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Qué Hacer Con La Biblioteca en Casa

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Qué hacer con la biblioteca

en casa
Vivimos cada vez más replegados de la esfera pública en el
hogar, donde los libros acolchan el nido. Los escritores
reflexionan sobre la convivencia con su duplicación digital.

La biblioteca de Sylvia Iparraguirre y Abelardo Castillo: pareja de


escritores. Foto: Ruben Digilio

Ingrid Sarchman
0
03/02/2023 17:55
 Clarín.com
 Revista Ñ
Actualizado al 03/02/2023 17:55

A mediados del 2020, quizá en el momento más álgido de


la pandemia, una empresa española tuvo la original idea de
ofrecer bastidores, en tamaño real, que simulaban una biblioteca
para usar de fondo en las conexiones virtuales. Que se ofreciera
la imagen de libros, y no los libros en sí, parecía –y lo sigue
siendo– el paroxismo del simulacro tantas veces denunciado
desde fines del siglo XX. Sin embargo, el asunto de las
bibliotecas, como mueble o construcción simbólica, no es un
tema nuevo ni exclusivo de la crítica a la sociedad del
espectáculo. Podría ser abordado desde el diseño de interiores,
cuando históricamente lo fue desde la literatura y la sociología
de la cultura. Más allá de eso, existe un área, sin un nombre
preciso, que combina la arquitectura con la autobiografía y
produce textos hechos de materiales reales (maderas, ladrillos,
aglomerados), técnicos (electricidad o bytes) y simbólicos
(palabras, imágenes y silencios). ¿Qué hacemos con nuestras
bibliotecas físicas hoy, cuando se han duplicado en las
bibliotecas digitales?

Esta biblioteca perteneció al estudioso y políglota Richard Mascksey. Se


la atribuyó falsamente a Umberto Eco y se viralizó como tal.

Hoy muchos jóvenes las ordenan en función del color de los


lomos de sus libros; esta paradoja del caos, dado que se basa en
la memoria de las cubiertas, produce una suerte de Pantone pero
disuade de la consulta y relectura: son bibliotecas no utilitarias,
ornamentales. En el extremo de esta decoración “testimonial”,
el mercado ofrece empapelados con bibliotecas, en el abanico
que va de los anaqueles animados, a lo Disney, a las bibliotecas
realistas e incluso reales. Se puede tener en el líving la
célebre Long Room, del Trinity College, en Dublín, entre las
más bellas del mundo, y un mural con la supuesta biblioteca
de Umberto Eco. Lo ocurrido con ésta es elocuente de la nueva
sensibilidad. En los últimos años se viralizó una foto de la
biblioteca de Eco que no era tal, sino propiedad del profesor,
bibliómano y políglota Richard Mascksey, de 51 mil
volúmenes (sin contar revistas), desbaratada en 2019, tras su
muerte. Si bien el malentendido quedó aclarado en un artículo
del diario The New York Times, sigue sirviendo en zooms y
presentándose como de Eco en la web: vimos así nacer y crecer
una imagen de leyenda.
Las bibliotecas reales se han expandido tanto que requieren el
método bibliotecológico. Inventarium, una empresa de
Florencia Baranger y Sofía Pomar, cataloga colecciones de
libros y arte en una base online sistemática y de fácil acceso.
“¡Somos las Marie Kondo de las colecciones!”, ironizan.
Robert Darnton, Roger Chartier y también Irene Vallejo:
nunca se investigaron tanto como en este siglo los capítulos
gloriosos e infames de la historia del libro. Un nuevo
tomo, Bibliotecas (Ediciones Godot), aporta ensayos breves y
memorias de Martín Kohan, Selva Almada y Jorge Carrión,
entre otros catorce autores, en torno de sus bibliotecas
personales. Se suma a la colección de la editorial Ampersand,
que viene reuniendo memorias de grandes autores/lectores
argentinos, como Sylvia Molloy, Margo Glantz, Luis
Gusmán, Edgardo Cozarinsky y Jorge Monteleone.

Umberto Eco y su biblioteca en Bologna (la verdadera).

El valor de refugio
En 1957 el filósofo francés Gaston Bachelard publicó Poética
del espacio. Allí señalaba que, así como la casa constituye una
capa protectora entre la vida exterior y la íntima –como una
segunda piel–, los distintos ambientes de ese hogar y los objetos
dispuestos podrían ser pensados como órganos que garantizan
la vida interior tal como sucede en el cuerpo. Así, cada rincón y
cada mueble tendría a su cargo una función específica
relacionada con la incorporación y aporte de nutrientes,
circulación y limpieza del aire, y hasta evacuación de desechos,
entre otras necesidades.
La homología de Bachelard funcionaba en varios sentidos. En
el mundo occidental, de la segunda mitad del siglo XX
confluían dos fenómenos: la tendencia al repliegue de la vida
pública y el desarrollo de una industria asociada al confort
hogareño. En paralelo, el crecimiento de la llamada industria
blanca (heladeras, lavarropas y otros electrodomésticos),
acompañado de la profesionalización de la comunicación
publicitaria, contribuyó a la conformación de un medio
ambiente acolchonado y privado, desconectado de los grandes
problemas públicos. Pero contrario a otros autores que, a partir
de esta tendencia –en la que se incluían los aparatos de
comunicación como la radio o el televisor– denunciaban anomia
y narcotización de los sentidos, para Bachelard esta actitud
potenciaba la creatividad. Desde esta perspectiva, la poética del
espacio proponía un nuevo modo de percibir, y en consecuencia
habitar, los ambientes conocidos. Al poner el foco en los
rincones más oscuros de la casa, en los cajones que nunca se
abren o en un estante de difícil acceso, establecía un curioso
método de autoconocimiento. Las bibliotecas y su (des)orden
podrían ser pensadas como engranajes de este organismo-
máquina que, en sucesivas metamorfosis, contribuirían a la
historia personal del poseedor. Esta mirada vital se oponía,
como se mencionó más arriba, a una más sombría relacionada
con el repliegue en el mundo privado, el desinterés en la vida
pública, la apatía y el consumo desmedido, que considera el
acopio de libros una mera acumulación sin valor.
Para finales del siglo XX, la aparición de internet en el ámbito
doméstico potenció aún más esta tendencia. De alguna manera,
que las personas estuvieran conectadas y disponibles contribuyó
a una atomización más evidente. Leer y escribir dejaron de ser
actividades exclusivas del papel, el lápiz y la mano. Las
pantallas y los teclados contribuyeron a crear una burbuja en
torno al lector/escritor. Esta deslocalización del espacio de
lectura (y de escritura) se relaciona con lo planteado por el
filósofo alemán Peter Sloterdijk en la trilogía de
ensayos Esferas, publicados entre 1997 y 2004. Allí señalaba
que la humanidad era resultado de la interacción con su medio,
con sus respectivas atmósferas. La pregunta de nuestro tiempo
sería ¿qué tipo de espacio habitamos y de qué tipo
de herramientas nos rodeamos, con qué objetos y con quiénes?

La biblioteca familiar por excelencia en Lamport Hall, en


Northamptonshire, Inglaterra, data de principios de la década de 1730 (los muebles y
accesorios se actualizaron a principios del siglo XIX).Crédito...Reid Byers, cortesía de
Lamport Hall Preservation Trust

El tercer tomo de esta trilogía se vale de la imagen de la espuma


para describir a un tipo de habitante urbano, cobijado en su
pequeña burbuja que convive con otros tantos sujetos en sus
mismas condiciones: aislado, pero a la vista de los demás.
Mientras habita lugares cada vez más pequeños se aglomera
en espacios públicos –como medios de transporte, recitales y
eventos deportivos– para luego volver a su burbuja individual.
Esta egósfera fomenta una egotécnica (la fabricación de
muebles y artefactos de uso exclusivo) que, a su vez, se sostiene
en la proliferación de discursos de autoayuda, centrados en
el encapsulamiento del yo. El apogeo de esta tendencia podría
ser caracterizada por lo que algunos especialistas
llaman sologamia, que no es otra cosa que la decisión de
casarse consigo mismo. Así, la foto de una biblioteca sería un
aporte más a la construcción de un yo centrado en sí mismo y
ofrecido solo como imagen al mundo exterior.
Sin embargo, a más de veinte años de iniciado el siglo XXI, y a
pesar del crecimiento de la vida virtual, se advierte que el
paisaje es mucho más diverso que lo avizorado en sus
comienzos. Los diagnósticos sombríos conviven con
tendencias contrarias porque los medioambientes nunca han
perdido el contacto con el mundo exterior y las relaciones
humanas. De manera que la pregunta sloterdijkiana, acerca de
los entornos actuales, podría caracterizarse como la de una
época donde los objetos son mucho más que una mercancía y
mucho menos que extensiones del cuerpo físico. En este marco,
las bibliotecas reales, las que acumulan libros pero también las
que se guardan en un dispositivo o en la nube, deberían ser
pensadas como “muebles orgánicos”, un artefacto que, al
ocupar un espacio, se vuelve alter ego de quien lo va
construyendo, e incluso adquiere atributos humanos: una
reversión de la poética de Bachelard adaptada a nuestro tiempo.
“Los lectores somos ciborgs, criaturas donde convergen la
biología y la tecnología”, escribe Jorge Carrión en el
mencionado Bibliotecas. “El cerebro humano puede almacenar
unos 100 terabytes de recuerdos, experiencias y saberes.
Gracias a la biblioteca, la capacidad se multiplica
exponencialmente. Como las flores, que para reproducirse se
alían con los insectos o con el viento, las bibliotecas nos
necesitan para experimentar el movimiento y la fecundación.
No viven si alguien no las coge, las abre, las lee”, continúa
Carrión. Alejada de la vieja dicotomía del siglo pasado, que
dividía aguas entre apocalípticos e integrados, pero tampoco
muy cercana a la distopía donde las tecnologías se volverían en
contra de “lo humano” (si acaso eso existiera en estado puro), se
trata de pensar cómo se convive en entornos hipercomplejos.
Cómo, de alguna manera, los objetos reales –muebles, libros,
ojos y brazos– se acoplan a las nuevas tecnologías pero también
cómo se construyen medioambientes confortables a medida. De
manera que el ciborg aquí no debería entenderse
exclusivamente como un organismo enriquecido
tecnológicamente para su propio beneficio, sino como resultado
de una relación con un entorno dinámico y cambiante.

Gil Schafer III, un arquitecto de la ciudad de Nueva York, diseñó una


pequeña biblioteca en su propia casa de vacaciones en Maine, usando madera
contrachapada de roble en las paredes para menos formalidad. Foto: Simon Upton

Siguiendo la perspectiva bachelardiana, muchos entrevistados


en este libro nombran al mueble como inestable, con poco
equilibrio, mencionan que conservan o regalan libros por
superstición, que algunos desaparecen sin dejar rastro o que, por
el contrario, aparecen en lugares nuevos. El atributo mágico,
desde esta perspectiva, queda relacionada con el azar de los
organismos vivos. Así como las enfermedades pueden
desencadenarse sin aviso previo, algunos atributos físicos son
heredados por aquellos misterios de la genética. En este cruce
de niveles, las fusiones de las bibliotecas de los convivientes se
presentan también, según la escritora Carla Maliandi, como
“una decisión más significativa que la de mezclar fluidos”.
La convivencia de dos mundos
Sin embargo, la convivencia más inquietante de nuestro tiempo
es la de lo analógico –el libro físico– con lo digital. Si las
bibliotecas son esos espacios complejos donde habitan distintos
materiales, ¿sería posible pensar un uso, un modo de recorrerla
que incluya en el mismo golpe de vista ambos registros?
“Internet no me cambió el hábito de la lectura sino el de
la relectura”, escribe Maliandi en la antología Bibliotecas.
“Cada vez son menos los libros que salen de su estante, porque
el desorden es tan descorazonador que uno los consulta o relee
directamente en pdf”.

Bibliotecas. AA.VV. Editorial Godot.

La amenaza del desorden parece contraponerse a la liviandad


del mundo virtual. Aquí, la metáfora de la nube, que contiene
enormes bibliotecas digitales, funciona como complemento de
otra mucho más pesada y corrompible, y no como su opuesto.
Una vez más, en esta original disposición del espacio, la disputa
no se da entre nuevas y viejas tecnologías, sino entre el original
y la copia, entre lo auténtico y su simulacro. El peligro está,
entonces, no tanto en el repliegue de los lugares privados, sino
más bien en la exhibición sin límites de una fachada sin
profundidad. Quizá, se deba ahondar en los fondos, en aquellos
lugares que parecen inaccesibles a la mirada superficial.
La amenaza no son las pantallas sino las imágenes inmóviles
que puedan ser capturadas a partir de ellas. El bastidor con la
foto de una biblioteca debería funcionar como testigo y
advertencia de una época en la que el problema mayor no es el
abandono de lo analógico, sino la imagen plana de un mundo
sostenido en la mera exhibición.

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