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Capitulos Estado
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EL ECLIPSE DE LA RAZÓN
Este texto, que obtuvo un enorme éxito en el momento de su aparición, ha vuelto en los
últimos años a ser objeto de un interés que no es solo de naturaleza historiográfica, por los
elementos de anticipación de problemas contemporáneos que en él aparecen. Releyéndolo
hoy, son muchas las tesis que resultan desfasadas y se han visto falsificadas: desde la
teoría de las razas a la del «alma colectiva» de los pueblos sobre la que se pronunció
críticamente Freud, así como los prejuicios antisocialistas que el autor no consigue
esconder bajo la capa de cientificidad con la que intenta revestir su trabajo. Muchas son
también las nociones imprecisas, comenzando por la de «masa», cuya extensión es tan
grande que se aplica indiferentemente a una reunión casual de personas, a un movimiento
organizado, a un jurado o a una asamblea parlamentaria”. Y, sin embargo, en esta obra de
hace más de un siglo es posible encontrar un análisis sorprendentemente revelador de las
técnicas de la propaganda política que habrían de ser experimentadas en el siglo XX y
agudas observaciones sobre los límites de la racionalidad como motivación de los
comportamientos humanos.
Entre las tesis centrales de Le Bon se encuentra la idea de que la acción colectiva solo
puede ser comprendida reconociendo el papel preponderante ejercido por el subconsciente
en la vida psíquica. Lo que define a la masa, en sentido psicológico, es precisamente la
prevalencia de los instintos y pulsiones subconscientes sobre la parte consciente de la
personalidad de los individuos que la forman. Escribe a este propósito Le Bon: «En el alma
colectiva se borran las aptitudes intelectuales de los hombres y, en consecuencia, su
individualidad. Lo heterogéneo queda anegado por lo homogéneo y predominan las
cualidades inconscientes». Y también, en relación con la influencia de las teorías científicas
y filosóficas sobre los comportamientos de las masas: la idea «no Operará sino cuando se
convierte en sentimiento. No hay que creer que una idea produce sus efectos, incluso en
espíritus cultivados, por haber demostrado que es acertada. Esto se advierte contemplando
la escasa influencia que la demostración más clara tiene sobre la mayoría de los hombres.
La manifiesta evidencia podrá reconocerse por un auditorio instruido, pero muy pronto será
equiparada por su inconsciente a sus concepciones primitivas. Si vuelve a verse al cabo de
unos días, manifestará de nuevo sus antiguos argumentos, exactamente en los mismos
términos».
Es importante notar que estas consideraciones presentadas por Le Bon como auténticas
leyes psicológicas valdrían tanto para las personas instruidas como para la masa de los
trabajadores manuales: «En todo aquello que se refiere a sentimientos religión, política,
moral, afectos, antipatías, etc. los hombres más eminentes no sobrepasan, sino en raras
ocasiones, el nivel de los individuos corrientes. Entre un célebre matemático y su zapatero
puede existir un abismo de rendimiento intelectual, pero desde el punto de vista del carácter
y de las creencias, la diferencia es frecuentemente nula o muy reducida». Esta observación,
reiterada en diversas ocasiones, es particularmente interesante para nuestro tema. A pesar
de que inicialmente sostiene que la edad de las masas coincide con el acceso de las clases
populares a la vida política y se muestra particularmente preocupado por el avance del
socialismo, Le Bon observa que el fenómeno de la pérdida del espíritu crítico y de la
independencia moral no afecta exclusivamente a las capas más humildes de la población,
sino a cualquier grupo de individuos que, arrastrado por una fuerte emoción colectiva,
adquiere las características de una masa en sentido psicológico:
«Por el mero hecho de formar parte de una masa organizada, el hombre desciende varios
peldaños en la escala de la civilización. Aislado era quizá un individuo cultivado, en la masa
es un instintivo y, en consecuencia, un bárbaro. Tiene la espontaneidad, la violencia, la
ferocidad y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos a los que se
aproxima más aun por su facilidad para dejarse impresionar por las palabras, por imágenes
y para permitir que le conduzcan a actos que vulneran sus más evidentes intereses. Y así
vemos a jurados dictar veredictos que desaprobaría individualmente cada uno de sus
componentes; a asambleas parlamentarias que adoptan leyes y medidas que rechazaría
personalmente cada uno de sus componentes».
Hay quien ha advertido que no es conveniente ver en fragmentos como estos una
prefiguración de las formas de propaganda de masas desarrolladas por las dictaduras del
siglo XX, observando el carácter en el fondo «banal» de la receta de Le Bon, enteramente
centrada en aspectos de tipo retórico. Se impone la cautela. La movilización total de la
sociedad lograda por el nazismo o el estalinismo precisa recursos organizativos que
desbordan con mucho las sugerencias de Le Bon, por no hablar del recurso sistemático al
terror. Las consideraciones de Le Bon resultan sin embargo significativas para reflexionar
sobre la vida de nuestros sistemas democráticos, en los que el cine, la televisión e internet
han multiplicado las posibilidades de crear y hacer circular imágenes, en cantidades muy
superiores a las revistas ilustradas en las que estaba pensando Le Bon, y en las que la
publicidad ha refinado sus técnicas, imponiéndose por doquier como la lengua franca de la
civilización contemporánea.
Al destacar la fuerza movilizadora de las imágenes y de todo aquello que apela a la esfera
emocional y subconsciente, Le Bon no está solo, en su tiempo. Además de los autores que,
en alguna medida, habían anticipado sus temas e intuiciones, como Tarde y Sighele, no
puede no recordarse a Freud, «el mejor discípulo de Le Bon y Tarde» según Moscovici, o
Sorel, con su defensa del mito, que no es, de por sí, ni verdadero ni falso, pero que se
revela eficaz para llevar a la acción a las masas obreras”. La revalorización de la dimensión
instintiva y sentimental de la existencia humana, frente a la lógico-racional, aparece
posteriormente, en contextos diferentes, en un teórico de las élites como Pareto y en un
intelectual ecléctico como Elias Canetti. El paralelismo entre propaganda política y
publicidad comercial encuentra un desarrollo en Joseph Schumpeter, quien le reconoce a Le
Bon el mérito de haber desvelado el carácter irreal de la antropología racionalista en la que
se basa la teoría clásica de la democracia”. Y muchos otros pensadores podrían ser
mencionados aquí, como Wilhelm Reich, autor del polémico Psicología de masas del
fascismo, o como Max Weber, con su defensa de la democracia plebiscitaria y su teoría del
poder carismático, que recalca los apuntes de Le Bon sobre el «prestigio» del jefe (una
especie de «fascinación que paraliza nuestras facultades críticas y nos llena de estupor y de
respeto»).
Un considerable número de pensadores, por tanto, desde finales del siglo XIX, comparte la
necesidad de rebajar la confianza ilustrada en la racionalidad de la acción humana,
invitando a considerar con ojos desencantados el funcionamiento real de las instituciones
políticas. En esta perspectiva los regímenes democráticos vienen a ser habitualmente
reinterpretados en clave elitista, sobre la base de la tesis según la cual, incluso tras la
victoria del sufragio universal, el curso de la historia sigue estando en manos de las
minorías, que son capaces de orientar y manipular la voluntad del pueblo. Un diagnóstico
despiadado, que sería de tontos ignorar. Y que nos ayuda a observar el «problema de los
estúpidos» con instrumentos interpretativos nuevos.
2. DE LA IDEOLOGÍA AL MARKETING
Con su habitual rigor filológico, Remo Bodei invita a reflexionar sobre el significado
etimológico de los términos «masa» y «foule» (en italiano, folla, multitud). El primero deriva
del griego máza, que indica la masa para hacer el pan. El segundo se remonta al latino
follare, que significa «retorcer y golpear los vestidos para lavarlos».
«La idea de “masa” y la de “multitud” implican, por tanto, la actividad de plasmar y presionar.
En Le Bon, en particular, la foule o la masa son una materia modelable en manos del
caudillo político, que guía a los hombres entrando en su mente, escuchando sus exigencias,
comprendiendo sus sueños y pretendiendo darles respuesta como a un eco redoblado de
sus propios pensamientos y deseos. Las multitudes no se dan cuenta por tanto de que
están siendo gobernadas por una voluntad ajena: tienen más bien la impresión de que es el
caudillo quien da voz a sus expectativas tácitas y quien refleja sus nebulosos sentimientos».
Encontramos así una síntesis de las paradojas de la edad de las masas, en las que la figura
clásica del demagogo adquiere los inquietantes rasgos del «psicagogo», que se adentra en
los meandros de las conciencias convirtiéndose en intérprete de humores, fobias, pulsiones
profundas y en ocasiones inconfesables de su «pueblo», reducido a masa inerte que espera
ser plasmada y modelada. En esto, un apoyo fundamental es el que le ofrecen los nuevos
medios de comunicación, como el cine y la radio. Medios que, precisamente por su carácter
«de masas», pueden parecerles a muchos, naturaliter, «democráticos», por más que luego
sucumban a los intereses de los monopolistas de la información y sean perfectamente
funcionales a la propaganda totalitaria.
Es necesario aclarar, en todo caso, que las nociones de «foule» y de «masa» son
susceptibles de ser utilizadas de maneras distintas, más o menos conectadas con el
significado etimológico que acabamos de recordar. Las masas trabajadoras a las que se
dirigen los representantes del pensamiento socialista y comunista no son las mismas a las
que se refieren los teóricos de la «sociedad de masas» del siglo XX, como José Ortega y
Gasset, Emil Lederer, Sigmund Neumann o Hannah Arendt. No se trata solo de una
diferencia de tipo sociológico: los obreros y los campesinos, de un lado; las clases medias,
de otro. Más allá de las ambigiiedades de algunas teorías de la vanguardia revolucionaria,
para los marxistas las masas de explotados y subalternos siguen siendo des tinatarias de
una labor de educación política que ha de llevarse a cabo con las armas de la razón. El
hombre-masa del que trata Ortega inmaduro, mediocre, «sin atributos» es una presa fácil
para la política simbólica e identitaria de los movimientos nacionalistas e irracionalistas.
Asimismo, en la reflexión de Hannah Arendt la vulnerabilidad de los individuos a la
propaganda totalitaria, su tendencia a «estupidizarse», renunciando a pensar con la propia
cabeza y hasta a mirar con los propios ojos, es directamente proporcional al nivel de
aislamiento social y depende de la inclusión, por vez primera en la historia, de masas hasta
entonces desorganizadas y apáticas. En esta perspectiva ya no es posible como hacía Le
Bon equiparar los trabajadores activos del movimiento socialista y sindical con las
multitudes anónimas que se agolpan en las plazas, obedeciendo a leyes psicológicas
primitivas. Es posible, en cambio, encontrar el hilo que une a las teorías de la sociedad de
masas del siglo XX con las reflexiones anticipadoras de Tocqueville, lúcido observador de la
evolución de las costumbres y de la mentalidad en la sociedad americana de los años
treinta y cuarenta del siglo XIX. En el segundo libro de La democracia en América, en
particular, el peligro de que aparezca «un despotismo de nuevo tipo» se relaciona con la
presión hacia el conformismo que ejercen las mayorías y con la tendencia de los individuos
a refugiarse en el ámbito privado, empujados por «una especie de materialismo honesto
que no corrompería las almas, pero que las ablandaría y acabaría por debilitar
silenciosamente todas sus fuerzas».
El subalterno y el «estúpido» tienen en común la docilidad con la que claudican ante las
simplificaciones y las mixtificaciones de la propaganda. Ambos se distinguen del tipo ideal
del ciudadano corrupto, el cual sin embargo favorece, y no poco, la degradación de los
actuales regímenes democráticos y su progresiva transformación en «kakistocracias», o
«gobiernos de los peores». El ciudadano corrupto persigue conscientemente objetivos que
están en conflicto con la ética pública y, en ocasiones, con el código penal: ofrece su voto a
cambio de favores; razona y actúa a partir de sus intereses personales, siguiendo la lógica
privada del free-rider. Los subalternos y los «estúpidos», exteriormente, pueden
comportarse de forma idéntica, pero sobre la base de motivaciones distintas, y ello hace
que sean más opacos, más difícilmente encuadrables. Su inclinación a creerse todo aquello
que se les quiere hacer creer lleva a pensar que sean víctimas de alguna forma de carencia
o ignorancia.
En esta perspectiva, los «estúpidos» nos parecen menos inocentes que los subalternos.
Como los ciudadanos-niños del Gorgias platónico, ceden a las artes del cocinero aun
sabiendo, en el fondo, que más les valdría seguir las prescripciones del médico. Ellos están
emparentados con esa peculiar categoría de «errantes» descrita por Locke en una página
del Ensayo sobre el intelecto humano: personas que cometen errores de bulto en sus
valoraciones no por falta de información, ni por su incapacidad para servirse de ella (como
los subalternos), sino porque, aun teniendo a su disposición numerosas «pruebas», les
«falta la voluntad para usar[las]»: «Gente que dispone de riquezas y de ocio y a quien no
falta el ingenio y otros auxilios, temiendo que una investigación imparcial no favorecería las
opiniones que mejor se acomodan a sus prejuicios, a sus modos de vida y a sus propósitos,
se conforman con recibir, sin examen y bajo palabra de otro, aquello que más les conviene y
que esté de moda».
Todo ello obliga a reflexionar sobre los límites de un enfoque ilustrado del problema del
populismo. Kant pensaba que la maduración moral y cultural de los ciudadanos sería
posible garantizando a todos la posibilidad de hacer un uso público de la razón. Libre de
investigar sin censuras, la razón habría finalmente conseguido disipar las sombras de la
ignorancia y la superstición. Las cosas se ha visto que son un poco más complicadas. La
irrupción de la sociedad del conocimiento y el crecimiento generalizado del nivel educativo
no han sido suficientes para erradicar las cambiantes formas de credulidad, ni para disolver
la continua tentación del «miedo a la libertad». Nos guste o no, otras fuerzas, además de la
razón y del interés bien entendido, guían a las personas y sirven de motivos para la acción.
Bien lo saben los psicólogos y los educadores, encargados de la complicada tarea de
desalentar las conductas socialmente peligrosas, como la conducción bajo los efectos del
alcohol o las relaciones sexuales de riesgo. Como observan Miguel Benasayag y Gérard
Schmit, cuando «los psicólogos de la prevención del riesgo en carretera se han interrogado
sobre el fracaso de sus campañas de información se han dado cuenta de que mensajes del
tipo “La velocidad es la muerte” o, peor todavía, “Si aceleras, te matas”, podían convertirse
inconscientemente en una tentación». La asociación entre velocidad y muerte no produce el
efecto automático de favorecer la adopción de conductas prudentes, sino que genera a
menudo el resultado contrario. «Los responsables de la prevención mantienen una
confianza kantiana en la razón como instrumento para evitar la muerte, el dolor y el
sufrimiento. Pero las personas a las que se dirigen pueden actuar y de hecho así lo hacen
contra su propio interés vital o, más concretamente, contra su interés racional».
No se trata únicamente de reconocer que los individuos no son siempre los mejores jueces
de sus propios intereses. Es preciso añadir entendido que los individuos en la acepción no
siempre actúan, y votan, en función del interés más material del término, sino sobre la base
de fines y necesidades de distinta naturaleza, que tienen que ver con los ideales en los que
creen y con la imagen que se han hecho de sí mismos y del mundo. «La gente no vota
necesariamente por sus intereses. Votan por su identidad. Votan por sus valores. Votan por
aquellos con quienes se identifican». Por esperanza o miedo, por simpatía o antipatía.
Dejándose llevar a veces por fantasmas que la razón, por sí sola, difícilmente puede
derrotar. Reconocer esto no significa batirse en retirada ante el avance del irracionalismo,
sino constatar el papel crucial que desempeñan las emociones en los procesos decisorios,
como ha sido sobradamente demostrado por las ciencias cognitivas y la neurología.
CONCEPTOS
● La resistencia alemana fue la oposición de individuos y grupos tanto civiles como
militares en Alemania al régimen Nazi entre 1933 y 1945.
● El nacionalsocialismo, comúnmente acortado a nazismo, fue la ideología de
extrema derecha del régimen que gobernó Alemania de 1933 a 1945 con la
llegada al poder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán de Adolf Hitler
(NSDAP). Hitler instituyó una dictadura.
● El luteranismo es una de las principales ramas del cristianismo, que se
identifica con la teología de Martín Lutero (1483-1546), un reformador
doctrinario, teólogo y fraile alemán.