Camino A Roma - Ben Kane
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Camino A Roma - Ben Kane
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Egipto
–¡
M oved el culo! —gritó el optio, golpeando con la hoja plana de la espada a
los legionarios que tenía más cerca—. ¡César nos necesita!
A los diez hombres de su escuadra no les hacía falta que los alentaran. El
piquete nocturno estaba situado en el Heptastadion, el estrecho paso elevado
artificial que iba desde el muelle hasta una isla estrecha y alargada, y que dividía
el puerto en dos. Dado que había agua a un lado y a otro, se trataba de un enclave
aislado. Teniendo en cuenta lo que estaba pasando, no era un lugar demasiado
recomendable.
El brillo amarillo que despedía el Pharos, el enorme faro de la ciudad, había
aumentado sobremanera debido a los barcos que ardían a lo largo del muelle. El
fuego, iniciado por los hombres de César, se había propagado rápidamente entre
las embarcaciones hasta llegar a los almacenes cercanos y los edificios de la
biblioteca para acabar formando una conflagración que iluminaba la zona como
si fuera de día. Tras reunirse con los compañeros que habían sido obligados a
retirarse a las callejuelas oscuras, miles de soldados egipcios reaparecían para
atacar a las fuerzas de César. Se encontraban a menos de cien pasos del
Heptastadion, el punto más lógico en el que aguardar al enemigo.
Romulus y Tarquinius corrían gustosos al lado de los legionarios. Si los
soldados egipcios que gritaban atravesaban sus líneas, acabarían todos muertos. Y
aun cuando los egipcios no lo consiguieran, tenían escasas posibilidades de
sobrevivir. Los egipcios los superaban con creces en número y los legionarios no
contaban con ninguna vía segura por la que retirarse. La ciudad estaba repleta de
nativos hostiles y el paso elevado conducía a una isla desde la que no había modo
de escapar. Sólo había barcos romanos pero, debido al enjambre de tropas
enemigas, resultaba imposible huir sin correr peligro.
Romulus dirigió una mirada anhelante al único trirreme que había logrado
escapar. Se acercaba a la entrada occidental del puerto, y a bordo iba Fabiola, su
hermana melliza. Tras casi nueve años de separación, se habían visto fugazmente
hacía unos instantes. Fabiola era conducida a mar abierto, lejos del peligro, y
Romulus no podía hacer nada al respecto. Pero, por curioso que pareciese, no se
sentía desolado. Era consciente del motivo. El mero hecho de saber que Fabiola
estaba sana y salva hacía que sintiese una alegría indescriptible. Mitra mediante,
ella le habría oído gritar que estaba en la Vigésima Octava Legión y, por tanto,
podrían reencontrarse algún día. Después de tantas plegarias para dar con su
hermana desaparecida, los dioses habían respondido.
Sin embargo, en esos momentos, como tantas veces antes, estaba a punto de
iniciar una lucha a vida o muerte.
Reclutados a la fuerza para servir en las legiones, él y Tarquinius formaban
parte del pequeño destacamento de César en Alejandría, que ahora estaba a
punto de ser arrollado. Sin embargo, Romulus obtenía cierto consuelo de su nueva
situación, por precaria que ésta fuera. Si el Elíseo le aguardaba, no entraría en él
como esclavo ni como gladiador. Ni como mercenario o prisionero. Romulus se
enderezó.
« No —pensó con vehemencia—. Soy un legionario romano. Por fin. Soy
dueño de mi propio destino y Tarquinius y a no me controlará» . Hacía apenas
una hora, su amigo rubio se le había revelado como el autor del asesinato que
había obligado a Romulus a huir de Roma. Romulus seguía conmocionado por la
noticia. La incredulidad, la ira y el dolor se arremolinaban en una mezcla tóxica
que hacía que la cabeza le diera vueltas. Decidió dejar el dolor a un lado para
mejor ocasión.
Jadeando, el grupo alcanzó la parte posterior de la formación de César, que
sólo tenía seis filas de profundidad. De repente, las órdenes que se vociferaban, el
choque metálico de las armas y los gritos de los heridos se oy eron muy cerca. El
optio deliberaba con el oficial más cercano, un tesserarius de aspecto nervioso.
Éste, que llevaba un casco con el penacho transversal y armadura de escamas
parecida a la del optio, empuñaba un bastón largo para obligar a los legionarios a
formar una fila como era debido. Si bien él y otros subordinados permanecían en
la retaguardia para evitar retiradas, los centuriones se situaban en la parte
delantera o cerca de ésta. En una batalla tan a la desesperada como aquélla, los
soldados veteranos reafirmaban la determinación del resto.
Al final, el optio se dirigió a sus hombres.
—¡Nuestra cohorte está aquí!
—Deseadnos suerte —masculló un soldado—. Nos ha tocado justo en medio
de la maldita fila.
El optio asintió con una sonrisa, consciente de que ahí era donde se produciría
el may or número de bajas.
—Por ahora lo tenéis fácil. Dad las gracias —dijo—. Desplegaos, en filas de
dos. ¡Reforzad esta centuria!
Obedecieron a regañadientes.
Con otros cuatro hombres, Romulus y Tarquinius se situaron al frente de sus
correspondientes filas. No protestaron por ello. A un par de reclutas nuevos no
cabía esperar otra cosa. Romulus era más alto que la may oría y veía por encima
de las cabezas de los hombres, más allá de los penachos de crin de los cascos de
bronce. Aquí y allá se alzaba el estandarte de la centuria y, en el flanco derecho,
el águila de plata, el talismán de la legión que tantas pasiones despertaba. El
corazón se le aceleró al verlo: era el símbolo más importante de Roma, y había
acabado estimándolo de todo corazón. Por encima de todo, el águila había
ay udado a Romulus a recordar que era romano. Imperiosa, orgullosa y distante,
no daba importancia a la condición de los hombres y sólo reconocía su valor en
la batalla.
Sin embargo, más allá se extendía un mar de rostros torvos y armas
destellantes que se acercaba a ellos por momentos.
—¡Llevan scuta! —exclamó Romulus, confuso—. ¿Son romanos?
—Lo fueron —espetó el legionario de su izquierda—. Pero los cabrones se
han pasado al bando opuesto.
—Entonces deben de ser los hombres de Gabinius —dijo Tarquinius, que
recibió un asentimiento seco a modo de respuesta.
Varias miradas curiosas se posaron en él y prestaron especial atención al lado
izquierdo de la cara. Una larga sesión de torturas a manos de Vahram, el primus
pilus de la Legión Olvidada, le había dejado una cicatriz roja y brillante en la
mejilla con la forma de la hoja de un cuchillo.
Gracias a Tarquinius, Romulus conocía la historia de Ptolomeo XII, padre de
los actuales gobernantes de Egipto, que habían sido depuestos hacía más de una
década. En su desesperación, Ptolomeo había recurrido a Roma, ofreciendo una
cantidad increíble de oro para ser devuelto al trono. Finalmente, Gabinius, el
procónsul de Siria, había aprovechado la oportunidad. Aquello se había producido
en la época en que Romulus, Brennus —su amigo galo— y Tarquinius integraban
el ejército de Craso.
—Sí —musitó el legionario—. Permanecieron aquí después de que Gabinius
regresara a Roma desacreditado.
—¿Cuántos quedan? —preguntó Romulus.
—Unos pocos miles —fue la respuesta—. Pero cuentan con mucha ay uda.
Sobre todo de los nubios, especialistas en escaramuzas, y de los mercenarios
hebreos, además de los honderos y arqueros cretenses. Todos ellos unos cabrones
de tomo y lomo.
—Por no mencionar la infantería —apuntó otro hombre—. Está formada por
esclavos huidos de nuestras provincias.
Sus palabras fueron recibidas con un gruñido de enfado.
Romulus y Tarquinius intercambiaron una mirada. Era imprescindible que su
condición, sobre todo la del primero, permaneciera en secreto. A los esclavos no
se les permitía luchar en el ejército regular. Alistarse en las legiones, algo que
Romulus había hecho a través de una patrulla de reclutamiento, se castigaba con
la pena de muerte.
—Esos traidores hijos de puta no se enfrentarán a nosotros —proclamó el
primer legionario—. Les daremos una somanta que los dejará tiesos.
Era lo que tocaba decir. En los rostros preocupados se esbozaron sonrisas de
satisfacción.
Romulus guardó para sí la respuesta que habría dado sin pensárselo. Los
seguidores de Espartaco, esclavos todos ellos, habían contribuido en más de una
ocasión a hacer más efectivas las legiones. Él mismo valía más que tres
legionarios juntos. Ahora que tenían una nueva patria que defender, los esclavos
enemigos podían resultar duros de pelar. Sin embargo, aquél no era ni el
momento ni el lugar para mencionar tales asuntos. ¿Cuándo lo sería?, se preguntó
Romulus con un deje de amargura. Seguramente nunca.
Con las armas preparadas, esperaron mientras el enfrentamiento arreciaba.
La lluvia de jabalinas y piedras enemigas caía en sus líneas, abatiendo a hombres
aquí y allá. Como no tenían escudo, a Romulus y a Tarquinius no les quedaba
más remedio que agacharse y rezar mientras la muerte pasaba silbando por
encima de sus cabezas. Resultaba de lo más desconcertante. A medida que
aumentaban las bajas, se disponía de más armas. Un soldado bajito y robusto de
la fila de delante cay ó al atravesarle el cuello una lanza. Rápidamente, sin
aguardar a que expirase, Romulus le quitó el casco. Las necesidades de los vivos
eran más apremiantes que las de los muertos. Hasta el forro sudado de fieltro del
casco le pareció que proporcionaba cierta protección. Tarquinius le quitó el
scutum y Romulus no tardó mucho en conseguir uno, de otra víctima.
El optio mostró su aprobación con un gruñido. Los dos trotamundos
andrajosos no sólo contaban con buenas armas, sino que además sabían
manejarlas.
—Esto es otra cosa —dijo Romulus alzando el escudo ovalado por el mango
horizontal. No habían llevado el equipo completo desde la última batalla de la
Legión Olvidada, hacía y a cuatro años. Frunció el entrecejo. Le costaba no
sentirse culpable por lo de Brennus, que había muerto para que él y Tarquinius
pudieran escapar.
—¿Habéis participado en algún otro combate? —preguntó el legionario.
Antes de que Romulus tuviera tiempo de responder, el tachón de un escudo lo
golpeó en la espalda.
—¡Adelante! —gritó el optio, empujándolos—. La línea de delante se está
debilitando.
Empujando contra las filas delanteras, se aproximaron al enemigo
arrastrando los pies. Docenas de gladii, espadas cortas romanas, se alzaron para
entrar en acción. Los escudos se elevaron hasta que la única parte visible del
rostro de los hombres fueron los ojos parpadeantes bajo el borde de los cascos.
Se movían hombro con hombro, protegiéndose mutuamente. Tarquinius estaba a
la derecha de Romulus, y el legionario parlanchín a su izquierda. Ambos eran tan
responsables de su seguridad como él de la de ellos. Constituía una de las ventajas
del muro de escudos. Aunque Romulus estuviese enfadado con Tarquinius, no
consideraba que el arúspice fuera a incumplir su cometido.
No se había dado cuenta de lo mucho que habían diezmado sus filas. De
repente, el soldado que tenía delante cay ó de rodillas y un guerrero enemigo
ocupó su lugar de un salto, lo cual pilló a Romulus por sorpresa. No llevaba
armadura; sólo un casco frigio, un escudo ovalado y una tosca túnica. Una
curiosa espada de hoja larga y curva era su única arma. Romulus pensó que se
trataba de un peltasta tracio, lo cual volvió a sorprenderle.
Sin pensárselo dos veces, saltó hacia delante con la intención de estamparle el
tachón del scutum en la cara. Erró el golpe y el tracio repelió el ataque con su
propio escudo. Intercambiaron golpes durante unos instantes, intentando obtener
una posición ventajosa. Era imposible, así que Romulus no pudo evitar envidiar la
espada curva de su contrincante. Gracias a la forma que tenía, podía
engancharse a la parte superior y los lados de su scutum y causar lesiones
considerables. En cuestión de segundos, estuvo a punto de perder un ojo y ser
herido en el brazo izquierdo.
Por su parte, Romulus le había hecho al tracio un corte superficial en el brazo
con que empuñaba la espada. Esbozó una mueca de satisfacción. Aunque el corte
no era grave, reducía su capacidad de lucha. La herida del peltasta rezumaba
sangre, que le resbalaba hasta la empuñadura. El hombre soltó una maldición
mientras se lanzaban estocadas y se herían mutuamente, pero ninguno logró
superar el escudo del oponente. Romulus enseguida advirtió que el tracio hacía
una mueca de dolor cada vez que levantaba el arma. Era una pequeña ventaja
que no pensaba desaprovechar.
Adelantando la pierna izquierda y el scutum, Romulus lanzó un potente golpe
en forma de arco que amenazó con decapitar a su rival. Al peltasta no le quedó
más remedio que repelerlo o perder el lado derecho de la cara. Las dos hojas de
hierro se encontraron y soltaron chispas. Romulus hizo bajar al otro hacia el
suelo, y al oír que dejaba escapar un gemido comprendió que estaba perdido.
Había llegado el momento de acabar con él, ahora que el dolor le resultaba
insoportable. Aprovechando el impulso, Romulus embistió aplicando todo su peso
al escudo.
Aquello fue demasiado para el peltasta, que cay ó de espaldas, perdiendo el
escudo. Romulus se agachó sobre él de inmediato, con el brazo derecho
preparado para el golpe final. Intercambiaron una mirada breve, parecida a la
que se dirigen el verdugo y su víctima. Romulus asestó con el gladius una rápida
estocada hacia abajo y el tracio pasó a mejor vida.
Romulus se levantó y alzó el scutum justo a tiempo. Su enemigo y a había sido
sustituido por un hombre melenudo y sin afeitar que vestía el uniforme militar
romano. Otro de los hombres de Gabinius.
—Traidor —masculló Romulus—. ¿Ahora luchas contra los tuy os?
—Lucho por mi patria —contestó el soldado enemigo. Su respuesta en latín
corroboró la teoría de Romulus—. ¿Qué coño haces tú aquí?
Romulus no supo qué responder.
—Seguir a César —gruñó—. El mejor general del mundo.
El comentario fue recibido con desprecio, y Romulus aprovechó la
oportunidad. Embistió y clavó la espada por encima de la cota de malla del
enemigo distraído hasta hundírsela en el cuello hasta el fondo. El hombre profirió
un grito y cay ó. Romulus atisbó brevemente las líneas enemigas. Se arrepintió de
ello. Había soldados egipcios hasta donde alcanzaba la vista, y todos avanzaban
con determinación.
—¿Cuántas cohortes tenemos aquí? —preguntó Romulus—. ¿Cuatro?
—Sí. —El legionario volvió a situarse a su lado. Debido al gran número de
bajas, ahora formaban parte de la fila delantera. Junto con Tarquinius y los
demás, se prepararon para recibir la siguiente acometida, una ola combinada de
legionarios y nubios con armas ligeras.
—Pero diezmadas…
Sus nuevos enemigos tenían la piel negra e iban cubiertos con taparrabos y
tocados con una única pluma larga. Su armamento consistía en grandes escudos
ovalados de piel y lanzas de hoja ancha. Algunos, sin duda los más ricos, llevaban
cintas decoradas en el pelo y brazaletes de oro. Pero aquellos individuos también
llevaban arcos y espadas cortas en los cinturones de tela. Por encima del hombro
de cada uno asomaba una aljaba. Como conocían el alcance limitado de la
jabalina romana, se pararon a cincuenta pasos de distancia y colocaron
tranquilamente las flechas en las cuerdas. Sus camaradas esperaban con
paciencia.
A Romulus le alivió ver que los nubios no empleaban armas compuestas,
como los partos. El asta de ese tipo de armas penetraba en los scuta sin
problemas. Aunque tampoco es que le sirviera de consuelo.
—¿Cómo de precaria es nuestra situación, exactamente? —preguntó.
—Con la quinta cohorte que protege los trirremes, sumamos unos mil
quinientos hombres. —El legionario advirtió la sorpresa de Romulus—. ¿Qué
esperabas? —gruñó—. Muchos de nosotros llevamos siete años luchando. Galia,
Britania y otra vez Galia.
Romulus miró a Tarquinius con expresión sombría. Aquellos hombres eran
veteranos curtidos, pero la superioridad numérica del enemigo era abrumadora.
La única respuesta que recibió fue un encogimiento de hombros a modo de
disculpa. Apretó los dientes. Estaban ahí porque Tarquinius había desoído su
consejo, insistiendo en que fuera al muelle y a la biblioteca. En cualquier caso,
había visto a Fabiola. Si moría en aquella escaramuza, lo haría sabiendo que su
hermana estaba sana y salva.
La primera ráfaga de flechas nubias salió disparada al aire y silbó al caer en
forma de grácil y mortífera lluvia.
—¡Arriba escudos! —gritaron los oficiales.
Al cabo de un instante, la avalancha de proy ectiles enemigos golpeó los scuta
alzados con el característico ruido seco. Para alivio de Romulus, casi ninguno
tenía la fuerza suficiente para atravesarlos, así que pocos hombres resultaron
heridos. De todos modos, se le aceleró el pulso al ver que los extremos de algunas
flechas de piedra y hierro estaban embadurnados con una pasta densa y oscura.
¡Veneno! La última vez que había visto aquello se enfrentaban a los escitas en
Margiana. Bastaba un rasguño del extremo de púas para que un hombre muriera
gritando de agonía. Romulus se sintió aún más orgulloso del scutum que
empuñaba.
Antes de que los nubios empezaran a trotar hacia las líneas de César, llegó
otra ráfaga. Enseguida apuraron el paso porque iban ligeros de armamento, a
diferencia de los legionarios tránsfugas. Profiriendo gritos de guerra feroces, los
guerreros enemigos pronto ganaron velocidad. Les seguían los ex soldados de
Gabinius, quienes asestarían el golpe mortal. Romulus apretó los dientes y deseó
que Brennus siguiera con ellos. La formación enemiga tenía por lo menos diez
filas de profundidad, mientras que ahora las líneas de César eran de apenas la
mitad.
En el momento justo, las bucinae lanzaron una serie de pitidos cortos. La
orden llegó a gritos desde atrás.
—¡Retiraos a los barcos! —La voz era tranquila y comedida, lo cual
encajaba poco con lo desesperado de la situación.
—Es César —explicó el legionario con una sonrisa de orgullo—. Nunca se
deja vencer por el pánico.
Entonces las líneas empezaron a desplazarse lateralmente, hacia el puerto
occidental. La distancia era corta, pero no podían bajar la guardia ni un instante.
Al ver el intento de huida, los nubios gritaron enfurecidos y se abalanzaron otra
vez hacia ellos.
—No os detengáis —gritó el centurión que estaba más cerca de Romulus—.
Paraos justo antes de que ataquen. Manteneos en formación y haced que se
replieguen. Luego seguid adelante.
Romulus vio los trirremes, que ascendían a unos veinte. Había sitio para todos
ellos, pero ¿adónde irían?
Como de costumbre, Tarquinius ofreció una respuesta.
—Al Pharos. —Señaló el faro—. Ahí, el Heptastadion no mide más que
cincuenta o sesenta pasos de ancho.
Con confianza renovada, Romulus sonrió de oreja a oreja.
—Podemos defenderlo hasta el día del juicio final.
Sin embargo, todavía no habían llegado a los barcos y, al cabo de un instante,
los nubios atacaron a la formación romana con tal fuerza que las filas delanteras
tuvieron que retroceder varios pasos. Los gritos llenaron el aire nocturno y los
soldados maldijeron la mala suerte que los dioses les habían deparado. Romulus
vio cómo a un legionario que tenía a la izquierda le atravesaban la pantorrilla con
una lanza y caía agitándose con violencia. Otro sufría el horror de tener la hoja
de una espada hendida en una mejilla y asomándole por la otra. La sangre brotó
a chorros de las heridas cuando le retiraron el arma. El soldado soltó el scutum y
la espada y se llevó ambas manos a la cara destrozada al tiempo que profería un
grito apagado y desgarrador. Romulus perdió de vista a los dos heridos cuando un
sinnúmero de nubios cargó con violencia contra su sección.
Unas bocas rojas y furiosas proferían insultos en una lengua extranjera. Los
escudos de piel chocaban contra los scuta y las hojas anchas de las lanzas se
balanceaban adelante y atrás, buscando carne romana. Romulus percibió el
intenso olor corporal de los guerreros negros. Mató rápidamente al primer
hombre que tuvo a su alcance deslizando el gladius bajo el esternón con un solo
movimiento fácil. Le costó lo mismo despachar al siguiente contrincante, que
prácticamente se abalanzó sobre la espada de Romulus. El nubio murió antes de
que él se hubiera dado cuenta.
A la derecha de Romulus, Tarquinius también se deshacía de otros guerreros
con facilidad; sin embargo, a su izquierda, el legionario parlanchín no lo tenía tan
fácil. Acosado por dos nubios corpulentos, tardó poco en tener una lanza clavada
en el hombro derecho, lo cual lo dejó lisiado. No pudo hacer nada para evitar que
uno de sus enemigos le bajara el escudo mientras el otro le apuñalaba en el
cuello. Fue lo último que hizo el nubio. Romulus le cercenó la mano derecha, la
que aguantaba la lanza, y con un izquierdazo le abrió la carne de la entrepierna al
hombro. Un legionario de la fila de atrás se adelantó para llenar el hueco y juntos
mataron al segundo guerrero.
Los muertos fueron sustituidos de inmediato.
« Necesitamos caballería —pensó Romulus mientras seguía luchando—. O
algunas catapultas» . Una táctica distinta que ay udara a su causa, que se estaba
complicando por momentos. Unos cuantos legionarios habían alcanzado los
trirremes y se apelotonaban a bordo, pero la may oría permanecían enzarzados
en una batalla que no podían ganar. El pánico embargó el corazón de los
hombres, que retrocedieron por instinto. Los centuriones les rugieron que se
mantuvieran firmes, y los portaestandartes sacudieron los mástiles, en un intento
de recuperar la confianza, aunque sin éxito. Cedieron más terreno. Al oler la
sangre, el enemigo redobló esfuerzos.
A Romulus aquello no le gustaba. Veía que la situación se desbarataba
rápidamente.
—¡No os detengáis! —gritó una voz desde atrás—. Mantened la formación.
Animaos, camaradas. ¡César está aquí!
Romulus se aventuró a echar una mirada por encima del hombro.
Una silueta ágil con una pechera dorada y la capa roja de general se abría
paso a empellones para reunirse con ellos. El casco con el penacho de crin era
especialmente elaborado, con filigrana de oro y plata en la zona de las mejillas.
César llevaba un gladius con el mango de marfil ornamentado y un scutum
normal. Romulus apreció un rostro estrecho de pómulos marcados, nariz aguileña
y ojos penetrantes y oscuros. Las facciones de César le recordaban a alguien,
pero no tuvo tiempo de pararse a pensar. Sin embargo, la actitud reposada de
César le infundió ánimos. Al igual que los centuriones, estaba dispuesto a poner su
vida en juego y, allí donde estuviera César, los soldados no saldrían corriendo.
Sorprendido, Tarquinius miró del general a Romulus y viceversa.
Romulus no era consciente de ello.
La noticia se extendió como un reguero de pólvora entre los miembros de la
tropa. El ambiente cambió de inmediato y el pánico se disipó como neblina
matutina. Los legionarios, revitalizados, desobedecieron órdenes y avanzaron en
tropel, lo cual pilló por sorpresa al enemigo. Enseguida recuperaron el terreno
perdido y se produjo una breve tregua. La zona que separaba las líneas estaba
llena de cuerpos ensangrentados, hombres que se retorcían y armas
abandonadas, por lo que ambos bandos se contemplaban entre sí con recelo. Las
nubes de aliento despedían vapor y el sudor caía a raudales por los forros de
fieltro de los cascos de bronce.
Había llegado el momento de César.
—¿Recordáis la batalla contra los nervios, camaradas? —preguntó a voz en
grito—. Les derrotamos, ¿verdad?
Los legionarios rugieron a modo de aprobación. Su victoria contra aquella
valerosa tribu había sido una de las más reñidas en toda la campaña de la Galia.
—¿Y Alesia? —continuó César—. Teníamos a los galos encima nuestro como
nubes de moscas. ¡Y, aun así, los derrotamos!
Se oy eron más vítores.
—Incluso en Farsalia, cuando nadie habría apostado por nosotros —añadió
César con dramatismo, englobándolos a todos con los brazos—, vosotros,
camaradas míos, obtuvisteis la victoria.
Romulus advirtió que el rostro de los hombres se llenaba de un orgullo
verdadero, que su determinación salía fortalecida. César era uno de ellos. Un
soldado. Romulus notó cómo el respeto hacia el general se acrecentaba en su
interior. Era un líder extraordinario.
—¡César! —bramó un veterano de pelo entrecano—. ¡César!
Todos se sumaron al grito, incluso Romulus.
Tarquinius también gritó.
César dejó que sus hombres le aclamaran durante unos instantes y luego les
instó otra vez a dirigirse hacia los trirremes.
Casi lo consiguieron. Intimidadas por el contraataque de los romanos y las
palabras audaces de César, las tropas egipcias dejaron de avanzar durante veinte
segundos. El extremo del muelle pronto estuvo a tiro de piedra. Guiados por
marineros, más centenares de legionarios habían embarcado y varios barcos
bajos habían zarpado del puerto. Las tres bancadas de cada uno de ellos se
hundían en el agua, desplazándolos hacia aguas más profundas. Al final,
enfurecidos porque el adversario escapaba, los oficiales enemigos actuaron.
Exhortando a sus hombres a que acabaran lo que habían empezado, avanzaron
seguidos de una masa de soldados descontentos que amenazaban con una sola
cosa: aniquilación.
—¡Desplegaos! —ordenó César—. Formad una fila delante de los trirremes.
Los hombres se aprestaron a obedecer.
Todo era demasiado lento, pensó Romulus con cierto terror. Las maniobras de
ese tipo no podían hacerse bien con la hueste enemiga cercándolos a treinta pasos
de distancia.
Tarquinius alzó la mirada al cielo estrellado en busca de alguna señal. ¿En qué
dirección soplaba el viento? ¿Iba a cambiar? Necesitaba saberlo, pero no disponía
de más tiempo.
Al cabo de un instante, los egipcios les alcanzaron. Atacar a una fuerza que
estaba a punto de retirarse era una de las mejores formas de ganar una batalla, y
lo intuy eron rápidamente. Las lanzas salieron disparadas y dieron el sangriento
beso de la muerte a los legionarios que se giraban para correr. Los gladii que
empuñaban los antiguos soldados de Gabinius atravesaron las anillas mermadas
de la cota de malla o las vulnerables axilas; les arrancaron los escudos de las
manos. Los cascos de bronce acabaron convertidos en piezas de metal torcido, y
los hombres, con el cráneo abierto. Por encima de sus cabezas se oía el silbido de
cientos de flechas y de las piedras lanzadas. A Romulus se le encogió el corazón
al ver los pedruscos letales. Cuando estuvieran al alcance de los honderos
enemigos, el número de bajas aumentaría de forma espectacular.
En esos momentos, el temor deformaba las facciones de la may oría de los
legionarios. Otros lanzaban miradas aterrorizadas al cielo y rezaban en voz alta.
Los gritos de guerra de César eran inútiles. Básicamente, no bastaban para
contener a los egipcios. La lucha se convirtió en un esfuerzo desesperado por no
doblegarse del todo. De todos modos, Romulus seguía dando estocadas y
provocando cortes aquí y allá, aguantando el tipo. Con una agilidad poco propia
de su edad, Tarquinius hacía lo mismo. El soldado que se había colocado a la
izquierda de Romulus también era un luchador avezado. Juntos formaban un trío
demoledor, aunque de poco servía dada la gravedad de la situación.
A medida que las líneas romanas retrocedían, más hombres morían, lo cual
debilitaba el muro de escudos. Al final éste se desintegró, y los nubios hicieron
mella en el enemigo. Los centuriones, con sus capas rojas y petos característicos
dorados, fueron el primer objetivo, de manera que sus muertes desanimaron aún
más a los soldados. Pese a los denodados esfuerzos de César, la batalla enseguida
se convertiría en una derrota aplastante. Al intuirlo, el general se retiró hacia el
muelle. El temor enseguida embargó a sus cohortes. Algunos hombres eran
derribados y pisoteados mientras sus camaradas corrían hacia la supuesta
seguridad ofrecida por los trirremes. Otros caían al agua oscura desde el muelle,
y el peso de la armadura los hundía en un abrir y cerrar de ojos.
—¡No lo conseguiremos! —gritó Tarquinius.
Romulus miró por encima del hombro. Sólo se podía subir a bordo de un
determinado número de barcos a la vez y, teniendo en cuenta que los legionarios
amedrentados no estaban dispuestos a esperar, los que más cerca estaban corrían
el peligro de llevar sobrecarga.
—¡Imbéciles! —dijo—. Se hundirán. —No quiso dejarse vencer por el
pánico—. ¿Qué podemos hacer?
—Nadar —repuso el arúspice—. Al Pharos.
Romulus se estremeció al recordar otra ocasión en la que habían huido a
nado. Entonces Brennus se había quedado rezagado a orillas del río Hidaspo y
había muerto solo. Él nunca había llegado a despojarse de la vergüenza de haber
abandonado a su amigo, pero se obligó a ser práctico. Aquello había ocurrido en
el pasado, y esto era el presente, pensó.
—¿Vienes? —preguntó al legionario que tenía a su izquierda.
Se produjo un asentimiento seco.
Como si fueran uno, se abrieron paso a empujones entre los soldados
confundidos y aterrorizados que los rodeaban. En la confusión reinante, resultaba
bastante fácil escapar de la maltrecha formación romana y dirigirse hacia la
orilla. Tuvieron que avanzar con sumo cuidado. Resbaladizas por la sangre, las
grandes losas de piedra estaban repletas de pedazos de cuerpos y equipamiento
desechado. En cuanto dejaron atrás los almacenes en llamas, el trío avanzó en la
penumbra. Por suerte, la zona estaba vacía. La lucha se había confinado a la zona
de los trirremes, y a los comandantes egipcios no se les había ocurrido enviar
soldados al oeste por el muelle para evitar huidas.
Su descuido poco importaba, pensó Romulus, volviendo la vista atrás hacia la
matanza. El pánico desbocado había sustituido a la valentía anterior en los
hombres de César. Desacatando las órdenes de sus oficiales, luchaban para huir.
Señaló al segundo trirreme en el muelle.
—Ése va a hundirse.
El legionario se llevó una mano a los ojos y soltó un juramento.
—¡César va en él! —exclamó—. ¡Ojalá los putos egipcios acaben
condenados en el Hades!
Romulus entrecerró los ojos hacia la luz, y por fin vio al general entre el
gentío. A pesar de los gritos del trierarca —el capitán— y sus marinos, cada vez
subían más soldados a bordo.
—¿Quién nos dirigirá si naufraga? —exclamó su compañero.
—Ya te preocuparás de él más tarde. Antes tenemos que asegurarnos de
sobrevivir —replicó con sequedad Romulus, que se lo quitó todo excepto la
andrajosa túnica militar. Enseguida volvió a ceñirse el cinturón, conservando así
el gladius envainado y el pugio, el puñal que hacía las veces de arma y utensilio.
Tarquinius hizo lo mismo.
El legionario miró al uno y luego al otro. Acto seguido, mascullando
imprecaciones terribles, los imitó.
—No soy muy buen nadador que digamos —confesó.
Romulus sonrió.
—Puedes agarrarte a mí.
—Un hombre tiene que saber cómo se llama quien va a salvarle el pellejo.
Yo me llamo Faventius Petronius —dijo, tendiéndole el brazo derecho.
—Romulus. —Se sujetaron por el antebrazo—. Él se llama Tarquinius.
No había tiempo para más formalidades. Romulus se tiró al agua de pie y el
arúspice fue detrás. Petronius se encogió de hombros y lo siguió. Estaban tan
lejos de la batalla que los tres chapuzones pasaron inadvertidos. Entonces
Tarquinius avanzó en diagonal hacia el puerto. Necesitaban un poco de luz para
ver por dónde iban, pero tenían que mantenerse lo bastante alejados para evitar
los proy ectiles enemigos. Romulus, que llevaba a Petronius agarrado como una
lapa, iba el último.
« Ojalá pudiera alcanzar el barco de Fabiola» , pensó. No obstante, hacía rato
que había sido engullido por la noche, seguramente rumbo a Italia. El mismo
destino que llevaba tanto tiempo intentando alcanzar. A pesar de lo apurado de su
situación, Romulus no se daba por vencido. Tarquinius le había predicho una y
otra vez que regresaría a Roma. Aquel sueño era el que le hacía seguir nadando.
En cada brazada, Romulus se imaginaba llegando a casa y reencontrándose con
Fabiola. Sería como alcanzar el Elíseo. Después tenía asuntos pendientes que
atender. Según Tarquinius, su madre hacía y a tiempo que había muerto, pero aún
tenía que ser vengada. La forma de hacerlo era matando al comerciante
Gemellus, su anterior amo.
Una serie de chapoteos, acompañados de gritos y chillidos, devolvió a
Romulus al presente. Montones de legionarios saltaban del trirreme más alejado,
que se iba a pique bajo el peso de tantos hombres. Su suerte en el agua no fue
mejor que a bordo. La may oría fueron arrastrados al fondo por la armadura,
mientras que los que sabían nadar fueron alcanzados por los honderos y arqueros
enemigos que y a se habían apostado en el Heptastadion.
Romulus hizo una mueca en vista de la delicada situación, pero poco podía
hacer él.
Petronius tenía la mirada clavada en el drama que se desarrollaba ante ellos.
Al cabo de un instante, se sujetó con más fuerza.
—Tranquilo —espetó Romulus—. ¿Piensas estrangularme?
—Lo siento —se disculpó Petronius, soltándose un poco—. Pero ¡mira!
¡César está a punto de saltar del barco!
Romulus giró la cabeza. Distinguió la silueta ágil que había animado a los
legionarios con anterioridad, iluminada desde atrás por el resplandor procedente
de la zona oriental del puerto. Ya no intentaba controlar a sus hombres. César
también se veía obligado a huir. Se despojó del casco con el penacho transversal,
de la capa roja y luego del peto dorado. César, que se hallaba rodeado de un
grupo de legionarios, esperó a que estuvieran todos listos. Entonces, agarrando un
puñado de pergaminos, saltó al mar desde la barandilla lateral. Sus hombres se
arrojaron al mar con él y enviaron chorros de agua al aire. Con el debido cordón
de protección, César empezó a nadar hacia el Pharos, la mano levantada para
evitar que los pergaminos se mojaran.
—¡Por Mitra!, tiene un par de huevos —comentó Romulus.
Petronius se rió por lo bajo.
—César no le teme a nada.
Una lluvia de flechas y piedras salpicó cerca, lo cual les recordó que no era
bueno que se entretuvieran allí. Si bien la may oría de los soldados egipcios
seguían atacando a las cohortes que se habían quedado en el muelle, otros corrían
hacia el Heptastadion. Desde allí podían enviar ráfagas a los legionarios que
estaban en el agua sin posibilidad de contraataque.
A Romulus le aterraba la puntería de los honderos. La luz que se reflejaba en
la plácida superficie del puerto no era demasiado brillante. Dado que se
encontraban por debajo del nivel de los muelles, oscurecidos hasta cierto punto
por el Heptastadion, había pensado que su viaje sería relativamente seguro. Pero
no. Los honderos, que colocaban en sus armas piedras la mitad de grandes que
los huevos de gallina, las hacían girar vertiginosamente alrededor de su cabeza
una o dos veces antes de lanzarlas. Tal vez transcurrían dos o tres segundos entre
la primera y la segunda ráfagas. Una tercera y una cuarta les seguían
rápidamente. El aire enseguida se llenó de proy ectiles; al caer formaban chorros
y salpicaduras de agua. Romulus vio que numerosos legionarios recibían
pedradas en la cabeza. Se estremeció al oír los últimos impactos. O mataban en
el acto o dejaban inconsciente a la víctima, que luego se ahogaba. Eso si una
flecha no les atravesaba antes la mejilla o el ojo.
Los honderos y arqueros enemigos pronto necesitaron más objetivos. Gracias
a la decisión de nadar mar adentro, el grupo de César seguía intacto, como ellos.
Sin embargo, esa situación no iba a durar. Como en el Heptastadion no había
tropas de César, los egipcios podían perseguirlos en paralelo, lanzándoles ráfagas
de muerte con impunidad.
—¡Más rápido! —instó Tarquinius.
¡Chof, chof, chof! Un torrente de proy ectiles y piedras cay ó en el agua, ni a
veinte pasos de distancia, por lo que a Romulus se le aceleró el pulso. En la nuca
notaba la respiración de Petronius, cada vez más entrecortada. Los habían visto.
Aceleró el ritmo de las brazadas intentando no mirar de lado.
—Esos honderos son capaces de alcanzar una paja a seiscientos pasos de
distancia —masculló Petronius.
Las piedras caían cada vez más cerca. Romulus no pudo evitar mirar las
siluetas bien delineadas de los enemigos, que volvían a cargar las hondas. Las
risas resonaban en el ambiente cuando las tiras de cuero giraban de forma
hipnótica alrededor de sus cabezas antes de volver a lanzar.
Afortunadamente, la isla por fin iba acercándose. César había aparecido en la
costa y y a estaba vociferando órdenes, guiando a sus hombres para que
defendieran su extremo del Heptastadion. Romulus exhaló un ligero suspiro de
alivio. La seguridad resultaba cautivadora y, sin duda, habría un respiro en cuanto
hicieran retroceder a los egipcios. Cuando eso ocurriera, obligaría a Tarquinius a
contarle con pelos y señales la pelea acaecida en el exterior del burdel.
El arúspice, que seguía llevándoles la delantera, se giró para decir algo. Clavó
su mirada en la de Romulus, con expresión dura y resuelta. A Tarquinius la voz se
le quedó ahogada en la garganta, y ambos se limitaron a mirarse entre sí. El
intercambio silencioso hablaba por sí solo y desencadenó una serie de
sentimientos encontrados en el corazón de Romulus. « Le debo mucho —pensó
—, pero por su culpa tuve que huir de Roma. De no ser por él, habría llevado otra
vida» . Al recordar la sencilla espada de madera propiedad de Cotta, su ex
entrenador del ludus, Romulus frunció el ceño. « A estas alturas, un rudis como
aquél podría ser mío» .
Tarquinius se levantó. Había llegado al bajío.
Los honderos lanzaron gritos de frustración. Volvieron a cargar las armas y
redoblaron esfuerzos para abatir al trío. Las piedras lanzadas de manera
precipitada repiquetearon detrás de ellos sin causar daños.
Romulus pisó con las caligae y notó cómo sus pies chapoteaban en el barro.
Petronius exhaló un gran suspiro de alivio. Dos brazadas más y él también haría
pie. El veterano se soltó de Romulus y le dio una palmada en la espalda.
—Gracias, muchacho. Te debo una.
Romulus señaló la tropa de egipcios, que se agrupaba para realizar un ataque
frontal completo a lo largo del Heptastadion.
—Tendrás un montón de oportunidades de devolverme el favor.
—¡Venid aquí! —gritó un centurión en ese preciso instante—. Todas las
espadas cuentan.
—Mejor que le obedezcamos —aconsejó Tarquinius.
Fueron las últimas palabras que pronunciaría.
Con un zumbido hipnótico, una roca cortó el aire que había entre Romulus y
Petronius. Dio de lleno en el lado izquierdo de la cara de Tarquinius y, por el
sonido, quedó claro que le había roto el pómulo. Abrió la boca en un grito
silencioso de agonía, giró la cabeza hacia un lado por la fuerza del impacto y
cay ó de espaldas al agua, que le llegaba a la cintura. Medio inconsciente como
estaba, se hundió de inmediato.
2
Jovina
–¡
F abiola! —la voz de Brutus rompió el silencio—. Enseguida estamos ahí.
Docilosa levantó un lateral de la tela para que su señora mirara al
exterior desde la litera. Se estaba haciendo de día rápidamente, pero el grupo y a
llevaba más de dos horas en marcha. Ninguna de las dos mujeres se había
quejado de tener que madrugar tanto. Ambas estaban ansiosas por llegar a
Roma, su destino. Lo mismo sentía Decimus Brutus, el amante de Fabiola. Julio
César le había encomendado la misión urgente de deliberar con Marco Antonio,
el jefe de Caballería. Se necesitaban más tropas en Egipto para levantar el
bloqueo del que Fabiola y Brutus acababan de liberarse. La barricada enemiga
seguía teniendo cautivos a César y a sus escasos miles de soldados en Alejandría.
Entre los cipreses altos que flanqueaban el camino, Fabiola sólo veía infinidad
de tumbas de ladrillo. Al verlas, se le aceleró el pulso. Sólo quienes podían
permitírselo se construían tales cenotafios en los accesos a Roma. Eran obras
prominentes que no pasaban inadvertidas para ningún transeúnte, conservando así
el frágil recuerdo de los muertos. Brutus tenía razón: estaban muy cerca. La Vía
Apia, el camino hacia el sur, era el que contaba con más mausoleos, kilómetros y
kilómetros; pero todos los caminos que llevaban a la capital estaban salpicados de
ellos. Aquél, el camino procedente de Ostia, el puerto de Roma, no podía ser
menos. Decorado con estatuas pintadas de los dioses y antepasados de los
fallecidos, las tumbas constituían la última morada de matones y putas baratas.
Pocos osaban pasar de noche por allí. Ni siquiera la luz tenue previa al amanecer
reducía la amenaza de árboles susurrantes y estructuras que emergían sobre sus
cabezas. Fabiola se alegraba de ir tan bien protegida: media centuria de los
mejores legionarios y Sextus, su fiel guardaespaldas.
—Por fin podrás darte un baño —dijo Brutus, acercándosele con el caballo.
—¡Menos mal! —repuso Fabiola. Notaba la ropa pegada al cuerpo.
—El mensajero que envié ay er se asegurará de que todo esté preparado en la
domus.
—¡Qué considerado eres, amor mío! —Dedicó una sonrisa radiante a Brutus.
Satisfecho como era de esperar, Brutus hizo trotar al caballo y se dirigió a la
parte delantera de la columna. Al igual que César, no era un hombre que liderara
desde atrás.
Fabiola retrocedió horrorizada al notar el inconfundible hedor a excrementos
humanos. Denso y desagradable, le resultaba tan familiar como el del pan recién
horneado, aunque mucho menos atractivo. No obstante, era el olor predominante
en Roma, el que había olido toda su vida y el que había reaparecido en cuanto el
grupo había llegado a poco más de un kilómetro de las murallas. Se debía a que
miles de plebey os de aquella metrópolis atestada no disponían de acceso al
sistema de alcantarillado. El contraste con la pulcritud de Alejandría no podía ser
más radical. No había echado de menos ese aspecto de la vida en la capital. Si
bien la ligera brisa matutina hacía que el olor resultara menos desagradable que
durante los sofocantes días del verano, y a estaba omnipresente.
Al comienzo Fabiola se había mostrado encantada de regresar. Cuatro años
fuera de su ciudad natal era mucho tiempo. El más reciente de sus hogares
temporales, Egipto, le parecía un lugar extraño cuy as gentes odiaban a sus
futuros dirigentes romanos. Su resentimiento se había desvanecido ante la
sorpresa de ver a Romulus en los muelles donde se libraba una batalla la misma
noche en que había partido de Alejandría. Como es natural, Fabiola habría
deseado quedarse a ay udarlo. Su hermano gemelo estaba vivo ¡y en el ejército
romano! El hecho de que Brutus se negara a retrasar su partida le había causado
un profundo disgusto. La situación era demasiado desesperada. Dada la angustia
de Fabiola, se había disculpado; pero no había dado su brazo a torcer. A ella no le
había quedado más remedio que ceder ante su decisión. Los dioses habían
considerado oportuno mantener a Romulus con vida hasta ese momento y, con su
ay uda, volvería a encontrárselo algún día. Ojalá hubiera entendido lo que su
hermano le había gritado. Su llamamiento se había perdido entre el caos de la
partida del trirreme; suponía que le había intentado comunicar la unidad en la que
servía. A pesar de todo, el encuentro había dado a Fabiola un motivo de peso para
seguir adelante en la vida.
Ahora, tras pasar más de una semana en lamentables condiciones, el viaje
casi había tocado a su fin y, a pesar de la tela fina que cubría la litera, el aire del
interior y a olía a excrementos.
A Fabiola se le revolvió el estómago al recordar el balde mugriento que ella y
los demás esclavos habían tenido que usar en casa de Gemellus. « Nunca más —
pensó orgullosa—. ¡Qué lejos he llegado desde entonces!» . Incluso el burdel al
que el comerciante la había vendido contaba con unos lavabos limpios, dentro de
lo que cabe. Sin embargo, aquella pequeña mejora apenas compensaba la
degradación que suponía el hecho de que hombres desconocidos la utilizaran para
su satisfacción sexual. La dura realidad de la vida en el Lupanar bastaba para
minar la moral de cualquier mujer, pero no la de Fabiola. « Sobreviví porque era
lo que me tocaba» , caviló. Dispuesta a vengarse de Gemellus, y habiendo
descubierto la identidad del padre de ella y Romulus, había decidido huir de su
nuevo oficio… como fuera.
La lista de hombres ricos que frecuentaban el prostíbulo fue lo que la salvó.
Siguiendo el consejo de una prostituta amiga suy a de que conquistara al noble
adecuado, Fabiola había usado todos sus encantos para engatusar a varios
candidatos que nada sospechaban.
Levantó la gruesa tela y miró disimuladamente a Brutus, que cabalgaba otra
vez al lado de la litera. Sextus también estaba al alcance de la mano, como era
habitual durante el día. Por la noche, dormía fuera, junto a la puerta. Fabiola
inclinó la cabeza, siempre contenta de tener cerca a su guardaespaldas. Entonces
Brutus la vio y enseguida le dedicó una radiante sonrisa. Fabiola le lanzó un beso.
Soldado de profesión y fiel seguidor de César, Brutus era valiente y agradable.
Tras realizar varias visitas al Lupanar, había caído de lleno en su trampa.
Tampoco es que ése fuese el único motivo por el que Fabiola se había decidido
por él, claro está.
La estrecha relación de Brutus con César era lo que la había ay udado a tomar
la decisión final. ¿Había sido una corazonada? Fabiola todavía no sabía cómo
calificarlo. Afortunadamente, su apuesta por Brutus como mejor candidato le
había resultado de lo más provechosa. Hacía cinco años que se la había
comprado al burdel, y él la había nombrado dueña y señora de su nuevo
latifundio, o finca, cerca de Pompey a.
¡El anterior propietario de la finca había sido nada más y nada menos que
Gemellus! Fabiola esbozó una sonrisa triunfal. Hasta el día de hoy, saber que se
había arruinado le parecía una dulce venganza. Tampoco es que hubiera dejado
pasar la oportunidad de matar a ese hijo de perra si hubiera tenido ocasión. Sus
varios intentos por localizarlo habían fracasado estrepitosamente y, al igual que
buena parte del pasado de Fabiola, Gemellus había quedado difuminado en su
mente. Sin embargo, seguía teniendo unos recuerdos muy vividos de la corta
estancia en el ex latifundio de éste. A Fabiola se le encogieron las entrañas de
miedo y miró a ambos lados del camino.
Los viajeros que iban y venían de la ciudad abundaban a tan escasa distancia
de ésta. Los comerciantes tiraban de mulas cargadas de productos; los
agricultores se dirigían a los mercados bulliciosos. Había niños que llevaban
cabras y ovejas a pastar, leprosos que cojeaban ay udados de muletas
improvisadas y veteranos desmovilizados que regresaban juntos a casa. Un
sacerdote de aspecto irritado pasó en silencio junto a ellos seguido de una
manada de acólitos con la cabeza rapada, sermoneándoles sobre algún aspecto
religioso. Una fila de esclavos con grilletes en el cuello seguía penosamente a una
figura musculosa que vestía un jubón de cuero y portaba un látigo de mango
largo. La columna iba flanqueada de guardas armados: medidas de seguridad
para evitar que los cautivos huy eran. Aquella imagen no era nada del otro
mundo; al fin y al cabo, en Roma se necesitaba una cantidad ingente de esclavos.
No obstante, Fabiola se encogió en la litera al pasar por delante de aquellos
hombres y mujeres que arrastraban los pies, abatidos. Notó un sabor a hiel en la
garganta. Más de cuatro años después, el mero hecho de pensar en Scaevola —
un malvado cazador de esclavos al que había plantado cara— seguía
aterrorizándola.
De todos modos, no iba a permitir que eso la detuviera.
Hasta que vio a Romulus en Alejandría, el may or descubrimiento de Fabiola
había sido que César era su padre. Se había quedado a solas con el general, que
guardaba un asombroso parecido con su hermano, en una única ocasión. Y,
aprovechando la oportunidad, él había intentado violarla. No había sido
únicamente la expresión lujuriosa en los ojos de César lo que la había convencido
de su culpabilidad. La dureza de sus palabras —« estate quieta o te haré daño» —
todavía reverberaba en su interior. Sin saber muy bien por qué, al oírlas se había
dado cuenta de que no era la primera vez que las pronunciaba. Convencida de
ello en lo más profundo de su ser, desde entonces se había mantenido a la espera
ojo avizor. Algún día tendría la oportunidad de vengarse.
Si bien César se enfrentaba en esos momentos a una de sus peores amenazas
en Alejandría, Fabiola no quería que encontrara allí la muerte. Morir a manos de
una turba extranjera frustraría su deseo de una venganza orquestada. Sin
embargo, en cuanto César pudiera marcharse de Egipto, le esperaban más
guerras. En África y en Hispania, las fuerzas republicanas seguían siendo fuertes.
Regresar a Roma entonces ofrecía a Fabiola la oportunidad perfecta de urdir un
plan; para reunir a los hombres que matarían a César si regresaba. Al igual que
había hecho con Brutus, encontraría a muchos conspiradores si les decía que el
general planeaba convertirse en el nuevo rey de Roma.
La mera idea resultaba repugnante a todo ciudadano vivo. Sin embargo, la
domus de Brutus no era el lugar adecuado para urdir planes. Fabiola sonrió al
pensar que confiaba en que los dioses la ay udarían a encontrar una base de
operaciones mejor.
Transcurrieron varias semanas hasta que Fabiola se sintió lo bastante segura
para aventurarse al exterior sin ir acompañada de Brutus. El hecho de entrar en
Roma le había devuelto el miedo a que Scaevola quisiera vengarse. A Fabiola la
embargaba una profunda sensación de pánico si salía sola. Por consiguiente, se
contentaba con permanecer en la domus. Había un sinfín de cosas que hacer:
mantener la casa en orden, dar banquetes para los amigos de Brutus y seguir las
clases impartidas por el tutor griego al que había contratado. Fabiola también
aprendió a leer y a escribir, lo cual le daba muchísima más seguridad en sí
misma. Devoraba cualquier manuscrito que caía en sus manos. Entonces
comprendió por qué Jovina había querido que sus prostitutas fueran analfabetas.
La ignorancia las hacía más maleables. Cuando regresaba a casa exhausto,
Brutus se quedaba impresionado por las preguntas perspicaces que Fabiola le
hacía sobre política, filosofía e historia.
Desde que diera a Marco Antonio, el sustituto oficial de César, la noticia de
que éste se encontraba en apuros, a Brutus se le había encomendado la gestión de
la República junto con Antonio y otros partidarios del dictador. De todos modos,
no habría tregua: en Roma había más agitación que nunca. El pueblo había estado
manifestándose, desconcertado ante la falta de información sobre César, pues
hasta la reaparición de Brutus, hacía más de tres meses que se desconocía su
paradero. Alentados por unos pocos políticos ávidos de poder, los nobles
descontentos que estaban gravemente endeudados exigían la compensación total
a César, lo cual convertía en farsa su ley anterior para abolir parcialmente sus
deudas. Algunos descontentos incluso se habían declarado a favor de los
republicanos. Para colmo de males, cientos de veteranos de la legión preferida
de César, la Décima, habían retornado a Italia y se sumaban al malestar.
Exasperados ante el retraso en la concesión de dinero y tierras para su jubilación,
se manifestaban con regularidad.
Marco Antonio, como de costumbre, había reaccionado con mano dura:
había hecho traer tropas para dispersar a los primeros grupos de alborotadores y
poco después se había derramado sangre en las calles. Brutus despotricaba ante
Fabiola de que ese trato se asemejaba más al que recibían los galos rebeldes que
al que se merecían los ciudadanos romanos. Si bien las tendencias rebeldes de los
seguidores de Pompey o habían ido aplacándose, Antonio había hecho bien poco
para apaciguar a los veteranos. Su intento simbólico de pacificación había
resultado ser un fracaso. Brutus, de natural más diplomático que el exaltado jefe
de Caballería, se había reunido con los cabecillas de la Décima y los había
apaciguado temporalmente. De todos modos, quedaba mucho por hacer para que
la situación se estabilizara.
A comienzos de verano, a Fabiola le satisfacía que Brutus estuviera ocupado
con otros asuntos, y que no hubiera ni rastro de Scaevola. Se le había ocurrido
una idea estrafalaria y al final decidió visitar el Lupanar, el prostíbulo que había
sido su hogar durante su época de meretriz. Sin embargo, Brutus no debía
enterarse de nada de todo aquello. Por el momento, cuanto menos supiera su
amante, mejor. Desgraciadamente, el hecho de que el sitio que iba a visitar
tuviera que mantenerse en secreto implicaba que ninguno de los legionarios de
Brutus la escoltaría. El temor se agolpaba en el interior de Fabiola ante la idea de
caminar por las calles acompañada sólo de Sextus, pero consiguió disiparlo. No
podía quedarse eternamente confinada entre las cuatro gruesas paredes de casa,
y tampoco deseaba tener que depender de escuadras de soldados para salir a la
calle.
Mantener el secreto resultaba de suma importancia.
Así pues, haciendo caso omiso de la mueca de desagrado de su criada
Docilosa y de las quejas que masculló el optio al mando de los hombres de
Brutus, ella y Sextus salieron al Palatino. En ese barrio residencial vivían, sobre
todo, ricos; aunque, como en todas partes de Roma, también había muchas
insulae, los bloques de pisos de madera donde vivía la gran may oría de la
población. Las insulae tenían tres, cuatro o incluso cinco plantas de altura, y los
bajos solían albergar comercios de frente abierto. Eran un auténtico peligro
debido a la escasa iluminación, la enorme cantidad de ratas y la falta de sistema
de saneamiento, además de contar sólo con braseros para caldear el ambiente.
Las enfermedades campaban allí a sus anchas y de vez en cuando se producían
brotes de cólera, disentería o viruela. Asimismo, era habitual que las insulae se
desmoronaran o se incendiaran y calcinaran a todos los inquilinos que vivían en
su interior. La escasa distancia que había entre unas y otras suponía que entraba
muy poca luz por las estrechas callejuelas, atestadas y llenas de barro. Sólo las
vías públicas más importantes estaban pavimentadas, y había aún menos que
tuvieran más de diez pasos de ancho. Todas ellas estaban cada día abarrotadas de
ciudadanos, comerciantes, esclavos y ladrones, lo cual no hacía más que
intensificar la sensación de claustrofobia.
Fabiola, habitante de la ciudad desde su nacimiento, había acabado amando
los espacios abiertos que rodeaban su latifundio. Había dado por supuesto que
seguía acostumbrada a las multitudes, hasta que Sextus y ella se habían separado
cien pasos de la domus. Rodeada de gente por todas partes, enseguida le vino a la
mente una imagen de Scaevola. Por mucho que lo intentara, Fabiola era incapaz
de librarse de ella. Los pies dejaron de responderle y se quedó rezagada.
Al ver aquella cara de preocupación, Sextus se llevó una mano al gladius.
—¿Qué ocurre, señora?
—Estoy bien —respondió ella, cubriéndose mejor con la capucha de la capa
—. Sólo he tenido malos recuerdos.
Él levantó la mano y se tocó la cuenca del ojo vacía, su particular recuerdo
de la emboscada de Scaevola.
—Lo sé, señora —farfulló—. De todos modos, mejor que sigamos adelante.
Que evitemos llamar la atención.
Fabiola lo siguió, decidida a no volverse a dejar dominar por el miedo. Al fin
y al cabo, era media mañana, el momento más seguro del día, cuando la gente
normal se dedicaba a sus quehaceres. Las mujeres y los esclavos compraban
alimentos a los panaderos, carniceros y verduleros. Los vendedores de vino
alardeaban y mentían sobre la calidad de sus productos, ofreciendo una cata a
quien estuviera dispuesto a creerles. Los herreros trabajaban con dureza sobre el
y unque mientras los carpinteros y alfareros vecinos intercambiaban chanzas
frívolas alrededor de una copa de acetum. El hedor de las curtidurías y los
talleres de los bataneros empañaba el ambiente. Los prestamistas se sentaban a
mesas bajas, mirando con furia a los lisiados que observaban con avaricia sus
pulcras pilas de monedas. Los golfillos mocosos corrían por entre la gente,
persiguiéndose entre sí y robando lo que podían. Un día cualquiera en Roma.
Salvo por la gran cantidad de legionarios de Antonio, desde luego, pensó
Fabiola. Precisamente era César quien había revocado la antigua ley que
impedía la entrada en la ciudad de soldados. Teniendo en cuenta que la amenaza
de disturbios era constante, había más soldados que nunca. El hecho de saberlo
hacía que se sintiera más fuerte. Además de la presencia de Sextus, se
asegurarían de que no le sucediera nada. Fabiola caminó con la cabeza bien alta.
Ya estaba cerca del Lupanar.
—Vamos —dijo.
Sextus sonrió de oreja a oreja, acostumbrado como estaba a su
determinación.
Al poco se encontraron en una calle que Fabiola conocía mejor que ninguna
otra de Roma. Estaba cerca del Foro, en los dominios del Lupanar. Aminoró la
marcha de nuevo, pero en esta ocasión controló mejor el miedo. Aquel día no
era la muchacha de trece años aterrorizada a la que habían arrastrado allí para
luego venderla. El nerviosismo de Fabiola enseguida se transformó en emoción.
Tomó la delantera a Sextus.
—¡Señora!
Hizo caso omiso de su llamada. La muchedumbre se abrió a escasos pasos de
la entrada y Fabiola se quedó boquiabierta. Todo seguía igual. Un falo erecto
pintado con vivos colores sobresalía a ambos lados de la entrada en forma de
arco, prueba evidente de la naturaleza del local. En el exterior, una mole con la
cabeza rapada sujetaba un garrote con tachones de metal.
—Vettius —dijo ella con la voz quebrada por la emoción.
El hombretón no reaccionó.
Fabiola se le acercó y se quitó la capucha.
—Vettius —repitió.
El portero frunció el ceño al oír que lo llamaban por su nombre y miró en
derredor.
—¿No me reconoces? —preguntó ella—. ¿Tanto he cambiado?
—¿Fabiola? —balbució—. ¿Eres tú?
Fabiola asintió con los ojos empañados de lágrimas de felicidad. Aquél era
uno de los amigos más fieles que había tenido en su vida. Cuando Brutus había
comprado la libertad de Fabiola, ella había intentado por todos los medios liberar
también a los dos porteros. Sin embargo, taimada hasta el final, Jovina había
rechazado todas las ofertas. Básicamente, la pareja era demasiado valiosa para
el negocio. Dejarlos atrás había abierto una herida profunda en el corazón de
Fabiola.
Vettius se aprestó a darle un abrazo, pero se detuvo en seco.
Sextus se había colocado rápidamente delante de Fabiola. Empequeñecido
por el otro, desenvainó la espada de todos modos.
—¡Apártate! —gruñó.
En un abrir y cerrar de ojos, el rostro de Vettius pasó de la sorpresa al enfado;
sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, Fabiola posó una mano en el brazo
de Sextus.
—Es un amigo —explicó, haciendo caso omiso de la expresión confundida
del guardaespaldas. Sextus se hizo a un lado con el ceño fruncido y permitió que
Fabiola y Vettius se miraran.
—¡Cuánto tiempo! —dijo ella con cariño.
Consciente de su condición inferior, el portero demacrado no intentó volverla
a abrazar, sino que hizo una torpe reverencia.
—¡Por Júpiter! ¡Cuánto me alegro de verte, Fabiola! —exclamó, medio
atragantándose—. Los dioses deben de haber respondido a mis plegarias.
Fabiola captó enseguida el tono de preocupación en su voz. De repente, se
sintió aterrorizada.
—¿Benignus está bien?
—¡Por supuesto! —Una sonrisa torcida dividió el rostro sin afeitar de Vettius
—. Ese gran tontorrón está dentro. Roncando como un oso, seguro. Anoche le
tocó el último turno.
—¡Gracias a Mitra! —suspiró aliviada—. Entonces ¿qué ocurre?
Vettius miró a su alrededor con inquietud.
« Jovina» , pensó Fabiola, al recordar su propia prudencia cuando vivía allí.
La vieja arpía seguía conservando el buen oído.
Vettius se encorvó para susurrarle al oído.
—Hace meses que el negocio va mal —susurró—. Hemos perdido a la
may oría de los clientes.
Fabiola se quedó conmocionada. En su época, el Lupanar estaba muy
concurrido todos los días.
—¿Por qué?
El portero no tuvo tiempo de responder.
—¡Vettius!
Fabiola notó una sensación de náusea al instante. Durante casi cuatro años,
aquella voz regañona la había llamado para ser ofrecida a los posibles clientes.
—¡Vettius! —Esta vez Jovina parecía enfadada—. ¡Ven aquí!
El portero obedeció dedicando una mueca de disculpa a Fabiola.
Ella y Sextus estaban un paso más atrás.
La recepción con mosaico en el suelo seguía siendo tan chillona como Fabiola
recordaba. Las paredes estaban recubiertas de arriba abajo de frescos de vivos
colores que representaban bosques, ríos y montañas. Por todas partes había
pequeños querubines, sátiros y deidades varias, que espiaban al espectador con
estudiada timidez. El dios más prominente era Príapo, con su enorme falo erecto.
Había una pared llena de imágenes de posturas sexuales; numeradas todas ellas
para que los clientes pudieran pedir su preferida. En el centro del suelo había una
gran estatua pintada de una joven desnuda entrelazada con un cisne. La estancia
tenía cierto aire descuidado, como si necesitara una buena limpieza, y las
palabras de Vettius empezaron a cobrar sentido.
A un lado había una mujer con aspecto de gorrión con una stola de talle bajo.
A Fabiola se le paró el corazón unos instantes al ver a Jovina por primera vez
desde hacía cinco años. A simple vista, parecía que no había cambiado gran cosa.
Buena parte de la carne flácida de la mujer seguía al descubierto; sus ojos
intensos destellaban desde un rostro arrugado recubierto de albay alde, ocre y
antimonio. Llevaba los labios pintados de un rojo chillón. Las joy as le brillaban
alrededor del cuello, muñecas y dedos: oro, plata y piedras preciosas. Jovina era
famosa por su discreción, y aquellos regalos de clientes ricos eran una prueba
fehaciente de ello.
—Ve a despertar a ese tonto de Benignus —le espetó a Vettius—. Tiene que
salir a hacerme un recado.
—Señora —musitó Vettius. Se dirigió hacia el pasillo que conducía a la parte
posterior del edificio.
Fabiola, que se había ocultado detrás de él, apareció.
—Jovina.
Por una vez, la vieja bruja fue incapaz de disimular su sorpresa. Se llevó una
mano arrugada a la boca abierta y la dejó caer.
—¿Fabiola…?
Sextus arqueó las cejas sorprendido. Ahí estaba la prueba más evidente de la
anterior vida de su señora.
—He regresado —se limitó a decir Fabiola.
—Bienvenida, bienvenida —dijo Jovina con excesivo entusiasmo, adoptando
de nuevo su personalidad pública—. ¿Quieres tomar algo? ¿Algo de comer? ¿Una
chica? —Se carcajeó de su propia broma, lo cual hizo que le entrara un ataque de
tos.
—Muy amable. Un poco de vino, gracias. —Fabiola sonrió. En su interior se
había quedado pasmada ante el aspecto demacrado de Jovina. La madama y a
era vieja cuando Fabiola había llegado al Lupanar. Ese día se la veía realmente
anciana y enferma. Nunca había sido rechoncha, pero ahora a Jovina se le
notaban los huesos por todas partes bajo la piel arrugada, lo cual la convertía en
un esqueleto andante. Fabiola casi se imaginaba a Orcus, el dios del submundo,
aguardando en un rincón.
La madama fue correteando hasta su mesa, situada junto al pasillo. Allí tenía
una jarra de cerámica roja y negra con cuatro bonitas copas azules, junto con
platitos que contenían aceitunas y pan. Aquél era el refrigerio para los clientes
que Jovina consideraba convenientes.
Cuando regresó con dos copas llenas, Jovina tropezó y estuvo a punto de
caerse. Esbozó una sonrisa forzada.
—Disculpa mi torpeza —masculló.
« La vieja arpía está muy enferma» , pensó Fabiola.
—Ten —susurró Jovina—. Como en los viejos tiempos.
—Yo no diría tanto —repuso Fabiola maliciosamente—. Ahora soy
ciudadana.
—Y la amante nada más y nada menos que de un hombre como Decimus
Brutus —dijo Jovina, tanteando la situación—. Pagó mucho dinero por ti.
—Demos gracias a los dioses —respondió Fabiola—. Cada día le muestro mi
agradecimiento.
—Eso está muy bien —dijo la madama, desplegando una sonrisa falsa—.
¡Un final feliz!
Conversaron sobre trivialidades mientras daban sorbos al vino. Ambas se
escudriñaron mutuamente, Jovina preguntándose cuál era el propósito de su ex
esclava y Fabiola intentando calibrar la situación del burdel. Ninguna de las dos
obtuvo el menor atisbo de información. Quizá fuera inevitable que la
conversación derivara en la guerra civil y el ascenso de César al poder.
Independientemente de su opinión verdadera, Jovina se cuidó de colmar de
alabanzas al general de Brutus.
—Se rumorea que está atrapado en Alejandría —dijo al fin—. Eso es
imposible, supongo.
—Es cierto. La superioridad numérica de los egipcios es abrumadora —
explicó Fabiola—. Brutus y y o huimos superando grandes dificultades.
Jovina soltó un grito ahogado.
—César es un general muy astuto. ¿Qué ha ocurrido?
Fabiola no pensaba entrar en detalles. El hecho de que César fuera
rápidamente a por Pompey o después de la batalla de Farsalia, con sólo una
pequeña parte de su ejército, era propio de él. La táctica —actuar rápido para
pillar desprevenido al enemigo— solía funcionar. Pero no en aquella ocasión. Los
egipcios habían reaccionado con violencia a su presencia, y eso no había puesto
fin a sus problemas.
—Cuando nos marchamos, y a le habían enviado ay uda desde Pérgamo y
Judea —reveló—. Y Marco Antonio envió ay er a una legión desde Ostia. Pronto
levantarán el bloqueo.
—¡Gracias a Júpiter! —exclamó Jovina, alzando la copa—. Y a Fortuna
también.
—Por supuesto —convino Fabiola mientras oscuros pensamientos de
venganza se agolpaban en su mente. Cuando hay a ganado la guerra civil, César
regresará a Roma, donde y o le estaré esperando.
El golpeteo de las sandalias por el pasillo precedió a la llegada de Vettius y
Benignus. Los dos hombretones estaban felices y contentos.
—¡Fabiola! —exclamó Benignus. Corrió a agarrarse al dobladillo de su
vestido como un suplicante a una reina.
Jovina fingió ponerse contenta, pero en el fondo estaba claramente
disgustada.
—¡Levántate! —ordenó Fabiola con cariño, tomando a Benignus por los
brazos—. No sabes cuánto me alegro de verte. —Cuando se dio cuenta de que y a
no llevaba los gruesos brazaletes de oro que solían adornarle las muñecas, frunció
el ceño. Sólo le quedaba la marca, aunque habían sido las posesiones más
preciadas de Benignus. No cabía duda de que la situación de Jovina debía de ser
desesperada.
Ajena a todo aquello, la madama fingía estar muy ocupada con un
documento que tenía sobre la mesa. Lo selló con cera y se lo tendió a Benignus.
—Ya sabes adónde tienes que llevarlo —dijo.
Él pareció un tanto sorprendido.
—¿A los prestamistas de siempre? ¿A los que están junto al Foro?
—Sí, por supuesto —espetó Jovina, moviendo los brazos—. ¡Mueve el culo!
Benignus inclinó la cabeza y se dirigió a la puerta. Antes de marcharse,
dedicó a Fabiola una sonrisa que ella le devolvió. Vettius lo siguió para volver a
ocupar su puesto en la calle. Sextus se colocó en el interior, justo al lado de la
entrada, para vigilar de cerca todos los movimientos.
A Fabiola se le agolpaban las ideas en la cabeza. Estaba claro que a Jovina no
le había hecho ninguna gracia que se enterara de que Benignus iba a visitar a un
prestamista en su nombre. De repente, la locura que se le había ocurrido le
pareció plausible.
—¿Cómo va el negocio? —preguntó alegremente.
Jovina adoptó de inmediato una expresión cautelosa.
—Como siempre —repuso. Otro ataque de tos sacudió su cuerpo enclenque,
lo cual aumentó las sospechas de Fabiola—. ¿Por qué lo preguntas? —consiguió
añadir Jovina al final entre resuellos.
Fabiola se mostró comprensiva.
—Regentar este local sola debe de dar mucho trabajo —murmuró—. Se te ve
agotada.
La madama esbozó una sonrisa forzada, pero los dientes cariados y las encías
enrojecidas que dejó al descubierto no sirvieron precisamente para contradecir
la apreciación de Fabiola.
—Estoy bien —musitó—. Aunque el negocio anda un poco flojo.
Como intuy ó que ahí encontraría un punto de flaqueza, Fabiola se le acercó.
—¿De veras?
A Jovina se le ensombreció el semblante.
—Muy flojo, la verdad —reconoció, dejando que Fabiola la ay udara a
sentarse—. Hace un año abrió otro prostíbulo nuevo a tres calles de aquí. La
madama es joven y hermosa. Y su socio no nos ay uda que digamos. —La
amargura retorció el rostro arrugado y maquillado de Jovina—. Además tienen
buenos contactos en el mercado de esclavos. Se quedan con las más guapas
incluso antes de ponerlas en venta. Hace meses que no he podido comprar a una
sustituía decente. ¿Cómo se puede competir con eso? Es un círculo vicioso que
acaba desgastando, y por eso me he quedado sólo con veinte chicas.
Fabiola se mostró de lo más solícita.
—¿Y Benignus y Vettius? Son perfectamente capaces de dar una paliza a
quien convenga.
En los ojos cansados de Jovina reapareció una chispa de vitalidad.
—Cierto, pero una docena de matones armados con cuchillos y espadas es
demasiado, incluso para ellos.
Entonces fue Fabiola quien se sorprendió. La prostitución se había convertido
en un negocio más sucio, si cabe, desde que ella lo dejara.
—Pues entonces que compren más hombres —aconsejó, sorprendida por lo
mucho que le fastidiaba el efecto que el nuevo establecimiento tenía en el
Lupanar—. O que contraten a gladiadores. No es difícil.
Otro suspiro.
—Estoy cansada, Fabiola. Ya no gozo de la salud de antes. La idea de una
guerra territorial ahora mismo… —Jovina se calló, aparentemente derrotada.
Fabiola ocultó su sorpresa, aunque no le resultó fácil. Aquella mujer había
regentado el mejor burdel de Roma durante décadas. Era la misma persona que
la había comprado a Gemellus, la que había comprobado su virginidad del modo
más íntimo imaginable, y que luego había ofrecido su primera relación sexual a
los clientes del burdel a cambio de una fortuna. Astuta como pocas, Jovina había
gobernado el Lupanar con mano de hierro. Fabiola cay ó en la cuenta de que no
era tan extraño que acabara frágil y débil, si bien el hecho de verla enferma y
encogida seguía resultándole chocante. Pero no era el momento ni el lugar para
compadecerse, se dijo. No le debía nada a Jovina.
Guardaron silencio durante unos instantes y Fabiola se percató de que ni un
solo hombre se había aventurado al interior desde su llegada. Para entones, lo
normal habría sido que entraran unos cuantos.
—¿Cómo de mal está el negocio en realidad?
Jovina se había rendido.
—La diosa Fortuna nos sonríe si recibimos a más de media docena de clientes
al día —susurró.
Horrorizada ante lo ínfimo de aquella cantidad, Fabiola disimuló de nuevo.
—¿Tan pocos?
—Lo he probado todo —reconoció la madama—. Ofertas especiales,
descuentos, chicos. Incluso he obligado a las chicas a ofrecer servicios
« especializados» .
Fabiola puso cara de vergüenza, pero no preguntó más.
—Da la impresión de que nada funciona. Todos los hombres se van a esa
zorra de la otra acera. —Jovina frunció los labios en un breve renacimiento de su
talante anterior—. Toda una vida trabajando para acabar así —exclamó.
—Algo se podrá hacer, ¿no? —preguntó Fabiola.
—He estado en todos los templos, he realizado muchas ofrendas generosas.
¿Qué más puedo hacer? —preguntó Jovina rezumando hastío.
Fabiola notó que le subía la adrenalina. « Aprovecha la ocasión —pensó—.
Asume el control de la situación» . Pero seguía vacilando y, de repente, no se
sintió tan segura. Tenía que medir mucho sus palabras o Jovina rechazaría su
propuesta. Su anterior ama no estaba completamente doblegada. Asimismo, no
podía soltarla así como así. El Lupanar podía resultar crucial para sus planes de
derrotar al César. Inspirada, Fabiola no hizo más que un movimiento
imperceptible con los labios.
—¿Has pensado alguna vez en… retirarte? —preguntó con delicadeza—. ¿En
tomártelo con calma?
Jovina resopló y clavó su intensa mirada en ella, como un águila en su presa.
Pero aquella ave y a no tenía poder.
—¿Quién regentaría el local? Supongo que tú, ¿no?
—No es más que una idea —respondió Fabiola con remilgo—. Pagaría un
buen precio, por supuesto. Pasaría por alto el estado actual de las cuentas y me
regiría por el del año pasado. —Hizo un gesto de despreocupación—. Si lo deseas,
podrías quedarte… para supervisar el período de transición. —Los conocimientos
de Jovina resultarían útiles hasta que se familiarizara con los entresijos del
negocio.
La madama se quedó pasmada.
—¿A qué viene todo esto? —preguntó—. Después de todo lo que pasaste aquí,
¿por qué ibas a hacerte cargo?
Fabiola se examinó las uñas cuidadas y esmaltadas.
—Me aburro —declaró. Tampoco es que fuera mentira—. Necesito algo para
matar el tiempo y este trabajo lo conozco bien.
—¿Qué me dices de Brutus?
—Me deja hacer lo que quiero. Ya me he pasado años de campaña con él y
ahora la dichosa guerra civil parece que va a prolongarse durante un tiempo —se
quejó Fabiola—. Grecia y Egipto fueron bastante mal. No pienso seguirlo hasta
África e Hispania.
Jovina jugueteaba con un grueso brazalete de oro que llevaba en la muñeca.
—¿Y el precio?
Fabiola había estado haciendo cuentas mentalmente desde que la madama
había revelado los pocos clientes que tenían.
—Creo que ciento cincuenta mil denarii bastarían. —Dejó que asimilara la
cifra durante unos instantes—. Cinco mil por cada chica y cincuenta mil por el
edificio. Toda deuda pendiente correrá a tu cargo.
A Jovina casi se le salieron los ojos de las órbitas. La cantidad era más que
generosa.
—¿Dispones de tanto dinero?
Fabiola esbozó una sonrisa serena.
—Brutus es más rico de lo que te imaginas. Pagará lo que sea con tal de
hacerme feliz.
Jovina se quedó sentada muy quieta, pensando en sus opciones.
Se hizo un largo silencio, durante el que Fabiola observó a la madama por el
rabillo del ojo. La astucia de Jovina no había desaparecido del todo. Cuando de
repente adoptó una expresión más calculadora, llegó el momento de asestar el
golpe mortal.
—No puedo pagar ni un as más —declaró Fabiola con un tono no tan amistoso
—. Y no pienso hacer ninguna otra oferta.
Jovina se recostó en el asiento.
—Dame un poco de tiempo —susurró—. Unos cuantos días.
« Ya tengo a la madama en el bote» , pensó Fabiola exultante.
—Me parece que no podrá ser. Con dos horas, basta.
Jovina asintió a regañadientes.
—Muy bien.
Fabiola apuró la copa de vino y se marchó airada hacia la puerta.
—Volveré antes de la hora sexta. —Se sentía triunfante. « Por fin todo va
sobre ruedas. Romulus está en el ejército, así que algún día regresará a Roma y
nos reencontraremos. Es cierto que Brutus es uno de los hombres de confianza de
César, pero me es totalmente fiel. El Lupanar será mío dentro de dos horas y, con
las mujeres de aquí, puedo ganarme a más camaradas para mi causa: matar a
César» . Fabiola estaba tan absorta en sus pensamientos que no reaccionó al
silbido de alarma de Sextus. No notó nada hasta que él le impidió salir.
Fabiola advirtió la preocupación en su rostro.
—¿Qué ocurre?
—Problemas —masculló, desenvainando el gladius.
Fabiola intentó atisbar al exterior, pero Sextus ni siquiera le permitió hacerlo.
De repente, se oy eron unas voces procedentes de la calle. Una de ellas
pertenecía a Vettius.
—¡Largaos! —vociferó.
—Vamos a entrar, te guste o no —respondió un hombre—. Mi amo quiere
hablar con esa vieja bruja ahora mismo.
—Tendrá que pasar por encima de mi cadáver —respondió Vettius.
Se oy ó una risotada y Fabiola se dio cuenta de que el portero estaba en clara
inferioridad numérica. A continuación escuchó el sonido inconfundible del
desenvainar de las armas. Soltó un juramento. No podían quedarse allí plantados
sin hacer nada. ¿Dónde estaba Benignus? Miró a Jovina, que había palidecido
bajo el maquillaje.
—¿Quiénes son?
—Matones del nuevo burdel —acertó a decir Jovina.
—Te daremos otra oportunidad, imbécil —dijo el adversario de Vettius—.
Apártate.
—¡Idos a tomar por culo! —les espetó en voz bien alta—. ¡Os mataré a todos!
Fabiola se hinchó de orgullo. En parte, Vettius se negaba a moverse porque
estaba ella dentro. El miedo la embargó al imaginar lo que pasaría.
Se oy eron gritos airados y a hombres que avanzaban en masa.
—¡Vettius! —La voz de Jovina consiguió hacerse oír entre el alboroto—.
Déjalos entrar.
En el exterior, se hizo el silencio.
Aguardaron con el alma en vilo.
Una sombra se perfiló en el vano de la puerta y Fabiola se encogió de miedo
detrás de Sextus, que la obligó a pegarse a la pared. Apareció una figura
enfundada en una capa, seguida de cinco hombres musculosos con las espadas
desenvainadas. A continuación, Vettius entró blandiendo el garrote. Al ver que
Fabiola no había sufrido ningún daño, se colocó también delante de ella. Por el
momento, ninguno de los recién llegados la habían visto, ni a ella ni a Sextus. A
Fabiola le corrían regueros de sudor por el cuello, pero tenía los pies clavados en
el suelo.
El cabecilla dirigió la mirada a Jovina. La vieja madama se amilanó
visiblemente.
—¿Qué queréis? —preguntó con voz aguda—. ¿No os basta con quitarme el
negocio?
—Jovina —dijo el hombre, fingiendo estar dolido—. Sólo queríamos
preguntar por tu salud. Dicen por ahí que no estás bien.
—¡Menuda insolencia! —soltó la madama—. Estoy bien.
—Perfecto. —Hizo una reverencia burlona mientras a Fabiola el corazón le
palpitaba en el pecho. Aquel gesto le resultaba familiar. Igual que las gruesas
muñequeras de plata y la complexión robusta. Sin embargo, antes de poder poner
orden a sus pensamientos, la figura baja y robusta continuó—: De todos modos,
estamos preocupados por ti. Sería excelente que dejaras el Lupanar. Que te
tomaras unas vacaciones. Pronto.
El arrebato de Jovina la había dejado sin la poca energía que tenía.
—Es mi negocio —dijo con voz queda—. ¿Qué pasará con él? ¿Con mis
chicas?
—Nosotros nos haremos cargo de todo. Del edificio, de los porteros, y sobre
todo de las putas —dijo el hombre, mirando lascivamente a sus compañeros—.
¿Verdad que sí, chicos?
Soltaron una risotada desagradable.
Fabiola notó en la boca el sabor amargo de la bilis y se esforzó para no
vomitar. Sabía exactamente quién era. Scaevola, el fugitivarius. Una tos que
amenazaba con asfixiarla se le escapó de la garganta.
Al oír ese sonido, Scaevola dio media vuelta para mirarla. El fugitivarius
observó a Vettius y a Sextus con expresión despectiva, pero abrió los ojos como
platos al ver a Fabiola. Una sonrisa cruel se dibujó en su rostro.
—Por todos los dioses —dijo en un susurro—. ¿Quién lo iba a decir?
Fabiola sintió un mareo repentino y tuvo que apoy ar una mano en el hombro
de Sextus. De lo contrario, se habría desplomado.
3
Farnaces
El templo de Orcus
El Lupanar, Roma
Visiones
Alejandría, Egipto
Q ueperounRomulus
soldado raso diera órdenes a gritos se consideraba un delito grave,
sabía que si nadie las daba, él y los hombres que lo rodeaban
morirían. El trío de cuadrigas iba a machacar la zona de la fila en la que estaba.
Echó la cabeza hacia atrás y bramó:
—¡Apuntad cerca! ¡Lanzad los pila!
Los legionarios que lo rodeaban respondieron a la orden de inmediato.
Hacerlo era mejor que quedarse mirándole los ojos a la muerte. Embistieron por
encima de los scuta, lanzaron las jabalinas al unísono. Docenas de astas de
madera volaron hacia los carros enemigos. Era difícil fallar a bocajarro. Los
extremos de metal afilado atravesaron las armaduras de los caballos; se les
clavaron en el pecho, cuello y lomo mientras otras atravesaban a dos aurigas,
que cay eron hacia atrás en el duro suelo. Tambaleándose y corcoveando de
dolor, los corceles heridos estaban descontrolados. De todos modos, habían
cobrado tal impulso que siguieron avanzando. Un auriga y su equipo, que corría
ligeramente por detrás de los demás, quedó ileso. Gritando con todas sus fuerzas,
zarandeó las riendas para alentar a sus caballos a seguir adelante.
Las primeras dos cuadrigas chocaron contra las filas romanas abarrotadas.
Romulus observó horrorizado cómo los corceles heridos chocaban contra el muro
de escudos cercano, tirando todavía de los carros con las mortíferas cuchillas
giratorias. Algunos hombres que se hallaban en su tray ectoria fueron aplastados
contra los soldados de atrás, mientras otros eran derribados y pisoteados. Sin
embargo, los legionarios que estaban un poco más hacia el exterior corrieron la
peor suerte. Entonces fue cuando las armas tipo guadaña entraron en acción. Los
hombres proferían gritos de terror al ser alcanzados y la sangre salía disparada
en todas direcciones cuando les cercenaban las extremidades sin
contemplaciones.
Romulus consiguió centrarse en la última cuadriga. Se le pusieron los ojos
como platos. Estaba a menos de diez pasos de distancia. Los caballos iban a
alcanzar a los soldados que estaban dos o tres sitios más allá de Petronius, situado
a su derecha. Eran monturas del ejército y estaban adiestradas para pisotear
hombres. A Romulus se le pusieron los nudillos blancos en el asta del pilum que le
quedaba, que le parecía totalmente inútil. Las cuchillas de su lado iban a
alcanzarlos a Petronius y a él.
Los legionarios profirieron gritos de terror. Unos cuantos lanzaron pila, pero
apuntaron mal y acabaron pasando por encima de la cuadriga que se les estaba
echando encima. El pánico más absoluto amenazaba con paralizar a Romulus y
notó que se le revolvía el estómago. Tenía los músculos entumecidos. « Ésta es la
sensación que se tiene cuando uno ve aproximarse la muerte» , pensó.
—¡Cuerpo a tierra! —gritó Petronius—. ¡Ahora mismo!
Romulus obedeció. No era el momento de preocuparse de los hombres que
tenía detrás. Arrojó el scutum hacia delante y se tumbó en el suelo pedregoso.
Oy ó que Petronius, a su lado, hacía lo mismo. Algunos hombres los imitaron,
mientras que otros, presas del pánico, se giraron para huir. Era demasiado tarde
para eso. Romulus se encogió; el lateral del casco se le clavó en la mejilla. El
dolor le ay udó a centrarse. « Mitra —rezó con desespero—. No permitas que mi
vida acabe así: cortado por la mitad por un dichoso carro falcado» . Bajo la
oreja, la tierra reverberaba con el retumbo de los cascos martilleantes. Le entró
aún más miedo.
Con un horrible chirrido, Romulus oy ó que una guadaña y otra pasaban por
encima de su cuerpo. Se oy eron gritos de agonía por todas partes cuando los
legionarios que tenía detrás recibieron la may or parte del impacto de la cuadriga.
Petronius y acía inmóvil a su lado, y a Romulus se le secó la boca. « Debe de
estar muerto —pensó, sintiendo un profundo dolor—. Petronius me ha salvado la
vida dando su vida por la mía, al igual que Brennus» . Al cabo de un instante, la
cuadriga había desaparecido. Romulus movió los dedos con incredulidad. Seguía
teniéndolos todos y el corazón le dio un vuelco, primero de alegría y luego de
remordimiento por estar vivo a diferencia de Petronius.
Alguien le dio un fuerte empujón.
—Esto debería compensar el hecho de que me salvaras el pellejo en
Alejandría. —El penacho de crines del casco de Petronius había quedado
totalmente cortado, pero el veterano, que no había resultado herido, sonreía bajo
el mismo.
Romulus dio un grito de alegría.
—¡Creía que estabas muerto!
—Fortuna puede ser una vieja zorra caprichosa —declaró Petronius entre
risas—, pero hoy está de buenas conmigo.
Miraron detrás de ellos. La cuadriga que acababa de cercenar a varios
hombres se había detenido por completo, la profundidad de la formación romana
por fin agotaba su impulso. Como lobos hambrientos, los soldados más cercanos
se abalanzaron hacia delante, desesperados por matar a hombres y animales. Los
caballos fueron abatidos, apuñalados en el vientre o desjarretados. El
desventurado auriga no era ningún cobarde. En vez de intentar rendirse, hizo
ademán de coger la espada. Ni siquiera llegó a desenvainarla, porque cuatro o
cinco legionarios que berreaban le clavaron los gladii en el cuello y en los brazos.
Cuando retiraron las hojas, el cuerpo del auriga cay ó de lado. Pero aún no habían
acabado con él. Embargados todavía por el terror de lo que podían haberles
hecho las cuchillas, uno de los soldados describió un movimiento descendente con
la espada y decapitó al enemigo. La sangre le salpicó las piernas al inclinarse por
encima de la cabeza. Le arrancó el casco, levantó en el aire el trofeo sangrante y
profirió un primitivo grito de rabia que repitieron todos los allí presentes.
La cara del auriga seguía albergando una expresión de sorpresa.
A pesar de las numerosas bajas que habían provocado, las cuadrigas no
habían roto la formación romana. Había grandes huecos donde los hombres
habían caído: graves daños en el muro de escudos cuando la batalla no había
hecho más que empezar. Aunque los huecos podían rellenarse con facilidad, el
alivio de los legionarios duró poco. Otro sonido les llenó los oídos. Eran más
caballos. Resonaron juramentos llenos de amargura.
Romulus y sus compañeros vieron a la caballería póntica por entre las filas de
atrás, que estaban encaradas en la dirección contraria. Había cabalgado
rodeando los flancos de la Vigésima Octava y estaba a punto de abalanzarse
sobre la mal preparada retaguardia. Incluso en circunstancias propicias era
prácticamente inaudito que la infantería detuviera una carga de caballos. En
Farsalia, unos legionarios especialmente instruidos para ello lo habían conseguido
clavando los pila en el rostro de los jinetes enemigos y obligándolos a huir presas
del pánico. La Legión Olvidada también lo había logrado con unas lanzas largas
forjadas de forma especial contra las que los caballos no podían hacer nada.
Ninguna de las dos opciones era posible entonces y, plenamente conscientes de
que sólo tenían las jabalinas para lanzar antes de que los hicieran picadillo, los
soldados de atrás gritaron de miedo.
No eran los únicos hombres que tenían a la muerte mirándoles a la cara,
pensó Romulus, recordando la infantería que corría detrás de las cuadrigas. Los
centuriones que seguían vivos pensaban lo mismo.
—Girad en dirección contraria. Rehaced las filas —gritó el que estaba más
cerca—. ¡Rápido, capullos inútiles!
Romulus giró de inmediato sobre sus talones. Deseó no haberlo hecho.
Blandiendo espadas y lanzas, los peltastas y thureophoroi se les acercaban
rápidamente. Los gritos y chillidos de batalla se oían cada vez mejor. El muro de
escudos romano seguía sumido en el caos y muchos legionarios se estremecían.
El recuerdo de los parientes de aquellos aguerridos hombres en Alejandría seguía
estando muy presente. Teniendo en cuenta que la caballería se acercaba por
detrás y una horda de fiera infantería estaba a punto de atacar los huecos que
quedaban en su fila, su condena parecía segura.
Romulus se sentía como un fragmento de metal situado en un y unque con el
martillo del herrero alzado por encima de él. Cuando cay era, quedaría hecho
añicos. Desesperado, alzó la vista hacia el cielo azul despejado. Como era
habitual, no vio nada. Desde que había tenido una visión horrible de Roma cuando
estaba en Margiana, Romulus apenas intentaba aprovechar la capacidad
adivinatoria que Tarquinius le había enseñado. En las escasas ocasiones que lo
había conseguido, los dioses parecían haberse reído de él y no le había revelado
nada. « ¡Malditos sean! —pensó Romulus—. De todos modos, ¿quién necesita
adivinar nada en este momento? Hasta el más imbécil es capaz de darse cuenta
de que vamos a morir» .
Pensaran o no lo mismo, entre los centuriones no cundió el pánico. Veteranos
de numerosas campañas, eran el paradigma de la disciplina, y el pilar de las
legiones en momentos peligrosos como aquél. Instando a los hombres a estar
juntos, llenaron los huecos que habían dejado las cuadrigas. Romulus perjuró en
voz alta aliviado cuando se percató de sus intenciones. Los centuriones se habían
dado cuenta de que a la Vigésima Octava sólo le quedaba un atisbo de ventaja: la
altura. Les hacía ganar un poco de tiempo. Como los soldados de infantería
enemigos tenían que correr cuesta arriba, su carga era mucho más lenta que la
de las cuadrigas.
Romulus se mostró más resuelto y lanzó una mirada a Petronius.
El veterano le dio una palmada en el hombro.
—De esto va la cosa, muchacho —farfulló—. De espalda al muro. A punto de
morir, pero rodeados de nuestros compañeros. No se puede pedir más, ¿no?
Los hombres que oy eron el comentario asintieron con determinación.
Su respuesta hizo asomar lágrimas de orgullo a los ojos de Romulus. Ninguno
de ellos estaba al corriente de su pasado de esclavo, pero habían visto su valentía
de primera mano y ahora y a era uno de ellos. El rechazo que él y Brennus
habían sufrido de manos de otros legionarios en Margiana le había dejado una
huella profunda en el alma. Ahí en una ladera póntica y erma bajo el sol
abrasador, el reconocimiento de los soldados era un bálsamo poderoso y
agradable. Romulus alzó el mentón con determinación renovada. Si tenía que
morir, moriría entre hombres que lo consideraban uno de los suy os.
—El Elíseo nos espera —gritó Petronius, alzando el pilum—. ¡Y morimos por
César!
Una ovación fuerte y desafiante siguió a su grito. El nombre de César
recorrió la fila como un mantra. Quedó claro que renovaba las fuerzas del muro
de escudos, que habían flaqueado ante la clara superioridad numérica de las
tropas enemigas que subían corriendo por la ladera. Hasta los legionarios que
estaban a punto de ser alcanzados por la caballería póntica se sumaron a la
ovación.
Romulus notó que se le levantaban los ánimos. Desde que había sido reclutado
a la fuerza para la Vigésima Octava, no había tenido la posibilidad real de llegar a
comprender la devoción inquebrantable que los soldados profesaban a su general.
Sabía que César se había ganado la lealtad de sus tropas dando la cara: liderando
desde la parte delantera, compartiendo sus privaciones y recompensando bien su
fidelidad. Pero en realidad no lo había visto con sus propios ojos. La batalla
nocturna de Alejandría había sido un desastre, y la victoria decisiva sobre las
fuerzas de Ptolomeo poco después no había sido una lucha muy reñida. Romulus
había oído hablar una y otra vez de lo increíblemente buen líder que era César,
pero ninguno de esos dos enfrentamientos le había ofrecido las pruebas que
necesitaba. Si tenía que servir en una de las legiones del general durante los seis
años siguientes o más, quería creer en él. En esos momentos, tal convencimiento
iba arraigándose en su corazón. Ver que los hombres conservaban su fe en César
cuando se aproximaba su muerte resultaba sumamente excepcional.
Toda posibilidad de pensar se esfumó cuando los peltastas y thureophoroi
aparecieron a toda prisa. Hasta ese momento Romulus no se había percatado de
la variedad de extranjeros con la que contaba el ejército de Farnaces. A
diferencia de los legionarios romanos y de los hombres de Deiotarus, que se
armaban y vestían prácticamente del mismo modo, no había ni siquiera dos
hombres de los que cargaban colina arriba que se parecieran entre sí. Atraídos
por los sueldos elevados de los mercenarios y la posibilidad de saquear, habían
llegado al Ponto desde todas partes. Había peltastas tracios como los que Romulus
había visto en Alejandría: sin armadura y provistos de rhomphaiai de hoja larga
y escudos ovales con púas. Además había distintos tipos de peltastas, hombres
armados con jabalinas y cuchillos curvos. Algunos individuos llevaban una
armadura de lino acolchado, mientras que otros portaban escudos circulares o en
forma de media luna hechos de mimbre y recubiertos de piel de oveja. Unos
cuantos, sin duda los más ricos, tenían escudos con caras de bronce pulido.
Muchos de los soldados de infantería que se acercaban eran thureophoroi de
Asia Menor y más al oeste. Llevaban pesados escudos ovales o rectangulares de
cuero y cascos macedonios con penacho con grandes piezas protectoras para las
mejillas y grandes viseras redondeadas por encima de los ojos. Al igual que los
peltastas, pocos llevaban armadura, solamente unas túnicas ceñidas con un
cinturón de distintos colores: marrón rojizo como los legionarios pero también
blancas, azules u ocres. La may oría llevaba jabalinas y una espada, pero algunos
iban armados con unas largas lanzas para dar estocadas.
El flanco izquierdo del enemigo estaba integrado por miles de capadocios,
hombres barbudos y fieros pertenecientes a tribus con unos gorros de tela
puntiagudos, túnicas de manga larga y pantalones de escudos hexagonales.
Llevaban espadas largas parecidas a la que tenía Brennus, así como jabalinas o
lanzas.
En solitario, ninguno de estos tipos de soldado habría presentado demasiadas
dificultades a la legión romana. El problema, pensó Romulus, era que esos hijos
de perra eran demasiados. Incluso con el resto del ejército, toda victoria tendría
que ganarse a pulso. La suerte de la Vigésima Octava estaba echada, pero
después ¿cómo iba a prevalecer siquiera César?
Petronius se echó a reír y lo sobresaltó.
—Ya tenemos dos cosas por las que estar agradecidos —declaró.
Romulus intentó comprender a qué se refería.
—¿Están sudando la gota gorda para alcanzarnos y nosotros nos quedamos
aquí a esperarlos?
—Y nuestros pila resultarán mucho más eficaces si los lanzamos colina
abajo.
Los oficiales enemigos estaban pensando lo mismo. Si bien tenían que
alcanzar a la Vigésima Octava antes de que apareciera el resto de las legiones, no
tenía mucho sentido lanzar a soldados jadeantes contra un enemigo descansado.
Hicieron detener a sus hombres a cien pasos de distancia, fuera del alcance de
los pila. Lo único que podían hacer los legionarios era murmurar oraciones e
intentar hacer caso omiso de los horribles sonidos procedentes de atrás mientras
sus compañeros batallaban para contener a la caballería pesada póntica. Los
oficiales más ingeniosos ordenaban a sus hombres que clavaran los pila a los
jinetes enemigos como habían hecho en Farsalia, pero la estratagema sólo
funcionaba en parte. Estaban abriendo muchos huecos en las filas romanas, lo
cual amenazaba con desintegrar a la Vigésima Octava. Si eso ocurría, pensó
Romulus, morirían todos antes incluso de lo que había imaginado.
Unas garras ardientes le tenían el estómago atenazado. Por suerte, no tenía
tiempo para dar vueltas a la situación. Los peltastas y thureophoroi que se
acercaban pronto les alcanzarían. A pesar del agónico esfuerzo de ascender por
la colina, la infantería enemiga recobró el aliento con rapidez. Tal vez no pasaran
más de veinte segundos antes de que cargaran contra los romanos como perros
de caza. No había ningún muro de escudos impenetrable como el que utilizaban
las legiones sino sólo una masa palpitante de hombres que gritaban y sus
correspondientes armas. Los entusiastas capadocios estaban unos pasos por
delante del resto de las tropas pónticas, pero todos se unirían en la batalla en
cuestión de segundos. Unos cuantos insensatos arrojaron las lanzas mientras
corrían; apenas volaron más de quince pasos antes de resbalar en el terreno
accidentado sin herir a nadie. La may oría, que obviamente obedecía órdenes, se
contuvo hasta estar mucho más cerca.
Los centuriones no mostraron tanto reparo. Teniendo en cuenta que la ladera
empinada otorgaba una distancia adicional a los pila, tenían que causar el
máximo número de bajas antes de que la infantería póntica los atacara.
—¡Preparad las jabalinas! —rezó la orden cuando el enemigo estuvo a unos
cincuenta pasos de distancia—. ¡Apuntad lejos!
Romulus cerró el ojo izquierdo y apuntó a un peltasta barbudo que estaba
ligeramente más adelantado que sus compañeros. Llevaba un escudo oval
pintado de blanco y una rhomphaia ligeramente may or de lo normal, aunque se
le veía perfectamente capaz de empuñarla. Romulus recordó al hombre contra el
que había luchado en Alejandría y se imaginó las heridas que el guerrero podía
infligir. Agarró con fuerza el pilum, echó hacia atrás el brazo derecho y esperó la
orden.
Todos los hombres hacían lo mismo.
—¡FUEGO! —bramaron los centuriones al unísono y con fuerza.
Las jabalinas formaron una lluvia oscura de metal y madera. Teniendo en
cuenta la caída pronunciada de la ladera que no ofrecía más que el cielo azul
como telón de fondo, se veían bien hermosas volando por el aire. Sin embargo, la
infantería póntica no alzó la vista. Decididos a enzarzarse con los legionarios,
esprintaron.
Romulus observó al peltasta al que había apuntado mientras se preguntaba si
habría dado en el blanco. Al cabo de un instante, el hombre cay ó con un pilum
clavado en el pecho y él gritó entusiasmado. No había forma de saberlo, pero
Romulus tenía la corazonada de que había sido su lanzamiento. Los enemigos,
densos y juntos como un banco de peces, corrían con los escudos alzados, lo cual
significaba que todas las jabalinas caían o herían a un guerrero. No obstante, eran
tan numerosos que un par de cientos menos no se notaban demasiado. Incluso
cuando una segunda lluvia de pila hubo aterrizado, se vieron pocos huecos en sus
filas. Aquello hizo que Romulus se mostrara incrédulo y temeroso. En aquellos
momentos todo dependía de los gladii que él y todos sus compañeros llevaban.
Eso y su coraje romano.
Empezó a golpear la espada en el lateral del scutum.
Petronius hizo lo mismo desplegando una amplia sonrisa. Otros les emularon
tamborileando las hojas de hierro cada vez más rápido para armar un alboroto
que aterrorizara a las tropas pónticas que se aproximaban.
—¡Venga, cabrones! —gritó Romulus, ansioso por enzarzarse a golpes con sus
enemigos. Ya habían esperado suficiente. Era el momento de luchar.
Todos los centuriones que no estaban de cara a la caballería enemiga se
encontraban en la primera fila. A veinte pasos de Romulus y Petronius también
estaba el aquilifer. El mástil de madera que portaba estaba coronado con el águila
de plata, la posesión más importante de la legión, el símbolo que condensaba el
coraje y el orgullo de la unidad. Dado que sostenía el estandarte en alto con las
dos manos, el aquilifer no podía defenderse, lo cual significaba que los legionarios
de los flancos tenían que luchar con el doble de dureza. Sin embargo, esa posición
estaba muy buscada. Perder el águila en la batalla era la may or desgracia que
podía sufrir una legión, y los hombres eran capaces de heroicidades para
evitarlo. Que el legado lo colocara en tal posición ponía de manifiesto que la
lucha sería a la desesperada. Aunque Romulus se había alistado en la Vigésima
Octava a la fuerza, él también derramaría hasta la última gota de sangre para
defenderla.
—¡En formación cerrada! —bramaron los oficiales—. ¡Filas delanteras,
juntad escudos! ¡Los de atrás, alzad escudos!
Moviéndose juntos hasta casi tocarse con los hombros, los legionarios
obedecieron. Lo habían hecho innumerables veces: en terrenos de adiestramiento
y en la guerra. Era una costumbre arraigada en ellos. ¡Clinc, clinc, clinc!,
hicieron los scuta, un ruido metálico y reconfortante. En esos momentos llevaban
todo el cuerpo cubierto por delante: desde la cabeza hasta la parte inferior de la
pantorrilla. Lo único que sobresalía del muro compacto eran los extremos
afilados de sus gladii. Los soldados que iban detrás también estaban protegidos de
los proy ectiles enemigos por el muro de escudos alzados.
La infantería póntica y a estaba casi encima de ellos. Era el momento de las
jabalinas. Lanzados de forma indiscriminada, los proy ectiles enemigos
invadieron el aire por ambos lados durante un instante antes de aterrizar entre los
legionarios con el típico sonido silbante. Gracias a lo resistentes que eran sus
escudos, pocos hombres resultaron heridos. Sin embargo, los acribillaron los scuta
con las lanzas, lo cual los dejó inutilizados. Tiraron desesperadamente de las astas
de madera para desclavarlas. Fue demasiado tarde. Con un estruendo de mil
demonios, los dos bandos se encontraron.
De repente la visión de Romulus quedó reducida a lo que tenía justo delante.
Todo lo demás resultaba irrelevante. Sólo importaban él, Petronius y los
legionarios que tenía cerca. Un peltasta de pelo canoso, basto y rizado que
llevaba una rhomphaia con la hoja mellada se abalanzó sobre Romulus. Debía de
tener unos cuarenta años, pero los músculos de los brazos y las piernas tostados
por el sol estaban tensos como tiras de madera. El veterano enseñó los dientes y
embistió a Romulus con el escudo oval para intentar derribarlo. Con la pierna
izquierda preparada detrás del scutum, a Romulus no le resultó difícil recibir el
impacto. « Movimiento estúpido —pensó—. Peso por lo menos el doble que ese
imbécil» .
Aquello no entraba en los planes del peltasta.
Incluso mientras forcejeaban, empujándose con sus respectivos escudos, la
rhomphaia se situaba por encima de sus cabezas. Alcanzó el extremo del casco
de bronce acampanado de Romulus y fácilmente partió en dos el metal, lo cual
le provocó una herida profunda en el cuero cabelludo. La fuerza del golpe hizo
ver las estrellas a Romulus. Se tambaleó y las piernas se le doblaron. En un
arrebato de furia, el peltasta tiró de la empuñadura de su rhomphaia para
arrancarla del casco. Por suerte, la hoja se quedó clavada durante unos instantes.
Aturdido y sintiendo un dolor insoportable, Romulus se percató de que debía
actuar de inmediato o el siguiente golpe del peltasta le dejaría los sesos
desparramados por el suelo duro. Cay ó de rodillas de forma instintiva, sacó la
rhomphaia por el borde del scutum y la apartó de su contrincante, lo cual le
impedía agarrarla bien. La maldición que éste profirió le indicó que su táctica
había funcionado.
Sin embargo, lo más importante era que alrededor de los bordes de los dos
escudos vio las pantorrillas desprotegidas del peltasta. Romulus se echó hacia
delante con su gladius y le cortó el gran tendón que sobresalía de la rodilla
izquierda. No era un golpe mortífero, pero tampoco tenía por qué serlo. Ningún
hombre era capaz de sufrir una herida como aquélla y seguir en pie. Con un
alarido, el peltasta soltó su rhomphaia, que justo acababa de salir del casco de
Romulus. Cay ó con torpeza y aterrizó de costado, pero se las apañó para
mantener el escudo delante de él. Sacó un puñal con el que embistió contra el
brazo con el que Romulus empuñaba la espada.
Romulus se apartó lentamente. Su contrincante no era ningún novato, pensó
medio aturdido. En esos momentos la sangre le caía por la frente y le entraba en
los ojos, lo cual le dificultaba la visión. El peltasta lisiado embistió hacia delante
otra vez con el cuchillo, pero no llegó a herir a Romulus. No le supuso ningún
alivio. En un abrir y cerrar de ojos, otro guerrero póntico se lanzaría a ocupar el
lugar del peltasta. Tenía que ponerse en pie. Respirando con dificultad, Romulus
se levantó, la espada y el scutum alzados. Su enemigo, que para entonces y a
estaba desesperado, hizo un último intento de asestarle una puñalada en la pierna.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Romulus pisoteó con la sandalia con
tachuelas el brazo estirado del peltasta. La aplastó contra el suelo y, cuando los
huesos se rompieron al chocar contra una roca que sobresalía, se oy ó un débil
crujido. Con un grito de dolor fúnebre, el hombre soltó el puñal y el escudo y se
quedó indefenso. Romulus dio un paso adelante y le asestó una cuchillada en el
cuello, con la que sintió la hoja atravesando el cartílago de la tráquea. Los gritos
del peltasta cesaron de forma abrupta y el cuerpo inició una serie de espasmos
que lo condujeron a la muerte. Cuando extrajo la espada, la sangre roció por
completo la parte delantera del scutum de Romulus.
Le quedaba conciencia suficiente para alzar la vista de inmediato. Romulus
sabía que sus posibilidades de sobrevivir en los instantes siguientes dependían de
la suerte y de la buena voluntad de los dioses. Conmocionado, no estaba en
condiciones de luchar contra ningún contrincante avezado. Afortunadamente, el
peltasta fornido que apareció dando un salto por encima del cadáver de su
compañero estaba tan ansioso que tropezó y quedó despatarrado en un revoltijo
de extremidades a los pies de Romulus. Le bastó con introducir la hoja en el lado
derecho de la espalda, entre las costillas inferiores. « Es una buena forma de
matar —le había dicho Brennus en una ocasión—. Deja al hombre fuera de
combate inmediatamente. Además, es un golpe mortal. Le cortas el hígado,
¿sabes? La hemorragia que se produce mata muy rápido» . Romulus no había
empleado esa táctica hasta entonces. Una vez más, lo embargó una sensación de
agradecimiento por las estratagemas que había aprendido del enorme galo. Sin
ellas, nunca habría sobrevivido durante sus primeros meses de gladiador, y los
consejos de Brennus seguían resultándole útiles.
La voz de Petronius le llegó a través de una densa niebla mental.
—Si te quedas aquí parado entre ensoñaciones te matarán, muchacho.
Romulus miró a su alrededor.
—¿Cómo?
Petronius se quedó blanco al ver el casco partido y la cara ensangrentada de
Romulus.
—¿Estás bien? —preguntó.
—No sé —farfulló Romulus—. La cabeza me duele horrores.
Petronius echó un vistazo al enemigo. Como era habitual, el fragor de la
batalla había destrozado los dos lados de su parte de la fila. Era una ocasión de
oro. Ambos grupos de combatientes aprovecharían la menor oportunidad para
descansar antes de abalanzarse otra vez contra el enemigo.
—Rápido —musitó—. Vamos a quitarte el casco. Partido en dos no te sirve de
nada.
Apretando los dientes, Romulus dejó que su amigo desabrochara el
barboquejo y le retirara el metal abollado de la cabeza. Esperó nervioso mientras
el otro le inspeccionaba el tajo con no demasiada suavidad. Era difícil no gritar
de dolor, pero lo consiguió sin saber muy bien cómo.
—Es una herida superficial —dictaminó Petronius. Se desató una tira de tela
empapada de sudor de la muñeca derecha y la ató a la cabeza de Romulus dando
dos vueltas—. Tendrás que conformarte con esto hasta que el médico te haga una
cura.
Romulus se limpió la sangre de los ojos y se echó a reír ante lo absurdo de la
idea. Había tantos thureophoroi y peltastas atacándolos en esos momentos que la
idea de recibir tratamiento para su herida resultaba ridícula. Los superaban en
número en una proporción de más de diez a uno y daba igual lo que sucediera
detrás de ellos. El estrépito de los cascos de los caballos era tan elevado que la
caballería póntica debía de estar cargando contra la retaguardia. Los capadocios
prestaban escasa atención a los desventurados legionarios del flanco derecho. No
transcurriría mucho tiempo hasta que esa sección de la fila cediera el paso por
completo. El final se avecinaba.
Petronius captó el significado de su desolación. Sonrió de oreja a oreja.
—Estamos jodidos.
—Eso diría y o —respondió Romulus—. De todos modos, mira. —Señaló.
Petronius no lo captó de inmediato. Entonces lo vio.
—El aquila sigue en nuestras manos —bramó orgulloso.
Los hombres volvieron la cabeza, ansiosos por recoger cualquier migaja de
esperanza. El símbolo de la Vigésima Octava, a su derecha relativamente cerca,
estaba levantado en el aire. Sujetando el estandarte del aquilifer moribundo, un
legionario normal y corriente daba gritos de ánimo a todos para que no se
rindiesen. Varios guerreros pónticos intentaban alcanzarle, ansiosos por obtener la
gloria de arrebatar un águila romana a sus enemigos. Ninguno de ellos lo
consiguió. Los compañeros del soldado tenían los brazos ensangrentados hasta el
codo por la defensa acérrima del estandarte. Embistiendo y dando estocadas
como posesos, cortaban a todo aquel que se interpusiera en su camino.
—Aún no podemos rendirnos —instó Romulus—. ¿Verdad que no, chicos?
—Marte nunca nos lo perdonaría —anunció un legionario bajito, con un tajo
en el brazo derecho que presentaba mal aspecto—. Las puertas del Elíseo sólo se
abren para quien se lo merece.
—Tiene razón —gritó Petronius—. ¿Qué dirían los camaradas que han
entrado antes que nosotros? ¿Qué nos rendimos cuando el aquila seguía en
nuestras manos?
Romulus observó cómo la luz del sol se reflejaba en las alas extendidas del
águila y en el ray o dorado que sujetaba entre las garras. El recuerdo de Brennus
muriéndose en la orilla del río Hidaspo le desgarraba el corazón. Él y Tarquinius
habían huido del campo de batalla en una ocasión mientras el águila seguía en el
aire. Nunca más.
—¡Al ataque! —bramó Romulus mientras notaba en el cráneo unas punzadas
de dolor palpitante y agudo—. ¡Por Roma y por la victoria! —Alzó el scutum y
corrió como un loco hacia el enemigo, que seguía avanzando.
Petronius estaba un paso por detrás.
—¡Roma Victrix! —gritó.
Envalentonados gracias a las palabras de los dos hombres, los soldados que
tenían cerca les siguieron.
Los guerreros pónticos no se dejaron amedrentar por unos cuantos romanos
locos abocados al suicidio cuando la derrota era inminente. Tenían tantas ganas
como los legionarios de terminar, y bramaron gritos de batalla roncos además de
acelerar el paso.
Romulus fue a por el único hombre que distinguía con claridad teniendo en
cuenta que veía borroso: un peltasta gigantesco armado con un escudo revestido
de bronce con el rostro de un demonio pintado en él. Los ojos rasgados y la boca
risueña de la criatura parecían atraerle con la promesa de un traslado rápido al
Elíseo. Sin duda, el hombre que lo portaba parecía imbatible, un monstruo contra
el que no estaba en condiciones de luchar. « Que así sea —pensó Romulus con
aire desafiante—. No me avergonzaré cuando vuelva a reunirme con Brennus.
Voy a morir enfrentándome al enemigo y defendiendo el águila con todas mis
fuerzas» .
Diez pasos le separaban de la muerte. Luego cinco.
El peltasta gigantón alzó la rhomphaia con expectación.
Romulus oy ó un sonido que nunca le había parecido más oportuno. Eran las
bucinae, anunciando la carga. Tocaron una y otra vez las notas que todos los
legionarios reconocían.
César había llegado.
El ruido supuso suficiente distracción para los guerreros enemigos, que
vacilaron preguntándose qué harían los refuerzos romanos. El gigantón que
Romulus tenía delante miró hacia el flanco derecho, que había estado viniéndose
abajo antes del feroz ataque de los capadocios. Adoptó una expresión de sorpresa
y Romulus se atrevió a echar un vistazo. Para su sorpresa, vio a la Sexta Legión
liderando la carga para respaldar a la sección caída. Diezmada por los años de
guerra en la Galia, y más recientemente la campaña de Egipto, contaba con
novecientos hombres como mucho. Sin embargo, ahí estaban, corriendo hacia la
infantería póntica como si fueran diez veces más numerosos.
Lo hacían porque creían en César.
Una férrea determinación volvió a apoderarse de Romulus. Miró fijamente al
enorme peltasta en un intento por calibrar su mejor opción. Herido, sin casco y
mucho menos corpulento que el otro, necesitaba encontrarle alguna flaqueza. No
veía ninguna. La bilis se le agolpó en la garganta al dar los últimos pasos, con el
scutum en alto y el gladius preparado. A pesar de la llegada del resto del ejército,
la muerte iba a llevárselo de todos modos.
Romulus se sorprendió sobremanera cuando una piedra del tamaño de un
puño pasó silbando junto a su oreja y alcanzó al peltasta entre los ojos. Le partió
el cráneo como una pieza de fruta madura y lo hizo caer entre los soldados de
atrás como si fuera un muñeco. Al caer, la materia gris salió disparada y
manchó a los hombres de ambos lados. El horror y la conmoción se reflejaron
en sus rostros. La piedra había impactado tan rápido que daba la impresión de
que Romulus había matado a su enorme compañero de forma milagrosa.
El resto de los proy ectiles surcaron el aire en aquel momento. Mientras la
Vigésima Octava había estado luchando para sobrevivir, las ballistae se habían
preparado al otro lado de las murallas del campamento. Arriesgándose a perder
a algunos de sus hombres, César había ordenado a los artilleros que apuntaran a
la parte delantera de las filas abarrotadas del enemigo. Era una táctica
arriesgada, que compensaba con creces. Como disparaban desde menos de
doscientos pasos de distancia, el efecto de las veinticuatro catapultas resultaba
letal. Cada una de las piedras mató o mutiló a un hombre, y muchas ganaron
suficiente velocidad para escindirse o rebotar hacia delante, con lo cual hirieron a
muchos más. Se oy eron lamentos de consternación entre las atónitas tropas
pónticas.
Romulus apenas daba crédito a su suerte. Se había convencido de que su
muerte era inminente, pero la llegada inesperada de César había disipado tal
noción. Con energía renovada, Romulus saltó por encima del cadáver del peltasta
y le estampó el tachón del escudo en la cara a un guerrero de nariz aguileña.
Notó bajo los dedos el crujido audible del cartílago al romperse y el hombre se
desplomó soltando berridos. Romulus lo pisoteó para rematarlo mientras se
disponía a enfrentarse a su siguiente enemigo.
Petronius, a su izquierda, había matado a uno de los compañeros del peltasta
grandullón y se había liado a golpes con otro. Al otro lado de Romulus un
legionario alto de ojos azul acerado hacía trizas a un thureophoros de aspecto
aturdido.
Espoleado por el instinto, Romulus se internó en la masa de guerreros
confusos. Al cabo de unos segundos, aterrizó la siguiente lluvia de piedras de las
ballistae. Esta vez, sin embargo, iban dirigidas al centro del ejército póntico.
Conscientes de que los refuerzos romanos habían llegado, aunque eran incapaces
de hacer nada al respecto, los soldados enemigos se sentían impotentes bajo tan
mortífera lluvia. El pánico se apoderó de ellos y empezaron a mirar por encima
del hombro.
Romulus pudo leer el mismo sentimiento en el rostro de los peltastas y
thureophoroi que tenía delante. Hacía apenas unos instantes, habían estado a
punto de aniquilar a la Vigésima Octava. Ahora las tornas habían cambiado.
Había que aprovechar la oportunidad.
—Vamos —gritó—. ¡Estos hijos de puta van a dispersarse y echar a correr!
Al oír ese grito, los legionarios que estaban cerca redoblaron sus esfuerzos.
Detrás de ellos, aunque no lo veían, la caballería póntica se había separado para
evitar que los rodearan por detrás. Pudiendo entonces atacar al núcleo principal
del enemigo, los centuriones hicieron dar media vuelta a sus hombres maltrechos
y los condujeron colina abajo hacia la contienda.
Iban seguidos muy de cerca por tres legiones más, lideradas por César en
persona.
La imagen fue demasiado para la infantería póntica. Se quedó paralizada.
Entonces, a lo largo de todas las filas, los legionarios de aspecto adusto chocaron
contra ellos. Con renovada confianza, los romanos aprovecharon la ventaja que
suponía estar en una posición más elevada para atacar al enemigo como arietes
individuales, y derribaron por completo a muchos guerreros. Hasta los
capadocios, que tan cerca habían estado de ganar la batalla, fueron sorprendidos
por la virulencia del ataque de la Sexta.
La valentía de los soldados del ejército póntico se evaporó y fue reemplazada
por el terror.
Romulus vio el cambio de actitud. Aquél era el momento en que la derrota se
convertía en victoria. La euforia sustituy ó todo su temor y el dolor que tenía en la
cabeza pasó a un segundo plano. « Basta con un segundo» , pensó. Encantado,
Romulus observó cómo los peltastas y thureophoroi presas del pánico giraban
sobre sus talones y echaban a correr. Soltaron armas y escudos y se abrieron
paso a empujones con el ahínco que provoca el miedo absoluto. Lo único que
querían era evitar las espadas vengadoras de los legionarios de César.
Sin embargo, no iba a haber clemencia. Había pocas cosas más fáciles en la
batalla que perseguir a un contrincante que huy e colina abajo. Bastaba con no
dejar de perseguirlo. Miles de hombres intentaban escapar a la vez y la
posibilidad de reagruparlos era mínima. « ¿Quién va a quedarse a luchar cuando
ninguno de sus compañeros lo hace?» , pensó Romulus. No obstante, el intento
primigenio de los soldados pónticos fue su perdición. Matarlos entonces resultaba
tan fácil como hacer caer limones de un árbol. Disciplinados como ninguno, los
legionarios siguieron a sus adversarios y los mataron a cientos.
Abatieron a los guerreros enemigos atacándoles por la espalda desprotegida o
hiriéndoles en las piernas. Los que los seguían dieron muerte a los heridos
clavándoles los gladii. Sin embargo, ni siquiera tanta eficacia fue la responsable
de todas las muertes. Muchos hombres cay eron por la ladera empinada al
tropezar con matojos o soltárseles una tira de la sandalia. No tuvieron ocasión de
levantarse. Los demás peltastas y thureophoroi se limitaron a pisotearlos contra el
terreno polvoriento. Estaban tan aterrorizados que habían dejado atrás la sensatez
y el buen juicio. Lo único que podían hacer los soldados pónticos era correr.
Al pie de la ladera, la matanza continuaba. Romulus observó horrorizado
cómo docenas de guerreros eran derribados por la presión y luego lanzados bajo
el agua por los compañeros que intentaban cruzar el arroy o. Vadeando con el
agua hasta los muslos, los legionarios mataron a los hombres que se ahogaban
golpeándoles de cualquier manera con la espada, o incluso los scuta. Los
enemigos seguían sin oponer resistencia, sólo sentían un pánico cegador. A pesar
de la matanza, miles de ellos consiguieron vadear el curso de agua y huy eron
colina arriba hacia la seguridad que les ofrecían sus fortificaciones.
Pronto hubo gran cantidad de romanos en la orilla más alejada. Siguiendo las
órdenes relajadas de sus oficiales, se reagruparon de forma ordenada y
empezaron a marchar hacia el campamento póntico. Los guerreros que huían
gimieron de terror cuando vieron que sus adversarios no se habían parado.
Romulus echó la vista atrás hacia los bucinatores, que descendían como todos
los demás. ¿Tocarían retirada? Al fin y al cabo, la batalla estaba ganada. Las
bucinae permanecían en silencio, lo cual era mala señal. No iba a haber tregua.
—¡Adelante, adelante! —gritaban los centuriones—. ¡Subid la colina! ¡Hay
que tomar su posición!
Invadidos todavía por el ansia de batalla, Romulus y Petronius cargaron
contra el enemigo.
Apenas cuatro horas después de su inicio, la batalla y a había terminado.
Después de que las siguieran hasta lo alto donde estaban sus fortificaciones, las
fuerzas pónticas no habían tenido la más mínima posibilidad de reagruparse. Tras
un choque breve pero feroz, las murallas fueron asaltadas y los portones se
abrieron. Miles de legionarios entraron en la fortaleza, empeñados en seguir
matando. Entre tanto caos, el rey Farnaces consiguió escabullirse. Se marchó
cabalgando con unos pocos jinetes gracias a que los soldados romanos
vencedores habían hecho una parada para saquear su campamento.
« Poco importa que Farnaces se hay a marchado» , pensó Romulus mientras
estaba con Petronius, mirando hacia el otro lado del valle. Ambas laderas estaban
cubiertas de cadáveres y hombres heridos. Las bajas romanas eran la minoría, y
todos los supervivientes del ejército enemigo habían sido hechos prisioneros. Alzó
la vista al cielo azul despejado y el sol abrasador que lo inundaba. Apenas era
mediodía. ¡Con qué rapidez habían cambiado los dioses de destinatario de sus
favores! Hoy el panteón al completo sonreía a César y su ejército. Romulus
inclinó la cabeza para adorarlos en silencio. Gracias, Mitra, Sol Invictus. Gracias
Júpiter y Marte.
—Vay a mañanita —dijo Petronius. Tenía la cara, los brazos y el gladius
llenos de salpicaduras de sangre seca—. ¿Quién iba a pensar que sobreviviríamos
a esto, eh?
Romulus asintió, incapaz de articular palabra. Mientras se le aplacaba la
subida de adrenalina, el dolor de la herida que tenía en la cabeza se le
multiplicaba y empezaba a resultarle insoportable. Se tambaleaba de un lado a
otro como un borracho.
Petronius se dio cuenta enseguida.
—Apóy ate en mí, compañero —dijo amablemente—. Vay amos al arroy o a
limpiarte. Luego buscaremos un puesto de primeros auxilios donde un médico te
examine la herida.
Romulus no puso ninguna objeción. Agradecía el apoy o que le brindaba el
brazo de Petronius. Nadie más podía ay udarle. Al igual que muchos otros
hombres, la pareja se había separado de sus unidades durante la persecución
frenética del enemigo. Por el momento, daba igual: la batalla había terminado y
las cohortes se reagruparían en cuanto regresaran al campamento.
Bajaron lentamente hasta el riachuelo, bloqueado por cientos de cadáveres.
Fueron río arriba hasta un punto en el que el agua fluía limpia; los dos amigos se
quitaron la ropa y se sumergieron. Muchos otros legionarios hacían lo mismo,
ansiosos por quitarse de encima el sudor, la suciedad y la sangre seca que tenían
por todo el cuerpo. Débil y tambaleante, Romulus permaneció en el bajío y dejó
que Petronius le limpiara la herida de la cabeza. El agua fría le mitigó
ligeramente el dolor, pero Romulus no se sentía bien. Veía borroso y, aunque
Petronius estaba a su lado, la voz del veterano iba y venía como si estuviera
andando alrededor de él.
—Mejor que vay amos ahora a buscar a un médico —musitó Petronius
mientras ay udaba a Romulus a colocarse en la orilla—. Después de esto
necesitarás una buena dormida.
Romulus sonrió con debilidad.
—De todos modos, antes quiero unas cuantas copas de vino.
—Ya encontraremos un odre por ahí —repuso Petronius, sin ser demasiado
capaz de disimular la preocupación que sentía—. Buen chico.
—Me recuperaré dentro de un par de días —protestó Romulus mientras cogía
su túnica.
—Así me gusta, camarada —dijo una voz desconocida—. ¡Los legionarios de
César nunca se rinden!
—¡Y menos aún los de la Sexta! —exclamó otro.
Se oy eron unos gritos de entusiasmo.
Los dos amigos se volvieron. Había llegado otro grupo de soldados dispuestos
también a quitarse de encima la mugre de la batalla. Romulus no reconoció a
ninguno de ellos. Llevaban la cota de malla oxidada y maltrecha y las espadas
melladas, pero la arrogancia facilona que destilaban hablaba por sí sola. Aunque
algunos tenían heridas superficiales, no había ningún herido de gravedad.
Aquéllos eran algunos de los legionarios que, superados en número de forma
exagerada, habían evitado que el flanco derecho se disgregase antes del ataque
capadocio. La Sexta Legión.
Su líder era un bestia de complexión fuerte y pelo oscuro. Lucía varias
phalerae de bronce y de plata en el pecho, encima de la cota de malla. Se acercó
más a Romulus y observó la herida larga y abierta con ojo crítico.
—Eso te lo ha hecho una rhomphaia. Te pilló desprevenido, ¿eh?
Romulus asintió avergonzado.
El soldado le dio una palmada en el hombro.
—Pero ¡has sobrevivido! Y además has matado al cabrón que te lo hizo,
supongo.
—Pues sí —declaró Romulus con orgullo.
—No te volverá a pasar —le confesó el otro—. Los buenos legionarios
aprenden rápido y se nota que tú eres de ésos. Como nosotros.
Los recién llegados le dedicaron miradas de aprobación y a Romulus se le
hinchió el corazón de orgullo. Ahí estaban algunos de los mejores hombres de
César aceptándolo como uno de ellos.
—Veo que y a habías sufrido otras heridas —observó el legionario corpulento.
Señaló con un dedo grueso el verdugón púrpura que Romulus tenía en el muslo
derecho—. ¿Quién te hizo eso?
Romulus estaba aturdido y no era capaz de pensar con claridad.
—Un godo —respondió con sinceridad.
No advirtió la reacción de sorpresa de Petronius.
El soldado se quedó parado.
—¿De qué legión habéis dicho que sois, chicos?
—De la Vigésima Octava —respondió Petronius con desconfianza, intuy endo
peligro. Intentó llevarse a Romulus en otra dirección.
—Espera. —Era una orden, no una petición.
Petronius se quedó parado y evitó mirarle a los ojos.
—La Vigésima Octava nunca ha servido en la Galia ni en Germania —
masculló el legionario moreno.
—No. —Romulus conocía lo suficiente la historia de su nueva unidad como
para responder, aunque no tenía ni idea de adónde iría a parar aquella
conversación—. Es verdad.
—Entonces ¿dónde coño has peleado contra un godo? —preguntó el otro
enfadado.
Romulus lo observó como si fuera imbécil.
—En el ludus.
El rostro del legionario grandullón era la viva imagen de la conmoción y la
indignación.
—¿Qué has dicho?
Romulus miró a Petronius, que estaba igual de asombrado. Acabó por darse
cuenta de lo que había dicho e hizo ademán de coger el gladius. No lo llevaba,
pues todavía no se había vestido y el arma se encontraba encima de la ropa a
unos pasos de distancia.
—¡No me lo puedo creer! —gruñó el soldado, alzando la espada
ensangrentada—. ¿Un esclavo en la Vigésima Octava? Esto no puede quedar así,
¿a que no?
Los hombres profirieron gritos de indignación y se abalanzaron para coger a
Romulus por los brazos. Estaba demasiado débil para resistirse y, cuando
Petronius intentó intervenir, lo dejaron clavado en el suelo a base de golpes y
patadas.
Romulus empezó a comprender el enorme peligro que encerraba la situación
entre la confusión causada por el dolor.
Las siguientes palabras del legionario de pelo oscuro lo pusieron de
manifiesto.
—Creo que tendríamos que rematar la jornada como es debido —exclamó
—. No hay nada como presenciar una crucifixión con un odre de vino.
Después de tal declaración, se oy ó una fuerte ovación.
7
La aventura
Rodas
Cautiverio
F abiola volvió a sumar otra vez las cifras del pergamino con el ceño fruncido.
No cambiaba nada: eran igual de deprimentes que la primera vez que había
realizado el cálculo. Había transcurrido cierto tiempo desde que comprara el
Lupanar y el negocio no mejoraba. No es que no hubiera estado ocupada, pensó
enfadada. El burdel se había reformado en su totalidad y se había cambiado el
agua de los baños. Quince matones reclutados por Vettius pululaban por la
entrada y la calle, dispuestos a pelear en cuanto fuera necesario. A no ser que se
dispusiera de una fuerza muy nutrida, atacar el local equivalía a un suicidio.
Gracias a unos cuantos sobornos bien colocados en el mercado de esclavos,
Fabiola se había adueñado de un grupo de prostitutas nuevas: morenas, judeas de
piel morena, ilirias con mechones azabache y nubias bien negras. Incluso había
una muchacha de Britania de pelo rojizo y una tez tan blanca que era la envidia
de Fabiola.
Habían colgado carteles anunciando la renovación del Lupanar por toda
Roma con el fin de atraer tanto a nuevos clientes como a los antiguos. Siendo
como era un método habitual para darse a conocer, tenía que haber atraído a una
avalancha de hombres. Sin embargo, no había sido más que un goteo. Fabiola
suspiró. Había infravalorado la capacidad de Scaevola para influir en su negocio.
No cabía la menor duda de que el fracaso del burdel renovado se debía al
fugitivarius, cuy o bloqueo del Lupanar había empezado un día después de la visita
de Antonio. Su esperanza de que Scaevola se enterara de su romance con el jefe
de Caballería y desapareciera había resultado en vano. Si bien Fabiola no
pensaba que Antonio estuviera enterado de su odio inveterado, tampoco se había
atrevido a mencionárselo aún. Siempre que se proponía decírselo, su nuevo
amante se deshacía en elogios para con el fugitivarius.
La táctica inicial de Scaevola había sido rotunda: sus matones intimidaban sin
miramientos a los clientes potenciales justo fuera del burdel. Enfurecida, Fabiola
había enviado a Vettius y a sus hombres a que lidiaran con ellos. Tras una batalla
encarnizada y un puñado de bajas, el fugitivarius había retirado sus fuerzas a las
calles circundantes. La situación se había zanjado con una paz precaria, truncada
por alguna que otra escaramuza sangrienta. Si bien las peleas no beneficiaban al
negocio, el daño que infligía la sempiterna presencia de los matones era incluso
peor. Era imposible detenerlos. Los guardas de Fabiola no podían proteger el
Lupanar y además estar apostados en todas las esquinas noche y día.
Todo resultaba bastante deprimente, pensó Fabiola de malhumor. El capital de
Brutus no era ilimitado y el local no generaba beneficios. Si bien no le importaba
pasarse la may or parte del día en el burdel, la escasez de clientela implicaba que
tenía la suerte de identificar a algún militar de alto rango que estuviera dispuesto
a participar en una conspiración contra César. Había instruido a todas sus
prostitutas para que repitieran cualquier detalle, por pequeño que fuera, que los
clientes dejaran escapar sobre la situación política. Con ese conocimiento,
Fabiola pensaba centrar su atención en quienes criticaban a César de algún modo.
No obstante, la información, al igual que los clientes, escaseaba. Lo que
imaginaba era que la may oría, para evitar meterse en líos, mantenía la boca
cerrada.
Fabiola se pasó semanas cavilando en el Lupanar. Hasta Brutus, que trabajaba
del alba al anochecer en asuntos oficiales, había advertido su mal humor.
—Comprar ese dichoso antro fue mala idea desde el comienzo —exclamó
durante una de las peleas que tenían últimamente. Alarmada por la volatilidad de
la reacción de Brutus, había adoptado una campaña de imagen para aplacar la
preocupación de él. Por el momento había funcionado. Ahora Fabiola se
esforzaba por estar en casa cuando él llegaba, preparada para dedicarle las
atenciones a las que él estaba acostumbrado. No podía permitirse el lujo de
disgustar a Brutus, sobre todo ahora que era la amante de Marco Antonio.
Aquel acto impulsivo le había complicado la vida mucho más y era una
fuente de peligro. No obstante, llegados al punto que estaban, Fabiola no podía
contenerse. Todo había comenzado con un plan sencillo: que el jefe de Caballería
fuera su red de seguridad en caso de que Brutus llegara a abandonarla, o que
Antonio resultara ser otro aliado posible contra César. Por supuesto, todo aquello
era un ejercicio de autoengaño. En Roma, Antonio tenía fama de perseguir a las
esposas de los senadores, así que no iba a perder la cabeza por Fabiola o a
preferirla antes que a las demás. También era el más ferviente seguidor de
César, y amenazaba con asesinar a sangre fría a cualquiera que albergara el
menor pensamiento desleal relativo al dictador de la República. Si se enteraba de
los planes que Fabiola tenía para César, más le valía que fuera firmando su
sentencia de muerte. Debería haber puesto fin a aquella aventura después del
primer encuentro.
Fabiola se había dado cuenta de todo aquello a los pocos días de reunirse con
Antonio; pero ahí estaba, viéndose con él cada vez que él lo pedía. La embargaba
un profundo sentimiento de culpa por serle infiel a Brutus, aunque eso no bastaba
para que se reprimiera. El hecho de que Brutus no se lo mereciera tampoco
servía. Fabiola odiaba su propia debilidad, y sin embargo no hacía nada al
respecto. En lo más profundo de su ser, sabía por qué. Se había liado con Antonio
porque su magnetismo animal, su presencia desasosegante y sus ademanes
seguros la tenían hechizada. El jefe de Caballería era un macho alfa de la cabeza
a los pies, mientras que Brutus, un hombre bueno en todos los sentidos, no lo era.
En presencia de Antonio, Fabiola no siempre era quien mandaba. Era una
situación de lo más inusual para ella y, después de tantos años controlando a los
hombres, le gustaba. También disfrutaba con la forma que Antonio tenía de
desnudarla con la mirada, de recorrerle el cuerpo desnudo con las manos y con
la sensación de tenerlo bien adentro.
Fabiola temía la reacción de Brutus si descubría su relación ilícita. El jefe de
Caballería no le caía bien, por no decir otra cosa, y cuando le provocaban tenía
un temperamento feroz. Así pues, Fabiola tomaba todas las precauciones posibles
cuando se reunía con Antonio. Salía del burdel a hurtadillas protegida tan sólo por
Vettius o Benignus y se reunía con él en posadas discretas de las afueras de
Roma, o en una de las residencias privadas que Antonio tenía en la ciudad. Jovina
sospechaba que algo pasaba, pero tuvo la discreción de no preguntar. Ahora que
y a no mandaba, ninguno de los esclavos o prostitutas le contaba nada, lo cual era
como quedarse ciega y sorda de un plumazo. Fabiola era consciente de lo fácil
que sería que un esclavo cotilleara con otro, o un cliente. Un escándalo como su
romance se propagaría más rápido que la peste, de ahí que se vieran fuera del
burdel. Los únicos que sabían la verdad eran Docilosa y los dos porteros.
Benignus y Vettius adoraban tanto a Fabiola que no les importaba lo que hiciera y
si bien a Docilosa no le parecía bien, no pensaba más que en Sabina, con quien se
había reencontrado después de que se le pasara la fiebre.
Aunque Antonio no hablaba demasiado sobre asuntos oficiales durante sus
citas, era inevitable que de vez en cuando se le escapara algo. Fabiola
aprovechaba las oportunidades como un ave que se cierne sobre su presa y por
eso sabía de la existencia de más de media docena de hombres sospechosos de
tramar contra César. Muchos, como Marco Bruto y Casio Longino, eran ex
republicanos a quienes César había indultado después de Farsalia. Fabiola se
pasaba día y noche cavilando sobre ellos, presa de una enorme frustración.
¿Cómo podía reunirse con ellos en privado y ganarse su apoy o? Debido a su
condición femenina y a su ocupación anterior, Fabiola no tenía demasiado
contacto con la nobleza. Por supuesto que Brutus la llevaba al teatro y a
banquetes, pero aquellos no eran ni mucho menos los lugares más adecuados
para fomentar la alta traición. Lo que necesitaba era que quienes odiaban a César
cruzaran la puerta de su prostíbulo. Frunció el ceño. No existían demasiadas
posibilidades de que eso sucediera con el bloqueo de Scaevola. Resultaba
profundamente frustrante, un círculo vicioso que hacía meses que se prolongaba.
Para romperlo, tendría que sacar a colación el tema del fugitivarius con Antonio.
Unos gritos repentinos procedentes de la calle animaron a Fabiola. En vez de
Scaevola o sus matones, era el sonido de ciudadanos borrachos y exaltados.
Atraídos por la perspectiva de los juegos de César, miles de personas llenaban las
calles de la capital. Se habían programado varias semanas de entretenimiento
para celebrar su victoria reciente sobre Farnaces en Asia Menor, que habían
empezado hacía un par de días. Brutus estaba entusiasmado con la calidad de los
gladiadores que iban a luchar. Daba la impresión de que el influjo de visitantes a
la ciudad había rebajado la capacidad del fugitivarius para afectar al negocio de
Fabiola, y eso aumentaba la clientela. Lanzó una mirada al pequeño altar del
rincón. Tal vez Mitra o Fortuna le enviaran a alguno de los nobles que Antonio
había mencionado.
« ¿Qué habrá sido de Romulus? —pensó con aire culpable—. ¿Cómo voy a
olvidarlo?» . Su rotunda negativa a creer que su mellizo estaba muerto le había
dado un motivo para seguir viviendo, sensación que había culminado
milagrosamente cuando lo había visto en Alejandría. Sin embargo, no había
tenido noticias de Romulus desde entonces. En plena guerra civil, las legiones de
César estaban constantemente en movimiento, y costaba conseguir información
significativa sobre ellas. Los oficiales de intendencia y los altos mandos con
quienes habían contactado los mensajeros de Fabiola no habían cooperado
prácticamente nada. Teniendo en cuenta lo ocupados que estaban intentando
conseguir suministros y equipamiento, reclutando a hombres nuevos para sustituir
las bajas y preparándose para las nuevas campañas de César, no era de extrañar
que se dedicaran a otros menesteres en vez de a encontrar a un soldado raso
entre miles de ellos. Además, Romulus no era precisamente un nombre original,
se había burlado incluso un centurión.
Atrapada en Roma, Fabiola se había resignado a no volver a ver a su
hermano hasta que terminara la guerra y las tropas de César regresaran a casa.
Si es que sobrevivía, claro. No había ninguna garantía de que eso fuera a suceder.
La embargó una nueva oleada de culpabilidad. Para vergüenza de Fabiola, luego
le llegó el resentimiento. ¿Acaso no hacía todo lo que podía? Seguía rezando a
diario por Romulus. Había enviado a mensajeros con la información relevante a
todas las legiones del ejército. Si no encontraban nada, poco podía hacer ella.
¿Tan mal estaba que mientras tanto intentara pasarlo bien? Al fin y al cabo, no
era una virgen vestal.
—¿Señora?
La voz de Docilosa atravesó la ensoñación de Fabiola.
—Ya sabes que no quiero que me llames así —le dijo por enésima vez.
—Lo siento —se disculpó Docilosa—. Es una vieja costumbre. —Llevaba una
capa con capucha y parecía lista para salir.
—¿Vas a ver a Sabina? —preguntó Fabiola.
Esbozó una tímida sonrisa.
—¿Hay algún problema?
—Por supuesto que no —repuso Fabiola con cariño—. Ve siempre que
quieras. —La alegría de Docilosa por haber encontrado a Sabina la enternecía.
Sin embargo, también sentía unas punzadas de tristeza. ¿Cómo habría sido ver a
su madre otra vez después de tantos años? Nunca lo sabría—. Ten cuidado.
Mantente alerta por si ves a Scaevola.
Docilosa se levantó la capucha.
—No te preocupes. Vettius no me dejará salir hasta que la calle esté
despejada. —Al igual que todos los residentes del burdel, se había acostumbrado
a mezclarse rápidamente entre el gentío.
Fabiola asintió, su sensación de culpa por Romulus y el deseo de ver a
Antonio la sacudieron con fuerza. Adoptó una expresión sombría sin darse
cuenta.
Docilosa no se movió.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. Últimamente estás rara.
Fabiola esbozó una sonrisa forzada que resultó poco convincente. ¿A qué venía
el interés de Docilosa?
—No pasa nada —musitó.
Su criada alzó una ceja.
—¿Pretendes que me lo crea?
—Tengo muchas cosas en la cabeza —dijo Fabiola—. Scaevola sigue por ahí.
El negocio no prospera como debería. No tengo arcas sin fondo.
—Hacemos todo lo que podemos con respecto a esas tres cosas —repuso
Docilosa sin inmutarse. Observó el rostro de Fabiola—. Pasa algo más… te lo veo
en los ojos.
Fabiola bajó la mirada y deseó que su criada se marchara de una vez. Le
costaba ocultarle sus emociones a Docilosa, y todavía no estaba preparada para
revelarle su plan de matar a César. Ahora tenía dos secretos sucios más: el placer
que le producía su romance con Antonio y el resentimiento vergonzoso acerca de
Romulus. De repente aquellos pensamientos íntimos le parecieron demasiado
para sobrellevarlos sola. Fabiola miró a Docilosa.
—Yo… —vaciló.
—Cuéntame —instó Docilosa—. Soy toda oídos.
« Debería explicárselo —pensó Fabiola—. Con todo lujo de detalles. Ella lo
entenderá» . Así fue cuando no pudo soportar más la idea de Carrhae. Seguía
teniendo muy vivo el recuerdo de su colapso el mismo día en que Brutus había
aparecido con su manumisión. Docilosa había sido quien la había escuchado y
tranquilizado, antes de enviar a Fabiola ante su amante en el que había resultado
ser el encuentro más importante de su vida.
—Es sobre César —empezó a decir—. Y Romulus. Y… —Se le secó la voz.
Docilosa acabó la frase de Fabiola en su lugar.
—¿Marco Antonio?
Ella asintió, incapaz de pasar por alto la desaprobación severa del tono de
Docilosa.
No había tiempo para continuar con la conversación. Había llegado un
cliente. Entró tras decirle unas cuantas palabras a Vettius por encima del hombro.
Era un hombre alto y fornido con una capa y túnica sencillas que llevaba un
gladius envainado colgado del cinturón. Era la marca de un soldado, pensó
Fabiola. Entonces se giró hacia ella y a ella se le revolvió el estómago. Los ojos
azules decididos, la larga nariz recta y el pelo castaño rizado eran inconfundibles.
Era Marco Antonio.
—¡Sorpresa! —Hizo una media reverencia ante Fabiola con la que le llegó un
fuerte tufo a vino.
—Antonio, ¿qué estás haciendo aquí? —susurró Fabiola. Estaba perdiendo los
nervios rápidamente. Jovina estaba en la cocina, pero podía aparecer por el
pasillo en cualquier momento. Si la vieja madama le veía, ataría cabos en un
abrir y cerrar de ojos—. Estás borracho —le regañó, tomándole del brazo e
intentando conducirle hacia la puerta.
Antonio no estaba dispuesto a moverse.
—He tomado un poco de vino —reconoció con una sonrisa—. Eso no tiene
nada de malo.
Fabiola disimuló su impaciencia. A esas alturas y a sabía que se excedía con la
bebida. Antonio era un soldado descontrolado a quien no le importaba lo que
pensaran los demás. Solía asistir a las reuniones políticas bajo los efectos del
alcohol e incluso había vomitado delante de todo el Senado en una ocasión. Ahora
su bravuconería le había llevado allí, a plena luz del día.
—¿Vienes solo? —preguntó ella.
—Por supuesto. —Parecía ofendido—. Ni lictores, ni guardas. Incluso he
dejado mi cuadriga en casa. —Se tiró de la túnica de hombre sencillo que llevaba
—. Mira. Por ti.
Impresionada, ella le tocó la mejilla. La cuadriga británica de Antonio era su
may or orgullo. Igual que el gusto por llevar el uniforme militar.
—¿Nadie te ha visto entrar?
—Me he ocultado la cara todo el camino —declaró, levantándose un pliegue
de la capa con gesto exagerado—. Sólo lo sabe el portero.
—Bien —repuso Fabiola, aunque seguía preocupada. Incluso sin su camarilla
de seguidores, Antonio resultaba reconocible por todos. A pesar de sus protestas,
le habrían identificado. Por otro lado, resultaba excelente que Scaevola y sus
hombres le vieran entrar en el Lupanar. Quizá se lo pensaran dos veces antes de
volver a atacarle. Pero la visita de Antonio seguía siendo un arma de doble filo.
Fabiola no podía permitirse el lujo de que se quedara allí más tiempo del
necesario para disfrutar de los servicios de una prostituta. También tendría que
marcharse con discreción o Brutus se enteraría de que el jefe de Caballería, su
enemigo, frecuentaba el Lupanar.
Antonio le miró el escote y Fabiola notó una punzada de deseo.
—Necesito poseerte —masculló—. Ahora mismo.
Fabiola también lo deseaba. De forma apremiante. Lanzó una mirada a
Docilosa, que captó la indirecta.
—Voy a buscar a Jovina —declaró—. Tengo que preguntarle una cosa.
« Bendita sea —pensó Fabiola, sabiendo que la madama no se interpondría—.
A pesar de mis actos, Docilosa sigue siéndome leal. No habrá problemas cuando
le cuente lo de César. Romulus también regresará algún día. Mis actos no lo
impedirán» . Perdió el rastro de todo pensamiento coherente cuando Antonio la
arrastró a un largo beso. Al final, Fabiola consiguió quitarse de encima sus manos
de pulpo.
—¡Aquí no! —le regañó—. Estamos casi a la vista del público.
—Mejor —replicó Antonio—. Te follaría delante de toda Roma.
Frunciendo los labios con aire seductor, Fabiola lo condujo al primer
dormitorio, que sabía que estaba vacío. Se quitaron la ropa rápidamente,
pellizcándose y acariciándose mutuamente en una oleada de lujuria. A Fabiola se
le puso la piel de gallina cuando Antonio la besó en el cuello y le recorrió la
espalda hasta llegar a las nalgas con la y ema de los dedos. Detuvo la mano unos
instantes antes de pasar delante y cubrir el sexo húmedo de Fabiola. Ella separó
las piernas para dejarle introducir un dedo. Lo movió adentro y afuera,
encorvándose para lamerle los pezones a la vez. No era suficiente. Gimiendo,
Fabiola se apartó y subió a la cama. A cuatro patas, se giró para mirarlo.
—¿Estás bien?
Con un gruñido, Antonio dio un salto para reunirse con ella. Con un fuerte
empujón, introdujo su miembro erecto en lo más profundo de su ser.
—¡Por todos los dioses, qué bien se está ahí dentro! —exclamó moviendo las
caderas. Fabiola lo alentó y desplazó la mano hacia atrás para introducírselo más
adentro. Espoleados por la lujuria, se movían cada vez más rápido y perdieron
toda noción de lo que los rodeaba. Lo único que importaba era su placer
arrollador. Fabiola se rindió a sus sentimientos. Nunca antes había experimentado
el sexo de esa manera. Como prostituta, había disfrutado del acto en un puñado
escaso de ocasiones con clientes jóvenes y atentos. Con Brutus, resultaba
agradable, incluso familiar. No obstante, ni una sola vez había experimentado
aquella sensación extraordinaria, que amenazaba con superarla. De forma
inconsciente, Fabiola desplazó la mano derecha entre sus muslos, a tientas. Sus
dedos se colocaron en la protuberancia carnosa que le servía para darse placer y
empezó a restregarla. Se acopló a Antonio con más fuerza.
Al cabo de unos instantes, llamaron discretamente a la puerta. Fabiola apenas
lo oy ó.
Antonio ni se enteró. Agarrado a la cintura de Fabiola, la embestía ajeno a
cualquier otra cosa.
El segundo golpe fue más fuerte. Una voz la llamó con voz queda.
—¿Señora?
Fabiola se quedó quieta.
—¿Vettius? —preguntó, asombrada por la insolencia del portero.
—Sí, señora.
Fabiola notaba su vergüenza aun estando al otro lado de la puerta. Su enojo se
fue disipando. Para que el portero la interrumpiera en un momento como aquél,
tenía que tratarse de algo grave.
—¿Ocurre algo?
Vettius soltó una tos incómoda.
—Brutus está bajando por la calle. Se encuentra a poco más de cien pasos de
distancia.
—¿Estás seguro? —exclamó Fabiola. Sus pensamientos lujuriosos se
desvanecieron de inmediato. Brutus casi nunca acudía al prostíbulo. ¿A qué venía?
—Sí, señora —fue la respuesta—. Puedo entretenerle en la puerta, pero no
por mucho rato.
—Pues entretenle —susurró girándose hacia Antonio enseguida—. ¡Para!
Él estaba demasiado obnubilado. Ey aculó en su interior con el rostro
encendido.
Fabiola se apartó de él y se enfadó.
—¿No lo has oído? Brutus está al caer.
Antonio hizo una mueca de desprecio.
—¿Y a mí qué me importa? Eres mía, no suy a. Que entre ese perro y verá lo
que es bueno.
—No —dijo Fabiola, viendo cómo todos sus planes se desvanecían—. Él no lo
soportará.
Antonio se echó a reír y señaló su gladius.
—¿Ah, no?
Una sensación de pánico le cerró la garganta a Fabiola. Aun desnudo, la
arrogancia de Antonio no conocía límites. Se puso el vestido y se estrujó el
cerebro para encontrar la manera de que cediera.
—¿Qué opinará César de todo esto? —preguntó ella al final—. No puede
decirse precisamente que este comportamiento sea digno de su lugarteniente.
A Antonio se le ensombreció el semblante de inmediato.
Fabiola sabía que había dado en el clavo. Parecía un muchacho al que su
padre llamaba la atención.
—¿Acaso quieres que César caiga en desgracia? Acaba de volver de Asia
Menor y pretendes desprestigiar su nombre. —Arrojó la túnica a Antonio y se
sintió aliviada cuando él se la deslizó por los hombros. Le siguió el licio y luego el
cinturón. Al cabo de unos instantes, Fabiola empujaba a Antonio hacia la
recepción.
—Vete —le dijo con voz apremiante—. Y la próxima vez envía a un
mensajero.
Él la atrajo hacia sí para darle un último beso.
—¿Qué digo si Brutus me ve? —preguntó, envuelto en un velo de inocencia.
—Dile que has estado bebiendo y que te has enterado de que había putas
nuevas. Que querías probar alguna.
Aquella excusa le gustó.
—¡Diré que valen su peso en oro!
Fabiola sonrió.
—Márchate —le rogó—. O mi vida dejará de tener sentido.
—Eso no pasa ahora, ¿verdad? —Antonio le pellizcó el trasero antes de
hacerle una reverencia y marcharse.
Fabiola hizo un par de respiraciones profundas. « Cálmate» , se dijo. La calle
era estrecha; seguro que Brutus se cruzaba con Antonio y, como es natural, se
pondrían a hablar. Tenía poco tiempo. Fue corriendo a su despacho y se miró en
el pequeño espejo de bronce que tenía en el escritorio. Tenía la cara roja y
sudorosa, y el peinado, que solía llevar impecable, deshecho. Se la veía
desaliñada, como quien acaba de mantener relaciones sexuales. Eso tenía que
cambiar, y rápido. Fabiola cogió uno de los pequeños recipientes de arcilla que
tenía en la mesa y se dio unos toques de albay alde en las mejillas. Experta en
maquillarse, enseguida adoptó un aspecto enfermizo. Se dejó el pelo suelto y se
secó el sudor sólo en parte. Quería aparentar que tenía fiebre.
No tardó en oír a Vettius hablando con Brutus en la puerta principal. Como
había dicho, el enorme portero lo entretuvo el máximo posible. A Fabiola le entró
el pánico porque de repente no estaba tan convencida de su capacidad para
engañar a su amante una vez más. De todos modos, tenía que conseguirlo como
fuera.
—¿Fabiola?
Enseguida recuperó los reflejos.
—¿Brutus? —dijo con voz débil—. ¿Eres tú?
—¿Qué estás haciendo aquí dentro? —Estaba en el vano de la puerta del
despacho—. Cielos, tienes un aspecto horrible. ¿Estás enferma?
Fabiola sintió un gran alivio y asintió.
—Creo que Docilosa me ha contagiado la fiebre —dijo.
Brutus se acercó a ella y le levantó el mentón. Cuando se fijó en lo pálida que
estaba y en las ojeras que se había pintado cuidadosamente, soltó una maldición.
—Pero ¿por qué estás levantada? —preguntó con voz preocupada—.
Necesitas un médico.
—Estoy bien —protestó Fabiola—. Un día en cama y me pondré bien.
—Jovina debería encargarse de la recepción —masculló él.
—Lo sé —dijo Fabiola—. Lo siento.
Brutus suavizó la expresión.
—No hace falta que te disculpes, amor mío. Pero no estás en condiciones de
trabajar.
Fabiola se sentó en el extremo del escritorio y exhaló un suspiro.
—Eso está mejor —susurró. No descansaría hasta saber qué le traía por ahí
—. ¿Qué te trae por el Lupanar tan temprano por la mañana?
—Podría preguntar lo mismo de Antonio —respondió Brutus con un destello
de ira—. Por todos los dioses, ¿qué estaba haciendo aquí?
« Ten cuidado —pensó Fabiola—. Recuerda lo que le dijiste a Antonio que
explicara» .
—Ya sabes cómo es. Ha estado bebiendo toda la noche y le ha dado por venir.
Nuestros anuncios sobre las nuevas prostitutas deben de haber funcionado. —
Desplegó una amplia sonrisa.
Brutus frunció el ceño.
—Ese gilipollas tendría que ir a otro sitio.
—Ya irá —murmuró Fabiola—. Un hombre como él raramente labra el
mismo campo dos veces. —La veracidad de sus palabras la sorprendió. ¿Por qué
lo arriesgaba todo con un crápula como él?
Brutus hizo una mueca.
—Es verdad. —Entonces sonrió y volvió a ser la persona que Fabiola tanto
apreciaba—. He venido a ver si me acompañas a los juegos de César esta
mañana, pero teniendo en cuenta que estás enferma, de eso ni hablar.
Fabiola aguzó el oído. Aunque Romulus y a no era gladiador, pensaba en él
cada vez que se mencionaba la arena.
—¿Hay algo especial?
—¿Esta mañana? —Brutus parecía satisfecho de sí mismo—. Sí. Hay un
animal al que llaman el toro etíope. Tiene el tamaño de medio elefante, pero con
dos cuernos y una piel acorazada. Según dicen, es imposible matarlo. Pensé que
te gustaría verlo.
Fabiola sabía que el animal no iba a limitarse a pasearse por ahí para que lo
admirasen.
—¿Quién va a enfrentarse a él?
Brutus se encogió de hombros.
—Un par de noxii. Desertores de una de las legiones de César, creo. Vamos,
que no será una gran pérdida.
Su actitud desenfadada hizo que a Fabiola le entraran náuseas. ¿Quién se
merecía morir de ese modo?
—Gracias —susurró—. Pero no puedo ir.
11
El toro etíope
E raexpectante
sólo media mañana, pero el anfiteatro y a estaba lleno. La multitud gritaba
por encima de la cabeza de Romulus. Todos los presos sabían por
qué y el miedo se propagaba entre ellos, lo cual aumentaba su desasosiego.
Como consecuencia del chismorreo callejero que se había filtrado al ludus el día
anterior por la tarde, pocos habían dormido bien. Memor se había regodeado
dando la noticia él mismo, observando de cerca a cada hombre para identificar
las muestras de terror. Petronius se había quedado mirando a la pared, negándose
a mirar al lanista a la cara, pero Romulus se había visto obligado a hacerlo. Dos
gladiadores fornidos le habían inmovilizado los brazos mientras otro le giraba la
cara para que escuchara a Memor soltar de un tirón las explicaciones sobre el
sinfín de criaturas con colmillos y dientes contra las que tendrían que enfrentarse.
Ante la perspectiva de tamaña crueldad, se las había apañado para mantener la
compostura, lo justo.
Al parecer, César había pagado cantidades astronómicas por los animales
más exóticos que estuvieran disponibles. Algunos no se habían visto nunca en
Roma. Por consiguiente, abundaban las descripciones enormemente
disparatadas. Memor los mencionó a todos poniéndose lírico. Hasta las bestias
más normales que iban a emplearse bastaban para helar las venas de los
hombres. Los leones, tigres, leopardos y osos eran todos depredadores letales.
Igual de peligrosos que los elefantes y los toros salvajes. Las descripciones
truculentas del lanista habían despertado viejos recuerdos en Romulus. En una
ocasión había presenciado una contienda entre venatores y grandes felinos. Ni un
solo hombre había sobrevivido al cruel espectáculo y las heridas que habían
sufrido antes de morir habían sido horrendas. Por suerte había ocultado su
angustia a Memor, pero se pasó la noche sin quitarse de la cabeza las imágenes
del joven venator que había resistido y había acabado ejecutado por su enojo
ante la crueldad del público para con él. Era demoledor saber que incluso si,
gracias a un milagro, lograba sobrevivir, no tenía prácticamente ninguna
posibilidad de clemencia. Al amanecer tenía los ojos iny ectados en sangre por el
agotamiento y el miedo. Habría dado cualquier cosa por tener a su lado a
Brennus o a Tarquinius. Pero y a no estaban, desde hacía mucho tiempo, y ahora
se enfrentaba a su propio viaje al Hades. La presencia de Petronius ay udaba,
aunque sólo un poco.
Durante el desfile desde el ludus, los guardas no habían hecho nada para
impedir que la muchedumbre los insultara. Tal degradación recordaba a Romulus
el recorrido que había hecho por las calles de Seleucia antes de la ejecución de
Craso. Sin embargo, aquello le sentaba peor. En vez de ser partos, sus agresores
eran de su misma nacionalidad y entendía todos los insultos. Llenos de
escupitajos, fruta y verduras podridas, él y sus compañeros habían llegado por
fin al magnífico complejo de Pompey o en el Campus Martius, el Campo de
Marte. Era un lugar en el que Romulus había luchado con anterioridad pero,
conducido rápidamente a las celdas situadas bajo las gradas, no llegó a apreciar
su grandiosidad. Con el teatro para el pueblo, templo a Venus y cámara para el
Senado, era un monumento a la extravagancia cuy a construcción había costado a
Pompey o una verdadera fortuna. A pesar de ello, le había granjeado escasa
popularidad entre las masas. La opulenta casa que tenía cerca estaba vacía, y las
fuentes repiqueteantes y las gráciles estatuas se burlaban de la caída en desgracia
de Pompey o.
Por lo menos el final del general en Egipto había sido rápido, pensó Romulus.
Infinitamente mejor de lo que le esperaba a él y a los demás hombres en aquella
celda. Intentó no pensar en la sensación de ser despedazado por las garras de un
león. El dolor de acabar desangrado por las cornadas de un toro. O que un
elefante te arrancara la cabeza, pues así es como había visto morir a Vahram, el
cruel primus pilus de la Legión Olvidada. En esos momentos era imposible no
imaginar aquellos horribles finales. Romulus caminaba de un lado a otro,
tragándose la bilis amarga que no paraba de venirle a la boca desde el vientre.
Tenía unas ganas enormes de vomitar, pero se contenía. Algunos presos rezaban
a sus dioses, mientras otros se habían limitado a quedarse sentados con expresión
vacía. Petronius hacía flexiones como un loco. Como si fuera a servir de algo,
pensó Romulus. De todos modos, no dijo nada. Cada hombre se enfrentaba a la
muerte a su manera y él no tenía por qué reírse de ello.
Él y sus compañeros estaban en una celda delimitada por barrotes de hierro
debajo de las gradas. La suy a era una más de una hilera de jaulas similares
ideadas para contener gladiadores, venatores y noxii de poca monta. A lo largo
de la parte posterior de las celdas discurría un pasadizo largo, con pasillos a
intervalos regulares que desembocaban en la arena. Aparte de los guardas, no
había nadie más por ahí. Los gladiadores que iban a pelear más tarde todavía no
habían llegado y los animales se guardaban en una zona aparte, que incluso
gozaba de más medidas de seguridad. Sabían dónde estaba por la cacofonía de
rugidos, gruñidos y toques de corneta. Aquellos ruidos, que auguraban muerte
con distintos medios, helaban la sangre.
Memor reapareció al cabo de poco tiempo con expresión petulante. Iba
acompañado de media docena de guardas con lanzas y arcos. Romulus sabía
dónde había estado el lanista: decidiendo el orden de salida con el maestro de
ceremonias. Zanjando la suerte de todos ellos. Volvieron a embargarle las
náuseas y le temblaban las rodillas. La única forma de mantenerse en pie era no
moviéndolas.
—Mantente firme —le susurró Petronius al oído—. No le des ninguna
satisfacción a este cabrón.
Romulus recobró la compostura rápidamente. Lanzó una mirada a su amigo
y asintió para mostrarle su agradecimiento.
Memor se paró fuera de la jaula y les dedicó una sonrisa radiante.
—¿Quién quiere salir el primero? —preguntó—. ¿Algún voluntario?
Detrás de Romulus había un hombre que vomitaba las miserables gachas que
al final les habían dado para desay unar en el ludus. El olor acre les llenó la nariz
y aumentó la tensión. Nadie habló.
Romulus levantó la mano, haciendo caso omiso de lo que le susurraba
Petronius. ¿Qué más daba qué animal en concreto fuera a matarle? Lo único que
quería era acabar con todo aquello.
—Tú no —gruñó el lanista—. Ni tu amigo.
La pareja intercambió una mirada. Tenía otros planes para ellos. Y seguro
que no sería una forma mejor de morir.
Nadie se atrevía a mirar a Memor. Se estaba empezando a cansar y señaló
con el dedo a los tres hombres que estaban más cerca.
—Tú, tú y tú seréis el primer espectáculo del día. ¿Y vuestros adversarios? —
Hizo una pausa, sonriendo con crueldad—. Una jauría de lobos hambrientos.
Romulus miró al trío y deseó no haberlo hecho. Sus rostros reflejaban más
miedo del que había visto jamás en un campo de batalla. Tal vez el terror de
Craso antes de morir fuera comparable, pero no estaba del todo seguro.
La salida a la arena se encontraba al final del pasillo entre las jaulas. Dos de
los guardas y a se afanaban en levantar una tranca gigantesca para abrirla. En
cuanto lo hicieran, uno abría la puerta de la jaula por completo mientras sus
compañeros los vigilaban con las lanzas en alto.
—Fuera —ordenó Memor—. Ahora mismo.
Uno de los presos corrió a los barrotes y se desgarró la túnica a la altura del
pecho.
—¡Mátame ahora! —suplicó—. ¡Por el amor de los dioses, por favor!
Indiferente, Memor se dedicó a mirarse las uñas mordidas.
—Llevadlo a la arena —espetó—. Rápido.
Los arqueros que había entre los guardas se acercaron rápidamente a la
jaula. Colocaron las flechas en las cuerdas y apuntaron con ellas a los
desventurados soldados.
—Dispararán a la de tres. Primero a las piernas y luego a los brazos.
Después, la entrepierna —informó el lanista con toda tranquilidad—. Uno.
Los hombres intercambiaron una mirada. Dos de ellos empezaron a sollozar
como niños.
—Dos.
Arrastrando los pies, el trío de condenados salió a la brillante luz del sol otoñal.
Memor sonreía mientras los guardas cerraban la salida.
A su pesar, Romulus y Petronius corrieron a la parte delantera de la jaula.
Igual que los otros tres. A través de algunos huecos entre los ladrillos se veía el
ruedo de arena dorada en el que tanta sangre se derramaba. Habían aplicado una
capa nueva y la habían rastrillado y en esos momentos los únicos ocupantes eran
sus otrora compañeros, quienes, con las extremidades paralizadas por el miedo,
estaban apiñados.
Se anunció a bombo y platillo que se trataba de tres legionarios que habían
dejado morir a sus compañeros en Zela. El público reaccionó con una salva de
insultos. Arrojaron trozos de pan y fruta a la cabeza de los desertores, y los de las
filas delanteras les escupieron o lanzaron monedas. Amilanado, el trío se apartó
de los objetos que les lanzaban y se situó en el centro del ruedo. La avalancha de
insultos decay ó poco a poco. Precisamente, el maestro de ceremonias estaba
esperando ese momento.
—Los cobardes como ellos no merecen clemencia —gritó con voz profunda
y atronadora—. ¿Qué animal podría concederles un castigo digno?
Los comentarios especulativos del público curioso llenaron el ambiente.
—La criatura despiadada que, llegado el caso, matará a un rebaño entero. O
atacará a un viajero incauto una noche de invierno —gritó el presentador—. ¡El
lobo feroz!
El anuncio fue recibido con gritos de entusiasmo.
Uno de los hombres cay ó de rodillas y alzó los brazos al cielo, lo cual provocó
más silbidos y abucheos de placer. Nadie iba a ay udar a aquel desgraciado. Sus
compañeros pasaban el peso de un pie a otro con la mirada fija en el otro
extremo de la arena. Romulus vio enseguida lo que les llamaba la atención.
Había tres rejas metálicas juntas en el muro del cercado. Ya las estaban
abriendo, levantadas por cuerdas sujetas a un aro encima de cada una de ellas.
Seguramente los adiestradores, que no se veían, estaban aguijoneando a los ocho
animales ágiles para que salieran a la luz. El grueso pelaje era una combinación
de colores que iban del gris al marrón o negro y tenían un tamaño may or que la
may oría de los perros. Tenían el rostro inteligente y las orejas bien erguidas, eran
ejemplares magníficos de lobo, que habitaba por toda Italia.
Romulus contuvo la respiración. Sólo había tenido la oportunidad de ver
fugazmente a esos animales en las montañas de los países por los que había
pasado. Solían recelar de los humanos y vivían lo más alejados posible de ellos.
Por supuesto, eso no evitaba que los cazadores los apresaran para eventos como
aquél y, a pesar del entorno artificial, los lobos no tendrían miramientos para
matar a los tres soldados. Aunque el grueso pelaje lo disimulaba, estaban
famélicos. Para garantizar un buen espectáculo, los adiestradores hacía días que
no les daban de comer.
Como era de esperar, a los depredadores les bastó con dar unos cuantos pasos
para clavar la mirada en los ocupantes de la arena. Gruñendo y rugiendo, se
separaron de inmediato, algunos dirigiéndose directamente a los soldados
mientras otros se encaminaban a los laterales. Acto seguido empezaron a
juntarse avanzando sigilosamente tocando casi con la panza en la arena.
—Les he visto persiguiendo a un ciervo en las colinas cercanas a mi casa —
musitó Petronius—. Es un espectáculo increíble. Cazan juntos, como en equipo.
Aunque estaba horrorizado, Romulus era incapaz de apartar la mirada. El
hombre que había caído de rodillas le rezaba a Marte en voz alta, y suplicaba
perdón. Los otros dos estaban espalda contra espalda profiriendo amenazas y
moviendo los brazos para ahuy entar a los lobos. De poco servía, y el público
pedía su pellejo con regocijo y afán sanguinario ante su impotencia. Lanzaron
más comida y monedas para tratar de enfurecer a los lobos; sin embargo, pocos
dieron en el blanco.
Daba igual, pensó Romulus. La muchedumbre vería su deseo cumplido en
breve.
Los depredadores, que intuy eron la debilidad del hombre arrodillado, se
acercaron a él en primer lugar. Dos se abalanzaron sobre él a la vez, lo agarraron
por el brazo y el cuello y lo derribaron al suelo con facilidad. Despellejando con
sus potentes fauces al soldado, que no dejaba de aullar, lo mantuvieron
inmovilizado mientras sus compañeros se aprestaban a hincarle el diente. El
hombre forcejeaba y se agitaba con violencia y sus gritos resultaban
espeluznantes. Por suerte, el alboroto no duró demasiado, pero bastó para que los
otros dos legionarios perdieran el control de sí mismos. Confiando en una última
posibilidad de redención, uno corrió al límite del palco ocupado por un noble
prominente. Ahí suplicó clemencia. No sirvió de nada: su posible salvador no le
hizo ni caso y se limitó a beber vino de una copa de plata sin ni siquiera mirarlo.
Cuando el soldado intentó trepar fuera de la arena, los guardas lo empujaron con
actitud amenazadora con las lanzas largas. Aquello no impidió que siguiera
realizando esfuerzos denodados para escapar y al final le clavaron una lanza en
el pecho. Moribundo, lo arrojaron a la arena caliente. Tres lobos se dispusieron a
comérselo de inmediato y le rajaron el vientre para empezar por los intestinos.
Mientras tanto, el último desertor corrió hacia la salida desde la que había
entrado a la arena y empezó a arañar los ladrillos con las manos.
—¡Ay udadme! —gritaba, introduciendo los dedos ensangrentados por un
pequeño hueco de la pared—. ¡Tened compasión!
A tan sólo un brazo de distancia, Romulus y Petronius observaron asqueados
cómo un lobo atacaba al hombre por la espalda. Le colocó las grandes garras en
los hombros, y le hincó los colmillos en la nuca. Se tambaleó hacia atrás
moviendo los brazos y el soldado se convirtió en el blanco perfecto para otro
lobo. Se abalanzó sobre él y le agarró la entrepierna, lo cual le hizo proferir un
grito agónico que arrancó una mueca de dolor a Romulus, que giró la cabeza.
No podía evitar oír los horribles sonidos de angustia del desertor mientras lo
despedazaban a media docena de pasos de donde se encontraban. Ni los gritos de
delirio del público sentado por encima de ellos. Si bien Romulus no sentía
compasión alguna por hombres capaces de huir y dejar a sus compañeros en
plena batalla, no creía que merecieran morir como ovejas o ciervos. La
crucifixión era un castigo de lo más cruel, pero aquello era peor. Sin embargo,
para los furibundos ciudadanos de encima, eso era hacer justicia.
Transcurrió un buen rato hasta que dejaron de oírse chillidos; sin embargo, la
muerte de los hombres no trajo silencio a la arena. Los gritos fueron sustituidos
por los gruñidos de los lobos que se peleaban por sus presas, y el ruido de los
huesos que crujían al ser devorados por las potentes fauces. Los espectadores
empezaron a desinteresarse y enseguida docenas de esclavos hicieron salir a los
lobos del ruedo. Algunos tocaban tambores y platillos para confundirlos, y otros
llevaban escudos y trozos de madera planos. Caminando juntos en fila, hicieron
entrar a los lobos de nuevo en las jaulas.
Durante este intervalo, Memor reapareció en el pasillo. Dedicó un guiño cruel
a Romulus, escogió a un segundo trío de soldados y los envió a enfrentarse a dos
osos y a un par de toros salvajes. Volvió a desaparecer sin dar ninguna pista a los
dos amigos sobre lo que les esperaba. A Romulus se le hizo un nudo en el
estómago y se sentó. No tenía la menor intención de contemplar otro espectáculo
como el anterior. Además, el miedo amenazaba con sobrecogerle. Aunque la
muerte había sido una presencia continua en su vida desde que Gemellus lo
vendiera al Ludus Magnus, siempre había tenido una mínima posibilidad de
sobrevivir. Había derrotado a un gladiador may or y más experimentado; había
sobrevivido a la matanza de Carrhae y lo habían hecho prisionero; había
escapado de una aniquilación prácticamente segura de la Legión Olvidada a
manos de un vasto ejército indio. En esos momentos, mientras los aullidos de
muerte de sus compañeros cautivos resonaban en sus oídos, su vida parecía haber
llegado a un callejón sin salida.
Lanzó una mirada a Petronius, sentado a su lado. El veterano tenía los ojos
cerrados y murmuraba una oración a Júpiter. « Tiene más entereza que y o —
pensó Romulus asombrado—, y encima el pobre diablo ni siquiera tendría que
estar aquí. Podía haberse marchado y dejarme solo ante el peligro. Como buen
amigo que es, no lo hizo» . Romulus sintió una profunda vergüenza. ¿Cómo podía
ser que Petronius se enfrentara a la muerte como un hombre mientras él se
comportaba como un niño asustado? Su camarada le merecía mucho más
respeto.
—Ha llegado el momento —se oy ó la voz de Memor.
Romulus alzó la mirada. Con los brazos en jarras, el lanista sonreía con
satisfacción a pocos pasos de distancia. Sólo los separaba el metal de la jaula.
—Lo que daría por tener la oportunidad de cortarte el cuello —dijo apretando
los dientes.
Memor sonrió.
—Lo siento —dijo—. Si eso ocurriera, mis guardas te matarían. Y entonces la
buena gente de Roma se perdería el último espectáculo de la mañana. No vamos
a permitir que eso pase, ¿verdad que no?
Romulus se puso de pie.
Petronius, absorto en sí mismo, se quedó donde estaba.
Sacudiéndose el polvo de las manos, Romulus se colocó justo al lado de los
barrotes. A partir de ese momento no iba a mostrar más que una determinación
férrea.
—¿Qué nos tienes preparado, pedazo de mierda? —preguntó enfurecido.
Sorprendido, Memor retrocedió. De todos modos, recuperó enseguida la
compostura.
—Un toro etíope —repuso—. Algunos lo llaman rinoceronte.
Petronius, que ignoraba al lanista a propósito, se levantó y observó a los
guardas que abrían la salida. El único indicio de tensión interna era que apretaba
y soltaba la mandíbula. Entre los rumores más disparatados del ludus se incluía
una bestia blindada conocida vulgarmente con el nombre de « toro etíope» . Se
habían quedado aterrorizados.
Romulus, en un intento por proteger a su amigo, había negado todo
conocimiento al respecto. Ahora se daba cuenta de que había sido en vano. Se
agarró a los barrotes con fuerza y recordó haber presenciado la captura de un
rinoceronte cuando trabajaba para Hiero. Habían necesitado casi a una veintena
de esclavos con cuerdas y redes para doblegar a la gigantesca criatura de dos
cuernos e introducirla en una jaula. Más de un esclavo había muerto en el
proceso. Muchos otros habían resultado heridos en las semanas y meses
siguientes. El rinoceronte, irritable y agresivo, había sido la captura estrella de
Hiero. Incluso podría tratarse del mismo animal, caviló Romulus. Qué irónico.
Cerró los ojos y elevó una oración a Mitra. « Concédenos una muerte rápida» .
Memor se reía por lo bajo.
—Nunca deberías haberte escapado —dijo, casi con tristeza—. A estas alturas
quizás hubieras ganado un rudis. Y encima me habrías hecho ganar una fortuna.
Y, ahora, mírate.
Se oy ó un gran estrépito cuando alzaron los pesados tablones de la salida y los
dejaron en el suelo. La luz cegadora del sol inundó la jaula, lo cual impedía ver la
arena con claridad. Como era habitual en las pausas entre combates, el público
estaba may oritariamente en silencio. Lo único que se oían eran las voces de los
vendedores de comida ambulantes pregonando sus salchichas, pan y vino
aguado, y los corredores que ofrecían apuestas para las luchas de gladiadores
que se celebrarían más tarde.
—Ojalá ardas en el Hades, Memor —espetó Romulus. Sin esperar respuesta,
salió trotando a la arena. Era el único gesto de desafío que podía hacer. Ése y
morir como un hombre.
Petronius le siguió lanzando calumnias espantosas a los parientes del lanista.
Memor no respondió. Cuando las planchas volvieron a colocarse en su sitio,
los dos amigos se quedaron solos en el ruedo. El público advirtió que había
actividad en la arena e interrumpió sus conversaciones.
—Bazofia desertora —gritó una figura corpulenta que llevaba una túnica
andrajosa.
—Cobardes —gritó otro. Las acusaciones eran contagiosas y enseguida los
insultos llovieron sobre la pareja.
El hecho de que su crimen no fuera la deserción resultaba irrelevante, pensó
Romulus. Coloca a cualquier persona en este círculo de muerte y los ciudadanos
darán por supuesto que es culpable. Y, estrictamente hablando, él lo era. Aunque
le habían obligado a alistarse a la Vigésima Octava, Romulus se había alistado al
ejército de Craso siendo esclavo. Sin embargo, a pesar de estar ante la más cruel
de las muertes imaginable, se alegraba de haberlo hecho. En sólo ocho años
había visto cosas extraordinarias y se había hecho amigo íntimo de Brennus,
Tarquinius y Petronius. Lo único que lamentaba era no haber podido hablar con
Fabiola ni siquiera un momento. Aquello, y haber hecho las paces con el
arúspice.
—Este toro etíope —dijo Petronius, ¿de verdad tiene un cuerno tan largo
como el brazo de un hombre?
—Sí. —Romulus todavía recordaba al esclavo que el rinoceronte de Hiero
había corneado. Había sido una muerte lenta—. Por lo menos.
—¿Es el doble de grande que un toro?
—O más —reconoció Romulus—. Y además agresivo. Si te sirve de
consuelo, es medio ciego.
—¿Qué más da? No podemos escondernos en ningún sitio. —Al final, el
miedo asomó al rostro de Petronius, pero él no se dejó vencer por el pánico—.
¿Qué crees que deberíamos hacer? —preguntó, con un tono deferente que
otorgaba a Romulus el papel de líder.
Romulus escudriñó el perímetro del recinto. No había barrotes para impedir
que los animales saltaran, sino lanceros y arqueros a intervalos regulares. Todo
intento de escapatoria les granjearía la misma suerte que había corrido el
desertor hacía un rato. Alzó la vista al cielo, sin perder la esperanza de recibir una
señal. Una pista. Cualquier cosa. Pero nada. No era más que otra espléndida
mañana de otoño.
—No lo sé —dijo con voz profunda—. Soy incapaz de pensar.
Petronius soltó una risotada burlesca.
—Yo también —reconoció—. De todos modos, me alegro de haberte
conocido.
—Sí, camarada —respondió Romulus—. Yo también.
Entrelazaron los antebrazos haciendo caso omiso de los gritos de la
muchedumbre.
Se produjo una pequeña pausa. Al principio, Romulus pensó que se trataba de
una artimaña cínica urdida por Memor o el maestro de ceremonias para
incrementar el miedo y el terror que los embargaba. atisbó al lanista dirigiéndose
a las gradas situadas justo a un lado del palco de dignatarios, protegido del fuerte
sol por un velarium, un gran toldo de tela. Como encargado del suministro de
desertores, Memor tenía que estar a mano por si el editor, o patrocinador, quería
preguntarle algo. Hoy, por supuesto, se trataba de César en persona. Sin embargo,
el asiento del gran general estaba vacío. El palco estaba ocupado por el
presentador, un hombre bajito con el pelo lubricado y actitud engreída, junto con
un par de altos mandos de aspecto aburrido. Probablemente César no fuera a
aparecer hasta mucho más tarde, pensó Romulus. ¿Qué interés iba a tener en ver
a bestias despedazando hombres? Para aquello no se necesitaba ningún talento
marcial.
—¿Por qué no han hecho entrar al puto animal? —preguntó Petronius con
incomodidad—. Lo que quiero es que esto acabe de una vez.
Sin responder, Romulus observó al público.
Hasta los espectadores guardaban silencio.
Romulus inclinó la cabeza y aguzó el oído.
Al cabo de unos instantes, las bucinae tronaron desde el exterior del
anfiteatro. Entre los ciudadanos que esperaban reinaba un ambiente expectante,
y el maestro de ceremonias se puso en pie de un salto y se acomodó el pelo
lubricado con afectación mediante unos golpecitos. Memor miró por encima del
hombro y Romulus profirió un grito ahogado.
—Es César —susurró—. Ha venido a vernos.
A Petronius se le escapó una risita.
—¿A nosotros, que somos los perdedores? Lo que tendrá son ganas de ver al
toro etíope.
Romulus esbozó una sonrisa torcida.
—Seguro.
Un grupo de legionarios liderado por un centurión de aspecto distinguido
apareció en el palco y le echaron un vistazo rápido. Cuando el oficial estuvo
satisfecho, el presentador recibió una señal.
Alzando las manos para llamar la atención, dio un paso adelante.
—Ciudadanos de Roma. ¡Tenemos el honor de contar con la presencia del
editor de los juegos de hoy antes de lo esperado! —Hizo una pausa.
Una oleada de emoción sacudió a los espectadores, y de repente todas las
miradas se posaron en el palco de dignatarios. Unas cuantas personas de las más
entusiastas del público empezaron a aplaudir y vitorear.
—Es el conquistador de la Galia, Britania y Germania —anunció el maestro
de ceremonias—. ¡Salvador de la República! ¡Vencedor en Farsalia, en Egipto y
en Asia Menor!
El público gritó entusiasmado, pues siempre se alegraba de oír hablar de los
éxitos militares romanos obtenidos en su nombre. Gracias a la bien engrasada
maquinaria propagandística de César, estaban al corriente de sus increíbles
hazañas y le adoraban por ello. Hacía años que César gozaba de una gran
popularidad y sus victorias recientes sobre Pompey o y los republicanos
intransigentes eran comparables para muchos con sus triunfos anteriores. César,
un hombre que compartía las creencias de sus soldados y que siempre ganaba
cuando parecía imposible, personificaba la naturaleza obstinada de Roma.
—Descendiente de Venus personificada, y el vástago más importante del clan
de los Julii —bramó el presentador. Movió los brazos para animar todavía más a
la multitud—. Os presento al reciente vencedor de Zela: ¡Julio César!
El público reaccionó con un rugido ensordecedor.
Un trío de esclavos apareció en la arena. Cada uno llevaba una pancarta en la
que había una sola palabra corta. La primera era « Veni» , la segunda era
« Vidi» , y la última, « Vici» . Romulus volvió a quedarse impresionado por la
confianza de César en sí mismo. « Vine, vi y vencí» . Aquella valoración sucinta
de la batalla se había propagado a través del ejército de César en el momento de
las celebraciones y ahora se utilizaba para ganarse al pueblo romano. A juzgar
por la respuesta entusiasta, el movimiento había sido muy astuto.
Entonces el aclamado hombre hizo acto de presencia en el palco. Vestido con
una toga blanca con un ribete púrpura, César reaccionó a los gritos de la gente
con un movimiento lánguido de la mano derecha. Unos cuantos oficiales del
Estado May or, senadores y miembros de su cohorte se apelotonaron detrás de él,
ansiosos por compartir parte de la gloria. Por supuesto, a los espectadores sólo les
interesaba César. Los aplausos se prolongaron hasta mucho después de que
tomara asiento.
Mientras tanto, Romulus y Petronius permanecían en la arena caliente,
aguardando su muerte.
Tras dar varias vueltas, los esclavos que llevaban las pancartas
desaparecieron de la vista y el presentador engreído pidió calma. El nivel de
ruido fue reduciéndose paulatinamente mientras el público emocionado se
sentaba, ansioso por que empezara la siguiente parte del espectáculo.
—En un alarde de generosidad, César ha dispuesto la presencia de un animal
que nunca antes se ha visto en Roma. Capturado en las tierras salvajes del este de
África, ha sido transportado hasta aquí para vuestro disfrute. Muchos hombres
han muerto para traerlo a este ruedo. Ahora matará a dos más: a los noxii que
tenéis delante.
Se produjo una pausa deliberada y la muchedumbre se estremecía ante la
expectativa.
—¡May or que el más grande de los buey es, más fiero que un león y con una
piel blindada más dura que el testudo de los legionarios, César presenta… al toro
etíope!
Romulus y Petronius intercambiaron una mirada llena de temor… y
determinación.
Una gran reja de hierro situada frente al lugar que ocupaba César se alzó
lentamente gracias a unas poleas y cadenas engrasadas. Enseguida se vio un
enorme cuadrado negro: la abertura de una jaula. No salió nada y, durante un
instante, Romulus albergó la fantasía de que la criatura hubiera conseguido
escapar. Los fuertes gritos y el sonido de las armas chocando contra las barras de
las entrañas del anfiteatro se encargaron de disipar tal esperanza.
Se oy eron una serie de gruñidos de fastidio antes de que un animal inmenso
de piel marrón saliera trotando a la arena. Sólo tenía pelos en el extremo de las
anchas orejas y al final de la cola y la cabeza era larga e inclinada. De la nariz le
salían dos cuernos afilados y de aspecto temible. Tenía las pezuñas grandes y con
tres dedos y una protuberancia en la base del cráneo, entre las orejas.
El rinoceronte se paró mientras sus pequeños ojos de cerdo se acostumbraban
a la luz brillante.
El público profirió un grito ahogado al unísono al ver el aspecto estrafalario
del animal. Era más raro que la jirafa y las cebras importadas por Pompey o, y
más exótico que los elefantes que ahora y a se habían acostumbrado a ver.
A Romulus se le detuvo el corazón. Era may or y tenía un aspecto más
peligroso del que recordaba.
—Si nos quedamos quietos, no nos verá —le susurró a Petronius.
—¿Y de qué coño nos sirve eso? —replicó el otro.
Como sabía de la posibilidad de que los dos soldados utilizaran ese ardid,
Memor asintió hacia los arqueros, que lanzaron media docena de flechas al aire.
Habían apuntado con cuidado y aterrizaron en la arena a pocos pasos de la
pareja. El mensaje estaba claro: moveos o las siguientes no fallarán.
Romulus dio un paso adelante con la boca seca por la tensión.
Con una sonrisa complacida, los arqueros se relajaron.
El rinoceronte giró la cabeza al advertir el movimiento. Resopló con actitud
suspicaz.
Romulus se quedó petrificado. Igual que Petronius, que estaba recogiendo una
flecha.
La bestia blindada chilló unas cuantas veces y luego piafó. Los había visto.
Romulus cerró los ojos y rezó con todo el fervor del que fue capaz. « Por lo
menos, déjame morir luchando, gran Mitra. Así no» .
El rinoceronte bajó la cabeza y embistió.
12
Romulus y César
E nAunque
cuestión de segundos, el rinoceronte galopaba hacia ellos a toda velocidad.
el ruedo era grande, enseguida se les echaría encima. A pesar de ello,
Romulus tenía los pies clavados en el suelo. Su vida había llegado a su fin.
Escudriñó a los espectadores a cámara lenta. Los nobles ricos con toga y los
pobres mugrientos con las túnicas deshilachadas. César, en su cojín de terciopelo,
con sus seguidores y soldados dispuestos a su alrededor. El grasiento maestro de
ceremonias. Memor, que parecía encantado de que la suerte de Romulus
estuviera echada. Los guardas situados en los límites del recinto con los arcos y
lanzas.
Un plan osado fue formándose en su interior.
—¡Rápido! Coge una flecha —susurró Petronius—. Nos servirá para
defendernos.
—Tengo una idea mejor —musitó Romulus—. Tú vas hacia la izquierda y y o
hacia la derecha.
—¿Por qué?
—La bestia sólo puede perseguir a uno. Cuando lo haga, el otro puede intentar
arrebatarle una lanza al guarda. —Romulus indicó al más cercano con un
movimiento de cabeza—. Mira. La tiene apuntando hacia abajo por si necesita
usarla rápido. Muchos están de pie así. Da un salto, tira del asta con fuerza y
tenemos la posibilidad de conseguir un arma que podría resultarnos muy útil.
Entonces, el que vay a armado podrá proteger al otro.
—Los arqueros recibirán la orden de abatirnos si hacemos eso —dijo
Petronius con voz entrecortada. De todos modos, una chispa de fiereza se
encendió en sus ojos—. ¿No?
—Es probable. Será peligroso para los dos.
Se produjo una brevísima pausa mientras ambos se planteaban algo obvio:
aquél al que el rinoceronte persiguiera moriría.
—Vale la pena probar —reconoció Petronius al cabo de unos instantes.
—Mejor que morir como cobardes.
—Cierto. —Petronius respiró hondo—. ¿Preparado?
El rinoceronte se acercaba y el terreno temblaba. Tenía la cabeza gacha y
presentaba una imagen de lo más aterradora: el largo cuerno frontal, capaz de
penetrar en la carne hasta lo más hondo. En caso de no acertar, el ancho cráneo
del animal, ay udado por un peso equivalente al de quince hombres, partiría
huesos, machacaría costillas o ambas cosas. Inmovilizada a consecuencia de
cualquiera de estas lesiones, la víctima moriría entonces pisoteada.
—¡Vete! —gritó Romulus. Agitando brazos y piernas, salió disparado hacia un
lado. El miedo le otorgó un impulso extra de velocidad, pero no se atrevió a mirar
a su alrededor hasta que hubo contado quince o veinte pasos. Entonces, como no
había sido atropellado, volvió la vista atrás. Se le cay ó el alma a los pies al ver
que el rinoceronte embestía a Petronius. El veterano, con un amago atrevido
hacia un lado, evitó el primer intento de cornearlo en la espalda. Ahora corría en
la dirección contraria. No duró mucho. La enorme bestia resultó ser
extraordinariamente rápida y fue a por Petronius otra vez. Como no tenía dónde
esconderse, no tardaría demasiado en alcanzarle.
Romulus se apartó. Cada centésima de segundo resultaba vital. Si no quería
que los dos acabaran enseguida como dos cadáveres ensangrentados en la arena,
tenía que olvidarse de Petronius. El guarda que había visto medio agachado por el
lado bajo del recinto estaba a unos veinte pasos de distancia. El hombre,
pendiente de la acción, no se había movido y le bastaba estirar el brazo para
quitarle la lanza. Comportándose como si buscara una salida, Romulus corrió
alrededor del enladrillado, contando las zancadas en silencio. Se esforzó por
desviar la mirada del lancero.
El ambiente se llenó de insultos cuando los espectadores que estaban cerca
mostraron su desprecio por lo que percibían como cobardía.
—¡Perro miserable! ¿Intentas salvar el pellejo? ¡Imbécil! ¡Hijo de perra
gallina! —Romulus siguió corriendo de todos modos. Oía los bufidos iracundos
del rinoceronte a lo lejos. Sin embargo, no había oído gritos, lo cual le hacía
pensar que todavía no había matado a Petronius. Diez pasos. Quince.
Romulus apretó los dientes a medida que se acercaba. Era imprescindible que
el guarda observara lo que le ocurría al pobre Petronius, o estaba perdido. Veinte
pasos y se arriesgó a alzar la vista. La hoja ancha peciolada apuntaba hacia
abajo, su propietario embotado ajeno a su aproximación. « Mitra, ay údame» ,
pensó. Un paso más y Romulus dobló las rodillas y dio un buen salto. Agarró el
asta con ambas manos justo por debajo de la cabeza y tiró hacia abajo. El
guarda profirió un grito ahogado de sorpresa cuando siguió la tray ectoria de su
arma en la arena. Aterrizó con torpeza y se encontró mirando su propia lanza, a
la que Romulus le había dado la vuelta para apuntarle al corazón. El hombre fue
lo bastante sensato para no recurrir a la espada que llevaba.
—¡No te muevas, cabrón! —bramó Romulus antes de salir disparado para
ay udar a Petronius. Mientras corría, oía los gritos airados de los demás guardas y
los gritos de asombro de los espectadores. De un momento a otro le caería
encima una lluvia de flechas y espadas, pero no podía pararse a pensar en eso.
Lo que sucedía delante de sus narices era mucho peor que eso. Romulus se
maldijo por no haber corrido más rápido. El rinoceronte y a había asestado a
Petronius un golpe lateral. Aunque su amigo seguía corriendo, se escoraba hacia
un lado sujetándose las costillas. Con la otra mano blandía su única arma, la
flecha inútil. La dichosa bestia también estaba justo detrás de él.
Romulus calibró la distancia que los separaba. Treinta pasos como mínimo.
Si arrojaba entonces la lanza, tenía pocas posibilidades de herir al rinoceronte.
Si no la arrojaba, Petronius era hombre muerto.
Romulus aminoró la marcha y cerró el ojo izquierdo. Apuntó al hombro de la
bestia blindada y arrojó la lanza hacia delante haciéndole describir una
tray ectoria curva. Al hacerlo, cruzó una mirada con Petronius. El veterano
esbozó una débil sonrisa que le transmitió una miríada de emociones. Orgullo por
el éxito del intento de Romulus. Respeto por su valentía y habilidad. Y el amor
que dos camaradas se profesan.
La lanza cay ó a toda velocidad y alcanzó al rinoceronte de lleno entre los
omóplatos. Rebotó en el duro pellejo.
—¡No! —exclamó Romulus.
El animal le clavó el cuerno delantero a Petronius en plena espalda y lo alzó
en el aire. Perforándole el abdomen con facilidad, emergió con el extremo
ensangrentado justo debajo del esternón. Petronius dejó escapar un gran grito de
agonía. Atravesado como un jabalí en un espetón, forcejeó para soltarse
mientras el rinoceronte lo zarandeaba sin problemas de un lado a otro.
La muchedumbre profería gritos de entusiasmo. También se oía a alguien
vociferando órdenes.
Romulus se paró embargado por el dolor. Apenas era consciente de que
todavía no le había abatido nadie, pero no sabía por qué.
A Petronius le brotaba sangre de entre los labios cuando el rinoceronte bajó la
cabeza y lo dejó caer. Dio un paso atrás, dispuesto a hacerlo picadillo. Entonces
vio a Romulus. Piafando con un pie enorme, bramó enfadado. Ahí había otro
molesto humano que matar. Dejó a Petronius y empezó a moverse hacia
Romulus.
« Ya está —pensó, mirando la lanza, que y acía en la arena detrás del
rinoceronte—. Mis esfuerzos han sido en vano y soy hombre muerto» .
Petronius consiguió arrastrarse y medio incorporarse. Además de la sangre
que le brotaba del enorme agujero en el vientre, tenía a la vista bucles de
intestino desgarrado y heces.
—¡Tú, bestia fea! —gritó con el rostro ceniciento—. ¡Vuelve aquí!
Tal como había querido Petronius, el rinoceronte desvió la atención de
Romulus. Gruñó y se dio la vuelta.
Romulus volvió a la vida. Incluso muriéndose, Petronius intentaba hacerle
ganar tiempo. No podía desperdiciar aquella oportunidad. Mientras el rinoceronte
machacaba con la cabeza el cuerpo y a roto de su amigo, rodeó el sangriento
panorama para alcanzar la lanza. Al levantarla, notó que la larga asta de madera
estaba caliente. Era un arma de caza pesada con una hoja de hierro peciolada,
adecuada para matar a un oso o un león. Romulus no tenía ni idea de si podía
hacer lo mismo con el poderoso animal que había matado a Petronius. Porque
seguro que eso era lo que había pasado. El rinoceronte había golpeado a su
compañero varias veces con una fuerza descomunal. Había oído un grito
ahogado después del primer impacto y luego nada más.
Hubo algo que hizo que Romulus alzara la vista hacia los espectadores más
cercanos. Sin darse cuenta, se había colocado justo debajo del palco de
dignatarios. Julio César, con expresión interesada, se encontraba a poco menos de
veinte pasos de distancia. Romulus echó un vistazo a los guardas más próximos,
que tenían las armas alzadas y listas. Resultaba sorprendente que no le estuvieran
apuntando. « Se me permite luchar» , se percató con un estremecimiento. Volvió
la mirada hacia el rinoceronte e hizo una mueca. Había acabado con el cadáver
de Petronius, reducido a un puñado deforme de fragmentos sangrientos. El
animal no lo había visto. Sin mover un músculo, aguardó a ver qué hacía.
El animal, resoplando por las anchas narinas, se alejó de Romulus.
« Es cierto que ve muy poco» , pensó con una punzada de emoción. Aquello
le concedía un ínfimo atisbo de esperanza. Quizás ahora tenga la posibilidad de
asestarle un golpe certero. Pero ¿dónde? Antes de dar un paso, Romulus se
desesperó. El rinoceronte tenía la piel más gruesa que la cota de malla de los
legionarios. Si le clavaba la lanza en los cuartos traseros o en el vientre, no lo
mataría y ni siquiera le infligiría una herida que le impidiera cornearlo o
pisotearlo. Su enorme cabeza huesuda era invulnerable y los grandes músculos
del cuello tampoco eran un punto débil. « El corazón —pensó—. Tengo que
alcanzarle ahí» .
El rinoceronte se encontraba entonces a unos veinte pasos de distancia, y los
espectadores más impacientes le lanzaban objetos para hacer que se volviese. Lo
único que conseguían era enfurecer todavía más a la criatura, que trotaba hacia
el extremo opuesto del recinto.
Romulus dio un paso hacia él, y luego otro. A cada paso que daba le resultaba
más fácil continuar; sin embargo, llegó un momento en que tuvo que pasar por
los restos mutilados de Petronius. Romulus no pudo evitarlo. Bajó la mirada y se
sintió asqueado. Las facciones de su amigo apenas resultaban reconocibles entre
la sangre y los huesos rotos del cráneo. La furia bulló en Romulus al ver que un
compañero leal había muerto de ese modo. Qué injusticia tan grande. Lo mínimo
que podía hacer era intentar matar al rinoceronte con todas sus fuerzas. Decidido,
sujetó la lanza con ambas manos. En vez de avanzar, se retiró hacia los tablones
de madera del extremo del recinto. Una idea realmente desesperada se estaba
formando en su interior.
Los espectadores le dedicaron abucheos y burlas.
Se fueron apagando cuando Romulus gritó al rinoceronte:
—¡Ven! ¡Aquí estoy !
A pesar del alboroto, el animal oy ó su grito. Se dio la vuelta con más agilidad
de la que lo creía capaz, alzó la cabeza y aceptó el desafío. Tenía el cuerno
delantero rojo y pegajoso hasta la base. « Es la sangre de Petronius» , pensó
Romulus estremeciéndose de miedo. Notó la calidez de la madera en la espalda
y se quedó quieto. « La mía pronto se derramará, pero a lo mejor no, si ésa es la
voluntad de los dioses. De todos modos, aquí acaba todo» . Se alegraba de que el
final fuera a ser rápido. Costaba vivir con tal nivel de pavor. Plantado en el suelo
con los pies separados, Romulus observó al rinoceronte, que daba más
indicaciones de estar a punto de embestir. Piafó la arena, aplanó las anchas
orejas y resopló. Levantó y bajó la cabeza unas cuantas veces y luego fue a por
él. Aceleró, alcanzando rápidamente la velocidad de un caballo al galope.
Los espectadores, que por fin tenían lo que querían, profirieron gritos y
vítores. El exotismo del rinoceronte les había llamado la atención, pero los
correteos resultaban aburridos. Pronto ese idiota quedaría empotrado contra la
pared y entonces empezaría el verdadero espectáculo: las luchas entre
gladiadores.
Aunque le resultaba sumamente aterrador, Romulus permaneció en el sitio.
De todos modos, ¿adónde iba a huir? Por lo menos, ahora iba armado y podía
lucirse antes de ser enviado al Elíseo. El corazón le palpitaba como un martinete
y lo único que se le pasaba por la cabeza eran sus seres queridos. Su madre.
Fabiola. Juba. Brennus. Tarquinius. Y el valiente de Petronius. Su hermana era la
única que seguía con vida, pero de todos modos nunca la volvería a ver.
« Quieran los dioses que Fabiola esté bien y sea feliz —pensó Romulus—. Algún
día la veré, en el paraíso» . Después de esto, se preparó para el único movimiento
que se le ocurría. Arrojó la lanza hacia su derecha, asegurándose de que
aterrizaba en posición recta, con el extremo hacia él.
El público respondió con risas de incredulidad.
—¿Ahora estás demasiado asustado para utilizarla? —gritó un hombre.
La arena que Romulus tenía debajo de los pies empezó a temblar. El
rinoceronte se veía cada vez may or. El instinto le pedía a gritos que echara a
correr, que se escondiera, que saliera de en medio. Tenía la impresión de que el
corazón se le iba a salir del pecho, pero sin saber muy bien por qué Romulus
consiguió no moverse del sitio. Si se movía antes de tiempo, el rinoceronte se
daría la vuelta y lo apresaría. Si se movía una fracción de segundo más tarde, le
machacaría todos los huesos del cuerpo contra la pared de atrás.
Todo su mundo había quedado reducido a un túnel situado directamente
delante de él.
El iracundo rinoceronte lo ocupaba por completo.
Romulus pensó que los músculos se le quedarían paralizados cuando llegara el
momento de moverse. « Gran Mitra, dame valor» , suplicó. La imagen de
Brennus delante del elefante le pasó como un destello por la cabeza. Luego la de
Petronius, haciéndole ganar tiempo. Romulus hizo una mueca. Ya era suficiente.
Había tiempo para una última respiración profunda antes de que la bestia
blindada le alcanzara y acabara con aquella farsa.
Respiró hondo.
Cuando el rinoceronte estuvo a menos de tres pasos de distancia, se echó a un
lado.
Se oy ó un estrépito de mil demonios cuando el animal chocó contra las
pesadas planchas de madera, y rompió unas cuantas y rajó otras. Había cogido
tanto impulso que los cuernos y la mitad delantera de la cabeza atravesaron el
otro lado y se quedó atrapado. A Romulus se le llenó la espalda de las astillas que
salieron disparadas al caer de boca en la arena. Por suerte había cerrado los ojos,
por lo que los granos amarillos sólo le llenaron la boca. Por encima y detrás de
él, oía al enfurecido rinoceronte revolviéndose para liberarse de la prisión de
madera que le rodeaba el enorme cuello. Los aullidos de furia resonaban por
entre las planchas mientras el animal empujaba y tiraba. Los crujidos siniestros
indicaron a Romulus que no le quedaba demasiado tiempo.
Desesperado, se puso de rodillas y se enfrentó a su enemigo. Estaba tan cerca
que estirando el brazo podía tocarle la gruesa piel marrón. El animal dio una
patada con una pata trasera que estuvo a punto de descalabrar a Romulus cuando
estiró el brazo derecho para buscar la lanza en la arena. ¿Dónde estaba el dichoso
artilugio? Empezó a entrarle el pánico. Los forcejeos del rinoceronte eran tan
peligrosos que no podía permitirse bajar la mirada. Cuando palpó con los dedos el
asta de madera, profirió un grito de alivio. Alzó la lanza y observó la gran
extensión de piel correosa que tenía delante. A duras penas identificaba las
costillas. Gracias a su experiencia de cazador, sabía que el corazón estaba situado
detrás del codo izquierdo. Sin embargo, la pata delantera de ese lado daba tantas
patadas que era imposible asestarle una buena estocada.
Varias maderas se rompieron de golpe y el rinoceronte se tambaleó hacia
atrás.
Romulus soltó una maldición. Si no actuaba de inmediato, todos sus esfuerzos
serían en vano. Confiando en su habilidad, clavó la lanza en el costado del
rinoceronte con todas sus fuerzas. Notó que la cuchilla rechinaba por una costilla,
se ralentizaba por momentos y luego se deslizaba hasta el fondo de la cavidad
pectoral. Romulus introdujo el asta hasta una longitud como la de su antebrazo
por lo menos, retorciéndola para asegurar el golpe. La afilada hoja tenía que
conseguir muchos objetivos: rebanarle tejido pulmonar, cortar grandes arterias y
penetrarle en el corazón. Tenía que conseguir todo eso para abatir a aquel coloso.
El rinoceronte dejó escapar un bramido ensordecedor y se separó de las
planchas. Se tambaleó hacia atrás y escupió una bola de espuma sangrienta del
tamaño de un puño. Para horror de Romulus, le clavó los ojos atentos. Seguían
estando a escasos pasos de distancia. « Buena distancia para matar. He tenido mi
oportunidad —pensó Romulus, cuy a esperanza se convirtió en desesperación—.
No lo he hecho lo bastante bien» .
El rinoceronte dio un paso hacia él y entonces las patas delanteras le
flaquearon y cedieron. Le pasó lo mismo con las patas traseras y se desplomó
con un gemido. Un fluido rosáceo empezó a brotarle por la boca como si de un
torrente se tratara y manchó la arena. Alrededor del asta de la lanza que le
sobresalía del pecho brotaba más. A juzgar por el rojo brillante de la sangre,
Romulus llegó a la conclusión de que le había cortado alguna arteria importante.
Sin saber cómo, había asestado un golpe mortal al rinoceronte. La gratitud
embargó todo su ser. Petronius había sido honrado y vengado. Sin duda los
arqueros dispararían en cualquier momento y acabarían con su vida. Pero
cuando entrara en el Elíseo, Romulus sabía que podría ir con la cabeza bien alta,
incluso entre héroes de la talla de Brennus y Petronius.
Regresó al presente cuando el rinoceronte dio unas cuantas patadas más. Al
cabo de un instante, la gran cabeza cornuda cay ó hacia delante y el animal se
quedó quieto.
El silencio cubrió el enorme anfiteatro como si de un manto se tratara.
Romulus alzó la vista hacia los rostros asombrados y atónitos de los
espectadores. Nadie se creía la hazaña que acababa de conseguir. Resultaba
impensable que un hombre desarmado sobreviviera a un combate contra un
animal tan temible como el rinoceronte.
Unas manos empezaron a aplaudir. Primero despacio, luego a may or
velocidad.
Cuando el público vio quién estaba aplaudiendo, se sumó enseguida a la
ovación. Los vítores y las felicitaciones sustituy eron a la causticidad de la que
había sido objeto Romulus hacía tan sólo unos momentos. La hipocresía de la
situación resultaba impresionante.
Romulus alzó la mirada y vio que Julio César era quien lideraba la ovación.
Se le formó un gran nudo de orgullo en la garganta y las lágrimas le asomaron a
los ojos. Por lo menos uno de los presentes reconocía su valor. En cierto modo,
aquel reconocimiento aliviaba el dolor por la muerte de Petronius.
—¿Quién es este hombre? —preguntó César—. ¡Traédmelo de inmediato!
El maestro de ceremonias se acercó correteando a Memor, que echaba
humo, y le susurró al oído. La rabia producida por la impotencia que retorcía las
facciones del lanista desapareció enseguida y éste bajó por la escalera más
cercana. La atronadora ovación continuaba y Romulus aprovechó la oportunidad
para honrar el cadáver de Petronius. No había podido permitirse ese lujo con
Brennus, por lo que la ocasión revestía may or importancia si cabe. Romulus le
dio la espalda a César, se agachó y tomó la mano derecha ensangrentada del
veterano entre la suy a.
—Gracias, compañero. Pediré que se celebren los ritos que mereces. Que
tengas una tumba decente —susurró. A diferencia de Brennus, cuy o cadáver
probablemente había sido presa de las aves carroñeras. Las lágrimas le surcaron
las mejillas mientras le cerraba con suavidad los ojos a Petronius, que tenía la
mirada perdida—. Ve en paz.
Cuando se levantó, se encontró a cuatro hombres de Memor que le apuntaban
al pecho con lanzas. El lanista estaba justo detrás de ellos. A su pesar, la expresión
de todos ellos denotaba respeto, excepto en Memor, que parecía una serpiente a
la que le han arrebatado la presa. A Romulus le daba igual. Ahora entraban en
juego personalidades más importantes y el lanista y a no decidiría su suerte.
Formando un estrecho pelotón, los cinco le obligaron a pasar por debajo de las
gradas, dejar atrás las jaulas y emerger en el otro extremo. Entraron en la zona
de la arena dedicada a los espectadores, una experiencia nueva para Romulus.
No era capaz de asimilar todo aquello. Todavía estaba tambaleante por la
conmoción que le había causado la muerte de Petronius y la grandeza de lo que
había hecho.
Romulus entrecerró los ojos al pasar de la oscuridad al resplandor de la luz
del sol. Estaba en el palco de autoridades, rodeado de legionarios, oficiales de alto
rango y senadores. Identificó una mezcla de emociones en su mirada: respeto,
asombro y temor y, en algunos otros, repugnancia y celos. Él mismo se
sobrecogió cuando lo empujaron hacia delante para que se colocara ante César.
Aunque Romulus había visto al general infinidad de veces cuando estaba en la
Vigésima Octava, nunca lo había tenido tan cerca. César se acercaba al final de
la mediana edad, tenía el pelo canoso y ralo, nariz prominente y pómulos
marcados, y no es que resaltara por su físico. A pesar de ello, la confianza que
tenía en sí mismo resultaba obvia y estaba rodeado por un aura de autoridad. De
forma instintiva, Romulus hizo una profunda reverencia.
—Dejadnos —ordenó César a los hombres de Memor. Le clavó un dedo al
lanista en el pecho—. Tú quédate.
Los guardas se esfumaron entre reverencias y chillidos.
—Tengo entendido que este esclavo tenía que morir como noxius por haberse
alistado a las legiones de forma ilegal.
—Sí, señor.
César frunció el ceño.
—¿Y el otro?
—Era su compañero, señor. Según parece, el idiota intentó defenderle cuando
fue descubierto.
—También me han dicho que este esclavo fue de tu propiedad. ¿Es verdad?
—Bien cierto, señor. Lo compré de jovencito. Fue adiestrado para ser secutor
—replicó Memor con tono empalagoso—. Pero se escapó hace más de ocho
años. ¿Sabéis? Mató a un noble.
César clavó la mirada en Romulus.
—Dos delitos capitales —dijo con voz queda.
« No tengo nada que perder» , pensó Romulus.
—Yo no maté al noble, señor —protestó.
—Eso lo dirá él, señor —interrumpió Memor.
—¡Cállate! —le espetó César, era obvio que el lanista le desagradaba—. Si no
fuiste tú, ¿quién fue? —le preguntó a Romulus.
—Mi amigo, señor.
—¿Ese de ahí?
—No, señor. Otro… un etrusco.
—¿Dónde está?
—No lo sé, señor —respondió Romulus con sinceridad—. Desapareció en
Alejandría después de resultar herido por la piedra de una honda egipcia —
explicó, respondiendo a la mirada sorprendida de César—. Nos obligaron a
alistarnos a la Vigésima Octava.
A César pareció hacerle gracia.
—¿No tuvisteis más remedio?
—No, señor.
—Inocente de todos los delitos, ¿no? —César se dio un golpecito en los dientes
con la uña—. Eso es lo que todos dicen.
Sus legionarios se rieron tontamente.
—Soy culpable de un solo delito, señor —intervino Romulus. No pensaba
fingir más.
—¿De cuál?
—Cuando mi amigo y y o huimos del ludus, nos alistamos a una cohorte de
mercenarios en el ejército de Craso. Dijimos que pertenecíamos a una tribu gala.
—Esta historia es cada vez más larga —se burló César. Lanzó una mirada a
Memor y vio que intentaba disimular su reacción. Adoptó una expresión fiera—.
¡Habla!
—Oí ese rumor, señor —reconoció el lanista a su pesar—. Después de las
noticias de Carrhae, nunca imaginé que volvería a ver a este hijo de puta.
—Hay pocos hijos de puta capaces de matar a un rinoceronte sin ay uda —
caviló César—. ¿O sea que tú y los demás prisioneros fuisteis conducidos a
Margiana?
—Sí, señor. A dos mil cuatrocientos kilómetros de Seleucia, a los confines de
la tierra —explicó Romulus, mirando al general a los ojos—. Nos hicimos llamar
la Legión Olvidada.
César esbozó una ligera sonrisa de reconocimiento.
—De todos modos huiste. Eso estuvo bien. ¿Tenías compañeros?
—Uno, señor. El mismo hombre que había matado al noble —respondió
Romulus, que empezó a abreviar la historia. No tenía sentido abusar de la
paciencia de César—. Llegamos a Barbaricum y encontramos un pasaje a
Egipto, pero nuestro barco naufragó en la costa etíope. Tuvimos la suerte de
sobrevivir y los dioses siguieron mostrándonos sus favores. Un bestiarius nos
acogió y viajamos con él a Alejandría.
—Donde os alistasteis a la Vigésima Octava.
Romulus asintió.
—He oído muchas historias increíbles, pero ésta es la mejor de todas —
exclamó César.
Sus seguidores profirieron más abucheos, pues así se divertían y Romulus se
dio cuenta de que su suerte seguía siendo incierta. Por ello, lo que César hizo a
continuación resultó de lo más inesperado.
—¡Longino! —llamó el general—. ¿Dónde estás?
Un oficial entrecano con una toga que no le quedaba bien se puso en pie.
—¿Señor?
—Pregunta a este esclavo sobre Carrhae. Preguntas que sólo podría
responder un veterano de la batalla.
Longino estaba que trinaba y no disimulaba que no se creía ni una sola
palabra de la historia de Romulus.
—¿Cómo murió el hijo de Craso? —preguntó.
—Publio lideró una carga combinada de caballería y mercenarios contra los
partos, señor —repuso Romulus al momento—. El enemigo fingió emprender la
retirada, pero acabó arrollando a sus tropas y matando a casi todos sus hombres.
Los partos sólo permitieron regresar a veinte mercenarios. Luego, los muy
cabrones cercenaron la cabeza de Publio y la hicieron desfilar delante de todo el
ejército.
Longino era un hombre demasiado sencillo para disimular su sorpresa.
—Tiene razón, señor.
—Sigue preguntando.
El oficial interrogó a Romulus diligentemente sobre la campaña de Craso.
Todas las respuestas fueron correctas y al final Longino se dio por vencido.
—Debe de haber estado allí, señor —reconoció—. De lo contrario, tendría
que haber hablado con cada uno de los supervivientes que volvió a casa.
—Entiendo. —Se produjo una larga pausa mientras César se planteaba qué
hacer.
Romulus dirigió la vista a la silueta maltrecha en que se había convertido el
cuerpo de Petronius. Probablemente fuera a reunirse con él en breve. « Que así
sea —pensó—. Ya todo me da igual. He hecho lo que he podido» .
—He visto muchas cosas como general y líder de hombres. —César alzó la
voz para que se le oy era por todo el anfiteatro—. Sin embargo, nunca he visto
tamaña valentía como la que hoy han mostrado estos dos noxii. Desarmados y
condenados a morir, uno ha tenido el ingenio suficiente para robarle una lanza a
un guarda que estaba medio dormido. Sin pensar en su propia seguridad, ha
intentado herir a un rinoceronte para salvar a su amigo. —César miró a su
alrededor, al público, que estaba pendiente de todas sus palabras.
Romulus estaba atónito. « A lo mejor estoy soñando, o y a estoy muerto» ,
pensó.
—El noxius falló, pero entonces su compañero le dejó ganar tiempo sin
preocuparse de su propia vida. Aunque el superviviente estaba entonces armado
con una lanza, pensé que el animal iba a matarlo. ¡Pero no! En contra de todo
pronóstico, ha matado a una criatura salida de una ley enda. Además, me ha dado
la espalda, a mí, el editor. ¿Por qué? ¡Para honrar a su amigo! —gritó César—.
Yo os digo que este hombre es un verdadero hijo de Roma. Quizá naciera esclavo
y cometiera crímenes, pero hoy mismo lo nombro ciudadano de la República.
Romulus se quedó boquiabierto. En vez de la muerte, se le ofrecía la vida. La
libertad.
Memor estaba horrorizado, indignado incluso; sin embargo, mantuvo la boca
cerrada.
Bajo una salva de aplausos atronadores, César se giró hacia Romulus y le
tendió la mano derecha.
—¿Cómo te llamas?
—Romulus, señor —contestó, estrechándole la mano con firmeza.
—Si todos mis soldados fueran tan valientes como tú, me bastaría con una
legión —bromeó César.
Romulus estaba rebosante de gratitud.
—Quedo a vuestro servicio, César —dijo, apoy ando una rodilla en el suelo.
Entonces fue César quien se sorprendió.
—¿Quieres formar parte de mi ejército? Pronto embarcaremos hacia África,
donde nos espera mucho derramamiento de sangre.
—No se me ocurre un honor may or, señor.
—Un soldado como tú será bien recibido —repuso César satisfecho—. ¿A qué
legión quieres alistarte?
Romulus desplegó una amplia sonrisa.
—¡A la Vigésima Octava!
—Bien hecho. —César sonrió—. Muy bien. Tu deseo será cumplido. —Hizo
una seña a uno de sus oficiales—. Haz que lleven a este hombre, Romulus, a tu
campamento y le equipen con los enseres típicos de los legionarios. Puede vivir
con tus soldados hasta la semana que viene, cuando enviaré nuevas órdenes a la
Vigésima Octava. Luego él lo acompañará a su vieja unidad. ¿Está claro?
—¡Señor!
César se dio la vuelta para marcharse.
El oficial meneó la cabeza en dirección a Romulus. Quedaba claro que la
entrevista había terminado. Romulus se esforzaba por superar su intimidación y
sobrecogimiento. « He hecho una promesa» , pensó.
—¿Señor?
César giró la cabeza.
—¿Qué quieres?
—Petronius, mi compañero, sirvió en la Vigésima Octava —empezó a decir
Romulus.
—¿Y bien?
—Era un buen soldado, señor. Le prometí que tendría un funeral digno, con
los ritos adecuados.
César se quedó sorprendido.
—Eres un hombre decidido, ¿eh?
—Era mi amigo, señor —repuso Romulus sin inmutarse.
Los oficiales y los senadores que lo rodeaban se quedaron escandalizados por
su descaro.
César se quedó un buen rato mirando fijamente a Romulus.
—De acuerdo —dijo al final—. Yo haría lo mismo. —Lanzó una mirada al
centurión encargado de los guardas—. Encárgate de que se haga.
Romulus le dedicó un saludo.
—Gracias, señor.
—Hasta la vista —respondió César.
Esta vez, Romulus notó que lo tomaban por el hombro. Su audiencia había
terminado.
—¡Lanista! —César lo llamó con voz glacial—. Ven aquí, quiero hablar
contigo.
Romulus no oy ó lo que el general le dijo a Memor. Triste y exultante a la vez
por lo sucedido, fue sacado de allí por un soldado delgado que cojeaba
visiblemente.
—A César le caes bien —le susurró este soldado cuando salieron del
anfiteatro—. Pero ahora no te pienses que eres alguien importante. No lo eres,
eres sencilla y llanamente un legionario, igual que y o. Nunca vuelvas a dirigirle
la palabra a un oficial a no ser que se dirija él antes a ti. A no ser que quieras un
buen azote, claro está.
Romulus asintió. El hecho de no tener que ocultar su identidad compensaba el
tener que adaptarse a una disciplina severa.
—Tampoco esperes ningún tipo de trato especial por parte de los compañeros.
Les importa un bledo lo que has hecho hoy —continuó el soldado—. Lo único que
les importará será cómo luches contra los putos republicanos en África.
Romulus captó el nerviosismo de la voz del otro.
—¿Tan mal está la situación allí?
El soldado se encogió de hombros con resignación.
—Lo normal cuando se lucha para César. Según cuentan, nos superan en
número en más del doble o el triple. Los cabrones también cuentan con gran
cantidad de caballería numidia, mientras que nosotros prácticamente carecemos
de ella.
Resignado, Romulus observó el templo de Júpiter que se cernía sobre la
ciudad. En esos momentos no podía visitarlo. Ni tampoco podría ver a Fabiola. En
cambio, le aguardaban más peligros.
En África.
13
I nquieto como una vieja, Brutus llevó a Fabiola a la cama. Ay udado por
Docilosa, fue a buscar mantas, vino aguado y varios remedios a base de
hierbas medicinales. Fabiola tenía un enorme sentimiento de culpa. A diferencia
de su « fiebre» , las atenciones que él le dispensaba eran naturales y no fingidas.
Sin embargo, ella tenía que continuar con la farsa por lo menos hasta la noche.
Fabiola se recostó, cerró los ojos e intentó apartar de su mente la imagen de un
hombre desarmado al que una bestia cornuda y blindada mataba. Resultaba
difícil, pero la alternativa, observar el rostro preocupado de Brutus, le costaba aún
más.
Jovina había aparecido para encargarse del local desde la recepción mientras
Docilosa pululaba por el fondo, con el rostro inexpresivo. Fabiola sabía
perfectamente que lo hacía por Brutus. Tenía varios indicios de ello: las aletas de
la nariz hinchadas de su criada y la forma como dejó de un golpe el vaso de vino
en su mesita. En cuanto él se marchara, Docilosa descargaría toda su rabia. No
era de extrañar, pensó Fabiola. Su cópula con Antonio había sido un momento de
locura poco habitual en ella, que podría haberla puesto de patitas en la calle. A
pesar de las consecuencias calamitosas que había evitado por los pelos, Fabiola
seguía sintiendo un placer oculto por lo que había hecho. No les habían pillado y
ahí acababa la cosa. Ella era dueña de sí misma y seguiría haciendo lo que le
placiera. Docilosa no era quién para decirle qué hacer. Además, ¿quién se había
creído que era?
En parte, Fabiola sabía que estaba reaccionando de forma exagerada, pero la
santurronería de Docilosa le fastidiaba tanto que le resultaba imposible omitirla.
Se dio cuenta de que aquel día no podría descargar sus preocupaciones y
culpabilidad. Mejor descansar, siempre le faltaban horas de sueño, y zanjar sus
problemas con Docilosa al día siguiente. Respiró de forma más lenta y fingió
dormitar. Satisfecho con ello, Brutus dio una serie de órdenes a Docilosa y se
marchó. Seguía teniendo ganas de ver al toro etíope.
Con un suspiro de desaprobación, Docilosa se sentó en un taburete situado
junto a la cama. Hizo varios intentos de entablar conversación susurrándole
preguntas a Fabiola. Pero ella, que seguía molesta y dispuesta a cumplir con su
decisión, la ignoró a propósito. Al final Docilosa se dio por vencida. En realidad
Fabiola no tardó mucho en sucumbir al sueño. Regentar el Lupanar resultaba
agotador.
A pesar de los brebajes para dormir que Brutus le había hecho beber, la siesta
de Fabiola no fue ni mucho menos plácida. En realidad quedó sumida en una
oscura pesadilla en la que Antonio estaba al corriente de su plan secreto. La
llevaba a rastras ante César y se reía mientras su jefe la violaba. Revolviéndose
y dando vueltas, Fabiola era incapaz de detener aquel horrible sueño. Cuando
César terminaba, era entregada a Scaevola. Aquello fue la gota que colmó el
vaso. Fabiola se despertó empapada de un sudor frío, con los puños cerrados
sujetando la sábana. La habitación estaba en silencio. ¿Estaba sola? Dirigió la
mirada como una posesa al taburete en el que se había sentado Docilosa. En su
lugar se encontró con Vettius, con aspecto triste.
Al ver lo angustiada que estaba, dio un salto.
—¿Voy a buscar al médico, señora?
—¿Qué? —exclamó, sobresaltada—. No, y a me siento mejor. —Físicamente,
quizá, pero Fabiola tenía la cabeza llena de imágenes horrendas. Desechándolas
lo mejor que pudo, se incorporó.
—¿Dónde está Docilosa?
Él apartó la mirada.
—Ha ido a ver a su hija.
—¿Cuándo?
—Hace unas tres horas.
—¿Me ha dejado? —exclamó Fabiola con incredulidad—. ¿Mientras estaba
enferma?
—Ha dicho que te había bajado la fiebre —masculló Vettius como si fuera
culpa suy a—. ¿Se ha equivocado?
Fabiola se planteó qué decir durante unos instantes. No tenía sentido hacer una
montaña de un grano de arena.
—No —suspiró, retirando la ropa de cama—. Ya no tengo. Vuelve a tu puesto.
Vettius desplegó una sonrisa de felicidad. Cuidar de su señora enferma le
hacía sentir intranquilo. Ahora que se había recuperado, el mundo volvía a ser
como siempre. Cogió el garrote, hizo una reverencia y la dejó.
Mientras observaba cómo su enorme espalda desaparecía por el pasillo,
Fabiola deseó que su visión de la vida fuera tan simple.
A unas cuantas docenas de pasos del Lupanar, Tarquinius estaba agachado en
una posición muy similar a la que ocupara durante un tiempo hacía ocho años. El
lugar le trajo recuerdos encontrados. En aquel entonces, se había dedicado a
esperar a Rufus Caelius, el noble malévolo que había matado a Olenus. No era de
extrañar que tuviera perfectamente claro cada instante de la refriega que se
había producido en el exterior del burdel. Intentó enterrar el recuerdo de su única
cuchillada, que en su momento tan correcta le había parecido. Aunque el
arúspice sentía que el destino había guiado su navaja, las consecuencias de su
acto y la expresión de Romulus cuando se lo había contado seguían torturándole.
En parte era el motivo por el que Tarquinius se encontraba allí una vez más,
fingiendo ser un mendigo.
« ¡Qué vueltas tan curiosas da la vida!» , pensó.
Fabricius había cumplido su palabra y había llevado a Tarquinius a la pequeña
flota del puerto de Rodas. Había insistido en que su compañero de devoción
viajara en el mismo barco que él, el trirreme principal. Tarquinius había
aceptado con presteza. Le parecía perfecto: después de la intervención de Mitra,
un pasaje de vuelta a Italia con relativa comodidad, con la posibilidad de acceder
a documentos y artilugios antiguos que necesitaba. Sin embargo, poco después de
su partida, el arúspice había descubierto que la may oría de los objetos a los que
deseaba echar un vistazo estaban en otros barcos. De golpe y porrazo, la mitad de
su plan había quedado sin efecto. Su intención había sido pasar el máximo tiempo
posible estudiando durante el viaje. Sin embargo, resultó ser que la distribución de
la carga acabó siendo una bendición. Cuando una tormenta otoñal hizo desviar a
la flota de la isla de Antiky thera, los barcos cargados con objetos preciados
fueron los que se hundieron, no el que llevaba a Fabricius y Tarquinius a bordo.
No es que su trirreme quedara intacto. Encarándose a olas más altas que un
edificio y a horas de ray os y truenos aterradores, acabó entrando
trabajosamente en Brundisium con nada más que un muñón en el lugar del mástil
principal. Por lo menos una docena de tripulantes había acabado en el agua por
un golpe de mar.
Indemne contra todo pronóstico, el arúspice decidió interpretar su buena
suerte como habría hecho la may oría. Una deidad —Mitra— guiaba su destino.
Aunque Tarquinius y a no sabía cuál era su objetivo, ahí había una prueba clara
de que seguía habiendo alguno. Estaba agradecido por ello. Roma era el lugar
donde « debía» estar.
Fabricius también le estaba agradecido al dios guerrero. No obstante, hizo una
ofrenda al templo de Neptuno antes de que se marcharan de Brundisium.
—Hay que tenerlos contentos a todos, ¿no crees? —masculló. Al igual que los
etruscos, los romanos solían venerar a varias deidades, dependiendo de sus
necesidades. Tarquinius hacía lo mismo.
Al llegar a Roma, el centurión lo había llevado a una casa grande situada en
el Palatino.
—Es lo mínimo que puedo hacer —había insistido—. Es un lugar en el que
reposar la cabeza.
El edificio resultó ser el cuartel general de un grupo de veteranos, todos ellos
seguidores de Mitra. Ahí, en el Mitreo subterráneo, Fabricius presentó a
Tarquinius a Secundus, el Pater del templo. Si bien al arúspice le sorprendió la
existencia de un santuario mitraico en el corazón de Roma, se quedó atónito al
ver que Secundus era el veterano manco que había conocido en el exterior del
Lupanar hacía unos años. Por el contrario, el Pater no pareció sorprenderse.
El hecho de conocer a Fabricius y sobrevivir a la tormenta había devuelto
considerablemente la fe que Tarquinius tenía en los dioses. Justo cuando parecía
que los obstáculos que se interponían en su camino eran demasiado difíciles de
superar, desaparecían. Durante el viaje, había seguido teniendo visiones
ocasionales de Roma bajo un cielo tormentoso. Las nubes del color de la sangre
indicaban al arúspice que la vida de alguien corría peligro, pero no tenía ni idea
de quién. El sueño vivido sobre el asesinato del Lupanar tampoco desaparecía y
por eso el burdel fue el primer destino de Tarquinius en cuanto hubo disfrutado de
una noche de descanso.
Poco después de llegar reconoció a Fabiola, y a Tarquinius le sorprendió que
fuera la nueva dueña del Lupanar. Nadie sabía por qué había comprado el burdel;
sin embargo, ese conocimiento le otorgaba un punto de partida. ¿Acaso tenía algo
que ver con su pesadilla? También había descubierto que Fabiola era la amante
de Decimus Brutus, uno de los hombres de confianza de César.
No obstante, el arúspice no corrió a presentarse como amigo de su hermano.
No era su estilo. Tarquinius se dedicó a quedarse sentado en el exterior
observando las idas y venidas de la gente para llegar a entender qué pasaba. En
apenas unas horas, se dio cuenta de que las cosas no iban bien en el Lupanar. El
burdel era famoso en toda la ciudad por la destreza de las prostitutas, sin embargo
apenas recibía diez clientes al día, por muy renovado que estuviera. También
parecía contar con una cantidad desproporcionada de guardas armados, matones
de cabeza apepinada armados con garrotes, cuchillos y espadas. Patrullaban la
calle, que estaba prácticamente vacía, repasando de arriba abajo a cualquiera
que osara mirarles. Para evitar llamarles la atención, Tarquinius había adoptado
el semblante de un bobalicón lleno de tics y al que se le caía la baba. Funcionaba
a la perfección pues los matones le evitaban.
Aquello le daba tiempo para reflexionar sobre lo que veía. A ojos de
Tarquinius, las tácticas implacables de los guardas no bastaban para explicar el
estado precario del Lupanar. Estaban ahí como respuesta a una amenaza y
quienes buscaban sexo no se desanimaban por ello tan fácilmente. El burdel
seguía recibiendo la visita de hombres importantes, había oído decir a algunos
viandantes que el hombre corpulento que había entrado ahí aquella mañana era
Marco Antonio. Tarquinius llegó a la conclusión de que el encuentro de Antonio
había sido rápido. No había transcurrido ni un cuarto de hora cuando el sonriente
jefe de Caballería había salido a la calle. Nadie le había importunado, aparte de
otro noble: un hombre de rostro agradable y complexión media que pareció de lo
más disgustado al encontrarse con Antonio. ¿Acaso el peligro que veía guardaba
relación con alguno de ellos?, se planteó Tarquinius. ¿Qué más daba? A no ser que
afectara a Fabiola. Se sintió frustrado y fascinado a la vez. No obstante, si la
hermana de Romulus corría peligro se sentía obligado a ay udar.
Al mediodía fue renqueando a buscar algo de comer y se enteró de más
cosas. El arúspice se fijó en que distintos grupos de rufianes armados rondaban
las calles circundantes. Dirigidos por un hombre castaño, bajo y robusto con cota
de malla, establecían controles para reducir, o evitar, el acceso al Lupanar. Sólo
los peatones más insistentes, como una mujer fea de mediana edad a la que
acababa de ver, conseguían pasar. No costaba demasiado llegar a la conclusión
de que había algún tipo de batalla territorial.
Tarquinius seguía sin saber a ciencia cierta si inmiscuirse.
Mejor esperar y observar.
Fabiola, huraña, estaba sentada en su escritorio de la recepción cuando
Docilosa regresó. Era casi el atardecer, lo cual significaba que su criada había
estado fuera varias horas. A juzgar por la expresión feliz de su rostro, la visita
había ido bien. Cuando vio a Fabiola, endureció el semblante.
—¿Ya te has recuperado? —preguntó, fingiendo preocupación.
La indirecta enfureció a Fabiola.
—Sí —espetó—. No gracias a ti, precisamente.
Docilosa emitió un pequeño sonido despectivo y se dirigió al pasillo rozándola
al pasar.
—Estaré en la parte trasera, lavando ropa —dijo.
Furiosa, Fabiola se mordió la lengua en vez de replicar. La antesala situada a
escasos pasos estaba llena de prostitutas que lo oirían todo. Jovina también
rondaba por allí. Cuanto menos se dijera en público, mejor. No obstante, la
situación no podía continuar así. Habría que resolverla de un modo u otro, y
pronto. Fabiola hinchó las aletas de la nariz. Apreciaba la amistad de Docilosa,
pero no en esas condiciones.
Antes de que tuviera tiempo de hacer algo más, un trío de ricos comerciantes
de Hispania entró por la puerta. Fabiola se levantó para recibirlos.
Estaban como una cuba e insistieron en contarle su historia. Después de una
ardua semana vendiendo sus productos, lo habían celebrado y endo a los juegos
de César que habían tenido lugar ese día. Después habían ido de copas y ahora,
tal como los españoles le dijeron a Fabiola, querían el polvo de su vida. Ninguna
banda callejera iba a impedirles visitar el Lupanar, del que habían oído hablar en
su país.
—Han venido al lugar adecuado, caballeros —les susurró Fabiola
sensualmente, que enseguida se fijó en los pesados monederos que llevaban
colgados del cinturón. Convertida y a en una auténtica madama, llamó a las
chicas para que las inspeccionaran.
Los comerciantes ebrios eligieron rápidamente y fueron conducidos a las
distintas habitaciones. Fabiola se dirigió otra vez hacía el pasillo; junto a la
entrada, había un par de hombres con los ojos como platos y con túnicas de
hombres modestos. Le extrañó que Benignus los hubiera dejado entrar hasta que
vio el dinero que llevaban en la mano. Eran ciudadanos de a pie que habían
ganado una pequeña fortuna en los juegos del día apostando lo máximo a un
retiarius y a may or, el probable perdedor en un duelo de legionarios. Tal como le
contaron a Fabiola, la apuesta les había ido de perlas porque el favorito, un
murmillo de Apulia, había resbalado en un trozo de arena ensangrentada y el
pescador le había clavado el tridente en el vientre y había terminado la lucha en
un abrir y cerrar de ojos. Descontento por lo inesperado del resultado, el
corredor de apuestas había intentado renegar de la apuesta, pero la
muchedumbre enfurecida se había arremolinado alrededor de los dos amigos y
le habían obligado a pagar. Ahora estaban en el Lupanar para gastarse las
ganancias.
« Lo cierto es que los juegos de César están beneficiando al negocio —pensó
Fabiola mientras observaba cómo la pareja de ojos desorbitados desaparecía con
las chicas elegidas—. A lo mejor tenía que haber ido a verlos» .
No. Fabiola reaccionó enseguida. Lo que había fingido aquella mañana
delante de Brutus no había obedecido únicamente a motivos egoístas. Se le
revolvía el estómago al pensar en ver morir a hombres por el mero motivo de
complacer a las masas. Era incapaz de presenciar tales espectáculos sin ver a
Romulus en el círculo de arena. El mero hecho de imaginar a su hermano le
partía el corazón. ¿Dónde estaba? ¡Cuánto deseaba volver a verlo! Aunque ambos
se hubieran convertido en adultos desde su último encuentro, a Fabiola no le cabía
la menor duda de que seguirían llevándose de maravilla. Como mellizos que
eran, de niños habían sido inseparables. ¿Qué podía haber cambiado ahora? Su
vínculo era inquebrantable. Fabiola se sintió más contenta y pensó en Docilosa.
Se sintió avergonzada. Su sirvienta era casi como de la familia. Había llegado el
momento de darle un beso y reconciliarse con ella.
Fabiola ordenó a Jovina que se encargara de la recepción y fue a buscar a
Docilosa.
En el exterior, Tarquinius se estaba planteando cuánto tiempo esperar hasta
dar la jornada por concluida. Desde que Antonio saliera apresuradamente y
mantuviera una breve conversación con su amigo noble no había ocurrido nada
demasiado interesante. Se fijó en que la mujer de mediana edad del puesto de
control entraba en el burdel y llegó a la conclusión de que debía de ser una criada
o esclava. Estaba claro que era demasiado vieja y fea para ser prostituta en un
local como el Lupanar. A Tarquinius le sorprendió sentirse lleno de energía
cuando la mujer desapareció por la entrada en forma de arco. La percepción
que tuvo fue tan breve que estuvo a punto de no captarla. La tristeza del pasado se
había esfumado recientemente para ser sustituida por un profundo júbilo.
También había ira, resentimiento para con alguien que tenía ideas que no le
correspondían por su posición. Fastidiado, Tarquinius no intentó ver más. Las
emociones de una sirvienta no era lo que le interesaba saber.
De todos modos, por algo se empezaba.
Escudriñó el trozo de cielo que resultaba visible en el estrecho hueco que
quedaba entre los edificios para ver si recibía alguna pista. Presentaba el típico
aspecto otoñal: nubes densas que prometían lluvia antes de la noche. Poco más.
El arúspice apartó la mirada y le llegó una ráfaga de aire frío cargada con la
amenaza de un baño de sangre. Tarquinius se puso tenso, atenazado por el miedo.
Se centró en sus pensamientos para intentar comprender. Al cabo de unos
instantes lo vio claro. El peligro se palpaba en el aire. Allí. ¿Era ésa la amenaza
que tantas veces había visto?
El arúspice enseguida deslizó los dedos por debajo de la capa hasta encontrar
la empuñadura de su gladius. Había dejado en casa de los veteranos la gran
hacha doble, destinada a llamar una atención que él no deseaba. Por suerte, el
tacto sólido de la espada le tranquilizó. Al atardecer, Tarquinius miró a uno y otro
lado de la calle y no advirtió nada inquietante. Tranquilizado en cierto modo, se
recostó, preguntándose si iba a pasar algo de forma inminente. ¿Debía
preocuparse por la seguridad de Fabiola? Le resultaba chocante advertir lo
importante que le parecía el hecho de vigilarla.
Transcurrió media hora y anocheció. Los porteros del prostíbulo se retiraron
a los arcos de luz que proy ectaban las antorchas situadas a ambos lados de la
puerta delantera. Tarquinius empezó a preguntarse si la amenaza era fruto de su
imaginación. Se estaba quedando tieso de frío y el estómago le pedía comida. No
obstante, la experiencia le había enseñado a no precipitarse, así pues apretó los
dientes y se quedó quieto.
Al cabo de un rato unas fuertes pisadas en el terreno irregular le llamaron la
atención. Estaba medio dormido y se despertó e incorporó. Un nutrido grupo de
gente provisto de antorchas se aproximaba al burdel desde el otro extremo de la
calle. Teniendo en cuenta la hora que era, la cantidad de guardas era normal. A
no ser que estuvieran locos, todos aquellos que se aventuraban a salir de noche
iban de esa guisa. Lo que sorprendió a Tarquinius fue el hecho de que fueran
gladiadores. Vio tracios, murmillones y secutores, así como varios arqueros.
Normalmente, sólo un lanista utilizaba ese tipo de hombres para protegerse.
¿Se trataba acaso de algo más que una visita en busca de placer carnal?
Tarquinius se inclinó hacia delante con todos los sentidos aguzados al máximo.
El grupo, armado hasta los dientes, se paró en la entrada. Los porteros del
Lupanar, que intercambiaron una mirada incómoda, sujetaron las armas. Los
gladiadores soltaron risitas despreciativas y una figura baja y entrecana envuelta
en una capa de lana se abrió camino hacia la parte delantera.
—¿Así es como recibís a la clientela? —inquirió.
Un esclavo enorme con un garrote de madera apareció arrastrando los pies.
—Os presento mis disculpas, señor. En estos momentos estamos teniendo
algunos problemas. Hay que estar preparado constantemente.
El lanista habló con desdén.
—Seguro que tiene algo que ver con esa chusma del cruce. Los cabrones no
han querido dejarnos pasar hasta que he hecho que mis arqueros los apuntaran.
¡Entonces se han separado más rápido que una puta al abrirse de piernas!
Sus hombres rieron obedientemente.
Tarquinius se dio cuenta aliviado de que no estaba conchabado con el grupo
de matones.
—Nadie impide al lanista del Ludus Magnus que vay a adónde le plazca —
declaró Memor—. Esta noche quiero a la puta más guapa del Lupanar.
Con una reverencia respetuosa, el esclavo grandullón indicó a Memor que
entrara.
—Me merecía esta visita desde hace tiempo —declaró el lanista,
pavoneándose al entrar—. Tengo las pelotas a punto de explotar.
Los gladiadores soltaron más risas forzadas.
Memor rectificó sus intenciones y miró a su alrededor.
—Largaos otra vez al ludus —ordenó—. Regresad mañana por la mañana. A
lo mejor y a habré terminado.
Sus luchadores obedecieron con expresión aliviada.
Tarquinius, que estaba al otro lado de la calle, se emocionó y se atemorizó al
mismo tiempo. Romulus había luchado para el Ludus Magnus, lo cual convertía a
Memor en su anterior propietario. ¿Acaso el lanista tenía idea de quién era
Fabiola? ¿Era aquél el verdadero propósito de su visita? « Por supuesto que no —
se dijo—. Seguramente hace tiempo que Memor se ha olvidado de Romulus. Tal
vez ni siquiera sepa que Fabiola regenta el local» .
Tarquinius se puso a rezar atenazado por la incertidumbre. « Guíame, gran
Mitra. ¿Debería entrar?» . Las estrellas estaban casi totalmente oscurecidas en el
cielo nocturno. Lo que atisbaba entre los huecos momentáneos de las nubes era
demasiado pequeño para determinar nada. La inminencia del peligro que había
sentido con tanta fuerza se había esfumado. Tarquinius sintió que los dioses se
burlaban de él, y se obligó a relajarse. No obstante, también se sentía obligado a
permanecer donde estaba.
Docilosa no estaba en los baños ni en la cocina. Fabiola la encontró en el patio
trasero del burdel lavando ropa de cama. Era obvio que su criada la evitaba
porque no era tarea que hacer bajo la luz de una antorcha. Tuvieron tiempo de
intercambiar una mirada gélida antes de que Catus, el cocinero jefe, distrajera a
Fabiola con una pregunta sobre la cantidad de comida y bebida que los porteros
recién contratados consumían. La llevó a las despensas contiguas a la cocina y
señaló indignado las estanterías vacías.
—Estoy utilizando más de un modius de cereal al día para hacer pan, señora
—se quejó—. Luego están los quesos y verduras. ¡Y el vino! Aunque esté
rebajado con agua, esos perros se acaban un ánfora cada pocos días.
Catus tenía una larga lista de quejas, pero Fabiola llevaba cierto tiempo
posponiendo una charla con él. El esclavo de pelo ralo trabajaba duro, por eso lo
escuchó con atención y decidió qué había que hacer en cada caso, dándole las
instrucciones necesarias. Mientras hablaban, se dio cuenta de que Docilosa se
internaba sigilosamente por el pasillo que conducía a la parte delantera del
prostíbulo. « ¡Maldita sea!, se comporta como una niña —pensó Fabiola—. Igual
que he hecho y o. No es propio de ella. Me pregunto si Sabina estará inculcándole
ciertas ideas» . Le costaba concentrarse. Hablando cada vez con may or
vehemencia, Catus le soltaba una perorata sobre el precio de las verduras en el
Foro Olitorio comparado con lo que cobraban los agricultores locales si les
compraban directamente a ellos.
—Os digo que es un robo a mano armada —se quejó—. El precio en el Foro
es el triple o incluso el cuádruple de lo que vale al por may or.
Fabiola no aguantaba más.
—Vale —espetó—. Busca un labrador honesto y ofrécele un contrato para
que nos suministre toda la comida.
Catus se amedrentó al ver lo enfadada que estaba.
Fabiola adoptó una actitud más comprensiva. Nunca antes había tenido tal
nivel de responsabilidad.
—Los porteros estarán aquí durante un tiempo —explicó—. Tenemos que
alimentarlos. Comprar directamente a los productores me parece una idea
excelente y tú eres perfectamente capaz de organizado.
El hombre alzó el mentón.
—Gracias —musitó.
—Ven a verme cuando hay as encontrado al hombre adecuado —indicó
Fabiola—. Haré que los abogados redacten el documento necesario. —Dejó a
Catus sonriendo como un tonto y se marchó rápidamente a buscar a Docilosa.
Estaba bien solventar pequeños problemas como aquél, pero no podía negar el
verdadero apremio que sentía.
Fabiola siempre se preguntaría cómo se habría desarrollado la situación si el
cocinero no la hubiera abordado en ese momento. Cuando entró en el largo
pasillo, oy ó los gritos de una mujer. El ruido no era de gritos alborozados como
los que algunas prostitutas proferían para alentar a los clientes. « No —pensó
Fabiola alarmada—, es el sonido de una mujer totalmente aterrorizada que teme
por su vida» . Aceleró el paso.
—¡Vettius! ¡Benignus!
Fabiola veía a Docilosa más adelantada que ella, a escasos pasos de la
recepción. Más cerca del origen de los gritos. La criada movía la cabeza de un
lado a otro buscando la habitación adecuada. Cuando la localizó, se acercó a la
puerta.
Fabiola profirió una maldición. Era la que solía utilizar Vicana, la nueva
esclava británica de pelo rojizo y tez clara. Se quedó horrorizada cuando vio que
Docilosa estaba a punto de levantar el pestillo de hierro.
—¡No! —gritó Fabiola. No era eso lo que correspondía hacer—. ¡Espera a los
porteros!
Docilosa no le hizo ni caso y abrió la puerta de par en par.
—Para —gritó de inmediato—. Suéltala.
Los gritos habían alcanzado un volumen ensordecedor. Por encima de ellos,
Fabiola oy ó a un hombre profiriendo insultos.
—¡Zorra! —exclamó—. Haz lo que te digo. —Se oy ó una estrepitosa
bofetada y, de repente, la mujer dejó de gritar.
Docilosa dio un paso al interior.
—Deja en paz a la pobre chica —masculló con voz temblorosa—. No le
hagas daño.
—Métete en tus asuntos, adefesio —gruñó el hombre.
Docilosa entró de lleno en la habitación.
—¡Para!
Se oy ó una risotada escalofriante.
—¿Quieres un trozo de esto, no?
Fabiola, aterrada, corrió al vano de la puerta. Mientras tanto los porteros
aparecieron doblando la esquina desde la recepción.
Demasiado tarde. Todos llegaron demasiado tarde.
Se oy ó un grito ahogado, como el que se emite cuando uno tropieza de forma
inesperada. Le siguió el sonido de un cuerpo que caía al suelo y luego el
ambiente volvió a llenarse de gritos.
—¡Cállate, putón! —exclamó el hombre—. O recibirás lo mismo.
Fabiola se detuvo en el umbral y el estómago se le revolvió al ver lo sucedido.
—No —susurró—. No, por favor.
Docilosa y acía inmóvil en el suelo, de espaldas a Fabiola. La sangre y a había
formado un charco a su alrededor… pruebas condenatorias. Por encima de ella
había un hombre desnudo con un puñal ensangrentado y con las facciones
contraídas por la ira. Vicana estaba encogida al otro lado de la cama, con la cara
llena de lágrimas y pálida del terror.
Al principio, el hombre ni siquiera reparó en Fabiola. Parecía delirante o
drogado.
—Así aprenderás —masculló, dándole una patada a Docilosa—. A no
interrumpir mi diversión de ese modo.
A Fabiola la embargó una furia creciente. Conocía a aquel tipo, se había
acostado con él muchas veces en el pasado. Era Memor, el lanista del Ludus
Magnus, a quien le había sonsacado información sobre Romulus.
—Oy e, hijo de puta —susurró, hinchando las aletas de la nariz—. ¿Qué has
hecho?
Memor alzó los ojos y se le aclaró la vista.
—Por todos los dioses —dijo repasándola con la mirada—. Eres toda una
belleza. ¿Por qué no estabas ahí fuera para que te eligieran? Te habría escogido la
primera sin dudarlo un momento.
Fabiola no respondió. Aunque el instinto le decía que echara a correr, se
acercó a Docilosa. No fue capaz de pararse ni de contener su ira.
—Lástima que mi hermano no te matara cuando tuvo ocasión, pedazo de
mierda —exclamó.
Él entrecerró los ojos.
—¿De qué estás hablando?
—Romulus —le soltó al lanista—. El que huy ó. Me hablaste de él. —Memor
se sintió confundido, pero entonces Fabiola vio que caía en la cuenta.
—¡Por Mercurio! —susurró—. ¡Si te he follado otras veces!
Fabiola carraspeó y le escupió en la cara.
—Me resultó repugnante de principio a fin.
Él frunció los labios de rabia.
—¡Me dijiste que Romulus era tu primo!
—Mentí. Igual que cuando te decía que eras un semental —le soltó con
desprecio—. Viejo verde, picha floja. —A Fabiola le dio un vuelco el corazón
cuando las palabras salieron de su boca. Estaba a sólo unos pasos de Memor y su
cuchillo y los porteros aún no habían llegado. « Tenía que haberme mordido la
lengua» , pensó Fabiola.
Tenía razón.
—¡Eres una puta! —gritó el lanista, precipitándose hacia delante con el arma.
14
Sabina
Ruspina
E lhabía
mar estaba tranquilo entonces, a diferencia de la criatura monstruosa que
zarandeado los barcos de César durante la travesía de tres días desde
Lily baeum, Sicilia. Bajo un cielo azul despejado, el suave vaivén de las olas
mecía las aproximadamente dos docenas de trirremes anclados y buques de
transporte de casco plano que bordeaban la orilla. Los soldados desembarcaban
agradeciendo el salto a aguas poco profundas antes de que sus compañeros les
pasaran los pertrechos. Utilizando unos armazones de madera especiales, los
caballos fueron alzados de las bodegas y descendidos hasta el mar. A
continuación, sus jinetes los conducían a la costa. Los sacos de ultramarinos,
piezas de recambio y ballistae desmontadas se pasaban de mano a mano
mediante cadenas de legionarios hasta el terreno situado por encima de la línea
de flotación. Bajo la estricta supervisión de un oficial de intendencia con una hoja
de inventario, se apilaban en montones ordenados.
Más al interior, se había marcado la silueta de un naipe; primero habían
montado la tienda de César y el pabellón del cuartel general, cuy a ubicación
central estaba marcada por un vexillum rojo. Había cientos de hombres cavando
la primera fossa, y con la tierra que eliminaban iniciaban la construcción de una
muralla defensiva. Los centuriones y optiones iban de un lado a otro, alentando a
los soldados que trabajaban duro con una combinación de promesas y amenazas.
Por lo menos la mitad de los legionarios presentes formaban un arco gigantesco
alrededor de ellos, para protegerse de un ataque repentino del enemigo. En el
medio estaba Romulus.
La escena era la viva imagen del orden, pensó orgulloso. El ejército romano
en la cúspide de su eficacia. Él no era más que una pequeña pieza del
rompecabezas; sin embargo, sentía que encajaba en él, lo cual contaba mucho.
Por primera vez en su vida, Romulus estaba donde quería estar. Por ello le estaría
eternamente agradecido a César. En consecuencia, su sueño de ver a Fabiola y
de matar a Gemellus se había afianzado aún más. Le debía a César la libertad y,
en su opinión, tenía que pagar esa deuda antes de reanudar su propio camino.
Pagaría a César como un soldado leal y valiente el tiempo que fuera necesario.
Romulus adoptó un enfoque práctico con respecto a las consecuencias que todo
aquello tenía en sus planes. Por el momento, los dioses habían considerado
oportuno proteger a Fabiola y, con su ay uda, ella seguiría estando a salvo. Igual
que le reservaban el miserable pellejo de Gemellus a él, pensó, sujetando el
pilum con fuerza. Cada noche, después de rezar por el bienestar de su hermana,
Romulus pedía que el gordo comerciante siguiera con vida si alguna vez
regresaba a Roma.
Por supuesto, no existía garantía alguna de que él o sus compañeros fueran a
sobrevivir. La campaña había empezado con mal pie y César y a había puesto de
manifiesto que podía equivocarse. Zarpando en contra del consejo de sus
adivinos y sin indicar a los capitanes dónde desembarcar, César y sus hombres se
habían encontrado con un tiempo muy inclemente que había hecho pedazos la
flota. En otro aparentemente mal augurio, el dictador había tropezado y caído esa
mañana al precipitarse al mar desde el barco. En un golpe genial, César había
dado la vuelta a ese momento nefasto agarrando dos puñados de guijarros y
gritando:
—¡África, y a te tengo!
Todos los allí presentes habían acabado tomándose a broma su reacción
supersticiosa.
Sin embargo, su situación seguía siendo crítica.
Aunque habían perdido a pocos hombres, sólo una fracción de la fuerza que
había zarpado de Lily baeum se encontraba en aquel fondeadero. En vez de seis
legiones, César contaba sólo con 3500 legionarios, cohortes de distintas unidades
en su may oría. Para Romulus, lo que resultaba incluso más preocupante era que
el dictador tuviera menos de doscientos jinetes, mientras que las tropas de
Pompey o en la zona estaban dominadas por la caballería numidia. Romulus sabía
de primera mano lo peligrosa que podía llegar a ser: Craso tampoco había
contado con suficientes caballos. Confiaba en que Longino, el oficial entrecano
que lo había interrogado en nombre de César, le hubiera informado de ese detalle
tan importante.
Sin embargo, poco podía hacer César, o cualquier otro, para superar ese
grave escollo. El resto del ejército había quedado a merced de los fuertes vientos
y la mar gruesa, y sólo los dioses sabían dónde estaban en esos momentos.
Enviaron varios barcos a peinar la costa, pero la búsqueda podía prolongarse
varios días. Días durante los cuales era muy posible que el enemigo descubriera
su posición.
Romulus hizo una mueca. Mejor no pensar en esa posibilidad. César se las
apañaría; todos ellos, de alguna manera. Mientras tanto, había llegado el
momento de atrincherarse y rezar para que los refuerzos no tardaran en llegar.
Transcurrió una semana sin novedades. Buena parte de la flota desperdigada
fue recogida y unida a la pequeña tropa que había desembarcado con César.
Aunque seguían estando en clara inferioridad numérica, su ejército también
había resultado bendecido con la buena suerte. Las fuerzas locales de Pompey o
—formadas por más de diez legiones— resultaron estar muy dispersas a lo largo
de la costa. Estaban lideradas por Metelo Escipión, y la llegada de César en pleno
invierno las pilló desprevenidas. Estaban a principios de año, momento poco
habitual para empezar una campaña. Como de costumbre, eso era precisamente
lo que había hecho César. Ahora sus enemigos necesitaban tiempo para hacer
acopio de fuerzas, lo cual otorgaba al dictador un respiro crucial.
El hecho de que Romulus cay era en la cuenta de que probablemente César se
esperara ese lapso de tiempo lo ay udó a aumentar la admiración que sentía por
su líder. El hombre sabía que la may oría de los soldados pensaba de forma
disciplinada, luchando sólo durante el día y librando guerras cuando se suponía
que se hacía, es decir, en verano. Por consiguiente, él hacía lo contrario. Sin
embargo, esta táctica relámpago conllevaba un problema grave: abastecer a las
legiones. Los barcos de transporte vacíos y a estaban camino de Sicilia y Cerdeña
con la misión de traer el grano para el que no había habido espacio en el viaje de
ida. No obstante, mientras tanto, la principal preocupación de César no era
emprender una batalla contra el enemigo sino encontrar comida para sus
hombres. Por distintos motivos, aquella misión estaba resultando más difícil de lo
previsto.
Romulus también había cavilado al respecto. Como se pasaba mucho tiempo
haciendo de centinela, tenía poco más que hacer. El ejército de César no podía ir
a buscar comida muy tierra adentro por temor a quedar aislado de la costa y de
los refuerzos, que desembarcaban a diario. Todavía tenían que llegar varias
legiones de veteranos y su presencia en una batalla ensay ada resultaría crucial.
Al igual que la Vigésima Octava, la unidad de Romulus, la may oría de las
legiones de César se habían formado durante la guerra civil y eran relativamente
poco expertas.
Sin embargo, también necesitaban comer. Y mucho.
Por desgracia, la agricultura local había quedado seriamente afectada.
Aparte de agenciarse toda la comida posible, los pompey anos habían obligado a
alistarse a su ejército a muchos campesinos. Por consiguiente, las tierras del fértil
paisaje estaban prácticamente vacías, lo cual obligaba a los hombres de César a
cosechar cualquier cultivo restante por sí solos. Era inevitable que no duraran
demasiado, por lo que el dictador había conducido a sus legiones al pueblo vecino
de Hadrumentum. La guarnición pompey ana que estaba allí atrancó las puertas
y se negó a rendirse. César no tenía ni tiempo ni equipamiento para realizar un
asedio, por lo que marchó hasta Ruspina, donde estableció el cuartel principal.
Leptis, otro asentamiento local, enseguida abrió sus puertas a las tropas de César,
pero ni Leptis ni la población vecina tenían capacidad para abastecer a miles de
soldados durante más de uno o dos días.
Las monturas de caballería se encontraban en una situación incluso peor,
hasta que algunos veteranos tuvieron la brillante idea de recoger algas de la orilla.
Lavadas con agua dulce y secadas al sol, proporcionaban nutrientes suficientes
para mantener con vida a las monturas si no se las alimentaba bien. De todos
modos, tales ideas escaseaban y los soldados necesitaban algo más que algas
para marchar y luchar. Desde su llegada, habían sobrevivido con dos tercios de la
ración normal y aquello no podía seguir así.
De ahí el nutrido grupo de búsqueda, pensó Romulus, cuando miró por
encima del hombro y vio la larga columna detrás de él y la nube de polvo
suspendida encima. Agradecía que la Vigésima Octava hubiera recibido el honor
de llevar la delantera, evitando así el polvo asfixiante que se levantaba al paso de
tantos hombres. César iba en cabeza y la patrulla estaba formada por treinta
cohortes, compuestas en su may or parte por soldados de las legiones menos
expertas. Habían emprendido la marcha hacía menos de una hora e iban sin los
pertrechos y preparados para la batalla. El objetivo principal era encontrar
campos con cultivos sin recolectar. Avanzaban en dirección sur por el camino de
tierra que conducía a Uzitta. El trigo era el alimento preferido; sin embargo,
Romulus y sus compañeros y a habían abandonado las exigencias. Se llenarían el
estómago con cebada, avena y cualquier otro alimento que encontraran a su
paso. Hasta el momento, poco habían encontrado que valiera la pena.
Al paso de los soldados por aldeas con casas construidas con ladrillos de
adobe, los lugareños, sobre todo las mujeres, los niños y los ancianos, los miraban
aterrados. César había dado la orden estricta de no saquear. Bastante triste era y a
que se llevaran la comida de los campesinos, dijo, como para además robarles
los escasos objetos de valor que tenían. Por una vez, a los hombres hambrientos
no les costó obedecer la orden. Sólo tenían ojos para los campos de cultivo que
rodeaban los asentamientos. Como es natural, los lugareños y a habían
recolectado y almacenado todo lo comestible en una zona muy próxima a
Ruspina o las tropas de César lo habían requisado con anterioridad.
Por lo menos no les faltaba bebida, pensó Romulus. Gracias a la profundidad
de los pozos de Ruspina, todos los hombres llevaban los odres llenos de agua.
Marchar resultaba mucho más fácil cuando no había que tratar cada gota de
agua como si fuera oro. Además, como era invierno, las temperaturas no eran
sofocantes como había pasado en el desierto parto. Romulus guardaba un
recuerdo terrible de la sed atroz que había sufrido mientras recorrían aquel
paisaje lunar con Brennus y Tarquinius.
El hecho de pensar en el arúspice entristeció a Romulus, que incluso sintió
nostalgia. El paso del tiempo había debilitado la ira por lo que Tarquinius había
hecho. Se había dado cuenta de que la manumisión que César le había concedido
quizá no se habría producido si los acontecimientos se hubieran desarrollado de
otro modo. Sin embargo, era difícil no preguntarse qué habría pasado si no
hubiera tenido que huir de Roma con Brennus. Tal vez hubiera tenido éxito en la
vida. Podría haber conseguido la libertad en la arena ganándose el codiciado
rudis. O haber muerto, caviló. ¿Quién sabe? Romulus todavía no había llegado al
punto de perdonar a Tarquinius, pero y a no sentía hacia su mentor la ira
furibunda que sintiera en Alejandría. Se había convertido en un asunto del que
podrían hablar y arreglar, de hombre a hombre. Si es que alguna vez volvían a
encontrarse, claro está.
Romulus exhaló un suspiro. ¿Qué posibilidades tenía de que eso ocurriera?
Escasísimas. Mejor no pensar demasiado en Tarquinius. No tenía sentido
preocuparse de cosas que no podía cambiar. Era preferible concentrarse en lo
que tenía entre manos, como encontrar algo de comer. Puesto que todos los
campos estaban vacíos, esa táctica no funcionó demasiado tiempo. Pensar en
ganar la guerra tampoco funcionaba: los pompey anos eran tan numerosos que, a
pesar del liderazgo sin parangón de César, la victoria no estaba ni mucho menos
asegurada. El tiempo lo diría. Romulus probó otro método, sumándose a la
canción que alguien de la fila delantera canturreaba. César era la clave, solía
pensar. En cada verso escabroso se mencionaba a una de las muchas mujeres de
la nobleza con las que había tenido aventuras, mientras el coro advertía a los
hombres de Roma que encerraran a sus esposas cuando el « sátiro calvo»
regresara a la ciudad para siempre. Romulus se apuntó gustoso. La primera vez
que había oído aquella canción burlona, le había sorprendido lo bien que César la
encajaba. Más tarde, se había dado cuenta de que mostraba el gran afecto que
los hombres tenían por el general, y César lo sabía.
—¡Alto! —bramó Atilius, su primer centurión—. ¡Alto!
El bucinator de la unidad, que marchaba al lado de Atilius, repitió la orden de
inmediato.
Romulus atisbó a lo lejos para ver qué pasaba. Sus compañeros hicieron lo
mismo. La caballería germana y gala sólo contaba con cuatrocientos hombres
aproximadamente y una cuarta parte de ellos reconocía el terreno que tenía por
delante. Atilius, que tenía una vista de lince, debía de haber visto que regresaba
un puñado de miembros de alguna tribu. Al cabo de un instante, la suposición de
Romulus quedó confirmada al ver una pequeña nube de polvo que precedía la
llegada de una tropa de jinetes. Los galos enseguida habían llegado al galope y
habían dejado atrás a la Vigésima Octava. Los guerreros con trenzas y poco
armados que se protegían únicamente con pequeños escudos hicieron caso omiso
de las preguntas que les lanzaban los legionarios, presos de la curiosidad. César,
que los había liderado durante la conquista de la Galia, era el único hombre con
el que hablaban. Como comandante, se encontraba en la posición habitual a
media altura de la columna.
De todos modos, seguía sin verse nada. El terreno era relativamente llano y
había pocos árboles, por lo que era posible ver hasta un kilómetro y medio más
allá de la posición de la patrulla. Los legionarios empezaron a relajarse, dejaron
los escudos en el suelo y tomaron sorbos de agua. A los oficiales no les importó.
Como no había enemigo a la vista, tal comportamiento no tenía nada de malo.
Al cabo de un rato, la may oría de los galos volvieron trotando y dejaron atrás
a la Vigésima Octava.
—Mira —dijo Romulus, al ver la capa roja de sobras conocida—. ¡César va
con ellos!
Incluso Atilius giró la cabeza y se los quedó mirando.
—Deben de querer enseñarle algo —masculló. Como muchos oficiales de la
Vigésima Octava, Atilius era veterano de la Décima, la legión preferida de César.
Al parecer, él y sus compañeros habían sido reclutados para que formaran un
núcleo a partir del cual los soldados con menor experiencia pudieran aprender las
nociones básicas y la disciplina. Sin embargo, en algunos círculos se rumoreaba
que eran amotinados que habían desfilado en Roma hacía algunos meses,
enviados a una unidad distinta de la suy a para evitar más problemas. Sea como
fuere, Atilius era un buen soldado que a Romulus le recordaba a Bassius, el viejo
centurión bajo cuy o mando había estado en Partia.
Romulus miró por encima del hombro para ver dónde estaba el resto de los
galos. Media docena de guerreros cabalgaba hacia la parte de atrás. Notó la
subida de adrenalina.
—Ha mandado llamar al resto de la caballería y los arqueros, señor —
exclamó—. Debe de haber problemas a la vista.
Atilius dedicó una mirada evaluadora a Romulus. La historia del esclavo
condenado a morir en la arena que había ganado su libertad matando a un
rinoceronte había recorrido las filas de la Vigésima Octava mucho antes de la
llegada de Romulus a Lily baeum. En vista de sus antecedentes, lo habían
destinado a una cohorte distinta a la que había servido con anterioridad. Había
que hacerle justicia y reconocer que el joven soldado gozaba de una excelente
forma física, respondía bien a las órdenes y realizaba sus tareas como Atilius
quería. Aquello no le diferenciaba de la may oría de los legionarios que tenía al
mando, por lo que el primer centurión se reservaba su opinión hasta que Romulus
le demostrara su verdadera valía.
—Pues sí. Tendremos que olvidar el gruñido de nuestros estómagos hasta más
tarde.
—Sí, señor.
—Sí, señor. —Romulus percibió la frialdad de Atilius y sospechó el motivo.
Pasaba lo mismo, o peor, con unos cuantos de sus nuevos compañeros, a quienes
Romulus caía mal porque consideraban que César le había dispensado un trato
especial. No se trataba de una hostilidad manifiesta, sino de miradas de
resentimiento y falta de camaradería. Aunque le resultaba duro, Romulus era
capaz de soportarlo. De todos modos, la may oría le profesaba una especie de
admiración contenida, aparte de que bromeaban continuamente sobre el hecho
de que era el mejor hombre para enfrentarse contra los elefantes de Pompey o,
que se suponía que ascendían a unos ciento veinte ejemplares. Romulus encajaba
tales comentarios con buen humor, sabiendo que era una posible vía para ganarse
su aceptación. Con un poco de suerte, el hecho de luchar juntos aceleraría el
proceso.
Echaba de menos una may or camaradería. La muerte de Petronius le había
afectado sobremanera y había acentuado el dolor de su separación de Tarquinius,
además de reabrir la herida de la última imagen de Brennus. Aunque no había
podido salvar a Petronius, por lo menos lo había intentado. « ¿Por qué no me
quedé con Brennus? —se preguntaba Romulus una y otra vez. Comparado con
aquello, hasta su manumisión le parecía trivial—. Podía haber muerto con mi
hermano de sangre; en vez de huir como un cobarde» . Decir que Mitra había
planeado que él y Tarquinius sobrevivieran le parecía una excusa… una salida
facilona.
Poco después de que César se marchara, las bucinae tronaron desde la
posición del general. Había dado órdenes antes de partir.
—¿Habéis oído eso? —Atilius desplegó una sonrisa lobuna—. Preparaos para
la retirada —vociferó.
Una oleada de emoción y un poco de miedo recorrió las filas. El enemigo
debía de estar cerca.
Prepararon los pila y Romulus avanzó junto con sus compañeros.
Escudriñaba el terreno constantemente, sobre todo por la zona a la que se dirigían
César y los galos. Los jinetes enseguida habían quedado reducidos a poco más
que una nube de polvo. Durante una eternidad, Romulus no vio nada. La tensión
iba en aumento. No podía pasar demasiado tiempo en tierra africana antes de
encontrarse con los pompey anos, y ahora el combate era inminente. Todos los
hombres lo intuían.
Aquella sensación se intensificó al ver a la caballería gala deteniéndose en lo
alto de una pendiente gradual. Los legionarios siguieron las huellas de César por
una larga cuesta. Casi en lo alto, vieron que se había detenido para inspeccionar
la zona. Su general charlaba animadamente con el comandante de los galos.
Señalaba con el brazo aquí y allá los detalles importantes. Luego César se volvió
para ver cuán cerca estaban sus cohortes. Tenía una sonrisa en el rostro.
Los soldados aceleraron el paso de forma instintiva.
Atilius se encontraba doce pasos por delante, por lo que fue él quien llegó
primero a lo más alto y vio a los pompey anos.
—Por Júpiter —le oy ó decir Romulus.
Pronto vería al enemigo con sus propios ojos.
Desde donde estaba César montado en el caballo se extendía una llanura. En
el extremo más alejado, a casi un kilómetro de distancia, se veía una formación
de soldados increíblemente ancha. La mera longitud de las filas pompey anas
hablaba por sí sola. Había miles de hombres más que en el grupo de buscadores
de César. Muchos legionarios empalidecieron.
Atilius notó el estado de ánimo.
—César no es imbécil —bramó—. No presentará batalla contra esa
muchedumbre, a no ser que resulte estrictamente necesario.
Romulus sintió cierta desazón. No era seguro que fuera a haber pelea, pero
los hombres que lo rodeaban y a estaban vacilando. « No es un buen comienzo» ,
pensó. Le agradó que Atilius siguiera hablando a sus soldados mientras dedicaba
una sarta de insultos a los pompey anos. Los legionarios, más tranquilos, se
colocaron.
Aunque no era probable que deseara batallar, César no podía dejar de
responder a la presencia del enemigo tan cerca de su ejército. El estruendo de los
bucinatores hizo que las cohortes se colocaran en una fila larga similar a la de los
pompey anos. Sin embargo, para alcanzar la amplitud del enemigo, sus soldados
sólo formaban una cohorte de profundidad. Era una desviación importante de la
táctica habitual, que contemplaba un mínimo de dos filas para enfrentarse al
enemigo, y provocó más desasosiego en la tropa.
—Debe de preocuparle que nos flanqueen —le confió Romulus a Sabinus, el
legionario de su derecha. Se habían hecho amigos durante las últimas semanas.
—Supongo —gruñó Sabinus—. Da igual que tengamos una caballería penosa
para defendernos.
Sabinus, un hombre bajito y moreno de mandíbula fuerte, había estado en el
ejército de Pompey o en Farsalia. Al igual que miles de sus compatriotas, se
había rendido y jurado lealtad a César. Habían luchado bien desde entonces, en
Egipto y en Zela. Sin embargo, había sido contra extranjeros, se dijo Romulus,
enemigos que no tenían nada que ver con los pompey anos. Aquel día había
llegado el momento de enfrentarse a tropas formadas por soldados con los que
aquellos hombres habían luchado codo con codo.
Como todo oficial que se precie, Atilius se dio cuenta de que sus legionarios
seguían intranquilos. Primero los signiferi y luego el aquilifer pasaron a la
primera fila. Cuando llegó el águila de plata se produjeron reacciones de orgullo
y se prometió en voz baja que ningún enemigo le pondría jamás las manos
encima a la posesión más importante de la legión. Atilius también intercambió
unas palabras con sus subordinados, que empezaron a recorrer las filas
dirigiéndose por el nombre a algunos soldados. El primer centurión hizo lo
mismo, pellizcando las mejillas de los hombres y dándoles palmadas en los
brazos al tiempo que les decía lo valientes que eran.
César en persona cabalgaba a lo largo de la vanguardia de la Quinta Legión,
los miembros de las tribus que había reclutado en la Galia y convertido en
ciudadanos romanos gracias a su lealtad. No llegó a oír las palabras exactas,
aunque sí los gritos de entusiasmo que lo siguieron.
Preparadas de esta guisa, las cohortes de César esperaron a ver qué hacía
Metelo Escipión.
La respuesta no se hizo esperar.
Para sorpresa de Romulus, muchas zonas de aquello que parecía infantería de
filas compactas que tenían delante había resultado ser caballería. Númidas. En
una espectacular muestra de subterfugio, Escipión había ocultado la verdadera
naturaleza de sus fuerzas hasta el último momento. Entonces empezaron a
moverse, los grandes escuadrones de jinetes salieron al galope hacia ambos lados
de la llanura que separaba a ambos ejércitos. Desde la parte central de la
posición enemiga corrían miles de soldados: la infantería numidia provista de
armas ligeras.
Escipión quería batalla y, gracias a su táctica inteligente, la tendría. A pesar de
la escasa densidad de las filas de César, sus hombres tenían muchas posibilidades
de ser sorprendidos por la espalda. Romulus se dio cuenta de que no tenía mucho
sentido negarse a luchar porque los pompey anos los hostigarían hasta hacerlos
volver a Ruspina. No obstante, quedándose a luchar, se enfrentaban a la muy
posible opción de ser aniquilados. Al igual que Craso en Carrhae. Le llenaba de
amargura pensar que, de ser así, habría estado al servicio de dos generales
derrotados por falta de caballería.
Los escasos arqueros de César llegaron por fin trotando desde atrás con el
rostro empapado de sudor. Los ciento cincuenta hombres habían realizado el
viaje desde Ruspina a toda velocidad para alcanzar al grupo de búsqueda. Sin
descanso, les mandaron que se situaran delante de la fuerza principal. El resto de
la caballería también llegó y se juntaron con los hombres que rodeaban a César.
La patrulla se dividió enseguida y doscientos galos se colocaron en cada flanco.
Era un número insignificante y Romulus sintió vergüenza ajena al ver a la
caballería numidia acercándose a ellos a toda velocidad por el llano. Por lo
menos eran siete u ocho mil en total. Veinte jinetes por cada uno de los de César
y encima númidas. La mejor caballería del mundo que, bajo el mando de
Aníbal, había ay udado en numerosas ocasiones a aplastar a los ejércitos
romanos.
Por suerte no tenía tiempo de ponerse a pensar en la desigualdad existente
entre los dos bandos.
Las bucinae llamaron a avanzar.
César aceptó la oferta de batalla de Escipión. Era un acto de valentía por
parte del general; sin embargo, ni él ni sus hombres podían haberse preparado
para la acometida que se inició al cabo de unos instantes.
Las cohortes marcharon hacia delante, manteniéndose todas muy cerca de
sus vecinas. La caballería gala de los flancos era la que marcaba el paso. El aire
se llenó de los sonidos característicos de miles de hombres en marcha: las pisadas
de las sandalias tachonadas al unísono sobre el terreno, el tintineo de la cota de
malla, el choque del metal contra los escudos y los gritos de los oficiales.
Romulus oía a hombres que tosían nerviosos y que musitaban oraciones para sus
dioses preferidos. Pocos hablaban. Él alzó los ojos al cielo, preguntándose si se le
revelaría algo. Lo único que vio fue el cielo azul. Romulus apretó los dientes y le
consoló saber que tenía soldados a cada lado, si bien pasó por alto el penetrante
olor a miedo que despedía su sudor.
Aquello era lo peor: la expectativa antes de que la batalla empezara
realmente.
—Seguid adelante —bramó Atilius desde su posición en el centro de la
tercera fila—. ¡Manteneos alineados con las demás cohortes!
Enseguida distinguieron la silueta de los soldados de infantería que corrían
hacia ellos. Eran hombres delgados, fibrosos, con el pelo oscuro y la piel morena
vestidos con túnicas cortas y sin mangas, ceñidas en la cintura con una cuerda. Al
igual que sus camaradas que iban a caballo, no llevaban armadura y sólo tenían
un pequeño escudo circular para protegerse. Iban armados con lanzas ligeras y
jabalinas, además de una navaja. Iban descalzos y recorrían el terreno cálido
dando brincos por separado o en grupo, acercándose a las filas romanas como
jaurías de perros de caza.
—No parecen gran cosa, ¿no? —se burló Sabinus.
Su comentario fue recibido con gruñidos desdeñosos de connivencia.
Romulus se animó. Era difícil imaginar que unos escaramuzadores tan poco
armados fueran a causar un efecto significativo en sus filas. Aunque la caballería
gala saliera la peor parada, tal vez ellos, la infantería, fueran capaces de volver
las tornas a favor de César.
Entonces se encontraban a cien pasos del enemigo. Lo bastante cerca para
distinguir el rostro de cada hombre. De ver los labios fruncidos por la furia. De
oír sus gritos de guerra ululantes.
Romulus se humedeció los labios. Casi había llegado el momento.
Al cabo de unos instantes, las bucinae anunciaron la carga.
—¡Hacia arriba y a por ellos, hombres! —bramó Atilius—. Esperad a que os
avise para lanzar los pila.
La Vigésima Octava avanzó en tropel.
Las caligae de Romulus golpeaban con fuerza la hierba corta. Miró a
izquierda y derecha y se fijó en las mandíbulas apiñadas, los rostros nerviosos y
las expresiones claramente aterradas de unos pocos soldados. Como siempre, él
tenía un nudo en el estómago. Cuanto antes se enzarzaran con el enemigo, mejor.
Escudriñó las siluetas que corrían hacia ellos y se sintió un poco más tranquilo. A
los númidas se les veía raquíticos comparados con los hombres armados hasta los
dientes que lo rodeaban. Sabinus tenía que estar en lo cierto. ¿Qué posibilidad
tenían esos escaramuzadores de resistir el ataque de los legionarios?
Al cabo de media hora, Romulus había cambiado de opinión por completo.
En vez de enzarzarse con los legionarios en un choque de escudo contra escudo y
en un combate cuerpo a cuerpo, los númidas se comportaban casi como jinetes.
Raudos y ligeros, corrían hacia los romanos, descargaban una lluvia de jabalinas
y huían. Si les perseguían, seguían corriendo. Cuando los legionarios exhaustos se
paraban para recobrar el aliento, los númidas volvían en masa, arrojando lanzas
y soltando pullas en su lengua gutural. Nada de lo que hacían los romanos servía.
Aunque sólo había algunos muertos, había docenas de heridos. Sucedía lo mismo
a lo largo de la fila.
Aquí y allá, grupos frustrados de soldados de César habían hecho caso omiso
de sus oficiales y habían roto filas para atacar a los grupos de enemigos que se
atrevían a acercarse a sus posiciones. Romulus había llegado a sentir un respeto
sano por los númidas, cuy as tácticas cambiaban al ser atacados de ese modo. Se
giraron al unísono como una bandada de pájaros, pero su objetivo era mucho
más mortífero. Los grupos de legionarios que perseguían quedaban rápidamente
rodeados y superados por la vasta superioridad numérica. Entonces, antes de que
las cohortes que miraban tuvieran tiempo de reaccionar, los escaramuzadores
enemigos desaparecían de nuevo y corrían hacia sus filas.
Romulus estaba bastante preocupado. Atilius y sus oficiales habían mantenido
a buena parte de la Vigésima Octava en sus puestos, pero los ataques de los
númidas estaban minando la seguridad de los hombres. Sin los constantes gritos
de aliento de los oficiales y el movimiento del águila, pensó que para entonces y a
habrían roto filas y huido. A juzgar por la vacilación en los puestos de las demás
cohortes, Romulus llegó a la conclusión de que la situación se repetía en todas
partes.
La caballería gala no corría mejor suerte. Obligada a retirarse por los
númidas, luchaba por permanecer más o menos cerca de los flancos de César.
Las cohortes de los extremos tenían que defenderse del agobio del ataque de los
jinetes que lanzaban jabalinas. En breve, los jinetes enemigos tendrían rodeada a
toda la patrulla y bloquearían su única vía de escape. Romulus recordaba
claramente lo que le había sobrevenido a la infantería cuando eso había sucedido
en Carrhae. No mencionó nada de todo ello a Sabinus ni a los hombres que lo
rodeaban, porque no había necesidad. Ya habían oído la historia de Curio, el ex
tribuno de César en África, que había fracasado así el año anterior. Además, ellos
mismos y a veían lo que estaba pasando. El pánico asomó a los rostros de
muchos. Romulus notaba también el aleteo del miedo en el vientre.
16
Labieno y Petreyo
Regreso al hogar
Padre e hijo
–¡
R omulus!
Giró la cabeza para ver de dónde provenía la voz de Sabinus. Por
increíble que pareciera, su compañero estaba a lomos de un caballo más allá del
numidio más próximo. Romulus no tenía ni idea de cómo había llegado allí, pero
nunca había estado tan contento. Apuñaló a otro jinete y consiguió quitar de en
medio una montura tras otra. La última lanza de Sabinus abatió a otro guerrero y
sembró el terror entre las filas enemigas. Había tantos númidas furiosos
intentando ir a por Romulus que reinaba un caos absoluto; pese a ello, en cuestión
de cuatro o cinco segundos se situó al lado de Sabinus. Espoleado por la
adrenalina pura, se cogió al brazo que le tendía el legionario y se colocó de un
salto detrás de él.
Animando al caballo con las rodillas, Sabinus lo dirigió por el lateral de los
númidas que pululaban por ahí. Iban directos a la Vigésima Octava. La may oría
de los soldados de caballería enemigos todavía no se habían dado cuenta de lo
que había pasado. Sin embargo, cuatro de los hombres de Petrey o les perseguían
y las esperanzas de Romulus, que habían aumentado, volvieron a disminuir. Un
caballo con dos hombres encima nunca iba a correr más que los que llevaban a
un solo jinete. El animal pardo que los transportaba era digno de respeto pero
tampoco era Pegaso. Sabinus soltó una maldición y tamborileó los talones contra
las costillas del caballo, pero fue en vano.
Los númidas que los perseguían estaban cada vez más cerca y les insultaban
a gritos. Una lanza surcó el aire perezosamente y fue a parar justo detrás de
ellos. Le siguió otra que pasó silbando para acabar clavada en la arena diez pasos
delante de ellos. Romulus miró hacia atrás y abrió la boca horrorizado cuando
una tercera jabalina se deslizó rápidamente y alcanzó la montura en los cuartos
traseros. Levantó la cabeza del susto y alteró el paso de tal forma que se puso a
caminar.
Sabinus se dio cuenta enseguida de lo que había pasado. Desmontó pasando la
pierna izquierda por encima del caballo.
—¡Vamos! —gritó.
A Romulus no le hacía falta que le insistieran. Desmontó medio saltando y
medio cay éndose. El caballo tropezó con la jabalina clavada en la cadera.
Romulus no tenía tiempo para compadecerse de él. Los númidas se acercaban
rápido arrojando lanzas sin parar. Les separaban apenas cincuenta pasos de ellos.
La pareja intercambió una mirada.
—¿Echamos a correr o luchamos? —preguntó Romulus.
—Nos cazarán como perros —gruñó Sabinus—. ¡Luchemos!
Romulus asintió, satisfecho por la reacción de su compañero.
Se colocaron uno al lado del otro y se prepararon para morir.
Dos lanzas pasaron silbando a su lado, aunque sin tocarles. Entonces quedaban
cuatro númidas, con una o dos lanzas por cabeza. Los jinetes enemigos eran
expertos en tirar a bocajarro y Romulus lo sabía; pero, sin escudo, las
posibilidades de no resultar heridos o muertos en breve eran prácticamente nulas.
Eso hasta que oy ó el clamor estridente de las bucinae sonando detrás de él.
Los númidas vieron lo que pasaba antes que Romulus. Adoptaron una
expresión iracunda y se pararon. Uno tiró una lanza en un último gesto fútil y
entonces los cuatro jinetes se giraron y huy eron.
Romulus miró a su alrededor y vio una cuña de legionarios cargando hacia
ellos con los escudos levantados. Atilius iba en el medio. Lanzó un grito ahogado
de satisfacción. El centurión jefe debía de haber estado observando sus
movimientos. Su rescate no podía deberse a ningún otro motivo. Romulus se
dirigió a ellos seguido de Sabinus.
—Pensaba que no sabías montar —masculló.
—Me crié en una granja —explicó Sabinus—. Siempre teníamos unos
cuantos jamelgos por ahí.
Romulus le dio una palmada en el hombro.
—Te debo una.
—Ha sido un placer. —Sabinus sonrió y Romulus se dio cuenta de que
acababa de forjar una amistad de por vida.
Atilius detuvo a sus hombres cuando los dos les alcanzaron.
—Entrad —ordenó, apartando a los legionarios—. No hay tiempo que perder.
Obedecieron encantados y la cuña dio rápidamente media vuelta. Romulus
echó un vistazo a las líneas númidas. Para su sorpresa, los soldados de caballería
enemigos no intentaban atacar sino que estaban pululando por ahí gritándose los
unos a los otros. Unos cuantos incluso se marcharon al galope en dirección sur. El
miedo no tardaba demasiado en propagarse, pensó Romulus. Era como observar
las ondas de una charca que se forman al lanzar una piedra. Algunos jinetes
miraron a los que se habían marchado y entonces les siguieron. Otros más
hicieron lo mismo. Antes de que la cuña reincorporara a sus compañeros, la
fuerza montada al completo había desaparecido envuelta en una enorme nube de
polvo.
—¿Has matado a Petrey o? —preguntó Atilius.
Romulus se sonrojó.
—No, señor, sólo le he herido.
—El esfuerzo ha valido la pena. Debe de haber huido del campo —dijo el
centurión jefe con una sonrisa de satisfacción—. ¡Mirad! Esos cabrones han
perdido las ganas de luchar.
Romulus observó a la infantería numidia, que huía en masa desde el centro.
La caballería del flanco más lejano no iba a quedarse a luchar entonces, cuando
todos sus compañeros huían. Teniendo en cuenta que estaba empezando a
anochecer, habían obtenido el respiro vital que las cohortes de César necesitaban
para retirarse con seguridad. Romulus exhaló un suspiro entrecortado que le hizo
darse cuenta de que estaba exhausto. Sin embargo, la satisfacción por lo que él y
sus compañeros habían conseguido era mucho más poderosa que el dolor que
sentía en los músculos.
—Bien hecho.
Romulus alzó la vista y se encontró con la mirada de Atilius.
—Ha sido un esfuerzo conjunto, señor. No lo habría conseguido sin Sabinus y
sin Paullus.
—¿Paullus está muerto?
—Sí, señor.
—Hoy han caído muchos buenos legionarios —declaró Atilius entristecido.
Sin embargo, al cabo de un momento suavizó la expresión—. Gracias a vosotros
dos, muchos vivirán para volver a luchar. Informaré a César de esto.
Romulus tuvo la impresión de que el corazón le iba a explotar de orgullo.
Las fuerzas pompey anas enseguida dieron la jornada por concluida y se
replegaron al campamento. Como anochecía rápidamente, la batalla no podía
desarrollarse con eficacia. Labieno no había conseguido aniquilar al grupo de
búsqueda y había desperdiciado una oportunidad de oro para capturar o matar al
may or enemigo de los pompey anos: César.
Por eso el viaje de vuelta a Ruspina transcurrió sin incidentes. Los hombres
de César marcharon y cantaron de forma ordenada, conscientes de que habían
escapado por los pelos. Romulus no se quitaba de la cabeza las tácticas de César,
tan obstinadas como valientes. Pocos líderes habrían tenido tanta confianza en sí
mismos como para seguir luchando en una situación tan desesperada como
aquélla, con tropas temerosas e inexpertas. Hacer mirar a las cohortes en
distintas direcciones había sido una improvisación de la mejor calidad, al igual
que la decisión de lanzar un contraataque como última opción. Craso, el único
otro romano bajo cuy o mando había estado Romulus, había poseído poca de la
habilidad que destacaba en prácticamente todas las decisiones de César.
Al día siguiente, él y Sabinus fueron convocados al cuartel general de César,
y Romulus estaba muy emocionado. Atilius había cumplido su palabra, había
encomiado la valentía de ambos y alabado expresamente a Romulus por su
iniciativa y esfuerzo al herir a Petrey o. El centurión jefe se lo dijo justo antes de
que se acostaran, lo cual supuso que ninguno de los dos durmió bien. Se
levantaron mucho antes del alba y se pusieron a limpiar y sacar el brillo a los
pertrechos que habían arrebatado a legionarios muertos la noche anterior. El
campo de batalla había quedado lleno de cadáveres, por lo que no les había
costado encontrar cotas de malla y cascos que les fueran bien.
—¿Qué crees que nos dirá? —preguntó Sabinus mientras peinaba el penacho
de crines de su casco.
—¿Y y o qué sé? —replicó Romulus con una sonrisa.
—Tú y a has hablado con él en otra ocasión.
Romulus no hablaba de cuando había recibido la manumisión, pero Sabinus
estaba al corriente de la historia como todo el mundo. En cualquier caso, el temor
de su compañero le resultó un tanto chocante. Sin embargo, tampoco era tan
extraño. Había muy pocos soldados rasos que conocieran a César personalmente.
No podía decirse que el general recorriera el campamento cada noche contando
historias mientras tomaba unas cuantas copas de acetum. César gozaba de un
estatus casi divino entre la tropa, por lo que haber mantenido una conversación
con él resultaba inusual. Romulus sintió una punzada de orgullo por ello.
—César es un soldado —dijo—. Por eso valora la valentía. Supongo que nos
dirá eso y nos dará una phalera a cada uno.
Sabinus pareció complacido.
—También me iría bien algo de dinero. Mi mujer siempre se está quejando
de lo poco que le mando.
—¿Estás casado?
Sabinus sonrió de oreja a oreja.
—Encadenado, más bien. Llevo así diez años o más. La última vez que estuve
en casa tenía tres hijos. Ella mantiene la granja en funcionamiento con la ay uda
de unos cuantos esclavos. Es una finca pequeña, a medio camino entre Roma y
Capua. —Captó la mirada nostálgica de Romulus—. Tendrás que venir a pasar
una temporada cuando nos licencien. Me ay udas a recolectar y te das un
revolcón con una o dos esclavas en el pajar. —Le guiñó el ojo—. Si es que
sobrevivimos hasta entonces, claro.
—Me encantaría —dijo Romulus.
La idea de tener mujer, hijos y un lugar al que regresar le resultaba
sumamente atractiva. Como esclavo que había sido, en realidad nunca había
pensado en semejantes cosas, pero era fácil darse cuenta de lo mucho que
significaban para Sabinus, a pesar de los comentarios despectivos. « ¿Qué
expectativas tengo? —se planteó Romulus. Aparte de encontrar a Fabiola y matar
a Gemellus, nada que valiera la pena—. ¿Dónde viviré? ¿A qué podría
dedicarme?» . Estos pensamientos le causaron una profunda desazón, por lo que
agradeció la llegada de Atilius. Los dos se levantaron enseguida y se pusieron
firmes.
El centurión jefe los observó con ojo experto.
—No está mal —dijo—. Ahora casi parecéis soldados.
Aquél era el may or cumplido que Atilius iba a dedicarles y los dos sonrieron
tímidamente.
—Pues vamos —ordenó—. No podemos hacer esperar al general, ¿verdad?
—No, señor.
Los demás miembros de su contubernium mascullaron sus buenos deseos
mientras la pareja correteaba detrás de Atilius como cachorros entusiastas.
No tardaron en llegar a la principia, el cuartel general, situado en la
intersección de la Vía Pretoria con la Vía Principia. Los dos caminos principales
del enorme campamento discurrían de norte a sur y de este a oeste
respectivamente. La zona situada delante del enorme pabellón que le servía a
César de despacho y centro de mando y a estaba repleta de cientos de
legionarios, llegados para presenciar la ceremonia de condecoración. Todavía no
había ni rastro del general, y sin embargo sus oficiales de Estado May or estaban
y a agrupados junto a la entrada de la tienda. Presentaban un aspecto magnífico:
esplendorosos con su coraza pulida, canilleras doradas y cascos con plumas.
Veinte soldados del grupo de guardaespaldas de Hispania elegidos a dedo
flanqueaban el muro del pabellón. Vestían una ropa y llevaban unas armas que
no se correspondían con las del resto de los presentes. Las águilas de cada legión
estaban presentes, bien erguidas en lo alto por el aquilifer correspondiente. El
estandarte personal del general, el vexillum rojo, también resultaba bien visible.
Un cuarteto de bucinatores observaba atento para ver cuándo salía César.
A escasa distancia de la entrada había varios legionarios y oficiales. La
postura incómoda en la que estaban indicó a Romulus que también iban a ser
condecorados. Así pues, Atilius les instó a que se colocaran al final de esa fila.
—Buena suerte —susurró.
—¿Qué tenemos que hacer, señor? —preguntó Sabinus desesperado.
—Saludar, aceptar la condecoración y dar las gracias a César —masculló
Atilius—. Luego esperad a que os dé permiso para retiraros.
Se colocaron en su sitio arrastrando los pies y dedicaron un asentimiento al
resto de candidatos.
Los bucinatores alzaron las bucinae y tocaron una serie de notas sostenidas.
—¡Firmes! —ordenó unos de los oficiales jefe.
Todos los presentes se cuadraron.
Romulus y sus compañeros estaban bien situados para ver cómo César salía
tranquilamente al aire matutino. Iba vestido con la capa escarlata, el peto dorado
y la falda con ribetes de cuero, además de llevar un gladius con la empuñadura
decorada con oro y marfil y una vaina con incrustaciones de plata. Un casco
reluciente con penacho y unas botas de cuero hasta la pantorrilla completaban su
atuendo. El rostro delgado y la nariz aquilina le otorgaban un aspecto regio. César
parecía un general por los cuatro costados.
—Descansen —dijo con toda tranquilidad.
Todo el mundo se relajó salvo Romulus y el resto de los hombres de la fila.
César caminó hacia delante y alzó las manos. Un silencio expectante se
apoderó del grupo.
—Camaradas —empezó a decir—, ay er fue un día largo.
—Por no decir algo más fuerte, César —gritó un guasón desde las
profundidades de la multitud.
Una ráfaga de risas se apoderó del ambiente y César sonrió. Le gustaba
hacer chanzas con sus hombres: así estrechaba más el vínculo que los unía.
—Fue una lucha dura, contra grandes adversidades —reconoció—. El
enemigo hizo todo lo posible por aniquilarnos. Pero no lo consiguió. ¿Por qué? —
César volvió a hacer una pausa y Romulus vio su arte: el hombre era un maestro
de la oratoria además de ser un gran líder militar. Lanzó una mirada a los
hombres que lo rodeaban y vio que estaban pendientes de cada palabra del
general.
—¿Por qué? —César repitió la pregunta—. Por ti. —Señaló exageradamente
a un legionario que tenía cerca. El hombre sonrió encantado—. Por ti, por ti y por
ti. —Señaló con el índice a un segundo soldado y luego a un tercero y a un cuarto
—. ¡Todos vosotros luchasteis como héroes!
Permitió que el grito que se había formado en la garganta de cada uno de los
hombres estallara al exterior y, sonriendo, se acercó a la fila en la que estaban
Romulus y Sabinus. La ovación no cesó y los legionarios que estaban de
espectadores tamborileaban las espadas contra el borde metálico de los escudos
para crear una cortina de ruido ensordecedor. Al final, una única palabra dominó
el crescendo y Romulus tuvo que contenerse para no ponerse él también a gritar.
—¡CÉ-SAR! ¡CÉ-SAR! ¡CÉ-SAR! —gritaban los soldados.
« Este hombre es un genio —pensó Romulus rebosante de orgullo—. No
menciona para nada la habilidad propia de él, las horas de miedo y terror, la
orden de mantenerse a cuatro pasos de los estandartes. No hace más que
emplear palabras que inciten a todos los soldados a pensar que son tan valientes
como Hércules. También funciona» . Romulus nunca había estado tan contento
de ser legionario romano. Enderezó los hombros, se miró la cota de malla y el
tachón pulido de su scutum con la esperanza de tener una apariencia lo bastante
respetable para conocer a su líder.
Al final el alboroto se fue aplacando.
César se acercó al primer hombre de la fila, que lo saludó con presteza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Centurión Asinius Macro, señor —bramó uno de los oficiales veteranos—.
Primera Centuria, Primera Cohorte, Quinta Legión.
El día anterior había arriesgado su vida varias veces, pero sobre todo para
rescatar a un grupo de sus hombres que habían quedado aislados por el enemigo.
César dio media vuelta y un esclavo que portaba una bandeja de bronce llena
de condecoraciones y monederos de cuero dio un paso adelante. César cogió una
phalera de oro y se la sujetó entre las otras que Macro llevaba en el arnés del
pecho. Masculló unas palabras de felicitación y le tendió un monedero antes de
continuar, dejando tras de sí al centurión con una sonrisa de oreja a oreja.
El proceso se repitió con cada hombre: se anunciaba su nombre y rango y lo
que había hecho para merecer la condecoración. Mientras tanto, los legionarios
que estaban de espectadores coreaban el nombre de César una y otra vez. El
ambiente resultaba electrizante, ay udaba a disipar todo resto de temor sobre el
día anterior. Cuando César llegó a Sabinus, a Romulus le costó no mirar de reojo.
El pulso se le empezó a acelerar. Como había hecho con los demás, su general
dio una palmada a Sabinus en el hombro y le concedió una phalera de plata y un
monedero. Al final se situó delante de Romulus.
Se cuadró rápidamente.
—Legionario Romulus, Primera Centuria, Segunda Cohorte, Vigésima Octava
Legión —recitó el oficial.
—¿Y el motivo por el que está aquí? —preguntó César.
—Fue idea suy a intentar matar a Petrey o, señor —respondió Atilius—.
Vestidos sólo con la túnica, él y dos más cruzaron el campo de batalla para
infiltrarse en las filas númidas. Aunque no consiguieron el éxito esperado, el
legionario Romulus hirió al hijo de puta. El enemigo se disgregó y huy ó, cuando
resulta que hacía unos momentos Petrey o los había reagrupado. De no ser por la
intervención de Romulus, nuestro contraataque habría fracasado
estrepitosamente.
César arqueó las cejas. Por supuesto, y a estaba al corriente de la historia.
—¿Respondes de este hombre?
—Sí, señor —repuso Atilius con toda confianza.
—Estabas en la Décima, ¿verdad?
—Sí, señor.
César asintió.
—Me han contado lo de tu lanzamiento de jabalina de ay er. Bien hecho.
Atilius sonreía de oreja a oreja.
—Gracias, señor.
César se dirigió de nuevo a Romulus.
—Una proeza digna de mención, por lo que parece. —De repente frunció el
ceño—. ¿Nos hemos visto en alguna otra ocasión?
—Sí, señor —respondió Romulus sonrojándose.
—¿Dónde?
—En Roma, señor. Me concedisteis la manumisión en la arena.
César demostró que se acordaba con el brillo de sus ojos y una sonrisa.
—¡Ah sí! El esclavo que mató al toro etíope.
—Sí, señor —respondió Romulus. En esos momentos le ardía el rostro.
—Por lo que parece, matar animales salvajes no es tu única especialidad.
—Ha sido un honor formar parte del intento, señor. Siento no haber matado a
Petrey o.
César se rió.
—¡No importa, muchacho! Se marchó corriendo y sus hombres le siguieron.
Es todo lo que necesitábamos y fue gracias a ti. Ya zanjaremos el asunto en otra
ocasión.
—Señor.
César cogió una phalera de oro de la bandeja y la sujetó a la cota de malla de
Romulus.
—Sigue así y acabarás siendo oficial —dijo al tiempo que le entregaba dos
monederos bien pesados—. César no olvida a los buenos legionarios como tú.
—¡Gracias, señor! —Sonriendo de oreja a oreja, Romulus se golpeó el pecho
con el puño a modo de saludo.
El general le dedicó un asentimiento amistoso y regresó junto a sus oficiales
de alto rango.
—Os presento… a los soldados más valientes de César —proclamó uno de los
bucinatores. Alzó su instrumento y tocó una corta fanfarria.
Se oy ó una ovación creciente entre la que Romulus alzó la voz hasta quedarse
ronco.
A continuación, César entró en su cuartel general seguido de sus subordinados.
Ahí permaneció durante las siguientes semanas. Aunque la actividad del
enemigo en y alrededor del campamento de Ruspina era considerable, César se
dedicó a ignorarlo con toda tranquilidad. Teniendo en cuenta que las defensas del
campamento aumentaban a diario, pues todos los artesanos disponibles estaban
haciendo bolas para tirachinas y jabalinas, se instalaban catapultas en las torres
de los guardas y las murallas estaban vigiladas día y noche. César estaba lo
bastante confiado como para no hacer apariciones públicas y recibía informes
tras los que daba las órdenes correspondientes. Su seguridad demostró ser
correcta porque los pompey anos no atacaban. Incluso cuando las fuerzas de
Labieno recibieron los refuerzos de Metelo Escipión y su ejército, los enemigos
de César no actuaron.
Llegaron más legiones y soldados de caballería de Italia que trajeron los tan
esperados suministros. Había escaramuzas con los pompey anos continuamente,
pero ninguna decisiva. El intento de César de tomar la ciudad de Uzitta, que era
de donde salía buena parte del agua del enemigo, fracasó; por su parte, los
pompey anos perdieron muchos soldados en sus intentos fallidos de desplazar a las
fuerzas de César de sus posiciones. Al final, como se dieron cuenta de que no
servía de mucho continuar el asedio, César condujo a diez legiones hacia un
asentamiento llamado Aggar. La caballería numidia los acosó durante todo el
camino y en un momento dado llegaron a tardar más de cuatro horas en recorrer
cien pasos. Lo que ay udó a los soldados asediados entonces fue el
convencimiento de que, si se mantenían juntos y no rompían filas, el caballo
enemigo no podría hacer más que herir a unos cuantos hombres arrojando
lanzas.
Romulus se alegró de que empezara para todos los legionarios la nueva
instrucción destinada para enseñarles a luchar al lado de la caballería. Se
eligieron a trescientos hombres de cada legión para que permanecieran en
formación de batalla todos los días, con el objetivo de brindar apoy o a los jinetes
siempre que empezaba una escaramuza. Así, los ataques tentativos de los
pompey anos se resistían mejor. El frustrado Escipión ofreció batalla en varias
ocasiones, pero César siempre la rehuy ó. Aunque Romulus sabía que su general
aguardaba el mejor momento para luchar, empezó a impacientarse a medida
que pasaba el tiempo. Perdió la cuenta de las veces en las que ambos ejércitos se
colocaban frente a frente dispuestos a la lucha, para acabar retirándose al cabo
de unas horas.
A Romulus le satisfacía que sus compañeros compartieran su sentimiento.
Perfectamente integrado en su contubernium y centuria, se sentaba cada noche a
charlar, preguntándose cuándo acabaría la campaña. Daba la impresión de que
todos querían que terminase el conflicto. Para algunos veteranos que habían
cruzado el Rubicón con César, la guerra se había prolongado más de tres años y,
aunque no lo decía, Romulus llevaba de campaña desde que saliera de Italia
hacía casi una década. Una sensación de hastío que nunca antes había reconocido
se despertó en él a raíz de las conversaciones sobre el hogar, la familia y la
plantación de cultivos. Aunque la lealtad de Romulus para con César era
inquebrantable, él también empezó a desear que obtuvieran una victoria rápida
en África. Entonces sólo quedaría Hispania como campaña potencial antes de
que fueran todos licenciados. No obstante, el deseo de Romulus de dejar las
legiones siempre estaba marcado por sus dudas acerca de qué hacer con su vida.
En cierto sentido, morir en el campo de batalla parecía una salida fácil.
La situación no tuvo visos de empezar a cambiar hasta que las legiones de
César dejaron de atacar Aggar y marcharon de noche para iniciar el asedio de la
localidad costera de Thapsus. Apenas habían acabado las fortificaciones la
primera noche cuando recibieron la noticia de la llegada del ejército de
Pompey o. Escipión había estado pisándoles los talones. El terreno que circundaba
Thapsus era llano, lo cual facilitaba el encuentro frontal. A primera vista, la
situación no pintaba bien. El enemigo los superaba en número en todas las
secciones del ejército: infantería, escaramuzadores y caballería; aparte de
conservar a más de cien elefantes, mientras que César carecía de ellos. Sin
embargo, más de la mitad de los hombres de César llevaba luchando bajo su
mando por lo menos una década, mientras que la may oría de los pompey anos
eran reclutas novatos. Los desertores enemigos también habían revelado que
hacía poco tiempo que habían capturado a los elefantes y que, por tanto, no
estaban curtidos en la batalla.
Aparte de estar en la costa, Thapsus estaba protegida por una gran laguna de
agua salada y una lengua de mar que iba hacia el interior, lo cual significaba que
sólo era posible atacar por dos sitios. César, astuto hasta el fin, había ordenado la
construcción de un fuerte por el camino que proporcionaba las mejores opciones
para atacar la localidad. Dejaba una lengua de tierra de unos tres kilómetros de
ancho que discurría entre el mar y la laguna como la única vía para acercarse a
su tropa.
Como Romulus y sus compañeros habían descubierto al amanecer, aquel
camino y a lo había tomado Escipión. Las posiciones periféricas habían
informado de que un gran ejército avanzaba hacia Thapsus en formación de
triplex acies. Era la disposición clásica de tres filas de soldados que utilizaban la
may oría de los generales romanos y se había reforzado con la presencia de la
caballería numidia y los temidos elefantes en ambos flancos. Sin embargo, en un
sorprendente movimiento, la mitad del ejército pompey ano, incluy endo la
may oría de los númidas, se había quedado para cubrir la segunda ruta junto al
fuerte. Por consiguiente, los veteranos de César casi igualaban ahora a sus
contrincantes. Como es de suponer, y para regocijo de todo su ejército, esta vez
el taimado general no intentó rehuir la batalla.
En cambio, sus legiones habían marchado para encontrarse con el enemigo.
La oportunidad era demasiado buena para desperdiciarla.
A media mañana del día siguiente, los dos ejércitos llenaron por completo la
lengua de tierra. Estaban el uno frente al otro a una distancia de no más de
cuatrocientos metros y se miraban fijamente preguntándose qué ocurriría. La
Vigésima Octava, con Romulus en el medio, formaba parte del núcleo de César
junto con otras dos legiones menos experimentadas. Sus veteranos de la campaña
de la Galia, que incluían a la Quinta y a la famosa Décima, estaban apostados en
cada ala, apoy ados por cientos de honderos y arqueros. En la cara exterior se
encontraban los jinetes, aunque la presencia de agua a ambos lados limitaba los
movimientos de la caballería. Básicamente no tenían espacio suficiente para
maniobrar.
« Otro motivo para luchar hoy » , pensó Romulus. Dejar la may or parte de la
lucha a los legionarios reducía la ventaja de los númidas enemigos. Los hombres
de César se enfrentaban a un número mucho may or de soldados pompey anos,
pero se sabía que eran inexpertos. Había unos sesenta elefantes en cada flanco y
una gran cantidad de soldados de caballería. Nada de todo aquello preocupaba
demasiado en las líneas de César. Había cinco cohortes preparadas para luchar
contra las enormes bestias utilizando los pila, y éstas y las tropas de proy ectiles
conocían los puntos vulnerables. Romulus observó a los hombres de expresión
ansiosa que lo rodeaban. La diferencia con respecto a Ruspina quedaba clara,
pues irradiaban seguridad. Aquel sentimiento era incluso más acusado entre los
veteranos de las alas. Sus soldados se balanceaban adelante y atrás como juncos
al viento. Los golpes y juramentos de sus oficiales eran lo único que los mantenía
en fila.
La jornada iba a continuar en esta línea sanguinaria. Cuando César se preparó
para dirigirse a sus hombres, sus oficiales empezaron a suplicarle que permitiera
el inicio del ataque. Atilius y los demás comandantes de las cohortes hicieron lo
mismo, rompieron filas para situarse al lado del caballo del general e implorar el
honor de atacar primero. César dijo con una sonrisa a los centuriones de alto
rango que y a faltaba muy poco para que llegara el momento. No había previsto
el entusiasmo de las legiones Novena y Décima en el flanco derecho. Obligaron
a los bucinatores a tocar el avance, hicieron caso omiso de sus centuriones y
salieron disparados hacia delante en dirección al enemigo.
Romulus los observó, asombrado primero y luego con creciente impaciencia.
Tenían que hacer lo mismo que ellos, ¿no? De lo contrario, el acto precipitado de
los veteranos podría costarles caro. Los legionarios que tenía al lado compartían
su sentimiento. A pesar de que a los centuriones se les fue un poco la mano con
las varas, la legión entera avanzó por lo menos cincuenta pasos hacia César.
Mientras Atilius y sus compañeros seguían a su lado, el general asimiló la
situación.
Los hombres de la Vigésima Octava se pararon y contuvieron el aliento.
Para alegría de Romulus, César se encogió de hombros y luego sonrió.
—Este momento es tan bueno como cualquier otro. ¡Felicitas! —gritó,
volviéndole la cabeza al caballo. Lo espoleó y se fue directo al enemigo.
Atilius y los demás centuriones de alto rango miraron a sus hombres.
—¡Ya habéis oído al general! —bramó uno—. ¿A qué esperáis?
Romulus, Sabinus y otros miles respondieron con un grito ensordecedor e
ininteligible. El ejército al completo se hizo eco del grito y echó a correr hacia los
pompey anos. Pronto vieron cómo el enemigo todavía inmóvil se amilanaba ante
la virulencia de su ataque. Como es de suponer, aquello aumentó la
determinación de los cesarianos y se estrellaron contra las filas de sus
contrincantes como Vulcano golpeando un fragmento de metal. Los primeros en
alcanzar a los pompey anos fueron la Novena y la Décima, que le sacaron
mucho provecho a las jabalinas. Lanzando ráfagas densas, hicieron cundir el
pánico entre los elefantes de guerra, que se volvieron y salieron en estampida por
entre sus propias filas. Sin pausa, los veteranos chocaron contra los soldados
desconcertados de detrás, y los descuartizaron como si fueran leña.
Las tropas enemigas no sabían cómo reaccionar y la misma situación se
repitió a lo largo de todo el frente de batalla. Espoleados por el éxito de las
legiones Novena y Décima, todos los soldados del ejército de César se
abalanzaron sobre los pompey anos como posesos. Como no estaban preparados
para tamaño fervor, los adversarios se limitaron a separarse y echar a correr.
Soltaron las armas, dieron media vuelta y huy eron a lo largo de la lengua de
tierra. El estrecho puente de tierra, que tan perfecto había parecido para el
ataque, se convertiría enseguida en un terreno idóneo para matar. No había
escapatoria posible, y los pompey anos no corrían tan rápido como para tomar la
delantera a los legionarios cesarianos enfurecidos. No hubo cuartel y miles de
soldados enemigos murieron suplicando por su vida.
Era casi como si cada hombre intentara acabar la guerra civil por sí solo,
pensó Romulus mientras veía cómo sus compañeros abatían a todo enemigo con
el que se cruzaran. Daba igual que intentara luchar, huir o rendirse. Heridos,
ilesos o desarmados, los mataban de todas formas. Más de un oficial cesáreo que
intentó intervenir acabó muerto, y Atilius tuvo la sensatez de dejar que sus
legionarios hicieran lo que quisieran. Aunque Romulus conocía los motivos de sus
compañeros —estaban hartos de pompey anos vencidos a quienes César había
perdonado y que renegaban de su palabra y se reincorporaban a la lucha—, no
era capaz de matar a hombres indefensos. Después de la carga inicial, cuando
había abatido a varios soldados pompey anos, Romulus se limitó a correr al lado
de Sabinus y los demás haciendo poco más que observar cómo la batalla se
convertía en una aplastante derrota. Sus compañeros estaban tan poseídos por el
frenesí de la batalla que ni siquiera se dieron cuenta.
Quizás ése fuera el motivo por el que Romulus vio al elefante antes que nadie.
Aterradas por la cantidad de jabalinas y flechas que lanzaron los legionarios
y las tropas de proy ectiles de César, casi todas las bestias grandes se habían dado
la vuelta y huido. Por lo que veía Romulus, todavía no se habían parado. Salvo
aquel elefante. Con numerosos pila clavados en la piel gruesa y curtida, como
alfileres en un cojín, el elefante se había dado media vuelta y cargaba por entre
sus propios soldados que se batían en retirada en dirección a las líneas de César.
Hacia la Vigésima Octava.
Barritando de dolor e ira, aplastaba a los hombres que se interponían en su
camino como si fueran ramitas. Hacía rato que su cuidador había desaparecido,
probablemente abatido por una lanza o flecha, por lo que el elefante arrasaba con
lo que le venía en gana. Totalmente fuera de sí, iba matando a todo el que se
interponía en su camino. Romulus se dio cuenta de que la reacción de los
pompey anos al verlo venir variaba. A algunos les entraba el pánico y corrían
hacia los cesarianos, quitando de en medio desesperadamente a sus compañeros.
Otros conseguían mantener la calma y le lanzaban los pila a los ojos o a la
trompa para intentar interceptarlo. Otro grupo se quedó paralizado sin saber qué
hacer frente a tamaño leviatán. Todas aquellas estrategias tenían un éxito relativo
y a Romulus el corazón le latía a toda prisa mientras se planteaba qué hacer.
El elefante atravesó la última fila de soldados pompey anos y fue directo al
centro de la Vigésima Octava, que estaba justo detrás. Los hombres salían
disparados hacia el cielo al ser golpeados por la trompa balanceante. Otros eran
pisoteados en la arena y unos pocos desgraciados murieron corneados. Los
legionarios intentaban apuñalar al animal en vano con los gladii, deseando tener
las hachas de las cohortes preparadas especialmente para ello. Romulus se
acordó de Tarquinius y su mortífera hacha doble. En ese mismo instante, se
acordó también de Brennus. El viejo sentimiento de culpa se reventó como el pus
del centro de un absceso, por lo que Romulus se desmoralizó.
Independientemente de la esperanza que tuviera de regresar a Roma, ¿cómo
había podido dejar morir de ese modo a su hermano de sangre?
Fue como si el elefante percibiera su angustia mental. Levantó a un soldado
que gritaba con un colmillo y lo arrojó por los aires antes de fijarse en Romulus
y sus compañeros con sus ojillos de cerdo. Balanceaba la trompa a derecha e
izquierda como un may al e iba directamente a por ellos. Para entonces los
legionarios estaban tan asustados del gran animal que le abrieron paso. A
empujones y codazos, los hombres se apartaban de su camino. Cuanto antes
escapara por entre sus líneas, mejor.
Romulus no se movió. Se volvió para plantar cara al elefante.
—Venga —gritó Sabinus—. Vamos.
Romulus lanzó su scutum a un lado a modo de respuesta. Miró su gladius
deseando que tuviera la misma longitud que la espada larga de Brennus. De todos
modos, tendría que conformarse con lo que tenía. ¿Quién era él para huir del
castigo de los dioses? Por eso el elefante lo embestía directamente: era lo que
tocaba.
—Muy bien —musitó Romulus mientras daba un paso adelante. No tenía ni
idea de qué hacer cuando el animal le alcanzara, pero iba a morir enfrentándose
a él como un hombre. « Se acabó el huir» , pensó, mientras el recuerdo agónico
del último grito de guerra de Brennus le desgarraba el corazón.
Los barritos del animal le inundaron los oídos, ensordecedores a esa distancia.
Romulus se dio cuenta vagamente de que no estaba solo. Lanzó una mirada a su
derecha y se le cay ó el alma a los pies al ver ahí a Sabinus, con la espada y el
escudo preparados.
—Sal de ahí —gritó—. Es mi destino.
—¡Idiota! Ahora no pienso dejarte —replicó Sabinus—. Imagínate los insultos
que me caerían por abandonarte en estos momentos.
Romulus no tuvo tiempo de responder. El elefante estaba a tan sólo unos pasos
de distancia. Alzó el gladius y se abalanzó sobre él. Para su sorpresa, le ignoró
por completo. Esquivándolo a la perfección, siguió adelante y lo derribó al pasar
por su lado. Sin respiración, Romulus cay ó hacia atrás. Observó horrorizado
cómo el elefante agarraba a Sabinus con la trompa y lo levantaba por los aires.
Sabinus gritaba de miedo. Con los dos brazos pegados a los costados, estaba
indefenso como un bebé acurrucado.
—¡Tenías que cogerme a mí! —chilló Romulus.
Ajeno a sus palabras, el elefante balanceó a Sabinus arriba y abajo
barritando furioso.
Romulus se levantó de un salto. Por suerte, no había soltado la espada. Sin
pensárselo dos veces, corrió hacia el impresionante animal. El tajo que le hizo en
la pata delantera le arrancó un fiero chillido; pero el animal no soltó a Sabinus,
sino que giró la cabeza hacia Romulus, obligándolo a apartarse so pena de ser
aplastado por el enorme peso de su cráneo huesudo. A continuación vino una
embestida feroz con los colmillos y Romulus se arrastró todavía más allá,
intentando no perder el equilibrio en el terreno lleno de cadáveres y armas. Fue
inútil. Al elefante no le hacían nada las armas normales. Pronto lo mataría.
Entonces atisbó el rostro de Sabinus, contraído de puro miedo, cuando el elefante
pasó corriendo por su lado. A Romulus lo llenó de energía ver el sufrimiento de su
compañero. No podía rendirse sin más.
Alzó el gladius, y corrió mientras la trompa volvía a pasarle por el lado. Se
acercó al animal mucho más de lo que parecía recomendable y Romulus lo
atacó con la espada de hierro. Le hizo un buen corte en la trompa y el animal
barritó de dolor. La sangre salió disparada por el aire mientras iba a por Romulus
embistiéndole con la cabeza y los colmillos. Sin embargo, Romulus notó que
sentía cierto recelo mientras mantenía a Sabinus levantado con la trompa.
Animado, dio un salto y le rebanó un trozo de piel de la parte inferior de la
trompa. El animal profirió otro ensordecedor barrito de angustia. A Romulus le
llovió más sangre encima y lo dejó empapado de pies a cabeza. Para sorpresa
suy a, el animal se quedó quieto y bajó la trompa herida. Sabinus gimió de miedo,
pero Romulus redobló sus esfuerzos. ¡Tenía una posibilidad! Fue atacándole a uno
y otro lado con el gladius sin analizar qué hacía el animal. No paraba de mover el
brazo y le asestó dos, cuatro, seis cortes. A pesar de que en sus oídos resonaba el
ruido atronador del dolor del animal, no cedió ni un solo segundo.
Romulus nunca había agradecido tanto el tiempo que había dedicado a afilar
la hoja doble. La cuchilla solía estar lo bastante afilada como para afeitarse los
pelos del antebrazo, pero ahora demostraba ser mucho más útil. Sabinus cay ó al
suelo en un charco de sangre arterial y el elefante retrocedió. Completamente
consumido por la agonía de sus heridas, dio media vuelta y se largó por donde
había venido.
Romulus cogió a Sabinus, que tenía la cara blanca como la tierra de batán que
se usa en las togas.
—¿Estás herido? —preguntó.
Enmudecido por el miedo, Sabinus negó con la cabeza.
Romulus le ay udó a levantarse sonriendo como un tonto.
—Ya pasó —murmuró—. Ahora y a estás a salvo.
Sabinus recuperó la voz, aunque le temblaba.
—No me cabe duda de que debes de gozar del favor de los dioses —susurró
—. ¿Cómo si no ibas a herir a una bestia como ésa?
De repente, Romulus se dio cuenta de la inmensidad de su hazaña.
Ahuy entando al elefante con sólo un gladius, se planteó qué habría podido hacer
Brennus —que era mucho más fuerte que él— con una espada larga. El alivio
que Romulus había sentido al salvar a Sabinus quedó enterrado por una nueva
oleada de amargura y sentimiento de culpa.
¿Acaso Brennus seguía con vida?
19
Cuatro triunfos
L aa brisa se tornó más intensa e hinchó la vela may or del trirreme, que le ay udó
ganar velocidad, haciéndole surcar el agua y levantando una buena ola en la
proa. Sin embargo, el ritmo del tambor martilleante en la cubierta de remos no
varió. Las tres bancadas de cada lado seguían moviéndose al unísono a la
velocidad normal: a la mitad de velocidad del ritmo cardíaco de un hombre. Si
bien era un trabajo elegante a la vista, resultaba extenuante para los remeros y
los dejaba acalorados. Romulus, de pie cerca de la proa vestido tan sólo con la
túnica con cinturón y las caligae, dio gracias una vez más por no haber tenido que
servir nunca en la armada. Aunque los remeros eran hombres libres, a él le
parecía que su trabajo era mucho peor que el de legionario. Además de ser
físicamente más exigente que marchar y luchar como se esperaba de los
soldados, el trabajo de remero incluía la muy posible opción de ahogarse. Los
trirremes eran navíos excelentes en la calma relativa de las aguas cercanas a la
costa, pero eran un auténtico peligro cuando hacía mal tiempo o en mar abierto.
Romulus seguía recordando los numerosos barcos perdidos durante el viaje a
Asia Menor con el ejército de Craso. La flota de César tampoco había quedado
indemne.
Sin embargo, todo aquello pertenecía al pasado. El verano tocaba a su fin y
los diez trirremes casi habían llegado a Ostia, el puerto de Roma. Romulus no
cabía en sí de gozo. Regresaba a casa ¡y como ciudadano! No se lo acababa de
creer, pero había tenido tiempo de asimilarlo durante el viaje desde África.
Echar un vistazo a las dos phalerae de oro que tenía en su petate también
ay udaba, al fin y al cabo sólo los ciudadanos estaban autorizados a recibir tales
condecoraciones. Había recibido la segunda después de salvar a Sabinus del
elefante. Romulus sonrió al recordar lo que César había dicho al prenderle la
condecoración en el pecho.
—¿Intentas ganar la guerra tú solito, compañero?
Por supuesto, no había sido obra exclusivamente de Romulus, pero la
campaña de África había terminado en un día gracias a la victoria obtenida en
Thapsus. Tras varios meses de operaciones victoriosas, César regresaba a la
capital para celebrar sus conquistas no con una, sino con cuatro marchas
triunfales. En un golpe propagandístico sin igual, iba a celebrarse un desfile por
cada una de sus campañas en la Galia, Egipto, Asia Menor y África. El Senado,
agradecido, había declarado cuarenta días de reconocimiento público por la
última victoria del dictador, dando a entender que había derrotado al rey
numidio, no a Escipión y a un elevado número de republicanos prominentes.
Tampoco se mencionó para nada el primer éxito de César sobre otros romanos:
Farsalia, donde sus legiones habían vapuleado al doble de soldados que estaban
bajo el mando de Pompey o.
Romulus observaba emocionado la costa que discurría a lo largo de estribor,
asombrado todavía de que él y Sabinus acompañasen a César de vuelta a Italia.
Pero ahí estaban, junto con una centuria especial de legionarios. Después de
Thapsus, se había pedido a los legados de las diez legiones que eligieran a ocho
soldados. Los ochenta hombres formarían parte de la guardia de honor de César
por sus triunfos y eran posiciones del más alto rango. En el ejército había una
competencia feroz por obtener uno de esos puestos. Como oficiales curtidos por
la batalla y bregados en el frente, los centuriones y centuriones jefe eran los
mejor situados para emitir juicios y por eso los legados habían dejado el asunto
en sus manos.
Numerosos hombres habían presenciado el increíble rescate de Sabinus y, por
supuesto, Romulus y él habían participado con anterioridad en el ataque a
Petrey o. Por consiguiente, Atilius hizo todo lo posible por conseguir que los
incluy eran como representantes de la Vigésima Octava. Su obstinación fue
recompensada y junto con otros cuatro legionarios, un optio y un signifer, los dos
amigos recibieron la orden de subir a los barcos que transportaban a César a
Italia. Mientras tanto, la may oría del ejército embarcaba con rumbo a Hispania
donde, supuestamente, los dos hijos de Pompey o estaban reclutando a un ejército
muy numeroso entre las tribus descontentas.
Allí era adónde se dirigiría la guardia de honor después de las marchas
triunfales. César les había informado personalmente de ello antes de que
zarparan de África. Así pues, sería una visita corta a Italia, con poco tiempo libre
para buscar a Fabiola o a Gemellus. Romulus intentó no amargarse por ello. Ahí
estaba Sabinus, que ni siquiera vería a su familia, jugando a los dados en cubierta
con otros tres. Las historias de sus compañeros eran parecidas. Pocos hombres,
por no decir ninguno, habían visto a sus familias en los últimos años. « ¿Por qué
iba y o a ser distinto?» , pensó Romulus. Al atisbar la capa roja de César en la
cubierta del primer trirreme, pensó con aire culpable en el inmenso honor que
suponía estar allí. ¿Qué derecho tenía él a esperar algo que no fuera la nueva
campaña militar cuando terminaran las celebraciones? No era más que un mero
legionario y, como tal, tenía que obedecer órdenes hasta el día en que, si
sobrevivía, su servicio llegara a su fin.
Romulus sabía que su descontento se debía a algo más que al mero deseo de
dejar las legiones. El sentimiento de culpa que sentía por su hazaña contra el
elefante le dominaba por completo. Hacía y a meses, pero el tema seguía
obsesionándole a diario. La constatación de que no sólo era capaz de salir ileso de
un encontronazo con tamaño animal sino de salvar también a Sabinus le corroía
por dentro como un parásito maligno. Nunca podría demostrarlo, pero Brennus
podía haber hecho en la India lo mismo que él, Romulus, en Thapsus. « Ojalá
Tarquinius estuviera aquí —pensaba—. Quizá fuera capaz de extraer algo de
información del viento o de las nubes. Con una pista le bastaría. Pero a saber
dónde estaba el arúspice» . Exhaló un suspiro, pues desde Margiana no tenía
ganas de intentarlo. Hacía mucho tiempo que Tarquinius había desaparecido, lo
cual significaba que debía vivir con la duda sobre Brennus. Aquello era peor que
pensar que su amigo grandullón estaba muerto.
Como siempre, pensaba en Tarquinius con cierta suspicacia. ¿Podía ser que
supiera de la capacidad de Brennus para vencer a un elefante? Romulus no
estaba seguro. Siempre que él y Tarquinius habían hablado del tema, no había
tenido la impresión de que el arúspice ocultara información. Tampoco es que eso
significara algo en concreto. Tarquinius era un maestro de la ocultación.
« ¡Basta!» , pensó Romulus. El arúspice podía ser cualquier cosa menos
malvado. La expresión de su rostro en Alejandría había convencido a Romulus
de que, en realidad, no sabía cómo iba a afectar a otros el hecho de que él
matara a Rufus Caelius. Teniendo en cuenta que él consideraba que cada hombre
debía decidir su propio destino, no habría sido propio de Tarquinius impedir que
Brennus se enfrentara a su muerte. Si bien el sentimiento de culpa de Romulus se
mantenía firme, opinaba lo mismo sobre el destino.
—¡Ostia a la vista! —gritó el vigía.
Romulus dejó de lado las preocupaciones momentáneamente.
Estaba llegando a casa.
Fabiola lanzó una mirada iracunda a la gallina muerta que tenía delante. Le
habían cortado el cuello y las entrañas estaban dispuestas en el suelo para ser
inspeccionadas.
—Dímelo otra vez —pidió.
—Por supuesto, señora —dijo el adivino. La nuez se le movía inquieta arriba
y abajo en el cuello esquelético. Cargado de espaldas con una sotana mugrienta,
el adivino llevaba también el típico sombrero de cuero con el pico romo. De la
mano derecha le colgaba un cuchillo corto con la hoja ensangrentada y con
manchas de herrumbre. Señalando con él, repitió su profecía:
—Pronto encontraréis marido. Un hombre fornido de pelo castaño. ¿Un
soldado, quizá? —El adivino miró de reojo a Fabiola para ver cómo reaccionaba
—. O quizá sea un noble. —Sonrió y dejó al descubierto la dentadura cariada.
—¡Mentiroso! —espetó Fabiola—. Antonio nunca se casará conmigo. ¿Por
quién me tomas… por uno de tus bobos ingenuos?
Asombrado, el adivino se entretuvo con los intestinos de la gallina, hurgando
con el dedo sucio aquí y allá para hallar la sabiduría. Se trataba de una consulta
que deseaba haber terminado y a, pero no acabaría hasta encontrar algo
convincente.
Hinchando las aletas de la nariz, Fabiola estaba sentada tamborileando con los
dedos el brazo de su asiento. Se encontraban solos en el patio del Lupanar. Varios
clientes del burdel le habían recomendado a aquel idiota y lo había hecho ir allí
para evitar que la vieran solicitando una adivinación en público. El motivo era
sencillo e inequívoco. Su vida había dado un vuelco desde la noche de la muerte
de Docilosa y se debía a una sola persona. El mero hecho de pensar en Marco
Antonio aterrorizaba a Fabiola. ¿Por qué se había liado con él? Las visitas que
hacía regularmente al Mitreo y al templo de Júpiter no servían de nada; y como
seguía estando sumamente avergonzada por lo que le había pasado a Docilosa, no
se atrevía a ir al santuario de Orcus por temor a ver a Sabina. Caprichosos como
siempre, los dioses se habían desembarazado de ella. Tal vez para siempre, pensó
Fabiola, con la profunda amargura que le recorría el cuerpo.
Frunció el ceño. La reacción de Brutus ante su aventura la hería incluso
entonces. « La que ha sido puta, lo sigue siendo» , había dicho. Sin embargo, el
objetivo de Fabiola no había cambiado. Menos la muerte, nada eliminaría su
deseo de matar a César, aunque la separación de su amante había arruinado sus
mejores posibilidades de reclutar conspiradores. Los clientes dispuestos a
proclamar su odio hacia el dictador brillaban por su ausencia. A pesar de la
benevolencia de César para con sus enemigos del pasado, el temor a represalias
era demasiado grande en la mente de los hombres. « Así pues, aquí estoy —
pensó Fabiola enfadada—, esperando que un timador me llene la cabeza de
falsas promesas, cuando lo que realmente necesito es volver a gozar del favor de
Brutus. O un nuevo amante poderoso que odie a César. ¡Cómo si este estafador
fuera a decirme cómo conseguirlo!» .
—¿Y bien? —espetó.
El hombre alzó la mirada con el rostro contraído por el nerviosismo. Se había
informado sobre Fabiola antes de ir al burdel, estaba al corriente de su aventura
con Antonio y de la ruptura con Brutus. Si no quería lo más obvio que deseaban
todas las mujeres en su situación —casarse con Antonio—, ¿qué quería?
—Un antiguo amante que vuelve con vos —dijo, haciendo una conjetura
desesperada.
Fabiola levantó la cabeza de inmediato y lo miró con expresión glacial.
—Continúa —le instó con dureza.
Satisfecho por ese pequeño adelanto, el adivino decidió echarle poesía al
asunto.
—En cuanto os reconciliéis, todo volverá a ser como antes. Tu amante gozará
incluso de más estima por parte de César, y tendréis el futuro asegurado para
siempre. Veo niños…
—¡Para! —gritó Fabiola—. ¿Te piensas que prometiéndome todo lo que crees
que quiero me quedaré contenta?
—Señora, y o… —empezó a decir.
—Charlatán. —La voz de Fabiola rezumaba desprecio—. ¡Lárgate!
Haciendo una reverencia y arrastrándose, el adivino recogió en una bolsa de
cuero sucia la gallina sacrificada. Le serviría de cena esa noche. Cuando hubo
terminado, se atrevió a mirar a Fabiola.
—¿Y mi dinero?
Fabiola se echó a reír.
—Benignus —llamó.
El imponente portero apareció de inmediato desde su puesto justo detrás de la
puerta de entrada a la casa. Como siempre, llevaba el garrote con tachones
metálicos en una mano. También tenía un puñal sujeto al cinturón de cuero como
si nada.
—¿Deseáis algo, señora?
Al adivino se le hincharon los ojos de miedo, pero no se movió. Benignus le
bloqueaba el paso.
—Echa a este imbécil.
Benignus se le acercó arrastrando los pies y sujetó al hombre con fuerza por
el brazo.
—Ven conmigo y no te haré daño —gruñó—. Tú mismo.
El adivino asintió. Si protestaba, acabaría con los huesos rotos o peor. Manso
como un corderito, desapareció con Benignus.
Fabiola, pensativa, observó las manchas de sangre que habían quedado en las
losas. Estaba claro que la profecía era falsa, pero de todos modos le había
disgustado. No quería reconciliarse con Brutus si no podía convertirlo a su causa.
Nada de familia feliz, a no ser que César pagara por su crimen. Tenía que vengar
a su madre.
Se quedó sentada sin moverse un buen rato. Las sombras fueron alargándose
en el patio a medida que el sol descendía. La temperatura empezó a bajar y al
final Fabiola estaba tiritando. La autocompasión no iba a servirle de nada. Tal vez
el adivino tuviera razón en parte. Si dejaba de verse con Antonio, quizá Brutus
volviera con ella. En el cansado corazón de Fabiola se encendió una chispa de
esperanza, pero la garganta se le cerraba de miedo al pensar en lo que el jefe de
Caballería sería capaz de hacer si lo desdeñaba. De todos modos, se armó de
valor. Si las cosas seguían así, no valía la pena vivir. No podía decirse que no
supiera lo que era vivir bajo la amenaza constante de la muerte, y hubiera
sobrevivido para contarlo.
Se sintió un poco más animada.
Iría a uno de los desfiles triunfales de César y buscaría a Brutus. En un lugar
público no podría evitarla y, suplicándole, quizá consiguiera que se reconciliaran.
Antonio estaría presente, aunque podría evitarlo con la ay uda de los dioses. Al
menos, temporalmente. Fabiola no se permitió más cavilaciones al respecto.
Había llegado el momento de pensar en cosas alegres. Tal vez encontraría en
el desfile a un soldado que conociera a Romulus. Era una fantasía que le
resultaba agradable y Fabiola se consolaba con ella.
Tarquinius vio cómo echaban al adivino del burdel. Salió disparado por la
puerta hecho un manojo de extremidades y fue a parar a la tierra compacta con
un golpetazo que hizo que le crujieran los huesos.
Uno de los imponentes porteros salió detrás de él con una sonrisa en los labios.
—No vuelvas por aquí —le advirtió.
El augur de pelo lacio recogió la bolsa de cuero rozada y se marchó
correteando.
Tarquinius hizo una mueca y se sintió como un farsante. La visita a la
montaña no había resultado tan provechosa como había esperado. De todos
modos, había valido la pena. Trasladar los huesos de sus padres a una tumba
acorde con unos etruscos de pura cepa le había resultado conmovedor, pero
satisfactorio, y pasar un día junto al túmulo de Olenus había aliviado ligeramente
el dolor que se había reavivado en su interior. Si bien su viejo mentor había
muerto de forma violenta, se había enfrentado a la muerte con los ojos bien
abiertos, decisión que había dolido a Tarquinius, pero que tuvo que respetar. En la
cueva, se había quedado consternado al encontrar el increíble carro de batalla
hecho pedazos, probablemente obra de los legionarios que habían acompañado a
Caelius. Las pinturas inspiradas en la vida etrusca también estaban desfiguradas,
con la excepción de las que representaban a Caronte. Hasta los romanos
respetaban al demonio del submundo. De todos modos, los daños causados a
propósito recordaron a Tarquinius la irrevocabilidad de la caída en el olvido de
Etruria. La civilización de su pueblo había desaparecido para siempre, lo cual
acrecentaba su sensación de soledad. Anhelaba volver a ver a Romulus, y eso le
hacía pensar en el objetivo de su visita.
El arúspice había desenterrado el hígado de bronce y lo había transportado
hasta la montaña con la esperanza de que lo ay udara en la adivinación. Sin
embargo, se había llevado una decepción. Ni las entrañas ni el hígado del cordero
regordete que había cazado durante el ascenso le revelaron nada. Tarquinius
había acabado perdiendo el control, cosa poco habitual en él, y había
despotricado hacia el cielo nublado y los pocos buitres que volaban. Por supuesto,
el estallido de rabia no había conseguido nada aparte de hacerle sentir como un
idiota. Hasta que no se tranquilizó, no le quedó clara la única revelación del
ascenso.
El arúspice vio una imagen clara de él mismo en Roma y de César de pie en
solitario. Unas amenazadoras nubes de tormenta se cernían sobre sus cabezas.
Luego había visto a Romulus y a Fabiola. Sus sospechas acerca de quién era su
progenitor se habían confirmado. Ninguno de los dos parecía muy contento, lo
cual preocupaba a Tarquinius. ¿Corrían ambos peligro? ¿Por César? ¿Por qué?
Enseguida se había dado cuenta de que necesitaba quedarse en la capital.
Primero se tomó la molestia de volver a enterrar el hígado al lado del gladius
ornamentado de Tarquino y luego se despidió de Caecilius y del latifundio. El
trozo de bronce era demasiado voluminoso para llevarlo encima y la espada
llamaría demasiado la atención. « Qué sería capaz de hacer un hombre como
César por poseer tal arma» , pensó con amargura. Tal vez en el futuro Tarquinius
le revelara a alguien su ubicación. Eso esperaba. Rumbo al sur, se dio cuenta de
que aquélla había sido la última visita a su hogar.
Al llegar a Roma, el arúspice había regresado inmediatamente al Lupanar
para ver si se había producido algún cambio. El hecho de ver la salida precipitada
del adivino el primer día por la mañana le resultó más provechoso de lo que
esperaba. Fabiola buscaba orientación de algún tipo y no sólo las tonterías
habituales que soltaban esos estafadores. Cuando cay ó en la cuenta de las
implicaciones que aquello tenía, Tarquinius se levantó. Estuvo a punto de no
acordarse de hacerse el bobalicón cuando siguió al charlatán. Una palabra
tranquilizadora al oído del hombre y una o dos monedas le revelarían la
información sobre la hermana de Romulus que tanto necesitaba.
Si los dioses no le ay udaban, se ay udaría él solo.
El primer desfile triunfal de César fue para celebrar la conquista de la Galia.
Aunque Romulus y la Vigésima Octava no habían participado en esa campaña,
formaban parte de su guardia de honor y por eso tenían que acompañarlo de
todos modos. Los preparativos para las cuatro marchas triunfales se prolongaron
varias semanas a partir de su llegada a Roma. Cada día al amanecer, los setenta
y dos lictores y cientos de legionarios de distintas legiones se reunían en el
Campus Martius, la gran explanada situada al noroeste de la ciudad. Allí, un
maestro de ceremonias excesivamente diligente les hacía ensay ar durante varias
horas. Los soldados rezongaban, pero obedecían. César quería que los actos
salieran bien y tampoco es que estuvieran poniendo sus vidas en peligro.
Como ocurría con sus compañeros, a Romulus no se le permitía salir del
campamento situado en las afueras de la ciudad, salvo para algún asunto oficial.
Eso impedía que pudiera escabullirse para buscar a Fabiola o a Gemellus. En
parte, se alegraba. ¿Por dónde iba a empezar? Roma tenía casi un millón de
habitantes. Además, ¿quién sabía si Fabiola aún vivía allí? Si Gemellus se había
arruinado, quizás y a no viviera en la casa en la que Romulus se había criado. Le
resultaba extraño sentirse tan impotente ahora que su sueño de regresar a casa se
había hecho realidad. El sentimiento de culpa por lo que le había sucedido a
Brennus se había aligerado en cierto modo, lo cual era de agradecer. No
resultaba agradable reconvenirse todos los días mentalmente.
El ambiente frenético de la ciudad también le permitía entretenerse con otras
cosas. Romulus y sus compañeros eran recibidos como héroes dondequiera que
fueran. Los niños corrían a su lado suplicándoles que les dejaran coger los gladii
o los escudos. Las amas de casa agradecidas les ofrecían fruta, pan y vino
mientras los ancianos de ambos sexos les colmaban de bendiciones. Romulus
nunca había experimentado nada parecido. Como esclavo que se había criado en
Roma, había resultado prácticamente invisible para la may oría de las personas,
una criatura a la que dar órdenes o apartar bruscamente del camino. Ahora era
un héroe conquistador y le complacía sobremanera. Romulus pasó por alto las
punzadas de incomodidad que le producía su actitud. Tras años de penurias y
peligros, pensaba disfrutar al máximo de la situación.
Decenas de miles de labriegos habían acudido a Roma en tropel para ver las
marchas triunfales, y se alojaban en tiendas colocadas en cualquier espacio
abierto disponible. La magnanimidad de César no conocía límites y cada dos días
celebraba banquetes abiertos a todo el mundo. Se disponían miles de mesas en los
fora, que crujían bajo el peso del vino y las exquisiteces. Cada día el público tenía
la posibilidad de elegir entre ver competiciones atléticas o deportivas, carreras de
cuadrigas o luchas en el anfiteatro de Pompey o. Cientos de leones participarían
en las cacerías de animales a gran escala. Incluso se hablaba de una batalla naval
que tendría lugar en un lago alimentado por el río Tíber e inundado
expresamente. No era de extrañar que Romulus albergara sentimientos
encontrados sobre las luchas de gladiadores. Por un lado, sentía verdadera
animadversión por los lanistae que enviaban a los hombres a morir y por las
masas que pedían la sangre de los luchadores. Por el otro, recordaba con cierta
nostalgia la camaradería con Brennus en el ludus y las increíbles luchas a las que
había sobrevivido en la arena. Además, había una complicación añadida. Cuando
le llegara el momento de dejar el ejército, tendría que ganarse la vida y él sólo
sabía ser gladiador. Eso y soldado. Le dolía la cabeza de tanto pensar, así que
decidió olvidarse de sus preocupaciones por un día, incluido su interés por
encontrar a Fabiola.
Romulus recordaría el primer desfile triunfal hasta el día de su muerte. La
procesión se reunió en el Campus Martius a primera hora de la mañana.
Precedido por sus lictores —veinticuatro por cada uno de sus mandatos como
dictador—, César apareció en una majestuosa cuadriga tirada por un cuarteto de
caballos. Vestía una toga blanca reluciente con el ribete púrpura y llevaba el
rostro pintado con el rojo de la victoria, además de ir tocado con una corona de
laurel que sostenía un esclavo. Era la viva imagen de un general conquistador.
Romulus se quedó ronco de tanto gritar con sus compañeros hasta que intervino el
meticuloso maestro de ceremonias.
Bajo la mirada aprobatoria de César, la orgullosa guardia de honor desfiló en
primer lugar. Los cascos, cota de malla y tachones de sus escudos brillaban como
el oro. A continuación iban los veteranos de la campaña de César en la Galia,
hombres que habían marchado con él desde los Alpes hasta el mar del norte,
librando cientos de batallas en circunstancias adversas. Eran la flor y nata de su
ejército, una selección de soldados de la Quinta, Décima, Décima Tercera y
Décima Cuarta legión, entre otros, que querían a César como a un padre y que le
seguirían al Hades si se lo pidiera.
Luego iban los prisioneros de la campaña, diez veintenas de galos elegidos
entre los cientos de miles capturados por los hombres de César. Vercingetórix, el
valiente jefe de clan que había liderado la defensa de su tierra, iba en cabeza con
unas gruesas esposas en las muñecas y los tobillos. Tras seis años en cautividad,
era una sombra de lo que había sido, un miserable de pelo enmarañado y barba
cuy os ojos vacíos dejaban bien claro lo mucho que había sufrido. Después de los
prisioneros circulaban los carros con el botín de la Galia. Contenían espadas,
hachas y escudos de las tribus derrotadas, así como oro, plata y otros objetos de
gran valor. Había también más carros que mostraban pinturas enmarcadas de las
hazañas de César y carteles con las increíbles estadísticas de la guerra inscritas:
el número de enemigos muertos, las batallas ganadas, el tamaño del territorio
conquistado por Roma.
César, que disfrutaba de los elogios enfervorizados de la muchedumbre,
cabalgaba al final.
Todo ello constituía un espectáculo asombroso.
Sin embargo, no todo salió a pedir de boca. Poco después de que César
entrara en la ciudad, se le rompió un eje de la cuadriga, lo cual provocó los gritos
supersticiosos del gentío de espectadores. César mantuvo la calma, fue lanzando
abultados monederos a diestro y siniestro y pidió un vehículo de repuesto.
Romulus y sus compañeros se habían reído al enterarse de la facilidad con que la
muchedumbre se había distraído con aquel mal augurio. Sus preocupaciones se
disiparon ante la humildad de César al final de la marcha triunfal que, como de
costumbre, llevaba al general victorioso al templo de Júpiter, situado en la colina
Capitolina. Para evitar la mala suerte, César había ascendido las escaleras del
santuario de rodillas, mientras los gritos de entusiasmo de sus soldados le
resonaban en los oídos. En cuanto hubo realizado sus oraciones, varios senadores
importantes y nobles de alto rango se habían presentado para colmar a César de
elogios como reconocimiento por la impresionante hazaña de conquistar la Galia.
Por último, como ofrenda al dios oficial de la República, Vercingetórix había sido
estrangulado siguiendo el ritual.
Movida por la sed de sangre, la muchedumbre enloqueció.
A Romulus se le revolvió el estómago al verlo. Él era de la opinión que un
guerrero merecía una muerte mejor que la que había tenido Vercingetórix. Era
incapaz de quitarse de la cabeza los ojos saltones de terror del jefe de clan o su
rostro púrpura y lengua hinchada. En un intento por olvidarse de las horripilantes
imágenes, aquella noche Romulus pilló la may or borrachera de su vida. Él,
Sabinus y los demás miembros de la guardia de honor aprovecharon al máximo
la generosidad de César y se apropiaron de una esquina del Foro Olitorio. Allí les
aguardaba una veintena de mesas llenas de pan, carne, aceitunas y bebida
suficiente para saciar a ochenta hombres durante una noche entera. Aunque el
vino estaba aguado al estilo romano, bebiendo el suficiente era posible
emborracharse. Los legionarios, por fin capaces de rendirse al alivio que suponía
estar de vuelta en Italia sanos y salvos, se desmelenaron y se pusieron a comer el
asado arrancando la carne con los dientes y trasegando directamente de las
jarras de cerámica. Romulus hizo lo mismo.
Lo que tenían a su alcance no era sólo comida y bebida. Las mujeres de la
ciudad se cernieron sobre los hombres de César como las Furias, entregándoles
su cuerpo libremente y sin tener que insistir. Nada resultaba excesivo para los
soldados que habían obtenido parte de la gloria de Roma. En la confusión propia
de la embriaguez, Romulus se había llevado a una hermosa joven de su edad a un
callejón y había fornicado con ella con un frenesí que lo había dejado empapado
de sudor. La may oría de sus compañeros no habían sido tan discretos, y se habían
follado a las mujeres encima de la mesa ante los alaridos de ánimo de los demás.
La juerga se prolongó buena parte de la noche hasta que los legionarios cay eron
rendidos para dormir la mona entre la maraña de copas rotas, vino derramado y
restos de comida.
A la mañana siguiente todos los componentes de la guardia de honor tenían un
dolor de cabeza atroz. El centurión al mando, un veterano gruñón de la Décima,
los dejó tranquilos. En tales ocasiones, la estricta disciplina del ejército se
relajaba ligeramente. Además los hombres tendrían un día de descanso antes de
ser requeridos de nuevo para la siguiente marcha triunfal. Romulus agradeció el
respiro que aquello le otorgaba. Con ojos de sueño y mareado, apenas era capaz
de retener poco más que un sorbo de agua. Había perdido la cuenta de la
cantidad de veces que había vomitado y se dejó caer en un banco, maldiciendo
con amargura la cantidad de vino que había engullido la noche anterior.
—¡Alegra esa cara! —Igual de resacoso, Sabinus le dio una palmada en el
hombro.
—¿Por qué? —gruñó Romulus.
—¡Sólo nos faltan tres más! Piensa en la comida y el vino que nos darán. Y
no habrá que pelearse por ello.
Romulus hizo una mueca y deseó que las celebraciones hubieran terminado.
—¡También habrá mujeres con las que fornicar! —Sabinus le dio un buen
porrazo—. Anoche te vi escabulléndote con una belleza.
En la mente turbia de Romulus apareció una imagen de su encuentro con la
chica morena y sonrió de oreja a oreja. Los muchos años de guerra le habían
dejado muy poco tiempo para el sexo, aparte de la violación, algo que odiaba por
lo que le había sucedido a su madre. Ante tal escasez, la libido de Romulus era
como una especie de bestia encadenada y encolerizada. Tal vez hubiera más
mujeres predispuestas en días venideros. Aquella perspectiva sí que lo animaba.
Romulus alzó la cabeza e intentó olvidarse de lo que le dolía.
—¿Queda vino?
Sabinus estaba que no cabía en sí de gozo.
—¡Así me gusta! No hay nada como un poco de alcohol para quitarse la
resaca.
Tres días después al amanecer, Fabiola se hizo acompañar de Benignus y de
otros cinco guardaespaldas y se encaminó a la colina Capitolina. Como había
esperado, no había ni rastro de Scaevola y sus hombres. No solían aparecer
cerca del Lupanar hasta el mediodía, la hora a la que empezaban a llegar los
clientes. Mezclándose entre la muchedumbre que y a se había congregado por
allí, se sintió segura por el anonimato que le confería la situación. El fugitivarius ni
siquiera sabía que había salido del burdel. Regresar sería otra cosa, pero siempre
podían esperar a que oscureciera. El peligro que aquello pudiera suponer era
menos importante que el deseo de Fabiola de volver a ver a Brutus y recuperar
sus favores.
No había asistido a la primera marcha triunfal de César, la que celebraba sus
victorias en la Galia, a propósito. Brutus había desempeñado un papel importante
en muchas de aquellas batallas, por lo que seguramente había formado parte de
la procesión y, por lo tanto, no habría podido hablar con ella, aunque hubiera
querido. Fabiola eligió el siguiente desfile, que conmemoraba la decisiva victoria
de César contra Ptolomeo, el adolescente rey egipcio. Fabiola había presenciado
parte de la misma, pues había llegado a Alejandría justo después de que los
cortesanos del rey ordenaran matar a Pompey o. Sus esfuerzos por granjearse los
favores de César habían fracasado estrepitosamente, y a que enseguida se hizo
con el poder. Su fanfarronería había estado a punto de costarle muy cara y César
había vuelto a alzarse con la victoria. Por mucho que lo despreciara, Fabiola tenía
que reconocer que su hazaña había sido poco menos que increíble. Había visto la
presión a la que estaban sometidas sus tropas en el puerto de Alejandría.
« Júpiter, haz que Romulus siga vivo» , rezó, al recordar las historias sangrientas
que habían llegado a Roma poco después de su regreso. Aquella noche habían
muerto setecientos legionarios, y era muy posible que su hermano se contara
entre ellos. Fabiola se dio cuenta de que ella no era la única que se enfrentaba a
un peligro mortal. Sin embargo, no tenía en sus manos el destino de Romulus; ella
había hecho todo lo posible para encontrarlo. Si los dioses decidían concederle de
nuevo sus favores, él regresaría a casa algún día. Sus intentos de encontrar a
Gemellus también habían fracasado, por lo que su único objetivo era César.
La anexión de Egipto, el granero de la República, había agradado
sobremanera a la población, lo cual explicaba la muchedumbre que abarrotaba
las calles. Gracias a la destreza de sus matones para abrirse camino a la fuerza,
Fabiola llegó al pie de la colina Capitolina a tiempo. Los legionarios que estaban
de guardia tenían la misión de impedir que los ciudadanos de a pie ascendieran al
templo, pero ella consiguió hacer pasar a su grupito con una combinación de
coqueteo, halagos y reparto generoso de la plata que llevaba en el monedero. En
la zona abierta situada ante el enorme santuario había mucho espacio libre,
porque no estaban los vendedores ambulantes de comida y baratijas ni los
adivinos y las prostitutas. Los senadores y peces gordos de Roma empezaban a
llegar e inclinaban con reverencia la cabeza ante la inmensa estatua de Júpiter
situada delante del templo de tejado dorado. Siguiendo un rito antiguo para los
días de marchas triunfales, el cuerpo entero del dios se había embadurnado con
la sangre de un toro recién sacrificado. Aquello otorgaba a Júpiter un aspecto
incluso más regio y Fabiola se paró a susurrar otra oración. Acto seguido, eligió
un sitio cercano a donde crey ó que podría situarse Brutus. Ya había varios grupos
de altos mandos del ejército que bromeaban y reían entre ellos con la confianza
de quienes han convivido y luchado codo con codo durante años.
Fabiola reconoció a algunos de ellos. Durante los años de relación con Brutus,
había conocido a muchísimos miembros del estamento militar de Roma. Se puso
la capucha de la capa y procuró no mirar en su dirección. Como todo el mundo,
los oficiales estarían enterados de su ruptura y no quería que nadie advirtiera a
Brutus de su presencia antes de tener la oportunidad de hablar con él. De todos
modos, no hacía falta que se preocupara. Todos los presentes estaban demasiado
emocionados por la llegada inminente de César. Los mensajeros militares
llegaban con regularidad para informar al gentío de los progresos que realizaba
en su recorrido por la ciudad. Aunque tardaría más de dos horas en llegar a la
cima, todas las miradas estaban clavadas en el punto en que terminaba la
calzada.
Fabiola fue angustiándose cada vez más a medida que avanzaba la mañana.
¿Acaso cometía un grave error? Su desazón aumentó sobremanera en cuanto
Antonio, con su estilo característico, apareció en una cuadriga de guerra
británica. Cuando sus lictores le despejaron un sitio bien amplio al pie de la
escalinata del templo, él escudriñó a la muchedumbre con despreocupación.
Fabiola giró la cabeza, muerta de miedo. Dejó pasar un buen rato antes de
atreverse a mirar lo que Antonio estaba haciendo. No se extrañó al verle
charlando con los legionarios que estaban de guardia. El desagrado que Fabiola
sentía por Antonio se intensificó. Con ella se portaba como un violento acosador,
pero el jefe de Caballería era una figura adorada prácticamente por todo el
ejército. Ése era otro de los motivos por el que ella se sentía impotente ante él.
Pasó otra hora sin que apenas se diera cuenta. Seguía sin haber ni rastro de
Brutus, y las esperanzas que Fabiola tenía de verlo comenzaron a flaquear. Se
despistó un poco cuando Benignus empezó a formularle preguntas sobre distintos
asuntos relacionados con la seguridad del Lupanar. La siguiente vez que observó
al grupo de oficiales del ejército, Brutus se encontraba entre ellos. El corazón le
palpitó al verlo. De fisonomía agradable más que apuesto, Brutus estaba muy
elegante con el atuendo completo típico de las ceremonias. Divertido por algún
comentario de los demás, sonrió y se carcajeó, lo cual entristeció todavía más a
Fabiola. Así era como solía comportarse con ella en el pasado. Tal vez Brutus no
fuera un mero instrumento para conseguir un objetivo, pensó. ¿Cómo se le había
ocurrido continuar con Antonio?
—Espera aquí —ordenó a Benignus. Lo dejó quejándose detrás de ella y
Fabiola avanzó decidida por entre la muchedumbre que aguardaba. Le alivió no
ver a Antonio por ningún sitio.
Cuando llegó a la altura de un grupo de oficiales, vaciló. Entonces un tribuno
moreno con un fajín de vivos colores en la cintura se volvió para dirigirse al
hombre que tenía al lado. Al ver a Fabiola, se quedó boquiabierto. Como joven
rico que era, había sido uno de sus clientes más habituales y entusiastas. La
manumisión de Fabiola había puesto punto final a sus citas amorosas.
Fabiola lo maldijo en su interior. Aquel imbécil podía estropearlo todo. Lo
fulminó con la mirada y pasó rozándole para acercarse a Brutus. Estaba absorto
en una conversación con un compañero y no advirtió su presencia de inmediato.
Fabiola lanzó otra mirada al tribuno para cerciorarse de que no la seguía. Por
suerte, así era. Temblorosa, estiró el brazo y dio un golpecito a Brutus en el
hombro. Él no respondió, así que volvió a intentarlo con más fuerza.
—Brutus.
Él reconoció su voz y se volvió con una expresión de sorpresa e ira que le
contraía las facciones.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Bajó la voz—. ¿Has venido a adular a
Antonio?
—No —protestó ella.
—¿O a César? —dijo él con suspicacia—. Ha estado preguntando por ti.
Preguntando dónde estabas. ¿Por qué será?
—No lo sé —respondió Fabiola desesperada, pues la noticia le hizo sentir un
escalofrío. Se arrepintió de no haberle contado a Brutus que César había estado a
punto de violarla hacía tres años. Si se lo decía ahora, seguro que no la creería.
Tenía que seguir adelante con su objetivo.
—¿Podemos hablar?
Brutus soltó un bufido.
—¿Aquí? ¿Ahora?
Ella le tocó ligeramente el brazo.
—Por favor, amor mío. Dedícame unos minutos.
Parte de la ira que sentía desapareció de su rostro y exhaló un suspiro.
—Ven por aquí.
Le hizo una seña para que pasara por delante del tribuno que la miraba con
ojos desorbitados y se situase de espaldas a la muchedumbre. Había una zona
que conducía al extremo de la colina Capitolina; durante unos instantes guardaron
silencio, ante la vista de Roma que se extendía a sus pies.
—Te he echado mucho de menos —empezó a decir Fabiola. Brutus guardó
silencio, pero ella lo conocía lo suficiente para darse cuenta de que compartían el
mismo sentimiento. La diminuta ascua de esperanza que tenía en el corazón
empezó a encenderse—. Liarme con Antonio fue un gran error. Ese hombre es
un bruto. Me hace… —Un sollozo le ascendió por la garganta ante las
humillaciones a las que Antonio la sometía con regularidad. Su angustia no era
fingida, y a Fabiola le alentó la reacción de Brutus.
—¿Qué te hace? —preguntó, sujetando la empuñadura de su espada.
—Todo lo que se te ocurra —retumbó una voz conocida—. ¡Y a ella le
encanta!
Fabiola palideció y, al darse la vuelta, vio a Antonio a menos de cinco pasos
con una expresión desdeñosa. Para colmo de horrores, iba acompañado nada
más y nada menos que de Scaevola. Una malicia siniestra brillaba en los ojos
hundidos del fugitivarius. Aterrada, se acercó más a Brutus.
—¿Qué has dicho? —Brutus miraba fijamente a Antonio con una clara
aversión.
—Ya lo has oído —repuso Antonio con frialdad—. La may oría de las veces,
ella es quien sugiere la postura. O los demás.
Scaevola se rió por lo bajo.
Muy a su pesar, Brutus dejó traslucir lo escandalizado que estaba. Las orgías
no le iban.
—Hombres, mujeres, da igual —continuó Antonio, regodeándose con el
efecto que sus palabras surtían en Brutus—. Sin embargo, puse un límite a los
gladiadores.
—No —exclamó Fabiola, mirando a Brutus—. Miente.
Antonio se echó a reír.
—¿Mentir sobre una puta como tú? ¿Por qué iba a molestarme?
Brutus frunció el ceño y Fabiola notó que la situación se le escapaba de las
manos.
Una fuerte fanfarria de los trompetistas anunció la llegada inminente de
César y a Brutus le cambió la cara.
—Tengo que irme —musitó dando media vuelta.
Fabiola intentó detenerlo.
—¿Nos veremos más tarde? —suplicó.
Él hizo una mueca.
—¿Después de lo que he oído? Me parece que no. —Sin añadir nada más, se
marchó dando grandes zancadas.
Una oleada de desesperación se apoderó de Fabiola. Si Scaevola la hubiera
apuñalado en ese momento, le habría dado igual. Estaba claro que las cosas
nunca eran tan sencillas. En cuanto Brutus desapareció de su vista, Antonio se le
acercó. Notó que le acariciaba el cuello con las manos.
—¿Te estás empezando a cansar de mí? —preguntó.
Fabiola lo miró a él y después a Scaevola, que sonreía encantado. A pesar del
miedo que sentía, le salió el genio.
—Más que eso —susurró—. Te odio. Si me vuelves a poner la mano encima,
te… —Sus palabras se perdieron en el estruendo de las bucinae.
—Qué pena que te sientas así. Ha sido divertido. Pero todo lo bueno llega a su
fin. —A Antonio le destellaban los ojos, que a Fabiola le recordaban a una
serpiente a punto de atacar—. Me encantaría acabar con esto, pero a César le
extrañará que su lugarteniente no esté ahí para recibirlo. —Se hizo a un lado y
dedicó a Fabiola una mirada desagradable—. Scaevola puede poner punto final a
todo esto en mi lugar. Para siempre.
El fugitivarius se abrió paso, rodeando la empuñadura de la espada con los
dedos.
—¿Ahora? —preguntó con avidez.
—Aquí no, imbécil —espetó Antonio—. Media Roma está mirando. Más
tarde.
Scaevola asintió hoscamente y retrocedió.
Fabiola aprovechó la oportunidad para salir disparada y fundirse entre la
multitud que estaba a escasos pasos de distancia.
La dejaron marchar, lo cual resultaba incluso más aterrador.
20
La búsqueda
–¿
S eguro que no quieres venir con nosotros? —preguntó Sabinus. Hizo tintinear
el monedero—. ¡Tenemos dinero de sobra!
Los demás legionarios gritaron de entusiasmo. El último día de las
celebraciones de César había concedido a cada uno de sus soldados de infantería
la friolera de cinco mil denarii. Hasta los pobres se habían beneficiado de la
generosidad del dictador y habían recibido trigo, aceite de oliva y cien denarii
por barba. La prima de los legionarios era más de lo que ganaría cada uno de
ellos por una vida dedicada a servir en las legiones y recompensaba con creces
la lealtad inquebrantable que le profesaban. De repente, las tan habituales épocas
de penurias y peligro de muerte parecían haber valido la pena, y al día siguiente
los hombres estaban ansiosos por fundirse parte de las riquezas. Las marchas
triunfales habían terminado la noche anterior y todos los legionarios disfrutaban
de un permiso de una semana.
La guardia de honor recibió la sorpresa de ser licenciada del ejército antes de
tiempo. Según César, aquello se debía a su destacada participación en la causa.
Por consiguiente, estaban incluso más ávidos de diversión que sus compañeros.
Ataviados sólo con las túnicas ceñidas por un cinturón y las caligae, los
compañeros de Romulus fueron en busca de vino, mujeres y canciones. Él se
sentía distinto. Después de tantas marchas, adulación y los excesos de los diez
días anteriores, necesitaba un respiro. Si bien su licencia anticipada implicaba que
tenía todo el tiempo del mundo, había llegado el momento de buscar a Fabiola y,
llegado el caso, a Gemellus.
—¿Y bien? —preguntó el optio de la Vigésima Octava—. Decídete.
Los demás profirieron un rugido de impaciencia. Habían caminado juntos
desde el campamento del Campus Martius hasta el primer cruce de caminos
importante dentro de las murallas de la ciudad. Justo delante tenían el Foro y a
ambos lados las calles que conducían a las colinas Capitolina y Viminal
respectivamente.
El olor a salchichas y ajo cocidos llenaba el aire de la tarde, y los taberneros
alentaban a gritos a los transeúntes para que entraran en sus locales sucios y de
fachada abierta. Las prostitutas pintarrajeadas les hacían señas desde los
umbrales de las puertas de entrada a las abarrotadas insulae situadas encima de
los comercios. Las tentaciones abundaban por doquier para los soldados recién
enriquecidos y el dinero les quemaba en los bolsillos.
Romulus negó con la cabeza.
—Tengo que ocuparme de un asunto.
—Venga y a —le instó Sabinus—. ¿No puedes dejarlo para mañana?
—No.
—¿A qué viene tanto misterio? —preguntó Sabinus frunciendo el ceño.
—Ya te lo contaré en otro momento —repuso Romulus con sequedad. Sin
darse cuenta, se tocó el pugio envainado que llevaba en el cinto. Por si no bastara
con su túnica rojiza y corte de pelo militares, era una señal reveladora de su
condición de soldado.
Sabinus, que no se perdía una, advirtió el gesto.
—¿Quieres que te acompañe?
Romulus le dedicó una breve sonrisa.
—No, gracias.
—Tú sabrás lo que haces. —Sabinus se apartó. El grupo y a estaba poniéndose
en marcha y le costaría encontrarles si se separaban—. Ya sabes dónde buscar si
nos necesitas. En la taberna esa tan grande situada junto al Foro Boario.
Romulus se despidió de ellos con la mano mientras se preguntaba por dónde
empezar a buscar a Fabiola. Había dejado aparcado el tema hasta ese momento.
El hecho de haberla visto en Alejandría ay udaba. La había visto bien ataviada, y
su mera presencia en el lugar apuntaba a que mantenía una relación con algún
alto mando del ejército. Romulus se había preguntado en aquel momento si se
trataba de César, pero luego se había enterado de que el general, a diferencia de
algunos de sus oficiales, no llevaba a mujeres de campaña. Aquello abría la
posibilidad a innumerables nobles, muchos de los cuales ni siquiera vivían en
Roma. Y aunque vivieran en la ciudad, ¿cómo iba a encontrar a Fabiola entre
todos ellos? A no ser que quisiera recibir una azotaina, o algo peor, como soldado
raso que era no podía ir por ahí formulando preguntas personales acerca de sus
amantes. Romulus empezó a desesperarse antes incluso de empezar. « ¡Basta y a!
—se dijo—. Piensa» . Se quedó quieto unos momentos y se dejó llevar por la
multitud. Aunque las marchas triunfales de César habían terminado, las
celebraciones no, y las calles estaban más abarrotadas que nunca. Los
legionarios no eran los únicos que querían pasar un buen rato. Sin querer, la
imagen de un burdel en el exterior del cual se había producido la pelea acudió a
su mente. ¿Cómo se llamaba? Romulus se estrujó el cerebro. El Lupanar, eso era.
De todos modos, Tarquinius le había dicho que su hermana había dejado el
burdel; sin embargo, no se le ocurría un sitio mejor por donde empezar. Tiró del
brazo de un golfillo que pasaba por ahí.
—¿Dónde está el Lupanar?
El niño roñoso se quedó estupefacto, pero enseguida recobró la compostura.
—No hace falta que vay áis tan lejos, señor. —Señaló el umbral más cercano
donde una muchacha medio desnuda de dieciséis años, como mucho, se tocaba
sus partes para adoptar un aspecto seductor—. Mi hermana. Es limpia. Sólo
cuesta diez sestertii. Si no es de vuestro agrado, hay otras dentro.
Romulus miró hacia allí. Un hombre may or con una bata roñosa merodeaba
en la penumbra detrás de la niña-mujer. Cuando vio a Romulus mirando hacia
allí, le susurró a la muchacha al oído. Se dejó caer la parte superior del vestido y
se acarició lascivamente los pechos diminutos. A Romulus le repugnó. Por lo
menos las mujeres con las que se había acostado los días anteriores tenían ganas.
—Quiero ir al Lupanar —dijo, alejándose a grandes zancadas.
El muchacho moreno acompañó a Romulus prometiéndole todo tipo de
placeres para esforzarse al máximo bajo la atenta mirada de su amo.
En cuanto estuvieron fuera de la vista del viejo, Romulus sacó un sestertius.
—¿Y bien? —preguntó.
Al niño se le iluminó el delgado rostro. La moneda de plata era mucho más
que la miserable cantidad que recibía por guiar a los clientes hacia la puerta
cercana.
—Está subiendo por ahí —explicó con avidez—. Tomad la segunda a la
derecha y luego la primera a la izquierda.
Romulus le lanzó el sestertius y se marchó, haciendo caso omiso de las
promesas del golfillo de ofrecerle más información. El muchacho se encogió de
hombros y se guardó la recompensa en el bolsillo antes de regresar a su puesto.
Sin embargo, sus indicaciones eran claras, y Romulus no tardó en llegar a una
calle estrecha dominada por un umbral en forma de arco con la representación
de un falo erecto a cada lado. En el exterior había varios porteros con espadas y
garrotes bien visibles. Esa imagen dejó paralizado a Romulus. Los recuerdos de
antaño afloraron a su mente. La huida de la taberna con Brennus. Cuando el galo
se ofreció a pagarle una prostituta. El choque ante la entrada del burdel con un
noble pelirrojo y borracho cuy a actitud arrogante había desatado la pelea. La
decisión de huir. Oír los gritos de « ¡Asesinato!» a sus espaldas mientras corrían.
« ¡Cielos! —pensó Romulus—, cuánto ha cambiado mi vida desde aquella noche.
Para mejor» . Una sensación de aceptación reposada, que siempre había
reprimido, se apoderó de él. Había regresado a Roma como hombre libre. La ira
que sentía hacia Tarquinius se desvaneció, y de repente su viejo sentimiento de
culpa por lo que le había sucedido a Brennus le pareció más difuso. El galo había
recorrido el camino de su destino por voluntad propia y no correspondía a
Romulus inmiscuirse en él.
Romulus dio un paso hacia el Lupanar. Probablemente Fabiola y a no
trabajara allí; sin embargo, alguien sabría adónde había ido. Pronto la localizaría.
¿Cómo habría cambiado su hermana? Absorto en sus pensamientos y con la
mente abotargada después de diez días bebiendo en exceso, no se fijó en el
nutrido grupo de matones sin afeitar con brazaletes de oro.
—¡Pelea!
Romulus oy ó el sonido característico de los gladii deslizándose por las vainas.
Alzó la mirada asombrado. Armados con hachas y garrotes además de espadas,
los matones se disponían a atacar el burdel sin miramientos. En vez de apartarse
o retirarse, los guardas sacaron sus armas y se desplegaron formando un arco
defensivo alrededor del umbral. Con el corazón latiéndole a toda prisa, Romulus
dio media vuelta y huy ó por el callejón por el que había venido. A saber qué
estaba pasando, pero él no tenía nada que ver con esa pelea. Además, sólo tenía
un pugio para defenderse. Cuando consideró que no corría peligro, se paró y
miró hacia atrás. Gracias a la semioscuridad permanente en la que estaban
sumidas todas las calles estrechas, no veía más que una masa de siluetas que se
agitaban hacia delante y hacia atrás. A juzgar por los gritos y chillidos
espeluznantes que se oían, había hombres que resultaban gravemente heridos o
muertos.
—Teníais que haberos tirado a mi hermana —dijo una voz de pito detrás de él
—. A estas alturas y a habríais terminado y podríais buscar a vuestros amigos.
Romulus se volvió y se encontró con el golfillo esquelético que le había
indicado el camino comiéndose una manzana con despreocupación. Su expresión
engreída hablaba por sí sola.
—¿Sabías que aquí había problemas? —inquirió Romulus, dando un paso
adelante—. ¿Por qué no me lo dijiste? Por el Hades, podían haberme matado.
—Lo he intentado —respondió el muchacho, asustado—. Pero no pareció
interesaros.
Romulus recordó que se había ofrecido a darle más información y se relajó.
No iba a pelearse con un niño raquítico que no le debía nada.
—Tienes razón —dijo secamente, observando otra vez la trifulca—. Así pues,
¿qué pasa ahí? —Silencio. Bajó la mirada y se encontró con una mano extendida.
—En esta ciudad no hay nada gratis, señor —dijo el mocoso con una sonrisa
de oreja a oreja.
Romulus le lanzó otro sestertius.
La respuesta fue inmediata.
—Es una especie de disputa entre el Lupanar y otro burdel. Unos cuantos
hombres han sido asesinados. Aunque hace meses que dura, la situación parecía
haberse estabilizado últimamente. Hasta hoy, claro está.
—¿A qué se debe?
El chico se encogió de hombros.
—No lo sé seguro. ¿Queréis probar ahora con mi hermana?
—No —espetó Romulus, frustrado porque su búsqueda había concluido antes
incluso de que empezara. ¿A qué otro lugar podía ir? No se le ocurrió nada y
decidió reunirse con Sabinus y los demás. Siempre podía regresar al Lupanar por
la mañana—. Necesito un trago —masculló.
—El mejor de Roma está muy cerca —le sugirió el chiquillo—. ¿Queréis que
os lleve?
Romulus sonrió. Le gustaba el carácter del niño. Harapiento y sin duda medio
muerto de hambre, estaba claro que recursos no le faltaban.
—No. Pero sí te pediría que me llevaras al Foro Boario por un atajo, sin
tomar el mismo camino, ¿sabes?
—¡Por supuesto! Dos sestertii.
Romulus se echó a reír.
—Menudo negociante estás hecho, ¿eh? Pero no tientes a la suerte. Ya te he
dado cinco veces más dinero del que debería.
El chiquillo asintió muy serio.
—Pues un sestertius —dijo, sacando una mano roñosa.
—Cuando lleguemos —le advirtió Romulus.
Se estrecharon la mano entre risas. El muchacho salió disparado de inmediato
y condujo a Romulus por un laberinto de callejuelas que unían la colina
Capitolina con la Palatina. Durante las últimas celebraciones, Romulus no había
tenido tiempo de visitar la ciudad y, como era de suponer, las marchas triunfales
habían tenido lugar en las vías más grandes. Aquello hizo que el recorrido le
resultara incluso más conmovedor. Él se había criado en calles de ese tipo. De
apenas diez pasos de ancho, con la superficie sin pavimentar llena de basura y
desperdicios; los edificios de tres o cuatro plantas que había a cada lado impedían
el paso de la luz y no dejaban ver más que una estrecha franja de cielo. En las
tiendas de fachada abierta se vendía desde pan a verduras pasando por vino, y los
productos estaban desperdigados por la calle. Había alfareros, herreros,
carpinteros, barberos y cualquier otra profesión imaginable. Los locales de los
taberneros, burdeles y prestamistas estaban uno al lado de otro, cada uno con su
vigilante leproso o lisiado desmembrado que mendigaba. Las hileras de ventanas
cerradas que había por encima pertenecían a las insulae, o pisos, abarrotadas en
las que vivían la may oría de los ciudadanos.
Aunque no reconocía las calles por las que pasaban, Romulus recordaba
haber hecho recados para Gemellus por barrios similares. El recuerdo de su
antiguo amo le hizo sentir una punzada de ira. ¿Dónde estaría? Romulus frunció el
ceño. ¿Tendría algún sentido ir a la casa en la que se había criado?
Probablemente no, pero por lo menos era un punto de partida. Sin embargo, en
esos momentos la idea de reunirse con Sabinus y sus compañeros le resultaba
mucho más atractiva.
Fue entonces cuando Romulus pasó por una abertura anodina situada entre
dos cenaculae, o bloques de viviendas. Algo le hizo retroceder para echar un
segundo vistazo. A unos cincuenta pasos hacia el interior y rodeado de casas en
ruinas había un templo que nunca había visto.
El golfillo, al ver que su cliente se paraba, volvió correteando sin que sus pies
descalzos emitieran ningún ruido en el terreno.
—Ya casi estamos, señor. —Tiró del brazo de Romulus—. No es por ahí.
—¿A qué deidad está dedicado?
El muchacho se estremeció.
—A Orcus.
El dios del submundo. Romulus esbozó una débil sonrisa. ¿Qué mejor sitio
para realizar una ofrenda que le ay udara a encontrar a Gemellus? Seguro que
valía la pena que le hiciera una visita rápida. Ya se había internado media docena
de pasos en la callejuela cuando su guía reaccionó.
—¡Señor! ¿No queréis ir a la taberna?
—No tardaré mucho —repuso Romulus por encima del hombro—. Espérame
fuera.
El golfillo obedeció con cara de pocos amigos. Aunque el altar de piedra
manchado que había delante del santuario le aterrorizaba, no pensaba perderse el
sestertius prometido.
Romulus subió las escaleras que conducían a la entrada principal pasando
junto a los típicos adivinos zarrapastrosos, vendedores de comida y baratijas, y
hombres que vendían pequeños recuadros de planchas de plomo. Se paró junto a
uno de estos últimos y compró un trozo del pesado metal gris. Se apoy ó en una
columna y utilizó el extremo de la navaja para grabar una maldición contra
Gemellus. Había numerosos devotos haciendo lo mismo, o pagando a los escribas
que rondaban por ahí para que lo hicieran en su nombre. Romulus se alegró una
vez más de saber escribir. Aquel asunto era muy íntimo y no quería compartirlo
con nadie. Volvió a mirar lo que había escrito: « Gemellus, algún día te mataré,
muy lentamente» . Era lo que había dicho moviendo los labios en silencio cuando
el comerciante lo había dejado en el ludus. Satisfecho, Romulus dobló el
recuadro y se dirigió al interior.
Un acólito con una túnica lo guió a la cámara principal, una sala estrecha y
larga llena de devotos. Había salas independientes disponibles para visitas más
privadas, pero a Romulus no le hacían falta. Después de tanto tiempo fuera de
Roma, las posibilidades de que lo reconocieran eran prácticamente nulas. Ocupó
su sitio en la cola que se encaminaba hacia la gran chimenea situada al fondo de
la sala. Al llegar, cada suplicante inclinaba la cabeza, decía una oración y
lanzaba la ofrenda a las llamas. En la parte superior del muro, dominándolo todo,
había una representación circular del dios parecida a la del pórtico del exterior.
Romulus dirigió una mirada al rostro barbudo y de ojos oscuros de Orcus, cuy o
pelo estaba formado por un entramado de serpientes. Se estremeció. La imagen
tenía por objeto instaurar el miedo en su corazón, y funcionó.
Sin embargo, continuó arrastrando los pies hacia el fuego. El deseo de
venganza ardía en su interior más fuerte que el miedo, al igual que le sucedía al
resto de los presentes. Romulus observó los rostros que veía, preguntándose qué
sufrimiento o agravio les había llevado hasta allí. En aquella sala tan grande había
una representación del conjunto de la sociedad. Vio a tenderos, ciudadanos de a
pie, esclavos y soldados como él, e incluso a algún que otro miembro de la
nobleza. Romulus sonrió y notó que aumentaba la confianza en sí mismo. Nadie
era especial: todos tenían alguna cuenta que saldar. Al llegar a la parte delantera
de la cola, una sacerdotisa bajita, de tez muy clara y pelo castaño recogido
detrás de la cabeza lo detuvo. Al igual que sus compañeros, vestía una sencilla
sotana gris. Era bastante poco agraciada, pero a Romulus le sorprendió la
intensidad de sus ojos verdes. La observó mientras rastrillaba el fuego con un
atizador largo de hierro, empujando los recuadros de metal amontonados hasta el
corazón de las llamas.
—Puedes acercarte —dijo al fin.
Romulus hizo una reverencia y lanzó su fragmento de plomo, junto con varios
denarii. « Tengo pocos deseos en la vida —pensó—. Orcus, concédeme éste» .
El breve asentimiento que le dedicó la sacerdotisa le indicó que la audiencia
con el dios había terminado. Romulus se apartó diligentemente y caminó detrás
de quienes habían realizado las ofrendas antes que él. Exhaló un suspiro,
preguntándose si su petición daría sus frutos. Le parecía una búsqueda incluso
más complicada que la de Fabiola. ¿Qué posibilidades tenía él de encontrar a un
comerciante arruinado en una ciudad tan grande? Siempre le quedaba la
adivinación, supuso. Después de las enseñanzas de Tarquinius, lo había intentado
varias veces, pero el susto de acertar le había desconcertado desde entonces. El
hecho de enfrentarse a la muerte a diario significaba que más valía vivir en la
incertidumbre. Así no se pasaría el tiempo preocupándose por cosas que,
básicamente, escapaban a su influencia. « Todavía no —pensó—. Primero
veremos qué ofrece Orcus» .
El golfillo seguía esperándole en el exterior del templo. Miró a Romulus con
expresión inquisidora, pero él no le reveló nada.
—Al Foro Boario —ordenó.
—Seguidme, señor. —Ansioso por dejar el santuario atrás, el muchacho salió
disparado como la flecha de una ballista.
Debido a la cantidad de devotos que bloqueaban la callejuela, aminoraron el
paso al llegar al cruce con la calle en la que estaban antes. Romulus se quitó a
Gemellus de la cabeza y se puso a pensar en la taberna en la que se reuniría con
Sabinus y los demás. Le apetecía mucho tomarse una copa de vino. Quizá tal vez
hubiera también mujeres.
Un poco más adelante, alguien tropezó y se cay ó encima de la persona que le
precedía. La reacción fue un insulto fuerte. A pesar de deshacerse en disculpas,
el infortunado individuo fue sometido a una retahíla de insultos que sólo se
apagaron cuando las personas que esperaban para salir del callejón empezaron a
quejarse. Romulus frunció el ceño cuando el arrebato decreció y la multitud
empezó a moverse otra vez. No veía a quien hablaba, pero la voz le resultaba
familiar. Como un ray o que cae de los cielos, lo reconoció. Aunque no la había
oído desde su primer día en el ludus, Romulus reconoció el tono sarcástico de
Gemellus.
Sobrecogido y un poco atemorizado, volvió la vista hacia el templo de Orcus.
¿Qué tipo de brujería se había materializado para que aquello ocurriera tan
rápido? No había tiempo para cavilar, sólo para actuar. Apartó de un codazo al
golfillo que protestaba y se abrió camino a la fuerza, desesperado por alcanzar al
comerciante. Los esfuerzos de Romulus le granjearon una salva de quejas, sin
embargo nadie se atrevió a desafiar el deseo de venganza que destilaban sus ojos.
Jadeando de ira, Romulus alcanzó la calle al cabo de unos momentos. Miró a uno
y otro lado, pero ahí el gentío era incluso más denso que en la callejuela.
Gemellus había desaparecido.
—¡Maldito hijo de puta, ojalá se pudra en el Hades! —exclamó Romulus—.
No siempre tendrá la posibilidad de huir.
Su arrebato apenas arrancó una mirada de los transeúntes. Roma estaba llena
de soldados borrachos que gritaban insultos y causaban altercados. En tales casos,
la prudencia era siempre la mejor opción.
Ingeniándoselas para hacerle un hueco a su cuerpo esquelético, el golfillo
lanzó una mirada de reproche a Romulus.
—¿Intentáis largaros sin pagarme?
—¿Qué? —espetó Romulus—. No, por supuesto que no. Es que acabo de oír la
voz de alguien con quien me encantaría reencontrarme. Le he seguido, pero ha
desaparecido entre la multitud. —Entonces sonrió—. ¿Quieres ganarte diez
sestertii?
Era una cantidad desorbitada para un muchacho de la calle medio muerto de
hambre.
—Decidme qué tengo que hacer —exclamó.
Romulus formó un estribo con las manos.
—Sube —ordenó—. Busca a un hombre bajito y gordo con la cara roja. Suda
mucho.
El golfillo obedeció rápidamente y colocó los pies encallecidos en los
hombros de Romulus y mantuvo el equilibrio apoy ando una mano en la pared del
edificio más cercano. Se llevó la otra mano a los ojos y escudriñó la calle arriba
y abajo concienzudamente sin decir nada.
Romulus apenas podía soportar la tensión.
—¿Y bien? —preguntó.
—No le veo —fue la decepcionante respuesta.
Romulus se mordió el labio inferior hasta que le salió sangre. « Maldito
Gemellus por siempre jamás —pensó—. Nunca volveré a tener una oportunidad
como ésta. Los dioses no brindan tales oportunidades dos veces» .
Las palabras del muchacho estuvieron a punto de pararle el corazón.
—Un momento —dijo. Entonces habló con voz más aguda—. ¡Por ahí! ¡A
sesenta pasos de aquí!
Con una sensación de urgencia inusitada para él, Romulus ay udó a bajar al
chico.
—Seguidme —exclamó, y endo hacia la izquierda.
Romulus fue tras él como un toro embravecido.
Medio corriendo y medio caminando, se abrieron camino por entre la masa
de gente que recorría la calle. Avanzaban lentamente, pero el muchacho estaba
tan delgado y ágil que se metía por huecos por los que Romulus no cabía.
Saltando por encima de ánforas de vino dispuestas en lechos de paja o pilas de
objetos de hierro, le hizo burla a los indignados tenderos y pronto avanzó
considerablemente. Sin embargo, su voz de pito le llegaba y proporcionaba un
impulso adicional a Romulus.
—¡Daos prisa! ¡Le veo!
Hecho un manojo de nervios, Romulus siguió avanzando con dificultad. Para
cuando llegó al cruce, sólo le separaban unos veinte pasos del golfillo.
—¡Izquierda! —gritó el chico.
Romulus obedeció y aprovechó un pequeño hueco en la muchedumbre para
adelantar otros seis pasos más. Soltó el pugio de la vaina mientras se preguntaba
qué parte de Gemellus cortaría primero. ¿La oreja? ¿La nariz grasienta? Hizo una
mueca. Quizá debía castrar primero a ese cabrón.
Una mano delgada le tocó para detenerlo.
Asombrado, Romulus se dio cuenta de que el muchachito estaba a su lado.
—¿Qué pasa?
—Ha ido por ahí.
Romulus siguió con la mirada el brazo del muchacho, que señalaba hacia un
callejón estrecho repleto de escombros y de cerámica rota. A escasos pasos, un
enorme montículo de estiércol humeaba ligeramente. Arrugó la nariz de asco.
—¿Estás seguro?
El muchacho asintió.
—Sí, señor. Un hombre gordo y bajito con la cara roja, como habéis dicho.
Parece muy pobre.
Debía de serlo, pensó Romulus, observando el callejón con cierta
satisfacción. Cualquier insulae de ésas estaría infestada de ratas y olería a mil
demonios.
—Vamos —dijo, poniéndose en cabeza.
El golfillo lo siguió, ansioso por recibir su dinero.
Con cuidado de no pisar el reguero maloliente que emanaba el montón de
estiércol, Romulus avanzó primero despacio. Para cuando lo dejó atrás, la vista
y a se le había aclimatado a la semioscuridad. El terreno irregular seguía
resultando traicionero, pero tenía toda la atención puesta en la figura masculina
que caminaba veinte pasos por delante de él arrastrando los pies. Sin lugar a
dudas, tenía la altura y el porte de Gemellus, pensó Romulus. Entonces el hombre
se golpeó el dedo gordo con un fragmento de cerámica y soltó un juramento a
voz en grito. Romulus se quedó parado y sintió un escalofrío de miedo que lo
remontó a su infancia. Era Gemellus. Había pocas cosas que le hicieran
reaccionar de ese modo, pero el comerciante le había dejado unas cicatrices
bien profundas en el alma durante su infancia. « Aquello fue entonces; ahora
estamos en el presente» , se dijo Romulus. Sacó el puñal y el golfillo profirió un
grito ahogado.
—¡Calla! —susurró Romulus.
En ese mismo instante, el hombre que tenía delante desapareció por un
umbral estrecho. La puerta se cerró detrás de él con un suave clic. Con el
corazón en un puño, Romulus recorrió los últimos pasos. Una sucesión de
imágenes se le aparecieron ante los ojos y dejó que le inundaran. Gemellus
forzando a su madre. Gemellus pegando a Fabiola. Pegándole a él.
Despotricando ante su contable por el mal estado de su economía. La expresión
de regodeo del comerciante cuando había arrastrado a Romulus lejos de su
madre y su hermana entre los gritos de éstas, y en el ludus, donde se había
jactado de que las vendería a las minas de sal y a un burdel respectivamente.
Romulus enseñó los dientes hecho una furia. El último recuerdo era el único que
le dio placer: Hiero el bestiarius contándole que Gemellus se había arruinado.
Romulus alzó el pugio a la altura de los ojos y notó que le temblaba la mano.
« Tranquilízate —se dijo—. Mis oraciones están a punto de ser escuchadas. La
venganza será mía» . De repente dejó de temblar y se preparó para acabar con
él de una vez por todas.
Golpeó la puerta con la empuñadura del puñal.
—¡Abre!
21
Peligro
Gemellus
Reencuentro
La discordia
R omulus, que lloraba las lágrimas que no había derramado en todos los años
de separación, no pudo más que asentir con la cabeza.
—Eres tú. Estás vivo. —Incrédula, Fabiola alargó la mano temblorosa y le
acarició la mejilla—. Gracias a los dioses. —La sacudió un sollozo de alivio. Se
miraron fijamente, apenas podían dar crédito a sus ojos. Después de tantos años
de tribulaciones y de separación, por fin los dioses les habían permitido
reencontrarse. Parecía que lo imposible se había hecho realidad. Al cabo de unos
instantes, Romulus sonrió. Al final Fabiola también. Se estrecharon las manos con
miedo a soltarlas.
—¿Estás solo? —le preguntó.
—Sí.
Se le descompuso el rostro.
—Todos mis hombres han muerto. Ahora esos cabrones están violando a las
prostitutas.
—Lo sé —repuso Romulus con tristeza—. ¿Pero qué podemos hacer nosotros
dos solos? Deberíamos intentar escapar. Ya.
El sentimiento de culpa contrajo las bellas facciones de Fabiola.
—No puedo dejarlas. Son mi responsabilidad. Ay údame a incorporarme.
Romulus la ay udó a levantarse.
Fabiola vio a un hombre semiinconsciente desangrándose en la esquina de la
habitación. Inspiró bruscamente.
—¡Ese hijo de puta aún sigue vivo!
—No por mucho más tiempo. —Romulus señaló el enorme charco de sangre
que lo rodeaba y el orificio sangrante en el costado.
Fabiola sonrió.
—Entonces Sextus y a ha sido vengado.
Romulus miró la silueta inmóvil.
—¿Quién es?
—Scaveola —espetó—. Un fugitivarius. Trabaja para Antonio.
—¿El jefe de Caballería ha ordenado esto? —exclamó Romulus—. ¿Por qué?
Fabiola no tuvo tiempo de explicárselo. El ruido que se oía en el pasillo
interrumpió en seco la conversación. Extrañamente, provenía de ambos
extremos del pasillo. Ahora y a no había escapatoria. Romulus sujetó el hacha
con fuerza y se puso en pie.
—¿Quiénes sois? —preguntó una voz dura cerca del patio—. ¿Hombres de
Marco Antonio? ¿Habéis venido a ver si hemos hecho bien el trabajo?
—No —respondió una voz tranquila—. ¡Alzad los escudos!
Tras la orden, Romulus oy ó el sonido familiar del choque de los escudos.
—¡Rápido! ¡Salgamos de aquí! —gritó el matón a sus compañeros.
Una llama de esperanza prendió en el corazón de Romulus al oír los pasos de
las caligae repiqueteando contra el suelo de mosaico. Cuando el veterano de edad
mediana y casco de bronce abollado asomó la cabeza por la puerta, Romulus
estuvo a punto de soltar un grito de alivio.
—¡Secundus! —exclamó Fabiola con alegría—. ¡Habéis venido!
—Pues claro que hemos venido —respondió—. Nos faltó tiempo cuando
Tarquinius nos contó lo que sucedía.
Fabiola esbozó una sonrisa radiante y él sonrió con benevolencia.
—¿Todo bien?
—Sí —contestó Romulus—. Gracias.
Con un amable gesto de asentimiento, Secundus se retiró. Por el ruido,
Romulus calculó que debía de ir acompañado por unos veinte compañeros. Más
que suficientes para solventar la situación. Al remitir el peligro, notó de nuevo el
martilleo en la cabeza. Con una mueca de dolor, se sentó en el borde de la cama.
Fabiola enseguida se fijó en el cabello ensangrentado.
—¿Qué ha pasado?
—Gemellus me golpeó —masculló mientras se llevaba la mano a la herida
—. Aunque no lo bastante fuerte, gracias a Mitra.
—¿Has visto a Gemellus? —preguntó con un grito ahogado.
—Vi a ese hijo de puta cuando salía del templo y lo seguí hasta el agujero que
tenía por casa.
—¿Tenía? —repitió Fabiola lentamente—. ¿Lo has matado?
—No —repuso Romulus—. Iba a hacerlo, la de veces en estos años que había
jurado que lo haría. Pero no pude. Era un ser patético. Si lo hubiera hecho, no
habría sido mejor que él.
—¿Así que te marchaste? —la voz de Fabiola denotaba incredulidad.
Romulus asintió con la cabeza y se percató de la ira en los ojos de su
hermana melliza. Estaba claro que ella no hubiese actuado con el mismo
comedimiento. Esta certeza le resultó chocante, pero se obligó a continuar.
—Y el muy cobarde me atacó por la espalda. Por fortuna, Tarquinius estaba
cerca. Si él no hubiera usado su puñal, ahora me tendrías tirado en un callejón
con el cráneo partido en dos.
—¿Tarquinius?
—Un amigo. Después lo conocerás.
—Entonces, ¿Gemellus está muerto? —Fabiola sonrió—. No puedo decir que
vay a a echar en falta a ese pedazo de mierda. Aunque me hubiese gustado
decirle que su latifundio cerca de Pompey a es ahora de mi propiedad.
Romulus estaba sorprendido. Fabiola también dirigía el Lupanar.
—¿Cuánto cuesta una finca como ésa?
A Fabiola se le ensombreció el semblante.
—Me la regaló un amante. Decimus Brutus.
—¿Dónde está?
—Nos hemos peleado. Me ha dejado.
Del patio llegaban ruidos: el entrechocar de las espadas, las órdenes de
Secundus y los gritos de terror de los matones al darse cuenta de que no tenían
escapatoria.
Romulus intentaba reconstruir la historia.
—Entonces ¿qué tiene que ver Marco Antonio?
Fabiola se ruborizó.
—Fue una estupidez, pero tuve una aventura con él y Brutus se enteró.
Romulus señaló el cadáver ensangrentado de Scaevola.
—¿Él trabajaba para Marco Antonio?
Fabiola ignoró la pregunta.
—¡Cuánto me alegro de verte!
Romulus sonrió y se dio perfecta cuenta de que había cambiado de tema.
« ¿Por qué? Déjalo y a» , pensó. El sueño más descabellado se había hecho
realidad.
—Es increíble —admitió—. La última vez que nos vimos todavía éramos unos
niños. Míranos ahora: adultos. ¡Qué orgullosa estaría nuestra madre!
El rostro de Fabiola se entristeció.
—¿Te dijo Gemellus lo que le sucedió?
—Sí. Y cuando me lo contó, me volví loco —repuso Romulus—. Le abrí la
mejilla de un corte. Me sentí bien durante unos instantes, pero eso no me la
devolvió.
—No importa. Ahora estará en el Elíseo —declaró Fabiola enérgicamente—.
Seguro.
Permanecieron sentados en silencio un momento honrando el recuerdo de
Velvinna. En el exterior, el fragor de la lucha empezaba a disminuir,
reemplazado por los gritos de angustia de las prostitutas. Fabiola y a no aguantaba
más.
—Tengo que ay udar. —Se incorporó y escogió un vestido entre los varios que
colgaban de la pared.
Recuperado el recato, se dirigió a Romulus:
—Ven, te voy a llevar a otra habitación para que puedas descansar. ¡Cabrón!
—Y escupió sobre el cuerpo de Scaveola.
Romulus la siguió por el pasillo, sorprendido por su voluntad de acero. « Debió
de sufrir muchísimo aquí —pensó—. Vendida a un burdel con trece años y
obligada a acostarse con hombres por dinero. Eso no difiere demasiado de una
violación» . Por su parte, se alegraba de que hubiera decidido luchar y matar. A
pesar de todo, su hermana había sobrevivido y se había convertido en una mujer
inteligente y segura de sí misma. Romulus se sentía orgulloso de ella.
—Serías un buen legionario —dijo.
—Según Secundus, lucho bien —le reveló con orgullo—. Pero el ejército más
vale dejarlo para los hombres. Al fin y al cabo, es toda fuerza e ignorancia, ¿no?
Romulus se rió de su pulla.
—Es mucho más que eso —protestó—. Fíjate en César, por ejemplo. Se trata
del general más increíble. —Su rostro se iluminó—. Es capaz de interpretar una
batalla como nadie. Cambiar su curso con una sola orden. Ganar contra todo
pronóstico. —Sonrió a Fabiola—. Incluso lo he conocido.
—Yo también —le espetó ella.
Romulus retrocedió ante su furia.
—¿He dicho algo malo?
—Nada —musitó Fabiola. Desde el momento en que vio a su hermano, se
moría de ganas de contarle lo de César, pero se había contenido. Tenía que
encontrar el momento adecuado. Y ahora la obvia admiración de Romulus por el
dictador la confundía y la llenaba de ira.
—¿No te agrada? —preguntó Romulus—. Dicen que es encantador con las
mujeres.
Fabiola y a no podía contener su ira.
—¿No te das cuenta? Intentó violarme —gritó.
A Romulus estuvieron a punto de salírsele los ojos de las órbitas por la
sorpresa.
—¿Qué hizo?
—Por fortuna, Brutus regresó y el hijo de puta no pudo continuar —prosiguió
—. Pero hizo lo suficiente para que supiese…
—¿Supieses qué?
—Quién era.
Romulus la miró confundido.
Fabiola le tomó las manos entre las suy as.
—César fue quien agredió a nuestra madre.
Romulus no entendía aquellas palabras.
—¿Qué?
Fabiola repitió. Y después lo dijo claramente.
—La violó.
Conmocionado, soltó las manos.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su mirada y por su tono. Sus palabras, por ellas… simplemente lo supe
—repuso Fabiola con voz temblorosa por la ira.
Desconcertado, Romulus apartó la mirada.
—Quieres decir… Tú crees que somos…
—Hijos de César. Sí —repuso.
—¡Por todos los dioses! —murmuró Romulus. ¿El hombre al que había
idolatrado era su padre? Había violado a su madre. Cómo podía ser, gritaba en su
mente. Iba contra todas sus creencias—. ¿Le preguntaste a César si la había
violado?
Fabiola lo miró con desdén.
—Claro que no. ¿Es que crees que ese hijo de puta lo hubiese reconocido?
—Entonces no puedes estar segura de que hubiera sido él.
—Sí que puedo estar segura —replicó con vehemencia—. Tú no estuviste allí.
¡Y no hay más que verte! ¡Mírate al espejo! ¿Es que no lo ves?
Romulus estudió el rostro de su hermana, contraído por la ira.
—Tranquila. Te creo —repuso, aturdido por sus palabras. Guardaba un
asombroso parecido con César.
—Bien. —Se relajó un poco—. Entonces puedes ay udarme a matarlo.
Abrió la boca sorprendido.
—Estás de broma.
—¿Tú crees? —contestó con una mirada iracunda.
—Espera —protestó Romulus—. No tienes pruebas.
Fabiola se golpeó en el pecho.
—Lo siento aquí.
—Eso no basta. La República necesita a César. Gracias a él, pronto reinará la
paz.
—A mí qué más me da. Y a ti ¿por qué debería importarte? ¡Eres un esclavo!
—gritó Fabiola—. Violó a nuestra madre.
Romulus no respondió, conmocionado como estaba por la revelación de su
hermana.
Se sentía culpable porque sus sentimientos hacia César no coincidían con los
de ella.
—¿Fabiola? —preguntó una voz.
Fabiola abrió los ojos como platos.
—¿Brutus?
Romulus miró por encima del hombro de su hermana y vio a un hombre de
cabello castaño vestido con una elegante túnica que caminaba por el pasillo. Su
rostro agradable denotaba una gran preocupación.
—¿Estás herida? —gritó y echó a correr. Tras él trotaba un grupo de
legionarios de aspecto duro.
—¡Ay, Brutus! —gritó Fabiola. El labio inferior le temblaba y una lágrima le
caía por la mejilla—. Estoy bien. No me han tocado.
Romulus se quedó confundido ante el lenguaje corporal de su hermana. ¿Se
trataba de una emoción real o fingida?
Estaba claro que Brutus pensaba que era genuina. Se acercó a ellos y abrazó
a Fabiola apasionadamente.
—He venido en cuanto me he enterado —susurró con la voz quebrada—.
Gracias a todos los dioses. —Farfulló una orden y sus hombres inmediatamente
se dispusieron a comprobar todas las habitaciones—. Traedme a todo el que
encontréis con vida —gritó—. Quiero saber quién ha ordenado esto.
—Ha sido Marco Antonio —dijo Fabiola—. ¡Estoy segura!
Brutus la miró desconcertado.
—Baja la voz —murmuró mientras le daba palmaditas en la mano. Miró a
Romulus y sonrió—. Éste debe de ser tu hermano mellizo.
Fabiola se enjugó las lágrimas.
—Sí.
Romulus le saludó.
—Es un honor conoceros, señor.
Brutus inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
—Hoy los dioses nos sonríen.
—Cierto —repuso Fabiola con una sonrisa—. ¿Cómo sabías que era mi
hermano?
—¿Aparte de que sois como dos gotas de agua? —Brutus sonrió—. El hombre
de la cicatriz que me avisó de la agresión me lo dijo. ¿Es amigo tuy o? —preguntó
a Romulus.
—¿Tarquinius? Sí, señor. Es un antiguo camarada.
—Está esperando fuera —añadió Brutus. La insinuación era obvia.
—Entonces, con vuestro permiso, señor… —pidió Romulus cortésmente.
Había llegado el momento de hacer mutis por el foro. Daba la impresión de que
la pareja iba a reconciliarse y él no debía inmiscuirse. Además, tenía mucho que
pensar. César no era sólo su general, quizá también fuese su padre y Fabiola
quería asesinarlo. Aunque Romulus había jurado hacer lo mismo si descubría la
identidad del violador de su madre, el hecho de que fuese César le había afectado
profundamente. Se trataba del hombre que lo había liberado de la esclavitud. A
quien había seguido en lo bueno y en lo malo, desde Egipto hasta Asia Menor y
África. A quien había acabado por querer. A Romulus lo embargaba el
desconcierto.
—Faltaría más —Brutus miró a Fabiola—. Será mejor que te lleve a mi
domus. Romulus puede visitarte más tarde.
—No tardes mucho. —Fabiola le alargó la mano—. Y trae a tu amigo
también.
—Iremos enseguida —repuso Romulus.
—Todo el mundo conoce mi casa —añadió Brutus—. Está en el Palatino.
—Gracias, señor. —Romulus se encontraba a mitad del pasillo cuando oy ó
que Brutus preguntaba: « ¿Quién violó a tu madre?» .
Una repentina tensión llenó el ambiente.
Romulus se detuvo.
—¿Qué has dicho, amor mío? —La risa de Fabiola era crispada y poco
convincente, al menos para Romulus.
—Al entrar he oído la última parte de lo que estabas diciendo. Algo sobre
quién violó a tu madre. Nunca me habías contado nada de esto.
—Por supuesto que no —contestó—. Sucedió hace mucho tiempo.
—Parecías furiosa —prosiguió Brutus—. ¿Quién fue?
Romulus esperaba que Fabiola pronunciase las palabras « Julio César» , pero
no lo hizo.
—¿Y bien? —La animó Brutus con ternura.
—No estoy segura. Nuestra madre nunca nos lo contó. Lo que he dicho es
que pudo ser alguien como Scaevola.
Romulus no daba crédito a lo que oía.
Sin embargo, Brutus parecía satisfecho.
—¿Está ese hijo de puta aquí?
—Sí, ahí dentro. —Fabiola señaló el lugar—. Está muerto. Mi hermano lo ha
matado.
« ¿Qué pasa aquí?» , se preguntó Romulus. Fabiola mentía como una bellaca.
Pero entonces cay ó en la cuenta. Brutus era un leal seguidor de César. No quería
que lo supiese porque no estaba segura de cómo iba a reaccionar. « Se supone
que tengo que aceptar matarlo sin inmutarme. Y eso a pesar de que Fabiola no
tiene pruebas definitivas, sólo que César intentó seducirla por la fuerza y que él y
y o tenemos la nariz aguileña. Probablemente aquella noche Fabiola hubiera
bebido más vino de la cuenta» . Romulus sabía que se estaba inventando excusas
para no creerse la historia de Fabiola, pero no podía evitarlo. Cuando echó la vista
atrás y miró a su hermana, ella le guiñó un ojo. Brutus no se dio cuenta.
En lugar de sentirse más tranquilo, Romulus estaba furioso. Era obvio que
Fabiola tenía por costumbre manipular a los hombres y ahora a él lo trataba de la
misma manera. De repente, se le ocurrió una idea que en el pasado le habría
parecido totalmente descabellada. ¿Podía fiarse de Fabiola?
« Claro que puedo —pensó—, es mi hermana. Mi melliza. Sangre de mi
sangre» .
Su reacción fue instantánea: alguien intenta manipularme. Enfadado,
Romulus siguió pasillo abajo. Tendrían que volver a hablar de esto, en privado.
No tan feliz como habría deseado, Romulus se dispuso a ir en busca de
Tarquinius.
El reencuentro de Romulus con el arúspice se desarrolló como había
esperado o incluso mejor. El tray ecto hasta el Mitreo, que hicieron a pie por
sugerencia de Tarquinius, le pareció corto. El golfillo los seguía encantado,
impresionado por los veinticinco denarii que había ganado gracias a su pericia.
Para Romulus, la cantidad extra era una nadería, pues le había ay udado a llegar
al Lupanar a tiempo para salvar a Fabiola. Como comprobó después, el
muchacho, que se llamaba Mattius, se había convertido en su admirador de por
vida.
Romulus explicó al arúspice su experiencia en el ejército, incluido el
incidente en Asia Menor, cuando salió a la luz su condición de esclavo y
Petronius se mantuvo a su lado demostrando una gran valentía. Su regreso al
ludus. Tarquinius, normalmente poco dado a exteriorizar sus sentimientos, suspiró
cuando Romulus le explicó la muerte de Petronius y se sobresaltó cuando le
contó cómo había matado al rinoceronte.
—¡Por todos los dioses! —dijo con un suspiro. Después de ver cómo
capturaban a esas bestias, no habría apostado nada por ti.
Romulus afirmó con la cabeza, sin acabar de creerse su hazaña.
—Y fue entonces cuando conociste a César.
—Sí. —Romulus relató la historia de cómo había sido liberado.
En ese punto, Mattius dio un grito ahogado de sorpresa.
—Los esclavos no son distintos a ti o a mí —explicó Romulus, consciente de
que el golfillo probablemente desdeñaría a la única clase social más baja que la
suy a—. Si se les brinda la oportunidad, pueden hacer cualquier cosa. Igual que tú,
si lo deseas.
—¿De veras? —susurró Mattius.
—Mírame y mira a lo que he sobrevivido —repuso Romulus—. Y eso que fui
esclavo.
Mattius asintió con determinación.
Tarquinius se rió.
—Pero en lugar de disfrutar de tu libertad, ¿te presentaste voluntario para
luchar con el ejército de César?
Romulus se ruborizó.
—Crey ó lo que le expliqué. Consideré que era lo que correspondía hacer.
—Seguro que apreció el gesto —dijo el arúspice. Le dio una palmadita en la
espalda—. Entonces ¿participaste en la campaña africana?
—Sí. Ruspina fue como Carrhae —reveló Romulus—. Apenas teníamos
caballería, en cambio los númidas tenían miles de soldados. Parecía que aquello
iba a ser una masacre, pero César nunca perdió la calma. —Siguió explicando su
ataque a Petrey o y también la batalla de Thapsus.
—He oído que los elefantes pompey anos no tuvieron el mismo éxito que los
elefantes indios contra la Legión Olvidada.
La culpa que Romulus sentía por Brennus reapareció con fuerza mientras
explicaba al arúspice cómo había salvado a Sabinus en Thapsus.
El rostro de Tarquinius se ensombreció y, cuando Romulus terminó de hablar,
permaneció callado unos momentos. Caminaron en silencio hasta que Romulus
se dio cuenta de que el arúspice estudiaba el cielo, el aire y todo cuanto lo
rodeaba. Intentaba ver si le revelaban algo sobre Brennus. El corazón se le
aceleró.
—Está demasiado lejos. No puedo ver nada —dijo Tarquinius al cabo de un
rato. Parecía decepcionado.
Romulus notó que dejaba caer los hombros bruscamente e hizo un esfuerzo
por enderezarse.
—Si y o soy capaz de hacer que un elefante huy a, ¿qué no podría hacer
Brennus? —espetó—. ¡Puede que aún esté vivo!
—Puede que sí —admitió el arúspice.
Romulus le sujetó el brazo con fuerza.
—¿Tú creías que esto podía suceder?
Tarquinius miró a Romulus a los ojos.
—No. Pensaba que Brennus hallaría la muerte en el río Hidaspo y vengaría la
muerte de su familia. No vi nada más allá.
Romulus asintió con la cabeza en un gesto de aceptación.
—Pero ¿miraste más allá?
—No —repuso Tarquinius con un deje de disculpa—. Quién iba a imaginar
que un hombre lucharía contra un elefante y sobreviviría.
Romulus no soportaba la idea de que su querido camarada y mentor se
hubiese enfrentado a tormentos y peligros sin él a su lado. Tragó saliva y cambió
de tema.
—¿Qué te sucedió en Alejandría? —preguntó—. ¿Por qué desapareciste?
Tarquinius parecía incómodo.
—Estaba avergonzado —se limitó a decir—. Pensé que nunca me
perdonarías por no habértelo dicho antes y que merecía morir.
El dolor que destilaba la voz de Tarquinius le rompió el corazón y de nuevo
dio las gracias a Mitra por haberlos reunido.
—Pues no es lo que sucedió —apuntó Romulus.
—Bueno, aún estoy aquí. —Tarquinius esbozó una sonrisa irónica—. Los
dioses todavía no han terminado conmigo. Es evidente que nunca preví más allá
del retorno a Roma contigo. Tras separarnos, no estaba seguro de lo que debía
hacer.
—¿No sacrificaste ningún animal ni intentaste adivinar?
—Constantemente. —Frunció el ceño—. Pero siempre veía las mismas
imágenes confusas. No lograba encontrarles sentido, por esta razón me fui a
estudiar a la biblioteca, porque pensé que quizá tendría alguna revelación.
Romulus era todo oídos.
—¿La tuviste?
—En verdad, no. Vi peligro en Roma, pero no podía estar seguro de que
fueses tú o Fabiola o alguien totalmente diferente. —El arúspice suspiró—.
También vi a Cleopatra. —Bajó la voz—. Estaba embarazada de César.
Sorprendido, Romulus se volvió bruscamente. La reina egipcia y su hijo se
habían instalado recientemente en una de las residencias de César en la ciudad, lo
que había provocado habladurías entre el pueblo. A pesar de estar casado, el
dictador honraba públicamente a su amante. Romulus no le había dado mucha
importancia hasta entonces, pero después de lo que Fabiola le acababa de contar,
todo cambiaba. Si ella estaba en lo cierto, ellos dos y el hijo de Cleopatra eran
hermanos por parte de padre. No podía ni imaginárselo.
Alarmado, notó que los ojos oscuros de Tarquinius lo observaban
detenidamente.
Romulus apartó la mirada. Todavía no estaba preparado para compartir la
información o la petición de Fabiola de que matase a César. Necesitaba tiempo
para pensar y decidir qué hacer.
El arúspice no le preguntó nada. Siguió explicando su historia hasta el
encuentro, ebrio, con Fabricius, que inesperadamente le supuso el pasaje de
vuelta a Italia.
—Nunca pensé que regresaría —reconoció Tarquinius—. Aunque me ha
llevado todo este tiempo averiguar por qué, era lo que debía hacer. Estar aquí
para impedir la agresión de Gemellus ha sido toda una bendición.
—También le has salvado la vida a Fabiola —añadió Romulus, agradecido.
El arúspice sonrió.
—Debí adivinar que los dos podíais estar en peligro.
—Dijiste que, en el pasado, Gemellus había sido tu amo —añadió Mattius.
—Sí —repuso Romulus—. Maltrataba a mi madre continuamente y nos
pegaba por los motivos más triviales.
—Se parece a mi padre adoptivo —dijo el muchacho con voz sombría—.
Seguro que merecía morir.
A Romulus se le ensombreció el semblante.
—Quizá. Pero me alegro de haberle perdonado la vida. La venganza no debe
ser la única razón para vivir.
Mattius calló y Romulus se preguntó cuál sería la situación de su familia.
Tendría que descubrirla. Ensimismado en los acontecimientos del día, no se
percató de la mirada de aprobación de Tarquinius. Después de todas las
penalidades, los dioses se habían mostrado una vez más a su favor. Su única
preocupación era la sorprendente revelación de Fabiola, que todavía no había
asimilado. Pero tampoco podía dejar de pensar en ella. Al fin y al cabo, tras todo
lo que había pasado a las órdenes de César —las marchas, las batallas y las
muertes—, ¿cómo podía ser que el dictador hubiese violado a su madre?
« ¡Maldita sea! —pensó Romulus—. Aprecio a ese hombre, como lo aprecian
todos los legionarios de su ejército. Pero odio al hijo de puta que violó a mi
madre» .
Se sobresaltó al notar la mano de Tarquinius en el brazo.
—Ya hemos llegado.
Romulus alzó la vista. Se encontraban en lo alto del monte Palatino, una zona
de gente acomodada, y aunque el muro de la casa que tenían ante ellos era
sencillo, su altura resultaba imponente.
—¿El Mitreo está aquí? —preguntó sorprendido al recordar el aspecto
andrajoso de los veteranos.
—Un rico oficial del ejército que se convirtió al mitraísmo la dejó en
herencia a los veteranos —reveló Tarquinius—. Por dentro es aún más
espectacular. —Llamó a la puerta con golpes entrecortados.
—¿Quién anda ahí? —preguntaron desde el interior.
—Tarquinius y un amigo.
Entreabrieron la puerta y se asomó un veterano imperturbable. Al ver a
Romulus detrás del arúspice, se le iluminó el rostro con una sonrisa.
—Debes de ser el hermano de Fabiola. Entrad.
Romulus se despidió de Mattius, que le prometió pasarse por allí todas las
mañanas. Siguió a Tarquinius al interior y se quedó atónito con el primer objeto
que vio: una inmensa estatua que dominaba el atrio pintada con colores brillantes
y que representaba a Mitra inclinado sobre el toro. Las lámparas de aceite que
ardían en las hornacinas del pasillo daban a la figura un aire de lo más
amenazador. Hizo una profunda reverencia que mantuvo durante varios segundos
para mostrar su respeto y sobrecogimiento.
El portero lo observaba y se enderezó.
—Surte el mismo efecto en todo el mundo. El ambiente del Mitreo es incluso
más intenso.
Cohibido, Romulus sonrió. Ya se sentía como en casa.
—Supongo que querrás asearte y comer algo consistente —intervino
Tarquinius—. Ya te llevaré al templo más tarde.
Romulus miró la sangre de Scaevola que tenía en los brazos y asintió con la
cabeza. Entre el dolor de cabeza y la debilidad, se sentía totalmente extenuado.
Era una sensación que le resultaba familiar después de un combate. Aunque, con
suerte, y a no tendría que luchar durante bastante tiempo. « Qué bien me iría
aceptar la invitación de Sabinus y visitarlo en su granja» , pensó Romulus.
Lo haría en cuanto hubiese solucionado los asuntos pendientes con Fabiola.
La estancia en la domus supuso un respiro agradable. Como Romulus era
devoto de Mitra, los veteranos lo recibieron como a un camarada. Sabía que
Fabiola necesitaría tiempo para restablecer su relación con Brutus, así que
aprovechó la oportunidad para dormir y recuperar el sueño perdido.
Acompañado por Mattius, que parecía una lapa, hizo una breve visita al
campamento de los guardas de honor para buscar a Sabinus y el resto de la
unidad y notificarles que no estaba muerto. No le costó demasiado rechazar los
ruegos de los legionarios de rostros somnolientos y túnicas manchadas de vino
para que se uniera a ellos en el jolgorio. Después de disculparse y prometer
visitar a Sabinus, Romulus regresó a la casa de los veteranos. La etapa anterior de
celebraciones desenfrenadas le había dejado exhausto. La vida contemplativa
con comidas regulares, oraciones y descanso era como un maná caído del cielo.
Era evidente que tomarse las cosas con tranquilidad era más que una necesidad.
Romulus pronto se dio cuenta de que intentaba averiguar qué sentimientos le
producía saber que César había violado a su madre, ser hijo del dictador y la
petición de Fabiola de que lo asesinase.
Al cabo de tres días, Romulus seguía sin solucionar nada. Al contrario, estaba
todavía más confuso.
Una inmensa parte de él —influida por los recuerdos de su infancia— seguía
odiando al hombre que había violado a su madre y quería clavarle un cuchillo en
el corazón. Otra parte, al haber sido liberado por César y después haber luchado
en su ejército durante más de un año, tenía al general en gran estima. Romulus
no podía negar que esa devoción rozaba el amor… era amor, en realidad. Al
igual que sus camaradas, se había deleitado con ese sentimiento, pero ahora le
provocaba ataques de culpa. ¿Podía tratarse del amor filial de un hijo hacia su
padre? ¿Cómo podía pensar así de César después de la forma abominable en que
había tratado a su madre?
A pesar de todo era lo que pensaba.
Por supuesto Fabiola podía estar equivocada, se dijo. Si César no había
admitido la violación, ¿cómo podía estar tan segura? Su padre podía ser uno
cualquiera de los miles de nobles anónimos. Cuanto más pensaba en ello, más
convencido estaba Romulus de que ése era el caso. Cada vez que intentaba
considerar la otra posibilidad —creer lo que Fabiola le había contado y después
posiblemente estar de acuerdo en ay udarla— más consternado y enfadado se
sentía. También empezó a comparar su decisión de no matar a Gemellus con su
dilema sobre César. ¿No era el comerciante un hombre mucho peor? Al fin y al
cabo había violado a su madre en numerosas ocasiones y no sólo una. Si no había
querido terminar con la vida miserable de Gemellus, ¿por qué iba a querer
acabar con la de César? La idea de asesinar al general le trastornaba
sobremanera. Furioso con Fabiola por intentar destruir su idolatría por César,
también sentía una gran angustia por no creer totalmente su palabra. No dejó de
pensar en el problema hasta que tuvo la cabeza a punto de explotar, pero no
encontró ninguna solución.
Secundus y los demás veteranos respetaron la necesidad obvia de Romulus de
permanecer en silencio y no le molestaron. Tarquinius tampoco interfirió. Le
hacía visitas cortas con regularidad para comprobar si Romulus necesitaba
hablar, cosa que no sucedía, pero el resto del tiempo se esfumaba. El joven
soldado no estaba tan ensimismado en sus pensamientos como para no darse
cuenta. Tarquinius sabía que y a era un adulto capaz de tomar sus propias
decisiones, lo cual dificultaba todavía más la situación. Evidentemente el arúspice
también tenía sus propios demonios con los que lidiar; a pesar de sus esfuerzos,
todavía no había logrado una adivinación que pudiese interpretarse. Su visión de
Roma bajo nubes de tormenta, en lugar de desaparecer, aparecía todos los días y
oscurecía todo lo demás. Para su vergüenza, Romulus se sentía en cierto modo
aliviado por esto. Significaba que no servía de nada preguntar a Tarquinius sobre
su parentesco. Era mejor así. Romulus quería resolver el asunto por sí solo.
La cuarta mañana decidió ir a ver a Fabiola. Se estaría preguntando qué le
había pasado, se dijo. Resultaba difícil pasar por alto que aunque su hermana
sabía dónde se alojaba, no había enviado a un mensajero a buscarle, Quizás esto
pudiese explicarse por la necesidad de Fabiola de estar con su amante, pero
Romulus estaba resentido. La casa de Brutus no estaba lejos.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Tarquinius.
—No, gracias. —Aseado y afeitado, Romulus vestía una túnica militar roja
nueva. Había limpiado sus phalerae hasta que relucieron y engrasado el cuero
del cinturón y de las caligae. Puede que fuese un simple legionario, pero se
presentaría con dignidad. No se planteaba la posibilidad de no ponerse las
condecoraciones por si Fabiola se ofendía: significaban mucho para Romulus. No
sólo porque César le había concedido las phalerae, para él significaban mucho
más.
—Tengo que hacer esto y o solo.
Comprensivo, el arúspice asintió con la cabeza.
—¿Qué estás planeando?
Se encogió de hombros.
—Lo de siempre. Intentar ver el futuro y obtener información sobre Brennus.
Romulus partió, satisfecho con la respuesta. Durante el corto recorrido hasta
la domus de Brutus, no pensó ni un momento en su dilema, sino que se dedicó a
charlar con Mattius. Romulus sólo quería una alegre reunión con Fabiola, igual
que la que llevaba años imaginando. « Eso es lo que pasará esta mañana» , pensó
emocionado. Dentro de poco, todo sería como en su infancia. Romulus se
deleitaba con la idea de ver a Fabiola de nuevo en una situación normal, de
conocerla un poco mejor. Quería saberlo todo sobre la vida que su hermana
había llevado durante los diez años anteriores, cómo había logrado escapar de la
degradación de la prostitución para convertirse en la amante de uno de los nobles
más prominentes de la República; cómo había buscado a su madre. Sin duda, ella
también querría escuchar sus experiencias.
Las pretensiones de Romulus sólo duraron el tiempo que tardó en llegar a la
residencia de Brutus. Dio su nombre al optio responsable de los legionarios que
hacían guardia en la puerta y le hicieron pasar. En el atrium, un mensajero del
ejército recibía un rollo de pergamino de una imponente figura uniformada.
—Lleva esto directamente a César —ordenó el oficial del Estado May or—.
Espera la respuesta. —El soldado saludó secamente y al salir pasó rozando a
Romulus, que enseguida se sintió irritado. ¿Tenían que recordarle la existencia del
dictador nada más llegar?
—¿Quién es ese hombre?
La imperiosa pregunta devolvió a Romulus de golpe al presente y vio que el
oficial lo miraba con una desconfianza absoluta. La rabia le encogía el estómago.
« Este imbécil, ¿quién se cree que es?» . Cauteloso ante el rango del otro, esperó a
que el optio hablase.
—El hermano de Fabiola, señor. Un legionario veterano —respondió el optio
apresuradamente—. Viene de visita.
—Ya. —El oficial arqueó una ceja. Ese minúsculo gesto tenía más fuerza que
mil palabras y expresaba claramente su desprecio—. Adelante, entonces.
Romulus estaba furioso. « Cabrón arrogante —pensó mientras el optio lo
guiaba a través del gran tablinum—. ¿Es eso lo que Brutus pensará también de
mí?» . Junto a esta idea, se encontraba el incómodo hecho de que probablemente
siempre se enfrentaría a recibimientos similares de las compañías que Fabiola
frecuentaba ahora. Romulus se sorprendió con la respuesta instantánea de su voz
interior. « A no ser, claro está, que me reconozcan como hijo de César» . Se
trataba de un pensamiento increíble. Si Fabiola estaba en lo cierto, tenían un
parentesco mucho más cercano con el dictador que Octavio, su sobrino-nieto y
supuesto heredero. « Estoy soñando —se dijo Romulus—. Somos antiguos
esclavos, no nobles» .
A pesar de estar enfadado e inquieto, pudo percatarse de la belleza y el
esplendor del jardín del patio de la casa. Por todas partes se oía el sonido del
agua: fluía suavemente por pequeños canales, surgía de las bocas de las ninfas o
caía juguetona de delicadas fuentes. Entre las hileras de vides, vio higueras y
limoneros. Por detrás de la exuberante vegetación, asomaban tímidamente
estatuas de dríadas y faunos esculpidas y pintadas con primor. Como las
habitaciones lujosamente decoradas por las que Romulus había pasado, el lugar
rezumaba riqueza.
Cada vez más inquieto, siguió al optio hasta una pequeña zona al aire libre con
mesas y sillas. Sobre la mesa había pan y frutas en bandejas rojas esmaltadas,
pero ni rastro de Fabiola. El suelo era un mosaico increíble que representaba las
proezas de un general a caballo. Con un ejército de hoplitas detrás de él, se
enfrentaba a una enorme hueste de soldados de piel oscura, caballería y
elefantes. Romulus lo contempló totalmente fascinado.
—Es Alejandro de Macedonia —murmuró el optio.
—Eso me ha parecido —repuso Romulus, y recordó el interés que el general
griego había despertado en él cuando junto a sus camaradas marchaba al este de
Seleucia. El placer del recuerdo fue efímero. Al mirar a los inmensos elefantes
de guerra la culpa que sentía por Brennus volvió a aflorar de nuevo.
El otro no sabía nada de su confusión interna.
—Alejandro era un gran líder. A saber qué habría conseguido si sus hombres
no se hubiesen negado a continuar. —El optio sonrió—. Pero César es nuestro
Alejandro y más, ¿no es así? Corren rumores de que quiere viajar hacia el este
cuando se acabe la guerra civil. ¡Eso sí que será una aventura en la que
merecerá la pena tomar parte!
Sorprendido, Romulus estaba a punto de preguntar más cosas al optio cuando
Fabiola llegó. Ataviada con una túnica de seda y lino ajustada al cuerpo, llevaba
la melena recogida. Pulseras y anillos de piedras preciosas le adornaban las
muñecas y los dedos, que no hacían sino acentuar el azul profundo de sus ojos.
En el cuello llevaba un collar de perlas grandes, cada una de ellas podía servir
para alimentar a una familia un año entero. Era la viva imagen de la compostura,
la belleza y la riqueza.
—¡Hermano! —exclamó mientras se acercaba a él envuelta en el aroma del
perfume de agua de rosas—. ¿Cómo has tardado tanto?
Romulus se acercó arrastrando los pies, plenamente consciente de sus
cicatrices de guerra, de su basta túnica y de sus caligae de cuero grueso.
—Hermana —repuso, y la besó en la mejilla—. Me alegro de verte. —Miró
deliberadamente al optio.
El joven oficial captó la indirecta, inclinó la cabeza en dirección a Fabiola y
se retiró.
Fabiola señaló las sillas al lado de la mesa de palo de rosa.
—Siéntate —ordenó—. Desay una conmigo.
Romulus esperó hasta que estuvieron solos para hablar de nuevo.
—Necesitas tiempo para arreglar la situación con Brutus. Por eso he
retrasado mi visita hasta ahora. —Cogió una pera madura y se la acercó a la
nariz para disfrutar de su delicioso aroma.
« Pocos lujos como éste había encontrado en Margiana» , pensó mientras
intentaba apartar de su mente la principal razón por la que se había mantenido
alejado hasta entonces. Romulus hincó los dientes en la fruta y se entretuvo en
absorber su jugo.
Con inquietud, se dio cuenta de que estaba jugando con su propia hermana.
Esperando a ver qué decía.
Fabiola lo obsequió con una espléndida sonrisa.
—Eres observador. Te agradezco que me hay as dejado espacio.
—¿Ya está todo bien?
Entonces pareció una gata que se hubiese acabado de comer la nata.
—Mejor que bien. Somos más felices que nunca. Además Brutus se ha
quejado a César sobre el comportamiento de Marco Antonio. Le ha explicado lo
que sucedió en el Lupanar.
—¿De veras? —Romulus se inclinó hacia delante, todo oídos—. ¿Qué dijo
Marco Antonio?
—Lo negó todo, claro está. Dijo que Scaevola era un delincuente, un lobo
solitario que actuaba sin autorización. —Fabiola hizo un mohín—. Aunque César
decidió creer a Marco Antonio, no le renovó en el cargo de jefe de Caballería. Se
ha hablado mucho de sus excesos con el alcohol.
—Pero en eso se ha quedado todo. Típico.
—Algo bueno ha salido de todo esto —replicó Fabiola—. Brutus tuvo una
violenta discusión con Marco Antonio y a punto estuvieron de llegar a las manos.
Al final, César tuvo que intervenir.
Romulus la miró fijamente, sin comprender.
—¿Y?
—Brutus está ofendido porque César no crey ó su versión de lo ocurrido antes
de que atacasen el burdel. Básicamente, César ha mostrado favoritismo hacia
Marco Antonio, que ha cometido una afrenta. —Sonrió—. Eso ay udará a
convencer a Brutus.
A Romulus le dio un vuelco el corazón. No iba a haber una charla tranquila
sobre la infancia o sobre cómo habían sobrevivido hasta el presente.
—Para que piense como tú —dijo él con tristeza.
—Sí. —Ahora le tocaba a Fabiola inclinarse hacia delante, con aquellos ojos
azules bailoteando en su cara—. Brutus aún no está convencido, pero lo
conseguiré. Encontrará a los senadores y a los nobles que necesitamos. Muchos
deben de estar descontentos y disgustados. César no ha hecho nada desde su
regreso, además de infringir todas las ley es posibles.
Romulus, inquieto, miró por encima del hombro. Aquella conversación podía
considerarse una traición.
—No te preocupes —le aconsejó Fabiola—. Brutus se ha marchado al Senado
y todo el mundo sabe que me gusta que me dejen sola aquí. Puedes hablar sin
miedo.
La despreocupada suposición de su hermana de que estaría de acuerdo con su
plan le irritó sobremanera.
—¿De manera que todavía planeas asesinarlo? —susurró Romulus.
—Por supuesto. —Al percibir su reticencia, Fabiola frunció los labios—. ¿Me
ay udarás?
—¿Cómo puedes estar segura de que es él? —gritó Romulus—. Nuestro…
—Ni se te ocurra pronunciar esa palabra —espetó—. César no es más que un
monstruo que tiene que pagar por lo que ha hecho.
—Antes de asesinar a un hombre, necesitas pruebas concluy entes —replicó
Romulus—. No una simple corazonada.
—Intentó violarme, Romulus.
La indecisión de Romulus cristalizó.
—Eso no quiere decir que hiciera lo mismo con nuestra madre.
Se miraron, los dos reacios a ceder.
—¿Esto es lo que hay ? —exigió Fabiola al final—. ¿Regresas de entre los
muertos y ni siquiera quieres vengar los agravios cometidos contra los de tu
sangre?
Romulus, herido, se levantó.
—Aunque las insinuaciones de César te molestasen, no te hizo nada. Ésa no es
razón suficiente para acabar con su vida. Encuentra pruebas de que violó a
nuestra madre y seré todo tuy o —farfulló—. Pero no voy a matar a alguien que
podría ser inocente. He tenido que hacerlo demasiadas veces.
—¿O sea que te crees que eres el único que ha sufrido? —gritó Fabiola—.
¿Crees que me he prostituido con todos los hombres de Roma para nada? Lo
único que quería era averiguar dónde estabas y quién había violado a nuestra
madre, y cada instante de esa vida me ha parecido detestable. Saber que César
es el violador y tenerte de mi lado para que lo mates es, sin duda, mi
recompensa.
Horrorizado por sus palabras, Romulus apartó la vista. Lo que él había pasado
no tenía comparación con el calvario de su hermana. Sin embargo, se mantuvo
en sus trece.
—César no tuvo la culpa de que te vendiesen al Lupanar —dijo al fin—. Fue
Gemellus, y ha pagado con el may or de los castigos. Olvídalo y a.
—Es César, Romulus, lo sé —le rogó—. Tiene que pagar por lo que hizo.
La cruda emoción en las palabras de Fabiola le hizo volver a mirar. Le
sorprendió que llorase, incluso sollozaba. Instintivamente se acercó para
consolarla y ella se arrojó a sus brazos.
—Venga, venga —dijo, mientras le daba con torpeza palmaditas en la espalda
—. Todo irá bien.
Inmediatamente dejó de llorar, lo que despertó sus sospechas.
—Ay údame —susurró.
Romulus apretó los dientes y la apartó.
—No, no puedo.
Las lágrimas que no había derramado brillaban en los ojos azules y duros de
Fabiola.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Ya te lo he dicho —repuso Romulus, sorprendido por su habilidad de
cambiar de humor como el viento—. No tienes pruebas.
Intercambiaron otra mirada colérica.
Al cabo de unos momentos, Romulus apartó la vista.
—No quiero tener nada que ver con esto —aclaró—. Me marcho.
En ese instante Fabiola parecía desconsolada, como una niña perdida.
—No te vay as. Por favor.
Romulus se apartó de la mesa y, con formalidad, hizo una reverencia.
—Si me necesitas para algo que no sea esto, y a sabes dónde me alojo.
—Sí. —Le temblaba la voz, pero no intentó detenerle.
Había dado una docena de pasos cuando Fabiola volvió a hablar.
—No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
Romulus se giró.
—¿Es eso lo que piensas de mí? ¿Que iré corriendo a chivárselo a César?
Fabiola palideció.
—No, claro que no.
—Entonces, ¿por qué me lo preguntas?
Ella no respondió.
Indignado, Romulus salió del patio.
25
La conspiración
El plan
E nFabiola.
un principio, Romulus pensó en ir directamente al Lupanar y hablar con
Una vez encajado el golpe inicial, una furia fría arrasó su alma al
pensar en la osadía de Fabiola. Debía reconocer que no le sorprendía que su
hermana tuviese la valentía de llevar adelante su plan. Su madre tuvo que
demostrar una tremenda fortaleza para soportar la vida de tormentos que le tocó
vivir y su sangre corría por las venas de Fabiola y por las de él. Velvinna siempre
había intentado hacer lo mejor para ellos y Romulus dudaba que hubiese sido
capaz de soportar lo que ella tuvo que sufrir. Sin embargo, su hermana lo había
hecho durante años al acostarse con hombres en contra de su voluntad. Al final,
Fabiola había salido bien parada de la prostitución, pero eso no significaba que no
le hubiese causado un daño irreparable. Tal vez de ahí proviniera su vena cruel.
Planear la venganza debió de ser la única manera de sobrevivir, concluy ó
Romulus.
Para él, eso no era excusa para planear el asesinato del líder de la República.
Si César no había reconocido la violación de Velvinna, ¿cómo podía saber Fabiola
que era culpable? Era imposible y Romulus sencillamente no estaba preparado
para asesinar a un hombre por un presentimiento, en especial cuando se trataba
de la persona que le había concedido la manumisión. Si estaba en sus manos, no
iba a permitir que su hermana y una panda de nobles descontentos lo hiciesen.
Romulus decidió que era demasiado arriesgado acercarse a Fabiola en esta
fase tan tardía. Si estaba preparada para dar el paso decisivo con respecto al
asesinato de César, entonces tampoco ella iba a permitir que se lo impidiese. A
los gorilas que estaban en la puerta del Lupanar les importaba un bledo que fuese
su hermano. No quería acabar degollado. Intentó controlar la ira y decidió
aceptar el consejo de Tarquinius y visitar la domus palaciega de César por la
mañana temprano. No mencionaría a Fabiola. Romulus no quería que su
hermana acabase ejecutada. Ya se ocuparía de ella más tarde.
Romulus regresó a la casa de los veteranos y fue a buscar a Secundus. El
antiguo soldado manco era el páter del Mitreo, lo que significaba que lideraba a
más de cincuenta hombres curtidos en las legiones. En el breve tiempo que había
pasado allí, Romulus había tomado aprecio al hombre pensativo y de mediana
edad que en muchas ocasiones escuchaba en lugar de hablar. Cuando Secundus
abría la boca, sus palabras eran siempre sabias, cosa que le recordaba a
Tarquinius.
A Romulus no le sorprendió enterarse de que los dos y a se conocían del
pasado. Encontró a Secundus en el patio grande disfrutando del sol tenue de la
primavera.
—Bienvenido. —Secundus sonrió—. ¿Has venido con Tarquinius?
—No —repuso Romulus incómodo—. Le he dejado en el templo de la colina
Capitolina.
Secundus arqueó una ceja.
Romulus se lo contó todo. Que habían visto que la sangre y las plumas de la
gallina iban hacia el este, pero que poco más habían podido averiguar. Que había
comprado un cabrito. El susto de Tarquinius cuando vio el hígado.
Secundus se sentó bien erguido.
—¿El peligro que corre César es real?
—Tarquinius cree que sí. Sucederá mañana en el Senado —murmuró
Romulus—. No voy a mantenerme al margen y dejar que pase. Hay que avisar
a César.
—También necesita protección —farfulló Secundus—. ¿En qué estaba
pensando cuando disolvió el cuerpo de guardaespaldas hispanos?
—Por eso he venido a verte —prosiguió Romulus—. He pensado que tal vez
tus hombres podrían ay udar.
—Por supuesto.
Con gran alivio, Romulus se sentó un rato y discutió con Secundus la mejor
forma de desplegar a los ex soldados a la mañana siguiente. Al final decidieron
que la opción más segura sería rodear la litera del dictador en el momento de su
llegada. Su mera presencia y determinación intranquilizaría a los conspiradores o
incluso les haría cejar en su empeño. Si a pesar de todo atacaban, pagarían un
sangriento precio con escasas posibilidades de éxito. Los políticos no tenían nada
que hacer contra veteranos del ejército.
Tarquinius regresó al cabo de un rato e instó a Romulus a que pensase si había
visto algo más en los órganos del cabrito. Una monumental ola de vergüenza le
azotó al pensar en Brennus, a quien había olvidado durante estos dramáticos
momentos. Una conversación entre murmullos con el arúspice reveló que no
había distinguido nada de interés. Esto no amortiguó el complejo de culpabilidad
de Romulus por no haber preguntado sobre el gigantesco galo, pero tenía que
apartarlo de su mente. Lo que iba a suceder al día siguiente era más importante
que cualquier otra cosa.
—¿Estás bien? —El rostro lleno de cicatrices de Tarquinius mostraba
preocupación.
Romulus no quería hablar.
—Necesito dormir bien, eso es todo.
—¿Sigues pensando en avisar a César?
—Por supuesto —repuso bruscamente—. ¿Tú no harías lo mismo?
Tarquinius negó con la cabeza.
—No debo interferir en el destino de una persona. Además, Roma hizo
demasiadas cosas terribles a mi pueblo para que ahora y o la ay ude.
—Eso fue hace siglos.
—Tengo una conexión directa con el pasado —contestó Tarquinius con tristeza
—. Por culpa de los romanos soy el último arúspice.
—Es cierto. Disculpa —masculló Romulus, pues ahora comprendía mejor el
odio que su amigo sentía por Roma. Sin embargo, y a pesar de la dureza de sus
sentimientos, el arúspice no tenía intención de impedirle que avisara a César, lo
cual ponía de manifiesto que se mantenía fiel a sus creencias. Esto, a su vez,
reforzó el deseo de Romulus de hacer lo mismo. Pensaba en César, en Fabiola y
en su relación con los dos y le sorprendieron las palabras que Tarquinius
pronunció a continuación.
—Podrías utilizar tus poderes para adivinar más sobre este asunto.
—No —repuso Romulus, aunque odiaba el hecho de que su negativa pudiese
causar dolor a Tarquinius—. Lo siento. Predecir el futuro no es para mí.
Tarquinius esbozó una sonrisa de aceptación.
—Un hombre sólo puede ser lo que quiere ser. Amable. Leal y valiente. Un
verdadero soldado. Eso es más que suficiente.
Avergonzado pero orgulloso, Romulus le lanzó una mirada de agradecimiento.
Así pues, seguiría los dictados de su corazón. Al día siguiente avisaría a César y
evitaría su asesinato. Después hablaría con Fabiola. A pesar de sus actos, Romulus
no quería que la mala sangre que había entre ellos continuase.
« ¿Y si tiene razón? —preguntaba su voz interior—. Si César violó a tu madre,
¿no se merece morir?» .
« No fue él —pensó Romulus con vehemencia—. No es ese tipo de hombre» .
Con esto en mente, se despidió de Tarquinius y de Secundus. Romulus
encontró a Mattius en la puerta de la domus como si de un cachorro fiel se tratase
y le pidió que regresase al día siguiente al amanecer. Estaba claro que el pilluelo
no sabía nada de lo que el arúspice había visto, así que Romulus se lo explicó y le
dijo que se había marchado porque no se sentía bien. La revelación tenía que
mantenerse en secreto y, aunque Mattius fuera leal, todavía era muy joven.
Tras una visita breve y sin incidentes al Mitreo, Romulus se retiró a su
pequeña habitación. Ya había pasado la tarde y anochecía. Era hora de descansar
lo máximo posible antes de que llegase la mañana.
Los idus de marzo.
Los sueños de Romulus fueron muy vividos e inquietantes. César, Fabiola y
Tarquinius aparecían en una serie de secuencias violentas y distorsionadas que lo
tuvieron dando vueltas en la cama toda la noche. Se despertó empapado de sudor
y sin poder recordar un solo detalle de lo que había soñado, excepto las
identidades de aquéllos con los que se había encontrado. En circunstancias
normales habría preguntado a Tarquinius sobre las pesadillas, pero no aquel día.
Tremendamente inquieto, salió para ver qué hora era. Todavía estaba oscuro,
aunque el patio adoquinado y a rebosaba con los hombres de Secundus que se
preparaban para el combate. Llevaban la cota de malla debajo de la capa, pero
habían decidido no ponerse el casco de bronce coronado con un penacho y el
pesado escudo para no llamar la atención.
Animado por la determinación que mostraban sus rostros, Romulus regresó a
su dormitorio. Se ciñó el gladius y también el puñal, pero decidió no llevar
armadura ni escudo. Las armas podían levantar las sospechas de los guardias de
César y no quería arriesgarse al fracaso. Por último, Romulus se colocó en la
túnica las dos phalerae de oro. Sus posesiones más preciadas y las que esperaba
que le abriesen las puertas para una audiencia con el dictador y le ay udasen a
recordar los tres encuentros que habían tenido. Si César se acordaba de él, sería
más fácil que se crey ese su aviso. No le sorprendió encontrar al arúspice en la
entrada con el hacha de guerra colgada en la espalda. Le emocionó su lealtad.
Fuesen cuales fuesen sus sentimientos con respecto a César y a Roma, Tarquinius
estaba al lado de su camarada.
—Buena suerte.
—Gracias —repuso Romulus—. Espero no necesitarla.
—¿Fabiola? —Era la primera vez desde la adivinación que el arúspice
mencionaba a su hermana.
—No diré ni una palabra sobre ella. Ahora bien, vete a saber qué pasará
cuando arresten a los conspiradores. —Romulus se encogió de hombros con
resignación—. Eso y a depende de los dioses. Si hay suerte, ajustaré cuentas con
ella después.
Los ojos oscuros de Tarquinius no transmitían emoción alguna.
—Nos vemos en el complejo de Pompey o.
Se dieron un rápido apretón en el antebrazo y después Romulus abrió la
puerta de par en par. Salió a la calle poco antes del amanecer, y encontró a
Mattius esperándole. Se pusieron en marcha en silencio, pero al poco rato el
muchacho y a no pudo contener la curiosidad.
—¿Adónde vamos?
—A la domus de César.
Mattius abrió los ojos como platos.
—¿Por qué? ¿Es que Tarquinius vio algo importante ay er?
—Sí. —Romulus no dio más explicaciones.
No hacía falta. Roma era un hervidero de rumores y aunque Mattius todavía
era un niño era espabilado.
—Alguien quiere asesinar a César. Es eso, ¿verdad? —preguntó con voz de
pito—. ¿Por qué otra razón ibas a ir a su casa a esta hora y armado con el
gladius?
A pesar de su humor sombrío, Romulus sonrió.
—No tienes la cabeza llena de pájaros —reconoció.
—¡Lo sabía! —exclamó Mattius. Hubo una breve pausa—. ¿Sólo vamos tú y
y o?
Romulus percibió el temblor de su voz y dirigió la vista hacia abajo. A pesar
del miedo obvio, Mattius agarraba con firmeza un cuchillo oxidado que debía de
haber escondido bajo la túnica. Su coraje le hinchió el corazón. No le importaba
quién gobernase en Roma ni si César vivía o moría. Estaba allí por una sola razón:
para mostrar su solidaridad para con su amigo. Romulus se paró en seco.
—Tienes verdaderas agallas, chaval, pero no vas a tener que luchar —explicó
mientras daba unas palmaditas en los hombros huesudos de Mattius—. Los
veteranos nos acompañan. Tarquinius también.
—Bien —repuso Mattius, aliviado—. Estaré preparado por si acaso.
Romulus pensó en su adolescencia y disimuló una sonrisa.
Poco tiempo después llegaron a la domus de César, una residencia palaciega
en la colina Palatina. Amanecía y se distinguían las obras de construcción de una
nueva fachada que pretendía asemejarse a un templo. La obra acababa de
iniciarse, así que casi toda la parte frontal del edificio estaba tapada por los
andamios, que ocultaron a la pareja hasta que ésta llegó a la entrada.
—¡Alto ahí! —gritó uno de los cuatro soldados apostados delante de las
inmensas puertas con remaches de hierro—. Identificaos.
—Romulus, legionario veterano de la Vigésima Octava y Mattius, un
muchacho de la colina Cella —repuso Romulus mientras salía de las sombras.
El centinela hizo un gesto de desprecio.
—¿Asunto?
Romulus se volvió un poco para que sus phalerae brillasen con la luz de la
antorcha. Le satisfizo ver que el soldado abría los ojos como platos. Pocos
hombres conseguían dos medallas de oro.
—Deseo una audiencia con César —contestó.
—¿Ahora? —se mofó un segundo centinela—. Ni siquiera es la hora prima.
—Es muy urgente.
—Me importa un carajo —repuso el primero—. Márchate. Regresa esta
tarde y puede que tengas suerte.
—No puedo esperar tanto.
Los centinelas intercambiaron una mirada de incredulidad antes de que el
primero bajase el pilum y lo apuntase al pecho de Romulus.
—Te sugiero que tu amiguito y tú os larguéis —gruñó—. Ya.
Romulus no se movió ni un ápice.
—Decidle a César que se trata del esclavo que mató al toro etíope. El esclavo
al que le concedió la manumisión.
La extraordinaria tranquilidad de Romulus y la extravagante demanda
resultaban desconcertantes y un vulgar soldado no estaba acostumbrado a ellas.
Enojado, el primer centinela desapareció para consultar con el optio. El oficial
subalterno apareció al cabo de un instante poniéndose el casco. Irritado y con
ojos de sueño, escuchó en silencio la petición de Romulus.
—¿Y cuál es el propósito? —exigió.
—Eso sólo se lo puedo decir a César, señor —repuso Romulus, con cuidado
de que su voz sonase neutra. Si no actuaba como debía, su misión podría fracasar
y no podía permitírselo.
El optio lo miró detenidamente.
—¿Dónde las has conseguido? —Señaló las phalerae de Romulus.
—Una en Ruspina y la otra en Thapsus, señor.
—¿Por qué motivo?
Romulus describió brevemente sus hazañas y el oficial cambió de expresión
enseguida.
—Espera —ordenó, y desapareció en el interior de la residencia.
Romulus ignoró las miradas de cólera de los legionarios y se apoy ó en el
andamio. Mattius se mantenía cerca de él, más intimidado que su amigo.
Esperaron aproximadamente media hora hasta que el optio reapareció.
—César te va a recibir —dijo—. Deja las armas aquí.
Los guardias le miraron con ojos desorbitados por este resultado inesperado.
Romulus inclinó la cabeza para esconder una sonrisa, se desabrochó el
cinturón y se lo entregó a Mattius.
—Volveré enseguida —dijo—. No digas ni una palabra a estos necios —
añadió en un susurro.
El muchacho asintió con la cabeza, encantado con su responsabilidad.
Romulus siguió al optio y entró en el atrium. A pesar de las pocas antorchas
que estaban encendidas, había luz suficiente para distinguir la lujosa decoración
de la casa. Los suelos estaban cubiertos de mosaicos profusamente dibujados y
bien colocados, y las paredes estucadas estaban pintadas con deslumbrantes
escenas. Bellas estatuas griegas ocupaban todas las hornacinas y a través de las
puertas abiertas del tablinum Romulus identificó el murmullo del agua de una
fuente del jardín.
El optio le condujo hasta una de las muchas estancias que había alrededor del
patio central. Comparada con el resto de la casa, estaba decorada de forma
espartana. Aparte de un impresionante busto de César, sólo había un escritorio
abarrotado, una silla con respaldo de cuero y un par de mesas que crujían bajo
los rollos de pergamino y de papiro. Un joven esclavo colocaba aquí y allá
lámparas de aceite que otorgaban un cálido resplandor dorado a la cámara.
El optio indicó a Romulus que debía esperar de pie ante el escritorio y se
retiró hasta la puerta. Esperaron en silencio durante unos instantes, y Romulus se
preguntó qué estaría haciendo Fabiola en ese preciso momento. Seguramente
estaría ocupada con los últimos preparativos. ¿Haría acto de presencia más tarde
en el Senado? Lo embargó un pánico repentino al pensar en defender a César de
su hermana. « Júpiter, no dejes que esto suceda —rogó Romulus—. Sería
demasiado, no podría soportarlo. ¿Cómo reaccionarías? —preguntó su voz
interior» .
—Legionario Romulus —dijo una voz por detrás—. Madrugas.
Se dio la vuelta. César, vestido con una sencilla toga blanca, estaba de pie en
el vano de la puerta. A su lado, el optio se cuadró. Romulus hizo lo mismo.
—Pido disculpas, señor —repuso.
Pasándose la mano por el cabello ralo, César se dirigió hacia el escritorio y se
sentó.
—Espero que tengas una buena razón —dijo secamente—. Apenas ha
amanecido.
Romulus se sonrojó, pero no pidió disculpas.
—La tengo, señor. —Estudió al dictador con interés renovado y le sorprendió
el increíble parecido de las facciones de César con las suy as. « Coincidencia —
pensó Romulus—. Debe de ser una coincidencia» .
—Pues venga, explícate —dijo César mirándolo. Las líneas de cansancio
dibujaban ojeras grises bajo sus ojos. Se cubrió la boca con la mano y empezó a
toser—. Malditos pulmones. Dime.
Romulus miró de reojo al optio y al esclavo, que ahora se encargaba de
ordenar las mesas.
—Preferiría que sólo vos oy erais lo que tengo que decir, señor.
—¿En serio? ¡Por Júpiter! —César se rascó la barbilla pensativo—. Muy bien
—dijo—. Dejadnos. —Indicó con la cabeza.
El esclavo obedeció inmediatamente, sin embargo el optio dio un paso
adelante.
—¡No confiéis en él, señor!
César se rió.
—Mis enemigos son muchos, pero no creo que este hombre se incluy a entre
ellos. Le concedí la libertad por haber matado a un toro etíope, optio, y desde
entonces dos veces le he condecorado en el campo de batalla. No existe en la
República un soldado más leal que él. Márchate y cierra la puerta cuando salgas.
Colorado como un tomate, el oficial hizo lo que se le ordenaba.
—Es resuelto, pero receloso —añadió César—. Supongo que debo estar
agradecido.
—Señor. —Romulus no se atrevía ni a admitirlo ni a negarlo.
Para sorpresa suy a, el dictador no se lanzó a acribillarlo a preguntas sobre el
motivo de su visita.
—¿Cómo te va la vida desde que te licenciaste?
—Muy bien, gracias, señor.
—¿Te gusta la finca?
—Sí, señor —repuso Romulus con todo el entusiasmo del que hizo acopio.
Observador, César se rió.
—Labrar los campos no es tan emocionante como estar detrás de un muro de
escudos, ¿verdad que no?
Romulus sonrió.
—No, señor.
—Aunque se trata de una ocupación más saludable, si es que consigues
aguantarla —continuó César.
—Extraño que diga eso, señor —soltó Romulus—. Estaba pensando en
presentarme voluntario para vuestra nueva campaña.
—Los soldados como tú son siempre bien recibidos —repuso César,
claramente complacido. En su rostro largo y delgado apareció una expresión
pensativa—. ¿Serviste en Carrhae?
—Sí, señor —contestó Romulus, mientras los recuerdos vividos bullían en su
interior—. No me importaría enfrentarme a los partos de nuevo.
—Así me gusta. ¿Por qué no me acompañas al Senado esta mañana? —
sugirió César alegremente—. Es bueno que los senadores sepan lo que es
enfrentarse a ellos en una batalla.
—Será un honor, señor —repuso Romulus—. Pero he venido para rogarle que
hoy no asista al debate.
—Mi esposa también está preocupada. —César frunció el ceño—. ¿Por qué
iba a dejar de ir?
—Es demasiado peligroso, señor —exclamó Romulus—. Hay un complot
para asesinaros.
El dictador se mostró tranquilo.
—¿Cómo te has enterado?
—Un amigo, señor.
—¿Quién es?
Romulus se quedó callado porque no sabía cómo reaccionaría.
—Un arúspice, señor.
—¿Uno de ésos? —se burló César—. Son mentirosos y tramposos. Si hubiese
vivido según lo que decían los augures nunca habría conquistado la Galia ni la
República. En realidad, nada.
—Él no es un charlatán, señor —protestó Romulus—. Sirvió conmigo a las
órdenes de Craso y predijo la derrota de Carrhae y muchas otras cosas que
también sucedieron. Es el mejor.
—¡Hummm! —César lo miró fijamente—. ¿Y qué ha visto?
—Un complot para asesinaros en el Senado, señor. Hay una veintena de
hombres implicados.
—¿Y es hoy ?
Romulus tragó el nudo que tenía en la garganta.
—Sí, señor. Cuidado con los idus de marzo.
—¿Alguna vez se ha equivocado tu amigo con las profecías?
—Por supuesto, señor. Así es la aruspicina.
César soltó una risotada de desprecio.
—¡Me encanta! Es la misma razón inútil que dan los adivinos para explicar
que se inventan todos y cada uno de los malditos detalles que salen de sus bocas.
Hace meses que hay rumores de un atentado y no es más que palabrería. ¿Por
qué iba nadie a querer asesinarme? Tras décadas de luchas la República está en
paz. Tu amigo se imagina cosas. Tú puedes creer lo que quieras, Romulus, pero
no me pidas que y o haga lo mismo. Hay asuntos importantes que debatir hoy en
el Senado. Debo estar allí y no veo razón alguna para no asistir.
Sin desanimarse, Romulus recurrió a la táctica de reserva.
—Me he tomado la libertad de reunir a unos cuantos veteranos leales, señor.
Unos cincuenta. Ya deben de estar en el Senado.
—¿Uno de mis antiguos soldados se cree con el derecho de reunir una panda
variopinta de guardaespaldas? —César negó con la cabeza con asombro.
Romulus se dio cuenta de su osadía.
—Perdón, señor —titubeó—. No era mi intención hacer lo que no debía.
—De los orígenes más humildes brotan las mejores virtudes —murmuró
César. Sonrió—. Todo lo contrario, has hecho bien y te lo agradezco.
Una oleada de alivio recorrió a Romulus.
—¿Entonces los veteranos pueden acompañaros al Senado, señor?
César le lanzó una mirada iracunda.
—No, en absoluto.
—No entiendo, señor —tartamudeó Romulus.
—Tus motivos son nobles —prosiguió César haciendo una señal de gratitud
con la cabeza—. Pero no olvides quién soy. Como el mejor general de la historia
de la República, no puedo llegar al Senado acompañado por una variopinta
selección de soldados retirados. No me parece digno.
—Sólo por esta vez, señor —suplicó Romulus—. Si no hay peligro, después
podéis tomároslo a broma como una demostración espontánea del cariño que
vuestros soldados os profesan. Si hay problemas, estaréis a salvo.
César se planteó esa posibilidad durante unos segundos y Romulus pensó que
había esperanzas. Pero después negó con la cabeza.
—No, no viviré con miedo cuando no hay necesidad.
A Romulus se le cay ó el alma a los pies, aunque enseguida se le ocurrió una
idea brillante. Secundus y los veteranos podrían esperar fuera. Ante la primera
señal de peligro, entrarían a toda prisa en el Senado. Era más arriesgado para el
dictador que si lo acompañaban, pero era mejor que nada.
—Muy bien, señor —repuso—. ¿Puedo acompañaros de todas formas?
—« Un buen soldado vale más que veinte senadores gordos» , pensó. « Quizá
pueda contenerlos hasta que Secundus irrumpa en la sala» .
Romulus no había pensado en la mente incisiva de César.
—Tú sí puedes acompañarme, pero tus camaradas deben marcharse a casa
—ordenó—. No se pueden quedar en los aledaños del Senado por si hay
problemas, ¿está claro?
Romulus lo miró con desesperación.
—Sí, señor.
—Prométeme que les dirás que desaparezcan. —César le alargó la mano
derecha a la manera de los soldados.
—¿Cómo sabéis que mantendré la promesa? —preguntó Romulus.
—Porque eres una buena persona. Lo sé —repuso César—. Además eres uno
de mis soldados.
—Muy bien, señor. —Maldiciendo la perspicacia del dictador, Romulus
aceptó el saludo.
—Bien —murmuró César—. Ahora necesito tiempo para prepararme para el
día que se avecina. Tengo que pensar qué voy a decir sobre Carrhae. Ve al
complejo de Pompey o a la hora sexta. A esa hora llegaré y o.
—Señor. —Impotente ante el poder de César, Romulus sintió náuseas.
Tarquinius no se inventaría una cosa como el asesinato. Eso no lo sabía el
dictador, por supuesto; y a él lo había tomado por un soldado leal, pero
supersticioso. Tenía que intentarlo una vez más.
—Yo…
—Ni una palabra más —contestó César con firmeza—. Agradezco tu
preocupación. —Se acercó la mano a la boca—. ¡Optio!
Para consternación de Romulus, el oficial subalterno apareció enseguida.
—¿Señor?
—Acompaña al soldado hasta la puerta —ordenó César—. Dile al
may ordomo que le entregue veinte aurei.
—Eso no es necesario, señor —protestó Romulus—. No lo he hecho por
dinero.
—Da igual, tu vasallaje será recompensado. —César hizo una señal con la
mano para que se marchase—. Nos veremos más tarde.
—¡Señor! —Romulus saludó al dictador con su mejor saludo y se dirigió a la
puerta.
El optio, perplejo, lo llevó hasta el vestíbulo y unos instantes después, Romulus
salió a la calle sujetando una pesada bolsa de cuero.
Los centinelas habían cambiado, pero Mattius seguía allí. Centró toda su
atención en el saquito tintineante como un buitre en la carroña.
—César te ha creído, ¿no es así? —exclamó.
—No —repuso Romulus con expresión sombría—. No me ha hecho caso.
Esto es sólo por ser leal.
El rostro de Mattius reflejaba consternación.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Romulus se paró a pensar.
—Ir al Lupanar —declaró. Si Fabiola estaba allí quizá podría convencerla de
que suspendiese el complot para asesinar a César. Lo dudaba, y además resurgió
el temor de que uno de sus hombres le matase a navajazos. Romulus frunció el
ceño, pero se puso en marcha. Se agarraba a un clavo ardiendo, pero ¿qué otra
cosa podía hacer?
En cierto modo le consoló la imagen de Decimus Brutus que asomaba la
cabeza desde una litera que se acercaba. Brutus no había asistido a ninguna de las
reuniones en el Lupanar y Romulus esperaba que el amante de Fabiola fuese un
hombre de principios. Quizá Brutus tuviera el mismo propósito que él.
Los últimos preparativos de Fabiola se iniciaron cuando Brutus partió hacia la
residencia de César. La decisión de su amante todavía parecía firme, cosa que la
aliviaba y la aterrorizaba a la vez. Preocupada por que pudiese reconsiderar su
posición y retirarse de la conspiración, no lo había perdido de vista desde la
reunión de la noche anterior. Fabiola también había intentado desviar la atención
de Brutus del asunto que tenían entre manos. Había ordenado a los esclavos de la
cocina que preparasen un suntuoso festín y había hecho traer a los mejores
artistas disponibles. Entre los platos de cerdo, pescado y varios tipos de aves,
contemplaron a atletas griegos embadurnados de aceite luchando desnudos en el
suelo y a poetas recitando sus últimas sátiras. Varios actores interpretaron
comedias cortas y los acróbatas los sorprendieron con sus habilidades. Por fuera,
la estratagema de Fabiola parecía ser todo un éxito. Brutus reía y sonreía y
parecía disfrutar de las actuaciones de los artistas, pero ella lo conocía lo bastante
bien para saber que estaba preocupado. Como era de esperar, el único
pensamiento que tenía en la mente era el asesinato de César. Tras su fachada
vivaracha, Fabiola tampoco había podido pensar en mucho más, pero no se había
atrevido a hablarlo. Por su parte, Brutus se alegraba de no mencionarlo.
Aunque a Fabiola no le gustaba reconocerlo, los considerables reparos de
Brutus para unirse al grupo le habían obligado a reconocer la duda que albergaba
en los recovecos más oscuros de su corazón y que se había negado a admitir. No
estaba segura de si esta duda y a había aparecido antes de la negativa de Romulus
a unirse a su causa, pero resultaba difícil pasar por alto el apoy o incondicional de
su hermano al dictador. Siempre había tenido la cabeza llena de ideas honorables,
tales como liberar a los esclavos de la República. A pesar de sus traumáticas
experiencias en el anfiteatro y en el ejército de Craso, esta cualidad parecía
haberse reforzado. Fabiola lo percibía en su porte honesto y en la forma en que
Tarquinius hablaba de él. Incluso la manera en que había logrado apartarse de
Gemellus decía mucho sobre sus principios morales.
Sin embargo, ¿en qué se había convertido ella? La pregunta la había
mantenido despierta toda la noche. Había hecho todo lo que había podido para
salir de la degradación de su antigua profesión, pero ahora Fabiola tenía que
reconocer que la había dejado marcada. El resultado más obvio era su total
desconfianza en los hombres. Sus años en el Lupanar le habían enseñado que
ninguno era de fiar. Brutus era la única excepción a la regla, se había ganado la
exención por su conducta honorable e inquebrantable. Por lo tanto, ¿no era de
esperar —se preguntaba Fabiola— que pensase que César era su padre cuando
intentó violarla? ¿Había tenido una reacción exagerada?
No, gritaba su corazón. No fue sólo la mirada en los ojos del dictador lo que la
había convencido de su culpabilidad, sino su voz, sus palabras. Pero cuando
Fabiola había obligado a su mente a reexaminar lo que había sucedido aquella
noche de invierno, había llegado a una conclusión diferente. César no había
admitido nada. El hecho de que hubiese intentado violarla no demostraba que
fuese el violador de su madre. En eso Romulus tenía razón. Con esta idea clavada
en la conciencia, Fabiola había pasado toda la noche tendida mirando al techo,
pues sabía que los planes que había fomentado y a no podían detenerse. Estaban
implicados demasiados hombres poderosos y enojados.
Cuando Brutus se despertó, con la cara fresca y todavía dispuesto a mantener
su decisión, Fabiola tuvo que ponerse su mejor máscara para esconder sus
sentimientos encontrados. Su amante debió de percibir que algo no iba bien.
—Lo que vamos a hacer es lo más indicado, amor mío —le había
murmurado—. Para Roma. Para todos nosotros.
Fabiola no se había atrevido a hablar de ello. Por una parte estaba exultante, y
aterrorizada por otra. Se aferró a la idea de que Brutus tenía razón, le deseó
suerte y le dio un beso de despedida. Ahora, sola, sentada ante el tocador, le
asaltaban de nuevo las dudas. Si pudiese verificar la culpabilidad de César o
descartarla, y si pudiese descubrir si sus actos significaban realmente la muerte
de la República. De repente se le ocurrió una idea. Tal vez Tarquinius pudiera
responder a esas preguntas.
Pero ¿lo haría?
Enseguida se dio cuenta de la cruda realidad. Era demasiado tarde para ese
tipo de medidas. Incluso aunque Tarquinius llegase a descubrir que César era
inocente de todos los cargos, los conspiradores no cejarían en su empeño.
Muchos de ellos se iban a beneficiar de la muerte del dictador, sobre todo Marco
Bruto. El papel de Fabiola en el complot de asesinato puede que hubiese sido
influy ente, pero se daba cuenta de que probablemente al final se hubiese
realizado sin ella.
Fabiola se dirigió al Lupanar mentalizándose de que su corazonada con
respecto a César había sido la correcta. Lo mejor era seguir con sus rutinas
diarias el may or tiempo posible. Aunque pretendía estar en el Foro cuando
llegase César, no quería llamar en absoluto la atención. Fabiola decidió que lo que
necesitaba era no pensar en ello y lo mejor sería darse un baño caliente para
relajarse. Al entrar en el burdel le ordenó a Benignus que no dejase pasar a
nadie.
No tenía ni idea del impacto que iba a tener esta orden sin importancia.
Poco tiempo después Romulus llegó al burdel y se dirigió directamente a la
entrada. Tres hombres estaban de guardia al mando de un gigante con la cabeza
rapada y lleno de cicatrices recientes. Romulus reconoció a Benignus, el portero
que estuvo a punto de morir después del ataque de Scaevola, pero que había
sobrevivido gracias a Tarquinius. Le saludó amablemente con la cabeza.
—Quiero hablar con Fabiola.
—No recibe visitas —repuso Benignus con cierta cortesía.
Romulus se rió.
—¡Soy su hermano!
—Sé quién eres —contestó Benignus, y se puso delante de la puerta.
—¡Entonces déjame pasar!
Benignus respondió con voz dura.
—He dicho que no recibe visitas.
Recelosos, sus compañeros se pusieron a su lado.
Romulus calibró sus opciones. Era un hábil soldado profesional, pero Benignus
por sí solo y a era más fuerte que un buey. Además, los otros dos también
parecían fuertes. No había garantía de salir ileso si se enfrentaba a ellos. Pero
aunque lograse salir ileso, ¿le escucharía Fabiola?
—No quiero luchar contra ti —dijo. Había demasiadas cosas en juego.
—Bien —repuso Benignus.
Mientras los compañeros del portero se burlaban, Romulus se alegró al ver un
atisbo de alivio en los ojos de Benignus. Al fin y al cabo, se limitaba a hacer su
trabajo. Maldiciendo la suerte que lo había enfrentado a su hermana, Romulus le
hizo una señal a Mattius y juntos se dirigieron hacia el Campus Martius, situado
en una llanura al noroeste de la ciudad a no menos de quince minutos de distancia
a pie. César aún tardaría en llegar al complejo de Pompey o allí situado, pero
Romulus no sabía a qué otro lugar dirigirse. « Ya no es momento de rezar» ,
pensó. Y se consoló con la dura empuñadura del gladius. Acechaba otra batalla.
Podía estallar incluso en Roma, como ciudadano libre. Romulus apretó la
mandíbula. Muy bien. No importaba si atacaban a César cinco hombres o
quinientos. Ya había tomado una decisión y se mantendría fiel a ella.
Cuando bajó la vista y miró a Mattius, Romulus sintió remordimientos de
conciencia. Ya no se trataba sólo de él. « Si muero defendiendo a César, en una
semana Mattius volverá a estar en la misma situación que antes» . Su madre,
aunque trabajaba ahora en el taller de un batanero, era incapaz de mantener a
sus dos hijos o de separarse de su segundo marido, un hombre cruel que se había
alejado de ellos gracias a las amenazas de Romulus.
Hablaría con Secundus para hacerle partícipe de sus deseos. Por ahora, eso
tendría que bastar. Como quería preparar al muchacho para lo peor, Romulus
decidió abordar el tema.
—Es difícil de entender, pero a veces suceden cosas en la vida a las que hay
que enfrentarse —explicó—. Si intentan matar a César en el Senado esta
mañana, trataré de detener a los asesinos. A cualquier precio.
Mattius parecía triste.
—No te pasará nada, ¿verdad?
—Sólo los dioses conocen la respuesta a esa pregunta.
—Yo también lucharé contra ellos —murmuró Mattius.
—No, no lo harás —repuso Romulus seriamente—. Tengo un trabajo mucho
más importante para ti.
Secundus y sus veteranos les esperaban en el exterior del gran templo de
Venus en el que el Senado se reunía en ocasiones. El templo, situado en medio de
un parque magnífico lleno de plantas exóticas, formaba parte del inmenso
complejo de Pompey o que se había terminado de construir hacía nueve años. La
parte más popular del complejo era el primer anfiteatro de Roma construido en
piedra, el lugar donde Romulus se había enfrentado al toro etíope. Aunque
todavía faltaban varias horas para mediodía, y a habían empezado los
espectáculos de la jornada. A Romulus le produjo escalofríos el conocido clamor
sediento de sangre que se oía a intervalos regulares. Tras su última experiencia,
no quería volver a pisar un anfiteatro.
Secundus no pareció muy sorprendido cuando le explicó la orden del dictador
de disolver su grupo.
—César tiene un carácter fuerte —dijo.
Tampoco tenía intención de quedarse en las calles aledañas por si necesitaban
a sus hombres, hecho que resultó demoledor para Romulus.
—Cada cual es dueño de su destino. Le has ofrecido tu ay uda y César la ha
rechazado de plano. Es su prerrogativa y no debemos interferir.
—¡Pero puede que le maten! —exclamó Romulus.
—Es su elección —repuso Secundus sombrío mientras silbaba una orden.
—¿Qué vas a hacer?
—Regresar al Mitreo —fue la sencilla respuesta—. Haremos una ofrenda a
Mitra para que proteja a César.
Romulus no podía hacer nada más. Después de susurrarle a Secundus al oído
que cuidase de Mattius, contempló con total desolación cómo los veteranos
desfilaban ante él ordenadamente. Muchos se despidieron amablemente con un
gesto de cabeza, pero ninguno se ofreció a quedarse. Su confianza en la autoridad
de Secundus era total, incluso más fuerte de lo que Romulus había visto en el
ejército. Le resultaba imposible enojarse con ellos. Su filosofía de respetar el
destino de un hombre provenía del mismo sistema de creencias que compartía
Tarquinius y que éste había enseñado a Romulus. Sin embargo, hoy le resultaba
imposible llevarlo a la práctica.
Darse cuenta de esto le hizo esbozar una sonrisa sardónica y contemplar el
tatuaje que tenía en el brazo derecho. « Quizá, después de todo, no sea tan devoto
de Mitra» , pensó. Pero no había forma de reconsiderar su decisión. Echarse
atrás sería como dejar a Brennus solo ante un elefante.
Durante algún tiempo, Romulus se dedicó a observar la llegada de los
senadores a la sesión matinal. Mattius, deseoso de saber cuál iba a ser su
cometido, no se apartó de su lado. Romulus estudiaba con recelo uno a uno a los
hombres envueltos en togas, en un intento de percibir un atisbo de maldad. Para
su frustración, no logró percibir nada. Con sus largas cajas de estiletes en la
mano, los políticos se apeaban de las literas y saludaban a los conocidos. Romulus
reconoció a unos pocos. Paseaba de un lado a otro intentando escuchar las
conversaciones, pero resultaba difícil hacerlo sin levantar sospechas. Lo único
que oy ó fueron cotilleos sin importancia o sobre el hijo de Longino, que esa
mañana recibiría la toga viril. A su pesar, Romulus se relajó un instante.
Resultaba interesante ver una vez más al hombre que había servido a las
órdenes de Craso. En la campaña parta, sólo había visto a Longino de lejos, pero
poco antes de que César le concediese la manumisión, el entrecano ex soldado le
había acribillado a preguntas. Sentía cierta afinidad con Longino y al verlo allí se
había sentido inquieto. ¿Por qué siempre había algo que le recordaba a Partia si
no era por tener relación con la próxima campaña de César? Este pensamiento
avivó la pequeña esperanza de que Tarquinius se hubiese equivocado con
respecto al asesinato.
Al final de la mañana, Romulus empezaba a sentirse optimista; pensaba que,
a diferencia de él, Decimus Brutus había conseguido convencer a César de que
no asistiera al Senado. En el interior del templo, habían empezado los actos
matutinos. A pesar del fuerte viento y de la amenaza de lluvia, todavía había
muchos senadores en el exterior. « Nada de eso importa si César no se presenta» ,
pensó Romulus.
Por eso se le cay ó el alma a los pies cuando una litera lujosamente decorada
se acercó pasando por entre la inevitable multitud de ciudadanos que se había
reunido allí para contemplar a los ricos y famosos o para pedir que interviniesen
en un negocio que había salido mal. La litera, portada por cuatro esclavos
fornidos con taparrabos, iba precedida por otro esclavo armado con un palo largo
con el que se abría camino. Romulus no veía señales de guardias o soldados.
Cuando el primer esclavo pronunció el nombre de César se puso en pie de un
salto.
—Ha llegado el momento —susurró a Mattius—. Los lictores nunca me
dejarán pasar, pero puede que tú te abras camino a rastras y logres entrar. ¿Crees
que puedes conseguirlo?
Con una expresión de determinación infantil en el rostro, Mattius asintió con la
cabeza.
—¿Qué tengo que hacer?
—No pierdas de vista a César ni un solo momento —le advirtió Romulus—. A
la mínima señal de peligro, llámame. Me quedaré lo más cerca posible de la
puerta.
—Puede que para entonces y a sea demasiado tarde, especialmente si los
lictores intentan impedirte la entrada.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó Romulus. Alzó las manos en un
gesto de impotencia.
Un instante después apareció el arúspice entre la multitud.
—Fabiola está aquí —anunció con calma.
—¿Dónde? —preguntó Romulus conmocionado a pesar de que se lo esperaba.
Tarquinius señaló a una figura con capa y capucha de pie, medio escondida
tras una columna cerca de la entrada del templo. Era lo bastante menuda como
para ser una mujer.
—¿Estás seguro? —Romulus no quería dar crédito a sus ojos.
Tarquinius esbozó una sonrisa fría.
—¿Crees que se lo iba a perder?
Romulus sintió la boca seca y áspera. La predicción de Tarquinius estaba a
punto de hacerse realidad. ¿Por qué si no estaba Fabiola allí? Sintió una necesidad
apremiante de enfrentarse a su hermana y sus ojos saltaban de Fabiola a la litera
de César, que se había detenido al pie de la escalinata. Un amplio grupo de
senadores esperaba al dictador y Romulus se puso nervioso. Vio a Longino y a
Marco Bruto. Aunque Marco Antonio, el más fiel seguidor de César, también
estaba allí, los asesinos podían atacar inmediatamente.
No iba a tener tiempo de correr hasta Fabiola y volver antes de que César se
apease. Maldiciendo, se abrió paso a empujones entre la multitud entusiasta hasta
la litera del dictador. Mattius hizo amago de seguirle, pero Romulus sacudió la
cabeza y el muchacho se acordó de su cometido. Con una sonrisa, subió
corriendo la inmensa escalinata tallada y se detuvo al lado de la entrada. Los
guardias le ignoraron, tan sólo era un emocionado espectador más que intentaba
conseguir ver bien la entrada de los senadores. Ellos hacían lo mismo. Con gran
aplomo, Mattius aparecía y desaparecía de la vista. Romulus hizo una mueca de
satisfacción. Al menos una cosa salía como había planeado. Todavía quedaba por
ver si alguna cosa más también saldría bien. Romulus desenvainó el gladius y
murmuró la que quizá sería su última plegaria a Júpiter y Mitra para pedir su
protección y ay uda.
Se oy ó una fuerte ovación cuando César descendió de la litera. A pesar del
descontento de algunos políticos, César disfrutaba de una enorme popularidad
entre los ciudadanos de a pie. La mirada penetrante del dictador escrutó la
muchedumbre y, al no ver peligro, agradeció la ovación con saludos y sonrisas.
Tras él apareció un hombre de cabellos castaños. Para sorpresa de Romulus se
trataba de Decimus Brutus. ¿Quería esto decir que el amante de Fabiola era uno
de los conspiradores? ¿O que, como Romulus, no había logrado convencer a
César para que no asistiese a la sesión? No sabía qué pensar. Romulus avanzó
lentamente hasta colocarse delante de la multitud y vio que los senadores que
esperaban habían formado dos líneas para ofrecer a César un camino despejado
hasta el templo. El ambiente estaba lleno de saludos efusivos. Ya no soportaba
más la tensión y salió disparado hacia delante para ponerse al lado del dictador.
—Legionario Romulus. Me alegra verte de nuevo. —César puso el pie en el
primer escalón—. Te llamaré enseguida.
—Gracias, señor. —Romulus saludó antes de murmurar—. Por favor,
dejadme que os acompañe al interior.
César sonrió.
—No será necesario. —Levantó los brazos y señaló a los senadores—. Tengo
a estos buenos hombres para guiarme.
—Pero, señor —protestó Romulus—. Mi amigo dijo…
—Eso es todo, soldado —repuso César secamente.
Con la protesta en la garganta, Romulus dio un paso atrás. Se dio cuenta de las
miradas de desaprobación de los senadores, pero le dio igual. Lo movía una
mezcla de miedo y de pura adrenalina. Como no percibió peligro inmediato,
Romulus llegó a la conclusión de que el ataque se llevaría a cabo en el interior. Se
abrió camino hasta la parte lateral de la concentración y subió los escalones hasta
la entrada. Para tener alguna posibilidad de salvar a César, tendría que situarse lo
más cerca posible de él. Se dio cuenta vagamente de que detrás estaba Decimus
Brutus saludando a Marco Antonio de forma jovial. Esto levantó sus sospechas y
miró hacia atrás. Fabiola le había contado que se odiaban y, sin embargo, ahí
estaba Brutus pasándole el brazo por encima del hombro a Marco Antonio. Al
principio, el ex jefe de Caballería pareció molesto, pero cuando Brutus siguió
hablando, esbozó una lenta sonrisa en su rostro ancho y hermoso.
César empezó a subir la escalinata y dejó rezagados a Marco Antonio y a
Brutus, que estaban enfrascados en una conversación. Como si Vulcano le
hubiese dado un martillazo, Romulus se dio cuenta de lo que pasaba. Era todo
parte del plan. Los conspiradores sólo querían matar a César, por esta razón
entretenían en el exterior a su más leal seguidor. Romulus quería gritar con todas
sus fuerzas. ¿Nadie más se daba cuenta? « Tranquilízate —pensó—. No está todo
perdido, aún no» . ¿Cómo iban a matar a César? La toga no era la prenda idónea
para esconder un arma. ¿Acaso habían escondido armas en el interior?
Inmediatamente descartó esta teoría. Demasiadas personas ajenas —sacerdotes,
acólitos y devotos— tenían acceso al templo.
Entonces los ojos de Romulus se posaron en los estuches de los estiletes que
todos los senadores llevaban en la mano y se le revolvió el estómago. Los
elegantes estuches de madera tenían la medida ideal para guardar un cuchillo. La
cabeza le daba vueltas por lo sencillo y lo mortífero del plan. Desesperado,
Romulus dirigió la mirada al grupo que ascendía. Allí, al otro lado del escalón, a
su misma altura, vio a Fabiola. Sus ojos se encontraron y se miraron con una
intensidad insoportable. Después de un instante que pareció durar una eternidad
pero que en realidad no duró más que unos segundos, Fabiola abrió la boca.
Pero antes de que pudiese hablar, César los había alcanzado. Rodeado por un
sinnúmero de senadores, hablaba sobre el gran día del hijo de Longino. Recibir la
toga viril era uno de los acontecimientos más importantes de la vida. Marco
Antonio seguía estando a los pies de la escalinata conversando con Decimus
Brutus. Romulus nunca se había sentido tan cansado en su vida. No era más que
un observador impotente.
—Estoy aquí —dijo Tarquinius desde atrás.
Romulus estuvo a punto de gritar de alivio.
—¿Me acompañarás?
—Por supuesto. Para eso están los camaradas —repuso el arúspice mientras
se descolgaba el hacha de guerra doble.
—Puede que nos maten —dijo Romulus mirando a los seis guardias que
tenían la atención puesta en César.
—¿Cuántas veces he oído eso? —Tarquinius sonrió—. Pero eso no significa
que te vay a a dejar ir solo.
Romulus se alejó de la multitud y desenvainó el gladius. Lanzó una mirada a
Fabiola, pero ella estaba demasiado ocupada observando al dictador. Una mezcla
de emociones deformaba su bello rostro y Romulus pensó en su madre. « ¿Y si su
hermana tenía razón? —se preguntó de nuevo con desesperación. Su instinto le
respondió enseguida—. Aunque tuviese razón, César no se merecía que lo
matasen como a una oveja rodeada por una manada de lobos. De manera que
ahora no se iba a echar atrás» .
Tenso, Romulus observó cómo el dictador se alejaba de su vista. Por suerte,
cuatro de los guardias también entraron y sólo dos se quedaron en la puerta, que
permaneció abierta.
Ahora dependía de Mattius.
Dio un par de pasos en dirección a la entrada y Tarquinius hizo lo mismo.
Ninguno de los dos guardias, que hablaban entre ellos mientras miraban de
pasada lo que sucedía en el interior, se dio cuenta de nada. Romulus deslizó las
caligae sobre las piedras y se acercó unos pasos más.
—¡Romulus!
El grito de Fabiola fue como el chasquido de un látigo en un espacio cerrado.
Romulus la miró fijamente, consciente de que los guardias lo habían visto.
—¿Qué vas a hacer? —gritó.
La imagen del sufrimiento de Velvinna hacía que le ardiera la cabeza. Le
seguía otra de César sonriendo mientras le concedía la manumisión en el
anfiteatro a no más de trescientos pasos de allí. Dividido entre las dos, miró a
Tarquinius.
—Tu camino es tuy o y de nadie más —susurró el arúspice—. Nadie más que
tú puede decidirlo.
—¡Vosotros dos! —gritó uno de los guardias—. ¡Tirad las armas al suelo! —
Su camarada y él avanzaron con los pila preparados mientras pedían ay uda.
Se detuvieron al oír un grito animal de dolor procedente del interior del
templo.
—Casca, imbécil, ¿qué haces? —exigió César.
—Ay udadme —chilló una voz—. ¡Matad al tirano!
—Romulus —gritó Mattius—. ¡Rápido!
Se oy ó un aullido de ira y Romulus percibió el sonido amortiguado de los
golpes. La ira lo consumía. Levantó el gladius y saltó hacia los dos guardias.
Los dioses sonreían en ese momento. Distraídos por la conmoción del interior,
los dos habían girado la cabeza. Romulus lo agradeció, pues no deseaba hacerles
daño innecesariamente. Dio la vuelta al gladius y golpeó con la empuñadura el
cráneo del hombre que tenía más cerca. Por el rabillo del ojo, vio que Tarquinius
utilizaba la base de metal del hacha para hacer lo mismo con el otro centinela.
Saltaron por encima de los dos hombres caídos y corrieron al interior del templo.
Por suerte, el resto de los guardas estaban completamente enfrascados en lo
que sucedía, de manera que tenían vía libre. Romulus abrió los ojos como platos
al ver el esplendor de la cámara, larga y de techos altos y bien iluminada gracias
al gran número de pequeñas ventanas en la parte superior de la pared. Como es
lógico, no se dedicó a contemplar la decoración ni el rango de los senadores
ataviados con togas que de pie gritaban y señalaban. Estaba claro que la may oría
de los seiscientos senadores no sabía nada sobre el intento de asesinato. Le
indignó que ninguno hubiese intentado intervenir. Corrió hacia la zona central
donde se encontraban los asientos de los cónsules y de César. Allí pudo distinguir
a un grupo de hombres. Todos llevaban cuchillos y muchos tenían las túnicas
ensangrentadas. En sus rostros se percibía la mirada vacía y asombrada de
quienes acaban de comprender la magnitud de lo que han hecho.
« He llegado demasiado tarde —pensó Romulus, destrozado por la angustia
como si de las garras de un animal voraz se tratase—. Me lo temía» . Con un
fuerte alarido, cargó directamente contra los asesinos. Tarquinius daba zancadas
a su lado con el hacha levantada, delgado y entrecano, pero con un aspecto
aterrador. Romulus era vagamente consciente de que Mattius corría tras él y su
voz infantil se sumaba al griterío. Para su sorpresa, sus gritos tuvieron un efecto
espectacular. Los asesinos se dispersaron como una bandada de pájaros atacada
por un gato y echaron a correr, huy endo precipitadamente por entre las filas de
asientos. Su miedo era contagioso y en unos segundos todos los senadores huían
por los laterales de la cámara hacia las puertas. Su salida reveló una escena
sangrienta.
César y acía bajo una gran estatua de Pompey o en medio de un charco de su
sangre que no paraba de crecer. Tenía toda la toga cubierta de reveladoras
manchas rojas, cada una de ellas la señal de entrada de la punta de un cuchillo.
Había heridas en el pecho, la barriga, el bajo vientre y las piernas. Le habían
desgarrado la toga de lana blanca a la altura del hombro izquierdo, donde
Romulus también distinguió múltiples marcas de puñaladas y cortes. César
parecía la mitad de un cerdo mal sacrificado. Nadie sobrevivía a tantas heridas.
Romulus dio un patinazo y se arrodilló al lado del dictador. Tenía los ojos
cerrados. Una respiración superficial y convulsa sacudía su pecho, la piel y a
había adquirido la lividez grisácea de los moribundos.
—¿Qué he hecho? —gimió Romulus. Que César hubiese acabado de esta
manera le produjo una inmensa pena.
Asustado por el derramamiento de sangre, Mattius se quedó atrás.
—¿Romulus?
Sorprendido, miró a César, que había abierto los ojos.
—¿Señor?
—Eres tú… —La respiración le repiqueteaba en el pecho.
Romulus se encontró estrechando una de las manos ensangrentadas al
dictador.
—No digáis nada, señor —repuso frenéticamente—. Enseguida traeremos a
un médico para que os cure.
César abrió los labios.
—Mentir no es lo tuy o, legionario —susurró—. Debí hacerte caso cuando me
dijiste que no viniese.
Romulus bajó la cabeza en un intento de disimular las lágrimas. Todos sus
esfuerzos habían sido en vano. Un instante después, notó cómo le apretaba la
mano.
—Eres un buen soldado, Romulus —declaró César jadeante—. Me
recuerdas… a mí cuando era joven.
La sensación instantánea de orgullo que Romulus sintió con este cumplido no
duró más de dos segundos. Con la frente perlada de sudor, apartó la mano. Una
duda furiosa invadió su mente.
César parecía confuso. Intentó incorporarse, pero las heridas empezaron a
sangrarle. Era demasiado esfuerzo y se tumbó sobre el suelo de mármol. Sus
ojos tenían la mirada distante de los que ven el Elíseo o el Hades.
Romulus pensó en Fabiola y en la razón por la que deseaba la muerte de
César. Contuvo su pena y respiró profundamente. Sólo quedaban unos instantes
antes de que fuese demasiado tarde.
—Una noche de hace veintiséis años, una bonita esclava fue violada por un
noble cerca del Foro —susurró al oído de César. Romulus comprobó la expresión
del dictador y se alegró cuando vio que había oído sus palabras. Esperó unos
instantes a que las digiriese y después se inclinó y se acercó por segunda vez—.
¿Fuisteis vos? —Observó de cerca para juzgar la reacción de César.
No se produjo ninguna. Al cabo de un momento, Romulus le puso la y ema
húmeda del dedo sobre la boca y los orificios nasales para intentar percibir
cualquier movimiento de aire. Un levísimo frío en la piel húmeda le indicó que
todavía quedaba algún resquicio de vida en aquel cuerpo acuchillado y
ensangrentado que y acía a su lado. « Júpiter —rogó Romulus con todas sus
fuerzas—. No dejes que muera sin que llegue a conocer la verdad» . Se inclinó
sobre el dictador y le instó a que lo mirase una vez más. Nada.
—¿Sois mi padre? —preguntó, obligándose a pronunciar las palabras.
Los párpados de César se abrieron y su cuerpo se quedó rígido.
Romulus lo miró fijamente a los ojos y vio la pura verdad.
—¡Por todos los dioses, sí que violasteis a mi madre! —exclamó, y todo el
peso de esta revelación cay ó sobre sus hombros. Fabiola siempre había tenido
razón. El parecido con César no era una mera coincidencia: era hijo suy o.
¿Y eso en qué situación lo dejaba? ¿Acaso su amor por César había sido algo
más que el de un soldado fiel? Romulus no lo sabía. En su mente, todo era
confusión. Un instante después vio que el dictador había muerto. Romulus sintió
una inmediata sensación de dolor que intentó rechazar. ¿Cómo podía sentirse
triste? Ese cabrón había violado a su madre. Las lágrimas surcaron su rostro
cuando su vieja herida se reabrió.
—No era tan malo —dijo Tarquinius de repente—. El hecho de que te
concediera la manumisión lo demuestra.
Romulus sintió la mano del arúspice sobre su hombro. Agradecía el contacto.
—¿Lo sabías? —le preguntó.
—Lo sospeché durante mucho tiempo —repuso Tarquinius—. Últimamente,
mis sentimientos eran más fuertes.
—¿Por qué no me lo dijiste? —exclamó Romulus.
Tarquinius suspiró.
—Ya te había hecho tanto daño que no me pareció necesario decírtelo.
Además, a partir de ahora, los hijos de César corren peligro. De todos modos, ¿te
habrías aliado con Fabiola de haberlo sabido?
Dirigió la mirada al suelo, al cuerpo de César que y acía de espaldas, y se
planteó seriamente la pregunta de su amigo. Había pasado varios años de su vida
preguntándose qué haría si conociese a su padre. Solía pensar en largas sesiones
de tortura como las que había planeado para Gemellus. Sin embargo, cuando
tuvo al comerciante a su merced, todo había sido muy distinto.
—No —dijo al final.
—¿Por qué no?
—La violación es un delito terrible, pero no justifica esto —respondió
Romulus con tristeza. Tocó el cadáver mutilado de César—. Participar en su
asesinato tampoco me iba a devolver a mi madre.
—Por desgracia —agregó Fabiola.
Se dio la vuelta y se encontró a su hermana detrás de él. Intercambiaron una
mirada recelosa antes de que Romulus diese el primer paso. Tenía que hacerlo.
—Tenías razón —admitió.
El rostro de Fabiola se iluminó y le tocó el brazo a Romulus.
—¿Ha confesado que violó a nuestra madre?
—Se lo he preguntado —reveló Romulus—, y la mirada de sus ojos cuando
escuchó la pregunta… era culpable. Estoy seguro.
—Lo sabía —alardeó Fabiola. Miró hacia abajo, al cuerpo ensangrentado de
César y se rió.
—El hijo de puta ha pagado el precio que merecía. ¡Alabad a los dioses!
Romulus bajó la cabeza, sintiéndose culpable porque sus sentimientos no
coincidían con los de Fabiola.
Ella pareció notar su confusión.
—¿No te alegras?
Romulus no sabía qué responder.
—En parte —murmuró al fin.
—¿Qué otras pruebas necesitas? —espetó Fabiola—. ¿Que nuestra madre se
levante de su tumba y lo identifique?
—Por supuesto que no —contestó Romulus a la defensiva—. Pero es
complicado, hermana. Me liberó de la esclavitud. Si le hubieses asesinado hace
unos años, y o no estaría aquí ahora. —Se imaginó a otra persona como editor de
los juegos aquel día. El hecho de matar al rinoceronte sólo habría retrasado su
muerte—. Acabé como noxius, y a sabes. De no haber sido por César, mis huesos
y acerían en la colina Esquilina.
Fabiola no respondió.
Mattius regresó zumbando de la entrada.
—Se empieza a formar una multitud —anunció.
Romulus se animó.
—Querrán sangre cuando vean lo que han hecho. Vámonos.
Dejaron el cuerpo de César bajo la estatua de su gran rival y se abrieron paso
hacia la entrada. Romulus y Fabiola no hablaban. Los dos pensaban en la
magnitud de los acontecimientos y en la gravedad de lo que no se decían. Los
ojos oscuros de Tarquinius se posaron en los dos, pero no interfirió. Por suerte
para él, Mattius era demasiado joven para percatarse del ambiente enrarecido.
Los guardas también habían huido presos del pánico y habían dejado los
cuerpos inconscientes de sus camaradas tumbados junto a las inmensas puertas.
No cabía duda de que ellos y los senadores inocentes habían corrido la voz de que
César había sido asesinado, pensó Romulus. Estaba en lo cierto. A los pies de la
escalinata, y a se había formado una muchedumbre. La gente, todavía demasiado
temerosa de subir los escalones y verlo con sus propios ojos, gritaba y gemía
incitándose unos a otros. Romulus había visto en otras ocasiones el frenesí de una
muchedumbre incontrolada. Crecía con rapidez, y contemplarlo resultaba
aterrador. Nadie se pararía a escuchar que había intentado salvarle la vida a
César y ni siquiera a Mattius le perdonarían la vida.
—Caminad detrás de mí. No miréis a nadie —ordenó—. Tarquinius, tú detrás.
—Levantando la espada amenazadoramente, Romulus bajó los escalones. Los
demás lo siguieron.
Algunas personas que se encontraban entre la multitud los vieron. Enseguida
se oy eron gritos de ira.
—¿Es cierto? —gritó un hombre barbudo vestido con una túnica de obrero—.
¿César ha sido asesinado?
—Sí —repuso Romulus que seguía bajando.
Un sonido inarticulado de ira se elevó de entre los ciudadanos y Romulus se
dio cuenta de que Fabiola se estremecía.
—Sigue caminando —susurró.
—¿Quién ha sido? —gritó el obrero.
—Un grupo de senadores —contestó Romulus—. Los habréis visto huy endo
con las ropas ensangrentadas.
—Yo he visto a algunos —gritó una voz.
—Yo también —aulló otro.
El rostro del obrero se retorció de furia.
—¿Hacia dónde han ido?
—Por allí —respondieron con un grito.
En un instante, la atención de la muchedumbre pasó de Romulus y sus
compañeros a una bocacalle que llevaba hasta los exóticos jardines de Pompey o
y de allí a la ciudad.
—Vay amos tras ellos —bramó el obrero. La masa de ciudadanos respondió a
su grito y se movió con rapidez; un mar de puños y de armas ondeaban sobre él.
—Que los dioses ay uden a quien cojan —dijo Tarquinius.
Fabiola se estremeció al recordar a la muchedumbre que la había arrastrado
tras el asesinato de Clodio Pulcro.
Romulus ignoró su angustia obvia. Ahora tampoco era momento de saldar
cuentas.
—Iremos por allí —dijo. Señaló el anfiteatro—. Así entraremos en la ciudad
por una puerta distinta.
Apenas habían recorrido una corta distancia cuando un pequeño grupo de
personas surgió de una puerta en la pared del anfiteatro. Romulus entornó los ojos
para intentar discernir quiénes eran y se puso tenso. Eran gladiadores.
Instintivamente, aligeró el paso para alejarse.
No sirvió de nada. Al verlos, el grupo echó a correr con objeto de cortarles el
paso en la calle que los llevaba a la ciudad.
—¡Deteneos! —ordenó Romulus. Tarquinius y él se colocaron de manera
protectora delante de Fabiola y de Mattius y esperaron. Enseguida distinguieron a
cuatro luchadores: dos murmillones y un par de tracios. Todos llevaban cascos,
espadas y escudos. « ¿Quién demonios son?» , pensó Romulus, deseando tener
algo más que sólo un gladius. Tras los luchadores trotaba un hombre ataviado con
una elegante toga blanca. Se trataba de Decimus Brutus. Romulus lanzó una
mirada a Fabiola. Parecía estar encantada, cosa que le agradó. Luchar contra
cuatro gladiadores completamente armados no era precisamente lo que le
apetecía en ese momento.
—¡Pensaba que eras tú, amor mío! —exclamó Brutus al acercarse—.
Gracias a Júpiter que estás sana y salva. ¿Adónde habías ido?
Fabiola parecía sorprendida.
—Dentro, para asegurarme de que César estaba muerto.
Brutus hizo una mueca de dolor.
—He venido con estos luchadores para llevarme su cadáver. Para tratarlo con
la dignidad que se merece.
A Romulus le bullía la sangre.
—Ya es un poco tarde para eso —masculló—. Más valdría que te hubieses
quedado a su lado en lugar de entretener a Marco Antonio en el exterior.
—¿Cómo te atreves? —espetó Brutus—. No es tan sencillo.
Romulus estaba tan enfadado que olvidó la diferencia de clase.
—¿De veras? Tal vez no te importe explicarme cómo es posible jurar
fidelidad a alguien y después planear su asesinato.
Brutus apretó los labios, furioso.
—Te respondo solamente porque Fabiola es tu hermana. Se había convertido
en un tirano que despreciaba la República.
—César acabó con décadas de conflictos y de guerra civil —replicó
Romulus, despectivo porque el noble había sucumbido a los encantos de Fabiola
cuando él había tenido la fortaleza de no hacerlo—. Era el mejor futuro para este
país, y tú lo sabes. Sin olvidar que le habías jurado lealtad.
—Romulus —dijo Fabiola adelantándose—. Por favor.
Indiferente, Romulus dio rienda suelta a toda su furia. En su inconsciente
sabía que parte de la ira era la que sentía hacia Fabiola —y hacia sí mismo—,
pero no le importaba.
—¿Dices que eres soldado? Más bien eres un maldito cobarde.
—¡Basura! —gritó Brutus—. ¡No eres más que un liberto!
—Basura, ¿eh? —gritó Romulus—. Al menos, y o apoy é a César cuando tú ni
siquiera tuviste las agallas de clavarle un cuchillo.
Brutus señaló a Romulus con el dedo hecho una furia.
—¡Matad a ese hijo de puta! ¡Y a su amigo!
Con unas sonrisas malévolas en el rostro, los gladiadores se acercaron
arrastrando los pies. No les importaba quiénes eran el joven soldado y su
acompañante.
—¡Es mi hermano! —exclamó Fabiola.
—Me da igual quién sea —repuso Brutus con las venas del cuello hinchadas
—. Ningún canalla le habla a un noble de esta manera y vive para contarlo.
—¡Apártate, Fabiola! —instó Romulus con urgencia.
—No. —Fabiola levantó las manos para suplicar a Brutus—. Por favor,
cálmate, mi amor. El tirano ha muerto. Eso es lo que importa. No hay necesidad
de derramar más sangre.
—Escucha lo que estás diciendo —gruñó Romulus, dirigiendo entonces su ira
hacia su hermana—. Conque un tirano, ¿no? Como si eso te importase. Lo único
que querías era vengarte del hombre que había violado a tu madre.
Brutus palideció.
—¿Ése era tu motivo?
Fabiola levantó los hombros con orgullo.
—Sí. Por esta razón te escogí a ti en lugar de a cualquiera de los imbéciles
que visitaban el Lupanar.
Brutus se mostró sorprendido.
—Yo te escogí primero.
—Puede que sí —contestó Fabiola—. Pero después y o lo propicié. Tú eras mi
camino hacia César e hice absolutamente todo lo que estaba en mis manos para
que me prefirieses a todas las demás.
Brutus levantó la mano en un intento de apartar las palabras.
—No —masculló—. Mientes.
—¿Por qué iba a mentir? —espetó Fabiola con los labios salpicados de saliva
—. La venganza era lo único que tenía para no volverme loca mientras me
prostituía contigo y con mil más. Además, siempre tuve razón sobre ese cabrón.
La angustia de Fabiola le desgarró el corazón.
Brutus se apartó tambaleante, conmocionado por la confesión de Fabiola.
Todo sucedió muy deprisa.
Los gladiadores se abalanzaron contra Romulus y Tarquinius. Cuatro contra
dos, y mejor armados, tenían una excelente oportunidad de terminar la pelea
incluso antes de que empezase. En un arrebato, Fabiola se había adelantado, y
ahora se encontraba de pie entre los dos grupos de adversarios. Romulus se
abalanzó sobre ella en un intento de empujarla a un lugar seguro. Lo consiguió,
pero al hacerlo se quedó en una posición peligrosa. Tarquinius se situó
rápidamente junto a él blandiendo el hacha a tal velocidad que logró derribar a
tres luchadores. Pero el último vio una oportunidad de oro y golpeó a Romulus en
el pecho con el tachón del escudo de metal. El golpe, lanzado con la fuerza de un
hombre en plena carrera, lo derribó. Romulus se quedó sin respiración y lo único
que pudo hacer fue mirar estúpidamente al murmillo.
Con un gruñido de satisfacción, el gladiador levantó el brazo derecho para
asestarle el golpe mortal.
—¡No! —gritó Fabiola, y se interpuso en la tray ectoria de la espada.
Hasta el final de sus días, Romulus recordaría la imagen del cuerpo de su
hermana arqueándose en el aire sobre él, a cámara lenta, la punta de la espada
clavándosele en un lado de la caja torácica. La sangre caliente cubrió su rostro y
después Fabiola cay ó sobre él, un cuerpo caliente e inmóvil. Durante unos
instantes, Romulus no comprendió lo que había sucedido. Pero de repente asimiló
la terrible realidad. Rodeó a Fabiola con sus brazos, y de sus labios brotó un
incipiente grito de dolor. Gritó y gritó hasta que se le desgarró la garganta.
Perdido en un mar de dolor, apenas percibía que el murmillo no lo había
rematado y que se oían gritos de gente.
—Romulus. —La voz de Tarquinius era muy suave—. Suéltala. Levántate.
Como un sonámbulo, Romulus obedeció y sintió que apartaban el cuerpo de
Fabiola. Se enderezó y se percató de que tenía la túnica completamente
empapada de la sangre de su hermana. Ahora ella y acía sobre sus rodillas, bella
como siempre, con la boca abierta, pero sus penetrantes ojos azules y a se habían
apagado. Estaba muerta.
—¿Por qué? —susurró Romulus—. ¿Por qué lo has hecho?
—Eras su única familia —repuso Tarquinius—. ¿No hubieses hecho tú lo
mismo por ella?
—Por supuesto —sollozó Romulus.
—¿Entonces? —Tarquinius le puso el brazo sobre los hombros—. Era una
mujer, pero tenía el corazón de una leona.
—¿Fabiola?
Romulus levantó la vista y vio a Brutus de pie a su lado. También vio el resto
de la escena: el tracio estaba en el suelo; gritaba y se agarraba el muñón del
brazo izquierdo, que el hacha de Tarquinius debía de haber cercenado. Los otros
dos intentaban ay udarle y el murmillo que había matado a Fabiola y acía cerca
con la espada de Brutus clavada hasta la empuñadura en la espalda. Mattius,
resuelto hasta el último momento, estaba a su lado con el cuchillo de cocina
preparado.
—Está muerta —gruñó Romulus a Brutus—. Gracias a ti.
Esta vez Brutus no reaccionó a su pulla. Con el rostro desfigurado por el dolor,
se arrodilló y levantó el cuerpo de Fabiola que y acía sobre las piernas de
Romulus. Empezó a mecerlo y a plañir.
La ira de Romulus desapareció cuando vio la intensidad del dolor de Brutus.
No cabía duda de que amaba a Fabiola, y eso lo había convertido en una presa
fácil de sus artimañas. Al fin y al cabo, la manipulación había sido su principal
arma. Romulus sintió aún más pena. De pequeña, su hermana no era así. En
realidad, hasta que Fabiola no lo confesó, no había sido plenamente consciente de
lo que suponía que la hubieran obligado a prostituirse. Para poder soportar el
infierno que suponía que los hombres utilizasen su cuerpo un día tras otro, había
dedicado toda su energía a maquinar su venganza contra César. Eso es lo que
había mantenido a su hermana melliza cuerda.
Aunque su vida también había sido muy dura, Romulus sabía que había
tomado la decisión adecuada al no aliarse con Fabiola. Había matado hombres a
sangre fría a instancias de otros, pero y a no quería seguir haciéndolo. Además,
aunque César había cometido un gravísimo delito, el hecho de haberle otorgado
la manumisión era un gesto de bondad que, ante él, lo exculpaba. Ahora bien,
Fabiola no había recibido semejante regalo; al contrario, el dictador había
intentado violar a su propia hija. No era de extrañar que se hubiese convertido en
una persona retorcida y resentida.
En ese momento, Romulus recordó que Fabiola había dado su vida
voluntariamente para salvar la suy a, y eso demostraba que había tenido otro
motivo para sobrevivir al infierno de la prostitución: ese motivo era él. Ante
semejante muestra de lealtad fraternal se desmoronó y empezó a sollozar de
nuevo. Pensar en Fabiola era lo que le había ay udado a soportar los horrores de
Carrhae y todos sus sufrimientos. ¡Qué parecidos eran, sin siquiera saberlo!
Tarquinius estuvo durante largo rato de pie entre el cuerpo de Fabiola y los
dos hombres que sollozaban. Cuando habló, lo hizo en voz baja y en tono
apremiante.
—La multitud se acerca de nuevo.
Romulus levantó la cabeza y aguzó el oído. No había duda, cada vez se oían
más cerca los gritos de ira que provenían de la vía principal que llevaba hasta la
ciudad. Se miró y vio que estaba cubierto de sangre. Brutus hizo lo mismo.
—Nos matarán, sin duda —dijo el noble. Llamó a los dos gladiadores que no
habían resultado heridos—. Llevadla a la arena —ordenó.
Romulus sabía que había llegado el momento de marchar. En más de un
sentido. Con César muerto, y a no debía nada a la República. Octavio era el
supuesto heredero del dictador, pero eso no significaba que Romulus quisiese
participar en una guerra civil a su lado, o al lado de cualquier otro. Se puso en pie
y miró a Brutus.
El noble se imaginó la pregunta.
—El funeral será dentro de ocho días.
Romulus asintió una vez con la cabeza. A pesar de lo furioso que se había
mostrado, sabía que Brutus toleraría su presencia durante el entierro de Fabiola.
El noble se lo debía.
Brutus reunió a sus hombres y se marchó. Dejaron allí al tracio malherido,
había perdido mucha sangre e iba a morir.
Sin más dilación, Romulus y sus compañeros se dirigieron al callejón más
cercano. No les costaría abrirse paso entre la multitud y regresar a la ciudad.
Tarquinius le entregó su capa.
—Más vale que no se note dónde has estado.
Romulus, cuy a mente era un torbellino, se envolvió con la prenda. En ocho
días tendría tiempo de arreglar sus asuntos. ¿Qué haría después? Con la muerte de
César, y a no habría campaña en Dacia ni en Partia. Y sin embargo, la idea de
regresar a su finca no le resultaba nada atractiva. El aire transportó el sonido del
clarín de un elefante en la cercana arena y Romulus supo que nunca sería feliz
en Italia mientras existiese la más remota posibilidad de que Brennus estuviese
vivo. Su mirada se encontró con la de Tarquinius y vio que el arúspice le había
leído el pensamiento. Pero ¿qué sería de Mattius? No había ninguna necesidad de
hablarle ahora de eso, pensó Romulus.
—Mattius, tengo otro trabajo para ti.
—¿De qué se trata?
—Ve al Mitreo y explícale a Secundus lo que ha sucedido —repuso Romulus
—. Es posible que el heredero de César necesite ay uda en los próximos días.
Mattius repitió sus palabras a la perfección; asintió firmemente con la cabeza,
dio media vuelta y salió corriendo.
Romulus observó a Mattius hasta que éste se perdió de vista. « Gran Mitra,
guía su camino —rogó—. Júpiter, Optimus Maximus, protégele de todo daño» .
Tendría que visitar al abogado que Sabinus le había recomendado y hacer
testamento a favor del chico y de su madre. Le rompía el corazón dejarlo, pero
Partia y Margiana no eran lugares para un niño. Allí, en Roma, bajo la tutela de
Secundus, Mattius tenía una posibilidad de futuro, y eso era mucho más de lo que
la vida les había ofrecido a Fabiola y a él.
El arúspice observó los bancos de nubes que se deslizaban en el cielo con
rapidez. A los pocos segundos, apareció una sonrisa en su rostro plagado de
cicatrices.
—Mi destino es viajar de nuevo hacia el este —anunció.
Romulus miró con tristeza a los gladiadores que transportaban el cuerpo de
Fabiola y el templo donde todavía y acía el cuerpo de César. Había perdido a su
hermana y a su padre en el espacio de una hora. Un golpe devastador, pero su
madre había sido vengada. Estos sucesos convertían a Tarquinius y a Brennus, si
aún vivía, en su única familia. Paradójicamente, eso lo liberaba por completo.
De un solo golpe, Roma había perdido su posición como centro del mundo.
Importaba menos de lo que Romulus creía.
—Te acompaño —anunció.
FIN
Nota del autor
No cabe duda de que muchos lectores estarán familiarizados con la guerra civil y
con los sucesos que desembocaron en la muerte de César. En la medida de lo
posible, me he ceñido a los acontecimientos históricos. Sería una negligencia por
mi parte no haberlo hecho así: los espléndidos pormenores de la época se prestan
a escribir una novela. La batalla nocturna en Alejandría y la huida a nado de
César con los documentos en alto aparecen en los anales de la historia. Aunque lo
acompañaba la mermada Vigésima Séptima Legión y no la Vigésima Octava,
necesitaba que Romulus formase parte de la legión que había estado también en
Ruspina (es el caso de la Vigésima Octava), de manera que he cambiado la que
estuvo en Egipto. Se sabe que los soldados de Farnaces II castraban a los
ciudadanos romanos que capturaban. Aunque la utilización del carro falcado en
Zela es verídica, no conocemos la composición del resto del ejército póntico. Por
esta razón he utilizado tropas usuales en la zona y en la época. Normalmente, los
peltastas y los thureophoroi eran escaramuzadores, y no soldados que plantaban
cara a los legionarios. Sin embargo, y dada su arrolladora superioridad numérica,
me he tomado la libertad de hacerlos atacar en masa. La victoria de César fue
rápida tal y como he descrito.
En la época tardía de la República, Roma no era una ciudad limpia y
ordenada como aparece en las películas modernas y en los programas de
televisión. Muy pocas viviendas tenían retretes. La may oría de la gente utilizaba
retretes públicos o tiraba el contenido de los orinales sobre montones de
excrementos al aire libre. Todas las calles, excepto las dos avenidas principales,
tenían menos de 3,1 metros de anchura y la may oría no estaba pavimentada.
Probablemente, tenían poca luz durante gran parte del día debido a la altura de
los edificios que tenían tres, cuatro o incluso cinco plantas. A diferencia de la
época imperial, en la que los barrios de la ciudad estaban más o menos divididos
por clases sociales, en la Roma de la República los ricos y los pobres vivían codo
con codo. Inscribir una maldición en un recuadro de plomo y ofrecérselo a los
dioses era algo común, como sabrán quienes hay an visitado las extraordinarias
termas romanas de Bath (Inglaterra). Se han recuperado y traducido decenas de
cuadrados de metal que han permitido abrir una vivida ventana al pasado.
En contra de lo que comúnmente se cree, gran parte de la inmensa biblioteca
de Alejandría resistió la batalla nocturna del puerto, sobre todo gracias a que
estaba repartida entre dos ubicaciones de la ciudad. Por desgracia, una fervorosa
horda cristiana consiguió arrasarla totalmente cuatro siglos después. Al hacerlo,
destruy ó la colección de manuscritos más numerosa jamás vista en la
Antigüedad.
Que y o sepa, la Sexta Legión no acompañó a César de regreso a Italia
después de Zela, como tampoco tuvieron lugar los juegos para celebrar su
victoria en Asia Menor; sin embargo, la increíble forma en que el general trató a
los legionarios que se amotinaron es cierta. En esa época se capturaban
rinocerontes, los llamados « toros etíopes» , con objeto de llevarlos a Roma. En
muchos casos, lanzaban a los noxii a la arena para que los rinocerontes los
mataran. Cuesta imaginar cómo cazar a un rinoceronte sólo con una lanza, y los
esfuerzos que realicé para intentar averiguarlo no dieron muchos resultados.
Introduzca « matar rinoceronte lanza» en Google y verá que no se consigue gran
cosa. Tampoco me resultó demasiado útil un libro escrito por un especialista en
caza may or. Al final decidí basarme en mis estudios de veterinaria:
prácticamente todos los mamíferos tienen el corazón detrás del codillo izquierdo,
un punto donde se puede clavar una lanza. Evidentemente es discutible que un
hombre sea capaz de matar a un rinoceronte en tales circunstancias, pero creo
que podría darse el caso.
Tras haber leído algo sobre el mecanismo de Anticitera (un artefacto que
parece una caja y que Tarquinius a punto estuvo de ver en Rodas), me sentí
obligado a mencionarlo en Camino a Roma. Aunque fue descubierto hace más de
cien años, su inmensa importancia se hizo patente esta última década gracias
principalmente a un aparato de ray os X de ocho toneladas que produce imágenes
por secciones increíblemente « finas» . Este invento, fabricado entre el 150 y el
100 a. C., probablemente en la región de Siracusa, podía realizar todas las
funciones mencionadas. Por increíble que parezca, la tecnología necesaria para
reproducir su intrincado engranaje no se redescubrió hasta mil quinientos años
después. Si los griegos y a construían ingenios de estas características, ¿qué otras
cosas eran capaces de hacer? Es extraordinario que el hallazgo casual de un buzo
que buscaba esponjas revele tantos datos. No sabemos adónde lo llevaban en el
momento en que se perdió en el mar. Según una teoría popular, la que he utilizado
aquí, las tropas de César, que se sabe saquearon la región en busca de tesoros
para exponer en las marchas triunfales, se lo llevaron de la famosa escuela
estoica de Rodas.
Mi relato de Ruspina es fiel en gran medida a los acontecimientos históricos,
entre ellos la tormenta que desperdigó a la flota de César, los soldados de
caballería que alimentaban a sus caballos con algas secas y las tropas de
caballería que Escipión escondió hasta el último momento, la reprimenda de
César al signifer y la increíble recuperación de la situación. Marco Petrey o, que
aparece en El águila de plata, luchó en Ruspina y probablemente resultó herido.
Es de mi cosecha que esto sucediese durante la última acción del día y a manos
de Romulus. Antes de Thapsus, varias cohortes cesarianas fueron entrenadas
para luchar contra los elefantes pompey anos. Resulta sorprendente que sus
legiones veteranas tuvieran tantas ganas de acabar con el enemigo al principio de
la batalla, que cargaron antes de recibir la orden. Una de mis averiguaciones
favoritas durante la fase de investigación de Camino a Roma fue una anécdota de
esta última batalla en África, en la que un soldado de la Quinta Legión
« Alaudae» ataca con éxito a un elefante que había atrapado a uno de los
trabajadores del campamento y logra que suelte a su víctima. Me pareció que
debía incluir esta escena en la novela, incluso aunque cambiase lo que pensaba
que había ocurrido (o no había ocurrido) con Brennus.
César sí que celebró cuatro marchas triunfales en el otoño del 46 a. C., y sólo
podemos imaginar la asombrosa magnitud de los desfiles. La generosidad del
dictador con sus soldados y con el público romano en general está documentada.
Que su guardia de honor estuviese compuesta por soldados de las diez legiones es
invención mía para justificar el regreso de Romulus a Roma. Según las fuentes
históricas fue durante estos desfiles y no en Ruspina donde sus hombres cantaron
« sátiro calvo» . No existen muchas pruebas del rostro del general victorioso
pintado de rojo, como es costumbre embadurnar la estatua de Júpiter con sangre
(o con cinabrio, un pigmento rojo), pero consideré que otorgaba dramatismo a la
escena. En cambio, la batalla de Munda fue tan increíble como la he descrito, así
como las asombrosas distinciones que otorgaron a César a su regreso a Roma.
Marco Antonio fue el personaje tan desmesurado descrito en esta novela.
Soldado nato, de vida desenfrenada, era famoso por su afición al alcohol, las
mujeres y los líos amorosos. Está documentado que vomitó delante de todo el
Senado y que le gustaba viajar en un carro de guerra inglés. Aunque reprimió
con mano dura los disturbios que se desataron cuando César estuvo en Egipto, que
y o sepa no hay pruebas de que se aliara con un fugitivarius ni de que organizase
trabajos sucios en nombre de César. Evidentemente, el hecho de que Fabiola
fuese el elemento catalizador para las reuniones de los conspiradores es pura
ficción, como también lo es la utilización del Lupanar como lugar de reunión.
Marco Junio Bruto sí que fue uno de los últimos en unirse a la conspiración,
aunque enseguida se convirtió en uno de los líderes. Como expliqué en las notas al
final de El águila de plata, su compatriota Cay o Casio Longino es una amalgama
de dos personajes históricos, el homónimo y su hermano (o primo) Quinto Casio
Longino.
Se cree que, en el período previo a los idus de marzo, hubo indicios de todo
tipo que indicaban que algo iba a suceder. Los adivinos predijeron augurios
desfavorables y Calpurnia, la esposa de César, tuvo una pesadilla en la que lo
asesinaban. Aparentemente, el dictador había decidido quedarse en casa esa
mañana, pero no se sabe si por la advertencia de su esposa o porque no se
encontraba bien. Tanto la envergadura de su nuevo ejército como la planeada
campaña a Partia están documentados. La visita de Romulus a César al
amanecer es ficción, pero Decimus Brutus sí que lo visitó esa mañana y lo
convenció para que fuese al Senado. Aunque su guardia hispana se había disuelto,
no hay pruebas que sugieran que unos veteranos intentasen proteger al dictador
ese fatídico día.
Dos senadores intentaron ay udar a César cuando sus asesinos lo atacaron,
pero fueron tantos los que se abalanzaron sobre él que no lograron darle alcance.
Como es obvio, el encuentro de Romulus y Fabiola junto a su cadáver es ficción,
sin embargo la presencia de los gladiadores de Decimus Brutus en la cercana
arena no lo es. ¿Quién sabe si es coincidencia o no? En lugar de huir de
inmediato, los conspiradores colocaron un píleo, el sombrero que
tradicionalmente llevaban los libertos, sobre un poste y lo llevaron hasta la colina
Capitolina con objeto de mostrar al público que habían liberado a la República de
la esclavitud. En realidad, los disturbios que describo en la novela sucedieron unos
días después del funeral de César. Durante dicho funeral, atacaron varias casas
pertenecientes a los conspiradores y un leal seguidor de César fue asesinado al
ser confundido con uno de sus enemigos.
Debido a las muchas lagunas que tenemos sobre la Antigüedad, cuando la
describimos hay que dejar muchos elementos abiertos a la interpretación.
Aunque aquí y allá he cambiado detalles, muchos de los cuales explico en estas
notas, he intentado describir la época de la forma más exacta posible. Espero
haber logrado hacerlo de una forma entretenida a la vez que informativa, y sin
demasiados errores. En caso de que hubiese alguno, pido disculpas.
Me gustaría reconocer la labor de un gran número de autores sin cuy as obras
estaría perdido. En primer lugar, A History of Rome de M. Cary y H. H. Scullard;
seguida muy de cerca por El ejército romano y César, ambas de Adrián
Goldsworthy ; Armies of the Macedonian and Punic Wars de Duncan Head y El
triunfo romano de Mary Beard, así como numerosos libros maravillosos de
Osprey Publishing. Gracias de nuevo a los miembros de www.romanarmy.com,
cuy as rápidas respuestas a mis preguntas tanto han ay udado. Es, sencillamente,
una de las mejores herramientas de consulta que existen sobre la Roma antigua.
También me gustaría agradecer a mi viejo amigo Arthur O’Connor sus críticas
constructivas y su ay uda en este libro y en los dos anteriores. Cirujano
veterinario como y o, tiene una mente incisiva y penetrante cuando se trata de
escribir una novela y en muchas ocasiones me ay uda a que los « árboles me
dejen ver el bosque» . También quiero dar las gracias a Killian Ó Móráin, otro
viejo amigo veterinario, por la ay uda que me ha prestado.
Por último, y no por ello menos importante, quiero agradecer a Charlie
Viney, mi magnífico agente, su incansable labor en mi nombre. A Rosie de
Courcy, mi maravillosa editora, le debo muchísimo, pues sin sus inteligentes
aportaciones estaría perdido. Gracias también a Nicola Taplin, director editorial,
y a Richenda Todd, excelente correctora de estilo, dos personas cuy a ay uda
aprecio inmensamente. También estoy en deuda con Claire Wheller, mi
fisioterapeuta, porque gracias a ella he conseguido mantener a ray a las
diferentes lesiones por movimientos repetitivos (RSI en sus siglas en inglés) que
me han afectado mientras escribía el libro. A mi esposa Sarah y a mis hijas
Ferdia y Pippa, les estaré eternamente agradecido por haberme dado todo el
amor que necesitaba.
Glosario
acetum: vino agrio, la bebida universal que se servía a los soldados romanos.
También significa « vinagre» , el desinfectante más habitual empleado por los
médicos romanos. El vinagre es ideal para matar bacterias y su uso generalizado
en la medicina occidental prosiguió hasta finales del siglo XIX.
Esculapio: hijo de Apolo, dios de la salud y protector de los médicos.
amphora (pl. amphorae): gran recipiente de arcilla de cuello estrecho con dos
asas utilizado para almacenar vino, aceite de oliva y otros productos. También
era una unidad de medida, equivalente a ochenta libras de vino.
aquilifer (pl. aquiliferi): el portaestandarte del aquila, o águila, de una legión.
Llevar el símbolo que tanto significaba para los soldados romanos era un cargo
de suma importancia. El índice de bajas entre los aquiliferi era elevado, dado que
normalmente los colocaban cerca o en la fila delantera durante la batalla. Las
únicas imágenes que se conservan en la actualidad muestran al aquilifer con la
cabeza descubierta, lo cual hace que algunos supongan que siempre iban así. Sin
embargo, durante el combate esto habría resultado sumamente peligroso y
podemos considerar, sin temor a equivocarnos, que el aquilifer iba provisto de
casco. Tampoco sabemos si llevaba una piel de animal, igual que el signifer, por
lo que eso es suposición mía. La armadura solía estar hecha con escamas, y
probablemente portaran un escudo pequeño, fácil de llevar sin emplear las
manos. Durante el período tardío de la República, el aquila era de plata y
sujetaba un ray o de oro. La vara de madera en la que iba montada tenía un
pincho en la base que permitía clavarla en el suelo, y a veces estaba provista de
brazos para poder transportarla con más facilidad. Aunque sufriera daños, el
aquila nunca se destruía, sino que se reparaba con cariño una y otra vez. Si se
perdía en la batalla, los romanos hacían prácticamente lo que fuera con tal de
recuperar el estandarte. Por consiguiente, el hecho de que Augusto recuperara
las águilas de Craso en el 20 a. C. se consideró un logro may úsculo.
arúspice: adivino. Hombre formado para adivinar de muchas maneras,
inspeccionando desde las entrañas de los animales hasta las formas de las nubes
y el vuelo de los pájaros. El hígado, como el supuesto origen de la sangre y, por
consiguiente, de la vida en sí, resultaba especialmente valorado por sus
propiedades adivinatorias. Además, muchos fenómenos naturales como los
ray os, los relámpagos y el viento podían emplearse para interpretar el presente,
el pasado y el futuro. El hígado de bronce que se menciona en el libro existe en la
realidad; fue encontrado en un campo de Piacenza, Italia, en 1877.
as (pl. asses): pequeña moneda de cobre que originariamente valía una quinta
parte de un sestertius.
atrium: estancia grande situada a continuación del vestíbulo de entrada en una
casa romana o domus. Solía estar construida a gran escala y era el centro social
y de culto de la casa. Tenía una abertura en el techo y un estanque, el impluvium,
para recoger el agua de lluvia.
aureus (pl. aurei): pequeña moneda de oro que equivalía a veinticinco denarii.
Hasta comienzos del imperio, se acuñaba con poca frecuencia.
ballista (pl. ballistae): catapulta romana de dos brazos que tenía el aspecto de
una ballesta sobre un soporte. Sin embargo, funcionaba siguiendo un principio
distinto, empleando la fuerza de la cuerda nervada muy bien enrollada que
sujetaba los brazos en vez de mediante la tensión de los brazos en sí. Las ballistae
diferían de tamaño, desde las que podían portar los soldados hasta los enormes
ingenios que precisaban de carretas y mulos para su traslado. Lanzaban flechas o
piedras con una fuerza y precisión enormes. Los tipos preferidos tenían motes
como « onagro» , el asno salvaje, conocido por sus coces, y « escorpión» ,
llamado así por su aguijón.
basilicae: grandes mercados cubiertos del Foro Romano; también era donde
se desarrollaban las actividades judiciales, comerciales y gubernamentales. Los
juicios públicos se celebraban aquí, mientras los abogados, escribas y
prestamistas trabajaban codo con codo en sus pequeños puestos. Muchos
anuncios oficiales se realizaban en las basilicae.
bestiarius (pl. bestiarii): hombres que cazaban y capturaban animales para la
arena en Roma. Era un trabajo sumamente peligroso, pero muy lucrativo.
Cuanto más exóticos eran los animales, por ejemplo elefantes, hipopótamos,
jirafas y rinocerontes, más cotizados estaban. Cuesta imaginar los esfuerzos
requeridos y los peligros que se corrían para trasladar esos animales a miles de
cientos de kilómetros desde su hábitat natural hasta Roma.
bucina (pl. bucinae): trompeta militar. Los romanos empleaban varias clases
de instrumentos, como por ejemplo la tuba, el cornu y la bucina. Se utilizaban
para numerosos fines, desde despertar a las tropas cada mañana hasta dar la voz
de ataque, alto o retirada. No sabemos con exactitud cómo se empleaban los
distintos instrumentos, si a la vez o uno detrás de otro, por ejemplo. Para
simplificar la cuestión, sólo he empleado uno: la bucina.
caldarium: estancia sumamente cálida en las termas romanas. Se utilizaban
como las saunas modernas y también contaban con una piscina honda de agua
caliente. El caldarium se calentaba con aire caliente que pasaba por unos ladrillos
huecos de las paredes y por debajo del suelo elevado. El origen del calor
canalizado era el hypocaustum, un horno alimentado continuamente por esclavos.
caligae: sandalias gruesas de cuero que llevaban los soldados romanos.
Constaban de tres capas resistentes (suela, plantilla y empeine) y parecían una
bota con los pies al aire. Las correas podían ceñirse para adaptarse a la medida
de cada uno. Las docenas de tachones de metal de la suela les otorgaban un buen
agarre y podían cambiarse cuando fuera necesario. En climas más fríos, como
el de Gran Bretaña, se llevaban con calcetines.
cella (pl. cellae): estancia central y rectangular sin ventanas en un templo
dedicado a un dios. Solía tener una estatua de la deidad correspondiente, además
de un altar para realizar ofrendas.
cenacula (pl. cenaculae): véase ínsula.
Cerbero: perro monstruoso de tres cabezas que vigilaba la entrada al Hades.
Permitía la entrada a los espíritus de los muertos, pero no los dejaba salir.
cónsul: uno de los dos magistrados elegidos anualmente, nombrados por el
pueblo y ratificados por el Senado. Como gobernantes reales de Roma durante
doce meses, se encargaban de asuntos civiles y militares y enviaban a los
ejércitos de la República a la guerra. Cada uno de ellos podía invalidar al otro y
se suponía que ambos debían tener en cuenta los deseos del Senado. Ningún
hombre podía servir como cónsul en más de una ocasión. Pero, hacia finales del
siglo II a. C., nobles poderosos como Mario, Cinna y Sula, se aferraron al cargo
durante años. Esto debilitó peligrosamente la democracia de Roma, situación que
empeoró con el triunvirato de César, Pompey o y Craso. A partir de entonces, el
final de la República estaba a la vista.
contubernium (pl. contubernio), grupo de ocho legionarios que compartían
tienda o barracón y que cocinaban y comían juntos.
denarius (pl. denarii): la moneda más básica de la República Romana. Hecha
de plata, equivalía a cuatro sestertii, o diez asses (más adelante, dieciséis). La
aureus de oro, menos habitual, equivalía a veinticinco denarii.
domus: casa romana de gente rica. Normalmente, estaba orientada hacia el
interior y ofrecía un muro liso al mundo exterior. La domus, construida en forma
rectangular y alargada, constaba de dos fuentes de luz interior, el atrium, situado
delante, y el jardín con columnata de la parte trasera. Ambos estaban separados
por la gran zona de recepción del tablinum. Alrededor del atrium había
dormitorios, despachos, trasteros y santuarios para los antepasados de la familia,
mientras que las estancias que rodeaban el jardín solían ser salas de banquetes y
otras zonas de recepción.
editor (pl. editores): patrocinador de un munus, combate entre gladiadores.
Durante una época determinada fueron un ritual obligado para honrar a los
muertos, pero en la época tardía de la República se convirtieron en una forma de
ganarse el favor del pueblo romano. La fastuosidad del espectáculo reflejaba
hasta qué punto el editor deseaba agradar.
Felicitas: diosa de la buena suerte y del éxito.
Fortuna: diosa de la suerte y la buena fortuna. Al igual que todas las
deidades, tenía fama de caprichosa.
fossae (sing. fossa): zanjas defensivas que se excavaban alrededor de todos
los campamentos romanos, y a fueran temporales o permanentes. Variaban en
número, amplitud y profundidad dependiendo del tipo de campamento y el
alcance del peligro que acechaba a la legión.
fugitivarius (pl. fugitivarii): apresadores de esclavos, hombres que se ganaban
la vida localizando y capturando a fugitivos. El castigo descrito en El águila de
plata, consistente en marcarlos en la frente con la letra « F» (de fugitivus), está
documentado; al igual que llevar cadenas en el cuello de forma permanente con
instrucciones para devolver el esclavo a su dueño.
ciclo del Gallicinium: los romanos dividían la noche en ocho ciclos, cuatro
antes de la medianoche y cuatro después. El ciclo del Gallicinium es el segundo
de los cuatro últimos, así que aproximadamente sería entre las dos y las cuatro de
la mañana.
gladius (pl. gladii): se dispone de poca información sobre la espada
« española» del ejército republicano, el gladius hispaniensis, con la hoja estrecha
en el centro. Aquí he utilizado la variante « pompey ana» del gladius, porque es la
forma más conocida. Se trataba de una espada corta (420-500 mm), de borde
recto y extremo en forma de V. Medía unos 42-55 mm de ancho y era un arma
sumamente bien equilibrada tanto para cortar como para lanzar estocadas. El
mango tallado era de hueso e iba protegido por un pomo y una guarnición de
madera. El gladius se llevaba a la derecha, excepto los centuriones y otros
oficiales de alto rango, que lo llevaban a la izquierda. De hecho era muy fácil
desenvainar con la mano derecha y probablemente se colocara ahí para evitar
que interfiriese con el scutum mientras estaba desenvainado.
hora prima: los romanos dividían el tiempo en dos períodos, el día (doce
horas) y la noche (ocho ciclos). La primera hora del día, hora prima, empezaba
al amanecer. Los métodos romanos de medición del tiempo adolecían de grandes
inexactitudes. El principal instrumento que utilizaban era el reloj de sol, lo cual
implicaba que la latitud de la ubicación definía la duración del día. Así pues, la
hora de Roma difería sobremanera de la de Sicilia, mucho más al sur. Además,
la variación en la longitud del día a lo largo del año suponía que en invierno había
menos horas de luz que en verano. Por consiguiente, debemos suponer que el
tiempo era más flexible en la época antigua. Los romanos también idearon la
clepsidra, el reloj de agua. Empleando un recipiente transparente con agua y una
entrada de agua constante, se podía marcar el nivel de agua para cada hora del
día, y luego usarlo durante la noche o en caso de niebla.
Imperator: palabra latina que significaba « comandante» en la época de la
República. Posteriormente, pasaría a ser uno de los títulos del emperador y, por
supuesto, dio origen a la palabra española.
Insula (pl. insulae): bloques de pisos (de tres, cuatro o incluso cinco plantas)
en los que vivían la may oría de los romanos.
Ya en el 218 a. C., Livio relató la historia de un buey que se escapó del
mercado y trepó por las escaleras de una Ínsula para morir arrojándose al vacío
desde el tercer piso. Los bajos de cada ínsula solían albergar una taberna, o
tienda, que se abría directamente a la calle a través de un gran portal en forma
de arco. El tendero y su familia vivían y dormían en la habitación de encima.
Más arriba se construían planta tras planta de cenaculae, los apartamentos de los
plebey os. Abarrotados, mal iluminados y a menudo con un brasero como única
fuente de calor, solían estar mal construidos y carecían de agua corriente o
saneamiento. A estos apartamentos se accedía mediante escaleras situadas en el
exterior del edificio.
intervallum: zona amplia y llana en el interior de las murallas de un
campamento o fuerte romanos. Aparte de servir para proteger los barracones de
los proy ectiles enemigos, también permitía concentrar a las tropas antes de la
batalla.
Juno: hermana y esposa de Júpiter; diosa del matrimonio y las mujeres.
Júpiter: llamado a menudo Optimus Maximus, « El may or y mejor» . El dios
más poderoso de los romanos, responsable del tiempo, sobre todo de las
tormentas. Júpiter era a la vez hermano y esposo de Juno.
lanista (pl. lanistae): entrenador de gladiadores, solía ser dueño de un ludus,
una escuela de gladiadores.
latifundio: finca grande, normalmente propiedad de la nobleza romana, en la
que se empleaban grandes cantidades de esclavos como mano de obra. Los
latifundios surgieron durante el siglo II a. C., cuando Roma derrotó a varios
pueblos italianos, como los samnitas, y confiscó grandes extensiones de terreno.
legado: oficial al mando de una legión y hombre con rango de senador. En la
época tardía de la República romana, los legados seguían siendo nombrados por
generales como César de entre los miembros de su familia, amigos y aliados
políticos.
licium: taparrabos de lino que llevaban los nobles. Es probable que todas las
clases usaran una variante de éste; a diferencia de los griegos, los romanos no
creían en la desnudez pública innecesaria.
lictor (pl. lictores): protector de los jueces. Sólo podían acceder a este cargo
los ciudadanos fornidos; básicamente eran los guardaespaldas de los cónsules,
pretores y otros magistrados romanos de alto rango. En público, tales
funcionarios iban acompañados en todo momento por un número fijo de lictores
(la cantidad dependía del rango). Cada lictor llevaba una fasces, el símbolo de la
justicia: un puñado de varas alrededor de un hacha. Entre sus obligaciones, se
contaban detener y castigar a los malhechores.
ludus (pl. ludi): escuela de gladiadores.
manica (pl. manicae): protector de los brazos usado por los gladiadores.
Normalmente, estaba compuesto de capas de materiales como lino resistente y
cuero o metal.
mantar: palabra turca que significa « moho» . He aprovechado que suena
exótica para utilizarla como vocablo que designa el polvo de penicilina que
Tarquinius utiliza para Benignus.
manumisión: durante la República, el acto de liberar a un esclavo era
realmente bastante complicado. Solía hacerse de una de estas tres maneras:
reclamándolo al pretor, durante los sacrificios del lustrum de cada cinco años, o
mediante una cláusula testamentaria. Los esclavos no podían liberarse hasta que
contaban por lo menos con treinta años, y debían seguir prestando cierto servicio
formal a su anterior amo tras la manumisión. Durante el Imperio, el proceso se
simplificó en gran medida. Entonces era posible conceder la manumisión durante
un banquete de forma verbal, utilizando a los invitados por testigos.
Marte: dios de la guerra. Todos los botines de guerra se consagraban a él, y
ningún comandante iba de campaña sin visitar el templo de Marte para pedir la
protección y bendición del dios.
Minerva: diosa de la guerra, y también de la sabiduría.
Mitreo: templos subterráneos construidos por los seguidores de Mitra. La
disposición interna descrita en la novela es fiel. Pueden encontrarse ejemplos
desde Roma (hay uno en el sótano de una iglesia situada a cinco minutos a pie del
Coliseo) hasta el muro de Adriano (Carrawburgh, entre otros).
Mitra: originariamente, dios persa. Nació en el solsticio de invierno, en una
cueva. Llevaba un gorro frigio con el extremo romo y se asociaba con el sol, de
ahí el nombre de Sol Invictas: « Sol Invicto» . Con la ay uda de varias criaturas,
sacrificó un toro, lo cual dio origen a la vida en la tierra: un mito de la creación.
Es posible que, en un principio, tanto el hecho de compartir pan y vino como de
estrechar la mano fueran ritos del mitraísmo. Por desgracia, sabemos poco de
esa religión, aparte de que había distintos niveles de devoción y se exigían ritos de
iniciación para pasar de uno a otro. El mosaico de un Mitreo de Ostia revela
retazos fascinantes sobre los siete niveles del iniciado. El mitraísmo, cuy os
principios eran el coraje, la fuerza y la resistencia, fue muy popular en el
ejército romano, sobre todo durante el Imperio. Hacia el final, esta religión
reservada entró en conflicto con el cristianismo, y sería reprimida de forma
enérgica entrado el siglo IV d. C.
modius (pl. modii): medida romana oficial para áridos que equivalía a unos
8,6 litros. Para evitar engaños, todos los pesos y medidas (áridos y líquidos)
estaban estandarizados.
murmillo (pl. murmillones): uno de los tipos de gladiador más habitual. El
casco de bronce con penacho era muy característico; tenía el ala ancha, una
protección facial abultada y unos orificios para el ojo en forma de rejilla. El
penacho solía llevar varios grupos de plumas y a veces se moldeaba en forma de
pez. El murmillo llevaba una manica en el brazo derecho y una greba en la pierna
izquierda; al igual que el legionario, llevaba un pesado escudo rectangular e iba
armado con un gladius. Las únicas prendas que vestía eran la subligaria, un
taparrabos de lino doblado de forma compleja, y el balteus, un cinturón ancho de
protección. En la época de la República, el contrincante más típico del murmillo
era el secutar, aunque más tarde sería el retiarius.
noxii (sing. noxius): delincuentes condenados por los peores crímenes,
prisioneros de guerra, esclavos, traidores o desertores. Su castigo era la ejecución
en la arena mediante los métodos más crueles, como por ejemplo la crucifixión,
ser arrojado a las fieras salvajes o morir quemado. Para la sensibilidad moderna,
esos métodos resultan monstruosos; pero, a ojos de los romanos, el castigo debía
ir en consonancia con el crimen.
optio (pl. optiones): oficial de rango inmediatamente inferior al de centurión;
el segundo al mando de una centuria.
Orcus: dios del submundo. También llamado Pluto o Hades, se lo consideraba
hermano de Júpiter, y era muy temido.
pali (sing. palus): postes de madera de 1,82 metros clavados en el suelo. Los
aprendices de gladiadores y los legionarios aprendían a manejar la espada
dándoles estocadas.
papaverum: adormidera, planta del opio, su uso como somnífero está
documentado desde al menos el 1000 a. C. Los médicos romanos la utilizaban
para poder efectuar operaciones largas a los pacientes.
peltasta: soldado de infantería ligera de origen griego o anatolio. Luchaban
sin armadura, sólo con el escudo como protección, y según la nacionalidad,
portaban rhomphaiai o jabalinas, a veces incluso lanzas o cuchillos. Solían actuar
como escaramuzadores.
phalera (pl. phalerae). adorno esculpido en forma de disco en reconocimiento
al valor que se llevaba en un arnés colocado en el pecho, encima de la armadura
de los soldados romanos. Las phalerae solían estar hechas de bronce, pero
también podían ser de metales más preciosos. También se concedían torques,
aros para el brazo y brazaletes.
pilum (pl. pila): la jabalina romana. Estaba formada por un asta de madera
de aproximadamente 1,2 metros de largo, unida a un fino vástago de hierro de
unos 0,6 metros y coronada por un pequeño extremo piramidal. La jabalina era
pesada y, al lanzarla, todo el peso se concentraba detrás de la cabeza, lo cual le
otorgaba una tremenda fuerza penetradora. Podía atravesar un escudo y herir al
hombre que lo portara, o clavarse en el escudo e impedir su uso posterior. El
alcance del pilum era de unos treinta metros, aunque es más probable que el
alcance efectivo fuera de la mitad de esa distancia.
Príapo: dios de los jardines y campos, símbolo de la fertilidad. A menudo se
representaba con un enorme pene erecto.
primus pilus: el centurión jefe de toda la legión y, posiblemente, el centurión
jefe de la primera cohorte. Cargo de suma importancia, ocupado normalmente
por un soldado veterano de unos cuarenta o cincuenta años. Al retirarse, el primus
pilus tenía derecho a entrar en la clase de los eqaites.
principia: el cuartel general de una legión, que se encontraba en la Vía
Pretoria. Era el centro neurálgico de la legión en un campamento en marcha o
fuerte; allí era donde se desarrollaban todas las tareas administrativas y donde se
guardaban los estandartes de la unidad, sobre todo el aquila o águila. Su
impresionante entrada conducía a un patio con columnatas y adoquines,
bordeado de despachos por todos los lados. Detrás había un enorme vestíbulo con
el techo elevado que contenía estatuas, el santuario de los estandartes, una
cámara para los pagos de la legión y posiblemente más despachos. Es probable
que en el principia se celebraran desfiles y que los oficiales de may or rango se
dirigieran a sus hombres en el vestíbulo.
pugio: puñal. Algunos soldados romanos lo llevaban como arma adicional.
Probablemente resultara tan útil en los quehaceres diarios (comer y preparar
comida, etc.) como en la campaña.
retiarius (pl. retiarii): el pescador, o luchador con red y tridente, cuy o
nombre deriva de rete, o red. Era también un tipo de gladiador fácil de
identificar, pues el retiarius sólo llevaba una subligaria. Su única protección era el
galerus, para el hombro y hecha de metal, sujeta al borde superior de una
manica en el brazo izquierdo. Las armas eran una red lastrada, un tridente y un
puñal. El retiarius, con menos equipo que le pesara, era mucho más ágil que otros
gladiadores y, al no llevar casco, también se le reconocía al instante. Quizás eso
explique la baja condición de este tipo de luchador.
rhomphaia (pl. rhomphaiai): básicamente una espada larga. Esta temible
arma tenía un único borde afilado recto o ligeramente curvo sujeto a un palo
considerablemente más largo que la hoja. Aunque sobre todo la utilizaban los
tracios, los dacios también empleaban una variante denominada sica. El diseño
de ambas les otorgaba una increíble potencia de corte. Tras toparse con la falx en
Dacia, la respuesta romana fue realizar el único cambio documentado en su
armadura como respuesta a un arma enemiga: reforzar los cascos con unas
barras protectoras.
rudis: gladius de madera, símbolo de la libertad que podía concedérsele a un
gladiador que satisficiera lo bastante a su patrono, o que hubiera obtenido
suficientes victorias en la arena para tener derecho a él. No todos los gladiadores
estaban condenados a morir en combate: los prisioneros de guerra y los
criminales sí, pero los esclavos que habían cometido un delito menor recibían el
rudis si sobrevivían tres años como gladiadores. Dos años después, podían ser
puestos en libertad.
scutum (pl. scuta): escudo oval y alargado del ejército romano, de unos 1,2
metros de altura por 0,75 metros de anchura. Constaba de dos capas de madera
situadas entre sí en ángulo recto, y estaba forrado de lino o loneta y cuero. El
scutum era pesado, de entre seis y diez kilos. Tenía el centro decorado con un
gran tachón de metal con el asa en horizontal situada detrás. La parte delantera
solía llevar motivos decorativos pintados y se utilizaba una funda de cuero para
proteger el escudo cuando no se usaba, por ejemplo durante las marchas.
secutor (pl. secutores): el perseguidor, un tipo de gladiador que se asemeja al
cazador. También llamado contraretiarius, el secutor luchaba contra el pescador,
el retiarius. Prácticamente la única diferencia entre el secutor y el murmillo era
el casco de superficie lisa, sin ala y con un pequeño penacho sencillo,
probablemente para que al retiarius le costara más atraparlo y envolverlo en su
red. A diferencia de otros tipos de gladiadores, el casco del secutor tenía
pequeñas mirillas, lo cual dificultaba la visión. Posiblemente fuera para reducir
las posibilidades de que el luchador armado hasta los dientes superara
rápidamente al retiarius.
sestertius (pl. sestertii): moneda de latón que equivalía a cuatro asses, o a un
cuarto de denarius, o a una centésima parte de un aureus. Su nombre, « dos
unidades y medio tercio» , procede del valor original, dos asses y medio. Su uso
se había generalizado en el período tardío de la República romana.
signifer (pl. signiferi): abanderado y oficial subalterno. Era un puesto muy
valorado y sólo había uno para cada centuria de la legión. El signifer solía llevar
armadura en forma de escamas y un pellejo de animal encima del casco, que a
veces constaba de una pieza facial de bisagra, además de un escudo pequeño y
circular en vez de un scutum. El signum, o estandarte, estaba formado por un
mástil de madera con una mano alzada, o el extremo de una lanza rodeada de
hojas de palma. Debajo había un larguero del que colgaban adornos de metal o
un trozo de tela de colores. El mango del estandarte estaba decorado con discos,
medias lunas, proas de barco y coronas, testimonios de los logros de la unidad
que distinguían a una centuria de la otra.
stade (pl. stadia): palabra griega. Hacía referencia a la distancia que había
que recorrer en la carrera a pie original de los Juegos Olímpicos de la
Antigüedad del 776 a. C., y equivalía a unos 192 metros de longitud. La palabra
« estadio» deriva de ella.
stola: túnica larga y holgada, con o sin mangas, que llevaban las mujeres
casadas. Las solteras vestían otros tipos de túnicas, pero para simplificar la
cuestión he mencionado sólo una prenda, que todas llevaban.
tablinum: oficina o zona de recepción situada después del atrium. El tablinum
solía dar a un jardín cerrado con columnatas.
tesserarius: uno de los oficiales subalternos de una centuria entre cuy as
obligaciones se contaba dirigir la guardia. El nombre tiene su origen en la tablilla
de tessera en la que se escribía la contraseña del día.
testudo: la famosa formación en cuadrado compuesta por legionarios en la
parte central, que alzaban los scuta sobre sus cabezas mientras quienes ocupaban
los laterales formaban un muro de escudos. La testudo, o tortuga, se utilizaba para
resistir el ataque con proy ectiles o para proteger a los soldados mientras
socavaban los muros de las ciudades asediadas. Según parece, la dureza de la
formación se comprobaba durante la instrucción militar haciendo pasar por
encima un carro tirado por mulas.
tracio: al igual que la may oría de los gladiadores, los de este tipo se inspiran
en uno de los enemigos de Roma: Tracia, la actual Bulgaria. Armado con un
pequeño escudo cuadrado de superficie convexa, este luchador llevaba grebas en
ambas piernas y, a veces, faseiae, protectores en los muslos. El brazo derecho
estaba cubierto con una mantea. Llevaban un casco tipo helénico, con un ala
ancha curva y protección para las mejillas.
thureophoros (pl. thureophoroi): soldado de infantería muy parecido al
peltasta. Los thureophoroi sucedieron a los peltastas como un tipo más habitual de
mercenario en el este del Mediterráneo a partir del siglo III a. C. En Grecia,
Anatolia, Bitinia y Egipto se han encontrado representaciones de los thureophoroi
en las tumbas. Portaban escudos ovales o rectangulares en vez de circulares y
llevaban cascos de estilo macedonio y túnicas de colores varios. Iban armados
con una lanza larga, jabalinas y una espada.
tribuno: oficial de Estado May or en una legión; también uno de los diez
cargos políticos de Roma, donde servían como « tribunos del pueblo» ,
defendiendo los derechos de los plebey os. Los tribunos también podían vetar
medidas tomadas por el Senado o los cónsules, excepto en tiempos de guerra.
Atacar a un tribuno era uno de los delitos más graves.
trierarca: capitán de un trirreme. Es originariamente un rango griego, pero
el término se conservó en la marina romana.
triplex acies: despliegue típico de una legión para la batalla. Se formaban tres
líneas separadas ligeramente entre sí, con cuatro cohortes en la primera línea y
tres tanto en el medio como en la retaguardia. Aunque la distribución de los
huecos entre cohortes y líneas no queda clara, probablemente los legionarios
estuvieran acostumbrados a realizar distintas variaciones y cambiar de unas a
otras cuando se les ordenaba.
trirreme: clásico barco de guerra romano, accionado por una única vela y
tres bancos de remos. Cada remo estaba en manos de un solo hombre nacido
libre, no esclavo. El trirreme, sumamente maniobrable y capaz de alcanzar hasta
ocho nudos con la vela izada o durante arranques cortos tirado por los remos,
también tenía un espolón de bronce en la proa. Se utilizaba para dañar o incluso
hundir barcos enemigos. Además, había pequeñas catapultas montadas en
cubierta. Cada trirreme contaba con una tripulación de unos treinta hombres y
unos doscientos remeros; además transportaba hasta sesenta marinos (en una
centuria reducida), lo cual sumaba una gran cantidad de personas en relación con
el tamaño. Esto limitaba la distancia que recorrían, por lo que principalmente se
empleaban para transportar a la tropa y proteger la costa.
valetudinarium: hospital de un fuerte legionario. Solían ser edificios
rectangulares con un patio central. Constaban de hasta sesenta y cuatro salas,
similares a las habitaciones de los barracones de los legionarios que ocupaban un
contubernium de soldados.
velarium: toldo de tela que se colocaba por encima de los asientos de la gente
rica en la arena. Los protegía de los ray os del sol y permitía así que las mujeres
romanas conservaran una tez clara, cualidad muy importante.
venatores (sing. venator): hombre entrenado para luchar contra animales.
Cazaban animales como antílopes, cabras montesas y jirafas, y otros más
peligrosos como leones, tigres, osos y elefantes. Solía ser la clase de gladiador
más baja, por lo que protagonizaban los actos de calentamiento de la mañana,
antes de que empezara la atracción de la jornada, que eran los combates hombre
a hombre.
Vesta: diosa romana de la maternidad y el hogar.
vexillum (pl. vexilla): bandera distintiva, habitualmente roja, que se utilizaba
para denotar la posición del comandante en el campamento o en la batalla.
Asimismo, a veces los destacamentos que servían lejos de sus unidades utilizaban
los vexilla.
vílico: capataz de los esclavos o encargado de una finca. El vílico solía ser un
esclavo, aunque a veces se trataba de un trabajador remunerado cuy o trabajo
consistía en asegurarse de que los beneficios de una finca fueran lo más elevados
posible; esto solía conseguirse tratando a los esclavos con brutalidad.
BEN KANE (Kenia, 1970). Nació y se crió en Kenia, puesto el trabajo que
ejercía su padre como veterinario. Con siete años de edad, se trasladó a Irlanda,
de donde proviene su familia. Desde pequeño se avivó su afición por la ficción
histórica y militar. Dentro de sus gustos, se encuentran autores como Sir Arthur
Conan Doy le o J.R.R. Tolkien.
Confiesa no haberse planteado realmente escribir, puesto que su pasión era la
veterinaria. En Dublín, estudió medicina veterinaria en la Universidad de Dublín.
Después de sacar sus estudios, en 1996, se trasladó al Reino Unido para
concentrarse en la práctica con animales pequeños. No fue hasta 1997 que su
espíritu viajero despertó, cuando decidió visitar la Ruta de la Seda, en un viaje de
tres meses de duración, que motivó su interés por la historia antigua,
específicamente de Roma.
En 1998 inició un viaje alrededor del mundo que duró tres años. Aquí floreció su
interés por escribir acerca de ficción histórica militar, como una actividad en
paralelo a su trabajo de veterinario.
Luego de años trabajando, su interés por escribir aumentó a tal punto que decidió
empezar con su sueño, que se vio realizado con la publicación de su primer libro,
La legión olvidada, en el año 2008.
Después de haber visitado más de 60 países y los 7 continentes, ahora vive en el
norte de Somerset, Inglaterra, con su esposa y familia.