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Guasch Heroes Cientificos Heterosexuales Y Gays Sub Cap 1
Guasch Heroes Cientificos Heterosexuales Y Gays Sub Cap 1
Guasch Heroes Cientificos Heterosexuales Y Gays Sub Cap 1
edicions bellaterra
© Edicions Bellaterra, S.L., 2006
Navas de Tolosa, 289 bis. 08026 Barcelona
www.ed-bellaterra.com
Impreso en España
Printed in Spain
ISBN: 84-7290-329-X
Depósito Legal: B. 34.903-2006
Prefacio, 11
1. Héroes, 21
Masculinidades: definiciones y conceptos, 21 • La masculinidad en la
práctica, 32 ° Masculinidades: procesos y jerarquías, 36
2. Científicos, 47
Conocimiento y poder, 47 e Sabiduría, experiencia, tradición, y ciencia,
53 • Los hombres y el proceso de racionalización, 59 0 Resistencias, 67
3. Heterosexuales, 79
Sexualidad, sida, enfermedad, y comida, 81 9 La sexualidad en pers
pectiva social, 88 • Historia de la heterosexualidad, 90 • Los límites
(hetero) sexuales del sistema de género, 98 • Hombres heterosexuales:
una nueva forma de alteridad, 103
4. Gays, 109
Oasis de frivolidad en el desierto homófobo, 109 • De maricas a gays:
un largo viaje hacia ninguna parte, 121 • Maricones: formas de ser
hombre al borde de la extinción, 126 ® Gestión social de la diversidad:
tolerancia versus respeto, 128 • Imágenes sin identidad, 134
Bibliografía, 149
Prefacio
1. «Las m odificaciones iniciadas por las mujeres han tenido, naturalmente, conse
cuencias en las vidas de los varones y todo un orden ha entrado en crisis. La intimi
dad, el ámbito de lo privado, se ha vuelto público, se han problematizado las relacio
nes que antes protegía un velo cultural. Se ha vuelto objeto de política lo que antes se
resolvía en casa, donde existía una clara asignación de autoridad. La violencia do
méstica y sexual, reconocida hoy com o violac'ón de los derechos humanos, pone el
dedo en la llaga en un armazón cultural que genera más problemas que los que re
suelve» (Valdés y Olavarría, 1988, p. 8).
La lucha política por los derechos civiles y por la igualdad, por
sí sola, no termina con la discriminación. El caso de los Estados Uni
dos de América del Norte muestra que, pese a las luchas contra la dis
criminación, los blancos siguen siendo favorecidos por un sistema
pararracista que atraviesa toda la estructura social. De igual modo, las
mujeres, pese a la igualdad legal, siguen padeciendo discriminación
real. En ambos casos, la reivindicación política termina por estrellar
se contra estructuras sociales (sea el capitalismo, sea el patriarcado)
capaces de absorberlo todo. Reflexionar, cuestionar, criticar, para, al
final, dejar las cosas como están. En cuanto a los hombres, son mu
chos los que, desconcertados ante los procesos de degeneración (es
decir, de descomposición de los referentes clásicos de género) pare
cen sobre todo preocupados por su identidad (pero no por la discri
minación de género que también padecen). La problematización de
las masculinidades en las sociedades occidentales viene a ser un nue
vo intento político de reforma del patriarcado (esta vez buscando la
complicidad reflexiva de los varones). Sin embargo, esto último pa
rece difícil mientras los varones no entiendan, asuman y combatan la^
discriminación de género que padecen. Y es que es un error pensar
que los grupos dominantes no tienen problemas. Otra cosa es que se
pan reconocerlos como tales.
El género hegemónico se contempla en el espejo que le brindan
los grupos subalternos (en especial las mujeres y las personas gays)
que denuncian los efectos dañinos del sistema. Pero no existe un am
plio e interclasista movimiento de varones contra la discriminación
de género porque estos no son conscientes de padecerla. El género, la
raza, la orientación sexual y las discapacidades son invisibles para los
hombres, para los blancos, para las personas heterosexuales y para
los válidos, respectivamente.2Pero cuando los normales dejan de ser
lo, comprenden muy bien las consecuencias de ello. Marta Allué
(2003) explica bien todo esto cuando afirma que las personas son
temporalmente válidas y que su encuentro con la discapacidad les lle
va a cuestionar muchas de las supuestas normalidadesj que habían
2. Kimmel (2001) afirma que la raza es invisible para los blancos, del mismo modo
que el género es invisible para los varones. De igual modo, puede afirmarse que la
orientación sexual es invisible para los heterosexuales. N i los varones,, ni los blancos,
ni tampoco los heterosexuales son conscientes de los beneficios y privilegios que
otorga ser blanco, ser varón o ser heterosexual, respectivamenteT
asumido previamente. La masculinidad hegemónica es un ejemplo de
cómo los grupos dominantes pueden padecer las consecuencias so
ciales de serlo (aunque no se percaten de ello). La masculinidad he
gemónica tiene consecuencias sociales graves que afectan de forma
negativa a las biografías particulares de los hombres concretos. Por
eso son precisas políticas educativas novedosas (de carácter no sexis
ta) que insistan en tales cuestiones y que formen ciudadanos prepara
dos para el afecto (además de para las matemáticas).
La masculinidad atraviesa transversalmente todo el sistema so
cial y conforma una suerte de aristocracia basada en el género. Quie
nes no forman parte del círculo aristocrático padecen distintos grados
de discriminación (al margen de que sean varones o mujeres). La
masculinidad implica un estatus adquirido y no transmisible, en el
que cierto grupo de pares se reconoce como superior a los demás (y
también está presente entre homosexuales y gays). La homofobia, en
cuanto estrategia social para señalar las fronteras de género, cumple
con la función de sancionar a quienes no se ajustan al modelo pres
crito. Entre jóvenes y adolescentes, es el grupo de pares el que, me
diante la amenaza de calificativos como nenaza, cobarde, marica, y
otros, frena las posibles adhesiones hacia actitudes consideradas poco
o nada masculinas. Gracias al marica (y a sus equivalentes estructu
rales) se estigmatiza a los que incumplen las normas de género pre
vistas para los hombres. De igual modo, mediante la loca (Guasch,
1991a), ciertos homosexuales que se autodefinen como masculinos
estigmatizan a los que (según ellos) no lo son lo suficiente.3
La masculinidad es volátil, tiene poca sustancia, pero gran efi
ciencia. La masculinidad es el resultado de la presión social que indu
ce a los varones a cumplir con las normas de género para mantener los
privilegios y beneficios que se derivan de ello. La cuestión relevante
es saber si cumplir con las normas compensa. La heterosexualidad es
un estilo de vida previsto para toda la población (Guasch, 2000), que
se publicita como ideal afectivo mediante la promesa de recibir re
compensas sociales si se cumple con lo prescrito. Sin embargo, como
3. En la prensa y en internet pueden encontrarse anuncios para gays que buscan re
lacionarse con otros. Una lectura detallada de los mismos permite reparar en una de
manda común «abstenerse locas y gente con pluma». A principios del siglo xxi se re
piten los mismos latiguillos y estereotipos de género que en el siglo anterior.
explican las personas heterosexuales, las recompensas rara vez son só
lidas o consistentes. La heterosexualidad remite los refuerzos positi
vos por cumplirla a un futuro que nunca es el esperado. Por eso hay
quienes afirman que el mayor privilegio gay es, precisamente, no te
ner privilegios heterosexuales (Gamson, 2002). Algo parecido sucede
con la masculinidad, y analizar los estereotipos de género permite re-
lativizar los beneficios y privilegios que la masculinidad otorga, hasta
él punto de considerarlos más castigos que premios.
Los estereotipos de género conforman un sistema binario en el
que lo masculino define su contrario. Se trata de una perspectiva sim
plista que elimina matices y entiende que lo masculino es propio de
varones (y también de algunas, pocas, mujeres). En nuestra sociedad,
los estereotipos de género (tanto positivos como negativos) se elabo
ran mediante la asociación del género con la naturaleza. Según esto,
las mujeres (y por extensión los maricas) son poco racionales, están
dominadas por las pasiones, no tienen criterios estables, practican la
manipulación emocional, mienten y son histéricas o anoréxicas y bu-
límicas.4 También hay estereotipos que definen lo femenino como un
estándar dulce, amable, expresivo e imaginativo. Al contrario, a los
varones se les piensa como racionales, capaces de tomar decisiones
e iniciativas, serios y rigurosos, y emocionalmente estables; si bien
también presentan estereotipos negativos tales como agresividad y
violencia, incapacidad emocional asociada a dificultades para el com
promiso y excesivo individualismo.
Los estereotipos sobre los hombres de verdad muestran que «ser
hombre es ser activo y da derechos [...] El hombre es una persona
autónoma, libre, que trata de igual a los otros hombreé [...] Debe dar
siempre la sensación de estar seguro [...] El varón debe ser fuerte, no
tener miedo, no expresar sus emociones ni llorar, salvo en situaciones
en que llorar refuerce su hombría [...] El hombre es de la calle, del
trabajo [...] los hombres son heterosexuales, les gustan las mujeres,
las desean, deben conquistarlas para penetrarlas y poseerlas. La natu
raleza del hombre, su animalidad, le señala que el deseo puede ser
más fuerte que su voluntad [...] ser hombre es ser recto, responsable,
le obliga a comportarse correctamente, es ser digno, solidario con los
4. Es posible entender la anorexia como una forma de control social de las mujeres
que sustituye a la clásica histeria freudiana (Toro, 1996).
niños, las mujeres y los más débiles y los ancianos, el hombre tiene
palabra» (Valdés y Olavarría, 1988, p. 15). Estos resultados se obtu
vieron de investigaciones planteadas en Latinoamérica, un universo
directamente conectado con el español.
La particularidad de los estereotipos de género es que presentan
la realidad como binomios opuestos, pese a que varones y mujeres lo
tienen todo en común (hígado, riñones, boca, brazos, corazón, etc.).
Varones y mujeres son más parecidos que distintos. Sin embargo, la
mayoría de investigaciones formulan preguntas sobre las diferencias
entre unos y otras. Hay trabajos sobre las distintas capacidades emo
cionales de varones y mujeres, trabajos sobre los diferentes usos del
lenguaje, análisis sobre las razones que explican la mayor facilidad
de los varones para la abstracción matemática, etc. Al final, las expli
caciones son siempre de orden social; es decir, las diferencias tienen
que ver con las expectativas que las sociedades tienen respecto a cada
género y con los distintos procesos de socialización que transitan
unos y otras (Gil Calvo, 1997). De nuevo sucede que priorizar el es
tudio de la diferencia en vez de la investigar la diversidad es una de
cisión política tomada por una ciencia que no es nada neutral5 y que,
además, comete el error de presentar a varones y mujeres como si
fueran grupos homogéneos, negando su ingente diversidad interna.
Más allá de los estereotipos, la masculinidad también puede de
finirse como un proceso identitario que ayuda a los varones a pensar
se a sí mismos y a ubicarse respecto a su entorno social. La masculi
nidad es una forma de identidad social y personal que regula las
relaciones con los demás y que se aprende en los procesos de sociali
zación. La masculinidad es un proceso social, emocional y subjetivo.
Es social porque tiene que ver con algo que se adquiere. Las personas
5. Las ciencias de la salud saben que el género (masculino/fem enino) es una cues
tión social, y están convencidas de que el sexo (macho/hembra) es de orden biológi
co. Entienden bien que masculino y femenino son realidades coyunturales (o histó
ricas) mientras que piensan el sexo com o algo estructural. Por supuesto, están
equivocadas. El sexo (macho/hembra) también es un producto histórico. Machos y
hembras de la especie no existen como realidades radicalmente opuestas y distintas la
una de la otra. Al contrario, son un continuum en el que los machos presentan rasgos
de las hembras y al revés. Tanto por lo que respecta a los caracteres sexuales prima
rios y secundarios, com o por lo que respecta a los cromosom as, machos y hembras
presentan extensos espacios de intersección. A l respecto, véanse Nuñez (2003), La-
queur (1994), y Fausto-Sterling (1998).
no nacen masculinas ni femeninas, aprenden a serlo. Es emocional
porque tiene que ver con cómo se sienten las personas (aunque luego
inviertan tiempo y energía en racionalizarlo). Y es subjetiva porque
está condicionada por las experiencias personales.
El género es anterior a las personas, las precede, y las socieda
des, aún antes de recibirlas, ya conspiran sobre cómo deben ser. En
función del sexo biológico (que es otra construcción social) se gene
ran expectativas respecto a la identidad social y personal de varones
y mujeres. Como señala Viñuales (2002), existe una cadena simbóli
ca que asocia sexo biológico con género, prácticas sexuales y orien
tación sexual. De este modo se espera que un macho de la especie hu
mana sea masculino y heterosexual, y que practique sobre todo el
coito vaginal. El proceso de aprendizaje del género y de la orienta
ción sexual está previsto y funciona incluso antes de nacer. Las per
sonas nacen para aprender. Incluso realidades percibidas como si fue
ran naturales están condicionadas por los procesos de socialización.
Al respecto son sugerentes los ejemplos sobre el uso de drogas6 y el
coito anal.7
El deseo erótico se aprende. Hay mecanismos institucionaliza
dos (visibles en los libros de texto, en el derecho, en la publicidad, y
en los mitos culturales y religiosos) que enseñan a la personas qué de
6. Hace ya varias décadas que Howard Becker (1971) probó que los fumadores de
marihuana aprenden a gozar de sus efectos compartiendo con sus pares expectativas
al respecto. Las expectativas culturales sobre los efectos esperados de las drogas son
centrales en ellos (Comas, 1986). Oriol Romaní (1999) detalla tres variables que con
dicionan los efectos de las drogas: la persona usuaria y sus características, la sustan
cia empleada y el contexto en que se usa. De este modo, es posible que la misma sus
tancia tenga efectos distintos según el contexto en que se emplea. Por ejem plo, el
tabaco ha funcionado como estimulante (el rapé), com o alucinógeno (en sociedades
simples autóctonas de América del Sur) y hoy en día como ansiolítico (fumándolo en
cigarrillos).
7. El placer sexual se aprende. Pese a que el clítoris tiene muchás más terminacio
nes nerviosas que el pene (es decir, está naturalmente más preparado para el placer),
lo cierto es que existen más mujeres que varones con dificultades para acceder al pla
cer corporal y sexual. La razón es que a las mujeres se las previene contra el sexo
mientras que a los varones se les anima a disfrutar de él. Por eso la psiquiatría inven
ta más perversiones masculinas que femeninas (Plummer, 1991). Las denominadas
perversiones sexuales son formas de exploración sexual, y eso explica su menor fre
cuencia psiquiátrica (que no social) en las mujeres. También los varones que practi
can el coito anal aprenden a gozar de sus efectos. Al principio, el coito anal resulta do
loroso. Pero al final termina siendo una actividad placentera porque quienes la
practican aprenden a disfrutarla.
sear y de qué forma expresarlo. De este m odojje socializa a.los_..v.am.-
nes para ser erotizados por_las.mujeres (y viceversa). Las normas y
las formas de deseo erótico se aprenden, y sus desviaciones también.
Existen procesos de aprendizaje no institucionales ni normativos que
permiten a las personas erotizar realidades, actos y conductas distin
tas de las previstas. Tal es el caso de la llamada orientación sexual
y de las preferencias por el sexo duro o por el sexo vainilla (Wise-
man, 2004). Nadie nace heterosexual, el y la heterosexual se hacen
(Guasch, 2000). Existe un proceso de aprendizaje institucionalizado
que enseña qué desear en función de la cadena simbólica que asocia
sexo biológico, género y prácticas sexuales. Tanto las personas hete
rosexuales como las que no se definen corno tales (las homosexuales,
por ejemplo) aprenden a serlo. Sin embargo, se ignora qué clase de
procesos de aprendizaje emocional permiten a ciertas personas dis
tanciarse de lo socialmente previsto. Las personas nacen con capaci
dad de deseo. Pero lo que desean depende de cómo aprenden (o no)
aquello en lo que la sociedad pretende instruirles.
Explicar características humanas priorizando variables de orden
biológico o natural es una temeridad que muestra la falta de rigor (y
la perspectiva política e ideológica) con que la ciencia hegemónica
estudia los seres humanos. En resumen, al igual que el placer y el de
seo, los efectos de las drogas, la orientación sexual o las preferencias
gastronómicas, las masculinidades (tanto las hegemónicas como sus
desviaciones) se adquieren a lo largo del proceso de socialización.
Pero estos últimos fracasan por sistema. Los procesos de socializa
ción siempre son imperfectos, porque los humanos no son máquinas
que reproducen sin más los programas. De ahí deriva la necesidad de
mitos (y la masculinidad lo es) que actúen como referentes y guías
de la acción social cotidiana. La masculinidad es plural. Sin embargo,
existe una meta ideal, un diseño normativo que sirve de referente para
los varones reales. Se supone que los hombres, cuanto más se acer
quen al modelo normativo, mejores varones serán. Y en la sociedad
actual decir «ser mejor varón» es tanto como decir «ser mejor perso
na», ya que el estándar humano dominante sigue siendo varón (ade
más de blanco, cristiano, heterosexual, seronegativo o seroignorante,
válido y eurooccidental, y solvente).
La masculinidad en la práctica
8. Las tipologías nunca son la realidad, sino su representación. Por ello su sentido
es sobre todo instrumental.
9. El tipo anciano también existe en Grecia, pero dada la baja esperanza de vida de
entonces, sus funciones sociales pueden equipararse a las del ciudadano adulto.
el varón implica cuestionar su masculinidad (con la consiguiente
pérdida de estatus social), ya que la pasividad lo equipara a mujeres
y a esclavos. El cristianismo, mediante el pecado de mollities, es he
redero directo de la visión que tiene Roma de la masculinidad. Como
escribe Philippe Aries (1987) esta concepción de la masculinidad
que condena la pasividad de los hombres es la gran aportación de la
época estoico-cristiana. La mollities (o pasividad en el hombre) tam
bién es condenada por san Pablo,10quien insiste en una idea (anterior
al cristianismo y todavía vigente) según la cual la pasividad en los
varones es causa de descrédito social. Sin embargo, llama la aten
ción que una religión afeminada como el cristianismo se muestre se
vera con los varones pasivos porque «la sensibilidad cristiana no es
viril, sino que trabaja por la feminización de las almas» (Lever,
1985, p. 22). El discurso de las (entonces) nuevas creencias sobre la
paz, el perdón y la piedad, así como la imagen del dios recién llega
do (desvalido, delicado, derrotado) presentan un tipo de valores
opuestos a los de las sociedades romanizadas del momento. La con
dena de la pasividad del varón es una constante histórica en la con
cepción de la masculinidad occidental. Se trata de un punto de vista
presente en Grecia, que Roma desarrolla y que el cristianismo distri
buye y alimenta a lo largo de toda la Edad Media gracias al pecado
de sodomía (Jordán, 2002).
La masculinidad hegemónica se construye otorgando valor aña
dido (casi sacralizando) a ciertas partes del cuerpo de los hombres
mediante el pecado de sodomía (y la consiguiente condena de la pe
netración anal en los varones). Desde entonces el culo es intocable, y
todo lo asociado a él, como la pasividad y sumisión que evoca el coito
anal (según nuestro orden representacional), contamina a quienes lo
practican, en especial, a quienes lo hacen pasivamente. Incluso en el
Renacimiento el binomio activo/pasivo siguió siendo una metáfora
pertinente del orden social, si bien con algunos matices que predicen
la aparición de una nueva forma, más ambigua, de masculinidad: la
del libertino.
La aparición del libertino está asociada a la recuperación del
sentido hedonista de la vida que plantea el Renacimiento_(pntre las
clases altas). El libertino presenta una forma de masculinidad inteli
11. Cualquier persona hom osexual, gay, transexual o lesbiana sabe que puede ser in
sultada por ello, incluso antes de saber que lo es. Los desviados, antes de resociali-
la masculinidad y finaliza en la veiezTmomento en que se exi
me a los varones de buena parte de las prescripciones de género. Si
las mujeres tienen en común la historia de su opresión (Guasch,
1999), los, varones comparte^ e n tre sí la histo ria re su masculiniza-
ción. Hay una realidad social previa al individuo (el género) respecto
a la cual los varones deben definirse. Algunos aceptan el proyecto de
masculinización con entusiasmo (los héroes) y otros procuran escapar
de él con igual entusiasmo (sobre todo los afeminados) , pero todos
pagan un costoso peaje en relación con la masculinidad. Y es que
para intentar ser un hombre de verdad hay que asumir un tipo de con
secuencias sociales estresantes y duras que, incluso, repercuten en la
salud.12El afeminado y el héroe se ven obligados a definirse respecto
a un modelo masculino que les ha precedido y del que no pueden es
capar porque condiciona todo el discurso. Sin embargo, mientras las
mujeres han desarrollado abundante narrativa de género, los varones
han escrito mucho menos sobre la condición masculina, y lo han he
cho con menor espíritu crítico.
En el imaginario social es posible detectar diversas clases de
masculinidades. Están las masculinidades/mg/rfas (la de los homo
sexuales, maricas y gays) y están las masculinidades falsas (las de
algunas lesbianas). También es posible encontrar distintos grados y
calidades de masculinidad: está la masculinidad mezquina atribuida
a los judíos y a ciertos tipos de comerciantes (Mosse, 2000). En el
caso español, los catalanes (a diferencia de los vascos) constituyen
un excelente ejemplo cultural de baja masculinidad (habida cuenta
de su estereotipación como negociadores). También los cobardes y
los traidores presentan calidades degeneradas o defectuosas y po
zarse entre su nuevo grupo de pares, han interiorizado los prejuicios que los normales
tienen sobre él mismo. La fase de aceptación es fundamental en la carrera m oral (o
resocialización) de las personas desviadas (Goffman, 1980).
12. «De Keijzer constata la sobremortalidad masculina, en especial, desde los quin
ce años de edad, y comenta el descuido suicida de la propia vida por parte de muchos
varones f...] discute el nulo autocuidado de los varones, así como L...J el abuso de sus
capacidades corporales_[...] este autor plantea que si los homicidios y los accidentes
se clasificaran en relación con la presencia de alcohol, la alcoholización seria el prin
cipal factor qne-.explica la mortalidad de los varones Parece, un proceso autodestruc-
tivo enfrentarse al riesgo y vivir como un “hombre” [...] por ello sugiere la posibili
dad de interpretar la masculinidad com o factor de riesgo para su salud» (Figueroa,
1998, p. 191).
bres de masculinidad (los ejemplos de Judas y de quienes traiciona
ron a Viriato son clásicos al respecto). Traidores y cobardes tienen
en común la renuncia a luchar hasta el fin, (un «fin» que suele con-
sijtlFeiTal güna forma de sacrificio) por algún ideal, proyecto, cosa
o persona. Los héroes suelen comportarse como si nada ni nadie pu
diera apartarles de sus objetivos, cualesquiera que sean (cumplir
con su deber, proteger a las mujeres, lavar con sangre las afrentas,
etc.). Al contrario, el cobarde renuncia a su deber y a su honor de
hombre mediante la rendición (o la huida), mientras que el traidor
formaliza tal renuncia al cambiar de opinión y de bando. Estos da
tos permiten sospechar que la tozudez y la falta de flexibilidad
constituyen dos pilares de la masculinidad hegemónica o, si se pre
fiere: de la masculinidad verdadera, lim pia, sana y recomendable.
La falta de narrativa crítica escrita por varones sobre la condición
masculina quizá pueda explicarse porque la mayoría de los varones
creen en la validez del modelo masculino que les ha precedido. Y es
que los grupos dominantes rar-a-vez-Guestionan el orden social que
les hace poderosos.
En el principio está La Odisea (la vida convertida en estructura
narrativa) y en ella viven todos los héroes y guerreros que en occi
dente han sido. Enrique Gil Calvo (1997) resume las características
del varón par excellence (Ulises) presentando a un personaje tramposo
y emocionalmente circunspecto que, pese a todo, consigue triunfar so
cialmente con la ayuda de sus amigos (otros varones). En nuestra
sociedad, el tino ideal masculino de héroe se caracteriza por ser in
terclasista.lEl/zeroe|!«par excellence» es el soldado: el guerrero; pero
también son héroes el obrero, el investigador o el aristócrata. El hé
roe afronta las dificultades y jamás se rinde ante ellas: para este tipo
ideal no existe la palabra fracaso ni tampoco el término colaboración.
El héroe rara vez trabaja en equipo (o en red) sino de forma jerárqui
ca, y cree innecesario invertir en solidaridad. La solidaridad es cosa
de falsos varones: de quienes son incapaces de afrontar la odisea por
sí mismos. El héroe verdadero es fuerte y no necesita a nadie: solo los
débiles y las mujeres invierten en solidaridad porque piensan que en
el futuro pueden necesitarla en justa reciprocidad. Un varón de ver
dad es individualista eJnsolidario porque se basta a sí mismo y no es
pera necesitar a nadie jamás. Lo que la derecha neoliberal denomina
sociedad de laToport unidades es la manifestación radical de la mas-
culinidad hegemónica en la economía. El capitalismojictual postula
una sociedad de héroes en la que las personas (varones y mujeres) de
ben bastarse a sí mismas sin esperar (ni ofrecer tampoco) justicia so
cial o solidaridad.
La mayoría de los héroes funcionan más o menos igual en los
diversos mitos culturales que protagonizan. Homero emplea una es
tructura narrativa presente en muchos mitos y leyendas heroicas: lu
cha, sufrimiento, dolor y una muerte que se narra gloriosa siempre y
cuando se cumpla con el deber y no se mancille el honor. El héroe
salva gente, princesas, países o lo que sea. Se trata de un salvador que
pagaa veces con su vida. La odisea de Cristo inaugura un tipo de he
roísmo particular. Es un heroísmo marica que desarrollan más tarde
personajes como Francisco de Asís, Gandhi o Martín Luther King. Es
el heroísmo del cordero. También la mayoría de las mujeres (una vez el
feminismo consigue empujarlas hacia espacios socialmente visibles)
se adscriben a esta línea marica de heroicidad cristiana. Pese a parti
cularidades como estas, el tipo ideal de masculinidad heroica cuadra
mal con el imperativo cristiano de amar a a los enemigos (el héroe
puede perdonarlos, pero solo tras vencerlos). El capitalismo compa
sivo es la versión contemporánea de esto último.
El anciano es el varón que ha sido, que fue masculino, pero que
ya no lo es. La vejez, en cuanto proceso de expropiación de recursos
y de derechos, también expropia la masculinidad. Pese a que el tipo
anciano conserva el prestigio social de sus antiguas gestas (su patri
monio, haber protegido y cuidado a los hijos y a la esposa) ya no le es
posible mantener el pleno estatus masculino. El tipo anciano qs un
ser pasivo que declina social y sexualmente, y que se encuentra en la
curva descendente de la masculinidad, pero que algún día transitó por
la cima y por ello se le debe reconocimiento y respeto. Distinto es el
caso del tipo ideal afeminado al cual se adscriben los varones que fra
casan (o que voluntariamente renuncian) a la hora de cumplir con las
normas de género previstas para ellos. El tipo ideal afeminado inclu
ye a los homosexuales y comparte algunas de sus características, pero
no solo los homosexuales son afeminados. En la España de la guerra
de la Independencia se acusa de afeminados a los europeístas españo
les a quienes se les llama afrancesados, no tanto para dar cuenta de su
genealogía intelectual como para despreciarlos por ella, ya que, en el
imaginario histórico conservador español, Francia es marica porque
es civilizada y culta.13El tipo afeminado presenta una forma específi
ca de vivir la masculinidad. Es posible adscribir al tipo afeminado a
cualquier hombre que no cumpla con los roles de género: eso incluye
desdedí im potentehastíel vagopásando poTéTcobardeTtodo ello al
margen de sus preferencias sexuales).
El tipo efebo, como el tipo héroe, cuenta con una larga tradición
en el imaginario occidental. En occidente, el varón adolescente ha
sido objeto de culto, de admiración y de deseo. El llamado amor grie
go es un ejemplo de ello. Las relaciones erastes-eromenos que se
establecen entre varones jóvenes y hombres adultos persiguen la edu
cación de los primeros, y no tienen nada que ver con la homosexuali
dad. Se trata de procesos y ritos de iniciación a la masculinidad (y por
extensión a la ciudadanía y a la vida adulta). Sin embargo, la estruc
tura de tales procesos (la iniciación a la masculinidad dirigida e im
partida por varones adultos) se encuentra por doquier en la historia de
occidente: escudero y caballero; aprendiz y maestro artesano; vete
rano y soldado novato, etc. Los varones adultos inician, enseñan y
muestran a los muchachos los senderos que conducen a lo masculino.
Aunque en ocasiones algunos se pierden por otros caminos. El efebo
es un tipo ideal que está iniciando su ascenso a la condición masculi
na, aunque no hay garantías de éxito para todos los casos. Por eso la
sociedad, sobre todo (pero no solo) a través de los varones adultos,
presiona y seduce con vagas promesas para que los muchachos no ce
sen en el empeño. Héroe es quien arriesga y se salta las normas y afe
minado es quien las respeta. El tipo efebo es instruido en las reglas,
pero para ser un hombre de verdad debe ser capaz de quebrarlas. El
tipo anciano, que transitó en su momento de un tipo a otro, suele ins
tituirse en juez para sancionar los excesos de ambos.
El héroe ocupa la cumbre de la masculinidad. La flecha del
tiempo parte del efebo y se dirige hacia el anciano pasando por el hé
roe. Fuera de este proceso, apartándose del mismo, y en oposición a
estos tipos, está el afeminado (el varón que no da la talla). El tipo
ideal masculino de héroe marca el camino a seguir para alcanzar la
13. D e los trabajos de Norbert Elias (1982) se deduce que la civilización es femini-
zante y que el proceso de civilización tiende a limar los ángulos de la masculinidad.
La existencia de los afrancesados y el modo en que los reaccionarios españoles de la
época los condenan son un ejemplo de ello.
plena masculinidad. El héroe tiene centralidad social: es un varóiLque
produce v reproduce, que líevaTalñicMiW,"que está en la cima de lo
socialmente prescrito, y que por ello espera recibir los parabienes so
ciales que reconozcan sus logros. El tipo de pago que reciben los hé
roes muestra la importancia social que tienen las recompensas sim
bólicas. Y es que el héroe recibe reconocimiento v p o c o más. Premiar
la heroicidad es barato: el reconocimiento no puede comprarse con
dinero, y, sin embargo, es un bien muy preciado. La masculinidad se
revela como un bien intangible, difícil de alcanzar y que puede per-
dersejion facilidad.
La masculinidad se basa en el ejercicio del poder, de tal manera
que la masculinidad de «A» siempre se construye sobre (es^decir^do-
minando) la masculinidad de «B». Eso implica que los varones com
piten de manera continua por conservar su estatus frente a los demás.
De este estrés ininterrumpido se derivan cuadros de ansiedad social.14
Una ansiedad que se origina en el esfuerzo continuado por mostrar a
los otros (y en menor medida a las otras) que son varones de verdad.
Respecto al ansia que produce la lucha por la masculinidad, el ancia
no y el afeminado juegan con ventaja. En la medida en que la mascu
linidad es un estado transitorio que tiende a perderse con los años, el
tipo anciano dispone de tiempo social para adaptarse al expolio ge
neral al que es sometido, mientras que el afeminado se libera del es
trés constante que provoca la afirmación de la propia masculinidad
(aunque sufre otra clase de agresiones). Sin embargo, para el tipo hé
roe, perder la masculinidad es una catástrofe biográfica. No tiene el
tiempo social de los ancianos ni tampoco el entrenamiento ni los re
cursos del tipo afeminado para gestionar su nueva posición social. El
héroe que pierde su masculinidad termina por ser un personaje auto-
destructivo y sin alternativas.15
14. «Kaufman habla de una masculinidad obsesiva [...] la necesidad de una cons
tante demostración de la masculinidad puede ser vista como un proceso de fragilidad
en la misma y una duda permanente sobre la propia hombría, la cual se combate con
violencia, incluyendo violencia contra sí mismo: es una violencia interiorizada que
pretende negar parte de uno mismo, una vigilancia psicológica que asegura o apova el
supuesto cumplimiento de la virilidad» (Figueroa, 1 9 9 8 ,p. 188).
15. Los desempleados (en especial los de clase baja) constituyen un ejemplo de ello.
Tras perder los instrumentos sociales sobre los que se basa su masculinidad (indepen
dencia económ ica y social a través del trabajo) tienen serias dificultades para reubi-
carse como personas en el espacio social.
El héroe marca el camino hacia la masculinidad y su ajuste a la
norma le convierte en un personaje central. Pero como siempre suce
de, es imposible entender el centro sin saber como es la periferia. Y
en la periferia están los viejos, las mujeres, los niños y los afemina
dos. Parte del terror de los varones a perder la masculinidad tiene que
ver con el pánico a ser tratados como seres de un estatus social infe
rior: niños, viejos y, sobre todo, mujeres y maricas.
La masculinidad es un proceso social permanente, de tipo rela-
cional (es decir: micro) y de tipo estructural y cultural (es decir: ma-
cro). Esto significa que la masculinidad hegemónica (y también las
subalternas) están sometidas a continuos procesos de cambio. Es po
sible que cambien los marcadores externos de la masculinidad (acen
tuando ciertos rasgos y devaluando otros). Por ejemplo, la paternidad
y formar una familia han sido durante mucho tiempo signos externos
de masculinidad correcta. Sin embargo, lo primero, la paternidad, en
tra en crisis como consecuencia de las transformaciones sociales que
afectan al parentesco (Flaquer, 1999), mientras lo segundo, la fami
lia, deja de ser un espacio sagrado para convertirse en un ámbito sos
pechoso de cometer toda clase de abusos contra los más vulnerables
(mujeres, niños y ancianos). Tampoco el trabajo, en un contexto de
precariedad laboral, es un marcador estable de masculinidad correc
ta. El trabajo ha sido una de las actividades centrales en los roles e
identidades de los varones, por eso perder el empleo (o fracasar en
iniciativas empresariales) impide a muchos varones vivir según se lo
manda el modelo hegemónico. Para muchos varones quedarse sin tra
bajo es perder la dignidad. Y es que tanto el obrero asalariado como
el selfm ade men son la forma que adopta la masculinidad heroica en.
un entorno de mercado.
2.
Científicos
Conocimiento y poder
lo. No existe, pues, una medida universal de la eficiencia que sea cierta, verdadera y
válida para todos y todas. Para entender bien esta afirmación resulta útil considerar la
relación inversión-beneficio de los viajes espaciales, ya que la eficiciencia de los mis
mos depende del punto de vista de quien los valore.
populares. Todos ellos son desposeídos de sus conocimientos, acultu-
rados, analfabetizados y convertidos en dependientes de una nueva
metrópoli: la ciencia y sus expertos y profesionales. La estructura de
estos procesos es análoga a los de colonización. Si en estos últimos
son los blancos quienes se atribuyen la misión de civilizar a los nati
vos, en los otros procesos son las personas expertas quienes preten
den enseñar al resto de la población qué es lo sano, lo bueno y lo re
comendable. Vale la pena detallar algunos de estos procesos.
En Europa, hasta finales del siglo xix, las mujeres son deposita
rías de saberes cotidianos sobre el parto y la crianza. La profesión
médica (utilizando el argumento de las fiebres puerperales)3 desarro
lló un programa de comunicación estratégica en el que las comadro
nas empíricas son tratadas de igual modo que los pueblos nativos
(deslegitimando sus saberes y sus prácticas) con el objetivo de ins
taurar dos nuevas especialidades médicas construidas sobre el expo
lio del conocimiento empírico y emocional de esas mujeres: la pedia
tría y la ginecología (Esteban, 1994).4Tras la Segunda Guerra Mundial,
el parto deja el hogar y se traslada al hospital. Conviene retener que
este último es un espacio aséptico y burocratizado donde la relación
emocional con la parturienta es baja o nula; en cambio, las comadro
nas empíricas acudían a casa de la parturienta días antes del parto y se
quedan con ella un tiempo después de parir (Gabarrón y Hernández,
1994). Es decir, establecían una relación íntima, social y emocional,
con la parturienta.
La Organización Científica del Trabajo (también llamada tayloz
risjna) es otro ejemplo de expolio de los saberes cotidianos de la po
blación y su transferencia a los expertos (en este caso, a la dirección).
El ingeniero Frederick Taylor publica en 1911 Los principios de la di
rección científica donde plantea la necesidad de racionalizar el trabajo
manual para aumentar la productividad. Propone pagar en proporción
al trabajo realizado (destajo) así como organizarlo de forma científi
ca (y_medir y descomponer las tareas) separando la planificación de
su ejecución. De este modo, la dirección planifica (a menudo me
3. Las fieb res puerperales son un estado morboso posterior al parto o al aborto y
causado por la penetración en el organismo de gérmenes (en especial el estreptococo)
a través de la herida placentaria o de desgarros uterinos.
4. En sus orígenes ambas especialidades están masculinizadas.
diante una oficina de métodos y tiempos) mientras que el trabajador
se limita a seguir las instrucciones que recibe. Antes de la propuesta
de Taylor había cuadrillas de artesanos (organizadas en torno al capa
taz) que mantenían una relación emocional directa con lo que produ
cían, ya que conocían (e incluso controlaban) todo el proceso de ela
boración del producto. El taylorismo expropia de sus saberes a los
artesanos generalistas (pero cualificados) y los transfiere a la direc
ción, creando de este modo operarios que ven mermadas sus posibili
dades de desarrollo emocional en la esfera productiva.5 Desde enton
ces, y pese a que fracasan por sistema en la práctica, en las Escuelas
de Negocios se imparten toda clase de métodos y teorías que preten
den la implicación y el crecimiento personal de los trabajadores.6
Durante el siglo xix y (sobre todo) en el siglo xx, el Estado in
vade y ocupa ámbitos domésticos y comunitarios para controlarlos
mejor (la salud y la educación son ejemplos de ello). Mediante profe
sionales y expertos (a quienes otorga el monopolio del conocimiento
legítimo sobre determinadas realidades) el Estado reivindica y regu
la funciones (de tipo doméstico y comunitario) que antaño le eran aje
nas. El autotratamiento del dolor (físico o moral) y la cuestión del uso
y la gestión del propio cuerpo son ejemplos de cómo el Estado (a tra
vés de las profesiones) accede a espacios que no le incumbían. La in
tromisión del Estado instaurando políticas restrictivas respecto a la
producción, distribución y consumo de euforizantes y de analgésicos
es central para entender el proceso histórico que ocasiona el naci
miento del problema de las drogas en las sociedades desarrolladas, e
ilustra cómo el expolio de los conocimientos de la población y su
transferencia al Estado (mediante profesionales y expertos) puede
acabar, incluso, en desastre sociosanitario.
5. La OCT (Organización Científica del Trabajo) fue acogida con entusiasmo por
Lenin, quien la impulsó en la Unión Soviética. La mayoría de las críticas realizadas a
la OCT por teorías posteriores insisten en la falta de implicación emocional de los tra
bajadores. Las teorías humanistas y las teorías del enriquecimiento del trabajo son
ejemplos de ello.
6. La Escuela de R elaciones Humanas desarrollada por Elton Mayo en los años
treinta del siglo x x , las teorías del desarrollo de la p e rson alidad y del enriqueci
miento de! trabajo (de los años cincuenta y sesenta, respectivamente) y el modelo de
cultura de la organización de los años ochenta son intentos fallidos de incrementar
la productividad mediante la gestión em ocional (o manipulación) del mundo del tra
bajo.
Romaní y Comelles (1991) muestran cómo hasta finales del si
glo xix las personas gozaban de amplia autonomía para tratar tanto
el dolor físico como el dolor moral. Ambos se gestionaban en ámbi-
tos domésticos y comunitarios mediante remedios (analgésicos y eu-
forizantes) cuyo uso y elaboración eran accesibles a gran parte de la
población. Sin embargo, desde principios del siglo xx, el Estado (a
través de médicos y farmacéuticos) desautoriza la producción, el uso
y la distribución de tales remedios argumentando que su mal uso
provoca intoxicaciones e incluso envenenamientos (había más enve
nenadoras que envenenadores). Ese es el momento del nacimiento
del problema de las drogas. Hasta principios del siglo xx, tanto el
dolor físico como el moral se gestionaban en ámbitos domésticos y
comunitarios. Pero el Estado irrumpe en esos espacios, se los apro
pia, legisla sobre ellos, y entrega a los profesionales el poder de de
cisión sobre quiénes (v de aué modo) oueden eestionar el dolor v
dónde hacerlo.
Antes de la invención política del problema de las drogas, los
remedios (fueran analgésicos o euforizantes) no se empleaban de
cualquier modo, sino en el marco de rituales de sanación (domésticos
o comunitarios) que primaban la paciencia y la medicina de espera.
Los rituales de sanación implicaban procesos complejos de atención
y asistencia, en los que la implicación emocional con quienes pade
cían iba mucho más allá del uso de uno u otro remedio. Por lo que
respecta a las enfermedades infecciosas y, hasta la invención de la pe
nicilina, en 1927,7 apenas había diferencias entre las tecnologías mé
dicas profesionales y las domésticas. Unas y otras prescribían reposo
y buena alimentación mientras se aguardaba que la persona sanase
por sí misma. En este contexto, la función de analgésicos y eufori
zantes era hacer la espera llevadera y menos dolorosa. En ausencia de
la penicilina, médicos y farmacéuticos (con la complicidad del Esta
do) se apropian de los remedios para justificar su existencia y utilidad
social como expertos. A cambio del monopolio sobre la salud que les
otorga el Estado, esos profesionales asumen socializar el programa
político de higienización moral que defiende la burguesía del mo
mento. En el desarrollo de este proyecto político burgués es central la
lucha contra la ebriedad (sea del tipo que sea). Esta última es una for-
9. El Génesis cuenta cómo Cam (hijo de N oé) se rió de su padre borracho; este, tras
la resaca, le maldice diciendo: «Esclavo serás de tus hermanos». El relato bíblico se
utilizó para justificar la esclavitud de los negros suponiéndoles descendientes de Cam,
los camnitas.
antisemitismo católico (bendecido por la Iglesia) encuentra su mejor
cómplice en una miríada de teorías científicas que insisten en presen
tar la raza blanca como la cima de la evolución, y el resto: subhuma-
nos por civilizar (lo que en el actual Irak ocupado se denomina demo
cratizar). También es cierto que los científicos de la época pensaron a
las mujeres blancas como formas secundarias de humanidad. Pero, eso
sí, las blancas estaban más cerca de lo humano (es decir, de los varo
nes blancos) de lo que nunca lo estarían los negros. Gracias a Hitler y
gracias al nazismo, las sociedades europeas (y americanas) del si
glo xx presumen de pedigrí democrático10 y, de paso, eluden enfren
tarse a una parte fundamental de su historia.
Resistencias
12. Para Sousa Santos (1988) la ciencia hegemónica es totalitaria porque niega le
gitimidad a formas de producir cocim iento distintas de la suya y porque tacha de fal
so a lo que no sigue el modelo racional y positivo. Se trata, además, de una forma de
proceder que basa su legitimidad social en ecuaciones matemáticas y que para poder
cuantificar los fenómenos termina por reducirlos (eliminando los m atices). Por otro
lado, el m odelo científico hegem ónico es taxonomista y clasificador, pero tiende a
crear categorías cerradas, presentadas como realidades ya terminadas que no se trans
forman ni cambian. Se trata de un pensamiento dicotómico y maniqueo de tipo onto-
lógico y esencialista (es decir: estructural y ahistórico), tan preocupado por intervenir
en la realidad, que ha entronizado la tecnología mecanicista, despreciando, al tiempo,
la filosofía. -
todo). Esta forma analítica de proceder es muy visible en la medici
na occidental, en la que a cada parte del cuerpo se le asigna un espe
cialista, de manera que nadie (salvo los propios pacientes) es capaz
de elaborar narrativas coherentes sobre los padecimientos.13 Pero es
tas narrativas, fruto de experiencias personales, emocionales y subje
tivas, son tratadas como formas de conocimiento menor, afirmando
que poco o nada aportan al conocimiento verdadero (que es el de los
profesionales, científicos y expertos).
La^iencia nunca es inocente. Ha dedicado parte de sus esfuer
zos a legitimar la desigualdad entre humanos y a apropiarse de sus
conocimientos en beneficio propio. Afirmar que la ahistoricidad es
una característica central del modelo científico hegemónico es una
forma de subrayar la falta de espíritu crítico que preside^su ejercicio.
Este talante científico, que desprecia cuanto ignora, se basa en la con-
vicción de ser mejor quejos demás. Se trata de una convicción de su
perioridad epistemológica frente a otras formas de mirar lo real, a las
que tacha de superfluas e impertinentes, por ser subjetivas y estar
contaminadas por la implicación (política o emocional). Después de
todo, y antes de mirar la Luna, sí parece necesario plantear algunas
cuestiones sobre el dedo que la apunta. Con frecuencia es un dedo
masculino y viril (y a veces macho y fascista, y también estalinista).
Un dedo arrogante y autosuficiente, convencido, además, de tener
tanto la verdad como el modo más correcto de alcanzarla.
La artesanía se basa en la experiencia personal directa (sin ape
nas mediaciones) con lo que se produce o se hace.T¡T artesanía crea
las condiciones de posibilidad que permiten amar el resultado del
trabajo, porque en lo hecho se ha puesto parte de uno mismo. La ar
tesanía se aprende cara a cara con alguien que la enseña, y en ella el
diálogo es constante e inmediato. Los conocimientos artesanos se
transmiten boca a boca y en la práctica, y las personas artesanas sue
len conocer todo el proceso de producción de los bienes o productos
14. Los grupos de hombres presentan una gran variabilidad. Están formados por va
rones que, por diversas razones, cuestionan las normas de género que les correspon
Las luchas feministas reivindican para las mujeres la legitimi
dad epistemológica del conocimiento basado en la experiencia com
partida (la cual no puede entenderse sin su marcado componente
emocional, parcial y subjetivo). Pero la masculinidad hegemónica
impone a los varones la circunspección emocional como prueba de
adecuación a las normas de género que les corresponden. La afirma
ción taxativa de que los hombres no lloran es bastante simplista, algo
anacrónica y, desde luego, muy estereotipada. Es simplista, porque la
dificultad de los varones para el llanto esconde cuestiones más sutiles
e importantes que, al centrarse en el tema de las lágrimas, se hurtan al
debate. Es anacrónica, porque no indica de qué varones y de qué épo
ca se habla. Y es estereotipada, porque reduce y simplifica una reali
dad compleja que presenta gran variabilidad. Hay tantas formas de
ser hombre como varones. Sin embargo, sí es cierto que los procesos
de racionalización asociados a la masculinidad hegemónica fomentan
en los varones un continuo ejercicio de contención emocional. Y es
que los varones de Occidente temen las emociones tanto o más que
las sociedades de las que forman parte. Por eso hay muchos maltrata-
dores que justifican sus actos diciendo que ellas provocaron su des
control emocional (Welzer-Lang, 1991).
Las sociedades euroocidentales de capitalismo avanzado temen
las emociones porque no saben gestionarlas (como tales) y se empe
ñan en la absurda tarea de racionalizarlas. En nuestras sociedades,
apenas quedan momentos rituales (sean individuales o colectivos)
que permitan manejar las emociones. Esa carencia permite la oferta y
el consumo de todo tipo de terapias destinadas al crecimiento perso
nal. En una sociedad emocionalmente analfabeta, las personas no sa
ben qué hacer con sus emociones. El dictado de la razón bloquea el
acceso de las personas a los instrumentos clásicos para elaborar las
emociones (en especial los ritos de paso). De este modo, las pocas
den y que reflexionan sobre el mejor modo de escapar a sus consecuencias. Pese a ser
un proyecto desarrollado por una administración local, el Programa de Hombres por
la Igualdad, del Ayuntamiento de Jérez, es un núcleo desde donde se irradian ideas y
prácticas no sexistas (destinadas específicam ente a los hombres) que han contribuido
al desarrollo de grupos de hombres en todo el Estado español. Todavía no se ha com
prendido (ni tampoco reconocido) la importancia social y política de ese proyecto li
derado por José Angel Lozoya, que ha sido central en el proceso de reflexión crítica
sobre las masculinidades en nuestro contexto. Su sitio en internet es de visita obliga
da: www.hombresigualdad.com.
ocasiones sociales (colectivas o individuales) que permiten la expre
sión emocional se apuran hasta el límite. Tal es el caso de los espec
táculos musicales y deportivos, y de la movilización contra la guerra
y el terrorismo.
El miedo a las emociones es análogo al miedo a la naturaleza y
a sus arrebatos. Se piensa que las emociones forman parte de la natu
raleza y que, como ella, son peligrosas por imprevisibles y por caóti
cas. De ahí se sigue la necesidad de reglamentar, civilizar y raciona
lizar a quienes se piensa que están bajo su influjo: a los negros y a los
primitivos, a los niños y a las mujeres, y a cualquiera que se hurte al
dominio de la razón (en especial a los obreros y a las masas, pero
también a los locos). Hasta la primera mitad del siglo xx «la analogía
entre el loco, el criminal y el obrero descansa en una común percep
ción social basada en el miedo a sus arrebatos» (Álvarez-Uría, 1983,
p. 308). Estos casos de locura son formas de descontrol emocional
que impulsan a las turbas contra los palacios y promueven crímenes
pasionales o delirios megalómanos. Ante la amenaza del caos pasio
nal, la razón se ofrece a la burguesía como instrumento de regulación
y de control. En resumen: el proceso de racionalización y la masculi
nidad hegemónica tienen en común el terror a las emociones y el uso de
la razón para dominarlas. En el imaginario social del siglo xx el dro-
gadicto sustituye al loco en cuanto personaje incontrolable presa de
emociones y de deseos físicos y naturales (el denominado «síndrome
de abstinencia»). En el siglo xxi, los temores a las masas obreras son
sustituidos por el pánico a las turbas islámicas, y la peligrosidad del
anarquista lombrosiano es sustituida por el miedo a la sinrazón abso
luta del suicida musulmán.
El conocimiento fundado exclusivamente en la razón (la cien
cia) legítima la masculinidad dominante de igual modo que legitima
los saberes profesionales y expertos. La masculinidad es racional
porque los varones han sido identificados con la sociedad y con el or
den que ella ofrece. Es un ejercicio mental sencillo pero contundente.
Muchas sociedades sitúan a las mujeres del lado de la naturaleza.
Para hacerlo establecen una analogía simple entre ciclos menstruales
y ciclos naturales. Nuestras sociedades piensan la naturaleza y las
personas que están cerca de ella como impredecibles y desordenadas.
Eso afecta en especial a las mujeres, ya que se emplean los ciclos hor
monales como prueba de ello. Es frecuente considerar a las mujeres
que menstrúan como seres contaminantes que deben ser alejados
(Douglas, 1979). Para muchas sociedades, las mujeres son naturaleza
y por ello son causa de trastornos sociales. Así que es necesario pro
tegerse de ellas sometiéndolas al orden que la sociedad (el patriarca
do) procura. Nuestra sociedad emplea la razón y el control emocional
para lograrlo, y al hacerlo identifica a los varones con la razón al
tiempo que excluye a las mujeres de la misma. Pero incluso va más
allá y descalifica cualquier forma de conocimiento basado en la ex
periencia personal y la implicación emocional que conlleva.
Las trampas de la razón definen las emociones como externas a
la persona cognoscente. De ahí surge un tipo de cultura intelectual
que pretende el control emocional porque entiende las emociones como
obstáculos para lograr un conocimiento objetivo (Seidler, 2000). En
consecuencia, cualquier conocimiento basado en la experiencia per
sonal, para ser aceptado como legítimo, debe ser sometido a un pro
ceso de descontaminación emocional. En las ciencias sociales, un
ejemplo de ello son las técnicas de investigación que implican una re
lación personal directa, cara a cara, con los y las protagonistas de la
realidad investigada. Las entrevistas en profundidad, las historias de
vida y la observación participante permiten la inmersión de quienes
investigan en el mundo investigado. Sin embargo, los manuales in
sisten en la necesidad de mantener la distancia respecto del objeto de
estudio para no ser devorado por él.15 En consecuencia, investigado
res y personas doctorandas se ven obligadas a efectuar malabarismos
lingüísticos para disimular lo evidente: que investigan con pasión y
emoción.
Son muchas las tradiciones de pensamiento que cuestionan la
distinción vigente entre razón y emoción, y que defienden (casi siem
pre de forma implícita) la pertinencia de la implicación emocional
con lo investigado. La antropología de la salud, el feminismo progre
sista y la sociología del conocimiento son prueba de ello. Otro ejem
plo lo proporciona la Escuela de Chicago de los años veinte y treinta
del siglo xx y, en especial, Herbert Blummer, quien aconseja el uso de
la introspección simpática para estudiar la vida social. Para el caso
15. «Es mejor que los investigadores se abstengan de estudiar escenarios en los cua
les tengan una directa participación personal o profesional» (Taylor y Bogdan, 1992,
p. 36).
español, es relevante la Escuela de Etnografía de Tarragona, en el
marco de la cual es frecuente suprimir la distancia social y emocional
entre observador y observados (algo que, hoy por hoy, sigue siendo
una herejía metodológica en ciencias sociales). La Escuela de Etno
grafía de Tarragona presenta un escenario de investigación artesanal
que (como es habitual en antropología social) no distingue entre en-
cuestador y analista. Pero lo relevante de esta escuela es que quien in
vestiga pertenece de algún modo al universo investigado. De este
modo, en vez de negar la subjetividad intrínseca a todo acto de cono
cer (el conocimiento siempre es local), ésta se explícita y se asume
como una suerte de ventaja competitiva frente a otras estrategias de
investigación incapaces de entender (o explicitar) sus propias limita
ciones.
La praxis investigadora desarrollada en la Escuela de Etnogra
fía de Tarragona suprime la distancia emocional entre observador y
observados de manera que quienes escriben las etnografías tienen re
lación directa (personal, profesional o de otro tipo) con lo que inves
tigan. Los y las etnógrafos forman parte del universo investigado, y
no precisan socializarse en él mediante el trabajo de campo. Tales et
nógrafos tienen la teoría y la práctica del mundo que investigan y
pueden convertir su vida cotidiana en el laboratorio donde desarro
llar la investigación. En este sentido, la praxis investigadora de esa
escuela es idéntica a la artesanía y al tipo de conocimientos domés
ticos y empíricos (basados en la propia experiencia) que muchas mu
jeres comparten entre sí. Sin embargo, en ciencias sociales, la socio
logía positivista (que sigue siendo la forma hegemónica de estudiar
la sociedad) rechaza la importancia de las emociones en el proceso
de conocer.
La razón y la ciencia (o mejor dicho: el modelo científico hege
mónico) promueven y refuerzan el estricto control emocional en las
personas. Y eso tiene consecuencias políticas y sociales, ya que la so
ciedad emplea la legitimidad que aporta la ciencia para premiar a quie
nes practican tal control, mientras que, quienes no lo hacen, ven estig
matizados tanto sus prácticas como sus estilos de vida. A algunas
categorías sociales, como las mujeres, los maricas, y las locas (y tam
bién los inmigrantes procedentes del Tercer Mundo) se les tolera el
descontrol emocional, pero sufren el estigma pertinente y la devalua
ción de sus prácticaslTTiencia v razón tienen géneroDson productos so-
cíales de los quese ha apropiado la masculinidad dominante para^ de
finirse a sí misma, y por eso afectan más a los hombres que al resto de
las personas. Siguiendo esa lógica, es posible establecer y caracterizar
dos tipos ideales (en el sentido weberiano) de producción de conoci
miento: el modelo humanista (subalterno) y el modelo racional (emo
cionalmente aséptico, pero hegemónico). El siguiente esquema se
basa en tipos ideales que representan la realidad, pero que no son la
realidad, sino tan solo un instrumento (arbitrario, por supuesto) para
clasificarla. Los tipos ideales son la caracterización ideal radical de
aquello que, en la realidad, acontece como mera tendencia.
M o d e l o h u m a n is t a M o d e l o r a c io n a l
1. En cuaquier caso y, en cuanto enfermos crónicos, los hemofílicos pueden ser con
siderados «un caso especial de comportamiento desviado» (Coe, 1984, p. 124).
rivados ya contaminados, siendo por ello inocentes a los ojos de la
sociedad. Al contrario, en términos de la moralidad conservadora vi
gente entonces (y ahora), homosexuales y heroinómanos se lo habían
buscado e incluso era posible que se lo merecieran.
Homosexuales, heroinómanos y haitianos comparten las carac
terísticas de alteridad que las sociedades emplean para explicar el
origen de la enfermedad. En Estados Unidos, los haitianos suelen ser
negros e inmigrantes ilegales (lo que hoy en día se denomina sin pa
peles). Homosexuales y heroinómanos también son grupos sociales
estigmatizados. De los primeros se dijo que se infectaban por su pro
miscuidad sexual; de los segundos, que lo hacían usando jeringuillas
de forma antihigiénica. Cuando en 1983 se definieron los grupos de
riesgo, ya se conocían las vías principales de contagio y se recomen
daba la mayoría de las medidas preventivas aún vigentes. Ahora, al
igual que entonces, se insiste en que la promiscuidad sexual es una
conducta de riesgo. Pero la promiscuidad sexual, en aquella época, se
pensó patrimonio de los homosexuales. De este modo, siendo pro
miscuos, los homosexuales entraban en contacto con el virus. Desde
la llamada revolución sexual de los setenta del siglo xx la promiscui
dad ha sido asociada al universo gay; un contexto en el que (supues
tamente) se «acumulan rutinariamente proezas sexuales que maravi
llarían a los más fanáticos mujeriegos: en el mundo heterosexual
pueden encontrarse sátiros que —no dedicándose a otra cosa— con
sigan reunir un millar de conquistas [...] en el mundo gay tal suma
puede alcanzarse en menos de un año» (Amis, 1987, p. 10). Sin em
bargo, nada prueba esa suposición. De entrada, se comete el error de
creer que los gays son un grupo homogéneo y que sus prácticas son
idénticas. Se trata de una simplificación bárbara.
Definir a los homosexuales como grupo de riesgo a partir de su
presunta promiscuidad es un error de envergadura. En primer lugar, el
concepto de promiscuidad sexual es indefinible. Nadie sabe a partir
de cuántas relaciones sexuales una persona se convierte en promis
cua. Y, respecto al sida, el problema no es cuántas veces se hace (ni
con quién) sino cómo se hace. Es una cuestión de calidad, no de can
tidad. Una sola relación sexual permite la infección si no se toman
medidas para evitarlo. Y, al contrario, es posible tener cientos de re
laciones sexuales sin infectarse (siempre y cuando se tomen las me
didas adecuadas). Pero, además de constatar que el concepto de pro
miscuidad sexual es un producto científico moral (e ideológico), es
preciso destacar que no todos los homosexuales de la época (ni los de
ahora tampoco) son promiscuos. Quizá (solo quizá) lo sean quienes
definen y viven su cotidianeidad participando del universo gay. Pero
esos casos son estadísticamente irrelevantes. Al definir a los homose
xuales como grupo de riesgo se proyecta sobre los otros unas pautas
de frecuencia sexual (la promiscuidad) presentes también en la deno
minada población general (que, en realidad, se confunde con pobla
ción normal). Si tanto en el universo heterosexual como en el homo
sexual existen personas con pautas de frecuencia sexual promiscuas,
hay que preguntarse por qué solo los homosexuales fueron conside
rados como grupo de riesgo. Michael Pollak (1988) brinda una expli
cación que, además, hace visible la ideología conservadora presente
en la construcción científica de los grupos de riesgo, y es que un ries
go médico es percibido, al mismo tiempo, como un riesgo social.
De las cuatro haches que conforman los grupos de riesgo (ho
mosexuales, heroinómanos, haitianos y hemofílicos), las tres prime
ras reproducen el modelo de riesgo médico pensado en términos de
riesgo social. Tan sólo los hemofílicos parecen escapar al criterio an
terior. La creación de los grupos de riesgo ante el sida es arbitraria,
acientífica, e implica un juicio moral y una visión muy poco objetiva
de la realidad. Se trata de un ejemplo que ilustra muy bien cómo las
prácticas expertas suelen ser prácticas ideológicas. Nuestro modelo
de conocimiento se basa en la necesidad de clasificar y etiquetar. Pero
las etiquetas y las clasificaciones no son siempre científicas ni tam
poco son justas.
En cualquier caso, la enfermedad actúa como un dispositivo de
control social que sirve para reforzar el orden social vigente al seña
lar como causa del mal a quienes no se adecúan al mismo. En distin
tos contextos históricos y culturales, la amenaza de las enfermedades
es un instrumento eficiente que empuja a las personas y a los grupos
sociales a cumplir con las normas vigentes. Cumplir la tradición fija
da por los antepasados, ser cristianos píos o ser monogámos y fieles
ayuda a prevenir la enfermedad. En ese sentido, la enfermedad san
ciona el orden social vigente porque refuerza las normas sociales que
contribuyen a evitarla. En conclusión: la enfermedad es conservado
ra; tan conservadora como la sexualidad.
Conseguir comida cuando hay hambre es un universal humano.
En todas las épocas y en todas las culturas las personas se procuran
alimento y lo ingieren. Comer para vivir es un impulso biológico tan
intenso que, a veces, los humanos matan por satisfacerlo. Comer para
vivir es tan obvio que resulta extraño que haya quienes declinen la in
gesta nutriente pudiendo alimentarse. Y, sin embargo, sucede. Mu
chas personas de credos diversos practican ayunos periódicos: el Ra-
madán y la Cuaresma son ejemplos de ello. También están las huelgas
de hambre con las que ciertas personas defienden sus convicciones
políticas hasta el punto de morir de inanición. Practicar el ayuno es
una conducta contra natura que atenta contra instintos biológicos
fundamentales. Siendo así, hay que preguntar cómo es posible que
eso suceda.
La sensación de apetito, tener hambre y el deseo de comer, son
universales humanos. En tanto que grandes primates, los humanos
compartimos con el resto de los mamíferos características comunes.
Intentar sobrevivir, el llamado instinto de supervivencia, es una de
esas características. Algo debe de fallar en la naturaleza de algunos
humanos cuando mueren de hambre por defender algo en lo que
creen. No existen investigaciones al respecto, y tampoco está claro
sin algún gen defectuoso está implicado en el asunto. Aunque se po
dría aventurar que las huelgas de hambre corresponden a formas de
anorexia que, al no ser tratadas en su momento, se manifiestan más
tarde de ese modo. Las huelgas de hambre pueden ser definidas como
formas de suicidio por inanición, pero sus causas biológicas todavía
están poco estudiadas.
Hipótesis y teorías absurdas (como las descritas), pero basadas
en supuestos argumentos científicos, son frecuentes cuando se piensa
la sexualidad humana. Nuestras sociedades buscan (y hallan) en la
ciencia apoyos para aferrarse a explicaciones simples al respecto.
Tanto la sexualidad de los humanos como sus formas de alimentarse
son antinaturales, ya que las conductas de las personas no dependen
de los genes ni de las hormonas, sino del sentido y del significado que
los grupos sociales les otorgan. Definir el deseo de alimentarse como
algo presocial es frecuente tanto en las ciencias de la salud como en
las ciencias de la vida. Es frecuente y parece razonable. Sin embargo,
los y las profesionales de la medicina y de la biología no pretenden
explicar las huelgas de hambre desde sus puntos de vista; saben que
hay otras disciplinas pertinentes para hacerlo. La historia y las cien
cias sociales señalan que los humanos, más que alimentarnos, practi
camos la gastronomía. Porque las comidas son mucho más que nu
trientes: son formas expresión de la sociedad que las ingiere. Lo que
se come, cómo se cuece, quién lo come, con quién se comparte y en
qué época del año sucede tiene que ver tanto con los recursos dispo
nibles como con el significado que se le atribuye. Ninguna ciencia
afirma que la gastronomía tenga relación directa con la naturaleza;
por eso resulta sorprendente que desde las ciencias de la salud y de la
vida se insista en definir la sexualidad humana como una cuestión
presocial que tiene una relación directa con aquella.
Sexualidad humana es una expresión redundante. Los animales
tienen sexo y los humanos sexualidad. La sexualidad es una estrate
gia de control social que regula el deseo erótico. Con los datos histó
ricos y etnográficos disponibles, puede afirmarse que esta clase de
deseo es un universal humano. El deseo erótico está en todas las épo
cas y en todas las culturas. Pero tanto las formas de expresión del de
seo erótico como los objetos y sujetos que se desean presentan una
gran variabilidad. El deseo erótico se asocia a la naturaleza y al ins
tinto de reproducción. Es una presunción simple, interesada y falsa.
La relación entre deseo erótico y reproducción es una relación indi
recta. En realidad, la sexualidad humana pocas veces es reproductiva.
La industria farmacéutica y la de preservativos lo tienen muy claro.
La mayoría de las prácticas sexuales humanas poco (o nada) tienen
que ver con la reproducción, ya que se usan toda clase de técnicas
para evitarla. Por otro lado, la reproducción humana es posible sin
que exista deseo entre quienes participan en ella.
El deseo erótico existe en todas partes, si bien cada cultura y
cada sociedad regulan el modo en que puede expresarse. La sexuali
dad es la manera en que las sociedades regulan el deseo erótico; la se
xualidad indica las condiciones sociales de expresión de ese deseo. El
deseo erótico amenaza el orden social porque permite relaciones so
ciales no previstas por el sistema: relaciones intragénero, interétnicas,
intergeneracionales, interraciales, etc. El deseo erótico crea las con
diciones que permiten trasgredir normas centrales en la reproducción
de la estructura social y del orden simbólico de una sociedad dada.
Por eso, tanto Sigmund Freud como los freudomarxistas (Taberner,
1985) piensan que la sexualidad prohíbe. Frente a la hipótesis de la
represión formulada por Freud y sus sucesores, Michel Foucault de
fiende la hipótesis de la regulación (Osborne y Guasch, 2003). Esta
implica asumir que la función social de la sexualidad no es la de
prohibir o reprimir, sino la de regular el modo en que el deseo eróti
co puede existir socialmente sin poner en cuestión el orden social vi
gente. En consecuencia, la sexualidad, como la enfermedad, es con
servadora, porque su función social no es tanto la reproducción
demográfica de los grupos humanos, cuanto la reproducción del or
den social que los sostiene (sea cual sea).
Historia de la heterosexualidad
3. Las caricaturas suelen ser auténticos ensayos. Las viñetas de la argentina Maite-
na son un buen ejemplo.
critas a modo de tipos ideales weberianos permite aproximarse al
modo en que nuestra sociedad organiza la interacción social, sexual y
afectiva entre varones y mujeres.
Los grupos dominantes definen la realidad (es decir: definen las
condiciones sociales de lo que puede existir y de lo que no) y la cien
cia hegemónica colabora en ello de forma entusiasta (es una forma
segura de conseguir recursos). Como enseña Michel Foucault, la
ciencia es la forma más eficiente de ejercicio del poder. Demasiado a
menudo el actual sistema científico predetermina los resultados de las
investigaciones porque no se hace una reflexión conceptual previa y
rigurosa sobre lo que quiere estudiarse. La reflexividad propia de las
ciencias sociales permite repensar lo que el sentido común da por su
puesto y lo que otras ciencias ignoran. Las ciencias sociales proble-
matizan y someten a examen crítico cuestiones aparentemente re
sueltas. Para hacerlo cuentan con la presión política de ciertos grupos
subalternos que exigen una reformulación de los problemas y de las
prioridades sociales. Problematizar la norma y los modelos sociales
hegemónicos es consecuencia de la reflexión en teoría social y de la
reivindicación política de los grupos subalternos. Todavía ahora, en
nuestra sociedad, el ser humano normal o estándar es blanco, varón,
heterosexual, cristiano, sano, seronegativo (o seroignorante), abste
mio o sobrio y válido. Distintos movimientos sociales y políticos
cuestionan esa normalidad. Mostrar la heterosexualidad como un pro
ducto histórico y convertirla en objeto de estudio para las ciencias so
ciales es un intento por comprender cómo se define la normalidad (y
la centralidad social) en las sociedades contemporáneas.
El interés de las ciencias sociales por el sexo y por la sexualidad
ha sido continuo pero no central. Cuando nacen las ciencias sociales,
el Estado encarga a la medicina que diseñe reglas científicas que sus
tituyan la caduca normativa sexual religiosa. Es entonces cuando la
medicina inventa la heterosexualidad. Por eso, desde el siglo xix has
ta los años sesenta del siglo xx, la medicina monopoliza de forma he
gemónica la creación de saberes legítimos sobre ella. Hasta épocas
recientes, y salvo contadas excepciones, la demografía, la historia, la
sociología y la antropología se han ocupado de la heterosexualidad de
un modo tangencial y generalista. Hay que esperar a la década de los
ochenta del siglo XX (y a la influencia académica de los movimientos
feminista y gay) para que las ciencias sociales diseñen una mirada es
pecífica y directa sobre la heterosexualidad. La teoría feminista y la
crítica gay-lesbiana (institucionalizadas en las universidades anglo
sajonas como Women’s Studies y Gays and Lesbian Studies) y su in
fluencia en las ciencias sociales marcan un punto de inflexión res
pecto al modo en que estas contemplan la sexualidad en general, y la
heterosexualidad en particular. Desde los años ochenta, la heterose
xualidad se convierte en legítimo objeto de estudio sociológico.4
La humanidad rinde tributo a la diversidad. Las personas somos
más parecidas que distintas y más diversas que diferentes. Los seres
humanos lo tenemos todo en común. Pese a ello, es mucha la energía
dedicada a buscar en la naturaleza distingos que tan solo están en la
forma en que la vemos. La búsqueda de diferencias naturales entre
los seres humanos ha legitimado la desigualdad social. Sucedió con
los negros y con los criminales. Sucedió con los homosexuales y con
las lesbianas. Sucedió (sucede aún) respecto a varones y mujeres. Y,
sin embargo, los negros no son distintos de los blancos (las razas no
existen). Contra las afirmaciones científicas (entonces lo eran) de la
antropología criminal decimonónica, resulta que los criminales no lo
son por naturaleza, sino porque alguien ha creado las normas que
vulneran. Incluso se ha hecho evidente que, pese a la naturaleza, toda
enfermedad es social: nadie está enfermo si su entorno no lo recono
ce como tal. Y al revés, hay personas tratadas como enfermas sin es
tarlo (personas seropositivas, depresivas, menopáusicas o, simple
mente, excéntricas).
Una buena pregunta produce excelentes respuestas. Y una pre
gunta mediocre produce respuestas pésimas. Por eso cuentan los clá
sicos que lo importante es saber interrogar la realidad. Durante dos si
4. En el Estado español, las mismas condiciones sociales que en otros países impul
san el interés de las ciencias sociales por la sexualidad son las que frenan su desarro
llo e institucionalización. La consideración de la teoría fem inista como una teoría me
nor y la asociación sutil (pero eficiente y estigmatizadora) del interés sociológico de
quien investiga la diversidad sexual con sus prácticas personales retrasan hasta la dé
cada de los noventa la aparición de un núcleo académico estable que investigue so
ciológicam ente la sexualidad. En los años noventa, el Máster en Sexualidad Humana
de la Universidad Nacional de Educación a Distancia inicia un cambio en la situación
que culmina en el año 2000 con la creación del Grupo de Trabajo en Sociología de la
Sexualidad (en el marco de la Federación Española de Sociología). En el proceso de
acercamiento a la sexualidad por parte de las ciencias sociales en España también hay
que destacar las contribuciones realizadas en el marco de la Escuela de Etnografía de
Tarragona
glos la ciencia hegemónica ha buscado naturaleza allí donde no hay
más que sociedad y cultura. Y todo por formularse preguntas sobre la
diferencia en vez de sobre la diversidad. La desigualdad entre varo
nes y mujeres se ha explicado a partir de las diferencias. Diferencias
físicas, hormonales, cerebrales o cromosómicas. La ciencia hegemó
nica inventa y transmite a la crédula sociedad que la especie humana
tiene dos sexos (cuando por lo menos son cinco o incluso más)." Di
versidad. Diversidad por todas partes. Diversidad en la alimentación.
Diversidad lingüística. Diversidad afectiva y emocional. Biodiversi-
dad. Diversidad genética. Diversidad sexual. En un momento históri
co de redefinición física y cultural de la especie humana, la defensa
de la diversidad resulta básica. Los xenotrasplantes van a mezclar hu
manos con partes de otras especies y la ingeniería genética será capaz
de cruzarnos con ellas, mientras que la nanotecnología y la microci-
rugia nos convertirán en cyborgs. Va a haber hijos de dios (los que él
envía) e hijos de la ciencia (bebés mejorados y, dentro de poco, su-
perdotados). Las fronteras de lo humano se expanden de tal modo que
seguir buscando las diferencias va a crear más desigualdad. Aceptar
que lo humano es plural y defender su diversidad puede atenuar esos
procesos, y el campo de la sexualidad es un espacio de entrenamien
to político para hacerlo.
Existen diversas tradiciones en los discursos de la teoría social
sobre la sexualidad, pero todas ellas tienen en común la definición de
la sexualidad (y también de la heterosexualidad) como productos his
tóricos. La sexualidad (que es una estrategia social que busca regular
los conflictos que produce el deseo erótico) adopta en nuestras socie
dades la forma de heterosexualidad. La heterosexualidad es una for
ma de gestión social del deseo erótico que nace con la Revolución In
dustrial, se redefine con la llamada revolución sexual de los años
sesenta del siglo xx y que ahora está en crisis, o, lo que es lo mismo:
5. Para Fausto-Sterling (1998) existe una enorme gradación que va de varón a mu
jer. Están los herm s (que tienen un testículo y un ovario), están los m erms (con tes
tículos y ciertos aspectos de los genitales fem eninos, pero sin ovarios) y están los
ferm s (que tienen ovarios y algunos aspectos de los genitales masculinos, pero no tie
nen testículos). Una posible lectura de la «realidad» biológica (tan legítima como la
hegemónica y no menos verdadera) sería afirmar que los herms constituyen el sexo
natural de referencia, mientras que varones, mujeres, merms y ferms serían intentos
biológicos fallidos de alcanzar ese destino. A posteriori, la ciencia podría buscar (y
sin duda encontraría) las causas biológicas de todo ello.
en pleno proceso de cambio y de transformación. Eso significa que la
heterosexualidad es coyuntural, social e histórica, y que todo lo que
se ha dicho y escrito sobre ella, sobre sus desviaciones y sobre las di
ferencias que conlleva, tiene carácter local y provisional.
6. Badinter (1993), Brandes (1991), Clare (2002), Clatterbaugh (1990), Valdés y OI-
varría (1998), Connel (1995), Gilmore (1994), González Pagés (2002), Kimmel
(2001), Moore y Gillette (1993), M osse (2000), Sabuco y Valcuende (2003), Sánchez-
Palencia c Hidalgo (2001), Segal (1990), Segarra y Carabí (2000).
7. El 12 de diciembre de 2004, El País publicó una entrevista a la juez decana de
Barcelona (Maria Sanhuja) en la que esta responde a cuestiones relativas a los casos
de violencia de genero y declara que «las mujeres no siempre dicen la verdad» y que
«las riñas entre novios adolescentes están acabando en los juzgados de Guardia». El
Periódico de 13 de abril de 2005, da cuenta de la protesta que treinta y tres organiza
ciones de mujeres hicieron llegar al Consejo General del Poder Judicial pidiendo que
la jueza en cuestión se abstenga de realizar más declaraciones al respecto porque «ha
calcado el discurso de los colectivos más agresivos y más conflictivos».
lidad como agresiva y compulsiva, hay actos corporales definidos
como perversos cuando quienes los realizan son varones, pero no
cuando quienes lo hacen son mujeres. Las estereotipadas expectativas
sociales sobre la sexualidad de los hombres (alimentadas por los fe
minismos fanáticos en su propio provecho) la presentan como agresi
va y peligrosa (sobre todo para las mujeres y para la infancia). Que un
desconocido toque a un niño (o a una niña) es más sospechoso que si
quien lo hace es una mujer.
Los varones son discriminados por serlo. A ellos se les prescri
ben y proscriben roles, emociones y actitudes que no siempre están
dispuestos a asumir: «los hombres suelen experimentar tensión entre
lo que necesitan para sí mismos y lo que la cultura les atribuye como
necesidades» (Seidler, 2000, p. 176). El género discrimina a los varo
nes porque ciertos recursos y posibilidades sociales les son menos ac
cesibles que al resto de las personas. La definición de la maternidad
como función biológica (y no como lo que es: una función social que
se puede aprender) es un ejemplo de discriminación de los varones,
que, además, fomenta una visión limitada tanto de sus identidades
como de sus posibilidades sociales. Crear leyes que definen de mane
ra parcial los maltratos afirmando que los maltratadores son siempre
varones también es una forma de discriminación de los hombres. De
igual modo, excluir las agresiones homófobas de la llamada violencia
de género revela la perspectiva sexista con que el feminismo de Esta
do aborda tales cuestiones. Obviar y negar las condiciones sociales de
género que posibilitan la discriminación de los varones tiene conse
cuencias sobre el conjunto de la sociedad. José Angel Lozoya brinda
un ejemplo de esto último cuando afirma que nadie denuncia en pers
pectiva de género el fracaso escolar (pese a que este es, sobre todo,
propio de varones). También se pregunta qué sucedería si el fracaso
escolar tuviera rostro de mujer. Investigar las masciilinidades sin de
finir claramente de qué se esta hablando y obviando que existen mas-
culinidades hegemónicas y otras subalternas es una forma muy poco
rigurosa y nada honesta de hacerlo. Y es que no todos los hombres
son iguales.
Salvo homosexuales y gays, los varones se asocian poco por el
hecho de serlo. Existen, eso sí, asociaciones de afectados por el sexis-
mo social nacido de la corrección política (las asociaciones de padres
y de separados y divorciados). Sin embargo, sus discursos de denun
cia política del sexismo que padecen apenas son tomados en cuenta en
un contexto que, de forma simplista, define a los varones como verdu
gos y a las mujeres como víctimas. Nuestra sociedad se empeña en ha
blar del patriarcado como si este fuera un producto creado por los va
rones con el que las mujeres no tuvieran nada que ver (excepto como
víctimas), hasta el punto de que ser hombre se ha convertido en una
suerte de agravante de no se sabe muy bien qué. Y ser hombre hetero
sexual todavía es más sospechoso (pero tampoco se sabe de qué). Hay
discursos feministas fanatizados que han tenido éxito en la construc
ción de nuevos mitos en los que los hombres (sobre todo los heterose
xuales) aparecen como monstruos, como verdugos o como imbéciles
e idiotas. Estos discursos devalúan las prácticas masculinas de igual
modo que el patriarcado devalúa las prácticas de las mujeres. Poco a
poco, y como antes lo fueron las mujeres, los hombres son definidos
como una nueva forma de alteridad. Pero, en este caso, es la correc
ción política la que articula y vehicula el proceso.
Oasis de frivolidad en el desierto homófobo
2. Entienden todos los varones que, en algún momento de su biografía, han tenido
relaciones eróticas con otros varones; para ser una persona que entiende es irrele
vante tanto la frecuencia como la intensidad con que tales relaciones tienen lugar
(Guasch, 1987b).
3. Sobre la situación social de la diversidad sexual en el mundo pueden consultarse
tanto los informes anuales específicos que elabora Amnistía Internacional com o los
que presenta la ILGA (Internacional Gay Lesbiana).
cárcel son amenazas menos cotidianas y más improbables. En Espa
ña, las personas que entienden pueden crear parejas estables que tie
nen reconocimiento estatal. El Estado español es pionero en la lucha
contra las agresiones y la discriminación; si bien la homofobia am
biental y la violencia (física y simbólica) que comporta se mantienen
casi inalterables. En España, quienes entienden no son molestados
por la policía y tienen derecho tanto a besarse como a andar abraza
dos en público (aunque pocos lo hacen por temor a ser insultados).4
En España, existe prensa gay, programas de radio gays, librerías gays,
restaurantes gays, agencias de viajes gays; también hay escritores,
políticos, catedráticos, militares y sacerdotes gays que desarrollan
sus actividades con mayor o menor fortuna y acierto, pero sin ser
molestados (explícitamente al menos) por causa de su afectividad.
Ante un panorama como el descrito escribir sobre el éxito gay pare
ce incontestable.
En la España del siglo xxi las personas gays tienen la convic
ción de ser libres. Pese a que solo pueden ser gays a tiempo parcial y
en espacios acotados para ello. Les es permitido amarse y ser visibles
en contextos predeterminados ajenos (aunque accesibles) al resto de
la población. Quienes cruzan las fronteras de las reservas adaptadas a
la gente gay se exponen a violencia clara o sutil de quienes no lo son.
España es un oasis gay en el desierto homófobo. La calidad de vida
de la gente gay en España es similar e incluso mejor que la calidad de
vida de los gays de las sociedades más avanzadas. Pero el gueto sigue
siendo el espacio social básico que conforma la realidad gay. Pese a
ser sórdido, provinciano, sucio y cutre, el gueto (léase Chueca) fun
ciona como un campo de refugiados (Pichardo, 2003) al que los per
seguidos acuden a lamerse las heridas y escapan, al tiempo, del in
fierno local en que vivían. Sin embargo, el gueto impone toda clase
de límites a quienes lo pueblan. Son fronteras simbólicas, sociales y
espaciales que cuentan con sus propias alambradas (sutiles, pero no
por ello menos eficientes). Por eso hablar de libertad en ese contexto
implica un cierto sarcasmo.
4. En España todas las personas tienen derecho a tener relaciones sexuales en espa
cios públicos sin ser amonestados por las fuerzas de seguridad (siempre y cuando no
haya menores de edad presentes). El delito de escóndalo público no se construye,
pues, teniendo en cuenta los espacios en los que acontece la acción, sino en función
de la protección de los menores, si bien no queda claro de qué hay que protegerlos.
El gueto urbano cumple una importante función de control so
cial. Pero también tiene funciones económicas. Aunque sean de mala
calidad, en el gueto se crean puestos de trabajo para quienes no Jos en
cuentran en otras partes. Otra cosa es defender la pertinencia de vivir
para siempre en un campo de refugiados, publicitándolo, además,
como el paraíso feliz que prometieron los profetas de la liberación gay.
El modo carnavalesco de pensar el mundo gay cuenta con el aplauso
y la complicidad ignorante de una izquierda anodina y sin ideas que
aplica ineficaces (pero correctas) políticas de gestos hacia el mismo,
y que todavía no ha entendido que el problema jamás fue la homose
xualidad, sino la homofobia. La homofobia (que se oculta ahora bajo
una capa de corrección política) permite que las personas gays sean to
leradas por una sociedad que les obliga a vivir en áreas bien delimita
das, pero que no les permite hacerlo en todos los espacios sociales.
Esa tolerancia (que no es respeto) se concreta y se hace visible gracias
al gueto. El gueto jamás es voluntario. El gueto es una estrategia de los
grupos subalternos para sobrevivir en un medio hostil.
Hay muchos varones que entienden. Pero no todos se convierten
en gays. Hay ciertas condiciones sociales que facilitan (o no) ese pro
ceso de transformación; es preciso explicar cuales son y qué caracte
rísticas tienen. Los varones que entienden y que hacen pública tal
condición disponen de diversas estrategias para escapar a las presio
nes sociales (la homofobia) derivadas de ello. La más visible de esas
estrategias es transformarse en gays. Pero que sea la estrategia más
visible no implica que sea la más eficiente. Los recursos y las ener
gías dedicadas a hacerse gay tienen elevados costes biográficos para
las personas que optan por hacerlo (aunque pocas veces son evalua
dos por quienes los pagan). Hacerse gay a tiempo completo implica
una radical redefinición de los escenarios familiares y laborales, y
también de las redes de amistad. La emigración a las grandes ciuda
des suele ser el modo en que se concreta todo ello.
Hacerse gay es, en cierto sentido, una huida que implica una
elección que conlleva renuncias. Es por eso que muchos hombres que
entienden suelen ser gays a tiempo parcial. Ello les permite mantener,
en la medida de lo posible, sus redes familiares y laborales, al tiempo
que amplían y redefinen sus redes de amistad. Vivir como gay a tiem
po parcial (durante los fines de semana, las vacaciones y las fiestas de
guardar) sirve para escapar a la presión del entorno y para compartir
una parte del tiempo con el grupo de iguales. Pero en ningún caso es una
solución definitiva, ya que la homofobia persiste en sus entornos ha
bituales y aguarda el regreso de los turistas de fin de semana. Los
gays a tiempo parcial utilizan los recursos del gueto como válvula de
escape. Pero ello no hace desaparecer la presión social que padecen,
ni tampoco hace visible su estilo de vida. En otras palabras, la homo
fobia y el heterocentrismo permanecen inalterables. La función social
de esta estrategia social de gestión del amor entre hombres es mante
ner encerrados en el gueto a quienes entienden. Y hay que insistir en
que el gueto, más que un espacio urbano es, sobre todo, un espacio
social y simbólico.
En el imaginario social existen mujeres y chicas cosmopolitan
que hacen todo lo posible por adecuarse a las expectativas que el pa
triarcado tiene sobre ellas (las protagonistas de la serie Sexo en Nueva
York son un ejemplo televiso de ello). De igual modo, existen hombres
y chicos zero que procuran adecuarse a las expectativas que la socie
dad heterocéntrica tiene sobre lo gay. Esto último es una forma de
gueto sutil, que marca las fronteras de lo socialmente posible. Algunos
gays a tiempo completo que no quieren emigrar a las grandes ciudades
ni abandonar sus espacios habituales se acogen a esta forma de gueto
para minimizar la homofobia ambiental. El antiguo marica del pueblo,
económicamente autónomo y con peluquería unisex de su propiedad,
se transforma en alguien sofisticado y moderno que entiende de deco
ración, gastronomía y moda. Se transforma en gay. Pero no puede ir
mucho más allá. Porque no le dejan. De este modo, la promesa de la
vida gay, que fue pensada como un instrumento, se convierte en una
calle sin salida que es, al tiempo, un camino sin retorno. Y, con el
tiempo, muchas de estas personas comprueban que han sucumbido a
una falsa promesa, porque la vida que se les permite en el gueto tiene
poco que ver con las expectativas que tenían.
Quienes emigran a los guetos urbanos son jóvenes y jóvenes
adultos. Acuden en busca de empleo y de una vida mejor. Pero al
poco tiempo descubren que la orgía erótica interclasista que espera
ban (prometida en el mito gay) es un recurso que se agota con facili
dad a la hora de organizar la vida cotidiana y afectiva. El mito erótico
gay es biográficamente insostenible. La pobre calidad de las relacio
nes humanas que se producen en el gueto son causa de desazón entre
quienes lo habitan. Si a ello se le añaden los bajos salarios, la econo
mía sumergida y la precariedad laboral, se entiende con facilidad que
la clase social es un elemento clave que condiciona la viabilidad eco
nómica (pero no la emocional) de la vida gay a tiempo completo en
los guetos urbanos. Las relaciones y las emociones basura son recu
rrentes en el día a día de estas personas. Y es que el gueto urbano,
como cualquier otro espacio (iglesias, estadios de fútbol, o bibliote
cas), condiciona las actitudes y las conductas de quienes lo ocupan.
La mala conciencia y la estúpida empatia progre con que secto
res de nuestra sociedad contemplan a los grupos subalternos provoca
que se proyecten en ellos una supuesta solidaridad interna de la que,
en realidad, carecen. La antropóloga Norma Mejía (2005) explica
bien esto último respecto a las personas transexuales y respecto a las
putas. De igual modo, y poco a poco, la sociedad española cuestiona
la solidaridad interna de los grupos inmigrantes ante el hacinamiento
en viviendas, los casos de realquilados que pagan más que el alquiler
real, el fenómeno de las camas calientes o la subcontratación de tareas
en el caso de la limpieza industrial. La intersolidaridad gay también
es un mito, tanto como lo son la presunta mafia rosa o el denominado
lobby gay. El mercado no tiene patria. Ni tampoco conciencia. Así
que emigrar al gueto es una apuesta arriesgada y muchas personas
son devoradas por él.
En España, vivir públicamente como persona gay es casi imposi
ble para quienes trabajan en la educación, en el sector sanitario, en la
construcción o en los cuerpos de seguridad. Tampoco los ejecutivos o
los miembros de los consejos de administración de las empresas lo tie
nen mucho más fácil. La discriminación, la autocensura y la violencia
simbólica o física contra las personas que entienden no depende de la
clase sino del género; es decir: de la homofobia. La homofobia es una
forma de violencia de género que el feminismo de Estado no asume
como tal, y, hasta el momento, tan solo las asociaciones de padres y
madres de gays y de lesbianas (que no forman parte del movimiento
gay) piensan y exigen políticas públicas eficaces que la com batan/
muestra mucho menos xenófobo que la sociedad que lo produce (se entiende que es la
sociedad heteroxenófoba la que produce tanto los guetos com o las xenofobias).
12. Al respecto véase Roca (1996).
13. Se trata de las Compañías de Operaciones Especiales, comandos bien entrena
dos que, a diferencia de la Legión (que son fuerzas de choque) actúan sobre todo en la
retaguardia enemiga. En el imaginario social y castrense, ambos cuerpos son igual
mente masculinos (a diferencia de, por ejem plo, los ingenieros que se ocupan de las
com unicaciones) pero a los miembros de las COE, se les supone una preparación téc
nica (artes marciales, estrategias de supervivencia, uso de tecnologías sofisticadas) de
la cual los legionarios carecen.
lidad con pasividad y afeminamiento. La cadena simbólica que revisa
Viñuales (2002) y que liga (o, nunca mejor dicho: encadena) género,
prácticas sociosexuales, clase de deseo y sexo biológico funciona ya
entonces con escasos problemas. De este modo, la sociedad de la épo
ca entiende que un macho (español, por supuesto) de la especie hu
mana debe ser viril (y, a ser posible, peludo), practicar (sobre todo) el
coito vaginal y desear e intentar seducir a las mujeres. De igual modo,
se supone que una hembra de la misma especie es femenina y, en con
secuencia, jamás toma iniciativas sociales y mucho menos sexuales
(las prostitutas constituyen una excepción). En esta cadena simbóli
ca, del binomio sexo-género derivan de forma natural tanto las for
mas de deseo (lo que los médicos llaman orientación sexual) como
las conductas y actitudes sociosexuales concretas: pasividad social y
sexual en las mujeres (y a ser posible candidez inocente) e iniciativa
social y sexual en los varones (a lo que se añade cierto aire chulo y
tramposo).
La estructura de esta cadena simbólica y las posiciones que en
ella ocupan varones y mujeres (cuyas relaciones y roles están clara
mente previstos) es un mapa que permite entender qué sucede cuan
do algunas personas no encajan en el modelo. La existencia de disi
dentes puede derrumbar el sistema y por ello se activan dispositivos
de control social para evitarlo. A través del marica, estos mecanismo^
integran al varón poco viril en un sistema de representación en el que
es el género (y no la orientación ni las prácticas sexuales, ni tampoco
el sexo biológico) lo que le da pleno sentido y permite organizado. El
género es el elemento central de la cadena simbólica que describe Vi
ñuales. Así pues, y pese a su sexo biológico (se trata de un macho de
la especie humana), el varón con déficit de hombría es asignado al gé
nero femenino (con los roles, actitudes y apariencia pertinentes). Es
marica quien no cumple con las normas y expectativas de género pre
vistas para los hombres, y esto sucede al margen de sus preferencias
y gustos sexuales. Tanto en el franquismo como en la actualidad, la
etiqueta de marica amenaza a todos los varones por igual (al margen
de su opción sexual) y les impulsa a adecuarse a las normas de géne
ro. Por una cuestión de honor ningún hombre de verdad admite ser
tratado como un marica. Por analogía, se identifica al marica con la
mujer. Y es ahí donde aparece la conexión entre sexismo y homofo
bia, porque un hombre de verdad jamás admite ser tratado como mu
jer. La identidad atribuida al marica se adecúa bien a esa estructura
binaria de género y la refuerza. El marica es una desviación funcio
nal porque permite a todos los varones (sea cual sea su opción sexual)
afirmar sü género normativo negándolo en él.
La sociedad española del tardofranquismo esperaba del marica
que fuera limpio, ordenado, aseado, educado, pródigo en afeites (lo que
hoy en día se denomina cosmética) y, sobre todo, hábil en tareas do
mésticas (como limpiar, planchar, cocinar y cuidar a sus ancianas y
viudas madres) consideradas impropias en un hombre. Se esperaba
del marica lo mismo que se espera de las mujeres: domesticidad. El
sistema adjudica a los maricas idénticos marcadores de género que a
las mujeres. Vista la forma heterorreal (Sabuco y Valcuende, 2003)
de percibir, pensar y presentar al gay en la España del siglo xxi (asu
mida y propalada por los medios y políticos gays), puede adelantarse
una conclusión: el gay contemporáneo es una actualización del mari
ca franquista y de la transición. Con el agravante de que, hoy en día,
la presentación heterorreal de las personas gays cuenta con la com
plicidad interesada de quienes podrían cuestionarla y denunciarla.
Las fronteras de género que enmarcan a los varones crean per
sonajes sociales particulares derivados de tales premisas: donde antes
estuvo el marica ahora está el gay, uno y otro implican una infantili-
zación heterorreal del amor entre varones. Al menos en España, hay
que entender la actual función social de los gays de forma análoga a
la tuvieron los maricas (Guasch, 1991a) del tardofranquismo y de la
transición. Con la particularidad de que, hoy en día, la presentación
heterorreal de las personas gays cuenta con un contexto de mercado
que fomenta el consumo identitario, de manera que todo lo gay se ha
convertido en imagen de marca.
14. El PSUC (o Partit Socialista Unificat de Catalunya) fue un vivero de cuadros po
líticos que más tarde pueden encontrarse tanto en el socialism o de diseño propio del
Partit deis Socialistes de Catalunya como en el paternalismo nacional y convergente
encamado por Jordi Pujol. Tampoco hay que olvidar a los ministros y ministras de go
biernos de derechas que fueron militantes del PSUC.
tren demasiado). La corrección política con que se trata en Cataluña
las distintas oleadas migratorias (castellanohablantes primero,15 y ex-
tracomunitarias después) son un ejemplo de la renuncia que se pide a
los otros como peaje de su aceptación. Pero en el fondo persiste cier
ta altanería autosuficiente que tiende a olvidar que siempre emigran
los mejores y que, en consecuencia, sus aportaciones son más que re
levantes para la sociedad de acogida. La Barcelona canalla, libre y li
bertaria que contagió al resto de España entusiasmo y pasión por la
sociedad abierta ha sido sustituida por una Cataluña neorrural mez
quina, cerrada y borracha de diseño.
En Cataluña, la corrección política se emplea como estrategia
para disimular y maquillar la superioridad con que los nativos del es
pacio socioconvergente contemplan a los inmigrantes. Y la manera en
que la sociedad catalana gestiona la cuestión gay es análoga al modo
en que gestiona la inmigración. También a las personas gays se les
pide cierta etiqueta (que vistan de manera adecuada, no formen es
cándalos y procuren imitar los estilos de vida socialmente prescritos)
como forma de pago por la tolerancia social que se les ofrece. La to
lerancia nada tiene que ver con el respeto. Este último, implica acep
tar sin condiciones la humanidad de los otros (y los derechos de ciu
dadanía que por ello les corresponden). Al contrario, la tolerancia es
un acto mediante el cual los grupos dominantes se otorgan el privile
gio de conceder lo que no les pertenece. Todo ello conforma un esce
nario que fomenta la aceptación de las reglas de juego impuestas por
los grupos hegemónicos (encarnadas en la corrección política) y la
consiguiente renuncia a las particularidades del estilo de vida de las
personas gays o que entienden.
La corrección política ha penetrado de tal forma en el talante
social de Cataluña, que ha convertido una sociedad que fue contesta
taria en una masía donde nunca pasa nada y en la que el sentido críti
co (y también el sentido del humor) constituyen bienes escasos. Un
ejemplo de ello es el modo en que el tema de la adopción de niños y
de niñas del llamado Tercer Mundo es tratado por la sociedad catala
na. Existen parejas (heterosexuales o no) que alardean de lo solidarias
que son al adoptar niños y niñas de países pobres. Parejas que defien
16. En el desayuno ofrecido por el alcalde de Barcelona con motivo del Día del Or
gullo Gay, parte del auditorio escuchó atónito cómo empresarios (y lo que es peor: lí
deres gays) defendían ante aquel las bondades de un hotel gay (ubicado en el gay-
xam ple) entonces recién inagurado.
que las personas son actores. Según eso, la espontaneidad en la vida
social es más bien poca. Al contrario, las personas planifican y desa
rrollan estrategias para relacionarse con los demás. Tales estrategias
se organizan en torno a una lucha por la información en la que se bus
ca obtener el máximo número de datos sobre los demás, procurando
ofrecerles solamente la información seleccionada para ello. De lo an
terior se siguen dos conclusiones: primero, que la manipulación de la
información y la mentira son básicas en las relaciones sociales; se
gundo, que si las personas conceden tanta importancia a la imagen es
porque saben que por ella serán evaluadas. De ahí que la hegemónica
y heterorreal forma de presentación pública de homosexuales y gays
sea tan exitosa entre ellos.
Es preciso distinguir imagen de identidad. En las sociedades
simples la imagen (vestidos, tatuajes, escarificaciones, peinados, mo
vimientos del cuerpo) funciona como una proyección externa de la
identidad. Lo mismo sucede en las sociedades preindustriales. En
esos ámbitos, las personas tienen claro quiénes son, porque ello les
viene dado por la cultura y por la estructura social. Se trata de socie
dades con poca movilidad social, en las que el lugar que se ocupa en
el mapa del parentesco y en la comunidad permite pocas desviaciones
entre lo que se es y lo que se aparenta. Cierto grado de desviación en
tre identidad e imagen es inevitable porque en todas partes las perso
nas son evaluadas mediante estereotipos que simplifican la realidad
(los estereotipos son una suerte de caricaturas que la re-presentan).
Sin embargo, tanto en las sociedades simples como en las preindus
triales, el grado de desviación entre imagen e identidad es pequeño,
porque las personas suelen ser lo que sus sociedades esperan que
sean: a menor complejidad social menores posibilidades de desvia
ción y menos desajustes respecto a la norma.
Pero adecuarse al cumplimiento de la norma no construye iden
tidad (si acaso la maquilla y disimula). La identidad es la respuesta a
una cuestión de pertenencia y también de intimidad. La identidad es
el modo en que las personas se interpretan y se definen, primero, ante
sí mismas y, después, frente a los demás. En las sociedades de cam
bio social lento (las simples y las preindustriales) la identidad no sue
le ser un problema, ya que las personas apenas cuentan con recursos
propios para pensarse a sí mismas de un modo distinto a cómo su so
ciedad lo hace. En tales contextos, las cuestiones identitarias se plan
tean muy poco, y, cuando eso sucede, las respuestas suelen ser claras
y merecen la credibilidad de quienes preguntan. En las sociedades
donde no se producen rupturas radicales con la tradición las pregun
tas identitarias obtienen respuestas sólidas: «Soy una madre», «Soy
un guerrero», «Soy un anciano».
La desviación entre imagen e identidad es mucho más frecuente
en las sociedades complejas porque en ellas la cantidad y calidad de
las interacciones sociales es tal, que, de forma continuada y exponen
cial, surgen nuevas formas de estar y nuevas palabras para nombrar
las. En la fase actual de desarrollo del capitalismo, la desviación en
tre identidad e imagen desaparece porque la segunda deja de ser una
proyección exterior de la primera, de manera que el envoltorio susti
tuye al contenido. La imagen pierde su sentido instrumental y se con
vierte en destino, meta y objetivo. En el capitalismo actual, tanto en
las interacciones sociales como en los mapas simbólicos, la imagen
deja de ser una estrategia para comunicar la identidad y se convierte
en un fin por sí mismo. La imagen permite confirmar estereotipos so
bre grupos y personas que se usan para circular rápido por la realidad
social simplificándola. De este modo, las personas creen saber a qué
atenerse en sus relaciones con los otros a partir de evaluaciones rápi
das que suelen confirmar ideas preconcebidas (basadas en la ignoran
cia) respecto a la gente evaluada. Por eso quienes son sometidos al
escrutinio social intentan no defraudar las expectativas que se tienen
sobre ellos. Tiene sentido que las personas se ocupen de su imagen,
porque saben que por ella serán evaluadas. El problema es que nues
tras sociedades priorizan la imagen hasta llegar a confundirla con la
identidad.
Organizar las biografías (personales y grupales) en torno a la
imagen implica pensar y sentir al albur de contextos externos que
son, por definición, frágiles y cambiantes. La epidemia de melanco
lía (o de depresión, si se prefiere) que azota nuestras sociedades tiene
que ver con ello. En las biografías personales, vivir a través de la ima
gen supone un estado de dependencia respecto al qué dirán que gene
ra ansiedad para lograr beneplácito y reconocimiento social. El impe
rio de lo frívolo y superficial es tan potente que apenas deja espacio a
los valores que constituyen los pilares de la identidad. En nuestra so
ciedad, existe una analogía entre el modo en que las personas se pien
san a sí mismas (a través de la imagen) y el modo en que muchas per
sonas gays buscan legitimarse ante la sociedad. En ambos casos se re
nuncia a los valores que conforman la identidad, para buscar el aplau
so externo construyendo una imagen adecuada a lo socialmente espe
rado y aceptable.
Nuestra sociedad está enferma porque renuncia a la identidad y
la sustituye por la imagen. La identidad implica compromiso (sobre
todo ante uno mismo) y una vida cotidiana acorde con lo que se cree.
La identidad supone vivir de dentro hacia fuera. Hay que pensar la
identidad y la imagen como procesos, y no como estructuras; sin em
bargo, la primera es más constante y más sólida porque se elabora a
medio y largo plazo, siendo el corto plazo patrimonio de la imagen.
En resumen, vivir sin identidad y renunciar a los valores en función
de lo socialmente correcto es una forma de traición personal y colec
tiva que genera tristeza, depresión y vacío. Por eso nuestra sociedad
está enferma. Y la imagen gay hegemónica es uno de sus síntomas
más preocupantes.
La actual imagen gay hegemónica, aceptada sin chistar por quie
nes cuentan con instrumentos para cuestionarla (líderes gays y pren
sa gay) presenta una sutil (pero intensa) homofobia. Frivolidad, pro
miscuidad a veces, narcisismo exhibicionista siempre y un supuesto
mayor poder adquisitivo (que niega las diferencias de clase, etnia, re
ligión y edad entre gays) son los rasgos básicos de este modo homó-
fobo de pensar a la homosexualidad masculina. Ser gay parece tan
maravilloso que se insta a muchos varones a imitar ese estilo hege-
mónico para adquirir cierto aire de distinción (tan propio de los varo
nes gays) y así pulir sus torpes maneras (ha habido varios programas
televisivos al respecto).
La identidad gay es inevitable mientras exista cierto umbral de
homofobia. La identidad gay es la respuesta política lógica a la dis
criminación que sufren quienes se apartan de las normas. La identi
dad gay y su traducción social y urbanística (el gueto) tienen sentido
para que quienes son insultados tengan espacios sociales y físicos
donde reconstruirse a sí mismos compartiendo y narrando con sus
pares experiencias de discriminación y de injurias. «El proceso de
conscientización fue utilizado por el movimiento negro en Estados
Unidos de los años sesenta [...] era un espacio en el que la gente po
día reconocer el dolor y el sufrimiento que habían soportado al
aprender a verse a través de los ojos de la sociedad dominante, pues
con ello aprendieron a menospreciar su experiencia y su cultura,
afirmar [...] que lo negro es bello era desafiar tanto las estructuras
externas de la opresión como las diferentes maneras en que habían
sido interiorizadas por los propios negros» (Seidler, 2000, p. 189).
La imagen devaluada de los negros fue sustituida por una identidad
orgullosa de serlo. Algo semejante hicieron las mujeres, los gays, las
lesbianas y los pueblos colonizados. Se trataba de repensar en posi
tivo lo que los grupos hegemónicos habían manoseado. Se trataba de
asumir el dolor y perdonarse sus errores. Por eso resulta lamentable
la degradación y el deterioro de la identidad gay actual y su sustitu
ción por la imagen. En este proceso se priva a las personas de un es
pacio de reflexión, y se niegan y se ocultan las experiencias de estig
ma y de dolor en medio de la fiesta inconsciente. En España, la
identidad gay ya no existe. Solo queda el espejismo de lo que pudo
llegar a ser si no hubiera sido traicionada por la política y absorbida
por el mercado.
Los errores son inevitables. Pero el compromiso es posible (di
fícil pero viable). Hay demasiado silencio sobre la frívola deriva que
caracteriza la vida cotidiana gay actual: ausencia de compromiso y
ninguna responsabilidad (ni con uno mismo ni con los demás). La
realidad gay actual encarna como nada el triunfo del proceso de anal-
fabetización política y emocional (diseñado por los apóstoles del ne-
oliberalismo conservador) que busca convertir a los ciudadanos en
consumidores irresponsables. La dolorosa (pero digna) resistencia de
maricas y mariconas de antaño ha sido traicionada por quienes visten
a la última moda y practican la respetabilidad. Se dedican a mendigar
algo de tolerancia y aceptación social al grito de «Somos normales y
queremos casarnos y adoptar». Hay mucha renuncia y traición detrás
de estas palabras. Porque la meta jamás fue lograr la condescenden
cia de nadie, sino alcanzar la libertad (o, al menos, pequeñas liberta
des cotidianas).
Quizá, solo quizá, la memoria común y el recuerdo de la tradi
ción compartida tengan poder para despertar las conciencias. Por eso,
el recuerdo de la República de Weimar y el desastre que la siguió de
berían sacudir tantos espíritus adormecidos y embriagados de adoles
cencia irresponsable. Porque mucho antes de la revuelta gay norte
americana de los años setenta, en la Alemania anterior al nazismo, las
disidencias sexuales (sobre todo entre las clases altas, pero no solo en
ellas) conocieron un oasis de fiesta y alegría devorado luego por el
desierto genocida. Eduardo Menéndez (2000) explica la inevitabili-
dad del nazismo en un contexto mundial racista y depauperado por la
crisis de 1929. La globalización actual y el miedo que provoca en las
sociedades europeas crean las condiciones de posibilidad para que la
historia se repita. Y, mientras tanto, los gays (y poco a poco las les
bianas) celebran gozosos una realidad claustrofóbica y suicida que
bien puede sepultarnos.
Epílogo. Odiseas masculinas en la modernidad tardía
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donde es la proporción de individuos que, en el instante t, creen que
el avión sí se estrelló. Este rumor fue tal que en pocos días se vendie
ron más de 200.000 copias del libro que inició dicho rumor.2
Guasch no debería menospreciar los sueños y la manera de analizar
la realidad social de Durkheim, ni debería olvidar que para entender la
conexión entre individuo y sociedad es crucial el concepto durkheimnia-
no de conciencia colectiva (conciencia que, dicho sea de paso, una re
ciente relectura de Durkheim a la luz de nociones derivadas del estudio
de los sistemas complejos podemos identificar —¿quizás en un futuro
medir}— con lo que hoy en día denominamos fenómeno emergente). Ya
que es a través de la solidaridad derivada de esa conciencia colectiva
que los individuos tienen la sensación de enfrentarse a una realidad só
lida y significativa y no a un caos incomprensible y terrorífico. Le gus
te a Oscar Guasch o no, la sociedad sobre todo es un universo moral.
Con todo, el libro es, en toda regla, una obra social y éticamen
te comprometida que responde a una intención decididamente per
Grup Tricksters
Juan M. García Jorba,3Jordi Cai's,4 Jordi Colobrans5 i Jordi Delgado.6
Junio de 2006