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La Invención Del Bien y Del Mal - Hanno Sauer
La Invención Del Bien y Del Mal - Hanno Sauer
La Invención Del Bien y Del Mal - Hanno Sauer
Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Introducción. Todo lo que era importante para nosotros
1. 5.000.000 de años
2. 500.000 años
3. 50.000 años
4. 5.000 años
5. 500 años
6. 50 años
7. 5 años
Conclusión. El futuro de todo
Agradecimientos
Bibliografía
Notas
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Hanno Sauer
Traducción de Lara Cortés, Ana Guelbenzu y Cristopher Morales
5.000.000 de años
Genealogía 2.0
El descenso
Cooperación
Adaptación
La evolución biológica
La improbabilidad de la cooperación
Han pasado muchas cosas, sobre todo en los últimos milenios. El filósofo y
neurocientífico Joshua Greene se ha imaginado qué ocurriría si una
civilización superior, procedente de otro planeta, visitase la Tierra cada diez
mil años para comprobar si alguna de las especies que habitan este planeta
parece prometedora. Hace cien mil años esos extraterrestres habrían
anotado, en referencia a los Homo sapiens: «Cazadores y recolectores,
algunas herramientas primitivas, población: diez millones»; 21 lo mismo
habrían escrito hace noventa mil años, y hace ochenta mil, e incluso hace
diez mil. Sin embargo, en su visita más reciente, en el año 2020, sus
registros dirían lo siguiente: «Economía industrial globalizada, tecnología
avanzada que incluye energía atómica, telecomunicaciones, inteligencia
artificial, viajes espaciales, amplias instituciones sociales y políticas,
gobiernos democráticos, ciencia avanzada [...]». Hemos llegado lejos, y
nuestra capacidad moral ha modelado e impulsado de manera decisiva este
desarrollo.
Pero las cosas no tendrían por qué haber sucedido así: es fácil imaginar
escenarios alternativos. La antropóloga estadounidense Sarah Hrdy ha
pensado en lo que podría pasar si unos chimpancés viajaran en avión, y
compara ese vuelo imaginario con el de unos pasajeros humanos. 22 Creo
que son poquísimas las personas a las que realmente les gusta volar. Sin
embargo, hemos de reconocer que, a pesar de los frustrantes obstáculos que
tenemos que superar para embarcar, por lo general todos los trámites
transcurren de forma civilizada. Una vez a bordo, nos pasamos varias horas
sentados, apretujados entre desconocidos, callados e inmóviles, alimentados
con una comida dudosa y entretenidos con unos medios aún más dudosos.
De cuando en cuando nos molesta algún pasajero borracho o algún bebé
llorón que no consigue calmarse, pero ¿quién ha vivido de verdad un
percance serio o violento?
En cambio, ¿cómo se comportarían los chimpancés en unas condiciones
similares? No le recomendamos a nadie que haga el experimento: asientos
destrozados; ventanillas reventadas; charcos de sangre en la moqueta;
orejas, dedos y penes desgarrados; un sinfín de monos muertos por todos
los rincones de la cabina; un aullido único; dientes que rechinan...
No quiero decir con esto que los chimpancés —o cualquier otro animal
no humano— sean unos monstruos absolutamente sanguinarios, impulsivos
e incapaces de cooperar. Lo fundamental, más bien, es que la capacidad de
cooperación en los humanos funciona de una forma distinta a la de todos los
demás animales: nosotros cooperamos de manera más frecuente, flexible,
generosa y disciplinada, y también menos recelosa, y lo hacemos incluso
con extraños. Hay algo en nuestra especie que nos permite percibir las
ventajas de la cooperación y, por decirlo así, subirnos a su carro. Si alguien
consigue reclutar a sus congéneres para diferentes proyectos en los que
todos salgan ganando, tendrá ante sí todo un mundo de nuevas
posibilidades. Nosotros sabemos reconocerlas y aprovecharlas con una
facilidad sorprendente.
La cooperación, en el laboratorio
Se ha comprobado empíricamente una y otra vez que las estructuras
cooperativas tienden a colapsar o a enredarse en ciclos de violencia
destructiva. Los juegos experimentales de la economía conductual permiten
concluir que, aunque los seres humanos se inclinan hacia la cooperación —
si bien siempre con reservas—, en la mayoría de las ocasiones los
denominados «polizones» se aprovechan de esta predisposición y, como
consecuencia, la contribución media de cada individuo al bien común se va
reduciendo drástica y rápidamente. Al final baja tanto que es casi
inexistente.
Para estudiar con precisión el comportamiento cooperativo de los seres
humanos, es necesario, en primer lugar, operacionalizarlo de manera
científica. En el juego de bienes públicos, los problemas de la acción
colectiva se constituyen como situaciones de adopción de decisiones: un
pequeño número de jugadores —cuatro o cinco— recibe una cantidad
inicial de dinero. Cada uno de ellos puede optar por quedárselo o por
donarlo al bote común. 27 Al finalizar cada ronda, el importe conjunto
obtenido se multiplica (en la mayoría de los casos por dos) y se distribuye
por igual entre todos los participantes, independientemente del dinero que
haya aportado cada uno de ellos. Muy pronto la estrategia que se impone es
la del polizón, también llamada «defección»: cada participante se beneficia
individualmente de las aportaciones de los demás y en cada ronda puede
conservar la parte que no haya donado al bote común.
Este efecto se refuerza a medida que va avanzando el juego, sobre todo
si los participantes conocen de antemano el número de rondas que habrá en
él. Estamos ante un dilema del prisionero iterado. En este caso, es posible
deducir cuál es la mejor estrategia en cada ronda a través de la inducción
hacia atrás, tomando como referencia de partida la mejor estrategia de la
última de ellas. Si se tiene claro que se van a jugar diez rondas, también
estará claro que el comportamiento de un individuo en la décima y última
partida no tendrá efecto alguno en el resultado de una undécima ronda
(sencillamente, porque no habrá tal undécima ronda). Por eso, cabe esperar
que en la última partida los participantes muestren un comportamiento no
cooperativo, lo que, de facto, convierte a la novena ronda en la última, así
que también en ella es previsible que no exista cooperación. De ese modo
se va desmoronando toda la cadena. De hecho, a partir de la primera ronda
la no cooperación parece ya una estrategia irresistible. Este resultado
teórico se ha comprobado empíricamente: aunque en la primera ronda del
juego de bienes públicos muchos participantes se muestran dispuestos a
cooperar, esta disposición desaparece rápidamente en cuanto algunos
jugadores empiezan a aprovecharse de las contribuciones de los demás sin
aportar ellos nada a cambio. Al cabo de unas pocas rondas, los pagos al
bote común tienden a ser cero.
Evidentemente, cabe dudar de que estos estudios experimentales nos
estén aportando información válida acerca del mundo real (es decir, que
tengan una «validez ecológica», como se dice en la jerga de esta
especialidad), ya que las implicaciones del comportamiento de una serie de
voluntarios cuidadosamente instruidos, en el contexto de unas situaciones
de laboratorio muy artificiales, pueden verse matizadas cuando se trasladan
a la maleza de la cotidianeidad de las personas de carne y hueso. Sin
embargo, todos conocemos lo que ocurre cuando pasamos largo tiempo
aislados en un campamento con un grupo: si los excursionistas se dan
cuenta de que, poco a poco, algunos miembros del grupo están dejando de
contribuir al bien común, se mostrarán cada vez menos dispuestos a
colaborar.
Esta situación tampoco cambia cuando surge una nueva concepción de la
especie: la idea de que los problemas de la acción colectiva solo aparecen
cuando se admite que el ser humano es un Homo oeconomicus plenamente
comprometido con las premisas ideológicas de las ciencias económicas es
un cuento al que se suele dar credibilidad, pero que quedó desmentido hace
ya mucho tiempo. La cooperación es frágil y, por eso, al igual que la
porcelana, el cristal y la propia reputación, forma parte de la lista de cosas
fácilmente destruibles, pero difícilmente reparables, que elaboró en su
momento Benjamin Franklin.
Al principio de nuestra genealogía 2.0 nos encontramos, pues, con una
constatación: cooperar es muy complicado, y más complicado aún es
mantener el éxito cooperativo una vez que se ha alcanzado. Los dados del
mundo están trucados para que no gane la cooperación. De hecho, la
cooperación es un fenómeno que requiere explicaciones, mientras que la
ausencia de cooperación constituye el estado normal. Al sociólogo Niklas
Luhmann se le atribuye la siguiente frase: cuando se tienen en cuenta las
posibilidades que hay de que la cooperación fracase, su éxito parece
«improbable». En el momento en que se encuentran dos —o incluso más—
personas, se produce una «doble contingencia»: 28 pueden pasar muchísimas
cosas. Esas dos personas pueden ignorarse, atacarse, comportarse de alguna
manera absurda o tratar de cooperar entre sí, aunque al final fracasen en ese
intento. Que ego y alter «conecten» —como se dice a veces— sus acciones
de manera exitosa es solo una de las muchas posibilidades que existen, y
por eso mismo también es improbable que ocurra.
Humanos y monos
Toma y daca
500.000 años
Crimen y castigo
La cueva de Addaura
Éxodo
Promesas lícitas
Un mono amansado
Autodomesticación
Castigo y cooperación
Cuando dos de los buzos británicos, John Volanthen y Richard Stanton, los
encontraron sobre una isleta de la cavidad, los doce jugadores del equipo
tailandés de fútbol infantil Wild Boars llevaban ya diez días atrapados a
unos cuatro kilómetros de la entrada de la cueva de Tham Luang. 20 Sin
comida ni luz, pero en buen estado de salud, habían perdido por completo la
noción del tiempo.
En la gruta se consultó a los chicos cuál de ellos debía ser rescatado en
primer lugar. Decidieron entre todos que los primeros que debían
emprender el regreso buceando tenían que ser aquellos cuyo hogar se
encontraba más lejos de allí. Daban por sentado que iban a volver a casa en
bicicleta. ¿Por qué no iba a ser así? No en vano, habían llegado en bici y no
sabían que desde hacía semanas el mundo entero estaba pendiente de su
suerte, ni que a la entrada de la gruta había más de diez mil personas
trabajando en su rescate, entre ellas más de cien buceadores profesionales,
doscientos soldados, representantes de más de cien países, periodistas,
médicos, curiosos y, por supuesto, sus padres. Cientos de voluntarios
cocinaban, ayudaban a bombear el agua para evacuarla de la cueva
inundada y se encargaban de mantener el campamento.
Ninguno de los participantes creía realmente que aquel operativo tendría
éxito. No era de extrañar: sencillamente, parecía demasiado improbable que
se lograse salvar a un joven y a doce niños que, en plena temporada de
lluvias monzónicas, se encontraban atrapados en uno de los sistemas de
cuevas más profundos y peligrosos del mundo. Ninguno de los chicos tenía
experiencia en el buceo; de hecho, muchos de ellos ni siquiera sabían nadar.
Para evitar que entraran en pánico cuando se sumergiesen bajo el agua,
hubo que proporcionarles una fuerte sedación y colocarles máscaras de
oxígeno que les cubriesen toda la cara. Solo entonces un equipo de expertos
buzos procedentes del Reino Unido, Estados Unidos y Australia, además de
militares de la unidad NAVY Seal tailandesa, pudieron remolcarlos durante
horas a través de la accidentada cueva, avanzando a contracorriente y sin
apenas visibilidad. En aquella intervención, uno de los buceadores perdió la
vida. A pesar de todo, la operación salió bien, y dieciocho días después de
su desaparición, el último de los rescatados, el apátrida Mongkhon
Bunpiam, alcanzó la entrada de la cueva.
Nuestra moral hace posible que cooperemos globalmente y que
asumamos riesgos sorprendentes para acudir en ayuda de desconocidos en
apuros. Pero ¿cómo lo consigue? Compartimos más del 99 % de nuestro
material genético con chimpancés y bonobos, que llevan millones de años
viviendo en grupos pequeños y jamás han logrado ir más allá de cascar
frutos secos con piedras del tamaño de un puño.
Como ya hemos visto, parte de la respuesta a esta pregunta tiene que ver
con la autodomesticación del ser humano. La sistemática selección contra
los miembros más violentos y agresivos de nuestra especie nos hizo
extraordinariamente pacíficos y disciplinados. La fuerza moldeadora de la
pena de muerte se inscribió —la inscribimos— en nuestro ADN. Pero el
castigo no solo influyó en nuestra moral convirtiéndonos en los primates
más complacientes de todos los tiempos: el ejercicio del castigo es también
una institución que, a través de las sanciones sociales, genera alicientes
contra el comportamiento no cooperativo.
A modo de recordatorio: el problema que tenía que resolver la evolución
de la cooperación era (y sigue siendo) su inestabilidad. En cada forma de
interacción entre individuos, ego se pregunta si debe comportarse de un
modo cooperativo o no cooperativo frente a alter. De entrada, el
comportamiento cooperativo resulta siempre costoso: ayudar a otra persona
o abstenerse de explotarla supone una desventaja o, como dicen los teóricos
de la evolución, una «maladaptación».
El concepto de aptitud inclusiva, acuñado por Hamilton, y el de
altruismo recíproco, propuesto por Trivers, explican de qué modo las
formas sencillas de cooperación consiguen imponerse desde el punto de
vista evolutivo: vale la pena ayudar a individuos genéticamente
emparentados con nosotros o que en el futuro pueden convertirse en
compañeros de colaboración si el parentesco es lo suficientemente cercano
o la probabilidad de reencontrarnos con esas personas es lo suficientemente
alta. Sin embargo, dado que en los grupos de mayor tamaño no suele
cumplirse ninguna de estas dos condiciones, los acuerdos cooperativos
necesitan en estos casos un empujoncito más.
Es ahí cuando aparece una tensión: cuanto más crece el tamaño de un
grupo, más complicado resulta transmitirles las ventajas de la cooperación a
otros miembros de ese grupo, aun cuando la mayoría de ellos presente una
mentalidad cooperativa. Esto tiene consecuencias paradójicas, ya que, al
final, en un grupo grande a los individuos no cooperativos les irá
necesariamente mejor, y ello implica que cada vez se expandirán más,
porque pueden beneficiarse tanto de las ventajas de su no cooperación como
de las de la cooperación de los demás. 21 Con el tiempo, las estrategias no
cooperativas (la «defección») dominarán el terreno. Para que también
aumenten los miembros cooperadores y puedan acabar imponiéndose, el
número de los no cooperadores no podrá ser demasiado elevado. De lo
contrario, toda la estructura colapsará.
El castigo puede resolver este problema, porque provoca que el
comportamiento no colaborador salga caro a largo plazo. 22 Aunque
desvalijar a los demás pueda parecernos de entrada una estrategia excelente
—sobre todo cuando estamos rodeados de personas que no se pasan el día
desvalijándonos a su vez—, la situación cambia rápidamente a partir del
momento en que este comportamiento se castiga: el escaso botín que he
conseguido en mis tres últimos atracos a un banco será un pobre consuelo si
me pillan y tengo que pasarme años y años en la cárcel.
Lo que hace especial nuestro ejercicio del castigo es que conocemos el
castigo altruista. Otros animales pueden sancionar el comportamiento no
cooperativo defendiéndose de un ataque o vengándose con posterioridad.
Sin embargo, en los humanos se añade algo más. De hecho, algo
(sumamente) singular: C puede estar muy motivado para castigar a B por lo
que este le ha hecho a A, aunque C no haya sido realmente víctima de B.
El castigo contribuye al nacimiento de la cooperación humana y, en
consecuencia, al bien común. Con todo, hay que admitir que esta
explicación presenta dos lagunas fundamentales: en primer lugar, el
ejercicio del castigo no responde, en esencia, a la pregunta sobre cómo
pudo surgir evolutivamente la cooperación, ya que el castigo altruista
constituye en sí mismo una forma de cooperación individual y costosa (a
esto se le conoce como «problema de la acción colectiva de segundo
orden», ya que, naturalmente, no es posible explicar la cooperación
argumentando, sin más, que presupone una forma previa de cooperación).
En segundo lugar, las sanciones sociales pueden estabilizar cualquier tipo
de comportamiento, y no solo aquellos que proporcionan beneficios.
Compartir el botín supone compartir también los riesgos: cualquiera puede
tener mala suerte cazando, así que a todos les merece la pena garantizar
mediante normas el reparto de la carne, por si acaso llega una racha de
infortunios. Si alguien recibe carne de otros, pero no quiere compartir la
suya, será castigado.
A veces, no obstante, aparecen en las sociedades humanas normas que
no velan por el interés de nadie o que solo están al servicio de las minorías
poderosas. El vendado de los pies en China o la mutilación genital en
ciertas culturas son terribles ejemplos de cómo se pueden expandir en un
grupo social comportamientos objetivamente dañinos, dolorosos y
extravagantes. Tan pronto como se establecen las normas correspondientes,
se aplican a través de los mismos mecanismos de castigo que consiguen que
el incumplimiento del resto de las pautas de comportamiento esperadas (y
tal vez también mucho más útiles) deje de ser atractivo. Como, además, el
desprecio de las normas existentes o la negativa a participar en la vigilancia
de su cumplimiento suelen conllevar una enorme pérdida de la propia
reputación, puede ocurrir también que, a través del castigo altruista, se
lleguen a consolidar reglas anómalas o perjudiciales para la población.
Posiblemente, la selección de grupo desempeñó un importante papel en
este sentido. Quizá deberíamos plantearnos que la evolución del castigo se
produjo de tal forma que algunos grupos descubrieron esta institución de
manera, por así decirlo, casual, pero otros no lo hicieron. Los primeros
habrían salido mejor parados gracias al aumento de la cooperación que
consiguieron como consecuencia. Si la presión selectiva entre los diferentes
grupos competidores tiene más fuerza que la presión selectiva entre los
individuos dentro de un mismo grupo, las comunidades castigadoras
habrían podido imponerse a largo plazo.
Lo sabemos: los castigos pueden proteger los acuerdos cooperativos. El
funcionamiento de este proceso puede estudiarse a través de experimentos:
los economistas Ernst Fehr y Simon Gächter han demostrado que los
castigos pueden ser sorprendentemente eficaces para mantener un nivel
adecuado de cooperación social. 23 Ya hemos visto que, en caso de dilema,
las normas cooperativas colapsan rápidamente, porque la estructura de
incentivación del comportamiento no colaborativo del polizón se convierte
en la estrategia dominante: hagan lo que hagan los demás, siempre sale más
rentable no cooperar. En el juego de bienes públicos se observa que,
pasadas apenas unas rondas, las contribuciones al bote común caen en
picado y al final tienden incluso a cero.
Para averiguar cuál es el efecto de las sanciones sobre la estabilidad
social del grupo es necesario simular una situación en la que resulte
beneficioso para todos los participantes en su conjunto que cada uno de
ellos haga X, pero siempre sea beneficioso para cada participante en
concreto hacer Y. A continuación, habría que comparar los resultados en
este grupo de control con los de otro grupo al que se le haya brindado,
además, una posibilidad adicional: castigar el comportamiento no
cooperativo. ¿Cuál de los dos grupos estaría más dispuesto a trabajar por el
bien común?
Esta fue justo la pregunta que se plantearon Fehr y Gächter. Ambos
autores realizaron un experimento en el que se formaron varios grupos de
cuatro miembros, a cada uno de los cuales se les proporcionó una
determinada cantidad de dinero (en este caso, veinte francos suizos,
denominados «unidades monetarias»). A lo largo de varias rondas, los
participantes tenían la posibilidad de decidir cómo iban a contribuir al bote
común. Las posibilidades de pago estaban organizadas de tal forma que lo
más rentable para cada individuo era no contribuir en absoluto a ese bote o
hacer solo una aportación muy pequeña. Sin embargo, para el grupo en su
conjunto lo mejor era que cada cual pagase siempre la máxima cantidad
posible.
Se jugaron primero seis rondas, y este fue el resultado: la disposición de
los participantes a cooperar —calculada a partir del importe medio por
ronda que se depositaba en el bote común— fue débil desde el principio y
se redujo rápidamente. Al final de la sexta ronda, los jugadores se
guardaban la mayoría del dinero para sí. Después se repitió el torneo y se
brindó a los participantes la posibilidad de «castigar» a los jugadores más
avaros. Por cada unidad monetaria que desembolsara un jugador para el
castigo de un compañero no cooperativo, se le quitaban al castigado tres
unidades monetarias. El efecto sobre la disposición general a colaborar fue
espectacular: al final de estas seis rondas, el nivel de cooperación casi había
alcanzado su grado máximo. Castigar a quienes se negaban a cooperar
resolvió, por tanto, el problema del polizón.
Las situaciones de la vida real con las que tuvieron que lidiar nuestros
antepasados hace medio millón de años presentaban una estructura muy
parecida. Tanto en los enfrentamientos violentos entre grupos enemigos
como durante la caza de animales salvajes de gran tamaño o la construcción
de viviendas, era necesario que cada cual contribuyese a un proyecto mayor,
que sería imposible de llevar a cabo si no se contaba con el trabajo en
equipo. Sin embargo, tampoco en esos casos estaba garantizada la
contribución de todos y cada uno de los miembros. También quienes no
luchaban o no cazaban se beneficiaban de la seguridad del pueblo
construido o del imponente animal cazado. Esta posibilidad de
aprovecharse de la cooperación social sin contribuir a ella se restringió
mediante el castigo altruista, pero sigue existiendo aún hoy.
La psicología de la venganza
Mentirosos e impostores
El proceso
Qianlong está enfermo. Sufre una reacción alérgica a las esporas de unas
setas tibetanas y, como él, emperador de China, está convencido de que, al
ser su dolencia de origen tibetano, lo mejor es que la traten los médicos del
Tíbet, ordena llamar a dos chamanes de Lhasa para que ayuden a la
sanación de este «señor de los diez mil años». Entretanto, se extiende por la
Ciudad Prohibida el rumor de que el emperador se está muriendo, una
mentira que probablemente procede de dos médicos de la corte que se
sienten engañados y heridos en su orgullo.
Seguramente no contaban con las consecuencias de aquel acto:
El tribunal de la corte había llegado a un veredicto y había dictado sentencia al cabo de tres horas
de deliberaciones. A esos mentirosos les aplicarían el lingchi, la muerte lenta, rastrera, el primer
día después de la fiesta de la Gran Nevada. Encadenado cada uno a un poste, debían situarse los
dos cara a cara y contemplar, paso a paso, cómo al primero le infligían lo que le esperaba al otro
un segundo después.
Primero, el verdugo les cortaría el pezón izquierdo con unas tijeras, luego, el derecho;
después, con un cuchillo, todo el pecho; después los tendones de las piernas —los del muslo
primero, después los de la pantorrilla— en tiras delgadas hasta que los huesos asomasen por entre
un manantial de sangre. Después, también la carne de los brazos y los antebrazos debía caer en el
serrín ensangrentado hasta que esos embusteros parecieran esqueletos sanguinolentos, espectros
que no paraban de chillar y en los que acabarían convertidos no solo por el castigo que les
aplicaba el verdugo, sino por sus propias mentiras. 53
50.000 años
Seres carenciales
Cultura acumulativa
Perdidos y varados
Imagina que tú y cuarenta y nueve de tus compañeros os lanzáis en
paracaídas desde un avión sobre una selva tropical. Junto a vosotros viajan
cincuenta monos capuchinos, contra los que tenéis que librar una batalla por
la supervivencia. No se os ha permitido llevar con vosotros nada de
equipaje, excepto ropa (para los humanos). Dentro de dos años se hará un
recuento de los supervivientes. El que más tiempo resista ganará. Joseph
Henrich pregunta lo siguiente:
¿Por quién apuestas? ¿Por los monos o por ti y tus compañeros? A ver, ¿sabes cómo se fabrica
una flecha o una red o cómo se construye una cabaña? ¿Sabes qué plantas e insectos son
venenosos (muchos lo son, de hecho) o cómo se puede anular su veneno? ¿Sabes encender una
hoguera sin utilizar cerillas? ¿Sabes cocinar sin emplear ollas? ¿Sabes preparar un anzuelo?
¿Sabes cómo elaborar pegamento natural? ¿Qué serpientes son peligrosas? ¿Cómo protegerte de
los depredadores por la noche? ¿Cómo conseguir agua? ¿En qué medida eres capaz de seguir un
rastro? 18
Los monos se las apañarían. O, en cualquier caso, a ellos no les iría peor
que a vosotros. Pero los humanos somos «adictos» a la cultura. Si se nos
abandona a nuestra suerte y no contamos con el apoyo de herramientas,
conocimientos específicos sobre el contexto local y prácticas que nos
permitan orientarnos en un entorno conocido, prácticamente no somos más
que unas delicatessen para los depredadores más competentes.
Los escenarios de este tipo no son pura ficción: HMS Erebus y HMS
Terror fueron dos buques de guerra ingleses que, bajo las órdenes del
capitán John Franklin, zarparon en 1845 en una expedición con el objetivo
de explorar el paso del Noroeste, una ruta de acceso al Pacífico. En el
segundo invierno de aquel viaje, los barcos se quedaron atrapados entre
banquisas. Nadie volvió a ver a ninguno de los hombres que viajaban a
bordo. En 2014, es decir, hace apenas unos años, se localizaron ambos
buques en el fondo del mar, muy cerca el uno del otro.
¿Qué había ocurrido? Había surgido un gran problema: la tripulación se
fue envenenando progresivamente con el plomo de las latas de conserva en
las que almacenaban sus víveres —llevaban provisiones para cinco años—,
que no estaban correctamente selladas. Y en el Ártico parece imposible
conseguir comida. ¿O tal vez sí se pueda encontrar?
En realidad, la zona situada alrededor de la isla del Rey Guillermo estaba
habitada desde hacía treinta mil años por los inuits netsiliks. El entorno es
duro, pero rico en recursos. El problema no fue en ningún momento que no
hubiese comida para los ciento cinco hombres que viajaban en ambos
buques, sino que aquella tripulación, que era la más cualificada —aunque,
sin saberlo, estaba condenada al desastre—, no podía aprovechar los miles
de años de evolución cultural que permitían a la población local construir
hogares seguros y cazar focas mediante arpones construidos con huesos de
reno y oso polar. Para detectar los agujeros que excavan las focas,
percatarse a tiempo de su presencia y matarlas de manera hábil y potente se
requiere un conocimiento muy específico, que se obtiene, se transmite y se
perfecciona a lo largo de generaciones. También es necesario saber cómo
encender un fuego y cómo potabilizar el agua marina congelada.
¿Tú habrías sido capaz de construir un iglú? Lo dudo. 19 Para hacerlo se
necesita un conocimiento sumamente complejo y preciso, que entraña
múltiples pasos, y las instrucciones deben seguirse con tanta exactitud que
sería imposible reinventarlas en una sola generación: una vez que se
pierden, son (para los principiantes) irrecuperables. La casa de hielo no
tiene ningún diseñador, ningún inventor. Es fruto de la evolución cultural.
Hacer fuego
Construcción de nichos
La evolución cultural
¿París o California?
Artefactos cognitivos
Existen motivos para considerar que las estructuras de pensamiento que nos
capacitan para el aprendizaje cultural son, a su vez, adquisiciones
culturales. La bióloga evolutiva británica Cecilia Heyes, del All Souls
College de la Universidad de Oxford, ha intentado demostrar que no solo le
debemos a la evolución cultural el «agua» de nuestro pensamiento, sino
también los «molinos» que permiten sacar partido de esta agua. La autora se
refiere a esos molinos como «artefactos cognitivos» (cognitive gadgets). 35
Para construir una reserva cultural de conocimientos y capacidades se
necesita, por encima de todo, una cosa: la capacidad de aprender de los
demás. Este aprendizaje social se contrapone a menudo al aprendizaje
individual. El aprendizaje social consiste en aprender de los demás —como
ocurre, por ejemplo, cuando un miembro de más edad de la tribu enseña a
los demás a fabricar una flecha envenenada o cuando un vídeo de YouTube
nos muestra cómo se cambia la rueda de un coche—, mientras que el
individual no tiene lugar directamente a través de otras personas —como
ocurre, por ejemplo, cuando estoy delante de un semáforo y observo que
podemos pasar cuando se cambia al color verde.
La psicología evolucionista analiza cómo funciona la mente humana —
nuestras emociones, pensamientos y percepciones— partiendo de sus
orígenes evolutivos. En su expresión clásica, trata de identificar los
denominados «módulos» cognitivos, 36 es decir, los patrones de
pensamiento programados de serie, no «aprendidos», que desempeñan una
función muy específica, a la que a menudo se asigna una serie de
estructuras neuronales especializadas en ella. Existe un indicio importante
que respaldaría la existencia de estos módulos cognitivos: si alguno de ellos
sufre un daño muy específico —por ejemplo, a través de tumores, lesiones
o anomalías en el desarrollo—, este daño no tiene por qué afectar a las
demás funciones del pensamiento. Es el caso de las personas que presentan
prosopagnosia, a las que les cuesta reconocer rostros. El reconocimiento
facial es, con toda probabilidad, una capacidad de percepción con una fuerte
canalización genética, modulada por la evolución e imposible de aprender.
Pues bien, la psicología evolucionista cultural considera que existen
módulos cognitivos que no están programados genéticamente, sino que se
configuran y se transmiten a través de procesos culturales. El aprendizaje
social, por ejemplo, depende para su éxito de diferentes mecanismos de
filtración que le indican al aprendiz de quién debería aprender: el
aprendizaje social tiene que ser selectivo, en lugar de producirse al tuntún.
Sin embargo, con mucha frecuencia estas estrategias de selección —«haz lo
que haga la mayoría», «haz lo que hagan los individuos de más prestigio»,
«haz lo que hagan los más ancianos», «haz lo que hagan los más exitosos»,
«haz lo que hagan los expertos»— son estrategias transmitidas a su vez
culturalmente.
De acuerdo con Heyes, en los procesos de percepción también existe un
«paquete de bienvenida para principiantes» (starter kit) que posibilita,
básicamente, el aprendizaje social. Dentro de ese paquete estaría nuestra
tendencia natural a prestar más atención a las voces humanas que a otros
ruidos (es evidente que este sesgo innato a favor del medio más importante
para la transmisión de información entre humanos favorece el aprendizaje
social). Sin embargo, es probable que muchas otras estrategias del
aprendizaje social selectivo no vengan determinadas por la genética: «haz
lo que hagan los nativos digitales» es una regla que aplican, con gran éxito,
las personas de más edad cuando lidian con las tecnologías y los medios
modernos de comunicación. Precisamente esas normas calificadas de
«metacognitivas» se aprenden culturalmente y se transmiten por la vía
social sin contar con una base genética.
Hiperimitadores
La opacidad de la cultura
El prejuicio individualista
Cultura y moral
La cultura y la moral están estrechamente ligadas entre sí. En primer lugar,
las normas y los valores morales son imprescindibles para la aparición de
formas complejas de cooperación social, que a su vez, para empezar, hacen
posible la construcción de una cultura acumulativa. Los bucles de
retroalimentación que nacen de la dinámica de una mayor capacidad de
aprendizaje y una reserva creciente de conocimientos culturales dependen
en gran medida de que el grupo presente un determinado tamaño: cuantos
más miembros lo formen, más rápido y mejor se rellenará un nicho con
contenidos culturales, que la siguiente generación podrá absorber y
perfeccionar. Nuestra moral resuelve esta dificultad, ya que los grupos
humanos no pueden alcanzar el tamaño que se requiere para generar esta
dinámica si no disponen de normas morales. La moral convierte en
«ampliable» la convivencia humana, lo que, por otra parte, crea las
condiciones necesarias para que se acelere la evolución cultural
acumulativa. Dicho de otro modo: la moral permite a los humanos, como
seres carenciales que son, compensar sus déficits físicos, organizando una
convivencia cooperativa que siente las bases del nacimiento de una cultura
acumulativa. El tamaño de un grupo está directamente relacionado con el
nivel de complejidad cultural que puede mantener, ya que ciertos avances
técnicos e intelectuales dependen de que exista una masa crítica de maestros
y aprendices, 52 como se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando
comparamos el nivel de complejidad cultural de los grupos indígenas de
Australia con los de Nueva Zelanda: a partir de un determinado momento,
los pueblos de este último territorio, mucho más pequeños y aislados
geográficamente, ya no pudieron reproducir con éxito ciertos artefactos y
estructuras sociales, así que estos elementos cayeron en el olvido.
Las normas y los valores morales concretos con los que los diversos
grupos humanos organizan su convivencia son, a su vez, producto de la
evolución cultural. Los seres con cultura acumulativa —o sea, nosotros—
son seres morales. Nuestras mayores capacidades de aprendizaje nos han
dotado de una rica psicología de las normas que nos ayuda a adquirir y
cumplir reglas sociales complejas. Esto significa, además, que la evolución
cultural deja cierto margen para la variación en las normas y reglas con las
que cada grupo estructura su cooperación. La evolución nos permite
cooperar sobre la base de normas morales e instituciones sociales. Sin
embargo, la forma concreta que se da a esas normas e instituciones depende
de diversos factores. Nuestra naturaleza humana nos proporciona ciertas
líneas que trazan el proceso de la evolución cultural de forma variable, lo
cual provoca que la compensación de nuestras carencias a través de esa
cultura que ha nacido gracias a la cooperación genere nuevos problemas —
léase «nuevas carencias»— que, a su vez, exigen soluciones adaptadas.
Las etapas de desarrollo tecnológico impulsaron un nuevo aumento del
tamaño de las sociedades humanas, lo que permitió a los beneficiarios del
aprendizaje social producir, en condiciones favorables, un excedente
económico. Tan pronto como un pequeño grupo de individuos logró
apropiarse de este excedente y consolidar así su poder dentro de una
sociedad cada vez más jerarquizada, descubrimos la desigualdad social
como nuevo principio de construcción de las comunidades humanas. Las
diferencias materiales y la estratificación social conllevaron la aparición de
las primeras grandes sociedades humanas, de las civilizaciones imperiales
más precoces y de una primera ola de urbanización, que pagó el boato de
los reyes divinos y sobrehumanos con la opresión y el esclavismo. ¿Cómo
era vivir en esas sociedades?
4
5.000 años
La invención de la desigualdad
El dios de la luna
La edad de oro
Casi todas las culturas conocen la idea de edad de oro. Quien se refiere así a
una época, casi siempre bastante anterior, entiende al mismo tiempo su
presente como una era de decadencia: un estado intermedio, lamentable
pero subsanable, en el que el ser humano ha perdido temporalmente su
antigua forma de vida de noble inocencia y grandeza silenciosa. Antes, se
suele decir, vivíamos en armonía con la naturaleza, que ahora explotamos y
profanamos; donde ahora imperan la discordia, la desconfianza y la
competición entre las personas, antes había cordialidad, buenos modales y
virtud a raudales; hoy sufrimos bajo el yugo del arduo trabajo, antes
sacábamos lo poco que necesitábamos de la exuberante opulencia de la
tierra.
Lo peor de las edades de oro es lo fugaces que son. Se nos escapan y, por
mucho que uno retroceda, para todas las generaciones ese estado de unión y
felicidad pertenece al pasado. ¡Casi como si nunca hubiera existido!
El mito judeocristiano del jardín del Edén, la idea grecorromana de la
arcadia, el gullaldr nórdico, el «tiempo del ensueño» de los aborígenes
australianos o el satya yuga no designan una época histórica identificable:
expresan una nostalgia cultural de un pasado indefinido sin preocupaciones.
Además, hay que posponer continuamente el regreso a la tierra prometida,
donde abundan la leche y la miel y los lobos se dan las buenas noches. Así,
Tomás Moro acertó de pleno en su definición publicada en 1516 de una
futura sociedad ideal al situarla en una «isla nueva» a la que llamó Utopía,
es decir, un «no lugar». La promesa de dejar atrás de una vez por todas la
miseria, la muerte y el sufrimiento aún no se ha cumplido.
Los mitos siempre son falsos, pero a menudo no del todo. La idea de que
el modo de vida original de los humanos podría haber sido bastante
soportable va ganando terreno. No había penicilina ni odontología ni taxis,
pero tampoco existían apenas enfermedades infecciosas ni parodontosis ni
reuniones molestas. Al parecer, la época entre la escisión de los humanos de
sus parientes primates más próximos (hace unos pocos millones de años) y
la aparición de las primeras sociedades complejas (hace unos pocos miles
de años) se caracterizó por un grado asombroso de igualdad política,
material y social.
Hace aproximadamente cinco mil años surgieron las primeras
civilizaciones, y con ellas las ciudades, que a su vez se unieron para formar
imperios. Más o menos al mismo tiempo se fueron produciendo los propios
avances tecnológicos y procesos de evolución social: los humanos iniciaron
la agricultura sistemática; empezaron a quemar tierra para hacer recipientes
de barro; aprendieron a construir diques y a regar sus campos con ríos
desviados. Poco a poco se crearon nuevas formas de repartir las tareas, que
dieron lugar a los trabajadores especializados y los comerciantes. La
economía y el comercio progresaron y por primera vez se consiguió obtener
un excedente. Surgió una clase dominante que intentaba esculpir en piedra
su propia autoridad con imponentes construcciones monumentales. Al
mismo tiempo florecieron nuevas técnicas culturales como la escritura, el
cálculo y la cartografía. También empezaron a extenderse las redes
comerciales que iban más allá del mercado local y dependían de complejos
procesos logísticos. Por último, las artes también se hicieron valer cuando
aumentó la demanda de las aptitudes de pintores, escultores o creadores de
mosaicos. En la arqueología del siglo XX, todos esos avances que ejercen
una fuerza invisible y simultánea en todo el planeta se conocen como
«criterios de Childe», en honor a Vere Gordon Childe. 1
En la «media luna fértil» de Mesopotamia, entre los ríos Éufrates (en
sumerio Buranun) y Tigris (Idigina) floreció la cultura sumeria, cuyas
metrópolis de Uruk, Lagash, Kish y Babilonia fueron gobernadas por las
dinastías de Ur y los reyes Sargón y Gilgamesh. En Mehrgarh y Harappa,
en los actuales Pakistán y la India, surgió en paralelo la cultura del valle del
Indo; en Zhongguo, el reino situado en medio de la actual China, los
emperadores de la dinastía Xia declararon en algún momento su poder.
Poco después, en Mesoamérica, entraron en el escenario de la historia los
olmecas, la civilización más antigua del actual golfo de México, de la que
sabemos poco y que conocemos principalmente gracias a las enormes
cabezas de colosos con casco que crearon con roca de basalto en memoria
de sus difuntos gobernantes.
En todos esos lugares existen rastros de alfarería, arquitectura y
urbanismo, creación de alhajas y joyas, cultivo de plantas, uso agrícola de
animales y reconocimiento ritual de un aparato de gobierno oficial, como si
la humanidad siguiera un ritmo global. Ese ritmo produjo las primeras
civilizaciones desarrolladas y al mismo tiempo generó un poder y una
desigualdad social que nunca había existido. 2
Desde Karl Jaspers, en filosofía se suele definir la fase hoy conocida
como «era axial», comprendida entre el año 800 y el 200 a. C., como un
episodio de transformación radical y progreso memorable en el que se creó
el vocabulario fundamental y la autopercepción humanista que luego
conformaron —aunque ocurriera bastante más tarde— los pilares de la
Ilustración y la época moderna. 3
Sin embargo, es un error. La apreciación de Jaspers parece basarse sobre
todo en que durante ese periodo vivieron y trabajaron una serie de personas
de gran influencia intelectual: desde Homero y Platón, pasando por Jesús de
Nazaret y Zaratustra, hasta Siddharta Gautama, Confucio y Lao Tse. Sin
embargo, la definición de ese periodo global como una «era axial»
fundamental confunde —lo mismo podría decirse de Marx— la
superestructura cultural de una formación social con su base material y al
mismo tiempo hace hincapié, con el típico intelectualismo complaciente de
los filósofos, en los propios filósofos como impulsores decisivos de la
historia. En realidad, poco cambió gracias a esas mentes en la moral que se
vivía en aquellas sociedades: tras la era axial tuvieron que pasar dos mil
años más para que se cuestionaran los fundamentos de las sociedades
feudales, creadas sobre la base de formas extremas de jerarquía y
desigualdad material; un proceso que, hoy por hoy, aún no ha concluido.
Inter pares
La ofensa de la carne
La igualdad social parece ser la forma de vida «natural» del ser humano.
Aun así, las sociedades tribales primitivas tuvieron que hacer un esfuerzo
notable para conservar esa condición. Distintas fuerzas —desde coaliciones
sociales hasta unas capacidades superiores, la falta de escrúpulos individual
o el puro azar— desafiaban sin cesar la situación igualitaria y amenazaban
con desequilibrarla.
Para mantener a raya las fuerzas centrífugas de la desigualdad social,
nuestros antepasados crearon diversas técnicas que establecían una
«jerarquía de dominación inversa». 13 Un método probado por nuestros
antepasados consistía en recordar a los advenedizos ávidos de poder, por
medio de rumores, blasfemias, chismorreos y burlas, que incluso el más
fuerte de los autoproclamados cabecillas no deja de ser un mortal. Si
aquello no surtía efecto, ya solo quedaba asesinar al tirano. Para el grupo
suponía un reto permanente nivelar socialmente las desigualdades de
bienestar o estatus que surgían. Puede que la igualdad fuera el estado
«natural», pero no era evidente. Sin embargo, cuando aprendimos a
colaborar también supimos conspirar en grupos pequeños contra otros
individuos.
Las estructuras de propiedad igualitarias impedían que miembros
concretos del grupo adquirieran distinción social por medio de una riqueza
desmesurada. Existían formas rudimentarias de propiedad privada o, mejor
dicho, de privilegios en el derecho de uso, pero, como el uso de
herramientas, recursos, carne o vivienda estaba regulado por normas
comunales de acceso que no excluían a nadie, nunca se produjo un gran
desequilibrio. Quien necesitaba herramientas podía servirse de ellas. El
cuidado de los niños corría a cargo de todos. Una persona sufría hambre
solo si todos pasaban hambre. Así era muy difícil que un individuo o una
familia pequeña lograran atesorar suficientes propiedades para destacar por
encima del resto del grupo. Dado que prácticamente nadie tenía
pertenencias estables, también había poco que heredar, así que la
transmisión intergeneracional de bienestar como fuente de desigualdad
tampoco existía.
El método más drástico para recuperar el equilibrio igualitario consistía,
como ya hemos dicho, en asesinar sin más a los aspirantes a déspota que
reclamaban el control del grupo. Contra los «grandes hombres» más
insoportables solía formarse una coalición de los oprimidos —o de los
amenazados con la opresión— que se deshacía definitivamente de sus
torturadores mediante una ejecución pública o una emboscada secreta.
Una forma muy original de sofocar desde el principio la desigualdad
social en las primeras sociedades humanas fue la sistemática
minusvaloración de los logros personales: un individuo no podía destacar
sobre el resto del grupo gracias a unos buenos resultados en la caza, por
ejemplo. Entre los !kung san, que hoy siguen habitando la sabana del
Kalahari, es habitual reaccionar a una suerte extraordinaria en la caza con
una humildad ritual. Cuando un hombre consigue llevar a casa una presa de
un tamaño inusual, se espera que reste importancia a su hazaña en la
medida de lo posible. Un miembro de los !kung san describe así la manera
de proceder:
Supongamos que un hombre ha salido a cazar. No puede llegar a casa y anunciar como un
fanfarrón: «¡Hoy he matado algo grande en la selva!». Primero tiene que sentarse en silencio
hasta que alguien se acerque a su hoguera y le pregunte: «¿Qué has visto hoy?». Él contestará
con calma: «Bah, no soy bueno cazando. No he visto nada de nada..., puede que algún
animalillo». Entonces yo sonrío para mis adentros porque sé que ha cazado una presa grande. 14
Cuando por fin la presa llega al poblado, los demás hombres reaccionan
como es debido:
¿Quieres decir que nos has arrastrado todo el camino para que lleváramos a casa tu montón de
huesos? De haber sabido que sería tan delgado, ni siquiera habría venido. Vamos, he
desperdiciado un precioso día de sombra en esto. Puede que en casa tengamos hambre, pero por
lo menos hay agua fresca para beber.
La psicología de la desigualdad
Una de las fases más decisivas de nuestra evolución como seres humanos la
pasamos en pequeños grupos equitativos, y eso conformó nuestra psique.
Hoy en día, los humanos seguimos intentando crear un ambiente de
igualdad siempre que tenemos ocasión. Queremos tratarnos «de tú a tú»,
por eso nos sentimos igual de a gusto en equipos, asociaciones y
comunidades de Facebook que en discotecas, bares, conciertos o alrededor
de una hoguera cuando acampamos. Las grandes sociedades anónimas,
donde los desconocidos comercian entre ellos o elaboran propuestas de
soluciones políticas para problemas globales mediante procedimientos
formales, siempre nos parecen un poco inquietantes, ajenas y sospechosas.
Esa «resaca» evolutiva —un vestigio del pasado que hoy nos provoca
náuseas y dolor de cabeza— también explica por qué todas las generaciones
redescubren el socialismo. La visión de una sociedad basada en la
solidaridad espontánea y en compartir sin tapujos sigue siendo
emocionalmente irresistible. Y también sigue siendo el principio
vertebrador tanto en las familias como en los campamentos de verano. 33
En cambio, nos parece incomprensible desde el punto de vista
psicológico que las grandes sociedades modernas y anónimas no puedan
organizarse de ese modo, sino que, lejos de ello, muestran la molesta
tendencia de convertirse al poco tiempo en distopías ultrajerárquicas. Por
desgracia, de momento nuestra evolución cultural aún no ha encontrado la
manera de que las grandes sociedades se puedan organizar de un modo
realmente igualitario. Algunas investigaciones alentadoras demuestran que
en experimentos en los que se enseña a los individuos gráficos de pastel
donde se representan distintos patrones de distribución sin más datos
añadidos, estos prefieren la versión sueca —mucho más equitativa— a la de
Estados Unidos, donde el 20 % superior dispone de más del 80 % de los
bienes. 34 (Por supuesto, Suecia también es una sociedad muy desigual,
sobre todo porque sus ventajas, salvo en contadas excepciones, quedan
reservadas a los que viven en Suecia.)
Nuestro pasado evolutivo, además de volvernos escépticos ante la
dominación y la jerarquía, también nos ha hecho alérgicos a la desigualdad
social, y eso significa sobre todo desigualdad económica. Una causa
importante podría ser que juzgamos la desigualdad según nuestra
mentalidad de suma cero heredada evolutivamente. 35 La economía de las
comunidades de cazadores y recolectores era muy poco diferenciada: cada
uno recibía una parte de lo que se mataba o encontraba. Si una persona
recibía más que otra, al final a otra persona le faltaría esa cantidad
suplementaria. Las ventajas de uno siempre eran a costa de los demás. La
idea de que pueda existir una desigualdad que no se base en el
aprovechamiento, el robo o el saqueo nos resulta ajena por intuición. Y que
incluso puedan existir desigualdades que en principio beneficien a todos los
implicados suena casi incongruente. Nos cuesta aceptar las desigualdades
porque el bienestar de uno siempre parece ser a costa de los demás.
Nivelar a la baja
Pocos temas ocupan tanto espacio en la mente y los escritos de los analistas
políticos como el problema de la desigualdad social.
La desigualdad social se puede medir de distintas maneras. El
instrumento más conocido para determinar la desigualdad de riqueza es el
coeficiente de Gini. Siempre se sitúa entre el 0 y el 1 y refleja las
desigualdades distributivas en el ámbito nacional, así que es válido para
países enteros. Un valor de Gini de 1 significaría que una sola persona
dispone de la riqueza de todo un país, mientras que los demás no tienen
nada. En el caso de un valor 0, cada persona posee exactamente la misma
riqueza o los mismos ingresos. En términos generales, podría decirse que
los países menos igualitarios del mundo, como Sudáfrica, obtienen un
coeficiente de Gini aproximado de 0,6. En el medio —entre el 0,4 y el 0,5
— se sitúan países como Estados Unidos o Rusia, donde las desigualdades
también están muy extendidas. En comparación, países más igualitarios
como Alemania o los Países Bajos obtienen un 0,3 o algo menos.
Para medir la desigualdad entre grupos más pequeños o incluso entre
individuos se suele recurrir también al estatus socioeconómico (SES,
socioeconomic status). Este valor ofrece una visión un poco más compleja.
Gracias a él se pueden extraer observaciones sobre el reparto de los
ingresos y la riqueza, el nivel de formación, aspectos del estilo de vida, la
salud mental y física o también el prestigio laboral. 45 Un jefe de redacción
cultural afanoso o un médico con ingresos medios o riqueza heredada tiene
un SES elevado; una persona en paro sin estudios, uno bajo.
La función primordial que el fenómeno de la desigualdad social
desempeña en nuestro pensamiento político se evidencia, por ejemplo, en el
éxito del libro El capital en el siglo xxi, del economista francés Thomas
Piketty, un bestseller mundial publicado en 2013. 46 Por una parte, el autor
se esfuerza en hacer digeribles sus tesis económicas con alusiones a las
novelas de Honoré de Balzac y Jane Austen, pero con sus gráficos, datos y
ecuaciones repartidos en más de ochocientas páginas era bastante
improbable que se convirtiera en un superventas. Si Piketty está en lo
cierto, el periodo de relativa igualdad que se observa sobre todo en la
segunda mitad del siglo XX fue una fase excepcional fruto de la guerra y la
destrucción.
Así, contradice la tesis de su colega estadounidense Simon Kuznet, que
veía el avance histórico del desequilibrio distributivo como una curva en
forma de campana: a un punto de partida igualitario le sucede una fase de
aumento de la desigualdad en beneficio de unos pocos, que vuelve a bajar
en la medida en que un número cada vez mayor de personas tiene acceso a
los frutos del crecimiento económico que permite la tecnología. 47 Piketty
objeta que, históricamente, los beneficios de la riqueza casi siempre
disminuyen más que el crecimiento económico. Lo expresa con una sencilla
fórmula: r > g, que indica que la tasa de rendimiento del capital (return on
capital) es mayor que la de crecimiento económico (economic growth).
Mientras siga siendo así, sin una redistribución agresiva será inevitable que
las desigualdades socioeconómicas aumenten y se estabilicen a largo plazo.
Es el llamado efecto Mateo: a quien tiene, se le da.
Varias veces al año organizaciones no gubernamentales como Oxfam
abordan el problema de la desigualdad social en el plano global. En 2020 se
resumió el desequilibrio en el bienestar global más o menos así: los
veintidós hombres más ricos del mundo atesoran más riqueza que todas las
mujeres de África juntas (que suman 325 millones). 48 Raro es el caso en
que este tipo de afirmaciones no se rebate; por ejemplo, al centrar la
atención en el patrimonio neto de una persona, es decir, su riqueza en
relación con sus deudas, un residente en Londres con un crédito
inmobiliario de más de un millón y medio de euros es más pobre que una
persona de Zimbabue que no tiene nada, pero por lo menos no tiene deudas.
Sin embargo, demuestran que la acumulación de riqueza y el vertiginoso
aumento de los ingresos en unas cuantas regiones de pocos países son fruto
de un grado de desigualdad material desconocido durante mucho tiempo.
La herencia de la desigualdad
Problemas de género
El precio de la desigualdad
Hay que admitir que ese rasero incluso solamente es indicativo de una
participación social suficiente, que sobre todo se asegura garantizando un
mínimo distributivo en el extremo inferior del reparto de ingresos. Por
tanto, el criterio de Smith no impide que existan multimillonarios, un
fenómeno compatible con el amor propio de cualquier miembro de la
sociedad.
Una de las virtudes particulares de las sociedades descentralizadas
consiste en que, dadas las condiciones del pluralismo moderno con su
diversidad de valores, son capaces de crear una cantidad en principio
ilimitada de jerarquías de clase, que funcionan con su propia escala de
prestigio y de éxito. Mientras no haga falta ser multimillonario para obtener
reconocimiento social y uno pueda distinguirse por ser un criador de
palomas competente, un remero superior o un cantante de coro con gran
talento, hay suficientes categorías para todos. 55
Existen infinidad de ejemplos de aspiraciones de igualdad que
funcionaron de maravilla y a las que ya resulta inconcebible renunciar:
durante los últimos trescientos años se ha producido la abolición de los
privilegios sociales oficiales de la aristocracia, así como (en la mayoría de
las zonas) el fin de la esclavitud, la introducción de derechos civiles para la
población negra de Estados Unidos tras la era Jim Crow, la instauración del
sufragio femenino, el fin del apartheid, la erosión de los sistemas de castas,
la ampliación de los derechos civiles de las minorías, como, por ejemplo, el
matrimonio homosexual, y un trato inclusivo para las personas con
discapacidades físicas o mentales. Estos avances reflejan un nivel moral del
que es impensable retroceder. 56
Entretanto, hemos visto que la reducción de la discriminación ejercida
desde la política y la eliminación de las prebendas aristocráticas no es una
vía directa al paraíso igualitario de una sociedad sin clases. La
transformación meritocrática de las sociedades modernas tiene sus propios
costes sociales (a menudo elevados): 57 ahora los hijos de grupos antes
desfavorecidos son aptos para competir por la posición social y los ingresos
con inteligencia, empeño y talento. Gracias a los exámenes estandarizados,
hoy en día Harvard acepta a más estudiantes judíos y japoneses, un
colectivo que en el siglo XX seguía sufriendo una acusada discriminación.
Por otra parte, una sociedad que vincula el amor propio al éxito, y este al
rendimiento, provoca competiciones tóxicas ya entre los niños, que,
animados y acompañados por unos padres preocupados por la posición
social, compiten con clases de violín y chino o por una plaza en la mejor
guardería. Al mismo tiempo genera un relato según el cual aquellos que no
lo han «conseguido» son responsables de su propio fracaso, mientras que en
condiciones feudales por lo menos todos tenían claro que la relación entre
riqueza y cualidades personales era muy frágil. Una sociedad que premia
sobre todo a una élite de knowledge workers sumamente cualificados que
solo se relacionan entre ellos en las ciudades superestrella existentes entre
San Francisco y Singapur dificulta que la minoría que ha quedado
descolgada llegue a obtener el reconocimiento adecuado.
No siempre queda claro en qué premisas se basa el actual escepticismo
frente a la meritocracia. La idea es que las desigualdades sociales se pueden
corregir si todo el mundo puede acceder a las posiciones sociales por
principio y estas responden al desempeño personal. ¿El problema reside en
la propia idea o en su defectuosa puesta en práctica? En su crítica a las
sociedades del rendimiento meritocrático, el filósofo estadounidense
Michael J. Sandel escribe: «No tiene nada de malo clasificar a las personas
según su rendimiento». 58 Y añade: «En términos generales es conveniente
que el gobierno lo dirijan personas con formación». «Las aristocracias son
injustas porque confinan a las personas en la clase en la que nacen. No les
permiten ascender.» 59 Entonces, ¿en qué consiste la tiranía de la
meritocracia? ¿Cuál sería la alternativa exactamente?
El problema de la desigualdad social surgió en las primeras
civilizaciones de la Antigüedad. Durante los últimos cinco mil años nunca
se ha cuestionado que solo algunos disfrutaran del poder y el bienestar,
mientras que la abrumadora mayoría seguía siendo pobre y estaba privada
de derechos. El intento de replantearse la cuestión de cuáles son los
principios básicos de una sociedad justa es reciente, y se busca con una
urgencia sin precedentes. ¿Cómo es una sociedad que reconoce la dignidad
del individuo? ¿Cómo conseguimos conciliar la libertad del individuo con
el deseo de felicidad terrenal? ¿Y qué significa vivir entre iguales? Esas
preguntas son los fantasmas que acechan al mundo desde hace quinientos
años.
5
500 años
El descubrimiento de la rareza
El hundimiento
Tanto los grandes imperios como los primeros centros urbanos del mundo
antiguo han perecido. Los turistas admiran los restos de su gloria anterior y
guardan en Instagram el esplendor perdido de sus ruinas y restos de muros.
¿Cómo pudo surgir este mundo, nuestro mundo, de aquel otro? En el
presente capítulo se traza la genealogía de la modernidad: la historia de un
avance durante el cual se reclamó la autonomía e individualidad del ser
humano con una perseverancia sin precedentes. Exigió una reforma radical
de nuestros valores e instituciones, así como de las estructuras normativas
que definieron las reglas de nuestra convivencia. Desató nuevas energías
económicas, científicas y tecnológicas que ponían en cuestión las jerarquías
tradicionales y reclamaban los derechos del individuo. Era una evolución
nueva. ¿O acaso lo que ocurría es que por fin había llegado su momento?
Para entenderla hay que recordar cómo habíamos vivido hasta entonces
los humanos, durante los últimos cinco milenios, desde la aparición de la
desigualdad en las primeras grandes sociedades humanas: teníamos una
vida corta, llena de pobreza y suciedad, miseria y servidumbre,
atormentados por déspotas asesinos, asolados por enfermedades y
epidemias, arrastrados a guerras absurdas, aterrorizados por supersticiones
religiosas y temiendo (o esperando) la muerte; niños con la espalda
encorvada de tanto acarrear agua y mujeres que permanecían encadenadas
al yugo del embarazo y el parto y el nuevo embarazo hasta su muerte
demasiado temprana.
La orientación básica de la vida de cada individuo la determinaban las
circunstancias del nacimiento: casi nadie podía salir de la misma aldea de
siempre, donde el abuelo y el bisabuelo habían sido herreros, ebanistas o
pastores, y si lo conseguían, era a costa de correr grandes peligros, bien a
pie, bien en carros que traqueteaban de un lado a otro; atravesando bosques
oscuros e interminables estepas habitadas por animales y forajidos
peligrosos, o viajando en el casco de un barco de madera por mares
tempestuosos hasta los límites de un mundo ignoto.
Al final del proceso surgió una época nueva en la que los cosmopolitas
conectados globalmente tuvieron que demostrar una gran inventiva para
poder seguir dotando de sentido y diversión la propia vida, que entonces
duraba el doble por término medio. Una época en la que una gran cantidad
de personas se habían liberado del yugo del trabajo arduo; en la que muchos
podían decidir qué deseaban ser y dónde querían vivir; en la que los dulces
frutos de países lejanos, antaño tan raros e inalcanzables que hasta los más
pudientes los conocían solo por los cuadros colgados en casa de personas
aún más adineradas, se podían conseguir en cualquier momento; una época
en la que el sueño de volar se hizo realidad, y en la que se logró que
corazones ajenos latieran en el pecho de personas condenadas a morir.
La genealogía de la modernidad habla de cómo se consiguió pasar de la
miseria y la opresión a la doble promesa de dicha y libertad. Una promesa
que, por supuesto, no se ha cumplido ni para todos ni en la misma medida
en todos los casos. Aun así, la modernidad creó un hombre nuevo que se
concibe a sí mismo como individuo rodeado de otros individuos con los que
convive de manera libre y voluntaria, y que, al menos esa era la intención,
ostenta la única y definitiva autoridad sobre las condiciones en que quiere
hacerlo. Supone una ruptura radical con los milenios anteriores, en los que
el ser humano había aprendido a considerarse principalmente como
miembro de una familia y parte de una jerarquía natural, como nodo de una
red de relaciones de parentesco y como súbdito.
La historia de ese nuevo ser humano es la del origen del individualismo,
la libertad política y la dignidad del individuo. Hace tiempo que
intelectuales, teóricos culturales, filósofos y sociólogos intentan resolver el
misterio de su aparición. ¿Cómo se produjo la transformación de una
«comunidad» tradicional en una «sociedad» moderna, que sustituye la
tradición por el acuerdo? 1 ¿Qué promovió el paso de la solidaridad
«mecánica» a la solidaridad «orgánica», que sustituyó estructuras sencillas
por una división del trabajo funcional? 2 ¿De dónde procede el «proceso de
racionalización occidental» postulado por Max Weber, que pretende que el
mundo entero sea previsible? 3
El paso a la modernidad es el final de un proceso que «concluyó en su
mayor parte hace quinientos años». 4 ¿Cómo cambió esa transición nuestra
moral y qué ajustes hubo que hacer en nuestros valores para iniciar la
transformación hacia la modernidad?
La dialéctica de la rareza
La gran evasión
Cuerpos saqueados
A finales del siglo XIX, casi todos los Estados europeos, pero también el
Imperio otomano, China, Japón y Estados Unidos, tenían colonias o
protectorados en Sudamérica, el Sureste Asiático o África, que a menudo
operaban como estructuras administrativas paralelas para las empresas de
comercio internacional como la Compañía Neerlandesa de las Indias
Orientales y Occidentales. Los regímenes coloniales siempre han sido
formas de opresión política imperialista y, en la mayoría de los casos, iban
acompañados también de crueldades nauseabundas con las que se pretendía
fustigar a la población indígena hasta que se sometieran políticamente,
realizaran trabajos forzosos o (por lo general) cedieran en ambos campos.
En una fotografía tomada por Alice Seeley Harris en mayo de 1904 vemos a
un padre congoleño que, con la cabeza apoyada, mira distraído la mano y el
pie de su hija Boali, de cinco años, que yacen cortados delante de él. Boali
había sido asesinada poco antes por la Force Publique, que trabajaba para el
rey Leopoldo II, por no haber cumplido con las cuotas exigidas por la
Compañía del Congo Belga en la extracción del valioso caucho. 40
Pese a su crueldad inhumana, es poco probable que el saqueo y el trabajo
esclavo fueran decisivos para explicar las diferencias económicas entre
países ricos y pobres. Si la esclavitud fue tan importante para la economía
de Estados Unidos antes de la guerra civil ocurrida entre 1861 y 1865, ¿por
qué no se hundió la economía tras su abolición, en lugar de seguir
creciendo? ¿Por qué los estados abolicionistas del Norte, donde hacía
tiempo que se había suprimido la esclavitud, tuvieron una evolución
económica mucho mejor que los estados del Sur de la confederación? ¿Y
por qué sigue siendo así hoy en día?
El colonialismo imperialista no es la causa de la desigualdad global entre
países. Los que tuvieron mayores imperios no eran ni son en absoluto hoy
en día los más ricos, y los más ricos no eran ni son aquellos que más se
empeñaron en erigir y mantener imperios. Además, es evidente que el
colonialismo no explica cómo se convirtieron unos países en las potencias
coloniales y otros en las colonias. Los imperios coloniales no cuentan la
historia de saqueo de un país por parte de otro, sino en la mayoría de los
casos la del saqueo de las clases pobres de ambos países por parte de las
élites de esos países. El robo es un juego de suma cero: no genera riqueza,
sino que solo la mueve de unas manos a otras. Sin embargo, con el inicio de
la modernidad aumentó el producto económico global, lo que no puede
explicarse únicamente por el pillaje. La riqueza de los países es sobre todo
producto de un crecimiento genuino de la economía, durante el cual el
rendimiento económico de la Tierra ha aumentado de manera exponencial.
El colonialismo, la ocupación, la esclavitud y la opresión existen desde hace
siglos y, sin embargo, nunca han provocado automáticamente un
crecimiento económico a largo plazo. Este apunte es sutil: el colonialismo
no enriqueció a casi nadie, pero empobreció a muchos porque, a la larga, las
consecuencias sociopolíticas de la red institucional de las antiguas colonias
fueron destructivas.
Los nuevos historiadores del capitalismo intentan resolver esas
contradicciones con cálculos concretos que indican que el comercio de
esclavos y la producción de algodón suponían alrededor de la mitad del
rendimiento económico de Estados Unidos. Los primeros planteamientos en
este sentido fueron, francamente, vergonzosos. Algunos autores primero
deberían aprender qué es el producto interior bruto y cómo se calcula; en
todo caso, la proporción del 5 % que la industria del algodón representaba
en la economía estadounidense en la llamada era antebellum, es decir, la
época anterior a la guerra civil, no puede inflarse hasta el 50 % añadiendo al
valor final del producto acabado los gastos de logística, laborales, agrícolas,
de administración, de adquisición de tierras y, en general, todos los
derivados de toda la cadena de valor añadido, simplemente porque estos,
como es lógico, ya están incluidos en el precio final del algodón y, por
tanto, no se pueden contabilizar dos veces. 41
El hecho de que la esclavitud y el colonialismo no sean conceptos
económicos sólidos es una buena noticia desde el punto de vista moral y
político. En realidad, la sumisión y los trabajos forzados son malos por
partida doble: además de ser desastrosos en el plano moral, son
desaconsejables en el plano económico. El crecimiento económico —el
único medio eficaz a largo plazo contra la pobreza y la miseria que
conocemos— depende en gran medida de que las instituciones sean
«inclusivas»: 42 un Estado de derecho que funcione, unos mercados
suficientemente libres, unos derechos de propiedad fuertes, un bajo nivel de
corrupción, una infraestructura pública sólida con redes de seguridad
adecuadas y la propia movilidad social son los factores que, en conjunto,
generan la configuración institucional que permite escapar de la catástrofe
malthusiana. Las instituciones extractivas, que definen las reglas del juego
a favor de un pequeño grupo de élites saqueadoras, les permiten apropiarse
de una proporción desmesurada de los recursos disponibles a base de
coacción política sin producir por sí mismas nada que aumente el nivel de
vida del resto de la sociedad. Las instituciones inclusivas son precisamente
aquellas que con el descubrimiento de la rareza pudieron asentarse poco a
poco en algunas partes del mundo.
¿Triunfalismo occidental?
50 años
La moral de la historia
Enseñanzas duras
¿Progreso moral?
Una historia de las últimas décadas podría decir que el siglo XX fue una
época de progreso moral. A partir de entonces, nuestra orientación moral
había de ser sobre todo el compromiso con los débiles y los desposeídos, a
los que debíamos ofrecer una protección especial frente a los excesos de las
mayorías dominantes. Las minorías y los grupos marginales empezaron a
exigir que se cumpliera la promesa de libertad e igualdad, de cuyas
comodidades habían sido —y por supuesto siguen siéndolo— injustamente
excluidos hasta entonces. El siglo XX se atrevió a intentar lograr un
auténtico progreso moral que no concediera los privilegios de la
convivencia social solamente a quienes ya tenían el poder.
Todo esto parece, en el mejor de los casos, ingenuo, tal vez incluso
cínico y apología del statu quo; en el peor, recuerda a una ideología
peligrosa, como si fuera una canción de cuna para los pasajeros de un barco
que se hunde. ¿Dónde existe ese progreso en la actualidad, si se puede
saber? ¿En el coqueteo fascistoide de los regímenes autocráticos con la
comunidad nacional, depurada en cuanto a la etnia y la identidad? ¿En el
galopante cambio climático que nos asará, nos ahogará o que nos hará las
dos cosas? ¿En la pandemia mundial que causó división política mientras se
cobraba millones de vidas?
La tesis del progreso se tacha a menudo de «panglosiana», y en los
círculos intelectuales no puede haber peor reproche: muchos preferirían ser
denunciados por pedófilos que por panglosianos, pues ante todo los
intelectuales deben ser críticos, y esa actitud no es compatible con admitir
que algunas cosas son mejores hoy que entonces. En el Cándido de Voltaire,
publicado en 1759, Pangloss es el maestro del protagonista y, como fiel
seguidor de Leibniz, está convencido de que nuestro mundo, además de ser
bastante aceptable, es el mejor de todos los mundos lógicamente posibles.
La novela, en la que Cándido sufre un percance tras otro, refuta ese
hiperoptimismo demencial e ingenuo en tono satírico. En efecto, es un puro
disparate pensar que ni siquiera es concebible un mundo mejor, pero los
grandes filósofos tenían un gran talento para concebir semejantes ideas.
Schopenhauer se acercó más a la verdad al afirmar: «Si queréis en un abrir
y cerrar de ojos ilustraros acerca de este asunto y saber si el placer puede
más que la pena, o solamente si son iguales, comparad la impresión del
animal que devora a otro con la impresión del que es devorado». 5 Sin
embargo, ni siquiera una frase triunfal como esta demuestra que el mundo,
por malo que pueda llegar a ser, no pueda ser relativamente mejor. Es justo
lo que afirma la tesis del progreso, ni más ni menos.
Cierto escepticismo ante la fe en el progreso está justificado porque la
idea de que la historia mundial tiene un destino suele tacharse de
criptorreligión metafísicamente extravagante que sustituye a Dios por el
«espíritu del mundo» de Hegel como titiritero de la historia. En su Filosofía
del derecho, Hegel defendió la postura de que la historia de la humanidad
no era una mera historia de casualidades ciegas y de la ley del más fuerte,
sino que se regía por unos principios razonables que garantizaban la
formación histórica de una comunidad moral. Esta visión del mundo es
ambivalente: si solo nos separa del fin de la historia una breve marcha
forzada, si la utopía de la plenitud moral y la felicidad inagotable está ya al
alcance de la mano, entonces hasta la mayor cantidad de víctimas parece
justificada con tal de alcanzar de una vez —¡por fin!— ese paraíso en la
Tierra. El cálculo es el siguiente: quien se juega ganarse la eternidad, puede
mancharse las manos con toda tranquilidad, aunque tenga pocas opciones.
El deseo de justicia, como decía Albert Camus en El hombre rebelde, puede
garantizar la paz y la solidaridad; sin embargo, el anhelo exaltado de una
sociedad perfecta embriaga al ser humano y provoca «rediles de esclavos
bajo el estandarte de la libertad, [y] matanzas justificadas por el amor al
prójimo o la inclinación hacia lo sobrehumano». 6
Entonces, ¿por qué luchar? Si el curso de la historia se ve abocado por
unas leyes férreas a su inevitable trayectoria, si ya se cuida solo, mi mala
conciencia puede descansar y yo puedo quedarme de brazos cruzados tan
tranquilo. ¿Para qué hacer sacrificios, para qué esforzarse si ya se ha puesto
en marcha el mecanismo del futuro y solo hay que esperar a que se haga
realidad? Podría decirse que el progreso permite la pasividad, incluso la
resignación.
La fe en el progreso moral parece provocar una frialdad moral que se
concentra más bien en los beneficios de los ganadores, en vez de tener en
cuenta, como es debido, las pérdidas de los perdedores. «¿Puede el infeliz
molestar al feliz en su felicidad?», reza el cartel del colgadizo de una
librería cercana a mi casa, y la respuesta de los que creen en el progreso por
lo visto es: ¡no! Y, sin embargo, ¿qué prioridades se revelan cuando se
ensalza que el mundo desarrollado escapa de la pobreza y la guerra,
mientras que millones de niños mueren todos los años de diarrea y malaria
y pierden la vista por oncocercosis?
Pese a todo, la posibilidad de progreso moral sigue siendo una idea útil.
Casi todas las sociedades son conservadoras y reacias a la innovación.
Incluso mantienen un estilo de vida tradicional, en la práctica o por norma,
aun cuando es a todas luces perjudicial. Los ijaws nigerianos mostraron un
gran interés en promover el crecimiento de su población a través de los
niños, pero mataban por principio a todos los gemelos, simplemente porque
era la tradición. 7 Casi todas las sociedades aceptan costes enormes con tal
de conservar rituales complejos, supersticiones paralizadoras y normas
disfuncionales. 8 Pese a los inconvenientes, no hay casi ninguna fuerza que
pueda sacar a una sociedad de ese equilibrio tóxico. Justo ahí encaja la idea
de progreso moral: hoy en día funciona como un meme que hace que las
sociedades estén receptivas a las ventajas del cambio social y la innovación
tecnológica. El «¡siempre lo hemos hecho así!» se sustituye por «¿qué
podemos mejorar aquí?», la tradición por la innovación.
Cuando Hannah Arendt voló a Israel en 1961 para escribir un reportaje para
la revista The New Yorker sobre Adolf Eichmann, que debía ser procesado
ante el tribunal del distrito de Jerusalén, el mundo intelectual se moría por
leer el retrato de un monstruo satánico. En cambio, asistieron a los
lloriqueos de un administrativo que había organizado el crimen más
aberrante de la modernidad con la minuciosa estrechez de miras de un
funcionario al cargo. Para describir su actuación, Arendt acuñó uno de los
términos más impresionantes y acertados de la filosofía moral de todos los
tiempos: la banalidad del mal. 12
Con la banalidad del mal, Arendt, además de la idea cristiana de pecado
original, contradecía gran parte de la tradición filosófica. Incluso Kant
opinaba que el ser humano estaba hecho de «madera torcida», que de él «no
se puede sacar nada recto»; 13 el ser humano era más bien el «mal radical»
porque tendía por naturaleza a incumplir las obligaciones derivadas de las
normas morales. 14
Una diferencia importante entre el mal radical y el banal consiste en que
el primero sigue una lógica de autocontrol: la idea es que nuestra
depravación y decadencia solo se puede superar mediante el autocontrol, la
disciplina y la fuerza de voluntad. En el siglo XX se instaura cada vez más la
idea de que el carácter defectuoso de la naturaleza humana apenas se puede
remediar o superar, solo eludir y encauzar. El centro de atención se desplaza
del llamamiento a que el individuo se controle de una vez y practique la
virtud a una apelación a la sociedad para que organice sus estructuras,
prácticas e instituciones de tal manera que ni siquiera pueda surgir la
presión ambiental externa, ante cuyo efecto tóxico ningún ser humano es
inmune. Si bajo esa presión no nos tornamos en cómplices del mal casi
siempre es por pura suerte. Así, lo que importa es que ni siquiera surja la
ocasión de ser cómplice.
A partir de finales de la década de 1960 se instaura en la psicología
social el paradigma del «situacionismo». 15 Al parecer no existen los rasgos
de carácter sólidos y coherentes en cualquier situación: si uno los busca, no
los encuentra. Nadie es valiente, tímido o tacaño per se; nadie es bueno o
malo, decente o depravado. Nuestra personalidad es mucho más
fragmentaria, está mucho más asociada a la situación concreta. Somos
tacaños cuando vamos al mercadillo con amigos, pero generosos en una
cena con desconocidos. Hace alrededor de cincuenta años que la psicología
social procura demostrar que esos factores externos, condicionados por la
situación, son los que más influyen, con diferencia, en nuestra conducta. Un
conocido estudio demuestra que el que una persona ayude a otra a recoger
unos papeles que se le han caído depende sobre todo de si esa persona había
encontrado antes una moneda (colocada a propósito) en una cabina de
teléfono. 16 Muchos otros experimentos demuestran el poder que ejercen
sobre nosotros las circunstancias externas.
La banalidad del mal ofrece cierto consuelo. El mundo no se divide en
personas radicalmente malas o buenas que siempre libran la misma batalla
en el escenario de la historia, sin que nunca se pueda ganar del todo. Está
formado por personas sin más, simplemente seres humanos que, como el
resto de la naturaleza, son también fruto de sus circunstancias, tienen que
adaptarse a ellas y, a veces, fracasan a causa de ellas. Eso no significa que
no existan malas personas que cometan actos espeluznantes, pero sí que los
seres humanos —por lo menos en principio— podemos reformarnos y que
no existe una masa de bellacos demoniacos «entre nosotros» a cuya
degradación intrínseca debe adaptarse de algún modo el resto de la
sociedad.
Sin embargo, justo esa banalidad implica algo inquietante: «Con el
elemento de la degradación autorizada por uno mismo se presenta lo que
vivimos en el siglo XX como la ruptura real de la civilización: nada más
lejos de un “retroceso a la barbarie”, sino más bien la posibilidad
absolutamente nueva y en adelante siempre presente de la desintegración
moral de un país entero que se había considerado “civilizado” según los
estándares de la época». 17 El Holocausto y el gulag, los campos de la
muerte camboyanos, los Jemeres Rojos y el genocidio de los tutsis en
Ruanda, la masacre de Srebrenica o los sucesos de Abu Graib fueron la
prueba definitiva de que en el ser humano siempre hay que contar con que
los instintos que nos capacitan para el odio y la violencia nunca están del
todo dormidos y que también una sociedad, como lo expresaron Adorno y
Horkheimer, antes «totalmente ilustrada» 18 puede colocarse al borde de la
implosión moral en cualquier momento.
Una transformación moral fundamental del siglo XX fue el intento de
generar condiciones sociopolíticas que lograran moderar y encauzar en la
práctica nuestras tendencias destructivas, para así tal vez un día hacer
realidad el sueño infantil de una humanidad formada por hermanos y
hermanas unidos por la paz. El punto de partida es de sobra conocido: a
mediados de siglo ya superamos nuestros peores temores con un esmero
apocalíptico; tenemos entonces que «tomar precauciones» y crear los diques
institucionales que resistan la cruel tentación de la misantropía. Sin
embargo, esas medidas no siempre surtían efecto, o solamente muy poco a
poco. A partir de ese momento, por primera vez se hizo un intento serio,
global y prolongado de poner coto desde el ámbito institucional a las
fuerzas más destructivas de nuestra psicología. Para lograrlo, hubo que
afrontar de una vez estas tendencias para entender cómo se había llegado a
semejante ruina moral.
Las leyes de la sangre
Guerra y paz
Tres días después de haber sobrevivido por poco y con mucha suerte a la
destrucción atómica de Hiroshima, Tsutomu Yamaguchi —herido,
abrasado, desorientado, sordo de un oído y en un momento verdaderamente
inoportuno— llegó a su ciudad natal, Nagasaki. Yamaguchi, que murió en
2010 a los noventa y tres años de edad, es la única persona hasta la fecha
que ha sido reconocida oficialmente en dos ocasiones por el Gobierno
japonés como hibakusha, es decir, superviviente de los bombardeos
atómicos lanzados contra Japón en agosto de 1945. No hay muchas
personas que puedan defender la paz con una credibilidad comparable a la
de Yamaguchi, que sobre todo durante sus últimos años de vida abogó por
el desmantelamiento de las instalaciones nucleares.
En toda Alemania, objetores de conciencia y personas exoneradas del
servicio militar vivían en calles llamadas Zieten, Yorck y Gneisen, que
desde hacía décadas o incluso siglos llevaban el nombre de tales generales y
mariscales de campo. Son testimonio de un mundo obsoleto, ya que la
Segunda Guerra Mundial ayudó a fomentar la enorme popularidad de una
idea intuitivamente muy plausible: la de que las guerras casi siempre son
mala idea, y que los seres humanos estarían mejor sin ellas. Hoy resulta
difícil entender lo nueva que era esa idea en aquel momento.
Si una ametralladora pudiera disparar tantos tiros como cien soldados,
¿no implicaría menos muertes en la guerra porque la misma matanza se
podría llevar a cabo con menos personal? Pensar que la invención de
instrumentos mortíferos cada vez más horribles contribuirá a poner fin a la
guerra es un error casi conmovedor que se comete una y otra vez. No
obstante, ni la invención de la Gatling Gun, arma precursora de la
ametralladora, ni el descubrimiento de la dinamita por parte de Alfred
Nobel lograron hacer realidad esa esperanza de que una forma de matar más
eficaz actuara como fuerza pacificadora. La amenaza de la destrucción
atómica dio el resultado paradójico de que el arma definitiva de la
humanidad consiguió aportar a los países enemistados del mundo un
equilibrio en cierto modo constante de intimidación mutua que en la
actualidad denominamos «guerra fría». Sin embargo, no fue el efecto
civilizador de las innovaciones técnicas el que liberó la relación entre
política y guerra de un pragmatismo propio de Clausewitz, según el cual la
guerra solo es política con otros medios. El destierro de la guerra también
fue fruto de esfuerzos conscientes por limitar por norma los conflictos
violentos. La jurista Oona Hathaway y el filósofo del derecho Scott Shapiro
han hecho hincapié en la escasa importancia concedida al pacto Briand-
Kellogg, firmado el 27 de agosto de 1928 en el Quai d’Orsay por el
secretario de Estado norteamericano Frank Kellogg y su homólogo francés,
el ministro Aristide Briand, pero también por Gustav Stresemann. Durante
la firma, Kellogg le había regalado al ministro de Exteriores alemán una
pluma de oro con la inscripción «Si vis pacem, para pacem» («quien desea
la paz se prepara para la paz»); los dos brevísimos artículos del pacto
estipulaban que, en adelante, los conflictos internacionales solo debían
resolverse por medios pacíficos. 27
El acuerdo, también conocido como pacto de París, suele tacharse hoy en
día de ridícula ingenuidad. Querer acabar con las guerras declarándolas
ilegales parece infantil o cínico. ¿Cómo iba a evitar un pacto las guerras
cuando estas se libran precisamente porque ningún acuerdo ha surtido
efecto? Sin embargo, esta actitud es igual de absurda que argumentar que no
tiene sentido declarar ilegales el asesinato y el robo porque de todos modos
se seguirá matando y robando. La declaración pública de la voluntad de
resolver los conflictos pacíficamente fue, de hecho, algo insólito, un
auténtico cambio de paradigma en el ámbito de la política internacional. No
logró evitar la Segunda Guerra Mundial, igual que ninguna ley puede
impedir su propia violación por el mero hecho de existir. Aun así, sentó las
bases normativas de la «larga paz», una época otrora impensable de décadas
sin guerras entre países antes considerados archienemigos, como Alemania
y Francia, Inglaterra y Rusia. 28
La declaración oficial de paz fue la base de un cambio trascendental. En
principio parecía tratarse de un ejemplo de la disminución de la tolerancia
general hacia la violencia en y entre los países modernos, que también se
vio favorecida por el resurgir económico. Durante muchos milenios, la
economía mundial había sido más o menos un juego de suma cero. No se
producía mucho, y en muchos casos el saqueo era la vía más rápida, o
incluso la única, para lograr un crecimiento económico. Solo cuando la
modernidad descubrió, gracias a la evolución cultural, que con la
innovación, el comercio y los mercados se podía obtener un auténtico valor
añadido económico que beneficiara a todos, se entendió que la riqueza y el
bienestar aumentaban gracias a una colaboración internacional pacífica, y
no a base de conflictos sangrientos. En Sobre la paz perpetua, Kant ya
había reconocido que una economía conectada era uno de los incentivos
estructurales más importantes de la paz internacional; 29 sin embargo, el
intento de dar pasos serios para eliminar las acciones bélicas ha sido del
todo extraordinario a lo largo de la historia.
La degradación de la guerra de prima a ultima ratio en la resolución de
conflictos internacionales obedece a una lógica creciente de no violencia
que ha impregnado casi todos los ámbitos de la vida. Del asesinato a la
violación, pasando por la violencia doméstica contra mujeres y niños o las
vulgares peleas de bar, las sociedades modernas sienten una intolerancia
cada vez mayor hacia la violencia física. 30 Por desgracia, todas esas
atrocidades siguen existiendo, pero las estructuras modernas de
colaboración también tienen un efecto domesticación, ya que los actos
violentos y la correspondiente ética marcial de honor y venganza poco a
poco se van sustituyendo por patrones de conducta menos violentos.
El grado en que las sociedades tienden a las acciones violentas y el grado
de tolerancia hacia la violencia como recurso para la resolución de
conflictos suelen tener causas socioeconómicas. En la actualidad siguen
notándose los efectos de los distintos planteamientos económicos en la
frecuencia y aceptación social de la conducta violenta. 31 En el Sur de
Estados Unidos aún se pueden encontrar restos sociopsicológicos de una
cultura del honor: en los estados sureños es más intensa (por término
medio) la reacción a las ofensas y provocaciones, los asesinatos y peleas de
bar son más frecuentes y la violencia se suele disculpar o considerar
comprensible. Contrariamente a lo que se suele creer, no es por motivos
climáticos (o al menos solo indirectamente). La gente no se pega porque se
le sube el calor a la cabeza. La conducta violenta está más bien relacionada
con las distintas exigencias que una economía basada en la ganadería o (en
las zonas del norte de Estados Unidos) en la agricultura provoca en la
gestión de la reputación de sus participantes: un rebaño de ganado se puede
robar con celeridad y de una sola vez; no sucede lo mismo con los campos y
las granjas (o por lo menos no es tan fácil). Por eso los ganaderos tenían
que dejar claro a su debido tiempo y de forma creíble que estaban
dispuestos a defender sus recursos por medio de la violencia. Esto generó
en los estados del Sur, donde estaba mucho más extendida la crianza de
ganado, una cultura del honor que aún perdura y que el impulso
modernizador va mitigando poco a poco.
La revolución silenciosa
El vil metal
El círculo expansivo
Pocos minutos antes de que el pastor Martin Luther King dejara entrever
sus sueños a la humanidad, un hombre menudo en la flor de la vida sube al
podio montado delante del Lincoln Memorial. Como la mayoría aquel día,
Joachim Prinz lleva un pequeño emblema en la solapa, en el que una mano
blanca y una negra se unían en amistad, rodeadas de las palabras: «March
on Washington for Jobs & Freedom, August 28, 1963».
Prinz habla con especial autoridad frente a los seis micrófonos: como
rabino de la sinagoga de Oranienburger Strasse del barrio de Mitte en Berlín
se ganó enseguida la fama de orador profundamente motivador y en 1937
sufrió las consecuencias de una situación cada vez más peligrosa para la
vida de los judíos en Alemania. A su sermón de despedida poco antes de
partir a Estados Unidos asistieron miles de personas, entre ellas el director
de la sección judía del Departamento II 112 del Servicio de Seguridad de
Berlín, Adolf Eichmann. Presentándose como estadounidense, como judío y
como ciudadano estadounidense de religión judía, Joachim Prinz recuerda a
los oyentes en Washington que todos podemos ser vecinos y que el silencio,
la indiferencia y la pasividad pueden hacer, incluso más que el odio y el
fanatismo, que países en principio civilizados se inclinen hacia el
extremismo.
Unos cincuenta años después, en otoño de 2011, estuve en el despacho
de su nieto. Jesse Prinz, profesor de filosofía de la City University de Nueva
York, me recibió en su «cabina de teléfonos», como él decía bromeando;
pero es que en Manhattan el espacio es caro, más aún para la City
University, que se financia con fondos públicos. Hablamos sobre el origen
de la moral —yo más bien escuchaba, como buen doctorando invitado— y
sobre por qué la compasión y la empatía a menudo pueden ser una brújula
dudosa que incluso puede inducir a error. La empatía se agota rápidamente,
se desvía con facilidad, es parcial y solo sensible a impresiones
vívidas. 43 Como dijo Stalin en una ocasión, cuando muere una persona, es
una tragedia; cuando muere un millón, una estadística. Y esa parece ser la
máxima de nuestra compasión: solo nos preocupamos por unas cuantas
personas, y son siempre aquellas a las que conocemos y queremos. La
mayoría de la gente nos es indiferente. Pero ¿deberíamos darnos por
satisfechos con eso?
Hay muchas propuestas sobre cuál podría ser el núcleo del progreso
moral del siglo XX o la transformación moral decisiva de la modernidad
tardía, pero uno de los argumentos centrales es el de una dignidad universal
que corresponde y es inherente a todos los seres humanos y que se mantiene
inviolable sin importar la religión, el color de la piel o el origen. En la
filosofía de la moral se suele explicar la historia del progreso moral como la
de un «círculo expansivo». 44 El estatus moral, según esa idea, estuvo
reservado durante mucho tiempo (y sigue estándolo) a una pequeña élite
social. Disfrutar del reconocimiento como miembro de pleno derecho de la
comunidad, estar entre los que pueden esperar la amplia gama de derechos
y comodidades disponibles en una sociedad, ha sido durante largo tiempo
prerrogativa de individuos de un género, edad, etnia, religión y posición
socioeconómica determinados. Esto es algo que se ha producido en casi
todas las sociedades de los últimos milenios. El privilegio del estatus moral,
según el lugar y la época en que se centre uno, correspondía a los
ciudadanos plenos de Atenas, la aristocracia, los caciques, los mandarines y
brahmanes, la burguesía capitalista o la upper class independiente
económicamente. Mujeres y niños, obreros y campesinos, pobres y
enfermos, emigrantes y discriminados, minorías y disidentes, todos eran
sujetos de segunda clase, cuyo estatus moral se negaba, minimizaba,
ofendía, olvidaba o ignoraba.
Los filósofos estadounidenses Alan Buchanan y Russell Powell
describen el círculo expansivo de la moral como una «anomalía
inclusiva». 45 «Inclusiva» porque cada vez son más las personas antes
excluidas que en adelante van a acceder al anhelado ámbito del
reconocimiento moral; y «anomalía» porque ese proceso era una rareza
desde el punto de vista histórico: el estatus moral siempre ha sido privilegio
de unos pocos.
Con las revoluciones morales que caracterizaron el inicio de la
modernidad, las restricciones de acceso al círculo del estatus moral se
fueron relajando poco a poco y, aunque fuera paso a paso y con una lentitud
frustrante, este último se extendió a grupos cada vez mayores. Las
arbitrarias delimitaciones morales entre géneros, razas y clases y las
consiguientes formas de exclusión, discriminación, saqueo, opresión y
marginación se estaban debilitando, o al menos eso se decía. Todo ser
humano, independientemente de esas características fortuitas, debe ser
reconocido como sujeto moral de pleno derecho.
El racismo, el sexismo y el clasismo se reconocen como prácticas
discriminatorias sin justificación moral. Más recientemente, incluso la
pertenencia a la especie biológica adecuada —es decir, la humana— se
consideraba especismo: otra palabra odiosa para un tema odioso. Lo que
importa para poder ser portador de estatus moral es ser capaz de pensar y
sufrir. Reservar dicho estatus a una especie en concreto pone de relieve un
prejuicio bastante evidente. Siguiendo esta línea, en 1975 se publicó el libro
Liberación animal, del filósofo australiano Peter Singer, y en 1979 apareció
un manifiesto sobre los derechos universales de todos los animales o seres
sensibles, impulsado por el llamado «grupo de Oxford», también conocido
como los Vegetarianos de Oxford.
Esta dinámica de inclusión contradice nuestros instintos morales
fundamentales, orientados principalmente hacia nuestros semejantes, pero
se consolidó en varios textos jurídicos centrales del siglo XX, sobre todo al
término de la Segunda Guerra Mundial. El artículo 109 de la Constitución
de Weimar ya recogía la abolición de la nobleza y la igualdad jurídica de
hombres y mujeres y, tanto en la Constitución de la República Federal de
Alemania (1949) como en la nueva constitución japonesa (1947) y en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), el tema central es
el reconocimiento indiscutible de la dignidad e inviolabilidad de todos los
individuos.
La idea del círculo expansivo de la moral procede del historiador
irlandés William Lecky, que fue el primero en usar el concepto en su
History of European Morals de 1869. La estructura de ese círculo sigue
siendo controvertida. Algunos opinan que el círculo de la moral es en
realidad un constructo de círculos concéntricos establecido en cada
individuo, el cual se encuentra condicionado por las relaciones de
parentesco personal, es decir, sobre todo las genéticas. Según ese modelo, el
sujeto se sitúa en el centro del círculo: su pariente más próximo es él
mismo. Luego están los padres, los hermanos y los hijos; después los
abuelos y hermanastros, y así sucesivamente, hasta que al final se llega al
círculo de aquellos con los que el individuo ya no está emparentado
genéticamente pero que pertenecen a su propio in-group, es decir, los
amigos y conocidos. Fuera de ese ámbito se encuentran los desconocidos y
algunos otros miembros de la especie humana, seguidos de otras especies
de mamíferos, los seres sensibles en general y, por último, todo el mundo
animado. Esta manera de dibujar el círculo de la moral se inspira vagamente
en la regla de Hamilton, según la cual nuestra disposición a cooperar
disminuye a medida que baja el grado de parentesco.
Desde el punto de vista psicológico, parece que las diferencias entre
individuos vienen dadas por el lugar en que se sitúa cada persona en la
«escala de expansión moral». 46 Por lo visto, esto también tiene una
dimensión política: las personas más «conservadoras» en lo político tienden
a estrechar el círculo de estatus moral, ya que hacen hincapié en la lealtad
moral a su propia comunidad, mientras que los liberales políticos se
identifican más con la humanidad en su conjunto. 47 Ahí entran en juego
diversas fuerzas centrípetas y centrífugas que determinan a quién se acepta
del todo como miembro del grupo y a quién se le rechaza sin más. 48
En 1971 se publicó la Teoría de la justicia de John Rawls, que explicaba
que esa imparcialidad expansiva era el principio fundamental de las
instituciones sociales justas, idea que reformuló la filosofía política después
de décadas de debilidad teórica. Según Rawls, una sociedad justa debía
estar organizada como si sus principios básicos se escogieran tras un «velo
de ignorancia»: 49 las instituciones sociales justas son las que escogería una
persona si no supiera el lugar que va a ocupar en esa sociedad. De esta
manera se garantiza que las diferencias de religión, etnia, género y clase
social no afecten a las libertades básicas a las que tiene derecho una persona
ni a las oportunidades vitales que se le ofrezcan. La desigualdad social en
los ingresos o la posición se justifica después, y solo después, si beneficia a
los que están peor posicionados en una sociedad, es decir, si, dado que todas
las personas se benefician de la existencia de médicos competentes, unos
ingresos más elevados podrían ser un incentivo para que los más talentosos
se hagan médicos.
Sin embargo, como es evidente que una sociedad ya articulada no se
puede diseñar y reconstruir sobre el papel, a veces hay que tomar medidas
concretas para que las instituciones deficientes y los derechos de propiedad
que nos han legado las generaciones anteriores se acerquen lo más posible a
ese ideal de imparcialidad. En muchos casos esto supuso la introducción de
programas de «acción afirmativa», que defienden la idea de
«discriminación positiva» en favor de grupos marginados. En 1961, la
Orden Ejecutiva 10925 de John F. Kennedy declaró ilegal la discriminación
por motivo de raza, creencia u origen en las instituciones estatales. A veces
—tal era el fundamento de la ley— había que intentarlo de forma activa,
por ejemplo, mediante procedimientos de nombramiento a ciegas o cuotas
explícitas que corrigieran la infrarrepresentación de determinados grupos en
algunas profesiones en concreto. La filósofa estadounidense Elizabeth
Anderson ve en ello un cambio hacia el «imperativo de la integración»: las
sociedades modernas deben hacer un esfuerzo para superar definitivamente
las formas de segregación y discriminación social heredadas valiéndose de
medidas concretas que favorezcan la inclusión. 50
El círculo expansivo de la moral empezó ya con el descubrimiento de la
rareza. Hace cientos de años, cuando la evolución cultural comenzó a diluir
el papel central del parentesco como principio vertebrador de las
sociedades, salió a la luz el potencial de la prosocialidad impersonal: una
sociedad que empieza a ensayar interacciones cooperativas, altruistas y
mutuamente beneficiosas entre individuos desconocidos acaba
descubriendo que considerar a otros grupos como hordas demoniacas a las
que hay que limitar, esclavizar o matar suele ser perjudicial para el
comercio internacional y para el funcionamiento de un Estado moderno. El
reconocimiento de un estatus moral inherente a todos los seres humanos
también se ve impulsado por intereses económicos.
La expansión moral es importante, pero sigue siendo limitada: la
creciente reducción y tolerancia de la violencia y el asesinato, por ejemplo,
no se puede describir como una expansión del estatus. Incluso la
emancipación de la mujer, que a menudo se menciona como ejemplo
primordial del círculo expansivo de la moral, se debe en última instancia a
una dinámica diferente. Desde un punto de vista histórico, la discriminación
de las mujeres no puede tomarse como una exclusión del círculo de la
moral, lo que equivaldría a la deshumanización total (aunque, por supuesto,
a menudo era el caso). A la mujer nunca se le negó del todo la categoría
moral; su represión no seguía el modelo de la deshumanización, sino el de
la subordinación: la hembra es un sujeto moral, pero con unos derechos y
obligaciones específicos basados en características en teoría específicas,
que no pocas veces se entendían con más o menos rotundidad como
defectos. La lucha contra la discriminación sexista debe plantearse según el
modelo de la integración de roles —para que haya jefas médicas y
presidentas del Gobierno—, no según el modelo de la integración social
más fundamental, que fusiona, por ejemplo, espacios antes segregados por
razas. El círculo en expansión de la pertinencia moral no basta, pues, como
concepto universal de progreso moral.
La ampliación del reconocimiento moral ocupa un lugar especialmente
destacado en muchas descripciones del progreso porque la xenofobia, la
discriminación, la limitación, la deshumanización o el genocidio
constituyen faltas morales tan escandalosas y de tal significado histórico
que cualquier ampliación de los criterios de estatus moral es en principio
plausible.
Por otra parte, también hay muchos ejemplos de avances sociales en los
que las «contracciones», es decir, los estrechamientos, del círculo moral
estaban en el lado correcto de la historia. La dinámica de secularización
moderna pertenece a este contexto, al igual que la abolición de la nobleza.
Para el Estado liberal, nada es sagrado y nadie es mejor que otro. Las
diferencias de estatus adscriptivas —es decir, independientes del
desempeño— se nivelaron, y la pretensión de ser reconocido como el único
camino correcto de salvación (que albergan todas las religiones) se puso
bajo sospecha de error.
Aún quedan pendientes otras contracciones del círculo moral. Se podría
considerar excusable que a los activistas ecologistas o a los representantes
de poblaciones indígenas les parezca una buena idea dotar a objetos
inanimados de la naturaleza, como el río Whanganui de Nueva Zelanda, de
los derechos, obligaciones y responsabilidades de una persona jurídica. Sin
embargo, uno no puede evitar pensar que se podría haber buscado una
solución menos animista y pansíquica para el problema de la gestión
sostenible del entorno.
La reorientación del círculo moral suele entrañar consecuencias
incómodas. La explotación, maltrato y desprecio de los animales
considerados como especismo es una cara de la moneda; la otra puede ser la
negación del estatus moral a algunos miembros de la especie humana.
Como la categoría moral depende de ciertas propiedades como la capacidad
de pensar, planificar o sufrir, a menudo nos vemos obligados, por razones
de coherencia, a clasificar a algunos individuos al principio o al final de la
vida humana como casos límite de la pertinencia moral. La idea de que, en
casos extremos, la eutanasia de determinadas personas puede ser
moralmente permisible o incluso imperativa le ha valido a eticistas como
Peter Singer, que defienden esta postura, el reproche (sobre todo en
Alemania) de difundir una forma de «higiene racial» que considera que la
vida de los discapacitados carece de valor. Esta crítica es, por supuesto, una
solemne tontería, pues ningún bioético le tocaría un pelo a nadie en contra
de sus intereses explícitos o bien entendidos, pero demuestra que existen
importantes obstáculos psicológicos que podrían interponerse en el camino
del replanteamiento del círculo moral.
La expansión de la moral se extiende a todo el mundo natural. El miedo
a quedarse sin hogar parece ser una constante antropológica. ¿Acaso forma
parte de nuestra naturaleza? En cualquier caso, no es un invento del
siglo XX, ni tampoco del Romanticismo alemán, aunque este último hizo del
anhelo de una naturaleza pura, en la que solo el alma torturada del hombre
moderno podría reconciliarse consigo misma, uno de sus temas principales.
Al parecer nos atormenta la preocupación latente de perder nuestro hogar,
de estar entre los expulsados, entre los exiliados que una mañana tienen que
recoger sus cosas para no volver jamás. Esa inquietud no es del todo
injustificada, pues la historia está llena de ejemplos de sociedades que se
vieron abocadas a su propia ruina por esquilmar su entorno —casi siempre
con el impulso de un crecimiento de la población acelerado— con la
sobrepesca, la deforestación, la caza excesiva, la erosión y los problemas de
riego y fertilidad del suelo. 51
El miedo a que se produzca un crecimiento de la población fuera de
control es una de las versiones más pérfidas de esa preocupación por lograr
una relación sostenible con los recursos de la Tierra, que es perfectamente
lógica. Se le suele reprochar —en la mayoría de los casos con razón— que
lleva un racismo implícito, pues llama la atención que casi siempre se exija
esa reducción demográfica a unas determinadas poblaciones de unas
regiones muy concretas del mundo. Da la impresión de que nunca hay
suficientes noruegos. En 1968 se publicó La explosión demográfica, de
Paul R. Ehrlich, un sueño febril neomalthusiano cuya mayor virtud
consistía en haberse equivocado en casi todas las predicciones sobre la
supuesta catástrofe de hambruna mundial inminente que se cobraría
inevitablemente la vida de centenares de millones de personas. 52
Ese mismo año se fundó el Club de Roma, que en 1972 advertía de los
«límites del crecimiento» en un informe detallado que se convirtió en uno
de los documentos fundacionales de los movimientos ecologistas modernos.
Al poco tiempo llegaron Greenpeace y el movimiento antinuclear. El miedo
a un planeta superpoblado cuyos recursos naturales pronto dejarían de ser
suficientes para una humanidad que no paraba de crecer se expresaba de
una forma menos irracional y apocalíptica que en la obra de Ehrlich, pero la
esencia es la misma: si no nos andamos con cuidado y optamos por un
camino radicalmente distinto, estamos abocados al desastre. ¿Quién quiere
un mundo en el que nuestros nietos estén algún día desesperados y
abandonados, hambrientos y muertos de frío, sin esperanza ni futuro,
envueltos en harapos pestilentes y vagabundeando en pequeños grupos
dispersos por un páramo desolador, luchando por las últimas gotas del agua
sucia de los charcos?
Desmoralización
Los Ángeles, 1940: esta vez quiere hacerlo a su manera. Para dificultar al
máximo que su productor David O. Selznick, animado por su éxito con Lo
que el viento se llevó el año anterior y ya conocido por su agresividad,
introduzca cambios radicales en su visión artística, el señor Hitchcock edita
su película más reciente, Rebeca, «en la cámara». 53 En este laborioso
proceso no se rueda, como suele hacerse, un excedente de material que
luego se ensambla en la sala de montaje en una película ya acabada. En la
«edición en cámara» solo se graban las escenas que se van a utilizar en la
obra final, y en el orden en el que se verán en el producto final. Al no haber
en la cinta escenas innecesarias, ningún inversor intransigente puede
sabotear la versión final del artista.
Con una fidelidad tan fanática al original, resulta aún más sorprendente
que Hitchcock permitiera que cambiaran un detalle fundamental de la
novela de Daphne du Maurier. En ella, Maxim de Winter confiesa haber
matado a su esposa, una mujer de una belleza sobrenatural pero soberbia e
insensible. En la película, en cambio, muere por accidente: Rebeca,
gravemente enferma de cáncer y cansada de la vida, provoca a su marido
hasta que, al final, él la hace caer durante una pelea, ella tropieza y se abre
una brecha mortal en la cabeza.
La razón de esta divergencia reside en William Harrison Hays, o, para
ser más exactos, en el «Motion Picture Production Code», el código que se
aplicaba entonces y que, dado que Hays ocupaba la presidencia de la
Asociación de Productores Cinematográficos de Estados Unidos, se conocía
informalmente con su nombre. Este decálogo para cineastas debía
garantizar que no se molestara al espectador con indecencias como bailes
lujuriosos, movimientos sugerentes o besos excesivos. (Las extrañas
escenas de las películas antiguas, en las que los actores interrumpían sus
besos al cabo de dos o tres segundos, se deben a las restricciones
temporales sobre la intimidad física que se establecieron con el Código
Hays.) Pero también estaban prohibidas las relaciones amorosas entre
blancos y negros —denominadas entonces miscegenation (literalmente,
«mezcla de razas»)—, las palabrotas o las blasfemias. Asimismo, había que
evitar despertar simpatías hacia los delincuentes, o incluso que salieran
impunes. Por eso, en la película, Rebeca de Winter muere por accidente y
no asesinada: así Maxim y su segunda esposa, innominada, pueden ser
felices por fin. Veinte años después, la escena más escandalosa para el
público de la época de Psicosis no fue la temprana y sorprendente muerte
de la protagonista, interpretada por Janet Leigh, sino el hecho de que tirara
de la cadena delante de la cámara para que se tragara unos cuantos recortes
de papel. Jamás se había visto semejante obscenidad.
Hitchcock no es el único director legendario víctima del celo de Hays. Si
vemos hoy en día la versión restaurada de 1991 de Espartaco, de Stanley
Kubrick, no oiremos la voz de Lawrence Olivier —aunque no seremos
conscientes de ello— en una escena que ya se había cortado en 1960. En
aquella toma, perdida durante mucho tiempo y cuyo metraje se recobró
después, pero sin la pista sonora, el Craso de Olivier tuvo que ser doblado
por Anthony Hopkins, que logró imitar a la perfección la dicción de su
antiguo profesor de interpretación. Se trata de una secuencia, escandalosa
para la época, en que Craso le pregunta durante el baño a su esclavo
Antonino, interpretado por un joven Tony Curtis, si prefería comer «ostras»
o «caracoles», no sin antes dejar claro que la preferencia por uno u otro
molusco es una cuestión de gusto, no de moral. Pero ni siquiera una defensa
tan discreta del homoerotismo de la Antigüedad logró pasar desapercibida
para los censores de Hays. Tuvieron que cortar la escandalosa escena para
no exigir demasiado a la puritana moral de la época, pues, tal y como se
establecía con toda claridad en las primeras líneas del Código Hays: «No se
puede producir ninguna película que baje el nivel moral de los
espectadores».
Desde entonces han cambiado muchas cosas. Aún se debate la cuestión
de qué reglas morales deberían respetar los cineastas y los trabajadores de
la cultura. El primer Screw you! —es decir, «¡Que te den!»— que se oyó en
la gran pantalla de cines comerciales salió de boca de Liz Taylor en ¿Quién
teme a Virginia Woolf?, en 1966, pero al principio solo en la versión
pensada para el mercado británico. Ahora las indicaciones son bien
distintas: mientras que los representantes del Código Hays se dedicaban
sobre todo a reproducir las concepciones morales convencionales de la
sociedad mayoritaria blanca y puritana, cuya exacerbada inquietud por la
supuesta decadencia de la ley, el orden y la decencia sexual debía reflejarse
en las películas, las prioridades morales del momento actual apuntan a la
supresión de privilegios injustificados, que hay que socavar con criterios de
inclusión y representación de carácter progresista. A partir de 2024, las
películas que quieran optar a un Oscar deben garantizar que una cantidad
adecuada de miembros de una minoría étnica, social o sexual esté
representada en la pantalla o participe en la producción. 54
Las normas morales forman parte de nuestra herencia cultural, pero la
herencia es algo delicado, y uno puede rechazar total o parcialmente un
legado si tiene la sensación de que hará más mal que bien a su propio
futuro.
Uno de los aspectos más importantes del progreso moral es la
«desmoralización» de normas morales heredadas que han quedado
obsoletas, como ha sucedido, por ejemplo, con las relaciones sexuales
prematrimoniales, antes muy estigmatizadas. 55 Esto puede producirse por
varios motivos: tal vez el problema que esas normas pretendían resolver
haya desaparecido, quizá han resultado ser ineficaces o puede que incluso
fueran perjudiciales. En todos esos casos puede ser aconsejable examinar y
—si es necesario— someter a revisión la reserva de normas morales en las
que uno se ha educado y que desde entonces ha aceptado con naturalidad.
Tras la desmoralización de una norma, se vive en un mundo diferente.
Que antes se considerara indecente y casi de una vulgaridad insoportable
enseñar un retrete en una película es algo que hemos leído en los libros. Ya
no lo vemos así, y nos hace gracia que la histeria moral considerara la
exhibición de aspectos elementales de higiene corporal como un indicio de
decadencia moral.
A mediados del siglo XX se agudiza la dinámica de la desmoralización.
La pérdida del carácter moral de las normas ha sido una constante a lo largo
de la historia; a partir de la década de 1950, la neutralización ética de
comportamientos antes considerados reprobables se vuelve reflexiva: se
activa con insistencia e intención. Surgen movimientos sociales que luchan
por acabar con el tabú de ciertas conductas, de manera que aquellos que
quieran comportarse así puedan hacerlo sin ser molestados mientras no
hagan daño a nadie. La desmoralización de la moral implica la
liberalización de la sociedad.
Muy a menudo esos avances se defienden y se logran con grandes
sacrificios personales. A finales del siglo XIX, Oscar Wilde fue encarcelado
por «indecencia grave» cuando defendió el «amor que no se atreve a
pronunciar su nombre» como algo noble y espiritual por lo que no había
que disculparse. Desde los disturbios que empezaron en 1969 en el
Stonewall Inn de Christopher Street, en Nueva York, la desmoralización de
la homosexualidad ha tenido un éxito extraordinario, sobre todo en las
sociedades occidentales. Ahora ya ni siquiera se puede afirmar con
seguridad que alguien como el papa siga siendo homófobo.
El rechazo y drástico castigo del amor homosexual, que se desaprueba
por considerarlo «sodomía», tiene una tradición milenaria en casi todo el
mundo. Por eso resulta tan asombrosa la rapidez con que se han aceptado
socialmente los estilos de vida no heteronormativos. En eso se ha alcanzado
un progreso notable que hasta la fecha no se ha repetido de la misma
manera en otras manifestaciones de discriminación, como, por ejemplo, el
racismo. Puede que tenga que ver con las condiciones sociopsicológicas
relativamente favorables que se derivan de la «distribución horizontal» de
la homosexualidad. 56 A diferencia del color de la piel, que es patente en
cualquier momento como base del constructo social de unas supuestas
«razas» y se distribuye «en vertical» debido a su fuerte componente
genético, de manera que puede servir como rasgo para la segregación o el
apartheid, la homosexualidad se distribuye indiscriminadamente por toda la
sociedad. En el momento en que cada vez más personas queer salen del
armario, la mayoría de la sociedad se da cuenta de que, entre amigos y
familiares, ricos y pobres, gente de derechas y de izquierdas, hay personas
homosexuales. Es estadísticamente imposible no conocer y apreciar a una
persona homosexual. Eso allanó el camino para su aceptación absoluta, que
aún no se ha alcanzado, pero un día se hará realidad.
El sexo antes del matrimonio ahora se considera moralmente neutral y
como mucho es un tema de preocupación cuando se plantea que ayuda a
evitar las enfermedades de transmisión sexual y los embarazos no deseados.
La estigmatización del sexo prematrimonial tuvo cierta justificación durante
mucho tiempo, porque antes de que existieran los métodos anticonceptivos
fiables y las redes de seguridad social modernas que hubieran podido
garantizar el sustento mínimo de los bastardos y sus desdichadas madres
incluso fuera de las relaciones matrimoniales, el efecto disuasorio que
provocaba la reputación de llevar una vida licenciosa era un medio
represivo, pero en ocasiones útil de control social. Esto afectaba sobre todo
a las mujeres, mientras que los padres de la criatura, implicados al menos a
medias, se limitaban a encogerse de hombros.
La desmoralización cada vez mayor del trabajo sexual también se
entiende en este contexto. La moral no se detiene ante los deseos y las
apetencias naturales; puede condenar a generaciones enteras de personas a
soportar un férreo armazón de normas absurdas: «La generación actual no
se hace una idea del terrible alcance de la prostitución en Europa antes de
las guerras mundiales. Hoy en día es tan raro encontrar prostitutas en las
calles de las grandes ciudades como caballos en la carretera, pero entonces
las aceras estaban tan salpicadas de mujeres de mala vida que costaba más
evitarlas que encontrarlas». 57 En El mundo de ayer, Stefan Zweig describe
con fina ironía los inesperados efectos secundarios que pueden producirse
cuando «la pezuña de la moral» 58 intenta ignorar, reprimir o prohibir la
sexualidad humana.
Ya cuando era alumno de secundaria, Zweig vio lo que más tarde
confirmaría Freud, que no es fácil reprimir los impulsos sexuales; al final
siempre acaban reivindicando sus derechos. El siglo XIX trató de
desmoralizar o como mínimo de negar la sexualidad de las mujeres, lo cual
era algo así como intentar combatir el hambre y la enfermedad escondiendo
a la gente la existencia de alimentos y de virus. El resultado fue que, según
Zweig, casi todos los jóvenes vivían presos del terror constante a haberse
contagiado de sífilis con una de las «chicas de la calle», cuyo tratamiento
era tan humillante, prolongado e ineficaz que a muchos de los afectados el
diagnóstico los empujaba a echar mano del revólver. ¿Y las «chicas de la
calle»? Casi siempre sufrían más con la tóxica situación que, además de
sumirlas en la pobreza, la enfermedad y la explotación, las condenaba a una
irreparable exclusión social.
La sociedad europea de finales de siglo se infligió sola esas heridas al
desterrar, con su moral histérica y excesivamente estricta, inclinaciones y
deseos humanos de lo más inofensivos a las chambres séparées, donde la
confusión de la mojigatería sexista con la virtud y la decencia podía
provocar daños psicosociales durante décadas. Zweig informa con interés
conmovedor de la libertad y la normalidad con que los jóvenes de la
generación posterior pudieron redefinir la relación entre los géneros,
aunque el lector ya sabe que la generosidad moral y el liberalismo de la
década de 1920 pronto pasaron a formar parte definitivamente del pasado.
Adam Smith opinaba que no estaba bien cobrar por cantar en público: lo
comparaba con una especie de «prostitución pública» 59 (no fueron buenas
noticias para una industria musical que ya vivía en la miseria). La filosofía
occidental también tenía una larga tradición de rechazo al préstamo de
dinero a cambio de una comisión, que ya Aristóteles y Tomás de Aquino
tachaban de «usura». Cuando las compañías de seguros empezaron a
ofrecer las primeras pólizas de decesos, hubo grandes protestas por la
mercantilización de que era objeto una vida humana. Los economistas
bromean aún hoy con que el importe óptimo asegurado por el fallecimiento
del cónyuge viene dado por el grado de indiferencia de la esposa cuando se
le pregunta si su marido ha llegado vivo a casa del trabajo. En Estados
Unidos el debate sobre la categoría moral del aborto aún no ha concluido.
En cambio, en casi todos los demás países desarrollados, el aborto se ha
convertido en gran medida en un problema médico, impulsado por acciones
publicitarias como la célebre campaña «¡Hemos abortado!», iniciada por
Alice Schwarzer en 1971.
Otras ideas morales anticuadas, como la defensa del honor personal de
un hombre, también han desaparecido. El (a buen seguro) último duelo a
muerte de un político destacado estadounidense tuvo lugar en
1804. 60 Alexander Hamilton, cuyo hijo ya había muerto en el mismo sitio
en un duelo, salió por la mañana de Manhattan y, cruzando el Hudson hasta
su orilla occidental, arribó a Weehawken, en Nueva Jersey, donde iba a
encontrarse con Aaron Burr, su viejo enemigo y contrincante ese día, a fin
de que ambos pudieran darse mutuamente la satisfacción requerida.
Hamilton, acompañado por su padrino, Nathaniel Pendleton, probablemente
tenía previsto perdonar a su oponente. Erró el tiro por muy poco, rompiendo
la rama de un árbol que había detrás de Burr; este último, mucho menos
indulgente, le dio a Hamilton en el vientre y le destrozó varias costillas y
órganos. Falleció al día siguiente por las heridas.
Los duelos, aunque seguían gozando de cierta popularidad para
recuperar el honor y la reputación entre caballeros, en esa época ya hacía
tiempo que eran ilegales, y Burr fue acusado poco después de asesinato,
aunque nunca fue a juicio. Sin embargo, los dos creían que sus años de
disputas, tanto en el ámbito político como en el personal, no les dejaban
alternativa. La «decencia» moral exigía en esos casos poner la vida de uno
en manos del azar y de la habilidad del adversario con la pistola.
Pero ¿cómo es posible que se perpetúen normas inanes? El hecho de que
las normas disfuncionales no desaparezcan por sí solas puede deberse a
varios motivos. El filósofo australiano Kim Sterelny describe esas
situaciones con un término de la jerga militar estadounidense: SNAFU
(situation normal, all fucked up). 61 En muchos casos, las normas y los
tabús sobreviven una vez establecidos porque la sociedad se encuentra en
un estado de «ignorancia pluralista». 62 Muchas familias preferirían no
mutilar los genitales de sus hijas, pero creen erróneamente que son las
únicas en pensar así. En cuanto se resuelve esa situación por medio de la
educación, la norma se erosiona. O bien se trata del típico problema de
«quién mueve ficha primero»: nadie quiere ser el primero en distanciarse de
una norma de aceptación general. O bien una norma es en gran medida
perjudicial o absurda, pero su mantenimiento favorece a las élites poderosas
o a intereses particulares. 63
La desmoralización, es decir, la neutralización moral de determinadas
acciones, es una consecuencia natural de la vida en las sociedades
modernas. En sentido estricto, la obsesión de los conservadores de la
cultura con el deterioro de los valores actuales está justificada: las normas y
los valores morales se debilitan, se erosionan, desaparecen. Sin embargo —
y aquí la inquietud de los conservadores de la cultura no está justificada—,
esto suele ser una buena noticia porque la desmoralización de los valores
siempre implica una liberalización de la sociedad y una emancipación de las
restricciones que se han vuelto molestas. Es inevitable porque la evolución
sociocultural genera nuevas formas de colaboración. Las sociedades
desarrolladas son diversas simplemente por la cantidad de miembros que la
forman, y un pluralismo vivo que evidencie la posibilidad de una multitud
de los llamados experiments in living socava forzosamente la autoridad de
las normas tradicionales porque demuestra en la práctica cuántas de esas
normas son en última instancia opcionales.
En muchos casos se plantea el desafío adicional de desmoralizar las
cosas incorrectas, pero también moralizar las cosas correctas. La
moralización es ante todo un fenómeno psicológico. 64 No consiste en que
una persona modifique su juicio moral de una conducta y juzgue entretanto
una acción concreta de forma más estricta o más indulgente, por ejemplo,
sino en que una acción se perciba por primera vez como un asunto de
relevancia moral. A veces, como en el caso del tabaco, esto se produce para
reducir una conducta individualmente dañina; otras, como en el del
consumo de carne, por razones directamente morales.
La moralización siempre ha existido. Lo nuevo es el esfuerzo consciente
por moralizar temas correctos. La vergüenza de volar, por ejemplo,
responde al intento de despojar a los vuelos de su carácter de costumbre o
símbolo de estatus y marcarlo como una conducta de consumo destructiva
que destruye el planeta por comodidad individual.
El progreso moral se produce cuando se neutralizan normas y valores
malos, perjudiciales, superfluos o injustificados. Es la raíz de los procesos
de desmoralización. Sin embargo, el caso contrario es igual de importante:
el progreso también puede consistir en que una conducta que antes se
consideraba erróneamente neutra desde el punto de vista moral empiece a
parecer perjudicial, indecente, injusta, discriminatoria o problemática por
primera vez. ¿Qué hemos pasado por alto durante demasiado tiempo? ¿Y
cómo podemos hacerlo al fin visible sin odiarnos a nosotros mismos ni a los
demás?
7
5 años
Consideraciones apolíticas
Concienciación
STAY WOKE
¿Por qué odiamos tanto el movimiento woke? Tal vez el amplio rechazo que
suscita desde el principio el fenómeno en amplias capas de la población se
debe a la combinación de dos factores. Por una parte, el furor moral con el
que se lleva a cabo el proyecto woke de justicia social. La mayoría de la
sociedad no se considera a sí misma racista —cabe destacar que a menudo
se equivoca— y tiene una reacción alérgica cuando se la acusa de
complicidad con las estructuras racistas y se le atribuye esa mácula como si
fuera un pecado original. Así, se insinúa que el racismo o no se puede
erradicar, o solo se puede tratar, si es posible, mediante la disculpa
permanente y un flagelante examen de conciencia.
En segundo lugar, está la ya mencionada sospecha de que la agenda de la
corrección política es en última instancia un proyecto elitista de licenciados
universitarios entrometidos que no paran de inventar nuevos términos
lingüísticos para, por una parte, dejar claro que forman parte de una
vanguardia moral y, por otra, adoptar una actitud hipócrita y engreída
cuando logran victorias pírricas en política con etiquetas facilonas, aunque
al final solo quieren ganar prestigio personal. En resumidas cuentas: nadie
quiere ser juzgado por mojigato.
El siglo XX intentó ampliar el círculo de la moral neutralizando los
peligros del pensamiento grupal por medio de una lógica de prevención
institucional y de la desmoralización de tabús injustificados. Para romper
esa dinámica, a partir de ahora habrá que «moralizar» las estructuras ocultas
de la injusticia para hacerlas visibles y derribarlas.
La paradoja básica del movimiento woke, como la de muchos
movimientos morales integradores, es que las normas y los valores en los
que se basa están inextricablemente unidos al contexto que critica, rechaza
o intenta superar. La protección de las minorías, el deseo de justicia social,
la exigencia de igualdad de derechos y la lucha contra la discriminación y el
racismo son ideales propios de las sociedades occidentales, sobre todo de
las raras. La discriminación, la explotación, el sometimiento, el genocidio y
la desigualdad son la norma (salvo en las sencillas sociedades tribales
prehistóricas) en la historia de la humanidad y en nuestra propia época. La
paradoja del movimiento woke es que, en sus manifestaciones más
extremas, incitadas por una hipersensibilidad moral, empieza a rechazar la
única forma de sociedad que ha hecho un intento, insuficiente, pero aun así
serio, de subsanar los defectos morales que ellos detectaron correctamente.
En su versión extrema, el movimiento woke es como un trastorno
autoinmune: el legítimo deseo de mejora moral empieza a cuestionar los
fundamentos gracias a los cuales pudo surgir dicho deseo.
Los que rechazan con rotundidad el movimiento woke y la corrección
política cometen otro error. La paradoja básica de los contrarios a lo woke
es que consideran enemigos de la civilización occidental a quienes insisten
en una aplicación plena y completa de los propios valores y normas que
conforman esa civilización. A fin de cuentas, no cabe duda de que los
objetivos morales de los movimientos inclusivos son positivos y correctos.
Cualquier persona admitiría que, en una sociedad moderna, la etnia, el color
de la piel, la orientación sexual, la condición física o el origen social no
deberían influir en el destino de una persona. Solo surgen discrepancias en
cuanto a los medios con los que lograr esos fines. Existe un potencial
enorme de reconciliación entre los razonables que todavía no se ha hecho
realidad.
Los defensores del movimiento woke no deberían subestimar que, como
cualquier movimiento de defensa del progreso sociopolítico, no es inmune a
los problemas estratégicos: el vocabulario woke, una vez que se ha asentado
en la sociedad, puede ser adoptado por actores problemáticos con tendencia
al parasitismo, que presentan una fachada de sensibilidad moral para ocultar
una conducta objetivamente dañina. Términos como «lavado de imagen
rosa» (pinkwashing) o «lavado de imagen verde» (greenwashing) nos
muestran que no hay que dejarse engañar cuando los grandes grupos
petroleros internacionales intentan compensar su devastador balance
medioambiental contratando a personas queer para el 50 % de su equipo
directivo (lavado de imagen rosa), tuiteando #TimesUp o plantando unos
cuantos árboles de vez en cuando (lavado de imagen verde). 21 Como hemos
dicho, las élites sociales casi siempre encuentran la manera de
instrumentalizar los movimientos nuevos para sus propios fines, y el radical
chic no existe desde que el compositor Leonard Bernstein organizó una
recaudación de fondos para los Black Panthers en su ático de catorce
habitaciones en la azotea del número 895 de Park Avenue. 22
La inclusión tiene su propia dialéctica. Cada institución, cada nuevo
discurso y cada práctica social innovadora crea siempre nuevos nichos para
quienes envían las señales morales correctas, pero cuyos fines distan mucho
de ser nobles. Así, los movimientos de emancipación generan sus propios
contrapesos cuando el vocabulario inclusivo de igualdad e identidad acaba
en boca de movimientos que en la práctica son contrarios a la inclusión. Los
incel (involuntary celibates, es decir, jóvenes que viven en la abstinencia
involuntaria) o los activistas en defensa de los derechos de los hombres,
frustrados sexualmente, utilizan la lengua de la redistribución y la
marginación cuando tratan de reclamar su derecho a recibir atenciones
sexuales argumentando una supuesta discriminación injustificada de las
personas tímidas o poco atractivas. No hay que discriminar a las personas
con discapacidad, pero ¿qué pasa con los jóvenes torpes? ¿Quién escucha
sus inquietudes y necesidades? ¿Quién se acuesta con ellos, pese al mal
aliento y el carácter aburrido?
El desequilibrio entre la cantidad de sexo que desearía tener un joven y
la cantidad de la que disfruta en realidad es el tema más banal del mundo.
Sin embargo, con las redes sociales ha logrado una difusión social
inesperada. Antes, la inmensa mayoría de los púberes tenía también que
superar periodos de sequía más o menos prolongados hasta encontrar una
muchacha con la que poder satisfacerse de algún modo. Sin embargo, cada
cual tenía que arreglárselas como podía. En la era de Internet, la situación
es muy distinta. Los adolescentes sexualmente frustrados se reunían en
foros para quejarse ante los demás de su sufrimiento. De pronto se dieron
cuenta de que no estaban solos: «¡Somos millones! ¡Somos una nueva
minoría oprimida que no interesa a nadie!». Empezaron a sospechar que
existía una conspiración, en la que algunos hombres con mucho éxito
sexual —los llamados chads— monopolizaban a las pocas mujeres
sexualmente deseables —las stacy—. Así, la mayoría de los hombres, o eso
les parecía, estaban condenados a ser unos betas, esto es, personas con una
ausencia prolongada de sexo. La raíz psicológica de la derecha
conservadora siempre ha sido el resentimiento de los que experimentaban
una frustración sexual, así que la solución parecía clara: hay que dejar claro
a esas zorras asquerosas las ventajas del viejo patriarcado, al que hay que
volver ahora mismo.
El movimiento alt-right, fundado alrededor de 2010 por Richard Spencer
y que quiere reinstaurar la «supremacía blanca» con la etiqueta de
alternative right, pronto empezó a preguntarse por qué debería ser bueno
que haya una solidaridad especial entre las personas negras y un énfasis
especial en la identidad cultural negra, y en cambio no se hacía una
reflexión comparable con la identidad etnonacional de los estadounidenses
blancos de origen europeo, tal y como debía ser. Aquí, sostenían, hay un
doble rasero: a los afroamericanos se les permite celebrar sus valores y
características particulares, ¿por qué a «nosotros» no? Son estrategias
engañosas para movilizar el resentimiento racista o sexista bajo el pretexto
de la igualdad de derechos, que en el caso de Spencer iban asociadas a
palizas tanto metafóricas como reales. 23
¿Qué parte de la reacción de derechas iba en serio y cuál no? 24 No hay
nada que guste más a los adolescentes que la provocación, y este fin llegó a
justificar en algún momento casi cualquier medio. ¿Qué remedio me queda
sino dar el siguiente paso ahora que mi arsenal rebelde no para de vaciarse
porque mis padres, antes hippies, ya no tienen problemas con las drogas ni
con el sexo prematrimonial? Con frecuencia, ese siguiente paso consiste en
cruces gamadas, una misoginia visceral y confesión de fantasías asesinas.
La mayor parte de ello se decía en tono irónico o, mejor dicho, metairónico,
pues no se dejaba claro qué es lo que se decía realmente en tono irónico y
qué no. Por desgracia, algunos de los que se guiñaban el ojo y seguían la
broma se olvidaron de que hay que andarse con cuidado con quién se finge
ser, porque en algún momento te conviertes en esa persona. Ellos
abandonaron la pose irónica y se convirtieron en auténticos nazis o en
misóginos redomados (y con frecuencia en ambas cosas).
Casi todos los grupos sociales, ya sean de derechas o de izquierdas, han
tenido que lidiar con el problema de la inflación del extremismo. La
ideología de un grupo queda dominada por los que representan su versión
más extrema. Al cabo de un tiempo, esa versión extrema se convierte en la
nueva ortodoxia. Quien quiera unirse al grupo o avanzar dentro del círculo
tiene que demostrar una lealtad especial a la causa, y eso significa casi
siempre ahondar en la radicalización. Es fácil acabar en un grupo que
proclama con firmeza que Kim Jong-un puede teletransportarse o que el
Führer era infalible. Nadie cree semejantes disparates, y nadie espera que
los demás los crean. El extremismo ideológico se convierte en una señal
preciada para generar confianza rompiendo los puentes del sentido común.
El fenómeno se observa en todo el espectro político. Unos niegan el cambio
climático, otros ponen en duda que las vacunas funcionen, los de más allá
creen que una camarilla judía controla la economía mundial. Todo
movimiento social tiene que encontrar siempre una solución para los
curanderos, charlatanes, idiotas y trastornados a los que atrae.
En todas las sociedades hay personas perjudicadas y beneficiadas de
forma injusta. Eliminar esas injusticias sociales sigue siendo una de las
principales aspiraciones de la modernidad. En el intento, siempre habrá
casos en los que alguien saque provecho de ese esfuerzo. Si los miembros
de los grupos marginados reciben un apoyo especial o acaparan más
atención, existe un aliciente para exagerar la propia condición de víctima o
inventársela del todo. El resultado es un síndrome de Münchhausen
social. 25 Rachel Dolezal, conocida también como Nkechi Amare Diallo, es
una mujer blanca de ojos claros y origen centroeuropeo de Montana que se
hizo pasar durante años por activista afroamericana; Jessica Krug, una
mujer blanca judía de Kansas, luchó como «Jess La Bombalera» contra la
gentrificación de East Harlem, o, como se dice en la jerga de la población
hispana, con fuerte representación en la zona, el Barrio. Son casos
excepcionales pero perfectos para enterrar la confianza en los objetivos
integradores del movimiento woke. La mayoría de quienes denuncian su
opresión no son, por supuesto, mentirosos ni estafadores ni personas
mentalmente inestables. Sin embargo, todas las nuevas prácticas sociales
generan nuevas estructuras de incentivos y nuevos nichos, de los que a
veces se abusa.
Esas estructuras de incentivos también explican por qué nuestro
vocabulario moral está sometido a desplazamientos semánticos que van
minando poco a poco su precisión. Términos como violencia, trauma o
maltrato tienen una enorme capacidad de incidencia. Una persona que
afirma estar traumatizada o haber sido víctima de la violencia está haciendo
un fuerte reproche moral, exige que se la escuche y se tome en serio su
dolor. La tentación de aprovecharse del poder de alarma de esas palabras en
casos límite es muy grande, por muy inconsciente que sea. En psicología se
denomina concept creep, es decir, extensión gradual del concepto. 26 Quien
quiere mostrarse muy sensible y con gran intransigencia moral acaba
afirmando que las escenas de violación en las Metamorfosis de Ovidio
«disparan [sus] propios traumas». Esta tendencia a dejarse llevar por la
propia vulnerabilidad no es positiva; los traumas se deben superar y
asimilar, no cultivar y reforzar. 27
La expansión de los límites semánticos de las categorías morales alberga
un potencial antiliberal que pone nerviosos, con razón, a los críticos del
movimiento woke, y sus defensores deberían reconocerlo. 28 Las sociedades
liberales se distinguen por la presunción de libertad: lo que no está
prohibido, está permitido; las prohibiciones deben estar justificadas con
buenos argumentos, y la libertad de los individuos solo se puede restringir
para proteger a terceros. 29 Por eso los actos violentos (salvo la autodefensa)
están prohibidos, pero las ofensas verbales no lo están (salvo contadas
excepciones), porque las palabras pueden doler, pero no infligir daños
reales a nadie. De ahí deriva la firme norma de la libertad de expresión. Sin
embargo, en el momento en que los límites semánticos de términos como
daño se difuminan tanto que ya se considera «violencia» hacer
determinadas declaraciones verbales, quedan justificadas unas limitaciones
de mayor alcance a la libertad de expresión. Puede ser incorrecto y ofensivo
discutir que las mujeres trans sean mujeres «de verdad», pero es peligroso
considerar que esa afirmación ejerce sobre alguien un tipo de violencia que
supera los límites de la libertad de expresión.
Todo ello lo refuerza el fenómeno del «cambio conceptual inducido por
la prevalencia» 30 porque, cuanto menos frecuente es algo, más lo vemos.
Hasta hace poco, el término agresión estaba reservado a las amenazas y
ataques manifiestos, tanto físicos como verbales; cuanto más pacífica,
domesticada y colaborativa se vuelve una sociedad, más disminuye la
frecuencia objetiva de las «auténticas» agresiones, y como consecuencia
aplicamos la etiqueta de la «agresión» a casos cada vez más leves. Es algo
parecido al cuento de Pedro y el lobo: quien grita continuamente «¡que
viene el lobo!», aunque no haya nada, esperará en vano que lo ayuden
cuando el lobo enseñe los dientes de verdad. Por lo tanto, hay que tener
cuidado con el uso excesivo de conceptos con una gran carga moral, porque
quien recurre demasiado a la capacidad de alarma de esas ideas tarde o
temprano las despoja del todo de esa fuerza.
Se produce una dinámica ambivalente: por una parte, se supone que
nuestros niveles morales son cada vez más estrictos y que se reduce nuestra
tolerancia frente a las conductas ofensivas; y, por otra, el uso
exageradamente laxo de conceptos con una fuerte carga moral acaba
asociándose a una panda de snowflakes emocionalmente inmaduros que
deberían controlarse en vez de sentirse siempre atacados y desmoronarse
ante el más mínimo roce.
Es difícil establecer los límites de lo que se puede decir. Sin duda, sería
agradable poder acabar con la discriminación desterrando las expresiones
discriminatorias del registro sociocultural y, por tanto, de la sociedad
educada. Por desgracia, no se puede hacer algo así mientras no cambien las
actitudes y opiniones que dotan a esas expresiones de significado
discriminatorio y de fuerza emocional. Si una expresión problemática se
sustituye por otra que en un principio no resulta problemática —por
ejemplo, emigrante por «persona de origen migrante»—, la nueva expresión
pronto suele impregnarse de la misma connotación peyorativa que motivó
su aparición para reemplazar la expresión anterior. Así, las propuestas de
reforma lingüística suelen acabar en un «engranaje continuo de
eufemismos» cosméticos. 31
La semántica de muchas palabras es intrínsecamente ofensiva,
excluyente o deshumanizadora. Ulrike Meinhof relató en una ocasión que
consideraba a los policías «cerdos» y no «personas». La conclusión rápida
era: «Y claro que se les puede disparar». Palabras como marrano, maricón,
tullido, mongol, muselmann, gitano o coño tienen también una evidente raíz
peyorativa. Cuando yo era niño, aún se podía usar el término nigger. Está
bien que ya no sea así. Los intentos de la historia de la lengua por
rehabilitar la palabra defendiendo que nigger solo significa «negro» nunca
resultaron convincentes. Hubo un tiempo en que idiota significaba
«individuo particular», y, sin embargo, la mayoría de la gente que utiliza la
palabra que empieza por ene sin problema se molestarían si se dirigieran a
ellos con la palabra idiota, en principio neutral. La etimología de una
palabra no decide su significado actual.
Es un avance claro que ya no exista una palabra concreta para las
personas que tienen la piel oscura, salvo neologismos bienintencionados
como BIPoC (Black, Indigenous and People of Color), que a priori tienen
una finalidad progresista. Pero ¿qué ocurre con los casos en que se
pronuncia una palabra ofensiva, discriminatoria o que desprecia lo humano?
¿Los jóvenes aficionados al rap deberían cantar en un murmullo los
fragmentos correspondientes? ¿Cómo deberíamos comportarnos ante Lo
que el viento se llevó o Django desencadenado, donde se habla sin parar de
negroes?
Los filósofos suelen diferenciar entre el «uso» y la «mención» de una
palabra. Saturno tiene siete letras, pero Saturno no tiene ninguna porque
está hecho de hidrógeno, no de letras. En el primer caso hablamos de la
palabra, en el segundo la utilizamos. Esto no supone ninguna dificultad en
el caso de Saturno, pero cuando se trata de nuestros semejantes, todo es
muy distinto. ¿Hay algún problema en pronunciar palabras discriminatorias
y no utilizarlas con un referente? ¿Se rompe a veces la distinción entre uso
y mención?
Como especie simbólica, los seres humanos tenemos la capacidad de
dotar de significado determinadas partes del mundo. A veces ese
significado es negativo, y algunos significados negativos ganan tanta fuerza
que se convierten en tabús, que son los primos profanos de lo sagrado:
vienen sin la reprobación divina, pero albergan la misma semántica de
elemento intocable. En Estados Unidos, ahora casi solo se habla de «la
palabra que empieza por ene» considerada tabú. Cuando el New York Times
publicó hace poco un reportaje en el que un lingüista (negro) de la
Universidad de Columbia trataba el origen histórico de ese tabú, se vieron
obligados a acompañar el reportaje con un artículo especial en el que se
explicaba por qué habían decidido imprimir sin censura la palabra
maldita. 32
Sin embargo, ese tipo de tabús pueden tener consecuencias imprevistas.
En lugar de neutralizar el efecto ofensivo de una expresión, pueden dotarla
de un nuevo poder y consolidar su fuerza emocional. Todo el mundo sabe
que hay una diferencia abismal entre utilizar uno mismo la palabra que
empieza por ene y criticar a una persona por utilizarla diciendo: «No
deberías utilizar la palabra nigger», aunque para poder firmarlo tenga que
mencionar la palabra ofensiva. El segundo caso es moralmente inofensivo,
el primero, moralmente incorrecto. 33 Sin embargo, ¿qué alternativa hay? La
frase «No deberías utilizar “la palabra que empieza por ene”» es incorrecta
porque es la palabra lo que hay que evitar, no el eufemismo.
El debate sobre la palabra que empieza por ene es un ejemplo ilustrativo
de la ambivalente estrategia simbólica del movimiento woke, que pretende
forzar la justicia social a través de intervenciones lingüísticas. Superar la
exclusión que implica naturalizar conceptos deshumanizadores es un
proyecto loable y eficaz, pero ¿cómo deberíamos comportarnos cuando un
personaje destacado blanco como el cantante y compositor estadounidense
John Mayer, en una célebre entrevista de 2010, compensa su cercanía
musical a la comunidad afroamericana con la inevitable distancia que se
impone cuando una persona a la que nunca se le ha negado una mesa en un
restaurante y jamás tendría un «n***** pass», es decir, el privilegio
excepcional para un blanco de usar una palabra que suele estar reservada a
la comunidad negra, la usa? 34
La vida, como decía el doctor Ian Malcolm en Jurassic Park, encuentra
la manera: en efecto, la generación siguiente ya diferencia entre la variante
claramente racista de la palabra ene que termina con una «erre dura» y el
término nigga, provocador e informal, con el que coquetean los amigos. Las
comunidades marginadas no están formadas por víctimas pasivas, sino por
individuos que actúan de forma autónoma y creativa, que se apropian de las
palabras denigrantes y las despojan de su connotación peyorativa, como,
por ejemplo, en la crip community, donde las personas discapacitadas
reivindican irónica y conscientemente el término lisiado para sí mismas.
Muchas de las inquietudes que encabezan la lista de tareas pendientes
del movimiento woke son plausibles e importantes: la discriminación de las
mujeres y los inmigrantes, las personas con discapacidades o las que viven
en la pobreza es escandalosa e inadmisible. Las sociedades modernas deben
seguir trabajando para que un día esos problemas lleguen a ser agua pasada.
Con todo, a veces las prioridades morales de los activistas de la justicia
social resultan sorprendentes. El actual Manual diagnóstico y estadístico de
los trastornos psíquicos (DSM-V) establece que la prevalencia de la
disforia de género —es decir, una incongruencia entre la identidad de
género de una persona (gender) y la manifestación física de su género (sex)
— es del 0,014 % de la población. Toda persona transexual debería poder
vivir en libertad, con naturalidad y sin sufrir discriminación. Sin embargo,
eso no quita que el problema de la transición de las personas transexuales
sea pequeño desde el punto de vista de la sociedad en general. Es,
sencillamente, un fenómeno muy poco frecuente.
El pánico moral del otro bando es aún más difícil de entender. La
disforia de género es un fenómeno poco frecuente pero real, y el hecho de
insistir sin más en que las realidades biológicas dictan quién es mujer y
quién hombre no aporta nada a la hora de comprender el fenómeno o
desarrollar como sociedad un trato adecuado a las personas transexuales.
Tal vez sea útil la analogía con la categoría legal y social de los padres
adoptivos: 35 los padres adoptivos no son los auténticos padres de sus hijos
adoptivos, y sería ofensivo, irrespetuoso e innecesario aprovechar cualquier
ocasión para hacer hincapié en que, desde el punto de vista biológico, no
son los «verdaderos» padres. Puede haber contextos en los que esté
justificado incidir en ese sentido, como, por ejemplo, en intervenciones
médicas tales como la donación de órganos o el diagnóstico de
enfermedades hereditarias; pero expresar una y otra vez la sospecha de que
una horda de hombres transexuales sexualmente agresivos está esperando a
buscar víctimas inocentes bajo pretexto de su nueva identidad vestidos de
mujeres (aunque en casos concretos puede suceder, claro) es ridículo y
tránsfobo. Hay algo que jamás se debe olvidar: el instrumento preferido y
más eficaz de la derecha conservadora siempre ha sido atizar el miedo de la
gente a lo nuevo y lo desconocido mediante un inteligente alarmismo frente
a maleantes con desviaciones sexuales con el fin de lograr apoyo para sus
políticas regresivas.
Las prioridades morales del proyecto progresista en parte son difíciles de
cumplir, pero este no es un problema específico del movimiento woke.
Afecta a todos los movimientos políticos y a todos los partidos. En Estados
Unidos mueren a causa de enfermedades cardíacas y cáncer quinientas mil
personas al año; por enfermedades renales, en torno a cincuenta mil. Sin
embargo, ningún partido, ni periódico, ni grupo de activistas habla de ello
con el nivel de insistencia que cabría esperar en vista de esas asombrosas
cifras. 36 Es algo que responde a una patología general del discurso político.
Los partidos y los movimientos sociales no se concentran en los asuntos
que son importantes en conjunto, sino en aquellos con los que pueden ganar
votantes indecisos y que hacen quedar mal al otro bando. Las «cuestiones
divisorias» 37 son casi siempre, si no irrelevantes, relativamente carentes de
importancia. El gran problema del fallo renal no es lo bastante
controvertido, así que con ese asunto no se consigue ventaja frente al
adversario político. Eso también provoca un desplazamiento del discurso
político a lo cultural y simbólico. La sustitución de Cervantes por la Critical
Race Theory en el currículo de la escuela privada de Manhattan Dalton
School acabará siendo el tema político del momento, aunque no cambie ni
lo más mínimo la vida de la inmensa mayoría. 38
Examen de vocabulario
¿Acaso no hay en todo un resquicio por el que puede brillar la luz? Lo que
importa es detectar esa grieta, y ahí reside la verdadera fuerza del proyecto
del movimiento woke: en la energía creativa que se invierte en afinar
nuestra brújula moral y zarandear al centro de la sociedad para que
despierte de su sueño dogmático.
Para ello a veces se necesitan palabras nuevas, ya que, para los humanos,
en cuanto especie simbólica que se siente como pez en el agua en el medio
del significado, nada es real si no tiene nombre. 53 Esas nuevas palabras
suelen topar con el rechazo porque parecen necesariamente artificiales y
forzadas. Es comprensible sentir ese impulso, pero hay que superarlo:
puede que una gran parte le parezcan absurdas, pero ¿quién sabe cuáles de
esas propuestas acabarán siendo sostenibles y tendrán futuro? ¿Quién duda
hoy de que muchos cambios pronto pasaron a formar parte del día a día?
Es fácil burlarse del narcisismo que reflejan las pequeñas diferencias
entre la multitud de propuestas que compiten por lograr una lengua que
refleje la equidad de género. ¿Hay que decir los y las asesoras fiscales, l@s
asesor@s fiscales, les asesores fiscales? ¿Y cómo se pronuncian las vocales
que marcan la diferencia de género? ¿Hay que susurrarlas, avergonzados?
¿O se disfrutan, como hacía el Humbert Humbert de Nabokov con las tres
sílabas del nombre de su prisionera? ¿O mejor seguir el ejemplo de Kleist
en La marquesa de O.? (¿Y hasta qué punto son cuestionables en este
contexto las referencias justamente a esos dos textos, que adoptan una
posición dolorosa y ambigua sobre el tema de la violación?) ¿A partir de
ahora hay que decir cancillera obligatoriamente? El nivel de gran parte de
esos debates es lamentable; pero no se puede dar por ganada una discusión
cuando solo se ha conseguido rebatir a los representantes más ingenuos de
la posición contraria. En este sentido, ambos bandos le deben al resto de la
sociedad una deferencia: los reformadores, una mayor comprensión del
carácter provisional, negociable y (en ocasiones) feo de sus propias ideas;
los conservadores, una mayor disposición a ver el fondo honrado de esos
esfuerzos, en vez de enfurruñarse y hacer como si nunca hubiéramos
aprendido una palabra nueva.
No se puede decidir a priori qué solución acabará siendo la más
sostenible, eso depende del libre juego de fuerzas que permite que en las
sociedades plurales no se decida la forma de vida de sus miembros por
orden de un superior, sino mediante una competición experimental. Yo
mismo siento debilidad por la poesía hermética de los neologismos
idiosincrásicos que descubren una parte del mundo que antes no me había
llamado la atención, había pasado por alto o tal vez ni siquiera conocía. ¿A
quién le gusta admitir que es un filisteo que rechaza una palabra nueva solo
porque no encaja en el pequeño mundo propio, entre el amplio despacho y
el club de bolos?
Muchos conocen el célebre «techo de cristal»: hace referencia al último
paso en la escala profesional en el que se accede a puestos de auténtico
poder y verdadera influencia, donde muchas mujeres ven que quedan al
margen, impedidas por un obstáculo invisible pero impenetrable. Sin
embargo, ¿quién ha oído hablar, aparte de un grupito de personas muy
avezadas en Internet, del «techo de algodón» (cotton ceiling), que describe
las dificultades a las que se enfrentan las mujeres transexuales que se
sienten atraídas por mujeres cisgénero lesbianas? Porque es muy frecuente
que no las acepten como mujeres auténticas y completas, o en todo caso eso
dicen, ya que la atracción sexual es una criatura indomable. Así, con
frecuencia el coqueteo prometedor concluye al franquear ese techo de
algodón que es la ropa interior, en el que algunas personas progresistas
tuvieron que aprender de sí mismas que sus deseos se ajustaban mal a sus
convicciones políticas, o lo hacen solo a medias y en ocasiones contadas.
Sin embargo, en cada concepto subyace un ámbito de la experiencia, un
montón de dolor, esperanzas frustradas, vergüenza y tristeza que les hace
entender que nunca van a compartir esas experiencias. Es vulgar y estúpido
no comprenderlo.
W. E. B. Du Bois, uno de los intelectuales negros más notables del
siglo XX y el primer afroamericano doctorado en Harvard, habló ya del
«beneficio psicológico de ser blanco», 54 término con el que hace hincapié
en que incluso los blancos más pobres e incultos podían tener en todo
momento el consuelo de que al menos no eran negros. El privilegio
subjetivo que lo acompaña es una manera de actuar, una actitud ante el
mundo y ante los demás, una voz que te susurra constantemente que está
bien, que tienes derecho a estar aquí y en todas partes y que no tienes por
qué avergonzarte ante nadie. Me parece evidente que existen esos
privilegios. Yo mismo los siento cualquier día más o menos despreocupado
de mi vida en el que nadie me molesta ni me agarra. Quien discute la
existencia de esos privilegios recuerda esa terquedad ingenua de los peces
que, cuando les preguntan cómo está el agua, contestan: «¿Qué carajo es el
agua?». 55
La resistencia exagerada a las iniciativas que defienden el lenguaje
inclusivo no aguanta la prueba de la inversión. 56 Creada por los filósofos de
Oxford Nick Bostrom y Toby Ord, pone de relieve la siguiente reflexión:
quien rechaza un cambio de un determinado parámetro x en una dirección
debería preguntarse si sería mejor un cambio correspondiente en la
dirección contraria. Si tampoco lo acepta, debería poder explicar por qué
nos encontramos casualmente en un punto óptimo local en relación con ese
parámetro x. Muchos ven con escepticismo la posibilidad de aumentar
capacidades cognitivas del ser humano como la inteligencia por medios
químicos o genéticos, pero ¿por qué? ¿Deberíamos volvernos todos un poco
más tontos por medios genéticos o químicos? Si eso tampoco nos parece
correcto, la pregunta es por qué da la casualidad de que ahora hemos
alcanzado el nivel óptimo de inteligencia. ¿O solo nos aferramos al sistema
establecido porque es el sistema establecido?
Hay que admitir que las iniciativas de reforma lingüística a veces son
torpes y a menudo insólitas. Sin embargo, ¿por qué deberíamos dar por
hecho que nuestra lengua, que ha evolucionado a lo largo de los siglos, es
suficiente para satisfacer las exigencias morales que nos hemos impuesto?
¿Quién está dispuesto a afirmar en serio que las correcciones que hemos
impuesto en épocas anteriores en nuestro vocabulario no estaban
justificadas? ¿Quién querría seguir llamando «mongoles» a los niños con
síndrome de Down o «lisiados» a las personas paralíticas? No obstante,
quien no quiera quedarse atrás en este progreso debe poder explicar por qué
justo ahora es suficiente. ¿Por qué el nivel de lenguaje con mejoras morales
alcanzado en la actualidad debería ser el final de la historia, el punto óptimo
que no admite más mejoras? Aquí sale a la luz una parcialidad
conservadora a favor del statu quo.
La autora feminista Rebecca Solnit, en su fascinante ensayo Los hombres
me explican cosas, describe una curiosa situación en una fiesta en una casa
en Aspen en la que un hombre insistía en darle lecciones con actitud
pedante sobre el contenido de un libro que ella misma había escrito. 57 En
cuanto uno se familiariza con el concepto de mansplaining —una
combinación de man y explaining—, lo encuentra por todas partes. El
mansplaining es solo una manifestación de un fenómeno general que la
filósofa inglesa Miranda Fricker ha denominado «injusticia
epistémica». 58 Son aquellas injusticias específicas que se infligen a una
persona en su condición de sujeto pensante. Así, la injusticia hermenéutica
es aquella que sufre una persona cuando se ve privada de los medios
conceptuales para entender de la manera adecuada una experiencia
concreta. Una secretaria que nunca ha oído hablar de «acoso sexual» tal vez
no interprete los intentos de aproximación de su jefe como una agresión
justiciable, sino como un hecho cotidiano e inevitable que hay que aceptar
apretando los dientes y con paciencia. Si pudiera entender mejor su
vivencia, podría clasificarla de un modo más competente y sentirse
autorizada a quejarse.
Una injusticia testimonial consiste en no ser tenido en cuenta como
fuente de saber adecuada, es decir, como informante o testigo, autoridad o
experto. Las catedráticas jóvenes a menudo se perciben como estudiantes de
doctorado, y las estudiantes de doctorado, como universitarias; se desconfía
de las víctimas de violación por ser mujeres fatales e histéricas; a los
colegas extranjeros se les interrumpe, se les pasa por alto, se les calla. El
mansplaining es una especie de híbrido epistémico en el que la propia
categoría de autoridad masculina, en un acto de engreimiento informativo,
se coloca por encima de la autoridad inferior femenina de expertas
demostradas.
Las injusticias testimoniales a las que se enfrentan las mujeres podrían
ser, a su vez, solo un síntoma de una patología aún más profunda: el
monstruo de mil cabezas del patriarcado y la misoginia. Esta, según la
define la filósofa social australiana Kate Manne en su obra Down Girl, es el
brazo ejecutivo y legislativo del sexismo. 59 El sexismo es la ideología que
legitima en el patriarcado la subordinación y la opresión de las mujeres en
beneficio de la hegemonía masculina; la misoginia no es un sentimiento de
odio hacia las mujeres, sino una estructura social, el brazo ejecutor de la
ideología del sexismo, que para los pies a las mujeres gruñonas con
sanciones sociales calibradas con esmero. Los hombres, en cambio, según
Manne, se benefician de la himpatía, una empatía exacerbada hacia los
hombres (poderosos), solo por el hecho de ser hombres (poderosos).
A estas alturas se ha consolidado toda una serie de conceptos nuevos,
desde «silbato para perros», pasando por «hacer luz de gas» y
«microagresión», hasta «apropiación cultural» (y muchos más), que
pretenden llamar la atención con una elegancia crítica con la cultura sobre
las pequeñas y grandes injusticias a las que se enfrentan todos los que no
cumplen las expectativas normativas de los hombres blancos, acaudalados,
sanos y heterosexuales. Los «silbatos para perros» hacen referencia a una
estrategia retórica con la que se transmiten mensajes ocultos. Igual que los
tonos superagudos de los silbatos para perros que solo perciben ellos,
determinadas connotaciones solo van dirigidas a una parte informada del
público. En principio, parece intachable desde el punto de vista político
aludir en un mitin a problemas sociales en «focos de fragilidad social». Sin
embargo, muchos asistentes entienden en qué terreno se están moviendo y
que en sus plazas no juegan Ludwigs y Charlottes rubios. Así, los
demagogos llegan a sus seguidores sin necesidad de renunciar a la
apariencia de corriente respetable dominante.
«Hacer luz de gas a alguien» hace referencia a una técnica sutil para
convencer al interlocutor mediante señales manipuladoras de que es
irracional, histérico, no está en sus cabales o incluso sufre un trastorno
psíquico. En la película Luz de gas de 1940 (el argumento se llevó de nuevo
a la pantalla en 1944), un hombre intenta hacer creer a su mujer que ha
perdido el juicio. Le esconde las joyas para que no las encuentre pese a que
ella está segura de haberlas guardado en un cajón concreto, mueve de un
lado a otro los muebles y le dice que lo ha hecho ella pero no se acuerda. El
brillo de la lámpara de gas y los pasos que ella oye en la buhardilla son solo
imaginaciones suyas, síntomas de sus fantasías neurasténicas; en realidad,
el hombre busca de noche en la buhardilla las joyas que escondió ahí
después de un robo con homicidio. Entonces, intenta que su mujer
desconfíe de sí misma para que no sospeche nada del brillo y los ruidos que
cree haber percibido. Esta es una técnica que también se puede utilizar para
ganar capital político convenciendo a los representantes de movimientos
sociales de que son unos exagerados, ven problemas donde no los hay y se
comportan como unos blandengues hipersensibles que primero deberían
hacer «los deberes», o de que han perdido el contacto con la realidad.
Las microagresiones son elementos de las interacciones diarias que
parecen insignificantes, pero que pueden tener un efecto ofensivo
desproporcionado en sus destinatarios. 60 La clásica es preguntar por el
«verdadero» origen de una persona: es difícil crecer siendo de etnia india en
Gran Bretaña, una persona de origen coreano en Estados Unidos o hija de
un refugiado iraní en Alemania sin que se ponga de relieve de forma
implícita cientos de veces que esa persona es percibida como diferente. Las
microagresiones son asimétricas: los «autores» las perciben como del todo
inofensivas e incluso amables, pero en la «víctima» provocan sentimientos
de exclusión con un efecto acumulativo. Así, por ambas partes se refuerza
la impresión de recibir un trato injusto. Al mismo tiempo, ahí se demuestra
el potencial progresista del vocabulario nuevo: como las microagresiones se
ocultan gracias a su lógica interna, sin una palabra que haga comprensible
el fenómeno, emisor y receptor acaban en una situación de empate de
malentendidos mutuos.
El concepto de apropiación cultural hace referencia a los casos en que
los rituales, artefactos, formas de expresión o modas que son importantes
para la cultura de un grupo concreto los asume o utiliza otro grupo, a la
larga o provisionalmente. Aquí tampoco suele haber mala intención, pero
estos casos, cuando tienen lugar de un modo indecente o frívolo, pueden
percibirse como irrespetuosos o denigrantes, sobre todo cuando el acto de
apropiación lo llevan a cabo miembros de un grupo que comparte un
historial de discriminación y opresión con los «expropiados» culturales. Las
rastas jamaicanas y las tradicionales joyas de plumas de los crees
canadienses, el dirndl bávaro y el kimono japonés se perciben como
símbolos cargados de un significado profundo y un peso sentimental que los
convierte en inadecuados para vestirlos como trajes de Carnaval. La idea es
que no corresponde a cualquier persona hacer uso de esos símbolos. Un
vocabulario nuevo genera problemas nuevos. Algunas innovaciones
conceptuales al principio suenan plausibles, pero luego resultan ser tóxicas
y contraproducentes; otras son legítimas, pero ofrecen la posibilidad de
explotarlas estratégicamente; de otras se hace un uso excesivo y, por tanto,
se las despoja del potencial crítico.
Parece que queda claro que la apropiación cultural —es decir, el robo de
propiedad cultural por parte de un poder opresor— no es lícita. Remite al
robo de objetos religiosos por parte de los invasores coloniales, que
arrancaban columnas y estatuas de su contexto original para exponerlas en
museos y colecciones de ricos. Sin embargo, las culturas no son monolitos
rígidos, sino que viven del intercambio, de la imitación, de la inspiración
mutua y de un conglomerado lúdico y creativo. La idea de que deberían
existir límites infranqueables entre las culturas que no deberían superarse es
regresiva y consigue lo contrario de lo que pretende: un endurecimiento
entre los grupos étnicos y sociales en los lugares donde debería extenderse
la solidaridad, la comprensión, el conocimiento y la convivencia. Como
todos los conceptos del nuevo vocabulario de la crítica social, hay que
usarlo con mesura y para mejorar la convivencia en sociedades plurales, en
vez de para abrir nuevas grietas.
En efecto, hay que acabar con las injusticias epistémicas, pero ¿cómo?
La solución más lógica al problema de que no se escucha a las minorías ni a
las víctimas de la discriminación, de que no se da credibilidad a sus relatos
desde dentro de la marginación, parece ser escucharlas a partir de ahora y
creerlas. Por desgracia, eso no funciona porque para otorgar credibilidad a
los oprimidos primero hay que identificarlos como tales, y eso no se
consigue creyendo sin más a aquellos que aseguran ser oprimidos. Hacen
falta criterios independientes para no caer en las preocupaciones mal
entendidas de los hombres heterosexuales blancos que se sienten
discriminados. 61 La tesis central de la «epistemología del punto de
vista» 62 es que existen formas de conocimiento a las que tienen acceso
algunas personas solo por pertenecer a un grupo social (marginado)
concreto. Sin embargo, es fácil que algunos actores que solo fingen o
exageran su opresión se aprovechen de la exigencia de dar credibilidad más
o menos a ciegas a los desfavorecidos.
El mansplaining y el «hacer luz de gas» son conceptos con un elevado
grado de viralidad cultural. Captan un fenómeno conocido por la mayoría y
de repente lo vuelven plástico y lo sintetizan. Pronto esos conceptos están
en boca de todos y se aplican cada vez más a modos de conducta que
recuerdan solo vagamente a su raíz semántica original. Eso lleva a un
«desplazamiento de la crítica» que va muy unido al fenómeno antes
mencionado del «deslizamiento del concepto»: el potencial de diagnóstico
social de esos conceptos se va minando poco a poco a base de extenderlo a
casos cada vez más inofensivos o irrelevantes. 63 Llega un momento en que
se acaba tildando cualquier afirmación falsa de «luz de gas», y cada vez que
un hombre corrige a una mujer se considera mansplaining. ¿Cómo tomarse
el concepto en serio sin que en algún momento se vean clavos por todas
partes solo porque alguien tiene un martillo en la mano?
El movimiento woke perdurará. Es imprescindible: en una sociedad
moderna que se siente comprometida con los ideales de libertad, igualdad y
dignidad humana, pero que de momento solo los ha alcanzado de un modo
muy precario, siempre habrá —tiene que haberlo— un movimiento social
que informe, con la autenticidad de los afectados, de cómo son la
desigualdad y la discriminación, y, con la autoridad de los que sufren, exija
propuestas sobre cómo podríamos aguantarnos mejor unos a otros. No hay
que confiar a ciegas en esas reivindicaciones, pero hay que escucharlas.
La verdad: obituario
¡Nada de plataformas!
Postureo ético
A contrapelo
El absolutismo moral
El devorador de hombres
Charles siempre salía a nadar solo; sin embargo, ya había muerto cuando
llegaron a la orilla con él.
Ni los residentes ni los veraneantes sabían qué hacer en aquel momento.
La opinión predominante en la comunidad científica era que estos animales
no atacaban a los humanos. Pero ya era el segundo incidente en poco
tiempo: una semana antes, el señor Epting Vansant, de Filadelfia, se había
desangrado sobre la mesa del director del hotel Engleside de Beach Haven.
En cambio, Charles Bruder (este era su apellido), 1 que había llegado de
Suiza poco antes y que había encontrado trabajo como botones en el hotel
Essex & Sussex de Spring Lake, murió cuando aún estaba en el bote
salvavidas: le habían arrancado de un mordisco las dos piernas, una por
debajo y otra por encima de la rodilla. El New York Times del 7 de julio de
1916 hablaba de mujeres que huían de la playa y de hombres
conmocionados que tuvieron que recibir ayuda al ser acompañados a sus
habitaciones tras ver el cuerpo mutilado de Charles.
Una semana más tarde, el 12 de julio, se produjeron tres ataques más; el
miedo se apoderó de la costa de Nueva Jersey. Lester Stillwell solo tenía
once años; Watson Stanley Fisher había intentado salvarlo y solo tenía
veinticuatro años. Joseph Dunn fue el único que sobrevivió, pero quedó tan
gravemente herido que en el hospital no pudieron darle el alta hasta dos
meses después. Los pescadores locales pronto comenzaron a buscar al
animal, al que, con una mezcla de odio y reverencia, empezaron a llamar
«el devorador de hombres». Pero los incidentes solo cesaron cuando
Michael Schleisser, un domador de leones de Harlem nacido en Alemania,
mató a un gran tiburón blanco que, mientras tanto, había conseguido llegar
muy cerca de la costa de Nueva York. La madre de Charles Bruder, que se
había quedado en Suiza, supo del destino de su hijo poco después, gracias a
una carta en la que se incluía el dinero que los huéspedes del hotel habían
reunido para ella.
Para Woodrow Wilson, presidente de Estados Unidos por aquel
entonces, los ataques de tiburón de aquel verano solo trajeron malas
noticias: su porcentaje de votos en las regiones costeras afectadas de Nueva
Jersey empeoró un 10 % en las elecciones de ese mismo año, aunque (y en
esto coinciden los historiadores) este resultado no tuvo nada que ver con los
ataques. 2
A menudo, nuestras posiciones políticas son poco más que arbitrarias.
Las catástrofes producidas por las inundaciones, los ataques de tiburones o
las pandemias influyen en nuestras actitudes políticas mucho más de lo que
pensamos. Pero la influencia más fuerte es la que ejercen nuestros valores y
la forma en que determinan nuestra «identidad». La historia de la moral que
he estado contando trata de estos valores, de los sentimientos, normas e
instituciones que han conformado nuestra vida en común. Esta historia nos
ha llevado desde las planicies de África oriental, donde un pequeño número
de criaturas aún no humanas luchaban por sobrevivir, hasta una sociedad
moderna e interconectada a escala mundial que comercia con mercancías,
armas y conocimientos como ningún otro ser vivo lo ha hecho jamás. ¿Qué
es lo que ocurrirá a continuación? ¿Qué podemos esperar? ¿Qué debemos
temer?
Lecciones
La crisis moral actual es una crisis de división, o, más exactamente, de una
división aparente. La doble promesa contradictoria de libertad e igualdad
que nos han hecho las sociedades modernas nunca se ha cumplido. La
frustración y la indignación resultantes desataron la energía de viejos
instintos que volvieron a dividir el mundo en «nosotros» y «ellos». Si
queremos superar esta crisis, debemos comprender los mecanismos que han
conducido a esta división social. El choque de identidades que define
nuestro presente surge de las fuerzas que siempre han impulsado la
evolución biológica, cultural y social de la humanidad.
La evolución de la cooperación ha explicado por qué nuestra moral está
orientada al grupo. El comportamiento cooperativo solo ha podido
prevalecer porque, y cuando, se ha limitado a un pequeño número de
personas —a nosotros— y se ha negado a los demás —a ellos—.
«Nosotros» y «ellos» surgimos porque solo el parentesco, el intercambio
recíproco y el comportamiento cooperativo dentro de nuestro grupo
estrechamente definido crearon las condiciones en las que los beneficios del
comportamiento moral superaban a sus costes.
Para estabilizar aún más la cohesión de nuestro grupo y hacernos todavía
más cooperativos, empezamos a asegurar las normas morales que
proporcionan la cohesión social mediante el establecimiento de sanciones.
Adquirimos la capacidad de orientarnos por las normas, vigilar su
transgresión y castigarla. Nuestra psicología moral de grupo se volvió
punitiva.
Las crecientes exigencias de flexibilidad dentro de un entorno volátil
pusieron en marcha un proceso de evolución cultural que nos convirtió en
aprendices sociales. Empezamos a construir nuestro propio entorno,
poblado de tecnologías e instituciones cada vez más complejas. Nuestra
vida grupal pasó a depender de una reserva acumulativa de habilidades e
información que adoptábamos de los demás. Los valores compartidos y las
señas de identidad proporcionaban la confianza social necesaria para ello.
Nuestra psicología moral punitiva y de grupo pasó a estar orientada a la
identidad.
En el curso de la evolución cultural, surgieron sociedades cada vez más
grandes que generaban cada vez más ingresos, que, legitimados por las
primeras ideologías, se organizaban jerárquicamente y se distribuían de
forma desigual. Nuestro mundo social se dividió entre pequeñas élites
dirigentes y una mayoría de explotados y oprimidos; nuestro mundo dejó de
ser igualitario.
Nuestra aversión a la desigualdad y la dominación se mantuvo. A
medida que avanzaba la evolución sociocultural, la exigencia de
emancipación, igualdad y autonomía del individuo volvió a cobrar vida.
Surgieron normas e instituciones sociales que crearon un ser humano
extraño y cada vez más individualista, y se empezó a cuestionar la función
de las relaciones de parentesco como principio organizador central de la
sociedad y la legitimidad de los privilegios heredados arbitrariamente.
Con el desarrollo de la modernidad, las desigualdades existentes y las
transgresiones morales de la guerra, el genocidio, la discriminación y la
explotación se hicieron cada vez más intolerables desde un punto de vista
moral para una sociedad ilustrada. La realización definitiva de la exigencia
de libertad e igualdad para todas las personas se hizo cada vez más urgente,
acelerada por las catastróficas experiencias del siglo XX.
Dado que estas exigencias solo podían hacerse realidad con una lentitud
frustrante, el discurso moral empezó a subir de tono y la articulación de
reivindicaciones igualitarias se hizo cada vez más urgente. Las luchas
morales se volvieron cada vez más simbólicas porque en ellas el progreso
podía realizarse a una velocidad que satisfacía nuestra impaciencia moral.
Las redes sociales crearon la impresión de ser campos polarizados e
irreconciliables que o bien exigían con más vehemencia la lucha por la
justicia social, o bien, al parecer, intentaban frenarla. Nuestra psicología
grupal y punitiva se unió a nuestra aversión a la desigualdad social, lo que
hizo aún más visibles nuestras identidades morales. El flujo de información
cultural se interrumpió porque la confianza social solo se concedía a
quienes pertenecían al supuesto campo moral propio.
El clima moral del presente se debe a una combinación desfavorable
precisamente de aquellos factores que siempre han conformado la historia
de nuestra moralidad. Vemos un choque entre grupos que en su interior se
comportan de forma amistosa y cooperativa, y de forma recelosa y hostil en
relación con el exterior, defendiendo sus propias normas y valores con
sanciones a veces duras y confiando solo en aquellos con los que se
identifican. Estos grupos han construido para sí mismos un mundo de
desigualdades sociales marcadas a lo largo de los siglos, al tiempo que
articulan valores individualistas que condenan estas desigualdades. El
intento de superar esas injusticias mediante la aplicación cada vez más
consecuente de valores igualitarios, por ejemplo, a través de la
redistribución de recursos o de cuotas, solo produjo los resultados deseados
de forma muy lenta (y a veces ni siquiera llegó a producirlos). El intento
contrario de alcanzar la justicia social mediante un renovado énfasis en las
identidades colectivas, en el que se presta especial atención a la pertenencia
étnica o a la orientación sexual de una persona, amenaza actualmente con
implosionar ante nuestros ojos.
Antes de resolver los viejos problemas, nuestra moral debe adaptarse ya
a nuevos retos para los que no está hecha. Quizá sea incluso nuestro último
gran reto antes de que podamos continuar más allá de este planeta —ya sea
porque queramos o porque tengamos que hacerlo—. Nuestra moralidad
siempre ha tenido la función de establecer normas para nuestra convivencia
que nos permitan hacer frente a los agudos problemas de la cooperación
social en pequeños grupos. Pero los problemas geopolíticos a los que nos
enfrentamos ahora nos atormentan. Queda por ver si tenemos la capacidad
de desarrollar valores y estrategias que sean duraderos a escala mundial y a
largo plazo. ¿Cómo conseguiremos que sea posible la cooperación social de
toda la humanidad, incluidas las generaciones que vivirán en un futuro
lejano? Es la primera vez que nos enfrentamos a esta tarea: no sabemos si
somos capaces de hacerlo o si hemos creado un mundo en el que nunca
podremos volver a sentirnos como en casa.
La división política impide resolver estos problemas, pero nuestras
creencias políticas son más superficiales y efímeras de lo que pensamos. No
solo dependen de coincidencias como los ataques de tiburones, sino que, en
general, son menos racionales, menos estables y están menos informadas de
lo que nos parece. Nuestra política tiene más que ver con identidades de
grupo compartidas que con hechos o propuestas meditadas de soluciones a
problemas concretos. Pero esto también significa que la polarización
política es menos profunda de lo que tendemos a creer. No discrepamos en
nada; solo nos odiamos. Esta división puede superarse si conseguimos ver
que nuestras lealtades políticas son menos sólidas de lo que pensamos.
Las identidades colectivas tienen que ser como una fina capa que puede
desprenderse en cualquier momento. Sin embargo, la fatalidad las
transformó en una coraza dura como el acero de la que nos cuesta salir.
Nuestros valores morales, en cambio, son mucho menos superficiales y
efímeros de lo que pensamos: de hecho, son extremadamente estables y
universalmente compartidos. En realidad, no es del todo cierto que las
distintas culturas tengan valores fundamentales diferentes entre sí. Hay un
potencial de reconciliación claramente infravalorado, que nos cuesta ver y
que merece la pena recuperar: entre la idea de que «la puntualidad es algo
propio de la white supremacy» y la de que «tenemos que revitalizar la
hegemonía cultural del cristianismo occidental» hay una mayoría silenciosa
de personas sensatas. Las identidades colectivas nos sugieren que somos
enemigos cuando podríamos ser amigos y vecinos que se apoyan (o al
menos que se ignoran) mutuamente. Pero las divisiones políticas se pueden
superar si apelamos a los valores y normas morales que compartimos para
afrontar el futuro de todo lo que tenemos por delante.
Ideologías frágiles
El mito de la polarización
Los etoros y los kalulis discrepan sobre lo que significa hacerse adulto:
En los bosques tropicales de Nueva Guinea, los etoros creen que, para convertirse en hombre, un
joven debe absorber el semen de los ancianos de la tribu. Esto se consigue mediante ritos de
iniciación en los que los jóvenes que van a absorber el semen deben satisfacer oralmente a un
miembro de mayor edad. En cambio, los vecinos kalulis insisten en que la iniciación masculina
solo se realiza correctamente cuando el semen pasa por el ano del iniciado. Los etoros aborrecen
este comportamiento y lo consideran repugnante. 29
He recibido mucho apoyo para escribir este libro. Estoy muy agradecido
por ello.
Un agradecimiento muy especial a todo el equipo de Piper, mi editorial,
y en particular a Felicitas von Lovenberg, Anne Stadler y Anja Melzig; a
mis editores Charly Bieniek, Martin Janik y Steffen Geier por sus
comentarios alentadores, críticos e instructivos; a Michael Gaeb, Andrea
Vogel, Eva Semitzidou, Elisabeth Botros y Bettina Wissmann, de mi
agencia de representación; a Philipp Hübl por su impulso decisivo; a mis
estudiantes y colegas de la Universidad de Utrecht; a los miembros de mi
proyecto de investigación, Charlie Blunden, Paul Rehren, Cecilie Eriksen y
Karolina Kudlek; a Volker y Kerstin Flemming, que acompañaron todo el
proceso desde el principio; a mi familia. Y a Romina, Clara y Julia por estar
ahí.
Dedico este libro a todas las personas de las que he aprendido algo.
BIBLIOGRAFÍA