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!ojalá Siempre Fuese Navidad! - Atenea Winter

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Copyright © 2022 Atenea Winter.
Todos los derechos reservados.
 
 
Título: ¡Ojalá siempre fuese Navidad!
Autor: Atenea Winter @atenea_winter_escritora
Corrección y maquetación de @_romanticascorreccion
Diseño de cubierta: Nerea Pérez Expósito de www.imagina-designs.com
ISBN: 9798360693994
Depósito legal: M-25952-2022
 
 
 
 
 
 
 
Primera edición del libro: noviembre 2022
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión,
copiado o almacenado, utilizando cualquier medio o forma, incluyendo gráfico, electrónico o mecánico, sin la autorización
expresa y por escrito de la autora, excepto en el caso de pequeñas citas utilizadas en artículos y comentarios escritos acerca del
libro. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y
siguientes del Código Penal).
 
Esta es una obra de ficción. Los nombres, situaciones, lugares y caracteres son producto de la imaginación de la autora, o son
utilizadas ficticiamente. Cualquier similitud con personas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones es pura
coincidencia.
 
Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright.
 
 
 
 

A la persona más importante de mi vida, a ti papá.


GRACIAS por haber sido SIEMPRE el mejor padre del mundo.
 

Contenido
PRÓLOGO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 32

CAPÍTULO 33

CAPÍTULO 34

CAPÍTULO 35

CAPÍTULO 36

CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38

CAPÍTULO 39

CAPÍTULO 40

CAPÍTULO 41

EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

LISTA DE CANCIONES

 
 
 
 
PRÓLOGO

 
 
 
 
 
Cuando me bajé del coche y mis pies pisaron por primera vez Montaves
fue especial. Tuve la sensación de que quería quedarme para siempre. No
podría explicar con palabras lo que sentí, pero probablemente fuera algo
parecido a paz y tranquilidad, mezclado con ilusión y emoción por lo que
estaba por vivir, y eso que no sabía ni la mitad de todo lo que iba a suceder
en tierras sorianas.
Nos disponíamos a pasar una Navidad de ensueño en familia, en un
entorno idílico, al más puro estilo postal navideña: nos esperaba una
preciosa casa rural en mitad del campo, en una zona donde nevaba un día sí
y otro también; y dentro de un pueblo que se llenaba de luces, color y
alegría en esas fechas tan señaladas.
Entre nuestros planes para esas vacaciones estaba el hacer muchísimas
galletas de jengibre y dulces típicos navideños, tomar chocolate con
nubecitas hasta reventar, competir en concursos de decoración de pinos de
madera, recibir a Papá Noel y a los Reyes Magos, además de cantar
villancicos hasta quedarnos sin voz.
Eso era lo previsto. El resto, el cuento del príncipe azul, me sobrevino de
repente. ¡Si me hubieran contado antes de llegar al pueblo todo lo que iba a
suceder en esos quince días, no lo hubiese creído!
¡¿Quién me iba a decir a mí que unas vacaciones de Navidad iban a dar
un vuelco así a mi vida?!
Y no solo a la mía, sino a la de mi madre, a la de mi hermana, a la de
Maritere y a la de Fran, de paso, también. Sí… Fran, el nombre de mi
pequeña tortura particular durante aquellas vacaciones, pero también el
nombre del único hombre que había significado algo importante en mi vida.
Sin duda, la magia de la Navidad nos hizo vivir esos días dentro de un
perfecto cuento navideño que se había prolongado durante demasiado
tiempo y que, aún en ese momento, no tenía escrito un final.
Y pensando en el príncipe azul desteñido y en el final del cuento estaba
yo, casi cuatro años después de aquella Navidad de la que os hablaba,
cuando me tumbé en el sofá frente a la chimenea para intentar poner en
orden mis ideas y decidir qué hacer con mi vida.
Al día siguiente salía de viaje, nuevamente en las fechas más mágicas
del año, para cumplir un sueño: conocer Alsacia en Navidad; y lo iba a
disfrutar al máximo porque, hasta llegar ahí, habían pasado demasiados
años y muchas cosas.
Había vivido momentos inolvidables y muchos otros que ojalá pudiese
borrar, pero ante todo tenía claro que pasase lo que pasase nunca me iba a
arrepentir de lo vivido aquella Navidad del año dos mil quince… Solo
esperaba que ese viaje me sirviese para ver las cosas con otra perspectiva.
Estaba tan cómoda allí tumbada, al calorcito, con el único sonido del
crepitar incesante de la chimenea, que cerré los ojos para echar la vista atrás
y recordar lo que había dado de sí todo ese tiempo…
 

CAPÍTULO 1
 
Años atrás, 2015
 
CARLOTA
 
Un buen día, mi madre y yo nos levantamos y nos encontramos pegado
en la nevera un diminuto Post-it escrito por mi padre, donde anunciaba que
nos abandonaba. ¿Os lo podéis creer? Yo tampoco podía. Y menos de esa
manera tan ruin.
Carmen, o lo que es lo mismo, la madre que me parió, pasó de no dar
crédito a lo que estábamos leyendo en aquel papelillo a un estado de furia
incontrolada que acabó con unos cuantos platos estrellados contra el suelo;
sus trofeos de pesca —que colgaban de las paredes— tirados a la basura y
las camisetas de su equipo de fútbol hechas jirones con las tijeras de
arreglar el pescado, que cortaban igual que el hacha de un leñador. Le
sugerí dejarlas para trapos de limpiar los cristales, pero no quiso. Estaba tan
dolida, después de toda una vida juntos, que prefería destrozar sus cosas…
y yo, para qué íbamos a engañarnos, también lo estaba, así que la dejé hacer
y desfogar hasta que se quedase tranquila.
Aunque para mi madre no fue suficiente con destrozar sus cosas en el
ataque… No podía reaccionar. Solo repetía que no podía ser verdad y pasó
varios días convencidísima de que iba a volver. No quiso escucharme, ni a
mí ni a nuestra vecina y amiga Maritere —Marite como yo la llamaba—,
que era como de la familia, cuando le decíamos que no iba a regresar. Ella
nos decía que sí, que se iba a arrepentir y en algún momento, cuando menos
lo esperásemos, aparecería por la puerta…, pero, mientras tanto, los días
pasaban y ni rastro de él.
Ni una llamada a mi móvil, ni preguntar cómo se lo había tomado mi
madre… Nada. Casi que lo prefería, porque, así como Carmen iba
deprimiéndose cada día más, mi enfado con él iba in crescendo. Sin darme
cuenta empecé a tener rabia contra él. No quería ni mencionarlo ni pensarlo,
porque tuviese discusiones con mi madre o no, pasase lo que pasase, lo
normal entre matrimonios era hablar las cosas o incluso divorciarse, cosa
que yo hubiera aceptado y entendido a la primera porque, para estar mal
como estaban, mejor no estar juntos.
¡Joder! Era mi padre y se había largado dejándonos tiradas.
Su marcha no fue algo que me pillara por sorpresa, ya que las broncas
cada vez se sucedían más a menudo por chorradas, pero nunca pensé que mi
padre se fuera a ir así. Sin una explicación o un beso de despedida. Vamos,
que dejar una nota en la nevera casi que quedaba peor que no hacerlo. Era
verdad que por cualquier cosa saltaba la discusión y la casa se había
convertido en los últimos meses en un polvorín. Noté que él estaba harto de
la situación, pero no hice nada. Callé y me limité a actuar como si no pasara
nada. Sin darme cuenta —o sí—, yo salía cada vez más con mis amigos de
toda la vida, o con quien se terciase, y estaba menos en nuestro «hogar
dulce hogar». Había regresado de estudiar la carrera y de hacer las
prácticas, no había conseguido trabajo al terminarlas, por tanto, estaba en
una etapa nini y me dedicaba a vivir el día a día y a disfrutar.
¡Qué fácil hubiera sido si hubiesen hablado los problemas, coño! Eso sí,
el sufrimiento que pasó mi madre todo ese tiempo, jamás se lo iba a
perdonar.
Con su marcha, no solo había perdido a su mujer, sino también a su
hija… la que había sido la niña de sus ojos. Al igual que a su otra hija, Tina,
y al resto de su familia.
Éramos dos hermanas, aunque en casa, con ellos, solo vivía yo. Tina se
fue a Madrid, hacía más años que el sol y se compró un adosadito a las
afueras con su marido, Borja, donde seguían viviendo con sus tres retoños.
Una niña, Alejandra, que era mi debilidad y dos malandrines adorables,
Carlitos y Javi, que no paraban de hacer trastadas y eran como nariz y
moco, todo el día pegado el uno al otro.
El caso es que el abandono se convirtió en un hecho. No había vuelto ni
se le esperaba ya por parte nuestra, salvo mi madre, que convirtió en
costumbre sentarse en el sofá con el teléfono en la mesita de al lado por si
la llamaba o mirando hacia la puerta, para verlo llegar.
Estaba claro que estaba convencida de que iba a volver y vivía pegada al
sillón para verlo aparecer, de frente, arrepentido. Me cansé de intentar que
entrase en razón y convencerla de que, lo que tanto esperaba, no iba a
suceder.
Pasaban las semanas y todo seguía igual, por lo que decidí que había que
terminar con esa situación porque, si no, iba a acabar enfermando y
volviéndome loca a mí de verla así… 
Ya que no tenía mucho que hacer intenté dedicarme a cansarla,
llevándola de un lado a otro, para que reaccionara y quisiera recuperar su
vida y sus libros, porque mi señora madre escribía.
Y no cualquier cosa, sino las novelas de amor más bonitas que yo había
leído nunca, pero no estaba por la labor de escribir dos letras seguidas.
Se negaba, alegando que su inspiración era el amor y, por lo tanto, se
había esfumado con su marido. No quería hacer nada, tan solo esperar. Y yo
rezaba porque por lo menos le volviera, ya que mi padre no lo hacía, y así
ella pudiese salir del letargo y recuperar su vida normal.
Mi madre me inculcó el amor por los libros, por la escritura y por ella
me hice periodista. En aquel momento, algunas voces me dijeron que era
una carrera sin salidas, pero ella me apoyó a estudiar lo que de verdad
quisiese para que, ante todo, fuera feliz. Y justo el año anterior había
terminado la carrera y había dejado Pamplona para regresar al hogar
familiar, tras mis prácticas y meses buscando trabajo, sin éxito.
El «ya te lo dije» de mi padre me retumbó en los oídos durante muchos
días a todas horas, pero no me di por vencida. Otra cosa no, pero a
cabezona no me ganaba nadie y a soñadora, tampoco. Guardaba mil ideas
en un viejo cuaderno para escribir varios libros si la cosa se ponía fea y no
conseguía encontrar un trabajo que me diese para mantenerme.
Mi sueño de niña era escribir novelas románticas —veía muchas
telenovelas con mi abuela y me encantaban— y, además, tener un programa
de radio con entrevistas a personajes del mundo del corazón cosa que,
obviamente, no es que fuese a ser fácil, sino que era bastante inviable. Con
el paso de los años, los sueños habían ido cambiando y me veía trabajando
en cualquier canal, periódico o revista, pero eso… trabajando.
Hasta el momento no había tenido suerte y ahí estaba yo, otra vez en
casa, a la espera de que llegase esa oferta de trabajo que me iba a llevar a
tener la vida que quería: en cualquier lugar fuera de Toledo, mi ciudad,
ganando una pasta gansa, con un novio perfecto —mi príncipe azul de
cuento, por supuesto— y con mis amigas saliendo a diario, como las cuatro
de Sexo en Nueva York, para poner a parir a los hombres, hacer viajes y
locuras varias.
Todo cambió y, al desaparecer de la escena mi padre, nos quedamos mi
madre y yo en casa, solas, sin oficio ni beneficio y en un ambiente
totalmente gris, apagado —que parecía mentira porque si había un rasgo
que a mí me definía era la alegría— y triste, donde los días iban pasando e
íbamos a peor.
Quedaban apenas un par de meses para Navidad, el panorama era de
película de terror y me molestaba porque parecía que mi padre lo había
hecho aposta para fastidiárnosla.
Un lunes encontré las fuerzas suficientes para tirar de mi madre y sacarla
a pasear por ahí. Era uno de esos días de octubre que daba gustito salir,
porque no hacía frío, pero tampoco calor. Hicimos muchos recados
atrasados y después nos tomamos el aperitivo en una terraza, viendo pasar
gente y más gente, todos felices y contentos.
Se nos sumó Maritere, que venía de comprar y, al vernos, no pudo evitar
sentarse con nosotras un rato. Porque a nuestra querida vecina no la ganaba
nadie en el arte del cotilleo. Sus orejas eran como dos antenas 5G que
llegaban hasta el infinito y más allá, pero a su vez tenía un corazón que no
le cabía en el pecho y siempre había estado ahí para nosotros. Más cuando
éramos pequeñas, que los abuelos estaban en el pueblo y cuando mis padres
no podían cuidarnos, ahí estaba ella. Con el paso del tiempo se convirtió en
una más de la familia.
Volviendo al momento, ahí estábamos, pensando en lo distinta que iba a
ser la Navidad sin él este año. «¡Cómo íbamos a extrañarlo!». Ninguna lo
dijo, aunque las tres sabíamos lo que se cocía en nuestras cabezas. Porque
en esas fechas era cuando más se notaban las ausencias y los que más lata
daban era a los que luego más se echaba de menos.
Y a saber dónde cojones estaba él, porque a mí nadie me quitaba de la
cabeza que se había ido al sur a vivir la vida y apurar sus últimos años en
activo, mientras se ponía las botas comiendo marisquitos y quién sabe, tal
vez igual hasta le echaba el ojo a alguna veinteañera con ganas de jarana,
que parecía ser que era lo que se había puesto de moda entre los
cincuentones.
Sumida en mis pensamientos, me fui calentando yo sola.
 
—¡A saber en qué piensas, hija! Vaya cara de mala baba estás poniendo
—dijo Maritere, que en ocasiones era imprudente como ella sola.
—No quieras saberlo, Marite —respondí.
—Sí, sí, cuéntanoslo, que, sea lo que sea, será mejor que estar aquí
calladas como tres momias.
—Estaba pensando en hacer un viaje. Me parece que sería increíble
pasar la Navidad fuera de casa —me inventé yo.
—Bah, todos los años tu hermana y tú lo decís y al final… ¡naranjas de
la china!, y aquí nos quedamos —replicó ella.
 
Y conforme lo estaba diciendo me pareció que había llegado el momento
de llevar a cabo ese plan que siempre nos había parecido genial, pero que,
por unas cosas u otras, nunca habíamos hecho.
La abuela y mi padre eran únicos para abortar cualquier idea que
propusiésemos en esas fechas, pero como ese año no estaban ninguno de los
dos, ya teníamos vía libre para hacer y deshacer a nuestro antojo Tina y yo.
Y dicho y hecho… Nos levantamos para irnos a casa y empezar a
indagar por Internet. Me sorprendió ver una aglomeración en la entrada de
la administración de lotería del barrio y mi madre quiso parar a comprar.
 
—Vamos a parar un momento, por favor —nos pidió.
—Mamá… ¿Y eso?
—Voy a comprar ya la lotería de Navidad.
—¿Y tiene que ser ahora? Estamos en octubre aún, hay mucha gente
esperando, ¿no te parece? —repliqué intentando convencerla para no hacer
la cola.
—Mira, hija, ya que me has sacado a la calle a la fuerza, te aguantas y
haces la cola conmigo u os vais para casa.
—No, no, tranquila, nos quedamos. Solo que tú nunca has querido
comprar lotería porque siempre decías que nunca tocaba. Hasta ahora, era
yo la que la compraba a Doña Faustinita por Internet para la familia —les
recordé.
—Este año algo nos tiene que salir bien. Bastantes cosas malas han
pasado ya, así que a ver si nos toca la lotería y nos vamos al Caribe a buscar
a Curro.
—Ah, sí, compra para todos. A ver si nos toca —le propuse riéndome.
 
Maritere añadió que para ella también, no la fuéramos a dejar en tierra y
se quedara sin Curro. Mi madre le dijo que ella era parte de la familia y se
emocionaron las dos. Tal cual, entró en el local y al cabo de un buen rato en
la cola, salió con cinco décimos del mismo número bajo el brazo.
Maritere, tan práctica como siempre, enseguida apuntó que con esos cien
euros habríamos tenido para comprar mazapán para todas las fiestas, pero
que lo perdonaba por si era su billete al Caribe para darse un homenaje. Las
tres nos reímos por su ocurrencia. En ocasiones, las frases de esa mujer eran
impagables.
Y lo volví a ver claro: esa tenía que ser la Navidad que iba a devolver la
alegría a mi madre. Y todo gracias al viaje que iba a organizar, para ir todos
juntos a un lugar bonito, muy navideño, donde la magia de esas fechas
hiciese su obra, trajese de vuelta a Carmen y se llevase al espectro en el que
se había convertido mi querida madre.
Esa misma tarde llamé a Tina para contarle todo y explicarle mi idea.
 
—Lo haremos —aseguró ella.
—¿Seguro? ¿Lo organizo? ¿No os echaréis atrás?
—Claro que no nos echaremos atrás, siempre hemos querido, pero papá
y la abuela nos frenaban. Ahora, por desgracia, ya no nos van a frenar ni a
incordiar. ¿Y qué has pensado? —me interrogó.
—Pues lo primero que se me ha venido a la cabeza es cuando, de
pequeñas, decíamos que algún día íbamos a alquilar una cabaña en mitad de
la montaña para pasar la Navidad en la nieve, tomando chocolate con
nubecitas frente a una gran chimenea y, alejados de todos, recibir a Papá
Noel y los Reyes Magos —solté del tirón.
—Es verdad, lo recuerdo. ¡Me parece perfecto! —asintió mi hermana.
—Genial, además como no trabajo me encargo de todo y te voy
contando —dije yo muy convencida de organizarlo.
—Perfecto.
—Hablamos.
—Sí, míralo pronto y no digas nada. Que todo sea una sorpresa para ella
y para los enanos.
—¡Ay, qué ilusión! Ya nos estoy viendo allí, montando un superarbolazo
de Navidad, todo lleno de luces, espumillón de mil colores y… —No me
dio tiempo a decir nada más porque me quedé hablando sola con el teléfono
en la mano.
 
Y era verdad. Ya nos estaba visualizando a todos en la cabaña. Los niños
jugando con la nieve, mamá escribiendo en el sofá y yo, con un chocolate
caliente sentada frente a la chimenea, al lado de un árbol precioso, muy
grande, leyendo mis historias pastelonas.
«¡Joder, qué ganas de hacerlo realidad!», pensé.
Solo me faltaba el príncipe azul al lado, pero ese me había salido rana un
tiempo atrás y se había ido a otra charca a muchos kilómetros de España.
Me prometí a mí misma que no iba a volver a pensar en Andrés, porque
él estaba muy feliz al otro lado del mundo, con su pinchito de turno. Y sí, el
de turno, es tal cual. Ya no quería seguir fustigándome por el tema, que por
fin había conseguido superar, y me centré en preparar la mejor Navidad en
la historia de mi familia.
CAPÍTULO 2

 
 
 
 
CARLOTA
 
Removí Roma con Santiago a partir de ese día, busqué mil alojamientos
de invierno que cumplieran los requisitos que habíamos pensado. Unos no
tenían chimenea, otros estaban en mitad del pueblo, otros ni rastro de nieve,
otros completos desde hacía meses…
Tardé, para qué negarlo, pero al final di con el alojamiento ideal.
Encontré una casa rural de seis habitaciones en las afueras de un pueblo de
Soria, alejado de la civilización: Montaves, a tres kilómetros de Huérteles,
en la comarca de Las Tierras Altas.
La casona estaba retirada del bullicio, era lo suficientemente grande para
todos y, por lo que hablé con la dueña, le pareció fenomenal que fuéramos
una familia la que la ocupara en su totalidad durante toda la Navidad.
Así ella iba a poder desentenderse sin problema y nosotros, a su vez,
podríamos estar a nuestro aire. La reservé dando una señal en ese mismo
momento.
Estaba feliz, era lo que buscábamos y lo teníamos al alcance de la mano
a unas cuantas horas en coche.
 
—¡¡¡LA TENGO!!! ¡¡¡Y ES PERFECTA!!! —le grité por teléfono a mi
hermana.
—¡Quiero verla! —dijo ella.
—Te mando un correo con el link y así ves alguna foto, ¿vale? No son
muchas porque la dueña no controla mucho Internet y además no tienen
redes sociales —le expliqué.
—Vale, lo veo y te llamo. ¡A ver si nos vas a meter en una casa
prehistórica, como la de Cuéntame! —exclamó Tina haciéndose la graciosa.
 
Ya estaba mi hermana desconfiando… Cuando Tina era pequeña le
gustaba la Navidad casi tanto como a mí, pero poco a poco se fue
descafeinando y empezó a darle igual.
Le horrorizaban los espumillones brillantes de mil colores que siempre
ponía por toda la casa y, cuando colgaba racimos o cadenas de bolas de las
lámparas del salón, decía que era una horterada. Hasta que tuvo hijos y
recuperó un poco la ilusión por esas pequeñas cosas, para que ellos
disfrutaran. A los niños, en cambio, les encantaba esa época. Aparte de por
los regalos, lógicamente, porque me había encargado, año tras año, de
inculcarles ciertas tradiciones: hacíamos galletas de jengibre, concursos de
decoración de árboles de madera, les ponía sorpresas todas las mañanas en
una bota que colgaba en la puerta del salón, preparábamos chocolate
caliente y lo atiborrábamos de nubes con galletas secretas de Maritere para
merendar, hacíamos concursos de repostería navideña, acudíamos a la misa
del gallo a las doce en Nochebuena, justo cuando hacíamos aparecer al niño
Jesús en nuestro belén, el amigo invisible, los villancicos… En fin, eso,
¡tradiciones!
Mi querida hermana me volvió a llamar pasados unos minutos, tras hacer
las pesquisas necesarias y asegurarse de que no los iba a llevar a la casa de
Paco Martínez Soria.
 
—Es preciosa, tenías razón —reconoció alegre al otro lado de la línea.
—Te lo dije. Es un entorno idílico —apostillé triunfante.
—A mamá le va a encantar tomarse un vino mientras escribe en esa
mesa de madera, cerquita de la chimenea.
—Y los niños se van a volver locos con la nieve.
—Dime lo que tengo que pagarte y te hago una transferencia —me
pidió.
—No te preocupes, hagamos una lista de todo lo que tenemos que
preparar para llevar, lo que haya que comprar y luego, ya dividiremos los
gastos —le propuse.
—A ver, Carlota, sabes que vas a tener que encargarte de todo, ¿no? Yo
estoy hasta arriba, el último mes es cierre de año y vamos todos locos en la
oficina —explicó alegando lo que yo ya sabía… que me iba a tocar todo a
mí. No me importaba, porque no tenía nada mejor que hacer y esos
preparativos me encantaban y divertían a partes iguales.
—Ni te preocupes, hermanita, me encargo sin problema…, pero luego, si
me paso de decoración y de cosas, no quiero quejas ni rollos, ¿de acuerdo?
—pregunté con retintín.
—¡Prometido! Carta blanca para todo… Mmm, solo una cosa… Por
favor, que la casa no parezca un puticlub, que hay niños pequeños. —Se rio,
y yo con ella.
—Muy graciosa —apunté haciéndome la indignada—, te mantendré
informada, ¡bye! —Y colgué.
 
Pasé los días contenta como unas castañuelas y casi más ilusionada que
los niños cuando abrían cada año los regalos la tarde de Papá Noel o la
noche de Reyes. Iba a ser mi Navidad soñada, lo que no me imaginaba en
aquel instante era que esas vacaciones nos iban a cambiar tanto la vida. Y
mi pensamiento se repetía, pues para que mi felicidad fuera completa, me
faltaba mi padre y me faltaba el típico maromo que aparecía en todas las
novelas románticas. Mi príncipe azul de cuento, pero bueno… como
tampoco lo quería para nada en ese momento, no lo iba a extrañar. A papá,
en cambio, sí.
No quise adelantar nada a mi madre hasta que tuve todo medio
organizado. Fueron muchas tardes las que salí a comprar: juguetes,
detallitos para poner cada mañana en la bota a cada niño, mucho
espumillón, bolas y adornos, porque Enriqueta —la dueña de la casa— ya
me había avisado de que había un árbol gigante ya puesto, pero vacío.
Tazas rojas para el chocolate, para que todos nos sintiéramos como en
casa dentro de que íbamos a estar en aquel paraíso. Además de muchas tiras
de luces, blancas y de colores, porque la luz siempre era alegría. Perdí la
cuenta de las tiendas y bazares que visité, hasta que tuve todo lo que quería.
Muchos paquetes me llegaron vía online también, y eso hacía que mi madre
y Maritere se sorprendieran y preguntasen dónde íbamos con tanto paquete
y tanto preparativo.
Una tarde, mientras sacaba una de las bolsas que contenía pijamas
calentitos, bragas navideñas y orejeras de renos para todos, creyeron que
pensaba poner una tienda. No pude parar de reír y lo mejor fue que mi
madre y Maritere reían también sin saber nada de todo lo que estábamos
preparando. Vi el momento perfecto para anunciarles que pasaríamos la
Navidad fuera de casa, sin explicarles mucho más.
No podía decir que mi madre hubiese dado saltos de alegría al enterarse,
porque en su situación, no los iba a dar ni por eso ni por nada, pero no le
pareció mal viajar con sus hijas y sus nietos. A Maritere, al revés, la idea le
entusiasmó y se ofreció a ayudarme con todo lo que necesitase. Estaba
segura de que, cuando las dos supieran dónde íbamos y vieran el sitio, les
iba a encantar.
Y así, entre preparativos, secretos y conversaciones entre unos y otros,
llegó el puente de la Inmaculada en diciembre y, pocos días después,
emprendimos el viaje.
Mi hermana iba con Borja y los niños por un lado y nosotras partimos en
mi cochecillo azul eléctrico días antes que el resto, para preparar todo.
Conforme íbamos hacia el norte, fue imposible no dar datos del plan a
Maritere, que no paraba de preguntar como una niña pequeña, y a mi
madre, que se mostraba entusiasmada por primera vez desde hacía mucho
tiempo.
 
—Carmen, que nos llevan a un bosque en mitad de la nada —decía una.
—Maritere, a ver cómo nos las apañamos para no rompernos un hueso
entre tanta nieve que dicen que hay allí. —Oía contestar a la otra.
—Por no hablar del frío que hará… Tanto paquetito y tanta cosa, seguro
que unas buenas mantas y una estufa no se os habrá ocurrido echar a los
coches, ¿a que no?
—Te equivocas, Marite, llevamos tantas cosas que parecerá que estamos
en casa, sin estarlo. Ya veréis, va a ser una Navidad especial y diferente —
las tranquilicé.
—Yo, mientras haya una tele para ver el sorteo y pueda poner a mi San
Pancracio cerca con mucho perejil, me vale —confesaba mi madre,
mientras nosotras nos reíamos.
—La que te ha dado con la lotería, mujer, si tú ningún año te has
preocupado de jugar —le rebatía su compañera de asiento.
—Vosotras dejadme, tengo un pálpito y algo me tiene que salir bien ¿o
no? Cuando me vaya al Caribe, querréis venir…
—Sí, sí, mientras estés ilusionada y disfrutes del viaje con nosotras, a mí
me vale ¿de acuerdo, mami?
—Pues venga, ¡a disfrutar! —exclamaron las dos a coro, con cierta
ironía ya que iban convencidas de que se iban a morir de frío, que no
tendrían donde ir a comprar comida y de que no podrían salir, porque la
nieve las iba a tapar y a ahogar… ¡Vaya viaje me dieron!
 

CAPÍTULO 3
 
 
 
CARLOTA
 
Tres horas y media después dejábamos atrás el cartel de Montaves y
cogíamos una pequeña desviación hacia la casa. Era un entorno precioso.
Tomamos un camino estrecho lleno de árboles con restos de nieve, que
desembocaba en una zona apartada, delimitada por un cercado de madera.
Un gran cartel que ponía: CASA RURAL TÍA ENRIQUETA, en mayúsculas,
nos dio la bienvenida. Me emocioné.
Parecía que estaba en medio de una aldea de casitas pequeñas, separadas
por vallas, al más puro estilo de la casa de Kate Winslet en The Holiday.
Detuve el coche, me giré hacia mi madre y Maritere, que me miraron como
diciendo… «¿Esto qué es?».
 
—Bueno, ¿qué os parece? Sorprendidas, ¿eh?
—Muy bonito, hija —dijo mi madre.
—Precioso, nunca en mi vida había estado en un sitio así. Si parece una
postal de las que mandáis cuando estáis de viaje o una foto de las revistas,
de esas que salen cuando los famosos se van a esquiar.
—¿Verdad? ¡¡Me encanta!! —comenté yo. Y era cierto, porque desde el
minuto uno que puse un pie aquí, presentí que iba a ser especial—. Vamos a
entrar para buscar a la señora Enriqueta y ahora ya, tranquilamente,
bajamos todo del coche.
 
Y así fue. No nos dio tiempo a entrar porque enseguida la puerta
principal se abrió y de ella salieron dos personas. Nos debían de estar
esperando dentro, con la casa calentita, ya que le había dicho que
llegaríamos cerca del mediodía.
 
—Madre del amor hermoso —susurré entre dientes cuando vi al tiarrón
que acompañaba a la buena señora.
—¿Qué dices de un oso, niña?
—Nada, nada. Vamos a conocer a la dueña… Señora Enriqueta, es usted,
¿verdad? —pregunté en voz alta, con la mirada fija en ellos.
 
Enriqueta era una señora de unos sesenta y cinco años, con el pelo
blanco cortito y algo rechoncha. Y a su lado estaba un chico joven, que no
debía de tener más de veinticinco. Era fuerte, moreno, pelo semilargo,
ondulado, con barba de cuatro días y unos ojazos oscuros que quitaban el
sentido.
Vamos, en resumen: un «cañonazo». Mi prototipo de hombre en carne y
hueso. Nuestras miradas se cruzaron y algo dentro de mí se removió en ese
momento.
Cuando se acercaron a darnos la bienvenida de forma afectuosa,
estrechando nuestras manos, me puse nerviosa e incluso el móvil se me
cayó al suelo de manera torpe. Nos agachamos a la vez a recogerlo y, al
levantar la cabeza, tenía su cara casi pegada a la mía y pude sentir, de
nuevo, esa mirada profunda, penetrante, clavada sobre mí.
 
—Perdona, ¡ay, qué tonta estoy! —me apresuré a decir, mientras me
levantaba rápidamente, dando un paso atrás hacia el coche.
—No, no, por favor, perdóname tú a mí. Me despisté y no lo pude coger
al vuelo —se explicó él.
—Soy Carlota, encantada.
—Yo Fran, encantado también. Sin duda un placer que estés por aquí —
añadió, sin dejar de mirarme a los ojos.
—Pues yo soy Enriqueta y este atolondrado que veis es mi nieto
Francisco, que está unos días en el pueblo con nosotros. Cualquier cosa que
necesitéis se la podéis pedir sin dudarlo. Venga, Fran, ¡¡ayuda con las
maletas!! —le indicó su abuela mientras venía hacia el coche.
—Encantada, Enriqueta. Te presento a mi madre, Carmen, y a Maritere,
una amiga que es como de la familia.
—Bienvenidas. Me alegro muchísimo de que estéis aquí. Pasaremos
muy buenos ratos. Ya necesitaba gente con quien poder hablar. Casi siempre
nos alquilan la casa jóvenes con amigos o parejitas, que así entre nosotros,
lo último que quieren es sentarse a hablar con personas mayores que les den
la tabarra —nos contó Enriqueta y me pareció adorable.
 
Esa mujer emanaba amabilidad por todos los poros de su piel. Y su nieto
desprendía algo, que no sabía qué era, pero que me intimidaba. Además de
morbo, claro estaba.
 
—Nosotras sí que estamos encantadas de estar aquí. De primeras mucha
gracia no nos hizo la idea, pero la verdad es que esto es precioso.
—Maravilloso. Estamos deseando ver lo de dentro —puntualizó
Maritere—, que aquí hace un frío que pela.
—Ay, claro, por favor, pasad. Vamos para dentro mientras los chicos
bajan vuestro equipaje.
 
Y se fueron las tres, sin callar un segundo, hacia el interior de la casa.
Eso fue amor a primera vista. Menudo trío se había juntado. Si entre el
palique de Maritere y Enriqueta mi madre no se animaba, nadie más lo iba a
conseguir.
Y ahí estaba yo, con ese monumento al lado, dispuesta a bajar el
equipaje. No quería mirarlo, su cercanía me había alborotado y ese
nerviosismo no había desaparecido. Era demasiado atractivo, demasiado…
todo, y me había caído del cielo allí, en mitad de la nada.
¿Una señal tal vez? No, no señor… porque mi cabeza fluía siempre igual
de rápido que la Metro Goldwyn Mayer y eran vacaciones familiares. No
estaba allí para montarme películas, ni novelas románticas donde yo fuese
la protagonista.
«Ni mirarlo» me ordené en silencio a mí misma.
 
—Te has quedado ensimismada, Carlota —comentó él al cabo de unos
segundos.
—Ay, sí, disculpa. No sé dónde tengo la cabeza. Estaba pensando en lo
bonito que es todo esto.
— ¡Y que lo digas! Es el sitio ideal para perderse unos días cuando
necesitas desconectar.
—¿Y vienes mucho por aquí a «desconectar»? —le pregunté haciendo
mías sus palabras.
—Pues no tanto como me gustaría, la verdad, pero sí me hago
escapaditas como esta.
 
Mientras, mi mente fluía sola. Había dicho que iba a estar unos días y yo
ya solo quería saber cuándo se iba.
«No Carlota, no preguntes, no preguntes, no preg…», intenté frenar sin
éxito a mi lengua descarada.
 
—¿Y te quedas muchos días?
—Aún me quedan unos cuantos días por aquí, sí. Venga, que te vas a
congelar. Saquemos las maletas y entremos para que puedas ver la casa. —
Me apremió—. Es una pasada, te va a gustar mucho.
Genial, me había quedado clarísimo cuándo se iba. ¡Qué derroche de
palabras se gastaba el chaval! Debía de ser poco hablador, aunque tenía
pinta de todo lo contrario.
Me callé y me limité a bajar todo lo que llevábamos en el maletero. El
resto de las bolsas, con todo lo que había comprado, ya lo bajaría despacio
yo sola más tarde.
Me fastidió que no me concretase nada sobre su marcha, pero lo cierto es
que no tenía obligación de hacerlo.
Total, a mí qué más me daba. Era una desconocida y él habría pensado
que era una cotilla preguntona, ¡joder!
CAPÍTULO 4

 
 
 
CARLOTA
 
Entramos dentro y mis ojos iban de un lado a otro, sin poder parar.
Frente a mí tenía una gran chimenea, bordeada con una valla negra y
delante un sofá lleno de cojines bien mullidos. Al lado de la chimenea había
un abeto gigante con ramas nevadas.
A la derecha, un rincón de lectura con dos orejeros que me hacían ojitos,
una mesita camilla cuadrada y una biblioteca enorme. Mirando hacia el lado
izquierdo, estaba ubicado un sofá perpendicular a la chimenea y detrás
varias mesas de madera con cuatro sillas cada una. Supuse que ahí comían
los huéspedes.
Pegando a la pared, al lado izquierdo de la puerta, había un gran ventanal
de madera con otro sofá, en ele, debajo y una mesita sobre la alfombra. Sin
duda, era una estancia llena de rincones especiales, con mucho encanto y
mucho más bonita al natural que en fotografías. Olía a una mezcla de
mazapán, canela y cedro; había velitas en la estantería y en las mesas. Un
techo alto con vigas de madera vistas y piedra en las paredes ponían el
toque rústico a la estancia.
De la puerta que estaba detrás de las mesas de comedor salió Enriqueta,
con una bandeja llena de tazas de chocolate caliente que humeaban. Nos las
ofreció a modo de bienvenida y me sentó genial.
Definitivamente, era como una estampa navideña de cuento con la
chimenea, las tazas de chocolate, ese entorno tan maravilloso y el nieto de
la señora, que era toda una sorpresa inesperada en aquellos lares.
Tras tomar el chocolate, abuela y nieto se fueron, no sin antes invitarnos
a pasar por su casa al día siguiente, para conocerla y quedando Enriqueta o
«Queti» —como finalmente nos pidió que la llamásemos— en verse con mi
madre y Maritere para enseñarles a moverse por el pueblo. En un momento
concretaron hacer una tarde de partida de cartas, otra de hornear bizcochos,
otra para pasear por el pueblo… y yo las escuchaba sin perder de vista al
cañón, tan contenta de ver a mi madre por la labor de dejar de parasitar
pensando en la vuelta de mi padre, que a estas alturas estaría a saber dónde
y con quién, dispuesto a celebrar su primera Navidad sin todos nosotros.
Me negué a pensar en ello y propuse distribuir las habitaciones. Había
tres arriba y tres abajo.
Pensando en mi hermana, que siempre le gustaba tener cerca a los niños,
les dejamos la planta de arriba a ellos y nosotras ocupamos las tres de abajo.
Eran prácticamente iguales: armario de madera grande, cama de
matrimonio con cojines, un tocador con taburete y las dos mesitas de noche.
Los radiadores eran antiguos y el espejo que había sobre el tocador, en
contraste, era de cristal visto, muy actual en aquel momento.
Los cuartos de baño eran una mezcla de bañera antigua de grifos dorados
con lavabos de diseño moderno, sobre un mueble para las toallas y un
espejo de luna irregular bastante grande.
La cocina era encantadora. Totalmente rústica. Tenía trapos de cuadros
rojos y blancos por todos sitios, un especiero de madera que estaba lleno de
botecitos y una alacena gigante llena de vajilla, vasos, tazas… una mesa
grande contra la pared con muchas sillas y contrastando de nuevo con todo
lo rústico, una nevera rojo putón brillante muy retro junto a un horno blanco
grandísimo, por lo que deduje que allí, o habían vivido pasteleros, o debían
hornear galletas a cientos.
Entre el chocolate que nos habían preparado y unas galletas de
mantequilla que había horneado Maritere el día anterior para el viaje,
hicimos una comida-merienda que nos supo de maravilla.
Con buena dosis de azúcar en el cuerpo, las dos se quedaron fritas en el
sofá frente al fuego, arropadas hasta las cejas, porque seguían pensando que
estaban en el Polo Norte y se iban a encontrar un pingüino en cualquier
esquina.
Mientras, yo me dediqué a recorrer tranquilamente la casa,
deteniéndome en la biblioteca. Había libros antiguos, otros más nuevos…,
pero de todos los géneros. Primaba la novela romántica, pero al lado de La
Dama de Rosa estaba La Profecía.
Sin duda, una estantería para que todos los huéspedes que pasaran por
allí pudieran leer lo que quisiesen.
Me hizo gracia, siguiendo el tour, encontrar un brasero debajo de la
mesa camilla lo que me pareció increíblemente acogedor. Dejé de marear y
me puse a deshacer la maleta.
Mientras colgaba la ropa en el armario me di cuenta de la cantidad de
cosas que había llevado y que, probablemente, allí no iba a usar.
Para el frío polar, que sabía que iba a hacer en el pueblo, con unos
buenos pijamas gordos, forros polares, mis jerséis friki navideños a lo
Bridget Jones y un par de vaqueros habría tenido más que de sobra.
No se me había ocurrido nada mejor que echar vestidos, camisetas de
salir los sábados, botas de tacón…
¡¿En qué estaría pensando?! Aunque era lo último que realmente quería,
el cuento de Disney siempre estaba ahí rondando por mi cabezota y claro, al
hacer la maleta me debí de ir yo sola por los cerros de Úbeda y pensé que
me iba a pasar lo mismo que a las protagonistas de los libros que llevo años
leyendo: que iba a aparecer de la nada mi esperado príncipe azul para
sacarme a pasear por la nieve en trineo, llevarme al baile de Nochevieja del
brazo y, por supuesto, me iba a jurar amor eterno debajo del árbol de
Navidad de la plaza Mayor.
Y claro, ante eso, había que llenar la maleta de «por si acasos»: por si
acaso salía a dar una vuelta, por si acaso salía a cenar, por si acaso me tenía
que arreglar un poco más, por si acaso no hacía tanto frío… y un sinfín más
de tonterías que todas metíamos en la maleta siempre que viajábamos y que
luego volvían intactas a casa.
Una vez hube guardado los «por si acasos», con la ropa colgada y todas
mis cremas colocadas junto a los pendientes y libros en el tocador, salí de la
habitación dispuesta a colocar el resto de los bártulos.
Pasé por el salón y ambas seguían dormidas como dos morsas, porque
debían de estar agotadas de la tensión del viaje. No quise hacer ruido, aun a
sabiendas de que tendría que despertarlas cuando saliera a por el resto de
los bultos que no había querido bajar del coche con Fran.
¡Ya podía haberme dejado de tonterías y haberle permitido ayudarme!
Menuda pereza me dio después salir con ese frío a la calle y, más,
anocheciendo como estaba.
La tarde había pasado volando. Me puse mi abrigo blanco, que era el
más gordo que tenía, un gorro de lana, una bufanda gorda y no me planté la
manta por encima porque en el momento no se me ocurrió. Y así salí de la
casa para bajar el resto de las cosas que habían quedado.
No sabía cómo había podido caber tantísimo en el vehículo, porque ya
había dado unos cuantos viajes hasta el coche y aún seguían quedando
cachivaches.
Otros pocos viajes después, ya de noche cerrada y cansada, solo me
quedaba por sacar la bolsa de los pijamas, la ropa interior roja y los adornos
frágiles que usábamos todos los años, porque eran recuerdos familiares.
 Cogí la caja con cuidado y haciendo un tetris corporal, metí debajo de la
axila el resto de las bolsas ya que me negaba a tener que volver a salir.
Cerré el coche con delicadeza para que no se me cayese nada y justo al
darme la vuelta, sin oír ningún ruido, me encontré de frente con Fran entre
las sombras de la noche. Sobra decir que el susto fue monumental.
 
—¡Jooooder! —grité como una histérica, haciendo malabares para que
mi caja de adornos milenarios no saltara por los aires y dejando caer el resto
de las bolsas al suelo.
—Perdona, no había saludado por si te asustabas y se te caía todo lo que
llevabas encima —dijo riéndose él, mirando a continuación hacia nuestros
pies, donde, por su aparición estelar en la oscuridad y mi torpeza, habían
quedado esparcidas mis bragas y tangas rojos, además de los pijamas y ropa
interior de los demás.
—Pues te ha salido la jugada cojonudamente bien, sí señor —bufé yo
borde, contemplando todo tirado en el suelo, con mala leche y con el
corazón latiendo a mil—. Si no querías asustarme con un «hola» suavecito
te habría valido, jolines —exclamé.
—De verdad que no era mi intención. Disculpa —se excusó poniéndose
serio mientras se agachaba, en un intento de recoger todo lo que se había
caído, y miraba fijamente la ropa interior que estaba en el suelo con cara de
salido.
—¿Qué haces ahora? —le medio grité dejándolo paralizado cuando lo vi
con mi tanga en su mano.
 
Nos quedamos frente a frente durante unos segundos, en los que algo
cambió en el ambiente.
Me empezó a mirar de manera diferente, con una intensidad que se
reflejaba a gritos en sus ojos y que a mí me dejó perpleja.
Su mirada era demasiado penetrante e intimidaba.
Me intimidaba. Mucho.
 
—¡No chilles! —susurró en voz baja—. A ver…, ¿tú qué crees que
hago? Pues ayudarte a recoger estas cositas, doña Sustitos. —Su tono
cambió cuando me llamó así—. Por cierto, muy de tradiciones tú, ¿no?
Todo rojo… Muy bonitas estas… —dijo señalando mis bragas—. ¿Son para
fin de año? Seguro que sí y oye, está muy bien porque el año hay que
empezarlo ligeritos de ropa —bromeó con voz juguetona y sexy, mientras
levantaba mi tanga con un dedo y no le quitaba la vista de encima, lleno de
lujuria y deseo que se palpaba a kilómetros.
—Mira, guapo, en primer lugar, deja de toquetear mi ropa interior y
¡dámela, coño! En segundo lugar, no te importa lo que yo lleve en mis
maletas. Eres un entrometido. Ahh… y, en tercer lugar, ni doña Sustitos ni
hostias, que podías haber sido un oso, un reno o un animal que saliera del
bosque y viniera a morderme o atacarme. Vete tú a saber, además casi te
cargas una caja de gran valor sentimental —expresé yo sin pensar.
 
No sabía por qué me estaba poniendo a la defensiva, cuando a mí el
jugueteo de siempre me había encantado, pero lo cierto es que me
molestaba que me hubiese empezado a vacilar sin motivo. Esas confianzas
así sin más, no.
 
—Bueno, bueno, casi nada… un oso o un reno en Soria, que encima
viniera a saludar con el jaleo y a darte la bienvenida. ¡Qué peliculera eres!
—Se rio a carcajada limpia—. Créeme, si vieras uno por aquí serías la
primera, Sustitos. Entrarías en el libro de los récords. Y lo siento, pero tu
caja está intacta, no puedes culpabilizarme de nada, en todo caso de haber
visto toda tu ropita interior pitiminí y, a juzgar por tu reacción, estás muerta
de vergüenza, ¿verdad, señorita de ciudad?
—¡Que no me llames Sustitos ni señorita de ciudad ni nada! —reclamé
yo mientras mi mala leche iba en aumento.
—¿Y cómo quiere la princesa que la llame? —siguió vacilando en tono
guasón.
—¿Qué tal por mi nombre? —respondí irónicamente.
—Demasiado aburrido hasta para ti, Sustitos.
—¿Me estás llamando aburrida? —pregunté sorprendida—. Ni soy una
princesa ni soy aburrida, niñato.
—No, por Dios, todo lo contrario. Después de haber visto las cositas que
traes —comentó con retintín—, no puedo pensar que seas aburrida. De
todas maneras, si quieres te dejo demostrarme lo contrario. Me encantaría
verte con todo eso puesto.
—Vaaaaya… Salió el Gordo. Así que eso es lo que buscas. Premio para
el machote de turno. Lástima que conmigo esos jueguecitos de seducción
no te vayan a funcionar nunca… ni en tus mejores sueños, ¿te enteras? No
he venido aquí para eso.
—Ya lo veremos, Sustitos, ya lo veremos. Además, eres una creída, ¿no
te parece? Igual te comes tus palabras… ¿No te han dicho que lo de decir
nunca es un poquito peligroso? —siguió incordiando con el mismo tonito
de voz que a mí me estaba encantando y enfadando a partes iguales, pero no
pensaba entrarle al trapo cuando estaba claro lo que quería desde lejos.
 
Y eso sí que no.
Nunca me habían gustado los rollos de una noche o los si te he visto no
me acuerdo; y había viajado hasta allí, donde, en mitad de la nada, en lugar
de un príncipe azul me había salido el niñato ese con ínfulas de
conquistador de medio pelo.
« No sabía ese con quién había ido a dar».
 
—¿Alguna tontería más que añadir?
—Por hoy no, para que te quedes con ganas de más. Eso sí, ahora por tu
culpa soñaré con tangas rojos asesinos que salen del bosque y quieren
atacarme —ironizó riéndose a carcajadas.
—¿Sabes qué te digo? Que ahí te quedas. ¿Por qué no vas a reírte de
otra? —bufé.
—Tienes razón, te dejo tranquila… por hoy. Vienes de viaje y estarás
cansada, deseando relajarte. Que por cierto… a ver qué haces después de
nuestro encuentro. Buenas noches, Sustitos.
—Eres un poquito imprudente, además de entrometido ¿no crees? Y sí,
mejor vete, que ya no estoy de humor para más chorradas tuyas, que ni te
conozco…, ni de nadie —le espeté.
—Buah, seguro que en tu clase te llamaban Miss simpatía. ¡Cuánto mal
humor os gastáis las señoritas de ciudad! Por eso vienes al pueblo ¿no? A
relajar la mala leche natural… Lo dicho, buenas noches —repitió dándose
media vuelta y marchándose por donde había venido.
 
¿De qué narices iba? Cogió y se fue, así sin más. Se había reído de mí en
toda mi cara. Y no sabía ni a qué había ido hasta la casa a esas horas…
El caso es que era gracioso y, para mis adentros, su estilo me gustaba.
No pensaba preguntarle qué quería… no, claro que no le iba a preguntar ni
de coña, no le iba a detener para que luego ni respondiera.
Intenté frenarme mentalmente de nuevo, sin éxito.
 
—¡Espera!
—Bueno, bueno, Sustitos, ¿no quieres que me vaya? ¿Ya me echas de
menos?
—¿Eres tonto? Déjalo, da igual —dije con desgana, dando media vuelta
para entrar en casa dándole con la puerta en las narices.
 
«Ole por mí, que lo había dejado ahí plantado».
Qué sensación tan placentera fue entrar del frío polar al calorcito.
Acumulé todas las bolsas y paquetes en el rincón y fui derecha a darme una
ducha, tras decirle a Maritere, que se había levantado a colocar todo, que
enseguida la ayudaba.
Cuando ya estaba en el pasillo oí el llamador de la puerta sonar y me
aceleré. Seguro que era él. Al final no me había dicho para qué se había
acercado hasta la casa de nuevo y era obvio que algo quería, además de
tontear y molestar. Es más, se le fue el tiempo, al muy idiota, en hacerme
rabiar en lugar de hablar.
«Que le dieran, yo me iba a duchar y que lo aguantaran ellas», pensé.
No entendía el porqué de mi mal humor. Me había asustado, sí, pero no
había sido para tanto en realidad. Mi reacción fue desmedida y él, en lugar
de parar, se había seguido riendo con mi tanga en la mano. Y no me había
gustado nada.
Tenía su imagen mirándolo en mi cabeza, con esa cara de guarro que
había puesto, vamos que casi se le saltaban los ojos y ¡joder!, ¡qué capullo!,
pero ¡qué morbo me daba!
Entré en la ducha, puse el agua muy caliente y mientras los chorros caían
sobre mi cabeza y bajaban por mi cuerpo, yo seguía visualizándolo. Oía
retumbar las insinuaciones que me había hecho y me salía una sonrisa boba
recordando cómo había jugueteado conmigo. Esos juegos que yo en su día
me prometí desterrar por una larga temporada.
Sentía su mirada sobre mí. Esa intensidad de sus ojos oscuros me había
dejado loca. Noté mucho calor interno de golpe, una excitación que no era
normal y acabé tocándome, pensando en el jodido niñato de las narices.
Totalmente relajada, salí de la ducha y oí que ahí seguía, en el salón,
charlando con mi madre.
«¿Qué coño hacía aún allí? ¿No pensaba irse a su casita?», me cuestioné.
Y sin pararme a pensar un minuto, me lie una toalla al cuerpo, me
coloqué el pelo a un lado, para que cayera de una manera sexy sobre mi
hombro derecho y me dispuse a salir al salón tal cual estaba.
Quería jugar, ¿no? Pues en ese momento me tocaba jugar a mí…
Me había llamado Sustitos no sabía ni cuántas veces, se había reído más
aún, me había vacilado e intentado provocar…
El dicho decía algo así como que quien reía el último reía mejor y ese,
por mis santos ovarios, se tenía que ir esa noche a su casa calentito a soñar
con tangas rojos, pero puestos sobre mi cuerpo.
Haciéndome la sorprendida al verlo, aparecí de esa guisa en el salón. Me
hubiesen podido dar el óscar a la mejor interpretación.
—¡Oh, vaya, no sabía que teníamos visita! —comenté con voz de
sorpresa mientras lo veía mirarme de arriba abajo. «Misión cumplida, bien
contento se iba a ir».
—Eh, eh, hola, Carlota, perdona —atinó a decir agachando la cabeza—.
Estaba hablando con tu madre. Si preferís me voy.
—No, no, por favor, siéntate, Francisco —le pidió mi madre y,
mirándome a mí, añadió—: mi hija va a cambiarse y regresa en un
momentito, ¿verdad?
 
Vamos que si las miradas asesinasen… de ahí no hubiese salido viva ni
por asomo.
Mi madre me hubiera matado por imprudente y por haber salido medio
desnuda delante de un desconocido y él, por cómo me miraba, me hubiera
matado, pero como se mata a las cucarachas: a polvos.
 
—Sí, claro, discúlpame, Fran, no esperaba que hubiera nadie aquí. Si
hubiese sabido que estabas, me habría vestido antes —mentí—. «Mentirosa,
más que mentirosa».
 
Dicho y hecho. Me fui a mi habitación con una sonrisa de triunfo. El
niñato ya había visto ese día mucho más de lo que se merecía por gañán.
Realmente, no sabía qué estaba haciendo, entrando al trapo de un
desconocido que estaba claro que buscaba jugar y provocarme, cuando yo
venía de superar un desencanto brutal gracias a los cuernos que me puso el
desgraciado de mi ex, con su propia ex y lo último que quería era un flirteo
pasajero con alguien a quien no iba a volver a ver nunca. No había quien
me entendiera. Ni yo misma, de hecho, conseguía hacerlo.
Una fuerza pudo conmigo y no había podido evitar hacer esa niñería,
alentada por cómo se había comportado él un rato antes y la manera en que
me había estado provocando. Si tenía ganas de jarana, se iba a ir a su casa
con las ganas puestas de sombrero y el rabo entre las piernas.
Me puse el pijama, un polar y unos patucos calentitos. Total, después del
numerito de la toalla, me daba igual que hubiera visita porque él ya había
visto mis bragas y la ropa interior de toda la familia.
Volví al salón cuando ya estaban levantándose para dirigirse hacia la
puerta, en el momento en que le pedían que confirmase a su abuela que, al
día siguiente, sobre las doce, estaríamos en su casa. Me senté en el sofá
ignorándolo y respondí con un «buenas noches» desganado, sin mirar,
cuando se despidió de nosotras.
A mi madre la había conquistado. Estaba claro. Y no me extrañaba en
absoluto. No es que fuese la más simpática del mundo, pero con él había
sido excesivamente amable. Y viceversa.
Cuando volvió a sentarse en el sofá se puso a mi lado y me comentó lo
simpático, correcto y educado que era Francisco. Maritere la miraba
fijamente. Tampoco entendió su exceso de amigabilidad.
«¿Me estaba haciendo de celestina?», reflexioné.
¡Tenía que haberlo visto con mis bragas en la mano un rato antes! Desde
luego, «correcto» no era la palabra que mejor lo definía o por lo menos,
conmigo no lo había sido. Tiraba más a simpático canalla, de esos que
llevan la señal de warning en luminoso sobre la cabeza.
Ambas me explicaron que Enriqueta lo había mandado para concretar la
hora del paseo hasta el pueblo al día siguiente, para enseñarnos las tiendas
locales y dónde se ubicaba todo lo importante.
Después, nos invitaban a comer todos en su casa. Habían aceptado sin
dudar e incluso se habían ofrecido a poner el postre.
 

CAPÍTULO 5
 
 
 
CARLOTA
 
Desperté muy temprano a la mañana siguiente. Lo primero que hice al
levantarme, fue abrir los ventanucos de madera y contemplar el paisaje.
Mientras lo observaba con detenimiento solo pensaba en la calma que me
proyectaba y lo tranquila que me sentía allí. Había sido la mejor idea pasar
las fiestas apartadas de nuestra casa y de todo aquel que no fuera de nuestra
familia. Fran volvió a mi mente. Era un ajeno, no entraba en mis planes su
presencia esas vacaciones.
Miré la hora y apenas eran las nueve de la mañana. Aún tenía tres horas
por delante antes de volver a verlo para la visita a Montaves.
Con mi bata puesta, salí de la habitación y cuando llegué a la cocina vi
que Maritere estaba haciendo galletas de las de su receta misteriosa.
 
—¡Qué pillina eres! Siempre haces tus galletas cuando estás sola —le
reñí para provocarla.
—Hija, tu madre sigue durmiendo. ¡Cuántos días hacía que no la
veíamos dormida a estas horas!
—Cierto, espero que aquí se relaje, se evada de todo y consiga recuperar
su vida y su alegría —respondí yo.
—Y su escritura, niña. Tiene que volver a sentarse y escribir. Creando
sus historias es como se liberará y conseguirá superar lo que os ha hecho el
«difunto» —dijo refiriéndose a mi padre.
—¡Ay, Marite! ¡Que no está muerto! —le regañé, tocando madera con
los dedos cruzados.
—Como si lo estuviera. No tiene perdón de Dios y te digo algo… tu
madre quería que volviese, pero a día de hoy no creo que lo perdonase.
—No lo sé, le ha… nos ha jodido la vida con irse así, pero si volviera yo
sí creo que ella lo acabaría perdonando. Lo quiere demasiado. En cambio,
yo no sé si podría empezar de cero con él —me sinceré.
—Es normal. No se hace ese daño gratuitamente a nadie, y menos a los
de tu sangre. Irse dejando un papelillo, ¡habrase visto! —exclamó,
volviendo a sus galletas.
—Bueno, el caso es que yo me siento feliz de estar aquí y tenemos que
conseguir que ella también. ¿Tú estás contenta? —quise saber.
—Por supuesto —asintió Maritere—. Tú no sabes la alegría que yo he
sentido cuando al alba abrí la ventana y vi ese paisaje. Respirar este aire es
vida, cielo. Me he sentido libre por primera vez en años. Claro que estoy
feliz aquí con vosotras, ¡qué pregunta más tonta! —repitió de nuevo,
dándolo por sentado.
—A ver qué tal se levanta mamá. Anda, dame galletillas que ya estén
frías para desayunar, porfi —le pedí zalamera, porque suponía que las había
preparado para el café de después de la comida en casa de Enriqueta.
 
Desayuné en la cocina, al lado de la estufa de carbón mientras las
galletas se acababan de hornear, y al rato apareció mi madre. Nos dijo que
había dormido en paz por primera vez desde que mi padre se había ido,
como imaginábamos, y me sentí satisfecha.
Ya solo por eso me había compensado llevarla hasta allí.
Nos vestimos. Elegí el vestido minifaldero rojo de cuadros y las botas
altas porque sabía que disfrutaríamos de la compañía de Fran, además de la
de su abuela. Eso sí, más tarde me di cuenta de que para andar por esos
caminos las botas de tacón y las falditas no eran una buena opción por muy
bien que quisiese verme arreglada.
A las doce en punto pasaron a recogernos. Nuestras miradas volvieron a
cruzarse y detuvimos el tiempo sin querer. Los ojos de Fran no se apartaban
de los míos y eso me gustaba. Era pícaro, juguetón y me retaba sin quitarme
la vista de encima, cosa que a mí me resultaba desconcertante. Se me
encogía el estómago al sentirlo y eso me inquietaba. Mucho. Y como podía,
intentaba que no se me notase, pero nunca fui muy buena en el arte del
disimulo. Sin duda, no era lo mío.
Tras los saludos, emprendimos camino al pueblo. Nos explicaron que
eran como tres kilómetros por un sendero de piedras sin excesivas cuestas.
Al cabo de un rato habíamos caminado un buen trecho y yo iba,
mentalmente, cagándome en mí misma por haber elegido tacones ya que se
me clavaban todos los pedruscos en las plantas de los pies y el paseíto —
nótese la ironía— se me estaba indigestando.
 
—¡Eh, princesita! ¿Te llevo a caballito? —preguntó sonriente,
intentando picarme.
—No, gracias, muy amable, puedo ir solita hasta el pueblo —contesté—
y no me llames princesita, joder.
—¡Venga ya, prin-ce-si-ta! Si vas como un pato mareado con tus botitas,
muy digna eso sí, porque te vas clavando en tus piececitos de pitiminí todas
las piedras del camino.
—Oye, tú te aburres ¿no? Porque si no es así, no entiendo que siempre
tengas que venir a incordiar. Para tu información voy perfectamente, tan
solo que voy despacio disfrutando del paseo —mentí.
—¿Cómo voy a aburrirme viéndote que no puedes tirar de tu cuerpo y
sin querer reconocerlo? Eres todo un espectáculo para mis ojos con ese
modelito, Sustitos.
—Que no me llames princesita ni Sustitos ni nada, directamente no me
llames. Y deja de reírte de mí y de mirarme de arriba abajo —le pedí.
—Primero, no me estoy riendo. Solo quería ayudarte y estoy alucinando
con lo orgullosa y presumida que eres. Segundo, ¿por qué no puedo
mirarte? Ya te he dicho que eres todo un espectáculo visual para mis ojos.
—¡Porque no soy tu espectáculo ni una obra de teatro para que mires y te
diviertas! Oye, en serio, déjalo ¿vale?
—Repito, no me estoy riendo de ti. En todo caso contigo. Eres muy
maja, graciosa y entrañable.
—No soy graciosa ni quiero serlo. De verdad, déjame caminar tranquila
que me desconcentras y no quiero acabar en el suelo.
—Oh, vaya, ¿te desconcentro? Algo es algo, minipunto para mí —
concluyó triunfal.
—No iba en el sentido que tú piensas. Eres un creído… ya te lo habrán
dicho más veces ¿no?
—Alguna vez me lo han dicho, sí —respondió acercándose a mi oído,
mientras con su mano empezó a rodear mi cintura—. Tranquila, te dejo en
paz no vaya a ser que por mi culpa, que ya sabemos que te desconcentro, tu
lindo culito vaya a dar con el suelo y entonces tengas que suplicarme para
que te ayude a levantarte, princesita —siguió con sus ironías y me soltó el
agarre de golpe.
—En caso de que me cayese, que no va a pasar, tranquilo que serías el
último al que pediría ayuda —refunfuñé con sorna y cara de mala leche,
aligerando mi paso para poner distancia, pues ya había conseguido que me
pusiera nerviosa y a la par, que me enfadara.
 
Me vi a su lado en el reflejo que el sol hacía en el suelo.
Era un chico alto, grandote y yo a su lado, con mi metro cincuenta y
ocho, parecía de bolsillo. Siempre me había dado igual la altura. Lo
compensaba con otros encantos o partes de mi cuerpo como el pelo, o los
ojos que sí que me gustaban.
Mi melena era ondulada, más bien melenón, castaño, cortado a capas,
mil capas y con flequillo a juego con mis ojos marrón miel.
De pecho no iba mal servida porque una sílfide no era, aunque tampoco
estaba obesa. Una chica del montón al lado de semejante maromo.
Él tenía las manos muy grandes y su agarre había sido firme y delicado a
la vez. Cuando noté que me cogía por la cintura, me contraje y sentí una
descarga de electricidad en todo mi cuerpo.
 
—Ay, hija, no sé cómo puedes ir con esos tacones por estos caminos. Ten
cuidado que te veo en el suelo como te descuides. —Oí que decía mi madre
a lo lejos, sacándome de mis pensamientos.
—Tranquila, mamá —alcé la voz—. ¡Estoy acostumbrada!
 
A lo que él se rio sin réplica alguna.
¡Qué facilidad para encabronarme tenía el jodido niñato de los cojones!
Bueno, niñato por su comportamiento infantil porque, por lo menos de
aspecto, parecía mayor que yo. Si yo tenía veinticuatro, él no debía andar
lejos.
No lo entendía, ¿qué pretendía conseguir metiéndose en todo momento
conmigo? Si pensaba que así me iba a fijar en él lo llevaba claro. Me
miraba con esa sonrisa canalla que me derretía y se había acercado a mi
oreja demasiado para provocarme. Y su mano en mi cintura, agarrando
bien, me generó un nerviosismo total. No quería seguir pensando en ello y
me volví para coger a Maritere del brazo y darle conversación. De esa
manera pensaba evitar que se acercara otra vez. El tenerlo lejos era lo
mejor.
Llegamos al pueblo y recorrimos las preciosas callejuelas pedregosas,
llenas de casas bajas con fachada de piedra —la mayoría adornadas—,
todas con chimenea y con la misma estética entre sí.
La plaza Mayor, con encanto natural, bastante diáfana, rodeada de
árboles llenos de lucecitas apagadas y un gran árbol de Navidad en el
centro.
A la espalda se encontraba el ayuntamiento, una pequeña casa
consistorial que estaba abierta al público y que contaba con un gran tablón
de anuncios donde pude leer:
 

 
 
Ese alcalde o alcaldesa ya me había conquistado. ¡Qué idea tan
buenísima para alegrar el pueblo en esas fechas!
Aunque había pueblos que no necesitaban esa alegría y Montaves era
uno de ellos.
Era tan bonito en su conjunto que, si ya le sumaba la decoración,
resultaba el sitio más alegre donde podíamos estar. Además, había
maceteros con flores —llenos de restos de nieve—, tres bancos de madera y
un arco de piedra que daba paso a la calle principal, donde se encontraba el
mercado, la zona del centro de salud y la farmacia del pueblo.
Seguimos recorriendo y pasamos por la casa de la cultura. Me sorprendió
que tuviera sus balcones llenos de cajas de regalos de Navidad y bastones
blancos y rojos colgando. En la puerta había un buzón real dorado, un trono
—que supuse que ocuparía Papá Noel— y un gran macetero lleno de
lucecitas. Enseguida me puse la nota mental de volver al pueblo de noche.
Tenía que ver todo iluminado y hacer miles de fotografías.
Llegamos a la peluquería y a la calle de los bares. Solo había dos en todo
el pueblo y lo que llamaban El refugio, que era un local con chimenea,
mesas donde la gente podía jugar a las cartas, parchís o simplemente ir a
tomar un café o a leer. Claramente un punto de encuentro ideal para la gente
del pueblo. Me gustó mucho lo que veía. Era bonito, acogedor. La estampa
era de película de Garci. Todo en piedra, casas y calles con restos blancos
en los tejados y gente que nos miraba con la extrañeza propia que se genera
cuando en los pueblos aparecen los llamados forasteros.
No me cansaba de decirles a todos lo que estaba disfrutando y había
visto a mi madre sonreír en varias ocasiones mientras admiraba las
fachadas, los locales… y eso me hizo inmensamente feliz. Se nos había
hecho un poco tarde, por lo que Enriqueta propuso ir hacia su casa para
comer.
Iniciamos el camino de vuelta y Maritere se acordó de sus galletas y del
pastel que habían preparado la noche anterior para tomar de postre y que
habían olvidado en la nevera.
 
—Nada, Marite, no te preocupes. Me acerco en un momento mientras
vais preparando la comida, ya que de la casa de Queti a la nuestra no hay
mucha distancia —me ofrecí.
—Niña, ¡cómo vas a ir sola! Si aún no conocemos estos caminos. —Se
inquietó ella.
—Tranquila, sé ir perfectamente… te recuerdo que estudié fuera y nadie
vino a enseñarme dónde estaba todo en Pamplona —continué hablando.
—No se preocupe, Maritere —intervino él—. Yo la acompaño.
—Ah no, no, tranquilo. No es necesario —contesté yo, imaginando lo
que sería todo el camino de vuelta con él dándome por saco.
—Sí, claro que es necesario. Imagina que te encuentras con un oso o
peor aún, con un reno que salga del bosque —provocó él, haciendo suyas
mis palabras de la noche anterior, sonriendo maliciosamente mientras me
miraba, consiguiendo además asustar a Maritere.
—¡Qué me dices, muchacho! ¿En este pueblo hay de eso? Mira que me
encierro y no saco mis narices más allá de la puerta de la calle —añadió
rápidamente ella.
—No digas tonterías, Fran, que las estás asustando —le instó a parar su
abuela—. Aquí no hay animales de ese tipo. Estad tranquilas —nos aseguró
para, a continuación, dirigirse a mí—, pero, Carlota, deja que mi nieto te
acompañe para que nos quedemos todos tranquilos.
—De acuerdo —asentí.
—Entonces vamos adelantándonos porque nosotros vamos un poquito
más rápido y con un poco de suerte, llegamos a casa a la vez ¿verdad,
Carlota? —Me guiñó un ojo el muy cabrito.
—Vale —acepté. No me quedó más remedio que claudicar, maldiciendo
porque sabía que me quería poner a prueba, con lo que me estaba costando
caminar con los dichosos tacones.
 
¡Quién me mandaría a mi haber elegido ese atuendo! Y más en un sitio
como ese, donde todo el mundo iba tapado hasta las orejas con plumas,
pantalones y botas de montaña.
Hicimos el camino, yo casi en silencio todo el tiempo, limitándome a
contestarle con monosílabos y él, en cambio, sin parar de hablar para
intentar mantener una conversación conmigo y que entrase en su juego.
Yo no tenía ganas de entrar en el tipo de juego que él quería. Sabía cómo
acababan esos tejemanejes, ya había salido escarmentada de uno parecido y
no pensaba repetir.
Aunque algo tenía él que era más fuerte que mi voluntad. Por eso,
cuando estábamos llegando y yo ya no podía con mi cuerpo, tiró de mí
estrellándome contra su pecho y, agarrándome las manos, me hizo
detenerme.
 
—Descansa, princesita —me ordenó.
—No sé por qué lo dices, no lo necesito —le contesté chula y orgullosa.
—¿Seguro? —me preguntó—. Aunque hace un frío que pela, no me
importa que paremos y descansemos un poco.
—Creo que estamos llegando, prefiero que no —mentí. Las piernas ya
casi no me respondían, no sentía los pies entre el frío y todas las piedras que
me había clavado y, además, no quería darle la razón sabiendo que me había
traído más rápido a propósito.
—De acuerdo, como quieras, solo quería ser amable contigo ante lo
evidente —aclaró y empecé a aflojar con él.
—¿Y qué es lo evidente según tú? —quise saber.
—¿¿En serio?? ¿Vas a seguir disimulando? No puedes con tu cuerpo,
chata. Tienes hasta mala cara. ¡Qué jodida orgullosa eres!
—Por supuesto que puedo… no inventes.
 
Había desayunado la leche con dos galletas hacía mil horas y las debía
de tener ya en la punta del pie y eso, sumado al esfuerzo físico que
habíamos hecho, me estaba haciendo casi desfallecer.
 
—Hemos andado casi seis kilómetros entre ida y vuelta y tú con calzado
muy poco apropiado para estos caminos. Como quieras, sigamos pues —
asintió él.
—Eso es, sigamos y no perdamos más el tiempo con tus inventos —
cerré la conversación, a sabiendas de que me estaba equivocando.

CAPÍTULO 6
 
 
 
CARLOTA
 
Me arrepentí de no haberle hecho caso en cuanto empecé a notar un
sudor frío recorrer mi frente. O paraba o me iba a caer redonda. Y se dio
cuenta, pero no dijo nada. Solo se acercó, resopló y me cogió en brazos para
llevarme así hasta la puerta. Sin mirarme.
No me resistí y los pocos metros que quedaban hasta llegar a casa,
teniéndolo tan cerca, me limité a dejarme caer sobre su pecho para apoyar
la cabeza, con los ojos cerrados, y respirar su aroma. Olía a dulce, un ligero
recuerdo a algodón de azúcar mezclado con caramelo me vino a las fosas
nasales.
Sin duda era un aroma delicioso. Olor a hombre mezclado con dulce…
Menuda tentación.
Y estaba enfadado. Iba a explotar de un momento a otro. Eso sí, esperó a
estar dentro y a que me recuperase un poco, gracias a Dios, porque en ese
momento yo no era persona.
Me depositó como un saquillo de patatas en el sofá, frente a la chimenea
donde aún quedaban ascuas del encendido de la mañana. Me tapó con una
manta y fue derecho a la cocina, de donde volvió con un refresco y una
cerveza. Lo primero para mí y la segunda para él.
 
—Bebe, anda, te sentará bien. El azúcar es bueno después de los
esfuerzos y las bajadas de tensión, que es lo que tú tienes, Carlota —aclaró.
Y esta vez nada de princesita, ni Sustitos… Estaba tan enfadado que me
llamó, por primera vez, por mi nombre.
—Gracias —me limité a decir tímidamente y me la bebí, mientras él
daba un buen trago a la cerveza.
—Eso —mencioné para romper el hielo y señalándole al bote—,
también viene bien después del esfuerzo físico.
 
Me miró con sus ojazos oscuros llenos de rabia, queriendo regañarme y,
a su vez, conteniéndose.
No respondió a mi comentario.
 
—¿Estás mejor? —preguntó al cabo de unos minutos, que yo había
pasado con los ojos cerrados.
—Sí, sí, mucho mejor. Voy un momento a mi cuarto —le anuncié, pues
tenía que deshacerme del vestidito de marras y ponerme los vaqueros y las
botas cómodas.
 
Entré en la habitación y al ver la cama no pude evitar tirarme encima. Ya
estaba más repuesta, pero estaba tan agotada que maldije tener que ir a
comer y no poder quedarme echando la siesta.
No sé cuánto tiempo pasó, pero abrí los ojos de golpe al escucharlo a mi
lado:
 
—Joder, princesita, no te puedo dejar sola. Vamos, despierta que
llegamos tarde —susurró dulcemente.
—Ostras, perdón, perdón, perdón… Me he tumbado un momento porque
estaba muerta y, sin darme cuenta, me he quedado frita —dije
levantándome de golpe, al tiempo que me tambaleé por el brusco
movimiento.
«Putas cervicales…», pensé.
 
Me cogió al vuelo para evitar que perdiera el equilibrio y yo agarré
fuerte sus brazos, porque me veía en el suelo de un momento a otro. Nos
quedamos un instante así, volviendo a detener el tiempo en una atmósfera
de silencio tenso y con cuidado, sin soltarme, me ayudó a sentarme en la
cama. Bajé la cabeza.
Se quedó en cuclillas frente a mí, con sus manos en la cama cercando
mis piernas. Quise morir de la vergüenza por tantas meteduras de pata
juntas y no supe cómo levantar la cabeza para encontrarme con sus ojos.
Había sido una orgullosa, imprudente y cabezona y los dos lo sabíamos.
Me agarró la barbilla suavemente y me hizo levantar la mirada.
 
—Ey, no pasa nada, ¿vale? —me tranquilizó.
—No ha sido nada, estoy bien. Venga, me levanto de nuevo, me cambio
en dos minutos y nos vamos. —Cogí carrerilla para decirlo todo rápido.
—Menudos sustos me estás dando, ¡se me va a parar el corazón! —
exclamó él, haciendo más drama de la cuenta para relajar el ambiente.
—Anda anda, si hasta hace un minuto estabas enfadadísimo, ¿crees que
no me había dado cuenta? —le solté yo sin saber muy bien por qué.
—Ah, ¿sí? Muy aguda tú ¿eh? ¿Y crees que tenía motivos? —preguntó
irónicamente.
—Bueno, tanto como para enfadarse… pues ¡no! —escupí sin anestesia.
Estaba siendo injusta y lo sabía.
—¡Joder, ¿que no?! —replicó furioso—. Mira, llevas siendo una jodida
orgullosa todo el día. Desde que hemos salido y te he ofrecido ayuda porque
te estaba costando andar. No, ¡qué coño!… Desde que, por accidente, te
asusté ya me crucificaste cuando lo único que he hecho es querer ser
simpático contigo y ayudarte.
—¿Ayudarme es coger mi tanga del suelo y recrearte riéndote de mí? ¿O
decirme que me llevas a caballito como si fuera inútil porque dices que soy
una princesita? Perdona, pero tenemos conceptos de ayuda diferentes. Para
mí, lo que has hecho desde ese momento ha sido, aunque sea incoherente,
tratarme como una niña y vacilarme para echar un polvo —rugí levantando
la voz.
—¿De verdad crees eso? ¡Qué equivocada estás! Y háztelo mirar porque
ni tú misma entiendes lo que dices —contestó indignado.
—Sí, es lo que creo —respondí yo convencida—. Me has estado
llamando princesita como si lo fuera, cuando no me conoces de nada y no
sabes cómo soy o dejo de ser… y, ¡¡si lo fuera tampoco sería malo, a ver si
te enteras!! —Tan pancha me quedé tras decir todo del tirón, sin pensar.
—No has entendido nada, pero si tanto te molesta que me preocupe, que
intente ser amable y acercarme a ti, como veo que tú quieres acercarte a mí
y no te atreves por tu estúpido orgullo o vete tú a saber por qué, no te
preocupes que te dejaré en paz —concluyó muy serio.
—¿Que quiero acercarme a ti? Eso lo dirás tú y para que lo sepas, estás
totalmente equivocado. No quiero acercarme ni a ti ni a nadie, bastante
tengo ya con lo que tengo como para venir de vacaciones y tener que estar
discutiendo con alguien a quien en unos días más, no volveré a ver en mi
vida —dije arrepintiéndome conforme iba hablando, pero ya no había
marcha atrás. Lo había dicho.
 
Y era verdad, era lo que mi cabeza tenía en mente hasta que llegué a
Montaves, lo conocí y empecé a fijarme en él casi sin darme cuenta. Desde
que mi ex me dejó no había querido volver a estar con nadie.
Era mi mantra: mejor estar sola y así no tener que fiarme de nadie para
luego salir trasquilada. Si hasta mi padre se había ido, si alguien de tu
sangre lo hace, ¿qué no hará un extraño al que no te une nada?
Aunque no quisiese acercarme, en los tres o cuatro ratos que lo había
visto, se me había colado por alguna rendija y por lo que fuera no había
dejado de pensar en él de una manera o de otra. Para cagarme en él y sus
tonterías o para frenar mis pensamientos guarrillos hasta acabar
masturbándome en la ducha con su imagen en la cabeza.
Él, él y él. Él, que se iba a ir en unos días, que ni siquiera quiso decirme
cuando le pregunté. Él, al que probablemente no iba a volver a ver. Él y sus
idioteces. Él.
Era absurdo, porque éramos dos extraños discutiendo como una pareja
de novios. De locos, surrealista.
 
—¿Crees que me he preocupado por ti todo el camino para echar un
polvo? Eres una creída, que lo sepas. Y no, no me he preocupado para
seducirte sino porque veía que no podías e intenté ayudar, pero has sido una
borde de mierda y para que te dieras cuenta de que con ese orgullo no ibas a
ningún lado, te he traído deprisa a la vuelta. Hasta que he visto que estabas
a punto de desmayarte y he vuelto a querer ayudarte, pero nuevamente tu
orgullo te ha podido y no me has dejado, ¡joder! —contestó furibundo.
—Eres gilipollas. Sabía que me estabas trayendo deprisa para joderme y
quedar por encima. ¿Has tenido bastante con que me marease? ¿Satisfecho?
—pregunté con toda la sorna del mundo.
—Pues no. Para tu información, me he sentido como un mierda por
llevarte a ese extremo, pero no me hiciste caso cuando quise parar. Y te
pido perdón, yo no soy orgulloso como tú y no me gustan estos conflictos
—confesó.
—Disculpas aceptadas y ahora, si no te importa, tengo que vestirme y tú
no haces nada aquí —dije invitándolo a salir. Me había pedido perdón y yo
le estaba echando. Tenía que arreglarlo, aunque a ver cómo.
—Me voy, está claro que molesto —indicó dándose media vuelta para
salir de mi cuarto y después de la casa, dando un portazo.
—Muy bien —le contesté cuando ya casi no podía oírme. Jodido orgullo
que me impidió decirle que no molestaba y que se quedase. La había
cagado. Nuevamente. Y lo sabía.
 
Me cambié la ropa a toda prisa, metí los postres en una bolsa y cerré la
puerta. ¡Qué placer sentí al pisar el suelo con botas cómodas!
Cogí el camino hacia la casa de Enriqueta y unos metros antes de llegar
lo vi de lejos, esperando fuera. Me pareció un detalle bonito para que no se
enterara nadie de que habíamos discutido, de todo lo que nos habíamos
dicho y así, llegar juntos de nuevo a la comida.
Mi cabeza iba a cien. Realmente, si lo analizaba, tenía razón y había
intentado ayudarme a recoger las cosas cuando me asustó y se me cayeron.
Y luego volvió a casa cuando le di con la puerta en las narices.
Era cierto que se había preocupado por mí durante el camino e incluso
cuando me iba a marear, me cargó en sus brazos… y…
«Ya vale, Carlota, para», me ordené.
Nos habíamos metido en un bucle de difícil salida casi sin conocernos.
 

CAPÍTULO 7
 
 
 
CARLOTA
 
—¿Se puede saber qué haces ahí? —pregunté con tono de indiferencia.
—¿Prefieres que te diga que estoy esperando para echar un polvo detrás
de ese árbol? Pues lo siento, pero no, solo estoy tratando de disimular que
no nos soportamos y entrar juntos a comer —respondió con ironía.
—¡Que te den! —le solté, acabando con mis buenos propósitos de
enmienda que se fueron al garete.
 
Ese recibimiento, después de la que habíamos tenido no venía a cuento.
Lo conocía poco, pero siempre se las apañaba para hacerme enfadar.
Me tiró un beso con los labios, guiñó el ojo chulescamente, se dio la
vuelta y abrió la puerta usando sus llaves.
 
—Ya está aquí la juventud. —Oí decir a Maritere.
—Por favor, pero ¡cuánto habéis tardado! —añadió Enriqueta—. Menos
mal que estabas con ella, hijo, si no sí que nos hubiéramos puesto nerviosas.
—No te preocupes, abuela, entre que hemos ido despacito, charlando y
el cambio de ropa, se nos ha ido el tiempo sin darnos cuenta —mintió.
—Mmmm, qué bien huele. —Me relamí yo para cambiar el tema, porque
sabía que esa frase iba a dar pie a que me contaran el menú que teníamos
por delante.
 
Todo estaba preparado en torno a una gran mesa, que habían dispuesto
de manera perfecta. Nuestra primera comida navideña allí.
Se notaba que en esa casa eran tan fanáticos de estas fechas como yo,
porque no faltaba detalle ni en la casa, ni para la comida.
Enriqueta había preparado pudding y carne en salsa. De postre, el
dichoso motivo de nuestro paseíto con el café.
Conocimos también a don Teo, el marido de Enriqueta. Un señor
robusto, fuerte, mayor que ella, con barba blanca, poco pelo y mirada
entrañable tras los cristales redondos de sus pequeñas gafas.
Desde el minuto cero fue todo amabilidad con nosotras. Incluso nos
invitó a dar una vuelta por el campo, donde él pasaba el día con las ovejas y
cortando leña.
Comimos tranquilamente en un ambiente muy distendido. Menos por él,
que sin que el resto lo notara, se dedicó a hacerme saber que no me
soportaba de todas las maneras posibles. Miraba perdonándome la vida y si
pedía que me pasasen una servilleta o cualquier otra cosa, desviaba sus ojos
hacia otro lado, para no darse por enterado.
Estaba consiguiendo que me sintiera fatal, más arrepentida aún de lo que
ya lo estaba por mi comportamiento con él. Y justo habíamos caído enfrente
uno del otro.
Mientras Fran pasaba de mi culo, yo, en cambio, lo miraba y prestaba
atención a todo lo que contaban sobre su vida, que fue bastante poco.
Tenía veinticinco años, había estudiado lo mismo que yo y había
trabajado haciendo prácticas, como becario, en un importante periódico en
el extranjero hasta hacía pocas semanas que había decidido volver,
temporalmente, a España.
Lo miraba y veía su pelo negro ondulado, despeinado, y cada vez que se
pasaba la mano para colocárselo hacia atrás, me hipnotizaba. Era como ver
al modelo del anuncio de la tele que te gustaba y te ponía cardíaca. ¡Estaba
jodida la cosa!
El matrimonio nos contó que llevaban toda la vida en Montaves.
Anteriormente vivían en la casa rural, pero cuando su hija se fue a estudiar
fuera del pueblo se mudaron a esa en la que nos encontrábamos, porque era
más pequeña y fácil de mantener.
Nos explicaron que la madre de Fran trabajaba mucho, a la par que su
marido, quien había construido un imperio y viajaba por el mundo
buscando telas y tejidos para su empresa, por lo que iban muy poco por el
pueblo.
Sobre sus nietos —deduje que Fran tenía una hermana por la
conversación— contaron que los visitaban cuando el estrés de la gran
ciudad podía con ellos o cuando tenían problemas e iban en busca de
respuestas, ya que, según ellos, los abuelos siempre daban los mejores
consejos.
Mi madre también les habló de mí, de mi hermana, incluso de ella,
aunque no les contó el motivo que nos había llevado a Montaves.
 
Se creó una atmósfera de confianza, pero ella aún no estaba preparada
para verbalizar el abandono de mi padre. El día que pudiese contarlo a
alguien de fuera del entorno familiar, sin duda, iba a ser un gran paso. Era
pronto aún para eso.
Hora y media después de los entrantes y los platos principales, llegó el
postre. Lo tomamos en los sofás, cerca del fuego, mientras contábamos mil
batallas.
Estábamos tan a gustito que me sentía en casa. Ese matrimonio era
especial y cercano.
Estaba segura de que, con tan pocas visitas de su familia, estaban
necesitados de cariño por lo que esa Navidad todos nos íbamos a hacer
compañía.
 
—Siento interrumpir este momento, pero a mí me queda por delante una
buena sesión de decoración navideña antes de que lleguen los niños, por lo
que antes de que se haga de noche, me voy a ir para casa —comenté.
—Te gusta mucho la Navidad, ¿verdad? —me preguntó Enriqueta.
—Muchísimo. Desde que los pequeños vinieron al mundo, la he vuelto a
vivir como si fuera una niña. Con la misma ilusión. Me encanta prepararlo
todo, comprar los regalos, hacer mil juegos y dinámicas, cocinar con ellos:
nos rebozamos en chocolate caliente y asamos nubecitas. Disfrutamos
poniendo al niño Jesús el veinticuatro por la noche en el nacimiento y
cantando villancicos antes y después de cenar. Me encanta porque estamos
todos juntos.
—Bueno, música a todas horas, porque la lista de reproducción de
villancicos la debe de tener rallada de oírla tanto —apostilló mi madre.
—Desde que éramos pequeñas, siempre el viaje de Navidad al pueblo lo
hacíamos con los villancicos de Manolo Escobar —les conté con un poco
de tristeza en mi interior porque, aunque me encantaban, me recordaban a
otras épocas.
—Claro que sí, la Navidad es alegría y fechas para reunirte con tus seres
queridos —dijo Enriqueta—. Este año nosotros estaremos acompañados,
pero no todas las fiestas… ¿Verdad, Fran?
—Verdad —cortó él en seco. Me di cuenta de que, por algún extraño
motivo, no quería que supiéramos cuándo se pensaba marchar—. Yo
también voy a ir a dar una vuelta a ver si veo a Rubén —explicó él
dirigiéndose a su abuela.
 
Por un momento reflexioné las palabras de la señora Enriqueta y si Fran
estaba allí tenía que ser porque tuviera algún problema. Ya que por el
agobio de la ciudad no, porque acababa de volver a España. Ya él había
dicho cuando llegamos que el pueblo era perfecto para pensar y
desconectar.
 
—Querida, tienes que ir a dar un paseo por el pueblo de noche. No te
imaginas lo bonito que está todo con la cantidad de luces que han puesto
este año. Además, el concejal de fiestas ha tenido la idea de hacer un
concurso de decoración de fachadas y está todo el pueblo como loco.
Habéis venido en el mejor momento —aseguró Enriqueta.
—¿Le gustaría darlo conmigo, Queti? Veo que a usted le gusta tanto el
ambiente como a mí, así que no se me ocurre una compañía mejor —le dije
con cariño, mientras miraba hacia donde estaba Fran, que me devolvió la
mirada con frustración a la par que se ponía el abrigo.
—Por supuesto, si tú quieres ir con esta vieja ñoña, yo encantada.
Cuando quieras vamos.
—Perfecto, aún nos queda tiempo sin los niños… Si le parece, mañana
sería perfecto —propuse.
—Estas van a ser unas Navidades increíbles, Teo —le susurró Enriqueta
a su marido, lo que a mí me produjo una ternura inmensa.
 
Estaba claro que ella pasaba muchas horas en soledad y le encantaba la
compañía. Por lo que se deducía, el abuelo de Fran era un poco rancio con
la Navidad y sus derivados, pasaba mucho tiempo fuera del hogar y le hacía
poco caso. Y allí estábamos nosotras para conseguir que, de verdad, fuera
una Navidad especial para todos.
 
—Nosotras nos quedamos un ratito charlando con Queti y luego vamos
—explicó mi madre.
—De acuerdo, en casa nos vemos. ¡Hasta mañana a todos!
 
En un intento por cruzar unas palabras con Fran, salí de la casa a la vez
que él.
No sabía dónde iba, ya que solo había dicho que iba a dar una vuelta,
pero me atreví y le hablé:
 
—¡Oye, Fran!
—¡Vaaaaya! Ahora soy Fran, no el mierda que, según tú, te quiere echar
un polvo y no sé cuántas cosas más —contestó.
—Mira, solo quería pedirte perdón por haber estado un poco huraña y a
la defensiva contigo, cuando es verdad que has tratado de ayudarme varias
veces desde que he llegado —reconocí mirándolo a los ojos, con la misma
firmeza con la que él lo hacía.
—Te has dado cuenta un poco tarde, ¿no te parece? —preguntó
sarcásticamente, porque seguía enfadado.
—El dicho dice que mejor tarde que nunca, ¿no estás de acuerdo?
—Sí, bueno, total qué más da… Como bien has dicho, no soy nadie y en
unos días no me volverás a ver —sentenció.
—Como quieras, yo ya he dicho lo que tenía atascado en la garganta
desde esta mañana. Te iba a proponer venir a ayudarme e intentar pasar un
rato divertido entre villancicos y espumillones, pero veo que no es el mejor
momento, ¿verdad?
—Efectivamente, no lo es. Lo siento, ¡que te vaya bien la tarde! —me
deseó, dándose media vuelta y cogiendo sendero abajo en dirección al
pueblo mientras yo me quedé ahí parada, como puesta por el ayuntamiento
y sin entender nada.
 
Ya le había pedido perdón por mi comportamiento y le había reconocido
que no había estado acertada…, ¿qué más quería?
Si no le daba la gana de que nos lleváramos bien estaba en su derecho,
por lo que me hice a la idea de tener un trato cordial con él las pocas veces
que nos cruzásemos y fin de la historia.
No lo entendía y sentía una mezcla de tristeza con chasco. Ver a alguien
alejarse y no poder acompañarlo, que es lo que me apetecía en ese
momento, era frustrante. Además, parecía estar más enfadado que antes. Me
había mostrado mucha indiferencia y no había sido para tanto. No la
merecía.
Me sentía mal. Era una sensación como esas que se tienen en las
despedidas en los aeropuertos o en la estación de tren, donde se te forma el
nudo en la garganta y, aunque tratas de evitarlo, siempre acabas soltando la
lágrima.
En ese momento era distinto, había una fuerza que me quería llevar hasta
él, aun pensando que era un idiota que había rechazado mis disculpas sin
tan siquiera molestarse en reconocer su parte de culpa y pedir perdón,
porque, a decir verdad, el jueguecito del vacile y las risitas lo había
empezado él.
Y al final fui yo la que la había cagado e intentado remediar, porque
quería un acercamiento y estaba más que claro que él ya no. La cuestión era
el porqué me molestaba tanto, si nos conocíamos hacía poco más de
veinticuatro horas.
Di media vuelta en dirección opuesta a la que él había tomado y me
dirigí hacia la casa.
 
***
 
FRAN
 
Me había portado como un gilipollas. Acababa de pedirme perdón y en
lugar de acercarme, darle la mano o un abrazo y empezar de cero como me
hubiera gustado, la había rechazado mostrando indiferencia y haciendo
mías sus palabras.
¡Porque tenía razón, cojones!, ya que en pocos días no iba a volver a
verla.
Me gustaba y eso era innegable, pero también impensable para mí en ese
momento.
Me gustó desde que nuestros ojos se cruzaron, cuando la abuela nos
presentó en la puerta de la casona. Me llamó la atención su aspecto, con ese
pelo de león a capas que llevaba, esa mirada de mora, marrón dulce como la
miel, pese a que su gesto de primeras no es que fuese el más amigable del
mundo. Tenía pinta de ser borde.
Me fijé en lo orgullosa que fue la segunda vez que nos vimos, cuando la
intenté ayudar a recoger las cosas que se le habían caído al verme. La
asusté, sí, pero se notó que estaba nerviosa, no solo por el incidente, sino
por mi cercanía. Y lo disimuló encabronándose, ¡hostia!
Estaba seguro. Por la forma en que me miraba fijamente cuando cogí su
ropa interior, noté en ella una mezcla de vergüenza y enfado. También yo
me fui derecho al tanga, muy apropiado para el momento, pero qué
huevos…, ¿qué tío no lo hubiera hecho?
Y sí, luego me la imaginé durante horas con él puesto y más después de
haberla visto salir de la ducha envuelta en esa maldita toalla que apenas la
cubría y con el pelo mojado. Era la viva imagen de una diosa. Me la puso
durísima. Por eso esperé para largarme de allí y que no se notara el calentón
que llevaba encima tras verla así. Su madre me daba conversación y yo
mientras pensaba en tirarme a la hija.
No podía permitirme pensar en ella de ninguna manera.
No estaba bien. Aunque tampoco había podido evitar esa misma mañana
acercarme y picarla con bromas para ver hasta dónde entraba en el juego
más viejo del mundo.
El jodido problema del roneo. Siempre me acababa pasando factura el
puto juego del tonteo con unas y otras. En el instituto fui el rey del ligoteo y
en la uni igual, pero no con todo el mundo. No cualquiera entraba al trapo y
encima con inteligencia, como ella.
¡Qué le iba a hacer! Toda la vida me habían puesto cachondo las tías que
no se amilanaban, bordes y contestonas.
Que me siguiesen la corriente era lo mejor, por eso me aburría con unas
y otras que no eran capaces de decir esta boca es mía.
Y ayer conocí a Carlota y desde ese puto momento no se había ido de mi
pensamiento. Si hasta me hice una paja por la noche pensando en ella.
El tanga, la toalla de los cojones, su mirada tan pura y penetrante… Me
la hubiera llevado de vuelta al baño y me la hubiera follado allí mismo si no
hubieran estado su madre y la otra señora.
¡Tremenda nochecita pasé imaginándola en todas las posturas posibles!
No tendría que haber estado pensando en todo eso, era consciente de
ello, pero tampoco podía evitarlo. Me hubiera ido con ella a casa, la hubiera
ayudado a colocar la cantidad ingente de cosas de Navidad que vi que traía
y hubiéramos pasado una tarde cojonuda.
¡Hostias! Había sido un jodido orgulloso de mierda por no aceptar su
perdón, cuando en verdad estaba deseando el acercamiento.
Y es que había algo que me incitaba a acercarme a ella, a sabiendas de
que no debía y, justo por eso, tenía que alejarme. Entonces no le dirigí la
palabra en la comida, pese a que me di cuenta de que ella me miraba y me
pedía agua, las servilletas…, y no estaba dispuesto a ceder, para no
complicar más las cosas.
Era imposible que pudiese acercarme a ella por más que quisiera
conocerla más.
Continué caminando sendero abajo hasta llegar al pueblo, que ya tenía
las luces de Navidad encendidas. Ese fue el primer pensamiento al llegar:
ella, que esa mañana contemplaba todo maravillada.
Ella, que fue comentando que le encantaría verlo de noche con todo
iluminado. Ella, que en mi cara había dicho que para ese paseo no
imaginaba mejor compañía que la de mi abuela… cuando ambos sabíamos
que lo que estaba diciendo no era cierto.
Ella, con la que yo sí que estaba deseando dar ese paseo, por esa ansia
que me corroía por dentro de saber más cosas suyas.
¡No, no podía ser!
Estaba allí, solo, en ese bar mientras pensaba en lo que no debía, en
lugar de aclarar lo que tenía entre manos y que me había llevado a alejarme
de todo y viajar hasta Montaves.
Yo, que me había tomado esos días para aclarar las ideas confusas que
tenía en mi vida, sin duda alguna no había hecho más que enmarañarlas aún
más. Aunque no podía decir nada, porque no estaba bien.
Ya llevaba un buen rato en El refugio, tomando una cerveza frente a la
ventana mientras veía el ir y venir de la gente, cuando la vi pasar.
No podía ser. Se había ido a su casa a decorar… Eran las ocho de la
tarde ya…, ¿dónde iba a esa hora?
Entonces, de un impulso me levanté y salí de allí dispuesto a seguirla a
distancia, simplemente para saber a dónde iba. En mis pensamientos no
entraba el saludarla.
Caminó despistada y pasó por las mismas calles varias veces. Estaba
claro que estaba buscando algo.
Finalmente, paró a Rubén, otro chico del pueblo que era amigo mío de
siempre y compañero de aventuras, para preguntar por sepa Dios qué fuese
lo que estaba buscando.
Rubén era un cabrón, como yo había sido cada verano con él cuando
teníamos dieciocho años y nuestro único entretenimiento era ligarnos a las
turistas y a las chicas que volvían a visitar a sus familias en esa época. ¡Las
que liábamos los dos!
No me gustó ver cómo él le extendió la mano a modo de presentación y
cómo se dieron dos besos. Bajaron la calle juntos y pararon frente a la
droguería de doña Mariana. Iban a cerrar cuando ella entró.
A los pocos minutos, salió con una bolsa donde se veía que llevaba un
bote de nieve en spray. Vi a Rubén merodear para despedirse de ella y en
ese momento, sin pensar, salí de donde estaba para toparme de frente con
ella.
«Si se iba con alguien de allí, por mis huevos, que no iba a ser con
Rubén», sentencié en mi mente.
 

CAPÍTULO 8
 
 
 
CARLOTA
 
Después de terminar de comer y despedirme de todos llegué a casa, y me
dispuse a sacar de las cajas todo lo que necesitaba para hacer la decoración
de la ventana lo primero. Era lo que más tiempo me iba a llevar y, además,
visto desde fuera, iba a quedar genial.
Tras un rato en el que rebusqué en todas las bolsas… no había ni rastro
de la dichosa nieve artificial. Dudé entre empezar por los espumillones o
por colgar las guirnaldas en la casa, pero para eso iba a necesitar la ayuda
de Maritere, por lo que sopesé las opciones y, sin pensarlo mucho, cogí las
llaves del coche y me fui al pueblo a comprarlo.
Apenas tardé en llegar y, sin remedio, acabé comparando el breve
trayecto que había hecho con el infernal paseo de la mañana, pero también
me reí recordando cómo Fran me había propuesto llevarme a caballito.
Aparqué cerca de la plaza, puesto que todo el centro era peatonal, y no
sabía qué tienda podría tener lo que buscaba o si lo iba a encontrar.
Di vueltas hasta que vi a un chico que podía ser de mi edad y me atreví a
preguntarle. Me llevó hasta una pequeña tiendecita donde compré nieve y
unas plantillas.
Al salir me encontré de frente a Fran, que venía en mi dirección.
 
—Hola —saludé.
—Ey, hola. ¿Qué haces por aquí? —me preguntó.
—Pues ya sabes que iba a decorar y cuando me puse a buscar el bote de
nieve, no lo encontré. ¿Y tú?
—Nada, al final se me fue la tarde leyendo un libro en El refugio. Es un
sitio que me da mucha tranquilidad y, de vez en cuando, suelo venir a tomar
algo mientras leo o escribo.
—Qué bien, yo también tenía un sitio así cerca de la universidad y
siempre que tenía que hacer algo cogía el portátil y en ese rinconcito era
donde mejor me concentraba.
—Oye, sobre lo de antes… Yo también quería pedirte perdón por la parte
que me toca. A veces me paso y bueno, no quiero que tengamos mal rollo.
Vas a estar aquí unos días, igual que yo, y no tenemos por qué llevarnos mal
por una tontería —reconoció Fran.
—¿Amigos? —propuse tendiendo mi mano, que él aceptó enseguida.
—Por lo menos lo intentaremos, ¿no? —bromeó él.
—Según cómo te portes. —Levanté una ceja y los dos nos reímos.
—Eh, pues no dudes de que todo lo mal que pueda —respondió muy
serio para después levantar la ceja juguetón, y entonces los dos rompimos a
reír de nuevo.
—Estoy deseando comprobarlo —le dije envalentonada—, pero es un
poco tarde y debería volver a casa antes de que vuelvan mi madre y
Maritere.
—Seguro que siguen en casa de la abuela… tienen cuerda para rato esas
tres juntas —aseguró él con toda la razón—. ¿Qué te parece si vamos dando
un paseo hasta allí y ya las recoges?
—Imposible. He cogido el coche para venir hasta aquí. Creo que mi
cuerpo ha superado hoy el límite de pasos que podía dar, pero vente
conmigo —le invité— y ya te dejo en casa.
—¡Acepto! Será todo un reto poder estar contigo un rato y no pelearnos
—respondió con gracia.
—En caso de que consigamos comportarnos como dos adultos y no
sigamos como el perro y el gato —afirmé yo—. Vamos, anda, que quiero
llegar a casa.
 
Caminamos unos metros de distancia hasta donde estaba el vehículo y
cuando me subí, dejé caer mi cuerpo hacia atrás, cansada, reposando la
cabeza y cerrando los ojos un instante.
Lo tenía a él al lado, en la intimidad del coche, con la noche cerrada y
estaba tensa.
Esas situaciones siempre resultaban tan íntimas…
 
—Estás agotada, ¿verdad?
—Completamente rendida.
—¿Quieres que conduzca yo y así descansas? —se ofreció con
amabilidad y ternura en su voz.
—No, no, tranquilo, apenas son diez minutos. ¡Venga, vámonos!
 
Hicimos el trayecto sin hablar, mientras de fondo en la radio sonaba
Solamente tú de Pablo Alborán. Una letra cojonuda para ese momento de
cercanía, donde no parecía de pronto el mismo…
 
Tus ojos son destellos,
tu garganta es un misterio.
Haces que mi cielo vuelva a tener ese azul,
pintas de colores mi mañana solo tú.
Navego entre las olas de tu voz y…
Tú, y tú, y tú
Y solamente tú
 
Conforme la escuchaba, lo miraba de reojo y veía en esa letra sus ojos,
destellando algo indescriptible al mirarme, y me planteé si el destino me lo
había puesto en el camino por alguna razón o si había sido una simple
casualidad el hecho de encontrar en Internet la casa de su abuela.
Eso sí, el coincidir allí los mismos días… Estaba ya montándome mi
propia novela romántica y empezaban a bailar corazones en el aire.
Él, por su parte, iba sumido también en sus pensamientos. El gran poder
de la música… malditas canciones inoportunas.
Llegamos enseguida y no me apetecía nada bajarme del coche. Se giró
hacia mí y nuestros ojos se engancharon.
 
—Te propongo algo —dijo.
 
Me eché a temblar. ¿Me iba a proponer una cita? ¿Realmente la quería?
No, eso no entraba dentro de mis planes en ese momento, donde de quien
menos me fiaba en general era del colectivo masculino.
Y él me llamaba la atención demasiado. Además, las citas ya sabíamos
cómo acababan… Mi mente volaba sola.
 
—¿Tienes frío?
—Sí, un poco. No te preocupes, ya entro en calor enseguida. A ver…
¿Qué ibas a proponer? Porque conociéndote ya un poco…, miedo me das
—contesté yo.
—Mujer, no pienses mal de mí. Dame un voto de confianza. Ya sé que
he sido un perfecto capullo estos dos días, pero si me dejas quiero que
empecemos de cero. Y, además, sé que tú también quieres, Sustitos.
—Tienes razón, también quiero que nos llevemos bien y empecemos de
cero, pero no me llames así —le pedí yo.
—Perfecto, pues ahora que ya somos amigos, Sustitos, te propongo que
dejes la decoración para mañana, porque hoy estás ya que ni ves y yo por la
mañana voy y te ayudo. Cuatro manos corren más que dos.
 
La cabeza me iba a mil por segundo. Estaba proponiendo acercarse a la
casona para ayudarme. Me iba a venir genial, aunque eso implicaba pasar
demasiadas horas juntos en casa. No sabía si era buena idea.
 
—Bueno, ¿qué me dices? —preguntó, sacándome de mis pensamientos.
—Acepto, pero porque estoy tan agotada hoy que solo pienso en
meterme en la ducha y de ahí directa para la cama.
—Bueno, espero que después de usar esa toalla con la que te vi ayer salir
de la ducha, te pongas un pijama calentito, de esos horrorosos con
estampados de abuela.
—¿Y por qué debería hacer eso? Tengo conjuntos lenceros ideales para
dormir, que, permite que te diga, me gustan mucho más que los pijamas
polares a los que te estás refiriendo.
—Madre mía. No me digas eso… ¿No ves que lo que yo quería era
borrar tu imagen en toalla e imaginarte con los mismos pijamas que mi
yaya? Ahora no veas la nochecita que voy a pasar imaginándote con
lencería…
—Fraaaannnnn, ¡¡¡no empieces!!! —le gruñí riéndome, porque me había
hecho gracia el comentario y darme cuenta de que conseguí lo que quería al
hacer la estupidez de la toalla.
—Ja, ja, vale, perdona. Tienes razón, nada de pensar en ti de esa
manera… o sí, pero sin decirlo —replicó socarrón, guiñando un ojo y
sacándome la lengua.
—¿Sabes qué?
—Dime.
—Nada, nada… olvídalo y dejémoslo estar —le pedí.
 
Por un momento pensé en decirle que ya no veía tan mal que me llamara
Sustitos, de hecho, hasta me gustaba. Los apelativos cariñosos significaban
cercanía, distinguir a alguien de entre los demás. Callé para no darle alas a
seguir tonteando después de su comentario.
 
—Bueno, ya me lo dirás —afirmó convencido.
—Eso, ya te lo diré —respondí guiñándole un ojo, retozona.
 
Salimos del coche y entramos en la casa, donde seguían charlando
animadamente. Se me acercó y al oído me susurró un «te lo dije» muy
bajito, refiriéndose a que allí seguían las tres Marías de charla.
El notar su aliento en mi piel me erizó todo el vello del cuerpo y puso en
alerta todas mis terminaciones nerviosas. Siempre me había vuelto loca que
me susurraran en la oreja, así como los besos en esa zona y en el cuello.
Eran mis puntos débiles y él, sin saberlo, era la segunda vez que me daba
en todo el gusto.
Apremié a las dos cotorras a levantarse para irnos. Nos despedimos
todos. Mi última mirada antes de abandonar la casa fue, disimuladamente,
para él, al igual que la suya ya que nuevamente nos encontramos y
sonreímos tímidos entre el resto.
Llegamos a casa y no hice nada de nada. Mi hermana escribió diciendo
que en lugar de a la tarde siguiente pensaban llegar el día después por la
mañana, por lo que al final iba a tener el día entero para preparar todo antes
de la llegada de mis sobrinos.
 

CAPÍTULO 9
 
 
 
CARLOTA
 
Había convertido en tradición levantarme temprano, enfundarme en mi
bata polar, mirar por la ventana para admirar el paisaje invernal e ir directa
a la cocina para desayunar el dulce que Maritere había horneado horas
antes. Era imposible sujetar a esa mujer en la cama. Siempre se levantaba al
alba.
Ese día lo que había sobre la mesa era bizcocho con pepitas de
chocolate. Tenía una pinta espectacular. Y sabía mejor aún. Desayunamos
las dos charlando sobre el día anterior. Maritere me habló mucho de todo lo
que habían conversado con Enriqueta. Se había dado cuenta de que esa
mujer se pasaba los días completamente sola y de que estaba muy falta de
cariño, que era lo mismo que yo había percibido de sus palabras en la
comida.
Mi madre seguía durmiendo, por lo que sin armar jaleo nos dispusimos a
colgar los espumillones. No pudimos porque ninguna éramos lo
suficientemente altas para llegar a ponerlos donde no molestaran. Ella
insinuó que podíamos pedir ayuda a Fran y cuando le dije que ya se había
ofrecido él para venir a ayudarme, no se sorprendió.
 
—¡Qué atento el muchacho!
—Sí, la verdad es que es simpático. Parece un buen chico.
—Un tanto hermético —comentó Maritere, a quien no se le escapaba
nada.
—¿Por qué dices eso? —le pregunté.
—¿No me digas que no te diste cuenta de que se ponía nervioso cuando
su abuela hablaba de él? Y le preguntamos si iba a estar mucho en el pueblo
y no respondió. Ese muchacho lleva su mochila, eso seguro.
—Cuando dices que lleva su mochila, ¿es porque crees que le pasa algo
o que oculta algo? —interrogué.
—Puede ser, o que es reservado y nosotras somos tres desconocidas ante
las que no le apetecía hablar de su vida, simplemente. Hombres… cada cual
más raro. No me hagas caso, niña.
 
Un «no me hagas caso, niña» con el que había dejado sus dudas
sembradas, ¡la muy puñetera!
 
—No nos importa, total… mientras venga a ayudarme, lo demás, como
si tiene tres mochilas a sus espaldas y fuma en pipa—mentí, disimulando mi
interés por él.
 
Y así estuvimos un rato hasta que mi madre se levantó y se arregló.
Decidieron ir al mercado para hacer algo de compra y yo preferí quedarme
e ir empezando la «misión decoración».
A los diez minutos escasos de irse, sonó el llamador de la puerta. Aún
sin vestir, con el pijama metido por dentro de mis patucos de lana, el moño
alto y la bata, abrí la puerta.
Era él.
«Tierra trágame».
 
—Qué pronto has venido. Estoy sola y sin vestir aún —le dije
cerrándome la bata, con pudor de que me viese con esas fachas.
—¿Ves como eres una princesita? ¿Ibas a vestirte para recibirme?
—Obvio, mira qué pintas… ¡Qué vergüenza! Aunque ya que estás aquí,
venga, entra.
—A mí en cambio me gusta ver a la gente así, al natural… sencilla, sin
artificios.
—Vaya, ¡me quedo mucho más tranquila! Lo apuntaré como look de
Nochevieja y me sentiré un poco menos homeless ahora.
—Tú con lo que te pongas estarás preciosa y, además, déjame recordarte
que, en este pueblo, los tacones y vestidos de pitiminí no son la mejor
opción para ti que no estás acostumbrada a caminar entre piedras y cantos.
—Calla, no me lo recuerdes —le pedí, mientras notaba como mis
mejillas ardían. Me acababa de piropear y me iba a dar algo. Lo mejor,
cambiar de tema.
—No sabes cómo caí anoche en la cama. He dormido como un angelito.
—Te confesaré algo —entonó bajito—. Yo también estaba bastante
cansado. Y entre eso y el día de tensión que pasamos… he dormido como
un lechón.
—El día de tensión que pasamos… ¡Qué exagerado! No me creo que a
un hombretón como tú le afecten las tensiones.
—Pues no te lo creas, pero así es. No me gusta nada el conflicto y menos
aún por tonterías. Y no solo me refería a tensión por la discusión, la tensión
sexual también existe…, ¿lo sabías?
—Eres increíblemente provocador, ¿a que eso sí que lo sabías?
—Venga, Sustitos, no te sonrojes y a trabajar… Dejaremos esto como si
fuera la guarida de Papá y Mamá Noel.
—Genial, entonces vienes con energía. Prometo invitarte a un aperitivo
cuando acabemos…
 
Empezamos por el gran ventanal. Nos subimos al sofá y mientras uno
sujetaba la plantilla, el otro pintaba con la nieve. Toda la parte de arriba
tuvo que hacerla él porque yo no llegaba. Se metió varias veces de broma
con mi estatura y a la par que trabajábamos íbamos hablando. 
Me contó que a él la Navidad le daba bastante igual. No tenía mucha
ilusión, aunque sí que le gustaba mucho pasar estas fiestas en compañía de
sus abuelos, porque sabía que con sus visitas los hacían felices. Lo más
duro sin duda eran las despedidas, ya que su abuela tardaba días en
recomponerse. Siempre le había pasado.
Yo le hablé un poquito de mí y le expliqué que mi pasión por la Navidad
venía de siempre, pero que desde que nació mi sobrino mayor me esforzaba
más por ponerlo todo como a mí me hubiera gustado verlo de chiquitina. Y
no me refería solo a estar con la familia, sino al ambiente, además de a
hacer y cumplir todas las tradiciones. Le fui explicando todo lo que hacía
con los niños y alucinó.
 
—¿Qué es eso de la tradición de la bota? —me preguntó ojiplático.
—Pues te parecerá una tontería, pero a los niños les encanta. Se levantan
con una ilusión tremenda y lo primero que hacen es ir al calcetín para ver
qué les hemos dejado. Y lo abren con la misma ilusión que los regalos del
día de Reyes —le expliqué.
—¿Y todos tenéis regalitos en esa bota? ¿O solo les pones a ellos por ser
los críos de la casa?
—Bueno, alguna vez estos años le he puesto alguna cosita a mi madre.
Ah, y mi cuñado también le pone tonterías a mi hermana. Mi padre algún
año le ponía algo a mi madre, aunque realmente los que disfrutan son los
niños.
—¿Y tú qué?
—Yo disfruto viéndolos a ellos, sin más —contesté apenada.
—Y a ti…, ¿nunca te ponen nada en esa bota?, ¿no te gustaría?
—Obvio que sí me gustaría, a todos nos encanta sentirnos halagados o
recibir un pequeño detalle en cualquier momento, ¿no? Ya sea en Navidad,
en verano o Semana Santa. Da igual la fecha viniendo de alguien que te
quiere… tu familia, tus amigos, tu pareja. Yo ya soy mayor y no lo necesito.
Quizá algún día llegue mi momento y pueda levantarme ilusionada e ir
corriendo a ver si hay algo para mí. Aunque por ahora, nunca. Con ver la
ilusión en sus caritas me basta y me sobra —le mentí, haciendo una mueca
y con los brazos abiertos imitando al emoji del WhatsApp, sintiendo que
había hablado más de la cuenta y había dejado a la vista mi añoranza de ese
pequeño detalle que todas las Navidades extrañaba, pese a ser yo quien
instauró la tradición en su día.
—¿A ti no te gustaría?
—Bueno, no soy muy de regalos. No quizá en ese contexto que tú dices,
pero claro… sentirse importante y que te lo hagan sentir es maravilloso. Y
para que lo sepas, entre mis múltiples virtudes, además de ser guapo,
inteligente, atractivo y nada enfadica, está el ser demasiado entregado y
detallista con la gente que quiero —me contó.
—Y no tienes abuela, ¿no? —me burlé, por lo bien que se vendía a él
mismo—. Ahora en serio, nunca lo hubiera adivinado. No tienes pinta de
ello, bueno me refiero a detallista y eso. Lo otro salta a la vista… —alabé,
arrepintiéndome conforme mis palabras salieron por mi boca.
—Bueno bueno, ¿me estás piropeando, Sustitos? —inquirió con una
sonrisa.
—Eso parece —reconocí tímidamente—. A ver, no te lo vayas a creer
mucho, pero hay cosas que no se pueden negar, aunque no te mereces que te
piropee por seguir llamándome Sustitos.
—¿Crees que no me he dado cuenta de que te ríes cada vez que te llamo
así? —preguntó vacilón.
—Me parto, eres la leche. Puede que me haya acostumbrado…, pero no
significa que me guste que lo hagas —añadí.
—Por algo se empieza, reina. Por algo se empieza… no lo dudes —Y se
calló, quedándose pensativo mientras me miraba fijamente a los ojos,
dibujando una tierna sonrisa en su rostro.
Con tanta charleta se nos escapó el tiempo sin darnos cuenta.
—Sigamos pues por ahí —indiqué para romper así la burbuja que
habíamos creado en ese momento y que, como siempre, me hacía sentir
abrumada y colapsada ante él.
—Sí, que en nada la abuela Enriqueta me reclamará para comer. Por
cómo olía cuando he salido, era plato contundente de cuchara. Si tengo que
volver luego, a lo mejor lo hago rodando…
—No puedo con la vida al escucharte decir esas cosas —exclamé a
carcajada limpia ante su ocurrencia.
 
El sentido del humor era lo mejor de cualquier persona y en su caso, era
inteligente como el que más.
Y eso sumaba puntos y más puntos en mi cabeza.
Tardamos bastante, como ya suponía y a lo tonto se nos había ido la
mañana en dibujar copos de nieve, muñecos y árboles por todos los
cristales. También hablando.
Habíamos hablado bastante y empezábamos a conocernos, pero quedaba
muchísima faena por hacer aún.
Cuando mi madre y Maritere volvieron de comprar con el carro lleno, él
ya se estaba preparando para irse.
Me di cuenta de que no le había ofrecido ni un refresco y me sentí una
anfitriona pésima.
 
—Fran, te vas y ni un aperitivo hemos tomado, ni tan siquiera un vaso de
agua te he ofrecido.
—No te preocupes, ya te he dicho que volveré esta tarde para seguir con
el trabajo y que luego me invites a merendar galletas de las que comimos
ayer, cuando terminemos con lo que falta —aclaró guiñándome un ojo.
—Me parece perfecto, ven cuando quieras —le invité con entusiasmo,
porque eso era lo que sentía, una mezcla de alegría y ganas de que volviese
y poder seguir pasando tiempo con él.
 
Mi madre le pidió que le preguntara a Enriqueta si quería jugar una
partida de canasta por la tarde, mientras nosotros trabajábamos y así nos
dejaban tranquilos.
Fran abrió su billetera, sacó un papel, le partió en dos y me pidió un
bolígrafo. Se lo di y entonces anotó dos teléfonos. Un papel fue a parar a
manos de mi madre y el otro a las mías. Obviamente, en el mío no estaba el
móvil de su abuela, sino el suyo acompañado de una carita sonriente. Le
dimos las gracias y lo acompañé a la puerta.
Y sin darme cuenta, lo tuve pegado dándome un beso en la mejilla.
Un solo beso, no dos… que, para mí, uno siempre había sido señal de
cariño de verdad.
Un gesto algo más cercano que cuando dabas dos besos porque al final,
dos se los acababas dando a cualquiera que conoces y te encontrabas por la
calle.
Uno, solo uno, sin avisar y agarrándome a la vez por la cintura con su
brazo derecho para que no me retirara.
«Y no, no pensaba hacerlo», pensé.
 
—Además de atractivo, guapo y no sé cuántas cosas más, ¿también
zalamero? —repetí haciendo mías sus palabras con ironía, mientras se
alejaba, evitando reírme para que no se diera cuenta de que me había dejado
en el limbo.
—Deja de decirme cosas bonitas, Sustitos, o no querré irme —avisó en
tono vacilón.
—Nada nada, a comer. —Apremié, haciendo gestos con la mano,
indicando que se alejase mientras cerraba la puerta.
Volví a abrir rápidamente y le grité:
—Fraaaannnnn, ¡gracias!
—Definitivamente no quieres dejarme ir, ¿verdad? —Se empezó a reír y
acabó la frase mientras se daba la vuelta dejándome KO—. Tranquila,
princesa, tenemos mucho tiempo.
 
Sonó tan irremediablemente sexy y a la vez tan prometedor, que en ese
momento solo veía confetis y purpurina de mil colores levitar en forma de
corazones sobre mi cabeza.
Entré en casa despacio ante los cuatro ojos de Maritere y mi madre, que,
para mi sorpresa, se ahorraron cualquier comentario y siguieron a lo suyo.
 

CAPÍTULO 10
 
 
 
 
CARLOTA
 
La tarde pasó volando. Empezamos poniendo los espumillones en los
marcos de las puertas, en la barandilla de la escalera, sobre los cuadros… y
en muchos momentos tuve que aguantar la mirada inquisidora de Fran, que
sin hablar me gritaba desde lejos: «hortera».
 
—No me mires así, me gusta el espumillón de colorines brillantes. Da
mucha alegría.
—¿Y es necesaria tantísima alegría? Que hay muérdagos, guirnaldas,
adornos y quieres que dejemos esto como un cabaret lleno de boas y brillos
—preguntó mientras una carcajada tremenda se abrió paso en mi boca.
—Vamos a poner todo, ¡cuantas más cositas, más bonito quedará!, ya lo
verás.
—Si tú lo dices… Recuérdame, por favor, que nunca te llame para que
me ayudes a decorar mi casa —soltó de manera irónica.
—Muy gracioso, listillo. Te aseguro que cuando acabemos, no pensarás
igual.
Con los espumillones puestos, sacamos el resto de las cajas de adornos.
Fuimos probando, poniendo y quitando y lo mareé muchísimo.
—¿Puedes probar a mover el peluche del muñeco de nieve de al lado de
la lámpara a encima de la chimenea? Y, por favor, ¿puedes cambiar las
velas que has puesto en las mesas por estos pinos de Navidad?
—¿Y qué quieres que haga con las velas?, ¿me las como? —refunfuñó
riéndose con mala gana, pues estaba llegando al límite.
—Es solo probar, creo que quedarán mejor en las estanterías y en la
mesa del rincón de leer.
—De acuerdo. ¡Vaya tarde me estás dando, Sustitos! ¡Si lo sé, no vengo!
—exclamó.
—Ay, no me digas eso, que me estás ayudando un montón. ¿Puedes, por
favor, coger también la estrella grande para colgarla ya?
—¿Dónde quiere la señorita que cuelgue la estrella? —preguntó con
retintín.
—Pues en la escalera. ¡Tiene que bajar de arriba!
—Perdone usted mi ignorancia en el tema. —Se rio.
—¿Sabes que cuando estás cansado eres un poco infantil y pavo?
—Y tú ¿sabes que cuando te pones mandona eres muy, pero que muy
sexy, Sustitos?
—Pues mira, nunca me habían dicho algo parecido. Venga, cuélgala y
tomemos un café… Si te apetece, claro.
—Lo estoy deseando. ¡Corre, dime rápido a qué altura y acabemos con
esta tortura! —gritó desde lo alto de la escalera.
—Tú sí que eres una tortura…. Pues, hijo, ponla a la mitad, ni muy
arriba ni muy abajo ¡lo que pida!
—Desisto… No sé cuánto pide, lo entiendes, ¿no? O me lo dices
exactamente o subes y la cuelgas tú, con esas manitas tan bonitas que Dios
te ha dado —increpó irónicamente.
—Eres un coñazo, ¿lo sabías? Venga, que caiga un par de dedos más
hacia abajo y ya estaría.
—Y tú eres insoportablemente obsesiva con tanta perfección y tanto
cachivache, ¿a que lo sabías también? —replicó imitándome.
—Me gusta cuando te enfurruñas —le dije levantando la voz para
juguetear.
Y era verdad. Si ya me gustaba en modo tranquilo, con sus bromas y
guasas, cuando se enfurruñaba como los pequeños me resultaba muy tierno.
Se quejaba y rebufaba como un niño grande.
—Y a mí me gustas tú.
 
ZAAASSSSSS… Lo había dicho. Y por un segundo, se hizo el silencio.
Yo le gustaba. Ya lo intuía, pero no esperaba oírselo decir así, de frente.
Toda una declaración de intenciones por su parte, eso estaba claro. Él
estaba arriba y yo abajo, nos separaba una escalera… una planta…
Nos quedamos quietos, mirándonos con sorpresa, con ganas y con deseo,
mucho deseo.
Y en ese momento abrieron la puerta y entraron las tres Marías, que ya
se habían cansado de jugar a la canasta y habían decidido ir a ver cómo
habíamos dejado la casa.
Todo sucedió tan rápido que no me dio tiempo de abrir la boca y cuando
quise darme cuenta allí estaban todas con nosotros dos.
No lo podía creer, no podía ser verdad que fueran tan inoportunas. Le
miré con incredulidad y él a mí con frustración.
Si hubiera sido una escena de mis novelas románticas, Fran hubiera
bajado los escalones de tres en tres hasta llegar a donde yo estaba, me
hubiera cogido entre sus brazos y me hubiera besado como si no hubiera un
mañana para acabar empotrándome contra la pared y dejándome sin aliento.
Claro que… No era un libro de amor, ni una peli de después de comer,
sino la cruda realidad.
Me había dicho que le gustaba y la puerta se había abierto… sin yo
responder nada. No hubo tiempo.
Fin de la historia.
Las oía decir que qué bonito estaba todo, que qué buen trabajo habíamos
hecho y yo me debatía entre si era mejor mandarlas en un cohete a la luna
por haber fastidiado el momento o agradecérselo, porque igual era una señal
del destino y tenía que alegrarme que no hubiese pasado nada con él.
Enriqueta me sacó de mis pensamientos y me dijo que no había visto una
casa decorada tan bonita hacía mucho tiempo. Comentó también que
transmitía alegría y calidez, calor de hogar. Estaba emocionada y yo, con
ella.
Fran bajó la escalera y se desparramó en el sofá bastante contrariado.
Incluso le cambió la cara. Le siguieron ellas y solo me quedó disimular y
quitar las cosas de la mesa para, a continuación, proponer una merienda
para todos.
 
—Pues sí, un cafecito caliente nos vendrá bien —confirmaron ellas.
 
Y así acabamos todos sentados en torno a la mesa para merendar lo que
había sobrado del bizcocho por la mañana, acompañado de chocolate
caliente y el café que íbamos a tomar nosotros dos a solas.
 
—¿Por qué no decoras el árbol, Carlota?
—Porque a mi sobrina le gusta tanto como a mí hacerlo, entonces la
espero para decorarlo juntas. Es tradición ponernos nuestras orejitas de
renos y llenarlo de bolas variadas, de todo tipo de adornos y luces de
colores.
—¡Wow! Qué explosión de color… No sé si quiero verlo sin gafas de sol
—opinó Fran en un intento de hacer gracia.
—No le hagas caso a este nieto mío. No entiende de estas cosas. Seguro
que os queda precioso y la mocita disfruta muchísimo —afirmó Enriqueta
—. Y, tú —señaló refiriéndose a su nieto—, más te vale centrar la cabeza y
dejarte de tonterías. Para eso has venido y no veo que lo hagas, sino lo
contrario.
—Sí, lo cierto es que a los tres les encanta —intervine yo, viendo que a
Fran no le había gustado nada el comentario de su abuela—. Ya nos queda
poquito para acabar todo ¡menos mal!
—Os ayudamos —propuso Maritere— y así en un momento lo dejamos
hecho, que vosotras —dirigiéndose a Enriqueta y a mí—, tenéis planes esta
noche.
—Por supuesto —contestó ella. Estaba tan ilusionada por mostrarme el
pueblo iluminado mientras paseábamos que no me atreví a decir lo cansada
que estaba y dejarlo para otro día, sino que me limité a asentir.
—Pues entonces ve diciéndonos dónde ponemos lo que falta.
—Fran, tu encárgate de poner las guirnaldas de luces en las estanterías y
en la escalera, por favor. Vosotras —refiriéndome a mi madre y a Enriqueta
—, colgad en las puertas los adornos de la caja y encima de la chimenea,
donde se vean bien, las bolas de cristal con nieve. Marite, en la chimenea
colgando hay que poner los bastones rojiblancos y sacar las tazas navideñas
de la caja pequeña. El belén lo pongo yo esta noche cuando vuelva del
paseo y ahora subo y pongo en los tres balcones de arriba las guirnaldas y
las luces. Faltaría la bota que la colocaré mañana directamente para cuando
lleguen.
—¡A trabajar! —les animé riéndome.
 
Subí las escaleras y ahí estaba él, enroscando la guirnalda de luces
encima del espumillón. Me agarró la mano y me atrajo hacia su cuerpo.
 
—Sabes que me debes un beso, ¿no?
—Sabes que todo pasa por algo, ¿no? —contesté yo levantando la ceja y
con media sonrisa puesta, pasando de largo, camino del primer balcón.
 
Mientras estuve decorando los balcones de la casa no se me iba de la
cabeza ni su: «a mí me gustas tú», tan decidido, tan claro, ni su: «me debes
un beso» que había sonado tan hipnótico que me había dejado las bragas
por las rodillas y con la duda de qué hubiese pasado si no hubiéramos
estado rodeados de gente.
Pensándolo fríamente yo no le debía nada. Era cierto que la situación
había sido de película, pero nos habían interrumpido y nunca íbamos a
saber lo que hubiera pasado.
Tampoco era una novedad que yo le gustase o que él me atrajese a mí.
Desde el primer día empezó con sus insinuaciones y, encima, cuando yo le
dije que lo que él quería era llevarme a la cama, se había ofendido. Eso sí,
esta vez había sido o sonado diferente.
Esa vez había verdad en sus palabras. Además de impulsividad, ya que,
sin lugar a error, se había dejado llevar por el momento sin pensar las
consecuencias previamente.
Nunca había creído en el amor a primera vista y, en la etapa de mi vida
en la que me encontraba, ya de por sí, dudaba que el amor existiera como
para andar pensando en flechazos.
Creía en la atracción, en el instinto, en el deseo… y Fran me provocaba
todo eso y más desde el minuto uno, pero de ahí a que pasase algo y que se
nos fuese de las manos siendo dos desconocidos, eso era impensable.
Nunca había sido así, no porque me costase dejarme llevar, sino por la
confianza o, mejor dicho, por la desconfianza, y no iba cambiar por un
polvo navideño.
Y eso que no me hubiera imaginado un entorno mejor o un momento
más propicio para un affaire, pero había viajado hasta Montaves a pasar la
Navidad en familia y no a pensar en idilios que no iban a ningún sitio.
Un rato después terminamos todo. Miré a mi alrededor y me sentí muy
satisfecha.
Puede que pareciera una frivolidad o tontería, con todo lo que habíamos
pasado hasta ese momento por la huida de mi padre, pero el estar en un
lugar así casi toda la familia junta y experimentar la ilusión que estaba
sintiendo y la alegría por la inminente llegada de la Navidad me parecía
mentira.
Como había dicho Enriqueta un rato antes: tenía la sensación de estar en
casa, de calidez y me invadía la emoción.
Miraba la chimenea y repasaba mentalmente los momentos en los que
había ido comprando, año tras año, las bolas de cristal que reposaban sobre
ella.
Tenía que encontrar una en el pueblo y llevármela de recuerdo. Miraba
las estanterías llenas de luces y me parecía un rincón tan increíble como
apetecible para sentarme y devorar libros con una velita encendida,
mientras me arropaba con las enagüillas de la mesa camilla.
Y cuando llevé la vista a la ventana no pensé en nada que no fuera la
mañana con él, en cómo habíamos estado haciendo uno a uno los dibujitos
con la nieve y lo que nos habíamos reído. Y en esa tarde, en cómo me había
ayudado y en la complicidad que habíamos tenido. El pobre había hecho
todo lo que le había pedido, aun quejándose y encima nos habían
interrumpido en el mejor momento.
 
—Muchas gracias a todos. Me habéis ayudado muchísimo,
especialmente tú, Fran —reconocí.
—No hay de qué. Ha sido interesante ver cómo alguien tan pequeño
como tú, puede mandar tanto y enfadarse si no le hacen caso —contestó.
—¡Oye!, bueno, hoy no te digo nada porque me has aguantado las
órdenes todo el día, pero mañana me vengaré de ti —repliqué haciendo una
mueca de indignación en broma.
—Esperaré impaciente —avisó guiñando un ojo.
 
Las tres Marías nos observaban como si estuvieran en el teatro. Tan solo
les faltaban las palomitas de maíz.
 
—Nosotras nos vamos entonces, ¿no? —preguntó Enriqueta.
—Sí, vamos a coger el coche y a conocer Montaves iluminado —afirmé
yo.
—¿Puedo acompañaros? Puede que necesitéis un guardaespaldas —se
ofreció él.
—Nada nada, vete a casa que el abuelo te está esperando para cenar.
Esto es un rato para disfrutar nosotras y tú, hijo, nos chafarías el plan. Te da
igual la decoración navideña, las luces y todo lo demás, así que vete a casa
y hazme el favor de ponerle la cena a Teo —le pidió muy decidida
Enriqueta.
—Vaya con la abuela, ¡qué carácter! —Se rio él—. Bueno por lo menos
os acompaño al coche y ya me dejáis en casa al paso.
—¡Vámonos!
 

CAPÍTULO 11  
 
 
 
CARLOTA
 
Todo era mágico, precioso y perfecto. Recorrimos la plaza Mayor, toda
llena de cortinas de luces y con el árbol en el centro iluminado en color azul
y dorado. Alrededor la gente se hacía fotos. Seguimos por la calle principal
que también estaba iluminada con diferentes colores en casi todos los
balcones, al igual que el resto de las calles del centro del pueblo. Llegamos
a la casa de la cultura y aquello fue un espectáculo digno de ver. Los
bastones de los balcones, los regalos, el trono, el Papá Noel… Todo estaba
iluminado y me transportó a esos decorados de las películas navideñas,
cuando veía las fachadas iluminadas enteras y disfrutaba de solo imaginar el
poner la mía así algún día.
 
—Es precioso, ¿verdad?
—Es perfecto, Queti. Este pueblo es especial. Ya no solo por lo bonito
que es y la decoración navideña, que es espectacular, sino por la calma y la
paz que transmite. Aquí todo el mundo se conoce, por lo que voy viendo
todos se ayudan y eso es impensable en una ciudad grande. ¡Si yo no sabía
ni cómo se llamaba mi vecino en mi época de estudiante! En casa de mis
padres sí, porque vivimos al lado de Maritere desde que éramos niñas.
—Cierto, niña, este ambiente atrapa. Y aunque mucha gente no lo
entienda, ver un pueblo así de bonito, encendido e iluminado, hace felices a
muchas personas que el resto del año nos sentimos tristes y apagadas. ¡Y
por eso tenemos bastante turismo! —relató convencida y orgullosa de la
tierra que la vio nacer.
—Toda la razón. A mí misma me hace sentir ilusión y alegría, pero yo
soy muy friki de la Navidad así que mi opinión no cuenta mucho.
—¿Qué es eso de friki de la Navidad? A ver, explícame, que yo ya estoy
mayor y no me entero —me pidió.
—Pues a ver cómo se lo explico: es alguien como usted y como yo, que
decoramos todo, incluso, en mi caso, llevo jerséis y bragas navideñas.
—¿De verdad tienes jerséis y bragas de Navidad? Yo solo conocía la
tradición de las bragas rojas para despedir el año y así entrar con buen pie
en el siguiente. Cuéntame cómo son —volvió a pedirme asombrada.
—Pues yo tengo de pingüinos en la nieve, de muñecos de Navidad,
tengo unas de renos que un día le enseñaré así por un ladito. Le van a
encantar. Bueno y muchas de color rojo también, claro. Incluso jerséis
tengo uno para cada día de la semana. Además, este año he comprado ropa
interior y pijamas navideños para toda mi familia. ¡Todo puede ser que me
los tiren a la cara! —le cuchicheé al oído, riéndome.
—¿Sabes una cosa? Me encanta tu ilusión y tu alegría. Tus sobrinos son
muy afortunados de tener a alguien como tú que les haga vivir estas fechas
tan especiales como en un cuento. Y no me creo que todas esas bragas
existan. Eso tengo que verlo yo —sentenció feliz.
—A mí me hubiera gustado que me lo hicieran, pero mis padres nunca
fueron de celebrar fiestas, ni de Halloween, ni de grandes decoraciones ni
tradiciones navideñas —afirmé con un poquito de pesar en mis palabras.
—¿Te apetece una manzana asada? —Cambió de tema.
—La verdad es que no me gustan mucho, Queti. Se ve que a usted sí,
entonces vayamos a ese puesto —dije señalando al frente— y les llevaré
manzanas a mi madre y a Maritere.
—Carmen está triste, se lo noto. No sé el motivo, aunque confío en que,
cuando ya estéis todos, se alegre un poquito y disfrute con los niños estas
fechas tan señaladas.
—Así es. Lo que le pasa, en verdad, es que mi padre se ha ido de casa
hace poco. Sin una explicación o una carta… solo un Post-it que pegó en la
nevera y que la dejó destrozada —le conté.
 
Esa mujer me daba una confianza tremenda, me gustaba hablar con ella
y sabía que confiarle ese secreto haría que ayudase a mi madre a recuperar
un poco su vitalidad y su alegría desde la prudencia.
 
—Hombres… No se puede una fiar de nadie, recuérdalo, hija, ¡de nadie!
—Una pregunta, Queti, hablando de hombres… ¿Por qué no ha dejado a
su nieto acompañarnos? —quise saber—. Él había dicho que quería pasear
con nosotras.
—Nada, pamplinas. Sabré yo lo que quería ese. Ni pasear ni nada. Está
que no se aclara y no se aguanta ni él. Ya tendrá tiempo de pasear, ya lo
tendrá. Y ahora sigamos —cortó en seco—. Nos queda por ver el belén. Y
el municipal también, pero el ayuntamiento está cerrado ahora.
—Oh sí, vayamos. Me muero de ganas por visitarlo. El del ayuntamiento
supongo que podremos verlo de día en cualquier momento.
 
El belén era maravilloso. Ocupaba el centro de una plazoleta cercana a
donde estábamos y estaba puesto en una mesa acordonada para que la gente
lo visitara sin tocar. Era un trabajo minucioso, delicado y completísimo.
 
—¡Qué maravilla, por favor! Esto es un trabajazo que no tiene nada que
envidiar al belén de las grandes capitales —afirmé convencida, ya que en
muchos años no había visto un belén tan bonito.
—Lo hace la asociación local de belenistas y trabajan durante los
trescientos sesenta y cinco días para que ningún año sea igual que el
anterior. Ten en cuenta que las personas desempleadas y los mayores tienen
mucho tiempo libre y no es un trabajo, sino una afición que les apasiona. Y
el resultado, como puedes ver, es digno de admirar —me explicó.
—Estoy de acuerdo. Me muero de ganas de hacerle mil fotos de día
también. Había perdido ya la cuenta de la cantidad de imágenes que había
tomado. Traeré a los niños para que lo vean —aseguré.
—Además, en un par de días, con el sorteo de Navidad, empezarán a
sonar los villancicos en la plaza Mayor a todas horas, que luego retumban
en todas las calles y verás qué alegría se palpa en todos sitios.
—Estoy deseando sentirlo, Queti. Gracias por hacerme este tour. Lo
estoy disfrutando muchísimo en su compañía —le agradecí sinceramente.
 
Era increíble que un pueblo tan pequeño tuviera tanto sentimiento y
alegría en esas fechas.
Se estaba haciendo un poco tarde por lo que dimos el paseo por
finalizado y la dejé en su casa, no sin antes invitarla a visitarnos para
conocer al resto de la familia al día siguiente.
 
—Muchas gracias por el paseo, bonita. Me has hecho disfrutar a mí con
lo que tú has disfrutado viendo y admirando todo. Contigo he recordado la
ilusión que yo tenía y cómo vivía estas fechas a tu edad. Buenas noches —
se despidió la señora tan contenta.
—Me va a emocionar diciéndome esas cosas. Buenas noches, Queti.
 
 
Volví a casa más feliz que una perdiz con todo lo que había visto y
dispuesta a colocar mi nacimiento.
No iba a quedar tan bonito como el que acababa de visitar, pero amaba
ponerlo.
Guardé el niño Jesús, ya que lo sacábamos siempre todos juntos el
veinticuatro a las doce de la noche y me fui a la cama.
Fue un día increíble. Había hecho mil cosas, había estado muchas horas
a solas con Fran, me había dicho que le gustaba y para rematar ese paseo
con su abuela que me había parecido fascinante.
El pueblo me tenía totalmente atrapada y llevaba apenas tres días en él.
 

CAPÍTULO 12
 
 
 
CARLOTA
 
Nos levantamos temprano, incluida mi madre, para esperar a los
pequeñajos. Estábamos deseando verlos y que conocieran Montaves. La
casa había quedado preciosa. Allí estábamos las tres, desayunando en la
cocina chocolate con picatostes y venían los niños para quedarse las
siguientes tres semanas. Lo teníamos todo, no podíamos pedir más en ese
momento. O sí, que nos tocase la lotería, pero eso era improbable por lo que
no necesitábamos mucho más. Bueno, también mi cuento de hadas, que
siempre revoloteaba por ahí… solo que para ese entonces el príncipe del
cuento, en mi mente, cada vez se parecía más a Fran, por lo que lo mejor
era dejarlo estar.
 
—Luego tenemos que ir al mercado, Marite —le comentó mi madre—.
Ayer se me olvidó comprar una cosita.
—¿Qué se te olvidó? Si trajimos todo lo que estaba en la lista —aseguró.
—Una tontería, vaya, pero quiero ir a por ella.
— Dinos… ¿Qué es? ¡Cuánto misterio, mamá!
—Un poquito de perejil para poner mañana a San Pancracio con la
lotería. Ala, ya lo he dicho. No os riais que os conozco —nos advirtió
mientras nosotras estallábamos en carcajadas, desoyendo su petición.
—Vosotras reíd y haced lo que queráis, pero yo iré y lo dejaré puesto
esta noche.
—Yo te acompaño —se ofreció enseguida Maritere, tan solícita como
siempre.
—Pues yo no porque me pondré a decorar el árbol con Alejandra, lo cual
me recuerda que tengo que preparar la bota de Navidad antes de que
lleguen. Voy a ello —señalé levantándome y caminando hacia el salón.
Había guardado debajo de mi cama una bolsa grande con juguetitos,
material escolar y cositas del todo a un euro porque era lo que diariamente
mi economía me permitía ponerles en el calcetín.
La coloqué en la puerta que daba al pasillo porque siempre estaba
abierta.
Un par de horas más tarde llegó el resto de la familia. Los niños bajaron
del coche y se quedaron mirando la ventana con expresión de sorpresa en
sus caritas.
 
—¡Qué bonitooooo! —gritaban nerviosos y emocionados.
 
Y cuando entraron en la casa les pasó lo mismo que a mí. Sus ojillos se
movían de un lado a otro, sin saber dónde parar. Alejandra me abrazó. Era
un clon mío. Tanto en carácter y forma de ser, como en gustos. Estaba
fascinada. Adoraba el color, la alegría, siempre quería estar haciendo algo.
Le apasionaban las botas altas, los vestidos y los vaqueros y su color era el
morado. En eso diferíamos ya que el mío era el azul. Miró todo con
detenimiento y buscó la bota.
 
—Allí está, vamos, chicos, corred. —Les apremió y los tres abrieron sus
pequeños paquetes con la misma ilusión de siempre.
 
Carlitos admiraba todo. También le gustaba mucho el colorido y las
lucecitas. En casa siempre las encendía y apagaba o se quedaba embobado
cuando ellas solas cambiaban de color. Miraba como buscándolas, pero no
las encontraba porque hasta que empezase a caer la tarde no las pensaba
encender.
También le encantaba jugar a los pies del árbol y tirar con sus manitas de
las bolas que colgaban en la parte de abajo. Ya lo sabíamos y, por eso,
Alejandra y yo siempre nos poníamos en guardia cuando él se sentaba cerca
con sus juguetes.
 
—¡¡Me has esperado para decorar el árbol!! —chilló alborotada la
pequeña Alejandra.
—Claro, como siempre, enana. En cuanto comamos nos ponemos. ¿Te
parece?
—Claro que sí, estoy deseando ver cómo nos queda. Esta casa es
preciosa y está entera decorada como en las películas de princesas de
Navidad que siempre vemos.
—¡Pues no te queda nada por ver! Ayer di un paseo con la señora
Enriqueta y este pueblo es una maravilla. Y por la noche han puesto tantas
luces en todos sitios que parece el pueblo del anuncio de la tele, el que
todos los años ilumina la marca de bombones que tanto os gusta —le
expliqué.
—¿En serio? ¿Me vas a llevar, porfi? —preguntó zalamera como ella
sola, mientras me besuqueaba.
—¿Lo dudas? ¡Pues claro que vamos a ir cuantas veces queráis! Eso sí,
hoy no, señorita, porque hoy tenemos mucho trabajo por hacer.
—Está bien, mañana sí, ¿verdad?
—Sí, si os portáis bien, mañana vamos.
—Jo, verás cuando lo cuente en el cole, que he pasado una Navidad
igualita que en las películas —dijo tan feliz.
 
Mi hermana y yo nos miramos. Sonreímos al escucharla mientras
veíamos cómo nuestra madre estaba sentada en el sofá con sus otros dos
nietos, contándoles alegremente lo que habíamos hecho estos días.
 
—Te has lucido, hermanita. ¡Esto es genial!
—Ha quedado precioso, ¿a que sí?
—Verdad, esta casa es una maravilla y habéis hecho un gran trabajo de
decoración las tres —sentenció.
—Hemos tenido una ayudita extra. Luego te cuento —aclaré en tono
bajito, dejándola con la intriga.
—¡¿Qué me dices?! Desembucha ya… Esa sonrisita tiene nombre y
apellidos, ¿verdad? —me preguntó convencida de que algo había.
—Bueno, la verdad es que doña Enriqueta y su nieto se han portado
fenomenal desde que hemos llegado.
—¿Y ese nieto es pequeño, tierno y achuchable para ser compañerito de
juegos de mis hijos o es el culpable de la sonrisa boba esa que se te ha
puesto?
—No es un niño, si es lo que me preguntas. Digamos que es de mi edad
más o menos, pero todo es un poco raro. Luego te explico bien.
—Vale. Veo a mamá mejor, nada que ver con el fin de semana que fui a
visitaros que no paraba de llorar y no se movía del sofá.
—Sí, no tiene nada que ver cómo está aquí a cómo estaba en casa. Ya los
últimos días la sacamos un poco del letargo, pero desde que hemos llegado
hasta se levanta tarde, Tina. Sigue triste, pero pasa los días entretenida. Han
hecho piña las dos con Enriqueta y van y vienen de su casa a esta, pasean
por el pueblo y juegan a las cartas además de cotorrear lo cotorreable —le
conté.
—Ah, ya entiendo, mientras ellas hacían piña con la yaya, tú ya has
hecho piñón con el nieto ¿no? ¿Te lo has tirado? Quiero saberlo todo ya.
—Ala, ¡qué burra, hija mía! No es nada de lo que crees. Deja de
preguntar que al final nos van a oír —le pedí.
—Tíííííííaaaaaa, ¿qué tanto cuchicheáis mamá y tú? Ven anda y
enséñame todo, porfi —me insistió.
—Cosas de mayores, preciosa. Vamos para que veas todo lo de arriba.
—Cuñada, este año sí que te ha quedado bonito. Y la casa y el entorno
son una pasada. Van a ser unas buenas vacaciones, eso seguro —pronosticó
mi cuñado, que siempre criticaba mis gustos navideños, pero este año me lo
había ganado.
—¡Esperemos, Borja, esperemos que así sea!
 
Comimos todos juntos. Hacía tiempo que no disfrutábamos de una
comida familiar de manera tan relajada y tranquila.
Mi madre estaba en paz, se reía con las ocurrencias de los niños y les
explicó con todo lujo de detalles todo lo que sabía sobre el pueblo además
de hablarles de su futuro viaje al Caribe si le tocaba el Gordo de Navidad.
Comentó que le gustaría corresponder a todas las atenciones de
Enriqueta invitándolos a comer un día, para así además conocernos todos.
Nos pareció una muy buena idea.
 
—¿Has traído las diademas de renos? —me preguntó mi sobrina. Era
preceptivo ponérnoslas para todo lo que íbamos a hacer.
—Pues claro. He traído de renos, las de Papá Noel y unas nuevas en
plateado y dorado para que este año todos podamos ponernos una en
Nochevieja, aunque sean distintas.
 
Era costumbre en casa, la noche de Nochevieja, hacer un photocall en el
cotillón con disfraces, gafas del nuevo año, boas y espumillones al cuello
además de confetis, matasuegras, serpentinas y cosas varias.
 
—Me pido las plateadas, porfiiiii.
—¡Claro que sí! Tienen brillibrilli. Sabía que las querrías para ti. Yo me
quedo con las de los papanoeles.
—¡Qué guay eres, tita! Piensas en todo —me alabó.
—Pues igual que harás tú cuando seas mayor y quieras sorprender y
hacer felices a los hijos de tus hermanos, ¿verdad?
—Hombre, ¡pues claro que sí!, porque con el mal gusto que tienen mis
hermanos como tengan que hacer ellos todo lo que tú haces ahora, sería un
completo desastre. Cuando tú no puedas, yo lo haré y será igual porque ya
sabes que yo soy minitú y tenemos los mismos gustos —explicó muy
convencida de todo lo que estaba diciendo.
—¡Ay, que te como, enana! Venga, a trabajar, que tenemos que hacer
esta noche el encendido de luces y el árbol no puede faltar.
 
Alejandra y yo cogimos la escalera de tres peldaños para decorar el
árbol. No llegábamos a la copa. Primero enroscamos espumillones bajando
por capas. Después colocamos las guirnaldas de luces de colores para que
descendieran dando la vuelta en escalera.
Nos costó bastante porque era mucho más alto y grande que nuestro
abeto de siempre, aunque poquito a poco, pudimos. Eché en falta la ayuda
de Fran y sin saber por qué lo visualicé allí, decorando el árbol con
nosotras.
Fuimos añadiendo los adornos y bolas. El orden era claro: las que más
nos gustaban donde mejor se veían y el resto a los lados. Al cabo de un par
de horas no cabía ni un alfiler por ningún sitio.
 
—¡Chicos, venid todos! Tengo una sorpresa —les grité, para que me
oyeran porque estaban cada uno en un sitio.
 
Y nos arremolinamos todos en torno al pino ya terminado. «¡Os ha
quedado precioso!» «¡Qué bonito!» «¡Superalegre!», son algunas de las
frases que nos dijeron y nosotras nos sentimos encantadas con nuestra obra.
 
—Lo que quería deciros es que os he comprado una tontería, pero me
hacía ilusión empezar las fiestas así. Tomad. —Fui repartiendo una pequeña
bolsita de papel kraft a cada uno—. Las tenemos que abrir todos a la vez.
 
De golpe todos teníamos en nuestras manos unas preciosas esferas
doradas con nuestros nombres para ir colgando, de uno en uno, en el
atestado pino.
 
—¡Oh, hija, qué detalle tan bonito y personal! —dijo mi madre
emocionada.
 
Alejandra propuso pedir un deseo cada uno al colgar su bola. Nos
pareció una buenísima idea.
 
—¡Cómo me gusta! Después, si queréis, del tirón un brindis y hacemos
el primer encendido de luces, ¿os parece? —propuse alegre.
—Sí, sí —gritaron los enanos—. Queremos brindar, tía.
—Vosotros con Fanta o con Champín, moquillos —les sugerí, para
chinchar.
—Carlota, definitivamente, eres peor que ellos. Vamos, empecemos. —
Metió prisa mi hermana.
 
Fuimos por orden, de menor a mayor, acercándonos y formulando
nuestro deseo sin decirlo.
Mi único deseo era que mi madre volviera a sonreír, pero también me
vino a la cabeza mi príncipe azul de cuento. No podía ser egoísta y lo
importante era ella.
Con todas las esferas colgadas el árbol quedó a rebosar, pero tenía un
toque familiar que lo convertía en especial. Estábamos preparando las copas
cuando llamaron a la puerta.
Maritere abrió y ahí estaban, abuelos y nieto, justo a tiempo, para brindar
con nosotros por una Navidad especial. Mi madre hizo las presentaciones
oficiales y entre abrazos, besos y brindis pasaron los minutos sin que nos
diéramos cuenta.
 
—Mira, Fran, ya es casi de noche —le señaló Alejandra mirando hacia la
ventana.
 
Mi sobrina y él conectaron desde el minuto uno y supo ganársela.
¿Estaba adorando al santo por la peana? Era un dicho de mi pueblo que
venía como anillo al dedo, pero lo cierto era que formaban un tándem muy
peculiar.
Uno tan grande y otra tan pequeña y menudita; uno respondiendo a todas
las preguntas que la pequeñaja le iba haciendo y ella, sin separarse de él;
una pidiéndole mil cosas y él, diciéndole a todo que sí.
 
—Te estoy oyendo, señorita. —Me acerqué a ellos.
—Le decía que es de noche porque, si mamá me deja, Fran me ha
prometido llevarme al pueblo para ver las luces y comer algodón dulce.
¡Qué guay!, ¿verdad, tita?
—Anda que…, si aún tenemos que encender las nuestras. Y además ese
plan lo ibas a hacer conmigo otro día, pillina. —Sonreí, mirándolos.
—Ya, pero es que Fran es muy divertido y muy, pero que muy guapo.
Cuando se lo cuente en el cole a mis amigas van a alucinar—exclamó
emocionada.
—¿Has oído, tita? —repitió Fran—. ¿A que soy muy simpático y guapo?
—Y muy presumido también —contesté riéndome.
—Tita, es muy guapo, te pongas como te pongas —replicó la mocosilla.
—De todas maneras, pequeña, podemos dejar que tu tía venga con
nosotros dos ¿no? Luego en el cole tú no dices que ha venido al paseo y así
todos contentos.
—¡Qué buena idea! Tita, di que sí, aaaannnda, vente con nosotros —me
pidió.
—Está bien —acepté —, pero aún no. Dentro de un rato y siempre que
tu madre te diga que sí.
—Pues tenemos una cita —me lanzó Fran riéndose, cuando la niña se
fue corriendo a pedir permiso a su madre.
—¿Llamas cita a dar un paseo con una niña de diez años? Digo yo que…
cuando tienes citas… ¿son todas así de apasionantes?
—Por algo hay que empezar, Sustitos, y puede que sea toda una
experiencia, ¡nunca se sabe!
—Eso seguro, nunca se sabe…
—Estoy tan convencido de que te vas a divertir, que apostaría a que
querrás repetir conmigo —fanfarroneó en tono subidito.
—No estés tan seguro, que puede que me aburra y nos volvamos a casa
raudas y veloces —le rebatí provocándole, aunque estaba convencida de
que iba a ser una buena noche.
—No te lo crees ni loca. Primero, porque tú, en este pueblo, rauda y
veloz ya sabemos que no es viable y segundo, porque sabes tan bien como
yo que te mueres de ganas —dijo muy seguro de sí mismo en voz bajita.
—¿Ah sí? ¿Y eso quién lo dice? ¿Tú y cuántos más?
—Joder, Sustitos, vas un poco rápido y yo soy demasiado tradicional. De
momento, espero que te baste solo conmigo. Si quieres más adelante que
además haya más gente te costará convencerme, avisada estás. —Se rio.
—Eres un guarro, ¿lo sabías? No me refería a eso. Solo piensas con el
rabo —le solté.
—Toma ya, la señorita de ciudad. Te voy a tener que lavar la boca con
jabón para que no digas esas ordinarieces. ¿Sabías que está muy feo lo que
has dicho? —me vaciló.
—Lo he dicho porque sacas lo peor de mí con esa mente tan
calenturienta que tienes —me justifiqué.
—Ah, ¿sí? Y ¿te provoco algo más aparte de decir ordinarieces?
—Sí, no lo dudes… Ganas, muchas ganas de estrangularte por liarme
delante de mi sobrina, creído, que eres un creído —le insulté en broma,
entrando de lleno en su juego.
—Mi mami me deja ir con vosotros —nos interrumpió Alejandra.
—Genial, muñeca, tu tía me estaba diciendo que tiene muchísimas
ganas.
—¿De verdad, tía? ¿Y por qué te apetece tanto? ¡Si tú eres una morruda,
que ya lo viste ayer todo bonito!
—Porque sabes que siempre me apetece hacer planes contigo, bichito —
respondí mientras lo miraba queriendo aniquilarlo—. Y me encanta el
algodón, las castañas, las mazorcas de maíz… y hay puestos de todo eso por
la calle.
—¡Este pueblo tiene que molar mucho! Quiero comer castañas, algodón,
chuches…
—Para el carro, terremoto, que luego te pones malita. Tendrás que elegir.
—La hice debatirse, muy seria.
—Será interesante verte comer una mazorca entera, para ti solita, con esa
boca que dice ven y cómeme enterita. Solo por eso ya me va a merecer la
pena esta noche —afirmó susurrando para que la niña no lo oyera.
—Serás g… —me cortó en cuanto empecé a hablar.
—¿Qué ibas a decir? ¿Que soy un guarro? Eso ya lo has dicho antes. Te
repites, deberías ampliar tu repertorio de insultos hacia mi persona o me
voy a aburrir de ti antes de empezar —avisó, sexy y sugerente, mirándome
fijamente y haciéndome estremecer.
—¿Antes de empezar el qué? —interrogué, sabiendo a lo que se refería,
y no era a la noche precisamente.
—Pues la noche, Sustitos, la noche. ¡A saber en qué estarías pensando!
—bromeó, poniendo su cara de canalla habitual y su sonrisa más pícara y
lasciva.
—Eres increíble —mascullé entre sonrisas y mala leche.
—¿Otra vez piropeándome? ¡Qué descarada! Me gusta que tengas claro
lo que quieres.
—Yo no he dicho nada, ni era un piropo ni tengo claro nada. Y deja de
decirme esas cosas o harás que me quede aquí y no vaya a ningún sitio —
repliqué haciéndome de rogar, nada convencida de lo que acababa de decir.
—No te lo crees ni tú y lo sabes. Mientes fatal, ya te lo habrán dicho
alguna vez —continuó picando.
—A ti te voy a contar lo que me han dicho o dejado de decir ¡lo que me
faltaba! —bufé con ganas.
—Te faltan muchas cosas, pero eso ya lo irás descubriendo tú solita….
—Déjalo, no te voy a entrar al trapo —le desafié.
—Más, querrás decir ¿no?
 
Era insufrible, muy listo, ya que tenía respuestas para todo y me ponía de
un humor de perros sin poder evitarlo. Lo peor era que el condenado tenía
gracia y me hacía reír. Me gustaba su humor, era inteligente y tenía el
mismo punto de ironía y sarcasmo que utilizaba yo. Por eso, en parte,
teníamos esa conexión tan fuerte.
La noche iba a ser interesante, desde luego que sí. Aunque antes había
que iluminar la casa y eso fue lo que hicimos. Quedó espectacular. Yo
estaba maravillada y feliz. El simple hecho de estar sentada en cualquier
sofá admirando ese ambiente ya resultaba un buen plan para cualquier día
en buena compañía.
La Navidad sacaba lo mejor de mí, daba color a mi vida y disfrutaba con
todas esas cosas como una niña pequeña. Así era yo. Y tenía una larga
noche por delante para la que prepararme. Fui a mi habitación a rebuscar en
el armario y saqué un vestido de lana multicolor, medias gordas y botas
altas para no pasar frío.
Al final sí que iba a usar uno de los «por si acasos», el de por si salía
arreglada, pero informal. No quería que se notase que me arreglaba y menos
por él, pero no iba a salir con el vaquero. Con lo creído que era ese chico,
algo tendría que decir para no quedarse callado.
Ya dispuesta, volví al salón y todos repararon en mi presencia. Se
quedaron mirando para, a continuación, decirme que estaba guapísima.
Fue uno de esos momentos de tierra trágame, porque eso era justo lo que
no quería que nadie pensara. Que me había arreglado para salir con él. Eso
le iba a subir el ego al cielo a la velocidad de la luz.
 
—¡Ay, ya!, no exageréis —les pedí, mientras veía cómo él me miraba
sonriendo. «¿Qué podía estar tramando?», reflexioné.
—¿Nos vamos ya, tita? —preguntó Alejandra.
—Sí, vámonos, enana. Os la devolvemos pronto —le advertí a mi
hermana.
—Ah, no, no os preocupéis por eso. Ha dormido todo el camino, así que
id sin prisa porque no habrá quien la acueste. Si viene cansada, mejor —
pidió Tina.
 
Nos subimos al coche y Alejandra fue parloteando todo el camino hasta
el pueblo. Olía a fiestas y había bullicio. Fue complicado aparcar cerca del
centro, pero no nos importó. Íbamos a caminar lo que hiciese falta.
La niña me cogió con su manita y con la otra lo cogió a él. Así fuimos
todo el paseo. El ambiente entre nosotros, a diferencia de otras veces, fue
relajado y tranquilo. Cuando la pequeña iba preguntando sobre lo que veía,
él contestaba con las curiosidades del pueblo. Lo que no sabía se lo
inventaba, como hizo al pasar por una zona amurallada. Le explicó que ese
muro lo saltaban los príncipes en la antigüedad para ir a ver a sus princesas.
Y ella le creyó.
Yo lo miraba mientras hablaba y me producía una sensación especial ver
cómo trataba a mi sobrina. Cómo dejaba la faceta de conquistador de medio
pelo, arrogante, creído y capullo para ser tan tierno, cuidadoso e incluso,
paternal.
Porque eso es lo que hizo durante toda la noche. Cuidar de mi sobrina y
de mí. Preocuparse de si teníamos frío, de que no pisásemos donde no
debíamos. Nos preguntó varias veces si teníamos hambre y cuando
Alejandra le dijo que sí, se acercaron a comprar algodón dulce. Les esperé
haciendo unas fotos del árbol de la plaza Mayor. Volvieron y traía para mí
una mazorca de maíz asada, pese a que yo había dicho que no tenía hambre.
 
—Para ti, Sustitos, lo prometido es deuda —me dijo tendiéndomela.
—Muy gracioso. Jo, muchas gracias. No tenías que haberte molestado,
en serio —le agradecí, mientras sacaba la mazorca de la bolsa de papel para
dar el primer bocado.
 
Se me quedó mirando fijamente con los ojos llenos de lujuria, mientras
yo la mordisqueaba con ganas. La niña se sentó en un banco y él,
suspirando, se giró y se fue detrás de ella para colocarse a su lado. Les seguí
y me senté también hasta terminar la mazorca tranquilamente.
 
—¿Por qué no has comprado nada para ti? —quise saber con la boca
medio llena.
—Ah, porque yo, a diferencia de ti, no tenía hambre de verdad. La
abuela ha puesto albóndigas hoy y he comido como para dos días —
contestó guasón.
—Ya sabes lo que dicen… comer es empezar —mentí porque tenía
hambre y llevaba pensando en la mazorca desde que había visto el puesto,
pero me daba vergüenza comérmela delante de él.
 
Era una vergüenza parecida a la de comerte un plátano delante de un tío.
Son tan morbosos que cualquier imitación de forma fálica en la boca de una
mujer tiene consecuencias en sus entrepiernas.
Y yo había pensado en eso y decidí negar que muriese de ganas de
comerme una. Ya que me la había traído… tenía que disfrutarla.
 
—Deja de pensar lo que estés pensando que son tonterías. Si tienes
hambre hay que comer, Sustitos.
—No estaba pensando nada, bueno sí… en lo buena que me está
sabiendo la mazorca. Hacía años que no comía una —le expliqué.
 
Se inclinó hacia donde yo estaba y, con disimulo y voz muy bajita, me
dijo que a eso le podíamos poner solución más adelante.
Se rio socarrón, yo creí morir de vergüenza y moviendo la boca sin
emitir sonido le dije que era un marrano provocador. Entonces me guiñó un
ojo y mis mejillas empezaron a arder.
 
—Tía, te estás poniendo muy roja —señaló mi sobrina, con su dedito
apuntando a mis mofletes mientras él se reía.
—Será del frío —contesté yo.
—Tu tía tiene calor, Alejandra. La mazorca que se está comiendo está
tan calentita que a ella le ha subido el calor de golpe también —añadió él.
—Ah, claro. No te quemes, tita.
—No, cariño, tranquila, que quemarme no me voy a quemar —afirmé
con doble sentido, consciente de lo que estábamos hablando en todo
momento y para que él se llevase el recadito puesto.
 
Entonces Fran se levantó, se puso en cuclillas frente a mí y fue
acercando su mano, lentamente, hacia mi cara. Se paró en la comisura de
los labios, donde con su dedo pulgar fue arrastrando un resto de mazorca
por mi labio inferior poniéndome cardíaca. Solo deseaba meter su dedo en
mi boca y yo, que lo hiciera cuanto antes.
No fue así, sino que lo retiró y lanzó al aire la pizquita de maíz en medio
de ese momento morboso y completamente electrizante que fue
interrumpido por la vocecita de mi sobrina:
 
—¿Seguimos paseando? Tengo el culo frío por culpa de este banco.
—Oh, sí claro, yo ya he terminado de comer. Vamos —indiqué
incorporándome, haciendo que él se levantase también.
 
Entonces su teléfono sonó y al mirar la pantalla su gesto cambió. Pasó de
estar alegre a contrariado. Y se alejó para contestar. Nosotras nos sentamos
de nuevo para esperar y cuando levanté la vista, no lo vi.
¿Realmente era necesario alejarse tanto para que no le escucháramos?
Me pareció un detalle horrible y aferrando la manita de mi sobrina nos
levantamos para continuar el paseo.
 
—¿No esperamos a Fran? —me preguntó ella.
—Ahora nos buscará, no te preocupes. ¿Quieres que vayamos a ver el
belén?
—Claro que sí, tita. ¿Sabes qué?
—Dime, chiqui.
—Creo que a Fran le gustas… y no poco, mucho mucho —me aseguró.
—¿De dónde te has sacado eso, Alejandra? No puedes seguir viendo
esas series de adolescentes pavos, porque solo piensas en novios y novias, y
eres muy pequeña para eso.
—No es por eso, pero te mira mucho. Como mira papá a mamá, así con
cara de tonto a veces —susurró la niña.
—No, cariño. Él nos mira porque no conocemos este sitio y no quiere
que nos perdamos.
—Además, antes cuando te has parado a hacer fotos en la muralla y me
estaba contando lo de los príncipes, me ha preguntado si tú tenías a tu
príncipe azul.
—¿Y qué le has dicho? —quise saber intrigada, notando como mil
mariposas subían y bajaban por mi estómago.
—¿Pues qué le voy a decir, tita? ¡La verdad! Que tú no tienes novio ni
príncipe azul, pero que yo quiero que lo tengas y que estés contenta.
—Yo estoy contenta, princesa, aunque no tenga un novio o príncipe
esperando. Os tengo a vosotros tres que me queréis mucho. Y a mi mamá y
a la tuya —le contesté.
—Y también a papá, a Maritere y al abuelo, aunque ahora no esté en
casa, pero yo sería muy feliz si te casaras.
—¿Y eso por qué, enana?
—Porque sería tu dama de honor, te llevaría las monedas esas, te
ayudaría a elegir vestido y todo sería muy divertido. ¿Te imaginas?
—Anda anda, déjate de bodas y de príncipes azules y sigamos
caminando.
 
Y claro que lo imaginaba. Mi cuento de hadas… mi príncipe azul
desteñido que ya tenía la cara de Fran muy marcada en mis pensamientos.
Eso sí, no sabía casi nada de él. Apenas unos datos. Aunque no podía negar
que me gustaba su forma de ser despreocupada y cómo se estaba portando
hasta ese momento. Me atraía mucho su juego canalla, pero encantador a la
vez.
Lo que no me había gustado nada era esa llamada.
Al cabo de unos minutos, nos alcanzó.
 
—Os habíais escapado, pillinas —nos regañó burlón.
—¿Dónde estabas, Fran? —interrogó la niña.
—Me puse a andar mientras hablaba y no me di cuenta de que me había
alejado.
 
No me convenció su explicación. Estaba mintiendo con total seguridad.
Por cómo me miraba, como excusándose, supo que me había dado cuenta.
—¿Era tu novia? —soltó mi sobrina, sin darle importancia, dando en la
diana de mis pensamientos.
—Alejandra, cariño, eso no se pregunta a los extraños —le corregí yo,
esperando una respuesta por su parte.
—Señorita, es usted como el FBI ¿lo sabía? —contestó él a su pregunta
desviando el tema.
—¿El efe be qué? —repitió ella, inocente.
—Eres muy pequeñita y te encanta preguntar cosas todo el tiempo. Te
auguro un gran futuro como periodista del corazón.
—No sé qué quiero ser de mayor, tal vez maestra porque me encanta
colorear y las manualidades.
—A mí también —afirmó él.
—Pues nosotros en casa todos los años, después del día de Navidad,
hacemos manualidades y un concurso de decoración de pinitos con
purpurina. ¿Te apetece participar? Anda, di que sí, es muy divertido.
—Me encantaría, pequeñaja —contestó él.
 
Y así sin más, lo invitó.
Y me alegré de que lo hiciera, aunque no dije nada hasta que él se dirigió
a mí.
 
—Te dije que repetiríamos.
—Dale las gracias a la niña. Sin duda te la has ganado diciéndole que te
gusta todo lo que a ella.
—Uno tiene sus estrategias, pero paso a paso —recalcó él triunfante.
—Lo que tú digas.
 
Recorrimos el belén y lo cierto es que sucedía lo mismo que con los
grandes monumentos y obras de arte: no te cansabas de mirarlo y
contemplar lo bonito que lucía iluminado. La niña analizó cada detalle y
cada figurita. En un momento en que apenas había gente alrededor
Alejandra se dio cuenta de que no teníamos ninguna foto los tres. Le pidió a
un chiquillo que pasaba por allí que nos la tomara.
 
—Decid pa-ta-ta o algo —nos indicó.
—Pa-ta-ta —contestamos los tres a coro. Clic. Clic.
 
La pequeña fue corriendo a por la cámara y entonces nos hizo unas
cuantas fotos a los dos.
 
—No hacía falta que nos hicieras a los dos.
—Claro que sí, princesa, no teníamos ninguna solos tu tía y yo. ¡Bien
hecho! ¡Te has ganado una superpiruleta mañana!
—Gracias, Fran, habéis salido genial. Mirad. —Nos la enseñó mi sobrina
a la par que bostezaba.
—Pues sí que es bonita la foto, sí. Cambio lo que dije antes. Podrías ser
fotógrafa. Has sacado preciosa a tu tía Carlota.
 
 Y cargó a la niña en brazos porque tenía sueño. Y yo me derretí con el
gesto, igual que un trozo de cera al lado de una vela encendida. Sus
palabras fueron música celestial para mis oídos. Y verlo coger a Alejandra
igual. Era un adulador y sabía lo que hacía.
El trato era llevarnos bien, pero estaba intentando ir más allá y que me
fijase en él. Se notaba y yo, aunque reticente, cada vez cedía un poco más
porque me gustaba meterme en su juego. Aunque no terminaba de fiarme.
 
—Deberíamos irnos… ya se ha hecho bastante tarde y mañana en casa
madrugamos para desayunar chocolate, mientras vemos el sorteo de
Navidad.
—Entonces volvamos al coche —contestó él.
 
Y así hicimos. Dejó a la niña en la parte de atrás, le puso el cinturón y se
subió en el asiento del copiloto. Era poca distancia, pero hacía frío y mis
manos temblaban. No era por el frío, sino por su cercanía, de nuevo, en la
intimidad del coche. Puso su mano en mi muslo y con un ligero frote sobre
mis medias hizo que me contrajese.
No esperaba ese gesto tan íntimo. Si lo que había pretendido toda la
noche era atraerme hacia él y ponerme cachonda, lo había conseguido del
todo. Con su mano aún en mi muslo, lo miré con gesto de extrañeza y
entonces, la retiró.
 
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¿Por qué lo haces, Fran?
—Podría decir que porque me ha apetecido tocarte, que también, pero lo
cierto es que vi que estabas helada. Te temblaba la pierna y sabía que así, sí
o sí, entrarías en calor —musitó con una gran sonrisa insinuante en los
labios.
—No se te escapa una. Sé lo que estás haciendo, no soy tonta. Y sabes lo
que pienso al respecto.
—¿Por qué eres tan cuadriculada y no te permites disfrutar?
—Tú no sabes lo que yo me permito, Fran. No nos conocemos apenas.
—Sé lo que veo. Y veo a una chica preciosa, atractiva que está igual de
interesada en mí que yo en ella. Y que ahora mismo tiene las mismas ganas
de besarme de las que tengo yo por comerle toda la boca. Y coges y cierras
la puerta, aunque realmente no quieres hacerlo, no lo permites y aún no sé
por qué. Eso sí, tranquila, tenemos tiempo —aseguró guiñando un ojo.
 
A continuación, se acercó a mí y depositó un suave y dulce beso sobre
mis labios. Un piquito, como cuando éramos adolescentes. Algo fugaz y
rápido, para que mi sobrina no se diera cuenta si se despertaba.
Un beso que me dejó con ganas de más, de mucho más. Algo que sin
lugar a dudas estaba dispuesto a darme. Un beso que vi venir, que deseaba y
que no quise parar. Un beso que me abría la puerta y era consciente de ello.
Un beso que prometía. Un beso que me dejó caliente y deseosa.
Ejercía ese efecto sobre mí. Se acercaba y mi cuerpo temblaba. Me
hablaba al oído y mi vientre se contraía.
Y me había besado, dejándome completamente excitada, húmeda y
cachonda, queriendo más. Sabía que esa noche mi último pensamiento antes
de dormir iba a ser ese y que me iba a tener que bajar el calentón yo sólita,
al igual que hice la primera noche que lo vi. Me sacó de mis pensamientos
cuando abrió la puerta del copiloto, para a continuación acercarse a mi
ventanilla y despedirse.
 
—Buenas noches, Fran —susurré muy bajito, mientras él se alejaba y
entraba en casa de Enriqueta.
 
Llegamos a casa, acosté a la pequeña y de camino a mi habitación vi en
una de las mesas los décimos de lotería de mi madre cubiertos de perejil
con la estatua de San Pancracio encima. Ese santo era milagroso en cuanto
a trabajo y dinero, según decían. Me hizo gracia que mi madre estuviera
emocionada esperando el sorteo, con su pálpito y sus ganas de ir al Caribe a
buscar a Curro.
 
***
 
 
FRAN
 
La había besado, ¡joder! Un minibeso o beso fugaz, eso sí, beso, al fin y
al cabo. Solo me atreví a dejar caer mis labios sobre los suyos, para matar
las ganas que tenía de agarrarla entre mis brazos y meterle la lengua hasta el
fondo.
Llevaba deseándola desde el primer día, pero era desde que habíamos
decidido llevarnos bien —o por lo menos intentarlo— cuando no podía
quitármela de la cabeza de ninguna manera. Con la cercanía era difícil
apartarla de mis pensamientos. Si hasta me pasé casi veinticuatro horas
ayudándola a poner mil adornos y chorradas en su casa, solo para estar
cerca de ella. Y le aguanté las órdenes, los cambios de opinión y el mareo
que se trajo porque la veía ilusionada como una niña pequeña con lo que
estábamos haciendo.
Era feliz haciendo disfrutar a los demás en esas fechas. Con lo bonita,
dulce y tierna que se veía que era por dentro, aunque por fuera quisiera dar
apariencia de borde y seca con los ajenos, sabía de sobra que era solo una
estratagema para protegerse y no dejar que nadie se acercara. Por sus
palabras, por lo que dijo… seguro que lo había pasado mal, le debían de
haber hecho mucho daño y por eso no dejaba acercarse y se convertía, ella
sola, en inaccesible para el resto.
Me encantó cómo me contó al detalle lo que hacía a diario con la bota
para sus sobrinos y, a su vez, me partió el corazón pensar que de ese
calcetín lleno de sorpresas nunca había salido ni un mísero detalle por parte
de ninguno de su familia para ella.
Ella, que se desvivía por hacer todo para ellos y así se lo pagaban. Por
mis santos cojones que esa Navidad eso iba a cambiar y yo me iba a
encargar, cualquier día, de que tuviese esa ilusión y esa alegría que todos
sentían al abrir sus minúsculos paquetes sorpresa por la mañana.
Y la había besado, joder. La besé porque no supe aguantarme más, a
sabiendas de que no debía hacerlo. Por mucho que me gustase, de
momento, seguía estando prohibida para mí. Y solo podía hacer una cosa
para cambiar eso porque ese beso me había gustado y quería más. Mucho
más. Con ella.
Además, cuando estaba subido en lo alto de la escalera colgando la puta
estrella, me llevó al límite con sus piques y acabé diciéndole que me
gustaba. No lo pensé, me salió solo. No había sido un beso aislado y era
verdad. A esas alturas ya tenía claro que la conocía hacía pocos días, pero
me gustaba. Me atraía mucho, demasiado.
Ella despertaba en mí cosas nunca vividas en tan poquísimo tiempo y me
pasaba el día queriendo verla o estar cerca de ella.
Por eso me ofrecí a ayudarla y por eso me gané a su sobrina y la lie para
el paseo por el pueblo, sin que se diera cuenta. Sabía que ella vendría y era
lo que más deseaba.
Y ella también quería venir.
Por mucho que me dijese que no y tratase de disimular, no podía negar
que estaba deseando acompañarnos.
Y la vi comerse la mazorca, chuparla, morderla y despertó a la bestia que
estaba dormida en mi interior. Nunca ninguna había producido de esa
manera tal efecto en mí.
Y mientras ella mordisqueaba la jodida mazorca, yo solo pensaba en que
lo que quería que mordisqueara era mi polla, que, para ese entonces, estaba
a punto de reventarme el pantalón. Por eso me fui tras Alejandra a sentarme
en ese banco de piedra que estaba helado, para que mi excitación bajara.
Me repetía una y mil veces que no estaba bien lo que hacía, que no podía
ser, que me iba a ir en unos días del pueblo al igual que ella, pero era algo
por encima de mí lo que tiraba y siempre acababa en el mismo punto: ella.
Mi teléfono sonó y me fui lejos, lo más lejos que pude, para que no me
escuchara. No todavía. Y volví y ya no estaban. Habían seguido el paseo sin
mí y al ver su cara, supe que no le había gustado que me alejara para hablar
y evitar que me oyesen. Traté de disimular, pero Sustitos era demasiado
lista y yo, demasiado imbécil.
Cuando me iba a bajar del coche un impulso que no pude sujetar me hizo
que llevase mis labios hacia los suyos. Sonaba una canción de Melendi
llamada Tu jardín con enanitos y el ambiente era totalmente propicio. El
escalofrío que sentí en todo el cuerpo solo me hizo corroborar lo que yo ya
sabía. Igual que lo que noté, cuando en la plaza Mayor deslicé mi dedo por
su labio inferior, al quitarle el trocito de maíz que tenía en la comisura de la
boca.
Además, no solo la besé. En el coche también le puse la mano en la
pierna y la acaricié.
De hecho, hubiera seguido subiendo hasta llegar a su punto más caliente,
que ardía de la misma manera que yo, pero me frenó. Ella me frenó. Me
preguntó por qué lo hacía.
Y entonces me contuve para no hacerle daño. No podía decirle que me
gustaba tanto que quería más. Me iba a ir, me tenía que ir y ella no iba a
poder entender lo que había detrás, por mucho que se lo explicase.
No supe cómo había podido aguantar para no subirla encima de mí en
ese momento de intimidad, haberle levantado ese vestido multicolor que
llevaba, haberle quitado las medias y habérmela follado detrás de cualquier
árbol o en el propio coche, como si no hubiera habido un mañana.
Lógicamente, no lo hice, solo la besé sutilmente y no se apartó. Eso
significaba que ella también estaba receptiva a mí, aunque su cabeza le
dijese que no.
Me había enganchado a ella como un loco, en apenas unos días, y ella no
quería que me acercara. Por sus miedos. Por lo que fuese, pero no quería. Y
ese beso había significado algo para los dos. De eso estaba seguro. No dijo
nada, lo recibió y calló. Y cuando me bajé, se acarició los labios y se tapó la
cara entre las manos, roja como un pimiento y nerviosa sin saber qué hacer.
Como yo. Igual de perdidos, pero con las cosas tan claras a la vez. Nos
gustábamos. Por lo menos, por mi parte, sí, estaba claro lo que quería.
Distinto era que no podía ser.
 

CAPÍTULO 13
 
 
 
CARLOTA
 
Era veintidós de diciembre. Mi hermana y Borja durmieron hasta tarde.
Los demás tuvimos la tele puesta y de fondo se oía el canto de los niños de
San Ildefonso anunciando los premios. Los niños se pusieron púas de
chocolate con churros, mientras mi madre y Maritere miraban la tele. Cada
uno a lo suyo.
Yo seguía con el beso en la mente. No había dormido bien dándole
vueltas al asunto y reviviendo todo lo que había sentido con ese minúsculo
contacto. Mi cuerpo respondía ante Fran, había quedado claro desde el
minuto uno, pero mi cabeza me frenaba. Esa señal luminosa de peligro que
llevaba sobre sus hombros ya desde el primer día seguía muy presente.
Y eso me hacía desconfiar.
 
—¡ES MI NÚMERO! ¡ES MI NÚMERO! ¡LO SABÍA! ¡EL GORDO,
EL GORDO! —chilló mi madre a las once y cuarto.
—Pero ¡¿qué dices?! Esta mujer ha enloquecido. No puede ser, te habrás
confundido —le negué yo.
—Que no hija, no estoy loca, es mi número. Estoy segura —afirmó
temblando entre lágrimas de emoción.
—Mamá, que no puede ser. Es imposible, lo habrás oído mal —repetí sin
hacerle caso.
 
Salió de la cocina hacia el salón. Volvió con uno de los décimos en la
mano. Me lo dio para que lo comprobase y un sudor frío subió por mi
cuerpo. Empecé a temblar viendo el número en la pantalla.
Era verdad. Y no teníamos uno, sino que teníamos cinco décimos del
premio Gordo.
 
—¡DIOS, TIENES RAZÓN! —grité yo nerviosa.
—¡¡SOMOS RICOS HIJA, SOMOS RICOS!! —exclamó ella, dando
voces, mientras Maritere saltaba de alegría y los niños corrían por la casa,
para despertar a sus padres, al grito de: «a la abuela le ha tocado el premio».
—¡Joder, qué suerte!
—¡Y tan bueno que era tu pálpito, Carmen! —reconoció Maritere
mientras la felicitaba, abrazándola.
—Con lo que renegamos el día que la compraste por tener que hacer la
cola —recordé, llorando también de la emoción.
 
Se empezaron a oír los gritos de mi hermana y mi cuñado y, a los pocos
minutos, la misma algarabía que había en la tele, donde en pantalla habían
conectado con la administración de lotería, la formamos nosotros en la
cocina.
 
—Algo tenía que salir bien, algo tenía que ir bien, ¡por fin! —Se oía
decir a mi madre.
—Brindemos por mi suegra y su olfato —decía Borja.
 
Incluso los enanos estaban emocionadísimos y juntaban los vasos de
leche mientras decían chinchín como los mayores. Sin duda era un gran
premio. Si con un décimo ya te hacías millonario en ese sorteo, nosotros
teníamos cinco, del mismo número, además, lo cual significaba más dinero
del que nunca hubiéramos soñado. Y era para todos nosotros. Ninguno
acabábamos de creérnoslo. Nos invadió tal felicidad y nerviosismo que no
parábamos quietos. Todo era puro nervio. Nos movíamos de un lado a otro
y empezábamos a hacer planes a lo loco.
 
—Este verano nos vamos todos de crucero por las islas griegas —
propuse yo.
—Nada nada, crucero para ir agobiado entre la gente no. Yo quiero ir a
un resort de lujo en Maldivas mis quince días de vacaciones —decía mi
hermana.
—Una idea increíble, cariñín —le respondía mi cuñado.
—Vamos donde queráis —ofrecía mi madre.
—Tenemos que hacer algo especial. Hasta Nochebuena quedan dos
noches aún. Hagamos una gran fiesta hoy, invitemos a Enriqueta y su
familia, y así lo celebramos.
—¡Qué buena idea! Vayamos al pueblo y compremos fruslerías. Hoy
gracias a San Pancracio nos podemos permitir lo que queramos —aseguré
yo con alegría.
 
Fuimos al mercado Tina y yo, y en el camino aproveché para ponerla al
día de todo lo que acontecía. Le hablé de Fran, de lo que había pasado
desde que habíamos llegado a Montaves. Del juego que nos traíamos o,
mejor dicho, que se traía conmigo desde el principio. Y de los varios
momentos que habíamos tenido la noche anterior, beso incluido.
 
—No jodas que te llevaste a la niña y te pusiste a guarrear —exclamó.
—Tina, para, ¿cómo puedes pensar eso? —le recriminé yo.
—Es coña. Me parece que ese chico está coladito por ti. Nadie se toma
tantas molestias ni se ofrece a pasear a una mocosa de diez años, que
pregunta hasta el color de los calzoncillos, por un simple polvo. —Se rio.
—De primeras solo quería un polvo, por lo que dijo estoy segura, y de
plano le contesté que yo no quería nada. No me mires así, es la verdad, no
lo quiero. Paso de repetir la experiencia de Andrés. Si ya me fiaba poco de
los tíos, con lo que ha hecho papá no me fío ya de ninguno —afirmé muy
convencida.
—Lo de papá es distinto, sister. Estará con algún zorrón por ahí y
cuando se canse querrá volver. Aunque por lo que he hablado con mamá, no
creo que lo perdonase.
—No lo sé. Tengo mis dudas, aunque creo que el premio hará que mamá
se olvide de él y de todo un poco. Parece otra desde que habéis llegado. Y
hoy estaba feliz.
—Por eso, no hagas caso a lo que ha pasado con papá y si ese chico te
motiva no lo ignores. Es como bonito todo esto ¿no? —preguntó.
—¿Qué es bonito?
—Pues eso, el romance navideño con dos rombos. Porque eso acaba en
polvazo del quince, fijo.
—No te rías, tonta, que te hablo en serio —le pedí—. Me agobio yo sola
porque me gusta, pero no quiero un rollito de Navidad y obviamente con
este chico no iba a ser más que eso. Somos cada uno de una ciudad y
encima nos conocemos de días. No me acabo de fiar. Ayer mismo, sin ir
más lejos, le llamaron por teléfono y se alejó para que no le oyéramos. Su
abuela dice que vino aquí para aclararse y pensar, y nuestra querida
Maritere cree que oculta algo…
—Bueno, puede ser que viniese porque tuviese problemas… ¿Qué más
da? El caso, querida Carlotilla, es que casualmente los dos os habéis
encontrado en este pueblo apartado de todo, en la época más bonita del año
para ti. ¿No crees que pueda ser una señal? Puede que merezca la pena que
te dejes llevar y ver qué ocurre —insistió intentando convencerme.
—¿Y si era la novia la que lo llamó anoche? ¿Y si es esa la mochila y lo
que dice su abuela de que no sabe qué hacer?
—Pues si él está aquí, sinceramente, no creo que tenga novia. Estaría
con ella pasando estos días, ¿no? O si fuesen verdad tus teorías, él está aquí
solo… no tiene sentido, Carlota, el chaval parece muy majo. Y guapo es un
rato. Olvídate de todo y vive, hija mía, date una alegría pa’l body.
—¡Qué fácil es ver los toros desde la barrera, hermana! —exclamé yo.
—Tan fácil o difícil como queramos hacerlo cada uno. No lo pienses
tanto, no seas tonta y que te quite las telarañas.
—Pero ¡qué animalica eres! —le solté yo riéndome también.
—La verdad, tal cual… Eso sí, delante de los niños cero. Que luego lo
cuentan todo —me advirtió.
—Estás dando por hecho cosas que no van a pasar —le aseguré.
—Ya lo veremos, hermanita. ¿Apostamos? Y ahora vamos a darle vida a
la tarjeta de crédito y a comprar mucho marisco y champán —añadió
levantando la voz.
—¡¡Pero si a ti el marisco te sienta fatal!! —le recordé—, y yo no bebo.
—¿Y qué más da? Los demás sí y hoy hay que celebrarlo por todo lo
alto.
—Allá vamos entonces. ¡Que tiemblen los bogavantes y los percebes del
mercado, que vamos a arrasar con ellos!
 
Y así regresamos a la casona, tras dejar vacío el mercado, cargadas como
mulas para preparar el festín que nos íbamos a dar en compañía de nuestros
nuevos amigos.
Mi madre les había invitado para celebrarlo, pero no les dijo lo que se
festejaba sino solo que estuvieran en la casona a las nueve de la noche con
ganas de fiesta y de cenar a lo grande.
 
 
 

CAPÍTULO 14
 
 
 
 
CARLOTA
 
Cuando llamaron al timbre me subió un cosquilleo por el cuerpo. Era
ansia, ganas de volver a verlo. Esa noche usé otro de los «por si acaso»: un
vestido escotado y minifaldero, con estampado, de hilo y para completar el
look me puse las botas de tacón. Era una celebración y todos nos vestimos
como tal para la ocasión. Él traía un vaquero oscuro casi negro, una
camiseta gris y americana negra de pana. En la mano derecha sujetaba una
botella de vino y llevaba una bolsa en la otra.
De nuevo parecía un puto modelo de anuncio. Con ese pelo engominado
hacia atrás, la barba incipiente, sus ojazos y ese look… estaba para
encerrarse con él en una habitación y no salir en una semana. Tenía toda la
pinta de ser un empotrador total. Me saludó con un solo beso en la mejilla y
fue derecho a ver a mi sobrina. Le dijo algo al oído y le entregó la bolsa de
papel. La niña salió corriendo a su habitación y volvió sin ella, pero con una
piruleta gigante en las manos.
 
—A saber qué te traes con Alejandra —insinué con suspicacia cuando
me acerqué a él.
—No quieras saberlo todo, Sustitos —respondió—. Por cierto, estás
impresionante.
—Es una niña. Ah, y muchas gracias por el piropo. Aunque llevase una
fregona en la cabeza dirías lo mismo para hacerme la pelota, adulador, que
eres un adulador.
—Muchas gracias, eres todo observación. Ya sé que es una niña, Carlota.
Simplemente, le prometí una piruleta y yo siempre cumplo lo que prometo
—especificó muy serio—. Y no, si llevases una fregona en la cabeza creo
que no diría nada porque no podría parar de reír.
—¡Eres bobo! Venga, tomemos algo. Hay mucho que celebrar —le dije
yo.
—¿Algo especial?
—Muy especial y más que nada, inesperado.
—No me irás a decir que te pida matrimonio ¿no? No me he traído el
anillo —soltó riéndose.
—Puedes estar tranquilo, monín. No va por ahí. En todo caso esperaría
que me lo pidieras tú, que pareces muy interesado.
—Venga, dejaos de cháchara y acercaos. —Oí que pidió mi madre.
 
Les contó el motivo de la celebración. Del brindis inicial y la alegría
dimos paso al banquete. La mesa estaba repleta. Había botellas por todas
partes. Nos sentamos uno al lado del otro. Él tenía a mi sobrina al otro lado.
No se le despegaba.
El ambiente fue distendido, todo transcurrió entre bromas y risas. Con
ellos nos sentíamos en familia y se alegraron muchísimo cuando mi madre
les contó todo.
Esa noche, entre la algarabía y las copillas de vino también aprovechó
para desvelar la marcha de mi padre como punto de inflexión para su
cambio y para nuestro viaje a Montaves.
Probablemente, en otro momento lo hubiera contado entre lágrimas y
sollozos, pero ya estaba mucho mejor de ánimo. El estar allí, con los niños,
con Maritere, la amistad que habían entablado con Enriqueta…, todo
sumaba y se estaba llevando el dolor que sentía para dar paso a la
tranquilidad y a la paz interior que tanto necesitaba.
Y el premio había sido el colofón para devolverle un poquito de alegría,
sueños y planes por hacer.
Esa noche mi madre estaba fuerte y celebró con ganas la buena noticia.
Bebió champán, cantó y bailó en el karaoke improvisado que montamos. En
un determinado momento, mientras ella seguía contando lo de mi padre,
Fran me cogió la mano y la apretó entre las suyas. Acarició la parte de
arriba con su pulgar, sutilmente, haciéndome sentir que estaba conmigo y
supongo que entendiendo en parte el porqué de mi desconfianza hacia el
género masculino o el porqué de mi reticencia.
No dijo nada, pero ese momento me hizo sentir vulnerable. Una
lagrimilla se escapó y corrió por mi mejilla izquierda sin poder sujetarla. La
secó con su mano, al tiempo que yo me solté para ir a la cocina a por más
bebida.
No me gustaba llorar delante de nadie ni flojear delante de él. Y esa
maldita lágrima había salido sola, tras escuchar el relato de mi madre y
después de que él me diese su apoyo.
No esperaba ese gesto y la verdad es que, cuando dejaba el modo capullo
apartado, era un chico encantador.
Me siguió a la cocina, donde apareció cuando yo estaba apoyada en la
mesa. Me dio la vuelta y, agarrándome la mano, me levantó la barbilla y
secó mis lágrimas que seguían saliendo sin parar.
 
—Ey, llorar no es malo. No te aguantes.
—Lo sé, pero no me gusta llorar delante de nadie —contesté.
—Vaya, ahora soy nadie. —Hizo una mueca de tristeza.
—No quería decir eso. Si bien lo cierto es que tampoco nos conocemos
tanto como para ponerme a sacar mis penas contigo.
—Anda y ¿por qué no? Sí que nos conocemos, de hecho, ya tenemos
confianza. Te recuerdo que ayer nos besamos. Y si es por intensidad en la
relación, créeme si te digo que hacía mucho que no conocía a nadie que me
hiciera vivir las cosas tan intensamente en tan pocos días: en esta semana
me he enfadado contigo varias veces cuando yo no suelo enfadarme nunca,
hemos discutido, nos hemos pedido perdón, hemos tonteado…
—Bueno, para para, puede que tengas razón y no hagan falta dos años
para tener confianza con alguien —reconocí.
—Yo confío en ti —me dijo, agarrando mis manos y con nuestras
miradas fijas el uno en el otro.
—Yo cuando estás en modo capullo engreído on te mataría, pero luego
haces cosas como esta noche y me dan ganas de…
—¿De qué? —me interrumpió, acercándose un poco más a mí.
—De nada, olvídalo. Volvamos a la fiesta que les va a extrañar que
estemos aquí.
—Nada nada, no te escapas. ¿De qué? Dilo y escúchate a ti misma —me
pidió con el semblante serio.
—De achucharte iba a decir… ¿Contento?
—Siendo sincero realmente, no. Preferiría que hubieras dicho que tenías
ganas de devorarme, ganas de empotrarme contra la pared, pero bueno algo
es algo. Seguimos avanzando, preciosa. —Se rio.
—¿Tú no sabes hablar en serio nunca?
—Sí, claro. Cuando hace falta y el momento lo requiere, sí, pero te
aseguro que en mitad de una fiesta como esta y con unas cuantas copas de
vino de más, no sería capaz de ponerme serio ni queriendo. Y menos
contigo tan cerquita y tan irresistiblemente atractiva como estás esta noche
—dijo de carrerilla.
—¡Qué peligro tienes, majete! —susurré, bajando la voz aposta, roja
como un tomate y muerta de vergüenza por lo que me estaba diciendo.
—¿Tú crees? Yo no veo peligro en ningún sitio. Todo lo contrario. Veo
dos personas adultas, que se atraen y que ahora mismo se mueren de ganas
de tener algo más que palabras. ¿Me equivoco?
—No, no te equivocas, pero… —En ese momento entró en la cocina
Maritere y Fran se separó de mí, como cuando dos imanes se repelen.
—Maritere, estábamos pensando qué botella coger —se excusó él,
dándose media vuelta y saliendo hacia el salón.
—Este cree que yo me chupo el dedo. ¿Tienes algo que contarme, niña?
—Qué va, Marite. Nada en absoluto. No te hagas ideas raras que nos
conocemos.
—Porque nos conocemos es por lo que te lo estoy preguntando, maja.
Aunque bueno, ya me lo contarás cuando quieras —insistió volviendo al
salón.
 
Menudo momentazo había vivido.
Había estado a punto de dejarme llevar por fin. Le había seguido la
corriente y la verdad es que me apetecía. Tenía una mezcla de sentimientos
encontrados.
Por un lado, las lágrimas y, por otro, las ganas de él.
Y cuando me había decidido por fin, Maritere nos interrumpió y él se
alejó de mí como si tuviera la peste.
No digo que yo fuera a besarle delante de nadie, pero tampoco lo hubiese
soltado de esa manera, como si tuviera la lepra. Cuando salí al salón mi
hermana se me acercó.
 
—¿Qué hacías tan bien acompañada en la cocina, pillina? —me intentó
sonsacar.
—¿Tú qué crees?
—¿Os habéis liado? Tú dirás lo que quieras, pero ese chico ha estado
pendiente de ti toda la cena. Le gustas. Lo he visto clarinete.
—No, Tina, estábamos hablando, muy juntitos eso sí. Justo cuando
estábamos a punto de besarnos ha entrado Maritere y se ha dado cuenta de
todo —le conté—. Él me ha apartado como si oliera mal o algo, y ha salido
despavorido de la cocina.
—¡Será tímido el muchacho! —exclamó mi hermana quitándole
importancia al asunto.
—No, no es tímido. Todo lo contrario, no tiene vergüenza ni la conoce.
Por eso me ha extrañado que se apartase así de mí.
—No le des vueltas, hermanita. Todo pasa por algo… Ya tendréis otro
momento si surge, pero no lo dejes escapar. No seas tontita, ahora que ya te
has decidido a liarte la manta a la cabeza.
—Bueno, olvídalo. Hoy es día, bueno ya madrugada, de celebración y no
me voy a rayar por nada.
 
Me senté en el sillón y me quedé un buen rato contemplando el
ambiente. Me detuve en el árbol de Navidad. Nos había quedado tan bonito
que no me cansaba de mirarlo. Y las bolas personalizadas le daban un toque
cálido que me encantaba. Porque al final, la Navidad era eso: estar en
familia, vivir esas fechas rodeados de nuestros seres queridos y disfrutar
con ellos. Mi sobrina se sentó a mi lado.
 
—¿En qué piensas, tita?
—En lo bonito que está todo, la alegría que me da ver todo así. Nos ha
invadido el espíritu navideño por completo este año —confesé—. ¿Y tú?
¿Lo pasas bien?
—Superbién. Nos estamos divirtiendo mucho con Fran.
 
Volví la vista y lo vi tirado en el suelo jugando con mis sobrinos a los
Playmobil.
Había huido de mí, como rata por tirante y no se había vuelto a acercar.
 
—Este año vamos a hacer también lo de los deseos, ¿no? ¿Cuándo lo
haremos?
—Pues no sé, cuando queráis —le respondí.
 
Se fue corriendo al corrillo que tenían montado en el suelo con los
juguetes y al rato volvió y me dio un papel y un bolígrafo. Los tres iban
repartiendo uno a cada adulto.
 
—Hemos pensado —dijeron a coro—, que, ya que esta noche estamos
todos, podríamos escribir nuestros deseos en un papel y luego leer los de
todos en alto. ¿Queréis?
—Pero los deseos, si se dicen, no se cumplen —indiqué yo.
—Bueno, podemos escribir uno que sea más general para leerlo en voz
alta y pensar otro que solo sabremos cada uno —propuso Javi.
—Buena idea. —Aplaudí.
 
Fuimos escribiendo los deseos. En mi caso siempre iban a ser el cuento
del príncipe azul y mi madre.
El que escribí para leer después fue doble: aprender a patinar sobre hielo
y el segundo, ver una gran nevada y viajar a un sitio muy especial en esas
fechas.
Los leímos todos sin decir de quién era cada uno, aunque lo fuimos
adivinando.
 

 
 
 
 
Me sorprendió mucho el suyo, pero no iba a ir a preguntarle ya que no
había vuelto a dirigirme la palabra y se mostraba distante. Incluso me
acerqué a jugar con los niños y él se levantó con la excusa de ir al cuarto de
baño.
No entendí qué bicho le había picado. Si nos habían cortado el rollo, no
había sido culpa mía y no sabía por qué se mostraba tan distante conmigo
desde ese momento.
A las cinco de la mañana dimos por concluida la noche y uno a uno nos
fuimos a dormir.
Teníamos el día siguiente enterito para recoger todo. Intenté analizar en
qué momento la noche se había torcido, pero caí vencida por el sueño.
 

CAPÍTULO 15
 
 
 
 
CARLOTA
 
Nos levantamos más tarde de lo normal. Todos, incluida Maritere,
remoloneamos ese día en las camas hasta que conseguimos levantarnos.
Debían de ser las doce de la mañana cuando mi hermana consiguió sacar a
las fierecillas de entre las sábanas. El salón estaba como si hubiera habido
una batalla campal, por lo que tras desayunar pusimos villancicos y
repartimos las tareas para organizar la casa. Un par de horas después todo
estaba impoluto. Y entonces los niños repararon en la bota. Con el jaleo de
la mañana no se habían parado a ver si había algo.
 
—Hay sorpresas —dijo Alejandra, sacando tres paquetitos.
—Son tres muñecos de nieve de madera, para pintar —apuntó Javi—.
¿Son para decorarlos también la tarde de los pinitos, verdad, tía Carlota?
—Eso es, cariño. Esa tarde podemos decorarlos.
—En el calcetín queda otro paquete —anunció Borja, dejándome
sorprendida. Yo no había puesto nada más, salvo que me hubiese
equivocado.
 
Entonces, la pequeña Alejandra se sentó a mi lado. Estaba nerviosa y
sonriente.
 
—Yo sé algo que tú no sabes —me confesó.
—¿Qué sabes, bichillo?
—Ahh… ¡Sorpresa!
—Qué misteriosa estás, Alejandra, haz el favor de decirme qué es lo que
tú sabes y yo no —le pedí seria, para después hacerle mil cosquillas hasta
que hablase.
—Cuñada, en el paquete pone Carlota —gritó Borja.
 
La emoción que sentí en ese momento fue indescriptible. No me cabía en
el pecho. Me emocioné mucho y ni siquiera lo había abierto aún.
Me levanté para acercarme y cogerle el paquetito a mi cuñado. Era una
cajita cuadrada, plateada, con un lazo brillante también en el mismo tono.
Un envoltorio precioso y muy llamativo.
Una lágrima empezó a bajar por mi mejilla. Todos estaban expectantes y
suponía que preguntándose de quién podía ser el detalle. Lo abrí y vi una
bola de cristal con un Papá Noel dentro que portaba un regalo gigante y un
árbol de Navidad. La peana estaba labrada con la plaza Mayor de
Montaves. Era una de esas bolas de cristal que agitabas y se llenaban de
nieve.
 
—¡Qué bonita, por favor! Otra para la colección —dije emocionada
limpiándome la lágrima que se deslizaba por mi mejilla, llegando ya a la
comisura de mis labios.
—Quien la haya puesto ahí se ve que te conoce bien —apuntó Tina
mientras me daba un dulce beso—. Tienes claro que es suya, ¿no?
 
Claro que estaba segura de que era de él. Eso quería decir que me había
escuchado la tarde que decoramos todo, cuando le conté que para mí esa
colección de bolas era importante. Se había quedado con la copla. Y no solo
eso. Había querido sorprenderme y que experimentara la sensación que le
conté que nunca había tenido con la bota de Navidad.
Lo había conseguido. No solo me había emocionado, sino que había
conseguido alegrarme el día y hacerme sentir importante. Bueno, el día, la
semana y el mes. Había sido un gesto muy bonito por su parte. Resultó que
también era detallista e incluso observador. No cabía duda de que era todo
un maestro en el arte de conquistar a las mujeres.
En ese momento yo ya estaba flotando en una nube llena de corazoncitos
y purpurina. Tenía un nudo en la garganta a punto de explotar y mil
mariposas brillantes revoloteando sobre mi cabeza.
«¿Cómo leches la había puesto ahí?», pensé.
Estuve pendiente de él cuando empezó a esquivarme la noche anterior y
no vi nada raro. Y luego, cuando antes de dormir puse los regalitos de los
niños, ahí no había nada tampoco. Alejandra me miraba y sonreía.
Al instante lo supe. Estaban siempre pegados y probablemente en la niña
había encontrado su mejor cómplice para llevar a cabo el plan.
 
—¿Tienes algo que contarme, pequeñaja?
—Bueno, ya te lo dije, que sabía algo que tú no.
—Y ahora ya me puedes decir el resto, ¿verdad? —la interrogué.
—Anoche Fran me trajo una piruleta que me había prometido cuando
dimos el paseo por el pueblo. En la bolsa de la piruleta venía ese regalo
para ti. Me pidió que lo llevara a mi cuarto y que, sin que te dieras cuenta,
lo pusiera en el calcetín de Navidad.
—¿Y cuándo lo pusiste?
—Esta mañana, mientras limpiábamos la casa de la fiesta. Me acordé y
lo metí. ¡Casi se me olvida!
—¿Y te dijo algo más cuando te dio el paquetito, Alejandra?
—Sí, tita, me dijo que tenía una misión para mí. Tenía que ayudarlo a
sorprenderte y hacerte feliz.
—¡Oh, vaya!
—¿Qué pasa, tita?, ¿por qué te emocionas?, ¿no te ha gustado su regalo?
—me preguntó la niña, inocente, mientras yo secaba las lágrimas que no
paraban de brotar de mis ojos.
—Sí, claro que sí. Me ha encantado. Cuando no esperas algo, siempre
viene la vida y te sorprende —afirmé.
—Bueno, aquí no ha sido la vida, ha sido Fran. Además, me va a invitar
a merendar un gofre de chocolate en un sitio que se llama El refugio una de
estas tardes.
—Vaya vaya, aceptando regalos a cambio de la ayuda, ¿eh, pillina?
—Claro, tita, tenía que ayudarlo. Eres mi tía favorita y él me dijo que
quería que sonrieras porque cuando lo hacías te brillaban los ojos igual que
brillan las estrellas.
—¿Eso te dijo?
—Sí, bueno, eso y que me fijara en todo lo que hacías cuando abrieras el
regalo para después contárselo.
—Haremos una cosa. Le tienes que decir que me ha gustado mucho,
muchísimo. Que me he puesto muy contenta, pero no podemos decirle que
he llorado, porque si no puede pensar que no me ha gustado lo suficiente,
¿de acuerdo, Ale?
—Ah, claro, entendido.
—Y ahora ven, ayúdame. Vamos a ponerla encima de la chimenea con el
resto de las bolitas.
 
Sabía que tenía que darle las gracias. Nadie había hecho por mí nada tan
bonito ni se había tomado tantas molestias.
«Pero ¿cómo lo podía hacer?», pensé. Con lo esquivo que se había
mostrado la noche anterior, dudaba que si lo llamaba fuese amable
conmigo. Tenía que darle las gracias en persona.
Total, ese día no teníamos mucho que hacer. Básicamente, descansar
después de todo lo que habíamos trabajado esa mañana.
Después de comer mis sobrinos se pusieron a montar un puzzle y yo me
fui a mi cuarto a leer un rato.
No me concentraba y su imagen no se iba de mi cabeza, por lo que
decidí escribirle:
¿Podemos hablar?
 
No contestaba. Pasó un buen rato y nada. En la aplicación aparecía en
línea, que era lo peor.
Algo pasaba y no me pensaba quedar con la duda. Me vestí y bajé a la
cocina, donde Maritere y mi madre hablaban de que había sobrado mucho
bizcocho la noche anterior.
 
—Podemos llevárselo a Teo, que le encantó —propuso Maritere.
—Si queréis se lo acerco. Iba a salir a dar un paseo para despejarme un
rato. No me importa pasar por allí.
—Buena idea, hija.
Mientras tanto fui al salón. No quería pedir a Alejandra que me
acompañara, pero sabía que si le contaba dónde iba querría ir conmigo para
ver a su adorado Fran.
—Mamá, ve preparando el bizcocho que voy a llevarle a don Teo, voy al
baño y me voy —dije alzando la voz para que me oyeran.
—Tita, ¿puedo ir contigo al paseo?
—Claro que sí, pequeña. Venga, abrígate mucho y nos vamos.
 
«Conseguido», pensé.
Salimos de allí con una misión clara: Dar las gracias a Fran y averiguar
qué bicho le había picado para ese cambio de actitud tan repentino.
Paseamos un rato y apenas unos minutos después llegamos a su casa.
Nos abrió la puerta Enriqueta, que se sorprendió mucho al vernos allí. Lo
cierto es que no la habíamos avisado. Enseguida nos hizo pasar. Entramos
al salón, donde estaba Fran con su abuelo jugando una partida de cartas.
 
—¡Gané! —exclamó don Teo—. Bienvenidas estas dos señoritas tan
simpáticas.
—Buenas tardes —contestamos nosotras.
—Princesa, ¡qué alegría verte! —exclamó Fran refiriéndose a mi
sobrina, acercándose y cogiéndola en brazos.
—Hola —me dijo.
—Hola —le respondí.
—Sentaos, por favor —nos pidió Enriqueta.
—De acuerdo. Solo hemos pasado un momento para traer esto a don
Teo. Se lo manda mi madre. Ayer sobró tantísimo y, como a él le encanta el
bizcocho, así lo disfruta esta noche para cenar.
—Muchas gracias, bonitas. ¡Vaya si lo voy a disfrutar! Esta noche leche
caliente con miel y bizcochete. —Se relamió el abuelo tan contento.
 
Fueron a ponerlo en la cocina y yo me quedé observando a Fran mientras
jugaba con mi sobrina en el suelo. Me senté con ellos cerquita de la
chimenea.
 
—Alejandra, bonita, ¿quieres una taza de chocolate caliente? —le
ofreció Enriqueta desde la cocina.
—Voy —respondió la niña echando a correr hacia allá.
 
Allí nos quedamos los dos sentados, en silencio. Ni rastro de sus bromas
de siempre ni de sus jugueteos. Ni siquiera un pique. Y pasamos así varios
minutos hasta que me decidí a hablar:
 
—Te he escrito antes y no me has contestado.
—Lo siento, no lo he visto —mintió.
—¿Estás seguro?
—Sí, claro, se me habrá pasado.
—Eh… Vale. —Sabía que me estaba mintiendo y que no tenía ganas de
hablar. No obstante, tenía que insistir—. Solo quería darte las gracias. Me
ha encantado tu regalo. Además, como nunca espero nada, me ha hecho
muchísima ilusión.
—Ah, olvídalo, ha sido una tontería.
—Te estoy diciendo que me ha encantado y tú me pides que lo olvide.
¿Se puede saber qué te pasa? O, mejor dicho, ¿qué te pasa conmigo?
—A mí no me pasa nada, ni contigo ni con nadie —contestó sin
inmutarse.
—Pues a mí me parece que sí —manifesté poniéndome seria—. No
entiendo por qué parece que te incomoda hablar conmigo.
—Son cosas tuyas. A mí no tiene por qué incomodarme nada respecto a
ti —soltó con indiferencia y frialdad.
—Claro. Por eso no me miras a la cara. El suelo debe de ser muy
interesante como para que lleves todo este rato mirándolo. En serio, ¿te he
hecho algo?
—Tú no tienes la culpa. Soy yo. Oye, no te lo tomes a mal, pero no
quiero hablar —dijo levantando por fin la mirada hacia mí.
—Ya veo ya, pero resulta que yo sí que quiero. He venido porque me has
hecho uno de los regalos más bonitos de mi vida y quería agradecértelo en
persona.
—Olvídalo. No tenía que haberlo hecho. Ha sido un error —se lamentó.
Me dejó helada y sin saber qué responder a esa grosería.
—Nadie se toma tantas molestias para decir que ha sido una tontería. He
venido porque no me has contestado, ahora no quieres hablar y cuando te
digo que probablemente sea la mejor sorpresa que me han dado en la vida,
me dices que te arrepientes y que ha sido un error —terminé diciendo del
tirón, con una lágrima amenazando ya con salir.
 
Silencio por su parte.
Me sentí fatal. Me había ilusionado con ese detalle. Y resultó que para él
no valía nada. Estaba a punto de echarme a llorar. Tenía el estómago
contraído y no sabía si coger e irme o esperar a que dijese algo.
«¿Cómo se podía jugar así con la gente?» No me lo creía.
 
—¡No me jodas, Fran! Ayer casi nos besamos en la cocina de casa.
—Shhh, baja la voz. No quiero que te oigan —me cortó.
—¿Qué? ¿Tan malo es? —pregunté yo.
 
No respondió. Seguí hablando:
 
—Empezamos mal. Decidimos llevarnos bien. Pasaste del juego a
besarme hace dos días y ayer, si no llega a entrar Maritere, nos hubiéramos
liado de verdad. Y lo sabes, pero resulta que media hora después de eso me
convertí en invisible para ti. Pasaste de querer besarme a hacer como si no
existiera. Y hoy a mediodía me encuentro el mejor regalo que me han
podido hacer. Y era tuyo, joder. Estaba en un sitio especial para mí. ¿Por
qué hacerlo tan especial para luego decir que es un error?
—No te lo tomes así. Ya te he dicho que soy yo. Que a veces me cierro,
no me entiendo ni yo mismo y no dejo que nadie se acerque. No es tu culpa,
de verdad.
—¿Y cómo quieres que entienda que estés así conmigo?
—¡Haz lo que quieras! Te estoy diciendo que no me aclaro ni me
entiendo yo mismo. El problema soy yo. No espero que tú lo entiendas, a
ver si te enteras —contestó borde.
—¿Sabes qué te digo?
—Dime.
—¡Que eres un gilipollas! Llevas días provocándome hasta que has
estado a punto de conseguir lo que querías y ahora decides por tu cuenta y
riesgo ignorarme. Yo no merezco que nadie juegue conmigo ni me trate con
esta actitud de mierda que tienes desde anoche.
—Yo no he querido jugar contigo en ningún momento —replicó
enseguida levantando la mirada para encontrar la mía.
—Mentira. Eso es lo único que has hecho. Vengo a verte ilusionada,
contenta y así me recibes. Tirando por tierra algo que has hecho tú porque
te ha dado la gana. Algo que yo nunca te pedí. Para luego hacerme sentir
como una estúpida diciéndome que ha sido un error.
—Siento si te he hecho sentir mal. Yo no quería esto.
—¿Y entonces qué querías? ¿Que te aplaudiera después de decirme todo
lo que me has dicho? ¿Sabes qué te digo? ¡Que te vayas a la mierda y no
vuelvas a dirigirme la palabra en los días que te queden por aquí! —le
espeté.
 
Silencio de nuevo.
Me levanté y fui a por la niña a la cocina.
 
—Queti, nos vamos ya. Se está haciendo tarde —comenté apresurada.
—¿Pasa algo, rica? Tienes mala carilla —mencionó preocupada.
—Estoy cansada. Anoche se nos hizo muy tarde y he dormido poco.
Disfruten del bizcocho. Alejandra, corre, ¡despídete!
 
Mientras me ponía el abrigo, la niña se despidió de él y, tras darle un
beso a Enriqueta y a don Teo, nos fuimos por el sendero en dirección a
nuestra casa.
La niña fue parloteando todo el camino, como de costumbre, pero no
podía escucharla. Su voz era un eco en la lejanía para mis oídos.
Solo tenía cabeza para pensar en no llorar delante de ella. Y me estaba
muriendo de ganas en ese momento. ¡Qué mal me hizo sentir el muy
estúpido!
Me había tratado con una indiferencia brutal y me había sentido como
una zapatilla vieja de la que te deshaces cuando ya no te sirve. Él había
decidido parar lo que fuese que tuviésemos, sin contar con nadie y sin
avisar. Había pasado de estar siempre pendiente de mí, de cogerme la mano
para consolarme cuando estaba triste, de casi ir a más en la cocina… a no
mirarme y no querer hablarme.
Era consciente de que no teníamos nada, pero era una persona de esas
que conseguía que te enganchases a ella. Y para mí, había estado jugando
hasta que se había cansado, porque otra explicación no conseguía encontrar.
 
—Tiiiiía, hazme caso —pidió la niña, sacándome de mis cavilaciones.
—¿Qué?
—¿A dónde vamos?
—A casa, Alejandra, se me ha puesto dolor de cabeza.
—¿Por eso no nos hemos quedado más rato en casa de Fran?
—No es la casa de Fran, cielo, es de sus abuelitos.
—Bueno, pero él también vive ahí. Se ha puesto muy contento de que te
haya gustado el regalo.
 
Me paré en seco. No podía haber oído lo que acababa de escuchar. No
tenía sentido ni coherencia que le hubiese hablado de mí a la pequeñaja
después de casi ni mirarme. Me puse frente a ella.
 
—¿Por qué dices que Fran se ha puesto contento?
—Porque me lo ha dicho él cuando me ha pedido que le contase cómo
habías abierto su regalo.
—¿Te ha pedido que se lo contaras o has ido tú con el cuento? —la
interrogué.
—No, no, es lo primero que él me ha preguntado. También me ha dicho
que si te habías puesto muy contenta. Y que si habías sonreído. Y creo que
ya nada más.
—¿Y tú qué le has contado?
—Pues ¡qué va a ser! Que te había gustado mucho y que hasta te habías
emocionado.
—Vale, cariño, sigamos andando que hace mucho frío.
No entendía nada. «¿Pará que le había preguntado a la niña por mi
reacción si cinco minutos después me decía que era una tontería, un error y
que lo olvidara?», pensé.
No me cabía en la cabeza que todo fuese producto de un juego. Tenía
que haber algo más. Eso o era un jodido cabrón de libro que se divertía con
el juego de la seducción hasta hacer caer a su presa. Lo bueno era que yo no
había llegado a caer y su forma de actuar resultaba totalmente
contradictoria. ¡Para volverme majareta, vamos!
Llegamos a casa, apenas eran las ocho de la tarde, y me fui derecha a la
habitación justificando mi ausencia con un dolor de cabeza. De camino,
cogí de la chimenea la dichosa bola. Y lloré. Lloré todo lo que me dio la
gana. Me lo había estado aguantando desde que salimos de su casa y ya no
podía más. Tenía clavadas sus palabras. El tono seco que había usado. Su
indiferencia. Y entre mis manos su regalo. Ese que me había hecho feliz.
Pensé en estrellarlo contra el suelo, pero no fui capaz. Ese detalle había
significado mucho para mí. No me podía creer que alguien que se había
molestado en prepararme esa sorpresa —que iba más allá de un simple
detalle y ambos lo sabíamos— me hubiese tratado así. Y sabía que apenas
nos conocíamos de unos días, pero esos dos comportamientos no podían ir
de la mano de la misma persona con horas de diferencia.
Algo estaba pasando, algo que no sabía y que tenía que averiguar.
 
 
***
 
FRAN
 
Se había ido. Prácticamente, con mi comportamiento la había echado.
Me había portado fatal. Había mostrado una indiferencia tan grande que
hasta a mí mismo me había hecho sentir mal. Fui borde y cortante con ella,
porque era lo que se suponía que tenía que hacer. Así lo había decidido la
noche anterior, después de la fiesta.
No podía permitir que se me fuera de las manos. Si no nos llegan a
interrumpir, habría acabado empotrándola en la mesa de la cocina, en la
encimera o donde hubiéramos pillado.
Era lo que más me apetecía en ese momento. Hubiera dado todo por
tenerla entre mis brazos. Y no podía ser, pero quería que sucediese. Una
contradicción, sí, pero tenía ganas de ella.
Seguía sin pensar en otra cosa, solo en sus labios, en sus ojos. Quería
tocar sus tetas, pasar mi mano por su culito redondo y respingón, lamer ese
cuello tan apetecible con el que me podía deleitar durante horas y horas…
No, no podía. Para mí estaba prohibida. No debía volver a acercarme a
ella de esa manera. Ni así, ni de ninguna otra forma. Lo mejor era poner
distancia. Por eso, cuando me senté a jugar con sus sobrinos la noche
anterior y la veía en el sofá, embobada observando el fuego, mientras de
reojo me miraba a mí, decidí que lo mejor era alejarnos.
Ella no se merecía pagar mi caos mental y mis dudas. No se merecía a un
mierda como yo. Ella necesitaba a alguien que la quisiera, que la cuidara,
que la tratase bien y la hiciera feliz. Y ese quería ser yo. Tenía que ser yo,
pero no podía, aunque quisiera, no podía mientras no solucionase todo.
Era imposible y por eso mismo tenía que ignorarla, para que las aguas
volviesen a la normalidad.
Nos conocíamos hacía pocos días, no pensaba que fuese a ser tan difícil
hacerle ver que no me importaba, pero me había equivocado y estaba siendo
un horror.
Desde que salí de la casona, casi sin mirarla y sin despedirme, veía su
imagen de incomprensión por mi indiferencia. No lo esperaba y la dejé
descolocada. Me acosté y apenas pude pegar ojo, ilusionado y nervioso
como un niño pequeño pensando en el momento en que abriera el regalo
que había dejado para ella a Alejandra.
«Joder, me lo tenía que haber traído de vuelta», pensé.
No es que me arrepintiese, pero si me iba a alejar, no tenía sentido
hacerle líos en la cabeza.
Tampoco quería privarla de ese momento de felicidad, porque sabía que
ese gesto, ese detalle, le iba a llegar al corazón. Iba a hacerla feliz. Era algo
más que una sorpresa. Era hacerle saber que era importante para alguien en
ese momento. Y porque me apetecía hacer eso por ella y para ella.
Y capullo de mí, esperaba su mensaje o su llamada agradeciéndolo,
porque quería oír su voz.
«Pero no, si escribía o llamaba, no debía contestar», me repetí una y otra
vez.
¡Pollas en vinagre, qué difícil todo!
Si ya había decidido alejarme no tenía sentido hacer lo contrario.
Con lo que no contaba era con que se presentase ante mí, con que me
costase tanto mirarla a la cara; con que ser indiferente con ella me iba a
hacer el mismo daño a mí que podía hacerle a ella; con todas sus palabras,
con la rabia con la que me había hablado y cómo me había llamado
gilipollas.
Estaba igual de enganchada a mí que yo a ella. Era una puta locura, lo
sabía, lo sabíamos —intuía— por los pocos días que nos conocíamos, pero
estaba claro por su reacción que ella sentía lo mismo. Y conforme íbamos
hablando, me iba arrepintiendo de haberle dicho que el regalo había sido un
error. Por eso, cuando me dijo que había jugado con ella, no lo soporté y se
lo tuve que negar, pero seguí siendo un cretino hasta empujarla a marcharse.
Me hubiese dado un puñetazo a mí mismo en ese instante, por imbécil. Ella
no lo merecía. Y yo… Yo tampoco quería perder lo que fuese que
tuviéramos.
Todo pasaba por algo y si el destino nos había juntado en el pueblo en
esas fechas, quizá tuviese un significado o fuese por algún motivo.
Al final, después de mucho pensar, llegué a la conclusión de que tenía
que pedirle perdón y hablar con ella a sabiendas de que me iba a costar la
vida. Me había mandado a la mierda y me había pedido que no volviese a
dirigirle la palabra nunca, pero tenía que hacerlo, tenía que pedirle perdón
de alguna manera.
Igual que había liado a su sobrina con el regalo, podía volver a pedirle
ayuda. Algo había que hacer porque dentro de mí necesitaba que me
perdonase, ya que desde que se había ido tan dolida y enfadada me dolía el
corazón y sentía un vacío inexplicable dentro de mí. No sabía qué me
pasaba, lo que sí tenía claro era que algo me quemaba por dentro. No podía
estar así, no estaba bien y no me aguantaba ni yo.
«¡Qué mal estaba haciendo todo con ella desde que la conocí! Y no solo
con ella… ¡qué mal estaba haciéndolo todo, cojones!», me dije a mí mismo
varias veces.
CAPÍTULO 16

 
 
 
CARLOTA
 
Me desperté al alba. Era el día de Nochebuena. Apenas había dormido un
par de horas, el resto del tiempo lo pasé llorando.
Seguía sin poder creer cómo me había tratado en su casa cuando fui a
darle las gracias. Una mezcla de sensaciones: humillación, pasotismo,
indiferencia… Además, sentía que me faltaba algo. Notaba un vacío o una
extraña añoranza.
Iba a echar de menos verlo y que me viniese con sus capulleces, nuestro
tira y afloja y el saber que estaba ahí pendiente de mí, porque desde el
primer día lo había estado (para bien o para mal).
La mañana estaba muy oscura. Igual que mi ánimo. Tocaba hacer un
esfuerzo por los niños. Tenía que estar medio bien por mí misma y por
ellos. Nada ni nadie iba a venir a amargarme los días que, con tanta ilusión,
había preparado para la familia. Aunque dentro de mí, algo no estaba bien.
Dolía y no poco.
Decidida, después de un buen rato de remoloneo, me puse el chándal y
salí de la habitación. Aproveché que todos estaban desayunando para darles
otra de las sorpresas que tenía preparadas.
 
—Yujuuuuu, ¡feliz día de Nochebuena! —grité.
—Pues sí que te levantas con energía, hermanita —contestó Tina.
 
Si hubieran sabido mi estado de ánimo real, lo mal que seguía
sintiéndome y lo triste que estaba por culpa del niñato de las narices…, pero
no, no quería que nadie me lo notase por lo que había que mantener
ocupado al personal y disimular lo máximo posible. Fui a la habitación y
volví con los dos bolsones de ropa navideña. Me encantaban los jerséis con
esa temática y me pareció divertido que, por una vez, todos nos los
pusiéramos para abrir los regalos de Navidad. Uno a uno les fui entregando
un pijama, un jersey navideño y ropa interior roja.
De primeras Borja, mi madre y Maritere se quejaron. Les parecía
ridículo ponerse un jersey navideño. El pijama les dio igual.
 
A los demás les encantó la idea.
 
—Pero, niña, cómo voy a ir al mercado con este reno gigante aquí
plantado en la pechera —decía Maritere.
—Hija, nosotras somos muy mayores para estas cosas. Ponéoslo
vosotros que sois jóvenes y todo os queda bien —refunfuñó mi madre.
—Pamplinas. Es una idea muy divertida. Carlota tiene razón. Este año
será genial ir vestidos con jerséis de Navidad todos. Haremos mil fotos y
luego cuando las veamos nos reiremos la vida. ¡Qué mejor atuendo que ese!
—las convenció Tina—. ¡Que viva el espíritu navideño! —añadió.
—¡Viva! —repetí yo.
—Pero, cariño, que yo soy un tío serio. ¿Qué quieres?, ¿que salga con
este jersey de lucecitas, pingüinos y pinos de colorcitos chillones? ¡Que no,
hombre, que no! —se negaba Borja.
—Te lo cambio por el mío que es solo un árbol de Navidad y todos
contentos, cari —le intentó convencer su mujercita.
 
Y, así, entre quejas, cambios y risas empezaron a probarse cada uno los
suyos y fue una mañana muy divertida. Parecía un desfile de moda, todos
probándose sus modelitos y enseñándolos al resto. La ropa interior nadie se
la probó. La reservaban para Nochevieja. Los niños disfrutaron mucho y yo,
al menos conseguí evadirme.
 
—Yo quiero unas bragas con renos como las de la tita, no las de un solo
color —se quejó Alejandra de pronto.
—El año que viene te regalaré unas, pequeñaja, prometido —le aseguré
yo.
—Explicadme qué gracia tiene llevar bragas de renos, de pingüinos o de
lucecitas, por mucho que sea Navidad porque yo no se la veo por ningún
lado. Seré muy antigua y lo que queráis, pero es ridículo —expuso Maritere
pretendiendo que le diéramos la razón.
—Pues a mí me parece muy divertido y original. En los últimos años ha
proliferado mucho el usar complementos navideños en estas fechas. Y el
tema es… si algo te gusta mucho, ¿por qué no llevarlo? Además, Marite,
nunca se sabe quién puede acabar viéndote los entresijos —le dije guasona
entre carcajadas para hacerla rabiar.
—Tu ríete y enseña lo que quieras al que quiera verlo, que seguro que
alguno hay por ahí cerca de ti, pero son tontunas —soltó dejándome helada
con el comentario, ya que imaginé que algo intuía sobre Fran y yo, la muy
puñetera.
—Son novedades, nuevas tendencias. Y más que nada hacer cosas
distintas para no caer en la monotonía —le rebatía Tina.
—Qué monotonía ni qué nada, que tenemos aún cosas por comprar para
esta noche, todo por preparar y estamos aquí que parece esto una tienda con
tanta ropa por todos sitios y los maniquíes desfilando, perdiendo el tiempo y
me venís a mí a hablar de monotonía —se quejó—. Cuando luego esta
noche nos falten cosas en la cena os quejaréis y yo os responderé que cenéis
monotonía con patatas y de postre unas bragas de esas de lucecitas.
—Te sorprenderías tanto, querida Marite, si supieras que hoy día hay
bragas comestibles…, pero no entraremos en eso porque es un mundo
aparte —le explicó Tina provocándola.
—¡Qué bragas comestibles ni qué ocho cuartos! Cuánta tontería tiene la
juventud hoy en día. A ver si dejamos ya la tontuna y recogemos para
ponernos con lo que toca hoy que es la cena, ricuras. —Nos partíamos
escuchándola.
—A ver, y… ¿Qué me dices del buen rato que estamos pasando todos
juntos? Y del espíritu navideño que nos ha invadido estos días. Eso también
es la magia de la Navidad. Y verás cuando llegue Papá Noel y todos
estemos vestidos propiamente para la ocasión. Será una estampa preciosa
que inmortalizaremos y convertiremos en tradición para todos los años.
—Válgame Dios. ¡A saber cuántas sorpresitas más habrás preparado,
niña! —exclamó.
—No quieras saberlo tan pronto. Como dicen en el pueblo, ¡no comas
ansias! —respondí sonriente.
 
Con todo el jaleo, la mañana se fue volando. Tina llevó a mi madre y a
Maritere al mercado en coche y los niños y yo nos dedicamos a hacer
muñequitos de nieve con plastilina. Teníamos muchas ganas de ver nevar,
pero hasta entonces lo único que habíamos visto eran los restos de nieve que
había el día que llegamos al pueblo.
Los pequeños soñaban con hacer muñecos gigantes y ponerles bufanda,
sombrero y nariz. Eso sí, a falta de pan, buenas eran tortas.
Mientras comíamos mi hermana nos contó que estaban montando casetas
en la plaza Mayor y en la calle principal. Algo como un pequeño mercadillo
navideño, según le habían comentado los vecinos. Por eso supusimos que
habían venido días antes los puestos de algodón de azúcar, manzanas y
gofres.
Ahí teníamos otro plan perfecto: ir a visitarlo con los niños. Era
asombroso todo lo que organizaban en Montaves por esas fechas.
¡Y qué bien me sentía yo allí!
Además, me habían dado en todo el gusto. Siempre me habían encantado
los mercadillos navideños.
Tan alegres, llenos de luces, figuritas para los nacimientos, panderetas,
miles de gorros y orejeras, todo al más puro estilo de los mercadillos de
Alsacia… Ese olor a invierno, a castañas asadas, a dulce, a almendras
garrapiñadas como en las ferias. Los carruseles, con corceles y carruajes
para todas las edades.
Lo malo de esos mercadillos era la cantidad de gente que congregaban,
pero en el pueblo no habría ese problema.
Acabamos de comer y me fui al cuarto a descansar un rato antes de
empezar a ayudar con los preparativos de la cena.
No me dormía, solo le daba vueltas y vueltas a lo mismo mirando la
dichosa bola de Navidad que había dejado la noche anterior en la mesilla, al
lado de la cama.
Cuando me levanté, me coloqué ya mi jersey navideño, los vaqueros y la
diadema de Papá Noel. Era mi atuendo para la noche.
Salí de la habitación y entré en el salón.
Para mi sorpresa allí estaba Fran, sentado en el suelo, jugando con los
niños y tan guapo como siempre.
Me quedé de una pieza mirándolo y él me saludó, paralizado, dejando
escapar una tímida sonrisa. Bajó la cabeza y yo pasé de largo sin contestar
hacia la cocina, donde estaban los demás empezando a preparar la cena.
 
—¿Qué hace Fran aquí? —le pregunté en voz baja a Tina.
—Lo ha mandado su abuela para avisarnos del mercadillo por si
queríamos visitarlo y no nos habíamos enterado. De verdad, qué encanto de
mujer. Ella no ha venido porque está preparando un asado —me explicó.
—Podía haber llamado. No hacía falta que mandase a su nieto —
respondí yo.
—Uy, uy, ¿qué ha pasado? Por tu tono de voz deduzco que te has vuelto
a pelear con el galán.
—No te rías. Y no, simplemente ha decidido ignorarme. Fin de la
historia —le conté.
—¿Y eso por qué? —se interesó ella.
—A ver… La otra noche cuando estuvimos a punto de besarnos y
Maritere nos interrumpió, ¿te acuerdas? Resulta que él le había dado a
Alejandra un regalito para mí un rato antes. Quedaron en que ella lo pondría
en la bota al día siguiente y así que fuese sorpresa para mí… Pues bien, me
ilusioné. Me pareció precioso lo que hizo y cuando fui a agradecérselo me
ignoró de la peor manera posible. No se portó bien. Me dijo que lo olvidara,
que era una tontería y que había sido un error.
—No entiendo nada —reconoció mi hermana—. Es jodidamente bonito
lo que hizo, pero no cuadra nada que luego se arrepintiese —expresó
pensativa.
—Pues imagínate yo. Lo puse a caldo, lo mandé a la mierda y le dije que
no volviera a hablarme. Por eso no entiendo qué hace ahí fuera, como si
nada, jugando con los enanos.
—Igual quiere intentar un acercamiento o simplemente se aburría y ha
venido.
—Tarde, hermanita. Tarde. Me hizo sentir fatal. Está jugando conmigo y
no se lo voy a aguantar más —aseguré.
—Tú sabrás, pero si está ahí, será por algo. Piénsalo.
 
Salí de la cocina y los niños me hicieron sentarme para jugar con ellos.
Me dediqué a hacer como que lo ignoraba mientras notaba que él buscaba
mi mirada o rozaba nuestras manos —sin querer—, como consecuencia de
los movimientos del juego. Lo fulminé entornando mis ojos y con cara de
perro una de las veces para que no volviera a hacerlo.
Cada vez que me rozaba era como una maldita sensación de frío de la
cabeza a los pies, que conseguía acelerarme y ponerme el vello de punta. Y
no quería sentir eso por él.
Me levanté cuando mi teléfono sonó. Era tarde de mensajes y
felicitaciones navideñas.
Tras unos minutos de conversación con mi amigo Daniel, cuando colgué
me di la vuelta y lo tenía de pie pegado a mí.
Lo miré fríamente, endureciendo la mirada todo lo que pude.
 
—Solo quería decirte que siento mucho lo de ayer —empezó diciendo.
—¿Qué pasó ayer? —pregunté mostrando indiferencia.
—Ya lo sabes, no me porté bien contigo y me duele en el alma ver que
no me hablas ni me miras, ni siquiera quieres estar cerca de mí —continuó.
—Eso era lo que querías, ¿no? Que me alejara, no querías hablar
conmigo. Si ni siquiera me dejaste que te agradeciera el regalo, tío.
—Me porté como un gilipollas, tenías razón. Espero que puedas
perdonarme algún día.
—Es lo que eres. Un creído, egocéntrico y, sí, un gilipollas que se cree
que puede jugar con la gente como si fuéramos marionetas —le susurré
entre dientes.
—No digas eso, por favor. Nunca he pretendido jugar contigo. Todo lo
contrario. Sé que no estuve fino ayer, pero no sentía lo que dije. No pienso
que fuera un error haberte hecho ese regalo y no sabes cómo me alegro de
que te hiciera ilusión —reconoció.
—Ilusión que tú te cargaste cuando dijiste que te arrepentías. Con lo
bonito que había sido para mí —confesé.
—Cierto. No debí decir eso. Me equivoqué —repitió.
—Mira, la verdad es que no sé qué es lo que quieres ni hasta cuándo va a
durar que pienses así o vuelvas a cambiar de opinión. Si ya has dicho lo que
tenías que decir, sigue jugando con ellos —dije señalando a los niños—, y a
mí, déjame en paz. No me gusta que jueguen conmigo, Fran. Y esto ya me
cansa.
—Tienes razón en estar enfadada conmigo y no querer hablarme. Insisto,
lo hice mal. Soy un capullo que no sabe qué hacer para que lo perdones.
—No tienes que hacer nada. Déjalo estar. Será lo mejor.
—No quiero dejarlo estar. De verdad, dime qué puedo hacer para que
vuelvas a mirarme como me mirabas ayer —pidió.
—Ayer era ayer y hoy es hoy. Te repito que lo dejes estar. Y así
aprenderás que no se puede tratar a la gente como juguetes de usar y tirar.
Es lo mejor —sentencié.
—Créeme, me sentí horrible ayer cuando os fuisteis.
—Pues como te imaginarás, yo no me sentí mejor que tú cuando salimos
de tu casa.
 
Me di la vuelta y me fui a mi cuarto. Ya había sido suficiente por esa
tarde. Era la cena de Nochebuena y nada ni nadie me la iba a amargar. Y
más entonces, que había cambiado de opinión otra vez y parecía querer un
acercamiento. Por más que quisiera no conseguía entender nada.
Le había dado muchas vueltas sin llegar a ninguna conclusión. Lo único
que estaba en mi mente era que no pensaba perdonarle.
Justo en estos días, que son días de paz, de solidaridad, de confraternizar
y de perdonar, yo no le había perdonado.
Realmente no lo había hecho por orgullo. Porque me había hecho sentir
como si fuera una basura de la que uno se deshace a su antojo.
Y si antes me fiaba poco de él, con esos cambios de actitud menos aún.
Empezamos con villancicos un rato antes de cenar. Entregué a los peques
tres panderetas de colorines y yo me quedé con una un poquito más
sofisticada para cantar con ellos haciendo algo de música.
Nos encantaba desgañitarnos cantando Los peces en el río, La
marimorena o Campana sobre campana. En casa éramos de villancicos
tradicionales.
Toda la vida habíamos escuchado los de Manolo Escobar, pero cuando
los niños empezaron a aprender en el colegio El burrito sabanero, Oh
blanca Navidad y Jingle bells, entonces Manolo pasó al cajón y las listas de
reproducción ocuparon su lugar en gran parte.
Eso sí, en mi coche por Navidad Manolo siempre viajaba conmigo.
La cena transcurrió como todos los años. Anécdotas de Borja, mi
hermana obsesionada con que los niños no se inflasen a comer.
Las criaturas aprovechaban las noches de grandes banquetes para cenar
todo lo que querían y eso a Tina la ponía loca. Maritere y mi madre
comentando lo que había quedado mejor o peor y la reutilización para el día
siguiente.
Y ahí estaba yo, con la cabeza en Fran. En él y en el perdón que había
ido a pedirme esa tarde. Antes del postre, como estábamos muy llenos,
hicimos un descanso.
Ese fue el momento que aprovechamos para sortear los papeles del
amigo invisible que siempre jugábamos la tarde de Reyes con el roscón de
nata y el chocolate.
La consigna era no desvelar nuestro papel ni quién nos había tocado,
pero al final se acababa sabiendo todo. Y pese a eso, nos gustaba llevarlo a
cabo año tras año. Como decía Maritere: era otra de las tradiciones de la
familia en estas fechas.
Tuve suerte, mi amiga invisible para ese año resultó ser la pequeñaja, por
lo que lo iba a tener fácil con su regalo. A las doce de la noche, puesto que
no íbamos a salir a la misa del gallo porque hacía muchísimo frío, fui con
los niños a la cajita donde estaba la figurita que representaba al niño Jesús
en el portal de Belén.
Los niños lo depositaron en el nacimiento al grito de «Ya ha nacido el
niño Jesús».
En ese momento empezamos de nuevo a cantar villancicos mientras
servíamos el postre y el champán, para brindar por todos nosotros.
Mi brindis, en silencio, fue para mi madre y para mi padre, estuviese
donde estuviese. Y una parte de mi pensamiento también se la dediqué a
Fran. Justo entonces en mi móvil sonó un mensaje suyo:
 
 
Fran:
Feliz Navidad, Sustitos.
 
Y al leer Sustitos otra vez, una sonrisa se dibujó en mi rostro y un
cosquilleo volvió a atrapar mi estómago.
 
Feliz Navidad.
 
Esa fue mi respuesta, en un intento de ser lejana con él. Dejé el móvil y
seguimos cantando villancicos, bailando y pasándolo en grande.
Entonces la pequeña Alejandra se acercó hacia donde yo estaba y de un
salto se sentó en mis rodillas.
 
—Tiiiitaaaaa.
—Dime, cariño, ¿lo pasas bien?
—Ya te digo, está siendo una noche guay. Una de nuestras mejores
Nochebuenas, aquí todo es mejor.
—Una Navidad diferente… —comenté yo.
—¿Sabes qué? —me preguntó y me quedé mirándola con intriga, porque
la vez anterior que me había hecho esa pregunta había sido cuando ayudó a
Fran con su sorpresa.
—Qué miedo me das, enana, cuando me dices eso —confesé ante ella.
—Yo sé algo que tú no sabes. —Se rio y yo me quedé blanca,
expectante.
—¿En serio? ¿Qué es eso que sabes, granujilla? —pregunté ansiosa.
—Un pajarito ha entrado volando y ha dejado algo en tu cuarto.
—¡No me digas! ¿Y cómo se llama ese pajarito?
—No lo sé. Eso Fran no me lo ha dicho —reconoció la pequeña,
pensativa y de manera inocente.
 
La miré, levanté las cejas y se dio cuenta de que había mencionado el
nombre del susodicho.
 
—Señorita, ya hablaremos de tanta ayuda, ¿de acuerdo? Ahora voy a ver
qué ha dejado ese pajarito. —Me levanté señalando hacia mi cuarto.
Caminé lo más rápido que pude. Otra vez con esa mezcla de ilusión,
emoción y ansia por lo que me iba a encontrar. Capullo arrogante y
egocéntrico, pero encantador. Eso sí, de serpientes. Porque tenía demasiado
peligro…
 
Entré en mi cuarto y lo vi. Un paquete alargado, envuelto en el mismo
papel de la vez anterior.
Y con un lazo igual de bonito. Lo abrí y no pude dar crédito a lo que
veían mis ojos.
Una rosa azul en una cajita cuadrada transparente con una nota escrita de
su puño y letra:
 
 

CAPÍTULO 17
 
 
 
CARLOTA
 
Lo había vuelto a hacer. Me había derretido. No porque me hubiese
regalado una rosa, sino porque había vuelto a sentir que le importaba. Ya
por la tarde había conseguido ablandarme al pedirme perdón atreviéndose a
venir a casa, pero con ese último detalle me había demostrado que buscaba
un perdón de verdad. Al final, un mal día lo tenía cualquiera. Se había
tomado la molestia de indagar sobre mis gustos y la niña tuvo que haberle
dicho que mis flores favoritas siempre habían sido las rosas azules.
Me volvió a emocionar, ya que nunca nadie se había preocupado tanto de
agradarme así. La verdad era que se había esmerado en conseguir que lo
perdonase. Y otra vez estaba yo flotando en las nubes, pensando en él,
sabiendo que si lo perdonaba no había vuelta atrás y terminaríamos
teniendo algo.
Lo cierto era que seguía estando reticente en ese momento. Con su
comportamiento, en ese sentido, no había mejorado mucho la cosa y aún no
me fiaba del todo de él. Tampoco conseguía ignorarlo y borrarlo de mi
mente, lo cual se había convertido en una señal inequívoca de que deseaba
que pasase algo.
Y pensaba dejarme llevar y ver cómo se iban desarrollando los
acontecimientos. Puede que mi hermana tuviera razón y él sintiese algo más
allá también. En algo estábamos de acuerdo: nadie se tomaba tantas
molestias para conseguir un simple polvo. Y ahí estaba yo, blandita
blandita, que si me pinchaban me sacaban purpurina en vez de sangre. Ya
estaba la pelota en mi tejado.
Él debía de estar esperando a que me pusiera en contacto de alguna
manera para agradecerle el detalle, como hubiese hecho cualquiera. Eso sí,
no pensaba ir corriendo a echarme en sus brazos como un corderito.
Quería alargar un poco el momento y que sintiese lo mismo que había
sentido yo. Cogí el móvil. Tecleé y borré muchas veces. Al final pulsé la
tecla de envío:
 
Las rosas azules son mis favoritas.
No tenías que haberte molestado. Gracias por la flor.
 
Su respuesta no se hizo esperar:
 
Fran:
Me muero de ganas por hablar contigo.
 
Seguro que podrás aguantar y no morir en el intento.
 
Fran:
Muy graciosa, Sustitos.
 
 
La noche estaba llegando a su fin. Mi hermana iba a acostar a los niños
que ya habían dejado preparada la leche y las galletas por si Papá Noel
llegaba de madrugada. Colocaron un platito con cookies de mantequilla y
un vaso de leche al pie de la chimenea, dando por hecho que Papa Noel iba
a entrar por ahí, como tantas veces habían visto en las películas.
 
—Buenas noches, tía Carlota. Si viene y estás despierta avisa corriendo,
por favor —me decían.
—Buenas noches, enanos. Dormid bien que ya sabéis que Papá Noel lo
ve todo —les advertí.
—Nosotros nos vamos a dormir también —señaló mi hermana.
Mi madre estaba adormilada en el sofá y Maritere acababa de recoger la
cocina conmigo.
—Estoy agotada. Y el champán sube de lo lindo, hija —reconocía la
pobre.
—Anda, vete a dormir. Yo termino.
—¿No te importa?
—Claro que no. Despierta a mamá para que se vaya a la cama que si no
mañana le dolerá el cuello —le pedí.
—Tienes razón. Voy a despertarla. Ala, ahí te dejo. Buenas noches.
—Buenas noches. Descansa.
 
Terminé de recoger la cocina pasado un rato. Los ronquidos de las dos
traspasaban las paredes de sus habitaciones y se oían en todo el salón. Sin
duda las burbujitas del champán les habían dejado groguis. Me senté un rato
frente al fuego, envuelta en una de las mantas que había en los sofás.
Oí una piedrecita dar contra la ventana. Me sobresalté, pero no hice caso.
Culpé al vendaval que hacía fuera. Tenía que hacer balance y repaso mental
del día. Un segundo golpe me sacó de mis pensamientos. Me giré para
mirar y lo vi. Era Fran, pegado al cristal, haciéndome señas para que saliera
a la puerta.
Me levanté, fui hacia allí y abrí.
 
—¿Qué haces aquí?
—Te lo puse antes por escrito. Me estaba muriendo de ganas de verte y
hablar contigo.
—¿Como las que yo tenía ayer de verte a ti? —dejé caer con ironía, para
hacerlo sentir culpable y hacerme un poco la dura.
—Vale, touché. Tienes razón, pero uno de mis defectos es que no soy
nada paciente.
—¿Y el resto cuáles son? Porque ya sabemos que los hay y no pocos.
—Lo de capullo también ha quedado demostrado. Y según tú soy un
creído, egocéntrico, que juego con la gente, infantil, que solo quiero un
polvo…
—Bueno, a ver, en caliente se dicen muchas cosas. Yo también las he
dicho —reconocí.
—Y tengo otro defecto peor aún… ¿sabes cuál es?
—¿Cuál? —indagué viendo cómo se acercaba a mí peligrosamente.
—Que no soy capaz de sujetar las manos cuando te tengo delante —
confesó pícaramente.
—Ya veo —respondí yo viéndolo venir.
—Estás temblando. ¿Tienes frío? —inquirió mientras frotaba las palmas
de sus manos por encima de la manta que cubría mis brazos, en una caricia
continua.
—Un poco —mentí, porque realmente llevaba no sé cuántas capas y
estaba temblando, pero porque su cercanía me ponía nerviosa.
—Ven aquí —dijo. Y me acercó contra su pecho, abrazándome para
darme calor.
 
Nuestras cabezas estaban pegadas. Entonces me cogió por la barbilla y
me hizo levantar la mía. Nos miramos.
Sus ojos eran demasiado intensos. Era una de esas miradas que te
dejaban temblando. Podía leer en ellos la palabra: DESEO.
Su boca estaba demasiado cerca de la mía y fue inevitable que nuestros
labios se encontrasen. Primero de manera dulce, suave y delicada, como si
fuéramos dos chiquillos torpes que se dan su primer beso, aunque no era
nuestro primer beso, sino que ambos estábamos muertos de miedo por lo
que nos estaba sucediendo.
Aumentamos la intensidad y nuestras lenguas empezaron a buscarse. Y
se encontraron, vaya si se encontraron. Ese beso tímido se convirtió en puro
fuego, en un beso ardiente que hizo que ambos deseásemos mucho más. Me
mordisqueó los labios, bajó y subió por el cuello hasta llegar a una de mis
zonas más erógenas: las orejas.
Paseó su lengua por el lóbulo, dando pequeños bocaítos mientras me
susurraba que lo tenía loco. Entonces me apoyó contra la pared. Descruzó la
manta que me tenía envuelta y se quedó mirando mi jersey navideño.
 
—Wow, Sustitos, eres una friki de cojones en estas fechas. Espero que
tengas a ese reno controlado —dijo refiriéndose al dibujo—, porque está
viendo demasiado y esto es contenido para adultos —soltó riéndose con una
voz demasiado sexy, mientras metía sus manos heladas por debajo de mi
ropa.
 
Di un respingo por lo frías que estaban y me pegué aún más a él,
mientras con mis manos cerraba la manta envolviéndonos a los dos con ella.
Me cogió en brazos y coloqué mis piernas en torno a sus caderas, sintiendo
lo excitado y duro que estaba.
Sus manos continuaban subiendo y bajando por mi espalda hasta llegar a
mi tripa, de donde no había pasado en ningún momento, hasta entonces.
Y mientras, nuestras bocas no se separaban ni un instante. Seguíamos
enredados el uno en el otro. Todo lo contrario. Si uno hacía ademán de
alejarse, el otro lo buscaba y viceversa. Era desesperación en estado puro.
Besaba de una manera brutal. Era pasional, intenso, atrevido y juguetón.
Con solo sus besos y el roce de sus manos, me tenía al límite. Estaba
excitadísima, mojada y a punto de correrme tan solo con lo que estábamos
haciendo. Él estaba como una piedra. Me apretaba contra su cuerpo para
hacérmelo sentir. Nos estábamos volviendo locos. O parábamos o
follábamos. No había más caminos.
 
—Mierda, Sustitos, no tengo condón —dijo con fastidio.
—No me digas eso. Estoy a puntito, joder —reconocí yo contrariada y
con ansia pura de su cuerpo.
 
Entonces, muy decidido, recolocó su brazo para cargarme y con la mano
que tenía libre, empezó a adentrarse en mis pantalones.
Abrió como pudo el botón del vaquero mientras devoraba mi cuello con
su boca, con su lengua, que no dejaba quieta, succionándome.
Su mano empezó a bajar hasta llegar a la costura de mis braguitas.
Dirigió su mirada hacia ellas.
 
—¿Son renos también? —preguntó riéndose a carcajadas cuando las vio
— ¿Ves como eres única? No conozco a ninguna tía que lleve bragas de
ciervos y muñequitos navideños, pero ¿sabes qué?
—No te rías de mí —le dije apenada—. ¿Qué? A ver… Sorpréndeme.
—¡Que me pone un huevo! Ese puntito tuyo de niña que se vuelve una
fierecilla cuando la beso o la toco, me tiene loco —confesó, para a
continuación, seguir lamiendo mi cuello como si fuera el mejor de los
helados que se había comido nunca, mientras con su mano empezó a
traspasar la costura de mi ropa interior, llegando hasta mi punto más íntimo.
 
Me tocó por encima de las bragas, poniéndome a mil, y me hizo desear
que siguiera adentrándose en mí con sus dedos. Viendo que me volvía loca,
siguió paseándose por encima de la tela que nos separaba, se detuvo un
tiempo y se recreó en sus movimientos criminales.
 
—Estás muy mojada, muñeca —susurró con un hilo de voz, agitado
mientras tocaba la zona húmeda en mi ropa interior.
—Sigue, tócame, joder, ¡no pares! —le ordené.
 
Siguió subiendo y bajando por encima de la ropa interior, recreándose en
sus movimientos y casi llevándome al éxtasis, mientras apartaba su boca de
la mía para hacerme rabiar. Yo lo buscaba para llevarlo nuevamente contra
la mía, en pro de fundir nuestras lenguas y no darnos tregua.
Y entonces, al sentir tan agitada mi respiración, por fin volvió a meter su
mano dentro de mis braguitas navideñas y con solo notar el contacto de su
piel contra mi piel, me estremecí. Nuestras respiraciones estaban aceleradas
y necesitaba más. Dejó su mano quieta creándome más ganas aún de tocar
el cielo y, poco después, empezó a mover los dedos en círculos llevándome
al extremo y sin dudar, viendo lo excitada que estaba, de un solo
movimiento metió uno dentro de mí. Empezó a moverlo despacio, de
manera circular, para a continuación introducirlo y sacarlo repetidamente a
gran velocidad. Sentí fuego dentro y yo misma movía mi cuerpo buscando
el contacto, ayudándolo para que unas acometidas después, me viniese uno
de los mejores orgasmos de mi vida. Gemí como nunca, di un alarido de
placer y me desplomé encima de él agotada.
 
—Me debes un orgasmo y de los buenos, Sustitos —dijo triunfal y
orgulloso.
—Calla y bésame —le pedí ruborizada y deseosa de su boca.
Seguimos devorándonos durante un buen rato con las mismas ganas y la
misma pasión.
—Estoy en tensión, cojones —reconoció de pronto.
—¿Y eso por qué?
—Porque vas a coger frío y te tengo todo el tiempo sujeta cuando querría
tenerte debajo de mí, joder. Deberíamos parar.
—Vale, paremos, pero no te vas a ir de aquí sin que me expliques lo que
pasó ayer. Sé que yo también dije cosas que no estuvieron bien.
—No, Sustitos, la culpa fue mía. No me aguantaba ni yo y tú no
merecías que te tratase así. Dejémoslo, por favor, no arruinemos el
momento —pidió.
—Eso es verdad. Lo único que te dije y que sigo pensando es que no me
gusta que jueguen conmigo.
—Te prometo que no es lo que pretendía. No sé qué me pasa contigo,
Carlota. No puedo dejar de pensar en ti. Cuando te veo me pongo nervioso
y quiero estar cerca, tocarte. Me conformo con un simple roce de tu piel. Y
cuando no te veo, no consigo sacarte de mi puta cabeza. Te juro que esto no
entraba en mis planes, no es lo que yo buscaba al venir al pueblo ni
tampoco ahora cuando he venido a verte aquí. Eso quiero que lo tengas
claro, pero te miro y tus ojos me desarman. Y hablo contigo y siempre me
haces reír. Consigues que cada vez me enganche más a ti, aunque no hagas
nada. Y quise pararlo, por eso traté de ser indiferente contigo, pero cuando
te fuiste no pude soportar la sensación de angustia. Era como si te perdiera,
aunque nunca te había tenido, y no quería vivirlo.
 
Se calló, mientras yo procesaba todo lo que me estaba diciendo.
 
»Llámame loco si quieres —se excusó— porque ya sé que nos
conocemos poco, pero esto que estoy sintiendo es de verdad. Nunca había
creído en flechazos, pero fue verte y no he podido dejar de pensar en ti. Me
río cuando estoy solo pensando en tus respuestas a mis provocaciones y tu
ingenuidad, el cariño con el que haces todo para los niños… todo eso me
tiene enganchado a ti.
—No voy a llamarte loco. A mí también me cuesta dejar de pensar en ti.
Desde que te vi me llamaste la atención, pero luego empezaste con tus
capulleces y pasé a querer matarte. Intentamos ser amigos y casi acabamos
liándonos, porque lo que estaba claro es que no era amistad lo que
queríamos. Y menos después de lo que acaba de pasar, aunque sigo sin
entender a qué venía lo de ayer, pero has sido tan mono llevándonos a
pasear la otra noche, preocupándote por mí y sonsacando a mi sobrina mis
puntos débiles, que tengo que reconocer que ya te había perdonado antes de
que vinieras.
—No me cansaré de disculparme, de verdad, pero no quiero malgastar
los días que nos quedan aquí discutiendo entre nosotros cuando podemos
dedicarlos a disfrutar. Y después de haberte tenido entre mis brazos,
saboreado y disfrutado, no pienso dejarte escapar porque quiero más. Lo
quiero todo. ¿Te queda claro?
—Digamos que me parece bien. Eso sí —le advertí—, si vuelves a
tratarme como ayer no volveré a verte ni a hablarte en mi vida. Te despacho
y te mando a la luna. ¿Lo has entendido?
—Como el agua. Cristalino.
—Vamos avanzando entonces.
—Además, no era en coña. Me debes un orgasmo, de los buenos, que
pienso cobrarme en breve.
—Estaré expectante —asentí.
—De eso se trata, Sustitos. Y ahora que la cosa está calmada —habló
señalándose al paquete—, mejor entra en casa que no quiero que te vayas a
resfriar, porque si te quedas ahora y vuelvo a saborearte no seré capaz de
soltarte en toda la noche.
—Tienes razón. Mejor me voy.
 
Nos separamos para volvernos a pegar al instante. Teníamos demasiadas
ganas de tocarnos y de volvernos a comer. Aún quedaban días para eso.
A modo de despedida le pasé la puntita de mi lengua por el contorno de
sus labios, lentamente, para hacerlo enloquecer. Y lo conseguí.
 
—Nos vemos mañana —me despedí burlona mientras me daba la vuelta
para entrar en casa dejándolo aún más caliente de lo que ya estaba.
—¡Qué mala eres! Me dejas así… En fin, ¿qué hago contigo, Carlota?
Por cierto, pídeles a todos los renos que llevas en tu cuerpo que guarden
silencio. Será nuestro secreto —advirtió divertido alejándose.
 
Y así entré en casa. Apagué el fuego que había dejado encendido y me
fui derechita a mi habitación. Me puse el pijama pensando en él. Hacía nada
que lo había tenido pegado a mí, manoseando todo mi cuerpo.
Tenía su olor incrustado en mi piel y su sabor en mi boca. Me había
besado como nadie antes. Y me había hecho tener uno de los mejores
orgasmos de toda mi vida hasta ese momento.
Satisfecha tras rememorar la tórrida escena y dispuesta para dormir,
recibí un mensaje suyo:
 
Fran:
Sustitos, ya en casa sano y salvo. Preparado para el siguiente asalto.
P.D.: no te toques mucho pensando en mí.
 
Jajaja, ¿ves como eres un egocéntrico?
Fran:
Y eso te encanta.
 
Si tú lo dices, no seré yo quien te lo rebata.
 
Fran:
Buenas noches, preciosa.
 
Buenas noches. Dormiré muy satisfecha.
 
Fran:
A mi lado dormirías mejor. No lo dudes
 
Ya lo veremos.
 
 

CAPÍTULO 18
 
 
 
CARLOTA
 
El día de Navidad empezó igual que había terminado el anterior:
conmigo pensando en él.
La diferencia con otras noches fue que, tras lo ocurrido, había caído en la
cama agotada y dormí bastantes horas del tirón, además de que me había
acostado más feliz que una perdiz.
Me desperté ilusionada y expectante ante el nuevo día y ante la nueva
situación. Vale que solo nos habíamos liado y bueno, algún tocamiento
guarrillo habíamos tenido, pero eso no tenía por qué cambiar nada.
Solamente me iba a dejar llevar. Quería disfrutar de la Navidad con él los
días que nos quedasen. Besarle y que me besara con todas sus ganas era lo
que más me apetecía… pasear por la nieve… verlo a cada rato… hacer
planes, incluyendo a mis sobrinos; y todo ello sin que nadie se enterase de
que entre nosotros había algo más que amistad.
Me puse otro de mis jerséis navideños —en esa ocasión sin reno, pero
con un pingüino gigante en el frontal o como decía Maritere: dibujado en la
pechera— y, por hacer la gracia, las braguitas a juego.
Nos levantamos bastante tarde porque nos habíamos acostado a las mil
nuevamente.
Mi sorpresa cuando entré en la cocina fue que todos llevaban puesto su
jersey navideño. Me encantó verlos así: participando de cada cosa que se
me ocurría y viviendo estas fechas con el espíritu a tope.
 
—¡Buenos días, familia! —saludé.
—Hoy se te han pegado las sábanas, tía Carlota.
—Un poco sí. Llevaba noches que no acababa de dormir bien y hoy ha
sido del tirón. ¡Qué placer!
—Yo aquí duermo mucho mejor que en casa —comentó mi madre.
—Pues yo anoche oí ruidos y me levanté de la cama a inspeccionar.
¿Vosotros no habéis oído nada? —preguntó Maritere, poniéndome en alerta
ya que me daba miedo que al levantarse nos hubiera visto u oído a Fran y a
mí.
—Nada en absoluto. Aquí por las noches no se oye ni el vuelo de una
mosca. Estarías soñando, Marite —le aseguré convencida.
—Con que me levanté y todo… ¿cómo iba a estar soñando? Se oyó
como un aullido y me dio por pensar si no sería un lobo —explicó con
mucha claridad.
—Aquí no hay lobos, nos lo dijeron cuando llegamos. Seguro que lo
imaginaste. Ya sabemos que la mente es traicionera o bueno, no tanto… —
apostilló mi madre misteriosa.
—¡Y dale! Que no me vais a hacer comulgar con ruedas de molino. Oí lo
que oí, pero no identifiqué el animal o humano del que provenía el ruido.
Vosotros seguid pensando que lo soñé —replicó enfurruñada—. Me da
igual.
 
Mi hermana se sentó a mi lado y se acercó para decirme algo al oído:
 
—Anda que ya os vale. Y encima le dices a Maritere que era producto de
su sueño.
—¿Por qué dices eso, Tina? —le hice la pregunta haciéndome la tonta y
temiendo lo peor.
—Serás zorrón. ¡Encima disimula! Que sepas que tu gemido se oyó en
toda la santa casa, guapa. Si casi tengo que ir a la habitación de los enanos a
ver si se habían despertado con la peli porno.
—¿Yo? Imposible. No quieras tomarme el pelo —le pedí, consciente de
que mi cara debía de estar como un tomate.
—De imposible nada, chata. Borja, díselo tú, que de oírla gemir anoche
nosotros también nos animamos.
—¿Me lo estáis diciendo en serio?
—¡Gracias, cuñada! —Se reía Borja socarrón.
—Por supuesto —afirmó muy seria mi hermana—. Para la próxima te
aprendes que las ventanas de las casas antiguas tienen un cristal mucho más
fino que las actuales y dejan pasar todos los ruidos. Coges, nunca mejor
dicho, te alejas y te buscas un granero o un pajar como pasa en las películas
de cowboys, so lechuguina. Tú imagina por un momento que se te aparece
Maritere en mitad de la faena —dramatizó llevándose las manos a la cabeza
y riéndose.
—No sé lo que estáis pensando, pero no es eso —les confirmé—. Y
dejemos el tema que se van a enterar hasta los enanos con la tontería, por
favor.
—Si no te oyeron anoche, en pleno derroche de efusividad, tranquila,
que no se entera ni Cristo —bromeó Tina.
El rubor había llegado a mis mejillas para quedarse. Entre lo vergonzosa
que era para estos temas y la tendencia familiar a las chapas de Heidi en la
cara con las altas temperaturas, los nervios o porque sí, mi rostro debía de
estar ya entre rojo putón y fucsia. Decidí cambiar de tema para pasar el mal
trago más rápido. Fue un momento de esos de tierra trágame y escúpeme en
el Caribe a ver si yo también encontraba a Curro.
 
—Bueno —empecé diciendo—, que sepáis que me encanta que todos
hayáis usado hoy los jerséis para esperar la llegada de Papá Noel.
—¿Cuándo va a llegar, mami? —querían saber mis sobrinos, nerviosos y
expectantes.
—No sé, niños. Aquí no es como en casa. El pobre llevará trabajando
toda la noche y estará cansado. Ya a estas horas irá más despacito.
—Además, no sabe dónde estamos. Igual ha ido a casa de los abuelos y
la ha encontrado vacía o nos ha dejado allí nuestros regalos para que los
veamos a la vuelta —apuntaba Alejandra.
 
Lo cierto es que en cuanto mi cuñado se llevase a dar una vuelta a los
tres, nosotras teníamos pensado preparar todos los regalos y juguetes en
torno al árbol.
En el plan estaba dejar la luz apagada y así, al encender ellos, lo
encontrarían todo. Y así hicimos.
Comimos todo lo que nos había sobrado de la cena de la noche pasada
para no tener que andar preparando, ya que de antemano sabíamos que
después de la fiesta no habría ganas de meternos en elaboraciones que nos
hicieran madrugar para cocinar y que, además, ese día nos gustaba
dedicarlo a preparar la llegada de Papá Noel.
Borja se los llevó a dar un paseo por la mañana y por la tarde a comprar
pipas al quiosco de chucherías con la intención de tenerlos entretenidos y
que así nosotras organizásemos todo.
Sacamos todos los paquetes de los coches, los papeles de regalo, los
lazos, el celo…
Conforme terminamos de empaquetar fuimos poniendo todo en torno al
árbol haciendo forma de medialuna. Los paquetes más grandes en la parte
de atrás y en la parte de delante los pequeñitos. Unos con papeles infantiles
para los niños y otros con papeles en tonos verdes, rojos y dorados que eran
para los adultos.
Quitamos el vaso de leche con galletas que la noche antes habían dejado
preparado con tanto afán para Papá Noel.
Cuando dejamos todo listo, encendimos solo las guirnaldas de luces de
colores, que en la oscuridad reflejaban en todos sitios.
El salón quedó precioso.
Estuvimos un rato en la cocina, comiéndonos las galletas para no dejar
rastro, cuando llegaron gritando.
Miré el móvil y tenía un mensaje de Fran:
 
Fran:
¿Cuándo puedo verte? Me apeteces
 
¿Esta noche? Ahora tenemos que abrir los regalos de Navidad.
 
Fran:
Creo que este año, tú eres mi mejor regalo.
 
No sé si tú serás el mío, porque aquí hay paquetes que prometen mucho, jaja,
pero sin duda, está siendo una de las mejores Navidades de mi vida. Te dejo que
llegan los enanos.
 
Fran:
Disfruta, Sustitos, que luego te disfrutaré yo.
 
Otra vez tenía la sonrisa boba, la baba caída con sus frasecitas morbosas
y mi cara subiendo de tono dejando ya a la amiga de Clarita y Pedro en
mantillas.
Hasta las orejas me ardían, pero no era momento de ponerme cachonda
pensando en él, sino de ir corriendo a recibir a los enanos y ver sus caritas
de felicidad ante tal recibimiento.
Al encender la luz los niños lo vieron todo y empezaron a gritar como
locos.              
 
—Ha venidoooooooo, ha venido —gritaba Carlos.
—Venid al salón, venid corriendo —nos llamaban—. ¡¡Mirad, el vaso de
leche está vacío y no hay galletas!! —apuntaba Javi siguiendo el juego de
sus hermanos y siendo cómplice nuestro.
—¡Qué cantidad de regalos hay! Venga, corred, que queremos abrirlos
—nos chilló mi sobrina ansiosa por empezar.
 
Sus rostros rebosantes de alegría e ilusión eran lo mejor de esos
momentos. Disfrutaban muchísimo igual que con los Reyes Magos. Y el
vernos a todos allí, con nuestras ropas navideñas, en medio de la algarabía
abriendo regalos entre risas y villancicos no tenía precio. La Navidad era
eso: FAMILIA.
Todo lleno de papel de regalo esparcido por el suelo, mil lazos tirados,
cada uno haciendo montoncitos con sus paquetes. Ilusión en estado puro.
Puede que se nos hubiese ido un tanto la mano, pero ya que ese año
celebrábamos las Navidades a lo grande, no tuvimos reparo en tirar la casa
por la ventana.
Y desde que supimos lo del premio de la lotería, mi hermana y yo nos
volvimos más locas aún.
Después, tuvimos la tradicional merienda-cena navideña, donde nos
pusimos las botas a base de: chocolate, galletas recién horneadas con forma
de árbol, botas y bastones, junto con el famoso tronco de Navidad de
bizcocho, trufa y nata. Toda una delicia típica de las fiestas.
Estaba disfrutando de la tarde, aunque no podía evitar querer que el
tiempo pasase rápido para poder ver a Fran.
Fui a la cocina y le escribí:
 
¿Por qué no convences a tus abuelos y los lías para venir a tomar una copa y un
poquito de tronco de Navidad?
 
Fran:
Eres una lianta, ¿lo sabías?
 
Me apetece pasar un rato contigo a solas.
 
Fran:
¿Y entonces para qué quieres que lleve a mis abuelos? Jajaja.
 
Para poder escaparnos nosotros sin que se note, bobo.
 
Fran:
¿Ves? Lo que yo decía… una lianta.
A ver si quieren salir a estas horas…
 
Igual es más fácil si les llama mi madre. No le dirían que no.
 
Fran:
Sí, mejor.
Dime, Sustitos, ¿hoy también llevas renos en mi territorio? Jajaja.
 
¿TU territorio? JAJAJA. Eso es sorpresa.
 
Fran:
Claro que lo es. Estoy deseando secuestrarte y comprobarlo.
 
Ya puedes ir inventando una excusa para sacarme de aquí y que no cante
mucho.
 
Fran:
A sus órdenes.
 
 
Y así, con una invitación inducida por mí, liamos a las dos familias.
Ellos aceptaron y nosotros les esperamos.
Cuando llegaron los tres a casa solo tuve ojos para Fran, pero no me
apetecía aún que mi familia lo notara y él también había mencionado, poco
sutilmente, que iba a ser nuestro secreto la noche anterior cuando se iba, por
lo que en todo momento procuramos ser discretos.
Nos saludamos con dos besos y al oído me susurró que se moría de
ganas por hacerme suya. Mi respuesta fue pedirle que no tardase en
hacernos desaparecer. Alejandra se tiró a su cuello en cuanto lo vio y se
sentaron en el sofá apartados. Me hizo gracia la escena y supuse que
estarían comentando la apertura del segundo regalo. Los dos juntos tenían
un peligro tremendo.
Un rato de conversaciones a varias bandas, unos cuantos brindis con
champán y entre nosotros dos, miradas furtivas que prometían demasiadas
cosas. Al cabo de un par de horas, a él lo llamaron y salió de la habitación.
Tardó un buen rato en volver.
 
—Me acaba de llamar un amigo para salir un rato por el pueblo.
¿Carlota, te apetecería unirte a nosotros? —fingió para sacarme de allí.
—No sé, no conozco a tus amigos. Me da algo de vergüenza… —
respondí yo falsamente.
—No seas bobona, Fran te está invitando por eso mismo, para que salgas
a distraerte y los conozcas —pinchó mi hermana.
—Claro que sí, hija —animó mi madre—. Sal un ratito a divertirte. Eso
sí, vuelve con cuidado.
—¡Está bien, Fran, me apunto! Dame un par de minutos y estoy.
—Yo llevo a tus abuelos a casa cuando ellos quieran —se ofreció Tina
dirigiéndose a él, cómplice en todo momento.
 
Recuerdo que fui corriendo a cambiarme porque ya no tenía claro si
íbamos a estar los dos solos o íbamos a algún bar con sus amigos. Solo me
importaba salir con él, todo lo demás me daba igual.
Salimos de casa como si nos llevara el demonio. No podíamos tener más
ganas de quedarnos a solas. Delante de todos seguíamos tratándonos con
cordialidad, pero nos mirábamos y nuestros cuerpos eran todo ganas y
deseo el uno por el otro.
Y cuando nos rozábamos por casualidad nuestra piel reaccionaba
dejándonos totalmente expuestos. El poder que teníamos sobre el cuerpo del
otro era brutal y difícil de explicar.
 

CAPÍTULO 19
 
 
 
 
CARLOTA
 
Fue cerrar la puerta y empezar a devorarnos. Esta vez no fue algo suave
ni tierno, sino algo desesperado, lujurioso y muy sexual que dio paso a
mucho más.
El ambiente se fue caldeando, pese a que era una noche gélida, bocas
que no dejaban de buscarse… lenguas enredadas que no querían despegarse
y nuestras manos, que no podían parar quietas, subían y bajaban
recorriéndonos. Ambos sabíamos que no era el lugar, por lo que nos
separamos y caminamos hacia donde tenía el coche.
 
—¿De verdad vamos al bar con tus amigos? —le pregunté.
—Si tú quieres sí, pero si prefieres podemos ir un rato a casa de los
abuelos, que ya que los hemos sacado tenemos que aprovechar ¿no? Ya
iremos al pub más tarde. ¿Quieres?
—Claro que sí, vamos. Me apetece que pasemos un rato juntos, por fin.
—Ven aquí, Sustitos —dijo cogiéndome y llevándome contra su cuerpo
—. Quiero besarte hasta cansarme.
—Hazlo, no te cortes. No hay nada que desee más.
 
Y nos besamos de nuevo, con pasión y con ansia, dentro del coche. En la
oscuridad, con la poca iluminación que había en la zona, me lo hubiera
tirado allí mismo, pero no quería hacerlo así. Y él tampoco.
No quería que la primera vez que estuviésemos juntos fuera en un coche,
de manera arrebatada, cuando habíamos vaciado la casa de Enriqueta con
una treta y por tanto teníamos que aprovecharla.
En el camino su mano jugueteaba por mi pierna, bajando por la parte
interna del muslo hasta ponerme cardíaca. Quería que siguiera y que no
parase. Mi mano izquierda, a la vez, cosquilleaba y rozaba su cuello,
marcando con las uñas el recorrido desde la base hasta la nuca, haciéndole
casi perder el control.
Nos bajamos y entramos en la casa el uno seguido del otro, tenía su
pecho pegado a mi espalda y a él mordisqueándome, mientras sus manos
agarraban mi cintura fuertemente. Me llevó cogida hasta la habitación que
ocupaba él, entre besos y lametazos.
Hizo que me sentara en la cama y desde arriba me acarició la mejilla. Fui
a decir algo y me calló poniendo su dedo índice en mis labios y susurrando
un «sshhh» que me pareció lo más erótico del mundo.
Se dio la vuelta, salió de la habitación y volvió con dos velas que dejó
encendidas en la mesita de noche.
Me sorprendió su gesto, ya que no esperaba que fuese el típico chico que
se preocupaba de crear un ambiente romántico para acostarse con una
mujer, pero lo hizo.
Se arrodilló frente a mí y comenzó a besarme de nuevo. Lento,
despacito, sin prisa, pero sin pausa; pasaba de poseer mis labios a hundir su
cabeza en mi cuello, haciendo que cada vez estuviese más excitada.
Lo iba recorriendo despacio, con la lengua, como si fuera dibujando
líneas de arriba hacia abajo, hasta que llegó al borde de mi camisa.
Con la mirada me pidió permiso para empezar a desabrochar los botones
y yo, con mis manos sobre las suyas, le ayudé a abrir el primero indicándole
el camino a seguir. Fue quitándolos todos y al llegar al último deslizó
ambas manos hacia atrás arrastrando la tela hasta hacer caer la blusa sobre
la cama.
Me observaba con admiración haciéndome sentir la mujer más sexy del
mundo y di gracias por haber elegido el sujetador de encaje negro. Tiró de
mí y me levantó hasta quedar a su altura.
Con sus dedos fue recorriendo el contorno de mis pechos por encima del
encaje, acariciándolos, pasando por los pezones que, para ese entonces,
estaban duros como guisantes congelados.
 
—Me muero por mordisquearlos, Sustitos —susurró mientras seguía
haciendo círculos sobre ellos para, en determinados momentos, pellizcarlos.
—Y yo porque lo hagas —confesé acelerándolo.
 
Tiré de su suéter mientras él levantaba los brazos para ayudarme y lo
acabé dejando desnudo de cintura para arriba.
Empecé a acariciarle el torso y con las uñas fui haciendo movimientos
cada vez más marcados que pretendía que lo volvieran loco. Acerqué mi
lengua a su pecho y su cuerpo entero se contrajo.
La paseé recreándome en sus pezones, llevándola de uno a otro,
lamiéndolos con ganas, deteniéndome en las zonas más erógenas y noté
cómo cada vez estaba más duro y caliente.
Me correspondió en los movimientos y empezó a besar mis pechos aún
por encima de la tela. Pequeños besos que me volvían loca. Su aliento
caliente tan cerca de mi piel, por encima del sujetador, la erizaba.
Entonces abrió el corchete y lo fue bajando lentamente.
Primero los tirantes y después fue deslizándolo hasta hacerlo caer.
Acarició suavemente mis tetas, admirándolas y, cuando sus dedos llegaron a
tocar mis pezones desnudos, sentí una descarga eléctrica recorrer todo mi
cuerpo.
Alternaba con la lengua, que movía de un pecho a otro sin parar mientras
me sujetaba entre sus fuertes brazos. Esos en los que me hubiera quedado
para siempre.
Su lengua continuó el descenso pasando por mi ombligo, dejándolo atrás
para llegar a la cinturilla. Se puso a mi espalda y la acarició con la punta de
su nariz y poco después empezó a bajar la cremallera. Con sus manos la fue
deslizando hasta que la tela cayó al suelo. Todo era una caricia delicada que
me estaba matando de placer.
A continuación, pasó a recorrer mis piernas de arriba abajo en un vaivén
que me produjo miles de sensaciones, a cual más erótica y más llena de
sensualidad, y me hizo vibrar de placer. Hizo lo mismo para quitarme las
medias. Me dejó con las braguitas de encaje negras puestas y… nada más.
Vi su cara de sorpresa.
 
—Oh, vaya, esperaba encontrar un pingüino o a Papá Noel por aquí
abajo y saludarle —dijo sonriendo de manera lasciva.
—Si lo sé me las hubiese dejado puestas cuando fui a cambiarme, pero
pensé que dada la situación venían más a cuenta las transparencias y los
encajes, ¿no?
—Eres perfecta con lo que te pongas y estás increíblemente apetecible
de cualquier forma —me susurró en un gemido al oído, haciéndome
estremecer de placer, nuevamente.
—Cállate y hazme disfrutar —le ordené.
 
Se rio a carcajadas y siguió tocándome. Mis piernas temblaban por la
excitación. Parecían blandiblú. Solo deseaba que me follara cuanto antes,
pero él quería alargarlo.
Volvió a ponerse delante de mí, momento que aproveché para
desabrochar su cinturón y meter la mano con decisión dentro de sus
pantalones. Le agarré el paquete, a través de la ropa interior, y noté cómo su
bulto seguía creciendo y endureciéndose dentro de los calzoncillos.
 
—Mmmm… la cosa promete, pequeño saltamontes.
—¿Cómo que pequeño saltamontes? De pequeño nada, bonita. Voy a
hacer que te vuelvas loca y que siempre vayas a querer más.
 
Los dos desnudos, solo con la ropa interior, devorándonos con nuestras
lenguas y a punto de llegar al éxtasis, nos tumbamos en la cama. Se puso
encima y fue recorriéndome entera, bajando por mi cuerpo hasta acabar
llevando su cabeza entre mis piernas. Estaba excitadísima y muy mojada.
Me tocó por encima del encaje, acariciándome y perturbándome,
consiguiendo ponerme a mil. Estaba a punto de correrme solo con el tacto
de su mano sobre la fina tela. Sentirlo así me resultó lo más erótico del
mundo.
Entonces apartó con dos dedos la braguita de encaje, sin quitarla, y paseó
los dedos por encima de mis pliegues una y otra vez.
 
—Estás chorreando, muñeca —siseó.
—Voy a correrme, no puedo más. Me estás matando. Quítamelas —pedí
haciendo ademán de sacármelas yo misma.
—No, no te las quites todavía. Me da mucho morbo tocarte con ellas
puestas.
—¿Fetichista de hacerlo con ropa interior?
—Ahora lo verás. Un buen mago nunca desvela sus trucos, Sustitos.
—No pares, sigue, por favor. No puedo aguantar más —dije.
—Aún no vas a correrte —me avisó dando un golpecito sobre mi
clítoris, que me excitó aún más.
 
Retiró los dedos y acercó su lengua a mi abertura. Empezó a recorrerla
despacio, haciendo movimientos suaves con la punta sobre mi intimidad. La
guiaba por encima, lentamente, la movía despacio para después pasar a dar
lametazos rápidos y certeros sobre mi botón del placer.
Se introdujo dentro, llevándome al éxtasis y continuó entrando y
saliendo de mí con su poderosa lengua, mientras con los dedos acariciaba
mi parte más oculta.
 
No podía más.
 
—No puedo, no puedo. No puedoooo. Me corro yaaaaa —grité en un
gemido que anunciaba un orgasmo devastador.
 
El clímax me sobrevino dejándome agotada mientras él continuaba
absorbiendo mi placer. Terminó y subió dejando un reguero de besos sobre
toda mi piel.
Se tumbó a mi lado y acunó mi cabeza en su pecho mientras me reponía.
Fue muy tierno y dulce conmigo. Besó repetidamente mi frente a la par que
con sus dedos recorría mi espalda acariciándome. En esa cama conmigo no
estaba el Fran niñato y chuleta, sino el Fran más hombre. El que era tierno y
delicado. Ese que sabía hacer disfrutar a una mujer.
Besos, besos y más besos. Por todos los rincones de nuestros cuerpos.
Caricias, ganas y mucho deseo contenido saliendo de su escondite era lo
que se respiraba en esa habitación. Además de mucho sexo.
Después fui yo quien subió encima de él y comencé a restregarme contra
su dureza. Él movía sus caderas buscándome y yo aceleré mis movimientos.
 
—Para, Sustitos, que no quiero liarla y si seguimos así te garantizo que
no seré capaz de echar el freno. Deja que me ponga un condón —consiguió
decir con la respiración totalmente agitada.
—Dámelo, yo lo hago. —Me abalancé, quitándoselo de las manos, para
después rasgar el envoltorio y colocárselo con la boca lentamente.
—Me encantas y no dejas de sorprenderme, ¿lo sabías?
—¿Qué pasa, machote? ¿Ninguna de tus conquistas te ha puesto un
condón con la boca? A saber con cuántas has estado hasta ahora… —
intenté sonsacarle.
—Silencio, no quieras distraerme. Ahora solo puedo pensar en follarte
sin parar.
 
Dicho y hecho. Me dio media vuelta y se colocó encima de mí para,
despacio, abrirme de piernas e ir colándose en mi interior. Estaba totalmente
expuesta ante él, pero no sentía vergüenza. Me sentía en confianza, segura y
poderosamente seductora.
Fue bastante cuidadoso para no hacerme daño con su gran tamaño.
Cuando ya estuvo dentro, dejó que mi carne se adaptara a él antes de
empezar a moverse.
Primero, con movimientos lentos haciendo giros con sus caderas y
después, entrando y saliendo, poco a poco, aumentando la velocidad de sus
embestidas. Mi pelvis lo buscaba locamente y él salía al encuentro.
Era dominante. Sacó su miembro de mi interior para, tras unos segundos,
volver a meterlo. Y así lo repitió varias veces alternando con el jugueteo de
sus dedos en mi piel.
El ritmo acelerado de nuestras respiraciones y los movimientos certeros
y cada vez más rápidos dieron paso a un orgasmo increíble que nos dejó
tumbados uno encima del otro, bañados en sudor y sin poder hablar.
 
—Buahh, eres increíble, preciosa —me piropeó, besándome
delicadamente mientras se retiraba de mí para deshacerse del preservativo.
 
Volvió a ponerse a mi lado y me abrazó.
 
—Sigo debiéndote un orgasmo, machoman, lo recuerdas, ¿no?
—No pensarás que eso se olvida, ¿no? Pero hoy ya hemos abusado
bastante de la suerte y los abuelos deben de estar al llegar, es tardísimo.
—Cierto, me visto y me voy. No te preocupes —repliqué algo molesta
por su manera de cortar la situación.
—Eh, eh, para para, Sustitos. No te hagas líos que no estoy diciendo que
te vayas. No pienso dejarte escapar. Solo digo que van a venir y deberíamos
irnos, los dos juntos, si no queremos que nos vean aquí desnudos tirados en
la cama.
—Ya pensaba que me estabas echando. Contigo y tus cambios de
opinión, nunca se sabe qué esperar —afirmé respirando aliviada por haberlo
entendido mal.
—Eres una dramática, cielo. ¿Cómo iba a echarte con la noche tan
perfecta que estamos pasando?
—¿Entonces ha sido una noche perfecta para ti? —quise saber, con una
gran sonrisa en mi rostro.
—Pues claro. Una noche maravillosa que espero repetir muchas veces —
contestó convencido besándome de nuevo.
 
Nos levantamos y nos vestimos. Fui a ponerme los pendientes que había
dejado sobre el tocador que había en la habitación y me acabé de arreglar
frente al espejo. Se puso detrás de mí y empezó a dejar un camino de besos
sobre mi cuello, mientras metía las manos por debajo de mi camisa llegando
al pecho. Jugueteó de nuevo con mis pezones por debajo de la ropa
consiguiendo volver a excitarme.
 
—¿No habíamos tentado ya mucho a la suerte esta noche? —pregunté
con ironía, empezando a jadear.
—Tú sí que me tientas —confirmó él mirándome con una lujuria
desmedida en sus ojos.
—Yo estaba aquí tranquilamente y tú has venido a provocarme otra vez.
—¿Qué me estás haciendo, Carlota? —inquirió él con seriedad e
intensidad a la vez, mientras seguía llevando sus manos de un lado a otro,
acariciándome por debajo del fino encaje del sujetador y recorriendo mi
espalda mientras acercaba su nariz a mi cuello para inhalar el olor de mi
pelo.
 
Y sin decir nada se pegó aún más a mi espalda y metió su mano por
debajo de la falda, asaltando las medias hasta llegar a la ropa interior.
Volvió a apartar la tela a un lado y comenzó a masturbarme manteniendo su
mirada unida a la mía a través del espejo, en una escena llena de morbo y
digna de película porno. Me resultó una situación increíblemente erótica
porque, mientras él me acariciaba yo podía ver su mirada llena de deseo y
sentir su pasión irrefrenable.
 
—Joder, Sustitos, creo que me voy a correr yo antes que tú. Me mata
verte disfrutar así —susurró con un hilo de voz.
—Me encantas —reconocí girando la cabeza para atrapar sus labios,
porque me estaba muriendo de ganas de comérselos enteros.
 
Me volvió a girar la cabeza justo cuando empezó a meter sus dedos
dentro de mí para que continuase viéndome disfrutar yo misma, porque eso
le ponía como una moto. Comenzó metiendo uno y al ver lo húmeda y
receptiva que estaba ya, metió dos. Lo hizo deprisa, al mismo ritmo en todo
momento, llevándome al clímax. Me agarré fuerte a su pelo, pasando mis
brazos por detrás de su cabeza, incluso tirando cuando ya no podía más.
Él siguió recreándose con las acometidas y al final metió otro dedo de la
mano con la que me sujetaba en la boca, que yo me dediqué a lamer y
morder como si fuera su pene lo que estaba entre mis labios y eso lo excitó
aún más.
Estaba encendido de deseo y duro como una roca cuando empezó a hacer
movimientos circulares dentro de mí, más rápidos y profundos, que yo
acompañé arqueando mi cuerpo para facilitar que llegase más y más dentro.
Y así me corrí entre sus brazos, sin avisarle, y tuvo que agarrarme para
que no me cayera porque mis piernas, de nuevo, parecían no sostenerme.
Sin esperar, me dio la vuelta, retiró todo lo que había sobre el tocador de
golpe, arrasándolo, y me sentó encima.
Se abrió los pantalones y, con un movimiento certero, sacó otro condón
de su cartera. Se colocó entre mis piernas mientras yo le bajaba la ropa,
liberando su miembro, que estaba a punto de hacer estallar el pantalón. Le
volví a poner el preservativo, esta vez con las manos y él abrió aún más mis
piernas para poder adentrarse en mí. Me penetró una y otra vez y yo me
movía al compás de sus movimientos, abriendo y cerrando los músculos de
mi vagina para atraparlo y que disfrutase de la sensación de estar encajado
para así buscar el placer de los dos.
 
—Fóllame fuerte —le pedí.
—Eres insaciable, Sustitos —respondió él, fuera de sí, mientras
continuaba entrando y saliendo de mí.
 
Cuando noté que él estaba cerca del orgasmo aceleré mis movimientos y,
para alcanzarlo, comencé a tocar mi punto más sensible ante su mirada
extasiada de placer, llegando así juntos al éxtasis. Nos quedamos unidos
durante unos minutos para después arreglarnos y poder salir rápidamente de
la casa antes de que nos sorprendieran sus abuelos. Salimos de allí
totalmente satisfechos y exultantes.
Llegamos al pub del pueblo donde estaban sus amigos de toda la vida.
Me los fue presentando y entre ellos estaba Rubén, al que ya conocía del
primer día que llegué. Me presentaron también a Isabel. Una chica rubia,
delgada y menuda, pero dulce como ella sola. Parecía muy sencilla en
comparación con el resto de las chicas que allí había, a las que no pareció
gustarle mucho que llegase con él. El pub era acogedor, la música que
sonaba era pop actual y la gente hablaba en corrillos. Tenía mesas altas con
taburetes blancos y ahí fue donde pasé gran parte de la noche con Isabel.
Fran estuvo bastante escurridizo conmigo y si bien se acercaba para ver
si lo pasábamos bien y siempre nos traía copas, no se quedó casi en ningún
momento charlando donde estábamos ella y yo.
Y no tuvo gestos cercanos ni mucho menos tonteo. En el momento no le
di importancia, pero después, me pareció extraña su actitud teniendo en
cuenta que veníamos de estar juntos y que hasta nos había costado
despegarnos.
Entretanto, Isabel me contó su vida y milagros y yo a ella la mía. Nos
dimos incluso los teléfonos para tomarnos un café alguna tarde. Se ofreció a
enseñarme los alrededores. Incluso le pregunté dónde podía comprar
regalitos para el amigo invisible o Reyes cerca de Montaves y se brindó a
acompañarme. Fue un verdadero encanto conmigo.
Una de las veces Fran se acercó con Rubén. Isabel le comentó que me
pensaba acompañar a comprar regalos a un pueblo cercano y nos contó, por
si me interesaba por mis sobrinos, que le habían hablado de una pista de
hielo con noria, para los más peques, en otro pueblo cercano. Me encantó la
idea.
Siempre había querido patinar y podía ser un buen plan para toda la
familia en los siguientes días. Rubén, mirando a Isa, comentó que podíamos
incluso organizar algo para ir todo el grupo, pero ella lo miró de una manera
extraña que no me pasó desapercibida. Estaba claro que entre esos dos algo
había.
Esa mirada, como diciéndole «ya has metido la pata» me olió a que ellos
tenían ese mismo plan.
Mi intuición no solía fallar para esas cosas, pero no me metí a preguntar
porque apenas los conocía. Allí los cuatro nos pusimos a comentar la
cantidad de opciones navideñas que había en la comarca, algo que sin duda
para mí la convertía en más especial todavía.
Isa y yo conectamos muy bien. Una de las cosas que más me extrañó fue
su pregunta sobre si conocía a Fran y su familia desde hacía mucho. Solo le
conté la historia de cómo había alquilado la casa de Enriqueta para pasar las
fiestas. Ella me explicó que le había sorprendido que Fran volviera al
pueblo solo.
Le conté también que había oído que su familia llegaría para pasar la
Nochevieja todos juntos en Montaves. No hablamos mucho más de él, pero
me dio la sensación de que ella quiso decir o preguntarme algo y no se
había atrevido.
Cuando ya era bastante tarde, y con unas cuantas copas después, Fran
vino para ver si quería que nos fuésemos. Le dije que sí porque me apetecía
cerrar la noche con él. Después de despedirnos de todos, al salir a la calle
desierta, Fran me agarró la mano y me llevó hacia él para besarme con
todas sus ganas.
 
—¡Me moría por hacer esto! —exclamó él después.
—¿Es mi imaginación o me has rehuido en el pub?
—No se trata de rehuir, pero tampoco quería dar de qué hablar a la
gente, pero créeme, me estaba volviendo loco por tenerte entre mis brazos y
no soltarte —reconoció.
—Sí, pero a escondidas, ¿no?
—¿Te molesta? —me preguntó.
—La verdad es que me da igual. Mientras que no sea por algún motivo
en concreto, como que no quieras porque tengas por ahí escondida una
novia o una amante en el pueblo y estemos haciendo algo mal… si es por
no dar de qué hablar solamente, me es indiferente. No conozco a nadie en
este lugar. Te recuerdo que estoy de paso —afirmé muy convencida, pero en
el fondo, sí quería saber por qué motivo había que esconder todo tanto.
—¡Vaya imaginación tienes! Tú ves muchas películas, ¿no?
—Sí, por eso preguntaba. Para no llevarme ningún «sustito» —vacilé
con retintín, mientras él me miraba desconcertado.
—Cierra el pico, anda y cómeme a besos. —Cerró la conversación
riéndose, sin añadir nada más.
 
Fuimos de camino al coche con nuestras manos entrelazadas entre besos,
jugueteos y achuchones que borraron cualquier reticencia que yo pudiese
tener en ese momento. Me dejó en la puerta y quedamos en hacer por
vernos al día siguiente.
 
—¿Me dejarás verte mañana?
—¿Sabes hacer manualidades? ¿Y usar purpurina? —le pregunté,
riéndome.
—Pequeña, no sabes con quién estás hablando. Soy todo un maestro.
—Entonces estás invitado mañana por la tarde al concurso de decoración
de pinos navideños de madera que hacemos todos los años y en el que te
adelanto que soy la que gana siempre.
—Eso es porque no has competido nunca conmigo, Sustitos. Te seguiré
demostrando todo lo que sé hacer con estas manitas —explicó picarón
enseñándomelas.
—Muy agudo, amigo, pero te recuerdo que delante de los niños tan solo
me enseñarás a rebozar con purpurina. Por cierto, tráete ropa vieja que mis
sobris son peligrosos —le advertí.
—¿Como tú o más? —bromeó.
—¿Y puede saberse por qué soy yo peligrosa? —indagué retozona
acercándome a él por encima de las palancas para lanzarme a besarlo.
—¿De verdad me lo preguntas? Solo haces que pierda el control. Y eso
es muy, pero que muy peligroso.
—Me encanta hacer que pierdas el control —le susurré al oído
acompañando mis palabras por un mordisco en la oreja.
—No sigas por ahí o voy a volver a follarte aquí mismo —avisó entre
jadeos.
—Suena muy, pero que muy prometedor, pero me temo que por hoy ya
hemos tenido suficiente ¿no crees? —añadí juguetona.
—Tienes razón, bájate o no respondo de mis manos.
—Deja tus manitas quietas que las necesitaremos mañana…
—¿Ah sí? ¿Qué tienes en mente? —quiso saber con un tono morboso
que dejaba ver las ganas que tenía, que teníamos, de más.
—Pues… ¡¡¡decorar muchos, muchísimos, pinitos de mil colorines
rodeados de enanos!!! —respondí riéndome con malicia.
—Eres un demonio, Sustitos. Verás cuando te pille…
—¡Te espero ansiosa! —le grité alejándome.
—Buenas noches, preciosa —se despidió arrancando el motor.
—¡Buenas noches, guarrillo!
 
***
 
FRAN
 
¡Qué noche tan perfecta habíamos pasado! Hacía mucho tiempo que no
disfrutaba así con ninguna chica, ni de la compañía ni del sexo. De hecho,
me sentía un jodido chiquillo hormonado desde que la había conocido.
Y había intentado resistirme por todos los medios, pero al final había
acabado cayendo. No lo había podido evitar. Desde que la vi salir de casa
de los abuelos me sentí el tío más rastrero de la Tierra porque ella no
merecía que pagase mis dudas y mis mierdas con su persona.
Todo lo contrario, lo único que me apetecía desde que la vi era estar con
ella, comérmela a besos y saborearla.
Había frenado el instinto durante días, en los que intenté alejarme sin
éxito. Desde que le pedí perdón, la cosa había cambiado de forma radical.
Me arriesgué a sabiendas de que verme, probablemente, fuese lo último
que le apeteciera en ese momento y con dos cojones me presenté en su casa
la tarde de Nochebuena a jugar con sus sobrinos. Fue lo único que se me
ocurrió.
Pero cuando llegué no estaba allí y me sentí idiota. Estuve un rato con
los niños, que se alegraron tanto de tener un nuevo compañero de juegos
que me liaron y disfruté jugando con las figuritas que tenían entre manos,
incluso más que ellos.
Y entonces apareció ella en el salón y pasó de largo. Me ignoró como si
no existiese. Y qué mal me hizo sentir. Lo último que quería era que ella no
quisiera verme o hablar conmigo.
Prometí a los niños que, si conseguían que Carlota se sentase a jugar, les
llevaría chuches al día siguiente. Y ¡menudos eran los críos! Sabía que ella
no se iba a negar a complacerlos. Entonces se sentó, pero ni siquiera me
miraba. Evitó interactuar conmigo en todo momento, hasta que un idiota la
llamó y se levantó para hablar por teléfono. Por eso, vi que ese tenía que ser
el momento para acercarme a ella. Tuve la oreja puesta en la conversación
y, cuando estuvo claro que iba a colgar, me puse detrás de ella para que no
se me escapase.
Le pedí perdón tantas veces como pude, pero estaba fría conmigo. Ya no
se fiaba de mí. Me lo dijo claramente y me pidió que la dejase en paz. Tuve
que pasar al plan B. La primera vez que su sobrina me ayudó, me contó que
las flores favoritas de su tía eran las rosas azules y en la siguiente visita a
Huérteles compré una rosa de ese color con la esperanza de regalársela en
algún momento o para Reyes a modo de despedida.
Tenía que ganarme su perdón, hacer algo bonito para ella, por ella. Me
había portado horrible con Carlota y me lo iba a poner difícil, pero aun así
había que intentarlo.
El momento en que ella salió de casa de los abuelos enfadada conmigo, y
con la niña de la mano, fue el punto de inflexión para darme cuenta de que
no quería eso, sino que la quería a ella en mi vida. Ya no quería alejarla,
sino acercarla y lo iba a tener jodido. Me había dado cuenta de que me
gustaba mucho. Me excusé con los niños y aprovechando que se fue a su
cuarto, fui a por la rosa a casa de la abuela y volví con ella. Se la di a la
niña para que la escondiera e hiciese lo mismo que la vez pasada.
 
—¿Pero por qué quieres regalarle flores a mi tía? —me preguntó
inocente Alejandra.
—Porque me he portado mal con ella y quiero que seamos amigos otra
vez.
—Y ¿por qué te has portado mal con ella? Era tu amiga y a los amigos
no se les hace mal. La tita te gusta, ¿verdad? —intentó averiguar la enana,
que no se le escapaba una aun siendo tan pequeñaja.
—Me has pillado, pero no puedes decir nada.
—¿Es un secreto?
—Eso es, Ale, será nuestro secreto. ¿Me vas a ayudar a que volvamos a
ser amigos?
—Claro que sí. ¿Qué tengo que hacer?
—Coger esta bolsa, esconderla y esta noche ponerla encima de su cama.
Luego le dices que vaya a por algo para que la vea. Es fácil, ¿verdad?
—Trato hecho. Voy a esconderla —dijo y salió corriendo a su
habitación. Volvió enseguida.
—Ahora sigamos jugando con los chicos y disimulemos. Gracias.
—Vale, pero… ¿me traerás otro día una piruleta gigante como la otra
vez?
—Claro que sí, pequeña. Tenemos un trato.
 
Después de un rato allí jugando, me fui a casa para la cena de
Nochebuena, aunque no se me iba de la cabeza su indiferencia e imaginé
cómo se había sentido ella anteriormente ante la mía.
A las doce en punto le escribí un mensaje de felicitación, a lo que
contestó con un escueto: «Feliz Navidad».
Cómo me dolió ese mensaje cargado de indiferencia por su parte.
El plan ya estaba en marcha y sabía que en breve iba a recibir otro
mensaje o llamada suya, porque ya era la hora en la que Alejandra tenía que
darle la flor.
 
Carlota:
Las rosas azules son mis favoritas. No tenías que haberte molestado.
Muchas gracias.
 
 
Ese fue su mensaje, al que siguió algún otro en mi afán de conseguir que
volviera a estar bien conmigo. No acababa de fluir y, como ya habíamos
cenado un buen rato antes, se me ocurrió ir hasta la casa para verla.
Deseché la idea unas cuantas veces, pero tenía que verla en persona en
ese momento, que quizá fuera el idóneo para ganármela de nuevo.
Y fui hasta allí a pesar del frío que hacía. Estuve espiando fuera, a través
del ventanal, hasta que vi cómo se quedaba sola.
Tiré piedrecitas contra la ventana para que se diese cuenta de que estaba
allí, a través del cristal. Salió a verme. Quería estar borde y seria, pero era
impostado. Se le notaba que me había perdonado y que volvía a ser ella.
Aproveché el frío que hacía para acercarla contra mi pecho y ¡qué
tranquilo me sentí en ese momento! Estar con ella era eso que necesitaba.
Por fin había visto las cosas claras y sabía qué quería. En cambio, el
trabajo… eso era otra historia. Empezaba a despejar las incógnitas de la
ecuación y a clarificar mis dudas.
Y pasó, estuve con ella y por fin nos dejamos llevar. Temblaba entre mis
brazos por el frío y por nuestra cercanía, pero estábamos donde ambos
queríamos estar. La había hecho mía, completamente mía, la noche había
terminado, y yo seguía en el cielo.
«¡El puto paraíso existía!», pensé.
Nunca había sentido esa conexión en la cama. Nunca, con ninguna otra.
Me había encantado cómo pasaba de ser una dulce y pequeña friki navideña
a una mujer apasionada que se dejaba llevar y sabía complacer. Sabía
disfrutar y eso me había vuelto loco. Loco por partida doble y aún seguía
queriendo más.
Después de verla deshacerse entre mis brazos no era capaz de pensar en
otra cosa que no fuera tenerla siempre así.
Estaba claro que me la había jugado llevándola al pub a tomar algo, pero
no quería separarme de ella, a sabiendas de que llegar juntos podía dar de
qué hablar y más de una iba a andar con chismes. La llevé e intenté hacer
ver que era una conocida, cuando lo cierto es que solo deseaba sentarme
con ella y charlar sobre nosotros, sobre su vida y poder, por fin, hablarle
sobre la mía.
Pero de momento era pronto para eso. Conociéndola no iba a entender
mi situación y siendo egoísta, quería pasar los siguientes días con ella.
Disfrutar con ella, disfrutar juntos.
Hacer planes navideños de esos que tanto le gustaban. Me quedé con el
comentario de Isa sobre la pista de hielo… y aunque Rubén propuso plan en
grupo, por la mirada de Isa, al momento supe que no habría plan grupal. Mi
amigo la había cagado de nuevo con ella y tendría que arreglarlo.
Entonces, allí en el pub, nos limitamos a tomar algo, yo con mis colegas
y ella algo apartada con la rubia. Ambas eran parecidas y habían
congeniado bien, lo cual me vino fenomenal para pasar desapercibidos entre
la gente.
Aproveché para hacer hablar a Rubén. Pasaban los años y seguía
enamorado de Isa como un cabrón, pero era especialista en demostrarle lo
contrario y cagarla continuamente.
La misma historia de siempre.
Cuando parecía que se entendían, metía la pata y volvían a discutir y
alejarse. Avisé a mi amigo muchas veces de que se dejase de tonterías,
porque ella iba a acabar cansándose de tantas idas y venidas, pero no me
hizo caso.
Estaba completamente seguro de que ella iba a estar ahí siempre
esperando, y no se daba cuenta de que podía perderla en cualquier
momento, porque igual que había llegado Carlota al pueblo, cualquier día
podía llegar un tío y comerle la merienda.
No hubo manera de hacérselo ver. Desde chiquillo era cabezón como él
solo. Y desde que empezó a verse con Isa, cuando teníamos dieciocho, esos
dos vivían en un continuo tira y afloja, con el que uno de los dos acabaría
saliendo mal parado seguro. Solo esperaba que la sangre no llegase al río.
Tampoco pude decir mucho más, porque ¡bastante tenía yo con lo mío!
Después de estar en el bar, la había llevado a casa y me había dejado con
ganas de más, de muchísimo más, como siempre.
Ya no había vuelta atrás. Me había lanzado cuesta abajo y sin frenos,
porque era lo que quería hacer. Aunque tuviese que irme.
Aunque en unos días todo acabara, pero teníamos derecho a vivir eso
que sentíamos. A disfrutar ese feeling que teníamos y esa conexión tan
fuerte.
Puede que luego no me lo perdonase, ni ella ni yo mismo, pero esos días
no nos los iba a quitar nadie.
 

CAPÍTULO 20
 
 
 
CARLOTA
 
Amaneció el día con el cielo muy blanquito. Siempre se había dicho que
eso indicaba nieve cercana. Llevábamos jornadas deseando que empezase a
nevar, ya que los pequeños apenas habían visto caer cuatro copos en su
vida. Me levanté a la misma hora de siempre y cuando cogí el móvil Fran
ya me había deseado un buen despertar. Enseguida le respondí. Era
alucinante porque de nuevo ya sentía ganas de verlo y apenas nos habíamos
despedido hacía pocas horas.
Ambos empezábamos a estar en esa burbuja en la que entras cuando
comienzas algo con alguien. Esas primeras miradas, los primeros tonteos, el
primer acercamiento, intercambio de teléfonos, el primer beso…
Lo mejor de cualquier historia, sin duda, el sentir esos primeros cosquilleos
en el estómago que se convierten en inexplicables cuando te enganchas a
alguien en tan pocos días, que era lo que me había pasado a mí con él.
Si lo analizaba bien, en ese momento no podía decir que lo quisiese o
estuviese enamorada, pero sí sentía algo muy fuerte que hacía que me
apeteciera estar a su lado. Me gustaba mucho. Si no estaba con él pasaba el
rato pensándolo. Y desde el día anterior ya no solo iba a pensarlo, sino que
ya podía sentir su piel en mi piel. Su aroma estaba aún en mis fosas nasales.
Y mi recuerdo entre sus brazos, sin lugar a dudas, para siempre. Nunca me
sentí tan deseada, tan mujer como me había sentido con él. Entre sus
piernas me creí poderosa en el sexo, cosa impensable anteriormente, ya que
siempre había sido bastante tímida y tradicional en ese aspecto.
Y sin motivo ni explicación alguna, sin que él me pidiese nada, mi recato
desapareció y dio paso a una mujer ardiente, sensual, que quería disfrutar
con él. No fuimos capaces de parar y en todo momento las ganas estaban
presentes. Bendita burbuja y benditas sensaciones las que estaba
experimentando. Seguía habiendo recelo por mi parte, no podía engañarme
a mí misma, pero lo que sentía cada vez iba ganando más terreno a las
dudas e inseguridades que me asaltaron los primeros días.
Esos primeros días en los que lo conocí y me abordó al instante para un
polvo, aunque lo negase. Y eso precisamente fue lo que me hizo compararlo
con mi ex. Comparación que me llevó a estar a la defensiva para no
acercarme a nadie, ni mucho menos a alguien que me viniese con el mismo
juego con el que ya una vez vino él y acabó convenciéndome.
La diferencia era que a Fran ya lo veía de manera distinta.
Si solo hubiese querido el polvo, ya lo había tenido y no había
desaparecido. Puede que ese sí fuese su pensamiento de los primeros días,
pero después ambos habíamos empezado un juego peligroso que nos había
llevado a una atracción incontrolable que, por lo menos por mi parte, no
sabía en qué iba a terminar.
Con toda seguridad podía acabar ilusionada perdida con él. Así era yo de
siempre, enamoradiza e ilusa como una adolescente y eso no iba a cambiar,
a sabiendas de que, en cualquier historia, rollete o flirteo, siempre había un
cincuenta por ciento de posibilidades de que saliese trasquilada y acabase
llorando por las esquinas.
Y más en ese caso, teniendo en cuenta que en apenas pocos días cada
uno íbamos a volver a nuestras casas.
Igualmente, pese a todo, ya había decidido lanzarme a la aventura y vivir
una Navidad para recordar.
Una Navidad en familia, en un entorno increíble y con idilio incluido,
como en las películas.
Tenía la sonrisa bobalicona puesta esa mañana, no pude evitarlo. Ya se
habían levantado todos. Me hice una taza de chocolate calentito, me puse
unas galletas de mantequilla y me llevé todo para desayunar frente a la
chimenea tranquila y en paz. Me apetecía disfrutar del día.
Envuelta en una mantita y aún en bata, di buena cuenta de mi desayuno
mirando al fuego. Nos imaginaba revolcándonos frente a la chimenea,
experimentando mil sensaciones nuevas y otras tantas posturas diferentes.
Nos visualizaba de todas las maneras posibles, aún con el fervor de la noche
anterior, pero siempre él y yo.
Estaba en un buen lío, no podía negar que el encuentro me había llegado
más de lo que pensaba.
Al poco aparecieron en el salón Carlos y Javi con sus miles de
muñequitos y terminaron con mi momento de tranquilidad. Mi hermana
llegó tras ellos con Alejandra.
 
—Te han jodido el momento zen, que estabas en la nube —me dijo.
—Totalmente —reconocí.
—Desembucha, guarri, que te callas siempre lo mejor —insistió
riéndose.
—Ahora no, que la película no es apta para todos los públicos —susurré
para que no me oyese nadie más.
—Dios, va con varios rombos la cosa. Ale, cariño, vete a jugar con los
hermanos.
—¡Eres una cotilla, Tina!
—Pues claro, pero no es cosa de hoy. Quiero saber por qué parece que
mi hermanita se ha tragado una caja de felicidad —exclamó ella sin parar
de poner caritas.
—Porque estoy en la nube. Porque por fin he arreglado mis diferencias
con Fran y anoche estuvimos juntos —le confesé.
—¡AGGGGGGG!, ¿cómo de juntos, nena? Explícate…
—Pues muy juntos, ya sabes. No pienso darte detalles, sabes que no me
gusta.
—Eres más sosa… No me des detalles, pero dime… ¿Soso o divertido?
—preguntó curiosa.
—Nunca había estado con alguien así, que despertase tanto en mí. Y ya
lo sé, antes de que lo digas, que estamos aquí de paso los dos y que, muy
probablemente, me ilusione y luego lo pase mal —añadí meridianamente
convencida de lo que estaba diciendo.
—Me parece perfecto todo, mientras lo tengas claro. Has pasado de que
te molestase que viniese a casa a tirártelo. Déjame que te chinche un poco,
¿no? —continuó vacilándome.
—Muy graciosa, pero sí, tienes razón. Soy una incoherente que no quería
dejarme llevar… y mira, metida de lleno en el fango.
—No tiene por qué ser fango, no seas pesimista.
—No se llama pesimismo, se llama realismo —afirmé muy segura.
—¿Sabes qué te digo? Que esto que os está pasando, sea lo que sea, es
algo mágico. Ya quisiera yo haber vivido un amor de verano o de invierno
en este caso, en plena Navidad, en un sitio así… Es como en tus pelis
moñas, no me digas que no lo has pensado.
—Sí, claro que lo he pensado. La magia de la Navidad, cuando los
deseos se cumplen, la época en la que todos volvemos a ser niños…
—Pues quédate con eso, vive y disfruta de la magia y agradece a Papá
Noel el bombonazo que ha puesto en tu camino, que seguro que lo habías
pedido —me chinchó.
—Tú sabes que yo siempre he sido muy de cuento de princesa y príncipe
azul…
—Ea, nena… Pues ya tienes a tu príncipe azul, solo que, en lugar de
estar en un castillo, es en una casa bucólica en mitad de la montaña y con
nieve; en lugar de zapatitos de cristal o corona de diamantes, pues botas de
nieve y disfraz de Nochevieja de los chinos; en lugar de hadas madrinas
pues está Maritere que es como tu madrina y, sobre todo, en lugar de un
beso de amor en el bosque, un polvo épico frente al fuego. Ah, que me
olvidaba, en vez de champán y fresas, pues chocolate con nubecitas que es
más de la época y da mucho más juego en según qué momentos, ya me
entiendes… —terminó muerta de risa, a carcajada limpia.
—¿Puedes parar de reírte de mí?
—No, nada de eso porque es demasiado divertido. No te enfades,
Carlotilla, deja de desconfiar del género masculino y vive ¡joder! Como tú
dirías… ¡Disfruta del espíritu navideño que nos ha invadido este año! —
exclamó levantando su jarrita de té.
—¿No jodas que quieres brindar con té?
—Pues claro, yo con té y tú con esa taza que tienes en las manos. —
Señaló mi chocolate caliente.
—¿Y por qué brindamos?
—Pues por la magia de estas fechas, que consigue imposibles… como
por ejemplo que mi hermanita se deje llevar y ponga un cierre cojonudo a
un año de mierda.
—Pues ¡por la magia de la Navidad! —repetí yo chocando mi taza
contra la suya.
—Ah, y porque para el polvo no te pusieras las bragas de renos esas que
usas… ¡Vaya que te las vea y se nos espante el muchacho! —completó la
frase.
—Tarde, hermanita, tarde…
—¡La madre que te parió! Tranquila, si te ha visto con bragas de esas
infantiloides y aun así no ha salido corriendo, da igual lo que pase… será
para ti.
—Anda ya, deja de decir chorradas. Por cierto, viene al concurso de
pinitos —la avisé—. No se te ocurra decir nada.
—No diré nada, pero preveo que será una tarde de lo más divertida para
ti. Yo me escaquearé con Borja por ahí y tú aquí con toda la tropa y encima
guarreando.
—Eso creo yo, si Alejandra me lo presta, porque ¡madre mía qué amor le
ha cogido la niña! —apunté—. Pero no me alegro de que venga ni es para
guarrear, malpensada, sino porque me gusta pasar tiempo con él.
—Ya ya… y respecto a tu sobrina, el chico ha sabido ganársela, sí. ¿Te
suena aquello de adorar al santo por la peana? Pues eso es lo que está
haciendo tu querido Fran, Carlota.
—También yo lo pensé… ¡Qué brujas somos!
—La vida nos hizo así, sister.
 
Dejamos la cháchara cuando llegaron los demás. Siempre me sentaba
bien hablar con mi hermana porque, aunque tenía la facilidad de no ver
problemas nunca, ni agobiarse en situaciones complicadas, luego hablaba
con más razón que un santo y con sus tonterías me pegaba un poco esa
despreocupación y me alentaba a vivir.
En el fondo era de pensamiento muy sencillo.
Carpe diem era su máxima desde siempre y, por una vez, yo estaba
siguiendo sus pasos y viviendo la oportunidad que se me había presentado.
Los peques corretearon nerviosos por el salón hasta la hora de comer. Se
asomaban a la ventana a cada rato por si empezaba a nevar y no paraban
quietos. Siempre era así. Se ponían nerviosos, no paraban y alborotaban
todo lo que podían.
En la comida, como quien comentaba la lluvia o el frío, les conté que la
noche anterior había invitado a Fran al concurso y se había animado a
participar. Los niños se pusieron como locos de alegría.
Mi madre aprovechó con Maritere para planear una escapada al pueblo y
así dejarnos tranquilos.
Cuando acabamos de comer empezamos a preparar todo. Una caja llena
de pinos de madera. Varios botes de pegamento transparente con palillos de
polo. Muchos botes de purpurina. Y papel para poner debajo porque,
además de pasarlo bien, ensuciábamos mucho la zona y los alrededores.
Además, las purpurinas y brillantinas seguían saliendo luego, durante
días, por todos sitios.
Fran llegó a la par que todos salían, y los enanos se le tiraron encima,
literalmente.
 
—Qué guay que hayas venido —le dijeron.
—¡Qué divertido va a ser que participes! —chillaba Alejandra.
—No nos va a ganar, chicos —aseguré yo con actitud chulesca.
—Bueno bueno, nunca se sabe. Yo soy un hacha con las manos, ya lo
sabes —apuntó él triunfante.
—¡No me digas, Fran! —le pinché yo—. Seguro que no en todo eres tan
maravilloso y hay cosas en las que puedes mejorar.
—Claro, nosotros lo hacemos todos los años. Lo vas a tener difícil —
decía Javi.
—Bueno, vamos a ello, ¿no? —pregunté yo.
 
Nos pusimos todos alrededor de las dos mesas, con Fran a un lado mío y
Carlos al otro. Repartimos los materiales para que todos tuviéramos de
todo. Y dimos el pistoletazo de salida. No habían pasado ni diez minutos,
con los niños ya concentrados a lo suyo, cuando él empezó a acariciarme
por debajo de la mesa.
 
—Luego te voy a contar yo a ti en lo que necesito mejorar, listilla —me
susurró, en referencia al comentario que había hecho minutos atrás.
—Cuando quieras, a ver si es verdad que eres tan maravilloso en
absolutamente todo lo que haces —seguí yo.
—Hasta ahora no creo que tú hayas tenido queja alguna —continuó
diciendo, mientras la mano que acariciaba la mía pasó a tocar mi muslo y a
dar ligeros apretones con las yemas de los dedos.
—Como sigas así no voy a ganar… bueno, ni ganar, ni voy a ser capaz
de decorar un solo pino.
—De eso se trata, Sustitos… Contra el enemigo, cualquier táctica es
buena.
—Míralo, qué tunante. Esas tenemos ¿eh? —rebatí juguetona.
—Por supuesto, no creas que porque me tengas loco voy a dejar que
ganes —explicó socarrón.
—Mmmm… Con que te tengo loco, ¿eh? —Me gustaba oírlo.
—¿Lo dudabas?
—¡Chitón!, sigue con el pinito —corté la conversación.
 
Un rato después su mano seguía en mi pierna y yo a duras penas me
concentraba en el arbolito del demonio. Se me caía la purpurina cada vez
que me hacía cosquillas por debajo de la mesa. Entonces le intentaba
devolver la jugada, pisándole —pero él apartaba el pie— o restregándoselo
por la pierna. Nos reíamos como dos quinceañeros entre bromas y tonterías.
 
—¿De qué os reís tanto?
—Nada, yo porque no consigo que mi árbol se mantenga en pie.
—Yo porque la purpurina no se pega bien y se me cae —mentí a medias,
porque no era la razón de la risa, aunque con tanta cosquilla al mover las
manos la purpurina estaba más en la mesa que en el pino.
 
En un determinado momento me agaché tanto sobre el tablero —para ver
de cerca el desastre que estaba haciendo con el pino—, que el pelo se me
vino hacia la cara.
Enseguida Fran se dio cuenta y se acercó para retirarme el mechón que
caía por delante de mis ojos y recogerlo detrás de la oreja, en lo que me
resultó un gesto muy íntimo.
Me gustaba que estuviese pendiente de mí al igual que yo lo estaba de él.
Carlitos era pequeño y yo iba ayudándole, como siempre, y cuando me
giraba Fran aprovechaba para bajar su mano más aún por mi pierna,
consiguiendo ponerme cardíaca.
A mitad de la tarde ya habíamos decorado todos un arbolito. Unos mejor
que otros, claro estaba.
Paramos para merendar. Fui a la cocina para preparar leche con
chocolate para los niños y nuestro té. Vino conmigo con la excusa de
ayudarme. Con la leche puesta al fuego, él se puso detrás de mí y empezó a
besarme mientras me agarraba con sus fuertes manos por la cintura,
atrayéndome hacia él.
Me gustaba añadir canela a la leche al calentarla, porque se potenciaban
el olor y el sabor, y era una delicia. Como estaba pegado a mi espalda le
llegó el aroma y se inclinó sobre mí, apoyando la cabeza en mi hombro para
inhalarlo mejor y, de paso, para estrecharme más entre sus brazos.
Esa postura me encantaba. Con sus manos cruzando mi tripa y sintiendo
su calor en el lado derecho de mi cara. Me giré y nos deshicimos en besos.
Lo arrastré de la mano hasta detrás de la puerta de la cocina. Parecíamos
dos adolescentes que se escondían. Fran prefería que nadie nos viera y a mí
lo de escondernos me daba mucho morbo, aunque era un juego peligroso.
 
—Cuidado, que pueden venir y luego te molestarás —le avisé mientras
empezaba a besarme en el cuello.
—Están demasiado entretenidos, Sustitos. Y yo no puedo aguantar más
teniéndote al lado y sin poder comerte.
—Yo también tengo ganas de quedarme contigo a solas. Intentemos
luego escaparnos un ratito —propuse.
—¿Me vas a llevar al huerto? ¡Qué peligro tienes, muñeca! —dijo
mientras sus labios devoraban mi cuello y pasaba su nariz, lentamente,
perfilando mi oreja, poniéndome a mil por hora.
 
Y allí, detrás de aquella puerta sin más complicación, nos besamos
durante mucho rato. Con ganas, con deseo y sobre todo disfrutando de lo
que teníamos como dos quinceañeros.
Nuestras manos volaban por el cuerpo del otro sin llegar a traspasar la
ropa. No por falta de ganas, porque estaba claro que los dos suspirábamos
por el mínimo roce de nuestras pieles, sino porque estábamos a cargo de los
tres enanos y podían vernos en cualquier momento.
 
—Venga, paremos, que llevamos aquí mucho rato —apunté yo—. Vamos
para el salón con la merienda.
—Espera, Sustitos, ¡joder, que mira cómo estoy! —rugió señalando
hacia su entrepierna donde tenía la tienda de campaña montada—. ¿Has
visto lo que provocas? Ve saliendo tú y ahora voy.
—Me encanta ponerte cachondo —le susurré en un hilo de voz al oído,
calentándolo más aún.
—A mí me encantas tú —sentenció él.
 

CAPÍTULO 21
 
 
 
CARLOTA
 
—Venga, vamos a merendar todos.
—A mí ponme el té con leche, por favor —pidió Fran—. Con agua no lo
soporto.
—Anda, lo tomas igual que tía Carlota —exclamó Javi.
—¡Qué coincidencia! Dos de azúcar también, por favor.
—Ella también le pone dos —recordó emocionada Alejandra—. Otra
casualidad. Y la leche con canela. A lo mejor sois almas gemelas que
estaban destinadas a encontrarse aquí —añadió ella, soñadora.
—Usted ve muchas películas, señorita —le contestó él, a la par que llevó
su mirada a encontrarse con la mía para hacerme un guiño.
 
Entretanto, los niños le preguntaban por las costumbres de su casa
cuando él era pequeño. Les contó que su abuela les hacía lo mismo que yo a
ellos. A Enriqueta le encantaba poner un nacimiento gigante. Les explicó
cómo lo montaba, cómo ponía jabón líquido azul de lavar los platos para
simular el río; cómo fabricaba figuritas con arcilla y, también, cómo
decoraba el resto de la casa y les enseñaba villancicos.
Les dijo que a él no le gustaba especialmente la Navidad y ellos no lo
entendieron. Intentaron hacerle ver lo bonito de estas fechas. Él les hizo ver
que tenían mucha suerte de tenerme, porque les había enseñado a disfrutar
de unas fechas preciosas. Y que el poder pasarlo en familia que era lo mejor
de todo. Javi mencionó la falta del abuelo deseando a su vez que volviese
pronto. Me emocionó oírle, aunque, para mis adentros, supiera que eso no
iba a suceder.
Los tres pequeños cotillas le siguieron preguntando mil cosas y así supe
un poco más sobre él. Ya sabía lo que había estudiado, pero que su sueño
era tener su propia imprenta no.
Cuando le oí hablar sobre cómo, cuando era más pequeño, pasaba los
veranos con Don Miguel ayudándolo en la imprenta-papelería del pueblo,
me emocionó. Lo relató con tanto cariño que se veía que ese trabajo era
algo que le encantaba.
—… y luego Don Miguel se jubiló y cerró la imprenta. Yo dejé de
ayudarle y me centré en estudiar. Estudié mucho porque me gustaba. Como
haréis vosotros cuando seáis mayores. Cuando estudias lo que te gusta no te
cuesta trabajo, sino que lo disfrutas, ¿verdad, Carlota?
—Tienes toda la razón. Sin duda hay que estudiar lo que uno quiere.
—¿Y por qué no te quedaste tú en ese trabajo en el pueblo?
—Nunca lo pude ver como una opción —respondió.
—Y, cuando acabaste de estudiar, ¿qué hiciste? —interrogó Javi.
—Pues hice un año de prácticas en un importante diario extranjero.
Cuando las terminé, hace muy poco tiempo, volví a España.
—¿Y ahora no tienes un trabajo, Fran? —preguntó Alejandra.
—Bueno, ahora tengo varias opciones y tengo que pensar con cuál me
quedo.
—¿Y cómo lo vas a saber?
—Pues pensando mucho. Viendo qué es lo mejor y qué es peor.
—Tía Carlota siempre hace sus listas, esas de pros y contras… ¿Tú
también haces eso?
—Sí, digamos que hago algo parecido.
—Tenéis muchas cosas en común, ¿eh? Hacéis listas, habéis estudiado lo
mismo, los dos estáis tomando el té con leche y encima habéis elegido los
mismos colores para vuestros arbolitos… ¡Azul y plateado! —gritaron
todos al unísono.
 
Los dos nos miramos y nos reímos porque, con tanta caricia por debajo
de la mesa y tanto toqueteo, a lo último que habíamos hecho caso era al
color de la purpurina que habíamos elegido.
 
—El tuyo mola mucho, Fran —reconoció Carlitos.
—Tita, el tuyo está chuchurrío. ¡Qué raro, si tú todos los años nos ganas!
—decía mi sobrina extrañada.
—No sé qué me ha pasado. La purpurina no se quedaba fija y seguro que
también me he distraído un poquito más que otras veces —me justifiqué
mientras lanzaba miradas asesinas a Fran. Él se reía.
—Entonces… ¿Quién pasa a la siguiente ronda?
—Pues está claro. Fran, Alejandra y yo —propuso Javi.
—Estoy de acuerdo —asintió Fran.
—¡Tomaaa, he pasado a la final! —vociferó Alejandra entusiasmada,
porque pocas veces lo había logrado—. Fran, que sepas que me has traído
suerte. —Le agradeció cariñosamente con un abrazo.
—Bueno, es el primer año que me quedo fuera. Ahora vosotros a
empezar de cero para la final —les indiqué.
 
Y volvieron a empezar. Cada uno con su pinito nuevo mientras yo tenía
en brazos a Carlitos y seguía sentada al lado de mi mayor tentación. No
pude desperdiciar la ocasión de intentar ponerlo nervioso. Con cuidado, me
giré en la silla con la excusa de tener encima al niño y comencé a subir mi
pie descalzo por su pierna, con un roce suave y delicado. Él se removía en
su asiento y yo aprovechaba para seguir subiendo hacia arriba. En un
momento, me lo agarró para que nadie se diese cuenta y empezó a
tocármelo sensualmente, despertando en mí el deseo y las ganas de
llevármelo de nuevo a la cocina y devorarlo a bocaítos.
En otro momento, se agachó a coger algo que se le había caído y
aproveché para meter mi mano por debajo de su camisa discretamente y
acariciar su espalda con mis uñas. Cuando se inclinó me dijo —casi sin
poder hablar— que me las iba a devolver todas juntas y yo le correspondí
con un guiño y una sonrisa provocadora.
Estaba claro que le había desconcentrado, porque su bote brillante acabó
esparcido entre sus pantalones y el suelo, ante la risa de mis sobrinos que
estaban felices porque se le había estropeado el pino al caerse todo.
Terminaron poco después y entre todos decidimos que el ganador tenía
que ser Javi por su arbolito verde con toques rojos. Era el más navideño y el
que mejor hecho estaba, por tanto, merecía ganar.
Fui a la cocina a por un cuenco de golosinas. Me estaba comiendo una
nube cuando apareció de nuevo Fran y asaltó mi boca. Se comió la mitad
del dulce y a continuación nuestros labios volvieron a pegarse. Me lamió de
arriba abajo con su lengua y yo lo dejé hacer, con todo el placer contenido
saliendo a raudales a través de ese beso salvaje, pero no era suficiente.
Necesitábamos más, aunque eso tendría que ser más tarde.
Fueron los besos más dulces y deliciosos que me habían dado jamás.
Besos con sabor a nube, el cual tenía claro que iba a guardar para siempre
en mi memoria.
Volvimos al salón, terminamos con las chucherías mientras pasamos un
rato tranquilo todos en torno a la chimenea.
 
—¿Te gustan mucho las chuches, Fran?
—Sí, son un vicio. Como las pipas o las patatas fritas, que empiezas a
comer y no sabes cuándo parar.
—Eso me pasa a mí, pero con las pipas no. Solo con las patatas, que me
gustan todas y son mi perdición—confesé—, pero claro… engordan la vida.
—Pero, tita, ¡que tú no estás gorda!, ¿a que no, Fran? —le preguntó mi
sobrina.
—Claro que no, tu tía está fenomenal y es preciosa.
—Uhhhhhh, lo que ha dicho —le pinchaba mi sobrino mayor, mientras
mi cara iba acalorándose por momentos.
—Solo he dicho la verdad. Eso no es malo, Javi. ¿Tú a tus amigas no les
dices lo guapas que son cuando las ves?
—¡Qué va! Qué dices… ni loco —le respondió mi sobrino, dejando
claro su pavo propio de la edad.
—¿Quién quiere más nubes? —interrumpí yo la conversación
consiguiendo así despistarlos y cambiar de tema.
—¡Yo! —contestaron los tres a coro.
—¿Las asamos, tía Carlota?
—Ay, no, porque se acabaron los palitos largos y no quiero que os
queméis. Mañana compramos más y otro día lo hacemos.
 
Y cuando nos dimos cuenta, mi hermana y Borja llegaron de su paseo
forrados con sus plumas y sus gorros y nos contaron que había empezado a
nevar. ¡Qué emocionante fue ver a los tres pollitos salir corriendo hacia la
ventana y ponerse en primera fila, pegados al cristal, para ver caer los
copos!
Apenas nevaba y hacía viento, pero en un entorno así era tan bonito de
ver que todos nos quedamos embobados observando a través de los
cristales.
 
—¿Podemos salir? —pidieron.
—No, ni de broma. El suelo está mojado, hace muchísimo frío y no hay
nieve como para jugar. Cae muy poquito —les respondió mi hermana—.
Cuando haya nieve, os dejaré salir.
—Ya lo habéis oído, chavales. Aquí quietecitos y si sigue nevando y
cuaja, preparaos para una buena guerra de bolas de nieve —les avisó Fran
riéndose, mirándonos a mi hermana y a mí pidiendo permiso.
—Pues sí, me parece muy bien. Sales tú con ellos que a mí la nieve no
me motiva nada —dijo comodona mi hermana, con confianza.
—¡Qué sosa eres, Tina! —repliqué yo—. La nieve es maravillosa y
haremos un supermuñeco gigante, ¿verdad, chicos?
—¡Así sí que ya será una blanca Navidad! —exclamó satisfecha
Alejandra, poniendo el villancico que llevaba ese título a todo volumen.
 
Sin pretenderlo, allí estábamos todos asomados a la ventana, cantando de
nuevo villancicos entre risas, en una estampa de lo más familiar. Nosotros
dos nos colocamos en segunda fila, detrás de ellos cinco, situación que Fran
aprovechó para agarrar mi cintura de manera cariñosa.
Fueron unos minutos en los que se dedicó a pasear su mano por toda mi
espalda, bajando de la cintura al culo, metiéndola por debajo de la ropa,
mientras ambos deseábamos que no hubiera allí nadie más en ese momento.
Entonces me percaté de que mi madre y Maritere no habían vuelto. Hacía
demasiado frío en la calle, ya llevaba un buen rato nevando y no parecía
que fuese a parar, por lo que las llamé por teléfono para saber dónde
estaban.
 
—Estamos en casa de Enriqueta, hija. Hemos pasado a verla un ratito y
estábamos esperando a ver si paraba de nevar.
—Vale, quedaos allí y en un rato voy a recogeros con Fran, que sigue
aquí con nosotros —le dije sabiendo de sobra que ya tenía la coartada
perfecta para pasar un rato a solas con él.
—¡Quedaos a cenar! —Oí de fondo la voz de Enriqueta.
—Tú dime, mamá, a nosotros nos da igual.
—De acuerdo, nos quedamos a cenar y luego ya nos recoges. Me
pregunta Queti si Fran se queda allí —reprodujo mi madre mientras
Enriqueta iba hablando.
—Dice que sí, que pica algo aquí con nosotros y luego ya va conmigo
para allá —le respondí yo por los dos.
—Perfecto, pasadlo bien.
—Un beso, mami.
 
Un plan perfecto en un instante. Mi madre y Maritere cenando en casa de
su abuela y él allí, conmigo, para poder escaparnos un rato en cualquier
momento. Me propuso dar un paseo, aprovechando que nevaba poco, y me
encantó la idea. Nos abrigamos bien y salimos de casa, sorteando a los
niños, ya que si nos veían iban a querer unirse. Y no podía ser.
Ese rato era para nosotros y, como siempre, lo teníamos que aprovechar.
Nos cogimos de la mano, guante con guante y entrelazamos nuestros dedos.
Volvíamos a parecer lo que no éramos: una pareja de chiquillos
enamorados en aquel paraje desierto. Claro que, nosotros éramos dos recién
conocidos que se gustaban y se habían convertido en amigos con derecho a
roce. ¡Y qué buen roce, oiga!
Me gustaba estar con él. Mientras paseábamos, hablamos de temas
triviales. Me contó lo mucho que le gustaba salir a caminar bajo la lluvia o
la nieve. Cuando era pequeño y se enfadaba, según él, salía a la puerta de la
casa de sus abuelos y se sentaba a esperar a que empezase a nevar. Y
mientras, se le pasaba el enfado. Decía tener facilidad para olvidarse de las
peleas, para pedir perdón y para no guardar rencor. Yo le reconocí que a mí
también me gustaba mojarme bajo la lluvia.
Y no solo eso. Le conté que me parecía una sensación fabulosa: salir a
pasear con música en las orejas y pensar en mis cosas mientras el aire frío
me daba en la cara. Y cuando llovía, ese olor que la lluvia llevaba siempre
consigo, a tierra mojada, me encantaba y me hacía viajar al pasado.
En lo que no me parecía a él era en que a mí se me olvidasen pronto los
enfados. Desde pequeña había tenido un carácter fuerte y siempre discutía
por lo que creía justo, o por lo que fuese.
Si había que llevar la voz cantante se llevaba, siempre con razón, pero no
concebía, al tomarme las cosas muy a pecho, que un enfado pudiese pasarse
al rato.
Si se pasaba a los pocos minutos, para mí era una riña sin importancia…
porque si algo había conseguido hacerme enfadar, era consecuente y no se
me olvidaba así como así.
Nunca me había considerado una persona rencorosa, pero era cierto que,
al tener tan buena memoria, siempre me acordaba de todo lo que pasaba o
de los motivos de los enfados.
Con mi ironía característica, volvían a salir las cosas a modo de dardo,
con algo de sarcasmo en cualquier momento.
Al oír esto se sorprendió porque lo contara tan tranquilamente:
 
—¿Y lo dices así? —me preguntó con asombro.
—¿Por qué te sorprende tanto? —respondí yo.
—Porque me gusta que seas tan directa y me hace gracia que digas que
no eres rencorosa.
—Y no me considero así. Es verdad que, para bien o para mal, me
acuerdo de lo que vivo y por mi carácter, soy muy de lanzar pullas. No para
hacer daño, pero hay muchas veces que en determinadas situaciones viene
bien recordar momentos que pueden haberse vivido —afirmé convencida de
mis palabras.
—Eso es ser rencoroso, preciosa.
—No, eso es ir de frente y decir las cosas como son —repetí muy segura
de lo que le estaba diciendo.
—Y si explicando las cosas como son luego acabas discutiendo y
llevándote un soponcio… ¿Te merece la pena?
—Pues si me quedo a gusto y tranquila, sí. No te voy a engañar. Si me
enfado es porque hay motivos. Nunca por tonterías. No es que me guste o
que lo disfrute…
—Seguro que luego eres de las que no perdona, ¿eh, rencorosilla?
—Sí sé perdonar, pero es cierto que, si estoy enfadada de verdad, mejor
dame aire unos cuantos días. No me creo a la gente que se enfada y a los
cinco minutos se le ha pasado —reconocí.
—Pues entonces no me creerás a mí porque yo soy así. Me enfado poco
o nada, pero siempre se me pasa rápido. No soy nada rencoroso y si puedo
dejarlo pasar, mejor —aseguró.
—No te gusta nada enfrentarte a los problemas o a la vida, ¿eh?
—Has dado en la diana. Prefiero que no haya problemas y si los hay y no
es algo de vida o muerte, será que no es tan grave…
—Para que algo sea grave no tiene que ser de vida o muerte. ¿No hay
nada que te moleste de verdad?
—Sí, claro. Que no crean en mí o la desconfianza. ¿Y a ti?
—Yo no soporto las mentiras o la gente desleal. Además, tardo en
confiar en las personas, pero luego una vez te doy mi confianza, si la
pisas… la pierdes.
—Entonces eres una mujer de armas tomar, Sustitos.
—Según lo que consideres armas tomar. Si para ti es el no callarse, el
contestar cuando toca, el saber decir las cosas de frente, resolver problemas
o tomar decisiones, entonces sí que lo soy. No me importa discutir, de
hecho, muchas veces lo veo necesario para aclarar las cosas.
—A mí no me gusta discutir y, de hecho, me cuesta mucho cuando tengo
diferencias con la gente —confesó con una nota de tristeza en su voz.
—Y ¿por qué te cuesta tanto? —indagué.
—No sé, no me gusta herir a las personas o hacer que se sientan mal.
—Pero decir las cosas a la cara o tener una leve discusión, es mejor que
callarse y que al final se haga bola.
—Según cómo se digan las cosas también, ¿no crees?
—Claro claro. Bueno, hay personas que gestionan los conflictos mejor
que otras, ¿no?
—Pues yo soy de los que lo hacen mal. Espero que no volvamos a
pelearnos, si no ya sé la que me iba a caer contigo —bromeó entre risas.
—Te caería lo que te merecieras. Todos los actos tienen sus
consecuencias… es así.
—Bueno, yo creo que siempre hay que dar una segunda oportunidad a la
gente y no crucificar del todo. ¿No crees, pequeña? —quiso saber, haciendo
la pregunta con un tono muy suave.
—Lo dices por lo que he dicho antes de que si traicionan mi confianza
hasta luego ¿no? Pues la respuesta es clara, iba en serio… Si te fallan una
vez te pueden fallar mil, ¿no te parece? Por mi parte, prefiero no pisar la
misma piedra dos veces.
—¿Ni aunque fuera por un motivo importante o justificado?
—Fran, todos podemos equivocarnos, pero nada justifica una mentira o
una deslealtad.
—Todo es matizable, ¿o no?
—Bueno y… ¿Por qué tantas preguntas? ¿Estás pensando en hacerme
alguna y quieres saber si te perdonaré o qué? —Me reí.
—No inventes, solo es hablar por hablar… Me gusta que tengas las
cosas tan claras, tu carácter en general mola.
—Me alegro, pero se me están quedando los pies helados aquí parados
tanto rato. ¿Seguimos andando? —le pedí.
—Claro que sí. Ven aquí, anda. —Finiquitó el tema estrechándome entre
sus brazos para darme calor.
 
Continuamos paseando un rato, abrazados en la oscuridad del campo,
parándonos cada dos pasos para besarnos, juguetear o simplemente para
contemplar cómo caían los copos.
A esas horas, allí a las afueras del pueblo, nunca había nadie por la
noche. En un momento, paró en seco, extendió su mano y un copo cayó
sobre su palma.
 
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Dicen que coger un copo da buena suerte. Voy a pedir un deseo —
afirmó muy convencido y cerró los ojos. En ese momento no me contó lo
que había pedido, pero su cara se transformó y su sonrisa se desdibujó.
—No sé qué habrás pedido, pero se te ha puesto el gesto contrariado.
—¿Qué voy a pedir, Sustitos? Pues que, si algún día te enfadas conmigo,
cambies tus normas y me des una segunda oportunidad —relató muy serio,
para a continuación lanzar una sonora carcajada.
—Oyeee, no me digas esas cosas tan serio que casi te había creído —le
reclamé.
—Anda, intenta coger un copo y pide un deseo.
—Voy —asentí mientras extendía la mano para alcanzar un pequeño
copo y posarlo en la palma.
 
Pedí que no fuera un adiós para siempre el que nos dijésemos el día que
tuviéramos que despedirnos. Nada me hacía presagiar lo que vendría
después, ni el porqué de esa conversación que habíamos tenido. Sonreí,
sumida en mis pensamientos y mirándolo quité de su mejilla una pestaña
que acababa de caer.
 
—También dicen que si coges una pestaña que se ha caído y pides un
deseo mientras soplas se cumple.
—¿Pedimos uno a la vez y soplamos?
—Hecho. —Aplaudí yo.
 
Soplamos a la vez, despacito, sin soltarnos de la mano, teniendo la
sensación de que podíamos estar pidiendo algo parecido los dos.
 
—Eso sí, no se lo cuentes a nadie porque si no los deseos se quedan en
eso… en deseos, pero de los que no se cumplen.
—Entonces, nos callaremos… y ojalá pueda cumplirse.
—Ojalá —respondió él.
 
Volvimos a casa, donde mi hermana tenía preparado un picoteo para que
cenásemos de manera informal. Mi cuñado y él compartían una parte friki
muy común y no pararon de hablar de los Avengers, de El Señor de los
anillos y de Star Wars. Mi única aportación a la conversación fue lo mucho
que me gustaba ese pequeño muñeco verde con orejas en pico al que yo
llamaba «Yodilla». Mientras, Tina, muy anfitriona ella, se preocupaba de
que no faltase nada y de que los enanos se comportasen y dejasen de pelear
porque Fran se levantase a jugar con cada uno de ellos.
 
—No puedo, pequeñajos, es tarde y tengo que volver a casa —terminó él
con la pelea.
—Además, tengo que recoger a la abuela y a Maritere si no queremos
que la nieve cuaje y se partan una pierna por estos caminos…
Conociéndolas, estarán histéricas —comenté yo.
—Calla calla, lo que nos faltaba… No lo menciones que todavía se nos
chafa la Navidad —rogó mi hermana haciendo el gesto de tocar madera
cruzando los dedos sobre la mesa.
—Venga, vámonos, Fran. —Le apremié con prisa.
 
Antes de salir, los enanos le arrancaron la promesa de volver al día
siguiente a jugar con ellos fuera. Él les confirmó que podrían hacer un buen
muñeco si el día amanecía blanquito y con todo lleno de nieve.
Nos subimos a mi coche, puse la calefacción porque ese momento que
habíamos pisado la calle ya me había dejado helada. Empezó a sonar en la
radio una canción que me resultó muy significativa. No la había oído y
decía algo así como:
 
Eres lo único que yo quiero tocar, eres el dolor, eres la cura…
Cada centímetro de tu piel es un santo grial que tengo que encontrar…
Solo tú puedes prender mi corazón en llamas…
Eres el miedo, no me importa…
Déjame llevarte más allá de nuestros satélites…
 
La que cantaba eso estaba igual de enganchada que yo. De pronto me vi
tan identificada con esa letra, con esas frases sueltas, con la forma en la que
él había irrumpido en mi vida y me había alborotado, regalándome
sensaciones que hacía mucho que no sentía. Haciéndome sentir viva sin
importarme lo demás. Y no había nada que pudiera hacerme sentir mejor
que eso.
Él me estaba regalando una primavera en pleno invierno, con él podía ir
a cualquier parte…
Curioso que, casualmente, cada vez que estábamos juntos sonaba una
letra que nos identificaba y eso era porque siempre había una canción para
cada momento de la vida.
 
—Me gusta la cara que pones cuando te concentras —murmuró
bajándome de la nube para subirme a otra más alta.
—¿Y qué cara pongo según tú?
—Una tremendamente sexy. ¿No podemos perdernos y buscar alguna
casita abandonada por aquí?
—Nooo, porque está empezando a nevar más fuerte y mi Marite tiene
que estar deseando volver a casa. La pobre con el miedo que le tenía a la
nieve y a pasar frío el día que veníamos… —recordé riendo.
—Seamos buenos entonces y cada mochuelo a su olivo. ¿Les digo que
salgan y así no apagas el motor? —me ofreció.
—¿Sabes que eres un encanto cuando quieres?
—Entonces, tendré alguna recompensa, ¿no?
—Acércate antes de bajarte que te tengo ganas —le pedí.
—¡A sus órdenes! —contestó guasón.
 
Y cuando lo hizo, le estampé un besazo con toda la pasión que tenía
contenida. Acuné su cara entre mis manos y después le di muchos besos
pequeñitos en los labios, rápidos, como los llamados besos de abuela, pero
en versión pico 2.0.
Se bajó del coche y me quedé observándolo. Era un niño grande que
podía ser realmente encantador cuando quería.
Y, sobre todo, un niño grande que sabía preocuparse por los demás y que
tenía detalles que me desconcertaban a la par que me daban un vuelco en
las entrañas.
Miradas, gestos de cercanía y momentos de intimidad que cada vez se
sucedían más, como el que habíamos vivido esa noche en la cena con mi
familia, donde había estado como uno más; o después en el coche, donde
otra vez, había despertado mis ganas de achucharlo; o igual que en el paseo,
cuando me habló sobre él y luego pedimos los deseos a los copos de nieve.
Un niño que sabía ser romántico, atento y que se había ganado a mi
familia en un abrir y cerrar de ojos. Y a su vez, un niño que no quería
problemas ni complicaciones en su existencia, uno que evitaba las
confrontaciones y que no se preocupaba por nada… Un niño que pasaba de
puntillas por la vida.
Con diferencia, lo que más me gustaba era que, poco a poco, se iba
abriendo y hablando sobre él; ya que, si me ponía a pensar en los primeros
días, no había manera de que soltara prenda en nada relacionado con su
vida y, si su abuela hablaba sobre él, se le notaba tenso y reacio.
¡Qué pena me daba entonces pensar que a mi rollito de invierno le
quedaban pocos días para llegar a su fin!
Y antes de que me diese cuenta ya estaba Maritere dentro del coche,
sufriendo por la nevada junto a mi madre, que también se quejaba de lo que
había tardado en llegar a recogerlas.
—Poco más y nos tenemos que quedar a dormir, hija. ¿Cómo has
tardado tanto?
—Estábamos cenando todos, charlando tranquilos y se nos ha ido la
hora.
—Y esta nieve que no para y empieza a cuajar en los árboles… —
comentaba Maritere.
—No te preocupes, que no pasa nada. En el suelo no hay mucho y
enseguida estarás en casita y podrás ponerte el pijama polar, las orejeras y
taparte con una manta hasta las orejas.
—No te rías de mí, que estos fríos son muy malos, niña —se quejó
enfurruñada.
—Sonríe, Marite, es Navidad, estamos en un sitio precioso y ¡encantadas
de la vida! —exclamé yo.
—Unas más que otras, ¿no? —lanzó al aire mientras me miraba
levantando una ceja, gesto que me llamó la atención por el retrovisor y me
hizo apuntarme la nota mental de saber a qué se había referido exactamente.
Era una mujer muy lista y no se le escapaba una. Estaba en todo y
siempre daba muy buenos consejos. Nos quería mucho y se preocupaba de
que estuviésemos bien.
Ya días atrás me había mencionado lo de la mochila de Fran y ahí, en el
coche, me di cuenta de que Maritere sabía algo.
Y por eso las miraditas y los comentarios.
 
 
***
 
FRAN
 
¡Me gustaba! Era especial, tenía algo que la hacía diferente al resto. Y no
me refería al ámbito sexual —donde ya tenía claro que había tenido más
química que con ninguna— sino en general.
Había pasado la tarde junto a ella y sus sobrinos, y se me habían pasado
las horas como si fueran minutos.
Habíamos paseado bajo la nieve y cenado con su familia, y me había
sentido parte de ellos.
Parte de algo, por fin, y no algo artificial sino algo de verdad y bonito.
Después de tantos tumbos estos últimos años, en el pueblo me había sentido
en casa tras mucho tiempo.
Y, sobre todo, con ella. Me hacía sentir bien, me despertaba del letargo y
hacía que me olvidase de mis dudas, del trabajo y de todo lo demás. Con
ella me reía de cualquier bordería, contestación chorra o tontería que
soltásemos alguno de los dos. Porque en eso éramos iguales.
Por no hablar de lo divertido que había sido el concurso de pinitos.
Siempre era genial ver disfrutar a esos pequeños enanitos enamorados de la
Navidad gracias a su «tita», como la llamaba Alejandra. Y verla a ella —
hiciese lo que hiciese— me ponía loco, tanto decorando pinitos como
cuando me había estrechado la cara entre sus manos para besarme mil veces
con pequeños piquitos en los labios.
Con ese gesto la había sentido tan cercana que hasta yo me encontraba
raro. Sentí algo dentro y no raro para mal, sino para bien. En ese momento
me salió abrazarla, no meterle la lengua hasta la campanilla. Y eso no era lo
normal en mí. Era tierna y dulce, aunque luego sacaba su lado borde y se
gastaba un buen genio.
Y, cuando sacaba ese genio, era Carlota, la que me follaría una y mil
veces, en todas las posturas posibles y sin parar.
También había conocido más a una Carlota sentimental, esa que
disfrutaba de un paseo cogida a mi mano o de una buena conversación en
familia, mientras acunaba a su pequeñajo. Una Carlota seria, decidida y con
la que se podía hablar.
Además de todo, me había confirmado lo que ya sabía: Carlota no era de
segundas oportunidades. Era de una sola. Era de no dejarse llevar por el
miedo y de desconfiar. Por eso ya sí que tenía claro que no iba a
perdonarme.
Ni en mil años conseguiría su perdón llegado el momento. Pero… ¿Qué
más podía hacer? Antes o después iba a pasar, era una cuenta atrás de los
días hasta llegar al final.
Y aunque mi deseo —con el copo de nieve en la mano— había sido que,
llegado el momento, me perdonase, tenía claro que eso no iba a pasar. Y el
segundo deseo no iba desencaminado del de ella, lo había sentido así
mientras ambos lo pedíamos.
Recordaba sus palabras, tan firmes y decididas. Lo había dicho todo,
claramente y a mí se me habían quedado en bucle sus palabras dentro de la
cabeza: «Tardaba en confiar, pero una vez lo hacía, lo daba todo. Aunque si
le fallaban, entonces era para siempre».
Y ya tenían que haberla jodido antes para que pensase así. El que es
desconfiado no nace así, sino que se hace. Por eso, sabía que su perdón
nunca iba a llegar.
Salvo que no se enterase de nada, lo cual era prácticamente imposible
porque hasta ese momento todo había ido bien, pero en cuanto dejara
Montaves, con toda seguridad, mi marcha iba a ser tema de conversación
con la abuela, en el pueblo, los siguientes días.
Pensaba en ella, en lo que decía y en lo claras que tenía las ideas. Y eso
me gustaba. Me gustaba mucho la seguridad que desprendía. Me gustaba su
tono firme y decidido.
Lo que no me gustaba era saber que siendo como era no me iba a
perdonar, pero lo tenía bien merecido por infantil e inmaduro.
Era un egoísta, lo sabía, pero lo que teníamos empezaba a ser algo
especial y no podía negárnoslo, a ninguno de los dos. Teníamos que vivirlo.
Teníamos que experimentar una conexión así.
Ya me había dejado llevar, consciente de lo que iba a acabar pasando, y
tenía que asumir las consecuencias de mis actos.
Carlota era tan bonita, tan menuda, tenía tanto carácter, que la muy
jodida se me estaba colando dentro sin haberlo podido evitar.
Y no me gustaba estar sin ella. Necesitaba que pasaran rápido las horas
para volver a verla.
 

CAPÍTULO 22
 
 
 
 
CARLOTA
 
Fran:
Buenos días pequeña. Lo de hacer muñecos de nieve… complicado.
Ha salido el sol y yo estoy loco por verte.
 
 
Es lo primero que leí cuando abrí los ojos esa mañana. Y me sentí tan
bien que se me dibujó una sonrisa en los labios que se quedó conmigo todo
el día.
Esos detallitos siempre me habían encantado y claro, cuando no los
esperas, pues más ilusión hacen. Y yo no lo esperaba, porque hasta ese
momento, igual habíamos cruzado unos cuantos mensajes, pero esa era la
primera vez que me daba los buenos días, lo que significaba que se
levantaba pensando en mí. Y yo me empezaba a acostumbrar a que
estuviese pendiente siempre. Además, me escribió que estaba loco por
verme, lo que hizo que aparecieran de nuevo los confetis, la purpurina y mis
nubes de algodón de color rosita flotando alrededor.
El cuento del príncipe azul tomaba más fuerza. Ya no solo el
protagonista tenía su cara, sino que se comportaba como él. Y era tan
peligroso todo que me daba vértigo. Realmente quise autoconvencerme de
que era un rollito de invierno, pero algo en mi interior iba despertando cada
vez más sin poder evitarlo. A través de la ventana vi que el color gris había
dejado paso a un sol radiante. Le respondí al mensaje:
 
Ya veo. Dejaremos los muñecos de nieve para cuando se pueda.
Tendremos que buscar una excusa porque yo también quiero verte ya. Por
cierto, buenos días.
 
Fran:
¿Qué tal un paseo por el pueblo para ver el mercadillo navideño?
Podría ser un buen plan.
 
Me parece una idea genial. ¡Vayamos todos!
 
Fran:
¿Y si se me escapa un beso o alguna caricia furtiva?
 
Si eso pasa, ya veremos qué sucede. Aunque con lo tenso que te
pone que nos vean, no creo que se te escape nada.
 
Fran:
¿Por qué dices eso? No me pongo tenso…
 
Reconócelo, no pasa nada. No te gusta que nos vean juntos.
Lo he notado varias veces. Algún día ya me contarás el porqué.
 
Fran:
Ya sabes que solo es por no alimentar a las bocas cotillas, pero no me pongo
tenso. Ten claro que pasaría el día contigo si pudiese.
 
Deberíamos hacerlo todo un día.
 
Fran:
Joder, Sustitos, con solo pensar en ese plan ya me la has puesto dura.
Todo un día se me quedaría el instrumento hecho trizas.
 
Bobo. Calla o tendré que ir a comprobarlo.
 
Fran:
Tú, yo, besos con sabor a nube, a chocolate, chimenea, mantita y follar como locos.
 
No hay nada que me apetezca más. ¿Puedes secuestrarme?
 
Fran:
Dime día y hora.
 
Jajaja, por ejemplo, ¿qué tal el veintinueve a las diez de la mañana?
 
Fran:
Cojonudo, allí estaré pasado mañana.
 
Ojalá fuese cierto.
Te veo luego, anda, que me llega olor a bollo recién hecho y me muero de ganas.
 
Fran:
Yo sí que te tengo ganas, bollito.
 
 
 
Y joder, qué bien empezó el día y qué bien me hacía sentir con sus
palabras. De solo pensar en el plan que había propuesto, me moría de ganas
por que se hiciera realidad. No imaginaba nada mejor que él, sus dulces
besos, chocolate y follar como locos mientras el calor del fuego nos
calentaba, tirados sobre una manta que nos envolviese. Sonaba a música
celestial para mis oídos. Lástima que los sueños fuesen solo eso, sueños…
Llegué a la cocina y en la mesa había una trenza de hojaldre rellena de
chocolate recién hecha. Maritere y la repostería eran harina de otro costal.
Cuando acabasen las fiestas íbamos a pesar cinco kilos más cada uno, pero
a mí me daba igual. Yo ya estaba hinchada de felicidad.
Estaban siendo unos días maravillosos y no había nada más bonito que
un desayuno en familia, todos con nuestras tazas rojas con motivos
navideños, poniéndonos las botas de dulce y planificando las actividades
del día.
 
—Esto está buenísimo. Parece de pastelería, Marite.
—Gracias, niña. Mañana os haré las galletas que tanto os gustan.
—El día que hagamos el concurso de repostería Maritere va a arrasar —
dijo mi madre.
—Tenemos que ver cuándo hacerlo. ¿Qué tal mañana? —propuse.
—Pues sí, buena idea, porque así tendremos dulces hasta acabar el año.
—Que mañana es veintiocho de diciembre, ¡¡los Santos Inocentes!! —
gritó Javi.
—No quiero tonterías ni bromitas ni salir con ningún muñeco pegado a
la espalda, ¿eh? —avisó Maritere mosqueada, cayendo en la cuenta de que
el año anterior volvió de la compra con un inocente muñequito blanco en el
abrigo.
—Algo habrá que hacer además de galletas con forma de muñeco…
—O como el año ese que pusisteis cucarachas de mentira por la cocina.
¡Menudo soponcio me dio! —recordó la pobre mujer, que siempre era
objeto de las bromas de los enanos.
—Tita, no hay nieve —mencionó Alejandra—. Estamos hablando de
mañana, pero… entonces, ¿hoy qué?
—¡Vaya rollo! Fran no va a venir a hacer los muñecos de nieve —se
quejaba Javi.
—Enanos, paró de nevar. Es lo que hay. Podéis hacer mil cosas. Será que
vuestra tía no tiene una lista, bien larga además, de planes navideños para
hacer con vosotros —les contestó mi hermana.
—A ver, chicos, podemos hacer lo que queráis. ¿Qué os parece un paseo
por el mercadillo navideño, montar en el tiovivo y cenar un buen gofre con
mucho chocolate?
—¡Chupi!, quiero ir, quiero ir —repetía Carlitos.
—¿Vamos todos?
—Claro, vamos todos. Con la hora que es no vamos a tener mucha
hambre, podemos tapear por el pueblo y luego ya pasar la tarde.
—¿Y entonces hoy no podemos jugar con Fran? —preguntaron de nuevo
Ale y Javi.
—Claro que podéis, incluso decirle que si se anima a venir con nosotros.
Madre, ¿llamamos a Enriqueta para ver si quiere acompañarnos? A ella le
encanta salir.
—Buena idea, hija, Queti estará sola en casa seguramente. Teo dijo que
hoy tenía mucha faena con la leña y el nieto andará por ahí con los amigos.
Seguro que se anima a venir. Yo la llamo ahora más tarde.
—Bieeen —vitoreó Javi.
 
Sobre las dos y media de la tarde estábamos todos llegando al pueblo.
Primero fuimos a El refugio a tomar algo. Mi madre, Maritere y Enriqueta
se sentaron mientras los demás nos quedamos de pie, cerca de la barra.
Un caldito tamaño chupito fue lo que nos ofrecieron de bienvenida, para
entrar en calor. Y qué bueno me supo después de la caminata, tan calentito
y sabroso.
Tras eso, unos buenos aperitivos de embutido de la tierra, muy típico allí,
acompañados de unos picos de pan blanco. También morcillas de arroz, de
cebolla y unas raciones de torreznos. Nunca había probado unos torreznos
más ricos y grandes que los que probé ese día.
Y con el café probamos los típicos chocorreznos, que según nos
explicaron se fabricaban en la zona del Burgo de Osma.
Una delicia que no sabíamos ni que existía y que mezclaba el chocolate
con los torreznos. Y entre picoteo, charlas, saludos y presentaciones por
parte de Fran a algunos vecinos del pueblo, pasó el tiempo sin que nos
diésemos cuenta.
 
—Me apeteces demasiado —le dije bajito, en un momento que para
sorpresa mía se acercó y se puso a mi lado. Cuando estábamos en sitios
públicos rodeados de gente, aunque él lo negase, se ponía tenso y apenas se
acercaba donde yo estaba o tenía muestra de cariño alguna hacia mí.
—Y tú a mí también. Pagaría lo que fuera por hacer desaparecer a todo
el mundo y quedarnos tú y yo a solas, Sustitos —susurró socarrón.
—¿Por qué tú, que eres tan encantador con mis sobrinos, no les insinúas
que pueden salir fuera a jugar? Sal con ellos un ratito, anda —le pedí.
—¿Y qué gano yo con eso, además de helarme? —preguntó intrigado—.
Hace mucho que dejé de dar patadas a los balones en la plaza Mayor. —Se
rio.
—Pues que, en cuanto salgáis, Carlitos querrá ir detrás de sus
hermanos… y yo le sacaré fuera. Así podremos perdernos tú y yo, aunque
sea un cuarto de hora —exclamé con ganas.
—Uhhhh, eso suena mucho mejor. No veo el momento de morder tus
labios y devorarte enterita —volvió a susurrar.
—Calla, que en cuanto me hablas así me pones muy tontorrona —
reconocí.
—Y eso me pone muy cachondo, ¿lo recuerdas? —inquirió pícaro y
juguetón, en su línea de siempre—. Seguro que, si pudiese meter mi mano
debajo de tu ropa, la sacaría mojada…
—Puede que no vayas desencaminado… —dejé caer haciéndome la
interesante para calentarlo.
—Joder, Carlota, ¿qué estás haciendo conmigo? Me siento como un puto
enano salido que solo piensa en sexo todo el día. Ya está despertando mi
amigo —ironizó señalando el bulto en sus pantalones.
—Eso me pasa a mí también. Tu solito has despertado a la bestia que hay
dentro de mí y que, visto lo visto, llevaba demasiado tiempo dormitando.
—Me voy antes de que no pueda levantarme de este taburete.
—Eso eso, ¡vete, cobarde! —le reté.
—Luego te voy a enseñar lo cobarde que soy… ¡Jodida Sustitos! —
murmuró.
 
El plan dio resultado y al momento mi sobrina pedía permiso a Tina para
salir a jugar a la plaza con los chicos. Mi hermana les pidió que no se
alejaran.
 
—Mamaaaaa, yo quiero ir —protestó Carlitos.
—No, cielo, tú no puedes salir solito. Eres muy pequeño —le explicó
Tina.
—No te preocupes, yo puedo sacarlo un poco con ellos y así me aireo.
Ya sabes que cuando estoy demasiado tiempo en un sitio cerrado, mi cara
empieza a parecer un tomate. —Me reí.
—Ahora lo entiendo. Eres lo peor… es un plan tuyo para quedarte a
solas con él porque os sobramos todos ¿verdad? —Se dio cuenta mi
hermana.
—Shhhhh, calla, que no quiero que se entere todo el mundo.
—Te presto a mi hijo para tus andanzas, pero a cambio luego quiero
detalles.
—Prometido. Distrae un poco a mamá y compañía, anda —le pedí
zalamera.
—Vale, pero dile a Javi que cuide de Carlitos porque tú estarás en otros
menesteres pelando la pava, como para confiarte el cuidado de mi pequeñín.
—Qué boba eres, no te preocupes.
 
No sabía cómo hacía, pero siempre se daba cuenta de todo. Eso o éramos
demasiado obvios, pero teniendo en cuenta que Fran apenas se me había
acercado en el bar durante todo el rato que habíamos estado dentro, tiraba
más por la opción de que ella, sabiendo todo, siempre ataba cabos y
acertaba.
En cuanto salimos, Carlitos echó a correr hacia donde estaban sus
hermanos y él vino hacia mí. Tiró de mi mano y me llevó a unos bancos de
piedra que estaban en la parte de detrás de la iglesia, apartados de todo el
mundo y por donde no pasaba nadie nunca.
Me sentó encima suyo a horcajadas. Tenía el poder, por lo que
directamente empecé a mordisquearle la oreja, como tantas otras veces.
Sabía que era algo que lo volvía loco. Enredé mis dedos entre su pelo.
Acerqué mi nariz y fui pasándola por el mismo sitio en un movimiento casi
imperceptible, que continué desde el lóbulo hasta la mejilla.
Ese mínimo roce, esa cercanía de mi piel contra la suya hizo que se le
acelerara la respiración. Él intentaba acercarse para besarme y yo me
retiraba para provocarlo. Seguí poniéndolo cardíaco, dibujando con la punta
de mi lengua el contorno de sus labios hasta que no pudo más.
Entonces, en un movimiento firme con su mano detrás de mi cuello, tiró
de mi cabeza y me pegó a él. Su boca en mi boca, sus ojos en los míos y
nuestras respiraciones agitadas se unieron en un beso desesperado. Nuestras
lenguas se buscaron con urgencia y se entrelazaron.
Estuvimos enganchados sin soltarnos durante bastante tiempo, a la par
que nos manoseábamos por debajo de los abrigos, lo que la tela y el hecho
de que estuviésemos en la calle permitían.
Habíamos entrado en la dinámica de estar rodeados de más gente y no
tocarnos, ni un solo roce, lo que hacía que nos deseásemos mucho más y
que cuando nos quedábamos a solas, no pudiésemos casi soltarnos. Todo
era deseo contenido. En un momento caí en la cuenta de que ya habíamos
dejado a mis sobrinos solos mucho tiempo y me aparté de él.
 
—Deberíamos volver ya porque llevamos mucho rato aquí.
—Joder, Sustitos, ¡qué waterparty eres! No me dejes así —me pidió.
—Claro que voy a dejarte así, estamos en la calle y no pienso hacer
nada. Y, conociéndote, tú que no me tocas ni con un palo cuando hay gente
cerca tampoco.
—Tienes razón, contigo se me va la olla. Perdona —reconoció.
—Venga, vamos. Luego me vengaré de ti por dejarme con la miel en los
labios.
—Oye, guapo, que yo me quedo con las mismas ganas, pero está claro
que alguien tiene que poner cabeza aquí y que, visto lo visto, no vas a ser tú
—le chinché.
—Eres única —dijo entre risas mientras se levantaba y me daba una
palmada en el culo a la que respondí con un guiño cómplice.

CAPÍTULO 23
 
 
 
CARLOTA
 
Recogimos a los niños y volvimos a entrar en El refugio, donde ya se
estaban preparando todos para salir a la calle. Iniciamos el recorrido
visitando los diferentes puestos del mercadillo. Eran casetitas de color verde
y rojo, de madera con un tejado triangular bordeado por cortinas de
lucecitas. Había puestos de todo tipo: figuritas, adornos navideños,
complementos, velas, golosinas, dulces, saquitos aromáticos, camisetas y
varios de luces y guirnaldas.
Recorrimos caminando todos los puestos de uno en uno. Siguieron
avanzando y yo me quedé un poco rezagada en una de las casetas viendo las
pulseras. Había una de cuero, en tono azul, con una frase que ponía
«OJALÁ SIEMPRE» que me llamó mucho la atención. No supe por qué,
pero me recordó a Fran. Ojalá siempre tuviera esa ilusión y ojalá siempre
pudiera tenerlo a él. Me decidí a comprarla, para que siempre me recordase
esos días y por supuesto, a él. Me la envolvieron en un paquetito. Estuve
tentada a comprar dos y regalarle una, pero en el último momento no me
atreví.
No teníamos una relación como para eso, lo nuestro era el famoso rollito
de invierno y un regalo… igual estaba fuera de lugar y lo podía asustar,
aunque él había tenido varios detalles conmigo desde que nos habíamos
conocido. Pero algo me dijo que no lo hiciera. Posiblemente intuición
femenina. Pagué solo una para mí y continué andando mientras la guardaba
en el bolsillo.
Los alcancé enseguida, ya que iban a paso de tortuga parándose en cada
puesto y comentando todo lo relativo al mercadillo. Volvimos a parar en el
puesto de las almendras garrapiñadas, para que las tres Marías pudieran
comprar. Mi madre se hizo con un botín de cacahuetes, almendras y pipas
tostadas dulces. Le encantaban. Yo preferí continuar avanzando hasta el
puesto de gofres, aunque me daba cierto reparo comerlo delante de Fran, ya
que sabía que me mancharía y que a la mínima íbamos a tener algún
momento como con la mazorca días atrás.
Era la vergüenza típica, la misma que se tenía en una primera cita,
cuando ibas a cenar y nunca pedías una hamburguesa por el mismo motivo.
Era comida guarra para comer en solitario. Tenían una pinta genial y ahí
estaba yo, en la cola para pedir el mío, muy decidida, cuando se puso a mi
lado.
 
—Me muero por verte comer el gofre con remilgos para no mancharte,
princesita —me vaciló.
—Eres tonto, como tú dices… ¿Lo sabías?
—Claro, de nacimiento, pero estoy impaciente. ¿Me darás un mordisco?
—Podría decirte que los que quieras, pero no te lo estás ganando. Te
conformarás con uno al gofre —sentencié con una sonrisa maliciosa.
—Eres muy mala, Sustitos. Si eso te lo hubiera dicho yo me hubieras
puesto de guarro para arriba.
—¿Sí? Con que soy mala… Ahora vas a saber lo que es ser mala e ir a
incordiar, «cariño».
 
Entonces se alejó y yo pedí mi dulce. Con lo que él no contaba era con
que me lo pensaba comer de la manera más lasciva posible para ponerlo
cachondo.
Y lo hice.
Lamí, relamí el chocolate y apuré con la lengua todas las gotas que iban
cayendo sobre mis labios o en la comisura de la boca. Pasaba lentamente la
punta para ir recogiendo los restos de sirope.
Él estaba extasiado, embobado, con su mirada fija en mí, como cuando
veías el típico anuncio de la tele con el maromo propio duchándose o
saliendo del agua, mojado y anunciando un perfume, arrebatador, sexy…
Pues así me miraba él a mí, con los ojos fuera de las órbitas y
probablemente del calentón había tenido que sentarse en el poyete para
disimular, mientras los niños subían y bajaban de los caballitos del carrusel.
Cuando terminó el último viaje para el que los niños tenían tickets, los
recogió y vinieron hacia mí.
Se acercó lentamente y en un gesto de lo más erótico, chupó la yema de
su dedo y acercó su mano a mi cara, sujetándome suavemente la mandíbula,
para después pasar su dedo por mis labios.
Lo arrastró despacio, de un lado a otro de mi boca y me excitó
muchísimo.
Intenté sacar la lengua, pero entonces lo retiró y al oído me susurró un
«después, pequeña» que, como siempre que me hablaba en un hilo de voz,
sonó demasiado prometedor y me dejó deseosa de él.
Los restos de chocolate de mi boca acabaron en la suya cuando nadie
estaba pendiente de nosotros.
El siguiente tramo del recorrido fue pasar por las fachadas de la calle
principal, donde todos nos hicimos mil fotografías e inmortalizamos en
grupo los edificios decorados con las mil luces ya encendidas. Había
empezado a anochecer un rato antes y hacía más frío.
Yo le había dejado los guantes a mi hermana y tenía las manos heladas.
Entonces, al pasar por delante del puesto de castañas asadas, Fran paró para
comprar un cucurucho grande, que fue repartiendo entre todos.
 
—Toma, Sustitos, es para ti. Cógelo y así te calientas las manos —me
dijo dándomelo.
—Gracias, qué mono eres cuando quieres —le agradecí muy bajito para
que nadie se percatase del detalle—. No sabes cómo necesitaba calentarme
las manos, tengo los dedos como chupones de hielo.
—Yo sí que te los chupaba, ahora mismo y despacito, para entrar en
calor…
—No me digas esas cosas con todos aquí revoloteando o no respondo.
Como se dice en mi tierra: no calientes la leche si no te la vas a beber,
Francisco —le regañé medio en serio medio en broma.
—Sí me la voy a beber, sí. Eso por mis huevos, ya te lo digo. En cuanto
dejemos a todos nos inventamos algo, pero hoy no nos vamos a ir a dormir
sin una buena follada, princesa.
—¿Cómo puedes decir «una buena follada» y llamarme princesa en la
misma frase? Te cargas todo el morbo por un lado y todo el romanticismo
por el otro. —Me reí con descaro a la par que él me sacaba la lengua
provocándome.
—Y bien que te pone que te hable así… ¿o no?
—Digamos que me pareces… interesante, todo tú, en general —contesté.
—¿Interesante? ¿Solo? No te lo crees ni tú, Sustitos. Estás deseando que
te empotre esta noche, reconócelo. Estás caliente, como yo… tu cuerpo me
lo está pidiendo a gritos, ya conozco las señales —dijo triunfal.
—Venga, que os quedáis atrás. —Se oyó decir a su abuela.
—Sí, es que las castañas me privan y no quería que se me cayesen —
mentí descaradamente, avanzando hacia donde estaba el grupo y dejándolo
a él atrás.
 
La siguiente parada del paseo fue la visita al belén, que ya a esas horas
se veía completamente iluminado y estaba precioso. Observaba todo y lo
veía distinto respecto al primer día que fui con Enriqueta a hacer el mismo
recorrido. Entonces me faltaba alegría, cosa que en ese momento ya me
sobraba.
Y, sobre todo, la gran diferencia era que llevaba rondando sobre mi
cabeza un halo de mariposas que cada vez se hacían notar más y eso era lo
último en lo que yo pensaba cuando llegué al pueblo y di con ella aquel
primer paseo.
Los pequeños se enamoraron del nacimiento. Contemplaron cada detalle,
hicieron muchísimas fotos y les divirtió mucho ir analizando que el río
llevaba un circuito de agua de verdad. También observaron la luz dentro de
las casitas y las hogueras, con un fuego artificial muy trabajado.
Examinaron cada animal, cada figurita y cada espacio recreado. La estrella
les encantó y no quisieron irse hasta pasado un buen rato.
 
—¿Tenéis hambre? —preguntó mi madre.
 
Los niños dijeron que sí y Tina propuso parar en el puesto de churros
que había en el camino de vuelta al centro.
Esa fue la última parada y mientras esperábamos a que frieran todo lo
que habían pedido las tres Marías y los pequeños, Fran se me acercó y me
dio un pequeño paquete.
 
—Toma, esto es para ti. La he visto de pasada y me has venido a la
cabeza —me contó tendiéndome un paquetito.
—Ay, qué emoción. ¿Qué es? —quise saber, intrigada, observando el
envoltorio y dándome cuenta de que era idéntico al que llevaba yo en el
bolsillo.
—Ábrelo, venga, a ver si te gusta. —Me apremió, mientras yo, nerviosa
por lo que intuía, empezaba a quitar el celo que unía los dos lados del papel.
 
Y ahí estaba. Una pulsera idéntica a la que había comprado yo, mismo
color y misma frase.
Él había pensado en mí al verla, al igual que yo había pensado en él. Me
emocioné con su detalle, porque habíamos tenido el mismo pensamiento, el
mismo sentimiento y sobre todo porque cada vez me ganaba más.
«¿Cómo habíamos podido coincidir en un detalle como ese?», pensé.
 
—Es preciosa, me encanta. Muchas gracias.
—¿Te la pongo?
—Claro que sí. Prometo no quitármela hasta que se caiga sola a pedazos
—aseguré mientras me la anudaba en la muñeca.
—Es perfecta para ti. Así siempre te acordarás de mí, de nosotros, pase
lo que pase. Has prometido no quitártela, ¿eh? Ahí llevarás contigo siempre
los recuerdos de estos días.
—Entonces también quiero que tú los lleves —contesté.
—Me encantaría. Luego si quieres elegimos una para mí —me
respondió.
—No va a hacer falta. Toma. —Le entregué sacando del bolsillo el
paquete que me habían hecho a mí.
—¿En serio? —Me miró sorprendido.
—No, en broma. Venga, va, ábrelo —exclamé divertida, deseosa por ver
su reacción.
 
Y entonces lo abrió y ahí estaba, la misma frase en la misma pulsera.
Alucinó. Sonrió y me miró con esos ojos oscuros, intensos, que me
desnudaban y me volvían loca.
 
—Joder, esto sí que es telepatía —soltó él.
—Yo también la vi y pensé en ti, aunque es verdad que la compré para
llevarla yo, pero cuando me la has dado, no me lo podía creer —reconocí.
—¿Me la pones? —me pidió—. Yo también prometo no quitármela y
llevar siempre el recuerdo de estos días. No me canso de decirte lo increíble
que eres, Carlota.
 
Se la puse y, mientras, él acarició mi mano de manera muy discreta para
que nadie se percatara de la situación tan intensa que estábamos viviendo.
Ahí, delante del pequeño puesto de churros, nos prometimos llevarnos
siempre en la muñeca para recordar lo que estábamos viviendo juntos y que
estaba claro que no queríamos olvidar ninguno de los dos.
Me resultó tan bonito todo que una lágrima brotó de mi ojo derecho sin
poder sujetarla.
Él se percató, acercó su mano a mí y la secó a tiempo con su dedo
pulgar, arrastrando una suave caricia por mi mejilla. Nos quedamos
mirándonos, casi sin pestañear, diciéndonos mucho más sin palabras que si
hubiésemos estado hablando.
Fue uno de los instantes más especiales de mi vida.
Los dos teníamos la misma sensación, se percibía, aunque ninguno
añadió nada más. No hacían falta las palabras, de hecho, sobraron.
Y sumidos en nuestros pensamientos, sin querer romper el hechizo, nos
unimos al resto del grupo para deshacer todo el camino hecho y volver a
casa. Como no llevaba guantes, al darme la mano, Alejandra se dio cuenta
de que llevaba una pulsera nueva.
 
—Qué bonita, tita. ¿Cuándo la has comprado? —intentó averiguar.
—Al principio del paseo, mientras ibais a por las garrapiñadas de la
abuela.
—«O-ja-lá siem-pre». —Leyó despacio, sílaba a sílaba, porque la veía
del revés—. Pues sí, ojalá siempre nos quedáramos a vivir aquí —sentenció
la enana.
—Ay, preciosa, ojalá siempre.
 
Llegamos a la puerta de casa de Enriqueta y en vez de continuar hasta
nuestra casa paramos un rato en la suya, sin motivo aparente.
En teoría, iban a probar los frutos secos, pero la realidad es que a ese trío
le encantaba pasar los ratos muertos juntas. Mi hermana y Borja llevaban
dormido a Carlitos, por lo que siguieron hasta casa sin detenerse con
Alejandra y Javi.
Yo seguía sumida en mis pensamientos desde el momento de las
pulseras.
Sabía que él pretendía que nos viésemos después, porque quería estar
conmigo y por la tarde yo también me moría de ganas de estar con él, pero
ya en ese momento estaba cansada y no me apetecía.
Algo había cambiado.
No sabía qué mosca me había picado, pero se me habían ido las ganas
por arte de magia.
Tal vez porque lo que habíamos vivido en el puesto de churros había
sido tan intenso y tan de verdad, tan bonito, que no quería emborronarlo con
una ración de sexo del bueno que me devolviese a la cruda realidad
recordándome que lo único que teníamos era un rollito de invierno, casi a
punto de caducar.
Por eso, cuando me hizo acompañarlo a su habitación con la excusa de
pasarme unas canciones de las que habíamos hablado, sabía qué era lo que
quería y que, con toda probabilidad, íbamos a acabar discutiendo.
 
—Venga, Sustitos, que no se van a enterar. Solo cinco minutos —me
pidió mientras me intentaba convencer con besos en el cuello, como hacía
siempre, porque sabía que esa era mi debilidad.
—Estamos en casa de tu abuela, Fran. No me parece adecuado y además
estoy cansada.
—¿En serio? Están en el salón, te aseguro que lo último en lo que
pueden estar pensando es en lo que pase aquí — me aseguró con
rotundidad.
—Ya sé que están entretenidas, «joba», pero yo no me iba a sentir bien.
De verdad, no tengo ganas.
—Vale, tranquila. Si no quieres no pasa nada. Volvamos entonces —
refunfuñó en tono serio.
—Ehh, espera. No quiero que te enfades.
—No me enfado, pero no entiendo que no quieras aprovechar los pocos
ratos que tenemos a solas —continuó hablando cada vez más enfadado.
—Oye, perdona, que si solo podemos acercarnos cuando estamos a solas
no es por culpa mía. A mí ya me da igual que nos vean —le espeté.
—Déjalo, Carlota, sabes que no me gusta discutir. Será mejor que
volvamos —gruñó, abriendo la puerta de la habitación y dirigiéndose al
salón.
—Ufff, me inflas cuando te pones así y te cierras en banda —solté para
que me oyera porque la que estaba enfadada por su reacción en ese
momento era yo.
 
En el salón, por otro lado, tenían la mesa llena de dulces y charlaban
sobre el concurso de repostería que hacíamos todos los años.
Enriqueta estaba emocionada porque mi madre la había invitado a
participar y Maritere le hablaba, sin parar, de cómo nos ganaba la mayoría
de los años.
Se presentaba una jornada de lo más interesante con ellas dos
compitiendo. Íbamos a acabar empachados de tanto dulce, pero era lo que
tocaba para el día siguiente.
Unos minutos después, conseguí separar a las tres cotorras, concretando
la hora a la que nos íbamos a ver para el concurso y después de despedirnos
—nosotros dos de manera muy fría y casi sin mirarnos—, continuamos el
camino hasta casa. Llegamos agotadas, fuimos derechas a sentarnos en el
sofá cerca del fuego. Había sido un día muy divertido. Los pequeñajos
habían disfrutado de lo lindo y mi madre seguía mejorando su humor ya que
cada vez estaba más activa y sonriente. El espíritu navideño la estaba
invadiendo al fin también a ella.
 
—Me apetece mucho que llegue mañana, hija —me dijo.
—Me alegro de verte ilusionada y contenta, mamá.
—Así es, estos días está siendo todo tan perfecto… que no podría estar
de otra manera.
—Tienes razón. Están siendo unas fiestas geniales —aseguré feliz.
—Es gracias a ti, cariño, que has organizado este viaje con tanta ilusión
y ganas que nos las has trasmitido a todos.
—Cómo me alegra oírte decir eso. Sabía que podía ser una buena idea
venir aquí. Este entorno cambia a cualquiera. Hay ambientes que, por sí
solos, consiguen alegrar al más deprimido. Y tú tienes la suerte de tener a
toda la familia aquí contigo.
—Eso es, cielo. Ese es mi mejor regalo de Navidad. Infinitamente mejor
que el premio económico que nos ha tocado, es poder pasar este tiempo
rodeada de mis hijas y de toda mi familia. Y el haber conocido a Enriqueta,
que es tan encantadora… Sin duda, ese es mi mayor premio. Vosotros.
—Sí, es adorable. Hoy ha disfrutado como una niña. ¿Sabes? Cuando
nos vayamos la vamos a echar de menos.
—Sí, hija, la vamos a extrañar. Y mejor no hablemos de irnos con lo
bien que estamos aquí, me da pena pensar en tener que volver a casa —
reconoció entristeciendo el gesto.
—Como ha dicho Alejandra, ojalá nos pudiéramos quedar aquí para
siempre, ¿verdad? —pregunté retóricamente.
—Verdad, hija. Bueno, vayamos a acostarnos que mañana va a ser un día
muy emocionante y tenemos que estar descansadas para hartarnos de
preparar dulces. —Sonrió mi madre.
—Buenas noches, mamá —me despedí mientras caminaba hacia mi
habitación con el móvil en la mano, dudando si escribir o no a Fran. La
despedida había sido tan fría que me había quedado con mal sabor de boca.
 
Me sabe mal que te hayas enfadado.
Espero que se te pase pronto y no me odies.
 
Fran:
No te odio, tonta. Pero quería estar contigo.
 
No me apetecía que el último recuerdo del día de hoy fuese un polvo
deprisa y corriendo en casa de tus abuelos. Llámame boba.
 
Fran:
No tenía por qué haber sido deprisa y corriendo.
Eso lo has dicho tú.
 
Tú me has entendido. Ha sido un día guay.
 
Fran:
Lo ha sido, pero ese polvo hubiera sido un broche cojonudo.
 
Solo te importa el sexo, joder.
 
Fran:
No digas eso. No es así.
 
Es lo que pienso. Anda que no hay momentos para broches cojonudos
como para que te enfades y ni te despidas de mí.
 
Fran:
Sabes que no me enfado. Me contrarié porque pensaba que te
apetecía estar conmigo.
 
Siempre me apetece estar contigo, ya lo sabes.
 
Fran:
Tengo mis dudas, a las pruebas me remito, tendrás que demostrarlo, Sustitos. Me
debes uno. Jajaja.
 
Sigues en lo mismo.
 
Fran:
Buenas noches, muñeca.
 
 
Dejé el móvil, no contesté, ya que estaba viendo que no nos íbamos a
poner de acuerdo. Sorprendentemente, me sentí molesta con él. Para mí
había sido un día especial. No solo porque lo habíamos disfrutado en
familia, sino por los momentos que había pasado con él. Me encantaba
sentirlo a mil, como loco por besarme y por pasar tiempo conmigo.
Cada vez me gustaba más que se preocupase por mí, como cuando me
había comprado castañas para que me calentase las manos. Esos detalles
que tenía me derretían y no podía evitarlo. Me hacía sentir querida e
importante, pero sin duda el instante más especial del día lo habíamos
vivido mientras esperábamos en el puesto de churros.
Para mí había sido brutal. Esa conexión me había resultado tan especial
y lo había sentido tan cercano que empezaba a dudar de que lo que
teníamos Fran y yo fuese solo enganche o un rollito de invierno, como yo lo
denominaba.
Que a mí me gustaba y atraía estaba claro. Desde el primer día que lo vi,
cuando nos miramos, ya sentí algo cambiar en mi interior.
Siempre lo había focalizado en atracción, enganche, sexo… en que me
gustaba y me apetecía, pero todo con precaución por mis miedos y
experiencias pasadas.
Tenía claro el juego en el que nos habíamos metido los dos, pero no fui
realmente consciente de que lo que estaba pasando no era solo un rollito de
Navidad, o algo temporal, hasta esa tarde cuando nos intercambiamos las
pulseras.
Ese momento no había sido de dos personas que solo tenían sexo, por lo
menos para mí. Quizá por eso, no quise borrar ese recuerdo con un polvo
cuando me lo había propuesto un rato después. Y a lo mejor hasta me
apetecía realmente, como siempre, porque me encantaba estar con él y
disfrutaba como la que más de esos encuentros.
Aunque me empeñé en no hacerlo, tal vez porque también me molestaba
que él solo quisiese acostarse conmigo y no diese valor a la escena que
habíamos protagonizado. Vale que era un chico y que, como todos, muchas
veces solo buscaban sexo fortuito, pero su enfado al negarme no había
venido a cuento y así me había demostrado que realmente solo le importaba
eso.
Al fin y al cabo, nosotros no teníamos una relación y él estaba en su
derecho de dar o no importancia a lo que quisiera, pero para mí ese fue el
detonante que me llevó a ver cristalino que lo que teníamos era algo más
fuerte que un rollo pasajero. Era un sentimiento. Y era algo de verdad.
Me metí en la cama molesta con él, asumiendo por fin lo que me había
intentado negar a mí misma: que mientras yo empezaba a sentir algo más
fuerte, para él lo nuestro solo era un affaire en vacaciones.
 
***
 
FRAN
 
Otra vez me había portado como un gilipollas con ella. Habíamos vivido
algo especial esa tarde y me di cuenta cuando estábamos en el puesto de
churros y me puso la pulsera. Los dos nos quedamos callados entre la
multitud, pero si hubiésemos estado solos, otro gallo hubiese cantado. Nos
sumimos en nuestros pensamientos que, con seguridad, iban en la misma
dirección.
Quise decirle tantas cosas…, pero no había podido, no había sido capaz
de hablar.
La había visto emocionada, tan tierna como se ponía ella cuando algo le
hacía mucha ilusión. Era como una niña cada vez que tenía cualquier gesto
o detalle con ella. Sus ojos brillaban como pequeñas estrellas en el
firmamento y disfruté como un enano contemplándola.
La realidad era que yo había sentido lo mismo que ella en ese momento,
¡joder! Me había comportado como un patán cargándome de un plumazo
toda la magia que se había creado al llegar a casa de los abuelos, cuando me
la llevé hasta mi cuarto con una excusa barata.
Con mi forma de actuar le dejé entrever que solo me importaba
acostarme con ella, pero no tenía nada que ver. Lo cierto es que eso
realmente me daba igual.
Hubiera estado con ella sin follar, la hubiera besado y abrazado, pero
algo dentro de mí me impedía dejar que Carlota lo pudiese notar. Por eso
me cegué con la idea de hacerle creer que lo importante era que tuviéramos
sexo y así le restaba importancia a la tarde, a todo lo que había sucedido, a
esa realidad de la que habíamos sido conscientes…
Que lo nuestro no era algo tan sencillo como cuatro polvos por
vacaciones y luego si te he visto no me acuerdo; era algo que estaba ya más
que claro, solo me faltaba asumirlo y digerirlo.
Si ya estaba mal que me hubiese dejado llevar por la atracción física y
sexual, no podía permitirme que eso fuese a más. Se nos había ido de las
manos, tenía claro que sentía algo mucho más fuerte por esa pequeña
chiquilla que era como un elfo navideño con voz dulce y mala leche
ocasional y, como fuese, había que pararlo. Ya sí que no tenía perdón y me
sentía como un cabronazo.
Era un mierda, debía haber evitado todo antes de que fuera a más, pero
no lo había hecho porque en el fondo sabía que estaba haciendo lo que
realmente quería, aunque no fuese lo correcto hasta dejar solucionados mis
problemas.
Ya conocía a Carlota, su forma de ser, también cómo pensaba y, por
tanto, tenía más que claro que no iba a haber solución. Se iba a sentir
engañada, estafada por mí. O le hablaba de frente y le explicaba la situación
en que estaba inmerso, apostando porque entendiese todo basándome en
que se me había ido de las manos, o por el contrario me callaba y no hacía
nada, salvo dejarme llevar.
Con lo que no contaba era con que fuese a llegar tan lejos. Ya era obvio
que había surgido un sentimiento más profundo, y eso complicaba el tema
porque no iba a ser tan fácil poner el punto final. Tenía que arreglar mis
problemas, zanjar definitivamente mis dudas y apechugar con las
consecuencias. No podía seguir huyendo como un niño, sino que tenía que
ser adulto y tomar decisiones, aunque me costase.
De eso trataba la vida. Y la mía se había complicado sin quererlo ni
pretenderlo.
Y lo más grave era que, aunque me sintiese como la peor persona del
universo, no podía evitar la sensación de confort, de calma cuando estaba
con ella. Ese cosquilleo interior que solo ella me producía. Sentirme así de
bien, por un lado, era horrible por lo que conllevaba. Tenía que solucionar
todo lo que tenía sin cerrar a mi alrededor, sí o sí y cuanto antes.
Mi cabeza estallaba de tanto darle vueltas a lo mismo. Por un lado,
estaba el tema del trabajo, ya que aún no me había decidido a aceptar la
oferta, que era para un puestazo.
Si lo aceptaba suponía dejar mi vida en España y a mi familia de nuevo,
justo cuando tras esos días en el pueblo, donde por fin me había sentido en
casa, era lo último que quería.
Por otro lado, dando el OK al puesto conseguía por fin uno de mis
sueños: trabajar como directivo en un medio de comunicación
internacional, algo que siempre había deseado, si no hubiera sido por la
vinculación que ese maldito curro conllevaba…
Esa era la otra parte de la encrucijada. Ese vínculo que se podía forjar de
nuevo no me dejaba avanzar y todo por no haber tenido la valentía
suficiente de ser claro, justo cuando debí serlo.
Yo y mi estúpida y jodida forma de ser, que tenía por bandera no discutir,
no buscar follón y no dañar a nadie.
La cuestión era que, por pensar en el resto del mundo, me acababa
cargando yo con las mochilas de los demás, agrandando aún más la mía.
Había aprendido que no se podía ser ambicioso y que, por tener todo en
la vida, había que pagar un precio.
Nadie miraba por otros más que por sí mismo. Estaba claro que tenía que
terminar con el dilema que me traía frito para poder avanzar.
El problema era que las últimas veces que había intentado tomar una
decisión, la cara de Carlota aparecía en esa encrucijada complicándome
todo aún más. 
Y no por ella, sino porque iba dándome cuenta de lo que pasaba sin
querer verlo realmente. Y seguía dejándome llevar porque no había nada
que me apeteciera más.
Hasta esa tarde que, sin hablar, mirándonos, acabamos diciéndonos más
aún de lo que hubiéramos dicho en una conversación sobre nosotros.
Y lo peor de todo era que no me veía lejos de ella.
Podía parecer algo de locos, de putos chiflados, podía ser ilógico en
apenas diez días, pero era tan real que tenía algún tipo de sentimiento por
Carlota que, ya de solo imaginar el momento en que ella se enterase de
todo, me partía el corazón.
¡Había hecho tan mal las cosas…!
Qué diferente hubiera sido todo si hubiese venido al pueblo con las
ataduras cortadas, las ideas claras y simplemente para disfrutar de la
Navidad en familia.
 

CAPÍTULO 24
 
 
 
CARLOTA
 
El día de los Santos Inocentes empezó con mis sobrinos montando jaleo
en el salón. Se les escuchaba desde mi cuarto peleándose por los mandos de
la consola. Tenían mucho vicio con los videojuegos y siempre que viajaban,
en verano o navidades, el aparatito iba por delante.
Me levanté, pasé por el salón y ni se dieron cuenta porque estaban
hipnotizados con un jueguecito de matar marcianitos. Vi que ya habían
sacado de la bota los regalitos que les puse por la noche. Tres libretitas para
tomar notas de los premios y recetas de la tarde de dulces navideños.
En la cocina, Maritere y mi madre se organizaban para no repetir postres
en el concurso y apenas me hicieron caso. Cuando vi el panorama, decidí
vestirme e ir a comprar los ingredientes de lo que yo iba a preparar.
No pensaba complicarme la vida, sino que iba a disfrutar del concurso y
a ponerme ciega de galletas, bizcochos y chocolate. Contaba con preparar
unas galletas de jengibre con forma de muñequito inocente, algo fácil y
rico. Además, mi ánimo había amanecido gris, igual que el día y sabía que
dando una vuelta me iba a despejar. Era una tontería que me enfadase con
Fran porque cada cual era libre de tener sus sentimientos, pero no podía
evitarlo. Esa forma de dar la vuelta a la situación así me había parecido
fuera de lugar.
Y seguía pensando lo mismo. Si no quería nada conmigo, que era lo
lógico ya que nos conocíamos hacía diez días, con decirlo bastaba, pero esa
forma de camuflar lo que habíamos vivido esa tarde, con sexo me había
parecido fuera de lugar. Además, había sentido que, para él, también había
sido un momento especial, aunque estaba claro que no era lo que Fran
quería demostrar, sino más bien lo contrario.
Igual que tenía eso claro sabía que debía andar con cuidado, porque en
ese entonces ya estaba más que pillada por él. Siempre había sido
enamoradiza, pero esa vez no se trataba de lo que yo era sino de que él se
había acabado metiendo por mis ojos a base de sus bromitas, piques y
jueguecitos. Y si no quería nada, tampoco entendía por qué lo había hecho,
pero caer, había caído bien en su dichoso juego.
Salí de casa, caminé un buen rato con la cabeza dando vueltas al asunto
mientras en mis cascos iba sonando la música de Sabina que tanto me
gustaba.
 
Y morirme contigo si te matas…
Y matarme contigo si te mueres…
Porque el amor cuando no muere mata…
 
No me iba a morir de amor por más drama queen que fuera, pero del
enfado que tenía era capaz de cargármelo a él por jugar conmigo.
Llegué al mercado cerca del mediodía y compré harina, mantequilla,
jengibre, azúcar moreno, huevos y fondant rojo.
Al salir me detuve un rato observando el bullicio del pueblo. La gente
haciendo sus compras, corrillos de vecinos, ofertas navideñas en los
escaparates de los comercios locales, todo adornado con cortinas de luces,
muchos niños correteando y llevando gorros de Papá Noel puestos, los
villancicos sonando a todo volumen por los altavoces y un señor disfrazado
de paje real en la puerta del ayuntamiento, que cogía las cartas de los
pequeños que se acercaban hasta él. Todo el mundo iba muy abrigado y el
castañero tenía una buena cola de gente esperando.
Seguí andando a la par que pensando que ya era tiempo de escribir con
los pequeñajos las cartas a los Reyes Magos, cuando me encontré de frente
con Isabel.
 
—Anda, hola, Carlota —me saludó muy efusivamente, dándome un
abrazo.
—Hola, Isabel, qué alegría verte.
—¿Qué tal lo estáis pasando?
—Buah, esto es una pasada. Nos encanta todo. Justo ayer dimos un
paseo por la noche para visitar el mercadillo y que mis sobris vieran todo
iluminado. No sabes lo que disfrutamos —le conté.
—¡Qué bien! La verdad es que este año está todo precioso y hay mil
actividades.
—Pues aprovechando que te he visto, venía pensando en los regalos de
los Reyes. Haré las cartas con mis sobrinos y, si no te importa, ¿me podrías
acompañar en cuanto pase la Nochevieja a la juguetería que me
comentaste? —le pedí.
—¡Claro que sí!, encantada. Tú llámame y vamos. A mí me encantan las
compras navideñas, entonces yo feliz —exclamó ella.
—Genial. ¿Te apetece tomar un aperitivo o tienes prisa? —propuse.
—Ay, pues ya voy con el tiempo justo para comprar algo de carne en el
mercado y llegar a casa, pero otro día tomamos lo que quieras.
—No te preocupes, otro día entonces. Anda, mira, por ahí viene
Enriqueta —dije viéndola caminar hacia nosotras.
—Pero bueno, niñas, no sabía que os conocíais.
—Nos presentó Fran la otra noche.
—Sí, el día que me invitó a tomar algo con sus amigos —confirmé yo.
—¿Dónde anda su nieto? —preguntó Isabel.
—En casa, ya sabes cómo se pone cuando tiene cosas en la cabeza. Está
con lo del trabajo que no lo calienta ni el sol. De hecho, hoy se ha levantado
de un humor de perros, no hay quien le hable —contó apenada.
 
Yo me quedé con la copla, de que al igual que para mí, para él tampoco
estaba siendo un buen día.
«¿Estaría así por mi culpa?», pensé.
 
—Bueno, es mejor dejarlo a su aire. Él tomará la decisión correcta. Es un
trabajo muy importante y seguro que haga lo que haga, lo hará convencido.
Lo peor es lo que rodea al trabajo —dejó caer Isabel, dando la sensación de
que estaba informadísima de la vida de Fran.
—Tú lo has dicho, niña, eso es lo peor de todo. Este nieto mío, de bueno
que es, se las dan en el mismo sitio todas. ¡Él sabrá! —opinó ella.
 
Yo me mantuve en silencio, quedándome con todo lo que estaban
diciendo. Sin duda había algo que yo no sabía y que él no se había
molestado en contarme, pese a que parecía ser importante.
 
—Bueno, me tengo que ir, que si no mi madre me mata —concluyó
Isabel la conversación—. Queti, me ha alegrado verla. Carlota, llámame —
repitió despidiéndose con la mano, mientras echaba a andar hacia el
mercado.
—Claro que sí… Queti, ¿vas para casa?
—Sí, hija, ya voy de vuelta. Vámonos. —Me apremió mientras me cogía
del brazo para iniciar el camino de vuelta a casa.
 
Le cogí las bolsas, donde llevaba los ingredientes para preparar dulces
como para todo un regimiento. Ella me fue contando las ganas que tenía de
que llegase la tarde, lo emocionada que estaba de participar en la
competición y, sobre todo, lo bien que lo íbamos a pasar.
Esa mujer era más feliz que yo con el concurso y con todo en general. Lo
iba a disfrutar de verdad.
En un momento, me paré para descansar.
 
—Ay, hija, a ver si tú puedes ayudar al tarugo de mi nieto.
—¿Con qué, Queti?
—No le digas que te he dicho nada. Le han ofrecido un puesto muy
importante en un periódico y tiene muchas dudas.
—Pero eso es muy bueno —exclamé yo.
—No tanto, niña. No sabe lo que hacer y si algo así te hace dudar, es que
algo malo hay detrás. He visto que contigo se lleva muy bien.
—Sí, nos hemos caído bien.
—¿Solo eso? —preguntó.
—¿Por qué me dice eso? —indagué, empezando a ponerme nerviosa y
notando el calor subir por las orejas.
—Porque una no es tonta, niña. He visto vuestras miradas y
fundamental, lo he visto contigo. Esa complicidad… es distinto a como está
con el resto. Contigo ríe, se divierte y hasta hace bromas cuando con el
resto parece que esté enfadado con el mundo. Mi nieto no era así. Era
alegre, jovial, dicharachero, juerguista incluso como decís los jóvenes,
pasota, pero nunca huraño, ni serio. Contigo actúa diferente.
—Ah, ¿sí? —quise saber—. Puede que sean percepciones suyas. Muchas
veces entre nosotros, los jóvenes, nos entendemos mejor que con nuestros
mayores —mentí.
—Puede que eso sea, pero no lo creo. Tengo ojos y sé lo que veo. Y os
he visto a los dos. Te diré, niña, que mi nieto está de paso y bastante tiene
ya con lo que tiene —comentó, en lo que yo percibí como un intento de
advertencia.
«¿Me estaba diciendo esta mujer que no me convenía fijarme en su
nieto?», pensé.
—Como yo, Queti, como yo —respondí sin saber qué más podía decirle.
—Ayúdalo a tomar una buena decisión. Seguro que tú puedes hacerle ver
lo mejor. Eres una buena muchacha, muy cabal y se ve que te preocupas
mucho por tu familia.
—Tranquila, si me cuenta algo, le ayudaré a tomar la mejor decisión —
afirmé.
—¿Y si no te lo cuenta? Tú aprovecha, que luego por la tarde habrá
hueco y pregúntale, a ver si entre todos conseguimos hacerlo espabilar.
—Su nieto ya es mayorcito…
—Si, en edad, porque en lo que es madurez ya te digo yo que no. Mucha
juerga, mucha risita con los amigos, pero en lo importante no ve más allá —
sentenció—. Y vamos, que tenemos que comer pronto para ir para la casona
a divertirnos y a que se nos suba el azúcar por los cielos —añadió entre
risas.
 
Esa mujer era genial. Se había dado cuenta de que algo había, pero era
muy tuna y no lo había dicho. Y quería que yo la ayudara, cuando él ni me
había mencionado nada del trabajo.
No podía hacer nada, no podía inmiscuirme en algo en lo que,
claramente, él me había dejado fuera.
El porqué no lo sabía, pero tenía que respetarlo. Sin duda, ese chico era
un misterio.
Por lo menos, con el paseo me enteré de que Fran se había levantado con
el mismo humor que yo y puede que incluso, por el mismo motivo. Pensé
en la tarde que nos quedaba por delante y, por primera vez, me apeteció que
el concurso pasase rápido. Con la mente dando vueltas a lo mismo, llegué a
casa sin darme cuenta. Ya estaban preparando la comida y olía a puchero
que alimentaba. Los niños se me acercaron para preguntarme por los
regalitos de la bota de los dos últimos días.
 
—Panda de melones, como solo pensáis en matar marcianitos, esta
mañana no os he dicho nada. Los rotuladores de ayer y las libretas de hoy
son para que podáis apuntar todo lo que queráis del concurso. Lo que hace
cada uno, quién gana, lo que más os ha gustado… o simplemente para
dibujar.
—Qué buena idea, gracias. ¡Cómo mola, tita! —dijo mi sobrina.
—De nada, cariño. Lo vamos a pasar fenomenal. Enriqueta y Fran no
tardarán en venir.
 
Comimos y enseguida preparamos todo para la competición.

CAPÍTULO 25
 
 
 
CARLOTA
 
—Venga, las normas están claras. Dos participantes por turno: preparar,
hornear y dejar enfriar. A mitad de la tarde, cuando todos hayamos pasado
la primera ronda, paramos y hacemos la cata.
—En la merienda, ¿no? —preguntó Javi.
—Si, en la merienda… Todos juntos probamos y votamos,
individualmente, por nuestro preferido —les expliqué.
—¡Cómo nos vamos a poner! —exclamó Alejandra tocándose la barriga
en círculos.
—¿Todo claro?
—Sí —respondieron todos al unísono.
—Vale, una vez tengamos los dos mejores, empieza la final. Y haremos
igual, catar y probar para decidir quién gana.
—¿Y dijisteis que eran dos categorías no? —quiso asegurarse Enriqueta.
—Así es. Un premio al mejor cocinero y otro al mejor dulce de Navidad,
que se decide votando al final de la tarde entre todos los que preparemos.
—Entendido, todo claro. ¿Empezamos? —propuso metiendo prisa
Maritere.
—Allá vamos. Hago el sorteo en tres, dos, uno… —dije mientras
empezaba a sacar papeles por categorías—. Categoría junior: Alejandra
contra Javi. Categoría adultos: Enriqueta contra Maritere, primera pareja;
Tina contra Carmen, segunda pareja; Fran y yo misma —repetí en alto,
parándome a pensar en lo oportuno del sorteo— tercera pareja. ¡Que
empiece la fiesta!
 
Y así empezó la tarde, con indiferencia entre Fran y yo, alboroto entre
las tres Marías y mi hermana esperando el desastre que los enanos iban a
hacer en la cocina.
El concurso comenzó con mi sobrina amasando el hojaldre para
hornearlo y después rellenarlo de chocolate y Javi, a su vez, pelando
cacahuetes y fundiendo chocolate para hacer las típicas rocas de panchitos
recubiertos de cacao.
Al ser más pequeños, siempre empezaban ellos con elaboraciones más
sencillas.
Se pusieron los villancicos para escucharlos en la cocina mientras se
picaban entre los dos, autoconvenciéndose de que cada uno era el mejor de
su categoría e iba a ganar.
Sorprendentemente, no rompieron platos ni pusieron la cocina llena de
harina o algo similar. Se lo tomaron muy en serio, como todos los años.
Sabían que a las cuatro de la tarde tenían que salir al salón con su postre
hecho.
Mi hermana tuvo que entrar un poquito antes, cuando oyó las voces de
Alejandra gritando a su hermano por haberse comido una galleta de las
suyas.
La sangre no llegó al río, la cocina quedó limpia, recogida y ellos
aparecieron en el salón con sus bandejas a la hora en punto.
El siguiente turno era el de Enriqueta y Maritere. Una iba a preparar
pudding navideño y la otra un turrón semifrío de yema y nueces. Todo era
demasiado elaborado, digno de una competición entre ellas, que sin duda
eran las mejores cocineras que allí había.
En la cocina solo se oía el batir de los huevos, el claqueteo de los
tenedores, los platos chocando y los villancicos sonando bajito de fondo.
Mientras, en el salón Fran jugaba en el suelo con los tres pequeñajos y
mi hermana y yo, sentadas frente al fuego, tomábamos café con mi madre.
Mi cuñado se dedicó toda la tarde a trabajar, pero prometió probar todo al
final.
Ya iban a dar las cinco cuando salieron las dos de la cocina con sus
bandejas y todo tenía una pinta espectacular. Ambas estaban orgullosas de
lo bien que les había salido.
Incluso las vi chocando las manos entre ellas, como niñas, pero como
buenas competidoras.
Era el turno de mi hermana y mi madre. Tina se había decantado por
trufas frías de praliné y ron y, en cambio, mi madre iba a hacer un bizcocho
navideño con pepitas de chocolate. Fue el turno que más jaleo provocó en
los fogones, porque tanto Tina como Carmen eran de armas tomar y
necesitaban su espacio.
Si una necesitaba el rodillo, la otra también y si una tenía que fundir el
chocolate, la otra también. Parecían riñas de patio de colegio, tanto que
tuvimos que ir a la cocina a poner orden.
 
—Será posible, vaya jaleo estáis montando —les regañamos—. Peor que
los muchachos chicos.
—Con tu madre no se puede —replicaba Tina mientras le quitaba a mi
madre el trapo de cocina para retirar el cazo de chocolate del fuego.
—Tu hermana, que se ha tomado la competición demasiado en serio y
todo le molesta. —Reía mi madre, feliz de estar picando y llevando al
extremo a la pobre Tina.
—En lugar de trufas pienso hacer albóndigas, así me salen menos,
termino más rápido y la dejo como dueña y señora de la cocina.
—Bueno bueno, recordad que el tiempo corre y que tenéis que dejar todo
niquelado —las animé, pensando en lo que iba después.
—Tú sí que vas a tener que recoger cuando veas lo marrano que es mi
nieto cocinando. —Se carcajeó Enriqueta.
—No me diga eso, ¡vaya ánimos! —añadí haciendo una mueca de «no
puedo con mi alma».
—Ya me lo dirás tú, cuando acabéis —aseguró pícara.
—Habrá que meterlo en cintura entonces —afirmé muy convencida,
pensando en lo raro que iba a ser compartir el espacio con él, estando tan
fríos como volvíamos a estar.
—¡No lo sabes tú bien, niña! —exclamó—. Recuerda lo que hablamos, a
ver si puedes hacer algo —continuó mientras volvíamos al salón.
 
Allí el cuadro no era mucho mejor. Los niños junto a Fran habían
vaciado en el suelo un cubo de construcciones de unas mil piezas para
montar pequeños edificios.
La bronca que les echó Maritere se debió oír en las casas vecinas a pesar
de la distancia.
Tardaron poco en recogerlo todo y meterlo de nuevo en su sitio. Faltaban
quince minutos para las seis, cuando mi hermana salió de la cocina.
 
—¡Que gane ella! Yo ya no cocino más hoy y menos a su lado. No
recordaba lo que era estar en la cocina con mamá. Que si recoge esto, que si
echa eso al fregadero, que si no dejes las cosas por el medio tiradas… Uff,
¡qué pereza de señora!, no sé cómo puedes convivir a diario con ella —
rezongó Tina.
—Date cuenta de algo, mamá vuelve a ser pesada y remilgosa. El «ente»
en que se había convertido está desapareciendo y parece que vuelve a ser
ella. Déjala que se enfade y se queje lo que quiera, le vendrá bien —le
expliqué.
—Tienes razón, hacía tiempo que no la veía tan activa y quejándose —
reconoció.
—Eso es, mejor que se queje y siga así. Ah, y yo la aguanto porque
nunca cocino con ella ni me meto en sus cosas —le dije entre risas—. Es
fácil, vive y deja vivir.
—Vosotras dos, dejad de criticar a vuestra madre —nos regañó Maritere.
—No la estamos criticando, solo comentamos que sus defectos ya están
volviendo a aparecer, lo cual significa que está mejor.
—Y tanto que está mejor, como que esta mañana la he visto escribiendo
en su cuaderno de apuntes —contó ella.
—¿En serio? ¿Crees que tiene una nueva novela en mente? —preguntó
Tina.
—Jolín, sería genial que volviera a escribir y a ser ella al cien por cien
—suspiré yo.
—No le digáis nada y dadle tiempo —nos dijo Enriqueta, para después
girarse hacia Fran y preguntarle a su nieto si estaba preparado para cocinar,
a lo que él asintió mirándome de reojo. Me di cuenta porque lo sentí, como
cada vez que sus ojos se depositaban sobre mí.
—Terminé —dijo mi madre saliendo de la cocina con su dulce,
recubierto de chocolate brillante, con una pinta espectacular.
—Última ronda y a las siete merendola —gritó mi hermana—. Venga
«parejita» que os toca, ¡a ver qué nos hacéis!
 
Yo tenía claro lo mío y él, según había explicado minutos antes, iba a
hacer polos de brownie para niños.
 

CAPÍTULO 26
 
 
 
CARLOTA
 
El ambiente empezó siendo raro entre nosotros, que apenas un día antes
estábamos comiéndonos en la plaza Mayor del pueblo. En esa cocina, en
cambio, parecíamos dos completos desconocidos.
Por mi parte, el enfado del día anterior se había diluido un poco
conforme había avanzado el día y era más el tener claro lo que había, con el
cuidado que sabía que debía tener para no engancharme a él aún más.
Por su parte, él estaba tenso y suponía que se sentía violento
compartiendo espacio conmigo después de todo.
Cada uno, en un silencio que calaba hasta los huesos, nos dedicamos a
nuestro postre. Los villancicos se habían acabado, por lo que conecté mi
móvil para escuchar la emisora de radio que siempre oía en español. Fuimos
a coger un cuchillo a la vez y nuestras manos se rozaron, provocando la
misma descarga eléctrica de siempre por todo mi cuerpo.
 
—Lo siento —dijo él.
—Esto es ridículo. Me vas a perdonar, pero si cocinar conmigo te ponía
tan tenso e ibas a estar con tan mal humor, no haber venido —le espeté yo.
—Yo no estoy de mal humor, ya estás columpiándote, Sustitos —rebatió
él suavizando el tono—. Si quieres me voy —soltó haciendo ademán de
salir de la cocina.
—Espera. No quería decir eso, pero no me llames Sustitos en mitad de
una conversación llena de tensión —le rogué—. Como comprenderás, te
siento a mil kilómetros, no me hables como si todo estuviera bien.
—Que no hay tensión, por mi parte por lo menos no, te lo aseguro —
repitió.
—¿Hasta cuándo vamos a estar así? —le pregunté nada convencida por
sus palabras.
—¿Así cómo? —respondió él haciéndose el loco.
—Joder, qué bien se te da hacerte el tonto cuando quieres, hijo mío —me
quejé yo sin filtro.
—¿Y ahora me llamas tonto? No sé cómo hacer contigo, siempre acabo
portándome como un capullo y te aseguro que no soy así. Parece de coña
que siempre termino haciéndolo mal, haga lo que haga —reconoció.
—¿Y por qué?
—Porque me tienes descolocado, Carlota. Te prometo que estoy
desbordado. Ayer no quería enfadarme, te lo prometo, pero sí quería estar
contigo.
—Eso me quedó muy claro, tranquilo —dije haciendo alusión al polvo
fallido y a sus evidentes intenciones.
—No me refería a «eso» como tal. No quería solo sexo.
—Pues lo disimulaste de lujo, querido.
—Lo sé, soy tonto. Se me fue de las manos, como tantas otras cosas —
susurró bajando la voz.
—¿A qué te refieres?
—A nada, déjalo. Sigamos cocinando —concluyó él volviendo a su
postre.
 
No conseguía entenderlo. Vale que yo quería poner un poco de distancia,
por el peligro que él suponía para mí, pero esa actitud suya no era lógica.
Esa tarde estaba teniendo un comportamiento, cuanto menos, extraño. Se
quería hacer el distante, pero me buscaba con la mirada de reojo. Me pedía
perdón por su actitud y me reconocía que no solo había querido sexo el día
anterior, para luego decir que las cosas se le habían ido de las manos y
cortar la conversación evitando así que pudiera preguntarle nada más.
Definitivamente quería volverme majareta. Puse toda la mala leche
contenida sobre la masa de las galletas, amasando con fuerza y dándole mil
meneos para desfogar. Al cabo de poco se dio cuenta.
 
—Las galletas no te han hecho nada, pobrecillas. Son inocentes —
bromeó en un intento de hacerme gracia.
—¡Qué jocoso! Siempre pagan justos por pecadores, ¿no? —contesté
irónicamente.
—Venga, va, dime lo que piensas y deja de retorcer la masa, que la vas a
licuar.
—Muy gracioso. A ver…, ¿qué esperas?, o mejor dicho ¿qué quieres que
diga?
 
—¿Me odias?
—No, Fran, no te odio, pero tampoco te entiendo. Y lo intento, pero no
consigo pillarte el punto. Será porque no nos conocemos… o bueno, nos
conocemos, aunque no tenemos la suficiente confianza para entendernos.
—No digas eso, tú y yo, entre nosotros, tenemos mucha más confianza
de la que podemos tener con otras personas y lo sabes. Lo nuestro es
especial y nos entendemos perfectamente.
—El follar no da toda la confianza ¿eh? Ni convierte algo en especial…
Para mí confiar es contar cómo se siente uno, los problemas que tiene y si
pasa algo, decirlo igualmente. Eso es lo verdaderamente bonito entre dos
personas.
—Sabes que te dije que llevo una época que no me aguanto ni yo. Eso sí,
quiero que tengas claro que anoche no solo quería sexo, pero fui imbécil
haciéndote creer que era así.
—Es que no consigo entenderlo. Vivimos un día de la leche y de buenas
a primeras pasamos de regalarnos pulseras, para no olvidarnos nunca, a
apenas hablarnos. Eso no es normal, lo mires por donde lo mires —le traté
de explicar.
—Bueno, ninguno somos normales. Es demasiado complicado.
—No, nada es demasiado complicado. Las cosas hay que hablarlas. Si no
se hablan, acaban haciendo bola. Deberías saberlo. Todo es lo complicado
que queramos hacerlo.
—¿De qué quieres hablar? —me preguntó.
—De lo que te pasa, de por qué haces como que te alejas para luego
arrepentirte, de esa oferta tuya de trabajo… —dejé caer.
—¿Perdona? ¿Cómo has dicho? —Se extrañó, poniéndose a la
defensiva.
—Lo que has oído. Sé lo de tu oferta y no porque tú me lo hayas
contado. Ojo, que no te lo reclamo, porque como te he dicho antes apenas
nos conocemos, pero no me vengas con la mucha confianza que me tienes
cuando está claro que no es así —le espeté, envalentonándome, del tirón.
Todo lo que le había dicho era verdad y ambos lo sabíamos.
—Pues si ya lo sabes, poco puedo decir. No me apetece hablar de eso
ahora, la verdad.
—De acuerdo. Hagamos como si nada y sigamos con el dulce —dije yo
enfadada a más no poder y rabiosa, girándome hacia la mesa con la mente a
mil porque, nuevamente, me estaba dando cuenta de que no confiaba en mí,
por mucho que dijera que sí.
Seguimos durante otro rato cada uno a lo suyo. Mis galletas ya estaban
dentro del horno y él fundía su chocolate en trocitos. Esa hora que teníamos
de tiempo se estaba haciendo eterna.
Nunca un rato tan divertido me había parecido tan amargo. En la radio
sonaba la canción Devuélveme la vida de Antonio Orozco —una de mis
favoritas— y por mi mente pasó de todo mientras la escuchaba. Entonces,
sentí sus manos suaves en mi cintura y su aliento en mi cuello, a la par que
depositaba un tierno beso en mi nuca. Eché mi cabeza hacia atrás,
apoyándome sobre su pecho. Esa postura siempre me había parecido
perfecta. Sentir que otros brazos te rodeaban, te acunaban y te abrazaban
era sentir plenitud. Y con Fran la sentía, todas y cada una de las veces que
me acercaba a él y entrelazados nos quedábamos en esa posición.
 
—Eso digo yo, como lo que dice la canción, no sé hacerlo mejor… —
explicó comenzando a cantar—: te pido perdón…, te pido perdón a
sabiendas de que no los concedas, te pido perdón de la única forma que
sé…, Sustitos —canturreó enterneciéndome, pues nunca me habían cantado
al oído y menos en una circunstancia así.
—Eres idiota —le dije reprimiendo la emoción, con el nudo que tenía en
la garganta y una lágrima a punto de escaparse.
—Lo sé, pero soy un idiota al que estás volviendo loco y que no sabe
qué hacer —reconoció.
—Cuéntame cuál es el problema y así podré entenderte y ayudarte.
—Está bien, te lo contaré todo, pero cuando sepa cómo hacerlo y esté
seguro de todo lo que te tengo que decir. Te lo prometo, preciosa.
—¿Y mientras qué? ¿Hacemos como que no existimos y seguimos con
esta tensión que se corta en el ambiente? —quise saber dándome la vuelta y
quedando frente a él.
—Shhh, no digas eso. Baila conmigo —me pidió agarrándome de nuevo,
tirando de mí y llevándome contra él, para bailar al son de A que no me
dejas de Alejandro Sanz, que ya había empezado a sonar… Nosotros
éramos los que éramos ayer y los que seremos mañana. Y escuchándola,
solo pude pensar en que ojalá la letra tuviese razón y eso fuéramos, de
verdad, el día de mañana.
 
Sus manos rodeaban mi cintura y las mías se enredaron en su pelo. Su
aliento caliente en mi cuello y mi nariz aspirando su aroma. Ese aroma
dulzón que me enloquecía y me hacía desearlo con fuerza.
Fueron unos instantes solo, pero en ellos volvimos a crear esa burbuja
invisible en la que nos metimos, de nuevo, deteniendo el tiempo. Nuestros
cuerpos se movían acompasados, a paso lento casi flotando en la atmósfera
que habíamos dibujado.
Mi corazón latía acelerado, al igual que el suyo. Mi boca, seca por los
nervios y deseando acercarse a la suya.
La canción acabó y con ella nuestro baile. Aún sin música, nos
mantuvimos unidos en un agarre tímido, sin querer soltarnos.
Con el sonido del horno, deshicimos el abrazo y quedamos frente a
frente pegados, como si solo existiera una lámina transparente de
separación entre ambos. Me perdía en su mirada y él se perdía en la mía.
Fue inevitable el beso que vino después.
Nuestros ojos bajaban buscando los labios del otro y cuando por fin se
encontraron, a mí me invadió una sensación de calma, de estar donde quería
estar. ¡Cómo había echado de menos esos labios y no habían pasado más de
veinticuatro horas! Houston, tenía un problema gordo.
Fue un beso de verdad, dulce, tierno, un beso distinto a todos los
anteriores. No hubo fuego, ni lenguas enredadas luchando entre sí por el
poder, sino que fue un beso de puro sentimiento y supuse que, por su parte,
también era un beso de perdón.
La llegada a la cocina de Maritere hizo que nos separásemos de golpe.
Nos había visto y ambos lo sabíamos. A mí me dio igual, pero él salió de la
habitación como alma que llevaba el diablo.
 
—No digas nada, Marite —le pedí rápidamente.
—Tranquila, a Maritere tú no la engañas. Ya sabía yo que algo había.
—¿Por qué dices que lo sabías? Bueno, luego me lo explicas, pero no se
lo cuentes a nadie, por favor. Fran es muy reservado y no quiero que se
moleste. Además, aunque nos hayas visto besándonos, créeme que no
tenemos nada.
—Algo tendréis, que bien que estabais pegados como dos caracoles —
dijo con una sonrisa de medio lado.
—Aunque te parezca mentira, es más complicado de lo que parece.
Luego te lo explico despacio, pero ahora hagamos como si nada.
Prométemelo.
—Te lo prometo, mi niña, Maritere no dice ni pío. Eso sí, luego quiero
todo el chisme y con buenos detalles.
—Prometido, anda vete al salón que aún tengo que decorar las galletas y
son casi las siete.
—Sí, me voy… que tenemos que merendar y aún os tengo que ganar.
Dile a tu partenaire que ya puede volver y tú, relájate para que se te bajen
los coloretes que pareces Heidi. —Sonrió puñetera.
 
Cuando ella se fue de la cocina, Fran volvió avergonzado.
 
—Joder, lo siento. Nos ha visto —dijo temeroso.
—No te preocupes, no pasa nada. Por mí no hay problema.
—Ya, pero yo no…
—Tranquilo —le corté—. Le he pedido que no diga nada de lo que ha
visto y no lo hará.
—¿Seguro?
—Claro. De todas maneras, no entiendo tanta obsesión por escondernos
—repliqué un poco molesta, porque tanto ocultamiento ya me estaba
inflando las narices.
—No te molestes, sabes que no me gustan los cotilleos ni que nadie se
meta en mi vida —se excusó con el mismo argumento de siempre. Solo que
ya no me cuadraba, porque la vez anterior alegó que la gente del pueblo era
cotilla, pero Maritere no era del pueblo y el único contacto que tenía allí era
precisamente su abuela.
—¿No será que no quieres que se entere Enriqueta?
—Ni ella, ni nadie. Lo que tú y yo hagamos o tengamos, es solo cosa
tuya y mía, Sustitos —quiso hacerme entender, en tono zalamero, para
llevarme de nuevo a su terreno.
—Está bien, anda, sigue con tus polos, que yo aún tengo que adornar los
muñequitos con unas rayitas rojas de fondant.
—Sí, chef —exclamó dándome un pequeño beso en los labios.
 
A las siete pasadas salimos de la cocina. Yo, con mis inocentes de
jengibre perfectamente terminados y él, con unos polos con forma de pino
de Navidad que eran el brownie cortado en triángulos adornado con
fideíllos de chocolate multicolores. Para la desastrosa y accidentada hora
que habíamos pasado, demasiado bien nos quedó todo.
Si no hubiese entrado Maritere, puede que los inocentes hubieran
acabado churruscados y no hubiera habido pinos de brownie, sino humo por
todos lados y bizcocho más negro que la suela de un zapato.
La merienda fue muy divertida. Pusimos todos los dulces sobre la mesa
en fila. Preparamos café, té y chocolate, y fuimos probando de uno en uno
todos los postres.
Entre anécdotas del cocinado, los comentarios sobre los ingredientes que
se nos habían olvidado a unos y otros y la pelea de mi madre y mi hermana,
dimos buena cuenta de las elaboraciones navideñas. Los hojaldres rellenos
de chocolate con forma de abeto triunfaron, estaban deliciosos y no quedó
ninguno.
Al igual que las trufas y el pino-brownie. En otro nivel, el pudding, el
semifrío de turrón y el bizcocho, porque eran demasiado grandes como para
que se acabaran. En cambio, las galletas de Javi y mis pobres inocentes de
jengibre sobraron.
Estaba claro que, entre tanta exquisitez, lo nuestro había pasado
desapercibido y estábamos fuera del concurso.
Después de la merienda votamos y ganaron Maritere con su pudding
navideño y Enriqueta con su semifrío de turrón, por lo que las dos tuvieron
que volver a cocinar para la ronda final.
Nos sorprendieron, ya que ambas pensaban complicarse demasiado para
llevarse el premio. La primera iba a hacer un tronco de Navidad de nata,
bizcocho y trufa y la segunda un bizcocho roscón que hacía todos los años,
con azahar, frutas y relleno de nata y crema, y que no necesitaba las
veinticuatro horas de preparación que necesitaba el roscón tradicional.
Como esos postres les iban a llevar tiempo, nos pusimos a jugar a juegos
de mesa para amenizar la espera. El elegido fue el juego del policía y el
ladrón, que a mis sobrinos les encantaba y con el que nos reíamos mucho,
siempre que jugábamos todos. No sé la cantidad de partidas que pudimos
echar hasta que nos hartamos.
 
—¿Cómo van las reposteras? —indagué entrando en la cocina.
—Bien, casi acabando —respondieron las dos.
—Genial, pues llevamos todo para picar algo y tomamos vuestros
postres lo último.
 
La cena transcurrió igual que la merienda, fluida y divertida, pues donde
estaban las tres Marías nunca faltaban conversación y risas. Lo que ya no
había era hambre, pero hicimos lo que pudimos a riesgo de coma diabético,
de reventar y no caber en los pantalones al día siguiente. Y entre nosotros,
disimuladamente, nunca faltaban las miraditas y la chispa.
Incluso intercambiamos mensajes de móvil, a escondidas, que solo
nosotros veíamos.
 
Fran:
Quiero tenerte para mí solo.
 
¿Las emborrachamos y nos fugamos?
 
Fran:
Qué malvada eres, Sustitos.
 
Por tu culpa. Me provocas mirándome así.
 
Fran:
Y más que te voy a provocar.
 
¿Cuándo me secuestres?
 
Fran:
Premio para la señorita.
 
Ojalá fuese verdad.
 
Fran:
Cierra los ojos y deséalo. Igual se cumple.
 
No me pongas los dientes largos.
 
Fran:
Tú, por si acaso, hazlo. ¿No eres tú la que dices que en Navidad,
con la magia, todo puede pasar?
 
Claro. Siempre.
 
 
Dimos por concluida la jornada sobre las doce de la noche, después de
decidir que el bizcocho roscón de Enriqueta era el mejor dulce y por tanto
ella, también la ganadora del concurso.
Además, los abetos de hojaldre de Alejandra fueron los vencedores en la
categoría junior y la niña acabó el día feliz, al igual que la abuela de Fran,
que se iba a su casa más contenta que unas castañuelas.
No puedo decir lo mismo de Maritere, que se vio destronada y no le hizo
ni pizca de gracia.
 
—Os habéis quedado sin desayunos recién horneados todo lo que queda
de Navidad, que lo sepáis —nos dijo con voz amenazante y todos
estallamos en risas, a la par que le suplicamos para que no nos dejara sin
sus galletas secretas de por vida.
 
Fue un día agotador, pero había merecido la pena por lo que bien que lo
habíamos pasado adultos y niños. Siempre resultaba una tarde increíble, con
esas meriendas-cenas que nos dejaban saciados de azúcar por los restos de
los restos. Y ese año, con las nuevas incorporaciones, fue más especial aún.
Cuando ya los niños y la abuela se acostaron llegó el momento de contar
todo a Marite. Se lo expliqué y me escuchó atentamente. La noté
desconcertada y sin saber qué decirme.
 
—Venga, Marite, suéltalo, que tú siempre tienes opinión para todo.
—Sí, niña, pero esto que me cuentas no me gusta.
—¿Por qué? —le pregunté yo ansiosa por conocer lo que ella percibía
desde fuera.
—Ya te dije hace unos días, que fuera lo que fuera, ese chico tenía cosas
por solucionar. ¿Te acuerdas de la mochila?
—Sí, me dijiste que Fran llevaba una mochila a su espalda, y que tenía
que soltarla para estar bien.
—Por eso no me cuadra su actitud, hija. Siendo sincera, creo que le
gustas y no poco. Te mira con ojillos de cordero degollao como dicen en mi
pueblo.
—¿Tú crees? —insistí.
—Sí, eso está más que claro. Igual que es evidente que tú llevas desde
que lo conociste tontita por él, aunque no quieras ser realista y verlo.
—¿Por qué dices eso?
—¿Crees que no me di cuenta de la discusión que tuvisteis? ¿O del
numerito de la toalla la primera noche? —inquirió ella muy tuna.
—Madre mía, y yo pensando que nadie había notado nada.
—Pues ya sabes… El diablo, más sabe por viejo, que por diablo.
—Totalmente. ¿Y puedo saber qué es lo que no te gusta exactamente? —
le pedí que fuera sincera.
—No me gusta que juegue contigo, niña. No me gusta que te engatuse y
luego cuando has caído, quiera apartarse.
—Bueno, tampoco es que me haya engatusado…, a mí me gusta.
—No lo defiendas. Se te ha metido por los ojos desde que llegamos y tú
te has dejado, por supuesto. Pero no me cuadra que se aleje. Sois jóvenes y
un ¿cómo lo llamáis…? «Un rollo», ¿no? Eso lo tiene cualquiera y no pasa
nada ni hay que alejarse cuando se consigue lo que se quiere —dijo ella
muy segura.
—No es eso, Marite, se aleja, pero luego vuelve…, ya han sido varias
veces. Te va a parecer extraño, pero cuando nos hemos peleado, pese a que
apenas nos conocemos de diez días, lo he pasado realmente mal. Cada vez
que eso ha pasado me he quedado derrumbada y con una sensación de vacío
interior como nunca había sentido. Ni siquiera cuando mi ex me dejó.
—Cuando alguien se te mete dentro, da igual diez días, que diez meses.
Yo me enamoré de mi marido, que en gloria esté, en cuanto lo vi. Pensé que
tenía que ser mío. Y tal cual.
—Yo pensaba que era solo atracción. Ya sabes que desde lo de Andrés
no me he fijado en nadie…, ni ganas de hacerlo. Eso sí, cuando conocí a
Fran me atrajo mucho…
—Y tú a él. Solo había que ver cómo te miraba y cómo se quedó
atontado.
—Ya. Por eso pensaba que era atracción, todo como parte de un rollo,
pero anoche pasó algo y me di cuenta de que no es solo atracción. Llámame
loca o inconsciente, como me lo llamo yo mil veces, pero me gusta mucho.
No lo puedo evitar por más que trato de que no sea así.
Le conté todo lo que había pasado la noche anterior en el puesto de
churros y los días previos.
 
—Por lo que me cuentas, niña, esto no es una cosa esporádica. Los dos
tenéis sentimientos el uno por el otro, pero entonces entiendo menos aún el
secretismo con el que lleva el tema y que, conforme dais un paso adelante,
él da dos hacia atrás para luego volver a darlo hacia delante.
—Me quiere volver loca. Esta tarde se lo he dicho. Y no sé cómo hacer
para que me cuente el problema. Sé que algo hay de una oferta de trabajo,
por una amiga suya, pero poco más —comenté.
—Algo tiene que haber para que actúe así. Yo te recomiendo que hables
con él, por lo claro, porque no quiero que lo pases mal. Confía en mí, a ese
chico le gustas de verdad, pero algo oculta y no comparte contigo. Ándate
con ojo, hazme caso.
—Yo no sé qué pensar. Anoche me fui a la cama creyendo que lo único
que quería conmigo era sexo y decidí que me tenía que mantener un poco
alejada…
—Y hoy ya piensas distinto después del momento caracol de la cocina
esta tarde, ¿verdad? —Acertó, tal cual, en todo.
—Verdad. Por eso no sé qué pensar, ni cuánto le va a durar este nuevo
cambio de opinión. Parecía tan sincero y es tan increíble cuando estamos
juntos, que siento algo tan fuerte dentro cuando me toca que me eriza la piel
y un cosquilleo me recorre de arriba abajo —le expliqué.
—¡Ay, Carlota! Por eso, precisamente, no es coherente lo que hace. Y
tampoco es sano. Las cosas claras. Al pan, pan y al vino, vino. Y si tiene
algo que ocultar, lo que sea, que sea sincero contigo y te explique por qué
lechugas se comporta de esa manera. No me gustaría que te hiciese daño,
mi niña. En unos días nos vamos y no puedes quedarte con dudas de lo que
estás viviendo aquí —afirmó.
—Lo sé.
 
Entonces llegaron mi hermana y Borja, que habían salido a dar un paseo
nocturno y dimos por terminada la conversación. Me fui a la cama con una
sensación agridulce.
Por un lado, la desconfianza que Maritere volvía a sembrar en mí, con
toda la razón.
Por otro, mis propias dudas por el secretismo y lo hermético que era
Fran.
Eso sí, por encima del resto de las cosas, estaba el habernos acercado de
nuevo. Ese último beso que nos habíamos dado por la tarde había sido tan
de verdad, tan sincero y bonito, que solapaba todo lo demás en mi cabeza.
Esa cabeza en la que, a esas alturas de la película, yo ya tenía el cuento
del príncipe azul con protagonista, guion y final feliz. No lo podía evitar.
Aunque en el fondo presentía que no todo podía ser tan fácil, era tan bonito
lo que estaba viviendo con él, que siempre que oía su nombre o pensaba en
Fran, una reluciente sonrisa invadía mi rostro a la par que las mariposas
empezaban a revolotear por mi estómago irremediablemente.
Y qué peligroso era sentirme así por alguien a quien en unos días iba a
tener que decir adiós, y por alguien que no sabía ni lo que estaba sintiendo
por mí o tan siquiera, si sentía algo.
Entonces mi móvil vibró y la pantalla se encendió. Era un mensaje suyo,
que hizo que olvidase las dudas y volviese a flotar entre nubes de algodón y
purpurina de mil colores.
¡Qué gran poder tenía el mensaje de una persona cuando sentías algo por
ella! Esa alegría, esa sensación de cosquilleo de nuevo volvía al estómago,
las mariposas, corazones en el aire y todo color de rosa…
Nuevamente, esa emoción de sentir que era importante para él y, sobre
todo, el hecho de ser el último pensamiento del día en su cabeza me
reconfortaba y me hacía sentir ilusionada.
 
Fran:
Buenas noches, princesa, descansa.
Que sepas que lo más dulce de la tarde, para mí, han sido tus labios.
 
¿Incluso más que el brownie?
 
Fran:
Mucho más.
 
Eres tan encantador como peligroso.
 
Fran:
¿Por qué dices eso?
 
Porque me estás volviendo loca y estamos en la cuenta atrás, no lo
olvides.
 
Fran:
Créeme, no me olvido, pero no quiero pensarlo.
 
Ni yo tampoco. Ojalá siempre fuese Navidad.
Buenas noches, bombón.
 
Fran:
Tú sí que eres un bombonazo. Buenas noches.
 
 

CAPÍTULO 27
 
 
 
CARLOTA
 
Era veintinueve de diciembre. Apenas en dos días terminaba el año y era
increíble lo rápido que estaban pasando las fiestas. Igual de rápido que iba
mi romance, rollo o lo que fuese con Fran.
Todo se estaba desarrollando como en las películas, donde a la prota se
le caía algo por la calle y el protagonista justo pasaba por allí para ayudarla.
Tras eso se miraban y voilà: se enamoraban profundamente, eran felices y
comían perdices. Con la cantidad de veces que había criticado yo las cosas
que no se cuecen a fuego lento —que era lo ideal para mí— y había dicho
que no creía en los flechazos y en los llamados instalove…
«¡Mi abuela decía que no se podía hablar de nadie porque todo volvía de
vuelta!», recordé.
Y ahí estaba esa mañana, despierta en la cama, remoloneando bien
arropada mientras miraba el cielo —que estaba demasiado blanco— a
través de los cristales de mi ventana.
Demasiados pensamientos se agolpaban en mi mente y uno era el
epicentro de todo: Fran. Fran y el beso… Fran y el momento pulsera… Fran
y yo bajo la nieve mientras paseábamos… Fran y yo recorriendo las calles,
viendo las luces navideñas de la mano… Fran y yo follando en su
habitación… Fran y sus dudas… Fran y los alejamientos cuando se le
cruzaba el cable… Fran y su tono indiferente cuando quería… Fran
diciéndome días antes que me iba a secuestrar ese día para estar conmigo
lejos de todo y de todos.
«Ojalá», pensé y, entonces, entró mi hermana de golpe en el cuarto, sin
llamar a la puerta y me sacó de la cama.
 
—Vístete, vuela, que tenemos que ir a comprar —me dijo y yo, a
regañadientes, me levanté para hacer lo que me decía.
 
Me vestí, engullí deprisa un vaso de leche calentito con canela y un trozo
de bizcocho del día anterior y puse los regalitos de los niños en la bota.
Eran tres sobres y tres hojas en blanco hechas rulitos y cerradas con una
cinta roja.
 
—¿Dónde están todas las galletas que sobraron ayer?
—Nos las hemos comido Borja y yo —mintió mi hermana, solo que yo
aún no lo sabía.
 
Cuando nos disponíamos a salir, vi que Tina llevaba una de mis mochilas
colgadas.
Me sorprendió porque mi hermana no tenía ese tipo de estilo…,
arreglarse con mochila, deportivas y vaqueros no le pegaba. Ella era más
bien de las de bolso colgado en el codo y mano tonta cayendo.
 
—¿Tú con mochila? Si que te has levantado hoy moderna, hermanita —
apunté.
—Ya ves, la vida te da sorpresas… —respondió enigmática.
—¿Y por qué teníamos que venir tan temprano a comprar? ¿No había
más horas en el día? —le pregunté yo mosqueada, pensando en lo bien que
podía estar en ese momento tumbada en mi cama remoloneando.
—Calla y no seas quejica. Es un mal para un bien, ya verás como al final
me lo agradeces y todo —afirmó sonriente.
—Si tú lo dices… ya te digo yo que no. Y encima no sé ni lo que vamos
a comprar con tanta urgencia —le rebatí.
 
Entonces vi que se paraba a la altura de la casa de Enriqueta. Me extrañó
que no siguiese andando. Cogió el teléfono y marcó.
 
—¿También piensas sacar de la cama a la señora Enriqueta hoy? —
bromeé irónicamente con ella.
—No, más bien estoy colaborando para que tú puedas meterte en «una»
con quien te apetece, «bonita».
 
Me quedé perpleja con su respuesta y más aún cuando vi salir a Fran por
la puerta, corriendo, cargado con una mochila gigante, y venir hacia
nosotras.
 
—Hoy es el día, Sustitos. Lo prometido es deuda. Eres mía las próximas
doce horas. Gracias, Tina, te debo una —le agradeció Fran, abrazándola y
besándome a mí después.
—¿Peeeeerrrrrrdddddoooooonnnnnnnnnnnnnaaaaaa? —Esa fue mi
reacción, completamente sorprendida, emocionada y alucinada. No me lo
podía creer.
—Ale, venga, hermosa, coge tus cosas. —Apremió Tina, entregándome
la mochila que llevaba colgada al hombro—. Arreando, que yo me vuelvo a
casa, porque hace un frío que pela y tengo que dar el desayuno a mis
pollitos. Fran, va todo lo que me pediste.
—¡Gracias! —respondió él—. Prometo hacerte de canguro cuando
quieras, cualquier día de estos.
—Os mato. O sea que estabais compinchados vosotros dos. Tú y yo ya
hablaremos. —Me giré hacia mi hermana y me despedí con la mano.
—Preciosa, vámonos. No perdamos el tiempo, tenemos mucho por vivir
y disfrutar.
—Pero se van a extrañar de que no vuelva con Tina. Me van a llamar y
se van a enterar de que estoy contigo.
—Tranquila, Sustitos, tienes una hermana que es una crack y lo tiene
todo perfectamente atado. Tú y yo solo tenemos que dedicarnos hoy a una
cosa —dijo levantando la ceja y sonriendo pícaramente.
—¡Serás guarro!
—¿Ves como eres una malpensada? No hablaba de follar, que también
vamos a hacerlo y mucho. Hablaba de estar juntos, de poder besarte a cada
paso y en cada esquina, además de pasar el día sin miradas de nadie y lejos
de familia, de niños y de todo.
—¿Sabes que has conseguido sorprenderme mucho, muchísimo?
—De eso se trataba, ¿no? Al final va a ser verdad que me ha invadido el
espíritu de la Navidad y me he vuelto un romántico, como esos de tus libros
y pelis moñas.
—No sé por qué te empeñas en ir de duro y parecer un viva la vida,
insensible y follarín si luego tienes detalles que son para cogerte y
achucharte mil veces hasta dejarte estrujao —aseguré totalmente
convencida de lo que estaba diciendo, porque era lo que pensaba.
—Déjate de tanto piropearme y hablar. ¡Vámonos! —exclamó
agarrándome la mano y tirando de mí hacia su coche.
 
No sabía a dónde íbamos, no me había dejado ver lo que había en la
mochila para no tener pistas. Solo sabía que llevábamos como una hora en
el coche y habíamos pasado un puerto. La nieve había hecho su aparición
en esa zona y había bastante por todos sitios. Los árboles tenían las copas
totalmente blancas.
Iba encantada observando el maravilloso paisaje y, sin duda, con la
mejor compañía que en ese momento podía tener. Estaba feliz con la
sorpresa. Nadie había hecho nada parecido para poder pasar tiempo
conmigo. Fuese lo que fuese lo que íbamos a hacer en el pueblo al que nos
estábamos dirigiendo, ya había merecido la pena.
Un cuarto de hora después, vi el cartel que indicaba que estábamos en El
Burgo de Osma y enseguida me vino a la cabeza el día que fuimos todos al
pueblo y probamos los famosos chocorreznos.
Dejamos atrás el cartel y continuó avanzando, adentrándose en la
civilización… Pasamos por un par de puentes y bordeamos el río, hasta
llegar a una explanada donde había una gran carpa blanca.
Aparcamos y mi sorpresa fue mayúscula cuando nos acercamos y vi una
pista de hielo gigante. Dentro de la carpa había un tenderete donde se
alquilaban los patines y una especie de vestuario en el que dejar las cosas.
En la entrada, en la parte derecha, estaba ubicado un puesto de churros
atendido por dos chicos rubios muy dicharacheros. Y en la parte de fuera de
la carpa había varias atracciones infantiles.
 
—No puede ser… ¡Qué ilusión, Fran! —grité tirándome encima de él
para abrazarle.
—¿Estás contenta?
—Claro, estoy feliz. Voy a patinar sobre hielo y ¡¡¡contigo!!! —exclamé
aún abrazada a él.
—Eso sí, Sustitos, prepárate para besar el suelo, porque te aviso de que
no he patinado en mi vida y sobre hielo menos aún. Soy un poco torpe para
estas cosas —reconoció.
—Si nos caemos, nos levantaremos juntos. Iremos de la mano —
propuse.
—Me parece una idea perfecta. Nunca me he revolcado con nadie sobre
hielo, prepárate, muñeca, pero la primera parada es un buen desayuno.
—Oh, sí, me muero por unas buenas porras mojadas en chocolate.
—Y yo me muero por verte comerlas. Es imaginarte con una en la mano,
mojándola en el vaso y llevándola a tu boca… y ya me estoy poniendo malo
—soltó tan tranquilo entre risas.
—Aunque seas encantador sigues siendo un jodido cochino. Ahora me
va a dar vergüenza comérmelas y me voy a poner roja.
—Y yo me voy a poner morao —añadió guasón—. No seas niña y
recuerda algo, entre nosotros no hay vergüenzas. Ambos sabemos lo que
tenemos.
—Bueno, ambos sabemos que también hay cosas pendientes que contar,
pero por hoy no pensaremos en otra cosa que no sea en disfrutar cada
minuto.
—Eres fascinante, Sustitos. No me canso nunca de ti, siempre me
sorprendes con tu frescura y tu espontaneidad. Venga, desayunemos y al lío.
 
Me encantaban los desayunos de Maritere o ir a cualquier cafetería que
tuviese un rinconcito acogedor, pero con total diferencia, aquel fue uno de
los mejores desayunos de mi vida. Desayunamos con ganas, pero sobre todo
con mucha ilusión y entusiasmo dentro de mí, ya que aún me duraba el
shock y la felicidad que me había provocado la sorpresa.
Finalmente, me comí las porras con mucho antojo y aunque el primer
bocado lo di con algo de vergüenza, el segundo y siguientes iban cargados
de provocación. Y dio resultado porque lo estaba volviendo loco por
momentos.
 
—Nena, ¿cuántos besos te han dado con sabor a chocolate con churros?
—Yo también me estoy muriendo de ganas de saborearte —contesté con
voz retozona.
 
Y nos fundimos en un beso intenso, mágico, como estaba siendo el día, y
muy dulce, con sabor a chocolate, que en el instante supe que, al igual que
el que me dio con sabor a nube, tampoco iba a olvidar jamás. Ya tenía una
colección de sus mejores besos grabada a fuego lento en la mente y en el
corazón.
La siguiente parada fue la pista. Había llegado el momento de hacer
realidad uno de los deseos que pedí junto al árbol pocos días atrás, y que
siempre había querido cumplir.
¡Para que luego dijese la gente que los deseos que se cuentan no se
cumplen!
Nos acercamos al maletero, donde estaban nuestras mochilas, y él se
encargó de abrirlas. De la que había preparado mi hermana, sacó mis
guantes, una bufanda de lana multicolor muy gorda y un gorro para que no
pasase frío.
De la suya sacó lo mismo. Había previsto todo. Volvimos a la cola de la
pista de nieve y enseguida nos encontramos subidos sobre nuestros patines,
listos para entrar.
La entrada fue accidentada, ya que, hasta que conseguimos mantenernos
en pie, nos escurrimos un par de veces. Nos levantamos ayudándonos el
uno al otro y nos agarramos a las vallas por separado, para empezar a
deslizarnos sin caernos.
Empecé a soltarme yo y conseguí estabilizarme, dando mis primeros
pasos en firme, mientras Fran seguía agarrado como una lapa al borde.
Decidí dar una vuelta, despacito, y cuando ya me vi capaz, fue alucinante
descubrir la libertad y la adrenalina que sentía subida sobre esos patines
mientras derrapaba sobre el hielo.
Era una sensación parecida a volar, ya que cada vez me deslizaba más y
más rápido. Parecía que lo hubiese estado haciendo toda la vida. No sé de
dónde saqué la pericia, pero lo conseguí. Cumplí uno de los sueños que
tenía desde niña, y no lo estaba haciendo sola, sino con quien en ese
momento más deseaba hacerlo.
Solo que ese chico que estaba allí conmigo, el que era clavado al de mis
sueños, seguía agarrado a las vallas sin soltarse. Fui hacia donde estaba
Fran y le tendí mi mano:
 
—¿Confías en mí?
—Joder, Sustitos, sabes que sí, pero no soy capaz de soltarme. ¡Que me
voy a escornar!
—Hazme caso y suéltate despacio. No mires al suelo, mírame a mí y
déjate llevar —le pedí.
 
Y lo hizo. Despacio, con más miedo que vergüenza, soltó una mano
primero, que agarró fuerte a la mía, para después soltar la otra.
Permanecimos unos segundos quietos, para que se mantuviese firme. Era
increíble ver a un tiarrón de su tamaño, tan frágil y con tanto miedo,
agarrado a mí tan fuerte como para doblarme la mano. Su cuerpo temblaba
y no solo por el frío que el hielo desprendía.
 
—Si lo sé, te llevo a jugar al golf, Sustitos. Recuérdame que no vuelva a
subirme a unos patines en mi vida, y que ser romántico está sobrevalorado
—vociferó quejándose.
—No farfulles tanto. Sabes que me estás haciendo feliz, ¿no? —le
recordé para que se tranquilizase.
—Eso es lo único que me hace estar aquí subido a punto de romperme
una cadera —bufó.
—Sí, hombre, o dos si son chiquitillas. —Me reí.
—Jodida Carlota… ¡Encima no te burles de mí!
—Ahora vamos a soltarnos la mano derecha y vamos a empezar a
deslizarnos hacia el frente, ¿vale?
—Si digo que no ¿va a servir de algo? —preguntó, y yo me eché a reír.
 
Sin duda, entre todo lo que me gustaba de él estaba su sentido del humor
y sus ocurrencias. Siempre tenía una tontería dispuesta para salir de su
boca, tontería que, estuviera enfadada o no con él, siempre conseguía
sacarme una carcajada. Y verlo así de asustado me divirtió tanto que hasta
agujetas tuve de la risa.
Cuando por fin conseguí que me soltara de una de las manos, poco a
poco fuimos avanzando. Primero muy lentamente para que cogiera
confianza y viera que era sencillo no caerse. Se consiguió mantener en pie y
dar unos cuantos pasos. Después, empecé a tirar de él para acelerar el
movimiento, mientras me gritaba que no fuera tan rápido. No le hice caso y
en lugar de detenerme, pese a sus gritos histéricos, seguí patinando a más
velocidad con él siguiéndome, muerto de susto, pero manteniéndose sin
caerse al suelo.
 
—Ahora ¿a quién tenemos que llamar «Sustitos», campeón? —le grité
riéndome.
—Cuando me baje de estos andamios me pienso vengar de ti, que lo
sepas —chilló también él—. Si sigo vivo, claro…
—Estaré esperando el castigo encantada.
—Sí, tú, ríete, malvada, pero el susto que me estás haciendo pasar te va a
costar compensármelo.
—Calla y concéntrate, que no quiero que te rompas los dientes o una
pierna contra el hielo.
—Pero no me digas eso, bruja —me volvió a gritar, mientras yo seguía
riendo a carcajada limpia, cogida de su mano.
 
Cuando se tranquilizó, empezó a disfrutar. Dimos varias vueltas en
círculos alrededor de toda la pista, cogidos siempre e incluso conseguimos
ponernos uno frente al otro y movernos al mismo ritmo. Nos mirábamos y
sonreíamos, porque teníamos un subidón tremendo.
Y ahí, en mitad de la pista de hielo, con la gente patinando a nuestro
alrededor, estuvimos besándonos como una pareja cualquiera que no tenía
que esconderse de nada ni de nadie.
Recuerdo perfectamente el primer beso sobre el hielo. Recuerdo cómo
mis labios estaban helados, apenas los sentía, por eso, cuando nos
acercamos y noté su aliento caliente sobre mi boca, me abalancé sobre él.
Duramos en pie los primeros segundos, hasta que, del impulso, perdimos el
equilibrio y acabamos cayendo al suelo uno encima del otro. Por suerte no
se enfadó, sino que nos dio por reír sin parar, pensando en el cuadro ridículo
que debíamos de estar ofreciendo. Lo cierto fue que nos importó un
pimiento y ahí, en el suelo tirados, él debajo y yo encima, seguimos
besándonos sin parar. Nos pudo el deseo y las ganas que teníamos
acumuladas.
 
—No es por ser aguafiestas o waterparty, como tú me llamas, pero ya no
siento la espalda. Creo que me van a empezar a salir estalactitas del frío que
tengo —comentó él.
—Perdón, no caí. Me pierdo en tu boca y no controlo el tiempo, deberías
saberlo ya. Venga, levantémonos, que para los besuqueos tenemos todo el
día.
—Debo de ser tonto por hacer que te quites de encima de mí, pero este
no es el escenario que me imaginaba para esta posición. Tengo uno mejor
para luego —insinuó guiñándome un ojo.
 
Y entre piquitos, como dos adolescentes tonteando, conseguimos
finalmente ponernos de nuevo en pie para seguir disfrutando de nosotros, de
nuestros besos y de mi sueño hecho realidad.
Volvimos a dejarnos llevar por nuestros pies que, para cuando llegó la
hora de abandonar la pista, ya iban solos y fluidos deslizándose por el hielo.
No volvimos a caernos y cuando nos acercamos a las vallas, nos abrazamos
de emoción, porque habíamos conseguido disfrutar de la experiencia juntos
como un verdadero equipo. Cuando perdió el miedo, y se quitó el susto que
tenía encima, fue cuando Fran disfrutó de verdad. A mí me encantaba verlo
sonreír conforme avanzaba más rápido. Parecía un niño inocente y feliz.
Nos compenetramos a la perfección y terminamos abandonando la pista al
mediodía con pena.
 
—Pues he de reconocer que no ha sido tan malo —aclaró quitándose los
patines.
 
—A mí me ha encantado. ¡Menudo subidón! —reconocí.
 
En cuanto me puse mis botas, me volví a abalanzar sobre Fran,
subiéndome encima de él de golpe, mientras él me sujetaba poniendo sus
manos en mis nalgas.
 
—Gracias, gracias, gracias por hacerme tan feliz hoy —expresé sin dejar
de besuquearle.
—Me encanta haber podido cumplir tu deseo, porque, aunque yo he
sufrido lo mío, te he visto disfrutar como una niña pequeña. Y con eso me
doy por satisfecho. Eso sí, ya que tenemos las dos caderas intactas, después
de todo, habrá que darles buen uso para celebrarlo, ¿no?
—¡Qué marrano eres!, siempre pensando en lo mismo —le piqué—.
¿Ves cómo te cargas el romanticismo de un plumazo? Con lo bien que
ibas…
—Soy sincero, no tengo filtros. Tú eres igual, solo que yo lo digo y tú lo
piensas, pero te lo callas. —Me intentó provocar.
—¿Sabes lo que pienso? Que tengo un hambre que me muero y me
rugen las tripas —exclamé acariciándome la barriga con las dos manos.
—Pues entonces, siguiente parada, preciosa. Voy a llevarte a un sitio
espectacular —añadió cogiéndome la mano de nuevo y tirando de mí hacia
su coche.
 
Aparcamos en la puerta de un hotel balneario de cuatro estrellas en el
centro del pueblo. Entramos y nos paramos en la recepción, para a
continuación pasar al restaurante. Se ubicaba en un patio acristalado con
una gran cúpula —también de cristal— en el centro. Nos asomamos y desde
ahí pudimos ver las aguas azules de la zona termal.
Resultó ser un lugar precioso y olía a salitre desde que habíamos entrado
por la puerta. Ese era un aroma que a mí me encantaba y me llevaba con la
mente al mar. A esos días de vacaciones cuando era pequeña y todos los
años viajaba con mis padres a Cádiz.
Mi padre… Tristeza.
 
—¿Qué piensas? La cara te ha cambiado y te has puesto triste. —Se dio
cuenta al instante.
—Sí, veo que ya me tienes fichada, ¿eh? ¿Hueles? Pues este olor a agua
salada me ha recordado a la playa, a los viajes de verano cuando era niña, a
cuando iba con mi padre y me bañaba con él en el mar…
 
—¿Crees que volverá? ¿Le perdonarías? —me preguntó.
—Es mi padre, lo sé, pero ya no confío en él. Ha hecho demasiado daño
a mi madre y si volviese, que no lo creo, no sé si ella lo perdonaría
tampoco.
—Debe de ser muy duro, ¿verdad? Sobre todo para ti, que eras la niña de
sus ojos, según me ha contado un pajarito…
—Ya le diré a Tina que no te dé tantos datos, que a ti luego hay que
sacarte la información con sacacorchos. Y tú, en cambio, bien informado de
todo.
—No, Sustitos, de todo no. Informado sobre tus cosas que es lo que me
importa. Lo demás me da igual.
—Vaya, si te preocupas por mí y todo… —jugueteé verbalmente
hablando, recochineando.
—Pues claro que me preocupo, nena —explicó agarrándome la mano—.
Si no fuese así, no estaríamos aquí. Desde que te conocí, por una cosa o por
otra, no ha habido día en que no me haya preocupado o haya estado
pendiente de ti.
—No te voy a negar que me gusta oírtelo decir. Más que nada, después
de todas las veces que hemos tenido movidas —reconocí.
—Es que esto es de locos, preciosa. ¿Qué hace? ¿Once días que nos
conocemos? ¿Te das cuenta de la montaña rusa de emociones en la que
estamos subidos desde entonces?
—Totalmente, en estas semanas he tenido tantas sensaciones encontradas
como no había tenido en muchos meses. Y me encanta sentirme así, aunque
no siempre sea para bien. Eso es vivir y yo hacía mucho que estaba en
modo automático. Y tú, con tus bobadas y tus cosas, me has devuelto esa
ilusión y esas ganas de levantarme y vivir cada día —le expliqué.
—¿Por qué dices lo del piloto automático?
—Porque es la verdad. Desde que mi ex me largó, tuve claro que no
quería volver a saber nada de nadie más. Me costó remontar, porque,
aunque no había sido una relación de años y años, me sentí tan engañada y
estafada, que no me perdonaba a mí misma haber caído. Al final lo hice, caí
y el tiempo me dio la razón, ya que cuando lo conocí, me atrajo mucho,
pero no me fiaba en absoluto de él. Eso sí, supo ganarse mi amistad poco a
poco y por tanto mi confianza. Por eso me dolió tanto ver venir lo que iba a
pasar.
—¿Qué es lo que pasó exactamente? —me interrumpió.
—Él tenía una ex a la que conoció años atrás en Alemania y de la que
por lo visto se enamoró en pocos días. Pasaron juntos unas semanas allí, y
al volver a España él, lo acabaron dejando. Yo lo conocí al cabo de unos
meses, por unos amigos comunes y picoteando de flor en flor. Entonces, de
buenas a primeras, se hizo con mi teléfono, empezamos a hablar y unos
meses después ya estábamos saliendo juntos. Ella seguía llamándole de vez
en cuando y a mí no me gustaba, pero él le restaba importancia ante mis
ojos. Hasta que poco antes de Navidad del año pasado anunció que venía a
Europa y, ya que iba a Alemania, pasaba por España. Como el que va de
Ciudad Real a Madrid y se desvía a Toledo para comer…
—Ya entiendo. Y a partir de ahí, ¿qué pasó?
—Pues que, en esa visita, ella iba a dormir en casa de él y yo tenía claro
lo que iba a suceder. Se lo decía y discutíamos. Y ya empezaron las
discusiones constantes. Fue una Navidad intensa. En enero, hicimos un
viaje con unos amigos y la cosa remontó un poco, pero llegó febrero, con la
visita de ella para San Valentín, y todo se fue al traste. Ya cuando supe la
fecha se lo dije, que me parecía de cachondeo, pero él seguía llamándome
exagerada. Fíjate si sabía lo que iba a pasar, que en enero me despedí de su
compañero de piso, para siempre.
—¿En serio?
—Y tan en serio. Se lo dije, textual, fue un: «dame dos besos y que te
vaya muy bien, porque no creo que volvamos a vernos».
—Me parece alucinante que lo tuvieras tan claro. Y más aún, que no
hicieras nada por evitarlo, con lo clara que eres —afirmó.
—Era una batalla perdida de antemano, poco podía hacer. Tampoco
quería. Por eso, cuando dos semanas antes del catorce de febrero, por
teléfono me dijo que teníamos que hablar, no tuve que pensar mucho sobre
de qué iba a tratar la conversación.
—¿Te dejó por teléfono? Valiente cobarde y poco hombre…
—Sí, luego vino a verme, después de la visita, y me confirmó que tenía
razón en todo lo que le había ido diciendo que iba a suceder; y déjame
decirte que, quizá saberlo, fue peor aún. A partir de ahí, decidí que no iba a
volver a confiar en ningún hombre. Después, al cabo del tiempo, pasó lo de
mi padre y ya fue el remate.
—Ahora entiendo lo que me contabas aquella noche sobre la confianza.
—Hizo memoria mientras su dedo pulgar acariciaba cariñosamente mi
mano.
—Normal, creo que cualquiera que hubiera vivido lo que yo, puede
entender que piense así. No sé qué es lo que tenemos tú y yo ahora mismo,
o si tenemos algo realmente, porque como bien has dicho y sabemos, esto
es de locos, pero solo te voy a pedir una cosa…
—Dime, si está en mi mano, no dudes de que lo haré —afirmó muy
seguro de sí mismo.
—Que no traiciones mi confianza. Siempre voy a preferir una verdad
que duela, a mil mentiras.
—Oído cocina, y ahora hablemos de cosas más alegres, que hoy es
nuestro día y quiero que lo recordemos siempre por cosas bonitas. —
Cambió de tema, sin responder a mi petición y dando una vuelta de tercio,
radicalmente.
—Tienes razón. Venga, pidamos el segundo que estoy deseando llegar al
postre. —Le metí prisa ansiosa.
—¿A cuál exactamente? ¿Al dulce o al carnal?
—Perdona, monín, habiendo dulce con tan buena pinta, lo carnal puede
esperar un rato más.
—Oh, prefieres un dulce que engorda, a este bombón que tienes frente a
ti que solo quiere darte placer.
—Este bombón me va a dar todo el placer que quiera, pero pudiendo
tener los dos no voy a elegir, querido —le repliqué guasona, recuperando
nuestro ambiente distendido de siempre y dejando atrás temas más
profundos.
 
Hablamos un poco de todo. Cuando estábamos tranquilos, charlando,
creábamos la misma burbuja en la que la gente de alrededor desaparecía y
estábamos solo nosotros.
 
—¿Sabes lo que me encantaría? Vivir en Montaves —confesó de pronto
él.
—Lo recuerdo, se lo contaste a mis sobrinos aquella tarde.
—Cierto… Reflotar esa imprenta podría ser todo un reto. Se convertiría
en una insignia en la comarca y sería un éxito, estoy seguro. La vida en la
gran ciudad acaba cansando. Por eso volví a Madrid. Porque dentro de que
es una gran ciudad, es la mía y allí, por lo menos, me siento donde siempre.
En el extranjero nunca me he sentido en mi hogar, cosa que estos días en el
pueblo sí estoy sintiendo.
—Por eso dudas si aceptar la oferta que te han hecho, ¿verdad? Si no
quieres que hablemos de eso, dímelo.
—Eso es. No me gusta nada Londres. Tanta lluvia, tantos días grises,
tanto frío, los horarios tempraneros de las comidas, la vorágine en
general…
—Frío también lo tendrías en el pueblo, pero claro… no se puede
comparar la calidad de vida.
—Exacto. Tú imagínate un día a día dentro de la rutina. Todo tan
tranquilo y apetecible, a diferencia de las grandes ciudades, donde vas
volando a todos sitios y pierdes medio día en desplazarte. Y si hay que
coger transporte público, ya ni te cuento.
—Toda la razón. No lo he vivido tan a gran escala, porque yo estudié en
Pamplona, pero también me gustaría vivir en algún sitio que me gustase de
verdad. Hace poco a mi sobrina se le ocurrió decir, con la inocencia que
tienen los niños, que podíamos quedarnos a vivir en Montaves, cosa que
después mi madre y yo comentamos, coincidiendo ambas en que podía ser
increíble. A ella le va a costar la vuelta a casa. Y tras estos días tan
maravillosos, a mí también.
—Te voy a echar de menos, Sustitos —exclamó en un suspiro.
—Y yo también, mucho, pero no lo pensemos, recuerda… solo cosas
bonitas.
—Venga, tienes razón. Pidamos el postre y vamos a por la tercera
parada.
 
Nos trajeron el postre y creí morir de placer. Una torrija caliente rellena
de crema pastelera y yema tostada por encima, con una sopa de chocolate y
frambuesa que compartimos entre curiosidades y confidencias. Éramos muy
diferentes, pero teníamos demasiadas cosas en común. Alguna vez leí que
esas eran las personalidades propensas para enamorarse y vivir un amor de
locos.
 
—¿Sabes qué?, si no hubiera nadie en las mesas de al lado, te cubriría de
chocolate blanco por todo el cuerpo y después te lo lamería muy despacito,
hasta hacerte gritar de placer.
—¿Sabes que con tu tonito de voz me has puesto cachonda de solo
imaginar la escena? —le confesé.
—No lo dudaba, muñeca. Te tendría debajo de mí durante horas y no te
daría tregua.
—¿No podemos escaparnos durante días? —pregunté haciendo una
mueca de tristeza.
—¿Y dónde querrías ir?
—Siempre he querido visitar Alsacia en Navidad. Todos los años busco
fotos de gente que pasa las fiestas allí y es increíble. Tú porque eres un
poco Grinch, pero para mí, que me encanta, sería un destino soñado para un
viaje especial —relaté.
—Para mí ir contigo ya sería especial —aseguró dejándome con la baba
caída, mientras corazones y purpurina volvían a flotar en el ambiente
alrededor nuestro.
—¿Ves como eres todo un romántico, aunque lo niegues? Tú imagina:
los dos solos, paseando por esos pueblecitos llenos de mercadillos
navideños, gente por todas partes y con todas las casas decoradas con miles
de adornos y millones de luces de colores. Un montón de sitios por visitar,
como Estrasburgo, que es la capital de la Navidad. Dormir juntitos en
cualquier sitio mágico, bien abrigados bajo un buen nórdico, eso sí, y
recorrer un par de pueblos por día.
—Suena muy bien. Añade a ese plan: el chocolate, una chimenea, dos
copas de vino y follar sin parar. ¿Recuerdas? —dijo haciendo alusión a la
propuesta que me hizo de secuestro días atrás en un mensaje.
—Claro que lo recuerdo. Ojalá ese viaje pudiera hacerse realidad alguna
vez.
—Ya sabes, pide un deseo. Dicen que algunos se cumplen —recordó
guiñándome un ojo, a lo que yo respondí acercándome a él para robarle un
beso.
—Eres encantador, aunque lo disimules bajo la fachada.
—Y tú eres perfecta, además de preciosa. He tenido mucha suerte al
conocerte estos días. ¡Y pensar que casi no vengo! Estuve a nada de
quedarme con mis padres, pero algo me hizo venir. Me dio la ventolera y de
un día para otro preparé la maleta y me vine para dar la sorpresa a mis
abuelos. Ya te lo dije, Montaves es el mejor lugar para desconectar.
—Yo sí que he tenido suerte. Luego os reís cuando digo que en Navidad
todo puede pasar.
—¿Crees que Papá Noel te ha puesto en mi camino? ¿O han sido los
Reyes Magos? —preguntó irónicamente entre risas.
—Tú ríete, pero yo seguiré creyendo en la magia de la Navidad y en que
todo sucede por algo.
—Me parece perfecto. Y ahora, vamos, que tenemos por delante una
larga tarde. Mueve el culo, Sustitos.
 

CAPÍTULO 28
 
 
 
CARLOTA
 
Cuando creía que ya nos íbamos de ese pueblo, fue hasta el coche y
volvió con mi mochila. Me dio un bikini.
 
—¿Un bikini?
—Bingo, preciosa, qué avispada te veo hoy.
—Eres tonto. ¿Qué hago yo con un bikini, a cinco grados bajo cero, en
un pueblo de Soria?
—Disfrutar conmigo de un baño termal mientras vemos nevar, ¿qué te
parece? Para algo lo traerías, ¿no? Aún recuerdo aquella primera noche,
todo esparcido en el suelo…
—Calla calla… Vaya vergüenza pasé. Todo tirado y tú mirando mis
bragas y cachondeándote. Y sí, un plan totalmente apetecible, como tú —le
respondí echándome de nuevo en sus brazos, para abrazarlo con todas mis
fuerzas porque no dejaba de sorprenderme.
 
A esas alturas, todo lo que él hacía provocaba que se me cayese la baba.
Si había alguna duda, ya se había disipado. Ese hombre me tenía loca por
sus huesos, pese a sus misterios y pese a todo. Y aunque ninguno lo
habíamos reconocido, él estaba igual que yo porque esas cosas se notaban.
Nos dirigimos a la zona del balneario, que era espectacularmente bonita.
La estancia era amplia, estaba iluminada con luz de colores tenues, muy
bajita y música ambiental. Una de las paredes era una cristalera, por la que
se veía nevar en el jardín. Por la claraboya del techo, que era el agujero de
la cúpula del patio, entraba luz también y los curiosos se asomaban, como
habíamos hecho nosotros al llegar.
Era una gran piscina termal con camas de burbujas, jacuzzis, mil chorros
y cuellos de cisne. Se accedía por una escalera central y, por suerte, estaba
completamente vacía.
Nos cambiamos en el vestuario y tras ponernos los trajes de baño,
dejamos todo allí en las taquillas y fuimos derechos al agua.
Fue una gozada cuando metí los pies en la piscina calentita con el frío
que hacía fuera. Nos sumergimos rápido y pasamos más tiempo abrazados y
jugando, que dándonos masajes con los chorros terapéuticos.
Al no haber nadie, no pudimos evitar que nuestras manos recorrieran el
cuerpo del otro, una y otra vez. Me llevó hasta el jacuzzi, activó las
burbujitas y me sentó encima suyo, para poder besarme mientras nos
sentíamos mutuamente duros, calientes y completamente excitados.
Las burbujas tenían tanta fuerza que quitaban la nitidez al agua,
formando una especie de espuma, por lo que Fran aprovechó para hacer a
un lado la tela de mi bikini y dejar al aire mis pechos, que tenían los
pezones duros como balines. Bajó su cabeza hasta ahí y se dedicó a lamer
con todas sus ganas, lascivamente, haciendo que mi excitación fuese en
aumento.
Lamía y mordisqueaba, consiguiendo que yo calmase mi hambre de él,
empleándome en su cuello, tan irresistiblemente apetecible como él. Le
lamía de arriba abajo, le besaba y cuanto más excitada, con más intensidad
le succionaba.
Él pasaba de un pecho a otro y alternando con besos firmes, donde
nuestras lenguas se buscaban y se enredaban, para no soltarse mientras sus
manos me acariciaban bajo el agua. Apartó la tela de la braguita e introdujo
su mano entre mis piernas, llevándola a recorrer mi parte más íntima una y
otra vez.
Estaba a punto de estallar y los dos lo sabíamos, por lo que aprovechó
para introducir su dedo dentro de mí y empezar un vaivén de movimientos,
que hicieron que ya no pudiese más.
Entonces en ese momento, me aferré fuerte a él y me dejé llevar por un
repentino orgasmo que me dejó desmadejada entre sus brazos. Sacó su
mano al exterior y abrazándome, me mordió el lóbulo de la oreja.
 
—He perdido la cuenta de los orgasmos que me debes ya, Sustitos.
—Yo he perdido la cuenta de las veces que me has hecho tocar el cielo
con las manos, nunca mejor dicho —afirmé encantada de la vida y feliz.
—¿Ves? Eres perfecta en todos los sentidos. Me gusta ver cómo te dejas
llevar y cómo te conviertes en una mujer apasionada, que sabe disfrutar de
la vida y del sexo sin complejos.
—Yo era tímida, pero contigo algo se despierta en mí. Ya te lo dije.
Sacas mi lado más sucio, pero me encanta.
—Y a mí me vuelves loco tú. No puedo negármelo más, ni negártelo a ti.
Me tienes en tus manos, Sustitos —reconoció por fin, en esas dos frases
que, en aquel momento, fueron la mejor melodía para mis oídos.
 
Lo besé, con todas mis ganas y toda mi fuerza, pegando de nuevo mi
cuerpo al suyo. Porque con esa frase, le sentí más mío. Un orgasmo y su
declaración, en un mismo momento, en plena Navidad, viendo como la
nieve caía cada vez con más fuerza, cubriendo todo de blanco. Era mi
cuento de hadas y príncipe azul haciéndose realidad por momentos y no
podía sentirme más plena y dichosa.
 
—¿Has visto? Nieva bastante.
—Parará antes de que nos vayamos. No te preocupes. Olvídate de lo de
fuera y vivamos este momento juntos, disfrutándolo. Estoy feliz aquí
contigo, lejos de todo y de todos.
 
Esas fueron las palabras mágicas que me hicieron olvidar todo lo demás.
Seguimos en remojo casi una hora más, hasta que la chica del balneario nos
avisó de que nuestro tiempo había llegado a su fin.
Y allí, en los vestuarios, sin poder aguantarnos, acabamos lo que
habíamos dejado pendiente en el agua. Apenas había espacio, por lo que me
cogió en volandas, dejándome a la altura de su cadera y me hizo suya. Los
dos mojados, desnudos y con nuestras miradas conectadas en todo
momento, sintiendo la intensidad de lo que nos habíamos dicho un rato
antes, y con nuestras manos recorriéndonos sin dejar ningún centímetro de
piel por acariciar. No tardamos en llegar al orgasmo, ya que llevábamos
demasiado calentón encima, por lo que fue un polvo rápido, sin
preliminares innecesarios, para saciar las ganas que los dos teníamos de
follarnos como animales. Un empotramiento en toda regla que me hizo ver
las estrellas y no en el sentido romántico de la frase.
Siempre terminábamos abrazados, con la boca reposando en el hombro
del otro, mientras nuestras manos se enredaban en el pelo y nos
acariciábamos despacio, de manera tierna, demostrando que no solo era
sexo.
 
—Vamos a darnos una ducha o nos cogeremos una pulmonía, joder.
—¿Nos duchamos juntos? —propuse.
—Joder, tía, eres insaciable…. Me parece que estas paredes ya han visto
y oído demasiado, ¿no crees?
—Tienes razón. Venga, nos arreglamos y nos vamos, ¿no? —pregunté.
—Bueno, aún nos queda algo por hacer —comentó misterioso, sin
especificar la siguiente parte de la sorpresa.
Arreglados, tras un rato, nos dirigimos al coche a dejar las mochilas.
Había parado de nevar, pero el suelo estaba todo blanquito cubierto de
nieve.
—Será mejor que nos pongamos las botas de nieve si no queremos
caernos —propuso señalando mis botas en su maletero.
—Lo teníais todo previsto, cabrones. Dámelas, sí, que no quiero
accidentes estando tan lejos, rodeados de nieve y… —me cortó.
—Tienes un punto muy catastrofista, Sustitos —dijo riéndose—. No va a
pasar nada, pero mejor nos las ponemos y damos un paseo para que veas el
pueblo iluminado, que te va a encantar.
—Oh, qué divertido. Venga, me apetece mucho dar un paseo cogida de
tu mano. ¿Te das cuenta de que esto cada vez se parece más a lo que te
describía antes? Nosotros, felices, paseando… como mi sueño.
—Sueñas demasiado, pequeña.
—Calla y déjame que disfrute de este momento. Esto es como un
escenario de cuento navideño y tú y yo, querido, somos los protagonistas.
No me chafes el paseo —le pedí.
—Por supuesto que no, demos ese paseo de cuento y follemos cerca de
algún monumento —soltó entre risas.
—¡Serás animal! De nuevo te has cargado todo el romanticismo. Y no
pienso follar en la calle ni en ningún monumento, bobo.
—Lo siento, Sustitos, me lo has puesto a huevo.
 
Dimos un paseo por el pueblo, que era una maravilla de noche.
Recorrimos el río, visitamos los dos puentes que estaban iluminados por
pequeñas lucecitas de Navidad y nos hicimos muchos selfies que salían
oscuros, pero nos daba igual.
Continuamos hasta la calle principal, con las manos entrelazadas a ratos
y cogidos por la cintura en otros momentos.
Fuimos caminando despacito, parándonos a cada paso para comernos a
besos o hacer el tonto, simplemente, jugando como dos chiquillos
enamorados.
Así, llegamos hasta una tienda muy pequeñita, con la fachada de madera
entera y que tenía el escaparate de cristal, lleno de casitas de Navidad, latas
de galletas y barquillos mezclados con tiovivos en miniatura.
Todo bordeado con espumillones dorados, campanitas y alumbrado con
luces amarillas. Entramos y vi que tenían figuritas de chocolate, latas de
galletas de todos los tamaños y cajitas de violetas imperiales. Y en el
centro, una estantería con los famosos chocorreznos.
 
—Sabía que querías probarlos de nuevo, golosona.
—Buah, qué mono eres. Me voy a llevar mil cosas para los niños —le
susurré al oído, dándole un tierno beso en la mejilla a modo de
agradecimiento por pensar tanto en mis gustos.
 
Salimos de allí cargados con varias bolsas de regalitos y chocorreznos.
 
—Madre mía, ¡cómo nieva! —exclamé al salir por la puerta y ver la que
estaba cayendo.
—Año de nieves, año de bienes. Esperemos, claro…
 
Nos fuimos, intentando caminar rápido, hacia el coche. Cada vez caía
más fuerte y la estampa era preciosa. Con lo que había caído antes, los
tejados ya tenían nieve y en ese momento, estaban ya cubriéndose enteros.
Llegamos al coche, guardamos todo y antes de subir, se puso frente a mí.
Cogió mi mano y la extendió.
 
—Ya sabes, Sustitos, es nuestra tradición. Caza un copo y pídele un
deseo —dijo mientras extendía también su mano para cazar otro.
—Venga. Empiezo yo y esta vez me la juego, ya que el último que pedí y
conté ha sido perfecto, lo digo en voz alta: quiero ese viaje a Alsacia alguna
vez, pero contigo. Tu turno.
—Yo quiero que este día no acabe nunca —afirmó seguro de sí mismo y
de sus palabras, para tras decirlas acercarse a mí y darme un abrazo fuerte,
estrujándome entre sus brazos, con un piquito muy rápido entre medias.
—Gracias por este día, creo que ha sido el más maravilloso de mi vida.
Qué pena que todo lo bueno se acabe —lamenté triste, puesto que la
jornada estaba llegando a su fin.
—Quién sabe, recuerda lo que acabo de pedir. A ver si la magia de estas
fechas hace su trabajo y nos regala tiempo de descuento —deseó él—. Y
venga, súbete, que la nieve está apretando y tenemos un buen rato por
delante —se apresuró a decir, después de poner las cadenas.
 
No llevábamos más de media hora en el coche cuando notamos algo
raro. Avanzábamos muy despacio, porque no se veía bien. Unos kilómetros
después, a la altura de Calatañazor, el coche se quedó parado y encajado en
la nieve. Intentamos arrancar, pero fue imposible. Y con la que estaba
cayendo no pasaba nadie por la carretera.
Nos bajamos y quisimos empujar a mano, pero fue inútil. Estaba muy
metido en la nieve y el motor no arrancaba.
Decidimos ir andando al pueblo para ver qué encontrábamos, ya que
estábamos cerca, por si había algún taller o alguien que nos ayudase a sacar
el coche, pero fue inútil.
Entonces recordé que, cuando había estado mirando destinos de
vacaciones había visto que en ese pueblo había una casa rural encantadora.
 
—Busquemos un sitio donde dormir. No nos queda otra —propuse.
—Ahora sí que voy a tener que creer en la magia de estas fechas, porque
he pedido como deseo que el día no acabase y gracias a la nieve y al coche,
voy a pasar la noche contigo—aclaró él.
—¿No será un truco tuyo todo esto? De todas formas, no hay nada que
desee más que dormir a tu lado, Fran.
—Ni yo. Corre, vamos a buscar ese sitio, que cada vez nieva más y hace
un frío endemoniado.
 
Lo encontramos. Se llamaba Suites rurales Calatañazor. Y sobra decir
que era un sitio increíblemente acogedor y bonito. Me decidí a invitarle,
total, aún apenas había disfrutado del premio de la lotería. Pedí que nos
subieran la cena, acompañada de chocolate fundido, hielo y unos cocktails
para tomar. Todo lujo.
El señor de recepción me miró intuyendo lo bien que nos lo íbamos a
pasar, pero no hizo ningún comentario. Yo me limité a sonreír. Saqué la
tarjeta y, pese a la negativa de Fran, pagué. La habitación era abuhardillada
y tenía una cama king size con una bañera vista al lado. Un sofá delante de
una pequeña chimenea en la parte delantera, una mesa bajita y un cuarto de
baño provisto de todo.
Nos subieron la cena y fue todo un acierto. Crujientes de cerdo con salsa
dulce, ensalada y de postre, costrada típica que era un hojaldre relleno con
una capa de crema, otra de hojaldre y otra de nata. Por encima tostado de
almendras fritas. Estaba buenísimo.
Entonces me levanté y fui a por el chocolate, momento que él aprovechó
para ir a mi mochila.
Cuando volvió, traía consigo una cajita envuelta en papel de plata.
 
—¿Un regalito para mí? —pregunté.
—Más bien eran provisiones, pero con ese chocolate fundido nos van a
venir de lujo, Sustitos —explicó abriendo la caja y sacando una galleta del
día anterior. Me reí.
—Entonces las tenía Tina. Esta mañana al desayunar, pregunté por ellas
y me dijeron que se habían acabado. Cómo iba a pensar que las teníais
reservadas para nosotros.
—Con lo que nos gustaron, tenía que traerlas por si las moscas. Imagina
que nos hubiéramos quedado tirados con el coche, en mitad de la nada y sin
comida —mencionó entre risas.
—¡¡Cómo voy a imaginar eso!! No se me hubiera ocurrido nunca. ¿De
verdad que no tienes nada que ver con la avería? —pregunté de nuevo
divertida. No quería pensar si había sido cosa suya o no. Total, estaba en
una nube y todo me daba igual.
 
Después de la cena y de un festival de galletas con chocolate fundido,
decidí aprovechar que aún estaba blandito, para cumplir una de mis
fantasías.
Me acerqué a él, mojé mi dedo en el cuenco rebosante y le unté los
labios con chocolate, muy despacito. Cuando iba a pasar un dedo suyo por
encima, le retiré la mano y acerqué mi lengua para dibujar con ella el
contorno de sus labios y saborear el chocolate sobre él. Hice lo que quise
con su boca, lamí y relamí, notando como Fran, cada vez estaba más
caliente.
 
—Me estás volviendo loco, muñeca.
—De eso se trata. Te debo demasiado placer y pienso recompensártelo
—le insinué mientras seguía untándolo con el chocolate fundido.
A continuación, subida encima de él, volví a mojar el dedo en el cuenco.
El destino esta vez era su cuello, donde tracé una equis, que después
pensaba lamer hasta saciarme, pero antes de que pudiera hacer nada, mojó
él su mano y abriendo mi camisa, me la estampó en el pecho.
—Ups, se manchó todo —lamentó falsamente, simulando voz de
accidente.
—Calla y límpiame, no puedo desearlo más —exigí con esa voz de
ordeno y mando que usaba en ocasiones y que tanto le excitaba.
 
Empezó recorriendo desde abajo con la lengua, pasando por todas las
huellas de chocolate que sus dedos habían dejado en mí. Me estaba
poniendo cardíaca, porque de vez en cuando paraba, para que yo le pidiese
que siguiera.
Y lo hacía, consiguiendo así enloquecerle más aún. Sus besos al acabar
denotaban ansia de mí, de mi cuerpo, urgencia por tenerme, que era la
misma que tenía yo por tenerlo a él dentro de mí, pero quería que esta vez
fuese diferente. No quería prisas, sino que quería que nos deleitásemos el
uno en el otro.
Le absorbí el chocolate del cuello con ímpetu, mientras él jadeaba y
respiraba con ritmo muy acelerado. Estábamos a mil, pero quería llevarlo al
orgasmo antes que a la cama. Decidida, supe que había llegado el momento
de ir más allá. Me bajé de encima de él, le hice recostarse más en el sillón,
mientras le bajaba los pantalones y me coloqué entre sus piernas.
 
—¿Estás segura de esto? —preguntó preocupándose por mí—. No tienes
por qué hacerlo. Yo me siento satisfecho si tú disfrutas. A muchas chicas no
les gusta…
—¿Y quién te ha dicho a ti que yo no disfruto si te hago llegar al
orgasmo con mi boca? —interrogué convencida y provocadora.
—¿Ves? Eres jodidamente perfecta —exclamó anhelante entre jadeos.
Era la escena más morbosa del mundo.
—Cállate y disfruta —volví a ordenarle.
 
Me ponía demasiado hablarle así, imperativa, de broma, cuando
estábamos en esas situaciones y él, encantado y enloquecido de placer,
acataba siempre las «órdenes».
Cogí el chocolate y con cuidado unté el tronco de su pene con una buena
cantidad, mientras él me miraba, sin perder detalle, con el deseo brotando a
borbotones por sus ojos. Se relamía, mordiendo sus labios, contenido
mientras inhalaba tratando de disfrutar lo máximo posible.
Empecé a lamer la parte de arriba, la zona del glande, deteniéndome
lentamente en los movimientos circulares que iba marcando con mi lengua
y, mientras, mis ojos seguían fijos en los suyos. Me sentía poderosa
haciéndole disfrutar como lo estaba haciendo. Fui bajando hacia la parte
que tenía chocolate, arrastrando la lengua, llevándola por todas partes y
deleitándome con su sabor.
Sabía a hombre y la mezcla con chocolate era explosiva.
Aceleré el ritmo de mis lametazos, subiendo y bajando de arriba hacia
abajo una y otra vez. Le estaba llevando al límite y eso me encendía y me
ponía a mil por hora. Entonces, para alargarlo, paré de golpe.
 
—No me jodas, Sustitos… No pares… me voy a correr, no me dejes así.
—Shhh…Quiero regalarte uno de los mejores orgasmos de tu vida —le
puntualicé atrevida.
—Me estás matando de placer. No voy a volver a soñar con otra cosa
que no sea esto.
—Todo romanticismo en estado puro, sí señor —añadí riéndome.
—Sabes a lo que me refiero, pero no dudes que tengo tu imagen con mi
polla en la boca grabada en la memoria y me vas a acompañar en mis
momentos de placer en solitario, mano a mano.
—Calla, deja de hablar de pajas y relájate —le ordené, para a
continuación retomar lo que estaba haciendo.
 
Agarré su miembro con una de mis manos, mientras él me tenía agarrada
por el pelo. Con la otra mano me enganché a su tripa clavándole las uñas.
Entonces acerqué mi cabeza hacia él y me lo fui introduciendo en la boca,
muy despacio.
Nunca lo había hecho y pensaba que, llegado el momento, no me iba a
gustar, pero no fue así. Lentamente lo fui metiendo más y más, hasta que
empecé un vaivén de movimientos que mi cuerpo y mi boca hacían
instintivamente.
Quería más y más de él. Aceleré los movimientos, metiéndola y
sacándola cada vez más rápido, ayudada por él, que impulsaba su cadera
hacia mí. El orgasmo estaba próximo y ambos lo sabíamos.
 
—Para, Sustitos, me voy a correr. Apártate, no quiero que sea encima de
ti —me pidió muy considerado.
 
Y se corrió de una manera bestial, dejándome ver que había disfrutado
como un loco.
Se fue al baño y al volver, me subió encima suyo, acunándome en su
regazo en un momento tierno e íntimo, después de la ración de sexo oral
que habíamos tenido. Me besó despacito, sin prisa, con dulzura y me
recorrió con pequeños besos la cara. Dejó reposar su cabeza en el hueco de
mi cuello, respirando e inhalando el olor de mi pelo y de mi piel.
 
—Me quedaría así días y días, contigo pegada a mí. Siempre voy a
recordar tu olor. Hueles increíblemente dulce, ¿sabes?
—Tú también hueles a dulce y sabes mejor aún —le contesté sugerente y
relajada.
 
Hubiera pagado por quedarme en esa posición toda la noche, pero aún
nos quedaba mucho por disfrutar, ya que mi cuerpo necesitaba al suyo como
el comer en ese momento.
Me levanté de su regazo y tiré de él, para guiarlo hacia la cama. Nos
acabamos de desvestir entre caricias, roces y besos para después tirarnos
sobre el colchón. Dimos vueltas como los niños, entrelazados, como cuando
hacen la croqueta, y aproveché para quedar encima de nuevo. En la mesita
de noche había dejado la cubitera que nos habían traído con el hielo que
había pedido en la recepción.
Le tapé los ojos con la bufanda que tenía cerca y cogí un trozo de cubito
entre mis manos. Aún a horcajadas, fui trazando sobre su cuerpo un camino
con el hielo, que a su paso le iba poniendo el vello de punta y dejando un
reguero de gotitas de agua helada, que después pensaba recoger pasando la
lengua por todo el cuerpo. Al pasar el hielo por sus labios, sacó la lengua y
lamió lo que pudo las puntas de mis dedos.
Después fui hacia abajo, pasando el hielo por sus pezones, que se
endurecieron al instante. El frío del hielo y el morbo del momento lo
hicieron volverse loco hasta gritar de placer. Me agarraba para bajarme
hacia su boca, pero me resistía, aumentándole más las ganas. Siempre me
había gustado juguetear, pero con él todo era placer y salía una fiera de
dentro de mí, que le hacía cosas impensables en otros momentos.
Nunca había jugado así con un hombre en la cama, pero con él me
desinhibía y me dejaba llevar, disfrutando sin límites de esos momentos en
su compañía. Ambos nos volvíamos dos fieras en la intimidad.
Con el hielo medio derretido llegué hasta su pubis, donde seguí
recogiendo con la lengua muchas de las gotitas que caían, hasta hacerlo
estremecer.
 
—Como sigas así, me voy otra vez…
—Hazlo, quiero que disfrutes —respondí satisfecha.
—Pero quiero disfrutar contigo y de ti —me contestó.
 
Entonces le cedí la posición y me dio la vuelta dejándome tumbada de
espaldas.
Se subió encima de mi culo, me recogió el pelo hacia arriba y empezó a
masajear mi nuca de la manera más sensual que pudo. De la nuca subía
hacia arriba con sus dedos enredados en mi cabello y masajeaba
excitándome sobremanera. Después siguió por la espalda, donde acompañó
a las manos con su lengua para mi disfrute.
No sé cuánto tiempo estuvimos en esa posición, pero estaba tan a gustito,
que terminé quedándome dormida. Después de todo el día, no pude evitarlo.
Me desperté sin saber el tiempo que había pasado y vi que estábamos
metidos en la cama, arropados hasta la garganta y en posición de cucharita
con su nariz pegada a mi cuello y su pecho contra mi espalda. No me moví
y disfruté de ese momento, hasta volver a cerrar los ojos.
Un cosquilleo en mi monte de Venus me despertó. Era él, acariciándome
con su nariz para despertarme. Y yo estaba tan retozona que me dejé hacer.
Me cubrió de besos y caricias por todos los milímetros de mi cuerpo. Me
recorrió de nuevo con su lengua, igual que la noche anterior. Saboreó mis
pechos, donde se detuvo durante un buen rato dando mordisquitos que
hacían que diese pequeños aullidos de placer y cuando llegó hasta mi parte
más íntima, yo ya estaba más que preparada para él.
Quería que entrase en mí, pero decidió pagarme con la misma moneda y
demorar el momento. Y lo hizo hasta que ya no pudimos más. Me saboreó
durante un buen rato, hasta que se decidió y sacó un preservativo de la
cartera. Se lo puso rápidamente y entró en mí de manera lenta, pero segura.
Poco a poco, acabó de introducirse hasta llenarme por completo. Nos
acoplamos enseguida a la postura. Empezó a moverse muy despacito,
disfrutando del momento y regodeándose. Se detenía para acariciarme,
besarme el cuello o simplemente, para mirarme.
 
—Me encantan tus mejillas sonrosadas mientras hacemos el amor —me
confesó en un hilo de voz.
—A mí me da vergüenza… Debo de parecer Heidi —contesté
tapándome la cara con las manos.
—No seas tonta, me encantas así, ruborizada, fatigada y de todas las
maneras —reconoció.
—A mí me fascinas tú, pero no pares, sigue follándome —le pedí tan
extasiada de placer que no podía pensar en otra cosa.
—No, pequeña, no te equivoques. No me pidas que siga follándote,
pídeme que siga haciéndote el amor, que por si no te has dado cuenta, es lo
que estamos haciendo —me aclaró mientras acariciaba mi mejilla con la
palma de su mano, para después llevar sus labios a los míos y unirlos en un
dulce beso.
—No sé si es posible en tan pocos días, pero siento que te quiero —le
confesé tímidamente.
—Yo también lo siento y también me pregunto si estamos locos, pero si
es así, quiero vivir mi locura contigo, Sustitos —explicó él.
—Sabemos que sería demasiado complicado e imposible —añadí
sumiéndonos en un silencio cómodo, para seguir besándonos un instante
después.
 
No cabía en mí de gozo. Nuestros ojos seguían conectados, viendo cómo
nos dábamos placer mutuamente y sus embestidas hicieron que nos
sumiéramos a la vez en un orgasmo tremendamente satisfactorio.
Me sorprendió su ternura, su manera de cuidarme y de hacerme disfrutar.
Esa vez no había sido un polvo rápido, ni sexo fugitivo a escondidas.
Tampoco un revolcón para matar las ganas y el ansia contenida.
Esta vez habíamos hecho el amor de verdad. Con sentimiento y
cuidándonos. Y eso estaba claro.
Seguimos, una y otra vez, retozando y girando sobre nosotros en mil
posturas distintas hasta que volvimos a quedarnos dormidos, abrazados en
medio de esa cama gigante, donde apenas ocupábamos un trocito en el
centro de lo pegados que estábamos.
El despertar de nuevo fue increíble. Tenía una rosa roja en la almohada y
una bandeja de desayuno continental a los pies de la cama.
Él salió de la ducha envuelto en una toalla, cual modelo de pasarela, lo
que me llevó a pensar en el día que nos conocimos.
 
—¿Sabes que salí de la ducha en toalla aposta aquella noche? —le
pregunté reconociendo mi delito.
—Eres perversa. Que sepas que me pusiste loco con solo verte de esa
guisa. No veas qué tortura de pensamiento, no te ibas de mi cabeza y acabé
tocándome pensando en ti.
—Yo también me toqué pensando en ti —reconocí—. Habías sido tan
capullo riéndote y toqueteando mi ropa interior en modo guarrillo, que no
pude evitar encenderte. Y mírame ahora, aquí después de la maravillosa
noche que hemos pasado, a punto de desayunar con el tío más guapo y
chulo que conozco.
—No olvides lo de capullo —insistió entre risas—. Y ahora
desayunemos, que toca volver a la realidad.
 
—No quiero —indiqué negando con la cabeza—, yo me quedo aquí.
—Ni yo, nena, pero ha parado de nevar, es treinta de diciembre y hay
que remolcar el coche y volver al pueblo. Hoy llegan mis padres para pasar
la Nochevieja.
—Insisto, no quiero volver a las escondidas ni mierdas de esas. Quiero
quedarme aquí para siempre, contigo —expresé muy segura.
—Ojalá.
—¿Ojalá qué? Dilo —lo incité.
—Ojalá siempre fuese Navidad —respondió con la cara seria.

CAPÍTULO 29

 
 
 
CARLOTA
 
Conseguimos, con ayuda de la grúa, sacar el coche de la carretera. Nos
conectaron las pinzas de la batería y el motor consiguió arrancar. El
mecánico dijo que el coche necesitaba una nueva, por lo que nada más
llegar a Montaves, Fran me dejó en la puerta y se fue directo a arreglarlo.
Cuando entré en casa, estaban todos en la cocina tomando el aperitivo
antes de comer, por lo que mi llegada pasó un poco desapercibida.
Enseguida Tina se puso a mi lado y me avisó de la versión que había
dado:
 
—Oficialmente, vienes de estar con Fran y sus amigos patinando y
habéis pasado la noche allí por la nieve —me apuntó en un susurro.
—¿Les has dicho que llamé para avisar? ¿También ha nevado mucho
aquí?
—Sí, mucho. Ya ves cómo está todo y, por cierto, ya te vale… todavía
podía estar esperando un mensaje tuyo.
—Joder, lo siento, se jorobó el coche y la idea era llamarte, pero se me
fue por completo. Al final tuvimos que dormir en un pueblo —me disculpé
con ella por el olvido, pero lo entendió.
—Menos mal que sabía que estabas en «modo coneja» con Fran, sino
hasta me habría preocupado por mi hermanita —enfatizó riéndose.
—¡Qué burra eres! Pues para que lo sepas ha sido el mejor día de mi
vida y mucho más que conejeo como tú dices, guarri —le conté.
—Ahora calla, pero luego quiero hasta el último detalle. Solo dime…
¿del uno al diez?
—Once —respondí dándome la vuelta para dejar la mochila y la flor que
quería conservar intacta como recuerdo del día tan maravilloso y único que
había pasado con él.
 
Con toda la nieve que había en la calle los niños estaban deseosos de
salir a hacer muñecos y a jugar. Les prometí pasar la tarde con ellos pese a
que estaba cansada no, lo siguiente.
Estuvimos toda la tarde fuera, abrigados hasta las cejas, jugando entre la
nieve. Hicimos varios muñecos, les pusimos zanahorias a modo de nariz,
bufandas de colores y tomates en los ojos.
Cuando terminamos el último, mis sobrinos empezaron una guerra de
bolas de nieve. Una de las bombas cayó sobre mí sin esperarla, con tan
mala pata que perdí el equilibrio y caí encima del muñeco más grande. Fue
él quien me la tiró.
 
—Fraaannnn, has venido —gritaron los pequeños.
—¿Qué tal, chavales? Veo que estáis preparados para hacer un muñeco
gigante —comentó mientras me tendía la mano para que me levantase del
suelo y los niños corrían hacia él para abrazarlo.
—Ten sobrinos para esto… Vais a abrazarlo a él y a mí no me ayudáis ni
a levantarme del suelo —les regañé entre risas—. Ala, ¡mataos con las
bolas de nieve!
—Tranquila, Sustitos, no podrán conmigo —rebatió empezando a tirar
bolas a diestro y siniestro, haciendo que enseguida mis sobrinos se sumaran
y, por consiguiente, tras dos bolazos en la espalda, no me quedó otra que
unirme a la guerra improvisada que habían organizado.
 
El resultado fueron todos los muñecos que habíamos estado haciendo
descabezados, nosotros llenos de nieve y algún que otro llanto de los dos
más pequeños.
Con los niños era normal, pero Fran se sintió culpable y dio por
terminado el juego, no sin antes, cuando nos quedamos solos, tirarme de
nuevo sobre la nieve para después revolcarse conmigo aprovechando el
momento.
 
—Cómo te he echado de menos y han sido apenas unas horas separados.
—No tenemos remedio, nena. Es verte y solo quiero estar contigo. Me
sobra todo lo demás. No sé qué vamos a hacer.
—Bueno, nos conformaremos con pasar la tarde juntos aquí levantando
los muñecos que habéis tirado burreando —recriminé entre dientes.
—Será un buen plan. Cualquier plan, pero contigo —susurró a la par que
se le escapaba un fugaz beso que fue a parar a mis labios.
—¿Qué tal un viaje al Caribe este verano? —propuse.
—No hace falta ir tan lejos, ¿Formentera? Imagina: tú, yo, el sol, la
playita, todo el día revolcándonos por la arena…
—Calla calla, o derretiremos esta nieve del calentón que nos va a entrar
—apunté y los dos nos echamos a reír.
 
Y así pasó la tarde, entre bolas de nieve, risas, miradas y roces furtivos.
Se fue temprano, porque en su casa iban a cenar todos en familia, pero no
sin antes decirle a mi madre que su abuela nos invitaba al día siguiente,
último día del año, a conocer a sus padres y tomar un aperitivo en casa.
Acabamos poco tiempo después con los críos agotados después de la
batalla y en mi caso, agotada sin apenas haber dormido, por lo que me tomé
una taza de chocolate con bizcocho y me fui a dormir a la par que los
pequeños.
Era tan relajante sentarse frente a la chimenea con el aroma subiéndome
por las fosas nasales, que me costó hasta moverme para ir hacia mi cuarto.
Aunque claro, los palos con gusto no dolían y entonces, yo seguía flotando
en la nube de corazones y purpurina en todo momento. Fran me dejó un
mensaje de buenas noches, porque con la cena familiar apenas íbamos a
poder hablar antes de dormir.
Esos mensajes suyos antes de cerrar los ojos me hacían sentir más viva
aún de lo que ya me sentía, además de sentirlo a él, cada vez, más mío. Sin
duda, después de ese día, de lo que nos habíamos dicho, todo iba a ser
diferente, pese a que estábamos en la cuenta atrás.
Al pensarlo sentí un pinchazo de dolor en el pecho. No quería que se
fuera y lo cierto es que ni siquiera sabía el día de su marcha. Fran y su
maldito hermetismo en ocasiones, que compensaba con su parte
encantadora en otras muchas. No quería separarme de él. Eso lo tenía claro.
Recordando todos y cada uno de los momentos de las últimas
veinticuatro horas me quedé dormida.
Había por ahí una frase que decía algo así como que «podíamos pasarnos
muchos años sin vivir en absoluto y luego, en tan solo unos días, toda
nuestra vida se concentraba en un solo instante».
 
***
 
FRAN
 
La quería. En apenas doce o trece días que la conocía, la quería. Así de
claro y así de real. Lo había tratado de negar e incluso de evitar,
alejándome, pero desde la tarde en el puesto de churros era imposible no
reconocerlo. Se me había metido bajo la piel y la sentía muy dentro.
Estábamos en un punto donde lo había complicado todo, más aún, yo
solito, llevándomela todo el día fuera del pueblo, pero lo necesitaba. No
podía pensar en otra cosa que en poder estar con ella libremente, lejos de
miradas y cotilleos.
Además, tampoco podía arriesgarme a que nadie nos viese, por eso tenía
que «secuestrarla» y llevarla conmigo, lejos, donde pudiésemos estar solos
los dos y disfrutar como lo haría una pareja de nuestra edad, una pareja
normal.
En cierta manera se lo debía también a ella, que lo deseaba igual que yo.
Sabía de sobra que el tener que escondernos de primeras no le importó
porque no quería andar explicando nada de rollos a su familia, pero en un
determinado momento cambió el chip y pasó a molestarle el tener que
ocultarnos.
Me lo había tirado a modo de indirecta varias veces, incluso se había
enfadado, pero yo no podía arriesgarme a que todo se viniera abajo y que
acabara peor aún.
Puede que estuviese siendo egoísta, pero con la gran bola que había liado
ya, lo último que necesitaba era a terceros comentando y opinando o que le
llegase a los oídos algo de lo que aún no me había atrevido ni yo mismo a
contarle y que me odiase más todavía llegado el momento.
Ella merecía ese día conmigo y por eso mismo no me arrepiento, porque
además fui feliz con Carlota cada minuto que pasamos juntos. Y vaya si
disfrutamos. Mi pequeña Sustitos dijo que había sido el mejor día de su
vida y yo tenía claro que también lo había sido de la mía, con diferencia.
Hacía años que no sentía ese cosquilleo en el estómago, esas ganas e ilusión
por ver a alguien, esas jodidas mariposas, de las que las chicas siempre
hablaban, revolotear cada vez con más fuerza dentro de mí sin poder hacer
nada.
Siempre me había gustado jugar. De niño, de adolescente, de
jovencillo… y justo, de adulto, con nuestros juegos de miradas furtivas y
roces accidentales, nuestros malentendidos y piques, me sentía más
chiquillo que antaño cuando lo era de verdad. Sorprendentemente tenía una
fuerza dentro que me alentaba a hacer lo que me saliese, a no aguantarme o
quedarme con las ganas, en resumen, una fuerza que me impulsaba a vivir
el momento y disfrutarlo.
Ella habló de que había vivido en piloto automático y puede que yo
también hubiese estado viviendo así, sin darme cuenta de lo que había
alrededor, porque llevaba tiempo encerrado entre cuatro paredes estudiando.
Y cuando no estudiaba, hacía mis prácticas, con apenas tiempo libre para
nada más. Vivía en la rutina, en la monotonía, como si fuese un ejecutivo
que llevaba veinte años en su trabajo y trabajaba como un autómata, pero en
poco más de diez días había vuelto a sentir tantas cosas, había imaginado
momentos y había vivido situaciones que creía olvidadas, había querido
retomar sueños o soñado con ellos.
En definitiva, había vuelto el Fran que fui años atrás, antes de
marcharme.
El Fran inocente que disfrutaba con don Miguel en la imprenta o aquel
que pasaba horas escuchando las historias que los vecinos del pueblo le
contaban cada vez que llegaba de vacaciones. Ese chico libre, risueño,
soñador, golfo…, pero, sobre todo, ese chico que tenía ilusión por la vida y
por las pequeñas cosas.
Ilusión que había recuperado gracias a Carlota. Esa chiquilla me había
robado el corazón y ya no podía dar marcha atrás. Cuando la veía disfrutar
subida sobre esos patines del infierno, comiendo chocolate o cabalgando
sobre mí, sentía una plenitud dentro que ni yo mismo conseguía entender,
pero estaba claro que viéndola feliz yo lo era también.
Cuando descubrió que la iba a secuestrar fue tal su emoción que casi se
echó a llorar en mis brazos. Y yo hubiera llorado con ella, pero de alegría,
de felicidad por hacerla sentir así.
Era increíble, con lo pequeña que resultaba, las garras, la fuerza y la
valentía con las que contaba. Tenía carácter, coraje y las ideas bien claras.
Al igual que yo, que después de escuchar lo que ese desgraciado le hizo,
sabía que no me iba a perdonar en ningún caso, porque para ella la
confianza era primordial.
Y yo le estaba fallando, no por una mentira sino por ocultar una realidad,
que por desgracia estaba ahí. Y con ocultarlo desde el primer momento solo
había conseguido enredar las cosas y hacer la bola más grande, como decía
ella.
A esas alturas, desde que decidí dejarme llevar y apechugar cuando
llegase el momento de dar la cara, me estaba dedicando a vivir, intentando
no pensar en nada más, solo que no era fácil, ya que me sentía culpable y,
por supuesto, un cobarde de manual.
Un cobarde que se había enamorado hasta las trancas, en apenas unos
días y que iba a perder a la mujer que tenía al lado, después de todo,
precisamente por no haber sido sincero desde el minuto uno, porque ya
sabía de siempre que: lo que empieza jugando termina gustando. No lo vi
venir, me creí por encima y fracasé.
Y ahí estaba, hecho un mar de dudas y en la misma encrucijada, teniendo
claro que tirase por donde tirase la iba a perder, pero que, en ninguna
circunstancia, iba a hacerle daño. Se lo tenía que decir antes de marcharme
y el día se acercaba, lo que me producía una tristeza inmensa, porque no
quería dejar de verla y daba por hecho que no iba a volver a saber de ella si
no intentaba arreglarlo antes.
Tampoco sabía cómo podía hacerlo y el no saber qué hacer o cómo
proceder, me estaba comiendo por dentro. Yo y mi maldita manía de
esquivar los conflictos… Me había metido de lleno en uno con difícil
salida.
Si me callaba y no le decía nada, cuando me fuese se iba a acabar
enterando de todo, lo cual iba a hacer que me odiase y, por el contrario, si se
lo decía nos quitaba días de poder disfrutar juntos y nos metía a ambos en
otro follón, que por lo menos yo, no iba a saber gestionar. Sabía que no
tenía excusa y tenía que afrontar la realidad, pero mientras, me dedicaba a
recordar todos y cada uno de los momentos que habíamos vivido el día
anterior: en la pista de patinaje, en el agua del jacuzzi, la noche tan fogosa
que habíamos pasado en el hotel y cómo me había hecho disfrutar…
Sin duda, su punto infantil y de locura —que me volvía loco— dejaba
paso a una mujer ardiente y decidida que estaba hecha a mi medida. Puede
que fueran palabras mayores, pero era lo que estaba sintiendo y no podía,
no quería perderla por nada del mundo.
La pena era el no haberla conocido tiempo atrás, en otro contexto, pero
lo importante es que el destino, Papá Noel o los Reyes Magos, como ella
decía, la habían puesto en mi camino y no quería dejarla escapar, a
sabiendas de que lo que teníamos tenía una fecha de caducidad próxima, si
no me decidía a arreglarlo antes de ese momento.
 

CAPÍTULO 30
 
 
 
 
CARLOTA
 
La Nochevieja llegó casi sin darnos cuenta. Era un día especial, el último
del año. También era el día de hacer la lista de propósitos para el año que
entraba, de ir a comprar las uvas y cómo no, de ponerse la ropa interior roja
para atraer a la buena suerte para el año entrante.
Me desperté inquieta y fui a la cocina para beber un vaso de agua. La luz
de la habitación donde dormía mi madre estaba encendida y la puerta
entreabierta.
De espaldas, sentada en la cama, estaba ella, escribiendo con afán en su
cuaderno de notas. No podía empezar mejor la jornada. Carmen, como ya
nos había comentado Maritere, había retomado sus historias… eso o estaba
haciendo un diario de Navidad, pero me inclinaba por la primera idea.
Y tenía tanto significado y tan bueno, que me emocioné. Volvía a sonreír
continuamente, a querer hacer cosas y, en resumen, a ser ella. Poco a poco
había ido superando la marcha de mi padre y el haberla visto escribiendo a
esas horas, era la mejor prueba de ello.
Llegué a la cocina contenta como unas castañuelas y allí ya estaba
Maritere liada preparando el dulce del día. Me apeteció quedarme
ayudándola. Y ella aprovechó para saber cómo iba todo con Fran.
 
—Muy bien, Marite. Es un chico encantador. Aunque te suene raro, por
lo poco que nos conocemos, como ya hablamos la última vez, me he
enamorado de él. —Me sorprendí a mí misma, por ser la primera vez que lo
reconocía en voz alta a alguien que no era yo.
—Hija, cómo me alegro de verte así de decidida y contenta —respondió
ella.
—Sí, lo tengo claro porque hacía tiempo que no tenía nada tan seguro.
—¿Y él? ¿Piensa como tú?
—Eso es lo mejor, porque después de todas las idas y venidas, de
acercarse y alejarse, ayer, por fin, me lo reconoció de verdad.
—Ya sabía yo que tu «excursioncita» no era para patinar precisamente
—dijo irónica.
—Te equivocas, Marite. Me preparó un día espectacular. Primero me
llevó a desayunar, luego estuvimos patinando sobre hielo y después en un
balneario increíble, donde comimos y nos dimos una buena sesión de spa.
Lo de dormir fue accidental porque se estropeó el coche…
—Ya… Y yo que me lo voy a creer. Ese lo prepararía aposta para
llevarte al huerto, niña, que no te enteras.
—No seas malpensada, además te confesaré que ya conocía el huerto y
me moría por volver a él —le conté entre risas, mientras su cara cambiaba
de colores.
—No seas descarada y a Marite esas cosas no se las cuentes —añadió
Tina, que justo entraba en la cocina.
—Pues eso, que después de todo, parece que la cosa va bien —afirmé
mirándolas a las dos.
—¿Y la mochila?
—¿Qué mochila? —preguntó mi hermana.
—Maritere está convencida de que Fran oculta algo, lo que te dije, o
tiene a su espalda problemas que no me ha explicado. Yo también lo
pensaba y, de hecho, sé que aún hay cosas que tiene que contarme porque
me lo ha dicho, pero no quiero presionarlo.
—No le des importancia. Si estáis bien, ya hablará él cuando lo vea
oportuno.
—Claro, por eso. Los días que me queden aquí, quiero disfrutarlos con
él.
—Tú hazme caso y ve con cuidado. Todo lo que me comentaste el otro
día no me dejó muy tranquila. No me gustaría que jugase contigo —insistió
Maritere.
—Tranquila, tendré cuidado, pero dejadme que disfrute. Para una vez
que me atrevo a dejarme llevar por una locura así…
—Di que sí, hermanita, disfruta y si hay algo que saber, ya nos
enteraremos. Mejor vivirlo que quedarse con las ganas, Marite. —Aplaudió
mi hermana.
—Toda la razón y lo que queráis, pero a ver por qué tiene que esconder a
la niña —recriminó Maritere.
—En eso tienes razón y a mí sigue sin gustarme, pero si no quiere, sus
razones tendrá. Es anticotillas total y no puedo obligarlo.
 
—Si tú lo dices y le crees, yo no tengo nada que decir, pero ojito con que
te haga daño o te mienta, que se las va a ver conmigo como yo te vea
llorando por su culpa.
—¡Qué bonita eres, Marite! Sabes que te agradezco que te preocupes por
mí, pero esta vez no va a pasar nada. Y si pasa, lo asumiré por haberme
arriesgado.
—Bueno, si pasa algo, estaremos ahí para recoger los pedacitos —aclaró
mi hermana entre risas.
—Gracias, hermanita, y dejemos la charla, pongamos la mesa, que es el
último día del año y podemos desayunar todos juntos.
—Yo pongo a calentar el café y el chocolate.
—Yo despierto a las fieras y venimos todos.
—Hecho, voy troceando el bizcocho y traigo las tazas. Recuérdales la
ropa interior roja —le pedí alzando la voz para que me oyese.
 
Y así transcurrió la mañana. Desayuno familiar, visita al mercado a por
las uvas y el cochinillo que habíamos encargado al carnicero para la cena y
un poco más tarde nos dirigimos a casa de Enriqueta para conocer al resto
de su familia.
Fue un rato muy agradable, en el que Fran se mostró totalmente
indiferente conmigo y, en cambio, estuvo todo el tiempo pegado a
Alejandra.
 
—Ay, hijo, cómo te quieren los niños. Qué mano tienes, deberías
animarte pronto a hacerme abuela —comentó su madre en una ocasión,
dejándome con la duda de por qué ese comentario, ya que no tenía mucho
sentido que a un chico soltero le dijeran eso así a bocajarro. Me recordó a
cuando llevabas un acompañante de boda y enseguida venía el tonto de
turno a preguntar si la siguiente boda era la tuya.
—No digas tonterías, mamá —le respondió tenso él.
—No son tonterías, hijo, ya vas teniendo edad de darme un nieto o una
nieta… Sería maravilloso.
—Lo que tú digas. — Esa fue su última respuesta.
 
Tomamos el aperitivo y quisieron que nos quedáramos a comer, pero
rehusamos la invitación, cosa que agradecí porque las palabras de Maritere
de esa misma mañana todavía retumbaban en mi cabeza muy fuerte, ante el
comportamiento que estuvo teniendo Fran durante todo el rato que
estuvimos en su casa.
 
Apenas me dirigió la palabra, ni me miró, cosa que me indignó.
En cambio, les dijimos que íbamos a hacer fiesta en casa, con karaoke,
etc., por si querían pasarse a brindar por el nuevo año después de las uvas,
cosa que aceptaron enseguida, para contrariedad de Fran, que puso cara de
desconcierto.
Estaba disgustada, porque una cosa era no dar que hablar en el pueblo y
otra que en su casa no se dignase a saludarme. O que pusiera mala cara ante
una invitación, como las había habido a montones a lo largo de toda la
Navidad. Y él sabía que me lo iba a tomar a mal, porque eso era un feo en
toda regla en Montaves y en Pekín.
Su mensaje al móvil, cosa que esperaba, no tardó en llegar:
 
Fran:
Lo siento, soy un capullo que no sabe manejar según qué situaciones.
 
Efectivamente. Eres un capullo. Madura ya. ¡Que te den!
 
 
Solté el teléfono cabreada como una mona, pero me negué a pasar
enfadada el último día del año. Al contrario, preparamos una ensaladilla
rusa deliciosa, jugamos toda la tarde a juegos de mesa con los enanos y
antes de cenar, dimos rienda suelta a nuestras gargantas cantando
villancicos con las panderetas en mano.
Mi hermana se arregló como si fuera de cotillón y arregló a Borja a
juego. Yo, en cambio, seguí con mi diadema de renos, el jersey verde
navideño y mis pantalones. Por supuesto debajo unas bragas hipster de
color rojo.
Cenamos asado, como en muchas otras casas se cenaba esa noche y el
rato que transcurrió entre que terminamos el postre y daban las uvas,
sacamos todos los elementos que teníamos de cotillón y fuimos
poniéndonoslos. Boas de colores, sombreros, matasuegras, bigotes de
mentira y gafas con numeración del dos mil quince esparcidas por todos
lados. En la televisión nacional ya estaban los presentadores de las
campanadas esperando a que llegaran las doce y nosotros como locos,
quitando las pepitas a las uvas.
Entonces llegó el momento en el que todos los años me iba corriendo al
cuarto y en un papelillo apuntaba mis deseos para el año entrante.
Lo que me venía a la cabeza rápido, con la presión de las campanadas.
Lo apunté y lo metí en el bolsillo de mis vaqueros, para al día siguiente
esconderlo en mi monedero y que me acompañase los siguientes trescientos
sesenta y cinco días. Uno de mis deseos tenía que ver con él. Otro con mi
padre. Salud para todos y, por supuesto, uno especial para mi madre, que
tiempo después se acabaría cumpliendo.
Volví al salón mientras bajaba el carillón y empezaron a dar los cuartos.
Tras ellos las campanadas, y en la última mi móvil sonó.
 
Fran:
Mi primer pensamiento del año es para ti.
Otra vez te pido perdón y solo deseo un abrazo tuyo.
Entre mis propósitos: dejar de ser un capullo.
Feliz Año Nuevo, Sustitos.
 
Feliz Año Nuevo.
 
 
Tecleé rápido la respuesta porque era momento de algarabía y de
felicitarnos el año, entre besos y abrazos, no de estar pendiente del móvil.
Seguía molesta con Fran, pero el mensaje me acabó de alegrar la noche. Eso
era imposible negarlo.
De esas veces en las que no esperabas algo y cuando ese algo sucedía, te
desbordaba la alegría. Pues así estuve yo, cuando vi que me había escrito,
pero no por eso pensaba hacer como si nada.
De hecho, se iban a pasar a felicitarnos el año y estaba convencida de
que iba a volver a tratarme con la misma indiferencia que esa misma
mañana y, por ende, yo iba a volver a enfadarme por el desprecio. La
pescadilla que se mordía la cola una y otra vez… o lo que era lo mismo, la
historia de siempre.
Cuando llamaron al timbre me puse como una quinceañera, expectante
ante su reacción y su saludo, que no tuvo nada que ver con el del momento
del aperitivo en su casa.
Vino hacia mí y me abrazó, cariñosamente, mientras me susurraba que lo
perdonase. Un abrazo corto, pero muy intenso que me dejó las piernas
temblando y el corazón alborotado, como siempre que se me acercaba.
Producía ese efecto en mí, en mi cuerpo y no podía evitarlo de ninguna
manera.
Me había hecho adicta a su cercanía, a sus besos, incluso a su olor y mi
cuerpo lo reclamaba cuando no estaba.
El resto de la noche fue muy divertida. No estuvimos cerca, pero
tampoco tan lejos como la vez anterior. Coincidimos al cantar varias
canciones en el karaoke y en un momento me sorprendió al buscar la
canción de Antonio Orozco que sonaba aquella tarde en la que me pidió
perdón en la cocina de casa.
Empezó cantando las primeras frases y me quedé alucinada. Tenía una
voz rasgada preciosa, que, acompañado de la música, resultaba un
numerazo. Su tono llegaba y la manera tan sentida en que estaba cantando
nos emocionó a más de uno. Sabía que me la estaba cantando a mí y eso
terminó de derretirme, igual que una onza de chocolate entre las yemas de
los dedos.
 
Te pido perdón a sabiendas que no los concedas…
Te pido perdón de la única forma que sé…
Devuélveme la vida, devuélveme la viiiida…
 
—Ay, mi niño, qué bonito sigue cantando —decía enorgullecida
Enriqueta entre aplausos, cuando terminó la canción.
—Es verdad, muchacho, cantas maravillosamente bien. Deberías pensar
en dedicarte a ello —alabó mi madre.
—Bueno bueno, tanto como eso… Él lo que tiene que hacer de una vez
es aceptar ya su cargo directivo y dejarse de tonterías —respondió
enseguida su padre en un tono no muy amable, dirigiéndose a su hijo, cosa
que no me gustó y a él, por cómo lo miró, tampoco.
—Bueno, padre, estamos de fiesta. Dejémoslo —le pidió Fran.
 
Me quedó claro que padre e hijo no se llevaban especialmente bien.
De hecho, desde ese desencuentro, Fran se quedó bastante ausente de todo.
En cuanto encontré un momento que pasaba desapercibido, me acerqué a él.
 
—Ey, tranquilo. No le hagas caso. No te sientas presionado.
—Tú no sabes cómo es. Todo el jodido día así. ¿Entiendes que me
viniera de Madrid antes no? —me preguntó.
—Desde luego. ¿Por qué te ha hablado así?
—Porque como a todos los ricos, lo único que les interesa es el dinero y
la posición. Conseguir más y más. Quiere que acepte ese cargo y le da igual
todo lo demás que pueda conllevar.
—Pero no es la razón para llevaros mal… quiero decir, solo eso, ¿no? —
quise saber.
—No, claro. Desde siempre no hemos estado de acuerdo en casi nada. Él
tiene una forma de ser que avasalla, no escucha e intenta imponer su
voluntad. Todo lo que no sea trabajo y ganar mucho dinero, le parecen
tonterías. Por eso nunca me atreví a plantearle quedarme la imprenta de don
Miguel. Sabía que tenía el no asegurado y, en aquel momento, dependía de
él.
—Y ahora también dependes, mientras no definas tu situación y aceptes
o no ese trabajo…
—Lo sé y por eso se aprovecha de ello, para presionarme —reconoció
—. Como ahora mismo, que estamos de fiesta y no venía a cuento recordar
el pifostio que tengo montado en la cabeza —reconoció enfadado.
—Olvídalo, venga. Que es fin de año. Yo venía a decirte lo capullo que
eres, pero por esta noche ya has tenido bastante, me temo.
—Joder, perdóname, siempre la cago contigo y no te lo mereces.
—No te preocupes, pero no vuelvas a hacerlo. Nadie merece una
indiferencia y un trato así. Que me trataste como si fuera invisible, tío,
después de haber estado conmigo y decirme lo que me dijiste.
—¿Puedes repetir lo que te dije?
—Que me querías, no creas que me da vergüenza hablar de ello.
—Entonces será verdad, ¿no? —dijo riéndose y acariciando mi mano
con disimulo.
—No seas bobo y venga, ¡levántate y disfruta de la fiesta!
—De ti es de lo que quiero disfrutar, pero hoy, con ellos aquí, no puedo
secuestrarte para hacerte lo que quisiera.
—Ya habrá momento, te lo apunto a la lista de deudas. Me voy porque si
no igual se me escapa la mano o algún beso furtivo, que me temo que a tu
padre no le gustaría ni medio pelo. A su niño, cero distracciones.
—Tú ríete, pero has dado en el clavo. Encima de todo eres lista e
intuitiva, Sustitos. ¿Ves? ¿Cómo no me ibas a tener enganchado a ti? Sería
de locos no estarlo.
—Me encantas, pero como sigas así, no respondo. Me voy, que alguien
tiene que poner la cabeza aquí —consideré oportunamente, dando
teatralidad a la frase, mientras me levantaba del sillón donde estábamos
sentados.
 
La fiesta siguió durante gran parte de la noche.
Los niños jugaban y los mayores celebramos la llegada del nuevo año
entre copas y charla animadamente. Sobre las cinco, sacamos chocolate
para cambiar el tercio ya que habían bebido demasiado y, poco rato
después, dimos por concluida la fiesta de fin de año.
Se marcharon con una mirada furtiva entre nosotros y yo, antes de irme a
dormir, dejé como de costumbre el regalito del día siguiente en la bota. Era
un pequeño pergamino, donde teníamos pendiente hacer la lista de
propósitos de año nuevo.
Después del fiestón que nos habíamos pegado esa noche, iba a ser un día
casero y tranquilo, ideal para hacerla con los enanos.
Antes de dormir vi mi móvil parpadeando. Como siempre era él, para
alegrarme el último momento del día:
 
Fran:
Créeme si te digo que eres lo mejor que me ha pasado este año.
Gracias por aparecer en mi vida, preciosa.
 
Gracias a ti por devolverme la vida, como dice la canción.
 
 
Cerré los ojos feliz como una perdiz, repasando mentalmente el día
como solía hacer cada noche. Pensé en su padre y en lo difícil que tenía que
ser para Fran haber convivido siempre con él, a la greña y depender de
alguien con ese carácter y con esos valores, donde lo primordial era el
dinero y la posición social. Tan diferente de Enriqueta y don Teo, que eran
todo sencillez y bondad.
Puede que tal vez por eso, apenas los visitaban una o dos veces al año en
el pueblo. Agradecí que, aunque mi padre se hubiese ido, en casa todo había
sido bien distinto siempre.
Di gracias por tener el padre y la madre que tenía. Y recordé tantos
momentos con mi padre, que me di cuenta de que no podía odiarlo, sino que
tenía que perdonarle.
Aunque no volviese a casa, aunque tardase, pero era mi padre y gracias
al de Fran había valorado mucho más lo que era tener cerca al mío y por eso
decidí quedarme con lo bueno antes que con lo malo.
Ya tenía claro mi primer propósito del año: recuperar a mi progenitor.
 

CAPÍTULO 31
 
 
 
CARLOTA
 
El día de Año Nuevo pasó rápido y los siguientes días los dedicamos de
lleno a los niños. El primer día del año, por la tarde, hicimos la lista de
buenos propósitos de cada uno. Recoger los juguetes después de jugar,
comerse toda la comida, no pasarse con las horas de videojuegos o hacer la
tarea sin rechistar fueron algunos de los propósitos de los peques.
En mi lista, además del que ya tenía claro, añadí: encontrar trabajo,
buscar otro piso para mudarnos —porque me temía que, a la vuelta, mi
madre se adaptase mal a la rutina de nuevo— y dedicar más tiempo a mi
familia y amigos.
El de mi madre, que nos ilusionó y emocionó a todos a partes iguales,
fue sacar su nuevo libro a la venta, lo que confirmaba lo que sabíamos ya:
había vuelto a escribir, aunque nunca nos contó sobre qué.
Maritere se puso como objetivo ir al Caribe con ella a buscar a su Curro
particular, ya que dijo que la idea le había encantado. Mi hermana y Borja
se propusieron tener más tiempo libre, viajar más y comprar por fin una
casa en la sierra o en la playa, para vacaciones, cosa que, gracias al premio,
en ese momento era más que factible.
El día dos lo dedicamos a hacer la carta a los Reyes Magos. Nos
tomábamos muy en serio las tradiciones y todos y cada uno hacíamos la
nuestra.
Por pedir que no quedase, al habernos tocado la lotería, podríamos
cumplir todos los deseos. A los pequeños no les quedó nada por apuntar.
Pero yo quería añadir alguna de las cositas que los niños habían indicado en
sus cartas a los regalos que ya teníamos comprados para ellos, por lo que
llamé a Isabel, tal como habíamos quedado cuando nos encontramos en el
pueblo aquella mañana, para pedirle que me llevase a alguna juguetería
cercana a comprarlos. Fue un encanto conmigo y quedamos para el día
siguiente.
En Año Nuevo no vi a Fran y en lo que llevaba de día tampoco, por lo
que, con la excusa de haber quedado con Isabel, lo llamé para ver cómo iba
todo en casa. No le hizo ninguna gracia que fuese a ir con ella al pueblo de
al lado.
 
—Es que no entiendo que se lo hayas pedido a ella y no a mí —me
reprochó.
—Cualquiera te entiende, luego dices que no quieres que nos vean…
—Y prefiero evitarlo, pero si era para acompañarte a la juguetería podías
habérmelo dicho a mí y te quitabas de ir con ella.
—¿Y por qué no iba a querer ir con ella? Al revés, me cae muy bien y ha
sido muy amable desde que nos conocimos.
—Le gusta mucho el cotilleo, avisada estás.
—¿Es una advertencia?
—Por si te pregunta, solo lo decía por eso, pequeña —aclaró él.
—Al final hasta voy a pensar que de verdad es malo quedar conmigo,
porque tanto ocultismo me tiene hasta las narices, Fran. Que tengas un buen
día—le solté y colgué el teléfono.
 
Cómo me molestó esa llamada. No daba crédito. Llegó un punto en el
que no entendía ya tanta advertencia, y me hizo sentir mal. No pensaba
seguir viéndolo a escondidas, como si fuera un delito. Prefería ignorar lo
que teníamos porque ya me olía a chamusquina el rollo de que no nos
vieran para que no hubiese cotilleo.
Me volvió a llamar y no lo cogí, no quise hablar con él porque estaba
enfadada. Tenía, sin duda, la misma facilidad para derretirme que para
enfadarme.
Pasamos la tarde en casa leyendo al calor de la chimenea y asando
nubecitas. Algo tan sencillo como poner al fuego los pinchos llenos de
nubes volvía loca a mi sobrina y a Carlitos.
De hecho, era más la preparación que lo que se acababan comiendo. Las
nubes eran las golosinas más empalagosas, pero mojadas en chocolate
estaban espectacularmente buenas y era un símbolo tan navideño y de estar
en casa que, ya solo por eso, me chiflaban.
Casi a la hora de cenar Fran me pidió vernos, pero no le contesté. Quería
que se diera cuenta de que no era normal el juego que se traía, porque a mí
tanto ya me parecía absurdo.
Cenamos conversando sobre nuestro amigo invisible. Ya se acercaba la
fecha y todos lo estábamos preparando. Nos gustaba picarnos con el
jueguecito de quién nos había tocado y disimular, entre unos y otros, para
despistar sobre quién era de verdad nuestro amigo real.
Unas cuantas partidas de cartas después nos fuimos a dormir. Cuando iba
de camino al cuarto, vi la bola de nieve que Fran me regaló al principio de
la Navidad y me sentí fatal por no haberle devuelto el mensaje. Tampoco se
lo merecía, pero él me importaba y no me gustaba la idea de irme a dormir
y pasar tanto tiempo enfadada con él. Más que nada, porque con lo que él
era con todo y las vueltas que le daba, probablemente, también se estaría
sintiendo fatal por nuestra charla.
Decidí preguntarle que si al día siguiente, cuando volviera de la
juguetería, podíamos vernos en El refugio, a lo que contestó que le venía
bien.
En la mesilla tenía el libro que me estaba leyendo, Miles de emociones
de Ana Forner, mi autora favorita después de mi madre, por supuesto, y me
paré a pensar en las miles de emociones que él me había hecho sentir desde
que lo conocí.
A lo largo de estos quince días, en cuestión de horas, había pasado por
todos los estados de ánimo, lo cual era excitante, pero también inquietante.
Si apenas en medio mes había perdido la cuenta de las discusiones, me
preguntaba a mí misma: cómo iba a ser tener una relación con él en el caso
de que se diese.
Me asusté por estar planteándome una relación con alguien que estaba a
punto de aceptar un puesto en el extranjero, porque así era yo… de las que
se ilusionaban y hacían planes en cero coma. Solo que, en ese momento, lo
hacía con motivo, ya que para ambos la cosa había dejado de ser un rollo,
para pasar a hablar de sentimientos, por lo que no era tan ilógico pensar
algo así.
No le di más vueltas a mis pajaritos y me metí en la cama, arropada por
la nube de corazones, confeti y purpurina de mil colores pastelones que me
perseguía hace días.
 

CAPÍTULO 32
 
 
 
CARLOTA
 
Me levanté temprano porque había quedado con Isa a las diez en el
pueblo. Estuve puntual y la invité a desayunar para agradecerle que me
acompañase.
Era una chica fantástica y habíamos cogido confianza, tanto como para
charlar sobre nuestras vidas como si nos conociéramos de siempre, pero en
ningún momento trató de inmiscuirse o preguntar nada respecto a Fran, por
lo que no entendí que él se mostrase tan reacio a que quedase con ella,
cuando la chica fue totalmente prudente respecto a preguntar nada sobre
qué me unía a él o qué tipo de relación teníamos. Fui yo la que quiso sacar
información.
 
—Isa, así entre nosotras, si a ti te preguntasen cómo es Fran ¿qué dirías?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Porque sois amigos y siento curiosidad. Hay veces que hablando con
él me resulta muy reservado —le dije yo para tirarle de la lengua.
—Lo es, ya te lo digo. Fran es un poco personaje. En tiempos era un
terror entre las chicas, se las ligaban a pares entre él y su amiguito Rubén,
pero luego ya, por lo menos él, sentó la cabeza. El otro nunca va a cambiar,
pero volviendo a tu pregunta, Fran es reservado, no le gusta que nadie se
meta en su vida ni dar explicaciones. Huye de los problemas totalmente,
con él es casi imposible discutir.
—Jolín, pues yo ya he discutido varias veces con él en los quince días
que lo conozco… Vaya suerte la mía.
—¿Y eso por qué? La verdad es que me extraña mucho. Ya te digo que
nunca se mete en nada, pasa de todo y las discusiones le dan urticaria. Es
muy niño en ese sentido. Además, le molesta que hablen de él.
—Buah, eso es imposible de controlar. Todo el mundo habla de lo que
quiere. Y más en los pueblos, donde se sabe la vida y milagros de la gente.
Han sido piques chorras por cosas de la casa de su abuela y eso —mentí.
—Pues ni caso, no le durará ni medio día el mal rollo. Ya te digo, es
como los niños. En el pueblo se dice que se lleva mal con la familia y por
eso él viene aquí mucho más que el resto de su gente, porque adora a sus
abuelos.
—Puede ser, yo lo veo muy bien con ellos y se preocupa mucho. Lo que
no entiendo es tanto hermetismo y tanto negarse a que la gente hable de
uno, ¿no crees? —le pregunté.
—Ya, cariño, pero todo tiene un porqué. Quien algo tanto teme, algo
debe… eso dice el dicho —respondió dejando entrever que sabía más de lo
que decía.
—Tienes toda la razón —asentí, quedándome cavilando. Estaba claro
que tenía información, pero la chica estaba siendo discreta y no le iba a
sacar nada. Entonces habló y me sorprendió:
—Te he visto mirarlo, Carlota, te gusta…, ¿verdad? —se aventuró a
preguntar, dejándome petrificada.
—¿Se nota tanto?
—De lejos… Me di cuenta en el bar, porque le buscabas todo el tiempo
con la mirada y él, apenas si se acercó fue un par de veces y con acólito —
explicó ella.
—Vaya y yo pensando que estaba siendo discreta —me quejé, pensando
en qué hubiese dicho Fran si se enterase.
—Mi consejo es que te olvides, Fran tiene mucho encima y tú eres
mucho arroz para tan poco pollo. Hazme caso, nena, no te acerques. Fran y
Rubén son muy de jugar… Dímelo a mí, que con Rubén salí totalmente
trasquilada y aún colea la cosa —comentó ella haciendo una mueca de
tristeza.
—¡No me digas! —exclamé.
—Algún día nos sentamos con un té calentito y te cuento la historia,
¿vale?
—Claro que sí, cuando quieras. Nos quedan pocos días aquí, pero me
gustaría que siguiéramos hablando.
—A mí también. Y ahora, movamos el culo y vayamos a las tiendas a
comprar miles de juguetes para tus sobrinitos.
 
Pasamos una mañana muy entretenida y llegué a casa cuando los niños
estaban en el parque con Borja. Entre Tina y yo escondimos todo lo que
había comprado, que era mucho, en un armario ya que hasta el día cinco no
podíamos preparar los regalos.
Me fui dando un paseo hasta El refugio, en donde ya estaba
esperándome Fran cuando entré. Nos dimos dos besos y nos sentamos en
una de las mesas de la ventana.
Él estaba apagado, sus ojos no desprendían la alegría de siempre y su
tono era mustio. Se lo noté enseguida y le pregunté qué le sucedía.
De primeras no quiso explicarme mucho, en su línea, pero sí acabó
diciéndome lo saturado que estaba de escuchar a su padre, desde que ellos
llegaron al pueblo para Nochevieja.
Según me contó, no le expresaba su opinión, sino que le imponía lo que
tenía que hacer, motivo por el cual llevaban varios días discutiendo. Su
actitud denotaba que estaba absolutamente sobrepasado, pero con el
hermetismo que le caracterizaba no quise preguntar mucho para no
incomodarlo.
Bastante tenía ya.
 
—¿Qué tal ha ido con Isa? —quiso saber en un intento de sacarme
información que no pensaba darle.
—Muy bien, es majísima. Hemos desayunado, ido de compras y vuelto
al pueblo —le respondí.
—Apuesto a que te ha puesto al día de todos los chismorreos de los
vecinos.
—Para nada, te equivocas. Cero cotilleos, hemos charlado sobre nosotras
—le conté—. Creo que piensas mal de ella, me ha parecido muy prudente
siempre —añadí callándome lo que habíamos hablado realmente.
—Ya me extraña conociendo a Isa, pero no insistiré. Solo quería quedar
contigo porque no quiero que estés molesta conmigo, ni que te tomes a mal
que te hiciese esa advertencia. Por supuesto que quedar contigo no es malo
ni vergonzoso. Es increíblemente bueno y bonito.
—¿Cómo no voy a tomarla a mal, Fran? Si siempre estás con lo mismo.
Me da qué pensar que escondes algo, de verdad, con ese afán tuyo de
ocultar y de todo en secreto.
—Ya me conoces, es solo eso. ¿Entonces me has perdonado?
—No se trata de perdonar o no, se trata de ser consecuente con lo que
uno piensa y siente. A mí ya no me gusta tanta ocultación ni tanto misterio.
Soy clara y voy de frente, no puedo negar lo que no me gusta, ni hacer
como si no pasase nada.
—Te entiendo perfectamente. No te preocupes, que ya no va a haber más
problemas por eso, de verdad.
—No sé si creerte. Podría preguntar por qué, pero tampoco me ibas a dar
la explicación con lo reservado que eres, así que prefiero cerrar la
cremallera y cambiar de tema.
—Yo preferiría bajártela ahora mismo…
—No empecemos, que estamos aquí para hablar en serio. Si empezamos
a calentar, acabaremos como siempre. Y no veníamos a eso.
—Yo contigo siempre tengo ganas ¿tú no?
—Sí, pero no aquí, ni ahora. Quiero que estés alegre, nos quedan pocos
días y quiero que disfrutemos de la compañía del otro, sin conflictos ni
tristezas.
—Ojalá. Ante todo, quiero que tengas claro que me encantas, que los
días que hemos pasado juntos han sido los mejores de mi vida y que nunca
he querido hacerte daño. Si te he molestado o hecho sentir mal alguna vez,
quiero pedirte perdón de nuevo porque, óyeme, nunca nunca haría nada por
hacerte daño aposta. Métetelo en la cabeza. Ojalá pudiese borrar las cosas,
quitar los momentos malos…, pero las circunstancias son las que son y no
se pueden cambiar —explicó.
—Te noto muy raro. ¿Por qué hablas así? Ya son temas hablados.
Momentos que hemos vivido. Y si te digo la verdad, han sido vivencias
para bien o para mal, que yo no cambio por nada. Te lo dije y te lo repito:
gracias a ti me he vuelto a sentir con vida, por lo que no me arrepiento de
nada de lo que he vivido estos días contigo.
—Pero yo quería decirlo. Tú has sido lo más importante en mi vida
desde hace mucho tiempo, el haberte conocido me ha puesto muchas cosas
claras y otras que tengo que solucionar, pero ante todo no me arrepiento ni
me arrepentiré de haber estado contigo estos días. Es lo mejor que hemos
hecho. Tenlo presente siempre. Tú y yo, la pulsera —recordó él
señalándosela en la muñeca.
—Siempre me voy a acordar. ¿No te planteas que podamos seguir
viéndonos de vez en cuando? —pregunté como quien no quería la cosa.
—¿Crees que a la larga eso sería viable? Además, no vas a querer, ya te
lo digo yo —respondió él sin contestar.
—Claro que sí, pero existen los vuelos y a mí me gustaría volver a verte.
No quiero pensar que esto se va a quedar aquí.
—A mí también, no lo dudes, pero primero tengo que resolver muchas
cosas. A lo mejor cuando la Navidad acabe, eres tú la que ya no quiere
saber de mí.
—Lo dudo, ¿por qué no iba a querer? Los dos nos hemos dicho lo que
sentimos, es una pena que tenga fecha de caducidad, pero eso depende de
nosotros, incluso aunque vivamos en países distintos.
—Ojalá todo dependiera de nosotros solamente.
—No te entiendo, Fran —aseguré desconcertada.
—Lo sé, déjalo. Solo quiero que me prometas que no vas a quitarte la
pulsera y vas a recordarme con cariño, pase lo que pase.
—Por supuesto que sí, y espero que tú a mí también, ¿no?
—Por supuesto, Sustitos, no voy a olvidarte y voy a querer verte
siempre.
—Entonces nos veremos seguro, porque yo también querré verte siempre
—concluí yo.
—Espero que sea verdad y sigas pensando igual cuando te vayas de aquí
—repitió desconcertándome de nuevo.
—No lo repitas. Ya sabes lo que opino —añadí yo.
—Que ojalá siempre fuese Navidad, ¿no? —volvió a decir con esa frase
que habíamos hecho nuestra.
—Exacto, ojalá se parara el tiempo y nos pudiésemos quedar aquí para
siempre. Bueno, no nos pongamos melancólicos, vamos a tomar algo y
dejar las conversaciones profundas para cuando llegue el día, ¿no? —le
pedí cansada de la conversación.
—Me parece bien —contestó él—, pero antes dame un abrazo que
necesito mimitos.
—¿Aquí y ahora?
 
Se lo pregunté porque me extrañó que quisiese abrazarme en un bar o
fuera de casa, habiendo gente ajena a nosotros cerca. Por primera vez me
dio un abrazo en un sitio público que estaba poco concurrido de
parroquianos.
Me hizo sentir inquieta, aunque me gustó el gesto, pero algo en su tono
era diferente. Lo notaba extraño, distinto y sus palabras me habían sonado
tristes. Como si fuera una charla de despedida anticipada, supuse que
motivada por la cuenta atrás en la que estábamos, después de vivir unas
vacaciones de cuento. No le dije nada, pero una sensación rara se adueñó
también de mí a partir de ese instante.
A diferencia de otras veces, no pasó nada entre nosotros. Estuvimos
horas hablando hasta que salimos del pueblo, dando un paseo en dirección a
nuestras casas.
Cuando llegamos a la de Enriqueta nos detuvimos y nos abrazamos de
nuevo. Fran estaba mimoso, tierno, incluso hubiese dicho que en ese
momento estaba emocionado. Me abrazó fuerte, con ganas, como nunca,
como cuando temes que te quiten algo y lo agarras fuerte… y yo le
correspondí el abrazo, porque no había nada que me apeteciera más.
Sentirlo tan cerquita y de ese modo era mi debilidad.
No quería soltarlo nunca. Era entre sus brazos donde únicamente me
sentía en mi lugar.
Tardamos en separarnos y me volvió a pedir que le jurase que no me iba
a quitar la pulsera, pasase lo que pasase.
 
—Claro que no me la quitaré, pase lo que pase, te lo prometo. Quedamos
en que siempre iba a ser nuestro símbolo y lo será —le recordé—. Me estás
preocupando. Te noto tan raro y alicaído, que no sé qué te pasa y por qué
me dices todo esto.
—No me hagas caso, llevo un par de días tontos, pero escuchándote se
me pasa, tranquila. Sabiendo que siempre me vas a llevar en la muñeca, me
has alegrado el día, Sustitos.
—Venga, pues que se note. ¿Nos vemos esta noche? —pregunté mientras
me iba alejando para seguir mi camino.
—Sí, luego vemos qué hacer —contestó él—. No te vayas sin darme un
beso, anda. Créeme que, en este momento, es lo que más necesito.
—Si me lo dices así, cómo no aceptar… Sabes que siempre quiero tus
besos y no hacía falta que lo pidieras. Los besos se dan —indiqué picarona,
en un intento de hacerle cambiar el gesto y verlo sonreír.
—Siempre sacas lo mejor de mí, preciosa.
—Ahí no puedo decir lo mismo. Tú has sacado muchas veces lo peor de
mí, pero te lo perdono por lo bueno que estás y lo bien que me comes
enterita —añadí provocándolo para conseguir sacarlo de su estado de
apatía.
—Calla o no podré soltarte nunca —replicó antes de darme un beso que
me supo a amor. Fue suave, pero intenso, tierno, pero apasionado, lento,
pero con fuerza y, sobre todo, fue un beso cargado de emotividad y
sentimiento. Un beso dulce con fondo amargo, distinto a todos los demás.
Un beso que parecía de despedida.
 
Nos soltamos y nos dijimos un: «hasta luego», con la promesa de vernos
otra vez esa noche para dar un paseo. Me costó irme, no me llevaba una
buena sensación y sabía que él se quedaba raro, pero confié en animarlo
horas después.
Llegué a casa y no estaba conforme. Jugué un rato con los niños y antes
de cenar le escribí para ver a qué hora nos veíamos, pero no respondió.
Pasó otro rato y seguía sin contestar, lo que me extrañó mucho porque él
siempre tenía el móvil encima.
Después de cenar todos juntos, él seguía sin dar señales de vida así que
decidí, con la excusa de llevarle unas galletitas de las secretas de Maritere,
pasarme por casa de Enriqueta. Me abrigué y me fui para allá andando.
Llamé a la puerta y me abrió ella.
 
—Buenas noches, Queti. Te sorprenderá que haya venido a estas horas,
pero como a Fran le gustaron las galletas de Maritere, le traía unas poquitas
que había en casa.
—Ay, niña, qué pena tengo. Se fueron al anochecer ya. ¿No te dijo que
se marchaban?
—¡¿Có-óóóó-mo?! —pregunté extrañada, sin dar crédito. Un jarro de
agua fría cayó sobre mí. Me quedé atónita, no me lo esperaba y sentí como
algo me desgarraba por dentro a la par que un nudo iba forjándose en mi
garganta.
—Yo pensé que habría pasado por la casona a despedirse de vosotros.
Este nieto mío es tan raro cuando quiere, pero no se lo tomes a mal, no le
gustan las despedidas.
—¿Y por qué se han ido? Pensaba que iban a pasar Reyes aquí con
ustedes —interrogué, sacando las palabras de mi garganta como pude,
intentando disimular el ahogo que sentía en ese momento. Las ganas de
llorar me invadían por segundos.
—Pues así, entre nosotras, yo creo que ha sido culpa de la novia esa
estirada que tiene, que lo llamó anoche con una historia del puesto de
trabajo que le han ofrecido, que resulta que es en la empresa del padre de
ella y tenía que decir ya si lo aceptaba o no. Acabó discutiendo con su padre
esta mañana, como siempre… y ya ves, al final cuando volvió del pueblo,
se marcharon todos.
 
NOVIA.
Había dicho novia. Fran tenía novia. En ese momento, la tierra tembló
bajo mis pies. No podía pensar en otra cosa que no fuera esas tres palabras
juntas. Fran tenía novia. Tenía que haber un error. No podía ser verdad.
«Otra vez no, otra vez no» me repetía mentalmente mientras la señora no
dejaba de hablar.
«Cabrón, hijo de puta, mentiroso… Me había engañado desde el
principio y yo había caído como una imbécil».
 
No podía ser. Era incapaz de asimilarlo y, para entonces, mis piernas ya
habían empezado a temblar y un sudor frío comenzaba a recorrer mi frente.
Enriqueta seguía hablando, pero no era capaz de escucharla. El eco de su
voz me llegaba distorsionado.
 
—Niña ¿me estás oyendo? —preguntó sacándome de mis pensamientos
—. Te has quedado pasmada.
—Sí, perdona, Queti. —Hice de tripas corazón para contestarle sin
echarme a llorar. Las lágrimas estaban a punto de escaparse por mis ojos y
mi cuerpo temblaba. Tenía que salir de allí antes de que las piernas me
fallaran. Mi cabeza no dejaba de repetirme que tenía novia…
—Te decía que si querías pasar, hace mucho frío y estás muy paliducha.
¿Te encuentras bien?
—Sí, no se preocupe. Este viento que hace ya a estas horas, corta. Me
vuelvo a casa para que no se me haga tarde. Tenga las galletas, para usted y
don Teo, ya que él no está —dije tendiéndoselas.
—Dale las gracias a Maritere. ¿Quieres que le diga algo a mi nieto
cuando me llame? —se ofreció amablemente.
—Sí, dígale que he venido… o ¿sabe qué? Mejor no le diga nada, no se
lo mencione. Buenas noches, Queti.
 
Me despedí, ansiosa por echar a correr y quedarme sola. Necesitaba
pensar y reaccionar. Estaba débil, me sudaban las manos de los nervios que
me habían entrado y el temblor de las piernas cada vez era más fuerte. Ya
casi no me sostenían.
El corazón me latía desbocado, tanto que en algún momento pensé que
iba a salírseme por la boca.
 
—Buenas noches, bonita, ve con cuidado.
 
 
***
 
FRAN
 
Ya debía saberlo. Seguro que ya se había enterado de que me había ido
de Montaves.
Me había llamado varias veces al anochecer y no lo había cogido. Me
había escrito también y tampoco le había contestado.
Conociéndola, probablemente no se hubiese quedado tranquila y seguro
que, con poco, hasta se había acercado a casa de la abuela y ella se lo debía
haber dicho, porque lo raro era que el teléfono no había vuelto a sonar
desde un determinado momento.
¡Qué cojones!, no era raro… Si se había enterado, era lo normal que no
quisiese hablar conmigo más.
Había decidido no decirle adiós frente a frente e irme sin contarle la
verdad. Valentía en estado puro, ¡sí señor!
Si la hubiese visto, tenía que habérselo dicho. Me parecía rastrero
despedirme como si nada. Tampoco me había atrevido en todos esos días a
estropear lo que teníamos y haberle explicado mi situación real. No me
sentía capaz y no quería hacerle daño. A mi manera, en nuestra última
conversación, me despedí de ella sin que se diera cuenta. Lo vi más fácil
para ambos.
Tenía que haberle dicho que tenía novia, haberle hablado de la mierda de
relación que teníamos y de la situación en la que estábamos. De primeras, ni
lo pensé porque solo era jugueteo, piques…, y cuando todo empezó a
complicarse, fui cobarde como siempre y no me atreví. Nunca era buen
momento para contarle mis secretos, porque cuanto más la iba conociendo,
más me iba enganchando a ella de verdad.
Y claro, cuando quise darme cuenta, ya estaba enamorado como un
tonto, cuando a su vez, Mónica me estaba esperando en Londres para que le
diese una respuesta.
¡¿Cómo podía haberse embrollado todo tanto en el último mes?!
Si me vine de Londres, precisamente, fue por ella. Nuestra relación
llevaba rota el último año, pero ella se negaba a asumirlo. Tuvimos muchas
conversaciones donde yo intenté romper, pero al final ella siempre me
acababa convenciendo de volver a intentarlo. Para todo el mundo éramos la
pareja perfecta. Dos jóvenes periodistas que trabajaban juntos en un diario
internacional, propiedad del padre de ella, dos jóvenes que triunfaban y que
en breve iban a ser directivos de la empresa.
Aunque la realidad era muy distinta. La relación que empezamos en
nuestra época de estudiantes cambió totalmente cuando nos incorporamos al
mundo laboral.
Desde entonces apenas habíamos tenido vida de pareja. Vivíamos
encerrados en los despachos, entre noticias y teletipos.  Llegábamos a casa
para cenar —algunos días ni eso— y directamente a dormir.
Hasta nuestra vida sexual era completamente distinta, se había vuelto
casi nula.
Muchas veces no teníamos ni ganas de acostarnos juntos, por no hablar
de la pasión, que había desaparecido entre las páginas de los periódicos
mucho tiempo atrás.
Como equipo, laboralmente hablando, funcionábamos tan bien que su
padre quería que pasásemos a ocupar dos cargos directivos en tándem. Ese
señor era parecido a mi padre y nunca contempló que su hijita fuese una
empleada más. Su hija tenía que ocupar un cargo de relevancia en la
empresa y, por ende, yo con ella. Los dos íbamos a controlar las secciones
de nacional e internacional a la par. Uno solo sin el otro no, es decir, o los
dos aceptábamos o ninguno iba a ascender.
Ella era plenamente consciente de que yo prefería volver a España y en
su casa no había dicho nada de nuestra mala situación como pareja. O
puede que sí y la oferta solo fuese un truco, demasiado tentador, para
retenerme allí. Había barajado todas las opciones.
El último mes que estuve fuera de España fue horrible. Todo era presión
y estrés, por lo que decidí aprovechar que finalizaba mi contrato de
prácticas y pedir un tiempo para tomar una decisión. Mónica se lo tomó
muy mal, veía peligrar su carrera por encima de nuestra relación y pasó a la
táctica de la presión y el chantaje moral.
Eso me superaba, porque yo no era de enfrentar los problemas o
ponerme a discutir, que era lo que ella buscaba continuamente. Hasta que
una noche hablamos y me propuso que estuviésemos unas semanas alejados
para que pudiese aclarar mis ideas. Según ella, si uno no aceptaba
estropeaba la carrera del otro y era un gran problema, porque ella seguía
enamorada de mí. No era consciente de que el trabajo había roto nuestra
relación de pareja.
Siempre quería intentarlo y siempre pasaba lo mismo. Volvíamos a
empezar muy bien y a los pocos días, cualquier diferencia de opinión o
criterio en el trabajo se venía a casa. En el periódico siempre conseguíamos
solucionar todo porque nos complementábamos a la perfección, pero los
temas personales eran otra historia.
Acepté esas semanas, sin fecha de vuelta, para pasar un tiempo con mi
familia en Navidad. Supe que me iba a venir bien estar lejos de Londres y,
sobre todo, de ella para aclararme. Y así fue. Me fui con la promesa de
vernos pronto y de que ella no me iba a presionar, pero mintió.
Tenía mucho que reflexionar sobre lo nuestro y, sobre todo, pensar en la
oportunidad de ascender que teníamos. Quedó claro que en ningún caso nos
estábamos separando, no iba a ser una ruptura sino unas semanas para
aclarar ideas. Y con ese pensamiento llegué a Madrid.
Los primeros días Mónica me dejó espacio y no me llamaba, pero sí nos
escribíamos. Cuando ya empecé a tener problemas con mi padre, fue a raíz
de contarle la oportunidad que tenía de convertirme en directivo del
periódico. Le expliqué la situación en la que estaba con la que era mi chica
y a él, tan rígido como siempre, todo le parecieron tonterías de críos. No
entendía que aceptar el puesto era atarme a ella y a esa ciudad. Su
argumento era que tenía que estar agradecido a mi suegro porque una
oportunidad así nunca me la iba a dar nadie en España por mi cara bonita.
Le intentaba hacer ver las cosas, pero no las entendía y, siempre que
salía el tema, acababa discutiendo con él, cogiendo la puerta y saliendo de
casa para no tener que aguantarlos. La única que me entendía era mi
hermana, pero no tenía opinión ante mi padre, al igual que mi madre que,
por mucho que me comprendiese, no podía llevarle la contraria en temas de
trabajo.
Cada vez que salía del chalet, lo hacía amargado por culpa de él y me
refugiaba en llamadas a Londres, a ella, que me entendía, porque había sido
mi todo, mi casa los últimos años y era quien mejor me conocía. Aunque
era parte interesada, por lo que no le pedía opinión, sino que me dedicaba a
escucharla contarme su día o yo, contarle tonterías.
Estaba en mi ciudad, veía a mis amigos y tenía que estar a gusto, pero no
lo estaba. Mi padre me lo ponía tan complicado todo, que un buen día cogí
mi maleta, la metí en el coche y despidiéndome de mi hermana y de mi
madre, partí hacia el pueblo. Era el único lugar donde de verdad podía
centrarme en mí y pensar en lo que quería hacer.
Mis abuelos, sobre todo la abuela Queti, que se alegraron infinitamente
de que pasase las Navidades enteras con ellos.
Y fue llegar y sentir esa paz, esa tranquilidad que siempre se respiraba en
Montaves, pueblo que desde bien pequeño me encantaba y consideraba
mío.
Mi pueblo, ese del que hablaba a todos mis amigos siempre a la vuelta
de vacaciones y les hacía pasar envidia con todo lo que les contaba sobre
mis andanzas allí.
En cada visita fui feliz durante muchos años, allí trabajé por primera vez
y allí tuve mis primeros amores en la adolescencia, pero esa vez era
distinto, esa vez había viajado para aclarar mis ideas lejos de Mónica, de mi
padre y de todos. Eso sí, con lo que no contaba era con que apareciese en
mi vida Sustitos y me la pusiera del revés.
¡Sin darme cuenta me había enamorado de ella!
Y lo había liado todo tantísimo por no ser sincero desde el principio, que
siempre tuve claro que iba a acabar mal y no iba a ser capaz de salir del lío
yo solo.
Si le hubiese contado que tenía pareja a lo mejor hubiésemos acabado
igual, porque nadie mandaba en el destino, pero por lo menos hubiera sido
sincero con ella y no me hubiera sentido tan mal como me estaba sintiendo
por haberle ocultado la existencia de Mónica.
La había engañado y para ella no era la primera vez, pero no había sido
intencionadamente, sino que no me atreví de primeras a hablarle de mi
situación y la bola fue creciendo y creciendo hasta que egoístamente,
porque tenía que reconocer que había primado el disfrutar con ella esos días
a contarle todo y que me hubiese dejado de hablar, decidí dejarme llevar y
no pensar más.
Eso era lo último que quería, porque esos días con ella habían sido
perfectos, maravillosos, increíbles… ¡Cómo habíamos disfrutado, la leche!
Y por eso mismo no había tenido los huevos de contarle todo. Puede que
me hubiese entendido o puede que no, pero por lo menos, no la hubiera
hecho sentir engañada. Y tal vez hubiera podido tener una segunda
oportunidad en algún momento.
A lo mejor había tomado la decisión incorrecta de desaparecer y me
había equivocado, porque puede que haber cogido la vía cobarde fuese
todavía peor que haber dado la cara.
Si le hubiese hablado del tema en cualquier rato de los que estuvimos
juntos, igual hubiésemos tenido una segunda oportunidad, pero ya lo había
hecho así y tenía que apechugar con las consecuencias.
El caso es que no podía dejar de pensar en ella. Tenía un nudo en la
garganta desde que había salido del pueblo y no se quitaba. Tampoco dejaba
de imaginar su reacción cuando se enterase de mi marcha y de la existencia
de Mónica en mi vida.
Yo, que no había querido hacerle daño ni hacerla sentir mal
contándoselo, al final le iba a hacer más daño con no haberme despedido.
Empecé a arrepentirme de lo que había hecho, pero me había dado
cuenta tarde.
Ya lo sabría todo y, probablemente, ya me hubiera empezado a odiar por
haber jugado con ella, por haberla engañado pese a conocer su historia.
Lo que no debía imaginarse ni por asomo es que yo no quise jugar, ni
hacerle ninguna maldad, sino todo lo contrario.
Fui cobarde, inseguro y egoísta, pero porque me había enamorado como
un cabrón y quería disfrutarla sin perderla con mi confesión, y no me di
cuenta de que haciendo lo que estaba haciendo la iba a perder igual e iba a
quedar como un desgraciado, que es como me sentía.
Un auténtico imbécil, cabrón y egoísta, que había antepuesto unos días
con ella a conseguir que me entendiera, pero mi puta manía de no
enfrentarme a los problemas me había llevado por ese camino y había
salido de Montaves con el rabo entre las piernas, cuando donde quería estar
era allí con ella y no en Londres con mi «novia».
Tenía que pensar qué hacer, cómo arreglar el desastre de vida que tenía,
y empezar hablando claro con Mónica era lo mejor que podía hacer para
poder recuperar a Carlota si tenía oportunidad.
Tardara lo que tardara y costase lo que costase, en algún momento, tenía
que recuperarla.
 

CAPÍTULO 33
 
 
 
CARLOTA
 
Enriqueta cerró la puerta y yo eché a correr lo más rápido que mis
piernas me permitieron. De mis ojos ya brotaban sin parar miles de
lágrimas. No pude contenerlas y, además, necesitaba soltar lo que llevaba
dentro. Cuando estaba suficientemente lejos, en mitad del campo, me dejé
caer de rodillas en el suelo. Las piernas ya no me sujetaban y no podía
continuar.
Grité su nombre. Grité todo lo que pude y, aunque no sirviese para nada,
le lancé mil insultos al aire, todos los que le hubiera gritado a él si lo
hubiese tenido delante. El muy cobarde no había tenido narices suficientes
para despedirse de mí y contarme la verdad.
Se había ido como los fugitivos, por la puerta de atrás y a hurtadillas,
porque no había tenido coraje para enfrentarme con la verdad y romperme
el corazón mirándome a los ojos.
Sentí mucha rabia, no podía dejar de llorar y el nudo en la garganta no
desaparecía, sino que iba a más. No conseguía entender la maldad del ser
humano, el cómo podía alguien con pareja dedicarse a embaucar a otra
persona como había hecho él conmigo.
¡Qué poco respeto a su chica y qué poca vergüenza conmigo!
Y lo peor es que yo se lo había permitido. En ese momento caí en la
cuenta de que todo estaba planeado desde el principio. Qué bien lo había
calado Maritere con lo de la mochila y qué estúpida había sido yo por no
hacerle caso del todo y haberme dejado enredar.
Entonces me vino a la cabeza el porqué de tanto secretismo, tanto
ocultamiento y tanta excusa barata, con tal de que nadie nos viese por si se
le caía el teatrito que había montado. Se me amontonaban en la mente todos
los momentos en que nos escondíamos…
Por eso se ponía tan tenso cuando su abuela hablaba de él delante de
nosotros, seguro que pensaba que podía escapársele algún comentario, igual
que a Isabel… Ese fue el motivo por el que tampoco le había gustado mi
quedada con ella, por si hablaba más de la cuenta, porque con seguridad,
ella sabía todo respecto a la novia.
Era un manipulador de libro, un tío sin sentimientos que se dedicaba a
jugar con las mujeres. Eso hizo conmigo: jugar, jugar y jugar.
No llegaba a comprender cómo alguien podía fingir de la manera en la
que él lo había hecho ante mí. Parecía tan real que se había enganchado a
mí, que nos llegamos a decir incluso que nos queríamos y no era más que
una vil patraña, urdida por él mismo, para tener un entretenimiento en
vacaciones.
Qué sucio y qué rastrero todo lo que había hecho. Me sentí tan mal, tan
utilizada y humillada en ese momento que bloqueé su contacto en mi
teléfono. Con el móvil en la mano, temblorosa, allí en mitad de la nada,
sobre la fría nieve, volví a leer sus mensajes y no daba crédito a que todo
hubiera sido mentira.
Pataleé contra la nieve, di puñetazos contra el suelo, clavé mis uñas entre
los copos acumulados y me dejé caer. Sentada, hundí la cabeza entre mis
rodillas, incapaz de pensar. Me conformé con cerrar los ojos y desahogarme
durante un buen rato.
No era capaz de levantarme del suelo, tuve fuerzas para volver a gritar su
nombre una y otra vez y así aliviar el coraje y la rabia que sentía por dentro.
Hacía mucho frío, me temblaba todo, pero no quería llegar a casa. No podía
llegar así. Me iban a preguntar qué sucedía al verme la cara y, en ese
momento, no contaba con fuerza para eso.
Dejé pasar el tiempo, no supe cuánto rato estuve allí tirada, llorando por
él y sintiéndome como un trapo pisoteado de nuevo.
Qué cruel había sido conmigo. El día del viaje le conté mi historia y no
tuvo cojones para sincerarse y explicarme lo que había en realidad. Me
estaba haciendo lo mismo que mi ex, y él lo sabía. Me dejó hablar, me
escuchó con atención, insultó a Andrés y luego se me declaró teniendo
novia. ¿Cómo podía alguien ser tan mala persona y tan cínico?
Y no solo las palabras, sino que había actuado como un actor de primera.
El momento de las pulseras, ese sentimiento que se respiraba en el
ambiente, todo había sido una mentira como parte de la comedia que había
montado para divertirse conmigo.
Desde la primera noche, cuando nos conocimos, había ido a por mí a
saco, sin contemplaciones, ganándose a mi sobrina y conquistándome con
detalles absurdos y jueguecitos baratos.
Su verdadera personalidad solo había salido en todos esos días, cada vez
que discutíamos por el secretismo y el que no nos viera nadie.
Entonces era cuando aparecía el verdadero Fran, el que tenía miedo a
verse descubierto y se ponía a la defensiva o se alejaba.
Se excusaba en que la gente era cotilla, pero lo que no decía era que
tenía una novia esperándolo, mientras se iba liando conmigo en cualquier
sitio donde nadie nos pudiera ver…
¿Cómo iba a besarme en la plaza ante los ojos de cualquiera o en el
bar…?
Su abuela se hubiera enterado al momento y hubiera salido a la luz su
infidelidad. Por eso había sido tan maquiavélico y miserable, porque nos
había engañado a las dos. Aquella llamada, la noche del paseo, que se
apartó todo lo lejos que pudo para coger el teléfono, fue porque era ella y,
claro, no podíamos escuchar ni una palabra ni olernos lo que se traía entre
manos.
«¡¿Cuánto enredo y cuánta manipulación cabía en su cabeza para hacer
lo que había hecho y salir triunfante?!», pensé.
Y yo me sentí boba, ridícula, tonta, engañada por haber creído en él, en
su farsa y en sus palabras. ¿Lo habría hecho todo por un polvo? ¿Era
necesario para la trama del guion fingir que sentía algo por mí? ¿Hasta
dónde pensaba haber llegado?
Por eso no había respondido cuando en El refugio le dije que quería
volver a verlo, de ahí su comentario de que iba a ser yo quien al tiempo no
querría saber nada de él. ¡Cómo lo sabía! Y por eso, también sus evasivas y
reticencias a hablar sobre sí mismo, sobre el puesto de trabajo de marras y
sobre cualquier cosa relacionada con su vida que pudiese dejar al aire sus
mentiras. ¡No quería volver a verlo jamás en mi vida!
Qué engañada había estado. Qué tonta y qué infantil me sentí y, sobre
todo, qué humillada y dolida por cómo se había estado riendo de mí. Una
niña boba más que había caído en sus garras, casi sin esfuerzo por su parte.
Era lo último que yo quería cuando vine al pueblo. Ni por asomo me
hubiese imaginado tanta maldad cuando lo conocí. ¡Qué persona tan
retorcida! Cómo me impactó y cómo supo jugar sus cartas hasta que caí y
me enganché de mala manera. Y ahora tocaba olvidarlo, aunque, con el
odio que estaba sintiendo, esperaba que me resultase más fácil que la vez
anterior, cuando Andrés me hizo lo mismo, pero a ese, por lo menos, lo vi
venir.
¿Cómo había podido tropezar con una piedra casi igual por segunda vez?
Definitivamente el ojo no lo tenía nada bueno en cuestión de hombres. Por
lo menos tenía el consuelo de que a mi hermana la había engañado igual
que a mí. Se la ganó para que lo ayudara y Tina estaba convencida de que
bebía los vientos por mí.
¡Qué tontas habíamos sido y qué equivocadas habíamos estado! Si le
hubiéramos hecho caso a la buena de Maritere me hubiese evitado todo,
pero tonta de mí, cada vez que me pedía perdón volvía a él y no hacía
preguntas.
Me arriesgué y había salido mal. No tenía que haberlo hecho, pero ya no
podía remediar nada. Me estaba congelando y tenía que volver en algún
momento, porque debía de ser muy tarde.
Perdí la noción del tiempo, el móvil se me había quedado sin batería y
no sabía cuántas horas llevaba allí tirada, sufriendo por él. Además, me
encontraba fatal, seguía temblando y tenía el frío metido en los huesos. No
podía con mi cuerpo y, para colmo, la tristeza que sentía era inmensa.
Despacio y como pude me levanté. Empecé a caminar sintiéndome débil,
arrastrando los pies entre la nieve. Como un fantasma en mitad de la noche.
Tardé un buen rato hasta llegar a los alrededores de la casa. Una vez allí, me
limpié las lágrimas para disimular y, haciendo de tripas corazón, entré. Tuve
suerte porque la mayor parte de la familia estaba en la cocina y en el salón
solo estaban los pequeños jugando en la alfombra.
Pasé sin apenas detenerme hacia mi cuarto, cogí la bata y me metí en la
ducha deseosa de entrar en calor. Debajo del agua seguí llorando y
descargando la rabia acumulada. Me ardían las mejillas y me sentía
destemplada, por lo que me tomé algo para la fiebre y me acosté.
Mi hermana vino un rato después y cuando le conté todo entre lágrimas,
no pudo creerlo.
 
—Será hijo de perra, cómo nos ha engañado —exclamó—. Le corto los
huevos como me lo vuelva a cruzar.
—Eso es, solo Maritere lo caló. A nosotras nos hizo creer lo que no era y
ha jugado conmigo como ha querido y yo me he dejado —sollocé llorando
a moco tendido.
—Bueno, hermanita, han sido quince días. Ya verás como en nada ni te
acuerdas de él.
—No digas eso. Sabes que, aunque no quería tener nada con nadie, me
enganché bien y lo quiero. Y no veas cómo me jode sentir algo por ese ser
tan rastrero y despreciable —contesté.
—Me va a oír —dijo mi hermana.
—Tina, no. Ni se te ocurra decirle nada. No quiero volver a saber de él
en mi vida. No quiero volver a escuchar su nombre ni a pronunciarlo y,
como pueda, borraré la cantidad de recuerdos que tengo suyos, empezando
por este —me lamenté cogiendo la rosa y tirándola a la papelera tras arrugar
los pétalos con toda mi fuerza, que en ese momento seguía siendo poca.
—Claro que sí, bien dicho. Intenta descansar, dormir algo y diremos que
algo te ha debido de sentar mal.
—Sí, esta noche necesito llorar y desahogarme, pero te prometo que el
día de Reyes nadie me lo va a estropear. Por mucho que lo quiera, por
mucho que haya disfrutado con él, por mi parte no tiene perdón y eso es lo
que va a quedar en el recuerdo.
—¿Quieres que me quede contigo cuando los enanos cenen? Como
cuando éramos pequeñas y tenías miedo a la oscuridad. Venga, durmamos
juntas y lloremos lo que haga falta, y si hay que criticarlo y despotricar,
pues también lo haremos. O si hay que divulgar por el pueblo que la tiene
pequeña, pues yo encantada de hacerlo y que se joda.
—Tina, para. Quiero estar sola, pero gracias. Vuelve con los niños.
Estaré bien, solo necesito pensar y entender muchas cosas.
—Lo que necesites, me llamas, porfa.
—Sí, necesito que se lo cuentes a Maritere y le digas que no me
pregunte. Cuanto tenga fuerzas hablaré con ella. Y que en ninguna
circunstancia se enteren mamá o la señora Enriqueta.
—Está bien, pero deberías contárselo a su abuela para que se le caiga el
chiringuito en casa, y por lo menos le pongan la cara colorá y la novia le
corte el rabo por machote —argumentó mi hermana, burra como ella sola.
—¡Qué bestia eres, hermosa!, pero sabes que te quiero. Anda, vuelve al
salón. Buenas noches.
—Buenas noches y recuerda que todo pasará. Saldremos juntas de esta,
pequeña. Te quiero.
 
Salió de la habitación y yo me retorcí haciéndome un ocho sobre el
colchón, tapada hasta las orejas por el edredón. Lloré durante muchas horas,
recordé todos y cada uno de los momentos vividos con él, intenté buscar
explicaciones donde no las había, justificaciones a sus palabras y le odié
tanto como le quería. Porque esa era la realidad. Me había cegado en quince
días, estaba enamorada de un cretino que me había engañado y ahora tenía
por delante la difícil tarea de olvidarlo.
Dormí pocas horas, y cuando me desperté estaba hecha una mierda. Mi
hermana y Maritere se presentaron en la habitación con un chocolate y
galletas secretas que me sentaron de maravilla, porque, al final con el
disgusto, me había acostado sin cenar.
Tenía el estómago cerrado, pero el chocolate a la taza siempre me
sentaba bien. Me llevaron también nubes, necesitaba azúcar. No dijeron
nada, no hizo falta, solo me dieron un beso y salieron de la habitación.
Al cabo de un buen rato de meditación en la cama, me levanté, sin
fuerzas y me puse la ropa navideña, mientras me preparaba para fingir que
estaba bien delante de todos, cuando lo cierto es que estaba destrozada por
dentro y me sentía tan utilizada por él que hasta vergüenza me daba haber
sido tan tonta de dejarme engañar de nuevo, pero era la noche de Reyes y
tenía que hacer el esfuerzo por los pequeños de la casa, que vivían ese día
como el más feliz del año para ellos.
Y lo conseguimos, conseguimos que fuera un día especial.
Minuciosamente preparamos todo para recibir a sus majestades, mientras
Borja llevaba a los niños de paseo por el parque. Una montaña de paquetes
que previamente envolvimos y preparamos se acumuló en torno al árbol de
Navidad y la estampa, con todas las guirnaldas de luces encendidas, la
decoración y las velas, quedó preciosa. Aun así, ni con eso conseguí sentir
alegría, aunque pude disimularlo entre tanta algarabía y jolgorio.
Fuimos al pueblo a ver la cabalgata. Fue maravillosa y cuando terminó,
volvimos para casa con los niños emocionados. Cuando los pequeños
entraron, las luces interiores estaban apagadas y solo alumbraban las
guirnaldas y las luces del árbol. Alucinaron con todo lo que habían dejado
los Reyes Magos para cada uno de ellos. Se pusieron a abrir paquetes como
locos y en menos de diez minutos el salón se volvió un caos y miles de
papeles quedaron regados por el suelo. Todos ellos estaban felices, mi
hermana, Borja, mi madre y Maritere sonreían a pleno pulmón, lo cual me
dio muchísimo gusto, aunque en mi interior no podía estar contenta. Estaba
devastada por su culpa, pero conseguí que nadie notase nada.
Me acerqué a la chimenea mientras todos estaban con sus paquetes y
cogí la bola de nieve que me puso en la bota aquel día. Las manos me
temblaron, como si esa pequeña esfera de cristal me quemase entre los
dedos y la dejé caer contra el suelo, haciendo que estallara en mil pedazos.
Les asusté con el golpe y entonces se giraron hacia donde yo estaba, por
lo que tuve que fingir y hacer creer que había sido un accidente, lo cual se
tragaron sin preguntar. Maritere me miró y mi hermana me guiñó un ojo en
señal de aprobación a lo que había hecho.
Estaba muerta de pena, porque ese pequeño detalle días atrás me había
hecho inmensamente feliz y en ese momento estaba hecho añicos en el
suelo, como lo nuestro, lo que habíamos tenido, que no existía porque había
sido una burda patraña orquestada por él.
Para cenar tomamos el tradicional roscón de Reyes que habíamos
encargado en la pastelería del pueblo, acompañado de champán y chocolate,
pero como apenas había comido, me supo de maravilla. Los niños
continuaron un rato más jugando y los mayores hicimos sobremesa,
mientras les contemplábamos disfrutar, que sin duda fue lo mejor del día
entero.
Las vacaciones estaban llegando a su fin, tan solo nos quedaba el día
siguiente, por lo que mi madre propuso ir a despedirnos de Enriqueta antes
de hacer la merienda del amigo invisible. Habían hablado con ella y se
encontraba muy triste por haberse quedado ya sola, entonces, sin pensar en
lo demás, me salió de dentro invitarla a pasar la siguiente tarde con
nosotros.
Por la mañana podría acercarme al pueblo para comprar un detalle para
ella, y dárselo a la par que nosotros abríamos nuestros regalitos, ya que,
independientemente de todo lo que había hecho su nieto, se había portado
fenomenal, había disfrutado mucho con nuestra compañía y no tenía nada
que ver en los tejemanejes e intrigas de Fran. Mi madre la llamó y ella
aceptó encantada venir a pasar la última tarde en el pueblo junto a nosotros.
CAPÍTULO 34

 
 
 
CARLOTA
 
A la mañana siguiente, cuando salía de la joyería de comprar unos
pendientes para regalarle a Enriqueta, me encontré con Isabel, que estaba
ultimando sus regalos de Reyes porque en su casa se los daban esa misma
tarde. Yo le conté que nosotros los habíamos entregado la noche anterior.
Nos paramos y estuvimos charlando un rato.
 
—Te noto alicaída, Carlota.
—Bueno, he tenido mejores días —contesté yo.
—Puedes contarme lo que pasa. Si tú eres pura alegría y mira qué ojeras
y qué tristeza tienes… Dime que no es por Fran —me pidió mirándome a
los ojos.
—No no, claro que no —mentí—. Fran se fue ya.
—¿Y eso? Si se quedaba hasta el fin de semana. Seguro que la novia lo
ha reclamado antes de tiempo —contestó irónicamente.
—Vaya, tú también sabías que tenía novia. Yo no tenía ni idea.
—Claro, lo sabe todo el mundo porque la ha traído al pueblo alguna vez
y nos la presentó en cuanto empezaron a salir. Llevan ya años juntos, desde
la universidad, por eso te dije que no te fijaras en él. No me gusta hablar de
la gente, pero es lo que te expliqué… Fran es muy de jugar y no me
extrañaría que hubiese tonteado contigo y, por eso, tuvieras esa carita de
pena por su marcha.
—Nada nada, tranquila, es solo que me da pesar tener que irme —fingí
de nuevo—. Volver a la ciudad y a la rutina será duro.
 
Zanjé el tema de Fran, porque sin duda Isabel se había dado cuenta de
que algo había entre nosotros, aunque no dijese nada y tampoco quería
saber más sobre la dichosa novia en cuestión. Además, seguía con toda la
rabia del mundo y sintiéndome ridícula, sin saber quién se había dado
cuenta de que había hecho el tonto con él y lo que se estaría comentando
por ahí. Preferí no pensarlo.
 
En un día me iba y era mejor no dar más vueltas a la mierda. Aproveché
para despedirme de ella en ese momento, prometiendo ambas mantener el
contacto. Nos dimos un sincero abrazo y nos dijimos adiós.
La tarde pasó enseguida y llegó el amigo invisible. Preparamos una
merienda-cena para picar algo mientras nos íbamos dando los regalos.
Fue todo un éxito. La cajita de música que compré para Alejandra le
encantó y no paró de abrirla y cerrarla en toda la noche. Era una de esas con
una bailarina saliente que acabó volviendo mi cabeza loca. A mi hermana le
tocó regalarme a mí y el regalo fue un cuadro hecho con una foto mía para
poner en mi casa. Mis amigos, en su momento, dijeron que esa foto tenía
una mezcla de mi fuerza y mi frialdad. Supuse que era un mensaje velado el
que me quería dar, para que recuperase de nuevo lo que era antes de Fran y
de Andrés. A la abuela del susodicho también le chiflaron los pendientes
navideños y el resto de la familia recibieron sus regalos felices, pero con la
pena de que las vacaciones habían llegado a su fin.
La mayoría se fue a acostar y mi madre y yo nos quedamos charlando
con Enriqueta. Aún teníamos que pagarle y concretar con ella los gastos
extras. Nos dijo que, aunque había sido una muy buena Navidad,
económicamente hablando, gracias a que habíamos ocupado la casa entera,
ya empezaba lo duro del invierno y volvían las pérdidas. Nosotras
pensábamos que con el alquiler sacaba mucho dinero y resultó lo contrario.
No me lo podía explicar porque, en un entorno así, pocas personas no
querrían pasar un fin de semana idílico, pero Enriqueta hacía muy poca
publicidad y apenas tenía presencia en las redes, entonces no se daba a
conocer lo suficiente y ese debía ser el motivo para el escaso movimiento
de huéspedes en invierno.
 
—¿No estará pensando en cerrar y dejar de alquilar la casa? —pregunté
con tristeza, sintiendo una pena muy grande en mi interior.
—Mis hijos quieren que la venda, dicen que ya estoy mayor para
meterme en tantos trajines.
—No estoy de acuerdo. Está usted estupenda y es su entretenimiento,
además de una buena fuente de ingresos. Yo la publicitaría un poco más,
haría anuncios para que la gente conociese el entorno y seguro que le iba
mucho mejor. Incluso alguna promoción para fines de semana o vacaciones
—le expliqué.
—Hija, yo no sé hacer todo eso. El boca a boca ha sido toda la vida lo
que nos ha traído clientes.
—Pero la vida ya funciona distinta. ¡Ojalá pudiera estar aquí y ayudarla
yo misma con eso!
—Qué maravilloso sería, con tu entusiasmo y juventud, harías de este
negocio una mina de oro. Estoy segura porque has disfrutado de verdad
aquí, te vas enamorada del pueblo y has sido feliz entre estas paredes —dijo
muy convencida.
—Tiene usted razón. He pasado los mejores días de mi vida, casi con
seguridad, pero alguno malo también.
—Si lo dices por el tarambana de mi nieto, olvídate. Volverá. Te lo
aseguro.
—¿Qué ha querido usted decir?
—Nada nada, bonita, yo me entiendo. No me hagas caso —cerró la
conversación, dejándome totalmente claro que esa señora estaba enterada
de que algo había pasado entre su nieto y yo. Y había dicho «volverá».
 
«¿Qué habría querido decir?», me pregunté.
 
—Espero que podamos volver pronto…
—Me encantaría, os esperaré con los brazos abiertos. Con tu madre y
Marite seguiré hablando, porque hemos hecho una bonita amistad. ¡Cómo
os voy a echar de menos!
—Y nosotras, Queti. Vamos a echar de menos todo, pero por desgracia,
todo lo bueno llega a su fin.
 
Igual que llegaron a su fin los días de Montaves y, antes de darnos
cuenta, volvíamos a estar en casa, deshaciendo las maletas y guardando en
cajas todos los adornos y bártulos navideños que habíamos llevado y traído
de vuelta.
El regreso fue horrible. De estar todos juntos en la casa a estar solas mi
madre y yo en el piso de nuevo, fue un cambio brutal. Incluso al ver el
bajón que teníamos las dos, los siguientes días me llegué a plantear si el
viaje había sido una buena idea.
Enseguida descarté los pensamientos negativos ya que todos habíamos
sido felices esas vacaciones, con lo malo y con lo bueno, pero la vuelta,
pese al premio y pese a todo, acabó siendo un horror.
Nos dedicamos a ir de compras, como nuevas millonetis que éramos,
cuando queríamos darnos algún que otro caprichito y en algo se tenía que
notar.
Salíamos a comer fuera con Maritere, íbamos al cine para distraernos,
pero en cuanto volvíamos a casa la pena y los recuerdos volvían a instalarse
entre nosotras.
Ese piso tenía imágenes de toda una vida allí y no era el mejor escenario
para que mi madre retomase su vida con normalidad, y yo superara lo que
me había hecho el niñato cretino, por lo que le propuse mudarnos a un
apartamento coqueto en el centro. Aceptó a regañadientes, pero sirvió para
mantenernos ocupadas un tiempo entre recoger una casa, la mudanza e
instalarnos en la nueva. Era un piso muy luminoso, al lado de la arteria
principal, con una terraza acristalada y unas vistas preciosas, salón
comedor, dos habitaciones pequeñitas y dos cuartos de baño.
 
***
 
Habían pasado semanas. Aún continuábamos instalándonos en nuestro
nuevo hogar. Un día, mientras colocaba libros en una estantería que
habíamos montado, sonó el timbre. Me extrañó, porque mucha gente aún no
tenía la dirección.
Estaba sola, mi madre acababa de salir y pensé que se había dejado las
llaves, por lo que abrí directamente la puerta sin pararme a preguntar quién
era.
Mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme de frente, en el rellano, con
Fran. No pude reaccionar. La sorpresa fue mayúscula.
 
—Hola, Carlota —pronunció suavemente.
—¿Cómo tienes la poca vergüenza de presentarte aquí? —le espeté con
ira.
—Sabía que estarías enfadada conmigo, pero necesito hablar contigo,
pedirte perdón por todo.
—Y yo necesito tantas cosas… Es increíble tu desfachatez —lo increpé.
—¿Puedo pasar? —preguntó haciendo ademán de entrar.
—Por supuesto que no. Tú aquí no tienes nada que hacer —rebatí
intentando cerrar la puerta.
—Para, no cierres, por favor. Escúchame. Necesito contarte tantas cosas
—pidió ante mi negativa a que entrase.
—Llegas tarde. Ahora ya no me interesa lo que tengas que contar.
Tuviste muchos, muchísimos días y momentos en tu pueblo para contarme
mil cosas y te callaste. Era mejor engañar y jugar a ligarse a la niña que
había llegado de vacaciones y así tener un entretenimiento. Ahora no me
vengas con cuentos para no dormir.
—Te equivocas en todo. Deja que te lo explique.
—No, no solo no me equivoco, sino que esta conversación se acaba en
este momento. No sé cómo te atreves a haber venido hasta aquí, después del
daño que me hiciste. Sabías todo y aun así me engañaste. Vete, no quiero
volver a verte ni a saber de ti.
—No digas eso, por favor. Confía en mí y deja que te lo explique.
—No me hagas reír —le grité—. ¿Confiar en ti? Sería lo último que
haría en mi vida. Me engañaste una vez y me dejaste hecha una mierda.
Vete y no vuelvas a ponerte delante de mí nunca —respondí fríamente,
cerrando la puerta en sus narices.
 
Volvió a llamar e insistió en que le abriera. Me pedía que le escuchase.
No contesté. Me quedé paralizada, agarrada al pomo de la puerta durante un
buen rato. Temblaba de los nervios e inevitablemente las lágrimas fluían
solas.
No era justo que volviese a aparecer cuando ya iba doliendo menos lo
que me había hecho. No entendía qué hacía allí ni cómo me había
encontrado. No quería saber nada, ni volver a verlo, ni escuchar su voz.
Me dejé caer arrastrando la espalda contra la puerta y lloré sentada en el
suelo, con la cabeza hundida entre mis rodillas, durante un buen rato como
aquella noche en el campo.
Cuando me tranquilicé, abrí la puerta y ya no había ni rastro de él, pero
en el suelo, sobre el felpudo de bienvenida, había dejado una bola de nieve
de cristal con líquido dentro, idéntica a la que me regaló aquella primera
vez, solo que esta llevaba dentro una parejilla de figuritas patinando
mientras la nieve caía sobre ellos.
Qué cantidad de recuerdos vinieron a mi mente cuando tuve esa bola
entre mis manos. No podía dejar que me afectase ni tampoco iba a
agradecérselo.
Le había bloqueado tiempo atrás en el móvil y había tenido fuerza de
voluntad para mantenerlo así, pero ese día me asaltó la duda de si había
intentado ponerse en contacto conmigo en alguna ocasión las semanas
anteriores a la visita.
Lo desbloqueé por un instante y me llegaron varios mensajes suyos que
no dejé en leídos, pero que sí vi bajando la persianita de la pantalla del
móvil. Todos eran iguales:
 
Fran:
Quiero hablar contigo.
 
Llámame.
 
¿Me dejas llamarte?
 
Perdóname.
 
 
 
Volví a bloquearlo enseguida, porque no quería que su irrupción en mi
casa me desestabilizase, pero me quedé dándole vueltas a cómo habría
sabido nuestra nueva dirección y todo apuntaba a Tina. No iba a llamarla,
sabía que lo haría ella antes o después.
Ese capítulo de mi vida estaba cerrado y así tenía que seguir, porque
dolía, seguía doliendo, aunque me empeñase en negarlo.
Por mucha visita que hubiera hecho no me fiaba de él y no quería que
me contase cuentos que, ni por asomo, iba a creerle.
Y, por supuesto, menos aún a volver a confiar en él. Si lo había hecho en
algún momento, me había arrepentido con creces todas las semanas
siguientes a las vacaciones.
Seguí colocando cosas y cuando me conseguí serenar del todo, decidí
olvidar el incidente. Llegó mi madre con la cena e intenté disimular y hacer
como si nada, pero resultó demasiado complicado.
Unos cuantos días malos —que pasaron muy lentamente— fueron los
que viví tras verlo de nuevo. Días de levantarme llorando y acostarme de la
misma manera. La llamada de mi hermana llegó el fin de semana:
 
—Tengo que contarte algo —me comentó al teléfono—. Un día, en Gran
Vía, de casualidad, me encontré con Fran.
—Sé lo que vas a decirme. Estuvo aquí y, antes de que me preguntes,
como imagino que ya lo sabrás, te confirmo que no le dejé hablar ni que me
explicase nada. No quiero saber nada en absoluto de esa persona y, por
supuesto, no quiero saber qué hablasteis ni cuántas mentiras te contó sobre
mí.
—Joder, lo tienes claro —contestó ella—. Parecía muy triste y
arrepentido. Solo quería poder hablar contigo.
—No sigas, Tina. Me ha costado mucho aceptar su engaño, poder estar
más tranquila y, aunque sigue doliendo, algún día será un mal recuerdo.
Quince jodidos días no me van a amargar el resto de mi vida —le expliqué
engañándola, porque seguía llorando por las noches desde la dichosa visita.
—De acuerdo, no te diré nada más, pero si cambias de opinión, solo
tienes que pedirme su teléfono en caso de que lo hayas borrado.
—Preferiría no saber que mantienes contacto con él —le recriminé seria.
—No no, tranquila. Por supuesto que no lo tengo. Eres mi hermana y lo
que más me importa en el mundo con mis hijos y mi familia. Quien te daña,
me daña a mí —afirmó muy segura.
—De acuerdo, entonces hablemos de otra cosa.
 
Y el tema quedó ahí. Me había costado decidir que no quería saber de
qué habían hablado. Le había dado mil vueltas. Aquella noche dudé en
llamarla y preguntarle, pero me aguanté y acabé alegrándome de no haberlo
hecho.
Porque si me lo contaba, tal vez me hubiese sembrado dudas y habría
acabado queriendo hablar con él y por tanto pasándolo mal de nuevo, ya
que no me fiaba de esa persona y no quería que me ablandase.
Ya no lo quería en mi vida, sino lejos, por lo que era mejor dejarlo estar.
Y así tomé la decisión de no dejar a Tina ni mencionármelo, en pro de mi
beneficio.
 
***
 
Meses después…
 
 
Los días fueron pasando muy lentos. Amanecíamos en silencio en casa y
en el ambiente se respiraba lo que nos faltaba. Hacía casi seis meses que
habíamos regresado de las vacaciones de Navidad, no quedaba nada para
verano y ni el buen tiempo ni las salidas a las terrazas cuando caía la noche,
conseguían alegrarnos. Volvíamos a casa y ambas nos sumíamos en
nuestros pensamientos. No había conseguido encontrar trabajo, lo que me
tenía frita la mente.
Tampoco había visto a mi madre escribir en su cuaderno ni en el
ordenador en todo ese tiempo, lo cual me mantuvo preocupada y me
desilusionó.
Lo comentaba frecuentemente con Tina, hasta que un día tomamos la
determinación de hacer algo, aunque de primeras no supimos bien qué
podíamos hacer. No sabíamos por dónde empezar porque una servidora
tampoco andaba animada en exceso… La verdad es que nos habíamos
juntado dos buenas patas para cualquier banco.
Dimos muchas vueltas al asunto, pensamos en excursiones con los niños,
actividades, cursos de pintura, cursos de cocina, viajes largos, pero el
problema que yo veía siempre era la vuelta a casa. Después del curso que
fuese, había que volver… después de cualquier viaje había que volver… Y
la vuelta era lo peor.
 
—¡Pues ya está! No volváis, Carlota. Si ahí no estáis bien, tú no trabajas
y mamá puede escribir en cualquier sitio, ¿por qué no os mudáis a Madrid y
cambiáis las dos de aires? Puedes encontrar trabajo más fácil y aquí
podríamos comprar una casa para vosotras cerca de la nuestra y estaríais
mucho con los enanos —dijo enseguida mi hermana, emocionándose con la
idea de tener canguros gratis los trescientos sesenta y cinco días del año.
—No es mala idea, pero Madrid… me da pereza, aunque podría ser la
solución, sin duda. Estar aquí va a acabar con las dos en un manicomio —
bromeé.
—A mí me parece una buenísima idea. Coméntalo con ella y me contáis.
Ciao, hermanita —se despidió alegre, colgando el teléfono. Al final ella no
vivía el día a día y la pena de esa situación, era yo la que estaba allí con
nuestra madre.
 
No era una idea descabellada. Madrid me agobiaba, no me gustaba nada,
pero cualquier cosa era mejor que seguir como estábamos en ese momento.
Para ambas, no solo para mí, porque, aunque mi madre no dijese nada, sabía
que se ahogaba entre las cuatro paredes del piso. Y no tenía nada que ver
con el apartamento, que nos había quedado ideal.
Éramos nosotras las que sobrábamos en ese entorno, paseando por las
calles por las que paseábamos los cuatro cuando éramos pequeñas,
comiendo en los mismos sitios y sentándonos en las mismas terrazas de la
ciudad. Y quizás, ciertamente, lo pudiese tener más fácil para encontrar
trabajo en la capital, pero la idea en sí, no me encantaba.
Había muchísimos destinos que me llamaban más la atención que la
capital de España, aunque allí estaba mi hermana y podía ser bueno para la
abuela estar cerca de sus nietos y cambiar de aires. Todo con tal de salir de
la monotonía gris en la que volvíamos a encontrarnos.
Los días eran todos iguales. Me levantaba temprano, salía a por el pan y
a pasear un rato escuchando música. No me había aficionado al deporte de
repente ni tampoco hacía running, pero me liberaba canturrear por la calle
cuando paseaba. A esas horas tempranas no me encontraba con apenas
nadie y me valía para pensar.
No voy a negar que Fran seguía apareciendo en las letras de las
canciones, creía verlo entre la gente o lo pensaba cuando me cruzaba con
aquellos que tenían rasgos similares.
Después del paseo volvía a casa y preparaba el desayuno para las dos.
Nos poníamos a leer o salíamos al súper. Comíamos, poníamos la TV o
seguíamos libro en mano y cuando ya caía el sol, nos sentábamos en
compañía de Maritere o de alguna amiga mía, en las terrazas del barrio para
tomar el fresco. Volvíamos casi para dormir.
En invierno había sido peor todavía, porque el rato de después de cenar
en el salón se hacía eterno y agobiante. O poníamos la TV o la radio de
fondo, pero esto último era mala idea porque siempre aparecía Orozco con
su Devuélveme la vida, que me transportaba rápido a la cocina de la casona,
con él pegado a mi espalda susurrándome que lo perdonase por ser un
capullo, o a Melendi con Tu jardín con enanitos o Pablo Alborán con
Solamente tú que, igualmente, me llevaba a aquella noche, los dos
montados en el coche, mirándonos con la canción de fondo… Y el nudo
siempre acababa volviendo a mi garganta.
Cualquier canción me lo recordaba y no porque fueran nuestras melodías
—salvo la de Antonio que siempre era su manera de pedirme perdón—,
sino porque las canciones de amor eran perfectas cuando se estaba
enamorado, pero eran una gran putada cuando sufrías un desamor.
Las noches también eran parecidas. Me acostaba y las lágrimas seguían
acompañándome antes de dormir. Daba vueltas un rato en la cama, leía,
acariciaba la pulsera que me regaló aquella tarde y que prometí no quitarme
nunca… pese al daño que me había hecho, ni siquiera fui capaz de cortarla
un día que, por un impulso, cogí las tijeras y me decidí a hacerlo. Algo
dentro de mí me frenó.
Ahí estaba aún, en mi muñeca y yo seguía sacándole brillo cada noche.
Me acababa durmiendo por aburrimiento, y todas las noches llegaba a dos
conclusiones: la primera era que lo odiaba por haberme engañado y la
segunda era que no iba a conseguir olvidarlo tan fácilmente. Contradictorio,
¿verdad?
 
***
 
FRAN
 
Desde que había llegado a Londres volvía a no ser yo mismo. Volvía a
ser un tío gris, que iba siempre acelerado y estaba de mal humor
continuamente. El viaje a Montaves había supuesto un antes y un después
en mi vida. Estaba claro. Regresé a Madrid con mi familia, casi huyendo
del pueblo y de ella, y allí estuve unas semanas mientras decidía qué hacer.
La vida de nini me sacaba de quicio, no me quitaba la imagen de Carlota de
la cabeza y encima tenía que aguantar las presiones de mi padre para que
aceptase por fin el puesto.
No podía seguir así y lo vi claro una mañana que salí al centro, a pasear
por Gran Vía y me encontré con Tina. Me miró con todo el rencor del
mundo por no haber sido sincero con su hermana.
De primeras intentó ignorarme y pasar de largo, pero no pude dejarla
escapar. En ese momento, no saber de la única mujer a la que quería a mi
lado, me estaba volviendo loco.
Convencí a Tina para tomar un café rápido en el Gourmet de Callao.
En cuanto nos sentamos en una mesa me dijo que era un hijo de puta.
Y tenía razón, porque así me había portado con su hermana, sin querer,
claro estaba. Le conté toda la historia con pelos y señales desde que empecé
a salir con Mónica hasta que me fui de Montaves.
Todo mi empeño fue que entendiese que, aunque había quedado como un
cabrón, lo que realmente había sido era un idiota.
Cuando terminó de escucharme no me justificó, sino todo lo contrario.
Me hizo ver que tenía que haberle echado huevos a la situación y haberle
confesado la verdad a tiempo a su hermana, porque de una manera u otra le
iba a acabar haciendo daño.
O, por el contrario, haberme estado quietecito y no perturbar la
tranquilidad de Carlota para nada. Añadió también que se arrepentía de
haber sido mi cómplice aquel día del secuestro, a lo que yo le respondí que
se lo agradecería siempre, porque había sido el mejor día de mi vida.
 
—¿Quieres a mi hermana o quieres el paquetito de tu novia y su trabajo
en Londres? —preguntó directamente.
—Tengo clarísimo que quiero a tu hermana. Ella se ganó mi corazón en
pocos días, como nadie lo había hecho en años. Quiero que me perdone y
quiero estar con ella. Ayúdame, Tina, eres la única que puede hacerlo —le
pedí, confiando en que me hubiese entendido, aunque fuera un poco.
—Yo no puedo hacer nada. Le hiciste mucho daño. Y no eras el primero
que se lo hacía, que la engañaba. Me cago en todo, Fran, conocías su
historia y sabías cómo pensaba ella. Dudo mucho que te perdone —me
aseguró.
—Déjame intentarlo. Sé que me tiene bloqueado en el móvil, le he
escrito y no me lee, pero si pudiera ir a visitarla y explicarme, igual la cosa
cambiaba…
—¿Has terminado de una vez con tu novia? ¿Puedo fiarme de ti? —
quiso saber antes de acceder a ayudarme.
—Te prometo que esta misma tarde le dejaré todo claro. Tranquila, no
voy a ir a buscar a tu hermana con las cosas sin cerrar y cometer el mismo
error.
—De acuerdo. Voy a confiar en ti de nuevo, por esta vez. Eso sí, ya te
aviso de que es lo único que voy a hacer por ayudarte. Y lo hago en pro de
la felicidad de Carlota. Si te manda a paseo, no vuelvas a buscarme. No
pienso dejar que sufra más por ti.
—No sabes lo que te lo agradezco. Iré mañana mismo a verla, esta
angustia solo puedo quitármela pidiéndole perdón. La quiero y quiero
tenerla a mi lado.
—Mucha suerte, campeón, porque la vas a necesitar. Tú no conoces a
Carlota enfadada —me advirtió mientras apuntaba en un papel su dirección.
 
Enseguida me ilusioné, y decidí coger el coche al día siguiente. Me iba a
plantar en su casa a verla. Sabía que el perdón lo tenía complicado, pero
tenía que intentarlo. Ver a Tina fue el impulso que necesitaba. Yo no creía
en el destino, ni en la magia de la Navidad o de la noche de San Juan, ni
tampoco en las señales, pero encontrarme esa mañana con ella, en pleno
centro de Madrid, tenía que significar algo. Supuso un revulsivo que me
hizo darme cuenta de que lo único que quería en mi vida era saber de
Carlota y por supuesto, volver con ella.
Tanto fue así que, nada más separarme de ella, me senté en un banco de
plaza de España y llamé por teléfono a Mónica. Llegué a la conclusión de
que la raíz del problema era ella.
Tenía que haber sido firme con ella mucho tiempo atrás y separar nuestra
vida personal de la profesional. Haberla dejado, pese a sus dramas y
lamentos, en vez de dejarme ningunear y convencer por su manipulación.
Marqué su número con los dedos torpes y cuando me lo cogió pensó que
tenía una respuesta, ya que llevaba días esperando un sí. No podía estar más
equivocada. Le planteé un ultimátum.
Le dejé claro que las cosas entre nosotros nunca iban a volver a ser
iguales. Ya no estaba enamorado de ella y si eso significaba perder mi
trabajo en el periódico de su padre, lo perdería sin problema.
Lloró desconsolada de primeras y después, sin decir nada más, colgó.
Ella gestionaba así los ataques de rabia, pero tuve por seguro que iba a
pensar en lo que le había dicho. Su meta era ascender, por lo que ya lucharía
ella por conseguirlo.
Después de la conversación me sentí liberado. Ya estaba hecho. Era la
segunda decisión importante que tomaba en apenas un rato, y sentí como si
me hubiese quitado una losa de encima.
No todo podía ser bueno, ya que aún tenía por delante llegar a casa y
enfrentar a mi padre, pero no me importaba.
Me sentía seguro de mí mismo, fuerte, porque la idea de recuperarla me
daba el valor que necesitaba y si tenía que enfrentarlo, por primera vez en la
vida, lo iba a hacer porque Carlota se lo merecía.
Se merecía que, de una vez, pusiese en orden mi vida y luchase por ella.
No lo iba a hacer solo por ella, sino también, por mí mismo. Porque ya era
hora de empezar a enfrentarme a la vida, a las cosas buenas y a las no tan
buenas, sin volver la cara o dejar pasar la realidad.
Antes de aquello me di unas cuantas vueltas por las callejuelas estrechas
que desembocaban en la plaza Mayor, donde había una feria de artesanías
que me recordó tanto a nuestros paseos por el pueblo, que cerré los ojos y
quise volver a aquellos días fuese como fuese.
Pasé el resto de día nervioso. A la hora de la cena, expliqué la situación
en casa y recibí indiferencia por parte de mi progenitor. Sabía que no le
había gustado lo que había hecho, pero en el fondo, hasta pude creer que le
reconfortaba verme enfrentar los problemas. Eso sí, no me dirigió más la
palabra.
A la mañana siguiente, con una mochila al hombro me subí en el coche
para ir a buscar a Carlota. Llegué a la ciudad y seguí las instrucciones que
Tina me había dado. Cuando me acercaba al portal vi salir a su madre y
entonces aproveché para subir rápido, imaginándome que estaba sola.
Llamé al timbre con más miedo que vergüenza y cuando ella abrió la
puerta, la cara se le desencajó. Estaba más delgadita, tenía ojeras y los ojos
muy tristes. Me habló con odio, con dolor y con mucha rabia acumulada.
Apenas me dejó abrir la boca y no quiso ni hablar conmigo, ni dejarme
entrar. Me cerró la puerta de su casa y de su vida, sin ni siquiera dejar que
me explicase. Intenté que me abriese de nuevo, pero fue inútil.
Sabía que lo iba a tener difícil, casi imposible, pero contaba con que me
diera una oportunidad de hablar. No fue así y apenas respondió a mi perdón.
La había perdido para siempre, por infantil y nunca me lo iba a perdonar a
mí mismo.
En el bolsillo llevaba una pequeña bola de nieve con dos muñequitos
dentro patinando que había comprado el día anterior en un puesto de la
plaza Mayor. La vi y me recordó tanto a ella, a aquella pista de nieve, que
no pude resistirme a comprarla para llevarla conmigo.
Y allí estaba yo, en el portal de su casa con la bola en la mano y
totalmente tocado y hundido. La dejé en el felpudo con esperanza de que la
cogiese, se apiadase de mí y me llamase.
Tras un rato detrás de la puerta, sintiéndola al otro lado, me marché de
ahí totalmente hundido. Paseé por esas calles por las que ella paseaba a
diario, conocí los sitios de los que tanto me había hablado, el bar cercano a
su casa donde muchas veces cenaba… y cuando sentí que allí ya no hacía
nada, decidí volver a Madrid.
El camino fue muy complicado porque me vi sin escapatoria, sin ella y
sin el trabajo que tantísimo había querido un tiempo atrás. Ya no tenía
aliciente ninguno, ni me sentía fuerte. Porque la fuerza que se despertó en
mí el día anterior la provocaba ella y ya se había evaporado, se había
quedado en el rellano de aquel portal. Me tocaba tirar para adelante y
decidir qué hacer con mi vida.
Entonces el destino me lo puso fácil y después de los peores días que
había pasado en mi vida, cuando Mónica llamó de nuevo para ofrecerme el
trabajo aceptando que no hubiera relación personal entre nosotros, lo vi
como mi tabla de salvación para huir de todo, y a los pocos días volví a
instalarme en Londres para ocupar mi cargo junto a ella.
Desde aquello habían pasado meses. Poco a poco la ilusión de los
primeros días se había ido desvaneciendo. El subidón que supuso el
comienzo, la toma de posesión de un cargo tan importante como el que ya
tenía, nuevo piso… Todo eso fue una nube de humo que yo mismo me
inventé, para creer que estaba en el lugar adecuado.
Y no era así, porque mi lugar estaba donde estuviera ella, a sabiendas de
que eso era imposible y que tenía que resignarme con la vida que había
elegido.
Y entonces me volqué en el trabajo, como tiempo atrás, hasta el punto de
muchos días acabar cenando en la oficina para llegar a casa directo a
dormir. Mónica mantenía la distancia con dificultad y poco a poco, gradual,
pero constante, intentaba que recuperásemos la complicidad, mientras que
yo solo pensaba en mis artículos, en las noticias diarias y en las exclusivas
que dábamos y nos situaban a la cabeza del mercado editorial. No salía casi
con amigos, alguna vez con los compañeros y poco más, practicaba deporte
en el gym y mi cabeza estaba centrada en el periódico. No veía más allá.
Tan solo las llamadas a casa de la abuela me reconfortaban y me hacían
ser yo, porque en Londres estaba mi cuerpo, estaba Fran el directivo, pero
mi mente y mi ser se habían quedado en Montaves y a diario revivía
aquellos días tan felices que había vivido en Navidad.
CAPÍTULO 35

 
 
 
CARLOTA
 
En casa, los días pasaban y seguíamos dudando si mudarnos para estar
cerca de Tina.
Un buen día, Enriqueta llamó a mi madre para contarle que, finalmente,
había puesto a la venta la casa rural.
 
—Mamá, ¿y si la compramos nosotras y nos mudamos allí? —propuse
de golpe—. Apenas hemos tocado el premio de la lotería, estamos dudando
tanto si mudarnos a Madrid porque el sitio no nos acaba de convencer, y
Montaves nos encantó. Estuvimos tan a gustito aquellos días en
vacaciones… y la casa, bien publicitada y modernizada, puede ser un
negocio redondo. Yo me encargaría de todo, incluyendo gestión, publicidad
y comunicación. No puede apetecerme más ni parecerme mejor idea. —
Todo pasaba por algo, sin lugar a dudas.
—No sé, hija, no me esperaba esa proposición.
—Piénsalo, mamá, allí todos nos sentimos como en casa. Es un buen
negocio y un lugar increíble para vivir, lejos de todo esto.
—Enriqueta lo cierra, igual no es tan buen negocio…
—Ella reconoció que no hacen nada de publicidad. Y sin redes sociales,
ni ofertas no atraes al público suficiente hoy en día. Estoy segura de que nos
iría bien —le aclaré intentando convencerla y viniéndome arriba totalmente
encantada con la idea.
—Está bien, hagámoslo. Puede que sea una locura, pero necesitamos
salir de esta ciudad. Y gracias a la lotería podemos permitírnoslo.
Conocemos el sitio, la gente y no nos aburriremos dándole un nuevo aire a
la casa. Y si de ello hacemos tu futuro, hija, no puedo negarme.
—Sí, mamá, es la mejor decisión que podemos tomar. Habla con ella y
dile que quite ya ese cartel de «Se vende» y que se prepare para recibirnos
de nuevo —añadí ilusionada como una niña pequeña con zapatos nuevos.
 
La charla con Enriqueta no tuvo desperdicio y, según me contó mi
madre, se puso tan feliz que prometió agilizar todo el traspaso lo máximo
posible para que llegásemos cuanto antes.
El hecho de que fuésemos nosotras las que nos la íbamos a quedar la
hizo quedarse tranquila, porque en el fondo sentía mucha pena de
abandonar el negocio.
Sabía que con nosotras allí iba a ser una más de la familia.
La conversación que tuvo después con Maritere acabó con ella haciendo
las maletas también, para mudarse con nosotras a Montaves. No iba a
participar en el negocio, pero quería comprar una casita para vivir tranquila
su vejez allí, donde, según ella, había sido feliz aquellos días de Navidad.
Otra que se puso muy contenta fue Isa, que reaccionó con gran alegría
ante nuestra vuelta definitiva. Mi amiga Luisa en cambió se quedó sin
palabras, pero prometió viajar mucho a visitarnos, al igual que mi hermana
que, de primeras, no estuvo segura de que fuera una gran idea, pero después
cambió de opinión y empezó a ver el pueblo como su retiro de descanso
para todos los fines de semana.
No podíamos estar más contentas e ilusionadas, aun con todo lo que
tuvimos que organizar, pero lo bueno fue que todo lo gris desapareció para
dar paso a las ganas y la motivación. Los siguientes días fueron de histeria,
de muchos preparativos y de tomar muchas decisiones.
Pasamos jornadas enteras eligiendo y comprando vajillas, sábanas,
colchones, mantas, manteles, juegos de toallas… y con miles de papeleos,
visitas al notario y a los bancos. En cuanto a compras, enviamos una
primera remesa al pueblo que pensábamos ampliar al llegar a la casa y ver
todo lo que nos iba a hacer falta.
El verano estaba en pleno auge, al igual que nuestra ilusión, y el día que
por fin entregamos las llaves del piso y vimos el camión de mudanzas
cargado en la puerta del edificio, supimos que empezaba una nueva vida
para nosotras tres.
Tina nos acompañó a dar carpetazo a nuestra etapa anterior y las cuatro
nos fundimos en un gran abrazo que fue el preludio de todo lo bueno que
estaba por venir.
 
 
***
 
 
2018. Tres años y medio después…
 
 
 
La llegada a Montaves fue muy fácil. Habían pasado ya de aquello tres
años y unos cuantos meses y seguíamos igual de encantadas que el primer
día.
Lo primero que hicimos al llegar aquel día de verano, con ayuda de
Enriqueta, fue alquilar una casita para vivir los primeros días. Teníamos
pequeñas reformas por hacer en la casona y era mejor no estar viviendo allí.
Maritere aprovechó también para visitar casas cada día, mientras nosotras
veíamos con los albañiles las obras que había que hacer para dejar todo a
punto. Finalmente, ella no tardó en encontrar una pequeña y acogedora
casita de una planta cerca de la casa de Enriqueta.
Se mudó en cuanto pudo y fue poniéndola en marcha, poco a poco,
mientras nosotras seguíamos con las reformas y las compras. No había que
cambiar tanto, pero los pequeños detalles tomaban su tiempo.
Pusimos bañeras vistas en alguna de las habitaciones de abajo, añadimos
algún radiador más a la instalación de la calefacción, revisamos las tuberías
y entretanto compramos el mobiliario, ya que Enriqueta había dejado
bastantes cosas, pero otras se las había llevado.
Los días iban pasando y nuestra ilusión iba aumentando conforme se
acercaba el momento de ver todo terminado. Lo importante era lo tranquilas
que nos sentíamos allí.
Los vecinos del pueblo nos acogieron de maravilla y la mayoría nos
ayudaron en todo lo que pudieron. Isa se volcó con la estrategia de
publicidad y creando expectación ante la reapertura en toda la comarca.
Entre mi madre y yo elegimos nuevas cortinas, fundas para los sofás,
cojines para los orejeros y todos los utensilios de la cocina y del comedor.
No queríamos que la casa perdiera la esencia, sino que siguiera como la
habíamos conocido, pero algo más modernizada y orientada,
fundamentalmente, a fines de semana de relax. Lucecitas en los cabeceros,
sofás en las habitaciones, velas y esencias, jabones y geles dulces de
caramelo, chocolate, desayunos deluxe y un nuevo menú… Un manojo de
detalles para complementar las reformar y los cambios que, sumando todo,
iban a dar un toque especial de cara a los huéspedes.
Decidir el nombre nos costó más que tomar decisiones de otro tipo. Diría
que fueron semanas lo que tardamos en ponernos de acuerdo, pero
finalmente Hotel Rural Un Sueño de Invierno nos pareció perfecto.
El fin de semana anterior a la apertura pudimos mudarnos por fin. Una
gran sensación de felicidad nos invadió por completo. Era un sueño hecho
realidad. Ahí estaba la casa de Enriqueta, tal cual la conocimos, con
cambios que, para mí, la hacían más moderna, confortable y acogedora de
lo que ya era de por sí.
Cuando esa tarde paré el coche en la puerta viví un déjà vu. Empezamos
a bajar los bártulos y no pude evitar recordar aquella noche que, por
primera vez, pisamos Montaves y conocí a Fran. Era increíble que, tres años
y muchos meses después, siguiese recordándolo y no hubiese conseguido
olvidarlo. No había vuelto a verlo ni a saber de él directamente, pero sí que
había husmeado su nombre por la red en algún momento de bajón y lo
había localizado en Londres, siempre vinculado a noticias del periódico de
su querida novia. Había hecho carrera allí, por lo que siempre supuse que
no volvería a vivir en España. Incluso me preguntaba si estaría ya casado,
pero no lo sabía y, de hecho, casi que prefería la desinformación.
Ese fue uno de los primeros pensamientos cuando llegamos al pueblo esa
segunda vez, el de que en algún momento él viajase a visitar a sus abuelos y
volviese a topármelo. Una parte de mí, por un lado, no quería que eso
sucediese bajo ninguna circunstancia, pero en cambio, mi parte débil quería
saber qué iba a pasar el día que lo tuviese enfrente de nuevo. En esos tres
años y pico el rencor no había desaparecido, pero, por suerte, las dos o tres
veces que, tiempo después de estar ya instaladas allí nosotras, él apareció
por el pueblo, nunca habíamos coincidido.
La primera vez se encontró con mi madre, y ella, muy gentil, lo invitó a
conocer la casa arreglada y él aceptó personándose allí. Gracias a que yo
estaba pasando el fin de semana en Madrid, cuidando a mis sobrinos, no lo
vi. Fue a mi regreso cuando mi madre me contó la visita, y agradecí no
haber estado en el pueblo, aunque en el fondo, en mi fuero interno, hubiese
querido espiar la escena por un agujerito. Eso sucedió a los meses de
empezar la aventura.
Durante un tiempo pensé que Fran había viajado a Montaves para
encontrarse conmigo de nuevo. Las otras dos veces que él había asomado
sus narices por el pueblo en esos años, simplemente, no se dio el encuentro,
pese a que Isa y yo paseamos más de la cuenta aquellos dos fines de
semana, pero no hubo lugar.
Isa, mi amiga Isa. Ya llevábamos meses instaladas en el pueblo cuando
llegó el día en que, tomándonos un café en El refugio, le reconocí todo lo
que pasó aquella Navidad con el susodicho.
Fue un encanto, muy comprensiva y, en lugar de echármelo en cara, o
decirme que me lo había advertido, o que no se lo había contado en el
momento, me apoyó como si hubiese estado con cualquier amiga de toda la
vida. Lo cierto es que, en esos años, Isa se había convertido en mi
confidente, mi cómplice. Había llorado con ella más que con nadie. Y ella
conmigo igual. Ya cuando nos conocimos, sin confianza aún, me previno de
lo que no me convenía y a lo largo del tiempo nos habíamos hecho
inseparables. Se preocupaba de verdad por mí y yo por ella. Nos habíamos
demostrado mucho mutuamente.
También se encargó de meterme, desde el principio, en el grupillo de
gente de mi edad del pueblo y poco a poco me fui sintiendo una más. Los
que un día fueron los amigos de Fran, casi cuatro años después de
conocerlos, eran ya mis mejores amigos y compañeros de viajes. Rubén
también se portó muy bien con nosotras.
Pese a tener su rollo raro con Isa, que seguía coleando desde hacía mil
años y que me tenía en vilo con tanta indecisión y tantas idas y venidas por
parte de ambos, se ofreció para lo que yo necesitase. Me ayudó mucho con
la mudanza, las obras… y se había convertido en un buen amigo
igualmente.
Sobre Rubén… era un buen tío, noble, sencillote, muy mujeriego y
juguetón, como su amiguito del alma. Me di cuenta de que estaba enterado
de lo que pasó aquella Navidad desde el principio y no tuvo reparo en
confirmármelo. Fran se lo contó poco antes de irse del pueblo, en una noche
que salieron de borrachera, donde se le fue la lengua. Aun así, le pedí que
no me tocase el tema.
A ojos de todo el mundo, Fran para mí no existía, aunque sí existía y
seguía más presente de lo que hubiera querido. Al igual que tampoco
tocábamos el tema de Isa, porque se tensaba mucho y estaba claro que,
aunque algo había entre ellos, tenían la madeja demasiado liada como para
que el resto del mundo nos metiésemos a opinar o darles consejos.
Yo no me metía en la relación que esos dos tenían, si bien no entendía la
paciencia de mi amiga con él. Ya llevaban años que si sí, que si no, y, al
final, por una cosa o por otra, él acababa cagándola siempre y ella unas
veces lo perdonaba, otras no…. otras discutían y dejaban de hablarse, para
al cabo de las semanas volver a tener algo.
Lo que sí hacía era recomendarle a ella abrir horizontes, ya que a
hospedarse en la casona llegaban muchos monumentos muy apetecibles y la
mayoría de los que eran solteros no tenían reparos en invitarnos a salir de
cañas para conocer, de primera mano, el ambiente del pueblo.
Lo cierto es que Isa tenía a Rubén demasiado grabado a fuego, pese a
que eran como el perro y el gato.
Por mi parte, no había tenido nada con nadie en esos años y no me hacía
falta. Incluso mi madre, en un par de ocasiones, quiso hacer de celestina
con dos huéspedes del hotel que vinieron durante unas vacaciones de
Semana Santa, pero yo no tenía ojos para nadie. Como amigos, todo muy
bien con la gente, pero buscar más no entraba en mis planes.
No porque siguiese enamorada del nieto de Enriqueta, sino porque su
recuerdo seguía ahí, pese al rencor que le tenía y al daño que me había
hecho y que nunca le iba a perdonar. Era inevitable pensar en él cuando veía
a sus abuelos, pero acabé acostumbrándome e incorporándolos a mi día a
día como algo normal.
La inauguración del hotel resultó todo un éxito. Invitamos a todos los
vecinos a un cocktail de bienvenida en pleno mes de diciembre y nos dieron
un caluroso recibimiento. Todos nos desearon muchos éxitos que, en aquel
momento, yo estaba convencida que íbamos a tener. Cerramos muchos
acuerdos de colaboración aquella misma noche, lo que vino fenomenal para
potenciar el comercio local.
Y no me equivoqué, ya que el éxito llegó poco tiempo después. Todos
los fines de semana teníamos ocupadas las cuatro habitaciones restantes de
la casa. El jacuzzi y los planes de escapada para parejas eran un éxito, los
nuevos menús, la repostería de mi madre y de Maritere, convirtieron al
hotel en uno de los más recomendados para turismo rural. El valor añadido
hizo que desde el principio todo fuesen ingresos y no hubiese pérdidas.
Despuntábamos cada vez más, incluso algunos nos llamaban el hotel de
la Navidad por nuestra firme apuesta por la decoración y las actividades
navideñas durante toda la temporada invernal; los desayunos de chocolate
caliente, las galletas de jengibre, el bizcocho roscón y las galletas secretas
eran todo un éxito en los comentarios de Internet, las meriendas navideñas,
las excursiones y actividades… Todo gustaba mucho, tanto que, un año
después de la inauguración, viendo el éxito, decidimos construir unas
cabañas de piedra alrededor de la casona.
Fue todo un acierto nuevamente, ya que todos los fines de semana, hotel
y cabañas colgaban el cartel de completo. Habíamos construido un
complejo navideño espectacular.
No podíamos estar más satisfechas. Fue una apuesta arriesgada, pero nos
había ido fenomenal y, personalmente, teníamos la vida que queríamos.
Yo había descubierto mi verdadera vocación, que sin duda alguna era esa
y disfrutaba con mi trabajo. Además de toda la gestión del hotel, me
encargaba de las redes sociales y de la organización de eventos. El
ayuntamiento nos alquilaba muchas veces el salón para comidas o
celebraciones y a mí me encantaba organizar todo para que quedase
perfecto.
También viajaba mucho, siempre en busca de novedades que poder
ofrecer a nuestros clientes y era feliz en mi día a día. Incluso pasé a llevar el
club de lectura del pueblo, cargo que poco después, ante mi imposibilidad
de tener tiempo, se animó a ocupar mi madre.
Ella también estaba feliz en su rutina y poco después de aterrizar en
Montaves ya había recuperado su ser, su esencia y volvía a ser la Carmen de
siempre. Si se acordaba de mi padre, en esos años nunca lo había
mencionado, igual que él tampoco había dado señales de vida. Las tres
Marías pasaban el día juntas, jugaban a las cartas, iban a la casa de la
cultura, leían en el club… y me ayudaban mucho con el hotel, se metían en
la cocina y cambiaban los menús, metían las nuevas ideas, etc., pero no
había vuelto a ver escribiendo a mi madre. Me apenaba, pero tampoco quise
nunca presionarla, ya que eso tenía que salirle de dentro.
Tina y Borja, tan urbanitas ellos, se escapaban a Montaves siempre que
podían ya que los niños eran felices correteando por el pueblo. Las dos
únicas semanas que cerrábamos la casa al público eran las de Navidad, que
pasábamos todos en familia allí. Ningún año era igual que el anterior, pero
el fondo seguía siendo el mismo.
La familia unida disfrutaba de unos días de ensueño en un entorno
idílico, en nuestro hotel, mientras vivíamos la magia de la Navidad con
nuestras tradiciones. Y todos los años ganábamos el concurso de decoración
de fachadas navideñas del pueblo. Incluso los turistas nos visitaban para
hacerse fotos en los alrededores de la casona.
Decorábamos toda la fachada con bastones luminosos, cortinas de luces
en los balcones, siluetas de renos y Papá Noel. Además, instalábamos un
gran buzón real al lado de la puerta, guirnaldas de luces en los árboles,
siluetas luminosas, regalos decorando los bajos de las ventanas y la puerta
llena de lucecitas de colores y espumillón. Nos quedaba como una fachada
de las que veíamos en las películas americanas o en mi destino soñado:
Alsacia. No me cansaba de admirar el resultado año tras año.
Y así fueron pasando las temporadas. Nuestra fama siguió en auge,
incluso nos habían hecho varios reportajes para revistas de viajes y de
turismo rural de todo el mundo.
No quedaba mucho para la Navidad, la cuarta que íbamos a pasar en el
pueblo. Ya se ultimaba el concurso de fachadas y yo volvía de viaje, de
visitar una fábrica de adornos navideños donde había comprado iluminación
para los exteriores de las cabañas y para los árboles de alrededor. Mi madre
estaba en casa con Enriqueta, tomando un té y jugando a la canasta cuando
llegué.
Las saludé, les conté los pormenores de mi viaje y mientras deshacía mi
maleta, ellas siguieron a lo suyo. Entonces escuché algo que me dio un
vuelco al corazón. Enriqueta le estaba contando que su nieto viajaba al
pueblo para pasar toda la Navidad con ellos. Se la oía tan contenta e
ilusionada con pasar esas fechas con su familia, que me dio alegría por ella,
porque siempre había estado muy sola y la veían muy poco, pero también
sentí un pánico interior que me dejó paralizada un buen rato. Lo que no
había pasado en esos años iba a suceder esa Navidad. La idea me aterró. No
quedaba apenas tiempo para hacerme a la idea. Mi vida ya estaba
organizada, ya había enterrado su engaño y lo último que necesitaba era que
volver a verlo me trajese todos los fantasmas de vuelta y me desestabilizase.
No dio ningún dato más, por lo que no sabía ni cuándo llegaba ni cuándo
se pensaba ir, ni tampoco el porqué de ese viaje. Sobra decir que pasé los
siguientes días con Fran en la cabeza en todo momento. De buenas a
primeras todo volvió a ser él. Mi estómago se cerró y mi mente solo
pensaba en nuestro reencuentro y en las circunstancias en las que se iba a
producir.
Sacaba las cajas con la vajilla y tazas navideñas y nos veía antaño,
tomando una taza de chocolate frente al fuego; sacaba la caja de decoración
y nos veía aquel año poniendo las estrellas y los espumillones; escuchaba la
radio y seguía siendo él en todas las canciones, caminaba por el pueblo y
recordaba nuestros paseos… Todos los recuerdos que, con mucho trabajo,
me había encargado de mantener a raya, poco a poco, estaban saliendo a la
superficie de golpe y eso me mantuvo muy inquieta.
 
—Isa, se lo oí a su abuela… Te digo que viene a pasar la Navidad.
¿Sabes algo? —pregunté en cuanto hablé con mi amiga.
—Nada en absoluto, sabes que se ha alejado mucho de nosotros desde
que volvió a Londres —respondió ella.
—Necesito que intentes enterarte de cuándo llega. Me tiene muy
nerviosa pensar que, en cualquier momento, me lo topo en cualquier
esquina —le pedí.
—No te preocupes, voy a indagar con su amiguito y te llamo.
 
Me llamó al rato, tras hablar con Rubén, y me confirmó que llegaba al
pueblo el veintidós de diciembre y que pensaba volver a la capital después
de Reyes. Aún me quedaban días para mentalizarme de que el momento de
vernos se acercaba. Ya no iba a ser como cuando viajaba un fin de semana e
Isa y yo hacíamos el tonto con la posibilidad de verlo o no.
Eran demasiados días en los que, por narices, íbamos a coincidir
finalmente, sí o sí.
«¿Cómo sería el reencuentro?», pensé.
Ese fue el pensamiento que me estuvo rondando los días siguientes. Ni
yo misma tenía claro cómo iba a reaccionar.
Lo hablé con Maritere, a la que no le hizo ninguna gracia que volviese al
pueblo. Desde que pasó lo que pasó, a ella se le había atragantado. Siempre
fue la única que lo caló y cuando se enteró de que me había engañado,
quiso llamarlo para decirle cuatro cosas.
Nunca la dejé, pero me temía que su deseo se iba a hacer realidad esa
Navidad.
 
—No, Marite, no quiero que le regañes ni le saques el tema. El mejor
desprecio es la ignorancia —le supliqué.
—Tú dirás lo que quieras, pero ese no se queda sin que yo le diga lo
sinvergüenza que fue y lo mal que se portó contigo —aseguró ella.
—Lo último que quiero es que mi madre o Enriqueta se enteren de nada,
después de tantos años y menos cuando ya no tiene importancia —dejé caer
yo.
—Si fuese verdad que ya no te importa, te creería, pero ambas sabemos
que ese pájaro sigue dentro de ti. No me lo niegues, tesoro.
 
A Maritere seguía sin escapársele una, pero tenía razón en que era un
sinvergüenza al que no había podido borrar de mi vida, por más que lo
había intentado.
En cambio, seguía odiándole y no iba a permitir que su visita al pueblo
me fastidiase la existencia.
 
***
 
 
 
FRAN
 
 
Ya llevaba más de tres años y medio en Inglaterra y estaba harto. Harto
del clima, por las lluvias diarias, harto del periódico y harto de Mónica.
A mi regreso, al principio, esta última empezó guardando las distancias,
pero poco a poco quiso volver a hacerse un hueco en mi vida, cosa que
nunca le permití.
Primero, usó la táctica de los viejos amigos y después, directamente pasó
a intentar convencerme del buen equipo que hacíamos. No se me despegaba
en la oficina, hasta el punto de que todo el mundo dio por hecho que
volvíamos a ser pareja. Los pocos que no lo daban por seguro me
preguntaban, pero cuando recibían la negativa por respuesta, no me creían.
Entre ella y su familia habían dejado correr el rumor de nuestra relación
y eso había hecho que nuestro perfil público se revalorizase. Como
directivos de un medio de comunicación importante en el país siempre
estábamos invitados en pareja a todos los eventos publicitarios y de
agencias de medios y eso, ya de por sí, era un reclamo para los compañeros
de la prensa rosa.
Por si con ella no tenía bastante, cuando nos convertimos en personajes
públicos y la prensa empezó a perseguirnos, la vida se volvió un infierno.
Mi carácter se agrió más y acudía a los eventos por obligación, no por
ganas. Ella se colgaba de mi brazo y se mostraba cariñosa para que nos
viesen, lo que nos traía serias discusiones cuando nos quedábamos a solas.
Mónica había aceptado que no la quería, pero en estos casi cuatro años
no había perdido la esperanza de reconquistarme. Y pensaba que lanzando a
la luz rumores sobre una relación inexistente me iba a comprometer.
Se equivocó, porque con eso me había alejado aún más de ella y, de
paso, de su familia, porque su padre era mi jefe y cada orden que me daba
me rechinaba en los oídos.
Con el tiempo ya no les podía soportar. No me gustaba la vida de lujos
que llevaban. No me gustaban sus amistades, ni tampoco tener que acudir a
eventos obligado por mi cargo.
En cuanto al trabajo, los dos habíamos despuntado en poco tiempo
gracias a un caso de investigación que dirigimos juntos.
Lo resolvimos antes que la policía y dimos la exclusiva, lo que nos valió
un premio y el reconocimiento.
La noticia de que la heredera del imperio de la comunicación salía con
otro directivo de la empresa fue de revista en revista y de televisión en
televisión, hacía cosa de un par de años. Y desde ese momento, mi día a día
en Londres tuvo las horas contadas.
Desde que llegué me había centrado en el trabajo y habían pasado los
años y seguía igual. No había tenido nada serio con nadie, algún encuentro
esporádico con alguna mujer que había conocido en algún bar o en el gym y
poco más. Con Mónica, pese a todos sus intentos, todo había seguido igual.
En todo ese tiempo no había conseguido sacar a Carlota de mi cabeza, no
era capaz de dejar de pensar en ella. Era el justo castigo por lo mal que lo
había hecho todo años atrás.
Había estado tentado de llamarla cuando me enteré de que compraban la
casa de la abuela, pero no lo hice. No tenía sentido descolgar el teléfono,
cuando sabía que me iba a colgar. Me cogí un fin de semana, que me supuso
muchas horas extras de trabajo, para poder viajar al pueblo y verla, con tan
mala suerte de que ella no estaba allí.
Rubén no se enteró de su viaje a Madrid y mi plan fue un fracaso. Su
madre me lo confirmó cuando me la encontré. Me trató con cariño por lo
que deduje que nada de antaño había llegado a sus oídos.
Visité la casona y todo tenía su sello, su dulzura y sus detalles. A la
vuelta de ese fin de semana me imaginé con ella en esa casa a diario. Y fue
un horror haber estado allí, haber tocado sus cosas y no haberla podido ver.
Lo volví a intentar en dos ocasiones, pero no conseguí coincidir con ella por
más que salí por el pueblo durante esos dos fines de semana con Rubén, que
también había seguido todo este tiempo con sus enredos con Isa y, aunque
no lo reconociera, cada vez estaba más enganchado a ella, a la par que, a
ella, según él me contaba, se la veía más distante con el paso del tiempo.
No sabía lo que me había dado, pero era totalmente incapaz de olvidar a
Sustitos. Seguía enamorado de ella como un idiota, mientras que ella
probablemente no se debía ni acordar de mi nombre.
Y si lo recordaba, con toda seguridad, debía de ser para maldecirlo y
cagarse en mí.
Iba siguiendo los perfiles del hotel en redes con un perfil falso y así me
enteraba de los eventos y de dónde estaba ella, porque viajaba mucho,
según colgaba en Instagram y Facebook.
Suspiraba porque alguno de sus viajes fuese a Londres, pero jamás en
esos años había colgado ninguna foto ni siquiera cerca.
Desde el minuto uno que acepté el cargo empecé a asumir
responsabilidades y tuve que aprender a tomar decisiones continuas y
diarias, cosa que me costaba horrores. Al principio se me hacía cuesta
arriba porque no quería hacer sentir mal a ningún compañero, pero tardé
poco en darme cuenta de que la vida era eso que pasaba mientras yo me
callaba y dejaba que otros me impusieran sus criterios o me dijeran qué
tenía que hacer. Y ahí todo cambió. Empecé a ver que no todo le gustaba a
la gente, que no llovía siempre a gusto de todos y que había que elegir,
tomar decisiones para poder avanzar y triunfar.
Y en ese punto empecé a madurar de verdad y dejé de ser un niño
consentido, siempre a la sombra de mi padre para que me mantuviese y a
cambio poder meterse en mi vida, presionarme y opinar. Un buen día lo
llamé y le dije que no necesitaba su dinero, su protección, ni a él, y corté
cualquier tipo de relación. Para mi existencia resultaba tóxico y sentí un
gran alivio al mandarle a la mierda, eso sí, para disgusto de mi madre y de
mi hermana.
Al igual que le dejé claro a Mónica que se había acabado lo de meterse
en mi vida, como cuando una vez me montó una escena de celos en el
gimnasio, como si fuera mi novia porque me vio riéndome con una chica.
Nuestra relación era estrictamente profesional y así iba a seguir siempre. No
se iba a volver a meter en mi vida personal o iba a correr la misma suerte de
mi padre. Esa conversación fue la última que tuvimos al respecto.
En el trabajo también cambió todo. Dejé de estar a la sombra de mi
exsuegro para empezar a llevar la voz cantante. Cuando era el jefe guay que
no reclamaba por no incordiar y no presionaba, me sentía bien con mis
compañeros, que me trataban como uno más. Pero cuando empecé a
comportarme como un jefe de verdad, corrigiendo errores y poniendo en su
sitio a más de uno cuando lo merecían, me empecé a quedar sin esos
colegas que tanto me apreciaban porque era mejor ser amigo del jefe. La
vida social, si ya era casi nula, disminuyó aún más y solo me quedó el
gimnasio y los eventos a los que seguía acudiendo con Mónica en
representación de la empresa. Era la sombra de lo que un día fui.
Incluso mi propio trabajo diario empezó a aburrirme. Me parecía
repetitivo y monótono, cuando no lo era para nada, ya que cada día
teníamos millones de noticias diferentes, claro que, dentro de mi apatía,
nada me llenaba.
Cada vez cobraba más peso la idea de mi juventud de trabajar en la
imprenta. Con aquel trabajo sí había sido yo realmente, sí me había gustado
y, además, me veía haciéndolo para siempre.
Nunca me atreví a quedarme con el negocio de don Miguel cuando este
se jubiló, por mi padre. Tal vez había llegado el momento de empezar a
hacer lo que quería y de cumplir sueños. Me veía en Montaves, trabajando
en mi propio sueño, con Carlota de la mano. Esa idea fue tomando fuerza
en mi interior hasta que ese último noviembre, por fin, me decidí a llevarlo
a cabo.
Me senté con mi jefe y le presenté mi renuncia. No lo entendió para nada
y su reacción fue furibunda. Había llegado el momento de dejar Londres y
volver a España. Ese no era mi sitio y en cuestión de días la dimisión fue un
hecho.
Habían sido años de trabajo, de experiencia, de vida. De aprender a ser
un hombre autosuficiente, un hombre de verdad y no un crío cobarde e
imbécil como era años atrás. Había aprendido tanto que ya me veía a mis
casi treinta años recuperando todo lo que de verdad quería tener en la vida y
dejando atrás lo que otros pensaban que era lo mejor para mí, sin serlo.
No podía decir que acepté el puesto porque me hubiesen obligado, pero
la proposición de Mónica llegó en un momento donde estaba a la deriva y
me agarré a ella como a una tabla de salvación, que resultó que no lo era.
Había sido una gran experiencia, a la que siempre iba a estar agradecido,
pero a la que ya tocaba ponerle fin para empezar a vivir de verdad y buscar
mi felicidad.
Yo no era esa persona apática, de mal carácter o agrio, que deambulaba
por Londres quejándose de la lluvia y del cielo gris. Siempre había sido un
tío divertido, soñador, viva la vida o golfo y, aunque ya no lo era, quería o
tenía que recuperar mi esencia, mi alegría y mis ganas de avanzar y de tirar
para adelante. Era el momento de recuperarla a ella, costase lo que costase,
para tener todo lo demás.
Y así dejé el país y me planté en Montaves días antes de lo previsto, sin
pasar por casa de mis padres en Madrid. Cuando la abuela me vio allí a
principios de diciembre, casi le da un infarto de la alegría. Le conté que
había dejado el extranjero definitivamente, aclarándole que no había vuelto
nunca con Mónica y sin hablarle de Carlota, hasta que no supiese qué sabía
del tema mi encantadora abuelita. Sí que le hablé de mis planes de reflotar
la imprenta y no pude hacerla más feliz, ante su asombro al pedirle que no
adelantase que ya estaba allí al resto de la familia.
Oficialmente llegaba el veinte de diciembre para viajar al pueblo el
veintidós con mi madre y mi hermana. Era lo que había difundido aposta.
Necesitaba todos esos días de margen para allanar el terreno, intentar
recuperar a Carlota y no para tener que volver a aguantar a mi padre,
después de tanto tiempo.
La misión «reconquistar a Sustitos» había empezado y no podía tener
más ganas de verla, pese a que sabía que me iba a encontrar con ella y su
enfado, como aquel día cuando me planté en su piso y me echó de malas
maneras de un empujón.
La realidad era que la quería y, aunque había tardado, ya estaba allí para
recuperarla o por lo menos para luchar por conseguirlo sin rendirme.
El nerviosismo me tenía frito. No veía el momento de tenerla frente a mí,
pero no quise presentarme en su casa de primeras para no asustarla. Sabía
que me iba a llevar tiempo volver a tenerla conmigo, confiaba en que así
fuese y no tenía prisa, ya que en ese momento tenía todo el tiempo del
mundo, pero me moría de ansia por volver a tenerla entre mis brazos,
besarla, acariciarla y, sobre todo, por pedirle perdón y explicarle todo desde
el principio.
 

CAPÍTULO 36
 
 
 
CARLOTA
 
Esa noche era la inauguración del alumbrado navideño en el pueblo, acto
al que prácticamente acudíamos todos los habitantes de Montaves. Primero,
el encendido de las luces y después, una chocolatada con churros para todo
el mundo en la plaza Mayor.
Volvía mi época favorita del año y no podía estar más contenta, pero no
todo era alegría, porque desde que supe del regreso de Fran por Navidad,
había estado intranquila y nerviosa. Después de tantos años, seguía
ejerciendo algún efecto sobre mí, aún sin saber exactamente cuál.
Me arreglé, me apetecía verme guapa esa noche y desenterré un vestido
que llevaba años sin ponerme. Mis botas de tacón, ya que al final me había
acostumbrado a caminar por las piedras con ellas y me colgué el bolso a
juego, porque después de la chocolatada íbamos a tomar una copa al pub.
En la plaza Mayor estaba toda la multitud congregada en torno a la
fachada de la casa consistorial. Había mucho barullo, caía ya la noche y
entonces, de repente, sentí una ola de calor en mi cuerpo y como si alguien
me estuviese mirando desde algún lugar.
Cuando estaba recorriendo el lugar con la mirada, para ver quién había al
otro lado de donde yo estaba, mis ojos se cruzaron con los de él. ¡Era él!
Era Fran y estaba enfrente de mí, a pocos pasos, después de tantos años.
Creí estar viendo visiones. Cerré los ojos y volví a abrirlos para constatar
que, efectivamente, allí estaba él.
Ubicado al otro lado, con sus abuelos y con su mirada fija en mí. No
podía creerlo, lo tenía tan cerca de nuevo, tanto tiempo después y mi cuerpo
había reaccionado igual que la primera vez ante sus ojos.
Me puse muy nerviosa, empecé a temblar y, rápidamente, desvié mi
mirada de la suya hacia el suelo. Isa se dio cuenta de que algo me pasaba,
pero le pedí que no me preguntase y que, en cuanto acabase el acto, me
disculpase con los demás.
 
—No me jorobes, ¿te vas a ir a casa? —me preguntó molesta.
—Isa, ahí enfrente está Fran. Disimula, no mires…, pero entiende que no
puedo quedarme con vosotros si va a estar él. Quiero ir y encerrarme en mi
habitación para no salir en tres días.
—Amiga, esa no es la solución y lo sabes. Antes o después, ya está aquí
y tendrás que verlo de cerca.
—Te aseguro que no será hoy —afirmé—. Entérate de todo, ha venido
demasiado pronto. ¿No era el veintidós?
 
Durante todo el tiempo que duró el acto sentí su mirada fija en mí,
recorriéndome entera. Mi cuerpo abrasaba ante sus ojos y volví a sentir la
misma corriente eléctrica de antaño cruzarme de arriba abajo, esa que creí
tener olvidada y que me hizo temblar como si no hubieran pasado los años.
Como pude, evité mirar hacia donde estaba él. No podía ni quería mostrar
debilidad, ni ningún otro sentimiento delante de ese tipo.
Cuando el encendido terminó, me excusé con mi madre y Maritere por
no quedarme a tomar un chocolate calentito. Les mentí diciendo que tenía
demasiado frío por culpa del vestido y me fui para casa. Lo cierto es que
deseaba salir de allí, echar a correr y escapar de su mirada penetrante y de él
en general. No había salido aún de la parte de atrás de la iglesia cuando una
mano me agarró de la muñeca intentando frenarme. Antes de girarme sabía
de quién se trataba. Solo el contacto de sus dedos en mi cuerpo podía
hacerme sentir así de frágil. Su mano en mi piel hizo que todas mis
terminaciones nerviosas despertaran ante ese contacto y, lentamente, me di
la vuelta, anclándome en sus ojos, de nuevo por un segundo en el que el
mundo se paró bajo nuestros pies.
 
—¡Suéltame! No vuelvas a tocarme en tu vida —le espeté de mala
manera, soltándome de su agarre bruscamente en cuanto reaccioné.
—Si no te toco, dime, ¿cómo querías que te hubiese parado? Ibas a toda
leche a pesar de llevar tus botitas de pitiminí —intentó bromear mientras yo
le miraba con desprecio y frialdad.
—No tenías que pararme. No intentes hacerme gracietas porque no me
importa nada lo que tengas que decirme. Ahora si me disculpas… —dije
dándome la vuelta de nuevo.
—Espera, por favor —me pidió con voz de súplica.
—No tengo nada que esperar y desde ya te lo advierto: déjame en paz y
procura no dirigirte a mí ni provocar que nos tengamos que ver.
—No voy a dejar que te vayas porque estoy yo y, menos aún, sola a estas
horas.
—Mira, guapo, no me vengas ahora de caballero andante. No necesito
que cuatro años después aparezcas y quieras dártelas de que te importa lo
que me pase —grité.
—No me las doy de nada, simplemente me importa lo que pueda pasarte
y me importas tú. Te vas porque estoy yo, así que pienso acompañarte hasta
tu casa y si no quieres pasear a mi lado, iré detrás de ti, pero no voy a
dejarte marchar sola.
—Haz lo que te dé la gana —bufé echando a andar, mientras pensaba en
que ya me había dejado sola una vez hacía tiempo y en lo mal que lo había
pasado entonces por su culpa.
 
Y qué raro era todo, ¡joder!, porque en ese momento lo tenía caminando
detrás de mí, como si fuera mi guardaespaldas. No parecía el mismo Fran.
Se veía más hombre, más fuerte, más decidido…, tenía la barba más
poblada y las ondas oscuras de su pelo seguían igual de rebeldes. Su rostro
estaba más marcado que antaño, la mandíbula cuadrada, en general había
ensanchado y su cuello era aún más irresistible que cuando nos conocimos.
Tenía que desechar esos pensamientos maléficos o mal me iba a ir con su
vuelta.
Fui todo el camino nerviosa llevándolo detrás. No sabía lo que pretendía.
De vez en cuando me hablaba de tonterías y no respondí a ninguna de ellas.
Llegué a casa y, sin girarme, abrí la puerta y entré. Me agarré al pomo aún
temblorosa, como si quisiera canalizar toda mi energía agarrada al manubrio
y, cuando pude soltarme, fui corriendo hacia la ventana para, detrás de las
cortinas, asomarme y ver si seguía ahí fuera. En efecto, ahí estaba, parado
como si lo hubiera puesto el ayuntamiento, cual farola mirando hacia el
interior de la casa, justo hacia donde yo estaba escondida.
No podía tranquilizarme, quise que se fuera y me dejase respirar
tranquila. No conseguía entender qué hacía ahí, ni por qué había llegado tan
pronto al pueblo. Si estaba esperando a que saliese, ya podía hacerlo
sentado. Puede que simplemente ese paseo conmigo le hubiese transportado
al pasado, como me había pasado a mí. Aún podía oír sus grititos de aquel
día de años atrás, mientras se reía por mi forma de andar o cuando casi hizo
que me desmayara antes de ir a comer a su casa. Y así, sin quererlo ni
pretenderlo, me di cuenta de que Fran estaba mucho más vivo dentro de mí,
muchísimo más de lo que yo pensaba. Entonces, miré a través de la ventana
y lo vi desaparecer por el sendero, entre la oscuridad cerrada y me fui
corriendo a mi cuarto.
Lloré tirada sobre mi cama, igual que había hecho aquella noche y
muchas otras. No podía ser que consiguiera desestabilizarme la primera vez
que lo veía en tanto tiempo. Por eso tenía miedo del momento y por eso no
entendía mi propia reacción. El primer impulso había sido huir, y no había
sido maduro por mi parte.
No sabía tampoco cuánto se iba a quedar, solo esperaba que no siguiese
buscándome y que me dejase tranquila. Cuanto menos lo viese y menos
contacto tuviera con él, iba a ser mucho mejor para mi estabilidad
emocional.
Y aquello no había hecho nada más que empezar. Me quedé dormida sin
apenas ser consciente de la hora, sumida entre pensamientos y recuerdos
que creía enterrados y que habían florecido sin haber podido evitarlo.
Al día siguiente cuando me levanté casi había amanecido. Me metí en la
cocina y quise preparar galletas de jengibre para que los huéspedes pudieran
tomarlas en el desayuno. No fue una buena idea, porque conforme amasaba
en la encimera, volví a recordar aquella escena donde me pidió perdón
haciendo suya la letra de la canción más bonita de Antonio Orozco. Sentí
todo el tiempo como si tuviera su presencia pegada a mi espalda de nuevo.
Afortunadamente, enseguida llegó Maritere y con su conversación hizo
que los fantasmas se evaporaran. Me estuvo contando cotilleos de la
chocolatada, pero en ningún momento me mencionó al nieto de Enriqueta,
gracias a Dios, porque tampoco me apetecía nada a esas horas de la mañana
tener que lidiar con las críticas de mi querida amiga, que para más inri, no
podía verlo ni en pintura.
Isa me llamó un rato después y me contó que Fran no había estado con
los amigos la noche anterior.
 
—¿Y dices que te siguió? —preguntó extrañada.
—Sí, lo traje todo el camino detrás de mí hasta casa. Eso sí, sin cruzar ni
una palabra con él en todo el paseo. Como Adam en El Bar Coyote cuando
iba detrás de Violet, ¿recuerdas?
—Madre mía, Carlota, no te va a dejar tranquila. Ya lo verás.
—Eso me temo y, con sinceridad, espero que no sea así y simplemente,
acaben las vacaciones y se vaya por donde ha venido —dije muy
convencida, pero nada creíble.
—Igual deberías escucharlo y quitarte ya de encima el problema, ¿no
crees?
—No, Isa, no quiero verlo ni oírlo. Me da miedo que quiera embaucarme
de nuevo, con la actitud tan segura que le vi anoche. Déjate, mejor tenerlo
lejos y evitarlo.
 
Nada más lejos de la realidad.
Al cabo de un rato, llegó un repartidor de la floristería del pueblo de al
lado con un ramo de rosas azules para mí.
No había visto nunca unas flores tan bonitas.
El remitente estaba claro y en mi mano, fría y sudorosa, una tarjeta:
 

 
¿Cómo podía haber firmado con «Tuyo, Fran»?
De «mío» nada, en todo caso, de su novia, que para eso la tenía.
No sabía lo que buscaba exactamente, pero no pensaba entrar en su
juego.
 
—Marite, ¿me ayudas a deshacer el ramo y ponemos las rosas en
jarroncitos por todas las habitaciones y en el comedor?
—Pero, niña, con la maravilla de flores que te han traído, ¿de verdad
quieres destrozarlas?
—Por supuesto. No las quiero para mí —expresé con pena, porque en el
fondo era un precioso detalle, pero el remitente no merecía nada por mi
parte, y no podía consentir que me ablandara. No me fiaba para nada de sus
intenciones y era mucho mejor olvidarlo.
—¿Y no me vas a decir de quién son? ¿No serán de Julito, el hijo del
pollero? O del tal Rubén, que ese se las trae y va de oca en oca… —
preguntó cotilla.
—No quieras saberlo todo, Marite. Y no digas tonterías, sabes que
Rubén e Isa tienen lo suyo…
—Nada, Julito tampoco. Ese seguro que no, porque es un garrulo y estas
flores te las ha mandado alguien con gusto y que te conoce bien. ¡Virgen
santa, niña!, ¿no serán del individuo?
 
Me di la vuelta para no responder y la dejé haciendo sus cábalas.
Salí a correr un rato por el campo.
Necesitaba desfogar la mala leche que tenía contenida, porque me
desquiciaba que el muy descarado me hubiese mandado flores como si
nada, como si quisiese repetir el mismo modus operandi de la otra vez, solo
que yo ya no era la misma de antaño y no iba a creerle una sola palabra. Era
la última persona en la que podía confiar o, mejor dicho, una de ellas,
porque ese honor lo compartía con mi adorado ex.
Mientras corría, pasaron por mi mente sus palabras de la noche anterior,
las rosas, la nota, su visita a mi piso años atrás… Un batiburrillo de
imágenes que solo fueron el anticipo de lo que estaba por llegar.
Esa misma tarde, el muy caradura, se valió de su abuela para acercarse
hasta nuestra casa. Cuando los vi aparecer, tampoco podía creerlo.
Enriqueta cotorreaba feliz contándonos que habían ido hasta allí para que su
nieto nos saludase y viese cómo había cambiado la casa en esos años. Sabía
que si hubiera ido solo lo hubiese echado a patadas. Mi madre los invitó a
tomar café y allí se sentó, tan pancho, toda la tarde. Lo miraba y seguía sin
entender cómo podía tener la poca vergüenza, después de todo lo que había
pasado, de estar allí sentado tan tranquilo como si nada.
La rabia me subía por todo el cuerpo, la ira me corroía y lo miraba —
más de lo que debía— y lo veía tan cómodo y sonriente, lo cual me
encendía más aún. Entonces llegó Maritere y cuando lo vio, casi le da un
parraque. Si las miradas hubieran sido balas, él hubiese acabado muerto en
el suelo en el minuto uno tras la llegada de mi querida vecina.
 
—¿Y qué te ha traído de nuevo por aquí, majo? —le interrogó Maritere
con sorna.
—Pues fíjese… Como se está aquí, no se está en ningún sitio. España es
magnífica para vivir.
—Pero llevabas tiempo sin venir a visitar a tus abuelos, ¿te vas a quedar
mucho en el pueblo? —Olé por mi Maritere, dándome voz y haciéndole las
preguntas necesarias.
—Bueno, digamos que más de lo que he podido venir todos estos años,
como bien ha dicho usted —le respondió escurridizo, mientras yo
escuchaba mirando hacia otro lado, a la par que lo odiaba por esa manía
suya de no responder a lo que se le preguntaba. En eso no había cambiado,
seguía ocultando algo.
—Esta juventud no sabe ni por dónde le viene el aire —añadió ella para
provocarlo.
—No se crea, señora. En mi caso tengo clarísimo por dónde viene el aire
y hacia dónde va. Solo me queda ver que sea viento a favor o en contra —le
contestó él muy seguro de sí mismo, dejándome sorprendida por su
respuesta altiva.
 
Ese tono sí que era una novedad, al igual que entrar al juego de Maritere.
En otros tiempos él la hubiera ignorado y en cambio, no solo había
respondido, sino que encima aprovechó y lanzó una indirecta que yo tomé
como una directa, muy directa hacia mi persona.
Entonces le miré, con sorpresa, instante en que nuestras miradas
volvieron a cruzarse sin hablar. Sus ojos brillaban y en ellos se veía
seguridad, ilusión y decisión, lo que también era nuevo porque en los ojos
del chico que conocí no se veía nada de eso.
Nos mantuvimos así unos segundos, hasta que mi madre cortó la
conversación entre ellos y me apremió a que le mostrase bien la casa a Fran,
ya que supuestamente habían ido para eso.
 
—Maldita sea —musité—. De acuerdo, sígueme.
—Las flores no tenían culpa de nada y has destrozado el ramo —susurró
bajito para que solo yo le oyese, mientras contemplaba unas cuantas rosas
en un jarrón.
 
Le ignoré y seguí adelante, con él pisándome los talones. No merecía la
pena contestarle ni mucho menos agradecerle el detalle, que era lo que iba
buscando que hiciese. Él sabía de sobra que me habían encantado, así que
no iba a regalarle el oído a alguien que no lo merecía.
En cuanto desaparecimos del salón, al ir a cerrar la puerta, me puso la
mano en la cintura, paralizándome.
Le agarré la misma con fuerza y la quité de encima de mi cuerpo con
furia.
 
—¿Qué pretendes? ¿Cómo tienes la desfachatez de venir a esta casa
después de todo? Y no me toques nunca más en tu vida. Me da asco
cualquier contacto contigo.
—Sabes bien lo que pretendo, otra cosa es que el viento vaya a favor. No
me creo que te dé asco, más bien creo que te pone nerviosa mi cercanía, que
te toque y te da miedo reconocerlo y sentirlo.
—No quiero que me vengas con jueguecitos de palabras, ni con tus
tonterías de siempre. Y te lo voy a dejar claro de una vez: no lo intentes,
porque no vas a conseguir nada de mí. Eres un cínico y un descarado. Tu
sola presencia me molesta.
—En cambio, a mí la tuya me fascina. Estás increíble. Eres un mujerón
de los pies a la cabeza, pero en tu mirada no te reconozco todavía.
—Ni me vas a reconocer; primero, porque no vamos a vernos y segundo,
porque ya no soy la que era hace unos años. Ya no podrías engañarme de
nuevo, aunque quisieras, porque no me fiaría nunca de ti —le solté
dejándolo de una pieza.
—Tienes que escucharme, solo te pido eso, por favor. Una vez que lo
hayas hecho, no te molestaré si es lo que deseas.
—No quiero oírte ni volver a escuchar ninguna de tus mentiras. ¿No te
ha quedado claro aún? Quiero que te vayas de aquí. ¡Ahora!
—Clarísimo. Perdóname por molestarte. Muy bonita la casa. Y la bola de
nieve de los muñequitos patinando que tienes sobre la chimenea me encanta
—comentó sonriente, mientras por mi cara empezaba a subir el calor. Había
visto la jodida bola de nieve que me llevó al piso cuando fue a pedirme
perdón, ¡mierda! En su momento no pude evitar conservarla, después de
haber estrellado la primera.
—Eres un imbécil. No debí ni agacharme a recogerla del felpudo —
contesté con altanería.
—Pero lo hiciste y no sabes cómo me alegro. Ya me marcho más
tranquilo, no te preocupes.
 
Y así fue. Salió al salón alegando que le habían llamado los amigos y se
marchó, despidiéndose de todas nosotras. Enriqueta se quedó un rato y en
un momento que mi madre fue con Maritere a la cocina, al oído me susurró
algo que me impactó.
 
—Hace mucho tiempo te dije que volvería. ¿Ves? No me equivocaba.
Esta pobre vieja otra cosa no, pero observar… —murmuró para sí misma.
—No la entiendo, Queti.
—Yo creo que sí me entiendes y tú bien lo sabes.
—De verdad, no sé a qué se refiere.
—Mira, Carlota, no quieras tapar el sol con un dedo. Sé de sobra que
algo hubo entre mi nieto y tú. Me di cuenta aquella noche cuando te
presentaste en mi casa a llevarle galletas y el muy sinvergüenza se había ido
del pueblo sin avisarte. Pude ver el dolor en tus ojos, así como ahora veo un
brillo especial. Nunca he querido mencionártelo, por no remover el asunto,
pero creo que ya es hora de que seáis sinceros el uno con el otro y habléis
poniendo las cartas sobre la mesa.
—No hay nada entre Fran y yo… es más, nunca lo habrá. Yo no quiero
que me lo tome a mal, Queti, pero cuanto más lejos esté de su nieto, mejor
será para todos.
—Hazme caso, bonita, habla con él. Os he visto hace un rato, igual que
os veía años atrás. Está claro que tenéis mucho que deciros ambos. Y él,
aunque ha tardado, ha venido y aquí está.
 
Maritere y mi madre volvieron al salón y la conversación quedó ahí.
Esa noche me fui a la cama con la bola de nieve entre las manos. La dejé
en la mesilla, donde tantas veces tuve apoyada la primera que me regaló,
hasta que la hice mil pedacitos contra el suelo la noche de Reyes de aquel
mismo año, tras enterarme de su engaño.
Estaba desconcertada y algo en mí necesitaba saber qué había pasado
con él en todo ese tiempo, porque no parecía el mismo que había conocido
años atrás.
Eso sí, seguía teniendo las mismas tonterías que ya me habían
conquistado antaño y de las que tenía que alejarme si no quería volverme a
quemar.
 

CAPÍTULO 37
 
 
 
CARLOTA
 
Pasaron dos días hasta que volví a verlo. Fue en el mercado y
protagonizamos una discusión absurda en el puesto de Blas. Se había
propuesto incordiarme para llamar mi atención.
Para provocarme intentó colárseme en la fila, fanfarrón como él solo,
mientras yo lo ignoraba y miraba la carne del expositor.
 
—Blas, atiéndeme, por favor, que la señorita no se decide y tampoco
habla, debe de ser muda porque ni siquiera me ha dado los buenos días, así
que poco te va a pedir. Quiero chorizos, panceta y costillas, por favor —le
pidió.
—De ninguna manera, Blas, aquí estaba yo antes que él.
—Anda, pero si tienes voz. Empezaba a pensar que te había comido la
lengua el gato… Además, bonita, mientras tú paveabas como una
princesita, yo ya tenía claro lo que quería y he pedido. Ahora te aguantas.
—Me apartó, socarrón, porque sabía que con llamarme princesita iba a
saltar de un momento a otro.
—Eres imbécil, ¿lo sabías? Y, por supuesto, un engreído y un
maleducado. No vuelvas a llamarme así jamás. Mejor, ni te dirijas a mí.
Blas, por favor, las chuletillas.
—A mí no me metáis en esto —dijo el pollero—. ¿Quién estaba antes de
verdad?
—Yo —respondimos los dos a la vez y él se echó a reír. La vecina,
Gloria, viendo que no nos poníamos de acuerdo avanzó en la fila y se nos
coló de mala manera. Arrasó con los chorizos, la panceta, los costillares y
las chuletillas.
—Señora…, de barbacoa, ¿no? —le preguntó Fran irónicamente y con
retintín, viendo que se había quedado sin carne para comprar, ante mis
risotadas para molestarlo.
—Aquí el que no corre vuela, hijo. Que tengáis buen día —se despidió la
anciana, cogiendo su bolsa, mientras Blas nos miraba risueño negando con
la cabeza. —A mí no me digáis nada —se excusó.
Al final salimos de allí los dos con las manos vacías y en la calle, antes
de irme, volví a insultarle cuando me habló.
 
—Sustitos, ahora les explicas a todo el grupo por qué no vamos a tener
carne para la lumbre de mañana en el campo.
—Ni Sustitos ni hostias, que no quiero que te dirijas a mí, a ver si te
enteras ya, y mucho menos que vuelvas a llamarme princesita o Sustitos. Y
si crees que así vas a conseguir que te escuche, lo llevas claro, guapito.
—Muchas gracias, bombón, me pone que me llames así.
—Aparte de un cretino, sigues siendo un gilipollas. Quítate de mi vista
—le espeté mientras me iba, escuchándole decir que me comería mis
palabras.
 
Llegué a casa sin carne, por lo que improvisamos patatas revolconas para
comer con torreznos fritos, muy de la tierra, y a los huéspedes les
encantaron.
Hablé con Isa sobre la comida del día siguiente. El que Fran fuera hacía
que se me quitasen todas las ganas de acudir yo, pero tampoco quería dejar
de hacer cosas con mis amigos porque estuviera él. No iba a dejar que me
comiese mi espacio, ni que me condicionase la vida.
 
—La verdad es que me jode reconocerlo, pero está aún más guapo que
antes el muy cabrón —confesé.
—Te sigue poniendo, ¿verdad?
—Soy idiota, le odio y te juro que saca lo peor de mí, pero lo veo tan
decidido, con ese tono de voz firme que tiene ahora, y me pone las bragas
en remojo.
—Qué bestia eres, Carlota. No puedes volver a fijarte en él y mucho
menos darle bola, que es lo que busca. Si lo dejas volverá a hacerte daño —
me advirtió.
—No te preocupes, amiga, tengo claro que no.
 
Realmente no tenía claro nada. Sabía que lo odiaba y que no me fiaba de
él, pero le miraba y, aunque no quería, mis tripas se retorcían. Además,
desde que él había llegado, yo vivía en constante estado de rabia ante sus
ocurrencias y sus apariciones repentinas.
No me aguantaba ni yo misma. No quería que me volviese a engatusar de
ninguna manera, pero lo veía tan directo que me daba por jodida y por
follada.
La comida del día siguiente fue en el campo de Rubén y transcurrió sin
incidentes hasta la sobremesa. Comimos tortillas de patata, ensaladillas y
picoteo ya que, por tontos, nos habían birlado la carne en nuestras narices el
día anterior.
Con las copas empezamos a jugar al Yo nunca, y no fue una buena idea,
a nuestra edad, ponernos a jugar a jueguecitos de adolescentes borrachos.
Ese tipo de cosas siempre traían problemas. La mecánica era decir una
frase, algo que la persona hubiera hecho y los presentes que hubieran hecho
lo mismo tenían que dar un trago a su bebida.
Empezamos a jugar, aún a sabiendas de que podíamos acabar tres por
cuatro calles. Habíamos bebido bastante, ya íbamos pasaditos de rosca
cuando una voz dijo: «Yo nunca me he liado con Fran» y todas las féminas
allí presentes, a excepción mía, bebieron.
Pensé que el muy condenado había hecho pleno, pero no quise beber
para no descubrir el secreto que con tanto recelo guardamos aquella
Navidad. Entonces él se dio cuenta y, bebido como estaba, empezó a
disparatar:
 
—Joder, Sustitos, vale que fui un gilipollas, pero por lo menos no me
niegues en público. Puedes beber tranquilamente. Bebe, bebe varios
tragos… O es que… ¿Acaso te arrepientes?
—Para, Fran, has bebido demasiado —le pedí ante la mirada expectante
de todos los presentes.
—Demasiado no, un poquito. Déjame estar contento y que lo comparta
con mis amigos. Llevo años sin estar con ellos.
—Haz lo que quieras.
—Si pudiera hacer lo que quisiera te cogería en volandas y te callaría a
besos hasta que me escucharas, joder —gritó dejando a todo el mundo con
la boca abierta y murmurando—. ¿No ves que me muero por ti?
—Vete a la mierda —exclamé.
—Me lo merezco, porque que sepáis todos que fui un cabronazo con ella.
La engañé, sí, sin querer, porque no le hablé de Mónica cuando nos
conocimos. Y nos liamos muchas veces, que os enteréis también de una vez
los que no lo supierais.
—¿Por qué no te callas ya? —le pedí avergonzada—. Esto es totalmente
innecesario.
—Antes, cuando no hablaba, te molestaba y ahora que hablo, también.
Aclárate, jodida Carlota. Quieres volverme loco. A mí ya me da igual que la
gente se entere.
—Mira, nunca me han gustado estos numeritos. Anda, vete a que se te
baje la torta que llevas encima —dije acercándome a una silla donde había
dejado el abrigo y el bolso, recogiendo mis cosas para irme, ya que me
estaba dejando fatal delante de la gente.
 
Por respeto a él nunca había contado nada en estos años, salvo a Isa, y
ahora venía dándoselas de valiente y, en medio de una borrachera, gritaba a
los cuatro vientos lo que muchos intuían.
Mi amiga me pidió que no me fuera, pero le dije que no podía seguir allí
con él hablando de más en mi presencia. Si me iba, él se callaría a
continuación.
Yo era muy mía para temas de ese tipo y más cuando, tiempo atrás, un
par de despechadas que estaban presentes me habían preguntado por Fran
ante la rumorología, y yo había negado todo, lo cual, en ese momento, tras
confesar él, me dejaba a la altura del betún. Quise mandarlo a la luna en un
cohete.
Cuando iba a salir por la puerta, Fran me retuvo y cogiendo mi cara entre
sus manos, en una milésima de segundo, aterrizó sus labios contra los míos.
Obviamente él no sabía lo que hacía, pero yo me dejé besar. Necesitaba
volver a sentir su boca, aunque fuese un instante. Ese contacto me mató. Lo
había querido tanto que dolía. Erizó cada poro de mi piel con ese beso
suave, casto… y cuando volví en mí, por orgullo, me aparté de malas
maneras y le di un empujón que lo dejó clavado en el sitio.
 
—Tío, déjala ya, contrólate —le pidió Rubén.
—Venga, chicos, tengamos la fiesta en paz —añadió Isa intentando
calmar el ambiente.
—El pasado, pasado es —apuntó Marina.
 
Pero ni era pasado ni podíamos tener la fiesta en paz. Con él no se podía.
Se creía con derecho a todo y no se daba cuenta de que cualquier derecho lo
había perdido huyendo como huyó años atrás. No podía coger y remover en
público lo que habíamos tenido y, mucho menos, no debió dejarme como
una pobrecita tonta engañada frente a todos. ¡Hasta ahí habíamos llegado!
 
—Lo siento, chicos, me voy a casa. Ya no tengo ganas de fiesta.
Perdonadme —me disculpé con ellos y salí por la puerta.
 
Hui de allí como alma que llevaba el diablo. Me había dejado mal y
había contado a bombo y platillo lo que tuvimos, pero lo que más me había
molestado fue el beso.
Porque ese beso despertó sentimientos que yo sabía que estaban
enterrados, pero creía mucho más olvidados.
Y resultó que no, que estaban dormidos a la espera de que volviese el
príncipe de mi cuento de hadas y, al igual que en los libros de princesas, me
diese un beso de amor que me hiciese volver a la vida.
La vida, porque desde que él había vuelto a Montaves, más para mal que
para bien, me sentía de nuevo más viva que nunca.
Me había agarrado con ímpetu, con fuerza y con pasión, y todo en
apenas unos segundos de contacto y en un beso suave y delicado. Su piel,
sus labios necesitaban a los míos y, por desgracia, los míos habían
reaccionado y sentido ese beso igual que los de él.
Confié en que, con la borrachera, no se acordase al día siguiente, porque
si no, no iba a tardar en buscarme para seguir intentando engatusarme.
Y deseé que los demás no fuesen con el chisme por todos sitios, porque
en ese caso iba a llegar hasta nuestras familias e iba a ser todo un follón.
Llegué a casa al cabo de un rato, me duché tranquilamente y me puse el
pijama. Se me había ido la tarde casi sin darme cuenta.
Salí al salón y mi madre estaba escribiendo. No podía creerlo, mi madre
había vuelto a tomar notas en su cuaderno de escritura. Ella misma me lo
confirmó:
 
—¿Sobre qué escribes, mami? —quise saber emocionada—. Qué alegría
me da verte.
—Aún no puedo contarte mucho. Es la historia que dejé empezada hace
unos años, pero no pude terminarla porque no me gustaba el final que
siempre se me presentaba. Sabía que algún día podría acabarla —me
explicó muy decidida.
—Pero cuéntame un poquito, ¿no?
—Confórmate con saber que es una historia de amor en Navidad.
—Oh, mamá, qué maravilla. Seguro que es preciosa. Ya me muero de
ganas de leerla —le aseguré pensando en Fran y en mí, cuatro años atrás, y
en lo bonito que fue todo, hasta que dejó de serlo… ¡Eso sí que había sido
un amor en Navidad!
—Sí, confío en que lo sea. Confío en que a los personajes los lleve un
viento favorable hacia el mismo camino, aunque nunca se sabe lo que puede
pasar. Siempre te lo he dicho: los personajes son los que guían sus propios
destinos. —Oía lo que me contaba mientras yo pensaba en la frase del
viento a favor que acababa de pronunciar.
 
«¿Sería una indirecta? ¿Sabría ya algo de lo de Fran? Igual alguien le
había venido con el cuento en ese rato…», pensé.
 
—Como todo lo que escribes, será perfecto. No sabes lo feliz que me
hace verte retomar tu vocación, mamá.
—Y a mí la alegría que me da lo bien que estás. Ese brillo que tienes en
los ojos, hija, y lo contenta que estás desde que vinimos, pero sobre todo
estos últimos días, que te noto diferente…
—Cosas tuyas, madre. Estoy igual que siempre, y ahora voy a hacerme
un chocolate para tomármelo aquí, tranquilamente, en el sofá frente al
fuego. Además, le pondré una buena dosis de nubes, que necesito azúcar en
vena a ver si me dulcifico.
—Haces bien, yo me voy al cuarto un rato a terminar este capítulo —dijo
levantándose—. Por cierto, hablando de azúcar, mientras te duchabas han
llamado a la puerta y han traído una caja de bombones rellenos —me
explicó dejándome ojiplática.
—¿Cómo dices? ¿Quién los ha traído?
—No lo sé. Cuando abrí no había nadie —aclaró sonriendo y saliendo
del salón hacia su habitación.
 
Abrí la caja y eran mis bombones preferidos. Él. Escarbé para sacar la
notita del fondo:
 
 
Otra vez él. Otra notita y otro detalle encantador que, pese a mi enfado,
me había hecho sonreír. Y no lo merecía.
Lo que se merecía eran dos buenos guantazos bien dados y mi
indiferencia, por imbécil.
 
Me hice el chocolate y leí varias veces la nota firmada de su puño y letra.
Estaba aflojando con él poco a poco y era consciente de ello. Sabía que no
podía permitírmelo, porque, por mucho que hiciese, no confiaba en él ni iba
a volver a hacerlo. Lo que había hecho delante de los amigos había sido
muy feo y yo seguía llena de rabia contra él, por eso y por todo lo de
antaño.
Tenía que ignorarlo más todavía.
Cuando me acosté aún sentía su olor en mis fosas nasales, el beso no se
iba de mi cabeza y con las manos acaricié mis labios, una y otra vez, como
si lo estuviera acariciando a él, mientras recordaba todos y cada uno de los
besos que nos dimos cuatro Navidades atrás.
La situación se iba complicando conforme pasaban los días y yo me
mantenía en mis trece de que no iba a pasar nada. Solo quería que se fuera y
retomar la vida diaria, la vida sin él…
«¿O ya no era eso lo que quería?», pensé.
Al día siguiente me levanté con energía, ya que tenía mucho por hacer de
cara a la Navidad. Estaba recibiendo los pedidos de muchas de las cosas que
había comprado y tenía que hacer unos envíos, por lo que cogí el coche para
ir a la oficina de correos del pueblo de al lado.
Y allí, para variar, me lo encontré. Llegó cuando yo estaba terminando.
Saludó y no contesté, pero me puso igual de nerviosa que siempre. Su
cercanía convertía mis piernas en blandiblú, tal y como me pasaba años
atrás. Recogí deprisa todas las cosas que había desplegado en el mostrador
y, pasando por su lado, salí de allí rápido.
 
—Eh, Carlota, para —me gritó saliendo detrás de mí.
—Déjame, Fran, no tenemos nada que hablar. No te entra en la cabeza
que quiero contacto cero contigo y que me aburre verte.
—Toma, tu monedero. Se te ha caído al suelo cuando has recogido a la
velocidad del rayo porque he llegado —dijo tendiendo la mano para que lo
agarrase, mientras me miraba con cara de tristeza.
—Oh, vaya…. Gracias, no me había dado cuenta.
—No tienes por qué hacer lo que haces. No tienes que huir de mí cada
vez que coincidamos —expresó lacónico.
—Es por si te da por montar otro numerito como el de ayer en la comida.
Mira, te agradezco que me hayas dado la cartera, pero ya está. Nada más.
No quiero nada que tenga que ver contigo —recalqué para que lo
entendiera.
—Pues yo sí quiero todo lo que tenga que ver contigo y te lo voy a
demostrar —aseguró convencido dándose la vuelta para entrar de nuevo en
la oficina.
 
¿Qué tenía ese hombre para dejarme siempre temblando? No podía
soportar los nervios cada vez que lo veía, por muy firme que me mostrase
ante él. Con cada frase que pronunciaba me desarmaba… y más me hacía
creer que le importaba, pero eso era lo último que yo debía permitir. Aun
así, para mí misma sabía que ese juego que se traía era demasiado difícil de
ignorar.
Días después Enriqueta nos invitó a cenar. Había estado innovando unas
recetas de troncos navideños y quería preparárnoslas estas Navidades como
postre para los huéspedes de las cabañas. A veces lo hacíamos y eso
suponía un dinero extra para ella. Me supo mal rehusar la invitación, por lo
que acepté a sabiendas de que Fran iba a estar en esa cena, el primero de
todos.
Fui concienciada de que tenía que ignorarlo, pasar de sus comentarios y,
a la vez, ser amable para que nadie notase nada raro entre nosotros. Y a eso
me dediqué. Me ofrecía pan y lo declinaba con la mano sin hablarle, me
pasaba bebida y ni lo miraba, me servía el plato y volvía la cara… como él
hizo aquella vez años atrás, pero nada era suficiente como para que dejase
de tener atenciones conmigo.
Me levanté al servicio, porque necesitaba no verlo durante unos minutos,
y al salir me estaba esperando en la puerta.
 
—Dime qué tengo que hacer para que dejes de ignorarme, por favor. No
puedo soportarlo —me pidió.
—No tienes que hacer nada. Tú no estás en mi vida y, por tanto, debería
darte igual que te ignore.
—Sabes que no me da igual y por supuesto que quiero estar en tu vida.
—Haberlo pensado antes de huir como un cobarde, que es lo que hiciste
hace cuatro años. Y no creas que te lo digo porque me importe, porque eso
está muerto y enterrado, pero no me vengas con cuentos que dañan mi
inteligencia —dije irónica y con el dolor acumulado abriéndose paso entre
mis palabras, para hacerle daño, porque obviamente, por si quedaba alguna
duda en mí, conforme pasaban los días veía claro que no había superado
nada.
—No son cuentos, Carlota, deja que me acerque a ti y escúchame. Es lo
único que necesito ahora mismo. Ya sé que me aborreces, pero por lo menos
escucha lo que tengo que decirte. Piénsalo, por favor.
—Volvamos al salón, se estarán preguntando dónde estamos —contesté
mientras él cogía mi mano y la llevaba hasta sus labios para dejarme un
beso de recuerdo. La retiré sin pensarlo.
—Y sobre lo que conté el otro día delante de todos, aunque no me
arrepiento, si te molestó vuelvo a pedirte perdón, pero esta vez sin la letra
de ninguna canción y sin chocolates. Esta vez con mis palabras… De
verdad, mis disculpas —se lamentó haciendo una mueca de débil sonrisa.
—No deberías haberlo hecho, habrá habladurías de esas que tanto fingías
que te importaban antes y, esta vez, tu novia se va a enterar y vas a tener
problemas en los que no quiero verme envuelta —espeté sacando mi lado
cotilla y arrepintiéndome al segundo de mencionar a su pareja.
—Si es por eso, hace muchos años que no tengo novia, por mí no te
preocupes —aclaró triunfante mirándome fijamente a los ojos, como solía
hacer y, nuevamente, hablando sin palabras…, solo con esa mirada que me
traspasaba igual que antaño.
 
Preguntando por ella yo sola me delaté y dejé ver que me preocupaba
saber su situación. Su sonrisa y su forma de mirarme me lo confirmaron. Se
había dado cuenta de mi interés, ¡maldito Fran de los cojones!
Volvimos a la cena sintiendo que algo había cambiado con mi
comentario y empecé a sentirme, de manera incipiente, dentro de su juego
de nuevo, porque con su respuesta a mi pregunta unas pequeñas mariposas
empezaron a revolotear débilmente, como aquella vez, en mi estómago. Y
había sonado firme y convincente, otra cosa es que lo que había dicho fuese
verdad.
Los días fueron pasando inmersos en la rutina y en los cambios que
hacíamos en casa cuando llegaban esas fechas tan señaladas. Además,
pronto iban a visitarnos Tina, Borja y los niños, y quería sorprenderlos
como cada año. No supe nada de él en los dos o tres días siguientes y eso,
aunque me aliviaba, también me tuvo intrigada. No tenía ni idea de dónde
se había metido ni por dónde me lo iba a topar la siguiente vez.
Una mañana, caminando por el pueblo, pasé por la imprenta de don
Miguel y me sorprendió ver las ventanas abiertas y la luz encendida. Era
raro porque siempre estaba cerrada a cal y canto, por lo que me paré a mirar
por uno de los cristales, como buena cotilla. Entonces lo vi.
Dentro estaba Fran charlando con el simpático dueño del local. Por un
momento lo imaginé ahí trabajando, como tantas veces me había contado en
el pasado, pero enseguida deseché esa idea y continué mi camino.
Al llegar a casa, sin mencionar a Fran, comenté con mi madre, su abuela
y Maritere, que jugaban a las cartas en el salón, que la imprenta tenía las
ventanas abiertas. Enriqueta se removió en su asiento y se puso nerviosa.
¡Esa señora sabía más de lo que callaba!
 
—Queti, usted siempre se entera de todo antes que nosotras. No me creo
que no supiese nada —le lancé para ver cómo reaccionaba.
—Bueno, algo sé, solo que son cosas de mi nieto y aún tiene que
explicármelas bien. Lo único que os puedo decir es que me tiene muy
contenta su vuelta y sus próximos planes.
—¿Qué planes son esos, Queti? No puedes dejarnos así de intrigadas —
pidió Maritere al quite, como siempre.
—Ay, no me tiréis de la lengua, que luego el muchacho se va a enfadar
conmigo, pero bueno, como adelanto sí puedo decir que está viendo con
Miguel la forma de trabajar en ella y sacarla adelante de nuevo.
 
Mi corazón se paró al escuchar sus palabras.
«¿Significaba eso que Fran había vuelto para quedarse?», reflexioné por
un instante, pero no tenía sentido.
Él tenía un puestazo en Londres y a esa mujer, aunque hubiese dicho que
no tenía pareja. No podía ser verdad, algo no cuadraba. Entonces me vino a
la memoria aquel aviso que Enriqueta me hizo en un susurro. «Volverá»
afirmó ella entonces.
«¿Se estaba refiriendo a volver para siempre? No podía ser eso, era
imposible. Mejor dejarlo estar, olvidar el tema y lo que nos había contado».
Pero yo sabía que eso iba a ser complicado, porque solo la esperanza de
que se quedase para siempre había sacado otra vez las mariposas de mi
estómago y casi con más fuerza.
Qué difícil era negarse a sentir algo nuevamente por un lado, cuando por
el otro seguía sin verlo como alguien en quien confiar, pero así tenía que
seguir siendo.
Nos vimos día y medio después, en una quedada organizada por Rubén
en su casa de la montaña. El plan era pasar la tarde allí todo el grupo y
luego volver al pueblo por la noche. Fue una tarde diferente. Éramos
muchos, así que intenté que Fran me pasara desapercibido.
No le miraba ni le prestaba atención cuando contaba algo y él, en
cambio, siempre estuvo pendiente de mí. Hacía mucho frío, estábamos con
la lumbre encendida y algún grupito asaba nubecitas para tomar con
chocolate. Otros contaban chistes entre copazos con gominolas. El resto nos
íbamos rotando, jugando a juegos de mesa. Me tocaba jugar a Operación y
el oponente que me tocó fue él. La casualidad hizo que coincidiéramos en el
turno para jugar la partida.
 
—Si prefieres no jugar conmigo, dilo tranquila…
—No, venga, no vamos a alterar el orden de todo el mundo. Juguemos,
pero jugar, solo jugar —le aclaré seria, mirándolo de frente para que no
creyese nada raro.
—De acuerdo, pero si te gano no te piques, Sustitos —contestó riéndose.
—Eh, eh, confianzas las justas —le paré los pies—, la partida y poco
más.
 
Lógicamente, me ganó la partida y me hubiera ganado a cualquier juego
que hubiésemos jugado, porque no era capaz de concentrarme a su lado. Lo
miraba enciscado como un niño luchando por el triunfo y me inspiraba
ternura. Parecía tan bueno y modosito que una leve sonrisa se dibujó en mi
rostro. Luego lo analizaba de arriba abajo y me perdía en su cuerpo, en su
olor, hasta que me sacó de la ensoñación entre risas.
 
—Carlota, ¿me oyes? Que estás en la parra. Te decía que te toca…
—Ay, perdona, que me quedé pensando en una tontería —mentí.
—Sonreías, debía de ser divertido.
—¿El qué? —pregunté haciéndome la tonta.
—Pues eso, que debía de ser divertido lo que estabas pensando por la
carilla que estabas poniendo…
—Sigamos —le pedí sería, regañándome mentalmente por permitirme
pensar en él y darle bola.
 
Tras ese impasse, continuamos la partida y no fue tan malo como
esperaba. Entre miradas, incluso le reí un par de gracietas, pero sin discutir,
ya que él me estaba dejando bastante espacio, lo cual agradecí porque lo
último que me apetecía era volver a montar el numerito delante de nuestros
amigos. La tarde pasó volando mientras la nieve empezaba a caer con
fuerza.
Cuando se hizo de noche, Rubén nos advirtió que coger los coches ya
podía ser peligroso, por lo que la mayoría propusieron quedarnos a dormir.
Entonces, me vino el flash de aquel día, nuestro día, el del «secuestro»…,
cuando pasó algo parecido y estuvimos retenidos en Calatañazor por la
nieve. La diferencia fue que aquel día que nos quedamos allí tirados, creía
que me quería e hicimos el amor hablando de nuestros sentimientos.
Cuatro años después, y por la nieve igualmente, estábamos atrapados,
pero rodeados del grupo de amigos en un espacio demasiado pequeño como
para dormir todos con bastante separación y, para colmo, después de
muchos chupitos. Solo pedí que me tocase en la otra punta, lejos de él, por
lo que pudiera pasar, pero claro, no podía tener tanta suerte y cuando me di
cuenta Fran se había colocado al lado de Isa, que estaba situada entre los
dos. Mi amiga me miró, excusándose de antemano por lo que iba a hacer.
La intenté sujetar, pero no pude evitar que se levantase y se cambiase de
sitio.
Yo también lo habría hecho si me hubiese tocado estar entre dos ex
malavenidos. Al instante me di cuenta de que no iba a poder pegar ojo, pero
no me importó. Todo era totalmente contradictorio, después de quererlo
lejos ya no veía tan horroroso dormir a su lado en un saco.
Se empezó a hacer el silencio y llegó un momento en que solamente se
oía el crepitar del fuego. Estaba tumbada de lado y sentía su mirada en mi
espalda, sus ojos sobre mí. Lo notaba clavado en mi piel. Sabía que si me
daba la vuelta lo iba a encontrar mirándome. Lo hice y nos quedamos frente
a frente, mirándonos en silencio sin decirnos nada.
Por mi mente pasó todo lo que había vivido con él, como si de una
película se tratase, hasta que una lágrima empezó a deslizarse por mi
mejilla. Cuando iba a sacar la mano de mi saco para recogerla, él se
incorporó y con mucha delicadeza pasó su mano por mi cara llevándose la
lágrima por delante con su dedo pulgar. No dije nada y cerré los ojos
mientras él se colocaba en su sitio de nuevo. Debí de quedarme dormida
después de mucho rato.
Cuando me desperté el que dormía era él. Cerré los ojos de nuevo y mi
cabeza volvió a ponerse a mil, dando vueltas a lo paradójico de la situación.
Entonces Fran se levantó, salió a hacer pis y al volver, creyéndome
dormida, se arrodilló a mi lado y me besó en la frente mientras me
acariciaba.
 
—Mi pequeña, lo que daría porque me perdonases y volvieses a ser mía.
Te quiero, y te prometo que te voy a demostrar que puedes confiar en mí —
susurró en mi oído mientras paseaba su mano por mi pelo, haciéndome
estremecer. Al estar tapada entera no se dio cuenta de que lo estaba
escuchando y no solo eso, sino que tampoco pudo apreciar que mi corazón
latía desbocado ante su cercanía y sus palabras.
 
Volvió a su saco y se acostó, así que aproveché para moverme y darme
media vuelta. Si seguía frente a él se iba a dar cuenta de que estaba
despierta y de que mi corazón estaba disparado y yo histérica. Había dicho
que me quería cuando nadie lo escuchaba.
No podía estar mintiendo, pero habían pasado demasiadas cosas entre
nosotros, había demasiado dolor y rencor como para responderle nada en
ese momento. Hacerme la dormida había sido la mejor de las opciones. No
podía pensar con claridad. Él me nublaba totalmente.
Se hizo de día enseguida, apenas dormimos y empezó a haber
movimiento en la cabaña. Yo fui una de las que se levantaron temprano y
preparé chocolate para desayunar todos. Cuando él se movió cruzamos
nuestras miradas, pero ninguno abrió la boca.
Quizá esperaba que Fran dijese algo, tal vez otro perdón o una simple
palabra, pero sabía que eso no iba a pasar, porque lo había intentado mil
veces y siempre lo había callado con cajas destempladas. Sin embargo,
desde que me besó frente a todos y después, tras escuchar a su abuela, yo
sentía que algo había cambiado en mí y esa noche había sido el remate.
Ya no podía negar que estaba dejando salir, poco a poco, las mariposas a
campar a sus anchas por mi estómago, pero él no podía saberlo. Aún
quedaba mucho camino por andar y por descubrir.
Volvimos al pueblo como si nada y en cuanto llegué a casa me puse a
trabajar para tener la mente ocupada. Le estuve contando la noche a mi
madre y luego volví a mis tareas.
Observé como ella seguía escribiendo sin parar. Fuese lo que fuese que
estuviera redactando, ese último mes debía de haber avanzado mucho
porque a cada rato que tenía libre cogía su cuaderno y se ponía a ello.
CAPÍTULO 38

 
 
 
 
CARLOTA
 
Esa noche fue como un punto y aparte. Cuando volvimos a coincidir en
grupo, ya no había tanto mal rollo por mi parte y él se veía más contento.
Tardé un par de días más en volver a verlo a solas y fue por casualidad,
en la puerta de la imprenta. Fran salía y yo caminaba hacia la joyería. Nos
tropezamos de golpe y, con el impacto, se le cayeron los papeles que
llevaba en la mano. Me agaché rápido a recogerlos y vi claramente que era
un contrato de compraventa. Trató de cogerlos él y, al agarrarme la muñeca,
se dio cuenta de que seguía llevando la pulsera puesta.
«Nuestra pulsera».
 
—Entonces es cierto… has comprado la imprenta —balbuceé
sorprendida, intentando desviar el tema de lo que acababa de descubrir en
mi muñeca. No quería que me mencionase la pulsera y, menos aún, que me
tocase la mano.
—Eso parece. ¿Sorprendida? Hubiera preferido que te enterases de otra
manera —exclamó él.
—Bastante —respondí seca, ya que no sabía en qué lugar lo situaba ese
movimiento, pero tenía pinta de que en Montaves y a largo plazo—. Será
mejor que me vaya —añadí pasando por su lado en dirección al mercado.
—No creas que no me he dado cuenta de que sigues llevando, al igual
que yo, la pulsera que nos regalamos aquella tarde. Prepárate, Sustitos, que
esto no ha terminado todavía —advirtió en voz alta, sonriendo y parado
donde lo había dejado, mientras yo me daba la vuelta para seguir
avanzando.
 
No respondí a su comentario. No fue necesario negarle nada, pero su
frase me dejó totalmente expectante. Había sonado sugerente, como
siempre sonaba todo lo que salía por su jodida boca.
Esas palabras prometían demasiado y eso me asustó, porque, aunque
hubiera aflojado el machete con él, seguía sin quererlo en mi vida y, por
supuesto, sin fiarme de sus palabras. A la par, era tan ocurrente y me ponía
tanto, aun con el paso de los años, que me daba por muerta y por jodida,
bien jodida…
Tras ese encuentro, estuve unos días dedicada a mi familia, que llegaba
ese mismo viernes, con todos dispuestos a pasar las vacaciones de Navidad
con nosotras. Los niños alucinaban cada año cuando llegaban, porque todo
estaba aún más bonito que los años anteriores.
 
—Está aquí —le conté a Tina.
—Tranquila, Maritere ya me ha puesto al día. Y, por tu cara, veo que
vamos a vivir de nuevo un romance navideño. Parece el título de un libro de
los de mamá.
—No digas tonterías. Ni siquiera hemos hablado. Hemos compartido
espacio y tiempo con los amigos, incluso ha estado en casa con su abuela,
pero no le he dejado en ningún momento que me enrede con mentiras —le
expliqué añadiendo lo de la imprenta.
—Hermanita, ¿tú te oyes? Reacciona, joder, estás deseando que te cuente
qué pasó. ¿O me equivoco? Pídeselo, deja el orgullo a un lado. No siempre
va a engañarte. Si quieres yo puedo contarte…
—No, no quiero que me explique ni que me cuente y mucho menos que
me haga el lío. Ni tú tampoco. Dejémoslo estar.
—No te lo crees ni tú. Estás siendo muy cabezona. Date por follada
como regalo de Navidad, que falta te hace que te quite las telarañas y la
mala leche —soltó por lo bajo, riéndose y creyéndose graciosa.
—Si lo sé, no te lo digo —le repliqué indignada.
—Esto es un pueblo, lo habría sabido igual. Tengo mis contactos y tú
dirás lo que quieras, pero estás deseando que te coja y te empotre. Por favor,
ya sé las fechas que son, pero déjate las bragas de renos en casa. El
reencuentro puede ser en cualquier momento… y será épico.
—¡Ay, déjate de tonterías, Tina! —le pedí negándole todo y
preguntándome mentalmente si tenía razón, porque tenía tal lío en la cabeza
que no me entendía ni yo. Ya no sabía si lo seguía odiando con toda mi
alma, o si se me había vuelto a colar dentro, aunque la rabia siguiese en mi
interior y no me diese cuenta de la realidad.
 
El sábado mi hermana volvió de la compra y mientras todos jugábamos
en el salón, me contó que lo había visto en la calle.
Le pregunté qué le había dicho y la muy socarrona no quiso contármelo.
 
—A ti qué más te da, si tú lo odias y no quieres verlo ni saber nada —
rebatió irónica.
—Pues tienes razón, pero hay que tener toda la información ante el
enemigo —contesté orgullosa.
—No hemos hablado de ti si es lo que quieres saber —me mintió, pero
eso lo supe al día siguiente, cuando casualmente me dijo que la acompañase
a comprar golosinas para los niños al quiosco de los periódicos.
 
Sin ni siquiera pensar, la acompañé. Si llego a imaginarlo… no hubiese
ido, porque mientras la esperaba mirando la prensa delante del puesto, de la
nada salió Fran.
Me levantó al vuelo, cogiéndome al hombro, como si fuera un saco de
patatas, a la vez que le daba las gracias a Tina por el «favor» y echaba a
andar cargando conmigo.
 
—Yo os mato —les grité a los dos; la gente se reía mientras nos
observaba pasar calle abajo—. Gracias, hermana, pídeme luego que te
ayude con los niños que te va a ayudar Rita la cantaora…
—Calla, Sustitos, baja la voz, eres una escandalosa. Esto es un secuestro
en toda regla y se va a enterar hasta el apuntador.
—Cállate tú y bájame. No quiero ir contigo a ningún sitio y no te tomes
confianzas que no tienes —le espeté temblorosa.
—Pues vas a venir, porque tienes que escucharme y por las buenas no
hay manera con lo cuadriculada que eres. Ah, y te llamo como quiero,
porque me gusta y te gusta, no quieras negarlo más, princesita.
—Sabrás tú lo que me gusta… Y si encima me insultas… mal vamos,
avisado estás —le dije a modo de amenaza, mientras miles de sensaciones
contradictorias me invadían en el camino hasta la imprenta, que era a donde
estaba claro que íbamos, por la dirección que habían tomado sus pasos.
Señales de warning luminosas se mezclaban con un montón de mariposas
de colores por todos sitios.
 
Cuando llegamos me bajó, dejándome en el suelo con cuidado y lo
primero que hizo fue cerrar la puerta con llave. Me quejé, pero no sirvió de
nada. Se sentó frente a mí y nos miramos en silencio.
Me resistía a mantenerle la mirada, pero no tuve más remedio ante un
silencio que podía cortarse con cuchillo y tenedor.
Por un momento volvimos a crear nuestra burbuja, solo que allí no había
nadie más que él, yo y una gran tensión sexual acumulada, mezclada con
mucha rabia y decepción por mi parte.
Empezó a hablar temeroso y yo decidí dejarle seguir sin interrumpirle.
Ya después vería si me quedaban ganas de decir algo, tras escuchar todo lo
que tuviese que contarme.
 
 
***
 
 
FRAN
 
Cuando llegué al pueblo supe que me iba a costar la vida recuperarla. No
había manera de que me escuchase. Me ignoraba completamente, se iba de
los sitios cuando yo aparecía y se ponía histérica. No me dejaba opción a
explicarme, ¡la hostia!
El primer día en Montaves, tras ese primer contacto visual en la plaza,
donde el mundo se detuvo y no había nadie más que ella y yo allí, pese a
estar rodeados por todos los vecinos, me di cuenta de que no iba a ser nada
fácil acercarme a ella, pero nunca pensé que fuese a ser tan complicado. Y
cuando esa misma noche la agarré, para evitar que se fuera, vi el desprecio
en sus ojos, aunque también sentí su nerviosismo ante mi cercanía. Tenía
que luchar por ella. Jodida Sustitos, orgullosa como siempre, me llevó hasta
su casa como si fuera su guardaespaldas, pero yo me conformé con tal de
estar cerca de ella.
Cuando llegamos a su puerta entró sin mirar atrás, y tuve la mínima
esperanza de que se arrepintiese y saliera de nuevo al porche, donde yo me
había quedado esperando un rato por si eso pasaba, pero no pasó. Se quedó
agazapada detrás de la ventana, entre las cortinas, donde años atrás vimos
juntos nevar, mientras nos abrazábamos.
Encima el día de la comida en el campo metí la pata hasta el fondo.
Había bebido y se me soltó la lengua delante de todos. No me arrepentí,
pero a tenor del empujón que me dio, supe que la había cagado. Madre mía,
ese beso, ese pequeño roce me hizo sentir millones de sensaciones.
Además, como la había retenido para besarla, pese a que no rechazó el
contacto de mis labios, se enfadó más aún.
Después le dejé en casa unos chocolates, de esos que tanto le gustaban,
para paliar mi culpa, porque ella siempre había sido muy de pequeños
detalles, pero no me dio las gracias, al igual que cuando le mandé las rosas
para que supiese que me había encantado verla.
Lo único que había recibido de ella en todos estos días había sido un par
de sonrisas contadas mientras jugábamos a un juego de mesa aquella tarde
en el monte, muchas coces y el resto, todo había sido silencio.
Y cómo dolía.
Esa noche, en casa de Rubén, mientras dormía, volví a decirle que la
quería y en silencio fui feliz al verle unos días atrás, en la muñeca, la
famosa pulsera que nos pusimos en el puesto de churros.
Se lo dije y no hizo ni caso. Puede que no lo tuviese todo perdido.
Por eso me decidí a hacer lo mismo que la otra vez, cuando me encontré
con Tina y la vi dispuesta a ayudarme nuevamente.
Esa mujer era mi ángel de la guarda. Iba a ser el último cartucho y tenía
que obligar a Carlota a que me escuchase, porque los dos nos jugábamos
mucho y, si había alguna posibilidad de arreglar lo que teníamos, debía
arriesgarme.
Si en cambio, le contaba todo y le daba igual, la pensaba dejar tranquila
para siempre. Ese era el precio que iba a tener que pagar por haber sido un
niñato cobarde y por haber hecho las cosas mal.
Ese día, en la imprenta, con los dos frente a frente, llegó el momento de
hablar. Empecé del tirón ante su mirada expectante. Estaba muy nervioso,
pero tenía que hacerlo bien. Todo lo que le acabé diciendo me salió de
dentro, de lo más profundo de mi ser.
 
—Lo primero que quiero es pedirte perdón por hacer esto. La primera
vez que te secuestré, con ayuda de Tina, fue todo un éxito y esta vez lo vi
como la única opción para que pudieras escucharme. Solo quiero hablar,
que oigas lo que tengo que decirte y, si después no quieres saber de mí, yo
mismo te dejaré en paz, pero necesitaba la oportunidad que no has querido
darme para poder explicarte todo lo que pasó.
 
Me callé esperando réplica, pero se mantuvo en silencio.
 
—Verás, yo llegué aquí hace ya cuatro Navidades para pensar, como
bien te contó entonces mi abuela. Volví a España rebotado de Londres. Allí
llevaba una vida de mierda y tenía una relación que estuvo agonizando
durante un año y que se quedó en stand by. Cogí unas vacaciones para
tomar distancia y para pensar si aceptaba el cargo que mi suegro, en aquel
entonces, me ofrecía.
»¿Cuál era el problema? Pues que el cargo iba unido a su hijita. Yo
quería volver a España, pero si rechazaba el puesto, su hija tampoco iba a
poder ascender. Éramos los dos o ninguno. Aunque la relación se estuviese
tambaleando, ella había sido mi vida muchos años y no podía hacerle eso.
Me sentía presionado y no supe qué hacer. Ella era consciente de que ya no
la quería, la había intentado dejar mil veces y lloraba, me hacía el drama
para hacerme sentir culpable de sus actos, consiguiendo así que siempre
acabásemos volviendo a intentarlo. Nunca perdió la esperanza de reflotar lo
nuestro. Por eso ese tiempo, esas semanas separados, me iban a venir de
perlas para cambiar de aires, sopesar pros y contras de la oferta, estar con
mi familia y, sobre todo, lejos de ella ver las cosas con claridad.
»Aterricé en Madrid y todo fue horrible. El cabrón de mi padre no hacía
nada más que cuestionarme y me presionaba para que aceptase, como
siempre, porque según él, aquí no tendría una oportunidad de ese tipo
nunca.
»Por eso, entre discusiones diarias me agobié, incluso más de lo que lo
estaba en Londres. De primeras no tuve mucho contacto con Mónica, pero
cuando las broncas en Madrid empezaron me refugié en sus llamadas. Hasta
que un día me harté, porque no estaba bien con ella, ni con mi familia ni
pensando en el trabajo… Solo quería paz y tranquilidad, motivo por el que
me vine a Montaves.
»Fue llegar y conocerte. Me encantaste desde el minuto uno. Es verdad
que lo hice mal, porque sin conocerte de nada, empecé contigo un juego
que, a la larga, era peligroso, pero me llamabas tanto la atención… que no
podía evitarlo. Solo era diversión de primeras, lo reconozco, porque me
atraías y me gustaba cómo saltabas cuando te picaba, hasta que poco a
poco, me fui enganchando a ti. Me conquistaste sin querer, sin darte cuenta
y no vi venir que se me fuese a ir de las manos. Te juro que conforme
pensaba y reaccionaba ante lo que iba sintiendo por ti, mi cabeza viajaba a
Londres y recordaba a Mónica.
» Entonces trataba de alejarme para no engañaros a ninguna. Me ponía
modo seco o modo ostra, me cerraba y trataba de alejarte de mí, solo que
me sentía peor aún. Me dolía más no pasar tiempo contigo y hacerte sentir
mal a ti, que engañarla a ella porque, realmente, yo ya tenía claro desde
hacía mucho que no la quería. Y me enamoré de esa pequeña elfa navideña
con bragas de renos y entendí que no había marcha atrás. Ya la habíamos
liado y, pese al sentimiento de culpa que tuve en todo momento, decidí tirar
para adelante contigo, porque era lo que quería.
»Tenía necesidad de estar contigo en todo momento y no podía sacarte
de mi cabeza. Acuérdate, si no estábamos juntos, cuando nos veíamos nos
devorábamos. Nos escribíamos continuamente y estábamos ansiosos el uno
del otro. Cuando tuve claro que prefería no perderte a ti, ya estaba
profundamente enamorado, por lo que decidí ser egoísta y callar. Me
equivoqué, lo sé. Tenía que haber hablado contigo, pero nunca quise
perderte. Quería disfrutar y ser feliz esos días que nos quedaban juntos,
porque si te hablaba de ella no lo ibas a entender y, de todas maneras, nunca
me atreví a hacerlo por miedo. Ibas a pensar que te había engañado, que
había jugado contigo, cuando no había sido así.
»Te juro, por lo que más quieras, que mi error no fue querer jugar
contigo o hacerte daño. Mi error fue ser cobarde, por no atreverme desde el
primer momento a contarte mi situación, pero porque no lo vi venir y, en
segundo lugar, mi segundo pecado fue ser egoísta por querer vivir todo lo
que vivimos todos esos días juntos. Si te lo contaba, me ibas a dejar de lado
y no quise imaginar lo que sería estar sin ti, aquí. Nunca me había sentido
así de bien con nadie. Me arriesgué, disfruté y perdí, porque sin querer ni
pretender, al final te hice el mismo daño que te hizo tu ex.
»Y aunque sé que lo habrás hecho miles de veces, no quiero que me
compares con él, porque yo nunca fui consciente de lo que iba a pasar y te
prometo que mi único error fue la cobardía, por inmaduro e infantil, que es
lo que era en ese momento. Siempre te lo dije, que huía de los problemas.
Me costaba un mundo tomar decisiones y enfrentarme a las personas.
Estaba más cómodo a la sombra de alguien que las tomaba por mí. Solo que
eso no era ser un hombre, pero eso lo aprendí después, en mi segunda etapa
en Londres.
 
Paré para tomar aire, mientras ella lloraba.
Quise acercarme y limpiarle las lágrimas que le recorrían el rostro, pero
no me lo permitió, por lo que continué hablando:
 
—Fui un idiota por irme sin despedirme de ti oficialmente, aunque a mi
modo, sí lo había hecho sin que te dieses cuenta.
—Me sonó a despedida, pero no quise verlo —añadió ella entre sollozos.
—Lo hice sin ser racional, pensé que la despedida sería una tortura y que
así, cuando fueses consciente de que me había ido, iba a doler menos. Fue
tan amargo el viaje a Madrid que casi no lo recuerdo. El volante pagó mi
rabia, eso sí.
»Tuve un nudo en la garganta que me dificultaba respirar. Mónica me
había llamado desde Londres apremiándome para que me decidiera y lo
comenté en casa. Nuevamente discutí con mi padre, que me insinuó que, en
el pueblo, únicamente, estaba perdiendo el tiempo jugando a ser Peter Pan y
todo acabó con una nueva huida. Mis padres se fueron detrás.
»Yo tenía claro que te quería, el plan inmediato era organizarme, la iba a
dejar, definitivamente, en algún momento para poder volver y contarte todo,
pero sabía que, entretanto, la abuela te iba a hablar de Mónica y jugaba con
la baza de que me ibas a odiar, porque ibas a acabar comparándome con tu
ex.
»Eso me martirizó durante días, pero no podía volver a buscarte hasta no
aclarar todo con mi ex y, más, sin haber decidido qué hacer respecto al
trabajo. Lo que decidiese me iba a cambiar la vida y no estaba preparado
para esa responsabilidad. No podía cometer el mismo error dos veces y si
ya dudaba de que me fueses a perdonar, si te buscaba con una relación sin
concluir, así no lo iba a conseguir.
»Tardé unas semanas. Fueron días horribles. Pensaba en ti a todas horas,
siempre tentado a llamarte. Observando si te conectabas para verte en línea
e incluso te escribí, pero me habías bloqueado y nunca lo leíste —lamenté
con pena.
 
Paré de nuevo a beber agua, mientras ella continuó en silencio. Su gesto
se había relajado, pero no decía nada. Seguí con el relato:
 
—Por eso vi la luz el día que, en Gran Vía, me encontré con Tina. Le
pedí tus datos y accedió a regañadientes a ayudarme, por si era bueno para
ti. Obviamente lo tuve claro, tenía que buscarte cuanto antes, pero primero
debía ser sincero con Mónica. Desde un banco de plaza de España la llamé,
se lo expliqué todo y al día siguiente me presenté a buscarte con aquella
bola de nieve que había comprado para ti, en recuerdo nuestro. Sabía que
viendo esos dos muñequitos patinar recordarías el día tan increíble que
vivimos juntos en El Burgo de Osma y cómo nos dijimos un te quiero allí,
por primera vez. Iluso de mí pensé que eso, quizás, pudiese ablandarte. Pero
no quisiste escucharme y no me dejaste ni hablar. Me echaste de malas
maneras y por eso dejé la bola allí, con la esperanza de que la cogieras tras
irme y te removiese algo dentro. Necesitaba tu perdón, te necesitaba a ti
porque lo que habíamos vivido había sido tan de verdad, tan intenso y
maravilloso que yo ya no podía concebir mi vida sin ti, en ese momento.
»No fue bien, salí de tu vida de nuevo y hundido deambulé por las calles,
sin saber qué hacer o dónde ir, porque te había perdido para siempre. Me
habías mirado con odio, con dolor… y eso, me partió el alma en dos.
» El resto ya lo sabes. Cuando estaba deprimido, ahogándome de pena
por tu rechazo, Mónica me llamó y me dijo que aceptaba la ruptura, pero
que podíamos trabajar juntos como hasta entonces, en equipo sin ser pareja.
Siempre habíamos hecho un tándem de trabajo increíble. No tenía nada
mejor y eso fue como mi tabla de salvación, por lo que acepté y a los pocos
días ya estaba de vuelta en Londres.
»Asumí el cargo y, poco a poco, entendí lo que significaba ser jefe. No
era hacer amigos, sino sacar adelante un trabajo y llevar un equipo. Aprendí
a marchas forzadas a llevar las riendas, tomar decisiones y a enfrentarme al
mundo. Y lo conseguí, aunque me quedé sin amigos y dejé de ser el jefe
guay. Me cambió el humor. Me volví un asco de persona, rancio, irritable y
mis tonterías y bromas de siempre desaparecieron. Pasaba el día como
enfadado. Nunca me llegué a sentir en casa y siempre quise volver a
España.
»Y eso que estaba bien posicionado, el trabajo me gustaba y Mónica, con
la que no volví a tener nada, por cierto, pese a que ella lo intentaba
continuamente, tampoco me molestaba en exceso. Al principio no estuve
mal del todo, pero tampoco estaba bien. Hasta que, pasado el tiempo, me
harté de una. Del clima, de la gente, del jefe, de ella y hasta del trabajo. Me
di cuenta de que estaba haciendo lo que se esperaba de mí, no lo que yo
quería. Yo quería estar aquí contigo, no allí solo.
»Y por eso lo dejé todo y volví, con la firme idea de que te quiero, de
que quiero estar contigo y de que nunca quise hacerte daño. Sabía que te lo
había hecho y por eso, llevo cuatro años esperando que algún día puedas
perdonarme. —Paré.
 
Carraspeé para aclararme la voz y, en vista de que seguía callada,
continué:
 
—Y ahora ya sabes cómo fue todo, cómo me siento, sabes que no quise
jugar contigo ni hacerte daño, sino que fui un crío inmaduro y cobarde que
no vio venir en donde se estaba metiendo y, para colmo, más tarde fui un
egoísta por querer aprovechar los minutos contigo, en lugar de hacer frente
a los problemas.
»Esos fueron mis delitos, los delitos que me han hecho infeliz todos
estos años, pero aquí estoy, decidido a pedirte perdón así, de la única forma
que sé a sabiendas de que no lo concedes tan fácilmente, y también, a
pedirte que me devuelvas la vida, que yo solito me encargué de arruinar
aquella Navidad —terminé de hablar.
 
Con eso último que le dije, parafraseando nuestra canción nuevamente,
sé que la removí e incluso la transporté a aquellos días, cuatro años atrás. Se
derrumbó y lloró con ganas, escondiendo su cara tras sus manos. Me
acerqué por detrás y la abracé, pero me rechazó.
 
—No puedes imaginarte la cantidad de veces que he escuchado esa
canción todos estos años, Carlota. Eras tú, era yo, éramos nosotros y mis
metidas de gamba, pero más que nada, era el dulce sabor de nuestras
caricias, besos y abrazos en las reconciliaciones. Y lo que sentíamos cuando
estábamos juntos, en todos aquellos momentos maravillosos que quiero
recuperar y vivir siempre a tu lado. Lo demás me importaba tres cojones.
En mi vida, estos años, aunque separados, solo hemos estado tú y yo —
reconocí a la espera de que se pronunciase tras escucharme.
 

CAPÍTULO 39
 
 
 
CARLOTA
 
—Di algo, por favor —me pidió él compungido, mientras yo no podía
dejar de llorar tras ver cómo había vuelto a utilizar esa canción que siempre
usaba para convencerme.
—¿Qué quieres que diga? Vienes, me coges en brazos y me obligas a
escuchar toda la película y parece que encima tengo que salir corriendo y
lanzarme a tus brazos porque te he dejado hablar, pero es que no es así. Tú
no puedes venir como si nada, lanzar todo al aire de golpe y que yo de un
plumazo borre todo lo que viví y lo mal que lo pasé, para ir corriendo a
jurarte amor eterno. Las cosas no son así, Fran. Es que no te imaginas lo
que fue ir a buscarte aquella noche y encontrarme con tu abuela dándome
las buenas nuevas.
»Tenías novia, joder, novia. Te callaste y, aunque no quisieras hacerme
daño, me lo hiciste y mucho. No te haces a la idea de lo que lloré, horas y
horas tirada, congelándome en mitad del campo, temblando por lo mal que
me sentía, para luego llegar a casa y tener que hacer como si nada. Y por
supuesto que me sentí engañada, utilizada y como un juguete de vacaciones,
tu juguete.
—No digas eso, me parte el corazón oírte hablar así. No quiero
imaginarte llorando por mí —dijo cabizbajo.
—Pues no te imaginas lo que fue sentirlo —le contesté entre lágrimas—.
De primeras no me cabía en la cabeza que te hubieses ido así, y luego, pasé
mucho tiempo odiándote. Seguí llorando muchas noches, durante meses,
antes de irme a dormir, por lo mal que me sentía, porque, aunque fueron
poco más de quince días, yo también me enamoré perdidamente de ti, como
nunca de nadie.
»La diferencia entre tú y yo es que, desde el principio, tú hiciste lo que
quisiste en cada momento y yo fui siguiéndote como un perrito faldero en
función de tus cambios de humor: si te acercabas, me acercaba, pero… si te
alejabas, para luego volver a acercarte, volviéndome loca, yo te perdonaba
y volvía como si nada, por supuesto.
»Ahh, y todo bajo la premisa de sin preguntas y a escondidas, que no nos
viese nadie, como si fuese un delito estar conmigo. Aún hoy en día lo
recuerdo y sigo sintiéndome humillada, engañada y estúpida por haber
caído en el juego y haberme dejado llevar, pese a sospechar cosas y no
haberle hecho caso a Maritere, que bien que me advirtió de que algo
ocultabas.
»Y, semanas después, te presentaste en casa como si nada. ¿Esperabas
que te invitara a tomar un café? ¿O tal vez pensabas que directamente
íbamos a follar? El daño ya estaba hecho, aunque no fuera aposta o a
conciencia, como pudo hacerlo Andrés, pero me engañaste y me hiciste
sentir horrible. Ahora no puedes pedirme, así como así, como si no hubiera
pasado nada, que te perdone y que volvamos a estar juntos. No tienes
derecho. Alguien que hace lo que tú me hiciste pierde derecho a todo con
esa manera tan sucia de actuar. Por no hablar de cómo perdí la confianza en
ti.
»Me alegro de que por lo menos te dignases a ser claro con tu novia,
aunque imagino que la parte de los cuernos en aquel momento, como buen
cobarde, te la ahorrarías, ¿verdad? —quise saber.
—Sí, no le especifiqué mucho más en aquella llamada. Cuando volví ya
no éramos pareja y por tanto no tuve necesidad de aclararle más, porque
hubiera sido un daño innecesario para ella —explicó él.
—Qué considerado. Ojalá me hubieses tenido así en cuenta y te hubieses
parado a pensar en lugar de salir huyendo aquella tarde como un fugitivo.
¿No se te ocurrió pensar que me ibas a dejar con miles de dudas, a falta de
muchas explicaciones y eso iba a ser mucho más difícil de superar para mí?
—¿Qué puedo hacer para que veas que puedes confiar en mí y que nunca
quise hacerte daño? Ya sé que fui un imbécil, pero ya lo hice y no puedo
cambiarlo. Solo nos queda pensar en el futuro, Sustitos. Voy a abrir la
imprenta, la voy a sacar adelante y no voy a irme nunca de Montaves.
Todos estos años me han servido para saber lo que quiero, dónde quiero
estar y dónde no volvería jamás; y la respuesta es aquí, contigo. Quiero que
estemos juntos y seamos felices, por supuesto, si es lo que tú también
deseas. Lo único que necesito es que me dejes demostrarte que siempre
estaré ahí para ti.
—¿Ves? Sigues siendo un egoísta. Voy a hacer esto, quiero hacer lo
otro…, pero tú tienes que confiar en mí —repetí imitándolo—. ¿Te das
cuenta de lo que me pides? ¿Cómo sé yo que un día no vas a volver a
desaparecer igual? U otro día te vas a levantar cansado de la nieve y del frío
y vas a querer irte a vivir a Portugal, que es el país con mejor clima. ¿Quién
me garantiza a mí que no va a pasar? Yo ahora mismo no puedo confiar en
ti, nada me garantiza que no vuelvas a hacer lo mismo, lo siento mucho, ya
no te echo de menos en mi vida —le dije con tristeza siendo realista. Por
mucho que me había contado, al final todo se resumía en que hizo lo mejor
para él. Vivió y disfrutó lo que quiso, me ocultó a la novia y luego
desapareció cuando le dio la gana.
—No me digas eso. Ya no soy el que era. Creo que eso está más que
claro. Te estoy diciendo que me muero por ti desde hace cuatro putos años y
no he conseguido sacarte de dentro de mi corazón. Haría lo que me pidieras
para demostrarte que puedes confiar en mí, que me arrepiento con el alma
de todo lo que hice, pero sintiéndolo mucho, el pasado no puedo cambiarlo.
¿Qué necesitas o qué quieres que haga? —volvió a preguntar anhelando una
respuesta que, sintiéndolo mucho, en ese momento, no podía darle.
—¿Tienes una máquina del tiempo? —pregunté yo sentenciando
duramente y dando por concluida una conversación que me estaba matando,
porque, por una parte, le había escuchado y sus palabras calmaron la rabia
al saber todo lo que él había estado sintiendo y cómo vivió aquella Navidad,
a la par que yo, pero, por otra parte, estaba el problema de la confianza. Si
tuviese una máquina del tiempo y hubiésemos vuelto a aquellos días, le
hubiese dado la oportunidad de explicarlo todo y sin mentiras, pero, por
desgracia, las maquinas del tiempo no existían en la vida real. No podía
obligarme a confiar en él. El movimiento se demostraba andando, decía mi
abuela, y eso era lo único que yo necesitaba. El saber que podía confiar en
él, que me lo demostrase, ya que nadie podía devolvernos al pasado para
ver qué hubiese sucedido.
 
Me levanté, me acerqué a él y le di un tierno beso en la mejilla, para a
continuación dirigirme hacia la puerta, cabizbaja y con lágrimas en los ojos
dejándolo a él hierático, mirándome sin pestañear.
Salí de allí con el corazón encogido y estuve un buen rato deambulando
por las calles, sin dejar de pensar en todo lo que me había contado y en lo
que yo le había respondido. Me sentía mal por no haber contestado lo que él
esperaba, pero había dicho lo que en ese momento me había salido del
alma.
Sin duda, no estaba preparada aún para perdonarle y estar con él. Es
cierto que había vuelto al pueblo, pero porque ahí estaba su sueño de
trabajar en su propia imprenta.
No había sido por mí, aunque, por cómo hablaba, fuera lo que pareciese.
Si bien desde que había llegado y había vuelto a la carga con sus tonterías y
sus detallitos bobos, yo había bajado la guardia, pero eso no significaba en
ningún caso que fuese a caer rendida ante sus encantos a la primera de
cambio.
Y tampoco era cuestión de hacerme la dura, sino que necesitaba dejar de
sentirme la otra en su vida y pasar a ser la principal. Necesitaba que me
demostrase que le importaba y, eso, aún no lo había sentido nunca por su
parte después de todo el follón. Todo lo que había mencionado era él, él y
él, pero nunca yo era lo primero.
Y aunque fuera egoísta necesitaba ver que lo era. No se trataba de una
cuestión de orgullo, sino de sentirme bien y, mientras me sintiese una
secundaria en la película de su vida, no iba a ser así.
Me agobiaba la idea de verlo por el pueblo los siguientes días.
Necesitaba pensar bien las cosas, no sabía cómo iba a proceder él, después
de mi contestación. Sabía que preguntándole lo de la máquina del tiempo lo
había hundido, pero yo era de lengua fácil y no pude callarme cuando esa
idea me vino a la mente.
Todo bullía en mi cabeza como un hervidero improductivo, porque al
final no llegaba a ninguna conclusión. Necesitaba ver todo desde fuera,
desde la distancia, sin verlo cada día y sin que nadie me diese su opinión o
intentase convencerme de lo que era y lo que no, ya que desde fuera
siempre se veía todo más claro y fácil.
Y entonces pasó por mi mente la idea de irme unos días, sola, lejos de
todo y de todos. La Navidad, mi época preferida del año, empezaba en
apenas unos días y siempre había querido viajar a Alsacia en esas fechas,
por lo que quizá no era una mala idea hacer ese viaje y cumplir uno de mis
sueños.
Conforme le daba vueltas, me invadió la pena al recordar que unos años
atrás mi deseo fue hacer ese viaje acompañada de él, pero las circunstancias
eran las que eran. Me hacía ilusión hacerlo y, sin duda, necesitaba alejarme
de todo y pensar. Me paré en la plaza, en un banco y busqué en Google:
«Alsacia en Navidad».
En las fotos todo era maravilloso, pero los miles de comentarios que la
gente había dejado ponían que lo ideal era viajar hasta Estrasburgo, conocer
sus mercadillos, pasear por sus calles y viajar un día después hasta Colmar,
uno de los pueblos más bellos en Navidad.
Allí se vivían esas fechas intensamente y, desde la tercera semana de
noviembre, decoraban todo de tal manera que parecían estar inmersos en un
cuento. Me pareció perfecto. Era justo lo que necesitaba, unos días para mí
sola en el paraíso.
Reservé un vuelo en ese mismo momento.
Me lie la manta a la cabeza. Si no lo hacía, iba a llegar a casa, me harían
cambiar de opinión y no era lo que quería. Ya lo había decidido e iba a
viajar al día siguiente a Madrid para, desde allí, cinco horas después, coger
un vuelo directo que me llevase a Estrasburgo. Solo me quedaba ver dónde
dormir, que lo podía hacer más tarde y contar a mi familia que me iba unos
días, dejando claro que en Nochebuena iba a estar de vuelta.
Nada iba a frenarme, estaba decidida y emocionada. Había sido la mejor
idea que había podido tener y me iba a venir fenomenal, porque solo en el
momento en que tomé la decisión pude secar mis lágrimas y me invadió una
sensación de paz difícil de explicar.
Llegué a casa y enseguida Tina se me acercó.
 
—¿Qué ha pasado, golfinche? ¿Ya os habéis dado un buen homenaje? —
me preguntó, convencida de que nos podíamos haber reconciliado.
—El tiempo, Tina, eso es lo que ha pasado. Demasiado tiempo y heridas
aún abiertas que va a costar cerrar. Me marcho unos días de viaje —le
anuncié.
—¿Con él?
—No, sister, con él no. Me voy sola a cumplir uno de los sueños que
tengo desde hace años —le conté.
—No me digas que vas a conocer por fin a Brad Pitt, guarrilla. Ahora en
serio, ¿por qué? No quiero que te vayas, y menos en estas fechas tan
importantes y mágicas para ti —lamentó con tristeza.
—Porque necesito pensar y ver las cosas con perspectiva. El veinticuatro
estaré de vuelta, tranquila. Eso sí, ni una palabra de esto a él. Te dejaré
después los datos de dónde voy a estar, cuando lo sepa, por si pasa
cualquier cosa.
—Ven aquí, anda, te vamos a echar de menos, pero tú ve, disfruta y haz
lo que te haga feliz —dijo mientras me acunaba entre sus brazos, solo que
yo ya no lloraba, sino que estaba ansiosa por marcharme.
La noticia cayó como un jarro de agua fría entre el resto de la familia.
Los niños no querían que me fuera y mi madre, directamente, no lo
entendió.
—¿Por qué, hija? Si tú eres feliz aquí en Navidad —me insistía, inquieta,
levantando su cabeza del ordenador y tratando de convencerme para que no
me fuese.
—Porque lo necesito, mamá. Es lo mejor para mí en este momento. En
Nochebuena estaré aquí y pasaremos juntos las fiestas —expliqué
tranquilizándola.
 
Les conté a dónde iba, que llevaba años queriendo viajar allí, los sitios
que pensaba visitar y prometí traer regalitos navideños para todos.
Cuando todos se acostaron esa noche, me tumbé en el sofá frente a la
chimenea para hacer un repaso mental a todo lo que había pasado en esos
años. Al día siguiente me iba para cumplir uno de mis sueños y quise
hacerlo con la mente lo más clara posible. Solo se oía el crepitar del fuego,
por lo que cerré los ojos y mi mente viajó a aquellos días donde todo
empezó, con la marcha de mi padre, la decisión de viajar hasta Montaves, la
llegada al pueblo, cómo conocí a Fran y todo el cuento navideño que
vivimos. Sin querer, me quedé dormida y me desperté horas después para
arreglarme, coger el coche e iniciar mi aventura.
Maleta en mano salí de casa y, al cabo de unas horas, me encontraba en
el aeropuerto de Barajas dispuesta a coger un vuelo rumbo a cumplir mi
sueño navideño. Estaba nerviosa, emocionada y expectante por llegar. Iba
tranquila, con la única idea de disfrutar.
Aterricé cinco horas después en la capital de la Navidad, Estrasburgo, y
no podía estar más feliz. Era casi la hora de dormir, por lo que tan solo pude
coger un taxi y dirigirme al hotel. En cuanto vi las calles iluminadas por
millones de luces de colores supe que estaba en el mejor sitio posible para
pasar los siguientes días. Caí en la cama rendida, soñé con galletas
navideñas y chocolate caliente con pudding de frutas. La razón es que
llegué tan cansada que no cené y mi pobre estómago reclamaba atención,
además de mucho azúcar.
Me desperté temprano y lista para una buena ración de turismo. Me vestí
en modo navideño de arriba abajo y salí del hotel. Desayuné en una
pequeña cafetería cercana un chocolate con nata y un trozo de kougelhopf,
que era un típico bizcocho alsaciano con forma de montaña hecho de
almendras y pasas. Toda una exquisitez que disfruté con calma, mientras
estudiaba el mapa que me habían facilitado en la recepción del hotel. Me
recomendaron hacer el free tour panorámico con los guías, para ubicarme y
después poder visitar los diez mercados de adviento que se localizaban en
todo el casco histórico de la ciudad. Eso fue lo que hice.
Los guías nos mostraron el barrio La Petite France, la catedral de
Estrasburgo y la iglesia de San Pablo, pasamos por los puentes cubiertos, el
río, Le Barrage, Place Gutenberg, Place Kléber y nos detuvimos en el
Museo Alsaciano, donde algunos entramos cuando se disolvió el grupo de
turistas del tour.
Según vimos en el paseo, no hacía falta ir siguiendo el mapa para visitar
los mercados navideños porque se iban encontrando al paso. Todos con las
mismas características que la ciudad, donde predominaba la vida, la alegría,
las luces y el color en esa época del año.
Cada uno de los mercados se ubicaba en un sitio: a los pies de Notre
Dame, en la Place Gutenberg, el de los pequeños productores en la Place
Saint-Thomas… Muchos puestos con miles de adornos navideños en
madera, artesanías, luces de colores y souvenirs de Navidad. Además, era
muy llamativa la cantidad de puestos de comida en las calles y en los
mercados, donde se podían probar los platos más típicos de la región:
salchichas, pretzels, gofres, dulces navideños, cervezas, vino caliente típico,
foie gras…Empecé mi recorrido por el mercado situado en la plaza de la
catedral, donde aproveché para degustar una tarte flambée que me
recomendaron para comer y que era una especie de pizza cubierta con queso
crema, nata, jamón y cebolla. Un pintoresco mercado, un coro cantando
villancicos de fondo y una pequeña noria creaban la estampa completa del
lugar.
Tras comérmelo paseando por allí, me adentré entre los puestos
dispuesta a visitar los más de trescientos que había en total entre todos los
mercados del casco histórico. Sin duda, iba a pasar una tarde maravillosa.
Después, visitaría la Place Kléber, donde todos los años ubicaban un gran
árbol de Navidad de unos treinta metros de altura, pero eso debía ser a partir
de las cinco, que era cuando lo iluminaban. Tenía una gran jornada por
delante antes de, al anochecer, coger el tren hacia Colmar.
 
***
 
FRAN
 
Definitivamente Tina era mi mejor aliada. Se prestó a ayudarme, de
nuevo, cuando nos encontramos de casualidad por el pueblo.
Ella acababa de llegar a Montaves a pasar la Navidad con su familia y
cuando le conté que yo ya estaba allí días atrás y que había vuelto para
quedarme, se alegró sinceramente. Por fin me vio ubicado. No tardé mucho
en comentarle que había intentado acercarme a su hermana y que no quería
escucharme de ninguna manera. Su pregunta fue clara:
 
—¿La quieres o vas a volver a engañarla?
—La quiero con toda mi alma. Te lo dije cuando nos vimos en Madrid y
te lo repito. Ayúdame, por favor, porque lo he intentado de todas las
maneras posibles… y nada —le supliqué.
—Igual hay que recurrir a viejos métodos… —dejó caer ella.
 
Y así se me encendió la bombilla cuando me dio la idea de volverla a
«secuestrar», para conseguir que escuchase todo lo que tenía que contarle,
bajo amenaza de cortarme las pelotas si volvía a hacerle daño a Carlota.
Ese fue el plan que llevé a cabo. La pillé desprevenida en el puesto de
prensa y me la cargué al hombro, como un saquillo de paja, mientras ella
chillaba y pataleaba de camino a la imprenta, que fue a donde la llevé.
Una vez allí, llegamos y la bajé despacito, con desgana, porque me
encantaba tenerla encima y poder alimentarme de su olor. La dejé en el
suelo y cerré la puerta con llave para evitar que se fuera. Le conté cómo
había sucedido todo, cómo había sido mi vida en Londres y su reacción fue
muy dura.
Me echó en cara lo mal que se sintió al descubrir todo el pastel de boca
de su abuela, lo mal que lo había pasado durante mucho tiempo y, por
supuesto, me remató haciéndome saber que no podía confiar en mí y que
siempre iba a tener la duda de si podía volver a largarme como hice cuatro
años atrás. Dijo que ya no me echaba de menos en su vida y me partió en
dos. Incluso me vino a decir que la única solución posible para nosotros
hubiera sido tener una máquina del tiempo.
Qué daño me hizo oírla pronunciar esas palabras. Me cerró las puertas
cuando yo pensaba que, tras escucharme, me las volvería a abrir de par en
par.
Estaba seguro de que ella seguía sintiendo por mí lo mismo que yo por
ella, pero entre nosotros se había abierto una importante brecha de
desconfianza que tenía que eliminar, del modo que fuese, si quería volver a
tener conmigo a la pequeña Sustitos.
Esa mañana me había presentado en su casa y fue su madre la encargada
de decirme que su hija no estaba en Montaves.
Me quedé sin saber qué decir, ya que por un momento me temí que se
hubiera ido para siempre. Enseguida apareció su hermana que,
disimuladamente, se deshizo de Carmen para hablar conmigo.
 
—¿Cómo es eso de que se ha ido? —le pregunté desconcertado y
ansioso.
—Pues tal cual. Se fue esta mañana y, a estas horas, ya tiene que estar en
un avión rumbo a su destino.
—No vas a decirme dónde está, ¿verdad, Tina?
—No puedo, ella quiere estar sola y tú ahora mismo, por mucho que la
quieras, no estás en su vida. Necesita pensar y aclararse.
—Tina, por favor, dímelo. Necesito demostrarle que estoy dispuesto a
todo por ella —rogué.
—No insistas, Fran —me pidió ella dándose la vuelta porque acababa de
entrar Alejandra.
—Mi princesa, qué alegría verte —dije mientras fui corriendo a abrazar
a la jovencita en la que se había convertido—. Estás preciosa, jovencita.
—Fran, cómo te he echado de menos. La tía Carlota no está, se ha ido de
viaje y nos va a traer miiiiles de cosas de Navidad de Estrasburgo.
—Claaaaro, tenía que estar allí. ¿Sabes, pequeña? La tía Carlota está
enfadada conmigo, pero me hubiera encantado hacer ese viaje con ella. Una
vez nos lo prometimos —les conté, mirando a Tina, mientras la pequeña
salía corriendo del salón.
—Ay, señor, no me tires de la lengua, Fran. Si te digo dónde está se va a
enfadar mucho. Se ha ido sola para poner en orden sus ideas y pensar. No
puedo contarte más. Lo siento.
—Fran, mira… este papel lo dejó la tita por si necesitábamos saber
dónde estaba —explicó Alejandra mientras venía hacia mí, ante la atenta
mirada de su madre, que no sabía si reír o llorar por la ocurrencia que tuvo
su pequeña celestina—. Y tú lo necesitas para pedirle perdón, ¿verdad?
—Verdad, cielo. Muchas gracias por tu ayuda.
—Haré como que no he visto nada, porque todavía me cargaré las culpas
por ayudarte otra vez. Pequeña sinvergüenza, menudo follón le vas a
montar a tu tía. Y tú —me amenazó—, si de verdad vas a ir a buscarla,
procura convencerla, porque no quiero verla infeliz. Es su sueño navideño,
haz que sea especial y que no lo olvide nunca. Necesita saber que puede
confiar en ti y ver que te echa de menos, tanto como tú a ella.
—¿Qué mejor prueba puedo darle que salir corriendo allá donde vaya
ella? Sus sueños son mis sueños y quiero vivirlo todo con ella —afirmé
convencido.
—¡Qué bonito! Cuando sea mayor quiero un novio como tú. La tita va a
poner la misma cara que cuando la rosa o la bola de nieve —expresó
emocionada la pequeña granuja.
—Eso ya me lo explicaréis a la vuelta los dos, que vaya par de pillastres
os habéis juntado. Tenéis demasiado peligro, «Dúo sacapuntas». Mantenme
informada si la encuentras —me pidió acompañándome a la salida.
 
Salí de allí con una nueva oportunidad bajo el brazo para conseguir
nuestra felicidad. Ya sabía dónde estaba y no tenía excusa para no
intentarlo. Todo lo contrario, quería demostrarle tantas cosas…
Unas horas después, cogí el coche y me fui para Madrid, después de
despedirme de la abuela.
 
—Esa mujer ha sufrido mucho por ti. Ya puedes arrodillarte y pedirle
matrimonio si quieres que te vea como un hombre enamorado y no como
aquel niño que huyó de ella una Navidad hace años porque tenía a otra
esperándolo. Hijo, yo la vi aquella tarde cuando vino a buscarte y, aún hoy,
no he podido olvidar su gesto de dolor cuando le conté que te habías ido. Si
la quieres, aprovecha esta oportunidad y demuéstraselo —me aconsejó mi
abuela dejándome atónito de lo informada que estaba de todo y por el
consejo que me había dado.
—Gracias por la discreción y por el consejo, abuela, prometo
explicártelo todo a la vuelta.
 
Cogí un avión que aterrizó en Estrasburgo al día siguiente. Según el
papel que ella había dejado, ese día lo pasaría allí y por la tarde-noche
cogería un tren de Estrasburgo a Colmar, por lo que, por la hora que era, ya
estaría en camino hacia allá.
Me moría por verla, por sorprenderla y ver su cara cuando me viese. No
sabía cómo podía reaccionar, pero tenía claro que tenía que hacer algo
grande para que viese que estaba dispuesto a todo con ella y por ella.
Llegué a la Hostellerie Le Marechal, un hotel clásico ubicado en plena
Petite Venise de Colmar, que es donde ella había reservado para hospedarse.
Pregunté en la recepción y, cuando me dijeron que se encontraba en su
habitación, sentí que no debía presentarme ante ella de golpe. No quería que
pensase que había viajado hasta allí y había llegado para acostarme con ella
directamente.
Pedí una habitación para mí y me senté en el restaurante a cenar y
empaparme de las costumbres locales, en una mesa pegada a la ventana,
con vistas al canal y a los edificios del otro lado, llenos de luces de mil
colorines.
La verdad es que yo no era muy navideño, pero ese olor al típico vin
chaud, o vino caliente, en las calles, la cantidad de decoración, de
papanoeles, de renos y osos luminosos por las plazas, balcones y tejados,
las miles de luces navideñas que dibujaban los contornos de las casas, los
puestos de dulces típicos alsacianos… todo eso en conjunto hacía que
cualquiera pudiera enamorarse de un lugar así.
Después de cenar pedí que subieran a su habitación una taza de
chocolate caliente con nubes y unas galletas de jengibre acompañadas por
una tarjeta donde le deseaba dulces sueños, sin firmar y sin dar pista alguna.
Por la mañana, antes de salir pedí también que le subieran el desayuno a la
cama para hacerle bonito el despertar.
 

CAPÍTULO 40
 
CARLOTA
 
Estaba agotada después de haber estado recorriendo los diez mercados
navideños de la ciudad, donde había comprado muchos souvenirs y objetos
decorativos para llevar a casa.
Subí al tren en dirección a Colmar y casi me quedé dormida del
cansancio que tenía, pero fue bajarme en la estación de destino y revivir al
contemplar lo que tenía ante mis ojos. Si cuando llegué a Montaves me
pareció una estampa de postal navideña, observar Colmar iluminado fue lo
más bonito que había visto en mi vida.
Allí parada, tenía ante mí una calle llena de fachadas típicas, de madera
y adobe rebosantes de encanto, luces y adornos navideños, puestos de
bebidas, comidas y por todas partes, muchísima gente paseando. Fui
caminando hasta el hotel y todo era igual.
Cuando llegué a la zona de La Petite Venise, donde estaba mi
alojamiento, sencillamente, fui feliz. Me emocioné con el maravilloso
paisaje. Si en las fotos se veía un destino increíble, en persona era algo
mágico. Y el hotel por fuera era una auténtica pasada. Un hotel clásico con
grandes ventanales de madera y cristal, que daba al canal en la Rue Turenne
por un lado y tenía la entrada principal por la Rue du Manège. Un
restaurante acristalado con renos luminosos en el exterior y una coqueta
terraza con sillones de madera me dieron la bienvenida.
En la fachada, miles de osos de luces de colores subían y bajaban al son
de los tradicionales villancicos y en la recepción, un gran árbol de Navidad
nevado, atestado de regalos al pie y decorado con grandes lazos rojos, luces
de colores y bastones navideños.
Hice el check in y subí directamente a mi cuarto, me di una buena ducha
caliente, como de media hora de duración, y pedí la cena a la habitación.
La sorpresa fue, que un rato después, cuando me iba a la cama, llamaron
a la puerta y me dejaron una bandeja con chocolate, nubes, galletas y una
nota donde alguien me deseaba dulces sueños.
De primeras pensé que era un error, pero el camarero fue bastante claro
en que me lo enviaban a mí. No le rebatí, sino que lo acepté, intrigada,
porque era justo lo que me apetecía antes de meterme en la cama.
Sin duda el que me lo había enviado había acertado de lleno y me había
dado en todo el gusto, aunque no me conociese de nada.
Me metí en la cama y rememoré el día tan increíble que había vivido,
pese a que no había podido evitar visualizarme, en muchos momentos de la
jornada, paseando por esos mercadillos y esos rincones tan idílicos de la
mano de Fran.
Le había dicho que ya no lo echaba de menos en mi vida y me di cuenta
de que eso no era verdad. Me había visualizado con él viendo el gran árbol
de Navidad de la Place Kléber, probándonos diademas navideñas de
pingüinos, renos y haciendo el tonto en cada puesto en los mercadillos,
además de haciendo mil parones para sacarnos fotos en cualquiera de los
muchos edificios decorados tan maravillosamente. Tantísimos momentos
que se me habían quedado en la retina, pero que igualmente, había
disfrutado sin él.
A la mañana siguiente volvieron a llamar a la puerta y esta vez era un
desayuno completo, con pastel de manzana, galletas de mantequilla,
salchichas, huevos, yogur, zumo, té y chocolate caliente. Todo en una
bandeja navideña preciosa.
No me cabía en la cabeza quién podía estar enviándome esos detalles, y
por supuesto que me volví loca barajando la posibilidad de que fuese Fran.
Tardé cero coma en montarme la película y de nuevo el cuento de hadas,
pero no tenía sentido que desde Montaves estuviese mandándome detallitos.
«¿Habría viajado hasta allí?», pensé.
Enseguida deseché la idea, pareciéndome descabellada en ese momento.
Podía tratarse de una coincidencia sin más o alguien que me hubiese visto
por el hotel y quisiese ser amable. Incluso mi propia hermana para
endulzarme el despertar podía haber sido quien pidiese en el hotel que me
dieran esas sorpresas. Me quedé con la última opción como la más
probable, pero de mi cabeza no se iba la idea de que fuera él.
Me arreglé y salí del hotel mirando a todos sitios por si veía a alguien
pendiente de mí e inconscientemente, buscando a Fran. Paseé por la Rue
Turenne haciendo muchísimas fotos, parándome en cada fachada mientras
veía las colas de gente esperando para embarcar y pasear a lo largo del
canal.
Me detuve en el puente, donde se paraba todo el mundo, para hacer la
típica foto que había visto en Google días atrás, y me prometí volver por la
noche para tomar la misma imagen con los edificios iluminados.
Me fui encontrando abetos por muchos sitios, adornos en todas las
fachadas, así como hileras de luces y cortinas en todos los locales.
Paseé por la Grand Rue o la Rue des Boulangers y me detuve en muchas
edificaciones que me llamaron la atención. Me senté en la Fontaine
Schwendi , que me recordó mucho a una que salía en La Bella y la Bestia y
noté que alguien me observaba. Sentí una mirada sobre mí y mi piel se erizó
tanto que me asusté. Me había puesto nerviosa y no sabía por qué, ya que
miraba alrededor y, fuera del bullicio que había en la calle una mañana
cualquiera, no vi nada raro.
Entonces un chiquillo vestido de elfo se me acercó y me preguntó si me
gustaba patinar sobre hielo. Me quedé callada, en silencio, recordándole a él
y respondí que me encantaba, pero que hacía mucho que no practicaba.
Entonces ese pequeñajo me agarró la mano y me llevó calle abajo, hasta la
Rue Robert Schuman, donde había una gran pista de hielo como parte de las
actividades de ocio navideño de la Place Rapp.
Cuando me vi subida de nuevo en unos patines, después de tantos años,
sentí una gran melancolía. Añoranza de él, de lo que vivimos en su
momento, sensaciones que no había tenido desde hacía mucho, pero en
cambio desde que lo había escuchado contarme todo, parecía que no se iba
de mi maldita cabeza.
Desde que había llegado a Estrasburgo me habían venido demasiados
recuerdos suyos a la mente, había sentido el recuerdo de tiempos pasados y
había deseado, por muchos microsegundos, que apareciese en el hotel. Y
allí estaba, en la cola, esperando para patinar sobre hielo y todo era un
recuerdo de aquella primera vez en El Burgo de Osma.
Mi emoción, los churros con chocolate previos, su miedo a soltarse, las
mil risas y todos los besos que nos dimos tumbados en el suelo cada vez
que nos caíamos. Era extraño, pero con tanto recuerdo lo sentía cerca. Cada
vez estaba más presente en mi mente.
Empecé a patinar y fue increíble, porque me sostuve perfectamente
desde el minuto uno. Al principio iba prudente, pero después fui cogiendo
velocidad, como antaño, solo que esa vez estaba yo sola en medio del hielo,
rodeada de muchas parejas que jugaban como nosotros hicimos años atrás.
Con tanto recuerdo hasta creí verlo pasar por mi lado en la pista, pero
enseguida pensé que el subconsciente me había jugado una mala pasada.
Buscaba a ese chico con el que creí confundirlo entre la multitud, pero
entre tanta gente era imposible distinguirlo o seguirle el ritmo cuando otra
vez lo vi de espaldas. Lo pensé bien, me pareció ridículo estar persiguiendo
a un desconocido y desistí, para seguir disfrutando del momento.
Un par de horas después me estaba quitando los patines y preparándome
para ir a comer. Recorrí las callejuelas adoquinadas fijándome en las casitas
de colores, tan pintorescas como bonitas, todas con los tejados en punta y
las chimeneas humeantes.
Me encantaba observar la arquitectura, esa mezcla de lo antiguo con lo
moderno, y busqué un lugar donde comer algo rico.
Después del ejercicio no me apetecía comer de pie en algún puesto de
los mercadillos, sino sentarme y contemplar el ambiente mientras degustaba
un rico plato de baeckeoffe, que era una especie de estofado de cerdo con
patatas.
Con el postre y la cuenta, el camarero del restaurante me trajo un sobre.
Lo abrí extrañada y no podía creérmelo.
Eran unas fotos mías, preciosas, patinando en la pista. Aquello me dejó
helada.
Me empezaron a temblar las manos como si estuviera muerta de frío,
pero lo que estaba era ardiendo por dentro.
 Me poseyó una sensación extraña, pero cercana. Tenía que ser él quien
hubiera tomado esas fotos, por eso había creído verlo patinando y por eso lo
sentía cerca.
No me cupo duda de que Fran había ido tras de mí hasta Colmar, solo
que aún no se había dejado ver.
Miré a mi alrededor y ninguna cara se me hizo conocida, sino todo lo
contrario y me pareció divertido el juego que se traía.
A partir de ese momento, una sonrisa boba se instaló en mi rostro y
decidí disfrutarlo y no darme por enterada, para alargar esa sensación que
estaba teniendo y disfrutar más del juego al que estábamos jugando de
nuevo.
Salí de allí, directamente, para visitar los cinco mercadillos navideños
que había en Colmar, y así acabar la ruta en el sexto, que era
exclusivamente culinario y donde iba a poder cenar algo típico.
Ese era el plan para el resto de la jornada.
Fui de un mercadillo a otro, porque, aunque eran mucho más pequeños
que los de Estrasburgo, resultaban igual de maravillosos.
A las cinco de la tarde anocheció y se encendieron las luces.
Sin duda, una joya para la vista y un deleite para el resto de los sentidos.
Sencillamente espectacular.
Callejeando, reparé en el mercadillo de la iglesia en la Place des
Dominicains, donde se respiraba un ambiente muy acogedor y familiar.
Había una hilera de puestos con tejado en pico, en madera pintada de
verde y rojo alternando, con cadenas de luces que unían unos puestos con
otros y en ellos, expuestos, todo tipo de adornos y figuras para los belenes,
artesanías en madera, adornos navideños, bolas de Navidad personalizadas
de mil modelos y colores, orfebrería, artículos de piel y un puesto de bolas
de nieve con agua de las que tanto me gustaban, en el que me detuve un
buen rato, pensando cuál comprar para mi colección.
Dudaba entre una que tenía la vista de Colmar desde el puente y otra que
era un mercadillo navideño. Finalmente me decidí por la primera y cuando
fui a pagar, el dueño del puesto se negó a cobrarme. Me dijo entre señales,
para hacerse entender, que ya estaba pagada. Me señalaba detrás de mí, pero
cuando me giré no conseguí ver a nadie. Le di las gracias, la guardé y seguí
caminando. Otra vez él, su juego y sus detalles. «Bobo», pensé.
Estaba encantada con lo que estaba viviendo, seguía sintiéndome
observada, pero también querida y no podía pensar en otra cosa que en
tenerlo delante de mí de una vez. Me estaba haciendo sentir demasiado
especial e importante y me gustaba.
Aún en la distancia, siguiendo mis movimientos, guiándome,
colmándome de atenciones y de detalles encantadores o, simplemente, con
el hecho de haber ido detrás de mí hasta Alsacia ya me había vuelto a ganar.
Las dudas se habían disipado entre tanto recuerdo suyo desde que salí de
Montaves y, para cuando me di cuenta de que estaba en Colmar, ya era
consciente de que lo extrañaba y de que quería estar con él y ver qué nos
deparaba el futuro.
Era contradictorio, me sentía una floja por querer verlo, pero era lo que
necesitaba de verdad. Por fin había hecho algo por mí misma, y él, se había
tomado la molestia de viajar a buscarme y eso tenía que ser porque le
importaba de verdad, si no, no hubiese dejado los preparativos de la
apertura de la imprenta a medias para irse de vacaciones.
Y lo echaba de menos demasiado, de eso también me había dado cuenta
antes de que llegase él. Con el juego me creó anhelo y necesidad de verlo
por fin, pero a la vez lo viví ilusionada como una niña pequeña. Me pareció
tan romántico, tan bonito y tan de cuento, ya que nunca habían hecho cosas
así por mí, nunca nadie se había tomado tantas molestias para hacerme feliz
o agradarme, tan solo él aquella vez y nuevamente, lo estaba haciendo.
Era imposible no perdonarlo y empezar de nuevo.
No tenía claro dónde iba a volver a aparecer, por lo que seguí con mi
camino mirando hacia todos lados con atención, para descubrirlo, pero sin
éxito.
Seguí hasta el mercadillo de artesanías que había en el Palacio Medieval
de Khoifus.
En uno de los puestos había pendientes, pulseras y anillos. Paré ahí,
consciente de que estuviese donde estuviese y parase donde parase, me
debía estar viendo.
Ojeé las pulseras, recordé aquella tarde llevando mi mano a la pulsera
que descansaba en mi muñeca y que nunca había dejado de ser un símbolo
nuestro. Se me ocurrió comprar un anillo que tenía la inscripción
«SIEMPRE».
Me lo pusieron en una bolsita para regalo, pagué y me fui caminando
para continuar con mi paseo hasta el barrio de mi hotel, donde quería
inmortalizar de nuevo la vista desde el puente ya iluminado.
En el camino tropecé con un mercadillo para los más pequeños. Había
un belén animado, donde me detuve un rato para observar y un poco más
adelante, una pequeña noria de poca altura junto a un bonito carrusel de
madera para padres e hijos. Me prometí a mí misma llevar a mis sobrinos
alguna vez a conocer ese paraíso.
También, si todo salía bien y nos acabábamos reconciliando, pensaba
llevarlo a ese mercadillo para subirnos juntos en el carrusel, como dos niños
pequeños. Contemplé los puestos de juguetes navideños y fui a parar a un
tenderete donde estaba Papá Noel sentado en su trono.
El señor de barba blanca y barriga impostada me chistó para que me
acercara y me sentó en sus rodillas.
 
—Y dime, muchacha, ¿quieres pedirme algo? ¿Tienes algún deseo que
cumplir?
—Sí, ahora mismo tengo un deseo muy especial.
—¿Puedes contarle a este viejo cuál es?
—Nooo, claro que no, porque me arriesgo a que no se cumpla. Solo le
digo que la magia de la Navidad está haciendo su trabajo y yo me siento
muy ilusionada.
—Es por un hombre, ¿verdad?
—Sí, viajé hasta aquí para alejarme y decidir qué quería con él y sé que
ha venido a buscarme, ha venido por mí y eso me hace muy feliz —le
conté.
—No dudes nunca de la magia de estas fechas, bonita. La familia, las
personas, los lugares increíbles como este… todo eso es la magia de la
Navidad. En cualquier momento puede cumplirse aquello que deseas.
—Espero que se cumpla pronto.
—Si tantas ganas tienes, toma —dijo entregándome un sobre rojo.
—¿Qué es esto, Papá Noel?
—Tu billete a la felicidad. Ve a por ella. Que tu deseo se cumpla y seáis
inmensamente felices.
—Aquí pone que vaya al puente y esta letra es de él. ¿Ha estado aquí
antes que yo? —indagué sorprendida y emocionada.
—No preguntes y corre, que tu deseo está a punto de cumplirse —
aseguró el señor mientras empezaban a caer copos de nieve.
—Oh, muchas gracias por sus palabras. Feliz y blanca Navidad —le
deseé antes de salir corriendo hacia el puente que estaba sobre el canal.
—¡Ho ho ho, feliz Navidad! —Le oí gritar a lo lejos.
 

CAPÍTULO 41
 
 
 
CARLOTA
 
No podía creerlo. Lo que estaba viviendo ese día era aún más bonito que
como imaginaba en mi cuento de hadas. Ni en el mejor de mis sueños me
habían hecho disfrutar tanto nunca. El encuentro con Papá Noel había sido
tan especial que me sentía pletórica.
Qué bonito todo lo que había hecho Fran para hacer que nuestro
reencuentro fuese mágico. El chocolate, el desayuno, guiarme de la mano
de aquel niño a patinar, las fotos, la bola de nieve, el sobre rojo…
Sabía que iba hacia donde estaba y que ya no había vuelta atrás. Y era lo
que quería. Encontrarme por fin con él, tenerlo enfrente y poder abrazarlo.
Volver a sentirme entre sus brazos y darnos una oportunidad de ser felices.
Me sentía como la protagonista de muchas películas, cuando después de
cagarla, se arrepentía e iba corriendo a buscar a su amado.
Yo no me arrepentía de haberme ido de Montaves sin él, eso lo tenía
claro, pero también necesitaba ver que le importaba y que yo misma lo
echaba de menos. Igual que sabía que lo había perdonado, antes de todo lo
que había montado para mí ese día.
Sin duda me estaba haciendo feliz.
Nevaba, me salía vaho por la boca del frío que hacía, y me iba abriendo
paso rápido entre la multitud para llegar al puente donde, según las
indicaciones del sobre, debía estar esperándome él.
Nunca una distancia tan corta se me había hecho tan larga. Estaba
atacada de los nervios, temblorosa y a su vez impaciente por verlo.
Esa ansia era la que me había creado él a lo largo de todo el día y me
moría por llegar a la meta. Mi amor. Mi chico convertido en hombre. Mi
compañero de vida. Por fin iba a ser mi todo. Y yo el suyo.
Después de un flechazo, de tantas idas y venidas, de tanto juego, tanto
engaño y tantos llantos, ahí estábamos, a escasos pasos el uno del otro y
deseosos, los dos, de reencontrarnos.
Llegué al principio del puente y lo vi. Tan guapo como siempre, con un
chaquetón negro, su barba, una bufanda roja de cuadros y un gorro blanco a
juego conmigo. Me vio y sonreímos.
Aun en la distancia, fuimos capaces de volver a crear nuestra famosa
burbuja y quedarnos solos en aquel entorno de cuento, parados los dos, cada
uno en un punto de aquel puente lleno de luces de colores sobre el reflejo
del agua del canal.
Estaba viviendo la escena final de cualquier película romántica navideña
en mis propias carnes y no podía estar más emocionada. Las lágrimas
empezaron a deslizarse por mis mejillas y ahí seguía parada, como
hipnotizada, agarrada a la barandilla y enganchada a su mirada mientras de
fondo se escuchaba en la calle Santa tell me en la voz de Ariana Grande.
Entonces, como si una fuerza interior me empujase, eché a correr hacia
él, al igual que él lo hizo en mi dirección. En medio del camino, en mitad
del puente, nos encontramos y nos lanzamos el uno a los brazos del otro.
Nunca había podido olvidar esa sensación de calidez que solo sentía entre
sus brazos, con mi cuerpo pegado al suyo, cuando me acariciaba. Esa
sensación que volvió a inundarme, cuando aquella noche fría me arropó
entre sus brazos mientras me llenaba de todos los besos que nos habíamos
negado todos esos años. Permanecimos abrazados un buen rato, sin hablar,
hasta que conseguimos despegarnos y nos volvimos a mirar de frente.
 
—Has venido —dije emocionada rompiendo el hielo y apoyando mis
manos en su pecho.
—¿Lo dudabas, Sustitos?
—No me lo hubiera imaginado nunca, después de nuestra conversación,
quise venir a cumplir mi sueño y vaya si lo he cumplido —reconocí llorosa
mientras él secaba mis lágrimas y acariciaba mis mejillas enrojecidas.
—Tal cual dijimos, aquí estamos, juntos, solo que nos ha costado unos
cuantos años y disgustos conseguirlo. Se lo dije a tu hermana y a tu sobrina
cuando fui a buscarte y te lo digo a ti ahora. Tus sueños son mis sueños,
porque lo quiero todo contigo desde el día que te conocí.
—Yo también, Fran —añadí—. He tenido que venir hasta aquí para
convencerme de que quería estar contigo. Fue llegar y tus recuerdos
volvieron a mi mente a raíz de escucharte. Fui una cabezona por no hacerlo
antes, lo siento.
—No te disculpes, fui un cretino contigo y me merecía que no me
escuchases y que pensaras lo peor de mí por no haber sido sincero contigo.
Por eso he venido. Quiero que sepas que puedes confiar en mí, porque daría
todo lo que tengo por empezar de cero en este mismo momento. Porque tú
eres lo que siempre he deseado. Y no quiero imaginarme, por más tiempo,
mi vida sin ti.
—Yo tampoco quiero una vida sin ti. Quiero que lo intentemos, sin
secretos, sin mentiras y siempre con la verdad por delante. Llevamos cuatro
años queriéndonos y, en mi caso, pensando que te odiaba. Nos merecemos
la oportunidad de conocernos desde cero y de empezar de nuevo.
—No hay nada que desee más, preciosa —confesó mientras acunaba mi
cara entre sus manos y me daba un dulce beso que se convertiría en el
preludio de todos los que nos quedaban por delante esos días y el resto de
nuestra vida.
 
Entonces, Fran metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsita pequeña.
 
—No disimules, porque sabías que te estaba viendo todo el tiempo…
Déjame tu dedo y no te asustes —me pidió—. No te estoy pidiendo
matrimonio, para disgusto de mi abuela que me lo ha recomendado antes de
salir de casa, no estoy tan loco como para asustarte y que salgas corriendo,
pero aquí, en este puente, con todas estas luces de testigo, me comprometo
contigo a hacerte feliz el resto de los días de mi vida. Siempre. Y prometo
que nunca más volveré a mentirte.
—Me queda genial. —Sonreí mirándome el anillo puesto en mi dedo. —
Ahora me toca a mí. Dame tu mano —le pedí sacando el que yo había
comprado para ponérselo a él—. Prometo intentarlo con todas mis ganas,
prometo hacerte feliz y convertirte en un friki navideño encantador, como
soy yo. Ah, y prometo seguir llevando bragas de renos todas las Navidades
de mi vida, pero a tu lado. Porque ahí es donde llevo todos estos años
queriendo estar.
—Para siempre, Sustitos.
—Para siempre, Fran.
 
Tras el intercambio de anillos, nos besamos durante un buen rato, nos
abrazamos de nuevo y con nuestras manos entrelazadas abandonamos el
puente, después de hacernos unas cuantas fotos que envié a Tina en señal de
agradecimiento por haberle llevado hasta mí.
 
—No fue Tina, Sustitos, fue Alejandra quien me ayudó. Tina no quiso
fallarte, pero tu sobrina es una romántica igual que su tía —me contó
cuando nos sentamos a tomarnos un vin chaud para entrar en calor.
 
Era un vino típico de allí que llevaba azúcar, naranja y especias y se
tomaba caliente. Nos entró de lujo después de estar bajo la nieve como
habíamos estado, disfrutando de nuestro momento…, de nuestra
reconciliación. Llegamos al hotel y dimos rienda suelta a las ganas
acumuladas que nos teníamos durante años.
 
—Aún recuerdo el sabor de tu último beso. Quiero que me lo borres y lo
reemplaces todos los días de tu vida —me pidió Fran de una manera tan
romántica que acabé viéndolo rodeado de purpurina, flores y corazones por
todos lados.
—¿Cómo se te ocurrió hacer todo lo que has hecho hoy? —quise saber.
—Fácil, preciosa. Tenía que ablandarte primero y generarte ganas de mí.
Hacerte ver que me echabas de menos. No podía presentarme anoche y
llamar a tu puerta como si nada, porque me la hubieras cerrado en la cara,
igual que aquella vez.
—No lo hubiera hecho, bobo. Ya te he dicho que ayer me acordé mucho
de ti y te eché de menos. Sentí mucha nostalgia y añoranza por ti.
—Bueno, pero yo quería que vieras que me lo tomaba en serio, que
estaba dispuesto a cualquier locura, a cualquier cosa por ti y tenía que hacer
que nuestro reencuentro fuera especial. Quería que te sintieras importante
para mí. Y espero haberlo conseguido, que ya sabes que yo no soy de hacer
estas moñadas por nadie. Quien me hubiese visto años atrás de charleta con
Papá Noel o sobornando a niños con caramelos para que me ayudaran a
llevarte a patinar…, pero tú me volviste loco desde que te conocí, loco por
ti me quedé todos estos años, y aquí estoy, como un loco enamorado
persiguiéndote entre renos, papanoeles y luces de Navidad por toda Alsacia.
Claro que ha merecido la pena por verte sonreír cada momento del día y por
ver cómo te brillan los ojos ahora que, por fin, estamos juntos.
—Ha sido increíble. Te he visto en la pista, te lo juro, que por cierto ya
me contarás cuándo has perfeccionado tanto el estilo de patinaje… solo que
luego cuando te buscaba ya no conseguía verte. Esta mañana con el
desayuno lo intuí, porque ¿quién si no podía hacer eso? Aunque lo mejor ha
sido el sobre que me ha dado mi amigo Papá Noel.
—Te confesaré, pequeña, que esto ha sido como un maratón navideño,
pero lo he hecho por ti y también por mí, para hacerte feliz, y si tú lo has
disfrutado bien hecho está. Además, en una ciudad como esta todas estas
moñadas son más fáciles, porque parece que estemos metidos en un cuento.
—¿Verdad que sí? Este sitio es un paraíso. Si pudiera me quedaría aquí
para siempre. Me encanta sentirme así. Y tú eres el príncipe azul de mi
cuento, que lo sepas, llevo soñando con esto desde que era una renacuaja —
le expliqué sonriendo.
—Eh eh, no me jodas, Sustitos, y no me imagines con mallas paqueteras
ni cursiladas de esas. Que uno tiene una reputación que mantener.
—Anda, cállate y bésame, «mi príncipe con mallas». Y que sepas, que
cuando lleguemos a Montaves, presumiré orgullosa de lo romántico y
caballero que ha sido mi chico para reconquistarme —le chinché.
—Me encanta cómo suena «mi chico» en tus labios y me encantas tú.
 
No hablamos más del tema. Nos dedicamos a nosotros, a reencontrarnos,
ya que su piel anhelaba mi piel y la mía ardía en deseos de rozar la suya.
Me cogió en volandas y me llevó hasta la cama. Nos quedamos frente a
frente y nos deshicimos de la ropa poco a poco.
Pese al ansia que teníamos de nosotros, fuimos despacito, paso a paso,
recorriéndonos y disfrutando el uno del otro. Mi piel respondía al instante a
su contacto y sobró una delicada caricia para erizarme el vello de todo el
cuerpo. Recorrió con su lengua toda mi silueta y se detuvo en mi parte más
íntima, que besó, acarició con sus dedos y lamió con decisión, hasta
hacerme estremecer de placer.
No podía aguantar más y, cuando el orgasmo me sobrevino, me cogió en
brazos y me tumbó sobre la cama para después tumbarse encima de mí. Me
besó lento, empezando por el cuello, continuando por los hombros para
llegar a los pechos, que mordisqueó turnándose un lado y el otro.
Cuando vio que yo estaba preparada, pasó sus dedos por mi abertura y se
abrió paso entre mis piernas, para lo cual yo le facilité el camino, deseosa
de tenerlo dentro de mí. Con su primera acometida, pese a ser suave, me
hizo daño y me quejé.
 
—Perdona, cielo, no quería hacerte daño.
—No es culpa tuya, llevo demasiado tiempo sin estar con nadie. Como
diría Tina en este momento, «vas a tener que quitarme las telarañas». —Me
reí, muerta de la vergüenza, mientras el ardor subía por mis mejillas
velozmente.
—Eh, eh, no quiero que tengas vergüenza conmigo. Eres magnífica y
preciosa. Tu cuerpo es mío y el mío es tuyo. Prefiero que haga mucho que
no haces el amor a que hubieras estado con unos u otros este tiempo.
—Gracias por hacerme sentir en casa una vez más.
—Gracias a ti por existir y querer estar en mi vida —me dijo,
derritiéndome, para a continuación volver a entrar dentro de mí.
 
La segunda vez dolió algo menos y en la tercera empecé a disfrutar de lo
que tanto había anhelado. Esa noche no follamos, esa noche fue la segunda
vez que hicimos el amor de verdad. Incluso llegamos juntos al clímax
bastante rápido, ansiosos como estábamos de devorarnos. Por primera vez
me sentía completamente plena. No cabía en mí de gozo y tenía que
disfrutar de esa maravillosa sensación de felicidad. Al terminar, nos
quedamos abrazados. Él mesaba mi pelo mientras yo, con mi cabeza en su
pecho, le acariciaba el abdomen. Sentía su latir acompasado con el mío y
así, tras un largo rato de mimos, besos y caricias, acabamos quedándonos
dormidos.
El amanecer nos deparó varios encuentros más hasta que, nuevamente,
caímos rendidos en los brazos de Morfeo abrazados el uno al otro.
Pasamos unas vacaciones increíbles en las que no nos separamos.
Parecíamos siameses, todos los días juntos y agarrados. No podíamos
soltarnos y necesitábamos siempre el contacto del otro. Nos hicimos fotos
en todos los rincones de Colmar, pedimos miles de deseos a los copos de
nieve que conseguíamos coger y nos paramos con cada Papá Noel que
veíamos en los mercadillos. Nos deteníamos a cada paso para tontear y en
cada esquina nos comíamos a besos. También volvimos a la pista de hielo,
para volver a patinar juntos, agarrados de la mano y prometiendo no
soltarnos nunca.
La última tarde volvimos al mercadillo para niños y, tal y como había
prometido, nos subimos al carrusel. Al bajar fuimos a ver a Papá Noel, para
hacernos una foto con ese señor entrañable que nos había ayudado a unirnos
de nuevo. Compramos tantos adornos navideños, souvenirs y artilugios
varios para la casona, que tuvimos que añadir una maleta a la facturación
para poder llevar todo. No nos importó, porque en esas maletas llevábamos
miles de recuerdos de lo que había sido un viaje increíble y, sobre todo, de
lo que era el comienzo de verdad de nuestra relación.
Volvíamos rebosantes de felicidad.
Listos para emprender una nueva etapa juntos y preparados para
responder a todas las preguntas que nuestras familias iban a hacernos,
especialmente la abuela Enriqueta y Maritere. Nos daba igual, porque por
fin estábamos juntos y era lo único a lo que prestábamos atención.
En el avión nos miramos y ambos supimos lo que estábamos pensando.
 
—¡Ojalá no tuviéramos que volver!
—¿Y quedarnos para siempre aquí? Lo siento, chato, pero a mí me
encanta Montaves y tengo una Navidad estupenda por delante para vivir
con mis sobrinos y contigo en casa, en familia. Tenemos el concurso de
decoración de pinos, el de repostería… y da las gracias a que este año te has
librado de ayudarme con la decoración de la casa como antaño. ¡Qué
recuerdos! ¿Verdad? Parece que fue ayer…
—Entonces cambiaré mi frase por otra que te va a gustar más —me dijo
—. Ojalá siempre fuese Navidad… para verte tan radiante y feliz. Y claro
que disfrutaremos de estas fiestas juntos, en familia, como bien has dicho.
—Sería maravilloso, pero a partir de ahora, sea la época del año que sea,
me vas a ver igual de radiante y feliz porque voy a estar siempre a tu lado.
¿No sabes eso de que la magia de la Navidad también está en las personas
que nos rodean?
—Para mí, Sustitos, puede ser invierno, otoño, verano o primavera que
me da igual, porque te voy a querer y hacer tan feliz, que todos los días te
sentirás pletórica, como te sientes cada año cuando llega Navidad y ves
todo mágico —me prometió entre caricias y besos.
—Entonces, ¡ojalá siempre sea Navidad para nosotros! —sentencié,
soñando con que mi cuento de hadas continuase haciéndose realidad todos
los días de mi vida, a su lado, por fin.
—Eso es… ¡Ojalá siempre sea Navidad en nuestra vida! —apostilló
Fran.
 
 
 
 

FIN
 

EPÍLOGO
2020
 
 
 
Habían pasado dos años desde nuestro viaje a Alsacia y no podíamos
estar más felices. A la vuelta nos dimos cuenta de que lo que teníamos
como un secreto, no lo era para nada, sino que tanto mi familia como su
abuela estaban perfectamente al día de toda la película que nos traíamos
entre manos.
Si bien unos se habían enterado antes y otros después, el resultado fue
una cena en la casa rural, la misma noche que volvimos de viaje, para
darnos la bienvenida.
Cuando entramos no podíamos creer el recibimiento que nos tenían
preparado. Todos brindaron por nuestro reencuentro y conforme avanzó la
noche, nos pidieron los detalles de nuestra historia.
Muchos sabían el final y lo que había sucedido esos días, claro estaba,
pero no tenían ni idea de que todo se remontaba a cuatro años antes, allí
mismo.
 
—¡Qué pillastres! —exclamó Enriqueta—. Yo nunca noté nada, hasta la
nochecita de marras, donde tú sola, sin necesidad de hablar, me dejaste
claro que te habías enamorado del atolondrado de mi nieto. Y que sepas,
cielo, que antes de que se fuese a buscarte, y sin haberle mencionado el
tema previamente, le dije que te pidiera matrimonio para que te demostrase
lo que te quería, pero no me ha hecho caso el muy bobo.
—Pero bueno, Queti, déjenos vivir y disfrutar un tiempo. Hubiera sido
muy pronto para eso. Nos queda aún mucho por conocer y descubrir el uno
del otro —le repliqué.
—Todo llegará, abuela, todo llegará. Te prometo que no se me va a
volver a escapar —contestó Fran entre risas.
—Majo, que no se te escapó, no me tires de la lengua —saltó enseguida
Maritere, que conocía la historia a la perfección—. Yo hasta que no os vea
juntos, felices y contentos no podré creerlo después de tanta historia. Y tú,
cuidadito, que te vigilo de cerca…
—No se preocupe, Marite, esta vez no tendrá nada que reprocharme.
Quiero a Carlota conmigo para siempre y lucharé, día a día, para que siga
enamorándose un poquito más cada vez —reconoció mi chico
públicamente, haciéndome enrojecer.
—Bueno, como supongo y deduzco de vuestras palabras, hay muchos
capítulos por aquí de los que nos faltan detalles, pero son vuestros de
momento… Yo me quedo con vuestras caras de felicidad ahora mismo.
Conozco a mi hija y desde que volviste al pueblo no ha vuelto a ser la
misma. Le faltaba algo, igual que estos años atrás y ese algo, eras tú. Por mi
parte solo puedo decirte que eres bienvenido a la familia. Y ya hablaremos
tú y yo de esos detalles que nos faltan para completar la historia —aseguró
mi madre.
—Muchas gracias, doña Carmen. Estoy feliz de que su hija me haya
perdonado y, aunque no tenga los detalles, aquí delante de todos, le digo
que me merecía todo. No lo hice bien y es algo que siempre tendré clavado
dentro de mí, pero ahora es tiempo de olvidar y disfrutar de estas fechas
todos juntos, como bien ha dicho, en familia —explicó Fran.
—Brindemos por nosotros y por todos vosotros, que estáis aquí sentados,
celebrando nuestra reconciliación. Por una Navidad mágica. —Levanté mi
copa y brindé.
—Eso eso, por una Navidad espectacular —corearon brindando todos.
 
Había sido un tiempo de cambios, de empezar de cero. A Fran le costó
mucho esfuerzo y muchas horas de dedicación ver la imprenta de nuevo en
funcionamiento.
En cuanto volvimos, retomó los planos y continuaron las reformas en el
interior. Quería todo con la misma esencia de antaño, pero adecuándose a la
época en la que estábamos.
Ya no contaba con su padre, que, tras dejar su cargo en Londres, le había
retirado el apoyo económico y desconfiaba de que fuera capaz de reflotar la
imprenta. Pese a eso, Fran tenía su colchoncito económico, fruto de sus
muchas horas de trabajo en Londres, por lo que no tuvo problema ninguno
para afrontar los gastos de la remodelación.
En muchas ocasiones le ofrecí ayuda, ya que nuestro premio seguía
dándonos alegrías, pero en ningún momento quiso aceptar, ya que era su
proyecto y tenía que levantarlo él, como parte de su evolución y
crecimiento personal.
Costó mucho trabajo, pero con la colaboración de todos, al cabo de seis
meses colgó el cartel de apertura y lo celebramos con una fiesta de
inauguración en pleno verano.
A esa fiesta vino toda su familia y, tras unos días en el pueblo, Fran
acabó reconciliándose con su padre. Su madre fue feliz cuando vio a los dos
hombres de su vida hacer las paces. Su marido se llenó de orgullo de ver
cómo su hijo había sentado la cabeza y había sacado adelante, sin ayuda, el
proyecto.
Ahí empezó realmente nuestra vida cotidiana, nuestro día a día. Yo
continuaba con mi trabajo en la casa rural, siempre intentando innovar, con
mis viajes en busca de nuevas ideas y él empezó a tener clientes de toda la
comarca, lo que lo hacía inmensamente feliz.
Por su parte, las tres Marías estaban inmersas en sus actividades de ocio.
Seguían dirigiendo el club de lectura, aunque la batuta la llevaba mi madre,
pero eran las tres las que decidían lecturas, actividades y excursiones.
Continuaban con sus tardes de canasta, dos veces en semana, y sus jornadas
maratonianas de repostería para los huéspedes que llegaban de todas partes
de España y del extranjero.
El hotel rural iba viento en popa y tras nuestro viaje a Alsacia decidí
incluir muchas de las tradiciones que allí había visto y de las que había
tomado nota, lo que hacía que los comentarios sobre nosotras en los
portales de viajes nos compararan cada vez más, en ambiente, con pueblos
alsacianos, sobre todo durante los meses de noviembre, diciembre y enero
en los que tanto la casona principal como las cabañas estaban siempre al
completo.
Las dos semanas de Navidad la casa era solo para nosotros, pero en las
cabañas disfrutaban de la misma decoración y de las mismas cosas que yo
había vivido en Colmar y que tan feliz me habían hecho dos años atrás. La
Navidad anterior había sido increíble. Habíamos disfrutado como niños y
mi madre nos sorprendió a todos con una muy buena noticia.
 
—Ahora sí os puedo decir que he terminado por fin mi libro —nos
anunció un día mientras desayunábamos.
—Enhorabuena, mamá. ¡Qué felicidad oírte decir eso! ¿De qué va?
—Ya te enterarás, hija. Solo te avanzo que es la historia navideña que
empecé hace años y no conseguía terminar porque no me gustaba el final
que veía.
—Oh, debe ser maravillosa. ¿Y ahora qué?
—Ahora lo de siempre, enviar a editoriales; llamaré primero a Judith, la
editora, para ofrecérsela primero a ellos, por si quieren publicar de nuevo
una historia mía y ya… a esperar. Ya sabes que la vida de los escritores es
así. Esperar, esperar e ir cociendo nuevas historias —aclaró ella ilusionada.
 
Esperó hasta que, un día, sonó el teléfono. Era su antigua editora y le dio
la buena nueva de que su novela había encantado a todos los que la habían
leído y por eso, la publicación iba hacia delante. Al ser una historia
navideña, la siguiente Navidad iba a ver la luz, lo cual nos hizo muy felices
porque no imaginábamos mejor época para la promoción y presentación.
Fueron meses de ajetreo, la editorial se convirtió en el mejor cliente de la
imprenta de Fran, gracias a mi madre, y pese a que les pregunté mil veces a
uno y a la otra, ninguno quiso hablarme de la historia que contaba el libro.
Obviamente Fran estaba enterado de todo.
Desde que volvimos de nuestro viaje, un año atrás, mi madre y él se
habían convertido en uña y carne. Hablaban mucho, pero cuando mi madre
empezó a concretar todo el tema del libro le hizo prometer que no iba a
contarme nada hasta el día de la presentación.
Y el día ansiado había llegado y allí estábamos por fin, aquella Navidad
de dos mil veinte, dos años después de nuestro viaje, arreglando el salón
para la presentación del libro. Nos quedó precioso.
Todo decorado incluso más que años anteriores, muchísimas sillas para
todos los asistentes que estaban invitados y una gran cantidad de flores que
me dejaron sorprendidísima cuando las entregaron de la floristería del
pueblo de al lado.
 
—Venimos a traer estos ramos —indicó el repartidor.
—Oh, vaya, rosas azules. Mis favoritas —afirmé yo ilusionada,
pensando que eran de Fran y que nuevamente se había vuelto loco.
—Gracias —respondió mi madre—. No son de Fran, Carlota, son las que
manda la editorial para el evento.
—¿Y por qué rosas azules?
—Porque nos pareció buena idea e iban con la casa y la decoración —
explicó sin convencerme.
 
Esa noche descubrí el misterio de las rosas y el de no haber podido saber
más detalles ni del libro, ni de la portada, como otras veces que los había
leído mucho antes de la salida al mercado, a petición de mi propia madre.
El acto empezó y allí estábamos todos los que la queríamos, expectantes
ante tanto misterio.
Cuando me di cuenta, entre el público, sentado se encontraba mi padre.
No di crédito a lo que veían mis ojos.
 
—Fran, no puedo creerlo. Ahí está sentado mi padre —le comenté al
oído nerviosa—. No sé si levantarme y decirle que se vaya.
—Estate quieta, no puedes hacer eso. Tu madre, desde el escenario, ha
tenido que verlo ya y no se ha inmutado. Deja que haga la presentación y
después habláis con él.
—Es que no puedo creerlo. ¿Qué hace aquí después de tantos años? —
pregunté al aire.
—No lo pienses, una explicación tendrá y en un rato nos vamos a enterar
—me tranquilizó con sus palabras.
 
Entonces mi madre empezó a hablar:
 
—Queridos amigos. Gracias a todos por estar aquí acompañándome, a
los invitados y a los que no lo estaban, también. Hoy es un gran día para mí.
Por fin, vuelvo al mercado editorial y lo hago de la mano de Judith, editora
de varios de mis libros y con una historia que desde el principio me comió
el corazón a bocaítos, como hubiera dicho mi hija. Ella es la gran culpable
de que todos estemos aquí hoy —proclamó, dejándome estupefacta y sin
entender nada.
—¿Por qué dice eso? No sé a qué se refiere, Tina.
—Yo tampoco lo sé —respondió mi hermana, que estaba a mi otro lado,
sentada con Borja y los niños.
—Pronto lo sabrás, Sustitos. Escuchad atentamente —nos pidió Fran,
mientras mi madre continuaba hablando.
—Digo esto porque, aunque ella no lo sabe, es la protagonista de mi
historia. Ella y mi futuro yerno, Fran, son los dos personajes que me han
traído de cabeza estos años y por lo que he tardado tanto en terminar este
libro, simplemente, porque no me gustaba el final que ellos pusieron en su
día y yo, quería contar al mundo un final feliz para la trama de la persona
que más quiero en el mundo. Por eso, cuando por fin sucedió lo que tanto
esperábamos todos, pude poner el broche de oro y escribir la tan ansiada
palabra que todos los escritores tenemos en mente cuando empezamos una
historia. La palabra FIN. Ahora quiero que veáis la portada, que ha sido
todo un secreto en casa, para que esta noche pudiese darles la sorpresa —
explicó mirándonos emocionada, igual que estaba yo.
 
Ante nuestros ojos, descubrió el gran poster y ahí estaba. Un gran árbol
de Navidad con mil luces de colores sobre la nieve, con la silueta de una
pareja mirando el paisaje, todo sobre un fondo nocturno.
Era yo, éramos nosotros representados en esa imagen y había un título:
¡Ojalá siempre fuese Navidad!
Nuestra frase era el título de su novela y viéndola escrita, no pudo
parecerme más bonita.
 
—Has sido su cómplice —susurré a Fran, mientras me levantaba entre
lágrimas de felicidad para ir a dar un abrazo a mi madre.
—No podía negarme a colaborar con la suegrita… —Oí que dijo él a lo
lejos.
 
Llegué hasta ella y la abracé durante minutos, mientras lloraba de
emoción por la sorpresa.
 
—Gracias, mamá, gracias por escribir nuestra historia. Al final sí que
habías sabido todo desde el principio y nunca me lo dijiste. Y por eso las
rosas azules —le reproché.
—Lo supe desde que os oí la noche del «aullido de lobo» como dijo
Maritere y simplemente me dediqué a observaros. Cuando te vi sufrir
porque se había ido, me negué a pensar que era vuestro final y supe que
antes o después volvería a por ti, porque se veía que te quería igual que tú a
él. El resto, aunque me he tomado licencias literarias, me lo ha aportado él
—me contó.
—Dios, estoy deseando leerlo, pero antes, ya habrás visto quién está ahí.
Tenemos que hablar con él.
—Tranquila, hija, no tengas prisa. Terminemos el acto juntas. Tu padre
no ha tenido prisa por volver en estos años, así que ahora, que espere.
 
Y así fue. El acto concluyó entre vítores y aplausos, con todos los
asistentes sorprendidos y deseosos de leer la novela. Yo avisé de que iban a
encontrar mucho más que una historia navideña, porque la nuestra había
sido un verdadero cuento de Disney versión para adultos, con flechazo, idas
y venidas, discusiones, secretos, amor, pasión, sexo y muchas risas, pero
ante todo una gran historia de amor buena para leer en cualquier época, no
solo en esas fechas.
Todo el mundo se deshizo las manos aplaudiendo, dando por finalizado
el acto y empezando el cocktail. Entonces llegó el temido momento.
Tina y yo nos acercamos a mi padre, que vino derecho a abrazarnos. Nos
pidió perdón mil veces, pero cuando quisimos saber el porqué de la huida,
se disculpó diciendo que consideraba que la primera que tenía que conocer
los motivos era su todavía mujer. Y tenía razón.
 
—¿Sabréis perdonarme por no haber estado todos estos años? —quiso
saber entre lágrimas.
—Claro que sí, no sabes la falta que nos has hecho, aunque la que no sé
si va a poder perdonarte es mamá. Ha sufrido demasiado. La hiciste polvo
marchándote así —le reclamé—. Te hemos necesitado mucho, sobre todo
ella.
—Lo sé, hija, créeme que lo sé, pero si no me perdona, no pienso
alejarme y seguiré intentándolo todos los días de mi vida. —Nos prometió
—. Vosotras, los niños, tu madre… todos me habéis hecho muchísima falta
también y por eso estoy aquí, con todas las consecuencias y para siempre.
—Qué bonito, papá. Tenemos mucho de qué hablar, pero me alegro de
que estés aquí. Tienes que conocer a Fran, pero primero ve a hablar con
ella, no esperes que sea ella la que venga a ti.
 
Y lo hizo, con más miedo que vergüenza, mi padre se acercó a ella. No
se dieron dos besos ni un abrazo, pero mi madre lo escuchó.
Nosotras, en la distancia, pusimos la oreja en la conversación.
 
—Perdóname, Carmen. Sé que nada que diga va a cambiar el pasado, ni
va a hacer que olvides los años que no he estado. Me ahogaba en casa, me
ahogaba en la ciudad y no fui capaz de irme despidiéndome. Llevábamos un
tiempo mal, solo discutíamos y eso me desgastó. No vi otra salida,
egoístamente, para no seguir haciéndonos daño. Fui cobarde y puede que
incluso a mi edad, inmaduro, pero el marcharme fue lo único que tuve claro
para salir de la vida que nos estaba hundiendo en la monotonía. Si me
hubiera tenido que despedir no hubiera sido capaz de salir por la puerta.
Estaba devastado, iba a dejar nuestra vida atrás para que ambos pudiéramos
ser felices.
—¿Había alguien más? —le preguntó mi madre.
—No, nunca la ha habido. Era una cosa mía, necesitaba estar solo y vivir
tranquilo. Solo que no fue así, porque con el tiempo vi que mi felicidad
estaba con vosotras. Sabía que era tarde y no me atreví a buscaros, hasta
hace apenas unos meses, que fui a casa de Tina. El resto te lo imaginarás.
Ella me dijo que hoy podría ser un buen día para regresar y creo que estaba
en lo cierto.
—No puedo decir que te perdone, pero tampoco te guardo rencor. Fue el
mayor golpe de mi vida, me hiciste polvo, pero gracias a mis hijas,
conseguí superarlo y aprender a vivir sin ti. Y, ¿sabes? Ahora soy muy feliz,
en este pueblo, rodeada de tanta gente que me quiere y viendo a mi familia
feliz. Te diría que me has hecho falta, pero no iba a ser verdad. Al principio
sí, pero después me acostumbré a tu ausencia, hasta que dejé de echarte de
menos. Y ahora estás aquí y no sé qué siento. Era lo más lejano que podía
tener en esta noche de tantos sentimientos.
—No te pido que me abras la puerta de golpe, sé que lo hice mal, y yo
solito me gané que te olvidaras de mí. Déjame intentarlo. Déjame volver a
tu vida, poco a poco. Quiero estar cerca de vosotras, quedarme en Montaves
y recuperar el hueco en vuestra rutina y en tu corazón. Por supuesto, todo si
me dejas…
—Ya una vez lo conseguiste, me perseguiste y caí rendida ante tus
encantos. Quizá con el tiempo…
—¿Significa eso que me dejas la puerta abierta, Carmen?
—Significa que dejemos que las cosas pasen, puedes quedarte en el
pueblo y como dice nuestra hija, en estas fechas tal vez se produzca la
magia —concluyó ella terminando la conversación.
 
Fue una noche de emociones y muchas lágrimas, pero sobre todo de
alegría. Volvíamos a estar todos reunidos y aunque mi madre estaba
reticente, yo volvía a tener a mi padre conmigo, lo que hacía mi felicidad
completa.
Y así, pasamos las fiestas todos juntos un año más.
 
 
***
 
2021
 
 
Y pasó otro año. Nos disponíamos a celebrar la Navidad del año dos mil
veintiuno, todos juntos, como la gran familia que habíamos vuelto a ser. A
lo largo de todos esos meses, mi padre había trabajado mucho para hacerse
otra vez su hueco entre nosotras.
No podía decir que con mi madre todo hubiera vuelto a la normalidad,
pero se les veía sorprendentemente bien cuando hacían cosas juntos.
Incluso las tres Marías lo habían incluido en el club de lectura y en los
juegos de cartas.
Con quien había empatizado muchísimo había sido con Fran, al que
trataba como si fuera su propio hijo.
Y Fran, pese a haber dejado atrás la enemistad con su progenitor, veía a
mi padre como si fuera el suyo propio.
Una tarde, mi chico me sorprendió cogiéndome en brazos, al más puro
estilo «secuestro» para llevarme hacia la plaza, donde estaba ya el
mercadillo navideño que todos los años ponían en el pueblo en esas fechas.
Antes de que quisiera darme cuenta, estábamos en la cola del puesto de
churros.
 
—¿En serio quieres cenar churros?
—Claro, podemos llevarle a mis suegros porras con chocolate calentito,
para que vean lo majete que soy y lo bien que te alimento —respondió él.
—Anda déjate de rollos, que los suegros te quieren a ti, casi más que a
mí misma. Venga, va… compra y no tardes, que hace mucho frío —le pedí.
 
Entonces, cuando me di la vuelta para ver si terminaba, Fran estaba con
la rodilla hincada en el suelo enseñándome un anillo de brillantes desde
abajo.
 
—Sí, Sustitos, es lo que piensas. No se me ocurría mejor sitio para
pedirte que te casaras conmigo que aquí, en este puesto de churros, donde
por primera vez, sin palabras, vimos claro que lo que sentíamos el uno por
el otro no era algo pasajero, sino que era amor de verdad. Amor que quiero
que dure para siempre y que sellemos con este anillo. Dime, pequeña,
¿quieres casarte conmigo, el año que viene, en diciembre y tener tu boda
soñada en Navidad pasada por nieve y con toda nuestra gente de testigo?
—Claro que acepto. Te amo, te amo, te amo… no puedo estar más feliz.
Y por supuesto que nos casaremos en Navidad, con la nieve de testigo y
prometo llevar bragas de renos en la noche de bodas —le contesté
emocionada entre risas y lágrimas.
—Joder, sigues siendo tan jodidamente perfecta que, si volviera a
conocerte, volvería a enamorarme de ti como la primera vez que te vi. Tras
estos años juntos, no hay duda de que el destino hizo que nos conociéramos
porque tú y yo estábamos hechos el uno para el otro y teníamos que
coincidir en algún momento de nuestras vidas —reconoció emocionado.
—Tú te ríes, pero cada vez tengo más claro que fue la magia de la
Navidad. Y ahora bésame y vámonos, que esto hay que celebrarlo y sellarlo
con chocolate —le ordené guiñándole un ojo, ya que, desde aquella noche
en El Burgo de Osma, el chocolate siempre estaba presente en nuestras
celebraciones más íntimas.
—Wow, esto sí que es un final feliz y no el de Blancanieves —gritó
guasón, como siempre.
—¿Sabes? Este podría ser el final feliz de cualquiera de las novelas
románticas que leemos mamá y yo. A nuestros hijos, si algún día tenemos,
les daremos la novela de su abuela para que conozcan nuestra historia y esta
escena que acabamos de vivir ya se la contaremos nosotros —añadí yo
feliz.
—Recuérdame, que el año que viene, para la recena de la boda
contratemos a estos señores del puesto de churros. Han tenido un papel tan
fundamental en nuestra historia que me encantaría que formaran parte de la
boda de alguna manera —indicó Fran.
—¿Ves como eres un romántico, cariño?
—Por ti me he vuelto un moñas y un calzonazos también, porque te diré
que hoy, para la ocasión, me he puesto calzoncillos de renos y calcetines de
bolas de Navidad…, ¡quién me ha visto y quién me ve, jodida Sustitos! —
exclamó entre risas haciendo teatro.
—Tú también eres increíblemente perfecto para mí, me vuelves loca con
tus ocurrencias y ahora, venga… Vayamos para casa, que nos vamos a
congelar.
—Yo sí que te adoro y tú sí que me vuelves loco. Dejaremos los churros
a tus padres y corriendo para casa, que la noche promete, tenemos mucho
que celebrar y lo mejor de todo es…
—¡Que tenemos chocolate caliente! —gritamos a la vez mientras
caminábamos, entre risas y besos, de la mano hacia nuestro hogar.
AGRADECIMIENTOS

 
 
Parece que fue ayer cuando me puse a escribir la historia que ahora tú,
querid@ lector, tienes entre las manos…, pero no, ha pasado casi un año:
una Navidad, una primavera, un verano y un otoño. Ni más ni menos que un
año, que os confesaré que se me ha hecho demasiado largo, duro y que se
fue convirtiendo en una cuenta atrás constante para que llegase este
momento.
El momento de ver el manuscrito, que tantas veces he impreso para
releer, convertido en libro de los de verdad. ¡Qué emocionante! El poder
contemplarlo y ojearlo, pero sin duda lo mejor de todo es el hecho de que la
historia de Fran y Carlota por fin haya visto la luz y que vosotr@s os estéis
adentrando en sus vivencias y, a la par, disfrutando con ellos.
Os confieso que es una sensación muy rara ya que yo nunca me había
planteado en serio escribir una novela, y mucho menos publicarla, pero lo
cierto es que siempre había querido. Y sin pretenderlo, en octubre de dos
mil veintiuno, un día me puse a ello y en poco más de dos meses ponía la
palabra «FIN».
Os preguntareis por qué no la publiqué el año pasado y lo cierto es que
podría haberlo hecho, pero era un proceso que quería llevar a cabo
tranquilamente y, por supuesto, disfrutarlo además de aprender de él. Son
muchos pasos los que hay que dar y es mucho trabajo el que hay detrás de
estas páginas.
Agradecer en primer lugar a Amanda Macavi @amandamacavi por
acompañarme en este viaje día a día, por haber formado parte del proceso
de escritura y haber vivido conmigo las aventuras y desventuras de una
historia en ciernes, por creer en mí mucho más que yo misma, por
animarme, por impulsarme, por esa confianza ciega que deposita en todo lo
que hago, por creer en la historia desde el minuto uno y por estar ahí. Por
supuesto, además, por la ayuda en todo el proceso de la autopublicación,
porque eres una crack, querida amiga. ¡Qué habría hecho sin tus consejos!
Gracias, mami virtual.
A mis amigos más cercanos y cómplices desde que me lancé a la
aventura de convertirme en bookstagrammer, abrir el blog y posteriormente
empezar a escribir: David, Celi, Mer, (la primera en atreverse a leerme,
¡gracias!), Ana, Ángel, Patri, Marisol, Sandra, Raúl, Juan, Isma, Nuria… y
muchos más que no nombro, pero que saben que están ahí. GRACIAS.
A mi familia, especialmente a mis sobrinos, por la ilusión que tienen
porque vaya a publicar un libro y por conocer la historia. Prometí hacerles
una versión sin escenas para adultos y lo cumpliré.
A Dori Villar @villar.dory porque nos conocemos desde que empezamos
en el universo Instagram y desde entonces, nos hemos ido sumando y
apoyando. Hemos conocido lo que es este mundo, comentado lecturas,
hablado de lo divino y lo humano y hemos traspasado las pantallas. Vaya
tres nos hemos juntado… y ¡cuánto hemos aprendido y lo que nos queda,
pero juntas! Gracias por el apoyo y por los ánimos todo este tiempo.
A @_romanticascorrección por su trabajo impecable, su profesionalidad,
sus consejos y por toda su ayuda. No me cansaré de recomendaros y haced
hueco, que pronto corregimos el siguiente. ¡Un gusto trabajar con vosotras!
A la primera persona que tuvo en sus manos el manuscrito (leído o no,
nunca lo sabremos), por haberme ayudado con el blog, por darle vida a ese
logo tan característico mío ya, y cómo no, por haberme acompañado
mañana, tarde y noche mientras escribía el libro, aquellos meses de octubre
a diciembre que pasamos al frío por las calles de Madrid, comentando las
escenas que tenía en mente e inspirándome con «enfados» que siempre se
volvían risas en un abrir y cerrar de ojos.
Gracias a Tessa C Martin @tessacmartin por su ayuda, su amabilidad y,
desde su experiencia, por resolverme las dudas que le he planteado.
A mi querida Lena Blau, @lenablau_escritora, gracias por todo, espero
que pronto podamos repetir nuestros encuentros, pero con un café delante.
Dar las gracias por todo lo que me habéis ayudado, aconsejado y por el
tiempo que hemos compartido en nuestras LC y en redes hablando de lo que
más nos gusta: los libros,  a Val @valocuras, Ainhoa y Vero de
@_romanticasdelnorte, Esti @boiet2, Sandra @mireinoliterario, Mire
@albas_candles, Arantxa, @alarconarantxa, Emily @emilydelevigne, Lara
@lara_blanc_escritora, Laura de @elcorazondexana, y estaría aquí
nombrando gente y no terminaría… Por supuesto, gracias a tod@s l@s que
de una manera u otra habéis colaborado en dar a conocer a Atenea Winter.
A Isabel de @rincondeelle por contarme su experiencia y darme a
conocer Alsacia a través de sus ojos.
Gracias infinitas a l@s lector@s de mi blog que también me estáis
acompañando desde el principio en esta aventura mostrándome vuestra
ilusión por leer mi novela.
No me quedan más palabras para agradecer el cariño y el apoyo
incondicional.
 
 
Por último, terminaré dando las gracias a tod@s l@s que le habéis dado
una oportunidad y ahora estáis leyendo estos agradecimientos.
 
GRACIAS MIL.
 
Sí, a ti, va para ti por la confianza, por haber elegido esta historia con
todas las opciones que hay en el mercado, por haber contribuido a hacerme
un poquito más feliz y, por supuesto, si yo he colaborado con que tú hayas
pasado un buen rato leyendo y te he sacado alguna sonrisa, me doy por
satisfecha.
 
 
Y para l@s que os hayáis quedado con ganas de saber más sobre los
protagonistas del libro y sus amigos/familiares, tranquil@s, volveréis a
saber de ellos más pronto que tarde…
 
 
ATENEA WINTER
 
 
 
 
 
Sígueme en Instagram @atenea_winter_escritora
LISTA DE CANCIONES

 
-          Love me like you do. Ellie Goulding, año 2015
-          Contigo. Joaquín Sabina, año 1985
-          Devuélveme la vida. Antonio Orozco, año 2001
-          Santa tell me. Versión Ariana Grande, año 2014
-          Solamente tú. Pablo Alborán, año 2011
-          Tu jardín con enanitos. Melendi, año 2012
-          A que no me dejas. Alejandro Sanz, año 2015
-          Villancicos tradicionales, versión Manolo Escobar, año 1981
Los peces en el río
La marimorena
-          El burrito Sabanero. Hugo Blanco, año 1981
-          Oh, Blanca Navidad (White Christmas), Irving Berlín, versión Luis Miguel, año 1942
-          Jingle Bells. James Pierpont, versión Frank Sinatra, año 1857

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