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Espartaco Rebelion - Ben Kane

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Marcha hacia la libertad… o hacia la batalla más sangrienta.

Un poderoso ejército de esclavos, encabezado por Espartaco, ha arrasado


con cuanto ha hallado a su paso, consiguiendo dispersar a las legiones de
Roma. Ahora, Espartaco marcha hacia los Alpes y la libertad. Pero las nubes
de tormenta empiezan a asomar en el horizonte. Craso, el hombre más rico
de Roma, ha reunido un ejército formidable para luchar contra Espartaco,
quien ahora oye murmullos de rebelión en el seno de sus propias tropas.
Al borde de la gloria, Espartaco debe tomar una decisión crucial: seguir su
camino hacia la libertad o hacer frente al poder de Roma e intentar acabar
con su dominio para siempre.

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Ben Kane

Rebelión
Espartaco 2

ePub r1.0
libra 11.04.16

ebookelo.com - Página 3
Título original: Spartacus Rebellion
Ben Kane, 2012
Traducción: Mercè Diago & Abel Debritto

Editor digital: libra


ePub base r1.2

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Para Colm y Shane, amigos de antaño, y los mejores exponentes de «lo
mejorcito» de la ciudad

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Prólogo
Monte Gárgano, costa este de Italia,
primavera del 72 a. C.

La violenta pulsación de la sangre en las sienes atenuaba el fragor del campo de


batalla: los gritos de los heridos y mutilados, los chillidos de sus seguidores más
valientes y los gemidos de los más temerosos. A pesar del horrendo griterío y de su
ira voraz —contra los romanos, contra los dioses, contra todo lo que había pasado
desde esa mañana—, el hombretón tenía la atención puesta en las líneas enemigas,
situadas a unos cien pasos de distancia. Todas las fibras de su cuerpo querían volver a
atacar montaña arriba por la ladera rocosa y descuartizar al máximo de legionarios
hasta convertirlos en pedazos de carne sanguinolenta. «Tranquilízate. Si queremos
tener alguna posibilidad de vencer, los hombres necesitan tiempo para recuperar
fuerzas. Hay que reagruparlos».
Frunció el ceño cuando el estruendo de las bucinae rasgó el aire. Los trompetas
ordenaban a las dos legiones del cónsul Gelio. Respiró hondo y se centró en el
estrépito metálico de las espadas de los soldados enemigos al chocar contra sus
escudos mientras se mofaban de sus hombres a fin de provocarlos para emprender
otro ataque infructuoso colina arriba. La patética respuesta de los pocos guerreros que
quedaban con voz suficiente para gritar resultaba exasperante.
No era de extrañar que tuvieran la garganta seca. Él mismo se moría de sed. La
lucha había empezado dos horas después del amanecer y solo había parado cuando
cada uno de sus tres ataques previos había sido repelido. No había habido manera de
reubicar el odre de agua que había dejado en el suelo junto a su posición inicial. No
guardaba rencor al hombre que lo había encontrado. Como consecuencia de ello, se
encontraba en la misma situación que la mayoría de sus seguidores. La posición del
sol en el cielo azul le indicó que era cerca del mediodía. «Tres horas de combate sin
agua. Menos mal que no estamos en verano, porque si no la mitad del ejército se
habría desplomado». Otra sonrisa amarga arrugó su ancho rostro. Buena parte de su
ejército había muerto o yacía herido en el terreno teñido de carmesí que tenía delante.
«¿Qué falta les hace el agua?».
La zona situada entre los dos ejércitos, una ladera que carecía de las encinas, la
cornicabra y el espino negro que cubrían la cumbre, estaba repleta de cadáveres. Los
miles de cuerpos mutilados ofrecerían todo un festín durante semanas para los buitres
observadores que ya sobrevolaban la zona. La mayoría de los caídos se encontraba
cerca de las líneas romanas. Estaban tan apilados en algunos puntos que sus hombres
se habían visto obligados a trepar por encima de los cuerpos en ataques subsiguientes,
lo cual los había convertido en objetivos fáciles para las ráfagas de jabalinas romanas.
Quienes no habían sido abatidos por la lluvia ennegrecida de pila habían sucumbido

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bajo los gladii de los legionarios. Las mortíferas espadas de doble filo habían
asomado desde el inexpugnable muro de escudos y habían destripado a los hombres,
cercenado piernas o brazos, y se les habían clavado hasta el fondo de los pechos
desprotegidos. Incluso había visto perder la cabeza a algunos de sus seguidores.
A pesar de la gran cantidad de bajas, habían atravesado las líneas enemigas en
unos cuantos puntos durante el primer ataque frenético. El recuerdo de ese pequeño
éxito se tornó amargo enseguida. Todas menos una de sus brechas se habían reparado
enseguida. El hecho de que sus hombres carecieran de armadura y escudos y la
disciplina y ventaja en altura de los legionarios habían convertido a los esclavos en
objetivos fáciles. Al ver a sus hombres sacrificados como animales en el matadero,
había ordenado la retirada. Había abandonado su propio ataque brutal, que a punto
había estado de hacer trizas la primera fila romana.
«Por muy beneficioso que hubiera sido, abrir una brecha en las filas enemigas no
basta para ganar una batalla. Lo que sí sirve es mantener la posición. Ser
disciplinados». Era una lección dura para un galo. Aunque había nacido esclavo, se
había criado escuchando las historias de los ataques terroríficos de sus antepasados,
hombres que habían derrotado a las legiones romanas en numerosas ocasiones, cuya
valentía había arrollado a tantos hombres que se les habían puesto por delante. Hoy
esa táctica había fracasado estrepitosamente.
Vio a un jinete con un casco bruñido y una capa escarlata que se movía de un lado
a otro detrás del centro de las líneas romanas. Escupió una maldición amarga. «Por
muy viejo que sea Gelio como cónsul, ha elegido bien el terreno. Ha sido una
estupidez confiarnos por el hecho de superarlos en número en más del doble de
hombres». La primera sensación de desespero se abrió paso en su mente, pero la
apartó con otro juramento. Si reagrupaba a sus mejores hombres, quizá pudieran
atravesar sus filas. Si mataban al cónsul, los romanos seguro que darían media vuelta
y echarían a correr. El curso de la batalla todavía se podía cambiar.
—¡Vamos, chicos! Seguimos superándolos en número —bramó—. ¡Un último
esfuerzo! ¡Carguemos contra ellos por última vez! ¡Si matamos al hijo de puta de
Gelio, hoy será nuestro día! ¿Quién está conmigo? —Solo le respondieron una
veintena de voces. Se arrancó el casco de bronce en forma de cuenco de la cabeza y
lo arrojó al suelo—. Pedazo de mierda romana.
Avanzó unos treinta pasos desde la masa de hombres desorganizada, que todavía
sumaban entre diez y doce mil soldados, y se giró para que todos le vieran la cara.
Entonces se encontraba a un tiro largo de jabalina. Pensó que era probable que la cota
de malla repeliera el extremo, pero en realidad le daba igual. Agradecería el dolor, le
ayudaría a centralizar la rabia.
—¡Eh! ¡Os estoy hablando!
Cientos de rostros desesperados y manchados de sangre le clavaron la mirada. Vio
la derrota en sus ojos pero no tuvo miedo. Aunque fracasaran entonces, los romanos
no acabarían con él. Morir en el campo de batalla era lo que siempre había querido.

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Reconocía que sería mejor morir sabiendo que sus hombres habían derrotado a Gelio,
pero seguía siendo un hombre libre y así moriría, llevándose a un montón de romanos
consigo.
Golpeó la espada contra el borde metálico del scutum. Los hombres que no le
oían se acercaron un poco más.
—¡Ahora escuchadme! —gritó—. Les hemos atacado tres veces y las tres hemos
fracasado. Miles de nuestros compañeros yacen ahí, muertos o moribundos. Su valor,
su sangre y sus vidas exigen venganza. ¡VENGANZA! —Más golpes contra el escudo
—. ¡VENGANZA!
Se oyó un zumbido detrás de él. A pesar de su valentía, se le puso la piel de
gallina. «Alguien ha lanzado un pilum». No se movió.
—¡VENGANZA!
Un golpe seco. Miró a su derecha y vio la jabalina, que se había clavado en la
tierra a apenas cinco pasos de su pie. Echó la cabeza hacia atrás y aulló como un
lobo.
—¿Esto es lo máximo que saben hacer? ¡Estos cabrones romanos apestosos no
saben darle a una paca de trigo en un granero!
Sus hombres, o al menos los que tenía más cerca, parecían más animados.
«Bien. Todavía no han acabado».
—Voy a subir ahí arriba y voy a descuartizar a esos cabrones. Voy a cortarle la
cabeza a Gelio del puto cuello raquítico y luego me voy a reír cuando su ejército
huya. —La nariz llena de cicatrices y la sangre romana que le cubría de pies a cabeza
convertían su mirada de aliento en la mirada lasciva y voraz de un monstruo, pero la
pasión que destilaba su voz no dejaba lugar a dudas—. ¿Quién está conmigo? ¿Quién
está con Crixus?
—¡Yo! —anunció un galo de largas trenzas.
—¡Y yo! —bramó un hombre con el cuello grueso como el de un toro que vestía
una túnica desgarrada.
Se sumaron cada vez más voces.
—¡CRI-XUS! ¡CRI-XUS! —exclamaron.
Con una amplia sonrisa, repiqueteó la espada larga contra el scutum a modo de
respuesta. El temor que había abatido a los esclavos remitió. Pero Crixus sabía que la
valentía renovada no iba a durar. Si tenían intenciones de vencer, debían moverse de
inmediato.
Se giró para estar de cara a los romanos y gritó:
—¡Pues vamos, muchachos! ¡Demostrémosles lo que significa ser valiente! —Sin
mirar atrás, echó a correr colina arriba como un poseso.
Bramando como toros enloquecidos, cientos y cientos de esclavos le siguieron.
Sin embargo, muchos otros se quedaron donde estaban observando en silencio
cómo sus compañeros cargaban contra las líneas romanas. Preparándose para correr
hacia la protección que les ofrecían los matorrales y árboles de las laderas de más

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abajo.
Crixus notó la presencia de sus hombres a su espalda. Notaba que no todos se
habían apuntado, pero de cualquier modo sintió un cálido destello. «Por lo menos
moriremos con la cabeza bien alta. Habrá lugar para todos nosotros en el paraíso de
los guerreros». Le asaltó un último pensamiento antes de que la locura de la batalla se
apoderara de él y dejara de razonar.
«Tal vez Espartaco tuviera razón. Tal vez debería haberme quedado».

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Un mes después…
Los Apeninos, noreste de Pisae

Espartaco contempló las legiones de Gelio en la llanura y luego a sus hombres.


Aunque se encontraba a unos cien pasos del centro de sus filas delanteras, notaba la
seguridad de sus soldados. La intuía por su postura y por la forma en que las líneas se
balanceaban adelante y atrás. Golpeaban los escudos con las armas para retar a los
romanos a luchar. Estaban ansiosos, e incluso desesperados, por iniciar el combate.
«Es un cambio extraordinario». Hasta hacía muy poco, sus seguidores, ex esclavos en
su mayor parte, no habían participado en una batalla a gran escala. Sí, habían
derrotado a las fuerzas de tres pretores, pero lo habían logrado sobre todo gracias a
subterfugios. Nunca se habían enfrentado a un gran ejército romano en terreno
abierto, y mucho menos a uno consular con dos legiones. Hacía dos meses todo eso
había cambiado cuando tendieron una emboscada al cónsul Léntulo en un desfiladero
situado al sur de su posición actual.
Gracias a la sucesión de victorias, la mayoría de sus hombres estaban ahora tan
bien equipados como los legionarios, que iban armados hasta los dientes. Se
enorgulleció sobremanera. «Qué lejos han llegado». Recordó el día, un año y medio
antes, en que lo habían traicionado en su pueblo natal de Tracia y vendido como
esclavo, cuyo destino más probable habría sido morir en un ruedo italiano para
gladiadores. «Qué lejos he llegado. Un guerrero tracio que luchó para Roma, pero
que ahora dirige un ejército de ex esclavos contra ella». Qué irónico.
Mientras se acercaba a sus soldados, Espartaco se fijó en un hombre de espalda
ancha cuyo rostro agradable quedaba empañado por una cicatriz púrpura en la mejilla
izquierda. «Uno de los primeros esclavos que se sumó a nosotros después de que
huyéramos del ludus».
—¡Te estoy viendo, Aventianus! ¿Qué esperanza crees que tienen hoy los
romanos?
Aventianus rio de oreja a oreja.
—Tanta como de que nieve en el Hades, señor.
—Eso es lo que quería oír. —Hacía tiempo que Espartaco había dicho a sus
hombres que no se dirigieran a él como «señor». Daba igual. Escudriñó los rostros de
quienes tenía más cerca—. ¿Aventianus está en lo cierto, chicos? ¿O Gelio nos
enviará para casa con el rabo entre las piernas?
—¡No tenemos casa! —bramó Pulcher, el principal armero de Espartaco y uno de
sus oficiales veteranos. Su comentario procaz fue recibido con un estallido de risas.
Esperó a que pasara el alboroto—. Pero tenemos algo mucho mejor que un tejado
sobre nuestras cabezas. Algo que nadie nos podrá arrebatar jamás: ¡nuestra libertad!

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—¡Li-ber-tad! ¡Li-ber-tad! ¡Li-ber-tad! —gritaron los hombres al tiempo que
pateaban el suelo y volvían a martillear las armas contra los escudos. Producían un
ritmo ensordecedor y conmovedor a partes iguales. El clamor empezó a propagarse
por el ejército de Espartaco. La mayoría de los soldados estaban demasiado lejos para
saber el origen del alboroto, pero les dio igual. El griterío impedía hablar—. ¡Li-ber-
tad! ¡Li-ber-tad! ¡Li-ber-tad!
Como disfrutaba de los gritos de casi cincuenta mil hombres y del hecho de ser su
líder, Espartaco alentó a los hombres moviendo los brazos de forma exagerada. El
alboroto les levantaría todavía más la moral y provocaría malestar en muchos vientres
romanos. No le cabía la menor duda de que Gelio notaría un hormigueo de temor en
la piel arrugada de su espalda. El cónsul tenía sesenta y dos años, y al parecer poca
experiencia en la guerra.
—Descuartizaremos a esos cabrones —exclamó Pulcher cuando los gritos de
ánimo se atenuaron—. ¡Igual que hicimos con Léntulo!
Justo entonces, los hombres que sostenían el par de águilas de plata alzaron los
postes de madera en el aire. Se profirieron más gritos.
Espartaco alzó las manos y se hizo el silencio.
—¡Esos son dos más con los que tenemos que acabar hoy! —Desenvainó la sica,
una espada tracia con una curvatura infernal, y señaló con ella en los puntos de las
fuerzas de Gelio donde la brillante luz del sol destellaba desde los estandartes de
metal de sus legiones—. ¿Quién quiere ayudarme a acabar con ellos? ¿Quién quiere
tener el honor de decir que tomó un águila romana en la batalla y con ello avergonzó
a toda una legión?
—¡Yo! —bramaron Aventianus y muchas otras voces.
—¿Estáis seguros?
—¡SÍÍÍÍÍ! —respondieron a voz en grito.
—Más os vale. Miradlos. —Espartaco blandió la espada primero a la izquierda y
luego a la derecha. A ambos lados de su ejército se veían cientos de hombres en
caballos monteses lanudos—. Más os vale —repitió—. Si no vamos con cuidado, la
caballería quizá se nos adelante. —En parte Espartaco ansiaba estar con ellos. Había
sido soldado de caballería desde los dieciséis años; también había ayudado a entrenar
a los jinetes, pero sabía que era imprescindible que estuviera en el centro de su
ejército. Si los soldados de infantería se desmoronaban, una derrota aplastante
llamaría a su puerta. Aunque la responsabilidad que tenían sus jinetes era muy
grande, superaban en número a la caballería romana por cuatro a uno como mínimo.
Aunque sufrieran el infortunio de no conseguir aplastar a la caballería enemiga, su
infantería todavía tendría posibilidades de ganar la batalla—. ¿Vais a permitirlo?
—¡Nunca! —bramó Pulcher con las venas del cuello hinchadas.
—¡No si de mí depende! —gritó Aventianus mientras movía el pilum adelante y
atrás.
—¡Y de mí! —A Carbo, que era romano, le seguía sorprendiendo la pasión que

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sentía cuando hablaba el tracio. Hacía aproximadamente un año, había entrado en la
escuela de gladiadores de Capua en un intento disparatado de saldar las ingentes
deudas de su familia. Desesperado, primero había tratado de alistarse al ejército, pero
lo habían rechazado por su juventud. Lo que sorprendió a Carbo es que el lanista lo
aceptara como auctoratus, ciudadano contratado para luchar como gladiador, pero
solo después de medir su valor enfrentándose a Espartaco en un combate con armas
de madera.
La vida en el ludus había sido sumamente dura, y no solo debido a los
entrenamientos. Un hombre solo, y más siendo novato, tenía pocas posibilidades de
sobrevivir. Si Espartaco no lo hubiera acogido en su seno, la carrera de Carbo en el
ludus seguro que habría sido muy corta. Cuando poco después se presentó la
oportunidad de escapar, había seguido a su protector. Después, cuando se había
encontrado en la tesitura de escoger entre dejar al variopinto grupo de esclavos y
gladiadores o quedarse con ellos para luchar contra sus paisanos, Carbo había elegido
la última opción. No se le había ocurrido otra cosa.
Durante los meses subsiguientes, el comportamiento de Espartaco había
garantizado la lealtad de Carbo e incluso su amor. El tracio cuidaba de él, se
preocupaba por él. Aquello era más de lo que su propia gente había estado dispuesta a
hacer. Aquella constatación le había ayudado a que enfrentarse a los suyos le
resultara más fácil, pero en lo más profundo de su ser, Carbo seguía sintiendo cierto
sentimiento de culpa por ello. Observó las líneas de Gelio con la mandíbula apretada.
«No es más que otro ejército que hay que derrotar», se dijo. Más allá estaban los
Alpes. El plan de Espartaco consistía en conducirlos por las montañas, lejos de la
influencia de la República. Allí cualquier enemigo que encontraran sería ajeno a él. Y,
a decir verdad, más fácil de matar.
Pero antes debían derrotar a Gelio. Pensó en Craso, el hombre que había
arruinado a su familia y destrozado su vida. El odio embargó a Carbo, reforzado por
la certeza de que nunca podría vengarse del hombre más rico de Roma. En su lugar,
intentó imaginar que todos los hombres que tenía enfrente eran parientes del astuto
político. Ayudaba.
Retornó la mirada a la figura compacta de Espartaco, vestido con una cota de
malla bruñida, un tahalí dorado y un precioso casco frigio. A Carbo le sorprendió que
los ojos grises y penetrantes del tracio se clavaran en él. Espartaco le dedicó un ligero
asentimiento, como diciendo: «Me alegro de que estés aquí». Carbo enderezó la
espalda. «Hoy haré lo que me toca».
Espartaco estaba calibrando el estado de ánimo de sus hombres. Lo que vio le
complació. Organizados en centurias y cohortes, instruidos y armados como los
romanos, estaban preparados. Él estaba preparado. Se presentaba otra oportunidad de
derramar sangre romana. De vengar a Maron, su hermano, que había muerto
luchando contra las legiones. Las legiones que habían arrasado su patria, Tracia.
«Quizá vuelva a ver mi tierra. Gelio y sus hombres son todo lo que se interpone en mi

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camino». Esbozó una media sonrisa. Kotys, el malévolo rey de la tribu de Espartaco,
los medos, y el motivo de su esclavitud, se llevaría un susto de muerte cuando
regresara. «Me muero de ganas». Espartaco colocó el silbato de latón que llevaba
colgado al cuello de una correa y se lo acercó a los labios. Cuando silbara para
indicar el avance, los trompetas lo comunicarían a todo el ejército.
Tenía un plan sencillo. Había dispuesto a sus soldados en dos líneas separadas por
unos treinta pasos. Castus estaba al mando del ala izquierda; era un gladiador galo
que había ayudado a Espartaco en el momento de la huida; bajito, tozudo y con un
temperamento tan ardiente como su pelo rojo. Gannicus, otro galo del ludus, dirigía
la derecha; era igual de tenaz que Castus pero más ecuánime, y Espartaco tenía más
en común con él. Cuando diera la señal, todos avanzarían en un solo bloque y, tras
lanzar ráfagas de jabalinas, entablarían batalla con los romanos de frente. Si la
operación salía bien, su superioridad numérica y moral alta les permitirían rodear a
las legiones de Gelio. Todo aquello mientras su caballería barría a los jinetes
enemigos y luego tomaban a los legionarios de la retaguardia. La derrota de los
romanos sería absoluta; sus bajas, mucho mayores que en cualquiera de los
enfrentamientos anteriores.
«Para cuando atardezca, Roma habrá aprendido otra lección. Gran Jinete,
encárgate de que así sea. Protégenos en las horas venideras —rezó Espartaco—.
Dioniso, préstanos la fuerza de tus ménades». Si bien el dios heroico tracio era su
principal guía en la vida, también había llegado a venerar a la deidad relacionada con
el vino, la embriaguez y el fervor religioso, a la cual su esposa Ariadne rendía culto.
Su extraordinario sueño, en el que una serpiente venenosa se le enroscaba al cuello,
lo había identificado como uno de los suyos. «Que así sea siempre».
Se llenó los pulmones y se preparó para silbar.
«Tan-tara-tara-tara», sonaron las bucinae romanas.
Espartaco contuvo el aliento a la espera de que las legiones avanzaran.
Las trompetas enemigas volvieron a sonar, pero no pasó nada más.
«¿A qué demonios está jugando Gelio?».
Se llevó una buena sorpresa cuando un jinete apareció por un hueco en el centro
de la fila romana. No se movió ni un solo legionario mientras dirigía la montura
directamente a Espartaco.
Los hombres de Espartaco estaban tan ansiosos por empezar la lucha que pocos se
dieron cuenta.
—¡Vamos a por ellos! —gritó Pulcher ante los rugidos de aprobación de sus
compañeros.
—¡Quedaos donde estáis! —ordenó Espartaco—. Gelio tiene algo que decir.
Viene un mensajero.
—¿Qué más nos da? —exclamó una voz desde las filas—. ¡Ha llegado el
momento de matar!
—No perderéis esa oportunidad, pero quiero oír el mensaje del jinete. —

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Espartaco dedicó una dura mirada a sus hombres—. El primer imbécil que mueva un
músculo o lance una jabalina se las verá conmigo. ¿Está claro?
—Sí —fue la tibia respuesta.
—¡No os oigo!
—¡SÍ!
Espartaco observó al jinete que se acercaba. «Esto no me gusta».
Afortunadamente, no tenía tiempo para darle demasiadas vueltas. Los dos ejércitos
estaban a menos de quinientos metros el uno del otro. El romano hizo aminorar el
paso al alazán en cuanto estuvo más cerca. No parecía ir armado. Espartaco se fijó en
la coraza de bronce bruñida, el casco con penacho escarlata y la postura segura. Era
un oficial de alto rango, probablemente un tribuno, uno de los seis hombres
experimentados que ayudaban al cónsul a dirigir cada legión.
—¡No te acerques más! —gritó cuando el enviado se encontró a veinte pasos de
distancia.
El romano alzó la mano derecha en señal de paz y acercó el caballo unos cuantos
pasos más.
—¡No te fíes de ese cabrón! —advirtió Aventianus.
El romano sonrió.
Espartaco alzó la sica con gesto amenazador.
—Como te acerques más, te envío al Hades.
El romano no dijo nada, pero tiró con fuerza de las riendas.
—Soy Sextus Baculus, tribuno de la tercera legión. ¿Y tú? —Era imposible
emplear un tono más condescendiente.
—Ya sabes quién soy. Y, si no, eres más merdoso de lo que aparentas.
Los hombres de Espartaco se burlaron encantados.
Baculus se puso rojo como un tomate y se abstuvo de contestar de malas maneras.
—Me envía Lucio Gelio, cónsul de Roma. Yo…
—Conocimos a su colega Léntulo hace unas semanas —le interrumpió Espartaco
—. ¿Has oído hablar de ese pequeño encuentro?
Sonaron más gritos de regodeo. El caballo de Baculus echó las orejas hacia atrás
y se movió de forma rápida y ágil de un lado a otro. El tribuno recuperó el control del
animal mascullando un juramento.
—Tú y esa chusma que te acompaña pagaréis caro por ese día —espetó.
—¿De veras?
—No estoy aquí para charlar con esclavos…
—¿Esclavos? —Espartaco giró la cabeza—. No veo a ningún esclavo aquí. Solo a
hombres libres.
El rugido que sonó en esa ocasión fue tres veces mayor que antes.
—Escúchame, salvaje tracio —siseó Baculus. Alzó la mano izquierda, que había
mantenido al costado. Echó el brazo hacia atrás y lanzó una bolsa de cuero a
Espartaco—. Un regalo de Lucio Gelio y Quinto Arrio, su propraetor —exclamó

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mientras volaba por el aire.
A Espartaco no le gustó el ruido seco y sustancioso que emitió la bolsa al caer
junto a sus pies, ni el ligero hedor que asaltó su olfato. No hizo ademán de cogerla.
Tenía cierta idea de lo que podía contener. Varios de sus exploradores habían
desaparecido a lo largo de las últimas semanas; había supuesto que los habían
apresado los romanos. «Me pregunto quién será este. Pobre desgraciado. No habrá
tenido una muerte fácil».
—Venga, echa un vistazo —dijo Baculus con desprecio—. Los hemos guardado
en salazón especialmente para ti.
«Entonces no es un explorador. Ya sé quién es».
—¿Tienes algo más que decir?
—Puede esperar.
—Eres un cerdo arrogante. —La bolsa no estaba bien cerrada, así que Espartaco
la puso boca abajo. No le sorprendió que lo primero que cayera fuera una cabeza
cortada, pero no se esperaba la mano masculina que salió a continuación. Espartaco
se fijó en el pelo rubio manchado de sangre y se le encogió el corazón. Le dio una
vuelta a la cabeza, que estaba en proceso de descomposición. Tenía unos gránulos de
sal adheridos a los globos oculares, los labios grises y flojos, y el muñón del cuello
enrojecido. Las otrora facciones agradables apenas resultaban reconocibles, pero era
Crixus. No cabía la menor duda. La enorme cicatriz en la nariz del hombre bastaba
para confirmarlo. Espartaco en persona le había infligido aquella herida al galo.
Desde el momento en que se habían conocido (y desagradado), la pelea fue
inevitable. No obstante, lamentaba ver muerto a Crixus.
Después de la pelea y de que Espartaco derrotara a Crixus, el galo y sus
seguidores se habían unido a él. Habían desempeñado un papel importante en su
huida del ludus. Crixus, que era un luchador peligroso y agresivo, no le había dado
tregua y había cuestionado su liderazgo e intentado ganarse constantemente el apoyo
de Castus y Gannicus. Crixus se había separado del ejército principal después de una
batalla en Thurii en la que habían derrotado al pretor Publio Varinio. Le habían
acompañado entre veinte y treinta mil hombres. Desde entonces, Espartaco había
oído rumores de sus avances a través del centro de Italia, pero no había tenido más
contacto con ellos. Hasta ese momento. Aquel trofeo espeluznante no era un buen
presagio acerca del destino de quienes habían seguido a Crixus, pero Espartaco se
mantuvo impasible.
—No se merecía este trato.
—Ah, ¿no? —exclamó Baculus—. Crixus… —sonrió al ver el asombro de los
hombres de Espartaco—, sí, de él se trata. Crixus no era más que un esclavo asesino
que mutiló a soldados romanos valientes sin motivo aparente. Se merecía todo lo que
le hicieron y más.
Espartaco recordó que Crixus había ordenado que amputaran las manos de más de
veinte legionarios en Thurii. El acto le había repugnado, pero no le había extrañado

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viniendo del galo. «Los romanos no iban a perdonar, ni olvidar, tal acción».
—¡Esto se lo hicisteis al cadáver! Crixus nunca se habría dejado coger con vida
—gritó. Tenía tentaciones de matar a Baculus allí mismo, para evitar que entregara su
mensaje, pero el hombre era un enviado, y además valiente. Hacían falta agallas para
acercarse a su ejército a caballo, solo y desarmado.
—Crixus se fue al Hades sabiendo que más de dos tercios de la chusma que lo
seguía habían muerto con él —anunció Baculus. Alzó la voz—: ¿Me oís, hijos de
puta? ¡Crixus está muerto! ¡MUERTO! ¡Igual que quince mil de sus seguidores! A uno
de cada diez prisioneros a los que tomamos le cortamos la mano derecha. No dudéis
que uno de esos destinos os espera hoy aquí.
Después de oír el nombre de Crixus, Carbo dejó de prestar atención a las
amenazas de Baculus. El mundo se cerró a su alrededor. «¿Crixus está muerto?
¡Demos gracias a Júpiter! ¡Demos gracias a Dioniso!». Aquel había sido uno de sus
ruegos más fervientes; algo que creía que nunca se cumpliría. Durante el saqueo de
una ciudad llamada Forum Annii hacía unos meses, Crixus y dos de sus acólitos
habían violado a Chloris, la mujer de Carbo. Espartaco había ayudado a salvarla, pero
ella había muerto a causa de las lesiones al cabo de unas horas. Rojo de ira y dolor,
Carbo se había propuesto matar a Crixus, pero Espartaco le había hecho jurar que no
lo mataría. En aquel momento, el galo era un líder esencial para parte del ejército de
esclavos. Se trataba de una petición a la que Carbo había accedido a regañadientes.
No obstante, cuando Crixus había anunciado que se marchaba, lo cual liberaba a
Carbo de su juramento, no había hecho nada… porque el galo lo habría hecho
picadillo. El hecho de convencerse de que Chloris habría querido que él viviera le
había servido hasta entonces, pero al ver la cabeza de Crixus en proceso de
descomposición, Carbo fue consciente de que sencillamente había tenido miedo de
morir. Sin embargo, la inmensa satisfacción que sentía entonces pesaba más que
cualquier preocupación que tuviera sobre acabar muerto en la batalla inminente. «El
hijo de puta murió consciente de que había fracasado… Eso es lo que importa».
Sin necesidad de mirar, Espartaco sabía la consternación que la cabeza de Crixus
y las noticias de Baculus habían causado entre sus hombres. Alzó la sica y se acercó
al tribuno.
—¡Que te den! ¡Dile a Gelio que voy a por él! ¡Y a por ti!
—Estaremos preparados. Igual que nuestras legiones —repuso Baculus con
firmeza. Ahuecó una mano delante de la boca—. ¡Mis hombres están sedientos de
batalla! ¡Os matarán a miles, esclavos!
Espartaco se abalanzó hacia delante y dio un fuerte golpe al corcel de Baculus en
los cuartos traseros con la hoja plana. El animal saltó de forma tan repentina que el
tribuno a punto estuvo de caerse. Maldiciendo, tiró de las riendas y consiguió
controlarlo de nuevo. Espartaco lo pinchó con la sica. Con una mirada feroz, Baculus
giró la cabeza de su montura hacia sus propias líneas.
—¡Considérate afortunado porque he respetado tu estatus! —gritó Espartaco.

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Baculus se alejó en silencio y con la espalda rígida. No volvió la mirada.
Espartaco escupió detrás de él. «Espero que no todos sean tan valientes como él».
Dejó de pensar en Baculus y se giró hacia sus hombres. El miedo se reflejaba en
muchos de los rostros. A la mayoría no se les veía demasiado seguros. Un silencio
tenso había sustituido los vítores estridentes y el choque de las armas. Tales cambios
en el estado de ánimo podían hacer perder una batalla. Espartaco lo había visto en
otras ocasiones. «Tengo que actuar rápido». Se agachó, cogió la cabeza mutilada de
Crixus y la blandió ante sus soldados.
—Es de todos sabido que Crixus y yo no nos llevábamos bien.
—¡Eso es quedarse corto! —gritó Pulcher.
El comentario provocó una risa.
«Bien».
—Aunque no éramos amigos, respetaba el valor de Crixus y sus dotes de mando.
Respetaba a los hombres que partieron con él. Al ver esto… —alzó más la cabeza de
Crixus— y saber qué les pasó a nuestros compañeros me enfurezco. ¡Me enfurezco
mucho! —Sus palabras fueron recibidas con un rugido indefinible y sordo—.
¿Queréis vengar a Crixus? ¿Venganza por nuestros compañeros de lucha?
—¡SÍ! —le respondieron a gritos.
—¡VEN-GAN-ZA! —Espartaco se giró para apuntar con la sica a las legiones—.
¡VEN-GAN-ZA!
—¡VEN-GAN-ZA!
Los dejó rugir de furia durante el transcurso de veinte latidos. Satisfecho entonces
con que hubieran recuperado la confianza, hizo sonar el silbato con todas sus fuerzas.
El sonido no llegó hasta muy lejos, pero los trompetas bien instruidos le estaban
observando. Una serie de soplidos de sus instrumentos puso fin a los gritos de forma
abrupta.
Espartaco introdujo la cabeza y la mano de Crixus en la bolsa. Si dejaba los restos
donde estaban, nunca volvería a encontrarlos. Crixus, o al menos aquellas partes de
su cuerpo, merecían un entierro digno. Se ató la pesada saca al cinturón y pidió al
Gran Jinete que no le estorbara en la lucha subsiguiente. Hecho esto, volvió a ocupar
su puesto en la primera fila. Sonriendo con determinación, Aventianus le tendió su
scutum y pilum. Carbo, junto con Navio, el veterano romano al que había reclutado
para su causa, asintió para indicar que estaban preparados. Taxacis, uno de los dos
escitas que, sin pedírselo, se habían convertido en sus guardaespaldas, enseñó los
dientes con un rugido silencioso.
—¡Adelante! —gritó Espartaco—. Manteneos alineados con vuestros
compañeros. Mantened los huecos entre las tropas.
Avanzaron al unísono, miles de pies pisoteando la corta hierba de la primavera.
La caballería de Espartaco gritaba de regocijo en los extremos, al tiempo que hacía
pasar a los caballos del paso al trote.
—Los jinetes de Gelio deben de estarse meando en los pantalones al verlos —

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exclamó Espartaco. Los hombres que tenía más cerca le aclamaron, pero entonces
sonaron las bucinae romanas. Los legionarios estaban avanzando—. Continuad,
muchachos. Preparad las jabalinas. Lanzaremos a treinta pasos, no más.
A Espartaco se le retorció el estómago de un modo que ya le resultaba familiar.
Había sentido la misma mezcla de emociones antes de cada batalla que había librado
en su vida. Un atisbo serpenteante de temor a no sobrevivir. La emoción enaltecedora
de marchar al lado de sus compañeros. El orgullo de saber que eran hombres que
darían su vida por él sin pensárselo, igua que él por ellos. Se deleitó con el olor a
sudor y cuero lubricado, las plegarias y peticiones murmuradas a los dioses, el
choque de las jabalinas contra los escudos. Dio gracias al Gran Jinete por brindarle
otra oportunidad de causar estragos entre las fuerzas de Roma, que en repetidas
ocasiones había enviado ejércitos a Tracia, donde habían derrotado a la mayoría de
las tribus, arrasado innumerables poblaciones y matado a su gente a miles.
Antes de que lo traicionaran y acabara vendido como esclavo, Espartaco se había
propuesto unir a las distintas comunidades de tracios y expulsar a las legiones de su
tierra para siempre. En el ludus, aquellas ideas no habían sido más que una fantasía,
pero la vida había cambiado el día que él y sesenta y dos hombres más habían
conseguido la libertad a la fuerza. A Espartaco le palpitaba el corazón ante la
expectativa. Había demostrado que casi todo era posible. Después de derrotar a los
soldados de Gelio, tenía vía libre hacia los Alpes.
Miró con los ojos entrecerrados a la hilera de legionarios que se aproximaba, lo
cual ya le permitía distinguir las facciones de los hombres.
—¡Cincuenta pasos! ¡No lancéis! Esperad a que dé la orden.
Varias jabalinas salieron disparadas desde las filas romanas. Les siguieron unas
cuantas veintenas más. Se oyeron los gritos airados de los centuriones ordenando a
sus soldados que pararan de lanzar mientras los pila se estrellaban sin causar daños
en la tierra que separaba a ambos ejércitos. Espartaco se echó a reír. Solo un puñado
de sus hombres había respondido lanzando sus proyectiles.
—¿Lo veis? ¡Los cerdos romanos están nerviosos!
Los soldados profirieron gritos de entusiasmo.
Tramp, tramp, tramp.
El sudor resbalaba por la frente de Carbo y le entraba en los ojos. Parpadeó para
evitarlo y clavó la mirada en un legionario que tenía justo enfrente. El soldado era
joven, de una edad similar a la suya, de hecho, y las mejillas lampiñas de su rostro
transmitían un temor desaforado. Carbo se mostró insensible. «Él eligió su bando y
yo el mío. Los dioses decidirán quién de los dos sobrevive». Carbo afianzó el brazo
derecho para asegurarse de que la jabalina estaba equilibrada. Apuntó al legionario.
—¡Cuarenta pasos! —gritó Espartaco—. ¡Manteneos firmes! —Eligió su
objetivo: el centurión más cercano de la fila delantera romana. Si por suerte el oficial
caía, la resistencia en esa zona de la línea flaquearía o incluso se vendría abajo.
Frunció el ceño. ¿Por qué los legionarios no habían lanzado los pila todavía? «Gelio

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debe de haber ordenado a sus soldados que no actúen hasta el último momento. Una
táctica arriesgada».
Treinta y cinco pasos. Espartaco contó los últimos cinco pasos con emoción
creciente antes de bramar:
—¡Tres primeras filas, lanzad!
Echó el brazo derecho hacia atrás y levantó la jabalina hacia el cielo azul. Cientos
de pila se sumaron al gesto formando una bandada densa y de movimientos rápidos
que oscureció por momentos el cielo que separaba ambos ejércitos antes de descender
como una lluvia letal de metal afilado. Los oficiales romanos ordenaron a sus
hombres con un aullido que alzaran los escudos. Espartaco hizo una mueca de
satisfacción al verlo. Lentos. Eran demasiado lentos. Las jabalinas de sus hombres
cayeron rápidamente y dejaron inutilizados a veintenas de scuta, pero también se
clavaron con fuerza en la carne de los legionarios que no habían obedecido las
órdenes con la suficiente celeridad.
—¡Lanzad el segundo pilum! —gritó. En cuanto sus hombres hubieron lanzado
esos proyectiles, dijo—: ¡Tres primeras filas, apoyaos en una rodilla! —Miró a ambos
lados y le satisfizo ver que los oficiales más cercanos repetían su orden. Los
trompetas enseguida transmitieron la orden a lo largo de la fila—. Filas cuarta, quinta
y sexta, preparad jabalinas. En cuanto dé la orden. ¡LANZAD!
Una tercera ráfaga de pila describió un arco bajo y curvo. A su derecha e
izquierda le siguieron infinidad de proyectiles. Espartaco no veía que los romanos
respondieran lanzando jabalinas. Los legionarios estaban sumidos en el caos. Con un
poco de suerte, su caballería estaría causando estragos en los flancos. Le embargó una
esperanza ardiente y ordenó una cuarta ráfaga.
—¡De pie! Desenvainad las espadas. ¡En formación cerrada!
Los hombres de las filas delanteras se movieron con fluidez para colocarse
hombro con hombro. Pusieron los escudos uno junto al otro mientras los soldados de
las filas subsiguientes se colocaban justo detrás, utilizando los scuta para reforzar la
línea.
En cuanto estuvieron preparados, Espartaco bramó:
—¡A LA CARGA!
Convertidos en una masa que berreaba, se abalanzaron sobre los romanos. Alguna
jabalina esporádica se deslizó rápidamente hacia ellos, pero no se produjo una
respuesta conjunta. Espartaco había visto que su pilum había alcanzado al centurión
en el pecho y lo había hecho caer hacia el escudo del hombre que tenía detrás. No
tenía ni idea de adónde había ido a parar su segunda jabalina, pero daba igual. Lo que
importaba era golpear a los romanos con la mayor fuerza humana posible.
Recorrieron los últimos pasos como un torbellino. Espartaco perdió la noción del
tiempo. Se mantuvo bien cerca de los soldados que tenía a ambos lados; intentó no
perder el equilibrio; mató o incapacitó a sus contrincantes de la forma más rápida
posible. A veces la oscilación de la saca que contenía la cabeza y la mano de Crixus

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amenazaba con desequilibrarlo, pero Espartaco aprendió a predecir sus movimientos.
Aquella carga alimentaba su furia, su odio hacia Roma. «Crixus y sus hombres deben
ser vengados».
Siguió luchando. Todo se desarrolló como un sueño. Golpeó con el tachón del
escudo; observó al enemigo echar la cabeza hacia atrás de forma instintiva. Clavarle
la espada en la garganta. Alzar el escudo para evitar el chorro de sangre caliente que
brotó al extraer la sica. Verificar que a derecha e izquierda sus compañeros estaban
bien. Buscar un nuevo objetivo. Darle una estocada en el vientre. Ver cómo sucumbía
de forma agónica. Prepararse con el scutum. Arrancar la espada. Pasar por encima de
la masa aulladora que había sido un hombre. Gritar como un poseso. Esquivar el
corte frenético de un legionario con el escudo. Deslizar la hoja por encima del scutum
del otro y clavársela directamente en la boca. Oír como interrumpía el grito ahogado
de agonía. Notar como el hierro pillaba los huesos del cuello del romano. Ver cómo la
luz de los ojos se apagaba como la de una lámpara. Empujar hacia delante. Matar a
otro soldado. Pisar el cadáver. Buscar a otro enemigo al que matar. Y a otro más.
Una y otra vez, sin cesar.
De repente, ya no tenía más legionarios delante.
Espartaco frunció el ceño. Ni mucho menos había saciado sus ansias de sangre.
Entonces se percató de que alguien le gritaba al oído. Desconcertado, giró la cabeza y
reconoció la nariz aplastada de Taxacis.
—¿Eh?
—Los romanos… huido.
La neblina roja que empañaba la visión de Espartaco empezó a disiparse.
—¿Están huyendo?
Taxacis se echó a reír.
—¡Sí! ¡Mira!
Entonces Espartaco entendió lo que estaba viendo. Toda la parte central de la fila
de Gelio había cedido y huía del campo de batalla. Estaban rodeados por cientos de
legionarios, muertos, moribundos o gritando por el dolor que les producían las
heridas. Había armas desperdigadas por todas partes. El cónsul se había esfumado.
Sin embargo, aquí y allá algunos de sus hombres seguían luchando. A menudo
defendían un estandarte, pero sus esfuerzos heroicos daban igual a las hordas
chillonas de soldados de Espartaco que los rodeaban. A ambos lados, las legiones
seguían aguantando, pero se dio cuenta de que esa situación no iba a durar. Sus
soldados de caballería ya estaban a la vista en la retaguardia de la posición romana, lo
cual significaba que la caballería enemiga había sido repelida. Los flancos de Gelio
no soportarían una carga desde atrás. Ninguna tropa del mundo era capaz de hacerlo.
—Hemos ganado —dijo lentamente—. Otra vez.
—¡Gracias a ti! —Taxacis le dio una fuerte palmada en la espalda. Espartaco veía
el asombro en sus ojos—. No solo… buen general. También buen… guerrero.
Romanos pensaron… que llegar un demonio. —Sonriendo de oreja a oreja, alzó un

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puño en el aire—. ¡ES-PAR-TA-CO!
Todos los hombres que le oyeron se sumaron a la cantinela.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!
La euforia de Espartaco se diluyó un poco al recordar a quienes habían muerto
para que llegaran a ese punto. Seuthes y Getas, sus compañeros de lucha tracios.
Oenomaus, el carismático germano que había sido el primero en ofrecer su apoyo
cuando a Espartaco se le había ocurrido la idea de escapar del ludus. Cientos y
cientos de hombres cuyos nombres ni siquiera sabía. «Siempre os honraré». Bajó la
mirada hacia la saca que le colgaba de la cintura. «Incluso a ti».
—No debemos olvidar a Crixus ni a todos sus seguidores que murieron.
—Crixus era… cabrón —gruñó Taxacis—, pero cabrón… valiente.
—Cierto —convino Espartaco. Lanzó una mirada al grupo más cercano de
legionarios, que habían bajado los brazos e intentaban rendirse. Pocos lo conseguían.
En circunstancias normales le habría dado igual, pero le llegó la inspiración—.
¡Perdonadles la vida! —gritó—. Reunid a los hombres que deseen rendirse y traedlos
a nuestro campamento. —Taxacis lo miró con expresión confundida—. Ya lo
entenderás después. —Espartaco no dio más explicaciones. El plan seguía tomando
forma en su interior.

Desde el momento en que por la mañana Espartaco había dirigido al ejército fuera
del vasto campamento, Ariadne se había mantenido ocupada. Primero había
sacrificado un gallo para Dioniso y había prometido al dios la ofrenda de un buen
toro si su esposo salía ileso y vencedor de la inminente batalla. Ariadne no había
intentado entrar en el estado de semitrance que a veces se permitía para estar en
comunión con Dioniso. Los años que llevaba siendo sacerdotisa le habían enseñado a
no esperar visiones ni revelaciones cuando realmente importaba. El dios al que
veneraba era incluso más caprichoso que otras deidades. Su mejor táctica en cuanto
había realizado sus peticiones era mantenerse ocupada con otros asuntos.
No tenía posibilidad de observar la batalla. Como era de imaginar, Espartaco se lo
había prohibido, y la presencia constante de Atheas, el segundo de sus escitas,
implicaba que todo intento de desobedecerle sería en vano. Sin embargo, no podía
quedarse de brazos cruzados, preocupándose y lamentándose, como hacían otras
mujeres. «Estoy embarazada, pero eso no quiere decir que no pueda ser útil».
Mantenerse ocupada la ayudaba a no prestar atención al sonido débil y ocasional de
los toques de trompeta que transportaba el aire.
Estaba solo de cuatro meses. Hasta el momento Ariadne había conseguido
disimular la redondez de su vientre y el aumento de tamaño de sus pechos vistiendo
vestidos holgados y bañándose sin que la vieran. No obstante, a juzgar por las
miradas recientes que había recibido, Ariadne sabía que no faltaba mucho para que se
corriera la voz de que esperaba un hijo de Espartaco. Eso si es que el brillo de su

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melena negra y el buen tono de su piel de porcelana fruto del embarazo no la habían
delatado ya. También había otros indicios. En su espejo de bronce había notado que
su rostro ovalado se había vuelto más dulce y atractivo. «Disfruta mientras puedas»,
pensó.
Se estremeció de alegría al imaginarse con un hermoso bebé en brazos ante la
mirada sonriente de su esposo. Pero enseguida notó que un terror conocido se abría
paso en su interior. ¿Y si había interpretado mal el sueño de Espartaco? ¿Y si estaba
destinado a morir en una batalla contra los romanos? ¿Ese día? «Deja de pensar en
eso. Ganará. Cruzaremos los Alpes mientras sea todavía verano. Saldremos de Italia
por completo». Se sintió más feliz al pensar así. Pocas tribus se atreverían a
entorpecer el paso de su ejército, aunque estuviera mermado, y se dirigirían a Tracia.
«Me muero de ganas de ver la cara de Kotys —pensó vengativa—. Pagará por lo que
nos hizo. Igual que Polles, el abanderado del rey».
—Basta ya de soñar despierta —se dijo—. No tientes a la suerte.
Atheas, que estaba apilando vendajes, alzó la vista.
—¿Qué?
—Nada. —«Dioses mediante, mis esperanzas se harán realidad». Ariadne contó
los rollos apilados de tela que tenía a sus pies. Servirían para vendar las horribles
heridas que pronto iban a ver—. Quinientos. No basta. —Desplazó la mirada hacia la
veintena de mujeres que rasgaban sábanas, túnicas y vestidos para convertirlos en
vendas de distintos tamaños. Se sintió aliviada al ver que el montón de prendas que
tenía a sus pies seguía siendo considerable—. Más rápido. Es probable que
necesitemos todo esto. —A Ariadne no le sorprendió que las mujeres agacharan la
cabeza y la conversación fuera decayendo hasta convertirse en un susurro ocasional.
La respetaban por ser esposa de Espartaco, pero el hecho de ser también sacerdotisa
de Dioniso la colocaba en un estatus similar al de él. Los esclavos sentían una estima
especial por el dios. «Yo soy en parte el motivo por el que Espartaco tiene tantos
seguidores —pensó con orgullo—. Que dure, y mucho».
Ariadne apartó de su mente todo lo que no estuviera relacionado con los
preparativos para recibir a los heridos y se embarcó en un recorrido de la zona
habilitada como hospital, situada en el extremo del campamento más cercano al
campo de batalla. Comprobó que los médicos y los camilleros estuvieran preparados,
que hubiera abundancia de vino para los heridos, y ordenó que se montaran otros
cincuenta lechos improvisados. No tardó tanto en hacerlo como le habría gustado.
Cuando terminó, las preocupaciones volvieron a embargarla. Alzó la vista al sol, que
había alcanzado el cénit.
—Llevan fuera cuatro horas.
—No tanto… tiempo —manifestó Atheas, que hizo un intento por sonar
tranquilo, lo cual no consiguió.
Ariadne se quejó.
—Parece una eternidad.

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—Batalla… puede durar… todo día.
Ariadne se estrujó el cerebro para ver qué podía hacer, una tarea que le impidiera
angustiarse por el peor resultado posible para Espartaco y sus hombres.
Tan-tara-tara. Ariadne se sobresaltó. La trompeta sonaba cerca. A menos de
medio kilómetro de distancia. El miedo empezó a corroerla por dentro.
—¿Esos son los…?
Atheas acabó la pregunta.
—¿Romanos?
—Sí.
—No… sé. —Atheas inclinó la cabeza y aguzó el oído.
Las trompetas estaban ya un poco más cerca, lo cual permitió a Ariadne
diferenciar los pitidos irregulares y las notas desafinadas. El corazón le dio un vuelco
de alegría y apenas escuchó a Atheas cuando dijo:
—Los trompetas romanos… tocar mejor.
«¡Entonces han vencido! Haz que siga con vida, Dioniso, por favor». Ariadne no
corrió al encuentro de los soldados que regresaban, tal como había hecho después de
la batalla contra Léntulo, sino que caminó con el máximo de tranquilidad hacia el
comienzo del camino que Espartaco y sus hombres habían tomado aquella mañana.
Atheas la siguió como si fuera su sombra. Casi todas las mujeres siguieron a la
pareja. El ambiente se llenó de plegarias que pedían el regreso de sus hombres sanos
y salvos.
La única concesión que Ariadne hizo a su agitación interna fue apretar los puños
a los costados, sin que la vieran. El rostro tatuado de Atheas estaba impasible, como
siempre.
Cuando la multitud de soldados animados dobló la curva y vio a Espartaco, ileso,
entre ellos, Ariadne sintió tal alivio que le flaquearon las rodillas. Agradeció la mano
de Atheas, que la agarró del brazo hasta que recuperó fuerzas.
—Han vuelto a ganar.
—Es un… gran líder.
Ariadne dejó que las mujeres pasaran junto a ella como un torrente en dirección a
sus hombres y esperó a que Espartaco llegara hasta donde ella estaba. Taxacis, que
iba a su lado, llamó contento a Atheas en su idioma gutural. Carbo saludó con la
cabeza a Ariadne, que estaba tan contenta que casi se le olvidó responder.
Los hombres de Espartaco se apartaron de ella por iniciativa propia para
permitirles cierta intimidad. Iban coreando su nombre al caminar y Ariadne notó el
intenso amor que sentían por él en sus ojos. Espartaco llevaba el casco bajo un brazo
y, al igual que sus soldados, iba salpicado de sangre de pies a cabeza. Le otorgaba un
aura de invencibilidad, pensó. En cierto modo, entre la locura y la destrucción de la
batalla, no solo había matado a sus enemigos, sino que había conducido a sus
hombres a la victoria y sobrevivido. A pesar del rojo que le cubría la cara, sus ojos
grises seguían destacando. Sin embargo, en ellos ardía una furia que impidió que

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Ariadne hiciera lo que quería hacer, que era lanzarse a sus brazos.
—Habéis ganado.
—Sí, gracias al Jinete. Nuestras ráfagas de jabalinas los han pillado
desprevenidos y no han llegado a recuperarse de la carga inicial. Su centro se ha
desmoronado. Nuestra caballería ha ahuyentado a sus jinetes y entonces han lanzado
los flancos de la retaguardia. Les hemos infligido una derrota aplastante.
—No pareces muy contento. ¿Gelio ha conseguido huir?
—Por supuesto. Ha corrido como una rata que huye de un barco al borde del
naufragio. Pero él me importa un bledo. —Espartaco dio un golpecito a la saca que le
colgaba de la cintura—. Es esto y lo que significa.
Ariadne notó el hedor de la carne en descomposición y se le revolvió el estómago.
—¿Qué es?
—Todo lo que queda de Crixus —dijo Espartaco; le rechinaban los dientes—. La
cabeza y la mano derecha.
Ariadne se horrorizó.
—Cómo…
—Antes de que comenzara la batalla, un puto tribuno engreído ha aparecido a
caballo y las ha tirado al suelo delante de mí. Gelio quería hacer cundir el pánico
entre nuestros hombres y lo ha conseguido. Sin embargo, yo les he hecho recuperar
los ánimos. Les he hecho arder de ira, les he ofrecido vengarnos de quienes habían
caído.
—¿Eran muchos?
—Más de la mitad del ejército de Crixus. —A Espartaco se le nubló la vista—.
Muchas vidas perdidas de forma innecesaria.
Ariadne agradecía sobremanera que Espartaco estuviera vivo.
—Se marcharon por iniciativa propia.
Dio la impresión de que él no la había oído.
—Esta noche tengo intención de celebrar un funeral en su honor. Haremos una
hoguera enorme y, ante ella, contemplaremos nuestro propio munus. —Advirtió la
mirada inquisidora de ella—. Pero los hombres que participen en él no serán esclavos
ni gladiadores, sino que serán hombres libres. Ciudadanos romanos. Creo que a
Crixus le habría gustado la idea. A mis soldados seguro que les gusta. Una ofrenda de
tal magnitud satisfará al dios Jinete y a Dioniso. Debería asegurar que nuestro camino
hacia el norte sigue abierto.
—¿Lucharán a muerte?
Espartaco soltó una risa iracunda.
—¡Sí! Me ha parecido que cuatrocientos sería un buen número. Pueden luchar
entre ellos por parejas. Los doscientos que sobrevivan al primer combate se
enfrentarán entre sí; luego los cien restantes y así hasta que solo quede un hombre en
pie. Él llevará la noticia a Roma.
Ariadne se quedó un poco escandalizada. Nunca había visto a Espartaco tan

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despiadado.
—¿Estás seguro de hacer tal cosa?
—No he estado más seguro en mi vida. Enseñaré a esos hijos de puta de Roma
que nosotros los «esclavos» hacemos lo que nos da la gana. Que somos iguales que
ellos en todos los sentidos.
—No es eso lo que pensarán. Se limitarán a pensar que somos unos salvajes.
—Que piensen lo que se les antoje —respondió rápidamente. Espartaco había
sustituido la furia de la batalla por una ira fría y despiadada. Se trataba de un
sentimiento que lo embargaba de vez en cuando. Cuando su hermano Maron había
muerto de forma agónica con el cuerpo atormentado por el veneno de una herida en el
vientre. Cuando Getas, uno de sus amigos más antiguos, había muerto con una espada
clavada destinada a él. Y recientemente, justo antes de la batalla contra el cónsul
Léntulo. Respiró hondo, saboreando su ira gélida. En aquel preciso momento
Espartaco habría matado a todo romano que existía sobre la faz de la tierra. «Sería la
única manera de que aprendieran a respetarme», pensó. «A temerme. El munus será
un comienzo».
—La humillación enfurecerá a los romanos. Reunirán a las legiones e irán a por ti
otra vez.
—Para entonces ya hará tiempo que nos habremos marchado —aseveró.
«Gracias a todos los dioses». A Ariadne le había preocupado que su último éxito
cambiara la decisión de marcharse de Italia. «Con un poco de suerte, mi hijo nacerá
en la Galia o incluso Iliria». Se aferró a esa esperanza como si le fuera la vida en ello.

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Para cuando anocheció, las órdenes de Espartaco se habían cumplido.
Encendieron una hoguera enorme con troncos caídos, carretas romanas requisadas y
equipamiento desechado en el extremo del campamento del ejército. Las llamas se
alzaban hacia el cielo nocturno e irradiaban un calor inmenso que mantenía a raya el
frío aire de la montaña. Sacrificaron y descuartizaron veintenas de ovejas y ganado
tomados del campamento abandonado de Gelio. Las jabalinas se utilizaban como
espetones improvisados para asar los pedazos sanguinolentos de carne sobre el fuego.
Partieron el cuello de las ánforas para facilitar el acceso al vino que contenían. Por
todas partes los hombres bebían, reían y brindaban. Algunos bailaban borrachos al
son de tambores, silbatos y liras. Los sonidos de los distintos instrumentos emitían
una cacofonía tintineante, pero a nadie le importaba. Era el momento de las
celebraciones. Habían sobrevivido a otra batalla y derrotado al segundo cónsul
romano, cuyo ejército había huido. Los soldados de Espartaco se sentían como los
héroes conquistadores de las leyendas y su líder era el mejor de todos. No paraban de
sonar cánticos espontáneos de «¡ES-PAR-TA-CO!». Dondequiera que fuera, los hombres
le ofrecían bebida, le daban palmadas en la espalda y le juraban lealtad eterna.
Carbo también había oído los rumores. No acababa de creérselos. Desasosegado,
se quedó con Navio, un hombre bajo y robusto de pómulos marcados y ojos de un
color distinto. «Es raro —pensó Carbo, al observar a los miles de ex esclavos—, son
mis compañeros pero yo estoy con otro romano». Los hombres, de una docena de
razas, representaban todos los tamaños y formas bajo el sol. Gladiadores duros,
pastores fibrosos y vaqueros quemados por el sol. Galos melenudos, germanos
fornidos y tracios tatuados. Seguían llevando sus armas, ensangrentadas de la batalla
contra el ejército de Gelio. Vestidos con cotas de malla romanas y petos, con sencillas
túnicas o incluso con el torso al aire, eran todo un espectáculo, temible y amenazador.
—¿De verdad que lo va a hacer?
—Tenlo por seguro.
—Es una barbaridad.
Navio le dedicó una mirada astuta.
—Brutal o no, esto es hacer justicia para Espartaco y sus hombres.
—¿Es necesario que sacrifique a tantos?
—Es habitual que docenas de gladiadores luchen en un munus para conmemorar
la muerte de una sola persona, ya lo sabes. Esta noche Espartaco recuerda a miles de
compañeros. No me extraña que haya elegido tal cantidad de legionarios.
—¿Te da igual? —siseó Carbo, señalando con la cabeza a los cuatrocientos
prisioneros que estaban atados cerca. Varios grupos de hombres de Espartaco los
tenían rodeados por tres lados, espadas desenvainadas en mano. El cuarto lado
quedaba abierto hacia el fuego. Ahí se había apilado un montón de gladii.

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—Son nuestra gente.
—Contra la que has luchado hoy. A quien has matado.
—Eso es distinto. Era una batalla. Esto…
—Odio todo lo que representa la República, ¿recuerdas? —le interrumpió Navio
—. Mi padre y mi hermano pequeño murieron luchando contra hombres como esos.
Por mí, se pueden ir todos al Hades.
Carbo se quedó callado ante tanta ira. Navio y su familia habían seguido a Quinto
Sertorio, un partidario mariano. Tras la muerte de Mario, el Senado proscribió a
Sertorio. Traicionado, Navio luchó contra la República durante varios años, pero al
final en Iberia se le acabó la suerte. De todos modos, pensaba Carbo, una cosa era
enfrentarse a los suyos en una batalla, cuando la cuestión era matar o morir. Era muy
distinto a obligar a los prisioneros a enfrentarse a muerte entre ellos. La idea le
repugnaba. Decidió decirle algo a Espartaco.
Su líder no tardó en aparecer acompañado de Ariadne, Castus y Gannicus. Detrás
de él caminaban unos soldados cargados con cuatro águilas de plata y un gran
número de estandartes de las cohortes. Incluso había varios grupos de fasces, los
hatillos de varas ceremoniales que portaban los guardaespaldas de los magistrados,
que además eran el símbolo de la justicia romana. Se oyó una gran ovación cuando el
tracio se situó junto al montón de armas. A pesar del enfado, Carbo se quedó
sobrecogido al ver a su líder con los trofeos de la batalla.
Como era de esperar, los ojos aterrados de los prisioneros también se posaron en
Espartaco. Sabían quién era aunque no lo reconocieran. Al tracio se le conocía y
vilipendiaba por toda la República como si de un monstruo se tratara, un hombre sin
escrúpulos, que desafiaba todas las convenciones sociales. Ahí estaba, una figura con
el pelo al rape con armadura romana y con los brazos musculosos y la hoja de la
espada cubiertos con la sangre de sus compañeros. Normal y corriente en muchos
sentidos, pero todo él, desde la expresión impertérrita a los puños apretados, inspiraba
temor y amenazaba muerte.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! —coreaban los esclavos.
Espartaco alzó los brazos para agradecer los vítores de sus hombres.
Castus dedicó a Gannicus una mirada amarga, que él le devolvió. Nadie se
percató.
Haciendo caso omiso del «¡Espera!» que le gritó Navio, Carbo se acercó a
Espartaco al trote.
—¿Podemos hablar?
—¿Ahora? —preguntó Espartaco con voz áspera. Fría.
—Sí.
—Que sea rápido.
—¿Es cierto que todos estos hombres menos uno van a morir luchando entre sí?
La mirada de Espartaco lo dejó clavado en el sitio.
—Sí.

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—¡Pues claro que sí, joder! —exclamó Gannicus.
—¿Tienes algún problema con ello? —gruñó Castus, tocando la empuñadura de
la espada.
Carbo se quedó donde estaba.
—Se merecen algo mejor que esto.
—Ah, ¿sí? ¿Por qué? —De repente tuvo la cara de Espartaco a un centímetro de
distancia—. Así es como los gladiadores de toda Italia mueren cada día del año, para
divertimento de tus ciudadanos. Muchos, por no decir la mayoría, no han cometido
ningún crimen. —Espartaco era consciente de que los galos estaban soltando rugidos
para mostrar que estaban de acuerdo—. Lo que estamos a punto de presenciar no es
más que un cambio de tornas.
Era difícil negar la lógica de la situación, pero a Carbo seguía repugnándole.
—Yo…
—Basta —bramó Espartaco, y Carbo inclinó la cabeza.
Decir algo más supondría una amenaza para su amistad con el tracio, aparte de
arriesgarse a que alguno de los galos le atacara. Observó entristecido cómo Espartaco
volvía a alzar las manos y se hacía el silencio.
—No os he convocado para felicitaros por vuestros actos en la batalla hoy contra
Gelio. Todos sabéis cuánto admiro vuestro valor y lealtad. —Espartaco dejó que sus
seguidores le ovacionaran antes de continuar—. Estamos aquí por otra razón. Un
motivo triste. Nos hemos enterado de la muerte de Crixus y de dos tercios de sus
hombres. Murieron en un amargo enfrentamiento contra Gelio en el monte Gárgano,
hace aproximadamente un mes.
Los soldados que observaban exhalaron un fuerte suspiro entrecortado.
«Eligieron su propia suerte —pensó Carbo—. Se marcharon con el hijo de puta
de Crixus».
—Al igual que a nuestros propios muertos, debemos honrar a Crixus y a sus
hombres caídos. Pedir a los dioses que no los olviden y que les permitan a todos y
cada uno de ellos entrar en el Eliseo. ¿Qué mejor manera para hacerlo que celebrando
nuestro propio munus? —Cuando un aullido animal brotó de sus seguidores,
Espartaco señaló la pila de gladii—. Cada prisionero cogerá una espada. Emparejaos
entre vosotros y caminad alrededor del fuego hasta que se os indique que paréis.
Cuando dé la orden, pelearéis a muerte en pareja. Los supervivientes se enfrentarán
entre sí y así sucesivamente, hasta que solo quede un hombre.
Los vítores ensordecedores con los que se vieron respondidas las órdenes de
Espartaco ahogaron los gritos conmocionados de los romanos. Una docena de
hombres se desplazó entre ellos y cortaron las cuerdas que los mantenían unidos y
atados. Ninguno de los prisioneros dio un solo paso. Espartaco meneó la cabeza y los
guardas empezaron a pinchar a los legionarios con las espadas. Más de uno les hizo
sangre, lo cual provocó burlas y silbidos a costa de los cautivos. Aquello era mejor
que cualquier sueño que hubieran tenido los ex esclavos.

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Ningún romano se había movido todavía para coger un gladius.
Carbo notó un orgullo perverso por lo que veía. «Aún no se les ha acabado el
valor».
—¡Armaos! —gritó Espartaco—. Contaré hasta tres.
Un oficial que llevaba el casco con el penacho transversal de los centuriones se
abrió paso hacia el frente de la masa de prisioneros. Su pelo entrecano, el aspecto
maduro y las múltiples condecoraciones que adornaban su pecho revelaban su larga
experiencia… y su valentía.
—¿Y si nos negamos?
—Os crucificaremos uno por uno. —Espartaco alzó la voz para que todos le
oyeran—. Aquí mismo, para que os vean los demás.
—A los ciudadanos no se les puede… —El centurión se sonrojó y su voz se
apagó al darse cuenta de que Espartaco había elegido muy bien la alternativa. La
opción que tenían era morir de forma indigna pero redentora a punta de espada o el
destino más degradante posible para un romano. El centurión caviló unos instantes y
entonces avanzó para coger un gladius. Al enderezarse, lanzó una mirada asesina a
Espartaco. Les separaban apenas diez pasos y media docena de hombres armados.
El tracio desplegó una amplia sonrisa y los nudillos se le pusieron blancos en la
empuñadura de la sica.
—Si quieres, hay una tercera opción. Si bien yo acabaría contigo rápidamente, no
puedo garantizar que mis hombres hicieran lo mismo.
—Dame media oportunidad y le cortaré los huevos y se los haré comer —rugió
Castus—. Y eso solo para empezar.
Otros hombres gritaron lo que les gustaría hacerles al centurión y a todos sus
compañeros. Carbo intentó endurecerse ante la suerte que aguardaba a los
prisioneros, pero no lo consiguió. Aunque aquellos soldados eran sus enemigos, no se
merecían que les obligaran a matarse entre sí y mucho menos torturarlos hasta morir.
Sin embargo, no podía decir nada. Ya había agotado la paciencia de Espartaco.
Espartaco seguía repasando al centurión de arriba abajo.
—¿Y bien? —El oficial inclinó la cabeza y se hizo a un lado arrastrando los pies
—. El siguiente —llamó Espartaco.
Intimidados todavía más por la cobardía del centurión, los legionarios empezaron
a desfilar para coger una espada.
Espartaco elevó una súplica a Dioniso y al Gran Jinete. «Que la sangre de estos
romanos sea una ofrenda adecuada para ambos, oh Grandes. Que asegure que Crixus
y sus hombres tengan un viaje rápido al paraíso de los guerreros». El galo no se
merecía menos. A pesar de sus defectos, Crixus había sido un guerrero poderoso.
A Ariadne no le entusiasmaba la idea de lo que estaba a punto de ocurrir, pero era
imposible negar la magnitud de aquella ofrenda a los dioses. Pocas deidades
permanecerían indiferentes a tal regalo. Y si aquello les ayudaba a ella y a Espartaco
a marcharse de Italia para siempre, estaba dispuesta a asumirlo.

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Al poco, doscientos pares de legionarios se colocaron uno frente al otro alrededor
de la hoguera. Algunos, como el centurión, se mantenían orgullosos con los hombros
hacia atrás, pero la mayoría rezaban a sus dioses. Algunos incluso sollozaban.
Sobrecogidos por el cambio de papeles, los soldados de Espartaco volvieron a
quedarse callados.
Espartaco dedicó un corto panegírico a Crixus. Le recordarían por su liderazgo,
su claridad al hablar y su valor. Sus hombres también serían recordados por sus
esfuerzos valerosos. Sus palabras fueron recibidas con una gran ovación. Acto
seguido, se dirigió a los romanos.
—Hoy habéis aprendido en el campo de batalla que todos estos hombres son
vuestros iguales, ¡o mejores! Ahora lo aprenderéis de otro modo. Todos vosotros
habéis presenciado luchas de gladiadores en las que estos morían para conmemorar a
los muertos. Probablemente nunca os plantearais que esos hombres se veían
obligados a hacer lo que hacían. Esta noche tenéis esa oportunidad porque nosotros,
los esclavos, os observaremos haciendo lo mismo. —Espartaco escudriñó los rostros
aterrados que tenía cerca y se detuvo en el centurión—. Es una muerte digna que
escoger y mucho más virtuosa que la crucifixión. Por ello os saludo. ¡Que muráis
bien! —Alzó la sica y la mantuvo en alto durante unos instantes, antes de dejarla caer
—. ¡Empezad!
Mientras los prisioneros se preparaban para atacarse entre sí un aullido brotó de la
muchedumbre de espectadores. Era el mismo sonido sanguinario que Espartaco había
oído al luchar en la arena. Deseó que todos los senadores estuvieran a punto de
enfrentarse entre sí delante de él en vez de cuatrocientos legionarios.
Carbo no quería presenciar la carnicería, pero su posición al lado de Espartaco así
lo exigía. Si cerraba los ojos se arriesgaba a que lo acusaran de aprensivo o, lo que es
peor, de cobarde. A pesar de sus recelos, enseguida se quedó absorto en el
espectáculo. El choque del metal contra el metal, los gruñidos de esfuerzo y los
inevitables gritos de dolor resultaban fascinantes. Muchos legionarios prefirieron
morir rápido y permitieron que sus contrincantes les atravesaran con la espada o les
cortaran la cabeza. A Carbo no le extrañaba. ¿Para qué molestarse en ganar una lucha
cuando la victoria significaba un segundo combate y luego otro después de ese? Lo
que le sorprendió fue el nivel de encarnizamiento con el que algunos prisioneros se
enfrentaban entre sí. Su deseo de vivir era lo bastante grande para ellos como para
matar a un compañero sin contemplaciones. Cubiertos de sangre, aguardaban con
pecho palpitante que acabaran las demás peleas.
Carbo se fijó en que el centurión que había hablado con Espartaco era uno de los
doscientos «vencedores». Quizá fuera por sus facciones agradables, pero el oficial de
alto rango le recordaba a su padre, Jovian. Aquella idea le partió el corazón. Hacía
más de un año que Carbo no veía a su familia, desde que había huido de su casa. Una
casa que había pasado a ser propiedad de Craso, el hombre al que su padre debía una
fortuna. Poco después de que él se marchara, Jovian y su madre habían viajado a

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Roma para vivir de la compasión de un pariente rico. A Carbo, el orgullo le había
impedido acompañar a sus padres. Ni siquiera sabía si estaban vivos o muertos. «Y el
centurión pronto estará muerto».
Cuando terminaron las primeras peleas, Espartaco ordenó a sus hombres que se
llevaran a rastras los cuerpos de los perdedores.
—A los hombres que todavía respiren hay que cortarles el cuello. Apiladlos en un
montón ahí. Mientras tanto, ¡los que quedáis ya podéis ir empezando! —Su anuncio
se recibió con una fuerte ovación. A Carbo le entraron náuseas. Se alegraba de que
Espartaco no le prestara atención.
Al cabo de un rato, cien cuerpos más yacían despatarrados entre charcos de
sangre. Quedaban cien romanos, incluido el centurión. Pronto la cantidad se redujo a
cincuenta y después a veinticinco.
—¡Peleas bien! —le gritó Espartaco al centurión—. Quédate a un lado mientras
las restantes dos docenas se enfrentan entre sí.
Impertérrito, el oficial obedeció.
Los doce hombres que sobrevivieron al quinto combate estaban exhaustos.
Quedaron seis legionarios después de la siguiente serie de enfrentamientos
brutales. Estaban tan cansados que apenas podían sostener los gladii en alto, pero no
se les permitía descansar.
—¡Seguid luchando! —gritó Espartaco. Todo aquel que flaqueara recibía
amenazas y empujones de los guardas.
Espartaco ordenó al centurión que volviera a participar cuando quedara un trío de
legionarios. Teniendo en cuenta que había luchado contra tres hombres menos que su
contrincante, no fue de extrañar que el oficial experimentado lo despachara con
facilidad, ni tampoco que ganara el último combate. Se quedó parado con la cabeza
inclinada sobre el cadáver de su última víctima moviendo los labios mientras
entonaba una plegaria en silencio.
El griterío estridente que había acompañado a los combates sangrientos se
desvaneció. Un extraño silencio se cernió sobre los miles de hombres allí reunidos.
Carbo notó que se le ponía la piel de gallina. Lanzó una mirada hacia la oscuridad
creciente, casi esperando ver aparecer a Caronte, el barquero, o incluso a Hades en
persona, el dios del submundo, para llevarse la pila de legionarios muertos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Espartaco.
El centurión alzó unos ojos desolados por el horror.
—Gnaeus Servilius Caepio.
—Eres veterano.
—Llevo treinta años de servicio. Mis primeras campañas fueron con Mario,
contra los teutones y los cimbrios. No espero que sepas quiénes son.
—Pues claro que sé quiénes son. Pareces sorprendido, pero luché por Roma
durante muchos años. He oído hablar de todas las campañas desde las Horcas
Caudianas.

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Caepio enarcó las cejas.
—Suele decirse que serviste en las legiones. Yo lo tomaba por un rumor.
—Es cierto.
—Roma es tu enemigo. ¿Por qué lo hiciste?
—Para aprender vuestros métodos y así poder derrotaros. Me parece muy lejano
el tiempo en que fui un alumno aventajado.
Sus hombres rugieron para indicar que estaban de acuerdo. Ariadne estaba
henchida de orgullo.
Caepio lo miró enfurecido y masculló algo.
—¿Qué has dicho? —inquirió Espartaco.
—He dicho que todavía no te has enfrentado a las legiones de veteranos de Asia
Menor o Iberia. Pronto te pondrán en tu sitio.
—Ah, ¿sí? —Espartaco habló con voz melosa y mortífera a la vez. Una rabia
gélida volvió a apoderarse de él, en parte porque las palabras del centurión
entrañaban cierta verdad. Muchos de los soldados a los que se habían enfrentado eran
novatos.
—Sin duda alguna. —Caepio escupió en el suelo. Las tropas de Espartaco le
abuchearon y él hizo un gesto obsceno en su dirección. Su respuesta, un grito de rabia
explosivo, rompió el silencio. Docenas de hombres desenvainaron las espadas y se
dirigieron hacia él.
—¡Quietos! —bramó Espartaco. Miró con fijeza a Caepio—. ¡Mis soldados te
matarían!
—¡No me extraña! La chusma no cumple sus promesas. —Caepio soltó la espada
y alzó los brazos en el aire—. Que hagan lo que quieran. Me da igual. Estoy
condenado por lo que he hecho esta noche aquí.
—A lo mejor sí y a lo mejor no. Sin embargo, antes de morir, tengo una misión
para ti. Un mensaje que llevar a tus superiores del Senado.
—Quieres que lleve noticias de este supuesto munus.
—Eso es.
—Lo haré.
—Ya me lo imaginaba —dijo Castus con desprecio.
—No por tus amenazas. No temo a la muerte —declaró Caepio con orgullo
renovado en la voz—. Lo acepto porque es mi obligación contar a Roma lo muy bajo
que habéis caído unos salvajes como vosotros. La barbaridad que nos habéis obligado
a infligirnos entre nosotros.
Los hombres de Espartaco respondieron con un rugido furioso.
—¡No somos unos salvajes! —se quejó Gannicus—. Lo que ha ocurrido aquí no
dista de cómo tratáis a los esclavos.
—Esclavos —matizó Caepio—, no hombres libres.
—Roma vive con un doble rasero —dijo Espartaco con dureza—. Durante la
guerra contra Aníbal, cuando estaba muy necesitada, liberó a esclavos suficientes

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para formar dos nuevas legiones. Los liberaron a cambio de que lucharan por la
República. Esos hombres demostraron que eran iguales que cualquier ciudadano.
—No puedo negar lo que dices, pero también sé que los líderes de mi pueblo
responderán cuando se enteren de este munus. La cuestión no son las virtudes o
defectos de quien es hecho esclavo y quien no, ni de quién lucha y quién no. Es la
humillación de Roma y eso lo has hecho derrotando a ambos cónsules, tomando
nuestras águilas de plata y, por último, montando este espectáculo. ¿Me equivoco? —
Caepio miró con fijeza a Espartaco y no apartó la vista.
—No —reconoció Espartaco mientras sus hombres aullaban de contento.
—Te prometo que no quedará en el olvido.
Espartaco alzó una mano para detener a Castus, que parecía estar a punto de
atacar a Caepio.
—Bien, ¡porque esa era mi intención! Diles que Espartaco el tracio y sus hombres
saben luchar tan bien como cualquiera de sus legionarios y derrotando a los ejércitos
consulares lo hemos demostrado por partida doble. —En esta ocasión, Espartaco
captó la mirada amarga que Castus dedicó a Gannicus—. Dile al Senado que no soy
el único general que hay aquí. Estos hombres, Gannicus y Castus —los señaló— han
desempeñado un papel esencial en las derrotas de Léntulo y Gelio. ¡Roma tenía que
haberse preocupado más por su seguridad! El siguiente ejército que nos envíe sufrirá
una derrota incluso mayor. Se perderán más águilas. —A Espartaco le agradó ver que
los galos desplegaban unas amplias sonrisas. Había mentido, pues ninguno de ellos
era tan buen estratega como él, pero miles de hombres los consideraban líderes.
Debía seguir teniéndolos en cuenta.
—Diré al Senado todo lo que me has dicho. ¿Me puedo marchar ya?
—Sí. ¡Dadle comida suficiente para que llegue a Roma! No debe llevar ningún
arma —ordenó Espartaco.
—¿Y los cadáveres de mis compañeros?
—Esperas que diga que los dejaremos al aire libre para que las aves carroñeras
los picoteen, ¿verdad?
—Sí.
—Han muerto como hombres valientes, así que serán enterrados con dignidad.
Tienes mi palabra al respecto. Sin embargo, no puedo decir lo mismo de los hombres
que murieron en el campo de batalla, muchos de ellos eran cobardes.
Caepio endureció la expresión, pero no discutió.
—Ruego a los dioses que no sea esta la última vez que nos veamos.
—La próxima vez no tendré clemencia.
—Yo tampoco.
—Entonces nos entendemos a la perfección. —Espartaco observó como se
marchaba Caepio. «Otro hombre valiente», pensó. Además decía la verdad. Roma no
dejaría sin respuesta tamaña humillación. Por consiguiente, tenía sentido cruzar los
Alpes e ir más allá del alcance de las legiones. Empezó a asaltarle una duda. «¿Y si el

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Senado envía ejércitos a por nosotros? No puede decirse que no sepan dónde está
Tracia». Apartó esa idea inquietante de su mente. «Eso no pasará nunca». No
obstante, en lo más profundo de su ser, Espartaco sabía que esa posibilidad no tan
remota existía. Roma no perdonaría, o tal como Caepio había dicho, no olvidaría
tantas derrotas.
No tenía ni la menor idea de que Ariadne estaba pensando lo mismo. «Cuando
Aníbal Barca se vio obligado a dejar Cartago, los representantes romanos lo
persiguieron hasta el fin de sus días. —Apretó los puños—. Impídelo. Dioniso,
déjanos marchar de Italia, te lo ruego. Protégenos y mantennos siempre a salvo».
Carbo también observaba al centurión y entonces, casi antes de darse cuenta de lo
que hacía, siguió a Caepio. Al oír sus pasos, el centurión se giró enseguida.
—No pasa nada. No voy a apuñalarte por la espalda.
Caepio adoptó una expresión aún más suspicaz.
—¿Qué quieres?
De repente, Carbo se sintió abochornado. Desde tan cerca, Caepio no se parecía
en nada a su padre.
—So… solo quería decirte que eres un hombre valiente.
—¿Eres romano? —Caepio no podía dar crédito a sus oídos.
—Sí.
—En nombre de Júpiter sagrado, ¿qué estás haciendo con esta chusma? ¿No
tienes orgullo?
—Por supuesto que sí. —A Carbo le enfureció notar que se había sonrojado.
—Me das asco. —Caepio se dispuso a seguir caminando.
—¡Eh! Yo no os habría hecho luchar entre vosotros de ese modo.
Caepio volvió a girarse. El desprecio resultaba evidente en su rostro.
—Ah, ¿no? Pues has decidido aliarte con una banda de esclavos asesinos y
violadores. Una chusma que ha saqueado pueblos y ciudades a lo largo y ancho de
Italia, que ha masacrado a miles de ciudadanos inocentes y legionarios valientes. Para
mí, eso te convierte en un latro de la peor calaña. —Carraspeó y escupió a los pies de
Carbo—. Eso es por ser un traidor con los tuyos.
A Carbo le entró un ataque de ira.
—¡Lárgate, antes de que te destripe!
Caepio no se molestó en contestar. Se marchó con paso airado farfullando
insultos.
«Así son las cosas. Ya no hay vuelta atrás. Nunca. ¿Por qué creí que sería
posible?». Carbo había pecado de ingenuo al abordar a Caepio, pero había querido
expresarle su afinidad con él. No se había esperado el nivel de desdén del centurión.
No obstante, le embargó un sentimiento curioso, ¿satisfacción acaso? «Al fin y al
cabo soy un latro. Los esclavos se han convertido en mi familia. Y Espartaco es mi
líder». A pesar de que nunca volvería a ver a sus padres, aunque pareciera extraño, la
emoción le resultaba reconfortante.

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Gannicus dio un buen trago a la pequeña ánfora. Se relamió los gruesos labios de
gusto.
—Es una buena cosecha, o yo no tengo ni idea.
Castus se levantó una nalga y soltó un pedo atronador.
—¡No tienes ni idea! Se te ha metido en la cabeza dura que es vino de calidad
porque lo cogimos de la tienda de Gelio. —Se agachó, riendo por lo bajo, cuando el
recipiente de barro le pasó volando por encima. Fue a parar unos cuantos pasos detrás
de donde él estaba, junto al fuego. Se inclinó y lo cogió antes de que se derramara el
contenido—. Sabes que tengo razón. Apuesto diez denarii a que te criaste tomando
pis aguado y avinagrado. Igual que yo, igual que los esclavos campesinos de toda la
vida. A lo mejor que podíamos aspirar cada año era a los posos del mulsum del amo
durante la Vinalia Rustica. ¿Cómo íbamos a saber lo que sabe bien y lo que no?
Gannicus soltó una risa amarga para demostrar que estaba de acuerdo, con una
expresión en su rostro redondo menos jovial que de costumbre.
—¡Yo no distingo un falerno de meada de burro la mayoría de las veces, pero lo
que sí está claro es que toda gota de vino robada a los romanos sabe a gloria! —
Castus dio un trago del ánfora y la pasó—. A decir verdad, este sabe bien.
Gannicus suavizó la expresión.
—Ya te lo he dicho.
—¡Miradnos! ¡Nosotros, que éramos esclavos, gladiadores, lo peor de lo peor,
viviendo como reyes! —Castus abarcó con el brazo la majestuosa tienda romana que
había insistido en que sus hombres cogieran del campamento de Gelio, y los
brillantes estandartes dorados que habían clavado en la tierra el día anterior—. ¡Si ese
capullo de Gelio no estuviera tan raquítico, me pondría hasta su armadura!
Gannicus se echó a reír.
—No está mal poseer el peto de un cónsul romano, ¿eh? ¡Aunque no te quepa!
—Ojalá lo hubiera podido quitar de su cadáver —gruñó Castus—. La próxima
vez ese cerdo no tendrá tanta suerte.
—Si tiene huevos de volver para otro combate.
Se quedaron sentados saboreando los recuerdos de su victoria, conseguida en gran
medida gracias a su valentía personal.
—Menudo espectáculo ha montado Espartaco antes —dijo Castus con rencor.
—Cierto. A los hombres les ha encantado.
—Tiene mucha mano con ellos, malditos sean sus ojos. —Castus no intentó
ocultar los celos que sentía. Gannicus sabía lo que sentía por el tracio. Igual que los
pocos guerreros, todos ellos galos, que merodeaban cerca—. Cuánto tiempo ha
pasado desde que ser valiente en el campo de batalla y ser capaz de aguantar
bebiendo más que los demás ya bastaban.
—Eso y pasarse toda la noche follando con una mujer —replicó Castus—.
¿Habéis visto cómo luchaba hoy? Es valiente y habilidoso. El capullo encima es un

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buen general. Engatusar a Léntulo para que hiciera pasar a su ejército por el
desfiladero fue una jugada maestra. No me extraña que lo adoren. —Su rostro
enrojecido se retorció con la amargura de un hombre que se sabe inferior.
—Lo que no me gusta es que espere que nosotros hagamos lo que él quiere. Antes
pedía nuestra opinión. Ahora hace lo que le place —dijo Gannicus pesaroso.
—Eso quizá guste a lameculos como Egbeo o Pulcher, pero no a nosotros. ¡Los
galos tenemos orgullo!
El resentimiento los mantuvo en silencio durante un rato. Los troncos de la
hoguera crepitaban y escupían mientras la resina rezumaba. La algarabía de la
celebración de los soldados se elevó al cielo estrellado, donde su desafío acabó
desvaneciéndose en el silencio inmenso.
—No sé si tienes razón —declaró Gannicus, tirándose del bigote.
—¿Cómo? ¿Sobre qué?
—Sobre lo mucho que los hombres quieren a Espartaco. Lo adoran mientras los
lleve de victoria en victoria y cuando los deja saquear granjas y latifundios como
locos. Pero cuando tengan que cruzar una gran cordillera, fuera de Italia, creo que la
mayoría cambiará de opinión de repente.
—Ya saben que es a donde nos dirigimos. Espartaco se lo dijo en Thurii.
—Existe una gran diferencia entre «saber» algo y entenderlo, Castus. Lo único en
lo que los hombres han tenido que pensar desde entonces es en marchar, violar y
saquear todas las fincas con las que se han topado. Luchar contra los ejércitos
consulares, y vencerlos, también habrá impedido que pensaran en ello. Apuesto a que
hasta hace poco ni uno de cada diez hombres ha pensado seriamente en marcharse de
Italia. Las quejas que se han estado oyendo son muy reales.
Los ojos atentos de Castus se llenaron de esperanza. Se inclinó hacia delante con
actitud conspiradora.
—Ya hemos hablado de esto con anterioridad. ¿Crees que la mayoría se negará a
hacer lo que pide?
—Eso es precisamente lo que pienso.
—¡Por Taranis espero que estés en lo cierto! Me encantaría que pasara.
—A mí también, porque el día que anuncie al ejército que vamos a cruzar los
Alpes será el día que actuemos. Mientras tanto, esperamos, observamos y
escuchamos.
El humor de Castus cambió de repente.
—¡Nos hemos quedado de brazos cruzados desde que escapamos del puto ludus!
Me están entrando ganas de largarme yo solo. ¡Seguro que muchos hombres me
seguirán!
—Haz lo que quieras —dijo Gannicus con desdén—. Eres dueño de tus actos.
Pero antes de actuar, piensa en lo que te estás jugando. Imagínate dirigiendo a
cuarenta o incluso cincuenta mil hombres en la batalla. Seríamos como los jefes de
tribu galos de antaño. Como Brennus, que saqueó Roma. Dicen que la tierra temblaba

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cuando sus hombres iban a la batalla. ¡Imagínate! Los romanos se cagarían encima.
—Se recostó y dejó que Castus fuera rumiando la idea.
—Vale, vale. Esperaremos un poco más; nos dedicaremos a hablar con más
hombres sobre el tema, ¿de acuerdo?
—Exacto. —Gannicus mantuvo una expresión neutral, pero por dentro estaba
encantado. Si era capaz de inducir a Castus a actuar con él, en los Alpes tenían
muchas más posibilidades de convencer a la mayoría del ejército de que se negaran a
las exigencias de Espartaco. Y cuando eso ocurriera, él sería la fuerza motriz de la
pareja. Castus no tenía un pelo de tonto, pero su impetuosidad solía provocarle
problemas. También lo hacía relativamente fácil de manipular, lo cual a Gannicus le
iba de maravilla. Abrió otra ánfora—. Mientras tanto, ¡emborrachémonos!
Castus eructó.
—Buena idea.
—Beberemos para que Espartaco pierda el control del ejército.
—Incluso mejor… ¡para que acabe en el extremo opuesto de una espada romana!
—Sí —convino Gannicus—. Al comienzo hizo bien el trabajo, pero el poder se le
ha subido a la cabeza.
Se miraron el uno al otro con intensidad renovada, conscientes los dos de que
estaban pensando lo mismo.
Al cabo de un momento Castus miró a su alrededor para comprobar que nadie
podía oírles.
—¿Crees que es posible? Esos escitas son como un par de perros de caza locos. Y
luego está el hombre en sí. Es letal con una espada. O con las manos. Recuerda que
estuvo a punto de matar a Crixus y era fuerte como un toro.
—Cuando está dormido no es tan peligroso. O cuando está cagando —murmuró
Gannicus maliciosamente—. Quien la sigue la consigue, ¿no? No tenemos más que
esperar el momento propicio. —Miró a Castus con dureza—. ¿Estás conmigo?
—¡Por supuesto que sí!
—Ni una palabra a nadie. Esto tiene que quedar entre nosotros.
—¿Me tomas por un imbécil? No diré ni mu, sobre este tema, claro. —Extendió
la mano reclamando el ánfora—. ¿Ahora vas a dejar que me muera de sed?
Sonriendo con satisfacción, Gannicus le tendió el vino. «Espartaco —pensó—, tu
buena estrella está empezando a apagarse. Ya era hora, joder».

Marcion se había criado en una finca de Bruttium. Era de origen griego, de altura
media y tenía el pelo negro y la piel amarillenta de su padre. Dado que sus padres
eran esclavos domésticos, resultaba normal que el amo de Marcion le hiciera
formarse como escriba cuando tuvo edad suficiente. Había mostrado una facilidad
natural para el trabajo y además disfrutaba con ello. Por desgracia, su vida había dado
un vuelco hacía un año cuando su amo había muerto y había dejado por único

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heredero a un joven disoluto sin sensibilidad para la cultura.
Una de las primeras decisiones de ese impresentable había sido obligar a muchos
de los esclavos domésticos a trabajar en los campos de la finca, donde serían «más
productivos». Marcion estaba al corriente de la vida dura y la disciplina estricta a las
que estaban sometidos los esclavos agrícolas, pero hasta entonces no lo había vivido
en carnes propias. Al cabo de unas semanas se había hartado. El ejército de Espartaco
llevaba acampado varios meses cerca de Thurii. Los rumores acerca de lo fácil que
era sumarse a él estaban a la orden del día entre los esclavos agrícolas descontentos.
Amparado por la oscuridad de una noche de otoño, Marcion había huido hacia las
colinas. No había tardado más que tres días en llegar a donde se encontraba el ejército
rebelde. Un oficial de aspecto duro había observado el bronceado de campesino y los
callos que tenía en las manos y lo había aceptado como recluta.
Hacía tiempo que Marcion había concluido su instrucción inicial. Había luchado
en las batallas contra Léntulo y Gelio, lo cual lo convertía en veterano. A ojos de los
primeros gladiadores que habían huido del ludus con Espartaco, sin embargo, o para
los hombres que habían librado las primeras batallas contra hombres como Publio
Varinio en Thurii, Marcion y sus compañeros no eran más que unos pardillos. Se
había hartado de las burlas que no paraban de soltar cada vez que el duro centurión
les hacía entrenar. A los veteranos no había nada que les gustara más que soltar
comentarios sarcásticos. A Marcion marchar le resultaba pesado para las piernas, pero
por lo menos estaba rodeado de los suyos, de la cohorte reclutada hacía menos
tiempo. Zeuxis empezó a quejarse otra vez desde la fila de delante y le recordó que
aquello tampoco era un camino de rosas. El hombre calvo era mayor que él y se había
alistado una semana antes que Marcion. Zeuxis tenía la voz más escandalosa de su
contubernium, lo cual hacía que se creyera con derecho a dar órdenes a todo el
mundo. En general, los demás soldados del grupo de ocho que ocupaban la tienda le
dejaban salirse con la suya, pero a Marcion le costaba mucho.
—¡No hacemos más que marchar, joder!
—¡Cállate! —dijo Gaius, un hombre de espalda ancha que vivía para la lucha.
Marchaba detrás de Marcion—. Intenta no pensar en ello. Así llegarás antes.
Zeuxis no le hizo ni caso.
—¿A cuántos cientos de kilómetros está de Thurii?
—He oído decir que casi cuatro —respondió Arphocras, el componente del
contubernium que mejor caía a Marcion.
—¿Eso es todo? Parece que estemos a medio camino de Hades.
Arphocras hizo un guiño a Marcion.
—No te preocupes, Zeuxis, no falta mucho para llegar a los Alpes.
—¡Los Alpes! ¿Será muy duro cruzarlos?
—Para cuando lleguemos allí ya será verano. El viaje no distará de lo que hemos
vivido en los Apeninos —contestó Marcion, repitiendo lo que había oído decir a su
centurión.

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—Qué vas a saber tú, griego —gruñó Zeuxis—. Eres como todos nosotros. No
habías salido de Bruttium hasta que Espartaco nos hizo salir de allí.
Los demás se echaron a reír y Marcion se puso rojo de ira.
—¡Eso lo dijo Espartaco, no yo!
—Has hablado con él últimamente, ¿eh?
Más risas. Marcion cerró el pico. Ya intentaría vengarse de Zeuxis más adelante.
—Espartaco, el gran hombre, ¡ja! Con un poco de suerte, quizá cabalgue junto a
nuestra posición cada día o cada dos, pero eso es todo —se quejó Zeuxis—. El resto
del tiempo estamos atrapados en la columna, sin tener ni idea de lo que pasa.
Siguiendo a los hombres que tenemos delante como unas hormigas de mierda. No me
extraña que tardemos tres horas en salir del campamento cada mañana, lo cual
significa que siempre somos los últimos putos soldados en llegar al nuevo cada día.
—Alentados por los asentimientos y murmullos de los demás, continuó hablando—:
Tardamos una eternidad en recibir la ración de cereales, por no hablar del vino. Y con
respecto al equipamiento de recambio…
Marcion dejó de lado su intención de guardar silencio. Todo lo que Zeuxis decía
era cierto, pero era habitual cuando uno servía en un ejército tan grande. Tenían
tantas posibilidades de cambiarlo como de obligar al sol a salir por el Oeste y ponerse
por el Este.
—Parad ya, ¿no?
—Hablo si me da la gana. A los hombres les interesa lo que tengo que decir —
replicó Zeuxis por encima del hombro.
—No, no les interesa. Lo que pasa es que no pueden competir con tu puta voz
monótona.
Se oyeron risotadas y Zeuxis frunció el ceño. Dio media vuelta y casi descalabra a
Gaius con el palo en el que llevaba el equipamiento.
—¡Cabrón descarado!
Gaius le dio un fuerte empujón para que volviera a la fila.
—¿Por qué no haces lo que ha dicho Marcion?, ¿eh? Déjanos tranquilos. Disfruta
del paisaje. Contempla el cielo azul. Cántanos una canción, si te apetece. ¡Cualquier
cosa menos tus quejas!
Marcion sonrió de oreja a oreja mientras todos los que le oyeron mostraban su
acuerdo con vehemencia.
Zeuxis se calmó con el ceño fruncido.
—Gracias —masculló Marcion a Gaius.
—De nada. No se quedará callado mucho tiempo.
—No lo está nunca —dijo Marcion, poniendo los ojos en blanco—. Más vale
disfrutar del momento.
Gaius respiró hondo y empezó a cantar.
Al reconocer la picante melodía, Marcion y los demás se sumaron con
entusiasmo.

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Los kilómetros pasaron más rápido mientras pensaban en el vino, las mujeres y la
canción.

Diez días después…


Roma

Marco Licinio Craso estaba cansado y hambriento. Cuando vio su casa a lo lejos,
suspiró aliviado. Pronto estaría en su hogar. Había pasado una larga jornada en el
Senado escuchando y participando en un debate interminable sobre la construcción de
alcantarillas nuevas en la colina Aventina. «Los imbéciles ya chorrean suficiente
mierda por sí solos sin tener que hablar literalmente de ello», pensó, sonriendo ante
su propia broma. Era increíble. A pesar de la reciente derrota de los dos cónsules a
manos del renegado de Espartaco, las necesidades de alcantarillado de la plebe se
abordaban como asunto urgente.
No obstante, Craso no tenía la menor duda acerca de cuál era el asunto más
apremiante: Espartaco. El hombre y su chusma de esclavos se habían convertido en
una llaga infectada para la República. Léntulo, el primer cónsul deshonrado, se había
presentado en persona ante los senadores hacía unas cuantas semanas. Su intento de
explicar sus acciones no había tenido una buena acogida, pero tras una dura
reprimenda había quedado al mando de lo que quedaba de su ejército. Gelio, su
colega, había aparecido en la capital pocos días antes. Al igual que Léntulo, era un
hombre hecho a sí mismo y carecía del apoyo de una facción importante del Senado.
Al igual que Léntulo, había sufrido un número de bajas considerable a manos de
Espartaco y también había perdido las dos águilas de su legión. Sin embargo, lo que
había hecho que el oprobio de los senadores cayera sobre él no habían sido esos
factores, sino la presencia de Caepio, el único testigo que había sobrevivido a la
humillación y matanza de cuatrocientos prisioneros romanos.
Craso apretó los labios al recordar el testimonio de Caepio. Pocos hombres de la
República merecían más respeto que él, un centurión con treinta años de servicio leal
bajo el cinturón dorado. Todos los miembros de la Curia se habían quedado
boquiabiertos mientras hablaba. La ola de indignación que había barrido el edificio
sagrado cuando terminó había superado con creces cualquier otra que Craso hubiera
visto. A él también le había afectado profundamente. La idea de que unos esclavos
celebraran un munus obligando a legionarios romanos, ciudadanos al fin y al cabo, a
luchar a muerte resultaba indignante. Imperdonable. Había que vengarse y rápido. La
ira y la frustración de Craso aumentaron todavía más. En aquel momento, la
venganza parecía improbable. A juzgar por los rumores, Espartaco conducía a sus
hombres hacia el norte, a los Alpes. Cayo Casio Longino, el procónsul de la Galia
Cisalpina, al mando de dos legiones, era el único que se interponía en su camino,

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pero resultaba difícil imaginar cómo iba a vencer cuando sus superiores habían
fallado. Si Longino era derrotado, descubrirían si Espartaco realmente se planteaba lo
impensable: ¿se marcharía de Italia?
Aunque a Léntulo o Gelio se les brindara la oportunidad de enfrentarse de nuevo
a Espartaco, Craso no creía que alguno de los dos cónsules fuera capaz de machacar
al ejército de esclavos. A ambos, en especial a Gelio, les había intimidado la reacción
furiosa de los senadores. «No eran más que trescientos políticos enfadados, no
cincuenta mil esclavos armados». Aunque la pareja había unido fuerzas, en la mente
de Craso carecían de la iniciativa —y las agallas— para acabar de una vez por todas
con la insurrección. Había convencido a algunos de sus compañeros senadores de que
era necesario hacer un cambio. Sin embargo, conseguir que estuvieran de acuerdo en
algo más era harina de otro costal. Las tradiciones relacionadas con los altos cargos
que se habían ido forjando a lo largo de medio milenio eran inamovibles. Durante los
doce meses que ocupaban el cargo, los dos cónsules eran los magistrados de mayor
rango de la República y, por consiguiente, sus gobernantes reales. Como es de
imaginar, su cargo se veneraba. Derrocarlos u obligarles a que algún otro dirigiera sus
ejércitos resultaba inaudito. Sin arredrarse, Craso había sugerido tales ideas en dos
ocasiones, pero sus propuestas se habían desestimado las dos veces.
«Imbéciles. Acabarán arrepintiéndose de esa decisión. Longino fracasará. Si los
envían detrás de él, Léntulo y Gelio fracasarán». Craso lo presentía. Él era el único
político de Roma que había conocido a Espartaco y calibrado su coraje. Había
encontrado al gladiador tracio por casualidad, durante una visita a Capua un año
antes. Craso había pagado por un combate a muerte en el ludus de la localidad. A
pesar de resultar herido primero, Espartaco había superado a su hábil contrincante.
Intrigado por el tracio, Craso había entablado una conversación con él poco después.
En aquel momento había interpretado la actitud segura de Espartaco como mera
arrogancia. Desde entonces y dadas las derrotas continuadas de Roma, se había dado
cuenta de su error. El hombre no solo era un luchador valiente y hábil, sino que
poseía carisma, habilidad y dotes de mando en abundancia. Desde la época de Aníbal
nadie había supuesto una amenaza tan real para la República, caviló Craso. «Y los
dos imbéciles que se supone que van a meterlo en cintura son Léntulo y Gelio, a
quienes no se les ocurre otra cosa mejor que perseguir a Espartaco y enfrentarse a él
en una batalla una vez más. ¿Por qué soy el único que ve que fracasarán?».
«Tengo que hacer algo».
Y sabía exactamente qué. Quizá tardara meses, pero convencería al Senado.
Había muchos políticos que le debían favores, dinero o ambas cosas. Lo único que
necesitaba era más aliados influyentes. Con su apoyo conseguiría una mayoría en el
Senado. Los cónsules se verían obligados a ceder el mando de sus legiones a otra
persona. «A mí —pensó contento—. Yo, Craso, dirigiré a las legiones que irán tras
Espartaco, esté donde esté. Salvaré a la República. ¡Cuánto me querrá la plebe!».
La litera crujió al parar y los esclavos la dejaron con suavidad en el suelo. Craso

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esperó mientras uno de ellos aporreaba la puerta delantera exigiendo que dejaran
entrar a su amo. En vez del portero mastodóntico al que esperaba ver, Saenius, el
mayordomo afeminado, fue quien abrió la puerta. Craso bajó de la litera y arqueó las
cejas.
—Ya has vuelto. No te esperaba tan pronto.
—He tardado menos de lo que esperaba en hacer mis negocios en el sur. —
Saenius salió a la calle para acompañar a su amo al interior con deferencia.
—Me alegro. —Craso se cuidó de colocar primero el pie derecho en el umbral. El
estómago le gruñó cuando el olor a ajo frito procedente de la cocina le llegó a la
nariz. Sin embargo, ya comería más tarde. Hacía varias semanas había encomendado
una misión a Saenius—. Cuéntame lo que has averiguado.
Saenius miró arriba y abajo del pasillo. Se acercaban dos esclavos domésticos.
Craso no tenía ningunas ganas de que le oyeran.
—Más tarde.
Saenius se relajó.
—Hoy no soy la única sorpresa para ti. Tienes visita.
—¿Quién?
—El Pontifex Maximus.
Craso parpadeó sorprendido.
—¿Cayo Julio César?
—El mismo.
—¿Qué narices quiere de mí la «Reina de Bitinia»?
—No lo ha dicho. —Saenius soltó una risa burlona. Todo el mundo en Roma
estaba al corriente de los rumores. Desde la estancia de César hacía unos años en la
corte de Nicomedes, el anciano gobernante de Bitinia, le perseguía el rumor de que
había mantenido relaciones íntimas con su anfitrión—. No lleva una fina vestimenta
púrpura ni está recostado en un diván dorado mientras te espera.
La imagen hizo sonreír a Craso.
—César quizás hiciera eso por Nicomedes, pero creo que no es tan tonto como
para probarlo conmigo.
César era el sacerdote de mayor rango en Roma. Si bien su cargo tenía
importancia real, la pertenencia al clero también era un trampolín para los jóvenes
nobles con una carrera prometedora en el mundo de la política. César ya se había
convertido en un valor en alza en ese contexto. «Lo que está claro es que no es una
visita de cortesía».
Entraron en el atrio, la estancia aireada y espaciosa que se encontraba más allá del
vestíbulo de entrada. Las paredes de estuco estaban decoradas con hermosos frescos:
la situación de los niños Rómulo y Remo a orillas del río Tíber, la consagración de
Rhea Silvia como virgen vestal y la fundación de la antigua ciudad de Alba Longa.
Las máscaras de los antepasados muertos de Craso adornaban el muro posterior, que
también contenía el lararium, un hueco que hacía las veces de santuario para los

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dioses del hogar. Craso inclinó la cabeza al pasar en señal de respeto.
—¿Dónde está pues?
—¿No quieres cambiarte o comer algo antes?
—Venga ya, Saenius. —Craso se rio por lo bajo—. Tengo que verle de inmediato.
—Se sacudió una mota de polvo imaginaria de la parte delantera de la toga, que
seguía estando inmaculada—. A César se le considera un petimetre, pero yo estoy
presentable.
—Por supuesto. Está esperando en la sala de recepciones situada junto al patio.
Era la estancia más imponente y la habían acabado de decorar la semana anterior.
Seguro que le impresionaba. Satisfecho por la astucia de Saenius, Craso siguió a su
mayordomo por el tablinum, la estancia grande que conducía al jardín con columnata
situado más allá. Caminando bajo el pórtico, bordearon las hileras de parras y
limoneros y las coloridas estatuas griegas situadas estratégicamente. Saenius dio un
golpecito en la puerta abierta de la primera habitación a la que llegaron.
—Marco Licinio Craso.
Craso se deslizó por su lado y sonrió para dar la bienvenida al hombre bien
afeitado y delgado que estaba en el interior.
—¡Pontifex! ¡Tu presencia es un honor para mí! —Hizo una reverencia
superficial, suficiente para mostrar respeto, pero que no llegaba a indicar una
verdadera inferioridad.
—Craso —dijo César, que se puso en pie y le devolvió la reverencia. Como de
costumbre, su impecable toga color rojo oscuro no tenía ni una arruga—. Me alegro
mucho de verte.
Craso ocultó su placer por la deferencia con que lo trataba. Las relaciones
familiares habían facilitado que César llegara a ser Pontifex, pero aun así no tenía
necesidad de levantarse para Craso. El hecho de que se hubiera puesto en pie ponía
de manifiesto que reconocía la importancia de Craso. No era tan sorprendente. «Al
fin y al cabo, soy más rico, más poderoso y tengo mejores contactos». Lo que a Craso
no le gustaba reconocer era que poseía muy poco del brío de César.
Había pocos hombres, aparte de Pompeyo, capaces de granjearse el amor del
público como César. A los diecinueve años había ganado una corona civica, la mayor
condecoración en Roma por el valor. A los veintitrés había decidido ejercer la
abogacía en los tribunales y ejercer de acusación contra Dolabela, un ex cónsul. Se
había hecho famoso como amante de numerosas viudas. Sin embargo, la historia que
la plebe prefería sobre César —si Craso no la había oído cien veces por las esquinas,
no la había oído nunca— guardaba relación con el hecho de ser apresado por piratas y
encarcelado en la isla de Farmakonisi, junto a la costa de Asia Menor. Craso odiaba
esa historia. César no solo se había reído del rescate que los piratas habían fijado en
veinte talentos de plata diciéndoles que debían pedir cincuenta, sino que les había
dicho en numerosas ocasiones que cuando estuviera en libertad los crucificaría a
todos. Al cabo de unas semanas, cuando se había pagado la cantidad superior, César

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había sido liberado. A pesar de ser un civil, había convencido a los provincianos que
habían pagado su rescate que lo pusieran al mando de varios buques de guerra. Fiel a
sus palabras, había capturado a los piratas y poco después los había crucificado a
todos sin excepción. La demostración de virtus romana, o virilidad, había granjeado a
César la admiración del público romano. Craso envidiaba un reconocimiento tal.
Sonrió a su invitado. «Imbécil».
—¿Un poco de vino?
—Gracias, sí.
—Yo también tengo la boca seca. —Craso miró a Saenius, pero el latino ya estaba
saliendo por la puerta.
—¿Día largo en el Senado?
—Sí. Muchas horas hablando de mierda. —César enarcó las cejas—. Hay
intención de instalar alcantarillas nuevas en el Aventino.
—Ya veo. Parece una sugerencia razonable.
—Es lo que cabría pensar. Pero en el Senado las cosas nunca son sencillas,
¿verdad que no? Aunque no estás aquí para hablar de alcantarillas.
—No. —César se calló cuando Saenius regresó con una jarra de vino.
—Puedes hablar sin tapujos. Mi mayordomo lleva conmigo más de veinte años.
Confío tanto en él como en mi propio hijo.
—Muy bien —repuso César con clara reticencia—. Como supongo que sabes, el
coste de vivir en la capital, de mantener las apariencias cuando se ocupa un alto
cargo, puede llegar a ser prohibitivo.
«Lo sabía —Craso se regodeó en silencio—. Ha venido a pedir un préstamo.
Como todos».
—Cierto. Entretener al público, de la forma que sea, puede llegar a ser caro.
—Varios de mis amigos me han comentado que eres de lo más flexible a la hora
de garantizar… más fondos.
—Sí, no sería la primera vez que dejo dinero. —Craso hizo una pausa,
saboreando el poder que tenía en esos momentos—. ¿Es el motivo de tu presencia
aquí?
César vaciló durante unos instantes.
—Podría decirse que sí.
—Entiendo. —Craso paladeó un poco de vino en la boca, disfrutando del sabor y
de la expresión incómoda del rostro de César—. ¿Cuánto dinero necesitas?
—Tres millones de denarii.
Saenius dejó escapar un pequeño grito ahogado, que rápidamente convirtió en una
tos.
«El mocoso tiene agallas —pensó Craso—. No se anda con chiquitas».
—Es una cantidad considerable.
César encogió los hombros de forma elocuente.
—Quiero celebrar un munus en los próximos meses. Eso solo ya me costará

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quinientos mil por lo menos. Luego están los costes de llevar una casa…
—No tienes por qué justificar tus gastos. ¿Cómo me lo devolverías exactamente?
—Con el botín que conseguiré en campaña.
—¿Campaña? —preguntó Craso con el ceño fruncido—. ¿Dónde? ¿El Ponto?
—Tal vez. O en algún otro sitio —respondió César con su confianza habitual.
Craso se paró a pensar durante unos instantes. Roma estaba eternamente en
guerra. Pese a que César tenía motivos para estar convencido de encontrar un
conflicto en el que participar si así lo deseaba, no existía ninguna garantía de que
volviera con tanta riqueza. «Pero ese no es el motivo por el que presto dinero,
¿verdad? Es para tener poder sobre la gente, de forma que cuando necesite un favor
sé que lo recibiré». Sonrió. César ya gozaba de popularidad entre muchos senadores.
Tenerlo como deudor le resultaría ventajoso.
—De acuerdo.
César perdió la compostura por momentos y quedó reducido al joven que
realmente era.
—¿Me prestarás el dinero? —preguntó con impaciencia.
—Por supuesto —dijo Craso con un tono expansivo—. Como bien sabrás, el tipo
de interés que ofrezco es razonable. Cinco denarii por cada cien, cobrados
anualmente. Saenius encargará al escriba que redacte los documentos de inmediato.
El pergamino que te garantiza el dinero se entregará en tu casa por la mañana.
—Gracias. —César sonrió—. Más tarde ofreceré un toro a Júpiter como muestra
de agradecimiento.
—Hay una pequeña condición.
—Entiendo.
—¿La aceptarás?
—¿Es imprescindible?
—Si quieres el dinero, sí.
La sonrisa de César se apagó ligeramente.
—Siempre y cuando no me pidas que mate a mi madre, supongo que podré
ayudarte.
Craso disimuló su placer. «¡Se ha tragado el anzuelo!».
—Es probable que en los últimos tiempos te hayas enterado de lo impaciente que
estoy con nuestros cónsules Léntulo y Gelio.
—Sí —repuso César con tiento.
—¿He dicho impaciente? Eso es quedarse corto. No me andaré con rodeos:
Léntulo es un imbécil. Cayó en una emboscada que hasta un ciego habría visto.
¿Hacer marchar al ejército por un desfiladero estrecho sin antes comprobar la altura?
¿Tú qué opinas?
César se frotó la larga nariz aguileña mientras se planteaba mencionar el hecho de
que, al parecer, se había dado la señal de «no hay peligro». En retrospectiva, estaba
claro que los exploradores de Léntulo habían sido asesinados, lo cual permitió que

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uno de los hombres de Espartaco hiciera la señal que dio una falsa sensación de
seguridad al cónsul. Pero decidió no decir nada.
—Una decisión precipitada.
—¿Y Gelio? No es más que un viejo que pensó que ganar una batalla contra una
turba desorganizada de esclavos dirigida por un salvaje le garantizaría la victoria
sobre Espartaco.
—Son palabras duras.
—Tal vez, pero son ciertas. —Craso sacó la mandíbula en actitud beligerante.
—Por ahora no lo he dicho en público, pero estoy de acuerdo contigo —
reconoció César.
Alentado, Craso continuó:
—Los pretores que adelantaron a los cónsules no lo hicieron mejor. Se supone
que Glabro, Varinio y Cosinio eran magistrados de alto rango. ¡Bah! ¡El legado Furio
era otro idiota!
—Tú podrías haberlo hecho mejor.
Craso se quedó callado y miró a César con recelo.
—¿Cómo?
—Siendo el hombre cuya victoria desesperada en la Puerta Colina hizo vencedor
a Sula, seguro que para ahora ya habrías resuelto la situación.
—Con la ayuda de los dioses, quizá —le dijo Craso con modestia.
No pensaba reconocer que había albergado esos pensamientos en todo momento.
Sin embargo, en realidad las cosas no eran blancas o negras. Cualquiera podía haber
cometido el error de Glabro al no apostar a suficientes centinelas. ¿Quién en su sano
juicio habría imaginado que setenta y pico gladiadores atacarían con tanta osadía por
la noche a tres mil hombres? A juzgar por lo que había explicado Furio al respecto, a
él también le habían tendido una emboscada muy ingeniosa. Al igual que a Cossino,
al que habían pillado desnudo mientras se bañaba en una piscina. Varinio era el único
que repetidamente había calibrado mal las situaciones, la última de las cuales había
culminado en la derrota aplastante ante Espartaco en la ciudad de Thurii. Craso
recordaba que cuando Varinio había regresado a Roma, el pretor deshonrado le había
suplicado ayuda. Como era natural, se había negado. Varinio se había buscado la
ruina, pensó con dureza. Aliarse con un fracasado tan lamentable habría equivalido a
un suicidio político. Había sido lo bastante amable con Varinio, ¿acaso no se había
ofrecido a prestar dinero a la familia del pretor a un interés inferior del normal
después de la muerte de este?
—Pero el Senado no me eligió —añadió.
—Tampoco te ofreciste como candidato.
—¿Por qué iba a pedir dirigir a los soldados contra una banda de gladiadores
zarrapastrosos y fugitivos? —Craso no consiguió disimular su irritación—. Además,
Glabro no habría encomendado el trabajo a nadie más.
—Eso es verdad —repuso César con suavidad—. Pero ahora se ha convertido en

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algo mucho más fuerte. Estamos hablando de una rebelión a gran escala.
—¡Sin duda! Y los dos cónsules nos han fallado. Han fallado a la República. ¿Te
imaginas lo que dicen de Roma en el Ponto? ¿En Iberia? Debemos de ser el
hazmerreír del Mediterráneo. ¿Un ejército de esclavos marcha a lo largo y ancho de
Italia y machaca a todas las tropas que envían contra el mismo? ¡Es un escándalo
absoluto! Ahora dependemos del procónsul de la Galia Cisalpina para vencer cuando
nadie lo ha conseguido. Ni con dos legiones envidio a Cayo Casio Longino. Es una
misión insalvable.
—Más o menos.
—Por tanto intento obtener el apoyo de la mayoría de los senadores de la Curia.
Cuando lo haya hecho, obligaré a los cónsules a dimitir o, mejor dicho, a cederme el
mando de las legiones.
A pesar de la relevancia de lo que César estaba oyendo, solo enarcó las cejas
ligeramente.
—A Pompeyo Magno no le agradará que hagas eso. —Esbozó una débil sonrisa
—. Pero eso es bueno. Le gusta demasiado el poder.
—De todos modos el charlatán está muy ocupado en Iberia. Ha derrotado a
Perperna, pero todavía hay muchas tribus ansiosas por enfrentarse a Roma.
—Como siempre. Suponiendo que venzas, ¿qué harás a continuación?
—Formaré más legiones además de las cuatro consulares, antes de enfrentarme a
Espartaco. Sin miramientos. Si sigue en Italia, mucho mejor. Si se ha marchado, lo
seguiré por tierra o por mar. No descansaré hasta que él y su chusma queden
aplastados en el fango y el honor mancillado de la República se restablezca para
siempre. —Craso miró de hito en hito a César—. ¿Te sumarás a mi iniciativa? —
César no respondió de inmediato, lo cual molestó a Craso—. Si no, no pienso
prestarte el dinero —reiteró secamente.
—Será un honor ayudar.
—Excelente. Saenius, di al escriba que redacte el típico contrato de crédito por un
valor de tres millones de denarii. —Craso sirvió más vino para los dos personalmente
—. Por una amistad duradera.
César repitió el brindis y los dos bebieron.
—Tengo otra petición que hacer —dijo César al cabo de un momento.
«¿Qué más quiere?».
—Ah, ¿sí?
—Cuando estés al mando de las legiones, me gustaría mucho ser uno de tus
tribunos.
A Craso le subió la autoestima.
—Sería una gran oportunidad para que obtuvieras experiencia militar.
—¿Me aceptarías?
—Todo hombre que haya obtenido una corona civica será bien recibido en mi
plana mayor. —Craso alzó la copa a modo de saludo.

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Se hizo un silencio más amable. En el patio, el rasgueo del estilo del escriba se
mezclaba con el sonido de la voz de Saenius dictando las condiciones del préstamo.
Craso reflexionó sobre el fin de la jornada con cierta satisfacción. Apenas se le
había ocurrido el plan de hacerse con el control de las legiones en Italia cuando César
aparecía como caído del cielo. Granjeándose el apoyo del Pontifex había reclutado
también a un valioso oficial de Estado Mayor. Y eso que todavía no estaba al
corriente de las noticias de Saenius.

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3
Dos semanas después…
Galia Cisalpina, cerca de la ciudad de Mutina

Acababa de amanecer y Espartaco estaba de pie a poca distancia del perímetro de


su campamento. Aparte de los centinelas de la muralla de barro, era la única figura a
la vista. Era un buen momento para estar solo y a menudo lo aprovechaba para poner
en orden sus pensamientos. Respiró hondo y disfrutó del aire frío. El verano estaba a
la vuelta de la esquina y cada día hacía más calor. Marchar al mediodía habría
supuesto un esfuerzo desagradable. No era de extrañar que el ejército hubiera
avanzado incluso más despacio de lo normal desde la derrota de Gelio. Alentados por
los increíbles éxitos, sus hombres habían pasado buena parte del tiempo borrachos o
saqueando las fincas locales en busca de comida, mujeres y, por supuesto, más vino.
Él no había hecho nada para evitarlo. Después de sus logros, se merecían celebrarlo.
El líder que impedía que sus hombres hicieran tales cosas perdía su apoyo y él no
pensaba correr ese riesgo, no cuando se acercaban a los Alpes. Espartaco sabía que
había hecho lo correcto poniendo al ejército en marcha hacía una semana
aproximadamente. Sin embargo, desde entonces, habían avanzado al paso de tortuga
de unos ocho kilómetros al día, lo cual resultaba sumamente frustrante.
No obstante, en el mejor de los casos era difícil organizar a cincuenta mil
soldados junto con el caótico convoy de bagaje que les acompañaba. Hacía mucho
tiempo que había dejado de intentar controlar a los miles de parásitos —mujeres,
niños, heridos, prostitutas, comerciantes— que engrosaban el tamaño del ejército
hasta límites ridículos. La dichosa columna tenía más de treinta kilómetros de largo.
Cuando viajaron desde el sur, había mantenido a sus seguidores en las montañas,
donde era fácil evitar las confrontaciones. Precisamente el día anterior habían dejado
la protección de los Apeninos y marchado por la llanura fluvial del poderoso Padus.
En ese momento estaban constantemente a la vista y eran vulnerables a un ataque.
Habían repelido a ambos cónsules, pero Espartaco había aprendido con los años que
nunca debía bajar la guardia. Varios escuadrones de su caballería cabalgaban a
intervalos regulares a lo largo de los flancos de la columna. Otras unidades también
se alineaban más allá para localizar tropas enemigas. Por el momento parecía que la
guarnición de Mutina estaba firmemente asentada tras las murallas de la ciudad.
Espartaco trepó a una roca cercana y atisbó hacia el norte. Las nubes matutinas le
impedían ver los Alpes, pero tenía un recuerdo muy vívido de ellos en el horizonte
lejano mientras descendían de los Apeninos. A menos de cien kilómetros la influencia
de la República romana quedaba truncada de forma abrupta. Aquella visión había
alegrado a Ariadne más que nada en el mundo, y había surtido el mismo efecto en
Atheas, Taxacis y los tracios que habían sobrevivido. Sin embargo, la reacción de

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todos los demás había sido más tibia. Gannicus había sonreído y había dicho que
tenía ganas de follarse a una mujer gala libre, pero Castus apenas había articulado
palabra. Preocupado por los primeros indicios de resentimiento, Espartaco había
tomado la costumbre de pasearse por el campamento del ejército cada noche
ocultando el rostro bajo la solapa de una capa. Muchas de las conversaciones que
había oído a hurtadillas no se correspondían con lo que le habría gustado escuchar. Sí,
se hablaba de dejar Italia atrás para siempre, pero también había una buena dosis de
quejas y protestas.
—¿Por qué quiere marcharse? Aquí tenemos todo lo que queremos. Ciudades
desguarnecidas. Grano. Vino. Mujeres. Dinero. ¡Todo a nuestra disposición!
—Hemos derrotado a todas las putas fuerzas que han enviado contra nosotros.
¿Qué temor vamos a tener si nos quedamos?
—Los dos cónsules tuvieron que marcharse con el rabo entre las piernas después
de que machacáramos a sus legiones. Los romanos han aprendido la lección. No se
nos querrán acercar por ahora.
Espartaco se había mordido la lengua y no había cuestionado aquella
disconformidad. No podía hablar con todos los grupos de soldados reunidos en
tiendas. «No entienden a los romanos. Son esclavos medio analfabetos. ¿Qué saben
de historia?». Hablarles de Pirro, que había derrotado a Roma en más de una ocasión,
y de Aníbal, que había masacrado a casi todo el ejército en un solo día, y de las tribus
galas que habían amenazado Italia en distintas ocasiones no significaría nada para la
gran mayoría de ellos. No obstante, una parte de él no podía evitar regocijarse con el
nivel de confianza del que gozaba. «¿Por qué iban a querer marcharse? ¿Qué
podríamos conseguir si fuéramos cien mil? ¿Doscientos mil? Entonces los romanos sí
que nos temerían».
Desvió sus pensamientos a Tracia y a su deseo de librarla de las legiones para
siempre. «Los hombres me escucharán cuando sea el momento —se dijo—. Me
quieren y confían en mí. No todos me seguirán al norte, pero sí la mayoría». Alzó la
vista al cielo. «Que así sea, Gran Jinete. Deja que mi veneración por ti y Ariadne, tu
fiel servidora, se mantenga, oh, Dioniso».
De todos modos, en lo más profundo de su ser Espartaco sospechaba que los
romanos no le dejarían en paz aunque se marchara de Italia. Querrían vengarse de las
humillaciones que les había infligido. Y si le seguían… ¿qué ocurriría?
Giró la cabeza al notar que alguien se acercaba.
—Carbo, Navio. He pensado que seríais vosotros. —«Mis fieles romanos». Había
observado su expresión con atención durante el munus en honor de Crixus. Navio
había disfrutado viendo morir a los legionarios, lo cual a ojos de Espartaco
demostraba su lealtad. Carbo había protestado al respecto e incluso había hablado con
Caepio al acabar. Espartaco había visto el desdén del centurión desde cincuenta pasos
de distancia, le había visto escupir a los pies de Carbo. Le había sabido mal por el
joven romano, pero también se había alegrado, porque el rechazo de Caepio le había

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vinculado a él para siempre. Había pocos hombres en quien Espartaco confiara para
proteger a Ariadne y al hijo de ambos que iba a nacer en caso de que él faltara.
Atheas y Taxacis eran dos de ellos, y Carbo era otro. Suponía un alivio saber que
seguía siéndole leal.
—¿Miras hacia el norte? —Carbo se preguntaba por qué su líder los había
convocado tan temprano.
—¿Adónde quieres que mire? Los Alpes están cerca. Los alcanzaremos en una
semana o diez días. —Le satisfizo ver que ninguno de los hombres parecía disgustado
—. Antes de eso tenemos que pasar por Mutina, ¿no?
—Está a unos quince kilómetros de distancia —le informó Navio.
—Háblame del lugar —ordenó Espartaco.
—Es una colonia romana en la Via Aemilia, que va desde Ariminum, en la costa
este, a Placentia, a unos noventa kilómetros de distancia. Mutina también es la base
principal del gobernador provincial y sus dos legiones.
—Procónsul Cayo Casio Longino —dijo Carbo—. Procede de una insigne familia
de antaño. —«Como el mierda de Craso».
—Longino fue cónsul el año pasado cuando enviaron a Glabro y a los otros
imbéciles a destruirnos —caviló Espartaco—. A estas alturas ya se habrá enterado de
lo que les ocurrió a Léntulo y a Gelio.
—Yo diría que en estos momentos debe de estar oculto tras las murallas de
Mutina, cagándose en los pantalones —dijo Navio con una risotada—. Deseando
tener más de dos legiones.
—Cuidado con la serpiente acorralada —advirtió Espartaco—. Infravalorar a un
ejército romano es buscarse la propia destrucción.
—Cierto —murmuró Navio—. Pero los haremos picadillo de todas maneras.
—Por ahora los exploradores no han encontrado ni rastro de Longino ni de sus
tropas. Probablemente eso significa que están en el campamento, pero la ruta más
fácil hasta los Alpes nos lleva directamente a Mutina. ¿Quién sabe lo que el
procónsul nos habrá preparado? —Les clavó la mirada—. Quiero que vayáis a ver
qué descubrís.
—¿Cómo? ¿Que vayamos a Mutina? —preguntó Carbo sorprendido.
—Sí, sois los únicos que podéis pasar desapercibidos. Sois romanos. Tenéis
estudios. Nadie os cuestionará.
«Podremos dormir en camas», pensó Carbo. Hacía meses que no sabía lo que era
eso.
—De acuerdo.
—Cuenta conmigo —dijo Navio.
—Os quiero de vuelta en el plazo de un día. Si apreciáis en algo vuestro pellejo,
acordaos de mantener la boca cerrada —advirtió Espartaco—. Dejaré descansar al
ejército hasta vuestro regreso. Acto seguido, nos dirigiremos hacia el norte.
—Un día —caviló Carbo, planteándose febrilmente si tendría tiempo de redactar

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una carta de despedida a sus padres. La idea se le había ocurrido con anterioridad,
pero su situación lo había impedido. No tenía tinta, ni estilo ni pergamino, ni modo
alguno de enviar el mensaje. En ese momento, tan cerca de los Alpes, su marcha de
Italia parecía más real que nunca. Permanente. En el foro de una ciudad como Mutina
encontraría escribas que le escribirían una nota a cambio de unas pocas monedas.
—Tenemos tiempo de sobra —afirmó Navio.
—Buscad ropa que esté sucia y raída. No llevéis los cinturones, obviamente, ni
armas aparte de una navaja —ordenó Espartaco—. Llevad solo un poco de dinero.
—Si alguien nos pregunta a qué nos dedicamos, ¿qué decimos?
—Los dos sois campesinos. Eso explicará el bronceado y las manos encallecidas.
Procedéis de cuarenta y cinco kilómetros al sur de aquí, de las estribaciones de los
Apeninos. Al igual que en tantos otros casos, los hombres de Espartaco saquearon
vuestras fincas y mataron a vuestras familias. Habéis venido a Mutina a buscar
trabajo y protección de los rebeldes. —Parecía una historia convincente. Carbo y
Navio intercambiaron una mirada y asintieron—. ¡Venga, marchaos ya! ¡Cuanto antes
os marchéis, antes estaréis de vuelta!

Para evitar que un mensajero oficial lo atropellara cuando no mostró intención


alguna de hacer aminorar el paso al caballo, que iba a medio galope, Carbo se apartó
de la superficie pavimentada de la carretera. Miró de reojo al jinete mientras pasaba a
toda velocidad en dirección a Placentia. «Es evidente qué mensaje lleva. Algo
parecido a “¡Enviadme a todos los soldados disponibles!”. Espartaco está a las
puertas de la ciudad». Resultaba una idea agradable.
Él y Navio habían bordeado el campo desierto para llegar a la concurrida Via
Aemilia, situada a varios kilómetros al oeste de Mutina, por lo que cuando llegaron,
no dieron la impresión de proceder del sur. Como era de imaginar, buena parte del
denso tráfico se alejaba de la amenaza del ejército de esclavos. Sin embargo, había
suficientes viajeros yendo hacia el este como para no llamar la atención. Carbo se
descolgó el odre de agua con un suspiro.
—Por todos los dioses, qué calor hace. —Dio un buen sorbo y le lanzó el pellejo
a Navio.
Su amigo le guiñó el ojo.
—Menos mal que no llevamos las cotas de malla ni cargamos con las espadas y
escudos, ¿eh?
—¡En nombre del Hades! Cierra el pico. —Carbo agradeció el jaleo ensordecedor
causado por el paso de las carretas.
—No me oye nadie.
—Es probable, pero en Mutina la situación será distinta, sobre todo si vamos a
una taberna.
—¿Si vamos? —chilló Navio—. ¡Ya mismo!

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Carbo miró enfurecido a Navio, pero era medio en broma. Se habían pasado todo
el viaje hablando acerca de encontrar una posada en la que tomar un vino decente y
pedir comida buena en vez del rancho requemado al que se habían acostumbrado.
Quizás incluso hubiera unas cuantas putas medio pasables, pensó Carbo esperanzado.
No había mantenido relaciones sexuales desde que Chloris, su amante, muriera. Se le
habían presentado muchas oportunidades, pero, a diferencia de la mayoría de los
hombres de Espartaco, no estaba dispuesto a violar a mujeres indefensas. Ya estaba
desesperado.
—¡Vale, vale! Pero lo haremos a mi manera. Con discreción y cuidado. No
hablaremos de otra cosa que no sea el campo, nuestras pobres familias muertas y lo
cabrones que son Espartaco y sus hombres.
—De acuerdo —repuso Navio—. Pero eso es todo lo que vas a conseguir de mí.
No vas a elegir tú a la puta que me voy a follar. —Lanzó el odre de agua a la cabeza
de Carbo entre risas y formó un círculo con el pulgar y el índice de la mano derecha.
Con una expresión lasciva, introdujo y sacó el índice de la mano izquierda por la
abertura—. Esto es lo que quiero. Con la mujer más guapa que encuentre —masculló.
Carbo se rio entre dientes. Por unos instantes, la vida parecía normal.
Recuperó la cautela rápidamente. Había una cola muy larga para entrar por la
puerta principal de Mutina, vigilada por un nutrido grupo de legionarios.
—¡Mira cuántos hijos de puta hay aquí! Veinte por lo menos —masculló mientras
avanzaban arrastrando los pies detrás de un carro de bueyes cargado con tablones
acabados de serrar—. Se han enterado de cómo tomamos Thurii.
—Eso parece.
Carbo recordaba cada momento de la batalla en Thurii, en el sur de Italia. A fin de
lanzar un ataque sorpresa sobre Varinio, Espartaco había hecho que sus hombres
tomaran la mal protegida ciudad mediante un subterfugio. Al día siguiente, dejó una
parte del ejército en el exterior, sitiando supuestamente la ciudad, y había atraído a
Varinio y sus soldados hacia una trampa mortal. Desde aquel día, el respeto que
Carbo profesaba a Espartaco era irrebatible. Los romanos habían sufrido una derrota
aplastante y una humillación inmensa.
Estaba claro que Longino no iba a permitir que le pasara lo mismo ni a él ni a
Mutina.
—Tendremos que echarle descaro para entrar. —A Carbo le alivió ver parte del
nerviosismo que sentía reflejado en el rostro de Navio.
—Si preguntan, vamos a cargar las tintas sobre el asesinato de nuestras familias.
Somos ciudadanos romanos leales que pagamos los impuestos y pedimos poco a
cambio. ¿Dónde estaban los legionarios para protegernos cuando Espartaco y sus
salvajes invadieron nuestras fincas?
—Vale. —Sin embargo, la tensión de Carbo iba en aumento a medida que se
acercaban a las murallas, que estaban muy bien vigiladas. También había ballestas
dispuestas a intervalos regulares a lo largo de las almenas de piedra. Las señaló con

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unos rígidos asentimientos de cabeza—. ¿Ves eso?
—Sí. Están preparados para un asedio. ¡A lo mejor a Longino le da miedo
marchar al exterior y luchar! —bromeó Navio.
—Puede ser. Pero lo hará de todos modos.
—No le quedará más remedio —convino Navio con determinación—. O para el
resto de sus días se le conocerá como el general que dejó escapar a Espartaco. Nunca
dirigirá a más que una escuadra de hombres encargados de limpiar letrinas.
Resultaba agradable imaginar a un general romano supervisando la limpieza de
mierda y orines, pero Carbo se obligó a centrarse en lo que sucedía más adelante. El
hombre flaco con la carreta que les precedía se había enzarzado en una discusión con
los legionarios que custodiaban la puerta.
—No vas a entrar con la puta carreta —reiteró el optio al mando, un individuo
con nariz de cerdito y excesivamente diligente—. Hasta nuevo aviso no se permite la
entrada de artículos comerciales si no es por orden expresa del procónsul. —
Escudriñó la lista que tenía en la mano derecha—. Aquí no hay nada sobre tablones.
—¡Me los ha encargado nada menos que Purpurius!
—¿Purpurius? —El optio bostezó.
—Es un comerciante importante que vive junto al foro.
—No me suena de nada.
—¡Pues que sepas que Purpurius es amigo del procónsul!
—Seguro que sí —dijo el optio con tono incrédulo—. Sin embargo, sus artículos
no figuran en mi lista.
—He tardado dos días en llegar hasta aquí —rogó el carretero.
—No es mi problema —fue la respuesta—. Ahora echa para atrás el carro y da
media vuelta. Estás bloqueando la entrada.
—Yo…
El optio levantó el bastón con el extremo metálico.
—¿Estás sordo?
El desventurado carretero, que lanzó miradas asesinas a los soldados y se quejó
de lo que haría Purpurius cuando se enterara de lo ocurrido, inició la laboriosa tarea
de hacer dar marcha atrás a los bueyes. Carbo, Navio y la gente que iba detrás se
apartaron del medio mientras maniobraba para alejarse de las murallas y,
refunfuñando, marcharse por donde había venido.
—¡Muévete! —bramó una voz.
El optio les indicaba que avanzaran.
—Nombres —dijo en voz bien alta.
Ya habían decidido que daba igual que emplearan sus nombres verdaderos,
porque así no tendrían que acordarse del apodo.
—Paullus Carbo.
—Marcus Navio.
—¿Profesión?

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—Somos campesinos, señor —dijo Carbo.
Los miró de arriba abajo.
—Ni carreta ni sacos de verduras. ¿Qué os trae por aquí?
—Nos han expulsado de nuestras tierras —respondió Carbo con amargura.
—Ah. ¿Espartaco y los suyos?
—Sí, señor. —Navio hizo una mueca—. Esos cabrones mataron a nuestras
familias. Se llevaron todo nuestro ganado. Pisotearon el trigo verde de los campos.
—Nos dejaron sin nada —añadió Carbo.
El optio hizo una mueca de comprensión.
—No sois los únicos. A miles de personas les ha pasado lo mismo. ¿Por qué
habéis venido a Mutina?
—Para buscar trabajo, señor —repuso Navio.
—¿Trabajo? Muy afortunados tendríais que ser. La ciudad está hasta los topes de
refugiados.
—Haremos cualquier cosa, señor —rogó Carbo—. Por favor.
El optio se frotó la nariz ajada.
—Pronto habrá trabajo, supongo. Cuando llegue Espartaco necesitaremos
hombres que carguen piedras para las catapultas que hay en las paredes. ¿Creéis que
os podéis pasar el día haciendo eso sin protestar?
—Por supuesto, señor.
—Se os ve en forma. ¿Ninguna arma aparte de esas navajas?
—Ninguna, señor.
Les hizo una señal brusca con la mano.
—Adelante, entonces. Entrad los dos.
Mascullando su agradecimiento, los amigos pasaron corriendo bajo el arco de
piedra.
—¿Paullus Carbo? Qué calladito te lo tenías —dijo Navio riéndose por lo bajo.
Carbo notó que se sonrojaba.
—El nombre no me gusta, por eso no lo uso nunca.
—¡Paullus, hijo mío, la cena está servida! —Navio utilizó un falsete para imitar
una voz femenina.
—¡Vete a la mierda! —Dio un golpe a Navio en el brazo.
—¡Paullus, es hora de estudiar!
La imitación de Navio recordó a Carbo a su viejo tutor y resopló divertido aun a
su pesar.
Navio se selló los labios con un dedo.
—Se supone que estamos de luto por la muerte de nuestras familias… ¡Paullus!
Estaban tan ocupados intentando no reírse a carcajadas que ninguno de los dos
vio que uno de los hombres del optio los seguía.
Poco después de internarse en la ciudad el delicioso aroma de comida frita llamó
la atención de los dos amigos. Guiados por el olfato, encontraron un restaurante de

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frente abierto en una de las primeras calles adyacentes a la vía principal. Como vieron
que el local estaba atestado de soldados de permiso, decidieron comer allí. Escuchar
las conversaciones ajenas en un sitio como ese podía resultar útil. Encontraron una
mesa libre junto a la pared del fondo y se sentaron. Una mujer desaseada y gorda que
apestaba a perfume barato fue a tomarles nota. Con tres asses compraron dos cuencos
de un suculento estofado, servido con pan recién hecho y una jarra de vino aguado.
Entre bocado y bocado, hablaron en voz baja mientras escuchaban las conversaciones
que tenían lugar a su alrededor.
Al final, Navio apartó el plato vacío con un eructo.
—Por todos los dioses, ¡cuánta falta me hacía una comida así!
—Estaba buena —convino Carbo distraídamente.
—¡A Longino no le importa que tengan cinco veces más hombres que nosotros!
—anunció un soldado nudoso de la mesa contigua—. Ese cerdo huérfano necesita…
—Cállate, Felix —advirtió su acompañante—. Olvídate de Longino. Si algún
oficial te oye hablar así, acabarás juzgado.
—¿Y qué más me da? —Felix sorbió el vino con acritud—. Van a matarnos de
todos modos. Ya puestos, me da igual pasar una noche en chirona antes del final. Los
jergones que tienen allí no tienen tantas chinches como el mío.
Su amigo soltó una risotada.
—Como quieras, pero veinte latigazos por insubordinación te dolerán mucho más
que unas cuantas picadas. Tampoco hará que te libres de luchar. Todo hombre capaz
de sujetar un escudo y una lanza tiene que presentarse para servir. Los médicos han
recibido la orden de vaciar el hospital excepto en los casos más graves.
—Lo sé. Yo también he oído el anuncio —se quejó Felix—. Lo que pasa es que…
—Cierra el pico —ordenó su amigo mientras servía más vino—. Disfruta de otra
copa, porque quizá sea la última.
Los dos legionarios se pusieron a charlar con descontento sobre lo que debían
hacer a continuación.
—¿Has oído eso? —susurró Carbo—. Parece que Longino piensa luchar.
—Ninguno de los dos he dicho eso exactamente.
Navio tenía razón. Lo que habían oído no bastaba. Carbo tomó otra copa
disimulando su enojo y recorrió con la mirada las mesas más cercanas con disimulo.
A su izquierda cuatro soldados devoraban una pierna de cerdo asada. Más allá, un par
de hombres que parecían comerciantes hablaban de negocios. A su derecha estaban el
par al que habían oído quejarse y luego una mesa con tres legionarios que tragaban
vino y discutían por una partida de matatenas. Detrás de Navio un oficial de bajo
rango y un trompetero se divertían viendo saltar a un chucho raquítico para hacerse
con las sobras. Las conversaciones de quienes estaban más allá eran imposibles de
oír.
Carbo se instó a tener paciencia.
Sin embargo, para cuando hubieron acabado la jarra de vino no habían oído nada

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más interesante.
—Ha llegado el momento de marcharse —musitó. La tarde iba pasando y no
faltaba mucho para que empezara a anochecer.
Navio le respondió con una amplia sonrisa. Se inclinó hacia Felix.
—¡Oye, amigo! ¿Dónde pueden encontrar un bar decente dos hombres sedientos?
A poder ser, uno que tenga putas que no estén infestadas de sífilis.
—Eso es pan comido. Probad la taberna que hay dos calles más arriba. Se llama
el Yunque de Vulcano. No tiene pérdida. Está llena de soldados, día y noche.
—Es un buen sitio para ponerse ciego —añadió su compañero con un guiño.
—Los coñitos de ahí son cosa fina. Pero caros. —Felix los miró fijamente con los
ojos inyectados en sangre—. Dudo que entre los dos tengáis pasta suficiente para
pagar a una puta.
—Tienes razón, amigo —dijo Navio mientras se levantaba—. Pero no pueden
impedirnos que admiremos las carnes que estén a la vista mientras bebemos, ¿no?
—Cierto. Es lo que solemos hacer la mayoría de nosotros, a no ser que hayamos
cobrado. A lo mejor vamos para allá más tarde.
—Será un honor invitaros a una copa —dijo Carbo pensando exactamente lo
contrario. Asintió para despedirse amablemente. En cuanto ya no podían oírles,
musitó Navio—: Vamos a buscar otro sitio.
Navio hizo una mueca de desagrado.
—Sería un poco peligroso, ¿no?
—¡Ha dicho que estaría lleno de soldados! Otra taberna será mucho más segura.
—Pero piensa en las putas. —Navio empleó un tono nostálgico.
—¿Las que no tenemos dinero para pagar?
—¿Seguro que no?
—No —espetó Carbo.
Con una mirada maliciosa, Navio tiró de la cinta de cuero de la que colgaba su
monedero.
—Encontré dos aurei en una de las granjas que saqueamos hace tiempo. Hasta
ahora no he encontrado nada en qué gastármelos.
—Espartaco dijo que no lleváramos mucho dinero —protestó Carbo.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero un hombre tiene sus necesidades, ¿no?
—¿Qué crees que podremos conseguir con un aureus?
—¿Qué no vamos a conseguir, querrás decir? ¡Como me llamo Marcus Navio que
echarás el polvo de tu vida!
A Carbo se le llenó la cabeza de pensamientos lujuriosos. Enseguida recobró la
compostura.
—No en el Yunque de Vulcano —dijo con firmeza—. En otro sitio.
—En la ciudad habrá más de un buen burdel —dijo Navio encogiéndose de
hombros—. Probemos otra taberna, a ver qué oímos. Es probable que haya más
soldados de permiso quejándose de Longino.

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Empezaron a abrirse camino por entre la multitud.
Ninguno de los dos vio a la figura situada en la penumbra frente al restaurante
que se dispuso a seguirles.
A pesar del rubor cálido provocado por el vino, Carbo se fijó en los rostros
demacrados y el aspecto andrajoso de los habitantes de la ciudad. Había escuadras de
legionarios que vagabundeaban por las calles, empujados por los gritos y las varas de
sarmiento de sus oficiales. Todos parecían disgustados, sobre todo los tenderos que
estaban en el umbral de los establecimientos vacíos mirando a los transeúntes con
expresión amarga. Había pedigüeños por todas partes, agachados en los surcos del
barro al lado de la calle o abriéndose paso entre la gente con las manos sucias
extendidas. «Espartaco es el culpable de esto —pensó Carbo, escandalizado y
orgulloso a partes iguales—. Todos lo somos».
Su intención de espiar conversaciones ajenas resultó más difícil de lo que habían
supuesto. Vagando por la vía pública encontraron numerosas tabernas de distintos
tipos. Había soldados en todas ellas, pero lo limitado de los espacios suponía que
fuera difícil conseguir una mesa lo bastante cerca para tener la oportunidad de
escuchar. Los amigos debían ser discretos sobre lo que estaban haciendo y, en más de
una ocasión, tuvieron que conformarse con quedarse de pie en la barra o sentarse en
el extremo opuesto al de los hombres cuyas bromas y quejas querían oír. La única vez
que consiguieron acomodarse al lado de un grupo de legionarios, lo único que
pillaron fue que nadie quería estar bajo el mando de Longino, que dos hombres
habían contraído la sífilis y que faltaban tres meses hasta el siguiente día de cobro.
Cuando Carbo se quedó mirando al grupo durante más tiempo del recomendado, le
dijeron claramente que se metiera en sus asuntos a no ser que quisiera quedarse sin
dientes. La pareja enseguida se marchó.
Aunque solo bebían vino aguado, visitaron suficientes locales en las horas
siguientes para estar embotados y cada vez más frustrados y enfadados. La quinta
taberna era la peor de todas, un antro situado en un callejón lateral. El mobiliario
estaba desvencijado, había un par de putas viejas y el peor vino que Carbo había
tomado en su vida. Escupió el primer trago y se quedó sentado observando
enfurecido el contenido del vaso de barro como haría un adivino. Pero no encontró
inspiración. Cuando un borracho le vertió el vino por encima, el joven romano tuvo
que hacer un gran esfuerzo para no darle una paliza a aquel imbécil y hacerlo
picadillo. Satisfecho por haberse controlado, tuvo entonces que impedir que Navio
repasara de arriba abajo a un par de legionarios que retaban a los demás clientes a un
combate de lucha libre.
—Déjalo. No busques pelea.
Navio apartó la mirada de los soldados, que se habían desnudado hasta la cintura
y se pavoneaban en círculos, luciendo bíceps y amenazando con dejar lisiado a
cualquier rival.
—Podría ganarles a los dos —le dijo con agresividad—. A la vez.

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—No lo dudo —le tranquilizó Carbo—. Pero ahora no es el momento. Recuerda
por qué estamos aquí.
Navio le lanzó una mirada amarga.
—No estamos teniendo mucha suerte, ¿eh? La vieja Fortuna debe de estar de muy
mal humor.
—Ya nos sonreirá la suerte. Vamos a buscar otro bar. Será allí donde oigamos
algo útil —dijo Carbo con el máximo entusiasmo del que fue capaz—. Y
tranquilízate. Acuérdate de dónde estamos.
Navio se quejó, pero siguió a Carbo al exterior sin poner más objeciones.
Carbo vio un templo dedicado a Fortuna, la diosa de la suerte, y condujo a su
amigo hacia allí. Vio la mirada de incredulidad de Navio.
—Quizá necesite que la apacigüen. Espera aquí. No te metas en líos.
Le compró una pequeña lámpara votiva a modo de ofrenda a un viejo arrugado,
entró y pidió perdón a la diosa por las palabras de Navio, además de pedir su ayuda
para la misión que les habían encomendado. Carbo se sintió mejor después de hacer
la ofrenda y llevó a su amigo a buscar otra taberna con entusiasmo renovado.
Sin embargo, en el siguiente local no oyeron nada interesante, ni en el concurrido
restaurante en el que ambos tomaron un plato de cerdo frito. Carbo se desanimó tanto
como Navio. Se quedaron sentados con tristeza mientras observaban a otra fila de
soldados que pasaba por allí.
—Podríamos seguirles —sugirió Carbo.
La mirada fulminante de Navio le dijo lo que ya sabía.
—Una idea estúpida.
Guardaron silencio durante un rato.
—No quiero volver sin información —acabó reconociendo Carbo.
—Yo tampoco, pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
Carbo pensó en los soldados con los que habían hablado con anterioridad. Se le
revolvió el estómago solo de pensar en buscar la compañía de dos hombres que, si se
enteraban de quiénes eran, los matarían sin pestañear. Aunque si estaban muy
borrachos no se darían cuenta y quizá les revelaran algo. Era una opción arriesgada,
pero a Carbo no se le ocurría nada más.
—Siempre nos queda el Yunque de Vulcano.
—Pensaba que habíamos decidido que era demasiado peligroso.
—¿Se te ocurre algo mejor?
Navio aspiró aire entre los dientes.
—Aparte de acercarnos a un oficial y preguntarle qué planes tiene Longino, no —
reconoció.
—Pues entonces… —Una vez que se le había ocurrido una posible solución,
Carbo quería ponerla en práctica—. Cualquier cosa es preferible a patearnos todas las
tabernas de mala muerte de Mutina. Acabaremos con dolor de tripa si seguimos así.
—Cierto. —Navio adoptó una expresión maliciosa—. ¿Te acuerdas de las putas

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de las que nos han hablado? Se supone que son las mejores de la ciudad.
—Olvídate. Vamos a ver si tenemos más suerte y podemos escuchar algo de
provecho.
—¡Y después, un buen polvo!
La idea resultaba atractiva. La lujuria no satisfecha de Carbo le fastidiaba día y
noche. Diciéndose que pagar a una puta sería una justa recompensa por averiguar lo
que Espartaco quería saber, fue en busca del Yunque de Vulcano.
No costó encontrarlo. Era un edificio de ladrillo independiente de tres plantas con
un amplio patio rodeado de establos y se veía un negocio más ambicioso que la
mayoría. La fachada de la planta baja estaba estucada y pintada con mucha
imaginación, con columnas griegas cubiertas de parras. Encima de la puerta de
entrada, flanqueada por un par de fornidos porteros, colgaba un letrero que
representaba al dios del fuego encorvado sobre el yunque, martillo en mano.
Se acercaron a la entrada pavoneándose. El ruido que emanaba de las ventanas,
risas, cánticos y voces femeninas, resultaba ensordecedor.
—Suena prometedor, ¿eh? —dijo Navio con una mirada lasciva.
Aunque a Carbo se le desbocó la imaginación, se le puso la piel de gallina.
Estaban a punto de entrar en la guarida del lobo. Apretó los dientes. La vergüenza de
reconocer ante Espartaco que había fracasado sería peor que jugarse el pescuezo. Y si
se andaban con cuidado, todo saldría tal como habían planeado.
El más fornido de los porteros, un coloso con la cuenca de un ojo vacía, se
dispuso a bloquearles la entrada.
—¿En qué puedo ayudaros? —Su tono no sugería que quisiera ayudarles en modo
alguno.
—Queremos tomar una copa —respondió Carbo educadamente.
El portero los olisqueó.
—¿De verdad?
—Sí. Y quizá charlemos con alguna joven damisela —añadió Navio.
Entonces el gigantón se echó a reír.
—Vosotros dos no tenéis dinero suficiente para pagar a una de nuestras chicas.
¿Por qué no os largáis antes de que mi compañero y yo os partamos los brazos?
—Y las piernas —añadió el otro portero.
A Carbo se le pusieron los nervios de punta. Empezó a retroceder.
—¿Adónde vas? —preguntó Navio con desenfado.
—A una taberna que sea menos exigente con los clientes.
—No hay necesidad. —Navio introdujo la mano en el monedero. Carbo no tuvo
tiempo de reaccionar. El oro destelló en los dedos de su amigo mientras se acercaba
directamente al portero—. ¿Te basta con esto?
En el rostro del coloso apareció una sonrisa desdentada.
—Disculpe mi falta de modales, señor. Les damos la bienvenida al Yunque de
Vulcano. Como es de todos sabido, tenemos los mejores vinos y las mejores mujeres

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de Mutina. —Se hizo a un lado y con una reverencia con el brazo carnoso, les dejó
entrar.
—Vamos. —Carbo fue con su amigo a regañadientes—. Esto ya me gusta más —
reconoció Navio en cuanto entraron.
El interior, profusamente decorado, estaba iluminado por media docena de
candelabros de bronce suspendidos del techo. Las mesas y bancos macizos eran de
madera noble y el serrín del suelo con mosaico estaba limpio. Los clientes eran sobre
todo soldados, oficiales algunos de ellos.
La sonrisa de Navio se esfumó ante el ceño fruncido de Carbo.
—¿Qué pasa?
—¡Ya sabes lo mucho que escasean los aurei! Esos porteros se pasarán toda la
noche hablando de nosotros.
—Relájate —dijo Navio con tono seguro—. ¿Qué más les da de dónde hemos
sacado el dinero? Les daré propina cuando salgamos y les diré que se olviden de
habernos visto. No queremos que nuestras esposas sepan que hemos estado aquí. Ya
me entiendes. —Guiñó el ojo.
Carbo seguía sin estar muy convencido, pero entonces vio al cuarteto de mujeres
situadas en un pedestal detrás de la barra y abandonó todo raciocinio y todo
pensamiento sobre su misión. Las cuatro eran más hermosas de lo que podía haber
soñado. La entrepierna se le endureció en cuanto se dio cuenta de que estaban
desnudas bajo la ropa diáfana.
—Ya sabía yo que cambiarías de opinión. —Navio le dio un golpe en el pecho
que lo devolvió a la realidad. Le tendió una moneda de oro—. Toma. Gástala con
sensatez. Luego nos vemos para tomar una copa. Podemos comparar notas.
Carbo sujetó el aureus con fuerza.
—¿Adónde vas?
—¿A ti qué te parece? —repuso Navio asintiendo hacia las prostitutas—.
Tenemos toda la noche para averiguar lo que necesitamos.
Con el corazón palpitante, Carbo observó a su amigo abrirse camino hasta el bar,
echarle el ojo a una morenaza y hacerle un gesto. Cuando ella se le acercó, inclinaron
la cabeza juntos durante unos instantes. El tiempo suficiente para que aquella
preciosidad viera el aureus, pensó Carbo. Cuando miró de nuevo, Navio subía las
escaleras rodeándola con el brazo. No volvió la vista atrás.
Un hombre cargado con dos jarras de vino chocó con Carbo, lo cual le hizo
desviar la mirada de las prostitutas. Por algún motivo sus padres le vinieron a la
cabeza. ¡La carta! Aquel era el momento más propicio para encargar que la
escribieran. Estaría de vuelta en un abrir y cerrar de ojos. Navio ni siquiera se
enteraría de que se había marchado. En cuanto acabara, se tomaría una copa y
escucharía las conversaciones que se desarrollaban a voz en grito a su alrededor.
Dada la cantidad de soldados que había en la taberna, sería imposible no escuchar
algo útil. Entonces podría decidir qué mujer quería. Emocionado ante la perspectiva

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de cumplir la misión que Espartaco les había encomendado además de la suya propia,
Carbo salió de nuevo a la calle. Los porteros estaban hablando con un soldado tarugo
bajo la luz ya débil.
Al notar la presencia de Carbo, el coloso se giró hacia él con una sonrisa servil.
—¿Ya se marcha, señor?
—Tengo que hacer un recado rápido. Antes de beber demasiado y olvidarme.
¿Dónde está el foro?
—Por ahí. —El coloso señaló hacia el norte—. Todas las calles que van en esa
dirección conducen a él.
—¿Está muy lejos?
—A menos de quinientos metros.
Carbo asintió a modo de agradecimiento y se marchó.
El legionario esperó hasta que hubo recorrido parte del callejón para seguirle con
sigilo.

El portero resultó estar en lo cierto, pues Carbo encontró el foro sin problemas.
Aunque nunca había estado en esa ciudad, el gran espacio rectangular le resultó
familiar. Al igual que en la mayoría de las poblaciones romanas, el foro era el centro
neurálgico de Mutina. La zona se hallaba repleta de puestos que vendían de todo,
desde herramientas, prendas de vestir, cacerolas y sartenes pasando por pan, carne,
hortalizas y amuletos de la suerte. Estaba bordeado por una gran cantidad de templos,
el de Júpiter, Minerva, Juno y los Dioscuros, los gemelos Cástor y Pólux, además de
edificios gubernamentales como el juzgado y la oficina del fisco. También había
basilicae, mercados cubiertos donde abogados, escribas, médicos y farmacéuticos
ejercían su oficio.
Carbo fue directamente hacia ellos. Sin embargo, su entusiasmo se desvaneció en
cuanto traspasó el umbral. Lo que estaba a punto de hacer era incluso más arriesgado
que entrar en el Yunque de Vulcano. Si el escriba intuía ni que fuera ligeramente que
Carbo era uno de los hombres de Espartaco, lo arrestarían de inmediato. Se paseó
como si nada por los puestos haciendo caso omiso de un precio de ganga para leerle
el futuro, para que le examinaran la dentadura y para escribir el testamento en ese
mismo instante, por si los dioses lo abatían de repente. Se fijó en una figura
corpulenta sentada bajo un cartel que rezaba: SE REDACTAN CARTAS. BUENA
CALIGRAFÍA. PRECIOS RAZONABLES. Al ver que Carbo lo miraba, el escriba le dedicó un
asentimiento de cabeza amistoso. Como le agradó el hecho de que el hombre no le
hubiera abordado verbalmente como sus vecinos, Carbo le devolvió el asentimiento.
—Necesito una carta —espetó, aunque sentía que le fallaba la determinación.
—A eso me dedico.
—No será larga. Poco más que unas cuantas líneas.
—Cuatro asses.

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—De acuerdo. ¿La puedes enviar también?
—Eso costará más. ¿Adónde tiene que ir?
—A Roma.
El escriba frunció el ceño.
—En estos momentos la carretera que va hasta el sur no es segura, como bien
sabes.
—¿Por culpa de Espartaco y sus hombres?
Un asentimiento rígido de enfado.
—Dicen que se dirige hacia la ciudad. El procónsul piensa actuar en el plazo de
uno o dos días. Sus dos legiones están preparadas para la lucha. Con la bendición de
Júpiter, el Mayor y Mejor, pronto nos libraremos del asesino tracio y de la chusma
que le sigue.
—Esperemos —repuso Carbo alegremente—. ¿La podrás enviar de todos modos?
—Seguro que encuentro a alguien. Pero te costará caro, te aviso.
—¿Cuánto?
—Un denarius y estaremos en paz.
Carbo puso cara de arrepentimiento, aunque habría pagado mucho más si hubiera
hecho falta. Hurgó en el monedero y le tendió una moneda de plata.
El escriba cogió un trozo pequeño de pergamino, lo dispuso sobre el escritorio
manchado y fijó las esquinas con trozos de plomo. Mojó el estilo en un tintero y miró
a Carbo con expresión inquisidora.
—«Estimados padre y madre, vivo con la esperanza de que la presente os llegue
gozando los dos de perfecta salud».
El escriba frunció los labios concentrado mientras terminaba la línea.
—¿Sí?
—«Debo disculparme por la falta de comunicación desde que me marché. Me fui
porque pretendía… —Carbo hizo una pausa mientras se planteaba qué decir— aliviar
los problemas económicos de la familia a mi manera, en vez de hacer lo que padre
deseaba. Sé que esto me convierte en un hijo desobediente, pero no soportaba la idea
de ser abogado».
—No me extraña —dijo el escriba mirando con el ceño fruncido al ocupante del
puesto que tenía enfrente, un hombre alto con el pelo aceitado y talante autoritario—.
Son una panda de ladrones y mentirosos. —Más consciente que nunca de que debía
escoger las palabras con tino, Carbo sonrió—. Continúa.
—«Sigo confiando en ayudar con respecto a las futuras “obligaciones” de padre.
Sin embargo, por el momento, eso tendrá que esperar. Estoy a punto de emprender un
viaje largo y peligroso, del cual quizá nunca regrese. —¿Quizá? Pero no podía decir
que nunca regresaría porque picaría la curiosidad del escriba. La carta ya era rara de
por sí—. Antes de mi partida, quería comunicaros que rezo por los dos a diario. Que
los dioses cuiden de vosotros y os protejan. Con cariño de vuestro hijo, Carbo».
El escriba firmó la carta con una rúbrica.

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—¿Estás pensando en buscar fortuna en el extranjero?
—Sí. —«Ni te lo imaginas».
—¿Con un comerciante?
—Eso es.
—¿A la Galia o a algún lugar más lejano?
—Tengo que reunirme con un hombre en Placentia que se dirige a la Galia y
luego a Britania —mintió Carbo.
—Eres más valiente que yo —reconoció el escriba encogiéndose de hombros—.
Dicen que los mares que rodean Britania están llenos de terribles monstruos. Los
lugareños viven bajo la influencia perniciosa de los druidas. Sus guerreros luchan
desnudos, se comen la carne de sus enemigos y utilizan sus cráneos como copas para
beber. —Se tomó en serio el horror fingido de Carbo—. Por supuesto no quiero decir
que vayas a sufrir ningún daño. Seguro que dentro de un año volverás a casa
convertido en un hombre rico.
—Seguro. —A Carbo le embargó una gran pena. A pesar de que había mentido
sobre sus intenciones, su marcha inminente no era menos definitiva. Ojalá pudiera
presentarse en casa de su tío y despedirse de sus padres en persona, en vez de
enviarles una carta en clave. «Conténtate. Es lo mejor que puedes hacer».
—¿A quién hay que enviar la carta? —preguntó el escriba, doblando el pergamino
en forma de cuadrado.
Carbo abrió la boca y la volvió a cerrar. Quería decir «Jovian Carbo, a la casa del
abogado Alfenus Venus, que vive en el Esquilino, en Roma», pero la lengua se le
había quedado enganchada en el paladar. «¿Qué estoy haciendo? Esto es una locura».
—¿Y bien? —Carbo seguía sin decir nada—. La carta no sirve de nada sin
nombre y dirección.
—Déjalo. He cambiado de opinión.
—¿Te lo has repensado?
—Sí —masculló Carbo—. Tendrán que conformarse con mis rezos.
—Siempre es difícil tratar con la familia —dijo el escriba en tono comprensivo.
—Sí —repuso Carbo secamente—. Quiero mi denarius.
—Dame cuatro asses y es tuya. Tengo que cobrar por mi tiempo —exigió el
escriba frunciendo el ceño.
Carbo rebuscó en el monedero y le tendió las monedas pequeñas. A cambio, el
escriba le lanzó el denarius. Carbo le dio las gracias con un asentimiento y se
marchó. Tenía que centrarse en su verdadera misión y descubrir lo máximo posible
acerca de los planes de Longino. Después de eso podría ahogar sus penas. Por la
mañana regresarían al campamento, donde Espartaco les estaría esperando. Pasó
junto a la parada de un farmacéutico y apenas se fijó en un legionario que estaba
absorto en los frascos y lociones expuestos ni se dio cuenta de que se trataba del
mismo individuo que había estado hablando con los porteros en el exterior de la
taberna. Tampoco se fijó en el hombre que corría hacia el escriba.

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Para cuando volvió a llegar al Yunque de Vulcano, ya casi había oscurecido. Lo
dejaron entrar con más sonrisas aduladoras. Carbo escudriñó el local, pero no había ni
rastro de Navio. Las mujeres que había detrás de la barra le llamaron la atención. En
el lugar que había ocupado la morenaza ahora había una mujer fatal de pelo azabache.
Era incluso más guapa que las demás y Carbo sabía que era la que elegiría. Pero antes
tenía trabajo que hacer. Pidió una jarra de vino de Campania, encontró un sitio en un
banco largo que discurría a lo largo de la pared y que, casualmente, le ofrecía una
buena vista de la puerta además de las escaleras que conducían a la planta superior.
Le bastaron unas miradas superficiales para darse cuenta de que sus vecinos eran
soldados. A Carbo se le revolvieron las tripas, pero sorbió el vino, ansioso por sentir
la seguridad que le provocarían sus efectos. Escuchó todo lo que pudo.
A su izquierda tres oficiales subalternos criticaban a su centurión.
—Lo único que le importa es la limpieza —se quejó uno, un tesserarius lozano.
—Lo sé —convino el signifer, que tenía por lo menos diez años más—. Esas
gilipolleces tienen su momento y su lugar, pero cuando estamos a punto de
emprender la pelea de nuestra vida, cabe pensar que podría fijarse en otras cosas.
—Entiendo lo que estáis diciendo, muchachos. —El optio era un hombre alto con
orejas de soplillo—. Pero Bassus ha estado en esta situación más veces de las que
vosotros y yo somos capaces de imaginar. Hacer que los hombres se dediquen a
tareas aburridas como mantener el equipo reluciente les ayuda a no pensar en asuntos
más preocupantes.
—Como Espartaco y su puto ejército, quieres decir —intervino el tesserarius con
determinación.
—Exacto.
—Confío por Hades en que Longino sepa dónde se está metiendo —masculló el
signifer—. Si no, estamos jodidos.
Carbo aguzó el oído.
—Cierra el pico —gruñó el optio—. Ya sabes que se supone que no debemos
hablar del tema. —Miró a cada lado y Carbo se puso a llenarse la copa de nuevo.
«Fortuna, por favor, permíteme oír algo».
Sintió una gran frustración, porque entonces los oficiales empezaron a hablar de
las prostitutas que estaban a la vista. Carbo desvió la atención hacia el grupo de
legionarios que tenía a la derecha, pero discutían acaloradamente sobre a quién le
tocaba pedir la siguiente ronda. Daba la impresión de que era el turno de un soldado
menudo con el pelo castaño parduzco, aunque él lo negara, lo cual provocaba las
protestas e insultos de sus compañeros, ante los que él reaccionaba con una ligera
sonrisa de diversión. Los hombres armaban tanto jaleo que Carbo no oía nada de lo
que decían las demás personas cercanas. Le entraron ganas de buscar otro sitio donde
pudiera escuchar conversaciones ajenas con más facilidad, pero sabía que quedaría
raro. Había elegido ese sitio y tenía que quedarse ahí.
Vio que uno de los chicos que servía lo miraba y pidió más vino y un plato de pan

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con queso. La comida le llenaría el estómago y evitaría que se emborrachara.
—Vaya, vaya. ¡Pero si es nuestro amigo del restaurante!
A Carbo se le cayó el alma a los pies cuando alzó la mirada. Consiguió esbozar
una amplia sonrisa.
—Al final habéis venido, ¿eh?
—Eso parece —dijo Felix soltando un eructo y aposentándose al lado de Carbo.
—¿Dónde está tu amigo?
—¿Gaius? Ha ido a buscar las bebidas. Yo era el encargado de encontrar sitio. Por
todos los dioses… ¡este sitio está hasta los topes! —Se inclinó hacia Carbo y llenó el
aire de vapores etílicos—. ¿Tu colega le está dando un repaso a una de las putas?
—Sí. —Carbo desvió la mirada hacia las escaleras, que estaban vacías. «¡Date
prisa, Navio!».
—¿De dónde ha sacado el dinero?
Carbo se devanó los sesos con frenesí.
—Hemos juntado lo que teníamos y lo hemos echado a suertes. Navio ha ganado.
No era una cantidad elevadísima pero ha conseguido convencer a una de las mujeres.
Ese hombre tiene un pico de oro —mintió, maldiciendo en silencio porque acababa
de echar al garete toda posibilidad de sexo, por lo menos mientras Felix estuviera por
ahí. Tenía que comportarse como si tuviera muy poco dinero.
—Menuda suerte, el cabrón. Me encantaría hacer lo mismo, pero solo tengo
dinero suficiente cuando cobro la paga. ¡Y no es muy probable que esté aquí la
próxima vez que cobre! —Dedicó una mueca de complicidad a Carbo—. Se acerca
un gran enfrentamiento.
—Lo sé. Toma, bebe un poco de mi vino mientras esperas. —Vació los posos de
un vaso usado que había encima de la mesa y lo llenó hasta el borde.
—No me importa. —Felix dio un buen trago y se relamió de gusto—. No está
mal. Mejor que el vinagre que servían en el restaurante, ¿eh?
—Eso no es difícil.
—¡Bien cierto! Yo me llamo Felix, ¿y tú?
—Carbo.
Se dedicaron un asentimiento mutuo con expresión amistosa. «Qué curioso —
pensó Carbo—. Quizá tenga que matar a este hombre un día de estos. O él a mí».
—Pareces un buen candidato. ¿Por qué no estás en las legiones?
Se encogió de hombros.
—Soy de campo. Lo único que sé hacer es cultivar la tierra.
—¿El campo? Te lo regalo. ¡Demasiado aburrido! ¡Servir en el ejército es mucho
más entretenido! —A Felix se le ensombreció el semblante—. Hasta que aparece un
tipo como Espartaco, claro está.
—Pero seguro que Longino puede con él, ¿no?
—¡El procónsul no tiene ninguna varita mágica! Solo cuenta con dos legiones. El
tracio dispone de más de cincuenta mil hombres. Está en clara desventaja.

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Carbo se permitió adoptar una expresión amarga.
—¿Eso es lo que hay, entonces? ¿Longino será derrotado, igual que los cónsules?
Era como si Felix no pudiera resistir la tentación.
—A pesar de lo que he dicho antes, Longino es un viejo astuto. Tiene un plan. Un
plan que debería pillar desprevenido a ese hijo de puta.
—Ah, ¿sí? —dijo Carbo con indiferencia. En su interior, el corazón le había
empezado a palpitar.
Felix se dio un golpecito en la nariz.
—Solo se cuenta a quienes necesitan estar informados.
—Por supuesto. —Sirvió más vino para disimular su furia.
—Eres un buen tipo, Carbo, igual que yo. A tu salud y a la mía. ¡Por la muerte de
Espartaco y de todos y cada uno de los canallas que le siguen!
—Brindemos por ello —masculló Carbo.
Unas voces subidas de tono en la puerta les hicieron desviar la atención. Había
entrado un grupo de legionarios con el uniforme de campaña al completo. Dirigidos
por un optio, se dividían en parejas y recorrían el local, observando uno por uno a los
hombres que había en todas las mesas.
A Carbo se le revolvió el estómago de tal manera que le entraron náuseas. «En
nombre del Hades, ¿qué quieren?».
—Es la puta guardia —gruñó Felix.
—¿Por qué están aquí?
—Por lo de siempre. Buscan a soldados que hayan salido sin permiso. —Vio la
mirada inexpresiva de Carbo y extrajo una pequeña tablilla de madera del monedero
—. Todos necesitamos esto para salir del cuartel. Si te pillan sin una, pasas diez días
en chirona.
—¡Ah! —Pero Carbo volvió a desasosegarse en cuanto vio a un legionario tarugo
hablando con el coloso de la puerta. Era el mismo soldado que estaba fuera cuando él
había ido al foro. No podía tratarse de una coincidencia. Carbo dirigió la mirada hacia
las escaleras. Seguía sin haber ni rastro de Navio. «¡Maldita sea!».
Una silueta se cernió sobre ellos.
—¡Gaius! Pensaba que te habías perdido. —Felix alzó el pulgar en dirección a
Carbo—. Es el tipo al que hemos conocido antes. Se llama Carbo. —Gaius soltó un
gruñido receloso cuando tomó asiento al lado de Felix—. Eh, venga. Ha compartido
el vino conmigo.
—Hummm. ¿Dónde está su amigo?
—Tirándose a una de las putas.
Carbo vio con el rabillo del ojo a un par de legionarios que se acercaban. Sin
embargo, lo que hizo que el corazón casi le saltara del pecho fue ver al soldado
tarugo abriéndose camino entre las mesas abarrotadas y observando el rostro de todos
los hombres. No tardaría más de unos instantes en llegar a ellos. «Me está buscando».
Carbo tenía esa corazonada. Estaba a punto de levantarse cuando le pusieron una

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copa de vino delante de las narices.
—Trágatelo.
—Gracias. —Carbo lo engulló de un solo trago.
—Por la verga de Júpiter, ¡mira que tienes sed! ¿Seguro que no quieres alistarte a
las legiones? Encajarías bien. —Con una sonrisa de oreja a oreja, Felix le sirvió otra.
Carbo volvió a hacer ademán de marcharse, pero entonces le llevaron el plato de
pan con queso. Entretuvo al mozo el máximo posible, hurgando para encontrar las
monedas adecuadas y preguntándole dónde estaban las letrinas. El esfuerzo no valió
la pena, porque en cuanto el mozo se marchó, el legionario tarugo ocupó su lugar.
—Buscas en el lugar equivocado —dijo Felix, mostrando su pase con agresividad
—. Todos lo tenemos. ¿Por qué no te vuelves al puto cuartel y nos dejas tranquilos?
—Cállate la boca, soldado. —El hombre no dejó de recorrer los rostros alineados
en el banco con su mirada penetrante.
Carbo enterró la nariz en la copa de vino, sin perder la esperanza de que no se
fijara en él.
—Tú, mírame. —«Mierda»—. ¡Te estoy hablando, rata de alcantarilla!
—Déjale en paz, imbécil —dijo Felix—. Es un paisano.
—Quiero hablar con él.
—¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño? —exigió Felix al tiempo que se
ponía en pie.
—No te metas en esto, imbécil.
—Es amigo mío, gilipollas. Déjalo en paz.
Carbo notó que Felix daba un paso adelante y empujaba al hombretón en el
pecho. ¿Qué debía hacer él?
—¡Cabrón de mierda! Llevo todo el día observándole. Él y su amigo llevan un
montón de monedas de oro. ¿Qué hacen dos mierdas como ellos con tanto dinero?
Este también se ha buscado a un escriba para enviarle una carta a sus padres
diciéndole que va a emprender un largo viaje.
—¿Cómo? —dijo Felix como un tonto, bajando la mirada hacia Carbo, cuya
garganta se había cerrado de miedo.
«Este imbécil debe de haber visto a Navio sacando el aureus y luego me ha
seguido desde aquí». No tenía más tiempo para pensar.
—Son unos putos espías. ¡Espías de Espartaco!
Carbo se puso en pie de un salto. Arrojó el contenido de la copa a la cara del
legionario y a continuación derribó la mesa que los separaba. El soldado se puso a
despotricar y cayó al suelo rodeado de platos y vasos. Carbo esprintó hacia las
escaleras lanzando una mirada de disculpa a Felix, que estaba desconcertado. No
tenía ninguna posibilidad de salir por la puerta delantera y no podía abandonar a
Navio.
—¡Detenedle! ¡Es un espía!
Un par de legionarios se interpuso en su camino. Carbo saltó a la mesa más

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cercana y derramó copas de vino por todas partes. Mientras los hombres sentados a su
alrededor gritaban sorprendidos y enfadados, saltó a la mesa que estaba más allá y de
ahí otra vez al suelo. Cuatro pasos más y estaría al pie de la escalera. Una mano le
tiró de la parte posterior de la túnica. Carbo sacó la navaja, se giró e hizo un corte en
el brazo al soldado que lo había agarrado por detrás. Salió sangre a chorros y el
asaltante se apartó gritando.
Carbo subió los peldaños de las escaleras de dos en dos. Se arriesgó a echar un
vistazo al local y el corazón se le aceleró todavía más. Le perseguían más de una
docena de soldados encabezados por el legionario tarugo. Tendría tiempo de buscar a
Navio en una habitación, no más.
Carbo subió los últimos peldaños a la velocidad del rayo. Se encontró con un
pasillo que se bifurcaba a izquierda y derecha. ¿Hacia dónde? Izquierda. Se internó
en el pasaje rápidamente, iluminado de forma tenue por una única lámpara de aceite
colgada. En los muros había escenas eróticas pintadas, pero Carbo no les prestó
atención alguna. Por todos los dioses, ¿cuál debía escoger? Oía las sandalias
tachonadas que le perseguían con un retumbo. Cerró los ojos con fuerza. «¡Fortuna,
ayúdame!». La primera puerta que Carbo vio cuando volvió a mirar fue la segunda de
la izquierda. Empujó con el hombro y la abrió de golpe astillando la madera.
Por una vez la diosa de la buena suerte había respondido a sus plegarias.
—Pero ¿qué…? —bramó Navio, cuyo culo al aire sobresalía por entre las piernas
abiertas de la morena.
—¡Levanta! ¡Levántate! ¡Saben quiénes somos!
—Yo… —La protesta de Navio se le quedó ahogada en la garganta cuando oyó a
los hombres por las escaleras. Se apartó de la prostituta, que entonces se puso a gritar,
y cogió su licium.
Carbo echó una mirada alrededor del pequeño cuarto y reparó en el ventanuco.
—¡Vamos! —Se acercó rápidamente y abrió las contraventanas, que crujieron
contra el muro exterior. Asomó la cabeza y vio un tejado que cubría parte de la planta
baja a escasa distancia. Volvió a guardar la navaja ensangrentada en la funda.
Sacando una pierna fuera, Carbo se agarró al marco de madera mientras movía la otra
pierna. Enseguida cayó encima de las tejas. Alzó la vista y le alivió ver las piernas
desnudas de Navio detrás de él. Su amigo aterrizó a su lado con un golpe seco, en
cueros pero sujetando la prenda de ropa interior. Carbo reprimió las ganas de reír.
—¿Por dónde?
Oyeron gritos airados procedentes de la habitación de más arriba.
Carbo intentó recobrar la compostura. A su izquierda había más luz, lo cual
significaba que era más probable que fuera la parte delantera de la taberna. No era la
mejor ruta que tomar.
—¡Por ahí! —Fue avanzando por las tejas con el máximo cuidado posible en una
superficie irregular e inclinada en la más completa oscuridad. Oyó un juramento
apagado detrás de él cuando Navio se golpeó el dedo gordo.

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—¿Dónde están? —gritó una voz—. ¡Id a buscar una antorcha!
Carbo tropezó y casi se cayó por el borde del tejado. Había luz apenas suficiente
para que distinguiera la superficie pavimentada de un patio, una carreta y un tonel de
agua. «Es el patio del establo de la taberna». Respiró hondo, saltó y cayó con fuerza
en los adoquines de más abajo. Se estaba quedando sin respiración, pero alzó la vista
y no vio a nadie. «Gracias a los dioses». Navio cayó a su lado.
—En nombre de Hades, ¿qué vamos a hacer?
—¡Despistar a esos cabrones que nos siguen! —susurró Carbo—. De lo contrario
somos hombres muertos. —Vio un hueco entre los dos edificios del establo y corrió
hacia él. No tenía ni idea de adónde conducía.
Resultó que era el estercolero, que estaba cercado por tres lados por un muro.
Una serie de golpes pesados en el patio anunció la llegada de los legionarios. No
tenían nada que perder. Intentando no respirar, Carbo empezó a trepar por el
montículo de mierda. Enseguida tuvo el apestoso estiércol hasta el tobillo primero y
luego hasta la rodilla. Movido por una clara desesperación y por los jadeos de Navio
detrás de él, fue subiendo hasta tener al alcance la parte superior del muro.
Impulsándose por encima de los ladrillos, echó un vistazo rápido a lo que había al
otro lado antes de dejarse caer. Por suerte no estaban lejos del estrecho callejón.
—¿Dónde estás?
—Aquí, al otro lado —respondió Carbo—. Si quieres sobrevivir, ¡trepa!
Entonces asomó la cabeza de Navio, seguida del torso y de una pierna.
—Estoy lleno de mierda.
—Esa es la menor de nuestras preocupaciones.
Navio se agachó y los dos se quedaron de ese modo unos instantes aguzando el
oído. Los gritos de confusión procedentes del patio de la taberna pusieron de
manifiesto que por el momento no habían descubierto su vía de escape. Sin embargo,
no tardarían demasiado. En cuanto alguien llevara luz, los legionarios verían que sus
huellas ascendían por el estercolero. Tenían que moverse, y rápido. El callejón en el
que se encontraban estaba formado por los muros de dos edificios grandes. «Bloques
de viviendas o casas grandes», pensó Carbo.
—¿Qué coño vamos a hacer? —preguntó Navio—. Apostarán a hombres en todas
las calles que rodean la taberna. El primero que me vea sabrá quién soy.
Carbo captó el deje de desesperación en la voz de su amigo e intentó no
contagiarse. Bajó corriendo hacia la franja de luz que formaba la intersección del
callejón con la calle. Miró a izquierda y derecha, y emitió un gruñido entrecortado.
Un grupo de legionarios ya estaba peinando la vía desde ambos extremos. Uno de
cada dos hombres sostenía una antorcha que emitía luz suficiente para que sus
compañeros asomaran la cabeza en todos los recovecos.
Navio le vio la cara.
—¿Pinta mal? —Carbo le explicó lo que había visto—. ¿Qué hemos hecho para
merecer esto?

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—Pensar con la polla en vez de con el cerebro —le espetó Carbo.
—Tienes razón. Lo siento —musitó Navio.
—No es solo culpa tuya. Yo también me he apuntado.
—¡Eh! ¡Por aquí! Creo que han subido por aquí —gritó una voz al otro lado del
muro.
—Matemos al primer hombre que aparezca —sugirió Carbo—. Le quitamos la
espada y con un poco de suerte conseguimos otra del siguiente. Por lo menos
moriremos como hombres.
Navio asintió con virulencia.
Volvieron a deshacer sus pasos por el callejón.
«Qué forma tan estúpida de morir», pensó Carbo.
Entonces, para su desconcierto más absoluto, se abrió una puerta del muro que
quedaba a su izquierda. Apareció un muchacho con una túnica que le quedaba
demasiado grande sujetando un balde lleno de restos de la cocina.
Carbo se sintió esperanzado. Justo cuando el esclavo los vio y abrió la boca para
gritar, Carbo se la tapó con la mano.
—No hagas ni un solo ruido. Somos los hombres de Espartaco. Los legionarios
nos persiguen. ¿Nos puedes ayudar?
—¡Echadme una puta mano para subir! —bramó la voz que Carbo acababa de oír
—. ¡Rápido!
El muchacho desvió la vista hacia el muro antes de volver a mirar a Carbo.
—Si no nos ayudas, somos hombres muertos —siseó Carbo.
El muchacho le apartó la mano.
—Entrad. —Se fundió en la oscuridad.
Carbo no se paró a pensar, se limitó a seguirle. Notaba que Navio iba detrás de él.
El muchacho los rozó al pasar y cerró la puerta sigilosamente. Se oyó un pequeño
crujido cuando echó el cerrojo y entonces se quedaron los tres jadeando en la
oscuridad más absoluta. Escuchando.
Un golpe seco.
—Estoy al otro lado.
—¿Ves algo? —preguntó una segunda voz.
—Ni rastro de esos cabrones, no. —Un siseo metálico cuando una espada se
deslizó por la vaina.
—¡Estoy de mierda casi hasta la cintura!
—¡Me da igual! Plántate aquí.
Juramentos contenidos y otro golpe seco.
El tintineo de la cota de malla. Las pisadas de dos hombres que se movían con
gran sigilo.
—Hace rato que se han marchado.
—Eso no se sabe —dijo el soldado que había saltado el muro en primer lugar—.
Aquí hay una puerta, mira.

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Carbo sujetó el puñal con más fuerza.
—Que está cerrada por dentro —dijo el segundo legionario con acritud—. Se han
ido a la calle, seguro. Una de las patrullas los encontrará enseguida.
—Confiemos en ello.
—¿Qué te preocupa? No habrán descubierto nada.
—Da igual, pero no queremos que Espartaco se entere de las catapultas que
tenemos ocultas.
Carbo se quedó petrificado.
El compañero del soldado soltó una risa burlona.
—No tendrá ni idea. La chusma de esclavos marchará por la carretera hacia el
norte, tan gallitos como quieran, siguiendo a nuestra fuerza que hace de señuelo. Sin
embargo, se llevarán el susto de su vida cuando las ballistae los pulvericen.
—¡Ja! Y aunque algunos consigan llegar a los Alpes no recibirán precisamente
una calurosa bienvenida si se dirigen a Tracia —dijo el primer hombre con una
sonrisa—. Alguien me ha dicho que Marco Lúculo acaba de machacar a las tropas
tracias que luchaban con Mitrídates. A decir de todos, está arrasando la mitad de esa
puta zona.
La voz de los legionarios se fue apagando a medida que avanzaban por el
callejón.
—¿Has oído eso? —susurró Carbo.
—Sí. Increíble.
Todavía no estaban fuera de peligro, pero Carbo no daba crédito a la suerte que
habían tenido.
Navio se rio por lo bajo.
—¿De qué te ríes?
—Hace unos momentos me estaba tirando a la puta más guapa que he visto en mi
vida. Ahora estoy desnudo, lleno de mierda en una despensa oscura como boca de
lobo, pelándome de frío. Pero me da igual por lo que acabo de oír.
Carbo tuvo que morderse la parte interior de la mejilla para no echarse a reír.
A pesar de las noticias inquietantes sobre Tracia, estar vivos era todo un logro que
agradecían.

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La suerte siguió acompañando a los amigos. En cuanto les quedó claro que los
legionarios se habían marchado definitivamente, los amigos habían permitido que
Arnax, el muchacho de piel amarillenta que los había salvado, encendiera la lámpara
de aceite. Gracias a la llama parpadeante vieron una estancia mugrienta llena de
cepillos, trapos de limpieza, baldes y un fregadero repleto de vajilla sucia. Era el
escondrijo perfecto. Pocas personas, ni siquiera esclavos, decidían entrar en la
trascocina a no ser que no tuvieran más remedio. Mientras Carbo interrogaba a
Arnax, Navio había podido limpiarse buena parte del estiércol y por fin se había
puesto el licium.
Enseguida habían averiguado que Arnax pertenecía a un anciano que vivía solo
con un puñado de esclavos. Siempre y cuando mantuviera los suelos, la cocina y el
patio limpios, Arnax podía arreglárselas solo. Aquel descubrimiento había permitido
que la pareja se relajara un poco. Al cabo de un rato se animaron, porque el
muchacho reapareció con una túnica y un par de sandalias para Navio, además de un
poco de comida y agua del pozo de la casa.
Se prepararon para marcharse alrededor de la medianoche. No les hicieron falta
grandes dosis de persuasión para convencer a Arnax de que fuera con ellos.
—Cuando los soldados no nos hayan encontrado antes del amanecer —había
advertido Carbo— volverán sobre sus pasos. Les resultará fácil ver por dónde
saltamos el muro. Un par de huellas de estiércol les conducirá hasta esta puerta.
Cuando vayan a hablar con tu amo, solo habrá una persona a quien echarle la culpa:
tú.
Al oír eso, Arnax había empalidecido.
—Ven con nosotros —le había instado Carbo—. Serás libre, como todos los
miembros del ejército. Siempre nos puede ir bien un muchacho espabilado como tú.
—Solo tengo once años.
—Eso da igual. Los cocineros, los herreros y los mozos que cuidan de los
caballos de la caballería siempre necesitan ayuda. —Carbo había visto la decepción
en los ojos oscuros de Arnax y había hecho una concesión—. O podrías encargarte de
limpiar nuestras cosas y cocinar para nosotros.
—¡Eso sí!
Y así había quedado la cosa.
Cogieron un trozo de cuerda de la trascocina y el trío se coló por las calles de la
ciudad, agradecido por las nubes que habían reducido la luz del exterior a casi una
oscuridad absoluta. Entonces los amigos habían agradecido todavía más la presencia
de Arnax. Se orientaba bien y los había conducido hacia la muralla sur a fin de evitar
a varias patrullas. En una ocasión habían avistado a los centinelas que patrullaban por
las almenas y calculado la frecuencia de su paso, así les había resultado fácil trepar,
sujetar la cuerda a un pilar de las murallas y bajar hasta el foso situado al pie del

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muro.
Desde allí habían cubierto la larga distancia hasta el campamento a pie pero
satisfechos. Llegaron justo después del amanecer. Arnax había abierto unos ojos
como platos al ver la gran cantidad de hombres y tiendas, y Carbo le había dado una
palmadita en el brazo.
—¿Te das cuenta ahora de por qué nos tienen pánico en Mutina?
Llevaron al sobrecogido Arnax a su tienda y lo dejaron allí con instrucciones de
que les preparara el desayuno. Fueron en busca de Espartaco de inmediato. Como
temían recibir un castigo, ambos eran reacios a confesar la verdadera historia de lo
ocurrido. Si les pedía explicaciones por el olor ácido que seguía emanando Navio,
decidieron que dirían que había bebido demasiado y se había caído en un estercolero
mientras caminaban por las calles a oscuras. Carbo había tenido que rescatarlo.
Encontraron a Espartaco sentado junto a la hoguera, hablando con Castus y
Gannicus. Atheas y Taxacis estaban cerca como siempre, como dos perros
guardianes.
Castus hizo una mueca en cuanto se acercaron.
—¡Fua! Alguien huele a boñiga de caballo.
Gannicus sonrió al ver la vergüenza de Navio. Hasta Espartaco esbozó una
sonrisa.
—En nombre del Jinete, ¿qué os ha pasado?
—¿Dónde habéis estado? —preguntó Castus.
«No estaban al corriente de nuestra misión —pensó Carbo—. Espartaco quiere
demostrarles lo listo que es».
—Mutina —repuso Navio.
Castus adoptó una expresión suspicaz y lanzó una mirada a Gannicus, que
tampoco parecía muy contento.
—Por Hades, ¿qué hacían nuestros dos «romanos» allí, Espartaco?
—Caerse en estercoleros. ¿Qué otra cosa iban a hacer?
Castus se sonrojó.
—No te hagas el gracioso conmigo.
—¿Por qué no nos informaste de esto? —se quejó Gannicus.
—¿Acaso os lo tengo que contar todo?
—Antes nos contabas lo que planeabas…
—Ahora estáis aquí —interrumpió Espartaco con brusquedad—. Han ido a
recabar información. Los dos podéis escuchar el informe de primera mano. ¿No os
basta?
Castus hizo ademán de decir algo más, pero Gannicus, que parecía más enfadado
de lo que Carbo lo había visto jamás, le puso una mano en el brazo. Mirando con
furia, Castus decidió guardar silencio.
—Por lo que parece, vuestra misión no ha salido del todo de acuerdo con el plan.
No recuerdo haberos dicho que os lanzarais a un estercolero.

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—Sufrimos algunos percances, señor —repuso Navio con incomodidad. Las cejas
de Espartaco formaron un arco bien definido—. Nosotros, eeeh… —Navio vaciló—.
Tomamos unas cuantas copas. Acabé en un estercolero. Carbo me sacó.
Los galos se rieron con ganas.
«No ha tenido que mentir». Carbo sintió una punzada de alivio, pero no duró.
«Todavía».
—Eso no tiene nada de malo siempre y cuando también hicierais lo que os pedí.
—La voz de Espartaco había perdido todo atisbo de diversión—. ¿Habéis averiguado
algo?
—Pues sí —afirmó Carbo, ansioso por contarlo—. Longino está planeando un
ataque sorpresa para cuando avancemos más allá de la ciudad. Por lo que parece, hay
una zona de terreno oculto a la que se accede desde la carretera que lleva al norte.
Ahí estarán sus ballistae. —No sabía muy bien por qué, pero Carbo no mencionó lo
que los legionarios habían dicho sobre la reciente victoria romana sobre los tracios.
Agradeció que Navio tampoco dijera nada.
—Malditos romanos cabrones —masculló Castus. Gannicus expresó lo mismo a
voz en grito.
—¿Sabéis dónde es ese sitio? —preguntó Espartaco.
—No.
—¿O cuántas catapultas tiene?
Carbo negó con la cabeza a modo de disculpa.
Espartaco se pasó un dedo por los labios, meditabundo.
—Es una jugada inteligente. Longino podría tener veinte ballistae, o más, si esto
se le ocurrió hace tiempo. Un buen taller podría fabricar una pieza en varios días.
Como es natural, los artilleros las alinearían con anterioridad. —Se volvió hacia los
galos—. Imaginad la carnicería que dos docenas de catapultas, por poner un ejemplo,
causarían. Podrían soltar seis ráfagas antes de que nuestros soldados tuvieran ocasión
de responder.
—Y entonces es cuando las legiones atacarían —apuntó Gannicus.
—Precisamente. ¿Hay algo más, Carbo?
—No —repuso con inquietud.
—Da igual. Seguro que ese será el plan de Longino. Pero ahora podemos hacer
todo lo posible para asegurarnos de que su plan falle. —Espartaco dejó la mirada
perdida.
Sin embargo, Castus no se quedó satisfecho.
—¿Por qué no habéis averiguado más?
«Tú no eres quien arriesgó la vida para descubrir esto», pensó Carbo enfurecido,
pero se limitó a decir:
—Porque los soldados que lo contaron se marcharon.
—¿Y por qué no les seguisteis? —fue la réplica inmediata.
—No podíamos —repuso Navio con expresión irritada.

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—¿Estabais demasiado borrachos? ¿Fue entonces cuando te caíste al estercolero?
—preguntó Castus con desprecio.
—¿Qué más da? —intervino Espartaco—. Desde un primer momento estaba claro
que no podrían hacer mucho más que escuchar conversaciones ajenas a hurtadillas. Si
no hubieran sido discretos, ahora no estarían aquí. Basta con que hayan regresado
sanos y salvos con noticias sobre el plan de Longino.
—Eso es lo que tú opinas —espetó Castus—, pero yo no. Aquí hay mucho más
de lo que cuentan. ¿Verdad, Gannicus?
—Sí. Estos dos están tan nerviosos como un cornudo cuando el marido llega a
casa.
—¿No os fiais de ellos?
—No —espetó Castus—. Son romanos.
Espartaco endureció la expresión.
—Ya nos hemos encontrado en esta situación con anterioridad. ¡Estos dos
hombres han demostrado su lealtad en infinidad de ocasiones!
—Dicen que la sangre tira. Yo siempre he estado de acuerdo con esa afirmación
—dijo Castus.
«Motivo por el que no me fiaría de ti bajo ningún concepto, cerdo galo».
—Propongo que les sonsaquemos la información con una paliza —sugirió Castus
con actitud beligerante.
En vez de defender a sus hombres, Espartaco miró a Gannicus.
—¿Opinas lo mismo?
—Se guardan algo. Está tan claro como que tengo ojos en la cara. Como
«líderes». —Gannicus hizo especial hincapié en esta palabra— de este ejército
tenemos derecho a saberlo todo y a averiguarlo mediante el método que sea
necesario.
«Ahora no es momento para peleas. Hay una batalla que librar». Espartaco se
revolvió contra los amigos.
—¿Qué coño ha pasado? —No dijeron ni palabra—. ¡Por todos los dioses! A no
ser que queráis que Castus, Gannicus y sus hombres os den una lección que nunca
olvidaréis, hablad.
Conmocionado, Carbo miró a Navio, que se encogió de hombros con resignación.
—La ciudad estaba llena de soldados por todas partes, pero ninguno de ellos
decía gran cosa. Era obvio que les habían ordenado que mantuvieran el pico cerrado.
Tuvimos poca suerte en un restaurante, así que fuimos a varias tabernas. No oímos
nada, por lo que decidimos probar en una de las tabernas preferidas de los soldados
—Carbo notó que se sonrojaba—, en la que se suponía que había buenas putas.
Espartaco enarcó las cejas, pero ocultó su regocijo. Atheas y Taxacis se rieron
gustosos de la vergüenza de Carbo, pero los dos galos estaban mucho menos
contentos.
—Os envían a Mutina en una misión de espionaje, pero os interesa más vaciar los

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huevos. ¡Es increíble! —bramó Castus.
—¿Y entonces? —preguntó Espartaco.
—Navio subió arriba con una prostituta.
—¿Cómo pagaste por sus servicios? —Espartaco formuló la pregunta con voz
queda, aunque ello no ocultó el tono amenazante.
—Llevaba un par de aurei —reconoció Navio con tristeza.
—¿A pesar de que os dije que llevarais poco dinero?
—Sí.
Los labios de Espartaco se convirtieron en una línea fina.
—Mira que tienes cojones. Continúa —ordenó a Carbo.
Había llegado el momento de reconocer su parte de insensatez. A Carbo le
entraron náuseas.
—Fui al foro.
—¿A qué hacer?
—A buscar un escriba.
—¿Un escriba? —A Espartaco se le salieron los ojos de las órbitas.
—Sí. Dicté una carta para mis padres en Roma.
Los dos galos soltaron unas risas de incredulidad.
—¿Eres un imbécil rematado o qué? —gritó Espartaco.
—Si alguien te hubiera visto, le bastaba con leer la nota para saber quién eres —
rugió Castus—. ¡Hay que cortarte la apestosa cabeza de romano que tienes!
—No la envié —se apresuró a decir Carbo. Amilanado ante la expresión furiosa
de Espartaco, continuó—: aunque alguien debió de verme porque poco después de
regresar a la taberna, un grupo de soldados registró el local. Me reconocieron, pero
conseguí correr arriba. Fortuna me indicó la puerta correcta.
—Te habrías merecido que te pillaran —masculló Castus.
«Pero entonces no sabrías lo de las catapultas escondidas», pensó Carbo
enfurecido. Tuvo la sensatez de guardarse el comentario para él solo.
—Saltamos por la ventana y acabamos en el patio de la taberna. Me metí en un
hueco entre dos edificios que llevaba al estercolero del establo. No había más
remedio que trepar por él y saltar el muro. Navio iba desnudo —ahí ignoró las risas
burlonas de los galos— y se cayó mientras intentaba trepar.
—Debiste de interrumpirle cuando estaba a medias —dijo Castus con una mirada
lasciva.
—Pues… sí, estaba muy ocupado —reconoció Navio, enfadado y muy incómodo.
Castus y Gannicus se rieron burlonamente. Los escitas se carcajearon. Hasta
Espartaco se echó a reír.
—De todos modos, conseguisteis escapar. —Gannicus habló con un tono más
amable que antes, lo cual animó a Carbo. Un poco de humillación era preferible a
más acusaciones de traición.
—Sí. Fuimos a parar a un callejón. Inspeccioné la salida, pero las calles de más

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allá estaban llenas de soldados. Pensamos que estábamos acabados, pero los dioses
volvieron a intervenir. En la fachada de una casa se abrió una puerta y apareció un
joven esclavo. Le dije quiénes éramos y le pedimos ayuda y cumplió. Entramos y
cerró la puerta. —Carbo rio al recordarlo—. Al cabo de un momento, un par de
legionarios aterrizaron en el callejón y pasaron por delante de la puerta.
—Fue entonces cuando nos enteramos de la emboscada de Longino —añadió
Navio.
—Ya habíamos cumplido nuestra misión. Esperamos hasta que fue muy tarde y
entonces, guiados por el chico, nos dirigimos a las defensas y escalamos los muros.
Fue fácil regresar aquí —explicó Carbo.
—Sois un par de imbéciles —espetó Espartaco. Los galos repitieron sus palabras
a voz en grito.
Conscientes de que ni mucho menos estaban fuera de peligro, los amigos bajaron
la mirada al suelo.
—Pero… si no hubieran hecho lo que hicieron, no nos habríamos enterado de esta
noticia tan jugosa. ¿Verdad, Castus? ¿Gannicus?
—Los caminos de los dioses son inescrutables —declaró Gannicus.
—¿Satisfecho, Castus?
—No. Siempre intentas cubrir las espaldas de tus hombres, ¿verdad? ¿Qué más
da? Es un milagro que estos imbéciles salieran de allí con vida.
—Pero sí que lo consiguieron, y con información útil —insistió Espartaco.
—Supongo —reconoció Castus a regañadientes.
—La próxima vez que tengas en mente una misión secreta —dijo Gannicus—,
quiero enterarme de antemano, ¿vale? O todos nosotros dirigimos a este puto ejército
o ninguno.
—De acuerdo —mintió Espartaco. No tenía ninguna intención de contar a los
galos todo lo que hacía, pero necesitaba su apoyo para la batalla inminente—. La
próxima vez me aseguraré de manteneros informados.
El gruñido de Castus transmitió todos los tonos de sospecha existentes bajo el sol.
A Gannicus se le veía un poco más contento, pero poco más.
Espartaco desvió la mirada hacia Carbo y Navio.
—La próxima vez que os dé una orden, quiero que la obedezcáis al pie de la letra.
Nada de llevarse monedas de oro en vez de calderilla. Nada de decidir escribir una
carta a los padres. —Dedicó una mirada especialmente dura a Carbo—. No he oído
una estupidez semejante en mi vida. El único motivo por el que no os dejo en manos
de los escitas es por vuestro historial. Si vuelve a pasar una cosa así, los dos acabaréis
siendo pasto de los buitres. ¿LO HABÉIS ENTENDIDO?
—Sí —musitaron al unísono.
—Que no se os olvide.
Movieron los pies de un lado para el otro con nerviosismo, claramente
conscientes de la mirada depredadora que tenían clavada en la espalda y de la cólera

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de los galos.
Espartaco cambió de tema.
—Tenemos que enviar a varios soldados de caballería a hacer un reconocimiento
de la carretera que hay más allá de Mutina —anunció—. Si ven algo sospechoso, se
fijarán en su ubicación, pero no actuarán al respecto. Dejemos que los romanos
piensen que su secreto está salvaguardado. Podemos enviar más exploradores al
amparo de la noche.
—¡En cuanto descubran el lugar, destruimos las catapultas! —Castus lucía una
expresión ávida y feroz.
—¡Por supuesto que sí! —gruñó Gannicus—. Y Castus y yo estaremos al mando.
Espartaco vio lo enojados que estaban y se preguntó si debería haberles
informado de la misión de Carbo y Navio. ¿Habría importado si se lo hubiera dicho?
—Es justo lo que iba a sugerir.
—Bien, porque pensábamos hacerlo de todos modos —espetó Gannicus,
haciendo una mueca mientras Castus mostraba su aprobación con un gruñido—. Lo
único que necesitamos para reducir a cenizas la artillería de Longino son mil hombres
con baldes de aceite y unas cuantas antorchas.
—Vale. —Espartaco esbozó una sonrisa alentadora. «Mantenlos contentos por
ahora»—. En cuanto las ballistae estén fuera de circulación, solo tendremos dos
legiones en las que pensar. El terreno a ambos lados de la carretera es llano. Dará
igual dónde nos enfrentemos a ellos.
—Estoy ansioso por que llegue el momento —gruñó Castus—. Machacaremos a
esos mamones.
—Con la ayuda del Gran Jinete, eso es exactamente lo que haremos —convino
Espartaco satisfecho. No dijo ni una palabra sobre los Alpes. Un asunto tan espinoso
volvería a hacer explotar a Castus y Gannicus. Dejó el problema de lado—. Podemos
perfilar los detalles exactos cuando regrese la caballería.
—De acuerdo —dijo Castus. Miró a Carbo—. ¿Cómo se llama el chico que os
salvó?
—Arnax. —«¿Qué más te da?».
Castus soltó un gruñido. Acto seguido, se marchó charlando animadamente con
Gannicus acerca de cómo destruirían las fuerzas de Longino.
Espartaco, absorto en sus pensamientos, empezó a pinchar el fuego con un palo.
Era una señal clara de rechazo.
—Necesito lavarme —dijo Navio con voz queda—. Y el desayuno nos espera,
¿vienes?
—Todavía no —repuso Carbo. Pronunció la palabra «Lúculo» moviendo los
labios y Navio asintió al comprender.
—Hasta luego.
Carbo se encontró a Espartaco mirándolo con expresión inquisidora cuando
volvió.

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—¿Hay algo más?
—La verdad es que sí.
Espartaco frunció el ceño.
—¿De qué otro modo desobedecisteis mis órdenes? ¡Atheas! ¡Taxacis!
—No se trata de eso —dijo Carbo, con el corazón acelerado.
Espartaco dejó que los escitas se situaran justo detrás de Carbo antes de levantar
una mano.
—Entonces, ¿qué?
Carbo se secó el sudor que le había perlado la frente. «Por todos los dioses, ¿por
qué no nos limitamos a hacer lo que nos dijo?».
—Los romanos sospechan que vas a marcharte de Italia.
—No es de extrañar, dada la ruta que hemos tomado hasta ahora —dijo Espartaco
con sequedad—. ¿Por qué lo dices?
Carbo comprobó que los galos no podían oírle. Los escitas gozaban de la
confianza de Espartaco, así que su presencia no importaba.
—También dijeron que Marco Lúculo había infligido recientemente una derrota
aplastante a las tropas tracias que luchaban para Mitrídates. Continúa con su campaña
en Tracia.
Espartaco soltó un juramento.
—¿Oíste eso exactamente?
—Sí.
—¿Qué más dijeron?
—Nada. Lo siento.
Espartaco lo perforó con la mirada durante unos instantes.
—Te agradezco que no lo hayas dicho delante de los galos. ¿Por qué te lo has
callado?
—No lo sé —repuso Carbo con sinceridad. Recordó lo beligerantes que se habían
mostrado los galos—. Quizá fuera porque he sospechado que lo utilizarían como una
excusa para no salir de Italia.
—Eres astuto. A veces me pregunto si en algún momento han tenido intención de
hacerlo, pero con una noticia como esta seguro que se negarían en redondo.
—¿Te marcharás de todos modos?
—Por supuesto. Con todos los hombres que quieran seguirme —aseveró
Espartaco con una seguridad que no estaba convencido de sentir en realidad—. Tiene
sentido. Tres derrotas a gran escala no significan nada para los romanos. Tienen un
pozo sin fondo de hombres con los que abastecer las legiones. Al menos en Tracia
estaré en territorio propio, entre los míos. No me costará demasiado unirlos e iniciar
otro levantamiento. —«Haz que sea cierto, Gran Jinete».
Carbo asintió y se tranquilizó un poco más. A pesar de la bronca que le había
caído, siempre tenía presente el hecho de que Espartaco lo había salvado en el ludus y
que también había intervenido para salvar a Chloris. Seguiría al tracio a todas partes.

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Hasta al infierno. A Tracia. Era indiferente.
—Venga, lárgate. Come un poco y descansa. Te lo mereces.
Carbo desplegó una amplia sonrisa al ver el cambio en el tono de Espartaco.
—Si no tengo que participar en el ataque contra las ballistae, esta tarde a lo mejor
voy a cazar.
—De acuerdo. Una cosa más.
—¿Sí?
—Ni una palabra a nadie sobre Lúculo. Dile a Navio que mantenga también la
boca cerrada —advirtió Espartaco—. Bajo amenaza de pena de muerte.
—Por supuesto —respondió Carbo, de nuevo con el corazón palpitante. Se
marchó, ajeno al hecho de haber añadido una montaña a las preocupaciones de
Espartaco.
Después de enviar a Atheas a buscar a los comandantes de caballería, Espartaco
se sentó un rato en silencio. Ariadne no estaba en la tienda que compartían, lo cual
agradeció. Tenía ganas de pensar en las sorprendentes noticias antes de hablarlo con
ella. No había forma de saber si la noticia de la victoria de Lúculo era cierta, pero
tenía que suponer que sí. ¿Por qué iba a inventar algo así un legionario? No podía
decirse que los romanos nunca hubieran derrotado a los tracios. «No es más que un
contratiempo; nosotros los tracios también hemos infligido muchas derrotas
humillantes a esos cabrones», pensó, al recordar con satisfacción la aplastante
victoria de su tribu sobre Apio Claudio Pulcro, el procónsul de Macedonia, hacía
cinco años. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, Espartaco sabía que la tarea
que se había encomendado en cuanto llegaran a Tracia acababa de volverse en mucho
más ardua. ¿Acaso era posible? «¡No pienses así!».
—Estás en otro mundo. Normalmente no puedo acercarme tanto sin que te des
cuenta.
La voz de Ariadne lo devolvió a la realidad. Sonrió y enterró la noticia acerca de
Lúculo.
—Fue buena idea enviar a Carbo y a Navio a Mutina.
Ariadne se puso tensa.
—¿Han vuelto?
—Sí. Longino ha preparado una trampa en la carretera que va al norte. Ha
escondido las ballistae, pero las ha alineado de forma que lancen ráfagas contra el
ejército a medida que marcha. Una emboscada perfecta.
—Malditos romanos —dijo Ariadne enfadada—. ¿Qué vas a hacer?
—Averiguar la ubicación exacta de la artillería. Y esta noche los galos la
destruirán. —Vio la sorpresa de Ariadne—. Se han indignado porque envié espías a
Mutina sin decírselo. Dejar que se encarguen de esta misión ha sido un gesto para
recuperar su confianza, pero harán un buen trabajo. Gannicus en concreto es como un
perro atado corto. Marcharemos por la mañana. Pillaremos a Longino antes de que
tenga posibilidad de reaccionar.

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—Solo tiene dos legiones. —Ariadne quería volver a escuchar aquella cifra tan
pequeña—. Tenemos más de cincuenta mil hombres.
—Eso es, amor mío. Venceremos, no temas.
—Lo sé. —Inconscientemente, se colocó una mano sobre el vientre—. Nuestro
hijo nacerá fuera de Italia.
La rodeó con los brazos para ahuyentar la incertidumbre que había vuelto a
asomar en su mente.
—¡Cuántas ganas tengo de abrazarlo!
Ella le dedicó una mirada cariñosa, pero advirtió algo en la expresión de
Espartaco.
—¿Qué es lo que no me estás contando? —Él no respondió—. ¿Espartaco? ¿Qué
ocurre?
Él la miró fijamente.
—No voy a decirlo ahora mismo. Tengo que pensar en el asunto.
A Ariadne se le formó un nudo de temor en el estómago.
—¿Hay algún otro ejército romano cerca?
—No se trata de nada de eso. —Ella le escudriñó el rostro en busca de una pista
—. Déjalo estar, Ariadne. Lo sabrás a su debido tiempo.
A Ariadne no le agradaba el hecho de que no fuera sincero con ella pero no
insistió. No era momento para sembrar la discordia. Había ballistae que destruir y,
después de eso, otro ejército romano que derrotar. Lanzó una mirada anhelante hacia
el norte, hacia los Alpes. «Cuando estemos a sus pies, todo se verá más claro. Nos
dirigiremos hacia el este». No quería contemplar ninguna otra posibilidad. Aquella
esperanza era la que la había alimentado en los meses que siguieron a la evasión del
ludus. No obstante, la reticencia de Espartaco había plantado la semilla de la duda en
su interior.
Ariadne decidió pedirle ayuda a Dioniso. Ninguna deidad se caracterizaba por
responder a peticiones directamente, pero de vez en cuando ocurría. Recobró los
ánimos al recordar el momento en que tres mil legionarios los habían dejado
atrapados en lo alto del Vesuvio. En su momento de máxima necesidad, Dioniso
había mostrado a Espartaco las parras silvestres que podían emplearse para hacer
cuerdas. ¿Les volvería a ayudar? Si bien su situación no era ni mucho menos tan
desesperada como antes, Ariadne echó en falta la paz mental que la orientación
divina le garantizaría. Una grata calma se apoderó de ella.
Le duró apenas unos instantes. Luego, como si de un aguijón se tratara, Ariadne
pensó en el munus que Espartaco había organizado. ¿Había sido demasiado
sangriento? Como si eso no fuera preocupación suficiente, estaba angustiada por la
vez en que había mentido sobre la voluntad del dios en Thurii. Había dicho a todo el
ejército que Dioniso le había enviado un sueño según el que debían viajar hacia el
este bajo su protección, a territorios que Roma no había conquistado. Ariadne no
había reconocido aquella falsedad ante nadie, ni siquiera ante su esposo. «Lo hice por

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un buen motivo», pensó. Para evitar que Crixus matara a Espartaco. Para ganarse el
apoyo de las tropas y para evitar que se escindieran en distintas facciones. Su
demonio interior respondió de inmediato. «Da igual por qué lo hiciste. Por tus
propios intereses, fingiste hablar con voz divina. Eso muestra una profunda falta de
respeto hacia el dios».
Sintió un inmenso sentimiento de culpa.
—Tengo que ir a rezar —dijo con voz tensa.
—Buena idea. —Preocupado, Espartaco miró cómo se marchaba.
A primera hora de la tarde, la caballería que había enviado fuera ya había
regresado. Habían localizado el lugar más probable donde esconderían las ballistae
romanas. A unos ocho kilómetros del campamento había una depresión detrás de una
ligera pendiente limitada por ambos lados por una zona boscosa muy poblada. Los
soldados de caballería habían visto figuras moviéndose por la arboleda, pero, tal
como les habían ordenado, no habían investigado más. Para mantener el máximo
secretismo posible, Espartaco les ordenó que no dijeran nada a sus compañeros.
Gannicus y Castus habían elegido a un millar de sus mejores hombres para la
misión. Aparte de barriles de aceite de oliva y antorchas, habían armado a las tropas
con el máximo de hachas posibles. Los dos galos, Espartaco y el oficial de caballería
que había dirigido la patrulla deliberaban mientras el sol se ponía por el horizonte.
Faltaban horas para que los soldados elegidos se marcharan. Para evitar que los
vieran los exploradores romanos, la fuerza no saldría hasta que oscureciera.
Espartaco estaba satisfecho. La situación pintaba bien. Sin pensárselo dos veces,
decidió acompañar a Carbo. Siempre había disfrutado cazando, pero en los últimos
tiempos había tenido muy poco tiempo para ello. Pasó por alto la gran cantidad de
cosas que tenía que hacer y el hecho de que era un tanto imprudente salir del
campamento sin guardas. Pensó que le iría bien olvidarse de Longino, de Castus y
Gannicus y de los dichosos Alpes durante unas horas. «No pasará nada. El Jinete
cuidará de mí, como siempre».

—¡Tomáoslo en serio! —bramó Julius, con el rostro bien pegado al de Marcion


—. El hecho de que ya casi hayamos acabado la jornada, y que hayamos machacado a
los romanos las dos veces que nos hemos enfrentado a ellos no significa que podáis
empezar a holgazanear. ¡La instrucción es la instrucción y dura hasta que yo lo diga!
Marcion hizo una mueca de concentración. Alzó el escudo y avanzó hacia Gaius,
su compañero de tienda. Deseó que Julius se largara y molestara a cualquier otro
soldado de su unidad, pero era muy poco probable. Su centurión no cambiaba de sitio
hasta que estaba satisfecho.
Miró a ambos lados. Pasada la centuria, el resto de su cohorte también estaba
ocupada. Más allá los oficiales hacían correr y luchar a cientos de hombres igual que
él, con las armas cubiertas, o atacar a otros grupos que estaban en formación. Los

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gritos y órdenes se mezclaban con el clac, clac de las espadas contra los scuta y el
golpeteo más profundo de los tachones de los escudos en contacto los unos con los
otros. A lo lejos veía a la caballería cargando en masa, dando media vuelta y girando
de tal manera que formaban gráciles arcos mortíferos. Era lo mismo de siempre,
pensó con aire cansino. «Si no estamos marchando, estamos con las dichosas luchas».
—¡Moveos! —gritó Julius.
Marcion atisbó por encima del borde del scutum mientras avanzaba arrastrando
los pies. Gaius estaba a unos diez pasos. Marcion solo le veía los ojos y los pies. El
escudo que llevaba Gaius le protegía casi todo el cuerpo, al igual que el de Marcion a
él. Dejaba muy poco que atacar. De todos modos sabía qué hacer. Se abalanzó hacia
delante con la intención de pillar a Gaius desprevenido. Marcion empleó toda su
fuerza y golpeó el tachón del escudo contra el scutum de Gaius. Aunque Gaius se
había preparado, el golpe hizo que se le aflojaran las piernas y no fue capaz de
esquivar la hoja de Marcion cuando se deslizó por encima del borde de hierro del
escudo.
—¡Maldita sea! —espetó.
—Estás muerto —dijo Marcion con una sonrisa.
—No me volverás a pillar así —juró Gaius.
—Me alegro —dijo Julius con sarcasmo—. Si esto fuera la vida real, ahora
mismo te estarías ahogando con tu último aliento. Repetid.
En cuanto el centurión pronunció estas palabras Gaius cubrió el espacio que lo
separaba de Marcion y se abalanzó sobre él. En esta ocasión Marcion fue quien se
llevó la peor parte y acabó cayendo de culo con el escudo encima. Se quedó sin
respiración por culpa de la caída y no pudo hacer nada para evitar que Gaius le
apartara el scutum y fingiera clavarle la espada en el cuello.
Gaius lo miró con expresión lasciva.
—¡Así aprenderás, mocoso! —Se apartó y permitió a Marcion que se levantara.
—Mejor, Gaius —declaró Julius. Dedicó una mirada severa a Marcion—. No eres
tan bueno como te piensas, ¿eh? —Dolido, Marcion tuvo la sensatez de no responder
—. Bueno, ya basta por hoy. —Julius alzó la voz—. ¡ROMPAN FILAS! ¡Mañana a la
misma hora, sacos de mierda!
Con un suspiro de alivio, Marcion retiró la funda de cuero del gladius y se lo
guardó en la vaina. Se aseguró de que el centurión no pudiera oírle.
—Julius es un pelmazo, pero tiene razón. Tenemos que estar bien despiertos, ¿eh?
Gaius carraspeó y escupió.
—Pues sí, es verdad. Los hombres necesitan que Fortuna esté de su lado cada vez
que van a una batalla. Hasta el mejor soldado puede acabar contemplando una ristra
de sus propios intestinos o peor. ¿Te acuerdas de Hirtius?
—Por supuesto. —Marcion hizo una mueca. Hirtius había sido uno de sus
compañeros de tienda. Era un tonelete y tenía una fuerza descomunal. Eso no había
impedido que acabara con un pilum desviado en el ojo durante el enfrentamiento

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contra las legiones de Gelio. Sus gritos ensordecedores se habían prolongado hasta
que Zeuxis le había hecho el favor de cortarle el cuello.
—¿Quién cocina esta noche? —preguntó una voz grave que conocían.
—¡Te toca a ti, cabrón! —exclamó Gaius indignado.
—Ah, ¿sí? —Zeuxis se secó la película de sudor que tenía en la calva y se la
lanzó a Gaius, que la esquivó al tiempo que soltaba una maldición.
—¡Sabes perfectamente que te toca a ti!
—¡No me mires! —dijo Marcion cuando Zeuxis giró la cabeza—. Preferiría mil
veces probar lo que tú haces por soso que sea que tener que cocinar.
—Yo también —declaró Arphocras, que había sido el adversario de Zeuxis
durante la instrucción—. ¡Mira que eres oportunista! Es lo mismo cada ocho días.
Zeuxis se encogió de hombros.
—No es culpa mía que no tenga tan buena memoria como antes.
—Tú tranquilo, que ya nos acordamos nosotros por ti —se burló Marcion.
A pesar de que Gaius le hubiera superado, Marcion se estaba animando. Era su
parte preferida del día. Se había acabado la instrucción. El calor había menguado,
pero todavía faltaba un buen rato hasta el atardecer. En cuanto hubiera quitado el
polvo al equipamiento, quizá tuviera tiempo de llenar un balde con agua del río y
lavarse. A la mayoría de sus compañeros de tienda les daba igual, pero él no
renunciaba al amor por los pequeños lujos con el que se había criado. Después de un
entrenamiento duro, no había nada que le gustara más que lavarse. Sin embargo, era
mejor escabullirse solo. Si Zeuxis se enteraba, se pasaría el día metiéndose con él. El
deseo de bañarse con regularidad no significaba que le gustaran otros hombres, pensó
enfadado, sino que poseía cierta clase. Quien era primitivo era Zeuxis, no él. Sonrió.
Lo mal que cocinaba era prueba fehaciente de ello.

Carbo había estado ocupado todo el día. Tras un copioso cuenco de gachas de
cebada y miel que Arnax le había preparado, había dormido varias horas. Luego, tal
como habría hecho en circunstancias normales, había intentado encontrar a la cohorte
de la cual era el segundo al mando. Su oficial superior era Egbeo, un tracio enorme
que era uno de los seguidores de Espartaco más fieles y en quien Carbo había llegado
a confiar ciegamente. Encontró a Egbeo instruyendo a los hombres.
—A lo mejor pensáis que ahora los cerdos romanos nos temen, ¡pero no! Nunca
se les puede infravalorar —había bramado el tracio una y otra vez—. Seguís
necesitando practicar uno contra otro. Tenéis que estar firmemente convencidos de
que cuando se dé la orden, todos los hombres que os rodean harán exactamente lo
mismo que vosotros. Que avanzarán. En formación cerrada. Que lanzarán las
jabalinas. Atacarán al enemigo. Ayudarán a formar una cuña. ¡Incluso durante la
retirada!
Carbo había sonreído ante las carcajadas que todo aquello provocaba y, alentado

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por las palabras de Egbeo, se había puesto a entrenar con ganas. Sin embargo, en
cuanto acabó la instrucción y pasó un rato charlando con sus hombres, se encontró
con que no tenía nada que hacer. Recordó su idea de ir a cazar y cuando Navio hubo
regresado de instruir a su cohorte, le sugirió que fueran juntos.
—Vamos. Será mejor que tener que mirar a los hombres de Gannicus
congratulándose antes de marchar.
—Cierto —convino Navio con una mueca. Aunque se suponía que no debían
decir lo que iban a hacer, las tropas de Gannicus no se lo tomaban muy en serio—.
¿Qué te apetece cazar?
—Cualquier animal que encontremos. Jabalí. Ciervo. Un ave para la cazuela.
—¿Puedo acompañaros?
La expresión entusiasta de Arnax hizo sonreír a Carbo: se estaba encariñando con
el muchacho.
—Vale. No es muy probable que nos encontremos con una patrulla romana.
Arnax se desanimó.
—¿Cómo puedes estar seguro?
Se oyó una risa conocida.
—Porque están demasiado cagados para acercarse a mi ejército.
Arnax puso unos ojos como platos.
—Oh —dijo con un hilo de voz.
—¡Espartaco! —Carbo se fijó en las armas de caza de su líder—. ¿Nos
acompañas?
—Hace meses que no participo en una cacería.
—Si lo haces convencido… —dijo Carbo, pensando en lo que podría pasar si se
encontraban con una patrulla romana.
—Sí. —«Ariadne está preocupada por nada».
El tono de Espartaco no dejaba lugar a discusión. Carbo se encogió de hombros.
Navio sonrió de oreja a oreja.
—Otro arco aumenta nuestras posibilidades de éxito.
Espartaco asintió con amabilidad hacia Arnax, que parecía incluso más asustado.
—Así que ¿este es el muchacho que os ayudó en Mutina?
—El mismo —dijo Carbo.
—Hiciste bien en ayudar a mis hombres, chico. ¿Cómo te llamas?
—A-Arnax, señor.
—Un nombre fuerte. —Arnax no dijo nada—. No muerdo.
Arnax lanzó una mirada a Carbo, que le dedicó una sonrisa alentadora.
—Gracias, señor —se atrevió a decir.
Espartaco inclinó la cabeza.
—¿Qué ocurre? ¿Has oído decir cosas terribles sobre mí?
—S-í-í-í, señor.
—¿Qué has oído? —No hubo respuesta—. Dímelo —ordenó Espartaco.

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Arnax volvió a mirar a Carbo, que le dijo:
—Cuéntaselo.
—Según dicen, comes bebés.
Espartaco torció el gesto.
—¿En serio?
—Sí-í.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Mi amo. La gente en el foro —musitó Arnax.
—Ya no es tu amo. Ahora eres libre. —La expresión temerosa de Arnax se
suavizó un poco.
—También puedo decirte que soy un hombre normal como Carbo o Navio. Ni me
como a los bebés ni respiro fuego. Tal como he dicho, te agradezco que salvaras a
mis hombres. Aquí eres bien recibido. —Arnax no dijo nada y frunció el ceño—.
¿Todavía no estás contento?
Carbo se quedó muy asombrado cuando Arnax espetó:
—Mataste a todos esos legionarios. Los que tuvieron que morir luchando entre sí.
—¡Arnax! —siseó Carbo.
Espartaco enarcó las cejas.
—Tiene arrestos, ¿eh?
A Arnax el valor le falló por momentos y bajó la vista.
—¿Sabes por qué se han celebrado los munera a lo largo de la historia?
—Para conmemorar la muerte de alguien rico o famoso —repuso Arnax.
—Eso es —dijo Espartaco—. Hoy en día, por supuesto, se celebran en cualquier
momento que algún noble importante y poderoso o prometedor quiere impresionar a
las masas. En esos munera los hombres luchan y a veces mueren, ¿no? Son esclavos
que no pueden elegir. —Arnax asintió—. Mi munus fue para conmemorar la muerte
de miles de mis ex compañeros en el campo de batalla. Para mí eso le da mucho más
valor que el «entretenimiento» que se monta para los habitantes de las ciudades a lo
largo y ancho de Italia cada uno o dos meses. Tenía todo el derecho del mundo a
hacer lo que hice. —Clavó una mirada severa a Arnax—. ¿Entendido?
En el silencio subsiguiente, a Carbo le sorprendió darse cuenta de que estaba de
acuerdo con Espartaco. En su momento, el munus le había disgustado sobremanera,
pero hacía meses que se entrenaba y luchaba junto a ex esclavos. Eran sus
compañeros de confianza. Si era aceptable obligar a hombres como ellos a luchar
como gladiadores, entonces era permisible hacer lo mismo con los prisioneros
romanos. Observó a Arnax agradecido, sorprendido y un poco asustado por cómo
había plantado cara a Espartaco. «Espero que estés de acuerdo con él».
—Sí —dijo el muchacho finalmente.
—Aquí tienes a un verdadero luchador, Carbo. Creo que ahora entiendo por qué
un chaval como él os salvó la vida arriesgando la suya propia. Algún día será un buen
soldado, siempre y cuando sepa morderse la lengua.

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—Aprenderá —repuso Carbo.
—¿Has cazado alguna vez? —preguntó Espartaco a Arnax.
—No.
—Pues esta puede ser tu primera vez. Nos llevamos arcos y flechas para los
ciervos y las aves, y esto por si nos encontramos a un jabalí. —Le tendió su pesada
lanza de caza—. Puedes llevarla.
Arnax desplegó una sonrisa radiante.
—¿Adónde vamos?
—¿Carbo? —preguntó Espartaco.
—Hay muchos senderos por el bosque al norte del campamento. Creo que sería
un buen punto de partida.
—Si queremos tener alguna posibilidad de matar algo, mejor que nos pongamos
en marcha, ¿no? —Navio dio un golpecito a su cota de malla—. Ayúdame a quitarme
esto —dijo a Arnax.
Ayudado por Espartaco, Carbo también se quitó la suya. Aunque tenía sentido
despojarse de la pesada cota, sin ella se sentía desnudo. Sin embargo, cuando
empezaron a hablar de la carne que habían estado asando en la hoguera esa misma
noche enseguida dejó de lado sus preocupaciones.
Los cuatro fueron pasando lentamente junto a las hileras de tiendas hasta llegar al
extremo del enorme campamento. A pesar del hecho de que Espartaco mantenía la
cabeza gacha, sus hombres lo aclamaban a cada paso. Tuvieron que recorrer casi dos
kilómetros para dejar atrás las imágenes y los sonidos del vasto ejército, pero al final
acabaron solos, ajenos al bullicio del campamento. Era un bonito día de primavera y
la temperatura agradable se agradecía después de los largos meses de invierno. Carbo
se alegró de vestir solo una túnica.
Dirigió al pequeño grupo con rapidez por el terreno abierto, que presentaba una
pendiente hacia abajo en dirección norte. Estaba cubierto de una hierba corta y de
matojos de salvia aromática y enebro. Escudriñó el terreno para comprobar si había
indicios de ciervos o jabalíes, pero lo único que vio fueron las huellas de pequeños
animales, como la asombrada liebre que había dado un brinco entre un matorral de
mirto verde y una masa de espino negro. Había muchas aves. Varios pájaros negros y
grandes con unas marcas rojas alrededor de los ojos y unas colas espectaculares
salieron disparados de la maleza cuando pasaron por el lado. Parecían comestibles,
pero, con una mirada rápida, Carbo se dio cuenta de que Navio y Espartaco también
querían presas de mayor tamaño.
No hizo caso del par de cornejas que parloteaban enfadadas hacia ellos desde un
alcornoque. Carbo oyó a lo lejos el martilleo característico de un pájaro carpintero, un
ave sagrada para Marte, el dios de la guerra. Enseguida elevó una plegaria:
«Proporciónanos una buena caza, oh Grande». Siguieron caminando y se internaron
en el bosque. Las motas de polvo flotaban perezosas en la luz del sol que se filtraba
por entre las ramas de los laureles, pinos piñoneros y madroños. Había tanta

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tranquilidad que incluso sobrecogía. Carbo pensó en la arboleda situada a poca
distancia que contenía a cientos de soldados romanos y sus ballistae, y se le puso la
piel de gallina. Empezó a ver legionarios detrás de cada árbol y deseó no haberse
quitado la cota de malla. El silbido de Navio lo asustó.
—¡Chitón!
Carbo miró. A diez pasos a su izquierda, Espartaco señalaba el suelo. Se acercó
con sigilo. A los pies del tracio había dos grandes huellas de pezuñas con un par de
hendiduras características detrás.
—Un ciervo colorado. Uno de los grandes.
—Es un ciervo —dijo Navio emocionado.
—Eso parece —convino Espartaco.
Carbo miró rápidamente hacia los árboles que tenía delante. Por supuesto no vio
nada. Las huellas eran recientes, pero el ciervo ya debía de estar lejos.
Después de seguir las pisadas durante un rato, les quedó claro que sus sospechas
eran correctas.
—¿Ves esto? —Le enseñó Carbo a Arnax—. Sabemos que es un ciervo macho
porque las huellas traseras quedan situadas en el interior de las delanteras. Eso se
debe a que tienen el pecho mucho mayor que los cuartos traseros.
—¿Dónde está? —Arnax tenía la mirada avivada por el interés y el gozo.
Espartaco se agachó y presionó los dedos en la huella más cercana.
—No está tan cerca. Pero la tierra sigue estando un poco húmeda. Ha pasado por
aquí hoy. Probablemente por la mañana.
Arnax alzó la lanza con la mano derecha.
—¿Le encontraremos?
Carbo sonrió de oreja a oreja al ver el entusiasmo del muchacho.
—¿Quién sabe? Tendremos que seguir las huellas y ya veremos. Ahora es
momento de pedir la ayuda de Diana. —Mediante un lazo de cuero hecho
especialmente para aquel efecto, se colgó la lanza a la espalda. Acto seguido, deslizó
una flecha con el extremo estrecho que sacó de la aljaba y la ajustó en la cuerda del
arco.
—Con eso no abatirás a un ciervo —bromeó Navio.
—Quizá veamos a otra liebre o a uno de esos pájaros negros —respondió Carbo
un poco a la defensiva.
—Siempre vale la pena estar preparado —dijo Espartaco, seleccionando un asta
propia—. Por si nos encontramos con algo o con alguien.
Carbo se sintió satisfecho. Durante el tiempo que el ejército de esclavos había
viajado desde el sur profundo, había pasado mucho tiempo haciendo de explorador
con Atheas. El escita nunca se movía sin un arma entre las manos.
Al cabo de un rato, sin embargo, la frustración sustituyó al ligero desasosiego que
había sentido. No había visto a ningún legionario fantasma y no había habido ninguna
pieza que cazar que valiera la pena. Resultó exasperante que las huellas del ciervo

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hubieran desaparecido en una cuesta rocosa pelada que conducía a la orilla de un
arroyo con bastante agua. El trío había intentado encontrar el camino que podía haber
seguido el animal una vez dejado el terreno firme y vadeado el curso de agua, pero no
habían tenido suerte.
—Al dichoso animal deben de haberle crecido unas alas y se ha ido volando —
dijo Navio con el ceño fruncido.
Arnax observó el cielo durante un instante antes de bajar la mirada avergonzado.
Carbo disimuló su sonrisa. Había olvidado lo inocentes que pueden llegar a ser
los niños.
—No nos demos por vencidos.
—Yo quiero seguir —convino Espartaco, que disfrutaba de la sensación de estar
con camaradas siguiendo el rastro de un ciervo y ya está. No había hombres pidiendo
equipamiento, ningún recluta novato que necesitara orientación, ningún caballo que
domar ni oficiales que le pidieran consejo. Hacía siglos que no se sentía tan relajado.
—¡Mirad!
La emoción en la voz de Arnax llamó la atención de todos. Espartaco siguió con
la mirada el brazo del niño, que señalaba colina abajo, por el hueco entre los árboles
hasta el terreno llano que se extendía más allá.
—Eso no es un ciervo. —Observó las tres figuras que corrían a toda velocidad
hacia el bosque.
—Les están siguiendo —siseó Carbo. A cierta distancia detrás de los fugitivos se
levantó una nube de polvo reveladora. Se le encogió el estómago—. Jinetes. —
Estaban demasiado lejos para calcular cuántos eran, pero la espiral de polvo era de un
tamaño considerable. Además se acercaban rápidamente a los hombres que corrían.
—¿Desertores romanos? —sugirió Navio.
—Es más probable que sean esclavos huidos —dijo Espartaco. Carbo y Navio
intercambiaron una mirada preguntándose qué hacer. La opción más segura era
regresar al campamento. Sin duda, su líder opinaría lo mismo—. Esos hombres quizá
vengan a sumarse a nosotros —se aventuró a decir Espartaco.
—Los jinetes que les siguen nos superan en número —advirtió Navio.
«Todos los que están en el campamento, Ariadne, los escitas, Pulcher y Egbeo,
querrían que me fundiera entre los árboles. Hasta Castus y Gannicus me aconsejarían
que me alejara de esta situación. Pero ¿quiénes son ellos para decirme qué hacer? Yo
decido qué riesgos correr, descabellados o no».
Una sonrisa maliciosa asomó al rostro de Espartaco.
—Hace mucho tiempo que no me he enfrentado a adversidades así. Yo me voy
allá abajo. ¿Os apuntáis?

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—Por supuesto. —Carbo se preguntó por qué su líder era tan temerario, pero no
lo dijo, sino que volvió a colocar la flecha con el extremo estrecho en la aljaba y
extrajo un asta con lengüeta.
—De acuerdo —dijo Navio con una sonrisa torcida. Hizo lo mismo que Carbo.
—¿Qué-qué vais a hacer? —preguntó Arnax con voz temblorosa.
—Acercarnos sigilosamente al extremo de los árboles y ver qué pasa. —
Espartaco señaló el suelo con un dedo—. Tú te vas a quedar aquí, en un lugar seguro.
—Pero…
—Nada de peros. Eres demasiado joven para luchar, sin embargo, los romanos, si
es que los jinetes lo son, te cortarían el cuello sin contemplaciones.
—Harás lo que dice Espartaco —ordenó Carbo en voz bien alta, intentando
templar sus propios nervios—. Aquí puedes ocultarte con facilidad y ver qué ocurre.
Si ocurriera lo peor, regresa al campamento. ¿Serías capaz de volver sobre tus pasos y
encontrarlo?
—Sí, creo que sí.
—Bien. Cuando llegues allí, busca a Pulcher o a Egbeo y cuéntales lo ocurrido —
ordenó Espartaco.
—Pulcher. Egbeo. Sí.
—Si me han matado, ellos dirigirán al ejército. —«O quienesquiera que les sigan
a ellos en vez de a Castus o Gannicus», pensó con cinismo—. Atheas y Taxacis
tendrán que cuidar de Ariadne. Vamos. —Espartaco cogió su lanza de manos de
Arnax y se marchó al trote seguido de Navio.
Carbo se esperó lo suficiente para dar un golpecito en el brazo al muchacho. ¿A
qué había arrastrado a Arnax?, se planteó. Lanzó una mirada a la nube de polvo, que
se había agrandado. Ya veía las siluetas de los distintos jinetes, que eran quince por lo
menos. ¿Dónde demonios se estaba metiendo él? Se le aceleró el pulso cuando
empezó a bajar por la pendiente.
Espartaco fue el primero en llegar a la base y se desplazó de inmediato por el
borde de los árboles, buscando el mejor punto desde el que observar lo que ocurría.
Tuvo cuidado de mantenerse lo bastante alejado para evitar ser visto. Enseguida
avistó a los fugitivos. Llegó a la conclusión de que eran esclavos. Los tres eran
delgados, iban descalzos y vestían túnicas raídas. Ya casi habían alcanzado la
arboleda que los cobijaría, pero se les veía más aterrados que nunca. Lo que pasaba
era que los jinetes delanteros, tres soldados de caballería romanos con cotas de malla
y cascos de bronce armados con unas espadas largas, casi les habían alcanzado.
Muchos otros les seguían en tropel.
—¡Rápido! —siseó a Carbo y Navio. Corrió a cobijarse bajo una encina situada
en el límite mismo de los árboles, dejó caer la lanza y clavó una hilera de astas en la
tierra que tenía delante. Colocó una flecha en la cuerda y apuntó al primer jinete, un

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hombre sin afeitar de pelo largo. Miró a ambos lados. A unos pasos de distancia,
Carbo y Navio también estaban preparados.
—¿A qué distancia? —masculló.
—Entre ochenta y cien pasos, más o menos —respondió Carbo. Navio gruñó en
señal de acuerdo.
Espartaco tensó el arco al máximo.
—A la de tres. ¡Uno, dos, tres!
Dispararon las flechas. Dos alcanzaron al primer jinete y lo tiraron del caballo y
Espartaco soltó un juramento. Tenía que haber especificado quién era su blanco. La
última flecha, la de Carbo, alcanzó en pleno cuello a un hombre que iba detrás del
líder. Murió incluso antes de caer al suelo. Los compañeros del hombre bramaron de
ira, pero no aminoraron la marcha. Inclinándose hacia delante por encima del cuello
del caballo, uno golpeó con todas sus fuerzas al último de los tres fugitivos. Un grito
espantoso rasgó el ambiente. Al hombre le salió un chorro de sangre por la espalda y
cayó al suelo como una marioneta con los hilos cortados.
—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó Espartaco. Apuntó y lanzó otra flecha—. Disparad lo
más rápido posible —bramó—. Tenemos que hacer pensar a esos pedazos de mierda
que somos un montón.
¡Sss! ¡Sss! ¡Sss! Los tres lanzaron flechas con la mayor rapidez posible.
Abatieron a dos jinetes más. Un corcel al que alcanzaron en el pecho se encabritó
de forma agónica y derribó a quien lo montaba. El hombre que iba inmediatamente
detrás no pudo reaccionar lo bastante rápido y, con un golpetazo, los caballos
chocaron. La alegría de Carbo en ese momento duró poco porque un jinete que
gritaba se acercó al segundo fugitivo y le propinó un golpe de mil demonios en el
costado derecho. El esclavo tropezó y gritó pero, por increíble que parezca, siguió
corriendo. Carbo se quedó medianamente contento cuando su siguiente flecha
alcanzó al jinete romano en la ingle, por debajo de la parte inferior de la cota de
malla. ¡Sss! ¡Sss! Dos flechas más surcaron el aire con rapidez y alcanzaron a otro
par de jinetes.
El esclavo herido escudriñó los árboles. Había visto las flechas. Le gritó algo a su
compañero y cambiaron ligeramente de rumbo, dirigiéndose hacia donde estaban
Espartaco y los demás. Carbo observó el rostro del hombre, retorcido por el esfuerzo.
—¿Paccius? —susurró. No se lo podía creer. No era posible que fuera el samnita
que había sido el mejor esclavo de su familia y que le había enseñado a manejar una
espada y un escudo. ¿O sí? Entonces el hombre tropezó y a punto estuvo de caerse, y
uno de los romanos que se hallaban más cerca gritó con expresión triunfante. Antes
de que Carbo fuera consciente de lo que estaba haciendo, abandonó a toda prisa la
protección que le otorgaban los árboles y quedó al descubierto.
—¿Qué estás haciendo, loco? —gritó Espartaco.
—¡Vuelve! —bramó Navio—. Te matarán.
A Carbo el temor le sabía ácido en la garganta, pero siguió corriendo. Encajó una

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flecha en el arco.
—¡Ya voy, Paccius! ¡Aguanta!
Un jinete se acercó más al fugitivo herido y Carbo profirió un juramento. No
había forma de lanzar un tiro certero mientras corría. ¡Zip! Algo pasó como un rayo
por su lado y alcanzó al romano en el pecho. El asta le atravesó la cota de malla y le
hizo caer del caballo. Salió otra flecha que alcanzó a un caballo y le hizo tropezar. El
jinete evitó caerse, pero quedó fuera de combate. Carbo sintió una oleada de
agradecimiento hacia Espartaco y Navio.
Entonces el primer esclavo apenas se encontraba a veinte pasos de distancia.
Tenía la boca abierta por el esfuerzo inhumano de intentar correr más que los
caballos.
—¡Tenemos que ayudar a tu amigo! —gritó Carbo, gesticulando como un loco—.
Retrocede y ayúdale.
El esclavo lo miró como si estuviera loco, pero obedeció.
La situación no pintaba bien. Los romanos se habían dividido. Tres iban a por él
desde la izquierda, y cuatro, desde la derecha. Los demás iban a por el esclavo herido
y su compañero. A Carbo le entraron náuseas. ¿Qué había hecho? No tenía forma de
disparar suficientes flechas para matar o siquiera herir a todos sus oponentes. Aunque
abatiera a unos cuantos, el resto lo acuchillaría con facilidad. «Soy hombre muerto.
—Su conciencia le contestó de inmediato—. Al menos has intentado salvar a
Paccius».
Entonces el esclavo herido lo miró directamente a la cara. Carbo se dio cuenta
horrorizado de que, si bien guardaba cierto parecido con el samnita, no era él. «Voy a
morir por nada». Carbo inspiró de forma entrecortada. Se preparó para entregar su
vida por un precio muy elevado. Los soldados de caballería de la izquierda eran los
que estaban más cerca. Sacó una flecha, la colocó en la cuerda y la disparó con un
único movimiento fluido. El caballo perdió al jinete enseguida. Sin embargo, erró el
siguiente disparo y el tercero rebotó en el casco de un jinete. No obstante, la carga de
los romanos se contuvo un poco. El hombre herido, ayudado por su compañero, pasó
cojeando por el lado de Carbo en dirección a los árboles. Se arriesgó a mirar hacia la
derecha y se le revolvió el estómago. Cuatro jinetes iban a por él. «A lo mejor los
esclavos se ponen a salvo antes de que me maten». Se trataba de una esperanza
remota, pero era lo único que Carbo tenía cuando apuntó al caballo que iba en cabeza.
¡Sss! ¡Sss!
Dos flechas le pasaron por el lado. El primer jinete fue alcanzado en la pierna y se
le acercó gritando como un poseso. La otra flecha no alcanzó su objetivo. Sin
embargo, Carbo se animó. Disparó y alcanzó al primer romano en el brazo.
—¡Puto imbécil! —Espartaco apareció rápidamente por su lado derecho con el
arco preparado—. ¡Corre si quieres seguir con vida! A veinte pasos, párate, gira y
dispara una flecha. Luego corre y vuelve a hacer lo mismo.
Sobrecogido, y con la esperanza de poder sobrevivir, Carbo obedeció. Cuando

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hubo dado diez pasos, vio a Navio. El rostro del romano estaba contraído en un rictus
de concentración terrible. Tenía cogidas las flechas con el mismo puño con el que
sostenía el arco y apuntaba y disparaba a una velocidad increíble.
—¡Corre! —gritó—. ¡Corre!
Los momentos siguientes pasaron en un suspiro. Carbo corría y disparaba,
disparaba y corría. No tenía tiempo de comprobar si sus disparos alcanzaban su
objetivo. Lo único que sabía era que seguía habiendo enemigos que los atacaban y
que estaba a punto de ponerse a salvo, mientras que Espartaco y Navio eran los más
expuestos. Cuando hubo llegado a la seguridad relativa que le ofrecía el borde del
bosque, miró en derredor. Se quedó consternado.
—¡Espartaco, cuidado!
Cincuenta pasos más allá, Espartaco se dio cuenta de que había cometido un
grave error al decidir intentar rescatar a Carbo. Había sido una decisión inconsciente,
motivada en parte por la estima que sentía por el joven romano y en parte por la
malicia que le había hecho intervenir contra los jinetes desde un buen comienzo. Una
pequeña parte de él quería demostrar que era incluso más valiente que Carbo. Pero,
en ese momento, con un enemigo que atacaba desde derecha e izquierda, se dio
cuenta de que al final el Jinete le había abandonado. Los buenos soldados de
caballería actuaban al unísono y él no tenía tiempo de disparar dos flechas. Para
cuando hubiera disparado a uno, el otro le estaría cortando por la mitad. Navio estaba
ocupado con su propio contrincante y la puntería de Carbo dejaba mucho que desear.
«No es así como quería morir».
Pero no pensaba darse por vencido sin luchar. Decidió inmediatamente a qué
jinete disparar. Al más cercano. Haciendo oídos sordos al martilleo de los cascos y a
los gritos de guerra de los romanos, Espartaco apuntó al jinete, que estaba situado a
menos de quince pasos. Desde aquella distancia no podía fallar. Ni siquiera observó
cómo volaba la flecha. En cuanto salió de la cuerda, soltó el arco y se arrojó al suelo.
La hoja que lo habría decapitado se desplazó por encima de su cabeza. Alguien gritó
un insulto y Espartaco rodó a su derecha, lejos de donde pensaba que iría el caballo
del enemigo. Sacó rápidamente la sica. Sujetándola en la mano se sintió ligeramente
mejor.
—¡Muere, hijo de puta!
Espartaco alzó el brazo y colisionó con el golpe descendente de la espada larga
del romano. Salieron chispas cuando los dos trozos de hierro se encontraron. Volvió a
apartarse, desesperado por ponerse en pie. El jinete guio al caballo para que
retrocediera un paso e, inclinándose, apuntó el extremo del arma al estómago de
Espartaco. Con una embestida hacia el lado, Espartaco evitó que lo dejara ensartado
en el suelo. Lo que hizo fue rasgarle el lateral de la túnica y hacerle un corte
superficial en el costado. Sintió dolor y gimió. «¡Gran Jinete, ayúdame!». Los
compañeros de su oponente enseguida se le echarían encima.
—¡El Hades te espera! —gritó el romano.

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Con la fuerza que otorga la desesperación absoluta, Espartaco se puso de rodillas.
Eludió otro golpe con un revés salvaje que pilló desprevenido al jinete. Antes de que
el hombre pudiera volver a bajar la hoja, Espartaco dio un salto y le agarró el pie que
tenía más cerca con la mano izquierda. Empujando con fuerza, tiró de la pierna del
romano hacia arriba y le hizo perder el equilibrio. Moviendo los brazos como aspas
de molino, el hombre cayó por el otro lado del caballo.
Espartaco no tuvo tiempo de saborear su pírrica victoria. Tres jinetes más estaban
a punto de alcanzarlo. De nada servía correr. Los árboles seguían estando demasiado
lejos.
—Tranquilo —musitó al tiempo que le sujetaba la crin con una mano y apoyaba
el puño derecho y la sica en la pata. Se subió al lomo del animal justo a tiempo de ver
que el jinete que estaba más cerca encajaba una flecha en el vientre.
Aquello dejaba a dos hombres que estaban a unos cuarenta pasos de él. Espartaco
se puso tenso mientras cabalgaban hacia él, pero, para su deleite, otra asta estuvo a
punto de alcanzar a uno de sus caballos. Maldiciendo, los frenaron con las riendas.
Espartaco no esperó a ver qué pasaba a continuación. Propinó una fuerte patada al
romano al que había hecho desmontar y lo dejó tirado en el suelo otra vez. Luego
arrastró la cabeza del corcel y, espoleándolo con los talones, lo hizo ir hacia los
árboles. Navio le dedicó una sonrisa fiera mientras se le acercaba.
—Sujeta las crines —ordenó Espartaco.
Navio nunca había corrido con un caballo, pero había oído hablar de los
escaramuzadores íberos que habían luchado para Aníbal. A menudo entraban en
batalla de ese modo. Acercándosele al máximo, sujetó un puñado del pelo grueso y,
mientras la bestia se marchaba trotando, dejó que el impulso le hiciera ganar
velocidad.
Cuando llegaron a la línea de árboles ilesos, Carbo disparó una flecha. Gritó de
placer cuando esta se clavó en el cuarto trasero de un caballo. El jinete perdió la
montura cuando el corcel corcoveó y empezó a dar coces de dolor.
Espartaco se tiró al suelo.
—¡Rápido! ¡Ponte a cubierto!
Mirando de vez en cuando por encima del hombro, se internaron en el bosque. El
caballo se marchó trotando sin rumbo fijo.
—Para. Prepara una flecha.
Con el pecho palpitante, miraron hacia los romanos, de los cuales solo quedaban
unos cinco ilesos. Los soldados de caballería no hicieron ningún intento por
desmontar ni por internarse en el bosque.
—Si vienen aquí, perderán toda su superioridad. ¡Esos hijos de puta han tenido
suficiente! —exclamó Espartaco con un placer salvaje. ¡Seguía con vida! Nunca
había sobrevivido a unas circunstancias tan poco propicias.
Carbo y Navio empezaron a aullar como lobos. ¿Había algo de lo que Espartaco
no fuera capaz? Siguiendo su ejemplo, dispararon más astas hasta que los jinetes se

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hubieron retirado todavía más.
—No les pierdas de vista —ordenó Espartaco a Navio—. Mejor que vayamos a
ver cómo están los hombres por los que casi morimos, ¿no? —le dijo a Carbo.
Trotaron hacia los dos fugitivos, que se habían internado un poco más bajo las
copas de los árboles. El hombre que estaba herido yacía boca arriba, gimiendo.
Carbo hizo una mueca de horror cuando se acercó a él. La espada romana había
cortado por encima de la cadera y le había abierto el abdomen como una fruta
madura. La sangre brotaba como un arroyo de los bordes como labios escarlata de la
enorme herida. Se le veían numerosos bucles de intestino. Todo estaba recubierto de
una capa de polvo y arenilla de cuando el hombre había rodado por el suelo. Carbo
movió las narinas con desagrado.
—Huelo a mierda.
—Yo también —repuso Espartaco desalentado.
Se había acabado, pensó Carbo sombríamente. Aunque sobreviviera hasta que lo
trasladaran al campamento, aunque los médicos lograran cerrar aquel corte tan
horrendo, el hombre moriría. Nadie sobrevivía con los intestinos perforados. Nadie.
Se inclinaron hacia el tercer fugitivo, que intentaba reconfortar a su compañero.
—Lo has conseguido, Kineas. Bien hecho.
Kineas gimió.
—Agua.
—Toma. —Espartaco quitó el tapón del odre y se lo tendió.
El compañero de Kineas le ayudó a dar un sorbito. En vez de tragarse el agua, la
inhaló, lo cual le provocó un ataque de tos que hizo brotar todavía más sangre de la
herida.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Espartaco a voz en grito.
—¡Siguen sentados en los caballos, esperando! —gritó Navio.
A Espartaco se le erizó el vello de la nuca.
—Vete a ver qué está pasando. Hoy no quiero correr más riesgos estúpidos —le
dijo a Carbo. Se arrodilló—. ¿Cómo te llamas?
—Publipor —repuso el tercer hombre, que debía de tener unos treinta años. Su
rostro enjuto delataba el hambre y el sufrimientos pasados, y entonces la pena.
—No podemos hacer nada por tu amigo. Se está muriendo —susurró Espartaco.
—Lo sé —dijo Publipor con amargura.
Carbo se acercó a Navio, que observaba al grupo de jinetes. Se habían retirado
quizás unos cien pasos, más allá del alcance de los arcos.
—No me gusta —reconoció Navio—. ¿Por qué no han desmontado y venido a
por nosotros o se han largado? Podría haber más tropas en la zona.
Carbo entrecerró los ojos para ver por entre el polvo que seguía suspendido en el
aire detrás de los romanos. No veía nada. Sin embargo, Navio tenía razón. Algo no
cuadraba.
—¿Espartaco?

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—¿Qué?
—Parece que están esperando refuerzos.
Espartaco captó el tono de la voz de Carbo.
—Ha llegado el momento de marcharnos.
Kineas abrió los ojos. Durante unos instantes vagaron, sin enfocar, antes de
clavarse en Publipor. Se le arrugó la frente.
—¿Por qué…?
—Tranquilo —murmuró Publipor—. No intentes hablar.
Al final Kineas percibió a Espartaco. Frunció el ceño todavía más y señaló con un
dedo a Publipor.
—Él… —Volvió a entrarle otro ataque de tos. Le salió más sangre de la herida y
el poco color que le quedaba en las mejillas se desvaneció. Se dejó caer en el suelo y
los párpados se le cerraron.
Publipor exhaló un profundo suspiro.
—Es duro que muera un compañero —reconoció Espartaco con voz queda. «Lo
he visto demasiadas veces».
Publipor frunció los labios con una expresión inescrutable.
—Tenemos que dejarle.
Kineas abrió los ojos de golpe e intentó incorporarse de nuevo.
—Nunca tenía que haber…
Fue demasiado esfuerzo para él y se dejó caer en el terreno empapado de sangre.
Exhaló un último aliento tembloroso y entrecortado. Publipor se encorvó encima de
él y notó que era el final. Entonces cerró con cuidado los ojos de Kineas, que se
habían quedado abiertos.
Espartaco no le dejó llorar la pérdida más que unos instantes.
—Tenemos que marcharnos.
Publipor se levantó y lo miró con expresión extraña.
—No me gusta pedirle dinero a nadie, pero no tengo nada. Kineas necesita una
moneda para el barquero.
Espartaco hurgó en el pequeño monedero que llevaba colgado al cuello y sacó un
denarius.
—Toma.
Publipor la cogió y le dio las gracias con un murmullo. Se inclinó, abrió la boca
de Kineas y le colocó la moneda en la lengua.
—Descansa en paz —dijo apesadumbrado.
Carbo y Navio aparecieron al trote.
—Se acerca otra polvareda —informó Carbo.
—¿De veras? —espetó Espartaco.
Carbo no vio el puño que le golpeó en la sien. Empezó a ver las estrellas y cayó al
suelo. Una patada en el vientre le provocó arcadas. Aturdido y con náuseas, alzó la
vista hacia Espartaco.

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—Por todos los dioses, ¿en qué estabas pensando? ¿Querías morir?
Navio lo miraba enfurecido, lo cual aumentó la presión del ambiente.
Carbo escupió un gargajo de flema.
—No.
—Y entonces, ¿qué? —La voz de Espartaco chasqueaba como un látigo.
—Me… me ha parecido que uno de los hombres era un esclavo que pertenecía a
mi familia. Un hombre al que apreciaba mucho. No podía quedarme de brazos
cruzados mirando cómo lo mataban como a un cerdo.
—¿Y era el caso? ¿Era él?
—No —respondió Carbo con una gran tristeza.
—Aunque hubieras estado en lo cierto, salir a la brava como has hecho es un
error. ¡Se hace lo que yo digo! A no ser que te lo ordene, no sales corriendo como un
poseso que intenta suicidarse. —Le propinó otra patada contundente. Carbo se hizo
un ovillo para protegerse. No recibió más golpes—. ¡Mírame! —Arrastró la mirada
hacia arriba para encontrarse con los ojos despiadados de Espartaco—. Si vuelves a
cometer una estupidez como esa —y entonces se agachó para clavarle el índice en el
pecho y enfatizar así sus palabras—, te dispararé en la espalda yo mismo. Solo
arriesgo mi vida por un soldado en una ocasión. ¿Lo-en-tien-des?
Carbo nunca había visto tan enfadado a Espartaco.
—Sí.
—¡MÁS ALTO!
—¡SÍ!
Sin mediar palabra, Espartaco encabezó la marcha colina arriba.
Carbo se incorporó a duras penas. Navio no le ayudó y sabía que si no era capaz
de mantenerse en pie, lo dejarían atrás. «No me merezco otra cosa», pensó
entristecido. Su imbecilidad a punto había estado de matarlos a todos. Tenía suerte de
que Espartaco no le hubiera matado.
Espartaco caminaba a un paso brutal, pero nadie se quejó. Aparte de esperar a
Arnax, no dejó de correr hasta que hubieron recorrido unos tres kilómetros. Incluso
entonces no fue más que una breve pausa para escuchar los sonidos de la persecución.
«Ya he puesto a prueba lo suficiente la consideración del Jinete por mí en un solo
día». No aflojó la marcha hasta que divisaron las tiendas del ejército.
Publipor se quedó boquiabierto al verlas.
—Debéis de ser los hombres de Espartaco.
Al oír eso, Carbo fue capaz de esbozar una sonrisa.
—No vas muy desencaminado.
—¿Qué quieres decir?
—Lo tienes aquí delante. —Señaló a su líder.
—¿E-eres Espartaco?
—Sí.
—¡Demos gracias a los dioses! —Publipor sujetó las manos de Espartaco como

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un suplicante ante un rey—. Te debo mi vida y la de mis hombres. Gracias.
—Deberías darle las gracias a Carbo. —La sonrisa de Espartaco no se reflejó en
su mirada.
Publipor desvió entonces su atención a Carbo.
—¿Cómo puedo pagarte la deuda que tengo contigo?
—Súmate a nuestro ejército. Jura lealtad a Espartaco —repuso Carbo con
incomodidad. Sabía que ese gesto no le haría recuperar el apoyo del tracio, pero
quería dejarle claro que seguía siéndole leal.
—Por supuesto. Es lo que quiero hacer.
—¿Intentabais contactar con mi ejército? —preguntó Espartaco.
—Sí. Nos fugamos hace cuatro días.
—Tiene mérito que esquivarais a los jinetes durante tanto tiempo.
Publipor se estremeció.
—No, hasta hoy no han encontrado nuestro rastro, a unos cinco kilómetros de
aquí. Nos escondimos lo mejor posible, pero nos seguían la pista. Cuando nos han
hecho salir, el bosque era el mejor refugio que teníamos a nuestro alcance. No
teníamos ninguna opción, pero entonces han intervenido los dioses y te han traído
aquí con tus hombres. —Estaba impresionado—. Nunca había visto una carga tan a lo
loco como la que habéis hecho para salvarnos a mí y a Kineas.
—Está claro que los dioses nos han echado una mano —convino Espartaco. «Si
me hubiera comportado así en un combate, no solo me habrían matado, sino que
muchos de mis hombres habrían muerto e incluso quizás habríamos perdido la
batalla. Estoy en deuda contigo eternamente, Gran Jinete. No volveré a cometer el
mismo error»—. ¿Quieres hacerte soldado?
—Sí. —Hizo una ligera reverencia—. Será un honor servirte.
—Bien. ¿Vienes de muy lejos?
—Parece que hablas con acento del sur —añadió Carbo.
—Sí. —Publipor pareció sorprenderse—. Soy de Apulia.
—Has viajado tanto como nosotros, o incluso más —reconoció Espartaco—. ¿Tu
amo te trajo hasta aquí?
—No. Estaba con Publius, mi amo, de negocios cuando me enteré de la presencia
del ejército de Crixus en la zona. Hui y me uní a él para ser libre. Entonces conocí a
Kineas y al otro hombre. La cosa fue bien durante un tiempo hasta que llegó Gelio.
—¡Por el Jinete! ¿Estuviste en el Gárgano?
—Sí.
—Por ahora ningún otro superviviente nos ha alcanzado. Me alegro de tenerte
entre nosotros. —Espartaco sujetó a Publipor por el hombro, lo cual le hizo esbozar
una pequeña sonrisa—. Debió de ser un día funesto.
A Publipor se le volvieron a empañar los ojos.
—Fue terrible.
—Pero sobreviviste. ¿No huiste?

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—No —repuso Publipor con firmeza—. No hui. Por lo menos no hasta que
mataron a Crixus y quedó claro que estaba todo perdido.
—Quiero escuchar la historia completa —anunció Espartaco—. Pero no aquí.
Tenía muchas ganas de comprender cómo, a pesar de la superioridad numérica,
Crixus había perdido la batalla. ¿Acaso Gelio lo había superado en estrategia? El
hecho de que las fuerzas de Espartaco lo hubieran vencido no significaba que el
cónsul no hubiera dirigido a su ejército con habilidad. Los generales romanos eran
famosos por su amplitud de recursos. «Debo tener cuidado con Longino. Un pequeño
error podría hacernos perder mañana. Aunque estemos a un paso de la libertad total,
podríamos fracasar».
La emoción de haber salvado a Publipor, de sobrevivir cuando no tocaba, se
desvaneció.
Espartaco empezó a rumiar otra vez sobre los Alpes. Había intentado eludir la
cuestión, aunque le daba vueltas en la cabeza como una pesadilla recurrente. Ir de
caza había sido una forma de olvidarse de los problemas, aunque fuera brevemente.
«No intentes negarlo —pensó—. Cuando llegue el momento, no está claro que el
ejército me siga más allá de Italia. Y si los hombres no quieren marcharse, no estoy
seguro de que yo sí vaya a querer».
«La respuesta vendrá a mí. El Jinete me mostrará el camino».
Por una vez, su plegaria más habitual sonó a falsa.

Varios días después…


Roma

Craso frunció los labios en señal de desaprobación mientras los lictores de


Longino entraban en fila india por las enormes puertas de bronce de la Curia.
—El hombre tiene agallas al dejar que lo precedan aquí dentro —siseó.
Un senador que estaba cerca le oyó.
—Como procónsul, Longino tiene derecho a once guardaespaldas.
—Soy plenamente consciente de cuántos lictores merece un procónsul —espetó
Craso—. Lo que quiero decir es que demuestra tener una cara muy dura al
presentarse aquí de esta manera. Por lo que se dice, Longino no se limitó a perder
contra Espartaco ¡sino que sufrió una derrota aplastante! Sus legiones estuvieron a
punto de ser aniquiladas y encima perdieron unas cuantas águilas más y el hombre
tuvo suerte de escapar con vida. Sería más apropiado que Longino apareciera sin
pompa, sin ceremonias. Con humildad, para pedir perdón por sus fracasos.
El senador se planteó replicar, pero el enfado de Craso hizo que se lo pensara dos
veces. Le dio la espalda.
—Es impropio que se presente de este modo —comentó César, que se encontraba

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cerca.
Craso sonrió. Por el momento estaba satisfecho con su decisión de prestar a César
los tres millones de denarii. Su nuevo aliado había llevado a varios grupos de
senadores jóvenes a su territorio y se mostraba dispuesto a reclutar más. Volvió a
centrarse en los lictores. Se le enrojeció la cara.
—¡El cabrón arrogante ni siquiera les ha hecho retirar las hachas de las fasces!
Sus palabras conmocionaron a los seiscientos senadores. Dentro de los límites
sagrados de Roma, solo se permitía a los lictores de un dictador llevar las hachas en
las fasces, lo que indicaba el derecho a ejecutar a los malhechores. Incumplir esta ley
suponía un sacrilegio de los más graves.
—¡Mal momento para tentar a la suerte! —declaró César a voz en grito.
Cneo Cornelio Léntulo Clodiano y Lucio Gelio, los dos cónsules, aguzaron el
oído para escuchar los susurros escandalizados, pero las sillas de palo de rosa
situadas en el extremo de la sala rectangular estaban situadas demasiado lejos de sus
colegas senadores.
El lictor de Longino que encabezaba la marcha golpeó sus fasces contra el suelo
de mármol.
Se hizo un silencio reprobatorio.
—Anuncio la llegada del procónsul de la Galia Cisalpina, Cayo Casio Longino.
—Saborea el cargo, porque no te queda mucho en él —dijo Craso sin esforzarse
por disimular.
Sus seguidores, que ya sumaban más de ciento cincuenta, se rieron tontamente.
—¡Silencio! —pidió el lictor, pero el alarido carecía de su autoridad habitual.
El placer de Craso fue en aumento. Todavía no contaba con suficientes senadores
para obtener una mayoría, pero la derrota de Longino no haría más que echar leña al
fuego y, por todos los dioses, pensaba aprovechar al máximo la situación. Desde que
las noticias de la última victoria de Espartaco llegaran a Roma hacía un día y medio,
Craso se había pasado todos sus momentos de vigilia planteándose qué decir.
Se oyeron un par más de comentarios despectivos sobre Longino. A Craso le
agradó advertir que provenían del otro lado de la sala, la zona en la que solía
colocarse la facción de Pompeyo. Oyó las palabras «una vergüenza para el cargo» y
«otra mancha en el honor de la República», y se regocijó. «Me haré con el control de
las legiones, lo sé», pensó. «Ten cuidado —le advirtió su lado más prudente—. Deja
que Longino se condene él solo».
Léntulo, que era un hombre de físico corriente con entradas en el pelo castaño,
habló con su jefe lictor, que dio un mensaje con golpecitos. Sus compañeros
golpetearon las fasces contra el suelo.
Se hizo el silencio. Cuando los cónsules, incluso los que habían sido derrotados,
pedían silencio, así se hacía.
—Que se acerque el procónsul —indicó el lictor de Léntulo.
La formación de guardaespaldas se separó y Longino caminó elegantemente por

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el medio. Era un hombre de estatura y constitución medianas, con expresión curtida.
Como general que había estado en campaña, vestía una túnica roja. Lucía una faja del
mismo color alrededor de la parte inferior de la reluciente coraza de bronce. Llevaba
la entrepierna cubierta con unos pteryges de lino por capas y lucía un magnífico
casco con penacho. Hasta sus botas de media caña estaban relucientes. Sin duda iba
vestido para la ocasión y, en circunstancias normales, su aspecto habría provocado
comentarios de aprobación por parte de los senadores. No era así ese día, observó
Carbo encantado. Dando una clara muestra de que sus iguales estaban descontentos
con su comportamiento, Longino recorrió el pasillo de la Curia inmerso en un
silencio absoluto. Se detuvo en la tarima baja en la que estaban sentados los dos
cónsules y saludó.
—Procónsul —dijo Léntulo.
Gelio inclinó la cabeza.
—Has regresado.
—Sí, cónsules —repuso Longino con rigidez—. He venido a dar el parte sobre
los acontecimientos recientes en el norte.
Craso reprimió una reacción explosiva. No debía precipitarse.
Alguien la tuvo por él.
—¿Acontecimientos recientes? —exclamó un senador a su derecha—. ¿Así
llamas a tu humillación a manos de una panda de esclavos?
Esas palabras fueron recibidas con un fuerte gruñido de acuerdo y Longino
frunció el ceño.
—¡Silencio! ¡Silencio en la sala! —gritó Léntulo. Tenía ambas mejillas
sonrosadas.
Craso se regocijó con la ira del cónsul. Precisamente Léntulo había tenido la
misma experiencia a manos de Espartaco apenas un poco antes. La pulla bien podría
haber estado dirigida a él o a Gelio igual que a Longino, y Léntulo no podía hacer
nada para negarlo.
De nuevo se hizo un silencio preñado de resentimiento.
—¿Por qué tus lictores siguen llevando las fasces decoradas con hachas,
Longino? —gritó César—. ¿Intentas contrariar a los dioses más de lo que ya lo están?
Longino se quedó atónito ante la intervención del Pontifex Maximus.
—Yo…
A Léntulo se le salieron los ojos de las órbitas al ver a los lictores que estaban
junto a la entrada. Intercambió una mirada de indignación con Gelio.
—¿Qué significa esto, procónsul?
—Ha sido un descuido, nada más. Hemos cabalgado toda la noche para llegar
hasta aquí. ¡Por supuesto que mi intención no era contrariar a los dioses! —Se dirigió
a los lictores a voz en grito—: ¡Retirad las hachas de inmediato! ¡Hay que hacer
sacrificios expiatorios en los templos más importantes! ¡Encargaos de ello! —Los
guardaespaldas salieron corriendo del edificio y Longino volvió a mirar a los

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cónsules—. Realizaré mi penitencia personal para los dioses en cuanto pueda —dijo
con humildad—. No volverá a pasar.
—Y que lo jures, imbécil —espetó Craso.
El ambiente se llenó de otros comentarios, airados y de preocupación.
—Escuchemos tu informe —ordenó Gelio.
—Como saben todos los senadores aquí presentes, estoy al mando de dos
legiones. El esclavo Espartaco dirige a más de cincuenta mil hombres. Sabiendo que
estos hombres habían salido victoriosos —Longino carraspeó mientras ignoraba
expresamente a los cónsules— al enfrentarse a otras fuerzas romanas, decidí que mi
mejor opción era planificar un ataque sorpresa sobre su ejército mientras marchaba
hacia los Alpes. Para ello localicé una posición adecuada a poca distancia de la
carretera cercana a Mutina. Más de treinta ballistae se construyeron y transportaron
allí en secreto. Mi plan era que las catapultas bombardearan sin tregua a los esclavos,
que no sospecharían nada, para causar estragos antes de que mis legiones avanzaran
hacia ellos desde el norte.
—No sé por qué intuyo que no fue eso lo que pasó —comentó Craso con voz
queda.
César, que estaba a su lado, hizo una mueca.
—Un buen plan —concedió Gelio—. ¿Qué salió mal?
—No sé cómo Espartaco se enteró de lo que tramaba. Una gran cantidad de
esclavos atacó a los soldados que vigilaban las ballistae por la noche. Pillaron
desprevenidos a mis hombres. Esos cerdos astutos iban armados con hachas y
llevaron barriles de aceite. Redujeron a cenizas o a astillas las catapultas. —Longino
exhaló un suspiro—. El ejército de Espartaco marchó hacia el norte a la mañana
siguiente. No podía dejar que ese hijo de puta pasara al lado de Mutina sin oponer
resistencia, así que me puse al mando de mis hombres y me enfrenté a él.
Unos cuantos senadores hicieron sonidos que transmitían comprensión.
—No le falta coraje —dijo uno.
Sin embargo, a Craso le agradó notar que los rostros que veía seguían denotando
desaprobación.
—Continúa —ordenó Léntulo.
—Desplegué a mis legiones en la formación clásica de triplex acies. Teníamos
árboles a nuestra izquierda, lo cual impedía el uso de la caballería, así que desplegué
a todos mis jinetes a la derecha. El enemigo se presentó ante nosotros de un modo
parecido. Espartaco ha aprendido a luchar igual que nosotros los romanos. Sus tropas
están, en su mayoría, bien armadas y disciplinadas.
Se oyeron unos gritos de asombro.
«Ya os dije hace unos meses que no había que infravalorar a Espartaco —pensó
Craso—. Pero no me hicisteis caso». El nivel de los triunfos del tracio le merecía
todo su asombro en secreto pero habría sido incapaz de reconocerlo ante los demás.
Longino aguardó hasta que volvió a haber silencio.

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—Sus jinetes también están bien preparados. Superaban en número a mis
seiscientos galos al menos en una proporción de cinco a uno. Cuando los ejércitos
entablaron batalla, mi caballería se vio obligada a retroceder, lo cual permitió que los
jinetes enemigos atacaran la retaguardia de mis legiones. Después de eso, la lucha fue
encarnizada. A pesar de ello, mis soldados se mantuvieron firmes durante mucho
tiempo. Al final, sin embargo, los ataques furibundos tanto por delante como por
detrás fueron demasiado. —Longino hizo una pausa para recobrar la compostura—.
Mis hombres sucumbieron y huyeron.
—¿Tus águilas? —preguntó Gelio.
Longino ensombreció el semblante.
—Perdidas.
—¿Las dos?
—Sí. Me quedé hasta el amargo final intentando recuperar una. Habría muerto en
el campo de batalla de no ser por uno de mis centuriones, quien, con sus hombres, me
sacó de allí a la fuerza. Ojalá me hubieran matado, pero tengo la obligación de
informar de mi derrota al Senado. Es lo que acabo de hacer. Ahora espero la sentencia
de mis iguales, sea la que sea. —Longino inclinó la cabeza.
Por mucho que le pesara, a Craso le impresionó la actuación del procónsul.
«Tiene agallas, tanto en la batalla como en este terreno traicionero que es el Senado».
Craso enseguida endureció su reacción. «No es más que otro general fracasado. Su
derrota me procurará un mayor apoyo. Hoy tal vez pueda hacer mi jugada». Miró a su
alrededor y le molestó ver que las palabras de Longino parecían haber despertado la
compasión de un buen número de senadores.
Los cónsules deliberaron entre sí antes de que Léntulo alzara una mano para pedir
silencio.
—Te damos las gracias por cumplir con tu obligación de informarnos de lo
sucedido. Si bien la noticia de tu derrota y la pérdida de las águilas es desastrosa, no
carece de precedentes. —Lanzó una mirada a Gelio—. Mi colega y yo también
hemos fracasado ante Espartaco.
—¡Y que lo digas! —gritó Craso—. Junto con todos los imbéciles a los que
enviaste antes. ¡Avergonzáis a la República! —El corazón se le aceleró en la breve
pausa subsiguiente. ¿Había ido demasiado lejos?
—¡Es una vergüenza! ¡Debería daros vergüenza a los dos! —exclamó César.
—¡Vergüenza! —gritó otro senador.
El grito tomó vida propia y fue cobrando y extendiéndose de volumen hasta
resonar en las paredes de la Curia.
—¡Vergüenza, vergüenza, vergüenza!
Craso no cabía en sí de gozo. La noticia de las derrotas anteriores de sus ejércitos
no había provocado tal nivel de descontento. Seguro que le procuraría más
partidarios.
El alboroto tardó un rato en remitir. Cuando se aplacó, Longinus seguía situado

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ante los cónsules con la espalda recta y la cabeza gacha como muestra de la
aceptación serena de su destino.
Gelio fue el primero en hablar, tal vez porque había derrotado a Crixus y algo de
honor le quedaba.
—Longino tiene que pagar por su derrota. ¿Qué castigo le infligiríais, senadores
de Roma?
Se hizo un silencio significativo.
A Craso le sorprendió no saber qué decidir. A otros que habían fracasado, entre
ellos el desgraciado de Varinio, se les había ordenado que se suicidaran, aunque como
era natural, los dos cónsules se habían librado de esa sentencia. No obstante, ninguno
de ellos era un hombre de la talla de Longino. Se trataba de un hombre de una familia
ilustre, que había servido a la República como maestro de la casa de la moneda,
pretor y, solo el año anterior, cónsul. ¿Por qué tenía que sufrir el peor castigo —la
muerte— cuando sus inferiores se habían librado de él? ¿Acaso el exilio era una
alternativa mejor? Craso observó a Longino. «Es un hombre capaz. No tendría
sentido hacer que se matara con su propia arma».
—Cuando haya saldado cuentas con los dioses, despojadle de su cargo y que
pague una multa considerable al Tesoro.
Una breve pausa.
—Creo que sería un castigo adecuado —convino César en voz alta.
—De acuerdo —dijo uno de los seguidores de Craso.
Se oyeron murmullos de coincidencia procedentes de su facción. Nadie más
habló.
Craso aprovechó la ocasión.
—No hace falta que Longino muera. No cuando otros que han fracasado se han
librado de esa suerte.
—¡Es bien cierto! —exclamó César con tono sarcástico.
Craso esbozó una sonrisa beatífica ante las miradas feroces pero fútiles de los
senadores. «Esto es solo el comienzo, imbéciles».
—Longino debe retirarse —dijo un senador partidario de Pompeyo.
—¡Retírate! ¡Retírate! ¡Retírate! —salmodiaron.
Molesto, Gelio hizo un gesto con la mano.
—De acuerdo. Longino, parece que tus compañeros desean que dimitas como
procónsul. ¿Y que pagues una multa? —Lanzó una mirada hacia la sala.
—¡SÍ!
—Pagarás una multa al Tesoro de… —deliberó con Léntulo—: quinientos mil
denarii.
—No olvidéis que debe hacer penitencia ante los dioses —dijo una voz.
Longino levantó la cabeza.
—Será lo primero que haga cuando salga de la Curia. Doy las gracias a mis
compañeros senadores por su clemencia. Continuaré sirviendo a la República del

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modo que sea. —Se desabrochó el cinturón rojo que marcaba su estatus de general y
lo dejó a los pies del cónsul. Luego saludó y, sin mirar a ningún lado, se marchó de la
sala con paso orgulloso.
Los políticos allí reunidos exhalaron un suspiro audible.
—Pasemos al tema más importante del día —le susurró Craso a César.
—Qué hacer con Espartaco.
—Eso mismo. Los cónsules también deben pagar por el fracaso de Longino. Las
malas decisiones que tomó les perjudican como líderes de la República.
—¿Crees que es el momento de plantear nuestra jugada?
«Nuestra» jugada, pensó Craso con cierta satisfacción. «Está claro que César está
de mi parte». Miró a su alrededor en un intento por calibrar el estado de ánimo de los
presentes.
—No estoy seguro. Acosémosles durante un rato a ver qué pasa.
Unas fasces repiquetearon en el suelo e interrumpieron la conversación.
—Las noticias de Longino pueden considerarse catastróficas, pero reafirman
nuestra determinación. Roma no encaja las derrotas quedándose de brazos cruzados
—anunció Léntulo con voz firme.
—Hay que meter en cintura al esclavo Espartaco y a sus seguidores, y derrotarlos
de una vez por todas —añadió Gelio.
—¡Hay que derrotarlos! —gritó una voz—. ¡Roma debe salir victoriosa!
—¡Victoria! ¡Victoria! —gritaron los senadores.
Los cónsules intercambiaron una mirada de satisfacción. La corriente de ira
contra ellos parecía estar cambiando.
—¿Y quién, exactamente, dirigirá a las legiones de la República a la victoria? —
La pregunta que Craso planteó en voz alta atravesó el griterío como un cuchillo
caliente la mantequilla. Se hizo el silencio. Lanzó una mirada desdeñosa a los
cónsules—. Sois los cónsules elegidos, los magistrados de mayor rango de la tierra.
Respeto vuestros cargos, pero ya no me veo dispuesto a apoyaros en esta guerra. —
Miró a su alrededor y sonrió al ver los rostros de conmoción de los senadores—. Sí,
ahora esto es una guerra. ¿Tenemos que apoyar a dos hombres a los que Espartaco ya
ha derrotado de forma contundente? ¿Que han perdido nada menos que cuatro águilas
de plata entre ellos? ¿Que han convertido a Roma en el hazmerreír del Mediterráneo?
Yo digo que hacerlo sería poner en peligro a la República misma.
—¿Qué sugieres, Craso? —bramó Léntulo—. ¿Deseas hacerte con el poder, igual
que Sula?
De repente, Craso notó el peso de cientos de pares de ojos sobre él. Maldijo para
sus adentros. ¿Acaso se había equivocado al juzgar el estado de ánimo de los
senadores?
—Yo…
Léntulo no le dejó tiempo para acabar.
—¿No te fue lo bastante bien fuera de las proscripciones de Sula? —Enseguida se

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oyeron unas carcajadas. Craso lanzó una mirada feroz, pero ya había perdido la
iniciativa—. ¿No eres lo bastante rico y avaro todavía? Mejor que no olvidemos
cómo te aprovechaste igual que un buitre de quienes desobedecieron al «Carnicero».
Como consecuencia de ello, tu riqueza es inmensa, pero también está manchada de
sangre —declaró Léntulo en voz alta.
—Todas las compras que realicé estaban dentro de la legalidad —declaró Craso.
Sin embargo, era demasiado tarde. Allá donde miraba, veía repugnancia en el rostro
de sus iguales. Incluso César se había apartado un paso—. ¡He dicho que todas
fueron legales!
—Quizá lo fueran —replicó Gelio—, ¡pero no nos viste a nosotros haciendo cola
para comprar esas propiedades!
Enfurecido al máximo pero impotente, Craso se mordió el labio.
Los cónsules fueron lo bastante listos como para no dirigirse a la sala durante
unos instantes. Dejaron que la indignación de los senadores para con Craso dominara
el ambiente. Entonces Gelio, que era el mejor orador, se levantó de su asiento. Dio
dos pasos adelante, hasta el borde de la tarima, y esperó.
El griterío disminuyó.
—Léntulo y yo hemos cometido errores, pero seguimos siendo los cónsules
elegidos de Roma. ¿Acaso no es así? —Un rugido sordo de apoyo—. Y hasta hace
poco hemos desempeñado nuestras funciones para satisfacción de la mayoría, ¿no?
—¡Pues sí! —gritó una voz.
Nadie dijo ni una palabra más.
—A pesar de nuestros defectos, ambos poseemos la virtus romana. Sin duda es un
escándalo que Espartaco haya derrotado a tantos de nuestros ejércitos. ¡No volverá a
pasar! Léntulo y yo hemos unido a nuestras legiones. Hemos conseguido refuerzos
para solucionar nuestros «problemas». Lo que queda del ejército de Longino se
trasladará al sur para sumarse a los nuestros y así formaremos una fuerza combinada
de más de cuatro legiones. Mientras hablo se están buscando soldados auxiliares en la
Galia Cisalpina. Hemos avisado en Galia y en Iberia de que necesitamos jinetes. En
cuestión de seis a ocho semanas tendremos un ejército que superará los treinta mil
hombres.
Craso todavía no estaba derrotado.
—¿Y si Espartaco planta cara antes de ese momento?
—Nos enfrentaremos a él en nuestro territorio y lo eliminaremos de la faz de la
tierra. Lo juro por Júpiter, Minerva y Marte —declaró Gelio ante grandes gritos de
aprobación.
—¿Y si, tal como algunos sospechan, se marcha de Italia?
—Léntulo se quedará aquí para alistar a más legiones y salvaguardar la
República. Yo seguiré el rastro de la chusma de esclavos por tierra o por mar con
nuestros ejércitos. No llegará lejos. Cuando los encuentre, los destruiré por completo.
Si por una remota casualidad Espartaco llega a Tracia, allí puedo sumarme a las

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fuerzas de Lúculo. Entre los dos lo machacaremos. ¡Sea como sea conseguiremos la
victoria!
—¡Victoria! —exclamaron los senadores—. ¡Victoria!
En aquel momento, Craso se dio cuenta de que había perdido su oportunidad. No
obstante, no pensaba privarse de lanzar otro dardo envenenado.
—Muy bien. ¿Derrotaréis juntos a Espartaco?
—Sí —declararon los cónsules.
—Que Júpiter sea vuestro testigo —dijo César dedicándoles una mirada
significativa.
A Gelio le hervía la sangre.
—¡Que nos abata si fracasamos!
Léntulo no estaba tan emocionado por el fervor de su colega, pero tampoco podía
echarse atrás.
—Juro ante Optimus Maximus que venceremos.
—Excelente —dijo Craso con entusiasmo fingido—. ¡La República saldrá
triunfante una vez más!
Los senadores, que no sospechaban nada, estaban encantados. Lanzaron vítores y
silbaron como una muchedumbre emocionada al presenciar una lucha de gladiadores.
Craso se acercó más a César.
—Gracias por hablar en ese momento —dijo entre dientes—. Gelio ha caído en tu
trampa sin ni siquiera darse cuenta.
César inclinó la cabeza a modo de reconocimiento.
—Pero Léntulo sabe que está acorralado. Parece que se acaba de tragar un cuenco
de cicuta.
—¿Y a mí qué más me da? —susurró Craso—. Si por obra de un milagro esos
imbéciles salen victoriosos, el problema de Espartaco quedará zanjado. Si fracasan,
no tendrán a qué agarrarse. Ningún general puede sufrir dos derrotas y conservar el
cargo, sobre todo cuando ha hecho un juramento sagrado ante seiscientos senadores.
—Ha sido una jugada inteligente. Has sabido darle la vuelta a la situación.
Craso se mostró recatado por educación, aunque por dentro estaba exultante. Más
que nada, lo que había ocurrido era mejor que si hubiera conseguido su objetivo ese
día. Las legiones de Italia estaban diezmadas, maltrechas y desmoralizadas. Ocuparse
de ellas e intentar derrotar a Espartaco era abocarse al desastre.
De este modo tenía todas las posibilidades cubiertas y tendría tiempo de seguir
planeando los pasos a seguir. Una cosa era cierta, pensó Craso, la República
necesitaba más soldados de los que actualmente tenía en su territorio. Pompeyo
contaba con un buen número de legiones en Iberia. Igual que Lúculo, en el Ponto. Si
se convocaba a cualquiera de esos dos hombres para defender a la República, no
entregarían el mando de sus tropas a nadie. Querrían toda la gloria. «La gloria que
debería ser mía». Craso decidió entonces hablar con Caepio, el único superviviente
del munus de Espartaco. Él supondría un fuerte imán para toda legión que Craso

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reclutara. Los hombres acudirían en tropel para servir bajo su mando.
Craso se remontó en su mente a la época en que había luchado para Sula.
Probablemente muchos de los soldados que habían luchado para el Carnicero en la
guerra civil seguían con vida y estarían ocupándose de las pequeñas parcelas de
terreno que se les habían concedido cuando se licenciaron. Sula siempre había sabido
que no había nada que hiciera más feliz a un veterano después de veinte años de
servicio que recibir exactamente lo que se le había prometido el día de su
alistamiento. Craso pensó en Pompeyo y frunció el ceño. «A ese imbécil se le da bien
honrar a los soldados licenciados, igual que a Sula». A decir verdad, él no había sido
tan justo con sus legionarios en el pasado, pero por suerte tampoco había habido
tantos. Los de Sula, por el contrario, ascendían a miles. «Me recordarán, el hombre
que ganó la batalla de la puerta Colina, el hombre que fue el capitán leal de Sula». Le
vino a la mente un famoso refrán y sonrió: «Quienes tienen corazón de soldado lo
conservan, aunque el cuerpo haya envejecido».
—Tampoco rechazarán el sueldo generoso que les ofreceré.
Había llegado el momento de encomendar otra tarea a Saenius. Su mayordomo ya
había hecho mucho para intentar reclutar espías dentro del ejército de esclavos, pero
los acontecimientos de la jornada implicaban que había mucho más por hacer.
Reclutar nuevas legiones llevaba su tiempo y, aunque todavía carecía de la
jurisdicción para hacerlo, Craso estaba convencido de que podía implementar los
primeros pasos de ese proceso tan largo. Con una cantidad decente de veteranos,
dispondría de un núcleo alrededor del cual podría formar un ejército llegado el
momento.
Craso sabía en su fuero interno que los cónsules pronto se enfrentarían a
Espartaco en una batalla. Por lo que había visto hasta el momento, Léntulo y Gelio
tenían todas las de perder. Cuando eso ocurriera, aprovecharía la oportunidad.
«Nos volveremos a ver, Espartaco —pensó Craso—. En esta ocasión aprenderás
la lección que debería haberte enseñado la primera vez que nos vimos. Los romanos
no tenemos parangón y tú no eres más que un salvaje. Un salvaje con talento e
inteligencia, quizá, pero salvaje de todos modos. Cuando tu ejército quede finalmente
reducido a cenizas y te ahogues en tu último aliento, lo comprenderás.
»Cuánto anhelo que llegue ese día. Me llevaré el mérito de salvar a la República y
las masas me adorarán, por salvarles la vida y el sustento. Ese advenedizo de
Pompeyo puede irse olvidando de ser el hombre más popular de Roma. En las
tabernas y en las tiendas, en cada esquina, los ciudadanos solo hablarán de Craso.
Una vez garantizada mi fama, me tendrán en la misma estima que a hombres como
Sula o Mario… para siempre».

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6
Cerca de los pies de los Alpes, Galia cisalpina

Ariadne se despertó con dolor de cabeza. Se desperezó y notó también que tenía
tortícolis. Exhaló un suspiro. La mala noche que había pasado no se debía únicamente
a los movimientos del bebé. Su descanso se había visto alterado por una pesadilla
inacabable y horrenda en la que no conseguía encontrar a Espartaco en una carretera
decorada con un hombre crucificado cada cuarenta pasos. Suponía un gran alivio
verlo respirando sonoramente a su lado. Observó sus facciones esforzándose al
máximo por olvidar las imágenes sangrientas del sueño. Lo consiguió. Con la yema
de un dedo, trazó la leve cicatriz que le iba de la nariz recta hasta la mejilla izquierda.
Le tocó la mandíbula, cuadrada y resuelta, y el pelo, castaño, cortado al rape al estilo
militar romano. Ariadne estaba admirando su torso bien musculoso y fibroso cuando
él dio una sacudida violenta y musitó algo. Ariadne dejó de disfrutar de inmediato.
A juzgar por el modo en que Espartaco se había movido toda la noche, tampoco
había dormido bien. Se preguntó por la causa de su malestar. «Se lo preguntaré
cuando se despierte». Ella ya hacía tiempo que había dejado de intentar descansar. A
pesar del agotamiento, estaba decidida a estar contenta. Había llegado el día que tanto
había esperado desde la espectacular huida de ludus de Capua. Por aquel entonces
había sido una esperanza vana. Sin embargo, contra todo pronóstico, los soldados de
su esposo habían derrotado a todos los ejércitos romanos que habían enviado contra
ellos. Habían dejado Mutina a unos treinta kilómetros por detrás, con las legiones que
la habían guarnecido destrozadas y diseminadas por todas partes. Ya no quedaban
tropas enemigas preparadas para la batalla en la zona. El día anterior su ejército había
cruzado el puente sobre el río Padus. Tenían vía libre.
Ariadne volvió a recrearse la vista en aquella maravillosa imagen. Desató la
puerta de la tienda y miró hacia el exterior. Por fin una sonrisa asomó a su rostro. No
lo había imaginado. Ante ella se alzaban de oeste a este los Alpes formando un
inmenso muro de piedra continuo. «Lo único que tenemos que hacer —pensó— es
cruzar estos picos, y seremos libres. Para siempre». ¿Por qué, entonces, tenía un nudo
de preocupación en el estómago? Se acordó de un viejo refrán: «Del dicho al hecho
va mucho trecho». «No me quedaré contenta hasta que hayamos pasado al otro lado
de las montañas».
—¿Estás comprobando que siguen ahí? —oyó la voz de Espartaco detrás de ella.
Ariadne entró la cabeza a la tienda.
—Ya te has despertado.
—Sí. Y bien, ¿se han esfumado?
Ariadne le dio un suave golpecito en el brazo.
—Te estás burlando de mí.

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—Solo un poco. También los quiero ver. —Apartó las mantas y gateó hasta la
entrada. Permaneció en silencio unos momentos.
—Gracias al Jinete —dijo entonces—, no son un sueño. Realmente estamos fuera
del alcance de los legionarios de Italia.
«De Italia —pensó ensombrecido—. ¿Y en Tracia? Una tierra agreste de la que la
mayoría de mis soldados solo han oído hablar. ¿Querrán ir hasta allí… para
enfrentarse a más legiones? ¿O se negarán?». Si eso ocurriera, Espartaco era
consciente de que no quería ser un general sin ejército.
—¿Vas a seguir con tu plan de hablar con los hombres?
—Por supuesto. Estamos dando un gran paso. Tengo que cerciorarme de que
todos comparten mi opinión.
Eso era, pensó Ariadne. La preocupación subyacente que ambos sentían desde
hacía tiempo pero que ninguno había mencionado. Seguro que no era la única que
había oído comentarios de descontento alrededor de las hogueras.
—¿Crees que algunos no querrán? —Espartaco no respondió—. ¿Quién? ¿Castus
o Gannicus? —Espartaco suspiró—. ¿Qué ocurre?
A pesar de no querer hacer frente a Ariadne, siempre había sabido que tendría que
decírselo. Además, tenía que hacerlo antes de hablar con los soldados. Era lo mínimo
que podía hacer por ella.
—Hay muchos hombres a los que no les entusiasma la idea. Hace algún tiempo
que se quejan, pero las dos últimas noches, el malestar ha ido en aumento. Quizá no
te hayas dado cuenta, pero lo oigo cuando recorro el campamento.
—Pero…
—No es de extrañar, Ariadne. La mayoría de ellos nació aquí, en cautividad. No
nacieron libres, como tú y como yo. No saben lo que es vivir en su tierra natal, sin
nadie a quien llamar «amo». Para ellos, Italia es una tierra rica para saquear. Es fértil
y cuenta con innumerables fincas y latifundios que aprovechar. ¿Por qué iban a
querer marcharse? Muchos de quienes no nacieron esclavos comparten la misma
opinión.
—¡Deben marcharse porque así se librarán de los dichosos romanos! —exclamó.
Notó que se le encendían las mejillas de ira.
—No obstante, la mayoría piensa que es capaz de derrotar a cualquier ejército con
el que se enfrente. ¿Por qué no? —Hizo una mueca de desagrado—. Mira lo que han
hecho. Les he dicho una y otra vez que los romanos nunca se dan por vencidos, pero
las palabras significan poco cuando no han conocido otra cosa que la victoria.
—Debe de haber una manera de convencerlos.
—A fin de cuentas no puedo obligar al ejército a que me siga. No puede decirse
que no haya otros líderes reacios a cruzar los Alpes, hombres que quieren permanecer
en esta tierra que tanto les ha dado.
—Te refieres a Castus y Gannicus. —Esta vez, fue como si escupiera sus
nombres.

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—Sí. Se quedaron conmigo cuando Crixus se marchó, pero ya sabes lo
impredecibles que son, sobre todo ese pedazo de mierda que es Castus. Nunca le ha
gustado hacer lo que yo digo. Aprovechará el momento para salirse con la suya y
Gannicus le seguirá. Una parte considerable del ejército irá con ellos. —«Y esos
imbéciles ni siquiera saben lo de Lúculo. Si lo supieran y lo dijeran a los hombres, la
mayoría se marcharía».
—Si pasa eso, ¿qué harás?
Se quedaron mirando el uno al otro sin articular palabra.
—Los tracios vendrán conmigo. Carbo, Navio y los escitas obviamente. Yo diría
que quizás entre diez y quince mil hombres harán lo que yo diga. Pero no estoy
seguro del resto…
—¡Pues entonces déjalos! —exclamó Ariadne—. ¡Que sean dueños de su destino!
Acabarán muertos antes de un mes o un año a manos de otro ejército romano. —Vio
el dolor reflejado en los ojos de Espartaco—. Sé que son tus hombres, pero no tienes
que comportarte como ellos.
—Lo sé —respondió con rigidez—. Pero hay más.
Ella le dedicó una mirada inquisidora.
—¿Se trata de lo que has estado ocultándome?
Espartaco no respondió a la pregunta.
—Cuando Carbo y Navio estuvieron en Mutina oyeron hablar de Marco Lúculo,
el general romano que ha estado luchando en Asia Menor. Ha derrotado a los tracios
que estaban al servicio de Mitrídates y ha entrado en Tracia. Ha arrasado muchas
zonas.
—Los romanos llevan haciendo campaña contra las tribus tracias de forma
intermitente durante más de treinta años. Hasta la fecha nunca se han molestado en
montar una invasión a gran escala. ¿Por qué iban a cambiar las cosas?
—No lo sé, pero su campaña continúa.
«¡Dioniso, no! ¿Cómo puedes permitir que esto ocurra?», quiso gritar Ariadne a
los cielos, aunque contuvo su rabia y miedo.
—Pues razón de más para marcharnos, ¿no? Podrías dirigir la lucha en Tracia.
—Eso quizá resulte atractivo para ti y para mí, pero no para la mayoría. ¿Qué les
importa Tracia a Castus y Gannicus? ¿O al resto?
—¿Lo saben los galos? —Era incapaz de apartar la mirada de su cara.
—No, gracias al Jinete. Tampoco pienso decírselo. Carbo y Navio saben que no
deben decir ni una palabra a nadie.
Aquello suponía un consuelo, pensó ella con amargura.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—No quería preocuparte. Además, no tenía mucho sentido hasta que
derrotáramos a Longino.
—Entiendo. —Aunque estaba enfadada, Ariadne se alegraba en parte de no
haberlo sabido hasta entonces. Había disfrutado de su fantasía, que acababa de ser

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sustituida por un manto de amarga decepción. Desvió la mirada hacia la brillante luz
del sol que se filtraba por la tienda y, en el exterior, el espectáculo majestuoso de los
Alpes. Parecían mucho mayores de lo que le habían parecido hacía unos instantes—.
Aunque crucemos las montañas, los romanos nos encontrarán en Tracia.
Espartaco frunció el ceño para mostrar que estaba de acuerdo.
—La noticia de nuestra llegada no tardará en llegar a oídos de Lúculo. Querrá
enfrentarse a nosotros, y eso suponiendo que el Senado no envíe también a un ejército
a por nosotros.
—¿Has olvidado al resto de las tribus? Planeaste unirlas bajo un solo estandarte y
encabezar la lucha contra Roma. Seguro que se sumarán si ven la cantidad de
hombres que te siguen, ¿no?
—He pensado sobre esto largo y tendido. Ya sabes lo peleón que es nuestro
pueblo. No les gusta llamar líder a nadie. Existen tantas posibilidades de que se
sumen a nosotros como de que nos ataquen. Sería una labor ingente unir a más de dos
o tres tribus. Solo ha habido un hombre capaz de gobernar a todos los tracios y no
duró demasiado. —Exhaló un suspiro largo y cansado—. Mi padre se equivocó.
Tracia no es un territorio que pueda unirse.
—Tú podrías conseguirlo —le instó ella.
—A lo mejor sí y a lo mejor no. Sin embargo, es probable que tuviera que pelear
para controlar al menos a algunas tribus, lo cual daría ventaja a Lúculo. Eso si no me
asesinaran antes. Aquí, por el contrario, ya tengo un ejército que supera los cincuenta
mil soldados. Hombres a quienes no tengo que convencer de que me sigan. En Italia
incluso los alborotadores como Castus seguirán mis indicaciones. Al menos por el
momento.
—¡No me puedo creer lo que estás diciendo!
En aquel instante, Espartaco expresó en silencio la verdad que le había
sobrevenido durante la larga oscuridad de la noche anterior. Las muestras de
descontento entre sus hombres eran demasiado evidentes. No era del todo seguro que
los hombres cumplieran sus amenazas, pero la situación le daba mala espina. «No
dejaré atrás a la mayoría de mis soldados. No para acabar donde empecé, en Tracia,
con todos los hombres en mi contra y los romanos saqueando la tierra a su antojo».
—No quieres dejar de estar al mando del ejército, es lo que pasa. —Lo miró con
expresión furibunda.
Él la miró de hito en hito.
—No, no quiero.
—¡Lo sabía! —gritó—. ¡Eres demasiado orgulloso!
—Si los hombres quieren marcharse, me marcharé. Si la gran mayoría quiere
quedarse, entonces me quedo —repuso sacando la mandíbula.
—¿Y si yo decido cruzar los Alpes sin ti?
—Me entristecería verte marchar. Por supuesto, enviaría a varios hombres para
que te protegieran.

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—¿Prefieres a tus tropas antes que a mí? —Unas lágrimas de tristeza, de rabia
asomaron a sus ojos—. ¿A tu esposa, que lleva un hijo tuyo en el vientre?
—Antes que nada soy un soldado, Ariadne —masculló—. No un esposo. Lo has
sabido desde que nos conocimos.
La alegría de Ariadne tras ver los Alpes se desvaneció. Se sentía como si Dioniso
y todas las deidades del Panteón le hubieran retirado su favor. Le costó serenarse.
—Hablas como si fuera seguro que los hombres se negarán a seguirte por las
montañas. Quizás estés equivocado.
—Quizás.
Ariadne notó que se le hundían los hombros.
—¿O sea que hemos cruzado esta tierra en vano?
—No ha sido en vano. Cuando nos marchamos de Thurii, tenía muy claro que
quería cruzar los Alpes. Y lo sigo teniendo…
—Si el ejército te sigue —interrumpió ella enfurecida.
—Sí.
Se le volvieron a empañar los ojos.
Espartaco estiró el brazo para reconfortarla, pero Ariadne retrocedió como si su
tacto fuera venenoso. Él la dejó estar.
—Soy un líder. Un general. He llegado hasta aquí por méritos propios. No pienso
dejarlo todo y entregar mi poder a una rata de alcantarilla como Castus o a un
maquinador como Gannicus. —«Por mucho que te duela».
—En otras ocasiones has dicho que las legiones de Roma eran como el monstruo
de la Hidra. Por cada cabeza que se destruye, le salen dos en su lugar. Si te quedas
aquí en Italia, formarán más legiones en tu contra.
—Puede ser. Pero Hércules superó a la Hidra. Quizá yo también pueda —repuso,
con el orgullo del que ella le había acusado palpable en la voz.
—Pero en Tracia tendrías más posibilidades…
—¿En Tracia? —Espartaco se echó a reír, aunque enfadado—. Los romanos
nunca me dejarán en paz por lo que les he hecho. Enviarán a las legiones a por mí
aunque viaje a los confines de la tierra.
En lo más profundo de su ser, Ariadne sabía que tenía razón. Si su esposo dejaba
a sus soldados en secreto y encontraba con ella algún lugar aislado donde vivir, Roma
no les molestaría. Sin embargo, eso era tan probable como que el sol danzara en el
cielo. «La guerra es su destino. Siempre lo ha sido». Ella no lo podía cambiar, ni
tampoco su carácter. Tampoco es que quisiera hacerlo, se dio cuenta entristecida. Lo
quería tal como era. Valiente. Fiero. Carismático. Inteligente. Temerario a veces. Y,
sobre todo, orgulloso.
Pero ¿qué significaba eso para él?, se preguntó. ¿Y para ella?
Espartaco empezó a vestirse.
—Les dije a Egbeo y a Pulcher que quería congregar a los hombres después de
que comieran. ¿Quieres venir a oírme hablar?

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—Sí —dijo Ariadne sin ser consciente de ello.
—¿Te quedarás o te marcharás?
—Depende de lo que tú hagas.
Se miraron de hito en hito.
—Esa respuesta es ambigua. ¿Me seguirás?
—Todavía no lo he decidido —repuso alzando el mentón.
«No soy el único orgulloso», pensó Espartaco.
—Ya lo veo.
Ninguno de los dos volvió a hablar mientras él se preparaba.
Ariadne recordó el sueño horroroso que había tenido. ¿Cuál era el destino que los
dioses le tenían reservado?
Espartaco haría todo lo posible por convencer a los hombres. Así, él y Ariadne
permanecerían juntos. Sin embargo, tenía la corazonada de que sus soldados no
estaban por la labor. No obstante, aquello no hizo disminuir su determinación. Sus
tropas necesitaban a un líder. Y él era ese hombre, independientemente del camino
que tomaran.

La noche anterior Espartaco había ordenado construir una plataforma elevada en


el extremo del campamento. Diez hombres de cada centuria del ejército tenían que
congregarse delante, desde donde oyeran con facilidad lo que decía. Los oficiales de
alto rango de cada cohorte también debían hacer acto de presencia. El resto del
ejército debía colocarse en formación, detrás y a ambos lados de los soldados
elegidos. El plan de Espartaco consistía en hablar despacio y hacer pausas con
regularidad para permitir que los mensajeros del grupo central transmitieran sus
palabras a sus colegas con exactitud. Si conseguía ganarse el apoyo de los hombres
congregados, tenía posibilidades de lograrlo para el ejército entero. Pero no era más
que una posibilidad. Los rostros expectantes que vio de camino a la tarima no
transmitían alegría.
Echó los hombros hacia atrás. Era el discurso más importante de su vida. Era
positivo que los estandartes de batalla romanos que habían tomado estuvieran
expuestos, la prueba de sus éxitos: seis águilas de plata, las astas de madera con la
insignia de más de treinta cohortes y dos docenas de grupos de fasces dispuestas
detrás de la plataforma. Era un botín increíble, pensó con orgullo. Incluso un general
como Aníbal habría quedado impresionado. Era imposible que dejara indiferente a
sus hombres. Pero ¿bastaría? Subió las escaleras y dejó atrás a los trompetas que
estaban cerca para llamar la atención de todos. Se sintió un poco más amargado.
—Castus y Gannicus ya están aquí —le susurró a Ariadne, situada un paso por
detrás de él—. Mira.
Los galos se movían entre los soldados que estaban delante de la tarima,
charlando cordialmente y dando palmadas en los hombros a los demás. «Cabrones

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traicioneros».
—Intentan adelantárseme. —Las escasas posibilidades que tenía de convencer a
los hombres se le estaban escapando delante de las narices. Espartaco se dijo que eran
imaginaciones suyas, pero el bramido con el que lo recibieron le pareció más apagado
que en otras ocasiones.
—¡ES-PAR-TA-CO!
Alzó los brazos a modo de agradecimiento.
—¡Os veo, mis valientes soldados!
A los hombres allí congregados les gustó aquello. Igual que a las tropas que
alcanzaban a oírle. No hubo necesidad de transmitir lo que se había dicho. El cántico
se retomó con gran entusiasmo.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO! —Empezaron a golpear las armas
contra los escudos y el alboroto subió de intensidad. El muro de sonido se alzó en el
cielo azul despejado.
Espartaco vio el fastidio de los galos y se regocijó por dentro. «Me quieren más
que a vosotros, imbéciles arrogantes». Les indicó que subieran a la plataforma.
Mientras subían, caminó arriba y abajo señalando los estandartes. Entonces dio una
orden a los trompeteros, que tocaron una serie de notas cortas pero intensas.
Enseguida se hizo el silencio. Los hombres estaban ansiosos por oír su mensaje, fuera
el que fuera.
—¿Veis esto? —gritó Espartaco—. Tenemos seis águilas de plata. ¡Son de las seis
legiones que hemos derrotado! ¡Y eso sin contar a todas las tropas romanas a las que
mandamos a paseo! ¡Sois unos soldados valientes y valerosos, que se han enfrentado
a los legionarios y han salido victoriosos! —Dejó que los hombres que tenía más
cerca se quedaran roncos de tanto rugir antes de continuar—: Tres pretores. Un
legado. Un procónsul. Dos cónsules. Esos son los generales a los que os habéis
enfrentado y a los que habéis vencido. Es una hazaña impresionante. Debéis estar
orgullosos, ¡muy orgullosos! —Advirtió la sorpresa en el rostro de Castus y
Gannicus. «Se están preguntando por qué les levanto la moral». Los soldados del
grupo central se marcharon rápidamente para transmitir lo que acababa de decir. El
resto del ejército reaccionó a su mensaje con un entusiasmo desbocado.
Los gritos de ánimo tardaron en apagarse, pero Espartaco esperó con paciencia,
haciendo caso omiso de la expresión colérica de Castus y Gannicus, que estaban
cerca. Al final, llegó el momento de seguir hablando.
—A pesar de todos nuestros éxitos, no hemos ganado la guerra. Por desgracia, la
República es capaz de encajar muchas más derrotas de las que les hemos ocasionado
y seguir adelante. Aníbal aniquiló cuatro legiones en el Trebia. Tres legiones en
Trasimene. Ocho legiones en Cannae. Pero al final fue derrotado. ¿Por qué? Porque
Roma nunca se rinde. Su gente es más obstinada de lo que imagináis. No aceptan la
derrota. Tiene una fuente de soldados inagotable. Incluso ahora está formando nuevas
legiones para sustituir a las que machacamos. En el plazo de seis meses o un año

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tendrán el ejército más poderoso al que nos hayamos enfrentado jamás. —Espartaco
advirtió las miradas contrariadas y los murmullos que se intercambiaban los hombres.
«No les gusta oír lo que estoy diciendo».
A Ariadne tampoco le gustaban sus palabras. «Oh, por todos los dioses, haced que
estén de acuerdo. Dejemos atrás esta tierra maldita de una vez por todas».
—Ya sabéis por qué os he pedido que vengáis esta mañana. Hace muchos meses
os dije que os sacaría de Italia. ¡Lejos de Roma y sus malditas legiones! —Señaló
hacia los Alpes—. Cuando los crucemos, lo cual en esta época del año no es difícil,
seremos totalmente libres. ¡No solo libres de hacer lo que queramos como aquí, sino
libres en el verdadero sentido de la palabra! —Espartaco lanzó una mirada a los dos
galos. Castus tenía una mueca desdeñosa en el rostro rubicundo y a Gannicus se le
veía claramente enfadado. En aquel momento, Espartaco se dio cuenta de que estaban
al corriente de lo de Lúculo. No sabía cómo se habían enterado, pero lo sabían. Sintió
como una losa el peso de lo que habrían estado diciendo a los hombres.
Al escudriñar el rostro de los soldados más cercanos advirtió que sus palabras de
aliento solo habían surtido un efecto parcial. Muchos hombres seguían estando
descontentos: enfadados, con el ceño fruncido o escuchando a un compañero que les
susurraba al oído. Ni siquiera la amenaza de más legiones podía compararse con la
idea de marcharse de Italia y entrar en territorio desconocido. Tierras en las que les
esperaban otras legiones. Eso era. Debía informar a sus tropas de la amenaza romana
a Tracia, de lo contrario la táctica subrepticia de Castus y Gannicus surtiría efecto.
Los soldados lo tomarían por un mentiroso y quizá no le siguieran a todas partes. A
Espartaco le amargaba verse obligado a revelar el secreto, pero los dioses se habían
encargado de tomar cartas en el asunto, como era habitual en ellos. Tenía que
limitarse a aceptar lo ocurrido y sacarle el máximo provecho. Tenía que recuperar el
control de la iniciativa.
Alzó una mano.
—Por lo menos es lo que me habría gustado. Sin embargo, cerca de Mutina recibí
unas noticias que me causaron una honda preocupación. Que me hicieron
replantearme mis planes. ¡Nos quedaremos en Italia!
Los hombres más cercanos gritaron entusiasmados y Ariadne emitió un silbido de
consternación e ira.
Espartaco hizo caso omiso de ella, pero se alegró de la consternación reflejada en
el rostro de los dos galos.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —gritó un soldado con un casco en el
que lucía un penacho de crin.
—Por lo que parece, Lúculo, el general romano, ha atacado Tracia. Su campaña
continúa incluso mientras hablamos.
—¿Ha atacado Tracia? Entonces ¿por qué íbamos a marcharnos de aquí? —gritó
el soldado dirigiendo la pregunta hacia quienes le rodeaban. Se troncharon de la risa.
Espartaco no respondió. Observó cómo la noticia se difundía entre el ejército

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como una ráfaga de viento en un campo de trigo. Se movió con mayor rapidez que
cualquiera de sus palabras acerca de la gloria, la victoria o la libertad. Castus se había
puesto rojo. Gannicus estaba anonadado. Su reacción ponía de manifiesto que su
corazonada había resultado ser cierta. Sintió una satisfacción sombría por haberles
arrebatado el protagonismo. Por supuesto que todavía podían provocar una escisión,
pero él jugaba con ventaja. Posó su mirada en el ejército y escuchó el bramido de
aprobación que iba en aumento.
—¿Adónde nos llevarás entonces, Espartaco? —exclamó el soldado del casco con
crin.
Los hombres que lo rodeaban guardaron silencio.
Espartaco vio con el rabillo del ojo que Castus avanzaba, pero se giró a medias e
hizo un gesto de corte hacia los trompeteros.
El ruido ahogó todo sonido procedente de la plataforma. Castus se puso morado
de ira, pero no podía hacer nada hasta que los instrumentos dejaran de sonar. Sin
embargo, en cuanto se hizo el silencio, Espartaco se le adelantó.
—¿Queréis saber adónde iría ahora, soldados míos?
—¡SÍ!
Para su deleite, Pulcher empezó a gritar:
—¡ES-PAR-TA-CO!
De inmediato, repitieron a gritos:
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!
Castus intentó volver a hablar, pero nadie le prestaba atención. El cántico se iba
propagando por las tropas allí reunidas. Espartaco no pudo evitar sonreír de oreja a
oreja. «¿Cómo voy a dejarles?». Volvió a señalar a los músicos. El griterío de los
hombres disminuyó antes del crescendo de las trompetas. Castus abrió la boca cuando
su sonido se apagó, pero Espartaco no pensaba permitirlo.
—Os volveré a llevar al sur. A nuestro lugar predilecto cerca de Thurii, donde la
tierra es fértil y rica.
—¡Y hay un montón de granjas que saquear! —bramó el soldado.
—¡Y mujeres que follar! —gritó otra voz.
—Eso es. —A Espartaco no siempre le agradaba el comportamiento de sus
hombres, pero no intentaba controlar todas las faltas de disciplina. Las matanzas y las
violaciones indiscriminadas formaban parte de la guerra desde el inicio de los
tiempos. Las tropas consideraban esos actos parte del salario y, en cierto modo, él
también lo veía así. Si se esforzaba demasiado por impedirlo, se volverían contra él
—. En el sur continuaremos reclutando hombres. Entrenando. Armándonos.
Preparándonos para las legiones que vendrán a por nosotros.
—¡Y las machacaremos, igual que hemos hecho con las anteriores!
—Sí —afirmó Espartaco con seguridad. Por dentro no estaba tan convencido.
Pero había elegido su camino. Lo único que podía hacer entonces era recorrerlo lo
mejor posible. Con el máximo de hombres que quisieran seguirle. Una parte de él ya

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había empezado a regocijarse ante la idea de derrotar a más ejércitos romanos—.
¿Marcharéis conmigo hasta Thurii y hacia la victoria?
—¡SÍ! —El soldado con el casco de crin blandió un puño en el aire.
—¡SUR! ¡SUR! —gritaron los hombres que estaban más cerca.
En esta ocasión no hicieron falta mensajeros. Todos los que oyeron el grito lo
repitieron y la palabra se propagó como las llamas por entre el ejército.
—¡SUR! ¡SUR! —bramaban los hombres, dando zapatazos y golpeando las armas
contra los escudos.
A pesar de lo que le preocupaba el futuro, Espartaco se sintió muy orgulloso del
sonido.
—Menudo cabrón astuto de Tracia estás hecho. Siempre intentas llevarnos la
delantera, ¿no?
Se giró al oír la voz de Castus.
—¿Intentar? Creo que lo acabo de conseguir.
Castus hizo una mueca de desagrado y dio un paso hacia delante.
—Eres…
—No delante del ejército —espetó Gannicus—. Ahora no.
Castus se contuvo respirando con fuerza.
—¿Quién os contó lo de Lúculo? —preguntó Espartaco con frialdad.
—¡A tomar por culo! —gritó Castus—. Se suponía que ibas a decir a los hombres
que te ibas a Tracia.
—He cambiado de opinión. —«No me ha quedado más remedio».
Entonces de repente Ariadne entendió los motivos de Espartaco. «Se ha dado
cuenta de que lo sabían». Aquella constatación no sirvió para disminuir su decepción.
—El cabrón listorro lo ha hecho porque sabía que los hombres no iban a seguirle
y no quería cedernos el mando —declaró Gannicus con los ojos brillantes de rencor.
—Mis motivos los sé yo —gruñó Espartaco—. ¿Vais a venir al sur conmigo? ¿U
os vais a marchar ahora tal como habíais planeado?
—¡Te maldigo al Hades, Espartaco! —Castus bajó la mano derecha a su espada.
Espartaco acarició con los dedos la empuñadura de madera de su sica. No era
buena idea pelear delante de sus hombres, pero la rabia que sentía contra el galo
podía más que él.
—¡Inténtalo, venga!
Castus dejó que la mano le colgara en el costado.
—Ahora no es el momento, tracio follacabras.
—Preferiría follar a cabras que a cadáveres, no como tú.
Castus apretó los dientes, pero mantuvo la mano lejos de la espada.
—Creo que te haremos compañía durante un poco más de tiempo, ¿verdad,
Gannicus?
—Desmembrar al ejército ahora no haría más que facilitar el trabajo a los
romanos. Cuando se enteren de que hemos dado media vuelta y marchamos hacia el

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sur, los cónsules quizás unan fuerzas. No me gustaría enfrentarme a ese ejército con
nada inferior a nuestra plena potencia.
«Tan astuto como siempre», pensó Espartaco.
—¿Y después de eso?
—Ya encontraremos el momento adecuado —repuso Gannicus con malicia. Alzó
un dedo en actitud de advertencia—. Pero si vuelves a usar otra artimaña como la de
Lúculo, me marcharé con todos los hombres que quieran seguirme.
—¡Y yo! —añadió Castus.
—Haced lo que os dé la gana —gruñó Espartaco. «Dais más problemas de los que
solventáis»—. Pero ¿hasta ese momento seguiremos luchando como un solo ejército?
Los galos intercambiaron una mirada y luego asintieron.
—Sí —dijo Gannicus—. Pero decidiremos todas las tácticas juntos.
—De acuerdo. —«Ambos sabéis que soy el mejor estratega». Espartaco volvió a
plantearse una pregunta candente—. ¿Quién os lo dijo?
—Te fastidia no saberlo, ¿eh? —dijo Castus, regodeándose. Lanzó una mirada a
Gannicus—. ¿Se lo decimos?
—No veo por qué no. No tardará en averiguarlo.
—Arnax —reveló Castus.
—¿Arnax? —«Por supuesto»—. También estaba en Mutina.
—Oyó exactamente lo mismo que tus perritos falderos romanos. No me costó
mucho sonsacárselo. Un poco de amistad, un par de comidas calientes. Una moneda o
dos y cantó como un pájaro. Es un buen chico.
—Ya veo —dijo Espartaco con desconsideración. Por dentro estaba encolerizado.
¡Qué error tan estúpido! Cuando le había dicho a Carbo que no hablara con nadie, ni
siquiera había pensado en el muchacho. Hizo un esfuerzo para controlar su furia.
—A partir de ahora me cubriría las espaldas —le advirtió Castus.
Gannicus soltó una risita burlona.
—¿Me estás amenazando?
—¿Yo? ¿Amenazarte? —Castus habló con tono burlón.
—Lárgate —dijo Espartaco—. A no ser que quieras luchar ahora mismo.
Castus carraspeó y escupió.
—Vamos, Gannicus. Por aquí hay algo que apesta.
Los galos bajaron airados de la plataforma con las piernas rígidas, como perros
que se alejan de un rival.
Espartaco los observó mientras se marchaban. Al igual que cuando Crixus dejó
claras sus intenciones, se sintió aliviado al saber que la pareja se marcharía. No
obstante, esperaba que fueran capaces de conservar algún tipo de relación, para
mantener el ejército unido durante al menos un par de meses más. Así tendría tiempo
suficiente para encontrar reclutas que sustituyeran a los hombres que se marcharían.
Se dio perfecta cuenta de que, una vez llegado a un punto seguro, había decidido
volver a entrar en la guarida del lobo. Permanecer en Italia suponía una provocación

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de lo más grave, mayor que el munus que había celebrado. Los romanos no le
dejarían nunca en paz. Que Espartaco supiera, el Senado no había pedido la paz en su
propio territorio desde que perdiera una guerra contra los samnitas hacía más de dos
siglos. Estaba claro que no pensaba hacerlo con un esclavo.
Miró a Ariadne, preguntándose todavía cuál sería su respuesta.
—No tenía muchas más opciones, me he dado cuenta de que Castus y Gannicus
estaban al corriente de lo de Lúculo. ¡Estúpido Arnax! Todo es culpa suya. Pronto se
arrepentirá.
—¿Qué vas a hacer con él?
—Crucificar a ese imbécil. Es lo mínimo que se merece.
Ariadne se quedó horrorizada.
—No puedes hacerle eso.
—¡De no ser por él, el ejército bien habría podido hacer lo que yo pedía! Es lo
que tú querías, ¿no?
—Es posible, pero eso no quiere decir que vaya a matar a un niño por eso. Sobre
todo sabiendo que no lo hizo con mala intención. ¡Nadie le advirtió que no dijera
nada!
—Eso da igual —se quejó—. Los hombres, o los niños, están o conmigo o contra
mí.
Ariadne pensó en el bebé de su vientre y en lo joven que era Arnax. No se
llevaban más de diez años, pensó. Se sintió indignada.
—Si lo haces, te arriesgas a que la cólera de los dioses caiga sobre ti y tu ejército.
Lo veo.
Espartaco la miró con fijeza durante unos instantes. Ella le devolvió una mirada
enfurecida, retándole a desafiarla.
—De acuerdo. Le daré una buena paliza y ya está.
Ariadne exhaló un suspiro de alivio. No había perdido la razón por completo.
—Si no hubiera hablado cuando lo he hecho, me habrían acusado de mentir —
dijo en tono conciliador.
—Ya lo sé.
—Es mi ejército, no el de ellos. No pienso cedérselo por nada del mundo.
—Soy consciente de ello.
Espartaco pensó que sonaba menos enfadada que antes, pero no estaba del todo
seguro.
—La guerra no ha hecho más que empezar. Será más encarnizada y más
sangrienta que cualquiera de las anteriores. —Tenía ganas de pedirle que se quedara,
pero su orgullo se lo impedía—. ¿Qué vas a hacer?
«Si me quedo, nuestro hijo nacerá en Italia. ¿Qué será de nosotros, gran
Dioniso?». El silencio que siguió a su pregunta le pareció atronador, pero Ariadne se
mantuvo en sus trece. Había decidido aceptar a Espartaco tal como era. Sacaría el
máximo provecho de la situación aunque no fuera lo que ella quisiera hacer.

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—Eres mi esposo. —Se colocó a su lado—. No me separaré de ti. Nos
enfrentaremos juntos al futuro, tal como siempre hemos hecho.
—Me alegro. —Espartaco la atrajo hacia sí y contempló a su ejército. De nuevo
sintió un gran orgullo. La reserva de hombres de la que disponía Roma era inmensa.
Su determinación quizá no tuviera fin. Las tareas que tenía por delante quizá pudieran
compararse a los trabajos de Hércules. De todos modos, contaba con más de
cincuenta mil soldados valientes dispuestos a seguirle hasta las puertas del Hades.
Los galos se marcharían, pero las bajas en sus filas se cubrirían. Cada día acudían
más esclavos a sumarse a su ejército.
«Dame tiempo, Gran Jinete, y podría reclutar un ejército de cien mil hombres, o
incluso más. Eso hará temblar de miedo a los senadores. Sobre todo si algún día
llegamos a las puertas de Roma».

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7
Picenum, cerca de la costa del nordeste de Italia,
verano del 72 a. C.

Marcion daba golpes en el suelo con los pies confiando en que nadie advertiría su
angustia.
Al cabo de un instante, Gaius le dio un codazo.
—¿Estás nervioso?
—¿Tú no? —siseó Marcion.
—No, hoy no es el día de mi muerte.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Marcion—. Nuestra dichosa cohorte está cerca del
centro de la fila, donde se producen la mayoría de las bajas.
—Gaius es tan tonto que ni siquiera se enteraría si Hades fuera a por él —declaró
Arphocras con una risilla burlona.
Gaius frunció el ceño mientras el resto guiñaba el ojo y sonreía. Quizá no lo
reconocieran, pero Marcion se dio cuenta de que, aparte de Gaius, todos lucían una
expresión un tanto nerviosa. Volvió a dirigir la mirada hacia las filas de legionarios
apelotonados en la pendiente que tenía delante.
—¡Me cuesta creer que vayamos a atacar allá arriba!
Todos los ojos siguieron la trayectoria de su mirada. La posición enemiga, en lo
alto de un risco, resultaba desalentadora, por no decir otra cosa. Un pico rocoso
evitaba toda posibilidad de sorprender al enemigo por la izquierda y el flanco derecho
romano estaba protegido por una gran sección de catapultas.
—Aquí nuestra caballería no sirve de nada. O hacemos un ataque frontal o nada
—afirmó Arphocras con acritud.
—¡Bien! —exclamó Gaius—. ¡Cuanto antes entendamos el modo de hacer de los
apestosos romanos, mejor! —Miró a su alrededor en busca de apoyo, pero lo único
que consiguió fue que lo fulminaran con la mirada.
—Espartaco se ha vuelto loco —se quejó Zeuxis—. Las victorias se le han subido
a la cabeza. Ya os dije que pasaría esto.
—Vamos a morir. —Arphocras sonó resignado—. Aunque los romanos pierdan,
ni siquiera nos enteraremos.
Zeuxis frotó el amuleto fálico de doble extremo que llevaba colgado de una cinta
al cuello y pronunció una oración moviendo los labios. Varios soldados hicieron lo
mismo.
«Están muy asustados». De algún modo Marcion consiguió armarse de valor.
—Espartaco sabe lo que tiene entre manos.
—¿Seguro?
—Eso no quiere decir nada. Nadie es perfecto —repuso Zeuxis enfadado—. ¿Y

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aquí cuál es su plan secreto? Cualquier imbécil se da cuenta de que atacar colina
arriba equivale a un suicidio, y resulta que es lo que vamos a hacer.
—Solo hay dos legiones en el risco —gruñó Gaius—. Superamos en número a
esos cabrones en una proporción de seis a uno.
—Pero no podemos atacar todos a la vez: su parte delantera es demasiado
estrecha. Además, no tenemos una perspectiva tan buena como la pintas. Las legiones
del otro cónsul no deben de estar lejos —espetó Zeuxis—. Atacarán nuestra
retaguardia a las primeras de cambio.
Gaius miraba enfurecido y Marcion intervino.
—Espartaco no es ningún imbécil. ¿Recuerdas cómo tendió la trampa a Léntulo?
¿Cómo hizo destruir las catapultas ocultas de Longino la noche antes de nuestra
marcha?
Zeuxis hizo un gesto de desprecio.
—No sé. El ataque parece una muy buena forma de conseguir que mueran
muchos hombres.
Oyeron el estruendo de unas trompetas a cierta distancia por la derecha y
alargaron el cuello para ver qué pasaba.
—¡Es Espartaco! —Marcion señaló al jinete que había aparecido por entre la
tropa a unos doscientos pasos de distancia. Empezó a cabalgar arriba y abajo,
dirigiéndose a los soldados más próximos.
—¡ES-PAR-TA-CO! —Empezó el cántico habitual.
Marcion estaba encantado. Los soldados que tenía más cerca también parecían
satisfechos y la noticia se propagó por la cohorte.
—¡La misma mierda de siempre! —se quejó Zeuxis—. ¡No oímos ni una palabra!
Marcion lanzó una mirada de furia, pero el hombre mayor no le hizo ni caso.
—¿Cómo se supone que vamos a animarnos con esto? Ya puestos, mejor que
recemos a los dioses. O hablemos entre nosotros. Eso sería igual de útil que
quedarnos aquí fingiendo que tenemos idea de lo que está pasando.
Marcion dio rienda suelta a su enojo.
—¡Deja de quejarte de una vez! ¡O eso o te largas!
Zeuxis lo miró sorprendido.
—Te guste o no, vamos a enzarzarnos en esta maldita batalla muy pronto.
Algunos de nosotros quizá muramos, pero por lo menos somos hombres libres.
¡Estamos aquí por decisión propia! No sé vosotros, pero prefiero estar aquí que en el
latifundio mierdoso donde me crie. Me trataban como a un animal.
—¡Cuánta razón tienes! —gritó Gaius—. No hay vuelta atrás.
—Bien dicho. —Arphocras dio un codazo a Marcion—. Somos los hombres de
Espartaco, pase lo que pase.
El resto de sus compañeros intercambiaron sonrisas avergonzadas mientras
Zeuxis lucía una expresión furibunda y resentida en silencio.
Marcion volvió a centrar la atención en Espartaco. Desenvainó la espada y a

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Marcion se le cortó la respiración. Clavaba repetidamente la sica en las líneas
romanas y los soldados que estaban cerca de Espartaco bramaban agradecidos.
—Ya está. Vamos a atacar.
Se llevó una sorpresa al ver que no se daba esa orden, sino que Espartaco
cabalgaba a lo largo de la parte delantera del ejército, hacia ellos. Se detuvo a apenas
veinte pasos de donde ellos estaban. Los soldados enloquecieron, aclamándole y
golpeando las armas contra los escudos. Marcion y sus compañeros se sumaron a la
algarabía. Incluso Zeuxis.
Espartaco alzó los brazos para pedir calma.
—Sabéis que solo hay dos legiones frente a nosotros. Que las otras dos están en la
zona, esperando la oportunidad de atacarnos. Lo más probable es que estéis
preocupados, incluso un poco asustados. Apuesto a que Léntulo cuenta con vuestro
miedo. Ese pedazo de mierda vestido con una toga también confía en que su colega
Gelio llegue y se abalance sobre nuestra retaguardia. —Sonrió al oír los murmullos
desdichados que siguieron.
Zeuxis lanzó una mirada furibunda a Marcion, que contuvo el aliento. Aquello no
era todo lo que Espartaco pensaba decir, ¿verdad?
Espartaco los observó, les dejó sufrir por causa de la incertidumbre durante unos
momentos antes de volver a hablar.
—Nuestros exploradores son un motivo de orgullo para nosotros. Ayer me
informaron de la posición de Gelio. Más de veinte mil de vuestros compañeros están
a punto de partir a las órdenes de Castus y Gannicus para enfrentarse a él. No temáis,
tenéis las espaldas cubiertas. Tenemos tiempo de sobra para machacar a la chusma
debilucha de Léntulo. —Su estado de ánimo cambió, al igual que un vendaval en
primavera se lleva los últimos vestigios del invierno. Los hombres rieron, vitorearon
y dieron gracias a los dioses—. ¿Vais a ayudarme a conseguirlo? —gritó Espartaco.
El rugido que obtuvo como respuesta evidenció el entusiasmo sin fisuras de sus
soldados.
Como era de esperar, el cántico volvió a empezar.
—¡ES-PAR-TA-CO!
El tracio cabalgó arriba y abajo para agradecer los elogios.
Marcion dio a Zeuxis un codazo no del todo amistoso.
—¿Ya estás contento?
—Le seguiré allí arriba.
Marcion desplegó una amplia sonrisa. Tratándose de Zeuxis, aquello era un apoyo
de lo más firme.

Unas semanas después…


Los Apeninos, centro sur de Italia

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Carbo se levantó y recolocó la piedra grande en la que tenía apoyada la espalda.
Volvió a sentarse con una sonrisa de satisfacción, se colocó la manta sobre los
hombros y acercó los pies a los troncos que ardían. Seguía haciendo calor de día, pero
por la noche las temperaturas bajaban rápido debido a la altitud. Por suerte, bastaba
con sentarse junto a la hoguera para estar a gusto.
—Me alegraré de ver Thurii —dijo Navio.
—Gracias a Júpiter, ahora no está lejos —dijo Publipor.
—Tengo muchas ganas de estar en terreno llano. Estoy harto de bajar de una
colina para subir otra —intervino Arnax.
Todos se rieron por lo bajo. Los cardenales de la paliza de Espartaco habían
desaparecido con el paso de los días, pero Arnax había tardado semanas en superar la
vergüenza de haber hablado con Castus. Hacía poco que había empezado a salir de su
caparazón.
—Prácticamente es tu tierra, ¿no, Publipor? Brundisium no está tan lejos de
donde pasaremos el invierno —dijo Carbo con un guiño.
Tras su llegada, el apuliano se había alistado a una centuria de su cohorte. Desde
que dejaran atrás los Alpes, se había convertido en un amigo y compañero
inseparable.
—No vas errado. —A Publipor se le ensombreció el semblante.
Carbo lo interpretó como una muestra de preocupación.
—¿Dejaste atrás a una mujer? ¿Familia?
La sombra se convirtió en aflicción.
—Pues sí. Una esposa y tres hijos.
Se hizo el silencio. Navio se puso a echar más leña al fuego. Arnax, que estaba
restregando la espada de Carbo con un trozo de alambre, encontró un punto oxidado
en el que concentrarse por encima de todo lo demás. Carbo dejó que su mirada
siguiera un torrente de chispas que ascendía al brillante cielo nocturno. No era de
extrañar que no supiera aquello acerca de Publipor. Pocos hombres del ejército de
esclavos se tomaban la molestia de hablar del pasado con sus compañeros, incluido
él.
—¿Qué les pasó?
Publipor carraspeó.
—Murieron el año pasado. Cólera.
—Lo siento —dijo Carbo.
—Es una pérdida muy dolorosa para cualquier persona —añadió Navio con
sentimiento—. La guerra es una cosa, pero la enfermedad…
—Sí, bueno. ¿Qué puede hacer un hombre? Los dioses dan y los dioses quitan.
Debería estar agradecido de estar aquí. De seguir con vida.
Publipor no daba la impresión de estar ni mucho menos agradecido, pensó Carbo.
A él le había costado hacerse a la idea de que nunca volvería a ver a sus padres, pero

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al menos estaban vivos. No era una idea descabellada pensar que quizás algún día se
reencontraran. No estaban tan lejos: Roma se encontraba a unos trescientos
kilómetros al noroeste. El ejército incluso había estado más cerca hacía una semana o
dos. Carbo se había planteado desertar durante un corto período de tiempo o incluso
preguntar a Espartaco si podía visitar a sus padres, pero había descartado la idea por
considerarla una imprudencia. Ya había quedado como un imbécil en dos ocasiones
delante del tracio y no pensaba cometer el mismo error.
—Tenemos suerte de seguir con vida y eso no cambiará en meses venideros —
afirmó Navio con aire siniestro—. El hecho de que derrotáramos a los cónsules en
Picenum no significa que otro ejército no vaya a venir a por nosotros. Además, será
mucho mayor que los que hemos visto hasta ahora. Como decía mi padre, aprovecha
al máximo cada día que amanece…
—Porque puede ser el último —terminó Arnax con tono solemne.
Navio se echó a reír.
—Me escuchas con atención, ¿eh? —Incluso con la poca luz que había vieron
cómo Arnax se sonrojaba. Navio estiró el brazo y le alborotó el pelo—. Estás dejando
como nuevo el gladius de Carbo. Cuando acabes, dale un repaso al mío, ¿vale?
—Por supuesto. —El muchacho miró encantado a Publipor—. ¿Limpio también
el tuyo?
—Cuando haga falta, ya lo haré yo mismo —espetó el apuliano—. ¿Entendido?
—Lo siento. —Arnax bajó la mirada.
—Estoy cansado —masculló Publipor—. Me parece que me voy a dormir.
Buenas noches.
Carbo y Navio le despidieron con un murmullo. Arnax observó en silencio cómo
se marchaba.
—No te preocupes, muchacho. No ha sido una bronca. Está preocupado por su
familia —dijo Carbo.
—Se tarda al menos un año en superar el dolor —declaró Navio con un suspiro.
—¿De qué dolor hablas?
Se giraron sorprendidos.
—¡Espartaco! —exclamó Carbo con una sonrisa.
Navio también sonrió.
—Bienvenido.
El tracio inclinó la cabeza a modo de saludo y entonces dedicó una dura mirada a
Arnax, que parecía querer que la tierra se abriese y lo engullera.
Espartaco se sentó junto al fuego.
—¿De qué dolor hablabas, Navio?
—Del dolor de perder a los seres queridos.
—Ya veo. —«Que el Jinete os proteja, padre, Maron, mi hermano, Getas y
Seuthes, mis compañeros»—. Todos hemos perdido a gente. Es una de las pruebas
por las que pasamos en esta vida. Los hombres deben afrontarla de la mejor manera

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posible.
—Sabias palabras —dijo Navio.
Permanecieron sentados en silencio durante un rato en el que Carbo y Navio se
preguntaban por qué habría acudido su líder a su hoguera sin previo aviso.
—Llegaremos a Thurii el mes que viene —anunció Espartaco—. Estará bien
dejar de marchar, ¿no?
—No has venido para una mera charla —dijo Carbo con sequedad.
Espartaco lo observó con fijeza.
—No.
Publipor salió de su tienda con una ramita entre los labios. Había empezado a
limpiarse los dientes cuando se había dado cuenta de quién les visitaba. Escupió
rápidamente.
—¡Espartaco! ¡Qué gran honor!
—Publipor, ¿estás bien?
—Sí, señor. Gracias, señor. —Publipor alzó la ramita a modo de disculpa—.
Estaba a punto de acostarme. Pero volveré a salir.
—No hace falta que lo hagas por mí. Descansa. Mañana también será un día
largo. —Espartaco habló con tono amable pero autoritario.
Publipor pareció aliviado.
—De acuerdo. Buenas noches, señor.
—Que duermas bien. —Espartaco se dirigió de nuevo a Carbo y Navio—. Es un
buen hombre —dijo con voz queda.
—Sí que lo es —convino Carbo—. Es un gran rastreador. Gracias a él, la mayoría
de las veces que salimos traemos un ciervo o un jabalí.
—Es normal que sea bueno con el arco. ¿Qué tal se le da la espada?
—Bastante bien —repuso Navio—. En un par de meses podrá pelear con el resto
de los hombres.
—Bien. En Thurii deberíamos tener tiempo de entrenar sin estorbos. Es poco
probable que los romanos nos ataquen en invierno. Pero estarán en movimiento. —
Espartaco ensombreció el semblante—. Sois conscientes, ¿verdad? Es imposible que
nos dejen en paz.
—Sí —respondieron al unísono.
Arnax abrió los ojos como platos.
—En estos momentos no tenemos ni idea de lo que están planeando esos cerdos.
Ellos, por el contrario, se enteran de nuestro avance gracias a todos los campesinos
ciudadanos por cuyas tierras pasamos.
—No podemos hacer gran cosa al respecto —reconoció Navio—. Y es difícil
conseguir información fiable acerca de lo que están tramando los romanos. Los
desertores que se han sumado a nosotros no pueden arriesgarse a regresar a sus
unidades. Los crucificarían.
—Lo sé. Sin embargo, he oído una cosa interesante. Ayer una de las patrullas paró

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a un comerciante que había venido de Roma. Tenía noticias.
Se inclinaron hacia delante, ávidos de escuchar.
—Craso ha sido puesto al mando de la campaña contra nosotros.
Carbo notó que se quedaba blanco.
—El mismo hombre que…
—Sí, el mismo capullo que arruinó a tu familia. El mismo ante el que luché en
Capua. Qué curiosos los caminos que sigue el destino…
—Sí —susurró Carbo, apretando los puños.
—Al parecer, Craso va a hablar ante el Senado pronto. Estaba pensando que
estaría bien oír lo que tenga que decir. Incluso clavarle una espada entre las costillas
si se presentara la ocasión. Eso dejaría a esos cabrones descolocados durante un
tiempo. —La idea le había parecido osada, incluso imprudente, desde el comienzo,
pero una vez que la había expresado en voz alta Espartaco disfrutaba sobremanera
con la idea. Pensaba ir y nadie iba a impedírselo.
Navio enarcó las cejas.
—¿Vas a volver a confiar en Carbo y en mí?
—No, en ti y en Carbo, no.
Carbo se incorporó sobresaltado.
—¿Cómo? ¿Te refieres a…?
—Tú y yo, sí. Iremos a Roma. ¡Directos al nido de víboras! A ver qué
averiguamos.
—¿Va en serio? —Sin evocarla expresamente, una imagen de sus padres acudió a
su mente. La apartó con sentimiento de culpa.
—Más que nunca. —Todavía oía la voz de Ariadne advirtiéndole de que no fuera;
veía el descrédito en el rostro de Pulcher y Egbeo—. Soy el líder de este ejército. Yo
decido qué sucede.
Carbo asintió.
—¿Solo tú y yo?
—Sí. Puedes hacer de hijo de un agricultor acaudalado. Yo seré tu esclavo.
—Podría funcionar —masculló Carbo, desconcertado.
—¿Y el ejército? —siseó Navio—. No puedes dejar a Castus y a Gannicus a su
aire. ¡Esos dos imbéciles son capaces de estropearlo todo!
—No, eso no pasará. Tienen tantas ganas de encontrar un buen lugar para pasar el
invierno como yo. En cuanto lleguen a Thurii, lo único que querrán es beber vino y
fornicar. —Espartaco sabía que era mentira. Los galos redoblarían sus esfuerzos para
reclutar a hombres para su causa en su ausencia. Sin embargo, había tomado la
decisión. Ya reafirmaría su liderazgo cuando volviera—. He hablado con Pulcher y
Egbeo sobre lo que deberían hacer en caso de que aparecieran fuerzas romanas.
Pueden intervenir si los galos deciden hacer alguna locura.
Navio no estaba muy convencido, pero no discutió.
—¿Y qué pasa con Ariadne? ¿No está a punto de dar a luz? —Al igual que todos

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los soldados, Carbo tenía en gran estima a la esposa de Espartaco. A pesar de su
avanzado estado de gestación, seguía caminando como todos los demás. «Es bueno
para el bebé», decía a diario con una sonrisa radiante. No obstante, Carbo había visto
la tensión en su rostro aquella misma tarde. Espartaco tenía que ser consciente de ello
a la fuerza—. ¿No quieres estar aquí para el nacimiento de vuestro hijo?
Espartaco le dedicó una mirada dura.
—Según Ariadne, le quedan todavía tres semanas para el parto. La creo. Las
mujeres saben de esas cosas.
—Entiendo —masculló Carbo.
—Nos marcharemos mañana y llegaremos a Roma en poco más de una semana y
media. Si podemos comprar caballos, será incluso más rápido. Con dos o tres días allí
debería bastar. Los caballos también acortarán el viaje de regreso. —Lanzó una
mirada a Navio—. Habrás tenido tiempo suficiente para montar una cabaña para
Ariadne en Thurii antes de que lleguemos.
—Será lo primero que hagamos.
—Si estás convencido… —dijo Carbo sin demasiada convicción. Nunca había
cabalgado tanto.
—Sí que lo estoy.
Espartaco no dijo nada de la fuerte discusión que había tenido con Ariadne al
respecto. Ella se había opuesto totalmente a su marcha no porque pudiera perderse el
nacimiento sino por los peligros que entrañaba la aventura.
—¿Y si te reconocen en Roma? —le había repetido hasta la saciedad. Espartaco
se había echado a reír.
—¿Quién va a reconocerme? Las probabilidades de ver a alguien que me conozca
son tantas como que un carámbano sobreviva al sol del mediodía. —Entonces la
había tomado de la mano—. Tengo que descubrir lo que traman los dichosos
romanos. La posibilidad de matar a Craso solo se nos presentará una vez.
—¿Y si te pillan?
Él se había reído.
—Eso no va a pasar. Voy a llevarme a Carbo. Él es de allí, yo fingiré ser su
esclavo. Estaremos en Roma de viaje de negocios, no seremos más que dos hombres
entre miles. ¿Cómo va a ir algo mal?
Al final Ariadne había accedido, porque se había dado cuenta de que él no
pensaba cambiar de opinión, pero existía una mayor tensión entre ellos. «Lo
solucionaré a mi regreso», pensó Espartaco.
—Así pues, ¿vendrás?
Al igual que la primera vez que Espartaco le había hecho una petición como
aquella, de hombre a hombre más que de líder a seguidor, Carbo se conmovió.
También sintió un placer oculto, porque en Roma quizá tuviera la posibilidad de ver a
sus padres.
—Por supuesto.

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—Bien. —Espartaco se levantó.
—¿No quieres tomar un poco de vino caliente? —Carbo hizo un gesto que hizo
salir rápidamente a Arnax a por el ánfora que tenían en la tienda.
—No. Quiero tener la cabeza despejada por la mañana. Tendremos que recorrer
más de treinta kilómetros al día.
—Lo entiendo. Arnax, déjalo.
—Calienta un poco de todas formas —ordenó Navio—. Tomaré una copa aunque
Carbo no beba. Haré un brindis por vuestro éxito y, lo que es más importante, por
vuestro regreso sanos y salvos.
—Gracias. —Espartaco les dedicó una mirada de advertencia—. No hace falta
que diga que nadie debe decir ni una palabra de esto. A nadie.
Carbo y Navio asintieron.
—Yo no… yo no… yo… —saltó Arnax con expresión mortificada.
—No pasa nada. Ya sé que no hablarás. —Con un asentimiento seco, Espartaco
desapareció en la oscuridad.
Navio meneó la cabeza tras el tracio.
—Por todos los dioses, apuesto a que no te lo esperabas.
—Todavía no me lo creo.
—Ni yo.
—¿Tus padres no acabaron en Roma?
Carbo había contado a Navio toda su historia después del lío de la carta.
—Sí.
—¿Estás tentado de visitarlos?
—No sé. Quizá no tenga la oportunidad.
—¿Cuándo se te va a presentar una oportunidad mejor?
—Déjalo —masculló Carbo.
Navio alzó las manos con las palmas hacia arriba.
—Como quieras.
Carbo se quedó contemplando las llamas pesaroso. A decir verdad, recelaba de
ver a sus padres de nuevo. ¿Qué iba a decirles acerca de su paradero durante el último
año y medio? Tendría que mentir acerca de todo. A pesar de ello, se le partía el alma
al pensar en ellos.

Carbo se despertó mucho antes del amanecer. Moviéndose con cuidado para no
molestar a Navio y a Arnax, se quitó las mantas de encima. Las enrolló y las guardó
en el morral, que tenía preparado al lado. Se había acostado totalmente vestido, por lo
que lo único que tenía que hacer era calzarse las sandalias, coger el puñal y salir con
sigilo al exterior. Aunque Carbo se esperaba a medias encontrar a Espartaco, se
sobresaltó al ver la silueta que emergía por entre la media oscuridad.
—¿Hace mucho que estás aquí? —preguntó con un susurro.

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—Un ratito.
—¿No podías dormir?
—Más o menos. —«Me he hartado de la desaprobación que Ariadne rezumaba».
A Espartaco le sabía mal no haberse despedido, pero la frialdad entre ellos se había
convertido en una gelidez absoluta durante la noche.
Resultaba extraño ver a su líder sin espada, casco ni cota de malla, pensó Carbo.
Espartaco vestía una sencilla túnica de lana y sandalias. Llevaba un morral y una
porra resistente. De una cinta del hombro le colgaba un cuchillo envainado. Parecía
un esclavo agrícola.
—Estoy preparado —anunció Carbo.
—Dame tu morral.
—¿Cómo?
—Si tú eres el amo y yo el esclavo, tendré que llevar los dos morrales. Desde un
buen comienzo. Vete a saber con quién nos encontraremos por el camino. No tiene
sentido levantar sospechas, ¿verdad que no?
—Pero…
—Dámelo.
Carbo obedeció sintiéndose un tanto extraño.
—¿No tienes armas?
—Solo esto. —Dio un golpecito al puñal.
—Vale. Vamos. Roma está lejos.
Carbo lanzó una última mirada a su tienda. Se le revolvieron las tripas al pensar
en no ver a Navio y a Arnax nunca más. «Regresaré antes de lo que parece», se dijo.
Echó los hombros hacia atrás y se puso en camino con Espartaco un paso por detrás.
—¡Que los dioses os acompañen! —dijo una voz con suavidad.
Carbo se giró y vio a Navio asomado a la puerta de la tienda. Desplegó una
amplia sonrisa.
—Gracias.
Se despidieron con un movimiento de cabeza y los dos hombres se marcharon a
grandes zancadas por entre las hileras de tiendas. Tardaron bastante tiempo en llegar
al extremo del enorme campamento, situado en una zona llana entre dos picos
arbolados. Cuando se aproximaron al perímetro, pasaron junto a varios centinelas,
que sonrieron y les hicieron señas para que continuaran.
—Creen que vamos de reconocimiento por la zona —musitó Espartaco—. Es lo
que dije a Pulcher que anunciara anoche.
—¿Qué dirán cuando vean que no regresamos?
—Si alguien pregunta, Pulcher dirá que quizás hayamos ido al sur para
adelantarnos al ejército, para comprobar el estado de la situación. No importa
demasiado que los hombres no se crean la historia. En lo único en lo que piensan
ahora es en llegar a Thurii. Regresaremos antes de que haya problemas graves. —
Espartaco recordó a Castus, que se había quedado encantado cuando le había contado

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la misión que planeaba. Gannicus también se había alegrado, aunque la prioridad
tenía que ser descubrir información útil y matar a Craso. «No convencerán a tantos
hombres», se dijo.
En cuanto dejaron el campamento atrás, subieron por una ladera empinada llena
de hayas y bajaron por el otro lado. Por el este el cielo se aclaraba rápido pero ya
daba igual. Solo los centinelas y Publipor les habían visto marchar.
Por lo menos es lo que pensaban.

Nueve días después, la pareja ya casi había llegado a Roma. Por desgracia,
encontrar monturas adecuadas había acabado quitándoles mucho tiempo. Así pues,
habían caminado y habían recorrido más de treinta kilómetros al día, en todo caso
mucho más rápido que el lento ejército de esclavos. El trayecto había sido duro, pero
Carbo no se había quejado. Espartaco llevaba los morrales de ambos mientras que él
solo cargaba con el odre de agua.
Habían bajado de las montañas aprovechando la primera oportunidad y tomado la
ruta más rápida a la capital: la Via Appia, que unía Brundisium con Roma.
Pavimentada con bloques de basalto negro, era la arteria principal de la República y
por ella transitaban carros repletos de mercancías, soldados, viajeros y funcionarios
de todo tipo. Carbo y Espartaco se vieron engullidos por la marea humana que fluía
hacia la capital, convertidos en un amo y un esclavo más dedicados a sus asuntos.
Tal como habían acordado, la pareja solo hablaba por el camino cuando no había
nadie más a la vista. En las posadas de carretera donde se habían alojado cada noche,
Carbo había ocupado una pequeña habitación, mientras que el tracio dormía en
establos o incluso al aire libre. Era habitual que los esclavos agrícolas recibieran un
trato bastante malo y Espartaco no había querido que hicieran nada extraordinario.
No debía haber ningún revés, porque el tiempo era primordial. Si estaba ausente
demasiado tiempo, los galos podían acabar causando algún daño irreparable. Y quizá
se perdiera el nacimiento de su hijo.
—Ya debemos de estar cerca —dijo Carbo, señalando una tumba especialmente
grandiosa hecha de ladrillo—. Cada vez son mayores. —Los mausoleos flanqueaban
la carretera a lo largo de varios kilómetros, como monumentos conmemorativos para
los ricos y poderosos.
—Tienes razón. También hay menos latrones y putas baratas a la vista.
Era cierto, pensó Carbo. Las siluetas que merodeaban junto a los cipreses y las
criptas con las estatuas de los muertos prácticamente se habían desvanecido.
—Es probable que los guardas no los toleren cerca de la ciudad.
—Ahí está —dijo Espartaco con voz queda—. Ahí arriba. Mira.
Por encima de la cabeza de la gente que tenían delante y enmarcado por los
árboles de ambos lados, Carbo distinguió un alto muro de piedra.
—¡Es enorme!

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Espartaco soltó un gruñido de irritación. Las defensas de Roma resultaban
intimidantes, por no decir otra cosa. La muralla, alta como cinco hombres subidos
uno encima del otro, estaba recubierta de grandes losas de toba amarilla. Veía a
soldados patrullando a un lado y a otro en un terraplén que discurría a lo largo de la
parte superior. A ambos lados de los portones con remaches de hierro que conducían
a la capital había sendas torres fortificadas. Ambas contaban con un par de catapultas
ligeras. A Espartaco se le había pasado por la cabeza alguna vez tomar Roma, pero
entonces descartó la idea totalmente. «Necesitaría ingenieros capaces de construirme
cientos de ballistae enormes. Incluso así, se tardarían meses en abrir boquetes
suficientes en las defensas para asaltar este lugar con ciertas garantías de éxito. Meses
durante los cuales se reclutarían otras legiones en otros lugares de Italia». Hizo un
esfuerzo por animarse.
—¿Es muy antigua?
—Más de trescientos años —repuso Carbo con orgullo—. Fue erigida después de
que los galos saquearan la ciudad.
—Impresionante, pero es una lástima que la construyeran. Lo ocurrido con Aníbal
habría sido muy distinto. Y en mi caso también.
El orgullo de Carbo se esfumó.
—¿Qué longitud tiene?
—Ocho kilómetros. Circunda las siete colinas. También hay un gran foso
defensivo. Lo veremos en cuanto nos acerquemos.
—Me muero de ganas —dijo Espartaco con sequedad.
Incómodo ante su entusiasmo, Carbo se quedó callado.
—¿Dónde vive tu tío?
—En la colina Esquilina.
Había sido inevitable que Carbo contara toda la historia de su familia a Espartaco.
El tracio ya estaba al corriente del papel que Craso había desempeñado en su ruina.
—¿Quieres verles? —le había preguntado Espartaco.
—Sí. —Carbo se había quedado observando el fuego mientras respondía con la
imagen muy vívida de su impetuosidad al dictar la carta en Muttina.
—Creo que deberías ir —había dicho Espartaco, lo cual lo había dejado
anonadado.
—¿Sigues creyendo que es buena idea que me ponga en contacto con mis padres?
—Si existe la oportunidad, sí. Podrían matarte en cualquier momento.
A Carbo se le puso la piel de gallina.
—Creo que la Esquilina no está lejos de Capena, la puerta a la que nos dirigimos.
No será difícil de averiguar.
—Tranquilo —advirtió Espartaco—. Mejor que antes encontremos alojamiento.
Tanteemos el terreno.
Carbo se sonrojó.
—Lo siento.

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—Tendrás tu oportunidad.
Contentado con ello, Carbo siguió caminando, decidido a apreciar las vistas de la
ciudad de la que tanto había oído hablar pero nunca había visto. Se había criado
escuchando historias sobre la capital y el Forum Romanum, el espacio abierto donde
los ciudadanos se reunían para socializar, hacer negocios y presentar peticiones a los
senadores, dominado por la colina Capitolina, con su grandioso complejo de templos
y una estatua inmensa de Júpiter. No habría tiempo, pero también tenía ganas de ver
el Circus Maximus, un estadio natural formado por las laderas empinadas del
Aventino y el Palatino.
Su asombro enseguida se convirtió en sorpresa. Después de que pasaran bajo la
imponente muralla serviana, la calzada de basalto fue lo único que mantenía su
grandiosidad. Seguía siendo lo bastante ancha para que pasaran dos carretas a la vez.
Sin embargo, a ambos lados las bocacalles que subían hacia las colinas eran estrechas
y estaban sin pavimentar, y no diferían de las de Capua. Los edificios se alzaban más
de lo que Carbo o Espartaco habían visto jamás: tres, cuatro e incluso cinco plantas,
pero en su mayor parte se veían mal construidos. El aire estaba enrarecido por el tufo
de la basura que iba descomponiéndose, los deshechos humanos y el olor acre de la
orina de los talleres de abatanar que se apiñaban en torno a la puerta Capena. Y la
gente. Había más personas reunidas en un mismo sitio de las que cualquiera habría
sido capaz de imaginar. Se abrían paso a empujones, tan enfrascados en sus cosas que
ni siquiera miraban al resto de los transeúntes.
A tal aglomeración se sumaban las filas de carretas que llenaban la calzada. Iban
cargadas de verduras, mitades de cerdo, recipientes de terracota apilados hasta muy
arriba y cualquier otra mercancía imaginable, y estaban tiradas por pares o grupos
más numerosos de bueyes. Los carreteros se bramaban insultos los unos a los otros y
a los transeúntes, culpando a todos menos a sí mismos del gentío que entorpecía el
tráfico hasta convertirlo en paso de tortuga. Carbo se dirigió al extremo de la calle
con la esperanza de avanzar un poco más rápido, pero las tiendas de frente abierto,
los restaurantes y las tabernas llenaban el terreno que tenían delante con puestos,
mesas y artículos a la venta. Cualquier otro espacio que quedara disponible lo
ocupaban los mendigos desdentados: una combinación de leprosos, amputados y
niños raquíticos, o malabaristas, encantadores de serpientes y artistas varios.
—No sirve de nada —dijo frustrado—. Tardaremos todo el día en llegar al sitio
que sea si nos quedamos en la Via Appia. Pero no conozco las callejuelas.
—Eso es fácil de arreglar. —Espartaco chasqueó los dedos hacia una niña mocosa
que llevaba una túnica raída—. ¿Quieres ganarte un as?
La pilluela se acercó a Espartaco de inmediato.
—Sí, señor.
—No hace falta que me llames señor, soy esclavo.
—Pues vale —dijo la muchacha encogiéndose de hombros con indiferencia—.
¿Recién llegados a la ciudad?

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—Sí. Mi amo busca alojamiento para unas cuantas noches. Céntrico, a poder ser.
Nada ostentoso pero que tampoco sea un antro. Algún lugar con camas limpias y
donde no te envenenen con la comida. Y que el vino sea bebible.
—¿Necesitáis putas?
—A no ser que nos garantices que no tienen la sífilis, no —dijo Carbo.
Aquello hizo sonreír a la chica, con lo que enseñó la boca llena de dientes
podridos.
—Conozco el sitio perfecto. Los Campos Elíseos. Está entre la colina Esquilina y
el monte Quirinal.
—¿Está lejos? —preguntó Espartaco.
—No por el camino por el que os voy a llevar. ¡Seguidme! —La pilluela salió
disparada por un callejón.
Carbo miró a Espartaco con incertidumbre.
—¿A qué esperas?
—¿Te fías de ella?
—Ha visto la porra que llevo y el hecho de que los dos llevamos puñal. La niña
sabrá que sería una tontería traicionarnos. Con mi dinero nos llevará directamente a
una posada lo bastante decente.
Carbo no estaba tan convencido, pero no era quien mandaba, aunque lo pareciera.
—De acuerdo. —Salió disparado detrás de la chiquilla y Espartaco le siguió.
Poco después llegaron a los Campos Elíseos, un local anodino muy cerca del
Vicus Patricius. Carbo investigó un poco y se dio cuenta de que la chiquilla había
hecho lo que le habían pedido. La taberna era pequeña pero limpia y estaba bien
acondicionada, y el propietario, un amable ex soldado, parecía honrado. Después de
pagar a la chiquilla, Carbo cogió una habitación en la primera planta. Espartaco buscó
al mozo de cuadra y se agenció un lugar en el suelo del establo. Con una
conversación breve y formal llegó a la conclusión de que la ciudad estaba inundada
de noticias sobre el nombramiento de Craso para dirigir los ejércitos de la República.
—Los cónsules ya no podían discutir más con él, ¿no? —comentó el mozo de
cuadra con acritud—. Entre ellos han conseguido que Espartaco los machaque tres
veces. Ya basta, ¿no?
—Por supuesto —masculló Espartaco, disimulando su sonrisa—. O sea que Craso
va a acabar con los esclavos, ¿no?
—Eso promete. Está reclutando seis legiones nuevas. Gastando también su
dinero. Eso es lo que yo llamo devoción por la República.
Espartaco se esperaba recibir malas noticias, pero no tan rápido. En su fuero
interno maldijo con fuerza. Craso era más organizado y líder de lo que parecía.
Añadiendo seis nuevas legiones a las que habían sobrevivido de los ejércitos
consulares, dispondría de casi diez legiones. «Gran Jinete, necesitaré tu ayuda más
que nunca».
—Es impresionante. Entonces, ¿es verdad que es el hombre más rico de Roma?

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—¡Y tanto que lo es! Amasó buena parte del dinero durante las proscripciones de
Sula. Primero compró las propiedades de quienes habían sido ejecutados sin
miramientos. —El mozo de cuadra escupió—. Otra forma que tiene de ganar dinero
es aparecer allá donde hay un incendio. Ofrece a los propietarios de los edificios
incendiados una pequeña suma por su propiedad. Casi todos aceptan. O eso o no
consiguen nada. Craso tiene su brigada antiincendios particular. Cuando ha hecho el
trato, apagan el fuego. Luego él tiene el terreno para levantar un edificio nuevo… por
un precio irrisorio.
—Suena desagradable.
—Sin embargo, dicen que es el hombre más educado del mundo. Colabora
regularmente con el subsidio de grano para la plebe. Craso es un lobo con piel de
cordero. —El mozo de cuadra guiñó el ojo—. Dile a tu amo que podrá verle dirigirse
a los ciudadanos esta misma tarde si le apetece.
—Ah, ¿sí? —preguntó Espartaco a la ligera—. ¿Y dónde será?
El mozo de cuadra enarcó las cejas.
—Se me había olvidado que no eres de la ciudad. En el Foro.
—Gracias. Se lo diré. —Masticando una hebra de paja, Espartaco se marchó
como si tal cosa a buscar a Carbo.

Carbo estaba dormitando en la cama más cómoda de todo el viaje cuando un


fuerte golpe en la puerta le sacó de su ensoñación.
—¿Amo?
Se incorporó sobresaltado.
—¿Sí?
Espartaco ya estaba casi dentro de la habitación de techo bajo.
—Abajo están sirviendo comida, amo. Cerdo asado o pescado fresco a la plancha.
¿Te pido algo? —Cerró la puerta—. Ni te imaginas lo que va a pasar esta misma
tarde.
—¿Qué?
—El puto Craso va a dirigirse al pueblo en el Foro.
Carbo se despertó de golpe.
—¿Quién te lo ha dicho?
—El mozo de cuadra. Está reclutando seis legiones, además de lo que queda de
las fuerzas de Longino y de los cónsules. En total, dirigirá cerca de diez legiones.
A Carbo le entraron náuseas.
—Eso son muchos legionarios.
Espartaco desplegó una sonrisa salvaje.
—Ya te dije que la cosa se pondría más difícil.
—¿Vamos a intentar matarlo? —susurró Carbo.
—Para eso hemos venido, ¿no?

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A Carbo le subió la adrenalina.
—Sí.
—Cielos, ¡parece que tienes más ganas de matarlo que yo! —exclamó Espartaco
riéndose.
—Arruinó a mi familia, acabó dejando el buen nombre de mi padre por los
suelos, nos quitó el techo bajo el que vivíamos. ¿Y por qué? ¡Por haber dejado de
pagar tres meses del puto préstamo! —Carbo cogió el puñal rápidamente—. Me
produciría un enorme placer cortarle el pescuezo raquítico.
—Tranquilo.
La mirada dura de Espartaco lo puso nervioso.
—Lo siento.
—No tienes por qué disculparte. Tienes buenos motivos para odiar a ese cabrón.
Pero una situación como esta exige tener la cabeza fría. ¿Quién sabe qué tipo de
protección llevará el hombre? Puedes estar seguro de que después de su reciente
ascenso en el mundo, no irá por ahí sin vigilantes. Si nos precipitamos como un par
de imbéciles, el que reirá el último será Craso, y será delante de nuestros putos
cadáveres. No quieres que eso pase, ¿verdad?
—No —masculló Carbo.
—Decidiremos en cuanto veamos qué pasa y quién hay por ahí. No antes. —
Espartaco había visto a demasiados hombres muertos en la batalla debido a su
impetuosidad. Aquel no era momento para temeridades—. Existe la posibilidad de
que no tengamos la oportunidad de asesinar a Craso. Si no la tenemos, nos
marchamos, ¿queda claro?
Carbo se tragó su resentimiento. De no ser por el tracio, hacía tiempo que habría
sido pasto de los gusanos en el cementerio del ludus.
—Sí.
—Entonces guarda el dichoso puñal y ordéname que te siga para ir a buscar algo
de comer.
Carbo no tardó más que un instante en captar las intenciones de Espartaco. Sonrió
mientras envainaba el puñal.
—Me gustaría dar un paseo por la gran ciudad —dijo en voz alta—. Podemos
encontrar algo de comer por el camino. —Abrió la puerta de par en par. Aunque no
había motivos para ser recelosos, se alegró de que el pasillo estuviera vacío. Carbo
elevó la plegaria más sincera de su vida. «Poderoso Júpiter, oh Mayor y Mejor,
concédenos la oportunidad de matar a Craso. Guía mi hoja… y la de Espartaco».
Con las prisas, olvidó que las peticiones a las deidades tenían que expresarse con
una precisión milimétrica.

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8
Ariadne tomó aire con fuerza, se agachó y se dejó llevar por la contracción.
—Así me gusta —murmuró la comadrona—. Ahora empuja.
Ariadne obedeció y despojó su mente de pensamientos. Apretó la mandíbula y se
le formaron gotas de sudor en la frente. Un gemido inarticulado escapó de sus labios.
El dolor era intenso, pero no se dejó superar por él. «Mantendré el control». Al final,
relajó los músculos abdominales y se dejó caer sobre las rodillas.
—Bien, ya veo la cabeza. No falta mucho.
«Mi hijo está a punto de nacer», pensó Ariadne con satisfacción. No le había
supuesto una gran sorpresa que empezara a sentir dolores de parto mientras Espartaco
seguía estando fuera. Ella le había dicho que su bebé no nacería hasta después de que
regresara para facilitarle las cosas, aunque en su interior sabía que el parto bien podía
adelantarse. Efectivamente, se había puesto de parto la noche anterior. Agradecía que
hubiera empezado en ese momento, porque el ejército estaba acampado y en una
buena ubicación, junto a un arroyo de montaña.
Adoptó de nuevo la postura adecuada: en cuclillas, con la espalda ligeramente
curvada y las rodillas dobladas. Una de las mujeres a las que consideraba una amiga
estaba delante de ella para que Ariadne pudiera cogerle las manos y aguantarse.
Sintió otra contracción. El intervalo desde la anterior se había acortado.
—Empuja —murmuró la comadrona—. Tienes que empujar.
Ariadne gimió.
—¿Está… bien? —preguntó Atheas desde el exterior de la tienda con tono
preocupado.
—Sí, sí. Vete a otro sitio —ordenó la comadrona.
Cuando el dolor menguó, Ariadne recordó que cuando había despertado a Atheas,
el guerrero tatuado había adoptado una expresión preocupada. A pesar del malestar
que sentía, Ariadne había sonreído. Uno de los guerreros más feroces que había
conocido, reducido a una torpe caricatura de sí mismo que no hacía más que
mascullar. «Así son los hombres». Le había dicho con toda tranquilidad que fuera a
buscar a la comadrona, una vieja que se había sumado a ellos hacía unos meses. Acto
seguido, Atheas había ido a informar a Castus y Grannicus. Ariadne todavía
recordaba la sorpresa del escita cuando le contó lo que habían dicho.
—No han puesto ninguna objeción. Los dos han dicho que el ejército se quedaría
quieto hasta que el bebé naciera.
Por supuesto que habían dicho eso, pensó. Si hubieran insistido en seguir con la
marcha diaria, ella habría corrido riesgos. Un día más o menos de marcha no afectaba
a su avance y, aunque ambos eran hombre valientes, dudaba que quisieran enfrentarse
a la ira de Espartaco si algo salía mal.
Volvió a tensar los músculos y Ariadne se dio cuenta de que había llegado el
momento. Empezó a empujar como nunca antes. La comadrona, que estaba detrás, le

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dio una palmada de ánimo.
—Venga, no aflojes. Ya casi estás.
Ariadne notó un torrente de líquido que le brotaba entre las piernas y oyó a la
comadrona emitir una suave exclamación de placer. En ese mismo instante, la
inmensa presión que sentía en el abdomen disminuyó. Sintió que desfallecía y, de no
ser por la mujer que la sujetaba por los brazos, Ariadne se habría caído. Le embargó
una gran angustia.
—Es un niño —dijo la comadrona con suavidad—. Parece sano, gracias a los
dioses.
—Un hijo. Sabía que era un hijo. Enséñamelo.
—Levanta la pierna. —Mientras Ariadne obedecía, la comadrona se situó detrás
de ella con cuidado de no dañar el cordón.
Le entregó un pequeño manojo enrojecido y viscoso que era todo piernas y
brazos. Ariadne pensó que se le iba a partir el corazón al contemplar tamaña
hermosura.
—Hola, hijo mío —susurró, rodeando al bebé con sus brazos—. Bienvenido, oh,
bienvenido.
—Ayúdala a acostarse —ordenó la comadrona.
Ariadne notó que le daban la vuelta. Unas manos enseguida la sostuvieron por la
espalda mientras se acercaba lentamente al lecho. Se tumbó presionando al bebé
contra su cuerpo. Le dieron una mantita de lana especial que haría las veces de pañal.
Se la colocaron encima del pecho. Ariadne acarició la cabecita, cubierta de una mata
de pelo negro sedoso.
—Eres un niño muy guapo, igual que tu padre. Todas las chicas te irán detrás.
—¿Cómo vas a llamarle? —preguntó la comadrona.
—Maron. Como el hermano de Espartaco, al que mataron luchando contra los
romanos.
Asintió en señal de aprobación.
—Es un nombre potente.
Ariadne oyó que su amiga protestaba y luego apareció alguien más en la tienda.
Alzó la vista y se encontró a Atheas junto a ella con una expresión reverente en un
rostro que solía ser duro.
—¿Es… niño?
Ariadne sonrió.
—Sí.
—¿Sano?
Ariadne asintió con la cabeza.
—Se llama Maron.
—Está… bien. —A Atheas le brillaban los dientes en la penumbra—. Hay que
dar gracias… a los dioses. Al Gran Jinete… sobre todo. Me encargaré… yo mismo.
—Gracias —dijo Ariadne. Ya se encargaría personalmente de dar las gracias a

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Dioniso más adelante.
Atheas se retiró con una sonrisa tonta en los labios.
Ariadne cerró los ojos. En su vida se había sentido tan cansada.
La comadrona le dio un empujoncito.
—Toma esto. Es un reconstituyente. Contiene una hierba para ayudarte a expulsar
la placenta y otras para ayudarte a dormir y recuperar la energía. Y el bebé tiene que
comer. Puedes descansar mientras mama.
Con la ayuda de la mujer mayor, Ariadne colocó a Maron junto a uno de sus
pezones. El pequeño succionó con ganas, lo cual hizo asomar una sonrisa a los labios
de Ariadne.
—Le gusta la comida.
—Eso es bueno —declaró la comadrona, observando al bebé con satisfacción—.
Así crecerá bien.
«Y todavía mejor cuando regrese Espartaco», pensó Ariadne, intentando evitar las
punzadas de preocupación que había sentido desde su marcha. Tampoco había
recibido ningún mensaje acerca de su esposo. Por lo menos la horrible pesadilla en la
que era incapaz de encontrar su cadáver entre cientos de hombres crucificados no se
había repetido.
«Le volveré a ver. Es imprescindible, porque tiene que conocer a su hijo».
Bajó la mirada hacia Maron y esbozó una sonrisa.
—Qué orgulloso estará tu padre cuando te vea.
El bebé mamó con más ahínco, como si estuviera respondiendo.
Al cabo de unos instantes, el sueño la venció.

Cuando salieron de la taberna, Carbo se sorprendió al descubrir a la golfilla


apoyada contra la pared del edificio de enfrente. Molesto, fingió no verla, pero eso no
impidió que la muchacha se le acercara corriendo.
—¿Vais a algún sitio?
—¿Y a ti qué te importa? —espetó Carbo.
—A lo mejor necesitáis guía.
—Pues no. Lárgate. —Carbo bajó por el Vicus Patricius, fingiendo saber adónde
iba. La muchacha se le colocó al lado y se puso a silbar sin melodía alguna. Carbo
notó que Espartaco sonreía detrás de él—. ¡Te he dicho que te largues!
—Soy una persona libre —repuso la chiquilla—. No puedes impedirme que vaya
por aquí.
—Ah, ¿no? —dijo Carbo en tono sarcástico.
—No —fue la osada respuesta.
Carbo aceleró el paso y dejó que la muchacha le pisara los talones. La velocidad
de él no supuso ningún cambio. Unos doscientos pasos más adelante, el Vicus
Patricius se unía por la izquierda con la Via Labicana, y la muchedumbre volvió a ser

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como antes. Carbo se paró con brusquedad. La intersección estaba repleta de carretas,
literas y gente a pie.
—¡Moveos, chicos! —Un grupo de soldados dirigido por un optio se abrió
camino por entre la multitud y marchó en dirección a los Campos Elíseos.
Detrás de ellos iba una hilera de esclavos arrastrando los pies y encabezada por
un hombre duro armado con un látigo. Quedaba claro que los esclavos, con las
mejillas hundidas, vestidos con harapos y encadenados entre sí por el cuello, iban
camino del mercado. Había una procesión funeraria, el cadáver estaba envuelto con
unas sábanas de lino finas y tendido en una litera que portaban en alto parientes
varones. Siguiendo una tradición antigua, unos esclavos llevaban unas antorchas
encendidas. En la parte delantera un grupo de músicos tocaba un canto fúnebre una y
otra vez, como si con aquello pudieran separar a las multitudes. Carbo miró en
derredor, impotente y frustrado.
—¿Seguro que no queréis guía? —preguntó una voz conocida.
Carbo se giró a medias, como si buscara a la golfilla, pero en realidad formulaba
la pregunta en silencio a Espartaco. Captó el asentimiento casi imperceptible del
tracio y preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Tertulla, pero me llaman Tulla.
—¿Cuántos abriles tienes?
—Siete u ocho, creo.
—¿Crees?
—No lo sé seguro. He estado siempre sola.
—¿No tienes familia?
Tulla le dedicó una mirada desafiante.
—No necesito compasión, señor. Yo sola me apaño, ¿vale?
—No lo dudo. —A pesar del descaro de Tulla, Carbo se compadeció de ella. Era
pequeña, iba sucia y estaba mal alimentada—. ¿Dónde vives?
Otra vez una mirada desafiante.
—Clemens el panadero me deja dormir junto al horno a cambio de vigilarle la
tienda. Mira, ¿quieres ayuda o no?
—Tienes sitios adonde ir, ¿no? —interrumpió Espartaco.
—Pues la verdad es que sí.
—Entiendo —dijo Carbo con complicidad—. No quiero entretenerte.
La chiquilla enseguida cambió de conducta.
—Pueden esperar.
Carbo se frotó el mentón y dejó que la niña se pusiera ansiosa.
—¿A qué distancia está el Foro?
—A un kilómetro. O incluso menos.
Eso es lo que le había parecido a Carbo.
—Pues otro as por llevarnos allí.

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—Tres.
—¿Qué?
—¡Mira cuánta gente! —señaló Tulla—. A partir de ahora va a ser peor. Todo el
mundo quiere oír hablar a Craso. ¿No es a eso a lo que vais?
—¿Craso? No, quiero ver el lugar con mis propios ojos —mintió Carbo
alegremente.
Tulla se hurgó uno de los orificios de la nariz sin contemplaciones y lanzó el
moco con los dedos.
—Has escogido un mal día para hacer turismo.
—Te doy dos asses como máximo.
Tulla extendió la palma mugrienta.
—Quiero el dinero por adelantado.
Carbo rebuscó en el monedero y lanzó una moneda al aire.
La niña la cogió con gran pericia.
—¡Eso es solo un as!
—Tendrás el otro cuando lleguemos allí.
Tulla ni se inmutó.
—Costará lo mismo llevaros de vuelta a los Campos Elíseos. Es mejor hacerlo
antes del anochecer, creedme.
—¿Sabes qué? —dijo Carbo en un arranque inesperado—. Puedes hacernos de
guía durante el resto de nuestra visita. Te daré un par de denarii por los próximos tres
días.
—Por dos días.
—De acuerdo. —De todos modos, aquella era la cantidad que Carbo tenía en
mente.
—Medio ahora —exigió Tulla.
—¡Debes de estar de broma! Te esfumarías en cuanto llegásemos al Foro. —
Carbo le tendió el segundo as—. Esta noche te daré otro.
—De acuerdo —fue la respuesta de mala gana—. Pero puedes comprarme una
salchicha por el camino.
Carbo sonrió al darse cuenta de que a él también le gruñía el estómago.
—¿Conoces algún sitio bueno para comprarlas?
Tulla ya se había internado diez pasos por un callejón.
—¡Las mejores de Roma! ¡Vamos!
Carbo lanzó una mirada a Espartaco.
—Bien hecho. Nos será útil. Sobre todo si tenemos que marcharnos a toda prisa.
—Eso es lo que estaba pensando.
—Cuidado con lo que le dejas oír —advirtió Espartaco—. Nos delataría en un
abrir y cerrar de ojos.
Carbo asintió con expresión sombría.
—Pues entonces vamos a buscar un poco de comida. Mi estómago piensa que me

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han cortado el cuello.
—El mío también.
Carbo corrió para alcanzar a Tulla. Las salchichas de ajo y finas hierbas que
Carbo compró para ellos eran de las mejores que había probado en su vida. Colocadas
entre una hogaza de pan plano recién hecho que habían comprado en la panadería de
al lado, resultaban sumamente deliciosas.
Desde el puesto de salchichas, Tulla los condujo por un laberinto de callejones
estrechos. Por el suelo encontraron piezas de cerámica rota, muebles destrozados y
deshechos de las cenaculae circundantes. El aire era fétido y en más de una ocasión
Carbo pisó una materia fangosa que cedió bajo su paso.
—Estamos pisando mierda —siseó con tono acusador hacia Tulla.
—Es posible en algunos sitios. Cuidado con dónde ponéis los pies —fue la
respuesta indiferente—. Es lo mismo en todas estas callejuelas. Puedo volveros a
llevar a la calle principal, si queréis.
Carbo giró la cabeza.
—No —masculló Espartaco.
—Sigue adelante —ordenó Carbo con un suspiro.
—Ya casi hemos llegado —dijo Tulla a modo de consuelo. Enseguida se les
llenaron los oídos de la conmoción que solo puede formarse cuando se reúne una
grandísima cantidad de gente. A Carbo se le aceleró el corazón mientras Tulla los
conducía con aire triunfal al espacio abierto—. Ya estamos.
Carbo se fijó enseguida en la colina coronada con una llanura que se cernía sobre
el Foro, por encima de la muchedumbre. En el borde de la cima había una inmensa
estatua pintada de Júpiter con barba y aspecto imperioso. Se había colocado de forma
que vigilara la ciudad y resultaba realmente magnífica. Al igual que el gran templo
con el techo dorado de atrás. Sin quererlo, a Carbo le embargó la veneración. Rezó en
silencio, moviendo los labios.
—Impresionante, ¿eh? —dijo Tulla—. He visto a campesinos cayendo de rodillas
al verlo.
Espartaco sintió una ira enorme ante el espectáculo que se desplegaba en el Foro,
la estatua, los templos, el centro neurálgico de la República. ¡Cuánto anhelaba
derribarlo todo! Pero era demasiado grande. Intentó vencer una sensación creciente
de frustración y abatimiento. «A lo más que puedo aspirar es a algún tipo de empate».
—¿Dónde hablará Craso? —preguntó Carbo—. ¿Desde los escalones de la Curia?
Tulla negó con la cabeza.
—Es más probable que hable desde la plataforma que hay junto a la Rostra.
Carbo anticipó la pregunta de Espartaco.
—Es una columna decorada con las proas de barcos cartagineses capturados, ¿no?
—preguntó.
—Algo así —fue la vaga respuesta.
—La construyeron después de la primera guerra contra Cartago —declaró Carbo

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con seguridad, al recordar las clases de historia que le había impartido su tutor en la
niñez.
«Una guerra que se libró principalmente en el mar. Y que los romanos ganaron a
pesar de que al comienzo carecían de armada», pensó Espartaco con amargura.
—Allí es donde viven las vírgenes vestales. —Tulla señaló un templo circular
cuyo techo resultaba visible por la izquierda—. Hay muchos otros templos alrededor
de los límites del Foro. Hay uno dedicado a Cástor y a Pólux, otro a…
—Sí, sí —interrumpió Carbo. Había notado la impaciencia de Espartaco—.
Vamos a movernos, ¿vale? Si tenemos que abrirnos paso entre la multitud,
tardaremos todo el día.
—¿No habéis oído lo que he dicho? El Foro estará igual por todas partes. Media
Roma quiere escuchar a Craso diciendo que machacará a Espartaco. Los puestos de
los mercados probablemente también estén cerrados hasta el final.
—Oh. —Carbo fingió decepcionarse—. De todos modos, supongo que podríamos
escuchar a Craso, ya que estamos aquí.
Tulla le dedicó una mirada fulminante.
—Desde aquí tendréis problemas para oír lo que diga.
—¿Nos puedes acercar?
—¡Por supuesto! Iremos por las callejuelas laterales. —Empujó para abrirse paso
y retomó tranquilamente el camino por el que habían venido.
—Excelente —dijo Carbo, de nuevo satisfecho por la abundancia de recursos de
Tulla.
En esa ocasión la chiquilla los llevó por una serie de callejuelas que
entrecruzaban las calzadas que desembocaban en el Foro. Se trataba de dar unas
pocas docenas de pasos a toda velocidad, abrirse paso a empujones en las calles más
transitadas y luego apresurarse por otro pasaje estrecho. Al final acabaron en la parte
posterior de un edificio alto y largo. En el interior Carbo oyó muchas voces que
competían entre sí.
—¿Estamos en un mercado?
—Sí. Y también un tribunal. La Basilica Aemilia. Está llena de abogados,
escribas y tenderos. Incluso adivinos, si queréis una lectura.
—No me hace falta —respondió Carbo con un gesto de desprecio—. Son todos
unos mentirosos y charlatanes.
—Eso es lo que dice Clemens. ¡No deja que se sienten ni siquiera cerca de la
tienda! ¡Echó a escobazos al último que lo intentó! El arúspice lo maldijo, pero
Clemens se echó a reír. Dice que los dioses cuidan de un hombre piadoso.
—Hombre inteligente, ese panadero —dijo Espartaco.
Tulla parecía satisfecha. Los guio a lo largo de otros veinte pasos hasta la
intersección de un callejón con una calle más ancha.
—Es el lateral de la Curia —dijo, señalando el edificio que tenía delante.
Carbo contempló la pared sencilla de ladrillo y la hilera de ventanales que

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resultaban visibles bajo el extremo del tejado. La estructura no resultaba ni mucho
menos imponente, pero seguía sobrecogido y algo más que orgulloso. Se acercó a
tocar el enladrillado. Tuvo la sensación de estar tocando la historia. Aquel era el lugar
donde el Senado llevaba reuniéndose desde hacía casi medio milenio.
Espartaco se mantuvo impertérrito, pero incluso él estaba un poco impresionado.
«O sea que aquí es donde se toman las decisiones».
A su izquierda sonaron unos gritos de ánimo que le llamaron la atención.
—¡RO-MA! ¡RO-MA! ¡RO-MA!
—El momento perfecto —dijo Tulla con una sonrisa de oreja a oreja—. Debe de
ser Craso.
A Carbo le empezó a palpitar el corazón en el pecho. Miró a Espartaco, que había
adoptado una expresión dura.
—Acércanos el máximo posible —ordenó a Tulla.
La calle estaba muy concurrida. Todo el mundo se encaminaba en la misma
dirección en la que ellos iban, pero Tulla era experta en encontrar pequeños huecos.
Carbo tenía que abrirse paso a empujones detrás de ella para seguirle el ritmo. Como
era de esperar, quienes recibían los empujones se enfadaban, y se llevó más de un
insulto. Las excusas educadas de Carbo apaciguaron a la mayoría de los ciudadanos.
Quienes no quedaban convencidos se encontraban con la expresión dura de Espartaco
detrás. Nadie quería discutir con aquel esclavo fornido de penetrantes ojos grises.
Después de muchos codazos y golpes de hombro, llegaron al frente de la
multitud, arremolinada en torno a la parte delantera de la Curia. Una fila de lictores
con fasces cruzadas evitaba que la gente se acercara demasiado al edificio sagrado.
Detrás de los guardaespaldas, en las escaleras de la Curia, había grupos y más grupos
de senadores cuyas togas blancas relucientes y expresiones altaneras los señalaban
como superiores a la gran mayoría.
«Sin embargo, están tan ansiosos como el resto por oír hablar al hombre del
momento —pensó Espartaco—. No me extraña. Por ahora se han comportado como
una manada de gallinas cuando un zorro entra en el corral. Necesitan a un líder
adecuado, alguien que sirva tanto de general como de político. ¿Es Craso el hombre
al que han estado buscando?».
—Os he dicho que os traería hasta aquí. ¿Contentos? —susurró Tulla con una
sonrisa pícara.
—Sí, bien hecho.
Carbo se fijó en las gigantescas puertas de bronce de la Curia («son enormes»), y
a la izquierda, en una columna de piedra decorada con proas de barco y anclas de
bronce, antes de detenerse en una sencilla plataforma de madera que sobresalía la
altura de dos hombres por encima de la multitud. La ocupaban un par de soldados con
armadura de escamas que portaban estandartes y un oficial entrecano con una cota de
malla cubierta de phalerae. Había una docena de legionarios delante de la tarima,
sosteniendo los escudos en equilibrio delante de ellos. Carbo frunció el ceño. Era

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muy poco habitual que los soldados fueran tan armados dentro de Roma.
Normalmente solo se permitía a los lictores llevar armas blancas en el interior del
recinto amurallado. «Craso debe de estar alardeando de su poderío», decidió. No
pensó en mencionárselo a Espartaco, que quizá no estuviera al corriente de esa
norma. Los trompeteros de las tropas esperaban al lado con los instrumentos
preparados.
—Craso todavía no ha llegado.
—No —repuso Espartaco en voz baja—. Pero mira quién sí.
—¿Eh?
—Es Caepio. ¿Te acuerdas de él?
El nombre resultaba familiar a Carbo y volvió a mirar al trío de soldados situados
en el podio.
—¡Por todos los dioses, tienes razón! —Era el centurión que había sobrevivido al
sangriento munus en el que habían acabado muriendo 399 de sus compañeros—.
¿Qué está haciendo aquí?
—Apuesto a que Craso va a usarlo para conseguir apoyo para sus nuevas
legiones. Qué listo el cabrón. —«Quizá también tendría que haberlo matado y haber
enviado el mensaje al Senado de un modo distinto». Espartaco hizo una mueca. «No,
es un soldado valiente que se merecía sobrevivir»—. También funcionará. A la gente
le encanta oír la historia de alguien que sobrevivió a todas las circunstancias
adversas.
«Craso no es solo un cabrón rácano. Además es astuto», pensó Carbo con
inquietud. Alzó la mirada hacia la estatua de la colina: «Júpiter, bríndame la
oportunidad de matarlo hoy. Por favor».
De repente, la multitud que estaba a cierta distancia empezó a entonar un cántico.
—¡RO-MA! ¡RO-MA! ¡RO-MA!
Las masas enseguida retomaron el grito. El ruido resultaba ensordecedor e
hipnótico. Lo único que le faltaba era el choque metálico de las espadas contra los
escudos, caviló Carbo, para que pareciera un ejército antes de la batalla. Era de lo
más extraño. Se sentía totalmente en casa pero como un completo desconocido.
Después de aquel pensamiento se dio perfecta cuenta de que si algún hombre de las
inmediaciones se enterara de quién era él o Espartaco, los demás ayudarían a hacerlos
pedazos. Y que si no ovacionaban también, alguien podía percatarse. Lanzó una
mirada al tracio y vio que imitaba la palabra «RO-MA».
El respeto que Carbo sentía por su líder aumentó todavía más y rápidamente
voceó la palabra.
Tulla daba saltos y gritaba con todas sus fuerzas.
Un apuesto hombre de mediana edad y anchas espaldas ascendió por los
escalones de la plataforma y resultó visible. El ruido de la multitud se intensificó
todavía más y los tres soldados se cuadraron al instante. El recién llegado les hizo el
saludo pertinente y volvió el rostro hacia el Foro. Levantó una mano y saludó como si

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les diera la bienvenida. La muchedumbre enloqueció.
Carbo contemplaba a Craso con el rostro contraído por el odio. No le había visto
desde el día en que el político había visitado el ludus de Capua. Entonces Carbo no
era más que un luchador novato. Ya era veterano de muchas batallas. «Deja que me
acerque a ti, hijo de puta apestoso. Con tu último aliento me oirás susurrar el nombre
de mi padre».
El grito cambió.
—¡RO-MA! ¡VEN-CE-DO-RA! ¡RO-MA! ¡VEN-CE-DO-RA!
Craso repitió el grito, lo cual aumentó todavía más el entusiasmo de la multitud.
«Sabe cómo manipularlos —reconoció Espartaco—. Seguro que este pedazo de
mierda también es buen orador». Observó a la docena de soldados que estaban a la
vista y rezó para que Craso se marchara después con solo unos pocos detrás. «Gran
Jinete, concédeme la oportunidad de matarle. Te pido que guíes mi cuchillo».
Al final Craso alzó los brazos. En ese mismo instante, los trompeteros tocaron
una fanfarria.
Se hizo el silencio.
—Ciudadanos de Roma, ¡yo os saludo! —gritó Craso. La reacción fue un
crescendo de silbidos y vítores—. Habéis acudido hoy aquí por un motivo.
—¡No para pedirte nada prestado, eso seguro! —gritó una voz desde el fondo del
gentío.
El comentario provocó risotadas.
Craso sonrió bondadosamente.
—Pero mis riquezas ya no son las que eran, buena gente. ¿Acaso no estoy usando
mi propio dinero para reclutar seis legiones nuevas? Con cada semana que pasa, se
gastan cientos de miles de denarii en hombres, provisiones y equipamiento. ¡Sin
embargo, yo no escatimo ni una moneda porque este gasto ingente es por el bien de la
República!
—¡CRA-SO! —bramó un hombre que estaba cerca de Carbo. Quienes le rodeaban
enseguida retomaron el grito y la multitud respondió del mismo modo.
—Son hombres de Craso —le susurró Espartaco al oído de Carbo—. Colocados
entre el gentío.
«Rata de alcantarilla». Carbo dejó que sus dedos acariciaran la empuñadura de
hueso del puñal. Con tanta gente, nadie se percataría.
Craso volvió a alzar los brazos. El alboroto cesó.
—A decir verdad, tengo el honor de ofrecer todos los medios posibles para ayudar
al Estado. Daría hasta la ropa que llevo si fuera necesario. ¡Tenemos que hacer lo que
podamos! ¿No es cierto?
—¡SÍ!
—Ahora tenemos que actuar porque Italia está amenazada desde el interior…
como no ha ocurrido durante más de cien años. Esta vez no se trata del vil Pirro ni del
gugga de Aníbal. —Craso dejó que la multitud bramara insultos durante unos

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instantes—. No, es mucho peor. Mucho más vil. Estamos amenazados por la forma de
vida más baja, un esclavo. Una criatura que responde al nombre de Espartaco.
El grito de la multitud que se oyó a continuación carecía de forma. Carecía de
palabras; era ira en estado puro. Odio en estado puro. Repugnancia absoluta.
«Hijo de puta. Te arrancaría el hígado ahora mismo y se lo daría de comer a los
buitres». Espartaco se esperaba algo así, pero los insultos aumentaron su furia hasta
límites insospechados. No obstante, lo único que podía hacer era quedarse allí a
escuchar. Enderezó la espalda, como si no fuera un esclavo. «Estoy aquí de pie —
pensó con orgullo—, y ni siquiera lo sabes».
Carbo se armó de valor para soportar el fervor de la muchedumbre. «Qué
cabrones. Espartaco es un gran hombre. Trata a sus seguidores mejor que Craso a sus
deudores, eso seguro».
—Desde su huida del ludus de Capua, Espartaco ha reclutado un ejército. Se trata
de una fuerza compuesta por la escoria de la sociedad. En ella hay esclavos que
guardan rencor a sus amos y pastores que odiaban a sus vilici. Todos los canallas que
quieren violar y saquear han unido su destino al de Espartaco, este «gladiador». Este
«tracio». Juntos han atacado innumerables granjas y fincas a lo largo y ancho de
Italia. Han quemado pueblos e incluso saqueado ciudades. Todo ello con el
menosprecio más absoluto hacia la vida humana. ¡Miles de ciudadanos han sido
masacrados! ¡Han violado a innumerables mujeres! —Craso volvió a hacer una pausa
para permitir que el público expresara su animosidad. Cuando los gritos hubieron
amainado, adoptó una expresión afligida—. Desgraciadamente, eso no es todo. Hasta
el momento, los hombres a los que se ha enviado para lidiar con Espartaco han
fracasado estrepitosamente. Y no es que fueran jóvenes inexpertos. No, eran pretores
o legados, hombres que con anterioridad habían demostrado ser capaces de cumplir
con su deber para con el Estado. Cayo Claudio Glabro. Publio Varinio. Lucio Cosino.
Lucio Furio. Sin embargo, todos ellos se vinieron abajo a manos de los esclavos. Tras
esos reveses, depositamos nuestra confianza en los cónsules. Es lo que se ha hecho
siempre en Roma. Cuando la República pide, los cónsules responden. Dirigen
nuestras legiones a la victoria. —Craso fue consciente del gran suspiro que se
extendió por la muchedumbre—. Sin embargo, no pudo ser. Aunque Lucio Gelio tuvo
un éxito inicial contra un pequeño grupo escindido de esclavos, su colega Cneo
Cornelio Léntulo Clodiano sufrió una derrota humillante poco después. Sus hombres
huyeron del campo de batalla e incluso dejaron atrás los estandartes y las águilas. Los
cadáveres de los muertos en la batalla apenas se habían enfriado cuando las tropas de
Gelio demostraron no ser mejores que las de Léntulo. Murieron miles de legionarios
más; se perdieron más estandartes y águilas. Para mayor humillación, cuatrocientos
de nuestros soldados fueron obligados a luchar a muerte participando en un supuesto
munus para honrar a los otrora camaradas de Espartaco. Sin duda habéis oído lo que
pasó. A mi lado está el único hombre que sobrevivió. Este valiente centurión: Caepio.
—Señaló al oficial entrecano, que inclinó la cabeza mientras la multitud lo

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ovacionaba—. Cuando me enteré de la horrible noticia —continuó Craso—, me dije:
«¡es imposible deshonrar más a Roma!».
«Por supuesto que es posible», pensó Espartaco con una oscura satisfacción
mientras la multitud bramaba enfurecida. Carbo observó los rostros iracundos que le
rodeaban. Se quedó anonadado al ver la cantidad de odio que rezumaban. No se le
escapó lo irónica que resultaba la situación. Pero de no ser por los avatares del
destino, él podría estar sintiendo exactamente lo mismo. En cambio, era un hombre
de Espartaco, de pies a cabeza. Para lo bueno y para lo malo.
—Me equivoqué. Hace escasas semanas, Gelio y Léntulo se enfrentaron juntos a
la chusma de esclavos en Picenum. Allí, ni siquiera sus fuerzas combinadas bastaron
para superar a Espartaco. Unas cuantas docenas más de estandartes, entre ellos dos
águilas, cayeron en manos del enemigo. Muchas mujeres enviudaron. Más de
nuestros niños quedaron huérfanos de padre. —Craso inclinó la cabeza durante un
instante antes de dejar vagar la mirada por la multitud—. Este nivel de deshonra, este
nivel de humillación no puede continuar, ¿verdad?
—¡NOOO!
—Me alegro de que estemos de acuerdo. —Lanzó una mirada rápida y triunfante
a los senadores, a sabiendas de que Gelio y Léntulo se encontraban entre ellos—. No
podía dejar sola a la República en un momento de necesidad, y por eso me ofrecí a
ocuparme de la guerra. Mis compañeros políticos consideraron acertado concederme
el poder de imperium proconsular.
—¡Eres el único apto para el cargo, Craso! —bramó un hombre rubicundo que
estaba cerca de Carbo.
La duración de los vítores puso de manifiesto lo mucho que tal anuncio satisfacía
a la muchedumbre.
Craso hizo un pequeño asentimiento para agradecer la reacción.
—¿Queréis que también machaque a la chusma de esclavos? —Aguardó un par
de segundos—. ¿Lo queréis?
—¡SÍ!
—No soy más que un instrumento de vuestra voluntad —dijo Craso con una
sonrisa humilde—. En cuanto reclute a mis nuevos ejércitos, dispondré de diez
legiones con las que machacar a Espartaco. Por lo que dicen, él y su chusma pasarán
cerca de Roma camino del sur. Las ratas suelen regresar al mismo agujero, así que es
probable que los esclavos se dirijan a la zona situada alrededor de Thurii, donde ya
han pasado algún invierno. Vayan a donde vayan, los localizaré. En cuanto demos
con ellos, los aniquilaré. Lo juro por Júpiter, el Mayor y Mejor, a quien pongo por
testigo. —Lanzó una mirada a la enorme estatua como si quisiera confirmar la
promesa.
—¡MÁTALOS A TODOS! —gritó el hombre enrojecido.
—¡MÁTALOS, MÁTALOS, MÁTALOS! —coreó la multitud.
Espartaco se llenó los pulmones y exhaló un suspiro largo y lento. «Pues entonces

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será una lucha a muerte».
Tulla bramó junto con los demás, pero en esta ocasión Carbo fue incapaz de
imitar a la gente. Miró en derredor y se tranquilizó al ver la mirada inflexible de
Espartaco. «Tendrá un plan. Siempre tiene alguno».
Al final, Craso hizo que volvieran a sonar las trompetas. No fue inmediata, pero a
la larga una especie de calma se apoderó del Foro.
—Ciudadanos de Roma, haré que escuchéis a un hombre con más experiencia que
vosotros o yo. Un soldado que ha servido a la República durante más de treinta años,
que ha luchado en más campañas de las que es capaz de recordar. Tiene el cuerpo
marcado por las cicatrices de la batalla, todas ellas delante. Las phalerae que le
cubren el pecho dan fe de su valor. Os presento a la personificación del coraje y la
virtus romanos: ¡Gnaeus Servilius Caepio! —Con un gesto grandilocuente, Craso
indicó al centurión que se colocara delante.
Volvió a sonar una fuerte ovación y los rostros del público se llenaron de respeto.
Caepio no miró ni a derecha ni a izquierda cuando avanzó. No era de los que
pretendía ganarse al público, pensó Espartaco, al recordar su breve conversación
después del munus. Era un soldado, simple y llano, que hablaba con sinceridad. Justo
lo que se necesitaba en aquel momento. Craso lo había planificado todo, de comienzo
a fin.
—Te doy las gracias, Marco Licinio Craso —dijo Caepio—. Pueblo de Roma, os
saludo.
El público aulló encantado.
—Me presento hoy ante vosotros cuando falta poco para mi sexagésimo
cumpleaños. Todavía llevo los arreos, porque es más fácil dormir con ellos que
quitármelos. —Sonrió mientras silbaban y le reían el chiste—. A decir verdad,
preferiría librar una guerra fuera de Italia. Sin embargo, eso no es posible en estos
momentos. ¡Nuestro pueblo necesita ayuda! ¡Ningún hombre decente debería ser
capaz de dormir por la noche sabiendo que tantos de nuestros compatriotas son
asesinados o ven incendiadas sus propiedades! ¡Esto no puede seguir así! ¡No
debemos permitirlo!
—¡RO-MA! ¡RO-MA! —gritó la multitud.
—Pero los ejércitos no aparecen por arte de magia. Craso necesita voluntarios,
muchos voluntarios. Por cada legión que se forme, se necesitan casi cinco mil
soldados fuertes. Los ciudadanos acuden en masa al estandarte de la República desde
toda Italia, pero se necesitan miles más. ¿Hay algún hombre hoy aquí que tenga entre
diecisiete y treinta y cinco años? —Asintió una multitud de voces—. ¡Bien! —gritó
Caepio—. Me atrevería a decir que hoy aquí también hay un buen número de
veteranos de Sula. Hombres que prestaron un servicio leal y que fueron
recompensados con dinero y una parcela de terreno al ser licenciados. ¿Me equivoco?
—¡No!
—¡Os saludamos Gnaeus Servilius Caepio!

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Se oyeron gritos por todo el Foro.
—Me alegro de que estéis hoy aquí, porque vosotros también podéis ayudar a la
República en estos momentos de necesidad. Vuestros cuerpos habrán envejecido,
pero seguís teniendo el corazón de un soldado, ¿verdad? —Caepio sonrió ante los
bramidos que provocó su comentario—. Apuesto a que muchos de vosotros ansiáis
volver a blandir un gladius. Que dejaríais vuestras fincas durante una temporada o
dos para formar un muro de escudos con vuestros compañeros una vez más. ¡Que
derramaríais vuestra sangre para ver a Espartaco y a su ejército de desarrapados
enviados al Hades! ¿Me equivoco?
La multitud agolpada a la izquierda de Carbo se balanceó y luego se separó
cuando un grupo de veteranos curtidos se abría paso a empujones hasta el pequeño
espacio libre delante de la plataforma.
—Estamos contigo, Caepio —exclamó el cabecilla—. ¡Todos nosotros!
Se oyó un coro de gritos: dos aquí, otro allí, tres más allá, prometiendo su apoyo.
—Bien hecho, chicos. Sula se sentiría orgulloso de vosotros —declaró Caepio.
Escudriñó a toda la muchedumbre—. Como sabéis, este no es el lugar donde alistarse
al ejército. Quiero que todos los hombres que se presenten voluntarios vayan al
Campus Martius. ¡Ya sabéis dónde es! Los oficiales de reclutamiento ya están allí,
esperando que vayáis a alistaros. Como muestra de agradecimiento por vuestro valor,
Craso ha autorizado un adelanto de diez denarii a todo hombre que se aliste hoy.
El anuncio fue recibido con gritos de regocijo y la muchedumbre se movió en
tropel hacia las calles que conducían al norte de la ciudad.
Caepio se quedó a un lado con expresión satisfecha.
—Bien hecho, centurión —dijo Craso—. Hemos cumplido con nuestra misión, en
Roma al menos.
«Pero yo con la mía no». Espartaco miró a Craso con fijeza. «¿Qué va a hacer?
¿Hablar con algún senador? ¿Esperar a que se vacíe el Foro?». Si su enemigo no se
movía rápido, tendrían que marcharse. La multitud que los rodeaba iba menguando
con rapidez. Dentro de nada destacarían como pulgares hinchados.
—¿Adónde quieres ir ahora? ¿Al Campus Martius? Ahí es adonde iría yo si
tuviera edad suficiente —reconoció Tulla moviendo los brazos adelante y atrás como
si estuviera marchando— y fuera un chico —añadió con pesar.
—Allí no —dijo Carbo, que también miraba a Craso. Tenía la mentira preparada
—. Yo me alistaría, pero soy hijo único. Tengo que ayudar a llevar la finca.
—Pues menuda excusa —dijo Tulla con tono acusador.
El comentario le resultó hiriente a su pesar y Carbo le dio un cachete detrás de la
oreja.
—¡Cuidadito con lo que dices! Ya me llegará el momento de ir al ejército. Pero
no es ahora.
Tulla se apartó de él con expresión enfurruñada.
Carbo se agachó rápidamente como si quisiera ceñirse las cintas de las sandalias.

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—¿Qué opinas? —siseó—. ¿Nos movemos?
Espartaco calibró la situación. Craso estaba enfrascado en una conversación con
Caepio. No tenía prisa por ir a ningún sitio.
—Vayamos hacia la Basilica Aemilia. Quedémonos junto a la entrada a ver qué
hace.
—Tengo sed —dijo Carbo, enderezándose. Miró a Tulla—. ¿Hay algún vinatero
entre los abogados y escribas de las basilacae?
—Hay unos cuantos —fue la respuesta huraña. La golfilla cambió de expresión
cuando Carbo lanzó tres asses al aire.
—Ve a comprar un vaso de algún vino decente. Un falerno o un vino de
Campania. Te esperaremos junto a la puerta más cercana a la Curia.
—¡Sí, señor! —Tulla giró sobre sus talones con las monedas bien apretadas en el
puño mugriento.
—¡Más vale que regreses! —gritó Carbo—. ¡Espero el cambio!
—No te preocupes. Quiero el resto de mi denarius. —Dicho esto, Tulla
desapareció entre la multitud.

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9
Carbo caminó tranquilamente hacia la puerta más cercana de la basilica seguido
de Espartaco. Apoyó la espalda contra la pared y lanzó una mirada despreocupada a
su alrededor, como un hombre que no tiene nada en concreto en mente. Craso seguía
hablando con Caepio, aunque había bajado un par de escalones.
—Me apetecen unos cuantos vasos de vino, no solo uno —dijo Carbo en voz bien
alta—. La emoción ha terminado. Después de esto creo que volveremos a ir a los
Campos Elíseos.
—Sí, amo —repuso Espartaco.
—¿Quiere ver el futuro, buen señor?
Carbo se giró. Tenía delante a un hombre de una edad indefinida con una toga
mugrienta. La gorra de piel con el extremo romo que llevaba y su actitud servil le
indicaban lo que ya sabía.
—Eres un arúspice.
—Eso es, señor. Colóqueme un denarius en la palma y me esforzaré por ver qué
destino le tienen preparado los dioses.
«Diez legiones se cruzarán en mi camino».
—Lárgate —dijo Carbo con brusquedad.
El arúspice empezó a quejarse, pero Espartaco dio un paso adelante.
—¿Estás sordo? Vende tus mentiras en otro sitio o te daré una buena tunda que
seguro que no tienes prevista.
El hombre se alejó sigilosamente mascullando imprecaciones.
Carbo no creía en los adivinos, pero resultaba un tanto inquietante que, después
de lo que acababa de oír, el hombre lo hubiera escogido de entre todos los demás.
Hizo la señal que ahuyentaba al demonio.
Espartaco tenía otras cosas en mente.
—¡Chisss! Se está moviendo. Solo le protegen seis hombres —siseó encantado—.
Caepio es uno de ellos.
Carbo desvió la mirada. Craso se dirigía a la zona donde ellos se encontraban con
dos legionarios delante y cuatro detrás. Para su sorpresa, uno de los soldados que iba
en cabeza era el centurión veterano.
—Se dirigen a la misma calle por donde hemos venido. ¿Qué hacemos?
Espartaco sabía que contaba con pocas posibilidades, pero tenía los ánimos
encendidos.
—Vamos a por él. —«Que luego logremos escapar, es harina de otro costal, pero
vale la pena arriesgarse».
Carbo notaba el corazón como un tambor en el pecho. Aquello era por lo que
tanto había rezado, pero ¿dos contra seis? Además, los legionarios iban armados
hasta los dientes y lo único que ellos llevaban eran puñales. «No puedo echarme
atrás». Dedicó a Espartaco un asentimiento tenso.

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—¿Cómo quieres hacerlo?
—Situémonos por delante de él. Dirijámonos al callejón por el que nos ha llevado
Tulla. Les atacamos en cuanto pasen por delante. Nos ocupamos de un soldado cada
uno, el que tengamos más cerca, y los abatimos, sin contemplaciones. Luego vas a
por el legionario que antes se enfrente a ti. ¿Te ves capacitado?
—Sí —dijo Carbo con toda la seguridad de la que fue capaz. «Soy hombre
muerto. Pero ¿qué más da si lo conseguimos?».
—En cuanto acabe con Craso, huimos callejón arriba y nos perdemos por las
callejuelas. —Clavó la mirada en Carbo—. ¿Está claro?
Se humedeció los labios secos.
—Sí.
—¿Te vas capaz de matar a un hombre desarmado? Solo tienes que clavarle una
puñalada, como harías con una ijada de cerdo. No hace falta ni pensar ni vacilar.
De repente a Carbo le entraron dudas. ¿Sería capaz de matar a Craso a sangre
fría? Siempre había pensado que podría, pero una vez que tenía la oportunidad no lo
veía tan claro. Apartó la mirada del tracio.
—Lo haré yo —dijo Espartaco.
Carbo recobró los ánimos evocando imágenes de sus padres cuando tuvieron que
dejar la casa que había pertenecido a la familia durante varias generaciones. La ira ya
conocida se le encendió en el pecho.
—Sí que puedo —protestó.
—No —repuso el tracio con voz dura—. Es la única oportunidad que vamos a
tener. No podemos cometer ningún error.
Carbo accedió, furioso consigo mismo.
—Pues venga, o nos adelantarán. Recemos para que Tulla no regrese antes de
tiempo. Lo último que nos faltaría es que nos llamara a gritos.
—Cierto. Ya me he cansado de esperar a la mocosa —dijo Carbo en voz alta,
adoptando de nuevo el rol de amo—. Regresemos a la posada. —Avanzó dando
grandes zancadas a apenas veinte pasos por delante de Craso y su escolta. Era difícil
no mirar atrás mientras caminaba. El tintineo de la cota de malla de los legionarios
resultaba claramente audible. «Tendré que acercarme lo suficiente para apuñalar a mi
hombre en el cuello». Su ansiedad fue en aumento y, como si tuvieran vida propia,
sus dedos se dirigieron a la empuñadura del puñal. «Júpiter, afina mi puntería».
En cuanto hubieran matado a dos de los legionarios y mientras Espartaco mataba
a Craso, los demás irían a por él. Carbo no tenía tiempo de entretenerse en pensar qué
podía suceder a continuación. «Craso morirá», se dijo. Llegó al callejón y enseguida
se adentró en él.
Espartaco fue rápidamente detrás de él, puñal en mano.
—¿Preparado?
Carbo asintió y sacó su arma.
Espartaco caminó con sigilo hasta la esquina del edificio y asomó la cabeza con

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gran cautela. Entonces dio un paso atrás y miró a Carbo.
—Están a quince pasos. Tú ocúpate del legionario delantero de este lado. Yo me
encargo del siguiente. Muévete en cuanto tu hombre esté en paralelo con nosotros.
No esperes a que él o Craso hayan pasado o quizá se percaten de lo que está
ocurriendo.
—Sí. —Espartaco iba a hacer lo más difícil, pero Carbo no puso objeciones. Se
colocó delante del tracio, lo más adelantado posible sin resultar visible, y se pegó al
frío enladrillado.
—Ahora están a diez pasos —susurró Espartaco—. Nueve, ocho, siete, seis.
Carbo levantó el puñal con el extremo apuntando al suelo, tal como le habían
enseñado. Así lo sujetaba con mucha más fuerza y era casi imposible quitárselo de los
dedos. Entrecerró los ojos para centrarse en el espacio que tenía delante: el hueco que
conducía a la calle. Era consciente de la sangre que se le agolpaba en las sienes, el
crujido de las caligae en el terreno irregular y el tintineo de la cota de malla. Al fondo
se oían sonidos desde la basilica y la voz de Espartaco.
—Cinco, cuatro, tres. —Carbo se puso tenso—. Dos, uno. Ahora.
Lo primero que Carbo vio fue el extremo de un scutum. Luego un hombro con
cota de malla y una cabeza cubierta por un casco de bronce cóncavo y con penacho.
Carbo salió disparado hacia delante. Agarró el extremo superior del escudo con la
mano izquierda y tiró de él hacia el suelo. El legionario, que no se lo esperaba,
recibió un tirón hacia abajo y hacia el lado, por lo que dejó el cuello al descubierto.
Alzando el puñal, Carbo se lo clavó en el hueco al lado de la clavícula. Era
consciente de que Espartaco se había abalanzado hacia delante como un espectro a su
izquierda, de los rostros confundidos de los demás soldados que se giraban hacia él,
de la expresión conmocionada de Craso. Un grito de agonía de su víctima le hizo
retroceder. Desclavó el puñal y un chorro de sangre roja y brillante salió disparado
por los aires. Carbo apuñaló al hombre otra vez para rematarlo y lo dejó caer.
—¡Deben de ser ellos! —bramó Caepio, el segundo hombre de la parte delantera
—. ¡Proteged a Craso!
En aquel momento, Carbo no procesó las palabras, porque estaba plenamente
centrado en Caepio, que iba a por él con la espada desenvainada.
Por suerte, Caepio tropezó al saltar hacia delante. El scutum que llevaba, con el
que debería haber golpeado el pecho de Carbo, le alcanzó en el costado y le hizo
tambalearse hacia un lado.
—¡Mátalo, imbécil! —chilló el político, retrocediendo hacia la pared de la Curia.
Caepio avanzó gladius en mano.
Carbo vio un par de cuerpos en el suelo con el rabillo del ojo y a Espartaco
acercándose como podía a Craso. «¡Los dos últimos legionarios!», oyó a gritos en su
mente. Por Hades, ¿dónde están? Sin embargo, no podía mirar a su alrededor, porque
Caepio se acercaba a él rápidamente. Uno. El centurión intentó golpearle en la cara
con el tachón del escudo. Dos. Le siguió una estocada con la espada capaz de cortarle

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el pescuezo. Esquivó la primera y retrocedió para evitar la segunda.
—¡Sé quién eres! ¡Eres el traidor con el que hablé después del munus! —
Gruñendo de placer, Caepio se abalanzó hacia él—. ¿Estás preparado para ahogarte
en tu propia sangre, sabandija?
Carbo no respondió. Como no tenía escudo, su única forma de defenderse era
retirarse. Eso lo alejó todavía más de Espartaco y de los soldados quinto y sexto, que
por lo que veía no habían ido a por él, sino que se habían colocado entre Craso y el
tracio y protegían al primero con sus scuta. Carbo soltó un juramento. Era imposible
que Espartaco consiguiera su propósito armado tan solo con un puñal. Él tampoco
podía hacer nada para ayudar. Cada vez que intentaba moverse en dirección al Foro,
Caepio le impedía el paso. Lanzó una mirada detrás de él. A una distancia prudencial,
un grupo de asombrados ciudadanos observaban todos sus movimientos. Profirió otro
juramento. Seguro que pasaba lo mismo más allá de donde estaba Espartaco. Se había
dado la voz de alarma. En cualquier momento acudirían más soldados a socorrer a
Craso.
Espartaco también era consciente de ello. Hizo un último intento desesperado por
alcanzar a Craso, abalanzándose hacia uno de los lados de los legionarios que lo
protegían. Consiguió golpear al hombre situado más a la izquierda en la parte carnosa
del brazo con el que sostenía el escudo. Entonces Craso profirió un juramento y
retrocedió contra el muro. «Si hubiera tenido más tiempo —pensó Espartaco—,
podría haber sido distinto». Nadie era capaz de soportar el enorme peso de un scutum
durante mucho tiempo tras sufrir una herida como aquella. Pero el compañero del
soldado lo atacó con un torbellino de golpes con el escudo y la espada, y tuvo que
retirarse. Cuando lanzó una mirada rápida hacia el Foro se dio cuenta de que su
intento había terminado. Un nutrido grupo de legionarios, acompañados por hombres
de paisano, sin duda algunos de los veteranos, subían por la calle a todo correr.
Dejó a Craso clavado con la mirada.
—No va a ser esta vez. Pero la próxima no tendrás tanta suerte.
Craso le lanzó una mirada asesina.
—Tenía que haber ordenado que te mataran aquel día.
—Eso es, mamón. Un error estúpido, ¿eh? —gritó Espartaco por encima del
hombro mientras se marchaba corriendo.
—¡A por él! —gritó Craso, empujando a sus soldados por la espalda y
gesticulando como un loco hacia los hombres que se acercaban—. ¡Es Espartaco!
¡Una moneda de oro para quien me traiga su cadáver!
Caepio estaba muy ocupado con Carbo y no vio venir a Espartaco. «Podría
matarlo con facilidad». Sin embargo, la dignidad con la que el centurión se había
comportado seguía presente en su interior. Así que embistió con el hombro a Caepio
por detrás y lo hizo caer al suelo. Espartaco saltó por encima de él.
—Hoy Fortuna te sonríe.
—¡Maldito seas, asesino traidor! —espetó Caepio—. No olvidaré esto.

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—Ni yo tampoco. —«Qué oportunidad perdida», pensó Espartaco sombríamente.
Craso debería estar exhalando su último aliento. Miró a Carbo con fijeza—.
¡Vámonos!
Huyeron calle arriba. Ninguno de los dos vio a la pequeña silueta que los seguía y
que iba abriéndose camino por entre los soldados que los perseguían. Llevaba un
vaso de vino en la mano.
Espartaco iba en cabeza. Corrió por el callejón medio oscuro, apartó de mala
manera a un anciano que llevaba una gallina por el pescuezo y llegó a una
intersección. Giró a ciegas por la izquierda y corrió a toda velocidad seguido de
Carbo. Cincuenta pasos más allá, el estrecho camino se bifurcaba. Tomó la derecha.
Al cabo de un momento se puso a maldecir porque los pies se le hundieron en una
pila apestosa de deshechos semilíquidos.
—Un estercolero. —La dentadura le brilló en la oscuridad al mirar a Carbo—.
Por aquí no querrán seguirnos. Si nos siguen, por lo menos se llenarán también de
mierda.
Carbo echó la vista atrás por donde habían venido. No oía ningún sonido típico de
persecución.
—Creo que los hemos perdido.
—Tal vez. Sin embargo, ahora estarán buscando por todas las calles. Necesitamos
un lugar donde escondernos.
—¿No deberíamos salir de la ciudad?
—Es demasiado tarde para ello. Lo primero que hará Craso es enviar soldados a
todas y cada una de las puertas. Todo aquel que intente salir será interrogado, seguro
que durante lo que queda de día. Tendremos más posibilidades si podemos ocultarnos
en algún sitio hasta mañana e intentarlo entonces. —«Seguirá siendo muy
arriesgado», pensó Espartaco. ¿Había valido la pena correr el riesgo? Sí, porque si su
intento hubiera salido bien, los romanos habrían quedado sumidos en el caos más
absoluto.
—Podríamos ocultarnos aquí.
Espartaco señaló las estrechas aberturas que servían de ventana por encima de
ellos.
—Alguien nos verá y atará cabos. Será peligroso regresar a los Campos Elíseos,
pero es nuestra mejor opción.
Aunque a Carbo tampoco le agradaba la idea, no se le ocurría otra. Movió la
cabeza a un lado y a otro con la intención de orientarse.
—¿Sabes en qué dirección están?
—No.
—Probaremos por aquí —dijo Espartaco, que dio un paso adelante.
—Si vais por ahí, estaréis todavía más perdidos.
Carbo se giró y se encontró a una pequeña silueta que aparecía por entre la
penumbra. No pudo evitar sonreír. Era Tulla, que seguía sosteniendo los restos de un

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vaso de vino.
—¡Tú! —espetó Espartaco—. ¿Por qué nos has seguido?
—No me habéis pagado. —A Tulla se le apagó la voz en cuanto Espartaco dio un
paso hacia ella.
—¿Has visto lo que ha pasado? —inquirió el tracio.
—S-sí —repuso la chiquilla, retrocediendo—. ¿De verdad eres Espartaco?
Espartaco se abalanzó hacia ella y le sujetó la parte delantera de la túnica.
A Carbo se le cortó la respiración.
—Sí.
—¿Fi-fingías ser un esclavo? ¿Por qué?
—Para saber qué pasa aquí. Para averiguar qué planea hacer Craso.
—Y cuando has visto la oportunidad de asesinarle, la has aprovechado.
—Eso es.
—¿Ahora vas a matarme? —A pesar de la bravuconería de Tulla, le temblaba la
voz.
—No tengo por costumbre matar a niños, pero tampoco quiero que los soldados
nos encuentren. No hay otra opción, la verdad. —Espartaco colocó el cuchillo contra
el cuello raquítico de Tulla.
Carbo vio que el tejido que cubría la ingle de la chiquilla se oscurecía al perder el
control de la vejiga.
—¡Espartaco, por favor!
El tracio no respondió, pero no apartó el cuchillo de donde estaba. Tulla desviaba
la mirada de Carbo a Espartaco, aunque se había quedado sin habla.
—Pronto vas a ser padre —dijo Carbo.
—¿Y eso qué tiene que ver? —inquirió Espartaco con dureza.
—Si tienes una hija, imagínatela cuando tenga la edad de Tulla.
—Voy a tener un varón, no una hembra —espetó Espartaco—. Y no será ninguna
rata de alcantarilla. —Le clavó el extremo del puñal en la piel, Tulla gimió
aterrorizada y una gruesa gota de sangre cayó al suelo.
—¡Espera! Podríamos hacer un trato con ella. —Espartaco se quedó mirando a
Carbo sin hablar, pero siguió sin apartar el puñal—. Ofrecerle un aureus para que nos
guíe hasta los Campos Elíseos —se apresuró a decir Carbo—. Que se quede allí con
nosotros y por la mañana le damos otra moneda de oro para que nos lleve a una de las
puertas más tranquilas.
Espartaco se rio por lo bajo.
—¡Pero si eso da para vivir un año! ¿Por qué iba a hacer una cosa así cuando
puedo cortarle el cuello y conservar el dinero?
—Porque sería una vida menos que se pierde. Es una niña inocente.
—¿Inocente? ¡Igual que los niños de los pueblos tracios que los putos romanos
asesinaron hace unos años! —Espartaco tensó los músculos del antebrazo.
—Entonces hazlo por mí —insistió Carbo, planteándose si no estaba yendo

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demasiado lejos—. Por favor.
Espartaco apretó los labios.
—¿Te atreves a cuestionarme?
—No nos embaucará —continuó Carbo—. Lo sé.
Espartaco empleó el extremo de la hoja para obligar a Tulla a subir el mentón.
—¿Has oído eso? Carbo confía en ti. Daría la vida por ti. —Lanzó una mirada
despiadada a Carbo, a quien se le había secado la boca—. ¿Te mereces tanta
confianza?
—S-s-sí, señor.
La soltó y Carbo exhaló un suspiro entrecortado. «Gracias a los dioses».
El tracio hurgó en el monedero que llevaba disimuladamente colgado del cuello.
—Toma.
Tulla cogió la moneda y le dio la vuelta una y otra vez.
—¡Pero si es solo un denarius!
—Cierto. Y esto —dijo Espartaco, mostrando una moneda de oro entre los dedos
— es uno de los aurei que vas a ganar. Si te lo doy ahora, probablemente nos
traiciones. Y entonces tendré que matar a Carbo.
Tulla lo miraba con intensidad.
—Es más de lo que has tenido en tu puta vida —dijo Carbo enfadado, convencido
de que a la muchacha le motivaba más el dinero que la vida de él.
Tulla estiró el brazo para intentar coger el aureus, pero Espartaco levantó la mano
para que no llegara.
—Te lo pagaré todo si haces lo que he pedido. Pero si no, te perseguiré y te
mataré. Y no de forma rápida, como iba a hacer ahora, sino muy lentamente.
Tulla empalideció bajo la mugre.
—De acuerdo. ¿Sabes que los dioses te harán cumplir tu parte del trato?
Carbo se sintió aliviado al oír sus palabras. Si creía en los juramentos, no
traicionaría su confianza. De lo contrario, no albergaba la menor duda de que el tracio
lo mataría. A pesar de la confianza que Espartaco había depositado en él, ya le había
fallado dos veces.
—Lo sé —dijo Espartaco con solemnidad.
Aquello pareció satisfacer a la chiquilla.
—Pues entonces dos aurei en total.
—Sí. La cantidad pendiente cuando nos lleves a la puerta por la mañana.
—Junto con la cantidad que hemos acordado por el trabajo de guiaros. —Tulla
sacó la mandíbula con determinación.
—¡Esta chiquilla es increíble! —Espartaco acabó riendo—. ¡Sería capaz de
regatear con el barquero!
A pesar del peligro de la situación en la que él mismo se había colocado, Carbo
desplegó una amplia sonrisa.
Espartaco se escupió en la mano y se la tendió.

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—Trato hecho.
—Trato hecho —convino Tulla, aceptando su mano con solemnidad.

Al cabo de un rato se encontraron en un callejón que daba a los Campos Elíseos.


Tulla hizo ademán de entrar en la calle, pero Espartaco la obligó a retroceder.
—Espera. No nos precipitemos.
Observaron la posada desde la penumbra. Había varias mesas ocupadas en el
exterior. Un hombre medio calvo dormitaba con la cabeza apoyada en la pared
delantera; una prostituta de aspecto aburrido jugueteaba con sus brazaletes, dos viejos
charlaban animadamente sobre qué equipo de carreras de aurigas era el mejor esa
temporada. Carbo se quedó un poquito más tranquilo. No parecía haber motivos de
alarma. Lanzó una mirada a Espartaco.
—Todavía no.
Tulla puso los ojos en blanco, pero también se quedó donde estaba.
Pasó un muchacho empujando una carretilla que pregonaba el zumo de fruta
recién exprimido que vendía. En la otra dirección pasó una matrona dando órdenes a
un trío de esclavos domésticos que se apuraban detrás de ella, cargados con las
compras. Los deliciosos aromas que brotaban de una panadería cercana se mezclaban
con el olor del carbón ardiente y el estiércol de los corrales situados detrás de la
carnicería. El ganado allí retenido protestaba a base de bramidos. Tinc, tinc, tinc. Les
llegó el sonido del metal contra el metal desde una fragua. Un lisiado pasó
renqueando con una muleta de lo más tosca.
Carbo empezó a relajarse.
Tulla, que estaba a su lado, no paraba quieta de impaciencia.
—¿Crees que ya es seguro?
Espartaco meneó la cabeza.
—Pero si todo está nor…
Se oyeron unas fuertes pisadas.
Tulla abrió los ojos como platos. A Carbo el sudor le resbalaba por la espalda
mientras Espartaco atisbaba un momento por la esquina.
—Soldados. Ocho, nueve, diez.
Al cabo de un momento, un grupo de legionarios se detuvo frente a la posada.
Una figura fornida salió del interior y se sentó con los dos ancianos. Como estaba
pendiente de los soldados, Espartaco no vio que el hombre les dedicaba un leve
asentimiento. Carbo sí, pero pensó que era una forma de saludo. Entraron seis y los
demás esperaron fuera.
Espartaco había hecho bien mostrándose cauto, pensó Carbo, aunque el aprieto en
el que se encontraban solo era una pizca menos acuciante que antes.
—Por el Hades, ¿qué hacemos ahora?
—Buena pregunta. —Espartaco se estrujó el cerebro—. «Gran Jinete, ayúdanos».

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—¿Y un prostíbulo? —sugirió Tulla—. Podríais pasar la noche en uno.
—No —replicó Espartaco—. Esos lugares son propensos a los cotilleos. Además,
podrían registrarlos. Créeme, Craso va a poner esta ciudad patas arriba para intentar
encontrarnos.
—Podríamos intentar ir a casa de mi tío y averiguar dónde viven mis padres —
sugirió Carbo lentamente—. Si nos aseamos bien, podría funcionar. —Las ideas se
agolpaban en su mente. ¿Qué le diría a Varus? ¿A su padre y su madre?
—Es muy buena idea. En el peor de los casos, podemos tomarlos como rehenes
hasta mañana. —Espartaco repasó a Carbo de arriba abajo.
—Muy bien. —A Carbo casi le entraron ganas de no haber dicho nada. No quería
que sus padres recordaran su último encuentro con él, porque seguro que era el
último, marcado de ese modo. Pero tenían que escapar.
Espartaco asintió satisfecho.
—¿Dónde vive tu tío? —preguntó Tulla.
—En la colina Esquilina. No sé seguro dónde.
—¿Serías capaz de encontrar la casa? —preguntó Espartaco.
Tulla exhaló un largo suspiro sufrido.
—Por supuesto. Quizá tenga que preguntar un poco.
—Bien, pues ¿a qué esperas?
Tulla le hizo burla a Espartaco y volvió a internarse en el callejón.

Marcion había bebido más que el resto de sus compañeros y por culpa del dolor
martilleante en la cabeza que había sentido a la mañana siguiente había rechazado
rápidamente la propuesta de sus compañeros de ir a darse un baño en el río que
pasaba cerca del campamento. Sin embargo, al poco de que se marcharan su descanso
volvió a verse perturbado por el sonido de una ovación generalizada. Asomó la
cabeza enfadado al exterior de la tienda y descubrió una cosa que le hizo ir corriendo
a buscar su ropa. Se olvidó de la resaca y corrió desde el campamento hasta el ancho
curso de agua.
—¿Os habéis enterado? —gritó emocionado mientras bajaba disparado por la
ladera esquivando a otros soldados.
Había grupos de hombres en el agua, bañándose, lavándose la ropa, llenando
recipientes con agua o haciendo lo mismo que sus compañeros de tienda: retozar en
el bajío cerca de la orilla. Unos cuantos alzaron la mirada, pero ninguno de los
compañeros de Marcion le oyó.
—¡Ariadne ha dado a luz! —anunció.
Eso hizo que le prestaran más atención.
Arphocras, uno de los que estaba más cerca de Marcion, se dedicaba a hacer
aguadillas a un compañero. El sol se le reflejaba en las gotitas del pelo cortado al
rape.

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—¿Qué has dicho?
—¡Cuéntanos! —exclamó un soldado al que Marcion nunca había visto.
—¡Ariadne ha dado a luz a un bebé sano!
Arphocras esbozó una sonrisa torcida.
—¿Un hijo? Demos gracias a los dioses. Es una noticia maravillosa. Esperemos
que Espartaco regrese pronto, ¿no?
—Así será —declaró el soldado que había hablado en primer lugar.
Marcion asintió. A diferencia de muchos otros, sobre todo Zeuxis, seguía estando
convencido de que su líder regresaría. No sabía exactamente por qué, pero la noticia
del nacimiento de Maron había reforzado su creencia.
Los demás seguían jugando a pelearse.
—¡Eh! —gritó—. ¡Tengo una gran noticia!
Nadie le prestó la más mínima atención. A Marcion no le extrañaba. Durante las
semanas que habían marchado bajo el cálido sol de verano, pocos de los ríos de
montaña con los que se habían encontrado habían sido lo bastante seguros para entrar
en ellos. Aquel sí que lo era, por lo que resultaba muy atractivo para los soldados. A
pesar de las burlas que recibía por lavarse con regularidad, sus compañeros no podían
negar el gran placer que suponía poder bañarse en agua no estancada.
Marcion volvió a centrar la mirada en Arphocras, cuya víctima acababa de
conseguir zafarse de él. Había permanecido con la cabeza medio sumergida, por lo
que no tenía ni idea de lo que Marcion había dicho. Con un rugido triunfante, rodeó
el cuello de Arphocras con los brazos y tiró de él hacia abajo. El agua salpicaba por
todas partes mientras la pareja agitaba brazos y piernas.
Diez pasos más allá, Gaius tenía a Zeuxis sobre los hombros y estaba
enfrentándose a dos más de sus compañeros. Lanzando juramentos, Zeuxis y el otro
hombre de encima forcejeaban con fuerza e intentaban tirarse el uno al otro al agua.
El «corcel» de Zeuxis no tardó en perder el equilibrio y caer. Zeuxis fue cayendo
hacia atrás, pero agarró a su contrincante por un brazo y, gritando de contento,
consiguió abatirlo también.
Sus payasadas hicieron que Marcion olvidara la noticia durante unos instantes.
Ansioso por sumarse a la fiesta, se dispuso a desnudarse. Acababa de pasarse la
túnica por encima de los hombros cuando un fuerte golpe le hizo caer hacia delante
agitando las extremidades. Al cabo de un momento Marcion aterrizó en el río. Movió
brazos y piernas con desesperación intentando tocar el fondo. Se impulsó hacia
arriba, se arrancó la túnica y tosió varias bocanadas de agua.
—¿Quién ha sido? —bramó—. ¿Quién ha sido? —No oyó más que risas y dirigió
la vista hacia la orilla—. ¡Tú, cabrón!
—Me lo has puesto demasiado bien como para contenerme —reconoció
Antonius, otro de sus compañeros de tienda—. Estabas ahí de pie hablando a grito
pelado como el dichoso Julius.
Marcion desplegó una amplia sonrisa. Arrojar al río a su oficial de disciplina

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resultaba una idea de lo más atrayente.
—¿Sobre qué berreabas? —preguntó una voz grave.
—Zeuxis. ¡Por fin! —Esquivó el ataque del hombre medio calvo con facilidad y
le dio un empujón que, para su gran satisfacción, hizo caer a su compañero de tienda
pendenciero de cara al río.
—Ariadne ha dado a luz —intervino Arphocras.
La noticia hizo esbozar una sonrisa a la mayoría de los hombres, pero Zeuxis,
empapado, frunció el ceño.
—No le deseo ningún daño al bebé, pero es lo único que nos faltaba.
—No puede decirse que sea una sorpresa. ¡Hace nueve meses que está
embarazada! —replicó Arphocras, lo cual provocó un estallido de risotadas.
—No me refiero a eso —protestó Zeuxis—. A Castus y a Gannicus no les va a
hacer mucha gracia, ¿verdad?
—¿A quién le importa lo que piensan esos dos hijos de perra? —espetó Marcion
—. A nosotros no, eso seguro. —Se sintió satisfecho cuando un grupo de hombres
cercanos expresaron que estaban de acuerdo. Sin embargo, era difícil pasar por alto
que algunos soldados le lanzaban miradas desaprobatorias. Y lo peor es que no eran
galos. «La podredumbre se está extendiendo», pensó entristecido.
—Quizá les obligue a actuar. Llevan planeando algo desde que dimos media
vuelta en los Alpes —reconoció Zeuxis—. Si no he oído lo que nos prometen a
cambio de lealtad cien veces, no lo he oído ninguna. Rienda suelta en todas las
granjas y fincas que ataquemos. El derecho a usar hierro y oro para comerciar. ¡Si
tenemos que creernos lo que dicen Castus y Gannicus, pronto seremos ricos!
—¿Qué insinúas? —espetó Marcion, harto de las quejas constantes de Zeuxis—.
Sé que crees que lo que pregonan los galos es mentira.
—No es mentira, ese es el problema —repuso Zeuxis con acritud. Bajó la voz
ligeramente—. Por eso tantos hombres les escuchan. Fíjate lo que te digo, si
Espartaco no regresa pronto, habrá problemas. Problemas graves.
Los demás intercambiaron miradas de preocupación.
—No hay para tanto —protestó Marcion, aunque él también había oído los
rumores.
—Ah, ¿no? —cuestionó Zeuxis—. Un ejército necesita un líder y si se ausenta
demasiado tiempo, entonces otra persona ocupa su cargo. No será ni Egbeo ni
Pulcher. No son lo bastante despiadados.
—No queremos un cambio. Seguimos siendo hombres de Espartaco, ¿no? —
preguntó Marcion, mirando con furia a sus compañeros.
La respuesta fue un coro contenido de «síes» entre los que no se contaba la voz de
Zeuxis. Miró enfurecido a Marcion.
—El único motivo por el que me alisté al ejército de Espartaco fue para librarme
de mi puto amo. Tu caso quizá sea distinto, pero muchos hombres hicieron lo mismo
que yo. Ha estado bien aprender a luchar, supongo, y dar a los romanos su merecido.

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Además, Espartaco nos brindó victoria tras victoria, así que le he ido siguiendo.
Puede decirse que le he sido leal, sí. Pero ahora se ha largado y no parece que vaya a
volver. ¡Nos ha dejado a merced de un par de galos salvajes! Ya ves la lealtad que él
siente por nosotros. ¡Va listo si espera que me quede aquí mucho más tiempo!
—¡No podemos permitir que Castus y Gannicus asuman el control! —exclamó
Marcion.
—¿Cómo vas a impedírselo? —siseó Zeuxis—. Eres un soldado de a pie, igual
que yo. Igual que todos nosotros. ¿Qué podemos hacer tú y yo contra tipos como los
galos? ¡Tienen miles de seguidores! Miles. Sabes perfectamente que si desafiáramos
a Castus y a Gannicus seríamos pasto de los buitres.
Marcion miró a sus compañeros en busca de apoyo, pero no lo encontró. Nadie
más parecía estar de acuerdo y dispuesto a actuar con respecto a la funesta predicción
de Zeuxis, aunque tampoco le llevaban la contraria. Le embargó la amargura. Le
pareció que las risas de hacía unos instantes se habían producido en una vida anterior.
«¿Dónde estás, Espartaco?».

—Ayúdame, por favor.


Durante unos instantes, Ariadne no fue capaz de saber dónde estaba o quién se
dirigía a ella. Estaba sola en una calzada pavimentada con losas de basalto negro. El
sol caía sin clemencia desde el cielo despejado. Vio bandadas de buitres por encima
de ella. Se le puso la piel de gallina. «¿Por qué hay tantos?».
—Ayuda. Agua.
Ariadne giró la cabeza y vio ante ella al hombre colgado de una sencilla cruz. Le
embargó el horror.
—¿Egbeo? —preguntó con incredulidad.
—Ariadne. —El fornido tracio tenía la voz áspera y seca. Mucho más débil de lo
normal—. Ayúdame.
Se le acercó dando un paso. La cruz era una estructura sencilla, poco más que un
poste de dos palmos de ancho y un travesaño de tamaño similar que se extendía a
ambos lados. Ariadne se dio cuenta de que podía cortar la cuerda que sujetaba los
pies de Egbeo en vertical, pero los gruesos clavos de hierro con los que le habían
atravesado las muñecas no estaban a su alcance. Para evitar que lo sacaran de allí, les
habían aplanado la cabeza contra la madera a martillazos y les habían clavado las
manos en una postura agónica.
—No puedo ayudarte —dijo ella—. Lo siento.
—Sed. Tengo mucha sed.
La impotencia de Ariadne alcanzó niveles inusitados. No llevaba ningún odre con
agua. Miró a uno y otro lado de la carretera, pero no vio ningún pozo, ningún
edificio. Solo una hilera de cruces ocupadas que se extendían a ambos lados hasta
donde alcanzaba la vista.

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—¿A cuántos hombres han crucificado? —susurró horrorizada—. Debe de haber
cientos.
—Miles —masculló Egbeo.
De repente Ariadne supo por qué estaba allí. El horror hizo que se le formara un
doloroso nudo en el estómago.
—Espartaco, ¿dónde está Espartaco? —Egbeo no respondió—. ¿Dónde está mi
esposo? —La desesperación hizo que hablara con voz aguda.
Las arrugas de su rostro demacrado se le marcaron todavía más.
—Él…
Una mano le movió el hombro.
—¡Ariadne!
Abrió los ojos sobresaltada y se encontró a la comadrona inclinada sobre ella.
—Estabas teniendo una pesadilla… —La interrumpió el tímido gimoteo que
brotaba del lado de Ariadne—. Y has despertado al bebé. Creo que tiene hambre.
—Sí, sí, por supuesto. —Sin poder borrar de su mente aquellas imágenes tan
vívidas, Ariadne tomó en sus brazos a Maron, que cada vez lloraba más fuerte. «No
puede ser una casualidad que haya tenido el mismo sueño horrendo tres veces, ¿no?».
Besó a su hijo en la frente—. Siento haberte molestado, cariño. Ven aquí. —Se lo
colocó en el pecho con ayuda de la comadrona y volvió a tumbarse—. He tenido un
sueño horrible.
La vieja se rio.
—Son las hierbas. Suelen producir imágenes extrañas e inquietantes. Cosas que
no queremos que pasen, o cosas que tememos.
—¿Las visiones se convierten alguna vez en realidad?
—A veces, pero es casi imposible distinguir las verdaderas de las falsas. Te
aconsejo que las olvides. Tienes cosas más importantes que hacer que rumiar sobre
una pesadilla.
Ariadne asintió para mostrar su acuerdo. Eso sería lo mejor. Se entretuvo mirando
a Maron e imaginando cómo sería cuando creciera. ¿Heredaría los penetrantes ojos
grises de Espartaco o los marrones de ella? ¿Tendría una constitución compacta,
como su padre, o se parecería a la familia de ella, que era más esbelta? Sin embargo,
los pensamientos sobre el sueño enseguida volvieron a abordarla. Teniendo en cuenta
que Espartaco estaba en Roma, su reacción natural ante el sueño era suponer lo peor.
«¿Cómo van a ser las hierbas si he tenido la misma visión con anterioridad? ¿Es
posible que Espartaco ya esté muerto?». Respiró hondo. Las veces anteriores en que
había visto las filas de cruces, Egbeo no se le había aparecido, ni había habido
conversación. Sin duda, la presencia del fornido tracio en la pesadilla significaba que
no podía producirse en el presente ni en el futuro inmediato porque Egbeo estaba
vivito y coleando, y ahí, con el ejército. Aquello debía de significar que Espartaco no
era uno de los hombres crucificados.
La vieja tosió y Ariadne la miró. «Quizá nada de esto signifique nada». Su intento

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por tranquilizarse duró poco más de un segundo. Un sueño tan dramático no se
repetía una y otra vez a no ser que tuviera algún significado.
Maron se movió y ella le acarició la cabecita.
—Tranquilo, pequeñín. No pasa nada. No pasa nada. —«Dioniso cuidará de
nosotros, como siempre ha hecho. Espartaco no era uno de los hombres a los que he
visto».
Cuando cerró los ojos e intentó descansar de nuevo, a Ariadne le asaltó una
pregunta. Era incapaz de olvidarla.
¿Qué había intentado decirle Egbeo?

Camino de la Esquilina, Espartaco envió a Tulla a comprar dos túnicas nuevas a


una tienda destartalada situada en una calle lateral. Se deshicieron de las que
llevaban, ensangrentadas, en un estercolero y con los puñales limpios y envainados,
el trío pudo salir a las vías principales una vez más. Había grupos de soldados por
todas partes, pero prestaban poca atención a los transeúntes. A pesar de ello, a Carbo
el corazón le latía a toda velocidad, pero se pavoneaba como si estuviera en Capua.
Espartaco se esforzaba por clavar la vista en el suelo. Encontraron un pequeño
restaurante de frente abierto en la base de la colina y Carbo se acercó al mostrador
para pedir comida mientras Tulla iba en busca de la casa de Varus. Ambos
contemplaron las patrullas que pasaban, pero por suerte a los soldados solo parecían
interesarles las posadas y las tabernas. A pesar del hecho de que nadie les había dado
el alto, se alegraron cuando la chiquilla regresó.
Tulla era inmune a sus preocupaciones.
—Vive dos calles más arriba —anunció alegremente—. Distinguiremos la casa
por los cojines bordados de los bancos del exterior.
Carbo puso los ojos en blanco.
—¿De qué está hablando? —preguntó Espartaco.
—En el exterior de las casas de los ricos hay asientos para que los clientes se
sienten mientras esperan ser atendidos. A mi tío siempre la ha gustado ser ostentoso.
Tulla los condujo por la calle adoquinada, serpenteando por entre el tráfico. Giró
a la izquierda en una fuente decorada con una estatua dorada de Neptuno en el centro
y luego tomó la segunda a la derecha.
Carbo fue el primero en ver los cojines; recordó que su madre había hablado de
ellos.
—Es aquí.
Se acercaron. Aparte de los accesorios blandos de los bancos vacíos, la casa de
Alfenus Varus podía haber sido una entre miles de Roma. Al igual que muchas otras
en aquella zona de la ciudad, era un edificio rectangular independiente con un
elevado muro exterior cuyas únicas características eran una enorme puerta tachonada
y una hilera de pequeñas ventanas de cristal. Aquello sí que era poco habitual. A

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Carbo le resonaban las palabras de su madre en la cabeza. «Siempre tiene que estar a
la última, por caro que resulte». Menudo imbécil. No le apetecía nada volver a ver a
su tío. Sin embargo, el hecho de pensar en sus padres le hacía seguir adelante. Ya les
haría entender como fuera lo que había hecho.
Tulla se sentó en el banco situado a la izquierda de la puerta. Espartaco se quedó
de pie.
Carbo se dio cuenta de que los dos lo estaban mirando. Se alisó la túnica y se
alisó los cabellos. Acto seguido, dio un paso adelante y golpeó la aldaba de hierro en
forma de trompa de elefante contra la madera. Emitió un sonido grave y profundo.
Esperó un buen rato y estaba a punto de volver a llamar cuando una
contraventana se abrió a la altura de la cabeza. Un par de ojos lo miraron con
suspicacia.
—¿Sí?
—¿Está Alfenus Varus?
Se oyó un resoplido de desdén.
—No para gente como tú. —La contraventana empezó a cerrarse.
Carbo ya estaba acostumbrado a aquella reacción cuando la gente veía las marcas
que tenía en la cara. En otras circunstancias se habría amilanado, pero entonces dio
un paso adelante.
—Creo que te darás cuenta de que no es el caso. Soy su sobrino.
La contraventana dejó de cerrarse.
—¿Quién dices que eres?
—Paullus Carbo, su sobrino.
—¿El hijo de Julia, la hermana de Alfenus?
—Sí.
—Espera aquí.
Carbo estaba a punto de preguntar si sus padres seguían viviendo en la casa, pero
la contraventana ya se había cerrado de golpe. Oyó un sonido tenue de pasos que
retrocedían y luego silencio.
—No ha sido precisamente el más caluroso de los recibimientos —masculló
Espartaco.
—Alfenus considera que mi madre se casó con alguien de posición social inferior.
Siempre nos ha desdeñado. En realidad es un buen hombre. —La protesta de Carbo le
había salido rápidamente y se hacía eco de las palabras de su padre. Sin embargo, por
primera vez en su vida, aquel sentimiento le sonaba falso. Las pocas veces que había
estado con Varus, el hombre no se había mostrado más que arrogante y
condescendiente. Menos mal que había dejado el hogar familiar, decidió Carbo. De lo
contrario, su padre lo habría enviado a vivir allí bajo la supervisión de Varus para que
se formara como abogado.
Al cabo de un momento, oyó que alguien regresaba por el pasillo. Sonó un ruido
metálico cuando se descorrió el cerrojo y se abrió la puerta. Un hombre con cara de

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roedor y el pelo gris miró al exterior.
—Puedes entrar. —Observó con expresión desdeñosa a Espartaco y a Tulla por
turnos—. ¿Tu esclavo y tu…?
—Guía. —«Bien», pensó Carbo, «ni siquiera he tenido que mentir».
—Entiendo. Pueden quedarse fuera.
Carbo dedicó lo que esperó fuera una mirada tranquilizadora a Espartaco y cruzó
el umbral. La puerta se cerró con una rotundidad que lo desasosegó, pero enderezó
bien la espalda. No era momento para debilidades.
—Deja el puñal aquí. —El esclavo señaló un hueco en un lateral de la entrada. En
el interior, había un hombretón sentado en un taburete con un garrote entre las
rodillas. Parecía medio tonto pero perfectamente capaz de descalabrar a alguien si se
le ordenaba. Carbo entregó el puñal sin rechistar—. Sígueme. —El esclavo siguió
adelante sin mirar si obedecía.
Entraron directamente en el tablinum, cuyo impluvium estaba decorado con la
estatua de un delfín pintado con colores estridentes. Las escenas de la mitología
clásica que adornaban las paredes estaban representadas de un modo igualmente
chillón y no eran del gusto de Carbo. Observó las máscaras mortuorias de los
antepasados de Varus al pasar por el lararium. Lucían la misma expresión
autocomplaciente que recordaba en su tío, una especie de mirada que indicaba «soy
superior a ti». Se dio cuenta que de pequeño le había intimidado. Ahora la odiaba.
El gran jardín con columnatas que había más allá era tan majestuoso como Carbo
había imaginado. Era exagerado: todo lleno de ninfas timoratas que atisbaban desde
detrás de arbustos decorativos y un suelo con mosaicos deslumbrantes. Todo
rezumaba riqueza pero no buen gusto. Varus estaba sentado en una silla a la sombra
de un gran limonero. Tenía al lado una bonita copa azul llena de vino en una mesa
con incrustaciones doradas. Detrás de él un esclavo lo abanicaba con una hoja de
palma. Su tío había sido un hombre apuesto en su juventud, pensó Carbo, pero los
años de buena vida habían cargado su cuerpo grande con capas de grasa y le habían
dado una papada digna de un jabalí de campeonato. La nariz recta era el único rasgo
en el que Carbo veía una semejanza con su madre. Varus estaba contemplando un
pergamino a medio desenrollar y fruncía los labios carnosos mientras leía. Aunque
debió de oírle llegar, no dio muestras de ello.
El esclavo esperó. Carbo también esperó mientras la ira se iba acumulando en su
interior. Se controló haciendo un gran esfuerzo. «Sé educado. Necesitamos su
ayuda».
Al cabo de un rato, Varus alzó la mirada.
—Su sobrino, amo. —El esclavo retrocedió unos pasos.
Una expresión bien fingida de sorpresa cruzó las facciones rechonchas de Varus.
—¿Será cierto? ¿De verdad eres Paullus Carbo?
—Sí, tío. Así es —dijo Carbo con la máxima humildad de la que fue capaz.
—Guardas cierto parecido con tu madre, supongo —dijo Varus con tono

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dubitativo—. Sin embargo, es difícil de ver por las marcas de la viruela. No eres lo
que se dice apuesto, ¿eh?
Carbo hizo un gran esfuerzo para no abalanzarse sobre Varus y darle unos cuantos
puñetazos.
—Es un gran honor conocerte por fin, tío —dijo, haciendo caso omiso de la
pregunta.
La papada le subió y le bajó a modo de respuesta.
—Hace tiempo que se te da por muerto. Después de un año sin tener noticias de
tu paradero, tus padres llegaron a la conclusión de que habías muerto o te habían
matado. Y ahora apareces ¿sin previo aviso? ¿En qué tipo de hijo te convierte esto?
—Pensaba enviar una carta…
—¿Una carta? ¿Cuándo?
—Hace unos tres meses.
—Nunca llegó.
—Decidí no enviarla.
—No puede decirse que tengas mucha conciencia, ¿no? No cambia nada —
vociferó Varus—. ¿Sabías que después de que abandonaras a tus padres sin decir
palabra, esperaron dos semanas para marcharse de Capua? Vivieron en una buhardilla
mientras te buscaban por todas partes. ¡Pero tú habías desaparecido, como si te
hubieras ido al mismo Hades! —Lanzó una mirada furibunda a Carbo.
Carbo notaba cómo el sentimiento de culpa le martilleaba las sienes. «No
buscaron en el ludus. No pensaron que caería tan bajo».
—Me marché de la ciudad, me fui a la costa. Me puse al servicio de un
comerciante que zarpaba hacia Asia Menor y Judea.
Los ojos de Varus parecían estar a punto de salírsele de las órbitas.
—¿Eso, cuando podías haber estado estudiando para ser abogado?
—No quería dedicarme a esa profesión —repuso Carbo con rigidez. «No quería
vivir aquí, contigo tratándome como si fuera un esclavo».
Varus hizo un gesto despectivo.
—¡Tenías que haber obedecido los deseos de tu padre y mi recomendación! Nos
habríamos ahorrado mucho sufrimiento.
«Todo es por culpa de Craso. De no ser por él, no habría tenido que escaparme de
casa ni haber venido aquí». El intento fallido de asesinar al político le dolió todavía
más.
—Y con respecto a tu pobre madre, pues no hizo más que llorar tu pérdida. Estoy
convencido de que es uno de los motivos por los que la fiebre se la llevó con tanta
facilidad. —Adoptó una expresión de pesar que se notaba a la legua que era falsa—.
Oh, sí, está muerta.
A Carbo le pareció que el rostro de su tío se desenfocaba.
—¿Cu-cuándo?
—Déjame pensar —caviló Varus—. Hace unos tres meses, diría yo.

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Aunque su carta hubiera llegado, habría sido demasiado tarde. El dolor que Carbo
sentía lo desgarró por dentro con una saña renovada.
—¿Fue una fiebre, dices?
—Sí, sí. Aunque han vaciado los pantanos, los aires viciados se ciernen sobre la
ciudad en distintas ocasiones. Nadie queda inmune. Yo mismo tuve la suerte de
sobrevivir a un ataque hace varios años.
«¡Cerdo egoísta!», pensó Carbo enfurecido.
—Su muerte le quitó a tu padre las ganas de vivir. Si hubiera sabido que su único
hijo estaba vivo, quizá se habría cuidado más. Pero tal como estaban las cosas,
pues…
«¡No! —gritó Carbo en silencio—. ¡Gran Júpiter, no permitas que esto sea
cierto!».
—¿Padre también está muerto?
—Sí. Apenas hace una semana.
—Una semana —repitió Carbo como un tonto. «Siete días».
—Eso es. Si se te hubiera ocurrido aparecer un poco antes, quizá te habría visto.
Carbo cerró los ojos.
—¿También se lo llevó una enfermedad?
—No. Envié a mi mayordomo a hacer ciertas investigaciones después. Parece ser
que lo agredieron una noche en el exterior de la cenacula donde vivía. Según testigos
oculares, fue un atraco. Los desgraciados que lo mataron no sabían que llevaba poco
más de dos asses encima ni les importaba. Estaba borracho y solo. Lo apuñalaron,
buscaron a ver si llevaba algo de valor y dejaron su cadáver en la cuneta como si
fuera basura.
La muerte de su madre habría afectado mucho a su padre, pensó Carbo. Jovian
habría considerado que estaba solo en el mundo después de la muerte de ella. Era
fácil imaginar que se hubiera dado a la bebida como forma de consuelo.
—Dices que vivía en una cenacula. Pensaba que mis padres vivían aquí contigo.
—Después de la muerte de mi hermana, por trágica que fuera, todas mis
obligaciones para con Jovian desaparecieron. Se marchó el día después del funeral de
Julia.
—¿Se marchó o le pediste que se fuera?
—Se lo pedí. Era mejor para todos los implicados. —La sonrisa de Varus era tan
falsa como la de una prostituta.
Carbo apenas daba crédito a sus oídos.
—¿O sea que mi madre apenas acababa de morir cuando pusiste a mi padre de
patitas en la calle? ¿Es que no tienes corazón?
Varus lo miró ofendido.
—No puede decirse que no tuviera dinero para el alquiler o la comida. En aquel
momento estaba trabajando para un comerciante local.
—¿Y por eso la solución pareció aceptable, supongo?

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—¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono, mocoso insolente? —espetó Varus—.
¿Dónde estabas tú cuando tu familia te necesitaba? Yo soy quien los acogió, quien les
dio un techo y los alimentó, quien escuchó su historia trágica una y otra vez. Yo, no
tú.
Una oleada de vergüenza embargó a Carbo.
—Intentaba ganar el dinero necesario para ayudar a pagar las deudas de mi padre
—masculló. «Por lo menos así es como empezó todo». En cuanto se habían escapado
del ludus no había tenido más oportunidades de ganar dinero, aparte de robando y
Carbo no era un ladrón. Espartaco también había prohibido el uso de oro y plata en su
ejército. Los únicos metales útiles, dijo, eran el hierro y el bronce para fabricar armas.
«Iba a hacer mucho, pero no he hecho nada, y ahora mis padres están muertos». Se le
empañaron los ojos de lágrimas.
Varus era ajeno a su dolor.
—Está claro que no has tenido mucho éxito. Mírate, vestido como el más pobre
de la plebe. —Hizo una mueca—. Me pregunto cómo has conseguido siquiera ahorrar
el dinero suficiente para comprar un esclavo.
El desdén extremo que le mostraba su tío ayudó a Carbo a tragarse el dolor. Ya lo
abordaría más adelante. Lo que importaba en esos momentos era encontrar un lugar
seguro donde esconderse hasta el día siguiente. ¿Qué lugar mejor que aquel?, pensó
con un regocijo funesto.
—No es un esclavo.
—¿Cómo? —Varus frunció la frente rechoncha—. Y entonces, ¿quién es?
—Es un amigo. —Carbo cubrió los pasos que lo separaban de su tío a toda
velocidad. Cogió la copa por el pie y la rompió contra el extremo de la mesa. Varus se
quedó boquiabierto y él se le colocó detrás de la silla. Con un fuerte empujón hizo
caer hacia atrás al esclavo que lo abanicaba. Carbo rodeó el cuello de Varus con el
brazo izquierdo y amenazó con estrangularlo. Sujetó lo que quedaba de la copa como
si fuera un cuchillo y lo acercó al cuello de su tío—. Levántate.
—¿Qué estás haciendo? —A Varus le caía la baba por entre los labios cuando se
puso de pie—. ¿Te has vuelto completamente loco?
—Ni mucho menos. Dile a tu mayordomo que vaya a buscar al bruto de la
entrada para que me entregue el garrote. Tiene que abrir la puerta principal y permitir
que entren mis acompañantes. Mi amigo atará al bruto y luego vendrá aquí con la
chiquilla.
—Has perdido el juicio —siseó Varus.
—Puede ser. —Carbo presionó el cristal roto contra la piel de su tío hasta que le
salió sangre. Profirió un fuerte chillido de dolor—. Me encantaría clavártelo hasta el
fondo —murmuró—. Solo tienes que seguir siendo impertinente.
—Ya-ya le has oído —dijo Varus al mayordomo, que se había quedado blanco,
con la respiración entrecortada—. ¡Haz lo que dice! ¡Rápido! —El esclavo entrecano
se marchó corriendo—. ¿Me-me puedo sentar? —preguntó—. Me siento mareado.

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—Vale. —Carbo soltó a su tío y dejó que se deslizara, temblando, sobre la silla—.
No te muevas.
—¿Por qué haces esto?
—Cállate.
—Carbo…
—¡He dicho que te calles la puta boca! ¡Me encantaría verte desangrar, pedazo de
despojo ampuloso! —Carbo tenía la cabeza llena de imágenes de sus padres y el
corazón lleno de dolor y vergüenza. Matar a su tío quizá no redujera su pesar, pero
ayudaría.
Varus detectó la amenaza en su voz y se calmó.
El mayordomo no tardó en llegar con un Espartaco con expresión adusta seguido
de Tulla. El tracio sonrió al ver a Carbo.
—He atado al portero y cerrado la puerta con llave. Nadie va a ningún sitio sin mi
permiso. —Blandió un puñado de llaves—. No es el tipo de recibimiento que me
esperaba.
—Ni yo —repuso Carbo con dureza—. Pero mis padres están muertos. Mi tío
Varus, aquí presente —hizo un gesto con la copa de cristal rota—, es el único pariente
que me queda. No es que eso signifique que le tenga aprecio, porque no es el caso.
Después de que mi madre muriera hace unos meses, puso a mi padre de patitas en la
calle. Apesadumbrado, se dio a la bebida. Fue asesinado hace una semana.
—Lo siento —dijo Espartaco. Dedicó una mirada despiadada a Varus y volvió la
vista hacia Carbo—. O sea que este sitio es tan bueno como cualquier otro para
quedarnos.
—Sí.
—Buena idea.
—Debes de ser muy rico —dijo Tulla mirando al tío de Carbo sobrecogida.
Varus respondió mirándola con furia. La chiquilla dio un paso atrás.
Carbo sabía que probablemente a Tulla hombres como su tío la habrían quitado
de en medio de mala manera muchas veces en su vida. Amenazó a Varus con el
cristal.
—Responde a la niña. Con educación.
—Supongo que puede decirse que soy rico, sí —dijo Varus hoscamente.
—Eso me ha parecido —reconoció Tulla con tono grave. Se apartó y se puso a
pasar la mano por un canal de agua que regaba las plantas.
Carbo sonrió de oreja a oreja. Tulla le había dado una idea.
—¿Guardas dinero en la casa?
—U-un poco, quizá. No mucho. —Varus parpadeaba al hablar.
—Mientes. —Carbo lanzó una mirada a Espartaco—. ¿Verdad que sí?
—Seguro.
—No nos iría mal el dinero, ¿verdad?
—El oro siempre va bien. —A Espartaco le preocupaba más salir de la ciudad

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ileso, pero era consciente de que Carbo tenía que hacer aquello. Él se comportaría de
un modo similar si volviera a ver a Kotys.
La ira que Carbo sentía contra su tío se había convertido en gelidez. Cogió una de
las manos de Varus y la colocó sobre la mesa. Alzó el cristal roto bien alto.
—Voy a contar hasta tres. Si para entonces no has respondido, te clavaré la puta
mano rechoncha en la madera. Uno. —La papada de Varus se balanceaba de terror—.
Dos.
—¡Vale, vale! Hay una caja bajo una baldosa suelta en el lararium.
—¡Tulla!
Espartaco le explicó lo que tenía que buscar y la muchacha salió disparada.
Carbo soltó la mano de su tío, lo cual pareció darle cierto valor.
—O sea, que has venido aquí a robarme y a matarme, ¿no?
—¿Es que no te enteras? —espetó Espartaco—. Necesitamos un lugar donde
alojarnos.
—No-no lo entiendo.
—Quería pasar la noche con mis padres —dijo Carbo—. Por eso he venido a tu
dichosa casa.
—Entiendo. —Varus se sentía incómodo—. No sabías que estaban muertos.
—¿Cómo iba a saberlo? —espetó Carbo.
—¡Mirad! —Tulla desplegaba una sonrisa de oreja a oreja. Llevaba una pequeña
caja de hierro en los brazos—. ¡Está llena de monedas de oro y joyas!
—Nos la llevaremos —dijo Espartaco guiñándole un ojo a Carbo.
—¡Os lo podéis quedar todo! —exclamó Varus con avidez—. Os podréis costear
la mejor taberna de Roma.
La sonrisa de Espartaco se desvaneció.
—Nos quedaremos aquí.
Varus abrió la boca para protestar, pero se lo pensó dos veces.
—¿Quién eres? —susurró.
—Soy Espartaco.
Varus dirigió la mirada rápidamente a Carbo, que asintió para confirmárselo.
—¿Es-Espartaco?
—Eso es.
Varus se quedó todavía más pálido.
—Pero si se supone que estás con tu ejército, cerca de Venusia.
—Pues está claro que no.
—Júpiter que estás en los cielos, ¡me torturarás hasta matarme!
—¿Es eso lo que dicen que les hago a mis prisioneros?
Varus asintió atemorizado.
—Cosas terribles, terribles.
—Ocurre en todos los ejércitos, incluso en los romanos —intervino Carbo—.
Espartaco intenta evitarlo.

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—No gastes saliva —instó Espartaco con voz cansina—. No te creerá.
Al ver el temor y el odio reflejados en el rostro de su tío, Carbo se dio cuenta de
que las palabras del tracio eran ciertas. En aquel momento, una parte de él deseaba
clavarle el cristal roto en el corazón a su tío. Sin embargo, había algo más importante
que podía asegurarse de que se hiciera.
—¿Dónde están enterrados mis padres?
—Tu madre está en el panteón de la familia Varus, y tu padre… —Varus se
humedeció los labios amargado— en una tumba sencilla en el cementerio público.
—¡Eres un cerdo! —Carbo enloqueció de ira e hizo un corte a Varus en la mejilla
—. ¡Ni siquiera muerto pudiste tratar a mi padre con honor! —Varus cayó al suelo
aullando de dolor mientras la sangre se le escurría por entre los dedos—. ¡Tendría que
matarte aquí mismo! —gritó Carbo levantando a Varus por la parte delantera de la
túnica.
—Hay otra posibilidad.
La voz de Espartaco traspasó la furia de Carbo.
—¿Eh?
—Podrías hacerle jurar que erigirá una bonita tumba para tu padre y tu madre, y
que los volverá a enterrar en ella.
Carbo captó la sabiduría que encerraban las palabras de Espartaco y el aprecio
que le tenía aumentó todavía más. A pesar de su crueldad, el tracio lo apreciaba. Dejó
que Varus volviera a caer entre gimoteos.
—¿Has oído eso?
—Una tumba, sí, para tus padres. Será la mejor que pueda encargar…
—No hace falta que sea la mejor. Basta con que sea digna de su estatus.
—Lo haré, te lo juro. Si no, que Júpiter me parta con un rayo.
—Si no lo haces —gruñó Espartaco—, volveré y te haré comer tu propia polla y
tus huevos.
A Varus le volvió a temblar la papada e incluso una gruesa lágrima le rodó por
cada mejilla.
—Queda claro —susurró.
Carbo se calmó un poco. Por lo menos podía quedarse tranquilo sabiendo que
yacían juntos en una tumba decente. Con un poco de suerte, algún día tendría la
posibilidad de visitarla.
Algún día.
Después de lo que habían oído hacía unas horas, le parecía una esperanza casi
inalcanzable.

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10
Cuando Ariadne volvió a despertar, la posición de la luz del sol en la tienda le
indicó que era última hora de la tarde. El sonido de las cigarras era más fuerte que
nunca, pero el calor del día había empezado a menguar. Bajó la mirada hacia Maron,
que dormía en su pecho.
—Hijo mío —susurró.
Al oír su voz, la comadrona se acercó rápidamente.
—¿Qué tal te encuentras?
—Cansada pero bien.
La mujer mayor retiró la sábana y le examinó la entrepierna.
—Bien. Solo hay un poco de sangrado. Por la mañana haré que te levantes. —
Sonrió y dejó al descubierto unos dientes marrones—. Las noticias vuelan. Cientos de
soldados ya han pedido ver al hijo de Espartaco. Atheas ha tenido que apostar a
centinelas para impedir que se acerquen a la tienda.
Ariadne aguzó el oído. Sin duda había mucha gente susurrando en el exterior. Le
llenó de orgullo pensar en aquella prueba del amor que los hombres sentían por su
líder.
—¿Cuántos hombres hay fuera ahora?
—Docenas.
—No podemos hacerles esperar. Coge al bebé para que me pueda incorporar.
—Necesitas descansar —dijo la comadrona, alarmada.
—Ya descansaré más tarde. Además, quiero que vean a Maron. —Se lo tendió a
la vieja—. Envuélvelo, por favor. —Ariadne se incorporó con cuidado. Cogió el
espejo de bronce que tenía al lado de la cama y lo utilizó para cepillarse y recogerse
el pelo. Encontró la capa rojo oscuro de lana y se la colocó sobre los hombros. Así le
cubriría el camisón y recordaría a todos que aparte de ser la esposa de Espartaco
también era sacerdotisa. Se planteó si sacar también la serpiente, pero descartó la
idea. Ver a Maron ya causaría suficiente impresión—. Estoy lista —anunció,
tendiendo los brazos para coger al bebé.
—¿Estás segura? Acabas de parir. No debes fatigarte —la regañó la comadrona.
—No estaré fuera demasiado tiempo.
La vieja levantó la puerta de la tienda exhalando un suspiro de exasperación.
Inmediatamente se hizo el silencio.
Sujetando a Maron contra su pecho, Ariadne apareció bajo la luz del sol.
Un fuerte «aaah» se elevó en el aire procedente de la gran multitud de hombres
situados ante la tienda. Entre ellos, Ariadne reconoció a Navio, Pulcher, Egbeo y
muchos otros.
—¿Habéis venido a ver al hijo de Espartaco? —preguntó.
—¡SÍ! —gritaron.

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Sobresaltado, Maron se despertó y empezó a llorar.
Los hombres intercambiaron sonrisas de azoramiento.
—Calladito —susurró Ariadne para tranquilizar a Maron—. Estos son los
soldados de tu padre, que han venido a darte la bienvenida al mundo. —Era como si
el bebé entendiera las palabras. Se tranquilizó y empezó a acurrucarse contra el pecho
de su madre—. Enseguida, pequeñín. —Dio varios pasos para que todo el mundo lo
viera—. Nuestro hijo está sano y come bien.
Los hombres se rieron, sonrieron y se dieron palmadas en la espalda los unos a
los otros.
—¿Cómo se llama? —preguntó Egbeo.
—Maron.
Soltaron gritos de júbilo.
—¿En honor al hermano de Espartaco, que murió luchando contra los romanos?
—Sí.
—Es un buen nombre tracio. Un nombre que tiene fuerza —declaró Egbeo.
—Contemplad a Maron, hijo de Espartaco —exclamó Ariadne alzándolo en el
aire.
Aquello les hizo rugir hasta quedarse roncos.
Maron empezó a llorar otra vez y, al ver su angustia, los hombres se callaron.
Ariadne lo acunó hasta que volvió a tranquilizarse.
—¡Esperemos que crezca para ser tan fuerte y listo como su padre! —gritó un
hombre de barba oscura.
—Y tan bueno con la espada y la lanza como Espartaco.
—Y tan guapo como su madre —añadió una voz desde más atrás.
Ariadne se sumó a las risas. Ahí, regocijándose con la adoración de los soldados
de Espartaco, era fácil olvidar la pesadilla. Pero era consciente de que, cuando
volviera a entrar, sus temores regresarían. Estaba preocupada por el futuro desde que
dieran media vuelta en los Alpes. No podían pasarse el resto de la vida marchando
por Italia. Los romanos no lo permitirían. Pensar en lo contrario era de una
ingenuidad absoluta. Sin embargo, la mayoría de los hombres parecían tener esa
impresión.
—Ariadne —dijo una voz conocida.
—Castus. —No logró evitar el tono de desagrado en la voz—. Y Gannicus —
añadió sin ningún tipo de afecto. Se le había revuelto el estómago. Ninguno de esos
dos hombres desearía el bien al heredero de Espartaco. Eran capaces de clavarle una
espada en el corazón a Maron. A Ariadne la tranquilizó ver que Atheas y Taxacis, con
el ceño fruncido, estaban justo detrás de los galos—. ¿Habéis venido a ver a Maron?
—Sí —dijo Castus esbozando una media sonrisa. Se acercó más y Ariadne se
contuvo para no retroceder.
Castus lanzó una mirada al pequeño.
—Es guapo. Esperemos que crezca sano y fuerte.

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—Igual que su padre —añadió Gannicus con efusividad sincera—. Y que los
dioses siempre lo protejan.
—Gracias —dijo Ariadne, todavía recelosa.
Castus hizo ademán de hablar, pero Gannicus intervino.
—No debemos quedarnos. Está cansada.
—Agradezco que hayáis venido. —A pesar de la supuesta buena voluntad de los
galos, Ariadne los observaba con una gran desconfianza. Desde el enfrentamiento
acerca de adónde debía ir el ejército, había evitado hablar con ellos. A ojos de
Ariadne, habían traicionado a Espartaco. No eran de fiar. De todos modos, aunque las
relaciones se habían tensado, Espartaco había seguido tratando con ellos. «Porque me
veo obligado», le había dicho él en innumerables ocasiones, «de lo contrario la
escisión se producirá antes». «Quiero saberlo ahora», pensó Ariadne. Había oído
suficientes rumores acerca de cómo engatusaban a los hombres para que les
siguieran. Se olvidó de la prudencia. No la atacarían ni a ella ni al bebé con los
escitas detrás—. ¿Cuándo os vais a marchar?
Castus se sonrojó.
—Ya nos vamos.
—No se refiere a eso —dijo Gannicus entrecerrando los ojos—, ¿verdad?
—No.
—¿Por qué estás tan segura de que nos marcharemos? —inquirió Castus.
—Venga ya. Hasta un ciego vería lo mucho que os enfadasteis cuando Espartaco
dijo a los hombres que los conduciría otra vez hacia el sur. Además, le dijisteis que os
marcharíais cuando fuera un buen momento.
—Quizás haya cambiado de opinión —dijo Castus con una sonrisa melosa.
—Pero no la has cambiado.
Castus no lo negó, pero tampoco respondió.
Ariadne se giró hacia Gannicus.
—Sé que acabaréis separándoos. ¿Habéis decidido cuándo? —Gannicus se chupó
el bigote y guardó silencio. Ariadne se sintió lo bastante segura como para
enfurecerse—. ¿Y bien? —reclamó.
—No lo he decidido —reconoció Gannicus—. Ya veremos cómo está la situación
después de que acampemos cerca de Thurii.
—Pero ¿os separaréis?
—Sí. —La miró fijamente—. Espartaco es un gran líder, pero un hombre no
puede pasarse toda su vida siguiendo a otro.
—Gracias por tu sinceridad.
Gannicus sonrió e hizo recordar a Ariadne por qué siempre le había caído mejor
que el evasivo Castus. De todos modos, no se fiaba de ninguno de los dos. De no ser
por la presencia de los escitas, habría tenido miedo.
—¿Cuándo pensabas decírmelo? —preguntó Castus en tono acusador.
—En el momento que considerara oportuno.

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—Lo mejor sería unir fuerzas. Ir juntos.
—Cierto. No discutamos sobre esto aquí, ¿vale? —Gannicus lanzó una mirada a
Ariadne—. Deseo que los dioses os bendigan a ti y a tu hijo. —Estiró el brazo y lo
colocó sobre los hombros de Castus. El galo pelirrojo, que seguía quejándose, se dejó
llevar.
Ariadne les observó mientras se alejaban. «Probablemente se marchen en
primavera. Es lo más sensato, en cuanto acabe el mal tiempo». El hecho de saberlo la
alivió y entristeció a partes iguales. Tras tanta incertidumbre, era mejor saber a qué
atenerse. En cuanto se lo contara a Espartaco, él podría hacer planes, trabajar en la
lealtad de los hombres, buscar más reclutas. Pero seguían necesitando un lugar al que
dirigirse. Thurii estaba muy lejos de Roma, pero no era una fortaleza inexpugnable ni
inaccesible. Para llegar hasta allí lo único que tenían que hacer los romanos era bajar
por la Via Annia. «¿Dónde sería mejor?».
Maron gimoteó y la distrajo. Ariadne se retiró al interior de la tienda mientras se
estrujaba el cerebro. Tenía que haber algún sitio al que pudieran ir. Lo preguntaría al
dios. Dioniso la había ayudado en otras ocasiones. Tal vez volviera a ayudarla
entonces.

—¡Imbécil! —siseó Castus cuando estuvieron lejos del gentío—. ¿Le has dicho a
ella antes que a mí cuándo te ibas a marchar?
—He dicho que ya vería cómo estaba la situación después de llegar a Thurii. No
le he dicho cuándo me marcharía.
—¡Ni siquiera habíamos hablado de eso! —espetó Castus.
—Habíamos decidido que no tomaríamos ninguna decisión definitiva hasta
entonces. Por deducción, eso significaba que nos marcharíamos después de eso. —
Gannicus no logró evitar sonar un tanto sarcástico.
—¡No me trates con esa puta condescendencia! —gritó Castus—. ¿No se suponía
que estábamos en esto juntos?
—Así es.
—Bueno, si nos quieres a mí y a mis hombres como aliados, y apuesto el huevo
izquierdo a que tengo muchos más hombres a mi favor que tú —aquí Castus le plantó
la cara a Gannicus a un palmo de las narices—, más vale que de ahora en adelante
compartas más información.
Gannicus se había hartado de Castus y de sus quejas constantes. Dio un fuerte
empujón al pelirrojo en el pecho.
—¡Que te den! Ya te he dicho otras veces que si quieres ir solo, te largues cuando
quieras. ¡A ver lo lejos que llegas con solo cinco o seis mil hombres! La primera
legión romana con la que te encuentres te machacará.
—¿Seguro? —Castus desenvainó la espada.
—Oh, ¿o sea que ahora quieres pelear conmigo? —espetó Gannicus, que se

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dispuso a sacar su arma.
—No, quiero hacerte picadillo.
Gannicus notó que montaba en cólera. Hizo un esfuerzo para controlarse. No le
daba miedo enfrentarse a Castus, pero era un sinsentido que acabaría con uno o los
dos heridos o muertos. Dejó deslizar de nuevo la espada en la vaina.
—Esto es una estupidez.
Castus se abalanzó sobre él.
—No tiene nada de estúpido cortarte la cabeza de listillo —exclamó, echando el
brazo derecho hacia atrás—. Dale recuerdos a Hades de mi parte.
—Sabes que no soy un cobarde, Castus. También sabes que soy igual de bueno
que tú con una espada. Antes de matarme, piensa en lo que estás haciendo.
¿Recuerdas nuestro plan de hacernos con el control de todo el ejército? ¿Ser como
Brennus, el jefe de la tribu de antaño?
Aquello sentó a Castus como si lo hubieran arrojado a un estanque de agua
helada. Recuperó cierta cordura en la mirada.
—¿Es eso lo que sigues queriendo? —continuó Gannicus.
—Por supuesto.
—Entonces guarda la dichosa arma. Hablemos de cómo poner en práctica nuestra
idea en vez de matarnos el uno al otro como un par de guerreros borrachos peleando
por una mujer.
Castus bajó el brazo y se inclinó hacia él.
—Podríamos empezar por retroceder y cortarle el cuello a esa zorra… y de paso
matar también al bebé.
—Lo haría sin pensármelo dos veces, pero nunca conseguiremos acercarnos lo
suficiente. ¿No has visto cómo nos vigilaban los escitas? Aunque lo consiguiéramos,
los hombres se volverían contra nosotros cuando se enteraran.
Castus se llevó una decepción.
—Es mejor hacer una cosa así de noche, supongo. En secreto.
—Vamos a centrarnos en una idea. —Gannicus miró a su alrededor—. Matar a
Espartaco. En cuanto esté fuera de circulación, resultará mucho más sencillo
conseguir el apoyo de los hombres. Y a Ariadne y al niño los podemos despachar
también entonces.
—También habrá que matar a Egbeo y a Pulcher.
—De acuerdo.
—¿Qué tenías en mente? ¿Una emboscada cuando regrese?
Gannicus le guiñó el ojo.
Castus le respondió con una sonrisa de depredador.
—¿Cómo lo encontrarás?
—Es un riesgo, lo sé, pero yo diría que él y Carbo tomarán la misma ruta que
siguieron para ir a Roma. Bajar por la Via Annia.
—Tienes razón. Lo único que necesitan es encontrar un buen punto desde el que

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espiar el camino a cierta distancia de aquí. Pueden hacerlo de noche. —Castus dejó
de sonreír—. No podemos enviar a galos, no sea que alguien los vea y nos acusen.
—Tengo a un grupo de mestizos en mente. Ya sabes quiénes son.
Castus asintió. En los grandes latifundios, era habitual que los esclavos de
distintos orígenes tuvieran hijos. Miles de los soldados del ejército de Espartaco eran
así. Aquellos hombres no sentían lealtad por una u otra raza, a diferencia de los galos,
tracios o germanos.
—Son esclavos agrícolas en su mayoría, ex pastores y tal. Responden ante mí, no
Espartaco, y todos y cada uno de ellos le cortaría el cuello a su madre por un bolsa
llena de monedas de plata.
Castus adoptó una expresión suspicaz.
—No vas a enviar solo a tus hombres. No para algo tan gordo.
—Manda también a unos cuantos de los tuyos —sugirió Gannicus, alzando las
manos—. Pero asegúrate de que son capaces de cumplir con su misión.
—Cojamos a cinco cada uno, es más que suficiente. Ni siquiera Espartaco es
capaz de matar a diez hombres.
—¡Pero no está solo, recuerda!
—No me digas que te preocupa esa rata de alcantarilla que es Carbo…
—¿Preocupar? No. Pero sabe luchar. —Gannicus se lamió el bigote—. De todos
modos con diez hombres debería bastar.
—Mejor que salgan esta noche. Por todos los dioses, ¡cómo me gustaría ir a mí!
—Castus miró a Gannicus de reojo—. Para asegurarme de hacer bien el trabajo.
—No.
—¿Por qué no? Espartaco no contará ninguna historia después. —Adoptó una
expresión lasciva—. Ni tampoco su pequeño catamita.
—Ese tracio tiene más vidas que un gato. Quizás escape. Imagínate que lo
consigue y que te ha visto. ¿Qué es lo primero que haría?
—Vale, ya sé por dónde vas. —A Castus se le agrió la expresión—. Perderíamos
toda posibilidad de unir al ejército bajo nuestro mando.
—Exacto. Pero si solo enviamos a hombres de confianza, que no sean galos, es
mucho más difícil atribuirnos el intento si la cosa sale mal. Y aunque esto no
funcione, ya se nos presentará otra oportunidad —dijo Gannicus—. Hasta los gatos
más astutos acaban agotando sus vidas, ¿no?

A la mañana siguiente, Carbo y Espartaco se levantaron temprano. El cocinero de


Varus sirvió al trío un desayuno copioso compuesto de pan, miel, frutos secos y
queso. El resto de los esclavos domésticos, una docena o más, se congregaron ante la
puerta y ventanas de la cocina para contemplar sobrecogidos a Espartaco. Él no dijo
nada porque le daban pena. Todos habían pedido marcharse con él y él había tenido
que negarse. Lo que necesitaba era esclavos agrícolas y pastores endurecidos,

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hombres acostumbrados a estar al aire libre y, a poder ser, que supieran cazar.
Entonces los esclavos frustrados habían querido volverse contra Varus y también
había tenido que prohibírselo.
—Lo único que conseguiréis será que os condenen a muerte —les advirtió. No
era raro que las autoridades ejecutaran a todos los esclavos de una casa cuyo amo
había sido asesinado. Así pues, por su propia seguridad y para asegurarse de que no
intentaba huir, Varus, junto con su mayordomo y portero, pasaron la noche
encerrados bajo llave en un despacho.
Espartaco había decidido confinar a los esclavos domésticos antes de marcharse.
Así, Varus no tendría motivos reales para castigarlos por no haber dado la voz de
alarma. Lo que todavía no había decidido era el mejor modo para salir de la ciudad.
Al amanecer, había enviado a Tulla a espiar las puertas más cercanas. Para alivio
evidente de Carbo y diversión de Espartaco —porque había considerado que la
chiquilla cumpliría con su palabra—, había vuelto enseguida. Informó de que en
todas las puertas había medidas de seguridad extremas. A muchos de los que querían
salir se les interrogaba. «No es de extrañar», pensó Espartaco.
—Deberíamos dividirnos —dijo mientras estaban sentados en el patio,
escuchando las quejas amortiguadas que salían del lugar donde Varus estaba recluido
—. Los guardas buscan a dos hombres, no a uno.
—¿Y si te cogen? —preguntó Carbo.
—Si me cogen, me cogen. Los dioses decidirán mi suerte. —Se encogió de
hombros con expresión de desagrado—. Por eso te doy el oro. Si me apresan, ve a
buscar al ejército. En cuanto el bebé sea lo bastante fuerte para viajar, te llevarás a
Ariadne, tal como hemos hablado. Los escitas te acompañarán.
Carbo tenía grabado en la memoria el amanecer anterior al enfrentamiento con
Léntulo, y lo que Espartaco le había pedido que hiciera. Asintió entristecido,
sintiendo todavía más la pérdida de sus padres.
—¿Y Navio? ¿Egbeo? ¿Pulcher? ¿El resto de los hombres?
—Pueden elegir su propio camino. Eso ya no dependerá de mí. Pero,
independientemente de lo que a mí me pase, mi familia estará a salvo.
—Por supuesto. Llegado el día, y rezo a los dioses para que no sea así, haré todo
lo que esté en mi mano para salvarlos.
Espartaco lo sujetó por el hombro.
—Sé que lo harás.
—¿Y si me apresan a mí? —Carbo formuló la pregunta para enfrentarse a sus
propios miedos. «Al menos mi dolor cesará».
—Tus compañeros y yo nunca te olvidaremos. Haremos ofrendas a los dioses y
celebraremos una fiesta en tu honor. En el plazo de dos meses enviaré a un hombre a
comprobar cómo va la tumba de tus padres. Si Varus no ha cumplido con su palabra,
perderá unos cuantos dedos y se le advertirá de que la próxima vez perderá las
manos. Así acelerará el proceso.

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A Carbo se le formó un nudo en la garganta.
—Gracias. —«No llegará a ese extremo», se dijo.
—Basta ya de conversaciones tristes —declaró Espartaco—. ¿Desde cuándo se
les da bien a los soldados darse cuenta de quién va disfrazado? Los dos pasaremos. Si
te arreglas una de las mejores togas de Varus podrás fingir que eres un joven noble.
—Muy bien. ¿Y tú qué harás?
—Optar por la vía más sencilla. —Espartaco puso los ojos en blanco y el labio
inferior flojo. Un hilillo de saliva le resbaló por la barbilla. Emitió un sonido que era
mitad animal angustiado y mitad hombre dolorido. Caminó por el patio arrastrando
los pies, encorvando la espalda y arrastrando una pierna. Mientras tanto no paró de
gimotear.
Carbo se quedó boquiabierto. Tulla estaba horrorizada.
De repente, Espartaco se irguió.
—¿Convencidos? —preguntó con una sonrisa.
Ambos asintieron con la cabeza.
—Bien. Pues decidido. —Miró a Tulla—. Yo diría que los momentos de máximo
tráfico son las primeras horas del día y la última hora antes del cierre de la puerta.
—Eso es.
—No tiene sentido esperar hasta el atardecer. Queremos alejarnos el máximo de
la ciudad hoy mismo. Nos vamos ahora —declaró Espartaco. Por dentro no estaba tan
seguro. Craso no escatimaría esfuerzos para encontrarle. El político sospecharía que,
si lo capturaban, la rebelión acabaría pronto. «Cuánta razón tendría». Castus y
Gannicus no eran generales. Navio era buen estratega, pero muchos desconfiaban de
él porque era romano. Egbeo y Pulcher eran valientes y capaces, pero carecían del
carisma necesario para mantener unidos a decenas de miles de hombres. «Tengo que
salir. Gran Jinete, protégeme. Dioniso, ayúdame a regresar junto a mi esposa, tu
sacerdotisa». Los rezos ayudaron. Espartaco notó que recuperaba su paz interior—.
Tulla, nos dejarás delante de la puerta. Te pagaré ahora. —Hizo ademán de coger el
monedero que le colgaba del cuello.
La chiquilla se quedó consternada.
—¿Ahora? ¡Pero os podría delatar!
—No creo que vayas a hacerlo, ¿verdad?
—No.
—Lo sabía. Eres una buena chica. —Había acertado al decidir no matarla, pensó
Espartaco.
A Tulla le temblaba la barbilla.
—No quiero que os marchéis.
—Pues claro que no, pero nos tenemos que ir —dijo Espartaco con amabilidad—.
Mi ejército me espera. —«Y mi mujer y mi hijo».
—¡Llévame contigo!
—No puedo.

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—¿Por qué? —gimió Tulla.
—No sabes luchar.
—¡Puedo ser exploradora! Limpiaré y sacaré brillo al equipamiento. Debo de
poder hacer algo…
—Tulla, tienes un corazón valeroso, pero eres demasiado pequeña. —Espartaco
se agachó hasta la altura de la chiquilla—. Sin embargo, sí que podrías hacer una cosa
por mí aquí.
—¿De verdad?
—Sí. Quiero que estés por la Curia, las basilicae y las mejores termas. Ya sabes,
los sitios donde suelen reunirse los senadores. Mantén los oídos abiertos y la boca
cerrada. A ver qué averiguas. Cualquier información sobre Craso o sus legiones
podría resultar de utilidad.
A Tulla le brillaban los ojos.
—¡Eso sí que puedo hacerlo!
—Confío en ti. —Espartaco le dio una palmada en el brazo—. Te mandaré
noticias a los Campos Elíseos, en los idus de cada mes. Puedes decirle al mensajero
todo lo que hayas oído.
—¡Así lo haré!
Carbo admiró la capacidad de Espartaco para hacer que la gente creyera en él. El
día antes había estado a punto de matar a la chiquilla. En ese momento comía de su
mano. Y no solo eso, además había devuelto el orgullo a Tulla. Tenía un objetivo. Al
igual que él, al prometer proteger a Ariadne. Sumido como estaba en un gran pesar,
aquello le daba fuerza.
Espartaco dedicó a los dos un asentimiento alentador.
—Pongámonos en marcha.

Carbo tenía los nervios a flor de piel para cuando llegaron a treinta pasos de la
puerta. El tracio había optado por ir por delante de Carbo. Habían acordado reunirse a
un kilómetro y medio de la ciudad, junto a una tumba que los dos recordaban. Carbo
y Tulla, que seguía con ellos, habían observado con el alma en vilo como Espartaco
se ponía a la cola que abarrotaba la calle que conducía a la puerta. Habían desplegado
una amplia sonrisa al oír las fuertes exclamaciones de desagrado y la forma en que la
gente se apartaba de él el máximo posible. La idea que se le había ocurrido a
Espartaco de vaciarse un balde de orines encima había resultado de lo más acertada.
Los guardas, reforzados por diez legionarios de expresión dura, habían empezado a
quejarse en cuanto notaron su olor acre. Cuando Espartaco había pasado arrastrando
los pies delante de ellos, babeando, gimiendo y lleno de pis, lo habían echado
rápidamente de la ciudad con el extremo de los pila.
Qué fácil había sido, pensó Carbo con envidia. «Gran Júpiter, que sea igual de
fácil para mí». Sus ruegos no consiguieron sosegarle ni animarle a avanzar con

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determinación. De todos modos, no podía entretenerse demasiado por allí sin
empezar a llamar la atención. Los jóvenes ricos no merodeaban por las esquinas de
las calles. Ya había recibido algunas miradas de extrañeza.
Desde que el tracio había salido, Carbo había visto a un hombre —un extranjero,
griego o dacio tal vez— al que acusaron de ser Espartaco. Reivindicando su
inocencia en un mal latín, el hombre había sido inmovilizado en el suelo con una
buena tunda, atado como una gallina para el puchero, y arrastrado para que lo
interrogaran. Después de eso, Carbo esperaba que los guardas aflojaran un poco la
vigilancia, pero no fue así. Continuaron interrogando de forma agresiva a todos los
hombres en edad de luchar, aparte de pinchar con los pila todas las carretas cargadas
de mercancía.
«Por todos los dioses, enfrentarse a la muerte en el campo de batalla es más fácil
que esto».
—¡Buena suerte! —siseó Tulla desde la pared en la que estaba apoyada, a unos
doce pasos de distancia.
Carbo le dedicó un asentimiento seco y fue a ponerse en la fila. Se obligó a
respirar hondo por la nariz, contando los latidos mientras exhalaba. Tras hacerlo
varias veces se sintió más tranquilo. Detrás de él paró un carro tirado por dos bueyes.
Carbo se giró a medias. Uno de los animales lo olisqueó y luego intentó lamerle el
brazo. Normalmente le gustaba que el ganado le hiciera aquello, pero en aquel
momento retrocedió para evitar la larga lengua y lanzó una mirada emponzoñada al
carretero. El hombre lo miró con expresión desafiante.
—Es lo que hacen los bueyes, ¿no? No te hará daño. Lo saben quienes están en
contacto con el ganado. ¡Menudos tontos de ciudad!
Carbo inspiró con altanería y le dio la espalda.
El hombre que tenía delante avanzó unos cuantos pasos arrastrando los pies y él
hizo lo mismo.
Y eso fue repitiéndose durante lo que pareció una eternidad.
A medida que se acercaba, Carbo aguzaba el oído para captar lo que decían los
soldados. La mayoría de las conversaciones eran cortas.
—¿Nombre?
—Julius Clodianus.
—¿Oficio?
—Cantero.
—¿Adónde vas?
—A una tumba nueva a unos tres kilómetros.
Se oyó una risotada.
—No será la tuya, supongo.
—No —respondió el picapedrero con acritud—. Es la de un abogado rico. Ha
pedido ampliar el mausoleo familiar antes de su funeral. Enladrillado nuevo, suelo de
mármol, estatuas griegas caras; de lo mejor, lo quería todo. Hace una semana que

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doce hombres trabajamos en él sin parar.
—Intenta llevárselo todo con él, ¿eh? ¡No servirá de nada! —El soldado meneó la
cabeza—. Adelante.
El siguiente hombre era un marinero de permiso en tierra que iba a visitar a unos
parientes que vivían en el campo. Lo dejaron salir con los mejores deseos. La mujer
que le seguía era una pueblerina que había ido a Roma a pedir ayuda a Minerva en el
templo de la colina Capitolina. Invocó las bendiciones de la diosa para los guardas
cuando la dejaron pasar. Entonces solo quedaban dos personas más delante de Carbo.
Tenía la nuca perlada de sudor. Le escocía la piel. Habían recortado la toga de Varus,
pero la lana era pesada y demasiado calurosa para esa época del año. Avanzó
arrastrando los pies mientras un aluvión de preguntas y respuestas a gritos se fundían
en una.
—¡Siguiente!
Carbo parpadeó. El hombre que le precedía ya caminaba bajo el arco de la puerta.
—Vamos, joven. No tenemos todo el día.
Un segundo soldado lanzó una mirada lasciva.
—¿Pensando en tu puta favorita?
La ira de Carbo le hizo sonrojarse todavía más y los legionarios, pensando que
estaba azorado, soltaron una carcajada.
—El chico debe de haber hecho justo eso —dijo el primer hombre. Volvió a
girarse hacia Carbo—. ¿Nombre?
—Paullus Carbo —dijo orgulloso. Se había planteado mentir, pero no tenía
necesidad.
El soldado captó su acento regional.
—No eres de Roma, ¿verdad?
—No. Soy de Capua.
—¿Has estado aquí por negocios o placer? —Hizo un guiño a sus compañeros.
Carbo frunció el ceño.
—Negocios. —«Si vosotros supierais…»—. Para mi padre.
—¿Regresas a Capua?
—Sí.
—¿A pie? Los de tu clase suelen ir a caballo o viajar en una litera.
Por suerte, Carbo ya había pensado qué responder a esta pregunta. Bajó la mirada.
—Me he quedado sin caballo.
—Te lo robaron en la cuadra de la posada, ¿no?
—No, lo aposté.
—¡Por las tetas de Fortuna! ¿Y lo perdiste?
Más risotadas divertidas.
—Eso es.
—¿Y ahora tienes que volver a Capua a pie?
Carbo asintió y adoptó una expresión tan enrabietada como cuando era pequeño.

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El legionario hizo una mueca.
—Ciento cincuenta kilómetros son mucho para ir andando.
—¡Y bien que lo sabemos! —añadió su compañero, riéndose a gusto—. Nosotros
tenemos que recorrerlos cargando con la mitad de nuestro peso en equipo.
—¿Puedo marcharme? —preguntó Carbo con resentimiento.
—¿Eh? Sí, puedes marcharte —respondió el soldado—. Que tengas un viaje sin
sobresaltos. Hay un montón de latrones entre aquí y Capua.
—Si tienes muy mala suerte, incluso puedes encontrarte a Espartaco —dijo el
segundo hombre—. Eso si resulta que…
—¡Cierra el pico! —vociferó el primer legionario.
Su compañero se giró con el ceño fruncido.
—Adelante —ordenó el legionario.
Carbo dio las gracias con un murmullo y procedió a salir por la puerta. Las
palabras del soldado le habían hecho recordar la agresión a Craso. Caepio había
gritado algo. ¿Qué había dicho? «¡Son ellos!». A Carbo le frustraba no recordar las
palabras exactas. Entonces le embargó otra aprensión. Cuando la patrulla había
llegado a los Campos Elíseos, un hombre había salido de la taberna y asentido hacia
el oficial al mando. ¿Había sido algo más que una conversación ocasional? Carbo no
estaba seguro. Pero cuando relacionó los dos momentos con el comentario del
soldado en la puerta, sintió una gran desconfianza. ¿Acaso era posible que Craso
supiera que Espartaco estaba en Roma? Aceleró el paso. Tenía que contárselo a
Espartaco de inmediato.
Había un espía entre ellos.

Carbo no tardó demasiado en llegar a la tumba. Encontró a Espartaco sentado a la


sombra de un ciprés que había al lado.
Espartaco lo saludó alzando la mano.
—Pareces acalorado.
—La dichosa toga —dijo Carbo, secándose la frente con el dorso de la mano—.
No es la mejor época del año para llevarla.
—Pero te ha permitido salir de Roma y al menos no has necesitado llenarte de
orines.
Carbo sonrió de oreja a oreja.
—Cierto.
—¿Tulla seguía allí cuando te marchaste?
—Sí.
—Tuviste buen ojo con ella. —Dio una palmada a Carbo en el brazo.
Tragó saliva al recordar la amenaza tácita de su líder de matarlo si Tulla acababa
delatándolos.
—Gracias.

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Espartaco se puso en pie.
—Empecemos a caminar. Recuerdo un pozo no muy lejos de aquí, podemos
lavarnos allí.
—Antes tengo que decirte una cosa.
Espartaco entrecerró los ojos.
—¿De qué se trata? Cuéntamelo mientras caminamos.
Rápidamente Carbo le hizo partícipe de sus sospechas. Cuando hubo terminado,
Espartaco guardó silencio durante un buen rato. Carbo lo observaba nervioso,
preguntándose si el tracio lo tomaba por loco.
—Interesante —dijo Espartaco.
Carbo se sintió aliviado. Espartaco le creía.
—Debieron de seguirnos al salir del campamento. Lo sabía tan poca gente que no
habría habido tiempo de informar a Roma antes de que nos marcháramos.
A Carbo se le secó la boca al pensar en una nueva posibilidad.
—¿Crees que podrían haber sido Castus o Gannicus?
Espartaco frunció el ceño.
—Es imposible que Gannicus nos traicionara de ese modo. Lo dudo incluso de
Castus. Me odia y no lloraría si me mataran, pero odia Roma tanto como yo.
—Entonces, ¿quién?
—Podría ser cualquiera, Carbo. En un ejército de sesenta mil hombres no todos
están contentos. Eso sin contar a las mujeres y a quienes se han enganchado a
nosotros como parásitos.
—Sí, pero ¿traicionarte?
Espartaco le dio un golpe amistoso.
—No todos son tan leales como tú.
—Pues deberían serlo —masculló Carbo, sonrojándose—. Tenemos que
averiguar quién es.
—Eso sería como intentar encontrar una aguja en un pajar. —Espartaco se
encogió de hombros—. Atheas y Taxacis me protegerán. Igual que tú. —«No es más
que otro enemigo que añadir a los que ya tengo». Pero durante unos días no tenía que
preocuparse de que le mataran. El viaje hacia el sur debería ser fácil; mejor que le
sacaran el máximo provecho—. ¿Dónde está ese pozo? No puedo aparecer en el
campamento apestando a pis. Nadie me tomaría en serio.
Carbo relajó la tensión y soltó una risita.
—Entre los nervios que he pasado para cruzar la puerta y esta dichosa toga, he
sudado la mitad del puto Tíber.
Espartaco se inclinó e inhaló con un gesto exagerado.
—No, yo no huelo nada aparte de pis.
—Apestas —dijo Carbo, carcajeándose. Nunca había visto a Espartaco en actitud
tan desenfadada.
—Pues cuanto antes lleguemos, mejor, ¿no?

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Carbo caminó a grandes zancadas con energía renovada. Aparte del deseo de ver
la tumba de sus padres algún día, no tenía motivos para regresar a la capital, ni a
Capua, donde se había criado. Estaba con Espartaco. Carbo siempre había sido leal al
tracio, pero el hecho de enterarse de la muerte de sus padres había estrechado todavía
más ese vínculo. También le había hecho reconocer la importancia de sus
compañeros. Hombres como Navio y Atheas, e incluso Arnax y Publipor, eran ahora
su familia. Aquella constatación le hacía sobrellevar mejor el dolor.

Craso se giró en el semicírculo de hombres que lo rodeaban alertado por su


mayordomo.
—¡Ah, Caepio! ¡Bienvenido! —dijo cordialmente. Indicó con un gesto al
centurión veterano que estaba en el umbral del tablinum, a la espera de ser llamado,
para que entrara.
Caepio entró orgulloso. El sol que se filtraba por el orificio cuadrado del centro
del techo destellaba en las phalerae de su pecho. Se paró ante Craso e hizo el saludo.
—He venido en cuanto he recibido su mensaje, señor.
—Bien. ¿Todo conforme desde ayer?
—Sí, gracias, señor. Como ya sabe, no resulté herido. Lo único que siento es no
haber podido matar a Espartaco.
—Hiciste un buen trabajo parándole los pies a su cómplice. Si hubieran sido dos,
la cosa podía haber acabado de un modo muy distinto. ¡Al menos para mí!
—Menos mal que no resultó herido, señor, pero estaría más contento si le hubiera
clavado una espada en el vientre.
Craso frunció los labios.
—¿Veis el coraje de este hombre? Es la personificación de la virtus romana. Esto
es a lo que deberían aspirar todos los soldados. —Se oyó un murmullo educado de
asentimiento—. Caepio, te presento a algunos de los legados que dirigirán mis
legiones. Este es Cneo Tremelio Escrofa. —Un hombre alto y delgado inclinó la
cabeza para responder al saludo de Caepio—. Lucio Mumio Acaico. —Un oficial
bajo y robusto con expresión altanera recibió el saludo de Caepio—. Quinto Marcio
Rufo. —El hombre bajito con el pelo negro de punta esbozó una sonrisa—. Cayo
Pomptino. —No había duda de que ese era soldado de caballería, pensó Caepio.
Tenía las piernas más arqueadas que un simio—. Lucio Quincio. —Era mayor que el
resto y fue el único que hizo una media reverencia ante el centurión. «De origen
plebeyo, como yo», decidió Caepio—. Y por último pero no por ello menos
importante: Cayo Julio César, uno de mis tribunos —presentó Craso.
—Es un honor conocerle, señor. —Caepio saludó por sexta vez. Al igual que todo
el mundo, había oído la historia de la captura y encarcelamiento de César en
Pharmacussa. Ese hombre sí que tenía agallas—. ¿Preparado para crucificar a unos
cuantos esclavos como hizo con esos piratas, señor?

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—Más que listo, centurión.
A Craso la sonrisa de Caepio le recordó a un lobo que había visto acorralado en la
arena. Su decisión de reclutar al veterano había sido acertada. A veces se preguntaba
si gozaba de la plena aprobación de Caepio, pues al fin y al cabo él no era soldado de
carrera, pero no le importaba demasiado. Caepio había visto las ganas que Craso tenía
de machacar a Espartaco, lo cual, tras su experiencia en el munus, era exactamente lo
que él quería hacer.
—Ahora que hemos acabado con las presentaciones, pongámonos manos a la
obra. Os he convocado aquí para un consejo de guerra. Sé que no esperabais hacer
más que agrupar a vuestras unidades a lo largo de los próximos dos meses, pero los
acontecimientos de ayer lo han cambiado todo. No se puede permitir que Espartaco
me ataque, ataque a Roma, con tal impunidad. ¡Debemos responder con prontitud!
Caepio gruñó para mostrar su aprobación.
—¡Pillarlos desprevenidos, eso es lo que queremos hacer!
—¿Qué sugiere, señor? —preguntó Escrofa—. ¿Aumentar la cantidad de tropas
en las puertas?
—No —repuso Craso como si hablara con un niño—. Era muy poco probable que
pilláramos a Espartaco cuando salió de la ciudad. Podemos dar por supuesto sin
temor a equivocarnos que el hijo de puta ha ahuecado el ala. —Dedicó una mirada
dura a Mumio.
—Mis soldados interrogaron a todo aquel que les pareció sospechoso, señor.
Detuvieron a más de cien hombres.
Craso lanzó una mirada a Caepio, que negó con la cabeza.
—Ninguno de los cuales resultó ser Espartaco.
—No, señor, pero…
—Cállate, Mumio. ¡Fallaste! Si hubieras actuado con mayor celeridad, quizás
ahora estuviésemos interrogando a Espartaco, en vez de planificar nuestra campaña
contra él. —Craso sabía que estaba siendo duro con Mumio, pero tenía que dejar
claro quién mandaba ahí. Él y los demás tenían que recibir un mensaje inequívoco
desde un buen comienzo. Mumio guardó silencio con expresión enfurecida—. Como
sabéis, tenía intención de pasar el otoño y el invierno engrosando las filas de nuestro
ejército y armando e instruyendo a los hombres. Ahora quiero adelantar nuestros
planes. De forma significativa.
—La cantidad de voluntarios ha sido excepcional, señor —convino Quincio—. Y
los talleres también fabrican equipamiento a un ritmo muy bueno.
—Es lo mínimo, joder. ¡Pago el doble del precio de mercado por cada artículo a
todos los herreros en ciento cincuenta kilómetros a la redonda! —Craso alzó una
mano para acallar las risas que produjo su comentario—. Mi intención es que el
ejército esté preparado para marchar en el plazo de un mes.
—¿Un mes? —repitió Quincio.
—Pero los hombres no estarán listos, señor —advirtió Escrofa—. La instrucción

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básica dura por lo menos ocho semanas.
—Lo sé —repuso Craso con acritud—. El terreno situado al sur de Roma es llano.
Los reclutas pueden entrenar cada día cuando acabemos de marchar. —Haciendo
caso omiso de la sorpresa de sus oficiales, Craso continuó—: Hasta ahora, Roma ha
sido humillada por Espartaco. ¡Eso se ha acabado! Sin duda los esclavos esperan
tener unos meses fáciles por delante mientras preparamos nuestras fuerzas. Pues de
eso nada. Vamos a darles guerra enseguida. ¿Verdad que sí, Caepio?
—Por supuesto que sí, señor.
—Sé que miles de veteranos han oído vuestra llamada y se han alistado, señor, y
que contamos con lo que quedó de las legiones de los cónsules, unos catorce mil
hombres, pero más de la mitad del ejército está formado por reclutas —dijo Escrofa
—. ¿No sería más sensato esperar a que acaben la instrucción para atacar a
Espartaco?
—¿Quién manda aquí? —bramó Craso—. Yo soy quien toma las putas
decisiones, no tú. ¡Ni ninguno de vosotros! ¿Queda claro?
—Sí, señor —masculló Escrofa.
—Nos movemos dentro de cuatro semanas. Se tarda más de un mes en llegar a
Thurii. Eso suman ocho semanas en total. Con veteranos como Caepio a vuestro lado,
yo diría que es tiempo suficiente para instruir a los hombres.
—Es tiempo suficiente para que mis soldados estén preparados, señor —declaró
Mumio con avidez.
—¡Eso me parece a mí! Teniendo en cuenta que tú y Rufo dirigís sendas legiones
que antes fueron lideradas por uno de los cónsules, contáis con el menor número de
reclutas novatos.
Mumio se sonrojó. Rufo también estaba azorado.
—Mis tropas estarán preparadas, Júpiter mediante —dijo Escrofa.
Los demás oficiales se aprestaron a mostrar su acuerdo.
Craso observó sus rostros. Su determinación parecía verdadera. Era un buen
punto de partida.
—Muy bien.
—¿Cuál es el plan cuando encontremos a Espartaco, señor? —preguntó Escrofa.
—Es muy sencillo. Lo acorralamos como a un jabalí en una cacería. Preparamos a
nuestras legiones. Debilitamos a sus hombres con catapultas. Avanzamos y nos los
cargamos a todos. Y ya está. —Recorrió con mirada desafiante a todos los hombres.
Escrofa, a quien ya había identificado como uno de los más valientes, fue el primero
en hablar.
—¿De verdad cree que será tan sencillo, señor?
—Sí, Escrofa, así lo creo. Ha llegado el momento de librar Italia de Espartaco y
su chusma. ¿Qué mejor modo de hacerlo que con un enfrentamiento cara a cara? Ese
siempre ha sido el método de las magníficas legiones de Roma. —Lanzó una mirada
a Caepio, que mostró su aprobación con un gruñido.

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—Pero los hombres que ya se han enfrentado a Espartaco, señor, han… —Mumio
vaciló.
—Todos sabemos que huyeron —dijo Craso con voz melosa—. Y si vuelve a
ocurrir, recibirán un castigo tan severo que a ninguno de ellos se le volverá a ocurrir
salir corriendo.
En la pausa que se produjo a continuación, los únicos sonidos eran las voces de
los esclavos que cuidaban de las plantas del patio central.
Craso les clavó la mirada uno por uno.
—Estoy hablando de diezmar.
Quincio abrió la boca y la cerró como un pez fuera del agua.
—Diezmar, caballeros. ¿Lo entendéis?
—Sí, señor —fue la respuesta unánime y sorprendida.
—Hace generaciones que no se emplea esa práctica, señor —se atrevió a decir
Escrofa.
—Motivo de más para recuperarla —declaró Craso—. ¿Alguien más? —Aparte
de Caepio y César nadie más se atrevió a mirarlo—. Excelente. —A Craso le pareció
fantástico que sus oficiales estuvieran tan horrorizados. Se sentía arder de ira al
recordar lo poco que le había faltado a Espartaco para matarlo—. Todo lo que he
dicho iba en serio. Haré lo que haga falta para derrotar a ese tracio hijo de puta. Lo
que haga falta.
«Te juro, gran Júpiter, que no descansaré hasta que él o yo estemos muertos».

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11
Cuando llegó el momento de buscar un lugar para pernoctar, la pareja no estaba
cerca de ningún pueblo ni de posada alguna. Carbo se alegró. Hacía una semana que
habían abandonado Roma, pero todavía apretaba el calor y era agradable dormir a la
intemperie. Habían dejado atrás las fértiles planicies de Campania, con su denso
entramado de granjas y haciendas, para adentrarse en la región montañosa de
Lucania, donde la solitud de sus parajes les permitía hablar con libertad sin miedo a
que les oyeran. Iban bien pertrechados con provisiones, vino y mantas, y llevaban las
monturas que habían adquirido cuatro días atrás, de modo que podían adentrarse en
los lugares más recónditos sin problemas.
Muy a su pesar, Carbo estaba obligado a vestir la toga de Varus cada día. Según
Espartaco, la prenda le brindaba un porte adinerado, lo cual justificaría, en el
supuesto de que alguien preguntara, por qué su «esclavo» iba a caballo en lugar de
caminar. Carbo se abrasaba durante el día dentro de la gruesa prenda de lana y por
ello prefería acampar al aire libre. En cuanto caía la noche, el joven se desprendía de
la toga para saltar al arroyo más cercano bajo la divertida mirada de Espartaco y
lavarse el sudor acumulado durante la jornada. Incómodo, Carbo movió los hombros
y pensó en el chapuzón que se daría después y en la tranquila velada que pasarían
mientras cenaban pan y queso y bebían vino al calor de la hoguera.
En esos momentos intentaba olvidar la pena que le producía la muerte de sus
padres. Seguía convencido de que su decisión de marcharse al ludus para ganar
dinero había sido la más acertada, pero le carcomía la culpabilidad. El sentimiento de
culpa por no haber permanecido junto a sus padres e ido a Roma con ellos. La
culpabilidad de no haberles enviado dinero durante los meses siguientes. La
culpabilidad de no haber perseverado en su intento de ponerse en contacto con ellos.
En el fondo sabía que hubiera sido en vano, pero ello no aliviaba su dolor. Para
sobrellevar mejor su pena, alimentaba su odio por Craso como la leña las llamas de
una hoguera. Si no fuera por él, sus padres seguirían con vida. «Que los dioses me
concedan la oportunidad de matar a Craso antes de morir», rogó en silencio.
Carbo esperaba que esa noche Espartaco le contara más historias sobre su vida en
Tracia. Durante los días anteriores su líder se había sincerado de forma inusitada y
había compartido con él relatos de su juventud. Carbo ya sabía los nombres del padre,
la madre y el hermano de Espartaco, así como los de sus amigos de infancia, y no
había perdido ripio de sus historias sobre la caza de jabalíes y lobos, la manera en que
solía robar caballos y ovejas de las tribus vecinas ni las espectaculares leyendas del
Gran Jinete, el dios que veneraban casi todos los guerreros tracios. Carbo no sabía
que la principal motivación de Espartaco al contarle todas estas historias era que
dejara de pensar en sus padres durante un instante, puesto que era muy consciente de
la enorme congoja del joven.
En sus relatos Espartaco evitó hacer mención alguna, o apenas de pasada, a la

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guerra que su tribu había librado contra Roma y a la temporada que pasó en las
legiones, lo cual era perfecto para Carbo, que no necesitaba que nadie le recordara la
cruda realidad a la que se enfrentaba. Ambos hombres estaban disfrutando del
paréntesis libre de preocupaciones que les brindaba ese viaje.
Mientras cabalgaba detrás de Carbo, Espartaco se preguntaba si Ariadne ya habría
dado a luz y lanzó una plegaria silenciosa a los dioses por que el parto fuera fácil. De
lo contrario, tanto la madre como el niño podían perder la vida. Eso era algo que
sucedía a menudo. El mero hecho de pensarlo le hizo desear haber resuelto sus
diferencias con Ariadne antes de partir. Espartaco se dijo a sí mismo que eso sería lo
primero que haría en cuanto regresara. No tenía ningún sentido alargar tanto una
desavenencia, sobre todo cuando el peligro —y la muerte— acechaban en cada
esquina.
No obstante, como nada podía hacer mientras estuviera de viaje, Espartaco trató
de disfrutar del estival canto de las cigarras, que se apostaban en los robles y castaños
del camino, acompañado por el rítmico golpeteo de las herraduras sobre los
adoquines mientras le calentaban los últimos rayos del sol antes de ocultarse tras las
montañas del oeste. Salvo por la calzada adoquinada, tenía la sensación de estar
cabalgando en su Tracia natal, en aquella época remota y demasiado breve de su
juventud en la que vivía sin preocupaciones.
Espartaco notó una presencia a sus espaldas y volvió la cabeza. Avistó una
pequeña figura que avanzaba entre la calima seguida de tres jinetes más.
—Tenemos compañía —comentó—. Cuatro hombres a caballo.
Al oír sus palabras Carbo regresó al presente y se volvió hacia atrás.
—¿Mensajeros?
—Seguramente un mensajero con escolta —respondió Espartaco.
—Debe de ser un mensaje importante para que vaya acompañado, los mensajeros
suelen ir solos. ¿Adónde crees que se dirigen? Ya hemos dejado atrás Pompeii y
Paestum.
—Quizá sea un mensaje de Craso para Thurii. Tendrá la esperanza de que su
misiva alcance la ciudad antes que nuestro ejército.
Carbo hizo el cálculo.
—Son dos contra uno. No está mal, ¿no?
—Olvídalo. Seguro que van armados con espadas. Sea cual sea el mensaje, no
merece la pena arriesgar la vida por él.
Carbo se volvió de nuevo al frente. Espartaco tenía razón.
Continuaron cabalgando sin dejar de mirar atrás y, cuando tuvieron a los hombres
cerca, se detuvieron bajo la sombra de unos árboles del camino. El primero pasó al
galope seguido a corta distancia de sus tres compañeros.
Si les quedaba alguna duda sobre su misión, se disipó al instante cuando vieron
que el mensajero lucía el tradicional uniforme militar: cota de malla sobre una túnica
acolchada y casco de bronce con penacho. Llevaba una cartera de cuero cruzada

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sobre el pecho que le rebotaba contra la cadera derecha mientras una larga espada de
caballería le colgaba del hombro izquierdo. La montura era de calidad y lucía las
siglas «SPQR» en el cuello.
Quizá valiera la pena descubrir el contenido del mensaje, pensó de pronto
Espartaco envalentonado.
«No, ya me he enfrentado a suficientes peligros últimamente», se refrenó.
El primer jinete pasó de largo sin aminorar la marcha tras mirarlos con altanería.
—¡Buen viaje, amigo! —gritó Carbo.
El hombre emitió un gruñido por respuesta antes de desaparecer de su vista.
Carbo se volvió hacia el trío de la retaguardia y notó que se le aceleraba el pulso.
Si cabía esperar algún peligro, sería de esos tres, que tenían un poco menos de prisa
que el mensajero que iba en cabeza, pero cuando los dos primeros pasaron al galope
sin mirarlos siquiera, empezó a relajarse. Carbo apenas vio la pequeña piedra que
propulsaron las patas traseras del primer caballo, que salió volando como disparada
por una honda hasta golpear la mejilla del último jinete, que gimió de dolor ante el
impacto y no cayó de la silla de milagro. El hombre tiró de las riendas de su montura
con fuerza y se detuvo en seco ante Espartaco y Carbo. Profiriendo una maldición, se
palpó con el dedo el profundo corte de la mejilla, que sangraba con profusión.
—¿Estás bien? —inquirió Carbo.
—¿Eh? —El jinete no parecía haber deparado en su presencia hasta ese instante
—. Sí, sí, pero es una herida profunda —respondió mientras se tapaba el corte con un
retal que llevaba anudado a la espada.
—Un hombre como tú debe de estar acostumbrado a cosas mucho peores —
comentó Carbo adoptando un tono de admiración.
—Desde luego. Esto no me impedirá llegar a Messana.
Espartaco aguzó el oído. «Messana está en Sicilia».
El mensajero los observó con detenimiento.
—No es seguro viajar acompañado solo por un esclavo, joven señor. ¿No ha oído
hablar de Espartaco y sus secuaces? Tienen controlada buena parte del sur de Italia.
Si se cruza con ellos, será lo último que haga.
—Soy muy consciente de ello, pero a mi familia le quedan pocos esclavos —
contestó Carbo soltando un suspiro—. Hace un mes atacaron nuestra finca y casi
todos los esclavos huyeron con Espartaco. La milicia local tiene demasiado miedo y
es incapaz de hacer nada. Mi padre me envió a Roma para solicitar ayuda al Senado.
Estuve allí la semana pasada y escuché el discurso de Craso. ¡Fue magnífico! Nuestro
suplicio se acabará pronto. ¡Craso tiene previsto enviar a diez legiones contra
Espartaco!
—Así es —convino el jinete sonriente—. Cuando marchen hacia el sur, el suelo
temblará bajo sus pies y sus esclavos se cagarán de miedo.
Se oyó un grito en la carretera y el jinete se despidió de Carbo con un guiño de
complicidad.

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—Será mejor que me vaya. Que tenga una vuelta segura a casa. Dígale a su padre
que no se amilane y que rece a Júpiter.
Espartaco notó que le temblaba la mejilla, pero el mensajero no se dio cuenta.
—¿Cuándo iniciará Craso la ofensiva? —preguntó Carbo.
—Solo él lo sabe, ¡pero seguro que antes de lo que imaginamos! Esos esclavos
cabrones se llevarán el mayor susto de su vida cuando vean a las legiones marchando
por esta carretera. —Se rio con malicia—. ¡Adiós! —se despidió.
—¡Que la diosa Fortuna te maldiga! —masculló Carbo entre dientes, y miró a
Espartaco, que tenía el semblante muy serio—. ¿Cuándo crees que Craso se pondrá
en marcha?
—¿Quién sabe? De todos modos, no creo que sea antes de tres meses. Ahora está
reclutando a las legiones y debe entrenarlas antes de enfrentarse a nosotros. Por lo
menos ahora estamos sobre aviso y tenemos tiempo de trazar un plan. ¿Qué habría
pasado si nos llegan a decir que Craso se encuentra a una veintena o treintena de
kilómetros de Thurii?
A Carbo no le apetecía demasiado pensar en ello.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Hacer? Esperar a que esos cabrones se hayan largado y volver al campamento,
esté donde esté.
—Quería decir, ¿qué haremos cuando llegue Craso? —Carbo había evitado
plantear esa pregunta antes.
Espartaco sonrió de oreja a oreja.
—¿Qué vamos a hacer? ¡Luchar! —«Lucharemos hasta el final, sea cual sea el
final que nos espere. ¡Hasta la victoria o la muerte!»—. No pienses que se me han
agotado las artimañas —añadió—. Me quedan muchas más.
Carbo asintió. Hizo acopio de valor y juró en silencio que, si llegaba el momento
o, mejor dicho, cuando llegara el momento, presentaría batalla junto al resto, junto a
Espartaco. Hasta el final. Aunque ello significara su propia muerte. Lo único que le
importaba era luchar hombro con hombro con la gente a la que quería. Eso, y matar a
Craso. Miró a Espartaco, que había empezado a silbar una melodía cualquiera. «Por
todos los dioses, ¿no hay nada que asuste a este hombre?». Carbo se sintió más
orgulloso que nunca de seguir al tracio.

Cuando el sol se puso ya se encontraban sentados al calor de una pequeña


hoguera con mantas sobre los hombros y el pellejo de vino en la mano. Los caballos,
atados a unos árboles cercanos, los observaban con atención, felices después de haber
comido y bebido. Tal y como tenían por costumbre, habían acampado junto a un
arroyo fuera de la vista de la Via Annia. Habían ascendido más de medio kilómetro
por el bosque hasta llegar a una hondonada con una enorme haya tumbada y
decidieron que sería una buena opción usar el árbol caído a modo de barrera entre

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ellos y la carretera. Aunque no hubiera indicios de que les siguiera nadie, preferían
actuar con precaución.
—El mensajero dijo que iba a Messana —comentó Espartaco.
—Sí, está en Sicilia, pero ¿qué relación guarda eso con nosotros?
—¿Sabías que durante el último siglo Sicilia ha vivido dos rebeliones de
esclavos?
—Solo sé lo que me explicaba mi padre de pequeño.
—Intenta recordar todo lo que te dijo.
La curiosidad de Carbo aumentó por segundos.
—Hará unos sesenta años que estalló la primera rebelión cerca de la ciudad de
Enna. Fue liderada por un esclavo llamado Eunus, un sirio del que decían que podía
prever el futuro mediante los mensajes que le enviaban los dioses. —Espartaco pensó
en Ariadne y esbozó una media sonrisa—. Todo empezó cuando varios esclavos
maltratados por sus amos acudieron a Eunus. Animados por sus profecías, varios
centenares de esclavos decidieron atacar a la población de Enna. Los aniquilaron a
todos, incluidos los bebés y los animales domésticos.
Carbo recordó con repugnancia el asalto a Forum Annii y el dramático final de
Chloris, aunque Espartaco impidió que la violencia fuera tan terrible como en Enna.
Era de agradecer, supuso amargamente.
—Continúa.
—Al oír la noticia, muchos esclavos se unieron a Eunus, que pronto contó con
más de diez mil hombres bajo su mando y se autoproclamó rey. Durante las semanas
siguientes se enfrentaron varias veces a las fuerzas romanas locales, a las que
vencieron por mera superioridad de número. Al poco tiempo se produjo un nuevo
levantamiento en otro punto de la isla liderado por un cilicio llamado Kleon, que, en
lugar de luchar contra Eunus como esperaban los romanos, se unió a él. Durante los
tres años siguientes, los esclavos vencieron a los romanos en numerosas ocasiones.
Al final, el Senado envió a Sicilia al cónsul Publio Rupilio para que aplastara la
rebelión.
—Me pregunto si tardaron tanto en reaccionar porque Sicilia se encuentra muy
lejos de Roma —musitó Espartaco.
—Eso dicen.
—¿Y la segunda rebelión?
—Fue muy parecida a la primera. También empezó por unos esclavos maltratados
y un líder carismático que afirmaba poder comunicarse con los dioses que acabaron
aniquilando a la población local.
—¿Cuánto duró?
—Cuatro años, hasta que el Senado mandó a un general veterano para ponerle fin.
—¿Los líderes de las rebeliones eran soldados con experiencia?
—Que yo sepa no.
A Espartaco le dio un vuelco el corazón. «¡Me imagino lo que hubiera podido

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hacer yo en su lugar!».
—¿Por qué Sicilia?
—Según mi padre, por la enorme densidad de granjas y el ingente número de
esclavos agrícolas.
—Que podrían ser miles de nuevos reclutas para nosotros, ¿no?
—Hay dos legiones destacadas en Sicilia.
—¿Dos legiones suponen un problema para nosotros?
—Supongo que no, pero ¿cómo lograríamos cruzar el estrecho?
—Fácil. ¿Acaso no se cultivan en Sicilia casi todos los cereales que se consumen
en Italia? Los barcos que transportan el grano son inmensos. Yo los he visto. Solo
necesitamos a un millar de hombres en el principal puerto de mercancías para
hacernos con el máximo número de barcos posible y regresar al continente. Nuestro
mayor problema será la armada romana.
—No creo que suponga un gran problema. Desde la última guerra con Cartago, la
armada se halla en franco declive. Los piratas cilicios y cretenses dominan el
Mediterráneo y a menudo atacan a los barcos en la costa sur.
—¿Es eso cierto? —preguntó Espartaco golpeándose los puños encantado.
—Eso dicen. Esos cabrones han llegado hasta la costa de Ostia. El Senado se
queja mucho, pero apenas ha hecho nada desde que hace tres años pusieron fin de
forma anticipada a la campaña de Publio Servilio Vatia. Ahora los barcos de la
República están ocupados luchando contra Mitrídates de Ponto.
—Eso es fantástico, Carbo. Quizá los piratas puedan ayudarnos a atacar los
barcos de grano…
Carbo sonrió con lentitud. El plan de Espartaco era una locura, pero no sería la
primera vez que salía triunfante contra todo pronóstico. ¿Por qué no podía ser así una
vez más?
—Suena muy bien.
—Ahora, a dormir —ordenó Espartaco con un bostezo—. Hoy te toca la primera
guardia. Despiértame dentro de unas horas —dijo mientras se tapaba con la manta y
se tumbaba junto al fuego antes de quedarse dormido en un santiamén.
Carbo echó otro tronco al fuego y se sentó a escuchar y vigilar. Las llamas
crepitaban y escupían chispas anaranjadas. A unos quince pasos se hallaban los
caballos, dos grandes manchas negras contra la vegetación. Una suave brisa acarició
el valle y meció los árboles quejumbrosos. Las hojas caídas crujieron al paso de un
animalillo que hacía la ronda nocturna. Ululó un búho mientras el agua del arroyo
murmuraba sosegada. Carbo se relajó. Los sonidos de la naturaleza le resultaban
familiares y reconfortantes, pues antes de mudarse a Capua había vivido varios años
en la granja de su familia en las afueras de la ciudad.
No tardaron en cerrársele los párpados. Luchó un rato contra el torpor que le
invadía, pero las veces que se despertó sobresaltado no oyó ni vio nada preocupante,
tal y como era habitual desde que partieron de Roma, pensó somnoliento. ¿Qué daño

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podía hacer una cabezadita?
Al cabo de un rato, Carbo se despertó de un brinco. Miró a su alrededor con el
corazón desbocado. Espartaco dormía a unos pasos como un tronco. La hondonada
estaba vacía. El arroyo seguía murmurando para sí. Un lejano lobo solitario aulló a la
luna, apenas visible a través de las copas de los árboles. Todo seguía igual, salvo por
la hoguera, que casi se había extinguido. La manta que le cubría los hombros se había
deslizado al suelo y el frío le había calado los huesos. «Por todos los dioses, debo de
haberme quedado dormido varias horas». Sintiéndose culpable, atizó las cenizas con
un palo para reavivar el fuego. Se alegró al ver que todavía quedaban brasas
calientes.
Uno de los caballos relinchó y se movió inquieto.
Carbo permaneció inmóvil. Agradecido por la visión nocturna que le brindaba la
ausencia de fuego, miró en la dirección de las monturas, pero solo percibió su
contorno contra la sombra oscura de los árboles, igual que antes.
Durante unos instantes no pasó nada y Carbo se tranquilizó.
El caballo relinchó una segunda vez.
Carbo volvió a ponerse tenso. Aguzó el oído, la mirada fija en los animales.
Nada.
Un breve silencio.
El caballo pateó el suelo.
A Carbo se le formó un doloroso nudo en el estómago. Dejó caer la manta al
suelo, se acercó sigiloso a Espartaco y le tocó el hombro, al tiempo que rogaba para
sus adentros que el tracio no hiciera ruido al despertarse.
Para su gran alivio, Espartaco se despertó al instante y se incorporó en silencio.
—Uno de los caballos no está contento —le susurró Carbo al oído.
—¿Algo más?
—He oído un lobo, pero lejos. Eso es todo.
Espartaco asintió con la cabeza. Señaló con el dedo el contorno de la hondonada y
se llevó la mano a la oreja.
Esperaron sentados, aguzando el oído al máximo.
Un búho ululó a la derecha. Carbo no le prestó mayor atención, pero notó que
Espartaco se ponía tenso.
Cuando la llamada fue respondida desde los árboles de la izquierda, a Carbo le
entraron náuseas. El malestar del caballo y dos búhos tan cerca no podían ser mera
casualidad. Cuando oyó la tercera llamada, cualquier duda se disipó de su mente.
«Mierda».
Espartaco acercó el rostro al de Carbo.
—Vámonos —gesticuló con la boca sin emitir ningún sonido.
—¿Los caballos?
—Déjalos.
Carbo vio que Espartaco sacaba el puñal e hizo lo propio. Tratando de no hacer

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ruido, se alejaron de la hoguera a gatas, colina arriba. Al cabo de unos veinte pasos,
Carbo oyó de nuevo el canto de más búhos a sus espaldas. Se le puso la piel de
gallina. Esta vez estaban más cerca. Temía que en cualquier momento le clavaran un
cuchillo por detrás. Siguió a su líder.
Espartaco aceleró el paso sin mirar atrás, consciente de que debían abandonar la
hondonada con rapidez. Su instinto le decía a gritos que había varios hombres ahí
fuera que deseaban acabar con él. Como mínimo eran tres, pero seguro que había
más. Cualquiera que quisiera matar a Espartaco enviaría al menos a seis u ocho
hombres, quizá más. El tracio se abrió la rodilla al tropezar con una raíz protuberante
y se mordió el labio de dolor. Continuó gateando, maldiciendo el hecho de que
apenas hubiera maleza. Aunque ello significara que tenían menos obstáculos que
salvar, también implicaba que tenían menos lugares donde esconderse.
Los búhos volvieron a ulular. Espartaco los contó. Uno. Dos. Tres. Cuatro.
Agradeció al Gran Jinete que no hubiera ningún canto que le precediera. No estaban
rodeados, todavía.
Cuando por fin llegó al borde de la hondonada y a un gran roble con el tronco
partido, se puso de pie. Carbo se unió a él. Sin mediar palabra, ambos dirigieron la
vista hacia la hoguera, todavía discernible por la tenue luz anaranjada de las últimas
brasas.
«Mostraos, cobardes», pensó Espartaco.
Carbo tenía la sensación de estar viviendo una pesadilla. Era culpa suya por
quedarse dormido. ¿Quién les perseguía?
Durante unos instantes no sucedió nada.
—Se están asegurando de que estemos dormidos antes de atacar —susurró
Espartaco.
Primero gimió un caballo y luego el otro.
Acto seguido surgieron cuatro sombras de la oscuridad. Tres de los hombres
saltaron por encima del haya tumbada y el cuarto la rodeó. Todos blandían lanzas,
apenas visibles en la oscuridad. Corrieron hacia las pilas de mantas abandonadas y
arremetieron con saña contra ellas antes de percatarse de que la presa había huido. Se
oyeron varias maldiciones.
—¡Esos cabrones se han largado! —gruñó uno de los atacantes, al que un
compañero silenció con una colleja.
Sonó el canto de otro búho, esta vez más apremiante. Los asaltantes se
dispersaron y comenzaron a ascender por la colina en pos de Carbo y Espartaco.
—Es hora de marcharse —susurró Espartaco.
—¿Adónde? —preguntó Carbo, preso de la desesperación.
—Hacia arriba. Iremos poco a poco, pero cuando yo te lo diga, ¡echa a correr
como un loco! Eso si quieres seguir con vida, claro.
Los dientes de Espartaco brillaron a la luz de la luna y Carbo deseó una vez más
ser tan valeroso como él. Guardó el puñal en la funda para no perderlo y asintió con

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expresión sombría.
—Listo.
—Buen chico.
Espartaco dio media vuelta y comenzó a alejarse tan sigiloso como un lobo.

Carbo jamás olvidaría esa aventura nocturna. Nunca había cruzado las montañas
de noche y esperaba no tener que volver a hacerlo jamás, o al menos que la siguiente
vez no le persiguiera un número desconocido de hombres armados mientras él
llevaba un miserable puñal. El trayecto inicial no fue demasiado difícil, pero al poco
rato Espartaco comenzó a ascender la montaña a grandes zancadas. ¿Cómo demonios
podía orientarse?, se preguntó Carbo mientras le seguía tan rápido como podía. El
corazón le latía con fuerza, no del esfuerzo de la carrera, sino de miedo. Se sentía
como un ciervo acechado por cazadores. El enemigo podía estar agazapado detrás de
cualquier árbol o arbusto y a cada paso se arriesgaba a tropezar y romperse el tobillo
con una raíz saliente o el tocón de un árbol. Siempre había creído que gozaba de un
buen sentido de la orientación, pero la carrera nocturna le hizo cambiar de opinión.
Las densas copas de los árboles solo proporcionaban una visión ocasional del
firmamento, lo cual hacía que todo fuera más confuso todavía. A pesar de ello,
Espartaco siguió avanzando y escalando la montaña como si el mismísimo Hermes,
mensajero de los dioses, guiara sus pasos.
De vez en cuando se detenían a escuchar si alguien les seguía. La primera ocasión
distinguieron las voces de varios hombres moviéndose más abajo, pero el sonido se
había amortiguado la segunda vez. A la tercera, ya no oyeron nada, para gran
satisfacción de Espartaco y alivio de Carbo, que esperaba que el tracio aminorara la
marcha, pero no fue así, sino al contrario, pues Espartaco apretó el paso. Parecía que
tuviera alas en los pies. Carbo, ocupado en esquivar las ramas de los árboles que
rebotaban al paso de su líder y amenazaban con sacarle un ojo, apenas podía seguirle
el ritmo.
Al cabo de una hora llegaron a la cresta de una montaña y a poca distancia
vislumbraron un claro en el bosque. Por primera vez pudieron ver el cielo con
claridad, iluminado por miles de estrellas relucientes. La posición de la luna todavía
les aseguraba muchas horas de oscuridad hasta el amanecer. Espartaco observó el
claro del bosque antes de adentrarse en él con paso felino. Carbo lo siguió sin dejar
de mirar atrás. No oyó nada. Se tranquilizó un poco.
—Si hubiera luz, tendríamos una vista estupenda desde aquí —comentó
Espartaco señalando la oscuridad.
—¿Dónde estamos?
—No tengo ni idea —respondió el tracio con una sonrisa—, pero yo diría que esta
cresta flanquea la Via Appia, así que va de norte a sur. Debemos seguir por aquí.
—¡Pero podemos acabar desviándonos kilómetros del camino! —protestó Carbo

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antes de callar de golpe, sintiéndose como un idiota—. No tenemos alternativa,
¿verdad?
—No —contestó Espartaco con firmeza—. Esos hijos de puta seguirán nuestro
rastro en cuanto amanezca, así que debemos avanzar el máximo posible hasta
entonces, aunque me encantaría esperarles y tenderles una emboscada e incluso
capturar a un prisionero.
—¿Y así descubrir quiénes son?
—¡Sí!
—No creo que sean romanos.
—Yo tampoco. Si nos hubieran seguido desde Roma, nos habrían atacado antes.
Y tampoco tienen nada que ver con el mensajero con el que hablamos, puesto que no
mostró ningún interés en nosotros.
—No solo eso. El hombre que ha hablado tenía un acento muy marcado en latín.
Es imposible que sea su lengua materna.
—Lo mismo he pensado yo. Por lo tanto, tiene que ser alguien que estuviera al
corriente de nuestro viaje a Roma.
Carbo lo miró alarmado.
—¿Te refieres a Castus o Gannicus?
—A ellos o a cualquier persona que me la tenga jurada —respondió Espartaco.
«¡Los muy hijos de puta! ¿Cómo se atreven? ¡Después de todo lo que he hecho por
ellos!», maldijo para sí.
Si los galos hubieran aparecido ante Espartaco en ese momento, los habría
despedazado vivos.
—¡Malditos traidores!
—Era de esperar. Hay muchos hombres a los que no les gusta seguir a un líder. Si
estuviéramos en Tracia, esto podría haber ocurrido antes —arguyó el tracio, contento
de haberse quedado.
—Podríamos capturar a uno —comenzó a decir Carbo.
—¡No! Ya hemos visto a cuatro y me apostaría lo que sea a que son al menos el
doble.
—Así nunca sabremos quién los ha enviado —protestó Carbo.
—Hay que aprender a vivir con las incertidumbres de la vida, ¡te mantienen
alerta! —bromeó Espartaco dándole un codazo amistoso. Carbo intentó sonreír, pero
solo consiguió esbozar una mueca—. Averiguaremos más en cuanto regresemos al
campamento —declaró Espartaco—. Has hecho bien en despertarme. No exagero
cuando digo que te debo la vida. Gracias.
Carbo se infló de orgullo, pero cuando recordó que se había despertado por
casualidad, se sintió culpable, aunque nunca reconocería lo sucedido.
—Encantado —alcanzó a murmurar—. No es más de lo que tú hubieras hecho
por mí.
Espartaco sonrió satisfecho.

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—Vamos. Nos queda un buen trecho hasta estar a salvo.
Espartaco no verbalizó la preocupación que sentía desde que sospechó quién
podía haber ordenado el ataque. «Gran Jinete, te ruego que mantengas a salvo a
Ariadne y a nuestro bebé», rogó antes de dar media vuelta y correr hacia el otro
extremo del claro del bosque.

Ya anochecía cuando llegaron al campamento. A Carbo le dolían los pies, tenía


sed y estaba más hambriento de lo que recordaba haber estado jamás, pero seguía con
vida. Le entraron ganas de saltar de alegría.
—Lo hemos conseguido.
—Todavía no.
Sorprendido, Carbo clavó la mirada en Espartaco.
—Pero allí está nuestro ejército. No tardaremos en descender la ladera.
—Hemos estado fuera más de dos semanas. ¿Quién sabe lo que puede haber
sucedido en este tiempo?
Si Castus y Gannicus habían sido capaces de enviar a sus secuaces en su busca,
¿qué más serían capaces de hacer?
—¿Qué quieres hacer entonces? ¿Quieres…? —Carbo se frenó antes de
pronunciar la palabra «esconderte»—. ¿Quieres esperar aquí mientras yo voy a echar
un vistazo?
Espartaco soltó una risita.
—No tengo miedo, solo estoy siendo precavido. Vamos a las tiendas grandes del
centro. Allí es donde estarán Ariadne y los escitas.
—¿Y después? ¿Cuál es el plan? ¿Reunimos a unas cuantas cohortes y matamos a
los galos?
—Nada me satisfaría más si son ellos los responsables, pero sus seguidores son
muy leales y, si los matamos, nos desertarán más de diez mil hombres, algo que no
nos podemos permitir.
—¿Y dejarás que se salgan con la suya?
—Yo no he dicho eso —replicó Espartaco con una pequeña sonrisa—. Vamos
para allá. Camina con la cabeza gacha. Nadie reparará en nosotros.
—Si tú lo dices… —respondió Carbo nervioso. Tocó la empuñadura del puñal
para tranquilizarse.
—Ve tú primero. Yo te sigo —ordenó Espartaco.
Carbo rogó que Espartaco tuviera razón y comenzó a caminar. Al poco rato
vieron a varios soldados, hombres que regresaban de cazar, de retozar o simplemente
de evacuar en la intimidad del bosque, pero no les hizo caso. Si alguien le saludaba,
respondía con un gruñido y proseguía su camino con Espartaco pisándole los talones
y la vista clavada en el suelo.
Entraron en el campamento sin problemas. En lugar de recorrer las amplias

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avenidas centrales que separaban las tiendas, Carbo avanzó por los estrechos pasillos
laterales, lo cual implicaba tener que sortear los clavos y las cuerdas del suelo, pero
era menos probable que se encontraran con alguien allí y, además, era una buena
manera de escuchar las conversaciones que se desarrollaban en el interior de las
tiendas.
—¿A cuánto queda Thurii?
—Según mi oficial, menos de cien kilómetros —dijo alguien en la primera tienda.
—Por todos los demonios, ¿quién se ha tirado un pedo? ¡Apesta más que un
cadáver putrefacto! —protestó una voz en la siguiente tienda. Estallaron varias
carcajadas.
—¡Es culpa tuya por darnos tanta verdura para cenar!
Carbo sonrió. Tenía ganas de ver a Navio y Arnax, y echar unas bromas con ellos.
—¿Dónde coño se ha metido Espartaco? —preguntó una voz grave en otra tienda
—. ¿Cuánto hace que se marchó?
Carbo notó un golpecito en el hombro y se detuvo.
—Hace casi tres semanas.
—Seguro que no vuelve.
—¡Y tú qué sabes! —exclamó una segunda voz—. No podemos saber cuándo
volverá, pero es el líder de este ejército y hace lo que considera mejor para todos.
—O ha decidido no volver o está muerto en una cuneta. ¿En qué estaría pensando
el muy capullo? ¿Cómo se le ocurre dejarnos con esos asquerosos galos al mando?
—Egbeo y Pulcher también están al mando. Además, muchos hombres hacen
caso a Ariadne. No olvides que se comunica con Dioniso —arguyó una tercera voz.
—Por ahora, pero no tardarán en matarlos a todos —gruñó la voz profunda—.
Castus y Gannicus son ratas de alcantarilla. Seguro que no vacilarán en matar a una
mujer y un niño.
Carbo abrió y cerró la boca sin emitir palabra y se volvió hacia Espartaco, cuyo
rostro expresaba rabia y alegría a la vez.
—Espera —ordenó moviendo los labios.
—Tampoco estamos tan mal. Ya casi hemos llegado a Thurii y hace semanas que
no vemos a los romanos. Espartaco llegará cualquier día de estos y todo volverá a la
normalidad.
—Si viene, me como las sandalias —declaró desafiante la primera voz—. Cuando
los galos tomen el mando, no pienso quedarme para ver lo que sucede.
Sus camaradas asintieron.
Para sorpresa de Carbo, Espartaco le apartó de un leve empujón y se abrió paso
hacia la tienda. El joven posó la mano sobre el mango del puñal y le siguió.
En el interior de la tienda había seis hombres sentados alrededor de una pequeña
hoguera sobre la que hervía un cocido en una olla de bronce. Todos vestían túnicas de
color crema, rojo o marrón, e iban armados con cuchillos. Solo dos llevaban el
gladius. A unos pasos había un montón de armas —lanzas, pila y espadas— junto a

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una pila de scuta.
Espartaco se presentó ante el grupo de rostros sorprendidos.
—Saludos.
—¿Quién demonios eres tú? —preguntó un hombre calvo de barbilla prominente.
«Este es el de la voz profunda», pensó Carbo.
—¿Qué pasa? ¿Has olido el estofado? —preguntó un joven soldado de ojos
hundidos y espeso cabello negro—. ¡Pues no es para ti! ¡Lárgate y prepárate la cena
tú solito!
Sus compañeros soltaron una carcajada. Aunque su actitud era bastante amigable,
Carbo estaba nervioso. Temía que la situación se tornara desagradable en un abrir y
cerrar de ojos. Sacó pecho y se colocó al lado de Espartaco.
—¿Quién estaba criticando a Espartaco? —preguntó el tracio.
—Yo —respondió el calvo levantándose con lentitud—. ¿Algún problema?
—Pues sí.
Al oír su respuesta el resto de los ocupantes de la tienda se levantaron, salvo el
hombre más joven. Su expresión distaba mucho de ser amistosa y todos se llevaron
las manos a las empuñaduras de las espadas y los puñales.
—Te aconsejo que te largues si no quieres sufrir ningún daño —advirtió el calvo
dando un paso adelante.
—O morir… —agregó otro hombre con una sonrisa desagradable.
—¿Me estás amenazando? —inquirió Espartaco.
—Tómalo como quieras —contestó el calvo acercándose más.
«Bien», pensó Espartaco y se abalanzó sobre él. Lo agarró de la túnica y lo
empujó hacia atrás, haciéndole caer de culo en el fuego. El hombre se levantó de un
salto aullando de dolor y agarrándose las posaderas. Varios de los presentes se rieron,
sobre todo el más joven, que seguía sentado.
Carbo soltó una carcajada, pero en el acto los soldados desenvainaron las armas.
«Mierda, hubiera sido mejor dar media vuelta y largarnos», maldijo sacando el puñal.
—Pensadlo bien antes de atacar a vuestro líder —bramó Espartaco.
El calvo dejó de gritar y lo miró temeroso.
—¿Eh? ¡Tú no eres Espartaco!
—¿Seguro? ¿Tengo que vestir cota de malla e ir armado con la sica para que me
reconozcáis? —preguntó Espartaco dando un paso adelante—. ¿Quién quiere
vanagloriarse de haber tomado un águila romana en la batalla y haber avergonzado a
toda una legión? —rugió.
Varias decenas de cabezas se volvieron en su dirección.
Era el grito que había usado Espartaco para animar al ejército el día en que
lucharon contra Gelio, recordó Carbo entusiasmado.
La rabia del hombre calvo se tornó en miedo atroz.
—N-no, señor. Ahora le reconozco.
Sus compañeros intercambiaron una mirada de incredulidad antes de soltar las

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armas.
—Lo sentimos, señor. No nos habíamos dado cuenta —murmuró uno de los
soldados y el resto coreó su acuerdo.
Carbo se relajó un poco.
Espartaco clavó una mirada severa en todos y cada uno de los soldados.
—¡Por todos los dioses, Zeuxis, eres un maldito idiota! ¡Ahora nos ejecutarán a
todos por culpa de tu gran bocaza! —protestó un soldado corpulento con el pelo
cortado al rape.
—Te ruego que me perdones, señor. No sabía quién eras —rogó el calvo con el
rostro consternado.
—Hace un momento decías que llevaba demasiado tiempo fuera y que debía de
estar muerto en una cuneta.
—No lo decía en serio, señor, yo…
—¡No me mientas, imbécil! He oído lo que decías.
—Llevas mucho tiempo fuera, señor, y no soy el único al que le preocupaba lo
que iba a suceder con el ejército, con todos nosotros. Sin ti, señor, estarían el mando
esas ratas de Castus y Gannicus. Eso dice todo el mundo —se disculpó Zeuxis al
tiempo que buscaba el apoyo de sus compañeros, pero nadie lo miró. Poco
sorprendido y resignado, se volvió de nuevo hacia Espartaco—. De todos modos,
¡alabados sean los dioses por tu regreso!
—¿Es cierto lo que dice Zeuxis?
Nadie contestó.
«Están demasiado asustados», pensó Carbo, maravillado ante la capacidad de
Espartaco de amedrentar a los hombres con la confianza que destilaba.
—¡Tú! —gritó Espartaco al joven soldado de ojos hundidos.
—¿Sí, señor?
—¿Es cierto lo que dice tu compañero?
—No le falta razón, señor —respondió incómodo—, pero solo son habladurías.
Ya sabes cómo son los hombres.
—Pero tú no estabas de acuerdo con él.
—No, señor.
—¿Y por qué no te has preparado para atacarme como el resto?
—Nunca me meto en peleas sin motivo suficiente, señor.
—Hummm. Pareces el más cabal de todos. ¿Cómo te llamas?
—Marcion, señor.
Espartaco tomó una decisión.
—Dime, Marcion, ¿respondes tú por estos hombres?
Podía palparse el miedo en el ambiente. Todos comprendían el significado
inherente a las palabras del tracio.
—Sí, señor. Son todos buenos soldados y han luchado con valentía en todas las
batallas que he presenciado. Puede que Zeuxis sea un bocazas, pero mató a un oficial

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romano en Picenum, mientras que Arphocras ayudó a capturar un estandarte el día
que luchamos contra Gelio —añadió señalando a un hombre con una barba tupida.
Espartaco clavó la mirada en Zeuxis, que seguía frotándose el trasero
chamuscado.
—¿Es eso cierto?
—Sí, señor. Puedo mostrarte la espada —respondió señalando la pila de armas.
—No hace falta. Te creo.
Zeuxis guardó silencio mientras contemplaba a Espartaco con pavor en los ojos,
al igual que sus compañeros.
—El propósito de mi viaje no fue, como piensas, hacer una prospección de la ruta
que debemos seguir, sino ir a Roma —clarificó Espartaco, sonriendo al ver sus caras
pasmadas.
—¿Con qué finalidad, señor? —inquirió Marcion.
—Para averiguar lo que piensan hacer los romanos con nosotros y para asesinar al
nuevo general que liderará su ejército.
Los hombres no daban crédito a sus palabras.
—¿Y cumpliste tu objetivo, señor? —se aventuró a preguntar Zeuxis.
—Solo en parte. Ahora sabemos que las legiones no van a esperar hasta la
primavera para iniciar el ataque, pero dos de nosotros no éramos suficientes para
acabar con Craso. De todos modos, conseguimos meterle el miedo de Hades en el
cuerpo —agregó, restándole importancia con un gesto de la mano—. Mataré a ese
hijo de puta la próxima vez que nos veamos.
Los soldados lo contemplaron impresionados.
—¿Te gustaría aniquilar a otro oficial romano, Zeuxis? ¿Estáis todos listos para
otra batalla contra las legiones? Porque, tarde o temprano, eso es lo que pasará.
—Con tu liderazgo, señor, ¡lucharemos contra quien sea, hasta el mismísimo
Minotauro! —exclamó Zeuxis.
—¿Y tú, Marcion? —preguntó Espartaco.
—Cuenta conmigo, señor.
—¡Y conmigo! —gritó Arphocras.
El resto de sus compañeros se sumaron a él y al instante los hombres empezaron a
entonar el nombre de su líder.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!
Carbo admiraba el modo en que había cambiado la situación. Un puñado de
soldados descontentos, muchos de ellos dispuestos a desertar, se habían transformado
en fervientes seguidores de Espartaco.
Espartaco esbozó una pequeña sonrisa de aprobación y levantó las manos para
que guardaran silencio.
—Sois unos valientes, todos y cada uno de vosotros. Y pese a que a veces me
hacéis enfadar —dijo mirando al compungido Zeuxis—, ¡no podría vivir sin
vosotros! —Sonaron gritos de alegría—. Comparto vuestro sufrimiento, vuestras

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penurias y tribulaciones —afirmó Espartaco dirigiéndose ahora a un público más
amplio—. Aunque me marche, siempre volveré. ¡Siempre! ¡Pongo al Gran Jinete por
testigo de que jamás os abandonaré, mis valientes soldados! ¡JAMÁS!
Esta vez Carbo también se sumó al cántico general.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!
—No tardaremos en volver a vernos —se despidió Espartaco de Zeuxis—. Quizá
para entonces ya hayas acabado de tragarte las sandalias.
Zeuxis se sonrojó todavía más y sus compañeros se mondaron de risa.
Espartaco dio una palmada a Zeuxis en el brazo antes de volverse hacia Carbo
con una sonrisa maliciosa.
—Ha llegado el momento de saldar cuentas con Castus y Gannicus, ¡y de conocer
a mi hijo!
Se marcharon acompañados por el griterío de los soldados de fondo.
Esta vez tomaron la avenida principal.

El campamento fue llenándose de exclamaciones de alegría a medida que los


hombres iban descubriendo que su líder había regresado. Espartaco los saludó con la
mano y les sonrió, pero no se detuvo. Estaba satisfecho de ver tan pocos rostros de
decepción ante su vuelta. A pesar de que esos soldados solo representaban una
minúscula porción del ejército, eran una buena representación de este. El veneno de
Castus y Gannicus no había logrado extenderse tanto. No tardaron en llegar a la
tienda de Ariadne, donde Atheas y Taxacis hacían guardia. En cuanto vieron a
Espartaco acudieron a su encuentro con una amplia sonrisa.
Espartaco se llevó un dedo a los labios.
—Silencio —susurró.
Los escitas se miraron sorprendidos, pero obedecieron.
—¿Tú querer… ver a… tu hijo? —murmuró Atheas.
—¿Mi hijo?
«Alabados sean los dioses, ¡es un niño!». Por un momento le flaqueó la
determinación, pero se mantuvo resuelto con voluntad de hierro. Debía enfrentarse a
los galos cuanto antes, antes de que supieran que había regresado.
—Sí, Maron.
—Le ha puesto el nombre de mi hermano —musitó Espartaco—. Es un buen
nombre. ¿El niño está bien?
—Él… estar bien. —Atheas sonrió, complacido—. Él ser… como tú.
Espartaco sonrió con los labios apretados.
—Pasaré a verlo después.
Carbo lo miró pasmado.
—¿Después?
Espartaco no le hizo caso.

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—¿Tienes un par de espadas de sobra? —preguntó a Atheas.
El escita asintió.
—Ve a buscarlas.
Espartaco pateó el suelo con el pie en cuanto Atheas se marchó. Parecía furioso.
Carbo no se atrevió a decir palabra.
El escita regresó con dos gladii en sendas fundas de cuero. Eran espadas sencillas
pero útiles. Entregó una a cada hombre.
Espartaco se colgó la suya del hombro derecho.
—Llévame hasta Castus y Gannicus.
Atheas lo miró con semblante preocupado.
—¿Por qué?
—Hace dos noches nos asaltaron unos hombres y no eran romanos. Seguro que
son del campamento. ¿Quién si no querría verme muerto?
—Castus. Gannicus. ¡Cabrones! —gruñó Taxacis—. ¿Nosotros… vamos a…
matarlos?
Espartaco apretó los dientes.
—Por desgracia necesitamos a esos hijos de puta. Los romanos están formando
diez legiones y quizás estén listos en tres o cuatro meses. No tenemos tiempo
suficiente para reclutar e instruir a más soldados para sustituir a los que se largarían
con los galos.
Carbo tenía los nervios a flor de piel. «¿Y qué podemos hacer nosotros cuatro
contra todos ellos?».
—¿Qué pretendes hacer? —preguntó el joven a su líder.
—Quiero ver sus caras cuando me vean aparecer. Así sabremos si son culpables o
no. Quiero meterles el miedo en el cuerpo. Deben tener claro que nosotros también
podemos atacarlos.
—Habrá docenas de soldados con ellos.
—¿Y qué? —espetó Espartaco—. Deben ver que no les tengo miedo. Si ordenan
matarme, ellos morirán primero. Creo que podemos matarlos antes de que nos
aniquilen los suyos, ¿no?
—¡Sí! —respondieron a una los escitas con vehemencia.
Carbo apretó los dientes con fuerza en un intento por aplacar su miedo. Casi
funcionó.
—Puedes contar conmigo.
—Contaba con ello —declaró Espartaco y le guiñó el ojo—. Si los dioses nos
acompañan, no llegaremos hasta ese punto. Llévanos hasta ellos, Atheas.
Carbo siguió a su líder preguntándose cómo iba a impedir que los aniquilaran a
todos.
Las tiendas de los líderes galos no estaban lejos. Estaban rodeadas por las de sus
seguidores más fieles, que pronto repararon en la presencia de los cuatro hombres.
Los soldados que no reconocieron a Espartaco conocían de vista a los escitas o a

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Carbo, a los que lanzaron miradas hostiles. Hubo algunos insultos, pero nadie les
obstruyó el paso. Todavía.
Un escupitajo cayó a los pies de Carbo y se le encogió el estómago. En otra
situación, se hubiera revelado ante la injuria, pero esta vez no.
—No paréis —murmuró Espartaco.
Atheas aceleró el paso.
Hallaron a Castus y Gannicus frente a un pabellón que debía de haber pertenecido
a un general romano. A su lado, varios estandartes dorados clavados en el suelo,
incluidas cinco águilas plateadas. Castus estaba sentado en un tronco con una mujer
semidesnuda arrodillada ante sus piernas abiertas. El galo gemía de placer mientras
ella movía la cabeza arriba y abajo. Gannicus estaba cerca, tumbado en el suelo boca
arriba y tragando el vino que le vertía de una jarra una mujer ligera de ropa y mirada
ausente. A su alrededor, una veintena de soldados armados charlaban tranquilos,
bebiendo o magreando a unas jóvenes de aspecto temeroso. Hubo unos cuantos que
se percataron de la llegada del pequeño grupo, pero no tuvieron tiempo de reaccionar
para impedir lo que sucedió a continuación.
—Cubrid a Gannicus —susurró Espartaco a los escitas—. En cuanto me veáis
actuar, verted sobre él toda la jarra.
Atheas y Taxacis se alejaron con expresión maliciosa.
—Carbo, quédate conmigo.
Espartaco se dirigió a la mujer que estaba haciendo una felación a Castus.
Carbo lo contempló con asco. «Folla en público como un animal».
Castus gemía de placer con los ojos cerrados cuando Espartaco dio un fuerte
puntapié en el trasero a la mujer, que cayó hacia delante con un espantoso sonido de
atragantamiento. Castus aulló de dolor y la apartó de un empujón. La mujer cayó al
suelo dando arcadas.
El gladius de Espartaco relució en su mano.
A unos quince pasos, Atheas arrancó la jarra de las manos de la mujer de
Gannicus y vertió todo su contenido sobre la cabeza del galo, que rugió indignado.
Sin embargo, al ver quién se inclinaba sobre él, no opuso resistencia y se limitó a
gritar.
—¡Cabrones bárbaros! ¡Estáis locos! ¡Os estrangularé con vuestros propios
intestinos por esto!
—¿Tú? —exclamó Castus atónito.
Espartaco ya no tuvo duda alguna de su culpabilidad y la rabia le cegó por un
instante.
Castus echó un vistazo rápido a la espada que tenía a los pies.
—¡Vamos, picha floja! —rugió Espartaco—. ¡Cógela!
—¡Mis hombres os harán pedazos!
—Pueden intentarlo, pero tú no lo verás porque morirás antes de que tus dedos
rocen la empuñadura —le retó Espartaco.

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Castus se lamió los labios y no se movió.
Carbo jamás había oído hablar a Espartaco con semejante furia. Castus también la
percibió y sabía que si se movía, moriría. A continuación, los escitas matarían a
Gannicus antes de que sus soldados pudieran reaccionar. Carbo agarró el gladius con
tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos. «Gran Júpiter, concédeme una
muerte digna».
La rabia de Espartaco disminuyó levemente.
—¿Puedes verme, Gannicus, o te escuecen los ojos?
El galo levantó la cabeza.
—Puedo verte —gruñó.
—¿Estás tan sorprendido de verme como tu amigo?
—Supongo. No sabíamos que habías regresado. Nadie nos había avisado.
—Mientes muy mal, Gannicus. Tu mentira y la incredulidad de Castus son todo
lo que necesitaba como prueba. Pensabais que estaba muerto, ¿eh?
—No sé de qué me estás hablando —farfulló Castus incómodo, subiéndose el
pantalón.
—¡Calla esa maldita boca! —interrumpió Espartaco—. Espero que entendáis que
el único motivo por el cual no os estáis ahogando ahora mismo en vuestra propia
sangre es el hecho de que todavía nos beneficia a todos permanecer juntos.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Gannicus.
—¡Serán diez malditas legiones! Diez legiones las que marcharán hacia el sur
antes del invierno. Eso es lo que he averiguado en Roma. ¿Queréis enfrentaros a ellas
sin mis hombres? —Sus palabras fueron acogidas con un silencio pasmado—.
Suponía que no. En vuestro lugar, yo me dedicaría a partir de ahora a reclutar a más
soldados y entrenarlos en vez de comportaros como si estuvierais en una orgía.
Los galos siguieron guardando silencio.
Espartaco les clavó una mirada severa.
«Todos han oído lo que acabo de decir. Con eso basta. No tiene sentido
mencionar Sicilia todavía».
—Una cosa más. Si cualquiera de vosotros intenta volver a hacerme daño a mí o a
mi familia, no descansaré hasta haceros picadillo. ¿Lo habéis entendido?
Gannicus asintió, pero Castus reaccionó con demasiada lentitud para gusto de
Espartaco, así que pinchó al pelirrojo con la espada, lo cual le obligó a dar un salto
atrás.
—¿Lo has ENTENDIDO?
—Sí —murmuró Castus.
—Excelente. —Espartaco lo miró con desprecio antes de retroceder un paso—.
¡Atheas! ¡Taxacis! Nos vamos.
Los escitas se apartaron de Gannicus, que se incorporó con el rostro enfurecido.
Varios soldados comenzaron a avanzar hacia ellos. Carbo se puso tenso.
—Si no regreso pronto, Egbeo y Pulcher tienen órdenes de movilizar a todos los

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soldados del campamento y venir en mi busca —comentó Espartaco—. De vosotros
depende que eso suceda o no. A mí me da igual.
Castus lanzó una mirada insegura a Gannicus.
—Está mintiendo.
—¿Cómo puedes saberlo? —replicó Gannicus—. ¡Quedaos donde estáis! —
ordenó a sus soldados, que permanecieron inmóviles.
Caminando hacia atrás, los cuatro hombres se alejaron de los galos hasta hallarse
a una treintena de pasos de ellos.
—Buen trabajo —dijo Espartaco, que tendría que cubrirse bien las espaldas en
adelante, aunque dudaba de que hubiera más atentados contra su vida en un futuro
próximo, al menos no por parte de los galos. La cantidad de tiempo que Castus y
Gannicus seguirían en el ejército era una incógnita, pero por el momento habían
aprendido la lección. Ya podía dedicarse a reclutar a más soldados y a encontrar a
unos piratas que les llevaran a Sicilia.
Los escitas y Carbo lucían una amplia sonrisa.
—La mentira que les has contado era muy convincente —comentó el joven.
Espartaco le guiñó un ojo.
—Ahora ha llegado el momento de conocer a mi hijo. —«¡Mi hijo!».

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Espartaco dejó a Carbo fuera con los escitas y entró en la tienda. La vista se le
acostumbró enseguida a la tenue luz y lo que vio fue de su agrado. Alguien —supuso
que Egbeo o Pulcher— se había preocupado de decorar la tienda con gruesas
alfombras en el suelo, varias lámparas de bronce, dos arcones de ébano y una mesa y
unas sillas de madera de sándalo, pero su atención se centró en el jergón deshecho
que había junto a una de las paredes y en la cuna de madera labrada a mano a su lado.
Aunque estiró el cuello, no logró ver lo que había en su interior. Ariadne estaba junto
a la cuna de espaldas a él, canturreando una melodía con dulzura.
Espartaco se acercó sigiloso, sin interrumpirla. La plácida escena que se
desplegaba ante sus ojos era tan opuesta a lo que acababa de experimentar y a todo lo
que había sucedido desde que partió de Roma, que necesitó unos instantes para
regresar a la normalidad. Para regresar a su familia. Porque en eso se habían
convertido durante el tiempo que había estado ausente.
Un júbilo irrefrenable comenzó a reemplazar la ira que había sentido contra los
galos. Ariadne estaba bien, y su hijo también. Maron. «Jamás te olvidaré, hermano».
La canción tocó a su fin y Ariadne se inclinó sobre la cuna para dar un dulce beso
al bebé antes de volverse a Espartaco con expresión fría.
—Gracias por no hacer ruido —dijo sin más.
—Me has oído.
—Sí. Y también te he oído antes, cuando has llegado y te has marchado sin
saludar a tu mujer y tu hijo recién nacido para ir a hablar con Castus y Gannicus —
espetó haciendo un esfuerzo por no alzar la voz—. ¿Cómo has podido?
—Ariadne, yo… —comenzó a decir Espartaco dando un paso hacia ella.
—¡No! —gritó furiosa—. ¡No me hables! Echa un vistazo a Maron. Al menos le
debes eso.
Espartaco apretó los dientes y se acercó a la cuna. En cuanto posó la vista en su
interior, su enojo se desvaneció. Vio a una criaturita de pelo negro que dormía boca
abajo, envuelta en una manta. Distinguió el perfil de su carita y naricita aplastada, y
se le hinchó el pecho de amor y orgullo.
—Qué pequeño es.
—Según la comadrona, es un niño grande. Y ha ganado mucho peso desde que
nació.
Espartaco asintió. No sabía nada sobre bebés. Contempló a su hijo. Deseaba
tocarlo, pero temía despertarlo o hacer algo mal.
Ariadne adivinó sus pensamientos.
—Por ahora, acaríciale la cabeza o la espalda. Podrás cogerlo en brazos en cuanto
se despierte de la siesta.
Tranquilizado por sus palabras, Espartaco introdujo la mano en la cuna y acarició
la suave mejilla de Maron. No pudo evitar sonreír. Volvió a repetir el gesto con

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ternura.
—Bienvenido al mundo, hijo mío —susurró—. Por fin nos conocemos.
Maron se movió y Espartaco retiró el brazo asustado.
—No pasa nada, no lo has despertarlo.
Espartaco volvió a introducir la mano en la cuna.
—Tiene el pelo como tú.
—Y tus ojos. Aunque la comadrona dice que pueden cambiar de color.
—No me importa. Lo más importante es que tú y él estéis sanos y salvos.
—Ya ves que estamos bien. ¿Tienes previsto volver a marcharte?
—No, claro que no —respondió Espartaco y vio que a Ariadne le temblaban los
labios. Aunque le dirigía la palabra, seguía enfadada con él—. Maron es un buen
nombre. No se me hubiera ocurrido ninguno mejor. Seguro que mi hermano nos está
viendo desde el paraíso del guerrero. Estará muy orgulloso. Y mi padre también.
—No es nada.
—Sí lo es, significa mucho para mí. Para mí y para los muertos. Gracias. —
Ariadne no respondió. Espartaco no deseaba seguir discutiendo. No quería conflictos
cuando estaba con su familia—. Claro que quería veros en cuanto he llegado. ¿Cómo
puedes dudarlo?
—No sería la primera vez que antepones el ejército a tu familia. Eso es algo que
he aprendido a aceptar, o casi, pero ¿cómo puede ser que fueras primero a hablar con
esos cerdos de Castus y Gannicus? ¿Qué clase de hombre eres? —replicó Ariadne
con mirada acusadora.
A Espartaco le dolió y enfureció el comentario.
—¡No lo entiendes!
—No lo entiendo porque no soy más que una mujer, ¿no? —espetó Ariadne, y
Maron se movió en la cuna—. Aléjate de la cuna o lo despertarás. Necesita dormir.
Ha pasado mala noche.
La preocupación por el niño hizo que Espartaco se olvidara de su enfado.
—¿Está enfermo?
—Solo tiene un poco de cólicos.
—¿Cólicos? ¿Como los caballos?
—Sí, pero no tan graves. Todos los bebés los tienen de vez en cuando. La
comadrona le ha preparado agua de hinojo esta mañana y le ha ido muy bien.
—Yo la tomé una vez cuando tenía retortijones y estuve toda la noche tirándome
pedos como mi caballo —bromeó Espartaco, pero Ariadne no se rio. Se miraron en
silencio un instante y el tracio volvió a intentarlo—. Quería veros a los dos, pero tenía
que resolver un asunto antes.
—¿Qué puede ser más importante que ver a tu hijo? ¿Querías presumir ante los
galos de lo que habías averiguado en Roma?
—¡Calla de una vez, mujer, y déjame hablar! —exclamó Espartaco irritado.
Ariadne apretó los labios, pero no habló—. Después te explicaré lo de Roma. Es

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importante, pero no es el motivo por el cual no he pasado antes por aquí.
—No entiendo nada.
—Hace dos noches nos asaltó un grupo de hombres. Si Carbo no los hubiera oído,
estaríamos los dos muertos.
Ariadne se dio cuenta de que decía la verdad y acudieron a su mente imágenes
terribles. Se arrepintió de haber sido tan implacable con él.
—¿Cómo lograsteis escapar?
—Echando a correr —respondió el tracio con voz queda al tiempo que le
mostraba las rasgaduras de la túnica y los arañazos en los brazos y las piernas—.
Apenas he comido ni bebido desde que sucedió, pero no importa. Lo único que me
importaba era regresar y asegurarme de que no os habían asesinado y, después, quería
enfrentarme a Castus y Gannicus.
—¿Fue cosa de ellos? ¿Cómo sabes que no eran unos romanos?
—Porque uno de los asaltantes habló y Carbo distinguió que el latín no era su
lengua materna. Además, salimos de Roma sin problemas, sin que nadie nos siguiera.
—Si no eran romanos, tenía que ser alguien que conociera vuestro paradero —
comentó Ariadne con el ceño fruncido.
—Exacto. Seguro que hay muchos hombres en el ejército que no me tienen en
gran estima, pero Castus y Gannicus son los que más ganas tienen de verme muerto.
Ariadne pensó en la visita de los galos y sintió un escalofrío. Quizás había tenido
más suerte de lo que imaginaba.
—¿Los has matado?
—No.
—¿Por qué demonios no lo has hecho? —inquirió—. ¡Es lo mínimo que se
merecen! Maron y yo habríamos sido los siguientes.
—Seguramente —contestó Espartaco disfrutando por un momento de su enfado,
dado que demostraba que se preocupaba por él—, pero matarlos hubiera sido
contraproducente.
Acto seguido, le explicó los planes de Craso y lo que les había dicho el
mensajero.
—Diez legiones —repitió Ariadne con voz ausente—. Y dices que llegarán en
tres o cuatro meses.
—Ahora entiendes por qué no he matado a los galos. Si se fueran sus hombres,
nuestro ejército no sería muy superior en número al de los romanos, y ningún general
que se precie querría empezar una batalla así.
—Lo sé. ¿Qué has hecho entonces con Castus y Gannicus?
—Sorprenderles. Casi les da un síncope al verme. La cara de Castus era un
poema. Él y Gannicus fueron quienes enviaron a esos hombres.
—¡Cerdos traidores! —exclamó Ariadne con expresión iracunda. Su visión
recordó a Espartaco a la de un animal salvaje defendiendo a sus crías—. Ahora que
saben lo de las diez legiones, ¿se quedarán?

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—¿Quién sabe? Eso espero. Al menos hasta que podamos reclutar y entrenar a
más hombres. —«Hacerlo mientras movilizamos el ejército y organizamos el traslado
a Sicilia será una carrera contrarreloj».
Ariadne seguía descontenta.
—¿Cómo sabes que no intentarán atacarte de nuevo?
—No lo sé, pero saben lo que les pasará si lo intentan. El dolor sufrido por
Prometeo no será nada en comparación con lo que les esperará a ellos.
—Me encantaría oírlos chillar. Yo misma blandiría el cuchillo.
—Estás hecha toda una leona. —Espartaco sonrió y le acarició una mejilla.
La reacción de Ariadne le pilló desprevenido. Toda su frialdad se fundió al
instante y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Demos gracias a los dioses por Carbo —susurró—. Y por ocultaros mientras
huíais para que pudierais regresar sanos y salvos. —Espartaco abrió los brazos y ella
se acercó. La abrazó con fuerza—. Te he echado tanto de menos… No sabía si
regresarías. —Ariadne pensó en el camino flanqueado de cruces e intentó borrar la
horrible imagen de su mente.
—Tampoco ha sido tan terrible —mintió Espartaco, contento de que no pudiera
verle la cara—. No ha sido tan duro como una batalla. Ahora ya estoy aquí, contigo y
con Maron.
Ella alzó la mirada hacia él y sonrió.
—¿Ha merecido la pena el viaje?
—Sin duda. Además de averiguar lo de las legiones, casi matamos a Craso, el
político que asumirá el mando del ejército romano. Si hubiéramos tenido a Atheas y
Taxacis con nosotros, o a una docena de gladiadores, habríamos acabado con él sin
problemas.
Ariadne lo miró intrigada.
—Cuéntamelo todo.
Las palabras brotaron de la boca de Espartaco, y Ariadne negó con la cabeza,
asombrada y exasperada.
—¿Y dices que no ha sido un viaje peligroso? Lo que tienes es buena estrella.
Espartaco la miró con seriedad.
—Lo sé. Cada día doy gracias al Gran Jinete por ella. Mañana le llevaré un
cabrito como ofrenda, o mejor todavía, un toro.
—¿Qué planes tienes ahora?
—La tarde antes de que nos atacaran nos encontramos con un mensajero que
llevaba órdenes a Messana, Sicilia, donde han estallado dos grandes rebeliones de
esclavos en los últimos sesenta años. —Ariadne no entendía nada, pero sonrió ante su
entusiasmo—. Nos haremos con unos barcos de mercancías para llevar el ejército a
Sicilia. Cuando los esclavos se enteren de que estamos en la isla, se unirán a nosotros.
Seguro que las dos legiones destacadas allí no han luchado en años. Podremos reunir
un ejército el doble de grande que el nuestro antes de que Roma reaccione y, con unos

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efectivos así, podremos luchar en serio.
Ariadne no quería entusiasmarse todavía.
—¿Cómo conseguirás llevar suficientes hombres a Sicilia para apropiarte de los
barcos?
—Pagando a un capitán pirata su peso en plata y oro.
—Tienes respuesta para todo.
—Por ahora, sí. ¿Convencida?
A pesar de que Maron ocupaba todo su tiempo, Ariadne había dado muchas
vueltas a su futuro. El plan parecía viable y ofreció una plegaria silenciosa a su dios.
«Dioniso, te ruego que nos ayudes de nuevo, como tantas veces has hecho antes».
—Suena mucho mejor que quedarse sentado a la espera de que lleguen las
legiones.
—Eso mismo pienso yo. Primero tengo que averiguar dónde están los mejores
fondeaderos y los puertos donde los oficiales hacen la vista gorda ante los barcos
piratas. Los dioses nos ayudarán —afirmó con una sonrisa confiada.
Ariadne asintió.
—¿A quién enviarás?
—A Carbo.
—Es bueno.
—Uno de los mejores. Le debo la vida. Si no hubiera oído…
Ariadne le selló los labios con un dedo.
—Basta, por favor. Cada día he tenido que enfrentarme a la idea de que quizá no
volviera a verte nunca. Hoy quiero disfrutar del hecho de que estás aquí conmigo y
con Maron, sano y salvo —dijo antes de apartar la mano de su boca para besarlo.
Espartaco tuvo un último pensamiento coherente antes de que le embargara la
pasión.
«Gracias, Gran Jinete, por guiarme de vuelta a mi ejército, a mi mujer y a mi
hijo».

Seis semanas después…

Abrasándose de calor en la tienda de mando, Craso se preparaba para su aparición


de aquel día. Varios esclavos sudorosos trataban de ignorar el zumbido de las moscas
mientras sostenían las prendas de su vestimenta oficial: la túnica roja de general, el
brillante peto de bronce, el casco con la crin roja, el cinturón dorado con el pteryges
tachonado que le protegía la entrepierna, el fajín rojo para la cintura y el gladius con
empuñadura de marfil y funda enjoyada.
«¡Menos mal que no tengo que llevar esto puesto todo el día!».
Indicó a los esclavos que se acercaran con un gesto. Estaba impaciente por

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cumplir con su deber, que consistía en presentarse ante las tropas para infundirles
ánimos, decirles lo valientes que eran y explicarles que los dioses les habían
encomendado la misión de liberar a Italia y la República de la plaga de Espartaco y
su chusma. El discurso también tenía por finalidad, pensó con astucia, ganar más
popularidad que Pompeyo Magno.
Craso se puso la túnica e intentó no dar importancia al hecho de que se le adhería
a la espalda sudorosa.
«¡Pompeyo! ¡La joven promesa!». Craso odiaba el hecho de que su rival gozara
de mayor popularidad que él por sus proezas bélicas. Estaba totalmente injustificado.
¿Acaso no había sido él quien había salvado a Sula en la Puerta Collina? De no ser
por él, Mario habría sido dictador. Sin embargo, todo lo que había hecho Pompeyo en
la guerra civil era reunir a tres legiones que habían logrado un par de victorias
insignificantes para Sula. Si Pompeyo era tan buen estratega, ¿por qué había tardado
tanto en aplastar la rebelión de Sertorio en Iberia? Y todavía no se había terminado.
«Yo le hubiera puesto fin hace tiempo. Pongo a Júpiter por testigo de que acabaré
pronto con la revuelta de Espartaco».
Un esclavo le ayudó a ponerse el peto mientras otro se agachó para abrocharle el
fajín en la cintura.
Era última hora de la tarde y el sol trazaba una estela rojiza en su sendero por el
horizonte. El ejército había partido de Roma dos semanas antes, siete días más tarde
de lo previsto. A pesar de ello, en ese tiempo habían recorrido más de trescientos
kilómetros bajo un sol rutilante y un cielo totalmente despejado. Thurii, el lugar
donde se suponía que acampaban los rebeldes, se hallaba a menos de un tercio de esa
distancia. A Craso le picaba la piel del calor, pero intentó sentirse agradecido por el
notable progreso realizado y por el hecho de que había empezado a aflojar el
insoportable calor diurno, pero no era fácil. Su tienda parecía un horno y cabalgar
ocho horas diarias resultaba agotador. Se alegró de no ser un soldado raso, que debía
caminar treinta kilómetros al día desde el amanecer con la armadura completa. En ese
momento la mitad de los soldados estaba montando el campamento mientras que sus
camaradas exhaustos, pero agradecidos, hacían guardia.
Después, todos los soldados, menos los veteranos, tendrían que entrenar dos horas
antes de poder descansar o comer. Eso era lo que significaba estar en el ejército,
pensó Craso inflexible. Eso habían hecho cada tarde desde que salieron de Roma y lo
que harían cada día hasta finalizar la campaña. No podía aminorar la presión sobre
los nuevos soldados, ni siquiera un instante. No hasta que Espartaco estuviera muerto.
Craso levantó un pie y luego el otro para que los esclavos le pusieran las botas.
Nuevos regueros de sudor le recorrieron la espalda. «Qué ganas tengo de que llegue
el otoño». Estaba seguro de que los agricultores estaban muy agradecidos a Saturno,
Ops, Ceres y Lacturnus por el calor prolongado, pero a Craso le importaban un
comino las cosechas. Lo único que quería era que se acabara ese calor tan impropio
de esa época del año. Estaba harto de las quejas de los soldados por los hombres que

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caían por el camino cada día. Las bajas por insolación y deshidratación no eran lo
mismo que las derivadas del combate.
Craso era consciente de que no debía pasar por alto estas pérdidas y por ello
solicitó a Caepio que organizara unas unidades especiales para que recorrieran de un
extremo a otro la inmensa columna del ejército, que se prolongaba una treintena de
kilómetros, para ofrecer asistencia y agua a los legionarios que lo precisaran. De esa
manera había evitado la muerte de centenares de hombres que podrían continuar
marchando hacia el sur, hacia Espartaco.
«Ese tracio bastardo y piojoso». Craso recordó lo cerca que Espartaco había
estado de matarlo. Si no hubiera sido por la información proporcionada por su espía,
quizás habría tenido éxito en su empeño. Saenius había hecho bien en reclutarlo. Con
suerte, pronto volverían a saber de él. Tenía plena confianza en sus diez legiones y en
su capacidad para poner fin al reino del terror instaurado por Espartaco, que no podría
resistirse al coraje romano; a la virtud romana; a la disciplina romana. De todos
modos, Craso tampoco sentía aversión por ningún subterfugio que permitiera concluir
el asunto con mayor celeridad.
—Forro.
Un esclavo le entregó la pieza de fieltro. Craso la observó dubitativo antes de
ponérsela. Le haría sudar más que el yunque de un herrero, pero no quería acabar
magullado por la dura superficie interior del casco.
—No tengo todo el día —espetó chasqueando los dedos.
Le entregaron el casco plateado y Craso lo contempló un instante. Le había
costado una fortuna, pero valía hasta el último as que había pagado por él. Era una
obra de arte. Estaba coronado por la crin del mejor semental de Italia y las piezas de
las mejillas estaban lacadas. Tenía el ceño decorado con un magnífico motivo de
Marte recibiendo ofrendas de manos de varios oficiales y legionarios. Craso se lo
puso con orgullo. Era idóneo para un general victorioso, pensó.
—Espada.
Un esclavo se aproximó presto con el gladius y se lo colgó del hombro.
Craso utilizó el espejo de bronce completo que tenía cerca para asegurarse de que
la funda estaba bien colocada sobre la cadera izquierda. Por último, se limpió el sudor
de la cara con un pañuelo. Contento con su aspecto, se dirigió a la puerta.
Los centinelas apostados en el exterior lo saludaron al salir.
Craso comprobó satisfecho que Caepio ya le esperaba a la cabeza de medio
centenar de veteranos, una parte de la cohorte designada para protegerle. Sus cascos y
cotas de malla relucían bajo el sol e incluso habían pulido los remaches de los
escudos. Un mozo de cuadra le esperaba a un lado con una montura nueva.
—¡Atención! —voceó el viejo centurión.
Los soldados se cuadraron al unísono.
Craso sonrió levemente. No todas sus tropas lucían tan buen aspecto, pero bajo
las órdenes de Caepio, las cosas iban mejorando día a día.

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—Centurión.
—¿Listo para realizar la ronda, señor?
—Desde luego —respondió Craso. Contempló al centurión complacido.
Caepio se había entregado por completo desde el inicio. A pesar de su edad, tenía
una energía inacabable. Reclutaba a soldados sin cesar, ayudaba a entrenar a los
nuevos y daba consejos a quienquiera que lo precisara y solicitara. Craso le tenía en
gran estima, pues los hombres como él eran un lujo escaso. Se acercó al caballo y el
mozo entrelazó las manos para ayudarle a subir.
—Había pensado que podíamos empezar por la muralla oeste y continuar hasta el
muro defensivo. Quisiera ver a tantas tropas como sea posible.
—Muy bien, señor —respondió Caepio antes de rugir una orden. Acto seguido,
una veintena de sus hombres y un optio formaron ante él en cuatro filas de a cinco—.
¡A la puerta oeste! —ordenó. Los soldados iniciaron la marcha.
Craso espoleó a su montura y Caepio comenzó a caminar a su lado, seguido por el
resto de los soldados.
El ejército de Craso era demasiado numeroso como para montar un único
campamento, por lo que desde un principio había ordenado a las legiones que se
dividieran. Cada tarde se construían cinco campamentos temporales, cada uno de los
cuales tenía capacidad para casi diez mil hombres. Todos con la misma forma, un
gran rectángulo con esquinas redondeadas. Las paredes estaban hechas de una
amalgama compacta de broza y tierra cavada alrededor del perímetro. La zanja
resultante pasaba a formar parte de las defensas. En medio de todos los muros se
practicaba una abertura en la que convergían ambos lados del muro y formaban un
estrecho pasillo que era fácil de bloquear por la noche y de proteger en caso de
ataque. Dos avenidas rectas conectaban las cuatro entradas, que dividían los enormes
campamentos en cuatro partes. El cuartel general y las tiendas de los comandantes se
encontraban en la intersección, a cuyo alrededor cada cohorte, centuria y
contubernium ocupaba el lugar designado a diario por los ingenieros.
En las áreas todavía vacías alrededor de las tiendas de Craso había varios grupos
de hombres conformados por un legionario de cada contubernium y decenas de
conductores de mulas que, bajo la supervisión de los oficiales más jóvenes,
descargaban las tiendas de los lomos de cientos de mulas malhumoradas que agitaban
la cola sin cesar. El hedor del estiércol y las nubes de moscas que se arremolinaban a
su alrededor fueron suficiente para que Craso pasara de largo con los labios
fruncidos.
La ruta elegida estaba abarrotada de mulas y de mensajeros que correteaban de un
lado a otro, pero cuando el oficial anunciaba la presencia de Craso, el camino se
despejaba como por arte de magia y los soldados se cuadraban a cada lado, sofocados
y sudorosos, mientras que los optiones y tesserarii saludaban al general y los
esclavos mantenían la vista clavada en el suelo. Craso saludó a varios oficiales y
legionarios con la mano.

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Las hileras de tiendas finalizaban a un centenar de pasos del muro oeste, que ya
tenía la altura de un hombre alto, para proteger a los soldados de cualquier proyectil.
Varias estacas afiladas guarnecían el exterior de las fortificaciones a modo de
empalizada. En ese preciso instante los soldados estaban compactando la tierra de la
parte superior de los muros con las herramientas de cavar antes de cubrirlos con
ramas para formar una pasarela. La comitiva también divisó una de las torres vigía
que adornarían cada esquina del campamento. Pasaron al exterior y una suave brisa
acarició las acaloradas mejillas de Craso, que movió la cabeza de un lado a otro
tratando de refrescarse porque se moría de calor dentro de la armadura. Sin embargo,
la brisa apenas le alivió y eso le puso de peor humor.
Guio su montura hacia la izquierda, donde varios legionarios terminaban una
zanja defensiva. Caepio llamó al primer grupo de hombres, que se aprestaron a acudir
ante su comandante.
El resto no tardó en percatarse de la presencia de Craso, pero si el general no se
detenía a hacer una pregunta a un oficial, nadie se atrevía a dejar lo que estaba
haciendo. Todos lo miraban de soslayo y, allá donde posaba la vista, la velocidad de
trabajo se doblaba. A Craso le divertía detenerse en ocasiones a observarlos trabajar a
ese ritmo insostenible, todavía pertrechados con la cota de malla, la espada y el puñal.
Todos jadeaban sofocados, pero no osaban bajar el ritmo.
De pronto Craso avistó una parte de la trinchera que se había derrumbado y se
acercó a investigar. Un centurión corpulento maldecía a sus hombres mientras
reparaban los daños. Craso se paró a mirarlos y, con él, Caepio y su comitiva.
Enfrascado en la labor, el oficial no apercibió su presencia.
—¡Más rápido, holgazanes de mierda! Si no queréis que os vapulee el culo con la
vara, será mejor que acabéis esta sección antes de que cuente hasta quinientos. Uno.
Dos. Tres —empezó a contar con sonrisa sardónica mientras los soldados, empapados
de sudor y cubiertos de polvo, comenzaban a cavar con energía renovada—. Así está
mejor. Cuatro. Cinco. Seis. —Levantó la vista y, al reconocer a Craso, se cuadró en el
acto—. ¡Señor! —saludó antes de dirigirse a sus hombres—. ¡Deteneos!
Casi todos los legionarios obedecieron, pero algunos no le oyeron y continuaron
cavando. El centurión azotó con gran puntería —fruto de la práctica— la parte
posterior de las piernas de los soldados más cercanos.
¡Paf! ¡Paf!
—¡Parad, gusanos! Está aquí vuestro general, el ilustre Marco Licinio Craso, que
os digna con su presencia. —Turbados, los soldados soltaron las herramientas
inmediatamente—. ¡Atención! —rugió el centurión, y los hombres, cubiertos de tierra
hasta la cintura, se cuadraron—. Nos honras con tu presencia, señor. ¿No es cierto,
muchachos?
—¡SÍ, SEÑOR!
—Te felicito por el ritmo de trabajo, centurión. ¿Están tus hombres preparados
para luchar con la misma diligencia contra Espartaco?

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—¡Todavía más, señor!
—Te tomo la palabra. Con hombres como los tuyos, ¡la victoria será nuestra! —
Los soldados profirieron un grito de aprobación. Craso asintió satisfecho—. Estoy
seguro de que vosotros y vuestros camaradas aplastaréis a los esclavos en cuanto se
presente la ocasión.
—¡Por supuesto, señor! —exclamó un hombre de corta estatura y los dientes
separados—. ¡Por ti y por Roma!
El centurión fulminó con la mirada al soldado por su atrevimiento, pero Craso
sonrió.
—Bien, soldado. Eso es lo que me gusta oír.
—Gracias, señor —respondió el centurión—. Todos opinamos lo mismo.
—¡CRA-SO! —comenzó a cantar una voz y el grito se extendió por toda la zanja.
Craso agradeció la aclamación con una inclinación de cabeza.
—Si acabáis el trabajo antes de tiempo, recibiréis una ración adicional de acetum
esta noche.
Los legionarios sonrieron complacidos y corrieron a coger las herramientas.
Craso continuó revisando todo el perímetro oeste del campamento, deteniéndose
de vez en cuando para hacer preguntas a los oficiales, valorar el trabajo de los
soldados y dar alguna arenga. Su satisfacción iba en aumento. Podía palpar el fervor
de los soldados, no solo allí, sino también cuando marchaban de día y cuando se
sentaban frente a las tiendas a hablar y beber por la noche. Lo percibía en sus
canciones subidas de tono y en las expresiones de sus caras tostadas por el sol. Sus
hombres deseaban luchar y derrotar a Espartaco, al igual que él. A pesar de tener la
sensación de haber estado todo el día en el caldarium, Craso recuperó el buen humor.
La victoria sería suya.
Cuando se disponía a dirigirse al campo abierto situado detrás del campamento,
algo le llamó la atención y parpadeó atónito. Volvió a mirar. Una furia inusitada se
apoderó de él mientras recorría la trinchera con la vista.
—¿Quién está al mando aquí? —Craso no obtuvo respuesta y explotó—. ¡OS HE
PREGUNTADO QUIÉN COÑO ESTÁ AL MANDO AQUÍ!
—Y-yo, señor —respondió un joven centurión con el pelo castaño erizado por el
sudor.
Craso se acercó tanto al oficial que casi lo empujó con el caballo.
—¿Qué significa esto? —preguntó señalando a la derecha.
—¿El qué, señor?
—¡Mira a ese pedazo de mierda de allí! —replicó apuntando a un legionario.
Alarmado, el hombre se quedó helado e, instintivamente, sus compañeros se alejaron
un paso de él—. No le llamaré soldado porque está claro que no lo es —gruñó Craso
—. ¿No te has dado cuenta de que ha dejado la espada en el suelo?
El centurión miró con atención y palideció al ver el gladius en el suelo detrás de
la zanja.

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—No, señor.
—¿Y te consideras un oficial? —espetó Craso irguiéndose en el caballo para que
todo el mundo pudiera verlo mejor—. ¡Escuchadme, legionarios! Desde tiempos
inmemoriales los soldados romanos montan el campamento totalmente armados, de
modo que, si surge la necesidad, puedan iniciar la lucha sin demora. Si un hombre
desobedece esta sencilla orden pone en peligro su vida y la de sus camaradas. —
Craso hizo una pausa para que asimilaran bien sus palabras—. ¡Esta negligencia no
será tolerada en mi ejército! —bramó y clavó la mirada en el legionario, que tenía el
rostro blanco de pavor—. ¡Caepio!
—¡Señor! —El veterano centurión se colocó junto a su pie derecho.
—Saca a ese hombre de la zanja y ejecútalo.
Fue la primera vez que Craso vio verdadero respeto en los ojos de Caepio.
«Bien».
El centurión agarró la empuñadura de la espada, dio varias zancadas hasta la
zanja y se puso delante del infractor.
—¡Fuera! —ordenó.
El hombre salió de la trinchera a trompicones. Se puso recto y miró a Craso
suplicante.
—Lo siento, señor. Jamás lo había hecho antes. Yo…
Craso frunció los labios con gesto de desaprobación.
Caepio lo percibió.
—¡Calla la boca, pedazo de mierda! Al general no le interesan tus palabras —
espetó y le arreó un bofetón—. ¡Arrodíllate! —Sollozando, el hombre obedeció.
Caepio ya sostenía el gladius en la mano—. ¡Levanta la barbilla!
Craso miró a su alrededor. Todos los hombres estaban pendientes de la escena.
Eso era lo que pretendía.
El soldado tragó saliva y levantó la vista al cielo, con lo cual dejó expuesto el
cuello.
—Pide un último deseo a los dioses, rata de cloaca —ordenó Caepio echando el
brazo derecho atrás.
El hombre cerró los ojos y rezó en silencio moviendo los labios.
Caepio asestó el golpe con increíble rapidez. La hoja de la espada entró por la
nuca y cortó la carne del cuello con una facilidad brutal. La muerte fue instantánea.
El gladius seccionó todos los vasos sanguíneos importantes que van al corazón y
reposó en la columna vertebral de la víctima.
Un horrible sonido de atragantamiento salió de la boca del soldado, cuyo cuerpo
quedó flácido como el de una muñeca.
Caepio levantó la espada y una cascada de sangre escarlata brotó de la herida. El
centurión dio un puntapié al cuerpo sin vida del legionario, que cayó en la zanja y
salpicó a los soldados más cercanos.
—¡Que no se os olvide, cabrones follaovejas, que este es el castigo que le espera

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en el futuro a cualquiera que deje abandonada el arma! —rugió Caepio, limpiando la
hoja de la espada con el borde de la túnica.
—O peor —añadió Craso con maldad.
Se hizo un silencio que nadie se atrevió a romper, salvo un cuervo que
sobrevolaba el lugar y que parecía burlarse de los soldados con sus graznidos.
—Tú —dijo Craso clavando la mirada en el joven centurión—. ¿Cómo te llamas?
—Lucius Varinio, señor.
—¿No serás pariente del praetor caído en desgracia? —preguntó Craso con
malicia.
—Era un primo lejano, señor —respondió.
—Ya veo. Dos idiotas en una misma familia. No es de extrañar. Entrega tu vara a
Caepio. —Abatido, Varinio obedeció—. ¡Rómpela! —ordenó Craso.
Caepio partió la vara en dos con la rodilla y tiró los trozos rotos al suelo.
—Quedas degradado con efecto inmediato —soltó Craso—. Considérate
afortunado de seguir con vida. Estarás en primera línea en todas las batallas. Quizás
así puedas redimir parte de tu honor.
—Sí, señor. Gracias, señor —murmuró Varinio.
—Espero que todos hayáis aprendido la lección —agregó Craso con una última
mirada de desprecio a los legionarios antes de dar media vuelta a su montura y
marcharse con Caepio caminando a su lado.
—No volverá a ocurrir jamás, señor —comentó el centurión con tono de
aprobación.
—¿Estás seguro? —preguntó Craso, que quería cerciorarse.
—Ha metido el miedo de Hades en el cuerpo de todos los hombres que lo han
visto, señor. Ellos se lo explicarán a sus compañeros, que se lo dirán a su vez a los
suyos. La noticia correrá más rápido que la mierda de un hombre con cólera. Y eso es
muy bueno, señor.
—Me alegro de saberlo, centurión —contestó Craso.

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13
Cerca de la ciudad de Croton, en el mar Jónico

Carbo contempló el promontorio que se adentraba en el mar a unos dos


kilómetros de distancia. Por encima de los muros ruinosos de la ciudad vislumbraba
las impresionantes columnas del santuario de Hera Licinia, la diosa griega. Croton
era una ciudad fantasma en comparación con su época de apogeo medio milenio
antes, pero la población seguía siendo civilizada, todo lo contrario de los hombres de
la ensenada a los que estaba espiando.
Tras siete infructíferas semanas recorriendo la costa de arriba abajo, por fin había
localizado a unos piratas.
Carbo no sabía si sentirse aliviado o alarmado: parecían todavía más salvajes que
los gladiadores del ludus. De tez blanca, morena y negra, la mayoría vestía túnicas
hechas jirones o simples taparrabos, pero el número de armas que acarreaba cada uno
compensaba con creces la falta de vestimenta. Casi todos llevaban un cuchillo o dos
en la cintura, además de una espada. Las lanzas estaban apiladas junto a las tiendas.
También había catapultas en las cubiertas de las dos embarcaciones de bajo calado,
barcos de un solo mástil atracados en la playa. Carbo agradeció la presencia, a unos
doscientos pasos a sus espaldas, de los soldados que Espartaco había insistido en que
le acompañaran.
La pequeña bahía de enfrente estaba protegida de los elementos por un pequeño
bajío que surgía junto a un promontorio rocoso a la derecha. Seguramente por ese
motivo habían elegido ese lugar. Eran unos ochenta piratas, cuarenta por barco, pensó
Carbo, algunos dormían o descansaban repantingados mientras otros cocinaban en las
hogueras o hacían lucha libre. No habían estado perdiendo el tiempo, a juzgar por la
treintena de jóvenes de ambos sexos que había sentados en la arena con expresión
infeliz y cuerdas atadas al cuello. Algunas mujeres estaban siendo violadas por un
puñado de piratas, mientras que el resto miraba y hacía comentarios.
Carbo analizó la situación. No tenía sentido ir allí solo o acompañado por unos
pocos hombres, porque acabarían muertos o capturados como esclavos. La única
opción que se le ocurrió fue aproximarse en son de paz y preguntar por el cabecilla de
los renegados. Se deslizó por detrás de la gran duna que les ocultaba de la vista de la
playa. Por fortuna, los piratas de guardia estaban demasiado ocupados contemplando
la violación de las prisioneras como para reparar en su presencia.
Al poco rato, Carbo y sus hombres —algunos de su propia cohorte—
descendieron por la duna y se dirigieron a la playa sin esforzarse por ser sigilosos. En
cuanto fueron vistos cundió el pánico y los piratas se apresuraron a buscar las armas y
a meter a los prisioneros en los barcos a patadas. Eso no preocupó tanto a Carbo
como la visión de las catapultas. Esas piezas de artillería ligera podían disparar con

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gran precisión a doscientos pasos de distancia. Levantó las manos y empezó a gritar
en latín y en griego.
—Venimos en son de paz. ¡PAZ!
El caos no disminuyó al aproximarse. La mitad de los piratas formaron una
especie de falange ante los barcos mientras que el resto empujaban frenéticos las
embarcaciones en el agua. Las catapultas apuntaban directamente a Carbo y sus
hombres.
Carbo soltó una maldición. Era justo lo que había temido. Para los piratas, el mar
era su salvaguarda. Si conseguían huir, perdería toda oportunidad de hacer un trato
con ellos.
Oyó un sonido fuerte y notó un nudo en el estómago.
—¡Arriba escudos!
Al cabo de un instante comenzaron a llover las primeras piedras, que tenían el
tamaño de la mitad de la cabeza de un hombre. Los proyectiles aterrizaron en la arena
con un suave golpeteo, a unos treinta pasos delante de ellos.
—¡Por las pelotas de Júpiter! —exclamó Carbo, que pronto empezaría a perder
hombres por nada—. ¡Alto! —Los soldados obedecieron encantados—. Quedaos
donde estáis —ordenó Carbo antes de soltar el escudo y dejar caer la espada en la
arena.
—¿Adónde vas? —preguntó su optio, un gladiador corpulento.
—Quiero que entiendan que no pretendemos hacerles daño —respondió Carbo
dando un paso hacia los piratas. Apenas logró reprimir un respingo cuando cayeron
las siguientes piedras, más espaciadas, pero más cercanas—. Si me matan, regresad al
campamento y explicad a Espartaco lo sucedido.
—¡Estás loco!
—Quizá —respondió Carbo con el corazón acelerado. «Pero no puedo regresar
con las manos vacías después de que Espartaco haya depositado tanta confianza en
mí». Levantó las manos con las palmas hacia fuera y siguió caminando—. ¡VENGO EN
SON DE PAZ! —repitió en griego y latín una y otra vez.
Una nueva oleada de piedras chocó contra los escudos de sus hombres. Alguien
gritó de dolor. Carbo empezó a enojarse.
—Cabrones estúpidos. ¿No veis que no os estamos atacando? —murmuró
mientras seguía avanzando—. ¡PAZ! ¡PAZ!
Para su gran alivio, al poco rato vio en la falange a un hombre de baja estatura
que daba órdenes a la tripulación que manejaba las catapultas. No cayeron más
piedras y Carbo se acercó un poco más. Los piratas le maldijeron a gritos en varios
idiomas mientras agitaban las armas, pero no voló ninguna lanza ni nadie le atacó.
Todavía. Temeroso de acercarse demasiado, Carbo se detuvo a unos cincuenta pasos
de los hombres sin bajar las manos.
Y esperó.
El hombre de baja estatura surgió de entre las filas de sus camaradas. Tenía la piel

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oscura, aunque no lo suficientemente negra como para ser nubio, y los pequeños ojos
estaban engarzados en un rostro cruel y calculador. Llevaba pendientes de oro y una
túnica más suntuosa que la de sus compañeros. Avanzó unos doce pasos hacia Carbo.
—¿Quién coño eres? —preguntó en mal latín.
—Soy uno de los soldados de Espartaco —contestó Carbo tan alto como pudo. Le
satisfizo oír un murmullo de reconocimiento.
El hombre arrugó el ceño y lo miró con suspicacia.
—¿Espartaco? ¿El gladiador que lucha contra Roma?
—Exacto. ¿Siempre recibes a las visitas del mismo modo?
—Normalmente las matamos —sonrió y sus hombres se rieron—, pero como hoy
estoy de buen humor, dejaré que tú y tus hombres os larguéis.
—¡No, jefe! ¡Matémoslo! —rogó un hombre corpulento con una espada oxidada.
El resto expresó su acuerdo.
El capitán guiñó un ojo a Carbo.
—No es mala idea. Dame una buena razón por la cual no debiera hacerlo.
Carbo resistió la tentación de ordenar a sus hombres que atacaran.
—Tengo una propuesta para ti del mismísimo Espartaco.
El pirata lo miró con ojos entrecerrados.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Me llamo Carbo. ¿Cómo te llamas?
—Heracleo.
Carbo sabía que, si se diera la oportunidad, el pirata se volvería contra él como un
perro vagabundo, pero prosiguió.
—¿Puedes conseguir barcos más grandes que estos? —inquirió señalando las dos
embarcaciones que ya flotaban en el agua.
—¡Claro! —Rio—. Tengo un lembus en otro embarcadero. —Carbo lo miró
confuso y Heracleo rio de nuevo—. Si fueras de Liburnia, sabrías lo que es. Los
romanos lo han copiado, como hacen con todo lo que les gusta.
Carbo no era muy ducho en barcos. Aparte del trirreme, conocía pocos más.
—¿Qué capacidad tiene?
—Sesenta remeros y unos cincuenta esclavos. Pasajeros —se corrigió con mirada
maliciosa.
—Necesito barcos de mayor tamaño.
—Hay varios capitanes que usan birremes. Incluso uno o dos con trirremes. ¿Para
qué los necesitas?
—Queremos ir a Sicilia.
Heracleo emitió un largo y lento silbido.
—¿Todo el ejército?
—No. Solo dos millares de hombres.
—¿Por qué tan pocos? Tengo entendido que el ejército de Espartaco es enorme.
—No es asunto tuyo.

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—Sí es asunto mío si usáis mi barco —replicó Heracleo.
Lo último que deseaba Espartaco era que un pirata supiera que estaba
planteándose la retirada, por lo que Carbo tenía una mentira preparada.
—Espartaco desea iniciar una rebelión en Sicilia.
—Aaah. ¿Para desviar la atención de los romanos?
—Algo así —contestó Carbo con sequedad, como si le enojara la pregunta.
—Muy listo. Ya había oído que el tracio era astuto. Supongo que queréis cruzar
por el estrecho, ¿no?
—Así es.
—¿Cuándo?
—En cuanto consigas los barcos.
Heracleo lo miró con perspicacia.
—Tenéis prisa. ¿Cuánto estáis dispuestos a pagar?
—Doscientos cincuenta denarii por hombre. Quinientos mil en total.
Los piratas lanzaron un grito ahogado. Cada esclavo valía entre doscientos y
cuatrocientos denarii, pero solo disponían de treinta. La trata de esclavos era un
negocio rentable, sin embargo capturarlos era una tarea imprevisible e irregular. El
importe que mencionaba Carbo era todo un botín.
—Un millón doscientos cincuenta —regateó Heracleo sin pestañear.
—¡Eso es un robo! —exclamó Carbo fingiendo estar escandalizado.
—Conseguir cuatro o cinco barcos lo bastante grandes para llevar a tus hombres
no será tarea fácil y necesitaré la ayuda de otros capitanes. Y no podemos olvidar a la
armada romana.
—Todo eso me importa una mierda. ¡Es demasiado!
Heracleo le retó con la mirada.
—Espartaco me necesita más a mí que yo su dinero. Tómalo o déjalo. Tú decides.
Contrariado, Carbo guardó silencio un instante. La avaricia de Heracleo no le
pillaba desprevenido. Espartaco le había autorizado a pagar hasta dos millones y
medio de denarii, pero debía interpretar su papel y pretender estar disgustado.
Heracleo bostezó mientras varios de sus hombres parecían impacientes por acabar
con Carbo.
—Pagaré novecientos mil, pero no más.
—¡Ya te he dicho que todo o nada, cabrón horripilante!
Carbo se sonrojó. Hacía mucho tiempo que nadie se burlaba de sus marcas de
viruela. Endureció la mirada.
—Si no tuvieras a tantos hombres contigo, te abriría un nuevo agujero en el culo.
Heracleo lo contempló enfurecido.
—¡Cabrón insolente!
Carbo le interrumpió.
—Has regateado duro. Acepto. Te pagaremos un millón doscientos cincuenta mil
denarii.

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La actitud de Heracleo cambió al instante; los ojos brillantes de avaricia.
—¿Tenéis el dinero?
Carbo echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—¡Llevamos más de un año saqueando ciudades enteras de aquí a los Alpes!
—Claro, claro —respondió Heracleo tratando de sonar complaciente y ofendido a
la vez.
—¿Cuándo podrías tener los barcos en la playa cercana a Escila?
Heracleo frunció los labios ante la mención de la criatura mitológica que vigilaba
el estrecho.
—Dentro de un mes o seis semanas.
—¿No puede ser antes?
El pirata arrugó el ceño.
—Lo intentaré, pero tendrás que adelantar un depósito. Pongamos unos…
—Te pagaré veinticinco mil denarii hoy; ciento veinticinco mil cuando llegues
con los barcos y el resto en cuanto el último de nuestros hombres desembarque en
Sicilia —interrumpió Carbo con sequedad—. Es mi última oferta. Tómalo o déjalo.
Heracleo sonrió.
—¿Puedes pagarme ahora?
Carbo volvió la cabeza.
—¡Optio! ¡Trae el cofre!
Heracleo profirió unas cuantas palabras en una lengua gutural y sus hombres
gritaron entusiasmados.
Mientras seis de sus soldados se acercaban con el cofre, Carbo miró de soslayo a
los piratas eufóricos. Ninguno de ellos era de fiar, pero con la ayuda de los dioses,
serían valiosos aliados para Espartaco. Carbo lanzó una plegaria rápida a Neptuno, el
dios del mar, y a Fortuna, la diosa de la suerte, para que Heracleo cumpliera su parte
del trato.
Si fallaba el plan, deberían enfrentarse a diez legiones.
Eso sin tener en cuenta a los galos y el espía, pensó Carbo irritado. A veces
parecía que tenían tantos enemigos dentro como fuera. Esperaba que Craso no se
hubiera enterado de su misión. Era poco probable. En cuanto Espartaco decidió su
marcha, Carbo recogió sus cosas y partió. Por orden del tracio, solo reveló a Navio su
destino.

Apostados en las colinas que rodeaban las ruinas de Forum Annii, Espartaco y un
grupo de exploradores —entre ellos Marcion y sus camaradas— vigilaban la Via
Annia, la carretera principal de Capua a Rhegium, la ciudad más meridional de Italia.
Después de lo que Carbo y él habían averiguado en Roma, a Espartaco no le
sorprendió ver a los soldados enemigos, pero la escena era cuando menos
impresionante. En comparación con este nuevo ejército, los anteriores habían sido

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minúsculos. Además, Craso había llegado antes de lo previsto. Espartaco había
recibido la noticia el día anterior y llevaba esperando desde el amanecer para verlo.
Observó la columna con desagrado. De su tiempo con los auxiliares conocía a la
perfección la formación del ejército romano cuando marchaba.
Un par de horas después de que los exploradores enemigos reconocieran la zona
del bosque que flanqueaba la carretera, divisó la vanguardia, constituida por una
legión elegida al azar para liderar la columna ese día. Le seguía la unidad de
topógrafos formada por un hombre de cada contubernium cuyo trabajo consistía en
ayudar a trazar la disposición del campamento. A continuación estaban los
ingenieros, que retiraban cualquier obstáculo del camino de la legión y,
seguidamente, el equipaje de los oficiales superiores. El general al mando y su escolta
de infantería y caballería eran fáciles de identificar. Una sucesión de mensajeros
cabalgaba desde su posición hacia uno y otro lado de los márgenes del camino
transmitiendo órdenes a diversas partes del ejército. El comandante iba seguido del
resto de las monturas. Decenas de mulas que transportaban la artillería desmontada
precedían a los oficiales superiores y su escolta. Acto seguido se encontraban las
legiones, cada una diferenciada por un gran grupo de portaestandartes al frente. Las
filas de legionarios ocupaban toda la carretera. Cada legión se extendía a lo largo de
kilómetro y medio, aunque parecía que fuera mucho más. Las tropas de Espartaco
ocupaban un espacio similar, pero jamás había tenido la oportunidad de
contemplarlas desde una atalaya. Era una visión sobrecogedora, capaz de infundir
temor hasta al más valiente.
—Ya tenemos a Craso aquí —declaró Espartaco satisfecho de que se hubiera
acabado la espera. Ya habían pasado más de dos meses desde su visita a Roma.
—¿Estás seguro, señor? —preguntó Marcion.
—Me apostaría la vida en ello. ¿Cuántas legiones hemos visto hasta ahora?
¿Cinco? Y siguen llegando más. Craso no permitiría que uno de sus subordinados
liderara a tantos soldados contra nosotros.
—¿Cuál es el plan, señor?
Todas las miradas se volvieron hacia Espartaco.
—Hemos hecho lo que habíamos venido a hacer: vaciar todos los graneros a
treinta kilómetros a la redonda. Si cargamos las mulas con un grano más, se
derrumbarán. —Los hombres rieron. Les gustaba la idea de tanta comida—. De todos
modos, nos queda una cosa por hacer antes de encaminarnos al sur. Quisiera ver de
qué pasta están hechos los soldados de Craso. —Sus hombres lo miraron con
expresión inquisidora y nerviosa a la vez. Solo Marcion mostró entusiasmo—. La
mayoría son nuevos reclutas, pero necesitamos ver lo disciplinados que son para
saber a lo que nos enfrentamos.
—A diez legiones, señor, a eso nos enfrentamos —protestó una voz al fondo.
Marcion hizo una mueca. Era Zeuxis, como siempre.
—Si son soldados de tres al cuarto como los de Léntulo y Gelio, no hay nada que

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temer. Pero si no lo son, deberemos tratarlos con un poco más de respeto. Ya os lo he
dicho muchas veces: Roma no es un enemigo que tomar a la ligera. El hecho de que
hayamos vencido a sus tropas en varias ocasiones no significa que siempre será así.
Estos legionarios pueden ser de muy diferente calaña.
Sus palabras no fueron recibidas con agrado, pero le daba igual. La cruda realidad
era lo que se hallaba a sus pies, lo que les esperaba el resto de sus vidas. Si no era ese
ejército, sería otro.
Había otra cuestión que preocupaba a Espartaco, pese a que no la verbalizó. Para
su gran frustración, sus tropas —incluidos los soldados que respondían directamente
ante los cada vez más hostiles Castus y Gannicus— solo superaban en número a las
de Craso por unos quince mil hombres. Si los nuevos legionarios resultaban ser unos
cobardes y elegía bien el campo de batalla, podía bastar. No obstante, por poco que le
gustara reconocerlo, existía la posibilidad de que los soldados de Craso plantaran cara
y lucharan. En tal caso, necesitaría más tropas que las actuales.
Los días en que disfrutaba de una enorme superioridad numérica frente a los
ejércitos romanos habían pasado a la historia. La fuga constante de esclavos que al
principio había engrosado diariamente sus filas había cesado casi por completo.
Seguramente las diez legiones de Craso tenían algo que ver. ¿O quizá era porque
todos los esclavos con una pizca de valor que trabajaban en los campos del sur ya se
habían unido a él? Solo los dioses tenían la respuesta, pensó Espartaco con amargura.
Ya había decidido que se enfrentaría a Craso únicamente si el general les
arrinconaba. De lo contrario, buscaría una escaramuza y se dirigiría al sur, hacia
Sicilia, donde al menos durante un tiempo habría menos tropas enemigas a las que
enfrentarse y más reclutas y provisiones. Más opciones.
Guiñó el ojo a Marcion.
—No te preocupes, chico, habrá oportunidad de luchar y dar un buen escarmiento
a Craso.
Marcion sonrió e ignoró la expresión avinagrada de Zeuxis. Con Espartaco al
mando, ¿qué podía salir mal?

Dos días después…

Desde su enfrentamiento, Espartaco solo se había reunido con Castus y Gannicus


en dos ocasiones. Los encuentros habían distado mucho de ser amistosos, pero no se
había producido ningún conflicto abierto ni había habido más amenazas de deserción.
No obstante, aunque los galos y sus seguidores continuaban la marcha con el resto de
los soldados, habían empezado a actuar por su cuenta, asaltando granjas y pueblos, y
atacando pequeñas ciudades. Además, se negaban a entrenar diariamente. A todos los
efectos, se habían escindido del ejército principal, pero mientras siguieran

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físicamente presentes, Espartaco se inclinaba a pensar que, si la situación lo exigía,
lucharían junto a él.
La pareja apareció vestida de campaña, con la cota de malla, los cascos de bronce
con penacho y el pantalón estampado galo. Hacía tiempo que los dos habían
renunciado a sus largas espadas autóctonas a favor de los gladii, que resultaban más
fáciles de usar y más eficaces contra una pared de escudos.
Espartaco oyó que Atheas les daba el alto y salió de la tienda. Le complació ver
que no llevaban escolta. No habían ido a pelear.
—¿Queréis un poco de vino?
—No —gruñó Castus.
—¿Gannicus?
—Dinos para qué nos has llamado y ya está.
—De acuerdo. Sé que habéis participado en el combate de antes.
—Pues claro. No somos ningunos cobardes —replicó Castus.
—Ambos sois muy valientes, lo sé —reconoció Espartaco con tono apaciguador
—. De todos modos, no ha sido un enfrentamiento fácil. Los legionarios tenían ganas
de pelear y no se han rendido sin más.
—Estos son mejores que los de antes —reconoció Gannicus a regañadientes.
Castus hizo una mueca, pero no le contradijo.
—Imaginad que las diez legiones luchan así —comentó Espartaco.
Los galos le lanzaron una mirada desafiante.
—¡Pues nos enfrentaremos a ellos! —soltó Castus—. Si perdemos, al menos
moriremos como hombres.
—Ambos sabéis que yo también me enfrentaré si es necesario. —Ambos
asintieron de mala gana—. Pero existe una alternativa. Podríamos llevar el ejército a
Sicilia.
Lo miraron como si se hubiera vuelto loco. Exasperado, Espartaco les explicó el
plan.
—¿Y Carbo ha vuelto ya? ¿Ha encontrado a un capitán dispuesto a ayudarnos? —
preguntó Gannicus.
—No, no ha regresado todavía.
—¡Así que todo son suposiciones! ¿Cómo sabemos que ese cabroncete no ha
fracasado? Si vamos hasta allí, podemos acabar arrinconados como ratas en una
trampa.
—Además, el otoño está al caer y no habrá granjas que saquear.
—Carbo no nos defraudará —declaró Espartaco con tono seguro, pese a no
tenerlo tan claro en su fuero interno. Pero confiaba en el Gran Jinete, a quien rezaba a
diario—. Cuando lleguemos, los barcos piratas nos estarán esperando.
Gannicus sonrió con acritud, pero Castus seguía sin estar contento.
—No me gusta. Me da mala espina.
—¿Qué deberíamos hacer, entonces? —inquirió Espartaco—. ¿Presentar batalla

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en un terreno que no hemos elegido nosotros? En Sicilia, podremos continuar la
guerra de forma indefinida. ¿O es que acaso tienes otra idea brillante?
Castus se sonrojó, tanto de rabia como de vergüenza. Espartaco esperó no haber
ido demasiado lejos con el irascible galo.
—Aun así, tendremos la oportunidad de enfrentarnos a Craso. No permitirá que
nos vayamos a Rhegium tan fácilmente. El hijo de puta nos pisará los talones durante
todo el camino. Y si Carbo no ha logrado un acuerdo con los piratas, habrá una
batalla en cuestión de días.
—Vale la pena arriesgarse, Castus —declaró Gannicus—. Yo no tengo ningunas
ganas de quedarme atrás y plantar cara a diez legiones si la mayoría del ejército se va.
Sicilia es lo bastante grande para que, una vez allí, podamos ir a nuestro aire.
—De acuerdo —concedió Castus reticente—. Pero que esta sea la última vez que
sigamos una de tus dichosas sugerencias. En cuanto pise suelo siciliano, me largo.
—Yo también —agregó Gannicus exaltado.
—De acuerdo, aunque todavía tenemos que llegar. Tenemos a varias partidas de
exploradores enemigos vigilándonos, lo cual significa que Craso sabe dónde estamos.
Si puede hostigarnos de camino al sur, lo hará. Quienquiera que se quede al mando de
la retaguardia deberá estar preparado para repeler los ataques diarios de los romanos
y, si la cosa sale mal, todos tendremos que luchar. Por lo tanto, debemos dejar de lado
nuestras diferencias una última vez, al menos hasta que embarquemos, y continuar
hasta entonces siendo un único ejército.
Espartaco era consciente de que estaba forzando la situación, pero necesitaba
estar seguro. Cuando los galos asintieron tras una breve pausa, se sintió satisfecho y
aliviado.
—Mañana nos ponemos en marcha.

Después del primer encuentro con las tropas de Espartaco, Craso estaba exultante.
El desenlace no había sido concluyente, pero le traía sin cuidado. Lo importante era
que los legionarios de Craso no habían huido, a diferencia de sus predecesores. Los
soldados se habían mantenido firmes frente al asalto continuo y de esta manera
habían mandado un mensaje claro al enemigo. «Las cosas son diferentes ahora,
Espartaco. Yo estoy al mando».
El día después de la escaramuza, Craso estaba de mejor humor todavía por un
nuevo hito: en lugar de presentar batalla de nuevo, los esclavos habían huido por la
Via Annia. Fue su espía quien le comunicó el plan del tracio. Al principio no se lo
tomó en serio, pero en cuanto vio que era verdad, anunció la noticia a todas las
cohortes. Aún podía oír en su mente las expresiones de alborozo de sus hombres.
Craso se lanzó en pos de Espartaco con ocho legiones y envió tierra adentro a las dos
legiones de Mumio, constituidas en su mayoría por veteranos de las tropas derrotadas
de Léntulo y Gelio. Mumio debía vigilar a las huestes enemigas, pero tenía órdenes

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estrictas de no enzarzarse en ningún combate. Su misión era impedir que los esclavos
huyeran hacia los territorios que solían ocupar en el sudeste.
Transcurrió una semana sin incidente alguno. Las jornadas pasaban con Craso
dando órdenes y con las legiones marchando y montando el campamento cada tarde
para desmontarlo a la mañana siguiente. El octavo día, el general pensaba en
Espartaco mientras cabalgaba a unos tres kilómetros por delante de la columna
principal acompañado de Caepio y rodeado de su escolta. El tracio parecía empeñado
en alcanzar la punta de la bota. ¿Se planteaba en serio huir a Sicilia? Eso afirmaba el
espía, aunque el idiota no tenía ni idea de cómo pretendía hacerlo. «¡Quizá su plan
sea retenernos en el estrecho mientras sus hombres construyen unos barcos!». Pero
eso no ocurriría jamás. Las tropas romanas le pisaban los talones.
Pronto daría portazo a los esclavos, pensó Craso exultante. Más allá de la ciudad
de Consentia, situada a unos cincuenta kilómetros al sur de Thurii, el enemigo se
adentraría en un cuello de botella geográfico y haría todo el trabajo por él. En ese
momento, levantaría un cerco y mataría de hambre a Espartaco y sus hombres, que se
verían obligados a salir en busca de alimentos o a atacar sus fortificaciones. Craso
pensó en el asedio de Numantia, ejecutado a la perfección por Escipión el Africano
sesenta años atrás en Iberia. Ese extraordinario hito de la ingeniería seguía
celebrándose en el presente. Craso haría lo mismo y la campaña finalizaría allí, con
Sicilia a la vista.
«Con un poco de suerte, podré regresar a Roma a tiempo para las Saturnales.
¡Cómo me aclamará el pueblo!».
Craso observó a un jinete que se aproximaba por el margen del camino.
—¡Tengo un mensaje de mi decurión, señor! —gritó el soldado al acercarse—.
Estamos explorando los caminos y valles del este.
—Habla.
El soldado giró con el caballo para colocarse al lado de Craso.
—Acabamos de encontrarnos con algunos hombres de Mumio, señor.
Craso frunció el ceño.
—¿También mensajeros como tú?
El hombre dudó un instante antes de responder.
—No, señor. No eran mensajeros.
—¿Pretendes confundirme o quieres que me enfade? Porque estás consiguiendo
las dos cosas.
—Lo siento, señor, no era mi intención. Al parecer, se han enfrentado a las tropas
de Espartaco —aclaró el jinete tragando saliva.
—¿Cuándo? —preguntó Craso echando humo. «¡Mumio me las va a pagar!».
—Ayer, señor.
—¿Y los hombres a los que os habéis encontrado son los heridos que Mumio ha
mandado de vuelta?
—No, señor. Parece ser que Espartaco ha obligado a las legiones a retirarse.

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Sin dar crédito a sus oídos, Craso miró a Caepio, que contemplaba al jinete con
semblante descontento. El general se volvió de nuevo al mensajero.
—Repite eso —exigió con tono acusador.
—Los han obligado a retirarse, señor, o como dicen algunos, a desviarse.
—Desviarse —repitió Caepio incrédulo.
—Por todos los dioses, pero ¿qué parte de mis órdenes no ha comprendido
Mumio? ¡Le dije que en ningún caso debía enfrentarse al enemigo! —gritó Craso. El
jinete no se atrevió a responder y posó la mirada en las espaldas de los soldados que
les precedían—. ¿Y dónde está ahora el idiota de Mumio? ¿Sigue vivo al menos?
—Sus hombres no lo saben, señor —murmuró el mensajero—. Nosotros no lo
hemos visto tampoco.
Craso hizo un esfuerzo por no explotar.
—¿A cuántos de esos cobardes habéis encontrado?
—Es difícil calcularlo, señor, porque están dispersos en pequeños grupos. Quizás
unos ochenta o cien.
—¿Solo?
—Había varios más en la retaguardia, pero mi decurión quería informarle
enseguida de la situación, señor.
—Ha hecho bien. Y tú también. Regresa junto a tu oficial y dile que envíe a todos
los hombres de Mumio a la carretera. Allí se encontrarán con el centurión Caepio,
que se hará cargo de ellos.
Visiblemente aliviado por no recibir un castigo, el mensajero repitió palabra por
palabra las órdenes de Craso antes de saludar y marcharse.
—¿Qué quiere que haga con esas ratas cobardes, señor? —gruñó Caepio.
—Toma una cohorte de la primera legión y rodéales. Aísla a los primeros
quinientos que lleguen y asegúrate de que mantienen el ritmo del resto de la columna.
Ya me encargaré yo de esos perros sarnosos cuando estemos a buen recaudo en el
campamento.
—Muy bien, señor.
Caepio solicitó un caballo, se subió con una agilidad sorprendente para su edad y
se marchó sin mirar atrás.
A solas con su cólera, Craso comenzó a trazar un plan de acción. Rogó que
Mumio hubiera sobrevivido, no porque ese hombre le importara en lo más mínimo,
sino porque deseaba castigarlo. Pese a que no era nada habitual despojar de sus
galones a un oficial superior, eso no detendría a Craso. La idea de ir incluso más allá
y ordenar su ejecución le atraía, pero descartó la idea muy a su pesar. Por muy idiota
que fuera, Mumio descendía de una familia de linaje. Setenta años atrás, su abuelo
cónsul había saqueado la ciudad griega de Corinto y la familia seguía teniendo
buenos contactos. Aunque Craso había sido nombrado comandante supremo de la
campaña contra Espartaco, no era un cargo inalienable y no era buena idea poner en
su contra a algunos miembros del Senado antes de lograr el triunfo.

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Le bastaba con humillar a Mumio degradándole de nivel ante sus soldados y
mandándole a Roma deshonrado, pero sus hombres pagarían por su cobardía. Sería
un castigo ejemplar al objeto de mostrar a todos los legionarios que semejante
conducta no se toleraba.
Craso frunció los labios de satisfacción.

Una vez se acabaron de construir los campamentos, los soldados de Mumio ya


llevaban varias horas al sol. No se les había permitido comer ni beber. Se había
ordenado a los primeros quinientos hombres, casi una cohorte entera, que
abandonaran el campo de batalla y que adoptaran la postura de firmes ante la entrada
principal del campamento de Craso. Con los músculos temblorosos del esfuerzo de
mantener la postura durante tanto tiempo, nadie se atrevió a protestar. Las armas que
no habían sido abandonadas habían sido confiscadas. Junto al montón de armas había
una pila plateada de cotas de malla. Una cohorte de veteranos con las espadas
desenvainadas tenía rodeados a los legionarios mientras que una veintena de
centuriones, incluido Caepio, patrullaban el interior del perímetro de un lado a otro
con el fin de asestar un golpe a cualquiera que se atreviera a relajarse un segundo. El
resto de los legionarios deshonrados, casi seis mil hombres, había sido dispuesto a la
derecha en bloques del tamaño de una cohorte. Mumio estaba al frente, sin casco y
desarmado.
Por orden de Craso, cien hombres de cada legión debían ser testigos del castigo
que iba a imponerse. En cuanto acabaron de montar los campamentos, los soldados
seleccionados se colocaron ante la sección principal de las tropas de Mumio y
formaron el tercer vértice de un gran cuadrado.
Informado de que el escenario ya estaba preparado, Craso dejó que los legionarios
pasaran casi una hora al sol. Quería que a su llegada todos los presentes, no solo los
soldados que habían huido, estuvieran cansados, quemados por el sol e incómodos.
Finalmente, a lomos de su mejor caballo, un brioso semental gris, Craso se dirigió a
la plataforma construida por los ingenieros en el último vértice del cuadrado, paralelo
al muro del campamento. Ante él se elevaba una pila de garrotes con clavos en los
extremos. Craso comenzó a subir los escalones acompañado de una breve fanfarria de
trompetas.
La música paró y el general comenzó a hablar en tono alto, proyectando la voz.
—¡Todos sabéis por qué estamos aquí! Algunos hombres, léase Mumio y sus
infames, van a recibir un severo castigo, al igual que sus camaradas. El resto de
vosotros estáis presentes para que entendáis que la cobardía mostrada por estos
supuestos soldados no puede tolerarse ni será tolerada. JAMÁS. Estáis aquí como
testigos para que todo el ejército sepa lo que ha sucedido hoy —explicó Craso,
consciente de la incertidumbre acerca de su destino que reflejaban los rostros de los
condenados—. Lucio Mumio Acaico, ¡preséntate ante mí!

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Mumio avanzó con paso elegante y se detuvo ante la plataforma.
—¡Señor! —saludó sin mirar a Craso.
—Te ordené que siguieras al ejército enemigo, pero que evitaras todo
enfrentamiento con las tropas de Espartaco. Sin embargo, en cuanto se presentó la
ocasión, iniciaste un combate y desobedeciste con ello mis órdenes. ¿Es así?
—Así es —respondió Mumio con voz queda—. Algunos esclavos esperaron
rezagados y…
—¡Silencio! No solo desobedeciste mis órdenes, sino que caíste en la trampa de
Espartaco y, cuando empezó la batalla, tus hombres demostraron ser unos cobardes
de primera categoría. Millares de ellos huyeron del enemigo dejando atrás las armas y
los estandartes. Los primeros soldados que regresaron estaban ilesos y constituían
casi una cohorte. Yo me pregunto, ¿llegaron a luchar en algún momento o huyeron al
ver a los esclavos del mismo modo que hicieron con Gelio y Léntulo? —inquirió
Craso con desdén. Mumio guardó silencio—. Las cohortes que regresaron después
sufrieron fuertes bajas y, aunque eso no es excusa para abandonar el campo de
batalla, al menos demuestra que no son unos completos cobardes —declaró Craso—.
Después me ocuparé de ellos, pero primero me ocuparé de ti. Lucio Mumio Acaico,
legado, o mejor dicho, ex legado. —Mumio levantó la cabeza con semblante afligido,
pero no sorprendido—. A partir de este momento quedas relegado del mando y sin
galones —declaró Craso—. Solo la memoria de tus gloriosos antepasados, hombres
mucho mejores que tú, impide que te imponga un castigo mayor. Te ordeno que
regreses a Roma de inmediato, donde deberás presentarte ante el Senado y explicar
tus acciones. Serán los senadores quienes decidan tu destino. ¿Te han quedado claras
mis órdenes esta vez? —preguntó con desdén.
—Sí, señor.
—Eso espero. ¡Sal de mi vista! —Cabizbajo, Mumio regresó a su puesto en las
filas—. El resto, con excepción de los primeros quinientos infames, se quedará sin
paga durante seis meses y recibirá armas nuevas para reemplazar las que fueron
abandonadas o se perdieron. —Craso constató la expresión de alivio de los que se
hallaban en las primeras filas—. Pero antes debéis jurar que jamás volveréis a soltar
la espada o la jabalina en plena batalla. Debéis jurarlo so pena de muerte. El que se
niegue será ejecutado. ¿Hay alguien que no desee tomar el juramento?
Nadie se movió.
Craso sonrió.
—Repetid después de mí: yo, soldado de Roma… —Cuando finalizó el
juramento, Craso se volvió hacia los hombres que tenía delante—. Por si no lo
sabíais, hijos de puta, el término «infame» es de origen espartano. Se acuñó para
describir al peor de los hombres, al soldado que no regresa con la armadura completa.
No solo abandonasteis las armas, sino que fuisteis los primeros en huir y dejar a
vuestros camaradas a merced del enemigo. Sois todos unos cobardes. ¡UNOS
MALDITOS COBARDES! —bramó fulminándoles con la mirada y desafiando a cualquiera

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a mirarlo a los ojos. Nadie lo hizo—. Solo hay un castigo que valga para hombres
como vosotros. ¡Seréis diezmados! —Sus palabras quedaron suspendidas en el aire
sofocante—. Es lo único que merecéis, gusanos —rugió Craso—. Merecéis ser
diezmados. —El público lo miró atónito, y los condenados, aterrorizados—. Os iréis
acercando en grupos de cincuenta y lo echaréis a suertes. Un hombre de cada diez
morirá apaleado por sus compañeros. En total, moriréis cincuenta. El resto deberá
montar las tiendas en el exterior del campamento hasta que yo ordene lo contrario.
Durante ese período os alimentaréis solo de cebada, como los caballos y las mulas.
Además, perderéis un año de paga y lucharéis en las primeras filas en los próximos
combates —concluyó Craso antes de mirar de un lado a otro—. Caepio, ¿dónde
estás?
—Aquí, señor —respondió el veterano centurión acercándose desde las filas de
los infames.
—Tú te encargarás de supervisarlo todo. Si un hombre no participa en el castigo
con el debido entusiasmo, debe sufrir el mismo destino que los diezmados. ¿Está
claro?
—Sí, señor.
—Ya puedes empezar.
Caepio se dio media vuelta.
—¡Ya habéis oído el general! ¡Que vengan cincuenta hombres en grupos de diez!
Las primeras filas comenzaron a avanzar arrastrando los pies y varios centuriones
las fueron dividiendo en grupos de diez. Caepio sacó una bolsa y la agitó con fuerza.
—Esta bolsa contiene nueve guijarros blancos y uno negro. Todos debéis sacar
uno. Evidentemente, el que saque el negro morirá —aclaró mientras abría la bolsa—.
¡Que pase el primero!
Instado por un centurión que blandía una vara, el primer soldado se acercó a
Caepio, metió la mano en la bolsa y sacó una piedra. Era blanca. Su rostro reflejó un
enorme alivio.
—¡Siguiente! —ordenó Caepio.
El segundo guijarro fue blanco.
Al igual que el tercero, el cuarto y el quinto.
Pero el sexto fue negro. El soldado lanzó un grito agónico.
—¡No te muevas! —ladró Caepio, y el soldado obedeció temblando de miedo
mientras el centurión señalaba la pila de garrotes—. Los demás, coged un arma y
venid aquí —ordenó—. Formad un círculo —rugió en cuanto estuvieron los nueve.
Los legionarios obedecieron y Caepio empujó al elegido al centro—. ¡Ya podéis
empezar! —Nadie se movió, nadie excepto el condenado, que cayó de rodillas y
empezó a rezar de viva voz.
—¡Se supone que no se crucifica a los ciudadanos romanos, pero os aseguro que
eso no será impedimento alguno para que ordene vuestra crucifixión! —vociferó
Craso con la vena del cuello hinchada—. ¡Matadlo! ¡Ahora!

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Al principio nadie reaccionó, hasta que un legionario corpulento dio un paso. Y
otro. Se le sumaron tres soldados y los cinco restantes se apresuraron a imitarles.
Todos acorralaron a su compañero, que suplicaba clemencia. Nadie respondió. Nadie
le miró a los ojos.
El legionario corpulento fue el primero en actuar. Asestó el primer golpe y el
condenado levantó el brazo derecho para defenderse. ¡Pum! El garrotazo le rompió
los huesos del brazo como si fueran ramitas, mientras que los clavos labraron surcos
escarlatas en su cuero cabelludo. El soldado gritó y cayó de espaldas.
—¡Júpiter, ayúdame por favor! ¡Ayúdame!
Los nueve soldados se abalanzaron sobre él como una jauría de lobos sobre una
presa y comenzaron a asestar golpes a un ritmo espeluznante, salpicándose de sangre
los brazos y las caras. Los alaridos de la víctima se tornaron rápidamente en un tenue
murmullo que pronto se apagó, pero los hombres seguían atacando. No pararon hasta
que Caepio se lo ordenó. Estaban jadeando y su expresión era de horror y rabia
demente. No era de sorprender, pensó Craso. Su camarada parecía un trozo de carne
mal despedazado por el carnicero. Las extremidades estaban dobladas en un ángulo
poco natural y sus facciones resultaban irreconocibles. Era una amalgama de carne
desgarrada, huesos rotos y dientes expuestos. Craso creyó distinguir trozos de seso en
algunos garrotes y la visión le resultó curiosamente gratificante.
—Dejad el cuerpo allí —ordenó—. ¡Siguiente!
Aturdidos, los primeros soldados fueron apartados del lugar y el siguiente grupo
fue obligado a ocupar su puesto. Todos sacaron el guijarro de la bolsa de Caepio.
Cuando llegó el momento de coger el garrote y hacer lo impensable, nadie protestó.
Los primeros habían iniciado el proceso y todos sabían que, si se resistían, acabarían
en la cruz. Al poco rato un segundo cadáver ensangrentado yacía junto al primero. Y
luego un tercero y un cuarto. Al acrecentarse el número de muertos, Craso ordenó
que se amontonaran los cuerpos en una pila, como carroña.
Y así sucesivamente durante más de una hora.
Cuando el último hombre fue apaleado hasta morir, se hizo el silencio entre las
tropas congregadas. Craso recorrió con la mirada las caras de los legionarios para
tantear su estado de ánimo. No vio resentimiento ni rabia en sus rostros, sino
resignación, repugnancia y miedo.
—Que esto os sirva de lección a todos —dijo señalando la montaña de carne
machacada y huesos rotos y el charco de sangre que se estaba formando a sus pies—.
Que corra la noticia. ¡Este es el final que le esperará a cualquiera que huya del
enemigo!

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14
Espartaco ya estaba harto de ver la gran isla de Sicilia, que llenaba todo el
horizonte oeste. Su rasgo más destacado era el promontorio que formaba la unión de
las costas norte y este, cerca del cual se hallaba el famoso remolino de Caribdis, que
succionaba a los barcos y su tripulación, y les deparaba una terrible muerte en el mar.
La isla estaba lo bastante cerca como para avistar algunas de las casas más grandes
cercanas a la costa, detrás de las cuales se elevaban varias montañas, cuyos picos
desaparecían en una neblina púrpura azulada al rozar el cielo. Las montañas le
recordaban a su Tracia natal. Un sabor amargo le recorrió la garganta. Sicilia estaba a
tan solo kilómetro y medio, pero tras más de dos meses de espera, parecía tan lejos
como la luna. Hasta los barcos mercantes que navegaban a un centenar de pasos de la
costa eran inalcanzables.
Al principio el tiempo pasó rápido y, gracias a la pantalla defensiva de infantería
dispuesta por Espartaco de lado a lado de la península y a la caballería que mantenía
despejada la carretera, las legiones de Craso no se habían esforzado demasiado en
alcanzar el cuerpo principal del ejército. En lugar de ello los romanos se dedicaban a
construir murallas y zanjas para acorralar a los esclavos en el istmo que se curvaba
hacia Sicilia. A Espartaco no le hacía ninguna gracia, pero le consolaba saber que
Carbo había cumplido su misión con éxito. El anuncio de que pronto llegarían varios
barcos pirata había elevado la moral. En cuanto sus dos mil hombres cruzaran el
estrecho y se hicieran con los barcos de grano, Espartaco ordenaría la evacuación del
ejército. Con la bendición de los dioses, Craso no sospecharía nada hasta que fuera
demasiado tarde.
El hecho de saber que la batalla no era inminente le había permitido relajarse un
poco y llevar una vida muy similar a la de Thurii durante el año anterior. Se dedicaba
a entrenar a las tropas y a recibir los informes de los oficiales que vigilaban a los
romanos. También pasaba horas con los de intendencia, para asegurarse de que las
raciones se dividían de forma equitativa, y con los herreros, puesto que algunos
hombres seguían sin estar bien armados. Había que seguir forjando armas cada día y
comprobar que se cogían todos los objetos útiles de las casas y granjas de la zona.
Espartaco no se relacionaba con Castus y Gannicus, que acampaban con sus hombres
a cierta distancia del ejército principal. El ejército ya se había dividido, pero no
importaba. Craso no estaba al tanto de este cisma y, una vez en Sicilia, carecería de
toda importancia. Espartaco trató de olvidar a la problemática pareja; ya había
malgastado demasiado tiempo en ellos y prefería pensar en su parte favorita del día,
cuando a última hora de la tarde disfrutaba de la compañía de Ariadne y Maron, que
crecía muy deprisa.
Espartaco también pasaba horas recorriendo la costa en busca del mejor lugar
para embarcar cuando llegaran los barcos pirata. La primera vez había logrado ir solo
tras escabullirse de la escolta de los escitas. Sonrió. La bronca de Ariadne a su

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regreso puso fin a sus paseos en solitario. Aunque Castus y Gannicus parecían estar
respetando la tregua, no podía descartar que trataran de atentar de nuevo contra su
vida. En cualquier caso, disfrutaba de la compañía de la pareja tatuada. Eran como
viejos amigos, pese a que hacía menos de dos años que se conocían. Le escoltaban
con discreción, siguiéndole a cierta distancia, de manera que tenía la impresión de
estar solo. Ese día estaba dando vueltas por enésima vez a las opciones de las que
disponía. Si las cosas salían según lo previsto, podría defenderse en Sicilia del ataque
de las fuerzas expedicionarias.
Sin embargo, su pesimismo aumentaba a medida que pasaban los días y se
tornaban en semanas. El otoño había llegado y se había ido, y había llegado el
invierno, que llevaba consigo el frío. Las bayas y otros frutos que crecían en los
arbustos de las laderas de las montañas habían desaparecido y las granjas de la zona
hacía tiempo que habían sido saqueadas. Espartaco empezó a preguntarse si el capitán
pirata se la habría jugado a Carbo y se habría largado con el dinero para no volver
jamás. Era improbable. Había que ser un necio o estar muy loco para rechazar
cincuenta veces ese importe por llevar a cabo una sencilla tarea. Espartaco suponía
que eso era lo que mantenía la moral de sus tropas. Volvió la mirada al sur en busca
de mástiles en el horizonte y, como siempre, no vio nada. Una bandada de gaviotas
que sobrevoló la playa pareció burlarse de él con sus agudos graznidos. Estaba
desanimado. Si Heracleo tenía previsto acudir, ¿dónde demonios se había metido?
¿Cuánto tiempo se necesitaba para encontrar unos malditos barcos y bordear la punta
de Italia?
Pensó en ascender de nuevo a la cueva sagrada situada frente a Caribdis para
hacer una nueva ofrenda a Escila, el monstruo de doce pies y seis cabezas que
vigilaba el estrecho, pero no. Dos ofrendas eran suficientes. Si los dioses pensaban
que estaba desesperado, podían volverse más caprichosos todavía.
Le rugió el estómago y recordó que no había comido desde el amanecer. Había
ordenado que se redujeran las raciones, pero sesenta mil hombres seguían ingiriendo
una enorme cantidad de pan cada día. Si Heracleo no aparecía en las próximas dos
semanas, se quedarían sin grano y se verían obligados a cruzar las fortificaciones de
Craso, una opción que no le apetecía contemplar.
Dio media vuelta para explorar el territorio que quedaba a su espalda. Como en la
mayor parte de la región costera, solo había una estrecha franja de terreno bordeando
el mar. A veces se ensanchaba medio kilómetro o un kilómetro, pero en algunas
partes no era más que una estrecha franja de arena. Casi toda la punta de la bota
estaba formada por colinas empinadas, cuyas cimas cubiertas de hayedos a menudo
quedaban envueltas por unas grises nubes bajas. Con los escitas pisándole los talones,
subió a una de las colinas más altas para inspeccionar el trabajo de las legiones. Los
romanos habían creado un cerco en una de las partes más estrechas de la punta, a
unos quince kilómetros al norte. Los soldados de Craso aprovecharon el terreno
inclinado y apenas necesitaron erigir defensas. El resultado era asombroso. Los

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esclavos habían construido una barrera de tierra en forma de V coronada por piedras
que doblaba la altura de un hombre. La superficie exterior de la muralla estaba
recubierta de estacas afiladas, que también forraban la profunda zanja que la rodeaba
por el exterior. Había catapultas en todas las murallas, vigiladas de día y de noche por
numerosos legionarios. Solo había una vía de entrada, un estrecho sendero que
obligaría a cualquier atacante a dirigirse hacia la punta de la V, donde sería aplastado
por ambos lados.
Espartaco estaba impresionado. Si se veía forzado a atacar, perdería a muchísimos
hombres, aunque menos que en un asalto frontal en terreno llano. Había siete legiones
en el lado oeste del extremo, cerca de su ejército, mientras que dos protegían la costa
este. No tenía sentido atacar por ese punto con la esperanza de sortear las defensas
enemigas, puesto que los exploradores de Craso, abundantes en la zona, harían
circular la noticia. Dondequiera que llevara a sus hombres, los romanos estarían
esperándolos, pensó Espartaco con pesimismo. Salvo en la cresta. En esa estrecha
sección solo había una legión.
Espartaco trató de borrar las sangrientas imágenes que acudían a su mente y
volvió a mirar el mar. Vio a un delfín saltar en el agua seguido de otro y después otro.
Contó ocho. Espartaco sonrió ante sus juegos traviesos y el evidente placer que les
producía nadar juntos. «Ellos sí son realmente libres».
Al principio no advirtió el mástil y las velas que surgieron detrás de los delfines.
Al verlo, el corazón le dio un vuelco. ¿Habrían respondido los dioses a sus
plegarias?
La voz gutural de Taxacis rompió el silencio.
—¡Un barco!
—Ya lo veo —respondió Espartaco manteniendo la calma.
—¿Es un… mercante? —preguntó Atheas.
—Habrá que esperar y ver —contestó Espartaco poniéndose de cuclillas. Quizá
fuera por los delfines, pero tenía un buen presentimiento.
Esperaron un buen rato. Nadie habló, pero el silencio era cómodo. Se
entretuvieron mirando a las gaviotas, que, atraídas por el mismo banco de peces que
los delfines, se lanzaban en picado al mar para pescarlos. Las que tenían éxito surgían
del agua triunfantes con un pez en el pico y chillaban indignadas si algún compañero
intentaba arrebatárselo. Finalmente la embarcación se acercó lo suficiente como para
poder identificar su forma. Espartaco contempló el largo perfil depredador con
entusiasmo evidente.
—Si eso es un barco mercante, ¡yo soy Marco Licinio Craso!
Atheas lo miró con los ojos entrecerrados.
—No. Tú ser… más feo.
Taxacis rio.
—No es lo bastante grande como para ser un trirreme. Debe de ser un birreme —
aventuró Espartaco.

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El barco estaba cada vez más cerca de la costa. Con entusiasmo creciente,
esperaron a que se colocara en paralelo a ellos. Tal y como pensaba Espartaco, tenía
dos remos, uno dispuesto encima del otro. La proa era puntiaguda y la popa
presentaba la típica forma redondeada. Una gran vela rectangular ondeaba del mástil.
Espartaco estimó que había unos treinta o cuarenta remeros a cada lado. En los
costados del barco también había otras figuras, pero lo que llamó la atención de
Espartaco no fue la tripulación, sino la artillería.
—¡Llevan catapultas en cubierta! —exclamó y empezó a dar saltos y a gritar—.
¡Aquí! ¡Aquí!
Los escitas le imitaron y al poco rato quedó claro que habían sido avistados.
Alguien vociferó una orden y el barco se detuvo. Recogieron los remos, echaron el
ancla y varios hombres subieron a un pequeño bote atado detrás del barco.
Espartaco miró a Atheas, que rozaba con los dedos la empuñadura de la espada.
—Seamos amables. No queremos asustarlos. Tú también, Taxacis.
Taxacis asintió, pero Atheas fingió estar ofendido, lo que le daba un aspecto
todavía más feroz.
—Yo… ¡siempre ser amable!
Por primera vez en semanas, Espartaco rio.
El bote no tardó en acercarse y, en cuanto estuvieron a poca profundidad, tres de
los cuatro piratas armados hasta los dientes bajaron de un salto. Liderados por un
hombre de corta estatura y tez oscura, caminaron por el agua hasta ellos.
—Buenos días —saludó el tracio con amabilidad.
—Buenos días —respondió el hombre de piel oscura mirándolo con suspicacia—.
¿Quién eres?
—Lo mismo podría preguntarte yo, amigo mío.
—Pero tú no tienes tres catapultas apuntándote —replicó el pirata sin molestarse
en mirar atrás para cerciorarse.
—Dado que tú has preguntado primero, responderé. Soy Espartaco el tracio.
Quizás hayas oído hablar de mí.
El pirata perdió un poco la compostura.
—¿Puedes demostrarlo? Seguro que la mitad de los bandidos de Italia afirman lo
mismo.
—No tengo necesidad alguna de demostrar quién soy. En la siguiente bahía hay
un ejército de sesenta mil hombres. Pregunta a cualquiera y te dirán quién es su líder.
La actitud del pirata cambió al instante.
—Es un honor conocerte. Yo soy Heracleo. Tu mensajero… Carbo, ¿verdad?, te
habrá hablado de mí. Nos conocimos cerca de Croton hace un tiempo.
—Así es. Y se supone que tú tenías que conseguir el máximo número de barcos
posible, pero solo has traído uno —comentó Espartaco sin mostrar su preocupación.
—Ha sido más difícil de lo que pensaba. El mercado de Delos está más activo que
nunca. Todos los capitanes andan como locos buscando esclavos para venderlos allí,

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pero no te preocupes, lo tengo todo controlado. Conozco a dos capitanes que navegan
por esta zona y les he enviado un mensaje para que nos encontremos al norte de aquí.
Dentro de un par de días regresaré con al menos un trirreme y otro birreme. Quizá
sean más, si la noticia ha corrido como espero.
Espartaco sostuvo la mirada de Heracleo durante varios segundos y el pirata no la
apartó.
«O el muy cerdo está diciendo la verdad o sabe mentir muy bien», pensó.
—Esperaba que trajeras más barcos, pero tres serán suficientes. ¿Cuántos
soldados caben en cada barco?
—¿Para una travesía corta como esta? —preguntó Heracleo al tiempo que hacía
un gesto con la mano en dirección a Sicilia como restándole importancia a la
distancia—. Los birremes pueden llevar a cincuenta personas, quizá sesenta. El
trirreme tiene capacidad para casi cien.
Espartaco hizo un cálculo mental rápido.
—Doce barcos me bastan para llevar a mis hombres a la otra orilla.
—Sí —asintió Heracleo antes de mirarlo con ojos avariciosos—. ¿Y el precio…?
—Sigue siendo el mismo —interrumpió Espartaco.
—Se me dijo que se me pagaría ciento veinticinco mil dinarii a mi llegada.
—A tu llegada con los barcos, pero yo solo veo uno.
Heracleo se humedeció los labios.
—Los otros capitanes querrán ver alguna prueba de tu… buena voluntad.
Espartaco no confiaba en el pirata, pero el hecho de que hubiera aparecido podía
ser una señal de que cumpliría su parte del trato. Lo mejor era mantenerlo contento.
Le gustara o no, tenía mucho más que perder él que Heracleo.
—Por ahora has sido honesto, así que como gesto de buena voluntad te daré
veinte mil denarii más. ¿Qué capitán se resistirá a ayudarnos cuando le entregues
parte de este dinero?
Heracleo se lo pensó un momento antes de deshacerse en sonrisas.
—Muy bien, gracias. ¿Cuándo me lo…?
—Espera aquí. Mandaré a unos hombres con el dinero enseguida.
Heracleo se frotó las manos y Espartaco le lanzó una mirada de advertencia.
—Si me la juegas, te perseguiré hasta matarte, aunque me lleve el resto de mis
días. ¿Entendido?
—Volveré. Tienes mi palabra —prometió Heracleo ofreciéndole la mano.
Satisfecho, Espartaco le dio la mano.
—¿Dices que volverás en dos días?
—Dos, quizá tres. No más.
—Bien. Te esperaré aquí.

Ariadne dejó a Maron al cuidado de la comadrona y se marchó con el cesto de la

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serpiente bajo el brazo. Dentro había colocado una pequeña ánfora de vino, una
gavilla de trigo y un racimo de uvas. La seguía a cierta distancia la escolta de seis
soldados que Espartaco había dispuesto para ella. Andaba sin rumbo fijo. Lo único
que buscaba era solitud. Vivir en el seno de un gran ejército era como vivir en una
ciudad, algo que no le gustaba y a lo que le costaba acostumbrarse. Los pueblos de
Tracia en los que se había criado no tenían más de unos pocos millares de habitantes.
Ni siquiera Cabila, la única ciudad, era grande. Allí solía rezar en el templo, pero
también tenía acceso a lugares aislados donde tenía la impresión de estar en otro
mundo y donde la voz de Dioniso no quedaba ahogada por el sonido de la gente.
Ariadne anhelaba el consejo de su dios. Hacía demasiado tiempo que no sentía
que la voluntad de Dioniso guiaba sus acciones. Espartaco estaba más convencido
que nunca de su objetivo, pero eso no significaba que no se equivocara. Desde su
regreso de Roma habían resuelto sus diferencias, pero había una distancia entre ellos
que no había existido antes. Espartaco solicitaba menos su opinión y ella le hacía
menos preguntas.
Ariadne creía que la causa de su malestar era que Espartaco anteponía el ejército
a ella y Maron. Por mucho que intentara suprimir ese sentimiento, rebrotaba una y
otra vez, como la mala hierba entre las losas. Necesitaba que su dios la guiara acerca
del mejor camino para el ejército, pero también para ella. ¿Debía intentar resolver sus
diferencias con Espartaco o sería más sencillo hacer lo impensable y marcharse?
Ariadne tropezó con una piedra y, al levantar la vista, descubrió para su sorpresa
que el campamento había quedado atrás y que se hallaba a los pies de la ladera
montañosa que conducía a la cueva de Escila. La imagen del monstruo acudió a su
mente y sintió un escalofrío. Había visto la entrada de la caverna desde la playa y no
era difícil imaginarse a Escila sacando una de sus siete largas cabezas para atrapar a
los incautos pescadores, navegantes o delfines. Había que ser idiota para atreverse a
entrar para comprobar si la leyenda era cierta. Ariadne se dispuso a tomar otro
rumbo, pero se detuvo en seco. No se había fijado por dónde iba y sus pies la habían
llevado hasta allí. ¿Quién era ella para dar media vuelta? Quizá Dioniso hubiera
guiado sus pasos.
Hizo acopio de valor y empezó a subir.
—¿Adónde vas? —preguntó nervioso uno de los guardias.
—¿Adónde crees?
—Allí arriba no es seguro. Baja, por favor.
Ariadne se sintió traviesa.
—¿Tenéis miedo?
—N-no, claro que no.
Observó los rostros de los guardias y ninguno estaba contento. Casi todos
parecían asustados.
—Quedaos aquí, si queréis.
—Pero Espartaco dice que no debemos dejarte sola.

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—Ya sé lo que dice Espartaco.
Ariadne siguió subiendo. Entorpecida por la cesta, avanzaba con lentitud.
El guardia volvió a insistir.
—Espartaco no querría que visitaras la cueva.
—A mí nadie me da órdenes —replicó Ariadne sin mirar atrás—. Hago lo que me
da la gana. Además, nadie te impide acompañarme.
Ariadne ignoró la discusión que estalló tras de sí. Al cabo de un rato miró atrás y
vio que la seguía uno de los guardias, el que había protestado. El resto se apiñó al pie
de la ladera como un grupo de ovejas asustadas. No le sorprendió. La superstición
regía las mentes de la mayoría de los hombres y si ella, toda una sacerdotisa de
Dioniso, estaba asustada, era normal que a unos simples soldados les diera pavor
acercarse a la cueva de un monstruo legendario. Apretó los dientes y se obligó a
respirar y seguir avanzando. Con cada paso incrementaba su convencimiento de que
estaba en el lugar adecuado.
La vista del estrecho y Sicilia resultaba todavía más impresionante desde las
alturas. El sol se reflejaba en el agua y convertía el mar en un espejo gigante, lo que
le impidió ver el birreme que zarpaba de la playa donde había estado Espartaco. Miró
al sur, pero la calima no le permitió ver el famoso monte Etna, cuyas erupciones se
atribuían a un temible gigante que habitaba en las profundidades del volcán. Pronto
tendría la oportunidad de verlo con sus propios ojos, se dijo.
Ariadne alcanzó la cima del promontorio antes de lo que esperaba. Estaba
cubierto de arbustos y había un estrecho sendero. No le sorprendió que el soldado se
plantara.
—No tardaré —anunció Ariadne por encima del hombro.
El soldado asintió nervioso.
El hombre debía de estar tan preocupado por lo que le diría Espartaco después
como por ser devorado por Escila, pensó Ariadne divertida. Pero su marido no tenía
por qué enterarse. Si ella no se lo decía, seguro que los guardias tampoco.
El sendero serpenteaba a través de la vegetación. Vio algunas huellas de sandalias
y eso la tranquilizó. Otra gente había estado allí antes, quizá para presentar sus
ofrendas a cambio de una travesía segura. Su teoría se confirmó cuando llegó al borde
del acantilado, donde descubrió un improvisado altar hecho de piedras, delante del
cual había ánforas, lámparas votivas, monedas y pastelillos. A unos pasos del altar, un
vertiginoso precipicio daba al mar.
Ariadne tuvo cuidado de no acercarse demasiado, pues una fuerte ráfaga de viento
podía arrastrarla al vacío. Un sendero peligrosamente estrecho conducía a la cueva,
pero no lo tomaría. Sería demasiado. No deseaba tentar más a los dioses de lo que ya
había hecho. No. Ese era el lugar adecuado para comunicarse con Dioniso.
Depositó el cesto en el suelo y se arrodilló ante el altar. Primero debía aplacar a la
criatura cuyo territorio había transgredido.
—Gran Escila, perdóname por acercarme a tu hogar. Lo hago con gran reverencia

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y respeto. —Acto seguido, abrió la cesta y la serpiente asomó la cabeza. Le habló con
suavidad y el animal le permitió sacar el ánfora, el trigo y las uvas, pero en su ansia
por presentar las ofrendas, Ariadne olvidó cerrar el cesto de nuevo—. Escila, te
ofrezco este vino en reconocimiento de tu poder y de tu derecho a capturar a los que
por aquí pasan. —Quitó el tapón y vertió un poco de vino en el suelo. La tierra
absorbió el líquido rosáceo y dejó una pequeña mancha como todo rastro—. Acepta
esta libación como señal de mi veneración. Te ruego que no te enfurezcas por
dirigirme a un dios desde aquí.
Ariadne dejó la pequeña ánfora en el suelo, cerró los ojos y esperó. A sus oídos
llegaron el silbido del viento, el graznido ocasional de las gaviotas y el estruendo de
las olas chocando contra las rocas al pie del acantilado.
Pasó un rato y no hubo respuesta. No fue devorada por ningún monstruo y el
suelo no se abrió a sus pies. Ariadne interpretó la falta de una señal como una
aceptación de la ofrenda por parte de Escila. Con suerte también significaba que no se
oponía a que solicitara la ayuda de Dioniso. Abrió los ojos y tomó la gavilla de trigo
en una mano y las uvas en la otra. Elevó la mirada al cielo.
—Dioniso, siempre seré tu humilde servidora, por mucho que a veces no lo
parezca. Últimamente no he dedicado suficiente tiempo a honrarte. Haber dado a luz
a un niño no es excusa. Suplico tu comprensión y perdón. Traigo conmigo símbolos
de mi devoción, ofrendas que sé que te placen —dijo antes de depositar con sumo
cuidado el trigo y las uvas en el suelo.
Otro silencio respetuoso. No hubo respuesta.
Ariadne confió en que ello fuera una señal de la buena disposición de Dioniso.
Tomó el ánfora una segunda vez.
—Te traigo vino de la mejor cosecha. Acéptalo como muestra de mi compromiso
hacia ti.
Cerró los ojos y esperó. Necesitaba una señal que le ayudara a decidir lo que
debía hacer. ¿Debía ir a Sicilia con Espartaco? Era imposible que el plan funcionara,
pensó amargamente. Desde el principio no le había hecho gracia la idea de reclutar a
piratas y sus dudas se incrementaron a medida que pasaba el tiempo y los barcos
brillaban por su ausencia. Si deseaba marcharse, tendría que atravesar las
fortificaciones de Craso. Una vez más vio en su mente la carretera flanqueada de
cruces. ¿Era ese el final que aguardaba a Espartaco? Rogó que no fuera así, pero no
logró disipar la imagen de su mente. ¿No sería mejor marcharse antes de que les
sucediera lo mismo o algo peor a Maron y a ella? Los romanos no mostrarían
compasión alguna con la mujer y el hijo de Espartaco. Pero si huía traicionaría a su
marido. Sintió que la embargaba la culpa.
Cuando oyó el movimiento tras de sí fue demasiado tarde y no tuvo tiempo de
levantarse.
El porrazo en la cabeza la impulsó hacia delante. Cayó de bruces y se golpeó la
frente en una piedra del altar. Aturdida, trató de recuperar el aliento. Alguien la

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agarró del cabello y la obligó a incorporarse. Intentó pedir ayuda, pero una mano le
tapó la boca por completo.
—Si gritas, puta, te tiro por el acantilado —susurró una voz—. ¿Entendido? —
Aterrorizada y furiosa, Ariadne asintió. «Por todos los demonios, ¿quién es este
hombre?»—. De todos modos, nadie te oirá. El guardia está muerto. —El hombre
retiró la mano y la obligó a tumbarse boca arriba y Ariadne pudo ver el rostro lascivo
de Castus—. Está muy bien que cuentes con la ayuda de tu dios, pero ¿cómo se te
ocurre andar sola por ahí? Te creía más lista —comentó el galo mientras le magreaba
los pechos con lujuria—. Qué bonitos. Están más grandes que antes.
Ariadne tembló de miedo.
«Me violará y después me tirará igualmente por el acantilado».
—¿A qué has venido aquí? ¡Contesta, zorra! —gritó y le dio un manotazo en la
cabeza.
—He venido a pedir consejo a Dioniso. ¿Y… y tú? —murmuró para ganar
tiempo.
—Quería aplacar a Escila. Si vamos a cruzar ese estrecho, necesitamos toda la
ayuda que podamos.
Ariadne percibió su miedo y no le sorprendió. Como casi todo el ejército, Castus
jamás se había subido a un barco.
—¿Te ha respondido?
Castus rio.
—¡Claro que no! —contestó antes de dejar la espada en el suelo y rasgarle el
vestido hasta la cintura con ambas manos—. Pero me da igual. Si muero ahogado,
¡iré a Neptuno sabiendo que me he follado a la mujer de Espartaco!
Ariadne trató de sacárselo de encima, pero Castus rio y le sujetó los brazos.
Intentó apartarlo a patadas, aunque fue en vano. El galo pesaba el doble que ella.
Tuvo que contemplar horrorizada cómo le chupaba los pechos y vino a su mente el
recuerdo salvaje de los abusos sufridos a manos de su padre y de Phortis en Capua.
Iba a sufrirlo todo de nuevo.
«¡Piensa! ¡Piensa!».
Giró la cabeza, pero lo único que vio fue el contorno de Sicilia, la isla que jamás
vería. En el otro lado solo estaban las ofrendas que había dejado ante el altar. Nada
que pudiera detener a Castus. La espada estaba demasiado lejos.
El galo le hurgó la entrepierna y notó su miembro endurecido contra el muslo.
Sintió náuseas, que se unieron al dolor de cabeza. Quería morirse. Deseó que la
hubiera empujado por el acantilado.
—¿Quién me iba a decir que me beneficiaría a la mujer de Espartaco? —jadeó
Castus.
Sus palabras fueron como una revelación para Ariadne.
«Soy la mujer de Espartaco. Eso es lo que soy. No puedo huir de eso».
Esa constatación le dio fuerzas renovadas para vivir. Para sobrevivir.

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Castus se detuvo para lamerle los pechos otra vez mientras la miraba con pura
lascivia. Ariadne olió su aliento fétido y le entraron ganas de vomitar, pero se obligó
a sostenerle la mirada. Cualquier cosa para demorar lo que estaba a punto de pasar.
—Hace tiempo que me deseas, ¿eh?
—¡Sí! ¿Qué hombre hay que no te desee? —exclamó y se bajó los pantalones—.
¿Estás preparada para una polla de verdad en vez de la salchicha a la que estás
acostumbrada? Seguro que hace tiempo que deseas probarlo —dijo y la embistió para
penetrarla.
Ariadne no podía seguir mirando y volvió la cabeza a un lado. «Por todos los
dioses, que se acabe pronto». Un leve movimiento captó su atención y casi se le para
el corazón. ¡La serpiente! Había salido del cesto y se había deslizado hasta una gran
piedra del altar. ¡Ojalá pudiese alcanzarla!
La diosa Fortuna intervino a su favor, pues Castus le soltó el brazo izquierdo a fin
de escupirse saliva en los dedos y frotarle la entrepierna.
—Cuando haya acabado contigo estarás tan mojada como una puta en las
Saturnales —gruñó y la embistió de nuevo.
Ariadne alargó la mano hacia la serpiente. Jamás había deseado tanto que la
obedeciera. Jamás lo había necesitado tanto.
El animal movió la cabeza y sacó la lengua en su dirección.
La polla de Castus le rozó la vagina y dio un respingo. El galo rio.
La serpiente se deslizó hacia la mano extendida. «¡Sí!». Corría el riesgo de que la
mordiera si se movía con brusquedad, pero debía intentarlo. Levantó el brazo y la
agarró. Asustada, la serpiente arqueó el cuello y abrió la boca. Ariadne la acercó al
cuello de Castus.
El galo reaccionó con velocidad sobrenatural, fruto de la desesperación y de los
años de gladiador, y evitó la mordedura. Se apartó horrorizado y tropezó. Ariadne
rodó a un lado y se puso de pie como pudo. Tras murmurar unas palabras
tranquilizadoras a la serpiente, se volvió. Castus ya se había levantado y Ariadne
sonrió con morbosa satisfacción, puesto que se hallaba a pocos pasos del borde del
acantilado.
—¿Estás preparado para morir, pedazo de escoria? —preguntó mientras avanzaba
hacia él con la serpiente en la mano.
Castus la miró aterrorizado. No tenía escapatoria.
—Si me muerde, ¡te arrastraré conmigo, puta! ¡Ambos cenaremos con Neptuno
esta noche!
El galo intentó agarrarle el brazo, pero Ariadne blandió la serpiente en su cara.
Castus dio un paso atrás, le resbaló una sandalia en el borde del acantilado y se quedó
con un pie suspendido en el vacío. Necesitó todas sus fuerzas para recuperar el
equilibrio y no caer.
Ariadne se estaba divirtiendo.
—Ahora ya no te lo pasas tan bien, ¿eh, cabrón? ¿Cómo prefieres morir,

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envenenado o aplastado contra las rocas? —Ariadne volvió a amenazarle con la
serpiente, que, enfurecida, trató de clavarle los colmillos en el brazo, pero Castus se
zafó de nuevo del animal. A Ariadne no le importó. Era imposible que el hombre
escapara—. ¡Tú eliges cómo prefieres morir!
Castus no respondió, sino que se limitó a prepararse para el siguiente ataque.
Ariadne no lo admitiría nunca, pero Castus era un hombre valiente. Sea como
fuere, había llegado el momento de poner fin a la situación.
—Hazlo por Dionisio —susurró a la serpiente, que se contorneó inquieta—.
Paciencia, la presa está lista.
Ariadne levantó la mirada. Esperaba ver miedo en el rostro de Castus, pero
descubrió algo muy distinto. Por mucho que intentara disimularlo, la expresión del
galo era triunfante. Tenía la mirada posada más allá de ella. Ariadne intuyó el
movimiento a sus espaldas y se apartó hacia la derecha, hacia el altar. Oyó una
maldición y vio a un hombre corpulento con una espada —uno de los seguidores de
Castus— que se abalanzaba hacia el espacio que había ocupado ella hacía un instante
y que, incapaz de frenar, caía al vacío con un grito desesperado.
Ariadne se incorporó y Castus pasó por su lado como una exhalación para
recuperar la espada del suelo. Presa del pánico, Ariadne se preparó para defenderse
con la serpiente como toda arma. No obstante, para su gran sorpresa, Castus dio un
paso atrás.
—¡Zorra loca!
Ariadne avanzó hacia él.
—¡Sí, pedazo de mierda! ¡Estoy loca! ¡Además, soy una de las elegidas de
Dioniso! —exclamó riéndose mientras la serpiente abría la boca y mostraba sus
colmillos letales.
Castus palideció y empezó a murmurar una plegaria al tiempo que retrocedía
hacia el sendero. Acto seguido, dio media vuelta y se fue.
Ariadne esperó con el corazón latiéndole con fuerza, pero Castus no regresó.
Después de tranquilizar a la serpiente, la metió en el cesto y cerró la tapa. A
continuación, se recompuso el vestido rasgado lo mejor que pudo y vertió el resto del
vino en el suelo mientras daba gracias a su dios con más fervor que nunca. Aguardó
un buen rato, pero no tuvo ninguna visión ni oyó sus sabias palabras. Ariadne no
sentía rabia, sino una enorme gratitud por seguir viva y lo que deseaba ante todo era
ver a Espartaco.
Su nombre despertó un recuerdo en su mente. Castus la había denominado la
mujer de Espartaco. Ariadne sonrió.
Dioniso por fin le había mandado un mensaje. Dos mensajes, de hecho.
En primer lugar, no iría a ningún lado, puesto que su deber era permanecer junto a
Espartaco, fueran cuales fueran las consecuencias. En segundo lugar, Castus no debía
sufrir ningún daño, pues en justicia debería haber muerto instantes antes. El hecho de
que no hubiera fallecido significaba que los dioses le protegían y que ni ella ni

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Espartaco debían intervenir en su destino.
Para su gran alivio, no era cierto que el soldado de su escolta estuviera muerto,
sino que había perdido el conocimiento del golpe recibido en la cabeza. Volvió en sí
con la ayuda de Ariadne, que había decidido que Espartaco no debía saber nada del
incidente e hizo jurar al hombre que guardaría silencio sobre lo sucedido y que
explicaría que su lesión era el resultado de una caída. El hombre aceptó sin dudarlo.
El mal genio de Espartaco era de sobra conocido por todos y un soldado que hubiera
incumplido su deber de proteger a Ariadne tenía los días contados.
Los guardias al pie de la colina respiraron aliviados cuando los vieron aparecer.
No dieron señas de haber visto a Castus, que debía de haber subido al promontorio
por el otro lado. Ariadne hizo caso omiso a las miradas que recibió su vestido rasgado
y cabello polvoriento. Con toda seguridad los hombres pensaron que era el producto
del trance demente en el que entraban las sacerdotisas de Dioniso al comunicarse con
su dios.
Cuando llegó a la tienda, Maron estaba dormido en la cuna y la vieja comadrona
dormitaba a su lado. Ariadne se cambió de ropa con sumo sigilo y se arregló el
cabello. A continuación se lavó la cara y se aplicó polvo de yeso para ocultar el
moratón en la frente. Después del horror vivido, resultaba extraño volver a la
normalidad. Bebió un poco de vino para calmar los nervios. Nadie sabría jamás lo
sucedido con Castus, especialmente su marido.
Para su gran sorpresa, Espartaco apareció en la tienda de forma repentina.
—¡Han venido! —gritó entusiasmado.
Maron se movió en la cuna y Ariadne le pidió que bajara la voz.
—¡Chisss!
—Perdón —se disculpó el tracio y acudió a su lado.
En cuanto estuvo segura de que Maron no se había despertado, miró a Espartaco a
los ojos. Estaba tan contento que no se percató de nada.
—Supongo que no te refieres a los romanos —le susurró Ariadne.
—¡Claro que no! He hablado con el capitán pirata con el que contactó Carbo.
Volverá dentro de un par de días con dos o tres barcos más. Una docena de viajes será
suficiente para llevar a los hombres al otro lado. Si todo va bien, los barcos de grano
estarán aquí en una semana.
Ariadne lo miró boquiabierta. No había pensado que existiera una salida a su
actual situación.
—Una semana —repitió con lentitud.
—¿No es fantástico? Craso no tiene barcos y no se dará cuenta de nada hasta que
nos hayamos ido. Cuando reaccione, Sicilia estará bajo nuestro control. Lo primero
que haré cuando llegue será establecer un sistema de vigías por toda la costa. Cuando
desembarquen los romanos, estaremos allí para devolverlos al mar —explicó antes de
besarla en los labios.
El firme convencimiento de Espartaco disipó todos los temores de Ariadne. Era

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un mensaje de los dioses, pensó. Un mensaje de Dioniso, cuya serpiente le había
salvado la vida. Los piratas volverían y huirían a Sicilia. El corazón le dio un vuelco
de alegría.
—Siempre he sabido que lo conseguirías —dijo al tiempo que atraía la cara de
Espartaco hacia sí.

Un día después

Craso oyó gritos y levantó la cabeza con el ceño fruncido. Había dado órdenes
explícitas a los guardias de que nadie le molestara. ¿No entendían nada esos idiotas?,
se preguntó enfadado.
—¡Me importa un comino! ¡Tengo que hablar con Craso ahora! —rugió una voz
familiar—. ¡Apartaos de mi camino u os pasaréis el resto de vuestros días cavando
trincheras!
—¿Eres tú, Caepio?
Craso dejó a un lado el papiro de tácticas militares que había estado redactando y
se levantó. La escritura le resultaba aburrida, pero esa campaña era una oportunidad
de oro para plasmar sus pensamientos, que serían publicados y venerados en el
futuro. Él mismo se encargaría de ello. En poco tiempo todos los hombres de Italia
conocerían los métodos expertos que había empleado para derrotar a Espartaco.
La tienda se abrió y el veterano centurión entró en el alojamiento ricamente
decorado. Se cuadró y saludó al general sosteniéndole la gélida mirada, algo que
enojó pero no sorprendió a Craso.
—Espero que se trate de algo bueno.
—Yo diría que lo es, señor —respondió comedido.
—Deja que lo adivine. Has capturado a Espartaco.
Una leve sonrisa se dibujó en el rostro arrugado de Caepio.
—Es bueno, pero no tanto.
—No me hagas esperar más. ¡Escúpelo ya!
—Una de nuestras patrullas localizó un barco pirata anclado en una bahía a unos
kilómetros al norte de aquí, señor. La tripulación estaba en la playa cargando
provisiones, agua y demás. El centurión ordenó el ataque y no solo lograron capturar
a los piratas, sino también el barco.
—Todo eso me parece muy bien, Caepio —masculló Craso—. Los piratas son
una verdadera plaga en el Mediterráneo y la pérdida constante de barcos mercantes
supone una sangría para Roma, pero ¿a qué viene esto ahora? ¡Tenemos cosas más
importantes de las que preocuparnos que un maldito barco lleno de piratas piojosos!
—Al registrar el barco encontraron varias bolsas de monedas —replicó Caepio
con enorme paciencia—. Más de diez mil denarii en total. Cuando se le preguntó al

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capitán de dónde había sacado semejante importe, el hijo de puta no quiso cooperar,
por lo que el centurión ordenó a sus soldados que encendieran una buena hoguera.
Cuando empezaron a chamuscarle los pies, cantó como un pajarito.
Caepio hizo una pausa para ver si el relato había despertado el interés de Craso,
que maldijo al centurión para sus adentros por tener razón.
—¿No nos explicó el espía algo así? —inquirió con fingida indiferencia.
—Así es, señor —respondió Caepio, que era demasiado listo como para recordar
al general que había tachado la información de pura fantasía.
—Continúa —ordenó Craso con brusquedad.
—Según el pirata, hace un tiempo le contactó uno de los hombres de Espartaco.
Un joven romano, dijo. Quizá sea el traidor del munus que le comenté, señor, el que
le atacó en Roma junto con Espartaco.
—Lo recuerdo —afirmó Craso con creciente interés—. Continúa.
—El romano le ofreció más de un millón de denarii por transportar a dos mil
soldados a Sicilia. Su misión era reunir tantos barcos como pudiera e ir al encuentro
de los esclavos.
Craso no pudo disimular más su excitación. El espía no había mentido.
—Por Júpiter, ¿hablas en serio?
—Sí, señor. Pocos hombres son capaces de mentir cuando les están quemando
vivos.
—Tienes razón —admitió Craso. «Sicilia. Qué inteligente. Seguro que está al
tanto de las rebeliones de esclavos»—. Pero ¿por qué tan pocos soldados? Hay dos
legiones en la isla. ¿Qué demonios pretendía hacer?
—Quizás Espartaco tuviera previsto hacerse con más barcos, señor. Sabemos que
ese cabrón es muy listo. Si está al corriente de la caótica situación de la isla, pensaría
que era posible.
Craso frunció los labios. De todos era conocido que el gobernador de Sicilia,
Cayo Verres, era un corrupto.
—Aunque desconozca la situación, es capaz de intentar cualquier locura. No tiene
nada que perder. ¿Y qué hacía esa rata pirata en la bahía?
—Estaba esperando a dos capitanes amigos suyos, señor. Un día más y hubieran
llegado, hubieran zarpado y no nos habríamos enterado, pero ya no será así. Los otros
piratas jamás sabrán por qué su amigo no se presentó ni se enterarán de la oferta de
Espartaco.
—¡Excelente, Caepio! —Craso felicitó al centurión con una amplia sonrisa.
Gracias a él su día acababa de mejorar mucho—. ¿Qué ha pasado con el capitán?
Deduzco que murió durante el interrogatorio, ¿no?
—Así es, señor. El centurión ordenó crucificar a toda la tripulación, quemó el
barco y tomó a los prisioneros como esclavos. También ha traído el dinero para
ponerlo a su disposición. Espero que ello sea de su satisfacción.
—De mi entera satisfacción —ronroneó Craso—. Asegúrate de que el centurión y

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sus soldados reciben su debida recompensa en efectivo.
Caepio asintió con expresión de aprobación.
—Muy bien señor. Me disculpo de nuevo por haberle molestado. —Olvidado su
mal humor, Craso hizo un gesto con la mano para restar importancia al asunto—.
¿Alguna cosa más, señor?
—Sí. ¿Tenemos alguna idea de cuánta comida les queda a los esclavos?
—Según nuestro hombre, hace dos semanas les quedaban provisiones para un
mes.
—¡Maldito sea! ¡Le dije que nos informara más a menudo!
—Es muy peligroso, señor. Allá donde construimos una fortificación, están los
hombres de Espartaco vigilando como pulgas a un perro. Vigilan de día y de noche.
A pesar de su indignación, Craso sabía que Caepio tenía razón.
—Si el cálculo es correcto, les quedan catorce días de provisiones. Es una muy
buena noticia. Y aunque saqueen todas las granjas de la zona, no encontrarán mucha
comida más.
—Tiene razón, señor. La tierra de esta zona es poco fértil. Es más apropiada para
el cultivo de olivos que cereales. Los graneros de las fincas tienen poco que ofrecer.
—Eso significa que debemos prepararnos para un ataque inminente —concluyó
Craso.
«Espartaco, tienes los días contados».

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15
Carbo recibió eufórico la noticia de la visita de Heracleo. La confianza depositada
en el pirata había dado sus frutos. Además, había demostrado su valía ante su líder
para cumplir la misión con éxito. ¡Conseguirían escapar de las legiones de Craso!
Navio, Publipor, Arnax y él habían dedicado horas a hablar de Sicilia. Navio conocía
bien la isla y su configuración.
—Espartaco ha tomado una buena decisión. Los latifundios en Sicilia son
inmensos y casi todos tienen varios centenares de esclavos, por lo menos. Los
esclavos agrícolas son tipos duros. Cuando se corra la voz y sepan que estamos allí,
acudirán en manada.
—Habrá más hombres que entrenar y será más trabajo para ti —comentó Publipor
con un guiño.
—No me importa. Cuantos más seamos, más legionarios podremos matar —
gruñó Navio.
Carbo se estremeció ante sus palabras, pero guardó silencio. Sabía que el apetito
voraz de sangre romana que sentía su amigo se debía a que había perdido a su padre y
hermano a manos de Pompeyo. Para Navio la guerra solo tocaría a su fin cuando
ardiera el Senado y Espartaco destruyera la República. Carbo pensaba que se trataba
de un sueño imposible, pero eso convertía a Navio en el soldado perfecto, mientras
que él luchaba por fidelidad a Espartaco. Creía en él y lucharía contra cualquiera que
le ordenara el tracio. Lo seguiría a cualquier lado. Lo quería.
Por eso estaba tan deprimido al amanecer del cuarto día tras la visita de Heracleo.
No había habido ninguna tormenta ni el tiempo había sido inclemente. Nada
justificaba la ausencia del pirata. Tampoco había barcos romanos que pudieran
haberlo ahuyentado o impedido anclar. Heracleo se había echado atrás, pensó Carbo
desolado. No le sorprendió que Espartaco le convocara a una reunión en su tienda.
Seguramente su líder deseaba interrogarle otra vez sobre el acuerdo alcanzado con el
pirata o bien castigarle.
Cuando llegó, Atheas y Taxacis le saludaron cordiales, pero Espartaco tenía cara
de muy pocos amigos.
—¿Me has mandado llamar? —preguntó Carbo.
—Sí.
El joven esperó impaciente, alternando el peso entre un pie y el otro.
—¿Se trata de Heracleo?
—En cierto modo, sí.
—Lo siento —se disculpó Carbo—. Jamás debería haber confiado en él. Es culpa
mía.
Espartaco cogió una bolsa de piel del suelo y se la entregó.
—Esta mañana una catapulta romana ha lanzado esto por encima de la muralla.
Mira lo que hay dentro.

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A Carbo se le hizo un nudo en el estómago cuando vio la mancha roja en la parte
inferior de la bolsa. Miró en su interior y reconoció, atónito, los rasgos céreos de
Heracleo retorcidos en una expresión de terror. Carbo sintió repugnancia al tiempo
que rabia y alivio.
—Quería asegurarme de que es él. Tú también crees que se trata de Heracleo.
—Sí. Esto significa que lo capturaron los romanos.
—Así es —respondió Espartaco con voz queda.
Carbo sintió ganas de gritar.
—¿Cómo puede ser? ¡Si no tienen barcos!
—Supongo que Heracleo paró en alguna playa a repostar agua y tuvo la mala
suerte de ser sorprendido por una patrulla. Quizá le interrogaron o quizás encontraron
el dinero. Sea como fuere, descubrieron el plan. ¿Por qué si no iban a matarlo y
lanzar su cabeza por encima de la muralla? Esta es la manera que tiene Craso de
decirme «jódete, Espartaco». ¿Se te ocurre mejor manera de enviar semejante
mensaje?
—No —murmuró Carbo.
—¡Es una lástima que no lográramos acabar con Craso en Roma! —exclamó
Espartaco golpeándose la mano con el puño—. Pero lo hecho, hecho está. Ahora
debemos centrarnos en el presente. Carecemos de medios para cruzar el estrecho.
Con todos los hombres que hay en este ejército de los oficios más diversos, ¡no hay
ningún armador! Ayer unos idiotas intentaron construir unas balsas, pero varios se
ahogaron y el resto tiró la toalla. Salvo que se te ocurra alguna idea brillante, solo nos
queda una opción. —Carbo negó con la cabeza—. ¡No te desanimes! No es culpa
tuya. Esa muralla asquerosa no nos detendrá. La romperemos a pedazos. Concentra
toda tu rabia en eso.
Carbo se animó un poco.
—¿Cuándo atacaremos?
—Mañana o pasado. No tiene sentido demorarlo más. Solo nos queda grano para
una semana, dos como máximo. Las murallas de Reghium albergan mucho grano en
su interior, pero hay que entrar.
—¡Nos encontramos en esta situación por tu culpa! —exclamó Gannicus, que se
dirigía a Espartaco con los escitas pisándole los talones—. Casi no nos queda grano
porque aquí no hemos hecho más que perder el tiempo.
—Veo que te ha llegado la noticia —comentó Espartaco.
—Solo un rumor. ¿Es esta la prueba?
—Así es. Este es el capitán pirata que tenía que traer los barcos.
—¿Cómo han podido capturarlo?
—No lo sé, pero poco importa ahora. Lo importante es que debemos hablar y
dilucidar la manera de salir de aquí.
—¡Desde luego que tenemos que hablar! —bramó Gannicus.
—¿Dónde está Castus?

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—No ha querido venir.
—¿Por qué?
—Está furioso. Dice que no sabe si podrá contenerse cuando te vea.
Espartaco lo miró con los ojos entrecerrados.
—Hubiera sido mucho más típico de él entrar aquí blandiendo la espada. —
Gannicus no respondió y Espartaco no preguntó más—. Supongo que a partir de
ahora preferís ir por vuestra cuenta, ¿no?
—¡Desde luego!
—¿Me ayudaréis al menos a cruzar las defensas romanas?
—Depende. ¿Cuál es el plan?
—La cresta es el único lugar accesible. El resto está protegido por nueve legiones.
Gannicus se atusó el bigote pensativo.
«Qué cabrones —pensó Carbo—. Castus y Gannicus esperarán tranquilos
mientras los hombres de Espartaco sufren todas las bajas».
—Puedo ofrecerte una cohorte de mis mejores hombres —contestó Gannicus al
cabo de un rato—. Eso es todo.
—Te lo agradezco —respondió Espartaco y, pese a ser consciente de que
malgastaba saliva, no pudo reprimir la siguiente pregunta—. ¿Y Castus?
—No te ayudará.
—¿Tiene miedo de decírmelo a la cara?
Gannicus se encogió de hombros.
—No lo sé. Está raro.
—¿Raro? —gritó Espartaco—. ¡La próxima vez que nos veamos será mejor que
vaya armado, aunque si es listo, no se acercará a mí!
—Ya se lo diré —contestó Gannicus con sorna.
—¿Sabes dónde está la cresta con las defensas romanas?
El galo asintió.
—Ordena a tus hombres que estén allí a medianoche. No más tarde. El resto
deberá seguirlos al amanecer. Cuando lleguen, todo habrá acabado, ya sea de un
modo u otro.
—¿Cuál es el plan?
—Iremos en cuanto anochezca. Lanzaremos un asalto frontal a gran escala por el
centro…
—¿Has visto sus defensas?
—¡Claro que las he visto! —espetó Espartaco.
—Medidas desesperadas para momentos desesperados.
—Pues te aconsejo que sigas el plan o acabarás en el Hades antes de lo que
piensas.
—¿Crees que eres el único estratega de este ejército?
Espartaco montó en cólera.
—Quizá no sea el único, pero está claro que soy el mejor. Tú y Castus no sabríais

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acorralar a un ejército de ciegos.
—¡Vete al infierno! Pues aquí te quedas. No pienso ayudarte. Cuando la cagues
en el asalto, ya iremos a acabar el trabajo por ti —espetó Gannicus antes de dar media
vuelta y marcharse.
—Bueno, al menos ya no tendremos que guardar más las apariencias —sentenció
Espartaco con voz queda.
Las bajas serían mayores, pero era un alivio haberse librado de ese par de
matones. Estaría mucho mejor sin ellos. Le sabía mal por sus seguidores, pero no
podía hacer nada al respecto.
«Con la ayuda del Gran Jinete, serán reemplazados en cuanto salgamos de aquí».
El día siguiente sería un infierno, pensó Carbo con un nudo en el estómago. Era
fácil imaginar la enorme cantidad de sangre que sería derramada mientras escalaban
la muralla controlada por miles de legionarios armados con jabalinas y catapultas.
—¿Estás listo? —preguntó Espartaco a Carbo.
El joven lo miró.
—Sí —respondió con talante tranquilo.
Puestos a elegir entre la posibilidad de sobrevivir y la certidumbre de la muerte,
Carbo prefería la primera opción.
—Esta noche me acompañarán treinta y cinco cohortes.
—¿Y Ariadne y Maron?
—Tú te quedarás aquí con tu unidad.
—No te entiendo.
—Una vez más, quiero que los protejas.
Carbo sintió una mezcla de alivio y culpabilidad.
—Pero yo…
—Esto es tan importante como estar en primera fila durante el ataque —
interrumpió Espartaco—. Por favor —suplicó.
Carbo tragó saliva. ¿Cómo podía negarse?
—Muy bien.
—En cuanto crucemos la muralla y estemos a salvo, enviaré a un mensajero. El
resto del ejército marchará bajo el mando de Egbeo. Nos veremos en el extremo de la
muralla.
—Muy bien —contestó Carbo con firmeza, orgulloso de que no le temblara la
voz.
—Saldremos al anochecer del lado este del campamento. Di a Navio que se
prepare —ordenó Espartaco antes de dar media vuelta.
Carbo estaba a punto de marcharse cuando recordó la cabeza de Heracleo.
—¿Puedo llevármela? —preguntó sosteniendo la bolsa—. El pobre diablo al
menos merece que enterremos esta parte de él.
—Tú mismo.
Carbo se marchó con el macabro trofeo.

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Ariadne se despertó cuando Espartaco regresó a la tienda. Exhausta después de
una noche en vela con Maron, había dormido buena parte de la mañana y se había
perdido la conversación con Carbo y Gannicus. La expresión sombría de Espartaco
fue como un jarro de agua fría.
—¿Qué sucede?
—Los piratas no vienen.
Espartaco le explicó lo sucedido con voz queda. Sin alterarse.
Ariadne sintió náuseas y se preguntó una vez más si debería haberse marchado,
pero en el acto se odió por ello.
—¿Estamos atrapados?
—¿Atrapados? —Espartaco rio feroz—. No más que un jabalí atrapado en la red
vieja y gastada de un cazador.
Ariadne no había visto las fortificaciones romanas en la cresta, pero había oído
hablar de ellas.
—Morirán muchos hombres.
—Sí —gruñó Espartaco—, pero eso no impedirá que crucemos. Nada ni nadie lo
impedirá. Y en lo que respecta a Castus y Gannicus, ¡que les jodan!
—¿No van a ayudarte?
Enfadado, Espartaco negó con la cabeza.
A Ariadne se le aceleró el pulso.
—¿Han estado aquí?
—Solo Gannicus. Castus no ha tenido las pelotas de venir a decirme lo que iba a
hacer.
«Estaba aterrado de que te hubiera explicado lo sucedido», pensó Ariadne
aliviada. Conocía bien a su marido. Si se enteraba, mataría a Castus sin
contemplaciones. Nada le habría gustado más que ver al galo morir desangrado frente
a su tienda, pero su posición era lo bastante precaria como para no tentar más la
buena voluntad de los dioses. Fuera cual fuera el motivo, Castus no debía ser
castigado esta vez.
Ariadne respiró hondo.
—¿Adónde iremos?
—Al norte.
Ariadne lo miró confusa.
—Podríamos ir a Samnium, al este de Capua. Los habitantes de la zona no sienten
devoción por Roma. Además, tienen buenas granjas que estarán llenas de grano.
—Craso nos seguirá.
—Sí, pero ese hijo de puta no puede marchar tan rápido como nosotros. Cuando
nos dé alcance, ya tendremos a miles de nuevos reclutas. —Sonrió confiado y le dio
un beso—. Será mejor que empiece a correr la noticia. Tenemos mucho que hacer
antes de que anochezca.
Ariadne ocultó su preocupación lo mejor que pudo y asintió. Había decidido

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quedarse al lado de Espartaco y así lo haría.
«Gran Dioniso, vela por nosotros». Después del modo en que la había salvado la
serpiente, sentía gran fe en su dios. Su resolución se tornó más fuerte. La muerte de
Heracleo no era más que un contratiempo. Iban a ganar y escapar de Craso.

Zeuxis fue el primero en ver a Marcion acercarse a la tienda mientras Arphocras


le pisaba los talones.
—¡Eh! ¡Se supone que hoy os toca cocinar a vosotros! Es casi la hora de cenar y
no habéis empezado siquiera.
El resto gruñó su aprobación. Marcion observó a sus compañeros, que estaban
tumbados alrededor de la hoguera limpiándose las uñas con el cuchillo o fingiendo
que limpiaban las manchas de óxido de las cotas de malla. No le sorprendió. Desde
que la esperanza de zarpar a Italia se había desvanecido, la moral de sus compañeros
de tienda había caído por los suelos, al igual que la del resto del ejército. Su humor
empeoró cuando recibieron la orden dos horas antes de que su cohorte iba a participar
en el ataque contra las defensas romanas de la cresta. Cuando el nivel de tensión era
tan elevado, era importante conservar la rutina, sobre todo en lo que a las comidas se
refería.
«Esperemos que esto les anime», pensó.
—¿Dónde puñetas has estado? —inquirió Zeuxis.
Marcion suspiró y dejó en el suelo el saco que llevaba sobre el hombro derecho.
—Eso está mejor.
—Te gusta bromear, ¿eh? —dijo Zeuxis con desdén—. Ya me encargaré yo de
borrar esa sonrisa de tu cara si la cena no está lista a tiempo. Seguro que el resto me
ayudará.
—¡Tiene razón! —gruñó Gaius—. Hay que comer bien antes de un combate.
Maldito sea el cocinero que no proporcione una… —transformó la palabra «última»
en una tos— buena comida para su contubernium.
Un silencio sombrío siguió a sus palabras. Gaius se sonrojó e hizo la señal contra
el diablo.
—Bueno —murmuró Zeuxis al cabo de un rato—. Aunque solo haya las gachas
de siempre, las queremos calientes y las queremos ahora. ¡Poneos manos a la obra!
Arphocras se volvió a colocar el saco en el hombro y se giró como si tuviera
intención de marcharse de nuevo.
—Si en tan mal concepto nos tenéis, me parece que nos vamos a quedar esta
comida para nosotros —dijo mirando a Marcion—. ¿Tú qué dices?
—Tienes razón. Aquí tenemos comida para una semana como mínimo.
—¡Alto ahí! ¿Qué lleváis en los sacos? —preguntó Zeuxis con repentina
curiosidad.
—No es gran cosa —contestó Marcion restándole importancia, pero todas las

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miradas estaban clavadas en él cuando abrió la bolsa. Con un gesto grandilocuente,
sacó un jamón entero—. Solo esto.
Sonaron varios gritos ahogados de sorpresa. Los soldados de las otras tiendas los
miraron celosos. Gaius silbó de admiración.
—Por todos los dioses, ¿de dónde habéis sacado eso?
Marcion no respondió, sino que miró a Arphocras, que sacó un gran queso
redondo que sostuvo cerca del cuerpo para que no lo viera el resto de los soldados.
—No hace falta que demos más envidia a los vecinos —comentó con una risita.
—¿Qué más tenéis ahí dentro? —preguntó Zeuxis glotón; su mal humor olvidado.
—Un tarro de garum y otro de aceitunas —respondió Arphocras—. Y Marcion
tiene un ánfora de vino.
—¡Sois un par de magos! —exclamó Gaius con una sonrisa de oreja a oreja.
—Sí —convino Zeuxis con una rara sonrisa mientras limpiaba el cuchillo—.
¿Vais a dejar que nos muramos de hambre mirando esos manjares?
Zeuxis no les había dado las gracias, pero a Marcion no le importó al ver el buen
humor generalizado.
—Al ataque.
Todos corrieron a hincar el diente. Al poco rato, lo único que se oía en la tienda
era a los hombres masticar y sus comentarios apreciativos. A Marcion le rugió el
estómago y recordó que hacía muchas horas que no comía. No le importó. Había
comida suficiente para todos. La vida seguía estando bien, pensó. Mañana sería otro
día.
No hubo conversación mientras los ocho soldados devoraban el festín. La comida
no tardó mucho en desaparecer. El ambiente se llenó de eructos satisfechos y pedos.
Los soldados estaban más contentos de lo que habían estado en mucho tiempo.
Zeuxis inclinó la cabeza en un gesto apreciativo hacia Marcion y Arphocras.
—Muchas gracias por esto. Si queréis, ¡mañana podéis volver a preparar la cena!
—¡No pienses que he olvidado que mañana te toca cocinar a ti, Zeuxis! —
respondió Marcion entre gritos divertidos.
—Anda, no nos tengáis más tiempo en ascuas —suplicó Gaius—. ¿Dónde habéis
conseguido todo esto?
Marcion contempló los rostros curiosos de sus compañeros alrededor del fuego.
—Veníamos hacia aquí para cocinar cuando hemos visto a una patrulla que
regresaba a sus tiendas. Parecían muy contentos, así que nos hemos quedado por allí
para averiguar por qué. Era obvio que habían encontrado una granja que no había
sido saqueada todavía. Como es natural, el oficial se ha llevado la mayor parte. Ha
ordenado a sus hombres que lo metieran en la tienda mientras él iba a informar a sus
superiores.
—¿Y no ha puesto a unos guardias a vigilar la tienda? —preguntó Zeuxis
incrédulo.
—Sí —respondió Marcion con una sonrisa—. Ha puesto a dos delante de la

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tienda.
Sus camaradas intercambiaron unas miradas de entusiasmo.
—Arphocras ha hecho guardia mientras yo abría un agujero por detrás y me
llevaba todo lo que podía.
—Por todos los demonios, menos mal que no os han pillado —dijo Zeuxis con un
silbido de admiración—. ¡Podríais haber perdido la vida!
—¿Has visto lo que somos capaces de hacer Arphocras y yo por unos cabrones
como vosotros? —preguntó Marcion—. ¡Os merecéis esto y más!
Se carcajearon y por un momento casi olvidaron que al amanecer volverían a
enfrentarse a la muerte. Casi.

Al atardecer del siguiente día, Espartaco ya había sufrido su primera derrota. De


las treinta y cinco cohortes que llevó hasta la cresta, solo habían sobrevivido cinco
mil soldados exhaustos. Más del doble había quedado atrás, desangrándose, chillando
y muriendo en las trampas mortales de las defensas romanas.
Espartaco se dio cuenta de que había subestimado la capacidad del enemigo para
construir fortificaciones y defenderlas con obstinada determinación. Agrupó a los
supervivientes de la manera más ordenada posible y los alejó de la carnicería, del
barro sangriento cubierto de cuerpos mutilados y armas abandonadas. El ambiente
apestaba a sangre, orina y mierda, y le dejó un sabor amargo en la boca. Al igual que
las burlas posteriores de los romanos. Una ballesta lanzó una última roca que aterrizó
en el suelo a cierta distancia de la retaguardia. Su propósito no era matar, sino
subrayar el alcance de la derrota. Los esclavos habían perdido más de dos tercios de
sus huestes, en cambio solo un centenar de legionarios había muerto.
Espartaco lanzó un escupitajo en la dirección de la roca. En nombre del Gran
Jinete, ¿qué había hecho mal? La marcha hasta la cresta se había desarrollado sin
incidentes y la jornada había ido bastante bien. La moral estaba alta y los hombres
habían reído y bromeado mientras hacían apuestas sobre la cantidad de legionarios a
los que mataría cada uno. Espartaco los había contemplado orgulloso, seguro de que
podían vencer al enemigo. La realidad del combate en el cuello de botella había sido
muy distinta. En retrospectiva, las defensas romanas le recordaron al sistema de pesca
del atún, para el que se usaba un complejo sistema de redes en las rutas migratorias.
La idea le hizo parar en seco. Una trampa. Había sido una trampa. Craso sabía de
antemano que iban a atacar. Seguro que se lo había dicho el mismo maldito espía que
había frustrado el intento de asesinato del general.
Soltó una maldición. ¿Por qué no había previsto que eso podía suceder? La
respuesta era sencilla. Lo único que había sabido ver era una vía de salida, una ruta al
norte, lejos de las diez legiones de Craso. Su obcecación por escapar no le había
permitido ver los peligros que les aguardaban en las defensas romanas. Sus tropas
habían cumplido sus deseos. A pesar del terrible número de bajas durante el primer

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ataque, no protestaron cuando les ordenó avanzar una segunda vez. Hubo menos
gritos y menos entusiasmo, pero habían avanzado con valentía hacia la nueva oleada
de proyectiles enemigos. Espartaco había visto el efecto de semejante ataque
concentrado de misiles en su época de auxiliar con los romanos, pero jamás había
estado en el otro lado. No podía culpar a sus soldados por derrumbarse y huir. Solo
un loco o un dios seguiría avanzando mientras sus compañeros morían a centenares.
Espartaco no había huido, pero al final se retiró. No había tenido otra opción. Un
puñado de hombres seguía con él y, si no se hubiera retirado, todos habrían muerto y
le habría hecho un favor a Craso.
Imágenes espantosas acudieron a su mente. Un soldado golpeado por la roca de
una catapulta cuyo cráneo se había partido en dos como la fruta madura. Todos los
hombres a diez pasos a la redonda habían acabado cubiertos de su sangre y tejido
nervioso. Una jabalina había alcanzado a un soldado justo en el borde de la cota de
malla y le había atravesado la cavidad torácica. Escupiendo espuma rosada y aullando
como un cerdo, el hombre tumbó a dos compañeros antes de que alguien pusiera fin a
su sufrimiento. Espartaco todavía oía en su mente el golpeteo constante de los
proyectiles de las hondas que chocaban contra los escudos o los gritos de los soldados
con un pómulo o la mandíbula rota por el impacto. Todavía podía ver la expresión
atónita del hombre cuyo ojo primero y cerebro después habían estallado bajo la
fuerza de un proyectil no más grande que un huevo de pájaro. Curiosamente,
Espartaco lo había reconocido como uno de los hombres de la tienda cuya
conversación estuvo escuchando a su regreso de Roma, pero no recordaba su nombre.
Los romanos habían dispuesto bien las catapultas y pintado marcas en el suelo
para afinar la puntería. A Espartaco le sorprendió el número de piezas de artillería del
enemigo. Cientos de esclavos debían de haber tirado de ellas como bueyes del arado
para transportarlas hasta la costa. Su presencia demostraba que Craso no solo era un
político astuto, sino también un general avezado. Aquella constatación hizo que
temiera todavía más el enfrentamiento contra las defensas romanas en el terreno llano
junto al mar. Sus tropas podían atravesar las defensas, pero dudaba que pudieran
resistirse a nueve legiones, al menos no sin la ayuda de los hombres de Castus y
Gannicus.
Espartaco apretó la mandíbula con frustración. Habría sido más práctico continuar
con los galos hasta el último momento. Consideró las opciones de las que disponía.
Dudaba de que Castus y Gannicus estuvieran abiertos a un nuevo acercamiento. ¿Por
qué iba a molestarse siquiera en intentarlo?, pensó con rencor al recordar el plan que
habían urdido para matarle. La rabia de entonces volvió a apoderarse de él. «¡Que les
jodan! ¡Lo haré por mi cuenta!».
«¿Dónde?», se preguntó, y su instinto le respondió en el acto: «La cresta». Tenía
que ser la cresta, pero si volvía a fracasar, Craso habría ganado la guerra. Sintió que
la furia se apoderaba de él. No dejaría que eso sucediera. Tampoco tenía mucho
sentido esperar. Con cada día que pasaba, la moral de las tropas se hundiría cada vez

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más y las posibilidades de escapar se desvanecerían por completo. Algunos hombres
habían empezado a desertar. Carbo los había visto con sus propios ojos. No
necesitaban a cobardes así, pero debía actuar rápido o el número de sus tropas
disminuiría todavía más. Y tenían que lograrlo antes de que el cabrón de Pompeyo
regresara de Iberia. Aunque se había negado a creer los comentarios de los
legionarios mientras se retiraban, habían sonado tan entusiastas que sospechaba que
debían de ser ciertos. El Senado se había impacientado con Craso. Pompeyo era el
eficiente general que había aplastado la rebelión de Sertorio y había desempeñado un
papel crucial en la guerra de Sila para hacerse con el control de la República.
¿Cuándo finalizaría su mala suerte? Pompeyo era un hábil estratega y sus legiones
tenían experiencia en la guerra. Según Navio, disponía al menos de seis legiones. Su
ánimo empeoró al imaginarse una batalla contra dieciséis legiones.
Cuando regresó al campamento, fue a ver a Ariadne, que soltó un grito de horror
al verlo entrar en la tienda. Sorprendido, Espartaco reparó en las salpicaduras de los
brazos y la cota de malla e imaginó que su cara ofrecía el mismo aspecto
ensangrentado.
—Estoy bien. No estoy herido.
Ariadne corrió hacia él.
—Los hombres dicen que han repelido vuestro ataque y que han muerto miles de
soldados. ¿Es cierto?
Espartaco asintió con expresión sombría y le explicó lo sucedido.
¿Era eso el principio del fin?, se preguntó Ariadne.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a ir tienda por tienda, hoguera por hoguera, para hablar con los hombres.
Tienen que entender que mañana no podemos fallar.
—¿Vas a volver a atacar tan pronto?
—Sí, tengo que hacerlo —respondió y vio la confusión en su rostro—. Los
romanos sabían que íbamos a atacarles. El espía debe de habérselo dicho. Atacar de
nuevo mañana e impedir que nadie se acerque a las defensas enemigas es lo mejor
que podemos hacer para evitar otra carnicería como la de hoy. Existe otro motivo por
el que debo actuar pronto. Algunos hombres están desertando. Además, dentro de
unos días nos quedaremos sin grano. Imagínate cómo estará entonces la moral de los
hombres —explicó Espartaco. Le tocó la mejilla y se alegró de que no rechazara sus
dedos ensangrentados.
—¿Y el espía?
Espartaco se encogió de hombros.
—Es como buscar una aguja en un pajar. Debemos mantener los ojos y los oídos
bien abiertos, y solo compartir las decisiones importantes con quienes deben estar al
corriente.
—Es tan frustrante… Ojalá pudieras hacer algo más.
El tracio volvió a encogerse de hombros.

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—Estoy pensando en enviar un mensaje a Craso.
Ariadne enarcó las cejas.
—¿Y qué le dirías?
—Que me acoja como su fides.
Ariadne lo miró como si hubiera perdido la cordura.
—¡Eso es como rendirse! ¿Qué pretendes con eso?
—En primer lugar, le obligaría a reconocerme como su igual. En segundo lugar,
podría convertirse en un aliado contra Pompeyo. Debe de estar muy furioso ante la
idea de que ese buscador de gloria le robe el protagonismo. ¡Imagina el poder de sus
ejércitos y el mío combinados!
Ariadne rio histérica.
—¡Craso jamás aceptará algo así! No dejaría que tus hombres se marcharan
libremente, ¡para él no son más que esclavos!
—Lo sé, pero eso le demostraría de forma clara que yo no le considero mi
superior. También odiaría saber que soy consciente de lo mucho que le fastidia que
Pompeyo haya sido invitado a la fiesta. ¿No crees que su rabia puede actuar a nuestro
favor?
—¡Preferiría clavarle un puñal en las costillas!
Espartaco sonrió. Siempre le había gustado su fiereza.
—¿A quién enviarás?
—A un prisionero.
—Es una lástima que no podamos enviar a alguien para matarlo.
—Jamás se acercaría lo suficiente a Craso.
—¿Y Carbo? Él es romano. Podría fingir haber desertado y que tiene información
útil para Craso.
Espartaco la miró con reproche.
—¡Eso sería como pedirle que se suicidara! Aunque estuviera dispuesto a
pedírselo, que no lo estoy, tiene otra misión mucho más importante que cumplir.
Ariadne estuvo a punto de preguntarle cuál cuando recordó haberle sonsacado ya
la información a Atheas en la batalla con Léntulo. Se sintió avergonzada de pedir a su
marido que mandara a Carbo, el más leal de los hombres, a una muerte segura cuando
su misión era protegerlos a ella y a Maron si las cosas se ponían mal. También se riñó
a sí misma por pensar en lo peor.
—Deberías comer algo —cambió de tema—. Y lavarte.
—Después.
—Pareces agotado. ¿Por qué no te tumbas? Dormir aunque solo sea una hora te
ayudaría.
—Ya descansaré cuando esté muerto. —Sonrió.
Los miedos de Ariadne surgieron de nuevo y lo atrajo hacía sí.
—No digas eso —susurró—. Eso no va a pasar.
Espartaco la abrazó con fuerza.

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—¡Todavía no! El Gran Jinete ha velado por mí hoy y volverá a hacerlo mañana
cuando me cobre mi venganza.
Ariadna notó un escalofrío al ver la rabia en sus ojos y por un momento casi
olvidó sus temores por él.
—Solicitaré la ayuda de Dioniso.
Espartaco esbozó una amplia sonrisa.
—Muchas gracias, vamos a necesitarla.

Espartaco estaba exhausto, más de lo que recordaba haber estado nunca. Le


dolían los músculos, le crujían las articulaciones con cada movimiento y tenía un
dolor de cabeza mucho peor que una resaca. Se había pasado la mitad de la noche
paseando por el campamento, alabando a sus soldados, engatusándolos e
inyectándoles energías renovadas. Había bebido vino con unos, discutido con otros y
echado algún pulso. Les había gritado, animado y amenazado, y les había advertido
del destino que les esperaba si no lograban atravesar el cerco romano. Espartaco
prometió que los lideraría desde la primera línea, como siempre. Nada, absolutamente
nada, le impediría abrirse camino entre las fuerzas romanas para su ejército. Al oír
sus palabras, los hombres le ovacionaron hasta quedarse roncos, incluidos los
agotados y ensangrentados soldados que habían luchado ese día en la cresta. Se fue a
la cama satisfecho de haberlo hecho todo. Ariadne continuaba despierta cuando
regresó a la tienda, pero Espartaco no tenía ánimos de hablar. Tras dormir un par de
horas, se levantó de nuevo. Eran al menos tres horas de marcha hasta la muralla
romana y quería llegar antes del amanecer, pues había mucho que hacer antes del
ataque. Después de despedirse de Ariadne con un beso y ordenar a Egbeo y Carbo
que fueran en la retaguardia con su mujer e hijo, se reunió con sus oficiales.
Desde entonces habían pasado al menos cinco horas. En circunstancias normales,
Espartaco hubiera maldecido la niebla porque dificultaba el avance y casi
imposibilitaba la batalla, pero el manto gris que envolvía las empinadas laderas había
sido una bendición porque atenuaba el sonido de la marcha y proporcionaba un buen
camuflaje a sus hombres, que se aproximaban a las trincheras romanas con los brazos
cargados de troncos. Además, la niebla cubría con su tupido velo la terrible realidad
del combate vivido el día anterior y solo permitía ver a los soldados los cuerpos
diseminados de sus camaradas muertos. Para amortiguar todavía más el horror de esa
batalla, Espartaco les había ordenado que caminaran con la vista al frente.
Había elegido cinco puntos de la muralla para iniciar el ataque. En cada punto,
debían rellenar la trinchera hasta ocupar idealmente un espacio de cien pasos para que
una cohorte completa tuviera espacio para atacar. Como era de esperar, el ruido del
ejército había alertado a los centinelas. Próximo al pie de la muralla, Espartaco oyó
los susurros de alarma y la búsqueda de un oficial previos a la orden de alto. Para
protegerse de los misiles, había ordenado a dos hileras de soldados que se colocaran

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delante de la zanja con los escudos uno encima del otro para formar una pared. De
este modo, los hombres cuya tarea era lanzar los troncos solo se exponían a los
proyectiles en el último momento, al soltar la carga en la trinchera.
La táctica funcionó. Cuando los oficiales romanos ordenaron lanzar varias ráfagas
de jabalinas, solo un puñado de los soldados de Espartaco resultó herido, y ninguno
muerto. Envalentonado, el tracio ordenó que llevaran las mulas. Los rebuznos
confundieron al enemigo, que corrió de un lado a otro de la muralla. Una nueva tanda
de jabalinas rebotó en los escudos de las primeras filas. Eso fue todo lo que sucedió
hasta que lanzaron un par de rocas con las catapultas, una de las cuales mató a dos
hombres y una mula, pero la niebla impidió que los romanos lo vieran. Los oficiales
enemigos decidieron actuar con prudencia y reservar la munición, lo que permitió a
Espartaco continuar con el proceso de llevar a las mulas hasta las trincheras y
matarlas. Sus cadáveres habían nivelado el terreno en tres de los puntos de asalto,
pero en los dos últimos continuaba habiendo un desnivel considerable.
Espartaco no lo dudó. La niebla empezaba a disiparse y el amanecer no tardaría
en llegar. Ordenó que se retiraran los escudos y que llevaran a los prisioneros a las
dos zanjas que quedaban por rellenar. Podría haber usado para ello los cuerpos de los
esclavos que habían sido abatidos el día anterior, pero hubiera sido contraproducente
para la moral. Además, tenía un plan mejor.
Los hombres corrieron a cumplir sus órdenes. Por regla general, Espartaco no
solía tomar prisioneros porque exigía vigilarlos y alimentarlos, pero de vez en cuando
tomaba alguno. Eso era lo que había sucedido una semana antes, cuando una patrulla
romana había sido enviada a espiar a los esclavos y se había encontrado con Pulcher.
Más de cien legionarios se rindieron y Espartaco decidió perdonarles la vida. En ese
momento se alegró de su decisión.
No tardó en ver a los primeros veinte legionarios, que surgieron de la niebla como
fantasmas. Una docena de soldados vigilaban sus movimientos. Los prisioneros
llevaban las manos atadas a la espalda e iban unidos por el cuello con una larga
cuerda que controlaba un oficial de Espartaco. Muchos tenían rasguños y moratones
en la cara, los brazos y las piernas a causa de las caídas sufridas durante el
interminable ascenso hasta la cresta. Estaban aterrorizados. No tenían ni idea del
motivo de su presencia allí, pero no podía ser nada bueno. Espartaco no se molestó en
hablar con ellos. Para él eran tan prescindibles como las mulas.
—Colocadlos en fila delante de la zanja.
Conscientes de pronto de su destino, los legionarios comenzaron a pedir
clemencia.
Espartaco hizo caso omiso de sus súplicas y los soldados empujaron a los
prisioneros hacia delante con los puños y las puntas de las espadas.
Una repentina ráfaga de viento levantó un poco la niebla y permitió a los romanos
ver a sus camaradas. Se oyeron gritos de horror, pero antes de que los legionarios
pudieran reaccionar, la niebla se aposentó de nuevo. Una lluvia de insultos cayó sobre

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Espartaco y sus hombres, aunque nada podía hacer el enemigo. Espartaco sonrió. Las
ejecuciones no solo enfurecerían a los romanos de la muralla, sino que infundirían
terror en sus corazones.
—¡Matadlos!
El suelo empapado de la sangre de las mulas se cubrió una vez más de rojo. Los
hombres de Espartaco aniquilaron con salvaje dedicación a los prisioneros, que
gritaban de pavor. Algunos murmuraban plegarias a sus dioses mientras otros
escupían maldiciones a sus verdugos por encima del hombro. Daba igual. Los gladii
atravesaban las espaldas de los prisioneros para surgir de nuevo por el pecho y el
estómago con las puntas escarlata. Un par de estocadas bastaban para infligir heridas
mortales. Los hombres de Espartaco iban empujando de dos en dos y de tres en tres a
las víctimas al hoyo, donde se retorcían y gemían mientras se desangraban. Todo fue
muy rápido.
—Traed al siguiente lote —ordenó Espartaco.
—¡Espartaco, hijo de puta! —gritó una voz desde la muralla—. ¡Por todos los
dioses, morirás mil muertes por esto!
Otros gritos se sumaron al suyo.
—¡Me cago en tu madre, si es que tienes! Al menos les damos un final rápido —
rugió Espartaco mientras sus soldados daban saltos y gritos de alegría.
—¡Como me llamo Gnaeus Servilius Caepio, te juro que tú no tendrás un final
rápido!
Una señal de alarma sonó en la mente de Espartaco.
—¿Qué haces por aquí, viejo?
—Nada. Simplemente estoy puliendo la espada y verificando que la legión que
traje aquí anoche está lista para repeler el ataque.
A Espartaco le dio un vuelco el corazón. ¿Acaso el espía había logrado hablar con
Craso o el centurión solo intentaba asustarlos? Miró a su alrededor y detectó los
primeros indicios de pánico en los ojos de sus hombres.
—¡Mientes, Caepio! ¡Sé que mientes! —gritó enfurecido.
—Si tan seguro estás, ¿por qué no subes a ver lo que os espera? —replicó Caepio.
—Eso haré en cuanto nivelemos las zanjas —anunció Espartaco al tiempo que
aparecía el segundo grupo de prisioneros—. ¡Matadlos! ¡Rápido! —ordenó.
Espartaco se acercó a la segunda zanja para verificar su llenado y tantear la moral
de los soldados. Al ver que también les había afectado el comentario de Caepio, la
rabia se apoderó de él. Había llegado el momento de poner en práctica otro plan.
Ordenó que no mataran al último prisionero, que, aterrorizado, fue obligado por los
escitas a caminar a empellones junto a Espartaco hasta la primera cohorte, que
esperaba a unos doscientos pasos de la muralla, fuera del rango de tiro de las
catapultas. Aguardaban en silencio, desplegadas el ancho de tres cohortes con los
centuriones en las primeras filas, detrás de las cuales el ejército se extendía más de
kilómetro y medio. Espartaco hubiera preferido desplegar a los soldados más a lo

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ancho, pero se lo impedían los hayedos.
La distancia que los separaba de la muralla no había evitado que les llegaran las
palabras de Caepio. Era obvio que las primeras cohortes también le habían oído.
Nadie coreaba el nombre del tracio ni golpeaba los escudos con las armas. Los
hombres que sostenían las escaleras no parecían nada contentos y pocos soldados se
atrevían a mirarlo a la cara, mientras que los oficiales que tenía a la vista gritaban o
reprendían a sus hombres.
Espartaco los contempló con resolución. Había llegado el momento de elevar la
moral de las tropas con una demostración salvaje de lo que les esperaba. De lo
contrario, el asalto estaba condenado al fracaso antes de empezar. Desenvainó la sica
y empezó a caminar a grandes zancadas por delante de las cohortes con Atheas y
Taxacis a sus talones empujando al prisionero ante ellos.
—¿Cómo me llamo? —gritó Espartaco.
—¡Es-par-ta-co! —gritó una voz conocida.
Espartaco inclinó la cabeza hacia Marcion.
—Muy bien. ¡Otra vez!
—¡ES-PAR-TA-CO! —aullaron más voces esta vez.
Continuó caminando y blandiendo la espada, cortando el ambiente gris y
pegajoso.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!
—Eso está mejor. —Sonrió a los soldados más próximos.
Siguió andando de arriba abajo hasta que las tres cohortes lo hubieron visto y
regresó al centro de la línea.
—¡Traed la cruz! ¡Ahora!
Todos lo miraron boquiabiertos y el prisionero palideció de terror.
Tras dar las órdenes pertinentes, un oficial y seis soldados, Marcion y Zeuxis
entre ellos, abandonaron sus posiciones y regresaron de inmediato. Marcion y un par
de compañeros llevaban dos grandes estacas de madera talladas toscamente que
habían preparado la noche anterior. La pieza más larga tenía un gancho de hierro
clavado en un extremo. El resto llevaba martillos, unos escalones de madera, cuerda y
bolsas de clavos.
—Colocadla allí, a unos treinta pasos de aquí —ordenó Espartaco—. ¡Rápido!
Los hombres se apresuraron a obedecer. Ataron varias cuerdas a la madera más
larga, tiraron de ella y la levantaron. Después acercaron los escalones y dos soldados
clavaron la estaca en el suelo.
El legionario los observaba aterrado, moviendo la boca sin articular palabra.
El poste vertical no tardó en estar clavado en el suelo a la profundidad de un
antebrazo.
Espartaco se volvió hacia el prisionero.
—¡Desnudadlo y crucificadlo!
—¡Soy ciudadano romano! ¡Por favor! ¡No podéis hacerme esto! —aulló el

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romano mientras le arrancaban la túnica y la prenda interior.
—¡Y una mierda! ¡Eres idéntico a todos los hombres que hay aquí! Comes, bebes,
respiras, duermes y cagas como nosotros —bramó Espartaco escupiendo saliva—.
¿Acaso no es este el castigo que nos impondríais vosotros? —inquirió. Miró a sus
hombres—. ¿Habéis oído? Esto es lo que nos espera si no vencemos hoy.
El legionario fue arrastrado chillando a pleno pulmón hasta el poste vertical y
tumbado sobre el travesaño. Un soldado se arrodilló sobre cada uno de los brazos
sosteniéndolos de modo que las muñecas y las manos quedaran expuestas. El oficial
al mando miró a Espartaco.
—¿A qué esperáis? ¡Adelante! —ordenó el tracio.
El oficial ladró una orden y Zeuxis colocó un largo clavo de hierro en el punto
donde los huesos del brazo derecho se unían a los de la muñeca. El prisionero gimió
de miedo y empezó a rezar a todos los dioses del panteón. Zeuxis levantó el martillo
y, sin pensarlo dos veces, golpeó el clavo con todas sus fuerzas.
—Esto es por Gaius —susurró.
Un alarido de dolor rasgó el ambiente, pero el martillo continuó golpeando una y
otra vez. Marcion desvió la mirada, aunque Zeuxis no se detuvo hasta que el clavo
estuvo a ras con la carne del legionario. Los alaridos del prisionero alcanzaron un
nuevo nivel cuando se repitió el mismo proceso en la muñeca izquierda.
Espartaco observó a sus hombres y le satisfizo ver la expresión de horror y
repugnancia de sus rostros. Era importante que captaran el mensaje, si no estaban
acabados. Llegaron varios gritos enfadados de la muralla. Habían cabreado a los
romanos, pero era inevitable.
—¡Madre! —sollozó el legionario—. ¡Madre, ayúdame, por favor!
La orina se escapó de su miembro encogido y salpicó a Zeuxis, que se apartó de
un salto bajo las carcajadas de sus compañeros. Ni Marcion pudo evitar una leve
sonrisa.
Zeuxis agarró el martillo otra vez y se acercó a la cruz.
—¿Puedo romperle las piernas, señor?
—No, déjalo —ordenó Espartaco—. Quiero a este desgraciado vivo para que
todos los soldados lo vean a su paso.
Decepcionado, Zeuxis dio un paso atrás. Marcion se preguntó si no hubiera sido
mejor dejar que se vengara. Nadie merecía morir de forma tan agónica, ni siquiera un
romano, pero él era un mero soldado raso sin poder de decisión.
—Regresad a vuestros puestos —ordenó el oficial. Los hombres le obedecieron
en el acto.
Espartaco dio la espalda al legionario crucificado y comenzó a pasear de nuevo
por delante de las cohortes.
—¡Observad su sufrimiento y aprended! La agonía de este perro puede durar dos
o tres días, quizá más. ¿Es esta la muerte que deseáis? ¿Queréis acabar vuestras vidas
suplicando a los romanos que os rompan las piernas para morir antes?

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Nadie se atrevió a contestar.
Espartaco se encaró con el soldado más cercano; sus rostros estaban tan cerca que
los cascos se tocaban.
—¡Respóndeme o te juro en nombre del Gran Jinete que te haré lo mismo!
—¡NO, SEÑOR!
Espartaco dio un paso atrás.
—Al menos este soldado sabe lo que quiere. ¿Y el resto de vosotros? ¿Es este el
final que deseáis?
—¡NO, SEÑOR!
Espartaco continuó avanzando y mirando a los ojos a todos los soldados a su
paso.
—¿Estáis seguros?
—¡SÍ! —rugieron.
El tracio continuó andando y retando a todos los hombres a contradecirle.
—¿Seguro? ¿Seguro?
—¡SÍ!
—¡ES-PAR-TA-CO! —vociferó Marcion y miró a Zeuxis, que se sumó al grito.
El nombre del tracio no tardó en ser coreado con fervor.
«Por fin», pensó Espartaco y golpeó la sica contra el escudo de un soldado.
—¡Más fuerte! —ordenó.
Los compañeros del soldado le emularon al instante, así como todos los hombres
de detrás y los lados.
—¡ES-PAR-TA-CO! ¡ES-PAR-TA-CO!
El ruido era ensordecedor.
Espartaco dejó que gritaran un rato. Quería que todos lo oyeran, que les bullera la
sangre, que sintieran ansias de combatir. Cuando vio la confianza renovada en sus
rostros, supo que había llegado el momento. Dio la señal y sonaron las trompetas. La
llamada a las armas era inequívoca.
La fanfarria fue replicada al otro lado de la muralla.
Espartaco retomó su puesto, con un escita a cada lado. Atheas cogió la escalera de
manos de un soldado y alguien entregó un escudo al tracio, que lo agarró con fuerza
contra el cuerpo. Miró a su alrededor. Atheas y Taxacis le sonrieron con su habitual
entusiasmo, mientras que detrás los hombres esperaban tensos, pero preparados.
—¡Cuando dé la orden, empezad a avanzar! ¡Ya!
Sus palabras se repitieron en un eco por toda la línea.
Espartaco se llevó a la boca el silbato de centurión que le colgaba del cuello y
sopló con todas sus fuerzas.
El agudo sonido se replicó por todas las cohortes.
—¡ADELANTE!
Espartaco comenzó a caminar con paso uniforme y sus hombres le imitaron.

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Recorrió con la mirada las murallas. Las catapultas y las ballistae empezarían a
disparar proyectiles en cualquier momento.
El objetivo de los romanos sería lanzar el máximo número de mísiles a los
esclavos antes de que alcanzaran la muralla. Y así fue. No tardó en distinguir el
crujido familiar de las cuerdas tirantes mientras las rocas eran cargadas, las voces
lejanas de los oficiales y la orden de disparo.
—¡Juntaos! ¡Escudos arriba! —bramó Espartaco—. ¡Seguid avanzando!
Los hombres caminaban hombro con hombro. Los de las primeras filas
levantaron los scuta para protegerse de los ojos a los tobillos, mientras que los de
atrás se protegieron las cabezas. Únicamente los que llevaban las escaleras carecían
de protección, porque necesitaban ambas manos para sujetar la incómoda carga.
Se acercaron al legionario crucificado. Tenía las piernas sucias de orina y heces, y
los ojos cerrados.
—Madre… —gemía al tiempo que cambiaba de posición para cargar el peso en
los brazos ensangrentados y, cuando no podía más, en los pies clavados.
«Pobre desgraciado», pensó Espartaco. Había cumplido su función, por lo que
pensó en atravesarle el estómago con la sica en cuanto pasara por su lado, pero al
final descartó la idea. Sus hombres debían ser conscientes de la brutalidad de
semejante muerte. «Te ruego que me depares cualquier destino menos este, Gran
Jinete», rogó Espartaco antes de seguir avanzando.
Los romanos esperaron a que se aproximaran diez pasos más y, acto seguido, el
espacio entre el ejército de esclavos y la muralla se llenó de piedras del tamaño de
una cabeza, de flechas con puntas metálicas de la longitud de un antebrazo y de
misiles más pequeños que un huevo lanzados por los honderos.
¡Zum! ¡Zum! ¡Zum!
Volaban a una velocidad espeluznante.
«Gran Jinete, te ruego que Caepio haya mentido sobre la legión. No permitas que
mi ejército sufra demasiadas bajas. Esta vez tenemos que ganar», suplicó Espartaco.
Cayeron con un ruido estrepitoso y un efecto devastador. Golpearan lo que
golpearan, ya fuera un hombre o un scutum, eran como el puño de un dios que iba
partiendo escudos, fragmentando costillas y aplastando cráneos y extremidades. Las
rocas caían con tal fuerza que, cuando mataban a un soldado, también aniquilaban al
de atrás, que antes de morir veía aterrado cómo estallaba la cabeza de su compañero.
Las flechas también eran letales, puesto que atravesaban los escudos, las cotas de
malla y la carne con gran facilidad. Después de chocar contra el primer hombre,
seguían su trayecto y herían gravemente a otros soldados o bien se clavaban en
escudos y los inutilizaban.
Las hondas eran mucho menos peligrosas. Casi todos los proyectiles rebotaban en
los escudos como el granizo sobre el tejado en una tormenta de verano, pero en
ocasiones atravesaban las pequeñas brechas entre los scuta y provocaban alaridos de
dolor cuando golpeaban las cotas de malla y, si el soldado tenía mala suerte, el

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impacto podía incluso romperle un pómulo o causarle la muerte si le daba en la
frente.
—¡Cerrad las brechas! ¡Seguid avanzando! —ordenó Espartaco, y volvió a hacer
sonar el silbato.
No podía desfallecer o los hombres se desmoralizarían.
Continuaron avanzando, pisando a los heridos y moribundos. Quedaban cien
pasos hasta la muralla. Ya no había árboles que les protegieran de los misiles
enemigos. Los legionarios cargaban las catapultas a la velocidad del rayo. Arrojaron
más piedras y flechas. Pronto se iniciaría la lluvia de jabalinas. «Ahora o nunca», se
dijo Espartaco.
—La cohorte a mi izquierda, que cruce la primera zanja. La cohorte a mi derecha,
la tercera. Mi cohorte tomará la del centro. ¡A LA CARGA!
Espartaco albergaba la esperanza de que los oficiales de las unidades restantes
recordaran que debían dirigirse hacia las otras dos zanjas. El tracio echó a correr y,
como siempre, empezó a contar los pasos. Contar le ayudaba a concentrarse y a
ignorar los gritos de los heridos, las maldiciones de los soldados que tropezaban con
obstáculos imprevistos y las plegarias de los que intentaban dominar su miedo.
Ochenta. Las jabalinas descendieron trazando un grácil arco. Tras alcanzar su
cénit, bajaron en picado con el firme propósito de herir o matar a los que estuvieran
desprotegidos. Espartaco levantó el escudo para protegerse la cabeza y rogó que la
piedra de una catapulta no le alcanzara en la barriga en ese preciso instante. Setenta.
Notaba un nudo en el estómago y el sudor que le recorría la cara hasta la boca sabía a
miedo. Un pilum chocó contra su scutum con un gran estrépito. La punta atravesó el
escudo y se quedó a un dedo del casco. Espartaco soltó una maldición y descartó el
escudo maltrecho. Cincuenta pasos.
«Corre, corre. El escudo del Gran Jinete te protegerá».
Cuarenta pasos hasta la pared. Se habían abierto brechas a ambos lados de la fila,
pero Espartaco no ordenó que se cerraran. Todo iba demasiado deprisa. Lo único que
importaba era llegar al pie de la muralla y huir de la mordaz lluvia de proyectiles.
Antes del próximo ataque de artillería tendrían un momento de respiro, tiempo
suficiente para subir las escaleras.
Por fin llegaron a la zanja, que solo parecía contener cadáveres de romanos, por
ser estos los que formaban la última capa de llenado. No todos estaban muertos. Aquí
y allá se movía un brazo o una pierna y una voz llamaba a un camarada o suplicaba
que alguien pusiera fin a su dolor. Espartaco les hubiera dado la estocada mortal, pero
no había tiempo. Cruzó el blando suelo en dos zancadas y volvió a encontrarse sobre
tierra firme.
Veinte pasos. Habían superado el rango de tiro mínimo de las catapultas, pero los
honderos redoblaron sus esfuerzos. Muchos soldados habían descartado los escudos y
facilitado el trabajo a las hondas y los pila. A pesar de ello, la primera fila de
Espartaco, compuesta en un principio de ochenta hombres, estaba dañada pero no

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rota.
—¡Colocad las escaleras! —ordenó Espartaco al tiempo que aceleraba en un
esfuerzo final.
Los escitas apretaron el paso para alcanzarle, al igual que el resto de los soldados,
que empezaron a lanzar insultos al enemigo. Diez pasos. Cinco. Espartaco chocó
contra la empalizada de la fortificación.
—¡Escalera!
Atheas ya estaba a su derecha hincando la escalera en el suelo. La apoyó contra la
pared, la sujetó y le invitó a subir con un gesto.
Espartaco contempló los scuta que seguían sosteniendo los hombres. Sin ellos, el
asalto sería más duro, pero era imposible subir con seguridad con semejante peso.
—¡Dejad los escudos! ¡Coged el del primer romano al que matéis! ¡Arriba!
¡Arriba! —gritó.
Cada vez había más escaleras apoyadas contra la barrera. Espartaco apretó los
dientes y empezó a subir. Esa era la parte más peligrosa. Contempló las estacas
puntiagudas que coronaban la muralla. Era difícil subir con una mano —en la otra
sostenía la sica— y fácil resbalar en un peldaño. Todavía más peligroso era el
enemigo que aguardaba arriba. Cuando ya había ascendido dos terceras partes de la
escalera, un legionario con un palo bifurcado apareció por encima de la pared y
comenzó a empujar la escalera con tenacidad.
«¡Mierda!». Espartaco notó la adrenalina que le subía por las venas y ascendió un
par de peldaños más. El peso de su cuerpo en movimiento dificultó la tarea del
romano, que soltó una maldición y se puso de puntillas para empujar mejor.
Espartaco comenzó a inclinarse hacia atrás. Subió un peldaño más y trató de embestir
al legionario con la sica. La hoja resbaló en la cota de malla sin herirlo, pero al menos
lo distrajo unos instantes de su empeño.
Espartaco subió otro peldaño y miró a la derecha para descartar que hubiera un
legionario dispuesto a atravesarle la axila con un arma. Volvió a levantar la sica y
golpeó al legionario. La hoja curva casi le partió en dos. Dividió el tronco y dejó
expuestos los músculos seccionados, las blancas costillas y el azul violáceo del
corazón. Una ducha de sangre cubrió a Espartaco cuando saltó sobre la pasarela. El
cuerpo del romano cayó hacia atrás y salpicó a los soldados de abajo.
El corazón le dio un vuelco de alegría al constatar que no eran más de cinco mil
legionarios. Caepio había mentido. El espía no había logrado advertir a Craso.
Después del combate del día anterior, el enemigo había dado por supuesto que los
esclavos habían tenido suficiente. «Pues está muy equivocado». Espartaco descubrió
un scutum apoyado contra la pared y lo cogió. Al volverse, un legionario se abalanzó
sobre él desde la derecha y tuvo el tiempo justo de levantarlo. Los escudos chocaron
entre sí con fuerza.
Espartaco apuntó a los ojos del romano, pero este adivinó sus intenciones. La sica
golpeó el borde de hierro del escudo y saltaron chispas. El legionario embistió con el

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gladius y el tracio lo esquivó desesperado, la espalda pegada a la muralla, sin apenas
espacio para maniobrar. El romano tenía todas las de ganar, puesto que no corría
peligro de despeñarse, mientras que Espartaco se arriesgaba con cada golpe a caer al
vacío.
Apretó la mandíbula. Si no lograban superar la muralla, el asalto fracasaría.
Protegiéndose el hombro izquierdo con el scutum, avanzó un paso. Pam. Pam. Las
espadas rebotaron contra los escudos. Espartaco siguió empujando con el scutum y la
sica. Uno, dos. Uno, dos. Obligó al legionario a retroceder un paso. Dos pasos.
Intercambiaron varios golpes hasta que el romano trastabilló con un pilum
abandonado en el suelo. Espartaco se abalanzó sobre él como un halcón sobre su
presa, lo embistió y el legionario cayó de culo con un grito de sorpresa. Lo último
que vio antes de morir fue la hoja del tracio que apuntaba a su boca abierta. El
romano murió atragantado de hierro y sangre.
Espartaco notó una leve brisa por encima de la cabeza y se echó atrás por instinto.
Sus reflejos le salvaron de que un pilum se le clavara en el cuello. En lugar de ello, la
jabalina sobrevoló la empalizada sin provocar daños. Abajo, los soldados estaban
arrojando lanzas pese a que podían dar a los suyos. Espartaco los contempló
exultante, puesto que eso significaba que los oficiales enemigos daban por perdida la
batalla en la pasarela. Se asomó por la muralla y vio al menos cinco escaleras.
—¡Vamos! —rugió a sus hombres—. ¡Soy yo, Espartaco! ¡Estos hijos de puta
están retrocediendo!
Sus palabras fueron recibidas con gran entusiasmo.
Cuando se volvió, Taxacis estaba a su lado sonriente y la cabeza de Atheas ya
resultaba visible por encima de la empalizada.
—¿Por dónde… ir? —preguntó Taxacis—. ¿Izquierda… o derecha?
A la izquierda había un enorme grupo de soldados enemigos, entre los que
vislumbró el penacho escarlata de un centurión: Caepio. «No lograremos pasar por
allí lo bastante rápido». Espartaco señaló unos escalones a la derecha.
—¡Por allí!
Seis legionarios bloqueaban el paso, pero ante ellos había un espacio de unos diez
pasos de ancho donde cada vez se acumulaban más soldados que habían subido la
empalizada. Corrió hacia allí con los escitas detrás.
—¡A las escaleras! ¡Matad a esos cabrones! ¡AHORA! —ordenó a los soldados,
que obedecieron en el acto.
Espartaco los siguió. El resultado del asalto seguía siendo incierto, pero tenía un
buen presentimiento.

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16
A pesar de su fortuna, Craso era un hombre de gustos moderados. Desear dormir
en una cama cómoda no era pedir mucho. Se suponía que el colchón que tenía en sus
aposentos era de muy buena calidad, de hecho grosor no le faltaba, pero lo odiaba con
toda su alma. Al principio, cuando partieron de Roma, le había parecido bien, pero ya
tenía más bultos que el jergón de paja del más pobre de los pobres. Por ese motivo
Craso se despertó tan temprano, una hora antes de romper el alba. Enojado, frunció el
ceño y la mueca afeó su atractivo rostro. No tenía más remedio que aguantarse. Era
imposible que encontrara un colchón mejor por los alrededores. Por lo que había
visto, Bruttium no albergaba más que poblados primitivos y latrones. Además de a
Espartaco.
Craso decidió no pensar más en el colchón, pero seguía irritado. Estaba harto de
seguir en esa región de mierda. Era gracioso pensar que al principio se había alegrado
de llegar a Bruttium y de disfrutar de su brisa marina después del calor asfixiante de
Campania y Lucania. Nadie podía negar que su paisaje agreste y montañoso era
magnífico y que las vistas de Sicilia eran espectaculares, pero cuando el otoño cedió
el paso al invierno, estas lindezas quedaron empañadas por las eternas semanas de
nubarrones, aire húmedo y lluvia frecuente.
Craso no solo anhelaba poner fin a la campaña porque quería aplastar a
Espartaco, sino porque quería volver a casa. En la capital gozaría del cálido sol
invernal y de la veneración del pueblo romano. Podría finalizar sus memorias de la
campaña, que pondrían de manifiesto el modo en que su extraordinario liderazgo le
había concedido la victoria sobre los esclavos. Su nombre estaría en boca de todos, en
los baños públicos y en los mercados, y sería vitoreado allá donde fuera. Entonces
Craso vio la carta que había empezado a redactar y su momentáneo buen humor se
desvaneció. ¿Tendría tiempo de cumplir su misión antes de la llegada de ese
arrogante piquito de oro de mierda? Cuando le llegó la noticia de que la asamblea
romana había decidido solicitar a Pompeyo, su eterno rival, que regresara de Iberia,
Craso no había dado crédito a sus oídos. ¡Menuda desfachatez! ¡Malditos plebeyos!
A pesar de que a los senadores no debía de entusiasmarles la idea de que un
general tan prominente regresara a Italia con sus legiones, habían aprobado la orden.
Eso jamás habría sucedido si él hubiera estado allí, pensó Craso furioso. Sus
seguidores en el Senado no eran más que un puñado de aduladores incapaces de
organizarse o rebelarse contra la aprobación de ese decreto. ¡Pomposos hijos de puta!
¿Por qué no podían dejarle hacer su trabajo bien? Solo llevaba unos meses al mando
del ejército de la República.
Sus tropas ya habían demostrado su valía y plantado cara a los esclavos en la
primera batalla. Si bien era cierto que las legiones de Mumio habían huido en
desbandada, el castigo había sido ejemplar. Hacía más de un siglo que nadie
diezmaba unas tropas y el éxito de la táctica había sido rotundo. Además, tenía a

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Espartaco acorralado en la punta de la bota, ¡y le había impedido escapar a Sicilia! Y,
aún mejor, el día anterior los legionarios habían repelido el asalto de los esclavos en
la cresta. Según Caepio, el enemigo había sufrido más de diez mil bajas, una porción
considerable del ejército de Espartaco. El fin estaba cerca.
¡Aunque el tracio no se daba por vencido! Craso enrojeció al recordar al inmundo
legionario que se había presentado ante él la noche anterior. Al principio no quiso
creer la historia del soldado, pero era cierto que había sido prisionero del enemigo.
«¿Cómo se atreve a pedir algo así? ¿Cómo voy a conceder la condición de fides a
un salvaje como él? ¡Qué descaro!», se preguntó mirándose en el espejo de bronce
situado a la derecha de la mesa.
«Tranquilízate», se dijo. Esa era la reacción que esperaba provocar en él ese hijo
de puta. Su propuesta solo pretendía aguijonearle y lo había conseguido. Craso
respiró hondo y recordó cómo, en un esfuerzo sobrehumano, había logrado
contenerse y no había ordenado la ejecución inmediata del desafortunado mensajero.
«Déjalo —pensó—, déjalo igual que dejaste vivir al legionario». Transcurridos unos
instantes, se sintió más tranquilo.
No obstante, no pudo evitar que una ínfima parte de su ser imaginara lo que
sentiría liderando un ejército combinado de más de cien mil hombres contra Pompeyo
con el fin de hacerse con el control de Italia de una vez por todas. La República y casi
todos sus senadores estaban debilitados. Como en tiempos de Sula, necesitaban un
líder fuerte y él era el hombre indicado. Había nacido para ello. Por desgracia, no era
el momento apropiado. El pueblo romano jamás le apoyaría, no permitiría que un
ejército de esclavos le ayudara a controlar su destino. Craso torció el gesto. De todos
modos, jamás podría confiar en un hombre como Espartaco, ¿un tracio?, ¿un ex
gladiador? Ni siquiera iba a dignarse contestar. Su silencio comunicaría a Espartaco
todo lo que tenía que decirle.
Craso volvió a pensar en la campaña y su frustración aumentó. Todo se reducía a
Pompeyo y a si sería capaz de lograr la victoria antes de que ese gilipollas apareciese
con sus legiones. Para poner fin a la rebelión, Craso necesitaba forzar una batalla cara
a cara con Espartaco en los próximos días, aunque desde un punto de vista táctico lo
más inteligente sería esperar. Sus hombres estaban a salvo detrás de las defensas y
contaban con jabalinas y munición suficientes para las catapultas. Además, disponían
de abundante grano y carne, y cada día recibían alimentos frescos de la Via Annii,
mientras que los hombres de Espartaco se estaban muriendo de hambre poco a poco
en la tierra yerma que conducía a cabo Caenys, el punto más meridional de Italia.
Todo lo que tenía que hacer era esperar a que Espartaco y sus hombres hicieran
acopio del valor suficiente para intentar romper de nuevo el cerco. Debilitados por el
hambre, desmoralizados por la derrota anterior, los esclavos serían masacrados y
acabaría con el problema de un plumazo.
Pero ¿qué sucedería si la batalla no tenía lugar hasta dentro de un mes? Los
mensajeros enviados en busca de Pompeyo habían partido diez días antes y ya se

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habrían puesto en contacto con él. Craso soltó una maldición y clavó la pluma en la
mesa con tanta fuerza que rompió la punta. Pompeyo podía aparecer con su ejército
en un plazo de entre seis y ocho semanas.
Craso no tenía más remedio que mover ficha y obligar a los esclavos a enzarzarse
en una batalla, pero no sería fácil. Espartaco era un general astuto que no solía
cometer errores. Craso esbozó una lenta sonrisa. Un asalto nocturno podía ser la
respuesta. La mayor fuerza de Espartaco radicaba en su caballería. Craso tenía menos
jinetes que el enemigo y eran de inferior calidad, aunque odiara reconocerlo. Una
cohorte de legionarios cuya única misión fuera sembrar el pánico y hacer daño a los
caballos de Espartaco podía tener éxito. Tendría gracia que usara con el tracio el
mismo truco que había empleado él contra las tropas de Glabro, se regodeó Craso.
Asimismo, tenía claro a quién usaría para esta misión: los soldados deshonrados de
Mumio no desecharían semejante oportunidad de redención. Además, no tendrían que
descender por un acantilado con lianas, sino solo acercarse sin ser vistos a los
caballos del enemigo. Si tenían éxito, la perspectiva de un combate cara a cara sería
muy atractiva. Los esclavos estarían desmoralizados tras tantos reveses, mientras que
los legionarios preferían luchar a arriesgarse a ser diezmados. Sin la caballería
enemiga, la victoria sería suya. Craso visualizó la escena. Pompeyo llegaría
demasiado tarde y la gloria sería suya.
Volvió a mirar la misiva. ¿Merecía la pena acabarla? Se planteó lanzarla al
brasero y borrar para siempre la petición que en ella hacía, pero venció su lado más
prudente. Debía mandarla. Para cuando fuera recibida en Roma y se actuara en
consecuencia, ya habría aplastado a Espartaco como a una cucaracha. Craso depositó
la carta en la mesa, alisó el papiro y buscó otra pluma antes de leer lo que había
escrito.
«Al Senado de Roma. Yo, Marco Licinio Craso, comandante del ejército de la
República, os remito mi más leal saludo».
Craso hizo una mueca. Si pudiera, proscribiría a más de la mitad de los senadores,
pero en lugar de ello debía fingir que respetaba su decisión sobre Pompeyo. Continuó
leyendo.

He recibido la noticia de que el ilustre general Cneo Pompeyo Magno


regresará a Italia con sus legiones para ayudarme a sofocar la rebelión de
Espartaco. Como siempre, acepto los deseos del Senado y me siento
sumamente honrado de servir a la República junto con otro de sus más
leales servidores.

Craso soltó una maldición silenciosa. Detestaba cada una de las palabras que
contenía el papiro, pero debía mantener las apariencias. «Quien ríe último ríe mejor».

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Mojó la pluma en el tintero situado a su derecha, sacudió con cuidado el exceso
de tinta y se dispuso a continuar. Sonrió sardónico. Pompeyo odiaría lo que estaba a
punto de pedir al Senado tanto como Craso odiaba la idea de que el general regresara
a Italia.

A pesar de que en los últimos días Espartaco ha sufrido graves


reveses a manos de mis tropas, los ultrajes cometidos por él y sus
secuaces duran ya demasiado tiempo, por lo que no deben ahorrarse
esfuerzos para poner fin a la rebelión con la mayor celeridad posible. Por
todo ello solicito al Senado que no solo requiera la asistencia de Cneo
Pompeyo Magno, sino también la de Marco Terencio Varrón Lúculo,
gobernador de Macedonia. Sus éxitos recientes contra la tribu tracia de
los besos hablan por sí solos. Su habilidad y la experiencia de sus
legiones supondrían un gran apoyo no solo para mis tropas, sino también
para las de Pompeyo. De este modo la escoria de Espartaco no tendrá
escapatoria, no podrá ocultarse en ningún sitio. Cuando esa rata se
enfrente a tres de los generales más hábiles de la República, su patética
rebelión pronto no será más que un lejano recuerdo desagradable. De
este modo Roma, cuya reputación es la envidia del Mediterráneo,
recuperará su honor mancillado.
Ruego a los dioses que el Senado tenga a bien considerar mi
propuesta y aceptarla. Su humilde servidor queda a la espera de su
respuesta mientras prosigo con mis tropas la campaña contra Espartaco
con todo el vigor y el valor propios de un soldado romano.
Reciban un humilde saludo de su leal servidor.
MARCO LICINIO CRASO

Craso releyó la carta con atención y quedó satisfecho con el resultado. La misiva
contenía la combinación justa de humildad, engatusamiento y adulación para ganarse
a la mayoría de los senadores, que no podrían resistirse a la idea de contar con Lúculo
más de lo que un hombre con disentería podía resistirse a cagar. Cuando la noticia
llegara a oídos de Pompeyo, montaría en cólera, pero nada podría hacer.
Tampoco importaba, pensó Craso triunfante mientras enrollaba el papiro y lo
sellaba con cera. Antes de que Pompeyo y Lúculo llegaran, ya habría sofocado la
rebelión. Con un poco de suerte, tendría la oportunidad de invitar a ambos generales
al banquete de la victoria donde les serviría la cabeza del tracio en una bandeja de
plata.
Un carraspeo discreto le devolvió al presente. Craso volvió la cabeza. Uno de los
guardias estaba en la puerta.

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—Un centurión desea verle, señor. Viene de la cresta.
Craso tuvo un desagradable presentimiento.
—¿Qué quiere?
—No lo ha dicho, señor, solo dice que le envía Caepio —respondió el soldado
incómodo. Lo cierto es que no se había atrevido a preguntar al oficial el motivo de su
visita, pero no podía reconocerlo ante Craso.
—Dile que entre.
Lo más probable era que Caepio lo hubiera enviado para pedir mantas otra vez,
pensó irritado. El centurión veterano ya le había comentado que los soldados de la
cresta estaban sufriendo los efectos del frío. Craso había tenido la intención de hacer
algo al respecto, pero se le había olvidado. ¡Maldito Caepio! ¿Por qué era tan
impaciente? Una noche o dos de frío no les haría ningún daño. Todo lo contrario, les
endurecería.
Entró en la tienda un centurión de mediana edad, nariz puntiaguda y barba rasa
que se cuadró ante la mesa.
—¡Señor! —saludó.
—Descansa —ordenó Craso y observó las salpicaduras de barro que le cubrían
tanto las pantorrillas como el pteryges que le protegía la entrepierna. El centurión se
había apresurado en llegar, no había ido a solicitar mantas, pensó sorprendido—. ¿Te
envía Caepio? ¿Vienes de la cresta?
—Sí, señor.
—¿Y bien? ¿Cuál es el motivo de tu visita? —preguntó Craso impaciente.
—Ha habido un nuevo ataque, señor.
Craso hizo una mueca de desagrado.
—¿Cómo? ¿Acaso Espartaco pretende elevar la moral de sus tropas tras la
humillación de ayer? ¿Qué han hecho? ¿Han tendido una emboscada a una de
nuestras patrullas? ¿Han vuelto a llenar las zanjas de ramas ardiendo?
—Peor que eso, señor —respondió el centurión sin atreverse a sostener la mirada
del general.
—Explícate —exigió Craso con tono gélido—. Rápido.
—Aparecieron antes del amanecer, señor. Al principio pensamos que estaban
tanteando el terreno, pero pronto nos dimos cuenta de que se trataba de un ataque en
toda regla.
El espía no les había avisado de este nuevo asalto, pensó Craso.
—¿Otro ataque tan pronto? Debe de quedarles menos comida de la que pensaba.
Menos mal que ayer ordené que se subiera más munición tras la escaramuza, ¿eh?
—Sí, señor —respondió el centurión con el semblante compungido.
—¿Qué sucede? ¿No vaciasteis las zanjas como ordené?
—Sí, señor, pero los hombres de Espartaco las han rellenado en varios puntos.
—¿Cómo? Para ello necesitarían talar todo un bosque.
—Han usado mulas, señor, pero como no tenían bastantes, han asesinado a un

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centenar de prisioneros a sangre fría y echado sus cuerpos encima como si fueran
carroña. Parecía la colina Esquilina, señor —dijo refiriéndose al lugar en las afueras
de Roma donde se arrojaban los cadáveres de los esclavos y delincuentes junto con
los desechos domésticos y las carcasas de los animales.
—Menuda monstruosidad; pero Caepio no te ha enviado aquí solo para contarme
esto. ¿Los esclavos han atacado justo después?
—Ojalá, señor, pero ese salvaje de Espartaco ha ordenado a continuación que
crucificaran a uno de los nuestros delante de todos sus hombres. ¡Cómo han
disfrutado los cabrones!
—¿Cómo se atreve? ¿Cómo ha podido cometer semejante bajeza? —exclamó
Craso furioso—. ¿Y después ha ordenado el ataque?
—Sí, señor. Nos han atacado con gran violencia y rapidez.
—Bueno, supongo que la artillería habrá hecho estragos entre sus filas. —El
centurión asintió y Craso sonrió satisfecho—. ¿Y las ratas han huido con el rabo entre
las piernas como ayer?
—No exactamente, señor —respondió el centurión sin atreverse a mirarlo.
—No exactamente —repitió Craso.
El centurión se puso firme y echó los hombros atrás.
—Entre la artillería, los honderos y las jabalinas, han sufrido centenares de bajas,
pero aun así han continuado avanzando como animales salvajes, mejor dicho, como
demonios de Hades.
Craso resopló furioso.
—¿Qué me estás diciendo, centurión? ¿Han logrado cruzar el cerco?
—Cuando me he marchado, todavía no, señor, pero la situación no pintaba bien.
Caepio me ha enviado para informarle de todo y pedirle refuerzos —aclaró el
centurión, que no osó recordar a Craso que había sido él quien había decidido no
enviar más soldados a la cresta tras el ataque del día anterior—. También me ha
pedido que le diga que tratará de resistir el máximo tiempo posible.
Craso apretó la mandíbula. El odio que sentía por Espartaco era indescriptible.
Había subestimado la determinación del tracio. Su decisión de no enviar nuevas
tropas a la cresta había sido razonable, se dijo a sí mismo, puesto que no habían
recibido noticias del espía y a nadie se le ocurriría atacar tan pronto después de una
derrota tan aplastante. A nadie menos a Espartaco, le recriminó una voz interior. Y ya
era demasiado tarde para repeler el ataque. Los refuerzos no llegarían a tiempo. No
sabía si los esclavos estaban ganando o perdiendo, o si habían logrado traspasar la
barrera, pero intuyó que habrían logrado su objetivo. Además, era probable que
Caepio, su mejor oficial, yaciera entre los muertos y, lo que era aún peor, sus
posibilidades de finalizar la campaña antes de la llegada de Pompeyo acababan de
esfumarse por completo. Debía enviar de inmediato al Senado el mensaje en el que
solicitaba la ayuda de Lúculo. ¡Maldito Espartaco! ¡Ojalá ardiera en el Hades!
Craso se frotó las sienes y tomó una decisión. «Continúa», se dijo.

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—Que dos legados reúnan a sus legiones y se dirijan a la cresta. Al otro lado de la
muralla quizá queden todavía esclavos.
—Sí, señor —asintió el centurión, lo cual corroboró a Craso que también pensaba
que el tracio había escapado—. ¿A qué legados desea enviar, señor?
—¡Qué más da! El resto de los legados deberá ocuparse de desmontar el
campamento. Iniciaremos la marcha cuanto antes.
—¿Adónde vamos a ir, señor?
—¿Adónde demonios crees? ¡En pos del cabrón de Espartaco! —chilló Craso.

En cuanto los romanos hubieron retrocedido lo suficiente, Espartaco ordenó a


varios miles de soldados que continuaran luchando mientras otros incendiaban las
ballistae y el resto practicaba un boquete en la fortificación, que pronto fue lo
bastante ancho para permitir el paso de diez hombres a la vez.
Acto seguido, Espartaco envió un mensajero a Egbeo para que liderara a sus
tropas hasta allí. Tras comprobar que Ariadne y Maron estaban a salvo, ordenó
avanzar al resto del ejército. El proceso discurrió de manera bastante ordenada,
acompañado en todo momento por el fragor del combate a ambos lados. Aunque
superados en número, los romanos iban retrocediendo poco a poco.
Había sido una decisión acertada ordenar al resto de las tropas que siguieran los
pasos de los que lideraron el ataque. En poco más de dos horas casi todos los
hombres habían cruzado la muralla, incluidos Castus y Gannicus, que habían pasado
sin dignarse saludar. Cuando fue informado de que los refuerzos romanos se dirigían
a la cresta, solo quedaba por pasar la mitad de la caballería. Espartaco ordenó liberar
a los caballos que no pudieran cruzar a tiempo. Los jinetes eran mucho más valiosos
para él que las monturas, puesto que podían hacerse con más caballos durante la
marcha. En la fuga estuvo ausente la miríada de seguidores ajenos a sus tropas que
llevaban meses pisándoles los talones, entre los que había buhoneros, prostitutas,
sacerdotes itinerantes y charlatanes de toda índole. El tracio les había ordenado que
se quedaran atrás, so pena de muerte. Su destino no era de su incumbencia y debía
avanzar rápido.
Dejó a cinco mil hombres al mando de Pulcher y Navio para que mantuvieran
despejada la retaguardia y ordenó al resto del ejército que prosiguiera por el paso de
montaña que discurría por la espina dorsal de Bruttium hasta unirse a la Via Annia, a
unos sesenta kilómetros al norte. Al principio Espartaco consideró normal que Castus
y Gannicus le siguieran porque había legiones apostadas en ambas planicies costeras,
pero trascurridos tres días, perdió la paciencia.
Cuando por la noche recorría el campamento para sondear la moral de los
soldados, siempre veía a varios galos sentados alrededor del fuego hablando con sus
hombres. En cuanto lo veían acercarse desaparecían, pero estaba seguro de que
regresaban después. Por mucho que lo intentara, Espartaco no podía estar en todas

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partes a la vez. Los motivos de Castus y Gannicus eran evidentes. La audaz huida
había elevado los ánimos de los hombres, pero el fallido plan de los piratas y la
derrota de la muralla seguían frescos en sus mentes. Además, estaban descontentos
porque estaban más hambrientos que nunca. Hasta que lograran reabastecerse de
grano, Espartaco había ordenado que todos recibieran una tercera parte de su ración
diaria habitual.
—Esos galos cabrones son como buitres —se quejó Espartaco a Ariadne—.
Quieren ganarse el máximo de adeptos posible antes de largarse.
—Nada puedes hacer para detenerlos.
—¡Sí, puedo! ¡Puedo presentarme con una cohorte en sus tiendas y matar a ese
par de cabrones! Eso es lo que tendría que haber hecho hace mucho tiempo.
Ariadne perdió los estribos.
—¿Acaso crees que sus seguidores se quedarían mirando de brazos cruzados? Lo
único que lograrías sería iniciar una guerra entre ambos bandos. Craso estaría
encantado de que le facilitaras tanto el trabajo. —Espartaco la observó enfurecido,
pero Ariadne no tenía intención de callarse—. ¿De verdad quieres mantener a tu lado
a hombres que se dejan convencer tan fácilmente de marcharse?
—Supongo que no —reconoció el tracio.
—¿Qué más te da entonces que los seguidores de Castus y Gannicus se lleven a
los más débiles? —Espartaco no contestó y Ariadne se animó a proseguir—. Ahora
sabemos que los soldados de Craso no se atreven a atacarnos, pero antes no lo
sabíamos. No nos ha perjudicado tener a los galos cerca mientras las legiones estaban
a tan solo unos kilómetros de distancia.
—¿Me estás diciendo que me quede quieto mientras ellos extienden su veneno?
—¡Yo no he dicho eso! Tienes que dejarte ver lo máximo posible entre las tropas.
A los hombres les encanta tener a su comandante cerca. Tus palabras les alientan. Tú
lo sabes tan bien como yo.
Pesaroso, Espartaco clavó la mirada en el fuego. Sabía que Ariadne tenía razón,
pero eso no atenuaba su furia contra los galos. Después de todo lo que había hecho
por ellos, ¿era así como le daban las gracias? Deseaba crucificarlos, machacarles las
piernas y los brazos, contemplarlos impasible mientras gemían por sus madres y
suplicaban morir, como el legionario de la cresta. Pero no lo haría. La satisfacción
inmediata que le reportaría no compensaría el beneficio que ello supondría para
Craso.
«Como si el muy hijo de puta necesitara más ventaja todavía», pensó disgustado.
Espartaco había pagado un alto precio por escapar de la punta de la bota. El cómputo
de la huida ascendía a casi un millar de bajas y unos dos mil heridos, además de las
once mil vidas perdidas en el primer asalto fallido. También se habían quedado atrás
la mitad de los caballos y un número similar de mulas. De los sesenta mil soldados
que tenían previsto zarpar a Sicilia, quedaban unos cuarenta y seis mil capaces de
luchar, y eso contando con los efectivos de Castus y Gannicus, que no tardarían en

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abandonarle. Estaba convencido de que se marcharían en cuanto llegaran a las fértiles
tierras de Campania y Sammium.
En la medida de lo posible, Espartaco evitaría a partir de ese momento cualquier
enfrentamiento directo con los romanos. Los soldados de Craso les superaban en
número y su ventaja numérica incrementaría con la llegada de Pompeyo. Espartaco
conocía bien la máquina de guerra romana y, de todos los años a su servicio, una
lección había prevalecido sobre todas las demás: para tener la más mínima
posibilidad de ganar a las legiones, era imprescindible superarlas en número. No
bastaba la paridad de fuerzas. Si un pueblo guerrero como el suyo no había logrado
vencer a los romanos en igualdad de condiciones, tampoco lo iban a conseguir los
antiguos esclavos de Roma. Espartaco hizo una mueca de desagrado. Odiaba pensar
así, pero era la cruda realidad. Pocos hombres de su ejército pensaban o actuaban
como él, que había sido formado como guerrero, salvo Navio y algunos soldados que
habían nacido libres y luchado por sobrevivir.
Plantearse que el resto del ejército pudiera luchar así ante un enemigo tan
implacable era abocar a sus hombres al desastre. Debía aprovechar sus puntos fuertes,
entre los que no figuraba ser capaces de enfrentarse a semejante número de
legionarios. Una vez más se veían obligados a actuar como latrones y a ocultarse en
las montañas boscosas que formaban la columna vertebral de Italia. En cuanto
estuvieran allí, correría la voz de que buscaba a hombres fuertes —esclavos agrícolas
y ganaderos— para que se unieran a sus filas. Entonces, con la ayuda del Gran Jinete,
reconstruiría el ejército y se enfrentaría a Craso de nuevo.
Espartaco sabía en su fuero interno que tal enfrentamiento era inevitable. Craso y
él se habían convertido en enemigos acérrimos y la contienda se prolongaría hasta
que uno de los dos muriera. Intentó no pensar en ello, pero si Craso vencía y le
mataba, sería el fin de la rebelión, mientras que si él mataba a Craso, la guerra contra
Roma simplemente entraría en una nueva fase. Espartaco comparó una vez más a la
República con la Hidra, cuyas múltiples cabezas escupían veneno y, cuando se le
cortaba una, crecían dos en su lugar. Eso era lo que ocurría con cada maldita legión
que destruían sus hombres. De todos modos, la Hidra fue vencida. Solo una de sus
cabezas era inmortal y Hércules fue cauterizando los muñones de las cabezas que iba
cortando para impedir que crecieran de nuevo y poder encontrar la que realmente
debía eliminar. ¿Cuál era la cabeza invencible de Roma?, se preguntó Espartaco.
¿Cómo podía cortarla? «Juro ante el Gran Jinete que no dejaré de buscarla mientras
viva».

Espartaco apenas había visto a Carbo o Navio desde la huida. Sabía que estaban
ilesos, pero eso era todo. Esa noche decidió ir en busca de su compañía y
conversación, si bien no los encontró. No era muy tarde. ¿Era posible que ya
estuvieran durmiendo?

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—¿Carbo? ¿Navio?
—¿Quién es? —preguntó Carbo a corta distancia. Parecía irritado.
—Soy yo, Espartaco.
Un instante después el joven asomó la cabeza por una tienda cercana.
—¿Qué haces? —preguntó Espartaco.
—Es Publipor. Le hirieron en la cresta. No parecía gran cosa al principio, pero
ahora se ha infectado. Va de mal en peor. El médico se ha ofrecido a amputarle el
brazo, pero está demasiado débil para sobrevivir a la operación. No creo que aguante
más de uno o dos días —respondió preocupado.
«Otro hombre bueno el que perdemos». Espartaco pasó junto a Carbo y entró en
la tienda. Aturdido por el hedor a carne putrefacta y orina, ahogó una tos y se acercó
a la pila de mantas donde yacía Publipor, que solo llevaba puesta la prenda interior.
Sentado a su lado estaba Navio, que sonrió al ver a Espartaco.
—Se alegrará de verte, señor.
Carbo tenía razón, comprobó Espartaco compungido. Publipor estaba muy pálido.
Tenía los ojos hundidos, la frente empapada de sudor y las costillas pegadas a la
columna. Aunque tenía el brazo derecho vendado, los vendajes no impedían que un
líquido marrón verdoso rezumara sobre el jergón.
—¿Está consciente?
—De vez en cuando —respondió Navio—, pero no siempre está lúcido.
Espartaco se acuclilló a su lado y le tomó la otra mano.
—Siento mucho verte así, Publipor.
El hombre parpadeó y abrió los ojos. Recorrió la tienda con mirada febril hasta
posar la vista en Espartaco e hizo una mueca extraña.
—¡Tú!
—Sí —respondió Espartaco con delicadeza—. ¿Puedo traerte algo?
—¿Qué tal a mi familia? —susurró.
Espartaco miró a Carbo, que movió los labios para articular la palabra «fiebre».
—Me temo que eso no está en mi mano, pero puedo conseguirte un poco de vino
y jamón. Hasta una mujer, si te ves con fuerzas —dijo con un guiño.
—Vete al infierno.
Espartaco apartó con un gesto a Navio y Carbo.
—Tienes fiebre, Publipor. Le pediré al médico que te prepare algo —dijo y se
dispuso a marcharse.
—No es la fiebre la que me hace hablar así, cabrón.
Espartaco frunció los labios.
—Ya veo. ¿Por qué me insultas entonces?
—Porque eres el culpable de la muerte de mi familia, de mi mujer y mis preciosos
hijos —espetó Publipor con voz temblorosa.
—Pensaba que habían muerto de cólera —dijo Carbo confuso.
—No —tosió Publipor mientras se incorporaba—. Fueron asesinados en Forum

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Annii.
Espartaco frunció el ceño.
—¿Por qué no nos habías dicho que eras de allí?
Publipor no parecía haberle oído.
—Que los dioses me perdonen. Yo había salido a cazar a las montañas y, cuando
regresé, ya se había acabado todo —explicó con lágrimas rodando por las mejillas sin
afeitar—. Los encontré a todos muertos en la casa de mi amo, ¡masacrados!
—Publipor, siento profundamente lo sucedido a tu familia —dijo Espartaco—.
Debes creerme cuando te digo que hice todo lo posible por evitar atrocidades así.
—¡Pues está claro que no hiciste suficiente! —replicó Publipor escupiendo saliva
—. Mis hijos tenían tres, cinco y ocho años. ¡Eran inocentes! ¡Estaban indefensos!
—Es terrible —admitió Espartaco, pero entonces su semblante se endureció—.
¿Así que te alistaste a mi ejército en busca de venganza?
—Algo así —respondió Publipor con una media sonrisa.
—¿Tuviste algo que ver con el intento de matarme a instancias de los galos?
—No, yo no tuve nada que ver con eso. Yo sirvo a otro amo.
Una sospecha nubló el semblante de Espartaco y observó que Carbo y Navio
habían pensado lo mismo.
—¿A quién?
—A Marco Licinio Craso.
Una furia tremenda se apoderó de Espartaco, que en un abrir y cerrar de ojos le
puso la punta del puñal en la barbilla.
—Cuéntamelo todo.
—No me das miedo. Me estoy muriendo.
Espartaco soltó una risa cruel.
—¿Qué tal si te ato una cuerda a la muñeca herida y pido a cinco hombres que te
arrastren? —Publipor tragó saliva—. Explícamelo todo y te concederé una muerte
rápida.
Publipor asintió.
—Unos meses después de la masacre yo todavía vivía en las ruinas de Forum
Annii. No tenía adónde ir. Un día vino un hombre a husmear por allí y empezó a
hacerme preguntas. Cuando le conté mi historia, me ofreció dinero y la oportunidad
de vengarme. Me explicó que servía a Craso y que buscaba a alguien para que se
infiltrara en tu ejército. Lo único que debía hacer era convertirme en uno de tus
soldados y obtener toda la información posible.
—¡Cuando te encontramos te perseguían jinetes romanos! —exclamó Carbo.
—Fue un montaje. Mis compañeros debían morir para que pareciera más
auténtico. Fue un error que Kineas sobreviviera. Casi me delata.
Espartaco recordó el combate en el bosque y el modo en que Kineas se había
esforzado en vano por hablar antes de morir. Todo cobraba sentido.
—Fuiste tú quien le dijo a Craso que yo estaba en Roma.

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Publipor asintió orgulloso.
—Hablé con un granjero rico cercano al campamento y él envió un mensaje a la
capital.
—¿Qué más has hecho?
—Dije a Craso que nos dirigíamos al pie de la bota y también le conté lo de los
piratas, aunque al principio no me creyó. Pero lo mejor fue cuando le expliqué que
íbamos a atacar la cresta.
—¡Rata asquerosa! ¡Miles de tus camaradas perdieron la vida allí!
—¡Jamás fueron mis camaradas! ¡Eran unos cabrones asesinos de la peor especie!
¡Ojalá hubieran muerto todos! ¡Y tú también!
Publipor abrió la boca para proferir más insultos, pero no pudo. Soltó un grito
ahogado y vio el puñal de Espartaco hundido hasta el fondo de su pecho.
—¡Es más de lo que mereces, traidor de mierda!
Espartaco retorció el puñal varias veces antes de sacarlo. Con los ojos vidriosos,
Publipor se desplomó en el jergón y una mancha de sangre comenzó a empapar las
mantas.
Espartaco lo contempló con frialdad. Deseó no haber salido de caza ese día. No
haber posado la vista jamás en Publipor. No haber confiado en él. Pero era demasiado
tarde para eso. Demasiado tarde para muchas cosas.
—Al menos ahora sabemos quién era el espía —comentó con sequedad.
—¡Debería haberlo sospechado! —exclamó Carbo furioso.
—¿Cómo? La historia era creíble. Podría haber decenas más como él en el
ejército, con motivos diferentes, pero con el mismo deseo de hacerme daño. Por eso
solo confío en un puñado de hombres, como vosotros dos —declaró Espartaco antes
de levantarse y salir fuera.
—¿Qué hacemos con él? —inquirió Carbo desde la tienda.
—Echadlo a los lobos. No merece mejor trato que los que fallecieron en la cresta.

El fragmentado ejército de Espartaco inició una marcha de dos semanas de


Bruttium a Lucania. Espartaco deseaba llegar a Campania, una de las regiones más
fértiles de Italia y la cuna de la rebelión. Ansioso por ganar ventaja a Craso, apretó a
sus tropas más que nunca. Sin el lastre del equipaje y las vituallas, y sin la comitiva
posterior de vendedores ambulantes y otros seguidores variopintos, eran capaces de
recorrer hasta cuarenta kilómetros al día. Espartaco se había agenciado un semental
blanco de pelo largo, uno de los caballos más grandes de la caballería, para recorrer
con mayor facilidad la columna de arriba abajo y alentar a los hombres. Conscientes
de su propósito, las tropas de Castus y Gannicus también apretaron el paso. La táctica
funcionó y los exploradores pronto informaron al tracio de que las legiones se
hallaban a más de cincuenta kilómetros de distancia y que avanzaban a una velocidad
inferior.

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Alentado por la noticia, Espartaco concedió a los hombres un merecido día de
descanso. Albergaba la esperanza de poder ampliar el ejército con más esclavos antes
de llegar a Samnium. Para ello envió a varias patrullas de reconocimiento a los
latifundios más grandes, no solo para localizar provisiones, sino también para captar
a nuevos reclutas. Más de doscientos cincuenta hombres procedentes de los dos
primeros latifundios se unieron a la causa y el tracio estaba convencido de que
ascenderían a millares a las pocas semanas. Navio se encargaría de ponerlos en
forma. Lo único que debían evitar era enfrentarse a las legiones de Craso hasta que
estuvieran preparados, pero sería bastante fácil entrenarlos en las montañas de
Samnium.
Había llegado la primavera y con ella el buen tiempo. En los próximos días el
campo les brindaría su cosecha de plantas, frutos y bayas, y no dependerían
únicamente de la comida robada en granjas y haciendas.
La mañana que recibió la noticia de la partida de Castus y Gannicus, Espartaco se
sintió curiosamente sorprendido. Del mismo modo que un hombre aprende a convivir
con sus piojos, él se había acostumbrado a que los galos siguieran sus pasos. De
todos modos, se alegró al igual que un hombre al que le cambian la túnica infestada
de pulgas por una nueva. Ansioso de verlos marchar con sus propios ojos, se llevó
consigo a Carbo, a los escitas y una centuria de soldados. A esas alturas no tenía
sentido exponerse a un ataque indefenso. Ariadne insistió en acompañarle con el
cesto de la serpiente y Espartaco no se opuso. Quizá su dios le había hablado.
Localizó a la problemática pareja a la cabeza de sus tropas, saliendo del
campamento. Era difícil calcular cuántos hombres eran, pero Espartaco estimó que
unos diez mil. Portaban con orgullo cinco águilas y casi treinta estandartes romanos,
los trofeos que ponían de manifiesto los logros conseguidos. Al tracio no le
preocupaba perder los emblemas romanos, pero sí agradeció que los galos contaran
con pocos jinetes entre sus filas.
—¿Has venido a cerciorarte de que nos vamos? —le gritó Castus.
—Pensaba que habíais decidido quedaros —replicó Espartaco—. Ya hace tiempo
que mis hombres rompieron el cerco.
Castus frunció los labios.
—Nuestros soldados podrían haberlo hecho igual de bien que los tuyos, pero
como te empeñaste, una vez más, en llevarte toda la gloria, pensamos que no tenía
sentido discutir —espetó y guiñó un ojo a Gannicus, que sonrió burlón.
Espartaco notó que la rabia le consumía por dentro. Los galos habían actuado con
astucia. Él había sufrido todas las bajas mientras que ellos mantenían a sus tropas
indemnes. Dejó escapar un largo suspiro. «Deja que se vayan y ya está», se dijo.
—¿Adónde os dirigís?
—¿Quién sabe? —respondió Gannicus encogiéndose de hombros—. A donde
encontremos un buen botín.
—Y adonde estén las mujeres más guapas —añadió Castus.

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Los hombres le vitorearon entusiasmados.
«Qué brutos». Espartaco no insistió más. Aunque supieran adónde se dirigían, no
se lo iban a decir.
—Id con cuidado. Sois el grupo más pequeño, así que seréis el primer objetivo de
Craso.
—¡Que te jodan! ¡Tenemos casi trece mil hombres! —vociferó Castus.
Eran más hombres de lo que esperaba Espartaco, pero se cuidó mucho de mostrar
su descontento a los galos.
—Eso equivale a dos legiones y media, y casi no tenéis caballos, mientras que
Craso os cuadriplica en número de hombres y tiene muchos jinetes. Según mis
cálculos, tenéis todas las de perder —comentó. Se alegró al ver que sus palabras
habían provocado varias expresiones de descontento.
Castus lo miró furioso a punto de decir algo, pero Gannicus se le adelantó.
—No somos ningunos idiotas, Espartaco. Craso no nos encontrará ni nos
derrotará con facilidad.
Se miraron desafiantes un instante.
—Si no fuerais tan traicioneros, os desearía buen viaje, pero en vista de todo lo
sucedido, me alegra perderos de vista.
—Lo mismo digo —replicó Castus con desdén—. Nos vemos en el Hades.
Antes de que Espartaco pudiera responder, Ariadne dio un paso adelante con la
serpiente en la mano derecha. Castus palideció y, pese a la distancia que los separaba,
dio un paso atrás.
—Por ahora has logrado escapar sin pagar por tus crímenes, Castus. Ha sido el
designio de los dioses, pero no creas que te protegerán siempre —advirtió Ariadne en
voz alta.
—¿Qué crímenes? ¡Que te jodan! ¡Cuenta tus mentiras a otros! —espetó Castus
con un tono más alto de lo habitual.
—Yo predigo que tendrás un final violento.
—¡Ja! ¡Menuda noticia! —exclamó Castus.
Algunos de sus seguidores gritaron su acuerdo y Gannicus rio.
—¡Ese es el deseo de cualquier guerrero!
—Pero será pronto —advirtió Ariadne—, en cuestión de días. Y será a manos de
los romanos.
Gannicus hizo una mueca de desdén, aunque la confianza de Castus se desinfló
como una vejiga agujereada que pierde orina.
—¡Mientes!
Ariadne alzó la serpiente y el gesto fue recibido con una exclamación reverente.
—Aaaaaah.
—¡Esta es la criatura sagrada de Dioniso y yo soy una de sus sacerdotisas! Yo no
miento sobre estas cosas. ¡Lo único a lo que puedes aspirar es a que quede alguien
para enterrar tu cuerpo, Castus! De lo contrario, tu alma atormentada estará

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condenada a vagar por la tierra para siempre.
—¡No me asustan tus supersticiones, zorra estúpida!
Ariadne estaba muy contenta. El enojo de Castus no lograba ocultar su tremendo
desasosiego. Casi todos los hombres a su alrededor parecían descontentos, incluido
Gannicus.
—¡Salvo que quieras ir al Hades ahora mismo, calla la boca, gilipollas! —rugió
Espartaco al tiempo que daba varios pasos adelante, seguro de que Castus no
recogería el guante.
—¡Me cago en ti! ¡Os superamos en una proporción de cien a uno! —exclamó
Castus.
—Eso no me impediría matarte y disfrutar mientras tanto —afirmó Espartaco.
Ariadne le tocó el brazo, pero él la apartó—. ¡Vamos, tú decides!
Castus sostuvo la mirada de Espartaco un instante.
—Es hora de marcharse —gruñó.
«¡Cobarde! Sabes que te mataría», pensó Espartaco.
Su lado más osado deseaba que el galo hubiera aceptado el reto, pero una parte de
él sabía que hubiera sido un baño de sangre inútil que podría haber acabado con su
propia muerte. Era una manera estúpida de morir.
—¿Ya has acabado de discutir? —preguntó Gannicus irritado a Castus—.
¿Podemos irnos?
—¡Sí!
Castus gritó una orden a sus oficiales y se fue.
Gannicus no le siguió de inmediato, sino que miró a Espartaco e inclinó la cabeza
con respeto, como si pretendiera decirle que, en otras circunstancias, las cosas
hubieran podido ser diferentes. Acto seguido, dio media vuelta y se fue.
Espartaco relajó ligeramente los hombros.
—Vayan a donde vayan, espero que maten a miles de legionarios y que Craso no
les atrape —declaró con voz queda y se volvió a Ariadne—. ¿Cuántos días de vida le
quedan?
—No estoy segura.
—Pero has dicho que…
—Ya sé lo que he dicho —interrumpió—, pero eso no significa que lo haya visto.
Es cierto que morirá en cuestión de días. Puede ser un día como cien días o mil. ¿Qué
más da? Yo no he dicho ningún número.
—¿Realmente ha sido un mensaje de tu dios?
Ariadne le lanzó una mirada iracunda. Por fin había emergido la rabia por lo
sucedido con Castus, pero había pillado a Espartaco en medio.
—A veces resulta útil que los hombres piensen que los dioses han elegido su
camino, como el día que les dijiste a los soldados que cruzarías los Alpes y yo
confirmé que era la voluntad de Dioniso.
—¿Te lo inventaste?

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—¡Claro! No me digas que no sospechabas nada. Seguro que no me lo
preguntaste porque te convenía pensar que tu misión contaba con el respaldo divino.
Espartaco la miró sorprendido y después se enojó.
—¿Y tu interpretación de mi sueño con la serpiente? ¿También te la inventaste?
—No —respondió Ariadne arrepentida de haberse dejado llevar por el mal genio
—. Jamás mentiría sobre algo tan serio.
Espartaco la miró a los ojos y comprobó aliviado que no había indicio de engaño
en ellos. De todos modos, seguramente habría actuado igual, pese a que la aprobación
divina había ayudado a afianzar su decisión. Espartaco esperaba que la mentira de
Ariadne no hubiera enojado a los dioses. No necesitaba cargar con una preocupación
adicional sobre sus espaldas. De pronto le asaltó una duda.
—¿Has visto algo sobre mi futuro en los últimos tiempos?
A Ariadne le vino a la mente la imagen de Egbeo en la cruz, pero había tenido
suficientes pesadillas con esa visión como para no asustarse cada vez que le venía.
Por fortuna, en las últimas semanas no había tenido ninguna pesadilla. Aunque no
había visto a Espartaco en esa imagen, eso no significaba que estuviera a salvo si al
final se producía la hecatombe. ¿Debía decírselo? Su instinto le indicó que no.
Ariadne hizo acopio de todas sus fuerzas para controlar el desasosiego que sentía
antes de mirarlo a los ojos.
—Por desgracia, no —mintió.
Espartaco sonrió confiado y Ariadne suspiró aliviada por dentro.
—Bien. No estoy seguro de querer saber lo que me depararán los dioses. Prefiero
elegir mi propio camino sin estar siempre mirando por encima del hombro pendiente
de lo que tiene que suceder.
—¡Siempre haces lo que quieres!
Espartaco esbozó una media sonrisa.
—Supongo que sí. Y por eso me quieres tanto, ¿verdad? —preguntó al tiempo
que la atraía hacia sí.
Ariadne no se resistió. Espartaco tenía razón, pensó, mientras disfrutaba del
contacto de su cuerpo. A pesar de sus defectos, lo quería. Por eso permanecería a su
lado, pasara lo que pasara.

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17
Una semana después…
Norte de Lucania, cerca de la ciudad de Paestum

Acompañado de varios oficiales superiores y una comitiva de legionarios, Craso


fue a inspeccionar el campo de batalla, que se hallaba a unos ocho kilómetros tierra
adentro, en una llanura al pie de unas colinas que se extendían al este hacia los
Apeninos. El terreno estaba cubierto de miles de cuerpos ensangrentados y mutilados.
Los muertos yacían en un orden inquietante. Craso recorrió con lentitud lo que había
sido el frente enemigo, donde se encontraban las víctimas de la artillería. El suelo
estaba salpicado de miles de piezas de plomo y arcilla con forma de bellota que
habían lanzado los honderos, que eran capaces de arrojar una lluvia constante de
proyectiles a trescientos pasos, aunque a esa distancia habían causado pocas bajas, a
diferencia de la artillería, que había provocado una horrenda carnicería. La imagen
era repugnante, pensó Craso, que andaba con cuidado para no mancharse de sangre
las botas rojas de cuero. No existía ninguna manera digna de describir los cadáveres
destripados por las flechas de la longitud de un antebrazo o la pulpa escarlata en que
se transformaban los cuerpos de los hombres aplastados por las rocas.
—Interesante, ¿no? —comentó señalando a un enemigo decapitado cuyo cuerpo
yacía como una marioneta sin hilos.
El muñón del cuello había formado un semicírculo escarlata en el suelo y no
había rastro de la cabeza.
—¿Qué es interesante, señor? —preguntó Lucio Quincio, el oficial al mando de la
caballería.
Como ese día Quincio gozaba de la simpatía de Craso, el general le sonrió en
lugar de reprenderle.
—Por norma general, unos salvajes indisciplinados huirían ante una lesión así,
pero hoy no.
—Es poco habitual, señor. Es una muestra de su determinación.
—Así es. Y tú sabes bien lo que significa la determinación, ¿verdad, Quincio?
Hoy has sido muy hábil engañando a Espartaco. Si tus jinetes no le hubieran hecho
creer que deseaban presentar batalla, el curso del combate habría sido muy distinto.
Ayer ya me fastidió lo suficiente al aparecer justo cuando estaba dispuesto a aplastar
a estos esclavos.
—Sus palabras me honran, señor. Engañar a Espartaco y hacer que corriera de un
lado a otro sin sentido mientras machacaba a este grupo de aquí era lo mínimo que
podía hacer —respondió Quincio orgulloso, si bien omitió mencionar que su mayor
acicate había sido el recuerdo de lo sucedido a Mumio y sus hombres.
—¿En qué dirección huyó? —preguntó Craso, que hacía días que no tenía

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noticias del espía. Quizás el tonto hubiera huido o muerto. Tampoco importaba. El
hombre ya había cumplido su función.
—Hacia el norte, señor. No están muy lejos. Algunos de mis hombres le han
seguido el rastro.
—Me alegra oírlo —comentó Craso. «Con suerte le derrotaré antes de que llegue
Pompeyo».
—Está claro que este grupo se había separado del cuerpo principal del ejército,
señor, por eso me pregunto por qué Espartaco trató de ayudarles dos veces —inquirió
Quinto Marcio Rufo.
«Será inepto», pensó Craso antes de responder con aire condescendiente.
—Es muy normal. Si tú te fueras con una cuarta parte de mis tropas y a resultas
de ello el enemigo me superara en número, yo haría cualquier cosa para convencerte
de que volvieras, por mucho que pensara que eres un inútil acabado.
Un par de oficiales disimularon una sonrisa mientras la cara de Rufo se tornaba
del mismo tono que su cabello, pero guardó silencio. A Craso le importaba un comino
que lo sucedido el día anterior no hubiera sido culpa suya. La razón principal por la
cual el enemigo había escapado era porque Espartaco había lanzado un ataque
sorpresa y alejado a las legiones de sus antiguos aliados, pero Craso no lo reconocería
jamás. Ni tampoco permitiría que Rufo se olvidara demasiado rápido de su error, por
lo que el pelirrojo tendría que aguantar el chaparrón hasta que la ira del general se
centrara en otra cosa.
Por suerte para Rufo, Craso estaba sumamente interesado en la victoria lograda
ese día y en la carnicería resultante. Siguieron caminando y molestando a los cuervos
a su paso, que saltaban de un cadáver a otro para arrancarles los ojos. A pesar de que
la brisa marina soplaba con fuerza, en el aire se distinguía el tenue gemido de los que
seguían con vida pero carecían de fuerzas para moverse. Algunos oficiales
contemplaban los cadáveres con expresión de repugnancia, pero Craso continuó
paseando sin prestarles atención.
—Después de las catapultas y ballistae es el turno de los pila —murmuró.
Las jabalinas romanas habían causado menos bajas que la artillería. Resultaba
fácil determinar dónde había aterrizado la primera ráfaga, pues el suelo estaba repleto
de escudos perforados, aunque no había demasiados cadáveres a la vista. La segunda
tanda había caído treinta pasos más atrás en una lluvia más letal que la de cualquier
nube. Muchos de los esclavos habían luchado al estilo tradicional de su pueblo,
vestidos solo con pantalones y sin cota de malla, e incluso algunos habían combatido
totalmente desnudos. En consecuencia, el número de bajas había sido considerable en
esa zona. Hasta el más pequeño de los proyectiles de los honderos podía romper el
cráneo de un soldado si le golpeaba en el lugar apropiado.
Craso se detuvo junto a un esclavo muerto que había sido alcanzado por nada
menos que tres jabalinas. Señaló el pilum en el muslo que había clavado a la víctima
contra el suelo.

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—Supongo que primero le alcanzó este pilum.
—Pobre diablo, se dio cuenta con claridad de lo que le venía encima —musitó
Quincio al tiempo que levantaba la vista al cielo—. De todos modos, no hay indicios
de que ningún esclavo tratara de huir, señor. Todos continuaron avanzando de forma
ordenada.
—Sí, hay que reconocer que pese a ser superados en número y no disponer de
artillería o caballería propia, no huyeron. Ni siquiera cuando empezó el combate cara
a cara.
El grupo siguió caminando hasta el lugar donde se había desarrollado la batalla
principal. El suelo apenas era visible por el número de cadáveres. Los carroñeros,
tanto animales como humanos, no daban abasto. Los buitres, que actuaban en pareja
o en solitario, aterrizaban con torpeza sobre los estómagos y traseros desnudos de los
soldados para picotear la carne blanda de esas zonas y pelearse por los intestinos que
asomaban por los distintos orificios, mientras que campesinos de todas las edades
avanzaban a hurtadillas entre los muertos en busca de bolsas de monedas y joyas e
incluso amputaban los dedos de los soldados para arrancarles los anillos, aunque
siempre con cuidado de no acercarse demasiado al nutrido grupo de romanos
armados.
A Craso no le interesaban los vivos. Estaba allí para vanagloriarse del triunfo
conseguido por sus legionarios. Sintió una honda satisfacción al constatar que no
había casi ningún cadáver romano. Hasta el momento solo había visto una docena. La
victoria no solo había sido decisiva, sino aplastante, pensó triunfante. Era un ejemplo
extraordinario del modo en que las legiones podían ganar una batalla, una prueba
irrefutable de la eficacia de la disciplina y de la letalidad del scutum y el gladius.
Por doquier había hombres con piernas y brazos amputados, con heridas en el
estómago y cortes en las pantorrillas o los tobillos —un blanco fácil cuando no se
llevaba escudo— que después habían sido rematados con una estocada en el pecho o
la barriga. Los que habían tenido una muerte más rápida eran aquellos cuyos cuellos
habían sido atravesados por un gladius, de acuerdo con la clásica maniobra que se
enseñaba a todos los reclutas nuevos. Las víctimas yacían con la boca abierta, los
ojos vidriosos y una herida bajo la barbilla, la marca inequívoca del buen
entrenamiento recibido por los legionarios. Craso recordó las instrucciones repetidas
una y otra vez por los centuriones: «Levanta el escudo hacia la cara del enemigo y,
cuando dé un paso atrás, clávale la dichosa espada en el cuello. Gira la hoja para
asegurarte y sácala. Misión cumplida. Hombre muerto».
Fue entonces cuando Craso empezó a ver las víctimas romanas. Supuso que era
inevitable. Era imposible no sufrir bajas cuando miles de soldados se enfrentaban
cara a cara. Pero esta vez los legionarios no habían echado a correr como muchos de
sus predecesores dos años antes. Craso no solo tenía buena prueba de ello ante sus
ojos, sino que lo había constatado durante toda la batalla, que había seguido desde
una atalaya en el monte Camalatrum, el primer pico de las montañas del este. El

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espectáculo había sido magnífico. Las hordas de esclavos habían corrido hacia las
cohortes de legionarios para ser barridas primero por las flechas y piedras de la
artillería y después por las hondas y las jabalinas. Aun así habían continuado
luchando. El estruendo de la colisión entre los dos bandos había reverberado en el
ambiente como un trueno, pero el enemigo no había logrado traspasar las líneas
romanas.
—¿A cuántos legionarios hemos perdido?
—Han fallecido poco más de trescientos, señor —respondió Rufo enseguida.
—¿Heridos?
—Doscientos soldados y quince oficiales no podrán volver a luchar, señor. Y
aproximadamente el doble ha sufrido heridas leves.
—¿Y cuántos esclavos han muerto? —inquirió Craso, que ya conocía la cifra,
pero deseaba oírla de nuevo.
—Estimamos que unos doce mil y pico, señor —contestó Rufo con gran
satisfacción.
—Si no me fallan los cálculos, eso significa que el enemigo ha perdido cuarenta
hombres por cada uno de los nuestros.
—El cálculo es correcto, señor.
Craso miró a su público sonriente.
—Yo diría que es un número de bajas más que asumible. ¡Sobre todo cuando
hemos recuperado en el proceso cinco águilas y más de dos docenas de estandartes!
Los oficiales mostraron su acuerdo con un murmullo.
«Me puedo permitir perder muchos más hombres que esto, la cuestión es hacerlo
antes de que lleguen los demás. No he recibido noticias todavía del viaje de Lúculo
desde Tracia, pero seguro que llegará en el plazo de los dos próximos meses y, salvo
que los dioses me hayan hecho un gran favor, las legiones de Pompeyo aparecerán en
unas semanas. ¡Maldito sea! No me queda mucho tiempo. Debo conseguir aplastar a
Espartaco pronto».
—¿Se han tomado muchos prisioneros?
—Tres o cuatro docenas, señor —respondió Rufo—. Y el triple que eso consiguió
escapar.
—Soltadlos.
—¿Señor? —inquirió Rufo boquiabierto.
—¡Ya me has oído! ¡Soltadlos!
—No lo entiendo, señor. Esa escoria no merece nada más que la cruz. Quizá se
unan a Espartaco de nuevo.
—Eso es justamente lo que deseo que hagan, idiota. Unos esclavos más o menos
no van a marcar ninguna diferencia en la batalla, pero quiero que Espartaco sea
informado de la derrota lo antes posible.
—Muy astuto, señor —alabó Quincio, mientras que Rufo volvía a sonrojarse
detrás de él.

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Craso dirigió la vista al norte. No era un hombre dado a las plegarias, pero ese era
un buen momento para solicitar la ayuda de los dioses. «Gran Júpiter y Marte
Todopoderoso, os ruego que me ayudéis a encontrar a Espartaco pronto».

De pie delante de la tienda, Espartaco contemplaba el horizonte envuelto en una


manta. Era su momento preferido del día, justo después del amanecer. Al este, el sol
naciente teñía de rosa el cielo. Unas finas volutas de humo se elevaban de las
hogueras que no se habían extinguido durante la noche. Era lo bastante tarde como
para ser de día, pero lo suficientemente temprano para que la mayoría de los hombres
todavía durmiera. Oyó en la lejanía a una mula que rebuznaba con suavidad a sus
compañeras. Aparte de eso, el enorme campamento estaba en silencio.
Espartaco solo pensaba en una cosa: en Craso y sus legiones. No le gustaba
retirarse sin presentar batalla. ¿Retirarse? Eso era propio de los vencidos. Una vez
más el tracio deseó haber culminado con éxito su intento de asesinato de Craso, que
al final había resultado ser bastante buen estratega. Tres días antes, Espartaco se
había entusiasmado al frustrar la emboscada del general a las tropas de Castus y
Gannicus, pero su respuesta al día siguiente le había aguado la fiesta.
El supuesto asalto de la caballería, fingido mediante una serie constante de
ataques y retiradas, había hecho creer a los oficiales de caballería de Espartaco y al
propio tracio que Craso deseaba luchar simultáneamente contra ellos y los galos. Tras
perseguir a los jinetes romanos durante varios kilómetros, se dieron cuenta de que
todo había sido una artimaña para que Craso pudiera desplegar todas sus fuerzas
contra los galos. Cuando Espartaco se apercibió del ardid, ya era demasiado tarde
para dar media vuelta. «Elige tú el campo de batalla, no dejes que lo elijan por ti»,
rezaba una vieja máxima en la que el tracio creía a pies juntillas. Espartaco carraspeó
y escupió. ¿Cuarenta mil legionarios contra trece mil esclavos? Un enfrentamiento
tan desigual solo podía tener un resultado.
Sus sospechas habían quedado confirmadas la noche anterior por las docenas de
supervivientes galos que habían sido llevados de inmediato ante su presencia al llegar
magullados y ensangrentados al campamento. Espartaco había escuchado el triste
relato de sus labios agrietados. Los galos y sus hombres habían luchado bien, pensó
con amargura. Pero ¿de qué coño había servido? Todos habían muerto. «Si los muy
idiotas se hubieran quedado conmigo, seguirían vivos y mi ejército no habría perdido
una cuarta parte de sus efectivos».
A esas alturas todos los hombres estarían al tanto de la aplastante victoria romana.
La terrible noticia habría corrido de tienda en tienda más rápido que la peste con un
efecto inmediato sobre la moral de las tropas. Lo mismo podía decirse de los soldados
de Craso, pero a la inversa, ya que en ese momento estarían deseosos de enfrentarse a
los esclavos, y con razón. A pesar de que tenía mejores posibilidades que los galos,
Espartaco era reacio a enfrentarse a Craso en campo abierto y, si no había más

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remedio, al menos quería que fuera en el terreno adecuado. De lo contrario, ya podía
rendirse antes de empezar.
Espartaco también debía solventar otros problemas. La proximidad de Craso y la
necesidad de estar en constante movimiento implicaban la ausencia de nuevos
reclutas. Por otro lado, estaba la cuestión de Pompeyo. ¿Cuándo formarían sus
legiones parte de la ecuación? En un mes como mínimo, a lo sumo en tres meses. Era
poco tiempo para reclutar y entrenar a diez mil hombres, y mucho menos a cuatro
veces esa cifra. Con un ejército de dieciséis legiones, los romanos les darían caza con
facilidad. Fueran a donde fueran, les encontrarían.
—¿No puedes dormir?
Sorprendido, Espartaco levantó la vista.
—Carbo. Estaba disfrutando del silencio. ¿Qué haces aquí?
—No podía dormir y he pensado en ir a cazar. Me preguntaba si querrías
acompañarme.
—Otro día, quizá —respondió el tracio con una leve sonrisa.
Carbo miró un instante a Espartaco y en el acto desvió la vista.
—No puedo dejar de pensar en lo que sucederá cuando aparezca Pompeyo por
aquí.
«Este es el verdadero motivo de su visita».
—Las cosas se pondrán muy feas, eso es lo que pasará.
—¿No deberíamos enfrentarnos a Craso antes de que llegue Pompeyo? —sugirió
Carbo.
—Quizá nos veamos obligados a ello, pero necesitamos un campo de batalla
idóneo y no he visto demasiados que cumplan las características necesarias en los
últimos días. Tiene que ser un lugar estrecho donde Craso no pueda usar su
superioridad numérica para flanquearnos o un lugar adecuado para tender una
emboscada. Eso es lo que nos iría bien.
Carbo no sabía cómo plantearle lo que había estado pensando durante toda la
noche, así que decidió soltarlo sin más. Quizás Espartaco pensara que estaba loco,
pero debía intentarlo.
—¿Y Brundisium?
—¿La ciudad que hay al sudeste?
—Esa misma. Por lo que tengo entendido, no está muy bien defendida. No lo
necesita. Podríamos tomarla con facilidad.
Espartaco frunció el ceño.
—¿Por qué íbamos a hacer tal cosa? Craso nos acorralaría como hizo en la punta
de la bota.
—Es el puerto más grande de Italia. No sé cuántos barcos habrá amarrados, pero
supongo que bastantes. Seguro que suficientes para transportar a unos cuantos
millares de hombres, incluso más. Desde Brundisium no hay mucha distancia hasta
Iliria o Grecia.

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El cerebro de Espartaco se puso en marcha. Los Alpes estaban demasiado lejos y
sus hombres se resistían a ir, pero esto era algo nuevo. Rumió la posibilidad durante
un instante.
—¿A cuánto está Brundisium de aquí?
—No lo sé con exactitud. ¿A unos trescientos kilómetros? Quizá menos. Es todo
recto por la Via Appia, que está a medio día de aquí. Podríamos llegar en diez días.
La voz de Ariadne les interrumpió.
—¿Adónde podríamos llegar en diez días?
Espartaco se llevó un dedo a los labios en señal de silencio y le indicó que se
acercara para explicárselo todo.
El rostro de Ariadne se iluminó.
—¿Crees que es factible?
—No veo por qué no.
—¿Y Craso? Sus jinetes nos siguen como una sombra, como si les fuera la vida
en ello.
—Sí, está al tanto de todos nuestros movimientos —reconoció Espartaco—. Y ese
cabrón nos perseguirá como un perro a una liebre si sospecha lo que tramamos.
Tendremos que actuar rápido y tomar la ciudad al primer asalto.
—Yo podría adelantarme con Navio para intentar sobornar a uno de los guardias
de las puertas —propuso Carbo—. Si eso no funciona, podríamos lanzar unas cuerdas
por encima de la muralla y organizar un asalto nocturno.
—Eres un buen hombre, Carbo.
Ariadne mostró su acuerdo con un murmullo y el joven se sonrojó orgulloso
mientras observaba a su líder con el corazón en un puño. ¿Qué decidiría hacer
Espartaco?
—Muy bien. Iremos al sudeste.
Ariadne soltó un pequeño grito de alegría, aunque Espartaco levantó el dedo a
modo de advertencia.
—Pero, si por el camino se presenta la oportunidad, entraré en batalla. Este plan
puede acabar en agua de borrajas y las legiones de Pompeyo no tardarán en llegar. Si
conseguimos derrotar a Craso antes de que aparezca Pompeyo, reduciremos el
número de legiones a las que deberemos enfrentarnos y tendremos más tiempo para
llegar a Brundisium y sacar de aquí a todo el ejército, no solo a una parte —explicó
Espartaco antes de dar una palmada de agradecimiento a Carbo en el hombro—.
Muchas gracias.
Carbo sonrió complacido. El plan era arriesgado, pero al menos les ofrecía una
vía de escapatoria.

Dos días después, Espartaco empezó a pensar que por fin le sonreía la suerte.
Habían alcanzado la Via Appia sin incidente alguno y la primera noche acamparon en

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un valle dividido por un caudaloso río. A la tarde siguiente, cuando fue informado de
que los jinetes romanos se aproximaban por la retaguardia, decidió aprovechar la
oportunidad para volver a hostigar al enemigo. Envió a la caballería a las boscosas
colinas de la derecha y él se dirigió a la cola del ejército romano. Una hora después,
sonó una trompeta en una arboleda situada a cierta distancia de las monturas
romanas. Era la señal para que las últimas cohortes dieran media vuelta y presentaran
armas.
Cuando apareció la caballería enemiga, dubitativa ante cómo actuar, los jinetes de
Espartaco saltaron a la carga. La emboscada fue un éxito absoluto. Anhelosos de
venganza tras lo sucedido a Castus y Gannicus y sus hombres, los soldados de
Espartaco lucharon como demonios y causaron numerosas bajas entre los romanos,
uno de cuyos comandantes resultó herido y tuvo suerte de escapar con vida. Craso
descubriría que el escorpión todavía era capaz de picar, pensó Espartaco con gran
satisfacción. Desde entonces, no había vuelto a ver a ningún explorador ni jinete
enemigo. Las legiones todavía les seguían, pero a una distancia prudencial.
El tracio sonrió. Era imposible que Craso supiera de su intención de ir a
Brundisium. Carbo y Navio habían partido a caballo dos días antes al anochecer,
ambos con un par de monturas de repuesto. Dado que los caballos adicionales podían
llamar la atención, puesto que solo los mensajeros oficiales o la caballería viajaban de
ese modo, avanzarían de noche y se ocultarían durante el día. Con un poco de suerte,
Espartaco recibiría noticias suyas en el plazo de dos semanas.
Mientras tanto, el ejército marcharía hacia el sur, aunque no a demasiada
velocidad, para no despertar las sospechas de Craso, sino a un ritmo más pausado de
unos veinte o veinticinco kilómetros diarios. Ello significaba que, en el caso de tener
que entrar en combate, los hombres estarían más descansados que cuando les
obligaba a ir a un ritmo superior. Las tropas desconocían sus intenciones, solo lo
sabían Egbeo, Pulcher y un puñado más de sus oficiales superiores. El resto pensaba
que iban en busca de provisiones. Espartaco no deseaba que su reacción fuera similar
a la obtenida cuando sugirió que cruzaran los Alpes. Para que el plan funcionara, era
preciso que el ejército cumpliera sus deseos al pie de la letra.
Si lograba evitar una confrontación con Craso antes de que Carbo regresara, se lo
diría entonces. No mencionaría las glorias pasadas, sino que haría hincapié en las
dieciséis legiones a las que pronto deberían enfrentarse. Si eso no los persuadía para
que abandonaran Italia, nada les convencería.
No obstante, si se presentaba la oportunidad de luchar contra Craso, no
mencionaría Brundisium a sus hombres hasta después. Al igual que sucedió en los
Alpes, una victoria reciente podía hacer que fuera más difícil convencerles, aunque
Espartaco creía que la mayoría le seguiría. Después de dos meses acorralados en la
punta de la bota, tenían claro lo que podía sucederles. Espartaco no pretendía
abandonar la lucha contra Roma, todo lo contrario. La guerra continuaría en Iliria y
después en Tracia, su tierra natal.

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La reacción de sus hombres tras la primera derrota en la cresta acentuó su anhelo
de regresar a Tracia con los suyos. Ese primer gran contratiempo había dado al traste
con la confianza de la mayor parte de los soldados. Al principio los hombres habían
acudido a él en manada, en decenas de millares, pero ya no, pensó con amargura. A
pesar de haber ganado un nuevo combate a los romanos, su ejército no había nacido
para la guerra como su pueblo. Aunque seguía sintiendo una profunda lealtad hacia
sus hombres, las tribus tracias estaban más acostumbradas a luchar contra Roma y,
pese a estar subyugadas en muchos casos, el odio al invasor seguía ardiendo en sus
venas. Espartaco deseaba azuzar ese fuego y provocar un nuevo incendio. El feroz
espíritu independiente de su pueblo sería un obstáculo para unir a las tribus, pero no
podía ser más difícil que manejar a Castus y Gannicus. La perspectiva le parecía
mejor que quedarse para enfrentarse a un enorme ejército. Si se iba de Italia, Roma
buscaría venganza, pero Espartaco dudaba que enviara a dieciséis legiones contra él.
Quizá mandara a unas pocas, pero podría lidiar con ellas.

Transcurrieron dos días más de un modo similar y el ejército de Espartaco


continuó marchando hacia el sudeste sin problemas. Los romanos no intentaron
aproximarse demasiado, por lo que supuso que Craso no había adivinado aún sus
intenciones. Sin embargo, el cambio de terreno le obligaría a tomar pronto una u otra
dirección. La Via Appia se alejaba de la cobertura que brindaban los Apeninos para
cruzar el bosque hacia la costa este. Si se alejaba de la protección de las montañas, su
objetivo sería obvio hasta para el mayor de los idiotas. El problema era que Carbo y
Navio tardarían al menos una semana en regresar. Por poca gracia que le hiciese,
Espartaco debía decidir antes si continuaba hacia el sudeste o retrocedía.
Para tomar una decisión, debía conocer mejor el terreno al que se enfrentaban.
Espartaco cabalgó hasta la vanguardia del ejército con Atheas y Taxacis trotando a su
lado. Los escitas ni siquiera sudaron por el esfuerzo. Ambos sabían montar a caballo,
¿acaso había algún escita que no supiera?, pero había escasez de monturas desde la
batalla de la cresta.
Las fincas de la zona no eran tan grandes como los latifundios de Campania y
Lucania, pero su tamaño seguía siendo impresionante. Las terrazas en las laderas de
las montañas dejaban amplio espacio en la llanura para el cultivo de millares de
olivos. Los árboles llegaban hasta los márgenes de la carretera y su característico
follaje verde grisáceo ocultaba el campo de la vista. Espartaco se alegró de haber
enviado varias patrullas de reconocimiento por delante de la columna, puesto que era
fácil tender una emboscada en ese denso entramado de árboles.
También abundaban los cultivos de viñas y cereales, pero las ordenadas filas de
viñedos y los campos abiertos de trigo bajo no les permitirían ocultarse de las tropas
enemigas. Había pocas aldeas en la zona, casi todos los habitantes vivían en granjas.
Espartaco envió a sus soldados en busca de suministros, sobre todo de comida.

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Debían hacerse con todos los rebaños de ovejas, cabras y vacas que se encontraran,
incluso con las aves de corral. Debían llevárselo todo y, si los granjeros oponían
resistencia, debían responder con contundencia.
Espartaco no sentía remordimiento alguno por los granjeros cuyo sustento estaba
robando y a los que condenaba a morir de hambre. Tampoco le preocupaban los
campesinos más tercos que se negaban a ceder sus propiedades y que eran asesinados
mientras sus mujeres e hijas eran violadas. Antes se había esforzado por minimizar
tales atrocidades, pero ya no. Roma pretendía destruirle, por lo que su objetivo era
hacer tanto daño a la República y sus gentes como fuera posible. Además, lo que
hacían sus hombres no era sino una ínfima muestra de lo que los padres, hijos y
hermanos de sus víctimas habían hecho en Tracia. Era una especie de represalia.
Cuando el sol alcanzaba su cénit, la temperatura era muy agradable. Las
golondrinas sobrevolaban la carretera y su canto cadencioso le distraía del repiqueteo
de las herraduras contra los adoquines y de las pisadas de miles de sandalias
tachonadas. Los hombres vociferaban los versos de varias canciones subidas de tono
sobre las aventuras carnales de un joven en la isla de Lesbos y sobre el voraz apetito
sexual de la mujer de un comerciante. Espartaco las estaba escuchando a medias
mientras pensaba si debía comerse ya el pedazo de queso que guardaba en la bolsa o
si era mejor reservarlo para más tarde cuando vislumbró entre la calima a un par de
jinetes que cabalgaba al galope y levantaba una enorme polvareda a su paso.
El oficial de caballería que tenía a su lado también los vio.
—Por todos los demonios, ¿quién puede ser, señor?
—Buena pregunta.
La noticia de la presencia de Espartaco en la Via Appia había puesto fin al tráfico
en la carretera. Solo se encontraban con algún esclavo ocasional que decidía unirse a
ellos, pero los esclavos no solían ir a caballo. Los jinetes tampoco eran enviados
romanos. Si los muy cabrones no habían intentado negociar con Espartaco antes, ¿por
qué iban a hacerlo entonces?
—Yo diría que son Carbo y Navio —respondió enojado Espartaco.
El oficial detectó la rabia en su voz y no replicó.
La tensión de Espartaco fue en aumento a medida que las figuras se aproximaban.
Tuvo que contenerse para no salir a su encuentro. ¿Quién más podía ser si no? Se
planteó el motivo de su vuelta tan temprana. Salvo que los caballos tuvieran alas, era
imposible que hubieran tenido tiempo de ir a Brundisium y volver. ¿Acaso unos
latrones les habían tendido una emboscada y habían perdido las monturas de
repuesto?
Finalmente, Espartaco se adelantó unos pasos. Deseaba escuchar su relato en
privado, lejos de las primeras filas de jinetes. Solo los escitas le acompañaron al trote.
Cuando estuvieron más cerca, distinguió las expresiones abatidas de Carbo y Navio,
y el sudor que corría por los flancos de los caballos. A Espartaco se le formó un
doloroso nudo en el estómago, pero les saludó con una sonrisa.

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—Por todos los dioses, ¡vuestros caballos deben de ser parientes de Pegaso! O
eso, o no habéis llegado a Brundisium.
Carbo y Navio intercambiaron una mirada.
—No hemos llegado a Brundisium —respondió Carbo.
—¿Por qué no? —preguntó Espartaco con tono ligero, aunque en realidad
deseaba chillar.
—Hace dos noches ocultamos los caballos en un olivar y fuimos a beber un poco
de vino en una taberna de la carretera —explicó Navio con expresión culpable—. Ya
sé que nos pediste que evitáramos acercarnos a lugares públicos, pero nos moríamos
de sed.
—Veo que ambos tenéis la desagradable costumbre de desobedecer mis órdenes
—espetó Espartaco—, espero que lo que vayáis a decirme sea bueno.
—No es bueno, señor, es terrible —replicó Navio.
Espartaco lo miró impertérrito.
—Continúa.
—En la taberna se hospedaba un mensajero oficial. El muy estúpido estaba
contando a todo el mundo que su misión era encontrar a Craso a toda costa —explicó
Carbo.
—¿Por qué?
—Lúculo ha recibido la orden de volver de Tracia —respondió Carbo—. Sus
legiones ya han cruzado las montañas y entrado en Epirus. Una flota de barcos ha
sido enviada allí para recogerlo.
Espartaco sintió como si se parara el tiempo, aunque todavía era consciente del
caballo que se movía bajo sus piernas, del sol que le acariciaba la cara y de las
golondrinas que cantaban en el cielo. De todas las razones imaginables, jamás habría
pensado que su regreso podía deberse a ese motivo. Era como un jarro de agua fría.
—¿Cuántos soldados son?
—Depende de si Lúculo trae consigo a todo su ejército. Tiene seis legiones, dos
de las cuales ya han llegado. Según el mensajero, tiene previsto dejar una legión
acuartelada en Tracia.
Cinco legiones más contra las que combatir. Cinco nada menos.
—¿Cuándo llegará el resto?
—No lo sabía con seguridad. Al parecer, dos de las legiones están más cerca que
el resto y zarparán en siete o diez días. La última embarcará dentro de un mes.
Espartaco deseaba maldecir a todos los dioses del panteón. Esa era la broma más
cruel que le habían gastado jamás. ¿Qué había hecho él para merecer aquello? Apretó
los dientes en un esfuerzo por contener la rabia que le invadía. Era inútil insultar a los
dioses, por mucho que le hubieran enviado semejante desgracia. Con suerte, todavía
podía ganarse su favor. Era consciente de que necesitaba toda la ayuda que pudiera
conseguir.
—¿Matasteis al mensajero?

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—Esa era nuestra intención, pero pensamos que no valía la pena porque solo era
uno de los cuatro mensajeros que habían sido enviados por separado para asegurarse
de que Craso recibía la noticia —contestó Navio.
—Y si por casualidad nos pillaban, jamás te habrías enterado de lo que estaba
pasando —agregó Carbo.
«A la mierda con las consecuencias. Yo le habría matado igualmente». Espartaco
respiró hondo y soltó el aire poco a poco. Era la rabia la que hablaba por él. Dirigió la
mirada al este, hacia el mar, y se imaginó el sol resplandeciente sobre las olas y una
flota de barcos meciéndose en el puerto. Volvió al presente y posó la vista sobre
Carbo y Navio.
—Es posible que Craso ya haya recibido el mensaje. Si no es así, lo recibirá hoy o
mañana a más tardar.
Ambos asintieron compungidos.
—No tiene sentido que continuemos hacia Brundisium. Sabiendo lo que sabe,
Craso nos perseguirá a un ritmo más rápido y, cuando nos atrape, nos obligará a
luchar en campo abierto. Incluso si logramos esquivarlo en la carretera a la costa, no
cesará en su empeño y llegaremos a Brundisium con Craso pisándonos los talones
para ser recibidos por dos o cuatro legiones de Lúculo. Quedar atrapados entre el
yunque y el martillo no es nada recomendable.
Caro y Navio se miraron. Eso mismo habían estado discutiendo durante todo el
camino.
—¿Qué podemos hacer? —inquirió Carbo.
—Solo nos queda una opción —gruñó Espartaco—. Dar media vuelta y regresar a
las montañas. Tendremos que encontrar un lugar adecuado para luchar contra Craso,
y rápido. Si lo derrotamos, podemos intentar ir a Brundisium después y machacar a
Lúculo por el camino.
Aparte de la derrota en la cresta, Espartaco siempre les había conducido a la
victoria, pensó Carbo. A pesar de tener la suerte en contra, ¿por qué iba a cambiar la
situación entonces?
—¿Y Pompeyo? —preguntó Navio.
—Debemos mantener los oídos bien abiertos. Tenemos a nuestro favor el hecho
de que Craso querrá luchar sin la ayuda de Pompeyo. Si hay algo que tengo claro
sobre ese cabrón, es que es muy arrogante y querrá toda la gloria para él. Al final no
tendrá más remedio que unirse a los otros generales, pero si podemos ir dos pasos por
delante, todo irá bien.
Espartaco escudriñó las caras de ambos en busca de un indicio de desacuerdo,
pero no encontró ninguno. Observó un atisbo de miedo en los ojos de Carbo, lo cual
era de esperar, si bien el joven romano asintió con resolución. Navio parecía más
ansioso que nunca por luchar, lo cual tampoco le sorprendió. Todo lo que deseaba
Navio era vengar la muerte de su familia, y su misión no finalizaría hasta que muriera
o diera muerte a todos los romanos de la República. Espartaco se preguntó cuál de las

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dos cosas sucedería antes.
Y también se preguntó lo mismo acerca de su propia persona.

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18
El valle superior del Silarus, al norte de Paestum

El cielo seguía preñado de estrellas cuando los oficiales superiores de Espartaco


se reunieron ante la tienda. Al escuchar el murmullo de sus voces, el tracio cambió de
posición junto a la cuna, pero no se levantó. Con su pelo alborotado, preciosa carita y
pulgar en la boca, Maron era la viva imagen de la inocencia. «Ojalá pueda
conservarla mucho tiempo antes de que la vida le cambie y le endurezca». Se besó los
dos primeros dedos de la mano derecha para acariciarle la frente. «Duerme bien, hijo
mío. Hasta luego».
Espartaco llevaba el uniforme completo: túnica, jubón, cota de malla y sandalias
tachonadas, además del tahalí al hombro, la sica en la vaina en el costado izquierdo y
el puñal en el cinturón de cuero. Alargó la mano para coger el casco frigio del
taburete.
—¿Te vas sin despedirte?
La miró sorprendido.
—Pensaba que dormías.
Ariadne resopló.
—Me he pasado la noche rezando con la vista puesta en el techo o en ti.
De hecho había dormitado un poco, pero su mente se había llenado de imágenes
de hombres crucificados, aunque no tenía intención de decírselo a Espartaco. Ni
entonces ni nunca. De todos modos, seguro que eran fruto de su imaginación
desbocada. «No dejes que sea nada más que eso, Dioniso».
—¿En mí? —preguntó divertido.
—¿Por qué no? Eres muy guapo —respondió Ariadne mientras recorría con el
índice el perfil de su mandíbula—. Ya lo pensé la primera vez que te vi, cuando me
salvaste de los hombres de Kotys.
—Parece que fue hace un siglo —comentó Espartaco nostálgico—, pero recuerdo
tu cara como si fuera ayer. Eras muy bella, y lo sigues siendo —añadió con una
sonrisa.
—No te vayas —suplicó Ariadne tratando de ocultar la emoción en su voz.
—Volveré en cuanto haya hablado con los oficiales.
Ariadne asintió, agradecida de que la semioscuridad ocultara las lágrimas que le
rodaban por las mejillas.
Con el casco bajo el brazo y el escudo en la mano, Espartaco salió fuera. Notó un
nudo familiar en el estómago, como el que sentía cuando era gladiador y cruzaba el
túnel para salir al circo. Sin embargo, esta vez no le aguardaba un oponente, sino
Pulcher, Egbeo, Navio y Carbo, los cuatro vestidos para el combate. Volutas del
vapor exhalado flotaban sobre sus cabezas mientras pateaban el suelo para entrar en

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calor. El telón de fondo tampoco lo formaban las gradas rebosantes de espectadores,
sino el oscuro contorno de un enorme macizo rocoso.
Después de casi una semana de marcha hacia el norte y el oeste con Craso cada
vez más cerca, Espartaco agradecía haber encontrado ese valle, que se unía a ambos
lados de las montañas. Al este, se extendía la meseta y, al oeste, una línea de picos
ondulantes de altura similar. El fondo del valle estaba bañado por el río Silarus, que
avanzaba sinuoso hacia el oeste, hasta las llanuras costeras de Campania. Era una
región fértil salpicada de granjas, olivares y prados. En ese lado del río había una
explanada de considerable tamaño dedicada al cultivo del trigo. Eso era lo que había
llamado la atención del tracio cuando dos días antes había contemplado el terreno
desde lo alto de una montaña. La planicie se extendía unos tres kilómetros a lo ancho,
no más. Era espacio suficiente para que las tropas pudieran desplegarse sin dejar sitio
a Craso para rodearlos. Ello limitaba la eficacia de la caballería, pero nada podía
hacer al respecto. El tiempo no jugaba a su favor, así que debía conformarse con ese
campo de batalla.
Los exploradores enemigos localizaron su posición cuando apenas llevaban doce
horas en el valle. Un día y una noche después, aparecieron las legiones de Craso por
el lado opuesto al usado por Espartaco. Los romanos subieron por el oeste en una
columna serpenteante que necesitó cinco horas para ascender en su totalidad. Estaba
claro que Craso estaba ansioso por luchar. En lugar de usar el Silarus como barrera
natural, los jinetes y soldados romanos vadearon el río y montaron el campamento en
la orilla, en el margen de la explanada que conducía a las tiendas de las tropas de
Espartaco. Ese movimiento provocador era un claro reto y les había bloqueado todas
las salidas, excepto la del este. Ya solo faltaba que los romanos lanzaran el ataque.
Espartaco susurró un saludo a sus oficiales, que respondieron con una breve
inclinación de cabeza. El tracio ya había decidido que Egbeo lideraría el flanco
izquierdo, y Pulcher, el derecho. Navio iría con él, en el centro, y Carbo permanecería
junto a Ariadne y Maron, como siempre.
—¿Han visto algo los centinelas?
Espartaco había ordenado que se montaran varios piquetes más allá del
campamento por si Craso tenía previsto hacer alguna de las suyas.
—Acaban de observar algo señor —contestó Pulcher.
Espartaco clavó la vista en el herrero.
—¿Qué han visto?
—Está demasiado oscuro para ver nada, señor, pero han oído el ruido de hombres
cavando.
—¿Dónde?
—Delante de ambos extremos del campamento romano, señor.
—Esos cabrones están cavando trincheras para impedir el ataque de la caballería.
—Eso mismo he pensado yo, señor —gruñó Pulcher.
—Si es así, solo nos queda una opción. —Sus hombres lo miraron sin pronunciar

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palabra—. Tenemos que atacar ahora y hostigar a los soldados que están cavando las
zanjas. Con la ayuda del Gran Jinete, se verán obligados a abandonar las trincheras
sin acabarlas. Egbeo, ¿puedes encargarte del flanco izquierdo?
Una amplia sonrisa iluminó la cara marcada del tracio.
—¡Será un placer! —sonrió.
—Pulcher, tú te ocuparás del flanco derecho.
—Muy bien.
—¿A cuántos hombres necesitamos? —preguntó Egbeo.
—Con seis cohortes cada uno tenéis suficiente. Si lleváis más, quizá los jinetes no
oigan las órdenes. Llevaos también unos trompetas para estar seguros. Obligad a
retroceder a los romanos, que abandonen las trincheras. En cuanto lo logréis, retiraos.
El resto del ejército estará listo entonces. Antes de salir, decid a los oficiales que
preparen a los hombres y enviadme a los comandantes de caballería. ¡Vamos! ¿A qué
esperáis?
Ambos sonrieron antes de salir corriendo.
—¿Dónde nos quiere a nosotros, señor? —preguntó Navio.
—Tú, conmigo, en el centro.
Navio sonrió.
—Será un honor.
Espartaco se volvió hacia Carbo.
—Uno de mis hombres más leales… —A Carbo se le hizo un nudo en el
estómago, pues sospechaba lo que venía a continuación—. Deseo que te quedes aquí
para proteger a Ariadne y Maron. La batalla de hoy será la más dura de todas las
entabladas hasta ahora. Si la cosa va mal…
—¡Pídele a otro que se quede! —interrumpió Carbo—. ¡Yo no pienso quedarme
esta vez!
Espartaco lo miró con los ojos entrecerrados.
—Puedo ordenarte que te quedes.
Navio contempló la escena sorprendido.
—¡Pero no lo harás! —replicó Carbo furioso.
—¿Por qué demonios no voy a hacerlo?
—Porque Craso es el hombre que arruinó a mi familia. Por su culpa mis padres
acabaron en casa de Varus. ¡Él es el culpable de sus muertes! Esta es la primera vez
desde Roma que tengo la oportunidad de matarlo. Quizá no vuelva a tener otra
posibilidad jamás, ¡y tú no vas a arrebatármela! —espetó Carbo, que miró a
Espartaco con expresión temerosa y desafiante a la vez.
Preocupado, Navio posó la vista en uno y otro.
—Vaya, vaya… ¡Qué gallito te has vuelto!
Carbo apretó los dientes, preparado para aguantar la mofa, el castigo o el rechazo
de Espartaco.
—Muy bien. Puedes luchar. ¿Quién soy yo para interponerme ante la necesidad

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de venganza de un hombre? Lo único que te pido es que en lugar de ocupar tu puesto
habitual con Egbeo y tu cohorte, luches en el centro junto a Navio y junto a mí. ¿De
acuerdo?
Carbo notó un nudo en la garganta.
—Se-rá… será un honor.
Espartaco sonrió.
—Bien. Más vale que despertemos a los hombres, ¿no? Quiero que el ejército al
completo esté listo en dos horas.
—¡Sí, señor!
Pasmado ante la facilidad con la que Espartaco había accedido a su petición,
Carbo echó a correr. Además de obedecer las órdenes, era imprescindible que le
explicara a Arnax lo que debía hacer si las cosas iban mal. Navio lo siguió por el
laberinto de tiendas.
Espartaco los observó un instante antes de levantar la vista hacia el cielo del este,
que se estaba aclarando rápido. Ya era de día. Se volvió hacia Atheas y Taxacis.
—Si no puedo contar con Carbo, lo ideal sería que tú, Taxacis, te quedaras con
Atheas para proteger a Ariadne si las cosas van mal. Lo cierto es que me sentiría más
tranquilo si supiera que ambos estáis a su lado, pero llamaríais demasiado la atención.
Taxacis sonrió y se señaló los tatuajes en las mejillas y los brazos.
—Estos… llamar la atención.
—Y eso no es bueno para Ariadne y el niño. Cuanto menos llamen la atención,
mejor. Tendré que pedírselo a otro.
«Aventianus, el esclavo con la cicatriz en la mejilla parece de confianza», pensó
Espartaco.
—Y yo… no… querer perder pelea… —murmuró Taxacis.
—¡De acuerdo! Pero necesito que vayas en busca de un hombre llamado
Aventianus y lo traigas aquí, creo que está en la cohorte de Navio.
Espartaco entró en la tienda y depositó el casco y la espada.
—¿Cuál es el plan? —susurró Ariadne, que se había vestido.
—¡Qué guapa estás! —exclamó Espartaco, que, pese a la tenue luz, pudo ver que
su mujer se sonrojaba—. ¡En serio!
En esos momentos Ariadne se debatía entre el terror de no ver a Espartaco nunca
más y el orgullo por lo que iba a hacer.
—¡Chitón! Explícame el plan.
Espartaco le contó lo de las trincheras romanas.
—Mi esperanza es que podamos obligar a retroceder a esos cabrones. Si Egbeo y
Pulcher lo logran, podré usar a la caballería y, mientras el ejército se prepara para la
batalla, ellos pueden hostigar a los legionarios como nubes de mosquitos e impedir
que formen correctamente. Asustarlos un poco.
—¿Y después avanzaréis?
Espartaco asintió.

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—El primer asalto es el que cuenta, casi siempre es así. Con la ayuda del Gran
Jinete, conseguiremos que retrocedan. La caballería atacará los flancos hasta que
lleguen al río. Entonces romperán filas y empezará la masacre. —Sonrió—. Volveré
antes de que oscurezca.
Ariadne esbozó una sonrisa forzada, aunque quería echarse a llorar. Jamás había
pensado que podría amar a un hombre hasta que conoció a Espartaco. Habían pasado
mucho juntos, pero quizá fuera ese el final de su historia.
—¿Qué pasará si no vuelves? —se obligó a preguntar.
Espartaco la miró a los ojos.
—Sabrás que he muerto luchando, tendré todas las heridas delante.
A Ariadne se le escapó un sollozo y se acercó a él, en busca de su abrazo
protector.
—No quiero que te vayas.
—Debo hacerlo, Ariadne, tú lo sabes. Es la batalla más importante de mi vida.
Mis hombres me necesitan.
«¡Tus hombres! ¡Siempre tus malditos hombres! ¿Y qué pasa conmigo y con
Maron?», deseaba gritar Ariadne, pero no dijo nada. No valía la pena.
Guardaron silencio durante largo rato mientras gozaban del contacto mutuo, de la
respiración acompasada.
«Gran Jinete, te ruego que veles por Ariadne y mi hijo, sobre todo si caigo hoy.
Dioniso, cuida de esta mujer, tu leal sacerdotisa, y de su hijo, que aprenderá a seguir
tus dictados».
Ariadne también rezaba fervorosa cuando Espartaco se separó de ella demasiado
pronto. Aterrorizada, le acercó la cara y lo besó.
—Regresa junto a mí.
Espartaco le brindó la más dulce de las sonrisas.
—Si puedo, volveré. Te lo juro. Atheas y un hombre llamado Aventianus estarán
aquí para protegeros. Si la batalla no va bien, os llevarán a un lugar seguro. Debajo de
mi ropa encontrarás varias bolsas de monedas. Si las administras bien, te durarán
muchos años.
Ariadne asintió, incapaz de hablar.
Espartaco se acercó a la cuna y cogió a Maron en brazos, que se despertó, se frotó
los ojos y se desperezó. El tracio lo abrazó y acunó unos instantes hasta que se
durmió de nuevo.
—Tienes que crecer sano y fuerte. Honra a tu madre y honra mi memoria.
Recuerda que Roma es tu enemigo —susurró Espartaco—. Siempre estaré contigo.
Espartaco entregó el niño a su madre y los abrazó. Las lágrimas rodaban por las
mejillas de Ariadne, que no quiso abrir los ojos cuando Espartaco los soltó. No podía
soportar verlo marchar. En lugar de ello, enterró la cara en la curva del cuello de
Maron y se empapó de su olor.
—Adiós, esposa —se despidió Espartaco a cierta distancia.

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El pánico se apoderó de ella. En el fatídico caso de que Espartaco no regresara,
Ariadne no quería que su último recuerdo de ella fuera con los ojos cerrados, sin
atreverse a mirarlo. Y no deseaba que se marchara sin mirarlo una última vez a la
cara. Ariadne levantó la cabeza y se secó las lágrimas.
—Adiós. Nos veremos cuando todo haya acabado.
Espartaco sonrió.
—Sí.
Y con ello se fue.
Desconsolada, Ariadne dio rienda suelta a las lágrimas. En esos momentos no era
la sacerdotisa de serena compostura a la que todos conocían, sino una mujer que
acababa de mandar a su marido a la guerra, quizá por última vez. A pesar de tener a
Maron en sus brazos, jamás se había sentido tan sola.

Para cuando las tropas estuvieron listas, el sol ya había asomado por detrás de la
montaña y bañado el valle con su luz. Espartaco había agrupado a los hombres en dos
sólidas líneas, treinta cohortes a lo ancho en lugar de la típica formación en triplex
acies que estaban adoptando los legionarios de Craso unos quinientos pasos al frente.
La táctica de Espartaco requería la máxima fuerza de su ejército. Por eso había
colocado en el centro —junto a él— a los mejores soldados, a los que poseían cotas
de malla y armas y escudos romanos. Allí es donde la lucha sería más encarnizada y
sangrienta.
Aparte de esas ocho cohortes, poco más de la mitad de los hombres iba bien
armada. Del resto, pocos tenían casco. Algunos llevaban escudo; otros, cotas de
malla. Las armas eran espadas, lanzas y hachas. Espartaco albergaba la esperanza de
que los soldados compensaran con su bravura la falta de armamento. Estaba
convencido de que Egbeo y Pulcher sacarían lo mejor de ellos. La caballería esperaba
en los flancos, cientos de jinetes en ponis de pelo largo. Su aspecto no era muy
temible, pero Espartaco había sido testigo de lo que eran capaces de hacer contra los
romanos.
En circunstancias normales, habría maldecido el hecho de contar solo con la
mitad de sus jinetes, pero ese día no importaba, porque no había sitio para maniobrar.
El papel de la caballería era crucial. Había dado instrucciones precisas a los oficiales
al mando para que actuaran como los famosos númidas de Aníbal, cuya técnica de
ataque y retirada obligaba al enemigo a romper filas y lo exponía a todo tipo de
peligros. Si su caballería lograba replicar su táctica, aunque fuera a pequeña escala,
Egbeo y Pulcher podrían forzar el repliegue de los flancos romanos y las legiones de
Craso se desmoronarían.
Mientras supervisaba a los hombres, Espartaco tenía un ojo puesto en el combate
en las trincheras enemigas y el otro en los soldados de Craso, que no habían hecho
amago de avanzar. Craso simplemente los estaba preparando para la batalla.

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Espartaco se centró en la lucha en los flancos, pero era difícil ver lo que pasaba a
tanta distancia. Lo que estaba claro era que ni Egbeo ni Pulcher habían hecho
retroceder mucho a los romanos, por no decir nada. Espartaco vislumbró las
habituales figuras de los soldados que se movían de un lado a otro en medio del
fragor de la batalla.
—¿Qué puñetas está pasando ahí abajo?
—Los romanos están usando las catapultas, señor. Escucha —respondió Navio.
Espartaco aguzó el oído y distinguió el sonido característico de las cuerdas al
soltar su carga de piedras y flechas. El sonido estaba presente tanto en el lado de
Egbeo como en el de Pulcher. El tracio esperaba que Craso no tuviera demasiadas de
esas máquinas letales. De pronto avistó una gran formación de tropas que se dirigía al
flanco izquierdo y, al volver la cabeza al otro lado, vio lo mismo. Craso estaba
reforzando las trincheras en lugar de ordenar la retirada de sus hombres. El general
romano acababa de decidir su próximo paso.
—Vamos a avanzar. Ahora.
—¿Todo el ejército? —preguntó Carbo nervioso.
—Sí. Mira esas cohortes. —Espartaco señaló la ladera—. Si no avanzamos ahora,
masacrarán a los hombres de Egbeo y Pulcher. ¿Preparados? —Navio y Carbo
asintieron con una leve inclinación de cabeza—. Egbeo y Pulcher no aguantarán
mucho más. Tenemos que llevar más hombres hacia allí. Navio, hazte cargo del
flanco izquierdo.
Navio se cuadró, intercambió una mirada con Carbo y se fue a paso de trote.
Espartaco solicitó un mensajero.
—Que el centurión más veterano del flanco derecho tome el mando aquí. Pronto
recibirá la orden de avanzar. —El mensajero saludó y echó a correr—. ¡Que traigan a
mi caballo! —ordenó Espartaco.
Un soldado había estado aguardando a un lado con el semental y se acercó a él.
Espartaco se alejó unos treinta pasos de las tropas.
«Por todos los dioses, su aspecto es imponente», pensó Carbo.
Espartaco atrajo la atención de todos con su casco frigio, reluciente bajo el sol, y
con su cota de malla, que había sido pulida hasta brillar como la plata. La sica que
tantas victorias les había brindado descansaba sobre su costado izquierdo.
Espartaco formó bocina con una mano.
—¿Veis este magnífico ejemplar?
Todos asintieron.
—¡Sí! ¡Y a todos nos gustaría tener uno igual! —gritó una voz. El comentario
provocó varias carcajadas.
—En Tracia, los caballos blancos son honrados y respetados porque son la
montura de los reyes. Por eso elegí este para mí. Me ha servido bien, pero hoy debe
cumplir otra función. ¡Voy a sacrificarlo a los dioses para solicitar nuestra victoria!
El asombro era palpable en el ambiente. Se trataba de un ritual poderoso. Los

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hombres comenzaron a murmurar entre sí y pronto empezó a correr la voz.
Espartaco sonrió. Esa había sido su intención.
—En lugar de cabalgar a la batalla, lucharé a vuestra vera, hermanos míos, en la
pared de escudos. Recibiré los mismos golpes que vosotros. Sangraré con vosotros. Y
mataré romanos a vuestro lado. Permaneceré junto a vosotros hasta el final, aunque se
me rompan el escudo y la espada.
Carbo sintió un escalofrío. El juramento despertó en él una pasión sin igual. Los
hombres que le rodeaban eran sus compañeros. Moriría por ellos y ellos por él. Al
mirarlos, vio la misma emoción reflejada en sus rostros.
Espartaco desenvainó el puñal y se acercó al caballo, que al reconocerle relinchó
y le mordisqueó el brazo.
—Tranquilo, valiente. Te agradezco tu leal servicio y te pido una última cosa.
Este será tu mejor momento. Pronto estarás junto al Gran Jinete, donde serás recibido
con todos los honores. —Espartaco se volvió hacia el soldado—. Sujeta la cabeza —
ordenó en un susurro mientras acariciaba el lomo del animal.
El caballo dejó que el soldado le sostuviera la cabeza.
Espartaco colocó el cuchillo bajo la barbilla del animal y, con un movimiento
rápido, le cortó la yugular. Una cascada de sangre brotó de la herida. El caballo se
tambaleó y Espartaco se reclinó sobre él con todas sus fuerzas mientras le acariciaba
el lomo con la mano que tenía libre.
—Tranquilo, valiente, tranquilo. El Gran Jinete te espera.
Al caballo le fallaron las rodillas y se desplomó en el suelo. La sangre siguió
brotando y formó un enorme charco escarlata alrededor de las extremidades
delanteras del animal. Una de las patas traseras salió disparada a un lado y dio varias
sacudidas antes de quedarse quieta. Espartaco volvió a clavar el puñal en el cuello del
animal. Esta vez cortó todas las arterias. La lustrosa sangre roja le salpicó la mano.
Continuó susurrándole. El pecho del caballo subía y bajaba cada vez más despacio,
hasta que por fin dejó de respirar.
Espartaco posó un instante la mano sobre el animal en honor a su vida y su
muerte. A continuación, introdujo los dedos en la sangre y se la extendió
generosamente por las mejillas y la frente. Limpió el puñal y lo guardó. Cuando se
volvió hacia las tropas, constató que todos tenían la vista clavada en él. Hasta los
hombres de las cohortes más lejanas se habían movido de sus puestos para
contemplar lo que sucedía.
—¡Mis soldados! El sacrificio a los dioses se ha completado. El caballo ha tenido
una buena muerte y no ha protestado. ¡El sacrificio ha sido aceptado!
Todos los soldados mostraron su aprobación con un rugido. ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
Las armas golpearon los escudos.
Sica en mano, Espartaco avanzó unos pasos.
—¡Hoy alcanzaremos la… VICTORIA O LA MUERTE!
Un segundo de silencio.

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—¡POR LA VICTORIA O LA MUERTE! —vociferó Carbo.
Taxacis se sumó al grito.
—¡POR LA VICTORIA O LA MUERTE! ¡POR LA VICTORIA O LA MUERTE!
Espartaco retomó su puesto en la fila —entre Carbo y Taxacis— al son del
cántico de sus hombres. Sin más dilación, dio la señal a los trompetas y los jinetes,
que debían ordenar a la caballería de los extremos que avanzara.
Las notas estridentes de los instrumentos resonaron por encima de todo aquel
estruendo. Los oficiales instaron a avanzar a los soldados, que seguían aclamando a
Espartaco. Empezaron a andar. Unos quinientos pasos les separaban de las filas
romanas. No tenía sentido correr y cansarse antes de tiempo. Iban a necesitar toda la
energía posible para ganar el combate que estaba a punto de estallar.
Carbo percibió el amargo sabor de la bilis en la boca. «Concedednos la victoria y
brindadme la oportunidad de matar a Craso. No me importa morir después», suplicó a
los dioses. Una vez completada la plegaria, miró a Taxacis, que se hallaba a un par de
posiciones a su derecha. El escita le dedicó una sonrisa feroz. Carbo se la devolvió.
No podía estar en mejor lugar. A su derecha, Espartaco, y junto a él, Taxacis. Ambos
eran soldados aguerridos. A su izquierda tenía a un hombre de amplio tórax y barbilla
marcada. Su rostro le resultaba familiar, pero no recordaba por qué. Carbo
simplemente se sentía orgulloso de estar allí. Por primera vez en su vida, se sintió
como en casa.
—¡Seguid caminando! ¡Mantened la fila! —gritó Espartaco.
Al pasar junto al semental muerto, más de un soldado imitó a su líder y se pintó la
cara de sangre. Carbo no lo hizo porque el Gran Jinete no era su dios, pero
comprendía por qué los hombres lo hacían. En situaciones como esa, cualquier cosa
que les ayudara a sobrevivir era útil. Recorrieron cien pasos. Los romanos avanzaron
a su encuentro. Carbo miró a Espartaco, que escudriñaba las líneas enemigas e hizo lo
mismo. De pronto vislumbró a un hombre con una capa roja que cabalgaba de un
lado a otro detrás de las cohortes centrales.
—¡Allí está el cabrón de Craso!
—Sí, es él —gruñó Espartaco—. Estamos en el lugar apropiado, justo delante del
general.
Carbo contó los pasos. Cien pasos más y ya podía diferenciar a los oficiales de los
soldados rasos. Jamás había visto tantos cascos con penachos transversales en la
primera fila. Era una medida reservada para las situaciones más desesperadas. Craso
también se lo estaba jugando todo en esa apuesta. Carbo notó que el sudor le recorría
la espalda y le impedía agarrar bien el pilum. Tendría suerte si seguía vivo al
anochecer.
—¡Ya estamos, muchachos! —bramó Espartaco—. ¡Manteneos juntos!
—¡ES-PAR-TA-CO! —exclamó un hombre a la izquierda de Carbo al tiempo que
golpeaba con cada sílaba el pilum contra el borde metálico del scutum—. ¡ES-PAR-TA-
CO!

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Todos replicaron el grito. Carbo chilló a pleno pulmón, pero el clamor ensordecía
su voz y no le permitía oírse a sí mismo. Era como si estuviera haciendo mimo en una
obra de teatro, aunque en lugar de tener al púbico delante, tenía una pared de
legionarios que avanzaba hacia él. Aparte del sonido ocasional de las trompetas, los
hombres de Craso avanzaban en silencio. Era una táctica habitual para sembrar el
miedo en el corazón del enemigo, pero no estaba funcionando, dado que el cántico de
los esclavos era abrumador.
Continuaron avanzando, aplastando los brotes de trigo a su paso. Mientras
descendían por la ladera, Carbo pudo ver con claridad el terreno a su izquierda y su
derecha. La caballería se extendía en la periferia como una mancha oscura. Con
suerte, las trincheras romanas no se prolongarían demasiado y no impedirían a los
jinetes de Espartaco doblegar los flancos enemigos. Carbo no distinguía la posición
de Navio, pero lanzó una plegaria por su amigo y por todos. «Brindadnos la victoria,
gran Júpiter y gran Marte. Dejadme llegar hasta Craso. Una última oportunidad, es lo
único que os pido».
Quedaban doscientos pasos hasta las líneas enemigas. Carbo conocía la rutina y
miró nervioso el cielo por encima de las cabezas de los legionarios. ¿Disponían los
romanos de suficientes piezas de artillería para atacarlos a todos o se hallaban todas
las catapultas en los flancos? Carbo no deseaba ningún mal a los compañeros
apostados allí, pero esperaba que toda la artillería estuviera en ese lugar.
Su deseo fue en vano.
A los dos segundos los romanos lanzaron la primera oleada de proyectiles. Carbo
notó que se le aflojaban los intestinos. Había visto la carnicería que podían provocar
esos misiles. Más de un hombre gritó despavorido. El avance se ralentizó hasta
detenerse.
—¡Formación cerrada! Todas las filas excepto la primera, ¡levantad los escudos!
—ordenó Espartaco.
Era un ejercicio que habían practicado miles de veces. Los scuta detrás de Carbo
se elevaron con gran estrépito y formaron una cubierta gigante, el famoso testudo
romano, mientras que él y el resto de los hombres de la primera fila unieron los
escudos para formar una pared casi sólida. Era una buena protección frente a
proyectiles ligeros como las jabalinas, pero todos sabían que no podía detener a los
misiles más grandes, como las flechas que volaban hacia ellos a una velocidad
espeluznante.
—¡TRANQUILOS! —rugió Espartaco—. ¡TRANQUILOS, MUCHACHOS!
Los oficiales también trataron de calmar a los hombres.
Carbo no levantó la vista. Si iba a morir atravesado por una flecha, prefería no
verlo. El corazón le latía con fuerza. El soldado a su izquierda repetía la misma
plegaria una y otra vez. Un soldado cercano comenzó a vomitar. Carbo empezó a
contar sus respiraciones. Uno. Dos. Tres. «Tranquilízate, por todos los dioses». Se
obligó a exhalar más despacio.

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¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Los misiles aterrizaron con un ruido terrible, como un trueno.
Carbo cerró los ojos. Las flechas, lanzadas por una catapulta de torsión cuya
manivela manejaban dos legionarios, tenían un gran poder de penetración.
Atravesaban los scuta cual cuchillo caliente la mantequilla para herir y matar al
desafortunado que se encontrara debajo. Los misiles aplastaban brazos, abrían
cráneos y perforaban pechos. Los alaridos de dolor marcaban el lugar donde los
soldados habían resultado heridos. Los muertos simplemente se desplomaban en el
suelo.
Carbo parpadeó. Seguía vivo y de una pieza, al igual que Espartaco y el hombre a
su izquierda. Se miraron aliviados.
—¡Bajad los escudos! ¡Adelante, a paso de trote! —ordenó Espartaco.
Carbo no necesitó que se lo repitiera dos veces. Cuanto antes llegaran a las filas
romanas, menos posibilidades había de que les cayera un proyectil encima. Prefería
morir atravesado por una espada que con el cerebro aplastado por una roca o con el
pecho perforado por una flecha. Echó atrás el brazo izquierdo y avanzó al trote.
Pronto se iniciaría el intercambio de jabalinas. Y, después, la carga final.
Ciento cincuenta pasos. Los romanos continuaban guardando silencio. A Carbo
no le gustó nada.
Otra ráfaga de misiles sobrevoló las filas enemigas. Esta vez eran piedras.
Hipnotizado por su trayectoria, una parte de él deseó echar a correr hacia delante para
esquivar la lluvia mortal, mientras que otra parte deseó soltar el escudo y el pilum y
huir. Pero no podía. Espartaco estaba a su lado y había depositado su confianza en él.
Y Craso, el causante de la muerte de sus padres, merodeaba por detrás de la pared de
legionarios. Carbo se centró en las filas de romanos que se acercaban. Solo podía ver
los ojos de los legionarios que asomaban por encima de los escudos y las jabalinas
que apuntaban al cielo, listas para ser arrojadas. De pronto le entraron unas ganas
imperiosas de orinar. Necesitaba orinar por encima de todo. Carbo tragó saliva e
intentó no pensar en ello.
Las piedras aterrizaron y convirtieron los escudos en astillas, a la vez que
partieron las costillas de numerosos hombres y detuvieron el latido de los corazones
de muchos otros.
Carbo miró a Espartaco, que parecía ajeno a todo, e hizo acopio de valor. Ese
hombre era lo más cercano a un dios que jamás había visto. ¿Acaso no tenía miedo a
nada?
—¡Preparad las jabalinas! —gritó Espartaco mientras echaba hacia atrás el brazo
izquierdo—. ¡A la orden!
Carbo observó las líneas enemigas, que se hallaban a unos noventa pasos de
distancia. Era demasiado lejos para afinar el tiro. Los oficiales romanos los
observaron, a la espera de que se acercaran más. «¡Cabrones!».
Espartaco hizo lo mismo. Movía los labios mientras contaba los pasos. Ochenta.
Setenta. Sesenta. Los pila de los legionarios surcaron el aire.

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«¡Maldita sea! —pensó Carbo—. ¡Da la orden!».
—¡Apuntad cerca! ¡ARROJADLAS!
Carbo lanzó la jabalina. Trazó un arco bajo e intentó seguir su trayectoria, pero se
le unieron muchas más. Fascinado, contempló su vuelo veloz hasta los romanos.
—¡Alzad los escudos! —rugió Espartaco por segunda vez.
Las jabalinas causaron muchos menos estragos que la artillería. Aunque
inutilizaron muchos escudos, hirieron y mataron a menos hombres. Detrás de él,
Carbo oyó a un par de soldados que apostaba sobre quién recibiría el primer impacto.
Su vecino le dio un codazo.
—Hay que ver lo que se hace para echar unas risas, ¿eh?
A Carbo se le agrietaron los labios al sonreír.
—Me llamo Zeuxis. ¿Tú?
—Carbo. ¿Nos conocemos?
El hombre esbozó una amarga sonrisa.
—Estabas con Espartaco el día que me tiró de culo al fuego.
La risa de Carbo quedó ahogada por la siguiente orden de Espartaco.
—Quien tenga una segunda jabalina, ¡QUE LA ARROJE!
Solo la mitad que la primera vez surcó el cielo. En ese preciso instante, los
romanos lanzaron un número muy superior de jabalinas.
—¡Levantad los escudos! ¡Desenvainad las espadas! ¡ADELANTE! ¡A PASO DE
TROTE!
Carbo agachó la cabeza en un intento vano por empequeñecerse y echó a correr.
Su mundo se había estrechado. Lo único que veía era a los romanos de enfrente.
Craso y la hilera de estandartes que ondeaban por encima de las filas romanas habían
desaparecido de su vista. Era consciente de la presencia de Zeuxis a su izquierda y de
Espartaco a su derecha. Con el escudo en una mano y el gladius en otra, había
llegado la hora.
Menos de treinta pasos separaban a los dos bandos.
Los legionarios habían desenvainado las espadas. Por fin un rugido atronador
surgió de sus gargantas mientras corrían a la carga.
Carbo y todos los hombres a su alrededor respondieron con un grito
ensordecedor. Oyó que Espartaco decía algo ininteligible en tracio. Lo miró de
soslayo y quedó impresionado. Jamás había visto a su líder tan furioso. Tenía las
venas del cuello hinchadas, la cara enrojecida y los ojos fríos e inertes. Eran los ojos
de un asesino. Carbo jamás se había sentido tan contento de luchar en el mismo
bando que ese hombre.
Volvió la vista al frente. Veinticinco pasos. Tenía la garganta seca, pero eso no le
impidió seguir gritando. Parecía un loco, y eso era bueno. El objetivo antes de atacar
era aterrorizar al enemigo lo máximo posible.
Los dos bandos avanzaron a gran velocidad. Veinte pasos. Quince.
Carbo se fijó en los estampados de los escudos que se aproximaban. Casi todos

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eran rojos y tenían un remolino amarillo que decoraba cada cuarto, pero el más
llamativo tenía relámpagos que surgían del tachón central. Los ojos que sobresalían
por encima del escudo eran calculadores. Tenía el casco abollado. Un veterano, pensó
Carbo con temor creciente. E iban a chocar.
Los últimos pasos se sucedieron en una nebulosa. Protegido con el escudo, Carbo
embistió con el hombro izquierdo. Como era de esperar, su oponente hizo lo mismo.
Los escudos chocaron con gran estrépito y ambos hombres se tambalearon hacia
atrás. Acto seguido, ambos se recompusieron y se lanzaron al ataque espada en mano.
Carbo fue el primero en agazaparse detrás del scutum, lo que permitió al legionario
seguir embistiendo mientras Carbo blandía el brazo derecho en el aire inútilmente.
Consciente de que tenía la axila expuesta, bajó la espada desesperado, pero cuando
trató de mirar por encima del escudo, el enemigo atacó de nuevo. Carbo lanzó una
maldición y se ocultó de nuevo. Empujó con el escudo para que su adversario
perdiera el equilibrio, pero fue en vano. El escudo del romano era como una pared de
ladrillo.
Carbo no se dio por vencido. Empujó con el escudo y atacó con la espada, tal y
como le había enseñado Paccius. Uno, dos. Uno, dos. La respuesta del legionario fue
hacer exactamente lo mismo. Carbo se dio cuenta de que su contrincante era más
fuerte y hábil que él. El romano también pareció darse cuenta y redobló el asalto con
un nuevo brillo en los ojos.
A Carbo le volvieron las ganas de orinar. «¿Es así como voy a morir? ¿Cubierto
de mi propia orina?». Cambió de táctica y apuntó el gladius a los pies de su
adversario, pero fracasó en el intento. El legionario bloqueó el golpe con el borde
inferior del scutum y atacó de nuevo con una estocada que casi le arranca el ojo
izquierdo. La hoja de hierro golpeó el casco y Carbo vio las estrellas. Aturdido, oyó
un lejano grito triunfante. «Ya está, ahora me tumbará y me dará la estocada final».
Curiosamente, a continuación oyó el sonido de alguien que se ahogaba.
No sin dificultad, Carbo fijó la vista en el legionario. Pasmado, vio que Espartaco
le arrancaba la sica del cuello. La sangre le salpicó la cara y notó su sabor metálico
en la lengua. Volvió la cabeza hacia su líder.
—¡Vamos, chico! ¡Céntrate! —gruñó Espartaco. Carbo asintió, todavía un poco
aturdido—. ¡La vista al frente! —gritó.
El joven romano obedeció. Los hombres de las filas posteriores habían rellenado
las brechas de las primeras filas enemigas. El siguiente contrincante se hallaba a
cuatro pasos y se aproximaba con rapidez. Carbo dejó que se acercara para obligarle a
pisar el cadáver de su camarada. Cuando estaba a media zancada, se abalanzó sobre
él. El soldado se tambaleó sobre los talones y Carbo le traspasó el pómulo izquierdo
con la espada, que le atravesó las fosas nasales y salió por el lado contrario de la
mandíbula. Un sonido agudo le perforó los tímpanos y movió la cabeza para
detenerlo. De pronto se dio cuenta de que eran los alaridos del legionario. Jamás
había oído nada igual. Carbo recuperó la espada con un gruñido y el hombre cayó al

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suelo, chillando como un jabalí herido.
Carbo amputó el pie del oficial siguiente, que, aullando de dolor, se echó atrás,
incapaz de luchar. Como era imposible seguir avanzando, decidió ayudar a Zeuxis a
despachar a su oponente. Acto seguido, dos legionarios aparecieron en el hueco que
dejó el hombre al caer. Uno se enfrentó a Carbo, y el otro, a Zeuxis. El combate fue
tan prolongado como el primero, pero la adrenalina y saber que Espartaco le había
salvado la vida le ayudaron a luchar mejor. El hecho de que le costara tanto derrotar a
su adversario era prueba manifiesta de su habilidad. El legionario cayó de rodillas
con una herida en el cuello más grande que la boca. La sangre brotó de ambas
aberturas y tiñó el suelo de rojo.
Nadie cubrió el hueco que había quedado delante de Carbo, que no entendió nada
hasta que oyó un pitido estridente. La línea romana se retiró un paso y luego otro.
Carbo tensó el cuerpo, preparado para avanzar.
—¡Atrás! —ordenó Espartaco. Golpeó el lateral de su escudo contra el de Carbo
—. Diez pasos. No más.
Atontado, Carbo obedeció. Estaba empapado. El forro del casco estaba empapado
de sudor y este le caía por la frente hasta metérsele en los ojos y causarle picor. Se
secó la cara con la mano ensangrentada.
—¡Lo habéis hecho muy bien, chicos! ¡Tomaos un respiro! —vociferó Espartaco
—. Alejad a los heridos de las primeras filas. Si tenéis agua, bebed un poco.
Compartidla con los compañeros. Haced lo obvio. Los que tengan armas o equipos
estropeados que tomen los de los muertos o los heridos. Despejad el suelo a vuestro
alrededor para que no tropecéis cuando se reinicie el combate. Comprobad el resto
del equipo. Aseguraos de llevar las sandalias bien abrochadas.
A continuación abandonó su puesto para animar a los soldados de la izquierda.
A unos veinte pasos de distancia, los romanos hacían lo propio. A Carbo le
resultaba extraño estar tan cerca de hombres a los que había intentado matar
momentos antes y contra los que pronto reanudaría las hostilidades. Había que
aprovechar el momento. Clavó el gladius en el suelo y apoyó el scutum contra él. Era
un alivio liberarse de semejante peso. Acto seguido, se subió la cota de malla y abrió
la prenda interior. La orina brotó al instante y formó un riachuelo amarillo que no
parecía tener fin. Carbo no se había sentido tan aliviado en su vida. Por las bromas y
suspiros de satisfacción a su alrededor, dedujo que muchos hombres estaban sintiendo
lo mismo. Hasta que no acabó no se apercibió de la enorme sed que tenía.
—Toma.
Zeuxis le lanzó una pequeña vasija de barro con una cinta enroscada al cuello.
Carbo se la llevó a la boca y tomó un trago. El agua estaba caliente y rancia, pero era
lo mejor que había bebido nunca.
—Gracias —dijo devolviéndole la vasija.
Zeuxis gruñó y le dio otro largo sorbo antes de pasársela al soldado a su izquierda
y dirigirse de nuevo a Carbo.

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—Jamás pensé que lucharía tan cerca de Espartaco.
—Menudo guerrero está hecho, ¿verdad?
—Es como ver a un dios en pleno combate —contestó Zeuxis con palpable
admiración en su voz.
—Si no fuera por él, ya estaría muerto —comentó Carbo mientras se desanudaba
el casco, que se quitó y dejó caer al suelo.
—Ya lo he visto. Siento no haber podido ayudarte, pero no daba abasto.
—No pasa nada.
Carbo sacó el forro del casco y lo estrujó. El agua salió a chorros. Una ligera brisa
le acarició el cabello empapado. Era una sensación muy agradable, pero volvió a
introducir el forro en el casco y se lo colocó de nuevo en la cabeza, bien abrochado.
—¿Cuánto hace que estás en el ejército?
—Me alisté antes de la batalla contra Léntulo. Marcion también se incorporó
entonces —dijo señalando con la cabeza al hombre a su izquierda—, al igual que casi
todos los de mi contubernium. ¿Y tú?
—Yo conocí a Espartaco en el ludus.
Zeuxis lo miró boquiabierto.
—¿De verdad?
Carbo asintió.
—Así que ¿participaste en el ataque al campamento de Glabro? ¿Y también en el
combate en la casa donde pillaron a Cosinio desnudo?
Carbo sonrió de oreja a oreja.
—Sí, estuve allí.
—¿Has oído, Marcion? —Zeuxis puso al día a su camarada, que miró a Carbo
con admiración—. ¡Menudos días aquellos! Entonces ganábamos todos los combates
—suspiró Zeuxis.
Carbo esbozó una media sonrisa.
—Con la ayuda de los dioses, quizá también ganemos esta batalla.
Zeuxis desvió la mirada.
—Ojalá.
Espartaco volvió presuroso a ocupar su puesto.
—¿PREPARADOS?
—¡SÍ! —exclamó Carbo; su voz, una entre cientos.
El joven romano recuperó el gladius y el escudo, y escudriñó las líneas enemigas.
Los legionarios estaban formando a las órdenes de los oficiales.
—Vamos a arrearles fuerte, ¿eh? —dijo Espartaco.
—¡Claro! —exclamó Carbo con el corazón palpitándole en el pecho.
—Por lo que veo, el flanco izquierdo está resistiendo, pero no sé cómo van las
cosas en el derecho ni si la caballería ha logrado su objetivo. Para asegurar la victoria,
tenemos que vencer aquí.
La presión era cada vez mayor.

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—Lo haré lo mejor que pueda.
—Ya lo sé —respondió Espartaco con una sonrisa, y la devoción de Carbo por su
líder se multiplicó.
—¿PREPARADOS? ¡A LA CARGA! —rugió Espartaco.
Caminaron hacia los romanos, que, con un grito enardecido, echaron a correr.
Esta vez Carbo estaba más preparado para la lucha. Entrecerró los ojos y advirtió que
el legionario que iba a su encuentro cojeaba. Estaba herido y decidió aprovecharse.
En cuanto colisionaron los escudos y empezaron a empujarse entre sí, Carbo apuntó a
las sandalias de su adversario, que profirió un grito de dolor cuando la punta de la
espada le rozó los dedos del pie izquierdo. Era una herida leve, pero lo bastante
dolorosa como para que el legionario bajara la guardia un segundo, momento que
Carbo aprovechó para levantar el gladius y embestirle por el lado del scutum. Un
segundo después, la hoja cortó los hilos metálicos de la cota de malla y se hundió en
el vientre del legionario, que chilló sorprendido. Carbo giró la espada en la herida
como le habían enseñado antes de sacarla.
—¡Por Jupiterrr, qué dolor! —gimió el romano, que soltó el escudo y se llevó la
mano al orificio ensangrentado de la malla.
Carbo lo empujó con el scutum y el hombre cayó sobre su compañero de detrás.
—¡ADELANTE! —ordenó Espartaco.
Con la sangre bombeando en las sienes, Carbo avanzó dos pasos. Y después otro
más. Ajeno a las protestas de su camarada, el legionario herido se tambaleó hacia
atrás. Carbo miró a ambos lados. Zeuxis estaba a su izquierda, y Espartaco, a su
derecha, con Taxacis al lado. El resto de los soldados también parecía estar
avanzando. Al joven se le aceleró el corazón. Avanzó un paso más.
—¡ADELANTE! —repitió Espartaco.
Paso a paso se fueron acercando a los romanos, que continuaron retrocediendo.
Avanzaron veinte pasos y Carbo comenzó a albergar la esperanza de que el enemigo
rompiera filas, pero no fue así. Los bramidos de un par de centuriones le llamaron la
atención. Histéricos, amenazaban a sus hombres con los peores castigos si no
mantenían la formación. La táctica funcionó y los legionarios redujeron el paso hasta
detenerse.
—¡Quiero a todos los centuriones muertos! ¡Cortadlos en pedazos! ¿Me oís? —
Los soldados más próximos a Espartaco asintieron—. Si lo conseguimos, huirán. —
Carbo oyó que murmuraba Espartaco—. ¡A LA CARGA! —gritó el tracio.
Se lanzaron al ataque, pero el enemigo no fue a su encuentro. Carbo se alegró.
Eso significaba que los oficiales romanos no confiaban en que los legionarios fueran
a avanzar. Estaban preocupados.
Carbo constató que su próximo contrincante era un centurión y tragó saliva.
Cualquier combate anterior palidecería en comparación. Los centuriones eran
veteranos con al menos veinte años de servicio a sus espaldas, hombres valientes que
lideraban con el ejemplo, que no se detenían ante nada ni ante nadie. Trató de

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sobreponerse al brote de pánico inicial. Si dejaba que el miedo se apoderara de él, era
hombre muerto. El centurión lo miró a los ojos mientras le insultaba a viva voz.
Carbo trató de ignorar sus gritos para descubrir cualquier detalle que pudiera ayudarle
a vencerlo. No vio nada, salvo un penacho rojo y unos ojos despiadados bajo el
casco. La muerte le aguardaba.
Avanzó tres pasos y se le ocurrió una idea al constatar que el centurión era un
hombre bajo, pero mucho más corpulento que él. Carbo rogó que su idea funcionara
mientras se agazapaba al máximo detrás del scutum. Dobló el brazo izquierdo hacia sí
y redujo el paso antes de apoyar todo su peso contra el escudo. Se abalanzó sobre el
centurión con todas sus fuerzas y el hombre retrocedió varios pasos. A continuación,
Carbo levantó la cabeza, preparado para dar la estocada final, pero para su enorme
sorpresa el centurión había mantenido el equilibrio y aguardaba su oportunidad.
Carbo solo tuvo tiempo suficiente de ver la espada que le apuntaba a la cara.
«Estoy muerto».
Se oyó un estruendo.
Carbo parpadeó. El gladius había desaparecido de su vista. Volvió a mirar. El
centurión estaba tumbado boca arriba. Espartaco lo había empujado a un lado con el
scutum y le acababa de clavar la espada en el cuello. Los legionarios a su alrededor
gritaron desesperados al ver lo sucedido y retrocedieron uno o dos pasos. Espartaco
se apresuró a volver a su puesto y sonrió a Carbo.
—¡Haz retroceder a esos cabrones!
Carbo dio un paso adelante junto al resto y se miró el brazo derecho, que
temblaba como una hoja. «¡Espabila! —se dijo—. Sigues vivo. La batalla no ha
acabado». El joven romano se recompuso y levantó la mirada. El centurión había sido
reemplazado por un legionario de aspecto furioso.
Estaban a unos cinco pasos de distancia.
—¡Voy a arrancarte la cabeza y cagarme en tu cuello! —vociferó el romano.
Detrás de las filas de soldados enemigos Carbo avistó una capa roja. Era Craso,
que bajó del caballo y fue rodeado por los portaestandartes, incluido el del águila de
plata. Carbo no daba crédito a sus ojos. El general estaba lo bastante intranquilo
como para presentar batalla allí mismo.
—¡Espartaco! ¡Es nuestra oportunidad!
Al cabo de un rato oyó la orden.
—¡A LA CARGA! ¡A LA CARGA!
Carbo volvió a posar la vista en el legionario. Notó que se apoderaba de él una
rabia profunda. Lo único que deseaba era llegar hasta Craso.
—¡Voy a por ti, cabrón de mierda!
Percibió un movimiento detrás de su contrincante y comprobó entusiasmado que
las filas posteriores de legionarios habían retrocedido. Carbo le dio un par de
estocadas en la cara y remató la faena en un abrir y cerrar de ojos. Su siguiente
adversario era un individuo rubicundo que escupía obscenidades con cada embate.

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Carbo esquivó con facilidad sus golpes potentes pero imprecisos. No obstante, el
avance de los esclavos le aplastó contra el legionario y se quedó sin espacio para usar
la espada.
—¡Esclavo asqueroso! ¡Estás muerto! ¡Muerto! —chilló el legionario.
—¡Que te jodan!
Carbo soltó el gladius, que en vez de caer al suelo quedó atrapado entre sus
cuerpos. Con gran esfuerzo, logró sacar el puñal del cinto y, con sumo cuidado, lo
alzó por encima de la muchedumbre. El pánico se reflejó en los ojos del legionario,
que profirió más insultos antes de acabar con el arma clavada en el cuello. Carbo lo
acuchilló varias veces para asegurarse y la sangre le salpicó el antebrazo, la cara y el
escudo, pero no le importó.
—¡Craso, voy a por ti! —amenazó escupiendo saliva.
Pero no podía moverse, ni adelante ni atrás. La presión empezaba a resultarle
incómoda. Tenía al legionario muerto apoyado sobre el scutum y su sangre le cubría
la mano y el brazo izquierdos. Carbo agradeció que los romanos de la segunda fila no
intentaran atacar. Lo más probable era que también estuvieran inmovilizados.
—¡Por todos los dioses! Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Zeuxis.
La sangre dejó de borbotar del cuello del legionario y Carbo miró a Zeuxis, que
también había matado al romano que tenía delante.
—Estamos atrapados —comentó el joven.
—¡No me había dado cuenta! —replicó Zeuxis.
Carbo contuvo una carcajada histérica y miró a la derecha. Como era de esperar,
Espartaco ya había liquidado a su adversario y estaba ayudando a Taxacis a rematar
al suyo. Carbo esperó a que hubiera acabado.
—¿Qué hacemos?
Espartaco volvió la cabeza. Con la cara y el casco cubiertos de sangre, lo miró
con ojos delirantes. Carbo apenas pudo sostenerle la mirada.
—Tendremos que retroceder unos pasos. Estos malditos follaovejas no piensan
moverse. Ya les va bien que estemos estancados. Craso intenta agotarnos. —Carbo
fue consciente en ese momento del dolor muscular que le estaba provocando tanta
presión—. ¡Atrás! —ordenó Espartaco—. ¡Retroceded diez pasos! ¡Solo diez!
¡Corred la voz!
Carbo se inclinó hacia Zeuxis.
—Dile a tu amigo que corra la voz. Tenemos que retroceder diez pasos. No más.
Zeuxis asintió y pasó el mensaje. Espartaco estaba haciendo lo mismo hacia la
derecha. Pronto la orden se convirtió en un grito generalizado y, en cuanto llegó a las
últimas filas, empezaron a retroceder poco a poco. Carbo suspiró aliviado al
aminorarse la presión sobre su pecho. Agarró el gladius y se separó del corpulento
legionario, cuyo cuerpo inerte cayó primero de rodillas y luego boca abajo.
Carbo tensó el cuerpo, preparado para un nuevo ataque, pero no se produjo. A la
par con Zeuxis y Espartaco, retrocedió seis, siete, ocho pasos.

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—¡ALTO! —rugió el tracio.
Todos obedecieron.
Carbo observó a Espartaco, que tenía la vista clavada en los romanos, pero estos
no hicieron nada. Supuso que también agradecían la pausa.
—¡Diez pasos más!
Carbo miró a su líder alarmado.
—¿Por qué?
—¡Necesito ver lo que está pasando en los flancos y esa es la única manera!
Se transmitió la orden y todos retrocedieron, contando los pasos con cuidado. Los
romanos continuaron sin hacer nada. Carbo escudriñó las líneas enemigas, pero solo
vio a los hombres retirando los cadáveres del suelo y bebiendo agua. Algunos
legionarios les lanzaron varios insultos, pero la mayoría les ignoraron. Así podían
gozar de un pequeño respiro.
Espartaco salió al espacio abierto que separaba a los dos ejércitos para echar un
vistazo a uno y otro lado. Los romanos le lanzaron una jabalina y después otra, pero
haciendo caso omiso, el tracio se puso de puntillas para ver mejor. Un tercer pilum
voló en su dirección y tuvo que apartarse para esquivarlo.
—Le han reconocido —musitó Carbo.
Los legionarios comenzaron a pasar las jabalinas a los soldados de las primeras
filas y Carbo mascó el ácido sabor del miedo en la boca. El extraordinario carisma de
Espartaco era lo que mantenía unidas a las tropas. Si era abatido, estaban acabados.
—¿Qué demonios hace? —gruñó Zeuxis. Carbo se lo explicó—. ¿No es
demasiado arriesgado?
—Quizá, pero es la única manera.
A pesar de justificar sus acciones, Carbo ansiaba gritar a su líder que regresara a
la seguridad de sus filas.
Su deseo no tardó en cumplirse. Espartaco volvió la espalda a los romanos y
regresó corriendo a su posición perseguido por dos jabalinas, una de las cuales
aterrizó a sus pies. El tracio se rio.
—¿Eso es todo lo que sabéis hacer? —preguntó al enemigo al tiempo que le
dedicaba un gesto obsceno.
Sus hombres le vitorearon y un mar de dedos emuló su gesto.
Carbo no pudo evitar sonreír mientras hacía lo mismo.
—¡Que os jodan a todos! —gritó.
Espartaco acudió a su lado y el joven se volvió hacia él exultante, pero las
palabras del tracio le golpearon como un mazazo.
—A Pulcher no le van nada bien las cosas en el flanco derecho. Los romanos han
colocado allí todas las catapultas adicionales que tenían y están machacando las
últimas filas, muy por detrás de la línea de combate. Los hombres están empezando a
flaquear.
A Carbo se le agrió en la boca el insulto que tenía preparado para los romanos. Si

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los soldados de la retaguardia huían, los del frente no tardarían en imitarlos y, si eso
sucedía, el flanco izquierdo del enemigo podía dar media vuelta para atacar la
posición central de los esclavos, su posición. El joven sintió como si un abismo se
abriera a sus pies.
—¿Y el flanco izquierdo?
—Está resistiendo bien gracias a Navio, pero no he visto a la caballería por
ningún lado. Me preocupa que las trincheras sean demasiado profundas y que no
hayan podido atacar la retaguardia del enemigo. De hecho, si lo hubieran conseguido,
ya nos habríamos enterado.
Abatido, Carbo buscó una señal de esperanza en el rostro de Espartaco.
—¿Qué vamos a hacer?
Espartaco sonrió feroz.
—Yo diría que tenemos tiempo para probar una última jugada antes de que ceda
el flanco izquierdo. ¿Estás conmigo?
En ese instante Carbo fue consciente de que la muerte le acechaba y le entraron
ganas de vomitar.
—Estoy contigo.
Espartaco lo miró agradecido.
—Jamás pensé que diría esto, pero me enorgullece luchar junto a un romano.
Carbo contuvo las lágrimas. Incapaz de articular palabra, se limitó a asentir.
Espartaco se volvió hacia las tropas.
—¡Mis soldados, escuchadme! —A pesar del ruido, logró llamar la atención de
los que estaban más cerca—. Os pido un último esfuerzo. ¡Una última carga! Craso
está allí, delante de nosotros. ¿Veis al cabrón de la capa roja detrás de los legionarios?
Ese es Craso. —Los hombres buscaron en silencio al enemigo y, en cuanto lo
localizaron, rugieron enfadados—. ¡Matemos a Craso ahora y pongamos fin a esta
batalla! ¿Estáis conmigo?
—¡SÍ!
—¿ESTÁIS CONMIGO? —insistió Espartaco mientras golpeaba el escudo con la
sica.
—¡SÍÍÍÍÍ! —gritó Carbo con el resto.
—Entonces, ¡A LA CARGA!
Espartaco echó a correr tan rápido que pilló a Carbo y al resto de los hombres
desprevenidos. El tracio ya llevaba cinco zancadas de ventaja cuando echaron a
correr tras él. Carbo apretó el paso, consciente de la presencia de Zeuxis a su
izquierda y de los otros soldados a sus espaldas. Todos respondieron a la llamada de
Espartaco, todos le siguieron en su frenética carrera. Las palabras «por la victoria o la
muerte» jamás habían cobrado tanto sentido.
Carbo alcanzó a su líder mientras murmuraba una plegaria.
«Gran Jinete, vela por mí. Gran Jinete, protégeme. Gran Jinete, ayúdame a matar
a Craso».

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Carbo percibió el poder de los dioses y sintió un escalofrío. «Esperemos que estén
de nuestro lado».
Cuando quedaban diez pasos para las líneas enemigas, avistó a Craso en la
retaguardia y le dio un vuelco el corazón, sus esperanzas estaban renovadas. Solo
debían enfrentarse a seis filas de legionarios. ¡Podían conseguirlo! Cinco pasos.
Carbo lanzó un grito desgarrador, como si tuviera una espada clavada en el vientre. El
romano que tenía enfrente se estremeció. Esa era su intención. Impulsado por el odio
acumulado hacia Craso, Carbo dio las dos últimas zancadas en un suspiro y chocó
contra el soldado al mismo tiempo que Zeuxis y Espartaco colisionaban contra sus
respectivos adversarios. Chillando como un poseso, Carbo clavó el gladius en el
espacio intermedio que había entre los dos scuta que tenía enfrente. La hoja golpeó
algo y alguien gritó. El legionario delante de Espartaco soltó la espada. Sorprendido,
Carbo se volvió rápido hacia su contrincante. Era demasiado tarde. El romano iba a
darle una estocada en el estómago y Carbo no tenía tiempo de echar el brazo atrás
para defenderse.
Casi lloró de alegría cuando el gladius de Zeuxis atravesó el cuello del enemigo.
—¡Gracias!
Zeuxis le guiñó el ojo.
—Si se presenta la ocasión, haz lo mismo por mí.
—Descuida.
—¡VAMOS! ¡VAMOS! ¡VAMOS! —rugió Espartaco.
Tras eliminar a la primera fila de legionarios, pasaron a la siguiente. Fueron
avanzando a golpes de escudo, blandiendo las espadas y aullando como lobos. La
sangre les salpicaba la cara y teñía de rojo el suelo de barro. Las exclamaciones
triunfantes se confundían con los alaridos de dolor y el balbuceo de los que se
ahogaban en su propia sangre. Avanzaron dos pasos más. A su izquierda, Carbo vio a
un legionario que perdía el brazo. El hombre levantó el muñón y regó de sangre a sus
compañeros mientras chillaba desesperado. Los esclavos que lo vieron se rieron.
Además de no poder luchar, el hombre suponía un peligro para sus camaradas. El
legionario que tenía a sus espaldas no tardó en clavarle un puñal en la nuca y en
caminar sobre su cadáver para ocupar el hueco que había dejado en la fila.
En el fragor de la batalla, Carbo vislumbró a Espartaco luchando contra un
centurión mientras él lidiaba con un legionario que bloqueaba todos sus ataques.
Estuvieron largo rato embistiéndose con los escudos y las espadas. Carbo tenía la
garganta tan seca que no podía ni gritar. Peleaba por inercia. Golpe, estocada, golpe,
estocada. Se notaba ausente, pero una voz de alarma en su interior le instó a volver al
presente. De lo contrario, moriría.
Para su gran sorpresa, el legionario desvió un segundo la mirada a la izquierda y
soltó un grito ahogado. Carbo no sabía lo que había distraído su atención, pero
aprovechó el breve instante de vacilación para clavarle el gladius en la boca con tal
fuerza que le atravesó la nuca. El aire se llenó de gotas de sangre y fragmentos de

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dientes. El legionario emitió un terrible gemido y se precipitó al suelo. Carbo miró a
la izquierda. Zeuxis seguía allí y, detrás de él, Marcion. Se atrevió a mirar a la
derecha y la euforia se apoderó de él. El centurión estaba gritando en el barro. Habían
avanzado una línea más.
Un grito sofocado extinguió su entusiasmo como un soplo de aire apaga una
lumbre. A su lado Espartaco se estremecía de dolor. Tenía una herida en la frente y la
sangre le entraba en los ojos.
—Ese cabrón me ha herido, Carbo.
—¡No es más que una herida superficial!
—Esa no, en el brazo derecho.
Carbo sintió como si se parara el tiempo. Le entraron ganas de llorar, pero no
tenía lágrimas.
—¿Puedes luchar?
—Un rato.
Un grito desvió su atención de nuevo a la lucha. Un optio venía a por él. «¡Voy a
matarte a ti también, cabrón!». Entonces vio las nuevas filas de legionarios que
ocupaban la retaguardia. Se le cayó el alma a los pies. Al menos ochos hileras de
romanos les separaban de Craso. Si Espartaco no hubiera estado herido, quizás
habrían podido llegar hasta el general, pero sin el tracio, era imposible. Carbo repelió
el embate del optio con un fuerte empuje del escudo.
—¡Debemos retroceder! —gritó a Espartaco.
—¡Jamás! ¡Todavía podemos matar a ese hijo de puta de Craso!
Carbo levantó el scutum para bloquear una estocada del optio y aprovechó para
embestirle. Cuando volvió a mirar, Craso parecía estar tan lejos como la luna. Era
imposible. Pero no abandonaría a Espartaco, jamás. De pronto una extraña locura se
apoderó de él.
—¡CRASO! ¡CRASO!
El casco ornamentado se volvió hacia él y reconoció el arrogante semblante que
había visto en Roma. Notó un nudo de odio en el estómago.
—¡Vamos a por ti, Craso!
Carbo sintió una honda satisfacción ante el pequeño atisbo de miedo que
reflejaron los ojos del general.
¡Pum! El escudo del optio le golpeó y Carbo retrocedió un paso, que a punto
estuvo de hacerle perder el equilibrio.
—¿Crees que puedes matar a nuestro general? ¡Por encima de mi cadáver! —
bramó el romano.
Carbo se abalanzó sobre él con un grito rabioso y su velocidad pilló desprevenido
al oficial, que sufrió un corte en la mejilla. Era una herida leve, pero dolorosa.
Envalentonado, Carbo continuó presionando.
—¡Estás loco! —escupió el optio—. ¿No ves que os hemos vencido?
—¡Vete a la mierda!

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—¡Mira a tu alrededor, idiota! ¡Te has quedado solo!
Carbo notó el amargo sabor de la bilis en la garganta. El optio retrocedió un paso,
como si le invitara a comprobar la veracidad de sus palabras. A primera vista, todo
parecía ir bien. Espartaco todavía tenía a Taxacis a su lado y junto al escita había más
soldados. Entonces Carbo se volvió a la izquierda y se horrorizó ante lo que vio.
Zeuxis seguía en pie, pero una profunda herida en su cuello hablaba por sí sola.
Marcion también estaba allí, esquivando los golpes de un legionario barbudo, pero
eso era todo. Miró atrás. «No, por favor, no». A sus espaldas quedaban unos cuarenta
o cincuenta hombres. El resto estaba retrocediendo. Algunos retrocedían a paso lento
mientras repelían el ataque de los romanos, pero la mayoría había soltado los escudos
y las espadas y echado a correr. El sueño había tocado a su fin.
—¿Convencido? —preguntó el optio mientras se abalanzaba sobre él con el
gladius en alto.
Carbo se volvió, pero se puso en guardia demasiado tarde.
La sica de Espartaco golpeó el cuello del optio por la derecha a gran velocidad y
le rebanó la cabeza con facilidad. Carbo jamás había visto brotar la sangre tan alto,
pues ascendió como una fuente hasta la altura de los ojos mientras la cabeza, casco
incluido, trazaba un grácil giro en el aire. El cuerpo del optio dio otro paso antes de
desplomarse en el suelo y sufrir varias sacudidas. Horrorizados, los legionarios más
cercanos se retiraron por instinto y dieron un respiro momentáneo a Espartaco y
Carbo.
«Incluso herido es más hábil que yo», constató admirado el joven romano.
—Ayúdame a quitarme el casco.
—¿Cómo?
Carbo no entendía nada.
—¡Hazlo!
Carbo se puso el gladius bajo el brazo izquierdo y se inclinó hacia Espartaco para
desabrocharle la cinta de la barbilla. En cuanto hubo deshecho el nudo, el tracio se
arrancó el casco y lo tiró al suelo.
—¿Por qué has hecho eso?
—Vete. Márchate. Escapa. Esto se ha acabado.
Espartaco tenía la tez un poco pálida, pero su voz era rotunda.
Desesperado, Carbo lo entendió. «Ha tirado el casco para que no le reconozcan
cuando haya muerto».
—¡Yo me quedo aquí!
—Ve a buscar a Ariadne. Protégelos, a ella y al bebé. Sácalos de aquí con Atheas
antes de que se desate el caos.
—¿Y tú?
Espartaco rio sardónico.
—Yo no voy a ninguna parte. El Gran Jinete me espera.
—¡Y a mí también! —gritó Taxacis más feroz que nunca.

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El cerebro de Carbo se puso en marcha. Sabía lo caótico que se volvía el campo
de batalla cuando uno de los bandos huía. Era entonces cuando se producía la
mayoría de las bajas. Un hombre aterrorizado y sin armas era un blanco muy fácil, al
igual que las mujeres y los niños. Aunque Aventianus y el escita estuvieran con
Ariadne y el niño, tenían pocas posibilidades de sobrevivir. Carbo miró a Espartaco,
dividido entre su necesidad de serle fiel y su anhelo de cumplir sus deseos.
—Yo…
—Por favor, te lo pido como amigo —suplicó Espartaco con la vista clavada en
él. Emocionado, Carbo asintió—. ¡Vete o será demasiado tarde! —Espartaco le
empujó débilmente con el escudo.
Carbo obedeció. Avanzó tambaleante, como un borracho. Las lágrimas que había
estado conteniendo brotaron por fin y le nublaron la vista. Se las secó con
brusquedad, consciente de que, si no tenía cuidado, podía tropezar con un cadáver. A
su alrededor, los soldados gritaban, lloraban y corrían despavoridos. El pánico se
palpaba en el ambiente. En momentos así, los hombres perdían todo uso de razón. Si
caía al suelo, sería aplastado contra el barro. A Carbo no le preocupaba su seguridad,
pero tenía que salvar a Ariadne y Maron. Había dado su palabra.
Agarró la espada y el escudo con fuerza y echó a correr. La vergüenza de la huida
le atravesó el corazón como los cuchillos de un carnicero. Había abandonado a
Espartaco, que tantas veces le había salvado. Lo había abandonado a su muerte.
Carbo no volvió la vista atrás.

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19
Sur del valle del Silarus

Maron gimoteó. Era su nuevo sonido, pensó Ariadne entristecida. Se bajó el


cuello del vestido y puso al pecho al bebé. Aunque tenía muy poca leche y la
consideraba un bien preciado, ayudaría a tranquilizarlo durante un rato. Bajó la
mirada hacia él con una mezcla de amor y un pesar inconmensurable. «¡Cuánto te
pareces a Espartaco!».
No era de extrañar que Maron estuviera inquieto, pensó, recorriendo con la
mirada el pequeño campamento del bosque, que apenas contenía un refugio
improvisado hecho con ramas y, en el exterior, una chimenea formada por un círculo
de piedras. Hacía dos días tampoco había sabido qué ocurría cuando el vaivén de la
batalla se había inclinado a favor de Craso. Dormía profundamente hasta que el
choque de armas y el griterío la habían despertado. Había sido entonces cuando
Atheas le había ordenado que cogiera al bebé y metiera unas cuantas cosas en un
morral. Nunca había visto al escita tan preocupado. «¡Rápido, rápido!», le había
gritado mientras ella metía de cualquier manera unas mantas y un pañal de repuesto
en una cartera y le tendía la cesta que contenía la serpiente. Se habían encontrado a
Aventianus haciendo guardia, apretando un gladius con el puño. Fue entonces cuando
Ariadne había contemplado la batalla y visto lo mal que iban las cosas.
Los flancos de su ejército habían perdido toda apariencia de orden. Miles de
hombres se habían alejado de las trincheras romanas, perseguidos por bandas de
legionarios. En el centro había distinguido un pequeño bloque de soldados que seguía
luchando, ¿acaso Espartaco se encontraba entre ellos?, pero la cantidad abrumadora
de enemigos que los rodeaba no dejaba duda de cuál sería el resultado. Aquella visión
había dejado a Ariadne paralizada por la conmoción y el dolor. El hecho de que
Atheas le rodeara los hombros con el brazo era lo único que la había hecho reaccionar
y otorgado la fuerza para moverse.
Enseguida había quedado claro lo fortuito de la ubicación de la tienda en la parte
posterior del campamento. El macizo rocoso que tenía detrás no ofrecía vía de
escape, por lo que la mayoría de los soldados huían por entre las filas de tiendas
situadas a cierta distancia por debajo de ellos. Unos pocos, enloquecidos por el
pánico, habían ascendido al mismo nivel, pero el hecho de ver las espadas
desenvainadas de Atheas y Aventianus los había mantenido a una distancia
prudencial. Aunque tener que amenazar a sus viejos compañeros parecía una locura,
desde entonces se había convertido en su realidad. Ariadne había creído estar a salvo
en cuanto habían llegado a las montañas, pero por el camino se habían cruzado con
veintenas de rezagados. Siguiendo el consejo de Carbo, habían rehuido todo contacto
a menos que fuera inevitable. En su opinión, que Atheas compartía, uno no podía

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fiarse de nadie a no ser que se tratara de una persona conocida o demostrara ser quien
decía. En parte, era el motivo por el que se escondían como animales salvajes en el
lugar más aislado que el escita había encontrado. Cinco soldados designados por
Carbo se habían unido a ellos posteriormente. Ariadne se sintió un poco más segura
gracias a su presencia. El hecho de que hubiera más hombres para cazar también
implicaba más comida. Más de un recién llegado había mencionado el rumor que
habían oído: que miles de supervivientes se dirigían hacia las colinas situadas sobre
Thurii, pero ella no se planteaba seguir hasta que su dolor remitiera un poco. Hasta
ser capaz de soportar la idea de dejar atrás el campo de batalla, y el cadáver de
Espartaco, para siempre.
Maron emitió otro gruñido mientras tomaba el pecho.
—¿Está enfermo?
Ariadne alzó la mirada. Consiguió esbozar una media sonrisa.
—No, está cansado y disgustado. Y además tiene hambre.
—Como todos —repuso Carbo con un suspiro.
—Deberíamos dar las gracias por estar vivos. De no ser por ti y los demás…
—Yo no hice gran cosa —dijo, restándole importancia al asunto con un gesto de
la mano.
Ariadne recordó al grupo de hombres aterrados que se habían acercado corriendo
a ellos cuando llegaron al extremo del campamento. Probablemente ni siquiera
supieran quién eran ella y sus dos acompañantes. El hecho de que estuvieran
bloqueando el camino hacia el este, la única dirección que no estaba llena de tropas
romanas, había bastado para que los desertores les amenazaran. Atheas y Aventianus
les empujaron a ella y a Maron a la parte de atrás y se habían preparado para luchar
por su supervivencia por todos los medios. Ariadne había empezado a rezar para
tener una muerte rápida cuando, de la nada, Carbo había aparecido tras el grupo.
Empapado de sangre y gritando como un lunático había acabado con dos hombres
con sendas estocadas salvajes con el gladius. El resto había puesto pies en polvorosa.
—Nos salvaste la vida, Carbo —dijo ella con voz queda. Él apartó la mirada.
Ariadne le tocó el brazo—. Es cierto. Te estaré eternamente agradecida.
—Dejé atrás a Espartaco —masculló. «Y a Arnax». El muchacho probablemente
habría escapado, se dijo una vez más, pero no podía decirse lo mismo de su líder.
—No sirve de nada torturarse así. No fuiste tú quien eligió su forma de morir, ni
tampoco yo. —Carbo salió de su pesadumbre durante unos instantes—. Espartaco era
dueño de sus actos. Debes respetar su decisión de morir luchando. Igual que yo, en
cierto modo. —Ariadne dejó la vista perdida. En lo más profundo de su ser, temía que
el sueño de los crucificados se hiciera realidad. Si así era, rezó para que Espartaco no
hubiera corrido aquella suerte tan degradante. Por eso no le había visto, pensó cuando
intentó, en vano, arrebatar certeza al sueño.
—Lo respeto —protestó él.
Ariadne se dio cuenta de que había algo más.

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—Piensas que deberías haber muerto con él. —Carbo no respondió, pero la
agonía que destilaban sus ojos lo decían todo—. ¿Qué nos habría pasado a mí y a
Maron si hubieras hecho eso?
—No lo sé —respondió incómodo.
—Creo que sí lo sabes. ¿Acaso no recuerdas al grupo de desertores que nos
atacó? —No hubo respuesta—. ¿Es ese el final que habrías querido para mí? ¿Para el
hijo de Espartaco?
—¡Por supuesto que no!
—Hacer lo que hiciste, dejarle, significa que el recuerdo de Espartaco perdurará.
No solo en el corazón y las mentes de los hombres, sino en carne y hueso. —Acarició
la cabeza de Maron—. ¿Acaso no es un acto que merece la pena?
Carbo contempló al bebé y el rostro se le contrajo con una emoción imposible de
descifrar.
—Sí —musitó—. Sí que lo es.
—No se me ocurre un legado mejor. Una manera mejor de asegurar que la
victoria de Roma no fue absoluta. ¿Y a ti? —Las palabras servían tanto para
apaciguar su profunda aflicción como para ayudar a Carbo. A oídos de Ariadne
sonaban vacías. Quizá no fuera así para siempre, pero en esos momentos sabía que,
de no ser por Maron, ella ya se habría dado por vencida.
Al final Carbo logró esbozar una sonrisa.
—Craso no soportaría saber que el hijo de Espartaco está vivo.
—Seguro. —Tocó la suave mejilla de Maron y él redobló sus esfuerzos mamando
—. Por eso nunca debe enterarse de su existencia.
Aventianus interrumpió la conversación.
—¡Chitón! —Señaló más allá del claro.
Al oír movimiento entre la maleza, Carbo instó a Ariadne a que entrara en el
refugio. Corrió para situarse junto a Aventianus. Ambos desenvainaron las espadas
con la esperanza de que fuera alguien del grupo.
Los dos suspiraron aliviados al ver a Atheas. Su expresión cambió en cuanto
vieron al hombre que cojeaba detrás del escita. Era Navio, salpicado de sangre, sin
casco pero con la espada.
A Carbo el corazón le dio un vuelco de alegría. Corrió al lado de su amigo.
—Demos gracias a los dioses. ¡Lo has conseguido!
Navio se frotó las ojeras.
—No sé cómo. Mira que me esforcé por morir.
—Le encontré… junto al río —explicó Atheas—. Ahí tumbado… con la mirada
perdida. —Masculló una excusa y se dispuso a encender una hoguera.
—Te vimos. Bueno, vimos tu posición. Conservaste el flanco izquierdo durante
una eternidad —dijo Carbo.
—Los hombres lo hicieron bien —reconoció Navio—. La puta artillería fue la
que acabó con nosotros. Eso, y el hecho de que la caballería no podía cruzar los

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fosos. Eran demasiado anchos y profundos. Craso demostró ser muy listo al pensar en
eso. Debía de saber que Sula lo hizo en Orchomenus hace catorce años. —Soltó una
tos perruna—. ¿A ti qué te pasó?
Carbo se lo explicó en voz baja. Cuando llegó a los momentos finales antes de
huir, se le quebró la voz.
—Dijo que se enorgullecía de luchar al lado de un romano. Estoy seguro de que
también se refería a ti.
En los ojos mortecinos de Navio se encendió una chispa.
—Bueno, yo me sentía orgulloso de servir a un esclavo.
—Y yo.
Guardaron silencio durante unos instantes mientras veían en su mente el rostro de
su líder.
—No hui —soltó Carbo. Sintió un profundo agradecimiento por el asentimiento
de aceptación de Navio—. Me pidió que me marchara para comprobar que Ariadne y
el bebé estaban a salvo.
—¿Ariadne está aquí? —exclamó Navio.
—Aquí estoy. Y Maron. Lo acabo de acostar. —Se agachó para salir del refugio y
se les acercó con una débil sonrisa en los labios—. Me alegro de que sobrevivieras,
Navio.
Él le dedicó una media reverencia para mostrarle su respeto.
—Demos gracias a Júpiter por el hecho de que tú y el bebé salierais ilesos.
Primero Atheas, luego Carbo… No esperaba recibir más buenas noticias. Desde que
me desperté después de la batalla me he preguntado por qué los dioses me dejaron
vivir. Ahora lo sé.
—Cuéntanos tu historia —le instó Carbo.
Navio observó el rostro de todos los presentes y luego apartó la mirada.
—Nos habíamos mantenido firmes durante algún tiempo, lo cual no era nada
desdeñable teniendo en cuenta la cantidad de tropas que Craso había enviado contra
nosotros y el hecho de que la caballería no pudiera ayudar. La situación empeoró
cuando las ráfagas de la artillería enemiga se intensificaron de repente. Quizá fuera
cuando el flanco izquierdo estaba cediendo, no sé. Sin embargo, una cosa era cierta: a
esos cabrones no les importaba alcanzar a sus propios hombres. Las ráfagas no
paraban. Mis tropas lo soportaron durante algún tiempo, pero al final se vinieron
abajo. No podía mantenerlas.
—En una situación como esa, es imposible —reconoció Carbo.
—Eso no hace que sea más fácil —dijo Navio suspirando con fuerza—. Conseguí
reunir a unos treinta soldados y continuamos luchando. No tardaron mucho en
reducirnos. —Se le oscurecieron los ojos—. Me quedé con un hombre a cada lado.
Me sentía como Horatius en el puente, con la diferencia de que no había río al que
arrojarse. Al poco debió de golpearme una piedra y me quedé inconsciente. Cuando
me desperté, me di cuenta de que tenía el casco partido en dos. Tenía un cuerpo

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medio encima. Estaba oscuro. La batalla había terminado. Oía a hombres gritando,
suplicando morir. Comprobé que no hubiera romanos por allí cerca y conseguí
levantarme. Empecé a buscar a otros que se hubieran quedado atrapados como yo. Lo
único que encontré fue a los que se dirigían al Hades. Ayudé a más de uno a
emprender el viaje. Vagué así durante un buen rato con la esperanza de que me
descubrieran y mataran. No tenía sentido vivir después de lo que habían hecho mis
soldados. Después de haber perdido. —Parpadeó hacia ellos—. Ahora me siento
distinto. Pero al mismo tiempo…
—Me imagino lo que debes de haber pasado —dijo Ariadne con emoción. «De no
ser por Maron…».
—Yo también —reconoció Carbo—. ¿Qué sucedió a continuación?
—La cosa más descabellada. En-encontré el casco de Espartaco. Tenía que ser el
suyo. Nadie en el dichoso ejército tenía un frigio como ese.
Ariadne, que estaba al lado de Carbo, se quedó muy quieta.
—¿Encontraste su cadáver? —susurró él.
—No. Busqué y rebusqué, pero estaba negro como boca de lobo. Ni siquiera
había luna. Los cuerpos estaban apilados por todas partes, muchísimos. Todos se
parecían. Seguí así hasta que empezó a clarear… —Navio dejó de hablar.
—Lo que hiciste va más allá del deber de un soldado, por eso te lo agradezco —
dijo Ariadne con voz queda. Miró a Carbo—. ¿Existe la posibilidad de que esté vivo?
Carbo se estrujó el cerebro con dudas renovadas.
—Lo dudo. Quería morir luchando. Sin un casco los romanos no habrían sabido
quién era. Lo habrían matado como a cualquier otro de nuestros soldados.
—Pero no puedes estar seguro. No le viste caer.
Carbo se sintió incluso peor.
—No.
Navio también estaba desolado.
—Habría continuado la búsqueda, pero había grupos de legionarios dispersándose
por la zona. Mataban a todo aquel que seguía con vida. Tuve que arrastrarme sobre el
vientre durante una eternidad para asegurarme de que no me habían visto.
Carbo sintió que el sentimiento de culpa le atenazaba y se le clavaba en la mente
y el corazón como si fueran garras. «Era imposible que estuviera vivo, ¿o no?».
—Podríamos bajar e intentar encontrarlo.
«Gran Dioniso, por favor —pensó Ariadne—. Mi dolor ya es lo bastante intenso.
Lo último que me falta es esta incertidumbre». Sabía lo horrorosa que sería la escena
en esos momentos. El hedor de la carne putrefacta, apreciable mucho antes de llegar
al campo de batalla. Cuerpos hinchados, decolorándose bajo el sol caliente. Gusanos
arrastrándose por heridas, bocas, vientres abiertos. Campesinos peinando el lugar en
busca de objetos de valor. Aves de carroña cerniéndose sobre la zona en bandadas y
atiborrándose con la cantidad de carne que tenían a su disposición. Por la noche, los
lobos e incluso los jabalíes quizá merodearan por los extremos, dispuestos a no

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perderse aquel festín sin precedentes. Sintió que la revulsión la embargaba. Si estaba
muerto, el cadáver de Espartaco sería una presa igual que los demás. Sin embargo, si
estaba herido y no podía moverse…
—Es demasiado peligroso —reconoció Navio—. Craso ha dejado a la mayor
parte del ejército en su sitio. Por lo que vi, están patrullando toda la zona.
Ariadne cerró los ojos. ¿Valía la pena poner en peligro la seguridad de Maron
regresando al campo de batalla? ¿Qué posibilidad real existía de que Espartaco
hubiera sobrevivido?
Las palabras que Navio dijo a continuación cayeron sobre ella como un rayo.
—Han tomado a unos seis mil prisioneros.
—¿Tantos? —exclamó Carbo, observando a Navio horrorizado.
—Eso parece. Oí hablar a algunos legionarios que patrullaban cuando estaba
escondido entre los cadáveres. Por orden de Craso se les obligará a marchar hasta
Capua y serán crucificados en la Via Appia, hasta llegar a Roma.
En aquel instante todos los detalles horripilantes del sueño de Ariadne volvieron a
tomar forma. Era cierto. Dioniso debía de habérselo enviado. Menos mal que nunca
se lo había contado a nadie.
No era de extrañar que hubiera crucifixiones, era un destino bastante habitual para
los esclavos que habían cometido un crimen grave, pero la magnitud de esa cantidad
era casi increíble.
—Tenemos que actuar —dijo Carbo.
Navio arqueó las cejas.
—¿Qué sugieres?
—¡No sé! —espetó Carbo—. Pero imagínate que Espartaco estuviera en una cruz,
o Egbeo, o Taxacis.
—No podemos matar a seis mil hombres —dijo Navio con tono compasivo.
—¡No me quedaré de brazos cruzados! —exclamó Carbo.
Los dos miraron a Ariadne a la vez.
—¿Queréis mi aprobación para ir? —preguntó ella.
—No quiero dejaros a ti y a Maron —reconoció Carbo.
—No nos dejarás.
Carbo comprendió el alcance de sus palabras.
—¡No vas a venir con nosotros!
—Intenta impedírmelo. Existe una ínfima posibilidad de que Espartaco haya
sobrevivido, pero a mí me basta. —La preocupación de Ariadne sobre el sueño había
cambiado. ¿Y si Egbeo intentaba revelarle que su esposo estaba cerca?—. Como
mínimo tengo que ver las cruces con mis propios ojos.
—¿Todas ellas? —preguntó Navio con incredulidad.
—No sé. A lo mejor.
—Esto es una locura —masculló Carbo, aunque una parte de él se sentía igual.
—Hay más de doscientos kilómetros de Capua a Roma. Habrá piquetes de

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soldados. Quizás incluso estén apostados en la carretera para asegurarse de que nadie
se entromete.
—Si existiera la posibilidad, por pequeña que fuera, de que vuestro padre o
vuestro hermano estuvieran allí, ¿qué haríais? —espetó.
Navio abrió la boca y miró a Carbo.
—Si hacemos esto, Ariadne —declaró Carbo—, lo haremos a nuestra manera.
Iremos tú, Maron y yo y Navio. Nadie más. Es demasiado peligroso. Atheas llamaría
la atención, igual que un grupo de esclavos varones que vagara por los caminos tan
pronto después de la batalla. También tendrás que dejar la serpiente. Al ser romanos
de cierta clase, Navio y yo superaremos los controles de carretera. Tú no serás más
que una esclava que nos pertenece. Nadie se preocupará por el bebé. —Miró a
Ariadne con expresión desafiante imaginándose que protestaría, pero ella asintió
dócilmente.
—Nos marchamos de inmediato. Hay unos ciento veinte kilómetros hasta Capua
desde el río Silarus y Craso nos lleva una ventaja de al menos un día.

La Via Appia, entre Capua y Roma

Craso llevaba varios días jubiloso, desde la batalla, de hecho. Desplegó una
amplia sonrisa cuando se martillearon los primeros clavos y empezaron los gritos.
«Este es el sabor de la victoria», pensó, asintiendo y saludando a la multitud. Iba
montado a caballo cerca de las murallas de Capua, supervisando a un grupo de sus
soldados durante el inicio del proceso de crucificar a los esclavos capturados. Cientos
de habitantes de la ciudad se habían congregado allí para contemplar la escena; poco
antes les había dado la bienvenida y había ordenado que les lanzaran puñados de
monedas y hogazas de pan. Lo habían ovacionado hasta quedarse roncos. Ahora
abucheaban e insultaban a la primera víctima a la que colocaban en el poste y
levantaban hasta la parte vertical de la cruz. Caepio enseguida indicó que el
procedimiento había terminado.
—Este es el destino que correrán todos los enemigos de Roma —declaró Craso.
Más gritos de aprobación—. Este desgraciado no es más que uno de los seis mil
pedazos de mierda que acabarán sus días agonizando. Morirán sedientos, quemados
por el sol y cubiertos con sus propios excrementos, de aquí hasta Roma. Todo esclavo
que los vea descartará la idea de traición. —Craso hizo una pausa para disfrutar de
los elogios que le llovían—. Algunos de vosotros quizás hayáis oído que miles de
esclavos escaparon. Que huyeron a las montañas y hacia el norte. No os quepa la
menor duda de que esas ratas no encontrarán un refugio en el que estar seguras.
Mientras hablo, por lo menos seis de mis legiones están peinando las tierras situadas
al este y sur de aquí. Cualquier esclavo al que se encuentre sin amo que responda por

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él será asesinado de inmediato. —Otra ovación ensordecedora. Agradecía que nadie
preguntara dónde estaba Espartaco. Lo habían avistado cerca de la posición de Craso
durante buena parte de la batalla, pero nadie recordaba haberlo visto después de que
los esclavos se hubieran dispersado. Había ordenado a sus soldados que buscaran al
tracio entre los caídos, pero buscar a un hombre entre miles de cuerpos no era tarea
fácil. Dada la predilección del tracio por dirigir desde la parte delantera, parecía poco
probable que hubiera sobrevivido. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, Craso
no tenía prueba de ello, lo cual le fastidiaba sobremanera.
—La chusma que fue al norte enseguida se llevará una sorpresa desagradable.
Pompeyo y sus soldados han llegado a Italia y sin duda los despacharán rápido. —Le
satisfizo ver que la respuesta de la multitud era un poco más tibia que la reacción a
sus anuncios.
En su benevolencia, Craso incluso deseó lo mejor a Pompeyo en su pequeña
«misión». Lo que se recordaría sería «su» glorioso esfuerzo para machacar al ejército
principal de Espartaco, no el papel patético que había tenido su rival para acabar con
una fracción de quienes habían sobrevivido. Las legiones de Lúculo no tendrían nada
que hacer. Era una pena que Pompeyo estuviera más cerca de Roma que él. Anhelaba
cabalgar hasta la capital de inmediato para asegurarse de que su parte de la historia se
oía la primera. Craso casi era capaz de oír las lisonjas de los habitantes de la ciudad y
el agradecimiento adulador de los senadores. Pero su llegada triunfal tendría que
esperar. A pesar de que afirmara que la rebelión había terminado, todavía había
luchas. Algunos esclavos no se habían rendido. La retaguardia de la resistencia tenía
que desmoronarse para permitirle relajarse por completo.
Marchar sobre Roma tendría ventajas indudables después de terminar con las seis
mil crucifixiones, cuando el espectáculo hubiera terminado. A Craso no se le ocurría
un modo mejor de impresionar a la población de Latium y Sammium. Allá donde iba,
acudían en masa a verle. Aquella visión cimentaría su reputación. La gente hablaría
del horripilante despliegue durante años: sería el mayor número de crucifixiones que
se había producido en el mundo y demostraría a la República que él era el hombre
que debía liderarla hacia el futuro. El consulado para el próximo año llamaría a su
puerta.
—¿Listo para el siguiente, señor? —preguntó Caepio.
—Por supuesto. Sube a los cabrones lo más rápido posible. —Craso blandió una
mano con languidez—. Los grupos que se han adelantado también deben comenzar.
—Muy bien, señor. —Caepio dio una orden de mala manera y un mensajero se
marchó cabalgando hacia el norte.
Craso observaba satisfecho cómo los soldados, con un grupo de esclavos en
medio, marchaban cuarenta pasos más allá. Tenía la sensación de que Caepio no
estaba de acuerdo con la magnitud de las crucifixiones, el pobre diablo
probablemente pensara que era una forma de desperdiciar hombres que podían
resultar útiles en las minas o como obreros para un ejército romano en el campo, pero

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a él le daba igual.
Él sabía lo que había que hacer.
Como siempre.

El trío había tardado seis días en llegar a Capua, más rápido de lo que Carbo
había supuesto. Llevar a Maron había resultado agotador para Ariadne y al comienzo
habían avanzado a un paso mucho más lento del esperado. Poder comprar una mula
en una granja al segundo día había sido un regalo del cielo. El animal no solo había
llevado al bebé, sino también sus cosas y, debajo, las espadas. Antes habían corrido
un gran riesgo llevando las armas bajo las capas. Habían recorrido el resto de los
kilómetros que faltaban hasta Capua a buen paso y los grupos de legionarios y carros
militares que viajaban por la carretera no les habían prestado ninguna atención. Se
habían alojado en posadas al borde de la carretera. Ariadne y Maron habían dormido
en la habitación de Carbo y, ante todo aquel que se fijara, habían dado a entender que
él era su compañero de cama. De hecho, Carbo había yacido junto a la puerta cada
noche, con la espada desenvainada al lado.
Era la primera vez que Carbo estaba tan cerca de Capua desde que huyera del
ludus con Espartaco, lo cual le producía una sensación extraña. Lo último que quería
era que lo reconocieran. Sin embargo, habría resultado extraño rodear la ciudad en
vez de cruzarla, por lo que había dejado que Navio fuera en cabeza. Él le seguía con
la mirada puesta en la superficie llena de surcos del camino. Ariadne iba detrás con la
mula.
Al final habían cruzado de la puerta sur de Capua hasta la del norte sin
problemas. En ese momento avanzaban arrastrando los pies con todos los demás, en
la cola para salir de la ciudad. Carbo había tenido mucho tiempo para imaginar lo que
vería cuando llegaran a la Via Appia. El momento estaba próximo y le entraron
náuseas. ¿Cuántos desgraciados seguirían con vida? ¿A cuántos reconocería? ¿Existía
la posibilidad de que encontraran a Espartaco?
Al poco cruzaron la larga arcada que conducía al exterior de Capua. La costumbre
de prohibir construcciones cerca de las murallas se había descartado hacía tiempo.
Aquello era un territorio de gran importancia comercial, por el que cientos de
transeúntes no tenían más remedio que pasar a diario a pie o a caballo. Aparte de
restaurantes y bares, había negocios de todo tipo: carpinteros y carreteros,
abatanadores y alfareros. Carniceros, panaderos, vendedores de vinos y dulces.
Escribas, tratantes de blancas y de esclavos. Carbo habría sido capaz de señalar la
posición de cada uno aunque le hubieran tapado los ojos. Se había criado allí. Por eso
sabía cuándo acababan los edificios.
Y dónde empezarían las cruces.
Ya habían hablado de lo que harían en cuanto empezara el calvario. No les
costaría andar despacio ni llamarían la atención por ello. La carretera estaría

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concurrida y todo el mundo miraría boquiabierto a los hombres crucificados.
Observar a las víctimas tampoco se consideraría raro siempre y cuando no se
acercaran demasiado o se entretuvieran de forma innecesaria. Si alguno de los tres
veía a alguien conocido, debía apartar la mirada, no fuera que el desventurado lo
reconociera y lo llamara. No debían decir nada hasta que hubieran dejado atrás al
hombre en cuestión. Tenían que ser especialmente cuidadosos si había soldados
cerca. Los tres sabían entonces que viajarían hasta las mismas puertas de Roma para
asegurarse de que Espartaco no era uno de los seis mil hombres capturados por Craso.
Aunque Carbo se había armado de valor para la visión de la primera cruz, no
logró evitar soltar un grito ahogado cuando apareció. Navio se puso rígido, pero
rápidamente siguió adelante. Carbo agradeció no reconocer al hombre bajo y robusto
de pelo castaño que colgaba desnudo ante él, con los pies ensangrentados clavados a
apenas un palmo del suelo. Afortunadamente, la víctima ya estaba muerta, pero tenía
el rostro contraído en un último rictus de sufrimiento. Las primeras moscas de la
temporada revoloteaban a su alrededor, atraídas por el olor acre. Un grupo de
personas se arremolinó alrededor de la cruz tapándose la nariz y haciendo bromas
groseras. Un niño toqueteó el pene del cadáver con un palo y soltó una risita.
—Lo azotaron —dijo Navio en tono de conversación.
Carbo advirtió por primera vez las líneas rojas que se extendían a lo largo y ancho
de la espalda del hombre, los regueros de mierda que habían resbalado por el poste de
madera desde el culo del hombre. Tenía ganas de apartar a los curiosos, dar un
sopapo al niño, bajar al pobre desgraciado y darle un entierro digno, pero por
supuesto no hizo nada de todo eso. Lanzó una mirada a Ariadne, cuyos labios se
movían en una oración angustiosa y silenciosa. Ella lo miró con los ojos brillantes.
—No me hagas caso. Lo soportaré —susurró ella.
Carbo le dedicó un asentimiento tenso. Por suerte, Maron dormía.
El segundo cuerpo estaba cuarenta pasos más abajo en la Via Appia, al otro lado.
Carbo tampoco conocía a esa víctima. El tercer hombre, otro desconocido, estaba en
el mismo lado que el primero. Como indicación salvaje de lo que estaba por llegar, su
cruz también se encontraba a cuarenta pasos de la segunda. En cuanto Carbo se
percató de ello, dirigió los ojos al frente. Los hombres crucificados se extendían hasta
donde alcanzaba la vista, cada cuarenta pasos, en lados alternos de la carretera. Hizo
un esfuerzo para asimilar tanto horror. El horripilante espectáculo se prolongaría
hasta Roma.
El trío siguió caminando, hipnotizado por los cadáveres y el hedor, y por la
repugnante magnitud del despliegue de Craso. Las cruces se sucedían, indiferentes al
paisaje. Estaban presentes en los tramos rectos, las curvas, las laderas de las colinas,
incluso en los pueblos. Flanqueaban la carretera cuando estaba bordeada de viñedos y
campos, donde grupos de esclavos trabajaban bajo la estrecha supervisión de sus
vilici. Estaban dispuestas bajo el acueducto que tendía un puente sobre la Via Appia
para llevar agua de los Apeninos hasta Capua. Su presencia se había convertido en la

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norma. Los agricultores llevaban las carretas por allí, sin apenas mirar a los
cadáveres. Los comerciantes estaban más interesados en que las mulas fueran a un
paso regular. Los esclavos que iban camino del mercado o reparaban la calzada
apartaban la mirada. Los niños camino de las clases o que iban a hacer recados eran
los únicos que parecían fascinados.
El horror se intensificó para el trío cuando llegaron al primer hombre vivo,
fornido en otro tiempo, vigilado por un par de legionarios con aspecto aburrido.
Carbo ofreció una plegaria de agradecimiento. No conocía a aquella desventurada
criatura —hasta el momento no habían reconocido a ninguna de las víctimas—, pero
estaba claro que no le quedaba mucho tiempo en este mundo. No osaron acercarse y
pasaron de largo echando una mirada de lo más casual.
La situación empeoró todavía más cuando Carbo se fijó en un cuerpo con un corte
de espada en el brazo izquierdo. Habría evitado que el hombre se sostuviera en alto y
le habría garantizado una muerte rápida.
—¿Ese corte puede ser de la batalla?
—Quizá. —Navio sonaba tan atormentado como Carbo se sentía—. Pero es el
primer herido al que hemos visto.
Carbo se dijo que aquello significaba que Espartaco no podía estar en una cruz.
Los heridos habrían muerto en el campo de batalla. Esperó que Ariadne pensara lo
mismo.

Ariadne había oído hablar de la crucifixión, pero nunca la había visto con sus
propios ojos. Para cuando empezó a atardecer, la había visto cientos de veces.
Aquella realidad la acompañaría hasta el fin de sus días. Las expresiones
atormentadas en el rostro de los muertos. Los labios rajados. Los ojos abiertos y con
la expresión vacía que parecían culparla de sus muertes. Las heridas de los azotes
recibidos mientras habían marchado. Los vientres protuberantes llenos de gases,
aderezado con el hedor de los orines y excrementos, el aplastante olor a putrefacción.
Moscas por todas partes. Los perros raquíticos que merodeaban por allí, sin duda
culpables de los mordiscos que algunos cuerpos presentaban en las piernas. Los
transeúntes, con sus comentarios crueles. Cada tres kilómetros, los soldados que
hacían guardia, tan inmunizados contra la escena que ni siquiera miraban a los
hombres crucificados.
¿Cómo es posible que pensara que la realidad no sería tan horrible como su
pesadilla?
Ariadne no quería viajar hasta Roma, pasando junto a tanto sufrimiento. Sin
embargo se veía obligada a ello. Habían visto a un puñado de prisioneros que seguían
con vida. Aquellos pocos bastaban para mantener su duda viva. Independientemente
del horror, nunca sería capaz de perdonarse o de mirar a Maron a la cara si no
comprobaba hasta el último de los hombres crucificados. Su esposo no se merecía

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una muestra de respeto menor. Así pues, siguió caminando aturdida por la repulsión
que le causaba lo que Craso había hecho. Habían oído que el general les llevaba dos
días de marcha de ventaja, supervisando la erección de muchas de las cruces en
persona. «Hijo de puta».
—Ayúdame, por favor.
Al comienzo Ariadne pensó que era la voz de Carbo. Luego volvió a oírla desde
la izquierda. Se quedó conmocionada cuando se dio cuenta de que el desgraciado de
la cruz más cercana había hablado. «¡Por todos los dioses, no!».
—Navio, ten cuidado. Carbo, ¡ven aquí!
Mientras él se giraba, Ariadne corrió al lado del hombre.
—¿Egbeo?
El tracio grandullón levantó la cabeza. No dio muestras de reconocerla.
—Ayuda. Agua.
Carbo se quitó el odre de agua que llevaba colgado al cuello. Lo destapó y lo
acercó a los labios de Egbeo. El tracio estaba tan débil que la mayor parte del líquido
le resbaló por fuera de la boca. Carbo perseveró, pero Egbeo no parecía capaz de
tragar. Al final se dio por vencido y Egbeo volvió a dejar caer la cabeza hacia atrás.
—Está medio muerto —susurró Ariadne.
Carbo adoptó una expresión de rabia e impotencia.
—Mira. —Señaló los clavos que atravesaban las muñecas de Egbeo, que no
sobresalían de la carne para que resultara imposible quitarlos—. Ni siquiera podemos
bajar a la pobre criatura para que muera de forma más natural.
Navio emitió un fuerte silbido.
—¡Viene alguien!
Ariadne alargó el brazo y tocó el rostro de Egbeo.
—El Jinete te espera. Buen viaje. Siempre te recordaremos. —Vio que Carbo
cogía el puñal—. ¡No! Si te ven haciendo eso, todos los legionarios en treinta
kilómetros a la redonda vendrán a por nosotros. Ya volverás más tarde, cuando esté
oscuro.
—Para entonces ya estará muerto.
—Ahora ya está casi muerto —siseó Ariadne.
Carbo dejó caer los dedos al lado a su pesar.
—Vamos. —Sin volver a mirar a Egbeo, Ariadne regresó corriendo a la mula, que
pastaba en la hierba del margen.
Se marcharon. Pronto encontraron al pequeño grupo al que Navio había avistado.
Los viajeros pasaron por su lado y les saludaron con cordialidad. El trío enseguida
volvió la vista hacia Egbeo. Parecía haber levantado la cabeza, lo cual hacía que
marcharse les costara todavía más. Sin embargo, Carbo tenía razón. Para cuando
oscureciera, Egbeo habría pasado al otro mundo. Parecía una crueldad absoluta
dejarlo morir solo, en una cruz, pero actuar de otro modo habría supuesto un peligro
para sus vidas. Egbeo lo habría comprendido, o al menos eso esperaba Ariadne.

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«Si Espartaco hubiera sabido que tantos de sus soldados iban a morir de tal modo,
¿habría cruzado los Alpes?», se preguntó Ariadne. La respuesta seguía siendo un
clamoroso «no». En todo momento había sido consciente de lo que podía pasar.
¿Acaso no era parte del motivo por el que había organizado el munus con los
prisioneros romanos?
—¡Marcion! —exclamó Carbo. Fue rápidamente al extremo de la carretera,
donde un hombre de pelo negro y ojos hundidos colgaba de una cruz. Tenía un corte
terrible en el vientre del que brotaba un líquido pestilente.
Ariadne y Navio le siguieron después de comprobar que los viajeros hubieran
doblado la siguiente curva.
—Sigue con vida —susurró Carbo. Alargó el brazo y le rozó el pelo que le
colgaba delante de la cara—. ¿Me oyes? Soy yo, Carbo, estuve cerca de ti durante la
batalla.
Ariadne empalideció. «Entonces, cerca también de Espartaco».
La respiración de Marcion, que era sonora y áspera, se frenó. Al cabo de unos
momentos, parpadeó. Un débil gemido escapó de entre sus labios.
Carbo le acarició la mejilla con tanta dulzura como habría hecho con un bebé.
—Dos de tus compañeros están aquí. La esposa de Espartaco está aquí. Tu dolor
pronto acabará.
Marcion levantó la cabeza muy lentamente. Clavó la mirada en Carbo pero sin
denotar que lo reconocía.
—Mátame —masculló—. Por favor.
Ariadne vio que Carbo levantaba el puñal. Esta vez no fue capaz de decirle que lo
guardara.
—El Eliseo te espera —susurró Carbo—. Pero responde a una pregunta. —El
gruñido de Marcion tanto podía ser un sí como un no—. ¿Viste caer a Espartaco?
Todos se le quedaron mirando. Ariadne era perfectamente consciente de que
detrás de ella, en la mula, Maron estaba inquieto. El sol iluminaba todo reguero de
sangre, todo corte y magulladura del cuerpo maltrecho de Marcion. El corazón le
palpitaba en el pecho con tal fuerza que le parecía que iba a estallar.
—¿Marcion? —volvió a preguntar Carbo.
No hubo respuesta.
—Está demasiado mal —musitó Navio.
«Por favor, oh Gran Dioniso —rezó Ariadne—. Gran Jinete, dale fuerza para
hablar».
—Salvó… vida.
—¿Espartaco te salvó la vida?
—Sí. —Una respiración temblorosa, una sensación de acopio de fuerzas—. Poco
después le hicieron un corte profundo en una pierna. Ni siquiera eso le detuvo, pero
tres legionarios le atacaron. Recibió un sinfín de golpes. Entonces me di por vencido.
No había motivo para continuar, ¿no? —Exhausto, volvió a dejar caer la cabeza.

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Ariadne estaba mareada. Era consciente de los rostros apesadumbrados de Carbo
y Navio, de su dolor afilado, que en cierto modo se mitigaba. Sobre todo sintió una
abrumadora sensación de alivio. Tras la batalla, había pensado que Espartaco estaba
muerto, pero entonces Navio había sembrado la duda en su mente al decirle que
quizás estuviera sufriendo en una cruz como el desgraciado medio muerto que tenía
ante ella. Aquella duda se había disipado. Espartaco había muerto en el campo de
batalla, tal como habría deseado. Dadas las circunstancias, era lo mejor que le cabía
esperar.
Miró arriba y abajo de la carretera. «Gracias a los dioses», pensó. No había ni un
alma a la vista. Deslizó la vista hacia Carbo, que tenía una expresión intimidada. Sin
embargo, cuando ella miró su puñal con toda la intención, él le dedicó un
asentimiento resuelto. Ariadne tuvo un arranque, desabrochó a Maron y lo acercó a la
cruz.
—¿Ves a este hombre, Marcion? —susurró—. Luchó con tu padre hasta el final.
Ahora va a volver a reunirse con él. Digámosle a Marcion que le lleve un mensaje en
nuestro nombre.
Maron gorjeó de alegría, ajeno a la espeluznante realidad que tenía delante.
A Ariadne se le agolparon las lágrimas en los ojos cuando se puso de puntillas
para acercarse a la oreja de Marcion.
—Cuando llegues al Eliseo, dile a Espartaco que murió bien. Que sus soldados le
querían. Que nosotros, su esposa e hijo, también le queríamos. Que Atheas, Carbo y
Navio están vivos y son tan leales como siempre. Dile también que mientras haya
hombres en este mundo nunca caerá en el olvido. Que Craso sufrirá una muerte
horrorosa, el peor fin que puede tener un hombre, y que será más recordado por sus
fracasos que por su gesta en el Silarus.
La respiración de Marcion se calmó. Ariadne no estaba segura, pero le pareció
advertir un ligero asentimiento. Aguardó, aunque el hombre no volvió a moverse.
—Creo que ha muerto —anunció Carbo con voz dubitativa.
—Nos estaba esperando —sentenció Ariadne con total convencimiento—. En
cuanto ha escuchado mi mensaje, se ha dejado ir. —«Gracias, Dioniso, por este
regalo. Estoy en deuda contigo, Gran Jinete».
Carbo y Navio intercambiaron una mirada, ambos aliviados al saber que
Espartaco había muerto durante el combate. Que pronto recibiría noticias de Ariadne
y Maron. Que Craso no moriría siendo un viejo satisfecho.
Daba la impresión de que así se hacía cierta justicia.
—No quiero ver todos los crucifijos —anunció Ariadne—. Gracias a los dioses,
hemos averiguado lo que queríamos saber.
—No tiene sentido que sigamos torturándonos —añadió Carbo—. Ni poniéndoos
en peligro a ti y a Maron.
—¿Adónde vamos? —preguntó Navio.
—Dicen que cientos de hombres se dirigen a las montañas que están por encima

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de Thurii —respondió Ariadne. «Me honrarán no solo como sacerdotisa, sino como
la madre del hijo de Espartaco».
—Suena tan bien como cualquier otro lugar. Es un terreno en el que resulta fácil
ocultarse y quizás Arnax también nos encuentre allí. —Carbo lanzó una mirada a
Navio.
—No pienso dejaros ir solos. ¡No tenéis ni idea de cómo convertir hombres en
soldados! —Navio señaló a Maron—. Necesitará al mejor de los maestros.
A Carbo le sorprendió notar que esbozaba una sonrisa. El dolor que sentía por la
muerte de Espartaco era todavía muy profundo, pero seguía estando acompañado de
personas que se habían convertido en su familia. Era una bendición que no podía
infravalorar.
—Será un placer tenerte con nosotros.
—La vida será distinta —dijo Ariadne antes de besar a Maron—, pero continuará.

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Nota del autor
Tengo la impresión de que solo han pasado unos meses desde que me senté por
primera vez a escribir lo que al principio iba a ser un único libro sobre Espartaco. Sin
embargo, más de un año después, me encuentro en la recta final de la segunda novela,
a punto de abandonar la figura de un hombre al que siempre he admirado y al que
ahora tengo todavía en mayor estima. Durante todo este tiempo he hecho poco más
que vivir y respirar cosas relacionadas con Espartaco, incluso he viajado a Italia para
seguir sus pasos. El final del segundo libro me aterraba por la última batalla, cuyo
resultado es de sobra conocido. Escribir esas escenas sobre el papel (en la pantalla del
ordenador) fue toda una experiencia emocional, pero también uno de los mejores
períodos de escritura que jamás he vivido. Escribí las últimas quince mil palabras en
cinco días, a menudo trabajando más de doce horas diarias. El texto simplemente
fluía de mi mente y, al acabar, me sentí más vacío que nunca. Espero haber
transmitido la intensidad de la experiencia en todas las páginas del libro, pero sobre
todo en las escenas finales.
Este volumen retoma la historia de Espartaco donde lo deja el primero. He
intentado ajustarme al máximo a los hechos históricos. Los cambios más importantes
se detallan a continuación y cualquier error que se detecte en su lectura es mío. Por
desgracia, los textos antiguos que han perdurado hasta nuestros días solo dedican
unas cuatro mil palabras a Espartaco, lo cual resulta frustrante, pero también otorga
amplio margen de maniobra al novelista a la hora de construir la historia. Hubiera
sido preferible disponer de más material histórico, pero no ha podido ser.
Crixus y sus hombres se enfrentaron a las legiones de Gelio en el monte Gárgano,
el actual Promontorio del Gárgano, y en el libro he plasmado los detalles que se
conocen de esa batalla, pero me he inventado la parte en que los romanos amputan las
manos del galo y sus hombres. El sangriento munus celebrado por Espartaco y sus
soldados ocurrió de verdad, pero fue idea mía permitir que Caepio sobreviviera, un
personaje ficticio. Evidentemente, la misión de Carbo y Navio en Mutina es una
invención, al igual que la manera en que se produce el encuentro con Longino,
aunque no así el resultado. Es cierto que un hombre llamado Publipor guio a
Espartaco y a sus hombres por las montañas del sur de Italia en los primeros meses de
la rebelión, pero mi versión de este personaje no aparece hasta más tarde. También
creo que es muy probable que los romanos trataran de infiltrar espías entre los
esclavos, lo cual justificaría algunos de los fracasos de Espartaco, tal y como relato
en el libro.
Salvo que un día se descubra un documento histórico que plasme la voz del
propio Espartaco, jamás sabremos por qué fue hasta los Alpes para después dar media
vuelta y regresar al sur. No es de sorprender que dicha decisión esté sujeta a intensos
debates, tal y como explica el profesor Barry Strauss en su excelente obra La guerra
de Espartaco. El motivo de mi personaje es que no quiso renunciar a su ejército.

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Aunque es improbable que Espartaco estuviera al corriente de las victorias de Lúculo
en Tracia, para mí le da una razón más para permanecer en Italia.
No está claro el modo en que Craso consiguió hacerse con el mando de los
ejércitos de la República, pero su riqueza y sus influencias pueden haberle ayudado
mucho. Craso era considerado el hombre más rico de Roma y uno de sus políticos
más astutos. Fue decisión mía describir al joven Julio César como uno de los oficiales
de Craso, pero no se trata de una sugerencia descabellada, puesto que César sirvió
como uno de los veinticuatro tribunos militares en el 72 o el 71 a. C. y no se
menciona que fuera en el extranjero, por lo que bien pudo haber estado destinado en
Italia. Además, en vista de la rebelión de esclavos que estalló en esa época, es
probable que sirviera en el ejército de Craso. No existen pruebas que sugieran que
Espartaco visitara la capital o tratara de asesinar a Craso, pero me gustó la idea de
que lo probara, así como imaginar lo que habría sucedido si lo hubiera logrado.
Dado que estoy cansado de recibir mensajes de correo electrónico en los que se
me dice que los carros tenían prohibida la entrada a Roma durante el día, quisiera
aclarar esta cuestión: dicha prohibición no se aprobó hasta más de cuarenta años
después de los sucesos que se relatan en el libro.
En el libro he exagerado la celeridad con la que Craso reunió a sus legiones y
marchó al sur, pero no demasiado. El castigo que recibió el soldado que había dejado
la espada mientras cavaba una trinchera no fue ordenado por Craso, pero sí tuvo lugar
unas generaciones antes. En cuanto a la orden de diezmar las tropas que se describe
en el libro, la dio Craso de forma explícita. Es cierto que Espartaco intentó reclutar a
unos piratas para transportar a algunos hombres a Sicilia y que uno de ellos se
llamaba Heracleo, pero me he inventado la suerte que corrieron este y sus hombres.
No se sabe por qué Heracleo no cumplió su parte del trato. El modo en que Craso y
sus hombres cercaron al ejército de Espartaco en la punta de la bota es verídico, pero
como es habitual con las construcciones antiguas de carácter temporal, su ubicación
es objeto de constante debate. Después de haber recorrido la zona en coche, coincido
con la sugerencia de Barry Strauss de que la sierra montañosa de Melia, que cruza la
península de este a oeste y se halla a unos setenta y cinco kilómetros de la moderna
ciudad de Reggio di Calabria (la antigua Rhegium), fue el lugar donde se
construyeron las fortificaciones romanas. De todos modos, solo es mi opinión.
El asalto frustrado de los esclavos a las defensas romanas es verídico. Sufrieron
muchas bajas, pero, espoleados por la crucifixión de un prisionero romano ordenada
por Espartaco, lograron escapar. Pese a que no existen pruebas fehacientes de que los
legionarios capturados fueran ejecutados para rellenar las trincheras, es cierto que se
usaban los cadáveres de hombres y animales para esta finalidad. La terrible rivalidad
entre Espartaco y los galos Castus y Gannicus es invención mía, pero se basa en el
hecho de que la pareja gala se separó del cuerpo principal del ejército en esa época.
Se desconoce la manera y la ubicación exacta de su destino final, pero se sabe que la
intervención de Espartaco les salvó una vez y que murieron poco después luchando

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con valentía. De los doce mil trescientos hombres supuestamente muertos a manos de
los legionarios de Craso, solo dos tenían heridas en la espalda. Se cree que Espartaco
se dirigió después a Brundisium, donde supo de la llegada de Lúculo. Tampoco se
conoce con certeza el lugar donde tuvo lugar la última batalla, pero son muchos
quienes consideran que se produjo en el valle del río Sele (el antiguo Silarus),
próximo a la moderna ciudad de Oliveto Citra. Conozco la zona y la recomiendo a
cualquiera que visite la región de Nápoles. Es bastante pintoresca.
No existen pruebas, al menos que yo sepa, de que los oficiales romanos usaran
silbatos para transmitir las órdenes. Para ello empleaban trompetas y otros
instrumentos. No obstante, se han descubierto silbatos en yacimientos arqueológicos
de todo el Imperio, incluso cerca de las fortalezas de legionarios de Regensburg,
Alemania. Por eso consideré que era factible que Espartaco utilizara un silbato en la
batalla para llamar la atención de los hombres que se hallaban más cerca.
En ese fatídico día de la primavera del año 71 a. C., Craso ordenó a sus hombres
que cavaran varias zanjas y Espartaco respondió iniciando el ataque. La batalla se
desarrolló con lentitud a partir de unas escaramuzas. Existen documentos escritos que
describen el sacrificio de la montura de Espartaco, así como la crudeza del combate
posterior. Se sabe que Craso estuvo presente durante la lucha y que Espartaco, al
frente de sus hombres, lideró el ataque contra su posición. No obstante, a pesar de dar
muerte a dos centuriones, Espartaco fracasó en su intento de matar a Craso. Herido,
continuó luchando hasta que cayeron los hombres a su alrededor. Curiosamente, su
cadáver jamás fue encontrado (por eso mi personaje se quita el casco cuando se
acerca el final para evitar ser identificado). Como era habitual en la Antigüedad, la
noticia de la muerte de su líder provocó el colapso y la huida de sus tropas, que
fueron perseguidas con empeño salvaje. Es probable que unos diez mil hombres
murieran en el proceso y dos terceras partes de esa cifra fueran capturados. Sin
embargo, muchos más escaparon y fueron perseguidos por los legionarios de Craso.
A pesar de que se afirmaba que todos fueron capturados, se sabe que no es cierto
porque la resistencia contra los romanos continuó en la zona alrededor de Thurii
durante más de una década a partir de entonces.
Los seis mil hombres crucificados por orden de Craso flanquearon el camino de
Capua a Roma, tal y como se describe en el libro. Fue la mayor crucifixión colectiva
de la historia, cuyo horror escapa a la imaginación. No hace mucho estuve en Roma y
visité las ruinas de la antigua Via Appia, todavía visible en las afueras de la ciudad, al
sur. Hay un tramo de casi un kilómetro y medio que está prácticamente intacto.
Cuando uno está allí con poca gente y rodeado de campo y ve los adoquines con las
huellas de los carros romanos, resulta fácil e inquietante imaginarse la escena.
Realmente insto a todo el que visite Roma a que haga un hueco para visitar el lugar,
situado a corta distancia en autobús del Circo Máximo. Además, es un oasis de
tranquilidad después del bullicio del centro de la ciudad.
La satisfacción de Craso por su victoria sobre Espartaco no duró mucho. Su rival

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acérrimo Pompeyo pronto le robó el protagonismo al masacrar sus tropas a unos
cinco mil supervivientes del ejército de Espartaco en Etruria (la actual Toscana), tras
lo cual envió una carta al Senado para informarle de que «Craso había vencido a los
esclavos en una batalla campal, pero que había sido él, Pompeyo, quien había
arrancado las raíces de la rebelión». Para mayor envidia y frustración de Craso, el
Senado honró a Pompeyo y a su comandante con un triunfo por su proeza en España,
así como a Marco Lúculo por su victoria contra Mitrídates.
Por consiguiente, en el año 71 a. C. se organizaron en Roma cuatro desfiles, pero
el de Craso solo fue una ovatio, puesto que había derrotado a esclavos y no a hombres
libres. Seguro que Craso odió el hecho de entrar en la ciudad a pie o a caballo en vez
de en una cuadriga, de llevar la habitual toga de magistrado en lugar de prendas
bordadas en oro y de que no le fuera otorgado un cetro. También es probable que
desfilara al son de flautas en lugar de trompetas. Craso debería haber llevado una
corona de mirto en vez de una de laureles, pero solicitó al Senado que hiciera una
excepción y su deseo le fue concedido, lo que le permitió salvar parte de su orgullo.
En su empeño por no ser superado por Pompeyo, organizó fastuosas celebraciones en
Roma y ofreció a Hércules una décima parte de su riqueza, al estilo de los generales
victoriosos. Su rivalidad con Pompeyo continuó durante el año siguiente, cuando
sirvieron a Roma en calidad de co-cónsules. Solo pusieron fin a sus rencillas al final
de su legislatura, cuando, a petición de otro político, hicieron un gesto público de
reconciliación.
En la década siguiente, Craso afianzó su posición mediante la actividad política,
mientras que Pompeyo llevó a cabo varias campañas militares en nombre de la
República. Ambos gozaron de gran éxito en sus respectivos campos. Al parecer, su
rivalidad jamás llegó a desaparecer por completo. El auge progresivo de César les
llevó a constituir un gobierno tripartito, conocido como el segundo triunvirato. Los
tres gobernaron juntos en Roma hasta que Craso partió a Oriente en el 55 a. C. con el
propósito de conseguir una gran victoria sobre Partia, una región desértica al este de
Siria y Judea. Como es de sobra conocido, esa decisión fue un error. En la batalla de
Carras, acontecida en el verano del 53 a. C., murieron Craso, uno de sus hijos y
veinte mil legionarios. Si a alguien le interesa la historia de esa campaña, le
recomiendo el libro The Defeat of Rome de Gareth C. Sampson, ¡o la novela La
legión olvidada!
Tal y como indiqué en el primer libro, la lista de referencias sobre Espartaco es
más corta de lo habitual, dada la escasez de documentación. Como ya he comentado,
además de los textos manuscritos sobre Roma, mis principales fuentes de
información son La guerra de Espartaco, de Barry Strauss; la obra Spartacus and the
Slave Wars: A Brief History with Documents de Brent D. Shaw, donde se describen
de forma detallada todos los textos antiguos que existen sobre Espartaco; Spartacus
and the Slave War 73-71 a. C., un libro de Osprey de Nic Fields; The Thracians, de
Chris Webber, también publicado por Osprey, así como el manual The Gods of Battle,

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del mismo autor, que recomiendo encarecidamente. Debo mencionar también la
brillante página web www.RomanArmyTalk.com, un sitio magnífico para encontrarlo
todo acerca del ejército romano y cuyos miembros responden siempre con gran
celeridad a cualquier consulta. Otra fantástica página web es www.unrv.com, que
abarca todo el mundo romano, no solo al ejército.
También deseo expresar mi agradecimiento a muchas, muchas personas: Rosie de
Courcy, mi editora; Charlie Viney, mi agente; Nicola Taplin, Ruth Waldram, Amelia
Harvell y Jen Doyle, Richard Ogle, Rob Waddington, Andrew Sauerwine, Jane Kirby,
Monique Corless, Kasia Thompson, Dave Parrish, Richenda Todd y Steve Stone. En
Estados Unidos, a Keith Kahla, Jeanne-Marie Hudson y Jessica Preeg de St Martin’s
Press. Sin vosotros, mi trabajo sería imposible. ¡Gracias! Como siempre, doy las
gracias a Claire Wheller, mi magnífica fisioterapeuta, y a Arthur O’Connor, mi amigo
y crítico. También agradezco la amistad y la ayuda brindadas por muchos grupos de
reconstrucción histórica, desde los legionarios de Legio XX de Deva hasta los de
Ermine Street Guard, Legio II Augusta, pasando por los de Italia, España y Estados
Unidos. También brindo por vosotros, mis lectores, aprecio mucho vuestro apoyo. Sin
vosotros, no podría seguir escribiendo. Vuestros mensajes de correo electrónico,
comentarios en Facebook y tuits me alegran el día. No dudéis en visitar mi página
web: www.benkane.net, me encanta conocer vuestras opiniones. También me
encontraréis en Facebook y Twitter: @benkaneauthor. En último lugar, doy las
gracias a mi maravillosa esposa, Sair, y a mis fantásticas hijas, Ferdia y Pippa. Os
quiero mucho.

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Glosario

acetum: vino agrio, la bebida universal que se servía a los soldados romanos.
También significa «vinagre», el desinfectante más habitual empleado por
los médicos romanos. El vinagre resulta ideal para matar bacterias y su
uso generalizado en la medicina occidental se prolongó hasta finales del
siglo XIX.

Alba Longa: ciudad antigua cercana a la actual Castel Gandolfo que


precedió a la fundación de Roma y otras ciudades latinas. Perdió su
primacía en el siglo VII a. C.

amphora (pl. amphorae): gran recipiente de arcilla de cuello estrecho con


dos asas utilizado para almacenar vino, aceite de oliva y otros productos.

Apulia: región del sudeste de Italia que equivale aproximadamente a la


actual Puglia.

aquilifer (pl. aquiliferi): el portaestandarte del aquila, o águila, de una


legión.

Ariminum: la actual Rimini.

arúspice: adivino. Hombre formado para adivinar de muchas maneras,


inspeccionando desde las entrañas de los animales hasta las formas de las
nubes y el modo de volar de los pájaros. Además, muchos fenómenos
naturales como los rayos, los relámpagos y el viento podían emplearse
para interpretar el presente, el pasado y el futuro.

as (pl. asses): pequeña moneda de cobre que originariamente valía una


quinta parte de un sestertius.

Asia Menor: topónimo empleado para referirse a la zona más occidental del
continente asiático, equivalente en gran medida a la actual Turquía.

atrium: estancia grande situada a continuación del vestíbulo de entrada en


una casa romana. Era el centro social y de culto de la casa. Tenía una
abertura en el techo y un estanque, el impluvium, para recoger el agua de
lluvia.

auctoratus (pl. auctorati): ciudadano romano libre que se ofrecía como


gladiador de forma voluntaria.

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aureus (pl. aurei): pequeña moneda de oro que equivalía a veinticinco
denarii. Hasta comienzos del Imperio, se acuñaba con poca frecuencia.

auxiliares: a Roma no le importaba utilizar soldados aliados de distintos


tipos para aumentar la eficacia de su ejército. Durante buena parte del
siglo I a. C., no hubo caballería de ciudadanos romanos, sino que lo
habitual era reclutar a jinetes experimentados de las tribus germanas,
galas o hispanas.

ballista (pl. ballistae): catapulta romana de dos brazos que tenía el aspecto
de una ballesta sobre un soporte. Lanzaba flechas o piedras con una
fuerza y precisión enormes.

Basilica Aemilia: gran mercado cubierto junto al Foro en Roma.

Bitinia: territorio situado en el noroeste de Asia Menor cuyo rey lo legó a


Roma en el 75-74 a. C.

Brennus: jefe de una tribu gala famoso por haber saqueado Roma en el 387
a. C. (Protagonista también de mi novela La legión olvidada).

Brundisium: la actual Brindisi.

Bruttium: la actual península de Calabria.

bucina (pl. bucinae): trompeta militar. Los romanos empleaban varios tipos
de instrumentos, como por ejemplo la tuba, el cornu y la bucina. Para
simplificar la cuestión, solo he empleado uno: la bucina.

caldarium: sala sumamente calurosa de las termas romanas. Se empleaba


como las saunas actuales y muchas disponían de una piscina de agua
caliente para zambullirse. El caldarium se calentaba con aire caliente que
fluía desde un horno por tuberías hasta unos ladrillos huecos situados en
las paredes y bajo el suelo elevado.

caligae: sandalias gruesas de cuero que llevaban los soldados romanos.


Constaban de tres capas resistentes (suela, plantilla y empeine) y
parecían una bota que dejaba los dedos al aire. Las docenas de tachones
de metal de la suela les proporcionaban un buen agarre.

Campania: fértil región del centro oeste de Italia.

Capua: la actual Santa Maria di Capua Vetere, cerca de Nápoles.

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Emplazamiento de un anfiteatro excelente, construido sobre aquel en el
que habría luchado Espartaco.

Caronte: el barquero que cruza el río Estigia en el Hades.

Caribdis: remolino situado en un paso marítimo de la costa oriental de


Sicilia que se encontraba frente a la cueva terrestre en la que habitaba el
monstruo Escila.

Caudinas, Horcas: estrecho valle en el que el ejército romano quedó


atrapado y fue derrotado por los samnitas en e 321 a. C.

centurión (centurio en latín): los disciplinados oficiales de carrera que


formaban el pilar del ejército romano. En el siglo I a. C., había seis
centuriones por cohorte, y sesenta por legión. Véase también la entrada
para cohorte.

Ceres: diosa del crecimiento.

cilicios, piratas: corsarios de una región del sur de Asia Menor que, durante
los siglos II y I a. C., causaron graves problemas a la navegación por el
este del Mediterráneo.

cimbrios: tribu germánica que en el siglo II a. C. emigró al sur de la Galia,


donde se topó con los romanos y obtuvo varias victorias a gran escala.
Fueron aniquilados por Mario en el 102 a. C.

Cinna, Lucio Cornelio (-84 a. C.): se sabe poco acerca de los primeros años
de vida del que fuera cónsul cuatro veces. Era aliado de Mario y enemigo
de Sula, y fue asesinado en un motín por sus propias tropas en el 84 a. C.

Cisalpina, Galia: zona norteña de la actual Italia, que comprendía la llanura


del Po y las fronteras montañosas de los Alpes a los Apeninos.

cohorte: unidad de la legión romana. Había diez cohortes por legión en la


década del 70 a. C., con seis centurias de ochenta legionarios en cada
unidad. Cada centuria estaba al mando de un centurión.

cónsul: uno de los dos magistrados elegidos anualmente, nombrados por el


pueblo y ratificados por el Senado. Como gobernantes reales de Roma
durante doce meses, se encargaban de asuntos civiles y militares, y
enviaban a los ejércitos de la República a la guerra. Cada uno de ellos
podía invalidar al otro y se suponía que ambos debían tener en cuenta los

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deseos del Senado. Ningún hombre podía servir como cónsul en más de
una ocasión. Pero hacia finales del siglo II a. C., nobles poderosos como
Mario y Sula se aferraron al cargo durante años, lo cual debilitó
peligrosamente la democracia de Roma.

contubernium (pl. contubernia): grupo de ocho legionarios que compartían


una tienda o barracón y que cocinaban y comían juntos.

corona civica: prestigioso galardón hecho con hojas de roble que se


concedía por salvar la vida de otro ciudadano.

Craso, Marco Licinio (c. 115-153 a. C.): astuto político romano y general
que se alió con Sula tras la muerte de Cinna y cuyos actos en la puerta
Colina en nombre de Sula ayudaron a tomar Roma. Llevaba una
existencia modesta pero, según se dice, era el hombre más rico de Roma
y amasó buena parte de su fortuna comprando e incautando las
propiedades de quienes se habían visto afectados por las proscripciones
de Sula.

Curia: edificio de Roma en el que se reunía el Senado.

Delos: pequeña isla griega. Hacia el siglo I a. C. se había convertido en un


puerto franco y en el mayor mercado de esclavos del Mediterráneo.

denarius (pl. denarii): la moneda más básica de la República romana. Hecha


de plata, equivalía a cuatro sestertii o diez asses (más adelante,
dieciséis).

Dioniso: hijo de Zeus y Semele, hija del fundador de Tebas, nacido dos
veces. Reconocido como hombre y animal, joven y viejo, varón y
afeminado, era uno de los dioses griegos más versátiles e indefinibles.
Básicamente, era el dios del vino y la embriaguez, pero también se le
asociaba con la locura ritual, la mania, y con una vida de ultratumba
bendecida por sus placeres. Los romanos lo denominaron Baco y su culto
era reservado, violento y extraño.

Dioscuros, Cástor y Pólux: hijos gemelos de Zeus que compartían una vida
inmortal entre ellos y vivían la mitad de su vida en el monte Olimpo y la
otra en Esparta.

Elíseo: paraíso habitado por las personas distinguidas o buenas tras su


muerte.

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Enna: ciudad antigua en el centro de Sicilia.

Epirus: la zona noroccidental de Grecia en la Antigüedad.

Escila: monstruo mítico con doce pies y seis cabezas que habitaba la cueva
situada frente al remolino Caribdis, en el actual estrecho de Messina.

escitas: pueblo fiero y nómada que habitaba al norte del mar Negro. Iban
tatuados, eran aguerridos y jinetes superlativos, e infundían un gran
temor. Se cree que sus mujeres dieron pie a la leyenda de las Amazonas.
Sin embargo, hacia el siglo I a. C. su apogeo ya había pasado.

falernio: vino de la fértil zona situada en el norte de Campania, el Ager


Falernus.

fasces: véase lictor.

fides: básicamente, buena fe. En Roma se consideraba una cualidad


importante. El sistema mediante el que los ciudadanos buscaban el
mecenazgo de los ricos y poderosos estuvo vigente durante siglos. A
cambio de lealtad, el cliente podía esperar la orientación y protección de
su mecenas.

Fortuna: diosa de la suerte y la buena fortuna. Al igual que todas las


deidades, tenía fama de caprichosa.

Forum Annii: asentamiento agrícola en la Via Annia, al este de Paestum,


cuya ubicación no ha perdurado en la historia.

frigios, cascos: eran originarios de Frigia, región de Asia Menor. Tenían un


característico penacho curvado hacia delante.

Galia: la actual Francia.

gladius (pl. gladii): se dispone de poca información sobre la espada


«española» del ejército republicano, el gladius hispaniensis, con la hoja
estrecha en el centro. No está claro cuándo la adoptaron los romanos,
pero probablemente fuera después de ver el arma durante la Primera
Guerra Púnica, cuando la usaron las tropas celtíberas. El mango tallado
era de hueso e iba protegido por un pomo y una pieza de madera. El
gladius se llevaba a la derecha, excepto los centuriones y otros oficiales
de alto rango, que lo llevaban a la izquierda.

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Gran Jinete: la religión de los tracios es una gran desconocida. Sin
embargo, han sobrevivido más de tres mil representaciones de una figura
misteriosa de la antigua Tracia. Representan a una deidad montada a
caballo que suele ir acompañada de un perro o un león. Normalmente
apunta con la lanza a un jabalí que se esconde detrás de un altar.
Invariablemente, hay un árbol cerca con una serpiente enrollada en él; a
menudo también aparece una mujer. Otras tallas representan al dios
«héroe» que regresa con éxito de una cacería con sus perros y leones, o
que se acerca triunfante al altar, con un cuenco en la mano. Se desconoce
el nombre de esta deidad, pero su importancia para los tracios no puede
subestimarse. Por consiguiente, le he dado un nombre que creo que
encaja con sus características.

gugga: en la comedia de Plauto Poenulus, uno de los personajes romanos se


refiere a un comerciante cartaginés con el apelativo de «gugga». Este
insulto puede traducirse como «rata insignificante».

Hades: el submundo, el infierno. El dios del submundo también se llamaba


Hades.

Hera: esposa de Zeus y una de las diosas griegas más importantes.

Hércules (o, para ser correctos, Heracles): el mayor héroe griego, que
completó doce trabajos de una dificultad monumental.

Hermes: el dios mensajero.

Hidra: bestia mítica de múltiples cabezas con un aliento venenoso que vivía
en un lago en la región griega del Peloponeso. Uno de los doce trabajos
de Hércules consistió en acabar con ella.

Horatius: llamado Horacio en la época moderna, antiguo héroe romano que


sostuvo el puente Sublicio sobre el Tíber contra un ejército invasor hasta
que se pudo demoler. Entonces se salvó cruzando el río a nado.

Iberia: la Península Ibérica. En el siglo I a. C. estaba dividida en dos


provincias romanas: Hispania Citerior e Hispania Ulterior.

Iliria (o Illyricum): nombre romano del territorio que se extiende al otro


lado del mar Adriático desde Italia: incluye parte de la actual Eslovenia,
Serbia, Croacia, Bosnia y Montenegro.

imperium: poder supremo que incluye el mando en las guerras y la

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comprensión y aplicación de la ley (incluyendo la pena capital), que se
concedía a los cónsules, procónsules, tribunos militares, pretores,
propraetores y otros magistrados. Las fasces que llevaban los lictores
simbolizaban este poder.

impluvium: véase atrium.

Juno: hermana y esposa de Júpiter; diosa romana del matrimonio y las


mujeres.

Júpiter: llamado a menudo Optimus Maximus, «el Mayor y Mejor». El dios


más poderoso de los romanos, responsable del tiempo, sobre todo de las
tormentas.

Lacturnus: dios de los cultivos.

lanista (pl. lanistae): entrenador de los gladiadores, solía ser dueño de un


ludus, la escuela de gladiadores.

lararium: santuario presente en los hogares romanos, donde se veneraban


los dioses de la familia.

latifundio: finca grande que solía ser propiedad de la nobleza romana, en la


que empleaba grandes cantidades de esclavos como mano de obra. Los
latifundios surgieron durante el siglo II a. C., cuando Roma derrotó a
varios pueblos italianos, como los samnitas, y confiscó grandes
extensiones de terreno.

latín: en la época antigua no era solo un idioma. Los latinos eran los
habitantes de Latium, una zona cercana a Roma. Hacia el 300 a. C. fue
conquistada por los romanos.

latro (pl. latrones): ladrón o malhechor. Sin embargo, la palabra también


significaba «insurgente».

legado: oficial al mando de una legión y un hombre con rango de senador.

liburnia, galera: birreme adaptado por los romanos a partir del lembus, un
barco ilirio. Probablemente contara con entre cincuenta y sesenta
remeros.

licium: taparrabos de lino que llevaban los nobles. Es probable que todas las
clases llevaran una variante de este.

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lictor (pl. lictores): protector de los jueces. Básicamente eran los
guardaespaldas de los cónsules, pretores y otros magistrados romanos de
alto rango. En público, tales funcionarios iban acompañados en todo
momento por un número fijo de lictores (la cantidad dependía del rango).
Cada lictor llevaba unas fasces, el símbolo de la justicia: un haz de varas
que circundaban un hacha.

lira: instrumento musical griego de la Antigüedad con distintas cantidades


de cuerdas.

Lucania: la actual Basilicata, región montañosa del sur de Italia.

ludus (pl. ludi): escuela de gladiadores.

Mario, Cayo (c. 157-186 a. C.): otro importante político romano de finales
del siglo II y comienzos del siglo I a. C. Sirvió como cónsul siete veces,
todo un récord, y cosechó grandes éxitos como general, pero Sula le
superó en astucia en la marcha sobre Roma del 87 a. C. A Mario también
se le atribuye una profunda remodelación del ejército romano. Se casó
con Julia, tía de Julio César.

Marte: dios romano de la guerra.

medos: tribu tracia de la que quizá fuera originario Espartaco.

ménades: mujeres propensas a la mania, o éxtasis ritual, por Dioniso.


Eurípides escribió que comían carne cruda, manejaban serpientes y
desgarraban a animales vivos.

Messana: la actual Messina.

Minerva: diosa romana de la guerra y también de la sabiduría.

Mitrídates: el rey más famoso e importante del Ponto, en Asia Menor. En el


siglo I a. C., fue uno de los principales enemigos de Roma y libró tres
guerras contra la República.

Monte Camalatrum: posiblemente el actual monte Soprano.

Monte Gárgano: el actual Promontorio del Gárgano, la «espuela» situada


por encima del talón de la «bota» italiana.

mulsum: bebida hecha mezclando cuatro partes de vino con una de miel. Se

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tomaba habitualmente antes de las comidas y con platos ligeros durante
las mismas.

munus (pl. munera): combate de gladiadores que tenía lugar


originariamente durante las celebraciones para honrar la muerte de
alguien. Su popularidad implicó que en la época tardía de la República
romana, los políticos rivales organizaban munera constantemente para
ganarse el favor del público y dejar en segundo plano a sus adversarios.

Mutina: la actual Módena.

Neptuno: Neptunus en latín. El dios del agua, estaba relacionado con


Poseidón, el dios griego del mar.

Numancia: la actual Garray, cerca de Soria, España.

númida: originario de Numidia, la zona situada al sur y oeste de Cartago, en


el norte de África.

Ops: diosa de la recolección.

optio (pl. optiones): oficial de rango inmediatamente inferior al de centurión;


el segundo al mando de una centuria.

Ostia: ciudad situada en la desembocadura del río Tíber; durante siglos fue
el puerto principal de Roma. (En mi opinión, es un lugar de obligada
visita para todo aquel interesado en la antigua Roma).

Padus: el río Po.

Paestum: la actual Pesto, ciudad situada al sudeste de Nápoles, fundada


circa el 600 a. C.

Pegaso: el caballo inmortal que transporta el trueno y el relámpago de Zeus.

phalera (pl. phalerae): adorno esculpido en forma de disco en


reconocimiento por el valor que se llevaba en un arnés colocado en el
pecho, encima de la armadura de los soldados romanos. Las phalerae
solían estar hechas de bronce, pero también podían ser de metales más
preciosos.

pilum (pl. pila): la jabalina romana. Estaba formada por un asta de madera
de aproximadamente 1,2 m de largo, unida a un vástago fino de hierro de
unos 0,6 m y coronada por un pequeño extremo piramidal. El alcance del

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pilum era de unos 30 m, aunque es más probable que el alcance efectivo
fuera de la mitad de esa distancia.

Pirro: rey de Epiro conocido principalmente por su guerra sangrienta contra


Roma en nombre de los tarentinos, un pueblo griego que vivía en la Italia
del siglo III a. C. El término «victoria pírrica» procede de su costumbre
de ganar las batallas sufriendo muchas bajas en sus propias filas.

Pisae: la actual Pisa.

Placentia: la actual Piacenza.

Pompeyo Magno, Cneo (106-148 a. C.): hijo de un político prominente,


luchó a una edad temprana en la guerra de los aliados. Dirigió tres
legiones privadas en ayuda de Sula en la guerra civil, lo cual favoreció el
ascenso al poder de este. En el 77 a. C. fue enviado a Iberia como
procónsul con la misión de derrotar al rebelde Sertorio.

Pontifex Maximus: líder y portavoz de los cuatro colegios del clero romano.

Ponto: la zona de Asia Menor que incluía la costa meridional del mar Negro.

pretores: magistrados de alto rango que administraban la justicia en Roma, o


en las posesiones de ultramar como Cerdeña y Sicilia e Hispania.
También podían ostentar poderes militares y proponer leyes. Los pretores
eran los principales sustitutos de los cónsules y convocaban al Senado en
su ausencia.

procónsul: magistrado que actuaba fuera de Roma en lugar de un cónsul (o


en el caso de un propraetor, un pretor). Su cargo quedaba fuera de la
magistratura anual normal y solía utilizarse para fines militares, es decir,
para dirigir una guerra en nombre de Roma.

propraetor: véase procónsul.

pteryges: también escrito pteruges. Se trataba de una doble capa de tiras de


lino rígido que protegían la cintura y entrepierna. Iba sujeto a una coraza
del mismo material o era una pieza extraíble del equipo que se empleaba
bajo el peto de bronce. Aunque los griegos fueron quienes diseñaron el
pteryges, muchas naciones lo empleaban, incluyendo a los romanos y
cartagineses.

Rhegium: el actual Reggio di Calabria.

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samnitas: pueblo de Samnium, una zona confederada del sur de los
Apeninos centrales. Era un pueblo guerrero que libró tres guerras contra
Roma en los siglos IV y III a. C. También apoyaron a Pirro de Epiro y a
Aníbal contra la República. Su lucha contra Sula en la guerra civil fue su
último aliento. Se cree que la gran cantidad de samnitas que fueron
hechos prisioneros de guerra dio nombre a esta clase de gladiadores.

Saturnalia: en el siglo I a. C. era un festival de siete días de duración que se


celebraba a mediados de diciembre y constituía una de las festividades
más importantes del calendario romano.

Saturno: dios desconcertante que quizás estuviera relacionado con la


siembra de semillas o con un dios etrusco anterior.

scutum (pl. scuta): escudo oval y alargado del ejército romano, de 1,2 m de
alto y 0,75 m de ancho. Constaba de tres capas de madera situadas en
ángulo recto entre sí y estaba revestido de lino o loneta y cuero. El
scutum era pesado, entre seis y diez kilos.

Senado: órgano de seiscientos senadores (históricamente habían sido


trescientos, pero Sula duplicó la cantidad), que eran nobles romanos
prominentes. El Senado se reunía en la Curia y su función era aconsejar a
los magistrados —cónsules, pretores, cuestores, etc.— sobre política
interna y externa, religión y finanzas. Hacia el siglo I a. C. su posición
era mucho más débil de lo que había sido.

Sertorio, Quinto (c. 126-173 a. C.): noble prominente que se alió con
Cinna. Se le otorgó el control de Hispania en e 83 a. C., pero fue
proscrito un año después más o menos. Su campaña contra Roma fue
muy exitosa en un principio, pero sus propias derrotas y las de sus
lugartenientes en el 76 a. C. le costaron caras, y sus actividades quedaron
reducidas a la guerra de guerrillas a partir de entonces.

sestertius (pl. sestertii): moneda de plata que equivalía a dos asses y medio;
o a un cuarto de denarius; o a una centésima parte de un aureus. Su uso
se había generalizado en el período tardío de la República romana.

sica: gran espada curvada utilizada por la caballería tracia en el siglo I a. C.


Por desgracia, se sabe poco de esta arma y quizá fuera parecida al kopis,
o a la espada curva tradicional tracia.

signifer (pl. signiferi): abanderado y oficial subalterno. Era un puesto muy

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valorado, y solo había uno para cada centuria de la legión. El signifer
solía llevar armadura de escamas y un pellejo de animal encima del
casco, que a veces constaba de una pieza facial de bisagra, además de un
escudo pequeño y circular en vez de un scutum. El signum, o estandarte,
estaba formado por un mástil de madera con una mano alzada, o el
extremo de una lanza rodeada de hojas de parra. Debajo había un
larguero del que colgaban adornos de metal, o un pedazo de tela de
colores. El mango del estandarte estaba decorado con discos, medias
lunas, proas de barco y coronas, testimonios de los logros de la unidad
que distinguían a una centuria de la otra.

Silarus, río: el río Sele en la actualidad.

Sula Félix, Lucio Cornelio (c. 138-178 a. C.): uno de los generales y
estadistas romanos más famoso de todos los tiempos. Era un hombre
despiadado que se convirtió en dictador, provocó guerras civiles y acabó
ayudando a debilitar la República, aunque reforzó la posición del Senado
y se retiró de la vida pública en vez de aferrarse al poder.

tablinum: oficina o zona de recepción situada después del atrium. El


tablinum solía dar a un jardín cerrado con columnatas.

tesserarius: uno de los oficiales subalternos de una centuria, una de cuyas


funciones era estar al mando de la guardia. El nombre procede de la
tablilla tessera, en la que se escribía la contraseña de la jornada.

teutones: tribu germánica que en el siglo II a. C. migró con los cimbrios al


sur de la Galia, donde se toparon con los romanos. En el 102 a. C.,
corrieron la misma suerte que los cimbrios.

Thurii: la actual Sibari.

Tracia: zona del mundo antiguo que incluía partes de Bulgaria, Rumania, el
norte de Grecia y el sudoeste de Turquía. Estaba habitada por más de
cuarenta tribus guerreras.

tribuno: oficial de Estado mayor en una legión; también uno de los diez
cargos políticos de Roma, donde servían como «tribunas del pueblo»,
defendiendo los derechos de los plebeyos.

triplex acies: formación estándar de una legión para la batalla. Se formaban


tres filas a cierta distancia, con cuatro cohortes en la fila delantera y tres
en la media y trasera.

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trirreme: barco de guerra clásico de los romanos, accionado por una única
vela y tres bancos de remos. Cada remo estaba en manos de un solo
hombre nacido libre, no esclavo, en los barcos romanos. El trirreme,
sumamente maniobrable y capaz de alcanzar hasta ocho nudos con la
vela o durante arranques cortos tirado por los remos, también contaba
con un espolón de bronce en la proa. Los trirremes tenían tripulaciones
muy numerosas en relación con su tamaño. Esto limitaba la distancia que
recorrían, por lo que principalmente se empleaban para transportar a la
tropa y para proteger la costa.

triunfo: procesión hasta el templo de Júpiter en la colina Capitolina de un


general romano que hubiera obtenido una victoria militar a gran escala.

Venus: diosa romana de la maternidad y el hogar.

vestales, vírgenes: las únicas sacerdotisas de Roma, que servían a Vesta, la


diosa del hogar. Durante sus treinta años de servicio debían permanecer
castas. Su principal función ceremonial era preparar la mezcla de grano
con sal utilizada durante los sacrificios públicos y el cuidado de la llama
sagrada de la diosa.

Via Aemilia: carretera del norte de Italia que discurría desde Ariminium a
Placentia, y de ahí a otras localidades.

Via Annia: carretera del norte de Italia; también era una prolongación de la
Via Appia, que iba de Capua a Rhegium.

Via Appia: la carretera principal que comunicaba Roma con Brundisium, en


el extremo meridional de Italia.

Via Labicana: carretera que iba hacia el sudeste, desde Roma hasta Labici.

Vinalia Rustica: festival romano dedicado al vino que se celebraba el 19 de


agosto.

virtus: virtud romana sumamente respetada, relacionada con la valentía, el


honor y la virilidad.

Vulcano: dios romano del fuego destructor, que solía venerarse para evitar…
¡el fuego!

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