Violence">
Nothing Special   »   [go: up one dir, main page]

Guasch Heroes Cientificos Heterosexuales Y Gays Sub Cap 1

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 147

OSCAR GUASCH

HEROES, CIENTIFICOS, HETERO­


SEXUALES Y GAYS
Los varones en perspectiva de género

edicions bellaterra
© Edicions Bellaterra, S.L., 2006
Navas de Tolosa, 289 bis. 08026 Barcelona
www.ed-bellaterra.com

Impreso en España
Printed in Spain

ISBN: 84-7290-329-X
Depósito Legal: B. 34.903-2006

Impreso por Romanyá Valls. Capellades (Barcelona)


A la testosterona (bendita sea)
índice

Prefacio, 11

Presentación. Los hombres en perspectiva de género, 15

1. Héroes, 21
Masculinidades: definiciones y conceptos, 21 • La masculinidad en la
práctica, 32 ° Masculinidades: procesos y jerarquías, 36

2. Científicos, 47
Conocimiento y poder, 47 e Sabiduría, experiencia, tradición, y ciencia,
53 • Los hombres y el proceso de racionalización, 59 0 Resistencias, 67

3. Heterosexuales, 79
Sexualidad, sida, enfermedad, y comida, 81 9 La sexualidad en pers­
pectiva social, 88 • Historia de la heterosexualidad, 90 • Los límites
(hetero) sexuales del sistema de género, 98 • Hombres heterosexuales:
una nueva forma de alteridad, 103

4. Gays, 109
Oasis de frivolidad en el desierto homófobo, 109 • De maricas a gays:
un largo viaje hacia ninguna parte, 121 • Maricones: formas de ser
hombre al borde de la extinción, 126 ® Gestión social de la diversidad:
tolerancia versus respeto, 128 • Imágenes sin identidad, 134

Epílogo: Odiseas masculinas en la modernidad tardía, 139

Bibliografía, 149
Prefacio

La Historia Universal no existe. Es demasiado complicado sumar to­


dos los puntos de vista que la conforman. Existen muchas historias.
Pero su universalidad depende tanto de la perspectiva como del poder
que tienen quienes las escriben. Toda investigación (histórica o no)
tiene carácter local. Demasiadas veces se olvida que investigar es una
actividad política inserta en el momento social en que acontece. Se in­
vestiga desde contextos económicos, financieros, y personales. Quie­
nes practicamos las ciencias sociales tenemos experiencia en recono­
cer que nuestra manera de ver el mundo y el lugar que ocupamos en la
sociedad condiciona lo que investigamos. Eso también sucede con el
resto de las disciplinas. Solo que los físicos y las estadísticas (por ci­
tar dos ejemplos) suelen pensarse inmunes a influencias históricas, po­
líticas y económicas. Las prácticas profesionales, las científicas y las
expertas son prácticas ideológicas. Pero la mavoría de auienes las lle­
van a cabo lo disimulan.
Son tantas las condiciones que mediatizan cualquier investiga­
ción, que su control es imposible. Por eso hay que aplicarse mucho
para que no desvirtúen el análisis. Toda investigación es local (o sub­
jetiva). Y el mejor modo de regular la subjetividad es asumiéndola
(los positivistas dirían que confesándola). Si bien es cierto que el en­
sayo admite más licencias que la academia, conviene destacar el carác­
ter subjetivo, personal y político de cualquier investigación. También
se investiga desde supuestos teóricos que, a menudo, son premisas
ideológicas no explicitadas. Por todo eso, es pertinente señalar de qué
legitimidad parte quien escribe y cuáles son sus posiciones persona­
les que, claro está, son posiciones políticas e ideológicas. Son muchos
los puntos de vista posibles sobre las realidades de que en el texto se
tratan, pero el que aquí se plantea no es peor que otras formas de con­
templarlas. Es una perspectiva contaminada ideológicamente. Pero si
alguna ventaja tiene, es que es consciente de ello.
No represento a nadie. Ni nadie me representa. Desde luego, no
me representan quienes lideran el movimiento gay hegemónico y de­
finen la agenda política gay y sus prioridades (nunca he votado al res­
pecto). La única legitimidad que me asiste (y que me basta) es mi
experiencia. Se trata de una experiencia inserta en una biografía co­
lectiva. No represento a nadie. Salvo a mí mismo. Pero si existo, es
posible que existan otros como yo, que sientan y piensen cosas seme­
jantes. Nadie está solo. Eso lo aprendí cuando fui homosexual. Ense­
guida supe que había otros que amaban como yo. Fui homosexual,
pero por poco tiem po.^a homosexualidad es una'forma culta (cientí­
fica, si se quiere) de homofobial Así que dediqué parte de mi tiempo
docente e investigador a denunciarla, para contribuir a su desapari­
ción. Dentro de ese proyecto intelectual y personal, este libro cierra
la trilogía iniciada con La sociedad rosa (Guasch, 1991a) a la que si­
guió La crisis de la heterosexualidad (Guasch, 2000).
Tras mi breve etapa homosexual me hice gay. Este fue un perío­
do más largo y, desde luego, mucho más divertido. Durante un tiem­
po viví una orgía adolescente, despreocupada y bastante irresponsa­
ble. Algo de lo que no me arrepiento. En aquella época, el deseo entre
varones se traducía en placeres de manera inmediata, en una suerte de
democracia erótica interclasista. Desde la transición democrática has­
ta mediados de los ochenta, los varones entendían aunque no fueran
gay. De hecho, la mayoría no tenía muy claro qué era eso de ser gays
(si bien intuían que era más digno que ser maricas o maricones). Así
que ser gay no estuvo tan mal. Fue una categoría abierta, flexible e in­
determinada. Decidí dejar de ser gay cuando se produjo su institucio-
nalización política, social y mediática; y me reafirmé en ello tras com­
probar la deriva gay en cuanto identidad basura, imagen de marca y
producto de consumo. Ya no soy gay, ni homosexual tampoco. Soy un
hombre que, como tantos otros, padece violencia de género. En mi
caso, el estigma y la discriminación se producen porque incumplo las
normas sociales que proscriben a los hombres desearse entre sí. Pero
no represento a nadie. Solo a mí mismo. Pero si existo, es posible que
existan otros como yo, que sientan y piensen de forma semejante.
Tengo la teoría y la tengo la experiencia de la discriminación. Por eso
detesto las imposturas derivadas de la corrección política que busca
tolerar (con empatia socialdemócrata) a quienes se apartan de las'
normas.,_cuando, en realidad, los.desprecian.,
La homofobia puede ser sutil y habitar espacios insospechados.
Y suele estar hecha de corrección política. Esta última es una actitud
condescendiente con las personas diferentes que es negada a gritos
por quienes la practican. La mediocre y altanera normalidad contem­
pla con desdén (disimulado, pero evidente) a quienes se apartan de
ella. En mi entorno laboral (la academia) todo eso se práctica sin re­
parar apenas en la impostura (magistral, eso sí) que conlleva. La ho­
mofobia me persigue por los pasillos, pero es raro que provenga de
mis estudiantes. Quizás es porque los solteros jamás alcanzamos el
estatus de adultos. Y eso nos condena a un espacio simbólico análo­
go al de las mujeres. En consecuencia, nuestras prácticas son deva­
luadas. A los hombres solteros se nos.piensa como adolescentes in­
maduros. Estos atributos afectan más, si cabe, a los hombres que
entienden y que han salido del armario (yo prefiero decir que han sa­
lido de los retretes en los que estaban ligando). Yo soy uno de esos
varones. Y por eso padezco la corrección política de mis colegas y de
la institución a la que pertenezco.
La corrección política es una forma de desprecio que implica ri­
gidez emocional. Quienes la practican son emocionalmente incapaces
de habérselas con la diversidad y se esconden en ella de igual modo
que los burócratas se protegen tras las normas. El cambio social ac­
tual es global y muy rápido. Y las sociedades, para crecer y competir
(o para colaborar entre sí) necesitan un plus de flexibilidad en las for­
mas de pensar el mundo que les permita adaptarse al nuevo contexto
caracterizado por la transformación acelerada de las variables que lo
conforman. La rigidez emocional derivada de la corrección política
crea sociedades poco flexibles, ancladas en el qué dirán. Y eso con­
lleva desventaja competitiva. La rigidez emocional empapa todos los
ámbitos del sistema social, económico y cultural de mi país, Catalu­
ña. Pero esto no es un alegato que defienda el neoliberalismo actual.
Es una cuestión más sutil, y por ello más importante.
El mestizaje social y cultural resulta inevitable. Pero su gestión
social está contaminada por la perspectiva kumbayá con que los cata­
lanes nos acercamos al mismo. El carácter catalán es un subproducto
francés. Por eso el chovinismo es una de sus características básicas.
Pero al menos los franceses son capaces de apropiarse de las aporta­
ciones de los demás (afrancesándolas). Algo que en Cataluña rara vez
sucede. El modelo de corrección política con que mi país piensa las
realidades y las culturas distintas tiene su origen en la inseguridad y
el miedo que provoca la diversidad. Se tolera la alteridad, pero al
mismo tiempo se le niega su legítimo derecho a existir tal y como es.
El modelo de corrección política también se aplica para lidiar con la
diversidad sexual y afectiva. Pero lo peor es que quienes podrían pen­
sar (y liderar) otros estilos de vida y otras formas de amar, acepten ser
tolerados al precio de laminar su propia diversidad. De ahí que me
niegue a ser gay, aunque asumo que entiendo. Y es que todas las per­
sonas tenemos derecho a autodeterminarnos más allá de las etiquetas
que socialmente nos corresponden.
Presentación
Los hombres en perspectiva de género

La masculinidad es como una cebolla: no hay nada debajo y hace llo_r


rai^La masculinidad está hecha de capas y capas (de ritos, palabras y
significados) que no esconden ningún núcleo ni ningún corazón. La
masculinidad es volátil y es sutil, incluso cuando no lo son algunas de
sus manifestaciones sociales visibles: violencia, competitividad e in­
dividualismo. La masculinidad forma parte de un relato mítico mc-
diante el cual se ofrece a los hombres la tierra prometida (en forma de
reconocimiento social) siempre y cuando se adecúen a las normas
de género) que les corresponden. Es una promesa fáustica. Mefistófe-
les (la sociedad) tienta a los hombres con engaños y falsas promesas,
porque nadie les informa del precio que deben pagar por acceder y
mantener el estatus de hombres de verdad: «Sé un hombre_y todo esto
será tuyo». (Pero nadie especifica a qué precio!]
La masculinidad implica sufrimientos, esfuerzos, renuncias y ne­
gaciones. También fuerza a asumir riesgos para probar ante el resto de
los varones que se merece conservar e] estatus de hombre de verdad y
el reconocimiento social que comporta. Vivir como hombres normati­
vos facilita mantener el beneplácito del resto de los varones; pero hay
que probar que se es digno de él. Y hay que probarlo todo el tiempo J)
en todas las interacciones sociales. Hacerlo suele ser agotador. En este
sentido, las mujeres lo tienen más fácil porque no deben probar nada
(salvo decencia y decoro). Tiene razón Simone de Beauvoir cuando
escribe en El segundo sexo que las mujeres se hacen a lo largo del pro­
ceso social que las convierte en tales. Pero su punto de vista ha tenido
un éxito social limitado. Las sociedades occidentales, como la mayo­
ría, siguen pensando que es el hombre quien se hace. Para ello asocian
a las mujeres con la biología mediante la estratagema de definir como
naturales funciones sociales como la maternidad o la alimentación de
la descendencia . Creer que «el hombre se hace» implica que sus atri-
butos pueden malograrse (ya que son definidos como caracteres ad-
quiridos en el proceso de socialización). Y, al contrario: nuestra socie­
dad asume que a las mujeres les es casi imposible perder lo que la
naturaleza les otorga. Por eso, a las lesbianas con hijos se las piensa
antes madres que lesbianas. La maternidad confirma a las mujeres
como tales. Pero la naturaleza no brinda parecidos instrumentos res­
pecto a los hombres. Por eso la masculinidad es una condición frágil
que puede perderse. Se trata de un proyecto biográfico y social que no
termina jamás, y que siempre puede cuestionarse.
La m asculinidad es una forma de género. Y el género es estruc­
tura social. Se trata de una forma universal de organizar la sociedad.
El género está en todos los lugares y en todas las épocas. El género es
estructura social y es orden simbólico, pero no existe de igual modo
en todas partes. Para entender el género en distintas culturas es preci­
so hacer un análisis particular de cada sociedad concreta y evitar ge­
neralizaciones de tipo etnocéntrico. El género (como la edad) es una
variable universal de estratificación”social que regula los roles y el
acceso y la distribución de los recursos. Pero existen algunas socie­
dades con más de dos géneros, y otras en las que los atributos que
conlleva son distintos de los nuestros. Por eso es un error pensar que
el género actúa de igual modo en todas partes.
En España, los contextos históricos y teóricos del tardofran­
quismo y de la transición lastran el desarrollo de los estudios sobre
masculinidades circunscribiéndolos al estudio de la homosexuali­
dad masculina. En la década de los ochenta, los estudios de género
sobre varones aún no estaban de moda. En esa época, el desarrollo de
los estudios de género liderados por el feminismo priorizan teorizar
lalTdesigualdades que padecen las mujeres. Pero una vez cubiertos
esos objetivos no se dio el paso siguiente: analizar las consecuencias
del género en los hombres. En España, los feminismos han alcanzado
su madurez intelectual y gozan de un merecido (e incluso envidiable)
reconocimiento social en términos de feminismo de Estado. A princi­
pios del siglo xxi, las teóricas feministas revisan las masculinidades
con ojos de mujer. Pero eso tiene consecuencias indeseables, porque
esa mirada excluye el punto de vista de los hombres. El desarróllenle
una mirada autónoma y crítica de los hombres sobre sí mismos está
por construir. No existe un movimiento social amplio e interclasista
(análogo al movimiento feminista) que se ocupe de ello. Este ensayo
pretende explorar y mostrar ese vacío mediante el análisis y la tipifi­
cación ideal de algunas de las formas más comunes que la masculini­
dad adopta en nuestro entorno: héroes, científicos, heterosexuales y
gays.
La noción de masculinidad aún está en construcción. El primer
capítulo, «Héroes», revisa las condiciones políticas y teóricas que
contribuyen a definir este nuevo concepto social y analítico. Es un
proceso todavía inconcluso. «Héroes» crítica las distintas formas de
naturalización del género masculino, y se centra en la descripción y
el análisis de algunas de sus formas ideales comunes: héroes, ancia­
nos, efehos y afeminados. El capítulo también revisa el orden jerár­
quico masculino, para concluir que es preciso hablar de masculinida­
des en plural, ya que esta presenta formas hegemónicas y otras que
son subalternas. Incluso la masculinidad prescrita (la heroica) tiene
carácter plural. La masculinidad heroica es relacional, situacional e
histórica, y engloba formas de heroicidad no previstas por ella. El de­
nominado heroísmo marica es un ejemplo al respecto. Estas formas
de heroicidad marica son comunes en las estrategias políticas radica­
les no violentas. La resistencia pasiva (por ejemplo, mediante huelgas
de hambre) permite a los hombres formas de heroicidad pacífica a la
que se adscriben también algunas mujeres.
El segundo capítulo «Científicos» revisa el actual modelo cien­
tífico hegemónico y sus relaciones con la masculinidad prescrita. La
racionalidad eficiente característica de las sociedades y de las organi­
zaciones de los últimos doscientos años, apuntala y legitima la mas-
culimdáTTdominante colocando las emociones fuera del sujeto cog-
noscente (Seidler, 2000). De este modo, tanto la subjetividad como la
experiencia de la realidad que conlleva se excluyen de los ámbitos le­
gítimos de producción de conocimiento, porque se entiende que están
contaminados por las emociones. En la actual fase de desarrollo del
capitalismo, el analfabetismo emocional es común en hombres y mu­
jeres. Pero mientras ellas siguen teniendo espacios donde socializar y
compartir sus formas de entender el mundo, los hombres han perdido
buena parte de su capacidad narrativa y sienten que la cercanía emo­
cional con otros es un síntoma de debilidad. De este modo, los relatos
que los hombres comparten entre sí, son heroicos o son científicos.
Pero pocas veces incorporan la intimidad, ya que esta es una forma de
transparencia carente de disimulo, que no pueden permitirse si pre­
tenden vivir el mito heroico,que la sociedad les ofrece.
El tercer capítulo, «Heterosexuales» define y caracteriza el con­
cepto de sexualidad en perspectiva sociológica y presenta una historia
del desarrollo de la heterosexualidad en cuanto producto científico.
También analiza los límites sexuales del sistema de género y expli­
ca el modo en que las categorías de puta y de marica estigmatizan a
quienes cuestionan el sistema para, así, reforzarlo. El cuarto y último
capítulo, «Gays» es una relectura (en perspectiva de género) de etno­
grafías sobre homosexualidad masculina escritas en los años ochenta
(Guasch, 1987a, 1987b y 1987c) y pretende mostrar en qué y de qué
modo han cambiado las masculinidades subalternas desde entonces
hasta la actualidad.
Este es un libro escrito en perspectiva de género. La corrección
política impone que se hable de varones profeministas, en vez de
hombres feministas, a secas. Los feminismos de Estado contemplan
con desdén a los hombres feministas y alimentan puntos de vista se­
xistas que insisten en considerar a los varones verdugos y a las muje­
res sus víctimas. Tanto en las administraciones como en los partidos
políticos, la mala conciencia de muchos hombres y su pánico a ser ta­
chados de sexistas facilitan la aceptación acrítica de políticas de gé­
nero que sí lo son. La ley contra la violencia de género es un ejemplo
al respecto, que, además, no ampara a todas las personas que la pade­
cen (porque obvia que la homofobia también produce y es violencia
de género). El máximo éxito de los feminismos de Estado es su re­
producción institucional y los empleos que genera para quienes tra­
bajan en sus organizaciones y proyectos.
Demasiadas personas que pueblan las instituciones del feminis­
mo de Estado han hecho del sectarismo su razón de ser, al tiempo que
producen discursos cerrados y claustrofóbicos que se retroalimentan.
Y, vista la vida cotidiana de las mujeres en la sociedad actual, no pa­
rece que sus políticas hayan servido de mucho. Con los feminismos
de Estado sucede igual que con las ciencias de la salud del siglo xix.
Estas últimas se atribuyen victorias sociosanitarias que, en realidad,
son producto de mejoras sociales en torno a la higiene y la nutrición.
De igual modo, la mejor situación social de las mujeres se explica
más por los avances democráticos generales, que por las actividades
del feminismo estatal. Y es que las políticas de los feminismos de Es­
tado apenas afectan al núcleo duro que articula la discriminación de
las mujeres: el sexismo y la misoginia. El fracaso de esos feminismos
fomenta que la perspectiva de género se siga pensando como exclu­
siva de las mujeres (porque es lo único que les queda para legitimar
la forma actual de sus instituciones y organizaciones).
El modo en que los feminismos de Estado condicionan las polí­
ticas públicas de género y las agendas de los partidos políticos pre­
senta analogías con la influencia que el movimiento gay hegemónico
ejerce en esos mismos ámbitos. El movimiento gay nace en el Estado
español en el marco de la Cataluña del tardofranquismo y de la tran­
sición. Hasta los años ochenta del siglo pasado, la historia de las re­
laciones del movimiento gay con las administraciones es la historia
de un desencuentro. Pero la aparición del sida transforma esa situa­
ción. La lucha contra la epidemia crea espacios de diálogo y trabajo
en común entre administraciones y movimiento gay. Tal colaboración
se da, sobre todo, con sectores respetables de aquel dispuestos a re­
nunciar a parte de su agenda política en aras de la misma.1Este mo­
delo respetable de presentación pública de lo gay determina la cen-
tralidad de la reivindicación del derecho al matrimonio por parte del
movimiento gay hegemónico y facilita, al tiempo, su inclusión en las
agendas de los partidos de izquierda. La actual situación social gay,
está condicionada por la corrección política (derivada del temor a la
acusación de homofobia) asociada a la respetabilidad gav en un con­
texto de mercado que fomenta el consumo identitario^
Al igual que los feminismos de Estado, el movimiento gay he­
gemónico solo ofrece victorias pírricas. El matrimonio gay es un
ejemplo. Se trata de un derecho al que se accede como consecuencia
de los procesos de democratización y que, a medio plazo, será común
en Europa. Pero la incidencia de ese derecho sobre el núcleo duro que
conforma la discriminación de los hombres (la homofobia) será más
bien discreta. El llamado matrimonio gay no es bueno ni es malo, es
un derecho, y es inevitable mientras haya democracia. Pero el reco-

1. Distintas perspectivas sobre la historia y el desarrollo de las estrategias políticas


gays pueden encontrarse en Vélez-Pelligrini (2004), Calvo (2003b) y Sánchez y Pé­
rez (2000).
nocimiento y la legitimación social que comporta es de alcance limi­
tado, y la respetabilidad que se paga por ello va a impedir ir más allá.
Las instituciones, los políticos y, sobre todo, la sociedad ya se han
acostumbrado a tratar con gente presentable. Va a ser muy difícil que
asuman negociar con personas que no lo son y que tampoco preten­
den serlo. Por otra parte, es dudoso que las cabezas visibles y mediá­
ticas del movimiento gay se arriesguen a perder las carreras políticas
que esa estrategia les ha permitido alcanzar.
En la mayoría de las sociedades, incluida la nuestra, la masculi­
nidad tiene un carácter mítico. Los mitos no son evaluados ni testa­
dos, pero constituyen un referente normativo respecto al cual se ar­
ticulan los discursos y las prácticas. Así pues, la masculinidad define
un modelo ideal que actúa como referente pero que no tiene traduc­
ción real. Y es que los procesos de socialización siempre producen
personas imperfectas respecto al modelo prescrito (sea por exceso o
sea por defecto). Ésto significa que, aunque quiera, ningún hombre
cumple de forma estricta con la masculinidad prescrita en su socie­
dad. El sistemático fracaso de los procesos de socialización permite
la existencia de una amplia gama de desviaciones respecto al modelo
normativo. Algunas sociedades son capaces de prever las desviacio­
nes de la masculinidad normativa mediante nichos sociales en los que
se ubica a quienes se desvían de ella (tal es el caso de berdaches y
chamanes, y también de maricas y gays).
Salvo los homosexuales y gays, los varones se asocian poco por
el hecho de serlo. Existen, eso sí, una especie de asociaciones de
afectados por el sexismo social nacido de la corrección política: las
asociaciones de padres y de separados y divorciados. Sin embargo,
sus discursos de denuncia política del sexismo que padecen no son to­
mados en cuenta en un contexto que, de forma simplista, define a los
varones como verdugos y a las mujeres como víctimas. Nuestra so­
ciedad se empeña en hablar del patriarcado como si este fuera un pro­
ducto creado por los varones con el que las mujeres no tuvieran nada
que ver (excepto como víctimas). Estelibro pretende desarrollar nue­
vos puntos de vista sobre todo esto.
1.
Héroes

Masculinidades: definiciones y conceptos

En nuestra sociedad, la masculinidad dominante es el resultado de


una estrategia social mediante la cual ciertos varones se reconocen y
respetan entre sí. Se trata de una alianza implícita que la mayoría de
los varones suscriben de algún modo (Gil Calvo, 1997) y que se ex­
presa a través de rituales inespecíficos. La masculinidad hegemónica
se construye mediante el sexismo y la homofobia. Las mujeres y los
homosexuales (pero también los minusválidos o los miedicas) son
los otros a quienes se atribuye un, estatus social interior;, La masculi­
nidad dominante es una forma de complicidad entre varones basada
en la exteriorización ritual y verbal del sexismo, de la misoginia y de
la homofobia. Este pacto entre varones tiene tal resonancia social,
que incluso afecta a los que no lo suscriben o lo rechazan. Hay que
entender la masculinidad como el resultado de estructuras de género
que organizan la identidad y los roles de los varones, al margen de que
cumplan o no los modelos socialmente previstos para ellos. La mas­
culinidad es un todo que engloba tanto las normas como sus desvia­
ciones. La masculinidad incluye también a quienes vulneran sus
normas (sean homosexuales o gays). Al fin y al cabo, lo que los psi­
quiatras llaman homosexualidad masculina es una más de las múlti­
ples formas de ser varón previstas por nuestra sociedad. La masculi­
nidad es una forma de género que suele estar adscrita a los varones,
pero no siempre. La masculinidad también afecta a las mujeres por­
que j j ^ género es un sistema relacional. La masculinidad, tal y como
es definida en la tradición judeocristiana y musulmana, no es univer-
sal^Hay que evitar proyectar el modelo de género binario propio de
nuestra sociedad a otros contextos culturales. La masculinidad no es
algo inmutable sino que es un producto social que cambia a lo largo
de la historia (Connell, 1995; Segal, 1990).
Hay sociedades que tienen más de dos géneros (Saladin, 1986;
Cardín 1984) y otras en las que sus manifestaciones concretas poco
tienen que ver con las nuestras (Mead, 1982). Cada cultura produce
sus formas particulares de género y, como afirma Vendrell (2002), es
etnocéntrico convertir el problema de la identidad masculina occi­
dental en un problema antropológico (es decir, universal). Los infor­
mes etnográficos (Gilmore, 1994; Herdt, 1992) muestran que los ritos
de iniciación, las ordalías, y las pruebas respecto a la virilidad existen
en muchas partes y suelen ser muy duras. Pero de eso no puede infe­
rirse que tales culturas reproduzcan nuestros modelos de masculini­
dad. Hay muchas sociedades que no conocen la masculinidad como
Occidente. La cuestión de la masculinidad es una realidad social que
solo existe donde la reivindicación política denuncia los efectos de la
discriminación por género. El concepto de masculinidad es un pro­
ducto occidental en proceso de elaboración teórica, política y social,
que no puede extrapolarse sin más a otros contextos.
Sin embargo, en el marco de la aldea global, la problematiza-
ción de la masculinidad ha sido exportada a muchas partes mediante
la formación política y la consiguiente occidentalización de las élites
de todo el orbe. La masculinidad es un concepto sociológico de tipo
instrumental que tiene su origen en el feminismo y en el movimiento
gay, y que sirve para reflexionar sobre el género en cuanto elemento de
estructura social. Pero la cuestión de la masculinidad es un asunto oc­
cidental (de origen sobre todo anglosajón) irrelevante en la mayoría
de las sociedades del planeta. El problema de la masculinidad es un
asunto minoritario que aún no ha sido plenamente formulado y que
no genera preocupación en todas partes. En Oriente Próximo, en el
Magreb, en el Africa subsahariana, en América Latina o en el Sudo­
este asiático, la cuestión de la masculinidad es un tema menor. Otra
cosa es que en todos esos contextos existan distintas calidades de do­
minación masculina (Bourdieu, 1998) con consecuencias sociales im­
portantes.
Ningún lugar hay en la naturaleza humana, ni en el cuerpo de los
varones, donde habite la masculinidad. La masculinidad es una idea,
un producto histórico, una invención en la que las hormonas y la fi­
siología sexual juegan un papel secundario (por no decir nulo). In­
tentar explicar mediante la naturaleza cuestiones que afectan a una
especie (la humana) que es capaz de filtrar (e incluso suprimir) los
dictados de la biología es una forma recurrente de legitimar la desi­
gualdad. Afirmar que una conducta humana es natural (además de ser
falso, ya que los humanos somos seres sociales) implica una opción
política porque lo natural se piensa permanente y, en consecuencia,
de difícil transformación. Afirmar que las diferencias entre humanos
son de origen natural permite deslegitimar las políticas sociales con­
tra la desigualdad. En la especie humana los genes y las hormonas su­
gieren, pero finalmente es la cultura la que decide qué hacer. Sin em­
bargo, para entender la masculinidad hay quienes siguen explorando
los cuerpos. Eso es tan absurdo como investigar el aparato digestivo
para entender la gastronomía (Tiefer, 1996).
La masculinidad es una forma de género y tiene carácter rela-
cional; eso significa que es preciso estudiarla de manera histórica (y
no natural), analizando las relaciones de poder que permiten subor­
dinar a quienes no se ajustan al modelo (sean mujeres, otros varones,
o bien personas no estándar en una sociedad dada, como los inmi­
grantes, los minusválidos o las personas enanas). La masculinidad
está hecha con los significados que le atribuye cada sociedad. Y es
que el género, además de estructura social, es una forma de pensar la
realidad. El género es una re-presentación social. Para entender la
importancia de los significados a la hora de pensar y definir la reali­
dad, cabe señalar que existen estigmas (e incluso delitos) asociados al
valor simbólico que se otorga a las cosas. La distinta perspectiva mo­
ral con que se tratan las partes del cuerpo explica que el trabajo ma­
nual sea digno y el sexual indigno. Manos y genitales son partes del
cuerpo. Pero la vergüenza y el pudor asociado a los segundos confor­
man un juicio moral que fundamenta tanto el estigma de las mujeres
llamadas putas, como el delito de proxenetismo. Contratar trabajado­
ras convierte a los empresarios en buenos (salvo que las contraten
para el trabajo sexual). La asignación de significados es siempre ar­
bitraria e implica una postura política. Es arbitrario priorizar los abu­
sos sexuales por encima de los laborales. Y también es arbitrario dar
valor añadido a la violencia de género en vez de a la violencia de cla­
se. Las sociedades occidentales de capitalismo avanzado rechazan
toda clase de violencia y de abusos a las personas, pero se muestxaiL
vehementes en la condena de los que son sexuales o de género. Prior i-
zar unos y no otros es una opción arbitraria, política y también moral.
Para entender la realidad social es preciso comprender los signi­
ficados y el modo en que cada sociedad gestiona el orden simbólico. La
masculinidad incluye lo que nuestra sociedad define como normativo,
bueno, ordenado y recomendable para los varones; pero también englo­
ba lo que en ellos se considera inadecuado, desordenado o malo. Esta
es una definición normativa, que asume que las sociedades definen
idealmente cómo deben ser los varones, pero que también reconoce
que no todos ellos reproducen el modelo normativo en la vida real. Sin
embargo, el ideal de masculinidad en cada sociedad concreta se con­
vierte en un referente que condiciona el discurso y que genera desvia­
ciones respecto del modelo establecido. Tan importante como estudiar
las normas que definen la masculinidad es estudiar sus desviaciones;
el análisis de estas últimas permite conocer las condiciones de posibi­
lidad que permiten (o no) el cumplimiento de aquellas.
Las distintas clases de masculinidad deben situarse en su contex­
to histórico. Hay que hablar de masculinidad en plural: masculinida-
des. Pese a que forman parte del mismo modelo, en las sociedades
complejas existen masculinidades hegemónicas y otras que son subal­
ternas. Existe una jerarquía de masculinidades. La masculinidad hege­
mónica se socializa en la estructura social, en la familia, en la escuela,
en los medios de comunicación, a través del derecho, etc. También son
relevantes al respecto el lenguaje y la división social del trabajo. Sin
embargo, que exista una masculinidad hegemónica implica que exis­
ten otras que son subalternas. Son masculinidades devaluadas, de me­
nor rango, con poco o nulo prestigio social. Pero las masculinidades
subalternas no tienen por qué ser alternativas al modelo hegemónico.
Tal es el caso de la masculinidad de los homosexuales en la España an­
terior al modelo gay, que, pese a ser subalterna (Guasch, 1991a) no
genera modelos alternativos, puesto que se construye con los mismos
instrumentos simbólicos que utiliza la dominante.
La masculinidad, en cuanto problema político elaborado en las
sociedades occidentales, no debe confundirse con el machismo ni
tampoco con el patriarcado, aunque uno y otro son necesarios para
entenderla. El machismo es la estrategia radical de género que algjj;
nos varones emplean para definir sus identidades sociales y persona-
les^El machismo es una de las múltiples formas que adopta la mas­
culinidad. La particularidad del machismo es su visibilidad social y
su carácter estereotipado. Pero la masculinidad es algo mucho más
elaborado y sutil; tan sutil que los varones además de desearla la pa­
decen (aunque no suelen percatarse de ello). El patriarcado, por su
parte, es un sistema de organización social caracterizado por la auto­
ridad pública y doméstica del padre, y, sobre todo, por la subordina­
ción política, social y económica de las mujeres. Las políticas femi­
nistas triunfan al denunciar el machismo en cuanto caricatura de los
varones, pero fracasan en su empeño de eliminar la desigualdad entre
los géneros. De esa derrota y de ese triunfo nace la cuestión de la
masculinidad en Occidente. La problematización de los roles y de las
identidades de los varones es consecuencia directa del feminismo y
de sus secuelas sociales.
Las transformaciones de la masculinidad en las sociedades oc­
cidentales afectan a los varones en todos los aspectos de su vida coti­
diana (tanto privada como laboral). La masiva incorporación de las
mujeres al mundo del trabajo modifica la ubicación de los hombres
en un sistema que es relacional (el género) y los descoloca; por eso
los hombres se ven a obligados a resituarse en aquel.1Pero mientras
que las mujeres se han revelado capaces de colonizar la práctica tota­
lidad de los espacios sociales (aunque no siempre alcanzan las máxi­
mas cotas de poder), los varones tienen serias dificultades para asumir
actividades que hasta ahora se consideraban propias de las mujeres
(en especial los cuidados y las responsabilidades domésticas). El pe­
aje que pagan las mujeres por los éxitos políticos del feminismo se
traduce en estrés doméstico y laboral, y en una clara pérdida de esta­
tus de las profesiones que colonizan (es el caso de la mayoría de las
especialidades médicas). Y es que la lucha por la equiparación legal
no termina con la discriminación real.

1. «Las m odificaciones iniciadas por las mujeres han tenido, naturalmente, conse­
cuencias en las vidas de los varones y todo un orden ha entrado en crisis. La intimi­
dad, el ámbito de lo privado, se ha vuelto público, se han problematizado las relacio­
nes que antes protegía un velo cultural. Se ha vuelto objeto de política lo que antes se
resolvía en casa, donde existía una clara asignación de autoridad. La violencia do­
méstica y sexual, reconocida hoy com o violac'ón de los derechos humanos, pone el
dedo en la llaga en un armazón cultural que genera más problemas que los que re­
suelve» (Valdés y Olavarría, 1988, p. 8).
La lucha política por los derechos civiles y por la igualdad, por
sí sola, no termina con la discriminación. El caso de los Estados Uni­
dos de América del Norte muestra que, pese a las luchas contra la dis­
criminación, los blancos siguen siendo favorecidos por un sistema
pararracista que atraviesa toda la estructura social. De igual modo, las
mujeres, pese a la igualdad legal, siguen padeciendo discriminación
real. En ambos casos, la reivindicación política termina por estrellar­
se contra estructuras sociales (sea el capitalismo, sea el patriarcado)
capaces de absorberlo todo. Reflexionar, cuestionar, criticar, para, al
final, dejar las cosas como están. En cuanto a los hombres, son mu­
chos los que, desconcertados ante los procesos de degeneración (es
decir, de descomposición de los referentes clásicos de género) pare­
cen sobre todo preocupados por su identidad (pero no por la discri­
minación de género que también padecen). La problematización de
las masculinidades en las sociedades occidentales viene a ser un nue­
vo intento político de reforma del patriarcado (esta vez buscando la
complicidad reflexiva de los varones). Sin embargo, esto último pa­
rece difícil mientras los varones no entiendan, asuman y combatan la^
discriminación de género que padecen. Y es que es un error pensar
que los grupos dominantes no tienen problemas. Otra cosa es que se­
pan reconocerlos como tales.
El género hegemónico se contempla en el espejo que le brindan
los grupos subalternos (en especial las mujeres y las personas gays)
que denuncian los efectos dañinos del sistema. Pero no existe un am­
plio e interclasista movimiento de varones contra la discriminación
de género porque estos no son conscientes de padecerla. El género, la
raza, la orientación sexual y las discapacidades son invisibles para los
hombres, para los blancos, para las personas heterosexuales y para
los válidos, respectivamente.2Pero cuando los normales dejan de ser­
lo, comprenden muy bien las consecuencias de ello. Marta Allué
(2003) explica bien todo esto cuando afirma que las personas son
temporalmente válidas y que su encuentro con la discapacidad les lle­
va a cuestionar muchas de las supuestas normalidadesj que habían

2. Kimmel (2001) afirma que la raza es invisible para los blancos, del mismo modo
que el género es invisible para los varones. De igual modo, puede afirmarse que la
orientación sexual es invisible para los heterosexuales. N i los varones,, ni los blancos,
ni tampoco los heterosexuales son conscientes de los beneficios y privilegios que
otorga ser blanco, ser varón o ser heterosexual, respectivamenteT
asumido previamente. La masculinidad hegemónica es un ejemplo de
cómo los grupos dominantes pueden padecer las consecuencias so­
ciales de serlo (aunque no se percaten de ello). La masculinidad he­
gemónica tiene consecuencias sociales graves que afectan de forma
negativa a las biografías particulares de los hombres concretos. Por
eso son precisas políticas educativas novedosas (de carácter no sexis­
ta) que insistan en tales cuestiones y que formen ciudadanos prepara­
dos para el afecto (además de para las matemáticas).
La masculinidad atraviesa transversalmente todo el sistema so­
cial y conforma una suerte de aristocracia basada en el género. Quie­
nes no forman parte del círculo aristocrático padecen distintos grados
de discriminación (al margen de que sean varones o mujeres). La
masculinidad implica un estatus adquirido y no transmisible, en el
que cierto grupo de pares se reconoce como superior a los demás (y
también está presente entre homosexuales y gays). La homofobia, en
cuanto estrategia social para señalar las fronteras de género, cumple
con la función de sancionar a quienes no se ajustan al modelo pres­
crito. Entre jóvenes y adolescentes, es el grupo de pares el que, me­
diante la amenaza de calificativos como nenaza, cobarde, marica, y
otros, frena las posibles adhesiones hacia actitudes consideradas poco
o nada masculinas. Gracias al marica (y a sus equivalentes estructu­
rales) se estigmatiza a los que incumplen las normas de género pre­
vistas para los hombres. De igual modo, mediante la loca (Guasch,
1991a), ciertos homosexuales que se autodefinen como masculinos
estigmatizan a los que (según ellos) no lo son lo suficiente.3
La masculinidad es volátil, tiene poca sustancia, pero gran efi­
ciencia. La masculinidad es el resultado de la presión social que indu­
ce a los varones a cumplir con las normas de género para mantener los
privilegios y beneficios que se derivan de ello. La cuestión relevante
es saber si cumplir con las normas compensa. La heterosexualidad es
un estilo de vida previsto para toda la población (Guasch, 2000), que
se publicita como ideal afectivo mediante la promesa de recibir re­
compensas sociales si se cumple con lo prescrito. Sin embargo, como

3. En la prensa y en internet pueden encontrarse anuncios para gays que buscan re­
lacionarse con otros. Una lectura detallada de los mismos permite reparar en una de­
manda común «abstenerse locas y gente con pluma». A principios del siglo xxi se re­
piten los mismos latiguillos y estereotipos de género que en el siglo anterior.
explican las personas heterosexuales, las recompensas rara vez son só­
lidas o consistentes. La heterosexualidad remite los refuerzos positi­
vos por cumplirla a un futuro que nunca es el esperado. Por eso hay
quienes afirman que el mayor privilegio gay es, precisamente, no te­
ner privilegios heterosexuales (Gamson, 2002). Algo parecido sucede
con la masculinidad, y analizar los estereotipos de género permite re-
lativizar los beneficios y privilegios que la masculinidad otorga, hasta
él punto de considerarlos más castigos que premios.
Los estereotipos de género conforman un sistema binario en el
que lo masculino define su contrario. Se trata de una perspectiva sim­
plista que elimina matices y entiende que lo masculino es propio de
varones (y también de algunas, pocas, mujeres). En nuestra sociedad,
los estereotipos de género (tanto positivos como negativos) se elabo­
ran mediante la asociación del género con la naturaleza. Según esto,
las mujeres (y por extensión los maricas) son poco racionales, están
dominadas por las pasiones, no tienen criterios estables, practican la
manipulación emocional, mienten y son histéricas o anoréxicas y bu-
límicas.4 También hay estereotipos que definen lo femenino como un
estándar dulce, amable, expresivo e imaginativo. Al contrario, a los
varones se les piensa como racionales, capaces de tomar decisiones
e iniciativas, serios y rigurosos, y emocionalmente estables; si bien
también presentan estereotipos negativos tales como agresividad y
violencia, incapacidad emocional asociada a dificultades para el com­
promiso y excesivo individualismo.
Los estereotipos sobre los hombres de verdad muestran que «ser
hombre es ser activo y da derechos [...] El hombre es una persona
autónoma, libre, que trata de igual a los otros hombreé [...] Debe dar
siempre la sensación de estar seguro [...] El varón debe ser fuerte, no
tener miedo, no expresar sus emociones ni llorar, salvo en situaciones
en que llorar refuerce su hombría [...] El hombre es de la calle, del
trabajo [...] los hombres son heterosexuales, les gustan las mujeres,
las desean, deben conquistarlas para penetrarlas y poseerlas. La natu­
raleza del hombre, su animalidad, le señala que el deseo puede ser
más fuerte que su voluntad [...] ser hombre es ser recto, responsable,
le obliga a comportarse correctamente, es ser digno, solidario con los

4. Es posible entender la anorexia como una forma de control social de las mujeres
que sustituye a la clásica histeria freudiana (Toro, 1996).
niños, las mujeres y los más débiles y los ancianos, el hombre tiene
palabra» (Valdés y Olavarría, 1988, p. 15). Estos resultados se obtu­
vieron de investigaciones planteadas en Latinoamérica, un universo
directamente conectado con el español.
La particularidad de los estereotipos de género es que presentan
la realidad como binomios opuestos, pese a que varones y mujeres lo
tienen todo en común (hígado, riñones, boca, brazos, corazón, etc.).
Varones y mujeres son más parecidos que distintos. Sin embargo, la
mayoría de investigaciones formulan preguntas sobre las diferencias
entre unos y otras. Hay trabajos sobre las distintas capacidades emo­
cionales de varones y mujeres, trabajos sobre los diferentes usos del
lenguaje, análisis sobre las razones que explican la mayor facilidad
de los varones para la abstracción matemática, etc. Al final, las expli­
caciones son siempre de orden social; es decir, las diferencias tienen
que ver con las expectativas que las sociedades tienen respecto a cada
género y con los distintos procesos de socialización que transitan
unos y otras (Gil Calvo, 1997). De nuevo sucede que priorizar el es­
tudio de la diferencia en vez de la investigar la diversidad es una de­
cisión política tomada por una ciencia que no es nada neutral5 y que,
además, comete el error de presentar a varones y mujeres como si
fueran grupos homogéneos, negando su ingente diversidad interna.
Más allá de los estereotipos, la masculinidad también puede de­
finirse como un proceso identitario que ayuda a los varones a pensar­
se a sí mismos y a ubicarse respecto a su entorno social. La masculi­
nidad es una forma de identidad social y personal que regula las
relaciones con los demás y que se aprende en los procesos de sociali­
zación. La masculinidad es un proceso social, emocional y subjetivo.
Es social porque tiene que ver con algo que se adquiere. Las personas

5. Las ciencias de la salud saben que el género (masculino/fem enino) es una cues­
tión social, y están convencidas de que el sexo (macho/hembra) es de orden biológi­
co. Entienden bien que masculino y femenino son realidades coyunturales (o histó­
ricas) mientras que piensan el sexo com o algo estructural. Por supuesto, están
equivocadas. El sexo (macho/hembra) también es un producto histórico. Machos y
hembras de la especie no existen como realidades radicalmente opuestas y distintas la
una de la otra. Al contrario, son un continuum en el que los machos presentan rasgos
de las hembras y al revés. Tanto por lo que respecta a los caracteres sexuales prima­
rios y secundarios, com o por lo que respecta a los cromosom as, machos y hembras
presentan extensos espacios de intersección. A l respecto, véanse Nuñez (2003), La-
queur (1994), y Fausto-Sterling (1998).
no nacen masculinas ni femeninas, aprenden a serlo. Es emocional
porque tiene que ver con cómo se sienten las personas (aunque luego
inviertan tiempo y energía en racionalizarlo). Y es subjetiva porque
está condicionada por las experiencias personales.
El género es anterior a las personas, las precede, y las socieda­
des, aún antes de recibirlas, ya conspiran sobre cómo deben ser. En
función del sexo biológico (que es otra construcción social) se gene­
ran expectativas respecto a la identidad social y personal de varones
y mujeres. Como señala Viñuales (2002), existe una cadena simbóli­
ca que asocia sexo biológico con género, prácticas sexuales y orien­
tación sexual. De este modo se espera que un macho de la especie hu­
mana sea masculino y heterosexual, y que practique sobre todo el
coito vaginal. El proceso de aprendizaje del género y de la orienta­
ción sexual está previsto y funciona incluso antes de nacer. Las per­
sonas nacen para aprender. Incluso realidades percibidas como si fue­
ran naturales están condicionadas por los procesos de socialización.
Al respecto son sugerentes los ejemplos sobre el uso de drogas6 y el
coito anal.7
El deseo erótico se aprende. Hay mecanismos institucionaliza­
dos (visibles en los libros de texto, en el derecho, en la publicidad, y
en los mitos culturales y religiosos) que enseñan a la personas qué de­

6. Hace ya varias décadas que Howard Becker (1971) probó que los fumadores de
marihuana aprenden a gozar de sus efectos compartiendo con sus pares expectativas
al respecto. Las expectativas culturales sobre los efectos esperados de las drogas son
centrales en ellos (Comas, 1986). Oriol Romaní (1999) detalla tres variables que con­
dicionan los efectos de las drogas: la persona usuaria y sus características, la sustan­
cia empleada y el contexto en que se usa. De este modo, es posible que la misma sus­
tancia tenga efectos distintos según el contexto en que se emplea. Por ejem plo, el
tabaco ha funcionado como estimulante (el rapé), com o alucinógeno (en sociedades
simples autóctonas de América del Sur) y hoy en día como ansiolítico (fumándolo en
cigarrillos).
7. El placer sexual se aprende. Pese a que el clítoris tiene muchás más terminacio­
nes nerviosas que el pene (es decir, está naturalmente más preparado para el placer),
lo cierto es que existen más mujeres que varones con dificultades para acceder al pla­
cer corporal y sexual. La razón es que a las mujeres se las previene contra el sexo
mientras que a los varones se les anima a disfrutar de él. Por eso la psiquiatría inven­
ta más perversiones masculinas que femeninas (Plummer, 1991). Las denominadas
perversiones sexuales son formas de exploración sexual, y eso explica su menor fre­
cuencia psiquiátrica (que no social) en las mujeres. También los varones que practi­
can el coito anal aprenden a gozar de sus efectos. Al principio, el coito anal resulta do­
loroso. Pero al final termina siendo una actividad placentera porque quienes la
practican aprenden a disfrutarla.
sear y de qué forma expresarlo. De este m odojje socializa a.los_..v.am.-
nes para ser erotizados por_las.mujeres (y viceversa). Las normas y
las formas de deseo erótico se aprenden, y sus desviaciones también.
Existen procesos de aprendizaje no institucionales ni normativos que
permiten a las personas erotizar realidades, actos y conductas distin­
tas de las previstas. Tal es el caso de la llamada orientación sexual
y de las preferencias por el sexo duro o por el sexo vainilla (Wise-
man, 2004). Nadie nace heterosexual, el y la heterosexual se hacen
(Guasch, 2000). Existe un proceso de aprendizaje institucionalizado
que enseña qué desear en función de la cadena simbólica que asocia
sexo biológico, género y prácticas sexuales. Tanto las personas hete­
rosexuales como las que no se definen corno tales (las homosexuales,
por ejemplo) aprenden a serlo. Sin embargo, se ignora qué clase de
procesos de aprendizaje emocional permiten a ciertas personas dis­
tanciarse de lo socialmente previsto. Las personas nacen con capaci­
dad de deseo. Pero lo que desean depende de cómo aprenden (o no)
aquello en lo que la sociedad pretende instruirles.
Explicar características humanas priorizando variables de orden
biológico o natural es una temeridad que muestra la falta de rigor (y
la perspectiva política e ideológica) con que la ciencia hegemónica
estudia los seres humanos. En resumen, al igual que el placer y el de­
seo, los efectos de las drogas, la orientación sexual o las preferencias
gastronómicas, las masculinidades (tanto las hegemónicas como sus
desviaciones) se adquieren a lo largo del proceso de socialización.
Pero estos últimos fracasan por sistema. Los procesos de socializa­
ción siempre son imperfectos, porque los humanos no son máquinas
que reproducen sin más los programas. De ahí deriva la necesidad de
mitos (y la masculinidad lo es) que actúen como referentes y guías
de la acción social cotidiana. La masculinidad es plural. Sin embargo,
existe una meta ideal, un diseño normativo que sirve de referente para
los varones reales. Se supone que los hombres, cuanto más se acer­
quen al modelo normativo, mejores varones serán. Y en la sociedad
actual decir «ser mejor varón» es tanto como decir «ser mejor perso­
na», ya que el estándar humano dominante sigue siendo varón (ade­
más de blanco, cristiano, heterosexual, seronegativo o seroignorante,
válido y eurooccidental, y solvente).
La masculinidad en la práctica

La masculinidad se logra merced aljeconocimiento del grupo de pa-


res, y, para mantenerlo, es preciso probar que se es merecedor del mis-
mo compitiendo con otros varones por idéntico galardón. La sociedad
no premia de igual modo competir con las mujeres (ni con los mari­
cas), porque piensa, en términos deportivos, que ambos juegan en otra
división (en segunda o en tercera división). Para obtener respeto y re­
conocimiento social, los miembros de los grupos hegemónicos no se
comparan ni compiten con los grupos subalternos. Para un blanco ra­
cista es absurdo medir su inteligencia con un negro. Y para un rico no
tiene sentido competir con gente proletaria. Es compitiendo entre el
grupo de iguales cómo se afirma la propia masculinidad en detrimen­
to de la masculinidad de los demás. Esto explica que la masculinidad
conlleve esfuerzos para alcanzarla y riesgos para mantenerla.
La masculinidad habita la vida cotidiana, el día a día, y es ahí
donde la rivalidad y la lucha por ía masculinidad es más visible. La
competencia entre varones se organiza de distintas maneras en fun­
ción de la etnia, la clase social, la orientación sexual y la edad de los
varones. Es posible competir (como Don Juan y su rival) por el favor
de las mujeres; también se compite mediante tarjetas de crédito o ex­
hibiendo la riqueza. También se compite a través de vehículos: com­
parando y midiendo su potencia, elegancia y velocidad. Sin embargo,
conviene no olvidar otros ámbitos de rivalidad más bárbaros y menos
sutiles: los espectáculos deportivos, las peleas adolescentes, los alter­
cados alcoholizados de calle o de bar. En todos estos ámbitos, los va­
rones despliegan diversas estrategias para reclamar ante su auditorio
(otros varones) el reconocimiento de su masculinidad. Se trata de
dominar e incluso de humillar al otro, de demostrar «quién es el que
manda aquí». Y eso sucede tanto en las puertas de los estadios de fút­
bol como en las oposiciones del profesorado en la universidad. La
masculinidad hegemónica en las sociedades de capitalismo avanzado
es agresiva, misógina, sexista y homófoba, y tiene que ver con cues­
tiones tan poco sustantivas (pero socialmente importantes) como el
honor y la reputación. Por eso la masculinidad puebla tanto los anda-
mios como los consejos de administración.
Las ciencias sociales conocen desde hace décadas el carácter
dramático y teatral del género. En las sociedades occidentales, las
masculinidades (hegemónicas o subalternas) son la representación
continuada de un mito. Se trata de puestas en escena ejecutadas por
distintos actores en épocas diversas, pero con una estructura binaria
de polos opuestos que permanece en el tiempo. Existe un guión origi­
nal de la masculinidad interiorizado tanto por los actores protagonis­
tas (los varones que la representan) como por el auditorio al cual va
dirigido (el conjunto de la sociedad). Desde la década de los noventa,
la denominada teoría queer pregona el carácter performativo del gé­
nero insistiendo en que sus manifestaciones visibles son la imitación
repetida de algo que no tiene un original claro. Este punto de vista
afirma que la masculinidad es la búsqueda fantasmagórica de una
identidad que no está en ninguna parte, y cuya parodia permite deses-
tabilizarla (Butler, 2001). Sobre tales supuestos teóricos hay que se­
ñalar varias cuestiones. Primero, que el carácter teatral y dramático
del género ya fue señalado por el interaccionismo estratégico de los
años sesenta (extremo este que la teoría queer olvida o ignora). J!e-
gundo, que la parodia del género y de la masculinidad es una prácti­
ca frecuente (tanto en carnaval como en otros contextos) sin que por
ello el género o la masculinidad se hayan desestabilizado. Al contra­
rio, la parodia refuerza la norma aireándola, ya que el humor actúa
como válvula de escape de la sobrepresión social. Y, tercero y más
importante, la masculinidad (o el género) posee una existencia clara,
aunque mítica. Todas y cada una de las representaciones de la mascu­
linidad que ejecutan los varones remiten a un original bien arraigado
en el imaginario social.
La dramaturgia de la masculinidad incluye diversas estrategias
tanto orales como de expresión corporal que buscan comunicar al
auditorio qué clase de masculinidad el actor o los actores están repre­
sentando. Así, hay que entender las bufonadas de las locas (Guasch,
1991a) como formas de narrar al auditorio la renuncia a la masculini­
dad prescrita. También quienes buscan adecuarse al modelo domi­
nante cuentan con recursos dramáticos para dar cuenta a su público
de que esperan ser tratados como hombres auténticos. En estos casos,
quienes se pretenden hombres de verdad, despliegan ante el auditorio
los marcadores de masculinidad socialmente vigentes para ser reco­
nocidos como tales. Los indicadores de masculinidad son cambiantes
y dependen tanto del contexto y del público presente como de los pro­
pios actores.
La situación social de los varones (clase, edad, etnia, opción se­
xual, estado de salud y civil, etc.) condiciona los recursos disponibles
para dramatizar la masculinidad dominante. Si bien no todos los va­
rones emplean las mismas estrategias teatrales, sí existen ciertos con­
sensos sobre el mejor modo de representarla. Se trata de una forma de
presentación personal que busca aparentar seguridad mostrando a las
claras cuál es la esfera personal que nadie debe invadir. La mirada a
los ojos, de frente y directa, juega un papel relevante al respecto. De
pie (o sentado) pero con las piernas abiertas, los brazos cruzados so­
bre el pecho, la cabeza alta y un aire autosuficiente son formas de ex­
presión corporal que nuestra sociedad asocia a lo masculino. El cuer­
po masculino es hierático, poco expresivo y algo rígido. Por eso se
insiste en que los hombres de verdad nunca bailan. La masculinidad
prescribe parquedad en los ademanes. La gesticulación de brazos y
manos (cuando la hay) debe ser sobria y ejecutarse en movimientos
cortos que dibujen más ángulos que curvas.
La masculinidad (hegemónica o no) es teatro,jlrama, puesta en
escena. Como afirma el interaccionismo estratégico^)las jjersonas
siempre están midiendo el sentido de lo que hacen, dicen y parecen,
para proyectar ante los otros una imagen acorde con las expectativas
de cada momento social concreto. Y es que la masculinidad, además de
ser relacional, también es situacional. El mismo varón que ha ejercido
de macho dominante en un contexto, cambia de registro en otro y
adopta actitudes dialogantes o incluso sumisas. Depende de dónde
y con quién esté. El ejercicio de la masculinidad es una puesta en es­
cena permanente que implica representar un guión ante el auditorio,
que, a su vez, condiciona el desarrollo del acto. Y es que la masculi­
nidad no es una característica intrínseca de los varones, sino que de­
pende de los interlocutores y del contexto en que se ejerce.
La masculinidad hegemónica remite al héroe mítico, pero tam­
bién es una farsa. A veces se transforma en una suerte de ópera bufa
que incluye estrategias de comunicación para exhibir la propia hom­
bría ante el auditorio. Tales estrategias cambian en función del géne­
ro, la edad y la clase social del público que asiste a la representación.
Pero, en general, se emplea la sobriedad comunicativa. La pose, que
imita el mito, implica apariencias y actitudes discretas y sin abalo­
rios. Son formas de presentación personal que permiten pocas licen­
cias. Son raras las ocasiones en las que los varones vulneran las ñor-
mas sociales que les prescriben rigidez emocional y corporal. En es­
tas ocasiones rituales (fútbol, funerales y poco más) los varones se to­
can, se acarician e intercambian consuelo (sobre todo si su equipo
pierde una final). Pero incluso en los entierros la circunspección sue­
le ser la norma. También hay ocasiones tóxicas, en las que el alcohol
y otras sustancias sirven para acentuar la euforia entre emocionados
camaradas que, abrazándose, se prometen eterna amistad. Estas oca­
siones tóxicas, sobre todo entre jóvenes y adolescentes, derivan a ve­
ces en riñas y peleas con otros grupos de varones en condiciones de
embriaguez semejantes. La masculinidad dominante impone a los jó ­
venes varones una dramatización constante de los marcadores de gé­
nero que les corresponden, de una forma tan intensa que, en ocasio­
nes, todos terminan por sobreactuar (algo que también hacen las
locas cuando representan su propia masculinidad).
La masculinidad es teatro pero también es narrativa. Con fre­
cuencia, los varones narran sus gestas viriles a su entorno masculino
emocionalmente cercano (camaradas, compañeros y amigos). Deta­
llan la calidad y cantidad de mujeres seducidas, las esposas o novias
hurtadas a otros, las peleas, los encontronazos exitosos con la policía,
los adelantamientos en carretera y el modo en que sedujeron una jo-
vencita o a un par de turistas borrachas. El final del servicio militar
obligatorio supone la próxima extinción de la narrativa cotidiana so­
bre el mismo. Son legión quienes afirman que su mili fue fantástica.
En estos relatos, los varones subrayan su capacidad y habilidad para
saltarse las normas sin ser detectados ni sancionados. En España exis­
ten millones de héroes (que fueron militares por imposición legal)
que alardean de las trampas cometidas. Hacer trampas es una de las
características que Gil Calvo (1997) atribuye a la masculinidad hege­
mónica. La capacidad de fabulación e inventiva es otra de esas carac­
terísticas. Las hazañas sexuales ocupan un lugar central en la narrati­
va masculina dirigida a los camaradas o a los jóvenes que hay que
iniciar. «Ir de putas» es una suerte de traición ritual a las esposas o
novias que permite sellar el pacto entre varones que se reconocen
como tales. Muchos deportes de equipo protagonizados por varones
constituyen otro espacio de complicidad entre ellos. La orgía emocio­
nal que se gesta en esos ámbitos suspende de forma transitoria algu­
nas normas sociales, de manera que el auditorio comparte un senti­
miento de pertenencia que permite eludir, por un breve período, la
estructura social (incluyendo el género). Por eso los varones pueden
besarse, abrazarse, revolcarse y frotarse entre sí.
La importante presencia social de la homofobia (en su sentido
del terror sacro al amor entre hombres) queda de manifiesto al com­
probar el tipo de esfuerzos organizativos que estos deben realizar
para poder intercambiar entre sí expresiones de tipo corporal y emo­
cional. El menor éxito social y, sobre todo, mediático de los deportes
de equipo para mujeres (hay ligas paralelas en la mayoría de los de­
portes / incluyendo el béisbol y el fútbol) y la imposibilidad de com
vertirlos en espectáculos de masas tiene que ver con su nula funcio­
nalidad social respecto a la suspensión transitoria de la homofobia.
Én cuanto al fútbol, más que una metáfora de la guerra, como propo­
ne Morris, es un ritual homoerótico que reactualiza los mitos heroi­
cos. En los medios de comunicación especializados en deportes (y
también en los generalistas) hay futbolistas cuyas gestas se recuerdan
y se cuentan una y otra vez. Tales hazañas se describen empleando ca­
lificativos como, pundonor, coraje y valentía: «(...) el cueipo de varón
es un cuerpo activo que sabe exponerse a los riesgos y que busca a
través de la violencia y la asunción de los riesgos construir una histo­
ria heroica que contar» (Figueroa, 1998, p. 190). La prensa deportiva,
y en especial la que se centra en el deporte rey, es un excelente ob­
servatorio de la masculinidad prescrita en la que el árbitro es el mari­
cón por excelencia.

Masculinidades: procesos y jerarquías

La masculinidad es un referente inevitable para definir las identida­


des sociales y personales de los hombres. La masculinidad condicio­
na el discurso y los varones deben afirmarla o cuestionarla, pero no
pueden ignorarla porque tampoco lo hace la sociedad en la que viven.
El modo en que la masculinidad condiciona la manera en que los va­
rones se piensan a sí mismos puede ser burdo o sutil. Pero sea el ideal
normativo o sus múltiples desviaciones (cobardes, miedosos, nena-
zas, maricas, calzonzazos, etc.), la masculinidad condiciona la forma
en que los hombres habitan el mundo social (que es un mundo me­
diado por el género). La masculinidad es inevitable, pero existen mu­
chas formas de alcanzarla. También existe una jerarquía de las mascu­
linidades que sirve para medir, clasificar y calificar las distintas mas­
culinidades posibles. Según el grado de cumplimiento de la norma es
posible encontrar diversas clases de masculinidad. Para repasar el pro­
ceso histórico de configuración de la masculinidad hegemónica e n el
mapa simbólico occidental hay que considerar la gran importancia que
la dinámica del binomio activo/pasivo ha tenido al respecto. Este bi­
nomio permite definir cuatro tipos masculinos en función del grado de
cumplimiento de la normativa de género: el anciano, el héroe, el efe-
bo y el afeminado (categoría que incluye desde cobardes hasta gays
pasando por traidores, nenazas, calzonazos e incluso impotentes).8
El modelo jerárquico de masculinidad organizada en torno al bi­
nomio activo/pasivo está presente en la Grecia clásica. Se trata de una
sociedad misógina que idealiza la masculinidad y valora la belleza de
los varones por encima, incluso, de la belleza femenina. En Grecia se
detecta una estructura jerárquica de la masculinidad que permanece
con pocos cambios hasta el presente. En Grecia está el varón adulto con
responsabilidades (que puede ser guerrero o no, pero que sí es ciuda­
dano), que tiene la iniciativa económica, sexual y política. En segun­
do lugar está el joven efebo (que es un varón en formación y en trán­
sito hacia la masculinidad). Y también está el afeminado: quien no
cumple los roles sociales esperados del varón (en especial la capaci­
dad de controlar sus pasiones y no dejarse arrastrar por ellas).9 Grecia
presta a Roma una estructura en la concepción de la masculinidad que
el Imperio Romano va a confirmar y a exportar a lo largo del mare
nostrum.
Roma es una sociedad patriarcal que aprecia la virilidad (y sus
valores asociados). Por ello Roma condena el afeminamiento y la pa­
sividad en los varones. Roma tiene una concepción de la identidad de
los géneros propia de las sociedades guerreras y atribuye a los va­
rones roles dominantes en todas las esferas de lo social, incluyendo
también el sexo. Activos lo son los ciudadanos libres; pasivos lo son
los esclavos y también las mujeres. En este contexto, la pasividad en

8. Las tipologías nunca son la realidad, sino su representación. Por ello su sentido
es sobre todo instrumental.
9. El tipo anciano también existe en Grecia, pero dada la baja esperanza de vida de
entonces, sus funciones sociales pueden equipararse a las del ciudadano adulto.
el varón implica cuestionar su masculinidad (con la consiguiente
pérdida de estatus social), ya que la pasividad lo equipara a mujeres
y a esclavos. El cristianismo, mediante el pecado de mollities, es he­
redero directo de la visión que tiene Roma de la masculinidad. Como
escribe Philippe Aries (1987) esta concepción de la masculinidad
que condena la pasividad de los hombres es la gran aportación de la
época estoico-cristiana. La mollities (o pasividad en el hombre) tam­
bién es condenada por san Pablo,10quien insiste en una idea (anterior
al cristianismo y todavía vigente) según la cual la pasividad en los
varones es causa de descrédito social. Sin embargo, llama la aten­
ción que una religión afeminada como el cristianismo se muestre se­
vera con los varones pasivos porque «la sensibilidad cristiana no es
viril, sino que trabaja por la feminización de las almas» (Lever,
1985, p. 22). El discurso de las (entonces) nuevas creencias sobre la
paz, el perdón y la piedad, así como la imagen del dios recién llega­
do (desvalido, delicado, derrotado) presentan un tipo de valores
opuestos a los de las sociedades romanizadas del momento. La con­
dena de la pasividad del varón es una constante histórica en la con­
cepción de la masculinidad occidental. Se trata de un punto de vista
presente en Grecia, que Roma desarrolla y que el cristianismo distri­
buye y alimenta a lo largo de toda la Edad Media gracias al pecado
de sodomía (Jordán, 2002).
La masculinidad hegemónica se construye otorgando valor aña­
dido (casi sacralizando) a ciertas partes del cuerpo de los hombres
mediante el pecado de sodomía (y la consiguiente condena de la pe­
netración anal en los varones). Desde entonces el culo es intocable, y
todo lo asociado a él, como la pasividad y sumisión que evoca el coito
anal (según nuestro orden representacional), contamina a quienes lo
practican, en especial, a quienes lo hacen pasivamente. Incluso en el
Renacimiento el binomio activo/pasivo siguió siendo una metáfora
pertinente del orden social, si bien con algunos matices que predicen
la aparición de una nueva forma, más ambigua, de masculinidad: la
del libertino.
La aparición del libertino está asociada a la recuperación del
sentido hedonista de la vida que plantea el Renacimiento_(pntre las
clases altas). El libertino presenta una forma de masculinidad inteli­

10. I Corintios 6,9.


gente, trasgresora y poco respetuosa con las normas sociales (inclu­
yendo las de género). El libertino es un artista y un librepensador que
consigue abrir una pequeña cuña en el binomio pasivo/activo men­
cionado. El libertino (modelo para muchos artistas modernos y con­
temporáneos) escapa a la noción hegemónica de masculinidad me­
diante la ambigüedad sexual y el librepensamiento. El libertino es un
precursor del perverso inventado por la psiquiatría decimonónica, y
es consecuencia directa de la influencia oriental en los modelos de
masculinidad occidental. Se trata de un personaje que, asociado al
arte, persiste en el imaginario colectivo y que ha generado tipos de
masculinidad particulares, como las que sedimentan en el marqués
de Sade o en Salvador Dalí.
Tras la Revolución francesa, y con el advenimiento del nuevo
orden burgués, la construcción de la masculinidad va a quedar aso­
ciada a la salud pública y al nacionalismo. Por un lado, la medicina se
ocupa de indicar el modelo de varón a imitar. El varón debe ser so­
brio, limpio, monógamo y decente. Solo que este discurso moral sobre
la masculinidad recomendable se disfraza de prescripción médica. La
masculinidad postrevolucionaria rezuma limpieza moral y salud, una
salud imprescindible para construir los estados de las naciones que no
los tienen. Los casos de la unificación alemana e italiana presentan
excelentes ejemplos de cómo el modelo macho y activo de masculi­
nidad es el que la patria reclama para sí misma (Mosse, 2000). La
masculinidad también tuvo un importante papel en la conversión de
Japón en Estado nación (Gilmore, 1994). Y para el caso español, está
el ejemplo de la dialéctica de los puños y de las pistolas que plantea
la Falange. De todos modos, el modelo de masculinidad que presenta
el estalinismo soviético es bien parecido al de los fascismos del mo­
mento.
Alcanzar la masculinidad implica un largo proceso social que
persigue convertir a niños en hombres y, una vez esto se ha consegui­
do, mantenerlos ahí: en ese espacio simbólico reservado a los hom­
bres que se adecúan a lo socialmente previsto. Es posible definir la
masculinidad como el proceso mediante el cual los niños son segre­
gados del universo femenino para adscribirlos al nuevo estatus social
de adulto definido por el género. A este estatus de adultez las mujeres
suelen acceder (y perder, después) mediante la menstruación. La di­
versidad y gran variabilidad de los procesos de socialización de la
masculinidad prueban que existen muchas formas de entenderla. Pero
la estructura de los procesos (segregar a los niños del universo de las
mujeres donde han sido criados) es común en muchas culturas. La
perspectiva psicoanalítica de Chodorow (1978) afirma que la ruptura
éffiócional del niño con la madre ayuda a entender la configuración
de la masculinidad adulta.
La masculinidad es ante todo un comportamiento social y una
actitud que se aprende a lo largo del proceso de socialización pre­
visto para los varones. Gilmore (1994) se pregunta por qué razón
tantas culturas exageran los potenciales biológicos. La respuesta es
que para las distintas sociedades es más fácil potenciar las capaci­
dades biológicas que frenarlas. Resulta más sencillo defender la sa­
ciedad que el ayuno y es menos costoso favorecer el sexo libre entre
la juventud que la abstinencia (las hormonas ayudan muy poco). Por
eso en distintos contextos históricos y culturales hay parecidos me­
canismos de legitimación del orden social basados en la naturaliza­
ción de lo que, en realidad, son cuestiones sociales. La explicación
de la inferioridad social de la mujer (Ehrenreich y English, 1990) o de
los negros (Peset, 1983) y la creencia de que la heterosexualidad es
natural (Guasch, 2000) son ejemplos de ello. Son realidades hu­
manas (es decir, coyunturales e históricas) que se explican echando
mano de la naturaleza. La formas más comunes de masculinidad (las
heroicas, en sus distintas versiones) no son presociales pero en­
cuentran en la naturaleza su mejor cómplice. La testosterona no hace
a los hombres. Pero las sociedades saben que es difícil llevarle la
contraria.
Los niños nacen para ser hombres, hombres de verdad. Del sen­
tido común presente en los saberes cotidianos deriva la convicción
social de que los niños (a diferencia de las niñas) obtienen menor
complicidad de la naturaleza en su tránsito a la vida adulta. Por eso es
necesario que la sociedad se emplee a fondo para crear hombres de
provecho. La masculinidad implica un largo proceso de aprendizaje
que se inicia en la infancia —en la que los niños aprenden la teoría de
la masculinidad a través de lo que Didier Eribon (2000) denomina la
injuria— continua en la edad adulta en la que se ejercita la prácti-

11. Cualquier persona hom osexual, gay, transexual o lesbiana sabe que puede ser in­
sultada por ello, incluso antes de saber que lo es. Los desviados, antes de resociali-
la masculinidad y finaliza en la veiezTmomento en que se exi­
me a los varones de buena parte de las prescripciones de género. Si
las mujeres tienen en común la historia de su opresión (Guasch,
1999), los, varones comparte^ e n tre sí la histo ria re su masculiniza-
ción. Hay una realidad social previa al individuo (el género) respecto
a la cual los varones deben definirse. Algunos aceptan el proyecto de
masculinización con entusiasmo (los héroes) y otros procuran escapar
de él con igual entusiasmo (sobre todo los afeminados) , pero todos
pagan un costoso peaje en relación con la masculinidad. Y es que
para intentar ser un hombre de verdad hay que asumir un tipo de con­
secuencias sociales estresantes y duras que, incluso, repercuten en la
salud.12El afeminado y el héroe se ven obligados a definirse respecto
a un modelo masculino que les ha precedido y del que no pueden es­
capar porque condiciona todo el discurso. Sin embargo, mientras las
mujeres han desarrollado abundante narrativa de género, los varones
han escrito mucho menos sobre la condición masculina, y lo han he­
cho con menor espíritu crítico.
En el imaginario social es posible detectar diversas clases de
masculinidades. Están las masculinidades/mg/rfas (la de los homo­
sexuales, maricas y gays) y están las masculinidades falsas (las de
algunas lesbianas). También es posible encontrar distintos grados y
calidades de masculinidad: está la masculinidad mezquina atribuida
a los judíos y a ciertos tipos de comerciantes (Mosse, 2000). En el
caso español, los catalanes (a diferencia de los vascos) constituyen
un excelente ejemplo cultural de baja masculinidad (habida cuenta
de su estereotipación como negociadores). También los cobardes y
los traidores presentan calidades degeneradas o defectuosas y po­

zarse entre su nuevo grupo de pares, han interiorizado los prejuicios que los normales
tienen sobre él mismo. La fase de aceptación es fundamental en la carrera m oral (o
resocialización) de las personas desviadas (Goffman, 1980).
12. «De Keijzer constata la sobremortalidad masculina, en especial, desde los quin­
ce años de edad, y comenta el descuido suicida de la propia vida por parte de muchos
varones f...] discute el nulo autocuidado de los varones, así como L...J el abuso de sus
capacidades corporales_[...] este autor plantea que si los homicidios y los accidentes
se clasificaran en relación con la presencia de alcohol, la alcoholización seria el prin­
cipal factor qne-.explica la mortalidad de los varones Parece, un proceso autodestruc-
tivo enfrentarse al riesgo y vivir como un “hombre” [...] por ello sugiere la posibili­
dad de interpretar la masculinidad com o factor de riesgo para su salud» (Figueroa,
1998, p. 191).
bres de masculinidad (los ejemplos de Judas y de quienes traiciona­
ron a Viriato son clásicos al respecto). Traidores y cobardes tienen
en común la renuncia a luchar hasta el fin, (un «fin» que suele con-
sijtlFeiTal güna forma de sacrificio) por algún ideal, proyecto, cosa
o persona. Los héroes suelen comportarse como si nada ni nadie pu­
diera apartarles de sus objetivos, cualesquiera que sean (cumplir
con su deber, proteger a las mujeres, lavar con sangre las afrentas,
etc.). Al contrario, el cobarde renuncia a su deber y a su honor de
hombre mediante la rendición (o la huida), mientras que el traidor
formaliza tal renuncia al cambiar de opinión y de bando. Estos da­
tos permiten sospechar que la tozudez y la falta de flexibilidad
constituyen dos pilares de la masculinidad hegemónica o, si se pre­
fiere: de la masculinidad verdadera, lim pia, sana y recomendable.
La falta de narrativa crítica escrita por varones sobre la condición
masculina quizá pueda explicarse porque la mayoría de los varones
creen en la validez del modelo masculino que les ha precedido. Y es
que los grupos dominantes rar-a-vez-Guestionan el orden social que
les hace poderosos.
En el principio está La Odisea (la vida convertida en estructura
narrativa) y en ella viven todos los héroes y guerreros que en occi­
dente han sido. Enrique Gil Calvo (1997) resume las características
del varón par excellence (Ulises) presentando a un personaje tramposo
y emocionalmente circunspecto que, pese a todo, consigue triunfar so­
cialmente con la ayuda de sus amigos (otros varones). En nuestra
sociedad, el tino ideal masculino de héroe se caracteriza por ser in­
terclasista.lEl/zeroe|!«par excellence» es el soldado: el guerrero; pero
también son héroes el obrero, el investigador o el aristócrata. El hé­
roe afronta las dificultades y jamás se rinde ante ellas: para este tipo
ideal no existe la palabra fracaso ni tampoco el término colaboración.
El héroe rara vez trabaja en equipo (o en red) sino de forma jerárqui­
ca, y cree innecesario invertir en solidaridad. La solidaridad es cosa
de falsos varones: de quienes son incapaces de afrontar la odisea por
sí mismos. El héroe verdadero es fuerte y no necesita a nadie: solo los
débiles y las mujeres invierten en solidaridad porque piensan que en
el futuro pueden necesitarla en justa reciprocidad. Un varón de ver­
dad es individualista eJnsolidario porque se basta a sí mismo y no es­
pera necesitar a nadie jamás. Lo que la derecha neoliberal denomina
sociedad de laToport unidades es la manifestación radical de la mas-
culinidad hegemónica en la economía. El capitalismojictual postula
una sociedad de héroes en la que las personas (varones y mujeres) de­
ben bastarse a sí mismas sin esperar (ni ofrecer tampoco) justicia so­
cial o solidaridad.
La mayoría de los héroes funcionan más o menos igual en los
diversos mitos culturales que protagonizan. Homero emplea una es­
tructura narrativa presente en muchos mitos y leyendas heroicas: lu­
cha, sufrimiento, dolor y una muerte que se narra gloriosa siempre y
cuando se cumpla con el deber y no se mancille el honor. El héroe
salva gente, princesas, países o lo que sea. Se trata de un salvador que
pagaa veces con su vida. La odisea de Cristo inaugura un tipo de he­
roísmo particular. Es un heroísmo marica que desarrollan más tarde
personajes como Francisco de Asís, Gandhi o Martín Luther King. Es
el heroísmo del cordero. También la mayoría de las mujeres (una vez el
feminismo consigue empujarlas hacia espacios socialmente visibles)
se adscriben a esta línea marica de heroicidad cristiana. Pese a parti­
cularidades como estas, el tipo ideal de masculinidad heroica cuadra
mal con el imperativo cristiano de amar a a los enemigos (el héroe
puede perdonarlos, pero solo tras vencerlos). El capitalismo compa­
sivo es la versión contemporánea de esto último.
El anciano es el varón que ha sido, que fue masculino, pero que
ya no lo es. La vejez, en cuanto proceso de expropiación de recursos
y de derechos, también expropia la masculinidad. Pese a que el tipo
anciano conserva el prestigio social de sus antiguas gestas (su patri­
monio, haber protegido y cuidado a los hijos y a la esposa) ya no le es
posible mantener el pleno estatus masculino. El tipo anciano qs un
ser pasivo que declina social y sexualmente, y que se encuentra en la
curva descendente de la masculinidad, pero que algún día transitó por
la cima y por ello se le debe reconocimiento y respeto. Distinto es el
caso del tipo ideal afeminado al cual se adscriben los varones que fra­
casan (o que voluntariamente renuncian) a la hora de cumplir con las
normas de género previstas para ellos. El tipo ideal afeminado inclu­
ye a los homosexuales y comparte algunas de sus características, pero
no solo los homosexuales son afeminados. En la España de la guerra
de la Independencia se acusa de afeminados a los europeístas españo­
les a quienes se les llama afrancesados, no tanto para dar cuenta de su
genealogía intelectual como para despreciarlos por ella, ya que, en el
imaginario histórico conservador español, Francia es marica porque
es civilizada y culta.13El tipo afeminado presenta una forma específi­
ca de vivir la masculinidad. Es posible adscribir al tipo afeminado a
cualquier hombre que no cumpla con los roles de género: eso incluye
desdedí im potentehastíel vagopásando poTéTcobardeTtodo ello al
margen de sus preferencias sexuales).
El tipo efebo, como el tipo héroe, cuenta con una larga tradición
en el imaginario occidental. En occidente, el varón adolescente ha
sido objeto de culto, de admiración y de deseo. El llamado amor grie­
go es un ejemplo de ello. Las relaciones erastes-eromenos que se
establecen entre varones jóvenes y hombres adultos persiguen la edu­
cación de los primeros, y no tienen nada que ver con la homosexuali­
dad. Se trata de procesos y ritos de iniciación a la masculinidad (y por
extensión a la ciudadanía y a la vida adulta). Sin embargo, la estruc­
tura de tales procesos (la iniciación a la masculinidad dirigida e im­
partida por varones adultos) se encuentra por doquier en la historia de
occidente: escudero y caballero; aprendiz y maestro artesano; vete­
rano y soldado novato, etc. Los varones adultos inician, enseñan y
muestran a los muchachos los senderos que conducen a lo masculino.
Aunque en ocasiones algunos se pierden por otros caminos. El efebo
es un tipo ideal que está iniciando su ascenso a la condición masculi­
na, aunque no hay garantías de éxito para todos los casos. Por eso la
sociedad, sobre todo (pero no solo) a través de los varones adultos,
presiona y seduce con vagas promesas para que los muchachos no ce­
sen en el empeño. Héroe es quien arriesga y se salta las normas y afe­
minado es quien las respeta. El tipo efebo es instruido en las reglas,
pero para ser un hombre de verdad debe ser capaz de quebrarlas. El
tipo anciano, que transitó en su momento de un tipo a otro, suele ins­
tituirse en juez para sancionar los excesos de ambos.
El héroe ocupa la cumbre de la masculinidad. La flecha del
tiempo parte del efebo y se dirige hacia el anciano pasando por el hé­
roe. Fuera de este proceso, apartándose del mismo, y en oposición a
estos tipos, está el afeminado (el varón que no da la talla). El tipo
ideal masculino de héroe marca el camino a seguir para alcanzar la

13. D e los trabajos de Norbert Elias (1982) se deduce que la civilización es femini-
zante y que el proceso de civilización tiende a limar los ángulos de la masculinidad.
La existencia de los afrancesados y el modo en que los reaccionarios españoles de la
época los condenan son un ejemplo de ello.
plena masculinidad. El héroe tiene centralidad social: es un varóiLque
produce v reproduce, que líevaTalñicMiW,"que está en la cima de lo
socialmente prescrito, y que por ello espera recibir los parabienes so­
ciales que reconozcan sus logros. El tipo de pago que reciben los hé­
roes muestra la importancia social que tienen las recompensas sim­
bólicas. Y es que el héroe recibe reconocimiento v p o c o más. Premiar
la heroicidad es barato: el reconocimiento no puede comprarse con
dinero, y, sin embargo, es un bien muy preciado. La masculinidad se
revela como un bien intangible, difícil de alcanzar y que puede per-
dersejion facilidad.
La masculinidad se basa en el ejercicio del poder, de tal manera
que la masculinidad de «A» siempre se construye sobre (es^decir^do-
minando) la masculinidad de «B». Eso implica que los varones com­
piten de manera continua por conservar su estatus frente a los demás.
De este estrés ininterrumpido se derivan cuadros de ansiedad social.14
Una ansiedad que se origina en el esfuerzo continuado por mostrar a
los otros (y en menor medida a las otras) que son varones de verdad.
Respecto al ansia que produce la lucha por la masculinidad, el ancia­
no y el afeminado juegan con ventaja. En la medida en que la mascu­
linidad es un estado transitorio que tiende a perderse con los años, el
tipo anciano dispone de tiempo social para adaptarse al expolio ge­
neral al que es sometido, mientras que el afeminado se libera del es­
trés constante que provoca la afirmación de la propia masculinidad
(aunque sufre otra clase de agresiones). Sin embargo, para el tipo hé­
roe, perder la masculinidad es una catástrofe biográfica. No tiene el
tiempo social de los ancianos ni tampoco el entrenamiento ni los re­
cursos del tipo afeminado para gestionar su nueva posición social. El
héroe que pierde su masculinidad termina por ser un personaje auto-
destructivo y sin alternativas.15

14. «Kaufman habla de una masculinidad obsesiva [...] la necesidad de una cons­
tante demostración de la masculinidad puede ser vista como un proceso de fragilidad
en la misma y una duda permanente sobre la propia hombría, la cual se combate con
violencia, incluyendo violencia contra sí mismo: es una violencia interiorizada que
pretende negar parte de uno mismo, una vigilancia psicológica que asegura o apova el
supuesto cumplimiento de la virilidad» (Figueroa, 1 9 9 8 ,p. 188).
15. Los desempleados (en especial los de clase baja) constituyen un ejemplo de ello.
Tras perder los instrumentos sociales sobre los que se basa su masculinidad (indepen­
dencia económ ica y social a través del trabajo) tienen serias dificultades para reubi-
carse como personas en el espacio social.
El héroe marca el camino hacia la masculinidad y su ajuste a la
norma le convierte en un personaje central. Pero como siempre suce­
de, es imposible entender el centro sin saber como es la periferia. Y
en la periferia están los viejos, las mujeres, los niños y los afemina­
dos. Parte del terror de los varones a perder la masculinidad tiene que
ver con el pánico a ser tratados como seres de un estatus social infe­
rior: niños, viejos y, sobre todo, mujeres y maricas.
La masculinidad es un proceso social permanente, de tipo rela-
cional (es decir: micro) y de tipo estructural y cultural (es decir: ma-
cro). Esto significa que la masculinidad hegemónica (y también las
subalternas) están sometidas a continuos procesos de cambio. Es po­
sible que cambien los marcadores externos de la masculinidad (acen­
tuando ciertos rasgos y devaluando otros). Por ejemplo, la paternidad
y formar una familia han sido durante mucho tiempo signos externos
de masculinidad correcta. Sin embargo, lo primero, la paternidad, en­
tra en crisis como consecuencia de las transformaciones sociales que
afectan al parentesco (Flaquer, 1999), mientras lo segundo, la fami­
lia, deja de ser un espacio sagrado para convertirse en un ámbito sos­
pechoso de cometer toda clase de abusos contra los más vulnerables
(mujeres, niños y ancianos). Tampoco el trabajo, en un contexto de
precariedad laboral, es un marcador estable de masculinidad correc­
ta. El trabajo ha sido una de las actividades centrales en los roles e
identidades de los varones, por eso perder el empleo (o fracasar en
iniciativas empresariales) impide a muchos varones vivir según se lo
manda el modelo hegemónico. Para muchos varones quedarse sin tra­
bajo es perder la dignidad. Y es que tanto el obrero asalariado como
el selfm ade men son la forma que adopta la masculinidad heroica en.
un entorno de mercado.
2.
Científicos

Conocimiento y poder

Producir conocimiento es un acto político, no técnico. Es preciso des­


confiar de quienes afirman investigar desde la neutralidad. Las prác­
ticas científicas y expertas son prácticas ideológicas; es muy fácil
entenderlo, aunque no tanto asumirlo. Con demasiada frecuencia,
quienes producen conocimiento científico son muy poco honestos y
se esconden en la (supuesta) asepsia social de sus laboratorios. Saben
lo que hacen, saben que no pueden escapar a su contexto (financiero,
por ejemplo) pero mienten al respecto. Todo acto de conocimiento,
para ser científico, debe partir del reconocimiento explícito de las
condiciones personales y sociales (incluyendo las financieras) del
mismo. Explicitar y compartir tales condiciones democratiza la cien­
cia y la hace asequible. Las tecnologías más sofisticadas y las teorías
más complejas pueden ser debatidas si se conocen cuales son los con­
textos en que se plantean y los objetivos que persiguen. Sin embargo,
las agendas ocultas de quienes investigan (y de quienes les financian)
bloquean el control democrático de la ciencia. Puesto que todo acto
de conocimiento es un acto de poder, conviene permitir a la sociedad
regularlo. Hay cientos de definiciones de poder, casi tantas como de
cultura o de estructura social. En estas páginas, se define el poder
como todo acto que defina, clasifique y caracterice la realidad. Para
las ciencias sociales lo importante no es saber si la realidad existe,
sino el modo en que los grupos sociales se relacionan con ella. Y esa
relación depende del modo en que la sociedad piensa lo real (o lo que
cree que es real, que a efectos sociales es lo mismo).
Todas las personas y todos los grupos sociales tienen la capaci­
dad de nombrar la realidad (no es preciso ser científico para hacerlo).
•Nombrar la realidad es un acto de poder porque, en el nombre, están
inscritas las posibilidades de existencia social de lo nombrado. A la
sociología le da igual si existen esencias (es decir, realidades preso-
ciales). Lo que cuenta es el modo en que las sociedades las creen po­
sibles y regulan sus condiciones de existencia social. Pero no todas
las personas, ni tampoco todos los grupos cuentan con la misma legi­
timidad social para pensar y definir (y, en el fondo, crear) lo real. Hay
actos de poder que producen conocimientos hegemónicos. Y hay ac­
tos de poder que producen conocimientos subalternos. Los primeros
cuentan con el reconocimiento estatal e institucional, mientras que
los segundos carecen del mismo y, con frecuencia, son perseguidos,
estigmatizados o devaluados. En la medida en que producir conoci­
miento es un acto de poder (es decir, es un acto político que afecta al
conjunto de la sociedad), la legitimidad del mismo no debería estar,
tan solo, en manos expertas. Y, desde luego, la legitimidad del cono­
cimiento no precisa del reconocimiento institucional. Para conocer y
definir la realidad el Estado es prescindible.
En nuestra sociedad, los resultados de las tareas (la producción
de bienes y servicios) se evalúan mediante objetivos que se piensan
en términos de rentabilidad económica (pero no social). El trabajo
doméstico es un ejemplo de esa clase de evaluaciones. Se trata de una
actividad central en el funcionamiento de las unidades de residencia
(sean del tipo que sean). Su externalización suele hacerse en forma de
economía sumergida. Y los salarios que se pagan por tales servicios
son muy bajos e incluso indignos. Eso se explica por la baja conside­
ración social que merecen. La perspectiva de género plantea la hipó­
tesis de que la poca consideración social del trabajo doméstico se
explica por ser (sobre todo) propio de mujeres (Beneria, 2005). El
trabajo doméstico remunerado está mal pagado. Mientras que el tra­
bajo doméstico no remunerado es invisible para casi todos (salvo para
quienes lo hacen, claro). Es invisible para quienes se benefician de él
en la unidad de residencia (sobre todo para los hombres), pero tam­
bién es invisible para los análisis económicos al uso. En la produc­
ción de bienes y servicios, evaluar procesos (en vez de objetivos) per­
mite tomar en cuenta los beneficios sociales. Estos son, al menos, tan
importantes como la producción de los bienes y de los servicios. Pero
rara vez se piensa así. El modo en que nuestra sociedad devalúa el tra­
bajo doméstico es un ejemplo. Pero hay más.
Hay personas estándar y personas superdotadas. Las segundas
realizan las tareas de un modo más eficiente que las primeras. Tam­
bién hay personas que son menos eficaces y eficientes a la hora de
ejecutar unos trabajos a los que dedican más tiempo, más recursos y
más energías que los demás, para, al final, producir peor. A estas per­
sonas se las llama subnormales o retrasadas, y se insiste en que tie­
nen una alteración cromosómica.1Hay miles de artículos científicos
que lo cuentan. Sin embargo, también es posible plantear las cosas de
otro modo y definir a las personas (sean estándar, superdotadas o las
supuestas personas subnormales) como manifestaciones de la diver­
sidad humana. Desde esta perspectiva, todas esas formas de humani­
dad son valoradas en cuanto tales, y no según su eficacia o eficiencia.
Clasificar a las personas de este modo es un punto de vista defendido
tanto por las personas afectadas por esa alteración cromosómica
como por sus familias. Estas últimas conocen la vida cotidiana de los
supuestos retrasados y son capaces de valorar sus aportaciones al de­
sarrollo social, familiar y personal, en términos de sinceridad y de
cariño. Algo de lo que nuestras sociedades no andan muy sobradas.
Pero 110 hay forma de evaluar la sinceridad y el cariño si los criterios
se basan en la rentabilidad económica de los objetivos y no en la ren­
tabilidad social de los procesos. Las personas llamadas subnormales
pueden ayudarnos mucho. Por ejemplo, pueden ayudarnos a cono­
cernos mejor, ya que son una suerte de espejo que pocas veces mien-

1. Nuestra sociedad, a través de la ciencia, define el síndrome de Down com o una


forma de retraso mental. Y cree que es la más común. Antes se denominaba m ongo­
lismo. El síndrome de Down es explicado por una anorm alidad de los cromosomas.
Hay una desviación en el desarrollo de las células que resulta en la producción de
47 cromosomas en lugar de los 46 que se consideran norm ales. El cromosoma adi­
cional cambia totalmente el desarrollo ordenado del cuerpo y el cerebro. En la mayor
parte de los casos, el diagnóstico del síndrome de Down se hace de acuerdo con los re­
sultados de una prueba de cromosomas que es administrada poco después del naci­
miento del niño. Como en la población normal, hay gran variedad en cuanto al nivel
de las habilidades mentales, comportamiento y desarrollo de los individuos con sín­
drome de Down. Aunque el grado de retraso puede variar entre leve y severo, la ma­
yor parte de los individuos con síndrome de Down caen bajo la categoría de leve a
moderado. A causa de estas diferencias individuales, es imposible predecir los futu­
ros logros de los niños con síndrome de Down. Es posible hacer una lectura social de
este texto para destacar en él la arbitrariedad de las palabras en cursiva que se usan
para caracterizarlo.
te. Otra cosa es que el reflejo sea del agrado de quienes se contem­
plan en él.
Los retrasados son una forma de alteridad mediante la cual las
personas estándar se piensan a sí mismas. De igual modo, en nuestras
sociedades, los negros, las mujeres y los inmigrantes ayudan a pensar
y a definir (por contraste) qué son los blancos, qué son los hombres y
qué son los autóctonos. En ciencias sociales, es clásica la teoría_de.
Claude Lévi-Strauss según la cual existen estructuras básicas de co­
nocer
i,
el mundo que se articulan en torno a binomios opuestos: cultu-
-------- a w^nrrrTiiíTMM*^ >ni,wai"*^i
n n

ra/naturaleza, vida/muerte, orden/caos, nosotros/ellos. Según el an­


tropólogo francés, la necesidad del otro (en tanto que alteridad contra
la que afirmarse) tiene carácter universal y panhumano. De hecho,
hay muchos pueblos primitivos que se llaman humanos a sí mismos
(y excluyen al resto de tal categoría). Sin embargo, existen formas de
pensar el nosotros que no precisan de la alteridad para hacerlo.
En el sistema descrito por Lévi-Strauss, el primer grado de con­
ciencia humana es el yo. En ese sistema de pensamiento, las personas
t-i . ,---- ■ i«— — a■ —

que somos conscientes de estar en el mundo, nos sentimos y sabemos


distintas de quienes lo pueblan. Es un modelo en el que sin él y sin
ello (las cosas, los animales, las plantas) no existe yo. Pero tras este
primer grado de conciencia los humanos podemos adquirir otro, más
expandido (el nosotros). El nosotros permite formas de estar en el
mundo más allá de la conciencia individual. A las personas que nun­
ca dan ese paso social y emocional se las llama egoístas; pero tampo­
co hay que suponer el altruismo de quienes sí lo dan. Las personas al­
canzan el nosotros de muchas maneras. A veces, el nosotros se
construye contra un ellos al que se expolia, se persigue, se invisibili-
za y, en el fondo, se teme. Bárbaros, paganos, primitivos, salvajes, in­
fieles, herejes, homosexuales, visionarios, dementes y mujeres son
categorías que fundan nosotros excluyentes que permiten pensarse a
quienes quieren ser civilizados, creyentes, ortodoxos y dogmáticos,
cuerdos, racionales, heterosexuales y hombres, respectivamente. Es­
tas formas sociales de construir el nosotros vienen a confirmar la teo­
ría de Claude Lévi-Strauss, según la cual las estructuras del pensa­
miento pueden reducirse a opuestos binarios como los descritos.
Sin embargo, existen formas de nosotros que no necesitan de la
alteridad para definirse. Son nosotros inclusivos que, de forma intui­
tiva o como resultado de actos de voluntad, van más allá de las for-
mas de pensamiento binario. El respeto (Sennett, 2003) y el amor son
ejemplos de ello. De forma intuitiva (en las relaciones filiales, fami­
liares y de amistad) el amor introduce una clase de vínculos entre las
partes implicadas, que obvian los referentes externos para afirmarse.
Se trata de nosotros locales y pequeños (según nuestros referentes y
maneras de medir) que no precisan alteridad para poder existir. Algo
que también consigue el respeto. El respeto es un acto de poder (es
decir, es un acto de definición de la realidad) mediante el cual, quie­
nes lo ejercen, asumen y defienden la plena humanidad de los otros.
En consecuencia, también asumen y defienden los derechos que les
corresponden por ello. El sexismo, la homofobia, el racismo, y la xe­
nofobia se basan en la negación (parcial o total) de la humanidad de
los otros (Borrillo, 2001), y por ello se les atribuyen otra clase de de­
rechos (a menudo, confiscándoselos). El respeto es un acto de poder
que ha derivado en corrección política. Es decir, ha perdido su esen­
cia en favor de los juegos del lenguaje. El respeto se piensa, pero si
no se siente resulta complicado vivir de acuerdo con sus reglas (ahí
entra enjuego la corrección política en cuanto forma de disimulo). El
respeto y el amor no tienen que ver con el cumplimiento de prescrip­
ciones externas sino, sobre todo, con compromisos personales elabo­
rados a lo largo de las biografías individuales y colectivas, mediante
la reflexión política o, incluso, a través de la mística.
La ciencia lleva años dando soporte y legitimidad a las defini­
ciones de realidad elaboradas según el modelo descrito por Claude
Lévi-Strauss. Esta colaboración de la ciencia ayuda (y mucho) a que
los grupos hegemónicos impongan las definiciones de realidad que
más convienen a sus intereses. Por eso, nuestras sociedades siguen
pensando que hay hombres y mujeres, razas blancas y razas negras, y
heterosexuales y homosexuales. La denominada teoría queer está
cuestionando estas simplificaciones (Mérida Jiménez, 2002). Tam­
bién el desarrollo teórico y experimental de la física cuántica cuestio­
na las formas de pensamiento binarias y dicotómicas, pero lo cierto es
que esas críticas todavía no han sido socializadas exitosamente ..Defi­
nir la realidad es un acto de poder. Y todas las personas y todos los
grupos sociales son capaces de hacerlo. Definir un nosotros inclu­
yente basado en el respeto a las distintas formas de humanidad (in­
cluyendo a los denominados retrasados) es un acto político viable.
Otra cosa es que se den las condiciones sociales, culturales y econó­
micas que lo favorezcan. Pero, en cualquier caso, las personas y los
grupos sociales no tienen por qué ceder a la ciencia y sus expertos el
monopolio de las definiciones de la realidad.
Todo acto de conocimiento es, también, un acto de autoconoci-
miento, porque gracias a él se conocen tanto los límites como las po­
tencialidades presentes en quienes conocen. Estos límites y estas
potencialidades pueden ser técnicas, biológicas o sociales, pero defi­
nen las condiciones de posibilidad del conocimiento. En otras pala­
bras, el conocimiento siempre es local, aunque tenga pretensiones
universales. Tras la socialización exitosa del punto de vista demagó­
gico de Sokal y Bricmont (1999) resulta incómodo establecer analo­
gías entre las llamadas ciencias naturales y las sociales (que, en tanto
que presuntos polos opuestos, son otro ejemplo de pensar el nosotros
mediante la alteridad). Pero lo cierto es que las encuestas sociológi­
cas modifican la conducta del cuerpo electoral, de igual modo que la
observación de las partículas subatómicas modifica su trayectoria o
su velocidad. Conocer (observar, en el caso de los ejemplos citados)
es un acto de poder que crea o modifica la realidad.
También Sousa Santos (1988) escribe que conocer implica auto-
conocimiento. Sin embargo, nuestro modelo científico hegemónico
(fruto del positivismo asociado a la idea de progreso derivada de la
ilustración) niega que las condiciones personales influyan en los ac­
tos de conocimiento. La teoría feminista describe muy bien esto últi­
mo cuando define el modelo científico hegemónico como un producto
masculino. Según ese punto de vista, la ciencia es masculina porque
entiende que las emociones son ajenas al sujeto cognoscente o que,
como mínimo, pueden y deben ser tratadas como algo externo regu­
lado por la razón (Seidler, 2000). Tanto la ciencia como quienes la
producen (y las sociedades en las que viven) temen las emociones y
pretenden someterlas al dominio de la razón. El proceso de racionali­
zación que, según Max Weber, es el motor de la historia, también es
una forma de control de las emociones, ya que estas se entienden pe­
ligrosas tanto para el vigente orden social (patriarcal y capitalista)
como para el positivismo científico que lo legitima. El conocimiento
es un acto de autoconocimiento porque está contaminado por las con­
diciones locales, personales y emocionales de quienes conocen. Pero
esto es negado por un modelo científico que basa su legitimidad so­
cial y epistemológica en dos mitos: el de asepsia emocional y el de la
distancia personal respecto de lo que se investiga (es decir, respecto
de lo que se pretende conocer). Hay que tener en cuenta la historia
para entender cómo se ha llegado a esta situación.

Sabiduría, experiencia, tradición y ciencia

Las sociedades occidentales han dejado de ser sabias, y buena parte


de sus problemas tienen que ver con eso. La sabiduría es el fruto de la
experiencia tamizada por el tiempo y la reflexión. Y sobre esa expe­
riencia se construye la tradición. Sin embargo, en nuestras sociedades
(en occidente), la sabiduría es sustituida por la ciencia, primero, y por
la tecnología, después. Las sociedades occidentales contemporáneas
están inmersas en la inmediatez tecnológica y carecen de tiempo y de
espacios sociales para elaborar relatos sobre lo que están viviendo. El
corto plazo se ha instaurado como el modo prioritario de organizar la
realidad social, personal y medioambiental.
La distancia y la asepsia emocional provocan toda clase de de­
sorientaciones en las personas, que intentan paliarse con diversas
terapias destinadas al crecimiento interior. Es decir, destinadas al cre­
cimiento a través del desarrollo emocional. Pero nuestra sociedad
niega las emociones porque entiende que interfieren en el dominio de
la razón. En este contexto de asepsia emocional impuesta, las perso­
nas sienten la necesidad de proyectar hacia fuera algo que sienten
perturbador (las emociones). La denominada telerrealidad cumple
esa función.
Las emociones necesitan tiempo para ser procesadas social y
personalmente. Un tiempo que nuestra sociedad no les dedica. Nues­
tra sociedad persigue la intensidad emocional instantánea para so­
brellevar el vacío óntico en que se encuentra, y la halla en la ficción
televisiva. En la retransmisión catódica de odios, llantos, reconcilia­
ciones y peleas. Intensidad emocional virtual y fingida pero de con­
sumo inmediato. Sus protagonistas son actores y actrices sociales en
quienes es posible depositar fobias y filias. Emociones basura desti­
nadas al consumo instantáneo de intensidad superficial revestida de
trascendencia. Es el triunfo del envoltorio por encima de la calidad
del producto. El éxito mediático y social de la telebasura tiene que
ver con la incapacidad social para la gestión emocional. La telerreali-
dad ofrece un prét-á-porter emocional que cuadra bien con el mode­
lo económico actual.
La precariedad consagra el corto plazo. La instauración social
del ahora es el momento, y del disfruta ahora y empieza a pagar el
año que viene, genera fenómenos tan dispares como el consumo ba­
sura, el endeudamiento familiar y el consumo grupal y festivo de estu­
pefacientes (tanto entre jóvenes como entre adultos). Las sociedades
occidentales viven deprisa el presente, carecen de memoria histórica
e insisten en no plantearse un futuro que sienten no poder controlar.
Para enmarcar estos procesos, Vicente Verdú (2004) emplea el con­
cepto de capitalismo de ficción. El capitalismo de ficción del si­
glo xxi es una radicalización del capitalismo de consumo y se carac­
teriza por la precariedad laboral, y por la existencia de mercados
globales con pocos actores económicos que limitan la competencia.
La baja calidad de los servicios y de los productos es otra de sus ca­
racterísticas. En este capitalismo teatral se promete la felicidad a tra­
vés del consumo. Es un modelo económico basado en el corto plazo,
que tiene importantes consecuencias sociales en las biografías de las
personas y de los grupos sociales. En primer lugar, fomenta la baja to­
lerancia ante la frustración (encarnada en la incapacidad para consu­
mir como el resto) y, en segundo lugar, implica la banalización de la
democracia asociada a una pobre conciencia deResponsabilidad social
y personal. Es lo que Pascal Bruckner (2000) denomina «la tentación
de la inocencia»: ciudadanos que de forma permanente se definen
como víctimas y que rechazan asumir los tramos de responsabilidad
derivados del ejercicio de su libertad y de sus elecciones.
Nuestra sociedad niega la tradición y se instala en un proceso
aparente de cambio social instantáneo. La tecnología sustituye a la
sabiduría y cumple, al tiempo, la función de ocultar el cambio social
real: la degradación de los valores y el aumento de la desigualdad so­
cial. La epidemia de depresión que azota las sociedades euroocciden-
tales es un síntoma de todo ello. La ruptura con la tradición y el triun­
fo de^ corto plazo genera cinismo y desconfianza. La confianza se
basa en el cumplimiento de las promesas y se construye a largo plazo.
La confianza implica una inversión (que puede ser a fondo perdido)
que tiene poco que ver con la gratificación inmediata y sin esfuerzo.
La confianza implica trabajo y compromisos coherentes con los valo­
res que se afirma tener. La metáfora de la película Dogville (dirigida
por Lars von Trier) explica muy bien las consecuencias de traicionar
lo que se cree (o aquello en lo que se afirma creer) basadas en el
cálculo de los posibles beneficios obtenidos por hacer el bien. Nues­
tras sociedades están formadas por adultos que viven como adoles­
centes irresponsables convencidos de merecer más de lo que tienen,
que se niegan a crecer y que declinan cualquier responsabilidad sobre
lo que les pasa a sí mismos o a sus coetáneos. Nuestra sociedad se ha
infantilizado de forma radical. Las pruebas están en la televisión.
Ya no existe futuro porque la velocidad del cambio tecnológico
convierte el futuro en ahora. El lema de ahora es el momento, es un
eslogan que vende bien y que se emplea para colocar en el mercado
toda clase de bienes y servicios. Todo es presente porque el futuro
está aquí y por eso es imposible depositar esperanzas en él. E ifin de
la historia se produce porque las sociedades y las personas que las
forman intuyen que no puede haber un mañana mejor porque no ha­
brá mañana; porque el mañana es hoy. Sabiendo que no puede haber
esperanza futura porque el futuro ya está aquí en forma de presente
(para muchos obsceno y amenazador) se parchea la tristeza mediante
el consumo basura, la banalidad y el olvido (el fin) de la historia. Co­
mida basura, contratos basura, emociones basura, justicia basura y
política basura fundada en el corto plazo electoral. También hay pla­
ceres basura. El placer se pretende inmediato, al tiempo que se redu­
ce a mínimos la tolerancia al dolor emocional. Las pastillas de éxta­
sis y los antidepresivos cumplen idéntica función social. En el primer
caso, se trata de potenciar el sentimiento de pertenencia grupal me­
diante el placer (tóxico, pero gratificante) que produce la ingesta de
la sustancia (Gamella y Alvárez-Roldán, 1999). En el segundo caso,
se trata de paliar (pero no de resolver) la desorientación biográfica y
emocional producto de la ausencia de narrativas personales y reflexi­
vas que permitan ubicarse en la historia común y en el mapa social. El
corto plazo y la inmediatez lo contaminan todo.
Todo va deprisa, hacia ninguna parte, pero muy rápido. La in­
mediatez es el signo de nuestros días. La sustitución del género epis­
tolar por el correo electrónico, junto a la economía de palabras que
conlleva (un ejemplo de eficiencia), permite la comunicación inme­
diata, pero se emplea para transmitir banalidades (correos basura). De
nuevo la analogía respecto al modelo económico y social se hace evi­
dente: nuestra sociedad es la sociedad del «todo a cien». También las
noticias se amontonan unas detrás de otras pidiendo paso en nombre
de la actualidad y de la información. Los titulares basura (de lectura
rápida e inmediatamente desechables) describen muy bien la situa­
ción actual de nuestros medios de comunicación. Tampoco queda
mucho tiempo para la gastronomía, a la que se dedican tiempos espe­
cíficos alejados del día a día. Cocinar y comer con los demás es un
acto frecuente pero no cotidiano. No hay tiempo para hacerlo, de
modo que la comida basura (rápida y sabrosa, pero poco saludable)
ocupa parte del tiempo, y se relega la comensalidad a momentos pun­
tuales muy específicos de las relaciones sociales.
En un contexto de economía virtual basada en el expolio y en la
especulación económica a corto plazo (en especial, pero no solo, in­
mobiliaria) escasean las inversiones personales en relaciones sociales
basadas en la confianza. Esta última, se elabora a medio y (sobre
todo) largo plazo y se construye sobre el cumplimiento de las prome­
sas. Promesas, explícitas o implícitas, en las que ya nadie cree. De
forma análoga, el márketing político y electoral, las campañas insti­
tucionales (Barcelona, fem-ho be) y también la publicidad, presentan
toda clase de realidades carentes de credibilidad (análogas a la te­
lerrealidad). La sociedad sabe que todo el mundo miente; mienten las
empresas (Enron y Parmalat), mienten los políticos (Bush, Blair, Az-
nar), mienten los ayuntamientos que se financian al especular y mien­
ten los ciudadanos mediante el fraude fiscal. Las grandes promesas
(democracia, libertad, igualdad de oportunidades) han perdido su sig­
nificado original en un marco generalizado de crisis de confianza y de
falta de responsabilidad social y personal. Nuestra sociedad se ha in-
fantilizado de forma dramática. Una sociedad de niños irresponsables
que lo quieren todo y lo quieren ya. Es preciso explicar cómo se ha
llegado hasta aquí.
Todo es basura: fácil de conseguir, de baja calidad y rápidamen­
te desechable. Ni siquiera se dedica tiempo suficiente a los rituales
asociados a los procesos de duelo. Estos últimos, se hacen deprisa y,
en consecuencia, se elaboran de forma inadecuada. La inmediatez
tecnológica constituye un obstáculo para la reflexión y la gestión
emocional. Pero no siempre fue así. Tanto en las sociedades agrícolas
como en las industriales existen instrumentos sociales para elaborar
narrativas biográficas claras (tanto personales como colectivas). Las
personas y los grupos sociales emplean las tradiciones como una es­
trategia para pensar su lugar en el mundo. La tradición jamás es real.
Las tradiciones son relatos míticos que desarrollan un hilo argumen-
tal sobre las vidas mediante la reinterpretación del pasado. En nues­
tra sociedad, incluso la infancia es una especie de mito de los oríge­
nes personal, a través del cual las personas se explican a sí mismas.
También los grupos sociales inventan su propio pasado para explicar
su presente. Lo hacen las profesiones, la aristocracia, la clase obrera,
y los gays (por citar unos ejemplos). Pero que la tradición (personal o
grupal) sea una invención mítica no desmerece su importante función
social.
La modernidad asociada al proyecto de la Ilustración, y su pos­
terior consecuencia en términos de Revolución Industrial burguesa,
cuestiona y critica la tradición, y pese a que no logra extirparla del
todo de la vida cotidiana de las personas, sí consigue crear una suer­
te de sociedad fragmentada en la que se pierden las formas locales de
entender el mundo (Sousa Santos, 2003). La idea de progreso se basa
en un desarrollo de tipo lineal, en el que se parte de un punto y se lle­
ga a otro. En ese contexto, el pasado y sus condiciones tienen senti­
do, al menos, como referente para medir lo que se ha avanzado. Pero
la actual radicalización de la modernidad (Giddens, 1999) implica la
deshistorización del progreso. Por un lado, se ignora, se invisibiliza
o se desprecia el pasado (en especial los pasados locales) que dejan
de ser un referente común ante el empuje de la globalización. Y, por
otra parte, no hay ideas ni marcos teóricos claros que imaginen la
meta a alcanzar. Los evolucionistas de los siglos xix y xx lo tenían
más fácil. Según ellos, es gracias al progreso como la humanidad
primitiva y salvaje alcanza la civilización. Hoy en día, cuando Occi­
dente traiciona sus valores democráticos en nombre de la seguridad,
ya no está tan claro quiénes son los salvajes ni dónde viven los civi­
lizados.
La tradición permite a las personas ubicarse en la historia en
cuanto supuestos miembros o descendientes de otros que antes estu­
vieron aquí (en condiciones que se piensan análogas o parecidas a
las propias). La tradición precede a las personas y les permite ubi­
carse en ella o contra ella. En cualquier caso, la tradición es un refe­
rente. Por eso su invisibilización y banalización social exacerba in­
dividualismos insolidarios y fomenta sentimientos de desconcierto,
finitud, y tristeza. Negar la tradición, perderla, instalarse en un pro­
ceso de cambio tecnológico instantáneo (que produce vértigo por su
velocidad, pero que no lleva a ninguna parte), imposibilita la refle­
xión que convierte la experiencia en sabiduría y deja la sociedad in­
defensa ante el futuro (porque reniega de sus orígenes). Las socieda-
desoccidentales e n general, y la nuestra en particular,.son-sociedadss^
de nuevos ricos que se comportan como tales. Por eso, hoy en día, es
el consumo vehiculado a través de la imagen (y no la tradición) lo
que se emplea para presentarse como sujeto ante los demás. La radi-
calización de la modernidad, con su correlato de ausencia de narrati­
vas de larga duración que permitan elaborar los procesos sociales,
produce angustia y vacío emocional. Tras el fracaso revolucionario
de los años setenta y la fagocitación de sus protagonistas y líderes
por parte del mercado y de la política, el no future que proclama el
movimiento punk encuentra en la crisis medioambiental su mejor ar­
gumento. Sin embargo, la actual ausencia de futuro ya no tiene que
ver con eso. Ya no es necesario esperar al futuro porque el futuro ya
está aquí. En un contexto social saturado de tecnologías que enveje­
cen con rapidez (de un día para otro), la velocidad con que el futuro
se sucede a sí mismo transformándose en pasado es tal, que apenas
existen pausas que permitan tomar aliento. De este modo, la racio­
nalidad tecnológica sustituye al análisis crítico en la legitimación del
orden social
En el contexto descrito, las desigualdades sociales, que aumen­
tan en todo el planeta, son visibles en Europa en la pauperización de
las clases medias. Salvo para las clases altas, cada vez es más difícil
mantener la movilidad social ascendente. Hasta los años ochenta del
siglo xx, las familias europeas logran aumentar (o al menos, mante­
ner) el nivel social de sus descendientes. En la actualidad, las fami­
lias de clase media tienen serias dificultades para que los hijos man­
tengan el estatus social de sus padres o abuelos. La educación y la
formación, que son estrategias familiares clásicas para ascender so­
cialmente, se han convertido en condiciones necesarias pero no sufi­
cientes. Por un lado, la enseñanza secundaria, siguiendo el modelo
norteamericano, ha institucionalizado la mediocridad. Y, por otra
parte, ya ni siquiera los estudios universitarios garantizan un empleo
digno que permita planificar la biografía personal. La precariedad en
el trabajo quiebra las biografías y transforma las vidas en una suerte
de actividades provisionales sin solución de continuidad. Esta pre­
cariedad es muy visible entre los jóvenes, que suelen ver pospuesta
su entrada a la vida adulta hasta más allá de los 30 años de edad.
Pero también en los adultos, las dificultades para realizar los pro­
yectos personales refuerzan el sentido social del vive ahora y hazlo
con intensidad.

Los hom bres y el proceso de racionalización

Las transformaciones sociales derivadas de la Ilustración están aso­


ciadas a un modelo de racionalidad eficiente que se aplica de forma
indiscriminada a todo tipo de realidades. El proceso de racionaliza­
ción es el cambio más importante de las sociedades eurooccidentales
de los últimos doscientos años. Además, se trata de un proceso que
Occidente exporta al imponer su manera (racional) de entender el
mundo al resto del planeta (la globalización actual forma parte de
ello). Hay que entender la actual mundialización como un proceso
histórico de larga duración (que lamina tanto la diversidad cultural
como las adaptaciones económicas locales) que impone a todo el orbe
una perspectiva única para pensar la realidad. Weber (1964) afirma
que el proceso de racionalización de las sociedades crea una jaula de
hierro derivada de la asepsia impersonal consustancial a la burocra­
cia racional y legal. La deshumanización de las organizaciones es su
consecuencia más visible, ya que en ellas la distancia emocional es
condición sine qua non para su funcionamiento eficiente.
Las organizaciones tratan a todas las personas por igual, según
normas universales y no mediante criterios particulares. Esos crite­
rios universales, tienen su origen en la Revolución francesa y en el
nacimiento de la ciudadanía. Si a los súbditos se les trata de un modo
específico, a los ciudadanos se les trata a todos por igual (Foucault,
1984). Y para tratar por igual a todas las personas es preciso que las
reglas estén claramente definidas. Las organizaciones contemporá­
neas (y también la sociedad que conforman) se caracterizan por la
preeminencia de lo escrito sobre lo oral. Solo así es posible la aplica­
ción de criterios universalistas. Una sociedad universalista tiende a
homogeneizar y a uniformar la sociedad, y las organizaciones ayudan
a cumplir ese objetivo formando parte de un nuevo sistema de control
social.
Como propone Jeremías Bentham (1979) en el siglo xvm y
prueba Goffman (1980) en el siglo xx, la burocracia racional y legal
implica un nuevo sistema de control social que se articula a partir de
una también nueva reglamentación del tiempo y del espacio. De este
modo, el trabajo artesanal se concentra en el taller, primero, y en la
fábrica, después, mientras que el tiempo industrial sustituye a los ci­
clos agrícolas y al tiempo artesanal (Perrow, 1990). Universalismo,
uniformidad, preeminencia de lo escrito sobre lo oral, nueva regla­
mentación del tiempo y del espacio (mediante la clara distinción en­
tre lo público y lo privado) y asepsia emocional. Todos estos rasgos
(propios de la burocracia racional y legal) son centrales en nuestra so­
ciedad. En estas páginas se subraya la importancia epistemológica,
social y personal de la distancia emocional {tn cuanto intrínseca al
proceso de racionalización), y se concluye que se trata de un disposi­
tivo que tiene género y que afecta sobre todo a los hombres.
La distancia emocional regula tanto las relaciones entre los
miembros de una organización como las relaciones de esta con el ex­
terior. En ambos casos, se argumenta su necesidad bien en nombre
de la eficiencia, bien en nombre de la objetividad. La búsqueda de la
eficiencia y la pretensión de objetividad son consecuencia directa
del proceso de racionalización. La primera se asocia a la productivi­
dad y la segunda se asocia tanto al derecho positivo como (sobre
todo) a la producción de conocimiento legítimo. La asepsia y la dis­
tancia emocional (asociadas a la objetividad) son rasgos fundamen­
tales de la burocracia, que también se publicitan como características
de la ciencia y de la tecnología (para así legitimarlas ante la pobla­
ción). Sin embargo, la subjetividad es inevitable porque las personas
(jueces, bioquímicas o filósofas) conocen la realidad desde un punto
de vista local; es decir: condicionado por sus biografías personales,
por sus entornos y por los lugares que ocupan en la estructura social.
Lograr la distancia emocional y escapar de la subjetividad es com­
plicado.2

2. En cuanto a la medida de la eficiencia, esta depende siempre del valor emocional


y subjetivo que se otorga al objetivo. Siendo este último el que determina los umbra­
les de riesgo, de inversión y de esfuerzo que se está dispuesto a emplear para lograr-
Control, orden y razón definen la masculinidad hegemónica y
son rasgos de las organizaciones modernas (donde aparecen bajo las
formas de distancia emocional, de racionalidad y de objetividad).
Estas características, además, están presentes en la forma social­
mente legítima de producir conocimiento: la ciencia. La masculini­
dad dominante y la ciencia son cosas distintas, pero mantienen una
relación política interesada, semioculta y difícil de descubrir. El pun­
to de conexión entre ambas se encuentra en los procesos de raciona­
lización.
En el modelo de ciencia actual, la legitimidad para producir co­
nocimiento está en manos expertas y profesionales, mientras que los
conocimientos que producen las personas sobre sí mismas (o sobre
su entorno) son tratados como subalternos y poco importantes. De
este modo, se devalúan tanto las experiencias empíricas personales
como su transmisión oral y se otorga valor añadido al conocimiento
teórico transmitido mediante fuentes escritas. La función social de la
ciencia es dar soporte político a los saberes técnicos, profesionales y
expertos, que la emplean como dispositivo de legimitimación social
al definirse a sí mismos como saberes científicos. Sin embargo, mu­
chas de esas formas de hacer (o saberes) tienen su origen en el expo­
lio de los saberes cotidianos de las personas. El caso de algunas es­
pecialidades médicas (pediatría y ginecología), la Organización
Científica del Trabajo y el nacimiento del problema de las drogas en
las sociedades occidentales ilustran cómo ciertos conocimientos que
se autoproclaman científicos son resultado de un robo. O, en otras
palabras: tales saberes científicos son el resultado de un proceso de
colonización.
En los procesos de colonización, los nativos son expoliados y
aculturados mientras la metrópoli promete la utopía del desarrollo. Se
trata de una promesa falsa, ya que, una vez desposeída de sus recur­
sos y de su forma de entender el mundo, la población nativa acaba vi­
viendo y muriendo peor que antes de la llegada de los blancos. Algo
parecido acontece con las mujeres, con los artesanos y con las clases

lo. No existe, pues, una medida universal de la eficiencia que sea cierta, verdadera y
válida para todos y todas. Para entender bien esta afirmación resulta útil considerar la
relación inversión-beneficio de los viajes espaciales, ya que la eficiciencia de los mis­
mos depende del punto de vista de quien los valore.
populares. Todos ellos son desposeídos de sus conocimientos, acultu-
rados, analfabetizados y convertidos en dependientes de una nueva
metrópoli: la ciencia y sus expertos y profesionales. La estructura de
estos procesos es análoga a los de colonización. Si en estos últimos
son los blancos quienes se atribuyen la misión de civilizar a los nati­
vos, en los otros procesos son las personas expertas quienes preten­
den enseñar al resto de la población qué es lo sano, lo bueno y lo re­
comendable. Vale la pena detallar algunos de estos procesos.
En Europa, hasta finales del siglo xix, las mujeres son deposita­
rías de saberes cotidianos sobre el parto y la crianza. La profesión
médica (utilizando el argumento de las fiebres puerperales)3 desarro­
lló un programa de comunicación estratégica en el que las comadro­
nas empíricas son tratadas de igual modo que los pueblos nativos
(deslegitimando sus saberes y sus prácticas) con el objetivo de ins­
taurar dos nuevas especialidades médicas construidas sobre el expo­
lio del conocimiento empírico y emocional de esas mujeres: la pedia­
tría y la ginecología (Esteban, 1994).4Tras la Segunda Guerra Mundial,
el parto deja el hogar y se traslada al hospital. Conviene retener que
este último es un espacio aséptico y burocratizado donde la relación
emocional con la parturienta es baja o nula; en cambio, las comadro­
nas empíricas acudían a casa de la parturienta días antes del parto y se
quedan con ella un tiempo después de parir (Gabarrón y Hernández,
1994). Es decir, establecían una relación íntima, social y emocional,
con la parturienta.
La Organización Científica del Trabajo (también llamada tayloz
risjna) es otro ejemplo de expolio de los saberes cotidianos de la po­
blación y su transferencia a los expertos (en este caso, a la dirección).
El ingeniero Frederick Taylor publica en 1911 Los principios de la di­
rección científica donde plantea la necesidad de racionalizar el trabajo
manual para aumentar la productividad. Propone pagar en proporción
al trabajo realizado (destajo) así como organizarlo de forma científi­
ca (y_medir y descomponer las tareas) separando la planificación de
su ejecución. De este modo, la dirección planifica (a menudo me­

3. Las fieb res puerperales son un estado morboso posterior al parto o al aborto y
causado por la penetración en el organismo de gérmenes (en especial el estreptococo)
a través de la herida placentaria o de desgarros uterinos.
4. En sus orígenes ambas especialidades están masculinizadas.
diante una oficina de métodos y tiempos) mientras que el trabajador
se limita a seguir las instrucciones que recibe. Antes de la propuesta
de Taylor había cuadrillas de artesanos (organizadas en torno al capa­
taz) que mantenían una relación emocional directa con lo que produ­
cían, ya que conocían (e incluso controlaban) todo el proceso de ela­
boración del producto. El taylorismo expropia de sus saberes a los
artesanos generalistas (pero cualificados) y los transfiere a la direc­
ción, creando de este modo operarios que ven mermadas sus posibili­
dades de desarrollo emocional en la esfera productiva.5 Desde enton­
ces, y pese a que fracasan por sistema en la práctica, en las Escuelas
de Negocios se imparten toda clase de métodos y teorías que preten­
den la implicación y el crecimiento personal de los trabajadores.6
Durante el siglo xix y (sobre todo) en el siglo xx, el Estado in­
vade y ocupa ámbitos domésticos y comunitarios para controlarlos
mejor (la salud y la educación son ejemplos de ello). Mediante profe­
sionales y expertos (a quienes otorga el monopolio del conocimiento
legítimo sobre determinadas realidades) el Estado reivindica y regu­
la funciones (de tipo doméstico y comunitario) que antaño le eran aje­
nas. El autotratamiento del dolor (físico o moral) y la cuestión del uso
y la gestión del propio cuerpo son ejemplos de cómo el Estado (a tra­
vés de las profesiones) accede a espacios que no le incumbían. La in­
tromisión del Estado instaurando políticas restrictivas respecto a la
producción, distribución y consumo de euforizantes y de analgésicos
es central para entender el proceso histórico que ocasiona el naci­
miento del problema de las drogas en las sociedades desarrolladas, e
ilustra cómo el expolio de los conocimientos de la población y su
transferencia al Estado (mediante profesionales y expertos) puede
acabar, incluso, en desastre sociosanitario.

5. La OCT (Organización Científica del Trabajo) fue acogida con entusiasmo por
Lenin, quien la impulsó en la Unión Soviética. La mayoría de las críticas realizadas a
la OCT por teorías posteriores insisten en la falta de implicación emocional de los tra­
bajadores. Las teorías humanistas y las teorías del enriquecimiento del trabajo son
ejemplos de ello.
6. La Escuela de R elaciones Humanas desarrollada por Elton Mayo en los años
treinta del siglo x x , las teorías del desarrollo de la p e rson alidad y del enriqueci­
miento de! trabajo (de los años cincuenta y sesenta, respectivamente) y el modelo de
cultura de la organización de los años ochenta son intentos fallidos de incrementar
la productividad mediante la gestión em ocional (o manipulación) del mundo del tra­
bajo.
Romaní y Comelles (1991) muestran cómo hasta finales del si­
glo xix las personas gozaban de amplia autonomía para tratar tanto
el dolor físico como el dolor moral. Ambos se gestionaban en ámbi-
tos domésticos y comunitarios mediante remedios (analgésicos y eu-
forizantes) cuyo uso y elaboración eran accesibles a gran parte de la
población. Sin embargo, desde principios del siglo xx, el Estado (a
través de médicos y farmacéuticos) desautoriza la producción, el uso
y la distribución de tales remedios argumentando que su mal uso
provoca intoxicaciones e incluso envenenamientos (había más enve­
nenadoras que envenenadores). Ese es el momento del nacimiento
del problema de las drogas. Hasta principios del siglo xx, tanto el
dolor físico como el moral se gestionaban en ámbitos domésticos y
comunitarios. Pero el Estado irrumpe en esos espacios, se los apro­
pia, legisla sobre ellos, y entrega a los profesionales el poder de de­
cisión sobre quiénes (v de aué modo) oueden eestionar el dolor v
dónde hacerlo.
Antes de la invención política del problema de las drogas, los
remedios (fueran analgésicos o euforizantes) no se empleaban de
cualquier modo, sino en el marco de rituales de sanación (domésticos
o comunitarios) que primaban la paciencia y la medicina de espera.
Los rituales de sanación implicaban procesos complejos de atención
y asistencia, en los que la implicación emocional con quienes pade­
cían iba mucho más allá del uso de uno u otro remedio. Por lo que
respecta a las enfermedades infecciosas y, hasta la invención de la pe­
nicilina, en 1927,7 apenas había diferencias entre las tecnologías mé­
dicas profesionales y las domésticas. Unas y otras prescribían reposo
y buena alimentación mientras se aguardaba que la persona sanase
por sí misma. En este contexto, la función de analgésicos y eufori­
zantes era hacer la espera llevadera y menos dolorosa. En ausencia de
la penicilina, médicos y farmacéuticos (con la complicidad del Esta­
do) se apropian de los remedios para justificar su existencia y utilidad
social como expertos. A cambio del monopolio sobre la salud que les
otorga el Estado, esos profesionales asumen socializar el programa
político de higienización moral que defiende la burguesía del mo­
mento. En el desarrollo de este proyecto político burgués es central la
lucha contra la ebriedad (sea del tipo que sea). Esta última es una for-

7. El uso generalizado de la penicilina se inicia tras la Segunda Guerra Mundial.


ma de descontrol emocional que cuadra mal con los nuevos imperati­
vos sociales burgueses: racionalización, eficiencia, ciencia y objeti­
vidad. .
Otro ejemplo que ilustra el modo en que profesionales, científi­
cos y expertos ocupan y colonizan espacios que les eran ajenos (con
la complicidad del Estado burgués) es el caso de la gestión de la se­
xualidad y del uso del cuerpo. Hasta la Revolución francesa la regu­
lación de los usos del cuerpo se articulaba a partir del binomio peca­
do-delito, de manera que el pecado de sodomía* se equiparaba al delito
de lesa majestatis (Tomas y Valiente, 1969). Pero tras la Revolución de
1789, lajnayoría de códigos penales postnapoleónicos pasaron a con­
siderar la_s£xualidad como un asunto estrictamente privado, salvo
cuando se practicaba con violencia o con publicidad (delito de escán­
dalo público). Este proceso de despenalización de las sexualidades
desviadas crea las condiciones políticas que permiten legitimarlas
(siempre y cuando se realicen en privado). Puesto que ya no se las pue­
de perseguir legalmente, el Estado encarga a la profesión médica ela­
borar las bases científicas para deslegitimarlas (Álvarez-Uría, 1983),
aun cuando se realicen en privado. Es el momento del nacimiento de
las llamadas perversiones sexuales (Lantéri-Laura, 1979), que son un
invento médico-psiquiátrico y científico pensado para legitimar una
represión que, con la implantación de los códigos penales, tiende a te­
ner menor soporte legal. La invención del problema de las drogas,
pues, es un proceso análogo al de la invención de las perversiones se­
xuales.
El esfuerzo postrevolucionario burgués persigue dos objetivos:
primero, suprimir la equivalencia (vigente en el Anden Régime) en­
tre Estado y casa real (Elias, 1982), y, segundo, construir, definir y
delimitar lo público como ámbito de intervención estatal; la privaci­
dad es tan solo el efecto secundario de ello. La creación del problema
de las drogas y la invención de las pen>ersiones sexuales muestran el
proceso por el cual el Estado expandió su control a esferas domésti­
cas y comunitarias utilizando el argumento de la salud pública, la

8. El pecado de sodomía incluye toda clase de actividades reputadas y definidas


como contrarias a la naturaleza y que pongan en cuestión el plan divino de «creced y
multiplicaos». La sodomía engloba una amplia gama de actividades sexuales y no se
reduce a las relaciones que hoy en día se llaman «homosexuales».
cual, en sus orígenes, era una mezcla de moral puritana, orden públi­
co, y policía de las costumbres y del pudor. Por su parte, la medicali-
zación de la sexualidad ilustra tanto los procesos de creación de sa­
beres científicos expertos como su uso político para legitimar cierto
orden social, moral y simbólico, en este caso la heterosexualidad
(Guasch, 2000).
La Ilustración cuestiona y la Revolución destruye las antiguas
legitimidades del control social. E a adelante, la ciencia (y la medici­
na en particular) se encargan de legitimar (e incluso organizar) la re­
presión de los grupos subalternos. A partir del siglo xix, y a lo largo
de todo el siglo xx, la esclavitud de los pueblos negroides (los cam-
nitas) ya no puede argumentarse en términos religiosos mediante la
maldición de Noé;9 es entonces cuando los científicos (varones en su
mayoría) elaboran las teorías racistas que la justifican. Eduardo Me-
néndez (2002) recuerda algunos datos sugerentes al respecto: prime­
ro, que, tras los militares, los médicos constituyen el grupo ocupacio-
nal más numeroso juzgado en el proceso de Nuremberg, y, segundo,
que pese a su derrota militar (en la Segunda Guerra Mundial) las teo­
rías racistas siguen intelectualmente vigentes, bien camufladas bajo
una definición de cultura de tipo claustrofóbico (como si la cultura fue­
se algo de lo que es imposible escapar), bien bajo el nuevo paraguas
de asepsia científica, que proporcionan la ingeniería genética y (sobre
todo) la socialización y la vulgarización de su marco teórico.
La aportación central del trabajo de Menéndez (2002) consiste en
historizar el nazismo al afirmar que Hitler y la Alemania de entonces
no son una casualidad histórica, ni tampoco el producto de la locura de
un pueblo y de su líder delirante. Al contrario, el nazismo fue un des­
tino inevitable porque todas las sociedades europeas del momento (y
también las de América del Norte, Centro y Sur) eran profundamente
racistas. Tan racistas, al menos, como la Alemania de la época. El
modo en que la Guardia Civil y el resto de la población española tra­
taba a los gitanos en la época, y la forma en que se trata a los negros
estadounidenses del momento son ejemplos de ello. Por otra parte, el

9. El Génesis cuenta cómo Cam (hijo de N oé) se rió de su padre borracho; este, tras
la resaca, le maldice diciendo: «Esclavo serás de tus hermanos». El relato bíblico se
utilizó para justificar la esclavitud de los negros suponiéndoles descendientes de Cam,
los camnitas.
antisemitismo católico (bendecido por la Iglesia) encuentra su mejor
cómplice en una miríada de teorías científicas que insisten en presen­
tar la raza blanca como la cima de la evolución, y el resto: subhuma-
nos por civilizar (lo que en el actual Irak ocupado se denomina demo­
cratizar). También es cierto que los científicos de la época pensaron a
las mujeres blancas como formas secundarias de humanidad. Pero, eso
sí, las blancas estaban más cerca de lo humano (es decir, de los varo­
nes blancos) de lo que nunca lo estarían los negros. Gracias a Hitler y
gracias al nazismo, las sociedades europeas (y americanas) del si­
glo xx presumen de pedigrí democrático10 y, de paso, eluden enfren­
tarse a una parte fundamental de su historia.

Resistencias

Algunos autores con ideas simplistas se empeñan en tachar de idiotas


a quienes miran el dedo cuando este señala la Luna; Sokal y Bricmont
(1999) son ejemplo de ello.11 Sin embargo, las ciencias sociales y hu­
manas insisten en preguntar (entre otras cosas), de quién es el dedo,
cuáles son sus características y por qué apunta a la Luna (en vez de
señalar cualquier otra cosa). A menudo, el actual sistema científico
predetermina los resultados de las investigaciones porque no hace
una reflexión teórica y conceptual (previa) sobre lo que quiere estu­
diarse (la Luna), ni tampoco sobre la manera de hacerlo (el dedo). La
reflexividad de las ciencias sociales y humanas permite repensar lo
que el sentido común da por supuesto y lo que otras ciencias ignoran,
sometiendo a examen crítico cuestiones aparentemente resueltas; en
especial las que afectan al dedo que señala, que con frecuencia suele
ser un dedo masculino, viril, e incluso (a veces) macho.
La masculinidad prescrita (la de los hombres de verdad) es par­
te fundamental de la praxis científica que los historiadores nombran
con el término positivismo. El positivismo tiene género. Es masculino

10. Sobre las distintas teorías racistas médico-científicas y su desarrollo a lo largo


de los siglos xix y x x , puede verse Peset (1983), Galera (1991), Huertas (1987 y
1988), Maristany (1973), Peset y Peset (1975), Álvarez-Uría (1983) y Chebel (1998).
11. Una crítica de los planteamientos de Sokal está en Blanco (2001).
porque es racional. Para explicarlo, es preciso repasar las condiciones
políticas, económicas y epistemológicas que posibilitan la actual fun­
ción social de la ciencia hegemónica. Aquí se asume la definición de
ciencia formulada desde el programa fuerte de sociología del cono­
cimiento (Woolgar, 1991; Latour, 1992) según la cual la ciencia es tan
solo una manera más de producir conocimiento, si bien en nuestra so-
ciedad es la forma hegemónica de hacerlo. Pero saber que la ciencia
es el modo dominante de producir conocimiento no la hace ni mejor
ni más cierta; más bien indica que tiene poder y reconocimiento so­
cial. Recordando a Michel Foucault hay que insistir en que la cjencia
es la forma más eficiente de ejercicio del poder. En nuestras socieda­
des, la ciencia es la forma legítima de producir conocimiento, e im­
plica un modo de proceder (es decir: un método) que supone que la
ciencia es inmune a influencias políticas, económicas o sociales. El
modelo científico hegemónico produce un conocimiento que se pre­
tende objetivo y neutral (es decir, no contaminado por las emociones
ni por la subjetividad) al tiempo que universal (es decir, no local).
Objetividad, asepsia emocional y universalidad son rasgos que, des­
de la Ilustración, se pretenden intrínsecos al conocimiento científico.
Pero que también son inherentes a las organizaciones y a las formas
de masculinidad dominante.
Sousa Santos (1988) define el modelo científico hegemónico ac­
tual y sus rasgos.12 Se trata de un tipo de conocimiento poco (o nada)
interdisciplinar, que practica y prioriza el análisis (descomponiendo
la realidad en pedazos para observarlos de cerca), y que asume que el
todo es resultado de la suma de sus partes. Se trata de una visión tro­
ceada del mundo, de las cosas, y de las personas, poco dada a la sín­
tesis (que implica contemplar la realidad con perspectiva y como un

12. Para Sousa Santos (1988) la ciencia hegemónica es totalitaria porque niega le­
gitimidad a formas de producir cocim iento distintas de la suya y porque tacha de fal­
so a lo que no sigue el modelo racional y positivo. Se trata, además, de una forma de
proceder que basa su legitimidad social en ecuaciones matemáticas y que para poder
cuantificar los fenómenos termina por reducirlos (eliminando los m atices). Por otro
lado, el m odelo científico hegem ónico es taxonomista y clasificador, pero tiende a
crear categorías cerradas, presentadas como realidades ya terminadas que no se trans­
forman ni cambian. Se trata de un pensamiento dicotómico y maniqueo de tipo onto-
lógico y esencialista (es decir: estructural y ahistórico), tan preocupado por intervenir
en la realidad, que ha entronizado la tecnología mecanicista, despreciando, al tiempo,
la filosofía. -
todo). Esta forma analítica de proceder es muy visible en la medici­
na occidental, en la que a cada parte del cuerpo se le asigna un espe­
cialista, de manera que nadie (salvo los propios pacientes) es capaz
de elaborar narrativas coherentes sobre los padecimientos.13 Pero es­
tas narrativas, fruto de experiencias personales, emocionales y subje­
tivas, son tratadas como formas de conocimiento menor, afirmando
que poco o nada aportan al conocimiento verdadero (que es el de los
profesionales, científicos y expertos).
La^iencia nunca es inocente. Ha dedicado parte de sus esfuer­
zos a legitimar la desigualdad entre humanos y a apropiarse de sus
conocimientos en beneficio propio. Afirmar que la ahistoricidad es
una característica central del modelo científico hegemónico es una
forma de subrayar la falta de espíritu crítico que preside^su ejercicio.
Este talante científico, que desprecia cuanto ignora, se basa en la con-
vicción de ser mejor quejos demás. Se trata de una convicción de su­
perioridad epistemológica frente a otras formas de mirar lo real, a las
que tacha de superfluas e impertinentes, por ser subjetivas y estar
contaminadas por la implicación (política o emocional). Después de
todo, y antes de mirar la Luna, sí parece necesario plantear algunas
cuestiones sobre el dedo que la apunta. Con frecuencia es un dedo
masculino y viril (y a veces macho y fascista, y también estalinista).
Un dedo arrogante y autosuficiente, convencido, además, de tener
tanto la verdad como el modo más correcto de alcanzarla.
La artesanía se basa en la experiencia personal directa (sin ape­
nas mediaciones) con lo que se produce o se hace.T¡T artesanía crea
las condiciones de posibilidad que permiten amar el resultado del
trabajo, porque en lo hecho se ha puesto parte de uno mismo. La ar­
tesanía se aprende cara a cara con alguien que la enseña, y en ella el
diálogo es constante e inmediato. Los conocimientos artesanos se
transmiten boca a boca y en la práctica, y las personas artesanas sue­
len conocer todo el proceso de producción de los bienes o productos

13. La organización del conocimiento en las universidades también reproduce este


afán compartimentalizador. Disciplinas que comparten tanto autores clásicos como teo­
rías se clasifican mediante nomenclaturas distintas por razones de poder académico.
Apenas hay diferencias entre psicología social, sociología, antropología cultural y geo­
grafía humana; sin embargo, en las universidades españolas se presentan como si fue­
ran distintas, cuando, en realidad, todas se ocupan (y de un modo semejante) de los
grupos humanos y de sus características.
que elaboran. Los saberes artesanos son saberes accesibles. No todas
las personas saben herrar caballos. Pero aprenderlo es una posibilidad
cercana. La artesanía implica siempre un savoirfaire que mejora con
el tiempo y su ejercicio. Los artesanos y las mujeres son las principa­
les víctimas de los procesos de racionalización. Unos y otras poseen
conocimientos basados en la experiencia y en el sentido común. Sin
embargo, ambos padecen la colonización y el expolio de profesiona­
les y expertos en nombre de la ciencia, la eficiencia, y la razón. Los
artesanos abandonan los talleres y se instalan, como obreros, en or-
gánizaciones y fábricas donde rigen la asepsia emocional y la objeti­
vidad racional y legal. Las mujeres, por su parte, aprenden a parir y a
criar siguiendo manuales y consejos de expertos (Ehrenreich y En-
glish, 1990), mientras que la población acaba por permitir que sea el
Estado el que decida quién, cuándo y de qué modo puede gestionar su
dolor, al tiempo que los placeres del cuerpo son proscritos por ser in­
convenientes y poco productivos (la creación del delito de acoso se­
xual tiene que ver con esto último).
El acoso sexual constituye una forma de abuso que acontece so­
bre todo en el seno de organizaciones, que afecta en especial a las
mujeres y que es una suerte de indicador patriarcal para medir el gra­
do de democratización de aquellas. Pernas y Ligero (2003), y Torns,
Borras y Romero (1999) explican muy bien todo-esto. Sin embargo,
la función social latente (u oculta) de esta tipificación legal es dese-
rotizar las relaciones laborales. De este modo se subrayan los límites
entre lo público y lo privado, y se amenaza con sanciones a quienes
traspasan tales fronteras e introducen elementos del segundo en el
primero. Si, como afirma Georges Bataille (1985), el erotismo es la
celebración de la vida y fomenta la tendencia de las personas a comu­
nicar, coquetear y erotizarse mutuamente, hay que entender el delito
de acoso sexual como una estrategia legal que limita el erotismo (y las
emociones que le están asociadas) a los espacios definidos como pri­
vados, de manera que no incida en los procesos de producción. El de­
lito de acoso sexual es una más de las diversas consecuencias de los
procesos de racionalización.
Los procesos de racionalización son una forma de colonialismo
interior, en la que la metrópoli (la ciencia) expolia a las personas y a
los grupos sociales de los recursos con que cuentan tanto para pen­
sarse a sí mismos como para organizar su vida cotidiana. Sin embar­
go, el envite de la razón no pudo con todo. Quedaron (quedan) pe­
queños espacios y ocultos rincones (habitados sobre todo por muje­
res) donde la tradición siguió siendo inventada, vivida y transmitida.
Los procesos de racionalización son más intensos en los espacios pú­
blicos y en las organizaciones (escuelas, hospitales, fábricas, cárce­
les, manicomios y cuarteles) que en los privados y en los domésticos,
y afectan sobre todo al mundo del trabajo. Por eso los varones que
pueblan ese dominio se quedan sin lugares donde reproducir sus sa­
beres y pierden los instrumentos clásicos que usaban para ubicarse en
el mundo. Una de esas pérdidas es el antiguo binomio maestro-apren­
diz, que, además, tenía un componente homosocial de iniciación a la
masculinidad. Desgajados de la tradición y sin los instrumentos que
esta les proporciona para para pensarse a sí mismos, los artesanos
(transformados ya en obreros) se ven abocados a asumir la razón para
elaborar su identidad, y, al hacerlo, terminan por hacer de ella uno de
los pilares de la masculinidad.
Las mujeres también sufren el expolio de la razón, pero cuentan
con más recursos que los varones para oponer ciertas resistencias.
Las mujeres (asumiendo los cuidados, la crianza y la educación, la
memoria familiar y la gestión cotidiana de la unidad doméstica) se
ubican en espacios socialmente devaluados y en ellos construyen sus
propias interpretaciones del mundo (Juliano, 1998). El resultado es
que resisten mejor que los hombres el envite de la razón y que están
más entrenadas para elaborar narrativas al margen de ella, porque en
su momento (y en esos contextos) consiguieron mantener algunas for­
mas orales, empíricas y emocionales de transmisión del conocimien­
to: «las mujeres podían compartir su experiencia unas con otras [...]
también compartían los sentimientos que se encerraban en ellas [...] a
una tradición racionalista le resulta difícil reconocer que aunque se
puede hablar mucho, a veces se comparte o se comunica muy poco»
(Seidler, 2000: p. 134). Los varones, violentados y poseídos por la ra­
zón, y socializados en ella y en los valores que defiende, tienen serias
dificultades para compartir (sin competir) experiencias e intimidades.
Tan solo entre los grupos de hombres se ensayan estrategias para ha­
cerlo.14

14. Los grupos de hombres presentan una gran variabilidad. Están formados por va­
rones que, por diversas razones, cuestionan las normas de género que les correspon­
Las luchas feministas reivindican para las mujeres la legitimi­
dad epistemológica del conocimiento basado en la experiencia com­
partida (la cual no puede entenderse sin su marcado componente
emocional, parcial y subjetivo). Pero la masculinidad hegemónica
impone a los varones la circunspección emocional como prueba de
adecuación a las normas de género que les corresponden. La afirma­
ción taxativa de que los hombres no lloran es bastante simplista, algo
anacrónica y, desde luego, muy estereotipada. Es simplista, porque la
dificultad de los varones para el llanto esconde cuestiones más sutiles
e importantes que, al centrarse en el tema de las lágrimas, se hurtan al
debate. Es anacrónica, porque no indica de qué varones y de qué épo­
ca se habla. Y es estereotipada, porque reduce y simplifica una reali­
dad compleja que presenta gran variabilidad. Hay tantas formas de
ser hombre como varones. Sin embargo, sí es cierto que los procesos
de racionalización asociados a la masculinidad hegemónica fomentan
en los varones un continuo ejercicio de contención emocional. Y es
que los varones de Occidente temen las emociones tanto o más que
las sociedades de las que forman parte. Por eso hay muchos maltrata-
dores que justifican sus actos diciendo que ellas provocaron su des­
control emocional (Welzer-Lang, 1991).
Las sociedades euroocidentales de capitalismo avanzado temen
las emociones porque no saben gestionarlas (como tales) y se empe­
ñan en la absurda tarea de racionalizarlas. En nuestras sociedades,
apenas quedan momentos rituales (sean individuales o colectivos)
que permitan manejar las emociones. Esa carencia permite la oferta y
el consumo de todo tipo de terapias destinadas al crecimiento perso­
nal. En una sociedad emocionalmente analfabeta, las personas no sa­
ben qué hacer con sus emociones. El dictado de la razón bloquea el
acceso de las personas a los instrumentos clásicos para elaborar las
emociones (en especial los ritos de paso). De este modo, las pocas

den y que reflexionan sobre el mejor modo de escapar a sus consecuencias. Pese a ser
un proyecto desarrollado por una administración local, el Programa de Hombres por
la Igualdad, del Ayuntamiento de Jérez, es un núcleo desde donde se irradian ideas y
prácticas no sexistas (destinadas específicam ente a los hombres) que han contribuido
al desarrollo de grupos de hombres en todo el Estado español. Todavía no se ha com ­
prendido (ni tampoco reconocido) la importancia social y política de ese proyecto li­
derado por José Angel Lozoya, que ha sido central en el proceso de reflexión crítica
sobre las masculinidades en nuestro contexto. Su sitio en internet es de visita obliga­
da: www.hombresigualdad.com.
ocasiones sociales (colectivas o individuales) que permiten la expre­
sión emocional se apuran hasta el límite. Tal es el caso de los espec­
táculos musicales y deportivos, y de la movilización contra la guerra
y el terrorismo.
El miedo a las emociones es análogo al miedo a la naturaleza y
a sus arrebatos. Se piensa que las emociones forman parte de la natu­
raleza y que, como ella, son peligrosas por imprevisibles y por caóti­
cas. De ahí se sigue la necesidad de reglamentar, civilizar y raciona­
lizar a quienes se piensa que están bajo su influjo: a los negros y a los
primitivos, a los niños y a las mujeres, y a cualquiera que se hurte al
dominio de la razón (en especial a los obreros y a las masas, pero
también a los locos). Hasta la primera mitad del siglo xx «la analogía
entre el loco, el criminal y el obrero descansa en una común percep­
ción social basada en el miedo a sus arrebatos» (Álvarez-Uría, 1983,
p. 308). Estos casos de locura son formas de descontrol emocional
que impulsan a las turbas contra los palacios y promueven crímenes
pasionales o delirios megalómanos. Ante la amenaza del caos pasio­
nal, la razón se ofrece a la burguesía como instrumento de regulación
y de control. En resumen: el proceso de racionalización y la masculi­
nidad hegemónica tienen en común el terror a las emociones y el uso de
la razón para dominarlas. En el imaginario social del siglo xx el dro-
gadicto sustituye al loco en cuanto personaje incontrolable presa de
emociones y de deseos físicos y naturales (el denominado «síndrome
de abstinencia»). En el siglo xxi, los temores a las masas obreras son
sustituidos por el pánico a las turbas islámicas, y la peligrosidad del
anarquista lombrosiano es sustituida por el miedo a la sinrazón abso­
luta del suicida musulmán.
El conocimiento fundado exclusivamente en la razón (la cien­
cia) legítima la masculinidad dominante de igual modo que legitima
los saberes profesionales y expertos. La masculinidad es racional
porque los varones han sido identificados con la sociedad y con el or­
den que ella ofrece. Es un ejercicio mental sencillo pero contundente.
Muchas sociedades sitúan a las mujeres del lado de la naturaleza.
Para hacerlo establecen una analogía simple entre ciclos menstruales
y ciclos naturales. Nuestras sociedades piensan la naturaleza y las
personas que están cerca de ella como impredecibles y desordenadas.
Eso afecta en especial a las mujeres, ya que se emplean los ciclos hor­
monales como prueba de ello. Es frecuente considerar a las mujeres
que menstrúan como seres contaminantes que deben ser alejados
(Douglas, 1979). Para muchas sociedades, las mujeres son naturaleza
y por ello son causa de trastornos sociales. Así que es necesario pro­
tegerse de ellas sometiéndolas al orden que la sociedad (el patriarca­
do) procura. Nuestra sociedad emplea la razón y el control emocional
para lograrlo, y al hacerlo identifica a los varones con la razón al
tiempo que excluye a las mujeres de la misma. Pero incluso va más
allá y descalifica cualquier forma de conocimiento basado en la ex­
periencia personal y la implicación emocional que conlleva.
Las trampas de la razón definen las emociones como externas a
la persona cognoscente. De ahí surge un tipo de cultura intelectual
que pretende el control emocional porque entiende las emociones como
obstáculos para lograr un conocimiento objetivo (Seidler, 2000). En
consecuencia, cualquier conocimiento basado en la experiencia per­
sonal, para ser aceptado como legítimo, debe ser sometido a un pro­
ceso de descontaminación emocional. En las ciencias sociales, un
ejemplo de ello son las técnicas de investigación que implican una re­
lación personal directa, cara a cara, con los y las protagonistas de la
realidad investigada. Las entrevistas en profundidad, las historias de
vida y la observación participante permiten la inmersión de quienes
investigan en el mundo investigado. Sin embargo, los manuales in­
sisten en la necesidad de mantener la distancia respecto del objeto de
estudio para no ser devorado por él.15 En consecuencia, investigado­
res y personas doctorandas se ven obligadas a efectuar malabarismos
lingüísticos para disimular lo evidente: que investigan con pasión y
emoción.
Son muchas las tradiciones de pensamiento que cuestionan la
distinción vigente entre razón y emoción, y que defienden (casi siem­
pre de forma implícita) la pertinencia de la implicación emocional
con lo investigado. La antropología de la salud, el feminismo progre­
sista y la sociología del conocimiento son prueba de ello. Otro ejem­
plo lo proporciona la Escuela de Chicago de los años veinte y treinta
del siglo xx y, en especial, Herbert Blummer, quien aconseja el uso de
la introspección simpática para estudiar la vida social. Para el caso

15. «Es mejor que los investigadores se abstengan de estudiar escenarios en los cua­
les tengan una directa participación personal o profesional» (Taylor y Bogdan, 1992,
p. 36).
español, es relevante la Escuela de Etnografía de Tarragona, en el
marco de la cual es frecuente suprimir la distancia social y emocional
entre observador y observados (algo que, hoy por hoy, sigue siendo
una herejía metodológica en ciencias sociales). La Escuela de Etno­
grafía de Tarragona presenta un escenario de investigación artesanal
que (como es habitual en antropología social) no distingue entre en-
cuestador y analista. Pero lo relevante de esta escuela es que quien in­
vestiga pertenece de algún modo al universo investigado. De este
modo, en vez de negar la subjetividad intrínseca a todo acto de cono­
cer (el conocimiento siempre es local), ésta se explícita y se asume
como una suerte de ventaja competitiva frente a otras estrategias de
investigación incapaces de entender (o explicitar) sus propias limita­
ciones.
La praxis investigadora desarrollada en la Escuela de Etnogra­
fía de Tarragona suprime la distancia emocional entre observador y
observados de manera que quienes escriben las etnografías tienen re­
lación directa (personal, profesional o de otro tipo) con lo que inves­
tigan. Los y las etnógrafos forman parte del universo investigado, y
no precisan socializarse en él mediante el trabajo de campo. Tales et­
nógrafos tienen la teoría y la práctica del mundo que investigan y
pueden convertir su vida cotidiana en el laboratorio donde desarro­
llar la investigación. En este sentido, la praxis investigadora de esa
escuela es idéntica a la artesanía y al tipo de conocimientos domés­
ticos y empíricos (basados en la propia experiencia) que muchas mu­
jeres comparten entre sí. Sin embargo, en ciencias sociales, la socio­
logía positivista (que sigue siendo la forma hegemónica de estudiar
la sociedad) rechaza la importancia de las emociones en el proceso
de conocer.
La razón y la ciencia (o mejor dicho: el modelo científico hege­
mónico) promueven y refuerzan el estricto control emocional en las
personas. Y eso tiene consecuencias políticas y sociales, ya que la so­
ciedad emplea la legitimidad que aporta la ciencia para premiar a quie­
nes practican tal control, mientras que, quienes no lo hacen, ven estig­
matizados tanto sus prácticas como sus estilos de vida. A algunas
categorías sociales, como las mujeres, los maricas, y las locas (y tam­
bién los inmigrantes procedentes del Tercer Mundo) se les tolera el
descontrol emocional, pero sufren el estigma pertinente y la devalua­
ción de sus prácticaslTTiencia v razón tienen géneroDson productos so-
cíales de los quese ha apropiado la masculinidad dominante para^ de­
finirse a sí misma, y por eso afectan más a los hombres que al resto de
las personas. Siguiendo esa lógica, es posible establecer y caracterizar
dos tipos ideales (en el sentido weberiano) de producción de conoci­
miento: el modelo humanista (subalterno) y el modelo racional (emo­
cionalmente aséptico, pero hegemónico). El siguiente esquema se
basa en tipos ideales que representan la realidad, pero que no son la
realidad, sino tan solo un instrumento (arbitrario, por supuesto) para
clasificarla. Los tipos ideales son la caracterización ideal radical de
aquello que, en la realidad, acontece como mera tendencia.

M o d e l o h u m a n is t a M o d e l o r a c io n a l

Emocionamente contaminado Emocionalmente aséptico


Oral Escrito
Empírico Teórico
Se sabe local Se pretende universal
Consensuador Totalitario
Emocional Racional
Micro Macro
Cualitativo Cuantitativo
Arte/artesania Ciencia/tecnología
Subalterno Hegemónico
Científico Científico
Socialdemócrata Neoliberal/capitalismo salvaje
Sintético Analítico
Sabiduría Técnica
Identidad Imagen
Asume su subjetividad Pretensión de objetividad
Cercanía Distancia
Considera el valor Se limita a medir el precio
Don y reciprocidad Inversión

El modelo racional de producción de conocimiento presenta


analogías con la masculinidad hegemónica porque, como ella, des­
merece, devalúa o niega, la subjetividad emocional presente en todo
acto de conocimiento. De ahí surge la asepsia emocional en toda cía­
se de profesiones (en especial, las relacionadas con la salud) y la des­
calificación de la implicación emocional de expertos y profesionales
con el argumento de que, de producirse, condicionaría las definicio­
nes de la realidad. La masculinidad y el estilo masculino son la forma
dominante en que nuestra sociedad conoce el mundo y comparte ca­
racteres del modelo racional de producción de conocimiento. Como
escribe Víctor Seidler (2000), la masculinidad y la ciencia (y también
su manifestación exacerbada contemporánea: la tecnología) están im­
pregnadas de una forma de ver el mundo que se autodefine como ra­
cional y que basa su legitimidad epistemológica en el control (y a ser
posible en la supresión total) de las emociones. Esta forma de cono­
cimiento es masculina porque desprecia incorporar la experiencia (y
las emociones asociadas) como forma de legitimarlo.
El modelo humanista presenta analogías con lo femenino: su
formáTcle proceder se minusvalora y se entiende menos rigurosa o
científica que la manera de proceder del modelo racional. Pero ambos
tipos ideales desarrollan sus propias estrategias y metodologías; es
decir: ambos son científicos. Solo que uno de ellos, el racional, tiene
más poder para definir y crear la realidad, así como más reconoci­
miento social para hacerlo. Los vigentes estereotipos sociales en tor­
no al género clasifican al modelo humanista de femenino, y al mode­
lo racional, de masculino, pero aquí se pretende ir más allá.
Hay valores democráticos, basados en el respeto, y otros que no
lo están. El modelo humanista de producción de conocimiento es de­
mocrático porque toma en cuenta tanto la experiencia humana coti­
diana como las consecuencias que sobre ella tienen la ciencia y la
tecnología, y para hacerlo diseña estrategias de investigación que per­
mitan acceder a la misma. Se trata de estrategias de corte cualitativo,
en las que existe menor distancia social entre observador y observa­
dos, y en las que se tiende a respetar las formas locales de interpretar
el mundo. Esta forma de conocimiento, permite pasar (con el debido
tiempo) de la ciencia (racional, teórica y emocionalmente plana) a la
sabiduría, cuando es capaz de incorporar la dimensión emocional y
experiencial de las prácticas humanas, y los análisis micro constitu­
yen un ámbito idóneo para hacerlo.
J31 modelo racional presenta analogías con la masculinidad he­
gemónica porque, como ella, es consecuencia del proceso de raciona­
lización. Pero eso no significa que todos los hombres (o todos los
científicos) se adecúen a lo que en la lista se expresa. El modelo hu­
manista de producción de conocimiento presenta analogías con for­
mas de pensar el mundo que el proceso de racionalización devaluó y
que, en la transición paradigmática actual, intentan recuperarse desde
la crítica feminista y desde los estudios culturales y poscoloniales. No
hay una forma mejor o peor de producción de conocimiento. Pero
sí hay maneras democráticas de hacerlo y otras que no lo son (aunque
intenten disimularlo).
Hay que entender la heterosexualidad como el resultado de un pro­
ceso de racionalización específico. La heterosexualidad es el resul­
tado de aplicar los procesos de racionalización a la gestión social del
deseo erótico. La heterosexualidad nace en el mismo período histó­
rico del advenimiento de las instituciones uniformadoras (cárcel, es­
cuela, fábrica, hospital, manicomio, cuartel, etc.) y cumple la misma
función social. En este caso, se busca laminar la diversidad erótica y
racionalizarla en términos médicos (o científicos, si se quiere). Des­
de el siglo xix, el Estado contemporáneo soborna a la clase médica y
le otorga el monopolio de la definición de enfermedad. Ese monopo­
lio conlleva la capacidad profesional de definir lo saludable. Es de­
cir, la capacidad de decidir sobre lo sano y lo malsano, y entre lo
prohibido y lo prescrito. A cambio de ese pago, la clase médica de la
época se compromete a desarrollar todo un arsenal teórico (y tam­
bién terapéutico) que permita aplastar cualquier desviación erótica
malsana. Y lo cierto es que lo logra de una forma eficiente.
El Estado contemporáneo otorga en exclusiva a los médicos la
capacidad de definir lo real a través del diagnóstico. Ese acuerdo, vi­
gente todavía pero en crisis, se amplia más tarde a la forma más ra­
cionalizada de ciencia: la tecnología. Esta, por su parte, también co­
labora en lo que puede a mantener la racionalización de la diversidad
humana (mediante la ingeniería genética y la uniformización bioesta-
dística que comporta). Sin embargo, las definiciones de enfermedad
(y de salud) elaboradas a través de la tecnología se han vuelto tan so­
fisticadas y complejas que la promesa estatal de monopolio médico
sobre ambas es ya imposible de cumplir. En estos momentos, hay mu­
chos otros agentes sociales que elaboran narrativas sobre lo sano y lo
malsano, y que compiten de forma exitosa con expertos y profesiona­
les médicos en la gestión social del proceso prevención-salud-enfer­
medad. Estos nuevos agentes sociales carecen del reconocimiento
que otorga el Estado mediante acreditaciones y licencias, pero su po­
sición en el mercado de la salud, poco a poco, deja de ser periférica.
Desde la publicación en 1971 del libro Nuestro cuerpos, nuestras vi­
das, del Colectivo del Libro de la Salud de las Mujeres de Boston
(1984), la presencia de nuevas formas de gestión social del proceso
prevención-salud-enfermedad ha crecido de forma exponencial. Las
personas (y los grupos sociales) se están pensando a sí mismas y
cuestionan la exclusividad de los profesionales y los expertos para
hacerlo. Junto a la reapropiación por parte de las mujeres de sus cuer­
pos, la crítica de la categoría homosexualidad realizada por el movi­
miento gay, es otro ejemplo al respecto.
Pese a que el Estado gestiona (a través de la salud pública) la
amenaza de epidemias catastróficas (ebola, gripe aviar, SARS, etc.)
para mantener su posición central en el proceso prevención-salud-en-
fermedad, lo cierto es que las narrativas profesionales y expertas
compiten en un mercado donde, cada vez más, hay otra clase de dis­
cursos. Se trata de los discursos de las personas sobre sus propias
prácticas cotidianas y biográficas. Las personas se han puesto a ha­
blar de sí mismas y de su entorno. Lo hacen en las asociaciones, en
los grupos de ayuda mutua y en las terapias emocionales y espiritua­
les a las que asisten. Pero también lo hacen en la universidad: los ac­
tores y las actrices protagonistas de toda clase de realidades sociales
adquieren en ella instrumentos de teoría social con los que repensar­
se tanto social como personalmente: Guasch (1991b), Allué (2003),
Corso (2004) y Mejía (2006) son ejemplos de ello. Se trata de perso­
nas que tienen la teoría y la práctica de su realidad, y que son capaces
de definirla con sus propias palabras. En las sociedades abiertas, el
proceso de racionalización del deseo erótico que dio origen a la hete­
rosexualidad deja de estar solo en manos profesionales y expertas, y
entra en crisis, de manera que la diversidad erótica es cada vez más
visible y cuenta con mayor legitimidad política (mediada, eso sí, por
el mercado y el consumo que conlleva).
3.1. Sexualidad, sida, enfermedad y comida

La sexualidad es conservadora; la enfermedad también. Pero existen


pocas definiciones de ambas que lo muestren. Es posible definir la sa­
lud y la enfermedad de muchas formas. La OMS define la salud como
un estado de bienestar completo, físico, psíquico y social. A veces se
añade que, para estar sano, hay que ser solidario. Hay muchas formas
de pensar la salud, pero las de las ciencias sociales van mucho más
allá del reduccionismo corporal y biológico. También hay muchas for­
mas de caracterizar las enfermedades. En ocasiones, se dice que son
lo que altera la vida cotidiana de las personas. O, incluso, que las en­
fermedades son estrategias para eludir obligaciones sociales (como,
por ejemplo, evitar el servicio militar obligatorio o ir a trabajar).
También existen definiciones irónicas de salud, como la que afirma
que es un estado transitorio que no presagia nada bueno. Incluso la
vida puede definirse como una enfermedad infecciosa (de transmi­
sión sexual y materno-infantil) que tiene un período de incubación de
alrededor de nueve meses y que provoca un irremediable proceso de­
generativo que conduce a la muerte. Más allá de las chanzas, lo cier­
to es que las definiciones que se hacen de la realidad condicionan el
modo de relacionarse con ella. Como escribe Marvin Harris (1984),
la vaca puede ser algo sacro, incluso un tótem al que un grupo social
atribuye su origen remoto en términos de parentesco. Pero la vaca
también puede ser pensada y definida como fuente de alimento o, in­
cluso, como objeto de deseo erótico. También es posible (y legítimo)
el punto de vista del zoólogo que entiende la vaca como un objeto de
estudio. Pero en cualquier caso, el modo en que los actores y grupos
sociales definen la vaca condiciona el modo como se relacionan con
ella.
Las ciencias sociales elaboran sus propias definiciones de lo
real. De esta forma, allí donde las ciencias de la salud piensan la ve­
jez como un proceso de degeneración corporal, las ciencias sociales
la entienden como una forma de expolio. A los viejos se les expropia
de parte de sus derechos: del derecho al trabajo y del derecho a deci­
dir por sí mismos y a la autodeterminación. A los viejos y a las viejas
se les infantiliza y se les niegan derechos adquiridos lo largo de su
proceso de socialización. El expolio de ios viejos y de las viejas tiene
que ver con el adultismo, una forma de discriminación basada en la
edad, según la cual solo los adultos tienen acceso a cierto tipo de bie­
nes, recursos y derechos. Para entender el punto de vista de las cien­
cias sociales sobre la sexualidad es muy útil revisar, primero, el modo
en que estas se ocupan otras realidades que el sentido común también
supone naturales. El sida, que es una patología infectocontagiosa, es
un excelente ejemplo para ilustrar la manera en que las ciencias so­
ciales desarrollan sus propios puntos de vista sobre realidades que la
sociedad piensa en términos biológicos.
Los evuzok son un pueblo de Camerún que atribuyen el origen
de las enfermedades a dos tipos de causas: endógenas y exógenas.
Las primeras tienen que ver con el incumplimiento de reglas tribales.
El quebrantamiento de las normas provoca la ira y el consecuente
castigo de los ancestros. Al contrario, las causas exógenas se asocian
a la brujería. Los evuzok son un pueblo de interior que piensa que la
brujería procede de la costa. Estos datos llevaron a Lluís Mallart a de­
finir la enfermedad como el instrumento «que permite a los hombres
explicar las diferentes formas de desorden que pueden desestabilizar
una sociedad [...] la enfermedad es un medio que permite a los hom­
bres pensar la sociedad, organizaría y reestructurarla» (Mallart, 1984,
p. 54). La enfermedad permite a los evuzok comprender la sociedad
en la que viven: la trasgresión de la norma o la agresión de los otros
(los extranjeros, los no que no son evuzok) son la causa de la enfer­
medad.
Entre los evuzok, la enfermedad es un instrumento social de cla­
sificación (y por ende de integración y segregación). Sin embargo, no
es preciso ir a África para constatar las funciones sociales de las en­
fermedades. En la historia de Europa, un ejemplo es cómo se explica
la peste en la Edad Media. En esa época, la enfermedad (la peste) se
producía por la ira divina provocada por los pecados de los hombres.
La peste procedía de la impiedad. Era la consecuencia de ser poco (o
malos) cristianos. Pero en la Edad Media la enfermedad también se
asociaba a la presencia y las acciones de los otros (Delumeau, 1989).
Quienes no formaban parte de la sociedad cristiana de la época cons­
tituían una amenaza y se suponía que eran causa de enfermedades
(sea envenenando pozos de agua o practicando conjuros, malas artes
y magia negra). Las brujas, los herejes, los judíos (y, para el caso de
la península Ibérica, también los moriscos) constituyen ejemplos de
todo ello.
Por lo que respecta a la elaboración de explicaciones sobre las
enfermedades, las sociedades capitalistas occidentales han avanzado
muy poco respecto de los primitivos evuzok y nuestros ancestros me­
dievales. La enfermedad sigue siendo instrumento social de integra­
ción y segregación. Ampliando la noción de enfermedad que plantea
Lluís Mallart, es posible definir la enfermedad como sigue. La en­
fermedad es una estrategia que señala los límites del orden social vi­
gente; la enfermedad indica quién está dentro y quién está fuera del
mismo; la enfermedad es conservadora porque se entiende que es el
resultado de vulnerar normas sociales. Y las sociedades occidentales
explican la epidemia de sida de forma semejante a cómo lo hicieron
nuestros antepasados medievales y los primitivos evuzok.
La ciencia «no puede ser nunca estudiada en sí misma, sino en
el contexto en que es producida, difundida y utilizada» (Peset, 1983,
p. 11). Desde esa perspectiva, puede afirmarse que la definición mé­
dica de los llamados grupos de riesgo ante el sida se realiza desde un
punto de vista más social que sanitario. Al describir como grupos de
riesgo a colectivos estigmatizados (en especial a los homosexuales,
pero no solo a ellos), la medicina y la salud pública de los años
ochenta del siglo xx, ejercían funciones de control social «al definir
lo normal y lo anormal, lo deseable y lo indeseable» (Rodríguez, 1987,
p. 208). El concepto de grupo de riesgo nació en 1983, cuando no
existía analítica para detectar la presencia del VIH; «para los ameri­
canos el principal problema fue el de circunscribir los grupos de po­
blación susceptibles de ser portadores del agente, a fin de descartar­
los de la hemodonación» (Leibowitch, 1984, p. 125). Al principio, el
sida fue la enfermedad de las cuatro haches: hemofílicos, haitianos,
homosexuales y heroinómanos. En ese contexto, la definición de los
grupos de riesgo parecía correcta. Una vez descartados los haitianos
(una minoría étnica formada sobre todo por inmigrantes ilegales),
vista su escasa incidencia epidemiológica, quedaron tres grupos de
riesgo: heroinómanos, hemofílicos y homosexuales. Los hemofílicos
(a diferencia del resto) no se adecúan del todo a los rasgos de margi-
nación y subalternidad asociados a los grupos de riesgo.1Los hemo­
fílicos se infectaron con VIH como consecuencia del uso de hemode-

1. En cuaquier caso y, en cuanto enfermos crónicos, los hemofílicos pueden ser con­
siderados «un caso especial de comportamiento desviado» (Coe, 1984, p. 124).
rivados ya contaminados, siendo por ello inocentes a los ojos de la
sociedad. Al contrario, en términos de la moralidad conservadora vi­
gente entonces (y ahora), homosexuales y heroinómanos se lo habían
buscado e incluso era posible que se lo merecieran.
Homosexuales, heroinómanos y haitianos comparten las carac­
terísticas de alteridad que las sociedades emplean para explicar el
origen de la enfermedad. En Estados Unidos, los haitianos suelen ser
negros e inmigrantes ilegales (lo que hoy en día se denomina sin pa ­
peles). Homosexuales y heroinómanos también son grupos sociales
estigmatizados. De los primeros se dijo que se infectaban por su pro­
miscuidad sexual; de los segundos, que lo hacían usando jeringuillas
de forma antihigiénica. Cuando en 1983 se definieron los grupos de
riesgo, ya se conocían las vías principales de contagio y se recomen­
daba la mayoría de las medidas preventivas aún vigentes. Ahora, al
igual que entonces, se insiste en que la promiscuidad sexual es una
conducta de riesgo. Pero la promiscuidad sexual, en aquella época, se
pensó patrimonio de los homosexuales. De este modo, siendo pro­
miscuos, los homosexuales entraban en contacto con el virus. Desde
la llamada revolución sexual de los setenta del siglo xx la promiscui­
dad ha sido asociada al universo gay; un contexto en el que (supues­
tamente) se «acumulan rutinariamente proezas sexuales que maravi­
llarían a los más fanáticos mujeriegos: en el mundo heterosexual
pueden encontrarse sátiros que —no dedicándose a otra cosa— con­
sigan reunir un millar de conquistas [...] en el mundo gay tal suma
puede alcanzarse en menos de un año» (Amis, 1987, p. 10). Sin em­
bargo, nada prueba esa suposición. De entrada, se comete el error de
creer que los gays son un grupo homogéneo y que sus prácticas son
idénticas. Se trata de una simplificación bárbara.
Definir a los homosexuales como grupo de riesgo a partir de su
presunta promiscuidad es un error de envergadura. En primer lugar, el
concepto de promiscuidad sexual es indefinible. Nadie sabe a partir
de cuántas relaciones sexuales una persona se convierte en promis­
cua. Y, respecto al sida, el problema no es cuántas veces se hace (ni
con quién) sino cómo se hace. Es una cuestión de calidad, no de can­
tidad. Una sola relación sexual permite la infección si no se toman
medidas para evitarlo. Y, al contrario, es posible tener cientos de re­
laciones sexuales sin infectarse (siempre y cuando se tomen las me­
didas adecuadas). Pero, además de constatar que el concepto de pro­
miscuidad sexual es un producto científico moral (e ideológico), es
preciso destacar que no todos los homosexuales de la época (ni los de
ahora tampoco) son promiscuos. Quizá (solo quizá) lo sean quienes
definen y viven su cotidianeidad participando del universo gay. Pero
esos casos son estadísticamente irrelevantes. Al definir a los homose­
xuales como grupo de riesgo se proyecta sobre los otros unas pautas
de frecuencia sexual (la promiscuidad) presentes también en la deno­
minada población general (que, en realidad, se confunde con pobla­
ción normal). Si tanto en el universo heterosexual como en el homo­
sexual existen personas con pautas de frecuencia sexual promiscuas,
hay que preguntarse por qué solo los homosexuales fueron conside­
rados como grupo de riesgo. Michael Pollak (1988) brinda una expli­
cación que, además, hace visible la ideología conservadora presente
en la construcción científica de los grupos de riesgo, y es que un ries­
go médico es percibido, al mismo tiempo, como un riesgo social.
De las cuatro haches que conforman los grupos de riesgo (ho­
mosexuales, heroinómanos, haitianos y hemofílicos), las tres prime­
ras reproducen el modelo de riesgo médico pensado en términos de
riesgo social. Tan sólo los hemofílicos parecen escapar al criterio an­
terior. La creación de los grupos de riesgo ante el sida es arbitraria,
acientífica, e implica un juicio moral y una visión muy poco objetiva
de la realidad. Se trata de un ejemplo que ilustra muy bien cómo las
prácticas expertas suelen ser prácticas ideológicas. Nuestro modelo
de conocimiento se basa en la necesidad de clasificar y etiquetar. Pero
las etiquetas y las clasificaciones no son siempre científicas ni tam­
poco son justas.
En cualquier caso, la enfermedad actúa como un dispositivo de
control social que sirve para reforzar el orden social vigente al seña­
lar como causa del mal a quienes no se adecúan al mismo. En distin­
tos contextos históricos y culturales, la amenaza de las enfermedades
es un instrumento eficiente que empuja a las personas y a los grupos
sociales a cumplir con las normas vigentes. Cumplir la tradición fija­
da por los antepasados, ser cristianos píos o ser monogámos y fieles
ayuda a prevenir la enfermedad. En ese sentido, la enfermedad san­
ciona el orden social vigente porque refuerza las normas sociales que
contribuyen a evitarla. En conclusión: la enfermedad es conservado­
ra; tan conservadora como la sexualidad.
Conseguir comida cuando hay hambre es un universal humano.
En todas las épocas y en todas las culturas las personas se procuran
alimento y lo ingieren. Comer para vivir es un impulso biológico tan
intenso que, a veces, los humanos matan por satisfacerlo. Comer para
vivir es tan obvio que resulta extraño que haya quienes declinen la in­
gesta nutriente pudiendo alimentarse. Y, sin embargo, sucede. Mu­
chas personas de credos diversos practican ayunos periódicos: el Ra-
madán y la Cuaresma son ejemplos de ello. También están las huelgas
de hambre con las que ciertas personas defienden sus convicciones
políticas hasta el punto de morir de inanición. Practicar el ayuno es
una conducta contra natura que atenta contra instintos biológicos
fundamentales. Siendo así, hay que preguntar cómo es posible que
eso suceda.
La sensación de apetito, tener hambre y el deseo de comer, son
universales humanos. En tanto que grandes primates, los humanos
compartimos con el resto de los mamíferos características comunes.
Intentar sobrevivir, el llamado instinto de supervivencia, es una de
esas características. Algo debe de fallar en la naturaleza de algunos
humanos cuando mueren de hambre por defender algo en lo que
creen. No existen investigaciones al respecto, y tampoco está claro
sin algún gen defectuoso está implicado en el asunto. Aunque se po­
dría aventurar que las huelgas de hambre corresponden a formas de
anorexia que, al no ser tratadas en su momento, se manifiestan más
tarde de ese modo. Las huelgas de hambre pueden ser definidas como
formas de suicidio por inanición, pero sus causas biológicas todavía
están poco estudiadas.
Hipótesis y teorías absurdas (como las descritas), pero basadas
en supuestos argumentos científicos, son frecuentes cuando se piensa
la sexualidad humana. Nuestras sociedades buscan (y hallan) en la
ciencia apoyos para aferrarse a explicaciones simples al respecto.
Tanto la sexualidad de los humanos como sus formas de alimentarse
son antinaturales, ya que las conductas de las personas no dependen
de los genes ni de las hormonas, sino del sentido y del significado que
los grupos sociales les otorgan. Definir el deseo de alimentarse como
algo presocial es frecuente tanto en las ciencias de la salud como en
las ciencias de la vida. Es frecuente y parece razonable. Sin embargo,
los y las profesionales de la medicina y de la biología no pretenden
explicar las huelgas de hambre desde sus puntos de vista; saben que
hay otras disciplinas pertinentes para hacerlo. La historia y las cien­
cias sociales señalan que los humanos, más que alimentarnos, practi­
camos la gastronomía. Porque las comidas son mucho más que nu­
trientes: son formas expresión de la sociedad que las ingiere. Lo que
se come, cómo se cuece, quién lo come, con quién se comparte y en
qué época del año sucede tiene que ver tanto con los recursos dispo­
nibles como con el significado que se le atribuye. Ninguna ciencia
afirma que la gastronomía tenga relación directa con la naturaleza;
por eso resulta sorprendente que desde las ciencias de la salud y de la
vida se insista en definir la sexualidad humana como una cuestión
presocial que tiene una relación directa con aquella.
Sexualidad humana es una expresión redundante. Los animales
tienen sexo y los humanos sexualidad. La sexualidad es una estrate­
gia de control social que regula el deseo erótico. Con los datos histó­
ricos y etnográficos disponibles, puede afirmarse que esta clase de
deseo es un universal humano. El deseo erótico está en todas las épo­
cas y en todas las culturas. Pero tanto las formas de expresión del de­
seo erótico como los objetos y sujetos que se desean presentan una
gran variabilidad. El deseo erótico se asocia a la naturaleza y al ins­
tinto de reproducción. Es una presunción simple, interesada y falsa.
La relación entre deseo erótico y reproducción es una relación indi­
recta. En realidad, la sexualidad humana pocas veces es reproductiva.
La industria farmacéutica y la de preservativos lo tienen muy claro.
La mayoría de las prácticas sexuales humanas poco (o nada) tienen
que ver con la reproducción, ya que se usan toda clase de técnicas
para evitarla. Por otro lado, la reproducción humana es posible sin
que exista deseo entre quienes participan en ella.
El deseo erótico existe en todas partes, si bien cada cultura y
cada sociedad regulan el modo en que puede expresarse. La sexuali­
dad es la manera en que las sociedades regulan el deseo erótico; la se­
xualidad indica las condiciones sociales de expresión de ese deseo. El
deseo erótico amenaza el orden social porque permite relaciones so­
ciales no previstas por el sistema: relaciones intragénero, interétnicas,
intergeneracionales, interraciales, etc. El deseo erótico crea las con­
diciones que permiten trasgredir normas centrales en la reproducción
de la estructura social y del orden simbólico de una sociedad dada.
Por eso, tanto Sigmund Freud como los freudomarxistas (Taberner,
1985) piensan que la sexualidad prohíbe. Frente a la hipótesis de la
represión formulada por Freud y sus sucesores, Michel Foucault de­
fiende la hipótesis de la regulación (Osborne y Guasch, 2003). Esta
implica asumir que la función social de la sexualidad no es la de
prohibir o reprimir, sino la de regular el modo en que el deseo eróti­
co puede existir socialmente sin poner en cuestión el orden social vi­
gente. En consecuencia, la sexualidad, como la enfermedad, es con­
servadora, porque su función social no es tanto la reproducción
demográfica de los grupos humanos, cuanto la reproducción del or­
den social que los sostiene (sea cual sea).

La sexualidad en perspectiva social

Tras el Siglo de las Luces, las ciencias de la salud y de la conducta re­


cogen y argumentan de forma científica la perspectiva moral judeo-
cristiana sobre sexualidad. En términos de marketing, es la clásica es­
trategia para relanzar un producto que pierde cuota de mercado. Se
cambia el envoltorio de manera que la psiquiatría sustituye a la pre­
sentación religiosa, pero apenas se toca el contenido y se reproducen
los antiguos prejuicios. Las ciencias sociales rompen con ese punto
de vista porque tienen su propia tradición intelectual y parten de la
premisa de que lo normal, lo patológico, lo saludable o lo reprobable
siempre tienen contexto. Las definiciones de realidad que elaboran
las ciencias sociales son específicas y no dependen de otras discipli­
nas. La mayoría de los conceptos sobre sexualidad humana (valga la
redundancia) inventados por las ciencias de la salud y de la conducta
(como perversión sexual, sadomasoquismo, heterosexualidad, zoofi-
lia, pederastía, etc.) no tienen traducción en ciencias sociales, y su
empleo acrítico implica errores de bulto.
Las ciencias sociales crean sus propios conceptos y, si usan los
de otras disciplinas para facilitar el diálogo, antes deben desmontar­
los, revisarlos y redefinirlos (en ese orden). Las nociones de pem er­
sión sexual, sadomasoquismo, heterosexualidad, zoofilia y pederas­
tía (entre otras muchas) son inventos psiquiátricos del siglo xix; es
decir: no son universales y tienen historia. Son artefactos culturales
(o sociales, si se quiere) que nacen en un contexto político y econó­
mico concreto (el de la Revolución Industrial). En estas páginas se
asume la perspectiva nominalista según la cual la realidad humana
(otra expresión redundante) solo existe tras nombrarla. Esto es, aquí
y en las sociedades de nuestro entorno, ni la sexualidad hegemónica
(también llamada heterosexualidad) ni sus desviaciones (que la me­
dicina llama perversiones) existen antes de ser inventadas. Y tampo­
co existen en el resto del mundo, ni en otras culturas, antes de que
Occidente las exporte mediante el colonialismo y sus secuelas.
El concepto de sexualidad, como el de género, es un instrumen­
to de análisis. El segundo nace como consecuencia de la lucha de las
mujeres contra el patriarcado; el primero aparece cuando el discurso
médico sustituye al judeocristiano en las tareas de gestión social de
los placeres y del cuerpo. Las categorías sexualidad y género son
conceptos instrumentales para el análisis político y social que permi­
ten pensar las relaciones sociales, su estructura y su marco simbólico.
Las ciencias sociales han probado y socializado la idea de que las re­
laciones entre sexo y género son indirectas y están mediadas por la
cultura. Pero todavía no han logrado idéntico éxito social respecto al
concepto de sexualidad. Con la excepción de unos pocos círculos
académicos, nuestras sociedades siguen pensando la sexualidad en
perspectiva esencialista, como si esta tuviera una relación directa con
la naturaleza. La categoría sexualidad es un instrumento relevante
para las ciencias sociales, siempre y cuando se defina en perspectiva
sociológica y, para hacerlo, es preciso recordar a los precursores de
ese punto de vista. El marqués de Sade, Sigmund Freud, George Ba-
taille, Wilhem Reich y los freudomarxistas (cada cual con sus propios
matices) fundan, desarrollan y argumentan la hipótesis de la repre­
sión. Según esta, las sociedades limitan (sobre todo mediante prohi­
biciones) el natural desarrollo erótico y emocional de sus miembros.
A eso responde Michel Foucault con la hipótesis de la regulación,
que afirma que las sociedades, más que prohibir, lo que hacen es re­
gular las condiciones de existencia social y personal del erotismo.
Partiendo de esta tradición intelectual aquí se propone una definición
social de sexualidad autónoma e independiente de otras disciplinas, y
por ello operativa para las ciencias sociales.
La sociología entiende la sexualidad como una estrategia de
control social que regula el deseo erótico, ya que este es peligroso
para el orden social. Por eso la sexualidad es conservadora. La se­
xualidad también es universal, porque en todas partes existen normas
que regulan el deseo erótico (Plummer, 1991). Este último, como el
apetito, es un universal humano. Sin embargo, el hambre no se sacia
de igual modo en todas partes. Las normas y los significados que re­
gulan la alimentación humana conforman la gastronomía; las que re­
gulan el deseo erótico producen la sexualidad. Responder a la cues­
tión de si el deseo erótico es o no es presocial no es tarea sociológica;
sí lo es, en cambio, averiguar el modo en que los distintos grupos hu­
manos gestionan sus manifestaciones sociales. El deseo erótico es pe­
ligroso para el orden social porque permite pensar e imaginar (y en
consecuencia, existir) relaciones y realidades sociales no previstas
por el sistema normativo. La pasión erótica (Giddens, 1995) posibi­
lita relaciones que vulneran el orden establecido. La función social de
la sexualidad es regular las condiciones de existencia social y perso­
nal de tales erotismos: hacerlos clandestinos, estigmatizarlos y ne­
garles reconocimiento social; o, al contrario, fomentarlos y darles co­
bertura institucional y legal. Y es que para regular, la sexualidad
proscribe pero también prescribe.

Historia de la heterosexualidad

La sexualidad es universal, pero la heterosexualidad no lo es. La he­


terosexualidad es un invento de la psiquiatría del siglo xix que pone
a disposición de la burguesía un instrumento moral con el cual higie­
nizar la sociedad. Hay que entender la difusión y la socialización exi­
tosa de la heterosexualidad en el marco de los procesos de racionali­
zación de las sociedades occidentales derivados de la Revolución
Industrial. La heterosexualidad es el modelo sexual dominante en las
sociedades occidentales. Las ciencias de la salud y de la conducta de­
finen la heterosexualidad como una orientación sexual, pero la pers­
pectiva sociológica la piensa como un estilo de vida. Sin embargo, se
trata de un estilo de vida que ha cambiado a lo largo de los dos últi­
mos siglos. La heterosexualidad clásica es una forma de organizar las
relaciones personales basada en monogamias estables (casi siempre
de tipo matrimonial) que se entienden como paso previo al desarro­
llo de un núcleo familiar.
En el imaginario asociado al estilo heterosexual clásico (hasta
los años sesenta del siglo xx) la soltería es más una opción de Jos va-
roñes que de las mujeres. Sobre todo porque en esa etapa las mujeres
utilizan el matrimonio como estrategia de movilidad social ascenden­
te. La heterosexualidad tiene género. Por un lado, interpreta, mide y
califica la sexualidad de las mujeres usando criterios masculinos (al
emplear el orgasmo como unidad de medida). Y, en segundo lugar, la
heterosexualidad tiene género porque reproduce la misoginia hereda­
da de la tradición judeocristiana (si bien la reinterpreta desde un punto
de vista médico mediante las categorías de frígida y de ninfómana).
La heterosexualidad es el resultado de un ideal normativo y emocio­
nal, basado en el mito romántico que asocia matrimonio y amor. La
heterosexualidad nace en el siglo xix con la instauración de la pareja
maltusiana, y es funcional y hegemónica hasta mediados de los años
sesenta del siglo pasado. A partir de ese momento, la heterosexuali­
dad entra en crisis, si bien permanece como modelo mítico hasta la
actualidad.
El amor romántico es una estrategia de control social que persi­
gue mantener a las mujeres en su estado subalterno. En el estilo hete­
rosexual, las mujeres, por amor a sus maridos y a las fam ilias, sa­
crifican sus propios intereses. Es más, en el estilo heterosexual, las
mujeres no deben tener otros objetivos que los de sus familias. Cuan­
do las críticas feministas cuestionan estos procesos, la heterosexuali­
dad estalla y se disparan las tasas de divorcios, las maternidades soli­
tarias o lésbicas y la opción de la soltería. La heterosexualidad ya
solo persiste como modelo mítico que, en estos momentos, vehicula
el consumo: despedidas de solteros, bodas, bautizos, comuniones, re­
yes magos, «que los niños y las niñas tengan de todo», la hipoteca del
piso, los dos coches, la segunda residencia, etc. La heterosexualidad
ya ni siquiera es una orientación sexual, sino un estilo de consumo
que también los antiguos perversos (en especial los homosexuales)
reclaman para sí. La institucionalización del matrimonio gay es un
ejemplo de ello.
La sexualidad es universal, pero la heterosexualidad no. La he­
terosexualidad es una forma de sexualidad. Es el modo en que nues­
tra sociedad regula el deseo erótico para evitar que cuestione el orden
establecido.2 La heterosexualidad no existe en todas partes. Tan solo

2. En otra parte (Guasch, 2000) se explica el origen, desarrollo, características y


transformaciones de la heterosexualidad.
es la forma hegemónica de regular el deseo erótico en las sociedades
de capitalismo avanzado. La universalidad de la heterosexualidad ha
sido bendecida, sancionada y aprobada por las ciencias de la salud, de
la vida y de la conducta (pero no por las ciencias sociales ni por la
historia). No todos los científicos ni todas las ciencias piensan la he­
terosexualidad como parte de la naturaleza humana. Al contrario, la
heterosexualidad (como toda acción humana) es antinatural porque
está tamizada por la cultura. Donde médicos y biólogos ven genes,
hormonas o estructura cerebral, sociólogos e historiadores contem­
plan procesos políticos y económicos. Y es que la heterosexualidad
nace con la Revolución Industrial: un contexto económico que favo­
rece políticas natalistas de aumento de población cuando hacen falta
hijos e hijas, padres y madres, y familias que produzcan mano de obra
abundante, soldados y colonos. En este contexto histórico, la psiquia­
tría inventa la homosexualidad y, al hacerlo, inventa también su su­
puesto contrario.
En otra parte se insiste en que la heterosexualidad es una mara­
villa etnográfica (Guasch y Viñuales, 2003). Y es que hay heterose­
xuales por todas partes y eso facilita su estudio y observación. Es po­
sible ver parejas heterosexuales abrazándose en parques, bares y
cines. Ellos suelen ser atentos y cariñosos (pero al parecer solo por­
que quieren tener relaciones sexuales). Ellas, por su parte aunque les
guste el sexo, están obligadas a buscar excusas diversas, falsas o cier­
tas (jaquecas, menstruaciones, molestias, etc.). Por eso el varón debe
insistir hasta que se le permita acceder, total o parcialmente, al cuer­
po de la mujer. Sin embargo, la educación de las mujeres las ha pre­
dispuesto tanto contra el sexo que es posible, incluso, que a algunas
les moleste. En cualquier caso, la heterosexualidad (en cuanto estilo
de vida) prescribe que las parejas se casen (sobre todo con la llegada de
hijos). Nuestra la sociedad está pensada para que haya novios y para
que las parejas se casen.
El amor dura tres años (Fisher, 1994). Eso lo saben bien los gays
y (en menor medida) las lesbianas que practican la monogamia en se­
rie. Sin embargo, los y las heterosexuales solían casarse demasiado
jóvenes para entender que la promesa del amor romántico es tan solo
una leyenda y en estos momentos, una estrategia de ventas. Tras pa­
sar por diversos rituales de segregación del grupo de pares (mediante
las denominadas despedidas de solteros o solteras) se llega a la boda.
Se trata de un momento definido como feliz y maravilloso que, sin
embargo, está cargado de estrés, cansancio, y ansiedad. La boda se­
ñala el ingreso de los novios en un nuevo grupo social con normas es­
pecíficas que insisten en la adultez (y consiguiente responsabilidad)
de los contrayentes. El matrimonio implica una reubicación de las
personas en el mapa social y la redefinición de las redes sociales de
amistad de sus miembros. Los matrimonios heterosexuales contactan
preferentemente con otros matrimonios (e incluso con parejas de he­
cho, homosexuales o no) y tratan menos con gente soltera (aunque no
sea promiscua). La situación se agrava con la descendencia: las pare­
jas heterosexuales con hijos se relacionan (casi) exclusivamente con
familias heterosexuales.
El matrimonio heterosexual (como la pareja gay) se funda en el
mito de la media naranja. Eso suponer creer que, en alguna parte, al­
guien busca y espera su otra mitad. Perseguir la media naranja per­
mite justificar la negligencia emocional y el poco esfuerzo invertido
en la relación. La búsqueda de este grial ayuda a las personas a sen­
tirse mejor afirmando que todavía no han hallado la persona adecua­
da. Así pues, no es la propia incompetencia, la falta de tacto o la pe­
reza lo que explica el desamor, sino que la otra parte no era idónea.
De ahí se sigue una búsqueda incesante que a veces (sobre todo entre
los gays) abarca toda la biografía afectiva. El amor en pareja se pien­
sa como búsqueda y encuentro, en vez de como esfuerzo de negocia­
ción y crecimiento. Más que imaginar el amor como proceso, se cree
en estructuras que encajan entre sí. Por eso para algunas personas
descubrir que las piezas no encajan (y que la magia es provisional) es
una suerte de tragedia personal.
Amor y matrimonio poco tienen que ver. Después de la luna de
miel las facturas sustituyen a las emociones. Y es que si las parejas
de novios y amantes intercambian pasiones, el matrimonio genera
estructura social. El caso es que una vez en el matrimonio, muchas
mujeres lamentan que sus maridos (sus antiguos novios o amantes)
se comportan de otro modo y que ya no son atentos ni comunicativos
como antes. Y es que para estos varones el cariño suele ser tan solo
el sendero que conduce hasta el sexo (y entienden que el matrimonio
les permite tomar ciertos atajos). En consecuencia, esas mujeres
sienten nostalgia del cariño que tuvieron y buscan hallar esa ternura
en los distintos hijos que van pariendo. Una vez casadas comprenden
que, en realidad, no querían un marido, sino hijos (o hijas). Pero ya
es demasiado tarde. Con los hijos, la pareja heterosexual desaparece
y se transforma en fam ilia. En la familia hay una moratoria de ilu­
siones (y en parte de vida sexual) entre maridos y esposas. Ambos
subliman en la descendencia ilusiones y deseos, proyectando en ella
parte de sus esperanzas (y en consecuencia: parte de sus frustracio­
nes y fracasos).
La época de crianza (o de familia) suele ser una etapa de distan-
ciamiento en las parejas heterosexuales. Ellos incrementan el coque­
teo adúltero con mujeres más jóvenes (con frecuencia prostitutas)
mientras que ellas guardan un silencio cómplice, se vuelcan en el con­
sumo compulsivo o se culpabilizan (y ceden a la tortura de intentar
seguir siendo atractivas). También sucede a veces que, para vengarse
de sus maridos, hay madres que pactan con sus hijos la defenestración
emotiva del padre. La peor etapa para la pareja heterosexual es la de
familia. Con frecuencia se trata de un período insuperable que termi­
na por disolver (o envenenar) la relación. Cuando los hijos y las hijas
son ya personas autónomas, las mujeres pueden aburrirse al no tener
ya que hacer. El nido vacío para las mujeres y la jubilación de los va­
rones posibilita (si el marido no ha escapado antes con alguna joven-
cita) que se produzca el reencuentro de la pareja heterosexual trans­
mutada en abuelos. Se trata de una época plácida y femenina en la
que las mujeres incorporan a los varones a la vida doméstica en cali­
dad de colaboradores. Bajo la dirección de las mujeres, este reen­
cuentro tardío de la pareja heterosexual (si se produce) constituye una
auténtica celebración de complicidad solidaria. La heterosexualidad
pues, se basa en la promesa del amor romántico y puede dividirse en
tres etapas bien diferenciadas con características específicas: noviaz­
go, crianza y ancianidad.
La visión de la heterosexualidad que presenta este relato etno­
gráfico es simplista, estereotipada y también algo pesimista.3 Los y
las heterosexuales de la realidad no son exactamente como aquí se
cuenta. O al menos, ni todos son así, ni son así todo el tiempo. La he­
terosexualidad implica un estilo de vida muy diverso y lleno de mati­
ces que no es posible simplificar. Sin embargo, pensar las etapas des­

3. Las caricaturas suelen ser auténticos ensayos. Las viñetas de la argentina Maite-
na son un buen ejemplo.
critas a modo de tipos ideales weberianos permite aproximarse al
modo en que nuestra sociedad organiza la interacción social, sexual y
afectiva entre varones y mujeres.
Los grupos dominantes definen la realidad (es decir: definen las
condiciones sociales de lo que puede existir y de lo que no) y la cien­
cia hegemónica colabora en ello de forma entusiasta (es una forma
segura de conseguir recursos). Como enseña Michel Foucault, la
ciencia es la forma más eficiente de ejercicio del poder. Demasiado a
menudo el actual sistema científico predetermina los resultados de las
investigaciones porque no se hace una reflexión conceptual previa y
rigurosa sobre lo que quiere estudiarse. La reflexividad propia de las
ciencias sociales permite repensar lo que el sentido común da por su­
puesto y lo que otras ciencias ignoran. Las ciencias sociales proble-
matizan y someten a examen crítico cuestiones aparentemente re­
sueltas. Para hacerlo cuentan con la presión política de ciertos grupos
subalternos que exigen una reformulación de los problemas y de las
prioridades sociales. Problematizar la norma y los modelos sociales
hegemónicos es consecuencia de la reflexión en teoría social y de la
reivindicación política de los grupos subalternos. Todavía ahora, en
nuestra sociedad, el ser humano normal o estándar es blanco, varón,
heterosexual, cristiano, sano, seronegativo (o seroignorante), abste­
mio o sobrio y válido. Distintos movimientos sociales y políticos
cuestionan esa normalidad. Mostrar la heterosexualidad como un pro­
ducto histórico y convertirla en objeto de estudio para las ciencias so­
ciales es un intento por comprender cómo se define la normalidad (y
la centralidad social) en las sociedades contemporáneas.
El interés de las ciencias sociales por el sexo y por la sexualidad
ha sido continuo pero no central. Cuando nacen las ciencias sociales,
el Estado encarga a la medicina que diseñe reglas científicas que sus­
tituyan la caduca normativa sexual religiosa. Es entonces cuando la
medicina inventa la heterosexualidad. Por eso, desde el siglo xix has­
ta los años sesenta del siglo xx, la medicina monopoliza de forma he­
gemónica la creación de saberes legítimos sobre ella. Hasta épocas
recientes, y salvo contadas excepciones, la demografía, la historia, la
sociología y la antropología se han ocupado de la heterosexualidad de
un modo tangencial y generalista. Hay que esperar a la década de los
ochenta del siglo XX (y a la influencia académica de los movimientos
feminista y gay) para que las ciencias sociales diseñen una mirada es­
pecífica y directa sobre la heterosexualidad. La teoría feminista y la
crítica gay-lesbiana (institucionalizadas en las universidades anglo­
sajonas como Women’s Studies y Gays and Lesbian Studies) y su in­
fluencia en las ciencias sociales marcan un punto de inflexión res­
pecto al modo en que estas contemplan la sexualidad en general, y la
heterosexualidad en particular. Desde los años ochenta, la heterose­
xualidad se convierte en legítimo objeto de estudio sociológico.4
La humanidad rinde tributo a la diversidad. Las personas somos
más parecidas que distintas y más diversas que diferentes. Los seres
humanos lo tenemos todo en común. Pese a ello, es mucha la energía
dedicada a buscar en la naturaleza distingos que tan solo están en la
forma en que la vemos. La búsqueda de diferencias naturales entre
los seres humanos ha legitimado la desigualdad social. Sucedió con
los negros y con los criminales. Sucedió con los homosexuales y con
las lesbianas. Sucedió (sucede aún) respecto a varones y mujeres. Y,
sin embargo, los negros no son distintos de los blancos (las razas no
existen). Contra las afirmaciones científicas (entonces lo eran) de la
antropología criminal decimonónica, resulta que los criminales no lo
son por naturaleza, sino porque alguien ha creado las normas que
vulneran. Incluso se ha hecho evidente que, pese a la naturaleza, toda
enfermedad es social: nadie está enfermo si su entorno no lo recono­
ce como tal. Y al revés, hay personas tratadas como enfermas sin es­
tarlo (personas seropositivas, depresivas, menopáusicas o, simple­
mente, excéntricas).
Una buena pregunta produce excelentes respuestas. Y una pre­
gunta mediocre produce respuestas pésimas. Por eso cuentan los clá­
sicos que lo importante es saber interrogar la realidad. Durante dos si­

4. En el Estado español, las mismas condiciones sociales que en otros países impul­
san el interés de las ciencias sociales por la sexualidad son las que frenan su desarro­
llo e institucionalización. La consideración de la teoría fem inista como una teoría me­
nor y la asociación sutil (pero eficiente y estigmatizadora) del interés sociológico de
quien investiga la diversidad sexual con sus prácticas personales retrasan hasta la dé­
cada de los noventa la aparición de un núcleo académico estable que investigue so­
ciológicam ente la sexualidad. En los años noventa, el Máster en Sexualidad Humana
de la Universidad Nacional de Educación a Distancia inicia un cambio en la situación
que culmina en el año 2000 con la creación del Grupo de Trabajo en Sociología de la
Sexualidad (en el marco de la Federación Española de Sociología). En el proceso de
acercamiento a la sexualidad por parte de las ciencias sociales en España también hay
que destacar las contribuciones realizadas en el marco de la Escuela de Etnografía de
Tarragona
glos la ciencia hegemónica ha buscado naturaleza allí donde no hay
más que sociedad y cultura. Y todo por formularse preguntas sobre la
diferencia en vez de sobre la diversidad. La desigualdad entre varo­
nes y mujeres se ha explicado a partir de las diferencias. Diferencias
físicas, hormonales, cerebrales o cromosómicas. La ciencia hegemó­
nica inventa y transmite a la crédula sociedad que la especie humana
tiene dos sexos (cuando por lo menos son cinco o incluso más)." Di­
versidad. Diversidad por todas partes. Diversidad en la alimentación.
Diversidad lingüística. Diversidad afectiva y emocional. Biodiversi-
dad. Diversidad genética. Diversidad sexual. En un momento históri­
co de redefinición física y cultural de la especie humana, la defensa
de la diversidad resulta básica. Los xenotrasplantes van a mezclar hu­
manos con partes de otras especies y la ingeniería genética será capaz
de cruzarnos con ellas, mientras que la nanotecnología y la microci-
rugia nos convertirán en cyborgs. Va a haber hijos de dios (los que él
envía) e hijos de la ciencia (bebés mejorados y, dentro de poco, su-
perdotados). Las fronteras de lo humano se expanden de tal modo que
seguir buscando las diferencias va a crear más desigualdad. Aceptar
que lo humano es plural y defender su diversidad puede atenuar esos
procesos, y el campo de la sexualidad es un espacio de entrenamien­
to político para hacerlo.
Existen diversas tradiciones en los discursos de la teoría social
sobre la sexualidad, pero todas ellas tienen en común la definición de
la sexualidad (y también de la heterosexualidad) como productos his­
tóricos. La sexualidad (que es una estrategia social que busca regular
los conflictos que produce el deseo erótico) adopta en nuestras socie­
dades la forma de heterosexualidad. La heterosexualidad es una for­
ma de gestión social del deseo erótico que nace con la Revolución In­
dustrial, se redefine con la llamada revolución sexual de los años
sesenta del siglo xx y que ahora está en crisis, o, lo que es lo mismo:

5. Para Fausto-Sterling (1998) existe una enorme gradación que va de varón a mu­
jer. Están los herm s (que tienen un testículo y un ovario), están los m erms (con tes­
tículos y ciertos aspectos de los genitales fem eninos, pero sin ovarios) y están los
ferm s (que tienen ovarios y algunos aspectos de los genitales masculinos, pero no tie­
nen testículos). Una posible lectura de la «realidad» biológica (tan legítima como la
hegemónica y no menos verdadera) sería afirmar que los herms constituyen el sexo
natural de referencia, mientras que varones, mujeres, merms y ferms serían intentos
biológicos fallidos de alcanzar ese destino. A posteriori, la ciencia podría buscar (y
sin duda encontraría) las causas biológicas de todo ello.
en pleno proceso de cambio y de transformación. Eso significa que la
heterosexualidad es coyuntural, social e histórica, y que todo lo que
se ha dicho y escrito sobre ella, sobre sus desviaciones y sobre las di­
ferencias que conlleva, tiene carácter local y provisional.

Los límites (hetero)sexuales del sistema de género

En sus inicios, y antes de convertirse en estilo de vida, la heterose­


xualidad es una función latente (una consecuencia no prevista o, si se
prefiere, un efecto secundario) de la invención psiquiátrica de la ho­
mosexualidad. Esta última es una forma médica, científica, y erudita
de homofobia, que marca las fronteras de género en los hombres (de
manera análoga a como la puta define los límites de género para las
mujeres). Dolores Juliano (2001) explica bien esto último. Si la puta
sirve para marcar los límites de género en las mujeres (Juliano, 2002),
la figura del marica (y sus equivalentes estructurales: nenazas, co­
bardes, y miedicas) funciona del igual modo en los varones (Guasch,
1991a). La homosexualidad de las mujeres tiene menos impacto por­
que su práctica trasgrede normas sociales menos relevantes. La ra­
zón es que la homosexualidad entre mujeres no cuestiona la filiación
ni tampoco el control que los varones ejercen sobre ella (Viñuales,
1999). Puede establecerse una analogía entre el modo en que las so­
ciedades esclavistas contemplan la sexualidad de sus esclavos y el
modo en que el patriarcado define la sexualidad entre mujeres. Escla­
vos y mujeres son grupos subalternos y sus actividades internas (tam­
bién las sexuales) tienen efectos limitados porque sus amos las infan-
tilizan. En nuestra sociedad, la sexualidad hegemónica es la de los
varones; por eso, la invención de la homosexualidad les afecta mucho
más que a ellas. La heterosexualidad tiene género porque es un arte­
facto masculino.
En nuestra sociedad, las prácticas amorosas (sexuales o no) en­
tre mujeres no cuestionan su género. Lo que degrada el género de las
mujeres es ser putas. Pero las relaciones amorosas entre hombres sí
cuestionan la masculinidad de quienes las practican. Por eso los hom­
bres temen tanto la homosexualidad. Este miedo ayuda a entender poi­
qué no existe un movimiento social de amplio alcance (análogo al
movimiento feminista) que cuestione las conductas y actitudes pre­
vistas para ellos. En nuestra sociedad, cuestionar la heterosexualidad
de los hombres posibilita degradarlos al estatus de maricas. Algo que
muy pocos están dispuestos a asumir porque implica bajar en estatus
social y simbólico. Nadie quiere ser marica, ni siquiera los homose­
xuales; y, cuando estos asumen serlo, lo hacen de forma provisional y
transitoria: en contextos carnavalescos definidos por el espectáculo
social y televisivo.
El marica pasa por un proceso de movilidad social ascendente y
se convierte en gay. Y, como nuevo rico que es, el gay intenta ocultar
su pasado (el sexo en urinarios, los cuartos oscuros, la pobreza cultu­
ral y económica, los insultos recibidos en el pueblo, etc.). Vista la re­
nuncia gay al marica, este está a disposición de cualquier grupo so­
cial que quiera usarlo como referente, pero ni los grupos de hombres
ni tampoco el movimiento gay hegemónico parecen dispuestos a rei­
vindicarlo. Sin embargo, tampoco los discursos feministas dominan­
tes son capaces de pensar la categoría social puta como instrumento
que cuestione las fronteras de género que el patriarcado prevé para las
mujeres. Raquel Osborne (2004) da cuenta de esto último. Las difi­
cultades feministas para asumir a las putas como vanguardia de las
estrategias de liberación de género condena a las mujeres a cumplir
las expectativas que el patriarcado ha previsto para ellas. Lo mismo
sucede con los hombres, incapaces de imaginar siquiera que la cate­
goría marica pueda ser un destino deseable e, incluso, emancipador.
El sexismo, como el poder, está en todas partes y atraviesa la so­
ciedad de manera transversal. Las prácticas, la vida cotidiana y los
discursos de putas y de maricas cuestionan los estrechos límites que
las normas de género prevén para varones y mujeres. Reivindicar a
los maricas y a las putas como destinos posibles y deseables para
unos y para otras, es un ejercicio de crítica política que abre nuevas
posibilidades de existencia social del género. Insistir en que todas ¡as
mujeres son putas (aunque no cobren por sexo) y en que todos los
hombres son maricas (aunque no sean gays) es ir más allá del sistema
de género contemporáneo y permite desbordarlo por sus fronteras.
Pero pese a que cualquier sociedad democrática está preparada para
hacerlo, quienes hoy en día producen discursos de género parecen no
estar por esa labor.
Homosexualidad y heterosexualidad se configuran, primero,
como categorías médicas y, después, como categorías sociales, en un
período que abarca desde la segunda mitad del siglo xix hasta finales
del xx. En la década de los setenta del siglo pasado, la Asociación
Americana de Psiquiatría inicia el proceso de desmedicalización de la
homosexualidad, que culmina cuando la Organización Mundial de
la Salud acuerda que la homosexualidad no es una patología. Homo­
sexualidad y heterosexualidad son categorías psiquiátricas que, si se
aplica la lógica médica que las creó, ya han dejado de existir (pese a
que su uso social continúa vigente). Hay que limitar la historia de am­
bas categorías al período señalado, y hay que evitar emplearlas más
allá de los límites de nuestras sociedades. Sin embargo, sí es posible
plantear una historia de la homofobia que empiece mucho antes de la
invención de la homosexualidad. Existen diversas definiciones de ho­
mofobia (Borrillo, 2001). Aquí se plantean dos, una simple: homofo­
bia es el miedo o el odio a la homosexualidad y a sus protagonistas;
otra compleja, homofobia es el pánico de los varones a amar a otros
varones. La definición compleja merece un análisis detallado.
La homofobia se basa en la perplejidad de los varones que no
comprenden que sus pares (otros varones) sean capaces de renunciar
a los privilegios que otorga la condición de hombre. La homofobia
suele ser más intensa (e implica agresiones) en la adolescencia, ya
que esa es la etapa en que los varones occidentales son socializados
para serlo. Es un lugar común afirmar que las identidades masculinas
tradicionales reposan en tres pilares: individualismo, misoginia y ho­
mofobia (Badinter, 1993). Cada uno de esos rasgos resume parte del
proceso mediante el cual los varones asumen formas de identidad ex-
cluyentes que les separan de su entorno y bloquean su interacción so­
cial y emotiva. La misoginia y el desprecio a las mujeres supone re­
chazar su universo y las calidades que lo pueblan. El individualismo
es una forma de apuntalar la autonomía personal que cuestiona y nie­
ga el don y la reciprocidad como forma de intercambio social y eco­
nómico. La homofobia, por su parte, es una característica central de
las sociedades occidentales, que, además, condiciona todas las for­
mas sociales de ser hombre. La homofobia es mucho más que odiar a
los gays. La homofobia es el terror de los varones a amar a otros va­
rones. Se trata de un miedo intenso y terrible. Un pánico tremendo se­
mejante a los terrores sagrados (Cardín, 1984). Los varones (también
los gays) sienten inseguridad si aman a varones. Algunos de ellos (los
denominados heterosexuales) se refugian en los modelos heroicos
para controlar ese miedo. Pero también los hombres gays han sido
educados para la homofobia. Por eso a muchos les cuesta tanto amar
a otros varones. Hay que entender el universo gay como una forma de
control social que potencia la homofobia y que reduce el amor entre
varones a una cuestión menor, o gay, si se prefiere (Guasch, 2000). La
homofobia convierte a los varones en seres individualistas, celosos de
su independencia e incapaces para el compromiso. A mayor homofo­
bia menor solidaridad social.
Nuestras sociedades asumen o toleran que los hombres de ver­
dad establezcan relaciones con toda clase de personas (incluyendo
travestís, transexuales, maricas y, por supuesto, mujeres). Pero no
está permitido que los hombres de verdad se amen entre sí. Los hom­
bres de verdad, para serlo, deben cumplir las expectativas de género
que se les atribuyen, y tener el control y llevar la iniciativa (sea esta
política, sexual o económica) para ser autónomos e independientes.
Pero para que este control sea posible, los compromisos afectivos
solo pueden establecerse con miembros de los grupos subalternos
(sean estos mujeres, maricas o sus equivalentes estructurales). En
nuestra sociedad, los hombres de verdad eluden la dependencia emo­
cional respecto de sus mujeres mediante la traición ritual y grupal que
se concreta en ir de putas. De este modo, esos varones relativizan el
compromiso y la dependencia respecto de las mujeres que, en teoría,
aman. Los varones camuflan la dependencia emocional respecto de
las mujeres mediante el adulterio, que sigue siendo una práctica más
propia de los hombres que de las mujeres. El adulterio funciona como
un instrumento que permite soslayar los compromisos personales y
emocionales respecto de ellas. Quienes no se avienen a participar en
aquella traición ritual son etiquetados como calzonazos; es decir, como
varones dependientes de mujeres y, en consecuencia, se les niega el
título de hombres de verdad. En ese sentido, los calzonazos son es­
tructuralmente idénticos a los maricas. Lo mismo puede decirse de
los insumisos de los años setenta. Al negarse a participar en los pro­
cesos de masculinización de la época (el servicio militar obligatorio)
fueron tachados de poco hombres, de cobardes. De ser incapaces de
asumir los riesgos, las humillaciones y la competición machista inhe­
rente al servicio militar. Calzonazos, maricas o cobardes insumisos
son el resultado de las necesidades identitarias de los hombres de ver­
dad, que precisan de otros sobre los que proyectar sus propias caren­
cias y miedos. Y a todos ellos, al igual que a las mujeres, los hombres
de verdad no les toman en serio y los infantilizan.
Follar varones maricas puede ser un instrumento que los hom­
bres de verdad empleen para confirmar que lo son. Esto último suele
expresarse mediante las categorías de activo y pasivo aplicadas a las
relaciones sociosexuales que los hombres establecen entre sí, de ma­
nera que se atribuye al primero el control y la iniciativa en cuanto
condiciones que definen y fijan la condición de varón comme ilfaut.
Nuestros códigos sociales permiten pensar como anecdóticas las re­
laciones sexuales de los hombres de verdad (los activos) con otros
que no lo son. Para ello se emplean diversos recursos que subrayan la
ocasionalidad y la excepcionalidad de esas relaciones, que serían fru­
to de la pubertad, resultado de estados de embriaguez o consecuencia
de circunstancias particulares, como el carnaval, la cárcel o el cuartel.
Follar maricas (o, si se prefiere, follar varones pasivos) permite a los
hombres de verdad (los activos) confirmar que lo son. Se trata de es­
trategias comunes en las cárceles, en los ejércitos y en otros contex­
tos de varones. A las mujeres y a los maricas (y a sus equivalentes es­
tructurales, sean calzonazos o sean miedicas) los hombres de verdad
no se los toman en serio. Por eso follarlos (o follarlas) no tiene con­
secuencias sobre el modo en que se piensan a sí mismos.
La definición simple de homofobia (la que afirma que la homo-
fobia implica odiar a los homosexuales) solo puede aplicarse al pe­
ríodo de existencia de la homosexualidad. Sin embargo, la definición
compleja (la que afirma que la homofobia es el pánico de los hombres
a amarse entre sí) puede aplicarse a un contexto mucho más amplio:
el constituido por el conjunto de tradiciones influenciadas por el ju-
deocristianismo (incluyendo el islam) y también a la etapa de vigen­
cia de la homosexualidad como categoría médica. Aplicar la defini­
ción compleja de homofobia permite definir un período de más de
dos mil años de condena de los varones pasivos en toda el área cir-
cunmediterránea. Se trata de una etapa con distintos grados de presión
social para que los varones cumplan las expectativas de género que
les son prescritas. En ese sentido, los estigmas asociados a los varo­
nes pasivos (sodomitas, homosexuales, calzonazos, cobardes o gays)
se han revelado eficientes para asegurar el cumplimiento de las nor­
mas de género por parte de los hombres.
Hombres heterosexuales: una nueva forma de «alteridad»

La combinación nosotros-ellos es una forma común de construir rea­


lidades sociales excluyentes. Esto ilustra la hipótesis del estructura-
lismo francés de Lévis-Strauss, según la cual existen estructuras uni­
versales de pensamiento reducibles a binomios opuestos. Bestard y
Contreras (1987) presentan diversos tipos de otros, que, a lo largo de
la historia, han permitido definir las identidades normativas de Occi­
dente. Judíos, herejes, bárbaros, primitivos, paganos, desviados, ho­
mosexuales y gitanos (entre otros muchos) son formas de alteridad
que confirman la identidad social aceptable. También las mujeres son
una clase de alteridad que permite a los hombres pensarse como ta­
les. Dolores Juliano (1998) explica de qué forma se etiqueta a quienes
no forman parte del nosotros: además de saberlos diferentes se les
piensa inferiores y peores.
En nuestra sociedad, las mujeres constituyen una forma de alte­
ridad respecto de los hombres (que son la forma hegemónica de ser
humanos en ella), y como el resto de alteridades son devaluadas o es­
tigmatizadas. Los otros suelen ser grupos subalternos. Y ello implica
tener poco poder, habitar espacios sociales periféricos y estar muy
controlados socialmente. Además, la alteridad se piensa caótica, su­
cia, y desordenada (aunque se laven cinco veces al día, como los mu­
sulmanes). Nuestra sociedad proyecta una imagen de caos, incapaci­
dad y desorden sobre los grupos subalternos. Y durante años y años
las mujeres han sido (y siguen siendo) un excelente ejemplo de esta
clase de procesos sociales. Las mujeres fueron extranjeras en su pro­
pia sociedad y tuvieron que inventar estrategias para soportar, prime­
ro, y combatir, después, la presión social a la que eran sometidas. Una
de esas formas de resistencia ha sido el feminismo (en sus distintas
facetas).
El feminismo es plural y no puede simplificarse. Hay un femi­
nismo conservador que está contra la prostitución, contra el aborto y
contra la pornografía; mientras que hay un feminismo radical que los
acepta. Está el feminismo de la opresión, el de la igualdad y el de la
diferencia. También está el feminismo marxista. Los feminismos son
tantos y tan complejos que su análisis escapa a las pretensiones de
este texto. Sin embargo, sí es posible señalar algunas de sus conse­
cuencias sociales más importantes. La primera, y la más visible, es la
introducción de la categoría género como instrumento de análisis so­
cial y político. La segunda, todavía insivible y con frecuencia nega­
da, es la creación de sus propias formas de álteridad. Se trata de los
hombres. Y, en nuestra sociedad, se trata de los hombres heterose­
xuales en particular.
Los grupos hegemónicos tienen dificultades para asumir que su
poder produce efectos secundarios nocivos, incluso para quienes lo
ejercen. Adecuarse a los roles de género que marca la cadena simbó­
lica descrita por Viñuales (2002) genera en los varones estrés, tensión
y ansiedad, porque incumplirlos conlleva la pérdida de estatus social.
Los varones buscan entre sus pares la aprobación y el reconocimien­
to social derivado del cumplimiento de las normas de género. Estas
limitan el desarrollo social y emocional de los varones. Las normas
sociales que regulan el género prescrito a los varones originan la dis­
criminación que padecen. Resulta insólito argumentar que los varo­
nes padecen discriminación de género. Pero así es. Es preciso expli­
car mejor todo esto.
Discriminar significa emplear criterios para regular la cantidad
y calidad de los recursos (sociales, mediáticos, simbólicos o econó­
micos) accesibles a las personas. Los criterios puedes ser justos o in­
justos, visibles o no, o más o menos sutiles, pero la discriminación se
articula siempre en torno a ellos. Un ejemplo de criterios invisibiliza-
dos y negados socialmente lo ofrece el Estado francés en sus relacio­
nes con la población de origen magrebí. Esta padece una discrimina­
ción sutil (pero eficiente) con consecuencias en el empleo y en la
educación, agravada por el maltrato cultural derivado de la islamofo-
bia ambiental. Sin embargo, la República francesa se relaciona con
sus ciudadanos en cuanto tales (sea cuál sea su origen) y calificarlos
en función del origen de los padres o abuelos es un tabú entre su cla­
se política, porque hacerlo pone en cuestión los valores republicanos.
El Estado francés no produce estadísticas que tomen en cuenta la re­
ligión o la procedencia de sus ciudadanos. En consecuencia, resulta
difícil probar con datos el mayor fracaso escolar de los hijos y nietos
de magrebíes (o su sobrerrepresentación entre la población carcela­
ria). La discriminación está ahí, a la vista de todos. Pero se niega (o
se mira hacia otra parte).
El estudio de los varones y de sus identidades y roles sociales se
está desarrollando desde una perspectiva que prima su estigmatiza-
ción (implícita o no). Es relevante que para hablar de roles e identi­
dades de los hombres apenas se use el concepto de género y se recurra
casi siempre al de masculinidad!' Algo de lo que este libro tampoco
ha podido escapar. El concepto de masculinidad condiciona y conta­
mina los estudios sobre los hombres. Es un concepto muy simple que
conviene cuestionar. La perspectiva de género aplicada al análisis de
los roles y de las identidades de las mujeres no usa el concepto de fe­
minidad. El uso recurrente y simple del concepto de masculinidad es
una suerte de una pirueta teórica que elude aplicar al estudio de los
hombres los mismos instrumentos de análisis (la perspectiva de géne­
ro) que se aplican al estudio de las mujeres. La consecuencia es que
se obvian, se invisibilizan y se eluden las condiciones sociales de gé­
nero que posibilitan la discriminación de los varones.
La discriminación de género que padecen los varones tiene una
cualidad distinta de la que padecen las mujeres, pero se basa en idén­
ticas estructuras sexistas (tanto sociales como simbólicas). Que «cal­
zonazos» sea un insulto, o que «paternalista» signifique negar la capa­
cidad de elección de otros (en vez de un intento de cuidar y ocuparse
de ellos) son ejemplos de cómo el lenguaje sexista afecta también a
los varones. En los procesos de divorcio, idéntica perspectiva sexista
habita la mirada de los jueces cuando otorgan la custodia de los hijos
a las mujeres por el mero hecho de serlo. De igual modo, los intentos
de acallar las voces de quienes revelan el uso bastardo de las denun­
cias por malos tratos, también son formas de sexismo que, en este
caso, atentan contra la libertad de opinión y expresión.7 Incluso en el
ámbito de la sexualidad la discriminación sexista de los varones re­
sulta relevante. A partir de una definición estereotipada de su sexua­

6. Badinter (1993), Brandes (1991), Clare (2002), Clatterbaugh (1990), Valdés y OI-
varría (1998), Connel (1995), Gilmore (1994), González Pagés (2002), Kimmel
(2001), Moore y Gillette (1993), M osse (2000), Sabuco y Valcuende (2003), Sánchez-
Palencia c Hidalgo (2001), Segal (1990), Segarra y Carabí (2000).
7. El 12 de diciembre de 2004, El País publicó una entrevista a la juez decana de
Barcelona (Maria Sanhuja) en la que esta responde a cuestiones relativas a los casos
de violencia de genero y declara que «las mujeres no siempre dicen la verdad» y que
«las riñas entre novios adolescentes están acabando en los juzgados de Guardia». El
Periódico de 13 de abril de 2005, da cuenta de la protesta que treinta y tres organiza­
ciones de mujeres hicieron llegar al Consejo General del Poder Judicial pidiendo que
la jueza en cuestión se abstenga de realizar más declaraciones al respecto porque «ha
calcado el discurso de los colectivos más agresivos y más conflictivos».
lidad como agresiva y compulsiva, hay actos corporales definidos
como perversos cuando quienes los realizan son varones, pero no
cuando quienes lo hacen son mujeres. Las estereotipadas expectativas
sociales sobre la sexualidad de los hombres (alimentadas por los fe­
minismos fanáticos en su propio provecho) la presentan como agresi­
va y peligrosa (sobre todo para las mujeres y para la infancia). Que un
desconocido toque a un niño (o a una niña) es más sospechoso que si
quien lo hace es una mujer.
Los varones son discriminados por serlo. A ellos se les prescri­
ben y proscriben roles, emociones y actitudes que no siempre están
dispuestos a asumir: «los hombres suelen experimentar tensión entre
lo que necesitan para sí mismos y lo que la cultura les atribuye como
necesidades» (Seidler, 2000, p. 176). El género discrimina a los varo­
nes porque ciertos recursos y posibilidades sociales les son menos ac­
cesibles que al resto de las personas. La definición de la maternidad
como función biológica (y no como lo que es: una función social que
se puede aprender) es un ejemplo de discriminación de los varones,
que, además, fomenta una visión limitada tanto de sus identidades
como de sus posibilidades sociales. Crear leyes que definen de mane­
ra parcial los maltratos afirmando que los maltratadores son siempre
varones también es una forma de discriminación de los hombres. De
igual modo, excluir las agresiones homófobas de la llamada violencia
de género revela la perspectiva sexista con que el feminismo de Esta­
do aborda tales cuestiones. Obviar y negar las condiciones sociales de
género que posibilitan la discriminación de los varones tiene conse­
cuencias sobre el conjunto de la sociedad. José Angel Lozoya brinda
un ejemplo de esto último cuando afirma que nadie denuncia en pers­
pectiva de género el fracaso escolar (pese a que este es, sobre todo,
propio de varones). También se pregunta qué sucedería si el fracaso
escolar tuviera rostro de mujer. Investigar las masciilinidades sin de­
finir claramente de qué se esta hablando y obviando que existen mas-
culinidades hegemónicas y otras subalternas es una forma muy poco
rigurosa y nada honesta de hacerlo. Y es que no todos los hombres
son iguales.
Salvo homosexuales y gays, los varones se asocian poco por el
hecho de serlo. Existen, eso sí, asociaciones de afectados por el sexis-
mo social nacido de la corrección política (las asociaciones de padres
y de separados y divorciados). Sin embargo, sus discursos de denun­
cia política del sexismo que padecen apenas son tomados en cuenta en
un contexto que, de forma simplista, define a los varones como verdu­
gos y a las mujeres como víctimas. Nuestra sociedad se empeña en ha­
blar del patriarcado como si este fuera un producto creado por los va­
rones con el que las mujeres no tuvieran nada que ver (excepto como
víctimas), hasta el punto de que ser hombre se ha convertido en una
suerte de agravante de no se sabe muy bien qué. Y ser hombre hetero­
sexual todavía es más sospechoso (pero tampoco se sabe de qué). Hay
discursos feministas fanatizados que han tenido éxito en la construc­
ción de nuevos mitos en los que los hombres (sobre todo los heterose­
xuales) aparecen como monstruos, como verdugos o como imbéciles
e idiotas. Estos discursos devalúan las prácticas masculinas de igual
modo que el patriarcado devalúa las prácticas de las mujeres. Poco a
poco, y como antes lo fueron las mujeres, los hombres son definidos
como una nueva forma de alteridad. Pero, en este caso, es la correc­
ción política la que articula y vehicula el proceso.
Oasis de frivolidad en el desierto homófobo

La homosexualidad no existe antes del siglo xix. En ese siglo, la me­


dicina crea, nombra y caracteriza las perversiones sexuales descom­
poniendo y clasificando realidades preexistentes (pero inespecíficas)
englobadas en la categoría religiosa de sodomita. Una de esas nuevas
realidades es la homosexualidad y, como el resto de las perversiones,
es definida como trastorno, patología o error en el desarrollo emocio­
nal. Hay que reconocer que, a la hora de diseñar la homosexualidad,
los médicos cuentan con la entusiasta colaboración de las ciencias de
la conducta. Sin embargo, la homosexualidad de hoy en día poco tie­
ne que ver con el engendro de antaño. En sentido estricto, la homose­
xualidad ya no existe. Los médicos la inventaron y han sido sus insti­
tuciones las que la han eliminado (en este caso la Organización
Mundial de la Salud). A principios del siglo xxi la homosexualidad
ya no es una enfermedad.1Pese a ello, el concepto de homosexuali­
dad, las palabras dichas al respecto, las teorías elaboradas para expli­
carla, los tratamientos practicados para curarla, las leyes dictadas
para perseguirla y las resistencias desarrolladas contra ella (la identi­
dad gay) subsisten todavía. Puede que la homosexualidad ya no exis­
ta, pero las personas calificadas como homosexuales siguen padecien­
do las consecuencias de serlo. Hay que redefinir la homosexualidad.
Y hay que hacerlo en perspectiva crítica. Hay que pensar, analizar y

1. Con la excepción de la llamada hom osexualidad egodistónica, que es la de quie­


nes no la aceptan en sí mismos.
estudiar la homosexualidad como una forma culta y erudita de homo­
fobia. En términos históricos, la invención científica de la homose­
xualidad es equiparable a las teorías racistas sobre la negritud, que, a
lo largo de los siglos xix y xx, también se presentaron como teorías
científicas. En ese sentido, la homosexualidad es una forma científi­
ca de homofobia.
Son personas homosexuales quienes, a falta de un nombre me­
jor, por pereza, convicción o imposición, siguen empleando ese tér­
mino para nombrarse a sí mismas y a sus prácticas afectivas. Pero la
mayoría son conscientes de que el término en cuestión ha perdido
buena parte de su sentido primigenio. Otra causa que explica que siga
habiendo homosexuales es la represión. Muchas personas homose­
xuales son encarceladas, torturadas, despedidas, asesinadas, violadas,
maltratadas o insultadas por serlo. Pero es de un simplismo delirante
hablar de homosexuales como si se tratara de un grupo homogéneo.
Tampoco las personas heterosexuales se parecen demasiado entre sí.
La gente que entiende2tiene mucho en común; en especial la historia
de su represión y el proceso de interiorización de la homofobia. Pero
creer y argumentar que homosexuales y gays son grupos homogé­
neos de alto poder adquisitivo cuyos miembros se comportan como
compradores compulsivos preocupados por el arte y la cultura, y por
la belleza propia y ajena, también es una forma de homofobia. Se tra­
ta de una homofobia frívola que cuenta con la complicidad ignorante
de los medios de comunicación que practican la corrección política
(supuestamente progresista) y que es difundida de forma interesada
por la prensa de pago gay que actúa de altavoz.
Pese a todo, España es un oasis de libertad para las personas
gays en medio del desierto homófobo. No es fácil ser gay en Méxi­
co, en Estados Unidos, en Rusia ni en Afganistán.3 Tampoco es sen­
cillo ser gay en España, pero a diferencia de lo que ocurre en la ma­
yoría de los países cristianos y musulmanes, aquí la muerte y la

2. Entienden todos los varones que, en algún momento de su biografía, han tenido
relaciones eróticas con otros varones; para ser una persona que entiende es irrele­
vante tanto la frecuencia como la intensidad con que tales relaciones tienen lugar
(Guasch, 1987b).
3. Sobre la situación social de la diversidad sexual en el mundo pueden consultarse
tanto los informes anuales específicos que elabora Amnistía Internacional com o los
que presenta la ILGA (Internacional Gay Lesbiana).
cárcel son amenazas menos cotidianas y más improbables. En Espa­
ña, las personas que entienden pueden crear parejas estables que tie­
nen reconocimiento estatal. El Estado español es pionero en la lucha
contra las agresiones y la discriminación; si bien la homofobia am­
biental y la violencia (física y simbólica) que comporta se mantienen
casi inalterables. En España, quienes entienden no son molestados
por la policía y tienen derecho tanto a besarse como a andar abraza­
dos en público (aunque pocos lo hacen por temor a ser insultados).4
En España, existe prensa gay, programas de radio gays, librerías gays,
restaurantes gays, agencias de viajes gays; también hay escritores,
políticos, catedráticos, militares y sacerdotes gays que desarrollan
sus actividades con mayor o menor fortuna y acierto, pero sin ser
molestados (explícitamente al menos) por causa de su afectividad.
Ante un panorama como el descrito escribir sobre el éxito gay pare­
ce incontestable.
En la España del siglo xxi las personas gays tienen la convic­
ción de ser libres. Pese a que solo pueden ser gays a tiempo parcial y
en espacios acotados para ello. Les es permitido amarse y ser visibles
en contextos predeterminados ajenos (aunque accesibles) al resto de
la población. Quienes cruzan las fronteras de las reservas adaptadas a
la gente gay se exponen a violencia clara o sutil de quienes no lo son.
España es un oasis gay en el desierto homófobo. La calidad de vida
de la gente gay en España es similar e incluso mejor que la calidad de
vida de los gays de las sociedades más avanzadas. Pero el gueto sigue
siendo el espacio social básico que conforma la realidad gay. Pese a
ser sórdido, provinciano, sucio y cutre, el gueto (léase Chueca) fun­
ciona como un campo de refugiados (Pichardo, 2003) al que los per­
seguidos acuden a lamerse las heridas y escapan, al tiempo, del in­
fierno local en que vivían. Sin embargo, el gueto impone toda clase
de límites a quienes lo pueblan. Son fronteras simbólicas, sociales y
espaciales que cuentan con sus propias alambradas (sutiles, pero no
por ello menos eficientes). Por eso hablar de libertad en ese contexto
implica un cierto sarcasmo.

4. En España todas las personas tienen derecho a tener relaciones sexuales en espa­
cios públicos sin ser amonestados por las fuerzas de seguridad (siempre y cuando no
haya menores de edad presentes). El delito de escóndalo público no se construye,
pues, teniendo en cuenta los espacios en los que acontece la acción, sino en función
de la protección de los menores, si bien no queda claro de qué hay que protegerlos.
El gueto urbano cumple una importante función de control so­
cial. Pero también tiene funciones económicas. Aunque sean de mala
calidad, en el gueto se crean puestos de trabajo para quienes no Jos en­
cuentran en otras partes. Otra cosa es defender la pertinencia de vivir
para siempre en un campo de refugiados, publicitándolo, además,
como el paraíso feliz que prometieron los profetas de la liberación gay.
El modo carnavalesco de pensar el mundo gay cuenta con el aplauso
y la complicidad ignorante de una izquierda anodina y sin ideas que
aplica ineficaces (pero correctas) políticas de gestos hacia el mismo,
y que todavía no ha entendido que el problema jamás fue la homose­
xualidad, sino la homofobia. La homofobia (que se oculta ahora bajo
una capa de corrección política) permite que las personas gays sean to­
leradas por una sociedad que les obliga a vivir en áreas bien delimita­
das, pero que no les permite hacerlo en todos los espacios sociales.
Esa tolerancia (que no es respeto) se concreta y se hace visible gracias
al gueto. El gueto jamás es voluntario. El gueto es una estrategia de los
grupos subalternos para sobrevivir en un medio hostil.
Hay muchos varones que entienden. Pero no todos se convierten
en gays. Hay ciertas condiciones sociales que facilitan (o no) ese pro­
ceso de transformación; es preciso explicar cuales son y qué caracte­
rísticas tienen. Los varones que entienden y que hacen pública tal
condición disponen de diversas estrategias para escapar a las presio­
nes sociales (la homofobia) derivadas de ello. La más visible de esas
estrategias es transformarse en gays. Pero que sea la estrategia más
visible no implica que sea la más eficiente. Los recursos y las ener­
gías dedicadas a hacerse gay tienen elevados costes biográficos para
las personas que optan por hacerlo (aunque pocas veces son evalua­
dos por quienes los pagan). Hacerse gay a tiempo completo implica
una radical redefinición de los escenarios familiares y laborales, y
también de las redes de amistad. La emigración a las grandes ciuda­
des suele ser el modo en que se concreta todo ello.
Hacerse gay es, en cierto sentido, una huida que implica una
elección que conlleva renuncias. Es por eso que muchos hombres que
entienden suelen ser gays a tiempo parcial. Ello les permite mantener,
en la medida de lo posible, sus redes familiares y laborales, al tiempo
que amplían y redefinen sus redes de amistad. Vivir como gay a tiem­
po parcial (durante los fines de semana, las vacaciones y las fiestas de
guardar) sirve para escapar a la presión del entorno y para compartir
una parte del tiempo con el grupo de iguales. Pero en ningún caso es una
solución definitiva, ya que la homofobia persiste en sus entornos ha­
bituales y aguarda el regreso de los turistas de fin de semana. Los
gays a tiempo parcial utilizan los recursos del gueto como válvula de
escape. Pero ello no hace desaparecer la presión social que padecen,
ni tampoco hace visible su estilo de vida. En otras palabras, la homo­
fobia y el heterocentrismo permanecen inalterables. La función social
de esta estrategia social de gestión del amor entre hombres es mante­
ner encerrados en el gueto a quienes entienden. Y hay que insistir en
que el gueto, más que un espacio urbano es, sobre todo, un espacio
social y simbólico.
En el imaginario social existen mujeres y chicas cosmopolitan
que hacen todo lo posible por adecuarse a las expectativas que el pa­
triarcado tiene sobre ellas (las protagonistas de la serie Sexo en Nueva
York son un ejemplo televiso de ello). De igual modo, existen hombres
y chicos zero que procuran adecuarse a las expectativas que la socie­
dad heterocéntrica tiene sobre lo gay. Esto último es una forma de
gueto sutil, que marca las fronteras de lo socialmente posible. Algunos
gays a tiempo completo que no quieren emigrar a las grandes ciudades
ni abandonar sus espacios habituales se acogen a esta forma de gueto
para minimizar la homofobia ambiental. El antiguo marica del pueblo,
económicamente autónomo y con peluquería unisex de su propiedad,
se transforma en alguien sofisticado y moderno que entiende de deco­
ración, gastronomía y moda. Se transforma en gay. Pero no puede ir
mucho más allá. Porque no le dejan. De este modo, la promesa de la
vida gay, que fue pensada como un instrumento, se convierte en una
calle sin salida que es, al tiempo, un camino sin retorno. Y, con el
tiempo, muchas de estas personas comprueban que han sucumbido a
una falsa promesa, porque la vida que se les permite en el gueto tiene
poco que ver con las expectativas que tenían.
Quienes emigran a los guetos urbanos son jóvenes y jóvenes
adultos. Acuden en busca de empleo y de una vida mejor. Pero al
poco tiempo descubren que la orgía erótica interclasista que espera­
ban (prometida en el mito gay) es un recurso que se agota con facili­
dad a la hora de organizar la vida cotidiana y afectiva. El mito erótico
gay es biográficamente insostenible. La pobre calidad de las relacio­
nes humanas que se producen en el gueto son causa de desazón entre
quienes lo habitan. Si a ello se le añaden los bajos salarios, la econo­
mía sumergida y la precariedad laboral, se entiende con facilidad que
la clase social es un elemento clave que condiciona la viabilidad eco­
nómica (pero no la emocional) de la vida gay a tiempo completo en
los guetos urbanos. Las relaciones y las emociones basura son recu­
rrentes en el día a día de estas personas. Y es que el gueto urbano,
como cualquier otro espacio (iglesias, estadios de fútbol, o bibliote­
cas), condiciona las actitudes y las conductas de quienes lo ocupan.
La mala conciencia y la estúpida empatia progre con que secto­
res de nuestra sociedad contemplan a los grupos subalternos provoca
que se proyecten en ellos una supuesta solidaridad interna de la que,
en realidad, carecen. La antropóloga Norma Mejía (2005) explica
bien esto último respecto a las personas transexuales y respecto a las
putas. De igual modo, y poco a poco, la sociedad española cuestiona
la solidaridad interna de los grupos inmigrantes ante el hacinamiento
en viviendas, los casos de realquilados que pagan más que el alquiler
real, el fenómeno de las camas calientes o la subcontratación de tareas
en el caso de la limpieza industrial. La intersolidaridad gay también
es un mito, tanto como lo son la presunta mafia rosa o el denominado
lobby gay. El mercado no tiene patria. Ni tampoco conciencia. Así
que emigrar al gueto es una apuesta arriesgada y muchas personas
son devoradas por él.
En España, vivir públicamente como persona gay es casi imposi­
ble para quienes trabajan en la educación, en el sector sanitario, en la
construcción o en los cuerpos de seguridad. Tampoco los ejecutivos o
los miembros de los consejos de administración de las empresas lo tie­
nen mucho más fácil. La discriminación, la autocensura y la violencia
simbólica o física contra las personas que entienden no depende de la
clase sino del género; es decir: de la homofobia. La homofobia es una
forma de violencia de género que el feminismo de Estado no asume
como tal, y, hasta el momento, tan solo las asociaciones de padres y
madres de gays y de lesbianas (que no forman parte del movimiento
gay) piensan y exigen políticas públicas eficaces que la com batan/

5. La Asociación de Padres y Madres de Gays y de Lesbianas de Cataluña es un


ejemplo de cóm o la sociedad civil (valga la redundancia) supera a los políticos gays
profesionales tanto en tácticas y estrategias políticas como en la capacidad de impli­
car a las instituciones en sus reivindicaciones. Y es que estos padres y estas madres
planifican el futuro de sus hijos e hijas (a largo plazo) en vez de ocuparse de sus pro­
pias ambiciones políticas.
En cuanto al resto, plenamente satisfechos, se yerguen sobre sus es­
caños convencidos de ser el no va más de la modernidad al haber con­
seguido que un Estado tan católico como España consiga el matrimo­
nio gay. También se felicitan, encantados de sus logros, los políticos
gays que se comportan como si fueran portavoces legítimos de la co­
munidad que dicen amar. Tales imposturas son indignantes porque la
homofobia no afecta tan solo a homosexuales o gays, sino a todos los
hombres que incumplen las normas de género que el patriarcado ha
previsto para ellos. Va siendo hora que los varones que entienden (in­
cluyendo a homosexuales y a gays, y a quienes no son ni lo uno ni lo
otro) pacten estrategias políticas con el resto de los hombres para di­
señar formas de ser varón más relajadas (e incluso entrañables). La
homofobia, como el racismo, interpela a toda la sociedad. La homo­
fobia afecta a todos los varones sin excepción amenazándolos con de­
gradarlos al estatus de maricas (o a sus equivalentes estructurales, en­
tre otros: calzonazos, nenazas o cobardes).
El movimiento político gay ha fracasado en su lucha contra la
homofobia, y ha quemado sus naves en la defensa de la cuestión del
matrimonio. La libertad es resultado de la perpetua negociación con
uno mismo y con los demás. Y en los contratos (y el matrimonio lo
es) casi todo está pactado y es difícil renegociar. En España, las per­
sonas gays (de todas las clases sociales, pero sobre todo de las clases
medias) renuncian a sus estilos de vida afectiva para suplicar al Esta­
do heterocéntrico que les permita vivir como heterosexuales (a ser
posible mediante el matrimonio y la adopción). El matrimonio gay
permite casar a profesores, funcionarios, clases medias con preten­
siones de modernidad (o bajas que sueñan con serlo). El precio es es­
conder (como si no existieran) a chaperas, pedófilos, carrozas, sero-
positivos, travestís, transexuales y transgeneristas (por citar a unos
pocos y unas pocas). Es una situación que causa sonrojo. Son dema­
siados los gays que, intoxicados por políticos ambiciosos y por los
medios gays, se avergüenzan de sus hermanos y hermanas, y mendi­
gan el perdón social por ser como son.
Centrar las reivindicaciones gays en torno al matrimonio (que,
por supuesto, es un derecho) elude enfrentar el verdadero problema
social (la homofobia), fomenta la desmovilización, y genera el senti­
miento de que por fin se termina con la discriminación. Priorizar el
derecho al matrimonio en vez de la lucha contra la homofobia se ar­
gumenta diciendo que no es más que una estrategia (y por ello acep­
table) que fija prioridades (para ocuparse más tarde de las demás). El
respeto ha de ser para todos. El respeto no entiende de plazos (ni tam­
poco de estrategias). El (presunto) reconocimiento social que com­
porta el matrimonio gay es de alcance limitado.
En nuestra sociedad, las unidades domésticas que cuentan con
reconocimiento legal se constituyen en torno a la filiación y la alian­
za. Las unidades domésticas tienen funciones de asistencia y de con­
sumo. Producen servicios para sus miembros y generan demanda de
bienes. En el caso de las unidades domésticas basadas en la filiación,
las personas acceden a derechos ciudadanos de acuerdo con la situa­
ción que ocupan en el mapa del parentesco (hijos, madres, abuelas,
etc.). Mientras que en las unidades domésticas basadas en la pareja
estable (matrimonial o de hecho) se accede a los derechos gracias a
alianzas interpersonales reconocidas por el Estado mediante sistemas
de registros. La filiación es para siempre. Las personas no pueden
abandonar el lugar que ocupan en el mapa de parentesco. Nadie pue­
de abjurar de sus padres o abuelos, ni de sus hijos. No es posible de­
cidir al respecto. Al contrario, sí es posible decidir modificar las
alianzas reconocidas por el Estado (mediante divorcios y separacio­
nes regladas).
A lo largo del tiempo, homosexuales y lesbianas han sido ex­
pulsados del mapa del parentesco y han tenido que renunciar a par­
te de los servicios que proveen las familias. La respuesta de estas
personas ha sido desarrollar redes informales de asistencia articula­
das en torno a la amistad. El caso del sida es un ejemplo de ello. Al
inicio de la epidemia (y aún ahora) muchas personas seropositivas
repudiadas por sus familias fueron asistidas y acompañadas por sus
redes de amistad. Gracias al denominado matrimonio gay, y gracias
al reconocimiento estatal de las parejas de hecho, las parejas de las
personas seropositivas tienen menos dificultades para moverse por
las instituciones sociosanitarias (en especial los hospitales). Sin em­
bargo, las familias elegidas por las personas seropositivas (sus ami­
gos) siguen sin ser tomadas en cuenta en esos contextos. No todas
las personas seropositivas tienen pareja que se ocupe de ellas. Pero
sí cuentan con amigos y amigas. Sin embargo, las normas no las re­
conocen y les niegan el lugar que ocupan en los procesos asisten-
ciales de las personas seropositivas. Esas personas, al no tener
vínculos de parentesco reconocidos por el Estado, no cuentan para
nada.6
Es cierto que el denominado matrimonio gay permite acceder a
pensiones, indemnizaciones y otros recursos que, hasta ahora, esta­
ban fuera del alcance de sus parejas. Pero la realidad de los afectos
gays y lésbicos va mucho más allá. Hay gays y lesbianas que consti­
tuyen unidades domésticas (de asistencia y de consumo) con personas
que no son sus parejas. Estas personas ni cobran indemnizaciones ni
pensiones de viudedad, ni tienen derecho a seguir viviendo en pisos
de alquiler si el contrato estaba a nombre de los muertos. El matri­
monio gay no cubre la gran diversidad de las relaciones gays-lesbia-
nas, ni económicas ni afectivas. Sin embargo, la importancia de esas
realidades en la vida cotidiana de tales personas no puede minimizar­
se. El llamado matrimonio gay reduce la diversidad real (económica
y afectiva) de gays y de lesbianas, y la uniformiza en términos hete-
rocéntricos. Todas estas críticas han sido muy bien presentadas por el
Grup de Lesbianes Feministes (2002).
En nuestra sociedad, la familia es central en los procesos asis-
tenciales a las personas en situación de desgracia, infortunio, necesi­
dad o enfermedad. En ausencia de Estado providencia (algo que Es­
paña jamás llegó a tener) es la familia quien suple buena parte de sus
funciones. Jordi Cai's explica que la actual pujanza de la minoría his­
pana en los Estados Unidos de América del Norte puede explicarse
gracias al papel asistencial de las familias respecto a sus miembros.
Entre esos hispanos, sus familias son una suerte de red de seguridad
emocional y también asistencial. Esta última es una función de la cual
las familias wasp ya han abdicado. Pero más allá de las familias tam­
bién existen otros apoyos asistenciales. Son redes sociales asistencia-
les basadas en la amistad, pero que no cuentan con ninguna clase de
apoyo ni de reconocimiento estatal.
El matrimonio gay cumple dos funciones. Por un lado, obliga a
los gays y a las lesbianas a heterosexualizarse si desean acceder a
ciertos derechos y garantías. Y, por otra parte, invisibiliza otras for­

6. La lucha de los gays estadounidenses para reconocer al buddy (compañero o ami­


go) en los procesos asistenciales en torno al sida fue intensa. Se trataba de que las ins­
tituciones legales y sanitarias «reconociesen el estatuto del buddy y la posibilidad de
que estos pudiesen asumir la responsabilidad médica por el otro incluso para recibir y
enterrar a la persona muerta» (Vélez-Pelligrini, 2003, p. 47).
mas de organización de los procesos de asistencia a las personas que
los precisan. Es una forma de reprivatización de la asistencia. En vez
de asumir esas formas asistenciales (que no solo se producen entre
gays) se fuerza a las personas a constituir familias (por la vía matri­
monial o de parejas reconocidas por el Estado) para acceder a dere­
chos asistenciales que les corresponden como ciudadanos. De este
modo, se consigue que una parte de la población (gays y lesbianas)
que suele carecer del apoyo de sus familias de origen en términos
asistenciales deje de reivindicar la existencia de una red estatal y pú­
blica de asistencia. El matrimonio gay es una forma de reprivatiza­
ción familiar de la asistencia en un contexto de inhibición de los po­
deres públicos al respecto. Por eso, la lucha contra el sida «significó,
en términos de justicia, derechos civiles y valores universales, mucho
más que la reivindicación de un matrimonio gay y lesbiano y del de­
recho a la adopción» (Vélez-Pelligrini, 2003, p. 47).
La responsabilidad implica análisis y compromiso, y si bien ser
gay (o ser lesbiana) no garantiza un espíritu reflexivo (ni siquiera so­
lidario) resulta triste (y peligrosa) tanta inconsciencia. No se trata de
nostalgia. Al contrario: se trata de defender el derecho de inventar (y
recrear y difundir) nuevas formas de relación interpersonal en vez de
copiar las vigentes (hegemónicas, pero ya fracasadas). Gays y lesbia­
nas ocupan un lugar idóneo en la sociedad, están por todas partes, son
una red y pueden aportar ideas, estilos de vida y otras formas de amar.
Los gays y las lesbianas tienen potencial como ejemplo y sustento de
la diversidad. Sin embargo, sus líderes (pero no solo ellos) defienden
y asumen instituciones arcaicas (el matrimonio) que encorsetan la plu­
ralidad real de los afectos (sean estos lésbicos, gays o heterosexuales).
Las actuales políticas gays, tuteladas por ineptos (e ineptas) centrados
en el éxito a corto plazo (en especial centrados en su éxito político per­
sonal) proclaman falsos consensos que incitan a las personas gays a
asumir y repetir estilos de vida ajenos, y a defender y aceptar el matri­
monio como vía de acceso a derechos que corresponden a las personas
como ciudadanas (y no como gays ni como lesbianas). Es poco demo­
crático reducir la diversidad afectiva a un contrato que fuerza a la vida
cotidiana a adecuarse a la ley (en vez de ser al revés).
El movimiento gay ha fracasado en su lucha contra la homofo­
bia porque ha sido incapaz de incorporar al resto de los varones a la
misma. Sin embargo, hablar de éxito o de fracaso es relativo porque
ambos dependen de los objetivos y de los referentes que se emplean
para la evaluación. Si se toma la situación de partida, las estrategias
políticas gays han logrado parte de sus metas: descriminalizar y (en
menor medida) desmedicalizar las opciones sexuales y conseguir
cierto reconocimiento de las instituciones y amplia tolerancia social.7
Sin embargo, siguen en agenda la equiparación de derechos y el res­
peto social. Pero la homofobia, en cuanto producto interclasista que
afecta a todos los varones sin distinción, todavía no ha sido cuestio­
nada por el conjunto de la sociedad, ya que sigue percibiéndose como
algo que solo atañe a los gays. Apropiarse de la homofobia como si
fueran sus víctimas exclusivas no parece que sea un éxito gay. Pero sí
es posible contar como éxitos algunas contribuciones gays al conjun­
to de la sociedad. Cabe señalar, sobre todo, el modelo de gestión gay
del sida y de la inmigración.
En España, las personas gays están mostrando que es posible re­
cibir la inmigración sin muchos problemas y con pocas tensiones.
Mientras en muchos centros de ocio nocturno abiertos al público ge­
neral se prohíbe la entrada a personas por su aspecto étnico,8 en los
locales de ocio gay sucede al revés. Magrebíes, gitanos, peruanos, co­
lombianos, todos pueden pasar. Tan solo se les exige respeto y se les
informa de que acceden a un lugar gay. Quizá parezca irrelevante po­
der o no entrar a un determinado local, pero a quienes han sido dis­
criminados por el color de su piel o por su aspecto étnico no se lo pa­
rece. Es una razón de orgullo ciudadano constatar el modo en que los
nativos gays están acogiendo la diversidad étnica y cultural. También
la manera cómo las personas gays gestionan el sida es otro ejemplo
que la sociedad debería imitar.
Entre la ciudadanía heterosexual, con demasiada frecuencia, ser
seropositivo conlleva la muerte social. En las revistas editadas por las
personas seropositivas9 se leen decenas de relatos de hijos, madres o

7. Sobre actitudes sociales respecto a la homosexualidad en España, véase Calvo


(2003a).
8. Un ejemplo es la muerte de un ciudadano nacido en Ecuador en un centro de ocio
de Barcelona, golpeado y arrojado al mar por quienes debían velar por su vida (los en­
cargados de la seguridad).
9. Hojear la revista Lo M ás Positivo permite acercarse a las prácticas y a los discur­
sos de las personas infectadas por el VIH de forma humana, rigurosa, simpática e in-
tegradora.
amigos repudiados y excluidos del mapa social y de parentesco por su
seropositividad. Algo poco probable entre gays. Respecto al sida, y
en el seno de las redes sociales gays, existe un corte generacional. Las
personas gays más jóvenes no han vivido (a diferencia de sus mayo­
res) el doloroso rosario de muertes de los ochenta. Pese a ello, el res­
peto y la inclusión caracterizan el modo en que las personas gays tra­
tan a las personas seropositivas (entiendan o no). A las personas
infectadas se las ama (o se las detesta) al margen de su seropositivi­
dad. La sociedad tiene mucho que aprender del respeto y del cariño
con que las personas gays gestionan la seropositividad de sus seme­
jantes (sean o no sean gays).
Otra contribución notable que las personas gays pueden hacer al
conjunto de la sociedad es mostrar cómo la separación del sexo y de
la afectividad permite juegos lúdicos y narrativa irónica sobre el de­
seo que, a través del sentido del humor, contribuye a hacerlo menos
trascendente. Al igual que los movimientos libertarios de los setenta,
los gays son capaces de separar sexo y afecto. Esto último, lejos de
ser valorado como una contribución (incluso entre los gays más jóve­
nes) cada vez más es tratado como una característica negativa que
hay que ocultar o disimular (algo impensable en la década de los
ochenta). Es posible que la irrupción del sida sea una de las razones
que expliquen este cambio en la valoración de lo que (peyorativa­
mente) se denomina promiscuidad s e x u a l pero también es preciso
considerar otro tipo de cuestiones. Las personas gays no están aisla­
das y son permeables a las influencias de la sociedad. El intercambio
y la interconexión son la norma a la hora de explicar el tipo de rela­
ciones que los gays mantienen con su entorno. En consecuencia, las
transformaciones de tipo reaccionario que en las últimas décadas
afectan al conjunto de la sociedad española también hacen mella en la
manera en que los gays gestionan su afectividad.

10. La promiscuidad sexual no supone aumentar el riesgo de infección por sida. Es


posible tener muchas relaciones sexuales sin infectarse (siempre y cuando se trate de
sexo seguro). Sobre las consecuencias de la gestión médica del estigma del sida pue­
de verse Guasch (1992).
De maricas a gays: un largo viaje hacia ninguna parte

Para valorar la influencia del estilo gay en España respecto a la trans­


formación de las masculinidades contemporáneas (tanto hegemónicas
como subalternas) hay que partir de la situación social de las mismas
en el momento en que el proceso de cambio empezó: cuando el mo­
delo gay fue importado durante el tardofranquismo y la transición.
Pero también resulta imprescindible (y no menos importante) tomar
en cuenta los objetivos primigenios del movimiento de liberación
gay. Para este último, la identidad y el gueto son solo instrumentos
para terminar con la homofobia y con la discriminación. El proyecto
político original del movimiento gay español es distinto del proyec­
to gay neoliberal contemporáneo. Las proclamas del movimiento gay
de antaño (detrás de los balcones también hay maricones) buscan
transformar la identidad masculina extendiendo tanto la ironía como
el sexo (y el amor) entre varones al conjunto de los mismos. Según
esto, no hay homosexuales ni heterosexuales, sino tan solo hombres
que entienden y otros que no. Los que entienden se dividen en dos
grupos: quienes asumen (con más o menos entusiasmo) su amor y su
deseo por los hombres y otros que niegan y reprimen tales afectos. La
extensión del modelo gay anglosajón implica cambios notables tanto
en la definición de esa realidad como en las consecuencias sociales
que se derivan de ello. Porque el amor entre hombres deja de ser de­
finido como algo que les incumbe a todos, para convertirse en algo
tan solo propio de gays.
Alfred Kinsey prueba (justo después de la Segunda Guerra
Mundial) que homosexualidad y heterosexualidad no son realidades
opuestas sino más bien un continuum. Sin embargo, las necesidades
identitarias gays en los Estados Unidos de América del Norte ocultan
las lecciones de Kinsey para así competir con éxito en la lucha por los
recursos mediáticos, económicos y simbólicos. En consecuencia, el
amor entre hombres dejó de ser pensado tal y como lo propone Kin­
sey (como algo generalizado y estructural, pero casi siempre negado
y reprimido) para pasar a un modelo identitario binario, claustrofóbi-
co y simplista, en el que existen dos grupos homogéneos distintos y
opuestos: heterosexuales y gays. El primero y más claro fracaso de la
alternativa gay (en relación con la masculinidad dominante) es su in­
capacidad para exportar y legitimar el amor entre hombres al conjun­
to de los mismos. Desde entonces, y hasta la aparición de la denomi­
nada teoría queer, los gays de los países anglosajones han renunciado
a presentar las prácticas corporales y afectivas entre hombres como
un valor añadido para el desarrollo de una masculinidad más cálida,
más acogedora y menos sobreactuada.
Pero antes de pasar a detallar las transformaciones de las mas-
culinidades subalternas en España como consecuencia de la implan­
tación del modelo gay de mercado, hay que mencionar una variable
reciente e importante que va a alterar a medio plazo el modelo expli­
cativo que aquí se presenta. Se trata de la emigración. La emigración
no es un problema, el problema es la xenofobia; pero no por eso las
migraciones son un asunto social irrelevante. Y es que la emigración
lo está cambiando todo. En el Estado español empiezan a ser recono­
cibles maneras de vivir y pensar las masculinidades subalternas que o
bien nos son ajenas (las del subcontinente indio o las del sudeste asiá­
tico) o bien recuerdan formas nativas ya superadas. Esto último no
implica un juicio de valor evolucionista y solo describe una situación
dada. En los países occidentales de capitalismo avanzado, la configu­
ración social hegemónica de las masculinidades subalternas es la gay;
pero en los países periféricos (de donde proceden muchos de los nue­
vos ciudadanos) la identidad gay aún convive con masculinidades su­
balternas locales no eliminadas por la globalización.
Estas masculinidades devaluadas (sincréticas y diversas) siguen
en tránsito hacia el modelo gay que las absorberá y son trasplantadas
al contexto peninsular donde eso sucedió a lo largo de los años
ochenta del siglo pasado. Es entre los inmigrantes de América Cen­
tral y del Sur (y del Caribe) donde con frecuencia se reconocen esti­
los de masculinidades subalternas que remiten al modo en que estas
se expresan en nuestro pasado cercano (sobre todo en términos de
maricas, maricones, locas y reprimidos). Son formas de ser hombre
que correlacionan bien con el modelo binario y sexista de género que
existe tanto en las sociedades de partida como en la de acogida. Es
complicado prever el calendario de integración de estos emigrantes
en la cultura gay hegemónica. Pero en cualquier caso sucederá.11 Es

11. Por el momento, en los espacios donde la homosexualidad es socialmente posi­


ble para las personas (es decir: en el gueto), la interculturalidad (o como quiera lla­
marse a la convivencia sin tensiones explícitas entre personas muy distintas y entre
grupos también muy variados) es la tónica común. En ese sentido, el gueto gay se
cuestión de tiempo. Mientras tanto, resulta un tanto anacrónico (pero
también apasionante) observar la interacción de los recién llegados
con el modelo gay hegemónico. Es un proceso abierto y en curso que
aquí no se revisa porque su cercanía histórica apenas permite intuir
sus consecuencias.
La configuración social y cultural de la masculinidad en la Es­
paña franquista y posfranquista se articula en torno a un tipo de ho­
mofobia agresiva, poco sutil y nada elaborada. La necesidad de la
masculinidad hegemónica de definir personas y grupos como otros a
los que oponerse (para definirse a sí misma) se concreta en España en
dos figuras muy claras: el marica y el maricón (Guasch, 1987c). Du­
rante el tardofranquismo y la transición ambos tipos son centrales en
el imaginario cultural sobre la masculinidad proscrita. En otra parte
(Guasch, 1991a) se analizan con detalle las características que la so­
ciedad de la época atribuía a maricas y a maricones. Esta forma de
entender la masculinidad incorrecta precede al franquismo, pero es el
nacionalcatolicismo el que fija sus límites.12 Se basa en una visión es­
tereotipada del género (de una simpleza sexista incluso divertida, sal­
vo por el dolor que ocasionó) que define de forma estricta el conjun­
to de las posibilidades sociales de género previstas en varones y
mujeres. El soldado español para los hombres (tanto en su versión ar­
caica de legionario, como en su actualización de miembro de las
COE.)13, y las Damas de la Cruz Roja para las mujeres son metáforas
(castrenses, en ambos casos) del destino que la sociedad española de
la época proponía para unos y otras.
En este contexto de imposición de identidades de género este­
reotipadas y ridiculas (pero socialmente eficientes), las imágenes cul­
turales de la masculinidad impropia en los hombres se adecúan muy
bien al marco cultural homófobo y sexista que relaciona escasa viri­

muestra mucho menos xenófobo que la sociedad que lo produce (se entiende que es la
sociedad heteroxenófoba la que produce tanto los guetos com o las xenofobias).
12. Al respecto véase Roca (1996).
13. Se trata de las Compañías de Operaciones Especiales, comandos bien entrena­
dos que, a diferencia de la Legión (que son fuerzas de choque) actúan sobre todo en la
retaguardia enemiga. En el imaginario social y castrense, ambos cuerpos son igual­
mente masculinos (a diferencia de, por ejem plo, los ingenieros que se ocupan de las
com unicaciones) pero a los miembros de las COE, se les supone una preparación téc­
nica (artes marciales, estrategias de supervivencia, uso de tecnologías sofisticadas) de
la cual los legionarios carecen.
lidad con pasividad y afeminamiento. La cadena simbólica que revisa
Viñuales (2002) y que liga (o, nunca mejor dicho: encadena) género,
prácticas sociosexuales, clase de deseo y sexo biológico funciona ya
entonces con escasos problemas. De este modo, la sociedad de la épo­
ca entiende que un macho (español, por supuesto) de la especie hu­
mana debe ser viril (y, a ser posible, peludo), practicar (sobre todo) el
coito vaginal y desear e intentar seducir a las mujeres. De igual modo,
se supone que una hembra de la misma especie es femenina y, en con­
secuencia, jamás toma iniciativas sociales y mucho menos sexuales
(las prostitutas constituyen una excepción). En esta cadena simbóli­
ca, del binomio sexo-género derivan de forma natural tanto las for­
mas de deseo (lo que los médicos llaman orientación sexual) como
las conductas y actitudes sociosexuales concretas: pasividad social y
sexual en las mujeres (y a ser posible candidez inocente) e iniciativa
social y sexual en los varones (a lo que se añade cierto aire chulo y
tramposo).
La estructura de esta cadena simbólica y las posiciones que en
ella ocupan varones y mujeres (cuyas relaciones y roles están clara­
mente previstos) es un mapa que permite entender qué sucede cuan­
do algunas personas no encajan en el modelo. La existencia de disi­
dentes puede derrumbar el sistema y por ello se activan dispositivos
de control social para evitarlo. A través del marica, estos mecanismo^
integran al varón poco viril en un sistema de representación en el que
es el género (y no la orientación ni las prácticas sexuales, ni tampoco
el sexo biológico) lo que le da pleno sentido y permite organizado. El
género es el elemento central de la cadena simbólica que describe Vi­
ñuales. Así pues, y pese a su sexo biológico (se trata de un macho de
la especie humana), el varón con déficit de hombría es asignado al gé­
nero femenino (con los roles, actitudes y apariencia pertinentes). Es
marica quien no cumple con las normas y expectativas de género pre­
vistas para los hombres, y esto sucede al margen de sus preferencias
y gustos sexuales. Tanto en el franquismo como en la actualidad, la
etiqueta de marica amenaza a todos los varones por igual (al margen
de su opción sexual) y les impulsa a adecuarse a las normas de géne­
ro. Por una cuestión de honor ningún hombre de verdad admite ser
tratado como un marica. Por analogía, se identifica al marica con la
mujer. Y es ahí donde aparece la conexión entre sexismo y homofo­
bia, porque un hombre de verdad jamás admite ser tratado como mu­
jer. La identidad atribuida al marica se adecúa bien a esa estructura
binaria de género y la refuerza. El marica es una desviación funcio­
nal porque permite a todos los varones (sea cual sea su opción sexual)
afirmar sü género normativo negándolo en él.
La sociedad española del tardofranquismo esperaba del marica
que fuera limpio, ordenado, aseado, educado, pródigo en afeites (lo que
hoy en día se denomina cosmética) y, sobre todo, hábil en tareas do­
mésticas (como limpiar, planchar, cocinar y cuidar a sus ancianas y
viudas madres) consideradas impropias en un hombre. Se esperaba
del marica lo mismo que se espera de las mujeres: domesticidad. El
sistema adjudica a los maricas idénticos marcadores de género que a
las mujeres. Vista la forma heterorreal (Sabuco y Valcuende, 2003)
de percibir, pensar y presentar al gay en la España del siglo xxi (asu­
mida y propalada por los medios y políticos gays), puede adelantarse
una conclusión: el gay contemporáneo es una actualización del mari­
ca franquista y de la transición. Con el agravante de que, hoy en día,
la presentación heterorreal de las personas gays cuenta con la com­
plicidad interesada de quienes podrían cuestionarla y denunciarla.
Las fronteras de género que enmarcan a los varones crean per­
sonajes sociales particulares derivados de tales premisas: donde antes
estuvo el marica ahora está el gay, uno y otro implican una infantili-
zación heterorreal del amor entre varones. Al menos en España, hay
que entender la actual función social de los gays de forma análoga a
la tuvieron los maricas (Guasch, 1991a) del tardofranquismo y de la
transición. Con la particularidad de que, hoy en día, la presentación
heterorreal de las personas gays cuenta con un contexto de mercado
que fomenta el consumo identitario, de manera que todo lo gay se ha
convertido en imagen de marca.

Maricones: formas de ser hombre al borde de la extinción

El maricón rebasa el sistema de género descrito en la cadena simbó­


lica que une sexo, género, clase de deseo y prácticas sexuales. Según
esta cadena, un macho de la especie humana debe ser masculino, de­
sear a las mujeres e intentar penetrarlas. Pero el maricón cuestiona el
sistema de género porque tanto su deseo como las prácticas que se le
atribuyen van más allá de lo previsto por el mismo. El maricón (en
tanto que macho viril y, por ello, supuestamente activo) se adecúa
bien a las expectativas de género previstas para los hombres, pero co­
mete la peor de las trasgresiones posibles: traicionar el acuerdo táci­
to entre hombres que proscribe que estos se amen, se deseen o se pe­
netren entre sí.
Durante el franquismo y la transición, marica y maricón fueron
pensados con las tecnologías de género de entonces. La imagen cul­
tural del marica implicaba su desmasculinización. El caso del mari­
cón es distinto, porque pervierte los fundamentos del sistema y de ahí
su necesaria y radical estigmatización. El maricón posee los marca­
dores de género (roles, apariencia y actitud) prescritos para un hom­
bre; pero desafía la norma que prohíbe a los varones desearse entre sí.
El maricón, a diferencia de lo que sucede con las mujeres y con su re­
medo (los maricas), puede acceder a los espacios masculinos sin ser
detectado. Nada subleva tanto a los hombres de verdad como saber
que un maricón comparte sus vestuarios. El maricón es peligroso
para el sistema de género al hacer posible el deseo entre varones sin
adecuarse al modo en que la sociedad lo permite. La normativa de gé­
nero del franquismo y de la transición permite que un varón ame y
desee a otro siempre y cuando se adecúe a las expectativas sociales
previstas para tales casos: que se comporte, actúe y viva como un ma­
rica. Hoy en día sucede lo mismo. A los hombres se les permite amar
y desear a otros siempre y cuando lo hagan como gays: tal y como la
sociedad espera que amen, deseen y vivan los gays. El maricón crea
las condiciones de posibilidad para que exista lo que más se detesta y
se teme. Al contrario, las construcciones culturales del marica (en­
tonces) y del gay (ahora) refuerzan el sistema de género.
El maricón interpela y pone en cuestión el sistema de género
desde dentro (porque, en apariencia, cumple sus prescripciones) y es
capaz de destruirlo ya que muestra sus contradicciones internas. El
maricón pone en cuestión el sexista, simplista y binario modelo de gé­
nero todavía vigente. Algo que el gay contemporáneo es incapaz de
hacer porque se ha integrado del todo en el sistema simbólico de gé­
nero heterorreal. También las personas lesbianas cuestionan el mo­
delo de género; pero el grado de disfunción del maricón es mayor
porque (aunque disguste) en esta sociedad el deseo de los hombres
ocupa un espacio jerárquico superior respecto al deseo de las mujeres.
Sin negar la importancia que tienen las mujeres que aman mujeres en
la crítica social, teórica y cotidiana del sistema de género, resulta que
el maricón tiene un efecto disfuncional mucho mayor porque aconte­
ce en el grupo hegemónico (los hombres) y no en el subalterno (las
mujeres).
El maricón destruye el sistema de género desde dentro porque
viola uno de los acuerdos tácitos entre varones: el tabú del deseo en­
tre ellos. Al marica se le reconoce con facilidad gracias a sus marca­
dores de género. Pero el maricón coloniza el sistema de género sin ser
reconocido y lo utiliza para reproducirse merced a la homofobia. En
la España anterior al período gay (Guasch, 1991a), el maricón se re­
producía a sí mismo (en la clandestinidad) saltándose un sistema de
género al que claramente supera y desborda. Es gracias a la homofo­
bia que comparten todos los hombres que el maricón de la época ac­
cedía al sistema sin ser detectado y lo usaba para reproducirse. En la
lógica del sistema descrito, las interacciones de maricones con otros
hombres tienden a producir nuevos maricones, porque permiten pen­
sar (y, en consecuencia, posibilitar) lo inconcebible: que los hombres
se deseen entre sí. De ahí que su trasgresión resulte muy dañina para
el sistema. En un contexto donde los hombres de verdad son defini­
dos como viriles, los maricones se reproducen gracias a la homofo­
bia. A través de su deseo, el maricón inyecta desorden en la masculi­
nidad hegemónica y actúa en su núcleo al vulnerar su pilar más
relevante. El potencial crítico del maricón respecto a la masculinidad
hegemónica es enorme, pero ya ha sido desactivado por la versión he­
gemónica del gay contemporáneo. Desde la transición, el maricón es
una especie en extinción. Ahora solo quedan maricas y, por supues­
to: gays. De estos últimos, hay tantos y son tan abundantes, que han
expoliado los recursos simbólicos hasta el punto de impedir que los
hombres puedan amarse entre sí sin ser gays. La actual identidad-ba­
sura gay crea tal sobresignificado sobre el amor entre hombres que
cualquiera que ame a otro, de forma inmediata es clasificado como
gay (aunque no quiera). Se trata de un proceso imparable (y reduc­
cionista) que define de forma unívoca y claustrofóbica la identidad de
las personas, y que impide y bloquea la extensión del amor entre
hombres al conjunto de los mismos. No todos los hombres que aman
a otros son gays.
La versión hegemónica del gay contemporáneo es una forma re­
ciclada de marica. Locas y maricas se adecúan a lo que la sociedad
espera de ellos como una estrategia de supervivencia en un contexto
de homofobia dura. El gay hace lo mismo (adecuarse a lo que la so­
ciedad espera de él) para escapar de un contexto de homofobia blan­
da. La sociedad permite la presencia social de la versión hegemónica
del gay actual (publicitada por los apóstoles de la corrección política
y por la prensa gay) siempre y cuando no cruce determinadas fronte­
ras y se comporte tal y como la sociedad espera que lo haga. El pre­
cio de la tolerancia que paga el gay es su adecuación al estereotipo
(exactamente lo mismo sucede con el marica de la transición). No to­
dos los hombres que aman hombres aceptan pagar tales peajes. Son
muchos quienes reproducen estereotipos para burlarse de ellos (y de sí
mismos), pero no a cambio de ser tolerados por hacerlo. Los estereo­
tipos sociales adjudican al gay idénticas características que al mari­
ca. Se supone que los gays (como el clásico marica) siguen la moda,
tienen gusto en el vestir, son limpios y educados, saben cocinar y en­
tienden de decoración. El gay es una forma actualizada del marica,
quien, por su parte, es un remedo de las mujeres (porque al marica se
le adjudican similares marcadores de género). Maricas y maricones
han sido devorados por el mercado y transformados en gays. Estos úl­
timos ya solo son consumidores de identidad basura y ejemplifican el
fracaso gay a la hora de aportar tanto nuevos modelos masculinos
como nuevos estilos de vida cotidiana al conjunto de la sociedad.

Gestión social de la diversidad: tolerancia versus respeto

El poder no es malo, ni bueno; es inevitable, relacional, y contextual.


Nadie tiene todo el poder todo el tiempo. Y tampoco nadie está so­
metido de forma permanente. En otras palabras: los grupos subalter­
nos también tienen poder. La idea de que el poder es malo por natu­
raleza tiene su origen en el supuesto de que los dominados, por serlo,
son mejores que quienes mandan. Se trata de una concepción sesga­
da, infantil y poco elaborada del poder. La corrección política ha con­
tribuido a reforzar un punto de vista según el cual negros, mujeres,
inmigrantes, discapacitados, pobres o gays son inocentes por ser víc­
timas de discriminaciones y afrentas.
Las sociedades occidentales tienen una larga tradición en con­
templar a los otros como portadores de valores que deben imitarse
para frenar la propia decadencia y corrupción comunitaria. Esta tra­
dición, que inaugura Tácito en La Germania, está también presente
en el mito del buen salvaje que Rousseau contribuye a fundar. Se tra­
ta de una postura intelectual que, a posteriori, influye a la teología de
la liberación, a buena parte del feminismo, a la pedagogía de los po­
bres de Paulo Freire y al movimiento ecologista (por citar algunos
ejemplos). De esa corriente histórica de longue dureé se sigue una de­
finición y una clasificación de las sociedades y las culturas, de las
personas y de los estilos de vida, de corte maniqueo, dicotómico y
simplista. Según esto, los romanos, la civilización occidental, los va­
rones y las clases medias consumistas, para salvarse, deben aprender
las lecciones que los otros les brindan. Sin embargo, ser pobre, mujer,
primitivo o bárbaro no es garantía de nada; si bien la mala conciencia
de los apóstoles de la corrección política les lleva a afirmar (de forma
implícita y sutil) lo contrario. Los grupos subalternos, por serlo, no
son mejores que los dominantes (habría que definir qué es ser lo me­
jor y qué lo peor). De lo anterior se sigue que tampoco las personas
gays tienen por qué ser portadoras de valores dignos de ser imitados.
En la actualidad, es más bien al contrario, porque, si nuestra sociedad
está enferma, el modelo gay hegemónico es uno de sus síntomas más
inquietantes.
Tener relaciones sexuales acostadas la una al lado de la otra
(pero jamás encima) y sin penetración fue por un tiempo (y para al­
gunas sigue siendo) el modo correcto de sexualidad diseñado por el
primer feminismo lesbiano. Se trataba de evitar en el amor entre mu­
jeres las (a su entender) estructuras de dominación del patriarcado vi­
sible en el acto sexual. Idéntico pánico al poder y a sus manifestacio­
nes sociales y cotidianas se encuentra en el feminismo conservador y
su cruzada contra la pornografía y la prostitución (que más bien pare­
ce una cruzada contra las prostitutas). Mediante el eslogan de «la por­
nografía es la teoría y la violación es la práctica», el feminismo ultra­
montano define a los hombres como poco más que mamíferos
prisioneros de sus hormonas al relacionar la ficción (cinematográfica
o literaria) con los delitos sexuales y las agresiones a las mujeres. Es
algo así como confundir la telebasura con la realidad. También las
trabajadoras sexuales (mujeres con criterio) padecen las presiones de
este feminismo contrario al poder que entiende que la prostitución es
un acto de violencia contra las mujeres (digan lo que digan quienes sí
tienen la experiencia de esa realidad: las prostitutas). Estas últimas,
ya solo piden que las dejen en paz (además de seguridad social, labo­
ral y sanitaria).
Los grupos subalternos no precisan que nadie vaya a salvarles,
ya que tienen criterio y también tienen poder. Se trata de un poder con
una calidad distinta del de los grupos dominantes. El poder de los
subalternos habita zonas oscuras que escapan del control social nor­
mativo. El caso de las lesbianas que se presentan socialmente como
amigas (pese a vivir juntas como amantes) es un ejemplo de ello. La
invención y reinvención de estilos de vida distintos de los normativos
son formas de resistencia a la dominación que crean espacios de li­
bertad. Esos ámbitos escapan al control social (al menos al principio)
y enriquecen el lenguaje (que debe crecer para nombrarlos). Resistir
implica plantear una realidad más diversa y plural, algo que las per­
sonas gays podrían hacer (si quisieran) porque también tienen poder.
En esta sociedad los gays tienen poder. Son hombres. Suelen ser blan­
cos. Y viven en el primer mundo. Todo eso implica poder y privile­
gios de los que otras personas carecen. Aunque el poder aplasta y
oprime, al hacerlo también genera resistencias. Un modo de resisten­
cia es que los grupos subalternos propongan y defiendan ante la so­
ciedad (y sobre todo ante sí mismos) sus propios modelos; algo que
las personas gays ya no están en condiciones de hacer, empeñados
como están en imitar estilos ajenos.
En Cataluña, la concepción del poder como algo detestable fue
impulsada sobre todo por el cristianismo de base (posconciliar) y por
el eurocomunismo kumbayá encarnado en el PSUC.14 La mala con­
ciencia («pequeño burguesa») de la progresía catalana encarnada en
lo que ha venido en llamarse el espacio político socioconvergente
(versión catalana del franquismo sociológico) fomenta una visión pa­
ternalista de los grupos subalternos y les permite cierto grado de in­
tegración (siempre y cuando renuncien a ser como son, o no lo mues­

14. El PSUC (o Partit Socialista Unificat de Catalunya) fue un vivero de cuadros po­
líticos que más tarde pueden encontrarse tanto en el socialism o de diseño propio del
Partit deis Socialistes de Catalunya como en el paternalismo nacional y convergente
encamado por Jordi Pujol. Tampoco hay que olvidar a los ministros y ministras de go­
biernos de derechas que fueron militantes del PSUC.
tren demasiado). La corrección política con que se trata en Cataluña
las distintas oleadas migratorias (castellanohablantes primero,15 y ex-
tracomunitarias después) son un ejemplo de la renuncia que se pide a
los otros como peaje de su aceptación. Pero en el fondo persiste cier­
ta altanería autosuficiente que tiende a olvidar que siempre emigran
los mejores y que, en consecuencia, sus aportaciones son más que re­
levantes para la sociedad de acogida. La Barcelona canalla, libre y li­
bertaria que contagió al resto de España entusiasmo y pasión por la
sociedad abierta ha sido sustituida por una Cataluña neorrural mez­
quina, cerrada y borracha de diseño.
En Cataluña, la corrección política se emplea como estrategia
para disimular y maquillar la superioridad con que los nativos del es­
pacio socioconvergente contemplan a los inmigrantes. Y la manera en
que la sociedad catalana gestiona la cuestión gay es análoga al modo
en que gestiona la inmigración. También a las personas gays se les
pide cierta etiqueta (que vistan de manera adecuada, no formen es­
cándalos y procuren imitar los estilos de vida socialmente prescritos)
como forma de pago por la tolerancia social que se les ofrece. La to­
lerancia nada tiene que ver con el respeto. Este último, implica acep­
tar sin condiciones la humanidad de los otros (y los derechos de ciu­
dadanía que por ello les corresponden). Al contrario, la tolerancia es
un acto mediante el cual los grupos dominantes se otorgan el privile­
gio de conceder lo que no les pertenece. Todo ello conforma un esce­
nario que fomenta la aceptación de las reglas de juego impuestas por
los grupos hegemónicos (encarnadas en la corrección política) y la
consiguiente renuncia a las particularidades del estilo de vida de las
personas gays o que entienden.
La corrección política ha penetrado de tal forma en el talante
social de Cataluña, que ha convertido una sociedad que fue contesta­
taria en una masía donde nunca pasa nada y en la que el sentido críti­
co (y también el sentido del humor) constituyen bienes escasos. Un
ejemplo de ello es el modo en que el tema de la adopción de niños y
de niñas del llamado Tercer Mundo es tratado por la sociedad catala­
na. Existen parejas (heterosexuales o no) que alardean de lo solidarias
que son al adoptar niños y niñas de países pobres. Parejas que defien­

15. Una visión crítica del denominadopujolism o en Cataluña se encuentra en Vélez-


Pelligrini (2003).
den sin recato y en público su solidaria contribución a la diversidad
mediante la adopción de negritos o de chinitas. Y nadie dice nada. Ni
los políticos, ni los medios de comunicación, ni siquiera las asocia­
ciones de padres son capaces de imaginar el grado de expolio de los
países pobres que suponen tales prácticas. Se arranca a esta infancia
de su contexto para incluirla en una sociedad xenófoba y clasista que
(más pronto que tarde) les recordará su procedencia y, por si fuera
poco, además, se publicitan tales actos como ejemplos de alto altruis­
mo a imitar, obviando el proyecto egoísta al que tales niños son sa­
crificados en un contexto en el que la consanguinidad (la sangre) si­
gue siendo el referente que permite pensar la familia.
Para entender la política gay del país resulta útil considerar la
procedencia social de sus líderes. Excepto un aristócrata (ya retira­
do), la mayoría de los líderes gays catalanes proceden y se forman en
movimientos cristianos de base o bien en el (actualmente) comatoso
PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya). La extracción social
de los líderes gays catalanes, junto a la hegemonía de la corrección
política en el país, ayuda a entender por qué desde la cultura gay ca­
talana oficial se renuncia a la memoria ácrata, transgresora y canalla
de personajes medio charnegos como Nazario u Ocaña. El espíritu de
las Ramblas sustituido por el incienso del seminario y por la consig­
na del comité central. Es imposible comprender la política gay actual
sin tomar en cuenta lo descrito. Y es que, al fin y al cabo, la realidad
gay oficial en Cataluña es consecuencia de la sociedad que la origina.
Todo esto es relevante porque este modelo correcto ha sido exporta­
do con éxito desde Cataluña al resto del Estado, donde los colectivos
centrales (o mediáticos) del movimiento gay dependen del apoyo de
las administraciones (sean locales o autonómicas) para sobrevivir y
se han convertido en correa de transmisión y ejecución de las políti­
cas partidistas diseñadas para el mundo gay.
Tanto el movimiento gay catalán como el español han sido vam-
pirizados por los partidos de izquierda que han creado sus propias co­
misiones por la libertad sexual. El dinero dedicado a la lucha contra
el sida financia el movimiento gay hegemónico y permite controlar­
lo. Pero Cataluña no solo ha exportado la falta de independencia (y de
espíritu crítico) del movimiento gay. También ha exportado la co­
rrección política como forma de gestión de la sexualidad no conven­
cional y la idea de que Chueca o el Gayxample son realidades a pro­
teger y expandir.16Tolerancia y gueto, en vez de respeto. Renuncia a
los propios valores y asunción de los ajenos, consumidores (la llama­
da peseta rosa) en vez de ciudadanos; todo ello resume bien la situa­
ción gay actual.
Para contextualizar el estilo gay hegemónico y sus imágenes
asociadas hay que tomar en cuenta tres procesos sociales de tipo lo­
cal, regional y global que han transformado la vida cotidiana en los
últimos años. Las administraciones Aznar extienden la idea naciona­
lista de que España es un país de primera y logran que parte de los
miembros de las clases bajas se comporten como nuevos ricos. La
suerte y el éxito de algunos en el mercado inmobiliario, la idea de que
«Todo vale si no te pillan» y de que es posible enriquecerse sin es­
fuerzo, junto a la gran visibilidad de inmigrantes pobres, contribuyen
a reforzar tales actitudes. En segundo lugar, en Europa, prosigue el
proceso de conversión de ciudadanos en consumidores siguiendo el
modelo estadounidense. Y finalmente, hay que considerar también el
proyecto estratégico del Partido Republicano de Estados Unidos, que
persigue intensificar el proceso de analfabetización política y emo­
cional de la población. Comportarse como nuevos ricos, endeudarse
para consumir y analfabetismo político y emocional son tres rasgos
fundamentales en la definición de mercado de la realidad gay actual
(sobre todo entre los más jóvenes). Una definición de mercado en la
que la imagen ha sustituido a la identidad.

Imágenes sin identidad

Las personas siempre están actuando para ofrecer la mejor imagen de


sí mismas, adecuada a cada contexto social concreto. Las personas
modifican su imagen de acuerdo con lo que se espera de ellas. Hay
toda una corriente sociológica basada en tales premisas. El interac-
cionismo estratégico (Goffman, 1981a, 1981b, 1980 y 1979) afirma

16. En el desayuno ofrecido por el alcalde de Barcelona con motivo del Día del Or­
gullo Gay, parte del auditorio escuchó atónito cómo empresarios (y lo que es peor: lí­
deres gays) defendían ante aquel las bondades de un hotel gay (ubicado en el gay-
xam ple) entonces recién inagurado.
que las personas son actores. Según eso, la espontaneidad en la vida
social es más bien poca. Al contrario, las personas planifican y desa­
rrollan estrategias para relacionarse con los demás. Tales estrategias
se organizan en torno a una lucha por la información en la que se bus­
ca obtener el máximo número de datos sobre los demás, procurando
ofrecerles solamente la información seleccionada para ello. De lo an­
terior se siguen dos conclusiones: primero, que la manipulación de la
información y la mentira son básicas en las relaciones sociales; se­
gundo, que si las personas conceden tanta importancia a la imagen es
porque saben que por ella serán evaluadas. De ahí que la hegemónica
y heterorreal forma de presentación pública de homosexuales y gays
sea tan exitosa entre ellos.
Es preciso distinguir imagen de identidad. En las sociedades
simples la imagen (vestidos, tatuajes, escarificaciones, peinados, mo­
vimientos del cuerpo) funciona como una proyección externa de la
identidad. Lo mismo sucede en las sociedades preindustriales. En
esos ámbitos, las personas tienen claro quiénes son, porque ello les
viene dado por la cultura y por la estructura social. Se trata de socie­
dades con poca movilidad social, en las que el lugar que se ocupa en
el mapa del parentesco y en la comunidad permite pocas desviaciones
entre lo que se es y lo que se aparenta. Cierto grado de desviación en­
tre identidad e imagen es inevitable porque en todas partes las perso­
nas son evaluadas mediante estereotipos que simplifican la realidad
(los estereotipos son una suerte de caricaturas que la re-presentan).
Sin embargo, tanto en las sociedades simples como en las preindus­
triales, el grado de desviación entre imagen e identidad es pequeño,
porque las personas suelen ser lo que sus sociedades esperan que
sean: a menor complejidad social menores posibilidades de desvia­
ción y menos desajustes respecto a la norma.
Pero adecuarse al cumplimiento de la norma no construye iden­
tidad (si acaso la maquilla y disimula). La identidad es la respuesta a
una cuestión de pertenencia y también de intimidad. La identidad es
el modo en que las personas se interpretan y se definen, primero, ante
sí mismas y, después, frente a los demás. En las sociedades de cam­
bio social lento (las simples y las preindustriales) la identidad no sue­
le ser un problema, ya que las personas apenas cuentan con recursos
propios para pensarse a sí mismas de un modo distinto a cómo su so­
ciedad lo hace. En tales contextos, las cuestiones identitarias se plan­
tean muy poco, y, cuando eso sucede, las respuestas suelen ser claras
y merecen la credibilidad de quienes preguntan. En las sociedades
donde no se producen rupturas radicales con la tradición las pregun­
tas identitarias obtienen respuestas sólidas: «Soy una madre», «Soy
un guerrero», «Soy un anciano».
La desviación entre imagen e identidad es mucho más frecuente
en las sociedades complejas porque en ellas la cantidad y calidad de
las interacciones sociales es tal, que, de forma continuada y exponen­
cial, surgen nuevas formas de estar y nuevas palabras para nombrar­
las. En la fase actual de desarrollo del capitalismo, la desviación en­
tre identidad e imagen desaparece porque la segunda deja de ser una
proyección exterior de la primera, de manera que el envoltorio susti­
tuye al contenido. La imagen pierde su sentido instrumental y se con­
vierte en destino, meta y objetivo. En el capitalismo actual, tanto en
las interacciones sociales como en los mapas simbólicos, la imagen
deja de ser una estrategia para comunicar la identidad y se convierte
en un fin por sí mismo. La imagen permite confirmar estereotipos so­
bre grupos y personas que se usan para circular rápido por la realidad
social simplificándola. De este modo, las personas creen saber a qué
atenerse en sus relaciones con los otros a partir de evaluaciones rápi­
das que suelen confirmar ideas preconcebidas (basadas en la ignoran­
cia) respecto a la gente evaluada. Por eso quienes son sometidos al
escrutinio social intentan no defraudar las expectativas que se tienen
sobre ellos. Tiene sentido que las personas se ocupen de su imagen,
porque saben que por ella serán evaluadas. El problema es que nues­
tras sociedades priorizan la imagen hasta llegar a confundirla con la
identidad.
Organizar las biografías (personales y grupales) en torno a la
imagen implica pensar y sentir al albur de contextos externos que
son, por definición, frágiles y cambiantes. La epidemia de melanco­
lía (o de depresión, si se prefiere) que azota nuestras sociedades tiene
que ver con ello. En las biografías personales, vivir a través de la ima­
gen supone un estado de dependencia respecto al qué dirán que gene­
ra ansiedad para lograr beneplácito y reconocimiento social. El impe­
rio de lo frívolo y superficial es tan potente que apenas deja espacio a
los valores que constituyen los pilares de la identidad. En nuestra so­
ciedad, existe una analogía entre el modo en que las personas se pien­
san a sí mismas (a través de la imagen) y el modo en que muchas per­
sonas gays buscan legitimarse ante la sociedad. En ambos casos se re­
nuncia a los valores que conforman la identidad, para buscar el aplau­
so externo construyendo una imagen adecuada a lo socialmente espe­
rado y aceptable.
Nuestra sociedad está enferma porque renuncia a la identidad y
la sustituye por la imagen. La identidad implica compromiso (sobre
todo ante uno mismo) y una vida cotidiana acorde con lo que se cree.
La identidad supone vivir de dentro hacia fuera. Hay que pensar la
identidad y la imagen como procesos, y no como estructuras; sin em­
bargo, la primera es más constante y más sólida porque se elabora a
medio y largo plazo, siendo el corto plazo patrimonio de la imagen.
En resumen, vivir sin identidad y renunciar a los valores en función
de lo socialmente correcto es una forma de traición personal y colec­
tiva que genera tristeza, depresión y vacío. Por eso nuestra sociedad
está enferma. Y la imagen gay hegemónica es uno de sus síntomas
más preocupantes.
La actual imagen gay hegemónica, aceptada sin chistar por quie­
nes cuentan con instrumentos para cuestionarla (líderes gays y pren­
sa gay) presenta una sutil (pero intensa) homofobia. Frivolidad, pro­
miscuidad a veces, narcisismo exhibicionista siempre y un supuesto
mayor poder adquisitivo (que niega las diferencias de clase, etnia, re­
ligión y edad entre gays) son los rasgos básicos de este modo homó-
fobo de pensar a la homosexualidad masculina. Ser gay parece tan
maravilloso que se insta a muchos varones a imitar ese estilo hege-
mónico para adquirir cierto aire de distinción (tan propio de los varo­
nes gays) y así pulir sus torpes maneras (ha habido varios programas
televisivos al respecto).
La identidad gay es inevitable mientras exista cierto umbral de
homofobia. La identidad gay es la respuesta política lógica a la dis­
criminación que sufren quienes se apartan de las normas. La identi­
dad gay y su traducción social y urbanística (el gueto) tienen sentido
para que quienes son insultados tengan espacios sociales y físicos
donde reconstruirse a sí mismos compartiendo y narrando con sus
pares experiencias de discriminación y de injurias. «El proceso de
conscientización fue utilizado por el movimiento negro en Estados
Unidos de los años sesenta [...] era un espacio en el que la gente po­
día reconocer el dolor y el sufrimiento que habían soportado al
aprender a verse a través de los ojos de la sociedad dominante, pues
con ello aprendieron a menospreciar su experiencia y su cultura,
afirmar [...] que lo negro es bello era desafiar tanto las estructuras
externas de la opresión como las diferentes maneras en que habían
sido interiorizadas por los propios negros» (Seidler, 2000, p. 189).
La imagen devaluada de los negros fue sustituida por una identidad
orgullosa de serlo. Algo semejante hicieron las mujeres, los gays, las
lesbianas y los pueblos colonizados. Se trataba de repensar en posi­
tivo lo que los grupos hegemónicos habían manoseado. Se trataba de
asumir el dolor y perdonarse sus errores. Por eso resulta lamentable
la degradación y el deterioro de la identidad gay actual y su sustitu­
ción por la imagen. En este proceso se priva a las personas de un es­
pacio de reflexión, y se niegan y se ocultan las experiencias de estig­
ma y de dolor en medio de la fiesta inconsciente. En España, la
identidad gay ya no existe. Solo queda el espejismo de lo que pudo
llegar a ser si no hubiera sido traicionada por la política y absorbida
por el mercado.
Los errores son inevitables. Pero el compromiso es posible (di­
fícil pero viable). Hay demasiado silencio sobre la frívola deriva que
caracteriza la vida cotidiana gay actual: ausencia de compromiso y
ninguna responsabilidad (ni con uno mismo ni con los demás). La
realidad gay actual encarna como nada el triunfo del proceso de anal-
fabetización política y emocional (diseñado por los apóstoles del ne-
oliberalismo conservador) que busca convertir a los ciudadanos en
consumidores irresponsables. La dolorosa (pero digna) resistencia de
maricas y mariconas de antaño ha sido traicionada por quienes visten
a la última moda y practican la respetabilidad. Se dedican a mendigar
algo de tolerancia y aceptación social al grito de «Somos normales y
queremos casarnos y adoptar». Hay mucha renuncia y traición detrás
de estas palabras. Porque la meta jamás fue lograr la condescenden­
cia de nadie, sino alcanzar la libertad (o, al menos, pequeñas liberta­
des cotidianas).
Quizá, solo quizá, la memoria común y el recuerdo de la tradi­
ción compartida tengan poder para despertar las conciencias. Por eso,
el recuerdo de la República de Weimar y el desastre que la siguió de­
berían sacudir tantos espíritus adormecidos y embriagados de adoles­
cencia irresponsable. Porque mucho antes de la revuelta gay norte­
americana de los años setenta, en la Alemania anterior al nazismo, las
disidencias sexuales (sobre todo entre las clases altas, pero no solo en
ellas) conocieron un oasis de fiesta y alegría devorado luego por el
desierto genocida. Eduardo Menéndez (2000) explica la inevitabili-
dad del nazismo en un contexto mundial racista y depauperado por la
crisis de 1929. La globalización actual y el miedo que provoca en las
sociedades europeas crean las condiciones de posibilidad para que la
historia se repita. Y, mientras tanto, los gays (y poco a poco las les­
bianas) celebran gozosos una realidad claustrofóbica y suicida que
bien puede sepultarnos.
Epílogo. Odiseas masculinas en la modernidad tardía

El hombre cree siempre ser más de lo que es, y se estima menos de lo


que vale. Si uno se toma la licencia de circunscribir ese hombre ge­
nérico a la categoría de varón, esta sentencia de Johann Wolfgang
Goethe sintetiza de forma magistral el núcleo del problema de la mas­
culinidad tal como la plantea Oscar Guasch. Un problema en el que se
inscriben creencias y emociones, percepciones y distorsiones, todas
ellas envueltas en una compleja madeja que atraviesa la historia, la
biografía y la estructura social, al tiempo que enmarca opciones di­
versas para ejercer y gestionar el poder y la desigualdad. Pensar la
masculinidad, se emplee el singular o el plural, es reflexionar acerca
de la condición humana, esto es, adentrarse en las complejas relacio­
nes que se trenzan entre biología, cultura y sociedad.
Ser varón hoy día es, a decir de muchos, algo complicado. Woo-
dy Alien señala que las ventajas de tal adscripción se diluyeron en los
años sesenta del siglo xx. Es un modo irónico de referirse, indirecta­
mente, al conjunto de las transformaciones socioculturales que erosio­
nan los fundamentos sobre los que se han construido unas identidades
marcadamente sexuadas, tenidas por inmutables, y desigualmente
ventajosas. En este contexto, la emergencia de planteamientos diver­
gentes por parte de algunos varones contribuye a quebrar las certezas
acerca de la naturaleza de la condición masculina. Incidencia análoga
tiene la hegemonía del feminismo en el ámbito de las reflexiones de
género. Los hombres, así, devienen objeto de discursos que cuestionan
tanto los márgenes de su identidad como la legitimidad de muchos de
los criterios sobre los que ésta se ha erigido. El varón, tal como ha sido
conocido hasta ahora, parece ineludiblemente condenado a una extin­
ción celebrada; el problema reside en la ausencia de un heredero al
trono de la masculinidad. Siguiendo con la analogía, este libro está
pensado como una invitación al lector para que conozca y participe en
las intrigas cortesanas de la masculinidad: llegada es la hora, a tenor
del antropólogo tarragonés, de que sean los propios hombres quienes
empleen la palabra para definirse en la acción.
Toda obra incorpora, cuando menos en parte, el espíritu de su
autor. Héroes ilustra de forma rotunda el compromiso intelectual y po­
lítico de Oscar Guasch, un investigador cuya actividad se articula en
torno a la identificación y reconstrucción de los discursos y prácticas
del poder. Un poder que, en el modo en que aquí es tratado, carente de
la ascendencia moral y del cariz humanista que legitimaría el ejercicio
de sus prerrogativas, debe diferenciarse claramente del concepto auto­
ridad. Un poder que puede ejercerse de modo sutil, al margen de la bru­
talidad, revestido con los ropajes que confiere el sentido común asumi­
do, allende cuyos márgenes parece imposible pensar, imaginar, y en
consecuencia transformar, la realidad. Es desde esta perspectiva desde
la que debe contemplarse el feroz ataque de Guasch contra la correc­
ción política, a la que percibe como mordaza aterciopelada que vuelve
inviable cualquier análisis críticamente contextualizado de la realidad
social. A diferencia de los planteamientos que formula Norman Fair-
clough, Guasch desestima este proceder como factor de discriminación
entre izquierda y derecha. Más bien opta por señalar con lucidez que la
corrección política constituye la estrategia discursiva que garantiza la
extensión del pensamiento conservador mediante el blindaje formal de
sus fundamentos morales. Limitar la danza de las palabras restringe las
posibilidades del lenguaje y, en consecuencia, reduce la posibilidad de
pensar de forma alternativa a los estrechos márgenes que concede un
vocabulario impuesto de explicaciones plausibles.
Héroes es sugerente desde diversos puntos de vista. Es el caso
de su potencial evocador. A través de su lectura, uno puede experi­
mentar una cierta sensación de déjá vu, que permite reseguir los refe­
rentes teóricos sobre los que se edifica el discurso del autor. Así, es
posible reconocer una afinidad relativa entre su pensamiento y los
postulados críticos y humanistas de Fromm. La diferencia entre am­
bos se cimenta, fundamentalmente, en la beligerancia del tono de
Guasch, en su vocación marcadamente provocativa, y en la firmeza
con la que asume un relativismo de cariz más ético que epistemológi­
co. En esta obra también puede rastrearse la asimilación progresiva
de algunos de los elementos más destacados de la crítica cultural de
la Escuela de Frankfurt, particularmente de Adorno, Horkheimer y
Marcuse, a la que se añade una interpretación personal de cuanto
constituye la anarquía del conocimiento de Feyerabend, que apunta­
ría a una relectura política y éticamente recontextualizada de la frac­
tura epistemológica entre conocimiento científico y sentido común a
que hace referencia Bachelard. Un original aderezo entre el primer
constructivismo de Berger y Luckmann y el post-estructuralismo de
Michel Foucault acaban de conferir los márgenes teóricos desde los
que se mueve esta invitación ácida y desencantada a redescubrir la
pluralidad de cuanto pueda llegar a significar ser varón.
El procedimiento analítico que emplea Guasch para orientar sus
reflexiones se inspira en el método de los tipos ideales weberianos.
Busca establecer una simplificación esclarecedora de la realidad social
a partir de una selección de rasgos cuya dimensión diacrítica deriva del
modo en que se articulan entre sí constituyendo modelos específicos de
masculinidad. Se trata de una selección que debe más al anclaje empí­
rico derivado de una observación de vocación inductiva que a la for­
mulación de constelaciones de rasgos que dimanan de introspecciones
deductivas. El establecimiento de esta base le confiere la posibilidad de
diseñar un doble abordaje, interno y externo, de las formas en que se
construye y gestiona la condición de varón en contextos sociocultural-
mente delimitados. El análisis interno le ofrece la posibilidad de ahon­
dar en el análisis de las masculinidades a partir de la constitución de sus
fronteras simbólicas, en tanto que el externo le permite abrirse a los
condicionamientos estructurales que les confieren sentido y margen de
plausibilidad. Esos dos polos de estudio tienen en la contextualización
histórica el eje vertebrador que cruza el conjunto de su aportación.
Filiaciones inspiradoras al margen, es posible que cualquier lec­
tor mínimamente avezado en sociología perciba diferencias entre los ti­
pos ideales de Weber y los de Guasch, que en no pocas ocasiones se
muestran extremos. La acritud con la que reviste la figura del científi­
co, forzando una reducción que lo relega a la condición de fundamen-
talista positivista, o el modo severamente atroz con que perfila los con­
tornos de los actores implicados en vínculos heterosexuales, ilustran
una dimensión brechtiana a la que Guasch es particularmente afecto.
Mediante la exageración caricaturesca pretende la captación de cuantos
rasgos considera claves para facilitar una comprensión inequívoca de
las relaciones de poder y de las contradicciones sobre las que se erigen.
Un procedimiento, en última instancia, análogo al de ciertos feminis­
mos en boga, que presentan al varón como un personaje plano poseído
por unos roles preestablecidos y de los que difícilmente puede desem­
barazarse, bien por interés malicioso bien por incapacidad constitutiva.
El varón héroe que define Oscar Guasch es un héroe entrañable;
alejado de esa acepción de masculinidad que, utilizando metáforas de
la cultura popular, representan los héroes machos como Batman o Lo­
bezno; ese tipo de héroe que refleja tan bien la típica y apocalíptica
frase del autor: ser macho mata. El héroe oscarguaschiano rememora
más bien al entrañable Spiderman, que hace lo que debe hacer porque
esa es su obligación. El varón heroico que nos define el autor se com­
porta de la manera que considera socialmente correcta, simplemente
porque es lo que debe hacer y no se plantea otras opciones. Actúa
igual que Spiderman cuando obedece ciegamente la palabras (se diría
a veces que maldición) de su tío acerca de que la ostentación de un
gran poder representa una gran responsabilidad. El héroe social ac­
túa acorde con su obligación, aunque, al igual que Spiderman, sea cri­
ticado, vilipendiado y a veces temido por aquellos a los que cree ayu­
dar. Es un héroe que fracasa. Al igual que el Hombre Araña, cree
tenerlo todo para perderlo al final. La imagen de Gwen Stacy —que
no sólo era la novia de Spiderman, sino la novia de América, es decir,
el ideal de la mujer americana— con el cuello roto y colgando de la
red de Spiderman después de ser lanzada desde el puente de Brooklyn
por el Duende Verde es la imagen patética del fracaso del varón he­
roico que nos plantea Guasch. Todo era un engaño: hacer lo social­
mente apropiado y correcto no conduce a la felicidad.
La constitución de esta variante de tipos ideales casa bien con los
modos estilísticos de su autor. Guasch escribe de modo directo, sim­
ple, recurriendo a la brevedad para reforzar la intensidad de un verbo
enérgico. Si se atiende a los contenidos, las frases aparecen como una
secuencia de golpes que buscan desfigurar aquellos discursos y reali­
dades sobre los que decide lanzar su ataque. A veces, la lectura mues­
tra cierta tendencia a la reiteración, que puede interpretarse como un
procedimiento artificioso pensado en términos de destacar lo relevan­
te. Sin embargo, la búsqueda del impacto emocional, de la sorpresa
cognitiva, comporta también la asunción de otros riesgos. Un exceso
de contundencia puede llegar a contradecirse con las afirmaciones a
favor del matiz y el rigor, como al fomentar una visión unívoca —casi
idílica— de las ciencias sociales, esas ciencias que se contraponen a la
ciencia positivista estilísticamente singularizada, y que lleva a la ocul­
tación de una gran diversidad de enfoques teóricos y metodológicos,
muchos de ellos en abierta oposición a los planteamientos del autor.
Así, Oscar Guasch olvida el proyecto teórico de Comte o de Durk-
heim, un hombre capaz de realizar la proeza de plantear causalidades
sociales utilizando estadísticas de suicidios del siglo xix. Para ellos,
las ciencias sociales pueden y deben ser objetivas; pueden y deben
analizar las leyes de la sociedad utilizando las mismas herramientas
que las demás ciencias. Parece que para el autor ciertos enfoques teó­
ricos y metodológicos de las ciencias sociales aún están más cerca de
la ciencia ficción que de la realidad. Es difícil estar más equivocado.
La pesadilla de Guasch es la Psicohistoria de Isaac Asimov. Este
físico y conocido autor de ciencia ficción define la Psicohistoria como
la rama de Jas matemáticas que trata sobre las reacciones de conglo­
merados humanos ante determinados estímulos sociales y económicos
y que tiene capacidad predictiva. Implícita en esta definición está la
suposición de que para que las predicciones de comportamiento social
futuro sean válidas, el número de humanos debe ser suficientemente
grande para un tratamiento estadístico válido, y el conjunto humano
debe desconocer el análisis psicohistórico a fin de que su reacción sea
verdaderamente causal, esto es, neutralizar la reactividad. Es cierto
que la Psicohistoria sólo aparece en novelas de ciencia ficción; la rea­
lidad, por el contrario, nos indica que la capacidad predictiva de las
ciencias sociales siempre ha sido escasa; podemos, sin embargo, pre­
guntar ¿hasta ahora?
Parece evidente que la Psicohistoria de Asimov es el ideal de las
ciencias sociales para el autor de Las reglas del método sociológico, y
no estamos muy lejos de esta meta. Podemos ilustrarlo con algunos
ejemplos extraídos de lo que en algunos sectores de la sociología, bien
acompañados de físicos, matemáticos e informáticos, se conoce como
sociodynamics. Y es que las muchedumbres, las turbas, las aglomera­
ciones convierten a ese hombre repleto de subjetividades, sentimien­
tos, ideas, conciencia y otros estorbos analíticos en el proverbial autó­
mata, facilitando con ello la formalización de su comportamiento.
Veamos: el movimiento peatonal en determinadas condiciones puede
describirse mediante la variable p(l, esto es, la densidad de individuos
de una cierta subpoblación a, cuya variación en el tiempo viene dada
por la ecuación diferencial:

+ V • [pa(x, r)Va{x, t)] = R+(x, r) - R-(x, r)

que describe dicho movimiento dadas ciertas restricciones de contor­


no1y ecuaciones suplementarias para la variación espacio-temporal
del resto de variables que aparecen en la ecuación. Otro ejemplo: la
propagación del rumor en Francia de que no se había estrellado un
avión en el pentágono el 11-S puede describirse con la ecuación:

PM + 1 ) = i> » tq p .m 1 -
*=1 1]
donde es la proporción de individuos que, en el instante t, creen que
el avión sí se estrelló. Este rumor fue tal que en pocos días se vendie­
ron más de 200.000 copias del libro que inició dicho rumor.2
Guasch no debería menospreciar los sueños y la manera de analizar
la realidad social de Durkheim, ni debería olvidar que para entender la
conexión entre individuo y sociedad es crucial el concepto durkheimnia-
no de conciencia colectiva (conciencia que, dicho sea de paso, una re­
ciente relectura de Durkheim a la luz de nociones derivadas del estudio
de los sistemas complejos podemos identificar —¿quizás en un futuro
medir}— con lo que hoy en día denominamos fenómeno emergente). Ya
que es a través de la solidaridad derivada de esa conciencia colectiva
que los individuos tienen la sensación de enfrentarse a una realidad só­
lida y significativa y no a un caos incomprensible y terrorífico. Le gus­
te a Oscar Guasch o no, la sociedad sobre todo es un universo moral.
Con todo, el libro es, en toda regla, una obra social y éticamen­
te comprometida que responde a una intención decididamente per­

1. Evidentemente las ecuaciones que mencionamos no están completas, pues no es


este el sitio para una descripción exhaustiva de los diversos m odelos. Tan sólo pre­
tendemos ofrecer algunas muestras del nivel de matematización al que se puede llegar
al describir fenómenos sociales.
2. Para tener todos los detalles es necesario consultar la obra de F. Schweitzer,
Brownian Agents and A ctive Particles: Collective Dynamics in the Natural and Social
Sciences, Springer Verlag 2003; pp. 255-266, para el modelo de movimiento peatonal,
y la de S. Galam, M odelling Rumors: the no plañe Pentagon French hoax c a se , Phy-
sica A 320 (2003); pp. 571-580, para el modelo de propagación de rumores.
suasiva. Bien conoce Guasch que la elitista formación de la antigua
Grecia y luego de Roma, y más adelante en el medioevo, incorporaba
la educación en las artes de la retórica junto a la lógica y las matemá­
ticas; una formación que abría al discente un abanico de perspectivas
desde las que contemplar y analizar diferentes fenómenos. Se trata de
habilidades claves si se valora un modelo de ciudadano que ejerza su
libertad, en buena medida, gracias a su capacidad para filtrar crítica­
mente el alud de informaciones interesadas que se le vierten desde
diversas fuentes y agentes. Este es el ideal de ciudadanía grato a
Guasch, un ideal estrechamente vinculado a una concepción de la in­
vestigación social en que el igualamiento entre subjetividad y parcia­
lidad no reviste mayor problema.
Muchas son las aportaciones valiosas que brinda este libro. En­
tre ellas merece destacarse la redefinición de un espacio desde el que
pensar y construir una sociología de los géneros que supere la pro­
pensión, inscrita incluso en el ámbito universitario, a practicar una si­
nonimia implícita entre género y feminidad. El sostenimiento prácti­
co de tal equivalencia responde al mismo principio del que participa
el autor: la gestión del compromiso político a través de la reflexión
teórica y la investigación empírica. No obstante, es pertinente distan­
ciarse de aquellos enfoques cuyos énfasis parciales distorsionen una
percepción relacional y contextualizada de los procesos sociales que
aspiran a conocer. La gestión del conocimiento desde una agenda po­
lítica puede llegar a ser tan nociva como la anteposición mecánica de
los valores al análisis posibilista de realidades ingratas.
Al margen de su propuesta intelectualmente compensatoria,
Héroes es valiosa por la agilidad conceptual de que hace gala. La cir­
cunscripción geocultural de la masculinidad occidental, su historiza-
ción relativizadora, permite cuestionar el esencialismo naturalista
con el que tiende a presentarse el modelo normativo hoy aún vigente.
Así, el libro evidencia hasta qué punto la definición misma de mas­
culinidad es agresiva, toda vez que se desvela en términos de una
configuración simbólico-normativa que opera en tanto que cualidad
y, al tiempo, requisito para gestionar interacciones con una fuerte di­
mensión de poder. En consecuencia, el discurso de Guasch obliga a
pensar la violencia de género más allá de las fronteras de lo femeni­
no, de lo físico y de lo explícito para instalarse en el corazón mismo
de los procesos de socialización y en la vivencia de la cotidianidad;
una perspectiva de la que deriva la necesidad de apuntalar la consti­
tución de una sociología de las emociones que muestre vínculos con
las lacerantes repercusiones de la institucionalización del deseo, ese
dormirse en la costumbre al que se refería Unamuno.
El enfoque transversal con que se concibe el género en esta obra
permite observar críticamente todo aquello que está más allá del gé­
nero, y todo cuanto se refleja a su través. En ello reside, a nuestro en­
tender, uno de los mayores atractivos del texto, que muestra los efec­
tos perversos de la dimensión estructural sobre la personal en el
marco de un desarrollo del capitalismo que propende a parasitar de
forma progresiva la vida social (gestión del trabajo, hierofanización
hedonista del consumo, entre muchos otros ejemplos). La lucidez de
Guasch en este punto le aproxima a un complemento idóneo de los
discursos de Richard Sennett y Paul Bruckner, de quienes se desmar­
ca fundamentalmente en términos de apasionamiento formal.
Hubiese sido gratificante para el lector más predispuesto a asu­
mir las críticas que se recogen en el texto que Oscar Guasch sugirie­
se vías más concretas de vehicular opciones de transformación social.
Resulta difícil imaginar cuál es el verdadero potencial revolucionario,
alternativo y viable, de un modelo cimentado en el referente de putas
y maricas como el que aquí se propone. Esa falta de resolución final
es una limitación que en modo alguno debe achacársele en exclusiva.
A fin de cuentas, en ello reside una de las más dolorosas limitaciones
de las ciencias sociales actuales: la dificultad de trascender la crítica
para instalarse en una dimensión propositiva, sin por ello renunciar al
rigor. Guste o no, el arte de la denuncia por sí misma tiene un alcan­
ce limitado, al tiempo que abre la puerta al riesgo de que las instan­
cias interpeladas respondan, de forma exclusiva, en el mismo terreno
que tan generosamente se les provee: el de la esgrima discursiva.
Héroes es un libro que ofrece una opción fértil para la reflexión
sociocultural desde las premisas de una cierta vocación provocativa.
Así, el intento de Oscar de construir una teoría de la masculinidad so­
bre cuatro tipos ideales es atrevido porque, todos tipos ideales que
plantea son susceptibles de encarnarse tanto en lo masculino, como
en lo femenino o en lo neutro (los chatterbots y máquinas «pensan­
tes» por el estilo, por ejemplo). Y su propuesta resulta más atrevida
aún porque, con sus intuiciones sobre como ir más allá de los géne­
ros, anima al lector a trascender las limitaciones del pensamiento me­
diatizado por la distinción genérica y a plantearse escenarios futuros
en los que el problema de la masculinidad no tenga que ver con el gé­
nero de los humanos, sino con las máquinas. Al igual que los debates
escolásticos sobre el sexo de los ángeles, quizás en el futuro tenga­
mos que resolver el problema del sexo de las máquinas, o de las bio-
máquinas. ¿Cómo se reproducirán las máquinas inteligentes? ¿Servi­
rá la distinción de géneros para clasificar el programario? ¿Habrá
programas héroes, heterosexuales, científicos y gays? ¿Qué sucederá
con la adscripción sexual en una sociedad digital mediatizada por la
computación? Sin explicitarlo directamente, Guasch plantea el deba­
te de la disolución de los sexos a través de la hipótesis gay. Sea. Mas
si el sexo se aleja progresivamente de sus actividades fundacionales
vinculadas a la reproducción y/o el placer, ¿para qué servirán los gé­
neros en el futuro? La pregunta queda abierta.
Nos falta una teoría de la masculinidad algo más consistente que
la que nos ofrece lron man , y también carecemos de una teoría de la
feminidad y del objeto en la sociedad digital; una sociedad en la que
los cuerpos se diluyen en el dígito y se contemplan detrás de la pan­
talla, porque, detrás del desvanecimiento de la sociedad gay se en­
cuentra el desvanecimiento de una sociedad basada en los cuerpos de
carne y hueso. Este es el problema. El caso de los gays y de su gay-
cismo es sólo un síntoma más de la transformación de una sociedad
en la que incluso la reproducción y los estímulos procedentes de los
sentidos o de la mente se depositan cada vez más en manos de la tec­
nología. Quizás la respuesta nos la den los tecno-gays o un colectivo
al que podríamos llamar los Computer m ediated gays. Veremos. Y,
mientras tanto, sólo queda asir la frágil esperanza de que el varón
sepa redefinirse y, al igual que Spiderman con su segunda novia (MJ),
alcance el beneficio de una segunda oportunidad.

Grup Tricksters
Juan M. García Jorba,3Jordi Cai's,4 Jordi Colobrans5 i Jordi Delgado.6
Junio de 2006

3.-4. Sociólogo y profesor de Sociología en la Universidad de Barcelona.


5. Antropólogo y profesor en la Univesidad Ramón Llull.
6. Informático. Dpto. Lenguajes y Sistemas Informáticos. Universidad Politécnica
de Catalunya.
Bibliografía

Allué, M. (2003), DisCapacitados. La reivindación de la igualdad en la di­


ferencia, Bellaterra, Barcelona.
Alvarez-Uría, F. (1983), Miserables y locos. Medicina mental y orden social
en la España del siglo xix, Tusquets, Barcelona.
Amis, M. (1987), «Hallándole sentido al SIDA», Los Cuadernos del Norte,
VIII, 44, pp. 6-13.
Aries, P. (1987), «San Pablo y los pecados de la carne». Sexualidades Occi­
dentales, Paidós Studio, Barcelona.
Badinter, E. (1993), XY La identidad masculina, Alianza, Madrid.
Bataille, G. (1985), El erotismo, Tusquets, Barcelona.
Becker, H. S. (1971), Los extraños. Sociología de la desviación, Tiempo
Contemporáneo, Buenos Aires.
Benería, L. (2005), Género, desarrollo y globalización, Hacer, Barcelona.
Bentham, J. (1979), El panóptico, La Piqueta, Madrid.
Bestard, J., y J. Contreras (1987), Bárbaros, paganos, salvajes, y primitivos.
Una introducción a la antropología, Barcanova, Barcelona.
Blanco, R. (2001), «Guerras de la ciencia, imposturas intelectuales y estu­
dios de la ciencia», Revista Española de Investigaciones Sociológicas 94,
p p . 129-152.
Borrillo, D. (2001), Homofobia, Bellaterra, Barcelona.
Bourdieu, P. (1998), La dominación masculina, Anagrama, Barcelona.
Brandes, S. (1991), Metáforas de la masculinidad, Taurus, Madrid.
Bruckner, P. (2000), La tentación de la inocencia, Anagrama, Barcelona.
Butler, J. (2001), El género en disputa. El feminismo y la subversión de la
identidad, Paidós, México D.F.
Calvo, K. (2003a), «Actitudes sociales y homosexualidad en España», en O.
Guasch y O. Viñuales (eds.), Sexualidades. Diversidad y control social,
Bellaterra, Barcelona.
— (2003b), «Disidencia sexual y diferencia. El movimiento de lesbianas y
gays en España en perspectiva comparada», en R. Osborne y O. Guasch
(comps.), Sociología de la sexualidad, Siglo XXI/Centro de Investiga­
ciones Sociológicas, Madrid.
Cardín, A. (1984), Guerreros, chamanes y travestís, Tusquets, Barcelona.
Chebel d ’Appollonia, A. (1998), Los racismos cotidianos, Bellaterra, Barce­
lona.
Chodorow, N. (1978), The reproduction o f mothering: Psychoanalysis and
the sociology ofgender, University of California Press, Berkeley.
Clare, A. (2002), Hombres. La masculinidad en crisis, Taurus, Madrid.
Clatterbaugh, K. (1990), Contemporary perspeetives on maseulinity. Men,
women, and politics in m odem society, Westview Press, San Francisco.
Coe, R. M. (1984), Sociología de la medicina, Alianza, Madrid.
Colectivo del Libro de la Salud de las Mujeres de Boston (1984), Nuestros
cuerpos, nuestras vidas, Icaria, Barcelona.
Comas, D. (1986), «Uso de drogas: Del paradigma lewiniano al nuevo rol de
las espectativas simbólicas», Jano, 713, pp. 65-81.
— (1995), Masculinities, Polity Press, Cambridge.
Corso, C. (2004), «Desde dentro: los clientes vistos por una prostituta», en
R. Osborne (ed.), Trabajador@s del sexo. Derechos, migraciones y trá­
fico en el siglo xxi, Bellaterra, Barcelona.
Delumeau, J. (1989), El miedo en Occidente, Taurus, Madrid.
Del Valle, T. (coord.) (2002), Modelos emergentes en los sistemas y las rela­
ciones de género, Narcea, Madrid.
Douglas, M. (1979), Pureza y peligro, Fondo Cultura Económica, México
D.F.
Ehrenreich, B .,y D. English (1990), Por su propio bien. 150 años de conse­
jos expertos a las mujeres, Taurus, Madrid.
Elias, N. (1982), La sociedad cortesana, Fondo Cultura Económica, México
D.F.
Eribon, D. (2000), Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay, Bellaterra,
Barcelona.
Esteban, M. L. (1994), «Relaciones entre feminismo y sistema médico cien­
tífico», Kobie, VII, pp. 17-39.
Fausto-Sterling, A. (1998), «Los cinco sexos ¿Por qué varón y mujer no son
suficiente?», en J. Antojio Nieto (comp.), Transexualidad, transgeneris-
mo y cultura. Antropología, identidad y género, Talasa, Madrid.
Figueroa, J. G. (1998), «Algunas propuestas analíticas para interpretar la
presencia de los varones en los procesos de salud reproductiva», en T.
Valdés y J. Olavarría (eds.), Masculinidades y equidad de género en
América Latina, FLACSO, Santiago de Chile.
Flaquer, L. (1999), La estrella menguante del padre, Ariel, Barcelona.
Foucault, M. (1984), Vigilar y castigar, Siglo XXI, Madrid.
Gabarrón, L. R., y L. Hernández (1994), Investigación participativa, Siglo
XXI/Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid.
Galera, A. (1991), Ciencia y delincuencia, CSIC, Cuadernos Galileo, núme­
ro 11, Sevilla.
Gamella, J . F., y A. Álvarez Roldan (1999), Las rutas del éxtasis. Drogas de
síntesis y nuevas culturas juveniles, Ariel, Barcelona.
Gamson, J. (2002), «¿Deben autodestruirse los movimientos identitarios? Un
extraño dilema», en R. Mérida Jiménez (ed.), Sexualidades transgreso-
ras. Una antología de estudios queer, Icaria, Barcelona.
Giddens, A. (1999), Consecuencias de la modernidad, Alianza, Madrid.
— (1995), La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo
en las sociedades modernas, Cátedra, Madrid.
Gil Calvo, E. (1997), El nuevo sexo débil. Los dilemas del varón posmoder­
no, Temas de Hoy, Madrid.
Gilmore, D. D. (1994), Hacerse hombre. Concepciones culturales de la mas­
culinidad, Paidós, Barcelona.
Goffman, E. (1981a), Estigma. La identidad deteriorada, Amorrortu, Bue­
nos Aires.
— (1981b), La presentación de la persona en la vida cotidiana, Amorrortu,
Buenos Aires.
— (1980), Internados, Amorrortu, Buenos Aires.
— (1979), Relaciones en público, Alianza, Madrid.
González P. (2002), «Género y masculinidad en Cuba», Nueva Antropología,
61, p p . 117-126.
Grup de Lesbianes Feministes (2002), Més ennllá del matrimoni, Ayunta­
miento de Barcelona, Barcelona.
Guasch, O. (2000), La crisis de la heterosexualidad, Laertes, Barcelona.
— (1999), «Prólogo», en O. Viñuales, Identidades lésbicas, Bellaterra, Bar­
celona.
— (1992), «Riesgo y cultura. Determinantes culturales en la definición mé­
dica de los grupos de riesgo ante el sida», Quaderns d ’Antropologies,
monográfic Antropología de la Medicina, pp. 55-60.
— (1991a), La sociedad rosa, Anagrama, Barcelona.
— (199Ib), El «entendido». Condiciones de aparición, desarrollo y disolu­
ción de la subcultura homosexual en España, tesis de doctorado, Uni­
versidad de Barcelona, Tarragona.
— (1987a), «Los tipos homofilos. Una aproximación a los códigos de re­
conocimiento e interclasificación homosexual», Jano, 33, 772, pp. 66-
76.
— (1987b), «Del sodomita al entendido. La interacción homosexual en los
espacios públicos», Jano, 33,772, pp. 78-89.
— (1987c), Dé1la peineta al cuero. Los homosexuales en la Cataluña actual,
tesis de licenciatura, Universidad de Barcelona, Tarragona.
Guasch, O., y O. Viñuales (eds.) (2003), Sexualidades. Diversidad y control
social, Bellaterra, Barcelona.
Harris, M. (1984), Vacas, cerdos, guerras y brujas, Alianza, Madrid.
Herdt, G. H. (1992), Homosexualidad ritual en Melanesia, Fundación Uni-
versidad-Empresa, Madrid.
Huertas García-Alejo, R. (1988), Orfila, saber y poder médico, CSIC, Ma­
drid.
— (1987), Locura )> degeneración, CSIC, Cuadernos Galilei, núm. 5, Ma­
drid.
Jordán, M. D. (2002), La invención de la sodomía en la teología cristiana,
Laertes, Barcelona.
Juliano, D. (2002), La prostitución: el espejo oscuro, Icaria, Barcelona.
— (1998), Las que saben. Subculturas de mujeres, Horas y Horas, Madrid.
— (2001), «Modelos de género a partir de sus límites: la prostitución», en
M. Nash y D. Marre (eds.), Multiculturalismos y género, Bellaterra, Bar­
celona.
Kimmel, M. (2001), «Masculinidades globales: restauración y resistencia»,
en C. Sánchez-Palencia y J. C. Hidalgo (eds.), Masculino plural. Cons­
trucciones de la masculinidad, Edicions de la Universitat de Lleida,
Lleida.
Laqueur, T. (1994), La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los
griegos hasta Freud, Cátedra, Madrid.
Lantéri-Laura, G. (1979), «Conditions theoriques et conditions institutione-
lles de la connaissance des perversions au xix* siécle», L ’Évolution psy-
chiatrique, 46, 3 pp. 633-662.
Latour, B. (1992), Ciencia en acción, Labor, Barcelona.
Leiwobitch, J. (1984), Un virus étrange venu d ’ailleurs, Grasset, París.
Lever, M. (1985), Les búchers de Sodome, Fayard, París.
Mallart, L. (1984), «Bruixeria, medicina i estructura social: el cas deis Evu-
zok del Camerún», en J. M. Comelles (comp.), Antropología i Salut, Fun­
d ado Caixa de Pensions, Barcelona.
Maristany, L. (1973), El gabinete del doctor Lombroso: delincuencia y fin de
siglo en España, Anagrama, Barcelona.
Mead, M. (1982), Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas, Pai­
dós, Barcelona.
Menéndez, E. L. (2002), La parte negada de la cultura. Relativismo, dife­
rencias y racismo, Bellaterra, Barcelona.
Mejía, N. (2006), Transgenerismos. Ensayo de etnografía extrema, tesis de
doctorado, Universidad de Barcelona, Barcelona.
Mérida Jiménez, R. M. (2002), Sexualidades transgresoras. Una antología
de estudios queer, Icaria, Barcelona.
Moore, R., y D. Gillette (1993), La nueva masculinidad. Rey, guerrero, mago
y amante, Paidós, Barcelona.
Mosse, G. L. (2002), La imagen del hombre. La creación de la moderna
masculinidad, Talasa, Madrid.
Núñez, E. (2003), «La transexualidad en el sistema de géneros contemporá­
neo. Del problema de género a la solución de mercado», en R. Osborne y
O. Guasch (comps.), Sociología de la sexualidad, Centro de Investiga­
ciones Sociológicas, Madrid.
Osborne, R. (ed.) (2004), Trabajador@s del sexo. Derechos, migraciones y
tráfico en el siglo xxi, Bellaterra, Barcelona.
Osborne, R., y O. Guasch (comps.) (2003), Sociología de la sexualidad, Si­
glo XXI/Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid.
Perrow, C. (1990), Sociología de las organizaciones, MacGraw-Hill, Madrid.
Peset, J. L. (1983), Ciencia y marginación: sobre locos, negros y criminales,
Crítica, Barcelona.
Peset, J. L., y M. Peset (1975), Lombroso y la escuela positivista italiana,
CSIC, Madrid.
Pernas, B., y A. Ligero (2003), «Más allá de una anomalía. El acoso sexual
en la encrucijada entre sexualidad y trabajo», en R. Osborne y O. Guasch
(comps.), Sociología de la sexualidad, Siglo XXI/Centro de Investiga­
ciones Sociológicas, Madrid.
Pichardo, J. I. (2003), «Migraciones y opción sexual», en O. Guasch y O. Vi-
ñuales (eds.), Sexualidades. Diversidad y control social, Bellaterra, Bar­
celona.
Plummer, K. (1991), «La diversidad sexual. Una perspectiva sociológica»,
en J. A. Nieto (comp.), La sexualidad en la sociedad contemporánea.
Lecturas antropológicas, Fundación Universidad Empresa, Madrid.
Pollak, M. (1988), Les homosexuels et le sida. Sociologie d ’une épidémie,
Metaillé, París.
Roca, J. (1996), De la pureza a la maternidad. La construcción del género
femenino en la postguerra española, Ministerio de Educación y Cultura,
Madrid.
Rodríguez, J. A. (1987), Salud y sociedad, Tecnos, Madrid.
Romaní, O., y J. M. Comelles (1991), «Les contradictions liées a l ’usage des
psychotropes dans les sociétes contemporaines: automédication y dépen-
dance», Psychotropes, 6 pp. 39-59.
Romaní, O. (1999), Las drogas: Sueños y razones, Ariel, Barcelona.
Sabuco, A., y J. M. Valcuende (2003), «La homosexualidad como represen­
tación hiperbólica de la realidad», en J. M. Valcuende y J. Blanco (eds.),
Hombres. La construcción cultural de las masculinidades, Talasa, Ma­
drid.
Saladin, B. (1986), «Du foetus au chaman: La conslruction d ’un troisiéme
sexe inuit», Etudes Inuit, 10, 1-2, pp. 25-113.
Sánchez-Palencia, C., y J. C. Hidalgo (eds.) (2001), Masculino plural: cons­
trucciones de la masculinidad, Edicions de la Universitat de Lleida,
Lleida.
Sánchez, M. Á., y P. A. Pérez (2000), «Los caminos del movimiento lésbico
y gay», Orientaciones, 1, pp. 171-183.
Segal, L. (1990), Slow Motion. Changing Masculinities. Changing Men Rut-
gers University, New Brunswick, N.J.
Segarra, M., y Á. Carabí (2000), Nuevas masculinidades, Icaria, Barcelona.
Seidler, V. (2000), La sinrazón masculina, Paidós, México D.F..
Sennett, R. (2003), El respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de
desigualdad, Anagrama, Barcelona.
Sokal, A., y J. Bricmont (1999) , Imposturas intelectuales, Paidós, Barcelona.
Sousa Santos, B. (2003), Crítica de la razón indolente. Contra el desperdi­
cio de la experiencia, Desclée de Brouwer, Bilbao.
— (1988), Um discurso sobre as ciencias, Porto, Afrontamiento.
Taberner Guasp, J. (1985), Marcuse, From, Reich. El freudomarximo, Cin­
cel, Madrid.
Taylor, S. J., y R. Bogdan (1992), Introducción a los métodos cualitativos de
investigación, Paidós, Barcelona.
Tiefer, L. (1996), El sexo no es un acto natural, Talasa, Madrid.
Tomás y Valiente, F. (1969), El derecho penal de la monarquía absoluta: si­
glos xvi, x v n y xviu, Tecnos, Madrid.
Torns, T., V. Borrás y A. Romero (1999), «El acoso sexual en el mundo la­
boral. Un indicador patriarcal», Sociología del Trabajo, nueva época, 36,
p p .57-71.
Toro, J. (1996), El cuerpo como delito. Anorexia, bulimia, cultura y socie­
dad, Ariel, Barcelona.
Valdés, T., y J. Olavarría (eds.) (1998), Masculinidades y equidad de género
en América Latina, FLACSO, Santiago de Chile.
Vélez-Pellegrini, L. (2004), «Gays y lesbianas: entre la asimilación y el de­
recho a la diferencia», El Viejo Topo, 197, pp. 37-47.
— (2003), El estilo populista. Orígenes, auge y declive del pujolismo, El
Viejo Topo, Madrid.
Vendrell, J. (2002), «La masculinidad en cuestión», Nueva Antropología, 61,
pp. 31-52.
Verdú, V. (2004), El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción ,
Anagrama, Barcelona.
Viñuales, O. (1999), Identidades lésbicas, Bellaterra, Barcelona.
— (2002), Lesbofobia, Bellaterra, Barcelona.
Viñuales, O., y O. Guasch (2000), «De mujeres, varones, maricas y tortille­
ras: sobre el futuro de la identidad», Reverso, 2, pp. 75-84.
Weber, M. (1964), Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, Mé­
xico D.F.
Welzer-Lang, D. (2000), «Pour une approche proféministe non homophobe
des hommes et du masculin», Reverso, 1, pp. 53-74.
— (ed.) (1992), Des hommes et du masculin, Presses Universitaires de
Lyon, Lyon.
— (1991), Les hommes violents, Lierre & Coudrier, París.
Weston, K. (2003), Las fam ilias que elegimos. Lesbianas, gays, y parentes­
co, Bellaterra, Barcelona.
Wiseman, J. (2004), BDSM. Introducción a las técnicas y su significado, Be­
llaterra, Barcelona.
Woolgar, S. (1991), Ciencia: abriendo la caja negra, Anthropos, Barcelona.

También podría gustarte