Mujercitas
Mujercitas
Mujercitas
Mujercitas
Por
—¡Jo! ¡Jo! ¿Dónde estás? —gritó Meg, al pie de la escalera que conducía
a la boardilla.
—Aquí —respondió, desde arriba, una voz algo ronca.
Y corriendo arriba, Meg encontró a su hermana comiendo manzanas y
llorando con la lectura de El heredero de los Redclyffe, envuelta en una
toquilla y sentada en un viejo sofá de tres patas, al lado de la ventana soleada.
Era el refugio preferido de Jo; aquí le gustaba retirarse con media docena de
manzanas y un libro interesante, para gozar de la tranquilidad y de la
compañía de un ratón querido, que vivía allí y no tenía miedo de ella. Cuando
llegó Meg, el amiguito desapareció en su agujero. Jo se limpió las lágrimas y
se dispuso a oír las noticias.
—¡Qué gusto! Mira. ¡Una tarjeta de invitación de la señora Gardiner para
mañana por la noche! —gritó Meg, agitando el precioso papel que procedió a
leer después con juvenil satisfacción:
"La señora Gardiner se complace en invitar a la señorita Meg y a la
señorita Jo a un sencillo baile la noche de Año Nuevo."
—Mamá quiere que vayamos. ¿Qué nos vamos a poner?
—¿De qué sirve preguntarlo, cuando sabes muy bien que nos pondremos
nuestros trajes de muselina de lana, porque no tenemos otros? —dijo Jo, con
la boca llena.
—¡Si tuviera un traje de seda! —suspiró Meg—. Mamá dice que quizá
pueda hacerme uno cuando tenga dieciocho años; pero dos años es una espera
interminable.
— Estoy segura de que nuestros trajes parecen de seda y son bastante
buenos para nosotras. El tuyo es tan bueno como si fuera nuevo; pero me
olvidaba de la quemadura y del rasgón en el mío; ¿qué haré? La quemadura
se ve mucho y no puedo estrechar nada la falda.
—Tendrás que estar sentada siempre que puedas y ocultar la espalda; el
frente está bien. Tendré una nueva cinta azul para el pelo, y mamá me
prestará su prendedor de perlas; mis zapatos nuevos son muy bonitos y mis
guantes pueden pasar.
—Los míos están arruinados con manchas de gaseosa, y no puedo
comprar otros, de manera que iré sin ellos —dijo Jo, que no se preocupaba
mucho por su vestimenta.
—Si no llevas guantes, no voy — gritó Meg, con decisión—. Los guantes
son más importantes que cualquier otra cosa; no puedes bailar sin ellos, y si
no puedes bailar voy a estar mortificada.
—Me quedaré sentada; a mí no me gustan los bailes de sociedad; no me
divierte ir dando vueltas acompasadas; me gusta volar, saltar y brincar.
—No puedes pedir a mamá que te compre otros nuevos; ¡son tan caros y
eres tan descuidada!... Dijo cuando estropeaste aquéllos que no te compraría
otros este invierno. ¿No puedes arreglarlos de algún modo?
—Puedo tenerlos apretados en la mano, de modo que nadie vea lo
manchados que están; es todo lo que puedo hacer. No; ya sé cómo podemos
arreglarlo: cada una se pone un guante bueno y lleva en la mano el otro malo;
¿comprendes?
—Tus manos son más grandes que las mías y ensancharías mis guantes —
comenzó a decir Meg.
—Entonces iré sin guantes. No me importa lo que diga la gente —gritó
Jo, volviendo a tomar el libro.
—Puedes tenerlo, puedes tenerlo, pero no me lo ensucies y condúcete
bien; no te pongas las manos a la espalda, ni mires fijamente a nadie; ni digas
" ¡Cristóbal Colón!" ¿Sabes?
—No te preocupes por mí; estaré tan tiesa como si me hubiera tragado un
molinillo, y no meteré la pata, si puedo evitarlo. Ahora contesta la carta y
déjame en paz para acabar esta magnífica historia.
Meg se fue para "aceptar muy agradecida" la invitación, examinar su
vestido y planchar su único cuello de encaje, mientras Jo, acabada la historia
y las manzanas, jugaba con su ratón.
La noche de Año Nuevo la sala estaba vacía, porque las dos chicas
jóvenes servían de doncellas a las dos mayores, que preparaban su
indumentaria para el baile. Sencillos como eran los trajes, había mucho que ir
y venir, reír y hablar, y por algún tiempo la casa olió a pelo quemado; Meg
quería hacerse unos bucles y Jo se encargó de retorcerle con las tenacillas los
rizos atados con papeles.
—¿Tienen que oler así? —preguntó Beth desde su asiento sobre la cama.
—Es la humedad que se seca —respondió Jo.
—¡Qué extraño! ¡Huele a plumas quemadas! — observó Amy, arreglando
sus propios hermosos bucles con aire de superioridad.
—¡Ahora voy a quitar los papelitos, y verás que bucles! —dijo Jo dejando
las tenacillas.
Quitó los papelitos, pero no aparecieron los bucles esperados, porque el
pelo se había adherido al papel y lo había arrancado con él.
—¡Oh, oh, oh! ¿Qué has hecho? ¡Me has estropeado el pelo! ¡No puedo
ir! ¡Mi pelo! ¡Mi pelo! —exclamó Meg, mirando los rizos desiguales sobre su
frente.
—¡Es mi mala pata! No debías haberme pedido que lo hiciera, sabiendo
que lo echo a perder todo. Lo siento mucho, pero es que las tenacillas estaban
demasiado calientes —suspiró la pobre Jo, mirando con lágrimas de
arrepentimiento el flequillo chamuscado.
—Tiene remedio: rízalos y ponte la cinta de manera que los extremos
caigan un poquito sobre la frente y estarás a la moda. He visto a muchas
chicas así —repuso Amy para consolarla.
— Esto me pasa por querer ponerme hermosa. ¡Ojalá hubiese dejado el
pelo en paz! —gritó Meg.
—Eso digo yo. ¡Era tan liso y hermoso! Pero pronto crecerá de nuevo —
dijo Beth, corriendo a besar y consolar a la oveja esquilada.
Después de otros contratiempos menos graves, Meg terminó su tocado y,
con ayuda de toda la familia, Jo arregló su propio pelo y se puso el vestido.
Estaban muy bien con sus sencillos trajes. Meg, de gris plateado con cinta de
terciopelo azul, vuelos de encaje y el prendedor de perlas; Jo, de color
castaño, con cuello planchado de caballero y unos crisantemos blancos por
todo adorno. Cada una se puso un guante bonito y limpio y llevó en la mano
otro sucio. Los zapatos de Meg, de tacones altos, le iban muy apretados y la
lastimaban, aunque ella no quería reconocerlo; y a Jo le parecía llevar
clavadas en la cabeza las diecinueve horquillas que sujetaban su cabellera,
pero, ¿qué remedio?; había que ser elegante o morir.
—¡Que se diviertan mucho, queridas mías! —dijo la señora March al
verlas salir—. No coman demasiado en la cena y vuelvan a las once, cuando
mande a Hanna a buscarlas.
Cuando cerraban la puerta de la verja al salir, una voz les gritó desde la
ventana:
—Niñas, ¿llevan los pañuelos bonitos?
—Sí, sí, los llevamos, y el de Meg huele a colonia —gritó Jo, y añadió
riéndose—: Creo que mamá nos preguntaría eso aunque estuviésemos
huyendo de un terremoto.
—Es uno de sus gustos aristocráticos, y tiene razón, porque, una
verdadera señora se conoce siempre por el calzado limpio, los guantes y el
pañuelo — respondió Meg.
— Ahora no olvides de mantener el paño malo de tu falda de modo que
no se vea, Jo. ¿Está bien mi cinturón? ¿Se me ve mucho el pelo? —dijo Meg,
al dejar de contemplarse en el espejo del tocador de la señora Gardiner,
después de mirarse largo rato.
—Sé muy bien que me olvidaré de todo. Si me ves hacer algo que esté
mal, avísame con un guiño —respondió Jo, arreglándose el cuello y
cepillándose rápidamente.
—No, una señora no guiña; arquearé las cejas si haces algo incorrecto, o
un movimiento de cabeza si todo va bien. Ahora mantén derechos los
hombros y da pasos cortos; no des la mano si te presentan a alguien: no se
hace.
—¿Cómo aprendes todas estas reglas? Yo no puedo hacerlo nunca. ¡Qué
movida es esa música!
Bajaron la escalera sintiéndose algo tímidas, porque rara vez iban a
reuniones de sociedad, y aunque aquélla no era muy formal, para ellas
constituía un acontecimiento. La señora Gardiner, una señora anciana y
majestuosa, las saludó amablemente y las dejó con la mayor de sus seis hijas.
Meg conocía a Sallie y pronto perdió su timidez; pero Jo, que no gustaba de
la compañía ni de la charla de las muchachas, se quedó recostada contra la
pared, tan desorientada como, un potro en un jardín. En otra parte de la sala,
una media docena de muchachos hablaban de patines, y Jo quería unirse a
ellos, porque patinar era uno de los placeres de su vida. Telegrafió su deseo a
Meg, pero las cejas se arquearon de manera tan alarmante que no se atrevió a
moverse. Nadie vino a hablar con ella y poco a poco se fue disolviendo el
grupo que tenía más cerca, hasta dejarla sola. No podía ir de un lado a otro
con el fin de divertirse, para que no se viera el paño quemado de la falda, de
manera que se quedó mirando a la gente con aire de abandono hasta que
comenzó el baile. Meg fue invitada inmediatamente, y los zapatos estrechos
saltaban tan alegremente que nadie hubiera sospechado lo que hacían sufrir a
quien los llevaba puestos. Jo vio a un muchacho alto de pelo rojo, que se
acercaba al rincón donde ella estaba, y, temiendo una invitación a bailar, se
ocultó detrás de unas cortinas, esperando ver a escondidas desde allí y
divertirse en paz. Por desgracia, otra persona tímida había escogido el mismo
sitio, porque al dejar caer la cortina tras sí, se encontró cara a cara con
Laurence.
—¡Ay de mí!; no sabía que había aquí alguien —balbuceó Jo,
disponiéndose a salir tan rápido como entrara.
Pero el chico se rio y dijo de buen humor, aunque parecía algo
sorprendido:
—No se preocupe por mí; quédese si quiere. ¿No le estorbaré a usted?
—Ni lo más mínimo; vine aquí porque no conozco a mucha gente, y me
sentía molesto, ¿sabe usted?
—Y yo también. No se vaya, por favor, a no ser que lo prefiera.
El chico volvió a sentarse, con la vista baja, hasta que Jo, tratando de ser
cortés, dijo:
—Creo que he tenido el placer de verlo antes. Vive usted cerca de
nosotros, ¿no es así?
—En la casa próxima a la suya —contestó él, levantando los ojos y
riéndose cordialmente, porque la cortesía de Jo le resultaba verdaderamente
cómica al recordar cómo habían charlado sobre el criquet cuando él le
devolvió el gato.
Eso puso a Jo a sus anchas, y también ella rio al decir muy sinceramente:
—Hemos disfrutado mucho con su regalo de Navidad.
—Mi abuelo lo envió.
—Pero usted le dio la idea de enviarlo. ¡A que sí!
—¿Cómo está su gato, señorita March? —preguntó el chico, tratando de
permanecer serio, aunque la alegría le brillaba en los ojos.
—Muy bien, gracias, señor Laurence; pero yo no soy la señorita March,
soy simplemente Jo —respondió la muchacha.
—Ni yo soy señor Laurence, soy Laurie.
—Laurie Laurence. ¡Qué nombre más curioso!
—Mi primer nombre es Teodoro; pero no me gusta, porque los chicos me
llaman Dora; así que logré que me llamaran Laurie en lugar del otro.
—Yo también detesto mi nombre; ¡es demasiado romántico! Querría que
todos me llamaran "Josefina" en lugar de Jo. ¿Cómo logró usted quitar a los
chicos la costumbre de llamarle Dora?
—A palos.
—No puedo darle palos a la tía March, así que supongo que tendré que
aguantarme.
—¿No le gusta a usted bailar, señorita Josefina?
—Me gusta bastante si hay mucho espacio y todos se mueven ligero... En
un lugar como éste, me expondría a volcar algo, pisarle los pies a alguien o
hacer alguna barbaridad; así que evito el peligro y la dejo a Meg que se luzca.
¿No baila usted?
—Algunas veces. He estado en el extranjero muchos años y no llevo aquí
el tiempo suficiente para saber cómo se hacen las cosas.
—¡En el extranjero! —exclamó Jo—; ¡hábleme de eso! A mí me gusta
mucho oír a la gente describir sus viajes.
Laurie parecía no saber por dónde empezar, pero pronto las preguntas
ansiosas de Jo lo orientaron; y le dijo cómo había estado en una escuela en
Vevey, donde los chicos no llevaban nunca sombreros y tenían una flota de
botes sobre el lago, y para divertirse durante las vacaciones hacían viajes a
pie por Suiza en compañía de sus maestros.
—¡Cuánto me gustaría haber estado allá! —exclamó Jo—. ¿Ha ido usted
a París?
—Estuvimos allí el invierno pasado.
—¿Sabe usted hablar francés?
—No nos permitían hablar otro idioma en Vevey.
—Diga algo en francés. Puedo leerlo, pero no sé pronunciarlo.
—Quel nom a cette jeune demoiselle en les pantoufles jófies? —dijo
Laurie, bondadosamente.
—¡Qué bien lo pronuncia usted! Veamos. Ha dicho: "¿Quién es la
señorita de los zapatos bonitos?"; ¿es así?
—Oui, mademoiselle.
—Es mi hermana Meg y usted lo sabía. ¿No le parece que es hermosa?
—Sí, me recuerda a las chicas alemanas; tan fresca y tranquila parece;
baila como una señora.
Jo se sonrojó al oír tal elogio de su hermana, y lo guardó en la memoria
para repetírselo a Meg. Ambos miraban, criticaban y charlaban, hasta que se
encontraron tan a gusto como dos viejos amigos.
Pronto perdió Laurie su timidez, porque la manera varonil de Jo le
divertía mucho y le quitaba todo azoramiento, y ella recobró de nuevo su
alegría, porque había olvidado el traje y nadie le arqueaba las cejas. Le
gustaba el muchacho Laurence más que nunca, y lo observó un poco para
poder describirlo a sus hermanas; no teniendo hermanos y pocos primos, los
chicos eran para ella criaturas casi desconocidas.
Pelo negro y rizado, cutis oscuro, ojos grandes y negros, nariz larga,
dientes bonitos, las manos y los pies pequeños, tan alto como yo; muy cortés
para ser chico y muy burlón. ¿Qué edad tendrá? Jo tenía la pregunta en la
punta de la lengua; pero se contuvo a tiempo y, con tacto raro en ella, trató de
descubrirlo de una manera indirecta.
—Supongo que pronto irá usted a la Universidad. Ya lo veo machacando
en sus libros; quiero decir, estudiando mucho —y Jo se sonrojó por el terrible
"machacando" que sé le escapara.
Laurie se sonrió y respondió, encogiéndose de hombros:
—Tardaré todavía dos o tres años; no iré antes de cumplir diecisiete.
—¿Pero no tiene usted más que quince años? —preguntó Jo, mirando al
chico alto, a quien ella había dado diecisiete.
—Dieciséis el mes que viene.
—¡Cuánto me gustaría ir a la Universidad! Parece que a usted no le gusta.
—La detesto; nada más que trabajar o divertirse; y no me gusta la manera
que tienen de hacerlo en este país.
—¿Qué le gusta a usted?
—Vivir en Italia, divertirme a mi modo.
Jo ansiaba preguntarle cuál era su modo; pero Laurie había fruncido las
cejas de tal modo, que Jo cambió de asunto, diciendo:
—¡Qué polca magnífica! ¿Por qué no va a bailarla?
—Si viene usted conmigo —respondió él, haciendo una reverencia a la
francesa.
—No puedo, porque le he dicho a Meg que no bailaría, porque... —y aquí
se detuvo, no sabiendo si decir la verdad o reírse.
—¿Por qué? —preguntó Laurie, interesado vivamente—. ¿No lo dirá
usted?
—¡Jamás!
—¿Jamás?
—Bueno, tengo la mala costumbre de ponerme de pie delante del fuego y
así quemo mis vestidos, como me sucedió con éste; aunque está bien
remendado, se ve un poco, y Meg me aconsejó que no me moviera para que
nadie lo vea. Usted puede reírse si quiere; es muy gracioso...
Pero Laurie no se rio; miró al suelo por un minuto y con una expresión
que extrañó a Jo, dijo dulcemente:
—No haga caso de eso; yo le diré cómo nos las arreglaremos; allá hay un
pasillo grande, donde podemos bailar muy bien sin que nadie nos vea.
¡Hágame el favor de venir!
Jo le dio las gracias y se fue alegremente, deseando mucho tener dos
guantes buenos cuando vio los que se ponía su compañero, color perla. El
pasillo estaba vacío y bailaron una polca magnífica, porque Laurie bailaba
bien y le enseñó el paso alemán, que encantó a Jo, por su balanceo y
movimiento. Cuando cesó la música se sentaron sobre las escaleras para
respirar, Laurie estaba describiendo una fiesta de estudiantes en Heidelberg
cuando apareció Meg en busca de su hermana. Hizo una seña, y Jo la siguió
de mala gana a una salita, donde se sentó sobre un sofá, agarrándose el pie y
algo pálida.
—Me he torcido el tobillo. Este estúpido tacón alto se torció y me produjo
una torcedura horrible. Me duele tanto, que apenas puedo estar de pie y no sé
cómo voy a volver a casa —dijo, estremeciéndose de dolor.
—Ya sabía yo que te lastimarías los pies con esos dichosos zapatos. Lo
siento mucho, pero no sé qué puedes hacer, como no sea tomar un coche o
quedarte aquí toda la noche —respondió Jo dulcemente, frotando el pobre
tobillo al mismo tiempo.
—No puedo tomar un coche; costaría mucho; además, sería difícil
encontrarlo, porque la mayor parte de los invitados han venido en sus propios
vehículos; las cocheras están lejos, y no tenemos a nadie a quien enviar.
—Yo iré.
—De ningún modo; son más de las diez y está oscuro como boca de lobo.
No puedo quedarme aquí, porque la casa está llena; algunas amigas de Sallie
están de visita. Descansaré hasta que venga Hanna, y entonces saldré lo
mejor que pueda.
—Se lo diré a Laurie, él irá —dijo Jo, como quien tiene una idea feliz.
—¡No por favor! No pidas nada ni hables a nadie. Búscame mis chanclos
y pon estos zapatos con nuestras cosas. No puedo bailar más; pero en cuanto
se acabe la cena, espera a Hanna y avísame en cuanto llegue.
—Ahora van a cenar. Me quedaré contigo, lo prefiero.
—No, querida; ve y tráeme un poco de café. Estoy tan cansada que no
puedo moverme.
Meg se reclinó con los chanclos bien escondidos, y Jo hizo su camino
torpemente al comedor. Dirigiéndose a la mesa, procuró el café, que volcó
inmediatamente, poniendo el frente de su vestido tan malo como la espalda.
—¡Ay de mí! ¡qué atolondrada soy! —exclamó Jo, estropeando el guante
de Meg al frotar con él la mancha del vestido.
—¿Puedo ayudarla? —dijo una voz amistosa. Era Laurie, con una taza
llena en una mano y un plato de helado en la otra.
—Trataba de buscar algo para Meg, que está muy cansada; alguien me
hizo tropezar, y aquí estoy hecha una calamidad —respondió Jo, echando una
mirada desde la falda manchada al guante teñido de café.
—¡Qué lástima! Yo buscaba a alguien para darle esto. ¿Puedo llevárselo a
su hermana?
— ¡Muchas gracias! Lo guiaré a donde está. No me ofrezco a llevarlo yo
misma, porque temo hacer otro desastre.
Jo fue adelante, y como si estuviera muy acostumbrado a servir a las
señoras, Laurie acercó una mesita, trajo helado y café para Jo, y estuvo tan
cortés, que hasta la exigente Meg lo calificó de "muchacho muy simpático".
Pasaron un buen rato con los caramelos, que tenían preguntas y
respuestas, y estaban en medio de un juego tranquilo de "Susurro", con dos o
tres jóvenes que se habían unido a ellos, cuando apareció Hanna. Meg,
olvidando su pie, se levantó tan rápidamente que tuvo que agarrarse de Jo,
lanzando un quejido.
—¡Silencio! ¡No digas nada! —susurró, añadiendo en voz alta—: No es
nada, me torcí un poco el pie, nada más — y bajó las escaleras cojeando para
ponerse el abrigo. Hanna protestaba, Meg lloraba y Jo estaba desesperada,
hasta que decidió tomar a su cargo las cosas. Corrió abajo, y al primer criado
que encontró le preguntó si podía buscarle un coche. Resultó ser un camarero
nuevo, que no conocía la vecindad, y Jo estaba buscando ayuda por otro lado,
cuando Laurie, que había oído lo que decía, vino a ofrecer el coche de su
abuelo, que acababa de venir por él.
—Es demasiado temprano y usted no querrá irse todavía —comenzó Jo,
aliviada en su ansiedad, pero vacilando en aceptar la oferta.
—Siempre me voy temprano..., ¡de veras! Permítame que las lleve a su
casa; paso por allá, como usted sabe, y me han dicho que está lloviendo.
Eso la decidió; diciéndole lo que le había ocurrido a Meg, Jo aceptó
agradecida y subió corriendo a buscar el resto de la compañía. Hanna
detestaba la lluvia tanto como un gato, así que no se opuso, y se fueron en el
lujoso carruaje, sintiéndose muy alegres y elegantes.
Laurie subió al pescante, para que Meg pudiese descansar el pie en el
asiento, y las chicas hablaron del baile a su gusto.
—Me he divertido mucho; ¿y tú? —preguntó Jo, desarreglando su cabello
y sentándose cómodamente.
—Sí, hasta que me torcí el pie. La amiga de Sallie, Anna Moffat,
simpatizó conmigo y me invitó a pasar una semana en su casa cuando vaya
Sallie; Sallie irá durante la primavera, en la temporada de ópera, y será
magnífico, si mamá me permite ir —respondió Meg, animándose al pensarlo.
—Te vi bailar con el hombre rubio, del cual me escapé; ¿era simpático?
—Mucho. Tiene el cabello color castaño, no rubio; estuvo muy cortés, y
bailé una redoval deliciosa con él.
—Parecía un saltamontes cuando bailaba el paso nuevo. Laurie y yo no
podíamos contener la risa. ¿Nos oíste?
—No, pero fue algo muy descortés. ¿Qué hacían escondidos allí tanto
tiempo?
Jo contó su aventura, y cuando terminó estaban ya a la puerta de la casa.
Después de dar a Laurie las gracias por su amabilidad, se despidieron y
entraron a hurtadillas, con la esperanza de no despertar a nadie; pero apenas
crujió la puerta de su dormitorio, dos gorritos de dormir aparecieron y dos
voces adormiladas, pero ansiosas, gritaron:
—¡Cuenten del baile! ¡Cuenten del baile!
Con lo que Meg describía como "gran falta de buenos modales", Jo había
guardado algunos dulces para las hermanitas, y pronto se callaron después de
oír lo más interesante del baile.
—No parece sino que soy una verdadera señora, volviendo a casa en
coche y sentándome en peinador con una doncella que me sirva —dijo Meg,
mientras Jo le frotaba el pie con árnica y le cepillaba el cabello.
Y creo que Meg tenía razón.
CAPÍTULO 4 - CARGAS
— ¡Ay de mí! ¡Qué difícil se hace tomar las bolsas y echar a andar! —
suspiró Meg la mañana después del baile. Habían terminado las vacaciones, y
una semana de diversión no resultaba lo más adecuado para continuar el
trabajo, que nunca le había gustado.
—Me gustaría que fuese Navidad o Año Nuevo siempre. ¡Qué divertido!
— respondió Jo, bostezando tristemente.
—No nos divertiríamos ni la mitad que ahora. Pero parece tan agradable
tener cenas especiales y recibir ramilletes, ir a bailes, volver a casa en coche,
y leer y descansar, y no trabajar. Es vivir como la gente rica, y siempre
envidio a las chicas que lo pueden hacer; ¡me gusta tanto el lujo! —dijo Meg,
tratando de decidir entre dos trajes gastados cuál era el menos deslucido.
—Bueno, no podemos tenerlo; así que de nada vale quejarse; echemos al
hombro la carga y andemos tan alegremente como mamá. Estoy segura de
que la tía March es un fardo del cual uno no puede deshacerse, pero supongo
que cuando haya aprendido a llevarlo sin quejarme se me caerá de los
hombros, o se hará tan ligero que no me molestará.
Esta comparación hizo tanta gracia a Jo, que la puso de buen humor; Meg
no se animó, porque su carga consistía en cuatro niños mimados y le parecía
más pesada que nunca. No tenía gusto ni para arreglarse, como de costumbre.
—¿De qué sirve estar bien, cuando nadie me ve, fuera de esos chiquillos,
y a nadie le importa que sea bonita o fea? —murmuró, cerrando de golpe el
cajón de la cómoda—. Tendré que trabajar y trabajar toda mi vida, con unos
ratitos de diversión de vez en cuando, y hacerme vieja; fea y agria, porque
soy pobre y no puedo gozar de la vida como otras muchachas. ¡Qué
desgracia!
Con este ánimo bajó Meg a desayunarse, con cara lastimera y un humor
de perros. Todas parecían disgustadas y dispuestas a quejarse.
Beth tenía dolor de cabeza, estaba echada en el sofá, tratando de
consolarse con la gata y los tres gatitos; Amy estaba inquieta porque no había
aprendido sus lecciones y no podía encontrar sus chanclos; Jo no dejaba de
silbar y hacía mucho ruido preparándose; la señora March estaba muy
ocupada, terminando una carta que debía salir inmediatamente, y Hanna
estaba gruñona por haberse acostado tan tarde la noche pasada.
—¡Nunca hubo familia tan malhumorada! —gritó Jo, perdiendo la
paciencia, cuando ya había volcado el tintero, roto los cordones de sus botas
y aplastado su sombrero, sentándose encima de él.
—Y tú la más malhumorada de todas —respondió Amy, borrando la
suma, equivocada, con las lágrimas que habían caído sobre su pizarra.
—Beth, si no encierras a estos horribles gatos en la bodega, los haré
ahogar
—exclamó Meg, muy irritada, al tratar de deshacerse de los gatitos que se
le habían subido a los hombros.
Jo se reía, Meg regañaba, Beth imploraba y Amy lloraba, porque no podía
acordarse de cuánto era nueve por doce.
— ¡Niñas, niñas! Cállense un minuto. Tengo que enviar esta carta por el
primer correo y me confunden con tanto ruido —gritó la señora March.
Hubo un momento de silencio, interrumpido por Hanna, que entró
precipitadamente, puso dos pastelillos calientes sobre la mesa y salió de
nuevo. Estos pastelillos eran una institución; las chicas los llamaban
"manguitos", y habían descubierto que los pastelillos calientes venían muy
bien en las mañanas frías. Nunca se olvidaba Hanna de hacerlos, por ocupada
o gruñona que estuviera, porque las pobrecitas tenían que andar mucho, no
tomaban otra cosa para almorzar y rara vez volvían a casa antes de las tres.
— Que mimes a tus gatos y que se te quite el dolor de cabeza, Beth.
Adiós, mamá; somos una cuadrilla de vagas esta mañana, pero volveremos
hechas unos verdaderos ángeles. Vamos Meg —y Jo echó a andar con la idea
de que los peregrinos no salían como era debido.
Siempre miraban hacia atrás antes de volver la esquina, porque su madre
estaba siempre en la ventana para decirles adiós con la mano, sonriendo.
Parecía como si no pudieran cumplir sus deberes diarios sin aquella
despedida que les hacía el efecto de un rayo de sol.
— Si mamá nos amenazara con el puño en lugar de echarnos besos, nos
estaría bien empleado, porque jamás se han visto vagas más ingratas que
nosotras — gritó Jo, que tomaba como saludable penitencia el camino
cubierto de lodo y el viento agudo.
—No uses palabras tan vulgares.
—Me gustan las palabras fuertes con algún sentido.
—Llámate lo que quieras; pero yo no me tengo por vaga ni permito que
me lo digan.
—Tú eres una calamidad; estás de un humor de perros porque no puedes
sentarte en medio del lujo todo el tiempo. ¡Pobrecita! Espera hasta que yo
haga fortuna y gozarás de coches, helados, zapatos de tacones altos,
ramilletes y mozos rubios que bailen contigo.
—¡Qué ridícula eres, Jo! —dijo Meg, riéndose, sin embargo, de aquellas
tonterías.
—Suerte que tienes de que lo sea; si yo adoptara esos aires de aflicción y
desmayo que tú empleas, estábamos listas. Gracias a Dios, siempre puedo
encontrar algo gracioso para darme ánimo. No te quejes más y vuelve a casa
alegre.
Jo dio a su hermana un golpecito en la espalda cuando se separaban para
seguir cada una su camino, llevando un pastelillo caliente en la mano y
tratando de estar alegre a pesar del tiempo invernal, del trabajo duro y de sus
juveniles deseos no realizados.
Cuando el señor March perdió su dinero, tratando de ayudar a un amigo,
las dos chicas mayores rogaron se les permitiera hacer algo por su propio
sostén a lo menos. Creyendo que nunca es demasiado pronto para cultivar
energía, laboriosidad e independencia, sus padres consintieron, y ambas se
pusieron a trabajar con la buena voluntad que triunfa de todos los obstáculos.
Meg encontró empleo como institutriz, y se sintió rica con su sueldo
pequeño. Como ella decía, "le gustaba el lujo", y su mayor pena era ser
pobre. Lo encontraba más duro de soportar que las otras, porque podía
recordar un tiempo en que la casa había sido bella, la vida holgada y
agradable y nada les había faltado. Procuraba no sentir envidia ni
descontento, pero era natural que la muchacha deseara cosas bonitas, amigas
alegres, inteligentes y una vida feliz. En casa de los King veía todos los días
lo que deseaba tanto, porque las hermanas mayores de los niños acababan de
entrar en sociedad, y muy a menudo veía Meg visiones de trajes de baile, y
ramilletes, oía charlas animadas acerca de teatros y conciertos, partidas de
trineo y toda clase de diversiones, y también veía gastar dinero en bagatelas,
un dinero que para ella hubiera sido de mucha utilidad. La pobre Meg se
quejaba poco, pero a veces cierto sentido de injusticia la hacía sentirse agria
hacia todo el mundo, porque todavía no había aprendido lo rica que era en
aquellas bendiciones que realmente pueden hacer feliz la vida.
Jo le convenía a la tía March, que era renga y necesitaba una persona
activa para cuidarla. La anciana señora, sin hijos, se había ofrecido a adoptar
una de las chicas cuando vinieron las dificultades, y se enojó porque los
padres rehusaran su oferta. Otros amigos dijeron a la familia March, que
habían perdido toda ocasión de ser recordados en el testamento de la rica
anciana, pero los poco mundanos March dijeron:
— No podemos renunciar a nuestras chicas ni por doce fortunas. Ricos o
pobres, viviremos juntos, y seremos felices todos juntos.
Por algún tiempo la señora anciana no quiso tratarse con ellos; pero
encontrándose en una ocasión con Jo en casa de una amiga, algo en su cara
cómica y en sus maneras toscas la impresionó favorablemente, y propuso
tomarla como señorita de compañía. Esto no le gustaba a Jo en lo más
mínimo, pero aceptó la colocación a falta de otra mejor, y, con gran sorpresa
de todo el mundo, se llevó muy bien con su irascible parienta. De vez en
cuando había una borrasca, y una vez Jo llegó a irse a su casa, diciendo que
no podía soportar más; pero la tía March se calmó pronto e insistió tanto en
que Jo volviese, que ella no pudo rehusar, porque había algo amable en la
vieja señora, a pesar de todo.
Sospecho que la verdadera atracción era una biblioteca grande de
hermosos libros viejos, abandonados al polvo y a las arañas desde la muerte
del tío March. Jo se acordaba de aquel señor, viejo y bondadoso, que le
permitía construir ferrocarriles y puentes con sus diccionarios grandes, le
contaba historias referentes a las ilustraciones curiosas en sus libros latinos y
le compraba caramelos cuando la encontraba en la calle. El cuarto, oscuro y
cubierto de polvo, con los bustos, que parecían encararla desde los altos
armarios, las butacas, las esferas y sobre todo, el sinfín de libros entre los
cuales podía escoger a su gusto, hacían de la biblioteca un verdadero paraíso
para ella.
Tan pronto como la tía March se echaba a dormir la siesta, Jo se dirigía
corriendo a su refugio y, sentada en la butaca grande, devoraba poesía,
novela, historia, viajes y cuadros como un ratón de biblioteca. Pero como no
hay felicidad duradera en este mundo, en el preciso momento en que llegaba
al corazón de la historia, al verso más dulce del poema o a la aventura más
peligrosa de un explorador, una voz chillona gritaba: " ¡Jo! ¡Jo! " y tenía que
dejar su paraíso para devanar hilo, lavar el perro o leer las obras de Belsham
durante horas.
La ambición de Jo era hacer algo magnífico; qué fuera, ella no lo sabía,
pero dejaba al tiempo el descubrírselo, y entretanto su aflicción más grande
era no poder leer, correr y montar a caballo tanto como quisiera. Siendo viva
como una pimienta, teniendo una lengua aguda y un espíritu inquieto, su vida
estaba llena de altibajos, cómicos y patéticos a la vez. Pero la disciplina que
encontró en casa de la tía March era precisamente la que necesitaba; el
pensamiento de que trabajaba para ganarse su vida, aunque ganara poco, la
hacía feliz a pesar de los continuos "¡Jo!".
Beth era demasiado tímida para ir a la escuela; lo había intentado, pero
sufría tanto que había abandonado la idea, y estudiaba sus lecciones en casa
con su padre. Aun después que se fue, y cuando su madre tenía que dedicar
todo su esfuerzo a las sociedades para la ayuda a los soldados, Beth continuó
estudiando fielmente sola, haciendo lo mejor que podía. Era muy hogareña, y
ayudaba a Hanna a tener la casa limpia y cómoda para las trabajadoras, sin
esperar más recompensa que la del cariño de los suyos. Pasaba días largos y
tranquilos, pero no solitaria ni ociosa, porque su pequeño mundo estaba
poblado de amigos imaginarios y ella era por temperamento una abeja
industriosa. Tenía seis muñecas que levantar y vestir cada mañana, porque
Beth era todavía niña y quería a sus favoritas tanto como antes. No había
ninguna perfecta y bella entre ellas; todas habían sido desechadas cuando ella
las prohijó; cuando sus hermanas fueron demasiado mayores para tales
ídolos, pasaron a ella, pues Amy no quería tener nada que fuera viejo o feo.
Beth las cuidaba con más cariño, por lo mismo, y construyó un hospital para
muñecas enfermas. Nunca clavaba alfileres en sus corazones de algodón, ni
les hablaba severamente, ni les daba golpes; aun la más fea no podía quejarse
de descuido; daba de comer, vestía, cuidaba y acariciaba a todas con cariño
incansable. Un fragmento de muñeca abandonada había pertenecido a Jo, y
después de una vida tempestuosa había quedado abandonada en el saco de
trapos, de cuyo triste hospicio Beth la rescató llevándola a su asilo. Como le
faltaba la parte superior de la cabeza, le puso un gorro bonito y, como no
tenía brazos ni piernas, escondió estas imperfecciones envolviéndola en una
manta y dándole la mejor cama, como a enferma crónica. El cuidado que
daba a esta muñeca era conmovedor, aunque provocara sonrisas. Le traía
flores, le leía cuentos, la sacaba a respirar el aire, la arrullaba con canciones
de cuna y nunca se acostaba sin besar su cara sucia y susurrar cariñosamente:
"¡Qué pases una buena noche, pobrecita!".
Tenía Beth sus penas como las demás; y no siendo un ángel, sino una
muchacha muy viva, a menudo tenía su "llantito", como decía Jo, porque no
podía tomar lecciones de música y tener un piano bueno. Amaba la música,
trataba de aprender con mucha aplicación y tocaba con tanta paciencia el
desafinado y viejo instrumento, que parecía que alguien (sin que esto fuera
alusión a la tía March) debería ayudarle. Pero nadie lo hizo y nadie vio a Beth
limpiar, las lágrimas que caían sobre las amarillentas teclas cuando estaba
sola. Mientras trabajaba cantaba como una alondra; nunca estaba demasiado
cansada para tocar el piano con el objeto de distraer a su madre o a las chicas,
y día tras día se decía a sí misma, llena de esperanza: "Yo sé que obtendré mi
música alguna vez si soy buena."
En el mundo hay muchísimas Beth, tímidas y tranquilas, sentadas en
rincones hasta que alguien las necesita y que viven para los demás tan
alegremente, que nadie se da cuenta de los sacrificios que hacen hasta que el
grillo del hogar cesa de chirriar y desaparece el dulce rayo de sol, dejando
atrás silencio y sombra.
Si alguien hubiera preguntado a Amy cuál era la pena más grande de su
vida, hubiera respondido enseguida: "mi nariz". Cuando era muy pequeña, Jo
la había dejado caer en el cajón del carbón, y Amy insistía que la caída había
arruinado para siempre su nariz. Le había quedado algo chata, y por más que
se la estiraba no podía darle una punta aristocrática. Nadie hacía caso de eso
fuera de ella, y la nariz hacía por su parte todo lo posible por crecer, pero
Amy lamentaba la falta de una nariz griega y dibujaba horas enteras narices
bellas para consolarse.
"El pequeño Rafael", como la llamaban sus hermanas, tenía verdadero
talento para dibujar, y nunca era tan feliz como cuando copiaba flores,
diseñaba hadas o ilustraba cuentos. Sus maestros se quejaban de que en lugar
de hacer sus cálculos cubría de animalitos su pizarra; las páginas blancas de
su atlas estaban llenas de copias de mapas y de sus libros salían volando, en
los momentos menos oportunos, caricaturas sumamente cómicas. Estudiaba
sus lecciones tan bien como era posible, y su buen comportamiento la libraba
de muchas reprensiones. Sus compañeros la querían mucho por su buen
carácter y por el arte que tenía de agradar sin dificultad; sus aires, sus gracias,
eran muy admirados, y su talento también; porque, además de dibujar, podía
tocar doce tonadas, hacer ganchillo y leer el francés sin pronunciar mal más
que las dos terceras partes de las palabras. Tenía una lúgubre manera de
decir: "cuando papá era rico hacíamos tal o cual cosa", que conmovía a
cualquiera, y las chicas consideraban sus palabras escogidas como muy
elegantes.
Amy estaba en buen camino de ser echada a perder por los mimos; todo el
mundo la acariciaba, y sus pequeñas vanidades y su egoísmo crecían a buen
paso. Pero algo atenuaba su vanidad: tenía que usar los vestidos de su prima.
La madre de Florence tenía pésimo gusto, y Amy sufría mucho al tener que
llevar un sombrero rojo en lugar de uno azul, trajes que no le iban bien y
delantales chillones. Todo era de buena calidad, bien hecho y poco usado;
pero ese invierno los ojos artísticos de Amy sufrían lo indecible con un
vestido morado oscuro de lunares amarillos.
—Mi único consuelo —dijo a Meg, con los ojos llenos de lágrimas— es
que mamá no hace pliegues en mis trajes cada vez que soy mala, como hace
la madre de María Parks. Hija, es verdaderamente terrible, porque algunas
veces se porta tan mal, que el vestido no llega a las rodillas y no puede venir
a la escuela. Cuando pienso en esta degradación, creo que puedo soportar
hasta mi nariz chata y el vestido morado con lunares amarillos.
Meg era la confidente y consejera de Amy, y por cierta atracción extraña
de los caracteres opuestos, Jo lo era para la dulce Beth. Solamente a Jo
contaba la tímida niña sus pensamientos, y sobre su hermana grandota y
atolondrada ejercía Beth, sin saberlo, más influencia que ninguna otra
persona de la familia. Las dos chicas mayores eran muy amigas, pero ambas
habían tomado una de las pequeñas bajo su cuidado, y las protegían cada una
a su manera; era lo que llamaban "jugar a las mamás".
—¿Tiene alguna de ustedes algo que contar? He pasado un día triste y
estoy verdaderamente ansiosa de alguna diversión —dijo Meg mientras
estaban sentadas cosiendo aquella noche.
—Me pasó una cosa curiosa con la tía hoy, pero como salí con la mía se
las voy a contar —dijo Jo, que se complacía mucho en contar incidentes—.
Estaba leyendo el interminable Belsham y moscardoneando, como suelo,
porque así se duerme la tía, y entonces saco algún libro interesante, y leo
ávidamente hasta que se despierta. Pero esta vez me entró a mí el sueño, y
antes de que ella hubiera dado la primera cabezada se me escapó un bostezo
tal, que ella me preguntó qué quería decir abriendo la boca lo bastante para
tragarme el libro entero.
—¡Ojalá pudiera hacerlo y acabar con él de una vez! —dije, tratando de
no ser impertinente.
"Entonces me echó un largo sermón sobre mis pecados, y me dijo que
reflexionara sobre ellos mientras ella descabezaba un sueño. Siempre tarda
bastante en esta operación; de modo que tan pronto como su gorro comenzó a
cabecear como una dalia demasiado pesada, saqué de mi bolsillo El vicario
de Wakefield y me puse a leerlo con un ojo en el libro y otro en la tía. Había
llegado al punto donde todos caen al agua, cuando me olvidé de todo y solté
una carcajada. La tía se despertó, y de mejor humor después de una siesta, me
dijo que leyese un poco para ver qué obra tan ligera prefería yo al digno e
instructivo Belsham. Leí lo mejor posible, y le gustó, porque solamente dijo:
—No entiendo jota de todo eso; comienza desde el principio, niña.
Al comienzo fui procurando hacer los primeros capítulos tan interesantes
como podía. Una vez tuve la picardía de pararme en un punto lleno de interés
y decir tímidamente:
"—Temo que la fatigue, señora; ¿no desea que lo deje?
Ella tomó la calceta; que se le había caído de las manos, y mirándome
severamente a través de las gafas, dijo con su modo brusco:
"—Acabe usted el capítulo y no sea impertinente, señorita."
—¿Reconoció que le gustaba? —preguntó Meg.
—¡No, hija, no! Pero dejó descansar el viejo Belsham; y cuando volví
para buscar mis guantes esta tarde, allá estaba tan absorta con El vicario de
Wakefield, que no me oyó reír, mientras yo bailaba de gusto en el vestíbulo
al pensar en el buen tiempo futuro. ¡Qué vida tan agradable podría pasarse si
quisiera! No la envidio a pesar de su dinero, porque, después de todo, los
ricos tienen tantas penas como los pobres, creo yo —contestó Jo.
—Eso me recuerda —dijo Meg— que tengo algo que contar. No es
gracioso como el incidente de Jo, pero me dio mucho que pensar mientras
volvía. Hoy en casa de los King todos estaban alborotados y una de las niñas
dijo que su hermano mayor había hecho algo malo y que su padre lo había
echado de casa. Oía a la señora King llorar y al señor King hablar fuerte, y
Grace y Ellen volvieron las caras cuando pasaron junto a mí, para que no
viera sus ojos enrojecidos. Naturalmente, no pregunté nada, pero me daba
lástima de ellos y estaba contenta de no tener hermanos rebeldes que hicieran
cosas malas y deshonraran a la familia.
—Creo que estar deshonrando en la escuela es mucho peor que cualquier
cosa que pueden hacer chicos malos —dijo Amy, moviendo la cabeza, como
si ella tuviese larga experiencia de la vida—. Hoy vino Susie Perkins a la
escuela con una sortija de cornerina roja muy hermosa; me encantaba tanto,
que deseaba de todo corazón que fuese mía. Bueno, dibujó ella una caricatura
del señor Davis, con una nariz monstruosa, joroba y las palabras: "¡Señoritas,
que las estoy viendo!", saliendo de su boca dentro de un globo. Estábamos
riéndonos del dibujo cuando súbitamente el profesor nos vio de veras y
mandó a Susie que llevase su pizarra. Estaba paralizada de terror, pero fue.
¿Y qué piensan que hizo él? ¡La tomó por la oreja, imaginen, por la oreja!, la
condujo a la tribuna y la hizo estar de pie durante media hora, teniendo la
pizarra de manera que todo el mundo la pudiera ver.
—¿No se rieron las chicas cuando vieron la caricatura? —preguntó Jo,
que encontraba divertidísimo el conflicto.
— ¿Reír?, ni una; se quedaron tranquilas como ratoncitos, y Susie lloró a
mares, lo sé. No la envidiaba entonces, porque pensaba que millones de
sortijas de cornerinas no hubieran podido hacerme feliz después de eso.
Nunca hubiera podido recobrar ánimo después de tal mortificación — y Amy
continuó su trabajo, orgullosa de su virtud y de haber hecho un párrafo tan
bien construido.
—Esta mañana vi una cosa que me gustó mucho, y tenía la intención de
contarla a la hora de la comida, pero lo olvidé —dijo Beth, mientras ponía en
orden el cesto de Jo—. Cuando fui a comprar almejas, el viejo señor
Laurence estaba en la pescadería, pero no me vio, porque yo me quedé quieta
detrás de un barril y él estaba ocupado con el pescadero, señor Cutter. Una
mujer pobre entró con un balde y una escoba, y preguntó si le permitía hacer
alguna limpieza a cambio de un poco de pescado, porque no tenía nada que
dar de comer a su niño y no había encontrado trabajo para el día. El señor
Cutter estaba muy ocupado, y dijo que no de mal humor; ya se iba ella con
aire de tristeza y de hambre, cuando el señor Laurence enganchó un pescado
grande con la punta encorvada de su bastón y se lo dio. Estaba ella tan
contenta y sorprendida, que abrazó el pescado y no se cansaba de dar las
gracias al señor Laurence. " ¡Ande, ande, vaya a guisarlo! ", le dijo él, y ella
se marchó más alegre que unas castañuelas. Qué buena acción fue, ¿verdad?
¡Qué gracioso era verla abrazando el pescado y diciéndole al señor Laurence
que Dios le diera la gloria!
Cuando terminaron de reír de la historia de Beth, pidieron a la madre que
contase otra, y, después de pensar un momento, dijo ella gravemente:
— Hoy, mientras cortaba chaquetas de franela en la sala, me sentía muy
ansiosa por papá, y pensaba qué solas y desamparadas quedaríamos si le
ocurriese algo malo. No hacía bien al preocuparme tanto, pero no podía
evitarlo, hasta que vino un viejo a hacer un pedido. Se sentó a mi lado y me
puse a hablar con él, porque parecía pobre, cansado y ansioso. "¿Tiene usted
hijos en la guerra?", le pregunté. "Sí, señora; tenía cuatro, pero dos han
muerto, otro está prisionero y ahora voy para ver al otro, que está enfermo en
un hospital de Washington", contestó sencillamente. "Ha hecho usted mucho
por su patria, señor", le dije, sintiendo hacía él respeto en lugar de compasión.
"Ni un pedacito más de lo que debía, señora. Iría yo mismo si pudiera
servir de algo; como no puedo, doy mis hijos y los doy de buena voluntad."
Hablaba con tan buen ánimo, parecía tan sincero y tan contento de dar toda su
riqueza, que me sentí avergonzada. Yo había dado un hombre, y lo
consideraba demasiado, mientras que él había dado cuatro sin escatimarlos;
yo tenía todas mis hijas para consolarme en casa y su último hijo lo esperaba,
separado por larga distancia, quizá para decirle "adiós" para siempre. Me
sentí tan feliz y rica pensando en mi fortuna, que le hice un buen paquete, le
di algún dinero y le agradecí la lección que me había dado.
—Cuéntanos otra historia, mamá; una historia con moraleja, como ésta.
Me gusta pensar en ellas después, si son verdaderas y no muy pedagógicas —
dijo Jo, después de un corto silencio.
La señora March sonrió y comenzó enseguida, porque había contado
historias a aquel auditorio durante muchos años y sabía cómo complacerlo.
—Había una vez cuatro chicas que tenían lo bastante para comer y
vestirse, no pocas comodidades y placeres, buenos amigos, benévolos padres
que las amaban tiernamente y todavía no estaban contentas. (Al llegar aquí,
las oyentes se miraron a hurtadillas y se pusieron a coser diligentemente.)
Estas chicas deseaban ser buenas y tomaron excelentes resoluciones; pero por
una cosa o por otra, no lograban cumplirlas muy bien, y con frecuencia
decían: "¡Si tuviéramos tal o cual cosa!" o "¡si pudiéramos hacer esto o
aquello!", olvidando completamente cuánto tenían ya y cuántas cosas
agradables podían ya hacer. Fueron y preguntaron a una vieja qué métodos
podrían usar para ser felices, y ella les dijo: "Cuando se sientan descontentas,
piensen en lo que poseen y estén agradecidas." (Aquí Jo levantó la cabeza,
como si fuera a hablar, pero no lo hizo, al notar que la historia no había
terminado.) Como eran chicas razonables, decidieron seguir el consejo, y
quedaron sorprendidas al ver lo ricas que eran. Una descubrió que el dinero
no podía evitar que la vergüenza y la tristeza entraran en las casas de los
ricos; otra, que, aunque pobre, era mucho más feliz con su juventud, salud y
buen humor, que cierta señora, vieja y descontentadiza, que no sabía gozar de
sus comodidades; una tercera, que desagradable como era trabajar en la
cocina, era más desagradable tener que pedirlo como una limosna, y la cuarta,
que las sortijas de cornalina no eran tan valiosas como la buena conducta.
Así, convinieron en dejar de quejarse, gozar de lo que ya tenían y tratar de
merecerlo, no fuera que lo perdiesen, en vez de que aumentara; y creo que
nunca se arrepintieron de haber seguido el consejo de la vieja.
—Vaya, mamá, qué habilidad para volver nuestros cuentos contra
nosotras y darnos un sermón en lugar de una historia —exclamó Meg.
—A mí me gusta esta clase de sermones; es de la misma clase que los que
solía contarnos papá —dijo Beth, pensativa, poniendo en orden las agujas
sobre la almohadilla de Jo.
—No me quejo nunca tanto como las demás, y ahora tendré más cuidado
todavía, porque lo sucedido a Susie me ha hecho reflexionar —repuso Amy.
—Necesitábamos esa lección y no la olvidaremos. Si lo hacemos,
digamos, como la vieja Cloe en El Tío Tom: piensen en sus bendiciones,
niños, piensen en sus bendiciones —susurró Jo, que no podía resistir la
tentación de sacar un chiste del sermoncito, aunque lo tomase tan en serio
como las demás.
La casa grande resultó ser un palacio hermoso, aunque pasó algún tiempo
antes de que todas entraran en él. Beth encontró muy difícil pasar junto a los
leones. El viejo señor Laurence fue el más grande de todos; pero después de
su visita, cuando dijo algo gracioso o amable a cada muchacha, y habló de
tiempos viejos con la señora March, nadie, con excepción de la tímida Beth le
temía mucho.
El otro león era su pobreza y la riqueza de Laurie; porque no querían
aceptar atenciones a las cuales no podían corresponder. Pero después de
algún tiempo descubrieron que él era quien se consideraba favorecido; todo le
parecía poco para demostrar su gratitud a la bienvenida maternal de la señora
March, la compañía alegre de las chicas y el consuelo que encontró en su
humilde casa; de modo que pronto olvidaron el orgullo y cambiaron
atenciones mutuas, sin detenerse a pensar cuál era mayor.
La nueva amistad crecía como hierba en primavera. A todas les gustaba
Laurie, y él, por su parte, dijo confidencialmente a su abuelo que las March
eran muchachas excelentes. Con el delicioso entusiasmo de la juventud,
acogieron al muchacho solitario de tal manera que pronto era como de la
casa, y halló encantador el compañerismo inocente de aquellas chicas
sencillas. No habiendo conocido jamás madre ni hermanas, experimentó
pronto su influencia; su dinamismo y laboriosidad lo avergonzó de la vida
indolente que llevaba. Estaba cansado de libros y ahora le interesaban tanto
las personas, que el señor Brooke, su profesor, tuvo que dar informes poco
satisfactorios de su trabajo; porque Laurie siempre "hacía rabonas" y se
escapaba a casa de la señora March.
— No haga caso; déjelo que se tome una vacación, y, después recuperará
el tiempo perdido —dijo el viejo señor—. La buena señora, nuestra vecina,
dice que él estudia demasiado y necesita compañía joven, diversión y
ejercicio. Sospecho que tiene razón, y que yo he estado cuidando al
muchacho como si fuese su abuela. Que haga lo que quiera, con tal que sea
feliz; no puede hacer muchas picardías en esa casa de monjitas, y la señora
March le ayuda más que nosotros.
¡Qué buenos ratos pasaban! ¡Qué representaciones y cuadros vivos! ¡Qué
carreras de trineos y juegos de patinar! ¡Qué veladas tan alegres en la vieja
sala, y de vez en cuando convites en la casa grande! Meg podía pasearse por
el invernadero cuando quería y disfrutar de las flores; Jo devoraba los libros y
hacía desternillar de risa al viejo caballero con sus críticas; Amy copiaba
cuadros y se complacía con la belleza de estatuas y estampas, y Laurie hacía
los honores de la casa de una manera encantadora.
Pero Beth, aunque muy atraída por el piano de cola, no tenía valor para ir
a la "mansión de la dicha", como la llamaba ella. Fue una vez con Jo, pero el
viejo señor, ignorante de su debilidad, la miró fijamente por debajo de sus
espesas cejas, lanzando un "¡ah!" tan fuerte que la dejó aterrada; se fue
corriendo y declaró que no volvería más ni aun por el piano querido. No hubo
razonamientos ni ruegos que pudieran vencer su miedo, hasta que, al llegar el
hecho a oídos del señor Laurence de modo misterioso, él se encargó de
buscar una solución. Durante una de sus breves visitas, dirigió hábilmente la
conversación hacia la música; habló de los famosos cantantes que había visto,
de los bellos órganos que había oído, y contó anécdotas tan interesantes, que
Beth, dejando su rincón lejano, fue acercándose poco a poco, como fascinada.
Se puso detrás de la silla del viejo y escuchaba con los bellos ojos bien
abiertos y las mejillas coloreadas por la emoción. Sin hacer más caso de ella
que si hubiese sido una mosca, el señor Laurence continuó hablando de las
lecciones y maestros de Laurie; y entonces, como si la idea se le acabara de
ocurrir, dijo a la señora March:
—El chico descuida ahora la música, me alegro, porque se estaba
aficionando demasiado. Pero el piano sufre por la falta de uso; ¿no le gustaría
a alguna de sus hijas venir a practicar de vez en cuando para que no se
desafine?
Beth avanzó un poquito, apretándose las manos para no dar palmadas,
porque la tentación era fuerte, y el pensamiento de practicar en aquel
magnífico instrumento casi le quitó el aliento. Antes de que pudiese
responder la señora March, el señor Laurence continuó diciendo con un
curioso movimiento de cabeza:
—No necesitan ver o hablar a nadie, sino entrar a cualquier hora; yo estoy
encerrado en mi estudio, al otro extremo de la casa; Laurie está mucho fuera,
y pasadas las nueve las criadas no se acercan al salón. Al decir esto, se
levantó como para irse y añadió—: Hágame el favor de repetir lo que he
dicho a las niñas, pero si no desean venir no importa.
En esto una mano pequeña se deslizó en la suya, y Beth levantó a él los
ojos, con la cara llena de gratitud, diciendo con sinceridad, aunque tímida:
—Sí, señor; ¡lo desean mucho, muchísimo!
—¿Eres tú la aficionada a la música? —preguntó él sin brusquedad,
mirándola cariñosamente.
—Soy Beth; me gusta muchísimo la música e iré, si está usted seguro de
que nadie me oirá y que no molestaré —añadió, temiendo ser descortés y
temblando de su propia audacia a medida que hablaba.
— Ni un alma, querida mía; la casa está vacía la mitad del día; ven y haz
todo el ruido que quieras; te lo agradeceré.
—¡Qué amable es usted, señor!
Beth se ruborizó bajo su mirada amistosa, y ya sin miedo, le estrechó la
mano, porque le faltaban palabras para darle las gracias por el regalo precioso
que le había hecho. El viejo caballero le acarició suavemente la cabeza, e
inclinándose la besó, diciendo en tono raro en él:
—Yo tenía una niña con los ojos como los tuyos, Dios te bendiga, querida
mía. ¡Buenos días, señora! —y se fue precipitadamente.
¡Cómo cantaba Beth aquella tarde, y cuánto se rieron de ella porque
durante la noche despertó a Amy tocando el piano sobre su cara, en sueños!
Al día siguiente, habiendo visto salir al abuelo y a su nieto, Beth, después de
retroceder dos o tres veces, entró por la puerta lateral y se encaminó
silenciosa como un ratoncillo, al salón donde estaba su ídolo. Por casualidad,
había algunas piezas fáciles de música sobre el piano; con manos temblorosas
y haciendo pausas frecuentes para escuchar y mirar alrededor, Beth tocó al
fin el magnífico instrumento; inmediatamente olvidó su miedo, se olvidó de
sí misma y lo olvidó todo por el encanto indecible que le daba la música,
porque era como la voz de un amigo querido.
Se quedó allí hasta que Hanna vino a buscarla para la comida; pero no
tenía apetito, y no hacía más que sonreír a todas en estado de perfecta
beatitud.
Desde entonces, casi todos los días, la capuchita bruna atravesó el seto, y
un espíritu melodioso, que parecía entrar y salir sin ser visto, visitaba el salón
grande. Jamás supo que muchas veces el viejo señor abría la puerta de su
estudio para escuchar los aires antiguos, que le gustaban; jamás vio a Laurie
hacer guardia en el vestíbulo para que no se acercasen las criadas; jamás
sospechó que los libros de ejercicios musicales y las canciones nuevas,
colocadas en el musiquero, habían sido puestos allí para ella; y cuando en su
casa el muchacho hablaba de música con ella, sólo pensó en su amabilidad al
decirle cosas que la ayudaban tanto. De manera que disfrutó mucho y halló
que la realidad era tan buena como su deseo la había imaginado, cosa que no
se ve siempre en la vida. Quizá por estar tan agradecida a esta bendición
recibió otra; de todas maneras, merecía las dos.
—Mamá, he pensado bordar un par de zapatillas para el señor Laurence.
Es tan amable conmigo, que debo agradecerle, y no sé otro modo de hacerlo.
¿Puedo bordarlas? —preguntó Beth, unas semanas después de su visita.
—Sí, querida mía; le agradará mucho, y será un buen modo de darle las
gracias. Las muchachas te ayudarán con ellas, y yo pagaré el gasto de poner
las suelas cuando estén listas.
Después de largas discusiones con Meg y Jo, se escogió el dibujo, se
compraron los materiales y se comenzaron las zapatillas. Encontraron
apropiado un pequeño ramillete de pensamientos, serios sin dejar de ser
alegres, sobre un fondo de púrpura más oscuro, que Beth bordó, ayudándola
sus hermanas, de vez en cuando, en las partes más difíciles. Como era muy
hábil para las labores de aguja, las zapatillas se terminaron antes de que
llegaran a aburrir a ninguna de ellas. Entonces escribió una cartita sencilla, y
con la ayuda de Laurie logró ponerlas furtivamente encima de la mesa del
estudio, una mañana, antes de que se levantase el viejo caballero.
Pasada la emoción del momento, Beth esperó para ver qué sucedería. Pasé
todo el día y parte del siguiente sin que llegase una respuesta, y comenzaba a
temer que había ofendido a su enigmático amigo. La tarde del segundo día
salió para hacer un recado. Al volver vio desde la calle a tres, mejor dicho,
cuatro cabezas que aparecían y desaparecían en la ventana de la sala, y luego
oyó varias voces alegres que le gritaban:
—¡Carta del viejo señor para ti! ¡Ven corriendo!
—¡Beth! ¡Te ha enviado...! — comenzó a decir Amy, gesticulando con
desusada energía; pero no pudo decir más porque las otras cerraron la
ventana.
Beth, sorprendida, apuró el paso; a la entrada la agarraron sus hermanas, y
en procesión triunfal la llevaron a la sala, diciendo a la vez:
—¡Mira! ¡Mira!
Beth miró, efectivamente, y palideció de alegría y sorpresa al contemplar
un pequeño piano vertical, sobre cuya tapa brillante había una carta dirigida a
la "señorita Elizabeth".
—¿Para mí? —preguntó Beth, agarrándose a Jo para no caer al suelo, de
emoción.
—¡Claro que es para ti, querida mía! ¡Qué generoso ha sido! ¿No te
parece que es el anciano más bueno del mundo? Aquí está la llave, dentro de
la carta, no la hemos abierto, aunque estábamos deshechas por saber lo que
dice —gritó Jo, abrazándose a su hermana y dándole la cartita.
—¡Léela tú; yo no puedo; me siento tan extraña! ¡Qué hermoso es! —y
Beth escondió la cara en el delantal de Jo, completamente dominada por su
emoción.
Jo abrió el sobre y se echó a reír, porque las primeras palabras que vio
eran:
Señorita March. Muy señorita mía:
—¡Qué bien suena! Quisiera que alguien me escribiese así —dijo Amy,
pensando que tal encabezamiento era muy elegante.
He tenido muchos pares de zapatillas en mi vida, pero ningunas que me
hayan quedado tan bien como las suyas —continuó Jo—. El pensamiento es
mi flor preferida, y éstos me recordarán siempre a la amable donante. Me
gusta pagar mis obligaciones, por lo cual creo que usted permitirá al
"caballero anciano" enviarle algo que perteneció en otro tiempo a la pequeña
nieta que perdió. Expresando a usted mis cordiales gracias y buenos deseos,
quedo
Su amigo agradecido y atento servidor, James Laurence.
—Vaya, Beth, éste es un honor del cual puedes estar orgullosa. Laurie me
dijo cuánto quería el señor Laurence a la niña que murió y con cuánto
cuidado guardaba todas sus cosas. Piénsalo bien, te ha dado su mismo piano.
Mira lo que resulta de tener ojos grandes y azules y ser aficionada a la música
—dijo Jo, tratando de calmar a Beth, que temblaba tan excitada como jamás
estuviera en su vida.
—Mira los encantadores candeleros y la seda verde, que parece tan bonita
con la rosa de oro en el centro, y el taburete, todo completo —replicó Meg,
abriendo el instrumento para mostrar sus bellezas.
—"Su atento servidor, James Laurence", y te lo ha escrito a ti. ¡Figúrate!
Tengo que decírselo a las chicas; les parecerá estupendo —agregó Amy, muy
impresionada.
— ¡Tócalo, hija de mi alma!, que oigamos el sonido del pianillo —dijo
Hanna, que siempre participaba de las alegrías y tristezas de la familia.
Beth tocó, y todas declararon que era el piano más extraordinario que
habían oído.
Evidentemente acababa de ser afinado y arreglado, pero, a pesar de su
perfección, creo que el verdadero encanto para ellas consistía en la cara
radiante de felicidad con que Beth tocaba cariñosamente las hermosas teclas,
blancas y negras, y apretaba los brillantes pedales.
— Tendrás que ir a darle las gracias —dijo Jo, por pura broma, porque no
tenía la menor idea de que la niña fuera de veras.
—Sí, pienso hacerlo; y mejor será hacerlo ahora mismo, antes de que me
entre miedo pensándolo mucho — y con indecible asombro de toda la
familia, Beth salió al jardín, atravesó el seto y entró en casa de los Laurence.
—¡Válgame Dios! ¡Esto sí que es la cosa más extraña que he visto en mi
vida! Tiene la cabeza trastornada por el piano.
—Si no hubiera perdido el juicio, no hubiera ido —exclamó Hanna,
viéndola marchar. El milagro dejó mudas a las muchachas.
Se hubieran sorprendido aún más de haber visto lo que hizo Beth después.
Fue y llamó a la puerta del estudio sin darse tiempo para pensar; y cuando
una voz ronca gritó "adelante", entró y se acercó al señor Laurence, que
parecía completamente sorprendido; ella extendió la mano y dijo con voz
temblorosa:
—He venido para darle las gracias, señor, por... —pero no concluyó
porque él parecía tan amable, que se olvidó por completo de su discurso, y
acordándose sólo de que había perdido su niña querida, le echó los brazos al
cuello y le dio un beso.
Si el techo de la casa se le hubiera caído, no se hubiera sorprendido más el
anciano caballero; pero le gustó, sin duda, le gustó extraordinariamente, y
tanto lo conmovió y agradó aquel beso, lleno de confianza, que toda su
aspereza desapareció; sentó a la niña en sus rodillas y puso su mejilla
arrugada sobre la rosada mejilla de su amiguita, imaginándose que tenía a su
propia nieta otra vez. Beth perdió su miedo desde aquel momento, y sentada
allí charló con su viejo amigo tan tranquila como si lo hubiese conocido toda
su vida; el amor desecha el temor, y la gratitud vence el orgullo. Cuando
volvió a su casa, él la acompañó hasta su propia puerta, le estrechó la mano
cordialmente y se quitó el sombrero al retirarse, muy arrogante y erguido,
como marcial caballero que era.
Cuando las muchachas vieron semejante despedida, Jo se puso a danzar,
Amy casi se cayó de la ventana y Meg exclamó, elevando las manos:
—¿No se hunden las esferas?
—La verdad es que esos chicos han contraído el sarampión con mucha
oportunidad —dijo Meg ese día de abril, mientras empaquetaba el baúl-
mundo en su dormitorio, ayudada por sus hermanas.
—¡Qué amable ha sido Annie Moffat no olvidando su promesa! Debe ser
magnífico tener dos semanas de recreo —respondió Jo, que parecía un
molino de viento al plegar las faldas con sus largos brazos.
—¡Y el tiempo es tan agradable! Me alegro mucho de eso —añadió Beth,
arreglando lazos para el cuello y el pelo en su mejor estuche, que había
prestado a su hermana mayor para ocasión tan importante.
—Me gustaría ir a divertirme y vestirme con esta ropa tan bonita —dijo
Amy, con la boca llena de alfileres, que estaba poniendo en el acerico de su
hermana.
—Ojalá vinieran todas conmigo; pero como no puede ser, guardaré mis
aventuras para contarlas cuando vuelva. Es lo menos que puedo hacer,
cuando han sido tan buenas prestándome cosas y ayudándome en los
preparativos — respondió Meg, contemplando el sencillo equipo, que a sus
ojos parecía casi perfecto.
—¿Qué te dio mamá de la caja de tesoros? —preguntó Amy, que no había
presenciado la apertura de cierta caja de cedro, en la cual la señora March
guardaba unas reliquias del esplendor pasado para regalarlas a sus hijas en
ocasión oportuna.
—Un par de medias de seda, aquel bello abanico tallado y una faja azul.
Deseaba el traje de seda violeta, pero no hay tiempo para arreglarlo; de modo
que debo contentarme con mi viejo traje de lana escocesa.
—Quedará muy bien encima de mi nueva falda de muselina con la faja
para realzarla. Quisiera no haber roto mi pulsera de coral para poder
prestártela — dijo Jo.
—En la caja de tesoros hay un collar de perlas antiguo y muy bello; pero
mamá dice que las flores naturales son el adorno más hermoso para una
joven, y Laurie ha prometido enviarme todas las que yo desee —respondió
Meg—. Ahora, veamos: está mi nuevo traje gris... Riza la pluma de mi
sombrero, Beth...; después, mi traje de muselina de lana fina para el domingo
y la pequeña reunión... Parece algo pesado para la primavera, ¿verdad? ¡Qué
bien estaría el traje de seda violeta!
—No importa, tienes el de tartán para la reunión importante y tú estás
angelical cuando te vistes de blanco —dijo Amy, encantada ante el
montoncito de elegancias.
—No está escotado y no tiene bastante vuelo, pero tendrá que servir. Mi
traje azul ha quedado tan bien después de estar vuelto del revés y adornado,
que parece nuevo. Mi chaqueta de seda no está a la moda, ni mi sombrero es
como el de Sallie. No quise decir nada, pero me llevé un gran chasco con mi
paraguas. Dije a mamá que me comprase uno con mango blanco, pero lo
olvidó y compró uno verde con mango feo y amarillo. Es fuerte y práctico,
así que no debo quejarme, pero sé que me dará vergüenza llevarlo al lado del
paraguas de seda que tiene Annie, con mango de oro —suspiró Meg, mirando
con ojo crítico el pequeño paraguas.
—Cámbialo —aconsejó Jo.
—No seré tan tonta de ofender a mamá, cuando se ha tomado tantas
molestias para obtener mis cosas. Es una tontería, y no voy a dejarme vencer
por ella. Mis medias de seda y los dos pares de guantes son mi consuelo.
¡Qué buena eres en prestarme los tuyos, Jo! Me siento tan rica y elegante con
dos pares nuevos y los viejos limpios. —Y Meg echó otra mirada al estuche
de los guantes—. Annie Moffat tiene lazos azules y rosas en sus gorros de
noche; ¿quieres poner algunos en los míos?
—No, por cierto; los gorros de noche adornados no combinarían con
vestidos sencillos y sin adornos. Los pobres no deben adornarse —dijo Jo con
decisión.
—Me pregunto si podré tener alguna vez encaje verdadero en mis trajes y
lazos en mis gorros —susurró Meg, impaciente.
—El otro día decías que serías completamente feliz nada más que con
poder visitar a Annie Moffat —observó Beth con suma tranquilidad.
—Verdad que lo dije. Bueno; estoy alegre y no me quejaré; pero parece
que cuanto más se recibe más se quiere... ¿No es así? ¡Vaya! Ya está todo
listo y empaquetado, excepto mi traje de baile, el cual dejaré para mamá —
dijo Meg, animándose a pasar la vista del baúl a medio llenar al vestido
blanco, tantas veces planchado y remendado, al cual denominaba vestido de
baile.
Al día siguiente hacía un tiempo espléndido, y Meg partió triunfante para
pasar quince días de novedad y placer. La señora March había consentido en
la visita con cierto disgusto, temiendo que Meg no volviera tan contenta
como iba. Pero ella había rogado tanto, Sallie había prometido tan
repetidamente cuidarla bien, y parecía tan agradable un poco de distracción
después del trabajo invernal, que la señora March cedió y su hija fue a probar
por vez primera la vida mundana.
Los Moffat afectaban un estilo mundano, y la sencilla Meg se sintió al
principio algo intimidada por lo magnífico de la casa y la elegancia de sus
moradores. Pero a pesar de su vida frívola eran gente amable y pronto la
hicieron sentirse cómoda. Tal vez Meg, sin comprender por qué, tuvo la
sensación de que no eran personas muy cultivadas o inteligentes, y de que
todo su oropel no bastaba para ocultar el material ordinario de que estaban
hechas. Era ciertamente agradable comer bien, pasearse en coche, ponerse los
mejores vestidos todos los días y no hacer más que divertirse. Esto convenía
a sus gustos; pronto comenzó a imitar las maneras y la conversación de sus
compañeras, a darse tono y servirse de frases francesas, rizarse el pelo,
apretarse la cintura y hablar de modas tan bien como podía. Cuanto más veía
las cosas bonitas de Annie, tanto más las envidiaba y suspiraba por ser rica.
Ahora su casa le parecía desnuda y triste cuando pensaba en ella, el trabajo se
le hacía más difícil que nunca, y se sentía como una muchacha muy poco
favorecida por la fortuna, a pesar de los guantes nuevos y las medias de seda.
No tenía, sin embargo, mucho tiempo para quejarse, porque las tres chicas
estaban muy ocupadas en "divertirse mucho". Iban de tiendas, paseaban,
andaban a caballo y hacían visitas todo el día; por la tarde iban al teatro y a la
ópera, o jugaban en casa, porque Annie Moffat tenía muchísimos amigos y
sabía cómo divertirles. Sus hermanas mayores eran señoritas muy correctas;
una tenía novio, lo cual parecía a Meg muy interesante y romántico. El señor
Moffat era un viejo regordete y jovial, amigo del padre de ella, y su esposa,
una señora regordeta y alegre que tomó tanto cariño a Meg como su hija se lo
había tomado. Todos la atendían mucho, y "Daisy", como la llamaban, estaba
en buen camino de tener la cabeza trastornada.
Cuando llegó la noche del pequeño baile descubrió que el vestido de
muselina de lana fina no iba bien, porque las otras chicas se ponían vestidos
ligeros y se engalanaban hermosamente; así que sacó el vestido de tartán, que
parecía más viejo, soso y gastado que nunca al lado del flamante vestido de
Sallie. Meg notó la mirada que las chicas echaron a su traje, y después una a
la otra, y sus mejillas se encendieron porque, a pesar de su dulzura, era muy
orgullosa.
Nadie habló de ello, pero Sallie se ofreció a arreglarle el pelo, Annie a
atarle la faja y Belle, la que tenía novio, alabó la blancura de sus brazos; pero
en la amabilidad con que la trataban, Meg no vio más que lástima hacia su
pobreza, y se sintió desanimada al verse aparte, mientras las otras reían,
charlaban y corrían como ligeras mariposas. Su malestar iba haciéndose más
amargo cuando entró la doncella con una cajita de flores. Antes de que
pudiese hablar, Annie la había destapado dejando a la vista las bellas rosas,
brezos y helechos que contenía.
—Deben ser para Belle; George siempre le envía algunas flores, pero
éstas son encantadoras —exclamó Annie.
—Son para la señorita March, según dijo el mensajero. Aquí hay una
carta —repuso la doncella, entregándosela a Meg.
—¡Qué gusto! ¿De quién son? No sabíamos que tenías novio —gritaron
las chicas, llenas de curiosidad y sorpresa.
— La carta es de mamá y las flores de Laurie —contestó sencillamente
Meg, aunque muy contenta de que no la hubieran olvidado.
—¿De veras? —dijo Annie, dudosa, mientras Meg metía la cartita a
hurtadillas en su bolsillo, como un talismán contra la vanidad y el falso
orgullo.
Sintiéndose casi feliz otra vez, escogió algunos helechos y rosas para sí
misma y pronto arregló las otras en bonitos ramilletes para adornar a sus
amigas, ofreciéndoselos tan graciosamente, que Clara, la hermana mayor, le
dijo que era "la niña más amable que había visto". La buena acción puso fin a
su abatimiento, y cuando las demás fueron a que las viera la señora Moffat,
se miró al espejo y se encontró con una cara con ojos alegres, según ponía los
helechos en su pelo rizado y fijaba las rosas en el traje, que no le parecía tan
usado.
Aquella noche se divirtió mucho, porque bailó cuanto quiso; todos fueron
muy amables y recibió tres cumplidos. Annie la hizo cantar y alguien dijo
que tenía una voz bien timbrada; el comandante Lincoln preguntó quién era
"la muchachita fresca de ojos bellos", y el señor Moffat insistió en bailar con
ella porque "no vacilaba y tenía un paso muy ligero". Pasó un rato muy
agradable, hasta que oyó por casualidad una conversación que la perturbó
muchísimo. Estaba sentada a la puerta del invernadero, esperando a su
compañero que iba a traerle un helado, cuando oyó una voz al otro lado de la
pared florida que preguntaba:
—¿Qué edad tiene él?
—Dieciséis o diecisiete años, diría yo —dijo otra voz.
—¡Qué magnífico partido para una de esas chicas!, ¿no le parece a usted?
Sallie dice que son amigos íntimos ahora y el viejo está chiflado por ellas.
—Supongo que la señora March tiene sus proyectos, y está haciendo un
juego prudente, temprano como es. Claro es que la muchacha no piensa
todavía en ello —dijo la señora Moffat.
—Ella dijo aquella mentira tocante a su mamá como si se diera cuenta, y
se ruborizó cuando llegaron las flores. ¡Pobrecilla! ¡Estaría tan bonita si se
vistiera a la moda!
— ¿Piensa usted que se ofendería si nos ofreciéramos a prestarle otro
vestido para el jueves? —preguntó otra voz.
—Es orgullosa, pero no creo que le importaría, porque no tiene más traje
que ese viejo de tartán. Puede que se lo rasgue esta noche, lo que será una
buena oportunidad para ofrecerle otro nuevo.
—Veremos; invitaré a ese Laurence en honor de ella y nos divertiremos
mucho con ello después.
En esto apareció el compañero de Meg, que la encontró algo colorada y
agitada. Era orgullosa y en aquel momento su orgullo le fue útil, porque la
ayudó a ocultar su mortificación por lo que acababa de oír; porque por
inocente que fuera, no pudo menos de comprender la murmuración de sus
amigas. Trató de olvidarla, pero no pudo. Las frases "la señora March tiene
sus proyectos", "esa mentira acerca de su mamá" y "el viejo vestido de tartán"
venían insistentemente a su memoria, hasta darle ganas de llorar y escaparse
a casa para contar sus penas y pedir consejos. Como esto era imposible, hizo
lo que pudo para simular alegría; y lo consiguió tan bien, que nadie hubiera
sospechado el esfuerzo que le costaba. Estuvo muy contenta cuando terminó,
y pudo irse tranquilamente a la cama, donde podía pensar hasta dolerle la
cabeza y refrescar con algunas lágrimas sus mejillas ardientes.
Aquellas necias, aunque bien intencionadas palabras, le habían
descubierto a Meg un mundo desconocido, perturbando la paz de aquel en
que hasta entonces había vívido tan felizmente como un niño. Su inocente
amistad con Laurie había sido estropeada por la conversación tonta que había
oído; su confianza en su madre había sido un poco sacudida por los proyectos
mundanos que la señora Moffat le atribuía, y la sensata resolución de
contentar con el simple vestido que convenía a la hija de un hombre pobre
estaba debilitada por la innecesaria lástima que las otras chicas le habían
demostrado.
La pobre Meg pasó la noche sin dormir y se levantó con los ojos pesados,
infeliz, algo enojada hacia sus amigas y medio avergonzada de sí misma por
no haber hablado francamente y aclarado todo. Aquella mañana todas estaban
dormilonas, y las chicas no tenían suficiente energía para reanudar su tejido.
Enseguida Meg notó algo en la conducta de sus amigas; la trataban más
respetuosamente, pensó, se interesaban en lo que decía y la miraban con ojos
que descubrían su curiosidad. Todo esto la sorprendió y la lisonjeó, aunque
no lo comprendió, hasta que la señorita Belle levantó los ojos de su escritura
y dijo con aire sentimental:
—Querida Meg, he enviado una invitación a tu amigo el señor Laurence
para el jueves. Quisiéramos conocerlo y hacerte este cumplido.
Meg se ruborizó, pero con cierta idea maliciosa de reírse de las chicas,
respondió modestamente:
—Eres muy amable, pero temo que no vendrá.
—¿Por qué no, cherie? —preguntó la señorita Belle con cierta alarma.
—Es demasiado viejo.
—Hija mía, ¿qué quieres decir? ¿Qué edad tiene?, quisiera saber —
preguntó la señorita Clara.
—Cerca de los setenta, creo —respondió Meg, haciéndose la tonta.
—¡Qué pícara eres! Queremos decir el joven —exclamó la señorita Belle.
—No hay ningún joven; Laurie no es más que un chico —y Meg se rio
también de la mirada sorprendida que las hermanas canjearon al describir ella
así a su novio supuesto.
—De tu edad, poco más o menos —dijo Inés.
— Más bien de la edad de mi hermana Jo; yo cumpliré diecisiete años en
agosto.
—Qué amable es enviándote flores, ¿no te parece? —dijo Annie.
—Sí; lo hace a menudo con todas nosotras, porque tiene muchas en su
casa y a nosotras nos gustan mucho. Mi madre y el viejo señor Laurence son
amigos, comprenderán así, que no hay nada extraño en que nosotros, niños,
juguemos juntos —respondió Meg, esperando que, con estas explicaciones no
volverían sobre el asunto.
—Es claro que Meg todavía no se da cuenta —dijo la señorita Clara, con
una seña de cabeza a Belle.
—Un estado de inocencia pastoral en todo ello —respondió la señorita
Belle encogiéndose de hombros.
—Voy a salir para hacer algunas compritas para las muchachas; ¿puedo
hacer algo por ustedes, señoritas? — preguntó la señora Moffat, entrando
como un elefante vestida de seda y encajes.
—No, gracias, señora —respondió Sallie—; tengo mi traje nuevo de seda
rosa para el jueves y no me hace falta nada.
—Ni yo —comenzó a decir Meg, pero se detuvo, porque pensó que le
hacían falta varias cosas y no podía obtenerlas.
—¿Qué traje te vas a poner? —preguntó Sallie.
—Mi viejo traje blanco otra vez, si puedo arreglarlo de modo que pueda
pasar; anoche se rasgó por varias partes —repuso Meg, tratando de hablar
con naturalidad, aunque se sentía muy preocupada.
—¿Por qué no envías a casa por otro? —dijo Sallie, que no era muy
observadora.
—No tengo ningún otro —contestó Meg, haciendo un pequeño esfuerzo;
pero Sallie no se dio cuenta y exclamó, amable y sorprendida:
—¿No tienes más que aquél? ¡Qué curioso! —no acabó su discurso,
porque Belle meneó la cabeza y la interrumpió, diciendo amablemente:
—Nada de eso. ¿De qué sirve tener muchos vestidos cuando aún no se
está de largo? No necesitas enviar a casa, Meg, aunque tuvieras una docena,
porque yo tengo un traje encantador de seda azul, que me ha quedado chico,
y tú te lo pondrás para darme gusto. ¿Verdad, querida?
—Eres muy amable, pero no me importa usar mi vestido viejo, si no te
ofendes; es bastante bueno para una chica de mi edad —respondió Meg.
—No, dame el placer de vestirte a la moda. Lo deseo mucho y estarás
verdaderamente encantadora con algo de ayuda. No permitiré que alguien te
vea hasta que tu tocado esté completo, y entonces entraremos súbitamente
como Cenicienta y madrina en el baile —dijo Belle con voz persuasiva.
Meg no pudo rehusar la oferta hecha tan amablemente, porque el deseo de
ver si estaría "verdaderamente encantadora" después de ciertos tocados le
hizo aceptar y olvidar todos sus primeros sentimientos desagradables hacia
los Moffat.
La noche del jueves Belle se encerró con su doncella y las dos lograron
hacer de Meg una gentil dama. Le rizaron el pelo, le frotaron el cuello y los
brazos con cierto polvo perfumado, tocaron sus labios con pomada coralina y
le hubieran dado color a las mejillas si Meg no se hubiese opuesto. La
empaquetaron en un traje azul celeste tan apretado que apenas podía respirar,
y tan escotado que la modesta Meg se ruborizó al mirarse al espejo. Un juego
de filigrana de plata se añadió a su atavío, compuesto de pulseras, collar,
broche, y aún pendientes, porque Hortense los fijó con seda de color rosa que
no se notaba. Un ramillete de capullos de rosas al pecho y una écharpe
reconciliaron a Meg con el escote, y un par de zapatos de seda azul de
tacones altos satisfizo el deseo de su corazón. Un pañuelo de encaje, un
abanico de plumas y un ramillete en mango de plata completaron su tocado, y
la señorita Belle al mirarla encontró la misma satisfacción de una niña que
acaba de vestir a su gusto una muñeca.
—La señorita está encantadora, tres jolie, ¿no es verdad? —exclamó
Hortense, cruzando las manos con fingido arrobamiento.
—Ven y preséntate —dijo la señorita Belle, precediéndola al cuarto
donde esperaban las otras.
Al seguirla con mucho crujir de seda, retintín de pendientes, movimiento
de bucles y palpitación de corazón, Meg pensaba que al fin su diversión había
comenzado de veras, porque el espejo le dijo claramente que estaba
"verdaderamente encantadora".
—Mientras yo me visto, Annie, enséñale cómo arreglar su falda y esos
tacones franceses, o dará un tropezón. No arruinen el trabajo encantador de
mis manos —dijo Belle, saliendo precipitadamente, muy satisfecha de su
éxito.
—Temo bajar; me siento tan extraña, tiesa y medio desnuda... —susurró
Meg a la señorita Sallie cuando tocó la campana y la señora Moffat envió a
decir que bajasen las señoritas.
— No pareces la misma, pero estás muy bonita. No puedo lucir a tu lado,
porque Belle tiene gusto y estás completamente francesa, te lo aseguro. Deja
colgar las flores; no te ocupes demasiado de ellas y no tropieces —respondió
Sallie.
Acordándose bien del aviso, Meg bajó la escalera sin tropiezo y entró
majestuosamente en el salón, donde estaban reunidos los Moffat y algunos
invitados tempranos. Pronto descubrió que hay algo encantador en los
vestidos elegantes que atrae a cierta clase de gente y asegura su respeto.
Algunos jóvenes que no habían hecho caso de ella antes se tornaron de
repente muy amables: algunos muchachos que no habían hecho más que
mirarla con extrañeza durante la reunión anterior, ahora no se contentaron
con mirarla, sino que rogaron ser presentados a ella y le dijeron toda clase de
tonterías; y algunas damas ancianas, que sentadas en sofás criticaban a los
demás, preguntaron con interés quién era. Oyó a la señora Moffat que
respondía a una de ellas:
—Daisy March... Su padre es coronel en el ejército... Una de nuestras
mejores familias, pero cambios de fortuna, ¿sabe usted?... Amiga de los
Laurence; una persona encantadora, le aseguro; mi Eduardo está loco por
ella.
—¡Vaya, vaya! —dijo la otra dama, levantando sus anteojos para
inspeccionar otra vez a Meg, que trató de aparentar no haber oído, ni
ofenderse por las mentiras de la señora Moffat.
La "extraña sensación" no desapareció, pero se imaginó hacer el nuevo
papel de una dama elegante y logró hacerlo bastante bien, aunque el traje
ajustado le causaba dolores en el costado, la cola del traje se le ponía entre los
pies y temía constantemente que los pendientes se le cayeran y se rompiesen.
Estaba abanicándose y riéndose de las bromas tontas de cierto mozo, que
trataba de ser chistoso, cuando de pronto dejó de reír y se quedó
desconcertada, porque vio a Laurie enfrente de ella. El la miraba fijamente,
sin disimular su sorpresa ni su desaprobación, según pensó ella; porque
aunque saludó y sonrió, algo en sus ojos honestos la hizo ruborizarse y desear
haberse puesto su vestido viejo. Para completar su confusión, vio a Belle
hacerle señas a Annie y ambas pasaban la mirada de ella a Laurie, más tímido
y aniñado que de costumbre, cosa que ella observó con placer.
"¡Qué locas son metiéndome tales ideas en la cabeza! No haré caso de
ello, ni cambiaré lo más mínimo", pensó Meg, y atravesó la sala con mucho
crujir de seda para dar la mano a su amigo.
— Me alegro que hayas llegado, porque temía que no vinieras —dijo con
aire de persona mayor.
—Jo quiso que viniera para contarle cómo estabas.
—¿Qué le dirás? —preguntó Meg llena de curiosidad por saber lo que
pensaba de ella, aunque sintiéndose por primera vez algo desconcertada
delante de él.
—Diré que no te conocí, porque pareces tan crecida y tan diferente que
me da miedo de ti —dijo, jugueteando con el botón del guante.
—¡Qué tontería! Las chicas me han vestido por diversión y me gusta. ¿No
se asombraría Jo si me viera?
—Creo que sí.
—¿No te agrada mi apariencia?
—No, no me agrada.
—¿Por qué no?
El observó el pelo rizado, a los hombros desnudos y al traje recargado de
adornos con tal expresión que la desconcertó más que la respuesta.
—No me agradan adornos ni plumas.
No pudiendo aguantar tales cosas de un muchacho más joven que ella,
Meg lo dejó, diciendo con petulancia:
—Jamás he visto un chico más descortés.
Sintiéndose muy enfadada, se acercó a una ventana apartada para
refrescar sus mejillas, porque el traje apretado le hacía salir a la cara colores
demasiado vivos. Mientras estaba allí pasó el comandante Lincoln y un
minuto después le oyó decir a su madre:
—Se han burlado de aquella muchachita. Deseaba que usted la viese, pero
la han estropeado por completo; esta noche no es nada más que una muñeca.
—¡Ay de mí! —suspiró Meg—. Ojalá hubiera sido sensata y me hubiese
puesto mi vestido; no habría dado una impresión desagradable ni me hubiera
sentido tan molesta y avergonzada. Apoyó la frente sobre el vidrio frío y
permaneció allí, medio oculta por las cortinas, sin hacer caso de que había
comenzado su vals favorito, cuando alguien la tocó, y volviéndose vio a
Laurie que parecía arrepentido al decir con su mejor reverencia y la mano
extendida:
—Perdona mi descortesía y ven a bailar conmigo.
—Temo que te sea muy desagradable —dijo Meg, tratando de parecer
ofendida, pero sin lograrlo.
— De ninguna manera; me dará mucho placer. Ven, seré bueno. No me
agrada tu traje, pero pienso que estás encantadora.
Meg sonrió, se ablandó y susurró, mientras esperaban para tomar el pasó:
—Ten cuidado de no tropezar con mi falda; es una peste; fue una tontería
ponérmela.
—Sujétala con un alfiler alrededor del cuello y entonces será de cierta
utilidad. Comenzaron a bailar ligeramente y con gracia; pues habiendo
practicado en casa, se acompañaban bien, y era un placer verlos tan jóvenes y
ágiles dar vueltas y vueltas rápidamente, sintiéndose más amigos que nunca
después de su pequeño disgusto.
—Laurie, quiero que me hagas un favor; ¿lo harás? —dijo Meg, mientras
su compañero la abanicaba cuando le faltó el aliento, aunque no quiso
reconocer por qué.
—¡Claro que sí! —respondió Laurie con presteza.
—No comentes en casa el traje que me he puesto esta noche. No podrán
comprender la broma y le disgustará a mamá.
— ¿Entonces, por qué te lo has puesto? —dijeron tan claramente los ojos
de Laurie, que Meg se apresuró a añadir:
—Yo misma les diré todo y confesaré a mamá qué tonta he sido. Pero
prefiero hacerlo yo misma; no dirás nada, ¿verdad?
—Te doy mi palabra que no diré nada; pero, ¿qué diré cuando me
pregunten?
—Di que estaba bonita y que me divertía muchísimo.
—Lo primero lo diré de todo corazón; pero, ¿y lo demás? No me parece
que te diviertas muchísimo. ¿Es verdad?
—No, en este momento. No pienses que soy horrible; solamente quería
divertirme un poco, pero ya veo que no vale la pena hacerlo de este modo y
me voy cansando de ello.
—Aquí viene Ned Moffat; ¿qué desea? —dijo Laurie, frunciendo las
cejas.
—Le he prometido tres bailes y supongo que viene a buscarlos. ¡Qué
fastidioso! —murmuró Meg, con aire lánguido, que hizo mucha gracia a
Laurie.
No le habló otra vez hasta la hora de la cena, cuando la vio beber
champaña con Ned y su amigo Fisher, que se conducían como un par de
locos, según se dijo Laurie para sí porque se sentía con cierto derecho
fraternal para proteger a las March y pelear por ellas siempre que necesitaran
un defensor.
—Mañana tendrás un dolor de cabeza terrible si bebes demasiado. Yo no
lo haría, Meg; no le gustaría a tu madre, ya sabes —susurró, acercándose a
ella, mientras Ned se volvía para volver a llenar su vaso y Fisher se inclinaba
a recoger su abanico.
—Esta noche no soy Meg; soy una muñeca que hace toda clase de
tonterías. Mañana me quitaré todos mis adornos y plumas y seré muy buena
otra vez — respondió con risa afectada.
—Entonces quisiera que ya fuese mañana —murmuró Laurie,
marchándose disgustado por el cambio de ella.
Meg bailó, coqueteó, charló y rio por cualquier cosa como hacían las
demás. Después de la cena trató de bailar un paso alemán, con tanta torpeza,
que casi hizo caer a su compañero con su falda larga, y brincó de tal modo
que escandalizó a Laurie, que al verla pensaba retarla bastante. Pero no
encontró ocasión para ello, porque Meg se mantuvo fuera de su alcance hasta
el momento de despedirse.
—¡Recuerda! —dijo, tratando de sonreír, porque el dolor de cabeza había
ya comenzado.
—Silencio hasta la muerte —dijo Laurie, saludándola
melodramáticamente.
Este breve diálogo excitó la curiosidad de Anne; pero Meg estaba
demasiado cansada para charlar. Se acostó con la sensación de haber estado
en un baile de máscaras y de no haberse divertido tanto como había
imaginado. Estuvo enferma todo el día siguiente, y el sábado volvió a casa
fatigadísima de sus dos semanas de diversión y hastiada de la atmósfera de
lujo que había respirado.
—¡Qué grato parece estar tranquila y no tener que estar siempre cuidando
los modales! El hogar es un sitio agradable, aunque no sea magnífico —dijo
Meg, contemplando el cuarto con expresión tranquila, sentada en compañía
de su madre y Jo la tarde del domingo.
—Me alegra oírte hablar así, querida mía, porque yo temía que el hogar te
pareciera algo triste y pobre después de haber vivido entre lujos —respondió
su madre, que le había echado muchas miradas ansiosas aquel día. Los ojos
maternos pronto notan cualquier cambio en la cara de sus hijos.
Meg había relatado vivamente sus aventuras y no se cansaba de repetir
que había pasado un tiempo encantador; pero, sin embargo, algo parecía
afligirla. Cuando las chicas más jóvenes se fueron a acostar, se quedó sentada
mirando fijamente al fuego, hablando poco y muy preocupada. Dieron las
nueve y Jo propuso acostarse. De repente Meg se levantó y sentándose en el
taburete de Beth apoyó los codos sobre las rodillas de su madre y dijo con
decisión;
—Mamá, quiero "confesar".
—Me lo imaginaba; ¿qué tienes que confesar, querida mía?
—¿Debo ausentarme? —preguntó Jo.
—Claro que no; ¿no te digo siempre todo? Me daba vergüenza hablar de
ello delante de las niñas; pero quiero que sepan todas las cosas terribles que
hice en casa de los Moffat.
—Estamos preparadas —dijo la señora March, sonriendo, aunque algo
preocupada.
—Les dije cómo me vistieron, pero no dije que me pusieron polvo en la
cara; me apretaron la cintura, me rizaron y me pusieron como un verdadero
figurín. A Laurie no le pareció bien; lo sé, aunque no dijo nada, y un
caballero me llamó "una muñeca". Yo sabía que era una necedad, pero me
adularon y dijeron que era encantadora y muchísimas otras tonterías, así que
dejé que me pusieran en ridículo.
—¿Eso es todo? — preguntó Jo, mientras la señora March miraba
silenciosamente la cara abatida de su preciosa hija sin decidirse a censurar sus
tonterías.
—No; bebí champaña, brinqué y traté de coquetear; me comporté de un
modo detestable —contestó Meg, con tono acusador.
—Sospecho que hay algo más —y la señora March acarició la mejilla
suave, que se ruborizó súbitamente, mientras la joven respondía lentamente:
—Sí; es muy tonto, pero quiero decírselos porque detesto que la gente
diga o piense tales cosas de nosotras y de Laurie.
Entonces relató las murmuraciones oídas en casa de los Moffat, y a
medida que hablaba notó que Jo y su madre apretaban fuertemente los labios
como disgustadas de que hubiesen metido tales ideas en la mente inocente de
Meg.
—¡En mi vida he oído mayores estupideces! —gritó Jo con indignación
—. ¿Por qué no se lo dijiste así al momento?
—No podía; ¡estaba tan desconcertada! Al principio no pude evitar oírlas
y después estaba tan furiosa y avergonzada que me olvidé que debía alejarme.
—Espera a que yo vea a Annie Moffat y verás cómo se arreglan las
ridiculeces. ¿Conque tenemos "proyectos" y somos amigas de Laurie porque
es rico y luego puede casarse con una de nosotras? ¡Cuánto se reirá cuando le
diga lo que aquellas tontas dicen de nosotras!
—Si se lo dices a Laurie, no te lo perdonaré jamás. Ella no debe hacerlo,
¿verdad, mamá? —dijo Meg, alarmada.
—No; no repitan esa necia charla y olvídenla lo antes posible —contestó
gravemente la señora March—. Fui muy imprudente en dejarte visitar a
personas que conozco tan poco, amables probablemente, pero mundanas, mal
educadas y llenas de ideas vulgares acerca de los jóvenes. No puedo decir
cuánto siento el mal que esta visita puede haberte hecho, Meg.
— No te preocupes por eso; no dejaré que me haga mal; olvidaré todo lo
malo y solamente me acordaré de lo bueno, porque pasé muy buenos ratos y
te doy las gracias por haberme permitido ir. Sé que soy una muchacha tonta y
permaneceré contigo hasta que sea capaz de cuidarme por mí misma. ¡Pero es
tan agradable recibir elogios y cumplidos, que no puedo negar que me
gustan! — dijo Meg, medio avergonzada por la confesión.
—Eso es perfectamente natural y no pernicioso, si tu inclinación no se
convierte en pasión y te hace conducirte de manera estúpida o indigna de una
señorita. Aprende a reconocer y apreciar las alabanzas que vale la pena
recibir y atraerte la admiración de personas buenas por ser modesta tanto
como hermosa, Meg.
Meg quedó pensativa un momento, mientras Jo, de pie, con las manos a la
espalda, la miraba interesada y perpleja. Ver a Meg ruborizarse y hablar de
admiración, novios y cosas parecidas era una novedad. Jo experimentaba la
sensación de que durante aquellos quince días su hermana había crecido
extraordinariamente y se alejaba de ella hacia un mundo donde no podía
seguirla.
—Madre mía, ¿tienes "proyectos", como dice la señora Moffat? —
preguntó Meg, ruborizada.
—Sí, querida mía, tengo muchísimos; todas las madres los tienen; pero
sospecho que los míos son algo diferentes de los de la señora Moffat. Te diré
algunos, porque ha llegado el tiempo en que una palabra puede poner en
buena dirección esa cabecita y corazón romántico sobre asuntos muy graves.
Eres joven, Meg, pero no demasiado joven para no comprenderme, y los
labios maternos son los mejores para hablar de tales cosas a jóvenes como tú.
Jo, también a ti te llegará el turno quizás, así que escuchen mis "proyectos" y
ayúdenme a realizarlos si son buenos.
Jo se sentó en un brazo de la butaca con el aspecto de quien va a
participar en un acto solemne. Tomando una mano de cada una, la señora
March dijo con seriedad y a la vez con optimismo:
— Quiero que mis hijas sean hermosas, distinguidas y buenas, que se
hagan querer y respetar; que tengan una juventud feliz; que se casen bien y
prudentemente; que pasen vidas útiles y felices, tan libres de dificultades y
tristeza como Dios quiera concedérselas. Ser amada y distinguida por un
hombre bueno es lo mejor que puede ocurrirle a una mujer, y mi esperanza es
que mis hijas conozcan esta hermosa experiencia. Es natural pensar en ello.
Meg, es justo esperarlo y prudente prepararse para ello, de manera que
cuando llegue la hora puedan sentirse listas para sus deberes y dignas de la
felicidad. Hijas mías, soy ambiciosa para ustedes; pero no deseo que hagan
un papel ruidoso en el mundo, ni que se casen con hombres ricos porque son
ricos o que tengan casas espléndidas, que no sean verdaderos hogares, porque
falte el amor en ellos. El dinero es cosa útil y preciosa, y también noble
cuando se emplea bien; pero no quiero que lo consideren como el primero o
el único premio que ganar. Preferiría verlas esposas de hombres pobres si
fueran felices, amadas y contentas, que reinas en sus tronos sin propia
estimación ni paz.
—Las muchachas pobres no tienen oportunidades, dijo Belle, si no se
hacen valer —suspiró Meg.
—Entonces seremos solteronas —repuso Jo seriamente.
—Bien dicho, Jo; más vale ser solteronas felices que casadas desgraciadas
o muchachas inmodestas a caza de maridos —dijo decididamente la señora
March—. No hagas caso, Meg; la pobreza rara vez intimida al hombre que
ama de veras. Algunas de las madres y más estimadas mujeres que conozco
eran muchachas pobres, pero tan dignas de ser amadas que no alcanzaron a
ser solteronas. Dejen tales cosas al tiempo. Hagan feliz este hogar, para que
estén preparadas para sus propios hogares, si es ésa vuestra suerte, y
contentas si no lo es. Recuerden una cosa, hijas mías: su madre está siempre
lista para ser su confidente, y vuestro padre para ser vuestro amigo;
esperamos y confiamos que nuestras hijas, casadas o solteras, constituirán el
orgullo y consuelo de nuestras vidas.
—Lo seremos, mamá, lo seremos —exclamaron ambas con todo su
corazón, mientras su madre les daba las buenas noches.
CAPÍTULO 11 - EXPERIMENTOS
—¡Día primero de junio!; mañana se van los King a la costa y estoy libre!
¡Tres meses de vacaciones! ¡Cómo voy a divertirme! — exclamó Meg al
entrar en casa un día de calor y encontrando a Jo acostada en el sofá, más
cansada que de costumbre, mientras Beth le quitaba las botas cubiertas de
polvo y Amy preparaba limonada para que todas se refrescasen.
—Hoy se fue la tía March. ¡Albricias! —dijo Jo—. Tenía un miedo
mortal que me invitase a acompañarla. Si lo hubiera hecho, me habría sentido
obligada a aceptar; pero como saben, Plumfield es tan festivo como un
cementerio, y prefería que me dispensara. Andábamos enloquecidas
preparando la marcha y yo temblaba cada vez que me hablaba, porque con la
prisa de acabar estuve extraordinariamente amable y complaciente, tanto que
temí que a último momento no, quisiera dejarme. Estuve alarmada hasta que
la vi instalada en el coche, y entonces me llevé el susto final, porque al
ponerse el coche en marcha asomó la cabeza por la ventanilla, diciendo: "Jo,
¿no quieres?..."No oí más porque cometí la cobardía de darme vuelta y huir
hasta doblar la esquina, donde ya me sentí segura.
—¡Pobre Jo! Traía una cara como si la persiguieran dos osos —dijo Beth,
acariciándole los pies.
—La tía March es un verdadero "zafiro", ¿verdad? —observó Amy.
—Quiere decir "vampiro", no la piedra preciosa; pero no importa; hace
demasiado calor para detenerse en minucias gramaticales —murmuró Jo.
—¿Qué van a hacer durante sus vacaciones? —preguntó Amy, cambiando
de tema.
—Me levantaré tarde y no haré nada —respondió Meg desde el fondo de
la mecedora—. He tenido que madrugar todo el invierno y pasar los días
trabajando para otros; así que voy a descansar y a gozar todo lo que pueda.
—¡Ya! —dijo Jo—. Esa modorra no va conmigo. He reunido una pila de
libros y voy a aprovechar las horas de sol leyendo en la rama del viejo
manzano, cuando no esté retozando con Laurie.
—Oye, Beth, vamos a dejar las lecciones por algún tiempo, para no hacer
más que jugar y descansar, como han pensado las mayores —propuso Amy.
— Bueno; estoy conforme, si mamá lo permite. Deseo aprender canciones
nuevas y tengo que arreglar a mis niños para el verano: sufren por la falta de
vestidos.
— ¿Podemos hacerlo, mamá? —preguntó Meg, volviéndose hacia la
señora March, que cosía en lo que solían llamar el rincón de mamá.
—Pueden hacer el experimento que han pensado por una semana y ver si
les gusta. Creo que para el sábado por la noche habrán descubierto que todo
juego y nada de trabajo es tan malo como todo trabajo y nada de juego.
—¡Verás cómo no! ¡Será delicioso!, estoy segura —dijo afablemente
Meg.
— Ahora propongo un brindis, como dice mi "amiga y compañera Saury
Ganp": Viva la alegría y dejarse de tonterías —gritó Jo, levantándose con un
vaso en la mano, mientras circulaba la limonada.
Todas bebieron alegremente y comenzaron el experimento, descansando
el resto del día. A la mañana siguiente no apareció Meg hasta las diez; su
desayuno solitario no le gustó mucho: el comedor parecía desolado y
desordenado, porque Jo no había llenado los floreros ni Beth había limpiado
el polvo; los libros de Amy estaban esparcidos por todas partes. Nada estaba
arreglado y agradable sino el rincón de mamá, que tenía su apariencia
acostumbrada, y allá se sentó para descansar y leer, pero acabó por bostezar y
pensar en los trajes bonitos para el verano que podía comprar con lo que
ganaba. Jo pasó la mañana en el río con Laurie, y la tarde en la rama del
manzano leyendo y llorando con una novela triste. Beth comenzó por sacar
fuera todo lo que había en el armario grande, donde vivía su familia; pero
cansada a la mitad del trabajo, dejó su establecimiento patas arriba y se fue a
su música, alegrándose de no tener cacharros que fregar. Amy arregló su
glorieta, se puso su mejor traje blanco, se peinó los bucles y se sentó bajo la
madreselva para dibujar, esperando que alguien la viera y preguntara quién
era la joven artista. Pero como no apareció nadie, sino una araña curiosa que
examinó su trabajo con mucho interés, se fue a dar un paseo, donde la
sorprendió un chaparrón y volvió a casa calada hasta los huesos.
A la hora del té cambiaron impresiones, estando todas de acuerdo en que
había sido un día encantador, aunque les pareciera más largo que de
costumbre. Meg, que había visitado las tiendas por la tarde y comprado "una
muselina azul muy bonita", descubrió, después de cortar el vestido, que no se
podía lavar, lo cual la decepcionó. Jo tenía la piel de la nariz tostada por el
sol, resultado de la mañana pasada en el bote, y un horrible dolor de cabeza
de tanto leer. Beth estaba molesta por el desorden del armario y lo difícil de
aprender tres o cuatro canciones a un tiempo, y Amy lamentaba la mojadura
de su vestido, porque estaba invitada a casa de Katy Brown al día siguiente y
no tenía nada que ponerse. Pero éstas eran pequeñeces, y todas aseguraron a
su madre que el experimento iba muy bien. Ella sonrió sin decir nada, y con
la ayuda de Hanna hizo el trabajo abandonado por las chicas, manteniendo
grato el hogar y la máquina doméstica en suave marcha.
Era sorprendente la extraña y molesta situación que se produjo con el
procedimiento de "descansar y divertirse". Los días se hacían cada vez más
largos, el tiempo estaba más variable que de costumbre, así como el humor de
ellas; todas se sentían inquietas y la ociosidad resultó ser madre de no pocos
malestares. Como colmo de lujo, Meg dio parte de su costura a una costurera,
y después se le hizo tan pesado el tiempo, que comenzó a cortar y estropear
sus trajes para imitar a las Moffat. Jo leyó hasta que le dolieron los ojos, se
aburrió de los libros y se puso tan nerviosa, que hasta Laurie, con todo su
buen humor, riñó con ella. Beth logró pasarlo bastante bien, porque siempre
se olvidaba de la consigna de "todo juego y nada de trabajo", y de vez en
cuando volvía a sus antiguas costumbres; pero algo en la atmósfera la afectó,
turbando más de una vez su tranquilidad, hasta el punto de que un día sacudió
a la pobre querida Jo y la llamó "espantajo". Amy fue la que se vio peor,
porque tenía pocos recursos, y cuando sus hermanas la dejaron que se
entretuviese y se cuidase por sí sola, descubrió que su personalidad
distinguida e importante era una pesada carga. Las muñecas no le gustaban,
los cuentos de hadas eran cosa de niño y no iba a estar dibujando
continuamente. Las invitaciones para el té y las excursiones no resultaban
gran cosa si no se preparaban con mucho cuidado.
Ninguna quería confesar que estaba cansada del experimento, pero
cuando llegó la noche del viernes todas reconocían que se alegraban de que
faltara poco para acabar la semana. Con la esperanza de acentuar la lección,
la señora March, que tenía buen humor, decidió completar el experimento de
un modo apropiado, para lo cual dio a Hanna un día de fiesta y dejó que las
chicas disfrutaran plenamente los efectos del sistema de juego incesante.
Cuando se levantaron el sábado por la mañana, no había fuego en la cocina,
ni desayuno en el comedor, ni aparecía su madre por ninguna parte.
—¡Pobres de nosotras! ¿Qué pasa aquí? —gritó Jo, mirando espantada a
su alrededor.
Meg corrió arriba y volvió a poco con expresión tranquilizadora, pero
algo perpleja y avergonzada.
—Mamá no está enferma; solamente algo cansada, dice que se quedará
tranquila en su cuarto todo el día y que hagamos, lo que podamos. Es muy
raro en ella hacer tal cosa; pero dice que la semana le ha sido algo dura; no
debemos quejarnos, sino cuidarnos nosotras mismas.
—Eso es fácil y me gusta la idea. Estoy deseando hacer algo..., quiero
decir, alguna diversión nueva —dijo Jo.
En realidad, era un gran alivio para su aburrimiento tener algo que hacer,
y se pusieron a ello con todo corazón; pero pronto comprendieron lo cierto de
lo que Hanna solía decir: "el cuidar de la casa no es una broma". En la
despensa había provisiones abundantes, y mientras Beth y Amy ponían la
mesa, Meg y Jo preparaban el desayuno, preguntándose al hacerlo por qué se
quejarían tanto las criadas de su trabajo.
— Le subiré algo a mamá, aunque dijo que no nos ocupáramos de ella
porque se cuidaría ella misma —dijo Meg, que presidía la mesa, detrás de la
tetera, y apreciaba su importante papel.
Prepararon una bandeja y la enviaron arriba con los saludos de la
cocinera. El té hervido estaba amargo, la tortilla quemada y las galletas
salpicadas de bicarbonato pero la señora March recibió gentilmente su
comida y se rio mucho de ellas cuando estuvo sola.
—¡Pobrecitas!, temo que pasarán un día cansador, pero no sufrirán y les
será provechoso — dijo, mientras sacaba los comestibles más agradables de
que se había provisto y se deshizo del desastroso desayuno, para que no se
ofendiesen las niñas.
Abajo hubo muchísimas quejas, y la maestra cocinera sufrió no poca
mortificación por sus fracasos culinarios.
— No hagas caso; yo prepararé la comida y seré la criada; tú harás de
señora; recibirás las visitas y darás órdenes —dijo Jo, que entendía de cocina
todavía menos que Meg.
Meg aceptó con alegría tan amable oferta y se retiró a la sala, que arregló
rápidamente, echando todos los papeles debajo del sofá y cerrando las
persianas para evitarse el trabajo de limpiar el polvo. Jo, confiada en sus
propias habilidades, y deseando reconciliarse con su amigo, puso enseguida
una carta en el buzón para invitar a Laurie a comer.
—Sería prudente ver lo que tienes antes de invitar a nadie —dijo Meg,
cuando se enteró de la amistosa pero arriesgada iniciativa.
—¡Oh!, tenemos carne en conservas y papas abundantes; compraré
algunos espárragos y una langosta para "el extraordinario", como dice Hanna.
Tendremos lechugas y haremos una ensalada. No sé cómo hacerla, pero el
libro lo dirá. Pondré pastel blanco y fresas para postre, y café también, si
quieres que lo hagamos con elegancia.
—No te compliques, Jo, porque no sabes hacer nada que se pueda comer,
como no sea pan de jengibre y almíbar. Yo me lavo las manos en lo de la
invitación, y puesto que has invitado a Laurie bajo tu propia responsabilidad,
tú cuidarás de él.
—Yo no te pido nada más que seas amable con él y que me ayudes con el
pastel blanco. Tú me aconsejarás si se me pega, ¿verdad? —preguntó Jo algo
ofendida.
—Sí; pero yo no sé mucho, fuera de hacer pan y algunas cosas sencillas.
Mejor será que pidas permiso a mamá antes de encargar cualquier cosa —
repuso Meg.
—Claro que lo haré; no soy tonta —y Jo se fue algo enojada por las dudas
expresadas por su hermana en cuanto a sus condiciones.
—Encarga lo que gustes y no me molestes; voy a comer fuera y no puedo
ocuparme de la casa —dijo la señora March cuando Jo le habló—. Nunca me
ha gustado el trabajo casero; hoy voy a darme un respiro para leer, escribir,
hacer visitas y distraerme.
El inusitado espectáculo de su activa madre, cómodamente sentada en la
mecedora, causó en Jo la impresión de algún fenómeno de la naturaleza; un
eclipse, un terremoto o una erupción volcánica no le hubieran parecido más
extraños.
—Todo está alterado, no sé cómo —dijo para sí, bajando a la cocina—.
Allá está Beth llorando, señal segura de que algo se ha atravesado en la casa.
Si Amy la está fastidiando, la retaré.
Sintiéndose ella también trastornada, Jo apuró el paso hacia la sala, donde
encontró a Beth llorando sobre el canario, Pepito, que estaba muerto en su
jaula con las patitas extendidas patéticamente, como si pidieran el alimento,
por falta del cual había muerto.
— Yo tengo la culpa... Yo... me olvidé de él...; ¡no tiene ni una semilla ni
una gota de agua!... ¡Oh, Pep!, ¡Pep!, ¿cómo he podido ser tan cruel contigo?
—gemía Beth, levantando al pobrecito en las manos y tratando de hacerlo
volver en sí.
Jo examinó los ojos medio cerrados, palpó el corazoncito y viendo que el
pajarito estaba tieso y frío, sacudió la cabeza y ofreció la cajita de dominó
como ataúd.
—Ponlo en el horno, y tal vez se caliente y reviva —dijo Amy.
—Después de haberlo dejado morir de hambre, no voy a cocerlo. Le haré
una mortaja y lo enterraré en un sepulcro; ¡nunca tendré otro pájaro, nunca!,
¡Pep mío!, soy demasiado mala para tener uno —sollozaba Beth, sentada en
el suelo, con su favorito entre las manos.
—Esta tarde tendremos el entierro e iremos todas. No llores, Beth; es una
lástima, pero esta semana todo está revuelto, y Pep ha pagado el experimento
— dijo Jo.
Dejando a las otras al cuidado de consolar a Beth, Jo se fue a la cocina,
que estaba en un desorden lastimoso. Poniéndose un delantal grande,
comenzó a trabajar, y había recogido los platos para fregarlos cuando
descubrió que el fuego se había apagado.
—¡Estamos listas! —murmuró Jo, atizando las cenizas.
Una vez encendido de nuevo, pensó ir al mercado mientras se calentaba el
agua. El paseo la animó, y, con la ilusión de haber encontrado gangas, volvió
a casa después de comprar una langosta muy joven, algunos espárragos muy
viejos y dos canastillas de fresas agrias. Cuando todo estuvo arreglado
llegaron los comestibles y la estufa se puso toda roja. Hanna había dejado una
tartera de pan para que fermentase; Meg la había amasado demasiado pronto
y la había puesto en el hogar para una segunda fermentación, olvidándose
después de ello. Estaba Meg hablando en la sala con Sallie Gardiner, cuando
de repente la puerta se abrió y una cara sucia, enrojecida y cubierta de harina,
apareció, preguntando agriamente:
—Dime, ¿no está el pan lo bastante fermentado cuando se sale de la
tartera?
Sallie se echó a reír, pero Meg hizo una seña afirmativa y arqueó las cejas
de tal modo, que la visión desapareció para poner en el horno el pan agrio sin
más averiguaciones. La señora March salió de casa después de echar una
ojeada por todas partes para ver cómo iban las cosas y dirigir algunas
palabras de consuelo a Beth, que estaba haciendo tina mortaja mientras el
querido difunto yacía expuesto en la cajita de dominó. Una extraña sensación
de desamparo se apoderó de las muchachas al ver desaparecer a su madre
detrás de la esquina; desamparo que culminó en desesperación cuando, pocos
minutos después, se presentó la señorita Crocker convidándose a comer. Era
una dama solterona, delgada y amarillenta, de nariz puntiaguda y ojos
curiosos, que lo viera todo y chismorreaba todo lo que veía. No les era
simpática, pero acostumbraban a tratarla con amabilidad, sencillamente
porque era vieja, pobre y tenía pocos amigos. Así que Meg le cedió el sillón y
trató de entretenerla mientras ella hacía preguntas, lo criticaba todo y contaba
cuentos de sus conocidos.
Lo que Jo trabajó y aguantó aquella mañana no hay palabras que lo
expliquen. La comida que sirvió se hizo famosa. Temiendo pedir más
consejos, hizo sola lo que pudo, y descubrió que hacía falta algo más que
voluntad; los espárragos hirvieron por una hora y descubrió consternada que
se habían deshecho las puntas y endurecido los tallos. El pan se le quemó,
porque la preparación de la ensalada la fastidió tanto que abandonó lo demás,
hasta convencerse de que no le salía bien. La langosta fue un misterio
escarlata, pero a fuerza de golpear y escarbar logró limpiarla, y escondió la
escasa cantidad de carne que resultó bajo un montón de hojas de lechuga.
Tuvo que apresurarse con las patatas para no hacer esperar a los espárragos, y
al fin no estaban tan cocidas como le habían parecido.
"¡Bueno! Pueden comer carne y pan con manteca si tienen hambre; pero
es mortificante emplear toda la mañana para nada", pensó Jo cuando tocaba la
campana una media hora más tarde que de costumbre, y sofocada, cansada y
desanimada pasaba revista al banquete preparado para Laurie, acostumbrado
a toda clase de lujos, y para la señorita Crocker, cuyos ojos curiosos no
perderían falta y cuya lengua murmuradora tendría tema para rato.
Cuando una cosa tras otra era probada y dejada, la pobre Jo hubiera
querido esconderse debajo de la mesa; Amy reía sin ganas, Meg estaba
azorada, la señorita Crocker apretaba los labios y Laurie decidido, hablaba
todo lo que podía para animar la compañía. El punto fuerte de Jo eran los
postres, porque los había azucarado bien y tenía un jarro de crema espesa
para acompañarlos. Sus mejillas ardientes se templaron algo, respiró con más
tranquilidad mientras se repartían los bonitos platos de cristal y todos
contemplaban los rosados islotes flotando sobre el mar de crema.
La señorita Crocker los gustó la primera, hizo una mueca y bebió agua
precipitadamente, Jo, que rehusara pensando que sería escaso, echó una
ojeada a Laurie, que comía valientemente, aunque sin poder evitar que se le
contrajera la boca. Amy tomó una cucharada repleta, se ahogó, escondió la
cara en la servilleta y dejó precipitadamente la mesa.
—¿Qué?... ¿Qué pasa? —preguntó Jo temblando.
—Sal en lugar de azúcar, y la crema está agria —respondió Meg con
gesto trágico.
Jo lanzó un gemido y se dejó caer de espaldas en su silla, recordando
haber espolvoreado las fresas con uno de los dos potes que había en la mesa
de la cocina, y que no había puesto la leche en la heladera. Se puso roja como
una amapola y estuvo a punto de llorar cuando sus ojos se encontraron con
los de Laurie, incapaces de contener la alegría por más esfuerzos que hiciera;
le impresionó de repente lo cómico del caso, y se rio hasta que las lágrimas
corrieron por sus mejillas. Todos se rieron, hasta "Crocker", como las chicas
solían llamarla, y la desventurada comida acabó alegremente con pan y
manteca, aceitunas y bromas.
—No me siento bastante serena para quitar la mesa, así que nos
calmaremos con un entierro —dijo Jo cuando se levantaban.
La señorita Crocker se preparó para despedirse, ansiosa de ir con el
cuento a la mesa de otra amiga.
En verdad se calmaron por simpatía hacia Beth. Entre los helechos del
bosquecillo Laurie hizo un sepulcro, cubierto con musgo, donde enterraron al
pobre Pep; su ama lloró mucho por él y puso una guirnalda de violetas sobre
la lápida, en la cual se había escrito un epitafio, compuesto por Jo mientras
luchaba con los preparativos de la comida.
Terminadas las ceremonias, Beth se retiró a su cuarto, vencida por la
emoción y enferma por haber comido langosta; pero no encontró lugar de
reposo porque las camas estaban sin hacer. Sacudiendo las almohadas y
arreglándolo todo halló alivio a su dolor. Meg ayudó a Jo a quitar la mesa y
fregar la vajilla, lo cual ocupó la mitad de la tarde, dejándolas tan cansadas
que decidieron contentarse con té y pan tostado para la cena. Laurie se llevó a
Amy a dar un paseo en coche, verdadera obra de caridad, porque la crema
agria parecía haberla puesto de mal humor. La señora March volvió y
encontró a las tres chicas mayores trabajando como unas negras a media
tarde. Un vistazo al armario le dio la idea del éxito de una parte del
experimento.
Antes de que las trabajadoras pudiesen descansar vinieron varias visitas y
hubo que arreglarse para recibirlas; después fue necesario preparar el té,
hacer recados y coser algo, aunque este trabajo se dejó para último momento.
Mientras caía el crepúsculo, tranquilo y silencioso, una tras otra se juntaron
en el pórtico, donde las rosas de junio florecían hermosamente, y todas se
quejaban al sentarse, como si estuvieran cansadas y molestas.
—¡Qué día tan horrible! —comenzó Jo, que solía hablar la primera.
—Se me ha hecho más corto que de costumbre; ¡pero tan incómodo! —
dijo Meg.
—No parecía nuestra casa —añadió Amy.
—No puede parecerlo sin mamá y sin Pep —suspiró Beth, mirando con
ojos llenos de lágrimas hacia la jaula vacía.
—Ya está aquí mamá, querida mía, y tendrás otro pajarito si lo deseas —
al decir esto, la señora March vino y tomó asiento entre ellas, con aspecto de
no haber tenido una vacación mucho más grata que la de ellas —. ¿Están
contentas con el experimento, hijas mías, o desean continuarlo otra semana
más? —les preguntó.
—¡Yo, no! —gritó Jo.
—Ni yo —repitieron las otras.
—Entonces, ¿piensan que es mejor tener obligaciones y vivir haciendo
algo para los demás, no es eso?
—No resulta esto de holgazanear y jugar —observó Jo, meneando la
cabeza—. Estoy cansada de ello. Tengo intención de comenzar algún trabajo
enseguida.
—¿Qué te parece aprender a guisar cosas sencillas? Es un arte que toda
mujer debe conocer —dijo la señora March, riéndose mucho al acordarse del
banquete de Jo, porque había encontrado a la señorita Crocker y oído su
descripción.
—Mamá: ¿te fuiste y nos lo dejaste todo a nosotras por ver cómo lo
hacíamos? —gritó Meg, que había tenido sus sospechas todo el día.
—Sí; quería que aprendieran cómo el bienestar de todos depende de que
cada una haga fielmente su parte. Mientras Hanna y yo hacíamos su trabajo,
iban bastante bien, aunque no creo que estaban muy contentas o amables; por
eso pensé que una lección así les demostraría los resultados de no pensar cada
una más que en sí misma. ¿No piensan que es más agradable ayudarse unas a
otras, tener deberes diarios, que hacen más gratas las horas de recreo cuando
vienen, y tomarse algún trabajo y molestia para que el hogar sea cómodo?
—Sí, mamá; es verdad —gritaron las chicas.
—Entonces, permitan que les aconseje tomar de nuevo sus tareas, porque
si a veces parecen algo pesadas, nos hacen bien y se van aligerando a medida
que aprendemos a soportarlas. El trabajo es saludable y hay bastante para
todas; nos libra del aburrimiento y de la malicia, es bueno para la salud y el
espíritu y nos da mayor sentido de capacidad y de independencia que el
dinero o la elegancia.
—Trabajaremos como abejas y lo haremos con gusto; verás cómo lo
hacemos. Tomaré la cocina sencilla como entretenimiento; el próximo
convite que haga será un éxito —dijo Jo.
—Haré el juego de camisas para papá en tu lugar, mamá. Puedo y quiero
hacerlo, aunque no me gusta la costura; eso será mejor que fastidiar con mis
vestidos, que ya son bastante bonitos como están —agregó Meg.
—Estudiaré mis lecciones todos los días y no pasaré tanto tiempo con las
muñecas y la música. Soy una tonta y debería estudiar, no jugar —fue la
resolución de Beth.
Amy siguió el ejemplo de las demás, declarando heroicamente que
aprendería a hacer ojales y prestaría más atención a la gramática.
—¡Muy bien!; entonces estoy contenta del experimento y me imagino que
no será necesario repetirlo; pero no se vayan al otro extremo, trabajando
como esclavas. Tengan horas determinadas para el trabajo y el recreo;
comprendan el valor del tiempo usándolo bien. Entonces la juventud será
encantadora, la vejez traerá pocas lamentaciones y la vida será dichosa y
hermosa, a pesar de la pobreza.
— Lo recordaremos, mamá. Y así lo hicieron.
CAPÍTULO 14 - SECRETOS
CAPÍTULO 15 - UN TELEGRAMA
—De todos los meses del año, noviembre es el más desagradable —dijo
Meg, de pie ante la ventana, una tarde nublada, mirando al jardín quemado
por el hielo.
—Por eso nací yo en él — observó Jo sin darse cuenta del borrón de tinta
que se había echado en la nariz.
—Si algo muy agradable sucediese ahora, pensaríamos que es un mes
encantador —dijo Beth, que solía verlo todo color de rosa, aun el mes de
noviembre.
—Naturalmente; pero en esta familia no sucede nunca nada desagradable
—repuso Meg, que estaba desanimada—. Trabajamos todos los días sin
ningún cambio y con poca distracción. Es como dar vueltas a una noria.
—¡Ay de mí! ¡Qué tristonas estamos! —exclamó Jo—. No me extraña,
pobrecita, porque ves otras muchachas que lo pasan espléndidamente,
mientras tú, trabaja que trabaja todo el año. ¡Si fuera tan fácil planearte la
vida como lo hago con las heroínas de mis cuentos! Nada tendría que darte en
cuanto a belleza y bondad, porque ya tienes bastante; pero arreglaría que un
pariente rico te dejara heredera de una fortuna, con la cual podrías despreciar
a todos los que te hayan ofendido; ir al extranjero y volver hecha una Señora
de Fulano, rodeada de esplendor y elegancia.
—Ya no se dejan fortunas de esa manera; ahora, para tener dinero los
hombres tienen que trabajar y las mujeres tienen que casarse. Es un mundo
muy injusto —repuso con amargura Meg.
—Jo y yo haremos fortuna para todas ustedes; esperen otros diez años y
verán si no lo hacemos — dijo Amy que estaba sentada en un rincón,
haciendo pastelillos de barro, como Hanna solía llamar a los modelos de
pájaros, frutos y cabezas que hacía con arcilla.
— No puedo esperar, y temo que no tengo mucha fe en la tinta y el barro,
aunque agradezco tus buenas intenciones. —Meg suspiró y se volvió de
nuevo hacia el jardín helado; Jo, sentada a la mesa, dejó escapar un quejido y
abatida se apoyó sobre los codos, pero Amy siguió trabajando con energía, y
Beth, sentada a la otra ventana, dijo sonriendo:
—Dos cosas agradables van a suceder enseguida. Mamá viene por la calle
y Laurie está cruzando el jardín como si tuviera algo interesante que decirnos.
Ambos entraron; la señora March, haciendo su pregunta acostumbrada:
"¿Hay carta de papá, niñas? ", y Laurie, diciendo con tono persuasivo:
—¿No quiere alguien pasear en coche conmigo? He trabajado con las
matemáticas hasta marearme y voy a refrescarme con un buen paseo. Es un
día gris, pero el aire no es malo y voy a llevar a Brooke a casa. Ven, Jo, tú y
Beth me acompañarán; ¿no es verdad? que sí.
—Lo agradezco mucho, pero estoy ocupadísima —dijo Meg, sacando
rápidamente su canastilla de costura.
—Nosotras tres estaremos listas en un minuto —agregó Amy, dándose
prisa para lavarse las manos.
—¿Puedo serle útil en algo, señora madre? —preguntó Laurie,
apoyándose cariñosamente en el respaldo de la silla de la señora March, y
hablándole con el tono afectuoso que solía usar con ella.
—No, gracias, sino hacerme el favor de ir al correo, querido. Es día de
recibir carta, y no ha venido el cartero. Papá suele ser tan exacto como el sol,
pero quizás ha habido algún contratiempo en el camino.
La campana sonó vivamente, interrumpiéndole; un minuto después,
Hanna entró con un papel en la mano.
—Uno de esos telegramas, señora —dijo, dándolo como si temiera que
estallase o hiciera algún daño.
La señora March lo tomó rápidamente, leyó las dos líneas que contenía y
cayó de espaldas en su silla, tan blanca como si el papel le hubiese dado un
balazo en el corazón. Laurie corrió escalera abajo, en busca de agua, mientras
Meg y Hanna la sostenían, y Jo leyó:
"Señora March: Su esposo está enfermo de gravedad. Venga enseguida. S.
Hale Hospital Blanco. Washington."
¡Qué inmovilidad cayó sobre todas cuando escuchaban sin respirar
siquiera! ¡Cómo parecía oscurecerse el día y cambiar el mundo entero al
reunirse las muchachas alrededor de su madre, con la sensación de que iban a
perder toda la felicidad y el apoyo de su vida! La señora March reaccionó
pronto, leyó de nuevo el telegrama y abrazando a sus hijas, dijo con voz que
no olvidaron nunca: "Tengo que ir inmediatamente: tal vez sea demasiado
tarde. ¡Oh, hijas mías, ayúdenme a soportarlo!"
—Durante algunos minutos no se oyeron en el cuarto más que los
sollozos; palabras entrecortadas de consuelo, tiernas promesas de ayuda y
murmullos de esperanza que acababan en lágrimas. La pobre Hanna fue la
primera en reponerse, y, con inconsciente sabiduría, dio el buen ejemplo a
todos, pues para ella el trabajo era la panacea de casi todos los males.
—¡Que Dios salve al pobre! No hay que perder el tiempo llorando; voy a
arreglar enseguida sus cosas, señora —dijo con cariño, y secándose las
lágrimas con el delantal, estrechó respetuosamente la mano de su señora y se
fue a trabajar como tres mujeres en una.
—Tiene razón; no hay tiempo para llorar ahora. Hay que calmarse, hijas
mías; déjenme pensar.
Trataron de serenarse, mientras su madre se incorporaba, pálida pero más
tranquila, y dominando su dolor para pensar y hacer planes para ellas.
—¿Dónde está Laurie? —preguntó luego.
—Aquí, señora; ¡permítame servirle en algo! —gritó el chico, viniendo
del otro cuarto, donde se había retirado discretamente para dejarlas solas.
—Telegrafía diciendo que voy enseguida. El primer tren sale temprano
por la mañana; lo tornaré.
—¿Qué más? Los caballos están listos; iré a cualquier parte; haré
cualquier cosa que usted desee —contestó Laurie dispuesto a volar al fin del
mundo.
—Deja una carta en casa de la tía March. Jo, dame esa pluma y ese papel.
Jo puso la mesa enfrente de su madre, sabiendo que sería preciso pedir
prestado el dinero para el viaje largo y triste y pensando qué podría hacer
ella para aumentar un poco la cantidad necesaria.
—Ahora vete, hijo mío; pero no te mates corriendo a rienda suelta; no es
indispensable.
El consejo fue inútil, porque cinco minutos después Laurie, montando en
su caballo ligero, pasó por delante de la ventana como si su vida estuviera en
peligro.
—Jo, corre al salón y di a la señora King que no puedo ir. En el camino
compras estas cosas. Las llevaré conmigo; serán necesarias, y debo ir
preparada para hacer de enfermera. Las provisiones del hospital no son
siempre buenas. Beth, vete y pide al señor Laurence dos botellas de vino
añejo. No soy demasiado orgullosa para pedir limosna por el bien de papá;
debe tener lo mejor de todo. Amy, di a Hanna que baje la maleta negra; Meg,
ayúdame a encontrar mis cosas porque estoy trastornada.
Escribir, pensar y dirigirlo todo al mismo tiempo era bastante para
trastornar a la pobre señora, y Meg le rogó que se sentase tranquilamente en
su dormitorio por un rato y que las dejara a ellas hacer el trabajo. Todas se
esparcieron, como hojas sacudidas por el viento; y la familia, poco antes tan
tranquila y feliz, se vio repentinamente desbandada, como si el papel hubiera
contenido un mal sortilegio.
El señor Laurence llegó con Beth, trayendo toda clase de cosas útiles que
el buen señor podía pensar y las promesas más amistosas de protección para
las chicas durante la ausencia de su madre, lo cual le dio mucho ánimo. Se
ofreció a todo, incluso a acompañarla él mismo en el viaje. La señora March
no quiso aceptar que el señor anciano hiciera un viaje tan largo, pero no pudo
evitar una expresión de alivio cuando él habló del asunto, porque la ansiedad
no es buena preparación para un viaje. El notó la expresión, frunció las cejas,
se frotó las manos y se marchó de repente, diciendo que volvería pronto. No
habían tenido tiempo para acordarse de él otra vez, hasta que Meg,
atravesando el vestíbulo con un par de zapatillas en una mano y una taza de té
en la otra, se encontró de repente con el señor Brooke.
—Siento mucho la novedad, señorita March —dijo con tono amable, muy
grato a su espíritu turbado—. Vengo para ofrecerme a acompañar a su madre.
El señor Laurence me ha dado algunos encargos que hacer en Washington y
estaré muy contento de poder serle útil a su señora madre allá.
Meg dejó caer las zapatillas, y por poco deja caer también la taza al tender
la mano, con tal expresión de gratitud, que el señor Brooke se hubiera sentido
más que compensado por un sacrificio mayor que el que iba a hacer.
—¡Qué amables son todos ustedes! Mamá aceptará, estoy segura; y para
nosotras será un alivio saber que tiene alguien que cuide de ella. Muchísimas
gracias. — Meg hablaba con sentimiento y se olvidó enteramente de sí
misma, hasta que una mirada de su amigo hizo que recordase el té, que se
estaba enfriando, y lo condujo a la sala, diciendo que llamaría a su madre.
Todo estaba arreglado cuando Laurie volvió con una carta de la tía
March, que enviaba el dinero deseado, y unas líneas, repitiendo lo que dijera
muchas veces: que era ridículo que March se fuese al ejército, que siempre
había profetizado que nada bueno podía resultar de ello, y que esperaba que
tomarían su consejo para la próxima vez.
La señora March echó la carta al fuego; puso el dinero en su
portamonedas y continuó sus preparativos, con los labios apretados de tal
modo que Jo hubiera comprendido.
La tarde corta fue pasando; todos los encargos estaban hechos; Meg y su
madre estaban cosiendo algunas cosas necesarias, mientras Beth y Amy
preparaban la cena; Hanna acabó su planchado "a golpes", como ella decía y
Jo no había llegado aún. Comenzaron a inquietarse, y Laurie se fue a
buscarla, porque nadie sabía qué idea loca se le había metido en la cabeza. No
la encontró, sin embargo, y a poco Jo volvió con una expresión extraña en la
cara, mezcla de broma y de miedo, de satisfacción y de sentimiento, que dejó
perpleja a la familia, tanto como el manojo de billetes de Banco que puso
delante de su madre diciendo con voz algo entrecortada:
—Esta es mi contribución para ayudar a papá a traerlo a casa.
—Hija mía, ¿dónde has obtenido esto? ¡Veinticinco pesos! Jo, espero que
no hayas hecho nada imprudente.
—No; lo obtuve honradamente; no lo he mendigado, ni pedido prestado,
ni robado. Lo he ganado; y no creo que me reñirás, porque no hice más que
vender lo que me pertenecía.
Al decir esto, Jo se quitó el sombrero y vieron con asombro que su
abundante cabellera había sido cortada.
—¡Tu cabello! ¡Tu hermoso cabello! Jo, ¿cómo has podido hacerlo? ¡Tu
única belleza! Hija mía, no era necesario... No pareces mi Jo, pero te quiero
muchísimo por ello.
Mientras todas expresaban su admiración y Beth abrazaba tiernamente la
cabeza esquilada, Jo adoptó un aire indiferente, que no engañó a nadie, y dijo,
pasándose la mano por los mechones castaños y tratando de parecer contenta:
—Eso no afecta la suerte de la nación; conque no te lamentes, Beth. Será
bueno para mi vanidad; me estaba poniendo demasiado orgullosa de mi
peluca. Mi cerebro ganará con quitarse ese peso de encima; siento la cabeza
ligera y fresca, que da gusto, y el peluquero dijo que pronto tendría unos
bucles como los de un muchacho que me sentarían muy bien y serán fáciles
de peinar; estoy contenta; toma por favor el dinero y cenemos.
—Dímelo todo, Jo; no estoy completamente satisfecha, pero no puedo
culparte, porque sé con qué buena voluntad has sacrificado tu vanidad, como
la llamas, a tu amor. Pero, querida mía, no era necesario y temo que muy
pronto te arrepientas —dijo la señora March.
—¡No me arrepentiré! —respondió Jo con firmeza.
—¿Cómo se te ocurrió hacerlo? —preguntó Amy, que antes se hubiera
cortado la cabeza que su cabello.
—Bueno, deseaba hacer algo por papá —respondió Jo, mientras se
sentaban a la mesa—. Aborrezco pedir prestado tanto como mamá, y sabía
que la tía March gruñiría: siempre lo hace cuando se le pide un peso. Meg
había dado todo su sueldo trimestral para el alquiler y yo no hice más que
comprarme ropa con el mío; así que me sentía egoísta y tenía que obtener
dinero aunque tuviese que vender la nariz para ganarlo.
—No debías sentirte egoísta, hija mía; no tenías ropa de invierno y
compraste las cosas más sencillas que podías con lo que habías ganado —dijo
la señora March.
—Al principio no tenía la menor idea de vender mi cabello; pero andando
y pensando qué podía hacer, pasé por una peluquería y vi en el escaparate
trenzas con su precio marcado una trenza negra, más larga pero no tan espesa
como la mía: costaba cuarenta pesos. De repente se me ocurrió que tenía una
cosa de la cual podría sacar dinero, y sin detenerme a pensar entré; pregunté
si compraban cabello y cuánto darían por el mío.
—No comprendo cómo te atreviste —respondió Beth, asombrada.
—¡Bah!; era un hombre pequeño, que parecía no vivir más que para
aceitarse el cabello. Al principio se me quedó mirando desconcertado, como
si no estuviera acostumbrado a ver chicas entrar en su tienda para decirle que
les comprase el cabello. Dijo que no le gustaba el mío, que no era del color
de moda, y que de todos modos nunca solía dar mucho por ello; que el
trabajo de arreglarlo costaba mucho y todo lo demás. Como era tarde, yo
temía que si no se hacía enseguida no se haría nunca, y ya saben cuánto me
disgusta abandonar una cosa que he empezado; así, le rogué que lo tomara y
le expliqué la razón de mi prisa. Tal vez fue una tontería, pero cambió de
opinión, porque me excité algo y conté la historia en forma muy desordenada;
su esposa estaba oyendo y dijo muy amablemente "Tómaselo, Thomas, para
dar gusto a la señorita; lo mismo haría cualquier día para nuestro Jimmy si
tuviera una trenza que mereciera venderse."
—¿Quién era Jimmy? —preguntó Amy.
—Su hijo; dijo ella que estaba en el ejército. Qué amistosas se hacen las
personas desconocidas con estas cosas. Estuvo charlando todo el tiempo
mientras su esposo cortaba mi cabellera y me distrajo muy bien.
—¿No te dio pena cuando comenzó a cortar? —preguntó Meg.
—No; eché una última mirada a mi cabello mientras el hombre preparaba
sus cosas, y eso fue todo. Nunca me aflijo por pequeñeces; pero debo
confesar que tuve una sensación extraña cuando vi al cabello querido
extendido en la mesa y me toqué las puntas cortas y ásperas que me
quedaban. Me pareció haber perdido un brazo o una pierna. La mujer me vio
mirando mi cabello, y tomando un mechón largo me lo dio para guardarlo. Te
lo daré a ti, mamá, como recuerdo de las glorias pasadas; porque se está tan
cómoda con el cabello cortado, que no quiero volver a tener una guedeja.
La señora March tomó el mechón ondulado color castaño y lo puso en su
escritorio con otro gris. No dijo más que "gracias, querida mía", pero viendo
algo en su cara las chicas cambiaron de tema y hablaron lo más alegremente
posible de la bondad del señor Brooke, del tiempo que iba a hacer al día
siguiente y lo felices que serían cuando su padre volviese a casa para
reponerse.
Nadie quería acostarse cuando, a las diez, la señora March dejó la costura
y dijo:
—Vengan, hijas mías.
Beth se fue al piano y tocó el himno favorito de su padre; todas
comenzaron a cantar valientemente, pero una tras otra se echaron a llorar,
hasta que Beth quedó sola, cantando con todo su corazón, porque la música
era siempre el mayor de sus consuelos.
—Vayan a dormir y no hablen, porque tenemos que levantarnos temprano
y necesitamos todo el descanso posible. Buenas noches, queridas —dijo la
señora March.
La besaron silenciosamente y se fueron a la cama, como si el enfermo
querido estuviera en el dormitorio próximo.
Beth y Amy se durmieron pronto, a pesar de la pena que sentían, pero a
Meg la mantenían despierta los pensamientos más serios que había tenido en
su corta vida. Jo estaba tan quieta que su hermana la creía dormida, hasta que
un sollozo sofocado la hizo exclamar, al tocar una mejilla húmeda:
—Jo, ¿qué te pasa? ¿Estas llorando por papá?
—No; ahora no es por él.
—¿Por qué, entonces?
— ¡Mi cabello!... ¡Mi cabello!! —sollozó la pobre Jo, tratando en vano de
ahogar su emoción en la almohada.
Meg besó y abrazó a la afligida heroína muy tiernamente.
—No es que lo lamente —protestó Jo con voz entrecortada—. Lo haría
otra vez mañana si pudiera. Es la parte egoísta de mi ser que se pone a llorar
de esta manera tan tonta. No se lo digas a nadie; ya pasó todo. Pensé que
dormías; por eso gemí por mi única belleza. ¿Por qué estás despierta?
—¡No puedo dormirme; tan ansiosa estoy! —dijo Meg.
—Piensa en algo hermoso y pronto te dormirás.
—Ya lo he tratado, pero me siento más despierta que antes.
—¿En qué pensaste?
—En caras hermosas; especialmente en ojos —respondió Meg, son—
riéndose en la oscuridad.
—¿Qué color te gusta más?
—Castaños..., es decir, a veces... los azules también son hermosos.
Jo se rio; Meg le dijo que no hablase; prometió, amablemente, rizarle el
cabello y se durmió, soñando con su castillo en el aire.
Los relojes daban las doce y los dormitorios estaban muy tranquilos,
cuando una figura se deslizó de cama en cama, arreglando las mantas aquí,
enderezando una almohada allá y deteniéndose a mirar larga y tiernamente
cada cara inocente, para besarlas y para elevar las oraciones férvidas que sólo
las madres saben pronunciar. Cuando levantó la cortina para ver cómo estaba
la noche, apareció detrás de las nubes la luna y brilló sobre ella como un
rostro benévolo que parecía susurrar:
—¡Animo, corazón mío! Siempre hay luz detrás de las nubes.
CAPÍTULO 16 - CARTAS
A la fría y débil claridad del amanecer, las hermanas encendieron su
lámpara y leyeron sus Nuevos Testamentos con una seriedad jamás
experimentada antes. Los libritos estaban llenos de ayuda y consuelo.
Mientras se vestían, decidieron decir "adiós" alegremente, de manera que su
madre comenzara su viaje sin estar entristecida por lágrimas o quejas.
Todo parecía muy extraño; tanta oscuridad y silencio fuera, tanta luz y
movimiento dentro. Parecía raro desayunarse tan temprano, y hasta la cara
bien conocida de Hanna era cosa insólita con su gorro de dormir. El baúl
grande estaba listo en el vestíbulo; el abrigo y el sombrero de la madre sobre
el sofá, y ella misma estaba sentada, tratando de comer, pero tan pálida y
quebrantada por el insomnio y la preocupación, que a las chicas les fue muy
difícil mantener su resolución. Meg no podía evitar que los ojos se le llenasen
de lágrimas. Jo tuvo que esconder la cara en la toalla de la cocina más de una
vez, y los rostros de las muchachitas tenían una expresión grave y perturbada,
como si la tristeza fuera una nueva experiencia para ellas. Nadie habló
mucho, pero al acercarse la hora, y mientras esperaban el coche, la señora
March dijo a las chicas, que estaban ocupadas a su alrededor, una, plegando
el mantón; la otra, arreglando las cintas del sombrero; la tercera, poniéndole
los chanclos; la cuarta, cerrando su saco de viaje:
—Hijas mías, las dejo al cuidado de Hanna y bajo la protección del señor
Laurence; Hanna es la fidelidad misma y nuestro buen vecino las cuidará
como si fueran sus propias hijas. No temo por ustedes, pero deseo que
soporten bien esta pena. No se lamenten ni se quejen mientras estoy ausente,
ni piensen que podrán consolarse siendo perezosas y tratando de olvidar.
Sigan con su trabajo, porque el trabajo es un consuelo bendito. Tengan
esperanza y manténganse ocupadas; y si cualquier cosa sucede, recuerden que
nunca podrán quedar sin padre.
—Sí, mamá.
—Querida Meg, sé prudente, cuida de tus hermanas, consulta con Hanna,
y en cualquier duda pide consejo al señor Laurence. Ten paciencia, Jo; no te
desanimes ni hagas cosas temerarias; escríbanme con frecuencia; sé mi hija
valiente, siempre lista para ayudar y animar a las demás. Beth, consuélate con
tu música y sé fiel a los deberes domésticos; y tú, Amy, haz cuanto puedas
para ayudar; sé obediente y no te pongas triste.
—Sí, mamá, lo haremos, lo haremos.
El ruido del coche que se acercaba las sobresaltó y escucharon. Aquél fue
el momento más duro, pero las chicas lo soportaron bien; nadie lloró, nadie se
escapó ni lanzó un lamento, aunque estaban tristes al enviar amantes
recuerdos a su papá, acordándose de que podría ser demasiado tarde para
darlos. Abrazaron en silencio a su madre, estrechándola con ternura, y
procuraron agitar alegremente las manos cuando se marchaba.
Laurie y su abuelo llegaron para despedirla, y el señor Brooke parecía tan
fuerte, sensato y amable, que las chicas lo apodaron, allí mismo "Gran
corazón".
—¡Adiós, queridas mías!; que Dios bendiga y nos guarde a todos —
murmuró la señora March, al besar a todas las caras queridas, una tras otra, y
apresurarse a subir al carruaje.
Cuando el coche partía salió el sol y ella, mirando atrás, lo vio brillar
como una buena señal sobre el grupo reunido en la puerta. Ellas lo vieron
también, sonrieron y agitaron las manos; la última cosa que se vio, al doblar
la esquina, fue las cuatro caras alegres y detrás de ellas, como su guardián, el
viejo señor Laurence, la buena Hanna y el fiel amigo Laurie.
—¡Qué amables son todos con nosotras! —exclamó la señora March.
—No sé cómo podría ser de otro modo —respondió el señor Brooke,
riéndose de forma tan contagiosa que la señora March no pudo evitar el
sonreírse. Así, con el buen presagio de sol, sonrisas y palabras alegres,
comenzó el viaje.
— Estoy como si hubiera ocurrido un terremoto —dijo Jo, sus vecinos
volvían a su casa para el desayuno.
—Parece como si se hubiera ido la mitad de la familia dijo tristemente
Meg.
Beth abrió los labios para decir algo, pero no pudo hacer más que señalar
el montón de medias bien zurcidas que estaban en la mesa de su madre,
demostrando que aun durante los últimos momentos tan agitados había
pensado en ellas y trabajado para ellas. Era un pequeño detalle, pero las
conmovió muchísimo y, a pesar de sus valientes resoluciones, todas se
echaron a llorar.
Hanna tuvo el acierto de dejarlas que se desahogaran; y cuando el mal
rato dio señales de aclarar, vino para darles ánimo, armada con una cafetera.
—Ahora, señoritas, recuerden lo que ha dicho su madre, y no se
acongojen; vengan y tomen todas una taza de café, y después al trabajo, para
honrar a la familia.
El café era bueno, y Hanna demostró su tacto al hacerlo aquella mañana.
Ninguna pudo resistir sus persuasivos movimientos de cabeza ni la aromática
invitación que brotaba por el pico de la cafetera; se sentaron a la mesa,
cambiaron sus pañuelos por servilletas y en diez minutos se habían calmado.
—"Esperar y mantenerse ocupado", esa es nuestra divisa; veremos quién
la recuerda mejor. Iré a casa de la tía March, como de costumbre. ¡Vaya
sermón que me espera! —dijo Jo, mientras bebía su café.
—Yo iré a lo de miss King, aunque preferiría quedarme en casa a cuidar
de las cosas —contestó Meg.
—No hace falta; Beth yo podemos arreglar la casa muy bien —agregó
Amy, dándose importancia.
—Hanna nos dirá lo que debemos hacer y para cuando vuelvan tendremos
todo en orden —añadió Beth.
— Creo que la ansiedad es muy interesante —observó Amy, comiendo
azúcar, pensativa.
Las chicas no pudieron menos de reírse, aunque Meg hizo un grave
movimiento de cabeza a la señorita que encontraba consuelo en el azucarero.
La vista de los pastelillos calmó a Jo, y cuando las dos salieron a sus
tareas diarias se volvieron para mirar hacia la ventana donde solían ver la
cara de su madre. No estaba allá; pero Beth se había acordado de la
ceremonia doméstica y les enviaba saludos con la cabeza.
—¡Muy propio de Beth! —dijo Jo, agitando el sombrero con cara
agradecida—. Adiós, Meg; espero que los King no te fastidiarán hoy. No te
acongojes por papá, querida —añadió, mientras se separaban.
—Espero que la tía March no gruñirá. Tu cabello te queda muy bien y
pareces un muchacho guapo —repuso Meg.
—Ese es mi único consuelo y levantando su sombrero al estilo de Laurie
se separó de su hermana.
Las noticias de su padre consolaron mucho a las chicas; porque, aunque
muy grave, la presencia de la enfermera más tierna que podía haber le había
hecho bien. El señor Brooke enviaba noticias todos los días, y como cabeza
de familia, Meg insistía en leer las cartas, que iban siendo más alegres a
medida que pasaba la semana. Al principio, todas estaban deseosas de
escribir; los sobres que echaban en el buzón abultaban considerablemente.
Como uno de ellos contenía cartas características de toda la compañía, lo
hemos robado para leerlas.
Queridísima mamá:
Es imposible decirte la alegría que nos dio tu última carta; las noticias
eran tan buenas, que no podíamos menos de llorar y reír al leerlas. ¡Qué
amable es el señor Brooke y qué suerte que los negocios del señor Laurence
lo detengan cerca de ti tanto tiempo, ya que es tan útil para ti y para papá! Las
chicas son ángeles. Jo me ayuda con la costura, e insiste en hacer todos los
trabajos duros. Temería que hiciese demasiado si no supiera que "esta
disposición moral" no durará mucho; Beth trabaja con la regularidad de un
reloj y nunca olvida lo que nos dijiste. Está ansiosa por papá y parece triste,
menos cuando está tocando el piano. Amy me obedece y yo la cuido bien. Se
arregla el cabello ella misma, y le estoy enseñando a hacer ojales y a zurcir
sus medias. Hace cuanto puede y estoy segura de que te sorprenderás de sus
progresos cuando vengas. El señor Laurence nos cuida como una gallina a
sus polluelos, como dice Jo, y Laurie es muy amable y buen vecino. Él y Jo
nos dan ánimo, porque, a veces, nos entristecemos y nos sentimos huérfanas
estando tú tan lejos. Hanna es una verdadera santa; no protesta nunca y
siempre me llama "señorita Margaret", lo cual está muy bien, y me trata con
respeto. Todas estamos bien y ocupadas, pero deseando día y noche que
vuelvan ustedes.
Mi amor más tierno a papá, y créeme tu hija que te quiere mucho.
Meg.
Esta carta, esmeradamente redactada en papel perfumado, hacía contraste
con la carta siguiente, escrita con garabatos en una hoja grande de papel
comercial, adornada con borrones y toda clase de rabos en las letras:
Mi preciosa mamá:
¡Tres vivas por el querido papá! Brooke fue un "hacha" telegrafiando
enseguida para que lo supiésemos tan pronto como empezó a mejorar.
Cuando vino la carta corrí escalera arriba a la boardilla y traté de dar gracias
a Dios por haber sido tan bueno con nosotras, pero no podía hacer más qué
llorar y decir: "¡qué contenta estoy!, ¡qué contenta estoy!" ¿No era eso tan
bueno como una verdadera oración? Porque repetía muchísimas en mi
corazón. Nos pasan cosas muy graciosas; y ahora puedo divertirme con ellas,
porque todo el mundo es tan bueno, que es como si viviésemos en un nido de
tórtolas. ¡Cuánto te reirías si vieras a Meg sentada a la cabecera de la mesa,
tratando de ser maternal! Cada día está más guapa y a veces estoy enamorada
de ella. Las niñas son verdaderos arcángeles y yo..., pues soy Jo, y nunca seré
otra cosa. Tengo que decirte que por poco riño con Laurie. Le dije con
franqueza lo que pensaba de una tontería suya, y se ofendió. Yo tenía razón,
pero no debí hablar como hablé y él se fue a su casa diciendo que no volvería
hasta que no le pidiese perdón. Yo declaré que no lo haría y me puse muy
rabiosa. Esto duró todo el día; me sentía pesarosa y te echaba mucho de
menos. Laurie y yo somos ambos tan orgullosos, que nos cuesta mucho pedir
perdón, pero yo pensé que él vendría porque yo tenía razón. No vino, y al
anochecer me acordé de lo que dijiste cuando Amy se cayó en el río. Leí mi
librito, me sentí mejor, decidí no dejar que pasara la noche enojada y corrí
para decir a Laurie que me arrepentía. En la puerta del jardín me encontré con
él, que venía a lo mismo. Ambos nos echamos a reír, nos pedimos perdón y
nos sentimos buenos y contentos de nuevo. Ayer, mientras ayudaba a Hanna
a lavar la ropa, compuse un poema; y lo pongo en el sobre para divertir a
papá. Abrázalo por mí, y soporta mil besos de parte de tu atolondrada.
Jo.
CANCIÓN DEL LAVADERO
Alegre reina soy del lavadero
y al ver de blanca espuma lleno el balde, canto feliz al tiempo que restriego,
que abono y aclaro y tiendo al aire. El sol sobre la ropa alto pregona que soy
una excelente y fiel fregona.
Manchas que afean corazones y almas limpiar del todo con afán quisiera
y que el milagro de las ropas blancas en nosotros también se repitiera. ¡Qué
glorioso sería aquel lavado que el corazón dejara inmaculado!
Por el sendero de la vida activa acrecen de paz y de quietud las flores; la
mente en el servicio entretenida, lugar no deja a penas ni temores.
De negros pensamientos nos libramos si con ardor la escoba manejamos.
Contenta estoy de verme atareada y al trabajo sujeta cada día; esperanza me
da, salud preciada, fortaleza invencible y alegría. ¡Corazón, a sentir! ¡Mente,
a pensar! Manos, nunca dejen de trabajar.
Mi querida mamá:
No me queda más espacio que para enviarte mi amor y unos pensamientos
desecados de la planta que he guardado en casa para que papá la viese. Cada
mañana leo, trato de ser buena todo el día y me duermo cantando el himno de
papá. Ahora no puedo cantar "País de los leales"; me hace llorar. Todos son
muy amables y somos tan felices como es posible serlo sin ti. Amy quiere el
resto de la página, así que debo parar. Doy cuerda al reloj todos los días y
ventilo las habitaciones. Besos a mi querido papá en la mejilla que él llama
mía. ¡Oh, vuelve pronto! Tu cariñosa hija.
Beth.
Ma cherie mamá:
Estamos todas bien; siempre estudio mis lecciones y nunca corroboro a
las chicas. Meg dice que quiero decir contradecir, así que dejo las dos
palabras, y tú escogerás la más correcta. Meg me sirve de mucho consuelo y
me permite tomar jalea todas las noches con el té; Jo dice que me hace mucho
bien, porque me mantiene de buen humor. Laurie no me trata tan
respetuosamente como debería, ahora que voy a cumplir trece años; me llama
pollita y me ofende hablándome francés muy deprisa cuando digo "Merci" o
"Bonjour", como hace Hattie King. Las mangas de mi vestido azul estaban
todas gastadas y Meg le puso mangas nuevas, pero no me van bien y son más
azules que el vestido. Esto me disgustó, pero no me quejé, porque soporto
bien mis penas, pero me gustaría que Hanna pusiera más almidón a mis
delantales y que hiciera pastelillos todos los días. ¿No puede hacerlo? ¿No te
parece que he escrito muy bien ese signo de interrogación? Meg dice que mi
puntuación y ortografía son vergonzosas, y estoy humillada, pero, ¡pobre de
mí!, tengo tanto que hacer, que no puedo detenerme a pensar. Adiós.
Montones de amor a papá.
Tu hija cariñosa. Amy Curtis March.
Muy señora mía:
Nada más que unas líneas para decirle que lo pasamos de primera. Las
chicas son listas y hacen las cosas volando. La señorita Meg va a salir una
verdadera ama de casa; tiene gusto para ello y se pone al corriente de las
cosas con una rapidez que asombra; Jo les gana a todas en echar a trabajar,
pero no se detiene a calcular primero, y usted no sabe lo que va a salir. El
lunes lavó un balde lleno de ropa, pero la almidonó antes de retorcerla, y dio
añil a un vestido color de rosa, hasta que pensé morirme de risa. Beth es una
criatura buenísima y me ayuda muchísimo, tan previsora y prudente. Trata de
aprender todo; va al mercado como una persona mayor y, con mi ayuda, lleva
las cuentas muy bien. Hasta el presente hemos estado muy económicas; no
permito que las chicas tomen el café más que una vez por semana, como
usted quiere, y les doy comestibles simples y buenos. Amy no se queja; se
pone sus mejores vestidos y come dulces. El señor Laurie es tan travieso
como siempre, y a menudo nos revuelve la casa de arriba abajo, pero anima a
las chicas; así que no tiro de la cuerda. El señor anciano nos envía
muchísimas cosas y es algo pesado, pero lo hace con buena intención y no
debo criticarlo. La masa está subiendo y tengo que acabar. Envío mis
respetos al señor March, y espero que se haya repuesto.
Su servidora. Hanna Mullet."
Señora enfermera principal de la sala II:
Todo está sereno sobre Rappahannock; los soldados, en perfecto estado;
la intendencia, bien conducida; la guardia doméstica, bajo el coronel Teddy,
siempre en servicio; el ejército es inspeccionado todos los días por el
comandante en jefe, general Laurence. En el campamento, el sargento Mullet
mantiene el orden, y el comandante León está de guardia por la noche. Al
recibirse las buenas noticias de Washington, se hizo una salva de veinticuatro
cañonazos y hubo gran desfile en el cuartel general.
El capitán general envía sus mejores deseos, a los cuales se unen los del
coronel Teddy.
Muy señora mía:
Las muchachitos gozan de buena salud; Beth y mi nieto me dan noticias
todos los días; Hanna es una criada perfecta: guarda a Meg como un dragón.
Me alegro de que continúe el buen tiempo; no vacile en utilizar los servicios
de Brooke, y si sus gastos exceden lo calculado, gire sobre mí por la cantidad
necesaria. No permita que le falte nada a su esposo. Gracias a Dios que va
mejorando.
Su servidor y amigo sincero. James Laurence.
Beth tuvo la fiebre y estuvo mucho más grave de lo que todos, excepto
Hanna y el médico, sospechaban. Las chicas no entendían de enfermedades y
al señor Laurence no se le permitió ver a la enferma, de modo que Hanna
asumió el mando y el doctor Bangs, ocupadísimo, hizo cuanto pudo, pero
dejó mucho que hacer a tan excelente enfermera.
Meg se quedó en casa, por miedo de llevar el contagio a los King,
encargándose del trabajo doméstico y sintiéndose algo culpable cuando
escribía a su madre sin decir una palabra de la enfermedad de Beth. No le
parecía justo engañarla así, pero le habían dicho que obedeciera a Hanna y
ésta no consentía que la señora March se enterase y estuviera acongojada por
tal pequeñez. Jo se consagró a Beth día y noche, tarea no difícil, porque Beth
era muy paciente y soportaba el dolor sin quejarse mientras podía dominarse.
Pero llegó un momento en que, durante los ataques de fiebre, comenzó a
hablar con voz ronca y entrecortada, a tocar sobre la colcha con los dedos,
como si fuese su querido piano, y trató de cantar con la garganta tan
inflamada que no podía dar una nota. No conocía las caras familiares que la
rodeaban, y llamaba suplicante a su padre. Entonces Jo se alarmó, Meg pidió
permiso para escribir la verdad y aun Hanna dijo que lo "pensaría, aunque
todavía no había ningún peligro". Una carta de Washington aumentó sus
penas, porque el señor March había sufrido una recaída y no podía pensar en
volver por mucho tiempo.
¡Qué oscuros parecían ahora los días, qué triste y solitaria la casa y qué
afligidos los corazones de las hermanas, mientras trabajaban y esperaban, con
la sombra de la muerte cerniéndose sobre el hogar antes tan feliz!
Fue entonces cuando Meg, dejando caer con frecuencia las lágrimas en su
costura, comprendió lo rica que había sido en cosas de más valor que todos
los lujos que pudiese comprar el dinero: en amor, protección, paz, salud, las
verdaderas bendiciones de la vida. Fue entonces que, Jo, viviendo en el
dormitorio oscurecido con la paciente hermanita siempre a la vista y con
aquella voz triste sonando en sus oídos, aprendió a ver la belleza y la dulzura
del carácter de Beth, y a darse cuenta del lugar profundo y tierno que tenía en
todos sus corazones y a reconocer el valor de la abnegación y desinterés de su
hermanita. Y Amy, en su destierro, anhelaba estar en su casa para poder
trabajar con Beth, recordando con tristeza, llena de arrepentimiento, cuántas
tareas descuidadas habían hecho aquellas manos complacientes por ella, de
buena voluntad. Laurie frecuentaba la casa como un espíritu inquieto, y el
señor Laurence cerró con llave el piano de cola, que le recordaba a la vecina
joven, que tan gratas solía hacerle las horas del crepúsculo. El lechero, el
panadero, el tendero y el carnicero preguntaban por ella; la pobre señora
Hummel vino para pedir perdón por su descuido y para obtener una mortaja
para Minna; los vecinos enviaron toda clase de cosas útiles con sus buenos
deseos, de modo que hasta los que mejor la conocían se sorprendieron al
descubrir cuántos amigos tenía la tímida Beth.
Entretanto, ella estaba en la cama con la vieja muñeca Joanna a su lado,
porque aun en su inconsciencia no se olvidó de su favorita abandonada.
Deseaba mucho ver a sus gatos, pero no permitió que se los trajeran por
miedo a que cayesen enfermos, y en las horas tranquilas se preocupaba
mucho por Jo, Enviaba recados cariñosos a Amy, les encargaba dijesen a su
madre que pronto le escribiría, y a menudo pedía un lápiz y papel y quería
escribir algunas líneas para su padre, para que no creyese que lo olvidaba.
Pero pronto terminaron incluso aquellos intervalos de conocimiento, y estaba
hora tras hora a agitada por la fiebre, pronunciando palabras incoherentes, o
caía en un profundo sopor, que no le permitía descansar. El médico venía dos
veces al día. Hanna velaba toda la noche; Meg tenía un telegrama en su
escritorio, listo para ser despachado en cualquier momento, y Jo no se
separaba del lado de Beth.
El primero de diciembre fue un verdadero día de invierno para ellas,
porque soplaba un viento penetrante, nevaba copiosamente, y el año parecía
prepararse para morir. Aquella mañana, cuando vino el médico, examinó
cuidadosamente a Beth por mucho tiempo, tuvo la mano afiebrada entre las
suyas por un minuto, y la soltó tranquilamente, diciendo en voz baja a Hanna:
—Si la señora March puede dejar a su esposo, sería mejor telegrafiarle.
Hanna asintió con la cabeza sin decir nada, porque los labios le temblaban
nerviosamente; Meg cayó en una silla, porque al oír aquellas palabras las
fuerzas la abandonaron; Jo, después de quedarse inmóvil un minuto, muy
pálida, corrió a la sala, tomó el telegrama, y echándose encima un abrigo de
cualquier manera, salió precipitadamente a la calle. Pronto estuvo de vuelta, y
mientras se quitaba el abrigo sin hacer ruido, llegó Laurie con una carta que
decía que el señor March mejoraba de nuevo. Jo la leyó con gratitud, pero su
corazón seguía tan oprimido y su rostro revelaba tanta tristeza, que Laurie
preguntó vivamente:
—¿Qué pasa? ¿Está peor Beth?
—He telegrafiado a mamá —dijo Jo.
—¡Bien hecho, Jo! ¿Lo has hecho por propia decisión?
—No; el médico lo encargó.
—¡Oh, Jo!; ¿tan mal está? —exclamó Laurie alarmado.
—Sí, lo está; no nos conoce, ni habla del rebaño de tórtolas verdes, como
suele llamar a las hojas del viñedo en la pared; no parece mi Beth, y no hay
nadie para ayudamos a soportarlo; mamá y papá están ausentes, y Dios
parece tan lejano que no puedo encontrarlo.
Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, la pobre Jo extendía la
mano en un gesto de desamparo, como si buscara ayuda ciegamente en la
oscuridad, y Laurie la tomó en la suya, murmurando lo mejor que su emoción
le permitió hacerlo:
—Aquí estoy yo; apóyate en mí, querida Jo.
Ella no pudo contestar, pero "se apoyó en él", y el calor de su mano amiga
consoló su corazón doliente, pareciendo guiarla al brazo divino, el único que
podía sostenerla en su aflicción. Laurie quería decirle algo tierno y
consolador, pero al no encontrar palabras adecuadas, permaneció callado,
acariciándole suavemente la cabeza como solía hacer su madre. No podría
haber hecho nada mejor, porque Jo se sintió más calmada por aquella
simpatía mutua, que por palabras suaves.
— Gracias, Teddy; ahora estoy mejor; no me siento tan abandonada, y
trataré de soportar lo que venga.
—No pierdas la esperanza; eso te ayudará mucho, Jo. Pronto estará aquí
tu madre y entonces todo irá bien.
—¡Me alegro mucho de que papá esté mejor!, ahora no le costará tanto a
mamá dejarlo. ¡Ay de mí!, parece como si las penas vinieran todas de una
vez, y como si yo llevara la parte más pesada.
—¿No lleva Meg su parte?
—Sí, trata de llevarla, pero ella no quiere tanto a Beth como yo; no la
echará de menos. Beth es mi conciencia, ¡y no puedo perderla, no puedo, no
puedo!
Jo escondió su cara en el pañuelo mojado y lloró desesperadamente,
porque hasta entonces se había mantenido fuerte, sin derramar una lágrima.
Laurie le secó los ojos con la mano, pero no pudo hablar hasta que dominó la
sensación de un nudo en la garganta. Podrá parecer poco viril pero no podía
impedirlo, de lo cual me alegro. Luego, a medida que se calmaban los
sollozos de Jo, dijo con tono esperanzado:
—No creo que se muera; es tan buena y todos la queremos tanto, que
Dios no se la llevará todavía.
—La gente buena y amada siempre se muere —gimió Jo.
—¡Pobrecita!: ¡estás rendida de cansancio! No es propio de tu carácter
desesperarte. ¡Ánimo, que todo se arreglará!
—¡Qué buen médico y amigo eres, Teddy! ¿Cómo podré pagarte?
—Ya te enviaré la cuenta. Esta noche, por lo pronto, te daré algo que te
calentará el corazón.
—¿Qué es?
—Ayer telegrafié a tu madre, y Brooke ha contestado que vendrá
enseguida; esta noche estará aquí y todo irá bien. ¿No te alegras de que lo
haya hecho?
Jo se puso blanca, se levantó precipitadamente, y tan pronto como acabó
de hablar le echó los brazos al cuello, y exclamó riendo y llorando a la vez:
—¡Oh, Lauriel! ¡Oh, mamá! ¡Qué contenta estoy! —y se reía
histéricamente, temblando y abrazando a su amigo, como si las noticias la
hubieran desconcertado.
Laurie, aunque muy sorprendido, se condujo con calma; la acarició
tiernamente, y descubriendo que se reponía, completó el tratamiento con unos
besos tímidos, que al instante volvieron a Jo a su estado normal. Apoyándose
en el pasamano, lo rechazó suavemente, diciendo sin aliento:
—¡No!, ¡No quise hacer eso! ¡Qué atrocidad! Pero fuiste tan bueno
telegrafiando a pesar de las órdenes de Hanna, que no pude menos de
abrazarte. Dímelo todo, y no me des vino otra vez; me hace portar como una
tonta.
—No me importa —dijo Laurie, riéndose—. Pues, verás: Yo estaba
inquieto y mi abuelo también. Pensábamos que Hanna abusaba de su
autoridad, y que tu mamá debía saber lo que pasaba. No nos perdonaríamos
jamás si Beth..., bueno, si sucediera algo. Así convencí a mi abuelo de que
era hora de intervenir, y salí disparando a Telégrafos, porque el médico me
pareció preocupado y Hanna casi no comió cuando propuse telegrafiar. No
soporto que me reten; eso me decidió y lo hice. Tu mamá vendrá, estoy
seguro, el último tren llega a las dos de la mañana. Iré a esperarla; lo único
que tienes que hacer es contener tu alegría y procurar que Beth esté tranquila
hasta que tu madre llegue.
—¡Laurie, eres un ángel! ¿Cómo podré agradecértelo?
—Abrázame otra vez —dijo Laurie, con picardía.
—No, gracias. Cuando venga tu abuelo lo haré por su conducto. No te
burles de mí; vete a casa y descansa, porque tendrás que velar la mitad de la
noche. ¡Que Dios te bendiga, Teddy!
Jo se había retirado a un rincón mientras hablaba, y al terminar
desapareció precipitadamente en la cocina, donde se sentó y les dijo a los
gatos reunidos allí lo contenta que estaba.
—Es el muchacho más entrometido que he visto en mi vida, pero lo
perdono, y espero que la señora March llegará cuanto antes —dijo Hanna,
con alivio, cuando Jo le dio la noticia.
Meg se alegró en silencio, y se sumergió después en la carta, mientras Jo
arreglaba el dormitorio e la enferma y Hanna preparaba dos pasteles por si
había compañía inesperada. Una corriente de aire fresco parecía soplar por
toda la casa, y algo mejor que la luz del sol alegraba los cuartos tranquilos;
todo parecía experimentar un cambio lleno de esperanza; el pájaro de Beth se
puso a cantar de nuevo, y una rosa medio soplada por el viento fue
descubierta en el rosal de Amy, que crecía al lado de la ventana; los fuegos
parecieron arder con viveza inusitada, y cada vez que las chicas se
encontraban, sus caras se iluminaban con sonrisas, mientras se abrazaban
susurrando:
—¡Viene mamá! ¡Viene mamá!
Todas se alegraban menos Beth, sumida en un estupor profundo, sin idea
de esperanza o de alegría, de duda o de peligro. Daba pena verla, la cara
rosada en otro tiempo, tan cambiada y pálida; las manos, débiles y flacas; los
labios, antes sonrientes, mudos, y el cabello, siempre tan bien arreglado,
esparcido en la almohada, desordenado y enredado. Todo el día estuvo así,
despertándose sólo de vez en cuando para murmurar "agua", con labios tan
secos que apenas podían pronunciar la palabra; todo el día Jo y Meg la
cuidaron, observando, esperando y poniendo su fe en su madre y en Dios; y
todo el día sopló un viento furioso y las horas pasaron lentamente. Por fin
anocheció; cada vez que el reloj daba una hora, las hermanas, sentadas a uno
y otro lado de la cama, se miraban con ojos más alegres, porque con cada
hora se acercaba más el auxilio. El médico había venido para decir que
probablemente antes de medianoche habría un cambio para mejor o peor, y
que a esa hora volvería.
Hanna, completamente rendida, se acostó en el sofá a los pies de la cama,
quedándose profundamente dormida; en la sala, el señor Laurence iba y
venía, con la sensación de que era preferible afrontar una batería de cañones
rebeldes que la cara de la señora March cuando entrara; Laurie estaba echado
en la alfombra, fingiendo descansar, pero mirando fijamente el fuego con
expresión pensativa, que hacía tan hermosos sus ojos negros.
Las chicas no olvidaron jamás aquella noche, durante la cual no pudieron
cerrar los ojos, con esa sensación terrible de impotencia que se apodera de
nosotros en tales ocasiones.
—Si Dios nos deja a Beth, jamás volveré a quejarme —susurró Meg con
sinceridad.
—Si Dios nos deja a Beth, trataré de amarle y servirle toda mi vida —
respondió Jo con igual fervor.
—Quisiera no tener corazón, tanto me duele —suspiró Meg después de
una pausa.
—Si la vida es a menudo tan dura como esto, no veo cómo podremos
resistirla —añadió su hermana con desesperación.
En esto el reloj dio las doce y ambas se olvidaron de sí mismas para
observar fijamente a Beth, porque imaginaron ver un cambio en la cara
pálida. La casa estaba tan tranquila como la muerte, y sólo el soplar del
viento rompía el silencio profundo. Hanna seguía durmiendo, y nadie más
que las hermanas notaron la sombra pálida que pareció caer sobre la cara
pequeña. Pasó una hora y nada sucedió, más que la silenciosa salida de
Laurie a la estación. Pasó otra y todavía no venía nadie; las pobres chicas
empezaron a temer que la tormenta hubiera causado retrasos o accidentes en
el camino, o, lo que era peor, que hubiera sucedido algo malo en Washington.
Eran más de las dos cuando Jo, que estaba en la ventana pensando qué
triste parecía el mundo en su mortaja de nieve, oyó un movimiento en la
cama, y, volviéndose con rapidez, vio a Meg, de rodillas delante de la butaca
de su madre, con la cara escondida. Un miedo terrible la acometió con el
pensamiento: Beth ha muerto y Meg no se atreve a decírmelo.
Volvió al punto a su puesto y observó un cambio extraordinario. El rubor
de la fiebre Y la expresión de dolor habían desaparecido, y tan tranquila y
pálida estaba la pequeña cara querida en ese descanso completo, que Jo no
sintió deseos de llorar o quejarse. Inclinándose sobre aquella hermana
queridísima, besó su frente húmeda con mucha emoción y murmuró
suavemente: ¡Adiós, Beth mía, adiós!
Como si el movimiento la hubiera despertado, Hanna se levantó
sobresaltada, se acercó a la cama, miró a Beth, le tocó las manos, escuchó su
respiración y después echándose el delantal por encima de la cabeza, se sentó
en la mecedora, exclamando en voz baja: "La fiebre ha pasado; el sueño es
natural; tiene la piel húmeda y respira con facilidad. ¡Gracias a Dios!
¡Bendito sea el cielo!"
—Sí queridas mías, creo que la muchachita se repondrá esta vez. No
hagan ruido; déjenla dormir, y cuando se despierte denle...
Lo que habían de darle, ninguna de las dos hermanas lo oyó, porque
ambas se deslizaron hacia el rellano oscuro, y sentándose en la escalera, se
abrazaron, demasiado conmovidas para expresar de otro modo su alegría.
Cuando volvieron, encontraron a Beth, acostada como solía estar, con la
mejilla apoyada en la mano, sin la terrible palidez anterior y respirando
naturalmente como si acabara de dormirse.
—¡Si viniera mamá ahora! —dijo Jo, cuando comenzaba a clarear.
—Mira —susurró Meg, entrando con una rosa blanca medio abierta en la
mano—, era para Beth si nos dejaba; durante la noche se ha abierto. Voy a
ponerla aquí en mi florero, para que cuando se despierte lo primero que vea
sea la rosita y la cara de mamá.
Nunca había salido el sol con tanta belleza ni había parecido tan
encantador como surgió a los ojos de Meg y Jo, cuando observaban el
amanecer al terminarse la triste y larga velada.
—Parece una tierra de hadas —dijo Meg.
—¡Escucha! —gritó Jo, levantándose precipitadamente.
Abajo se oía sonido de cascabeles, una exclamación de Hanna y después
la voz de Laurie que susurraba alegremente:
—¡Niñas, ha llegado; ha llegado!
Mientras sucedían estas cosas, Amy pasaba malos ratos en casa de la tía
March. Se le hacía muy duro el destierro, y por primera vez en su vida
apreció lo mimada que la tenían en su casa. La tía March no mimaba a nadie
(no lo creía bueno), pero quería ser amable, porque le gustaba mucho la bien
educada niña, y la tía March conservaba alguna ternura en su corazón anciano
para las niñas de su sobrino, aunque no creyese conveniente demostrarlo. En
realidad, hacía cuanto podía para hacer feliz a Amy; pero, ¡qué
equivocaciones cometía! Hay ancianos que se mantienen jóvenes de corazón
a pesar de sus arrugas y canas; pueden comprender los pequeños cuidados y
alegrías de los niños; hacerlos sentirse a gusto y esconder lecciones sabias
bajo juegos agradables, haciéndose amigos de la manera más dulce. La tía
March no tenía este don. Fastidiaba a Amy con sus reglas y mandatos, sus
modales rígidos y sus discursos largos y pesados. Al descubrir que la niña era
más dócil y complaciente que su hermana, la anciana se sintió en el deber de
contrarrestar en lo posible los malos efectos de la libertad e indulgencia del
hogar. Tomó a su cargo a Amy y la educó como la habían educado a ella
hacía sesenta años; procedimiento que desanimó a Amy, dándole la sensación
de una mosca prendida en una tela de araña muy severa.
Todas las mañanas tenía que fregar tazas y frotar las cucharillas, la tetera
gruesa de plata y los vasos, hasta sacarles brillo. Después, limpiar la tierra del
cuarto. Ni una mota escapaba a los ojos de la tía March, y todos los muebles
tenían patas torneadas y talladas que nunca se habían limpiado a la
perfección.
Después había que dar de comer al loro, peinar al perro y subir y bajar las
escaleras doce veces para buscar cosas o recados, porque la anciana señora
era muy coja y rara vez dejaba su butaca. Terminadas estas aburridas tareas,
debía estudiar. Entonces le permitía tomar una hora para hacer ejercicio o
jugar, y ¡cómo se divertía!
Laurie venía todos los días, y con mucha habilidad lograba que la tía
March dejara salir a Amy con él, y entonces paseaban, iban a caballo y se
divertían mucho. Después de la comida tenía que leer en voz alta y sentarse
inmóvil mientras dormía su tía, lo cual solía hacer por una hora, porque se
quedaba dormida con la primera página. Entonces aparecía la costura de
retacitos o de toallas, y Amy cosía con humildad exterior y rebeldía interior
hasta el crepúsculo, cuando tenía permiso para divertirse hasta la hora del té.
Las noches eran lo peor de todo, porque la tía March se ponía a contar
cuentos de su juventud, tan pesados que Amy deseaba acostarse, con la
intención de llorar su suerte cruel, aunque generalmente se dormía sin haber
derramado más que una o dos lágrimas.
Sin la ayuda de Laurie y de la vieja Ester, la doncella, no hubiera podido
aguantar aquel tiempo terrible. El loro bastaba para volverla loca, porque
pronto descubrió que no agradaba a la niña y se vengó con toda clase de
travesuras. Cada vez que se acercaba a él le tiraba del cabello; volcaba el pan
con leche para enojarla cuando acababa de limpiar su jaula; hacía ladrar al
perro, picoteándolo, mientras dormitaba la señora; le daba nombres poco
gratos delante de los demás, y se portaba, en fin, como un pajarraco
insoportable. Tampoco podía ella aguantar al perro, animal regordete e
irritable, que le gruñía mientras lo cepillaba, y solía echarse al suelo patas
arriba cuando quería algo de comer, lo que ocurría una docena de veces al
día. La cocinera tenía mal genio, el viejo cochero era sordo y Ester era la
única persona que hacía algún caso de la señorita.
Ester era francesa, había vivido con "Madame" — como solía llamar a su
señora— por muchos años, y dominaba a la anciana, que no podía prescindir
de ella. Simpatizó con la señorita y la divertía mucho con cuentos curiosos de
la vida en Francia, cuando Amy estaba sentada a su lado, mientras ella
planchaba los encajes de la señora. Ella le permitió vagar por la casa grande
para examinar las cosas bonitas y raras colocadas en armarios espaciosos y
cofres antiguos, porque la tía March almacenaba artículos como una urraca.
Lo que más le gustaba a Amy era un bargueño lleno de cajoncitos y
lugares secretos, en los cuales había toda clase de algunas de gran valor, otras
nada más que curiosas, todas joyas más o menos antiguas. Examinar y poner
en orden aquellas cosas agradaba mucho a Amy, sobre todo los estuches de
joyas en los cuales, sobre almohadillas de terciopelo, estaban éstas, que
habían adornado a una dama hermosa hacía cuarenta años. Allí se encontraba
el juego de granates que la tía March había llevado cuando se puso de largo;
las perlas, regalo de boda de su padre; los diamantes de su novio; las sortijas
y prendedores de luto de azabache; los medallones con fotografías de amigas
ya difuntas y mechones de cabello dentro de ellos; las pulseras pequeñas, que
habían pertenecido a su única hija; el gran reloj de bolsillo del tío March con
el dije rojo, y en un cofrecito, solo el anillo de boda, ahora demasiado
pequeño para su dedo gordo, pero puesto cuidadosamente allí como la joya
más preciosa de todas.
—¡Cuál escogería la señorita si le dieran a elegir? —preguntó Ester, que
siempre se sentaba cerca para cuidar y cerrar con llave las cosas preciosas.
—Prefiero los diamantes, pero no hay un collar entre ellos y me gustan
mucho los collares. Elegiría esto si pudiera —respondió Amy, mirando una
sarta de cuentas de oro y ébano, de la cual colgaba una cruz pesada.
— Yo también lo desearía, pero no como collar. ¡Ah, no! Para mí es un
rosario que usaría como buena católica que soy —dijo Ester.
—Parece obtener usted mucho consuelo de sus rezos, Ester. Me gustaría
hacer lo mismo.
—Si la señorita fuera católica lograría verdadero consuelo; pero como no
puede ser, sería bueno que se retirase cada día para meditar y rezar, como
hacía la buena señora a quien yo serví antes de venir a casa de madame.
Aquella señora tenía una capillita, donde encontraba consuelo para muchas
penas.
—¿Convendría que yo lo hiciese también? —preguntó Amy, que en su
soledad sentía la necesidad de alguna clase de ayuda y había observado que
olvidaba fácilmente su librito ahora que no estaba Beth a su lado para
recordárselo.
—Sería excelente y encantador, y yo le arreglaré con mucho gusto el
tocador pequeño, si lo desea. No diga nada a madame, pero mientras ella
duerme siéntese allí sola por un ratito para tener pensamientos buenos y pedir
al buen Dios que sane a su hermana.
Ester era verdaderamente piadosa y enteramente sincera en su consejo,
porque tenía un corazón tierno y simpatizaba con las hermanas en su
aflicción. Amy encontró atractivo el plan y le permitió arreglar el tocador
junto a su dormitorio, con la esperanza de que le haría algún bien.
—Desearía saber dónde irán todas estas cosas hermosas cuando muera la
tía March —dijo, mientras guardaba lentamente el rosario y cerraba los
estuches de joyas, uno tras otro.
—A usted y sus hermanas. Lo sé; madame confía en mí; firmé como
testigo de su testamento y debe ser así —susurró Ester, sonriendo.
—¡Qué gusto! Pero quisiera que me los dejara tener ahora. No son
agradables las demoras —observó Amy, echando una última mirada a los
diamantes.
—Es demasiado pronto para que las señoritas lleven estas cosas. La
primera que se case recibirá las perlas; madame lo ha dicho, y me imagino
que el pequeño anillo de la turquesa le será regalado a usted cuando se
marche, porque madame está complacida por su buena conducta y sus
modales encantadores.
—¿Lo cree usted? Seré dócil como un cordero si puedo tener ese hermoso
anillo. Después de todo, me gusta la tía March —y Amy se lo probó con la
firme resolución de merecerlo.
Desde aquel día fue un modelo de obediencia, y la anciana señora admiró
satisfecha el éxito de sus instrucciones. Ester arregló el cuarto con una
mesita, puso un taburete en frente de ella y encima un cuadro que sacó de uno
de los cuartos cerrados. Pensó que no era de gran valor, pero lo eligió por
creerlo adecuado, sabiendo muy bien que madame no lo sabría ni haría caso
aunque lo supiera. Sin embargo, era una copia valiosa de un famoso cuadro, y
los ojos de Amy, ávidos de belleza, no se cansaban de contemplar el dulce
rostro de la Virgen Madre, mientras su corazón permanecía ocupado con sus
propios pensamientos tiernos. En la mesita tenía su pequeño Testamento, su
libro de himnos y un florero, lleno de las mejores flores que le traía Laurie.
Cada día entraba para "sentirse sola", entregada a pensamientos buenos y
pidiendo al buen Dios que sanara a su hermana.
En todo esto la muchachita era muy sincera, porque sola, fuera del nido
doméstico, sintió tan vivamente la necesidad de una mano cariñosa a la cual
agarrarse que instintivamente se volvió al Amigo, fuerte y tierno, cuyo amor
paternal rodea a sus hijos pequeños. Extrañaba la ayuda de su madre para
comprender y manejarse, pero como le habían enseñado dónde buscar, hizo
cuanto pudo para hallar el camino y marchar por él confiadamente. Pero Amy
era una peregrina joven, con una carga que se le hacía muy pesada. Trató de
olvidarse de sí misma, de mantenerse alegre y sentirse satisfecha con hacer
bien, aunque nadie la viese ni la alabase. Durante sus primeros esfuerzos,
para ser muy buena, decidió hacer su testamento, como había hecho la tía
March; de modo que si cayera enferma y muriese, sus bienes pudieran ser
justa y generosamente repartidos. Mucho le costó el solo pensamiento de
renunciar a sus pequeños tesoros, tan preciosos a sus ojos como las joyas de
la anciana señora.
Durante una de sus horas de recreo redactó lo mejor posible el importante
documento, con alguna ayuda de Ester para ciertas frases legales; cuando la
buena francesa hubo firmado, Amy se sintió aliviada y lo puso a un lado para
mostrárselo a Laurie, a quien necesitaba por segundo testigo. Como era un
día lluvioso subió a uno de los dormitorios grandes para divertirse, y llevó al
loro como compañero. En aquel cuarto había un armario lleno de vestidos
antiguos, con los cuales Ester le permitía jugar. Su diversión favorita era
vestirse con los brocados descoloridos y pasear delante del espejo grande,
haciendo reverencias ceremoniosas, y ondulando la cola de su traje con un
crujido que la encantaba. Aquel día estaba tan ocupada que no oyó a Laurie
tocar la campana ni lo vio observándola a escondidas, según iba y venía,
haciendo coqueterías con su abanico y sacudiendo la cabeza, que lucía un
turbante color de rosa, en raro contraste con el traje de brocado azul y la falda
amarilla. Tenía que andar con cuidado, porque se había puesto zapatos de
tacones altos. Era gracioso verla andar tan afectadamente, con su traje
brillante, y el loro pavoneándose a sus espaldas, imitándola tan bien como
podía y parándose de vez en cuando para exclamar: "¡Qué guapos estamos!
¡Vete, espantajo! ¡Bésame, querida! ¡Ah! ¡Ah!"
Reprimiendo con dificultad una explosión de risa, por temor de ofender a
su majestad, golpeó Laurie la puerta y fue recibido graciosamente.
— Siéntate y descansa, mientras me quito estas cosas; después quiero
pedirte consejo sobre algo muy grave —dijo Amy, una vez que terminó de
mostrar sus esplendores y empujado al loro a un rincón—. Este pájaro es la
prueba de mi vida —continuó, quitándose el turbante rosa, mientras Laurie se
sentaba a caballo en una silla—. Ayer mientras dormía la tía March y yo
trataba de estar quieta como un ratoncito, el loro se puso a gritar y a sacudir
las alas en su jaula, fui para sacarlo y descubrí una araña grande. La eché
fuera y corrió el loro, diciendo cómicamente "Sal a paseo, querida." No pude
menos de reírme, lo cual hizo jurar al loro, despertando a la tía, que nos retó a
los dos.
—¿Aceptó la araña la invitación de salir? —preguntó Laurie.
—Sí, salió, y el loro se escapó espantado y se refugió en la butaca de la
tía, gritando: " ¡Tómala, tómala, tómala!" mientras yo perseguía a la araña.
— ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Oh! ¡Oh! —gritó el loro picoteando los pies de
Laurie.
—Te torcería el pescuezo si fueras mío, pajarraco —agregó Laurie,
amenazándolo con el puño; el pájaro ladeó la cabeza y dijo gravemente:
"¡Aleluya! ¡Bendita sea tu cara!"
—Ya estoy lista —dijo Amy, cerrando el armario y sacando un papel de
su bolsillo—. Deseo que me hagas el favor de leer esto y de decirme si es
legal y correcto. Creo que debo hacerlo, porque la vida no es segura y no
deseo que haya discusión alguna sobre mi sepultura.
Laurie se mordió los labios y leyó el documento siguiente con gravedad
digna de alabanza, si se considera su contenido:
MI ÚLTIMO TESTAMENTO
Yo, Amy Curtis March, estando en mi sano juicio, doy y lego toda mi
propiedad personal, que es a saber, pongo por caso:
A mi padre, mis mejores cuadros, dibujos, mapas y obras de arte, con
inclusión de los marcos. También mis cien dólares, para que haga con ellos lo
que guste.
A mi madre, todos mis vestidos, excepto el delantal azul con bolsillos;
también mi retrato y mi medalla, con muchísimo amor.
A mi querida hermana Meg, doy mi anillo de turquesa (si lo recibo);
también mi cajita verde con la estampa de tórtolas; también mí pedazo de
encaje verdadero para su cuello, y mi dibujo de ella, como un recuerdo de "su
niñita".
A Jo, mi prendedor de pecho, el reparado con lacre; también mi tintero de
bronce (ella perdió la tapa) y mi precioso conejo de yeso, porque me
arrepiento de haber quemado su manuscrito.
A Beth. (si me sobrevive), doy mis muñecas y el pequeño escritorio, mi
abanico, mis cuellos de hilo y mis zapatillas nuevas, si puede ponérselas,
pues probablemente estará delgada después de su enfermedad. Y con esto le
dejo también mi arrepentimiento de que me burlé de su vieja muñeca Joanna.
A mi buen amigo y vecino Theodore Laurence, lego mi cartera de papier
maché; mi modelo en yeso de un caballo, aunque él dijo que no tenía cuello.
También en recompensa a su mucha benevolencia en horas de aflicción,
cualquiera de mis obras artísticas que prefiera; Nuestra Señora es la mejor.
A nuestro venerable bienhechor el señor Laurence, lego mi cajita púrpura,
con un espejo en la tapa, que será buena para sus plumas y le recordará a la
niña fallecida, que le da las gracias por los favores hechos a su familia, en
especial a Beth.
Deseo que mi amiga Kitty Bryant reciba el delantal de seda azul y mi
anillo de cuentas doradas, con un beso.
A Hanna doy la cajita de cartón que deseaba y toda la obra de retacitos,
con la esperanza que "se acordará de mí cuando los mire".
Y ahora, habiendo dispuesto de mi propiedad de más valor, espero que
todos quedarán contentos y no se quejarán de la muerta. Perdono a todos y
tengo la confianza de que nos encontraremos cuando suene la trompeta.
Amén.
A este testamento pongo mi firma y sello en este día vigésimo de
noviembre. Anno Domini 1861.
Amy Curtis March (Testigos): Estelle Valnor, Theodore Laurence.
Este último nombre estaba escrito con lápiz y Amy explicó que él debía
escribirlo con tinta y sellar el documento formalmente.
—¿Cómo se te ocurrió hacer esto? ¿Te ha dicho alguien que Beth ha dado
sus cosas a los demás? —preguntó gravemente Laurie, mientras Amy ponía
delante de él un pedazo de cinta roja, con lacre, una bujía y un tintero.
Ella se explicó, y después preguntó ansiosamente:
—¿Qué has dicho de Beth?
—Siento mucho haber hablado; pero ya que he empezado, te lo diré; un
día se sintió tan enferma que dijo a Jo que deseaba dar su piano a Meg, su
pájaro a ti y la pobre muñeca vieja a Jo, que la querría por amor a ella. Sentía
no tener más para dar y dejaba bucles de su pelo a los demás y sus mejores
cariños a mi abuelo. Ella no pensó nunca en un testamento.
Laurie firmaba y sellaba según hablaba y no levantó los ojos hasta que
una lágrima grande cayó en el papel. La cara de Amy estaba llena de pena;
pero no dijo más que:
—¿No se acostumbra a poner alguna clase de posdata a los testamentos
algunas veces?
—Sí, codicilos los llaman.
—Entonces pon uno en el mío: que deseo que todos mis bucles sean
cortados y dados a mis amigos. Lo olvidé; pero quiero que se haga, aunque
estropee mi aspecto.
Laurie lo añadió, sonriéndose del último y mayor sacrificio de Amy.
Después la entretuvo por una hora, interesándose mucho en todas sus
aflicciones. Pero cuando ya se iba, Amy lo detuvo para susurrar con labios
temblorosos:
—¿Está Beth verdaderamente en peligro?
—Temo que sí; pero debemos tener esperanzas de que todo acabe bien;
así que no llores, querida mía —y Laurie la abrazó fraternalmente, lo cual la
consoló mucho.
Cuando su amigo salió se fue a su capillita y oró por Beth, con los ojos
llenos de lágrimas y el corazón dolorido, sintiendo que millones de sortijas de
turquesas no podrían consolarla por la pérdida de su dulce hermanita.
CAPÍTULO 20 - EN CONFIANZA
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO 29 – VISITAS
La feria de la señora Chester era tan elegante y selecta que las jóvenes de
la vecindad consideraban un gran honor que las invitaran a atender uno de los
puestos y todas estaban muy interesadas en participar. Por fortuna para todos,
la señora Chester solicitó la colaboración de Amy, pero no así la de Jo, que
atravesaba una época gobernada por el orgullo y que habría de experimentar
varios duros reveses aún para aprender a suavizar sus modos. La «altiva y
sosa hija de los March» quedó relegada, mientras que el talento y buen gusto
de Amy se vieron recompensados cuando le ofrecieron que dirigiera el puesto
de arte. La joven se alegró mucho y se puso a trabajar para conseguir obras
de valor, apropiadas para la exposición.
Todo iba de maravilla hasta el día de la inauguración, cuando surgieron
algunas de esas pequeñas rencillas que es prácticamente imposible evitar
cuando veinticinco mujeres, jóvenes y mayores, tratan de trabajar juntas a
pesar de sus resentimientos y prejuicios.
May Chester estaba bastante celosa de Amy porque sentía que esta la
superaba en popularidad, y en aquel momento se dieron varios hechos que
aumentaron aún más ese sentimiento. Los dibujos a plumilla de Amy
eclipsaron totalmente los jarrones pintados de May. Aquélla fue la primera
espina en clavarse pero, por si no fuese bastante, el todopoderoso Tudor bailó
en cuatro ocasiones con Amy en la fiesta que ofrecieron al final del día y solo
una vez con May. Aquello supuso una segunda espina. Pero la peor afrenta,
la que le sirvió de excusa para mostrar una actitud hostil, nació de un rumor
que llegó a sus oídos, según el cual las hermanas March habían hecho mofa
de ella en casa de los Lamb. La culpa de todo la tenía Jo, claro está, porque
su socarrona imitación había sido demasiado evidente y los traviesos Lamb
no habían podido guardar el secreto. Sin embargo, las acusadas no supieron
nada de ello, de ahí que sea fácil imaginar el disgusto de Amy cuando, la
tarde antes de la inauguración, mientras daba los últimos toques a su hermoso
puesto, la señora Ches-ter, muy dolida por la supuesta mofa de su hija, se
acercó y dijo, con tono inexpresivo y mirada fría:
—Querida, a algunas jóvenes no les parece bien que mis hijas no estén a
cargo de este puesto. Sin duda es uno de los más prominentes, algunas
personas muy influyentes consideran que es el más importante de la feria, por
lo que es el más adecuado para mis hijas. Lo lamento pero, como sé que estás
muy comprometida con la causa, estoy segura de que no dejarás que te afecte
una pequeña decepción de índole personal. Si lo deseas, puedes hacerte cargo
de otro puesto.
Al pensar en lo que le iba a decir a la joven, la señora Chester había
supuesto que le resultaría más sencillo soltar aquel pequeño discurso, pero,
llegado el momento, le costó muchísimo actuar con naturalidad, porque Amy
la miraba a los ojos con expresión candorosa, llena de auténtica sorpresa y
preocupación.
Amy, que sospechaba que había una razón oculta tras aquella decisión
pero no lograba imaginar de qué se trataba, dijo con un hilo de voz,
mostrando que había herido sus sentimientos:
—Tal vez prefiera que no me haga cargo de ningún puesto.
—¡Oh, no, querida! No me guardes rencor, te lo ruego. Mira, es una
cuestión meramente práctica. Mis hijas pronto tomarán el relevo de la
organización y creo que este puesto es el lugar más adecuado para ellas.
Considero que lo has hecho muy bien y agradezco mucho tus esfuerzos por
dejarlo tan bonito, pero hemos de aprender a superar nuestros deseos
egoístas. Me ocuparé de que te den otro. ¿No te gustaría hacerte cargo del
puesto de flores? Lo han organizado las niñas y están algo desmotivadas. Tú
podrías hacer algo estupendo, y el puesto de flores siempre llama la atención.
—Sobre todo a los caballeros —añadió May con una mirada tan elocuente
que Amy comprendió de inmediato que ella era la causa de su repentina caída
en desgracia. Se puso roja de rabia, pero prefirió hacer oídos sordos al
sarcasmo de la joven y repuso con sorprendente afabilidad:
—Haré lo que usted quiera, señora Chester. Dejaré este puesto ahora
mismo e iré a ocuparme de las flores si así lo desea.
—Puedes colocar tus cosas en tu mesa, si lo prefieres —indicó May, que
sintió cierto arrepentimiento al contemplar las hermosas hileras de conchas
pintadas y los magníficos manuscritos iluminados por Amy con que había
decorado el puesto. No lo dijo con segunda intención, pero Amy no Jo tomó
bien y replicó, sin pensarlo:
—Por supuesto, si te molestan, me las llevaré. —Dicho esto, puso
atropelladamente los adornos en su delantal y se marchó sintiendo que tanto
ella como sus obras habían sufrido una afrenta imperdonable.
—Ahora está enfadada. ¡Oh, mamá, ojalá no te hubiese pedido que
hablases con ella! —exclamó May mientras miraba desconsolada los espacios
vacíos que habían quedado en la mesa.
—Las riñas de niñas no duran demasiado —apuntó su madre, que se
sentía algo avergonzada por haber intervenido en aquella rencilla.
Las niñas recibieron a Amy y sus tesoros con entusiasmo, y la cálida
acogida aplacó en parte su inquietud. Puesto que ya no le era posible triunfar
con el arte, se puso a trabajar decidida a hacerlo con las flores. Sin embargo,
todo parecía estar en contra de ella. Era tarde, estaba cansada, todo el mundo
estaba demasiado ocupado como para echarle una mano y las niñas eran más
bien un estorbo, ya que armaban mucho alboroto, hablaban como urracas y lo
embarullaban todo en lugar de ayudar a poner orden. El arco de plantas de
hojas perennes se bamboleaba y, cuando llenaron los cestos de flores, parecía
a punto de desmoronarse sobre sus cabezas. Alguien salpicó al Cupido
decorativo y se le formó una especie de lágrima sepia en la mejilla que no se
iba con nada. Se machacó los dedos con el martillo y cogió frío mientras
trabajaba, lo que le hizo temer por su salud al día siguiente. Estoy segura de
que cualquier lectora que haya pasado por algo parecido entenderá cómo se
sentía la pobre Amy y deseará que salga airosa de este trance.
Cuando aquella tarde contó en casa lo que le había ocurrido, todas se
indignaron mucho. Su madre comentó que era una vergüenza y le aseguró
que había actuado bien. Beth declaró que no pensaba pisar la feria y Jo le
preguntó por qué no se llevaba todas sus bonitas creaciones y dejaba que
aquellas personas tan mezquinas se apañasen sin ella.
—El hecho de que ellas sean mezquinas no justifica que yo lo sea.
Detesto esta clase de cosas y, aunque entiendo que tengo derecho a sentirme
ofendida, no quiero que se note. Creo que actuando así les doy mejor una
lección que si soltara un discurso airado o reaccionara con despecho. ¿No te
parece, mamá?
—Esa es la mejor actitud, querida. Siempre es preferible responder con un
beso a una bofetada, aunque en ocasiones nos cueste darlo —apuntó la
madre, como quien conoce bien la diferencia que media entre hablar y actuar.
A pesar de lo fuerte que era la tentación de sentirse airada y vengativa,
Amy se mantuvo firme en su decisión de conquistar al enemigo con su
amabilidad. Empezó bien, gracias a un silente recordatorio que le llegó de
forma inesperada pero muy oportuna. Aquella mañana, cuando las niñas
fueron a llenar los cestos de flores y ella se hallaba decorando la mesa, echó
mano de su creación más querida, un libro, cuyas tapas antiguas su padre
había encontrado entre sus tesoros, en el que, en papel vitela, había iluminado
con exquisito gusto diversos textos. Mientras hojeaba con comprensible
satisfacción el ejemplar ricamente adornado, su mirada se detuvo en un verso
que la dejó meditabunda. Enmarcado en una brillante guirnalda de color
escarlata, azul y dorado, con duendecillos que se ayudaban los unos a los
otros a trepar entre las espinas y las flores, se leía lo siguiente: «Ama al
prójimo como a ti mismo».
Debería, pero no lo hago, pensó Amy mientras miraba la cara de
descontento de May, que asomaba entre unos jarrones que, no por grandes,
conseguían llenar los huecos que sus pequeñas creaciones habían dejado.
Amy siguió pasando hojas del libro que tenía entre las manos, y en cada
página encontraba algo que le recordaba que había endurecido su corazón y
que su actitud no era caritativa. Todos los días recibimos, sin darnos cuenta,
muchos sermones sabios y verdaderos, en la calle, en la escuela, en el trabajo
y en casa. Hasta un puesto en una feria puede convertirse en un púlpito
cuando sirve para hacernos llegar palabras buenas que nos consuelan y nunca
pierden validez. La conciencia de Amy le dio un pequeño sermón usando ese
texto como excusa, y ella hizo lo que los demás no siempre hacemos: se lo
tomó muy a pecho y puso en práctica el mensaje recibido.
Un grupo de muchachas se había detenido en el puesto de May para
admirar las hermosas creaciones que lo adornaban y comentar el cambio de
encargada. Hablaban en voz baja, lo que le bastó a Amy para comprender que
se estaban refiriendo a ella y que la juzgaban de acuerdo con la única versión
de la historia que conocían. No le resultaba grato, pero se sentía llena de
buena voluntad y, al oír que May se quejaba amargamente, tuvo ocasión de
demostrarlo.
—¡Qué mal! Ya no tengo tiempo de preparar nada más y no quiero llenar
estos huecos con cualquier cosa. El puesto estaba la mar de bien… y ahora es
un desastre.
—Creo que lo volvería a poner todo si se lo pidieses —apuntó una de las
jóvenes.
—¿Cómo voy a pedírselo después del lío que hemos armado? —empezó
May, pero no pudo seguir porque Amy la interrumpió diciendo en tono muy
amable:
—Puedes usar mis cosas cuando quieras, sin necesidad de pedírmelas.
Estaba pensando en ofrecértelas porque las hice para tu mesa, no para la mía,
y es allí donde quedan bien. Aquí las tienes; por favor, acéptalas y perdóname
por habérmelas llevado de malas maneras ayer por la noche.
Mientras hablaba, Amy colocó las piezas en su lugar, entre gestos de
asentimiento y sonrisas, tras lo cual se alejó a toda prisa, porque le resultaba
más fácil hacer una buena obra que esperar a que le diesen las gracias.
—Qué detalle más amable, ¿no os parece? —exclamó una de las jóvenes.
Amy no pudo oír la respuesta de May, pero otra jovencita, a la que sin
duda el tener que preparar tanta limonada le había agriado un poco el
carácter, añadió tras soltar una risita muy desagradable:
—¡Menudo detalle! Seguro que se ha dado cuenta de que no vendería
nada de esto en su puesto.
Amy acusó el golpe. Cuando hacemos un sacrificio esperamos que,
cuando menos, los demás lo valoren. Por unos segundos, Amy se arrepintió
de haber hecho nada y concluyó que las buenas obras no siempre reciben su
recompensa. Pero no es así, como no tardó en comprobar. Su ánimo
enseguida mejoró y su puesto, embellecido por sus talentosas manos,
floreció. Las niñas se mostraron más amables, como si su gesto de entrega
hubiese limpiado el ambiente de forma sorprendente.
Fue un día muy largo y, para Amy, especialmente duro, porque pasó
mucho rato sentada tras su puesto, a menudo sola, dado que las niñas
desertaron pronto y pocas personas estaban interesadas en comprar flores en
verano. Los bonitos ramilletes que había preparado empezaron a languidecer
mucho antes de que cayera la tarde.
El puesto de arte era el más llamativo de toda la sala, había gente apiñada
alrededor de la mesa en todo momento y las vendedoras iban y venían con
cara de importancia y cajas con dinero en las manos. Amy miraba de reojo,
suspirando por estar allí, donde se había sentido tan cómoda y feliz, en lugar
de estar de brazos cruzados en un rincón. Es posible que a muchos de
nosotros la situación nos parezca dura, pero para una joven herniosa y alegre
la experiencia, además de tediosa, era un mal trago. La idea de que su familia
y Laurie la vieran si visitaban la feria por la tarde le resultaba un auténtico
martirio.
No volvió a casa hasta la noche y, cuando lo hizo, estaba tan pálida y
callada que todos entendieron que había tenido un día muy difícil, por mucho
que ella no se quejase ni explicase cómo le había ido. A la mañana siguiente,
su madre le ofreció una taza de té para darle ánimos, Beth la ayudó a vestirse
y le recogió el cabello en una bonita trenza y Jo dejó a todos boquiabiertos
cuando se levantó con inusitada preocupación y anunció que las tornas pronto
cambiarían, sin que nadie supiese bien a qué se refería.
—Jo, te ruego que no hagas ninguna tontería. Prefiero no darle más
importancia, de modo que trata de olvidar el asunto y cálmate —imploró
Amy cuando salió de casa, temprano, con la esperanza de encontrar flores
frescas para renovar su puesto.
—Solo pretendo resultar de lo más agradable a todos y hacer que se
queden en tu puesto el máximo tiempo posible. Teddy y los chicos me
ayudarán, y lo pasaremos bien —explicó Jo, que se asomó por encima de la
verja para ver si llegaba Laurie.
Al poco rato, oyó los pasos de su amigo y corrió a su encuentro.
—¿Es este mi chico?
—¡Tan seguro como que esta es mi chica! —Y Laurie se colocó la mano
de Jo bajo el brazo con el aspecto de un hombre que ha visto satisfechos
todos sus deseos.
—¡Oh, Teddy, están pasando unas cosas! —Jo le contó, con celo fraterno,
las dificultades a las que tenía que enfrentarse Amy.
—Van a venir unos amigos a pasar un rato conmigo y ¡que me cuelguen
si no consigo que le compren todas las flores del puesto y se queden
acampados frente a la mesa el resto de la tarde! —exclamó Laurie,
sumándose vehementemente a la causa.
—Amy dice que no todas las flores están en buen estado y puede que las
frescas no lleguen a tiempo. No quiero pecar de malpensada, pero no me
extrañaría que ni siquiera llegasen. Cuando una persona hace una maldad, lo
más probable es que no sea la última —comentó Jo, disgustada.
—¿Acaso Hayes no os ha dado las mejores flores de nuestro jardín? Le
pedí que lo hiciera.
—No lo sabía. Supongo que se le olvidó. Como tu abuelo no se encuentra
bien, no he querido molestarle pidiéndole permiso, aunque nos vendrían bien
las flores.
—Venga, Jo, ¿de verdad crees que necesitas pedir permiso? Las flores
son tan tuyas como mías. ¿Acaso no vamos a medías en todo? —apuntó
Laurie con ese tono que siempre hacía que Jo enseñara las uñas.
—¡Santo Dios! ¡Espero que no! ¡Algunas de tus cosas no me servirían
para nada partidas por la mitad! Pero no perdamos más el tiempo, tenemos
que ayudar a Amy. Ve a arreglarte, quiero que estés espectacular. Y si me
haces el favor de pedirle a Hayes unas cuantas flores bonitas para la feria, te
estaré eternamente agradecida.
—¿No podrías agradecérmelo ahora mismo? —preguntó Laurie con voz
sugerente, a lo quejo respondió cerrándole la puerta en las narices de forma
poco hospitalaria y bastante brusca mientras gritaba entre los barrotes de la
verja:
—¡Vete de aquí, Teddy, estoy muy ocupada!
Gracias a los conspiradores, aquella tarde, en efecto, cambiaron las tornas.
Hayes cortó unas flores impresionantes y las dispuso en un cesto formando
un llamativo centro. La familia March acudió en masa a la feria y Jo cumplió
con creces su objetivo, porque la gente no solo acudía al puesto, sino que
permanecía frente a él, reía sus bromas, admiraba el buen gusto de Amy y
parecía pasar un rato estupendo. Laurie y sus amigos se sumaron
galantemente a la lucha, compraron los ramilletes, se quedaron junto al
puesto y convirtieron aquel rincón en el más animado de la feria. Amy se
sentía a sus anchas y, movida por la gratitud, se mostraba más activa y
elegante que nunca. Y así la joven comprendió que hacer una buena obra es
en sí una recompensa.
Jo se comportó con ejemplar propiedad y, cuando Amy estaba felizmente
rodeada por su guardia de honor, fue a dar una vuelta por la sala y oyó
algunos cotillees que la ayudaron a comprender el porqué del cambio de
actitud de las Chester. Arrepentida por su culpa en el asunto, decidió aclarar
la situación lo antes posible y dejar a Amy libre de toda sospecha. También
descubrió lo que su hermana había hecho el día anterior y la consideró un
ejemplo de magnanimidad. Cuando pasó frente al puesto de arte, echó un
vistazo buscando las creaciones de su hermana, pero no vio ni una y supuso
que May las había ocultado. Jo perdonaba con facilidad los agravios
cometidos contra su persona, pero le costaba mucho olvidar cualquier afrenta
o insulto dirigido a su familia.
—Buenos días, señorita Jo, ¿qué tal le va a Amy? —preguntó May en
tono conciliador, pues deseaba mostrar que ella también podía ser generosa.
—Ha vendido todo lo que estaba en condiciones y ahora está pasando un
buen rato. Ya sabe que un puesto de flores siempre llama la atención, «sobre
todo a los hombres».
Jo no pudo evitar esa pequeña maldad, pero May la encajó tan
mansamente que se arrepintió al instante y pasó a alabar los magníficos
jarrones, que no había conseguido vender.
—¿Dónde están las obras de Amy? Me gustaría comprar una para papá —
comentó Jo, que se moría por conocer el destino que May había dado al
trabajo de su hermana.
—Todas las cosas de Amy se vendieron hace rato. Me ocupé
personalmente de que las viesen las personas adecuadas y conseguimos una
buena suma gracias a ellas —explicó May, que, al igual que Amy, había
aprendido a reprimir algunas tentaciones.
Muy satisfecha, |o corrió a compartir las buenas noticias. Amy se mostró
emocionada y sorprendida al conocer la actuación y las palabras de May.
—Ahora, caballeros, les ruego que vayan a cumplir con su deber en otros
puestos y sean tan generosos como lo han sido conmigo, sobre todo en el de
arte —ordenó a la «pandilla de Teddy», que era como las chicas llamaban a
los amigos universitarios de Laurie.
—¡Cargad, muchachos, cargad! Id a cumplir con vuestro deber como
caballeros y convertid vuestro dinero en arte —exclamó Jo, incapaz de
contenerse, mientras el grupo se preparaba para asaltar el campo enemigo.
—Vuestros deseos son órdenes, pero la señorita March vale mucho más
que May —apuntó el pequeño Parker tratando de mostrarse amable e
ingenioso. Laurie le interrumpió con un: «¡No está nada mal para un
muchacho!», y le dio una palmadita paternal en la cabeza.
—Compra los jarrones… —susurró Amy a Laurie para darle una última
lección de modos a su enemigo.
Para deleite de May, el señor Laurence no solo adquirió los jarrones, sino
que recorrió toda la estancia con ellos en brazos. Los otros caballeros
compraron con idéntico afán toda clase de objetos y, después, se pasearon por
la feria cargados de flores de cera, abanicos pintados a mano, carpetas de
filigrana y otras útiles a la par que apropiadas compras.
La tía Carrol, que estaba allí, al saber lo ocurrido se mostró muy
complacida y susurró algo a la señora March, que sonrió con satisfacción y
miró con una mezcla de orgullo e inquietud a Amy, aunque no desveló el
motivo de su dicha hasta días después.
Todo el mundo estuvo de acuerdo en que la feria había sido un éxito, y
cuando May deseó las buenas noches a Amy, no lo hizo con el tono afectado
de costumbre y le dio un beso cariñoso con el que parecía querer decir:
«Discúlpame y olvida lo ocurrido». Amy dio por zanjado el asunto y, cuando
llegó a casa, encontró una hilera de jarrones sobre la chimenea, con un ramo
de flores en cada uno.
—En premio a su magnanimidad, señorita March —anunció Laurie
rimbombante.
—Tus principios, generosidad y nobleza de espíritu son muy superiores a
los que yo te suponía, Amy. Has actuado de la mejor forma posible y mereces
todo mi respeto —dijo Jo, con el corazón en la mano, mientras cepillaba el
cabello de su hermana, por la noche.
—Sí, estamos todas muy orgullosas y apreciamos mucho tu capacidad de
perdón. Debió de ser muy duro, después de haberte esforzado tanto y poner
todo tu empeño, no poder vender tus obras. No creo que yo hubiese podido
reaccionar tan bien como tú —añadió Beth, que estaba recostada sobre la
almohada.
—Chicas, no merezco tantos halagos, He actuado como espero que los
demás actúen conmigo. Os reís de mí cuando os digo que quiero ser una
dama, pero en verdad pretendo ser una dama tanto en mis pensamientos como
en mis actos. Me esfuerzo al máximo cada día por lograrlo. No sé cómo
explicarlo, pero quiero estar por encima de las mezquindades, manías y
defectos que suponen la perdición de tantas mujeres. Estoy lejos de lograrlo,
pero espero que, con el tiempo, consiga ser una mujer excepcional como
mamá.
Las palabras de Amy eran sinceras, y Jo la abrazó con cariño mientras
decía:
—Ahora que entiendo a qué te refieres, no volveré a burlarme de ti. Estás
alcanzando tus objetivos más rápido de lo que imaginas, y yo te tomaré como
modelo de buena educación, porque creo eres una verdadera experta. Sigue
esforzándote, querida, y algún día obtendrás la recompensa que anhelas.
Cuando eso ocurra, yo seré quien más se alegre.
Amy recibió su recompensa una semana después, y a la pobre Jo le costó
un mundo alegrarse. La tía Carrol envió una carta y a la señora March se le
iluminó hasta tal punto la cara al leerla quejo y Beth, que se encontraban
junto a ella, le preguntaron cuál era la buena nueva.
—La tía Carrol va a ir a Europa el mes que viene y quiere…
—¡Que la acompañe! —interrumpió Jo levantándose de un salto de la
silla con emoción desbordada.
—No, querida, no se trata de ti, sino de Amy.
—¡Mamá! Amy es demasiado joven, Me toca a mí ir antes. Hace mucho
tiempo que sueño con ese viaje. ¡Me sentaría muy bien! Sería estupendo.
¡Debo ser yo quien vaya!
—Me temo que no es posible, Jo. La tía ha elegido a Amy, no deja
ninguna otra opción, y no podemos contradecirla cuando está haciéndonos un
favor así.
—Siempre pasa lo mismo. ¡Amy se divierte y yo tengo que trabajar! ¡No
es justo! ¡No lo es! —exclamó Jo con vehemencia.
—Me temo que en gran medida es culpa tuya, querida. Cuando la tía me
comentó el asunto el otro día, me explicó que le desagradaron tus malos
modos y tu afán de independencia. Y parece citar una expresión tuya cuando
dice: «Al principio, pensé en Jo, pero, puesto que “detesta que le hagan
favores” y el francés le parece una “lengua ridícula”, creo que no es buena
idea invitarla. Amy es mucho más dócil, será una excelente acompañante
para Flo y agradecerá las oportunidades que este viaje le brindará».
—¡Oh, no, mi abominable manía de hablar sin medir las palabras!
¿Cuándo aprenderé a refrenar la lengua? —se lamentó Jo al recordar las
palabras que habían provocado su mal. Después de escuchar la explicación de
su hija acerca de la cita de la tía, la señora March dijo con tristeza:
—Me hubiese encantado que fueses, pero en esta ocasión no hay nada que
hacer. Intenta tomártelo con buen ánimo y no enturbies la alegría de Amy con
tus reproches y lamentos.
—Lo intentaré —concedió Jo, pestañeando con fuerza para contener el
llanto mientras recogía el cesto de las labores que tan precipitadamente había
lanzado por los aires—. Mejor aún, seguiré su ejemplo y, en lugar de
contentarme con fingir alegría, trataré de sentirla y no robarle ni un segundo
de dicha, aunque no me resultará fácil, porque mi disgusto es enorme. —La
pobre Jo dejó caer sobre su acerico unas cuantas lágrimas de amargura.
—Jo, querida, sé que sonará egoísta, pero yo no podría vivir sin ti y me
alegro de que no te vayas aún —murmuró Beth, y la abrazó con cesto de
labores incluido, con tal dulzura y tanto amor que Jo se sintió reconfortada a
pesar de que estaba muy arrepentida y deseaba rogarle a la tía Carrol que la
«molestase con favores» y comprobase lo muy agradecida que podía llegar a
ser.
Cuando por fin Amy llegó, Jo ya estaba en condiciones de participar del
júbilo familiar, quizá no tan sinceramente como de costumbre, pero sí sin
afligirse por la suerte de su hermana. La joven recibió la noticia con enorme
alegría y, en un rapto de formalidad, comenzó a guardar en la maleta sus
pinturas y lápices, dejando las cuestiones sin importancia como la ropa, el
dinero y el pasaporte a quienes estaban menos absortos pensando en el arte
que ella.
—Chicas, este no es un mero viaje de placer para mí —dijo con gravedad
mientras limpiaba su mejor paleta—. En él se decidirá mi futuro profesional.
Si tengo talento, lo encontraré en Roma y haré algo que lo pondrá de
manifiesto.
—¿Y si no lo tienes? —preguntó Jo, que, con los ojos aún enrojecidos,
cosía unos cuellos nuevos para Amy.
—Entonces, volveré a casa y daré clases de dibujo para ganarme la vida
—contestó la aspirante a la fama con gran serenidad. Sin embargo, al pensar
en esa posibilidad, hizo una mueca y rascó con más vigor la paleta, como si
estuviese dispuesta a tomar medidas drásticas para no renunciar a su sueño.
—No; no harás tal cosa. Tú detestas trabajar. Te casarás con un rico y
pasarás el resto de tus días rodeada de lujos —comentó Jo.
—A veces aciertas en tus predicciones, pero no creo que este sea el caso.
Por supuesto, me encantaría, porque si no puedo ser artista me gustaría
ayudar a quienes sí pueden —afirmó Amy con una sonrisa como si el papel
de lady Generosidad le fuese mejor que el de profesora de dibujo pobre.
—¡Vaya! —dijo Jo con un suspiro—. Si eso es lo que deseas, eso es lo
que obtendrás. Tus deseos siempre se cumplen; los míos, nunca.
—¿Te gustaría ir? —preguntó Amy pensativa, aplastándose la nariz con
el cuchillo.
—¡Mucho!
—Bien, dentro de un par de años te mandaré un pasaje; entonces
excavaremos en el Foro en busca de restos arqueológicos y llevaremos a cabo
los planes que tantas veces hemos comentado.
—Gracias; si ese bendito día llega, te recordaré tu promesa —repuso Jo,
aceptando la imprecisa pero magnífica oferta con la mayor de las gratitudes.
No disponían de mucho tiempo para preparar el viaje y todo el mundo
trabajó sin parar hasta el día de la partida. Jo aguantó bien la presión hasta
que el último resto de lazo azul hubo desaparecido de la vista; entonces fue a
refugiarse al desván y lloró hasta que no pudo más. Amy, por su parte,
aguantó bien hasta que el barco estuvo a punto de zarpar. En ese momento, al
comprender que pronto un enorme océano la separaría de sus seres más
queridos, abrazó a Laurie con fuerza y le pidió entre sollozos:
—¡Por favor, cuida de todos por mí! Y si algo pasase…
—Lo haré, querida, lo haré. Y si algo pasase, iría junto a ti para darte mi
apoyo —susurró Laurie, sin imaginar lo pronto que tendría que cumplir su
promesa.
Así pues, Amy zarpó hacia el Viejo Mundo, que siempre resulta nuevo y
atractivo para los ojos jóvenes, mientras su padre y amigo quedaban en el
muelle, esperando que el destino deparase solo hermosas experiencias a
aquella joven de buen corazón, que no dejó de agitar la mano hasta que en el
horizonte solo quedó el reflejo del sol estival en las aguas del mar.
Londres
Querida familia:
En este momento, estoy sentada junto a uno de los ventanales del Bath
Hotel, en Piccadilly. No es un lugar elegante pero el tío estuvo aquí hace
unos años y no quiere ir a ningún otro. No me preocupa porque, de todas
formas, no vamos a estar demasiado tiempo en la ciudad. ¡Lo estoy pasando
tan bien que no sé por dónde empezar a contaros! Como no se me ocurre,
sacaré algunas ideas de mi cuaderno de notas. Desde que el viaje empezó no
paro de dibujar y garabatear.
Cuando os envié la carta desde Halifax, me sentía muy desdichada, pero
después tuve un viaje estupendo, con muy pocas molestias, y me pasé casi
todo el tiempo en cubierta, entretenida con personas muy agradables. Todo el
mundo era muy amable conmigo, sobre todo los oficiales. Jo, ¡no te rías! En
un barco, los caballeros son de gran ayuda, te ofrecen su apoyo, te sirven y,
como no tienen nada que hacer, agradecen que les hagas sentirse útiles puesto
que, de lo contrario, lo único que hacen es fumar y fumar.
La tía y Flo lo pasaron muy mal durante la travesía y prefirieron quedarse
a solas. Así que, una vez atendidas en la medida de lo posible sus
necesidades, me dediqué a mí, con idea de disfrutar un poco. ¡Qué paseos por
cubierta, qué puestas de sol, qué aire y qué olas! Cuando el barco va a toda
máquina, es casi tan emocionante como galopar en un caballo muy veloz. Me
hubiese encantado que Beth hubiese venido con nosotras, le hubiese sentado
muy bien. Y en cuanto a Jo, la imaginaba subida al foque o como sea que
llamen a esa cosa tan alta, haciéndose amiga de los tripulantes y pasándolo en
grande hablando por la bocina del capitán.
A pesar de lo delicioso que resultaba todo, me alegró mucho ver la costa
de Irlanda, que es un país precioso, verde y soleado, con alguna que otra
cabaña marrón, colinas coronadas por antiguas ruinas y casas de campo de
nobles en los valles, con ciervos en los parques. Era muy temprano, pero no
me arrepentí de haber madrugado para ver aquella bahía llena de barquitos, el
muelle tan pintoresco y el cielo rosado. Era un espectáculo inolvidable.
Uno de mis nuevos amigos, el señor Lennox, se bajó en Queenstown.
Cuando mencioné los lagos de Killarney, suspiró melancólico y me cantó una
balada que decía:
¿Has oído hablar de Kate Kearney?
Vive en la orilla del lago Killarney.
Si te mira, huye del peligro, echa a correr.
Dicen que una mirada suya, puede ser fatal.
Menuda tontería, ¿no os parece?
En Liverpool solo nos detuvimos unas horas. Es un sitio sucio y ruidoso,
y me alegré de dejarlo atrás. El tío bajó corriendo del barco y compró un par
de guantes de piel de perro, anos zapatos bastos y feísimos y un paraguas, y
se cortó el pelo à la mutton. Volvió muy orgulloso, jactándose de tener el
aspecto de un auténtico británico. Pero el joven limpiabotas negro que le
limpió de barro los zapatos no tardó ni dos segundos en ver que era
norteamericano y dijo con una mueca: «Ya está, señor, el mejor lustre
yanqui». Al tío le hizo muchísima gracia. ¡Ah, que no se me olvide contaros
la última ocurrencia de Lennox! Le pidió a su amigo Ward, que viajaba con
nosotros, que comprara un ramo para mí, y cuando entré en mi habitación me
encontré con las flores y una tarjeta que decía: «Con mis mejores deseos,
Robert Lennox». ¿No os parece encantador, chicas? Me gusta mucho viajar.
Si no me doy prisa, no llegaré nunca a hablaros de Londres. De camino
hacia la ciudad, tuve la sensación de recorrer una galería de arte, llena de
paisajes espectaculares. Las granjas me entusiasmaron, con sus tejados de
paja, la fachada cubierta de hiedra, ventanas con celosías y mujeres robustas
asomadas con sus sonrosados hijos a la puerta. Hasta el ganado parecía más
manso que el nuestro. Las vacas viven a cuerpo de rey y las gallinas cloquean
satisfechas, como si, contrariamente a lo que ocurre con las nuestras, nunca
se alborotasen. No había visto nunca una gama de colores tan perfecta: la
hierba tan verde, el cielo tan azul, el trigo tan amarillo, los bosques tan
oscuros. Pasé el día extasiada. Flo también, íbamos de un lado a otro
intentando no perder detalle. ¡Y eso que nos desplazábamos a ciento diez
kilómetros por hora! La tía, que estaba muy cansada, se durmió y el tío no
tenía ojos más que para su guía de viajes. Imaginad la escena. Yo
emocionada, exclamo: «¡Oh, esa mancha gris que se ve más allá de los
árboles debe de ser Kenilworth!»; Flo, asomada a mi ventanilla, apunta:
«¡Qué bonito! Papá, ¿iremos allí?», y el tío, mirando tranquilamente sus
zapatos contesta: «No, querida; salvo que pretendas beber cerveza. ¡Es una
destilería!».
Tras una pausa, Flo dice: «¡Mira, una horca! ¡Y un hombre que va hacia
ella!». «¿Dónde, dónde?», pregunto yo, y entonces veo dos postes altos con
una viga atravesada y unas cadenas colgando. «Es una mina de carbón»,
explica el tío con un guiño. «Fijaos en ese rebaño de corderitos tumbados en
la hierba, ¡qué bonitos!», comento. «Sí, papá, mira. ¿No te parecen
preciosos?», dice Flo emocionada. «Son gansos, jovencitas», observa el tío
con un tono que invitaba a no añadir nada más. Después de eso, Flo se sentó
y empezó a leer The flirtations of Capt. Cavendish, y yo seguí disfrutando del
paisaje.
Como era de esperar, al llegar a Londres llovía y lo único que alcanzamos
a ver fue niebla y paraguas. Descansamos, deshicimos el equipaje y fuimos
de compras. La tía Mary me regaló algo de ropa, pues salí de casa con tanta
precipitación que me hacía falta un poco de todo. Ahora tengo un hermoso
sombrero blanco con una pluma azul precioso, un estupendo vestido de
muselina a juego y la capa más bonita que podáis imaginar. Ir de compras por
Regent Street es una delicia, todo es muy barato; hay lazos preciosos por solo
seis peniques la yarda. Me hice con unos cuantos, pero para los guantes
prefiero esperar a París. ¿Acaso no parece que quien os cuenta esto sea
alguien elegante y rico?
Aprovechando que la tía y el tío estaban fuera, Flo y yo pedimos un
cabriolé para dar un paseo y divertirnos un rato. Después nos enteramos de
que no está bien visto que las jovencitas vayan solas en esos coches. ¡Fue
muy divertido! En cuanto estuvimos dentro de la caja de madera, el cochero
arrancó tan deprisa que Flo se asustó y le rogó que se detuviera. Pero, como
el pescante estaba detrás, el hombre no oía ni nuestros gritos ni los golpes que
dábamos con la sombrilla en la pared, por lo que seguimos recorriendo la
ciudad, sin poder remediarlo, doblando esquinas a una velocidad de vértigo.
Por fin, en medio del desespero, vi que había una portezuela en el techo y me
asomé. Unos ojos rojos se clavaron en mí y una voz que olía a cerveza me
preguntó: «¿Qué quiere la señora?». Le transmití mis instrucciones con la
máxima seriedad. El hombre cerró la portezuela de golpe con un «ay, madre»
y frenó al caballo, que empezó a caminar tan lento como si fuésemos en una
comitiva fúnebre. Volví a asomar la cabeza y pedí: «Un poco más rápido», y
el hombre volvió a correr como un loco, por lo que decidimos resignarnos y
aceptar nuestro destino.
Hoy ha hecho un buen día y hemos ido a Hyde Park, que queda cerca del
hotel, porque somos más aristocráticas de lo que podría parecer. El duque de
Devonshire vive cerca. Veo con frecuencia a sus lacayos haraganear en la
puerta trasera. La casa del duque de Wellington tampoco queda lejos.
¡Menudas escenas encontramos en el parque, queridas! Duquesas viudas y
gordas que paseaban en carrozas rojas y amarillas, con impresionantes
criados que visten medias de seda y chaquetas de terciopelo situados en la
parte trasera y un chófer con la cara empolvada delante. Elegantes doncellas
que cuidaban de los niños más sonrosados que he visto nunca, hermosas
jóvenes que parecían soñolientas, dandis indolentes con divertidos sombreros
de estilo inglés y guantes de cabritilla de color morado, y soldados muy altos
vestidos con chaquetillas rojas y sombreros redondos que se atan a un lado y
les dan un aspecto de lo más cómico. ¡Estaba deseando hacerles un retrato!
Rotten Row significa Route de roi, es decir, «la ruta del rey», pero ahora
es sobre todo una escuela hípica donde enseñan a montar. Los caballos son
espléndidos y los hombres montan bien, pero las mujeres van rígidas y
rebotan sobre la montura, lo que no es acorde con nuestras costumbres. Al
verlas trotar muy serias arriba y abajo con sus ropas ligeras y sus sombreros
altos, como mujeres en un arca de Noé de juguete, me entraron ganas de
mostrarles un buen y raudo galope americano. Aquí todo el mundo monta a
caballo: los ancianos, las damas robustas, los niños y los jóvenes, que lo
aprovechan para coquetear. Vi a una pareja intercambiar capullos de rosas,
que aquí se llevan en el ojal, y me pareció una idea encantadora.
A mediodía, fuimos a la abadía de Westminster, pero no esperéis que os
la describa. Es imposible. Me contentaré con deciros que es ¡sublime! Esta
tarde iremos a visitar Fechter, el actor francés, lo que sin duda pondrá el
broche de oro a este día, que ha resultado el más feliz de mi vida.
Medianoche
Es muy tarde, pero no puedo enviar esta carta mañana sin contaros lo que
ha ocurrido esta última tarde. ¿A que no adivináis quién vino a visitarnos
mientras tomábamos el té? ¡Los amigos ingleses de Laurie, Fred y Frank
Vaughn! Menuda sorpresa; de no ser por las tarjetas, no los habría
reconocido. Ambos están muy altos y llevan bigote. Fred es ahora un joven
apuesto al estilo inglés, y Frank está mucho mejor, puesto que apenas cojea y
no usa muletas. Laurie les había facilitado nuestra dirección y vinieron a
invitarnos para que nos quedáramos en su casa. El tío declinó la oferta, pero
iremos a visitarlos en cuanto podamos. Nos acompañaron al teatro y lo
pasamos muy bien. Frank se dedicó a hablar con Flo, y Fred y yo charlamos
animadamente como si nos conociésemos de toda la vida. Decidle a Beth que
Frank preguntó por ella y que le entristeció mucho saber de su enfermedad.
Cuando le hablé de Jo, Fred rio y me pidió que transmitiese «un afectuoso
saludo a la dama del sombrero grande». Ambos recordaban lo mucho que nos
divertimos en el campamento que organizó Laurie. Parece que todo eso
ocurrió hace siglos, ¿verdad?
Es la tercera vez que la tía golpea la pared, así que tengo que dejar de
escribir. Me siento como una dama londinense, elegante y disoluta,
escribiendo a horas tan tardías, en una habitación repleta de cosas hermosas y
con la cabeza llena de imágenes de parques, teatros, vestidos nuevos y
galantes caballeros que exclaman «¡Ah!» y se atusan el rubio bigote con
germina altivez londinense. Tengo muchas ganas de veros a todos y, a pesar
de mis tonterías, sabéis que os quiero de todo corazón,
AMY
París
Queridas hermanas:
En mi última carta os hablé de mi estancia en Londres, de lo amables que
fueron los Vaughn y de las salidas tan agradables que nos organizaron.
Hampton Court y el museo de Kensington me gustaron especialmente,
porque en Hampton vi unos dibujos de Rafael y en el museo de Kensington,
una sala llena de cuadros de Turner, Lawrence, Reynolds, Hogarth y otros
grandes artistas. En Richmond Park pasamos un día delicioso. Comimos el
clásico picnic inglés y había más ciervos y robles majestuosos de los que
podía pintar; además oí cantar a un ruiseñor y vi alzar el vuelo a un grupo de
alondras. Nos sentíamos tan a gusto en Londres, gracias a Fred y Frank, que
nos dio pena marcharnos. Los ingleses no te acogen de inmediato pero,
cuando se deciden, no hay quien los supere en hospitalidad. Los Vaughn
esperan reunirse con nosotros en Roma, en invierno, y me llevaré un gran
disgusto si no es así, porque Grace y yo nos hemos convertido en grandes
amigas y los chicos son estupendos, sobre todo Fred.
De hecho, apenas llegamos a París, nos encontramos nuevamente con él.
Dijo que estaba de vacaciones y que iba camino de Suiza. A la tía no le hizo
demasiada gracia al principio, pero él se mostró tan encantador que era
imposible ponerle pegas. Ahora se entienden de maravilla y todos nos
felicitamos por su presencia, porque habla perfectamente francés; no sé qué
sería de nosotras sin él. El tío apenas conoce unas frases y se empeña en
hablar en inglés a gritos, como si al alzar la voz los demás fuesen a entenderle
mejor. La tía tiene un acento arcaizante y Flo y yo, a pesar de que nos
jactábamos de saber mucho francés, hemos descubierto que no es cierto y
agradecemos mucho que Fred nos sirva de intérprete, o como dice el tío,
«parlamente en nuestro nombre».
¡Qué bien lo estamos pasando! Visitamos monumentos de la mañana a la
noche, a mediodía hacemos una pausa para comer en alegres cafés y vivimos
aventuras divertidísimas. Cuando llueve, vamos al Louvre, a disfrutar de los
cuadros. Jo torcería el gesto ante algunas de estas obras maestras porque no
tiene sensibilidad artística, pero yo sí la tengo y me esmero por cultivar mi
vista y mi gusto a buen ritmo. Seguro que ella preferiría ver las pertenencias
de personajes importantes. He visto el sombrero de tres picos de Napoleón y
su abrigo gris, la cuna en la que durmió de niño y un cepillo de dientes suyo;
también he tenido ante mí un zapatito de María Antonieta, el anillo de san
Dionisio, la espada de Carlomagno y otros muchos artículos interesantes.
Cuando vuelva, os lo contaré todo con detalle pero, ahora por escrito, no
puedo dedicarle más tiempo a todo esto.
El Palais Royal es un lugar de ensueño que alberga tanta bijouterie y
cosas maravillosas que casi me vuelvo loca por no poder comprar nada. Fred
pretendía regalarme alguna pieza pero, por supuesto, no se lo permití. Luego
fuimos al Bois de Boulogne y a los Champs Elysées, que son magnifiques.
He visto a la familia imperial en varias ocasiones. El emperador es un hombre
feo y de aspecto serio, la emperatriz es pálida y hermosa, pero tiene un gusto
horroroso para vestir; una vez llevaba un vestido púrpura, un sombrero verde
y unos guantes amarillos. El pequeño Napoleón es un niño guapo que se pasa
el rato charlando con su tutor y saluda con la mano a la gente cuando desfila
en una carroza tirada por cuatro caballos, con postillones vestidos con
chaqueta de satén rojo y guardia montada delante y detrás del vehículo.
Solemos pasear por los preciosos jardines de les Tuileries, aunque yo
prefiero los de Luxembourg, más antiguos. Père la Chaise es un cementerio
de lo más curioso; muchas de las tumbas parecen habitaciones pequeñas y, al
mirar en su interior, descubres una mesa con imágenes del fallecido y sillas
para los que acuden a llorar su muerte. ¡Qué francés resulta todo eso! ¿No os
parece?
Nuestras habitaciones dan a la rue de Rivoli; desde el balcón vemos la
calle, larga y magnífica de principio a fin. Es tan agradable que cuando
estamos cansadas de las visitas nos quedamos en el hotel y pasamos la tarde
charlando y descansando en el balcón. Fred es de lo más entretenido y,
además, es el joven más encantador que conozco —excepción hecha de
Laurie—. Sus modales son exquisitos. Preferiría que fuese moreno porque no
me gustan los muchachos rubios, pero los Vaughn son una familia excelente
y muy rica, así que no seré yo quien ponga pegas a su cabello claro, sobre
todo cuando el mío es aún más rubio que el suyo.
La semana que viene partiremos rumbo a Alemania y Suiza y apenas
pararemos durante el viaje, de modo que solo podré enviaros unas cuantas
líneas. Pero escribiré mi diario y procuraré «recordar y describir con la
máxima precisión las maravillas que tenga la suerte de contemplar», tal y
como me aconsejó papá. Esta es una práctica muy útil para mí; cuando veáis
mi cuaderno de apuntes, los bocetos os ayudarán a entender mi viaje mejor
que mis torpes palabras.
Adieu, recibid todas mi más tierno abrazo.
VOTRE AMIE
Heidelberg
Querida mamá:
Aprovecho que hacemos un breve descanso antes de salir hacia Berna
para contarte lo que ha ocurrido últimamente, porque algunos hechos son
muy importantes, como tendrás ocasión de comprobar.
El recorrido en barco por el Rin resultó excelente y lo disfruté mucho.
Estuve leyendo algunos de los viejos libros de viaje de papá sobre la zona,
No encuentro palabras para describir su belleza. En Coblenza lo pasamos de
maravilla con unos estudiantes de Bonn que Fred conoció en el barco y nos
dieron una serenata. Era una noche de luna llena y, a eso de la una, Flo y yo
nos despertamos al oír una música deliciosa bajo nuestra ventana. Nos
acercamos corriendo y, ocultas tras las cortinas, miramos tímidamente hacia
fuera, donde vimos a Fred y los estudiantes cantando. Es la escena más
romántica que he visto en toda mi vida: el río, el puente, los barcos, la
enorme fortaleza enfrente, la luna y una música que hubiese derretido al
corazón más duro.
Cuando terminaron, les lanzamos flores y les vimos luchar entre sí por
ellas, besar la mano de unas damas invisibles y alejarse riendo… para ir a
fumar y beber cerveza, supongo. A la mañana siguiente, Fred se sacó del
bolsillo una flor estrujada para enseñármela y se puso muy sentimental, Me
burlé de él y le expliqué que no había sido yo quien la había lanzado, sino
Flo, y al parecer eso le molestó porque arrojó la flor por la ventana y volvió a
mostrarse sensato. Temo que este chico me va a dar problemas.
Los baños de Nassau estaban muy animados, al igual que Baden-Baden,
donde Fred perdió una suma de dinero y yo le regañé por ello. Ahora que
Frank no está con él, necesita que alguien le cuide. Kate comentó en una
ocasión que esperaba que se casase pronto y yo coincido con ella en que sería
lo mejor para él. Frankfurt me pareció precioso. Visitamos la casa de Goethe,
la estatua de Schiller y la famosa Ariadna de Dannecker Lo encontré
encantador, pero lo habría disfrutado más aún de haber conocido mejor la
historia. No quise preguntar porque todos estaban al corriente o fingían
estarlo. Tal vez Jo me pueda contar algo, tendría que haber leído más. Ahora
descubro que no sé apenas nada y me avergüenzo de ello.
Ahora viene lo más serio… Es muy reciente, y Fred se acaba de marchar.
Es un joven tan alegre y dulce que todos le tenernos mucho cariño. Yo
siempre le vi como un compañero de viaje y nada más, hasta la serenata de la
otra noche. Entonces, comencé a intuir que los paseos a la luz de la luna, las
conversaciones en el balcón y las aventuras diarias eran algo más que un
simple entretenimiento para él. Mamá, te prometo que no he coqueteado con
él… Recuerdo lo que me advertiste y he procurado seguir tus consejos. Yo no
tengo la culpa de gustarle a alguien. No hago nada para que eso se produzca y
me duele no sentir nada, aunque Jo opine que no tengo corazón. Mamá,
supongo que estarás meneando la cabeza y que las chicas dirán ¡Menuda
picara interesada!, pero he tomado una decisión; si Fred se declara, le
aceptaré aunque no esté locamente enamorada. Me cae bien y nos sentimos
muy a gusto juntos. Es joven, apuesto, bastante inteligente y muy rico, más
rico incluso que los Laurence. No creo que su familia se oponga, y yo sería
muy feliz porque son personas amables, bien educadas y generosas que me
aprecian. Dado que Fred es el mayor de los gemelos, supongo que heredará
buena parte del patrimonio, ¡que es enorme! Tienen una casa estupenda en la
ciudad, en una de las calles más elegantes; no es tan vistosa como las grandes
casas norteamericanas, pero es el doble de cómoda y tiene muchos más lujos,
como les gusta vivir a los ingleses. Me encanta, y todo es auténtico. He visto
la vajilla, las joyas de la familia, los viejos sirvientes y cuadros de la
propiedad que tienen en el campo, una mansión con un amplio jardín, situada
en un bello enclave, con buenos caballos. ¿Qué más podría pedir? Prefiero
eso a uno de esos títulos que hacen enloquecer a las muchachas pero que no
tienen nada detrás. Puede que sea una interesada, pero detesto la pobreza y no
pienso soportarla ni un segundo más de lo imprescindible. Es preciso que una
de nosotras se case con un hombre rico. Meg no lo ha hecho, Jo no lo hará y
Beth todavía no puede… De modo que lo haré yo y así todos llevaremos una
vida más confortable. No me casaría con un hombre al que detestase o
despreciase. Podéis estar seguras de ello. Aunque Fred no sea mi ideal, está
muy bien y, con el tiempo, llegaría a apreciarle si él me tratase bien y me
dejase hacer lo que quisiese. He estado dando vueltas al asunto durante toda
la semana pasada —era imposible no darse cuenta de que le gusto a Fred—.
Él no dijo nada, pero sus gestos le delataban. Nunca va con Flo, siempre está
a mi lado, en los coches, en la mesa, cuando paseamos. Cuando nos
quedamos a solas, se pone emotivo, y si algún joven me dirige la palabra,
frunce el entrecejo. Ayer, a la hora de la cena, un oficial austríaco nos miró y
luego le comentó a su amigo, un barón con pinta de libertino, algo acerca de
ein wonderschönes Blöndschen, y Fred se enfureció como un león y cortó la
carne tan enérgicamente que casi la tira del plato. No es uno de esos ingleses
flemáticos y estirados, se enfada con facilidad; supongo que debe de llevar
sangre escocesa en las venas o eso parece a juzgar por sus hermosos ojos
azules.
En fin, ayer fuimos al castillo al caer la tarde, todos menos Fred, que tenía
que reunirse con nosotros allí después de ir a buscar unas cartas a la oficina
de correos. Lo pasamos bien curioseando entre las ruinas, las bodegas, donde
hay un enorme tonel, y los hermosos jardines que el noble propietario mandó
hacer al gusto de su esposa, que era inglesa. Pero lo que más me impresionó
fue la gran terraza y las hermosas vistas que ofrecía. De modo que, mientras
el resto del grupo visitaba las habitaciones, yo me quedé allí, sentada,
haciendo un esbozo de una cabeza de león de piedra gris que había en un
muro, rodeada de ramas de madreselvas de color escarlata. Me sentía como el
personaje de una novela romántica, viendo cómo el río Neckar cruzaba el
valle, deleitándome con la música de una banda austríaca y esperando a mi
enamorado. Presentí que estaba a punto de ocurrir algo y me supe preparada
para ello. Aguardé tranquila, sin enrojecer ni temblar, aunque sí algo
nerviosa.
Al poco, oí la voz de Fred y le vi atravesar corriendo el gran arco en
dirección a mí. Parecía tan alterado que me olvidé de todo y le pregunté qué
le ocurría. Me explicó que acababa de recibir una carta en la que se le urgía a
regresar a casa porque Frank estaba gravemente enfermo. Pensaba marchar
de inmediato, en el tren de la noche, y solo venía a despedirse. Lamenté
mucho la noticia y me sentí decepcionada… aunque solo por unos segundos,
porque me estrechó la mano y dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas:
«Volveré pronto… No me olvidarás, ¿verdad, Amy?».
No le prometí nada, pero le miré y pareció bastarle con eso. No hubo
tiempo para nada más porque apenas disponía de una hora para preparar su
partida. Todos le echamos mucho de menos. Sé que quería hablar conmigo,
pero intuyo, por algo que comentó en una ocasión, que ha prometido a su
padre no hacer nada sin consultárselo. Es un muchacho muy impulsivo y el
anciano señor teme que le imponga una nuera extranjera. Pronto nos
reuniremos con él en Roma y entonces, si no he cambiado de idea, le aceptaré
cuando se declare.
Por supuesto, todo esto es confidencial, pero quería que estuvieras al
corriente. No te preocupes por mí; sigo siendo tu «sensata Amy» y te aseguro
que no haré nada sin pensarlo bien. Me encantaría recibir tus consejos y los
tendría muy en cuenta. Ojalá pudiera conversar contigo largo y tendido,
mamá. Te quiero mucho, confía en mí.
Tu hija,
AMY
CAPÍTULO 33 - EL DIARIO DE JO
CAPÍTULO 34 - EL AMIGO
Fuese cual fuese el motivo, lo cierto es que aquel año Latine dio muestras
de una gran determinación; se graduó cum laude y, a decir de sus amigos,
recitó su discurso con la gracia del revolucionario orador estadounidense
Phillips y la elocuencia de Demóstenes. Todo el mundo fue a verle: su
abuelo, ¡que estaba tan orgulloso!, el señor y la señora March, John y Meg,
Jo y Beth… Y todos se regocijaron por él con esa sincera admiración a la que
los chicos no dan importancia pero que es tan difícil de conseguir luego en la
vida, por muchos triunfos que tengamos.
—Tengo que quedarme por esta maldita cena, pero estaré en casa mañana
temprano. ¿Vendréis a recibirme como antes, chicas? —preguntó Laurie al
dejar a las hermanas en el carruaje, después de terminadas las celebraciones.
Dijo «chicas», pero en realidad se refería solo a Jo, porque ella era la única
que seguía manteniendo la vieja costumbre; y, puesto que era incapaz de
negarle nada a su espléndido y triunfador muchacho, contestó con ternura:
—Iré, Teddy, ya llueva o truene, y desfilaré ante ti tocando un himno de
bienvenida a los héroes con un birimbao.
Laurie le dio las gracias con una mirada que hizo que ella se estremeciese
y pensase; ¡Oh, Dios! Estoy segura de que me dirá algo, ¿y qué haré
entonces?
Una tarde de reflexión y una mañana de trabajo aquietaron en parte sus
miedos y, tras decidir que imaginar que alguien se le iba a declarar cuando ya
había dejado clara la respuesta era una prueba de vanidad por su parte, partió
hacia su cita, con la esperanza de que Teddy no acudiese y no la obligase a
herir sus sentimientos. Tras una visita a Meg, y un rato muy entretenido en
compañía de Daisy y Demijohn, se sintió mucho más preparada para el tête-
à-tête previsto pero, cuando vio surgir en el horizonte la figura robusta de su
amigo, le entraron ganas de dar media vuelta y echar a correr.
—¡Jo! ¿Dónde está el birimbao? —preguntó Laurie en cuanto estuvo lo
bastante cerca para que le oyera.
—Lo he olvidado —respondió Jo, que recuperó el ánimo al observar que
aquel no era el saludo de un enamorado.
En ocasiones como aquella, solía tomar a Laurie del brazo, pero optó por
no hacerlo y él no protestó —lo que no era una buena señal—, y se puso a
hablar a toda velocidad de cosas ajenas a ellos, hasta que dejaron atrás la
carretera para adentrarse en el camino que atravesaba el bosquecillo e iba a
dar a sus casas. Entonces, el joven aminoró el paso, la conversación se tornó
menos fluida e incluso hubo algún que otro silencio incómodo entre ambos.
Con el propósito de rescatarla charla de uno de aquellos pozos de silencio, Jo
comentó a la ligera:
—¡Supongo que ahora tendrás unas buenas vacaciones!
—Esa es mi intención.
Algo en el tono firme del muchacho hizo que Jo levantase la mirada
enseguida y le descubriese observándola de un modo que no dejaba lugar a
dudas: el momento que tanto temía había llegado. Alzó la mano para frenarle
e imploró:
—¡Por favor, Teddy, no lo hagas!
—Sí lo haré y tendrás que escucharme. No sirve de nada callar, Jo.
Tenemos que aclarar este asunto y cuanto antes lo hagamos mejor para
ambos —apuntó, a un tiempo animado y rojo de vergüenza.
—Está bien; entonces, habla. Te escucho —repuso Jo con una paciencia
algo teñida de desesperación.
Laurie era un joven enamorado. Su amor era sincero y quería explicarse,
aunque muriese en el intento. Abordó el asunto con la impetuosidad que le
caracterizaba, pero con una voz que, de vez en cuando, temblaba, por mucho
que se esforzase por comportarse como un hombre y mantener a raya la
emoción.
—Te quiero desde que te conozco, Jo. No lo puedo evitar, siempre has
sido muy buena conmigo. He intentado mostrarte mis sentimientos, pero no
me has dejado. Ahora quiero explicártelo todo y necesito que me des una
respuesta, porque no puedo seguir así por más tiempo.
—Quería evitarte esto, pensé que comprenderías… —comenzó Jo,
consciente de que iba a resultar más duro de lo que esperaba.
—Sé que es así, pero las muchachas sois tan extrañas que uno nunca sabe
a qué atenerse. Decís «no» queriendo decir «sí» y volvéis locos a los hombres
por pura diversión —afirmó Laurie, atrincherado en aquel hecho irrefutable.
—No es mi caso. Nunca he pretendido que te intereses por mí en este
sentido, y me alejé para evitarlo en la medida de lo posible.
—Lo suponía; es muy propio de ti, pero no ha servido de nada, Solo has
conseguido que te quiera más y que me esfuerce más por agradarte. He
dejado de ir a los billares y de hacer la clase de cosas que te desagradan, he
esperado sin protestar con la esperanza de que correspondías a mi amor,
aunque yo valga mucho menos que tú.,. —Llegado a este punto, la voz se le
quebró y Laurie decapitó varios ranúnculos al tiempo que se aclaraba la
«maldita garganta».
—¡Eso no es cierto! Tú vales mucho más que yo, y te estoy muy
agradecida por todo… Me siento orgullosa de ti y te aprecio mucho. No sé
por qué no soy capaz de amarte como esperas. Lo he intentado, pero no
puedo mandar en mis sentimientos y si afirmase sentir algo más estaría
mintiendo.
—¿Estás segura, Jo?
Al formular la pregunta Laurie se detuvo en seco, le tomó las manos y la
miró de un modo que ella no olvidaría jamás.
—Sí, estoy segura.
Ya estaban en el bosquecillo, a unos pasos de la cerca. Cuando Jo
pronunció aquellas últimas palabras a regañadientes, Laurie dejó caer las
manos y dio media vuelta, dispuesto a seguir adelante. Pero, por primera vez
en su vida, era como si aquella cerca fuese insalvable, y se quedó allí, con la
cabeza apoyada en los postes tapizados de musgo, tan callado quejo sintió
miedo.
—¡Oh, Teddy, lo lamento, lo siento muchísimo! ¡Si sirviese de algo, daría
la vida por ti! Quisiera que no fuese tan difícil. No puedo hacer nada. Nadie
puede enamorarse a voluntad de otra persona —exclamó Jo, con poco tacto y
llena de remordimientos, mientras daba unas tiernas palmadas en el hombro a
su amigo y recordaba las muchas veces en las que él la había consolado en el
pasado.
—A veces ocurre —musitó él sin apartar la cara de la estaca.
—No creo que eso sea amor de verdad, y prefiero no conocerlo —aseguró
Jo con firmeza.
Guardaron silencio un rato mientras un mirlo cantaba alegre en los sauces
de la orilla del río y la hierba se mecía al viento. Al cabo, Jo añadió, muy
seria, mientras se sentaba en un peldaño de la cerca:
—Laurie, hay algo que quiero compartir contigo.
Él abrió los ojos de par en par, como si acabase de recibir un tiro en la
cabeza, y exclamó con fiera desesperación:
—¡Por favor, Jo, no me lo digas! ¡No podría soportarlo en estos
momentos!
—¿A qué te refieres? —preguntó ella, sorprendida por la virulencia de su
reacción.
—A que estás enamorada de ese viejo.
—¿Qué viejo? —inquirió Jo pensando que debía de referirse a su abuelo.
—El maldito profesor sobre el que tanto escribías. Si me dices que le
amas, cometeré una locura. —Y, por su aspecto, aquella no era una amenaza
vana; tenía los puños cerrados y un destello de cólera en los ojos.
Jo a punto estuvo de soltar una carcajada, pero se contuvo y, visiblemente
emocionada, repuso:
—¡Teddy, no digas palabrotas! Ni es un viejo ni es un maldito; es una
buena persona, un hombre muy amable, y es mi mejor amigo… después de ti,
claro. Por favor, no te dejes llevar por tus sentimientos, quiero ser
considerada contigo pero, si insultas al profesor, me lo pondrás muy difícil. Y
estoy muy lejos de estar enamorada de él o de cualquier otro.
—Pero acabarás por enamorarte, y entonces ¿qué será de mí?
—Eres un muchacho sensato, de modo que te enamorarás de otra persona
y olvidarás todo este asunto.
—No puedo amar a nadie más y nunca podré olvidarte, Jo. ¡Nunca!
¡Nunca! —dijo dando un taconazo para dotar de más fuerza a sus
apasionadas palabras.
—¿Qué puedo hacer con él? —murmuró Jo con un suspiro. Las
emociones eran mucho más difíciles de controlar de lo que había temido—.
No me has dejado contarte lo que quería decirte. Haz el favor de sentarte y
prestar atención; quiero que estemos bien y que seas feliz —explicó, con la
esperanza de que oír algo razonable le ayudase a calmarse, lo que demuestra
lo poco quejo sabía del amor.
Viendo un rayo de esperanza en esta última frase, Laurie se sentó en la
hierba, a sus pies, apoyó el brazo en el último peldaño de la cerca y la miró
expectante. Sin duda, la actitud del joven no ayudaba a Jo a hablar con
serenidad ni con claridad. ¿Cómo podía decir palabras duras a un amigo que
la miraba con los ojos llenos de amor y deseo, las pestañas aún húmedas por
las amargas lágrimas derramadas a consecuencia de su rechazo? Volvió la
cabeza de Laurie con dulzura y, mientras acariciaba su cabello ondulado, que
se había dejado crecer por ella, lo que resultaba conmovedor, dijo:
—Estoy de acuerdo con mamá en que tú y yo no estamos hechos el uno
para el otro porque tenemos un carácter muy fuerte, somos obstinados y
seríamos muy desgraciados si cometiésemos la locura de… —Jo hizo una
pausa antes de pronunciar la siguiente palabra, pero Laurie dijo con expresión
arrobada:
—Casarnos… ¡No seríamos desgraciados! Jo, si tú me quisieses, yo sería
un santo porque harías de mí lo que quisieras.
—No, no es cierto. Lo he intentado sin éxito y no comprometeré nuestra
felicidad con un experimento tan arriesgado. No nos ponemos de acuerdo ni
lo haremos nunca; será mejor que sigamos siendo los mejores amigos toda la
vida y no cometamos ninguna imprudencia.
—Deberíamos intentarlo —musitó Laurie sin dar su brazo a torcer.
—Por favor, sé razonable y mira las cosas con sentido común —imploró
Jo, a punto de perder la paciencia.
—No quiero ser razonable ni ver las cosas «con sentido común», como
dices. Eso no me ayudará, solo hará que todo resulte más difícil. No puedo
creer que tengas tan poco corazón.
—¡Ojalá fuese así!
Laurie notó que a Jo le temblaba un poco la voz y lo consideró un buen
presagio, por lo que se volvió y, haciendo acopio de todas sus dotes de
persuasión, dijo con el tono más peligrosamente halagador que ella le había
oído emplear nunca:
—¡No seas así, querida! Todo el mundo espera que ocurra. A mi abuelo le
hace mucha ilusión, a tu familia también, y yo no puedo vivir sin ti. Dame el
sí y todo el mundo estará contento. ¡Venga, hazlo!
Hasta pasados varios meses Jo no comprendió de dónde había sacado
fuerzas para mantenerse firme en su decisión de que no amaba a Laurie y,
con toda seguridad, no lo haría nunca. La experiencia resultó muy dura, pero
no cejó, consciente de que dar esperanzas al joven sería, además de cruel,
inútil.
—No te puedo dar un sí sincero, así que no diré nada. Con el tiempo,
comprenderás que tengo razón y me lo agradecerás —afirmó en tono
solemne.
—¡Qué me cuelguen si lo hago! —replicó Laurie, y se levantó de golpe
de la hierba, ardiendo de furia solo de pensarlo.
—¡Sí lo harás! —insistió Jo—. Al cabo de un tiempo, lo superarás y
encontrarás a una joven encantadora y culta que te adorará y cumplirá de
maravilla el papel de señora en tu fantástica casa. Yo no podría. Soy poco
atractiva, torpe, rara y vieja, te avergonzarías de mí, estaríamos todo el día
peleándonos… Fíjate, ni siquiera ahora somos capaces de ponernos de
acuerdo… A mí no me interesaría la alta sociedad y a ti sí. Y detestarías que
escribiese y yo no podría vivir sin ello, y seríamos tan infelices que
desearíamos no habernos juntado jamás… ¡Y todo sería horroroso!
—¿Algo más? —preguntó Laurie, al que le costaba escuchar
pacientemente aquella retahíla de profecías.
—Nada más, salvo decir que no creo que me case jamás. Estoy muy bien
así, valoro mi libertad y no tengo prisa por perderla a cambio de ningún
hombre.
—¡No lo creo! —exclamó Laurie—. Ahora lo ves así, pero algún día te
fijarás en alguien, te enamorarás perdidamente y darás la vida por él si es
preciso. Sé que lo harás, es tu forma de ser, y a mí me tocará verlo todo
porque seguiré a tu lado. —Al decir esto, el enamorado desesperanzado
arrojó su sombrero al suelo en un gesto que habría resultado cómico de no ser
por la expresión trágica de su rostro.
—Sí, viviré y moriré por él si en verdad aparece alguien que me haga
quererle a pesar de mí misma, y tú debes esforzarte por superarlo —exclamó
Jo, que al final perdió la paciencia—. He hecho lo que he podido, pero te
niegas a ser razonable, y me parece muy egoísta por tu parte empeñarte en
que te dé lo que no está en mi mano entregarte. Te tengo un gran cariño, muy
grande en verdad, pero como amigo, y no me casaré contigo jamás. Cuanto
antes lo asumas, mejor para ambos.
Su discurso tuvo el mismo efecto que el fuego en la pólvora. Laurie la
miró de hito en hito, como si no supiese bien cómo reaccionar, luego dio
media vuelta, visiblemente airado, y espetó en un tono desesperado:
—Algún día te arrepentirás de esto, Jo.
—¿Adónde vas? —exclamó ella asustada por la expresión del muchacho.
—¡Al infierno! —fue su reconfortable respuesta.
A Jo se le encogió el corazón al verle caminar en dirección al río, pero
para que un joven termine con su vida de forma violenta hace falta que esté
muy loco, sea un gran pecador o se sienta muy desgraciado, y Laurie no era
un hombre débil que se dejase abatir por un primer fracaso. No tenía prevista
una zambullida trágica en el agua, sino que fue, hecho una furia y guiado por
un impulso, hacia su bote, arrojó el sombrero y el abrigo dentro y se puso a
remar como un loco, batiendo su propio récord de velocidad, río arriba. Jo
dejó escapar un largo suspiro y relajó las manos cuando comprendió que el
pobre muchacho había decidido remar para desahogar la pena que sentía en el
corazón.
Esto le hará bien, aunque volverá a casa tan dolido y arrepentido que no
tendré ánimo para verle, se dijo. Mientras caminaba lentamente de regreso a
casa, sintiéndose como si hubiese asesinado a un inocente y ocultado el
cadáver entre la vegetación, pensó: Ahora tendré que ir a hablar con el señor
Laurence para que sea especialmente amable con el pobre muchacho. ¡Ojalá
se hubiese enamorado de Beth! Tal vez, con el tiempo, ocurra, pero empiezo
a pensar que me equivoqué al juzgar los sentimientos de mi hermana. ¡Por
Dios! ¿Cómo es posible que a las mujeres les agrade tener enamorados a los
que rechazar? ¡Yo lo encuentro terrible!
Segura de que nadie podía solucionar las cosas mejor que ella misma, fue
directa a casa del señor Laurence, se armó de valor y le contó toda la historia,
pero terminó por derrumbarse y, entre sollozos, lamentó amargamente su
falta de sensibilidad, y el anciano caballero, a pesar de su consternación, no le
hizo ningún reproche. Al abuelo le costaba comprender que una joven no
quisiera a su amado Laurie, y esperaba que ella cambiase de opinión pero,
como sabía, mejor incluso que la propia Jo, que el amor no se puede forzar,
meneó la cabera con tristeza y decidió ayudar al muchacho para que no
sufriera tanto, porque las palabras de despedida que el joven impetuoso había
dedicado a Jo le inquietaban más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Cuando Laurie llegó a casa, muerto de cansancio pero bastante tranquilo,
el abuelo fue a recibirle como si no estuviese al corriente de nada y mantuvo
ese engaño con éxito durante un par de horas. Sin embargo, cuando, al caer la
tarde, se sentaron para charlar, algo de lo que solían disfrutar mucho, al pobre
anciano le costaba hablar con el tono ligero, de costumbre, y el joven recibía
con amargura las felicitaciones y referencias a su éxito, que, tras su decepción
amorosa, le parecía un trabajo de amor perdido. Soportó la situación y,
cuando no pudo más, se levantó y fue a tocar el piano, Las ventanas estaban
abiertas, y por una vez Jo, que en ese momento paseaba con Beth por el
jardín, comprendió mejor que su hermana lo que significaba aquella música,
la «Sonata patética», de Beethoven, que Laurie tocó como nunca.
—Está muy bien, sin duda, pero es tan triste que me dan ganas de llorar,
Toca algo más alegre, muchacho —pidió el señor Laurence, cuyo viejo
corazón rebosaba de una compasión que deseaba expresar pero no sabía
cómo.
Laurie atacó de inmediato una canción mucho más animada, tocó
tempestuosamente durante varios minutos y hubiese seguido, haciendo de
tripas corazón, de no haber oído, en una pausa, a la señora March decir: «Jo,
querida, ven, te necesito».
Al oír aquellas palabras que tanto deseaba decir —aunque con un sentido
diferente—, perdió la concentración. La música se interrumpió abruptamente
y el músico permaneció sentado, en silencio, en la oscuridad.
—No lo puedo resistir —musitó el anciano. Se levantó, caminó a tientas
hacia el piano y puso suavemente su mano sobre el ancho hombro del
muchacho, al tiempo que decía, con una dulzura más propia de una mujer—:
Lo sé, muchacho, lo sé.
Al principio no hubo respuesta, pero después Laurie preguntó con
aspereza:
—¿Quién te lo ha contado?
—La propia Jo.
—¡Pues no hay nada más que decir! —Y retiró la mano de su abuelo con
un gesto impaciente, porque, a pesar de agradecer la compasión del anciano,
el orgullo no le permitía tolerar que se apiadasen de él.
—No del todo, tengo algo que decir. Luego, sí quieres, podemos dar por
zanjado el asunto —repuso el señor Laurence con una suavidad inusitada en
él—. ¿No preferirías marcharte una temporada?
—No voy a salir huyendo por una chica. Jo no puede impedir que la vea
siendo vecinos y yo me quedaré cuanto me apetezca —afirmó Laurie en tono
desafiante.
—Eso no es lo que haría un caballero y creo que tú lo eres. Lo lamento,
pero la chica no puede evitar sentir lo que siente y lo único que puedes hacer
es alejarte por un tiempo. ¿Adónde te gustaría ir?
—¡Me da igual, me trae sin cuidado lo que sea de mí! —Laurie se levantó
lanzando una carcajada de desánimo que sonó como un chirrido a su abuelo.
—¡Por el amor de Dios, compórtate como un hombre y no cometas
ninguna imprudencia! ¿Por qué no retomas el plan de ir al extranjero que
habías abandonado?
—No puedo.
—Pero si estabas como loco por marcharte y te prometí que te dejaría ir
cuando terminases la universidad.
—¡Sí, pero no tenía intención de viajar solo! —Laurie empezó a dar
vueltas por la sala, inquieto, con una expresión en el rostro que por suerte su
abuelo no podía ver.
—No tienes por qué ir solo. Conozco a alguien que te acompañaría
encantado a cualquier lugar.
—¿De quién se trata? —Laurie se detuvo a escuchar la respuesta.
—De mí.
Laurie se acercó a él a toda velocidad, le tendió la mano y dijo con voz
ronca:
—Soy un bruto egoísta pero, abuelo, has de entender…
—¡Válgame el cielo! Claro que te entiendo, he vivido esto antes, primero
en mis propias carnes, de joven, y luego con tu padre. Ahora, querido
muchacho, siéntate y escucha lo que tengo que decirte. Ya está todo
organizado y podemos partir de inmediato —explicó el señor Laurence
agarrando con fuerza a su nieto como si temiese que se fuese a escapar, como
había hecho su padre antes que él.
—Está bien, ¿en qué consiste el plan? —Laurie se sentó, pero ni su
expresión ni su tono denotaban el menor interés.
—He de ir a atender un negocio en Londres. Podría mandarte solo a ti,
pero creo que es mejor que vaya en persona, y Brooke se puede encargar de
todo por aquí. Mis socios hacen el grueso del trabajo, yo solo sigo en mi
puesto a la espera de que tú estés preparado para tomar el relevo.
—Pero a ti no te gusta viajar y no te puedo pedir que hagas un esfuerzo
tan grande a tu edad —empezó Laurie, que agradecía el sacrificio que su
abuelo estaba dispuesto a hacer pero que, de ir, prefería hacerlo solo.
El anciano era perfectamente consciente de esto último y quería evitarlo a
toda costa porque, dado el estado de ánimo en que se encontraba su nieto, no
era buena idea dejar que se las apañase solo. Así, sofocando la angustia que
le provocaba pensar en abandonar la comodidad de su hogar, afirmó con
resolución:
—¡Por Dios, muchacho, todavía no estoy desahuciado! Me gusta la idea,
me sentará bien cambiar de aires y a mis viejos huesos no les pasará nada
porque, hoy en día, viajar es tan cómodo como estar sentado en una silla.
Laurie se removió inquieto, en su silla, como para indicar que él no se
sentía cómodo sentado y que el plan no le parecía tan maravilloso, ante lo que
el anciano añadió:
—No pretendo ser una carga. Quiero ir porque pienso que te sentirás
mejor que si me dejas aquí. Por supuesto, no iré de picos pardos contigo, pero
podrás moverte con total libertad sabiendo que yo lo estaré pasando bien a mi
manera. En Londres tengo muy buenos amigos, y también en París. Los iré a
visitar. Tú podrías ir a Italia, Alemania, Suiza o cualquier otro lugar, a
disfrutar del arte, la música, el teatro, las aventuras, lo que más te apetezca.
En ese momento, Laurie sentía que no le apetecía nada y que el mundo
era un desierto sin interés, pero ciertas palabras que el anciano introdujo
hábilmente en su última frase reconfortaron su dolido corazón e hicieron
surgir un oasis verde en medio del desierto. Suspiró y, luego, sin ánimo,
añadió:
—Como quieras, me da igual adonde vaya y lo que haga.
—Pero a mí no; no lo olvides, muchacho. Te doy plena libertad, pero
confío en que harás buen uso de ella. Quiero que me des tu palabra, Laurie.
—Como tú digas, abuelo.
Está bien, pensó el anciano, ahora no te importa, pero o mucho me
equivoco o, llegado el momento, esta promesa te ayudará a no meterte en
líos.
Siendo como era un hombre enérgico, el señor Laurence prefirió golpear
el hierro cuando aún estaba al rojo vivo, es decir, antes de que el muchacho
recuperase fuerzas y se volviese más rebelde. En el tiempo que duraron los
preparativos, Laurie se aburrió, como suele ocurrir con los jóvenes. Estaba de
mal humor, irritable y, a ratos, pensativo. Perdió el apetito, descuidó su
atuendo y dedicó demasiado tiempo a tocar el piano de forma atormentada.
Evitaba encontrarse con Jo, pero se consolaba observándola desde la ventana,
con una expresión trágica en el rostro que atormentaba los sueños de la joven
por las noches y la hacía sentirse terriblemente culpable durante el día. Como
suele sucederles a quienes sufren, no volvió a hablar de aquella pasión no
correspondida ni permitió que nadie, ni siquiera la señora March, le dijese
unas palabras de consuelo o de apoyo. En cierto modo, eso supuso un alivio
para sus amigas, pero en las semanas que precedieron a su partida todas
estuvieron muy incómodas, y se alegraron de que «el pobre muchacho se
alejase para olvidar y luego volviera a casa feliz». Por supuesto, aquella idea
le hacía sonreír con la oscura amargura del que siente que su fidelidad y su
amor son inalterables.
Cuando llegó la hora de partir, Laurie fingió estar encantado para ocultar
los inoportunos sentimientos que se empeñaban en salir a la luz. Sin
embargo, su supuesta alegría no convenció a nadie, aunque actuaban como si
no se diesen cuenta, y él aguantó bastante bien hasta que la señora March le
besó y se despidió con un susurro dulce y maternal. Laurie se emocionó,
abrazó precipitadamente a todas, incluida Hannah, que estaba muy afectada,
y corrió escaleras abajo como si le friese la vida en ello. Jo le siguió para
despedirle, sin saber si él miraría hacia atrás. Lo hizo y, al verla, volvió sobre
sus pasos, la abrazó, la miró y preguntó con un tono elocuente y dramático:
—¡Jo, querida! ¿No es posible?
—Teddy, querido, ¡ojalá lo fuera!
Eso fue todo. Tras un corto silencio, Laurie se rehízo y añadió:
—Está bien, no te preocupes. —Y se marchó sin decir nada más. Pero no
estaba «bien» y Jo sí se preocupó. Porque desde aquel día en que el joven
descansó su cabeza en su hombro minutos después de haber hecho la temible
pregunta, ella se sentía como si hubiese apuñalado a un amigo y, cuando él se
marchó, sin volver la vista atrás, supo que el Laurie que ella conocía no
volvería jamás.
A las tres en punto, todo el que es alguien en Niza sale a dar una vuelta
por la Promenade des Anglais, un lugar encantador. Se trata de un ancho
paseo, bordeado de palmeras, flores y plantas tropicales que llega, en uno de
sus extremos, a la orilla del mar y, por el otro, a una gran avenida llena de
hoteles y de chalets que se recortan sobre un fondo lejano de colinas y
huertos de naranjos. En el paseo, están representadas muchas naciones, se
oye hablar muchas lenguas, se lucen muchos vestidos y, en un día de sol, el
espectáculo que ofrece tiene la alegría y el brillo propio del carnaval. Altivos
ingleses, animados franceses, sobrios alemanes, guapos españoles, feos rusos,
sumisos judíos y despreocupados norteamericanos acuden al lugar a pasear o
sentarse, mientras comentan las últimas novedades y critican al famoso de
turno desde Ristori hasta Dickens y de Víctor Manuel a la reina de las islas
Sandwich. Los medios de transporte son tan variados como la concurrencia y
llaman mucho la atención, sobre todo unas carrozas bajas tiradas por unos
gallardos potros, con alegres cortinas que impiden que los voluminosos
vestidos con volantes de las damas salgan fuera del diminuto habitáculo y
unos pequeños pajes encaramados en la parte trasera.
Era el día de Navidad y un joven alto recoma lentamente el paseo con las
manos en la espalda y la mirada perdida, como ausente. Parecía italiano,
vestía a la inglesa y tenía el aire independiente de los norteamericanos. Esa
mezcla llamaba poderosamente la atención de las mujeres y hacía que los
dandis de traje negro, pajarita rosa, guantes de ante y flor de naranjo en el
ojal con los que se cruzaba se encogiesen de hombros y envidiasen su porte y
su altura. Los muchos rostros hermosos que allí había no parecían llamar la
atención del joven, que solo levantaba la vista, de vez en cuando, para fijarse
en alguna joven rubia o vestida de azul. En el momento que nos ocupa, el
joven acababa de salir del paseo y se encontraba en un cruce de calles,
indeciso sobre si ir a oír a la banda que tocaba en los jardines públicos o
caminar por la playa en dirección a la colina del castillo. El rápido trote de los
cascos de unos ponis le obligó a levantar la vista justo cuando un pequeño
carruaje pasaba calle abajo, con una única dama en su interior. La dama era
una joven rubia vestida de azul. Al verla, el rostro se le iluminó y agitó
efusivamente su sombrero, feliz como un niño, al tiempo que corría hacia el
carruaje.
—¿Laurie? ¿En verdad eres tú? ¡Pensé que no vendrías nunca! —exclamó
Amy, que soltó las riendas y tendió las manos en un gesto que escandalizó
sobremanera a una madre francesa, testigo de la escena, que apresuró el paso
para que su hija no se contagiase con los malos modos de esos «locos
ingleses».
—Me he retrasado un poco, pero prometí pasar la Navidad contigo y aquí
estoy.
—¿Cómo está tu abuelo? ¿Cuándo habéis llegado? ¿Dónde os hospedáis?
—Está muy bien. Ayer por la noche. En el Chavrain. Fui a buscarte a tu
hotel, pero ya habías salido.
—Mon Dieu! Tengo tanto que contarte que no sé por dónde empezar.
Entra y podremos charlar a gusto. Iba a dar un paseo y agradeceré tener
compañía. Flo está descansando para tener fuerzas esta noche.
—¿Qué ocurre esta noche, vais a un baile?
—El hotel ofrece una fiesta de Navidad. Hay muchos huéspedes
norteamericanos y la han organizado en honor a ellos. Vendrás con nosotras,
¿verdad? La tía estará encantada.
—¡Gracias! ¿Adónde vamos ahora? —preguntó Laurie, que se reclinó y
cruzó de brazos, para gran satisfacción de Amy, que esperaba poder conducir
ella porque, fusta y riendas en mano, se sentía como una reina.
—Primero he de pasar por el banco a buscar unas cartas, luego iremos a la
colina del castillo, a disfrutar de la vista, que es estupenda, y a dar de comer a
los pavos reales. ¿Conoces el lugar?
—He estado en varias ocasiones, pero hace años. No me importa volver.
—Bueno, ahora cuéntame algo de ti. Lo último que supe fue que tu
abuelo esperaba que volvieses de Berlín.
—Sí, pasé un mes allí y luego me reuní con él en París, que es donde va a
pasar el invierno. Allí tiene buenos amigos y mucho con que entretenerse. Yo
iré a visitarle y lo pasaremos en grande.
—Es un buen plan —comentó Amy, que tenía la impresión de que algo
no terminaba de encajar en Laurie, pero no sabía qué.
—A él le horroriza viajar y yo detesto estar quieto, así que hemos buscado
una forma de satisfacer las necesidades de los dos. Así no hay problema. Le
veo con frecuencia y disfruta oyéndome narrar mis aventuras, y yo me alegro
de que alguien me reciba con los brazos abiertos después de andar perdido un
tiempo. Menudo agujero lleno de mugre, ¿no te parece? —añadió con un
gesto de disgusto cuando dejaron atrás el bulevar y entraron en la plaza de
Napoleón, en la ciudad vieja.
—La mugre tiene su lado pintoresco, no me molesta. El río y las colinas
son una delicia y estas callecitas estrechas me encantan. Tendremos que parar
para dejar pasar a la procesión. Van a la iglesia de San Juan.
Mientras Laurie contemplaba con desgana la procesión de curas bajo
palios, monjas con velos blancos y velas encendidas en las manos y toda una
hermandad de azul cantando, Amy le observaba a él y sentía cierto pudor al
no reconocer en aquel hombre pensativo al muchacho de semblante alegre
que ella conocía. Le pareció más guapo e interesante que nunca. Sin
embargo, una vez superado el placer del reencuentro, el aspecto de Laurie
volvía a ser el de alguien agotado y sin ánimo; no enfermo o desdichado, sino
más maduro y serio de lo que cabía esperar después de un par de años de
buena vida. No comprendía qué le había ocurrido y no se atrevió a
preguntarle; meneó la cabeza y, una vez que la procesión hubo desaparecido
bajo los arcos del puente de Paglioni, en dirección a la iglesia, puso
nuevamente en marcha el carruaje.
—Que pensez-vous? —preguntó haciendo alarde de su francés, que,
desde que había iniciado el viaje, había mejorado más en cantidad que en
calidad.
—Que mademoiselle ha aprovechado bien el tiempo y el resultado es
encantador —contestó Laurie, que hizo una reverencia, con la mano en el
pecho, y contempló a la joven con admiración.
Ella se sonrojó pero, por algún motivo, aquel piropo no le aportó la
genuina satisfacción de aquellos otros elogios, más francos, a los que el
muchacho la tenía acostumbrada cuando ambos vivían en casa y coincidían
en un día de fiesta. En aquel entonces, él decía algo como «estás estupenda»,
sonreía dichoso y le daba unas palmaditas en la cabeza. El nuevo tono que
empleaba no era de su agrado porque sonaba a indiferencia.
Si por crecer se tiene que volver así, preferiría que fuese siempre un
muchacho, pensó, y aunque se sentía extrañamente decepcionada e
incómoda, fingió estar alegre y relajada.
Al llegar a Avigdor, encontró varias cartas de casa, por lo que cedió las
riendas a Laurie y se dedicó a disfrutar de la lectura, mientras el carruaje
recorría el sombreado camino bordeado por plantas verdes y rosales tan
floridos como si fuese el mes de junio.
—Mamá dice que Beth no se encuentra nada bien. A menudo pienso que
debería volver, pero todos me alientan a quedarme; les hago caso porque soy
consciente de que nunca volveré a tener una oportunidad como esta —
comentó Amy mirando muy seria una de las hojas de la carta.
—Creo que estás en lo cierto. En casa no podrías hacer nada y todos se
sienten mejor sabiendo que estás bien, eres feliz y te diviertes, querida.
Al decir esto, se acercó un poco y volvió a parecer el Laurie de siempre.
Amy sintió que el miedo que a veces pesaba sobre su corazón disminuía
porque la mirada del joven, sus gestos y aquel «querida» la hicieron sentir
que, de ocurrir algo malo, no estaría sola en un país extraño. Al poco rato,
reía mientras mostraba a Laurie una caricatura de Jo con su «traje de
escribir», el lazo bien erguido sobre el gorro y la siguiente frase saliendo de
su boca: «¡Genio en plena ebullición!».
Laurie sonrió, lo cogió y lo guardó en el bolsillo de su abrigo «para que
no se lo llevase el viento», y escuchó con interés a Amy, que, muy animada,
leyó en voz alta una carta.
—Esta sí que es una buena Navidad para mí: por la mañana, los regalos;
por la tarde, tu presencia y estas cartas, y por la noche, una fiesta —dijo Amy
cuando llegaron a las ruinas del viejo fuerte y un grupo de espléndidos pavos
reales acudió a su encuentro y esperó dócilmente a que les diesen de comer.
Mientras Laurie repartía migas a las magníficas aves, Amy reía sentada en un
banco cercano. El joven la observó, como ella había hecho con él, movido
por la curiosidad natural de descubrir los cambios provocados por el tiempo y
la ausencia. Lo que encontró no le causó decepción o desconcierto, sino
agrado y admiración, porque, excepción hecha de una ligera afectación en el
habla y los modales, la muchacha seguía siendo tan atractiva y grácil como
siempre, con ese plus indescriptible que, aplicado al vestir y al porte,
llamamos «elegancia». Amy, que siempre había sido muy madura para su
edad, había ganado aplomo tanto en la forma de conducirse como en la
conversación, por lo que daba la impresión de ser una mujer con más mundo
del que en realidad tenía. Su antiguo malhumor asomaba de vez en cuando,
su fuerte personalidad seguía muy presente y el barniz extranjero no había
hecho mella en su franqueza natural.
Laurie no se dio cuenta de todo eso mientras observaba cómo daba de
comer a los pavos reales, pero apreció lo suficiente para sentirse satisfecho e
interesado, y guardó en la memoria aquella escena protagonizada por una
joven de rostro resplandeciente bañada por la luz del sol, que destacaba el
suave color de su vestido, el tono sonrosado de sus mejillas y el dorado brillo
de su cabello.
Cuando estaban a punto de alcanzar la meseta pedregosa que coronaba la
colina, Amy le hizo una señal con la mano, como si le invitase a visitar su
rincón favorito, y comentó señalando aquí y allí:
—¿Recuerdas la catedral y el Corso, los pescadores echando sus redes en
la bahía y esa adorable carretera que conduce a Villa Franca, la que fue casa
de Schubert, que queda justo allí debajo? Y lo mejor de todo, ¿ves esa
pequeña mancha que asoma en el mar? ¡Es la isla de Córcega!
—Sí, lo recuerdo todo muy bien, apenas ha cambiado —contestó él sin
mucho entusiasmo.
—¡Lo que daría Jo por ver esa famosa mancha! —dijo Amy, que se sentía
de buen humor y tenía ganas de verle a él más animado.
—Sí —dijo él por toda respuesta, pero se volvió y miró hacia la isla con
más pasión de la que hubiese puesto el propio Napoleón.
—Echa un buen vistazo en su nombre y luego cuéntame en qué has
andado ocupado todo este tiempo —propuso Amy, y tomó asiento con ganas
de iniciar una conversación.
Sin embargo, aunque él se sentó junto a ella, no consiguió que le dijera
nada de interés. El joven contestaba vagamente a sus preguntas y lo único
que sacó en claro fue que había estado recorriendo Europa y que había
llegado hasta Grecia. Ese vano intento de comunicación se prolongó casi una
hora; luego regresaron a casa, Laurie saludó a la señora Carrol y se marchó,
no sin antes prometer que volvería por la noche.
Amy se acicaló especialmente para la velada. El tiempo y la ausencia
habían hecho mella en ambos; ella veía a su viejo amigo bajo un nuevo
prisma, ya no era «nuestro chico» sino un apuesto y agradable joven por el
que sentía el deseo natural de agraciar. Sabía bien cómo sacar partido a su
atractivo y lo hizo con ese gusto y habilidad que constituyen la verdadera
fortuna de una joven sin recursos pero hermosa.
Como el tul no era caro en Niza, eligió esta tela para cubrirse aquella
noche y, de acuerdo con la costumbre inglesa que indica que las jóvenes
solteras han de vestir ropa sencilla, escogió un traje discreto y se adornó con
flores naturales, algo de bisutería y unos complementos elegantes pero nada
caros que lucían mucho. Hay que reconocer que, en el caso de Amy, a veces
la artista le ganaba la partida a la mujer y apostaba por peinados
extravagantes, poses estatuarias y telas sofisticadas. Pero todos tenemos
defectos y no es difícil perdonar las debilidades de una joven que alegra la
vista con su encanto y nos hace sonreír con su ingenua vanidad.
Quiero que me vea estupenda y que lo comente a todos cuando vuelva a
casa, pensó Amy mientras se ponía un viejo vestido blanco de seda de Flo y
lo cubría con un chal de tul que, al destacar el blanco de sus hombros y el
dorado de su cabello, creaba un efecto de lo más artístico. Después de
intentar recoger sus gruesos bucles y rizos en un mono en la nuca, tuvo el
acierto de dejarse la melena suelta.
«No es lo que se lleva, pero me favorece y no puedo ir hecha un
espantajo», solía decir cuando le recomendaban que se hiciese trenzas, se
rizase o se ahuecase el pelo, como mandaba la moda.
Como no tenía adornos lo bastante buenos para la ocasión, decoró las
faldas de lana con azaleas y enmarcó sus blancos hombros con delicadas
hojas de vid. Le vinieron a la memoria sus botas teñidas y repasó satisfecha
sus femeninos zapatos blancos de satén, tras lo cual bajó a la sala admirando
su aristocrático calzado.
El abanico nuevo hace juego con las flores, los guantes son un primor y el
encaje del pañuelo de la tía da el toque final al vestido. ¡Ojalá tuviese una
nariz más regia! Entonces sería la mujer más feliz, se dijo mientras echaba un
último vistazo a su aspecto, con una vela en cada mano.
A pesar de su preocupación, estaba especialmente hermosa y elegante. La
joven solía caminar acompasadamente, casi nunca corría, no iba con su estilo,
pensaba. Como era alta, consideraba que el aire que mejor le iba no era el de
muchacha deportista o enérgica sino el de dama majestuosa, como la diosa
Juno. Mientras esperaba a Laurie, recorrió el salón de un extremo a otro;
aunque en una ocasión, se detuvo bajo la lámpara de araña porque se dijo que
su cabello brillaría más, pero luego lo pensó mejor y se fue a un rincón, como
si se avergonzase de lo infantil de su deseo de causar una buena impresión. Y
fue un acierto, ya que Laurie entró sin hacer ruido y la vio de pie, junto a una
ventana, con la cabeza medio vuelta, recogiéndose la falda con una mano, y
al ver su figura esbelta y vestida de blanco contra las cortinas rojas le pareció
una escultura bella y perfecta.
—¡Buenas noches, Diana! —saludó Laurie con esa expresión de
satisfacción que a Amy tanto le gustaba ver en sus ojos cuando la miraba.
—¡Buenas noches, Apolo! —repuso sonriendo a su vez, porque él
también estaba especialmente impresionante, y la idea de entrar en la sala de
baile del brazo de un hombre tan encantador hizo que se apiadase de las
cuatro señoritas Davis.
—Aquí tienes tus flores, las he preparado yo mismo teniendo en cuenta
que no te gustan lo que Hannah llama «floripondios» —explicó Laurie
tendiéndole un delicado ramillete en un elegante soporte que ella quería
desde que lo vio en el escaparate de Cardiglia.
—¡Qué amable eres! —exclamó agradecida—. De haber sabido que
vendrías, habría encargado flores para ti, aunque, claro, no serían tan
hermosas como estas.
—Gracias, no están todo lo bien que deberían, pero en tus manos,
mejoran —repuso él mientras le colocaba una pulsera de plata en la muñeca.
—¡Por favor, no lo hagas!
—Pensé que te agradaría.
—No, viniendo de ti; prefiero que te comportes con la naturalidad de
siempre.
—¡Me alegra oírte decir eso! —dijo él con alivio. Después, abotonó los
guantes de Amy y preguntó si llevaba la corbata bien puesta, tal y como solía
hacer cuando iban a alguna fiesta en casa.
La gente que se reunió aquella noche en la salle à manger era de lo más
variopinta, como solo en Europa se encuentra. Los hospitalarios anfitriones
norteamericanos habían invitado a todos sus conocidos en Niza y, como no
tenían nada en contra de los títulos, se habían asegurado la presencia de unos
cuantos nobles que diesen brillo a su fiesta de Navidad.
Un príncipe ruso aceptó sentarse en un rincón durante una hora y charlar
con una mujer muy gorda que vestía como la madre de Hamlet, con un traje
de terciopelo negro y una gargantilla de perlas pegada a la barbilla. Un conde
polaco de ochenta años se dedicó en cuerpo y alma a conquistar mujeres que
lo consideraban «un hombre fascinante», y un noble alemán que había
aceptado la invitación exclusivamente por la cena recorría la sala en busca de
algo que devorar. El secretario privado del barón Rothschild, un judío de
nariz grande y botas estrechas, sonreía a todo el mundo y aprovechaba el halo
mágico que le otorgaba el nombre de su protector; un francés robusto que
conocía al emperador había acudido a la fiesta porque le encantaba bailar, y
lady de Jones, una dama inglesa, había llevado consigo a sus ocho hijos. Por
supuesto, en la fiesta había jovencitas norteamericanas, ligeras de pies y de
voz chillona, muchachas británicas, hermosas y lacias, y unas cuantas
demoiselles francesas sencillas pero atractivas. No faltaba el habitual cortejo
de jóvenes caballeros viajeros que se divertían a sus anchas mientras madres
de todas las nacionalidades, alineadas contra la pared, sonreían complacidas
al verles bailar con sus hijas.
Cualquier jovencita podrá imaginar cómo se sentía Amy aquella noche al
entrar en la sala de baile del brazo de Laurie. Sabía que estaba radiante y no
solo le encantaba bailar, sino que se podría decir que las salas de baile eran el
lugar natural para sus pies, así que disfrutaba de esa deliciosa sensación de
poder que embarga a una joven cuando pisa por primera vez un reino nuevo y
fascinante en el que será la protagonista absoluta por su belleza, su juventud
y su condición de mujer. Sentía pena por las hermanas Davis, que eran poco
elegantes, simples y tenían por pareja un adusto padre y tres tías solteronas
aún más adustas. Cuando pasó ante ellas, las saludó e hizo una reverencia
amable, con lo que las jóvenes pudieron admirar su vestido mientras se
preguntaban quién sería su distinguido acompañante. Una vez que la banda
empezó a tocar, a Amy se le encendió el rostro, se le iluminaron los ojos y
empezó a mover, impaciente, los pies. Era consciente de lo bien que bailaba y
ardía en deseos de mostrárselo a Laurie, Por ello, es más fácil comprender
que describir la profunda decepción que se apoderó de ella cuando él dijo sin
demasiado entusiasmo:
—¿Quieres bailar?
—¡Es lo que se suele hacer en un baile!
La mirada de sorpresa de la joven y su rápida respuesta hicieron a Laurie
comprender que había cometido un error, y corrió a enmendarlo.
—Me refería a si me concedías el primer baile. ¿Me harás ese honor?
—Para bailar contigo tendré que declinar la invitación del conde. Es un
bailarín maravilloso, pero seguro que lo comprende porque sabe que somos
viejos amigos —dijo Amy, segura de que mencionar al conde le serviría para
que Laurie la tomara más en serio.
Sin embargo, lo único que consiguió oír de boca de Laurie fue lo
siguiente:
—Es un buen muchacho, pero algo bajo para acompañar a «una hija de
dioses, divinamente alta y más divinamente rubia».
Como se encontraban en un ambiente inglés, a Amy no le quedó más
remedio que guardar el decoro, aunque tenía ganas de bailar la tarantela con
brío. Laurie la dejó en manos del «buen muchacho» y fue a saludar a Flo sin
preocuparse de garantizar futuros bailes con Amy, y esta, en justo castigo a
su reprochable falta de previsión, se comprometió hasta la hora de la cena,
momento en que estaba dispuesta a ablandarse si él daba muestras de
arrepentimiento. Cuando él fue tranquilamente hacia ella —en lugar de
correr, como era deseable— y le pidió que le concediese el próximo baile,
una estupenda polca, Amy le mostró orgullosa su carnet de baile completo;
las educadas excusas del muchacho no lograron ablandarla y, mientras daba
saltos por la sala con el conde, vio que Laurie se sentaba junto a su tía con
cara de alivio.
Aquel gesto le pareció imperdonable y optó por no hacerle caso durante
un buen rato, incluso cuando iba junto a su tía a descansar no intercambiaba
con él más de un par de palabras. Sin embargo, ocultar su enfado tras una
sonrisa surtió mucho más efecto, porque parecía más alegre y deslumbrante
que nunca. Laurie la miraba embelesado porque Amy no brincaba o
deambulaba como otras, sino que bailaba con auténtica gracia y disfrutaba de
ese delicioso pasatiempo que debería ser, para tocios, la danza. La estudió
bajo esa nueva perspectiva y, cuando había transcurrido media velada, se dijo
que la pequeña Amy se iba a convertir en una mujer encantadora.
La reunión resultó muy animada porque el espíritu festivo se apoderó de
todos enseguida y la alegría navideña iluminaba rostros, alegraba corazones y
ponía alas en los pies de los bailarines. Los músicos tocaban el violín, el
piano y la percusión como si realmente disfrutasen, todos cuantos sabían
bailar lo hicieron, y los que no, admiraron al resto con un deleite poco
habitual. Las Davis oscurecían el ambiente y las Jones brincaban como torpes
jirafas. El famoso secretario cruzó la sala como un meteorito, acompañado de
una impresionante dama francesa que fue barriendo el suelo con la cola de su
vestido de satén rosa. El alemán hambriento encontró la mesa de la comida y
pasó el resto de la fiesta feliz, devorando sin parar todo el menú, para
consternación de los camareros que lo observaban. El amigo del emperador
se cubrió de gloria porque bailó con toda mujer que se puso en su camino, la
conociese o no, y no dudaba en intercalar piruetas imprevistas cuando se
inspiraba. El arrojo juvenil de aquel hombre mayor era digno de verse,
porque, aunque tenía que guiar a su pareja, se movía como una pelota de un
sitio para otro. Corría, volaba y hacía cabriolas con el rostro encendido, la
calva brillante y la cola de su chaqueta moviéndose sin parar. Sus zapatos se
movían a tal velocidad que parecían volar y, cuando la música terminaba, se
secaba el sudor de la frente y sonreía satisfecho a sus amigos como un
Pickwick francés sin gafas.
Amy y su compañero tenían ese mismo entusiasmo, pero mucha más
gracia y agilidad. Sin pretenderlo, Laurie se quedó prendado del rítmico
movimiento de los zapatos blancos, que volaban infatigables, como si
tuviesen alas. Cuando el bajito Vladimir la dejó al fin, tras asegurar que
sentía tener que abandonarla tan pronto, Amy se dispuso a descansar y a
observar qué tal le había sentado el castigo a su cobarde caballero.
Había dado resultado porque, a los veintitrés, la vida social es un bálsamo
para la frustración y verse rodeado de belleza, luz, música y movimiento hace
que el entusiasmo crezca, la sangre se altere y el ánimo se eleve. Cuando se
levantó para que ella se sentara, Laurie dio muestras de haber recibido un
primer aviso, y, cuando a continuación corrió a traerle algo de cena, ella
sonrió satisfecha y dijo para sus adentros: Sabía que le vendría bien.
—Pareces la «Femme peinte par elle-même» de Balzac —comentó Laurie
mientras la abanicaba con una mano y le sujetaba la taza de café con la otra.
—Este colorete no es postizo —repuso Amy, y tras frotar su brillante
mejilla mostró el guante blanco con tal solemnidad que el joven no pudo
evitar soltar una carcajada.
—¿Cómo se llama esta tela? —preguntó cogiendo un pliegue del chal que
caía sobre su rodilla.
—Gloria.
—Un nombre muy adecuado. Es muy bonita. Es nueva, ¿verdad?
—Es tan vieja como el mundo, se la habrás visto puesta a docenas de
chicas y ¡no te has dado cuenta de lo bonita que era hasta ahora… stupide!
—Es porque no la había visto nunca en ti, de ahí mi error.
—No sigas, te lo prohíbo. Prefiero que me traigas más café a que me
piropees. Me pone nerviosa verte gandulear.
Laurie se levantó cual rayo y cogió obedientemente la taza vacía.
Experimentaba un extraño placer al cumplir las órdenes de la «pequeña
Amy», que, superada la timidez inicial, sentía el deseo irrefrenable de tratarle
sin miramientos, como gusta hacer a las muchachas cuando ven que algún
señor da alguna muestra de sometimiento.
—¿Dónde has aprendido a actuar de este modo? —preguntó él con una
mirada burlona.
—Dado que «de este modo» es una expresión bastante imprecisa, ¿me
podrías aclarar a qué te refieres? —rogó Amy, quien, a pesar de saber
perfectamente a qué se refería, sentía el pícaro deseo de verle expresar lo
inexpresable.
—Bueno, me refiero a todo un poco… a tu estilo, a tu serenidad… a la
gloria… la tela esa, ya sabes. —Laurie se echó a reír, dándose por vencido, y
aprovechó aquel nuevo término para salir del apuro.
Amy estaba satisfecha pero, por supuesto, no dio muestras de ello y
apuntó con coqueta timidez:
—Lo queramos o no, vivir en el extranjero enseña mucho. Yo me he
dedicado tanto a estudiar como a divertirme, y en cuanto a esto —añadió
señalando el vestido con un gesto—, el tul es una tela barata, las flores se
consiguen por nada y estoy acostumbrada a sacar partido de lo poco que
tenga a mí alcance.
Amy de inmediato se arrepintió de haber pronunciado la última frase,
temía que no fuera un comentario de buen gusto, pero Laurie la quiso aún
más por haberlo dicho. Admiraba y respetaba a aquella joven que había
tenido la paciencia y el valor de sacar el máximo partido a las oportunidades
y el ánimo de suplir con flores la falta de medios económicos. Aunque Amy
no sabía a qué se debía que Laurie la mirara con tanta ternura, apuntase su
nombre en su carnet de baile y le dedicase toda clase de atenciones durante el
resto de la velada, lo cierto es que tan agradable cambio era el resultado de
una nueva impresión que ambos sintieron sin ser conscientes de ello.
Aunque Laurie había ido a Niza con la intención de pasar una semana, se
quedó un mes. Estaba cansado de viajar solo y la presencia de Amy le hacía
sentir como en casa en aquel entorno extranjero. Echaba de menos los mimos
de sus vecinas y poder recuperarlos, aunque solo fuera una parte, le agradaba
mucho, porque las atenciones de los desconocidos, por halagüeñas que
fueran, no se podían comparar con la deliciosa sensación que le producía
sentir la adoración de las hermanas March. Amy nunca le había mimado tanto
como las demás, pero, dadas las circunstancias, estaba muy contenta de verle
y no se separaba de él, como si le considerase el representante de su querida
familia, a la que tenía más ganas de volver a ver de lo que se atrevía a
admitir. Así pues, era lógico que ambos disfrutasen en compañía del otro y
pasasen mucho tiempo juntos, montando a caballo, paseando, bailando o
perdiendo el tiempo, porque en Niza nadie puede estar demasiado ocupado
durante el verano. Sin embargo, mientras parecían divertirse
despreocupadamente, lo cierto es que, aun sin demasiada conciencia, estaban
descubriendo cosas y formándose una nueva opinión del otro. Cada día que
pasaba, Laurie tenía en más alta estima a su amiga y se valoraba menos a sí
mismo. Y ambos sintieron que algo ocurría antes de atreverse a decir nada.
Amy quería complacerle y lo conseguía. La joven le agradecía los buenos
ratos que pasaban juntos y le correspondía con la clase de servicios que una
mujer femenina sabe cómo ofrecer con un encanto indescriptible. Laurie no
oponía resistencia, se dejaba llevar con facilidad y procuraba olvidar,
diciéndose que todas las mujeres debían ser amables con él puesto que la que
él quería había sido tan cruel. No le costaba nada ser generoso y, si Amy
hubiese aceptado, le habría regalado toda clase de caprichos y baratijas
disponibles en la ciudad… pero, al mismo tiempo, sentía que no podía
cambiar la opinión que la joven se estaba formando de él y temía encontrarse
con aquellos grandes ojos azules, que le observaban con una sorpresa que
tenía parte de triste y parte de desdén.
—Todos han ido a pasar el día a Mónaco, pero yo he preferido quedarme
a escribir unas cartas. Ahora ya he terminado y voy a ir a Valrosa a dibujar un
rato. ¿Te apetece acompañarme? —preguntó Amy al reunirse con Laurie en
un hermoso día, cuando, como de costumbre, él pasó a buscarla a eso de las
doce.
—Sí, claro, pero ¿no hace demasiado calor para dar un paseo tan largo?
—preguntó él con voz queda, porque, viniendo del calor de la calle, el frescor
y la sombra del salón resultaban tentadores.
—Tengo a mi disposición un carruaje pequeño y Baptiste puede conducir,
así que lo único que tendrás que hacer es sostener la sombrilla y procurar que
no se te manchen los guantes —apuntó Amy, con una mirada sarcástica a los
inmaculados guantes de su amigo, que eran su punto débil.
—Entonces, iré encantado. —Dicho esto, el joven tendió la mano para
coger el bloc de dibujo, pero ella se lo colocó bajo el brazo y comentó con
cierta acritud:
—No te molestes, no me agotaré por llevarlo, y no estoy segura de que
pueda decir lo mismo de ti.
Laurie arqueó las cejas y siguió a buen paso a Amy, que bajó corriendo
por las escaleras. Una vez en el interior del carruaje, se hizo con las riendas y
el pobre Baptiste se limitó a cruzarse de brazos y a dormitar en su puesto.
Nunca llegaban a discutir. Amy no lo hacía por educación y Laurie, por
pereza. Así, al cabo de un minuto, el joven asomó la cabeza bajo el ala del
sombrero de Amy y la miró inquisitivo; por toda respuesta, ella sonrió, y
siguieron el recorrido en una disposición de lo más amistosa.
Era un paseo encantador, por carreteras serpenteantes y con abundantes
escenas pintorescas que eran un deleite para la vista. De un antiguo
monasterio llegó a sus oídos el canto solemne de los monjes. Un pastor con
las piernas al aire, zapatos de madera, sombrero puntiagudo y una chaqueta
rústica sobre el hombro estaba sentado sobre una gran piedra, fumando en
pipa, mientras las ovejas pastaban entre las rocas o descansaban a sus pies.
Pasaron junto a un burro gris, dócil, cargado con alforjas de mimbre llenas de
hierba recién cortada, con una hermosa niña con caperuza sentada entre los
montones verdes. Divisaron ancianas hilando en ruecas, niños morenos de
mirada dulce que salían de cuchitriles y se acercaban corriendo para
venderles ramilletes o naranjas que aún estaban pegadas a un trozo de rama.
Colinas enteras cubiertas de olivos nudosos de follaje oscuro, huertos con
frutas doradas que pendían de los árboles y grandes anémonas escarlatas en
los lindes del camino.
Valrosa hacía honor a su nombre, ya que, gracias a su perenne clima
estival, había siempre rosas en flor por doquier; cubrían el arco de la entrada,
asomaban entre las barras de la gran verja, como si quisieran dar la
bienvenida a los visitantes, y serpenteaban entre los limoneros y las palmeras
por la colina, en cuya cumbre estaba la casa. En cada rincón con sombra
había sillas para que los paseantes pudiesen hacer un alto y contemplar los
macizos de flores. En cada una de las frescas grutas había una ninfa de
mármol sonriente, rodeada de un manto de flores, y en cada fuente se
reflejaban rosas carmesíes, blancas o rosa claro, que se inclinaban hacia el
agua como si quisiesen contemplar su propia belleza. Las paredes, las
cornisas y los pilares de la casa estaban cubiertos de rosas, al igual que la
balaustrada de la gran terraza, desde la que se podía disfrutar del sol
mediterráneo y de las vistas de la ciudad encalada situada en la costa.
—Este es un auténtico paraíso para una luna de miel, ¿no te parece?
¿Habías visto alguna vez rosas como estas? —preguntó Amy al detenerse en
la terraza para disfrutar de la vista y del aroma de las flores.
—No, y tampoco me había clavado espinas como esta —contestó Laurie,
que se había llevado el pulgar a la boca tras intentar en vano arrancar una
rosa roja que quedaba ligeramente fuera de su alcance.
—Baja un poco y coge las que no tengan espinas —le aconsejó Amy, y
cogió con habilidad tres rosas pequeñitas de color crudo que habían brotado
en la pared que tenía tras ella. Las colocó en el ojal de su amigo, en prenda de
paz, y él se quedó unos segundos mirándolas con curiosidad pues, debido a la
sangre italiana que corría por sus venas, era algo supersticioso; además, su
estado de ánimo, emotivo y melancólico, le llevaba a buscar dobles sentidos
en casi todo, hasta el punto de que casi cualquier escena disparaba su espíritu
romántico. Al tratar de alcanzar la rosa roja, había pensado en Jo, porque las
flores de colores vivos le sentaban muy bien y la recordaba llevando rosas
como esa, cortadas del invernadero de casa. Las rosas claras que Amy le
había puesto en el ojal eran las que en Italia se colocan en las manos de los
muertos (nunca en los tocados de novia), y Laurie se preguntó si aquel
presagio se refería a Jo o a él. Sin embargo, pronto su sentido común
norteamericano ganó la partida al sentimentalismo, y lanzó la carcajada más
sincera que Amy le había oído desde que se reuniera con ella—. Es un buen
consejo, síguelo y así no te pincharás los dedos —dijo la joven pensando que
la risa se debía a sus palabras.
—Gracias, ¡lo haré! —repuso él en broma, aunque meses más tarde lo
diría de todo corazón.
—Laurie, ¿cuándo vas a ir a ver a tu abuelo? —preguntó Amy poco
después, cuando se sentó en un banco rústico.
—Muy pronto.
—Te he oído decir eso docenas de veces en las últimas tres semanas.
—No me sorprende. Las respuestas cortas evitan muchos problemas.
—Pero él te está esperando; debes ir.
—¡Qué considerada! Eso ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué no vas?
—Será por mi natural depravado.
—Di mejor tu dejadez. Eso está muy mal —Amy se puso seria.
—No es tan malo. Si fuese, sería un estorbo para él, así que prefiero
quedarme y estorbarte a ti un poco más. Tú lo soportas mejor. De hecho, creo
que te sienta bien. —Laurie se apoyó cómodamente en la balaustrada, como
si pensase pasar allí un buen rato, sin hacer nada.
Amy meneó la cabeza y abrió su cuaderno de dibujo con aire resignado,
pero decidió que «el muchacho» necesitaba un buen sermón, de modo que
volvió a la carga.
—¿Y ahora qué haces?
—Observo a las lagartijas.
—No, no me refiero a eso. ¿Qué haces o qué te gustaría hacer en este
momento de tu vida?
—Si tú me lo permites, me encantaría fumar un cigarrillo.
—¡Eres imposible! No me gusta que fumes y solo lo aprobaré con la
condición de que me hagas de modelo; necesito que haya una figura humana
en mi dibujo.
—Será un verdadero placer. ¿Cómo quieres que me coloque? ¿Voy a salir
de cuerpo entero o tres cuartos? ¿De pie o boca abajo? Con todo respeto,
propongo que probemos con una postura yacente y que te sumes a mí.
Podríamos llamar a la composición Dolce far niente.
—Mientras no te muevas, por mí te puedes dormir. Yo quiero trabajar —
afirmó Amy con tono enérgico.
—¡Qué entusiasmo tan encomiable! —observó él, y se apoyó contra una
vasija alta con aire totalmente satisfecho.
—¿Qué diría Jo si te viese ahora? —preguntó Amy con impaciencia,
esperando que la mención de su enérgica hermana lo hiciese reaccionar.
—Diría lo de siempre: «Déjame, Teddy, estoy ocupada». —Laurie se
echó a reír, pero su risa no sonó natural y una sombra nubló su rostro por
unos instantes, porque pronunciar aquel nombre tan querido había reabierto
una herida que aún estaba por curar.
A Amy le sorprendieron tanto el tono como el semblante de su amigo,
pues, aunque había oído aquellas palabras en otras ocasiones, no recordaba
haber visto nunca tanta dureza, amargura, dolor, insatisfacción y pesar en la
mirada de Laurie. Apenas tuvo tiempo de analizarla, ya que Laurie adoptó un
aire indiferente de inmediato. Y mientras él posaba al sol, sin sombrero, con
los ojos llenos de sueños meridionales, Amy le estudió desde un punto de
vista artístico y pensó que el joven podía pasar por un italiano. Él estaba
ausente, perdido en sus ensoñaciones, como si se hubiese olvidado por
completo de Amy.
—Pareces la efigie de un joven rey dormido sobre su tumba —comentó
ella mientras trazaba cuidadosamente el perfil que se recortaba con nitidez
sobre el fondo de piedra oscura.
—¡Ojalá lo fuera!
—Desear eso es una locura, salvo que hayas echado a perder tu vida. Has
cambiado tanto que a veces me pregunto… —Amy se interrumpió y miró a
su amigo con una mezcla de timidez y melancolía más elocuentes que
cualquier palabra.
Laurie percibió y comprendió la afectuosa angustia que la joven no quería
mostrar abiertamente, y mirándola a los ojos dijo, como solía decirle a la
madre de la muchacha:
—Todo está bien, señora.
Eso bastó para tranquilizar a Amy y alejar de ella las dudas que la
asediaban últimamente. También la emocionó, y lo mostró por la cordialidad
con la que comentó:
—¡Me alegro! No es que pensara que habías sido un mal muchacho, pero
imaginaba que tal vez habías malgastado tu dinero en esa depravada ciudad
de Baden-Baden, que una francesa casada te había robado el corazón con sus
encantos o que te habías metido en esa clase de líos que los jóvenes parecen
considerar imperativos en un viaje por Europa. No te quedes ahí, bajo el sol,
ven a tumbarte en la hierba, a mi lado, y seamos «buenos amigos», como me
decía Jo cuando nos hacíamos confidencias sentadas en el sofá.
Laurie, obediente, se dejó caer en la hierba y, para entretenerse, se puso a
arrancar margaritas y colocarlas en el sombrero de Amy, que estaba junto a él
en el suelo.
—Soy todo oídos para tus secretos —apuntó, y miró a la joven con vivo
interés.
—Yo no tengo ninguno, Empieza tú.
—Yo tampoco tengo. Podrías contarme novedades de casa.
—Ya te he contado lo último que he sabido. ¿No recibes noticias con
frecuencia? Suponía que Jo te mandaría libros enteros.
—Está muy ocupada y, como yo no paro demasiado en ninguna parte, es
muy difícil mantener una correspondencia fluida. ¿Cuándo vas a empezar tu
magna obra de arte, Rafaela? —preguntó, cambiando bruscamente de tema,
tras un breve silencio en el que se había preguntado si Amy conocía su
secreto y pretendía obligarle a hablar de él.
—¡Jamás! —respondió ella, decidida y decepcionada a un tiempo—. En
Roma recibí una lección de humildad porque, al ver las maravillas que
alberga, comprendí mi insignificancia y abandoné mis locos planes.
—¿Por qué habrías de abandonar? Tienes talento y fuerza.
—Precisamente por eso. Una cosa es tener talento y otra ser un genio, y
por mucha fuerza que tengas, no puedes pasar de lo uno a lo otro. Si no
puedo ser genial, prefiero no intentarlo. Me horrorizaría ser una pintora
mediocre más, así que he decidido dejarlo.
—¿Y qué has pensado hacer entonces, si es que me lo quieres contar?
—Voy a potenciar mis otros talentos y, si tengo suerte, me convertiré en
una dama elegante.
Sin duda el discurso era osado e indicaba que la joven te-nía una fuerte
personalidad, pero la audacia es propia de la juventud y la ambición de Amy
tenía una buena base. Laurie se sonrió, pero le agradó el ánimo con el que la
joven encaraba su nuevo propósito, sin detenerse a lamentar la muerte de otro
que había acariciado durante largo tiempo.
—¡Vaya! Y supongo que en ese plan entra en juego Fred Vaughn, ¿no?
Amy guardó un discreto silencio, pero adoptó una expresión tan alicaída
que Laurie se sentó y dijo en tono muy serio:
—¿Puedo hacer de hermano mayor y preguntarte algo?
—No puedo prometer que te responda.
—Aunque tu lengua calle, tu rostro me dará la respuesta. Aún no tienes
suficiente mundo para ocultar tus sentimientos, querida. El año pasado oí
rumores referentes a Fred y a ti, y me da la impresión de que, de no haber
tenido que regresar tan súbitamente a casa y haberse visto retenido allí tanto
tiempo, vosotros… Ya me entiendes.
—No soy yo quien debe decirlo —repuso Amy, con recato, pero sus
labios esbozaron una sonrisa y el brillo de sus ojos indicó claramente que era
consciente de su poder y que le complacía tenerlo.
—Espero que no os hayáis comprometido. —Laurie, que se había metido
totalmente en su papel de hermano mayor, hablaba con tono muy serio.
—No.
—Pero si vuelve y se arrodilla como Dios manda, le aceptarás, ¿verdad?
—Es muy posible.
—Entonces, ¿estás enamorada del bueno de Fred?
—Podría estarlo si me lo propusiera.
—Pero no te lo propondrás hasta que se dé la ocasión, ¿verdad? ¡Válgame
el cielo, cuánta prudencia! Amy, es un buen muchacho, pero no creo que sea
tu tipo.
—Es rico, caballeroso y tiene unos modales exquisitos —afirmó Amy
tratando de mantener una actitud serena y digna a pesar de que se sentía algo
avergonzada por compartir sus intenciones.
—Entiendo… Las reinas de la sociedad no pueden vivir sin dinero, así
que buscas un buen partido para situarte, ¿me equivoco? Está bien pensado y
es bastante acorde con los tiempos que corren, aunque me resulta extraño en
boca de una de vosotras, teniendo la madre que tenéis.
—Sin embargo, es así.
Una declaración breve, pero pronunciada con una serenidad y decisión
que contrastaban con la juventud de la mujer que la había hecho. Laurie lo
notó de manera instintiva y volvió a tumbarse presa de una desazón que no
alcanzaba a explicar. El semblante y el silencio del muchacho, así como su
propia mala conciencia, hicieron que Amy se sulfurara y decidiera afearle su
conducta sin más dilación.
—Te agradecería que te incorporases para hablar conmigo —espetó con
acritud.
—¡Vaya con la mujercita! Oblígame, si puedes.
—Si me lo propongo, seguro que consigo que te pongas en pie —dijo
Amy como si tuviese prisa por empezar.
—Entonces, tienes mi permiso —repuso Laurie, feliz de recuperar su
pasatiempo favorito, fastidiar a otro, después de tanto tiempo de abstinencia.
—En cinco minutos, estarás hecho una furia.
—Yo no me enfado nunca. Y te recuerdo que dos no pelean si uno no
quiere.
—No sabes de lo que soy capaz. Tu indiferencia es pura pose. Si te
provoco, no aguantarás.
—Bien, provócame. No me vendrá mal un poco de diversión. Imagina
que soy un marido o una alfombra; puedes sacudirme hasta que te canses si
es lo que te apetece.
Amy, que estaba muy enfadada y deseada que Laurie abandonase aquella
apatía que tanto la irritaba, afiló la lengua y el lápiz y empezó:
—Flo y yo te hemos puesto un mote, Laurence el Perezoso. ¿Qué te
parece?
Pensó que eso le molestaría, pero él cruzó los brazos por detrás de la
cabeza y, sin inmutarse, contestó:
—No está mal, señoras. Gracias.
—¿Te interesa saber qué opino de ti?
—Me muero por que me lo digas.
—Bueno, te desprecio.
Si le hubiese dicho «te odio» con tono irritado o ligero, él habría reído y
hasta le habría gustado, pero la seriedad, casi tristeza de aquella voz hizo que
abriese los ojos como platos y preguntase de inmediato:
—¿Y se puede saber por qué?
—Porque a pesar de tenerlo todo para ser bueno, dichoso y ayudar a otros
prefieres actuar mal, ser desdichado y no hacer nada.
—Menudo lenguaje, señorita.
—Si quieres, puedo continuar.
—Por favor, no te prives. Es muy interesante.
—Pensé que te lo parecería; a las personas egoístas les encanta hablar de
sí mismas.
—¿Te parezco egoísta? —La pregunta se le escapó sin querer. Estaba
francamente sorprendido ya que su generosidad era la virtud de la que se
sentía más orgulloso.
—Sí, un grandísimo egoísta —prosiguió Amy con voz serena y fría, que
hacía que el sermón tuviese el doble de efecto que si lo hubiera pronunciado
con tono airado—. Y puesto que llevo tiempo observándote mientras tú te
diviertes, te explicaré por qué no estoy nada orgullosa de ti. Llevas seis meses
fuera de casa y lo único que has hecho ha sido malgastar tu tiempo y tu
dinero y defraudar a tus amigos.
—¿Acaso un hombre no tiene derecho a divertirse un poco después de
machacarse durante cuatro años?
—No parece que te hayas deslomado y, por lo que veo, no creo que estés
muy dotado para el trabajo duro. Cuando nos encontramos aquí, me dio la
sensación de que habías mejorado, pero ahora comprendo que me equivoqué;
no creo que valgas ni la mitad que el joven que dejé cuando me marché de
casa. Te has vuelto muy perezoso, te encanta contar chismes y perder el
tiempo en frivolidades. Prefieres que te adulen y mimen personas sumamente
estúpidas a ganarte el aprecio y el respeto de personas preparadas. Lo tienes
todo, dinero, talento, posición, salud y apostura, ¡y no eres más que un
vanidoso! Es cierto, siento decirlo. Con todas las cosas estupendas que tienes
para ser feliz y útil a los demás, no haces más que haraganear y, en lugar de
ser un hombre de provecho como deberías, eres de menos ayuda que… —
Amy se contuvo, con una expresión de tristeza y piedad en el rostro.
—San Lorenzo en la parrilla —apuntó Laurie, con ironía, acabando la
frase por ella. No obstante el sermón empezaba a dar frutos, porque el joven
tenía otro brillo en la mirada y su proverbial indiferencia había dado paso a
una mezcla de dolor y enfado.
—Ya imaginaba que te lo tomarías a risa. Vosotros, los hombres, nos
decís que somos ángeles y que podemos hacer de vosotros lo que queramos,
pero, en cuanto una mujer trata sinceramente de ayudaros a mejorar, os reís
de ella y no le prestáis atención, lo que indica lo poco que valen vuestros
halagos —sentenció Amy con amargura, tras lo cual dio la espalda al
exasperante mártir que yacía a sus pies.
Enseguida, una mano cubrió la hoja de su cuaderno, impidiéndole dibujar,
y Laurie dijo con voz de niño arrepentido:
—¡Seré bueno, lo prometo, seré bueno!
Pero Amy no estaba de humor para bromas, porque pensaba todo cuanto
le había dicho. Golpeó con el lápiz la mano extendida y dijo, muy seria:
—¿No te da vergüenza tener una mano así? Es tan suave y blanca como la
de una mujer, parece que lo único que has hecho con ella es usar guantes de
piel de la mejor calidad y recoger flores para regalárselas a las damas.
Gracias a Dios, no eres un dandi y no llevas diamantes ni grandes anillos con
sellos. Solo llevas el anillo que Jo te regaló hace un año. ¡Mi querida
hermana! Cómo me gustaría que estuviese aquí para ayudarme.
—A mí también.
Laurie retiró la mano con presteza, y en su voz había tanta vehemencia
que hasta Amy sintió la intensidad de la emoción. De pronto, le miró con
otros ojos, tratando de confirmar o desmentir la idea que acababa de asaltarle.
Pero él seguía tumbado, con el rostro medio cubierto con el sombrero, como
si le molestase el sol, y el bigote no dejaba ver sus labios. Lo único que ella
veía era su pecho subir y bajar con cada respiración, tan larga y profunda que
se dirían suspiros, y la mano que llevaba el anillo, hundida en la hierba, como
si pretendiese ocultar algo que le era demasiado precioso o demasiado
conmovedor para hablar de ello. En cuestión de segundos, Amy recordó
anécdotas y nimiedades que adquirieron un nuevo sentido y comprendió lo
que su hermana nunca le había confiado. Cayó en la cuenta de que Laurie
nunca hablaba de Jo y recordó la sombra que había nublado su expresión
segundos antes, su cambio de actitud y la tenacidad con que seguía usando el
pequeño anillo, que no era adorno para una mano tan hermosa. Las chicas
entienden rápido lo que esa clase de detalles implica y conocen bien su
significado. Amy ya había imaginado que la causa del cambio de su amigo
podía ser un mal de amores; ahora estaba segura de ello. Los ojos se le
llenaron de lágrimas y, cuando volvió a hablar, empleó su tono de voz más
tierno y amable.
—Sé que no tengo derecho a hablar así, Laurie, y si no fueses el
muchacho más dulce del mundo, estarías muy enfadado conmigo. Pero todas
te queremos tanto y estamos tan orgullosas de ti que no podía soportar la idea
de que en casa se sintiesen tan decepcionadas como yo al ver cuánto has
cambiado, aunque ahora comprendo que tal vez ellas lo hubiesen entendido
mejor que yo…
—Creo que sí —dijo Laurie sin levantar el sombrero, con un tono lúgubre
que impresionó mucho a Amy.
—Tendrían que habérmelo advertido, en lugar de dejar que metiese la
pata y te regañase cuando debía ser más paciente y comprensiva que nunca.
¡Nunca me cayó bien la señorita Randal, pero ahora la detesto! —dijo Amy
hábilmente, tratando de confirmar sus sospechas.
—¡Al diablo con la señorita Randal! —exclamó Laurie descubriéndose el
rostro, cuya expresión no dejaba lugar a dudas sobre los sentimientos que le
inspiraba la joven dama.
—Te ruego que me disculpes, pensaba… —Amy se interrumpió,
diplomática.
—No es cierto, sabes perfectamente que la única mujer que me ha
interesado nunca es Jo —sentenció Laurie, con el tono impetuoso de siempre,
antes de volver el rostro.
—Algo sospechaba pero, como nadie me dijo nada y tú partiste de viaje,
supuse que estaba equivocada. ¿Jo no te correspondió? ¿Por qué? Hubiese
jurado que te quería con locura.
—Me quería, sí, pero no en la forma que yo esperaba. Y puesto que crees
que soy un hombre tan indigno, es una suerte para ella que no se enamorase
de mí. De todas formas, si ahora soy como soy, es por su culpa. Se lo puedes
decir cuando la veas.
A Amy le inquietó que la expresión del rostro de Laurie volviese a ser
dura y amarga, porque no sabía qué bálsamo aplicar.
—He hecho mal en criticarte, no sabía qué te ocurría. Discúlpame, estaba
muy enfadada. Teddy, querido, me gustaría que lo encajases mejor.
—No me llames como lo hace ella. —Laurie levantó una mano para
impedir que Amy siguiese hablando con ese tono, mitad comprensivo, mitad
reprobador, tan propio de su hermana—„ Veremos cómo te lo tomas cuando
te ocurra a ti —añadió en voz baja, mientras arrancaba un puñado de hierbas.
—Yo lo encajaría con mayor entereza, y procuraría ganarme el respeto de
la otra persona si no pudiera conquistar su amor —exclamó Amy, con la
seguridad que da hablar de lo que no se ha sufrido.
En verdad, Laurie consideraba que lo había encajado especialmente bien,
puesto que no se había quejado ni había pedido comprensión y se había
alejado para poder olvidar sus penas. El sermón de Amy arrojaba una nueva
luz sobre la situación, pues, por primera vez, sentía que descorazonarse al
primer fracaso era una muestra de debilidad y de egoísmo, al igual que
protegerse adoptando una actitud de indiferencia. De pronto sintió como si
hubiese despertado de un sueño y no pudiese volver a dormirse. Se sentó y
preguntó con voz pausada:
—¿Crees quejo me despreciaría tanto como tú?
—Si te viese en este estado, por supuesto que sí. No soporta a los
perezosos. ¿Por qué no haces algo maravilloso y la conquistas?
—Me esforcé tanto como pude, pero fue en vano.
—¿Te refieres a graduarte con buenas notas? Eso era lo mínimo que cabía
esperar de ti y lo hiciste más por dar una satisfacción a tu abuelo. Hubiese
sido una vergüenza no aprobar después de invertir tanto tiempo y dinero. Y
todos sabíamos que podías hacerlo.
—Pero el caso es que fracasé porque no conseguí quejo me quisiese —
dijo Laurie, con la cabeza apoyada en la mano, en un gesto melancólico.
—No, eso no es cierto, y al final tú también te darás cuenta. Lograste algo
bueno y demostraste que podías conseguir lo que te propusieses. Si te fijas un
nuevo objetivo, el que sea, recuperarás la ilusión y la alegría, y tus penas
serán cosa del pasado.
—Eso es imposible.
—Prueba y verás. Encogerte de hombros y decirte «Qué sabe ella de estas
cosas» no te ayudará. No pretendo ser una experta, pero soy observadora y
entiendo mucho más de lo que crees. Me gusta analizar la vida y las
contradicciones de la gente porque, aunque no siempre las pueda explicar, me
sirven de ejemplo para evitar cometer el mismo error. Nada te impide amar a
Jo todos los días de tu vida, pero no permitas que eso arruine tu existencia.
Desechar todos los regalos que nos brinda la vida porque no nos da el que
queremos es una mezquindad. Bueno, se acabó el sermón. Sé que
reaccionarás y te comportarás como un hombre, a pesar de esa muchacha con
el corazón de piedra.
Ambos guardaron silencio durante unos minutos. Laurie daba vueltas al
anillo en su dedo, mientras Amy retocaba el dibujo que había realizado
apresuradamente mientras hablaba; luego lo colocó sobre la rodilla de su
amigo y preguntó:
—¿Qué te parece?
Él lo miró y no pudo evitar sonreír ante una obra tan diestramente
realizada. Un cuerpo, largo y perezoso, sobre la hierba, con una expresión
lánguida, los ojos medio cerrados y, en una mano, un puro del que salía una
espiral de humo que rodeaba la cabeza del joven soñador.
—¡Qué bien dibujas! —dijo grata y genuinamente sorprendido por la
habilidad de la joven, tras lo que añadió, entre risas—: Sí, en efecto, soy yo.
—Así eres ahora, y así… eras antes. —Amy colocó otro dibujo al lado del
anterior.
El segundo dibujo no estaba realizado con tanta maestría, pero tenía una
vida y una gracia que compensaban sus muchos fallos, y evocaba tan
vívidamente el pasado que el semblante del joven cambió de repente mientras
lo miraba. Se trataba de un esbozo sin terminar en el que aparecía Laurie
domando a un caballo. Se había quitado el sombrero y la chaqueta, y todo en
su figura —la expresión decidida del rostro, la actitud de mando— denotaba
energía y determinación. El hermoso animal, que acababa de rendirse,
arqueaba el cuello bajo las tensas riendas, golpeaba impaciente el suelo con
una pata y aguzaba las orejas, como si quisiera oír la voz de quien le había
dominado las crines ondeantes del animal, el cabello al viento del jinete y su
porte erguido transmitían un arrojo, una fuerza, un valor y un optimismo
juvenil que contrastaban vivamente con la abúlica elegancia del retrato del
Dolce far niente. Laurie no comentó nada pero, mientras su mirada iba de uno
a otro, Amy se percató de que enrojecía y apretaba los labios, como si
aceptase la lección que ella acababa de darle. Eso la satisfizo y, sin esperar
que él dijese nada, explicó con su habitual tono animoso:
—¿Recuerdas aquel día que jugaste a vaqueros con tu caballo Puck? Meg
y Beth tenían miedo, mientras Jo aplaudía y saltaba de emoción y yo te
dibujaba sentada en la valla. El otro día, encontré este dibujo en una carpeta y
lo rescaté para mostrártelo.
—Te lo agradezco. Has mejorado mucho desde entonces y te felicito. A
pesar de encontrarnos en un paraíso para una luna de miel… ¿puedo
recordarte que en tu hotel se cena a las cinco?
Al decir esto, Laurie se puso en pie, le devolvió los dibujos con una
sonrisa y una reverencia, y echó un vistazo al reloj como para recordarle que
hasta las lecciones morales han de tener un final. Y aunque procuró retomar
el aire desenfadado e indiferente de antes, se notaba que era fingido, porque
la provocación de la joven había surtido más efecto del que era capaz de
reconocer. A Amy le apenó que recuperara su frialdad y se dijo: Se ha
ofendido. Bueno, si le sirve para algo, bienvenido sea. Si acaba
detestándome, lo sentiré, pero todo lo que he dicho es cierto y no podría
retirar ni una sola palabra.
En el camino de vuelta, rieron y charlaron animadamente, y el pequeño
Baptiste, que iba atrás, concluyó que monsieur y mademoiselle estaban de
excelente humor. Pero lo cierto es que ambos se sentían inquietos, la
franqueza propia de toda amistad había quedado dañada, el sol estaba oculto
bajo varios nubarrones y, a pesar de su aparente alegría, ambos tenían el
corazón triste.
—¿Quieres que quedemos esta noche, mon frère? —preguntó Amy al
despedirse ante la puerta de la habitación de su tía.
—Lo lamento, pero tengo un compromiso. Au revoir, mademoiselle. —
Laurie se inclinó a besar su mano, siguiendo una costumbre extranjera que le
iba a la perfección. Algo en su expresión hizo que Amy se apresurase a decir:
—Te lo ruego, compórtate como siempre conmigo y despídete como
solías hacerlo. Prefiero un sincero apretón de manos a la inglesa que una
despedida grandilocuente a la francesa.
—Adiós, querida. —Y con esas palabras, pronunciadas en el tono que ella
deseaba, Laurie la dejó tras darle un apretón de manos tan entusiasta que casi
le dolió.
Al día siguiente, en lugar de recibir la visita acostumbrada, Amy encontró
una nota que la hizo sonreír al principio y suspirar al final:
Mi querida Mentor:
Te ruego me despidas de tu tía y te alegres porque Laurence el Perezoso
va a visitar a su abuelo, como un buen muchacho. Espero que pases un buen
invierno y que los dioses te bendigan con una hermosa luna de miel en
Valrosa. Creo que a Fred le vendría bien uno de tus sermones. Díselo de mi
parte y felicítale en mi nombre.
Tu agradecido,
TELÉMACO
¡Buen chico! Me alegra que se haya marchado, pensó Amy con una
sonrisa de aprobación; pero al minuto siguiente se le cayó el alma a los pies
al observar su habitación vacía y añadió para sí, con un suspiro involuntario:
Sí, me alegro, pero… ¡cómo le voy a echar de menos!
CAPÍTULO 42 – SOLA
CAPÍTULO 43 - SORPRESAS
Anochecía y Jo estaba sola, tumbada en el viejo sofá, contemplando el
fuego pensativa. Así era como le gustaba pasar la hora del ocaso, sin que
nadie la molestara, descansando la cabeza sobre el pequeño cojín rojo de
Beth, ideando historias, soñando despierta o recordando con ternura a una
hermana que seguía tan presente como siempre. Tenía el semblante cansado,
serio y bastante triste porque al día siguiente era su cumpleaños y pensaba en
lo rápido que se habían ido los años, lo mayor que se estaba haciendo y lo
poco que había logrado. A punto de cumplir los veinticinco, y con tan poco
que mostrar. Jo no estaba en lo cierto en eso, tenía mucho que mostrar y, con
el tiempo, llegaría no solo a verlo, sino a sentirse agradecida por ello.
A este paso, acabaré convertida en una solterona. Una solterona casada
con la pluma que, en lugar de hijos, tendrá obras y tal vez, dentro de veinte
años, un pequeño fragmento de gloria, cuando, como el pobre Johnson, ya
sea demasiado vieja para disfrutarla o compartirla y no la necesite. Bueno, no
tengo por qué ser una santa amargada ni una pecadora egoísta, supongo que
las solteronas pueden vivir a gusto cuando se acostumbran a la idea, pero…
Jo suspiró ante un panorama tan poco halagüeño.
Rara vez lo es y, desde la perspectiva de quien cumple veinticinco años,
los treinta pueden parecer el fin de todo, pero la verdad no es tan mala como
amenaza y es posible seguir feliz cuando se tiene un buen respaldo. A los
veinticinco, las jóvenes empiezan a comentar la posibilidad de quedarse
solteras pero, en secreto, piensan que eso no les ocurrirá jamás. A los treinta,
no dicen nada pero aceptan las circunstancias en silencio y, si son
inteligentes, se consuelan pensando que tienen por delante veinte años de
felicidad en los que aprender a envejecer con elegancia. No os riais de las
solteronas, jovencitas, porque suelen ser muy sensibles y ocultan trágicas
historias de amor en corazones que laten quedamente bajo sobrios vestidos, y
su silente renuncia a la juventud, la ambición y el amor vuelve sus apagados
rostros especialmente hermosos a los ojos de Dios. Hay que entender incluso
a las hermanas tristes y amargadas, porque no han conocido el aspecto dulce
de la vida, y verlas con compasión, no con desdén; vosotras, jovencitas en la
flor de la vida, recordad que la flor se marchitará, que la tez no permanecerá
eternamente tersa y sonrosada, que en el cabello castaño aparecerán hebras
plateadas y que, llegado un punto, la ternura y el respeto os parecerán tan
valiosos como hoy lo son el amor y la admiración.
Caballeros, me refiero a vosotros, muchachos, sed educados con las
solteronas, por pobres, poco atractivas y estiradas que sean, porque la única
caballerosidad que merece la pena tener es aquella que nos lleva a respetar a
nuestros mayores, proteger al débil y servir a las mujeres, sin importar su
clase social, edad o color de piel. Recordad que las buenas tías, además de
sermonear y preocuparse por todo, os han cuidado y mimado, a menudo sin
que nadie se lo agradeciera, os han salvado de más de un aprieto, os han dado
«propinas» en la medida de sus pequeños presupuestos; sus viejos y pacientes
dedos han dado muchas puntadas y sus ancianos pies, muchos pasos por
vosotros, de modo que no olvidéis tener con ellas, en justa gratitud, esas
atenciones que toda mujer espera recibir a lo largo de su vida. Vuestra actitud
no pasará inadvertida a las jóvenes de ojos vivos y os valorarán más por ello.
Y si la muerte, que es el único poder que puede separar a una madre de su
hijo, os roba la vuestra, a buen seguro os quedará el abrazo, tierno, cálido y
maternal, de una tía soltera que habrá reservado siempre un lugar privilegiado
en su solitario corazón para «el mejor sobrino del mundo».
Jo se debió de quedar dormida (como imagino que le habrá ocurrido al
lector tras este pequeño sermón), ya que de pronto se encontró de frente con
el fantasma de Laurie, Era un fantasma de carne y hueso, y estaba inclinado
sobre ella, mirándola con aquella cara que solía poner cuando sentía algo y
no quería que se le notase. Ella se quedó mirándole fijamente, perpleja y sin
decir una sola palabra, hasta que él se encorvó y le dio un beso. Entonces,
supo que era él, se levantó de golpe y exclamó con gran alegría:
—¡Teddy! ¡Mi Teddy!
—Querida Jo, entonces, ¿te alegras de verme?
—¿Alegrarme? ¡Válgame el cielo, no hay palabras para describir lo
contenta que estoy! ¿Dónde está Amy?
—Se ha quedado con tu madre en casa de Meg, donde paramos de
camino, y no he podido arrancar a mi esposa de allí.
—¿Tu qué? —exclamó Jo, pues Laurie había pronunciado aquellas dos
palabras con un orgullo y una satisfacción que le delataban.
—¡Oh, vaya, qué diantre! Bueno, ya lo he dicho… —Y adoptó un aire
culpable que hizo quejo se le echara encima.
—¿Os habéis casado?
—Sí, pero prometo no volver a hacerlo. —Y se arrodilló y juntó las
manos como si fuese un penitente, pero con la expresión picara y alegre del
que se siente un triunfador.
—¿De veras estáis casados?
—Eso creo, gracias.
—¡Por favor! ¿Qué otra barbaridad vas a cometer a continuación? —Jo se
dejó caer en el sofá, ahogando un grito.
—Bueno, esa es una forma de felicitarnos muy original, aunque propia de
ti —repuso Laurie, que seguía arrodillado pero radiante de satisfacción.
—¿Qué esperabas después de dejarme sin aliento? Te cuelas sin hacer
ruido, como un ladrón, ¡y me das una noticia así, como si nada! Levántate, no
seas ridículo, y cuéntamelo todo.
—No diré nada a menos que me dejes ocupar mi lugar de siempre y
prometas no construir una barricada con los cojines.
Jo se rio porque hacía mucho tiempo que no hacía eso, dio unas palmadas
en el sofá para invitarle a sentarse y dijo en tono cordial:
—El viejo cojín está en el desván, ya no es necesario. Ven aquí y
confiésalo todo, Teddy.
—Cómo me alegra que me llames Teddy. Eres la única que lo hace. —Y
Laurie se sentó muy contento.
—¿Cómo te llama Amy?
—Mi señor.
—Eso es muy propio de ella. Bueno, de verdad pareces un señor. —Por la
forma en que le miró, estaba claro que Jo encontraba a su muchacho más
apuesto que nunca.
El cojín había desaparecido, pero aun así había una barricada entre ellos.
Era un muro lógico, creado por efecto del tiempo, la ausencia y los cambios
en sus corazones. Ambos lo sintieron y, por un instante, se miraron el uno al
otro como si una barrera invisible proyectase una pequeña sombra sobre
ellos. Sin embargo, la distancia se disipó de inmediato cuando Laurie
comentó, con fingida dignidad:
—Dime, ¿a que parezco un hombre casado, un auténtico cabeza de
familia?
—En absoluto, y no creo que logres parecerlo nunca. Aunque has crecido
y eres más fuerte, no has dejado de ser el pícaro de siempre.
—Venga, Jo, deberías tratarme con más respeto —empezó Laurie, que lo
estaba pasando en grande.
—¿Cómo? Si pensar que te has casado y has sentado la cabeza me hace
tanta gracia que no consigo ponerme seria —repuso Jo sonriendo con una
alegría tan contagiosa que ambos se echaron a reír, tras lo que pudieron, al
fin, mantener una buena charla, a la vieja usanza.
—No salgas a buscar a Amy con este frío, porque ya vienen todos hacia
aquí. ¡Yo no podía esperar! Quería ser el primero en darte la gran noticia y
ver tu reacción.
—¡Cómo no! ¡Pero has echado a perder la historia empezando por el
final! En fin, ahora cuéntamelo todo, desde el principio. ¿Cómo empezó?
Estoy ansiosa por saberlo.
—Bueno, accedí para complacer a Amy —dijo Laurie, con una risita
maliciosa que hizo quejo exclamase:
—¡Primera mentira! Seguro que fue Amy la que accedió para complacerte
a ti. Siga, caballero, pero diga la verdad, si es posible.
—Vaya, empieza a reaccionar, es un gusto verla así, ¿no te parece? —dijo
Laurie mirando a la chimenea como si mantuviese una conversación con el
fuego, y este respondió aumentando su brillo e intensidad como si le diese la
razón—. Verás, como somos uno, da igual quién accediera a qué. Teníamos
previsto volver a casa con los Carrol, hace un mes, pero de pronto cambiamos
de idea y decidimos quedarnos a pasar el invierno en París. Sin embargo, mi
abuelo tenía ganas de volver a casa y, puesto que había ido a Europa para
acompañarme a mí, sentí que no podía dejarle marchar solo. Tampoco me
quería separar de Amy pero, como la señora Carrol cree a pies juntillas en las
carabinas a la antigua usanza inglesa y todas esas tonterías, no permitía que
Amy me acompañase. Así que zanjé el asunto diciendo: «Casémonos, así
podremos hacer lo que nos plazca».
—Por supuesto, siempre consigues lo que quieres.
—No siempre. —Al decir esto, algo en la voz de Laurie hizo quejo se
precipitara a cambiar de tema.
—¿Y cómo lograste que la tía diese su consentimiento?
—No fue fácil, pero entre los dos conseguimos convencerla porque
teníamos muchas razones a favor. No había tiempo para escribir y pedir
permiso, pero sabíamos que a todos os encantaba la idea y que ya la habíais
aceptado… Así que no era más que un trámite, como dice mi esposa.
—¡Hay que ver lo orgulloso que está de esas dos palabras y lo mucho que
le gusta pronunciarlas! —apuntó Jo dirigiéndose a su vez al fuego, encantada
de ver que los ojos de su amigo, que en su último encuentro estaban tristes y
apagados, brillaban de felicidad.
—No me lo tengas en cuenta. Es una mujer tan fascinante que no puedo
sino estar orgulloso de ella. Bueno, como te decía, ya que el tío y la tía se
erigieron en defensores del decoro y nosotros estábamos tan perdidamente
enamorados que no éramos capaces de pensar en nada más, decidimos que
casarnos simplificaría mucho la cuestión. Así que lo hicimos.
—Pero ¿cuándo, dónde, cómo? —preguntó Jo dando rienda suelta a una
incontrolable y febril curiosidad femenina.
—Hace seis semanas, en el consulado de Estados Unidos en París. Fue
una boda muy discreta, claro está, porque, a pesar de nuestra felicidad,
tuvimos muy presente a nuestra querida Beth.
Al oírle decir esto, Jo le tomó la mano y Laurie acarició el pequeño cojín
rojo que tantos recuerdos le traía.
—¿Por qué no nos informasteis de inmediato? —preguntó Jo en voz más
baja, tras un momento de silencio.
—Queríamos daros una sorpresa. Pensábamos venir directamente a casa,
pero mi querido abuelo, una vez casados, dijo que necesitaba un mes para
dejarlo todo listo antes de partir y propuso que fuésemos a pasar la luna de
miel a donde quisiéramos. En una ocasión, Amy había comentado que
Valrosa era un lugar ideal para una luna de miel, así que fuimos allí y
pasamos los días más felices de nuestra vida. Imagínatelo, ¡amor entre las
rosas!
A Jo le pareció que Laurie se olvidaba de que hablaba con ella y se
alegró, porque el hecho de que le contase con tanta naturalidad y libertad esas
cosas indicaba claramente que había olvidado y perdonado lo ocurrido entre
ambos, Hizo ademán de separar la mano de la de Laurie pero, como si
adivinase su intención, él la sujetó con firmeza y dijo, con una seriedad y una
madurez desconocidas en el joven:
—Jo, querida, quiero decirte algo y, después, olvidaremos el asunto para
siempre. Como te comenté en la carta en la que refería lo amable que era
Amy conmigo, nunca dejaré de amarte, pero mi amor ha cambiado y he
comprendido que es mejor así. Amy y tú habéis intercambiado los puestos
que ocupabais en mi corazón, eso es todo. Creo que era mi destino y hubiese
llegado a él de cualquier modo, aunque fuese dejando pasar el tiempo como
tú pretendías. Pero, como la paciencia no es mi fuerte, se me rompió el
corazón. Era muy joven, pasional e impulsivo. Me costó mucho comprender
mi error. Y en verdad era un error, como tú me advertías, Jo, pero no me di
cuenta hasta después de haberme puesto en ridículo. He de confesar que, en
un momento dado, estaba muy confundido y no podía determinar a quién
quería más, si a ti o a Amy, y traté de quereros a las dos igual, pero no me fue
posible. Cuando me reuní con Amy en Suiza, las dudas se disiparon de golpe.
Cada una pasó a ocupar el lugar que le correspondía y entendí que había
dejado de amarte a ti antes de enamorarme de Amy y que podía quereros de
forma distinta, a ti como a una hermana y a ella como a mi esposa. Te pido
que creas en mi palabra y volvamos a ser los amigos que éramos en los viejos
tiempos, cuando nos conocimos.
—Te creo, de verdad, pero nunca podremos volver a ser los niños que
fuimos, Teddy, los buenos y viejos tiempos nunca volverán y no podemos
esperar que eso ocurra. Ahora somos un hombre y una mujer con
obligaciones, el tiempo de jugar terminó y debemos dejar atrás la fiesta y las
travesuras. Estoy segura de que sientes lo que dices, veo que has cambiado y
tú verás que yo tampoco soy la misma. Echaré de menos a mi joven amigo,
pero querré tanto o más al hombre en el que te has convertido y te admiraré
porque harás lo posible por ser quien yo creía que podrías ser. No podemos
seguir actuando como compañeros de juegos, pero sí ser un hermano y una
hermana que se quieren y se ayudan toda la vida. ¿No te parece, Laurie?
Él no dijo nada, pero tomó la mano que ella le tendía y bajó la mirada
unos segundos, sintiendo que de la sepultura de una pasión juvenil surgía
ahora una hermosa y sólida amistad que sería una bendición para ambos. Jo,
que no quería que la vuelta a casa se tiñese de tristeza, apuntó con voz alegre:
—Me cuesta creer que estéis casados y vayáis a formar un hogar. Parece
que fue ayer cuando le ataba el delantal a Amy y te tiraba del pelo cuando te
burlabas de nosotras. ¡Válgame el cielo, el tiempo vuela!
—Puesto que uno de nosotros es mayor que tú, no tienes por qué hablar
como una abuela. Como dice Peggotty, el aya de David Copperfield, soy un
«muchacho bastante crecidito» y, cuando veas a Amy, convendrás conmigo
en que es una niña muy precoz —dijo Laurie, divertido al ver que Jo
adoptaba un aire maternal.
—Puede que tengas más años que yo, pero, en lo relativo a sentimientos,
yo soy mucho más madura, Teddy. Las mujeres siempre lo somos. Y este
último año ha sido tan duro que me siento como si hubiese cumplido los
cuarenta.
—¡Pobre Jo! Te hemos dejado cargar sola con todo, mientras nosotros nos
divertíamos. Estás más vieja; ahí veo una arruga, y allá otra. Cuando no
sonríes, tienes la mirada triste, y al tocar el cojín, hace un segundo, he notado
que estaba empapado con tu llanto. Es mucho lo que has tenido que
sobrellevar, y lo has hecho sola. ¡Soy un animal egoísta! —Laurie se tiró del
cabello, con aire arrepentido.
Jo dio la vuelta al cojín que la había delatado y, Ungiendo un ánimo que
no tenía, dijo:
—No es así; cuento con la ayuda de papá y mamá, y los niños son un
auténtico consuelo. Por otro lado, saber que tanto tú como Amy estabais bien
y dichosos hizo que la pena fuese más llevadera. A veces me siento sola, pero
creo que me hará bien y…
—Ya no te sentirás sola nunca más —la interrumpió Laurie, y le pasó el
brazo por encima del hombro, como para protegerla de todo mal—. Amy y
yo no podemos vivir sin ti, así que tendrás que venir a casa y recordarnos que
debemos ser buenos y compartirlo todo, como hacíamos nosotros, y dejar que
te mimemos. Así podremos disfrutar de la bendición y la felicidad que
proporciona una amistad como la nuestra.
—Si no he de ser un estorbo, me encantaría. Me siento mucho mejor
ahora porque, contigo cerca, mis males desaparecen. Siempre me consuelas,
Teddy. —Jo descansó la cabeza sobre su hombro, como había hecho tiempo
atrás, cuando Beth estaba enferma y Laurie le ofreció su apoyo.
Él la miró y se preguntó si estaría recordando aquel instante, pero Jo
sonreía como si, en verdad, todas sus preocupaciones se hubiesen esfumado
con su llegada.
—Sigues siendo la misma, Jo. Puedes llorar en un instante y, al minuto
siguiente, estar riendo. ¿A qué viene esa cara de pícara, abuelita?
—Me preguntaba cómo os llevaríais tú y Amy.
—Como dos ángeles.
—Claro, eso de entrada. Pero… ¿quién manda?
—No tengo reparo en reconocer que, por ahora, manda ella. O, por lo
menos, dejo que lo crea. Eso la hace feliz, ¿sabes? Con el tiempo, nos iremos
turnando, porque dicen que el matrimonio divide los derechos y multiplica
las obligaciones.
—Si sigues como ahora, Amy llevará la voz cantante hasta el fin de tus
días.
—Bueno, lo hace con tanta sutileza que no creo que me incomode nunca.
Es la clase de mujer que sabe cómo llevar a un hombre. De hecho, me agrada
que así sea, porque te enreda con la suavidad de un ovillo de seda y consigue
que sientas que es ella quien te hace un favor.
—¡Quién iba a pensar que te vería convertido en un calzonazos y
disfrutando de ello! —exclamó Jo alzando las manos.
Ante tal insinuación, Laurie se encogió de hombros y sonrió con sorna
masculina mientras apostillaba, con aire digno:
—Amy está demasiado bien educada para hacer algo así, y yo no soy la
clase de hombre que se somete a su mujer. Mi esposa y yo nos respetamos
demasiado el uno al otro para tiranizarnos o pelearnos.
A Jo le gustó oír aquello, y la recién adquirida dignidad de su amigo le
pareció entrañable, pero ver que su muchacho se había convertido demasiado
rápido en hombre le provocaba una mezcla de pesar y alegría.
—No me cabe duda. Amy y tú nunca peleabais como hacíamos nosotros.
Ella es el sol y yo, el viento de la fábula. Y el sol sabe cómo llevar a un
hombre, ¿recuerdas?
—Te aseguro que ella, además de brillar, puede sacarte los colores. —
Laurie se echó a reír—. ¡Si hubieses visto el sermón que me soltó en Niza!
Te aseguro que fue mil veces peor que tus sarcasmos. Fue una provocación
en toda regla. Ya te lo contaré en otra ocasión. Ella no lo hará nunca, porque,
después de decir que me despreciaba y que se avergonzaba de mí, resulta que
se enamora de tan mal partido y se casa con el inútil.
—¡Menuda bajeza! Bueno, si te trata mal, ven a decírmelo y yo saldré en
tu defensa.
—Parece que necesito ayuda, ¿verdad? —dijo Laurie, y se levantó y puso
una pose divertida, que cambió de pronto al oír a Amy preguntar:
—¿Dónde está mi querida Jo?
La familia en pleno llegó y todos se dieron abrazos y besos una y otra vez
y, tras varios intentos fallidos, los tres viajeros se sentaron y los demás los
estudiaron en medio de una alegría generalizada. El señor Laurence, más
sano y robusto que nunca, era sin duda el que más había mejorado con el
viaje. Había perdido en gran medida su dureza, y su tradicional cortesía era
aún más exquisita, por lo que resultaba especialmente encantador. Era
maravilloso verle sonreír ante «mis niños», como llamaba a la joven pareja;
era aún mejor ver cómo el afectuoso y filial trato que Amy le dispensaba le
tenía totalmente robado su anciano corazón, pero sin duda lo mejor de todo
era observar cómo Laurie revoloteaba feliz, alrededor de ambos, disfrutando
de tan hermoso cuadro.
Cuando Meg vio a Amy, comprendió que el vestido que ella llevaba no
tenía para nada un toque parisino… que la señora Moffat quedaría totalmente
eclipsada en presencia de la señora Laurence y que su «señoría» se había
convertido en una dama fina y elegante. Al ver a los dos enamorados juntos,
Jo pensó: ¡Qué buena pareja hacen! Yo tenía razón, Laurie ha encontrado una
joven hermosa y educada que encajará en su hogar mucho mejor que la vieja
y desgarbada Jo y que, en lugar de un tormento, será motivo de orgullo. La
señora March y su esposo sonreían y asentían felices al comprobar que la
prosperidad de su hija menor no sería solo material, sino que contaba con la
mayor riqueza de todas: amor, confianza y felicidad.
El rostro de Amy irradiaba ese dulce brillo que nace de un corazón en
paz, su voz poseía una ternura distinta y su aspecto, antaño frío y cursi,
denotaba una dignidad femenina e irresistible. Había abandonado toda
afectación, y la amable dulzura que presidía todos sus gestos contribuía a
aumentar su encanto más que su belleza recién adquirida o su antigua
elegancia, porque era la prueba inequívoca de que se había convertido en una
auténtica dama, tal y como siempre había soñado.
—El amor ha transformado a nuestra pequeña —susurró la madre.
—Siempre ha tenido un buen espejo en el que mirarse, querida —
murmuró el señor March observando amorosamente el rostro ajado y el
cabello gris de su esposa.
Daisy no podía apartar los ojos de su hermosa tía y se pegó a la
maravillosa dama como un perro faldero. Demi se tomó su tiempo antes de
mostrarse incondicional de la pareja mediante la inmediata aceptación del
soborno que sus tíos le ofrecieron: una tentadora familia de osos de madera
procedente de Berna. Laurie, que sabía cómo ganarse su favor con un sencillo
movimiento, le dijo:
—Jovencito, cuando tuve el honor de conocerte, me golpeaste en el
rostro; ¡ahora exijo una compensación de caballeros! —Dicho esto, el alto tío
procedió a sacudir y despeinar a su pequeño sobrino de una manera que dañó
su dignidad filosófica casi tanto como hizo las delicias de su alma de niño.
—¡Válgame Dios, si va toda de seda, de pies a cabeza! ¡Qué gracia verla
así, tan arreglada! ¡Y que todo el mundo llame «señora Laurence» a mi
pequeña Amy! —musitó la vieja Hannah, que aprovechaba mientras ponía la
mesa para entrometerse abiertamente y echar vistazos a los recién llegados.
¡Y había que verlos! ¡Cómo hablaban! Primero uno, después el otro, y al
final los tres a la vez, tratando de resumir las anécdotas de tres años de viaje
en media hora. Por fortuna, llegó la hora de la cena y pudieron hacer una
pausa y sosegarse, ya que, de haber seguido a aquel ritmo, habrían terminado
roncos y agotados. Qué feliz procesión formaban al entrar en el comedor. El
señor March acompañaba orgulloso a la «señora Laurence» y la señora
March caminaba dichosa del brazo de «su hijo». El anciano caballero, que se
apoyaba en Jo, le susurró al oído: «Ahora, tendrás que ser mi niña», y lanzó
una mirada hacia el rincón vacío, junto a la chimenea; con labios
temblorosos, Jo murmuró: «Intentaré estar a la altura, señor».
Los gemelos iban detrás, dando brincos la mar de felices, porque, como
todo el mundo estaba pendiente de los recién llegados, los dejaban divertirse
a sus anchas, y ellos no dudaron en sacar el máximo partido a las
circunstancias. Bebieron un poco de té a escondidas, se hincharon de pan de
jengibre ad líbitum, comieron sendas magdalenas y, en el colmo del
atrevimiento, escondieron un tentador pastelillo de mermelada en sus
bolsillitos, donde se pegó y desmigajó traicioneramente, lo que les enseñó
que la naturaleza humana y los pastelillos son ¡igualmente delicados!
Abrumados por el peso de la culpa por los pastelillos sustraídos, y temerosos
de que la aguda mirada de la tía Dodo, como llamaban a Jo, descubriese el
botín oculto tras la fina tela de batista y lana, los jóvenes pecadores no se
despegaron de su abuelo, que no llevaba las gafas puestas. Amy, que iba de
mano en mano, como la comida, volvió al salón del brazo del abuelo de
Laurie y, como el resto se emparejó, Jo se quedó sola, circunstancia que
aprovechó para quedar rezagada y charlar con Hannah, que, ilusionada, le
había preguntado:
—¿Crees que la señorita Amy irá en su propio carruaje y comerá en la
hermosa vajilla de plata que guardan en la casa?
—Si usase un carruaje tirado por seis caballos blancos, comiese en platos
de oro y nevase diamantes y vestidos de encaje todos los días, no me
sorprendería. Para Teddy, nada es lo suficientemente bueno para su esposa —
contestó Jo muy satisfecha.
—¡No se puede pedir más! ¿Qué querrás para desayunar, picadillo o
pescado? —preguntó Hannah, que mezclaba sabiamente poesía y prosa.
—Me es igual. —Y Jo cerró la puerta sintiendo que la comida no era un
tema adecuado para el momento. Se quedó mirando cómo todos iban a la
planta de arriba y, cuando vio desaparecer los pantalones de cuadros
escoceses de Demi, al llegar este al último escalón, la embargó un repentino
sentimiento de soledad, tan intenso que miró alrededor, con los ojos llenos de
lágrimas, en busca de algo a lo que asirse, ahora que hasta Teddy la había
abandonado. De haber sabido qué regalo de cumpleaños la esperaba, no se
habría dicho: Ya lloraré cuando me acueste, ahora no puedo estar deprimida.
Se secó las lágrimas con la mano —pues una de sus costumbres masculinas
consistía en no recordar nunca dónde tenía el pañuelo— y cuando, no sin
esfuerzo, consiguió esbozar una sonrisa, alguien llamó a la puerta principal.
La abrió con hospitalaria prontitud y se sobresaltó como si hubiese
recibido la visita de un fantasma. Frente a ella había un caballero robusto, con
barba, cuya sonrisa lo iluminaba todo, como el sol de medianoche.
—¡Señor Bhaer! ¡Qué alegría verle! —exclamó Jo, que lo abrazó con
fuerza, como si con ello pudiese evitar que la noche se lo tragase.
—Lo mismo digo, señorita March. Disculpe, creo que he interrumpido su
fiesta… —El profesor hizo una pausa al oír voces y música de baile
procedentes de la planta superior.
—No, no es una fiesta, es una reunión familiar. Estamos celebrando que
mi hermano y mi hermana han vuelto de su viaje. Entre y súmese a nosotros.
Como hombre educado que era, el señor Bhaer hubiese preferido
marcharse y regresar en otro momento, pero le fue imposible ya que Jo cerró
la puerta y le despojó de su sombrero. Tal vez la expresión del rostro de la
joven hizo el resto, porque esta no pudo disimular la alegría que le produjo
aquel encuentro y la mostró con una franqueza que al solitario caballero, que
no esperaba tan grata bienvenida, le pareció irresistible.
—Si no es molestia, me encantará saludarlos. ¿Ha estado enferma,
querida?
La pregunta pilló a Jo desprevenida mientras colgaba el abrigo en el
perchero, y al señor Bhaer no se le escapó el cambio que produjo en el
semblante de la joven.
—No, enferma no. Me he sentido cansada y triste, han ocurrido muchas
cosas desde que hablamos por última vez.
—¡Ah, sí, estoy al corriente! Me sentí muy triste por usted cuando me
enteré. —Y le estrechó la mano tan afectuosamente que Jo pensó que no
había consuelo comparable al de aquella mirada dulce y aquel cálido apretón
de manos.
—Papá, mamá, este es mi amigo, el profesor Bhaer —dijo ella sin poder
disimular su orgullo y alegría. A buen seguro, de haber podido, le habría
anunciado con trompetas y haciendo una reverencia en la puerta.
Si a nuestro caballero le quedaba alguna duda sobre la pertinencia de su
visita, se disipó de inmediato al observar lo bien que lo recibía la familia.
Todos le trataron con exquisita amabilidad, primero por cortesía hacia Jo,
pero enseguida lo hicieron por gusto. No podía ser de otro modo, puesto que
el señor Bhaer llevaba el talismán que abre todos los corazones, y aquellas
personas sencillas le acogieron con más calidez y amabilidad porque era
pobre, ya que la pobreza enriquece a quienes la trascienden y es un pasaporte
seguro para ganar la hospitalidad de los espíritus bienintencionados. El señor
Bhaer se sentó y miró alrededor sintiéndose como un viajero que llama a la
puerta de unos desconocidos y estos le acogen como a uno de ellos, Los niños
fueron hacia él, atraídos como las moscas a la miel, se sentaron en sus
rodillas y se dedicaron a revisar sus bolsillos, tirarle de la barba y estudiar su
reloj de bolsillo con audacia infantil. Las mujeres intercambiaron mudas
señales de aprobación. El señor March sintió que había encontrado un igual y
conversó animadamente con su nuevo huésped, mientras John escuchaba en
silencio, muy atento, y el señor Laurence se resistía a retirarse.
Si no hubiese estado tan ocupada, a Jo le habría hecho gracia el
comportamiento de Laurie, pues este sintió una incomodidad que, más que a
los celos, obedecía al recelo, y se mantuvo distante al principio, observando
al recién llegado con la circunspección de un hermano. Sin embargo, la
desconfianza no duró demasiado, el señor Bhaer le cautivó a pesar suyo y, sin
darse cuenta, se unió a la agradable charla. El señor Bhaer rara vez se dirigía
a Laurie, pero le miraba con frecuencia con cierta pena, como si, al ver a
aquel joven en la flor de la vida, pensase con nostalgia en su juventud
perdida. Luego miraba a Jo con una intención tan transparente que, de
haberle visto ella, habría respondido de inmediato a su muda pregunta. Pero
Jo, consciente de que una mirada podría delatar sus sentimientos, no quitaba
ojo del calcetín que estaba confeccionando en su mejor estilo de solterona
modelo.
De vez en cuando, le echaba un cauteloso vistazo que calmaba su ansia
como el agua mitiga la sed del esforzado caminante, porque todo cuanto veía
eran buenos presagios. El señor Bhaer había perdido su aire distraído y se
mostraba apasionado, totalmente centrado en el momento presente, y parecía
mucho más joven y apuesto que de costumbre. Curiosamente, Jo no lo
comparó con Laude, como solía hacer con los hombres a los que conocía,
para detrimento de la mayoría. El señor Bhaer parecía muy inspirado, aunque
las costumbres funerarias de los antiguos —el tema del que estaban hablando
— no resultase precisamente muy alegre. Cuando Jo vio que Teddy se
apasionaba con la conversación y su padre escuchaba con atención, sintió una
gran satisfacción y se dijo: ¡Cómo disfrutaría pudiendo hablar cada día con
un hombre como este! Por último, el señor Bhaer vestía un traje negro que le
daba el aspecto de un auténtico caballero. Se había recortado la poblada barba
y llevaba el cabello muy bien peinado, aunque no le duró mucho, ya que, con
la pasión de la charla, se lo alborotó y volvió a tener el divertido aspecto de
costumbre, quejo prefería porque pensaba que le favorecía mucho más.
¡Pobre Jo! Allí sentada, tricotando, no dejaba de alabar a aquel hombre
sencillo y no había detalle que se le escapase, ni siquiera el hecho de que el
señor Bhaer llevaba gemelos de oro en sus inmaculados puños.
Mi querido amigo no se habría vestido con más cuidado si hubiese ido a
una petición de mano, pensó Jo. De pronto, le asaltó una sospecha que k hizo
sonrojarse de tal manera que dejó caer la labor y se agachó a recogerla para
poder ocultar su rostro.
Sin embargo, la maniobra no le dio tan buen resultado como esperaba
porque, aunque estaba hablando de cómo se prendía fuego en una pira
funeraria, el señor Bhaer soltó metafóricamente la antorcha y se agachó a
recoger el pequeño ovillo azul. Y, cómo no, se dieron un golpe en la cabeza,
vieron las estrellas y ambos se incorporaron ruborizados y sonrientes, sin
haber recuperado el ovillo, y volvieron a sus asientos deseando no haberse
levantado.
Como Hannah se encargó de acostar a los niños y el señor Laurence se
fue a casa a descansar, la velada se alargó sin problemas. Sentados alrededor
de la chimenea, todos charlaron animadamente, sin ver el tiempo pasar, hasta
que Meg, convencida de que Daisy se había caído de la cama y de que Demi
se había prendido fuego al camisón al jugar con unas cerillas, decidió que era
hora de regresar a casa.
—Ahora que volvemos a estar todos reunidos, deberíamos cantar como
hacíamos en los viejos tiempos —propuso Jo, convencida de que cantar sería
una forma segura y agradable de dar salida a la jubilosa emoción que sentía.
No estaban todos, pero nadie juzgó incorrectas o irrespetuosas esas
palabras, puesto que Beth parecía estar allí —una presencia serena—,
invisible, pero más querida que nunca, pues la muerte no podía romper los
lazos familiares que el amor había vuelto indisolubles. La pequeña silla
seguía en su lugar, el pulcro cesto que guardaba la labor que la joven dejó
inacabada cuando la aguja se volvió demasiado pesada para sus dedos
continuaba en el estante, y su amado instrumento, que casi nunca sonaba ya,
seguía donde siempre. Y, por encima de todo eso, el rostro de Beth, sereno y
sonriente como en los buenos tiempos, parecía observarlos y decir: «¡Sed
felices, sigo aquí!».
—Amy, toca algo para que vean cuánto has aprendido —propuso Laurie,
con el comprensible orgullo de un maestro que desea ver lucirse a su pupila.
Amy suspiró, miró con lágrimas en los ojos el taburete y dijo:
—Esta noche no, querido. Hoy no puedo tocar nada.
Sin embargo, mostró algo mejor que su habilidad o su brillantez al piano,
ya que cantó las canciones que solía entonar Beth con una dulzura que ningún
maestro puede enseñar y que llega al corazón de quienes la escuchan con una
fuerza que solo la inspiración puede dar. La sala estaba en silencio, y a Amy
se le quebró la voz al pronunciar la última frase de la canción favorita de
Beth, que decía: «No existe dolor terreno que el cielo no pueda curar».
Después, abrazó a su esposo, que estaba detrás de ella, y sintió que su regreso
al hogar no era tan perfecto sin el beso de su hermana Beth.
—Y ahora, para terminar, el señor Bhaer nos cantará una canción —dijo
Jo para evitar que aquel silencio lleno de dolor se prolongara.
El señor Bhaer se aclaró la garganta, dio un paso hacia Jo y repuso:
—Si usted la canta conmigo. Nos sale muy bien juntos.
Tal afirmación era una mentira piadosa, puesto que Jo tenía la gracia
musical de un grillo. No obstante, habría aceptado hasta cantar una ópera si él
se lo hubiese pedido. Así pues, se puso a gorjear sin prestar atención ni al
tono ni al compás, pero no se notó mucho porque el señor Bhaer, como buen
alemán, cantaba alto y bien, de modo que Jo se limitó a tararear para oír
aquella voz melodiosa que parecía cantar exclusivamente para ella. La
canción hablaba de una tierra lejana a la que el protagonista ansiaba ir con su
amada, y Jo, emocionada, deseó contestar a tan dulce invitación que partiría
feliz con él a esa tierra desconocida cuando él quisiese.
La canción fue del agrado de todos y el intérprete, tímido, recibió las
alabanzas del público. Momentos después, al ver que Amy se ponía el gorro
para salir, el señor Bhaer olvidó sus buenos modales y la miró boquiabierto.
No entendía qué ocurría, porque Jo se la había presentado como su hermana y
nadie se había referido a la joven como la señora Laurence. Sin embargo,
cuando Laurie declaró: «Mi esposa y yo estaremos encantados de recibirle en
nuestra casa, donde siempre será bienvenido», el profesor comprendió todo
de golpe y mostró tal satisfacción que Laurie se dijo que era el hombre más
agradecido que conocía.
—Yo también he de irme, pero volveré pronto, si me lo permite, querida
señora. He de atender un asunto en la ciudad que me retendrá aquí varios
días.
El profesor hablaba a la señora March, pero miraba a Jo. La hija consintió
con la mirada y la señora March lo hizo con palabras, pues, contrariamente a
lo que pensaba la señora Moffat, no era ajena a los intereses de sus hijas.
—Parece un hombre inteligente —comentó el señor March, con plácida
satisfacción, desde la alfombrilla, una vez que el último de los huéspedes se
hubo marchado.
—Estoy segura de que es un buen hombre —añadió la señora March
mostrando su decidido apoyo al profesor, mientras daba cuerda al reloj.
—Sabía que os caería bien —fue todo lo que dijo Jo al despedirse para ir
a la cama.
Se preguntaba qué asunto había traído al señor Bhaer a la ciudad y, al
final, concluyó que le habrían otorgado algún premio al que él, por su
modestia, habría preferido no referirse. Si le hubiese podido ver la cara
mientras, ya de vuelta en su habitación, contemplaba el retrato de una joven
severa y rígida, con una buena mata de pelo, que parecía tener la mirada
perdida en un oscuro futuro, habría imaginado de qué se trataba. Y si le
hubiese visto besar el retrato antes de apagar la luz, no le habría quedado
ninguna duda.
CAPÍTULO 47 - LA COSECHA
FIN
¡Gracias por leer este libro de
www.elejandria.com!
Descubre nuestra colección de obras de dominio público
en castellano en nuestra web