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1169-Texto Del Artículo-1202-1-10-20220406

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ORACIÓN Y COMUNIÓN SACERDOTAL

Reflexiones del cardenal Bernard Francis Law


en el Encuentro internacional de sacerdotes

Es un privilegio estar aquí con ustedes en este lugar Santo. Invoco junto
con ustedes la poderosa intercesión de Nuestra Señora de Guadalupe para que
estemos abiertos a la acción del Espíritu Santo en nuestras mentes y en nues-
tros corazones, mientras reflexionamos sobre el tema de la comunión.
En la introducción a la cuarta parte del Catecismo de la Iglesia católica
leemos que la oración es una relación vital y personal con el Dios vivo. El
Catecismo considera la oración como comunión con estas palabras: "En la
nueva alianza, la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre
infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo. La gracia del
Reino es "la unión de la santísima Trinidad toda entera con el espíritu todo
entero" (san Gregorio Nacianceno, Oratio 16, 9) (n. 2565). Entonces, la vida
de oración es un hábito de estar en la presencia del Dios tres veces santo y en
comunión con él. Esta sublime enseñanza es un lugar lógico para empezar
nuestra reflexión sobre la comunión.
El Espíritu Santo guió los primeros años de la vida de Jesús, para con-
formarla a la santísima voluntad del Padre celestial. Así es para nosotros,
quienes ejercemos el ministerio in persona Christi. El Espíritu Santo debe
guiamos en la búsqueda por conformar nuestras vidas a la voluntad de nues-
tro Padre celestial. La oración es indispensable en nuestra vida. En la consti-
tución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, leemos: "La iglesia es en
Cristo como un Sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con
Dios y de la unidad de todo el género humano. Por tanto, en continuidad con
la enseñanza de los concilios anteriores. intenta exponer con precisión a sus
fieles y a todo el mundo su naturaleza y misión universal" (n. I ). Esta afir-
mación lapidaria es rica de significado para nosotros, conforme reflexiona-
mos más sobre la noción de comunión.
492 Bernard Francis Law

Ustedes y yo vivimos un momento privilegiado en la vida de la Iglesia.


Durante el concilio Vaticano I, eventos extrínsecos, por ejemplo, la guerra
franco-prusiana, interrumpieron las deliberaciones del Concilio, y el esque-
ma sobre la Iglesia no fue completamente debatido.
La reflexión teológica subsecuente, con personas como los padres Emile
Mersh, s.j., y Sebastián Tromp, s.j., como guías importantes, terminó en una
significativa enseñanza del Magisterio, contenida en la Mystici Corporis, que
el Papa Pío XII publicó como encíclica en 1943. Lo que tenemos en la Lumen
gentium se construye sobre esta enseñanza, que sin duda se enriqueció con la
reflexión teológica de muchos otros. Más recientemente, el entonces p.
Jéróme Hamer, o.p., hizo una contribución significativa con su obra "La
Iglesia es una comunión". Mientras el cardenal Hamer servía a la Iglesia en
el Secretariado para la unión de los cristianos, en la Congregación para la
doctrina de la fe y en la Congregación para los religiosos, uno se imagina qué
otras contribuciones teológicas habría aportado si hubiera tenido el tiempo
para perseguir sus intereses de estudio.
Tenemos que prestar atención a Jesús cuando nos dice que debemos
entrar profundamente en el recinto del corazón, aquella habitación que está
en lo más profundo del corazón de cada uno de nosotros, y allí profundizar
en nuestra comunión con Dios.
El Catecismo nos instruye bien cuando nos señala que la oración. trata
de nuestra relación con el Dios trino. La oración nunca debe resultar un ejer-
cicio mecánico, con poco impacto en nuestrá mente y corazón. La oración es
la sangre vital de nuestro ministerio sacerdotal. ¡Qué apropiado el estar reu-
nidos en este hermoso santuario de Nuestra Señora de Guadalupe! Aquí nos
recuerda lo que significa orar a través de su fíat de corazón abierto a Dios, en
su diálogo con el ángel Gabriel. El Espíritu de Dios, como respuesta a su fíat,
la cubrió con su sombra y la Palabra se hizo carne. Así como respondemos en
la oración haciendo eco a su fíat, el Espíritu que mueve nuestras vidas puede
hacer que la Palabra, la Palabra encarnada, esté más presente en nuestro
ministerio sacerdotal. Mientras, el decreto Presbyterorum ordinis del conci-
lio Vaticano II apunta que la eficacia de nuestro ministerio no depende de
nosotros, sino de Cristo, cuyos ministros somos. Sin embargo, apunta que
nuestra santidad de vida puede hacer más efectivo este ministerio sacerdotal.
Por esta razón, hermanos míos, tenemos que ser hombres de oración. Sin ora-
ción, sin esa comunión intensa con la santísima Trinidad, no seremos hom-
bres santos. Sin la oración, es decir, sin esta comunión consciente con la san-
tísima Trinidad, no seremos santos.
Oración y comunión sacerdotal 493

Entonces, de manera más fundamental, el tema de la comunión nos


llama a reflexionar sobre nuestra relación con la santísima Trinidad, una rela-
ción que es oración.
Es interesante ponderar la paradoja que, durante un tiempo de violencia
y división sin paralelo en el mundo, que tuvieron como resultado dos guerras
mundiales, el holocausto y otras tragedías, un tiempo de oscuridad y división,
debió haber brotado una mayor comprensión de la Iglesia como cuerpo mís-
tico de Cristo, una comprensión de la Iglesia como comunión, una comunión
con Dios y como un signo de unidad entre todos los hombres. Es fácil ima-
ginar que los padres del Concilio empezaron su reflexión sobre la Iglesia con
las palabras: "Cristo es la luz de los pueblos" (Lumen gentium, 1). Si la
humanidad alguna vez ha tenido necesidad de luz, ha sido en este siglo vio-
lento que ahora se acerca al nuevo milenio. Es como si Dios hubiese prepa-
rado a la Iglesia para servir a la humanidad de un modo especial, dándonos
una autoconciencia en términos de comunión, comunión con Dios, con la
misión de ser un signo de unidad entre todas las gentes.
Nosotros, como sacerdotes, debemos estar muy atentos a las exigencias
de comunión en nuestra vida y ministerio, y debemos estar en comunión con la
santísima Trinidad y Cristo Jesús. Debemos estar en comunión con el Santo
Padre, con nuestro ordinario local y con el Colegio episcopal extendido por
todo el mundo. Debemos estar en comunión con nuestros hermanos sacerdotes,
con los diáconos, con los religiosos y religiosas y con todos los fieles, y con la
iglesia entera. Debemos cultivar la unidad de toda la humanidad. Debemos ser
uno, de manera especial con aquellos que más sufren, los pobres, los enfermos,
los ancianos, los frágiles, los olvidados, los presos, el inmigrante. Debemos ser
uno con ellos, porque en ellos encontramos al Cristo doloroso.
Esta comunión a la que estamos llamados tiene que ser mucho más que
palabras de labios para afuera. Debemos dar la vida unos por otros. No pode-
mos hacer menos, pues Jesús nos ha mostrado el camino.
La fuente y cumbre de la unidad de la Iglesia, de la communio, se encuen-
tra en la Eucaristía. Recordamos profundamente esta verdad cada vez que cele-
bramos la Eucaristía, cuando tomamos el cáliz en nuestras manos y pronuncia-
mos sobre él estas memorables palabras: "Esta es mi Sangre, Sangre de la
nueva y eterna alianza". Es a través de la Eucaristía como entramos en la nueva
y eterna alianza, como entramos en comunión con el Dios trino. Esta nueva y
eterna alianza que está sellada con la sangre de Cristo, nos hace uno con el
Padre y uno entre todos, en una relación sin precedente. Nunca es más visible
la Iglesia en el mundo como cuando estamos reunidos en torno al altar de Dios
para celebrar este misterio de fe, que es la nueva y eterna alianza en su sangre.
494 Bernard Francis Law

Experimentamos más profundamente nuestra identidad como sacerdo-


tes en el altar de Dios. Aquí, más que en cualquier otro lugar, llegamos a
conocer lo que significa ser sacerdote. Significa ser ministro de comunión, y
nos llama a vivir en una tal profundidad de comunión de mente y voluntad
con el eterno sumo Sacerdote, que le prestamos nuestras manos y nuestros
labios y nos atrevemos a decir "esto es mi cuerpo ... éste es el cáliz de mí san-
gre". Nuestra vida de oración nos prepara para estar de pie ante el altar santo
de Dios como ministros de comunión. Es mucho más que un servicio diaco-
nal de distribuir la sagrada hostia y el sagrado cáliz; se trata, más bien, de
hacer presente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Cristo bajo las
apariencias de pan y vino, a través de nuestra acción sacerdotal. Si la Iglesia
se entiende bien como comunión y si la Eucaristía es la fuente y cumbre de
la vida de la Iglesia, de la unidad de la iglesia, entonces el sacerdote tiene que
ser considerado el ministro de comunión por excelencia. Los sacerdotes serán
servidores efectivos de la comunión, ministros de la comunión, en la medida
en que sean hombres de oración.
El Espíritu Santo, que es el don prometido del Padre y el Hijo, es el
Espíritu de unidad y de amor. Invocamos la venida del Espíritu Santo sobre
las ofrendas del altar. Invocamos también la venida del Espíritu Santo sobre
nosotros, que hemos sido alimentados con el pan de vida y el cáliz de eterna
salvación. Pedimos que el Espíritu Santo de Dios actúe en nuestras mentes y
corazones, permitiéndonos vivir en unidad y amor como Iglesia, y por lo
tanto, permitiéndonos ser sacramento de unidad en el mundo.
Evangelizar es ser cada vez más efectivos como ministros de comunión,
agentes de comunión. Hoy, hay un gran enfoque, apropiado, sobre las varias
culturas que constituyen el mundo. Se ha hablado y escrito mucho sobre la
inculturación, y esta noción ciertamente tiene su lugar apropiado. Sin embar-
go, también debería decirse que puede haber un lado oscuro en el enfoque
sobre culturas particulares y las diferencias étnicas. Podemos fijarnos dema-
siado en nuestras diferencias. Me di cuenta de esto de un modo sencillo y a
la vez hermoso cuando recientemente hice una visita pastoral a la parroquia
de San Pedro en Dorchester, una sección de la ciudad de Boston. En esa
parroquia hay cuatro comunidades distintas: una comunidad de lengua his-
pana, una vietnamita, una de Cabo Verde y una de lengua inglesa. En mis
comentarios a la parroquia les felicité por la manera en que celebran una rica
diversidad dentro de una profunda unidad, en aquella profunda unidad que
nos pertenece como Iglesia. Después de la misa uno de los feligreses me sugi-
rió que no debí haber hablado de diversidad. "Somos uno", enfatizó, "y no
nos gusta llamar la atención sobre nuestra diversidad". Aunque el comenta-
Oración y comunión sacerdotal 495

rio fue un tanto simplista, encerraba una profunda verdad. ¿No es verdad que
en un sentido muy real, la Iglesia crea su propia cultura? ¿No será que nece-
sitamos estar más atentos a esta realidad única que es la comunión en nues-
tra predicación, en nuestro ministerio y en nuestra planeación pastoral? El
mundo está lleno de consecuencias desastrosas debidas a un énfasis insisten-
te sobre las diferencias. Desafortunadamente, esta tendencia de abocarnos a
lo que nos hace diferentes y distintos de los demás, se encuentra no sólo fuera
de la Iglesia.
Volviendo otra vez a mí propia experiencia pastoral, en nuestra arqui-
diócesis hemos visto necesario volver a configurar parroquias. Las necesida-
des actuales de la Iglesia, las actuales consideraciones demográficas exigen
establecer nuevas parroquias y también suprimir algunas parroquias.
Mientras que en general la reacción de los fieles ha sido loable por esas deci-
siones pastoralmente necesarias, a veces uno encuentra una reacción que
resulta muy triste. Están los que exaltan de tal modo una diferencia cultural
o étnica que ésta trasciende toda visión de la Iglesia comunión.
Hermanos míos, creo que es posible hablar de una cultura de comunión,
que es otro modo de expresar la única cultura de la Iglesia. Es una manera de
relacionarse uno con otro, que encuentra su paradigma en la relación entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en la vida del Dios trino. Es un modo de
relacionarse unos con otros. que dice que nos debemos servir hasta dar la vida
por el amigo. Es otra forma de relacionarse. unos con otros, que dice que el
Señor de los señores y Rey de reyes se encuentra en el ultimo de entre noso-
tros, en1 el más alienado de entre nosotros, en el más sufrido de entre nosotros,
en el más pobre de entre nosotros, en aquel más necesitado de entre nosotros.
Sin dejar, de todos modos, de proclamar la verdad en todo su esplendor,
una cultura de comunión nos invita a un fuerte compromiso en favor de la uni-
dad ecuménica. También nos invita a entrar en una relación de respeto y com-
prensión hacia nuestros hermanos y hermanas judíos, con quienes tenemos un
estrecho lazo, no sólo a través de la ley y los profetas, sino también a través
de Pedro y Pablo y nuestra santísima Madre, y la misma Palabra encarnada.
Esto significa que debemos entrar en una relación de comprensión y respeto
con nuestros hermanos y hermanas musulmanes, y nuestros hermanos y her-
manas budistas e hindúes. Esto significa un intento por alcanzar, por encima
de las muchas diferencias, a todo hombre, mujer y niño de la faz de la tierra,
y ver en cada uno de ellos la imagen de lo divino. Esto significa cumplir lo
que el profeta Isaías dice: "No vuelvas tu rostro ante tu hermano" (Is 58, 7).
Empecé estas reflexiones con el párrafo inicial de la constitución dog-
mática sobre )a Iglesia. Y ahora, al concluir, les dirijo la atención nuevamen-
496 Bernard Francis Law

te hacia esas palabras: "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosan-
to Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a
todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la
Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas".
Nuestra Señora de Guadalupe, ruega por nosotros para que seamos dóci-
les al Espíritu Santo, el Espíritu de unidad y de amor, y así seamos ministros
de comunión en la Iglesia, y por medio de la Iglesia podamos ser signo, un
sacramento de unidad en el mundo.

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