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Capitulo IV: Instituciones

El texto nos comienza hablando sobre como comprender por las cuales la ciencia es el pilar
del mundo moderno, ya que es necesario comprender los eventos que tuvieron lugar tanto
dentro como fuera de los laboratorios. (Algo que comentábamos mucho en clase, aunque ya
en cuántica, un experimento puede dar diferentes resultados, entonces era reproducible pero
no iguales resultados).

Donde la ciencia no solo era un producto final, sino una parte integral de la sociedad,
interdependiente con la industria, la guerra, el gobierno y la medicina. En las historias
antiguas sobre la ciencia se centraban engañosamente a los descubrimientos y grandes genios
‘magos’ en esas fechas, saltándose un periodo durante el cual, según ellos, nada importante
sucedió. Según ellos no hubo nada importante, pero gracias al poder de la ciencia, dígase el
conocimiento, este fue el periodo más importante, la transición fundamental de los
experimentos privados de unos pocos caballeros adinerados y el auge de laboratorios
públicos, el gobierno y la industrialización de la era victoriana. Se les convenció a los críticos
de que invertir en la ciencia era lo más útil y rentable, que era promover a la sociedad, carreras
y oportunidades de financiación, y que quizá en instituciones que no están ‘dotadas’ de
carisma de heroicos descubridores, pero fueron esenciales para publicitar los logros de la
ciencia y para atraer el soporte ante estas. Los hombres de ciencia discuten con pasión sobre
aplicar los resultados de sus trabajos en beneficio de la humanidad, sin embargo, fuera de sus
departamentos, lo más ‘inservible’. La inspiración de los genios sirve para crear figuras, pero
como decía Karl Marx de la filosofía, se de cambiar el mundo, no solo de interpretarlo.
Newton, por ejemplo, se hizo famoso en toda Europa aprovechando una plataforma existente,
la Royal Society of Londres. Sin embargo, aunque Newton estaba al mando, fue la Society
la que llevó la ciencia a la sociedad. La ciencia seguía siendo reservada a los hombres ricos,
las sociedades científicas habían dado pie a un cambio espectacular, una explosión
generalizada de la ciencia pública cuya importancia a largo plazo fue infinitamente mayor
que las innovaciones individuales de un puñado de eruditos solitarios. A diferencia de la
época victoriana, no había audiencias ni salas de conferencias, por lo que los debates
académicos tenían lugar dentro de las paredes, no solo en talleres sino también en los museos
de coleccionistas, laboratorios, juzgados, talleres de artesanos, comedores de los aristócratas
y las bibliotecas de los magos. Entre esos lugares había salones de té, áreas comunes que los
caballeros adoptaban como residencia para cuidar su correo, leer los periódicos y las últimas
novedades lejos de distracciones familiares. Junto con el creciente número de diarios, revistas
y libros, han permitido a las otras personas a participar en debates nacionales para poder
expresar sus opiniones, obtener información y entretenerse. Las primeras sociedades
científicas se crearon en respuesta a esta tendencia general de poner conocimiento a
disposición del público. En la cual no fueron casos excepcionales, sino uno solo de estas
nuevas instituciones que permitieron a muchas personas a participar en debates organizados
como antes. La primera de estas instituciones que tuvo un impacto fue la Royal Society of
Londres, financiada por el grupo experimental de Oxford desde la restauración del trono de
Carlos ll en 1660. Otros gobernantes europeos reconocieron enseguida el estatus que
proporcionaba la institución intelectual como esa y fomentaron la fundación de propios
centros en ciudades importantes como Paris y Berlín. En lugares tan lejanos entre sí como
San Petersburgo y Filadelfia, Suecia y Sicilia, grupos de entusiastas se reunían con
regularidad para debatir acerca de las más recientes ideas y descubrimientos de la ciencia.

Bacon había muerto hacía unos cuarenta años, pero su figura aparece de forma prominente
en la portada del manifiesto experimental del Royal Society. Sus aspiraciones consistían en
recopilar observaciones, establecer leyes científicas y utilizar los conocimientos recién
adquiridos para desarrollar inventos tecnológicos que pudiesen reportar un beneficio para la
nación. Para empezar, a pesar de afirmar haber establecido una institución, la Royal Society
era de hecho una organización elite formada por aristócratas educados y terratenientes.
Aunque algunos constructores de herramientas se convirtieron en miembros de la Society,
estos hombres menos reconocidos no solían alcanzar posiciones de poder (lo que
comentábamos en clase, la gente como constructores, herreros, alquimia, etcétera, ellos
hacían el trabajo, eran los ingenieros de antes); las mujeres tenían, fundamentalmente, el
acceso prohibido a las salas de reuniones hasta el siglo XX. Aunque la mayoría de las
instituciones metropolitanas siguieron desde Londres y limitaron las posibilidades de
entrada, tuvieron altos niveles de difusión gracias a sus boletines que detallaban las
experiencias más recientes. No solo cada número fue leído por varias personas, incluso
aquellas que no podían acceder directamente podían leer resúmenes en el creciente número
de revistas especializadas. El correo postal era también esencial para que los descubrimientos
de las sociedades se hicieran públicos. Hombres y mujeres podían participar de esta
República de comunidades imaginarias que vinculaban a sus ciudadanos intelectuales en una
red de correspondencia. El económicamente modesto Hooke estaba empleado como
conservador experimentador; sin embargo, debido a la negativa de sucesivos reyes de dinero,
el salario asignado al puesto era bajo, cuotas anuales. La diferencia entre las estructuras de
las sociedades de Paris y Londres tuvo una influencia fundamental en el cinetrifico de ambos
lados del Canal de la Mancha en la ilustración. Los aristócratas adinerados seguían sus
propias líneas de exploración, mientras que los inventores emprendedores (como
Desaguliers) se centraban en proyectos prácticos con el fin de generar fondos. A finales de
siglo, el presidente Joseph Banks ‘un aristocrático autócrata que ejerció su dominio sobre la
ciencia británica durante cuarenta años’ estaba situando estratégicamente en los comités de
la Society a influyentes políticos que fueran capaces de obtener financiación del estado.
Banks tenía poco más de veinte años cuando se dio cuenta de que los intereses nacionales,
las políticas del gobierno y la exploración científica estaban íntimamente ligados. Durante la
expedición del segundo paso de Venus, habitualmente presentada como el primer ejemplo de
colaboración científica, las instituciones nacionales decidieron dejar de lado las rivalidades
para medir las dimensiones del sistema solar. Banks era un acaudalado terrateniente y
confidente de Jorge III durante sus intermitentes ataques de locura, y llevó la ciencia hasta el
núcleo de la política británica al convertirse, tanto él como la Royal Society, en piezas
indispensables durante su largo período como presidente de la institución. Banks, un hábil
negociador, persuadió a la Compañía de las Indias Orientales para financiar una expedición
cartográfica en el pero también comisionó cartógrafos para recolectar comerciales del
mercado indio. Con sagacidad financiera, sacó provecho de la obsesión del rey por los Kew
Gardens para obtener financiación real para una misión de reconocimiento que permitiría a
la India bajo dominio británico minar el control chino del mercado del té. Con Banks al
frente, la Royal Society participó en todos los aspectos de la expansión del imperio,
imbricando la ciencia de forma inseparable con la búsqueda internacional de materias primas
y de tecnología extranjera. Al ser uno de los pocos ingleses que había estado en Australia,
Banks desempeñó un papel decisivo en el establecimiento de las colonias penales en aquel
continente.

Como el botánico más famoso del mundo, organizó una red internacional de jardines
experimentales con el objetivo de trasplantar cultivos; esto alteró de forma permanente el
paisaje de tierras lejanas, al convertir los terrenos en copias de la Europa agrícola hechas para
la producción de ovejas, vacas, trigo y cebada. La intención de Banks era mejorar el mundo
con las mismas pautas que utilizaba en sus propios terrenos. Como sus colegas aristócratas,
Banks estaba convencido de su responsabilidad en el mantenimiento de una sociedad estable
y jerárquica y de tener el deber de mejorar el bienestar de los que estaban por debajo de él a
través del incremento de sus propias riquezas. Desde su punto de vista, la India «gozaba de
un sol, clima y población tan superiores a los de la Madre Patria» que su función natural era,
por supuesto, proporcionar materia prima a las fábricas de Gran Bretaña y «unirse a la Madre
Patria con los lazos humanos Tras la muerte de Banks, sus victorianos sucesores trataron de
hacer de la Royal Society un lugar más democrático por el procedimiento de eliminar el
recuerdo de su autoritario gobierno. Para muchos científicos, no obstante, el mayor de los
héroes era Bacon, santo patrón de las sociedades científicas cuya acción colectiva había sido
capital en la creación de la ciencia pública. La Ilustración se suele denominar también la Era
de la Clasificación, el período en el que la agrupación de los datos, los objetos y el
conocimiento en categorías sistemáticas se convirtió en una obsesión. La Ephraim
Chambers’s Cyclopaedia, que apareció en 1728, fue la mayor de las innovaciones de la
Inglaterra de la Ilustración, el primer intento de reunir todo el conocimiento de la humanidad
en una ordenada serie alfabética. Sin embargo, a finales del siglo XVIII, cuando el Dr.
Morosophus aburría a sus colegas, la Chambers había sido superada por sus imitadoras: la
Encyclopédie francesa y la escocesa Encyclopaedia Britannica. Las enciclopedias posteriores
se hicieron cada vez mayores, pero también eso afirmaban, como mínimo, sus editores
mejoraron. Cada una eligió un esquema distinto para la realización de sus mapas del
conocimiento (una metáfora muy popular durante la Ilustración). Chambers, un librero
autodidacta cuyo objetivo era ilustrar a los ciudadanos de la República de las Letras, admitía
que su división en Artes y Ciencias era un tanto arbitraria. Se presentaba como un explorador
del intelecto que guiaría a sus lectores por los dominios de la sabiduría mejor establecida y
les impediría vagar sin rumbo por el páramo de la ignorancia. Como Tristram Shandy [la
novela que acabaría ocupando 9 volúmenes (1759 y 1769)], su proyecto creció de forma
ominosa, pero finalmente lograron llegar al final de la Z en 1772: el resultado fueron 28
volúmenes en los que estaba comprimido todo el conocimiento humano. La palabra misma
se había inventado a finales del siglo XVII, cuando los naturalistas descubrieron la
reproducción sexual de las plantas y los coleccionistas estaban abrumados, no solo por las
nuevas especies importadas de ultramar, sino por los recientes descubrimientos en la propia
Europa. Como sucede con la clasificación de libros en una biblioteca, no existía la forma
correcta de organizar el mundo natural; ninguno de los criterios para decidir el sistema de
clasificación era mejor que los demás. Uno de los primeros clasificadores de la Ilustración
fue John Ray, un antiguo profesor de Cambridge que aprovechaba la generosidad de sus
amigos para financiar sus viajes por Europa en busca de especímenes de colección y que
introdujo algunas palabras útiles, como «pétalos» en lugar de «hojas coloreadas». Ray, que
era enfermo crónico y aliviaba sus cólicos medicándose a base de puré de cochinilla, luchó
durante treinta años para publicar su colosal compendio de plantas, pero al final se vio
obligado a reducir costes omitiendo las ilustraciones.
Con la intención de reconciliar opiniones encontradas sobre los límites de las categorías
(¿cuándo pasa un arbusto a ser un árbol?), Ray afirmaba que debían tomarse en consideración
varias características al mismo tiempo, razonando que era imposible ir más allá de las
impresiones que produce la planta y discernir su esencia interna. El objetivo de Linneo, un
hábil propagandista de sí mismo, era doble: propagar su sistema de clasificación de plantas,
que se sigue utilizando de forma generalizada, y revivir la economía nacional mediante la
producción doméstica de productos de lujo. De igual modo que Banks mantenía desde su
casa de Londres correspondencia con botánicos de todo el mundo, Linneo permaneció en
Suecia, pero envió equipos de colaboradores para que le trajesen ejemplares exóticos y
predicasen su evangelio taxonómico. La división fundamental de Linneo entre masculino y
femenino era la misma distinción que tenía lugar entre la chovinista sociedad de la Europa
del siglo XVIII. La división fundamental de Linneo entre masculino y femenino era la misma
distinción que tenía lugar entre la chovinista sociedad de la Europa del siglo XVIII. Como
este método antropomórfico de dividir el reino vegetal parecía natural, incluso querido por
Dios, los naturalistas podían hacer el razonamiento inverso: como las jerarquías sexuales son
prevalentes en la naturaleza, también la supremacía masculina debe ser apropiada para las
personas. Linneo adquirió fama como taxonomista, pero también era un activista religioso y
un chovinista que planeaba salir al rescate de Suecia utilizando las leyes de la naturaleza
dictadas por Dios para impulsar la maltrecha economía del país. En su interpretación de la
Biblia, que compartían muchos de sus contemporáneos, los seres humanos poseían una doble
misión divina: cuidar del mundo y explotarlo para su propio provecho. Para muchas personas,
la maximización de los beneficios tenía prioridad sobre la búsqueda del conocimiento, y la
razón que impulsaba a los naturalistas a investigar las plantas no era únicamente la curiosidad
científica, sino hallar la forma de convertirlas en medicinas, alimentos o materiales de
construcción. Mientras algunos sostenían que Dios había esparcido Sus riquezas por toda la
Tierra con el objeto de impulsar el comercio internacional, Linneo estaba convencido de que
la intención de Dios era que Suecia prosperase cultivando todo lo que necesitaba dentro de
sus propias fronteras. Pero desde la perspectiva de los comerciantes asiáticos que vendían
café, té y seda, sus emisarios suecos no eran más que crédulos clientes dispuestos a pagar
precios muy altos. surgieron como nuevos centros sociales en los que se desarrollaba la
opinión pública, pero también eran empresas comerciales establecidas por emprendedores
inmigrantes asiáticos o africanos, y su popularidad se incrementó a raíz de la masiva
importación de azúcar procedente de plantaciones en las que trabajaba mano de obra
esclavizada. Se puede interpretar que Gran Bretaña se enriqueció tomando enérgica posesión
de las colonias y explotando sus insospechados recursos; otra interpretación, sin embargo, es
que los comerciantes orientales que se relacionaban en redes de mercado ya existentes
decidieron protegerse cargando precios superiores a los del mercado a las compañías
comerciales británicas, forzándolas a establecer sus propias plantaciones. El imperio
comercial británico no era exactamente una rueda en la que Londres era el eje, sino más bien
una red internacional de centros locales en la que cada centro negociaba con aquellos con los
que estaba conectado. El éxito inicial de Linneo al lograr cultivar el primer platanero de
Europa le ayudó a conseguir financiación para sus visionarias ambiciones, en las que Suecia
iba a disfrutar de productos de lujo cosechados en su propio territorio, a diferencia de Gran
Bretaña y Holanda, que tenían que importarlos de sus imperios en el extranjero.
Por desgracia para Suecia, los sueños agrícolas de Linneo demostraron ser menos duraderos
que su taxonomía. El sistema de Linneo acabó por imponerse, no por ser intrínsecamente
correcto, sino porque, con la colaboración de sus discípulos, Linneo convenció a los
naturalistas de que era el más cómodo. A los caballeros británicos les escandalizaba el
vocabulario explícitamente sexual de Linneo, sobre todo porque se consideraba que la
botánica era la única ciencia apropiada para las mujeres. Aunque a los botánicos franceses
no les importaba el sexo, sí creían que era incorrecto limitar a la naturaleza en categorías
artificiales, y criticaron a Linneo por hacer caso omiso de muchas de las características de
una planta y centrarse exclusivamente en su flor. El portavoz más influyente de esta opinión
fue Georges Buffon, un matemático newtoniano que era además director de los jardines del
rey. Buffon miraba hacia atrás, hacia Aristóteles y la Gran Cadena del Ser, y concibió una
jerarquía continua que empezaba por la más inferior de las criaturas, pasaba por los animales
complejos y los seres humanos y proseguía hacia los seres espirituales, hasta llegar a Dios.
Hacia finales del siglo XVIII, los encuentros con otras sociedades y los debates políticos
sobre la esclavitud transformaron las teorías europeas sobre las razas. Las discusiones más
encendidas no eran acerca del número de razas, sino sobre dos cuestiones relacionadas:
¿Existe un límite definido, imposible de traspasar, entre los humanos y otros primates? Los
abolicionistas sostenían que todos los seres humanos son creados iguales; para justificar las
diferencias físicas, razonaban que las personas que viven en lugares distintos se han adaptado
gradualmente a las condiciones del clima local. Los naturalistas decidieron dar una solución
a estos debates adoptando un esquema de clasificación completamente nuevo, que no se
basaba en el juicio personal, sino en medidas efectuadas con sumo cuidado. Pieter Camper,
un célebre anatomista y activista contra la esclavitud holandés, tenía la intención de
confirmar que las diferencias entre los habitantes de los distintos continentes no eran más
que superficiales; sin embargo, sus diagramas apoyan la tesis Aunque esta escala es
aparentemente matemática, una impresión que acentúan las líneas de la cuadrícula, en
realidad se trata de una escala estética, en la que se clasifica a los humanos en función de su
distancia relativa a dos extremos irreales: el grotesco primate y el perfecto dios griego. Desde
ese momento se han hecho mediciones de muchas otras características humanas para
justificar la discriminación entre razas y sexos sobre la base de diferencias físicas inherentes.
La Ilustración se contempla como la gran Era de la Clasificación, en la que la ciencia fue
capaz de entender el mundo mediante la organización en pulcras categorías. Pero las
prioridades de los clasificadores eran variadas, y nunca se pusieron de acuerdo sobre cuál era
el sistema perfecto. Como en muchos otros aspectos del conocimiento científico, se llegó al
consenso a través de la negociación, y el voto que podía inclinar la balanza no dependía
únicamente de que los argumentos fuesen los más convincentes, sino también de la potencia
de la voz que los exponía. Durante el siglo XVIII, los emprendedores científicos
desarrollaron métodos para sacar provecho de la ciencia. Para el futuro de la ciencia a largo
plazo, el invento más importante de la Ilustración no fue ningún instrumento ni teoría
determinados, sino el concepto de carrera científica. En la actualidad, los niños de cualquier
condición social pueden (al menos en principio) seguir una trayectoria bien definida en la
escuela y la universidad para obtener cualificaciones profesionales en ciencia y disfrutar de
las ventajas habituales: ingresos fijos, laboratorio u oficina institucional, suscripciones a
revistas y sociedades, etc. Estas posibilidades no existían en el siglo XVIII, cuando los
filósofos más inquietos empezaron a experimentar con sus propias vidas y a plantearse la
posibilidad de vivir de la ciencia.

Para los innovadores científicos, ser miembro de la Royal Society suponía una enorme ayuda.
Aunque los aristócratas y los nobles seguían abundando, un número cada vez mayor de socios
lograron entrar a través de sus propios logros: miembros de las nuevas clases medias que
gustaban de verse a sí mismos como caballeros, a pesar de la degradante necesidad de
trabajar. La Royal Society creó uno de los primeros empleos científicos con sueldo de Gran
Bretaña: el de director del Museo Británico. Los miembros de la Society se aseguraron de
que fuese uno de los suyos quien se encargase del trabajo de dirigir esta institución Knight,
hijo de un clérigo pobre, era un médico e inventor que ganó una beca para Oxford y que logró
maniobrar hasta alcanzar los escalones más altos de la Royal Society. Aunque se le criticó
como oportunista e interesado, lo cierto es que las maniobras de Knight para incrementar su
estatus social contribuyeron a promocionar el valor de la innovación. Aunque el propio
Knight no fue una persona significativa por sí misma, representa a muchos otros
emprendedores de la Ilustración cuyas actividades de promoción propia combinadas
supusieron un empujón vital para el futuro de la ciencia. La vida de Knight ilustra hasta qué
punto la innovación práctica puede ser más significativa que las ideas.

Londres era el centro del comercio mundial de instrumentos, y Knight introdujo los imanes
de acero de alta calidad, que vendía con un amplio margen de beneficio, llevando así la
medición de precisión a la investigación experimental. Convencido de la importancia del
comercio y la mejora de la navegación, Knight logró aumentar aún más su estatus social y su
fortuna al convencer a la Marina Británica para que distribuyese sus precisas y costosas
brújulas. En una típica maniobra de provecho mutuo, este patrocinio de la marina supuso un
beneficio personal, pero también permitió a la Royal Society alardear del papel vital de la
ciencia en el comercio británico. A pesar de que cada vez era mayor el interés de las personas
por la ciencia, el paso de la esfera privada a la pública fue muy gradual. Aunque algunos
constructores de instrumentos lograron ingresar, los miembros denegaron numerosas
solicitudes de otras personas cuyos conocimientos científicos eran sólidos, pero que carecían
de las habilidades aduladoras de un graduado universitario de noble crianza. Un candidato
que guardó el rencor de su rechazo durante toda su vida fue Benjamín Martin, un influyente
experimentalista que hizo mucho por la ciencia inventando instrumentos, escribiendo libros
de divulgación y recorriendo el país para pronunciar conferencias. Los pioneros de la
publicidad como Martin desempeñaron un papel crucial para persuadir a la clase media de
que la ciencia, además de interesante, era importante. los artistas cautivaban a las familias
con planetarios, bombas de vacío y otros aparatos que estimulaban el interés del público por
las novedades científicas; los artesanos respondieron a la demanda ampliando la gama de
instrumentos de demostración a la venta. Los miembros de la Royal Society se consideraban
una élite intelectual de personas privilegiadas cuyos conocimientos científicos se derramaban
sobre la masa desinformada.
Esta situación dictaba que la investigación generase productos susceptibles de ser
comercializados, no solo explicaciones teóricas sobre el funcionamiento del Universo, sino
también objetos prácticos para mejorar la navegación, o espectaculares planetarios que
educasen al público al tiempo que lo entretenían. cuando su ayudante Francis Hauksbee, un
pañero convertido en científico comprobó para su sorpresa que un globo rotatorio en el que
se había hecho el vacío adquiría una fascinante tonalidad violeta entre sus manos.

Años más tarde, un profesor holandés que manipulaba una botella de agua, un cañón de una
pistola y una versión de la máquina de Hauksbee recibió una tremenda descarga; sin saberlo
había inventado la botella de Leyden, el primer instrumento para almacenar electricidad
estática. A finales del siglo XVIII, un anatomista de nombre Luigi Galvani notó por
casualidad que la pata de una rana muerta se contraía al ritmo marcado por una máquina
eléctrica cercana, un descubrimiento que conduciría a la electricidad tal y como la conocemos
actualmente. Aunque la electricidad se inventó en el seno de la Royal Society de Londres, su
importancia la adquirió fuera de ella, con los empresarios que desarrollaron amenos trucos y
aplicaciones prácticas. Después de que Hauksbee publicase sus experimentos en el boletín
de la Royal Society, una copia de este llegó a las manos de Stephen Gray, un tintorero de
provincias que decidió trasladarse a Londres y hacer de la electricidad su vocación. En la
Figura 25 se muestra una versión de su número más espectacular: suspender a un niño
electrificado del techo de su habitación para hacerlo atraer limaduras de latón con su mano.
Al principio el interés se limitaba a los grupos de privilegiados filósofos naturales vinculados
con la Royal Society, pero pronto los libros y las revistas hicieron llegar las emociones de la
electricidad a un público más amplio en toda Europa y el noreste de América. Los más
optimistas preveían obtener todo tipo de beneficios de la electricidad: gallinas más prolíficas,
tiempo atmosférico más seco, hortalizas de mayor tamaño; dos inventos, sin embargo, fueron
especialmente importantes: los pararrayos y la terapia de electrochoque, ambos con el apoyo
del editor y político Benjamín Franklin. La cometa de Franklin se ha convertido en el
equivalente americano de la manzana de Newton, un relato mitológico en el que se presenta
a Franklin como el intrépido investigador que se enfrentó a una tormenta con una llave de
hierro en la mano para atraer un relámpago de las nubes (a diferencia de algunos de sus menos
afortunados imitadores, Franklin tuvo la precaución de aislar su mano con un paño de seda).
Primero en América y más tarde en Europa, las iglesias, los barcos y otras construcciones
altas empezaron a protegerse (y aún lo están) mediante pararrayos que conducen la
electricidad con seguridad hasta el suelo. El efecto placebo aún no había sido identificado de
forma oficial, pero a finales del siglo XVII, la medicina eléctrica era un negocio rentable y
respetable. La mayor parte de los médicos que utilizaban la electricidad eran hombres, y casi
todos sus pacientes eran mujeres. Una de las razones para esta diferencia de géneros era que,
según se afirmaba, las mujeres eran más susceptibles a los efectos eléctricos. Pero más
significativamente, las mujeres, junto con los artesanos, eran ciudadanos de segunda clase,
no solo en los asuntos de la política, sino también en las actividades del intelecto. En el salón
de la Figura 20, el padre y su hijo gemelo mayor se encuentran en el lado de los científicos,
junto con Bacon y Newton, mientras que la madre y las hijas se hallan en el reino de la poesía
junto con el gemelo más joven, y construyen un frágil castillo de cartas que simboliza que su
herencia ha sido eliminada por el azar. Cuando la ciencia se puso de moda, las mujeres fueron
reducidas al papel de espectadoras capaces de comprender el conocimiento, pero a las que
no se les permitía crearlo. La lectura entre líneas está clara: si hasta nuestras hermanas y
nuestras hijas son capaces de entender la ciencia, sus vecinos de la clase intelectual también
podrán seguir las argumentaciones. A partir del ejemplo de Martin y otros divulgadores,
algunas mujeres rompieron las convenciones a finales del siglo XVIII y decidieron escribir
sus propios libros y ganar su propio dinero.

Dejando atrás al condescendiente hermano mayor de, Martin, crearon figuras femeninas de
autoridad, maternales institutrices que ofrecían consejos morales a sus jóvenes pupilos y los
guiaban hacia la belleza y el orden del mundo natural. Aunque las mujeres estaban excluidas
de las universidades y los laboratorios, interpretaron un papel esencial en el desarrollo de la
ciencia al poner a disposición de muchas más personas la información sobre experimentación
científica. Por ejemplo, Michael Faraday, que se hizo famoso en todo el mundo por la
introducción del campo eléctrico, rindió siempre tributo a Jane Marcet, autora del libro de
química camuflado en forma de conversaciones entre una madre y sus hijos que fue el que lo
convenció para iniciarse en la ciencia. A Faraday se le considera un héroe de la industria
eléctrica, pero su carrera como científico asalariado no hubiese sido posible sin las iniciativas
empresariales del siglo XVIII. Las jerarquías tradicionales tardaron en romperse, pero un
siglo más tarde su sueño se había cumplido, al menos en parte. Como hijo de un herrero,
Faraday no tenía ninguna posibilidad de ir a la universidad, pero después de leer el informal
libro de Marcet, se las arregló para llegar a la ciencia como ayudante de Humphry Davy,
célebre químico y presidente de la Royal Institution de Londres, establecida a finales del
siglo XVII para estimular la investigación y la educación científicas. Tras la muerte de Davy,
el propio Faraday se convirtió en presidente de esta institución, una historia romántica de
persona pobre que hace fortuna que ninguno de los contemporáneos de Mr. Spectator del
siglo anterior podría siquiera haber imaginado. A pesar de que Faraday logró escapar de su
mísera infancia y seguir una carrera científica, muchas personas de posición privilegiada
despreciaban y temían la igualdad de oportunidades y la posibilidad de que las categorías
inferiores escalasen posiciones sociales. En la primera sede de la Royal Institution, construida
en 1801, había una discreta escalera de piedra por la que los obreros podían entrar por
separado y sentarse en la galería lejos de sus patronos. Como se muestra en la caricatura de
James Gillray de la Figura 26, solo podían formar parte del público los clientes acomodados
que pagaban por ello, a los que se ridiculiza aquí tomando notas con aplicación en una sesión
de experimentos químicos, la última moda en Londres. Por muy sólidos que sean los
cimientos actuales de la ciencia, hace doscientos años su estatus era confuso. descubierto
nuevos elementos y por haber inventado la lámpara de seguridad para mineros, pero al que
en aquella época se solía vilipendiar por haber importado la química de Francia, lo que
amenazaba con desequilibrar los valores de la clase dirigente. En otras ocasiones menos
accidentadas, Davy demostró que era capaz de controlar las fuerzas de la naturaleza con sus
instrumentos químicos y eléctricos. Sin embargo, las reservas sobre la ciencia no
desaparecieron por completo, y nadie sabía cómo llamar a los hombres que la practicaban (la
palabra «científico» aún no se había inventado). «permitían que el hombre interrogase a la
naturaleza con el poder en la mano, no solo como un erudito pasivo cuyo único objetivo era
comprender su funcionamiento, sino como amo, activo, con sus propios instrumentos»55.
Pero Davy también advertía a su público de que las promesas de los ambiciosos
especuladores científicos podían caer en el exceso. Después de sumergirse en las
conferencias publicadas de Davy, Shelley creó a Víctor Frankenstein, un producto de su
imaginación que, como el dios Jano, representaba los diversos rostros de la ciencia
experimental. Aunque Knight, Martin y otros muchos filósofos pioneros habían logrado
vender la ciencia al público, a principios del siglo XIX muchos clientes seguían siendo
reticentes a comprarla.

Cuando se colocó en su lugar la gigantesca estatua de James Watt, los críticos protestaron
por su estilo inapropiado, pero fueron silenciados por sus hagiógrafos, que lo proclamaban
como el moderno Arquímedes. Mientras que el momento «¡Eureka!» de Arquímedes había
tenido lugar en la bañera, Watt no era más que un niño cuando vio levantarse la tapa de una
tetera con agua hirviendo, una observación que (supuestamente) le había inspirado para
diseñar motores de vapor con los que impulsar maquinaria pesada. Según sus
incondicionales, el motor de Watt no solo había convertido a Gran Bretaña en la primera
nación industrial del mundo, cuyos productos manufacturados suponían un beneficio para
toda la humanidad, sino que también supuso la victoria ante Francia en las guerras
napoleónicas. propietarios de fábricas del norte, y miraban con desprecio a los empresarios
cuyo objetivo no era acumular conocimientos, sino dinero. Pero los inventos de un solo
hombre, por importantes que sean, no pueden explicar por sí mismos por qué el cambio a una
sociedad industrial tuvo lugar mucho antes en Gran Bretaña (a mediados del siglo XVIII)
que en el resto de Europa. británicos tuvieron que inventar formas mejores de convertir el
algodón y los metales (materiales importados a bajo precio de América y Asia) en finas telas
y lujosos ornamentos para los norteamericanos, que pagaban con las cosechas de las
plantaciones cultivadas por esclavos africanos. El tejido industrial de Gran Bretaña dependía
de la opresión, no solo de su propia clase obrera, sino también de sus súbditos en colonias
repartidas por todo el mundo. Los obreros desplazados se concentraban allá donde hubiese
oportunidades de trabajo de modo que, por primera vez, los centros industriales del norte se
hicieron mayores que los puertos provinciales y las ciudades con catedral del sur.
Anteriormente la riqueza dependía de la herencia y de la agricultura; a principios del siglo
XIX, los industriales hechos a sí mismos eran más ricos que la mayor parte de aristócratas.
empresarios del siglo XVIII que introdujeron por primera vez nuevas técnicas de fabricación
no eran conscientes de que sus innovaciones fueran a traer consigo tan nocivos efectos. Las
máquinas, sostenían, no solo mejorarían sus propias posiciones sociales, sino que también
traerían consigo más oportunidades para sus obreros y para la nación en su conjunto. Los
paternalistas terratenientes pronosticaron que la automatización del vapor supondría una
ventaja para sus empleados al aliviar la monotonía del trabajo manual. Los recursos de carbón
y hierro del valle lo convirtieron en un lugar idóneo para la construcción de refinerías, cuyos
productos podían transportarse fácilmente por el curso del río Severn hasta el puerto atlántico
de Bristol. Esta escena representa un canto al progreso de las provincias, y en ella se muestra
el puente como una maravilla del mundo moderno y se alaba al hierro como el versátil
material del futuro. La Gran Bretaña de la Ilustración suele denominarse la Era de Newton,
una denominación que solo es razonable si, junto con la abstracta física, se incluyen también
las prácticas máquinas newtonianas. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, mientras los
filósofos naturales mostraban orgullosos sus planetarios, sus máquinas eléctricas y sus
bombas de vacío, los investigadores industriales anunciaban sus productos, mucho más útiles
y rentables, que sus propios experimentos producían: teteras, jabón, joyas, tintes. Mientras la
Royal Society de Londres se convertía en una pieza clave en el programa de expansión
imperial del gobierno, algunos de sus miembros se asociaban también a otra selecta
hermandad: la Lunar Society. Los miembros de esta sociedad, que procedían de todos los
rincones de las Midlands, se reunían una vez al mes en la casa de uno de ellos, el lunes de la
semana de luna llena, para que su viaje Los hombres de la Lunar Society no eran
excepcionales en este respecto, pero reflejaban una frecuente actitud optimista convencida
de que los británicos cada vez eran más instruidos y civilizados, más sanos y ricos.

Desde su punto de vista, la prosperidad era un proceso que se reforzaba a sí mismo: a mayor
riqueza, más se trabaja para ganar aún más dinero. Lo mismo, decían, era cierto a escala
nacional, de manera que el país en su conjunto se beneficiaba del trabajo de los fabricantes
en busca de rentabilidad. Estos pioneros de la industria, impulsados por un utópico fervor,
prometían que una mayor prosperidad sería beneficiosa para todos, pero no parecía
preocuparles si el trabajo era o no satisfactorio. Estas divisiones entre ciencia, tecnología y
comercio surgen del anticuado esnobismo de las facciones rivales que debatían sobre la
inscripción del monumento a Watt. A pesar de que se puede describir a Wedgwood, Keir y
Boulton como industriales de provincias, esta clasificación pasa por alto el hecho de que
también eran miembros electos de la Royal Society. Quizá Wedgwood fuese un oportunista
comercial que se publicitaba como «Alfarero del Universo», pero también era un
experimentador meticuloso que tomaba la delantera a sus rivales a base de analizar
sistemáticamente arcillas, minerales y pigmentos y registrar sus resultados en sus libretas de
laboratorio secretas. Como supo apreciar la propia Royal Society, aunque la intención
original de Wedgwood al desarrollar su termómetro de alta temperatura era la supervisión de
los hornos, resultó un instrumento valioso en una amplia gama de aplicaciones científicas.
Keir amasó una considerable fortuna con sus fábricas de jabón, pero era un experto
internacional en cristales, y su lucrativa contribución a la salud y la higiene nacionales se
fundamentaba en rigurosas investigaciones químicas. Los miembros de la Lunar Society se
dieron cuenta de que la prosperidad les permitía desafiar las jerarquías tradicionales mediante
el matrimonio con mujeres de la aristocracia, la adquisición de terrenos y la construcción de
lujosas casas para ellos y viviendas de bajo precio para sus trabajadores. Darwin y algunos
otros miembros patrocinaron incluso la educación para las chicas (aunque asumieron que los
hombres, seguirían estando al mando). En su Diccionario Químico, la intención de Keir era
poner la información libremente a disposición de todos para que sus lectores pudieran decidir
por sí mismos. Quería que «el público de todas las naciones y de todos los tiempos tomase
decisiones con un conocimiento completo de la cuestión»; la química debía ser del pueblo,
no de la élite privilegiada61. En apoyo de estas promesas de igualdad, los propietarios de las
fábricas convencieron a sus clientes de que podían comprar productos similares a los que
poseían los socialmente superiores. Las sociedades de consumo se basan en la suposición de
que los objetos son los que hacen que la vida valga la pena; esta nueva visión de la felicidad
por la propiedad la iniciaron los grandes innovadores de la publicidad en el siglo XVIII.
Wedgwood era un magnífico productor de artículos de cerámica, pero su golpe maestro
consistió en crear deseo, en convencer a sus clientes de que era razonable sustituir la
porcelana funcional por sus últimos diseños, y actualizarla unos pocos años más tarde. Al
reducir sus precios, Wedgwood hacía crecer constantemente el número de compradores
dispuestos a trabajar más para disponer de dinero y así poder comprar imitaciones baratas de
la porcelana de los aristócratas. A pesar de sus aspiraciones democráticas, la Lunar Society
seguía creyendo que algunos hombres (ellos mismos, por ejemplo) debían poseer más
privilegios que otros. Darwin alabó la automatización en un largo y florido poema, con largas
notas a pie de página atiborradas de detalles técnicos en las que elogiaba las innovaciones de
sus colegas de la Lunar Society, pero omitió a los obreros y las mujeres. Darwin se limita a
pasar por alto los devastadores efectos de la mecanización sobre las diestras hilanderas y
tejedoras que eran sustituidos por un solo supervisor, siempre hombre, a cargo de una
máquina. Los primeros industriales estaban comprometidos con el progreso, pero a mediados
del siglo XIX, los reformistas reclamaban otro tipo de mejoras.

Mientras que Darwin había olvidado estratégicamente mencionar a las mujeres y a los
obreros, una nueva generación de escritores estaba ahora poniendo de manifiesto las terribles
condiciones en los suburbios de las fábricas. Mirando hacia atrás, a mediados del siglo XVIII,
Engels explicaba que Gran Bretaña había sufrido una transformación industrial cuyas
verdaderas consecuencias se estaban empezando a comprender. En el análisis del pasado de
la ciencia, la revolución química suele presentarse como una de estas transiciones repentinas.
Finalmente, en 1789, el año en que tuvo lugar la Revolución francesa, publicó un libro en el
que anunciaba que había invalidado las viejas teorías químicas de Joseph Priestley y de sus
colegas ingleses. En la Figura 28 se ilustra esta heroica versión de Lavoisier, contemplando
aquí a su esposa, Marie Paulze, como si fuese su musa científica, al tiempo que corrige las
galeradas de su libro, su manifiesto químico, en el que presentó una nueva nomenclatura y
simbología similar a la que se utiliza en la Los instrumentos que ocupan un lugar destacado
en la mesa están destinados a producir oxígeno, mientras que los que brillan a sus pies,
pintados con gran meticulosidad, tienen como finalidad destacar la importancia de la
precisión en las medidas y simbolizan la victoria de Lavoisier sobre su rival inglés. Los
equivalentes escritos de este cuadro son también espectaculares; en ellos se desprecia a
Priestley tratándolo de persona chapucera e ingenua que creía en una sustancia imaginaria
denominada flogisto, y se elogia a Lavoisier como el genio incisivo y Introducido
originalmente en las minas de Alemania (no es una coincidencia que los nazis destruyesen la
estatua de Lavoisier), el concepto de flogisto se generalizó para explicar la combustión y el
refinado de metales. Para empezar: ambos químicos aislaron el mismo gas, pero lo
interpretaron de forma distinta. Hasta el propio Lavoisier creía que su revolución iba más allá
de la simple identificación del oxígeno. Lavoisier, que era un escrupuloso abogado y
recaudador de impuestos, era partidario acérrimo de la razón y el orden; equilibraba ambos
miembros de las ecuaciones químicas como si tratase de cuadrar sus cuentas y acentuaba la
importancia de la precisión en las medidas. Para acompañar el nuevo lenguaje matemático
del álgebra desarrollado en Francia, Lavoisier introdujo una nomenclatura química lógica.
Tradicionalmente, las sustancias recibían nombres en lengua vernácula en función de su
origen o de sus propiedades; Lavoisier los sustituyó por etiquetas latinas que (según
afirmaba) podían entenderse en todo el mundo. Priestley valoraba las observaciones
imprevistas, y criticaba a Lavoisier por su planificación sistemática paso a paso, que impedía
aprender de los resultados durante la realización del experimento. Desde el punto de vista de
los críticos, Lavoisier se situaba en la posición de experto privilegiado que dependía de
costosos dispositivos y utilizaba palabras sofisticadas desconocidas para las personas que
trabajaban a diario con sustancias químicas: boticarios que recetaban sales de Epson como
laxante o artesanos que fabricaban jabón o vidrio a partir de soda común (carbonato sódico,
según la nueva denominación). Después de que los jacobinos guillotinasen a Lavoisier por
motivos financieros, sus seguidores, que no habían podido (o querido) salvarlo, se aseguraron
su propio futuro con el razonamiento de que su nueva química era esencial para colocar a
Francia a la cabeza del mundo y loaron a Lavoisier como héroe revolucionario, llegando al
punto de representar un funeral simulado que atrajo a tres mil afligidos asistentes. Por
ejemplo, la carpeta que se muestra en el lado izquierdo de este doble retrato oculta los dibujos
de su esposa, en los que Lavoisier no se muestra como un genio solitario, sino como el
director de un equipo de personas en un laboratorio en el que la propia Paulze desempeñó un
papel esencial. Desde el punto de vista de los jacobinos, Lavoisier no era más que un
adinerado terrateniente que explotaba a los pobres, y por eso lo encarcelaron y lo ejecutaron.

Algunos historiadores ven en Lavoisier a un práctico innovador que mejoró la iluminación


de las calles de París y el suministro de agua de la ciudad; otros, en cambio, le acusan de ser
un teórico dogmático que, según los criterios actuales, cometió curiosos errores, como llamar
elementos químicos al calor y la luz, o declarar que el oxígeno es un componente esencial de
todos los ácidos (el ácido clorhídrico es la excepción más común). Las versiones más realistas
lo representan como una de las muchas personas que convirtieron paulatinamente la alquimia
en la disciplina científica de la química, modificando las técnicas heredadas de sus
predecesores. (cerca de Londres) especialmente pensado para la investigación química, a
mediados del siglo XVIII. Estos instrumentos indican hasta qué punto, tanto en Inglaterra
como en el continente, la precisión en las mediciones era esencial para la evaluación del oro,
la prescripción de drogas y otras artes anteriores a la química científica.

A lo largo del siglo XVIII, la química fue una disciplina práctica, no teórica. Los químicos
se apartaron poco a poco de los alquimistas al rechazar las especulaciones más arcanas e
insistir en la utilidad de su arte (sí, arte y no ciencia, lo que implicaba una destreza técnica,
en contraste con los conocimientos eruditos). Aprovechando las técnicas y los instrumentos
desarrollados por la alquimia a lo largo de los siglos, los químicos se centraron en la
preparación de productos útiles, como tintes, medicinas, fertilizantes, blanqueadores,
cemento o gas de hulla. Al otro lado del canal de la Mancha, la cuantía de los fondos
invertidos por el estado era superior; durante el período revolucionario, la financiación se
dedicó a las necesidades militares del país. alquimistas conocían el ácido sulfúrico, pero en
esa época se empezó a fabricar en grandes cantidades para su uso industrial, a pesar de que
nadie sabía cómo funcionaba el proceso de fabricación ni por qué era tan eficaz. El
descubrimiento del oxígeno en sí no se percibió de inmediato como algo transcendental,
porque era parte de la búsqueda colectiva de gases que tenía lugar a mediados del siglo XVIII.
Incluso la idea de que el aire corriente es una mezcla de otras sustancias, no un elemento por
sí mismo, se originó como subproducto de la búsqueda de drogas para disolver cálculos
renales. El descubrimiento surgió de forma inesperada durante una investigación al estilo de
Priestley, cuando un estudiante escocés llamado Joseph Black hizo caso omiso de las
instrucciones de sus profesores y decidió investigar unas extrañas discrepancias que un pesaje
minucioso había puesto de manifiesto. A finales del siglo XVIII, la química se estaba
convirtiendo en una ciencia independiente. Aunque los químicos seguían utilizando las
técnicas tradicionales desarrolladas por los alquimistas, artesanos y boticarios, estaban
empezando a ganar prestigio y a ser reconocidos por organizaciones oficiales como la Royal
Society. La caricatura de Gillray de la Figura 26 no solo se burla del propio Davy, sino
también de la impertinencia de la química, mancillada por sus orígenes alquímicos, su uso
práctico en los procesos industriales y sus vínculos con la Revolución Francesa, era
considerada inferior a la filosofía natural. Para convertirla en una ciencia respetable a la altura
de las demás, Davy tuvo que despojar a la química de estas asociaciones y elevarse él mismo
a una posición de autoridad. Para conseguirlo, Davy se apartó del punto de vista democrático
hacia la ciencia apoyado por Priestley y otros químicos de la Lunar Society y se convirtió en
una figura similar a Lavoisier, un experto que utilizaba poderosos dispositivos.

También empezó a utilizar un nuevo instrumento que había inventado en Italia Alessandro
Volta (cuyo nombre se conserva en la palabra «voltaje», por ejemplo), una forma primitiva
de batería eléctrica con la que Davy pudo fraccionar el agua y aislar nuevos elementos, como
el sodio y el potasio. Para Davy, la pila de Volta no era únicamente una fuente de energía
milagrosa, sino también «la llave que promete abrir de par en par algunos de los rincones
más ocultos de la naturaleza». Mediante el control de este impresionante aparato de gran
tamaño para producir espectaculares efectos, Davy convenció al público de que él era la
persona idónea para poseer esa llave. En la química científica del siglo XIX, los espectadores
observaban cómo los especialistas efectuaban los experimentos; solo ellos poseían la
autoridad para crear y dispensar el conocimiento científico. Las respuestas a estas preguntas
existen, pero no son muy emocionantes: ninguna persona fue la única responsable, y no hubo
un único momento fundamental; el cambio tuvo lugar de forma gradual. Estas tres nos
resultan tan familiares que nos parecen episodios reales con un principio y un final, un año
redondo, poco después de la publicación de los Principia de Newton. Los relatos de la
revolución científica (de la que no se ha hablado en este libro) se centran en la cosmología,
ignoran la continuidad en otros campos como la química e imaginan que la ciencia (sea lo
que sea eso) funciona en una especie de vacío cultural y no se ve afectada por el comercio,
la política o las transformaciones sociales. Albert Einstein afirmaba que había revolucionado
la física con su teoría de la relatividad, pero muchas disciplinas científicas (por no hablar de
la vida cotidiana) siguieron utilizando la mecánica de Newton. Y lo más importante, los
propagandistas crean las revoluciones a posteriori para distinguirse del período anterior y, se
supone, inferior. La revolución científica no empezó a prevalecer en los relatos de la historia
hasta después de la segunda guerra mundial, cuando los historiadores predecían con
optimismo (y sin mucho acierto) que la ciencia uniría al mundo en una fe secular universal.
Muchas personas consideran que el conocimiento científico es una Verdad Absoluta, y
asumen que la ciencia es acumulativa y progresiva, algo similar a una carrera de relevos o
una expedición de escalada en que los científicos heredan los logros de sus predecesores para
avanzar de forma continua. Por otra parte, en los modelos revolucionarios, la ciencia cambia
de forma esporádica y abrupta, y los conocimientos anteriores no se incorporan como los
escalones que han permitido llegar a la situación actual, sino que se desechan. Una analogía
adecuada sería la de un árbol evolutivo ramificado en el que las viejas escuelas de
pensamiento se echan por la borda cuando los jóvenes investigadores optan por tomar nuevas
direcciones. El principal defensor de esta teoría fue Thomas Kuhn, un físico y filósofo
americano cuyo libro La estructura de las revoluciones científicas, publicado en 1962, afectó
profundamente a la percepción de la ciencia. Sin embargo, su nombre simboliza el punto de
vista actual de que la ciencia se desplaza de forma impredecible, sujeta, como otras empresas
humanas y, por tanto, falibles, a influencias locales, intereses personales y presiones políticas.
La realidad de las revoluciones en ciencia depende de la forma en que uno decida mirar hacia
el pasado. Max Planck, el científico más ilustre de Alemania a principios del siglo XX,
sostenía que los cambios tienen lugar poco a poco, no como destellos súbitos: «Las
innovaciones científicas de importancia no suelen producirse mediante la conversión lenta y
gradual de sus oponentes: es muy extraño que Saulo se transforme en Pablo.

Babbage y sus amigos se quejaban de que Cambridge se estaba quedando rezagado respecto
de sus competidores del continente, y tenían la intención de poner al día la física en Gran
Bretaña mediante la adopción de la estrategia matemática de los franceses, basada en el
cálculo de Llevar la ciencia hacia las matemáticas puede parecer un paso evidente hacia la
modernidad, pero a principios del siglo XIX, los hombres de ciencia británicos rechazaban
el álgebra francesa, que trataba con símbolos abstractos en lugar de objetos tangibles, ligados
a observaciones. El círculo de estudiantes de Babbage instó también a sus profesores a que
dejasen de aceptar los relatos bíblicos como verdades literales. En su lugar eran partidarios
del deísmo, que sostiene (en líneas generales) que el Universo funciona con independencia
de Dios, y por tanto se puede estudiar desde un punto de vista racional sin apoyarse en Sus
revelaciones escritas. A Laplace le gustaba denominarse a sí mismo «el Newton francés»,
pero el propio Newton no hubiese reconocido el árido universo de Laplace, gobernado por
las fuerzas, en el que los átomos giran en trayectorias predeterminadas, sin guía divina
alguna. Bajo la influencia de Laplace, la investigación científica prosperó en Francia a
principios del siglo XIX, durante el mandato de Napoleón, y Babbage y sus colegas
victorianos la consideraban una era dorada de la investigación científica. Modelando el
Universo mediante ecuaciones, estos hombres se dedicaron a cuantificar sistemáticamente la
ciencia al convertir las matemáticas y la medición en algo crucial para la física y la química.
Antes incluso de la Revolución, con el rey aún en el trono, los filósofos de la política
proclamaban que la razón era la clave del progreso. Su intención era reformar el gobierno
mediante la aplicación a la nación francesa de las mismas leyes que Dios había desarrollado
para el control de la naturaleza. desarrollo de nuevas teorías de la probabilidad, que más tarde
se adaptaron para resolver problemas científicos. Laplace introdujo la probabilidad en la
física para evaluar el distinto grado de verosimilitud que podía asignar a diferentes hipótesis
y para hacer una estimación de los errores asociados a sus resultados. A medida que los
revolucionarios despojaban el país de la monarquía y sus instituciones aristocráticas, se
pusieron en marcha para reorganizar la vida diaria según principios racionales y
democráticos. Los cambios eran introducidos por comités, lo que se consideraba
ideológicamente superior a la actuación individual, aunque tales comités seguían sujetos a la
actuación de personas clave como el propio Laplace. En principio, un metro era la
diezmillonésima parte de un cuadrante de meridiano, del Polo Norte al ecuador, lo que ofrecía
la referencia fundamental para todo el sistema métrico. se encargaron de determinarlas (por
desgracia, sin demasiada precisión) dos astrónomos, que se aventuraron en una arriesgada
expedición de siete años para medir una gran sección de longitud terrestre entre Francia y
España. Anteriormente, las distintas regiones del país utilizaban sus propios métodos de
medida; sin embargo, cuando los burócratas parisinos introdujeron su sistema racional,
eliminaron las variaciones locales e impusieron a todo el país un único régimen
metropolitano. El calendario y las unidades de medida únicas de Francia no solo aislaron a
la nación del resto del mundo, sino que enojaron a sus propios habitantes. En estas clínicas
ilustradas, los médicos podían acumular observaciones para adquirir una pericia que les
permitiese ir más allá de los síntomas superficiales y discernir la realidad subyacente. Por
otra parte, la eficacia de los métodos de diagnóstico y terapia tendía a reducir los cuidados
personalizados que hasta entonces caracterizaban el tratamiento médico; los pacientes
empezaron a convertirse en casos numerados de enfermedades en lugar de personas
individuales con desequilibrios propios en sus humores personales. Desde antes de la
Revolución, las escuelas militares ofrecían unos estudios mucho más orientados hacia las
matemáticas que en Inglaterra.

Comprometidos con la mejora tecnológica, los gobiernos sucesivos asignaron gran cantidad
de fondos a las academias de ingeniería, que daban una sólida educación a hombres (sí,
hombres) que influyeron con su visión racional en numerosos campos: arquitectura, sistemas
de comunicación, investigación científica, maquinaria. Los exámenes se basaban en las
habilidades matemáticas; se consideraba que era la mejor forma de obtener una medida
objetiva (y, por tanto, democrática) de la aptitud. Pero la adquisición de una formación de
buen nivel tenía un alto coste, tanto en tiempo como en dinero, lo que significaba en la
práctica que solo los estudiantes de familias ricas podían alcanzarla. A principios del siglo
XIX, la antigua aristocracia hereditaria había sido sustituida por una nueva élite basada en la
fortuna y en la inteligencia. Algunos de los más talentosos de estos ingenieros graduados con
formación matemática se vieron atraídos al grupo de investigación establecido por Laplace
y su buen amigo Claude Berthollet, un médico y químico que vivía en la puerta de al lado,
en Arcueil (a las afueras de París), una localidad que se convirtió en el centro de la ciencia
napoleónica. los proyectos de reforma de la química impulsados por Lavoisier y ambos creían
que las fuerzas ocultas de la naturaleza se originan en los potentes enlaces entre partículas
diminutas. Estos dos científicos, que disfrutaban de una buena posición económica, podían
influir en los comités y canalizar financiación hacia sus acólitos preferidos (el mecenazgo
seguía teniendo una gran importancia en el nuevo régimen). Pero, al cabo de unos años, las
reservas expresadas por personas externas a esta camarilla se convirtieron primero en
desafíos y luego en refutaciones, y el plan de Laplace fue abandonado de forma abrupta. Uno
de los primeros logros de Laplace fue perfeccionar el newtonianismo más allá de la versión
original del propio Newton. Este pensaba que, a menos que Dios interviniese ocasionalmente,
las interacciones gravitatorias entre los planetas acabarían por desestabilizar el sistema
entero. Según la versión de Laplace del newtonianismo, la materia ordinaria (metal, hueso,
sal) se mantiene cohesionada por fuerzas de atracción que actúan a una distancia muy
limitada entre partículas diminutas. Laplace trabajó en una impresionante variedad de
cuestiones en física y química, y se aseguró que los mejores empleos los obtuvieran las
personas que justificaban las propias ideas de Laplace. Rechazando las objeciones de sus
críticos, Newton sostenía que la luz no es una onda similar al sonido, sino un flujo, sin
embargo, al tiempo que Malus (el buen Malus y su ley en óptica, casi no lo utilizaba pero si
fue muy útil) triunfaba en la confirmación de la gloria de Arcueil, los experimentadores de
otros centros fuera del control directo de Laplace estaban empezando a rebelarse contra su
dominio. A partir de 1815, una visión alternativa de la luz empezó a imponerse, después de
que Augustin Fresnel utilizase sus experimentos sobre difracción para poner al descubierto
los problemas del trabajo de Malus y demostrar que la luz es transportada por ondas. Después
de que Fresnel ganase adeptos incluso en la bien avenida comunidad científica parisina, los
comités ya no se dejaron persuadir por Laplace para que aceptaran a sus candidatos. Parece
irónico que desarrollaran también sus trabajos en teoría de probabilidades, que dieron como
resultado un nuevo tipo de física basada en la estadística y en los sucesos aleatorios; las
cuidadas evaluaciones a las que Laplace sometía las pruebas experimentales acabaron por
socavar su propio cosmos totalmente predecible. El auge y la caída de Pierre-Simon Laplace
no solo tuvieron que ver con sus teorías, sino también con las maniobras de sus aliados y
enemigos. persona no tiene tanta importancia como su impacto a largo plazo: su punto de
vista racional y matemático fue adoptado por los físicos británicos y alemanes durante el
siglo XIX y sigue siendo prevalente en la ciencia actual.

«Ciencia» es una de las palabras más escurridizas de la lengua inglesa, porque, a pesar de
que lleva siglos en uso, sus significados cambian constantemente y son imposibles de
precisar. Austen menciona de manera informal la ciencia del baile, otros escritores utilizaban
también la palabra «ciencia» para hablar de las materias medievales de la gramática, la lógica
o la retórica. Esta palabra, tan común en la actualidad, no se inventó siquiera hasta veinte
años más tarde, en 1833, durante la tercera reunión anual de la Asociación Británica para el
Avance de la Ciencia (BAAS, British Association for the Advancement of Science). Los
delegados de la conferencia bromeaban sobre la necesidad de encontrar una palabra que
abarcase sus diversos intereses. hombres actualmente considerados como los científicos más
eminentes del siglo rechazaron el uso del nuevo término para hablar de sí mismos. El debate
seguía vivo sesenta años después de que Whewell mencionase su idea por primera vez, y no
fue hasta principios del siglo XX cuando la palabra «científico» quedó plenamente aceptada.
Whewell pensaba que la condición de experto implicaba una limitación; le preocupaba que,
a medida que los especialistas profundizaban cada vez más en sus disciplinas perdiesen la
visión de la unidad global de la ciencia y la capacidad de comunicarse entre sí con eficacia.
En una nostálgica reflexión sobre una época pasada en la que los eruditos podían abarcar
todos los campos del conocimiento de la naturaleza, Whewell instaba a los Si se identificaban
a sí mismos como científicos, proclamaba, podían distinguirse de los artistas, escritores y
músicos, que luchaban también para lograr un mayor reconocimiento de su estatus. Los
partidarios de la nueva palabra sostenían que, si los individuos se agrupaban como científicos,
aumentarían su capacidad de presión para persuadir a los gobiernos o a las grandes empresas
para que financiasen sus proyectos de investigación, cada vez más ambiciosos y costosos.
Por otra parte, los caballeros bien relacionados se veían a sí mismos como miembros de un
grupo de élite que se dedicaba a la búsqueda del conocimiento por sí mismo. Incluso aquellos
cuya cuna no era aristocrática ni de fortuna percibían el hecho de ganarse la vida como un
comportamiento sórdido, y miraban con desdén a los emprendedores que convertían su
actividad científica en un negocio. La virulencia de las discusiones sobre el concepto de
«científico» en el siglo XIX se debía a que no era únicamente una palabra lo que estaba en
juego. Ansiosos por dar a conocer los beneficios de sus actividades, se aseguraron de que el
conocimiento científico estuviese a Por otra parte, aunque la química era una de las nuevas
ciencias, sus orígenes no se hallaban en abstrusos estudios académicos, sino en las prácticas
cotidianas de la alquimia, la medicina y las labores artesanas. Así mismo, la palabra
«biología» no se inventó hasta principios del siglo XIX, pero la nueva especialidad heredó
una enorme cantidad de minuciosos conocimientos de los herboristas, los comerciantes y los
coleccionistas (tanto mujeres como hombres). La geología, por ejemplo, era una disciplina
de nuevo cuño, cuyo nacimiento se sitúa en 1807 con la fundación de la primera sociedad
científica especializada. No fue hasta el siglo XIX cuando el coleccionismo de especímenes
geológicos se puso de moda entre la clase media, que se divertía golpeando las rocas con sus
martillos para obtener muestras de minerales y fósiles, que con frecuencia habían quedado al
descubierto durante las obras de construcción de canales y vías de ferrocarril. Pero la geología
se convirtió también en una ciencia seria que estimuló la aparición de las teorías evolutivas
por su desafío a la versión bíblica de la Creación. El electromagnetismo, la disciplina que
dominó la ciencia del siglo XIX, también era una novedad. Como fuerzas de la naturaleza,
su comportamiento era muy dispar: la electricidad producía chispas y podía causar daño,
mientras que el funcionamiento del magnetismo era invisible y afectaba al hierro, no a las
personas.

La electricidad era una emocionante innovación del siglo XVIII, utilizada por los filósofos
experimentales para captar la atención del público con sus espectaculares representaciones.
El magnetismo, en cambio, era uno de los misterios tradicionales de la naturaleza, un poder
otorgado por Dios que los navegantes sabían aprovechar, pero básicamente relegado por los
filósofos naturales. 1820 es el año que simboliza el cambio, cuando Hans Oersted, un
profesor de física de Copenhague, ideó una espectacular demostración para impresionar a sus
alumnos: una aguja magnetizada se movía en respuesta al paso de una corriente eléctrica por
una espira. Por toda Europa, los investigadores se pusieron a analizar este efecto, y Humphry
Davy (que en aquel tiempo presidía la Royal Institution) pidió a su asistente, Michael
Faraday, que le informara de sus progresos. Lo que, es más: Faraday demostró que se trataba
de fenómenos simétricos: podía mover un imán mediante una corriente, pero también hacer
girar un cable eléctrico alrededor de un imán. Como agentes de policía que protegieran las
fronteras de la nación, los científicos disponían qué temas se hallaban dentro de sus dominios
y a cuáles se les debía proscribir la entrada. La química se convirtió en una de las principales
disciplinas científicas, pero la caricatura de Gillray ilustra el menosprecio inicial hacia los
químicos por su relación con la alquimia, la industria y la Revolución Francesa. siglo XIX,
El introductor original del sistema fue Franz Mesmer, que, en la década de 1780, afirmaba
poder curar a las personas enfermas mediante la conducción de fluido magnético a través de
sus cuerpos. absorber el fluido magnético de la bañera; la mujer de la silla ha sufrido una
crisis, un polémico efecto secundario inducido por la proximidad, la intensa mirada y los
sugerentes movimientos de manos del propio Mesmer. La circulación del nebuloso fluido
magnético de Mesmer por la atmósfera puede sonar como algo estrafalario, pero no era más
extraño en un nivel conceptual que el éter eléctrico del que hablaban los filósofos naturales
más destacados de Europa. Y lo que es más importante: desde el punto de vista de sus
pacientes, el relajante tratamiento de Mesmer los ayudaba a aliviar sus síntomas, y este era
el motivo que los impulsaba a pagar sus tarifas. El aparente peligro de Mesmer no tenía que
ver con que fuese muy distinto de los otros médicos, sino precisamente con el hecho de que
era lo bastante similar como para representar una amenaza real. Los médicos más famosos,
ansiosos por acumular prestigio, se burlaban de sus competidores con menos formación
tratándolos de embaucadores, a pesar de que ellos mismos comercializaban panaceas inútiles
a precios desorbitados. Por un lado, estaban los doctores de alta sociedad que habían asistido
a la universidad, pertenecían a asociaciones profesionales y cobraban cuantiosos honorarios,
y por otro había hombres y mujeres sin formación que intentaban ganarse la vida como
podían cuidando de la salud de los pobres. Aun así, las sociedades mesmerices prosperaron
durante todo el siglo XIX, debido en parte a que se trataba de una terapia democrática que
las personas normales podían llevar a cabo. Se trataba de una terrible perspectiva: la filosofía
de la objetividad científica sostenía que los racionales hombres de ciencia podían utilizar sus
mentes para ejercer disciplina sobre sus cuerpos. los filósofos de la Ilustración legaron esta
pasión por la racionalidad a los científicos que les sucedieron. La meta de los científicos del
siglo XIX, con formación de expertos y organizados en disciplinas especializadas, era
unificar y ordenar el mundo mediante la búsqueda de leyes simples que describiesen todos
los comportamientos, tanto de personas como de objetos, tanto de mentes como de cuerpos.

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