La Rebelion de La Reina 2
La Rebelion de La Reina 2
La Rebelion de La Reina 2
Octubre, 1566
1
Brienna
La hija del enemigo
Territorio de Lord MacQuinn, castillo Fionn
El castillo vibraba con las risas y los preparativos para la cena cuando
Cartier y yo entramos en el salón, con las capas pasionarias azules en la
espalda y la brisa nocturna enredada en nuestro pelo. Me detuve en el centro
de la estancia elegante para contemplar los tapices colgados en los muros, el
arco alto del techo que se derretía hasta perderse en las sombras humeantes,
las ventanas con parteluz en el muro este. Había un fuego que rugía en la
chimenea de cerámica y las mujeres del castillo acomodaban los mejores
utensilios de peltre sobre las mesas armadas con caballetes. No prestaron
atención a mi presencia, dado que yo aún era una desconocida para ellas, y
observé cómo un grupo de chicas más jóvenes decoraban el centro de las
mesas con ramas de pino y flores de color rojo oscuro. Un chico corría
detrás de ellas para encender una cordillera de velas, con los ojos
evidentemente clavados en una de las chicas de cabello castaño.
Por un instante, parecía que aquel castillo y aquellas personas nunca
habían conocido la oscuridad y la opresión del reinado de la familia
Lannon. Y, sin embargo, me pregunté qué heridas permanecían en sus
corazones, en sus recuerdos, después de haber sobrevivido a veinticinco
años de un rey tirano.
—Brienna. —Cartier se detuvo despacio a mi lado. Estaba de pie a una
distancia segura de mí (un brazo entero), pero de todos modos aún podía
sentir el recuerdo de su tacto, aún podía saborear sus labios sobre los míos.
Permanecimos de pie en silencio y supe que él también estaba asimilando el
clamor y la belleza rústica del salón. Que aún estaba intentando
acostumbrarse a lo que serían nuestras vidas ahora que habíamos vuelto a
casa, a Maevana, el Dominio de la Reina.
Yo era la hija adoptiva de Davin MacQuinn (un lord caído en desgracia
que había estado oculto los últimos veinticinco años) quien por fin había
vuelto a iluminar su salón y a recuperar a sus súbditos.
Y Cartier, mi anterior maestro, era el lord de la Casa Morgane. El Lord
de los Ágiles: Aodhan Morgane.
A duras penas podía encontrar la voluntad de llamarlo por aquel nombre.
Era uno que nunca habría imaginado que él tendría a lo largo de los años en
los que había sido su alumna y él había sido mi instructor, un amo del
conocimiento, en el reino sureño de Valenia.
Pensé en cómo se entrelazaron nuestras vidas desde el primer instante en
que lo había conocido cuando me aceptaron en la prestigiosa Casa
Magnalia, una escuela valeniana para las cinco pasiones de la vida. Había
asumido que él era valeniano: había adoptado un nombre valeniano, sabía
de etiqueta y pasiones y había vivido prácticamente toda su vida en el reino
del sur.
Y, sin embargo, él era mucho más que eso.
—¿Por qué has tardado tanto?
Me sobresalté cuando Jourdain me sorprendió al aparecer ante mi vista,
sus ojos mirándome de pies a cabeza, como si esperara que tuviera algún
rasguño. Lo cual me resultó prácticamente gracioso, porque tres días atrás
habíamos cabalgado hacia la batalla con Isolde Kavanagh, la reina legítima
de Maevana. Me había puesto una armadura, había pintado con añil azul la
marca sobre mi rostro, trenzado mi pelo y blandido una espada en nombre
de Isolde, sin saber si sobreviviría a la rebelión. Pero había luchado por ella,
al igual que Cartier y Jourdain, y con ella para desafiar a Gilroy Lannon, un
hombre que nunca debería haber sido rey de esta tierra. Juntos, lo habíamos
derrocado a él y a su familia en una mañana, en un amanecer sangriento,
pero victorioso.
Y ahora Jourdain actuaba como si yo hubiera participado en la batalla de
nuevo. Todo porque he llegado tarde a la cena.
Tuve que recordar que debía ser comprensiva. No estaba acostumbrada a
la preocupación trivial paternal: había pasado toda la vida sin saber quién
era mi padre biológico. Y, uh, cómo me arrepentía ahora de saber de quién
había descendido; aparté con velocidad el nombre de mi mente y, en
cambio, centré la atención en el hombre de pie ante mí, el hombre que me
había adoptado como una hija propia hacía meses, cuando los dos
combinamos nuestros conocimientos para organizar una rebelión contra el
rey Lannon.
—Cartier y yo teníamos mucho de qué hablar. Y no me mires así, padre.
Volvimos a tiempo —dije, pero mis mejillas ardían bajo el escrutinio atento
de Jourdain. Y cuando él movió los ojos hacia Cartier, creí que lo había
descubierto. Cartier y yo no habíamos estado solo «hablando».
Inevitablemente, pensé de nuevo en aquel momento que había ocurrido
apenas hacía horas, cuando había estado de pie con Cartier en su castillo
destruido en territorio Morgane, cuando él por fin me había entregado mi
capa pasionaria.
—Sí, bueno, te dije que volvieras antes del anochecer, Brienna —me
reprendió Jourdain y luego suavizó el tono cuando le habló a Cartier—.
Morgane. Qué bien que has venido a unirte al festín de celebración.
—Gracias por invitarme, MacQuinn —respondió Cartier inclinando la
cabeza con respeto.
Era raro oír esos nombres en voz alta, dado que no sonaban adecuados en
mi mente. Y mientras que otros comenzarían a llamarlo Lord Aodhan
Morgane, yo siempre pensaría en él como Cartier.
Después estaba Jourdain, mi mecenas devenido en padre. Cuando lo
había conocido hacía dos meses, él se había presentado como Aldéric
Jourdain, su alias valeniano. Pero, al igual que Cartier, era mucho más que
eso. Él era Lord Davin MacQuinn, el perseverante. Y mientras que otros
comenzarían a llamarlo así, yo lo llamaría «padre» y siempre pensaría en él
como Jourdain.
—Venid, los dos —dijo Jourdain, de nuevo hosco. Se volvió para
guiarnos sobre la tarima, donde la familia del lord debía tomar asiento y
cenar en una mesa larga.
Cartier me guiñó un ojo cuando Jourdain nos dio la espalda y tuve que
tragar una sonrisa de felicidad pura.
—¡Allí estás! —exclamó Luc mientras entraba en el salón a través de una
de las puertas laterales, con la mirada clavada de inmediato en el sitio de la
tarima donde yo estaba de pie.
Las chicas jóvenes hicieron una pausa en sus decoraciones de pino y
flores para reír y susurrar cuando Luc pasó junto a ellas. Imaginé que
hablaban sobre lo atractivo que él era, aunque para la mayoría, Luc era
bastante insípido. Su pelo castaño oscuro siempre estaba despeinado, su
mandíbula no estaba alineada y su nariz era un poco larga, pero sus ojos
podían derretir hasta el corazón más frío.
Subió con pasos pesados los escalones de la tarima para alzarme en el
aire con un abrazo, comportándose como si hubiéramos estado separados
durante meses, aunque lo había visto antes aquella misma tarde. Sujetó mis
hombros y me hizo girar para poder ver los hilos plateados bordados sobre
mi capa pasionaria.
—Ama Brienna —dijo. Me giré y reí al oír por fin el título junto a mi
nombre—. Es una capa preciosa.
—Sí, bueno, esperé bastante para obtenerla, creo —respondí, mirando
inevitablemente a Cartier.
—¿Qué constelación es? —preguntó Luc—. Me temo que soy horrible
para la astronomía.
—Es Aviana.
Ahora era ama del conocimiento, algo por lo que había trabajado durante
años en Casa Magnalia. Y en aquel instante, de pie en el salón de Jourdain
en Maevana, rodeada de familia y amigos, vistiendo mi capa pasionaria, con
Isolde Kavanagh a punto de volver al trono del norte… no podía haber
estado más satisfecha.
Cuando todos tomamos asiento, observé a Jourdain, que tenía un cáliz
dorado en la mano y el rostro cuidadosamente resguardado mientras miraba
a sus súbditos adentrarse en el salón para la cena. Me pregunté qué sentía él
ahora que por fin había vuelto a su hogar después de aquellos veinticinco
años de terror para ejercer de nuevo el rol de lord para esos súbditos.
Sabía la verdad de su vida, de su pasado maevano al igual que de su
pasado valeniano.
Había nacido en ese castillo como hijo noble de Maevana. Había
heredado las tierras y los súbditos de MacQuinn y había intentado
protegerlos cuando lo obligaron a servirle al horrible rey Gilroy Lannon.
Sabía que Jourdain había presenciado cosas terribles en aquel salón real:
había visto cómo le cortaban las manos y los pies a hombres que no podían
pagar la totalidad de sus impuestos, había visto ancianos perder un ojo por
mirar durante demasiado tiempo al rey, había oído los gritos de las mujeres
en habitaciones distantes mientras las golpeaban, había visto cómo azotaban
niños por emitir sonido cuando deberían haber permanecido en silencio.
«Lo vi», me había confesado una vez Jourdain, pálido al recordar. «Lo vi,
pero tenía miedo de hablar».
Hasta que finalmente decidió rebelarse, derrocar a Gilroy Lannon y
colocar de nuevo en el trono norteño a una reina legítima, terminar con la
oscuridad y el terror en la que se había convertido la antes gloriosa
Maevana.
Otras dos Casas maevanas se habían unido a su revolución secreta: los
Kavanagh, quienes habían sido la única Casa mágica de Maevana al igual
que la Casa de origen de las reinas, y los Morgane. Pero Maevana era una
tierra con catorce Casas tan diversas como su territorio, cada una con sus
propias fortalezas y debilidades. Sin embargo, solo tres de ellas se
atrevieron a desafiar al rey.
Creo que lo que retuvo a la mayoría de los lores y las ladies fue la duda,
porque dos artefactos invaluables estaban desaparecidos: la Gema del
Anochecer, que le otorgaba a los Kavanagh sus poderes mágicos, y el
Estatuto de la Reina, que era la ley que declaraba que ningún rey ocuparía
jamás el trono de Maevana. Sin la gema y el estatuto, ¿cómo podría la
rebelión derrocar por completo a Gilroy Lannon, quien estaba
profundamente arraigado al trono?
Pero hacía veinticinco años, MacQuinn, Kavanagh y Morgane se habían
unido y habían atacado el castillo real, preparados para ir a la guerra. El
éxito del golpe de Estado dependía de atacar por sorpresa a Lannon, lo cual
fue estropeado cuando mi padre biológico, Lord Allenach, supo de la
rebelión y finalmente los traicionó.
Gilroy Lannon esperaba a Jourdain y sus seguidores.
Él buscó y asesinó a las mujeres de cada familia, sabiendo que eso les
arrancaría el corazón a los lores.
Pero lo que Gilroy Lannon no anticipó fue que tres de los hijos
sobrevivirían: Luc. Isolde. Aodhan. Y porque sobrevivieron, los tres lores
desafiantes huyeron con sus hijos al país vecino, Valenia.
Adoptaron nombres y profesiones valenianas; descartaron su lengua
materna, el dairinés, para usar el idioma valeniano chantal medio;
enterraron sus espadas, sus símbolos norteños y su furia. Se ocultaron y
criaron a sus hijos para ser valenianos.
Pero lo que la mayoría no sabía… era que Jourdain nunca dejó de planear
volver y derrocar a Lannon. Él y los otros dos lores caídos se reunían una
vez al año, sin perder nunca la fe de que podrían rebelarse de nuevo y tener
éxito.
Tenían a Isolde Kavanagh, quien estaba destinada a convertirse en reina.
Tenían el deseo y el valor para rebelarse de nuevo.
Tenían la sabiduría de los años a favor, al igual que la lección dolorosa
del primer fracaso.
Y, sin embargo, aún les faltaban dos cosas esenciales: la Gema del
Anochecer y el Estatuto de la Reina.
Allí fue cuando me uní a ellos, dado que yo había heredado los recuerdos
de un ancestro lejano que había enterrado la gema mágica siglos atrás. Si
podía recuperar la gema, la magia volvería a los Kavanagh y las otras Casas
maevanas tal vez se unirían por fin a nuestra rebelión.
Y eso fue exactamente lo que había hecho.
Todo esto había ocurrido hacía pocos días y semanas, pero, sin embargo,
parecía haber sucedido hacía mucho tiempo, como si rememorara todo a
través de un vidrio roto, a pesar de que aún estaba magullada y herida por la
batalla, los secretos y las traiciones, por descubrir la verdad de mi propia
herencia maevana.
Suspiré y permití que mi ensimismamiento desapareciera mientras
continuaba mirando a Jourdain sentado en la mesa.
Tenía el pelo castaño oscuro recogido en un moño, lo cual lo hacía
parecer valeniano, pero tenía una diadema coronando su cabeza, un destello
de luz. Vestía pantalones negros sencillos y un jubón de cuero con un
halcón dorado bordado sobre el pecho, la insignia orgullosa de su Casa.
Aún tenía un corte en la mejilla producto de la batalla que curaba
lentamente. Testigo de lo que acabábamos de superar.
Jourdain bajó la vista hacia su cáliz y finalmente lo vi: el destello de
incertidumbre, la duda en sí mismo, la falta de mérito que lo atormentaba…
y sujeté una copa de sidra y moví la silla cercana a la suya para tomar
asiento a su lado.
Había crecido en compañía de cinco ardenes más en Casa Magnalia,
cinco chicas que se habían convertido en hermanas para mí. Sin embargo,
aquellos últimos meses rodeada de hombres me habían enseñado mucho
acerca de su naturaleza, o más importante, de lo frágiles que eran sus
corazones y sus egos.
Al principio permanecí en silencio y observamos a sus súbditos traer
platos de comida humeante y colocarlos sobre las mesas. Sin embargo,
comencé a notarlo; muchos MacQuinn hablaban entre susurros, como si aún
tuvieran miedo de que los oyeran. Tenían prendas limpias, pero
deshilachadas, el rostro surcado por los años de trabajo arduo, las décadas
carentes de sonrisas. Varios de los jóvenes incluso hurtaban a escondidas
jamón de los platos y la guardaban en los bolsillos, como si estuvieran
habituados a tener hambre.
Y llevaría tiempo que el miedo desapareciera, que los hombres, las
mujeres y los niños de esa tierra se recuperaran y sanaran.
—¿Sientes que todo esto es un sueño, padre? —le susurré a Jourdain
después de un rato, cuando sentí el peso de nuestro silencio.
—Mmm. —El sonido favorito de Jourdain, que significaba que estaba de
acuerdo conmigo a medias—. A veces, sí. Hasta que busco a Sive y noto
que ella ya no está aquí. En ese momento, siento que es la realidad.
Sive, su esposa.
No pude evitar imaginar cómo había sido ella, una mujer valiente,
heroica, cabalgando hacia la batalla todos esos años atrás, sacrificando su
vida.
—Desearía haberla conocido —dije mientras la tristeza llenaba mi
corazón. Estaba familiarizada con aquella sensación; había vivido con ella
durante muchos años, con aquel anhelo de tener madre.
Mi propia madre había sido valeniana y había muerto cuando yo tenía
tres años. Pero mi padre había sido maevano. A veces, me sentía dividida
entre los dos países: la pasión del sur, la espada del norte. Quería pertenecer
allí con Jourdain, con los MacQuinn, pero cuando pensaba en mi sangre
paterna… cuando recordaba que Brendan Allenach, tanto lord como traidor,
era mi padre biológico… me preguntaba cómo era posible que alguna vez
me aceptaran allí, en aquel castillo que él había aterrorizado.
—¿Qué es lo que sientes tú, Brienna? —preguntó Jourdain.
Pensé un instante, saboreando la calidez dorada de la luz del fuego y la
felicidad que invadía a los súbditos de Jourdain mientras comenzaban a
reunirse alrededor de las mesas. Escuché la música que Luc tocaba en su
violín, melódica y dulce, que generaba sonrisas en hombres, mujeres y
niños, y me acerqué a Jourdain para apoyar la cabeza sobre su hombro.
Y así le di la respuesta que él necesitaba oír, no la que yo sentía por
completo aún.
—Siento que estoy de vuelta en casa.
Después del festín, Jourdain nos instó a Cartier, a Luc y a mí a subir con
rapidez por la gran escalera hacia el cuarto que antes había sido el estudio
de mi padre. Era una recámara amplia con estanterías talladas
profundamente en los muros y el suelo de piedra cubierto con pieles y
alfombras para ocultar nuestros pasos. Un candelabro de hierro colgaba
sobre una mesa cuya superficie poseía un bello mosaico: los cuadrados de
berilo, topacio y lapislázuli formaban un halcón en pleno vuelo. Sobre un
muro había un mapa grande de Maevana; me detuve un instante para
admirarlo antes de unirme a los hombres en la mesa.
—Es hora de planear la segunda etapa de nuestra revolución —dijo
Jourdain y reconocí la misma chispa que había visto en él cuando habíamos
planeado nuestra vuelta a Maevana en el comedor de su casa valeniana. Qué
distantes parecían ahora aquellos días, como si hubieran ocurrido en una
vida completamente distinta.
En la superficie, parecería que la etapa más difícil de nuestra revolución
había terminado. Pero cuando comenzaba a pensar en todo lo que yacía ante
nosotros, el agotamiento comenzaba a subir por mi columna y a pesar sobre
mis hombros.
Aún había muchas cosas que podían salir mal.
—Empecemos escribiendo nuestras preocupaciones —sugirió Jourdain.
Busqué un pergamino sin usar, una pluma y un tintero, y me preparé para
escribir.
—Empezaré yo —se ofreció Luc rápidamente—. El juicio de Lannon.
Escribí Los Lannon en el papel, temblando al hacerlo, como si el mero
susurro de la punta de la pluma pudiera invocarlos.
—Su juicio es en once días —murmuró Cartier.
—Entonces ¿tenemos once días para decidir cuál será su destino? —dijo
Luc.
—No —respondió Jourdain—. Nosotros no lo decidiremos. Isolde ya ha
comunicado que el pueblo de Maevana los juzgará. Públicamente.
Escribí eso, recordando el evento histórico que tuvo lugar hace tres días
cuando Isolde había entrado en el salón del trono después de la batalla,
manchada de sangre, con el pueblo de pie a sus espaldas. Había quitado la
corona de la cabeza de Gilroy, lo había golpeado varias veces y luego lo
había obligado a arrastrarse por el suelo hasta yacer postrado ante ella.
Nunca olvidaré aquel momento glorioso, la forma en que mi corazón había
latido al comprender que una reina estaba a punto de volver al trono
maevano.
—Entonces, colocaremos un patíbulo en los jardines del castillo, para que
todos puedan asistir —sugirió Cartier—. Traeremos a los Lannon al frente,
uno a uno.
—Y leeremos en voz alta nuestras acusaciones —dijo Luc—. No solo las
nuestras, sino la de cualquiera que quiera testificar en contra de las
trasgresiones de los Lannon. Deberíamos informar a las otras Casas, para
que traigan sus reclamos al juicio.
—Si lo hacemos —advirtió Jourdain—, lo más probable es que toda la
familia Lannon enfrente la muerte.
—Toda la familia Lannon debe rendir cuentas —dijo Cartier—. Así es
como siempre ha sido en el norte. Las leyendas lo llaman «las partes
amargas» de la justicia.
Sabía que él tenía razón. Él me había enseñado la historia de Maevana.
Para mi sensibilidad valeniana, aquel castigo despiadado parecía oscuro y
severo, pero sabía que lo habían hecho para evitar que el resentimiento
creciera entre las familias nobles, para mantener bajo control a aquellos con
poder.
—Y no lo olvidemos —dijo Jourdain, como si hubiera leído mi mente—,
Lannon ha aniquilado a la Casa Kavanagh. Ha torturado a personas
inocentes durante años. No me gusta asumir que la esposa de Lannon y su
hijo, Declan, lo han apoyado en aquellos actos… Quizás tenían demasiado
miedo de contradecirlo. Pero hasta que no podamos entrevistarlos
adecuadamente a ellos y a quienes los rodean, creo que es la única manera.
Toda la familia Lannon debe ser castigada. —Él hizo silencio, sumido en
sus pensamientos—. Cualquier apoyo público que podamos obtener para
Isolde es vital y necesitamos que ocurra pronto. Mientras el trono esté
vacío, somos vulnerables.
—Las otras casas necesitan jurarle lealtad en público —agregó Cartier.
—Sí —respondió mi padre—. Pero más que eso, necesitamos forjar
alianzas nuevas. Romper un juramento es mucho más sencillo que romper
una alianza. Revisemos las alianzas y las rivalidades que conozcamos: nos
dará una idea de dónde necesitamos comenzar.
Escribí primero Casas y alianzas y creé una columna que llenar. Con
catorce Casas que considerar, aquello podía convertirse rápidamente en un
embrollo. Algunas de las alianzas más antiguas eran la clase de relaciones
que se habían originado cuando las tribus se convirtieron en Casas y
recibieron la bendición de la primera reina, Liadan, hacía siglos. Y solían
ser alianzas forjadas por matrimonios, fronteras compartidas y enemigos en
común. Pero también sabía que el reinado de Gilroy Lannon probablemente
había corrompido algunas de esas alianzas, así que no podíamos depender
completamente del conocimiento histórico.
—¿Qué Casas apoyan a Lannon? —pregunté.
—Halloran —dijo Jourdain después de un instante.
—Carran —añadió Cartier.
Escribí esos nombres, sabiendo que había uno más, una Casa final que
había apoyado por completo a los Lannon durante el terror. Y, sin embargo,
los hombres no la mencionarían; tenía que salir de mi propia boca.
—Allenach —susurré, preparándome para añadirla en la lista.
—Espera, Brienna —dijo Cartier con dulzura—. Sí, Lord Allenach apoyó
a Lannon. Sin embargo, tu hermano, Sean, ahora ha heredado la Casa. Y tu
hermano se unió a nosotros en la batalla.
—Mi medio hermano, pero sí. Sean Allenach le dio su apoyo a Isolde,
aun si fue a último minuto. ¿Queréis que persuada a Sean para que apoye en
público a los Kavanagh? —sugerí, preguntándome cómo siquiera podía
tener esa conversación.
—Sí —dijo Jourdain—. Obtener el apoyo de Sean Allenach es vital.
Asentí y luego escribí el nombre de Allenach en un costado.
Hablamos sobre el resto de las alianzas que conocíamos.
Dunn—Fitzsimmons (por matrimonio).
MacFinley—MacBran—MacCarey (abarcan la mitad norte de Maevana;
alianza compartida por un ancestro en común).
Kavanagh—MacQuinn—Morgane.
Las Casas de Burke y Dermott eran las únicas independientes.
—Creo que Burke declaró su apoyo cuando luchó con nosotros en la
batalla —dije, recordando cómo él había traído a sus hombres y mujeres
armados justo cuando estábamos flaqueando en la batalla, cuando creí que
tal vez perderíamos. Lord Burke había cambiado el curso de la pelea y nos
había dado aquel impulso de fuerza final que necesitábamos para vencer a
Lannon y Allenach.
—Hablaré en privado con Lord y Lady Burke —dijo Jourdain—. No veo
por qué no le jurarían lealtad a Isolde. También contactaré con las otras tres
Casas Mac.
—Y yo invitaré a los Dermott —sugirió Cartier—. Una vez que haya
puesto en orden mi Casa.
—Y tal vez yo pueda ganarme la alianza Dunn—Fitzsimmons con un
poco de música, ¿no? —dijo Luc, sacudiendo las cejas.
Le sonreí para ocultar el hecho de que yo debería ocuparme de los
Allenach. Pensaría en ello más tarde, cuando tuviera un momento a solas
para lidiar con la mezcla de emociones que me provocaba hacerlo.
—Ahora, las rivalidades —dije. Conocía dos de ellas y me tomé la
libertad de escribirlas en el pergamino:
MacQuinn—Allenach (disputa fronteriza, aún sin resolver).
MacCarey —Fitzsimmons (disputa por el acceso a la bahía).
—¿Quién más? —pregunté, las gotas que caían de mi pluma dibujaban
estrellas de tinta sobre el papel.
—Halloran y Burke siempre han tenido problemas —dijo Jourdain—.
Compiten por sus bienes de acero.
Los añadí en la lista. Sin duda debía haber más rivalidades. Maevana era
famosa por su espíritu feroz y algo testarudo.
Estaba mirando mi lista, pero, con el rabillo del ojo, vi a Jourdain mirar a
Cartier y Cartier se movió mínimamente en la silla.
—Morgane y Lannon —dijo él, en voz tan baja que prácticamente no lo
escuché.
Alcé la vista hacia Cartier, pero él no me miraba. Tenía los ojos clavados
en algo distante, algo que yo no podía ver.
Morgane—Lannon, escribí.
—Tengo otra preocupación. —Luc rompió el silencio incómodo—. La
magia de los Kavanagh ha vuelto ahora que han recuperado la Gema del
Anochecer. ¿Deberíamos tratar este tema ahora? ¿O tal vez luego, después
de la coronación de Isolde?
Magia.
Lo añadí a la lista, una palabra breve que contenía muchísimas
posibilidades. Resultó evidente después de la batalla que el talento mágico
de Isolde era curar. Yo había colocado la gema en su cuello y ella había sido
capaz de tocar heridas y sanarlas. Me pregunté si ella controlaba en cierto
modo su magia.
—No lo hago —me había confesado—. Desearía tener un instructor, un
libro con instrucciones…
Yo había sido su confidente el día después de la batalla.
—Si mi magia se sale de control… Quiero que me jures que te llevarás
lejos la Gema del Anochecer. No deseo usar la magia para el mal, sino para
el bienestar de las personas. —Había susurrado y mi mirada había ido al
lugar donde la gema yacía apoyada sobre su corazón, encendida de color—.
Y ahora mismo, aún hay mucho que no sé sobre ella. No sé de qué soy
capaz. Debes prometerme, Brienna, que me mantendrás controlada.
—Su magia no se saldrá de control, lady. —Había susurrado como
respuesta, pero mi corazón comenzó a doler por su confesión.
Aquella había sido la misma razón por la cual la gema había desaparecido
hacía ciento treinta y seis años. Porque mi ancestro, Tristan Allenach, no
solo había resentido a los Kavanagh por ser la única Casa capaz de usar
magia, sino que también había temido a su poder, particularmente cuando la
usaban en la guerra. La magia perdía el control en la batalla, eso lo sabía,
aunque no lo comprendía por completo.
Había visto fragmentos de aquello filtrados a través de los recuerdos que
había heredado de Tristan.
El último recuerdo había sido el de una batalla mágica que había
terminado terriblemente mal. El modo en el que el cielo prácticamente se
había dividido en dos, el temblor espeluznante de la tierra, el modo
antinatural en que las armas se habían vuelto en contra de quienes las
blandían. Había sido aterrador y en parte comprendía por qué Tristan había
decidido asesinar a la reina y quitarle la gema.
Sin embargo… No podía imaginar a Isolde convertida en una reina cuya
magia se corrompiera, en una reina que no pudiera controlar sus dones y su
poder.
—¿Brienna?
Alcé la vista hacia Jourdain, sin saber cuánto tiempo había estado sentada
en la mesa perdida en mis pensamientos. Los tres hombres me miraban,
esperando.
—¿Qué opinas sobre la magia de Isolde? —preguntó mi padre.
Pensé en compartir la conversación que tuve con la reina, pero decidí que
mantendría en privado sus miedos.
—La magia de Isolde está inclinada hacia la curación —dije—. Creo que
no necesitamos temerle. La historia nos ha enseñado que la magia de los
Kavanagh solo perdía el control en la batalla.
—De todos modos, ¿cómo de extensa es ahora la Casa Kavanagh? —
preguntó mi hermano—. ¿Cuántos Kavanagh quedan? ¿Todos tendrán la
misma mentalidad que Isolde y su padre?
—Gilroy Lannon estaba decidido a destruirlos, más que a cualquier otra
Casa —dijo Jourdain—. Mataba un Kavanagh por día al comienzo de su
reinado, acusándolos de crímenes falsos, como si fuera un deporte. —Hizo
una pausa, apenado—. No me sorprendería que solo quedara un pequeño
remanente de los Kavanagh.
Los cuatro hicimos silencio y observamos cómo la luz de las velas cubría
el mosaico del halcón y capturaba el resplandor de las gemas.
—¿Creéis que Lannon conservó un archivo con sus nombres? —preguntó
Cartier—. Deberíamos leerlos como acusaciones en el juicio. El reino
necesita saber cuántas vidas ha robado.
—No lo sé —respondió Jourdain—. Siempre había escribas en la sala del
trono, pero quién sabe si Lannon les permitió documentar la verdad.
Más silencio, como si ya no pudiéramos encontrar las palabras para
hablar. Eché un vistazo a mi lista, sabiendo que realmente no habíamos
creado ningún plan sólido aquella noche, pero, sin embargo, parecía que al
menos habíamos abierto una puerta.
—Sugiero que nos reunamos en privado con Isolde cuando volvamos a
Lyonesse para el juicio. —Mi padre rompió por fin el silencio—. Podemos
hablar más con ella sobre la magia y sobre cómo preferiría que leyeran sus
acusaciones.
—Estoy de acuerdo —dijo Cartier.
Luc y yo asentimos para dar nuestro consentimiento.
—Creo que eso es todo por esta noche —dijo Jourdain y se puso de pie.
Cartier, Luc y yo lo imitamos, hasta que los cuatro quedamos de pie en
círculo, con el rostro sumergido mitad en la luz de las velas, mitad en las
sombras—. Le enviaré una carta a Isolde para comunicarle lo que pensamos
para el juicio, así ella puede comenzar a reunir acusaciones en Lyonesse.
También enviaré mensajes a las otras Casas, para que preparen sus
acusaciones. Lo único que os pido a los tres ahora es que permanezcáis
alerta, vigilantes. Ya hemos planeado una rebelión; deberíamos saber qué
buscar en caso de que los seguidores de Lannon se atrevan a entorpecer
nuestro plan de coronar a Isolde.
—¿Crees que habrá oposición? —preguntó Luc, moviendo las manos con
ansiedad.
—Sí.
Mi corazón dio un vuelco ante la respuesta de Jourdain; había creído que
cada maevano estaría feliz de ver a los Lannon derrocados. Pero la verdad
era que probablemente habría grupos que complotarían para obstaculizar
nuestro avance. Personas con corazones oscuros que habían amado y
servido a Gilroy Lannon.
—Estamos a un paso de conseguir que la reina vuelva al trono —
prosiguió mi padre—. Nuestra mayor oposición sin duda aparecerá las
próximas semanas.
—Opino lo mismo —dijo Cartier, acercó su mano más a la mía. No nos
tocamos, pero sentí su calidez—. La coronación de Isolde será uno de los
días más gloriosos que esta tierra haya visto. Pero llevar la corona no la
protegerá.
Jourdain me miró y supe que me imaginaba en el lugar de ella, no como
reina, sino como una mujer con un blanco encima.
Coronar a Isolde Kavanagh como la reina legítima no era el final de
nuestra rebelión. Apenas era el comienzo.
2
Cartier
Un rastro de sangre
Territorio de Lord Morgane, castillo Brígh
12 de enero de 1541
Kane:
Sé que ambos pensamos que esto sería lo mejor, pero mi familia no es de confiar. Mientras no estabas, Oona vino a
visitarnos. Creo que comenzó a sospechar de mí, de lo que le he estado enseñando a Declan en sus lecciones. Y luego, lo vi
arrastrando a Ashling por el patio mientras jalaba de su pelo. Deberías haber visto el rostro de Declan mientras ella lloraba,
como si disfrutara del sonido de su dolor. Me asusta lo que veo en él; creo que le he fallado de algún modo y que él ya no
me escucha. ¡Cuánto desearía que las cosas fueras distintas! Y quizás lo serían si él pudiera vivir con nosotros en vez de
con sus padres en Lyonesse. Oona, por supuesto, ni siquiera estaba sorprendida ante su comportamiento. Observó cómo su
hijo arrastraba a nuestra hija por allí, negándose a detenerlo, y dijo: «Solo es un niño de once años. Cuando crezca ya no
hará esas cosas, te lo aseguro».
Desperté con el sonido del golpeteo proveniente del salón. Salí de la cama
a toda prisa, momentáneamente aturdida. No sabía dónde estaba…
¿Magnalia? ¿La residencia de Jourdain en la ciudad? De todo lo que me
rodeaba, fueron las ventanas las que me hicieron recordar; tenían parteluz y
eran angostas, y detrás de ellas había una neblina por la cual Maevana era
famosa.
Busqué a tientas la ropa que me había puesto ayer y cepillé mi pelo con
los dedos mientras bajaba las escaleras, los sirvientes hacían silencio,
evidentemente, al pasar a mi lado con los ojos abiertos de par en par al
observarme. Debo estar desastrosa, pensé, hasta que escuché que sus
susurros me seguían.
—La hija de Brendan Allenach.
Aquellas cinco palabras se hundieron en mi corazón como espinas.
Brendan Allenach me habría matado en el campo de batalla si Jourdain
no lo hubiera detenido. Aún podía oír la voz de Allenach: «Le quitaré la
vida que le di», como si él siguiera mis pasos, atormentándome.
Me di prisa siguiendo el ruido y noté que el clamor estaba inspirado por
la música de Luc. Mi hermano estaba de pie sobre una mesa tocando el
violín y cosechando muchos aplausos y brindis con copas por parte de los
MacQuinn.
Observé un instante antes de tomar asiento sola en la mesa vacía del lord
para comer un cuenco de avena. Veía el amor y la admiración en el rostro de
los MacQuinn mientras miraban a Luc, alentándolo a continuar aun cuando
hizo caer una jarra de cerveza. La música de mi hermano se extendía sobre
ellos como un bálsamo sanador.
Lejos de la celebración, en el extremo opuesto del salón, noté a Jourdain
de pie junto a su chambelán, un anciano malhumorado llamado Thorn, con
el que hablaba sin duda sobre el día que se aproximaba. Y comencé a
pensar en cuáles deberían ser mis planes ahora, en aquel tiempo extraño de
entremedios: en mitad de retomar una vida normal y el juicio; en mitad de
un trono vacío y la coronación de Isolde y quizás, más que nada, en mitad
de mi rol de arden y de ama. Había sido alumna durante los últimos siete
años; ahora era momento de decidir qué hacer con mi pasión.
Sentí una oleada de nostalgia hacia Valenia.
Pensé en la posibilidad de una Casa pasionaria en Maevana. No había
ninguna aquí que yo supiera, dado que la pasión era un sentimiento
valeniano. La mayoría de los maevanos estaban familiarizados con la idea;
sin embargo, me preocupaba que sus actitudes hacia ello fueran cínicas o
escépticas y, con sinceridad, no podía culparlos. Los padres y las madres
habían estado más preocupados por mantener a sus hijas e hijos con vida y
protegidos. Nadie tenía tiempo de pasar años de su vida estudiando música,
arte o incluso la profundidad del conocimiento.
Pero todo eso cambiaría pronto bajo una reina como Isolde. Ella tenía
interés por el estudio. Sabía que ella deseaba reformar e iluminar a
Maevana, ver a su pueblo prosperar.
Y yo tenía mis propios deseos que sembrar aquí, uno de ellos era fundar
una Casa del Conocimiento y quizás, con suerte, convencer a mi mejor
amiga Merei para que me acompañara y uniera su pasión de la música con
la mía. Podía imaginarnos llenando las habitaciones de este castillo con
música y libros, al igual que lo habíamos hecho como ardenes en Magnalia.
Aparté mi cuenco de avena, me puse de pie y volví a mi habitación, aún
llena de nostalgia.
Había escogido una recámara al este del castillo y la luz matutina
comenzaba a abrirse paso entre la niebla y a calentar mis ventanas con
tonos rosados. Caminé hacia mi escritorio y miré mis utensilios para
escribir, los cuales Jourdain se había asegurado de proveer en grandes
cantidades.
«Escríbeme cada vez que me eches de menos», había dicho Merei hacía
días, antes de marcharse de Maevana y volver a Valenia para reencontrase
con su mecenas y su grupo musical.
«Entonces, te escribiré a cada hora de cada día», había respondido y sí,
había sido un poco dramática para hacerla reír, porque las dos teníamos
lágrimas en los ojos.
Decidí seguir el consejo de Merei.
Tomé asiento en mi escritorio y comencé a escribirle. Estaba a mitad de
la carta cuando Jourdain llamó a mi puerta.
—¿A quién le escribes? —preguntó él después de que lo hubiera invitado
a pasar.
—A Merei. ¿Necesitabas algo?
—Sí. ¿Darías un paseo conmigo? —Y me ofreció su brazo.
Apoyé mi pluma y permití que él me guiara escaleras abajo y hacia el
exterior, al patio. El castillo Fionn estaba construido con piedras blancas en
el corazón de un prado, con montañas asomándose en el norte. La luz
matutina resplandecía sobre las paredes como si estuvieran hechas de
hueso, prácticamente iridiscentes con la escarcha derretida, y me detuve un
instante para mirar por encima del hombro y contemplarlo antes de que
Jourdain me guiase por uno de los senderos del prado.
Mi perra loba, Nessie, nos encontró poco después y comenzó a trotar
hacia adelante con la lengua cayendo por el lado de la boca. Por fin la
niebla estaba disipándose y pude ver a los hombres trabajando en un campo
adyacente; el viento transportaba fragmentos de sus tarareos y el silbido de
sus hoces mientras el grano caía.
—Confío en que mis súbditos han sido amables contigo —dijo Jourdain
después de un tiempo, como si hubiera estado esperando que nos
liberáramos del castillo antes de decir algo semejante.
Sonreí y dije:
—Por supuesto, padre. —Recordé los susurros que me habían seguido
hasta el salón, sobre de quién era hija en verdad. Y, sin embargo, no podía
contárselo a Jourdain.
—Bien —respondió. Continuamos avanzando en silencio hasta llegar a
un río que pasaba bajo los árboles. Aquel parecía ser nuestro lugar para
hablar. El día anterior, él me había encontrado allí entre el musgo y las
corrientes, y me había contado que había contraído matrimonio en secreto
con su esposa en ese sitio frondoso hacía mucho tiempo.
—¿Has accedido de nuevo a algún recuerdo de un ancestro, Brienna? —
preguntó él con cautela.
Debería haber esperado aquella pregunta, sin embargo, me sorprendí ante
ella.
—No, no lo he hecho —respondí, mirando al río. Pensé en los seis
recuerdos que había heredado de Tristan Allenach.
El primero había sido inspirado por un viejo libro de Cartier, que resultó
haber pertenecido a Tristan hacía más de un siglo. Había leído el mismo
fragmento que él y eso había creado un vínculo entre los dos que ni siquiera
el tiempo pudo romper.
Me había desconcertado tanto la experiencia que no había comprendido
por completo lo que me sucedía y, como resultado, no se lo había contado a
nadie.
Pero había ocurrido de nuevo cuando Merei había tocado una canción
maevana, los sonidos antiguos de su música me vincularon vagamente a
Tristan, cuando él había estado en la búsqueda de un sitio donde ocultar la
gema.
Los seis recuerdos de Tristan habían aparecido en mi mente de forma tan
aleatoria que me había llevado un tiempo por fin teorizar sobre cómo y por
qué me sucedía. La memoria ancestral no era un fenómeno demasiado raro;
el mismo Cartier me había hablado sobre ella una vez, sobre la idea de que
todos conteníamos recuerdos de nuestros ancestros, pero solo unos pocos
podíamos realmente experimentar la manifestación de esos recuerdos. Así
que cuando reconocí que pertenecía a ese pequeño grupo de personas que
accedían a las manifestaciones, comencé a comprenderlas mejor.
Debía haber una vinculación entre Tristan y yo a través de uno de los
sentidos. Yo tenía que ver, sentir, oír, saborear u oler algo que él hubiera
experimentado alguna vez.
El vínculo era la puerta entre los dos. El cómo de la cuestión.
En cuanto al por qué… llegué a suponer que todos los recuerdos que él
me había pasado estaban centrados en la Gema del Anochecer, sino
probablemente habría heredado más recuerdos de él. Tristan había sido
quien robó la gema, quien la ocultó, quien comenzó la caída de las reinas
maevanas, el autor de la inactividad de la magia. Y yo estaba destinada a
encontrar y recuperar la gema, a devolvérsela a las Kavanagh, a permitir
que la magia prosperara de nuevo.
—¿Crees que heredarás más recuerdos de él? —preguntó Jourdain.
—No —respondí después de un instante, alzando la vista del agua para
mirar sus ojos preocupados—. Todos sus recuerdos estaban relacionados a
la Gema del Anochecer. Que ha sido encontrada y devuelta a la reina.
Pero Jourdain no parecía estar convencido y, para ser sincera, yo
tampoco.
—Bueno, esperemos que los recuerdos hayan terminado —dijo Jourdain,
despejando su garganta. Llevó una mano al bolsillo, lo cual creía que era un
hábito nervioso que él tenía hasta que extrajo una daga enfundada—.
Quiero que la lleves de nuevo —sentenció, ofreciéndome el arma.
La reconocí. Era la misma daga pequeña que él me había dado antes de
que yo cruzara el canal para activar nuestra revolución.
—¿Crees que es necesario? —pregunté mientras la aceptaba, mi pulgar
tocó la hebilla que la mantendría sujeta a mi muslo.
Él suspiró.
—Tranquilizaría mi mente que la llevaras contigo, Brienna.
Vi cómo él fruncía el ceño: de pronto, parecía mucho más viejo bajo esa
luz. Había más canas en su pelo castaño rojizo y líneas de expresión más
profundas en su ceño y, de pronto, fui yo quien sintió preocupación por
perderlo cuando acababa de ganarlo como padre.
—Por supuesto —dije, y guardé la daga en mi bolsillo.
Creí que eso era todo lo que él necesitaba decirme y que comenzaríamos
a caminar de vuelta al castillo. Pero Jourdain continuó de pie ante mí, la luz
del sol cubría sus hombros, y percibí que había palabras atascadas en su
garganta. Me preparé.
—¿Hay algo más?
—Sí. Las acusaciones. —Hizo una pausa y respiró hondo—. Me
informaron esta mañana que una gran parte de los MacQuinn,
principalmente aquellos menores de veinticinco años, son analfabetos.
—¿Analfabetos? —repetí, atónita.
Jourdain permaneció en silencio, pero mantuvo los ojos en los míos. Y
luego, entendí el motivo.
—Uh. ¿Brendan Allenach les prohibió acceder a la educación?
Él asintió antes de responder.
—Sería de gran ayuda para mí que comenzaras a colaborar en la
recopilación de acusaciones para el juicio. Me preocupa que nos quedemos
sin tiempo para reunirlas y organizarlas. Le he pedido a Luc que hable con
los hombres y creí que quizás tú podrías escribir las de las mujeres.
Comprendo si esto es pedirte demasiado y…
—No es pedirme demasiado. —Lo interrumpí con dulzura, percibiendo
su recelo.
—Hice un anuncio esta mañana en el desayuno, para que mis súbditos
comenzaran a pensar si tenían alguna acusación que hacer, si querían
presentarlas en el juicio. Creo que algunos permanecerán en silencio, pero
sé que otros desearían documentarlas.
Extendí el brazo para sujetar su mano.
—Haré lo que sea para ayudarte, padre.
Él alzó nuestras manos y besó mis nudillos. Me conmovió aquel acto
simple de afecto, algo que aún no habíamos alcanzado como padre e hija.
—Gracias —respondió con voz ronca, colocando mis dedos en el hueco
de su codo.
Caminamos uno al lado del otro de vuelta por el sendero, el castillo
comenzó a aparecer a la vista. Estaba cómoda con el silencio entre nosotros
(ninguno de los dos éramos famosos por ser grandes conversadores), pero,
de pronto, Jourdain señaló un gran edificio en el límite este de la propiedad,
y entrecerré los ojos contra el sol para ver.
—Esa es la casa de las tejedoras —explicó él, mirándome—. La mayoría
de las mujeres MacQuinn estará allí. Diría que comiences por ahí.
Hice lo que me pidió y solo volví al castillo para buscar las herramientas
para escribir. Mi mente trabajaba a toda velocidad mientras caminaba por el
sendero en dirección a la casa de las tejedoras; mi mayor preocupación era
el hecho de que todos los jóvenes MacQuinn eran analfabetos y lo
devastador que era. Yo tenía esperanzas y sueños de fundar una Casa del
Conocimiento entre ellos, cuando en realidad, necesitaría cambiar mi
táctica. Necesitaría ofrecer clases de lectura y escritura antes de siquiera
intentar educarlos para una pasión.
Me detuve en el césped ante la casa de las tejedoras. Era una estructura
rectangular y larga construida en piedra, con techo de tejas y ventanas
decoradas magníficamente con filigranas. La parte trasera tenía una vista
clara del valle que estaba más abajo, donde había chicos arreando ovejas.
La puerta principal estaba entreabierta, pero no parecía muy amistosa.
Respiré hondo, reuní coraje y entré al vestíbulo. El suelo estaba cubierto
de lodo y huellas de botas, los muros estaban plagados de bufandas
colgadas y capas raídas.
Oí a las mujeres hablando en alguna parte más adentro de la casa. Seguí
sus voces por un pasillo angosto y estaba a punto de llegar al cuarto en
donde trabajaban cuando oí mi nombre.
—Se llama Brienna, no Brianna —decía una de las mujeres. Me detuve
abruptamente ante el sonido, justo antes de la entrada—. Creo que es parte
valeniana. Por su madre.
—Entonces, eso lo explica —dijo otra mujer con tono más áspero.
¿Explica el qué?, pensé, con la boca seca.
—Es muy bonita —afirmó una voz melodiosa.
—Dulce Neeve. Tú crees que todo el mundo es bonito.
—¡Pero es verdad! Desearía tener una capa como la de ella.
—Esa es una capa pasionaria, cielo. Tendrías que ir a Valenia y comprar
una.
—No se compran. Se ganan.
Me ruboricé por escucharlas a escondidas, pero no podía moverme.
—Bueno, al menos no se parece a él. —La voz áspera habló de nuevo,
escupiendo las palabras—. Creo que no toleraría mirarla si se pareciera a él.
—¡Aún no me puedo creer que Lord MacQuinn adoptase a la hija de
Allenach! ¡Su enemigo! ¿En qué pensaba?
—Ella lo engañó. Es la única explicación.
Hubo un ruido, como si algo hubiera caído por accidente, seguido de un
insulto exasperado. Oí unos pasos que se acercaban más y volví corriendo
por el pasillo, mi bolso de cuero golpeaba mi pierna; atravesé el vestíbulo
fangoso y salí por la puerta.
No lloré, aunque mis ojos ardían mientras volvía a toda prisa hacia el
castillo.
¿Qué había pensado? ¿Que de inmediato les gustaría a los súbditos de
Jourdain? ¿Que encajaría en el tejido de un lugar que había sufrido mientras
que yo había prosperado del otro lado del canal?
Cuando penetré en el patio del castillo, comencé a preguntarme si sería
mejor para mí volver a Valenia.
Comencé a creer que, tal vez, de verdad no pertenecía aquí.
4
Cartier
Los ágiles nacieron para la Noche
eterna
Territorio de Lord Morgane, castillo Brígh
Desperté sobresaltado, con un tirón del cuello, me dolían las manos por el
frío. Estaba acurrucado contra la pared y la luz matutina cubría el suelo,
iluminando el polvo sobre mis botas. A pocos metros de distancia estaba mi
manta de lana, arrugada y vacía. Parpadeé mientras recuperaba
gradualmente la orientación.
Estaba en la habitación de mis padres. Y hacía un frío glacial.
Deslicé las manos sobre mi rostro y oí un golpeteo distante en las puertas
principales. Aquel eco vivo avanzaba por el castillo como un corazón que
recordaba su ritmo.
Me puse de pie con torpeza, preguntándome si Tomas se había
escabullido durante la noche al reconsiderar su estadía aquí. A mitad de la
escalera rota, escuché la voz del niño.
—¿Ha venido a ver a Lord Aodhan?
Me detuve. Allí, en el hueco de las puertas principales, estaba Tomas
haciendo equilibrio en un pie, hablando con un hombre que estaba en la
entrada. La luz era demasiado brillante para que pudiera discernir quién era
la visita, pero no podía respirar en aquel instante.
—Está durmiendo. Tendrá que volver más tarde —afirmó Tomas y
comenzó a cerrar las puertas, lo cual no serviría de mucho porque colgaban
de las bisagras.
—Aquí estoy, Tomas —dije, mi voz era prácticamente irreconocible.
Bajé el resto de la escalera con cuidado de no pisar las piedras rotas.
El niño retrocedió a regañadientes y abrió más las puertas hasta que
golpearon el muro. Un hombre mayor estaba de pie bajo el sol, con el pelo
blanco sujeto en una trenza, el rostro profundamente marcado y las prendas
raídas. En cuanto me miró a los ojos, el asombro brilló en su mirada.
—Seamus Morgane —dije. Sabía quién era él. Me había sujetado en
brazos cuando era niño; se había arrodillado ante mí mientras juraba lealtad.
Mi padre me había hablado de él cientos de veces, de aquel hombre que
había sido su noble más confiable.
—Milord Aodhan. —Se puso de rodillas ante mí, entre la maleza.
—No, no. —Sujeté las manos de Seamus y lo ayudé a ponerse de pie. Lo
abracé, dejando de lado la formalidad. Sentí que las lágrimas sacudían su
cuerpo mientras se aferraba a mí.
—Bienvenido a casa, Seamus —expresé con una sonrisa.
Seamus recobró la compostura e inclinó el torso hacia atrás, con sus
dedos sobre mis brazos mientras me miraba con cierta perplejidad, como si
aún no pudiera creer que estaba de pie ante él.
—No puedo… No puedo creerlo —dijo con voz áspera, sujetándome más
fuerte.
—¿Quieres pasar? Me temo que no tengo comida o bebida, sino te
ofrecería un trago.
Antes de que Seamus pudiera responder, oímos un grito desde el patio.
Alcé la vista y vi a una mujer delgada, también mayor, con el pelo plateado
rizado que caía sobre sus hombros como una nube, de pie junto a un carro
atestado de provisiones. Tenía sobre la boca una esquina de su delantal
hecho con retazos, como si también intentara reprimir el llanto al verme.
—Milord —dijo Seamus, poniéndose de pie a mi lado para extender una
mano hacia la mujer—. Ella es mi esposa, Aileen.
—¡Dioses, mírese! ¡Cómo ha crecido! —exclamó Aileen, secando sus
ojos con el delantal. Extendió los brazos hacia mí y yo reduje la distancia
entre ambos para abrazarla. Ella apenas llegaba a mi hombro, pero sujetó
mis brazos y me sacudió despacio, y solo pude reír.
Aileen se apartó para mirar mi rostro, memorizándolo.
—Ah, sí —dijo, sollozando—. Tiene la contextura de Kane. Pero ¡mira,
Seamus! ¡Tiene el color de Líle! ¡Los ojos de Líle!
—Sí, amor. Es su hijo —respondió Seamus y Aileen lo golpeó.
—Sí, lo sé. Y es el chico más apuesto que he visto.
Sentí calor en mi rostro, avergonzado por el alboroto. Agradecí el rescate
de Seamus, quien dirigió la conversación a asuntos más prácticos.
—¿Somos los primeros en llegar, milord?
Asentí, el calambre en mi cuello protestó.
—Sí. He mandado a llamar a mis súbditos, para que volvieran en cuanto
pudieran. Pero me temo que el castillo está mucho peor de lo que esperaba.
No tengo comida. No hay mantas. No hay agua. No tengo nada que dar.
—No esperábamos que lo tuviera —aseguró Aileen, señalando el carro
—. Este es un regalo de Lord Burke. Nos obligaron a servirle durante los
años oscuros. Afortunadamente, él fue bueno con nosotros, con sus
súbditos, milord.
Caminé hasta el carro para ocultar el nudo de emociones. Había pilas de
mantas y ovillos, ropa limpia, utensilios de hierro para cocinar, barriles de
cerveza y sidra, hormas de queso, canastas de manzanas, piernas de carne
secas. También había muchos cubos para extraer agua del pozo y papel y
tinta para escribir cartas.
—Entonces, tengo una gran deuda con Lord Burke —dije.
—No, milord. —Seamus habló colocando una mano sobre mi hombro—.
Este es el comienzo del pago de Lord Burke, por permanecer en silencio
cuando debería haber hablado.
Miré a Seamus sin saber qué decir.
—¡Vamos! Llevemos las provisiones adentro y empecemos a ordenar
este lugar —declaró Aileen; aparentemente percibió la tristeza de mis
pensamientos.
Los tres empezamos a trasladar los barriles y las canastas a las cocinas y
allí fue cuando noté que Tomas había desaparecido de nuevo. Estaba a
punto de llamarlo cuando alguien más llamó a la puerta principal.
—¡Lord Aodhan! —Un joven de pelo oscuro y con el rostro lleno de
pecas, cuyos brazos eran prácticamente del tamaño de mi cintura, me saludó
con una sonrisa amplia—. Soy Derry, su mampostero.
Y así continuó progresando la mañana.
Mientras la luz aumentaba, más de mis súbditos volvían, trayendo los
regalos que podían. Dos más de mis nobles y sus esposas llegaron, seguidos
de los molineros, los candeleros, las tejedoras, los curanderos, los
jardineros, los cerveceros, los cocineros, los mamposteros, los barrileros,
los granjeros… regresaron conmigo, riendo y llorando. A algunos nunca los
había visto; a otros los reconocí de inmediato como los hombres y mujeres
de armas que se habían congregado para luchar a mi lado unos días atrás en
el terreno del castillo. Solo que ahora traían a sus familias, a sus hijos, a sus
abuelos, a su ganado. Y sus nombres invadieron mi mente y mis brazos
comenzaron a doler por cargar tantos fardos de provisiones a los depósitos.
Al final de la tarde, las mujeres se habían ocupado de la limpieza y la
organización del salón y los hombres habían comenzado a retirar los
hierbajos y las enredaderas de los patios, a barrer los cristales rotos y a
quitar los muebles destrozados de los cuartos.
Estaba cargando los restos de una silla cuando vi a Derry de pie, de
espaldas a mí en el patio, mirando la piedra que tenía el nombre de Declan
tallado. Antes de que pudiera pensar en algo que decir, el mampostero
sujetó una cuña de hierro y extrajo con furia la piedra. Mientras la sostenía
bocabajo de modo que el nombre no quedara a la vista, silbó hacia uno de
los jóvenes para que se acercara y depositó la piedra en sus manos.
—Lleva esto a la ciénaga, al otro lado de ese bosque —dijo Derry—. No
le des la vuelta, ¿entendido? Dásela al pantano, así como está, bocabajo.
El chico asintió y partió corriendo con expresión perpleja y el ceño
fruncido, sujetando con incomodidad la piedra entre las manos.
Me obligué a continuar avanzando antes de que Derry notara mi
presencia y trasladé la silla rota hasta la hoguera. Sin embargo, sentí cierta
oscuridad cernirse sobre mí, incluso mientras estaba de pie bajo la luz
amplia del prado.
Hice una pausa ante la hoguera apagada, el castillo a mis espaldas y una
montaña de muebles viejos rotos ante mí esperaban las llamas. Pero había
un susurro en el viento, frío e intenso desde las montañas. Y las palabras
oscuras aparecieron como un siseo ronco proveniente del césped, como un
insulto en el gemido de los robles.
¿Dónde estás, Aodhan?
Cerré los ojos, enfocado en lo que era verdad, en lo que era real… el
ritmo de mi pulso, la solidez de la tierra debajo de mí, el sonido distante de
las voces de mis súbditos.
La voz apareció de nuevo, joven pero cruel, acompañada por el hedor de
algo ardiendo, el olor abrumador de la basura.
¿Dónde estás, Aodhan?
—¿Lord Aodhan?
Abrí los ojos y me giré, aliviado de ver a Seamus cargando los restos de
un taburete. Lo ayudé a lanzar los restos a la hoguera apagada y luego
volvimos juntos en silencio hasta el patio, donde Derry ya había cubierto el
agujero de Declan con una roca nueva sin nombre.
—Aileen lo ha estado buscando —dijo por fin Seamus mientras me
guiaba hasta el vestíbulo.
De pronto, noté lo silencioso y vacío que estaba y seguí al hombre hasta
el salón.
Todos ya estaban reunidos allí esperando mi llegada.
Apenas puse un pie en el salón, me detuve en seco, sorprendido por la
transformación.
Había fuego ardiendo en la chimenea y las mesas de caballetes estaban
extendidas con utensilios de peltre discontinuos y platos de madera encima.
Habían recolectado flores de aciano del prado y las habían entrelazado para
crear guirnaldas azules para las mesas. Las velas proyectaban la luz sobre
los platos de comida (la mayoría era pan, queso y vegetales encurtidos, pero
alguien había encontrado tiempo para asar algunas patas de cordero) y el
suelo bajo mis pies resplandecía como una moneda pulida. Pero lo que de
verdad capturó mi atención fue el estandarte que ahora colgaba sobre la
chimenea.
El escudo de la Casa Morgane. Era azul como el cielo de verano y tenía
un caballo gris bordado en el centro.
Permanecí de pie entre mis súbditos en el salón, mirando el símbolo que
había nacido para vestir, el símbolo bajo el que habían asesinado a mi
madre y a mi hermana, el símbolo por el que había sangrado para revivir.
—Los ágiles han nacido para la Noche eterna —comenzó a decir
Seamus, su voz resonó en el salón. Aquellas palabras eran sagradas, eran el
lema de nuestra Casa, y lo observé mientras él se giraba hacia mí y
colocaba un cáliz con cerveza en mis manos—. Dado que ellos serán los
primeros en encontrar la luz.
Alcé el cáliz y me aferré a aquellas palabras porque sentía que caía por
un túnel largo y no sabía cuándo llegaría al fondo.
—¡Por los ágiles! —gritó Derry, alzando la copa.
—Por Lord Morgane —añadió Aileen, de pie sobre un banco para poder
verme por encima de la multitud.
Alzaron sus copas hacia mí y yo alcé la mía hacia las suyas.
Por el bien de las apariencias, mantuve un aspecto tranquilo y alegre y
bebí a la salud de aquel salón. Pero por dentro estaba temblando debido al
peso de la situación.
Oí de nuevo el susurro, surgiendo entre las sombras de la esquina. Lo oí
por encima de los vítores y el ruido mientras la cena comenzaba, mientras
me guiaban hasta la tarima.
¿Dónde estás, Aodhan?
¿Quién eres?, gruñí internamente como respuesta a la voz, mi mente se
puso tensa mientras tomaba asiento en la silla.
La voz desapareció, como si nunca hubiera existido. Me pregunté si
estaba imaginando cosas, si estaba empezando a perder la cordura por el
agotamiento.
Pero luego, Aileen colocó la mejor chuleta de cordero en mi plato y
observé cómo los jugos rojos comenzaban a fluir perlados sobre el plato. Y
lo supe.
Aquellas palabras habían sido pronunciadas una vez en este castillo,
hacía veinticinco años. Habían provenido de la persona que había destruido
este castillo mientras intentaba encontrar a mi hermana, mientras intentaba
encontrarme a mí.
Declan Lannon.
5
Brienna
Confesiones a la luz de las velas
Territorio de Lord MacQuinn, castillo Fionn
Lo último que esperaba era que una de las tejedoras llamara a mi puerta
aquella noche.
Había conseguido recopilar algunas acusaciones entre las mujeres en
armas, aquellas que habían luchado a mi lado durante la batalla. Pero
después de escuchar a escondidas la conversación en la casa de las
tejedoras, no me acerqué a ninguna más. Pasé el resto del día intentando
parecer útil, procurando no comparar mi lista escasa de acusaciones con el
gran tomo que Luc había acumulado.
Estaba más que preparada para ir a la cama después de la cena.
Tomé asiento ante el fuego con los calcetines de lana altos hasta las
rodillas y dos cartas sobre mi regazo. Una era de Merei, pero la otra era de
mi medio hermano, Sean, a quien se suponía que yo debía persuadir para
que formara una alianza con Isolde Kavanagh. Ambas cartas habían llegado
aquella tarde y me habían sorprendido; la de Merei porque debía haberla
escrito el día después de partir de Maevana y la de Sean porque era
completamente inesperada. La duda respecto a la lealtad de Allenach
burbujeaba constantemente en mi cabeza, pero aún no había decidido de
qué modo abordar la cuestión. Así que ¿por qué Sean me escribía por
voluntad propia?
9 de octubre de 1566
Brienna:
Lamento escribirte tan pronto después de la batalla porque sé
que aún intentas adaptarte a tu nuevo hogar y familia. Pero
quería agradecerte... por permanecer a mi lado cuando estaba
herido, por haberme apoyado a pesar de lo que los demás
podían pensar de ti. Tu valentía para desafiar a nuestro padre
me ha inspirado en muchos aspectos y el primero es hacer mi
mayor esfuerzo por redimir la Casa de Allenach. Creo que hay
buenas personas aquí, pero me abruma no saber cómo empezar
a purgar la corrupción y la crueldad que han sido fomentadas
durante décadas. No creo poder hacerlo solo y me preguntaba si
estarías dispuesta al menos a escribirme por ahora, a
intercambiar ideas y pensamientos sobre cómo debería
comenzar a corregir los errores cometidos por esta Casa...
Queridísima Bri:
Sí, sé que estarás sorprendida por recibir tan pronto esta carta.
Pero ¿alguien no me juró que me escribiría «a cada minuto de cada
día»? (¡Porque aún estoy esperando la montaña de cartas que me
prometiste!).
Ahora estoy sentada en una mesa ladeada en una taberna vieja y
húmeda en la ciudad de Isotta, junto al puerto, y huele a pescado,
vino y a una asquerosa colonia de hombre. Si acercas la nariz a
este pergamino, probablemente podrías olerlo: es así de intensa.
También hay un gato atigrado tuerto que no deja de fulminarme con
la mirada, intentando lamer la grasa de mi cena. A pesar de todo
este caos, tuve un momento libre antes de reunirme con mi grupo
musical y quise escribirte.
Acabo de desembarcar de mi barco y es difícil creer que acabo de
dejarte en Maevana como la hija de un lord, que te vi ayer, que la
revolución a la que me arrastrasteis Cartier y tú ha conseguido
hacer todo lo que soñabas que hiciera. ¡Ah, Bri! ¡Si tan solo
hubiéramos sabido lo que vendría aquel solsticio de verano hace
cuatro meses cuando las dos estábamos tan preocupadas por
fallarle a nuestras pasiones! Y ahora todo eso parece haber
sucedido hace mucho tiempo. Confieso que desearía que tú y yo
pudiéramos volver a Magnalia, solo por un día.
Dejando a un lado los viejos recuerdos, tengo algo que contarte
que creo que te resultará interesante. ¿Sabes qué hacen las
tabernas para atraer a personas decentes? Bueno, escuché a
muchos hablando sobre la revolución en Maevana, sobre el regreso
de la reina Isolde al trono y sobre los Lannon, que están presos
esperando el juicio (tuve que usar todas mis fuerzas para
permanecer en silencio y beber mi vino). Muchas personas aquí
creen que es maravilloso que una reina haya recuperado la corona
norteña, pero algunas están nerviosas. Creo que les preocupa que
el malestar se expanda hasta Valenia, que algunos aquí se atrevan
a considerar la idea de hacer un golpe de Estado contra el rey
Phillipe. Los valenianos son muy curiosos y estarán observando el
norte las próximas semanas, deseosos de oír cómo resuelven las
cosas con los Lannon. He oído conversaciones centradas en toda
clase de temas, desde decapitaciones a torturas como hacer que
todos los Lannon caminen por las llamas para que ardan lentamente
hasta morir. Cuéntame la verdad de lo que ocurre realmente y yo te
mantendré al tanto de los rumores y lo sucedido aquí, en el sur,
aunque eso provoque que te eche más de menos. Necesito concluir
esta carta y sabes que haré estas tres preguntas fundamentales
(¡así que será mejor que las respondas todas!):
Primero, ¿cómo es tu capa?
Segundo, ¿cómo besa Cartier?
Tercero, ¿cuándo vendrás de visita a Valenia?
¡Escríbeme pronto!
Con cariño,
Merei
P.D.: ¡Uh! Por poco lo olvido. La partitura en esta carta es para tu
hermano. Él me pidió que se la enviara. Por favor, entrégasela,
¡junto a mis saludos!
—M.
Leí la carta por segunda vez, alegrándome. Agarré la carta escrita a
medias que había comenzado aquella mañana y luego decidí empezarla de
nuevo. Le pregunté a Merei sobre su grupo musical, a dónde viajaría en el
futuro y para qué clase de personas y fiestas había tocado su música. Le
respondí sus tres preguntas «fundamentales» con la mayor gracia posible
«mi capa es preciosa, tiene bordada la constelación de Aviana; espero
visitar Valenia en algún momento de los próximos meses cuando las cosas
se acomoden aquí (prepárate para que duerma contigo estés donde estés);
los besos de Cartier son increíblemente buenos», y luego le conté mis
quejas: que aún me resultaba difícil encajar aquí, que pensaba en ella y en
Valenia prácticamente más de lo que podía tolerar. Antes de que dudara
sobre mis preocupaciones, las escribí con la mayor tranquilidad posible,
como si estuviera hablando con ella, como si ella estuviera sentada en ese
cuarto conmigo.
Y, sin embargo, ya sabía lo que ella me diría:
«Eres hija de Maevana. Estás hecha de canciones antiguas, estrellas y
acero».
Dejé de escribir, mirando las palabras hasta que perdieron forma ante mi
vista cansada. Sin embargo, prácticamente podía oír el eco de la música de
Merei, como si ella estuviera tocando en el pasillo, como si yo aún estuviera
en Magnalia con ella. Cerré los ojos, con nostalgia de nuevo, pero entonces
escuché el siseo del fuego, las risas que llegaban desde el pasillo, el aullido
del viento detrás de mi ventana, y pensé: este es mi hogar. Esta es mi
familia. Y un día, perteneceré aquí; un día, me sentiré hija de MacQuinn.
6
Cartier
La chica de la capa azul
Territorio de Lord Morgane, castillo Brígh
Era hora de que escribiera mis acusaciones contra los Lannon; sin
embargo, no sabía por dónde comenzar.
Después de la cena, volví a mis aposentos y tomé asiento en el escritorio
de mi madre (uno de los pocos muebles que había insistido en conservar
durante la purga del castillo) y miré el pergamino en blanco, con la pluma
en mano y un tintero abierto a la espera.
Mi habitación estaba helada; las ventanas aún estaban rotas porque había
decidido primero reemplazar otras ventanas más importantes. A pesar de
que Derry había tapiado las aberturas por ahora, podía oír el aullido infinito
del viento. Sentía la dureza del azulejo en el suelo, la oscuridad que parecía
sujetar mis tobillos.
Soy mitad Lannon. ¿Cómo soportaré estas acusaciones?
—Lord Aodhan.
Me giré en mi silla, sorprendido al ver Aileen sosteniendo una bandeja de
té. Ni siquiera la había oído llamar a la puerta o había percibido su ingreso.
—Creí que le vendría bien algo caliente —dijo ella mientras avanzaba
para apoyar la bandeja cerca de él—. Parece que el rey del invierno vence al
príncipe del otoño esta noche.
—Gracias, Aileen. —Observé mientras ella me servía una taza y allí fue
cuando noté que no había traído solo una taza, sino dos.
Apoyó mi té junto a la página en blanco, luego sirvió una taza para ella y
acercó un taburete para tomar asiento.
—No fingiré que ignoro lo que intenta recopilar, milord.
—Entonces debes saber por qué me resulta tan difícil —dije, sonriendo
con tristeza.
Ella permaneció en silencio mientras me miraba, la angustia marcaba su
ceño.
—Sí. Solo eras un bebé aquella noche, Aodhan. ¿Cómo podrías
recordarlo?
—Desde que he vuelto aquí, parece que he comenzado a recordar algunas
cosas —respondí.
—¿Eh?
—Recuerdo el olor de algo quemándose. Recuerdo oír a alguien
llamándome, buscándome. —Miré la pared, las líneas de concreto entre los
ladrillos—. ¿Dónde estás, Aodhan?
Aileen permaneció en silencio.
Cuando la miré de nuevo, vi lágrimas en sus ojos. Sin embargo, ella no
lloraría. Estaba llena de furia al recordar aquella noche terrible.
—Aileen… —susurré—. Necesito que me digas las acusaciones de los
Morgane. Dime lo que ocurrió la noche en que todo cambió. —Alcé mi
pluma, deslizándola entre mis dedos—. Necesito saber cómo murió mi
hermana.
—¿Tu padre nunca te lo contó, joven?
La mención de mi padre abrió otra herida. Había muerto ya hacía
prácticamente ocho años y, sin embargo, aún sentía su ausencia, como si
hubiera un agujero en mi cuerpo.
—Me dijo que Gilroy Lannon mató a mi madre —dije, con la voz
tambaleante—. Me contó que el rey le cortó la mano en la batalla y luego la
arrastró hasta el salón del trono. Mi padre aún estaba en el terreno del
castillo y no pudo alcanzarla antes de que el rey colocara su cabeza en una
pica. Sin embargo… mi padre jamás pudo contarme cómo murió Ashling.
Quizás no conocía los detalles. Quizás sí y lo hubiera matado hablar al
respecto.
Aileen permaneció en silencio un instante mientras yo sumergía la pluma
en la tinta, esperando.
—Todos nuestros guerreros estaban ausentes esa noche —dijo ella, con
voz ronca—. Estaban con tu padre y tu madre, luchando en el terreno del
castillo. Incluso Seamus estaba con tus padres. Permanecí en Brígh, para
cuidaros a ti y a tu hermana.
No escribí. Aún no. Permanecí sentado y posé los ojos en la página, con
miedo de mirar a Aileen mientras la escuchaba, mientras imaginaba su
recuerdo.
—No recibimos la advertencia a tiempo —prosiguió ella—. Hasta donde
sabía, el golpe de Estado había sido un éxito y tus padres y los guerreros
Morgane volverían a casa victoriosos. Estaba sentada en este mismo cuarto
junto al fuego; te sujetaba entre mis brazos mientras dormías. Allí fue
cuando escuché el ruido en el patio. Lois, una de las mujeres de armas de tu
madre, había cabalgado de vuelta a casa. Estaba sola, golpeada y
desangrándose, como si hubiera utilizado toda su fuerza para volver, para
advertirme. Me reuní con ella en el vestíbulo, justo cuando perdió la
conciencia. «Esconde a los niños», susurró. «Escóndelos ya». Murió en el
suelo y me dejó presa de un pánico frío. Debíamos haber fallado; mi lord y
mi lady debían haber muerto y los Lannon ahora vendrían por ti y por
Ashling.
»Dado que te tenía en brazos, pensé en esconderte primero. Tendría que
ocultaros por separado a ti y a tu hermana en caso de que, si descubrían a
uno, el otro estuviera a salvo. Así que le pedí a uno de los sirvientes que
buscara a Ashling en su cama. Y luego permanecí allí, con la sangre de Lois
creando un charco en el suelo y miré tu rostro dormido y me pregunté…
¿Dónde podría esconderte? ¿En qué lugar donde los Lannon nunca
buscarían podía dejarte?
Hizo una pausa. Mi corazón latía desbocado; aún no había escrito ni una
palabra, pero la tinta goteaba sobre la página.
—Y entonces Sorcha me encontró —susurró Aileen—. Sorcha era una
curandera. Debió haber oído las palabras de Lois porque trajo un ramillete
de hierbas y una vela. «Hazlo inhalar esto» dijo mientras encendía las
hierbas. «Esto lo mantendrá dormido por ahora». Así que te drogamos y te
llevé al único lugar que se me ocurrió. A los establos, a la pila de
excrementos. Allí te dejé; te cubrí de suciedad y te escondí, sabiendo que no
te buscarían en un lugar semejante.
El hedor… el olor a la basura… Ahora lo entendía. Deslicé las manos
sobre mi rostro, deseando callarla, temiendo escuchar el resto.
—Cuando volví corriendo al patio, los Lannon habían llegado —dijo
Aileen—. Deben haber venido primero con nosotros, antes de los
MacQuinn y los Kavanagh. Gilroy estaba sobre su caballo con la corona
sobre su cabeza despreciable, rodeado de todos sus hombres con sangre en
el rostro, antorchas en las manos y acero en la espalda. También estaba
Declan junto a su padre. Lo habían comprometido con tu hermana. Así que
pensé con certeza, convencida, que tendrían piedad.
»Pero Gilroy miró a Declan y dijo «Encuéntralos». Y lo único que pude
hacer fue permanecer allí de pie sobre los adoquines, observando a Declan
desmontar y entrar en el castillo junto a un grupo de hombres para buscarte,
para buscar a tu hermana. Me quedé allí, con los ojos del rey sobre mí. No
podía moverme; solo podía rogar que Ashling estuviera tan bien escondida
como tú. Y luego comenzaron los gritos y los alaridos. Pero de todas
formas… No podía moverme.
Apenas la oía, su voz temblaba mucho. Apoyó su té y solté mi pluma, me
puse de rodillas ante ella y sujeté sus manos entre las mías.
—No tienes que contármelo —susurré, las palabras eran espinas en mi
garganta.
Aileen tenía las mejillas húmedas por las lágrimas y acarició con dulzura
mi cabello; estuve a punto de llorar ante la suavidad del gesto, al saber que
aquellas manos me habían escondido, me habían mantenido vivo.
—Declan encontró a tu hermana —susurró ella, cerrando los ojos, con
los dedos aún posados sobre mi pelo—. Observé como la arrastraba hasta el
patio. Ella lloraba desconsolada, aterrada. No pude evitarlo. Corrí hacia ella
para apartarla de Declan. Uno de los Lannon me golpeó. Lo siguiente que
recuerdo es estar en el suelo, mareada, con sangre en el rostro. Vi que
Gilroy había desmontado y que habían convocado a todos los Morgane al
patio. Estaba oscuro, pero recuerdo todos sus rostros mientras estábamos de
pie, en silencio y aterrados, esperando. «¿Dónde está Kane?» gritó el rey. Y
fue cuando lo entendí… Habían matado a tu madre en la rebelión, pero tu
padre había sobrevivido. Y Gilroy no sabía dónde estaba.
»Aquello me dio esperanza, solo la ínfima esperanza de que tal vez
sobreviviríamos a esa noche. Hasta que el rey comenzó a preguntar sobre ti.
«Ya tengo a la hija de Kane» se mofó Gilroy. «Ahora traedme a su hijo y
tendré piedad». Ninguno de nosotros le creyó un instante a aquel rey de la
oscuridad. «¿Dónde escondéis a su hijo?», insistió. Solo yo sabía dónde
estabas. Y nunca se lo habría dicho; podía hacerme pedazos y de todas
formas nunca le habría dicho dónde te había escondido. Así que él avanzó
al frente con tu hermana, la sostuvo ante nosotros y dijo que rompería cada
uno de sus huesos hasta que uno de nosotros revelara dónde te habíamos
escondido y dónde estaba oculto Kane.
Abrió los ojos y ahora tuve que cerrar los míos. Mi fuerza se convirtió en
polvo; me incliné hacia adelante para ocultar mi rostro en su delantal como
si fuera un niño, como si pudiera esconderme de nuevo.
—Ver cómo torturaron a tu hermana fue el momento más difícil de mi
vida —susurró ella—. Me odié, odié haberle fallado a ella, odié no haberla
escondido a tiempo. El rey hizo que Declan comenzara con la tortura. Le
grité. Le grité a Declan que no tenía que hacerlo. No dejaba de pensar en
que él era solo un niño. ¿Cómo es posible que un niño sea tan cruel? Y, sin
embargo, hizo exactamente lo que su padre ordenó. Declan Lannon sujetó
un mazo y rompió los huesos de tu hermana, uno por uno, hasta que ella
murió.
Ya no podía contenerme. Lloré sobre su delantal, derramé las lágrimas
que debían haber estado escondidas en mi interior toda mi vida. Mi
hermana había muerto para que yo pudiera vivir. Si tan solo hubiera sido
yo…, pensé. Si tan solo me hubieran encontrado a mí y ella hubiera sido la
que sobrevivía.
—Aodhan.
Aileen me llamó y me sacó de la oscuridad. Alcé la cabeza; abrí los ojos
y la miré.
—Tú fuiste mi única esperanza —dijo, secando las lágrimas en mi rostro
—. Tú fuiste la única razón por la cual viví día tras día los últimos años, por
la que la desesperanza no me mató. Porque sabía que volverías. Tu padre
tuvo que entrar a hurtadillas al castillo después de que los Lannon se fueran
esa noche; nunca he visto en la vida un hombre más destrozado hasta que te
dejé en brazos de tu padre y lo obligué a jurarme que él escaparía contigo.
No me importó a dónde fue Kane o qué hizo; pensé: este niño ha escapado
de las garras de los Lannon y él será el que volverá y terminará con su
reinado.
Sacudí la cabeza de un lado a otro para negar que fuese yo, pero Aileen
sujetó mi rostro entre las manos para mantener quieta mi cabeza. Ya no
había lágrimas en sus ojos. No, ahora había fuego, un odio ardiente, y sentí
que encendía una chispa en mi propio corazón.
—Daré testimonio de todas nuestras acusaciones para que las lleves al
juicio —dijo ella—. Cuando terminen de leerlas, quiero que mires a Declan
Lannon a los ojos y que lo maldigas a él y a su Casa. Quiero que seas el
comienzo de su fin, que seas la venganza de tu madre y de tu hermana.
No dije nada al respecto. ¿Acaso mi madre no era una Lannon? ¿Aún
tenía familiares lejanos entre ellos? No tuve el valor de preguntarle a
Aileen, de hablar sobre la carta de Líle que había encontrado. Pero mi
conformidad, el entusiasmo por hacer lo que ella pidió, debía haber estado
presente en mis ojos.
Aún estaba de rodillas en el suelo cuando escuché de nuevo la voz en el
aullido del viento.
¿Dónde estás, Aodhan?
Esta vez, le respondí a la oscuridad.
Estoy aquí, Declan. Y voy a buscarte.
9
Brienna
El filo de la verdad
Territorio de Lord MacQuinn, castillo Fionn
Lady y Lord Dermott llegaron antes del atardecer con una guardia
compuesta por siete hombres. No estaba en el mejor estado mental aquella
noche después de la historia de Aileen; sin embargo, tenía que sellar una
alianza para la reina. Seguí los pasos de un lord, esperando que hacerlo
despertara algo en mí; me lavé en el río y no recorté mi barba; trencé mi
cabello y coloqué la tiara dorada sobre mi cabeza; vestí la ropa nueva que
los sastres habían confeccionado: pantalones negros y un jubón azul con un
caballo gris bordado en el pecho; me aseguré de que la mesa del salón
rebosara de flores salvajes y peltre pulido, que faenaran un cordero y que
prepararan un barril de nuestra mejor cerveza.
Luego, esperé a los Dermott en el patio.
Esto es lo que sabía sobre la Casa Dermott: eran huraños, evitaban a las
otras familias nobles. No tenían alianzas; tampoco rivales de público
conocimiento. Eran famosos por sus minerales; su territorio era rico en
minas de sal y canteras. Pero quizás más que nada… era una Casa de
mujeres líderes. Conocía su linaje noble y sus primogénitos eran siempre
hijas. Y en Maevana, el primogénito era quien heredaba.
No era necesario decir que tenía mucha curiosidad por conocer a Lady
Grainne de Dermott y a su lord consorte.
Ella entró al patio de Brígh cabalgando un percherón, vestida con cuero y
terciopelo rojo oscuro con el escudo de su Casa: un águila pescadora con un
sol coronando la punta de sus alas. Una funda cruzaba su pecho y contenía
una espada amplia enfundada en su espalda. Su cabello negro y largo
formaba rizos debajo de su tiara y sus ojos brillantes pero cautos me
observaban. Por un instante, simplemente nos miramos (me sorprendió ver
lo joven que era, quizás tenía solo unos pocos años menos que yo) y luego
su marido se detuvo a su lado.
—Así que este es el Lord de los Ágiles, quien ha regresado de los
muertos —dijo Grainne y por fin sonrió, los restos de luz brillaron sobre sus
dientes—. Debo decir, Lord Aodhan, que le doy las gracias por su
invitación.
—Es un placer para mí recibirlos en castillo de Brígh —dije; estuve a
punto de hacer una reverencia ante ella como lo habría hecho en Valenia.
Pero luego, Grainne desmontó y extendió su mano y yo la estreché, un
saludo propiamente maevano.
—Mi marido, Lord Rowan —dijo ella, girándose hacia el lord que estaba
de pie apenas detrás de ella.
También extendí mi mano hacia él.
—Por favor, pasen al salón —solicité y los guie hacia la calidez y la luz
del fuego.
La cena comenzó con cierta incomodidad. No quería hacerles demasiadas
preguntas personales y parecía que ellos pensaban lo mismo. Pero cuando
Aileen sirvió una porción de tarta especiada y té caliente, superé mi
cortesía.
—¿Cómo han estado últimamente su Casa y sus súbditos? —pregunté.
—¿Se refiere a cómo sobrevivieron los Dermott los últimos veinticinco
años? —respondió con ironía Grainne—. Yo acabo de heredar la Casa de mi
madre, quien falleció la primavera pasada. Ella era sabia y permaneció
fuera de la vista de Lannon. Nuestros súbditos rara vez abandonaban
nuestras fronteras y mi madre solo asistía a la corte una vez por estación,
mayormente debido al hecho de que era mujer e incomodaba a Gilroy. Ella
le enviaba sal y especias; él nos dejaba prácticamente en paz.
—Nuestra ubicación en el extremo norte ayudó —añadió Rowan,
mirando a su esposa—. La fortaleza de Lannon estaba en el sur, aunque
tuvimos que lidiar con los Halloran.
—Sí. —Grainne asintió—. Los Halloran fueron nuestro mayor problema
durante las últimas décadas, no los Lannon.
—¿Qué han hecho los Halloran? —pregunté en voz baja.
—Saqueos, más que nada —respondió ella—. Era fácil para ellos, dado
que compartimos una frontera territorial. Robaban ganado de nuestros
prados y comida de los depósitos. Quemaban nuestras aldeas si nos
resistíamos. En ciertas ocasiones, violaron a nuestras mujeres. Hubo varios
inviernos en los que estuvimos a punto de morir de hambre. Sobrevivimos a
esos tiempos gracias a los MacCarey, quienes compartieron sus provisiones
con nosotros.
—Entonces, ¿tiene una relación cercana con los MacCarey? —pregunté,
ante lo cual Grainne rio.
—Ah, Lord Aodhan, puede preguntar directamente.
—¿Tiene una alianza con ellos?
—Sí —respondió ella—. Una alianza de hace solo cinco años. Pero una
que no se romperá con facilidad. —Me pregunté si intentaba decirme que
sería difícil formar una alianza entre los dos, dado que los MacQuinn y los
MacCarey aún estaban históricamente enfrentados.
Me moví en la silla y aparté a un lado el plato de postre.
—No me atrevería a pedirle que rompa una alianza que la ha mantenido a
usted y a sus súbditos con vida, Lady Grainne.
—Entonces, ¿qué pide, Lord Aodhan?
—Que le jure lealtad públicamente a Isolde Kavanagh para darle su
apoyo como reina legítima de este reino.
Grainne solo me miró un instante, pero tenía una sonrisa en las comisuras
de los labios.
—Isolde Kavanagh. Cuánto he anhelado pronunciar su nombre los
últimos años. —Miró a su marido, quien la observaba con atención.
Parecían tener una conversación en sus mentes, en sus miradas—. Aún no
puedo jurar nada, Lord Aodhan. —Dirigió su atención de nuevo hacia mí—.
Lo que pido es una conversación privada con ella; después, anunciaré mi
apoyo, en caso de otorgarlo.
—Entonces, me ocuparé de que hable con la reina.
—¿Ya la llama así? —No había burla en su tono, solo curiosidad.
—Siempre la he visto como tal —respondí—. Desde que éramos niños.
—¿Y confía en ella… y en su magia?
La pregunta de Grainne me sorprendió.
—Confío en Isolde con mi vida —respondí con sinceridad—. Aunque,
¿podría preguntar qué le preocupa sobre su magia?
Grainne hizo silencio. Pero miró de nuevo a Rowan.
La luz de las velas osciló, aunque no había corrientes de aire. Las
sombras comenzaron a extenderse sobre la mesa, como si cobraran vida.
Con el rabillo del ojo, la luz y la oscuridad se entrecruzaban y se movían
como si fuera un baile. Y el vello de mis brazos se erizó; tuve el
presentimiento repentino de que los Dermott hablaban, mente a mente. Que
había una corriente invisible entre ellos, y la única otra experiencia con la
que podía asociarlo era el momento en el que Brienna había colocado la
Gema del Anochecer sobre el cuello de Isolde, el momento en el que la
magia había despertado.
—Quizás pregunta sobre la magia porque ha percibido un acontecimiento
raro en las últimas dos semanas —susurré y Grainne entrecerró los ojos al
mirarme—. Que cuando Isolde Kavanagh comenzó a llevar puesta la Gema
del Anochecer… usted también sintió algo.
Grainne rio, pero noté que la mano de Rowan se dirigió a la daga de su
cinturón.
—Supone una teoría excéntrica, Lord Aodhan —dijo Lady Grainne—.
Una sobre la que le advertiría que no hablara tan abiertamente.
—¿Por qué tendría que advertirme de no hablar al respecto? —pregunté,
extendiendo los brazos—. Los Lannon están en prisión.
—Pero los Lannon aún no están muertos —corrigió Grainne, e hizo una
pausa de aprehensión—. Y los Halloran aún están fuera de control. Oí que
intentaban acercarse a los MacQuinn.
Cambió el tema de conversación tan rápido que supe que no podría
volver a hablar de la magia y mis sospechas de que los Dermott tenían un
rastro de ella en su interior. Pero sabía exactamente lo que ella quería decir.
Jourdain me había escrito el día previo describiendo la desastrosa propuesta
que Pierce Halloran le había hecho a Brienna.
—Los MacQuinn no se aliarán a los Halloran —dije para tranquilizarla.
—Entonces, ¿qué sucederá con los Halloran? ¿Podrán seguir adelante
bajo una nueva reina sin recibir castigo alguno?
Quería decirle: «tú y yo deseamos lo mismo». Deseábamos justicia,
deseábamos la protección de una reina, deseábamos respuestas respecto a la
magia. Y, sin embargo, no podía prometérselo; aún había demasiada
incertidumbre en el aire.
—El destino de los Halloran, al igual que el de los Carran y los Allenach,
se decidirá pronto. Después del juicio de los Lannon —respondí.
Grainne movió los ojos hacia el salón, hacia el estandarte Morgane
colgado sobre la chimenea. Permaneció en silencio un segundo y luego
susurró:
—Siento mucho saber que su Casa ha sufrido tanto.
No dije nada mientras pensaba inevitablemente en mi hermana. Sentía
agonía cada vez que recordaba a Ashling. Este castillo, estas tierras,
deberían haber sido suyas. Ella habría sido igual a Grainne, una Lady
Morgane a cargo.
Grainne suspiró y me miró mientras su mano buscaba la de Rowan bajo
la mesa, para apartarla discretamente de la daga.
—Espero que usted y los suyos vuelvan a estar en pie pronto. —Ella se
incorporó antes de que pudiera dar una respuesta adecuada. Rowan y yo nos
levantamos junto a ella, la luz de las velas centelleó—. Gracias por la cena,
Lord Aodhan. Estoy bastante cansada por el viaje. Creo que nos
retiraremos.
—Por supuesto.
Aileen avanzó para escoltar a los Dermott hasta sus aposentos.
—Lo veremos por la mañana —dijo Grainne, sujetando el brazo de
Rowan.
—Buenas noches a ambos. —Esperé unos instantes antes de retirarme a
mi propio cuarto, exhausto y sintiendo que no había conseguido nada.
Tomas ya estaba allí, sentado en su catre delante de la chimenea, jugando
con un mazo de cartas. El chico había insistido en dormir en mi cuarto, sin
importar cuánto insistiera en que él durmiera junto al resto de los niños. No
estaba creando vínculos con los otros niños Morgane, lo cual en cierto
modo me preocupaba.
—¿Está el Ama Brienna aquí? —preguntó él, ansioso.
—No, niño —respondí, desamarrando las tiras de mi jubón. Me
desplomé en la silla, gruñendo mientras retiraba mis botas.
—¿Se va a casar con el Ama Brienna?
Permanecí sentado un instante, intentando decidir cómo responderle.
Tomas, por supuesto, estaba impaciente.
—¿Lo hará, milord?
—Quizás. Ahora, en caso de que lo hayas olvidado, viajaré a Lyonesse
mañana. No sé cuándo volveré a Brígh, pero Aileen dijo que te cuidaría. —
Alcé la vista y vi a Tomas sentado en su cama, fulminándome con la
mirada.
—¿Por qué me miras así? —pregunté.
—¡Dijo que podía ir a Lyonesse con usted, milord!
—Nunca prometí eso, Tomas.
—¡Sí! ¡Lo hizo! Hace tres noches, en la cena. —Para darle crédito, el
niño mentía bien. Por un instante me preocupé, creyendo que había
prometido llevarlo, y hurgué entre mis recuerdos.
Pero luego pensé que no se me podría haber ocurrido llevar a un niño a
ese viaje, y nivelé mi mirada con la suya.
—No, no lo hice. Necesito que permanezcas aquí con Aileen y los otros y
que…
—¡Pero soy su mensajero, milord! —protestó Tomas—. No puede
marcharse sin su mensajero.
Mi mensajero autoimpuesto. Suspiré, sintiéndome derrotado en muchos
aspectos, y me moví para tomar asiento al borde de la cama.
—Un día, serás mi mensajero, mi mejor mensajero sin duda —le dije con
dulzura—. Pero tu pie necesita curarse, Tomas. No puedes hacer recados
por mí ahora mismo. Necesito que te quedes aquí, donde sé que estarás a
salvo.
El niño me fulminó con la mirada un instante más antes de envolver su
cuerpo con una manta y recostarse sobre su cama ruidosa, de espaldas a mí.
Que los dioses me ayuden, no estoy hecho para esto, pensé mientras me
recostaba y subía las mantas hasta mi mentón. Observé la luz del fuego
bailando en el techo, intentando apaciguar mi mente.
—¿El Ama Brienna irá a Lyonesse? —preguntó Tomas somnoliento.
—Sí.
Silencio. Solo era audible el lamento del viento detrás de las ventanas
tapiadas, el crujir del fuego, y luego oí a Tomas moviéndose.
—Se supone que ella tiene que terminar de contarme la historia. —
Bostezó—. Sobre cómo encontró la gema.
—Prometo que ella te contará el final, Tomas. Pero tendrás que esperar
un poco más.
—Pero ¿cuándo la veré de nuevo?
Cerré los ojos y recurrí al último atisbo de paciencia que me quedaba.
—La verás muy pronto, Tomas. Ahora, duerme.
El niño gruñó, pero por fin hizo silencio. Pronto, escuché sus ronquidos
llenando la habitación. Y, sorprendentemente, hallé un poco de consuelo en
el sonido.
Una hora después, descendía hacia las entrañas oscuras del castillo.
El suelo de piedra bajo mis pies era más resbaladizo a cada paso. Creí oír
el rugido distante del agua.
—¿Qué es ese ruido? —pregunté.
—Un río corre debajo del castillo —respondió el jefe de guardias,
Fechin.
Inhalé hondo, saboreando el hilo distante de sal y bruma.
—¿Dónde desemboca?
—En el océano. —Fechin echó un vistazo por encima del hombro para
mirarme a los ojos—. Así fue como los Lannon se deshicieron de los
cuerpos desmembrados durante años, los enviaban «por la corriente».
Sus palabras prácticamente rebotaban contra mí, era muy difícil
asimilarlas. Pero aquella maldad había ocurrido allí, en esos túneles,
durante años. Me obligué a reflexionar sobre esa verdad mientras
continuaba acercándome a las celdas de los Lannon.
Caminamos más, hasta que el murmullo del río desapareció y el único
sonido restante era el agua goteando entre las grietas superiores. Y luego
apareció otro ruido, uno tan raro que me pregunté si lo estaba imaginando.
Era el sonido de alguien barriendo, un ruido persistente una y otra vez.
Finalmente, llegué a la fuente de modo inesperado, como si hubiera
florecido en la piedra delante de mí. Una silueta envuelta en velos negros de
pies a cabeza, con el rostro oculto, barría el suelo. Estuve a punto de
tropezar con ella, pero me moví a un lado para evitar la colisión.
Se detuvo y un hormigueo recorrió mi piel mientras mi antorcha
quemaba la oscuridad entre la silueta y yo.
—El barredor de huesos —explicó casualmente Fechin—. No le hará
daño.
Resistí la tentación de mirar al barredor por última vez, mi piel aún
estaba erizada. Solo había caminado por los túneles durante quizás media
hora, pero ya deseaba salir de allí. Me esforcé por recobrar la compostura
cuando el guardia se detuvo ante una puerta angosta con una ventana
pequeña y torcida con barrotes de hierro.
—¿La dama dijo que primero quería ver a Keela Lannon? —Fechin
colocó su antorcha en el candelero para extraer su anillo lleno de llaves.
—Sí. —Noté que había salpicaduras de sangre sobre los muros de cal.
Que el resplandor del suelo era sin duda huesos y que el barredor tenía un
motivo por el cual bajar a los túneles con una escoba.
Fechin abrió el cerrojo y pateó la puerta con un gruñido áspero.
—Lo esperaré aquí.
Asentí y entré en la celda, mi antorcha centelleaba al ritmo de mi pulso.
No era un cuarto grande, pero había una cama, muchas mantas, una mesa
angosta con una pila de libros y una hilera de velas. Había una chica de pie
contra el muro, su pelo rubio y su piel pálida estaban mezclados con la
oscuridad, sus ojos resplandecían aterrados al verme entrar en la celda.
—No temas —dije cuando Fechin cerró la puerta con un ruido fuerte.
Keela corrió a su mesa para arrancar una de sus velas a medio derretir de
la madera y blandió la llama como un arma. Jadeaba de miedo y me detuve,
mi propio corazón latía desbocado.
—Keela, por favor. He venido a ayudarte.
Me enseñó los dientes, pero había lágrimas brillando en sus mejillas.
—Soy Aodhan Morgane y conozco a tu hermano pequeño, Ewan —
proseguí con dulzura—. Él me pidió que viniera a verte.
El sonido del nombre de su hermano la ablandó. Esperaba que aquel
fuera el punto medio entre los dos y continué hablando, manteniendo la voz
baja para que mis palabras no atravesaran la puerta.
—Encontré a tu hermano en mi castillo. Creo que abandonó Lyonesse
durante la batalla en busca de un sitio seguro donde quedarse. Me pidió que
viniera a hablar contigo, Keela, para ver qué podemos hacer para ayudarte
los próximos días. —Aquello era lo que más me preocupaba después de
descubrir que Keela tenía acusaciones en su contra. Necesitaba pensar en un
modo de hacerla hablar al respecto, para poder ayudarla a formular una
respuesta cuando leyeran las acusaciones ante una multitud enfurecida—.
¿Estarías dispuesta a hablar conmigo, Keela?
Permaneció en silencio.
Creí que estaba considerando mis palabras cuando emitió un grito que
erizó el vello de mis brazos.
—¡Mientes! ¡Mi hermano está muerto! ¡Vete de aquí! —Agitó la vela. A
duras penas conseguí apartarme de su camino mientras continuaba gritando
—: ¡Vete de aquí! ¡Vete!
No tuve opción.
Llamé a la puerta y Fechin abrió.
Salí de la celda de Keela y permanecí de pie apoyado contra las manchas
de sangre en el muro, y escuché como ella lloraba. Me destrozaba las
entrañas oírla, saber que era la hermana de Ewan, que estaba encerrada en
la oscuridad, aterrada solo de verme.
—Actuó de la misma forma con la reina —dijo el guardia—. No se aflija.
No me consolaron sus palabras.
Me sentía mal mientras seguía al guardia por el túnel, el aire se volvía
rancio y putrefacto.
Llegamos a la celda de Tomas, el noble. Una vez más, Fechin abrió la
cerradura y yo entré en la celda, sin saber con qué me encontraría.
Aquella celda estaba relativamente limpia. Un anciano estaba sentado en
su cama, con los tobillos y las muñecas encadenados, mirándome. A pesar
de su edad, aún era robusto y de contextura poderosa. No había emoción en
su rostro o en sus ojos, solo severidad, y era difícil mirarlo. Su pelo rubio
era casi completamente gris, lacio y enmarañado hasta los hombros y su
rostro estaba demacrado, como si fuera más espectro que hombre.
—¿Tomas, el noble?
No dijo nada. Percibía que él no emitiría palabra, que se negaría a hablar
conmigo.
—Me topé con su tocayo en mi castillo —proseguí en voz baja—. Un
niño pelirrojo.
Como esperaba, la mención de Ewan despertó algo en él. Aún tenía la
boca cerrada, pero sus ojos se ablandaron.
—¿Supongo que ahora lo tienes encadenado? —gruñó el noble.
—Al contrario. Lo tengo oculto.
—Entonces, ¿qué quieres de mí?
—¿Es leal a Gilroy y Oona?
El noble anciano rio. Escupió el suelo entre los dos y cruzó sus brazos,
sus cadenas tintinearon.
—Han estropeado el nombre Lannon. Lo han arruinado por completo.
Tuve que esconder mi placer al oír su odio. Y guardé su nombre en mi
mente como un aliado potencial. Podría ser un Lannon que podríamos poner
a nuestro favor, quien nos podría ayudar en la reconstrucción. Si se
preocupaba por Keela y Ewan lo suficiente para arriesgar su propia vida en
batalla para ayudar al niño a escapar, entonces tenía que valer más que
cualquier Lannon que hubiera conocido.
Comencé a partir, pero alzó la voz de nuevo.
—Eres el hijo de Líle.
Su afirmación me detuvo en seco. Lentamente, me giré para mirarlo de
nuevo, para encontrar sus ojos sobre los míos.
—No tienes idea de quién soy, ¿verdad? —prosiguió Tomas.
Pensé en la carta de mi madre, en cómo intentaba reprimir la verdad de
su revelación. Pero antes de que pudiera responder, él habló de nuevo.
—La dulce Líle Hayden. Ella era una luz entre nosotros, una flor que
floreció entre la escarcha. No me sorprendí cuando Kane Morgane se la
llevó a sus tierras para coronarla como su dama.
—¿Y cuál es su relación con ella? —repliqué. Sus palabras me hacían
daño; no quería imaginar a mis padres, pensar en mi pérdida.
Tomas estaba serio cuando susurró:
—Soy su tío.
Me tambaleé hacia atrás, incapaz de ocultar mi sorpresa.
—Soy el último de los Hayden, la única familia que te queda del lado
Lannon —anunció con más suavidad ahora, como si percibiera mi agonía.
Y deseé que él no me lo hubiera dicho. Deseé no saber que él era un
familiar, que un tío abuelo mío estaba encadenado en el calabozo del
castillo.
—No puedo liberarte —dije. Pero mi mente ya estaba buscando un
modo; mi corazón era un traidor que deseaba dejarlo libre.
—Lo único que pido es que traigan un taco y un hacha nueva para mí.
Que no manchen mi cuello con la sangre de ellos.
Asentí y me fui, e hice un esfuerzo por recobrar la compostura mientras
esperaba que Fechin cerrara la celda del noble antes de llevarme a mi última
parada. Consideré volver a la luz y olvidarme de Declan. Tenía la ropa
mojada por el sudor, me sentía a punto de enfermar. Y luego oí la voz de mi
padre, como si estuviera de pie detrás de mí, diciendo: «Eres Aodhan
Morgane, el heredero de la Casa Morgane y sus tierras».
Nunca había sido un Lannon.
Aquella idea me centró, permitió que continuara adelante.
Había más sangre seca desparramada sobre las paredes, sobre el suelo,
cuando nos acercamos a la celda de Declan. Fechin abrió el cerrojo y por un
instante miré la puerta, la entrada abierta. Estaba a punto de atravesarla y
encarar cara a cara al príncipe que una vez había estado comprometido con
mi hermana, el príncipe que había aplastado sus huesos. Que la había
asesinado.
Esta vez apareció la voz de Aileen, un susurro en mi mente. Quiero que
mires a Declan Lannon a los ojos y que lo maldigas a él y a su Casa.
Quiero que seas el comienzo de su fin, que seas la venganza de tu madre y
de tu hermana.
Me adentré en la celda.
Aquel cuarto estaba vacío, salvo por las esquinas cubiertas de telarañas y
donde había huesos desparramados. Había una cama para que el prisionero
se recostara y durmiera, una manta y una cubeta para orinar. También, dos
antorchas clavadas en los muros, siseando de luz. Y allí, encadenado a la
pared por los tobillos y las muñecas, estaba sentado Declan Lannon, su
cabello rubio oscuro caía enmarañado y grasiento sobre su frente, su gran
contextura hacía que la cama pareciera pequeña. La barba cubría la parte
inferior de su rostro y una sonrisa malvada la interrumpió como una luna
creciente cuando nuestros ojos se encontraron.
Heló mi sangre; de algún modo me reconoció. Tomas, el noble, lo había
hecho. Declan sabía con exactitud quién era yo.
Permanecí de pie y lo miré; él me devolvió la mirada sentado, la
oscuridad se movía a nuestro alrededor como una criatura salvaje y
hambrienta, y el único poder que tenía para hacerla retroceder era la
antorcha en mi mano y el fuego que ardía en mi pecho.
—Eres igual que ella —dijo Declan, rompiendo el silencio.
No parpadeé, no me moví, no respiré. Era una estatua, un hombre tallado
en piedra que no sentía nada. Sin embargo, una voz me dijo: se refiere a tu
madre.
—Tienes su cabello, sus ojos —continuó el príncipe—. Heredaste lo
mejor de ella. Pero ¿quizás ya lo sabías? Eres mitad Lannon.
Lo miré, el filo azul del hielo en sus ojos, los mechones rubios de su
cabello, el resplandor pálido de su piel. Mi voz estaba perdida, así que él
continuó hablando.
—Tú y yo podríamos ser hermanos. Quería a tu madre cuando era un
niño. La quería más que a mi propia madre. Y una vez sentí resentimiento
hacia ti porque eras el hijo de Líle y yo no. Porque ella te quería más que a
mí. —Declan se movió y cruzó los tobillos. Las cadenas rayaron la piedra y
tintinearon, pero el príncipe no parecía incómodo en absoluto—. ¿Sabías
que ella fue mi maestra, Aodhan?
Aodhan.
Ahora que él había mencionado mi nombre, que me había reconocido por
completo, encontré la voz en mi garganta, alojada como una astilla.
—¿Qué te ha enseñado, Declan?
Expandió más su sonrisa, satisfecho de haberme tentado a hablar. Me
odié por ello, por anhelar saber más sobre ella, y por haber recurrido a
preguntarle a él.
—Líle era pintora. Fue lo único que le supliqué a mi padre. Que me
permitiera aprender cómo pintar.
Pensé en la carta de mi madre. Ella mencionó que le había estado
enseñando algo a Declan…
Mi padre nunca me había dicho que mi madre había sido artista.
—Entonces, ¿qué hizo que abandonaras las clases?
—Líle —respondió y odié el modo en que su nombre sonaba en la lengua
de Declan—. Ella anuló mi compromiso con tu hermana. Ese fue el
comienzo del fin. Ya no confiaba en mí. Comenzó a dudar de mí. Lo veía en
sus ojos cuando me miraba, cuando lo único que yo quería pintar era muerte
y sangre. —Hizo una pausa, haciendo chocar sus uñas entre sí, una y otra
vez. El sonido invadió la celda como el ruido de un reloj, de modo
enloquecedor—. Y cuando la persona que quieres más que a nada en el
mundo te tiene miedo… Eso te cambia. No lo olvides.
No sabía qué decirle. Apretaba mi mandíbula, la furia latía con un dolor
sutil en mi sien.
—Intenté decírselo, claro —prosiguió Declan, su voz parecía humo. No
pude bloquearlo; no pude resistirme a inhalarlo—. Le dije a Líle que solo
pintaba lo que veía día a día. Cabezas y lenguas cortadas, que mi padre me
había escogido para gobernar y que él estaba criándome a su propia imagen
y semejanza. Creí que tu madre lo entendería; después de todo, ella era de la
Casa Lannon. Conocía nuestros sentimientos.
»Mi padre confió en Líle. Era la hija de su noble favorito, aquel anciano,
Darragh Hayden. Dijo que Líle no nos traicionaría. Pero Gilroy olvidó que
cuando una mujer contrae matrimonio con un lord, adopta un nuevo
apellido. Adopta una Casa nueva y su lealtad cambia, casi como si nunca
hubiera estado vinculada por sangre. ¡Y cuánto la adoraba Kane Morgane!
Apuesto que hubiera dado cualquier cosa por mantenerla con él.
Finalmente, hizo silencio el tiempo suficiente para que yo procesara lo
que acababa de decir.
—¿Asumo que el viejo Kane murió? —preguntó Declan.
Decidí ignorar su duda preguntando:
—¿Dónde están los Hayden ahora? —Ya sabía dónde estaba un Hayden:
a varias celdas de distancia.
Él rio con la humedad atascada en sus pulmones.
—Ya te gustaría saberlo. Están muertos, por supuesto, excepto por uno.
El viejo y leal Tomas. Su hermano, tu abuelo, se rebeló después de ver a
Líle rebelarse, después de ver una cabeza bonita en una pica. Escogió a su
hija por encima del rey. Hay un castigo especial para los Lannon que les
dan la espalda a los suyos.
Necesitaba marcharme. En ese momento. Antes de que esa conversación
avanzara más, antes de que perdiera la compostura. Comencé a darle la
espalda, a dejarlo en la oscuridad.
—¿Dónde te escondió tu niñera, Aodhan?
Mis pies se paralizaron en el suelo. Sentí cómo la sangre abandonaba mi
rostro mientras lo miraba a los ojos, su sonrisa parecía plata sin pulir bajo la
luz de la antorcha.
—Hice trizas ese castillo intentando hallarte —susurró Declan—. Me he
preguntado con frecuencia dónde te escondiste esa noche. Cómo fue posible
que un niño escapara de mí.
¿Dónde estás, Aodhan?
Las voces se alinearon, se agudizaron. El joven Declan y el viejo Declan.
El pasado y el presente. El olor a hierbas quemadas, el eco distante de los
gritos, el olor frío a estiércol, el llanto de mi padre. El olor húmedo de esta
celda, la pila de huesos, el hedor a excremento en la cubeta, el resplandor en
los ojos de Declan.
—Ya te gustaría saberlo —dije.
Él reclinó la espalda hacia atrás y rio hasta que pensé que lo mataría. La
sed de sangre debió haber brillado en mi mirada porque bajó los ojos hacia
mí y dijo:
—Es una pena que no ocultaran a tu hermana tan bien como a ti.
Busqué mi daga oculta antes de poder evitarlo. Esta esperaba en mi
espalda, bajo mi camisa. La saqué con tanta agilidad que Declan estuvo
momentáneamente sorprendido y alzó las cejas, pero luego sonrió,
observando la luz reflejada en el acero.
—Vamos, adelante. Apuñálame hasta que mi sangre llene la celda. Estoy
seguro de que el pueblo de Maevana apreciará no tener que desperdiciar su
tiempo decidiendo sobre mi vida.
Yo temblaba, mi respiración entraba y salía a través de mis dientes.
—Adelante, Aodhan —provocó Declan—. Mátame. Merezco morir bajo
tu mano.
Di un paso, pero no fue hacia él; fue hacia la pared. Ahora tenía su
atención; me movía y actuaba de modo inesperado.
Él permaneció en silencio, observando mientras yo caminaba hacia la
pared, justo sobre su catre.
Sujeté la punta del cuchillo y comencé a tallar mi nombre en la piedra.
Aodhan.
Él tendría que mirarlo al menos dos días más. Mi nombre grabado en la
piedra de su celda. Cerca pero lejos de su alcance.
Declan estaba entretenido. Debía estar recordando la noche en que talló
su nombre en la piedra de mi patio, creyendo que sobreviviría a los
Morgane.
Abrió la boca para hablar de nuevo, pero me giré y me agazapé para
esconder cuánto temblaba. Miré a Declan y esta vez, yo sonreí.
—Tengo a tu hijo, Declan.
Él no lo esperaba. En absoluto.
Toda esa confianza, esa diversión, se desvaneció en sus ojos. Me miró, y
ahora era él quien parecía haberse convertido en piedra.
—¿Qué harás con él?
—Planeo enseñarle a leer y escribir —comencé, mi voz era cada vez más
firme—. Planeo enseñarle a blandir palabras al igual que espadas, a respetar
y honrar a las mujeres como respeta y honra a su nueva reina. Y luego, lo
criaré como propio. Y él maldecirá al hombre del que proviene, a la sangre
de la que desciende. Él será quien borre tu nombre de los libros, el que
convertirá a tu tierra en algo bueno después de no haber sido más que
podredumbre desde que naciste allí. Y tú te convertirás en una mancha
distante en su mente, algo en lo que tal vez pensará de vez en cuando, pero
no te recordará como su padre, porque nunca lo fuiste. Cuando piense en su
padre, pensará en mí.
Terminé. Tenía la última palabra, la última réplica.
Me puse de pie y comencé a caminar hacia la salida; guardé mi daga y
flexioné mis dedos rígidos. Estaba a punto de llegar a la puerta de la celda,
por llamar para que la abrieran, para salir de ese pozo ciego, cuando la voz
de Declan Lannon rompió la oscuridad, pisando mis talones.
—Olvidas algo, Aodhan.
Me detuve, pero no me giré.
—Una vez Lannon… siempre un Lannon.
—Sí. Mi madre lo comprobó, ¿verdad?
Abandoné la celda, pero la risa de Declan, las palabras de Declan, me
atormentaron hasta mucho tiempo después de haber vuelto a la luz.
15
Brienna
Hermanos y hermanas
A dos días del juicio
—Sé que no tendré un juicio como los Lannon —dijo Sean Allenach
mientras caminaba a mi lado en los jardines del castillo—. Pero eso no
significa que mi Casa no debería pagar por lo que ha hecho.
—Estoy de acuerdo —respondí, saboreando la luz matutina—. Sé que
cuando este juicio termine, Isolde se reunirá contigo para hablar de las
indemnizaciones. Creo que ella espera que tu Casa le pague a los MacQuinn
durante los próximos veinticinco años.
—Haré lo que sea que ella considere mejor—asintió Sean.
Hicimos silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos.
Sean nació tres años antes que yo. Compartíamos a Brendan Allenach
como padre, pero más que el apellido y la sangre, comenzaba a comprender
que compartíamos la esperanza de un futuro para nuestra Casa corrupta.
Que esperábamos que la Casa Allenach fuera redimida.
Fue un alivio que Sean llegara a la ciudad real tal como él le había
prometido a la reina después de que ella lo hubiera curado en el campo de
batalla y que me buscara de inmediato al llegar.
—Me pregunto si la reina creerá que es adecuado llevar a los Allenach a
juicio —dijo Sean, interrumpiendo mis pensamientos.
Si Brendan Allenach no hubiera sido asesinado por Jourdain en el campo
de batalla, la Casa Allenach sin duda enfrentaría un juicio similar al de los
Lannon: Brendan Allenach habría sido decapitado. Y aunque Sean le había
dado su apoyo a la reina y le había suplicado a su padre que se rindiera en la
batalla, no tenía dudas de que Isolde convocaría otro juicio después de la
coronación para los Allenach, los Carran y los Halloran.
Pero yo no quería mencionar eso todavía. Me detuve, el jardín a nuestro
alrededor estaba marchito debido a los años de descuido bajo los Lannon.
—No querrán solo dinero y bienes de tus súbditos y de ti, Sean. Tenías
razón cuando me escribiste la semana pasada: tendrás que inculcar nuevos
pensamientos en tu Casa, dogmas que crecerán para convertirse en bondad
y caridad, no en miedo y violencia.
Me miró a los ojos; él y yo apenas nos parecíamos, salvo por nuestra
contextura alta y delgada, pero reconocí que había un magnetismo entre los
dos, como siempre existía entre hermanos y hermanas. Y eso me hizo
pensar en Neeve, que era de Sean tanto como mía. ¿Él conocía su
existencia? Parte de mí creía que él no tenía idea de que poseía otra media
hermana, porque las tejedoras de Jourdain la habían protegido
cautelosamente a lo largo de los años. Y parte de mí anhelaba decirle que no
éramos solo dos, sino tres.
—Sí, estoy de acuerdo por completo —respondió Sean con tranquilidad
—. Y vaya tarea será, después del liderazgo de mi padre.
Sonaba abrumado y sujeté su mano.
—Lo haremos paso a paso. Creo que te ayudará a encontrar hombres y
mujeres que piensen parecido en tu Casa, en quienes puedas confiar y a
quienes puedas nombrar líderes —manifesté.
Él sonrió.
—Supongo que no puedo pedirte que vuelvas y me ayudes, ¿no?
—Lo siento, Sean. Pero lo mejor es que ahora permanezca con mis
súbditos.
No quería decirle que necesitaba la mayor distancia posible de la Casa
Allenach y sus tierras, que mi primera necesidad, además de proteger y
apoyar a la reina, era permanecer con Jourdain y sus súbditos.
—Lo entiendo —dijo él en voz baja, asintiendo.
Bajé la vista hacia nuestras manos, al borde de sus mangas. Él vestía con
bermellón y blanco, los colores de los Allenach, y tenía el ciervo saltarín
bordado en el pecho. Y sin embargo… sus muñecas. Odiaba imaginarlo,
pero ¿y si mi hermano estaba marcado? ¿Y si tenía el tatuaje de la
medialuna en la muñeca, debajo de su manga? ¿Tenía derecho a buscar la
marca?
—¿Qué piensas de la alianza? —pregunté en voz baja. Sean alzó los ojos
y me miró.
—Planeo jurarle lealtad a Isolde antes de la coronación.
—¿Y tus nobles? ¿Te apoyarán en esto?
—Cuatro de ellos lo harán. No estoy muy seguro sobre los otros tres —
respondió—. No ignoro el hecho de que hablan sobre mí cuando les doy la
espalda. Que sin duda piensan que soy débil; creen que sería fácil
eliminarme y reemplazarme.
—¿Se atreverían a planear en tu contra, Sean? —pregunté, con un
destello de furia en la voz.
—No lo sé, Brienna. No puedo negar que sus conversaciones están
centradas en que tú vuelvas con los Allenach.
Me quedé sin habla.
Sean sonrió con tristeza y presionó mi mano.
—Creo que te consideran superior a mí porque eres la única hija de
Brendan. Y una hija equivale a diez hijos. Pero más que eso… Mientras tú
conspirabas y derrocabas a un tirano, yo estaba sentado en casa en el
Castillo Damhan, sin hacer nada, permitiendo que mi padre pisoteara a sus
propios súbditos.
—Entonces debes hacer algo, Sean —dije—. Lo primero que yo haría es
retirar la medialuna del emblema de Allenach.
—¿Qué medialuna? —A duras penas parpadeó, perplejo, y comprendí
que él estaba en la oscuridad absoluta respecto a la intervención de nuestro
padre.
Respiré hondo.
—Después del juicio, vuelve al Castillo Damhan —le pedí, soltando su
mano para que continuáramos caminando—. Quiero que convoques a tus
siete nobles juntos en el salón delante de todos tus súbditos. Haz que se
arremanguen y coloquen sus manos sobre la mesa con las palmas hacia
arriba. Si poseen el tatuaje de una medialuna en la muñeca, quiero que los
despidas. Y si los siete tienen la marca, encuentra siete nobles nuevos, siete
hombres o mujeres en los que confíes y a quienes respetes.
—No estoy seguro de comprender —respondió mi hermano—. ¿La
marca en forma de medialuna…?
—Significa lealtad hacia los Lannon.
Él permaneció en silencio, asimilando todas las órdenes que le daba.
—Después de que hayas depurado a tus nobles —proseguí—, quiero que
convoques de nuevo a cada Allenach en tu salón. Quita el escudo de armas
y corta la marca de la medialuna. Quémala. Ordena que confeccionen un
emblema nuevo con su omisión. Diles a tus súbditos que jurarás lealtad
hacia Isolde antes de su coronación y que esperas que sigan tu ejemplo. Si
tienen dudas al respecto, deben acercarse y hablar contigo. Tú tendrás que
escucharlos, por supuesto. Pero también deberás ser firme en caso de que se
opongan a la reina.
Sean resopló. Al principio, creí que estaba burlándose de mí y alcé la
vista hacia él abruptamente. Él sonreía y movía la cabeza de lado a lado.
—Creo que mis nobles tienen razón, hermana. Eres mucho más capaz de
liderar esta Casa que yo.
—Creencias como esa no te llevarán lejos, hermano —respondí y luego
suavicé mi voz—. Serás mejor lord de lo que Brendan Allenach jamás ha
sido.
Estaba a punto de preguntarle más sobre sus nobles cuando Cartier se
reunió con nosotros en el césped, con la camisa manchada como si hubiera
estado apoyado contra una pared sucia, con el cabello lacio y enmarañado.
De inmediato me preocupé; debía haber tenido una conversación larga con
Isolde sobre Ewan y debía haber salido mal.
—¿Te importa si te la robo por ahora? —le preguntó Cartier a Sean.
—No, en absoluto. De todos modos, tengo una audiencia con la reina —
dijo mi hermano inclinando la cabeza antes de marcharse y dejarnos a
Cartier y a mí con el viento y las nubes.
—¿Algo va mal? —pregunté alarmada—. ¿Qué dijo Isolde?
Cartier sujetó mi mano y comenzó a guiarme lejos de la amplitud de los
jardines hacia una sombra privada.
—Isolde me ha encargado que cuide a Ewan. Debo mantenerlo oculto
hasta que termine el juicio. —Buscó en su bolsillo y extrajo un trozo de
papel plegado. Observé mientras lo abría y exponía una bella ilustración de
una princesa—. Hay algo que debo pedirte, Brienna.
—¿Qué necesitas que haga?
Cartier miró la ilustración y luego la pasó lentamente hacia mis manos.
—Necesito que hables con Keela Lannon en el calabozo. Ewan arrancó
esta página de un libro, diciendo que le recordaba a la época en que Keela
quería ser «una princesa de la montaña». Él cree que tú debes ir a verla con
este mensaje, que ella confiará en ti y te escuchará.
Observé la ilustración. Era preciosa, mostraba una princesa montada en
un caballo con un halcón sobre el hombro.
—¿Debería ir ahora? —pregunté, sintiendo la mirada de Cartier sobre mi
rostro.
—Aún no. Hay algo más. —Sujetó mi mano de nuevo y me guio hasta el
ala de huéspedes del castillo. Permití que me llevara hasta su cuarto y allí
fue cuando vi por primera vez la lista de acusaciones contra Keela.
—La reina me entregó esta lista —dijo él mientras tomábamos asiento en
la mesa, compartíamos una taza de té, leyendo y planeando cómo
combatirlos.
Eran acusaciones graves, con fechas exactas y los nombres de los
denunciantes. Una gran mayoría hablaba sobre cómo Keela había ordenado
que azotaran a sus criadas y que luego les afeitaran la cabeza. Sobre cómo
ella había organizado comidas y había hecho que sus sirvientes hicieran
cosas ridículas y humillantes, como lamer leche del suelo y arrastrarse por
el castillo como si fueran perros.
—¿Crees que Keela hizo estas cosas? —le pregunté a Cartier, con el
corazón apesadumbrado.
Cartier estaba callado, mirando la lista.
—No. Creo que Declan Lannon la obligó a hacer estas maldades. Y
cuando ella se negaba, le hacía daño. Así que comenzó a acceder para
sobrevivir.
—Entonces, ¿cómo actuamos?
—Brienna… Ese calabozo es quizás el sitio más oscuro en el que he
estado. Keela estaba demasiado aterrada y furiosa para hablar conmigo. —
Apartó las acusaciones y me miró a los ojos—. Si puedes encontrar un
modo de mantenerla tranquila, de garantizarle que puede confiar en ti, que
hay una posibilidad de redención para ella… Quizás eso le dará la confianza
que necesita para compartir su historia y el pueblo le permitirá vivir.
Necesitan saber que ella es igual que ellos, que ella ha sufrido mucho toda
su vida debido a su padre y su abuelo.
—Iré esta tarde —dije, aunque no sabía qué esperar, aunque me resultaba
difícil asimilar todo lo que Cartier intentaba decirme.
Pocas horas después, me encontré con el jefe de guardias, Fechin, para
que me guiara por la oscuridad del calabozo. Llegué a la celda oscura y fría
de Keela Lannon, miles de piedras en el techo parecían aplastar el aire de
mis pulmones, la esperanza de mi corazón. Y finalmente comprendí las
palabras de Cartier.
No pude evitar temblar cuando vi a Keela correr hasta su mesita y agarrar
una vela, como si la llama diminuta pudiera protegerla.
—¿Te importa si tomo asiento? —pregunté, pero no esperé que
respondiera. Bajé al suelo de piedra, crucé las piernas y extendí el vestido a
mi alrededor. Tenía la ilustración de la princesa en el bolsillo, con las
palabras que Ewan quería que le dijera guardadas en mi memoria.
—Vete —gimoteó Keela.
—Me llamo Brienna MacQuinn. —Hablé en un tono tranquilo, como si
Keela y yo no estuviéramos en una celda bajo tierra, sino sentadas en un
prado—. Pero no siempre he sido una MacQuinn. Antes de eso, pertenecí a
otra Casa. Era la hija de Brendan Allenach.
Keela se paralizó.
—Lord Allenach nunca tuvo una hija.
—Sí, eso creían, porque yo era ilegítima y era hija de una mujer
valeniana del otro lado del canal. —Incliné la cabeza, mi pelo cayó sobre
mi hombro—: ¿Quieres oír mi historia?
La mente de Keela trabajaba a toda velocidad. Lo noté por el modo en
que sus ojos se movían mientras me observaba, y luego miraba la puerta,
que estaba cerrada con llave, y luego a mí de nuevo y después al catre
cercano. Quería hacerle saber que yo era como ella, que había nacido en
una Casa opresiva y cruel, pero que nuestros apellidos y nuestra sangre no
nos definían completamente. Había otras cosas, más profundas, como
creencias y elecciones, que eran más poderosas.
Y si a Keela alguna vez le había encantado la idea de convertirse en
princesa de la montaña, entonces sabía que era una soñadora al igual que
una amante de las historias. Como yo.
—Bueno —cedió, acercándose a su cama.
Comencé a contarle mi vida: cómo perdí a mi madre cuando tenía tres
años, que mi abuelo me envió a un orfanato con un apellido diferente
porque él temía que Lord Allenach me encontrara.
Le conté cuando cumplí diez años, que me aceptaron en Casa Magnalia,
y cómo más que nada, quería convertirme en pasionaria.
—¿Cuántas pasiones hay? —preguntó Keela, apoyando lentamente su
vela a un lado.
—Son cinco —respondí con una sonrisa—. Arte. Teatro. Música.
Astucia. Conocimiento.
—¿Cuál eres tú?
—Soy ama del conocimiento.
—¿Quién te enseñó conocimiento? —Keela alzó las rodillas hacia el
pecho y apoyó su mentón sobre ellas.
—El Amo Cartier, quien es más conocido como Aodhan Morgane.
Ella hizo silencio, mirando el suelo entre las dos.
—Creo que él intentó visitarme hoy, hace unas horas.
—Sí, fue él. Él y yo queremos ayudarte, Keela.
—¿Cómo pueden ayudarme? —susurró ella furiosa—. Mi abuelo es un
hombre horrible. Dicen que lo llevo en mi rostro, así que, si vivo, ¿cómo
soportarán otras personas mirarme?
Mi corazón latía más rápido a medida que la escuchaba. Ella había
considerado la posibilidad de sobrevivir al juicio, había pensado cuánto la
denigrarían. Y no podía mentirle: llevaría tiempo que otros maevanos
confiaran en ella y la aceptaran, al igual que estaba llevando tiempo que los
súbditos de Jourdain me dieran por completo la bienvenida.
—Permíteme que te cuente el resto de mi historia, Keela, y luego
podemos intentar responder ante esas preocupaciones —dije.
Le hablé sobre los recuerdos que había heredado de mi ancestro, Tristan
Allenach, sobre su traición, sobre cómo había escondido la Gema del
Anochecer y había obligado a la magia a dormir, cómo asesinó a la última
reina de Maevana. Le hablé sobre la revolución, cómo crucé el canal para
recuperar la piedra, cómo Brendan Allenach había descubierto que yo era su
hija y había intentado tentarme para que rechazara a mis amigos y me
uniera a él, para reclamar la corona para mí misma con él a mi lado.
Aquello capturó su atención, más que mi historia con las pasiones,
porque vi como ella nos comparaba, a ella y a mí, dos hijas intentando
romper con sus Casas de sangre.
—Pero siempre seré una Lannon —argumentó—. Siempre me odiarán,
sin importar si vivo o muero.
—Pero Keela —respondí con dulzura—, ¿es solo la sangre lo que hace a
una Casa? ¿O son sus creencias? ¿Qué une más a las personas? ¿El rojo en
sus venas o el fuego en sus corazones?
Ella movía la cabeza de un lado a otro, las lágrimas caían de sus ojos.
—Keela, quiero que vivas. Al igual que tu hermano Ewan. —Saqué la
ilustración de mi bolsillo y alisé las arrugas del papel cuando la apoyé en el
suelo—. Él quería que yo te diera esto, porque le recordaba a la época en
que deseabas convertirte en princesa de la montaña.
Ella se echó a llorar y si bien quería consolarla, permanecí donde estaba,
sentía las piernas entumecidas por la dureza de la piedra. Permití que ella se
pusiera de pie y se arrastrara hasta donde yo había puesto el papel. Lo
sujetó entre sus manos y secó las lágrimas de sus ojos antes de volver a su
cama, tomar asiento y contemplar la ilustración.
—¿No está muerto? Mi padre me dijo que lo estaba —dijo cuando se
tranquilizó—. Que la nueva reina lo había cortado en pedazos.
—Ewan está muy vivo —respondí, maldiciendo las mentiras con las que
su padre la había alimentado—. Aodhan Morgane y yo lo protegemos y
también te protegeríamos a ti.
—Pero ¡el pueblo me odia! —lloró—. Quieren mi sangre. ¡Quieren la
sangre de todos nosotros!
—¿Hay alguna razón por la cual deberían querer tu sangre, Keela?
Parecía a punto de llorar de nuevo.
—No. Sí. ¡No lo sé!
—¿Cómo fue para ti vivir como princesa en un castillo?
Hizo silencio, pero percibí que mi pregunta había encontrado su blanco.
—¿Te golpeaban, Keela? ¿Te obligaban a hacer cosas crueles? —Hice
una pausa, pero mi corazón latía desbocado—. ¿Fue tu padre quien te
ordenó hacerle daño a tus criadas?
Keela comenzó a llorar escondiendo su rostro en el hueco de su brazo.
Creí que la había perdido hasta que alzó la cabeza y susurró:
—Sí. Mi padre… Mi padre me hacía daño si yo no hacía daño. Me
encerraba en mi armario, que estaba oscuro, y pasaba hambre. Sentía que
estaba allí dentro durante días. Pero él decía que solo me haría más fuerte,
que su padre le había hecho cosas semejantes a él para hacerlo
inquebrantable. Mi padre dijo que no podía confiar en mí a menos que
hiciera exactamente lo que él ordenaba.
Escuchándola, me sentía dividida entre el hambre de justicia, de ver el
derramamiento de sangre después de todo lo que los Lannon habían hecho,
y el deseo doloroso de piedad cuando se trataba de Keela Lannon. Porque vi
una sombra de mí misma en ella y yo había sido bendecida.
—Eso es lo que necesitas decirles a las personas cuando estés en juicio,
Keela —susurré, dolida por ella—. Debes decirles la verdad. Debes
contarles cómo fue para ti ser la nieta del rey Lannon. Y prometo que te
escucharán, y algunos comprenderán que eres igual que ellos. Que quieres
las mismas cosas para Maevana.
Me puse de pie, sentía agujas y alfileres en los pies. Keela alzó la vista
hacia mí, con los ojos inyectados en sangre abiertos de par en par,
prácticamente idénticos a los de Ewan.
—El juicio comenzará en dos días —dije—. Te llevarán a la tarima ante
la ciudad, para responder las preguntas del juez, para que el pueblo decida
si vives o mueres. Yo estaré de pie al frente y, si sientes miedo, quiero que
me mires y sepas que no estás sola.
16
Cartier
Que rueden sus cabezas
Día del juicio
Estaba de pie en la oscuridad del pasillo cuando Jourdain salió del cuarto
de Brienna. Ahora que mi furia había disminuido, estaba exhausto, sucio y
sudoroso por haber recorrido las calles en busca de Declan, una cacería que
había resultado en vano.
Habíamos estado tan cerca. Tan cerca de capturar al príncipe y de
recuperar a los niños.
Me enfurecía pensar que él se había escurrido entre nuestros dedos.
Miré a Jourdain a los ojos. Él no parecía sorprendido de verme esperando
allí.
—¿Qué ha dicho? —pregunté.
—Dijo que irá a casa, como yo quiero. Se irá al amanecer.
—¿Cómo la convenciste?
—Mi chambelán necesita ayuda con una de las jóvenes en casa —
respondió Jourdain—. En vez de enviar a Luc, quiero enviarla a ella.
Después de observar cómo la noche había salido absolutamente mal,
Jourdain me había dicho de inmediato que no quería a Brienna en Lyonesse.
Quería enviarla a casa, al castillo Fionn, donde estaría a salvo. Y si bien lo
había escuchado, sabía que eso le haría daño a Brienna porque sentiría que
estábamos apartándola.
Además, Brienna era el único miembro de nuestro círculo que era una
estratega nata. Le había enseñado todo lo que yo sabía, desde historia y
poesía hasta donde estaban todas las venas vitales del cuerpo. Pero no le
había enseñado cómo conspirar, cómo mover peones en un tablero, cómo
crear estrategias y sacarle ventaja a los demás. Esa era su fortaleza, la
característica de su Casa biológica, la bendición de los Allenach que los
colocaba por encima del resto.
Podría haberle dado buenos argumentos a Jourdain, decirle que Brienna
fue quien encontró las localizaciones de los refugios, quien descubrió el
significado de la medialuna. Que Brienna era esencialmente la mente detrás
de nuestra rebelión.
Podría haberle recordado todo eso a Jourdain, pero me contuve. Porque
en lo profundo de mi ser, quería que ella estuviera lo más lejos posible de
Declan Lannon. No quería que él supiera su nombre, mirara su cara, oyera
el sonido de su voz. No quería que ni siquiera supiera que ella existía.
Así que le seguí la corriente a Jourdain y a Luc, porque él sin duda apoyó
la decisión de su padre, a pesar de que enviar a Brienna lejos clavó una
espina en mi corazón.
Permanecí contra la pared, prácticamente muerto de pie; no había
dormido más que unas pocas horas las últimas dos noches.
—Ve a dormir —dijo Jourdain con amabilidad—. Me aseguraré de
despertarte cuando sea hora de que ella se vaya.
Asentí. Tenía los pies entumecidos mientras caminaba hacia mi cuarto y
cerraba la puerta.
Tomé asiento en la cama, la cama en la que no había dormido ni una sola
vez desde mi llegada. Recliné la cabeza hacia atrás hasta encontrar la
almohada y me sumí en sueños dolorosos de mi madre, de mi hermana.
Nunca supe cómo serían, porque la única palabra que mi padre había usado
para describirlas era «preciosas». Pero vi a Líle y a Ashling Morgane esa
noche, caminando entre los prados de Brígh, el viento montañoso absorbía
sus risas. Las vi como deberían ser ahora, mi madre tenía el pelo rubio con
canas y Ashling, de apenas treinta años, de color oscuro como nuestro
padre.
Desperté al amanecer con lágrimas en los ojos, el fuego convertido en
cenizas.
Me cambié de ropa y me limpié el sueño de mis ojos, deslizando los
dedos a través de mi pelo mientras buscaba a Brienna.
Ella ya había salido de su habitación y después de un rato la encontré en
el patio con los hombres de armas de Jourdain, esperando a que trajeran su
yegua de los establos. En cuanto me acerqué a ella, noté que no había
dormido mucho esa noche. Tenía los ojos inyectados en sangre y las
magulladuras comenzaban a florecer sobre su rostro y su cuello, causados
por el altercado con Fechin.
—Lo sé —dijo ella, al notar que yo había visto sus heridas—. Pero al
menos mi nariz ya no está torcida.
—¿Aún te duele? —pregunté.
—No, gracias a Isolde.
Me obligué a sonreír para esconder cuánto me molestaba ver sus
magulladuras. Sujeté su mano y la acerqué a mí. Ella apoyó su cuerpo sobre
el mío con un suspiro; sus brazos me rodearon. La abracé y ella me abrazó,
mis dedos tocaban la seda suelta de su pelo, el largo de sus hombros debajo
de su capa pasionaria, la curvatura elegante de su espalda.
Sentí sus palabras cálidas sobre mi camisa mientras ella decía:
—¿Estás de acuerdo con él? ¿Con que debo irme?
Moví la mano hacia su pelo para reclinar despacio su cabeza hacia atrás,
para que me mirara.
—No. No te habría enviado lejos de mi lado.
—Entonces, ¿por qué me dejas ir? —susurró, como si supiera que yo
había accedido, como si supiera que yo tenía el poder de persuadir a
Jourdain y que no lo había usado—. ¿Por qué me dejas ir cuando sabes que
debería estar aquí?
No podía responderle porque hacerlo sería exponer mi preocupación más
profunda, darle forma a mi miedo, permitir que la oscuridad de mi corazón
que no quería que ella conociera saliera a la superficie.
Ella me miró, sus ojos eran indescifrables.
Y me pregunté por qué sentía que esta era una despedida de mal agüero,
como si un río estuviera a punto de aparecer entre los dos.
Incliné la cabeza, mis labios rozaron el borde de los suyos. No debía
besarla allí, en el patio, donde todos podían vernos. No debía hacerlo, sin
embargo, ella acercó su boca a la mía. Me entregó su respiración y yo le di
la mía, hasta que mi corazón latía en sus manos, hasta que sentí que ella
había tragado todos mis secretos, todas esas noches en las que yací
despierto con ella en mis pensamientos, todas esas mañana en las que
caminé por los prados de Brígh con los ojos clavados en el este, en aquel
sendero del bosque que unía nuestras tierras, esperando que ella apareciera,
esperando que la distancia entre los dos desapareciera.
—Brienna.
Su padre la llamaba con voz firme, para despertarnos a ambos.
Ella se apartó de mí, se giró sin hablar. Pero quizás ella y yo ya no
necesitábamos palabras. Permanecí allí y observé a la mañana reflejarse en
las estrellas plateadas bordadas en su capa. Ella se subió a su yegua en el
centro del patio. Liam O’Brian, el noble de Jourdain, y dos hombres
MacQuinn la acompañarían a su hogar.
Luc y Jourdain se acercaron a su lado para despedirse. Brienna sonrió,
pero la alegría no llegó a su mirada. Sujetó sus riendas y Jourdain le dio una
palmadita en la rodilla como despedida.
Aún estaba de pie en el mismo lugar cuando ella trotó y desapareció del
patio. Mis ojos la siguieron a través de la luz del sol, a través de las
sombras, hasta que se desvaneció debajo del arco de piedra.
No se volvió hacia mí ni una sola vez.
Horas más tarde, estaba sentado en la sala del consejo de la reina, mirando
el mapa de Lyonesse extendido sobre la mesa. Seis de nosotros nos
habíamos reunido para planear la próxima redada: Isolde, su padre Braden,
Jourdain, Luc, Lord Derrick Burke y yo. Habíamos omitido el desayuno
para leer detenidamente más libros de contabilidad de los Lannon y, al
llegar la tarde, habíamos escogido cuatro refugios potenciales más para
Declan. Todos se encontraban en el cuadrante sur de la ciudad, cerca de la
taberna y la posada en la que Brienna y Luc habían estado la noche anterior.
La noticia finalmente se filtró; Declan Lannon había escapado del
calabozo y estaba oculto en Lyonesse. E Isolde no tuvo más opción que
declarar un toque de queda, que las tiendas y los mercados suspendieran sus
actividades hasta que él fuera capturado, que cerraran las puertas de la
ciudad y las custodiaran atentamente, que los residentes permanecieran en
sus hogares con las puertas cerradas y las ventanas tapiadas. También les
había pedido a los ciudadanos que estuvieran preparados para que
registraran sus hogares.
Además, pusimos una recompensa importante para capturar a Declan
Lannon. La suma sería duplicada si también traían a los niños a salvo frente
a la reina. Creía que sin duda alguien traicionaría a Declan, incapaces de
resistir la promesa de la riqueza. Pero a medida que las horas continuaban
pasando, parecía que el clan de la medialuna no estaba tentado con el
dinero.
Tomé asiento y miré el mapa, tamborileando los dedos sobre la mesa
mientras observaba los lugares en donde estábamos a punto de buscar.
Declan había estado en la posada. Pero ¿dónde se escabulliría a
continuación? ¿Seguiría en movimiento o intentaría permanecer en un sitio?
¿Cuánto tiempo pensaba ocultarse con dos niños? ¿Cuál era su objetivo
final? ¿Liberar a toda su familia del calabozo? ¿Incitar una rebelión contra
Isolde? ¿Era él realmente «el Cuerno Rojo»?
Como si hubiera leído mi mente, Lord Burke preguntó desde el extremo
opuesto de la mesa:
—¿Qué es lo que él quiere?
—Aún no está claro —respondió Isolde—. Declan no nos ha pedido nada
aún.
—Pero lo hará, tarde o temprano —dijo Jourdain—. Los Lannon siempre
lo hacen.
—Sin importar cuáles sean sus exigencias —expresó Isolde,
carraspeando—, no las aceptaremos. No negociaré con un hombre que ha
sembrado el terror y la violencia durante años, quien ha sido juzgado por el
pueblo y condenado a la ejecución.
—Eso lo hace incluso más peligroso, lady —comenté—. Ahora mismo,
él no tiene nada que perder.
Braden Kavanagh se movió en su silla, preocupado mientras miraba a su
hija.
—No me sorprendería si Declan pone una recompensa para capturar a
Isolde. Quiero que esté custodiada permanentemente.
—Padre —dijo Isolde, incapaz de ocultar su impaciencia—, ya poseo una
guardia permanente. Rara vez estoy sola.
—Sí, pero ¿podemos confiar en tus guardias? —se atrevió a preguntar
Jourdain.
Lord Burke se alteró. La guardia de la reina eran hombres y mujeres de
su Casa. Ya habían demostrado su lealtad hacia nosotros, pero eso no
apaciguaba por completo nuestra preocupación de que alguno pudiera ser
persuadido para traicionarnos.
—El jefe de guardias que la traicionó —dijo Lord Burke—, era un
Lannon, no un Burke. Y puedo jurar que los hombres y mujeres que he
asignado como su guardia son de confianza. Ninguno de ellos tiene la
marca de la medialuna.
—Y le doy las gracias, Lord Burke —dijo Isolde con rapidez—. Sus
mujeres y hombres han sido un apoyo inmenso y una gran ayuda para
nosotros desde que hemos vuelto.
Alguien golpeó despacio y repetitivamente la puerta de la sala del
consejo.
Isolde le hizo una seña con la cabeza a su padre, quien retiró los
marcadores que indicaban los refugios de Lannon en el mapa antes de
atender la puerta.
Sean Allenach estaba de pie incómodo con un papel plegado en las
manos.
—Ah, Sean. Por favor, pasa.
—Discúlpenme por la interrupción —dijo él mientras entraba en la sala
—, pero creo que tengo algo que puede resultarles útil, lady. —Le ofreció el
papel a ella e Isolde lo sujetó.
—¿Dónde encontró esto, Lord Sean? —Ella leyó el contenido y luego
apoyó sobre la mesa lo que aparentemente era una carta muy breve con
caligrafía inclinada.
—Lamento decir que estaba en posesión de mi sirviente. La carta estaba
dirigida a él. No hay ningún indicio de quién la escribió.
—¿Qué es esa carta? —preguntó Jourdain y por la tensión en su tono,
supe que él no confiaba en Sean Allenach, al igual que yo.
Isolde hizo circular el papel en la mesa. Uno por uno, lo leímos. Yo fui el
último y mi interés no despertó hasta la última oración: «Tal vez tendremos
que posponer la reunión por el clima de hoy».
La D estaba rellena de tinta. Parecía la marca de la medialuna.
—¿Tu sirviente sabe que tienes su carta? —preguntó Isolde.
—No, lady.
—Su sirviente… Daley Allenach era su nombre, ¿verdad? ¿Dónde está
Daley actualmente?
—En la cocina del castillo, comiendo con los demás —respondió Sean.
Intercambié una mirada con Jourdain. Otra rata Lannon dentro del
castillo, moviéndose con libertad.
Luc extrajo una hoja de la pila de papel junto a su codo para copiar la
carta, palabra por palabra, y luego le entregó la original a Sean.
—Sé que la mayoría no confían en mí debido a mi padre —dijo Sean—.
Pero cuando digo de corazón que deseo ayudar, lo digo en serio. Por mi
honor y mi nombre, que significa apenas más que la mugre estos días. Lo
que sea que pueda hacer para ayudarlos a capturar a los Lannon, lo haré.
Braden Kavanagh parecía a punto de decir algo malicioso, pero Isolde
habló antes de que su padre pudiera hacerlo.
—Lord Sean, sería de gran ayuda que devolviera esta carta con las
posesiones de su sirviente, antes de que él note su falta. Si hay más
correspondencia, infórmenos de inmediato. Mientras tanto, le pediré que
tome nota detallada de los lugares a los que va Daley Allenach, incluso bajo
sus órdenes.
Sean asintió, colocó la mano sobre su corazón, se fue y nos dejó a los seis
descifrando qué significaba aquella carta extraña.
—Los secuaces de Lannon están intercambiando cartas —dijo Luc.
—Y uno de ellos es el sirviente de Lord Allenach —añadió Braden—.
¿Qué nos dice eso sobre la confianza?
—Sean Allenach ha demostrado su lealtad hacia mí —afirmó la reina—.
Desafió a su padre el día de nuestra rebelión para luchar por mí. Recibió un
corte en el torso para proteger a su hermana. Le pediría ya mismo que se
uniera a este círculo si supiera que la mayoría de vosotros no se opondría
con vehemencia.
Hicimos silencio.
—Eso pensé —dijo la reina con ironía—. Ahora, si los miembros del clan
de la medialuna intercambian cartas, eso tal vez pueda llevarnos
directamente a la ubicación de Declan. No quiero asustar a Daley Allenach
aún, pero tendremos que rastrearlo a él si hoy no encontramos a Declan en
uno de sus refugios.
Saqué la copia de la carta de nuevo, la leí por encima y luego comencé a
leer más allá de las palabras.
—Utilizan un código bastante sencillo. «No hay más cerveza»
aparentemente es una advertencia contra la posada y quizás la taberna, dado
que nos expusimos en uno de esos sitios anoche. «¿Puedes traerme un poco
por la mañana con algo de cordero?» está claramente preguntando si es
posible alojar a Declan en un refugio nuevo. En cuanto al clima… No sé
qué significa. Podría ser cualquier cosa, desde nuestra observación al toque
de queda hasta el momento del día en que Declan pretende moverse.
—Lo cual significa que Declan no está oculto en un solo lugar —dijo
Lord Burke—. Y tendrá que trasladarse de noche, debido al toque de queda.
—Lo cual implica que ahora mismo debe estar encerrado —añadió Luc
con urgencia—. Necesitamos atacar. Ahora.
Isolde vaciló y supe que le faltaba la opinión de Brienna.
—No quiero que nadie se aparte del plan —dijo la reina, mirándonos a
cada uno—. Lord MacQuinn, irá con cinco guerreros con el sastre. Lord
Burke, llevará cinco más con el herrero. Lord Lucas, llevarás cinco
guerreros con el tonelero. Y Lord Aodhan, llevará cinco más con el
carnicero. Pedirán permiso para entrar, revisarán el edificio y saldrán si
Declan no está presente. Si está allí, ordénenles a sus arqueros asignados
que le disparen con la flecha envenenada para derribarlo. La seguridad de
Ewan y Keela es primordial, así que tengan cuidado con cualquier decisión
que tomen. Porque no desearéis volver y decirme que los niños han sido
heridos debido a vuestra decisión, ni siquiera con un rasguño.
Esperé un instante para asimilar sus indicaciones antes de hablar.
—¿Lady? Quiero pedirle si es posible que uno de mis cinco guerreros sea
un Lannon.
Todos me miraron, incrédulos. Todos excepto Isolde, que me contempló
con interés.
—¿De qué Lannon hablas, Aodhan?
—Me gustaría retirar al noble Tomas Hayden del calabozo, para que me
ayude en esta misión.
—¿Has perdido la cabeza, Morgane? —gritó Lord Burke—. ¿Cómo
podrías confiar en él?
Incliné el cuerpo sobre la mesa.
—Veréis, esa mentalidad dividirá este país en dos. Y sí, no mentiré: odio
a los Lannon. Los odio tanto, que a veces siento que el peso de mi odio
convertirá mis huesos en ceniza. Pero he descubierto que no podemos
etiquetar a cada Lannon como un Gilroy, una Oona o un Declan. Hay
personas buenas en esa Casa, que han sufrido mucho. Y necesitamos
aliarnos con ellos y apartar a los corruptos.
Un silencio incómodo invadió la sala.
—Si saco a Tomas Hayden del calabozo —dijo Isolde—, ¿qué garantía
puedes darme de que él te obedecerá y no te traicionará, Aodhan?
—Tomas Hayden quiere mucho a Ewan Lannon —respondí—. Él es la
razón por la cual el niño escapó el día de nuestra rebelión. Creo que Tomas
no dudaría en absoluto si tuviera que traicionar a Declan para salvar a Ewan
y Keela.
—No debes tener duda alguna, joven —dijo Jourdain—. No puedes creer
que lo hará. Debes saberlo con certeza.
Lo miré, intentando apaciguar mi fastidio.
—Tomas Hayden es el tío de mi madre. Es mi pariente de sangre. —
Aquello silenció a Jourdain. Cuando miré a Isolde, enderecé la espalda y
dije—: Sacadlo del calabozo y permitidme que hable con él de nuevo. Si lo
considero demasiado impredecible, lo enviaré de vuelta a su celda.
Isolde asintió y los demás hombres se pusieron de pie, uno por uno, sus
sillas rechinaron sobre el suelo de piedra. Se fueron hasta que solo
quedamos la reina y yo, esperando que los guardias trajeran a Tomas
Hayden.
Y cuanto más tiempo pasaba sentado allí, más me preguntaba si estaba
equivocado, si estaba a punto de cometer un error irrevocable.
El guardia entró con Tomas a la estancia, estaba sucio y cerraba los ojos
ante la luz. Pero nos reconoció a mí y a Isolde y permaneció de pie muy
quieto, con la vista en ella.
—¿Tienes la marca? —le pregunté.
—Tendrás que quitarme las cadenas para verlo —dijo él.
Me puse de pie para pedirle la llave al guardia y yo mismo abrí sus
grilletes, con la daga lista en mi cinturón en caso de que el noble intentara
atacarme. Pero cuando los grilletes cayeron de sus muñecas, él solo
permaneció de pie, esperando mi orden.
—Muéstranos tus muñecas.
Obedeció, alzó sus mangas raídas y giró las muñecas hacia arriba. Estaba
limpio. No había rastros de una medialuna o siquiera de un intento de
quitarla de su piel.
—Sé que ayer debes haber oído la conmoción en el calabozo —le dije y
él posó de nuevo sus ojos azules lechosos sobre mí—. Que Declan y Keela
huyeron. Declan está suelto en Lyonesse y tiene a sus propios hijos como
rehenes. Lideraré un grupo de guerreros para buscarlo y encontrarlo a él y a
los niños. Y quiero saber si te unirías a mí, si jurarías ayudarme a hallarlos.
—¿Y qué harán con Keela y Ewan cuando los encuentren? —preguntó
Tomas—. ¿Cortarán sus cabezas después de hacer lo mismo con su padre?
—Noble Tomas —dijo Isolde con paciencia—. Comprendo que estima
mucho a los niños. Le prometo hacer todo lo que esté en mi poder para
cuidarlos y protegerlos, para encontrar un modo de absolverlos.
—¿Por qué haría eso? —preguntó—. Son los hijos de su enemigo.
—Son niños inocentes —lo corrigió Isolde—. Y me llena de una gran
tristeza que todo Maevana haya condenado a Keela.
Tomas pareció dudar, preso de sus pensamientos.
—Sí, Gilroy, Oona y Declan Lannon destruyeron mi Casa al igual que la
de la reina —dije—. Pero sé que también destruyó la tuya, Tomas. Llevará
muchos años a los súbditos de Lannon recuperarse de esto.
Me miró a los ojos y vi la furia y el arrepentimiento en los suyos.
—Únete a mí para cazar a Declan —le ofrecí—. Proporciónanos la
sabiduría y el conocimiento que puedas. Ayúdame a encontrar a Ewan y
Keela.
—¿Qué piden a cambio? —dijo con voz ronca, mirando a Isolde.
—Júrame lealtad como tu reina —respondió Isolde—. Y permitiré que
salgas del calabozo y ayudes a Aodhan.
Creí que él necesitaría un instante para considerar sus opciones. Así que
me sorprendió cuando se puso de rodillas de inmediato, colocó la mano
sobre su corazón y miró a Isolde.
—Juro lealtad ante ti, Isolde Kavanagh. No me arrodillaré ante nadie,
salvo ante ti como mi reina.
Era un juramento bastante vulgar, pero sonaba verdadero. Isolde sujetó
las manos de Tomas y le indicó que se pusiera de pie. La voz de la reina fue
firme cuando le dijo al noble:
—Si nos traicionas, no te mataré, sino que te encerraré en el calabozo
durante el resto de tus días. ¿Lo entiendes, Tomas Hayden?
Tomas frotó sus muñecas y la miró a los ojos.
—Lo entiendo, lady. Pero no necesita temer una traición de mi parte.
—Muy bien. —Isolde asintió—. Los dos podéis marcharos y preparaos
para la misión.
Estaba entusiasmado. Demasiado entusiasmado. Solo podía pensar en
capturar al hombre que me había causado tanto sufrimiento. Mi pulso latía
desbocado cuando Isolde alzó la mano y nos detuvo.
—Una última cosa. —La reina clavó sus ojos en los míos, a través de las
sombras y la luz de las velas—. Quiero que me traigáis a Declan Lannon.
Con vida.
Recurrí a todas mis fuerzas para colocar la mano sobre mi corazón, en un
gesto de sumisión absoluta ante su orden. Porque cuando salí de la sala del
consejo, con Tomas a mi lado, permití que mi confesión invadiera mi
mente.
Lo que más deseaba era ser la persona que llevara a Declan Lannon a su
sangriento final.
No supe la noticia hasta el mediodía del día siguiente. Pero los rumores
comenzaron, nacieron de la casa de las tejedoras, llegaron a los pasillos del
castillo, pasaron de un edificio al otro como una enredadera, hasta llegar a
mí en el sótano, donde ayudaba a la cocinera a colgar ramilletes de hierbas
para secarlas.
El tapiz para Pierce había sido cancelado.
Y tomé asiento entre los frascos de frutas encurtidas, las canastas de
cebollas y patatas, las hierbas arrugadas sobre mi delantal, y sonreí con
alegría en las sombras.
22
Cartier
Rosalie
Ciudad real de Lyonesse, territorio de Lord Burke
Siete días.
Teníamos siete días para encontrar el lugar donde Declan tenía cautiva a
Brienna. Porque no entregaríamos la Gema del Anochecer.
Estuve sentado junto a Isolde y el círculo de confianza, discutiendo hasta
lo profundo de la noche sobre si debíamos o no entregar la gema. Pero
después de un rato, todos llegamos a la misma conclusión: no podíamos
confiar en Declan. Era muy probable que él nos engañara, que se llevara la
gema y matara a Isolde y a Brienna sin importar lo que decidiéramos. La
localización que él había pedido (donde el bosque Mairenna se encuentra
con el Valle de los Huesos) era territorio Allenach, y no tenía duda de que
Declan estaría bajo la protección de la línea de árboles, donde podría
ocultar un ejército formidable a sus espaldas.
Habíamos decidido no negociar con él desde el comienzo de nuestra
rebelión, así que no lo sabríamos. Además, entregarle la gema sería dar un
paso inmenso hacia la derrota, uno que inevitablemente causaría nuestra
propia destrucción.
Aun así… quería intercambiar la gema por Brienna. Lo deseaba con tanto
fervor que tuve que permanecer sentado con la boca cerrada la mayor parte
de la noche.
Después de un rato, estábamos demasiado cansados para continuar
planeando.
Jourdain había preparado las habitaciones de huéspedes para nosotros,
pero nadie evitó que volviera al cuarto de Brienna. Me quité las botas y la
capa, las dejé como un sendero sobre el suelo y me recosté sobre sus
sábanas frías, presionando el cuerpo en el lugar donde el suyo había estado,
inhalando el recuerdo de ella.
¿Cómo te encuentro?
Recé esa plegaria, una y otra vez, hasta que no quedó más que huesos y
un corazón roto en mi interior, y me sumí en los sueños.
La vi de pie junto a mi madre y mi hermana en los prados de castillo
Brígh. Tenía flores en su pelo, risa en la voz, el sol brillaba tanto detrás de
ella que me esforcé por discernir su rostro. Pero sabía que era Brienna,
caminando con Líle y Ashling Morgane. Sabía que era ella porque había
memorizado la forma en que caminaba, el modo en que se movía.
—No pierdas la esperanza, Cartier —susurró cuando apareció de pronto a
mis espaldas y me rodeó con los brazos—. No llores por mí.
—Brienna. —Cuando me giré para mirarla, se convirtió en luz de sol y
polvo y yo intenté con desesperación atraparla en el viento, atrapar su
sombra en el suelo—. Brienna.
Dije su nombre en voz alta y desperté sobresaltado.
Aún estaba oscuro. Y no podía permanecer allí ni un minuto más
pensando en el sueño que me indicaba que Brienna estaba más cerca de mi
madre y de mi hermana que de mí.
Me incorporé y comencé a caminar inquieto por los pasillos del castillo.
Había silencio y después de un rato llegué al salón iluminado con luz tenue.
Habían limpiado el desastre que Jourdain había causado, las mesas estaban
rectas, el suelo estaba limpio. Permanecí junto a las brasas en la chimenea
para absorber la calidez, hasta que recordé al noble Liam.
Necesitábamos que el hombre se recuperara por completo, que despertara
y nos contara lo que había visto.
Comencé a caminar hacia la habitación donde Liam se recuperaba, oculto
entre las sombras, cuando vi a Thorn salir del extremo opuesto del pasillo,
una vela iluminaba su rostro gruñón. Observé al chambelán entrar al cuarto
de Liam y cerrar la puerta sin hacer ruido.
Entonces, los dos compartíamos el mismo pensamiento.
Me acerqué a la puerta, a la vez que contenía el aliento mientras apoyaba
la oreja sobre la madera.
Oí un altercado, un hombre siseando.
Abrí la puerta de par en par y vi que el chambelán presionaba una
almohada sobre el rostro de Liam y que el noble retorcía los pies mientras
sucumbía gradualmente ante la asfixia.
—¡Thorn! ¿Qué haces? —grité, caminando hacia él.
Thorn saltó, con los ojos abiertos de par en par al verme. Rápidamente
extrajo una daga y me atacó; prácticamente me tomó por sorpresa.
Por instinto, bloqué su corte con mi antebrazo y lo empujé en la
habitación. Vi cómo salía disparado y caía contra una mesa lateral y volcaba
las herramientas de la curandera. Los frascos de hierbas se hicieron añicos
en el suelo mientras Thorn se arrastraba, aún con la daga brillando entre sus
dedos. Expuso sus dientes torcidos hacia mí y me sorprendió ver al hombre
convertirse de un chambelán anciano y malhumorado a un oponente
formidable. Sujeté su muñeca y retorcí su brazo hasta que emitió un grito de
dolor y sus dedos inevitablemente soltaron el arma. Lo lancé al suelo por
completo y me senté a horcajadas sobre él.
—No sé nada —se atrevió a espetar.
Rompí su manga y expuse la marca de la medialuna. Él se estremeció,
sorprendido de que yo hubiera buscado el tatuaje, y se paralizó.
—¿Dónde está ella? —siseé.
—No… No lo sé.
—No es la respuesta que busco. —Procedí a romper su muñeca.
Él emitió un grito que sin duda despertaría al castillo. Y yo solo podía
pensar en cómo acababa de romper los huesos frágiles de aquel miembro
del clan de la medialuna, cómo continuaría haciéndolo hasta que me dijera
dónde estaba Brienna.
—Dónde. Está. Brienna.
—¡No sé dónde está! —gimoteó, sacudiéndose—. Por favor, Lord
Aodhan. En serio… ¡En serio que no lo sé!
—¿Quién se la llevó? —siseé. Y cuando balbuceó, incapaz de formar
palabras, doblé hacia atrás su muñeca rota.
Gritó de nuevo y esta vez oí las voces en el pasillo. La voz de Jourdain,
acercándose. Él me detendría. Me arrastraría lejos del chambelán. Así que
sujeté la otra muñeca de Thorn y me preparé para romperla.
—Quién. Se. La. Llevó.
—¡El Cuerno Rojo! —gritó Thorn—. El Cuerno Rojo se la llevó. Eso es
todo… es todo lo que puedo decirle.
Sentí que la luz de la vela iluminaba el cuarto, oí el insulto sorprendido
de Jourdain, sentí que el suelo temblaba mientras se aproximaba a mí.
Thorn lloraba y exclamaba «¡Lord MacQuinn! ¡Lord MacQuinn!» como
si yo lo hubiera atacado, como el cobarde asqueroso que era.
—¡Aodhan! ¡Aodhan, por los dioses! —dijo Jourdain, intentando
apartarme del chambelán.
Pero mi mente trabajaba a toda velocidad. El Cuerno Rojo. ¿Quién era el
Cuerno Rojo?
—¿Quién es el Cuerno Rojo, Thorn? —insistí.
Jourdain sujetó más fuerte mi hombro. Parpadeó y miró a Thorn como si
lo viera bajo una nueva luz.
Luc entró corriendo a la habitación, Isolde lo seguía. Se reunieron a mi
alrededor, mirándome con los ojos abiertos de par en par hasta que alcé la
muñeca rota de Thorn para exponer la medialuna.
—Acabo de encontrar a nuestra rata.
Jourdain miró a Thorn un instante, una variedad de emociones atravesó
su rostro. Luego, dijo con voz tranquila:
—Amarradlo a una silla.
Lo rodeamos, intentando conseguir las respuestas. Creí que el anciano
cedería, en especial cuando Jourdain ofreció quitarle la vida. Pero Thorn era
obstinado. Había expuesto que el Cuerno Rojo estaba involucrado, pero
hasta allí llegaban sus confesiones. El único modo de hacerlo hablar sería
continuar golpeándolo y Jourdain no lo aceptaría en absoluto.
—Quiero que ayudes a Luc y a Sean a resolver el acertijo del Cuerno
Rojo —susurró—. Están en el estudio intentando descifrarlo.
Permanecí callado un instante. Jourdain continuó mirándome con
preocupación en los ojos.
—Podría sacarle la respuesta —dije—. Si me lo permitieras.
—No dejaré que te conviertas en eso, Aodhan.
Mi irritación aumentó cuando dije:
—La vida de Brienna depende de esto, MacQuinn.
—No pretendas decirme de qué depende la vida de mi hija —gruñó
Jourdain, perdiendo finalmente la compostura—. No actúes como si fueras
el único que agoniza por ella.
Empezamos a enfrentarnos entre nosotros, pensé mientras observaba
cómo Jourdain me miraba con desdén. Estábamos exhaustos, devastados,
perdidos. Teníamos que entregar la gema. No teníamos que entregar la
gema. Debíamos negociar con Thorn. Debíamos golpear a Thorn. Debíamos
alzar las mangas de todos. No debíamos invadir la privacidad de otros.
¿Qué estaba bien y qué estaba mal?
¿Cómo rescataríamos a Brienna si estábamos demasiado asustados para
ensuciarnos las manos?
Dejé a Jourdain en el pasillo y caminé hasta el estudio a toda prisa, donde
Luc y Sean se encontraban inclinados sobre el mapa, había restos a medio
comer sobre los platos del desayuno, hablando lo que sonaba como tonterías
para mí.
—Dime todos los que tienen rojo —dijo Luc, hundiendo la pluma en la
tinta, listo para escribir.
—Burke tiene rojo —comenzó a decir Sean, analizando el mapa—.
MacFinley tiene rojo. Dermott, Kavanagh y… los Fitzsimmon.
—¿De qué rayos habláis? —pregunté y se detuvieron para mirarme.
—De qué Casas usan el color rojo —respondió Luc.
Caminé hacia la mesa para tomar asiento con ellos.
—Creo que los colores de las Casas son demasiado obvios.
—Entonces, ¿qué supones? —replicó Luc.
—Estás en el camino correcto, Lucas —dije, con tranquilidad—. El color
rojo tiene un significado. Pero lo tiene solo para la Casa a la que pertenece
el Cuerno Rojo.
Luc lanzó a un lado la pluma.
—Entonces ¿por qué hacemos esto? ¡Estamos perdiendo tiempo!
Sean estaba en silencio, buscando una pila de anotaciones que habían
recopilado. Miré hacia allí para leerlas, eran anotaciones sobre cuernos,
dibujos de cuernos, los distintos significados detrás de las melodías que
tocaban con los cuernos. Trompetas, cornetas y sacabuches. Todos
instrumentos. Era evidente que Luc oiría la palabra «cuerno» y pensaría en
un instrumento, dado que era músico.
Pero aquello no era lo que yo tenía en mente.
Estaba a punto de compartir mis pensamientos cuando oí un ruido en el
patio, en el exterior de las ventanas del estudio. Me puse de pie y caminé
hacia ellas para observar.
—Por los dioses —suspiré, mi aliento manchó el vidrio.
—¿Qué sucede, Aodhan? —preguntó Luc, olvidando su furia hacia mí.
Me volví para mirarlo a los ojos.
—Es Grainne Dermott.
Ninguno de nosotros sabía qué esperar cuando Grainne Dermott pidió
hablar con la reina y su círculo de confianza en el estudio de Jourdain. Era
evidente que había cabalgado hasta allí a toda prisa y no perdió tiempo para
cambiar su ropa manchada de lodo antes de reunirse con nosotros.
—Lady Grainne —saludó Isolde, incapaz de ocultar su sorpresa—.
Confío en que todo está bien.
—Lady Isolde —dijo Grainne, sonaba cansada—. Las cosas están como
deberían en Lyonesse y lo digo para tranquilizarla. Su padre está bien y
continúa a cargo del castillo y del resto de los Lannon en el calabozo. He
venido porque oí noticias perturbadoras.
—¿Qué oyó? —preguntó Isolde.
—Que han tomado cautiva a Brienna MacQuinn.
Jourdain se movió con incomodidad.
—¿Dónde oyó eso, Lady Grainne?
Grainne miró a Jourdain.
—La ciudad real hierve con rumores constantes, Lord MacQuinn. No
tuve que recorrer demasiado las calles y las tabernas para oírlo.
Hicimos silencio y me pregunté si Isolde ocultaría la verdad.
—Los rumores parecen ciertos —dijo Grainne—. Porque Brienna
MacQuinn no está aquí.
—Eso no significa que mi hermana haya sido capturada —respondió
Luc, pero hizo silencio cuando Jourdain alzó la mano.
—Es verdad, Lady Grainne. Secuestraron a mi hija durante la noche. No
está con nosotros y tampoco sabemos dónde está cautiva actualmente.
Grainne hizo silencio un instante y luego bajó la voz.
—Lamento sinceramente oírlo. Desearía que no fuera cierto. —Suspiró y
deslizó rápido los dedos entre los rizos de su cabello—. ¿Han encontrado
alguna pista?
Con el rabillo del ojo, vi que Jourdain miraba a Isolde. Se preguntaba si
la reina incorporaría a Grainne al círculo de confianza y yo ya sabía la
respuesta antes de que Isolde hablara.
—Ven y siéntate con nosotros, Grainne —dijo Isolde, señalando las sillas
alrededor de la mesa.
Mientras Jourdain servía té para todos, ella comenzó a contarle a Grainne
la cadena de eventos que había ocurrido y que nos había llevado a ese
momento. Grainne inclinó el cuerpo hacia adelante mientras escuchaba, con
los codos sobre la mesa, recorriendo sin pensar el borde de su taza con los
dedos.
—El Cuerno Rojo —mencionó Grainne y luego resopló—. Dioses. Tiene
que ser él.
—¿Quién? —preguntó Jourdain.
—Pierce Halloran —respondió Grainne.
Su nombre me golpeó como una flecha. Y cuanto más pensaba en la
posibilidad, más seguro estaba de que era correcta.
—¿Pierce Halloran? —espetó Luc—. ¿Ese chico?
—No es un chico —lo corrigió Grainne—. Durante los últimos años, ha
organizado saqueos para aterrorizar a mis súbditos. Brienna me contó que él
intentó aliarse con los MacQuinn y que ella terminó avergonzándolo. Eso la
convirtió en su blanco; él hará lo que sea para vengarse. Y, además, Pierce
Halloran es miembro del clan de la medialuna.
Solo la miramos boquiabiertos.
—¿Brienna no te lo contó? —preguntó, mirándome—. Me dijo durante el
viaje a Lyonesse que vio el tatuaje de la medialuna en la muñeca de Pierce.
Y así fue cómo comenzó la conversación entre nosotras y por qué le conté
lo que significaba el símbolo. Porque no quería que ella no supiera de lo
que Pierce era capaz.
Brienna no nos había contado que Pierce llevaba la marca. Y no estaba
seguro de si eso había sido un descuido o si ella había intentado lidiar con la
amenaza de Pierce por su propia cuenta.
—Pero ¿por qué el Cuerno Rojo? —preguntó Sean, frunciendo el ceño—.
¿Cómo consiguió ese nombre?
Grainne sonrió.
—¿Sabes cuál es el emblema de los Halloran?
—El íbice… —dijo Luc y perdió la voz al comprender por fin, al igual
que todos, que el cuerno correspondía al carnero—. ¡Todo este tiempo creí
que se refería a un instrumento musical!
Grainne nos dio un momento para asimilar todo y unir las piezas que ella
acababa de darnos. Esperó hasta que Isolde la miró a los ojos y luego dijo:
—Lady Isolde. La Casa Dermott le dará su apoyo y le jurará lealtad
públicamente. También traeré a los MacCarey a la alianza, lo cual significa
que las otras dos Casas Mac estarán fuertemente inclinadas a unirse a usted.
Le juraremos lealtad como nuestra reina. Pero lo único que pido es que me
permita liderar el ataque al castillo Lerah.
Isolde parecía enferma. A duras penas reconocí su voz cuando dijo:
—Liderar un ataque contra otra Casa… Necesito estar absolutamente
segura; no debo tener duda alguna de que son culpables.
—¿No lo ve, lady? —susurró Grainne con fervor—. Son culpables. ¡Han
sido culpables durante años y planean derrocarla! Tienen a Brienna
MacQuinn cautiva y es muy probable que estén ocultando a Declan.
Isolde comenzó a caminar por la sala. Había una rara corriente entre
ambas mujeres; parecía el instante previo a una tormenta, frío y cálido a la
vez, reuniéndose en el viento.
La reina finalmente se detuvo ante la chimenea y dijo:
—Todos, dejadnos solas. Por favor.
Comenzamos a salir, pero luego Isolde añadió:
—Aodhan, quédate con nosotras.
Me detuve ante la puerta. Luc me miró nervioso y luego cerró la puerta.
Me giré, permanecí cerca de la pared y observamos como la reina y
Grainne intercambiaban miradas.
—Si permito que lideres el ataque, Grainne… —comenzó a decir Isolde,
pero no terminó la oración.
—Te lo juro, Isolde. No llegará a eso. Solo lo haré con mi espada.
Estaba absolutamente confundido por la conversación. Y no tenía idea de
por qué Isolde había pedido que me quedara. Sinceramente, parecía que la
reina había olvidado mi existencia hasta que alzó la vista hacia mí para
indicarme que me aproximara.
La reina miró a Grainne, quien no hablaba, pero percibí que conversaban
mente a mente. El vello de mis brazos se erizó.
—Aodhan, Grainne es como yo —dijo Isolde—. Tiene magia.
Miré a Grainne y ella presionó los labios como si reprimiera una sonrisa.
—Él ya lo sabe. Lo percibió cuando nos hospedó a Rowan y a mí en el
castillo Brígh.
—No se le escapan muchas cosas —suspiró Isolde.
—Aún estoy de pie aquí —les recordé para romper la tensión—. Aunque
no estoy seguro de por qué me pidió que permaneciera aquí para la
conversación.
La reina tomó asiento en la silla y cruzó las piernas.
—Porque quiero tu consejo. Sobre el ataque. —Alzó su taza, pero no
bebió. Solo la observó, como si sus respuestas fueran a aparecer en la
superficie del líquido—. Grainne posee magia mental. Puede hablar sin
palabras, pensamiento a pensamiento.
Le preocupa que mi magia pierda el control en el ataque.
Me sobresalté cuando la voz de Grainne apareció en mis pensamientos,
tan clara como si hubiera pronunciado las palabras en voz alta. La miré, el
sudor comenzaba a cubrir mi frente.
—La magia se corrompe en batalla —dijo Isolde—. Lo sabemos por
nuestra historia, por la última reina que fue a la guerra con ella y que estuvo
a punto de destruir el mundo. Y me preocupa que se salga de control si
marchamos al castillo Lerah con magia.
—Lady —dijo Grainne, intentando sonar paciente—. Tomaré la fortaleza
con la espada y el escudo. No con magia. Ni siquiera sé cómo usar magia en
batalla. Como hablamos antes, no poseemos los hechizos. ¿Qué puede salir
mal?
Isolde permaneció en silencio, pero percibí sus miedos, sus
preocupaciones. Estaba bien que sintiera eso; no podía negar que yo sentía
lo mismo. Aún había demasiado que no sabíamos sobre la magia.
Pero si Brienna realmente estaba en el castillo Lerah, no vacilaría en
tomar el acero y la armadura y seguir a Grainne allí.
—Me parece tan irónico —susurró la reina—. Prácticamente no puedo
creer que Declan quiera intercambiar a Brienna por la gema. Hace semanas,
le pedí a Brienna que fuera responsable de mí, que me quitara la gema si me
sumía en la oscuridad con la gema. Y ahora que nos han quitado a Brienna,
yo debo decidir qué hacer con la gema.
Grainne y yo permanecimos en silencio, sin saber qué decir.
—¿Quieres entregarle a otro la gema mientras atacamos? —pregunté—.
Podría llevarla por ti, como hizo Brienna, dentro del relicario de madera. La
magia dormiría un tiempo, hasta que el conflicto termine.
—Sí, creo que sería prudente. Pero aún no estamos seguros de que los
Halloran sean culpables —continuó Isolde—. Por mucho que me
desagraden, no puedo liderar un ataque sin pruebas. No puedo hacerlo.
Aodhan, me dijo Grainne. Aodhan, dale confianza. De otro modo, quizás
nunca obtendremos las pruebas necesarias.
No podía alzar la vista hacia Grainne, por miedo a que ella y yo nos
uniéramos en nuestra sed de sangre.
La reina suspiró cansada.
—Necesitamos esperar a que Liam despierte. Cuando haya despertado de
su curación, podrá darnos la confirmación que necesitamos.
Liam no despertaría durante varios días más. Y perderíamos tiempo.
Pero consumí esas palabras, permití que se hundieran como piedras en mi
estómago, junto con mi esperanza.
Los siguientes dos días pasaron miserablemente. El noble Liam aún dormía
y aunque su color y su respiración mejoraban con cada amanecer,
estábamos cada vez más inquietos y recurríamos a caminar por el castillo,
analizar el mapa y entrevistar entre los MacQuinn, con la esperanza de que
alguien hubiera visto algo que pudiera darle a Isolde la confirmación que
ella anhelaba.
Nuestra prueba por fin llegó al final de la tarde.
Estaba sentado con Thorn, intentando persuadirlo para hablar, cuando
Isolde apareció en la entrada.
—Aodhan.
Me volví hacia ella. Cuando permaneció en silencio, me puse de pie y me
uní a ella en el pasillo.
—El noble Liam ha despertado —susurró—. Es como Grainne
sospechaba. Pierce Halloran y cuatro de sus hombres están en falta.
—Entonces, tenemos una justificación —dije.
La reina asintió, sus ojos eran oscuros como dos obsidianas.
—Planeemos el ataque.
Reunimos rápido a los otros alrededor de la mesa de Jourdain con vigor,
con cuencos de guiso y una botella de vino, y comenzamos a organizar
nuestros próximos pasos.
Sean dibujó un diagrama del castillo Lerah para que lo analizáramos. Él
había ido allí múltiples veces antes con su padre y había estudiado su diseño
cuando era un niño porque era, por desgracia, una de las fortalezas más
antiguas y maravillosas de toda Maevana.
Observé mientras él dibujaba las cuatro torres, la puerta, el recinto
central, que era una extensión de césped entre los muros internos y
externos, y la fosa que sería nuestro mayor desafío. Luego, procedió a
etiquetar las torres: la del sur era la prisión, donde estaría Brienna, la del
este era la armería y la del norte y del oeste eran las habitaciones de
huéspedes y la de los familiares, donde Declan y los niños probablemente
estaban.
—Hay dos puertas que yo sepa —explicó Sean—. La puerta externa y la
trasera al norte. Solo he entrado a la fortaleza a través de la externa por el
puente levadizo. Si entráramos desde esa dirección, cabalgaríamos a través
del recinto central, pasaríamos la portería y nos adentraríamos en el patio.
Aquí hay un jardín, los establos, la capilla, la panadería y así
sucesivamente. El salón principal está aquí.
—¿Qué más puedes decirnos sobre la prisión en la torre? —pregunté,
mirando el dibujo torcido en el pergamino—. ¿Cómo sacaremos a Brienna?
Sean suspiró, mirando el dibujo.
—Si Brienna está en esa prisión… bueno, creo que si conseguimos
atravesar la primera hilera de guardias, podríamos llegar al muro del
parapeto. Después de rescatarla, podrías o bajar por la escalera al recinto
interno, que estará atestado de personas, o escalar por el muro hasta el
recinto central y quizás escabullirte hasta la puerta trasera al norte o incluso
a la torre de la armería.
—¿Por qué a la armería? —preguntó Isolde.
—Porque hay una forja allí —respondió Sean, dibujando una línea de
tinta en su mapa—. La llaman «línea de fragua». Y las fraguas necesitan
agua, ¿cierto? Podría prácticamente garantizar que habrá una puerta en el
muro externo que lleve a la fosa, para que los aprendices vagos del herrero
puedan buscar agua allí en vez de bajar todo el camino hasta el recinto
interno, donde está el pozo.
Hicimos silencio, asimilando su sabiduría, cuando Sean rio de pronto,
alzando los dedos a través de su cabello, lo cual dejó un rastro de tinta en su
frente.
—Por los dioses. Por supuesto. —Cruzó los brazos, asintiendo mientras
miraba el dibujo del castillo—. El castillo Lerah está construido con piedras
rojas. El Cuerno Rojo.
Nuestro plan cambió al mayor desafío: atravesar la fosa.
—Necesitamos una forma de bajar el puente —dijo Luc.
—Las tejedoras. —La respuesta repentina de Jourdain captó nuestra
atención—. Cada mes, mis tejedoras entregan lana y lino allí.
—¿Ya han hecho la entrega este mes? —preguntó Isolde—. ¿Estarían
dispuestas a conducir el carro de entrega para que podamos entrar
escondidos?
—No estoy seguro. Le preguntaré a Betha. —Jourdain se marchó con
rapidez y mientras no estaba, continuamos analizando el mapa, terminamos
la cena, y cesamos de planificar hasta su vuelta.
Volvió diez minutos después.
—Betha ha accedido a la entrega. Dice que puede ocultarnos a cuatro en
la parte trasera del carro.
—Entonces, ¿quiénes iremos? —preguntó Luc.
—Creo que Aodhan, Lucas, Sean y yo debemos ir en el carro —dijo la
reina—. Sean y Lucas estarán a cargo de bajar el puente. Aodhan capturará
a Declan y yo liberaré a Brienna. Grainne, tú y tus fuerzas esperarán aquí.
—Señaló un bosque pequeño en el mapa—. Escondida en este bosque es
donde tienes una vista directa del puente. Jourdain esperará aquí con treinta
hombres y mujeres de armas... —Señaló las arboledas, el terreno norte del
castillo—... con un carro para transportar a Brienna y a los dos niños
Lannon de vuelta a Fionn inmediatamente.
La asignación de Isolde me resultó extraña, que ella fuera a rescatar a
Brienna mientras yo me ocupaba de Declan. Creí que sería al revés, y me
pregunté si ella asignaba aquel instante por mí, si me otorgaba permiso para
matar a Declan Lannon.
Me miró a los ojos, pero en aquel momento breve, nuestros pensamientos
se alinearon. Sin duda estaba dándome la oportunidad de cumplir con mi
venganza. Y quizás había algo más, algo relacionado a Brienna. Si Brienna
había sido torturada, ¿sería yo capaz de sacarla a salvo o me haría trizas al
verla?
No estaba seguro; con sinceridad, ni siquiera podía contemplar la idea.
—Lord MacQuinn —continuó la reina, mirando a Jourdain—, le pido
que cuide la Gema del Anochecer por mí durante este ataque, que la lleve
dentro del relicario que Brienna una vez usó y que me lo entregue cuando la
violencia haya terminado.
Ella ya había hablado sobre ello con Jourdain. Lo notaba porque él no
parecía en absoluto sorprendido. Colocó la mano sobre el corazón para
indicar su obediencia.
—Lady Grainne —dijo Isolde, ahora dándole órdenes a la mujer a mi
lado—. Le daré esta oportunidad para atacar el castillo, porque sé cuánto
han sufrido sus súbditos en manos de los Halloran. Dicho todo esto, solo le
pido una cosa. Si derrama sangre, solo será la de aquellos que la han dañado
directamente. Que protegerá a las mujeres y niños Halloran que son
inocentes en este asunto y que se verán envueltos en una batalla repentina.
Los ojos de Grainne brillaron bajo el fuego. Colocó la mano sobre su
corazón y dijo:
—Se lo juro, lady. Si alguien cae bajo mi espada, será Pierce Halloran y
sus secuaces del clan de la medialuna. Nadie más.
La reina asintió.
—Lord MacQuinn, ¿cree que sus tejedoras podrán proveernos con
rapidez de ropa de Halloran? Pueden ser chales sencillos color azul marino
y oro, porque creo que los colores solo bastarán para que nos mimeticemos
una vez que Aodhan y yo entremos en el castillo.
—Sí, lady —dijo Jourdain—, le… —Abrieron la puerta de par en par y
nos sobresaltamos.
Era una joven. La reconocí como la joven que había estado llorando
cuando habíamos llegado a Fionn.
Sus mejillas estaban sonrojadas, sus ojos rojizos. Había furia y asombro
en su mirada mientras observaba a Jourdain.
—¿Neeve? —Jourdain se puso de pie, perplejo—. ¿Qué ocurre, joven?
—Milord —susurró Neeve, acercándose a él. Tenía un pergamino en la
mano, arrugado sobre el corazón—. Quiero ser una de las tejedoras que
vaya a castillo Lerah.
—Neeve, no puedo permitirte ir —dijo él—. Es demasiado peligroso.
Neeve hizo silencio y luego me miró.
—No le estoy pidiendo permiso para ir a Leah —dijo ella con voz
temblorosa—. Estoy informándoselo. Iré a Leah y seré la que saque a
Brienna de la torre.
Sostuve su mirada un instante, pero bajé los ojos hacia los papeles en sus
manos. Reconocí la caligrafía de Brienna en ellos. El mero hecho de verlo
hizo que todo avanzara despacio a mi alrededor, como si el tiempo hubiera
parado.
—¿Por qué debes ir, Neeve? —susurré y me puse de pie para apartarme
de la mesa y acercarme a ella. Intenté leer las palabras de Brienna, palabras
que Neeve había manchado con sus lágrimas.
Comenzó a llorar.
No sabía qué hacer, cómo consolarla. Jourdain parecía atónito e Isolde se
puso de pie y se acercó a la chica. Pero antes de que la reina llegara a ella,
Neeve secó sus ojos y me miró de nuevo, con determinación.
—Lord Aodhan. —Neeve me entregó lentamente los papeles, sabiendo
que anhelaba leer las palabras—. Brienna es mi hermana.
27
Brienna
Espadas y piedras
Territorio de Lady Halloran, castillo Lerah
Cuando amaneció, subí a la parte trasera del carro con Luc y Sean. Nos
recostamos unos al lado de otros, observando a Neeve y Betha colocar
rollos de lino y lana sobre nosotros hasta quedar ocultos. Era un espacio
reducido e incómodo y teníamos horas por delante; yo ya sudaba, mi
corazón latía a un ritmo nervioso. Inhalé con profundidad para apaciguar mi
mente, para tranquilizar la tensión en mi cuerpo.
Esto funcionaría. Nuestra misión no fracasaría.
Escuché como Neeve y Betha subían al lugar del cochero; el carro
comenzó a moverse hacia adelante. Jourdain, Isolde y un grupo reducido de
guerreros MacQuinn nos seguirían desde una distancia segura. Y Lady
Grainne había salido dos días antes, para reunir sus fuerzas. Al llegar la
noche, todos nos encontraríamos en el castillo Lerah.
Ninguno hablaba, pero oía la respiración de los demás mientras el carro
continuaba saltando y sacudiéndose en el transcurso de la mañana. El
silencio me dio tiempo para asimilar la verdadera identidad de Neeve. Pensé
de nuevo en las palabras de Brienna, en el informe que había escrito para el
mozo de cuadra MacQuinn, el que Neeve nos había entregado llorando. «Y
cuando Allenach comprendió que su hija no moriría, sino que llevaría sus
cicatrices como un estandarte orgulloso, de pronto se comportó como si la
niña no fuera de él y la dejó con las tejedoras para que la criaran como
propia».
No podía creer que Brienna tuviera una media hermana. Sin embargo,
cuando miraba a Neeve, comenzaba a ver las similitudes entre las dos. Las
dos mujeres habían salido a sus madres y tenían la misma sonrisa, el mismo
corte de mandíbula. Caminaban con la misma elegancia lánguida.
Y Sean… Sean prácticamente se había desmayado cuando había leído el
informe. En cuestión de un mes turbulento, había perdido a su padre y a su
hermano, había conseguido el título de lord y luego había descubierto que
tenía dos hermanas. Había llorado sin parar cuando él y Neeve se habían
abrazado.
Era cerca del mediodía cuando el carro se detuvo inesperadamente. Miré
a Luc, quien estaba a mi lado. Él abrió los ojos de par en par, el sudor
cubría su sien. Ambos esperamos para descubrir por qué Betha había
detenido el carro…
—¿Qué es esto? —preguntó con desdén una voz masculina.
—Somos tejedoras MacQuinn —respondió con calma Betha—. Tenemos
una entrega para Lady Halloran.
Otro hombre habló. No pude discernir qué dijo, pero supe que no era
bueno.
—¿Por qué deben revisar el carro? —dijo Neeve, su voz atravesó las
telas cuando evidentemente repitió lo que el hombre había dicho para
advertirnos—. Entregamos lino y lana todos los meses.
Moví la mano despacio, hasta mi cintura, donde tenía enfundada la daga.
Le indiqué con la cabeza a Luc y Sean que hicieran lo mismo.
Oí el crujir de las botas que se aproximaban. Los rollos de tela
comenzaron a moverse sobre mí directamente; un haz de luz encontró mi
rostro. Salté hacia adelante antes de que el guardia Halloran me viera, con
la intención de hundir la daga directo en su garganta. Cayó hacia atrás,
maldiciendo, pero yo lo había sujetado y lo mantuve en el suelo mientras
que Luc y Sean enfrentaban al otro guardia. Eran solo dos y el camino ante
nosotros estaba vacío, pero el vello en mis brazos se erizó; me sentía
expuesto.
—Rápido —dije—. Conduce el carro hasta los árboles, Betha. Sean,
llévate los caballos de los Halloran.
Arrastré a mi guardia Halloran hasta el bosque y Luc me siguió con el
otro.
Cuando estuvimos bajo la protección de los árboles, amordazamos y
amarramos a los guardias, preguntándonos qué hacer con ellos.
Pero luego pensé… ¿por qué debemos escondernos en el carro cuando
dos de nosotros podríamos vestir sus armaduras y andar en sus caballos?
Luc compartió el mismo pensamiento, porque se acercó a mí y susurró:
—Deberíamos entrar a caballo en Lerah.
Antes de que pudiera responder, Sean había dejado inconscientes a
ambos guardias. Les quitamos las armaduras y luego Luc y yo nos
vestimos. Parecíamos Halloran con las túnicas azul marino, las capas
amarillas y la armadura de bronce con el íbice bordado en el pecho.
—Luc y yo les haremos de escoltas —le susurré a las mujeres mientras
colocaba el yelmo del guardia sobre mi cabeza—. En cuanto lleguemos al
patio del castillo, ayudaremos a Sean a descender del carro sin ser visto.
Betha asintió y subió de nuevo al carro mientras que Neeve ocultaba otra
vez a Sean debajo del lino. Luc y yo amarramos a los guardias
inconscientes a unos árboles.
Nuestro grupo salió de nuevo a la luz y tomamos el camino delante de
nosotros. Todo ocurrió muy rápido, en cuestión de minutos. Y si bien ahora
quería decirle a Betha que avanzara más rápido con el carro, sabía que aquel
pequeño retraso funcionaría a nuestro favor.
Llegamos al puente levadizo de hierro del castillo Lerah al caer el sol, el
atardecer era como un velo protector sobre nosotros mientras nos
deteníamos delante del edificio circular de la fosa.
Era tal cual Sean lo había descrito: una fortaleza formidable sobre una
colina, protegida por una fosa amplia. Mis ojos recorrieron las cuatro torres
y se detuvieron finalmente en la torre al sur, la que estaba cubierta por el sol
poniente, en donde estaba Brienna.
Y al este, vi los árboles a lo lejos, donde Jourdain y su ejército estarían
esperando y podía oler el bosque a mis espaldas, una mezcla de roble, moho
y tierra húmeda. Resistí la tentación de mirar hacia atrás a ese bosque,
sabiendo que Lady Grainne y sus guerreros estaban ocultos en las sombras,
observando, esperando.
Un guardia apareció en la entrada del edificio, con antorcha en mano y
nos miró. Neeve y Betha vestían chales sobre su cabeza, pero un destello de
pánico repentino me invadió.
El guardia entró de nuevo al edificio y le dio una señal a quienes estaban
a cargo del puente.
Observé que el puente descendía, las cadenas de hierro tintineaban hasta
que el puente estuvo completamente bajo, extendido ante nosotros con una
invitación oscura. Betha movió las riendas y el carro comenzó a avanzar
sobre la madera y el hierro. Luc y yo las seguimos, los cascos de los
caballos sonaban vacíos, el agua estaba plagada de estrellas debajo de
nosotros.
No me atrevía a tener esperanzas. Aún no. Ni siquiera cuando
atravesamos la puerta, que flotaba sobre nosotros como los dientes oxidados
de un gigante. Ni siquiera cuando pasamos por la extensión de césped en
mitad de la galería, o cuando dejamos atrás la entrada. Aún no tenía
esperanzas ni siquiera cuando Betha llevó el carro al recinto interno e
inmenso iluminado de antorchas.
Era tal como Sean lo había descrito. Apenas podía ver los jardines
adelante; olía la levadura de la panadería en algún lugar a mi derecha. Oía
el martilleo de una forja distante, probablemente al este, y los caballos
relinchando en el establo. Sentía la altura de los muros a nuestro alrededor,
piedra roja tallada junto al arco de las puertas y las rajaduras diminutas de
las ventanas, brillando con vidrios divididos con parteluz. Y, sin embargo,
¿dónde debíamos entrar? ¿A dónde debíamos llevar las telas?
Intercambié una mirada con Luc, apenas podía distinguir sus ojos bajo la
luz del fuego.
Él desmontó primero, cuando el mozo de cuadra salió del establo para
guardar nuestros caballos. Los establos estaban detrás de nosotros, en la
base de la torre sur. La torre de la prisión. Y giré el cuello para mirarla una
vez más, para evaluarla.
—Llevaré su caballo, señor.
Desmonté, mis rodillas latieron ante el impacto y le entregué el caballo al
joven. Neeve ya había bajado del carro y estaba preparándose para mover
los rollos de tela para que Sean pudiera salir con discreción. Caminé junto a
ella mientras mantenía uno de los rollos en alto. Sean cayó sobre los
adoquines sin hacer ruido y cubrió su cabeza con un chal azul marino para
ocultar su rostro.
—La torre sur está allí, a nuestras espaldas —le susurré a Neeve.
Ella miró por encima del hombro, percibiendo de pronto la imposibilidad
de la situación. Estaba a punto de entrar a una torre y luego escapar con una
prisionera.
—¿Puedes hacerlo? —pregunté.
—Sí —respondió, casi con brusquedad.
—Rápido, sujeten un rollo de tela y entremos allí —dijo Sean,
interrumpiéndonos. Él y Betha ya tenían uno de lana en los brazos. Neeve y
yo también nos dimos prisa en alzar el lino y seguimos a Sean hasta una
entrada abierta, al límite de los establos.
Nos llevó a un pasillo que iba de la torre sur a la torre este, la luz de las
antorchas siseaba en sus bases de hierro. Necesitaba llegar al otro lado del
castillo, a los pasillos que iban de oeste a norte. Sin embargo, cuando Sean
y Luc se separaron en dirección a la entrada, noté que no podía abandonar a
Neeve y a Betha.
—Debe irse, milord —susurró Neeve.
—Permíteme al menos ayudarte a entrar a la torre —respondí.
Neeve parecía querer protestar:
—Rápido, viene alguien.
Nos dirigimos a la puerta más cercana y atravesamos la puerta trasera de
la panadería. Al principio, palidecí al pensar que acabábamos de cometer un
grave error, que los tres quedaríamos expuestos. Pero nos habíamos topado
con una habitación vacía. Había una mesa larga cubierta de harina, hogazas
de pan levando sobre piedras calientes, estanterías con cuencos de cerámica
y sacos de harina. No había nadie, aunque oía a los panaderos riendo en la
sala contigua.
Había una bandeja con pastelitos recién horneados. Apoyé mi lino, sujeté
un plato de madera y coloqué tres pastelitos sobre él. También me hice con
un cuenco pequeño con miel y el vaso de cerveza que alguien olvidó y lo
puse entre los pastelitos.
—¿Qué haces? —siseó Betha.
—Confía en mí —dije y abrí de nuevo la puerta hacia el pasillo.
Betha resopló, sujetó el lino que yo había dejado y los tres comenzamos a
caminar hacia el sur. En un momento, el pasillo se dividía, una mitad subía
en una escalera en espiral.
Comencé a ascender, las mujeres a mi sombra, el plato de cena
espontánea temblaba en mis manos.
Llegamos al descanso que tenía salida al sendero del parapeto, tal como
Sean había descrito. La puerta de la torre debía estar cerca y salí, el aire
apestaba por los establos debajo. El olor a estiércol me hizo pensar en que
una vez había estado oculto debajo de él, en que la pila de excremento había
salvado mi vida. Caminé hasta el borde del parapeto, siguiendo el hedor, y
encontré la pila de estiércol situada en el recinto, en el terreno entre los
muros.
—Si debes saltar desde este muro —le dije a Neeve—, apunta allí.
Neeve asintió.
—Y allí está la puerta. —Señaló la torre, donde había una puerta cubierta
de hierro en la pared, oculta en las sombras. No estaba custodiada, lo cual
me sorprendió. Hasta que vi una patrulla caminando por el parapeto y que
estaban a punto de toparse con nosotros.
—Que los dioses se apiaden —susurró Betha y creí que se refería al
guardia que se aproximaba hacia nosotros hasta que oí el ruido a guijarros
sueltos.
Alcé la vista hacia la torre y vi nada más y nada menos que a Keela
Lannon escalando el muro. Seguía una enredadera que había brotado en el
concreto entre las piedras, trepando desde la almudena hasta la única
ventana en el muro de la torre de la prisión. Y supe en aquel instante que
Keela debía ir en busca de Brienna, que Keela era el faro que debíamos
seguir.
—Esa es tu entrada —le dije a Neeve—. Date prisa y síguela.
Neeve ni siquiera vaciló. Lanzó su lino sobre el parapeto, sobre la pila de
excremento y se apresuró a seguir el camino de Keela. Betha fue quien
emitió un sonido de perplejidad.
—No seré capaz de escalar eso —afirmó la tejedora, su rostro rojizo
empalideció mientras observaba a Neeve esforzarse por hacer su primer
paso escalonado.
—No, así que debes permanecer aquí, como distracción —dije y le
entregué la bandeja de comida mientras sujetaba su lino y su lana.
Dejé caer los textiles sobre la pila de excremento al igual que Neeve lo
había hecho y luego observé mientras Betha caminaba con la cena hacia el
guardia. Y luego, permanecí en las sombras, observando cómo Neeve
continuaba escalando. Keela ya había desaparecido por la ventana, sin saber
que estábamos allí, que estábamos siguiéndola.
Esperé hasta que Neeve llegó a la abertura en la piedra y se impulsaba
para entrar al pasillo de la torre. La ventana pareció tragarla hasta que vi su
rostro, pálido como la luna, mientras me saludaba.
Solo entonces tuve esperanzas, solo entonces me moví.
Me adentré al pasillo sur, lo seguí hasta el ala oeste del castillo. Cuando
oí el ruido familiar del puente descendiendo, comencé a correr, mis botas
golpeaban las piedras a través de las sombras. Oí los primeros gritos de
alarma y me detuve lo suficiente para mirar por la ventana más cercana que
me permitía ver el puente.
El puente levadizo estaba completamente extendido y Grainne y sus
soldados entraban, la luz de la luna brillaba sobre el acero de sus pecheras,
las estrellas iluminaban sus espadas. Eran silenciosos; se movían como uno,
como una serpiente deslizándose sobre el puente.
Llegué a la torre oeste cuando los gritos comenzaron a salir de la entrada.
Lo sentí en las piedras: la perplejidad, el escalofrío del ataque que tenía
lugar.
Desenfundé mi espada y comencé a subir las escaleras de la torre en
busca de Declan Lannon.
29
Brienna
Sujétate fuerte
Territorio de Lady Halloran, castillo Lerah
Cartier:
Siento que debo recuperarme durante unos días más. Te mandaré a llamar
cuando esté lista para verte.
Brienna
Aodhan:
Noviembre de 1566