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Impacientes. Ensayo Psicoanalítico Por Jaime Fernández Miranda

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27/5/2021 Impacientes. Ensayo psicoanalítico sobre...

por Jaime Fernández Miranda

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IMPACIENTES. ENSAYO
PSICOANALÍTICO
SOBRE...POR JAIME
FERNÁNDEZ MIRANDA
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Impacientes
Ensayo psicoanalítico sobre la ansiedad[i]

[i] Este texto forma parte de un libro de ensayos sobre clínica psicoanalítica con niños, cuya publicación
está prevista para los primeros meses de 2017.

por Jaime Fernández Miranda

Cuestiones de traducción
En los países latinoamericanos, la utilización corriente del término ansiedad en psicopatología, recibe una
fuerte impronta de la traducción inglesa de Freud. En efecto, anxiety es el término que los traductores
ingleses han elegido para el angst freudiano. En castellano, en portugués y en francés se ha optado por
vocablos que, como el original alemán, derivan del latín angustiae.

Y sin embargo, en la traducción castellana de Melanie Klein y de otros autores ingleses, anxiety ha sido
traducido como ansiedad. Probablemente anxiety sea el término más preciso para traducir al inglés
el angst alemán. No estoy en condiciones de discutirlo. Sí, pienso que la traducción de anxiety -

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especialmente en la obra de Klein- por ansiedad presenta al menos dos problemas que habría que
evidenciar:
-El primero, político-institucional: la traducción castellana de Klein ha contribuido a la operación de
segregar a esta autora -y, en de nitiva, a todos los autores ingleses- del llamado “campo freudiano”,
denominación equívoca y engañosa de un territorio cuyas fronteras suelen ser delimitadas por los
epígonos de Lacan, verdaderos agrimensores de los dominios de Freud. De este modo, el psicoanálisis
inglés y el freudiano habitarían territorios absolutamente separados e inconciliables. Sin ahondar en esto,
subrayemos que más allá de las profundas diferencias teóricas entre Klein y Freud (no más profundas que
las que existían entre Freud y Abraham o Ferenczi, por ejemplo) la concepción kleiniana de la angustia está
construida al calor de la discusión con la teoría freudiana de Inhibición, síntoma y angustia. A este
respecto, la traducción francesa ha tomado una decisión que parece acertada, al traducir el
inglés anxiety con el mismo término que se había optado para traducir el alemán angst, a saber, angoisse.

-El segundo problema, teórico-clínico, nos introduce de lleno en nuestro tema. En efecto, el
término anxiety admite dos connotaciones diferentes que tiñen con una formidable ambigüedad a la
experiencia afectiva que funda en su nominación. Anxiety designa un estado de inquietud o preocupación
sin un motivo preciso, sin una causa determinada, pero también la avidez ferviente por hacer algo o que
algo suceda. Sin embarcarnos en la tentativa torpe de una traducción sin restos, es posible decir que la
primera acepción recubre un campo semántico similar a aquello que en castellano designamos como
angustia, al tiempo que la segunda se aproxima a aquello que en nuestra lengua es la ansiedad. En
castellano, ansiedad y angustia designan experiencias subjetivas bien diferentes y, por ende, imponen
elaboraciones teóricas diferentes. La utilización del término ansiedad para traducir anxiety ha
obstaculizado la elaboración conceptual de la experiencia subjetiva que llamamos ansiedad, la cual está
instalada en el meollo de muchos análisis en la actualidad, tanto de niños como adultos.

Ansiedad y angustia. Primeras aproximaciones


No deja de ser sorprendente la ausencia de una conceptualización de la ansiedad en la teorización
analítica, más aún si tenemos en cuenta que en los últimos años la problemática clínica de la ansiedad
parece haber inundado nuestros consultorios. Inextricablemente ligado a la di cultad de traducción
expuesta anteriormente, tal vez el motivo principal de este olvido deba buscarse en la posición
absolutamente dominante que tiene la angustia en la teoría y en la clínica psicoanalítica. La angustia,
acaso por su lugar determinante en la cura, se ha ofrecido históricamente como punto de referencia
ineludible respecto del cual pueden ser asidos los diferentes afectos displacientes, como si estos tuvieran
que recortarse de la angustia para tener un lugar en la teorización psicoanalítica, como si
todo pathos debiera serle sustraído a la angustia. Así, por ejemplo, en Freud, la angustia hace de
contrapunto al momento de cernir tanto el terror[1] como el dolor,[2] en Winnicott cuando se trata de
circunscribir las agonías primitivas,[3] Pontalis parece no poder eludir la referencia a la angustia en su
teorización del dolor psíquico[4] y Jacques André utiliza la angustia para deslindar el desvalimiento como
afecto.[5]

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Los enredos de traducción mencionados en el apartado anterior indican un indudable parentesco entre la
ansiedad y la angustia (sobre todo cuando esta última surge bajo aquella modalidad que Freud llamaba
“expectativa angustiada”[6]). Y sin embargo, ambos términos circunscriben experiencias afectivas que es
necesario diferenciar. Es cierto, como ha observado con lucidez Piera Aulagnier,[7] que la nominación del
afecto se sostiene en la ilusión de una identidad entre la experiencia afectiva propia y la del otro, es decir,
en una cierta renegación de la opacidad irreductible del otro. Pero también es cierto que, en psicoanálisis,
la teoría de las pasiones está articulada menos por una búsqueda de identidad experiencial que a partir del
lugar que estas ocupan en la dinámica de la cura.

La etimología de la palabra angustia parece inscribirse como destino, como marca de una ligazón
indisoluble del signi cante con el afecto. Angustiae, en latín, signi ca estrechez; desde sus orígenes, la
nominación de este afecto complejo sitúa en su médula la alteración del cuerpo. Ahora bien, esto no
signi ca, como suele decirse, que la disnea, la opresión del pecho, la irritación estomacal sean expresiones
somáticas de la angustia, como si la angustia fuese un fenómeno de origen psíquico que se expresa en el
cuerpo. Tampoco la angustia es un proceso absolutamente comandado por el soma, como parece
desprenderse de las primeras teorizaciones freudianas, que dibujan una suerte parábola cuyo punto de
partida es una excitación sexual somática a la que le es denegada su “derivación psíquica”,
[8] descargándose entonces en el cuerpo bajo el modo de la angustia.

Por el contrario, parece razonable plantear que, según su modo de emergencia en la experiencia analítica,
la angustia designa ese punto en que soma y psique son, absoluta y radicalmente, indiscernibles. La
angustia es una experiencia psicosomática en el más profundo de los sentidos. Y esto es así aun cuando la
angustia surge bajo la modalidad que Freud llamaba ataques de angustia, caracterizada por una fuerte
preeminencia del cuerpo, preminencia que, sin embargo, no constituye un ataque de angustia sino en el
punto en que los fenómenos somáticos están inextricablemente ligados a la idea de locura y de muerte.

Esto marca una primera diferenciación neta entre la angustia y la ansiedad. En esta última, el malestar
subjetivo es mucha más exiguo y difuso. La ansiedad es un estado de excitación motriz generalizada e
inde nida, gobernado por la avidez hacia algún objeto, preciso o impreciso, pero siempre inaccesible. En la
ansiedad, a diferencia de la angustia, no hay dolor anímico sino un vago malestar que podríamos
contornear con lo términos –inevitablemente equívocos- de irritabilidad e impaciencia. Por ello es bien
diferente el lugar que una y otra ocupan en la cura.

Si la angustia es el primer motor del análisis y de su progreso, -escribe Jacques André- es porque ella
misma es la apertura sobre el enigma del interior, aún sobre los abismos del interior, y sin duda, más
radicalmente, porque ella es parte constitutiva de la interioridad.[9]

La ansiedad, por el contrario, se agota en la exigencia perentoria del objeto, elide toda pregunta por el
deseo y anula la temporalidad al interior de la cual la interpelación al sujeto podría desplegarse.


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La angustia se vierte sobre las representaciones (“la angustia es ya la anticipación de las representaciones
de la angustia”[10]), convoca el trabajo signi cante en la cura, mientras que la ansiedad se vierte
compulsivamente sobre el objeto. La angustia se abre sobre el fantasma; en la ansiedad, por su parte, la
dimensión fantasmática se diluye en un puro movimiento pulsional. La angustia es el motor del análisis. La
ansiedad, por el contrario, inhibe cualquier forma de trabajo psíquico durante el análisis.

Aquí, la expectativa angustiada es claramente discernible de la ansiedad. La primera está siempre pronta a
adherirse a la representación más facilitada, lo cual la transforma en “angustia de”. La segunda es un
estado de avidez constante que se ja a determinados objetos que cumplen ciertos requisitos y que, una
vez obtenidos, son abandonados. Para el paciente ansioso, especialmente cuando se trata de un niño, la
cuestión excluyente es encontrar inmediatamente un objeto que calme la excitación, sea este un objeto
preciso o vago.

Esta distinción sumaria entre ansiedad y angustia dibuja en puntillado el trayecto para un abordaje
conceptual de la ansiedad.[11] Aquello que da a la ansiedad su coloración particular debe ser buscado en
la relación del sujeto con el objeto y la particular temporalidad que esto instaura. Más taxativamente, la
ansiedad podría ser de nida como un modo especí co de relación con el objeto y con el tiempo.

Entre la ansiedad y el tedio

Mauro hace sonar el timbre del consultorio larga y repetidamente. No puede evitarlo dice, con un lenguaje
preciso, este niño de siete años. Llega cada vez con un juguete nuevo. Los juegos que ha proyectado para la
sesión convocan una ansiedad que deviene insoportable. En el pensamiento, en el habla, en los
innumerables juegos que propone consecutivamente –varios por sesión- todo infunde la sensación de una
imposibilidad de estasis, de jeza libidinal.

En nuestro primer encuentro, Mauro va tomando uno a uno los juguetes. Toma un objeto entre sus manos,
lo apresa con intensa fascinación, lo anima un poco, apenas unos minutos, luego lo abandona
decepcionado. Así con cada uno, hasta que no queda ninguno ¿Y ahora? El niño es tomado por el tedio, que
se evidencia como el reverso de la ansiedad. El tedio es la sensación terrible que la ansiedad elude, ese
momento insoportable en que el objeto –todo objeto- se muestra ya incapaz de suscitar el interés,
constatación de la imposibilidad de hallar ese objeto que sature y apacigüe, constatación que convierte la
tensión ansiosa en un vacío aplastante.

El tedio, cada vez que aparece, me es adjudicado a mí. Soy yo, el espacio, el análisis quien lo aburre y, de
paso, me increpa esperando que sea yo quien lo arranque del tedio. Mauro me hace sentir as xiado, busca
someterme, reducirme a objeto que sacie su voracidad o que llene su tedio. La transferencia se inscribe en
la misma estructura que su relación con las cosas.

Todo en su lazo con el otro parece afectado por una impaciencia irritada. Se enoja si no comprendo
exactamente lo que él pretende que yo haga y, por supuesto, si lo que hago no encastra a la perfección con

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sus aspiraciones. En sus juegos, acaba siempre irritándose porque no respondo según sus expectativas. La
espera, mi tiempo propio de re exión o de suspensión, lo irrita enormemente; el niño hace sentir su
impaciencia con movimientos del cuerpo, gestos involuntarios del rostro, o bien con un llamado al
apresuramiento, a su tiempo, que es la anulación del tiempo. La espera, para Mauro, es el tiempo del otro a
cuya sumisión resiste. Mauro desespera ante el hecho de que la singularidad del otro opere como
mediación y puesta en suspenso de su movimiento pulsional. Es la alteridad misma lo que deviene
irritante. Personas y cosas son tomadas por un movimiento pulsional cosi cante, que las requiere para
saciarse y luego las desecha por insatisfactorias.

Mauro nunca sabe a qué jugar, sus pocos juegos son pobres y, apenas comenzados, son abandonados en
nombre de algo más interesante. Pero eso más interesante revela prontamente su inconsistencia, y el
movimiento se repite incesantemente. Hasta que el tedio lo alcanza. Su capacidad imaginativa es exigua,
su creatividad casi nula.

Javier hace sonar repetidamente el timbre, sube corriendo las escaleras y, cuando llego al consultorio, ya
ha desparramado los juguetes. Javier tiene una imaginación prolí ca pero siempre coartada: imagina una
escena para que juguemos, la relata con pasión pero, antes de comenzar el montaje, antes de arrojarse al
riesgo de lo impredecible que caracteriza el jugar, ya hay otra escena que ha ocupado el mismo lugar… y así
sucesivamente. En algunos casos, pareciera posible establecer una relación signi cante entre las escenas.
Pero esto no es más que la ilusión del analista. Las escenas no se enlazan unas con otras, se suceden
vertiginosamente sin dejar huella alguna. Esto supone una cierta inconsistencia de la memoria que parece
ser inherente a la ansiedad. La sucesión frenética de escenas no es abordable como un encadenamiento
signi cante propio de la asociación libre. Se trata más bien de una lógica circular donde las escenas se van
sustituyendo unas a otras para ocupar exactamente el mismo lugar que la anterior: objetos de una intensa
fascinación que siempre, invariablemente, más temprano que tarde, cae en la decepción.

La ansiedad ha abolido los intervalos al interior de los cuales el jugar podría tener lugar, imponiendo a la
sesión un tiempo vertiginoso y circular. No es que no existan fantasías (las hay, por lo general calcadas de
la televisión, el cine o un video-juego), pero estas no pueden articularse en el jugar, no pueden abrirse a lo
imprevisto, a la sorpresa, a la novedad radical y la capacidad de inventar el mundo que de ne al jugar, el
cual supone, por esto mismo, un espacio y un tiempo que la ansiedad anula con su movimiento pulsional
desesperado.

El ansioso, el tiempo y el objeto

La temporalidad del ansioso se juega entre dos momentos cuyo intervalo es insoportable. Si bien la
ansiedad parecería estar regida por el futuro, en verdad la experiencia ansiosa del tiempo está localizada
en el hiato inhabitable entre el presente y el futuro que podríamos llamar inmediatez. Irremediablemente
esclavizado por una temporalidad insoportable, el ansioso se consume en la tentativa inclaudicable e
imposible de abolición del tiempo como tal. 
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La tensión ansiosa produce movimientos anticipatorios constantes en que el sujeto “vive” todo el tiempo
al interior de un objeto ausente e inolvidable, al interior de una consumación postergada e impostergable.
Es entre lo ausente y lo inolvidable, entre lo postergado y lo impostergable que se juega la tensión ansiosa.
Ahora bien, cuando nalmente se produce el encuentro con el objeto anhelado, y con éste la decepción de
la expectativa cifrada en ese objeto, el sujeto se sumerge en el tedio y en una experiencia del tiempo
signada por un puro presente vacío y lineal, sin memoria y sin esperanza. Pero, tarde o temprano, la
ansiedad vuelve a embargar al sujeto y el circuito recomienza. Gobernada por la expectativa de un objeto
pleno, la temporalidad ansiosa es circular y repetitiva.

El tiempo, entonces, está subordinado al particular estatuto que especi ca al objeto en la ansiedad. Para
situar mejor esta cuestión, comencemos por recordar que el futuro señala la primera emergencia del
tiempo para el niño pequeño. Si los niños aprenden a decir “mañana” mucho antes que “ayer”, es porque la
construcción del objeto como tal, como algo separado, comienza por la postergación y no por la pérdida.
La aceptación del futuro se sostiene en la esperanza de un feliz reencuentro con el mismo objeto. En el
reconocimiento del pasado, por el contrario, se trata de un objeto que se ha perdido irremediablemente y
el objeto que se tiene o se espera encontrar es, siempre, otro… ¿un sustituto?

La ansiedad baliza la experiencia de una espera (futuro) insoportable, mientras que la nostalgia es la
tonalidad afectiva ligada a una pérdida (pasado) insoportable. En ambas, el estatuto del objeto es
radicalmente diferente. La nostalgia resulta de una aceptación de la pérdida, la ansiedad es efecto de su
desmentida ¿Signi ca esto que la ansiedad devela una incapacidad para investir objetos sustitutos?

A priori, la correlación simple entre desmentida de la pérdida e incapacidad para sustituir parece ir de la
mano con el estatuto del objeto en la ansiedad. Aquí, el objeto, absolutamente contingente, es tratado
como el objeto único, lo cual otorga una tonalidad rayana con lo desesperante a la experiencia ansiosa. El
objeto que se desespera parece estar confundido con Aquel objeto, sea con un eventual objeto originario
que se tuvo, sea con el objeto que nunca se tuvo pero que podría colmar toda expectativa y aplacar para
siempre la tensión pulsional.

De este modo, la ansiedad podría ser pensada como un destino de pulsión que sostiene la ilusión de un
objeto ideal que la colmaría ad aeternum -recusado el tiempo y el objeto como tal. La concentración de
toda la vida psíquica cada vez en un objeto diferente, pero siempre intensamente anhelado e
insoportablemente ausente, revela una equivalencia de todos los objetos. Si el ansioso no con ara, por
decirlo de algún modo, en un perfecto encuentro con un objeto que sea Aquel objeto –único e
insustituible- no existiría la incesante decepción que da forma de nitiva a la gura circular del tiempo que
especi ca la experiencia de la ansiedad.

La ubicuidad de un objeto pleno y ausente devela la búsqueda de un encuentro imposible con el objeto
perdido (sea un objeto originario que alguna vez se tuvo y se perdió, sea un objeto ontológicamente
perdido). Ahora bien, la relación con la pérdida es claramente ambigua, y esta ambigüedad está señalada
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por el tedio, reverso inevitable de la tensión ansiosa, que no es sino la asunción terrible de aquello que el
sujeto desmiente, a saber, la inexistencia de ese objeto pleno a cuya búsqueda desesperada se aboca. En el
tedio, el movimiento se detiene porque su sentido se esfuma. Ansiedad y tedio, entonces, son dos caras de
una misma constelación psíquica erigida sobre un vacío (que amenaza en la ansiedad e irrumpe en el
tedio), vacío que subtiende una vida psíquica enteramente volcada al reencuentro con un objeto pleno
cuya inexistencia se asume y se desmiente al mismo tiempo.

La experiencia ansiosa indica una relación problemática con la pérdida, cierto, pero de aquí a pensar la
ansiedad en términos de incapacidad para sustituir hay todo un paso que no es necesario franquear. Según
la lógica de la sustitución, devenida canónica en el psicoanálisis contemporáneo, la pérdida irremediable
del objeto produciría, en el caso más favorable, una catarata de sustitutos que testimonian de su
aceptación; por el contrario, en el caso de la tensión ansiosa, una cierta desmentida de la pérdida
obturaría la capacidad para sustituir, lo cual desemboca en la tendencia desesperada hacia algún objeto
que es siempre, cada vez, Aquel objeto.

El problema del sustituto

La ansiedad, pienso, nos insta a revisitar la ligazón intrínseca entre pérdida y sustitución. Ante todo, no
cederé a la tentación de cuestionar esta ligazón por el sesgo de su deriva simplista -que circula como
moneda corriente el psicoanálisis contemporáneo- la cual reduce el deseo a la búsqueda constante e
inacabable de un objeto irremediablemente perdido bajo el modo de sustitutos que son equivalentes
entre sí. Deriva absurda según la cual los objetos son Aquel o son cualquiera. La celebración de la
metonimia deseante ha producido una suerte de equivalenciamiento de los todos los objetos de deseo
que resta cualquier dignidad a los objetos privilegiados por el sujeto singular. Todos son lo mismo, pobres
sustitutos, cualquier cosa.

Ahora bien, más acá de esta simpli cación, la articulación entre pérdida y sustitución tiene una fuerte
consistencia conceptual que ancla en la obra freudiana. Y sin embargo, pienso que su carácter inapelable y
omniexplicativo debe ser puesto en cuestión, a partir de una interpelación de sus fundamentos. En este
punto, el abordaje conceptual de la ansiedad traza la vía para un replanteo profundo de la problemática
del objeto en la sexualidad infantil.

Dirijamos nuestra mirada a lo originario. A esta altura del pensamiento psicoanalítico, estamos en
condiciones de situar al pecho en un lugar preciso, no como El objeto originario del cual dependen todos
los demás –el pecho de la teorización kleiniana- ni como pura contingencia, como un objeto contingente
más que bordea la ausencia del objeto. Lamentablemente aún hay que aclarar que al referirnos al pecho
no estamos hablando de un objeto de necesidad biológicamente predestinado (que, en ese caso, no sería
el pecho sino la leche), sino de un objeto sexual, del objeto privilegiado a partir del cual la sexualidad del
adulto es implantada en el cuerpo del niño. El pecho designa el lugar del otro, sexualizante y apaciguante,
en los orígenes. Por ello, la vida psíquica de un bebé que es amamantado gira en torno al pecho y a la
rítmica de la lactación. 
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Ahora bien, hay bebés que desesperan su encuentro con el pecho -con el otro- y hay otros bebés que
habitan mejor su ausencia. Aquí, la dimensión del chupeteo autoerótico parece ser decisiva en uno u otro
sentido. El chupeteo propicia una suerte de olvido del objeto ausente ¿Es el pulgar, entonces, un sustituto
del pecho, del otro? ¿El autoerotismo sería una suerte de “plan B”, correlativo a la pérdida de objeto, que
haría proliferar los más variados objetos en el agujero dejado por el objeto perdido? Una observación
simple traza en puntillado el trayecto de una respuesta posible: un bebé que lleva tres horas sin mamar
puede estar en proximidad del pecho sin demandarlo, totalmente abstraído en el chupeteo de sus dedos.
Si aun estando en presencia del otro, muchos bebés chupetean su pulgar sin reclamar el pecho, es posible
decir que el autoerotismo no es simplemente una maquinaria sustitutiva que se constituye en ausencia del
objeto, ni los dedos son un simple sustituto del pezón.

Entonces: ¿pecho, dedos, peluches son objetos que contornean la falta de objeto? ¿Seremos tan
dogmáticos como para equivalenciar así, sin más, el pecho con los objetos del autoerotismo? Interpelar
una noción de sexualidad infantil demasiado conquistada por la idea del objeto perdido y su sustituto, nos
permitirá replantear el problema clínico de este ensayo.

Por supuesto que la impronta del pezón en los labios, la marca que el pecho ha dejado en el cuerpo horada
el camino del autoerotismo, pero si un niño de pocas semanas de vida puede, sin mayores apremios,
entregarse al chupeteo autoerótico sin la añoranza del objeto en torno al cual gira su vida psíquica,
¿podemos decir, tan simplemente, que está sustituyendo al pecho, que el puño es un sustituto del pecho?
El autoerotismo placentero, ¿no es, precisamente, el testimonio de una relación al pecho que no está
signada por la tendencia desesperada a alcanzar el objeto, por la pendiente ansiosa que congela la vida
psíquica en la añoranza de un objeto ubicuo y ausente? La idea básica de un objeto originario perdido y su
sustituto (se entiende que dejar vacío el lugar del objeto perdido no altera para nada la lógica que estoy
interrogando), no sólo se arregla mal con el modo en que estos bebés parecen investir tanto el pecho
como el chupeteo del pulgar, sino que tampoco permite discernir la diferencia con esos otros bebés que
son incapaces de entregarse a un chupeteo placentero, consumiéndose en la espera insoportable del
pecho, en la desesperación por un objeto vital que concentra todo, allí donde vemos ya en ciernes la
experiencia de la ansiedad.

La escena evocada no tiene más pretensiones que la der ser un simple modelo para cuestionar la lógica
excluyente (“o bien… o bien”) cifrada en la noción de sustitución y de objeto sustituto. Por lo demás, hay
evidentemente una correlación entre pérdida y autoerotismo, pero pienso -esta es una de las hipótesis
principales de este ensayo- que habría que invertir la secuencia que nos ha sido impuesta por la noción
de ersatz: el autoerotismo no es efecto de la pérdida sino, por el contario, hace que la pérdida sea posible.

El autoerotismo entre repetición y creación

Pienso que la complejidad del autoerotismo nos permitirá replantear la problemática del objeto en la
sexualidad infantil –actualmente colonizada por la lógica pérdida-sustitución- y con ello el tema especí co
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de nuestro ensayo.

La cuestión del objeto en el autoerotismo es situada por Freud en dos dimensiones contrapuestas. Una,
repetitiva y demoníaca, la otra creativa y placentera. La primera halla su concepción más acabada en un
párrafo de Pulsiones y destinos de pulsión. Escribe Freud:

De ellos [los “otros componentes de la función sexual”] podemos decir, en general, que actúan de
modo autoerótico, es decir, su objeto se eclipsa tras el órgano que es su fuente y, por lo común, coincide
con este último. El objeto de la pulsión de ver es también primero una parte del cuerpo propio; no
obstante, no es el ojo mismo.[12]

El objeto se confunde con la fuente, escribe Freud; en esta versión del autoerotismo, la sexualidad aparece
plegada sobre el cuerpo. El autos toma aquí un sesgo radical: no hay otro objeto que la fuente, el objeto es
la fuente corporal. Ahora bien, si “el objeto de la pulsión es aquello en o por lo cual puede alcanzar su
meta”[13], y “la meta de una pulsión es en todos los casos la satisfacción que sólo puede alcanzarse
cancelando el estado de estimulación en la fuente de la pulsión”[14], la coalescencia del objeto con la
fuente instaura una paradoja enloquecedora en la cual la tentativa de apaciguar la excitación
autoeróticamente engendra más excitación.

El autoerotismo aquí sería una respuesta compulsiva y repetitiva al traumatismo originario, es decir, a la
implantación de la sexualidad en el cuerpo del lactante efecto de la seducción originaria (según la decisiva
concepción de Laplanche); en otras palabras, el autoerotismo sería el intento imposible y desesperado de
evacuar la excitación pulsional. La pulsión, conminada a una repetición demoníaca, se pliega sobre el
cuerpo, se cierra sobre sí misma, sobre ese objeto único que es al mismo tiempo la fuente.

Tras este recorrido, resulta ya llamativo el estatuto que Freud había otorgado al objeto autoerótico diez
años antes, en su primera presentación del concepto en Tres ensayos de teoría sexual:

Una parte de los propios labios, la lengua, un lugar de la piel que esté al alcance –aun el dedo gordo del pie-
son tomados como objeto sobre el cual se ejecuta la acción de mamar.[15]

En Pulsiones y destinos de pulsión el objeto autoerótico, fusionado con la fuente, es siempre uno y el
mismo, jeza del objeto que contrasta fuertemente con la plasticidad, la movilidad, la intercambiabilidad y
el carácter prolí co que Freud atribuye al objeto autoerótico en los Tres ensayos de teoría sexual. En el
límite, escribe Freud en este último texto, cualquier “lugar de la piel que esté al alcance”[16] podría
devenir objeto de la succión. Hay aquí un clivaje entre la fuente y el objeto, otra dimensión del objeto que
abre a otra dimensión del cuerpo, un cuerpo engendrado –en el sentido fuerte del término- por la
actividad autoerótica, noción que halla su correspondiente en una idea capital de Winnicott:

En el caso de algunos bebés el pulgar se introduce en la boca mientras los demás dedos acarician el rostro
mediante movimientos de pronación y supinación del antebrazo. La boca, entonces, se muestra activa en
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relación con el pulgar, pero no respecto de los dedos. Los que acarician el labio superior o alguna otra
parte pueden o no llegar a ser más importantes que el pulgar introducido en la boca. Más aún, se puede
encontrar esta actividad acariciadora por sí sola, sin la unión más directa de pulgar y boca.[17]

La plasticidad del objeto autoerótico es consustancial a la plasticidad de la erogeneidad corporal. Si en su


versión más repetitiva y compulsiva, la sexualidad autoerótica aparece con nada a la zona erógena aquí,
por el contrario, percibimos un movimiento de descentramiento de la sexualidad por relación a la zona. El
autoerotismo engendra en su seno otro cuerpo que disloca la sexualidad de los labios inaugurando nuevas
fuentes y nuevos objetos.

Notaremos que en tanto que en su versión repetitiva la actividad autoerótica aparece condenada a la
búsqueda imposible de la identidad de percepción, esta versión creativa, por el contrario, es un
movimiento incesante de engendramiento de lo nuevo, en que el placer no reside en el reencuentro sino
en el hallazgo. De aquí que un autor como Fedida escriba, en un formidable texto, que el autoerotismo es,
a n de cuentas, la “capacidad de creación y de transformación de objetos.”[18] Más radicalmente, el
autoerotismo es la capacidad de engendramiento del cuerpo y del objeto.

¿Habría que tomar partido por una u otra de estas versiones del autoerotismo? ¿No sería más pertinente
sostener la paradoja radical de un concepto conformado por dos dimensiones antitéticas, y con ello una
paradoja constitutiva de la sexualidad infantil? Estas dos dimensiones contrapuestas se reclaman
mutuamente, como si la sexualidad infantil se constituyera al interior de una tensión irresoluble entre la
compulsión de repetición y la creación, entre la jeza del objeto pulsional replegado sobre el cuerpo y la
plasticidad del objeto creado, entre el cuerpo plegado sobre la zona erógena y el cuerpo lúdicamente
engendrado.

El autoerotismo, entonces, no sería primario sino originario, es decir, constituiría menos una etapa
primera de la sexualidad que aquello que la de ne como sexualidad infantil, a saber, la tensión originaria
entre la impronta pulsional del cuerpo y la capacidad de engendrar el cuerpo y el objeto.

El otro del autoerotismo

Retomo la pregunta: los objetos que el autoerotismo hace proliferar en el exiguo campo del bebé, ¿son
sustitutos del pecho? O bien, ¿su contingencia es efecto de la inadecuación ontológica de todo objeto para
la pulsión? De modo tácito o explícito, la creatividad suele ser subsumida en la pérdida, deviniendo
entonces una tentativa de sustituir el pecho ausente, o bien un hacer con la falta ontológica de objeto. De
este modo, todo objeto creado sería un sustituto de otra cosa y la novedad, engendrada en el seno de la
repetición, perdería su estatuto como tal.

Hay varias cuestiones en juego aquí, una de las cuales es si el sujeto es capaz de engendrar algo más que lo
que provino del otro. Se responderá evidentemente que sí, que cómo no, faltaba más. Y sin embargo, en
cierta versión de la clínica con niños que, lamentablemente, hegemoniza el campo, toda manifestación del

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sujeto pretende ser reconducida a alguna impronta del otro en los orígenes, develando de este modo la
concepción implícita que sostiene la práctica, a saber, que todos y cada uno de los rasgos de un niño hallar
su razón de ser en el otro (de ahí a la tentativa teórica aberrante de concebir La madre del psicótico,
autista, etc. no hay más que un paso)

¿Cuál sería, entonces, el otro del autoerotismo, el eros del autos? Retornemos a Freud:

El niño no se sirve de un objeto ajeno para mamar; pre ere una parte de su propia piel porque le resulta
más cómodo, porque así se independiza del mundo exterior al que no puede aún dominar…[19]

Absoluta disponibilidad del objeto autoerótico, diferencia fundamental con el objeto transicional que
puede ser ofrecido y rehusado por el adulto y que por ende es mucho más vulnerable a las perturbaciones
externas. Ahora bien, esta independencia respecto del “mundo exterior”, ¿es la renegación de la ausencia?
¿Es efecto de la elaboración de la pérdida? ¿Es una respuesta a la añoranza del objeto? ¿Es correlativa de
una “renuncia pulsional”, como plantea Freud respecto del niño del fort-da? Ante todo, habría que advertir
con Winnicott que el niño, primero, juega en presencia y sólo en presencia del otro. Lo mismo podría
decirse del bebé que chupetea. La independencia triunfal del bebé que chupetea es la veladura de una
presencia fundamental e inadvertida, tan ubicua que es invisible.

En uno de sus textos seguramente más inspirados, Winnicott sostiene que la capacidad para estar sólo –
disposición psíquica sin la cual, agrego, no es posible el autoerotismo- se funda en la experiencia de la
soledad en presencia del otro. Estar sólo en presencia del otro, fórmula en apariencia paradójica que
impone la siguiente pregunta: ¿de qué presencia se trata? Con estilo simple y profundo, tan inglés,
Winnicott responde: “alguien disponible, alguien que esté presente, aunque sin exigir nada.”[20] Estando a
disposición del bebé, la madre no se entromete en su espacio corporal. Aquello que Winnicott no percibe
en toda su dimensión es la fantástica capacidad de rehusamiento pulsional que esta puesta en suspenso de
su sexualidad exige a la madre, rehusamiento al goce que evidencia la ternura materna respecto de ese
niño que concentra todo su erotismo.

La madre disponible, absolutamente disponible, no aparece sino es requerida. Esto supone que la
aparición-desaparición del objeto, el ritmo de su escansión presencia-ausencia está, en la medida en que
esto sea posible, subordinada a la rítmica del bebé entre sus momentos calmos y excitados. Nos
encontramos aquí con una de las ideas fundamentales de Winnicott que atraviesa su producción de punta
a punta, a saber, la madre su cientemente buena, la cual ha recibido tantas lecturas super ciales como
dogmáticas, tantos rechazos apresurados como adhesiones irre exivas.

Grosso modo, según Winnicott, en la medida en que la oferta de la madre se ajusta todo lo posible a la
experiencia del niño, sea en su ritmo ausencia-presencia, sea en la cualidad del objeto ofrecido (la
tonalidad de la voz o el modo de tomarlo, por ejemplo), propicia en el bebé la ilusión de haber creado el
objeto que se le ofrece. Esto impone un conjunto de objeciones, la más perentoria de las cuáles recae sin
dudas sobre la renegación de la opacidad de la experiencia del bebé, allí donde Winnicott parecería plegar

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la teoría a la ilusión materna de saberlo todo respecto del hijo. Y sin embargo, más allá de esto, existe una
profunda diferencia –clave en el tema de este ensayo- entre una madre sujeta –aún, esclavizada- a los
ritmos de su bebé y una madre que somete a este al capricho de sus movimientos deseantes.

En otros términos, en la medida en que el objeto es ofrecido, por así decir, en tiempo y forma, su carácter
disruptivo, traumatizante, es reducido al mínimo por su adecuación a la experiencia del lactante. De este
modo el otro como tal, como ajenidad, permanece inadvertido. Ese otro que se deja suscitar, que se deja
crear, que se ofrece al bebé con el mínimo de alteridad posible, propicia en el niño la ilusión de que es un
objeto creado por él, un objeto que puede hacerse aparecer y desaparecer.

Aquello, pues, que funda la creatividad autoerótica no es la ausencia del otro sino cierta modalidad de la
presencia, esa presencia que, por rehusarse al goce sexual con el cuerpo del niño, deviene invisible. Por
ello, un bebé en brazos de su madre puede hallarse absolutamente abstraído en el chupeteo del pulgar sin
demandar el pecho. A n de cuentas, ese bebé no está recreando el pecho sino creando el objeto –un
objeto que es engendrado y no un sustituto correlativo a la pérdida de otro objeto más primordial.

En síntesis: en tanto la sexualidad inconciente de la madre implanta la pulsión en el cuerpo constituyendo


la sexualidad infantil bajo el régimen de la repetición, la disposición amorosa materna, marcada por su
rehusamiento al goce, inaugura la capacidad creativa de la sexualidad infantil. El autoerotismo es la
conformación originaria de la sexualidad infantil en la tensión entre ambas dimensiones. Como se ve, la
creatividad no se deduce de la repetición. No hay autoerotismo sin el exceso inevacuable con que la
sexualidad materna constituye el cuerpo pulsional del lactante, por supuesto, pero tampoco hay
autoerotismo sin la ilusión del bebé de haber creado el objeto.

El objeto. Su creación, su pérdida

El problema clínico de la ansiedad nos ha llevado a revisar un problema capital, a saber, el estatuto del
objeto en la sexualidad infantil. Antes de retornar sobre nuestra problemática de partida, es necesario
ocuparnos del objeto transicional y su lugar decisivo en el derrotero de la sexualidad infantil.

Existe un movimiento sutil en que el niño pasa de las diversas regiones “de la piel” al entramado de objetos
exteriores, momento de aparición de los fenómenos transicionales que son cronológicamente secundarios
respecto del chupeteo del pulgar, por el simple hecho de que exigen cierta capacidad motriz del bebé
inexistente en las primeras semanas de vida. Ahora bien, la sustancia de los fenómenos transicionales
parece ser la misma que la del chupeteo autoerótico, dado que la exterioridad de los objetos no sería un
dato decisivo mientras estos sigan siendo absolutamente contingentes. Es cierto, a diferencia del objeto
autoerótico la not-me possesion está sujeta a la oferta-rehusamiento del otro y, sin embargo, parece dar
lo mismo un peluche, un sonajero o un pulgar, ya que el objeto no es sino la ocasión de un movimiento
expansivo hacia lo nuevo, movimiento cuya perpetuación parece ser lo esencial… hasta que aparecen los
objetos transicionales.

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En efecto, como escribe Winnicott:

Por lo demás, de todo ello (si estudiamos un bebé cualquiera) puede surgir algo, o algún fenómeno –quizá
un puñado de lana o la punta de un edredón, o una palabra o melodía, o una modalidad-, que llega a
adquirir una importancia vital para el bebé en el momento de disponerse a dormir, y que es una defensa
contra la ansiedad, en especial contra la de tipo depresivo. Puede que el niño haya encontrado algún
objeto blando, o de otra clase, y lo use, y entonces se convierte en lo que yo llamo objeto transicional. Este
objeto sigue siendo importante.[21]

Todo sucede como si el movimiento autoerótico se detuviera en un punto, como si la movilidad de


investimientos creara un lugar de jación, como si la proliferación de objetos contingentes diera lugar al
surgimiento de un objeto necesario. La construcción de un objeto transicional –que no es sin la creatividad
autoerótica pero que implica también un punto de detención de su movimiento expansivo- sólo puede ser
comprendida en su relación con la pérdida, siempre y cuando invirtamos la secuencia supuesta por la
lógica del sustituto. Prosigamos con Winnicott:

Es cierto que un trozo de frazada (o lo que fuere) simboliza un objeto parcial como el pecho materno. Pero
lo que importa no es tanto su valor simbólico como su realidad. El que no sea el pecho (o la madre) tiene
tanta importancia como la circunstancia de representar al pecho (o a la madre).[22]

El objeto transicional simboliza a la madre, seguramente, pero no es esto lo importante, dice Winnicott,
sino su “realidad”. Realidad no es reality sino actuality: no se trata de a rmar el estatuto del objeto
transicional como un existente sino de subrayar cómo su materialidad, su ajenidad, su actuality (aquello
que el objeto es “en realidad”, un trozo de frazada, un peluche), hace resistencia al movimiento creativo.
El objeto transicional es real –bien real- y al mismo tiempo es creado, “nunca se encuentra bajo el dominio
mágico, como el [objeto] interno, ni está fuera de dominio como ocurre con la madre verdadera.”[23] Se
deja crear, manipular, pero también puede perderse, alteridad del objeto que pone al niño siempre al
borde de una angustia abismal. Esta perfecta ambigüedad hace del objeto transicional el receptáculo de
un investimiento apasionado que lo sitúa en el lugar exacto para propiciar una cierta declinación del otro
primordial.

Escribe Winnicott respecto de un paciente:

Nunca había tenido biberón, ni chupete, ni otra forma de alimentación. Mostró un muy fuerte y
prematuro apego hacia ella [la madre] misma, como persona, y en realidad la necesitaba a ella.

Durante doce meses adoptó un conejo al que acunaba (…) Podría describírselo como un consolador, pero
nunca tuvo la verdadera cualidad de un objeto transicional. Jamás fue, como lo habría sido un verdadero
objeto transicional, más importante que la madre, una parte casi inseparable de él.[24]


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El intenso “apego” hacia la madre y la creación/hallazgo del objeto transicional parecen excluirse
mutuamente. El objeto transicional deviene “más importante que la madre”, formulación seguramente
excesiva que circunscribe sin embargo un hecho fundamental, a saber, que el investimiento de este objeto
permite desalojar al otro del lugar al que se anuda una dependencia melancolizante.

Si existe, como decía Lacan, una confrontación bien precoz del niño con la omnipotencia de la madre,
[25] de ello se deduce la constatación temprana, por parte del bebé, de la dependencia servil que lo une a
ese otro omnipotente. El objeto transicional hace declinar la dependencia creando un lazo intenso y
excluyente con un objeto único que no está absolutamente fuera de dominio pero que es bien real. Este
objeto deviene más importante que la madre no porque la sustituya, sino porque permite un “umbral de
autonomía” respecto del otro, creando un objeto que, sí, carga con parte del investimiento de que gozaba
la madre.

Esto nos permite invertir la correlación entre creatividad y pérdida: no es la declinación del objeto la que
da ocasión a la proliferación de sustitutos; es la capacidad creativa de la sexualidad infantil la que hace
posible una cierta recusación del otro primordial. A través de la creación del objeto transicional, el
autoerotismo hace declinar la añoranza, la demanda desesperada hacia ese otro omnipotente de quien
depende la propia consistencia.

Con lo cual, retornando sobre el problema de este ensayo, planteo la siguiente hipótesis: en la ansiedad no
se trata de una di cultad para sustituir el objeto primordial sino de una relación problemática con la
pérdida inextricablemente ligada a la abolición de la dimensión creativa de la sexualidad infantil.

La ansiedad revisitada.

La problemática clínica de la ansiedad nos ha llevado a interpelar el estatuto del objeto en la sexualidad
infantil, y con ello la posición fundante del adulto en los orígenes. Aquello que clásicamente es designado
como función materna, es una cierta posición del adulto frente al niño caracterizada por un intensísimo y
singular deseo sexual inconciente y, al mismo tiempo, por una disponibilidad absoluta. El bebé es tomado
como objeto por el goce del adulto, cierto, pero también este se hace objeto de los ritmos del bebé. Adulto
y bebé son simultáneamente, ambos, centro y periferia, núcleo y apéndice uno del otro.

El adulto le impone al bebé su capricho deseante, pero el amor al niño en tanto alteridad le impone a aquel
ciertas renuncias pulsionales y ciertas declinaciones narcisistas, que lo llevan a asumir su imposibilidad de
ofrecer un objeto que apacigüe infaliblemente la excitación pulsional que él mismo ha introducido en el
cuerpo del infans. De este modo, la respuesta al llanto del bebé está, por supuesto, comandada por el
deseo sexual inconciente del adulto, pero también, al mismo tiempo, es un trabajo de cifrado-descifrado
donde, aquí sí, es el bebé quien está ubicado en el centro y es el adulto quien se somete a los ritmos y
modalidades de aquel.


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En el caso más favorable, adulto y niño, ambos, van forjando una temporalidad absolutamente única,
ritmada por la escansión entre los momentos de excitación y los momentos calmos del bebé. Mientras que
en tiempos de excitación el adulto se deja tomar por el niño, en los intervalos calmos se rehúsa a
entrometerse en el espacio del bebé, allí donde el autoerotismo del pequeño crea y transforma los
objetos. El otro deviene para el niño una presencia invisible que se deja suscitar, inventar, crear, desde el
momento en que su ritmo de aparición-desaparición está marcado por el deseo en ciernes del niño.

Al mismo tiempo que la sexualidad del adulto implanta el objeto pulsional en el cuerpo infantil bajo el
signo de lo inevacuable, su disponibilidad amorosa instaura en el bebé la ilusión de haber creado al objeto.
De este modo, la sexualidad infantil se constituye en el seno de la tensión irresoluble entre repetición y
creación, identidad y novedad, clausura y apertura, tánatos y eros.

En la ansiedad se trata, precisamente, de una fractura de esta tensión constitutiva, consistente en un


angostamiento de la dimensión creativa de la sexualidad infantil en provecho de su dimensión compulsiva
y repetitiva. La abolición del movimiento expansivo del autoerotismo deja al niño ansioso librado a un
movimiento pulsional circular donde todo regresa una y otra vez al mismo lugar, donde todos los objetos
son el mismo, ese objeto pleno que cifra la esperanza de un agotamiento de la tensión.

Disminuida -o aún destituida- la capacidad para crear objetos, el niño queda sometido al régimen del
objeto único e imposible, esa nada plena que es el objeto pulsional. Los objetos particulares caen todos en
el mismo lugar, el de un objeto total que auspicia el agotamiento de nitivo de la pulsión.

Se instaura así una lógica circular cuyo ritmo está marcado, cada vez, por la tensión insoportable entre la
aparición y la obtención del objeto, y donde la decepción devuelve todo al mismo punto. Ansiedad, euforia,
decepción y tedio son los puntos que tensionan una gura circular del tiempo. Pero mientras que la
euforia y la decepción son momentos evanescentes, las experiencias de ansiedad y tedio, el movimiento y
la estasis, el anverso y el reverso de una misma lógica, ocupan la mayor parte del tiempo en la vida del
niño.

La experiencia del tiempo en el pathos ansioso oscila entre la inmediatez (el intervalo inhabitable entre el
presente y el futuro) cuando predomina la ansiedad, y un presente sin esperanza cuando predomina el
tedio. En el primer caso, el presente no es otra cosa que el momento previo de un futuro pleno; en el
segundo caso, desvanecida la ilusión de un objeto que colme, se desvanece el futuro y un presente
aletargado ocupa toda la escena. En ambos casos, la dimensión de la memoria está coartada por un
movimiento circular que recomienza cada vez sin dejar restos -ni huellas signi cativas ni rearticulaciones
fantasmáticas.

Por el contrario, el bebé que chupetea su pulgar abstraído –o el niño que juega ajeno a un entorno
necesario pero inadvertido- navegan en un presente sin rumbo donde la insistencia del pasado se abre a la
novedad, donde repetición y creación se fusionan en un acto que se inclina hacia un futuro impredecible
en el que la anticipación va cediendo su lugar a la errancia, en el que se diluye toda meta apenas echa a 
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andar. Aquí sí, como escribió Freud en una bella y célebre frase respecto del fantaseo, “pasado, presente y
futuro son como las cuentas de un collar engarzado por el deseo.”[26]

En síntesis: el carácter, según el caso, más o menos magro y pobre del jugar en el niño ansioso, el
angostamiento de la creatividad, la sujeción a un movimiento circular muchas veces no plausible de ser
coartado, la reducción de todo objeto a objeto pulsional, un reclamo transferencial constante e
intransigente dirigido a otro omnipotente que, según el momento, provea un objeto que colme o arranque
de un tedio aplastante que no admite otro destino que su embotamiento pasivizante… el pathos ansioso
plantea a la clínica psicoanalítica con niños un conjunto de problemas de difícil resolución.

El otro de la ansiedad.

Ahora bien, un estudio psicoanalítico sobre la ansiedad no podría eludir dos cuestiones fundamentales, a
saber, que la problemática clínica de la ansiedad devela ciertos modos particulares de liación y que su
frecuencia es bastante predominante entre las consultas que recibimos. En suma, no podemos no
interrogarnos por los singulares derroteros por los tiempos de infancia que desembocan en la ansiedad, ni
tampoco podemos eludir la pregunta por la cultura y la época particulares en cuyo seno se van trazando
estos derroteros comunes.

Respecto del primer interrogante, es interesante observar cómo la angustia de no poder satisfacer a un
hijo voraz -o la sensación de esclavitud frente a la voracidad del hijo- ocupa un lugar central en muchas
entrevistas con los padres de nuestros pacientes ansiosos. Claro que la voracidad no es constitucional,
como lo suponía Klein, sino que se va articulando a partir del otro. Y en este sentido, es habitual constatar,
en estos padres, que no sólo todo malestar sino aún todo gesto espontáneo del hijo suele ser leído como
insatisfacción efecto de la carencia de un objeto… y la insatisfacción es una calamidad que hay que calmar
inmediatamente.[27] De este modo la sobre-oferta de objetos, supuesta respuesta a la voracidad del hijo,
es en verdad aquello que la suscita. Y el adulto acaba sintiéndose agobiado por aquello que él mismo ha
generado.

Nos encontramos aquí con una modalidad bastante típica de la parentalidad contemporánea,[28] que
combina un fantasma de omnipotencia -que se deja leer en la ilusión de infalibilidad que satisfaría al niño
siempre y en todo lugar- con un rechazo de lo infantil, de sus ritmos, demandas, ruidos, movimientos y
desorden que perturban la vida adulta, rechazo que se revela en el ofrecimiento constante de objetos que
obstruyen el gesto espontáneo, especialmente objetos audiovisuales cuya función es aplacar el
movimiento expansivo de la sexualidad infantil a partir de un embotamiento pasivizante.

La ansiedad infantil es impensable sin ésta sobre-oferta de objetos que aplastan todo gesto espontáneo y
que acaban por abolir los intervalos calmos en que el niño, replegado sobre sobre sí, habita un tiempo
suspenso al interior del cual crea y recrea el objeto. La voracidad del niño ansioso indica una anulación de
la dimensión creativa de la sexualidad infantil y una sumisión a un régimen estrictamente pulsional que ha
sido impuesto por el otro. La tiranía del niño esconde, pues, su servidumbre. Finalmente ambos, niño y 
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adulto, acaban atrapados en un circuito incesante en que la ansiedad del primero suscita en el segundo
una oferta continua de objetos que nunca apaciguan, relanzando una y otra vez la misma secuencia.[29]

Ahora bien, es imposible no percibir el isomor smo de esta posición del adulto en los orígenes con una
lógica cultural donde no existe otro padecimiento humano que la insatisfacción por carencia y donde no
hay otro sentido que la búsqueda de un objeto pleno que acabaría con ella a perpetuidad. La ansiedad
plantea una temporalidad y un modo de relación al objeto que son isomorfos con la lógica del consumo,
modo de circulación de la mercancía que es, al mismo tiempo, un modo histórico de con guración de la
subjetividad.

En este punto, la topología deleuziana de pliegue nos permite aprehender una coextensividad del sujeto
con la época que guarda, sin embargo, la especi cidad de cada uno: “como si las relaciones del afuera se
plegasen –escribe Deleuze-, se curvasen para hacer un doblez, y dejar que surja una relación consigo
mismo, que se constituya un adentro que se abre y se desarrolla según una dimensión propia.”[30]

En psicoanálisis, es posible adoptar esta idea a condición de agregar que el pliegue está articulado por la
liación, es decir, que la co-extensividad del sujeto con su época implica necesariamente una puesta en
forma histórica de un universal, la “situación antropológica fundamental”[31] -concepto con que
Laplanche designa la confrontación del recién nacido con la sexualidad del otro adulto.

En suma, la cultura se pliega dando lugar a una interioridad que le es co-extensiva, cierto, pero el doblez
está troquelado por el modo en que el niño es tomado libidinalmente por el adulto. Y en la actualidad, la
posición del adulto frente al niño está circunscrita, desde los orígenes, por la particular relación al objeto
que establece aquello que llamo enunciación publicitaria, la cual es, en rigor, el modo de enunciación que
de ne a la lógica del consumo, y según la cual, correlativamente: en primer lugar, todo en el niño es
insatisfacción, no sólo el malestar sino el gesto espontáneo que perturba la vida del adulto (con lo cual,
nalmente, el niño es leído exclusivamente en clave pulsional); luego, la insatisfacción no es sino la
carencia de un objeto aprehensible; nalmente, el sentido de la existencia es la búsqueda de ese objeto
pleno que colmará para siempre la insatisfacción pulsional.

La ansiedad y el tedio como reverso de la lógica del consumo

La enunciación publicitaria organiza la subjetividad en torno al objeto de consumo, imponiendo su


impronta particular a la estructuración psíquica. Esta particularidad histórica de la estructuración del
psiquismo no sólo es aquello que concierne directamente a nuestra clínica, sino también el aporte original
que podría hacer el psicoanálisis a la lectura de la subjetividad contemporánea. De este modo, ansiedad y
consumo suponen la misma relación al objeto (promesa de un objeto pleno, ausente pero aprehensible,
capaz de colmar la insatisfacción estructural) y la misma temporalidad; la tentativa de hacer desaparecer
el hiato entre la presentación y la obtención del objeto sitúa al sujeto siempre en el intervalo insoportable
entre presente y futuro que llamamos inmediatez, lo cual devela la naturaleza pulsional tanto del consumo
como de la ansiedad. 
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La ansiedad es, pienso, la marca distintiva del sujeto de consumo -en caso de que sea pertinente esta
expresión- lo cual no signi ca que en la actualidad todos los niños estén afectados por una ansiedad
desesperante que gobierna su vida psíquica. Habría que evitar aquí un tono demasiado taxativo y
generalizante que traiciona la complejidad de la clínica. Hecha esta aclaración, es cierto que vemos, cada
vez más habitualmente, niños dominados por la ansiedad y el tedio, niños en que la capacidad creativa de
la sexualidad infantil se ha visto cercenada en provecho de un movimiento pulsional repetitivo y circular.
Más aún, cierto monto de ansiedad parece ser el sustrato casi inevitable de la infancia contemporánea.

La enunciación publicitaria es una estructura discursiva simple y potente cuya lógica de base es hacer de
la insatisfacción el malestar por antonomasia y, al mismo tiempo, renegar de su carácter inagotable. La
enunciación publicitaria exalta la insatisfacción, la nomina por relación a una carencia particular y ofrece
objetos que la colmarían para siempre: la tensión entre la carencia y la plenitud, en suma, compone su
lógica de base. La enunciación publicitaria constituye al sujeto en relación con un objeto pulsional pleno
cuyo consumo conllevaría un agotamiento de nitivo de toda búsqueda y toda tensión -lugar de plenitud
que es circunscrito por una imaginería profusa de felicidad plena, la cual no es otra cosa que la eternidad
de un instante de placer absoluto inmune al dolor, a la pérdida, la vejez y la muerte.

Los innumerables, siempre cambiantes y -digámoslo- creativos recursos del marketing, sostenidos en una
psicología bien especí ca,[32] presuponen al sujeto que la enunciación publicitaria ha forjado. La potencia
del marketing se sostiene en un sujeto absolutamente permeable a su impronta, un sujeto cuya vida gira
en torno a una insatisfacción perentoria y la esperanza de un objeto que la sacie y que lo resguarde de la
amenaza de un vacío insoportable.

A partir del angostamiento de la creatividad, la captura del sujeto en una lógica pulsional circular, la
ecuación Sentido-felicidad-placer individual asociado al encuentro con un objeto pleno -y su contracara, la
amenaza constante de vacío frente a la inexistencia de ese objeto-, es decir, en suma, a partir de la
diseminación del pathosansioso, la enunciación publicitaria ha forjado un psiquismo ávido de vivencias
intensas, tales como las que infunde la imaginería del marketing, las cuales, en muchos casos, suelen
organizar enteramente la percepción que el sujeto tiene de sí mismo y del otro.

Ahora bien, las vivencias no sólo son la vía privilegiada de conformación de los objetos como objetos de
consumo a través del marketing -toda mercancía se vende asociada a una vivencia-, sino que son, en sí, un
objeto de consumo. En la contemporaneidad, la vivencia se ha convertido en una mercancía más como
tantas otras (“momentos de intensidad satisfechos en el mercado de las sensaciones”,[33] escribe Martin
Jay), y por cierto una de las más preciadas, ya que ofrece, como ningún otro objeto de consumo, la
felicidad de un instante de placer pleno que recusa el vacío subyacente al pathos ansioso. Por este motivo,
la “comodi cación” de las vivencias (vale decir, su conversión en una commodity, en una “mercancía para la
venta”) es “una de las tendencias más prevalecientes de nuestro tiempo, una comodi cación que se
extiende desde los deportes hasta el turismo organizado”[34], y que abarca, muy especialmente, aquello
que conocemos como industria del entretenimiento. 
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En este punto, retomar sin demasiadas pretensiones la clásica distinción losó ca entre experiencia y
vivencia, tal vez nos resulte pertinente para pensar el pathos ansioso. La sumisión a la lógica estrictamente
pulsional de la ansiedad en el sujeto de consumo supone cierta destitución de la capacidad de la
sexualidad infantil para crear y transformar los objetos, y con ello, podríamos agregar siguiendo una
indicación winnicottiana, una destitución de la capacidad para la experiencia. En una carta dirigida a Roger
Money-Kyrle el 27 de noviembre de 1952, Winnicott escribía:

La experiencia es un trá co constante en ilusión, un reiterado acceso a la interacción entre la creatividad y


lo que el mundo tiene para ofrecernos.[35]

Interesante idea según la cual la experiencia no sucede sino en la con uencia, incluso en la tensión, entre
la dimensión real y la dimensión ccional: no hay experiencia sin la insistencia irreductible de lo real, pero
tampoco la hay si no es posible inventar el objeto. Siguiendo esta intuición de Winnicott -que es marginal
en su obra- la experiencia es activa y pasiva al mismo tiempo, supone una cierta continuidad y al mismo
tiempo una ruptura entre el sujeto y el objeto. La experiencia es suscitada por el objeto y a la vez es creada
por el sujeto, supone un ob-jectum que se enfrenta al sujeto y, al mismo tiempo, borra los límites entre
ambos. En suma, la experiencia en sus orígenes es autoerótica, convoca esa convivencia extraordinaria
de autos con eros que ha relevado Fedida con su habitual lucidez.[36]

Entonces, el aplastamiento de la dimensión creativa de la sexualidad y la sujeción al puro movimiento


pulsional atro a la capacidad del niño para hacer una experiencia. Más precisamente, propicia una
destitución de la experiencia del objeto en provecho del consumo del objeto. El objeto de consumo, en
efecto, no admite experiencia; es, valga la redundancia, un objeto para consumir. Y cuando la capacidad
para experienciar[37] es abolida, una vivencia exterior y pasiva parecería ocupa su lugar.

En efecto, si la mercantilización de la vivencia pone el acento en la intensidad de la sensación del sujeto, no


es menos cierto que las cualidades de la vivencia están claramente gobernadas por el objeto. Dicho de
otro modo, mientras que el objeto de la experiencia es en parte creado por el sujeto, el objeto de la
vivencia, por el contrario, es siempre exterior, y la vivencia está preformada por quienes la ofertan como
mercancía.

Jugar, entretenerse

Es en la industria del entretenimiento donde la mercantilización de las vivencias encuentra su versión más
consumada. Es necesario detenernos aquí en la noción de entretenimiento como perfecta antítesis del
jugar -en el sentido winnicottiano de playing.

Primero el jugar: pienso que en Winnicott el jugar es la experiencia por antonomasia, y esto a partir de una
teoría potente que articula playing, creatividad y gesto espontáneo. La idea de espontaneidad suele ser 
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27/5/2021 Impacientes. Ensayo psicoanalítico sobre...por Jaime Fernández Miranda

difícilmente digerible por un psicoanálisis que ha confundido prioridad del otro con determinismo. La
noción de gesto espontáneo introduce un campo de indeterminación en el movimiento de toda cura, que
evita que la clínica quede capturada en una lógica lineal donde todos y cada uno de los gestos del paciente
son el efecto directo de una o varias causas alojadas en el inconsciente.

Por ello, con el gesto espontáneo la novedad radical encuentra un lugar preciso en la teoría psicoanalítica.
Aquello que llamamos creatividad, pues, es la capacidad para la invención de algo absolutamente
imprevisible y único, algo que no estaba contenido como posibilidad previa. Por supuesto que las
condiciones para que la creatividad se constituya en el niño están dadas por cierta disposición psíquica del
otro en los orígenes (me he referido largamente a ello en párrafos anteriores). Además, la experiencia
lúdica no es sin el objeto, sin la dimensión real del objeto que resiste a la creación, que impone cierto límite
a la invención. Pero el gesto espontáneo indica el borde de toda determinación, allí donde se pone en
juego lo más singular, aquello que Winnicott llama lo “personal” y que es, agrego, antes que una
potencialidad previa que se despliega, el gesto mismo que funda cada vez la singularidad. Por eso,
nalmente, el jugar es la experiencia por antonomasia.

Vayamos ahora al entretenimiento. Es probablemente en los video-juegos que la noción de


entretenimiento alcanza su dimensión más acabada en relación con el universo infantil. En muchos niños
existe una intensísima avidez por los video-juegos -en algunos casos parecería no haber otra cosa que los
convoque. Se trata, sin dudas, de la avidez por vivencias cada vez más intensas que constituye al sujeto
contemporáneo por relación al objeto como objeto de consumo, es decir, como promesa de plenitud que
ahuyenta el vacío subyacente. Sin embargo, en los video-juegos la vivencia está preformada en cada uno
de sus detalles. No se trata de crear ni de fantasear nada que no esté predeterminado por el juego. La
vivencia, como tal, se agota en el acto mismo de vivirla. Por ello no es habitual que un niño ponga en
circulación, durante las sesiones, fantasías singulares disparadas por un video-juego. Más bien describe,
concretamente, los personajes, las acciones o la estructura del juego, o aún relata los obstáculos que tuvo
que sortear para pasar algún nivel.[38] En el entretenimiento, a diferencia del jugar, la fantasía es
delimitada, encuadrada, estrictamente circunscrita desde el exterior. Por lo demás, en los video-juegos no
hay nada para inventar. La posibilidad de combinar los elementos de modos novedosos, únicos, inestables,
es limitada sino nula. En los video-juegos se trata de descifrar su lógica, ejercitar la destreza… y ganar.

Pero, muy pronto, la intensa relación del niño con un video-juego determinado se va distendiendo hasta la
decepción, inaugurando un tiempo suspenso de tedio que concluye cuando algún otro objeto vuelve a
ocupar el mismo lugar que el anterior. Lo mismo sucede con ciertos programas de televisión, donde la
repetición buscada deviene desilusión por un objeto que ya no colma. Cuando, nalmente, el vacío
subyacente alcanza al niño y el tedio se apodera de todo, la televisión y los video-juegos habitan -y
despistan- un letargo insulso y sin sentido. Es interesante observar cómo, en ciertos momentos, la
televisión y los video-juegos constituyen vivencias intensas y, en otros momentos, son utilizados para
embotar el tedio. Finalmente, bajo de su apariencia contradictoria, ansiedad y tedio, anverso y reverso del
mismo pathos, son dos formas diferentes de pasividad.

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Tensiones irresueltas, angustias, desbordes, “juegos excitados” que alteran la rutina parental, gestos
espontáneos, todo desemboca en un embotamiento audiovisual. A esto habría que agregar que, en los
últimos años, la oferta audiovisual se ha ensanchado hasta abarcar a todas las franjas etarias -devenidos
segmentos del mercado-, incluso los bebés. La estética, los sonidos, los relatos están perfectamente
estudiados y segmentados para producir vivencias hipnóticas, sea en los bebés (Baby Einstein, por
ejemplo), sea en niños muy pequeños (Peppa pig, La casa de Mickey Mouse, The backyardigans) o en niños
en edad escolar (donde, como he señalado, la diversidad es enorme).

También los juguetes ingresan en esta misma lógica una vez que son tomados por la industria del
entretenimiento. Me sucede a menudo, en la primera consulta con un niño, que éste abra la caja de juego y
extraiga los juguetes, uno a uno, preguntando cada vez “¿qué hace esto?”. Es un juguete, suelo pensar, y los
juguetes hacen (casi) todo lo que uno proponga. Torpeza y anacronismo de mi parte, para el niño que
pregunta “¿qué hace esto?”, no se trata de un juguete en el sentido en que podría concebirlo alguien de mi
generación. Muchos so sticados juguetes actuales, esos que “hacen todo”, convocan al niño a la
contemplación pasiva, hasta que, muy pronto, la decepción, el tedio y la necesidad compulsiva de adquirir
otro objeto vuelven a dominar la escena.

El juguete, reducido al estatuto de objeto de consumo, obstaculiza su invención por parte del niño: no es
objeto para crear sino para consumir tal cual ha sido ofrecido, es decir, codiciar como objeto pleno, poseer,
decepcionarse, aburrirse y buscar otro objeto pleno. Sin la posibilidad de inventar el juguete, no hay
experiencia lúdica posible.

Como escribía Benjamin hace casi 90 años:

Puede ser que hoy ya estemos en condiciones de superar el error fundamental de considerar la carga
imaginativa de los juguetes como determinante del juego del niño; en realidad, sucede más bien al revés. El
niño quiere arrastrar algo y se convierte en caballo, quiere jugar con arena y se hace panadero, quiere
esconderse y es ladrón o gendarme. Por añadidura conocemos algunos juguetes antiquísimos que
prescinden de toda máscara imaginativa (es posible que, en su tiempo, hayan sido objetos de culto): la
pelota, el arco, el molinete de plumas, el barrilete, son todos objetos genuinos, “tanto más genuinos cuanto
menos le dicen al adulto”. Porque cuanto más atractivos, en el sentido común de la palabra, son los
juguetes, tanto menos “útiles” son para jugar; cuanto más ilimitada se mani esta en ellos la imitación,
tanto más se alejan del juego vivo. Son características, en este sentido, las diversas casas de muñecas
presentadas por Gröber. La imitación —así podríamos formularlo— es propia del juego, no del juguete.[39]

Acerca de la inconsistencia de la memoria

La cultura del consumo atenta contra la capacidad para crear el objeto, ergo para hacer una experiencia de
él. Y esto, agrego, propicia una inconsistencia de la memoria que se inscribe como rasgo decisivo de la
subjetividad contemporánea, rasgo con que el pathos ansioso nos confronta cotidianamente en la clínica.

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La vivencia asociada al objeto de consumo, por más intensa que pueda ser, no parece dejar huellas
signi cativas, tan sólo marcas super ciales, anodinas, difusas. En la circularidad propia de la lógica del
consumo, el objeto es desechado sin restos, sin otro destino que el tedio y la posterior avidez por otro
objeto que ocupa exactamente el mismo lugar. El recuerdo que el niño tiene de la vivencia ligada al objeto
de consumo está casi siempre despojado de intensidad y de nostalgia, más aún, está investido con un
carácter de obsolescencia, consustancial a la temporalidad circular revestida de renovación constante que
es instaurada por la enunciación publicitaria. El recuerdo del objeto no tiene el brillo de lo perdido sino la
marchitez de lo desechado.

El objeto de consumo abandonado no ensancha el arcón de lo perdido, no provoca nostalgia ni, como
memoria involuntaria[40], es capaz de producir ese plegamiento del tiempo donde lo perdido se
presenti ca con una intensidad mayor que la de ningún percepto, dejándose suscitar après-coup desde un
presente que lo convoca, lo reanima, lo reinstaura, lo resigni ca. En otras palabras, inconsistencia de la
memoria no es olvido (el olvido, a n de cuentas, es la condición del recuerdo y supone una pérdida), sino
una suerte de labilidad de la inscripción psíquica.

La especi cidad de la memoria en la subjetividad contemporánea, ha sido abordada por Ignacio


Lewcowicz y Cristina y Corea en un interesante libro devenido ya clásico, Pedagogía del aburrido, bajo la
idea rectora de una “correlación entre memoria, atención y pensamiento en un espacio interior.”[41]

Nuestras prácticas cotidianas -escribe Cristina Corea- están saturadas de estímulos; entonces, la
desatención o la desconexión son modos de relación con esas prácticas o esos discursos sobresaturados
de estímulos. Así, la desatención (o la desconcentración), por consiguiente, es un efecto de la
hiperestimulación: no hay sentido que quede libre, no tengo más atención que prestar. En la subjetividad
contemporánea predomina la percepción sobre la conciencia (…) la velocidad de los estímulos hace que el
percepto no tenga el tiempo necesario para alojarse en la conciencia (…) Vemos que la ecuación freudiana
percepción-conciencia sobre la que se constituye la memoria, se disuelve.[42]

Imposible no acordar con esta lectura que hace de la dispersión de la atención, propiciada por la velocidad
y la saturación de estímulos, el meollo del desfondamiento de la memoria propio de la subjetividad
mediática. Si de descentramiento de la atención se trata, resulta comprensible que el modelo sobre el que
reposa la argumentación de la autora sea, precisamente, el zapping.

Sin embargo, hay algo más, ya que también es cierto que un niño puede estar largas horas absolutamente
concentrado en un video-juego sin que esta concentración favorezca en nada su memoria. El video-juego
impone al niño una temporalidad muy diferente de la del zapping, y con ello otra articulación entre
percepción, conciencia, pensamiento y memoria. El niño concentra todos sus recursos en el video-juego,
moviliza operaciones intelectuales complejas, generalmente inaccesibles para el adulto, cuyo epicentro es
la deducción (para develar la lógica interna que tiene todo video-juego), la memoria a corto plazo (para
jar un conjunto de secuencias complejas que se entrelazan unas con otras) y la coordinación viso-motriz
a alta velocidad. Aquello que llamo inconsistencia de la memoria no designa, pues, una suerte de atro a 
de
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la memoria como función ni una pobreza de las operaciones intelectuales. Los video-juegos develan, como
ninguna otra actividad de los niños actuales, una modalidad muy particular de pensamiento cuyo análisis
excede en mucho los marcos de este ensayo y de la formación especí ca de su autor.

Ahora bien, tarde o temprano, el video-juego es arrastrado por la decepción, el tedio y, nalmente, la
emergencia de algo más interesante que se apodera de toda la disponibilidad libidinal del niño. Y junto con
el video-juego, es desechado su recuerdo, como si se hubiera esfumado sin dejar más que huellas difusas e
insigni cantes. Hay aquí una sustitución sin restos donde todos los objetos son equivalentes y ocupan
exactamente el mismo lugar en la economía psíquica del niño. El objeto desechado no produce nostalgia ni
olvido ni recuerdo, en última instancia, porque no hay pérdida. En suma, más allá de la velocidad y la
saturación de los estímulos, existe una operación absolutamente decisiva en lo concerniente a la
inconsistencia de la memoria en la niñez contemporánea, y es el equivalenciamiento de todos los objetos y
todas las vivencias, propio de la lógica del consumo y, por ende, de la ansiedad.

La relación entre este equivalenciamiento y la inconsistencia de la memoria, nos invita a revisitar


sumariamente aquello que llamamos inscripción psíquica. Ante todo, el primer modo en que aparece la
inscripción psíquica en la teorización analítica es la huella mnémica freudiana que, como tal, excluye a la
experiencia desde el momento en que es un resto fragmentario del traumatismo, ergo una ajenidad
radical. Y en su forma más primordial y más universal, la huella mnémica es el residuo de la vivencia de
satisfacción (befriedigungserlebnis), concepto ciertamente marginal en la obra de Freud sobre el cual,
empero, reposan los primeros modelos metapsicológicos freudianos.

Ahora bien, la vivencia de satisfacción es impuesta al niño por el otro, ya que la situación en que se inserta
está estructurada por la asimetría niño-adulto. A n de cuentas, el neonato, guiado por sus montajes
instintivos, va en busca del objeto nutricio -la leche si se quiere- y le es impuesto el pecho, es decir, un
objeto sexual. A partir de los invaluables aportes de Laplanche, es posible plantear que aquello que
llamamos vivencia de satisfacción no es sino la implantación traumatizante de la sexualidad en el cuerpo
del cachorro humano. Aquí, la noción de vivencia adquiere una dimensión fundamental y un espesor
propio en la clínica y en la teoría psicoanalítica.

En este sentido, aquello que insiste como resto irreductible de lo extranjero, aquello condenado a la
repetición incesante, a saber, los residuos mnémicos de la vivencia, conservan un carácter de ajenidad
radical. La inscripción psíquica de la vivencia, su huella mnémica, buscando su consumación imposible en
el establecimiento de la identidad perceptiva, impone al psiquismo un régimen de repetición. Claro que,
así las cosas, el pequeño quedaría atrapado en un circuito cerrado que haría imposible el advenimiento de
otra cosa, donde la insistencia irrecusable de lo mismo clausuraría el psiquismo a la novedad, a la
experiencia y, con ello, a nuevas inscripciones.

En este punto, sin insistir con cuestiones que he planteado en párrafos anteriores, la existencia de un
campo de experiencia originario tributario de la capacidad de invención del objeto que sólo es pensable a
partir de Winnicott, permite la emergencia de la novedad y, con ella, de nuevas trazas mnémicas 
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signi cativas. A n de cuentas, la experiencia es, por de nición, experiencia de otra cosa y toda inscripción
es diferencial, toda huella es única. Por ello, la destitución de la creatividad autoerótica y de la experiencia
por la lógica del consumo, va trazando las vías hacia aquello que llamo inconsistencia de la memoria.

En suma, la inconsistencia de la memoria designa una cierta labilidad de la inscripción psíquica de las
vivencias ligadas a objetos de consumo, labilidad que es efecto del equivalenciamiento de las vivencias
que hace que su inscripción diferencial sea inconsistente e insigni cante. Todas las vivencias -más allá de
las cualidades diferentes que tengan unas respecto de otras- van al mismo lugar y todos los objetos son
siempre el mismo, un objeto pleno que prontamente deviene decepcionante. Por eso, las pretensiones de
renovación constante con que la cultura del consumo se justi ca a sí misma, apenas logran velar una
repetición in nita y un movimiento circular donde no hay inscripción de la diferencia sino emergencia
constante de lo mismo disfrazado de novedad. Y resulta evidente que la inconsistencia de la memoria,
inherente a la ansiedad, plantea un problema profundo a la clínica psicoanalítica.

Para concluir: es preciso evitar generalizaciones y a rmaciones demasiado taxativas respecto de las ideas
vertidas en este último tramo del ensayo. No estoy diciendo que haya desaparecido la memoria en los
niños contemporáneos. Pero podemos convenir en que la relación al objeto y la temporalidad propias de la
lógica consumo propicia una inconsistencia de la memoria. El pathos ansioso es desmemoriado. No estoy
planteando, tampoco, que todos los niños contemporáneos carezcan de una capacidad para crear, ni
mucho menos reivindico con nostalgia la infancia de antaño. De manera diferente, muchos niños siguen
jugando y fantaseando. Simplemente, pienso que la ocasión para la invención que ofrecen los dispositivos
de entretenimiento contemporáneos es bastante exigua, y que en la cultura del consumo la posibilidad de
fantaseo está en gran medida constreñida, circunscrita a las posibilidades dadas desde el dispositivo de
enunciación. Y la lógica pulsional de la ansiedad, absolutamente dominante en muchos niños, presente en
otros como trasfondo insistente, es el testimonio de esto.

En la agenda actual del psicoanálisis, uno de los ítems más acuciantes es pensar los modos de
padecimiento que se inscriben como reverso de la época, y esto nos convoca a repensar profundamente
muchos conceptos cruciales de nuestra teoría.

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Jaime Fernández Miranda es Psicólogo (U.N.R.) y Magister (Université Paris VII -tesis bajo la dirección de
Jacques André). Director de la Maestría en Clínica Psicoanalítica con Niños, Facultad de Psicología –
U.N.R. Autor de “El trabajo de lo ccional. Problemáticas actuales en clínica psicoanalítica con niños (Letra
viva, 2019). Docente de seminarios en la Facultad de Psicología U.N.R. desde 2005 hasta la fecha. Docente
de seminarios de posgrado en U.N.R. y U.N.L.P. Practica la clínica psicoanalítica con niños, adolescentes y
adultos desde 1998. Supervisiones clínicas en instituciones y particulares. Dirección de tesis de grado y
posgrado.


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[1] Freud, S., (1920), Más allá del principio del placer, en Obras Completas, Tomo XVIII, Buenos Aires,
Amorrortu, 2004, pp 12-13.
[2] Freud, S., (1926), Inhibición, síntoma y angustia, en Obras Completas, Tomo XX, Buenos Aires,
Amorrortu, 2004, pp 158-161
[3] Winnicott, D.W. (1963), El miedo al derrumbe, en Exploraciones psicoanalíticas I, Paidós, Buenos Aires,
2015, pp 111-121.
[4] Pontalis, J.B. (1977), Sobre el dolor (psíquico), en Entre el sueño y el dolor, Sudamericana, Buenos
Aires, 1970, pp 253-266
[5] André, J., (1997), Entre angoisse et détresse, in Etats de détresse (sous la diréction de Jacques André),
PUF, Paris, 1997, pp 9-30.
[6] Freud, S., (1895), Sobre la justi cación de separar de la neurastenia un determinado síndrome en
calidad de “neurosis de angustia”, en Obras Completas, Tomo III, Buenos Aires, Amorrortu, 1994, p 93.
[7] Aulagnier, P., (1975), La violencia de la interpretación, Buenos Aires, Amorrortu, 1993, pp 139-146
[8] Freud, S., (1895), Sobre la justi cación de separar de la neurastenia un determinado síndrome en
calidad de “neurosis de angustia”, Op. Cit., p 107
[9] André, J., (1997), Entre angoisse et détresse, Op. Cit., p 23.
[10] Idem.
[11] Es este un texto sobre ansiedad, no sobre angustia. Apenas es necesario aclarar que la complejísima
teoría de la angustia ha sido reducida a aquellos aspectos que la hacen plausible de un contrapunto con la
ansiedad, y muy especialmente en relación con la cura. Pero aún en la dinámica del análisis, he reducido la
angustia a la llamada angustia-señal, eludiendo el problema clínico del desbordamiento de angustia,
afecto paralizante que aproxima la angustia al terror. También quedan por fuera de este análisis la relación
de la angustia con el deseo, el fantasma, la represión y el síntoma, su situación tópica, etc.
[12] Freud, S., (1915), Pulsiones y destinos de pulsión, en Obras Completas, Tomo XIV, Amorrortu, Buenos
Aires, 1995, p 127.
[13] Idem, p 118.
[14] Idem.
[15] Freud, S., (1905), Tres ensayos de teoría sexual, en Obras Completas, Tomo VII, Amorrortu, Buenos
Aires, 1994, p 163.
[16] Idem.
[17] Winnicott, D.W., (1971), Objetos transicionales y fenómenos transicionales, en Realidad y
juego, Gedisa, Barcelona, 2005, p 20.
[18] Fedida, P., La sexualidad infantil y autoerotismo de la transferencia. En Sexualidad infantil y
apego, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004.
[19] Freud, S., (1905), Tres ensayos de teoría sexual, Op. Cit., p 165.
[20] Winnicott, D.W., (1958), La capacidad para estar solo, en Los procesos de maduración y el ambiente
facilitador, Paidós, Paidós, Buenos Aires, 2007, p 43.
[21] Winnicott, D.W. (1971), Fenómenos transicionales y Objetos transicionales, en Realidad y Juego,
Gedisa, Barcelona, 1993, p 21.
[22] Op. Cit., p 22/23.
[23] Op. cit., p 27. 
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[24] Op. Cit., p 24.


[25] Lacan, J., (1965-1957), El seminario de Jacques Lacan, Libro IV. La relación de objeto, Paidós, Buenos
Aires, 2009, p 70-71.
[26] Freud, S., (1908), El creador literario y el fantaseo, en Obras Completas, Tomo IX, Buenos Aires,
Amorrortu,1992, p 130.
[27] En los últimos años, se ha impuesto en pediatría la llamada “libre demanda”, que insta a las madres a
dar el pecho cada vez que el niño lo demande, a diferencia de las prescripciones de otra época -que
pautaban la lactación según un ritmo, espaciando el amamantamiento cada dos o tres horas. Ahora bien,
en la práctica y más allá de sus seguramente justi cados fundamentos pediátricos, la libre demanda
propicia generalmente que todo llanto o malestar del bebé sea interpretado por los padres como una
demanda de pecho que exige una respuesta inmediata.
[28] Que aquí sólo menciono de pasada y que ameritarían, huelga decirlo, un estudio en profundidad.
[29] Luego, la teorización espontánea y banal de muchos analistas tiende leer esta cuestión en términos
de falta de límites, plegando la escucha y la teoría al fastidio de los padres o educadores, y descuidando la
profunda servidumbre respecto del otro que los “caprichos” de un niño suelen velar.
[30] Deleuze, G., (1986), Foucault, Buenos Aires, Paidós, 2005, p 132
[31] Laplanche, J. (1987), Nuevos fundamentos para el psicoanálisis. La seducción originaria, Buenos Aires,
Amorrortu, 1989, p 93 y sigs.
[32] Véase al respecto: Pratkanis, A., y Aronson, E., (1992), La era de la propaganda, Barcelona, Paidós,
1994.
[33] Jay, M., (2005), Cantos de experiencia. Variaciones modernas sobre un tema universal, Buenos Aires,
Paidós, 2009, p 469.
[34] Idem.
[35] Winnicott, D.W., (1987), El gesto espontáneo. Cartas escogidas, Buenos Aires, Paidós, 1990, p 100.
[36] Fedida, P. (1992), Auto-erotismo y autismo. Condiciones de e cacia de un paradigma en
psicopatología, en Crisis y contratransferencia, Buenos Aires, Amorrortu, 1995, pp 318-319 y Fedida,
P., La sexualidad infantil y autoerotismo de la transferencia, op. Cit.
[37] Traducción imposible del inglés experiencing, término de uso habitual en Winnicott.
[38] Es notable cómo el impacto estético de los video-juegos, cada vez mejor logrado, y las variadas
“aventuras” que proponen al niño, diversi can la cualidad de las vivencias según el mercado. En su
variedad rítmica, visual, sonora y de contenido, los video juegos segmentan el mercado capturando rasgos
e intereses infantiles que son convertidos en vivencias preformadas.
[39] Benjamin, W., (1928), Juguetes y juego, en Escritos. La literatura infantil, los niños y los
jóvenes, Nueva Visión, Buenos Aires, 1989, p 88.
[40] Extraordinaria idea situada por Proust en los comienzos de En busca del tiempo perdido, que ha sido
retomada por Benjamin en aras de plantear su conocida articulación entre experiencia y memoria. Cf.
Bernjamin, W., (1939), Sobre algunos temas en Baudelaire, en Ensayos Escogidos, Cuenco de plata,
Buenos Aires, 2013, pp 10-16.
[41] Corea, C. y Lewcowicz, I., (2004), Pedagogía del aburrido. Escuelas destituidas, familias perplejas,
Paidós, Buenos Aires, p 49.
[42] Op. Cit., p 50/51 
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