rezos.
—Siempre es difícil tratar con la familia —dijo el escriba en tono comprensivo.
—Sí —repuso Carbo secamente—. Quiero mi denarius.
—Dame cuatro asses y es tuya. Tengo que cobrar por mi tiempo —exigió el
escriba frunciendo el ceño.
Carbo rebuscó en el monedero y le tendió las monedas pequeñas. A cambio, el
escriba le lanzó el denarius. Carbo le dio las gracias con un asentimiento y se
marchó. Tenía que centrarse en su verdadera misión y descubrir lo máximo posible
acerca de los planes de Longino. Después de eso podría ahogar sus penas. Por la
mañana regresarían al campamento, donde Espartaco les estaría esperando. Pasó
junto a la parada de un farmacéutico y apenas se fijó en un legionario que estaba
absorto en los frascos y lociones expuestos ni se dio cuenta de que se trataba del
mismo individuo que había estado hablando con los porteros en el exterior de la
taberna. Tampoco se fijó en el hombre que corría hacia el escriba.
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Para cuando volvió a llegar al Yunque de Vulcano, ya casi había oscurecido. Lo
dejaron entrar con más sonrisas aduladoras. Carbo escudriñó el local, pero no había ni
rastro de Navio. Las mujeres que había detrás de la barra le llamaron la atención. En
el lugar que había ocupado la morenaza ahora había una mujer fatal de pelo azabache.
Era incluso más guapa que las demás y Carbo sabía que era la que elegiría. Pero antes
tenía trabajo que hacer. Pidió una jarra de vino de Campania, encontró un sitio en un
banco largo que discurría a lo largo de la pared y que, casualmente, le ofrecía una
buena vista de la puerta además de las escaleras que conducían a la planta superior.
Le bastaron unas miradas superficiales para darse cuenta de que sus vecinos eran
soldados. A Carbo se le revolvieron las tripas, pero sorbió el vino, ansioso por sentir
la seguridad que le provocarían sus efectos. Escuchó todo lo que pudo.
A su izquierda tres oficiales subalternos criticaban a su centurión.
—Lo único que le importa es la limpieza —se quejó uno, un tesserarius lozano.
—Lo sé —convino el signifer, que tenía por lo menos diez años más—. Esas
gilipolleces tienen su momento y su lugar, pero cuando estamos a punto de
emprender la pelea de nuestra vida, cabe pensar que podría fijarse en otras cosas.
—Entiendo lo que estáis diciendo, muchachos. —El optio era un hombre alto con
orejas de soplillo—. Pero Bassus ha estado en esta situación más veces de las que
vosotros y yo somos capaces de imaginar. Hacer que los hombres se dediquen a
tareas aburridas como mantener el equipo reluciente les ayuda a no pensar en asuntos
más preocupantes.
—Como Espartaco y su puto ejército, quieres decir —intervino el tesserarius con
determinación.
—Exacto.
—Confío por Hades en que Longino sepa dónde se está metiendo —masculló el
signifer—. Si no, estamos jodidos.
Carbo aguzó el oído.
—Cierra el pico —gruñó el optio—. Ya sabes que se supone que no debemos
hablar del tema. —Miró a cada lado y Carbo se puso a llenarse la copa de nuevo.
«Fortuna, por favor, permíteme oír algo».
Sintió una gran frustración, porque entonces los oficiales empezaron a hablar de
las prostitutas que estaban a la vista. Carbo desvió la atención hacia el grupo de
legionarios que tenía a la derecha, pero discutían acaloradamente sobre a quién le
tocaba pedir la siguiente ronda. Daba la impresión de que era el turno de un soldado
menudo con el pelo castaño parduzco, aunque él lo negara, lo cual provocaba las
protestas e insultos de sus compañeros, ante los que él reaccionaba con una ligera
sonrisa de diversión. Los hombres armaban tanto jaleo que Carbo no oía nada de lo
que decían las demás personas cercanas. Le entraron ganas de buscar otro sitio donde
pudiera escuchar conversaciones ajenas con más facilidad, pero sabía que quedaría
raro. Había elegido ese sitio y tenía que quedarse ahí.
Vio que uno de los chicos que servía lo miraba y pidió más vino y un plato de pan
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con queso. La comida le llenaría el estómago y evitaría que se emborrachara.
—Vaya, vaya. ¡Pero si es nuestro amigo del restaurante!
A Carbo se le cayó el alma a los pies cuando alzó la mirada. Consiguió esbozar
una amplia sonrisa.
—Al final habéis venido, ¿eh?
—Eso parece —dijo Felix soltando un eructo y aposentándose al lado de Carbo.
—¿Dónde está tu amigo?
—¿Gaius? Ha ido a buscar las bebidas. Yo era el encargado de encontrar sitio. Por
todos los dioses… ¡este sitio está hasta los topes! —Se inclinó hacia Carbo y llenó el
aire de vapores etílicos—. ¿Tu colega le está dando un repaso a una de las putas?
—Sí. —Carbo desvió la mirada hacia las escaleras, que estaban vacías. «¡Date
prisa, Navio!».
—¿De dónde ha sacado el dinero?
Carbo se devanó los sesos con frenesí.
—Hemos juntado lo que teníamos y lo hemos echado a suertes. Navio ha ganado.
No era una cantidad elevadísima pero ha conseguido convencer a una de las mujeres.
Ese hombre tiene un pico de oro —mintió, maldiciendo en silencio porque acababa
de echar al garete toda posibilidad de sexo, por lo menos mientras Felix estuviera por
ahí. Tenía que comportarse como si tuviera muy poco dinero.
—Menuda suerte, el cabrón. Me encantaría hacer lo mismo, pero solo tengo
dinero suficiente cuando cobro la paga. ¡Y no es muy probable que esté aquí la
próxima vez que cobre! —Dedicó una mueca de complicidad a Carbo—. Se acerca
un gran enfrentamiento.
—Lo sé. Toma, bebe un poco de mi vino mientras esperas. —Vació los posos de
un vaso usado que había encima de la mesa y lo llenó hasta el borde.
—No me importa. —Felix dio un buen trago y se relamió de gusto—. No está
mal. Mejor que el vinagre que servían en el restaurante, ¿eh?
—Eso no es difícil.
—¡Bien cierto! Yo me llamo Felix, ¿y tú?
—Carbo.
Se dedicaron un asentimiento mutuo con expresión amistosa. «Qué curioso —
pensó Carbo—. Quizá tenga que matar a este hombre un día de estos. O él a mí».
—Pareces un buen candidato. ¿Por qué no estás en las legiones?
Se encogió de hombros.
—Soy de campo. Lo único que sé hacer es cultivar la tierra.
—¿El campo? Te lo regalo. ¡Demasiado aburrido! ¡Servir en el ejército es mucho
más entretenido! —A Felix se le ensombreció el semblante—. Hasta que aparece un
tipo como Espartaco, claro está.
—Pero seguro que Longino puede con él, ¿no?
—¡El procónsul no tiene ninguna varita mágica! Solo cuenta con dos legiones. El
tracio dispone de más de cincuenta mil hombres. Está en clara desventaja.
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Carbo se permitió adoptar una expresión amarga.
—¿Eso es lo que hay, entonces? ¿Longino será derrotado, igual que los cónsules?
Era como si Felix no pudiera resistir la tentación.
—A pesar de lo que he dicho antes, Longino es un viejo astuto. Tiene un plan. Un
plan que debería pillar desprevenido a ese hijo de puta.
—Ah, ¿sí? —dijo Carbo con indiferencia. En su interior, el corazón le había
empezado a palpitar.
Felix se dio un golpecito en la nariz.
—Solo se cuenta a quienes necesitan estar informados.
—Por supuesto. —Sirvió más vino para disimular su furia.
—Eres un buen tipo, Carbo, igual que yo. A tu salud y a la mía. ¡Por la muerte de
Espartaco y de todos y cada uno de los canallas que le siguen!
—Brindemos por ello —masculló Carbo.
Unas voces subidas de tono en la puerta les hicieron desviar la atención. Había
entrado un grupo de legionarios con el uniforme de campaña al completo. Dirigidos
por un optio, se dividían en parejas y recorrían el local, observando uno por uno a los
hombres que había en todas las mesas.
A Carbo se le revolvió el estómago de tal manera que le entraron náuseas. «En
nombre del Hades, ¿qué quieren?».
—Es la puta guardia —gruñó Felix.
—¿Por qué están aquí?
—Por lo de siempre. Buscan a soldados que hayan salido sin permiso. —Vio la
mirada inexpresiva de Carbo y extrajo una pequeña tablilla de madera del monedero
—. Todos necesitamos esto para salir del cuartel. Si te pillan sin una, pasas diez días
en chirona.
—¡Ah! —Pero Carbo volvió a desasosegarse en cuanto vio a un legionario tarugo
hablando con el coloso de la puerta. Era el mismo soldado que estaba fuera cuando él
había ido al foro. No podía tratarse de una coincidencia. Carbo dirigió la mirada hacia
las escaleras. Seguía sin haber ni rastro de Navio. «¡Maldita sea!».
Una silueta se cernió sobre ellos.
—¡Gaius! Pensaba que te habías perdido. —Felix alzó el pulgar en dirección a
Carbo—. Es el tipo al que hemos conocido antes. Se llama Carbo. —Gaius soltó un
gruñido receloso cuando tomó asiento al lado de Felix—. Eh, venga. Ha compartido
el vino conmigo.
—Hummm. ¿Dónde está su amigo?
—Tirándose a una de las putas.
Carbo vio con el rabillo del ojo a un par de legionarios que se acercaban. Sin
embargo, lo que hizo que el corazón casi le saltara del pecho fue ver al soldado
tarugo abriéndose camino entre las mesas abarrotadas y observando el rostro de todos
los hombres. No tardaría más de unos instantes en llegar a ellos. «Me está buscando».
Carbo tenía esa corazonada. Estaba a punto de levantarse cuando le pusieron una
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copa de vino delante de las narices.
—Trágatelo.
—Gracias. —Carbo lo engulló de un solo trago.
—Por la verga de Júpiter, ¡mira que tienes sed! ¿Seguro que no quieres alistarte a
las legiones? Encajarías bien. —Con una sonrisa de oreja a oreja, Felix le sirvió otra.
Carbo volvió a hacer ademán de marcharse, pero entonces le llevaron el plato de
pan con queso. Entretuvo al mozo el máximo posible, hurgando para encontrar las
monedas adecuadas y preguntándole dónde estaban las letrinas. El esfuerzo no valió
la pena, porque en cuanto el mozo se marchó, el legionario tarugo ocupó su lugar.
—Buscas en el lugar equivocado —dijo Felix, mostrando su pase con agresividad
—. Todos lo tenemos. ¿Por qué no te vuelves al puto cuartel y nos dejas tranquilos?
—Cállate la boca, soldado. —El hombre no dejó de recorrer los rostros alineados
en el banco con su mirada penetrante.
Carbo enterró la nariz en la copa de vino, sin perder la esperanza de que no se
fijara en él.
—Tú, mírame. —«Mierda»—. ¡Te estoy hablando, rata de alcantarilla!
—Déjale en paz, imbécil —dijo Felix—. Es un paisano.
—Quiero hablar con él.
—¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño? —exigió Felix al tiempo que se
ponía en pie.
—No te metas en esto, imbécil.
—Es amigo mío, gilipollas. Déjalo en paz.
Carbo notó que Felix daba un paso adelante y empujaba al hombretón en el
pecho. ¿Qué debía hacer él?
—¡Cabrón de mierda! Llevo todo el día observándole. Él y su amigo llevan un
montón de monedas de oro. ¿Qué hacen dos mierdas como ellos con tanto dinero?
Este también se ha buscado a un escriba para enviarle una carta a sus padres
diciéndole que va a emprender un largo viaje.
—¿Cómo? —dijo Felix como un tonto, bajando la mirada hacia Carbo, cuya
garganta se había cerrado de miedo.
«Este imbécil debe de haber visto a Navio sacando el aureus y luego me ha
seguido desde aquí». No tenía más tiempo para pensar.
—Son unos putos espías. ¡Espías de Espartaco!
Carbo se puso en pie de un salto. Arrojó el contenido de la copa a la cara del
legionario y a continuación derribó la mesa que los separaba. El soldado se puso a
despotricar y cayó al suelo rodeado de platos y vasos. Carbo esprintó hacia las
escaleras lanzando una mirada de disculpa a Felix, que estaba desconcertado. No
tenía ninguna posibilidad de salir por la puerta delantera y no podía abandonar a
Navio.
—¡Detenedle! ¡Es un espía!
Un par de legionarios se interpuso en su camino. Carbo saltó a la mesa más
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cercana y derramó copas de vino por todas partes. Mientras los hombres sentados a su
alrededor gritaban sorprendidos y enfadados, saltó a la mesa que estaba más allá y de
ahí otra vez al suelo. Cuatro pasos más y estaría al pie de la escalera. Una mano le
tiró de la parte posterior de la túnica. Carbo sacó la navaja, se giró e hizo un corte en
el brazo al soldado que lo había agarrado por detrás. Salió sangre a chorros y el
asaltante se apartó gritando.
Carbo subió los peldaños de las escaleras de dos en dos. Se arriesgó a echar un
vistazo al local y el corazón se le aceleró todavía más. Le perseguían más de una
docena de soldados encabezados por el legionario tarugo. Tendría tiempo de buscar a
Navio en una habitación, no más.
Carbo subió los últimos peldaños a la velocidad del rayo. Se encontró con un
pasillo que se bifurcaba a izquierda y derecha. ¿Hacia dónde? Izquierda. Se internó
en el pasaje rápidamente, iluminado de forma tenue por una única lámpara de aceite
colgada. En los muros había escenas eróticas pintadas, pero Carbo no les prestó
atención alguna. Por todos los dioses, ¿cuál debía escoger? Oía las sandalias
tachonadas que le perseguían con un retumbo. Cerró los ojos con fuerza. «¡Fortuna,
ayúdame!». La primera puerta que Carbo vio cuando volvió a mirar fue la segunda de
la izquierda. Empujó con el hombro y la abrió de golpe astillando la madera.
Por una vez la diosa de la buena suerte había respondido a sus plegarias.
—Pero ¿qué…? —bramó Navio, cuyo culo al aire sobresalía por entre las piernas
abiertas de la morena.
—¡Levanta! ¡Levántate! ¡Saben quiénes somos!
—Yo… —La protesta de Navio se le quedó ahogada en la garganta cuando oyó a
los hombres por las escaleras. Se apartó de la prostituta, que entonces se puso a gritar,
y cogió su licium.
Carbo echó una mirada alrededor del pequeño cuarto y reparó en el ventanuco.
—¡Vamos! —Se acercó rápidamente y abrió las contraventanas, que crujieron
contra el muro exterior. Asomó la cabeza y vio un tejado que cubría parte de la planta
baja a escasa distancia. Volvió a guardar la navaja ensangrentada en la funda.
Sacando una pierna fuera, Carbo se agarró al marco de madera mientras movía la otra
pierna. Enseguida cayó encima de las tejas. Alzó la vista y le alivió ver las piernas
desnudas de Navio detrás de él. Su amigo aterrizó a su lado con un golpe seco, en
cueros pero sujetando la prenda de ropa interior. Carbo reprimió las ganas de reír.
—¿Por dónde?
Oyeron gritos airados procedentes de la habitación de más arriba.
Carbo intentó recobrar la compostura. A su izquierda había más luz, lo cual
significaba que era más probable que fuera la parte delantera de la taberna. No era la
mejor ruta que tomar.
—¡Por ahí! —Fue avanzando por las tejas con el máximo cuidado posible en una
superficie irregular e inclinada en la más completa oscuridad. Oyó un juramento
apagado detrás de él cuando Navio se golpeó el dedo gordo.
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—¿Dónde están? —gritó una voz—. ¡Id a buscar una antorcha!
Carbo tropezó y casi se cayó por el borde del tejado. Había luz apenas suficiente
para que distinguiera la superficie pavimentada de un patio, una carreta y un tonel de
agua. «Es el patio del establo de la taberna». Respiró hondo, saltó y cayó con fuerza
en los adoquines de más abajo. Se estaba quedando sin respiración, pero alzó la vista
y no vio a nadie. «Gracias a los dioses». Navio cayó a su lado.
—En nombre de Hades, ¿qué vamos a hacer?
—¡Despistar a esos cabrones que nos siguen! —susurró Carbo—. De lo contrario
somos hombres muertos. —Vio un hueco entre los dos edificios del establo y corrió
hacia él. No tenía ni idea de adónde conducía.
Resultó que era el estercolero, que estaba cercado por tres lados por un muro.
Una serie de golpes pesados en el patio anunció la llegada de los legionarios. No
tenían nada que perder. Intentando no respirar, Carbo empezó a trepar por el
montículo de mierda. Enseguida tuvo el apestoso estiércol hasta el tobillo primero y
luego hasta la rodilla. Movido por una clara desesperación y por los jadeos de Navio
detrás de él, fue subiendo hasta tener al alcance la parte superior del muro.
Impulsándose por encima de los ladrillos, echó un vistazo rápido a lo que había al
otro lado antes de dejarse caer. Por suerte no estaban lejos del estrecho callejón.
—¿Dónde estás?
—Aquí, al otro lado —respondió Carbo—. Si quieres sobrevivir, ¡trepa!
Entonces asomó la cabeza de Navio, seguida del torso y de una pierna.
—Estoy lleno de mierda.
—Esa es la menor de nuestras preocupaciones.
Navio se agachó y los dos se quedaron de ese modo unos instantes aguzando el
oído. Los gritos de confusión procedentes del patio de la taberna pusieron de
manifiesto que por el momento no habían descubierto su vía de escape. Sin embargo,
no tardarían demasiado. En cuanto alguien llevara luz, los legionarios verían que sus
huellas ascendían por el estercolero. Tenían que moverse, y rápido. El callejón en el
que se encontraban estaba formado por los muros de dos edificios grandes. «Bloques
de viviendas o casas grandes», pensó Carbo.
—¿Qué coño vamos a hacer? —preguntó Navio—. Apostarán a hombres en todas
las calles que rodean la taberna. El primero que me vea sabrá quién soy.
Carbo captó el deje de desesperación en la voz de su amigo e intentó no
contagiarse. Bajó corriendo hacia la franja de luz que formaba la intersección del
callejón con la calle. Miró a izquierda y derecha, y emitió un gruñido entrecortado.
Un grupo de legionarios ya estaba peinando la vía desde ambos extremos. Uno de
cada dos hombres sostenía una antorcha que emitía luz suficiente para que sus
compañeros asomaran la cabeza en todos los recovecos.
Navio le vio la cara.
—¿Pinta mal? —Carbo le explicó lo que había visto—. ¿Qué hemos hecho para
merecer esto?
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—Pensar con la polla en vez de con el cerebro —le espetó Carbo.
—Tienes razón. Lo siento —musitó Navio.
—No es solo culpa tuya. Yo también me he apuntado.
—¡Eh! ¡Por aquí! Creo que han subido por aquí —gritó una voz al otro lado del
muro.
—Matemos al primer hombre que aparezca —sugirió Carbo—. Le quitamos la
espada y con un poco de suerte conseguimos otra del siguiente. Por lo menos
moriremos como hombres.
Navio asintió con virulencia.
Volvieron a deshacer sus pasos por el callejón.
«Qué forma tan estúpida de morir», pensó Carbo.
Entonces, para su desconcierto más absoluto, se abrió una puerta del muro que
quedaba a su izquierda. Apareció un muchacho con una túnica que le quedaba
demasiado grande sujetando un balde lleno de restos de la cocina.
Carbo se sintió esperanzado. Justo cuando el esclavo los vio y abrió la boca para
gritar, Carbo se la tapó con la mano.
—No hagas ni un solo ruido. Somos los hombres de Espartaco. Los legionarios
nos persiguen. ¿Nos puedes ayudar?
—¡Echadme una puta mano para subir! —bramó la voz que Carbo acababa de oír
—. ¡Rápido!
El muchacho desvió la vista hacia el muro antes de volver a mirar a Carbo.
—Si no nos ayudas, somos hombres muertos —siseó Carbo.
El muchacho le apartó la mano.
—Entrad. —Se fundió en la oscuridad.
Carbo no se paró a pensar, se limitó a seguirle. Notaba que Navio iba detrás de él.
El muchacho los rozó al pasar y cerró la puerta sigilosamente. Se oyó un pequeño
crujido cuando echó el cerrojo y entonces se quedaron los tres jadeando en la
oscuridad más absoluta. Escuchando.
Un golpe seco.
—Estoy al otro lado.
—¿Ves algo? —preguntó una segunda voz.
—Ni rastro de esos cabrones, no. —Un siseo metálico cuando una espada se
deslizó por la vaina.
—¡Estoy de mierda casi hasta la cintura!
—¡Me da igual! Plántate aquí.
Juramentos contenidos y otro golpe seco.
El tintineo de la cota de malla. Las pisadas de dos hombres que se movían con
gran sigilo.
—Hace rato que se han marchado.
—Eso no se sabe —dijo el soldado que había saltado el muro en primer lugar—.
Aquí hay una puerta, mira.
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Carbo sujetó el puñal con más fuerza.
—Que está cerrada por dentro —dijo el segundo legionario con acritud—. Se han
ido a la calle, seguro. Una de las patrullas los encontrará enseguida.
—Confiemos en ello.
—¿Qué te preocupa? No habrán descubierto nada.
—Da igual, pero no queremos que Espartaco se entere de las catapultas que
tenemos ocultas.
Carbo se quedó petrificado.
El compañero del soldado soltó una risa burlona.
—No tendrá ni idea. La chusma de esclavos marchará por la carretera hacia el
norte, tan gallitos como quieran, siguiendo a nuestra fuerza que hace de señuelo. Sin
embargo, se llevarán el susto de su vida cuando las ballistae los pulvericen.
—¡Ja! Y aunque algunos consigan llegar a los Alpes no recibirán precisamente
una calurosa bienvenida si se dirigen a Tracia —dijo el primer hombre con una
sonrisa—. Alguien me ha dicho que Marco Lúculo acaba de machacar a las tropas
tracias que luchaban con Mitrídates. A decir de todos, está arrasando la mitad de esa
puta zona.
La voz de los legionarios se fue apagando a medida que avanzaban por el
callejón.
—¿Has oído eso? —susurró Carbo.
—Sí. Increíble.
Todavía no estaban fuera de peligro, pero Carbo no daba crédito a la suerte que
habían tenido.
Navio se rio por lo bajo.
—¿De qué te ríes?
—Hace unos momentos me estaba tirando a la puta más guapa que he visto en mi
vida. Ahora estoy desnudo, lleno de mierda en una despensa oscura como boca de
lobo, pelándome de frío. Pero me da igual por lo que acabo de oír.
Carbo tuvo que morderse la parte interior de la mejilla para no echarse a reír.
A pesar de las noticias inquietantes sobre Tracia, estar vivos era todo un logro que
agradecían.
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4
La suerte siguió acompañando a los amigos. En cuanto les quedó claro que los
legionarios se habían marchado definitivamente, los amigos habían permitido que
Arnax, el muchacho de piel amarillenta que los había salvado, encendiera la lámpara
de aceite. Gracias a la llama parpadeante vieron una estancia mugrienta llena de
cepillos, trapos de limpieza, baldes y un fregadero repleto de vajilla sucia. Era el
escondrijo perfecto. Pocas personas, ni siquiera esclavos, decidían entrar en la
trascocina a no ser que no tuvieran más remedio. Mientras Carbo interrogaba a
Arnax, Navio había podido limpiarse buena parte del estiércol y por fin se había
puesto el licium.
Enseguida habían averiguado que Arnax pertenecía a un anciano que vivía solo
con un puñado de esclavos. Siempre y cuando mantuviera los suelos, la cocina y el
patio limpios, Arnax podía arreglárselas solo. Aquel descubrimiento había permitido
que la pareja se relajara un poco. Al cabo de un rato se animaron, porque el
muchacho reapareció con una túnica y un par de sandalias para Navio, además de un
poco de comida y agua del pozo de la casa.
Se prepararon para marcharse alrededor de la medianoche. No les hicieron falta
grandes dosis de persuasión para convencer a Arnax de que fuera con ellos.
—Cuando los soldados no nos hayan encontrado antes del amanecer —había
advertido Carbo— volverán sobre sus pasos. Les resultará fácil ver por dónde
saltamos el muro. Un par de huellas de estiércol les conducirá hasta esta puerta.
Cuando vayan a hablar con tu amo, solo habrá una persona a quien echarle la culpa:
tú.
Al oír eso, Arnax había empalidecido.
—Ven con nosotros —le había instado Carbo—. Serás libre, como todos los
miembros del ejército. Siempre nos puede ir bien un muchacho espabilado como tú.
—Solo tengo once años.
—Eso da igual. Los cocineros, los herreros y los mozos que cuidan de los
caballos de la caballería siempre necesitan ayuda. —Carbo había visto la decepción
en los ojos oscuros de Arnax y había hecho una concesión—. O podrías encargarte de
limpiar nuestras cosas y cocinar para nosotros.
—¡Eso sí!
Y así había quedado la cosa.
Cogieron un trozo de cuerda de la trascocina y el trío se coló por las calles de la
ciudad, agradecido por las nubes que habían reducido la luz del exterior a casi una
oscuridad absoluta. Entonces los amigos habían agradecido todavía más la presencia
de Arnax. Se orientaba bien y los había conducido hacia la muralla sur a fin de evitar
a varias patrullas. En una ocasión habían avistado a los centinelas que patrullaban por
las almenas y calculado la frecuencia de su paso, así les había resultado fácil trepar,
sujetar la cuerda a un pilar de las murallas y bajar hasta el foso situado al pie del
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muro.
Desde allí habían cubierto la larga distancia hasta el campamento a pie pero
satisfechos. Llegaron justo después del amanecer. Arnax había abierto unos ojos
como platos al ver la gran cantidad de hombres y tiendas, y Carbo le había dado una
palmadita en el brazo.
—¿Te das cuenta ahora de por qué nos tienen pánico en Mutina?
Llevaron al sobrecogido Arnax a su tienda y lo dejaron allí con instrucciones de
que les preparara el desayuno. Fueron en busca de Espartaco de inmediato. Como
temían recibir un castigo, ambos eran reacios a confesar la verdadera historia de lo
ocurrido. Si les pedía explicaciones por el olor ácido que seguía emanando Navio,
decidieron que dirían que había bebido demasiado y se había caído en un estercolero
mientras caminaban por las calles a oscuras. Carbo había tenido que rescatarlo.
Encontraron a Espartaco sentado junto a la hoguera, hablando con Castus y
Gannicus. Atheas y Taxacis estaban cerca como siempre, como dos perros
guardianes.
Castus hizo una mueca en cuanto se acercaron.
—¡Fua! Alguien huele a boñiga de caballo.
Gannicus sonrió al ver la vergüenza de Navio. Hasta Espartaco esbozó una
sonrisa.
—En nombre del Jinete, ¿qué os ha pasado?
—¿Dónde habéis estado? —preguntó Castus.
«No estaban al corriente de nuestra misión —pensó Carbo—. Espartaco quiere
demostrarles lo listo que es».
—Mutina —repuso Navio.
Castus adoptó una expresión suspicaz y lanzó una mirada a Gannicus, que
tampoco parecía muy contento.
—Por Hades, ¿qué hacían nuestros dos «romanos» allí, Espartaco?
—Caerse en estercoleros. ¿Qué otra cosa iban a hacer?
Castus se sonrojó.
—No te hagas el gracioso conmigo.
—¿Por qué no nos informaste de esto? —se quejó Gannicus.
—¿Acaso os lo tengo que contar todo?
—Antes nos contabas lo que planeabas…
—Ahora estáis aquí —interrumpió Espartaco con brusquedad—. Han ido a
recabar información. Los dos podéis escuchar el informe de primera mano. ¿No os
basta?
Castus hizo ademán de decir algo más, pero Gannicus, que parecía más enfadado
de lo que Carbo lo había visto jamás, le puso una mano en el brazo. Mirando con
furia, Castus decidió guardar silencio.
—Por lo que parece, vuestra misión no ha salido del todo de acuerdo con el plan.
No recuerdo haberos dicho que os lanzarais a un estercolero.
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—Sufrimos algunos percances, señor —repuso Navio con incomodidad. Las cejas
de Espartaco formaron un arco bien definido—. Nosotros, eeeh… —Navio vaciló—.
Tomamos unas cuantas copas. Acabé en un estercolero. Carbo me sacó.
Los galos se rieron con ganas.
«No ha tenido que mentir». Carbo sintió una punzada de alivio, pero no duró.
«Todavía».
—Eso no tiene nada de malo siempre y cuando también hicierais lo que os pedí.
—La voz de Espartaco había perdido todo atisbo de diversión—. ¿Habéis averiguado
algo?
—Pues sí —afirmó Carbo, ansioso por contarlo—. Longino está planeando un
ataque sorpresa para cuando avancemos más allá de la ciudad. Por lo que parece, hay
una zona de terreno oculto a la que se accede desde la carretera que lleva al norte.
Ahí estarán sus ballistae. —No sabía muy bien por qué, pero Carbo no mencionó lo
que los legionarios habían dicho sobre la reciente victoria romana sobre los tracios.
Agradeció que Navio tampoco dijera nada.
—Malditos romanos cabrones —masculló Castus. Gannicus expresó lo mismo a
voz en grito.
—¿Sabéis dónde es ese sitio? —preguntó Espartaco.
—No.
—¿O cuántas catapultas tiene?
Carbo negó con la cabeza a modo de disculpa.
Espartaco se pasó un dedo por los labios, meditabundo.
—Es una jugada inteligente. Longino podría tener veinte ballistae, o más, si esto
se le ocurrió hace tiempo. Un buen taller podría fabricar una pieza en varios días.
Como es natural, los artilleros las alinearían con anterioridad. —Se volvió hacia los
galos—. Imaginad la carnicería que dos docenas de catapultas, por poner un ejemplo,
causarían. Podrían soltar seis ráfagas antes de que nuestros soldados tuvieran ocasión
de responder.
—Y entonces es cuando las legiones atacarían —apuntó Gannicus.
—Precisamente. ¿Hay algo más, Carbo?
—No —repuso con inquietud.
—Da igual. Seguro que ese será el plan de Longino. Pero ahora podemos hacer
todo lo posible para asegurarnos de que su plan falle. —Espartaco dejó la mirada
perdida.
Sin embargo, Castus no se quedó satisfecho.
—¿Por qué no habéis averiguado más?
«Tú no eres quien arriesgó la vida para descubrir esto», pensó Carbo enfurecido,
pero se limitó a decir:
—Porque los soldados que lo contaron se marcharon.
—¿Y por qué no les seguisteis? —fue la réplica inmediata.
—No podíamos —repuso Navio con expresión irritada.
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—¿Estabais demasiado borrachos? ¿Fue entonces cuando te caíste al estercolero?
—preguntó Castus con desprecio.
—¿Qué más da? —intervino Espartaco—. Desde un primer momento estaba claro
que no podrían hacer mucho más que escuchar conversaciones ajenas a hurtadillas. Si
no hubieran sido discretos, ahora no estarían aquí. Basta con que hayan regresado
sanos y salvos con noticias sobre el plan de Longino.
—Eso es lo que tú opinas —espetó Castus—, pero yo no. Aquí hay mucho más
de lo que cuentan. ¿Verdad, Gannicus?
—Sí. Estos dos están tan nerviosos como un cornudo cuando el marido llega a
casa.
—¿No os fiais de ellos?
—No —espetó Castus—. Son romanos.
Espartaco endureció la expresión.
—Ya nos hemos encontrado en esta situación con anterioridad. ¡Estos dos
hombres han demostrado su lealtad en infinidad de ocasiones!
—Dicen que la sangre tira. Yo siempre he estado de acuerdo con esa afirmación
—dijo Castus.
«Motivo por el que no me fiaría de ti bajo ningún concepto, cerdo galo».
—Propongo que les sonsaquemos la información con una paliza —sugirió Castus
con actitud beligerante.
En vez de defender a sus hombres, Espartaco miró a Gannicus.
—¿Opinas lo mismo?
—Se guardan algo. Está tan claro como que tengo ojos en la cara. Como
«líderes». —Gannicus hizo especial hincapié en esta palabra— de este ejército
tenemos derecho a saberlo todo y a averiguarlo mediante el método que sea
necesario.
«Ahora no es momento para peleas. Hay una batalla que librar». Espartaco se
revolvió contra los amigos.
—¿Qué coño ha pasado? —No dijeron ni palabra—. ¡Por todos los dioses! A no
ser que queráis que Castus, Gannicus y sus hombres os den una lección que nunca
olvidaréis, hablad.
Conmocionado, Carbo miró a Navio, que se encogió de hombros con resignación.
—La ciudad estaba llena de soldados por todas partes, pero ninguno de ellos
decía gran cosa. Era obvio que les habían ordenado que mantuvieran el pico cerrado.
Tuvimos poca suerte en un restaurante, así que fuimos a varias tabernas. No oímos
nada, por lo que decidimos probar en una de las tabernas preferidas de los soldados
—Carbo notó que se sonrojaba—, en la que se suponía que había buenas putas.
Espartaco enarcó las cejas, pero ocultó su regocijo. Atheas y Taxacis se rieron
gustosos de la vergüenza de Carbo, pero los dos galos estaban mucho menos
contentos.
—Os envían a Mutina en una misión de espionaje, pero os interesa más vaciar los
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huevos. ¡Es increíble! —bramó Castus.
—¿Y entonces? —preguntó Espartaco.
—Navio subió arriba con una prostituta.
—¿Cómo pagaste por sus servicios? —Espartaco formuló la pregunta con voz
queda, aunque ello no ocultó el tono amenazante.
—Llevaba un par de aurei —reconoció Navio con tristeza.
—¿A pesar de que os dije que llevarais poco dinero?
—Sí.
Los labios de Espartaco se convirtieron en una línea fina.
—Mira que tienes cojones. Continúa —ordenó a Carbo.
Había llegado el momento de reconocer su parte de insensatez. A Carbo le
entraron náuseas.
—Fui al foro.
—¿A qué hacer?
—A buscar un escriba.
—¿Un escriba? —A Espartaco se le salieron los ojos de las órbitas.
—Sí. Dicté una carta para mis padres en Roma.
Los dos galos soltaron unas risas de incredulidad.
—¿Eres un imbécil rematado o qué? —gritó Espartaco.
—Si alguien te hubiera visto, le bastaba con leer la nota para saber quién eres —
rugió Castus—. ¡Hay que cortarte la apestosa cabeza de romano que tienes!
—No la envié —se apresuró a decir Carbo. Amilanado ante la expresión furiosa
de Espartaco, continuó—: aunque alguien debió de verme porque poco después de
regresar a la taberna, un grupo de soldados registró el local. Me reconocieron, pero
conseguí correr arriba. Fortuna me indicó la puerta correcta.
—Te habrías merecido que te pillaran —masculló Castus.
«Pero entonces no sabrías lo de las catapultas escondidas», pensó Carbo
enfurecido. Tuvo la sensatez de guardarse el comentario para él solo.
—Saltamos por la ventana y acabamos en el patio de la taberna. Me metí en un
hueco entre dos edificios que llevaba al estercolero del establo. No había más
remedio que trepar por él y saltar el muro. Navio iba desnudo —ahí ignoró las risas
burlonas de los galos— y se cayó mientras intentaba trepar.
—Debiste de interrumpirle cuando estaba a medias —dijo Castus con una mirada
lasciva.
—Pues… sí, estaba muy ocupado —reconoció Navio, enfadado y muy incómodo.
Castus y Gannicus se rieron burlonamente. Los escitas se carcajearon. Hasta
Espartaco se echó a reír.
—De todos modos, conseguisteis escapar. —Gannicus habló con un tono más
amable que antes, lo cual animó a Carbo. Un poco de humillación era preferible a
más acusaciones de traición.
—Sí. Fuimos a parar a un callejón. Inspeccioné la salida, pero las calles de más
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allá estaban llenas de soldados. Pensamos que estábamos acabados, pero los dioses
volvieron a intervenir. En la fachada de una casa se abrió una puerta y apareció un
joven esclavo. Le dije quiénes éramos y le pedimos ayuda y cumplió. Entramos y
cerró la puerta. —Carbo rio al recordarlo—. Al cabo de un momento, un par de
legionarios aterrizaron en el callejón y pasaron por delante de la puerta.
—Fue entonces cuando nos enteramos de la emboscada de Longino —añadió
Navio.
—Ya habíamos cumplido nuestra misión. Esperamos hasta que fue muy tarde y
entonces, guiados por el chico, nos dirigimos a las defensas y escalamos los muros.
Fue fácil regresar aquí —explicó Carbo.
—Sois un par de imbéciles —espetó Espartaco. Los galos repitieron sus palabras
a voz en grito.
Conscientes de que ni mucho menos estaban fuera de peligro, los amigos bajaron
la mirada al suelo.
—Pero… si no hubieran hecho lo que hicieron, no nos habríamos enterado de esta
noticia tan jugosa. ¿Verdad, Castus? ¿Gannicus?
—Los caminos de los dioses son inescrutables —declaró Gannicus.
—¿Satisfecho, Castus?
—No. Siempre intentas cubrir las espaldas de tus hombres, ¿verdad? ¿Qué más
da? Es un milagro que estos imbéciles salieran de allí con vida.
—Pero sí que lo consiguieron, y con información útil —insistió Espartaco.
—Supongo —reconoció Castus a regañadientes.
—La próxima vez que tengas en mente una misión secreta —dijo Gannicus—,
quiero enterarme de antemano, ¿vale? O todos nosotros dirigimos a este puto ejército
o ninguno.
—De acuerdo —mintió Espartaco. No tenía ninguna intención de contar a los
galos todo lo que hacía, pero necesitaba su apoyo para la batalla inminente—. La
próxima vez me aseguraré de manteneros informados.
El gruñido de Castus transmitió todos los tonos de sospecha existentes bajo el sol.
A Gannicus se le veía un poco más contento, pero poco más.
Espartaco desvió la mirada hacia Carbo y Navio.
—La próxima vez que os dé una orden, quiero que la obedezcáis al pie de la letra.
Nada de llevarse monedas de oro en vez de calderilla. Nada de decidir escribir una
carta a los padres. —Dedicó una mirada especialmente dura a Carbo—. No he oído
una estupidez semejante en mi vida. El único motivo por el que no os dejo en manos
de los escitas es por vuestro historial. Si vuelve a pasar una cosa así, los dos acabaréis
siendo pasto de los buitres. ¿LO HABÉIS ENTENDIDO?
—Sí —musitaron al unísono.
—Que no se os olvide.
Movieron los pies de un lado para el otro con nerviosismo, claramente
conscientes de la mirada depredadora que tenían clavada en la espalda y de la cólera
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de los galos.
Espartaco cambió de tema.
—Tenemos que enviar a varios soldados de caballería a hacer un reconocimiento
de la carretera que hay más allá de Mutina —anunció—. Si ven algo sospechoso, se
fijarán en su ubicación, pero no actuarán al respecto. Dejemos que los romanos
piensen que su secreto está salvaguardado. Podemos enviar más exploradores al
amparo de la noche.
—¡En cuanto descubran el lugar, destruimos las catapultas! —Castus lucía una
expresión ávida y feroz.
—¡Por supuesto que sí! —gruñó Gannicus—. Y Castus y yo estaremos al mando.
Espartaco vio lo enojados que estaban y se preguntó si debería haberles
informado de la misión de Carbo y Navio. ¿Habría importado si se lo hubiera dicho?
—Es justo lo que iba a sugerir.
—Bien, porque pensábamos hacerlo de todos modos —espetó Gannicus,
haciendo una mueca mientras Castus mostraba su aprobación con un gruñido—. Lo
único que necesitamos para reducir a cenizas la artillería de Longino son mil hombres
con baldes de aceite y unas cuantas antorchas.
—Vale. —Espartaco esbozó una sonrisa alentadora. «Mantenlos contentos por
ahora»—. En cuanto las ballistae estén fuera de circulación, solo tendremos dos
legiones en las que pensar. El terreno a ambos lados de la carretera es llano. Dará
igual dónde nos enfrentemos a ellos.
—Estoy ansioso por que llegue el momento —gruñó Castus—. Machacaremos a
esos mamones.
—Con la ayuda del Gran Jinete, eso es exactamente lo que haremos —convino
Espartaco satisfecho. No dijo ni una palabra sobre los Alpes. Un asunto tan espinoso
volvería a hacer explotar a Castus y Gannicus. Dejó el problema de lado—. Podemos
perfilar los detalles exactos cuando regrese la caballería.
—De acuerdo —dijo Castus. Miró a Carbo—. ¿Cómo se llama el chico que os
salvó?
—Arnax. —«¿Qué más te da?».
Castus soltó un gruñido. Acto seguido, se marchó charlando animadamente con
Gannicus acerca de cómo destruirían las fuerzas de Longino.
Espartaco, absorto en sus pensamientos, empezó a pinchar el fuego con un palo.
Era una señal clara de rechazo.
—Necesito lavarme —dijo Navio con voz queda—. Y el desayuno nos espera,
¿vienes?
—Todavía no —repuso Carbo. Pronunció la palabra «Lúculo» moviendo los
labios y Navio asintió al comprender.
—Hasta luego.
Carbo se encontró a Espartaco mirándolo con expresión inquisidora cuando
volvió.
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—¿Hay algo más?
—La verdad es que sí.
Espartaco frunció el ceño.
—¿De qué otro modo desobedecisteis mis órdenes? ¡Atheas! ¡Taxacis!
—No se trata de eso —dijo Carbo, con el corazón acelerado.
Espartaco dejó que los escitas se situaran justo detrás de Carbo antes de levantar
una mano.
—Entonces, ¿qué?
Carbo se secó el sudor que le había perlado la frente. «Por todos los dioses, ¿por
qué no nos limitamos a hacer lo que nos dijo?».
—Los romanos sospechan que vas a marcharte de Italia.
—No es de extrañar, dada la ruta que hemos tomado hasta ahora —dijo Espartaco
con sequedad—. ¿Por qué lo dices?
Carbo comprobó que los galos no podían oírle. Los escitas gozaban de la
confianza de Espartaco, así que su presencia no importaba.
—También dijeron que Marco Lúculo había infligido recientemente una derrota
aplastante a las tropas tracias que luchaban para Mitrídates. Continúa con su campaña
en Tracia.
Espartaco soltó un juramento.
—¿Oíste eso exactamente?
—Sí.
—¿Qué más dijeron?
—Nada. Lo siento.
Espartaco lo perforó con la mirada durante unos instantes.
—Te agradezco que no lo hayas dicho delante de los galos. ¿Por qué te lo has
callado?
—No lo sé —repuso Carbo con sinceridad. Recordó lo beligerantes que se habían
mostrado los galos—. Quizá fuera porque he sospechado que lo utilizarían como una
excusa para no salir de Italia.
—Eres astuto. A veces me pregunto si en algún momento han tenido intención de
hacerlo, pero con una noticia como esta seguro que se negarían en redondo.
—¿Te marcharás de todos modos?
—Por supuesto. Con todos los hombres que quieran seguirme —aseveró
Espartaco con una seguridad que no estaba convencido de sentir en realidad—. Tiene
sentido. Tres derrotas a gran escala no significan nada para los romanos. Tienen un
pozo sin fondo de hombres con los que abastecer las legiones. Al menos en Tracia
estaré en territorio propio, entre los míos. No me costará demasiado unirlos e iniciar
otro levantamiento. —«Haz que sea cierto, Gran Jinete».
Carbo asintió y se tranquilizó un poco más. A pesar de la bronca que le había
caído, siempre tenía presente el hecho de que Espartaco lo había salvado en el ludus y
que también había intervenido para salvar a Chloris. Seguiría al tracio a todas partes.
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Hasta al infierno. A Tracia. Era indiferente.
—Venga, lárgate. Come un poco y descansa. Te lo mereces.
Carbo desplegó una amplia sonrisa al ver el cambio en el tono de Espartaco.
—Si no tengo que participar en el ataque contra las ballistae, esta tarde a lo mejor
voy a cazar.
—De acuerdo. Una cosa más.
—¿Sí?
—Ni una palabra a nadie sobre Lúculo. Dile a Navio que mantenga también la
boca cerrada —advirtió Espartaco—. Bajo amenaza de pena de muerte.
—Por supuesto —respondió Carbo, de nuevo con el corazón palpitante. Se
marchó, ajeno al hecho de haber añadido una montaña a las preocupaciones de
Espartaco.
Después de enviar a Atheas a buscar a los comandantes de caballería, Espartaco
se sentó un rato en silencio. Ariadne no estaba en la tienda que compartían, lo cual
agradeció. Tenía ganas de pensar en las sorprendentes noticias antes de hablarlo con
ella. No había forma de saber si la noticia de la victoria de Lúculo era cierta, pero
tenía que suponer que sí. ¿Por qué iba a inventar algo así un legionario? No podía
decirse que los romanos nunca hubieran derrotado a los tracios. «No es más que un
contratiempo; nosotros los tracios también hemos infligido muchas derrotas
humillantes a esos cabrones», pensó, al recordar con satisfacción la aplastante
victoria de su tribu sobre Apio Claudio Pulcro, el procónsul de Macedonia, hacía
cinco años. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, Espartaco sabía que la tarea
que se había encomendado en cuanto llegaran a Tracia acababa de volverse en mucho
más ardua. ¿Acaso era posible? «¡No pienses así!».
—Estás en otro mundo. Normalmente no puedo acercarme tanto sin que te des
cuenta.
La voz de Ariadne lo devolvió a la realidad. Sonrió y enterró la noticia acerca de
Lúculo.
—Fue buena idea enviar a Carbo y a Navio a Mutina.
Ariadne se puso tensa.
—¿Han vuelto?
—Sí. Longino ha preparado una trampa en la carretera que va al norte. Ha
escondido las ballistae, pero las ha alineado de forma que lancen ráfagas contra el
ejército a medida que marcha. Una emboscada perfecta.
—Malditos romanos —dijo Ariadne enfadada—. ¿Qué vas a hacer?
—Averiguar la ubicación exacta de la artillería. Y esta noche los galos la
destruirán. —Vio la sorpresa de Ariadne—. Se han indignado porque envié espías a
Mutina sin decírselo. Dejar que se encarguen de esta misión ha sido un gesto para
recuperar su confianza, pero harán un buen trabajo. Gannicus en concreto es como un
perro atado corto. Marcharemos por la mañana. Pillaremos a Longino antes de que
tenga posibilidad de reaccionar.
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—Solo tiene dos legiones. —Ariadne quería volver a escuchar aquella cifra tan
pequeña—. Tenemos más de cincuenta mil hombres.
—Eso es, amor mío. Venceremos, no temas.
—Lo sé. —Inconscientemente, se colocó una mano sobre el vientre—. Nuestro
hijo nacerá fuera de Italia.
La rodeó con los brazos para ahuyentar la incertidumbre que había vuelto a
asomar en su mente.
—¡Cuántas ganas tengo de abrazarlo!
Ella le dedicó una mirada cariñosa, pero advirtió algo en la expresión de
Espartaco.
—¿Qué es lo que no me estás contando? —Él no respondió—. ¿Espartaco? ¿Qué
ocurre?
Él la miró fijamente.
—No voy a decirlo ahora mismo. Tengo que pensar en el asunto.
A Ariadne se le formó un nudo de temor en el estómago.
—¿Hay algún otro ejército romano cerca?
—No se trata de nada de eso. —Ella le escudriñó el rostro en busca de una pista
—. Déjalo estar, Ariadne. Lo sabrás a su debido tiempo.
A Ariadne no le agradaba el hecho de que no fuera sincero con ella pero no
insistió. No era momento para sembrar la discordia. Había ballistae que destruir y,
después de eso, otro ejército romano que derrotar. Lanzó una mirada anhelante hacia
el norte, hacia los Alpes. «Cuando estemos a sus pies, todo se verá más claro. Nos
dirigiremos hacia el este». No quería contemplar ninguna otra posibilidad. Aquella
esperanza era la que la había alimentado en los meses que siguieron a la evasión del
ludus. No obstante, la reticencia de Espartaco había plantado la semilla de la duda en
su interior.
Ariadne decidió pedirle ayuda a Dioniso. Ninguna deidad se caracterizaba por
responder a peticiones directamente, pero de vez en cuando ocurría. Recobró los
ánimos al recordar el momento en que tres mil legionarios los habían dejado
atrapados en lo alto del Vesuvio. En su momento de máxima necesidad, Dioniso
había mostrado a Espartaco las parras silvestres que podían emplearse para hacer
cuerdas. ¿Les volvería a ayudar? Si bien su situación no era ni mucho menos tan
desesperada como antes, Ariadne echó en falta la paz mental que la orientación
divina le garantizaría. Una grata calma se apoderó de ella.
Le duró apenas unos instantes. Luego, como si de un aguijón se tratara, Ariadne
pensó en el munus que Espartaco había organizado. ¿Había sido demasiado
sangriento? Como si eso no fuera preocupación suficiente, estaba angustiada por la
vez en que había mentido sobre la voluntad del dios en Thurii. Había dicho a todo el
ejército que Dioniso le había enviado un sueño según el que debían viajar hacia el
este bajo su protección, a territorios que Roma no había conquistado. Ariadne no
había reconocido aquella falsedad ante nadie, ni siquiera ante su esposo. «Lo hice por
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un buen motivo», pensó. Para evitar que Crixus matara a Espartaco. Para ganarse el
apoyo de las tropas y para evitar que se escindieran en distintas facciones. Su
demonio interior respondió de inmediato. «Da igual por qué lo hiciste. Por tus
propios intereses, fingiste hablar con voz divina. Eso muestra una profunda falta de
respeto hacia el dios».
Sintió un inmenso sentimiento de culpa.
—Tengo que ir a rezar —dijo con voz tensa.
—Buena idea. —Preocupado, Espartaco miró cómo se marchaba.
A primera hora de la tarde, la caballería que había enviado fuera ya había
regresado. Habían localizado el lugar más probable donde esconderían las ballistae
romanas. A unos ocho kilómetros del campamento había una depresión detrás de una
ligera pendiente limitada por ambos lados por una zona boscosa muy poblada. Los
soldados de caballería habían visto figuras moviéndose por la arboleda, pero, tal
como les habían ordenado, no habían investigado más. Para mantener el máximo
secretismo posible, Espartaco les ordenó que no dijeran nada a sus compañeros.
Gannicus y Castus habían elegido a un millar de sus mejores hombres para la
misión. Aparte de barriles de aceite de oliva y antorchas, habían armado a las tropas
con el máximo de hachas posibles. Los dos galos, Espartaco y el oficial de caballería
que había dirigido la patrulla deliberaban mientras el sol se ponía por el horizonte.
Faltaban horas para que los soldados elegidos se marcharan. Para evitar que los
vieran los exploradores romanos, la fuerza no saldría hasta que oscureciera.
Espartaco estaba satisfecho. La situación pintaba bien. Sin pensárselo dos veces,
decidió acompañar a Carbo. Siempre había disfrutado cazando, pero en los últimos
tiempos había tenido muy poco tiempo para ello. Pasó por alto la gran cantidad de
cosas que tenía que hacer y el hecho de que era un tanto imprudente salir del
campamento sin guardas. Pensó que le iría bien olvidarse de Longino, de Castus y
Gannicus y de los dichosos Alpes durante unas horas. «No pasará nada. El Jinete
cuidará de mí, como siempre».
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gritos y órdenes se mezclaban con el clac, clac de las espadas contra los scuta y el
golpeteo más profundo de los tachones de los escudos en contacto los unos con los
otros. A lo lejos veía a la caballería cargando en masa, dando media vuelta y girando
de tal manera que formaban gráciles arcos mortíferos. Era lo mismo de siempre,
pensó con aire cansino. «Si no estamos marchando, estamos con las dichosas luchas».
—¡Moveos! —gritó Julius.
Marcion atisbó por encima del borde del scutum mientras avanzaba arrastrando
los pies. Gaius estaba a unos diez pasos. Marcion solo le veía los ojos y los pies. El
escudo que llevaba Gaius le protegía casi todo el cuerpo, al igual que el de Marcion a
él. Dejaba muy poco que atacar. De todos modos sabía qué hacer. Se abalanzó hacia
delante con la intención de pillar a Gaius desprevenido. Marcion empleó toda su
fuerza y golpeó el tachón del escudo contra el scutum de Gaius. Aunque Gaius se
había preparado, el golpe hizo que se le aflojaran las piernas y no fue capaz de
esquivar la hoja de Marcion cuando se deslizó por encima del borde de hierro del
escudo.
—¡Maldita sea! —espetó.
—Estás muerto —dijo Marcion con una sonrisa.
—No me volverás a pillar así —juró Gaius.
—Me alegro —dijo Julius con sarcasmo—. Si esto fuera la vida real, ahora
mismo te estarías ahogando con tu último aliento. Repetid.
En cuanto el centurión pronunció estas palabras Gaius cubrió el espacio que lo
separaba de Marcion y se abalanzó sobre él. En esta ocasión Marcion fue quien se
llevó la peor parte y acabó cayendo de culo con el escudo encima. Se quedó sin
respiración por culpa de la caída y no pudo hacer nada para evitar que Gaius le
apartara el scutum y fingiera clavarle la espada en el cuello.
Gaius lo miró con expresión lasciva.
—¡Así aprenderás, mocoso! —Se apartó y permitió a Marcion que se levantara.
—Mejor, Gaius —declaró Julius. Dedicó una mirada severa a Marcion—. No eres
tan bueno como te piensas, ¿eh? —Dolido, Marcion tuvo la sensatez de no responder
—. Bueno, ya basta por hoy. —Julius alzó la voz—. ¡ROMPAN FILAS! ¡Mañana a la
misma hora, sacos de mierda!
Con un suspiro de alivio, Marcion retiró la funda de cuero del gladius y se lo
guardó en la vaina. Se aseguró de que el centurión no pudiera oírle.
—Julius es un pelmazo, pero tiene razón. Tenemos que estar bien despiertos, ¿eh?
Gaius carraspeó y escupió.
—Pues sí, es verdad. Los hombres necesitan que Fortuna esté de su lado cada vez
que van a una batalla. Hasta el mejor soldado puede acabar contemplando una ristra
de sus propios intestinos o peor. ¿Te acuerdas de Hirtius?
—Por supuesto. —Marcion hizo una mueca. Hirtius había sido uno de sus
compañeros de tienda. Era un tonelete y tenía una fuerza descomunal. Eso no había
impedido que acabara con un pilum desviado en el ojo durante el enfrentamiento
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contra las legiones de Gelio. Sus gritos ensordecedores se habían prolongado hasta
que Zeuxis le había hecho el favor de cortarle el cuello.
—¿Quién cocina esta noche? —preguntó una voz grave que conocían.
—¡Te toca a ti, cabrón! —exclamó Gaius indignado.
—Ah, ¿sí? —Zeuxis se secó la película de sudor que tenía en la calva y se la
lanzó a Gaius, que la esquivó al tiempo que soltaba una maldición.
—¡Sabes perfectamente que te toca a ti!
—¡No me mires! —dijo Marcion cuando Zeuxis giró la cabeza—. Preferiría mil
veces probar lo que tú haces por soso que sea que tener que cocinar.
—Yo también —declaró Arphocras, que había sido el adversario de Zeuxis
durante la instrucción—. ¡Mira que eres oportunista! Es lo mismo cada ocho días.
Zeuxis se encogió de hombros.
—No es culpa mía que no tenga tan buena memoria como antes.
—Tú tranquilo, que ya nos acordamos nosotros por ti —se burló Marcion.
A pesar de que Gaius le hubiera superado, Marcion se estaba animando. Era su
parte preferida del día. Se había acabado la instrucción. El calor había menguado,
pero todavía faltaba un buen rato hasta el atardecer. En cuanto hubiera quitado el
polvo al equipamiento, quizá tuviera tiempo de llenar un balde con agua del río y
lavarse. A la mayoría de sus compañeros de tienda les daba igual, pero él no
renunciaba al amor por los pequeños lujos con el que se había criado. Después de un
entrenamiento duro, no había nada que le gustara más que lavarse. Sin embargo, era
mejor escabullirse solo. Si Zeuxis se enteraba, se pasaría el día metiéndose con él. El
deseo de bañarse con regularidad no significaba que le gustaran otros hombres, pensó
enfadado, sino que poseía cierta clase. Quien era primitivo era Zeuxis, no él. Sonrió.
Lo mal que cocinaba era prueba fehaciente de ello.
Carbo había estado ocupado todo el día. Tras un copioso cuenco de gachas de
cebada y miel que Arnax le había preparado, había dormido varias horas. Luego, tal
como habría hecho en circunstancias normales, había intentado encontrar a la cohorte
de la cual era el segundo al mando. Su oficial superior era Egbeo, un tracio enorme
que era uno de los seguidores de Espartaco más fieles y en quien Carbo había llegado
a confiar ciegamente. Encontró a Egbeo instruyendo a los hombres.
—A lo mejor pensáis que ahora los cerdos romanos nos temen, ¡pero no! Nunca
se les puede infravalorar —había bramado el tracio una y otra vez—. Seguís
necesitando practicar uno contra otro. Tenéis que estar firmemente convencidos de
que cuando se dé la orden, todos los hombres que os rodean harán exactamente lo
mismo que vosotros. Que avanzarán. En formación cerrada. Que lanzarán las
jabalinas. Atacarán al enemigo. Ayudarán a formar una cuña. ¡Incluso durante la
retirada!
Carbo había sonreído ante las carcajadas que todo aquello provocaba y, alentado
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por las palabras de Egbeo, se había puesto a entrenar con ganas. Sin embargo, en
cuanto acabó la instrucción y pasó un rato charlando con sus hombres, se encontró
con que no tenía nada que hacer. Recordó su idea de ir a cazar y cuando Navio hubo
regresado de instruir a su cohorte, le sugirió que fueran juntos.
—Vamos. Será mejor que tener que mirar a los hombres de Gannicus
congratulándose antes de marchar.
—Cierto —convino Navio con una mueca. Aunque se suponía que no debían
decir lo que iban a hacer, las tropas de Gannicus no se lo tomaban muy en serio—.
¿Qué te apetece cazar?
—Cualquier animal que encontremos. Jabalí. Ciervo. Un ave para la cazuela.
—¿Puedo acompañaros?
La expresión entusiasta de Arnax hizo sonreír a Carbo: se estaba encariñando con
el muchacho.
—Vale. No es muy probable que nos encontremos con una patrulla romana.
Arnax se desanimó.
—¿Cómo puedes estar seguro?
Se oyó una risa conocida.
—Porque están demasiado cagados para acercarse a mi ejército.
Arnax puso unos ojos como platos.
—Oh —dijo con un hilo de voz.
—¡Espartaco! —Carbo se fijó en las armas de caza de su líder—. ¿Nos
acompañas?
—Hace meses que no participo en una cacería.
—Si lo haces convencido… —dijo Carbo, pensando en lo que podría pasar si se
encontraban con una patrulla romana.
—Sí. —«Ariadne está preocupada por nada».
El tono de Espartaco no dejaba lugar a discusión. Carbo se encogió de hombros.
Navio sonrió de oreja a oreja.
—Otro arco aumenta nuestras posibilidades de éxito.
Espartaco asintió con amabilidad hacia Arnax, que parecía incluso más asustado.
—Así que ¿este es el muchacho que os ayudó en Mutina?
—El mismo —dijo Carbo.
—Hiciste bien en ayudar a mis hombres, chico. ¿Cómo te llamas?
—A-Arnax, señor.
—Un nombre fuerte. —Arnax no dijo nada—. No muerdo.
Arnax lanzó una mirada a Carbo, que le dedicó una sonrisa alentadora.
—Gracias, señor —se atrevió a decir.
Espartaco inclinó la cabeza.
—¿Qué ocurre? ¿Has oído decir cosas terribles sobre mí?
—S-í-í-í, señor.
—¿Qué has oído? —No hubo respuesta—. Dímelo —ordenó Espartaco.
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Arnax volvió a mirar a Carbo, que le dijo:
—Cuéntaselo.
—Según dicen, comes bebés.
Espartaco torció el gesto.
—¿En serio?
—Sí-í.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Mi amo. La gente en el foro —musitó Arnax.
—Ya no es tu amo. Ahora eres libre. —La expresión temerosa de Arnax se
suavizó un poco.
—También puedo decirte que soy un hombre normal como Carbo o Navio. Ni me
como a los bebés ni respiro fuego. Tal como he dicho, te agradezco que salvaras a
mis hombres. Aquí eres bien recibido. —Arnax no dijo nada y frunció el ceño—.
¿Todavía no estás contento?
Carbo se quedó muy asombrado cuando Arnax espetó:
—Mataste a todos esos legionarios. Los que tuvieron que morir luchando entre sí.
—¡Arnax! —siseó Carbo.
Espartaco enarcó las cejas.
—Tiene arrestos, ¿eh?
A Arnax el valor le falló por momentos y bajó la vista.
—¿Sabes por qué se han celebrado los munera a lo largo de la historia?
—Para conmemorar la muerte de alguien rico o famoso —repuso Arnax.
—Eso es —dijo Espartaco—. Hoy en día, por supuesto, se celebran en cualquier
momento que algún noble importante y poderoso o prometedor quiere impresionar a
las masas. En esos munera los hombres luchan y a veces mueren, ¿no? Son esclavos
que no pueden elegir. —Arnax asintió—. Mi munus fue para conmemorar la muerte
de miles de mis ex compañeros en el campo de batalla. Para mí eso le da mucho más
valor que el «entretenimiento» que se monta para los habitantes de las ciudades a lo
largo y ancho de Italia cada uno o dos meses. Tenía todo el derecho del mundo a
hacer lo que hice. —Clavó una mirada severa a Arnax—. ¿Entendido?
En el silencio subsiguiente, a Carbo le sorprendió darse cuenta de que estaba de
acuerdo con Espartaco. En su momento, el munus le había disgustado sobremanera,
pero hacía meses que se entrenaba y luchaba junto a ex esclavos. Eran sus
compañeros de confianza. Si era aceptable obligar a hombres como ellos a luchar
como gladiadores, entonces era permisible hacer lo mismo con los prisioneros
romanos. Observó a Arnax agradecido, sorprendido y un poco asustado por cómo
había plantado cara a Espartaco. «Espero que estés de acuerdo con él».
—Sí —dijo el muchacho finalmente.
—Aquí tienes a un verdadero luchador, Carbo. Creo que ahora entiendo por qué
un chaval como él os salvó la vida arriesgando la suya propia. Algún día será un buen
soldado, siempre y cuando sepa morderse la lengua.
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—Aprenderá —repuso Carbo.
—¿Has cazado alguna vez? —preguntó Espartaco a Arnax.
—No.
—Pues esta puede ser tu primera vez. Nos llevamos arcos y flechas para los
ciervos y las aves, y esto por si nos encontramos a un jabalí. —Le tendió su pesada
lanza de caza—. Puedes llevarla.
Arnax desplegó una sonrisa radiante.
—¿Adónde vamos?
—¿Carbo? —preguntó Espartaco.
—Hay muchos senderos por el bosque al norte del campamento. Creo que sería
un buen punto de partida.
—Si queremos tener alguna posibilidad de matar algo, mejor que nos pongamos
en marcha, ¿no? —Navio dio un golpecito a su cota de malla—. Ayúdame a quitarme
esto —dijo a Arnax.
Ayudado por Espartaco, Carbo también se quitó la suya. Aunque tenía sentido
despojarse de la pesada cota, sin ella se sentía desnudo. Sin embargo, cuando
empezaron a hablar de la carne que habían estado asando en la hoguera esa misma
noche enseguida dejó de lado sus preocupaciones.
Los cuatro fueron pasando lentamente junto a las hileras de tiendas hasta llegar al
extremo del enorme campamento. A pesar del hecho de que Espartaco mantenía la
cabeza gacha, sus hombres lo aclamaban a cada paso. Tuvieron que recorrer casi dos
kilómetros para dejar atrás las imágenes y los sonidos del vasto ejército, pero al final
acabaron solos, ajenos al bullicio del campamento. Era un bonito día de primavera y
la temperatura agradable se agradecía después de los largos meses de invierno. Carbo
se alegró de vestir solo una túnica.
Dirigió al pequeño grupo con rapidez por el terreno abierto, que presentaba una
pendiente hacia abajo en dirección norte. Estaba cubierto de una hierba corta y de
matojos de salvia aromática y enebro. Escudriñó el terreno para comprobar si había
indicios de ciervos o jabalíes, pero lo único que vio fueron las huellas de pequeños
animales, como la asombrada liebre que había dado un brinco entre un matorral de
mirto verde y una masa de espino negro. Había muchas aves. Varios pájaros negros y
grandes con unas marcas rojas alrededor de los ojos y unas colas espectaculares
salieron disparados de la maleza cuando pasaron por el lado. Parecían comestibles,
pero, con una mirada rápida, Carbo se dio cuenta de que Navio y Espartaco también
querían presas de mayor tamaño.
No hizo caso del par de cornejas que parloteaban enfadadas hacia ellos desde un
alcornoque. Carbo oyó a lo lejos el martilleo característico de un pájaro carpintero, un
ave sagrada para Marte, el dios de la guerra. Enseguida elevó una plegaria:
«Proporciónanos una buena caza, oh Grande». Siguieron caminando y se internaron
en el bosque. Las motas de polvo flotaban perezosas en la luz del sol que se filtraba
por entre las ramas de los laureles, pinos piñoneros y madroños. Había tanta
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tranquilidad que incluso sobrecogía. Carbo pensó en la arboleda situada a poca
distancia que contenía a cientos de soldados romanos y sus ballistae, y se le puso la
piel de gallina. Empezó a ver legionarios detrás de cada árbol y deseó no haberse
quitado la cota de malla. El silbido de Navio lo asustó.
—¡Chitón!
Carbo miró. A diez pasos a su izquierda, Espartaco señalaba el suelo. Se acercó
con sigilo. A los pies del tracio había dos grandes huellas de pezuñas con un par de
hendiduras características detrás.
—Un ciervo colorado. Uno de los grandes.
—Es un ciervo —dijo Navio emocionado.
—Eso parece —convino Espartaco.
Carbo miró rápidamente hacia los árboles que tenía delante. Por supuesto no vio
nada. Las huellas eran recientes, pero el ciervo ya debía de estar lejos.
Después de seguir las pisadas durante un rato, les quedó claro que sus sospechas
eran correctas.
—¿Ves esto? —Le enseñó Carbo a Arnax—. Sabemos que es un ciervo macho
porque las huellas traseras quedan situadas en el interior de las delanteras. Eso se
debe a que tienen el pecho mucho mayor que los cuartos traseros.
—¿Dónde está? —Arnax tenía la mirada avivada por el interés y el gozo.
Espartaco se agachó y presionó los dedos en la huella más cercana.
—No está tan cerca. Pero la tierra sigue estando un poco húmeda. Ha pasado por
aquí hoy. Probablemente por la mañana.
Arnax alzó la lanza con la mano derecha.
—¿Le encontraremos?
Carbo sonrió de oreja a oreja al ver el entusiasmo del muchacho.
—¿Quién sabe? Tendremos que seguir las huellas y ya veremos. Ahora es
momento de pedir la ayuda de Diana. —Mediante un lazo de cuero hecho
especialmente para aquel efecto, se colgó la lanza a la espalda. Acto seguido, deslizó
una flecha con el extremo estrecho que sacó de la aljaba y la ajustó en la cuerda del
arco.
—Con eso no abatirás a un ciervo —bromeó Navio.
—Quizá veamos a otra liebre o a uno de esos pájaros negros —respondió Carbo
un poco a la defensiva.
—Siempre vale la pena estar preparado —dijo Espartaco, seleccionando un asta
propia—. Por si nos encontramos con algo o con alguien.
Carbo se sintió satisfecho. Durante el tiempo que el ejército de esclavos había
viajado desde el sur profundo, había pasado mucho tiempo haciendo de explorador
con Atheas. El escita nunca se movía sin un arma entre las manos.
Al cabo de un rato, sin embargo, la frustración sustituyó al ligero desasosiego que
había sentido. No había visto a ningún legionario fantasma y no había habido ninguna
pieza que cazar que valiera la pena. Resultó exasperante que las huellas del ciervo
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hubieran desaparecido en una cuesta rocosa pelada que conducía a la orilla de un
arroyo con bastante agua. El trío había intentado encontrar el camino que podía haber
seguido el animal una vez dejado el terreno firme y vadeado el curso de agua, pero no
habían tenido suerte.
—Al dichoso animal deben de haberle crecido unas alas y se ha ido volando —
dijo Navio con el ceño fruncido.
Arnax observó el cielo durante un instante antes de bajar la mirada avergonzado.
Carbo disimuló su sonrisa. Había olvidado lo inocentes que pueden llegar a ser
los niños.
—No nos demos por vencidos.
—Yo quiero seguir —convino Espartaco, que disfrutaba de la sensación de estar
con camaradas siguiendo el rastro de un ciervo y ya está. No había hombres pidiendo
equipamiento, ningún recluta novato que necesitara orientación, ningún caballo que
domar ni oficiales que le pidieran consejo. Hacía siglos que no se sentía tan relajado.
—¡Mirad!
La emoción en la voz de Arnax llamó la atención de todos. Espartaco siguió con
la mirada el brazo del niño, que señalaba colina abajo, por el hueco entre los árboles
hasta el terreno llano que se extendía más allá.
—Eso no es un ciervo. —Observó las tres figuras que corrían a toda velocidad
hacia el bosque.
—Les están siguiendo —siseó Carbo. A cierta distancia detrás de los fugitivos se
levantó una nube de polvo reveladora. Se le encogió el estómago—. Jinetes. —
Estaban demasiado lejos para calcular cuántos eran, pero la espiral de polvo era de un
tamaño considerable. Además se acercaban rápidamente a los hombres que corrían.
—¿Desertores romanos? —sugirió Navio.
—Es más probable que sean esclavos huidos —dijo Espartaco. Carbo y Navio
intercambiaron una mirada preguntándose qué hacer. La opción más segura era
regresar al campamento. Sin duda, su líder opinaría lo mismo—. Esos hombres quizá
vengan a sumarse a nosotros —se aventuró a decir Espartaco.
—Los jinetes que les siguen nos superan en número —advirtió Navio.
«Todos los que están en el campamento, Ariadne, los escitas, Pulcher y Egbeo,
querrían que me fundiera entre los árboles. Hasta Castus y Gannicus me aconsejarían
que me alejara de esta situación. Pero ¿quiénes son ellos para decirme qué hacer? Yo
decido qué riesgos correr, descabellados o no».
Una sonrisa maliciosa asomó al rostro de Espartaco.
—Hace mucho tiempo que no me he enfrentado a adversidades así. Yo me voy
allá abajo. ¿Os apuntáis?
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—Por supuesto. —Carbo se preguntó por qué su líder era tan temerario, pero no
lo dijo, sino que volvió a colocar la flecha con el extremo estrecho en la aljaba y
extrajo un asta con lengüeta.
—De acuerdo —dijo Navio con una sonrisa torcida. Hizo lo mismo que Carbo.
—¿Qué-qué vais a hacer? —preguntó Arnax con voz temblorosa.
—Acercarnos sigilosamente al extremo de los árboles y ver qué pasa. —
Espartaco señaló el suelo con un dedo—. Tú te vas a quedar aquí, en un lugar seguro.
—Pero…
—Nada de peros. Eres demasiado joven para luchar, sin embargo, los romanos, si
es que los jinetes lo son, te cortarían el cuello sin contemplaciones.
—Harás lo que dice Espartaco —ordenó Carbo en voz bien alta, intentando
templar sus propios nervios—. Aquí puedes ocultarte con facilidad y ver qué ocurre.
Si ocurriera lo peor, regresa al campamento. ¿Serías capaz de volver sobre tus pasos y
encontrarlo?
—Sí, creo que sí.
—Bien. Cuando llegues allí, busca a Pulcher o a Egbeo y cuéntales lo ocurrido —
ordenó Espartaco.
—Pulcher. Egbeo. Sí.
—Si me han matado, ellos dirigirán al ejército. —«O quienesquiera que les sigan
a ellos en vez de a Castus o Gannicus», pensó con cinismo—. Atheas y Taxacis
tendrán que cuidar de Ariadne. Vamos. —Espartaco cogió su lanza de manos de
Arnax y se marchó al trote seguido de Navio.
Carbo se esperó lo suficiente para dar un golpecito en el brazo al muchacho. ¿A
qué había arrastrado a Arnax?, se planteó. Lanzó una mirada a la nube de polvo, que
se había agrandado. Ya veía las siluetas de los distintos jinetes, que eran quince por lo
menos. ¿Dónde demonios se estaba metiendo él? Se le aceleró el pulso cuando
empezó a bajar por la pendiente.
Espartaco fue el primero en llegar a la base y se desplazó de inmediato por el
borde de los árboles, buscando el mejor punto desde el que observar lo que ocurría.
Tuvo cuidado de mantenerse lo bastante alejado para evitar ser visto. Enseguida
avistó a los fugitivos. Llegó a la conclusión de que eran esclavos. Los tres eran
delgados, iban descalzos y vestían túnicas raídas. Ya casi habían alcanzado la
arboleda que los cobijaría, pero se les veía más aterrados que nunca. Lo que pasaba
era que los jinetes delanteros, tres soldados de caballería romanos con cotas de malla
y cascos de bronce armados con unas espadas largas, casi les habían alcanzado.
Muchos otros les seguían en tropel.
—¡Rápido! —siseó a Carbo y Navio. Corrió a cobijarse bajo una encina situada
en el límite mismo de los árboles, dejó caer la lanza y clavó una hilera de astas en la
tierra que tenía delante. Colocó una flecha en la cuerda y apuntó al primer jinete, un
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hombre sin afeitar de pelo largo. Miró a ambos lados. A unos pasos de distancia,
Carbo y Navio también estaban preparados.
—¿A qué distancia? —masculló.
—Entre ochenta y cien pasos, más o menos —respondió Carbo. Navio gruñó en
señal de acuerdo.
Espartaco tensó el arco al máximo.
—A la de tres. ¡Uno, dos, tres!
Dispararon las flechas. Dos alcanzaron al primer jinete y lo tiraron del caballo y
Espartaco soltó un juramento. Tenía que haber especificado quién era su blanco. La
última flecha, la de Carbo, alcanzó en pleno cuello a un hombre que iba detrás del
líder. Murió incluso antes de caer al suelo. Los compañeros del hombre bramaron de
ira, pero no aminoraron la marcha. Inclinándose hacia delante por encima del cuello
del caballo, uno golpeó con todas sus fuerzas al último de los tres fugitivos. Un grito
espantoso rasgó el ambiente. Al hombre le salió un chorro de sangre por la espalda y
cayó al suelo como una marioneta con los hilos cortados.
—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó Espartaco. Apuntó y lanzó otra flecha—. Disparad lo
más rápido posible —bramó—. Tenemos que hacer pensar a esos pedazos de mierda
que somos un montón.
¡Sss! ¡Sss! ¡Sss! Los tres lanzaron flechas con la mayor rapidez posible.
Abatieron a dos jinetes más. Un corcel al que alcanzaron en el pecho se encabritó
de forma agónica y derribó a quien lo montaba. El hombre que iba inmediatamente
detrás no pudo reaccionar lo bastante rápido y, con un golpetazo, los caballos
chocaron. La alegría de Carbo en ese momento duró poco porque un jinete que
gritaba se acercó al segundo fugitivo y le propinó un golpe de mil demonios en el
costado derecho. El esclavo tropezó y gritó pero, por increíble que parezca, siguió
corriendo. Carbo se quedó medianamente contento cuando su siguiente flecha
alcanzó al jinete romano en la ingle, por debajo de la parte inferior de la cota de
malla. ¡Sss! ¡Sss! Dos flechas más surcaron el aire con rapidez y alcanzaron a otro
par de jinetes.
El esclavo herido escudriñó los árboles. Había visto las flechas. Le gritó algo a su
compañero y cambiaron ligeramente de rumbo, dirigiéndose hacia donde estaban
Espartaco y los demás. Carbo observó el rostro del hombre, retorcido por el esfuerzo.
—¿Paccius? —susurró. No se lo podía creer. No era posible que fuera el samnita
que había sido el mejor esclavo de su familia y que le había enseñado a manejar una
espada y un escudo. ¿O sí? Entonces el hombre tropezó y a punto estuvo de caerse, y
uno de los romanos que se hallaban más cerca gritó con expresión triunfante. Antes
de que Carbo fuera consciente de lo que estaba haciendo, abandonó a toda prisa la
protección que le otorgaban los árboles y quedó al descubierto.
—¿Qué estás haciendo, loco? —gritó Espartaco.
—¡Vuelve! —bramó Navio—. Te matarán.
A Carbo el temor le sabía ácido en la garganta, pero siguió corriendo. Encajó una
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flecha en el arco.
—¡Ya voy, Paccius! ¡Aguanta!
Un jinete se acercó más al fugitivo herido y Carbo profirió un juramento. No
había forma de lanzar un tiro certero mientras corría. ¡Zip! Algo pasó como un rayo
por su lado y alcanzó al romano en el pecho. El asta le atravesó la cota de malla y le
hizo caer del caballo. Salió otra flecha que alcanzó a un caballo y le hizo tropezar. El
jinete evitó caerse, pero quedó fuera de combate. Carbo sintió una oleada de
agradecimiento hacia Espartaco y Navio.
Entonces el primer esclavo apenas se encontraba a veinte pasos de distancia.
Tenía la boca abierta por el esfuerzo inhumano de intentar correr más que los
caballos.
—¡Tenemos que ayudar a tu amigo! —gritó Carbo, gesticulando como un loco—.
Retrocede y ayúdale.
El esclavo lo miró como si estuviera loco, pero obedeció.
La situación no pintaba bien. Los romanos se habían dividido. Tres iban a por él
desde la izquierda, y cuatro, desde la derecha. Los demás iban a por el esclavo herido
y su compañero. A Carbo le entraron náuseas. ¿Qué había hecho? No tenía forma de
disparar suficientes flechas para matar o siquiera herir a todos sus oponentes. Aunque
abatiera a unos cuantos, el resto lo acuchillaría con facilidad. «Soy hombre muerto.
—Su conciencia le contestó de inmediato—. Al menos has intentado salvar a
Paccius».
Entonces el esclavo herido lo miró directamente a la cara. Carbo se dio cuenta
horrorizado de que, si bien guardaba cierto parecido con el samnita, no era él. «Voy a
morir por nada». Carbo inspiró de forma entrecortada. Se preparó para entregar su
vida por un precio muy elevado. Los soldados de caballería de la izquierda eran los
que estaban más cerca. Sacó una flecha, la colocó en la cuerda y la disparó con un
único movimiento fluido. El caballo perdió al jinete enseguida. Sin embargo, erró el
siguiente disparo y el tercero rebotó en el casco de un jinete. No obstante, la carga de
los romanos se contuvo un poco. El hombre herido, ayudado por su compañero, pasó
cojeando por el lado de Carbo en dirección a los árboles. Se arriesgó a mirar hacia la
derecha y se le revolvió el estómago. Cuatro jinetes iban a por él. «A lo mejor los
esclavos se ponen a salvo antes de que me maten». Se trataba de una esperanza
remota, pero era lo único que Carbo tenía cuando apuntó al caballo que iba en cabeza.
¡Sss! ¡Sss!
Dos flechas le pasaron por el lado. El primer jinete fue alcanzado en la pierna y se
le acercó gritando como un poseso. La otra flecha no alcanzó su objetivo. Sin
embargo, Carbo se animó. Disparó y alcanzó al primer romano en el brazo.
—¡Puto imbécil! —Espartaco apareció rápidamente por su lado derecho con el
arco preparado—. ¡Corre si quieres seguir con vida! A veinte pasos, párate, gira y
dispara una flecha. Luego corre y vuelve a hacer lo mismo.
Sobrecogido, y con la esperanza de poder sobrevivir, Carbo obedeció. Cuando
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hubo dado diez pasos, vio a Navio. El rostro del romano estaba contraído en un rictus
de concentración terrible. Tenía cogidas las flechas con el mismo puño con el que
sostenía el arco y apuntaba y disparaba a una velocidad increíble.
—¡Corre! —gritó—. ¡Corre!
Los momentos siguientes pasaron en un suspiro. Carbo corría y disparaba,
disparaba y corría. No tenía tiempo de comprobar si sus disparos alcanzaban su
objetivo. Lo único que sabía era que seguía habiendo enemigos que los atacaban y
que estaba a punto de ponerse a salvo, mientras que Espartaco y Navio eran los más
expuestos. Cuando hubo llegado a la seguridad relativa que le ofrecía el borde del
bosque, miró en derredor. Se quedó consternado.
—¡Espartaco, cuidado!
Cincuenta pasos más allá, Espartaco se dio cuenta de que había cometido un
grave error al decidir intentar rescatar a Carbo. Había sido una decisión inconsciente,
motivada en parte por la estima que sentía por el joven romano y en parte por la
malicia que le había hecho intervenir contra los jinetes desde un buen comienzo. Una
pequeña parte de él quería demostrar que era incluso más valiente que Carbo. Pero,
en ese momento, con un enemigo que atacaba desde derecha e izquierda, se dio
cuenta de que al final el Jinete le había abandonado. Los buenos soldados de
caballería actuaban al unísono y él no tenía tiempo de disparar dos flechas. Para
cuando hubiera disparado a uno, el otro le estaría cortando por la mitad. Navio estaba
ocupado con su propio contrincante y la puntería de Carbo dejaba mucho que desear.
«No es así como quería morir».
Pero no pensaba darse por vencido sin luchar. Decidió inmediatamente a qué
jinete disparar. Al más cercano. Haciendo oídos sordos al martilleo de los cascos y a
los gritos de guerra de los romanos, Espartaco apuntó al jinete, que estaba situado a
menos de quince pasos. Desde aquella distancia no podía fallar. Ni siquiera observó
cómo volaba la flecha. En cuanto salió de la cuerda, soltó el arco y se arrojó al suelo.
La hoja que lo habría decapitado se desplazó por encima de su cabeza. Alguien gritó
un insulto y Espartaco rodó a su derecha, lejos de donde pensaba que iría el caballo
del enemigo. Sacó rápidamente la sica. Sujetándola en la mano se sintió ligeramente
mejor.
—¡Muere, hijo de puta!
Espartaco alzó el brazo y colisionó con el golpe descendente de la espada larga
del romano. Salieron chispas cuando los dos trozos de hierro se encontraron. Volvió a
apartarse, desesperado por ponerse en pie. El jinete guio al caballo para que
retrocediera un paso e, inclinándose, apuntó el extremo del arma al estómago de
Espartaco. Con una embestida hacia el lado, Espartaco evitó que lo dejara ensartado
en el suelo. Lo que hizo fue rasgarle el lateral de la túnica y hacerle un corte
superficial en el costado. Sintió dolor y gimió. «¡Gran Jinete, ayúdame!». Los
compañeros de su oponente enseguida se le echarían encima.
—¡El Hades te espera! —gritó el romano.
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Con la fuerza que otorga la desesperación absoluta, Espartaco se puso de rodillas.
Eludió otro golpe con un revés salvaje que pilló desprevenido al jinete. Antes de que
el hombre pudiera volver a bajar la hoja, Espartaco dio un salto y le agarró el pie que
tenía más cerca con la mano izquierda. Empujando con fuerza, tiró de la pierna del
romano hacia arriba y le hizo perder el equilibrio. Moviendo los brazos como aspas
de molino, el hombre cayó por el otro lado del caballo.
Espartaco no tuvo tiempo de saborear su pírrica victoria. Tres jinetes más estaban
a punto de alcanzarlo. De nada servía correr. Los árboles seguían estando demasiado
lejos.
—Tranquilo —musitó al tiempo que le sujetaba la crin con una mano y apoyaba
el puño derecho y la sica en la pata. Se subió al lomo del animal justo a tiempo de ver
que el jinete que estaba más cerca encajaba una flecha en el vientre.
Aquello dejaba a dos hombres que estaban a unos cuarenta pasos de él. Espartaco
se puso tenso mientras cabalgaban hacia él, pero, para su deleite, otra asta estuvo a
punto de alcanzar a uno de sus caballos. Maldiciendo, los frenaron con las riendas.
Espartaco no esperó a ver qué pasaba a continuación. Propinó una fuerte patada al
romano al que había hecho desmontar y lo dejó tirado en el suelo otra vez. Luego
arrastró la cabeza del corcel y, espoleándolo con los talones, lo hizo ir hacia los
árboles. Navio le dedicó una sonrisa fiera mientras se le acercaba.
—Sujeta las crines —ordenó Espartaco.
Navio nunca había corrido con un caballo, pero había oído hablar de los
escaramuzadores íberos que habían luchado para Aníbal. A menudo entraban en
batalla de ese modo. Acercándosele al máximo, sujetó un puñado del pelo grueso y,
mientras la bestia se marchaba trotando, dejó que el impulso le hiciera ganar
velocidad.
Cuando llegaron a la línea de árboles ilesos, Carbo disparó una flecha. Gritó de
placer cuando esta se clavó en el cuarto trasero de un caballo. El jinete perdió la
montura cuando el corcel corcoveó y empezó a dar coces de dolor.
Espartaco se tiró al suelo.
—¡Rápido! ¡Ponte a cubierto!
Mirando de vez en cuando por encima del hombro, se internaron en el bosque. El
caballo se marchó trotando sin rumbo fijo.
—Para. Prepara una flecha.
Con el pecho palpitante, miraron hacia los romanos, de los cuales solo quedaban
unos cinco ilesos. Los soldados de caballería no hicieron ningún intento por
desmontar ni por internarse en el bosque.
—Si vienen aquí, perderán toda su superioridad. ¡Esos hijos de puta han tenido
suficiente! —exclamó Espartaco con un placer salvaje. ¡Seguía con vida! Nunca
había sobrevivido a unas circunstancias tan poco propicias.
Carbo y Navio empezaron a aullar como lobos. ¿Había algo de lo que Espartaco
no fuera capaz? Siguiendo su ejemplo, dispararon más astas hasta que los jinetes se
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hubieron retirado todavía más.
—No les pierdas de vista —ordenó Espartaco a Navio—. Mejor que vayamos a
ver cómo están los hombres por los que casi morimos, ¿no? —le dijo a Carbo.
Trotaron hacia los dos fugitivos, que se habían internado un poco más bajo las
copas de los árboles. El hombre que estaba herido yacía boca arriba, gimiendo.
Carbo hizo una mueca de horror cuando se acercó a él. La espada romana había
cortado por encima de la cadera y le había abierto el abdomen como una fruta
madura. La sangre brotaba como un arroyo de los bordes como labios escarlata de la
enorme herida. Se le veían numerosos bucles de intestino. Todo estaba recubierto de
una capa de polvo y arenilla de cuando el hombre había rodado por el suelo. Carbo
movió las narinas con desagrado.
—Huelo a mierda.
—Yo también —repuso Espartaco desalentado.
Se había acabado, pensó Carbo sombríamente. Aunque sobreviviera hasta que lo
trasladaran al campamento, aunque los médicos lograran cerrar aquel corte tan
horrendo, el hombre moriría. Nadie sobrevivía con los intestinos perforados. Nadie.
Se inclinaron hacia el tercer fugitivo, que intentaba reconfortar a su compañero.
—Lo has conseguido, Kineas. Bien hecho.
Kineas gimió.
—Agua.
—Toma. —Espartaco quitó el tapón del odre y se lo tendió.
El compañero de Kineas le ayudó a dar un sorbito. En vez de tragarse el agua, la
inhaló, lo cual le provocó un ataque de tos que hizo brotar todavía más sangre de la
herida.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Espartaco a voz en grito.
—¡Siguen sentados en los caballos, esperando! —gritó Navio.
A Espartaco se le erizó el vello de la nuca.
—Vete a ver qué está pasando. Hoy no quiero correr más riesgos estúpidos —le
dijo a Carbo. Se arrodilló—. ¿Cómo te llamas?
—Publipor —repuso el tercer hombre, que debía de tener unos treinta años. Su
rostro enjuto delataba el hambre y el sufrimientos pasados, y entonces la pena.
—No podemos hacer nada por tu amigo. Se está muriendo —susurró Espartaco.
—Lo sé —dijo Publipor con amargura.
Carbo se acercó a Navio, que observaba al grupo de jinetes. Se habían retirado
quizás unos cien pasos, más allá del alcance de los arcos.
—No me gusta —reconoció Navio—. ¿Por qué no han desmontado y venido a
por nosotros o se han largado? Podría haber más tropas en la zona.
Carbo entrecerró los ojos para ver por entre el polvo que seguía suspendido en el
aire detrás de los romanos. No veía nada. Sin embargo, Navio tenía razón. Algo no
cuadraba.
—¿Espartaco?
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—¿Qué?
—Parece que están esperando refuerzos.
Espartaco captó el tono de la voz de Carbo.
—Ha llegado el momento de marcharnos.
Kineas abrió los ojos. Durante unos instantes vagaron, sin enfocar, antes de
clavarse en Publipor. Se le arrugó la frente.
—¿Por qué…?
—Tranquilo —murmuró Publipor—. No intentes hablar.
Al final Kineas percibió a Espartaco. Frunció el ceño todavía más y señaló con un
dedo a Publipor.
—Él… —Volvió a entrarle otro ataque de tos. Le salió más sangre de la herida y
el poco color que le quedaba en las mejillas se desvaneció. Se dejó caer en el suelo y
los párpados se le cerraron.
Publipor exhaló un profundo suspiro.
—Es duro que muera un compañero —reconoció Espartaco con voz queda. «Lo
he visto demasiadas veces».
Publipor frunció los labios con una expresión inescrutable.
—Tenemos que dejarle.
Kineas abrió los ojos de golpe e intentó incorporarse de nuevo.
—Nunca tenía que haber…
Fue demasiado esfuerzo para él y se dejó caer en el terreno empapado de sangre.
Exhaló un último aliento tembloroso y entrecortado. Publipor se encorvó encima de
él y notó que era el final. Entonces cerró con cuidado los ojos de Kineas, que se
habían quedado abiertos.
Espartaco no le dejó llorar la pérdida más que unos instantes.
—Tenemos que marcharnos.
Publipor se levantó y lo miró con expresión extraña.
—No me gusta pedirle dinero a nadie, pero no tengo nada. Kineas necesita una
moneda para el barquero.
Espartaco hurgó en el pequeño monedero que llevaba colgado al cuello y sacó un
denarius.
—Toma.
Publipor la cogió y le dio las gracias con un murmullo. Se inclinó, abrió la boca
de Kineas y le colocó la moneda en la lengua.
—Descansa en paz —dijo apesadumbrado.
Carbo y Navio aparecieron al trote.
—Se acerca otra polvareda —informó Carbo.
—¿De veras? —espetó Espartaco.
Carbo no vio el puño que le golpeó en la sien. Empezó a ver las estrellas y cayó al
suelo. Una patada en el vientre le provocó arcadas. Aturdido y con náuseas, alzó la
vista hacia Espartaco.
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—Por todos los dioses, ¿en qué estabas pensando? ¿Querías morir?
Navio lo miraba enfurecido, lo cual aumentó la presión del ambiente.
Carbo escupió un gargajo de flema.
—No.
—Y entonces, ¿qué? —La voz de Espartaco chasqueaba como un látigo.
—Me… me ha parecido que uno de los hombres era un esclavo que pertenecía a
mi familia. Un hombre al que apreciaba mucho. No podía quedarme de brazos
cruzados mirando cómo lo mataban como a un cerdo.
—¿Y era el caso? ¿Era él?
—No —respondió Carbo con una gran tristeza.
—Aunque hubieras estado en lo cierto, salir a la brava como has hecho es un
error. ¡Se hace lo que yo digo! A no ser que te lo ordene, no sales corriendo como un
poseso que intenta suicidarse. —Le propinó otra patada contundente. Carbo se hizo
un ovillo para protegerse. No recibió más golpes—. ¡Mírame! —Arrastró la mirada
hacia arriba para encontrarse con los ojos despiadados de Espartaco—. Si vuelves a
cometer una estupidez como esa —y entonces se agachó para clavarle el índice en el
pecho y enfatizar así sus palabras—, te dispararé en la espalda yo mismo. Solo
arriesgo mi vida por un soldado en una ocasión. ¿Lo-en-tien-des?
Carbo nunca había visto tan enfadado a Espartaco.
—Sí.
—¡MÁS ALTO!
—¡SÍ!
Sin mediar palabra, Espartaco encabezó la marcha colina arriba.
Carbo se incorporó a duras penas. Navio no le ayudó y sabía que si no era capaz
de mantenerse en pie, lo dejarían atrás. «No me merezco otra cosa», pensó
entristecido. Su imbecilidad a punto había estado de matarlos a todos. Tenía suerte de
que Espartaco no le hubiera matado.
Espartaco caminaba a un paso brutal, pero nadie se quejó. Aparte de esperar a
Arnax, no dejó de correr hasta que hubieron recorrido unos tres kilómetros. Incluso
entonces no fue más que una breve pausa para escuchar los sonidos de la persecución.
«Ya he puesto a prueba lo suficiente la consideración del Jinete por mí en un solo
día». No aflojó la marcha hasta que divisaron las tiendas del ejército.
Publipor se quedó boquiabierto al verlas.
—Debéis de ser los hombres de Espartaco.
Al oír eso, Carbo fue capaz de esbozar una sonrisa.
—No vas muy desencaminado.
—¿Qué quieres decir?
—Lo tienes aquí delante. —Señaló a su líder.
—¿E-eres Espartaco?
—Sí.
—¡Demos gracias a los dioses! —Publipor sujetó las manos de Espartaco como
Ariadne se despertó con dolor de cabeza. Se desperezó y notó también que tenía
tortícolis. Exhaló un suspiro. La mala noche que había pasado no se debía únicamente
a los movimientos del bebé. Su descanso se había visto alterado por una pesadilla
inacabable y horrenda en la que no conseguía encontrar a Espartaco en una carretera
decorada con un hombre crucificado cada cuarenta pasos. Suponía un gran alivio
verlo respirando sonoramente a su lado. Observó sus facciones esforzándose al
máximo por olvidar las imágenes sangrientas del sueño. Lo consiguió. Con la yema
de un dedo, trazó la leve cicatriz que le iba de la nariz recta hasta la mejilla izquierda.
Le tocó la mandíbula, cuadrada y resuelta, y el pelo, castaño, cortado al rape al estilo
militar romano. Ariadne estaba admirando su torso bien musculoso y fibroso cuando
él dio una sacudida violenta y musitó algo. Ariadne dejó de disfrutar de inmediato.
A juzgar por el modo en que Espartaco se había movido toda la noche, tampoco
había dormido bien. Se preguntó por la causa de su malestar. «Se lo preguntaré
cuando se despierte». Ella ya hacía tiempo que había dejado de intentar descansar. A
pesar del agotamiento, estaba decidida a estar contenta. Había llegado el día que tanto
había esperado desde la espectacular huida de ludus de Capua. Por aquel entonces
había sido una esperanza vana. Sin embargo, contra todo pronóstico, los soldados de
su esposo habían derrotado a todos los ejércitos romanos que habían enviado contra
ellos. Habían dejado Mutina a unos treinta kilómetros por detrás, con las legiones que
la habían guarnecido destrozadas y diseminadas por todas partes. Ya no quedaban
tropas enemigas preparadas para la batalla en la zona. El día anterior su ejército había
cruzado el puente sobre el río Padus. Tenían vía libre.
Ariadne volvió a recrearse la vista en aquella maravillosa imagen. Desató la
puerta de la tienda y miró hacia el exterior. Por fin una sonrisa asomó a su rostro. No
lo había imaginado. Ante ella se alzaban de oeste a este los Alpes formando un
inmenso muro de piedra continuo. «Lo único que tenemos que hacer —pensó— es
cruzar estos picos, y seremos libres. Para siempre». ¿Por qué, entonces, tenía un nudo
de preocupación en el estómago? Se acordó de un viejo refrán: «Del dicho al hecho
va mucho trecho». «No me quedaré contenta hasta que hayamos pasado al otro lado
de las montañas».
—¿Estás comprobando que siguen ahí? —oyó la voz de Espartaco detrás de ella.
Ariadne entró la cabeza a la tienda.
—Ya te has despertado.
—Sí. Y bien, ¿se han esfumado?
Ariadne le dio un suave golpecito en el brazo.
—Te estás burlando de mí.
Marcion daba golpes en el suelo con los pies confiando en que nadie advertiría su
angustia.
Al cabo de un instante, Gaius le dio un codazo.
—¿Estás nervioso?
—¿Tú no? —siseó Marcion.
—No, hoy no es el día de mi muerte.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Marcion—. Nuestra dichosa cohorte está cerca del
centro de la fila, donde se producen la mayoría de las bajas.
—Gaius es tan tonto que ni siquiera se enteraría si Hades fuera a por él —declaró
Arphocras con una risilla burlona.
Gaius frunció el ceño mientras el resto guiñaba el ojo y sonreía. Quizá no lo
reconocieran, pero Marcion se dio cuenta de que, aparte de Gaius, todos lucían una
expresión un tanto nerviosa. Volvió a dirigir la mirada hacia las filas de legionarios
apelotonados en la pendiente que tenía delante.
—¡Me cuesta creer que vayamos a atacar allá arriba!
Todos los ojos siguieron la trayectoria de su mirada. La posición enemiga, en lo
alto de un risco, resultaba desalentadora, por no decir otra cosa. Un pico rocoso
evitaba toda posibilidad de sorprender al enemigo por la izquierda y el flanco derecho
romano estaba protegido por una gran sección de catapultas.
—Aquí nuestra caballería no sirve de nada. O hacemos un ataque frontal o nada
—afirmó Arphocras con acritud.
—¡Bien! —exclamó Gaius—. ¡Cuanto antes entendamos el modo de hacer de los
apestosos romanos, mejor! —Miró a su alrededor en busca de apoyo, pero lo único
que consiguió fue que lo fulminaran con la mirada.
—Espartaco se ha vuelto loco —se quejó Zeuxis—. Las victorias se le han subido
a la cabeza. Ya os dije que pasaría esto.
—Vamos a morir. —Arphocras sonó resignado—. Aunque los romanos pierdan,
ni siquiera nos enteraremos.
Zeuxis frotó el amuleto fálico de doble extremo que llevaba colgado de una cinta
al cuello y pronunció una oración moviendo los labios. Varios soldados hicieron lo
mismo.
«Están muy asustados». De algún modo Marcion consiguió armarse de valor.
—Espartaco sabe lo que tiene entre manos.
—¿Seguro?
—Eso no quiere decir nada. Nadie es perfecto —repuso Zeuxis enfadado—. ¿Y
Carbo se despertó mucho antes del amanecer. Moviéndose con cuidado para no
molestar a Navio y a Arnax, se quitó las mantas de encima. Las enrolló y las guardó
en el morral, que tenía preparado al lado. Se había acostado totalmente vestido, por lo
que lo único que tenía que hacer era calzarse las sandalias, coger el puñal y salir con
sigilo al exterior. Aunque Carbo se esperaba a medias encontrar a Espartaco, se
sobresaltó al ver la silueta que emergía por entre la media oscuridad.
—¿Hace mucho que estás aquí? —preguntó con un susurro.
Nueve días después, la pareja ya casi había llegado a Roma. Por desgracia,
encontrar monturas adecuadas había acabado quitándoles mucho tiempo. Así pues,
habían caminado y habían recorrido más de treinta kilómetros al día, en todo caso
mucho más rápido que el lento ejército de esclavos. El trayecto había sido duro, pero
Carbo no se había quejado. Espartaco llevaba los morrales de ambos mientras que él
solo cargaba con el odre de agua.
Habían bajado de las montañas aprovechando la primera oportunidad y tomado la
ruta más rápida a la capital: la Via Appia, que unía Brundisium con Roma.
Pavimentada con bloques de basalto negro, era la arteria principal de la República y
por ella transitaban carros repletos de mercancías, soldados, viajeros y funcionarios
de todo tipo. Carbo y Espartaco se vieron engullidos por la marea humana que fluía
hacia la capital, convertidos en un amo y un esclavo más dedicados a sus asuntos.
Tal como habían acordado, la pareja solo hablaba por el camino cuando no había
nadie más a la vista. En las posadas de carretera donde se habían alojado cada noche,
Carbo había ocupado una pequeña habitación, mientras que el tracio dormía en
establos o incluso al aire libre. Era habitual que los esclavos agrícolas recibieran un
trato bastante malo y Espartaco no había querido que hicieran nada extraordinario.
No debía haber ningún revés, porque el tiempo era primordial. Si estaba ausente
demasiado tiempo, los galos podían acabar causando algún daño irreparable. Y quizá
se perdiera el nacimiento de su hijo.
—Ya debemos de estar cerca —dijo Carbo, señalando una tumba especialmente
grandiosa hecha de ladrillo—. Cada vez son mayores. —Los mausoleos flanqueaban
la carretera a lo largo de varios kilómetros, como monumentos conmemorativos para
los ricos y poderosos.
—Tienes razón. También hay menos latrones y putas baratas a la vista.
Era cierto, pensó Carbo. Las siluetas que merodeaban junto a los cipreses y las
criptas con las estatuas de los muertos prácticamente se habían desvanecido.
—Es probable que los guardas no los toleren cerca de la ciudad.
—Ahí está —dijo Espartaco con voz queda—. Ahí arriba. Mira.
Por encima de la cabeza de la gente que tenían delante y enmarcado por los
árboles de ambos lados, Carbo distinguió un alto muro de piedra.
—¡Es enorme!
Marcion había bebido más que el resto de sus compañeros y por culpa del dolor
martilleante en la cabeza que había sentido a la mañana siguiente había rechazado
rápidamente la propuesta de sus compañeros de ir a darse un baño en el río que
pasaba cerca del campamento. Sin embargo, al poco de que se marcharan su descanso
volvió a verse perturbado por el sonido de una ovación generalizada. Asomó la
cabeza enfadado al exterior de la tienda y descubrió una cosa que le hizo ir corriendo
a buscar su ropa. Se olvidó de la resaca y corrió desde el campamento hasta el ancho
curso de agua.
—¿Os habéis enterado? —gritó emocionado mientras bajaba disparado por la
ladera esquivando a otros soldados.
Había grupos de hombres en el agua, bañándose, lavándose la ropa, llenando
recipientes con agua o haciendo lo mismo que sus compañeros de tienda: retozar en
el bajío cerca de la orilla. Unos cuantos alzaron la mirada, pero ninguno de los
compañeros de Marcion le oyó.
—¡Ariadne ha dado a luz! —anunció.
Eso hizo que le prestaran más atención.
Arphocras, uno de los que estaba más cerca de Marcion, se dedicaba a hacer
aguadillas a un compañero. El sol se le reflejaba en las gotitas del pelo cortado al
rape.
—¡Imbécil! —siseó Castus cuando estuvieron lejos del gentío—. ¿Le has dicho a
ella antes que a mí cuándo te ibas a marchar?
—He dicho que ya vería cómo estaba la situación después de llegar a Thurii. No
le he dicho cuándo me marcharía.
—¡Ni siquiera habíamos hablado de eso! —espetó Castus.
—Habíamos decidido que no tomaríamos ninguna decisión definitiva hasta
entonces. Por deducción, eso significaba que nos marcharíamos después de eso. —
Gannicus no logró evitar sonar un tanto sarcástico.
—¡No me trates con esa puta condescendencia! —gritó Castus—. ¿No se suponía
que estábamos en esto juntos?
—Así es.
—Bueno, si nos quieres a mí y a mis hombres como aliados, y apuesto el huevo
izquierdo a que tengo muchos más hombres a mi favor que tú —aquí Castus le plantó
la cara a Gannicus a un palmo de las narices—, más vale que de ahora en adelante
compartas más información.
Gannicus se había hartado de Castus y de sus quejas constantes. Dio un fuerte
empujón al pelirrojo en el pecho.
—¡Que te den! Ya te he dicho otras veces que si quieres ir solo, te largues cuando
quieras. ¡A ver lo lejos que llegas con solo cinco o seis mil hombres! La primera
legión romana con la que te encuentres te machacará.
—¿Seguro? —Castus desenvainó la espada.
—Oh, ¿o sea que ahora quieres pelear conmigo? —espetó Gannicus, que se
Carbo tenía los nervios a flor de piel para cuando llegaron a treinta pasos de la
puerta. El tracio había optado por ir por delante de Carbo. Habían acordado reunirse a
un kilómetro y medio de la ciudad, junto a una tumba que los dos recordaban. Carbo
y Tulla, que seguía con ellos, habían observado con el alma en vilo como Espartaco
se ponía a la cola que abarrotaba la calle que conducía a la puerta. Habían desplegado
una amplia sonrisa al oír las fuertes exclamaciones de desagrado y la forma en que la
gente se apartaba de él el máximo posible. La idea que se le había ocurrido a
Espartaco de vaciarse un balde de orines encima había resultado de lo más acertada.
Los guardas, reforzados por diez legionarios de expresión dura, habían empezado a
quejarse en cuanto notaron su olor acre. Cuando Espartaco había pasado arrastrando
los pies delante de ellos, babeando, gimiendo y lleno de pis, lo habían echado
rápidamente de la ciudad con el extremo de los pila.
Qué fácil había sido, pensó Carbo con envidia. «Gran Júpiter, que sea igual de
fácil para mí». Sus ruegos no consiguieron sosegarle ni animarle a avanzar con
Carbo jamás olvidaría esa aventura nocturna. Nunca había cruzado las montañas
de noche y esperaba no tener que volver a hacerlo jamás, o al menos que la siguiente
vez no le persiguiera un número desconocido de hombres armados mientras él
llevaba un miserable puñal. El trayecto inicial no fue demasiado difícil, pero al poco
rato Espartaco comenzó a ascender la montaña a grandes zancadas. ¿Cómo demonios
podía orientarse?, se preguntó Carbo mientras le seguía tan rápido como podía. El
corazón le latía con fuerza, no del esfuerzo de la carrera, sino de miedo. Se sentía
como un ciervo acechado por cazadores. El enemigo podía estar agazapado detrás de
cualquier árbol o arbusto y a cada paso se arriesgaba a tropezar y romperse el tobillo
con una raíz saliente o el tocón de un árbol. Siempre había creído que gozaba de un
buen sentido de la orientación, pero la carrera nocturna le hizo cambiar de opinión.
Las densas copas de los árboles solo proporcionaban una visión ocasional del
firmamento, lo cual hacía que todo fuera más confuso todavía. A pesar de ello,
Espartaco siguió avanzando y escalando la montaña como si el mismísimo Hermes,
mensajero de los dioses, guiara sus pasos.
De vez en cuando se detenían a escuchar si alguien les seguía. La primera ocasión
distinguieron las voces de varios hombres moviéndose más abajo, pero el sonido se
había amortiguado la segunda vez. A la tercera, ya no oyeron nada, para gran
satisfacción de Espartaco y alivio de Carbo, que esperaba que el tracio aminorara la
marcha, pero no fue así, sino al contrario, pues Espartaco apretó el paso. Parecía que
tuviera alas en los pies. Carbo, ocupado en esquivar las ramas de los árboles que
rebotaban al paso de su líder y amenazaban con sacarle un ojo, apenas podía seguirle
el ritmo.
Al cabo de una hora llegaron a la cresta de una montaña y a poca distancia
vislumbraron un claro en el bosque. Por primera vez pudieron ver el cielo con
claridad, iluminado por miles de estrellas relucientes. La posición de la luna todavía
les aseguraba muchas horas de oscuridad hasta el amanecer. Espartaco observó el
claro del bosque antes de adentrarse en él con paso felino. Carbo lo siguió sin dejar
de mirar atrás. No oyó nada. Se tranquilizó un poco.
—Si hubiera luz, tendríamos una vista estupenda desde aquí —comentó
Espartaco señalando la oscuridad.
—¿Dónde estamos?
—No tengo ni idea —respondió el tracio con una sonrisa—, pero yo diría que esta
cresta flanquea la Via Appia, así que va de norte a sur. Debemos seguir por aquí.
—¡Pero podemos acabar desviándonos kilómetros del camino! —protestó Carbo
Apostados en las colinas que rodeaban las ruinas de Forum Annii, Espartaco y un
grupo de exploradores —entre ellos Marcion y sus camaradas— vigilaban la Via
Annia, la carretera principal de Capua a Rhegium, la ciudad más meridional de Italia.
Después de lo que Carbo y él habían averiguado en Roma, a Espartaco no le
sorprendió ver a los soldados enemigos, pero la escena era cuando menos
impresionante. En comparación con este nuevo ejército, los anteriores habían sido
Después del primer encuentro con las tropas de Espartaco, Craso estaba exultante.
El desenlace no había sido concluyente, pero le traía sin cuidado. Lo importante era
que los legionarios de Craso no habían huido, a diferencia de sus predecesores. Los
soldados se habían mantenido firmes frente al asalto continuo y de esta manera
habían mandado un mensaje claro al enemigo. «Las cosas son diferentes ahora,
Espartaco. Yo estoy al mando».
El día después de la escaramuza, Craso estaba de mejor humor todavía por un
nuevo hito: en lugar de presentar batalla de nuevo, los esclavos habían huido por la
Via Annia. Fue su espía quien le comunicó el plan del tracio. Al principio no se lo
tomó en serio, pero en cuanto vio que era verdad, anunció la noticia a todas las
cohortes. Aún podía oír en su mente las expresiones de alborozo de sus hombres.
Craso se lanzó en pos de Espartaco con ocho legiones y envió tierra adentro a las dos
legiones de Mumio, constituidas en su mayoría por veteranos de las tropas derrotadas
de Léntulo y Gelio. Mumio debía vigilar a las huestes enemigas, pero tenía órdenes
Un día después
Craso oyó gritos y levantó la cabeza con el ceño fruncido. Había dado órdenes
explícitas a los guardias de que nadie le molestara. ¿No entendían nada esos idiotas?,
se preguntó enfadado.
—¡Me importa un comino! ¡Tengo que hablar con Craso ahora! —rugió una voz
familiar—. ¡Apartaos de mi camino u os pasaréis el resto de vuestros días cavando
trincheras!
—¿Eres tú, Caepio?
Craso dejó a un lado el papiro de tácticas militares que había estado redactando y
se levantó. La escritura le resultaba aburrida, pero esa campaña era una oportunidad
de oro para plasmar sus pensamientos, que serían publicados y venerados en el
futuro. Él mismo se encargaría de ello. En poco tiempo todos los hombres de Italia
conocerían los métodos expertos que había empleado para derrotar a Espartaco.
La tienda se abrió y el veterano centurión entró en el alojamiento ricamente
decorado. Se cuadró y saludó al general sosteniéndole la gélida mirada, algo que
enojó pero no sorprendió a Craso.
—Espero que se trate de algo bueno.
—Yo diría que lo es, señor —respondió comedido.
—Deja que lo adivine. Has capturado a Espartaco.
Una leve sonrisa se dibujó en el rostro arrugado de Caepio.
—Es bueno, pero no tanto.
—No me hagas esperar más. ¡Escúpelo ya!
—Una de nuestras patrullas localizó un barco pirata anclado en una bahía a unos
kilómetros al norte de aquí, señor. La tripulación estaba en la playa cargando
provisiones, agua y demás. El centurión ordenó el ataque y no solo lograron capturar
a los piratas, sino también el barco.
—Todo eso me parece muy bien, Caepio —masculló Craso—. Los piratas son
una verdadera plaga en el Mediterráneo y la pérdida constante de barcos mercantes
supone una sangría para Roma, pero ¿a qué viene esto ahora? ¡Tenemos cosas más
importantes de las que preocuparnos que un maldito barco lleno de piratas piojosos!
—Al registrar el barco encontraron varias bolsas de monedas —replicó Caepio
con enorme paciencia—. Más de diez mil denarii en total. Cuando se le preguntó al
Craso soltó una maldición silenciosa. Detestaba cada una de las palabras que
contenía el papiro, pero debía mantener las apariencias. «Quien ríe último ríe mejor».
Craso releyó la carta con atención y quedó satisfecho con el resultado. La misiva
contenía la combinación justa de humildad, engatusamiento y adulación para ganarse
a la mayoría de los senadores, que no podrían resistirse a la idea de contar con Lúculo
más de lo que un hombre con disentería podía resistirse a cagar. Cuando la noticia
llegara a oídos de Pompeyo, montaría en cólera, pero nada podría hacer.
Tampoco importaba, pensó Craso triunfante mientras enrollaba el papiro y lo
sellaba con cera. Antes de que Pompeyo y Lúculo llegaran, ya habría sofocado la
rebelión. Con un poco de suerte, tendría la oportunidad de invitar a ambos generales
al banquete de la victoria donde les serviría la cabeza del tracio en una bandeja de
plata.
Un carraspeo discreto le devolvió al presente. Craso volvió la cabeza. Uno de los
guardias estaba en la puerta.
Espartaco apenas había visto a Carbo o Navio desde la huida. Sabía que estaban
ilesos, pero eso era todo. Esa noche decidió ir en busca de su compañía y
conversación, si bien no los encontró. No era muy tarde. ¿Era posible que ya
estuvieran durmiendo?
Dos días después, Espartaco empezó a pensar que por fin le sonreía la suerte.
Habían alcanzado la Via Appia sin incidente alguno y la primera noche acamparon en
Para cuando las tropas estuvieron listas, el sol ya había asomado por detrás de la
montaña y bañado el valle con su luz. Espartaco había agrupado a los hombres en dos
sólidas líneas, treinta cohortes a lo ancho en lugar de la típica formación en triplex
acies que estaban adoptando los legionarios de Craso unos quinientos pasos al frente.
La táctica de Espartaco requería la máxima fuerza de su ejército. Por eso había
colocado en el centro —junto a él— a los mejores soldados, a los que poseían cotas
de malla y armas y escudos romanos. Allí es donde la lucha sería más encarnizada y
sangrienta.
Aparte de esas ocho cohortes, poco más de la mitad de los hombres iba bien
armada. Del resto, pocos tenían casco. Algunos llevaban escudo; otros, cotas de
malla. Las armas eran espadas, lanzas y hachas. Espartaco albergaba la esperanza de
que los soldados compensaran con su bravura la falta de armamento. Estaba
convencido de que Egbeo y Pulcher sacarían lo mejor de ellos. La caballería esperaba
en los flancos, cientos de jinetes en ponis de pelo largo. Su aspecto no era muy
temible, pero Espartaco había sido testigo de lo que eran capaces de hacer contra los
romanos.
En circunstancias normales, habría maldecido el hecho de contar solo con la
mitad de sus jinetes, pero ese día no importaba, porque no había sitio para maniobrar.
El papel de la caballería era crucial. Había dado instrucciones precisas a los oficiales
al mando para que actuaran como los famosos númidas de Aníbal, cuya técnica de
ataque y retirada obligaba al enemigo a romper filas y lo exponía a todo tipo de
peligros. Si su caballería lograba replicar su táctica, aunque fuera a pequeña escala,
Egbeo y Pulcher podrían forzar el repliegue de los flancos romanos y las legiones de
Craso se desmoronarían.
Mientras supervisaba a los hombres, Espartaco tenía un ojo puesto en el combate
en las trincheras enemigas y el otro en los soldados de Craso, que no habían hecho
amago de avanzar. Craso simplemente los estaba preparando para la batalla.
Craso llevaba varios días jubiloso, desde la batalla, de hecho. Desplegó una
amplia sonrisa cuando se martillearon los primeros clavos y empezaron los gritos.
«Este es el sabor de la victoria», pensó, asintiendo y saludando a la multitud. Iba
montado a caballo cerca de las murallas de Capua, supervisando a un grupo de sus
soldados durante el inicio del proceso de crucificar a los esclavos capturados. Cientos
de habitantes de la ciudad se habían congregado allí para contemplar la escena; poco
antes les había dado la bienvenida y había ordenado que les lanzaran puñados de
monedas y hogazas de pan. Lo habían ovacionado hasta quedarse roncos. Ahora
abucheaban e insultaban a la primera víctima a la que colocaban en el poste y
levantaban hasta la parte vertical de la cruz. Caepio enseguida indicó que el
procedimiento había terminado.
—Este es el destino que correrán todos los enemigos de Roma —declaró Craso.
Más gritos de aprobación—. Este desgraciado no es más que uno de los seis mil
pedazos de mierda que acabarán sus días agonizando. Morirán sedientos, quemados
por el sol y cubiertos con sus propios excrementos, de aquí hasta Roma. Todo esclavo
que los vea descartará la idea de traición. —Craso hizo una pausa para disfrutar de
los elogios que le llovían—. Algunos de vosotros quizás hayáis oído que miles de
esclavos escaparon. Que huyeron a las montañas y hacia el norte. No os quepa la
menor duda de que esas ratas no encontrarán un refugio en el que estar seguras.
Mientras hablo, por lo menos seis de mis legiones están peinando las tierras situadas
al este y sur de aquí. Cualquier esclavo al que se encuentre sin amo que responda por
El trío había tardado seis días en llegar a Capua, más rápido de lo que Carbo
había supuesto. Llevar a Maron había resultado agotador para Ariadne y al comienzo
habían avanzado a un paso mucho más lento del esperado. Poder comprar una mula
en una granja al segundo día había sido un regalo del cielo. El animal no solo había
llevado al bebé, sino también sus cosas y, debajo, las espadas. Antes habían corrido
un gran riesgo llevando las armas bajo las capas. Habían recorrido el resto de los
kilómetros que faltaban hasta Capua a buen paso y los grupos de legionarios y carros
militares que viajaban por la carretera no les habían prestado ninguna atención. Se
habían alojado en posadas al borde de la carretera. Ariadne y Maron habían dormido
en la habitación de Carbo y, ante todo aquel que se fijara, habían dado a entender que
él era su compañero de cama. De hecho, Carbo había yacido junto a la puerta cada
noche, con la espada desenvainada al lado.
Era la primera vez que Carbo estaba tan cerca de Capua desde que huyera del
ludus con Espartaco, lo cual le producía una sensación extraña. Lo último que quería
era que lo reconocieran. Sin embargo, habría resultado extraño rodear la ciudad en
vez de cruzarla, por lo que había dejado que Navio fuera en cabeza. Él le seguía con
la mirada puesta en la superficie llena de surcos del camino. Ariadne iba detrás con la
mula.
Al final habían cruzado de la puerta sur de Capua hasta la del norte sin
problemas. En ese momento avanzaban arrastrando los pies con todos los demás, en
la cola para salir de la ciudad. Carbo había tenido mucho tiempo para imaginar lo que
vería cuando llegaran a la Via Appia. El momento estaba próximo y le entraron
náuseas. ¿Cuántos desgraciados seguirían con vida? ¿A cuántos reconocería? ¿Existía
la posibilidad de que encontraran a Espartaco?
Al poco cruzaron la larga arcada que conducía al exterior de Capua. La costumbre
de prohibir construcciones cerca de las murallas se había descartado hacía tiempo.
Aquello era un territorio de gran importancia comercial, por el que cientos de
transeúntes no tenían más remedio que pasar a diario a pie o a caballo. Aparte de
restaurantes y bares, había negocios de todo tipo: carpinteros y carreteros,
abatanadores y alfareros. Carniceros, panaderos, vendedores de vinos y dulces.
Escribas, tratantes de blancas y de esclavos. Carbo habría sido capaz de señalar la
posición de cada uno aunque le hubieran tapado los ojos. Se había criado allí. Por eso
sabía cuándo acababan los edificios.
Y dónde empezarían las cruces.
Ya habían hablado de lo que harían en cuanto empezara el calvario. No les
costaría andar despacio ni llamarían la atención por ello. La carretera estaría
Ariadne había oído hablar de la crucifixión, pero nunca la había visto con sus
propios ojos. Para cuando empezó a atardecer, la había visto cientos de veces.
Aquella realidad la acompañaría hasta el fin de sus días. Las expresiones
atormentadas en el rostro de los muertos. Los labios rajados. Los ojos abiertos y con
la expresión vacía que parecían culparla de sus muertes. Las heridas de los azotes
recibidos mientras habían marchado. Los vientres protuberantes llenos de gases,
aderezado con el hedor de los orines y excrementos, el aplastante olor a putrefacción.
Moscas por todas partes. Los perros raquíticos que merodeaban por allí, sin duda
culpables de los mordiscos que algunos cuerpos presentaban en las piernas. Los
transeúntes, con sus comentarios crueles. Cada tres kilómetros, los soldados que
hacían guardia, tan inmunizados contra la escena que ni siquiera miraban a los
hombres crucificados.
¿Cómo es posible que pensara que la realidad no sería tan horrible como su
pesadilla?
Ariadne no quería viajar hasta Roma, pasando junto a tanto sufrimiento. Sin
embargo se veía obligada a ello. Habían visto a un puñado de prisioneros que seguían
con vida. Aquellos pocos bastaban para mantener su duda viva. Independientemente
del horror, nunca sería capaz de perdonarse o de mirar a Maron a la cara si no
comprobaba hasta el último de los hombres crucificados. Su esposo no se merecía
acetum: vino agrio, la bebida universal que se servía a los soldados romanos.
También significa «vinagre», el desinfectante más habitual empleado por
los médicos romanos. El vinagre resulta ideal para matar bacterias y su
uso generalizado en la medicina occidental se prolongó hasta finales del
siglo XIX.
Asia Menor: topónimo empleado para referirse a la zona más occidental del
continente asiático, equivalente en gran medida a la actual Turquía.
ballista (pl. ballistae): catapulta romana de dos brazos que tenía el aspecto
de una ballesta sobre un soporte. Lanzaba flechas o piedras con una
fuerza y precisión enormes.
Brennus: jefe de una tribu gala famoso por haber saqueado Roma en el 387
a. C. (Protagonista también de mi novela La legión olvidada).
bucina (pl. bucinae): trompeta militar. Los romanos empleaban varios tipos
de instrumentos, como por ejemplo la tuba, el cornu y la bucina. Para
simplificar la cuestión, solo he empleado uno: la bucina.
cilicios, piratas: corsarios de una región del sur de Asia Menor que, durante
los siglos II y I a. C., causaron graves problemas a la navegación por el
este del Mediterráneo.
Cinna, Lucio Cornelio (-84 a. C.): se sabe poco acerca de los primeros años
de vida del que fuera cónsul cuatro veces. Era aliado de Mario y enemigo
de Sula, y fue asesinado en un motín por sus propias tropas en el 84 a. C.
Craso, Marco Licinio (c. 115-153 a. C.): astuto político romano y general
que se alió con Sula tras la muerte de Cinna y cuyos actos en la puerta
Colina en nombre de Sula ayudaron a tomar Roma. Llevaba una
existencia modesta pero, según se dice, era el hombre más rico de Roma
y amasó buena parte de su fortuna comprando e incautando las
propiedades de quienes se habían visto afectados por las proscripciones
de Sula.
Dioniso: hijo de Zeus y Semele, hija del fundador de Tebas, nacido dos
veces. Reconocido como hombre y animal, joven y viejo, varón y
afeminado, era uno de los dioses griegos más versátiles e indefinibles.
Básicamente, era el dios del vino y la embriaguez, pero también se le
asociaba con la locura ritual, la mania, y con una vida de ultratumba
bendecida por sus placeres. Los romanos lo denominaron Baco y su culto
era reservado, violento y extraño.
Dioscuros, Cástor y Pólux: hijos gemelos de Zeus que compartían una vida
inmortal entre ellos y vivían la mitad de su vida en el monte Olimpo y la
otra en Esparta.
Escila: monstruo mítico con doce pies y seis cabezas que habitaba la cueva
situada frente al remolino Caribdis, en el actual estrecho de Messina.
escitas: pueblo fiero y nómada que habitaba al norte del mar Negro. Iban
tatuados, eran aguerridos y jinetes superlativos, e infundían un gran
temor. Se cree que sus mujeres dieron pie a la leyenda de las Amazonas.
Sin embargo, hacia el siglo I a. C. su apogeo ya había pasado.
Hércules (o, para ser correctos, Heracles): el mayor héroe griego, que
completó doce trabajos de una dificultad monumental.
Hidra: bestia mítica de múltiples cabezas con un aliento venenoso que vivía
en un lago en la región griega del Peloponeso. Uno de los doce trabajos
de Hércules consistió en acabar con ella.
latín: en la época antigua no era solo un idioma. Los latinos eran los
habitantes de Latium, una zona cercana a Roma. Hacia el 300 a. C. fue
conquistada por los romanos.
liburnia, galera: birreme adaptado por los romanos a partir del lembus, un
barco ilirio. Probablemente contara con entre cincuenta y sesenta
remeros.
licium: taparrabos de lino que llevaban los nobles. Es probable que todas las
clases llevaran una variante de este.
Mario, Cayo (c. 157-186 a. C.): otro importante político romano de finales
del siglo II y comienzos del siglo I a. C. Sirvió como cónsul siete veces,
todo un récord, y cosechó grandes éxitos como general, pero Sula le
superó en astucia en la marcha sobre Roma del 87 a. C. A Mario también
se le atribuye una profunda remodelación del ejército romano. Se casó
con Julia, tía de Julio César.
mulsum: bebida hecha mezclando cuatro partes de vino con una de miel. Se
Ostia: ciudad situada en la desembocadura del río Tíber; durante siglos fue
el puerto principal de Roma. (En mi opinión, es un lugar de obligada
visita para todo aquel interesado en la antigua Roma).
pilum (pl. pila): la jabalina romana. Estaba formada por un asta de madera
de aproximadamente 1,2 m de largo, unida a un vástago fino de hierro de
unos 0,6 m y coronada por un pequeño extremo piramidal. El alcance del
Pontifex Maximus: líder y portavoz de los cuatro colegios del clero romano.
Ponto: la zona de Asia Menor que incluía la costa meridional del mar Negro.
scutum (pl. scuta): escudo oval y alargado del ejército romano, de 1,2 m de
alto y 0,75 m de ancho. Constaba de tres capas de madera situadas en
ángulo recto entre sí y estaba revestido de lino o loneta y cuero. El
scutum era pesado, entre seis y diez kilos.
Sertorio, Quinto (c. 126-173 a. C.): noble prominente que se alió con
Cinna. Se le otorgó el control de Hispania en e 83 a. C., pero fue
proscrito un año después más o menos. Su campaña contra Roma fue
muy exitosa en un principio, pero sus propias derrotas y las de sus
lugartenientes en el 76 a. C. le costaron caras, y sus actividades quedaron
reducidas a la guerra de guerrillas a partir de entonces.
sestertius (pl. sestertii): moneda de plata que equivalía a dos asses y medio;
o a un cuarto de denarius; o a una centésima parte de un aureus. Su uso
se había generalizado en el período tardío de la República romana.
Sula Félix, Lucio Cornelio (c. 138-178 a. C.): uno de los generales y
estadistas romanos más famoso de todos los tiempos. Era un hombre
despiadado que se convirtió en dictador, provocó guerras civiles y acabó
ayudando a debilitar la República, aunque reforzó la posición del Senado
y se retiró de la vida pública en vez de aferrarse al poder.
Tracia: zona del mundo antiguo que incluía partes de Bulgaria, Rumania, el
norte de Grecia y el sudoeste de Turquía. Estaba habitada por más de
cuarenta tribus guerreras.
tribuno: oficial de Estado mayor en una legión; también uno de los diez
cargos políticos de Roma, donde servían como «tribunas del pueblo»,
defendiendo los derechos de los plebeyos.
Via Aemilia: carretera del norte de Italia que discurría desde Ariminium a
Placentia, y de ahí a otras localidades.
Via Annia: carretera del norte de Italia; también era una prolongación de la
Via Appia, que iba de Capua a Rhegium.
Via Labicana: carretera que iba hacia el sudeste, desde Roma hasta Labici.
Vulcano: dios romano del fuego destructor, que solía venerarse para evitar…
¡el fuego!