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Apuntes Bergson Husserl Escuela de Frankfurt

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Corrientes actuales de la filosofía I

H. Bergson:

El espiritualismo de Bergson:

El espiritualismo de Bergson se caracteriza por proclamar la reforma del espíritu, por


intentar que este vuelva sobre sí, se torne consciente. Además, afirma la finitud de la
conciencia debido a su carácter situado en un ámbito de acción, por lo que será un
claro precedente de la fenomenología de la existencia. Bergson se opone a los
espiritualismos precedentes que permanecieron al margen de la ciencia, de la que él
es un gran conocedor. En el Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, su
primera obra, pretende despojar a la conciencia de las construcciones intelectuales
que no se correspondan con su verdadera actividad, porque la conciencia será, en
Bergson, la marca característica de lo vivido actualmente, es decir, de lo actuante. Los
datos inmediatos de conciencia no son cosas que se sumen unas a otras, sino
cualidades como la pura duración y la libertad que se sigue de ella. En el primer
capítulo de esta obra critica los procedimientos propuestos por la psicofísica para
medir las sensaciones como si fueran cosas inertes y cuantitativas (como si fueran
objetos externos; confunde los estados subjetivos con prejuicios y con su causa).
Idénticos prejuicios y precipitaciones caracterizan el asociacionismo de la psicología
naturalista. Por eso es por lo que Bergson considera que tanto la ciencia como la
filosofía deben ocuparse de los datos inmediatos de la conciencia si no quiere pensar
en el vacío. Lo que ocurre es que cuando esos datos se transforman en conceptos
dejan de ser inmediatos. No se trata de construir conceptos abstractos, sino de
rendirse a la potencia de lo inmediato, que no es lo cuantitativo y que es alterado
cuando se objetiva. Por ello, denuncia la tendencia de la ciencia a espacializar los
datos inmediatos de la conciencia objetivándolos para poder medirlos. Siguiendo en
ello a Leibniz, concibe el espacio como orden de las unidades yuxtapuestas que
garantizan su exterioridad. En el espacio reina la multiplicidad discreta de los números,
completamente distinta de la multiplicidad cualitativa de los datos de la conciencia
bergsoniana.

Bergson se enfrenta asimismo a algunas de las ideas kantianas, como el imperativo


categórico, el cual no demuestra que la razón sea práctica, ya que esto no es un
hecho empírico. Kant transforma la autonomía moral en un modelo y Bergson
desconfía de las ideas abstractas. Por otra parte, piensa que la diversidad sensible
apercibida por Kant es una construcción filosófica inadmisible de la realidad. En
cambio, el dato inmediato de la conciencia es el de una continuidad de sensaciones y
sentimientos; este continuum no es un todo indiferenciado, sino persistencia de lo
múltiple cualitativo, en definitiva, una duración. Debemos partir de ella y no de hechos
ideales si queremos estar en contacto con la realidad; en otras palabras, para ser
libres no necesitamos emplear reglas abstractas, sino comenzar con un sentimiento y
hasta con una experiencia moral. Kant no fue sensible a ello y creyó que los estados
psicológicos podían reproducirse como los estados físicos en el espacio, aunque el de
aquellos fuera el espacio interior de la conciencia. Por ese motivo, no logró
comprenderlos en su intensidad cualitativa, no entendió que el dato inmediato de la
conciencia era la duración. Kant pensó el tiempo, pero se equivocó al conceptualizarlo

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de la misma manera que la ciencia de la época, estáticamente, aunque como una
forma pura de la sensibilidad. Bergson considera que la duración es forma y contenido.

Metafísica de la duración:

La duración es el verdadero dato de la conciencia despojado de toda construcción


intelectual. Bergson la denomina “real” a diferencia de la duración del tiempo objetivo,
que sólo es aparente y cuya homogeneidad contrasta con la heterogeneidad de la
duración real. La realidad auténtica de la conciencia es esa duración irreductible, la
continuidad de nuestra vida interior, el flujo vivido. En virtud de su intuición tenemos
idea del tiempo. El principal error sobre ella es la conciencia de la propia duración
como un tiempo espacialmente concebido, es decir, como un tiempo indefinidamente
divisible que solo puede contener un número determinado de fenómenos conscientes.
Así es como Bergson denuncia la espacialización del tiempo y propone volver al
tiempo auténtico. Esta concepción de la duración transmuta la concepción tradicional
del tiempo cuantificable y lo entiende como devenir sentido cualitativamente y, por
tanto, no mensurable. La duración no es, sin embargo, una apertura subjetiva a un
orden objetivo intemporal. En la duración, la existencia espiritual aparece como
constante del mismo modo que sus estados de conciencia. Esto implica negar que
exista una sustancia inmutable del yo; sólo hay una duración que se retrotrae al
pasado y al futuro progresando en toda su heterogeneidad. Esta duración es intuida
por la conciencia que todo lo conserva para crear, porque crear es madurar, cambiar,
hacerse indefinidamente a sí mismo en la propia duración. Lo que dura no es un
estado inmodificable, sino una dialéctica entre lo que nos determina y la
espontaneidad creadora, una continua transición que constituye la existencia (la
duración es la condición de posibilidad de nuestra identidad y de la constitución del
mundo). No hay diferencia esencial entre pasar de un estado a otro y persistir en el
mismo estado. Identidad y diferencia acontecen en la duración, ya que esta es
continuación de lo que ya no es en lo que es y, por ello, es memoria, pero entendida
de un modo progresivo, no como simple repetición de lo que ya fue. La única conexión
entre experiencias presentes y pasadas es la duración de la conciencia.

La actualización de la conciencia del pasado en un acontecimiento presente de


percepción es, finalmente, una consecución del cerebro. Un acto de percepción no es,
sin embargo, mera contemplación, sino una continuación de un movimiento corporal
guiado por intereses prácticos (la percepción aísla lo que nos interesa del conjunto de
la realidad, nos muestra menos las cosas mismas que el partido que podemos sacar
de ellas. Pero de cuando en cuando surgen hombres cuyos sentidos o conciencia
están menos adheridos a la vida. La naturaleza ha olvidado fijar su facultad de percibir
a su facultad de actuar. Esos hombres son los creadores, pero podemos serlo todos,
porque lo que hace que nuestra conciencia no sea completamente absorbida por la
percepción en las cosas no solo es la distancia de la vida práctica, sino también la
memoria. Rara vez hay percepciones puras, porque son inseparables del recuerdo. La
memoria es lo central de la conciencia humana porque condensa en una intuición
única los múltiples momentos de la duración y es el registro de la misma. No hay
estado del alma que no cambie a cada instante, ya que no hay conciencia sin
memoria, no hay continuación de un estado sin adición al sentimiento presente del
recuerdo de los momentos pasados. En esto consiste la duración. La definición

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bergsoniana más lograda de la memoria es la de la síntesis del pasado y el presente
en vista del futuro, una síntesis que no es de identificación sino de transición, pues se
trata de una prolongación del pasado en el presente que conserva cada una de sus
diferencias con vistas al futuro. Bergson explica el olvido diciendo que la atención a la
vida restringe el campo del pasado, que está virtualmente presente en su totalidad, a
aquello que interesa prácticamente. Si la atención a la vida estuviera exenta de todo
interés práctico, comprendería el pasado continuamente presente, no como conjunto
de instantes, sino como presente indiviso en continuo movimiento.

En la metafísica de Bergson lo primero no es la percepción, seguida de su retención


memorística, sino el acontecimiento, y desde él hay que pensar el tiempo. El pasado
como realidad virtual no es lo que difiere de lo actual, sino un componente más del
acontecimiento. Este pertenece a la duración, tiene duración. En Bergson, a diferencia
de Descartes, la duración del yo no implica la de la conciencia de dicha duración. El
ser viviente es movilidad, pero la conciencia es otra cosa, ella introduce elección e
indeterminación. En otras palabras, nuestra vida vivida no es objeto para la conciencia,
no es explicable por ella. Su continuidad e identidad no se deben, en Bergson, tanto a
la memoria como a la duración.

El dualismo persiste en la distinción bergsoniana entre un yo profundo, que es pura


interioridad no espacializada, pura duración, y un yo superficial, que designa su zona
de contacto con los otros y con el mundo. El primero vive la duración mientras que el
segundo se mueve en el tiempo homogéneo y objetivo. Ambos reproducen la división
bergsoniana de lo real en la exterioridad en la que la materia se yuxtapone y la
interioridad del espíritu en la que hay compenetración y duración. No obstante, la
sucesión de la duración carece de distinción, del mismo modo que el yo profundo
requiere al superficial y a la inversa. En la duración, que es en sí memoria, el pasado
no se presenta como pasado, sino como continuamente presente, como “bola de
nieve”. El pasado en sí tiene un pasado sólo para nosotros que lo vemos crecer
progresivamente y distinguimos nuestros estados precedentes de los actuales.
Nuestra conciencia se imagina el pasado (en sí mismo, sin embargo, es un presente
indiviso).

Bergson parece incurrir en el dualismo entre la percepción pura (que no implica la


participación de la memoria, la cual es esencial a la conciencia), que nos coloca en la
materia, y la memoria pura, que nos ancla en el espíritu. La percepción pura constituye
el fondo de intuición real sobre el que se expande la percepción consciente; es más
rica e inmediata, pero también más pobre (por su carencia de memoria), que la
percepción consciente. Esta percepción pura es el acto fundamental por el que nos
situamos en las cosas, la condición de posibilidad de cierta unión entre la materia y la
memoria, lo objetivo y lo subjetivo e incluso entre lo extenso y lo inextenso. La
percepción pura no es más que un ideal, sustentado, eso sí, en la motricidad que
define a la percepción, la cual no es representar algo, sino preparar al cuerpo para que
se mueva a fin de servirse de la situación de acuerdo con los intereses actuales. Por
su parte, la memoria no es puramente espiritual y por ello precisamente deja sus
huellas en los cuerpos. Toda percepción está impregnada de recuerdos, hasta el punto
de que el presente no es más que el pasado abriéndose paso hacia el futuro. Cada
percepción ocupa un espesor de duración, prolonga el pasado en el presente y, por

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ello, se nutre de memoria. Gracias a ello hay reconocimiento de lo percibido, aunque
este no sea teorético sino pragmático, es decir, orientado a desenvolverse mediante
acciones. El tiempo se mide por medio del movimiento, pero si esta medida es posible
es porque nosotros somos capaces de movernos. Cuando lo hacemos sentimos
movimientos musculares, pero también tenemos conciencia de los mismos. Los
movimientos duran, describen una trayectoria, como la percepción visual, y se dan en
un espacio.

Libertad es, en Bergson, el momento en estado puro en el que se vive y siente el


surgimiento del movimiento y, a la vez, la relación que le sigue y la conciencia de la
diferenciación. El hombre se convierte a la libertad retornando a la duración real del yo
profundo. En resumen, somos libres cuando nuestros actos emanan de nuestra
personalidad entera, cuando la expresan. La dificultad para representarnos la duración
en su pureza originaria proviene de que la sustituimos por una medida de
simultaneidades percibidas o concebidas espacialmente, es decir, como si fueran
puntos en el tiempo, como instantes, mientras dejamos escapar lo que propiamente
dura, el intervalo entre simultaneidades. El instante solo tiene una existencia virtual, es
en lo que terminaría una duración si esta parara, pero la duración real no se detiene.
La simultaneidad de instantes es cuantitativa, mientras que la duración es cualitativa.
Sin embargo, pueden integrarse, igual que la ciencia y la metafísica bergsoniana. La
complementariedad de la duración real y el tiempo especializado evita que sólo
tengamos cada uno nuestra propia duración. Es la simultaneidad entre dos instantes
de dos movimientos externos a nosotros lo que hace que podamos medir el tiempo,
pero es la simultaneidad de estos momentos con los momentos detenidos por ellos a
lo largo de nuestra duración interna lo que hace que esta medida sea una medida de
tiempo. Tanto la vida del universo como la nuestra es duración. La explicación
científica no nos da su sentido, sino que lo sentimos en nosotros y simpatizamos con
el que se encuentra fuera. En lugar de reducir el movimiento al mecanicismo, Bergson
lo explica mediante la proyección de la duración sobre la materia aprehendida desde
su metafísica positiva. Los movimientos de los otros seres vivos se captan por
simpatía, es decir, por una aprehensión interior de lo que hay de análogo entre ellos y
nosotros.

La metafísica “positiva” de Bergson se pone como meta la intuición de la duración. El


objeto de la metafísica bergsoniana es la duración real, a diferencia del de la ciencia,
que es la materia y el tiempo espacializado. Sin embargo, Bergson no opone una a
otra, sino que está convencido de que hay una metafísica de la ciencia que habita el
espíritu de los grandes sabios, que es inmanente a su ciencia y que es con frecuencia
la inspiradora invisible de la misma. La realidad de la que se ocupa la metafísica es la
fuente común de la materialidad del pensamiento y del universo, eso que da sentido al
acontecimiento. Se trata de una realidad espiritual, psicológica, que se puede revivir a
partir de nuestra propia duración y en simpatía con la de la naturaleza. La duración
vivida es creación, porque está en movimiento, pero, además, es libertad porque no
pertenece a la materia inerte. De este modo se conjugan la necesidad con la libertad.

La evolución creadora:

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Bergson es evolucionista pero su evolucionismo no es cientificista. La evolución
creadora es la obra de Bergson en la que se concentra esta problemática. Se trata de
un estudio sobre la vida, comprendida dinámicamente, como trabajada desde su
interior por el impulso vital de la conciencia, que ya apunta cuando la materia es
aprehendida en sus profundidades, fundamentalmente como duración, aunque
también se encuentra con las limitaciones que le impone la materia. El impulso vital
actúa como si una conciencia fuera inmanente a la vida, aunque estuviera como
adormecida en algunos seres vivos. Comprender esto requiere imaginar la vida
entrando en el mundo: primero como materia bruta, después en las acciones
puramente físicas que se repiten y cuya duración está distendida imposibilitando
cualquier creación. En este mundo de la necesidad irrumpe la vida con su movimiento
imprevisible y los seres son libres para elegir el tiempo gracias a la memoria; esta
rompe el determinismo de ese impulso vital y marca el surgimiento de la conciencia. A
diferencia de la materia bruta que sólo responde a causas mecánicas, la conciencia
humana toma de la materia lo que le resulta útil para sus acciones. La fuerza vital
anima, asimismo, la evolución creadora y es el peculiar modo de ser de un ente finito
frente a una materia ya dada que le opone resistencia y le exige un esfuerzo. No hay,
sin embargo, diferencia irreductible entre materia y espíritu. Bergson llega a referirse a
una génesis ideal de la materia, es decir, a una explicación de esta como detención
posible del impuso vital espiritual. Todos los seres organizados participan de él; la
materialidad es ese movimiento aunque inverso al del espíritu. La actualización de
este impulso depende de la confrontación con la materia para transformarla al mismo
tiempo que el impulso la transmuta.

El impulso vital (élan vital) constituye el núcleo más profundo de la realidad y se


desarrolla incesantemente generando nuevas formas; implica iniciativa, elección y
continua creación. El impulso vital consiste en una exigencia de creación. No puede
crear de modo absoluto porque se encuentra a la materia ante sí, es decir, al
movimiento inverso al suyo. Pero se aprehende de esta materia que es la necesidad
misma y tiende a introducir la suma más grande posible de indeterminación y de
libertad. La libertad que el impulso vital inyecta en el universo material es indefinible,
porque coincide con el proceso de la vida consciente y decir qué sea implica
espacializarla mediante el lenguaje, transferirla al plano de los objetos físicos en que
precisamente no hay libertad, sino determinismo, porque ha desaparecido la duración
real, que es constitutiva de la conciencia. Junto con la libertad, la voluntad prolonga
nuestro ser gracias a ese impulso vital que nos hace sentir que la vida encierra una
parte de invención y que cualquier movimiento posee cierta espontaneidad. Eso es la
creación perpetua en la que consiste la realidad. Si la vida fuera conciencia pura, sería
actividad creadora exclusivamente, pero está atada a un organismo que la somete a
las leyes generales de la materia inerte. Sin embargo, cuando crea, hace todo lo
posible por franquear esas leyes. Por eso, la vida es creación (a diferencia de los
sistemas materiales cerrados) y, al mismo tiempo, conservación de todo el pasado. Lo
que diferencia la vida del individuo del individuo de la de la naturaleza es que el
primero debe elegir, porque sólo puede vivir una existencia. En cambio, la vida no
elige y no sigue una única línea de evolución. La unidad de las distintas direcciones de
esta no obedece a una finalidad preestablecida, ya que la vida es creación imprevisible
(su unidad no está al final sino al principio). Bergson apunta de este modo a un

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naturalismo de carácter espiritualista, ya que identifica el incesante proceso evolutivo
con la duración de la conciencia.

Bergson niega que la evolución sea una serie de adaptaciones a las circunstancias
como pretende el mecanicismo. Considera que el evolucionismo que le ha precedido
no logra dar cuenta de la formación de órganos complicados, como el ojo, que tienen
una función muy simple. El todo es de la misma naturaleza que el yo, es decir, está en
gestación. Bergson critica que las explicaciones mecanicistas consideran el futuro y el
pasado como calculables en función del presente, pretendiendo, así, que todo está
dado. Por la misma razón es rechazable el finalismo radical, que implica que las cosas
y los seres no hacen más que realizar un programa que ya ha sido trazado (se supone
que todo está dado, con lo cual el tiempo resulta inútil).

Es innegable que la adaptación al medio es la condición necesaria de la evolución, lo


que Bergson rechaza es que dicha adaptación sea la causa impulsora de la misma. El
impulso no es una fuerza dormida que espere a desarrollarse siempre de la misma
manera y repitiendo sus producciones, sino que es un impulso original, un empuje
interno que conduce a la vida pasando por formas cada vez más complejas. La
conciencia es distinta del organismo que ella anima, aunque sufra algunas de sus
vicisitudes. La conciencia es esencialmente libre, es la libertad misma, pero no puede
atravesar la materia sin adaptarse a ella, y esta adaptación es lo que se ha dado en
llamar “intelectualidad”. La inteligencia, al volverse hacia la conciencia actuante (libre),
la hace entrar en los marcos en los que tiene costumbre de ver insertarse a la materia,
por lo que siempre percibirá la libertad en la forma de necesidad.

El cerebro únicamente es la reunión de los dispositivos que permitirán al espíritu


responder a la acción de las cosas con reacciones motrices que, por otra parte, sirven
para insertarlo en la realidad. Pero lo psíquico no es mero resultado de la actividad
cerebral. El estado cerebral no es ni la causa ni el efecto de la percepción; esta es
nuestra acción virtual, mientras que aquel es nuestra acción ya comenzada. La
conciencia no es idéntica al cerebro, aquella es la potencia de elección de la que
dispone el viviente y, por tanto, es sinónima de invención y de libertad. El hombre es
superior a los animales en virtud de su cerebro, su sociedad y su lenguaje. En
realidad, estos no son más que signos de su supremacía interna por la cual él es el
término de la evolución. En el hombre, la inteligencia coexiste con los instintos, estos
no son ni siquiera separables de aquella. Si el instinto es la facultad de construir y
utilizar instrumentos orgánicos, la inteligencia es la que se ocupa de crear
instrumentos artificiales. Aquellos son conocimientos de la materia y se orientan a la
inconsciencia, pero la inteligencia es conocimiento de la forma y se dirige a la
conciencia. La consideración cuantitativa del tiempo proviene de la interpretación,
característica de la inteligencia, del tiempo por analogía con el espacio, es más, del
tiempo que ha sido espacializado artificialmente. Desde ella, resulta imposible
comprender la duración vital. Esta incapacidad de la inteligencia frente a la vida es la
misma de la que adolece la ciencia que se funda en ella. Sus éxitos han tenido lugar
en el campo de la materia inerte. La ciencia se dirige a la acción, es decir, su saber
consiste en prever y eso explica sus avances. Sin embargo, se le escapa la
comprensión de la vida, la cual excede el organismo, porque está por todo el cosmos.
La conciencia humana es sobre todo inteligencia, pero para concentrarse en ella la

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conciencia ha tenido que renunciar a bienes preciosos como la intuición. Esta sigue la
dirección de la vida, mientras que la inteligencia va en sentido inverso, pues está
regulada por el movimiento de la materia. Una humanidad perfecta debería desarrollar
por completo ambas formas de actividad consciente, sin embargo, la conquista de la
materia lo impide, pues la conciencia debe adaptarse a los hábitos materiales.

El espíritu en el cuerpo:

El evolucionismo espiritualista bergsoniano considera que lo físico y lo psíquico son


totalmente diferentes. Bergson concibe la naturaleza como una fuerza interna
haciéndose continuamente, atravesada por un impulso vital que le impulsa a crear y a
crecer, como pura duración que evoluciona. En Materia y Memoria, Bergson analiza
las relaciones entre el cuerpo y el espíritu o el alma. Afirma que el primero es materia
dirigida a la acción, mientras que el segundo es memoria. Bergson no retrocede al
dualismo cartesiano entre el cuerpo y el alma, porque ambos no pueden pensarse
separadamente.

Tan falso es reducir la materia a la representación que el sujeto se hace de ella


(idealismo) como convertirla en cosa que produce las representaciones (realismo). La
materia es un conjunto de imágenes, y por “imagen” se entiende una cosa situada a
medio camino entre la cosa y la representación. El objeto existe en sí mismo y es
como nosotros lo percibimos, es una imagen, pero una imagen que existe en sí. El
sentido común nos dice que la materia no es una representación, sino una imagen
existente de la que nos aprovechamos si nos resulta útil para la acción, eliminando de
ella lo que no satisface nuestras necesidades. Idealistas y realistas olvidan el destino
práctico de la percepción. Para Bergson, la causa de la percepción no es la
conciencia, sino el conjunto de las modificaciones que causan las imágenes en esa
imagen particular para cada uno que es su cuerpo. El cuerpo pertenece a la materia
viva. Esta es el sistema en el que las imágenes son puestas en relación con el cuerpo;
como él, está destinada a la acción y no al conocimiento puro. Bergson describe el
cuerpo como una imagen de imágenes, porque su función central es seleccionarlas a
partir de la materia y llevarlas a la percepción de una imagen concreta. El cuerpo
proyecta la percepción como una imagen privilegiada, como posible acción en el
mundo exterior. La percepción consiste en separar del conjunto de objetos la acción
posible del cuerpo sobre ellos. Bergson enraíza lo percibido en las sensaciones
fisiológicas vitalmente entendidas.

Bergson opina que el psiquismo desborda enormemente el estado cerebral. El último


solo determina una parte ínfima del mismo, esa que se traduce en movimientos de
locomoción. El resto, la mayor parte del psiquismo, esa que se desarrolla en
pensamientos abstractos, va acompañada de imágenes que imprimen en los cuerpos
determinadas actitudes. Una de esas imágenes es el cerebro. Lo es por formar parte
del mundo material. El cerebro no es la condición de la imagen total, sino una parte de
la misma. El cuerpo es otra imagen, pero privilegiada, porque no la conocemos sólo
desde fuera por percepciones, sino también desde dentro por afecciones. En la
afección se mezcla el interior corporal con la imagen de los cuerpos externos. La
superficie de nuestro cuerpo, que es el límite común de lo exterior y lo interior, es la
única porción de la extensión que es percibida y sentida al mismo tiempo.

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El universo puede entrar en el sistema de la ciencia, en el que cada imagen tiene un
valor absoluto pues se pone en relación con ella misma, o en el de la conciencia, en el
que todas las imágenes se regulan en relación con una imagen central de la que son
variaciones: mi cuerpo. Este es una imagen más que actúa como ellas: recibiendo y
proporcionando movimiento; lo que lo diferencia de las otras es que él es el único
medio para actuar sobre ellas; no sólo me suministra imágenes particulares, sino que
es centro de acción, un objeto destinado a mover otros y condición de la percepción.
Una imagen cualquiera influencia a las otras de un modo determinado, calculable
incluso. En cambio, el cuerpo decide entre varios pasos posibles que le son sugeridos
por la mayor o menor ventaja que puede sacar de las imágenes que le rodean. El
cuerpo proyecta la percepción como una imagen privilegiada, como posible acción en
el mundo exterior. La percepción se reduce a una selección de los caracteres de las
imágenes que interesan a las necesidades de la imagen denominada “cuerpo”.

El cerebro es instrumento de acción y no de representación. No es ni el depositario ni


el órgano del pensamiento y de la memoria, sino solamente un instrumento que
permite traducir los recuerdos en movimientos, y enlazar lo psíquico con lo corporal
gracias a su relación metafísica con la conciencia, la cual siempre le supera. El
recuerdo es el punto de intersección entre espíritu y materia. La concepción
bergsoniana del cuerpo implica un margen de indeterminación en las reacciones del
cuerpo, aunque no implica el concurso de alguna subjetividad o la constitución de una
individualidad. Bergson transforma el cuerpo perceptor en un comportamiento.

La percepción quedaría convertida en un caso de rememoración si no fuera porque


también hay percepción pura, es decir, esa impresión retiniana o ese fondo impersonal
en el que la percepción coincide con el objeto percibido. Sólo en ella, la percepción es
lo mismo que la materia. Esa percepción pura (que coincide con la materia) es el
grado más bajo del espíritu (el espíritu sin memoria). Sin embargo, esta percepción
apenas se da; lo normal es que esté orientada por la memoria, que es la síntesis del
pasado y del presente en vista del futuro. La percepción es esa imbricación del
recuerdo puro y de la percepción pura, o sea, del espíritu y de la materia que
interviene en la elección realizada por el cuerpo con vistas a la acción. El cuerpo
selecciona imágenes en función de la vida. Por su parte, las sensaciones pasadas
perviven en los recuerdos, aunque sólo se actualizan en la percepción (momento en el
que dejan de ser recuerdo y pasan a ser percepción, presente, pudiendo actuar sobre
nosotros y hacernos actuar). Mi presente es mi actitud hacia el porvenir inmediato, mi
acción inminente. El estado psicológico que llamo “mi presente” es una percepción del
pasado inmediato y una determinación del porvenir inmediato. Mi presente es
sensación y movimiento, consiste en la prolongación de la sensación en la acción. Lo
cual significa que mi presente es esencialmente sensorio-motor, es decir, consiste en
la conciencia que tengo de mi cuerpo. Solo el presente puede incitarnos a actuar. El
pasado sólo puede hacerlo convirtiéndose en cosa presente actualmente vivida.

El recuerdo no es resultado de un estado cerebral, sino una reactivación del pasado


en el presente confiriéndole materialidad. Sólo nos acordamos del pasado porque
nuestro cuerpo conserva aún presente su huella. El cuerpo sólo actúa como materia
en la que se posa el recuerdo. No somos fundamentalmente cuerpo, sino memoria. La
memoria bergsoniana no es una facultad, sino el devenir espiritual mismo que todo lo

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conserva en sí y, de este modo, lo recrea. Lo que ocurre es que el cerebro está
preparado para rechazar la casi totalidad del pasado inconsciente y conservar
únicamente en la conciencia lo que resulta útil para el presente. Nuestro pasado
permanece casi siempre escondido, porque es inhibido por las necesidades de la
acción presente. Sólo encontrará el modo de franquear el umbral de la conciencia en
todos los casos en los que nos desinteresemos de la acción eficaz.

Ni el cuerpo ni la percepción son puramente materia. La percepción (excepto la pura)


siempre está impregnada de memoria. La memoria es la que da carácter subjetivo a la
percepción. Está constantemente mezclada con ella, del mismo modo que el espíritu lo
está con el cuerpo. Sin embargo, la memoria es una potencia absolutamente
independiente de la materia. Sus contenidos son mucho más útiles que las
percepciones actuales y pueden esclarecer mucho mejor nuestra decisión. Percibir
termina siendo sólo una ocasión de recordar. Bergson no ha eliminado el dualismo en
el que incurrían los paralelismos, sino que ha dilucidado su error: distinguir el cuerpo
del espíritu en función del espacio, no del tiempo. Bergson niega haberse limitado a
sustituir la distinción espacial entre materia y espíritu por otra temporal, ya que entre
ambos se mantiene la diferencia de intensidad o cualitativa. Entre la materia bruta y el
espíritu más capaz de reflexión hay todas las intensidades posibles de la memoria, o,
lo que viene a ser lo mismo, todos los grados de la libertad. Con objeto de evitar el
monismo, Bergson distingue radicalmente el espíritu de la materia. Lo que le interesa
es su relación, ella es el dato inmediato de la conciencia. Bergson distingue el cuerpo
del espíritu en función del tiempo: el tempo se afinca en el presente y el pasado en la
memoria espiritual.

El cuerpo propio es, como cualquier otro, materia. Lo que lo diferencia de los demás
es ese yo que lo habita y que desencadena sus movimientos voluntarios. El yo (el
alma, el espíritu) sólo es la convergencia de dichos movimientos. Pero el cuerpo no es
el yo. Está confinado en el espacio y lo único que lo lleva más allá de sí es la
conciencia. El dualismo sigue presente. Asocia el cuerpo con la materia y el espacio,
mientras que la conciencia está coaligada a la memoria y al tiempo verdadero.
Bergson continúa manteniendo la concepción del cuerpo-objeto animado por un
espíritu, que es, incluso, el que percibe. Si el cuerpo es acción, la memoria pura será
la conservación de todo el pasado por obra del espíritu y su intensificación en la
duración de la conciencia, que desborda la vida cerebral. Eso que desborda el cuerpo
por todos lados y que crea actos recreándose a sí mismo continuamente es el yo, el
alma, el espíritu. El alma espiritual se extiende mucho más allá del tiempo y del
espacio; a diferencia del cuerpo que permite movimientos mecánicos, el espíritu
posibilita movimientos libres. Alma, espíritu y yo no admiten distinción en Bergson, son
el más allá del cuerpo, poderes de creación.

Una dualidad que se instala en la memoria:

Bergson acaba entendiendo la memoria de un modo dual. Por un lado, hay una
memoria útil para reconocer imágenes, una memoria que podríamos denominar
práctica, ya que se aplica de modo estereotipado a situaciones similares; su sede es el
sistema nervioso, en tanto órgano de la acción. Esta memoria produce lo que Bergson
denomina “recuerdos-imágenes”. Más que memoria, es una especie de hábito, porque

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es obra del esfuerzo y de la repetición. Ella es objeto de estudio para la psicología,
porque es voluntaria, orgánica y permite que nos adaptemos a la situación presente y
que nuestras acciones se prolonguen en reacciones más o menos apropiadas. Junto a
ella opera otra memoria, que puede designarse como “pura” por ser una manifestación
completamente espiritual y que da lugar a puros recuerdos. La memoria-hábito es la
que produce actualizaciones automáticas de las memorias pasadas en el presente
gracias al ejercicio y a la repetición. En cambio, la memoria que podríamos denominar
“recolectora” desde el presente se vuelve al pasado para explorarlo de modo
desinteresado. Esto implica que el pasado sobrevive de dos formas: 1) en los
mecanismos motores y 2) en los recuerdos independientes. Gracias a la memoria
práctica se conservan hábitos motores. A diferencia de él, el recuerdo involuntario no
tiene las características del hábito. Por ejemplo, la lectura de un poema que no
pretende memorizarlo de golpe, sino que va dejando huellas de su imagen. Si
involuntariamente algo queda fijado, lo hace como un acontecimiento vital: su esencia
radica en que remite a una fecha y no puede repetirse. Las lecturas ulteriores alterarán
su naturaleza original. Ambas memorias se conservan por la conciencia y no en el
cerebro. Aunque algunos recuerdos se hallen en ella de manera inconsciente todavía,
no excluyen su preservación en forma de virtualidades o potencialidades que se
actualizarán aunque sea parcialmente. Sólo la percepción actual es presente, todo lo
otro, incluso el cuerpo, es memoria, conciencia y duración. En el estado virtual es en lo
que consiste el recuerdo puro.

Bergson distingue radicalmente el pasado del presente. Entiende lo pretérito como lo


que ya no actúa, a diferencia del presente que es lo que se hace. Desde su
perspectiva, lo verdaderamente puro es el pasado, pues mientras que el presente está
en curso, el pasado es. El pasado puro es la experiencia vivida conservada en su
integridad. Es más, este pasado que nos trae la memoria pura completa al presente; lo
hace proporcionando a la instantaneidad de la percepción pura motivos necesarios
para la actividad, actualizando esos recuerdos y hábitos necesarios para el presente.

En la vida práctica, la memoria-hábito es de una ayuda enorme, mientras que la


memoria recolectora deja aflorar los recuerdos inútiles en el umbral de la conciencia,
como en un sueño o en una fase infantil.

Memoria del cuerpo es la producida por este desde su presente, por el que pasan los
movimientos recibidos y reenviados. El cuerpo, en tanto punto de unión de las cosas
que actúan sobre mí y aquellas sobre las que actúo es la base de los fenómenos
sensoriomotores que se han organizado en hábitos. Mientras que la memoria corporal
es cuasi-instantánea, la memoria pura ha de ser filtrada por el cerebro para hacer
posible la acción. Esta última presenta a los mecanismos sensoriomotores todos los
recuerdos capaces de guiarla en su tarea y dirigir la reacción motora en el sentido
sugerido por la experiencia. Por su parte, los aparatos sensoriomotores suministran a
los recuerdos impotentes el medio de tomar cuerpo y hacerse presentes. Al cerebro le
corresponde ser guardián del pasado, en el sentido de que él inhibe o condiciona la
actualización de las virtualidades de la memoria. Lo hace a través de la influencia de la
memoria en la conciencia perceptiva. Esta hace un llamamiento al recuerdo de
percepciones previas cuando se encuentra en una situación que no es habitual. Todas
las memorias virtuales se actualizan, entonces, en la situación perceptiva presente.

10
Para que el recuerdo reaparezca ante la conciencia, es necesario que descienda de la
memoria pura, al punto en el que se cumple la acción. La llamada a la que el recuerdo
responde parte, por tanto, del presente. Bergson no tematizó la memoria del pasado
como memoria involuntaria, porque su psicología de la acción se encaminaba al futuro
y sólo tenía en cuenta al pasado en la medida en que resultara útil para aquel. Esta
utilidad sólo puede ser mostrada por la memoria voluntaria.

No hay memoria sin pasado; este es impotente en sí, pero eficaz en el presente si
determinarlo completamente. Hay, por tanto, supervivencia en sí del pasado,
supervivencia integral del pasado de la que sólo sabemos en esos casos en los que la
conciencia se separa de la acción presente y relaja su estado de alerta, por ejemplo,
en el sueño o en la visión panorámica de los moribundos en la que desfilan todos los
acontecimientos olvidados de su historia en el mismo orden en el que se produjeron.
Sin embargo, estos son casos extremos del pasado en sí y del recuerdo puro. En
realidad, aquél sólo se nos da en imágenes-recuerdo; tiene una existencia virtual. La
percepción está llena de recuerdos-imagen que la completan interpretándola. Por su
parte, el recuerdo-imagen participa del recuerdo puro que comienza a materializarse
en él y de la percepción en la que tiende a encarnarse; finalmente, el recuerdo puro se
va plasmando en una imagen a medida que se actualiza. Sin embargo, la imagen pura
no me remite por sí misma al pasado (imaginar no es acordarse). Esto quiere decir
que la memoria pura no está contaminada con imágenes.

Entre ambas memorias no hay discontinuidad, ya que la vida es flujo entre una y otra.
Estos dos estados extremos, el de una memoria contemplativa que sólo aprehende
con su visión lo particular y el de otra memoria motora que imprime a su acción la
marca de la generalidad, no se aíslan y no se manifiestan plenamente más que en
casos excepcionales. En la vida normal, se penetran íntimamente, abandonando así,
una y otra, algo de su pureza originaria. La primera se traduce por el recuerdo de las
diferencias, la segunda por la percepción de los parecidos: en la confluencia de las
dos corrientes aparece la idea general.

Por otra parte, hay cosas que por esencia no pueden repetirse y eso es lo que nos da
la memoria que imagina, el recuerdo espontáneo. Es tan perfecto que el tiempo no
puede añadirle nada sin desnaturalizarlo. En cambio, el recuerdo aprendido se
convertirá en impersonal, saldrá del tiempo y se alejará de nuestra vida pasada. La
repetición es lo que convierte el primer tipo de recuerdo en el segundo; utiliza los
movimientos por los que el primero se continúa para organizarlos y crear un hábito en
el cuerpo. Bergson sigue siendo dualista al mantener exclusivamente la existencia de
estos dos tipos de recuerdos opuestos. La acción nace en el cerebro, pero impulsada
por la memoria. De ahí que sea precisa una actitud corporal apropiada para que el
recuerdo-imagen pueda insertarse en el presente. En virtud de la misma, esos
recuerdos devienen motores, pues prolongan una percepción actual y retoman
percepciones pasadas, no para repetirlas, sino para reconocerlas con vistas al futuro.
El acto concreto por el que reaprehendemos el pasado en el presente es el
reconocimiento. Reconocer un objeto usual consiste en saber servirse de él en nuevas
situaciones que pueden compartir rasgos con otras ya transitadas. El reconocimiento
es el acto concreto por el que aprehendemos el pasado en el presente. El
reconocimiento motor y el de los hábitos corporales registra en la situación actual las

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mismas necesidades que desencadenaron acciones pasadas y las realizan del mismo
modo. De esta manera el cuerpo le ofrece a la memoria pura el medio para
actualizarse y ganar efectividad en el presente. Esto es lo que hay que entender por
memoria corporal, junto a otra memoria puramente espiritual. La primera nos daría un
reconocimiento cuasi automático, mientras que la segunda produciría un
reconocimiento atento que exigiría esfuerzo, no tanto motriz como anímico y
atencional.

Intuición y filosofía:

El instinto se dirige a lo singular, al objeto concreto, al tiempo como duración; sin


embargo, generalmente es incapaz de distanciarse de sus objetos y accede
irreflexivamente a la duración. Sólo cuando logra cierta auto-conciencia, el instinto se
convierte en intuición, en esfuerzo necesario para pensar la vida. La inteligencia
aislada es vacía, a diferencia del instinto; sin embargo, este necesita una guía. La
intuición es el instinto dirigido hacia la meta de la inteligencia, del conocimiento de lo
general, que no es otra cosa que la vida. Combinada con la fuerza del instinto, la
inteligencia es una buena aproximación a la vida, pero no si excluye al instinto
(rechaza el intelectualismo y el instintivismo) La inteligencia no es conocimiento
directo, sino establecimiento de relaciones entre las cosas con vistas a la utilidad. Es
verdad que instaura conceptos abstractos pero deja escapar la profunda unidad de lo
real. La fusión del instinto ciego y la inteligencia abstracta es la intuición. Esta es un
esfuerzo que dilata el espíritu, pero que sólo puede realizarse durante unos instantes;
consiste en simpatizar con lo real, en coincidir con él. Llamamos intuición a la simpatía
por la que nos trasladamos al interior de un objeto para coincidir con lo que tiene de
único y en consecuencia de inexpresable. Cuando la conciencia simpatiza con el
movimiento renovador de la naturaleza, queda superada momentáneamente la
oposición entre el sujeto y el objeto. La actividad intuitiva nos hace percibir la
individualidad de las cosas que escapa a la percepción común debido a que esta sólo
retiene las impresiones útiles para la acción. La intuición no pretende conocer la
realidad, sino instalarse en su duración.

La filosofía debería ser un esfuerzo por superar la condición humana. Cumplir la


humanidad es trascenderla creativamente en sí mismo y en las cosas. El espíritu es la
única realidad capaz de crear y sólo la creación libera. El movimiento de la conciencia
es vida y espíritu; consiste en un dinamismo interno que el filósofo tendrá que
aprehender internamente y desde él mismo; esto sólo es posible por la intuición del
puro devenir. Tal intuición es la realidad misma, la duración de la conciencia sin
referirse a ningún punto de vista. La intuición nos hace conscientes de nuestra libertad
y nos permite alcanzar el impulso vital que es fuerza evolutiva creadora. La intuición
lleva, ante todo, a la duración interior. Aprehende una sucesión que no es
yuxtaposición, un crecimiento desde dentro, una prolongación ininterrumpida del
pasado en el presente que se solapa con el futuro. Es la visión directa del espíritu por
el espíritu. Intuición significa conciencia inmediata, visión que apenas se distingue del
objeto visto, conocimiento que es contacto e incluso coincidencia. Pensar
intuitivamente es pensar en duración. Aunque su dominio es el espíritu, aspira a
alcanzar en las cosas materiales su participación. Hay intuición de la materia, pero
también intuición de potencialidad y esto último es lo que hace la memoria. Por eso, la

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intuición no se opone a la inteligencia, sino que la necesita para comunicarse, para
transmitirse, para sumarse a las ideas. La teoría del conocimiento y la teoría de la vida
son inseparables una de otra.

La inteligencia analiza, mientras que la intuición opera por simpatía, es decir, por
coincidencia con lo que lo intuido tiene de único. Mientras que el análisis no puede
llegar a lo Absoluto, la simpatía sí. Sin embargo, inteligencia e intuición comunican en
la experiencia. Además, todo conocimiento está compuesto de análisis, pero también
de intuición; el análisis permanece fuera de la cosa, adopta puntos de vista sobre ella,
la divide en partes y la traduce en símbolos. La intuición entra en la cosa. El análisis
depende del punto de vista en que nos situamos y de los símbolos por los que nos
expresamos. La intuición no se toma desde ningún punto de vista y no se apoya en
ningún símbolo. El análisis se detiene en lo relativo; la intuición, allá donde sea
posible, alcanza lo absoluto. El análisis es relativo y abstracto. Bergson reconoce que
el conocimiento metafísico es limitado, pero no relativo, sino absoluto. La síntesis
tendrá que reconstruir después las partes divididas analíticamente. Frente a ambas, la
intuición bergsoniana no adopta un punto de vista ni reconstruye lo fragmentado, sino
que penetra en las cosas, coincide inmediatamente con ellas mismas en el momento
en el que está haciendo su experiencia, como una sucesión de estados de la que cada
uno anuncia al que le sigue y contiene al que le precede. Puesto que piensa en
términos de conciencia pura y puede ser, no sólo intuición estética de individuales,
sino también investigación orientada a la vida en general, la intuición será el órgano de
la metafísica cuyo objeto apropiado es la vida espiritual. A diferencia de ella, la ciencia
encuentra su órgano en la inteligencia y su objeto apropiado en la materia inmóvil. En
definitiva, a la metafísica le compete la intuición del espíritu y a la ciencia el
conocimiento intelectual de la materia. Ahora bien, puesto que espíritu y materia no
están separados, metafísica y ciencia pueden colaborar una con otra.

La intuición original o pura no es la de un conjunto de datos aislados, sino la de una


continuidad viva e indivisible. Empiristas y dogmáticos la analizan y dividen
artificialmente, los primeros atendiendo a su materia, los segundos a su forma;
aquellos descuidan las relaciones y caen en el asociacionismo, mientras que estos se
afanan en buscar principios sintetizadores externos. Ni uno ni otro comprenden que
toda síntesis se da en una intuición, que no puede imponérsele desde fuera de ella, ni
de modo empirista ni idealista. Un ejemplo de dicha intuición es la del yo (al menos
esa realidad la aprehendemos desde dentro). Frente al empirismo y al dogmatismo
que reducen el yo a una discontinuidad de estados internos que después son
reunidos, Bergson se sitúa en la continuidad de la pura duración en la que actuamos y
en la intuición inmediata de la misma para llegar a la libertad como esencia de ese yo.

Bergson considera que la metafísica de la ciencia ha de completarse con la metafísica


proclamada por él mismo, porque ambas parten de la experiencia y aspiran a lo
absoluto. La metafísica y la ciencia son o pueden devenir igual de precisas y ciertas.
Una y otra llevan a la realidad misma. Pero cada una sólo retiene la mitad de ella. La
filosofía Bergsoniana simplemente es un método basado en la intuición directa,
liberada de las formas discursivas clásicas que mezclaban la especulación con la
práctica. Sólo así la filosofía nos pondrá en contacto con lo real. Se ocupará, pues, de
las intuiciones fugaces que nunca terminan de esclarecer su objeto; concretamente, ha

13
de enlazarlas, dilatarlas, porque son la vida misma, su lado espiritual. Para ello, tendrá
que dejar de ser mero análisis de los conceptos implícitos en las formas comunes del
lenguaje y centrarse en la existencia real. Esta sólo se da en la experiencia. La
experiencia de objetos es visión o percepción; la del espíritu, es la intuición. La primera
es típica de la ciencia, mientras que la última es la experiencia metafísica. Antes de
filosofar, vivimos y, por tanto, ignoramos todo lo que no tiene que ver con la acción.
Nuestro interés práctico define nuestro cerebro que, en sus elecciones, sólo acepta los
recuerdos que pueden ser útiles; mantiene los otros en el subsuelo de la conciencia.
La filosofía bergsoniana, tomando como método la intuición e instalada en la moviente
duración, nos permite superar la visión superficial y acceder a la profundidad.

De la existencia y la nada:

Una existencia sólo puede darse en una experiencia. Esta experiencia se llamará
visión o contacto, percepción exterior en general, si se trata de un objeto material;
tomará el nombre de intuición cuando se dirija al espíritu. Bergson habla de la
existencia cuyo fondo es la duración y la libre elección, precediendo así a los
pensadores existencialistas. Frente a esos pensadores que han buscado una solución
lógica a la eterna pregunta de por qué hay algo en lugar de nada, Bergson considera
que la existencia no es susceptible de una definición lógica, sino que hay que vivirla
desde la libre elección.

La imagen de la nada, en tanto supresión de un todo que la precede, no ha sido nunca


formada por el pensamiento; de ahí deduce Bergson que no puede haber dualismo
entre la nada y el ser, sino que la primera sólo proviene del esfuerzo por crear una
imagen de la nada que nos hace vacilar entre la visión de una realidad exterior y la de
una realidad interior. Así entendida la nada es una imagen llena de cosas, de sujetos y
de objetos sin posarse en uno u otro. La idea de la suposición de la abolición del todo
encierra un absurdo, a los ojos de Bergson, porque incluso formularla exige un sujeto
que recuerde y que prevea; sin él, no existiría ni siquiera la palabra “nada”. Este ser
percibe presencias, no ausencias, pero también recuerda. Al parecer, este es el único
referente del que puede venir esa nada que, a Bergson, le parece algo ficticio, al
menos la nada entendida en el sentido de una supresión de todo, es una idea
destructiva de sí misma, una pseudoidea, una simple palabra. En cambio, la nada
parcial virtualmente presente tiene cabida en el recuerdo, bien entendido que lo virtual
sólo es porque es en lo actual; el uno es la negación del otro. En Bergson la virtualidad
del recuerdo no hace de él un existente en idea, sino que lo conserva en estado
latente en el inconsciente. La nada (que no es absoluta) se funda necesariamente en
algo previo que ya está dado virtualmente, en el mismo impulso vital que impulsa todo
lo viviente y que siempre está en confrontación con la materia.

Bergson sitúa muy por encima de la negatividad la positividad de la vida y de su


fuerza, aunque sean impredecibles e ininteligibles. Asimismo, subraya la creatividad
que arranca justamente de su finitud. Este “positivismo” prueba que son absurdas
tanto las ideas de la no existencia de la conciencia como la de la no existencia de los
objetos externos. En realidad, más que de “positivismo”, deberíamos hablar de
“fenomenología” en Bergson, porque está constantemente asegurando que no hay
ideas, sino fenómenos y se adentra en estos hasta comprender que es nuestro espíritu

14
el que suprime un objeto y llega a representarse en el mundo externo una nada
parcial. También puede figurarse la nada en su propio interior, interrumpiendo el curso
de su duración con el pensamiento, pero en ese mismo instante el yo se percibe a sí
mismo desde dentro, es decir, desaparece la nada. Sea de una manera o de la otra, la
conclusión a la que llegamos es que la nada sólo es una representación, no un
fenómeno; además es una representación llena (como lo son todas las
representaciones) de una situación o de un sentimiento.

Bergson se da cuenta de que la existencia no sólo requiere el entrelazamiento de los


hechos (como piensa el empirismo y el asociacionismo) sino también su unión en un
progresivo hacerse presente a la conciencia. Bergson sólo acepta la nada parcial, esa
que nos mueve a actuar en busca de un fin, de algo que nos falta, una nada que no es
tanto la ausencia de una cosa como la de una utilidad. Bergson ha mostrado que la
idea de una nada absoluta es contradictoria en sí misma, del mismo modo que lo es el
vacío, ya que este no existe, sino que es el pensamiento de un cierto modo de lo lleno.
Lo valioso de Bergson es haber equiparado la existencia con el ser y no como opuesta
a la nada o como eliminación de esta por no ser algo positivo. El verdadero sentido de
la filosofía bergsoniana no es tanto eliminar la idea de nada como incorporarla a la
idea del ser. Este dura, lo que significa que es positivo, pero también vacila y, por
tanto, tiene momentos negativos.

Las fuentes de la moral y de la religión:

En Las dos fuentes de la moral y de la religión, Bergson descubre que el mismo


antagonismo de movimientos que está presente en el hombre, entre su inteligencia y
su intuición, se reproduce en la sociedad, la cual, cuando es humana es un conjunto
de seres libres. Pertenecemos a la sociedad tanto como a nosotros mismos. Bergson
constata la coexistencia y no explica la sociedad como el resultado de un contrato para
evitar males mayores o lograr mejores beneficios. En coherencia con su pensamiento
de la interioridad, de la fuerza del yo profundo frente a la del yo superficial, distingue
ahora el yo social del yo individual y explica la solidaridad social como advenimiento
del primero al segundo (la solidaridad social sólo existe en el momento en el que un yo
social se sobreañade en cada uno de nosotros al yo individual). Bergson no explica
cómo sucede esto, pero insiste en que nuestro deber es cultivar ese yo social,
conforme a las obligaciones que tenemos respecto de la sociedad.

Observa que a través de la historia encontramos sociedades cerradas, en las que las
actividades individuales forman parte de un todo y apenas son libres. Sin embargo, las
costumbres sociales son las que garantizan la vida social y la obligación moral. Estas
costumbres se consolidan en forma de hábitos. La vida social se nos aparece como un
sistema de hábitos más o menos fuertemente enraizados que responden a las
necesidades de la comunidad. Algunos de ellos son hábitos de mandato, pero la
mayor parte son hábitos de obediencia, ya sea a una persona que manda en virtud de
una delegación social, ya sea que de la misma sociedad, confusamente percibida o
sentida, emane un orden impersonal. Cada uno de estos hábitos de obedecer ejerce
una presión sobre nuestra voluntad. Aunque el hábito se adquiere con parecida
intensidad y regularidad que un instinto, difiere de este en que no nos determina
completamente a actuar, sino que deja margen para cierta elección y acomodación a

15
las contingencias. Esta moral de obligaciones y costumbres convertidas en hábitos
resulta bastante conservadora e inmutable. En cambio, la sociedad abierta se rige por
una moral que prolonga el impulso vital y es dinámica. A estas dos morales diversas
corresponden dos tipos diferentes de religión.

Bergson entiende la religión como una reacción defensiva de la naturaleza contra el


poder fragmentador de la inteligencia. Gracias a las narraciones religiosas, el hombre
se solidariza con os otros, fabula la inmortalidad y proporciona una protección
sobrenatural contra las amenazas y el destino, así como un aparente incremento del
poder sobre la naturaleza. Tal religión está por debajo de la inteligencia, es natural,
estática. En cambio, una religión dinámica se sitúa sobre la inteligencia, puesto que
continúa el impulso vital. Bergson considera que esta religión dinámica es el
misticismo.

Sólo la experiencia mística prueba la existencia de Dios. Dado que esta experiencia se
da en todos los grandes místicos, es el signo de una identidad de intuición, de un amor
divino y mundano. Los místicos son esos seres que tuvieron una visión clara y directa
de la vida interior. El rigor del método filosófico debe intentar reencontrar eso que ellos
ven directamente. Esta concepción, sin embargo, reduce al hombre a una
manifestación imperfecta de Dios cuya libertad es un simple reflejo de la
espontaneidad creadora del Universo.

Fenomenología y fenomenologías de la existencia:

Influjos bergsonianos:

Podría decirse que Bergson sigue un método fenomenológico, atento a la descripción


de los datos inmediatos de la conciencia, a la intuición. Estos datos se denominan
“inmediatos” porque no son conceptos construidos, sino directamente datos. Sin
embargo, para la fenomenología, la conciencia no es únicamente memoria, retención,
sino intencionalidad o conciencia de. La concepción de la memoria pura bergsoniana
carece de ella, puesto que es pasiva y sólo deviene activa cuando cobra presencia en
nuestra percepción. En otras palabras, la memoria es más un procedimiento pasivo de
traer algo a la presencia que un dirigirse activamente hacia algo; de ahí que pueda
actuar en nosotros sin que tengamos necesariamente conciencia de ello. Aunque en
otras ocasiones Bergson caracteriza a la conciencia como atención a la vida,
aproximándose así a Husserl, dicha atención no llega a ser verdadera vigilancia
conscientemente intencional, sino mero interés pragmático.

No puede haber sustancia o cosa completamente independiente de la experiencia que


la conciencia tiene de la misma, pero dicha experiencia únicamente está orientada a la
utilidad vital. Al igual que en Husserl, la experiencia no tiene nada que ver con la
experimentación científica en la que se saca de su medio a los objetos y se los
manipula para alcanzar verificaciones puntuales. Husserl y Bergson son críticos de
esta estrecha concepción de la experiencia que está ligada al objetivismo y al
psicologismo que practican una reducción artificiosa de la rica realidad vital, le
imponen conceptos elaborados por una inteligencia que le es ajena y excluyen otros
saberes para explorarla.

16
Para Bergson, la vida del espíritu es duración, no apertura del tiempo desde el
presente. Su concepción de la duración se aproxima a la conciencia interna del tiempo
en Husserl. La fenomenología reaccionará contra el abuso al que la psicología
espiritualista de Bergson había sometido a la intuición, a lo inmediato y a la duración.
Lo inmediato, en Bergson, esa experiencia de la duración carente de contenidos, pura
cualidad, se sigue del prejuicio clásico de que la materia es un conjunto de elementos
informes. Esta presuposición va ligada al dualismo entre lo cuantitativo (espacial) y lo
cualitativo (temporal) y a la subordinación del primero al segundo, así como a la
dicotomía correspondiente entre el intelecto y la intuición, y a la más general entre
mundo y conciencia.

Bergson aún es psicologista, pues considera que el mundo está compuesto por
hechos interiores y, aunque describe el ser o la conciencia en movimiento, lo hace en
tercera persona, como otro ente. Este realismo bergsoniano del espíritu identifica los
datos contenidos en la conciencia con los hechos psíquicos; lo vivido, lo percibido, etc.
son inmediatos, porque se oponen a lo pensado, pero sólo lo hacen como hechos que
se constatan. Bergson no alude al sujeto de esos datos inmediatos; incluso su yo
profundo, ese que se da a la conciencia reflexiva, es una cualidad pura, una
construcción, no un fenómeno que se ponga de manifiesto en lo que hacemos. La
interioridad bergsoniana no es el mundo vivido de la fenomenología. La intuición
bergsoniana de la pretendida realidad objetiva (ya sea externa o interna) es
experiencia directa que evita el análisis y el saber intelectual. Dicha intuición es
irracional, mientras que la fenomenología emprenderá una crítica de la razón
cientificista con objeto de afirmar la racionalidad universal como telos teórico-práctico
de toda la humanidad.

La estructura de la subjetividad fenomenológicamente investigada trascenderá el


dualismo entre un nivel interior y otro exterior de la realidad, para afirmarse como ser-
en-el-mundo. Una de las dimensiones de este es la temporalidad. La fenomenología
no busca su origen en una yuxtaposición de acontecimientos, sino en la subjetividad
que lo vive, en su intencionalidad hacia el mundo, desde el presente, hacia el pasado y
en vistas del futuro. En cambio, Bergson equipara conciencia y duración. Bergson sólo
comprende el tiempo como pura cualidad que no pertenece al orden de lo vivido
inmediatamente, sino al de lo construido. En cambio, la fenomenología ha demostrado
que la cualidad pura no se experimenta inmediatamente, ya que toda conciencia lo es
de algo. Por eso es necesario volver a las cosas mismas sin caer en el positivismo ni
en el idealismo, estudiando lo dado originariamente a una conciencia que es continuo
tender a lo otro de sí, creando con ello una estructura significativa, una relación o un
campo articulado.

E. Husserl. Fundación de la fenomenología:

Husserl y el bergsonismo:

Ambos filósofos comparten un interés central por el tiempo y buscan su origen en una
temporalidad inobjetiva, es decir, que no reduzca el tiempo a un objeto similar a los
que están en el espacio, a una suma de instantes que ocupan un lugar. El tiempo no
es una realidad cuantificable, sino un flujo vivencial en el que el presente nos retrotrae
al pasado y anticipa el próximo sonido formando una unidad continua y no una

17
yuxtaposición de puntos. Ambos saben que incluso las percepciones duran y se
enlazan, porque son actos y exigen esfuerzo, no meras reproducciones. Bergson
prioriza el pasado y la memoria del mismo, mientras que Husserl privilegia el presente
desde el que se producen retenciones y protenciones, y, con él, la percepción, que es
presentación originaria y no presentificación1 como el recuerdo o la imagen. Sin
embargo, ambos piensan que tanto la percepción como la memoria y la imagen son
experiencias vinculadas por la intuición. Al igual que Bergson, Husserl valora la
intuición e incluso considera que los conceptos lógicos tienen que tener su origen en
ella si quieren ser unidades válidas de pensamiento. La concibe como medio para
alcanzar las cosas mismas, el objetivo de la fenomenología.

Todo pensamiento, por abstracto que sea, para mostrar su coherencia, ha de hacerse
intuitivo, edificándose de un modo determinado sobre la intuición correspondiente. La
intuición husserliana no hace referencia únicamente a lo sensible, sino que se amplía
en lo categorial.

Frente al cientificismo reaccionaron Bergson y Husserl desenmascarando sus aporías,


así como sus nefastas consecuencias para la vida. Husserl consideraba que la
principal consecuencia peligrosa del cientificismo era su olvido del suelo en el que
todas las ciencias se sustentan, sobre el que se edifican y con el que se nutren: el
mundo de la vida u horizonte gracias al cual los seres podemos orientarnos y
proyectarnos. Este tema es justamente el que mejor define a Bergson, filósofo del
impulso vital, de la vida por excelencia. Este interés común por la vida, así como la
crítica de su enmascaramiento, es lo que les hizo volver a la experiencia, entendida
como algo opuesto a la experimentación, como una actividad dinámica y hasta
creadora que, sin embargo, no se limita ni a la mera construcción de la conciencia ni a
la simple reduplicación del objeto. De ahí su revalorización del cuerpo como centro de
experiencias vividas y su conversión en tema filosófico. Se opusieron a la
consideración cuantitativa del mismo, porque, al igual que la del tiempo, hacía perder
de vista su verdadero sentido.

De ahí también su preferencia y desarrollo de métodos intuitivos, aunque no entendían


lo mismo por intuición. Bergson hizo de ella la clave de la aprehensión de la duración y
el verdadero método sin reglas de la filosofía, entendida como nueva metafísica.
Husserl, en cambio, se dirigió a la intuición empírica como conciencia intuitiva de un
objeto individual que hace que este se dé originariamente; extendió la intuición a las
categorías e incluso a las esencias resultantes de la búsqueda de estructuras a priori
en la experiencia vivida. Husserl proclamó la intuición pura de las esencias; en cambio,
la intuición bergsoniana no es eidética, es decir, no tiene como finalidad el
descubrimiento de una estructura necesaria e invariante, sino el discernimiento de la
multiplicidad, del todo que nunca está dado y, por tanto, no puede manifestarse como

1
El concepto de representación que Husserl “elige” o define es el de acto objetivante, al cual
nos referimos bajo fenómeno intelectual. Este es un concepto mucho más general que el de
presentificación. Toda presentificación es una representación, pero no a la inversa. La
presentificación “es una 'presentación', pero, precisamente, la presentación de algo 'ausente': la
manera, diríamos, como lo no-presente se presenta (sin dejar de estar ausente). Lo presente,
literalmente, es lo presente en la percepción; lo no percibido, lo no presente, se 'presentifica' en
recuerdos, imágenes, fantasía... 'Presentificación' es el género de estas diferentes especies de
actos que 'presentan en ausencia'.”

18
tal. En ningún caso pretende describir la esencia de los actos de la conciencia, sino
profundizar en la materia y en la vida. Por ello, la intuición bergsoniana no es de las
esencias, sino que ella misma es absoluta, ya que está en todas las cosas, no bajo
ellas y, por tanto, no es relativa a ninguna perspectiva; se trata de un movimiento que
supera a la subjetividad, ya que es aprehensión de la duración y no pura inmanencia
en la conciencia. La intuición bergsoniana es más un contacto directo de la conciencia
con la materia, mientras que el método intuitivo husserliano es el contacto originario de
la conciencia con la cosa.

Husserl sí que ha desarrollado una concepción de la subjetividad que descansa en la


intencionalidad de la conciencia. Si la verdad es la concordancia entre lo mentado2 y lo
dado, la evidencia exige la adecuación entre el acto intencional y la presencia del
objeto hacia el que la conciencia se dirige. Para la fenomenología, la única fuente de
conocimiento es la evidencia que caracteriza a los datos que son inmanentes a la
conciencia y provienen de los objetos a los que tiende.

La razón es intuición, visión directa similar a la experiencia mística que impactó al


último Bergson. Para él, como para Husserl, la experiencia es intuitiva más que
constructiva. Están convencidos de que ella va a la inmediatez de la vida y permite a la
filosofía que la practica conocer evitando los prejuicios y rodeos a los que se ve
abocado ese otro conocimiento de lo útil para la vida cotidiana. Ambos buscan un
nuevo modo de ver y hacer ver lo que percibimos, pero también lo que no percibimos
naturalmente. Husserl lo intenta con la experiencia trascendental a la que nos traslada
la reducción. La intuición fenomenológica que sigue a esta no es idéntica a la natural,
sino que se ha purificado, debido a que es el acto de la conciencia, no de la
experiencia naturalista. Además de considerarla fundamental, ambos pensaban que la

2
El referirse a un objeto (el mentarlo, dirigirse a él, apuntar a él) es la propiedad esencial de
ciertas vivencias. En esa referencia consiste la intencionalidad. Esas vivencias se llaman por
ello “intencionales”. Al decir que esta referencia es una propiedad de las vivencias, se está ya
expresando una de las tesis que a Husserl más le interesa sostener: que la determinación del
objeto (y también su indeterminación relativa, etc.) es una característica intrínseca de la
vivencia. Dicho con palabras de Husserl: “En la esencia de la vivencia misma entra no sólo el
ser conciencia, sino también de qué lo es y en qué sentido preciso o impreciso lo es”. La
intención vacía es la mera intención, la mera mención (el puro referirse al objeto), es decir, la
intención que no tiene dado el objeto. Es, pues, la intención de un acto significativo (no
intuitivo). A las meras menciones vacías, o al pensar que sólo consiste en ellas, Husserl le da
también el nombre de pensamiento impropio o pensamiento simbólico; por su lado, el
pensamiento propio es el pensamiento intuitivo, el pensamiento que procede con intenciones
“cumplidas”. Dentro del pensamiento de Husserl, entendimiento y razón son conceptos
opuestos, pero esta oposición es solamente la que hay entre los actos de dar sentido, los actos
significativos, por un lado, y los actos intuitivos, por el otro. Entendimiento es otra palabra para
designar la esfera del sentido o del significado, y, más estrechamente, del sentido o del
significado que todavía está vacío de intuición, que todavía no está “cumplido”. En el
entendimiento, en los actos significativos, yace una intención, una mención. Esta mención,
mientras no sobreviene la intuición (de lo mentado), es vacía, carece de plenitud. Puede
decirse que en ese momento el acto no es todavía un acto racional, un acto de razón. Lo
racional, en sentido riguroso, es lo intuitivo: la razón es una “facultad” teleológica; es la
tendencia a llevar las menciones o intenciones (contenidas principalmente en juicios pero
también en todo otro tipo de actos) a la intuición, donde lo mismo que era mentado debe pasar
a ser dado. El entendimiento, entonces, posee la función de relacionar y unificar diferentes
tipos de actos, a través de la identificación del sentido. La razón posee, en cambio, la función
de aclarar e ilustrar dichos sentidos, y esta es nada menos la función de fundamentar o
legitimar los actos.

19
intuición fundaba la posibilidad de la filosofía, ya fuera fenomenológica (Husserl), ya
metafísica positiva (Bergson). La intuición preparaba la reflexión filosófica en tanto
rompía con la actitud naturalista, que para Bergson es, ante todo, una vida práctica y
actuante. La intuición bergsoniana exige un esfuerzo considerable, para romper con
las ideas preconcebidas y los hábitos intelectuales, que la reconduzca a la experiencia
inmediata de la duración, que es la vida dinámica del espíritu. La percepción de la
duración concibe el mundo como conjunto de imágenes, es decir, ni como producto de
la conciencia ni como conjunto de cosas en sí, sino como apariencia, al igual que
ocurre con la reducción husserliana.

Los comienzos de la fenomenología:

La fenomenología no es otra corriente más de contenidos, sino una actitud


específicamente filosófica. “Fenomenología” significa, en principio, descripción de los
fenómenos, es decir, de lo que aparece ante la conciencia y consiste en ese mostrarse
y en los modos esenciales en los que se muestra. No se trata de un saber de lo
aparente, sino de una vuelta a las cosas mismas tal y como se presentan a la
conciencia, sin distorsiones ocasionadas por saberes que no se han auto-criticado.
Las cosas mismas no son las cosas-en-sí, en tanto opuestas a las cosas-para-sí, sino
las experiencias de las cosas como hechos de conciencia. El empirismo, como la
fenomenología, parte de lo dado, pero esta última reconoce que, además de lo dado
en la experiencia natural, está lo dado en la evidencia intuitiva de la esencia que, en
realidad, precede a lo dado en la experiencia, pues la intuición del dato eidético sirve
de base a la intuición posterior de un hecho individual; por otra parte, no hay intuición
eidética que no lleve consigo la posibilidad de algo individual que le corresponda; del
mismo modo, no hay intuición individual sin la posibilidad de una ideación por la que la
esencia sea vista ejemplificándose en cada individuo. Las cosas mismas son las cosas
en relación con la vida, esas hacia las que se dirige la conciencia intencional y tal y
como le son dadas, con sentido; las cosas mismas son, por tanto, las cosas tal y como
se muestran cuando las mentamos. Husserl no pretende describirlas empíricamente
sino trascendentalmente, es decir, esclareciendo las condiciones de su conocimiento y
su sentido.

Se trata de una ciencia primera y fundamental para cualquier otra, pues tiene como
meta la elucidación de las estructuras del mundo de la vida en el que se asientan
todos los demás saberes y la vida misma en su decurso. Al tomar las cosas mismas
como objetivo, la fenomenología supera el dualismo entre el sujeto del conocimiento y
el objeto conocido, entre lo inmanente y lo trascendente. Establece el a priori de
correlación entre ambos como una estructura de la conciencia, como su propia
esencia que es ser conciencia intencional. La conciencia fenomenológica es
intencional o conciencia de. Es relación con aquello a lo que tiende, con el mundo. La
conciencia no es primero una sustancia que, más tarde, se ponga en relación con su
objeto, sino que su esencia es esa relación. Cuando la conciencia se dirige
intencionalmente hacia algo, no lo hace pasivamente, sino dotándolo de sentido y
valor para el yo, posicionándose. De este modo, la fenomenología no se limita a
describir fenómenos objetivados, sino que explicita el sentido de los mismos cuando
se convierten en tema de investigación. Todo acto intencional es una vivencia de la

20
conciencia y, por tanto, está referido a algo (no se trata de una vivencia psicológica, de
un sentimiento).

Puesto que las vivencias lo son siempre de la conciencia (no son vivencias empíricas),
se caracterizan por la intencionalidad, a excepción de algunas que no son
intencionales, como los sentimientos sensibles (como el dolor físico). Como el dolor, el
placer no es una intención, sino que ambos son objetos de intenciones o contenidos
representantes. Husserl considera que el objeto hacia el que se dirige la
intencionalidad de la conciencia siempre es trascendente a la conciencia, mientras que
el objeto inmanente no puede ser intencional. A diferencia de Brentano, Husserl
distingue en los actos intencionales la cualidad o carácter que los convierte en actos
de determinado tipo (representativos, judicativos, etc.) de la materia o contenido del
acto, es decir, del momento en el que el acto se relaciona con el objeto.

Para Husserl, intencionalidad es dirigir un acto al objeto, la vivencia que resulta de


esta intencionalidad no se limita a contener al objeto, este no forma parte de ella, sino
que la conciencia se abre a él. La relación intencional entre conciencia y objeto es
independiente de la existencia real del último: la intencionalidad exige un objeto
intencionado, pero este no equivale al objeto real. El objeto intencional no es, sin
embargo, otro objeto opuesto al real trascendente. La vivencia de una casa no es la
casa, el objeto intencional es trascendente a la vivencia, pero no es autónomo e
independiente de ella. El objeto trascendente sólo se da en el interior de la vivencia. El
objeto intencional no tiene el carácter de un signo que indique algo otro, sino que
existe, pero de otro modo que el objeto real: este está ahí, mientras que aquel existe
en tanto la conciencia se dirige a él. En Husserl, la vivencia no es la vida psicológica,
sino la del yo puro. Una de las vivencias que están implicadas en la percepción es la
reflexión o modificación intencional de lo vivido por la que este, una vez que ha sido
percibido, deviene objeto intencional de otra vivencia.

En cada vivencia, ya sea perceptiva, reflexiva, etc., en la intencionalidad de la


conciencia husserliana podemos verificar a priori la correlación entre una nóesis y un
nóema. Nóesis es el acto donador de sentido, el momento de la conciencia
propiamente dicha, es decir, conciencia de algo. A ella le corresponde el objeto
apuntado a través de los datos sensibles, es decir, el nóema (en el ejemplo de la
percepción, lo percibido como tal). Gracias a la intencionalidad, Husserl supera el
problema kantiano de la oposición entre el noúmeno y el fenómeno, así como la
trascendencia e inaccesibilidad del primero: para Husserl, el ser-en-sí es inseparable
de la conciencia. Husserl fue más allá de Brentano manifestando que no sólo la
conciencia era intencional, sino también sus objetos.

Para hacer frente al psicologismo, Husserl quiere demostrar la validez de una lógica
pura, al margen de toda facticidad, que fundará las normas de la lógica. Esta es, para
Husserl, la ciencia de las significaciones como tales. Cualquier intento de explicación
psicologista condena a la racionalidad al relativismo. El psicologismo introduce el
relativismo en el ámbito de la ciencia, ya que reduce la verdad a una cuestión de
hecho, incluidas las verdades lógicas y matemáticas, las cuales son así porque
estamos constituidos de este modo, pero, en otro supuesto, podrían ser otras
verdades completamente distintas. Husserl, por el contrario, piensa que la esfera de la

21
lógica, la matemática y, en general, la concerniente a objetos ideales, no puede
reducirse a la facticidad de la constitución del cerebro humano; su verdad se da a un
sujeto y a través de sus vivencias, pero este no la crea ex nihilo; lo único que hace es
dar sentido a aquello que le adviene.

El conjunto de todos los objetos de la experiencia es el mundo de la actitud natural.


Toda actitud implica una toma de posición respecto del mundo, que posibilita cualquier
enunciación sobre él. Si adoptamos la actitud natural, el mundo es indudablemente
real, las cosas que lo componen son familiares y todo lo percibido tiene el carácter de
lo dado ahí delante como algo del mundo real. La actitud natural es la que adoptamos
mientras nos desenvolvemos de modo natural e inmediato en el mundo. Lo que
diferencia la actitud natural de cualquier otra es que, para ella, el mundo es una
realidad constante para todos los que vivimos en él. La actitud naturalista trata todo lo
que estudia como un objeto natural; por el contrario, la actitud natural no objetiviza;
siempre es presupuesta y es posible retornar en cualquier momento a ella. La actitud
naturalista es la que será criticada por Husserl, tanto en su visión objetivista como en
la psicologista, fundamentalmente por considerarse autosuficiente, es decir, por querer
erigirse en la única actitud posible y la exclusiva poseedora de cientificidad. No hay
monismo ontológico en Husserl, sino diferentes actitudes o modos de aprehensión de
lo real: la actitud naturalista, típica de las ciencias empíricas, y la actitud intencional,
que caracteriza a las ciencias del espíritu. Esta es personalista; es la actitud que
habitualmente tomamos y que nos hace ver las cosas como nuestro entorno y no
como naturaleza objetivada.

Gracias a la intencionalidad de la conciencia, Husserl establecerá que las cosas no se


reducen a meras representaciones mentales, como pretendía el psicologismo. Por otro
lado, la intencionalidad husserliana distingue los contenidos de conciencia (vivencias)
de los objetos de la conciencia; estos son sus correlatos, pero no la conciencia misma.
La vivencia no es un proceso psicológico en relación con una existencia real, sino una
relación esencial y a priori. Las esencias son ideales y las ideas no son objetos reales
situados en un mundo independiente. El eidos sólo metódicamente hablando es real
(en el sentido husserliano de no meramente mentado), es decir, sigue siendo “la cosa
misma” acerca de la cual es posible posicionarse. Además, no es deducido
abstractamente, sino que se revela en las cosas, por una intuición que es visión
directa de su núcleo eidético.

Si la intuición empírica alcanza el objeto originariamente, la intuición de la esencia es


conciencia de algo que es dado originariamente en esta intuición; es decir, el objeto de
la intuición eidética es una esencia pura, mientras que el de la intuición empírica es un
objeto individual. No hay, sin embargo, intuición de esencia sin intuición del individuo
que la ejemplariza y, a la inversa, no hay intuición del individuo sin intuir la esencia
correspondiente. Por eso es por lo que Husserl dice que la intuición de esencia no es
un acto originario, sino fundado en intuiciones empíricas. La intuición de la esencia se
ayuda de las variaciones imaginativas sobre el objeto hasta llegar a su invariante. El
método de las libres variaciones parte de un hecho, de un individuo, se le hace variar,
es decir, lo imaginamos como otro, hasta llegar a un invariante que funda la posibilidad
de cada variación. La variación eidética no es inducción, puesto que la esencia no se
obtiene partiendo de los caracteres comunes a los objetos; estos pueden no ser

22
esenciales, mientras que la esencia es necesaria. Su necesidad no es la de la lógica
formal, ni la de la generalidad empírica, sino la de una estructura a priori sin la que el
objeto no sería lo que es. La esencia es, por tanto, eso sin lo que el objeto no puede
ser ni ser pensado. La fenomenología se definirá como ciencia eidética de estas
esencias y afrontará la descripción de las mismas, la cual no se reduce a una
descripción inmediata (como sería el caso de la introspección), sino que exige abstraer
todos los rasgos que pueden variar imaginativamente y un acto de ideación hasta
llegar a lo invariante. Las esencias no son simples significaciones, sino estructuras de
las cosas mismas.

La vivencia mantiene en correlación al ego del cogito y al objeto del cogitatum; los dos
integran la cogitatio3. Tengo evidencia de ambos gracias al análisis fenomenológico, el
cual se centra en la consistencia de la vivencia contemplada eidéticamente; así, la
comprende como unidad de sentido en la que hay que distinguir los datos sensibles o
hyléticos4, el acto de la conciencia que los configura y dota de sentido (nóesis) y el
resultado que es una unidad de sentido (nóema) que remite a una realidad
trascendente. Todo ser fenomenológico posee una capa material (hylética, por ejemplo
el color verde que experimentamos) y otra noética. A la capa hylética pertenecen los
contenidos de la sensación, los cuales no aparecen, pero permiten que algo aparezca;
esos contenidos son ingredientes de la conciencia y, por ello, no se confunden con las
notas de las cosas que aparecen. Esta capa material será denominada por el
fenomenólogo “núcleo de sentido” o “núcleo noemático”. Por otro lado, lo que Husserl
había denominado cualidad será ahora la nóesis. Unida a la hylé, dará el aparecer de
algo a alguien. Hylé y nóesis se distinguen aproximadamente como la materia y la
forma y, como ellas, se implican mutuamente: la vivencia hylética es el sustrato de la
vivencia intencional que le da un sentido refiriéndola a un objeto del que la vivencia es
un modo de aparecer. La nóesis es acto donador de sentido5, pero no existe al margen

3
Por una vía semejante a la de Descartes, Husserl llega a afirmar la indubitabilidad de las
cogitationes, de las vivencias o actos de conciencia. Ellas son datos absolutos (absolutamente
ciertos), pues su darse es un darse inmanente. Este contrasta con el “darse” de los objetos a
los que se refieren dichas cogitationes, que no es un “darse” inmanente y no es, por ende,
aboluto (cuando dichos objetos no son a su vez precisamente cogitationes). En la percepción
de una casa, la casa (su existencia o su índole) puede ser o resultar dudosa, pero es indudable
la percepción misma (su existencia y su índole). Naturalmente, no es lo mismo el simple tener o
vivir una cogitatio (acto en el cual no nos percatamos explícitamente de su indubitabilidad, de
su ser absoluto) que el dirigirnos a ella en un nuevo acto de segundo nivel, reflexivo. Sólo en
este nuevo acto, que toma a la primera cogitatio como objeto, somos concientes de la
indubitabilidad de la existencia del primer acto, de la primera cogitatio. Sólo en este nuevo acto
la cogitatio “se da” de modo absoluto, indubitable. Pero Husserl sostiene, precisamente, que
este nuevo tipo de actos reflexivos son siempre posibles a priori: siempre es posible efectuar
una reflexión sobre una cogitatio, reflexión en la cual ésta se da de modo absoluto, indubitable.
Hay que destacar que este modo de darse absoluto, y por lo tanto este ser absoluto,
pertenecen solamente a la cogitatio reducida, es decir, a la vivencia de conciencia que ya no se
considera inserta en el mundo, que ya no se considera vivencia humana (esta última sería el
hecho psicológico).
4
Hay una diferencia entre lo hilético y lo noético, es la diferencia entre una capa material o
hilética y un capa noética en el „flujo de lo vivido“. La noesis es aquella fase en la corriente del
ser intencional que forma o conforma los materiales en experiencias intencionales, dando, por
así decirlo, sentido al flujo de lo vivido.
5
La conciencia es la esfera del sentido. Esta tesis se repite en diversas obras de Husserl. Todo
sentido (de los actos, de las palabras, de las obras, de las realidades) existe por obra de una
“dar sentido” por parte de la conciencia. La investigación de la intencionalidad, y en última

23
de la correlación con la hylé; ambas pertenecen realmente a la vivencia, a la esfera de
la inmanencia; en cambio, el nóema es trascendente a la conciencia, pues no forma
parte real de su composición; está en relación con ella, pero intencionalmente, no
realmente; por ser una donación evidente forma, eso sí, parte del campo
fenomenológico. Por eso la neutralización de la tesis de existencia a la que nos
conducirá la reducción dejará intacto el objeto como correlato noemático.

El nóema y la nóesis son el lado objetivo y subjetivo de la intencionalidad. Ahora bien,


el nóema no es el objeto al que la conciencia tiende, sino el objeto en sus diferentes
modos de ser dado, lo que hace de él una unidad de sentido. Esta unidad junto con el
carácter tético6 es lo que Husserl designa como proposición de algo. “Unidad de
sentido” y “carácter tético” son otras palabras para designar lo que en Investigaciones
lógicas denominaba “materia” y “cualidad” respectivamente. Contenido y materia no
forman el acto completo, pues falta la descripción del mismo en base a la intención.

Husserl llega a la intencionalidad tras la epojé, que nos permite pasar de la actitud
natural a la fenomenológica o reflexiva. Practicar la epojé es transformar todo dato en
fenómeno para la conciencia. Ahora bien, la conciencia no es otra cosa que conciencia
de fenómenos. Estos son los modos de dación de las cosas mismas, las cuales no
son, por lo tanto, meras positividades. La fenomenología se presenta como una
descripción de las cosas mismas en su fenomenalidad. Posteriormente prevalece la
concepción de la fenomenología como ciencia descriptiva de esencias o ciencia
eidética de la conciencia.

Con la epojé accedemos a la conciencia pura o trascendental, a la vez que a la región


fenomenológica entera, en la que podemos estudiar objetividades, es decir, unidades
de sentido fundamentadas. En cambio, el mundo natural es un mundo infundado. La
actitud natural no nos da su fundamento, sino únicamente la creencia de que está ahí
dado. Para fundarlo, es decir, para averiguar en qué radica su posibilidad, Husserl
plantea la epojé como un ejercicio de libertad consistente en poner entre paréntesis el
carácter de existencia del mundo y dejar fuera de juego toda tesis sobre él,
absteniéndonos de juzgar. La desconexión respecto del mundo natural que implica la
epojé no nos separa para siempre de él, ya que la conciencia siempre tiende a lo que

instancia la investigación de la constitución de cualquier clase de objetividad, es una


investigación de la “donación de sentido” que hace la conciencia. Es por ello que Husserl
rechaza el concepto kantiano de “cosa en sí” o de un mundo “noumenal”: la idea de una
realidad que existiría y tendría sentido con absoluta independencia de la subjetividad. “Todo
sentido concebible, todo ser concebible, dígase inmanente o trascendente, cae en el ámbito de
la subjetividad trascendental... Ella es el universo del sentido posible; un fuera de ella es pues
precisamente sinsentido.” Husserl usa sentido y significado como sinónimos. El sentido es uno
de los “contenidos” de los actos (es decir, de las vivencias intencionales), y precisamente el
contenido por el cual éstos pueden llamarse intencionales o bien (lo que es equivalente, puesto
que la intencionalidad es lo propio de la conciencia) actos de conciencia. El concepto de
conciencia remite de inmediato al concepto de un algo de que “se tiene conciencia”, un algo de
lo cual la conciencia es conciencia. En un modo de hablar laxo, llamamos a este algo el objeto
o el objeto intencional. Pero podemos percatarnos de que el objeto que un acto “mienta”
siempre es mentado de cierta forma, en cierta manera, con ciertas determinaciones, y de que
por tanto podemos distinguir siempre entre el objeto “puro y simple” y el objeto en el modo de
su determinación o el objeto tal como es mentado, el objeto mentado (o intencionado) como tal.
Este último es lo que se llama sentido.
6
Tético es lo que expone la existencia de la conciencia, lo que la afirma como tal.

24
la trasciende. Esta epojé no es la duda hiperbólica cartesiana que niega
provisionalmente la realidad para hallar su fundamento en el cogito y, después,
restaurar esa realidad; Husserl no la pone en duda, sino que suspende el juicio de
existencia sobre la misma para averiguar cómo es eso que existe para la conciencia,
cómo se manifiesta. El mundo sigue siendo como es, pero, tras la epojé, lo descubro
no sólo como algo que existe, sino como fenómeno de existencia. La epojé se aplica a
todo lo trascendente, incluida la actitud natural, es decir, la que nos da nuestra
inserción en el mundo y su aceptación como existente. Aunque suspenda dicha
actitud, continúo participando en ella en tanto sujeto empírico, pero no hago uso de
sus tesis. Hacemos epojé incluso del yo como existente hasta llegar a un yo puro que
efectúa la epojé y que se revela como necesario a diferencia de las cosas
contingentes. La epojé nos traslada a la actitud fenomenológica.

La fenomenología trascendental:

El efecto de la epojé será la reducción a la esfera trascendental, a la conciencia pura


con sus correlatos y su actividad constituyente. Si la fenomenología husserliana es
ciencia primera, en tanto las otras han de fundarse sobre ella, esta fenomenología es
trascendental. Husserl se irá declarando partidario de un idealismo trascendental,
porque si el objeto se da a la conciencia en correlación con ella, ahora es preciso
analizar el yo que unifica todas esas donaciones, el yo trascendental. Gracias a la
epojé ganamos la certeza de que el yo está enlazado con el mundo y es fuente de
significación. Lo que hallamos no es el yo empírico, porque Husserl intenta
fundamentar el conocimiento en estructuras a priori, no en estados de la conciencia
como pretendía el psicologismo. Tampoco es el yo puro de Kant. El yo trascendental
de Husserl no es la condición última de la experiencia, sino tan sólo uno de sus polos;
además, ese yo no es otro distinto del empírico, sino ese mismo yo que, tras la epojé,
ha tomado conciencia de ser el polo subjetivo del conocimiento verdadero; el otro polo
de la correlación, el polo objetivo, es el de lo trascendente. El yo trascendental no es
condición última de posibilidad de la experiencia, sino conciencia de ser, para sí, el
lugar último de toda mostración y legitimación. El idealismo trascendental kantiano
sólo explica las condiciones a priori del conocimiento puro, mientras que Husserl
investiga las condiciones trascendentales del conocimiento concreto, de ese que nos
da las cosas mismas. El fenomenólogo reconduce los datos lógicos a las vivencias de
la lógica con objeto de aprender su esencia, es decir, su referencia a la subjetividad.
Esto no significa que recaiga en el subjetivismo, porque Husserl distingue en la
vivencia el acto subjetivo (el vivir la experiencia) de su significación (la idealidad que
es alcanzada en la vivencia). La intuición eidética se radicaliza así en la intuición de la
propia vida de la conciencia y la experiencia trascendental de dicha vida será el objeto
de la fenomenología trascendental.

Una de estas vivencias es la de la verdad. Verdad es, en Husserl, evidencia 7, es decir,


experiencia vivida de la verdad. La evidencia es el modo originario de la
intencionalidad, la donación de la cosa misma a la conciencia. No es naturalista, sino

7
La evidencia es un modo o una forma de conciencia: la conciencia “que ve”, la conciencia que
tiene el objeto al que “se refiere” efectiva y adecuadamente dado. El objeto no se tiene, pues,
sólo mentado, sino también dado. Por ello son “sinónimos” los conceptos de evidencia y de
“darse” o “estar dado”, y ambos del concepto de intuición.

25
experiencia vivida de un objeto ideal, no empírico, a través de un acto. La verdad no
es sólo correlativa, sino idéntica a la posibilidad ideal del conocimiento. Por tanto, la
verdad no es un absoluto, sino un movimiento constante que incluye revisiones,
correcciones y superaciones.

Husserl no duda en absoluto de la existencia del mundo; si recurre al yo trascendental


es para encontrar el sentido de dicho mundo. El análisis fenomenológico de la
intencionalidad de la conciencia desemboca en el yo como sujeto unificador de todas
las intencionalidades y, así, enriquece la subjetividad, que no se reduce a una vivencia
más, puesto que la conciencia es constitutiva de todo lo que tiene sentido, de lo
objetivo gracias a la correlación con nuestra subjetividad. Este poder constitutivo no
significa nada que tenga que ver con la creación de algo y menos todavía desde la
nada. Husserl denomina “constitución” al acontecimiento de esta vivencia, es decir, a
la donación de sentido a la experiencia vivida8. Constitución no es ni imposición de
sentido por la conciencia ni algo que podamos encontrar ya en el objeto, sino eso que
habita en la vivencia del mismo. Esta posee siempre una estructura de correlación, por
lo que los objetos se constituyen como tales para una conciencia y, por tanto, en los
actos. La constitución es la salida de la conciencia al encuentro de las cosas mismas.
Esta conciencia intencional es el factor previo a toda constitución; en otras palabras,
su auto-constitución posibilita la constitución de todos los objetos. Gracias al yo
trascendental, descubro que la subjetividad es un modo de ser inseparable y diferente
del mundo que constituye. Lo que en la actitud natural era una relación entre dos entes
intramundanos, la conciencia y el mundo, es abordado, después de la reducción, como
una relación trascendental o de constitución. Ésta no es obra de la conciencia aislada,
sino justamente de su intencionalidad, la cual, una vez efectuada la reducción, se
convierte en una relación trascendental, pues el ser intencionado del objeto deviene
ser constituido, es decir, dotado de sentido. Lo constituido es cogitatum o polo
intencional de una vivencia. Esta constitución significa que el dato inmanente de
carácter intencional no se encuentra meramente en la conciencia, como si esta fuera
un recipiente; sino que el objeto se presenta a ella como fenómeno, es decir, como
objeto intencional en el modo como aparece. Este objeto no se identifica con el de la
realidad externa, sino que es el constituido para el yo en su aparecer. La constitución
fenomenológica de las cosas no es la de dos sustancias: cogito y cogitatum, sino
conciencia intencional abierta al mundo. Husserl, a diferencia de Descartes, no
secciona el ser de algo de su modo de aparecer. El yo fenomenológico no es el cogito
de Descartes, ya que no está separado del mundo, sino que es la serie de vivencias
que, por otra parte, no contiene en sí el cogitatum, pues la conciencia es
direccionalidad y no sustancialidad.
8
En la cogitatio, en el acto de conciencia, se “constituyen” los objetos. Esto significa lo
siguiente: los actos de conciencia son fenómenos, esto es, apariciones de esos objetos. Los
objetos “se exponen... en algo así como apariciones”. Estos fenómenos o apariciones no se
identifican con los objetos mismos ni contienen los objetos mismos como una parte de ellos.
Sin embargo, en ellos aparecen los objetos, y por esto “en cierto modo” ellos “crean los objetos
para el yo”. Si no hubiera apariciones de... tal o cual objeto, no habría para el yo, para el sujeto,
tal o cual objeto. Que los objetos se constituyan en la conciencia quiere entonces decir que
para el yo sólo hay objetos porque vive los actos de conciencia, las vivencias, en las cuales los
objetos aparecen, se exhiben, se dan. En vista de lo anterior, fenomenológicamente no puede
hablarse de objetos fuera de, independientemente de, los actos, los fenómenos, las apariciones
en que se constituyen. Pues los objetos, las cosas, son lo que son sólo dentro de y gracias al
proceso de su constitución.

26
Mientras que las cosas y la existencia son contingentes, el residuo de la epojé, el ego
que la realiza, es necesario. Este, a diferencia del ego cogito cartesiano, no es una
cosa o una sustancia más; no se da a sí mismo como se dan las cosas, sino que es la
raíz desde la que todo se da. Ahora bien, lo que queda tras la epojé no es ese ego
puro aislado, sino que este es aprehendido como referencia o polo de todas sus
vivencias. Estas serán las que estudie la fenomenología. La conciencia trascendental
aparece como residuo de la epojé, es decir, como una región que no resulta afectada
por la neutralización de la tesis de existencia.

La fenomenología trasciende lo fáctico, no se conforma con las ciencias de hechos,


sino que aspira a la intuición de lo dado en las vivencias puras. La reducción
fenomenológica sigue a la epojé. La reducción gnoseológica nos conduce a las
vivencias puras, a los fenómenos absolutos. Esta reducción nos lleva a datos
absolutos, es decir, no relativos a lo empírico; se denominará también
“fenomenológica”, puesto que será el acto inaugural de la filosofía fenomenológica. La
reducción fenomenológica desconecta el yo empírico, el yo como cosa del mundo y la
vivencia como vivencia de ese yo concreto en un tiempo objetivo; nos lleva a lo
puramente inmanente, a lo mentado como lo que está aquí simplemente, no como lo
trascendente a lo que apunta. El resultado de la reducción es, pues, la cosa misma, o
sea, lo que es en sí mismo y tal y como está dado. La reducción tiene como finalidad
el esclarecimiento de la vida de la conciencia, entendida ahora trascendentalmente, es
decir, como clave de la constitución. La función de la reducción es reconducir lo que se
muestra a la forma cómo se muestra. Lo que hace la reducción es prestar atención al
mundo tal y como es dado a la conciencia. Lo que creíamos que era un modo de
existencia aparte de nosotros se revela, entonces, como algo que se nos da. La
reducción no elimina nada, sino que todo lo reconduce a la conciencia, a esa región
que resiste a la reducción, porque es constituyente o absoluta y lo es no sólo porque
está fuera de duda, sino también porque todo lo otro es relativo (ontológica y
gnoseológicamente) a ella, por eso, podemos decir que la conciencia es lo irrelativo.
La reducción nos ha conducido a la apodicticidad de la conciencia o conciencia pura;
todo lo inmanente a ella tiene carácter absoluto y necesario, mientras que lo que la
trasciende tiene carácter fenoménico y contingente. Mientras que es posible hacer
epojé de la existencia de la cosa correspondiente a lo percibido, es imposible hacer lo
mismo con la vivencia, ya que esta es inmanente a la conciencia de cuya existencia no
puedo prescindir para tener vivencias. Husserl ni niega ni afirma la realidad exterior,
sino que se centra, exclusivamente, en el ser que aparece a la conciencia, es decir, el
ser que el mundo tiene como fenómeno. Esto no significa que tengamos que sustituir
la existencia del mundo por el fenómeno del mismo en cuanto mero ser para la
conciencia, porque el idealismo de Husserl no es absoluto sino trascendental; la
intencionalidad de la conciencia nunca se pierde y la reducción del mundo es la
condición necesaria para ganarlo, como sentido del mismo por la vía de llevar el ser a
su condición de fenómeno de la conciencia. Epojé y reducción no son sinónimos: la
primera es el paso previo a la segunda en cuanto descubre la subjetividad y su
intencionalidad, pero la reducción supera la actitud natural y penetra en la
trascendentalidad de lo subjetivo. La epojé neutraliza la existencia del mundo. Con la
reducción trascendental, lo reencontramos en el ego trascendental, basamento último
de la constitución del sentido. La reducción trascendental es un resultado de la
reducción fenomenológica y es simultánea a la adopción de la actitud trascendental,

27
fundamental para llegar a las cosas mismas, sin reducirlas ni a sus contenidos de
experiencia, ni a la simple identificación con la cosa que se sigue de toda suspensión
del juicio.

Las cosas mismas, reconducidas ahora al ego trascendental, son las vivencias, que
pueden descomponerse en: contenido de conciencia o nóema y acto de expresión de
dicho contenido o nóesis. Ahora, tras la reducción trascendental no sólo aparece lo
que se da a conocer a la conciencia esencialmente y como unidad de sentido, sino
también la unidad de la conciencia, configurada por la correlación entre nóesis y
nóema. Ambas no son realidades independientes, sino la correlación característica de
la conciencia intencional entre el acto de conciencia y el objeto; es decir, no hay nóesis
sin nóema y a la inversa; la primera es producida por el cogito y el segundo es su
cogitatio. Su unidad en la conciencia implica la de la vida como polo subjetivo de la
constitución del sentido y eso es el ego trascendental.

Reducción trascendental no es lo mismo que reducción eidética. Esta nos lleva al


eidos y lo hace mediante la variación imaginativa de las características individuales y
concretas de la realidad fenoménica hasta revelar algo invariable en relación con lo
cual son aquéllas determinaciones. Si la reducción trascendental nos lleva al yo
trascendental, la reducción eidética nos revela la esencia del yo, que es la de ser
fuente de todo sentido. El análisis trascendental supone un progreso con relación al
eidético, porque el ser dado en cada región o el ser del ente es tematizado por sí
mismo y determinado en su esencia como constituido en la subjetividad trascendental.
La esencia fenomenológica no es sustantiva, como la platónica no tiene sentido en sí,
sino únicamente en correlación con los actos de la subjetividad.

El cuerpo propio como tema fenomenológico:

Al afirmar la intencionalidad de la conciencia, Husserl distinguirá entre la consideración


del cuerpo propio como cuerpo objetivo o cuerpo vivido, fenoménico. Tal distinción
obedece a distintos tipos de actitud: para la actitud objetivista, el cuerpo es un cuerpo
como los otros; en cambio, para la actitud fenomenológica, el cuerpo que se pone de
manifiesto a la conciencia intencional es un cuerpo vivido. Husserl describe este último
por su manera de darse, de manifestarse. Por eso, a la naturaleza material no le
opone el alma, sino la unidad concreta de cuerpo y alma, el sujeto humano como un
todo. Frente a la naturaleza meramente material, el sujeto se da como naturaleza
animada, es decir, como cuerpo que se experimenta como corpóreo externamente,
aunque con ciertos límites (no puedo ver mi rostro o mi dorso), que son precisamente
los que hacen diferente su percepción de la de las cosas, a las que sí podemos ver de
frente y por todos sus lados gracias a nuestros movimientos. Ahora bien, la
experiencia del propio cuerpo es también la de un “interior” o la animación de un
exterior que no es meramente materia extensa. Husserl sitúa el cuerpo entre el mundo
material y la esfera subjetiva. Además, descubre que el cuerpo es lo que nos orienta
en el mundo, en tanto constituye el punto cero desde el que nos situamos y en tanto
que, gracias a él, nos movemos hacia las cosas y las desplazamos. El cuerpo se halla,
por tanto, entre la naturaleza y el espíritu.

El análisis fenomenológico realizado por Husserl se ocupa del cuerpo en tanto clave
de la constitución de la naturaleza material; pone de manifiesto que la contextura de

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las cosas materiales como aistheta (cosas percibidas), tal y como se encuentran ante
mí intuitivamente, son dependientes de la del sujeto que experiencia, están referidas a
su cuerpo y a su sensibilidad. Además, el cuerpo es necesario para percibir. El cuerpo
es medio de la percepción, no sólo por sus órganos que captan, sino por las funciones
elaboradas que desempeña como un todo y que no son meramente receptivas de lo
externo, sino incluso constructivas de proyectos que posibilitan alcanzar las cosas
mismas. Esto se debe, como en Bergson, a que el cuerpo propio es un centro, no sólo
de acción pragmáticamente entendida, sino de orientación espacio-temporal.

El cuerpo es nuestro aquí y ahora. Todo lo que aparece tiene una referencia de
orientación al cuerpo. Las coordenadas espaciales en las que se me presenta la cosa
son relativas a mi situación corporal. Además el cuerpo es el órgano de la percepción,
entendida no sólo como recepción de datos sensibles, sino también como actividad
motriz que implica la búsqueda de otros datos sensibles y la aprehensión sinestésica
de los mismos, la captación de su unidad, la constitución de esquemas y de los
fenómenos. El cuerpo propio es una cosa diferente de todas las otras, porque nunca
desaparece para mí, es decir, porque siempre es fenoménico y, no sólo como objeto
para la conciencia, sino también como vivencia de la misma y como sujeto perceptor.

Además de ocuparse de la función mediadora del cuerpo en todos los niveles del
conocimiento de sí, del mundo e incluso del otro, Husserl se interesa por la
constitución de la corporalidad y plantea la fundación corporal de la autoconciencia en
las localizaciones de las sensaciones táctiles en el cuerpo. Distingue la sensación
determinada por las cosas (p. e. la aspereza) de la que tiene lugar al mismo tiempo
que esta, pero que está localizada en el cuerpo propio y, por ello, no es un estado de
la cosa material, sino del propio cuerpo. En base a esta distinción, constata la
incapacidad de localizar sensaciones visuales en los órganos de visión; en cambio, el
cuerpo puede sentirse sintiendo, es decir, gracias a él las sensaciones táctiles pueden
localizarse en las partes del cuerpo que tocan algo. Esto implica que, a diferencia de la
distinción puramente visual de un objeto para un sujeto, el cuerpo actúa como sujeto-
objeto. Lo último se evidencia en las sensaciones dobles (p. e. la mano que toca a la
otra mano y que puede sentirse tocada y tocante).

Los actos perceptivos siempre son corporales, pero no constituyen el cuerpo como tal
para el sujeto corporal; el cuerpo es constituido intencionalmente en la relación refleja
que mantiene consigo mismo cuando percibe uno de sus órganos actuando. Esta
reflexividad intencional del cuerpo depende del doble aspecto del sentido del tacto
(puede tocar a la vez que se siente tocado). Esto es lo que quiere decir Husserl
cuando asegura que el cuerpo se constituye originariamente en la tactilidad y en todo
lo que se localiza en las sensaciones del tacto y se convierte en cuerpo vivido o
fenoménico para dichas sensaciones (táctiles, de dolor, etc.) y, en definitiva, por la
localización en él de las sensaciones como sensaciones. Husserl sabe que la
conciencia se halla en su cuerpo, no como si se tratara de una posesión de un sujeto
absoluto constituyente, sino como campo de ubicación de sensaciones. Las
ubiestesias son sensaciones en y sobre el cuerpo. En Ideas I, el cuerpo propio es el
medio específico de la conciencia para entrar en el mundo real, es decir, el
instrumento que le permite abandonar su inmanencia y participar en la trascendencia.
Gracias a él, la conciencia deja de ser absoluta y se convierte en la conciencia de

29
alguien, ya sea de un ser humano o animal. Además, sólo por el enlace de la
conciencia con el cuerpo en una unidad intuitivo-empírica natural es posible algo así
como una comprensión mutua entre los seres animados pertenecientes a un mundo, y
sólo por este medio puede cada sujeto cognoscente encontrarse con el mundo en su
plenitud, consigo mismo y con otros sujetos, y a la vez reconocer en él un mismo
mundo circundante, común a él y a todos los demás sujetos.

La intersubjetividad trascendental:

El tratamiento husserliano de la corporeidad tiene relación con la intersubjetividad, en


tanto que, partiendo de la percepción del cuerpo ajeno, Husserl subraya precisamente
la otredad de los sujetos que también intervienen en la configuración del mundo
objetivo a través de la vivencia intersubjetiva de las experiencias y la posterior
sedimentación de la misma que originará el sentido. Son ambas cosas, alteridad y
constitución, las que distinguen radicalmente a los otros sujetos de las cosas. El
cuerpo del otro no se me presenta, ni siquiera en la actitud natural, como un objeto,
sino como cuerpo propio de otro que, sin embargo, va adquiriendo habitualidades a
través del tiempo y de la vida en el tiempo. En la actitud natural, por tanto, el otro es
aprehendido como otro cuerpo propio con su yo apresentado que se concibe como
punto central relativo al mundo compartido. En la experiencia del otro se produce una
síntesis identificadora entre el cuerpo ajeno percibido y ese mismo cuerpo
representado por analogía con el mío, aunque ocupando otra posición. La analogía, en
Husserl, no es un modo de razonamiento, sino parificación y esta es una de las formas
de la síntesis pasiva; así pues es una filiación, el saberse emparentado con el otro,
pero contrastando con él. Percibo el emparejamiento entre los cuerpos de los sujetos,
al igual que percibo el mismo mundo que me represento percibido por los demás. El
cuerpo es, por tanto, la presentación que posibilita la apresentación del otro como otro
ego trascendental.

El cuerpo propio vivido se constituye originariamente; aprehendo el otro cuerpo físico


como otro cuerpo vivido a partir del mío, mediante una transferencia aperceptiva. Esta
aprehensión analogizante es fundamentada por la semejanza del cuerpo del otro con
el mío. A diferencia de los objetos, el otro no es un contenido de mi conciencia, no es
un fenómeno, sino que se me da de manera irreductiblemente mediata, de modo que
tiene una zona de oscuridad que se me escapa. Para que tenga sentido, ha de ser
correlato de una conciencia, pero sin perder su alteridad. Ego transfiere al otro el
sentido de yo, pero no lo convierte en un mero duplicado de sí, ya que tiene otro modo
de ser y otros contenidos de conciencia allí. Habida cuenta de que sin la alteridad de
los objetos, el otro, en tanto sujeto-objeto, no surgiría, es necesario pensar
conjuntamente ambas alteridades y, por ello, funda la objetividad en la
intersubjetividad reafirmando que el sentido constituido por otros es el mismo que el
constituido por ego, es decir, que lo que hay en realidad es una sincronía de
conciencias. Si los otros son egos, no pueden ser simples elementos integrantes de mi
mundo, meros productos de mi actividad consciente, sino que también ellos son
donadores de significado. Por consiguiente, su sentido no es sin más algo constituido
por mí: el otro es también sujeto constituyente. Gracias a la parificación corporal, la
esfera propia se comprende como tal por su relación con una esfera extraña, pero
análoga. Por otro lado, en conexión con el cuerpo vivido del otro se dará el yo ajeno

30
que lo rige. La reducción a la esfera de propiedad descubre que la vida psíquica de
ego incluye la experiencia actual y posible de lo que es el otro. Lo comprendo,
entonces, como un sujeto trascendental como yo. Para ello, he de constituirlo como
modificación intencional de mi yo primeramente objetivado, de mi mundo primordial,
comenzando por su cuerpo físico, el cual es experimentado por mí en mi mundo
primordial en el modo “allí”, como si mi cuerpo propio estuviera en su lugar. El sentido
de la experiencia del sí mismo se adquiere por la autopercepción del cuerpo propio,
esta permite que adquiramos también los fenómenos del mundo e interpretemos los
cuerpos externos.

Lo que se me aparece como cuerpo extraño orgánico es índice de algo más, de un


cuerpo propio y de una subjetividad total y así la aparición externa que tengo de otro
cuerpo orgánico propio corresponde a la aparición que él tiene de sí mismo. Junto a la
constitución de los otros sujetos se constituye también un mundo corporal
intersubjetivo y se distingue lo intersubjetivo de lo subjetivo. También se constituye
cada sujeto como unidad intersubjetiva. El otro no se presenta como las cosas, como
un correlato intencional, sino como alter ego, con sus propias vivencias, su propia
libertad y capacidad para efectuar la reducción y donar sentido, en suma, como otro yo
que también es constituyente; por eso lo experimento como otra fuente de significado.
Los otros son trascendentales; no son meras representaciones; tampoco son
trascendentes como las cosas, porque cada uno es yo para sí mismo, fuente de
unificación. El ego trascendental no es solipsista. La experiencia de la objetividad, de
la que era condición necesaria la reconducción a la conciencia constituyente, requiere
acuerdo intersubjetivo. Si Husserl introduce el concepto de “intersubjetividad
trascendental” es porque considera que la objetividad es constituida entre sujetos y es
preciso clarificar dicha constitución; para ello, es necesario examinar mi experiencia de
otros sujetos trascendentes a mi conciencia, pero, como yo, trascendentales.

La reducción a la esfera de propiedad del yo sólo era un método cuyo cometido era
demostrar que las vivencias propias remiten a los otros y son resultado de mi
conciencia intencional. El propio yo no sería fuente de intencionalidades sin los otros.
Por tanto, hay coexistencia de sujetos, pero trascendental y no meramente fáctica;
esto significa que hay existencia en común de seres donadores de sentido, unidos por
una finalidad trascendental y no meramente yuxtapuestos por azar. Ante todo, lo que
nos une es el afán de verdad, de conocimientos fundados, que son los que dan
sentido al ser, sin suplantarlo pero desde la convicción de que sólo puede ser lo
fenoménico y de que el sujeto ante lo que algo se manifiesta existe, es en sí
realmente, porque vive conscientemente su existencia.

En Die Krisis, Husserl reconocerá la existencia histórica de la humanidad como tal que
comienza con la relación social recíproca y cobra significado trascendental con la
reducción que saca a la luz la solidaridad intencional, la cual se sigue del a priori de la
inseparabilidad de la conciencia de sí y de la conciencia del otro. La empatía no es,
para Husserl, mero contagio simpatético, sino una interpretación cognitiva; es el modo
originario de acercarnos al otro en la coparticipación y en la convivencia. Husserl no
acepta la concepción material de la empatía porque piensa que la predisposición
humana a la asociación tiene siempre un sólido fundamento intelectual. Si la empatía
es un modo de penetrar en el ánimo del otro, comporta una mediación intencional que

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hace posible el acto de comunicar las autoconciencias. Gracias a esa empatía
experimento la auto-temporalidad del otro como la mía, así como de la coexistencia de
mi presente trascendental. La temporalidad del otro y la mía se entrecruzan con otras
que perviven en la cultura. La apresentación del otro en mí trae una donación de
significados con los que me confronto y lo mismo ocurre con la temporalidad. Sin
embargo, la empatía, por sí sola, es incompleta, porque no aclara cómo los otros se
convierten en yos trascendentales en mi propia vida trascendental. Será necesaria una
reducción específica a la esfera originaria de ego para comprender el verdadero
sentido de la intersubjetividad trascendental como trascendencia (alteridad) en la
inmanencia (esfera de propiedad), es decir, para probar que llevo a los otros en mí. Se
trata de una doble reducción que descubre una intersubjetividad en el yo en la forma
de una coexistencia entre el yo empatizante y el yo empatizado, que me permite
pensar que yo mismo puedo ser otro para ese otro que también es un yo. Husserl
define la reducción intersubjetiva como reducción trascendental en la representación
empática de la subjetividad ajena; la representación es un acto de la conciencia actual
cuyo término es otra conciencia (sea la propia conciencia pasada o futura, sea la
conciencia del otro).

De esta reducción a la esfera de propiedad resulta su modificación por re-presentación


como otra, como primordialidad ajena. Se produce una cobertura de la esfera
primordial ajena con la mía, aunque la doble reducción impide la confusión entre
ambas. Esta modificación produce un auto-extrañamiento en mi esfera primordial, una
proyección de dicha esfera en el cuerpo del otro. Hay que pensar que en la esfera
primordial de cada otro tiene lugar el mismo proceso y así se multiplican las esferas
primordiales dando lugar a una pluralidad de coexistencias, a la totalidad de todos los
otros o a la comunidad de yoes mutuamente otros; así se constituye el nosotros o la
intersubjetividad trascendental. Esta forma parte de la subjetividad trascendental
desde el momento en que ego experimenta un mundo objetivo. Así entendida, dicha
subjetividad es la mónada primordial que lleva en sí intencionalmente todas las otras.
El otro pertenece a mi mónada, ya que soy capaz de constituir en ella otra, de
identificar una naturaleza constituida en mí con otra constituida por otro. La mónada no
es una parte de un todo en el que se diluya, sino que está en el mundo por su cuerpo,
es una perspectiva singular sobre el universo. La mónada, en su relación intencional
con los otros, es unidad (en la multiplicidad) de una génesis que comprende la vida
intencional, el mundo en el que se desarrolla su actividad y las relaciones entre egos
monádicos; posee un yo libre, es irrepetible y actúa por motivaciones (no por
relaciones mecánicas). Las mónadas co-existen, es decir, cada una es necesaria para
la existencia de las otras. Entre ellas hay armonía preestablecida en el sentido del
acuerdo constitutivo (no formal ni arbitrario) que confluye en la posición de un mismo
mundo para todas las mónadas.

Así pues, las mónadas forman un todo que es el resultado de la teleología husserliana
que implica el compromiso ético de articular a las personas en comunidades y a estas
en estados o personalidades de orden superior. Estas personas sociales no son la
simple suma de las individuales; ciertamente, son indisociables de estas, pero se
fusionan con ellas sin confundirse. Las personas no son sólo seres individuales, sino
unidades personales, en su calidad de miembros de una comunidad humana. En toda
comunidad, el individuo es un representante y funcionario de la voluntad común. La

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socialidad es originaria: el sujeto siempre vive en relación con el otro y, gracias a esta
relación, es capaz de autoafirmarse. No puedo estar presente en el mundo como
persona sino por esta socialidad originaria; en otras palabras, la individualidad
personal presupone la inter-individualidad originaria. Así pues, en sentido riguroso, la
mónada será el sujeto que se constituya bajo el horizonte del otro. Desde esta
concepción de persona se comprende la definición husserliana de la sociedad como
una “asociación de hombres, relacionados recíprocamente en intercambio que obran
racionalmente y obrando lo razonable realizan lo superior, lo mejor posible”.

El telos feomenológico de la racionalidad:

La reducción a la intersubjetividad trascendental ha mostrado que esta es el suelo de


toda conciencia racional. Toda posesión de sentido racional es un acto social en tanto
que puede ser comprendida y justificada por la comunidad. La verdadera motivación
de quienes integran esta comunidad es, por tanto, del orden de la racionalidad
práctica, del orden de la persona, no sólo comunitaria, sino también como el sujeto de
los actos que hay que juzgar desde el punto de vista de la razón, el sujeto que es
responsable de sí mismo y, por tanto, el yo libre, el yo con su sentido específico que
crece con la constitución de la comunidad. Este crecimiento se prolonga en la
aspiración a la co-fundación a través de los modos de la voluntad cuyo telos es la
racionalidad. Esto significa que sólo la vida resuelta y activa puede convertir lo
pasivamente sedimentado en la única tradición operante, esa que ha optado por la
vida consciente de la humanidad que se comprende racionalmente, comprendiendo
que es racional en el querer-ser-racional, que esto indica y quiere decir una infinitud de
la vida y de la tensión hacia la razón, que Razón significa lo que el hombre en tanto
que hombre desea en lo más íntimo, lo que puede satisfacerle, hacerle “feliz”. La razón
husserliana no se limita a tematizar la vida, sino que designa la unidad teórico-práctica
del ser humano. No es algo que le venga impuesto, sino un telos apodíctico que,
gracias a la filosofía, revierte en auto-comprensión.

Husserl detecta la crisis que ha sufrido la razón desde la Modernidad y,


fundamentalmente debido a la absolutización del objetivismo, una de cuyas
consecuencias es la pérdida del sentido instituyente e instituido de la filosofía. Confía
en la restauración de ese telos orientador y nos recuerda que el sujeto y el tema de las
ciencias no es otro que el hombre globalmente considerado y los hombres en
comunidad. Esta unidad vital está implícita en la tarea propiamente filosófica, que es la
responsabilidad infinita por la humanidad y su telos, la cual se plasma en compromisos
individuales, pero la orientación hacia dicha finalidad no viene de la simple suma de
voluntades individuales, sino de la voluntad de la comunidad de la que los filósofos se
saben funcionarios libres, porque son conscientes de que han de velar por el
funcionamiento de la voluntad comunitaria. Los fines a los que esa colectividad se
dirige son queridos por todos sus integrantes. Persiguiendo este fin compartido, se
establece así un vínculo universal de las voluntades que genera una unidad del
querer. De este modo, la comunidad de co-existentes se convierte en comunidad de
personas constituida éticamente que desea la bondad para fundarse como comunidad
de hombres de bien y practicar la filosofía como reflexión acerca del sentido ético de
una sociedad.

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El valor de la colectividad no consiste en sumar voluntades, sino en compartir valores
fundados en el trabajo teórico-práctico de los individuos. Su valía está en relación con
la de la comunidad concreta y los modos de vida de esta han de poseer significación
axiológica y concretarse en normas que establezcan las condiciones de posibilidad de
una colectividad valiosa y que incluye el valor relativo de los individuos; en otros
términos, estos valdrán lo que valga su comunidad. Cuando se ha desarrollado el
espíritu ético común, gana fuerza el telos de la colectividad y los funcionarios reciben
autoridad de la comunidad así constituida, porque representan a la filosofía, a esa
actividad creadora de valores ideales objetivos necesarios para la constitución de una
comunidad racional, para la revalorización del ser humano que los gesta y para la
filosofía misma, entendida como depósito objetivo del saber teórico-práctico de una
comunidad dirigía a fines y valores.

Lebenswelt (mundo de la vida), suelo de la conciencia:

La ciencia moderna sólo trata de hechos y de sus relaciones, sin considerar la


cuestión del mundo y de los valores. Pierde, entonces, sentido para ella, el mundo de
la vida que, justamente, es el suelo sobre el que la ciencia se ha edificado. Los
valores, sentimientos y deseos son excluidos de lo único que cuenta en este universo
alejado de la Lebenswelt, los “hechos”. Sin embargo, estos no hablan por sí mismos,
hay que interrogarlos desde algún punto de vista y con cierta orientación.

La crisis de las ciencias se debe al objetivismo y al formalismo por el que se guían,


que ha perdido de vista al sujeto y ha abandonado la razón a cambio de lo positivo.
Esto ha desencadenado el abandono de la libertad que tienen los seres humanos de
dar sentido racional a su existencia individual y colectiva. Por tanto, el fracaso de las
ciencia de sólo hechos que hacen seres humanos de sólo hechos, sin reflexión, no se
debe a la racionalidad como tal, pues esta es una tarea infinita, sino a su enajenación
en el objetivismo. Es necesaria una razón renaciente que lo supere definitivamente y
ponga en marcha un nuevo modo de cientificidad, en el que haya lugar para la
subjetividad y para las cuestiones vitales y vivenciales. Esta es la tarea de la
fenomenología trascendental. Husserl se da cuenta de que su aspiración a hacer de la
filosofía una ciencia rigurosa y estricta ha sido sólo un sueño, su interés por la ciencia
persiste a pesar de ello y se amplía a la necesidad de asentar sus verdades en un
suelo mundano vital, en la Lebenswelt, que no es mera unidad de los objetos, sino la
condición de toda ciencia y de toda experiencia. El retorno al mundo de la vida
significa la toma de conciencia de que el mundo al que pertenece la ciencia es
constituido; necesita dotarse de sentido, porque no es un mundo verdadero en sí
mismo.

Husserl describe las estructuras del mundo de la vida y se pregunta por el sentido
(entendido como significado y como finalidad hacia la que se encamina la
investigación), por las operaciones constitutivas del mismo. Al fenomenólogo le
interesa el mundo, pero no entendido empíricamente, sino fundamentalmente por su
sentido, el mundo como correlato de operaciones sintéticamente enlazadas. La ciencia
del mundo de la vida que ahora Husserl se propone es la de la subjetividad o de la
vida trascendental. No tiene nada que ver con las ciencias objetivas, pues es una
ciencia del modo universal de la pre-donación del mundo, una ciencia de los

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fundamentos últimos del sentido. Una vez que se ha tomado conciencia de la
necesidad de esta nueva ciencia del mundo de la vida, es preciso hacer epojé del
mundo natural, porque sólo tras ella alcanzamos el mundo de la vida que vale para
todos nosotros pre-científicamente. Después, estaremos en disposición de abordarlo
reflexivamente. El mundo es correlato de la subjetividad que le confiere su sentido
ontológico y, gracias al cual, es. El fenomenólogo ha reducido, por tanto, el mundo al
fenómeno trascendental “mundo” y, por tanto, a su correlato inseparable, la
subjetividad trascendental. La primera tarea de la nueva ciencia de este mundo, en
tanto disciplina de la fenomenología trascendental, será investigar cómo cobra sentido
el a priori objetivo del mundo, cómo se desarrolla la vida trascendental y su actividad
constituyente sobre el a priori de esa subjetividad.

Frente a la actitud ingenua que adoptamos en la vida diaria, la actitud reflexiva ante la
Lebenswelt se convierte en el verdadero trascendental, o sea, en el fundamento del
sentido olvidado por la ciencia objetivista. La reconducción de la primera actitud a la
segunda implica un paso de la vida en el mundo a la vida que experiencia dicho
mundo. Esta filosofía trascendental no es la de la conciencia aislada, no es la del yo
desinteresado del mundo al que pertenece; no suspende el interés de la subjetividad
personal, sino que ha convertido el interés reflexivo en su manera de ser, en su hábito
de orientación hacia objetivos valiosos para ella y, al mismo tiempo, para todas las
otras subjetividades, es decir, válidos universalmente. Por ello, Husserl proclama el
significado existencial de la epojé, en el sentido de que provoca una transformación
personal, semejante a la conversión religiosa, pero que, a diferencia de ella, es la
mayor evolución existencial posible para la humanidad como tal. Esto es así porque, al
realizar la epojé, el mundo de la vida deja de ser exterioridad recíproca de mundos
particulares y deviene fenómeno comunitario total. Nos liberamos del ser ya dado del
mundo y nos ponemos en el camino de la donación de sentido del mismo. Desde cada
mundo particular se apunta, así, al mundo común, entendido como convergencia
unitaria de los mundos plurales, como mundo objetivo con respecto al cual todos los
otros guardan relación. El fenómeno del mundo de la vida no es particular, sino
comunitario.

Una vez practicada la epojé, la Lebenswelt remite al yo entendido como lugar de la


razón, no como mero sujeto fáctico, sino como sujeto trascendental. Este será
caracterizado ahora como conciencia del mundo de la vida, del mundo histórico,
conciencia que le da trascendentalidad y, por tanto, que es razón, es decir, actividad
orientada al sentido y, en general, hacia ideales. La vida responsable es esa vida
guiada por la razón y por la verdad. La razón sigue siendo en Husserl una idea y un
ideal absoluto, intemporal. Sólo desde ella se podía hacer frente a un relativismo que
se había absolutizado de tal modo que amenazaba con aniquilar la autonomía del
individuo (ese dogmatismo del mundo de la ciencia moderna que se creía la Verdad
universal y sólo era, desde la óptica husserliana, un mundo particular relativo a la
Lebenswelt. Este es el a priori histórico, es decir, la estructura que está presente en
toda cultura y en toda variante histórica.

En la Crisis aflora la pregunta por el sentido de la historia. Husserl considera que no


hay que estudiar la historia en sí, sino la conciencia de la misma, porque la historia no
es una serie que se desarrolla horizontalmente. Una cosa es la marcha fáctica de la

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historia y otra, la que incumbe a Husserl, la historia del sentido de dicha marcha. De la
multiplicidad de hechos inconexos recopilados no se extrae sin más la unidad, sino
que hay que reflexionar sobre ellos e integrarlos en las sedimentaciones que tienen
lugar en el curso de la historia y que constituirán un mundo cultural o una tradición
digna de reactivarse. La dinámica de esta sedimentación es la de una configuración de
sentido en la reciprocidad y esto es justamente lo que Husserl entiende por la historia
intencional que somos: el movimiento vivo de la solidaridad y de la implicación mutua
de la formación de sentido es, justamente, la historia. La subjetividad trascendental no
sucumbe al relativismo, porque es necesaria para todas las conformaciones históricas.
Actúa como a priori histórico concreto que determina a todo ente en su ser esencial de
tradición y de actividad de transmisión. Estas últimas no son contingentes, sino
componentes del ser de la humanidad y de su mundo cultural. Dicho a priori hace
posible la historia comprehensiva. La interpretación fenomenológica de la historia
desemboca en un análisis intencional de la cultura, de la Lebenswelt y su relación con
los mundos particulares.

Husserl distingue entre la filosofía como factum histórico y la filosofía como una tarea
infinita, siendo la primera un intento, más o menos logrado, de hacer realidad a la
última. Es preciso ejercer la crítica filosófica para alcanzar la racionalidad y evitar sus
extravíos y contingencias y, por eso, es necesario tener siempre a la vista el telos de la
universalidad y la infinitud, como caracteres esenciales de la razón y de la actitud
filosófica. La racionalidad no debe ser entendida como privilegio de algunos individuos,
sino como la raíz misma del ser humano. En tanto que el filósofo tiene como tarea la
responsabilidad por esa racionalidad que ha heredado, es un funcionario de la
humanidad, ya que trabaja por ella y en su nombre. La filosofía se convierte en el
fundamento racional de una vida comunitaria auténticamente humana, es decir, de una
vida que lucha por alcanzar metas comunes, racionales. De ahí que el filósofo sea el
funcionario de la humanidad, porque está en función de la sociedad de su época y se
ocupa de los temas fundamentales para todos los seres humanos, para la
humanización de los mismos. La humanización está en función del telos de la
racionalidad, porque es su búsqueda la que permite al ser humano descubrir su
responsabilidad por su propio ser.

La razón incluye historicidad, mientras que el ego trascendental no. La razón está, por
tanto, en devenir, se despliega sin cesar haciendo que la humanidad progrese en su
ser y viva de acuerdo con la racionalidad que va descubriendo, de un modo
responsable, de manera que su voluntad y su saber caminen conjuntamente, que la
evidencia de uno mismo se vaya esclareciendo de acuerdo con el telos de la razón.
Esto implica que la evidencia no viene simplemente dada, sino que se va adquiriendo
a condición de que la voluntad se dirija a ella, buscando cada vez más compresión y
auto-comprensión, como corresponde a la esencia de la razón. La responsabilidad
exige renovación, es decir, recreación de la razón desde exigencias éticas. Nuestra
historia no es, según Husserl, contingente, sino ese desarrollo del telos del ser
humano y, por ello, abrirnos a los otros no implica desprendernos de lo que nos
caracteriza, sino contribuir juntos a una tarea común: la de la vida responsable y
vigilante que está dispuesta siempre a dejarse guiar por la razón, es decir, por normas
universales pensadas por ella misma y no impuestas desde otras instancias. Así pues,

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la responsabilidad está ligada a la autonomía del ser humano, a su mayoría de edad
para hacer uso de su racionalidad.

Todo conocimiento tiene como suelo un mundo, es decir, una base de creencia
universal, aunque pasiva, en el ser. Esto es, según Husserl, la creencia originaria. La
vuelta a las cosas mismas puede interpretarse ahora como retorno a esta pasividad
pre-dada. Así se alcanza una conciencia simplemente creyente que es el medio en el
que todo ente, como objeto de experiencia, es pre-dado para nosotros. Toda praxis
presupone este terreno universal de la creencia en el mundo como totalidad de la que
nunca se duda y que no ha sido adquirida por la actividad judicativa, sino que es
presupuesta por cualquier juicio, el cual, por tanto, derivaría de ella.

La espontaneidad de la conciencia requiere elementos que la desbordan


enriqueciéndola y posibilitándola. Así, por ejemplo, afirma que toda experiencia tiene
su horizonte experiencial, el cual es un campo abierto de posibilidades que pueden
añadir determinaciones a la cosa experimentada; se trata de un conjunto de
anticipaciones originarias, un modo de la intencionalidad (intencionalidad horizóntica)
que apunta más allá de lo dado. Toda percepción, en cuanto conciencia que se refiere
a una objetividad real, tiene su horizonte del antes y el después. Cualquiera de
nuestras experiencias presupone una estructura de horizonte, que es constitutiva de la
estructura del aparecer.

Fenomenología estática y fenomenología genética:

Para tomar distancia del objetivismo, el fenomenólogo enfoca la objetividad como un


telos de racionalidad, es decir, como una tarea que se va desarrollando
históricamente. La fenomenología estática se centra en describir la constitución de la
objetividad por el ego trascendental, es decir, es en buena medida una teoría
trascendental del conocimiento, pero la fenomenología genética demuestra que el
conocimiento no es un producto individual, sino trascendente al yo, y esto implica que
el otro no es sólo un fenómeno a explicar, sino también una explicación de los
fenómenos; por consiguiente, la constitución objetiva es inseparable de la
intersubjetividad trascendental. El requisito de una teoría de la intersubjetividad que
vaya más allá de la dicotomía entre ego-alter ego es la tematización de la subjetividad
temporalizándose. La fenomenología genética, que tiene como base las reflexiones
husserlianas sobre la auto-temporalización de la conciencia, la experiencia del otro yo
no es sólo la de una variación posible de mi propio ego. La alteridad recupera su ser
verdadero, su poder absoluto de poder decir “yo”.

La fenomenología estática analiza la constitución de los objetos que se dan a la


conciencia y reconduce las estructuras eidéticas a las vivencias si preguntarse por el
origen de esas estructuras. Junto a ella, Husserl desarrolló una fenomenología
genética, interesada en la génesis de la misma de dicha constitución, es decir, en las
condiciones de posibilidad de la subjetividad misma y de sus relaciones con el mundo
pre-donado, por las que se genera la constitución de los objetos ante la conciencia. La
Lebenswelt es ese mundo pre-dado a una conciencia tácita y en él se basa cualquier
experiencia explícita; actúa como horizonte constitutivo de la estructura del aparecer.
La fenomenología genética investiga estas estructuras significativas pre-dadas, el
origen y la capacidad sintetizadora de las mismas. Opera mediante dos tipos de

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génesis: activa o referida a la producción egóica de objetos y la síntesis pasiva, que
también da lugar a articulaciones de significados, aunque estos no resulten de la
actividad de ego. Este es afectado no sólo en su pasividad primaria por los datos
sensibles, sino también por una pasividad secundaria creada por la sedimentación de
sus propias acciones, por sus hábitos, que se asocian con la acción actual.

Cuando la inteligencia se apropia de las síntesis y conexiones constituidas


pasivamente, se vuelve intencionalmente hacia el objeto. Esto implica que hay
continuidad entre actos perceptivos y deliberativos. Los juicios son formas supremas
de tematización explícita de lo que hemos adquirido pasivamente y constituido en
nuestra receptividad. La síntesis activa presupone a la síntesis pasiva originaria. La
síntesis temporal es uno de los mejores ejemplos de síntesis pasivas, de esas
operaciones ínfimas que necesariamente ponen en conexión todo lo demás. Aunque la
constitución fenomenológica del significado se debe a las síntesis activas complejas
(juicios, evaluaciones, inferencias, etc.), todas ellas son motivadas por síntesis pasivas
(asociaciones, impulsos, sentimientos, etc.). Según Husserl, las primeras pertenecen a
un nivel de conciencia más elevado que las segundas, pero estas fundan la
experiencia pre-temática y pre-lingüística que precede a la actividad de ego.

Husserl comienza a dar el paso de lo estático a lo genético en sus Lecciones sobre la


conciencia interna del tiempo, donde contempla la posibilidad de una intencionalidad
más originaria y pasiva que la intencionalidad que pone objetos, una intencionalidad
operante que procede por síntesis pasivas y cuyo centro es la motricidad corporal, a
diferencia de la intencionalidad tética, dirigida activamente a los objetos dotándolos de
sentido. Esta otra intencionalidad parte de la génesis corporal. La fenomenología
genética la revela como sentir y sentirse. Husserl emplea el término “cinestesia” para
referirse a toda sensación del cuerpo vivido, la cual es imprescindible para las
percepciones de las cosas; además, la asociación estructura pasivamente los campos
temporales con el cuerpo propio. Las síntesis pasivas no son obra de la espontaneidad
del yo.

El primero de los temas de la fenomenología genética sería el de la conciencia del


tiempo y proviene de la convicción de que las vivencias se disponen en una
temporalidad inmanente a la conciencia. La autoconciencia coincide con la
autoconstitución de su temporalidad y esto implica que el tiempo de las vivencias
también aparece a la conciencia trascendental y lo hace como tiempo mío, no como
tiempo del mundo. La conciencia interna del tiempo sólo se entiende como
temporalización, es decir, como intencionalidad pura que parte de un presente con sus
protenciones del futuro inmediato y con sus retenciones del pasado. La temporalidad
viene dada pasivamente. Así pues, la búsqueda del origen fenomenológico del tiempo
conduce a la temporalización, una pasividad pura, inexplicable como conciencia
trascendental constituyente. La conciencia interna del tiempo engendra la forma
temporal de toda conciencia del mundo. Ella es sede de la constitución de la unidad de
identidad, pero sólo establece una forma general. Esa unidad, que no es producida por
una conciencia, sino realizada en el curso temporal mismo, está presente en toda
síntesis activa, incluida la síntesis perceptiva de identificación. La forma temporal no
es sólo una forma de los individuos, en tanto estos son individuos que duran, sino que
tiene además la función de unir a los individuos en una unidad enlazada. La unidad de

38
la percepción de una pluralidad de individuos es, pues, una unidad sobre la base de la
forma temporal que enlaza. Sobre la base de estar juntos en el tiempo, los objetos
individuales perceptibles tienen su posición en el espacio unos respecto a otros.

De la pasividad primera deriva la segunda, la cual ya contiene algún sedimento de


razón. Los fenómenos más importantes de esta esfera son: la sedimentación, los
hábitos y las asociaciones reproductivas. Gracias a ellos, incorporándolos a su
habitus, el ego puro se auto-constituye de alguna manera en la unidad de un fluir, de
una historia. Lo que se ha convertido en un hábito, queda a disposición de la vida
intencional hasta conformar un estilo más constante que las tomas de postura y con
una unidad de identidad, con un carácter personal. Al constituirse el yo a sí mismo
como sustrato idéntico de las propiedades permanentes del yo, se constituye también,
ulteriormente, como yo personal estable y permanente. El yo, a pesar de las
transformaciones (cambios en las convicciones), acredita un estilo constante, con una
ininterrumpida unidad de identidad, un carácter personal. El tiempo hace posible la
constitución de una unidad temporal y del hábito, porque la temporalidad es posibilidad
de conservar el pasado en el seno del presente.

Teniendo en cuenta que toda formación de ego revela ya una génesis y que el sentido
de cualquier realidad es inseparable de las síntesis temporales pasivas, todo lo
constituido, es decir, dotado de sentido, remitirá en su génesis a esta pasividad.
Husserl reconoce la función de esta, pero también su principal peligro: que los
contenidos queden fijados únicamente de modo pasivo, sin conciencia crítica ni
reactivación; en este caso, ya no habría donación de sentido, sino ocultamiento y
hasta imposición autoritaria del mismo.

La percepción como acto que nos da al objeto en carne y hueso:

La percepción no es meramente un acto descriptivo, sino que pretende dar el objeto


mismo. En la percepción tenemos una conciencia directa del objeto intencional con
plena presencia corporal. En cambio, en la representación de la memoria o de la
fantasía seguimos posicionándonos, teniendo experiencia e intuición del objeto, pero
ya no en persona. El vínculo entre ambas es la unidad de la intuición, la cual también
puede existir cuando los objetos unificados no se dan sólo en la percepción. Esto es
así porque la percepción es un acto intuitivo originariamente donador, un hacer
presente. Los otros modos de actos intuitivos sensibles (recuerdo, imagen, etc.) no
tienen este carácter originario y, por tanto, no poseen evidencia inmediata.

Husserl llama “acto” al de la conciencia; ahora bien, no se trata de una actividad


psíquica, sino de una vivencia intencional. Distingue el acto donador de sentido del
acto plenificante; en este, la referencia no es vacía, porque el objeto está presente. La
percepción es uno de estos actos. Sin embargo, no es presencia cumplida de una vez
por todas, sino presencia gradual hasta alcanzar la cosa misma con evidencia
adecuada; en esta, todas las perspectivas se presentan a la vez de una manera
intuitiva y, por tanto, cada intención parcial se cumple plenamente. En el acto de
cumplimiento distinguimos el contenido de la percepción del objeto percibido. El
primero no es un objeto, sino la objetividad significada (el contenido idéntico de la
totalidad de los actos de percepción que mientan el mismo objeto en el modo
perceptivo). De ahí la decisión de Husserl de llamar percepción a todo acto plenificado

39
que lo sea en el modo de la presentación confirmativa, e intuición9 a todo acto
plenificado en general, siendo entonces su correlato intencional el objeto, que es uno.
El contenido de una intuición es análogo al del objeto que presenta, pero no es un
contenido psíquico, sino la intencionalidad de la conciencia hacia el objeto mentado.

La percepción es un modo de verificación de lo intuido, pero primeramente ha debido


existir una intención de la conciencia hacia algo. Los contenidos de dicha intención no
son representaciones psíquicas. Si decimos que algo es una realidad objetiva, es por
ser correlato de una intención objetivante (las cosas no existen porque un objeto las
perciba, sino que se revelan como objetivas cuando se dirigen a la conciencia que las
constituye dándoles sentido). La intención perceptiva lo es, ya que percibir es un acto
ponente de realidad (realidad no quiere decir existente fuera de la conciencia, sino no
meramente mentado). Lo percibido es real, no sólo mentado, puesto que, aunque la
percepción incluye una mención ante el complejo de sensaciones vividas, también
lleva algo a la presencia y lo hace mediante una aprehensión por la que aparece el
objeto percibido como una unidad de sus múltiples apareceres. Lo que Husserl
denomina “unidad” es la aprehensión comprehensiva de la multiplicidad. Se produce
gracias a la apercepción, es decir, a la aprehensión del objeto como siendo esto aquí y
ahora. Lo sentido es inmanente, un dato fenomenológico; en cambio, lo percibido es
trascendente, hace consciente lo sentido dándonos al objeto en persona, aquí y ahora.
A lo sentido le falta esa presencia espacial: se da como siendo ahora, pero no ahí
delante. La diferencia entre lo sentido y lo percibido no es, por tanto, mera cuestión de
grado, sino una diversa modalización de la conciencia. La perceptiva implica
aprehensión interpretativa. Esta interpretación proviene de la experiencia, en tanto
esta implica una animación de los datos sensibles que les confiere el carácter de
manifestación de un objeto. Se encuentra ya en la percepción, la cual es, para
Husserl, la forma originaria de todo dato y objeto. Por consiguiente, no percibimos
sensaciones puras, sino interpretadas como causadas por las cosas a las que nos
dirigimos y mínimamente conformadas. Los plexos de sensaciones no constituyen una
vivencia intencional y, por tanto, una percepción; esta nos pone en presencia de una
realidad con un mínimo sentido y, por consiguiente, de algo comprendido e
interpretado, de un objeto, y no de una mera cosa.

Aunque la percepción simple no implique tematización de las apariciones del objeto,


aunque sea visión directa, lo es de una unidad, de un objeto que es irreducible a cada
una de sus apariciones puntuales. Percibir algo es ver algo como algo. Las apariciones

9
Intuición designa una especie (o un género) de vivencias intencionales, que se caracterizan
por tener dado el objeto al que se refieren. Se distinguen así de las significaciones, o actos
significativos, que tienen al objeto sólo mentado. Son especies de intuiciones la percepción, la
fantasía, la imaginación, el recuerdo. Todas estas especies de intuición tienen, como tales, al
objeto dado. Pero el objeto está dado en ellas de diferentes maneras: en la percepción el
objeto está dado “en persona”, “él mismo”, mientras que no ocurre lo mismo en la fantasía (en
la que está dado el objeto “fantaseado”) o en la imaginación (donde está dado el objeto “en
imagen”), etc. Sólo las percepciones constituyen el concepto de experiencia y sólo ellas sirven
de base para configurar el concepto de conocimiento (o el de evidencia). Pero aun dentro de
las percepciones mismas, en las cuales el objeto está dado “en persona”, “él mismo”, hay
distinciones que corresponden al modo de darse: hay un darse inmanente, absoluto, y hay un
darse trascendente, relativo. Así pues, para los fines de una crítica del conocimiento y, en
última instancia, de una fenomenología, sólo son aprovechables las percepciones que ofrecen
datos absolutos.

40
del objeto cobran sentido cuando es percibido, la percepción es donadora del mismo y,
de algún modo, implica interpretación, aunque sea a un nivel elemental. El contenido
de una intuición sensible, en cambio, es una sensación carente de significado, debido
a que no toma lo que siente como signo de algo. En la percepción los objetos están
dados como realmente existentes de manera objetiva, porque no sólo son perceptibles
para mí, sino también para otros; de ahí que la conciencia perceptiva sea referencial;
sin embargo, la referencia alcanza objetividad porque implica una mención y una
significación. Posteriormente, Husserl se irá distanciando del sentido estrecho de la
percepción y verá necesario referirse a actos categoriales10 para ampliar los conceptos
de percepción e intuición.

Husserl distingue los objetos sensibles de los categoriales; estos sólo se dan en la
percepción, en actos fundados en otros y en actos sensibles. La percepción es
fundadora en relación con todos los otros actos, pero por sí sola no puede dar
cumplimiento a los actos categoriales, de ahí que Husserl introduzca la intuición
categorial, que no se opone a la sensible, sino que nos da lo categorial antes de
cualquier operación intelectual. La intuición husserliana no se reduce a una
descripción inmediata (como sería el caso de la introspección), sino que exige
abstracción de todos los rasgos que pueden variar imaginativamente, e ideación hasta
llegar a lo invariante. Lo categorial del intuir reside en la fundación de los actos en
otros más básicos hasta tomar conciencia de una objetividad que descansaba en la
anterior. En cambio, en la percepción estrictamente considerada, la unidad de la cosa
misma no se constituye mediante un acto superior fundado en las percepciones
particulares; del mismo modo, la continuidad de esta percepción es una fusión de
actos parciales, no otro acto fundado en ellos. Frente a ella, la intuición categorial
emplea la abstracción ideatoria, por consiguiente no es un acto inmediato. Su
resultado son actos en los que aparecen objetividades categoriales, actos por los que
se presenta a la conciencia lo universal. Si hay percepción de lo universal no es de
modo espontáneo y sin mediaciones, sino después de una cierta hermenéutica
fundada, eso sí, en actos intuitivos sensibles.

En la actitud fenomenológica, la relación entre la percepción y lo percibido se queda


en la pura inmanencia. El análisis fenomenológico de la vivencia arroja que todavía
sigue siendo percepción de, es decir, que conserva su estructura intencional y su
referencia al objeto trascendente en su espacialidad corpórea. El darse en persona
sigue siendo la característica de la percepción actual. Lo percibido no es una cosa,
pero tampoco una ilusión, sino la manifestación en persona de un objeto, el fenómeno
para la conciencia. Esta es posicional en la percepción, mientras que la ilusión es una
suspensión de la creencia en el objeto. La percepción es un flujo de escorzos
concordantes que se confirman sin cesar en la unidad de la experiencia; en cambio, la
ilusión es un flujo de escorzos discordantes cuyo conflicto pone en entredicho la
existencia del objeto. Husserl presupone que ilusión y percepción tienen en común los

10
Es categoría el concepto que forma parte de un axioma, de un principio, es decir, de una
verdad esencial de máxima generalidad, aplicable a todo objeto (si se trata de una verdad
formal) o a todo objeto de una región (si se trata de una verdad con contenido material). Pero
debe advertirse que, al parecer, Husserl prefiere utilizar este término (categoría) para
conceptos formales, y que sólo con cierta reticencia lo aplica a conceptos materiales
(esenciales).

41
escorzos indubitables de la donación del objeto; son vivenciadas de manera idéntica;
lo que varía es la concordancia con ulteriores apariciones.

En La idea de la fenomenología, Husserl establece la necesidad de una reducción


gnoseológica, es decir, de una reconducción de toda la realidad a la generalidad que
nos pone en condiciones de estudiar la evidencia de la cogitatio entendida como el
sentido esencial del objeto en tanto objeto de un acto de conocimiento. Este se halla al
margen de la trascendencia, ya que las cogitationes son datos inmanentes absolutos.
Mientras que en la actitud natural la percepción es tomada como un fenómeno
psicológico, apercibida como vivencia de un yo empírico, insertos ambos en el tiempo
objetivo, tras la reducción fenomenológica del yo, del tiempo y del mundo, la
percepción fenomenológica me da la pura donación, que consiste en la aprehensión
de algo como percibido tal y como es percibido. Mientras percibo, aprehendo la
percepción como fenómeno puro que exhibe su esencia inmanente como un dato
absoluto. Husserl descubre que en las vivencias inmanentes hay trascendencias que
no se pueden desconectar, por ejemplo, en las vivencias perceptivas están implicadas
percepciones pasadas retenidas. En la percepción y su retención se constituye el
objeto temporal originario; sólo en una tal conciencia puede estar dado el tiempo. La
percepción sigue siendo conciencia de la singularidad, pero sobre ella se erige la
conciencia de lo universal; una vez desconectada de la existencia, la percepción nos
da el contenido de la intuición, la esencia singular 11. La percepción fenomenológica es
el fundamento del juicio, la base sobre la que se establece el pensamiento.

Husserl se dio cuenta de que la epojé era excesiva y no ofrecía explicación del
aparecer; por eso recurre a la reducción a la conciencia. La epojé no reinterpretaba ni
negaba la realidad, sino que desechaba su interpretación natural. Ahora se trata de
fundar el sentido de la realidad reconduciéndolo a su fuente, a la conciencia. La
percepción queda, entonces, reducida a una cogitatio, con determinados ingredientes
perceptivos. La percepción es conciencia de una y la misma cosa, en virtud de la
fusión, fundada en la esencia de aquellas aprehensiones, en una unidad de
aprehensión, y también en virtud de la posibilidad, fundada en la esencia de diversas
unidades de estas, de síntesis de identificación. En todo acto de la conciencia, la
percepción sintetiza y, por eso, percibimos unidades. Todas las unidades reales en
sentido estricto son unidades de sentido, presuponen una conciencia que, ya como
conciencia perceptiva, da sentido, pero que ella misma no existe por obra de un dar
sentido.

Una vez practicada la reducción, las intuiciones externas ya no son intuiciones de


objetos puros, sino de nóemas correlativos a nóesis. A estas les corresponde el objeto
apuntado a través de los datos sensibles, es decir, el nóema, lo percibido como tal. Tal
correlación define al sujeto trascendental y a sus vivencias, las cuales son unidades de
sentido. La percepción es una de ellas y, como tal, consta de momentos reales o
noéticos y contenidos noemáticos. Husserl distingue: 1) Los momentos reales o

11
la esencia singular, el contenido, es aquello que se mantiene idéntico en vivencias
cualitativamente distintas (fantasía, percepción, recuerdo) que poseen “el mismo” objeto. Este
“aquello que” no se identifica con el objeto mismo; es una entidad ideal y de ahí que Husserl la
llame “esencia”. Pero no es un universal respecto de ninguna extensión de objetos individuales,
y de ahí que se le llame “singular”.

42
ingredientes de la vivencia perceptiva, inmanentes a ella (los datos materiales
sensibles o el momento hylético, y el acto de la conciencia o momento noético) y 2) los
momentos no reales, sino meramente mentados, de la vivencia (estos son los
concernientes al nóema, el cual no es ingrediente de la vivencia, sino su correlato
intencional). La capa que da sentido a lo sensible en la misma percepción es
designada por Husserl como aprehensión, interpretación, apercepción, intención,
carácter de acto y finalmente nóesis. La nóesis configura los datos hyléticos,
dotándolos de sentido; el resultado es el nóema. Todo esto se refiere a eso que
permite distinguir los contenidos de la vivencia de la mera sensación, el carácter del
acto que la anima y hace que percibamos algo determinado y no nos limitemos a
recibir un conjunto de sensaciones. Tras la reducción, la percepción se convierte en
una vivencia fenomenológica pura que da lo percibido, ahora denominado nóema. Una
de las vivencias implicadas en la percepción es la reflexión o modificación intencional
de lo vivido por la que este deviene objeto intencional de una percepción, es decir, lo
vivido se convierte en objeto de otra vivencia: la vivencia de la reflexión.

La percepción ya no es definida tanto por el aparecer en persona de la cosa como por


ser el acto más originario, no modificado; es decir, ahora Husserl prioriza la
perspectiva del yo. Al ser un acto ponente, la percepción tiene carácter tético; el modo
del mismo es el de la creencia “cierta”; puede modificarse y pasar a ser mera
sospecha, interrogación, etc., pero siempre sobre la base del carácter posicional de la
percepción, que es el originario. La percepción es una proposición, pero de un
miembro, tética; las proposiciones de más de un miembro serán sintéticas, por
ejemplo, el juicio (“proposición” no tiene aquí un sentido lógico ni lingüístico, sino que
es un recurso para unir dimensiones). La aparición contiene ya un sentido que
alcanzará idealidad o significación en un enunciado, cuando sea llevada al concepto.
Por el momento, tiene sentido intuitivo. La unidad del mismo y del carácter tético es ya
una proposición. La percepción, incluso la externa, no es pura intuición, sino un
proceso hacia el sentido en el que un contenido objetivo (el qué) está enlazado en el
modo de acceso al mismo (el cómo); este enlace hace que siempre percibamos algo
como algo. La simple aprehensión de un contenido primario es comprensión del
mismo como determinado; en tanto subsume lo particular en una aprehensión es ya
interpretación. Ambas son necesarias para que los datos de la impresión permitan a la
conciencia relacionarse con objetos. Cundo Husserl emplea el término “percepción
interna” hace referencia a la modalidad de la conciencia que se flexiona sobre lo que
se encuentra en ella, a la apercepción por la que se percibe que se percibe algo, a la
conciencia interna que acompaña a las vivencias puras que se dan con ella. Para no
incurrir en el psicologismo Husserl señala que no toda vivencia psicológica es evidente
y que también la percepción externa puede serlo. La dicotomía entre percepción
interna y externa carece de sentido a nivel cognoscitivo, porque una vez que se ha
llevado a cabo la reducción eidética, todo lo que hay son vivencias puras. La única
distinción que podemos establecer entre ellas es la que hace referencia a su
adecuación. Percepción adecuada es aquella en la que mención y donación originaria
coinciden en la aprehensión (algo que en el acto es originariamente dado como
aquello mismo que es mentado, esto es, como presente en sí mismo y aprehendido
exhaustivamente). La donación siempre se da en escorzos (la de las cosas externas
en escorzos espaciales, la de los objetos abstractos en escorzos temporales) y la
percepción adecuada de los mismos es un ideal hacia el que tender. A la manera

43
kantiana se sostiene la idea de la cosa misma como esa que se corresponde con el
progreso ilimitado de las donaciones y percepciones de la cosa y esa idea regula
teleológicamente el curso de nuestra percepción. De un modo menos ideal, Husserl
añade que la percepción adecuada tiene el máximo de extensión, de vivacidad y de
realidad como aprehensión del objeto mismo pleno y total. Esta percepción adecuada
es el todo del cumplimiento. El cumplimiento de un acto es la vivencia de identidad
entre el objeto intuido y el pensado. Este se producirá en la percepción en la que se
lleva a cabo la adecuación entre lo objetivo 12 y lo mentado. Dicha adecuación es un
caso límite, porque la percepción nunca podrá alcanzar el máximo de extensión,
riqueza, vivacidad y contenido de la realidad.

Husserl distingue entre percepción13 adecuada o intuición en sentido estricto (la


intención perceptiva se dirige a un contenido presente en ella realmente) y percepción
inadecuada o supuesta (su intención no encuentra su cumplimiento en el contenido
presente, sino que, mediante él constituye la presencia personal de algo trascendente
de manera presuntiva). En la percepción adecuada, el contenido de la sensación es, a
la vez, objeto de la percepción; en la percepción inadecuada, el contenido y el objeto
se diferencian. De la primera no puedo dudar, porque no queda resto de intención sin
cumplir o lo percibido es vivido tal y como es percibido. Para que algo se dé como
algo, con un sentido que no le sea impuesto, es preciso comprender que lo que se
presenta es más que lo que se presenta. Los lados o vistos se presentan por
contigüidad con los vistos, de manera mediata, por una intencionalidad perceptiva que
va más allá de lo que sólo se da parcialmente en la intuición. La intencionalidad de la
percepción implica la anticipación de posibles percepciones, gracias a posibles
movimientos corporales.

La percepción concreta de un objeto no es un acto simple, sino una síntesis de


sucesivas percepciones. Dicha síntesis está motivada por la creencia en la identidad

12
Para Husserl, hay que distinguir siempre entre el acto (cualquier tipo de acto, pero en
particular un acto de conocimiento) y el objeto al que el acto se refiere, el objeto al que el acto
se dirige o que el acto mienta. Sólo hay una identificación parcial entre el acto y el objeto
cuando el objeto es él mismo un acto, cuando el objeto pertenece a la misma corriente de
conciencia que el acto que se refiere a él. Pero en cualquier otro caso, la distinción es radical:
el objeto no es parte del acto, no se halla contenido en el acto, ni siquiera cuando se habla de
objeto de conocimiento o de objeto intencional. Ni siquiera, pues, cuando se ha hecho la
reducción fenomenológica, y por lo tanto cuando no tiene ya sentido, o al menos no tiene ya
ningún propósito científico, hablar de un objeto fuera de la relación intencional, fuera de su
relación con una conciencia posible, ni siquiera en este caso es el objeto un ingrediente de la
conciencia, sino, precisamente, su objeto.
13
Los actos de la esfera “teórica” de la conciencia o actos objetivantes se dividen en primer
lugar en actos significativos (o actos de dar sentido) y actos intuitivos. Estos últimos, las
intuiciones, se dividen a su vez en varias especies, de acuerdo con la manera o el modo como
dan el objeto o, mejor dicho, como se les da el objeto. La percepción se caracteriza, entre las
intuiciones, por tener el objeto dado en persona; se encuentra ante el acto el objeto mismo, no
una representación de él (como en el recuerdo), no una imagen de él (como en la imaginación),
no un cuasiobjeto (como en la fantasía). Por ello, precisamente, la percepción pone existencia,
esto es, contiene la “creencia” en la existencia del objeto. Y por ello, también, la percepción es,
en rigor, el único acto que puede legitimar los juicios o las afirmaciones —el único acto en que
en última instancia puede legítimamente apoyarse la ciencia, en general. Un objeto temporal (y
a partir de ahí, el tiempo mismo como objeto) sólo puede darse en una percepción. Pero
Husserl admite percepciones de objetos que en cierto sentido pueden llamarse intemporales
(las esencias, las ideas).

44
del objeto, a pesar de sus apariciones perspectivas. La percepción es experiencia
perceptiva inseparable del sentido, es decir, de alguna forma de dirección hacia una
identidad. La percepción es un proceso de toma de conciencia que fija el sentido. No
es una captación puntual, sino que progresa mientras se llenan las intenciones
anticipadoras vacías y se mantiene la unidad del objeto como sustrato de sus
variaciones. Lo perceptivo se constituye según los modos de la presentación
perceptiva, los cuales dan lugar a la unidad del objeto en el seno de un esquema de
duración temporal. Gracias a este, las vivencias perceptivas se correlacionan con la
serie temporal de sus apariciones. Gracias a esa percepción temporal, accedo a la
conciencia interna del tiempo, o sea, a la percepción de la estructura temporal de lo
dado en la percepción.

En Lecciones sobre la conciencia interna del tiempo, Husserl investiga los actos
simples que subyacen al conocimiento de orden superior, ante todo, los actos
perceptivos; los estudia desde el punto de vista de la temporalidad. Muestra cómo
presente, pasado y futuro se constituyen gracias a la percepción, a las retenciones y a
las protenciones. La percepción sigue siendo presentación originaria, pero dinámica,
en tanto que constantemente hace surgir el ahora. La captación del decurso de las
vivencias y la percepción de la conciencia del tiempo se da simultáneamente, porque
las vivencias duran, son unidades de la conciencia interna, la cual es conciencia
perceptiva. Percibir es la conciencia del tiempo constituyente con sus fases de
retenciones y protenciones fluyentes.

Paralelamente a la distinción entre lo inmanente y lo trascendente a la conciencia,


Husserl diferencia los modos de dación de la percepción inmanente y la trascendente:
el objeto intencional es el mismo en ambos casos, está ahí en persona, pero se da de
modo diferente: en el primer caso, de modo absoluto; en la percepción trascendente,
se da por escorzos. No hay dos objetos percibidos, uno intencional y otro
trascendente; se trata del mismo, precisamente porque es ese objeto el que
percibimos y no múltiples sensaciones; aprehendemos sensaciones, pero
interpretadas perceptivamente. En las percepciones inmanentes, sus objetos
intencionales, si existen en general, pertenecen a la misma corriente de vivencias que
ellas mismas; de esta clase son todos los actos referidos a otros actos del yo (p. e. veo
que estoy viendo) en los que la percepción y lo percibido forman una unidad
inmediata. Percepción trascendente es la que se dirige a actos de otro yo o a cosas;
en ella, no se da esa unión esencial entre percepción y percepto, sino la cosa
escorzada. Husserl considera que toda percepción inmanente garantiza
necesariamente la existencia de su objeto, porque cuando reflexiono sobre la vivencia
aprehendo que su no existencia es contradictoria, principalmente porque la conciencia
fluye. Su flujo no es objetivable, pero lo percibimos internamente como ese fondo sin el
cual no podrían constituirse ni el objeto temporal inmanente ni el tiempo objetivo. Esta
constitución se debe a un conjunto de síntesis que producen la continuidad temporal y
también la unidad de eso que está en el tiempo; ellas condicionan lo percibido, pues el
objeto no sólo se destaca desde un campo, sino que los datos sensibles, aunque no
se dan inmediatamente a la experiencia, tienen una unidad en virtud de la conciencia
interna del tiempo. La unidad de la percepción de una pluralidad de individuos es una
unidad sobre la base de la forma temporal que enlaza. En esta unidad se asientan las
relaciones de la posición en el espacio, y no a la inversa. El tiempo que unifica los

45
objetos individuales no es el tiempo subjetivo de las vivencias de la percepción, sino el
tiempo objetivo. Gracias a él, la percepción, en tanto conciencia posicional de los
objetos como existentes para mí, los comprenderá también como co-existentes
objetivamente, es decir, para la intersubjetividad.

Más allá de lo aprehendido en su singularidad hay una anticipación continua que


especifica y confirma. Esto significa que lo que percibimos está más allá de lo dado
singularmente, que existe con sentido antes incluso de la constitución del mismo: esta
realidad es algo más que lo que en cada caso llega y ha llegado al conocimiento
actual; existe con el sentido que le confiere continuamente su horizonte interno; el lado
visto es sólo lado en tanto tiene otros lados no vistos, que en cuanto tales están
anticipados y determinan el sentido. La cosa experimentada, además de un horizonte
interno, tiene un horizonte externo ilimitado de objetos que se dan junto a ella y a los
que puedo dirigirme tomándolos como diversos o semejantes al dado. La intuición
implica ya un volverse hacia las cosas. Sin embargo, la corriente de vivencias no sólo
se compone de actualidades o cogitationes explícitas, sino también de inactualidades
dispuestas a actualizarse, que son constitutivas de la intencionalidad. En la percepción
actual me es dado dicho campo en el que lo percibido coexiste con lo potencialmente
perceptible, es decir, con lo que es inactual, pero co-intencionado en lo actual.
Componente imprescindible de dicho campo perceptivo es el horizonte, el cual no es
propiamente perceptible, pero condiciona la posibilidad de toda percepción. Todo acto
viene acompañado de un horizonte de potencialidad en el que aparecen series de
percepciones posibles, motivadas en continua coherencia que originan complejos de
percepción en los que la cosa llega a aparecer y aprenderse. El horizonte no se da con
la nitidez de lo percibido actualmente, pero la claridad de esto último sólo es posible en
contraste con aquel. Lo inactual se encuentra co-presente con lo actualmente
percibido. El mundo como horizonte es el que permite el paso de aquel a este. Este
tránsito nos remite forzosamente al transcurso temporal, ya que lo que antes no era
percibido, ahora lo es. Esto significa que la percepción tiene la capacidad de traer a la
actualidad y, asimismo, de llevar a la inactualidad. Pre-conocemos cada objeto
individual de la experiencia en virtud de la estructura del horizonte de esta. El
horizonte inmediato de lo (intencionalmente) percibido se enlaza con los horizontes
infinitos de la experiencia posible que es el mundo, el cual actúa como estructura que
motiva la cadena de toda posible conexión para nuestra conciencia. La estructura de
horizonte es esencial a la vivencia perceptiva; marca la finitud esencial de la
percepción o, lo que es lo mismo, la trascendencia esencial de la cosa percibida.

La coherencia en la percepción de conjunto del mundo se produce gracias a la


corrección continua (p. e. cada vez que percibimos algo de cerca se determina y
corrige lo que vimos a lo lejos). Por otra parte, percibimos el mundo en conexión con
los otros y esta comunicación enriquece la validación por corrección recíproca.
Comprensión recíproca es interpretación argumentada e intercambio de razones; así
está constituida la vida intersubjetiva, que no se reduce a la percepción, ni siquiera al
conocimiento.

La escuela de Frankfurt:

El instituto para la investigación social:

46
El Instituto pone en cuestión la escisión entre la filosofía y la ciencia social,
precisamente por su influencia marxista y porque considera que la filosofía debe ser,
ante todo, praxis, mientras que la teoría debe ser crítica incluso de sí misma e incluso
de la filosofía como supuesto de la crítica social. La sociología es concebida como
descripción del presente y se vincula necesariamente con la filosofía. Esta es
universal, no por pretender sobrevolar la totalidad con su luz y su mirada descriptiva
de espectadora desinteresada, sino justamente por su crítica de lo dado. Aquella sólo
se ocupa de condicionalidades, de determinaciones particulares de la situación; por
eso no se interesa por la verdad. La filosofía, al ser universal, no puede evitar afrontar
la verdad. Por eso, la Teoría Crítica corrige a la sociología con la filosofía. Esto no
significa que llegue a la conclusión de que la verdad sea relativa a las diferentes
situaciones, pero tampoco que sea absoluta. La verdad surge históricamente de la
constante crítica de las verdades parciales. Es más, tras el triunfo de la razón
instrumental, carece de sentido hablar de “verdad”, porque ya no se puede jugar
racionalmente la realidad social.

Horkheimer incorporó a las investigaciones sociales del Instituto el psicoanálisis


freudiano; tendió a complementarlas con un método marxista fundamentalmente
dialéctico-crítico. Así, la Teoría Crítica estaba en condiciones de observar los procesos
sociales como una combinación de dinámicas psíquicas individuales y, al mismo
tiempo, de fueras sociales.

Desde sus primeras andaduras, el Instituto mantuvo una vinculación crítica con el
marxismo clásico; lo tomó como punto de partida y como una ayuda para el análisis y
la crítica de las relaciones socioculturales; lo introdujo en la Universidad. Poco a poco
se fue distanciando del marxismo ortodoxo. Abandonó la confianza marxista en un
sujeto colectivo y la mitología del proletariado liberador. La lúcida crítica de
Horkheimer de las desventuras de la razón de la modernidad no será óbice para que el
autor siga confiando en su reconstrucción y persiguiendo la verdad desde la
conciencia de su historicidad y de nuestra finitud. De esta visión se desprende la
crítica de la metafísica que identifica al sujeto y al objeto y también el ataque a los
intentos de independizar la historia convirtiéndola en una sustancia unitaria. A
Horkheimer no le atraía ni la filosofía de la vida ni el existencialismo; los consideraba
irracionalistas y todavía pensaba que el verdadero conocimiento era el que
proporcionaban las ciencias especializadas. Adorno estableció como fundamento de
su filosofía la dialéctica negativa o la concepción de que lo que es no debería ser.
Subraya la diferencia entre ser y deber ser. Adorno pensaba que la conciencia
verdadera no era idéntica a los intereses políticos del proletariado del momento,
porque había dejado de ser sujeto ontológico. El sujeto y la historia no tenían por qué
coincidir, como pretendía Marx. Así se explica la falta de identidad entre el
reconocimiento y la conformación de las condiciones sociales de producción, entre
filosofía reflexiva de la situación y la infraestructura económica. Frente a ello, antes de
sugerir alternativas posibles, será preciso poner en práctica una dialéctica negativa, es
decir, crítica y negadora del orden establecido. La dialéctica unida a la negatividad
radical no se concreta en ningún proyecto planificado; se reduce al constante rechazo
de lo positivo que reprime otras posibilidades. A diferencia del positivismo que
sacraliza lo que es y reduce a ello la aplicación, la crítica es lo que va orientando la
práctica. Dicha crítica o es caótica, sino que está dirigida a alcanzar una sociedad

47
racional que sólo puede definirse negativamente, por el momento, y que se basa en el
deseo de introducir la razón en la historia.

La primera generación de la Escuela de Frankfurt se rindió a estos diagnósticos y


adoptó una actitud crítica negativa. Entendió el proceso de racionalización, al igual que
Lukàcs, como proceso de cosificación. Siguieron a Lukàcs en su consideración del
marxismo más allá de la estrategia política, como ontología que remite a Marx.
Horkheimer, Benjamin e incluso Marcuse hicieron suya la convicción de Lukàcs de que
en el capitalismo los seres humanos no llegaban a vivir su propia vida, a realizar sus
propias posibilidades, a ser autónomos, especialmente los marginados, los que no
tenían nada o habían sido expoliados de todo. De ahí su indignación por la injusticia,
por la explotación y la humillación. La Escuela de Frankfurt denunciará el dogmatismo
del dominio de la racionalidad estratégica y cuantitativa sobre todas las otras esferas
de la racionalidad y del mundo de la vida en que aquélla se incardina. La crítica
caracterizó también la recepción del marxismo por los frankfurtianos. Rechazaron el
marxismo dogmático intentando revitalizar el sentido crítico y unitario de las doctrinas
de Marx para inspirar una praxis más libre que no cayera en las nuevas formas de
alienación. Propondrán la revisión del marxismo desde el psicoanálisis para completar
el análisis social con el del individuo. Comprenderán que, del mismo modo que la
sociedad no es transparente a la mirada, tampoco lo es el individuo, de modo que
necesitarán ahondar en sus determinaciones escondidas y en sus motivaciones
profundas, respectivamente; asimismo, dado que el individuo sólo existe en sociedad,
no olvidarán interrelacionar constantemente ambas instancias. La reactivación
frankfurtiana del criticismo marxista originario no se centró tanto en la crítica del
capitalismo, en tanto sistema económico provisto de una superestructura ideológica,
como en los análisis del joven Marx de la alienación y la enajenación.

La segunda generación (que incluye a Habermas) atenúa la negatividad de sus


predecesores. Integra, además, la hermenéutica y la filosofía del lenguaje en un nuevo
racionalismo más orientado a la comunicación y a la intersubjetividad. Si la primera
Escuela de Frankfurt intentó conjugar el psicoanálisis de Freud con el marxismo para
comprender las profundidades del individuo, sin olvidar su compromiso colectivo e
histórico, poniendo así e obra una hermenéutica de la sospecha que desarrollaba la
reflexión junto con la intención comprensiva, la segunda generación proseguirá esta
metahermenéutica compaginándola con un neo-marxismo que se ha ido difuminando
o, al menos, entrelazando con una teoría de inspiración kantiana de los actos de
habla, exigida por la denuncia de la colonización por la razón instrumental de los
mundos de la vida particulares y comunicativos.

La Teoría Crítica frente a la tradicional (incluida la filosofía de la vida y la


fenomenología):

En Teoría tradicional y teoría crítica, Horkheimer ofrece la más comprehensiva


caracterización de la teoría social del Instituto. Trata de desenmascarar el carácter
ideológico de la denominada “ciencia positiva”. Su positividad le viene dada por su
desinterés por la historia de la ciencia precedente en la que se ha gestado, y por
guiarse únicamente por sus resultados. Los significados se exilian de la ciencia. La
teoría tradicional, desde Descartes al positivismo, pretende basarse en postulados

48
teóricos y construidos artificialmente empleando el método deductivo; privilegia la
ciencia natural y las matemáticas como modelos de unidad del saber cuantitativo y
experimentalmente testado. A los frankfurtianos esto les parece una mera proyección
del ideal burgués del capitalismo armonioso unificado por leyes tan calculables y
abstractas como las de la oferte y la demanda. La teoría que deriva de este contexto
es mecanicista. Se sigue de la fragmentación de las ciencias que reproducen
inconscientemente la división social del trabajo y, en suma, la dominación social. Así,
dicha teoría tradicional se transforma en ideología, la cual se reproduce en el sistema
educativo y se afianza en la socialización primaria (familia) y, sobre todo, en la
secundaria (escuela). En cambio, la teoría crítica es antideterminista; contextualiza
históricamente las ideas enraizándolas en los procesos sociales y materiales. La teoría
se define a partir de la praxis. Esta es concebida, a su vez, en los términos del
materialismo histórico, como opuesta a la teoría tradicional idealizante de raíces
platónicas que se autodetermina por su sola verdad y por su lógica interna, al margen
de su génesis histórica.

La trascendencia de la teoría crítica la llevará a la utopía y a la búsqueda de la verdad.


Para ello, se ayudará de la imaginación. El pensamiento conceptual no puede superar
el abismo entre lo dado y la teoría, para mantener como meta del presente lo que aún
o es presente; por ello, tiene que recurrir a la fantasía, que no consiste en una
representación, sino que está vinculada al conocimiento, ya que hace que este no se
ancle para siempre en el presente ni en el pasado. De ahí que el arte recupere su
prestigio. El pensamiento negativo es, en primer lugar, utopía. Sólo de este modo
puede lograr liberarse de la lógica infernal que reduce las ideas a aporías de lo
existente. Esta utopía proporciona a la teoría crítica una humildad de la que carece la
teoría que le ha precedido. Aquella se sabe incapaz de contestar a las preguntas
eternas metafísicas y se limita a mostrar las condiciones sociales específicas que
están en la raíz de la inhabilidad de la filosofía para plantear los auténticos problemas
de los individuos.

La Teoría crítica, a diferencia de la teoría tradicional, es materialista, pero no sólo se


opone a la producción capitalista, sino a todo sistema productivo que domine al
hombre en vez de ser dominado por él. No es una instancia legitimadora; tampoco
necesita una legitimación que esté fuera de ella, como la tradición lo era para la teoría
tradicional; la Teoría crítica se legitima a sí misma, por su sola verdad. Valora los
ideales burgueses del universalismo cognoscitivo y moral que la han precedido, el
subjetivismo expresivo, la estética, etc. por considerar que sus contenidos no son
mera ideología, sino que incluso pueden superar la falta conciencia cuando se aplican
a la situación concreta. Frente a la subjetivización de la razón que imposibilita la
comprensión de la realidad social y conduce a la subordinación del pensamiento a lo
fáctico, Horkheimer defiende una razón autónoma, objetiva, que sea fin en sí. Además,
percibe que la opinión pública o ley de la mayoría se nos presenta como poder
incuestionable sustitutivo de la razón. Así triunfa una democracia que ignora el ideal de
participación directa e informada, la libertad y la justicia que sustentan toda
democracia. Ante este estado de cosas, Horkheimer cree preciso afirmar una teoría
crítica frente a la tradicional. Aquella se caracteriza por su antidogmatismo, su
antirrelativismo y su negatividad radical. El resto de los frankfurtianos le seguirán.

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Frente al materialismo craso, el de la Teoría crítica se preocupa por la felicidad del
hombre, la cual únicamente se logra modificando las relaciones materiales de su
existencia; esta transformación requiere un análisis de la economía política, pero
también una filosofía como correctivo de la historia. No rechaza la ciencia, pero
primero aspira a liberarla de la dominación existente, a evaluar su contribución al
progreso continuo de la humanidad, así como su pretensión de servir a priori como
modelo de toda teoría. La Teoría crítica no la toma como tal, porque lo que la ciencia y
la técnica hayan de ser depende de los hombres. Los defensores de la Teoría crítica
creen que la historia debe seguir confiándose a la razón y abogan por una sociedad
racional a la vez que desenmascaran lo irracional de la realidad fáctica. Ahora bien, en
contra del racionalismo hegeliano, no sacrifican lo particular en aras de lo universal;
las facultades racionales deben armonizar con la naturaleza sensual y sensible. Esta
nueva teoría defiende una razón histórica y una dialéctica inconclusa entre teoría y
praxis, de modo que ni esta es una derivación de aquella, ni la teoría queda
subordinada a la praxis.

Los frankfurtianos abogan por una sociedad racional en la que la técnica no se


identifique con la praxis (esta es techne, es decir, producción de objetos que
satisfacen las necesidades humanas, pero también fronesis o acción virtuosa que
requiere deliberación y elección y poiesis o producción de obras de arte). Horkheimer
defiende una concepción de la teoría que permita superar la fragmentación de la
praxis total en diferentes procesos intelectuales, la especialización que todo lo separa.
Para los frankfurtianos, teoría y práctica están indisolublemente unidas, a pesar de que
la ciencia, su división en teórica y aplicada, ha distanciado el pensar y el actuar y, así,
ha dividido al ser humano mismo; este deja de ser sujeto del saber y se convierte en
otro de los objetos de la ciencia.

En Eclipse de la razón, Horkheimer analiza la ruptura que se producía en su época


entre la razón objetiva y la razón subjetiva. Mientras que la primera busca verdades
universales que diriman si las acciones son rectas o no, la segunda sólo se interesa
por la adecuación de los medios a los fines concretos y, por tanto, ocasiona la pérdida
de significado de los conceptos. El dominio de la razón instrumental (subjetiva)
determina que los valores, ideales, criterios, la ética, la política y las decisiones últimas
ya no dependen de la razón, sino de los gustos. La razón subjetiva se desentiende de
la racionabilidad o no de los fines. Consecuencias de la renuncia a la razón objetiva
son: la imposibilidad de juzgar racionalmente la realidad social, la reificación de toda
relación, el culto a los hechos, el ocaso del individuo y la irracionalidad de la
democracia. La razón objetiva implicaba la determinación de los fines. Estaba
conectada a la naturaleza y a la sociedad, e incluso a esa otra razón que se fue
haciendo dominante (a la que consideraba una expresión limitada y parcial de una
racionalidad abarcadora). La razón objetiva es crítica, porque es global, como la
existencia misma. La tarea de cada una de estas dimensiones de la razón (subjetiva y
objetiva) no es luchar contra la otra, sino ejercer su crítica para descubrir lo que le falta
y reconciliarla consigo en la realidad.

La teoría tradicional separaba al individuo de la sociedad; la teoría crítica piensa que


esa separación es producto de la situación social y se propone abordar la totalidad,
que no es ni el individuo aislado ni la descripción social, sino sus interacciones

50
críticamente aprehendidas. Horkheimer denuncia la pretensión del positivismo y del
pragmatismo de erigirse en panacea universal cuando encubren una metafísica que
conduce a la aceptación pasiva de lo que es. La sociedad industrial acaba
transformando todos los medios en fines, de modo que ya no se distinguen. La razón
subjetiva se torna, entonces, instrumental. Horkheimer se concentrará en la
recuperación de la primera sin olvidar al individuo y al proyecto social emancipador.
Por ello, es preciso emplear la dialéctica y recuperar la fuerza reflexiva y
emancipadora de la razón.

Horkheimer siguió a Husserl en su crítica de la filosofía de la vida. Positivismo y


metafísica eran, para él, dos fases diferentes de una misma tendencia filosófica que
subordinaba el conocimiento natural a los conceptos abstractos. La duración le parece
peligrosa por su tendencia al irracionalismo como la degradación de la ciencia
realizada por la fenomenología. Acusa a las filosofías de la vida y a la fenomenología
de nuevo romanticismo. Desde su perspectiva, sólo mediante una discriminada
reapropiación del legado de la Ilustración superaremos la crisis contemporánea de la
ciencia. Plantea la necesidad de crear otras relaciones entre ciencia y filosofía,
distintas de las establecidas y sin subordinar una a otra o separarlas. Adorno le
atribuía a Husserl un destacado papel entre los filósofos del momento. La idea de
verdad y de objetividad husserlianas representaban la salvación de lo objetivo ante su
disolución psicológica. Husserl preconizaba la vuelta a las cosas mismas, entendiendo
por ellas, no los crasos datos que los frankfurtianos siempre criticarán si se presentan
como absolutos, sino las cosas mismas a las que tendía la fenomenología y que eran,
más bien, esos intermediarios entre la inmanencia de la conciencia y el mundo
trascendente; en definitiva, eran la conciencia de las cosas. Con ellas, Husserl limpió
el idealismo de cualquier exceso especulativo y lo llevó a la realidad más elevada que
podía alcanzar. Sin embargo, Husserl no consiguió salir del idealismo, de la filosofía
de la conciencia. Adorno pretendía mostrar que la conciencia presuponía ya el
idealismo, la remisión a la conciencia en última instancia. Adorno propone, en cambio,
la dialéctica sujeto-objeto para superar las aporías de Husserl, una dialéctica que, a
diferencia de la hegeliana, no hipostasia el Espíritu absoluto, sino que es materialista.

Crítica de las paradojas de la modernidad:

Horkheimer y Adorno sometieron la razón subjetiva a una implacable crítica desde una
razón objetiva que peligraba. El primero apelará a la razón autónoma; el segundo, a la
dialéctica negativa. En Dialéctica de la Ilustración critican el triunfo del neopositivismo
en las ciencias sociales norteamericanas. Este modo de pensar apegado a los datos,
que hace de ellos las causas últimas, sin darse cuenta de que no son las cosas
mismas, convierte el culto a los hechos en tabú universal y adora lo cuantitativo. El ser
humano positivizado sólo guarda una relación de dominio con la naturaleza; su única
máxima es la autoconservación, pero cuanto más se realiza esta en la división
burguesa del trabajo, más se autoaliena el individuo. El progresivo dominio de la
naturaleza es fruto del ascetismo que impele a producir para el mercado e ignora al
individuo; la igualdad formal que la Modernidad le reconoce es ficticia, pues prescinde
de las diferencias.

51
Adorno y Horkheimer no sólo critican con virulencia al positivismo y a las filosofías que
se han olvidado de filosofar verdadera y críticamente, sino que articulan la revisión del
marco categorial del materialismo histórico que se había emprendido desde Lukács.
Con él, descubren esa ley de la progresiva cosificación que acontece en la historia y
que da cuenta del fracaso de la razón ilustrada y del consiguiente triunfo de la razón
subjetiva que, al absolutizarse, desencadena la irracionalidad. Observan que la
cosificación del ser humano se extiende, tanto en las sociedades capitalistas como en
las socialistas; esto les conduce a plantear la hipótesis de que su causa o reside tanto
en la economía del capital como en la razón instrumental desarrollada desde la
Ilustración. La razón ilustrada se ha convertido en su opuesto y ya no emancipa, sino
que persigue la adaptación. La reificación de la conciencia fue el precio a la progresiva
liberación de la necesidad material; la emancipación sólo puede concebirse en esta
situación como ruptura radical con la racionalidad dominante.

El proceso de racionalización ha consistido en que, en nombre de la razón, se ha


impuesto un dominio político que permanece oculto porque es legitimado por el
crecimiento económico y técnico. Se extiende una racionalidad funcional (semejante a
la subjetiva) opuesta a la racionalidad sustancial (razón objetiva). Según los
frankfurtianos esto lleva a la subjetivación de los fines y a la pérdida de la unidad del
mundo. La opinión pública se convierte en una esfera de decisión y de poder, pero no
de razón. Los valores ya no son justificables racionalmente, lo que desemboca en el
decisionismo. La sociedad capitalista avanzada convierte el progreso en mero
crecimiento económico; unido al avance técnico, se transformaba en el fin de todos los
fines, cuando, realmente, sólo debía ser un medio para que los seres humanos
ganaran autonomía y libertad. El crecimiento económico se traduce en la
maximización del beneficio a costa de lo que sea (destrucción de la naturaleza sobre-
explotada, alienación del ser humano, olvido de la moral, de los ideales). El consumo,
alimentado por la continua creación de falsas necesidades, se convierte en el centro
de la vida individual y social. Asistimos a la universalización de la alienación, la cual
sólo puede superarse desde una nueva concienciación. Razonar es ahora dominar por
el conocimiento; todo se instrumentaliza hasta el punto de que la misma razón,
procediendo de este modo, se niega a sí misma y se convierte en un puro utensilio
calculador que está al servicio de otros factores. Pierde su autonomía y, con ella, los
valores que tradicionalmente se le asociaron. El incremento del poder humano sobre la
naturaleza será pagado con el extrañamiento de esta, que queda reducida a conjunto
de objetos manipulables; se aliena el ser humano, su dimensión natural y hasta la
espiritual. La ilustración que quería desencantar el mundo, acaba desnaturalizando al
sujeto, el cual, convertido en puro instrumento de instrumentos, en mera racionalidad
calculadora, subyuga no sólo a la naturaleza con el dominio técnico sobre la misma,
sino incluso a su propia naturaleza.

La razón que ha instaurado la Ilustración despoja a la naturaleza de sus antiguas


cualidades míticas. No ha sabido ser acogedora y comprender que el mito también
sintetiza y sistematiza lo presuntamente caótico. Ha acabado prescindiendo de él sin
darse cuenta de lo mucho que la razón le debía. En nuestros días, la naturaleza no
domeñada, el afán mismo de dominio, podría ser vencida también por ese saber, pero
la Ilustración anula esta utopía liberadora poniéndose del lado del enmascaramiento e
invalidando sus propios orígenes que, en otro tiempo, la impulsaban a buscar la

52
liberación de la minoría de edad y de los miedos de los hombres. La dimensión
instrumental o estratégica de la razón termina identificándose con la razón misma y
anulando todo otra dimensión que pudiera tener cabida en ella.

El dominio de la naturaleza mundana y humana se continúa con la integración en el


plano de la cultura. La industria cultural lograda gracias a la técnica homogeneiza,
regula técnicamente la creación; convierte todo valor de uso (incluso el placer) en un
valor de cambio, en mera mercancía, cliché con valor cultural. Este se equipara con la
distracción y se asiste a ella, se la consume como mera reproducción. En la industria
cultural se pierde la unicidad de la obra, pero también la individualidad. Ello no sólo se
debe a la estandarización de su modo de producción, sino principalmente a la
orientación al consumo. La integración de la cultura, la conversión de sus productos en
mercancías, extiende la cosificación humana que ya reinaba en el mundo del trabajo,
al ocio y a las facetas más privadas de la vida, la cual sólo aspira a consumir la
diversión que se le ofrece programada y vendida como cultura. Para estos
neomarxistas, la cultura siempre tuvo la función de aplacar los ánimos revolucionarios;
la industria cultural, además, inculca las condiciones para tolerar la vida despiadada, la
de los otros, con los que ya no se empatiza, y la propia. Uno de sus medios es la
catarsis de los afectos y pasiones. En la pretendida objetividad de los medios de
masas todo carece de importancia, todo es suceso y este pasa a considerarse normal;
mezclan verdades con medias verdades, omisiones, juicios de valor, propaganda.
Están dirigidos a un destinatario que no quiere conflictos ni cambios; por eso son
repetitivos. Frente a la reivindicación de transformar el proceso productivo, los
frankfurtianos se preguntan por el modelo de racionalidad en el que se basa.

H. Marcuse. Crítica de la unidimensionalidad:

Formación fenomenológica:

Marcuse entendía el marxismo en sentido normativo y consideraba que la práctica


debía seguir a la verdad, no a la inversa. Buscó una síntesis entre la dialéctica
marxista y el método fenomenológico. Marcuse está pensando en una corrección
recíproca de fenomenología y dialéctica, en una ontologización de la última y en una
materialización de la primera. Marcuse establecerá cierta base pulsional del socialismo
con intención filosófica, porque no quería recaer en el existencialismo o limitarse a
evocar el pathos de la emancipación, sino dar explicaciones teóricas para fundar la
acción en la razón. Emprende una lectura ontológica y antropológica del marxismo
cuyo objetivo es fundar una filosofía de la praxis aplicando el análisis existencial al ser
social. Pretende corregir el marxismo mediante el existencialismo heideggeriano y la
fenomenología; como ella, utiliza los conceptos de “praxis” y “mundo de la vida” para
analizar y eliminar la alienación y a la inversa, la fenomenología existencial le ayuda a
superar tanto el objetivismo marxista como el subjetivismo idealista. Con el tiempo, se
irá dando cuenta de que las nociones heideggerianas eran demasiado abstractas,
voluntaristas y vacías hasta el punto de erigir en mito la decisión sin aportar al hombre
medios para decidir.

Marcuse encuentra en la analítica heideggeriana del Dasein un nuevo punto de partida


para reinterpretar el materialismo histórico como filosofía capaz de fundar una praxis
revolucionaria. Desde una fenomenología del materialismo histórico pone en tela de

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juicio la concepción cientificista del marxismo. El marxismo no es un cientificismo
abstracto, sino ciencia, en el sentido fenomenológico de ese saber teórico-práctico e
histórico del mundo de la vida que va evolucionando con él. El descubrimiento
heideggeriano de la historia abre el camino para ello, pero habrá que aplicarle el
método marxista de la dialéctica. Marcuse se interesa por el “sentido” del lugar
histórico del marxismo fundándolo en el modo de ser del Dasein humano en tanto
histórico. A diferencia de Heidegger, que cifra la esencia del mismo en preguntarse por
el ser, Marcuse la sustituye por la de la acción radical del mismo, por la revolución.
Sólo puede ser planteada la pregunta por la acción radical allí donde la acción es
comprendida como la realización decisiva de la esencia humana y, al mismo tiempo,
precisamente donde esa realización aparece como imposibilidad fáctica, es decir, en
una situación revolucionaria. La acción radical culmina en la transformación radical de
la situación social; da lugar a una nueva realidad histórica que posibilita una nueva
existencia más humana. Así es como Marcuse fundamenta ontológicamente la acción
revolucionaria, la convierte en una condición de posibilidad constitutiva de nuestro ser
histórico. Toda acción es transformadora, como decía Marx, pero, según Marcuse, no
toda acción transforma la existencia humana; sólo lo logra la acción radical, la praxis
revolucionaria.

Estaba convencido de que la comprensión de la historicidad de su existencia por parte


del proletariado es el detonante de la acción transformadora. La historicidad
heideggeriana, en tanto facticidad, no es suficiente para Marcuse. Su concepción de la
fenomenología dialéctica pretende superarla y alcanzar la historia concreta, cuyo
sujeto es el proletariado. Reinterpreta la vuelta a las cosas mismas como acceso a su
historicidad. Heidegger no ha percibido que el Dasein está en cada instante en una
situación histórica concreta que hay que transformar para mostrar su estructura. Para
Marcuse, el mundo al que se refiere Heidegger no es el mismo para todos, sino que
cada individuo tiene una situación concreta en él.

Las descripciones heideggerianas de la existencia inauténtica le recuerdan a Marcuse


la vida alienada de los individuos en el capitalismo: el conformismo, la ausencia de
auto-responsabilidad y de libertad. Marcuse se dará cuenta de que la autenticidad no
se produce retrotrayendo al individuo a sí mismo desde su pérdida en lo público, sino
reflexionando sobre el carácter social de la existencia, sobre el mundo como resultado
de la transformación colectiva de la naturaleza. Realiza una lectura lukácsiana de
Heidegger intentando convertir el cuestionamiento heideggeriano por el sentido del ser
en un cuestionamiento por el modo de ser del Dasein. Sin embargo, muy pronto
criticará el ahistoricismo de Ser y tiempo. Heidegger no trata las cuestiones que, para
Marcuse, eran decisivas, el aquí y el ahora, las condiciones históricas concretas en las
que existe el Dasein concreto; así impide toda acción.

Marcuse vuelve a Marx, que le permitirá desenmascarar la alienación social y le


ayudará a comprender que la facticidad heideggeriana no es lo mismo que sus
determinaciones históricas. Marx supera, según Marcuse, el hiato heideggeriano entre
esencia y facticidad. A diferencia de la hermenéutica heideggeriana de la facticidad, la
denuncia marxista de la alienación que acontece en el capitalismo, de sus causas y
consecuencias para el ser humano, conducirán urgentemente a una praxis
transformadora y revolucionaria radical de la sociedad y del individuo. Cuando la

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existencia fáctica se ha convertido en inhumana, no basta la interpretación de la
misma; sólo la revolución total será capaz de hacer coincidir la esencia del ser humano
con una existencia radicalmente distinta. Marcuse insiste en que la filosofía concreta
ha de volverse histórica y pública, así como teórico-práctica.

Marcuse entiende por “teoría” la que se extrae del pensamiento de Marx, y por “praxis”
la práctica transformadora del mundo. Defenderá la dialéctica entre ambas. La filosofía
debe restringirse al ámbito de la historicidad y del acontecer. También la
fenomenología ha de volver a él; su interés por el conocimiento será legítimo si
recupera ese suelo.

Siguiendo a Heidegger, Marcuse comprende la tecnicidad como una determinación de


la existencia inauténtica que se proyecta en el mundo. Considera, igual que
Heidegger, a la tecnología como algo diferente a un recurso técnico que esté a nuestra
disposición, incluso como algo más que un medio político, como la forma misma de la
experiencia y como la razón de ser. Al igual que para su maestro, la tecnología es un
modo de pensamiento y de hacer frente a los problemas, una estructuración de la
realidad que acaba convirtiéndola en un objeto de control técnico. La imaginación es,
en Marcuse, la facultad sintetizadora por excelencia, frente a las síntesis husserlianas
operadas por la conciencia o a la simple ausencia de cualquier interés unificador que
caracteriza nuestra cultura fragmentaria. Debido a la posición marginal que ocupa, la
imaginación evita ser integrada por el sistema que todo lo enfoca al consumo mediante
la creación de falsas necesidades. De ahí que la imaginación esté capacitada para
ocupar el centro del escenario como facultad que reúne lo separado, reconcilia las
exigencias del arte con las de la tecnología e incorpora la naturaleza a la historia. Una
sociedad liberada podría convertirse en productiva por analogía con la imaginación
creadora y guiaría a la técnica hacia nuevas metas, fundamentalmente hacia una
existencia pacífica. La imaginación es la facultad de la utopía en la edad de la
realización de lo que había sido considerado utópico. Ella convierte lo posible en real y
así realiza la libertad.

Como los otros frankfurtianos, Marcuse apela al negativismo de la Teoría Crítica de la


sociedad. La utopía comienza por este negativismo que está a medio camino del
pesimismo y del optimismo, pero no es sinónimo de neutralidad. Es en él donde hay
que buscar lo positivo. Marcuse apela a grupos dispares, pero unidos en su
enfrentamiento al sistema (ecologismo, feminismo, etc.).

Marcuse recupera el concepto hegeliano de “trabajo” como objetivización del espíritu


humano y lo reconcilia con la auto-realización del individuo concreto que ve
desarrollada en Heidegger. Frente a una perspectiva exclusivamente económica,
subraya el papel fundamental que tiene el trabajo en la totalidad de la realidad del ser
humano y en el que está en juego de modo decisivo el mundo del hombre, porque el
trabajo es praxis específica de la realidad humana en el mundo. Esta praxis es la
conjunción unitaria de tres momentos constitutivos: el hacer, la objetualidad (lo
trabajado) y la tarea (lo que está por trabajar). Merced a la praxis, el hombre tiene que
hacer su propia existencia. El trabajo es la apropiación de la esencia humana en una
forma social concreta y a través del poder transformador del trabajo humano. El
hombre se encuentra determinado por una carencia natural-orgánica que, no obstante,

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hace del trabajo una categoría esencialmente histórica, necesaria para su desarrollo,
por lo que podemos decir que el trabajo es el acontecer del ser humano. La ontología
de este afirmada en el trabajo, a diferencia de la ontología heideggeriana, tiene una
relación muy diversa con la historia: al trabajar, el hombre pasa a formar parte de una
situación histórica concreta, se enfrenta con su presente, asume su pasado, labra su
futuro. La dimensión temporal de la praxis laboral inscribe al hombre en la comunidad
histórica del momento y lo constituye en acontecer con-otros, en-otros y para-otros.
Esta es la condición ontológica de posibilidad de la división del trabajo. Gracias a la
historicidad hegeliana, Marcuse descubrirá la abstracción e inautenticidad de las
categorías de Heidegger.

La crítica de la racionalidad instrumental en el capitalismo avanzado:

Marcuse piensa que las contradicciones internas del capitalismo perduran, aunque se
manifiestan de modo diferente a la época de Marx; sin embargo, también arrojan
ciertas posibilidades de liberación. Así, la saturación del mercado y la necesidad de
acumulación creciente obligan al capitalismo a producir artículos de lujo que van más
allá de las necesidades vitales, destinadas a una élite, sin que se reduzca la pobreza
de otros sectores. Por otro lado, gracias a la tecnología, el tiempo de trabajo necesario
se acorta, pero no se reduce la cantidad total de trabajo dependiente, debido a que se
le crean al individuo nuevas necesidades de ocio, etc. con el pretexto de que estimulan
su libertad. En general, el capitalismo se contradice porque produce necesidades que
no puede satisfacer, sobre todo la eliminación del trabajo explotado como medio de
vida. El aparato técnico de producción y distribución, lejos de haber facilitado la
liberación, tiende a hacerse totalitario en tanto que determina las ocupaciones
socialmente necesarias y las necesidades individuales. De este modo difumina la
oposición entre existencia privada y pública, entre necesidades individuales y sociales
y así se convierte en totalitario.

El autor cesura el triunfo de la racionalidad instrumental inherente al sistema técnico-


económico capitalista porque la considera unidimensional. Unidimensionalidad es
identificación de la conciencia con el orden existente. La racionalidad tecnológica
origina también un modelo de pensamiento y conducta unidimensionales, en el que
resultan integradas incluso las aspiraciones que trascienden el universo establecido.
Subsisten las contradicciones, pero predomina el conformismo, de modo que sólo la
transformación de la conciencia podría provocar un cambio, pero para ello habría que
experimentar la necesidad del mismo. Las sociedades totalitarias alienan a los
individuos en el trabajo mecanizado, pero, además, la represión necesaria para
eliminar todas las otras dimensiones de la vida es tal que la libertad resulta totalmente
suprimida y la alienación se torna identificación. La sociedad tecnológica ha realizado
una elección entre varias alternativas históricas posibles para organizar la vida de sus
componentes; dicha elección es fruto de sus intereses de dominio y anticipa modos
determinados de utilizar al hombre y a la naturaleza que determinan el desarrollo
social y político; esto significa que la razón tecnológica se ha convertido en razón
política.

La alienación cultural y artística que eran la trascendencia consciente de esa


existencia enajenada, acaban también siendo integradas en la única dimensión de la

56
racionalidad tecnológica. Marcuse, a diferencia de Marx, piensa que la socialización de
los medios técnicos no altera por sí sola la racionalidad tecnológica. Los productos
acaban adoctrinando a su productor, y lo hacen generando falsas necesidades y
satisfaciéndolas hasta tal punto que esta satisfacción termina equiparándose con la
libertad. Los cambios productivos han contribuido a la transformación de la clase
trabajadora y al debilitamiento de su posición negadora, hasta transformar la
dominación en administración, porque frente a lo objetivado (los hombres-cosas) se
hace cada vez menos necesaria la tiranía violenta. La esclavitud continúa, porque
persiste la objetivación de los seres humanos, ahora sublimada, es decir, desviada de
sus objetivos iniciales y aceptada por los individuos como necesaria para gozar de
más bienes de consumo. Existir como objeto es la meta de la unidimensionalidad, de
la inmanencia absoluta y de la paralela eliminación de toda trascendencia. La
unidimensionalidad triunfa cuando la conciencia se identifica tanto con el orden
existente que iguala el deber ser con el ser.

Nos hallamos ante una sociedad tecnológica y unidimensional, cuyo único interés es el
poder sobre la naturaleza interna y externa y su preocupación esencial la de fabricar
consumidores, alienar al ser humano, reducir su libertad sin que lo advierta, usando
los efectos anestésicos del confort. El sujeto ha quedado reducido a mero objeto de
dominio debido al papel jugado por la racionalidad de la técnica en las sociedades de
consumo. Esta se orienta a objetos reproducibles, consumibles, que pasan a formar
parte de la personalidad del hombre cuantitativo, cuyo objetivo es la posesión del
mayor número posible de bienes. El hombre unidimensional es un homo consumens a
causa de esa sociedad que se agota en la creación y satisfacción de falsas
necesidades; es un ser preocupado por tener y no por ser, un individuo que ha
olvidado la dimensión cualitativa de los hechos y rehúye su propia liberación, porque
considera que la autonomía y la reflexión son peligros. Se trata de un hombre imitativo,
introyectivo, es decir, que transforma lo exterior en algo interior a su yo y sólo lleva
dentro el puro exterior de sí mismo. Como el resto de los miembros de la Escuela de
Frankfurt, pensaba que la teoría y la práctica estaban ligadas; insistía en la
importancia de los efectos de la superestructura sobre las estructuras: el capitalismo
tardío ha transformado la relación entre base y superestructura institucionalizando e
internalizando su ideología incorporándola al comportamiento cotidiano.

Marcuse defiende la historicidad de las necesidades humanas y la consiguiente


distinción entre verdaderas y falsas necesidades. Estas últimas son aquellas
impuestas al individuo por intereses particulares, de modo que su desarrollo y
satisfacción son heterónomos. Como ya había señalado Freud, la desviación de la
vida hacia actividades productivas contrae de la libido en el estrecho marco de la
satisfacción sexual; esta se convierte en un impulso parcial especializado. De este
modo se reduce la necesidad de la sublimación. Al privársele de las exigencias
irreconciliables con la sociedad establecida, el principio de placer queda
menoscabado. Así, los placeres resultantes de esta desublimación adaptada generan
sumisión, mientras que la sublimación preservaba la protesta contra las imposiciones y
conservaba la necesidad de liberación, porque toda sublimación acepta la barrera
social contra la gratificación instintiva, pero también supera esta barrera. Esta
desublimación represiva es uno de los síntomas del afán de dominio y de integración
de toda oposición que caracteriza a la sociedad unidimensional. El mayor peligro que

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comporta es el crecimiento de la agresividad consecuente a la reducción de la libido.
Hasta los instintos de los individuos han sido controlados creando en ellos una
segunda naturaleza que no aspira a la superación de lo establecido.

Si la cultura clásica exaltaba la personalidad autónoma, el humanismo y el


romanticismo, en la sociedad contemporánea estos ideales han sucumbido ante el
desarrollo de la cultura de masas. Dicha cultura ha extinguido los elementos
trascendentes de la cultura pluridimensional incorporándola al orden establecido,
reproduciéndolos y distribuyéndolos masivamente. Tal masificación ha transformado
en mercancías los aspectos relevantes de la cultura de modo que lo que cuenta de
ellas es su valor de cambio, no su verdad. El lenguaje característico de la racionalidad
tecnológica impone una comunicación operativa cuyo único cometido es la difusión de
mercancías. El lenguaje se formaliza y empobrece. El lenguaje publicitario se sirve de
la sustitución de los conceptos por imágenes, de la repetición, de la prescripción
subliminal, etc. para anular la crítica y hasta la contradicción entre lo que es y lo que
debería ser, esa oposición que caracterizaba al universo pluridimensional. Queda
instaurado un lenguaje unidimensional que ya no se presta al diálogo, únicamente
establece hechos particulares.

Marcuse entiende la ideología no sólo como la concepción orientada a la


transformación social, sino también como sistema de estereotipos para que la
sociedad se adapte al orden existente; esto es lo que denomina “empirismo
ideológico”, el cual es un pensamiento positivo o afirmativo del orden existente. La
filosofía positiva se esfuerza por reducir el alcance y la verdad de la filosofía y los
mismos filósofos proclaman la modestia y la inefectividad de la filosofía. Esta deja
intacta la realidad establecida; aborrece las transgresiones. Encubren la irracionalidad
de lo dado consagrándolo como real y, por tanto, racional, en el sentido de lo
demostrable y decible. La ausencia de potencialidad crítica de la filosofía analítica, su
carencia de una hermenéutica de la sospecha, reduce el lenguaje a lo dicho; no se
interroga por el querer decir, ni por el sentido, ni por los condicionamientos
extralingüísticos. Sus análisis contribuyen a la reducción y unidimensionalización de
los seres humanos y de lo no humano. Esta filosofía que disuelve el deber ser en el
ser y rechaza la ideología, acaba rindiéndose a la suya propia: al compromiso con el
statu quo. Para superar esta situación, Marcuse sigue confiando en la razón, siempre y
cuando sea capaz de recuperar sus fuerzas escindidas transformándose en una razón
pluridimensional, dialéctica; pero incluso esta hipótesis se ve frustrada ante el triunfo
de una razón que afirma (convirtiendo en racional) lo existente.

La racionalidad formal no sólo impide la reflexión sobre los intereses sociales que
determinan la aplicación de las técnicas, sino que se reduce a relaciones de posible
control técnico. Esto no significa únicamente que la producción y el uso de la
tecnología obedezcan a una razón política externa, sino también que la ciencia misma
reproduce esa racionalidad tecnológica y su a priori de dominio. Frente a esta
situación, Marcuse concluirá que la emancipación humana exige una ruptura radical
con esa racionalidad impuesta que conduce al pensamiento unidimensional;
reivindicará una razón gratificante o libidinal; opuesta a esa razón opresora que ha
domeñado hasta nuestras pulsiones. Es imprescindible la emancipación para subvertir
las estructuras morales y sociales, pero también las estructuras psíquicas de los

58
individuos. Está convencido de que la emancipación no se logra sin filosofía. La razón
filosófica ejerce la negación histórica y su verdad se determina por el grado de
pacificación que logra, pero este objetivo sólo será factible en una sociedad regida por
una razón post-tecnológica.

Las proposiciones de la filosofía dialéctica de los griegos definían la realidad afirmando


como verdadero algo no dado; de este modo negaba la supuesta verdad de lo fáctico.
El pensamiento dialéctico comprendía la tensión entre el “es” y el “debe” como una
estructura del ser mismo: los hechos aparecían como falsos alumbrados por la verdad
que en ellos se negaba. El pensamiento mediaba la verdad en los términos de otra
lógica opuesta a la vigente. Dicha lógica tenía un contenido político, no era un mero
procedimiento. Marcuse distingue esta lógica dialéctica, que heredará la Teoría crítica,
de la lógica formal propia del positivismo. La lógica dialéctica va más allá de los
hechos, los sitúa en un contexto histórico. “Ser histórico” significa, para Marcuse,
contradecir el orden establecido, situarlo en el devenir del pensamiento y de la acción.
La lógica dialéctica preserva las oposiciones. La tendencia cientificista a cuantificar la
naturaleza eliminó los fines, separó lo verdadero de lo bueno; subjetivizó los valores y
los privó de objetividad y de universalidad; así se convirtieron en cuestiones de
preferencia y dejaron de oponerse a la realidad establecida. Según Marcuse, la
racionalidad tecnológica opera ya en el método científico, el cual no es en absoluto
neutro. En la ciencia y en su método está ya la racionalización de la realidad dada, sin
plantear un modo cualitativamente distinto de comprenderla. La función de la ciencia
sería conservadora y estática. La capacidad de integración del sistema es tal que
incluso la dialéctica de la Teoría Crítica está abocada al fracaso. La única alternativa
posible es la crítica negativa. La desesperanza marcusiana surge de la observación de
la realidad, de la comprensión de que la realidad humana es historia y, en ella, las
contradicciones no explotan por sí mismas. Toda liberación necesita libertad y esta
hoy apenas existe, porque, tal y como la entiende Marcuse, la libertad es la conciencia
de la absoluta necesidad de romper con la totalidad administrada. A pesar de este
pesimismo, el modelo de revolución que Marcuse imagina no es puramente negativo,
sino basado en la agudización de la protesta local y regional, en el desgajamiento de
ciertas actividades del sistema, en la radicalización de la autoadministración, etc.
Frente a Adorno mantiene que todavía existen mediaciones posibles, que las
condiciones históricas son ambivalentes, que la libertad no surge como imperativo
histórico prescrito por las condiciones reinantes como componente de etapas de
superior desarrollo. El sujeto es el factor decisivo.

La crítica de la dominación en las sociedades comunistas soviéticas:

La diferencia esencial entre la civilización tecnológica socialista y la capitalista es que


en esta la sublimación ya no es necesaria, mientras que en aquella todavía es exigida
por la escasez y la competencia con el capitalismo. Marcuse no encuentra tampoco en
la sociedad soviética de su época los fundamentos de un uso más humano y racional
del aparato tecnológico. A diferencia de Marx, no confía en la labor benefactora de la
automatización. En la sociedad soviética no se ha producido el cambio cualitativo
previsto por Marx; prosigue la esclavitud del hombre en el trabajo, aunque de manera
eficazmente racionalizada. La sociedad soviética es también unidimensional; en ella, la
nacionalización y la abolición de la propiedad privada constituyen un procedimiento

59
técnico-político para aumentar la productividad y la eficacia del sistema y evitar toda
forma de trascendencia. El socialismo de la URSS ha convertido al proletariado en su
beneficiario; sin embargo, aún es el agente determinante del cambio. Esta
transformación cualitativa implicaría la transición a la segunda fase del socialismo,
presupondría la actividad de un proletariado con conciencia de clase, pero este no
existe. El Estado sigue siendo un universal; la Razón es la racionalidad del conjunto: el
crecimiento del aparato productivo. La armonía entre intereses individuales y
generales ha sucumbido. Paralelamente, la ideología ha quedado desprovista de todo
significado crítico; ha detenido su marcha y, por tanto, ha excluido la necesidad de una
revolución cualitativa.

El realismo soviético no es meramente una denominación para la estética del periodo,


sino el rasgo que define la unidimensionalidad en la Unión Soviética: la identificación
de lo real con lo establecido y de este con lo racional; eso que definía también a las
sociedades capitalistas. Marcuse considera que la URSS no es una sociedad
verdaderamente socialista, porque el socialismo es algo más que un sistema
económico diferente, es el fin de la alienación y la ideología soviética la ha reforzado
llegando incluso a exteriorizar los valores internos, fundiendo la existencia privada con
la existencia pública e identificando la moral con el trabajo.

La filosofía crítica frente a la cultura afirmativa:

De Platón a Hegel, la esencia sirve para distinguir la verdadera naturaleza de las


cosas y las cosas tal y como son de facto (lo real y lo aparente); los hechos sólo la
revelan parcialmente. La esencia es la estructura que posibilita su comprensión.
Marcuse defiende una noción dialéctica de “esencia”: la relación crítica e histórica con
el fenómeno. Aplicado a la esencia humana esto significa que la esencia sólo es
determinable desde la praxis. Más adelante, retomará a Hegel para definir la esencia
aplicándole la dialéctica y, así, la entenderá como negación y posterior afirmación
concreta en la existencia. Distingue, por un lado, la esencia de la apariencia, por otro,
el ser y el deber ser; de ahí que no pueda aceptar que lo que es sea de manera
inmediata lo racional; tiene que ser llevado a la razón para hallar en él una exigencia
crítica que descubra la inadecuación existente entre lo que es de hecho y el ser
propiamente dicho. Esta concepción vincula a Marcuse con las esencias de la
fenomenología que se extraen de la existencia y que carecen de sentido y realidad sin
referencia a ellos.

En La filosofía y la teoría crítica, su interés prioritario es la orientación hacia la praxis


sin desvincularla de la teoría y entendida como transformación cualitativa del mundo,
como felicidad que sólo se avistará tras el cambio de las condiciones materiales de la
existencia y, por tanto, del orden social vigente. Esto es lo que pretende el interés
emancipatorio; por eso, es preciso recuperar las viejas verdades que aún no se han
realizado, como por ejemplo el concepto idealista de razón en tanto libertad. Si el
idealismo equipara la filosofía con la racionalidad, coloca el ser bajo el pensar, la
filosofía crítica considera que todo lo que contradice a la razón debe ser superado;
esto es lo que significa que la razón se erige en instancia crítica. Si en la época
burguesa la razón es subjetiva y se identifica con la libertad, Marcuse cree que esa
razón es sólo apariencia de racionalidad en un mundo irracional como la libertad

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misma, porque el idealismo convierte la razón y la libertad en tareas individuales que
no tienen en cuenta las diferencias en las condiciones materiales de vida; por el
contrario, Marcuse piensa que estas no son lo opuesto de aquella: la libertad no
contradice la necesidad, sino que la exige como presupuesto.

La verdad resulta de la conciliación entre razón y realidad, pero tal conciliación no es


inmediata. Verdad es aquello que no es y que debería ser, aquello que supera lo que
es para afirmarlo como lo que es en verdad. Cuando la verdad no es realizable dentro
del orden existente, se la tacha de utópica. Marcuse piensa que es precisamente tal
trascendencia la que afirma su verdad. La verdad es inseparable de la razón, pero de
una razón que ya no es una herramienta para elaborar la realidad dada, sino que se
revela como fuerza de transformación que intenta subvertir los hechos para extraer
sus posibilidades reprimidas. El objetivo de Marcuse es examinar la racionalidad
desde la propia Razón, entendida como facultad crítica. Busca una nueva racionalidad,
no la simple negación de la racionalidad. En esta búsqueda juega un importante papel
la filosofía, la cual debe recuperar la intención crítica de las categorías neutralizadas
por la ciencia. La filosofía, aunque ideológica, puede mostrar la realidad como aquello
que es y también sacar a la luz aquello que la realidad impide que sea. La filosofía no
debe olvidar que los conceptos no están dados de una vez para siempre, sino que se
gestan y desarrollan en una continuidad histórica. Si el objetivo de la filosofía
marcusiana es la búsqueda de la verdad más allá de la evidencia empírica, la razón
(ampliada y transformada) es la categoría fundamental del pensamiento filosófico, la
única que lo vincula al destino del hombre. Por otro lado, los conceptos filosóficos son
esencialmente críticos; están obligados a seguir pensando en medio de la concreción
para revelar su naturaleza y preparar un futuro todavía posible. Así la filosofía coloca
al ser bajo el pensar racional; entonces, todo ser que contradiga a la razón debe ser
superado. El concepto de razón presupone libertad: el hombre examina todos sus
conocimientos y su juicio carecería de sentido si no fuera libre para someter lo
existente a la prueba de la razón.

A la búsqueda de otra racionalidad:

Las potencialidades de la liberación pueden ser reconocidas, al menos, como


suprimidas. Esta es la primera tarea de la filosofía crítica. La segunda tarea de la
filosofía emancipadora será su renovación por una razón no escindida,
pluridimensional y dialéctica. Marcuse interpretó históricamente la teoría freudiana de
los instintos y la enriqueció con conceptos que la hicieron apta para la crítica social de
la represión contemporánea. Al mismo tiempo, empleó la psicología social freudiana
para analizar con mayor precisión el concepto marxista de “alienación”. Emprende un
replanteamiento de las tesis de Freud sobre la civilización, para hacerla compatible
con la crítica marxista de la sociedad y con una visión historicista (y, por tanto, más
optimista) de la teoría instintual. Asimismo, promueve una politización y socialización
de las categorías psicológicas y, de este modo, supera tanto el individualismo
freudiano como el excesivo sociologismo del marxismo. Frente a Freud, considera que
la represión es un fenómeno histórico, no esencial. Propone reunificar la razón y la
sensibilidad con objeto de tender a una civilización no represiva que no descuide la
gratificación y frene la agresividad acumulada. Cree en la posibilidad de una
sublimación no represiva y una racionalidad gratificante, opuesta a la tecnológica. La

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nueva racionalidad que nos propone exige politización; hasta la psicología es política
porque la psique es un fragmento de lo social; lo universal, a su vez, es cada vez más
la política, en tanto que la sociedad ha sucumbido al poder y se ha mimetizado con él.
Es cierto que la lucha por la existencia necesita modificar los instintos represivamente
por la escasez para la gratificación integral de las necesidades instintivas, pero
también que la organización represiva de los instintos se debe a factores exógenos, es
decir, históricos y no naturales, por tanto, modificables. La identificación freudiana de
civilización con represión es fruto de una determinada organización histórica de la
existencia humana.

Marcuse considera que ni toda sublimación produce desexualización, ni toda


desublimación es liberadora. La sublimación también utiliza socialmente los impulsos
agresivos y puede hacerlo de un modo represivo (por ejemplo, para el trabajo
alienado), o de modo no represivo (por ejemplo, encauzándolos hacia el arte). La
negación del placer se plasma en el trabajo enajenado. Asimismo, la alienación del
ocio, que debería ser la sustancia temporal del placer, se convierte en recreación de la
energía para trabajar de nuevo. La sociedad nos presenta la racionalidad tecnológica
dominante como conciliación, pero es irracional tanta represión cuando se ha
superado con creces la escasez originaria y ya sería factible la liberación de Eros, el
constructor de la cultura. La sociedad ha logrado su máxima meta: estructurar los
instintos de sus miembros creando en ellos una segunda naturaleza lejana a su
verdadera imagen e incapaz de aspirar siquiera a la superación de lo establecido. Para
superar esta situación, Marcuse propone la reunificación de la razón y la sensibilidad,
condición indispensable para no caer ni en el hedonismo, por un lado, ni en el
sometimiento a la producción, por otro.

De no existir el interés de dominio, la reducción cuantitativa del tiempo de trabajo


hubiera conducido a un cambio cualitativo de la existencia: el tiempo libre determinaría
su contenido, no a la inversa, como ocurre ahora. Las facultades así liberadas
generarían nuevas formas de realización del mundo que, a su vez, producirían nuevas
necesidades; lo deseable y lo razonable se aproximarían. A su vez, la razón llegaría a
ser sensual y organizaría la necesidad en términos que enriquecerían los instintos de
vida; en suma, razón y placer dejarían de ser contrarios, se realizaría una razón
gratificante. La nueva racionalidad de la gratificación perseguirá la felicidad y la
realización racional de las necesidades, porque ya no habrá lucha por la vida, sino
cooperación. La libertad del individuo y la de la sociedad podrán darse, entonces,
conjuntamente. El cambio instintivo no se realizará sin una transformación social y
política.

Una vida mejor es, para Marcuse, lo contrario de la estabilización de la existente. Es


de sentido común, incluso instintivo, saber qué sea lo racional, el interés general. Con
el tiempo, Marcuse dudará de la posibilidad de una razón libidinal y la reformulará en
una racionalidad estética. Frente a la racionalidad tecno-lógica dominadora, la
racionalidad estética trabaja desublimando la Razón y autosublimando la sensibilidad.
Lo que el filósofo pretende es re-fundar con ella la idea de Razón para alcanzar la
razón libidinal o la unidad originaria que podría instaurar el nuevo orden de existencia.
La liberación de la sensibilidad proclamada por Marcuse consiste en dar a la
sensibilidad su propia dimensión olvidada. En ningún momento renuncia a la razón; sin

62
embargo, denuncia la parcialidad e irracionalidad de lo que se hace pasar por razón y
recuerda que es protección (no destrucción), enriquecimiento y embellecimiento de la
vida.

El arte es, en Marcuse, una cierta manera de preservar la utopía que la razón
dominante abandona y, por ello, actúa como idea reguladora para la transformación
del mundo. Es preciso reafirmar al individuo, lograr que gane independencia mental y
una panorámica de un mundo mejor. Marcuse es consciente de que el arte siempre ha
defendido ambos objetivos. El arte es una forma de lograr la emancipación de la
subjetividad, que es también emancipación de la mera sensualidad. Una nueva
sensualidad es el requisito previo de esta supremacía del sujeto frente a la cosificación
de todas las dimensiones existenciales. Esta nueva sensibilidad nos conducirá a una
nueva relación entre el hombre y la naturaleza en sus dos niveles: la naturaleza
humana y la exterior. Ello se debe a que la receptividad de la experiencia estética nos
hace ver las cosas por sí mismas y no como medios para la dominación. El término
“estético” aspira a preservar la verdad de los sentidos y a reconciliar, en la realidad de
la libertad, las facultades denominadas inferiores y superiores del hombre: la
sensualidad y el intelecto, el placer y la razón. El arte tiene una autonomía relativa, ya
que también es un reflejo de lo que hay, aunque tiene la posibilidad de mostrarlo de
manera crítica y desrealizadora. El arte constituye mundos utópicos y, al mismo
tiempo, depende miméticamente de lo existente. Esto es lo que le impide cambiar el
mundo; ahora bien, puede contribuir a transformar la conciencia de seres capaces de
hacerlo; puede favorecer el surgimiento de la necesidad de libertad en los individuos,
requisito indispensable para la revolución. El arte no libera manteniendo su autonomía
absoluta, sino tomando conciencia de que su materia y sus contenidos son una
herencia social que han de ser conformados en vista de unos fines más humanos. El
arte como la trascendencia consciente de la existencia alienada, como la negación de
lo que es. Este distanciamiento artístico de la realidad forma parte de la esencia del
arte, pero ha de ir acompañado de un criticismo consciente y de la expresión del
cambio, para no reducirse a la simple mirada del genio. Para que el arte tome
conciencia de estos poderes transformadores de su forma estética hay que
resublimarla, es decir, negar la desublimación represiva de la que ha sido objeto para
devolverle su carácter opuesto al orden dominante.

La nueva sensibilidad cuya promesa preserva el arte va ligada a la necesidad del


cambio cualitativo de la sociedad, el cual depende de valores no sólo económicos,
sino más bien estéticos, que ayuden a cambiar la naturaleza misma de las
necesidades. Las verdaderas funciones del arte son: negar la sociedad actual;
anticiparse a las tendencias de la sociedad futura; criticar las tendencias destructivas y
alienantes; sugerir imágenes de medios creativos y no alienantes (aún si carece de
todo contenido político, el arte puede invocar la imagen de la liberación y la tristeza de
la alienación). Marcuse aboga por la educación integral, es decir, por la formación de
todas las facultades del ser humano para la teoría y para la práctica. Apela a una
educación, que siempre es política, pero que ahora debe ser consciente de ello y,
además, no debe limitarse a enseñar sólo técnicas, sino aspirar a cambiar
cualitativamente, hasta sus bases instintivas mismas, a los sujetos. El hombre nuevo,
surgido tras esta revolución permanente, será revolucionario no por su pobreza
material, sino porque habrá tomado conciencia de la miseria moral y de la

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irracionalidad reinantes. La imaginación visualiza la reconciliación del individuo con la
totalidad, de la felicidad con la razón. Aunque esta armonía haya sido convertida en
una utopía por el principio de realidad establecido, la fantasía insiste en que puede y
debe llegar a ser real y, en efecto, las verdades de la imaginación toman forma en el
universo subjetivo-objetivo del arte y en su promesa futura de gratificación. LA
imaginación se niega a aceptar el orden fáctico, es el Gran Rechazo: la protesta contra
la represión innecesaria y la defensa de posibilidades reales de liberación que han
sido relegadas a la utopía por el principio del rendimiento.

Marcuse habla de “El fin de la utopía”, porque existe ya la posibilidad real de una
transformación en el ámbito material que conduzca a nuevas formas de vida. La utopía
que ha finalizado es aquella que se presuponía imposible. Existe, en cambio, un
concepto histórico de utopía. Una utopía que, aunque históricamente no se haya
realizado, puede encontrar en el futuro un lugar en el tiempo. Marcuse cree en la
existencia de factores objetivos (posibilidades brindadas por la ciencia y la técnica) y
subjetivos (rebelión de la nueva sensibilidad) que permiten ya la realización de la
utopía. Los conceptos tienen que dejar de orientarse por la realidad y hacerlo por la
posibilidad. Marcuse atribuye a esta una preeminencia casi ontológica respecto de
aquella, preeminencia paralela a la prioridad que otorga a la sociedad futura. El
proyecto utópico marcusiano no es arbitrario, sino que debe probar ser más racional
que la realidad establecida, debe ofrecer garantías de mejorar la civilización y pacificar
la existencia.

J. Habermas. Crítica de la colonización de la racionalidad comunicativa:

Como todos los frankfurtianos, considera necesaria la crítica de la razón instrumental


para que rescate la dimensión filosófica de la teoría Crítica. No obstante, se propone
reconstruir esta última para analizar la sociedad. Piensa que el peligro de la utopía
negativa de sus predecesores es la caída en el pesimismo, el quietismo y la reclusión
en la contemplación teórica de otro futuro, con la consiguiente pérdida de la anhelada
unidad teoría-praxis. Elabora su propia teoría sobre el capitalismo tardío,
interesándose por los mecanismos de legitimación del mismo. Construye una
sociología no empirista que comienza siendo una teoría del conocimiento o, mejor, una
teoría de los intereses cognoscitivos constitutivos de la razón, los cuales radica en el
mundo de la vida. Comprende la razón crítica como suma de conocimiento e interés,
de modo que no la reduce a una facultad cognoscitiva. A diferencia de Adorno y
Horkheimer, considera que el mundo no adolece de un exceso de razón, sino de un
déficit de aplicación de la misma. Aspira a un concepto ampliado de razón que permita
la superación de los diversos modelos de racionalidad enfrentados. Tiene como
objetivo rescatar la racionalidad que caracteriza a la interacción social. Frente al
marxismo convencional, considera que la praxis no puede reducirse al trabajo, sino
que afecta a todas las conexiones que se dan en el mundo de la vida simbólicamente
estructurado, la acción comunicativa y el discurso. Se propone restablecer la armonía
entre los individuos y la sociedad, entre la esfera privada y la pública.

Habermas – Gadamer. Los frutos del diálogo:

Habermas valora de la hermenéutica filosófica su reflexión sobre las estructuras de la


comunicación en el lenguaje ordinario y sobre la experiencia hermenéutica. Se adhiere

64
al poder de traducción del lenguaje ordinario, en definitiva, a la concepción
gadameriana del lenguaje como Medium en el que se produce el acuerdo sobre la
cosa misma. Sin embargo, piensa que la traducción no es el caso normal de
interpretación. Habermas, a diferencia de Wittgenstein, piensa que las reglas
gramaticales implican, junto con su aplicación posible, la necesidad de una
interpretación. Por eso, valora la hermenéutica gadameriana.

Sin embargo, se enfrenta al papel que la tradición y los prejuicios heredados juegan en
ella. Para Habermas, la tradición es el terreno de la ideología, de la comunicación
distorsionada por un interés, y ejerce una acción represiva. La conciencia
hermenéutica se revela insuficiente en los casos de comunicación sistemáticamente
distorsionada en los que la ideología (falsa conciencia) y la incomprensión se instalan
represivamente. Habermas habla de “pseudocomunicación” o de “comunicación
sistemáticamente distorsionada” por oposición a la simple incomprensión; esta se
puede superar dialogando e intercambiando razones, mientras que aquella es una
deformación del lenguaje de tipo ideológico motivada por factores de poder que
rompen la comunicación y, por lo tanto, no podría resolverse simplemente
retrocediendo a una esfera de pertenencia, como pretende la hermenéutica de la
apropiación, sino que exigiría una meta-hermenéutica, una crítica de las ideologías
que instituyera las premisas de un acuerdo posible bajo condiciones ideales de
comunicación. Gracias al establecimiento de las mismas, la hermenéutica sería capaz
de diferenciar el consenso fáctico y las condiciones normativas o consenso
contrafáctico inherente a la competencia comunicativa de los hablantes que les
permite distinguir el acuerdo válido del que no lo es. Gadamer no ha hecho esta
distinción, pues renuncia a dar criterios y normas para interpretar (ya que cualquier
norma está sometida a la historicidad y no puede universalizarse).

Para hacer frente a los enmascaramientos ideológicos, Habermas apela a la función


crítica y emancipadora de la razón, que mediante el proceso crítico de la reflexión
desenmascara las constricciones sociales. La hermenéutica hipostasia el lenguaje
como sujeto de las formas de vida y de la tradición; en este sentido, presupone que la
conciencia lingüísticamente articulada determina la praxis material. Habermas opina,
en cambio, que la infraestructura lingüística de la sociedad es tan sólo una parte de un
complejo simbólicamente mediado, pero también constituido por la coacción de la
realidad. Gadamer, por su parte, no ve oposición entre reflexión y tradición. Para él, la
comprensión es un momento de esta. Nunca ha renunciado a ella, sino que se ha
centrado en clarificar sus límites. El movimiento infinito de la reflexión se desarrolla en
el diálogo. La idea de una reflexión acabada es antidialéctica. Gadamer acusa a
Habermas de incurrir en un idealismo mitigado con los propósitos de la Ilustración,
porque pretende construir un modelo único de crítica que nos asegure la total
emancipación. Su ideal de un consenso racional libre de prejuicios y distorsiones es
irreal y, además, dogmático, porque lo absolutiza como a priori de toda comprensión y
resulta poco compatible con la experiencia finita.

A la tradición y las precomprensiones, Habermas opone la reflexión. Considera que


esta es imprescindible para que el sujeto tome conciencia de las determinaciones que
operan de modo inconsciente. Para Habermas, el lenguaje natural es insuficiente para
desarrollar una meta-hermenéutica capaz de formular la teoría de las desviaciones de

65
la competencia comunicativa. Habermas la ejemplifica en el lenguaje del inconsciente,
de su simbolismo articulado como un lenguaje privado que requiere un ejercicio de
análisis para hacerlo participable. Como ya había observado Ricoeur, se necesita una
comprensión explicativa metódica para denunciar la falsa conciencia del individuo
(psicoanálisis) o de la sociedad (ideología crítica). La disolución de ambos tipos de
ideología requiere procedimientos explicativos y no sólo comprensivos, ya que el
sentido sólo se comprende si se analiza y explica el origen del sinsentido. Para ello, se
necesita un aparato teórico cuyos conceptos centrales no pueden ser derivados ni de
la experiencia dialógica en el marco del lenguaje ordinario, ni de la exégesis textual.
Se decanta por el psicoanálisis, porque capta y explica la realidad para lograr así la
emancipación del paciente. Recurre al psicoanálisis para estudiar la dependencia del
significado de coacciones ocultas que están más allá del lenguaje ordinario. Una vez
depurado de su cientificismo, el psicoanálisis, junto con la crítica de la
pseudoconciencia social, ejemplifica lo que Habermas llama “hermenéutica profunda”
o “meta-hermenéutica”. Esta no necesita recurrir a la exigencia hermenéutica de
universalidad, porque su meta es afrontar las deformaciones de la competencia
comunicativa y, por tanto, de la interpretación.

Gadamer responde a Habermas que la hermenéutica filosófica también es reflexiva,


por tanto, emancipatoria, y que el psicoanálisis no es el caso normal de interpretación,
la cual tiene un lugar preferente en la vida social y un objeto fundamental de la misma
que es el consenso. La absolutización del lenguaje le parece a Habermas la raíz del
conservadurismo de Gadamer. Ha convertido el lenguaje en la única metaintuición y
ha obviado su poder ideológico para hacer que las relaciones de desigualdad social se
acepten como naturales. Sin embargo, la vida social no se reduce sólo al lenguaje y la
herencia que los grupos sociales reciben de la tradición no es sólo lingüística. La
conciencia lingüística no determina el ser material; existen coacciones de la realidad,
tanto internas como externas, que no sólo son objeto de interpretación, sino que
también operan de espaldas al lenguaje: el plexo objetivo a partir del cual pueden
entenderse las relaciones sociales está formado por el lenguaje, pero también por el
trabajo y el dominio. Dado que, para Gadamer, el lenguaje no es un aspecto más de la
realidad, sino el medio universal de la vida social, el trabajo y el poder de uno sobre
otros no estarían fuera, sino mediados por él.

Para Habermas, es necesario, al menos, anticipar formalmente el diálogo idealizado


como una forma de vida entre interlocutores igualmente informados (y hasta formados)
susceptibles de realizarse en el futuro, pero contrafáctico, porque no se da aquí y
ahora. Esta anticipación es una condición de posibilidad del sentido del argumentar,
regula las críticas de la falsa conciencia y los pseudoacuerdos alcanzados. Habermas
está convencido de que en toda comprensión presuponemos esta anticipación formal;
de no ser así, no perseguiríamos la comprensión. La hermenéutica de Habermas
recupera el diálogo socrático entendido como resolución de las diferencias. Su razón
comunicativa y su discurso intersubjetivo han de entenderse como medios de
entendimiento y fundamento de las costumbre humanas. Sin embargo, no hay que
hipostasiarlos convirtiéndolos en fines. Como Gadamer, pretende restaurar la
racionalidad práctica desgajada de la teórica por el cientificismo. A este cometido, sin
embargo, se dirigen desde sus respectivas tradiciones y precomprensiones: la del
primero es la del humanismo y romanticismo, mientras que la del segundo es la

66
Ilustración emancipadora. Este último pretende encontrar los universales normativos
invariables de la vida práctica gracias a la reflexión crítica sobre las limitaciones de la
tradición de la cual la razón nunca es completamente esclava, aunque esas normas no
se puedan verificar.

Habermas reconoce que la hermenéutica ha mostrado que la comprensión, a partir de


la tradición, aclara las precomprensiones de los grupos sociales y orienta la acción; es
decir, la comprensión facilita una forma de consenso del que depende la acción
comunicativa. La hermenéutica permite superar la intersubjetividad de la comunicación
en el lenguaje ordinario, que no siempre es fluida y sufre interrupciones. Sin embargo,
Gadamer no ha considerado las realidades coactivas de nuestro mundo. Olvida que el
lenguaje es también un instrumento de dominio y de poder, que la tradición no es la
expresión de la comprensión mutua, sino el resultado de la fuerza y de la coerción.
Gadamer sobrevalora el diálogo y cree que el acuerdo llega a través de la fusión de
los horizontes que se sigue de él. No percibe que puede ser impuesto desde fuera del
diálogo e incluso decidido antes de que este tenga lugar. La hermenéutica profunda,
por el contrario, descubre que un consenso aparentemente racional puede ser
resultado de pseudocomunicaciones. El exclusivismo lingüístico de la hermenéutica de
Gadamer es lo que Habermas denuncia diciendo que no incluye una reflexión
auténtica sobre los límites de su comprensión. La proclamada universalidad de la
hermenéutica le parece a Habermas una pseudouniversalidad y una generalización de
la teoría tradicional. Gadamer responderá que con la universalidad de la hermenéutica
se refiere a su posibilidad de integrar cualquier asunto comprendido en la
interpretación lingüística, pero no de encontrar ahí su solución. Habermas asume la
comprensión gadameriana como meta, pero cree que exige ejercer la crítica de las
ideologías con un interés emancipador que tenga como objetivo una comunicación no
distorsionada.

Habermas estudia los mecanismos sociales por los que el lenguaje es internalizado
como una estructura que dejará las marcas de la socialización del sujeto en todas sus
acciones. El lenguaje natural remite, asimismo, a las expresiones corporales, a la
praxis. La interacción comunicativa será, por tanto, expresiva y normativa a la vez,
porque lenguaje y acción se interpenetran. Habermas se adhiere a la ontologización
de la comprensión por la hermenéutica filosófica de Heidegger y Gadamer, porque la
comprensión es la condición de la sociedad misma, en tanto su reproducción y sus
producciones están siempre mediadas por la interpretación y la comunicación. La
teoría de Habermas se constituye esencialmente como crítica y quiere discernir bajo
los discursos de las ciencias sociales pretendidamente desinteresados sus intereses
ocultos, desvelando así todas las formas de dependencia que hipotequen la
autonomía de tales ciencias. Habermas distingue tres tipos de compresión: la
lingüística, la comprensión mutua y la comprensión hermenéutica. Los problemas de
comunicación proceden sustancialmente de un mal ajuste de las dos primeras que se
plasma en la comunicación distorsionada y que hacen necesaria la tercera forma de
comprensión. El estudio de la sociedad no debe reducirse, sin embargo, a una labor
de hermeneutas. Adopta la comprensión, pero la coloca en el marco de una teoría de
la acción orientada al entendimiento. Así es como reconcilia el conocimiento teórico
con su raíz preteórica en el mundo de la vida. Se refiere a una comprensión

67
reconstructiva, es decir, a una explicitación del significado de las estructuras profundas
subyacentes al análisis.

Frente a la tradición y al prejuicio, Habermas desarrolla el concepto de interés que


proviene de la tradición marxista. Habermas reconoce que el conocimiento está
enraizado en la tradición, pero la reflexión deja sus huellas en ella contribuyendo a que
desaparezca su carácter impositivo. Ambos están de acuerdo en que siempre está en
juego una determinada precomprensión hermenéutica que necesita de una ilustración
reflexiva. Sin embargo, Gadamer opina que la ilustración total es una pura ilusión. La
crítica de la ideología le parece sólo una forma de reflexión hermenéutica, la cual es
más amplia, porque cuestiona incluso el método científico, de ahí su universalidad.
Habermas afirma que autoridad y conocimiento no convergen; es verdad que el último
no está enraizado en la tradición fáctica, pero también que deja sus huellas sobre esta
y es capaz de despojar a la autoridad del dominio transformándola en decisión
racional. Cree que hay que superar la ingenuidad gadameriana de pensar que el
reconocimiento de la legitimación de la autoridad puede darse sin violencia. Habermas
acusa a Gadamer de subordinar la racionalidad a la vida de la tradición, la cual es
incapaz de explicar las rupturas con la misma, las revoluciones, etc. Sólo acepta la
tradición como renovación constante de la estructuración de la vida ético-social que
siempre descansa en una toma de conciencia aceptada libremente.

Los encuentros entre Gadamer y Habermas sirvieron para matizar sus teorías y dieron
sus frutos. Animado por Habermas, Gadamer analizó el potencial crítico de su
hermenéutica; se dio cuenta de que era posible una apropiación más reflexiva de la
tradición haciéndole preguntas críticas. A raíz de este intercambio, aumentó su interés
por la praxis y reconsideró el lugar de la crítica en la razón hermenéutica. Habermas,
por su parte, adoptó la hermenéutica como saber reflexivo-crítico y comprendió las
limitaciones históricas del mismo. Habermas valora el rechazo de Gadamer de la
unidad de la ciencia que propugna el positivismo, porque reduce toda forma de
conocimiento al modelo de las ciencias naturales. Gadamer toma las ciencias
humanas como punto de referencia inicial; Habermas recurre a las ciencias sociales.
Aquellas son por naturaleza ciencias de la tradición, mientras que estas son
constitutivamente críticas y se rigen por el interés emancipativo o por la autorreflexión
para disolver las constricciones. Habermas se niega a describir cómo ha de ser una
forma de vida reconciliada o cómo la comunidad ideal puede hacerse realidad; no
quiere fabricar utopías ni anticipaciones; sólo nos habla de las condiciones formales
necesarias para guiar racionalmente nuestra vida. La crítica de la ideología no
privilegia lo que es, sino la conciencia crítica; por ello, apunta al futuro en el que sea
posible la emancipación, mientras que la hermenéutica se dirige al pasado, mostrando
los condicionamientos histórico-sociales a los que estamos sujetos. Ambas son
necesarias para actuar en el presente, pues sin pasado el hombre se dejaría llevar por
las ilusiones de futuro y, sin futuro, se encerraría en sí mismo y se desarraigaría de su
presente.

Fenomenología y mundo de la vida:

Husserl se halla a la cabeza de las influencias de los frakfurtianos por la vía de su


diagnóstico de la crisis de las ciencias europeas. Ante esa situación, el fenomenólogo

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consideraba urgente la restauración del sujeto racional de la ciencia y la instauración
de una racionalidad teórico-práctica que permitiera rehabilitar la filosofía como
autorreflexión de la humanidad y, con ella, de la sociedad y la política responsable. La
racionalidad por la que Husserl aboga es la que reconoce sus raíces en el mundo de la
vida. Habermas considera que la racionalidad característica de este suelo mundano
vital es la comunicativa con un alcance ético que ya había sido puesto de relieve por el
fenomenólogo; con Habermas, su sujeto ya no es la conciencia singular, sino la
intersubjetividad. El mundo de la vida es un todo que no puede fragmentarse, anterior
a la ciencia y compartido por todos; es irreducible a un interés cognoscitivo concreto.
Actúa como un horizonte en el que la intersubjetividad configura sus interacciones y,
por tanto, se ejerce la vida social.

En cuanto a Heidegger, cuya influencia reconoce, Habermas habla de una


ideologización de la filosofía de Ser y tiempo. En los años 30, Heidegger ha situado su
decisión en cuanto a la verdad del Ser en un contexto político. Su proximidad al
nacional-socialismo es caracterizada, no obstante, por Habermas como cultural, es
decir, como una consecuencia de su constatación de la crisis del pensamiento. Acusa
a Heidegger de no ser crítico, sino mítico, contrariamente a la tradición que va de Kant
a Husserl, que supo separar lo verdadero de lo presunto. Habermas no pone en
ningún momento en entredicho el valor del pensamiento de Heidegger, sino
únicamente la ideologización del mismo. Los frutos que dicho pensar ha seguido
dando tras la guerra demuestran la autonomía de las obras, debida a la fuerza de los
argumentos, al margen de su contexto ideológico.

La crítica habermasiana de la razón apuesta por una racionalidad comunicativa,


entendida como la reconstrucción de los supuestos argumentativos que están
presentes en el habla. Tiene mucho que ver con el mundo de la vida de Husserl,
aunque Habermas elimina todo el contexto metafísico de la filosofía trascendental de
su mundo de la vida. A Habermas le interesa especialmente la defensa husserliana de
la pretensión filosófica de fundamentación última, amparándose en la subjetividad
trascendental. Sin embargo, Habermas considera que Husserl no puede afirmar al
mismo tiempo la pertenencia del yo mundano al mundo de la vida y la posición
extramundana del yo originario trascendental. El dualismo husserliano entre lo
trascendental y lo empírico es sustituido por Heidegger el de la diferencia entre ser y
ente. Habermas piensa que, a pesar de ello, también aspira a la fundamentación
filosófica última: si bien las ciencias se ocupan de lo óntico, la filosofía se ocupa del
ser mismo. Como Husserl, la filosofía se asegura el acceso a la verdad; la diferencia
es que Heidegger renuncia a la subjetividad trascendental. Según Habermas, con
Heidegger casi se pierde el gran logro de Husserl: la peculiar lógica pragmática y la
función de suelo del mundo de la vida. Heidegger adopta la crítica husserliana de la
ciencia, pero no con la intención de exigir el cambio de la actitud naturalista por la
fenomenológica para fundamentar en la filosofía las ciencias del mundo de la vida,
pues para Heidegger el pensamiento científico y la investigación metódicamente
organizada sólo son ya la expresión de un destino del ser enderezado a la dominación
técnica del mundo.

Por su parte, la filosofía analítica se centra en el saber ligado a las intuiciones


gramaticales; rechaza la metafísica, por considerarla un pseudosaber y se propone

69
proveernos de nuevos saberes alternativos a la filosofía que, ahora, es su mediadora.
Habermas interpreta el mundo de la vida fenomenológico como mundo dela vida
cotidiana. Habermas interpreta el mundo de la vida como un marco de pre-
concepciones y hasta de pre-comprensiones y tradiciones, en el sentido de la
hermenéutica filosófica. Es un mundo en el que no ejecutamos la actitud reflexiva, sino
la epojé de la epojé, es decir, la suspensión de cualquier cuestionamiento del saber
con el que nos desenvolvemos en él. Este mundo es, como en Husserl, intersubjetivo
y, por ende, constituyente del sentido de todos los objetos. Sin embargo, según
Habermas alberga también el mundo interno de lo que no aparece en el mundo
objetivo ni tiene validez en el mundo social, de lo que no se fenomenaliza o manifiesta
públicamente. Este mundo interior es el de las vivencias y se reconoce por estar
expresado en primera persona. Valora que Husserl haya tenido en cuenta este saber
atemático, pero realiza una distinción dentro del mismo: una cosa es el saber pre-
reflexivo que acompaña a los procesos de entendimiento y otra es el saber co-
tematizado en los actos de habla; en este último, la oración de contenido proposicional
porta el saber temático; la oración expresa una pretensión de validez, no ya como
saber, sino términos realizativos, o sea, ejecutando una acción mediante un acto
ilocucionario. Para hacer disponible el significado cotematizado de dicho acto, ha de
ser transformado en una descripción del acto de habla.

Su creciente interés por los actos de habla le llevará a reducir el concepto


fenomenológico de mundo de la vida a la epistemología, aunque con la conciencia de
que esta no puede transferirse sin más a unas preocupaciones como las suyas que
son sociológicas. Sin embargo, la solución habermasiana es liberarse de toda teoría
del conocimiento que, como la fenomenológica, se plantee en términos de constitución
del sentido y adoptar la pragmática del lenguaje. Habermas interpreta el mundo de la
vida husserliano como horizonte y trasfondo de la comunicación cotidiana. Como
Husserl, piensa que el mundo de la vida es un buen contrapunto a las ciencias
objetivistas y cuantitativas, construidas sobre idealizaciones que han perdido de vista
sus verdaderas raíces mundano-vitales. Sin embargo, la filosofía del sujeto de Husserl
pasa por alto que ella misma es una idealización, puesto que hace abstracción de la
práctica cotidiana, la cual es el verdadero suelo. Esto significa que la fenomenología,
en su afán de ir a las cosas mismas, no se ha percatado de que incurría en eso que
deseaba evitar: las precomprensiones y prejuicios. A diferencia de ella, Habermas se
da cuenta de que el mundo de la vida está referido a una práctica cotidiana cuyos
presupuestos comunicativos dependen también de idealizaciones, aunque estas no
radiquen en el Sujeto, sino en los actos de habla, que son las plasmaciones de la
intersubjetividad.

Si Habermas está convencido de que las pretensiones de validez son necesarias y


susceptibles de crítica, también sabe que esta necesita idealizaciones. Estas
proporcionan cierta universalidad en el marco de la ciencia y del conocimiento, e
incluso cierta coherencia en nuestra vida práctica. Ahora bien, renuncia a trasponer
dichas idealizaciones del universo trascendental al del mundo de la vida, porque su
fuerza sólo proviene del lenguaje natural y de la astucia de la razón comunicativa que
opera contra las deformaciones cognitivas y técnicas a las que ha dado lugar la razón
instrumental. Son normas trascendentales, pero contra-fácticas, es decir, no
empíricamente verificables. Heidegger, como Husserl, tampoco se percata de que sus

70
pre-conceptos se asientan en abstracciones. Para evitar estas abstracciones,
Habermas pone en contacto la filosofía del mundo de la vida con las ciencias, porque
piensa que debe hacer un ejercicio de humildad y, antes de criticarlas, aprender de
ellas. Es un defensor de las ciencias sociales y saluda la apropiación del mundo de la
vida llevada a cabo por las mismas, pero cree que la filosofía también debe participar
en él activamente. Esto es lo que echa en falta en Heidegger, lo que explica que la
analítica del Dasein se haya limitado a ser una teoría y que la historicidad se abstraiga
de las situaciones históricas concretas. Asimismo, su ser-con no llegó a comprender la
intersubjetividad y su socialidad; de ahí que no haya en su pensamiento lugar para la
ética. La historia concreta sólo era para Heidegger un acontecer óntico y el contexto
de la vida social el medio de la inautenticidad; esto explica su posterior deriva.

Confrontación con Marcuse ¿Ciencia y técnica como ideología?:

Habermas está de acuerdo con Marcuse en la crítica, heredada de Husserl y de


Heidegger, de la técnica. Ambos consideran que el uso de la tecnología y su
aplicación no son a posteriori, sino que el mismo concepto de ciencia y de técnica lleva
implícito un a priori de dominación que pertenece a la forma misma de la razón
técnica, la cual es sólo un cálculo medios-fines. Ciencia y técnica cumplen funciones
de legitimación del dominio en el tardocapitalismo. Habermas proclama la necesidad
de traducir la técnica y la ciencia al saber del mundo de la vida, pero el positivismo
reinante es incapaz de hacerlo. Habermas acusa al positivismo de solipsismo
metodológico, es decir, de presuponer que el conocimiento objetivo puede producirse
sin entendimiento intersubjetivo, que un sujeto aislado puede objetivar el mundo a su
antojo, incluidos los otros sujetos.

El positivismo encubre una racionalidad tecnológica cuya expresión máxima es la de


una sociedad cibernéticamente autorregulada en la que el ser humano se halla
completamente integrado en el aparato técnico. Sustituye la visión tradicional de la
sociedad como interacción entre seres que organizan conscientemente su práctica a
través de la comunicación por esta autoestabilización programada mecánicamente. Ya
no es necesaria, por tanto, la ilustración de los individuos. A pesar de estas
coincidencias con Marcuse, Habermas no admite la idea utópica de una nueva técnica,
ya que sus estructuras lógicas se fundan en la misma naturaleza de la acción racional
con respecto a fines, de modo que no constituye una alternativa más humana.
Proclama la necesidad de traducir la técnica y la ciencia al saber del mundo de la vida.
Apela a la restauración de la voluntad autoconsciente y reflexiva. Confía más en la
fuerza liberadora de la reflexión que en la difusión del saber técnico. El sistema
capitalista hace que la vida humana esté regida por la preeminencia de la acción
instrumental inmiscuida en los dominios de otras acciones, incluida la comunicativa. La
razón comunicativa encarna la unidad de la razón siempre buscada, pero es una
unidad precaria, ya que sólo se aprehende en la multiplicidad de sus voces. La unidad
de la razón sólo permanece perceptible en la pluralidad de sus voces.

Habermas ha mostrado que esta razón está implícita en las principales instituciones de
la democracia liberal. Los estándares de esta razón se originan en las
materializaciones histórico-culturales que tienen lugar en el lenguaje. Frente al
contextualismo, que afirma que, por esta causa, toda forma social de comportamiento

71
depende de nuestro lenguaje, de nuestra forma de vida particular, que la verdad es
relativa y que la objetividad deriva de la intersubjetividad lingüística, Habermas
presupone una comunidad ideal de comunicación y se preocupa por un concepto de
racionalidad unitario. La manera peculiar que tiene Habermas de diferenciar el deber
ser del ser es afirmar la verdad contrafáctica de la comunidad ideal de comunicación
como modelo hacia el que deben tender todos los consensos fácticos. Es preciso
algún principio que desenmascare las deformaciones comunicativas. Habermas,
siguiendo a Apel, asegura que la comprensión hermenéutica se convertirá en certeza
crítica de la verdad si incorpora un principio regulativo crítico para llegar a un
entendimiento universal en el marco de una comunidad de interpretación ilimitada y
exenta de dominio. Esta anticipación normativa es un a priori que expresa la
suposición de un interés común y un reconocimiento general de todos los implicados.
Se trata de una hipótesis práctica, un ideal que suponemos real cuando hablamos.
Autoriza la crítica y la resistencia ante lo dado, ya que nos permite distinguir lo vigente
de lo legítimamente válido. Esta medida es necesaria porque la razón comunicativa
que rige en la vida en común ha sido reprimida o colonizada por la razón técnica
imperante.

Habermas objeta a Marcuse que si esta fusión de técnica y dominio no pudiera


interpretarse de otro modo, entonces no cabría pensar en la emancipación sin una
previa revolución de la ciencia y la tecnología. Habermas considera que el a priori de
dominio presente en la técnica no es capaz de constituir una alternativa más humana.
Marcuse parece pensar que los fines de la técnica dependen del proyecto histórico al
que está dirigida, del contenido político de la razón técnica. Habermas asegura que
ciencia y técnica actúan como ideología en el capitalismo tardío: cubren de
racionalidad el dominio, legitiman el poder político en las sociedades democráticas
modernas. “Ideología” es, en Habermas, enmascaramiento del diálogo, justificación de
la falta de verdadera comunicación entre los sujetos. En estas sociedades, el Estado
interviene en la organización social e incluso en lo que antes se denominaba vida
privada. Su legitimación proviene de la ideología tecnocrática que les promete
bienestar y progreso científico. El problema fundamental, desde la óptica
habermasiana, es que una ideología tecnocrática se impone a la acción comunicativa
que tiene lugar en el mundo de la vida y la coloniza para sus fines, hasta el punto de
actuar en la racionalidad científica. Así, la ideología dominante delega en los expertos
para poner en práctica las potencialidades de la técnica y tomar decisiones. La mayor
parte de la población queda excluida de las mismas, porque no es especialista. La
tecnocracia engendra dominación incluso sobre el lenguaje de la vida cotidiana. La
praxis deja de ser la forma de vida comunicativa y el conjunto de intercambios
intersubjetivos y se convierte en aplicación técnica.

A diferencia de Marcuse, que vincula ese uso nocivo de la técnica con la forma de
dominación establecida y que, por consiguiente, no cree que esto tenga que ser
siempre así, Habermas está convencido de que es ineliminable en razón del
intercambio necesario entre el ser humano y la naturaleza. Lo ideológico de la ciencia
radica en su enmascaramiento de las diferencias entre acción instrumental e
interacción. Este fenómeno de la ocultación de sus diferencias ni es puramente
histórico ni desaparecerá cuando sucumba el capitalismo. El verdadero problema es la
universalización de la razón técnica, la pérdida de un concepto de razón más amplio,

72
la reducción de la praxis y la techne y la extensión de la acción racional con respecto a
fines a todas las esferas de decisión. Habermas no descarta la razón técnica, pero
quiere situarla en el marco de una teoría más comprensiva de la racionalidad. Para
ello, divide el concepto marxista de “actividad humana sensible” en trabajo o acción
racional con respecto a fines e interacción social o acción comunicativa. La acción
racional-teleológica es el trabajo por el que utilizamos unos medios para alcanzar unas
metas. Puede ser instrumental, que sigue reglas técnicas de acción basadas en el
saber empírico, o estratégica, que sigue reglas técnicas de acción racional y valora el
influjo de las decisiones de un contrincante racional. La acción comunicativa es
interacción simbólicamente mediada, basada en el acuerdo, en la persecución de
metas comunes y acordes con planes y definiciones colectivas de la situación.

La acción racional se rige por las reglas técnicas y tiene como meta alcanzar
determinados fines empleando los medios adecuados; su sanción es su éxito o
fracaso; el aprendizaje de sus reglas nos transmite habilidades útiles para resolver
problemas. En cambio, la acción comunicativa sigue normas consensuadas, se funda
en la intersubjetividad del entendimiento y la siguen sanciones pactadas. La acción
comunicativa es la que tiene lugar en el ámbito de la razón práctica, el cual no sólo
debe regularse coercitivamente, sino también de modo discursivo. Habermas, como
Marcuse, considera que asistimos al final de una utopía, pero sólo para alumbrar otras
nuevas. La que ha concluido es la de la sociedad del trabajo, la del socialismo utópico.
Reconoce, no obstante, que el Estado social todavía sigue nutriéndose de ella. Este
ha pacificado la lucha de clases. La nueva política del intervencionismo estatal exige
una despolitización de la población, porque al quedar excluida de las cuestiones
prácticas la opinión pública no tiene ya razón de ser. La restauración de la
comunicación es exigida por los grupos sociales y pasa a formar parte de la utopía
habermasiana.

Según predomine uno u otro modelo de relación entre la esfera técnica con la ético-
comunicativa, Habermas establece tres tipos de sociedades e interacciones entre
sujetos: tradicionales (divididas en clases, desiguales y legitimadas por la religión),
modernas (la esfera de la razón técnica es la que legitima la división social) y
sociedades capitalistas avanzadas (la política se convierte en tecnocracia, es decir, se
despolitiza la técnica y se tecnifica la política; la función de la sociedad se reduce a
servir al sistema técnico-económico). En el capitalismo tardío el sistema económico ha
sido despojado de su autonomía funcional respecto del Estado y sus crisis han perdido
su carácter espontáneo. Se detectan cuatro posibles tipos de crisis; las dos primeras
son sistémicas, mientras que las otras dos son crisis de identidad: 1) económicas (ya
no se resuelven con la revolución, sino con la intervención del estado), 2) de
racionalidad (el estado capitalista tiene que lograr objetivos contradictorios como el
apoyo al capital y la atención a las necesidades generales de la población y esto no
produce un equilibrio satisfactorio), 3) de legitimación (no siempre se consigue el
aumento creciente del nivel de vida y entonces la población le retira su legitimación al
sistema; el gobierno reduce participación y la población se contenta a cambio de
prestaciones), 4) de motivación (la población se orienta a los ideales de la esfera
comunicativa; no le resulta suficiente el consumo, sino que quiere una vida más
humana y eso no lo da el estado; esta crisis se plasma en la contradicción entre el
mundo de la vida cotidiana de la comunicación y el sistema económico-político; en el

73
capitalismo avanzado este es el dominante, pero los grupos surgidos de la esfera
comunicativa (ecologistas, feministas, etc.) pueden rebelarse). En el sistema
capitalista la crisis es permanente, pero es manipulada administrativamente; sin
embargo, algunas parcelas se resisten.

Marx pensaba que el desarrollo de las fuerzas productivas traería consigo el de las
relaciones humanas, pero esto no ha sido así y los individuos siguen siendo átomos
instrumentalizados. El tiempo ha demostrado que el saber técnico como tal no es
emancipatorio. No basta con transformar la naturaleza mediante el trabajo, sino que
también es preciso crear conocimiento y sentido. Cuando este escasea, los individuos
se afanan por lograr cada vez más mercancías. Habermas se pregunta cómo restaurar
una legitimidad sin coacciones. Sólo un salto en el aprendizaje comunicativo, en el
acuerdo que recoja los intereses comunes, permitirá otorgar legitimidad a la fuerza
normativa de las instituciones e incluso superar las patologías sociales. El
neoliberalismo, en el que la sociedad está separada del estado e integrada por el
mercado, no es la única alternativa; existe también un postmarxismo. Este se plasma e
u imperialismo difuso, pero aquel desvincula la globalización del estado y hasta de la
política a cambio de la presión de las leyes que se imponen por su sólo carácter
procedimental. La atomización y despolitización es tal que ya no se persigue ni la
asociación ni la formación de la identidad ciudadana. A pesar de ello, Habermas la
considera imprescindible. Habermas encuentra esta alternativa en la pragmática
universal, puesto que puede desenmascarar las situaciones de dominio y reconstruir
las bases de validez del habla.

Conocimiento e interés:

En Conocimiento e interés, Habermas pretende fundamentar la relación teoría-praxis


en términos epistemológicos, pero corrigiendo a la ciencia que se ha desentendido del
sujeto sin darse cuenta de que constantemente interviene en toda actividad mediante
el interés. La racionalidad habermasiana es interacción entre sujetos para realizar
valores. La razón crítica es conocimiento e interés. Su teoría de los intereses
cognoscitivos descubre las raíces que el conocimiento tiene en la vida, la interacción
esencial entre teoría y práctica, reflexión y acción. 1) El interés técnico es propio de la
acción instrumental por la que ordenamos la naturaleza de acuerdo con nuestros fines;
es monológico y en el predomina un lenguaje formal. En este ámbito se gestan las
condiciones de posibilidad del conocimiento objetivo, cuantificado y experimental. Este
interés es ejemplificado por las matemáticas aplicadas a las ciencias naturales. 2) El
interés práctico mantiene la intersubjetividad que se logra en la comunicación con el
lenguaje ordinario; es necesario para la reproducción cultural del ser humano.
Predomina en la acción comunicativa y en las ciencias histórico-hermenéuticas, que
abordan las relaciones sociales y sus normas. 3) El interés emancipatorio domina en
las ciencias críticas autorreflexivas.

Cada uno de estos intereses afecta a los sistemas sociales y productivos, a la tradición
y al intercambio lingüístico y a la formación de la identidad, respectivamente. De ellos
surgen distintas formas de saber: información, técnica, tradición y análisis consciente o
reflexión. Mediante este análisis, Habermas quiere rehabilitar una noción de razón
comprensiva; por eso, frente a la teoría tradicional, define estos intereses

74
cognoscitivos como estrategias generales de conocimiento que guían los diferentes
tipos de investigación de las diversas ciencias. Representan las orientaciones
fundamentales para alcanzar objetivos. Podría decirse que son rasgos estructurales de
la humanidad, pero no son completamente trascendentales y a priori, pues están
relacionados con las condiciones fácticas (la historia, la naturaleza, la cultura, etc.). De
ahí que Habermas diga que son cuasi-trascendentales. Gracias a ellos, pretende
solucionar el problema de las condiciones a priori del conocimiento posible sin
necesidad de recurrir a la conciencia trascendental. Todo saber objetivante está
precedido por una relación de pertenencia sobre la cual nunca podemos reflexionar
enteramente. La precomprensión es una condición ontológica constitutiva e
insuperable que excluye la posibilidad de una reflexión total. Sin embargo, esa
reflexión crítica es necesaria. La distanciación permite una hermenéutica de la
sospecha.

La relación viviente que redefine los objetivos de las ciencias se establecerá gracias a
la autorreflexión de cada ciencia sobre sus fundamentos y, a la vez, sobre su relación
con la realidad social. Sólo esta autorreflexión saca a la luz las prácticas escondidas
de la teoría. Aborda la teoría del conocimiento volviendo al punto de partida que fue
abandonado por la ciencia, a la reflexión entendida de manera histórica. Emprenderá,
por este motivo, una crítica del positivismo que aplica el método hipotético-deductivo a
todas las ciencias, como si fuera el único. Además, se cree neutro y expulsa los
valores y normas de la discusión racional; defiende una política basada únicamente en
la eficiencia de los medios. Frente a esta filosofía, Habermas defenderá que el
conocimiento no está libre de valores, que la validez de las teorías científicas no puede
separarse del interés por la dominación de la naturaleza, e intentará conjugar la
reflexión con la racionalidad práctica, ambas abandonadas por la filosofía positivista.

La autorreflexión crítica, el conocimiento por mor del conocimiento, se funda en un


interés por la emancipación de las coacciones y es el interés rector de la razón. Así es
como Habermas entiende el interés emancipador: convirtiéndolo en inmanente a la
propia razón cuyo uso especulativo, al modo de Kant, remite al regulativo práctico.
Para rehabilitar la noción de una razón comprensiva e interesada en la emancipación
humana, Habermas no deja de apelar a la reflexión crítica. Aplica la autorreflexión a
las ciencias, tanto naturales como humanas, poniendo en juego el papel del lenguaje.
Puesto que las estructuras lingüísticas están en relación dialéctica con las condiciones
empíricas de la historicidad humana bajo las cuales estas estructuras se trasforman
históricamente, la autorreflexión no sólo determina el lenguaje, sino también a la
praxis.

Partiendo de Freud, de su convicción de que la legitimidad de las instituciones


proviene, en gran parte, de la internalización de la violencia exterior contra el individuo,
construye su teoría de las instituciones y de la ideología como deformaciones
constrictivas de la comunicación. Los motivos de la acción son concebidos por
Habermas no como impulsos determinantes, como ocurría en el psicoanálisis, sino
como intenciones subjetivas orientadas, mediadas simbólicamente y entrelazadas
entre sí. El psicoanálisis es, para Habermas, una ciencia autorreflexiva crítica. Los
potenciales pulsionales se conocen en su determinación del conflicto inicial en el que
se desenvuelven las condiciones culturales de nuestra existencia: el trabajo, el

75
lenguaje y la dominación. Nos aseguramos de estas estructuras por la autorreflexión
del conocimiento que comienza con una teoría de la ciencia trascendental que toma
conciencia de su contexto objetivo. La conexión entre conocimiento e interés sólo se
da de modo concluyente si las ciencias autorreflexionan críticamente. La implicación
fundamental de esta conexión es que la organización de las relaciones sociales ha de
reformularse según el principio de que el valor de toda forma con consecuencias
políticas ha de depender de un consenso surgido de la comunicación sin violencia. La
metodología de las ciencias empíricas no es suficiente para ello, ya que se funda en
un interés técnico de conocimiento que excluye los otros intereses.

Partiendo del interés cognoscitivo emancipatorio pueden ser comprendidos


unitariamente los otros, porque la autorreflexión es a la vez intuición y emancipación,
comprensión y liberación de la dependencia dogmática. Por eso es por lo que la
conexión entre conocimiento e interés se da de forma concluyente en la autorreflexión
de las ciencias crítico-hermenéuticas. La búsqueda de la emancipación a través de la
autorreflexión crítica sólo se desarrolla en conexión con las condiciones estructurales
de trabajo e interacción. Ambas son invariantes de la vida sociocultural; no así la
comunicación sistemáticamente distorsionada que sólo es un modo histórico de la
lógica de la comunicación no distorsionada. Su crítica está en relación con la idea
reguladora de una comunicación si límites ni constricciones. Dado que hoy la ideología
dominante disuelve la interacción comunicativa y la convierte en acción instrumental,
el interés emancipatorio se identifica con el despertar de esa acción y de la
responsabilidad política. Si la hermenéutica se imbuye del interés emancipador que
quiere realizar la comunicación no distorsionada, su preocupación por clarificar el
significado se convierte en emancipadora.

Pragmática universal y verdad:

En su Teoría de la acción comunicativa, Habermas rompe con la primacía de la


perspectiva estrictamente epistemológica y considera la acción orientada al
entendimiento independientemente de las presuposiciones trascendentales del
conocimiento. Habermas, sin excluir la razón, se opone a la tradicional subordinación
del entendimiento a ella. Siendo este la facultad que trata racionalmente los problemas
que se nos plantean en el mundo, Habermas lo reconsidera en la acción comunicativa
y así encuentra la forma de salvar la razón práctica. Hacia 1971, Habermas se centra
en la elaboración de una pragmática universal desde la que vislumbra una nueva
teoría de la racionalidad y una teoría consensual de la verdad. Esta arranca del mundo
de la vida, de su intersubjetividad y su racionalidad interactiva y práctica. La razón
habermasiana es fáctica; consiste en articular lo no conocido y explicitarlo. Esto es lo
que hace el discurso. Por eso, la teoría de la acción comunicativa habermasiana es la
fase final del proceso histórico de la razón.

Frente al pesimismo de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, confía en las


fueras liberadoras de la Modernidad, porque en ella se diferencian esferas de valor
que obedecen a lógicas internas, de modo que al lado de la propensión capitalista a la
regresión social de la razón, se desarrolla también la progresiva diferenciación de esta
a través de la racionalización de los mundos de la vida. Lo que está agotado o es tanto
la Modernidad como el paradigma de la conciencia, eso que Husserl llamaba actitud

76
objetivante frente al conocimiento. Por eso Habermas lo sustituye por la
intersubjetividad. Al plantear un cambio del paradigma cognoscitivo de la racionalidad
al paradigma comunicativo, Habermas da un giro al esquema de la racionalidad con
arreglo a fines, sujeto-objeto, a otro que tiende a poner en relación a los sujetos entre
sí. Es preciso abandonar ese paradigma en el que la conciencia se representa a los
objetos y que se forma en el enfrentamiento activo con ellos. Habermas propone
sustituir ese paradigma de la conciencia por el del entendimiento intersubjetivo. En él,
es fundamental la actitud realizativa de los participantes en una interacción en la que
coordinan sus planes de acción. Formarse en esa actitud implica aprender a adoptar
las perspectivas de primera, segunda y tercera persona. La intersubjetividad así
generada, lingüísticamente, cobra primacía frente al yo trascendental y frente al ego
empírico. El entendimiento es el fin de la acción comunicativa, la cual, a diferencia de
la acción teleológica, pretende que el oyente entienda lo dicho y lo acepte como válido.
La pragmática universal se propone reconstruir las bases universales de validez del
habla para poder desenmascarar las situaciones de dominio. Dicha base se establece
en la racionalidad comunicativa. Una afirmación es racional cuando el hablante
satisface la meta ilocucionaria de entenderse con otros.

Mediante los actos locucionarios, el hablante dice algo; mediante los ilocucionarios
realiza una acción al decir algo, teje relaciones interpersonales; con los
perlocucionarios trata de producir un efecto sobre el oyente. Este último uso resulta de
insertar acciones lingüísticas que persiguen metas ilocucionarias en el contexto de
acciones en busca del éxito. Las acciones lingüísticas pueden utilizarse también
estratégicamente, pero sólo tienen significado verdadero para las acciones
comunicativas. A diferencia de la acción teleológica, la comunicativa tiene como fin el
entendimiento, es decir, pretende que el oyente comprenda lo dicho y lo acepte como
válido. Se trata hasta aquí de un acto puramente formal. Ahora bien, la acción
comunicativa está regulada por normas y presupone relaciones entre un actor y al
menos dos mundos. El sentido del mundo objetivo se aclara por referencia a la
existencia de estados de cosas, mientras que el del mundo social se clarifica por
referencia a la vigencia de las normas que se han establecido socialmente.

La racionalidad discursiva radica en interactuar siguiendo orientaciones que pretenden


ser válidas, incluidos los propios actos. Por ello Habermas identifica la racionalidad
con la responsabilidad. La responsabilidad presupone una relación reflexiva de las
personas con lo que creen, hacen o dicen; se refiere, por tanto, a las estructuras del
saber, de la actividad teleológica y de la comunicación. El lenguaje es un medio de
comunicación para alcanzar entendimiento; así orientado, constituye un modo de
coordinación de la acción en el que los agentes en sus actos de habla ponen de
manifiesto pretensiones de validez.

En su pragmática formal, Habermas distinguirá dentro de tales pretensiones de validez


posibles: 1) las pretensiones de verdad en relación a hechos que enunciamos en
relación con el mundo objetivo; 2) las pretensiones de veracidad de la expresión de
vivencias subjetivas del hablante, y 3) las pretensiones de corrección de normas que
merecen ser reconocidas socialmente. Mediante actos de habla los actores conforman
un conjunto de normas algunas de las cuales establecen el criterio de la racionalidad
comunicativa. La reconstrucción racional que se propone Habermas consiste en

77
extraer de esta competencia universal un conjunto de normas explícitas. Para que la
reflexión se convierta en reconstrucción racional de las reglas generativas o de los
esquemas cognitivos, es preciso que el paradigma del lenguaje sustituya al del
pensamiento trascendental. Cuando la acción comunicativa se convierte en praxis de
la argumentación, los participantes tienen como objetivo convencerse y aprender entre
sí. Las opiniones son examinadas ahora según su validez y no sólo como opiniones
pertenecientes al mundo de la vida. Lo que en la teoría del conocimiento
habermasiana era dos ámbitos objetuales, en la pragmática formal se convierte en dos
sistemas de referencia o contextos gramaticales puramente formales que hay que
suponer siempre que nos encontramos algo en el mundo: 1) como objeto posible
acerca del cual, en actitud objetivadora enunciamos hechos y 2) como posible relación
interpersonal y norma, para la que en actitud performativa pretendemos obligatoriedad.
Aunque los discursos que tratan de nuestras relaciones en el mundo de la vida no
sean susceptibles de verdad, porque no denotan objetos, podemos juzgarlos por su
rectitud.

El conocimiento no es la operación de una conciencia dirigida a objetos, sino un


conjunto de destrezas aprendidas prácticamente en el mundo de la vida para
convertirlo en un mundo objetivo. Este dualismo otológico (mundo de la vida y mundo
objetivo) se corresponde con otro metodológico: el de la comprensión y la observación,
respectivamente. La primera es la que emplea el conocimiento trascendental y la
segunda pertenece al conocimiento empírico. La experiencia ya no se obtiene por
introspección, a partir de la facultad subjetiva de la sensibilidad, sino desde la
perspectiva de un actor que participa en acciones guiadas por la experiencia.

Austin sabía que cuando decimos algo, hacemos algo; este “hacer” es la fuerza
ilocucionaria de la enunciación. Habermas la concreta considerando que el núcleo de
todas esas cosas que los hablantes hacen con sus declaraciones es situar la corriente
de símbolos en un sistema de pretensiones válidas. Cuando un hablante persigue la
comprensión de su acto comunicativo desde dar cuenta de tres racionalidades o
pretensiones de validez: verdad, legitimidad normativa y autenticidad. Sólo si el
hablante es capaz de convencer a sus oyentes de que sus pretensiones son válidas,
se desarrolla un acuerdo motivado racionalmente. Desde esta perspectiva de la acción
comunicativa, las enunciaciones pueden ser racionales o irracionales, porque plantean
pretensiones de validez criticables. Así pues, decir algo es realizar una acción
orientada al entendimiento, que se logra debido a que en los juegos del lenguaje se da
un consenso entre los interlocutores: el oyente supone que el hablante puede justificar
su acción. Habermas no ignora que puede hacerse un uso estratégico del lenguaje,
pero ese uso vive parasitariamente del uso normal de él, porque sólo puede funcionar
si al menos una de las partes supone, aunque sea falsamente, que el lenguaje está
siendo empleado con vistas a entenderse.

La pragmática universal o de la competencia comunicativa reconstruye el sistema


normativo por el que producimos las condiciones de todo posible diálogo. Investiga las
estructuras pragmáticas del lenguaje, es decir, las que tienen que ver con la
realización práctica de los actos de habla. Que la pragmática sea universal no significa
que sea absoluta, porque la competencia comunicativa no lo es, sino que depende de
la socialización. Su desarrollo está en función de las distintas competencias en las

78
dimensiones del conocimiento, del habla y de la acción. Habermas las clasifica en: 1)
competencia cognitiva (dominio de normas de las operaciones lógico-formales), 2)
competencia hablante (dominio de normas lingüísticas para producir situaciones de
posible comprensión) y 3) competencia interactiva (dominio de normas para formar
parte en formas de interacción cada vez más complejas). Habermas distingue tres
funciones principales de los actos de hala según sean 1) constatativos (con
pretensiones de verdad), 2) regulativos (con pretensiones de legitimidad o corrección
normativa) o 3) expresivos (con pretensiones de sinceridad o veracidad). El modelo
comunicativo habermasiano de la acción se interesa por el punto de vista pragmático,
es decir, por la perspectiva de los hablantes que, al usar oraciones para lograr su
entendimiento, se relacionan con el mundo de un modo reflexivo o mediato.

Para que la acción comunicativa supere las distorsiones empíricas, es necesario que
los interlocutores compartan un trasfondo de experiencias, a partir del cual dan
sentido. Este trasfondo es el mundo de la vida husserliano; para Habermas, este es
plural y en cada uno se encuentran los objetos de estudio de las ciencias sociales. El
mundo de la vida reúne todas las producciones humanas, los plexos de la cultura, las
interacciones comunicativas y sociales, las instituciones y los actos de habla. Las
diferencias culturales de cada uno de los mundos de la vida pueden reunirse gracias a
que en todos ellos sus componentes interactúan y se comunican. Ahora bien,
Habermas diagnostica que esta combinación no se lleva a la práctica. En las
sociedades post-industriales, el mercado determina preferencias que deberían ser
acordadas comunicativamente, mientras que elementos que tendrían que abordarse
políticamente (p. e. la formación de la opinión pública) se resuelven burocráticamente.
Esta situación tiene una gran trascendencia, porque la acción comunicativa es la base
de nuestras relaciones, el origen de la verdad, de la intersubjetividad y de la
racionalidad interactiva y práctica.

Habermas ha descrito el colonialismo del mudo de la vida y de la acción que tiene


lugar en él a través de su teoría dela evolución social. Desde esta teoría, la
colonización se entiende como introducción de los medios de control (dinero y poder)
en el mundo de la vida sustituyendo así a la comunicación. La contrapartida es la
reificación de las relaciones humanas. El mercado se arroga la terminación de
preferencias y valoraciones que deberían decidirse dialogando. La pragmática
universal habermasiana se centra en la descripción de la estructura de los actos
lingüísticos, de la naturaleza del discurso, de la verdad consensual y la situación ideal
de diálogo. Descubre que los presupuestos pragmáticos de la formación del consenso
contiene siempre idealizaciones (p. e. suponemos que nos entendemos porque todos
los participantes emplean las mismas expresiones con el mismo significado. Habermas
idealiza el lenguaje al considerarlo como sinónimo de racionalidad comunicativa. Del
mismo modo, presumimos que toda realidad social tiene presupuestos contrafácticos.
Llega e ellos desde las ideas kantianas, desde esos ideales regulativos del uso
práctico de la razón. Dichos ideales son contrafácticos y, por tanto, no empíricos; su
valor es procedimental o formal, pero regulan universalmente los acuerdos y la red de
las acciones que tienen lugar en el mundo de la vida. Habermas enlaza la aspiración a
la unidad de la razón con sus materializaciones concretas, las pretensiones
trascendentes de validez de la proposiciones y normas con su saberse situadas en
determinados contextos históricos, en suma, la aceptación de esas normas con sus

79
consecuencias fácticas para la acción. Esas ideas universales deben ser decididas
argumentando, porque en ellas está la clave de la validez de nuestros juicios y
normas.

Habermas atempera los posicionamientos de la metafísica negativa de los


frankfurtianos. Fundamentalmente, insistiendo en una intersubjetividad como
anticipación de relaciones simétricas de libre reconocimiento recíproco. Ahora bien, no
convierte esta anticipación en una utopía, como algunos de sus predecesores. El ideal
regulativo de una sociedad de comunicación ilimitada y libre de dominio únicamente
expresa las condiciones formales y, por tanto, universales, necesarias para formas no
anticipables de vida auténtica que nadie nos entregará; seremos nosotros mismos los
que cooperemos para alcanzarla, los que la generemos con nuestra solidaridad y
responsabilidad. La pragmática universal incluye una teoría trascendental de la verdad
que resulta de la argumentación sobre un tema de la experiencia. Si esta
argumentación gana consenso, el enunciado en el que se expresa es verdadero.
Habermas se manifiesta radicalmente en contra de la epistemologización del concepto
de verdad que la reduce a la contrastación de los enunciados e incluso la sustituye por
la validez. Habermas afirma que aunque la verdad no puede reducirse a la coherencia
y a la aseverabilidad justificada, debe haber una relación interna entre verdad y
justificación. Esta relación entre justificación y verdad que explica por qué a la luz de
las evidencias disponibles podemos plantear pretensiones de verdad que van más allá
de lo que está justificado no es una relación de conocimiento de la representación
correcta de la realidad, sino de una práctica: la del entendimiento. La verdad no es la
evidencia perceptiva fenomenológica, sino la que se enuncia. Ahora bien, un
enunciado no es sólo una fórmula lógica, sino una forma de ordenar la experiencia,
tanto individual como intersubjetiva y, por ello, su validez se decide
argumentativamente. Así pues, la verdad se halla en los enunciados, pero también
tiene una función reguladora de la interacción comunicativa, así como de la dimensión
pragmática del discurso.

Si los enunciados falibles no pueden ser confrontados de modo inmediato con el


mundo y sólo pueden ser fundamentados o refutados a través de otros enunciados, y
si no hay base alguna para enunciados autoconfirmatorios y absolutamente evidentes,
las pretensiones de verdad sólo pueden examinarse discursivamente. La verdad de
estos enunciados debe ser reconocida por un público. Esta teoría de la verdad deriva
de la anticipación contrafáctica de una comunidad ideal de diálogo. A pesar de que no
se da de hecho, actúa como marco universal para el proyecto de una comunicación
racional libre de dominio. Esta pre-comprensión orienta nuestros esfuerzos
argumentativos hacia un telos de reconocimiento universal de todos los seres
humanos. Es una anticipación puramente formal, basada en el hecho de que, para
alcanzar el acuerdo, es preciso que cada uno reconozca a los otros como capaces de
participar libre e informadamente en el diálogo. Así definida, la verdad es
procedimental, pues depende de las condiciones normativas de la práctica de la
argumentación, la cual se apoya en presuposiciones idealizantes como la comunidad
ilimitada y sin coacciones y la sinceridad de los participantes. En estas condiciones
ideales, verdad y justificación del discurso coinciden. Con el tiempo, Habermas se ha
dado cuenta de que esta coincidencia ponía en tela de juicio la verdad enunciativa y
de que la validez de las razones pragmáticas no es concluyente.

80
Ética del discurso y pensamiento postmetafísico:

La ética discursiva habermasiana es la que necesita una sociedad postmetafísica, es


decir, esa en la que ya no hay teorías metafísicas en las que pueda apoyarse la
verdad. Se trata de una ética formal, pero universal, aunque desvinculada de cualquier
religión o metafísica; únicamente se basa en los razonamientos de los seres humanos
que pretenden llegar a un acuerdo. En Pensamiento postmetafísico, la superación de
la metafísica se convierte en punto de partida de una ética procedimental que no se
interesa tanto por el contenido de las normas como por su forma. No puede ser de otro
modo si no se quiere incurrir en la falacia naturalista que deriva el deber ser del ser. Lo
que a Habermas le interesa de ella es su papel regulador de la reciprocidad, la
interacción y el juicio moral. Los contenidos de esta ética discursiva, como la
racionalidad postmetafísica, siempre son revisables consensualmente, porque sólo se
apoya en el intercambio comunicativo unificado por las reglas de argumentación. Esta
ética pretende extraer sus presupuestos universales de la argumentación, cuyas
reglas están por encima de las formas de vida concretas. Al ser una forma de reflexión
de la acción orientada al entendimiento mutuo, sus presupuestos son compartidos por
una comunidad ideal de comunicación que comprende a todos los seres capaces de
lenguaje y acción.

Habermas distingue la ética, ocupada con lo que es bueno en cada situación


particular, de la moral, interesada en la justicia y en las normas que deben regir la vida
en común. Una máxima sólo es moral si cualquiera puede seguirla como una máxima
universalmente válida. El punto de vista moral determina la susceptibilidad de
universalidad de todos los intereses a los que la máxima se refiere. Por eso,
Habermas distingue la moralidad de la eticidad y propone enjuiciar la racionalidad de
una forma de vida preguntando si constituye un contexto que permite a los
participantes desarrollar convicciones morales gobernadas por principios universalistas
y los lleva a la práctica. En este sentido, aunque diferenciada de la moralidad, la ética
del discurso habermasiana incide en los juicios morales. No se detiene a indagar las
intenciones psicológicas de los mismos, sino que se concentra en las consecuencias
prácticas y concretas de sus normas. La ética del discurso se rige por la racionalidad
práctico-formal y universalista; esta puede recibir la ayuda de la phronesis para aplicar
las reglas, pero no la necesita, porque las pretensiones universalistas de aquella son
pretensiones normativas de validez. La relación entre felicidad y justicia, eso que
desde Aristóteles se ha denominado “Bien”, no queda garantizada por completo por
esta ética discursiva, pero ningún principio material podría justificarse universalmente,
como ningún avance en la racionalización determina sin más la felicidad de cada uno
de los individuos.

A diferencia de Marcuse, Habermas no define cuáles serán las necesidades e


intereses que debería tener una sociedad buena y que correspondería descubrir con
sólo cumplir las reglas del discurso; precisamente por eso su ética puede aspirar a la
universalidad y a la fundamentación racional. Ahora bien, la racionalidad comunicativa
habermasiana es una racionalidad “debilitada”; reconoce, eso sí, sus límites y se abre
al derecho, a la necesidad de determinaciones jurídicas de las normas. Los agentes
toman conciencia de flexibilizar sus necesidades cuando las comparten
comunicativamente. En este sentido, la universalidad de esta ética comunicativa no es

81
imperialista, sino que reconoce la intersubjetividad, al otro y su compromiso.
Asimismo, le recuerda al derecho que debe hacer gala de la racionalidad
procedimental de la que goza la ética discursiva, de la interacción comunicativa y de la
elaboración de argumentos, para conseguir ser autónomo y no quedar hipotecado al
sistema. El sistema jurídico no está legitimado desde el principio, sino que debe ganar
su autonomía, y ha de hacerlo razonando y argumentando como la ética discursiva.
Esto significa que ambos dependen de la formación imparcial del juicio y la voluntad.

Si el mundo de la vida reposaba en la unidad metafísica y reflejaba la unidad de la


razón, el universo postmetafísico se desarrolla paralelamente a la constitución de otros
ámbitos de racionalidad particulares, fundamentalmente el de la cognición
instrumental, el de la racionalidad práctica y el de la razón estética. En cada uno
predominan determinados expertos que defienden la autonomía para su campo. De
este modo, la ciencia, la moral y el arte se desgajan de la vida cotidiana y así se
empobrece el mundo de la vida en el que hace presa la invasión sistémica. Esta
colonización de la esfera comunicativa e intersubjetiva puede superarse
revitalizándola, restaurándola en equilibrio con el mercado, al mismo tiempo que este
corrige su pretensión de hacer depender la comunicación y las relaciones entre seres
humanos del nivel adquisitivo de cada uno. Otro modo de trascender esta situación de
imperialismo de la racionalidad técnica es el enriquecimiento de las interacciones y del
proceso cultural para formar las identidades y cohesionar a los individuos. Habermas
sigue practicando la Teoría Crítica con sus implicaciones materiales, pero considera
que debe asumir en los nuevos tiempos dos urgentes tareas: filosófica una y científica
social la otra. La primera se concretará en una teoría de la racionalidad que constituya
un modelo, por mínimo que sea, de sujeto; la segunda, ha de analizar la modernidad
en relación con los procesos de racionalización y de la colonización del mundo de la
vida y el empobrecimiento cultural.

La reunificación de la razón requiere la descolonización del mundo de la vida.


Habermas considera que el pensamiento postmetafísico es capaz de ello, ya que
sustituye la filosofía de la conciencia por la del lenguaje; consecuentemente, suplanta
el dualismo sujeto-objeto instaurado por aquella por la relación entre lenguaje y
mundo. Las operaciones constitutivas de este ya no serán las de la subjetividad
trascendental, sino las estructuras gramaticales que guían las prácticas. Por otra parte,
una vez abolido el paradigma de la conciencia, sale a la luz la pluralidad de individuos
que componen el mundo. El lenguaje es algo previo y objetivo, pero el mundo de la
vida se apoya en las prácticas de entendimiento de una comunidad de lenguaje. La
validez intersubjetiva se logra, según Habermas, cuando se acomete el análisis de las
representaciones y pensamientos recurriendo a los productos gramaticales con cuya
ayuda son expresados. La filosofía, a diferencia de los saberes fragmentarios, sigue
refiriéndose a la totalidad a través del concepto de “mundo de la vida”. La filosofía ya
no tiene el privilegio cognitivo, actúa como intérprete, ya que está llamada a posibilitar
una vida consciente y, para ello, necesita apropiarse críticamente de los elementos de
la tradición que aun puedan servirle, aunque requieran alguna transformación.

Aunque los acuerdos alcanzados intersubjetivamente se deriven de esa racionalidad


comunicativamente puramente procedimental, se miden por el reconocimiento de
pretensiones de validez y posibilitan nuevas interacciones. Aquellas trascienden todo

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contexto local, toda forma de vida concreta, justamente por tratarse únicamente de
pretensiones, pero se entablan y reconocen tácticamente aquí y ahora. Esto implica
cierta mediación entre validez universal y prácticas cotidianas ligadas al contexto. Así
pues, la racionalidad comunicativa anticipa, contrafácticamente y sin ninguna garantía,
un ideal de sociedad sin constricciones, pero, ante todo, tiene un alcance práctico en
tanto criterio no instrumental de la racionalización social e incluso del conocimiento: el
uso del saber será racional cuando se preste a una deliberación intersubjetiva cuyo
único criterio sea el del mejor argumento.

La racionalidad comunicativa no da normas concretas, sino tan sólo el procedimiento


para evaluar el fundamento de las concepciones surgidas en el mundo vivido. Sin
embargo, esta racionalidad no es un fenómeno que se encuentre normalmente en la
vida cotidiana, lo cual la convierte en un puro ideal. Habermas no pretende hacer de
ella un nuevo mito, sino denunciar la colonización dela que es objeto y comprenderla
como una de las múltiples maneras de abrirse al ser. Los residuos de idealismo
presentes en la filosofía de Habermas son un producto de la confianza habermasiana
en Kant y la Ilustración. Habermas aún cree en las fuerzas liberadoras de la
Modernidad, porque en ella se diferencian esferas de valor que obedecen a lógicas
internas, de modo que al lado de la propensión capitalista a la regresión social de la
razón, se desarrolla también la progresiva diferenciación de esta a través de la
racionalización delos mundos dela vida. Esto es lo que lo diferencia del pesimismo y
del negativismo de la primera generación de la Escuela de Frankfurt.

En Pensamiento postmetafísico, considera pensamiento postmetafísico al que se


opone al pensamiento de la identidad de la metafísica precedente que estuvo vigente
hasta Hegel, a su idealismo y al concepto fuerte de teoría. Habermas se interesa por
una teoría crítica de la sociedad fundada en la teoría de la comunicación, no en la
antropología. Su crítica de las deformaciones comunicativas no difiere demasiado de
las de sus predecesores en el Instituto; su presuposición de una comunicación no
distorsionada tampoco rompe con las alternativas negativas de los mismos; se limita a
ser contrafáctica y trascendental, porque es la condición de posibilidad de la acción
comunicativa, o sea, de esa acción tendente al entendimiento. En virtud de ella, la
reflexión filosófica tiene, para Habermas, un papel cuasitrascendental: su misión no es
dilucidar las condiciones de todo posible conocimiento, sino los diversos contextos
para la validez de expresiones y actuaciones significativas. La filosofía ya no es el juez
supremo de la cultura y las formas de vida. Su tarea no es justificar los diferentes
valores culturales; únicamente puede explorar cómo se pueden alcanzar ciertos
sentidos de unidad en el actual nivel de diferenciación, cómo las distintas esferas
comunican entre ellas. Esto implica crear algunas legitimidades comunes entre
diferentes modos de vivir que se respeten entre sí e interactúen. Así pues, la
contribución universalista habermasiana apunta a la posibilidad del reconocimiento
intersubjetivo y a la de aducir buenas razones que no se agoten en una sola forma de
vida. La ética discursiva habermasiana reconoce las diferencias sin caer en la
indiferencia ante las mismas, estableciendo mediaciones.

La distinción de Habermas entre distintos tipos de interés permite comprender al


hombre como animal productor de instrumentos y comunicativo; facilita el tratamiento
de la evolución humana como un interminable proceso de aprendizaje técnico e

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interactivo. Así es como Habermas trasciende el viejo problema del aislamiento del
sujeto del objeto de conocimiento que la fenomenología había concebido como
intencionalidad. Supo distinguir el progreso técnico de la emancipación humana, la
razón técnica de la práctica comunicativa, las ciencias naturales de las humanas-
sociales. De este modo aminoró los efectos del cientificismo y del objetivismo que nos
había legado la Modernidad. Su interés por la intersubjetividad, por la interacción
mediada lingüísticamente, es lo que le separa tanto de los primeros teóricos de la
Escuela, como de los de la muerte del sujeto. Sin embargo, no la ha definido, como
tampoco el consenso.

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