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Universidad de Guadalajara
Rector General: Ricardo Villanueva Lomelí
Vicerrector Ejecutivo: Héctor Raúl Solís Gadea
Secretario General: Guillermo Arturo Gómez Mata
Rector del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño: Francisco Javier González Madariaga
Secretario de Vinculación y Difusión Cultural: Ángel Igor Lozada Rivera Melo
Luvina
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Editor: José Israel Carranza < jicarranza@luvina.com.mx >
Coeditor: Víctor Ortiz Partida < vortiz@luvina.com.mx >
Corrección: Sofía Rodríguez Benítez < srodriguez@luvina.com.mx >
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Diseño y dirección de arte: Peggy Espinosa
Viñetas: Jimmar Vásquez
Consejo editorial: Luis Armenta Malpica, Jorge Esquinca, Verónica Grossi, Josu Landa,
Baudelio Lara, Ernesto Lumbreras, Ángel Ortuño, Antonio Ortuño, León Plascencia Ñol,
Laura Solórzano, Sergio Téllez-Pon, Jorge Zepeda Patterson.
Consejo consultivo: José Balza, Adolfo Castañón, Gonzalo Celorio, Eduardo Chirinos†,
Luis Cortés Bargalló, Antonio Deltoro, François-Michel Durazzo, José María Espinasa,
Francisco Payó González, Hugo Gutiérrez Vega†, José Homero, Christina Lembrecht,
Tedi López Mills, Luis Medina Gutiérrez, Jaime Moreno Villarreal, José Miguel Oviedo†,
Luis Panini, Felipe Ponce, Vicente Quirarte, Jesús Rábago, Patricia Torres San Martín,
Julio Trujillo, Minerva Margarita Villarreal†, Carmen Villoro, Miguel Ángel Zapata.
Luvina, año 23, no. 99, verano de 2020, es una publicación trimestral editada por la Universidad de Guadalajara, a través de
la Secretaría de Vinculación y Difusión Cultural del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño. Periférico Norte
Manuel Gómez Morín núm. 1695, colonia Belenes, cp 45100, piso 6, Zapopan, Jalisco, México. Teléfono: 3044-4050.
www.luvina.com.mx, scastillero@luvina.com.mx. Editor responsable: Silvia Eugenia Castillero. Reserva de Derechos al
Uso Exclusivo: 04-2006-112713455400-102. ISSN 1665-1340, otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor,
Licitud de título 10984, Licitud de Contenido 7630, ambos otorgados por la Comisión Calificadora de Publicaciones y
Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa por Pandora Impresores, sa de cv, Caña 3657, col. La Nogalera,
Guadalajara, Jalisco, cp 46170. Este número se terminó de imprimir el 15 de junio de 2020 con un tiraje de 1,300 ejemplares.
Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación.
Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa
autorización de la Universidad de Guadalajara.
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«Cuando estás metida adentro, el dolor es todo, te rodea, te incluye,
es como una gran bola roja», escribe Ana María Shua: «Es el infierno».
El infierno es una representación de lo otro, lo desconocido, lo que se
encuentra más allá de la realidad visible. Desde la Antigüedad, las imágenes
del infierno se centraron en la transformación de las almas ante el dolor
y el mal; su paso por grandes dificultades y suplicios, a veces pasajeros,
otras eternos. Esta iconografía proviene de ideas apocalípticas del fin
de la humanidad. La proliferación de discursos e imágenes infernales
es característica del nacimiento de la modernidad, dentro de un clima
particularmente difícil con pestes, guerras políticas y religiosas, invasiones
y conquistas: un tiempo de desestabilización, de crisis. Disonancia es la
palabra contemporánea del infierno, del mal que nos duele y nos vuelve
tan lejanos unos de otros, aunque en el hoy estemos unidos por una
pandemia y la amenaza constante de un virus. Unidos en esa larga espera
que es la enfermedad, dolientes y encerrados como en el infierno, porque
el mal acecha incluso en nuestra propia morada. Sin embargo, el dolor que
nos vuelve peregrinos en busca de luz puede desembocar en una prueba
iniciática, la del alivio, la prueba —física o emocional— de haber vencido
a la muerte (real o figurada) ante el dolor. Un regreso que se vuelve re-
nacimiento.
Luvina ofrece a sus lectores textos literarios que abordan el dolor desde
el recomienzo, desde la capacidad humana de iniciar nuevos procesos,
de abrir cursos de acción inesperados, de interpretar y generar nuevas
comprensiones de la vida y de la historia. El alivio como una acción
portadora de novedades y fecundidad. Pero esas acciones (divisibles en actos
y palabras) serían fútiles —nos dice Hanna Arendt— si no se proyectaran en
el avenir, en ese espacio entre la vida y la muerte, a través de una narrativa.
Es así como se le otorga sentido a la noción inmaterial de la existencia.
Además de sentido, esta literatura establece un mundo en común entre las
personas, conformando algo que nos trasciende y nos salva del olvido. «Una
felicidad matizada que no borra las heridas sino que proviene del dolor, una
felicidad que emana de esa pérdida con la que se aprende a vivir» (Rui Zink).
Por otra parte, publicamos algunos ensayos celebratorios por los 70 años
del poeta José Luis Rivas, amigo y colaborador de Luvina. Asimismo, imágenes
portentosas del artista Antonio Ramírez l
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Índice
8 * Vejez l
Carmen Berenguer (Santiago de Chile, 1946). Entre sus últimos libros publicados se
encuentra Crónicas en transición (Ediciones Universidad de Talca, 2019).
12 * Un canto a la vida l
Ana María Shua (Buenos Aires, 1951). Su libro más reciente es La guerra (Emecé, 2019).
En 2018 recibió el Premio Mujeres Creativas de la Universidad de Palermo.
25 * Las luces no bajan la colina / El invernadero l
María Auxiliadora Álvarez l
(Caracas, 1956). Uno de sus últimos títulos es Piedra en :U: (Candaya, 2016).
29 * Solamente la oreja l
Luis Panini (Monterrey, 1978). En 2019 publicó Destruction of the lover, en traducción de
Lawrence Schimel (Pleiades Press, 2019).
31 * A este tal le falta el duelo l
Kenia Cano (Ciudad de México, 1972). Entre sus libros más recientes se encuentra Diario
de poemas incómodos (Fondo Editorial de la uaq, 2017).
35 * Dolor l
Ana García Bergua (Ciudad de México, 1960). La novela Fuego 20 (era, 2017) es su
libro más reciente.
37 * Sentir bien en el dolor leído l
Rui Zink (Lisboa, 1971). Entre sus títulos más recientes se encuentra Le terroriste joyeux, con
traducción al francés de Maira Muchnik (Agullo, 2019).
50 * co-pariente objetivo l
Chris Mansell (Sydney, 1953). Schadenvale Road (Interactive Press, 2011) es uno de sus
últimos libros.
52 * Finales de dolor feliz l
Ramonjo Serra (Ciudad de México, 1971). Sus últimos poemas han aparecido en la
revista holandesa Nieuwe. El presente texto forma parte del libro Errores escogidos, que publicará
era en 2021.
58 * Polvo otoñal l
Cecilia Eudave (Guadalajara, 1968). Entre sus últimos libros se encuentra Aislados (Urano, 2015).
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63 * Estaciones l
Jordi Doce (Gijón, 1967). En 2020 se publicó su antología En la rueda de las apariciones.
Poemas 1990-2019 (Ars Poética, 2020).
66 * ¡Promoción!¡Promoción!¡Promoción! l
Iván Soto Camba (Guadalajara, 1982). Su libro más reciente es Pistolar (Random House,
2019), ganador del Premio Mauricio Achar Literatura Random House en 2018.
72 * Cuaderno gris l
Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938). Entre sus libros más recientes se encuentra abc
de las microfábulas (Fondo de Cultura Económica, 2018).
76 * El último refugio l
Lizzie Castro (Guadalajara, 1980). Una muestra de sus poemas aparece en el
volumen colectivo El pienso no dicho (Calle de Cervantes, 2019) y en la antología digital 100
mujeres poetas (9 editores, 2019).
81 * Balanza de párpados l
Sergio Briceño González (Colima, 1970). Su libro más reciente es Todos somos esto
(Calle de Cervantes, 2019) (Puertabierta Editores, 2019). Obtuvo el Premio Internacional de
Poesía Jaime Sabines en 2011.
83 * Poemas l
Valeria Correa Fiz (Rosario, 1971). Obtuvo el xi Premio Internacional de Poesía
Claudio Rodríguez en 2017. Estos poemas pertenecen al poemario Museo de pérdidas, que
próximamente publicará Ediciones La Palma.
85 * Poemas l
Susan Elsmlie (Quebec, 1968). Los poemas publicados pertenecen al libro Museum of
kindness (Brick, 2017).
92 * Poemas impugnados [fragmento] l
C laudia S chvartz (Buenos Aires, 1952). Entre sus libros más recientes se encuentra
El papel y su futuro (Leviatán, 2015).
95 * Lo que queda l
Araceli Mancilla (Estado de México, 1964). Su libro más reciente es ¿El último río? (La
Maquinucha Ediciones / Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, 2019).
98 * T res penitencias l
I sabel R uiz (Chihuahua, 1991). En 2019, su poemario Elegía escolar (pech, 2019) ganó
el concurso Soltar las amarras, convocado por el ICM-Chihuahua.
100 * Pacifista armado l
Françoise Roy (Quebec, 1959). Entre sus últimos títulos está Le carrousel des eaux (La
Grenouillère, 2018).
101 * En vivo l
Manuel R . Montes (Zacatecas, 1981). Su libro más reciente es Pentimenti: cuentos en
retrospectiva (2011, 2004) (Ed. de Medianoche, 2012).
108 * Casa del dios muerto l
Carlos Satizábal (Colombia, 1959). Uno de sus títulos más nuevos es Polifonía de la
presencia y las escrituras (Universidad Nacional de Colombia, 2015).
109 * Poemas l
Édgar Darinel García (Huitiupán, Chiapas, 1990). Entre sus publicaciones más
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recientes se encuentra la Antología de textos literarios en lenguas originarias ii (Secretaría de
Cultura, 2016) y la antología poética Vertientes (Letras de Pasto Verde, 2018).
112 * Tres poetas de La Pléyade l
J oachim du B ellay (Maine-et-Loire, 1522-París, 1560). Autor de Sonetos a la reina de
Navarra (1561).
P ierre de R onsard (Couture-sur-Loir, 1524-Tours, 1585). Autor de La Franciada
(1572).
M adeleine de l ’A ubespine (Villeroy, 1546-Burgundy, 1596). Autora de Gabinet
des saines affections (1595).
118 * Poemas l
José Luis Rivas (Veracruz, 1950). En 2014 publicó Paraíso para todos: antología poética
(1982-2014) (Conaculta).
120 * En los setenta años de José Luis Rivas l
Malva Flores (Ciudad de México, 1961). Su libro más reciente es Galápagos (era, 2016).
l P Á R A M O l
Cine
l El cine que duele l Hugo Hernández Valdivia 141
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Libros
l Una trilogía que bien podría continuar l Ricardo Solís 146
Música
l Monteverdi, Händel, Cavalli y otros olvidados l Gamaliel ruiz 147
Rizomante
l Irse del monasterio l Luis Jorge Aguilera 149
Primera lectura
l Voluntad a fuego lento l Luis Armenta Malpica 151
Zona intermedia
l De la impotencia ante el dolor a la potencia del arte l Silvia Eugenia Castillero 153
Visitaciones
l Los viajeros, las voces l Jorge Esquinca 156
Sigilosos v(u)elos
l El dolor está en las raíces de las cosas l Verónica Grossi 158
Polifemo bifocal
l Un tablado de agua para llegar al limbo l Ernesto Lumbreras 162
Anacrónicas
l Microgramas: la clarivicencia de lo ínfimo l María Negroni 163
Encrucijada
l Dylan, otra vez l Alfredo Sánchez 164
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Vejez
Carmen Berenguer
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Déjame pensar en lo que viene
cómo están mis piernas
déjame caminar
hasta donde me lleves
digo son del alma
y son tristes y quiero pensar que este cuerpo
ha tenido su caminata febril
como para despojarme de ella en forma repentina
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En tiempos cordilleranos cuando la respiración agitada
en la tos el eucaliptus
en las inhalaciones tortuosas al vapor de su aroma
en las orillas del río
En ese trance
pensé los días vividos
cuando se cayó todo el valor del sistema del mundo
el que fugazmente conocimos un día
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Donde se aprovechan las palabras del canto
afónica yo que fui salvaje
aprendí a decir lo máximo en su medida
los sentidos del alma
y los de la vida semejantes
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Un canto
a la vida
Ana María Shua
Empezó a fines del año 2000. Era un dolor raro: la cadera no me mo-
lestaba al caminar, sino en reposo. Al principio fue sólo una sensación
de incomodidad después de estar un rato sentada. Bastaba pararme unos
segundos para librarme de ella. Una noche me desperté con una pierna
fuera de la cama, buscando una posición de alivio. Es el primer recuerdo
de un dolor un poco más preocupante. Un ibuprofeno o un paracetamol
bastaban para calmarlo. Cuando me di cuenta de que estaba tomando
analgésicos todas las noches, decidí consultar al traumatólogo. Entretan-
to, seguía con mi vida normal, haciendo mis caminatas enérgicas como
siempre, sin dificultades.
El traumatólogo me pidió radiografías que miró con interés, como
corroborando una sospecha. Después me habló mucho sobre la colum-
na vertebral del Homo sapiens, creada por la naturaleza para servir a un
cazador-recolector y traicionada por la vida sedentaria. Me dolía la ca-
dera, no la columna, pero lo diagnosticó como un dolor reflejo. En una
excelente reproducción de tamaño natural, me mostró los espacios entre
las vértebras que los grandes nervios deben atravesar cuando salen de la
médula espinal. Esos espacios, me explicó, se van achicando con los años
y la falta de movimiento. Me dio un cuadernillo de ejercicios que debía
realizar varias veces por día y me aconsejó reducir la dosis de analgésicos,
que por el momento no era alta. Sólo los necesitaba de noche. Durante el
día el movimiento evitaba el dolor, que se había vuelto sordo y constante
en cualquier posición de reposo, aunque no muy intenso todavía.
Mi única hermana, que vive en un suburbio de Chicago, invitó a toda
la familia a entrar en el año 2001 desde su casa. Allá fuimos. Mamá me
miraba con desconfianza mientras hacía mis ejercicios cuatro veces por
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día. Preguntaba por una mejoría que no se producía. Mi marido empe-
zaba a preocuparse. Para nosotros el frío de enero en Chicago era asom-
broso. Caminábamos con dificultad hundiéndonos en la nieve. El dolor
seguía apareciendo en reposo, cada vez un poco más.
Apenas volví a Buenos Aires fui a ver a mi clínico. Me prescribió una
inyección de corticoide para controlar el dolor, ya bastante molesto, y
me pidió una serie de estudios. Se demostró que el nervio comprome-
tido era el crural. Me gusta aprender palabras nuevas. Cruralgia me pa-
recía una palabra muy interesante. Ahora el dolor se extendía a la parte
delantera del muslo, como si lo tuviera atado con una cuerda demasiado
apretada. El único efecto del corticoide fue el insomnio.
Tres años antes me habían hecho una histerectomía. Tenía fibromas
múltiples que me provocaban grandes hemorragias. Estaba muy anémica.
En el estudio anatomopatológico apareció un carcinoma de endometrio,
una lesión pequeña que se consideró poco importante. No consulté a un
oncólogo ni me indicaron ningún tratamiento. En cambio, volvieron a
operarme para sacarme los ovarios. Ahora, por primera vez, tuve la vaga
idea de que mi médico clínico empezaba a sospechar una relación entre
aquella historia y ésta.
El dolor aumentaba. Ahora tomaba antiinflamatorios y analgésicos en
forma permanente. Empezó a doler también en movimiento. Por con-
sejo de amigos, decidí intentar con yoga. Cuando volvía de mi primera
clase llegué hasta la esquina de mi casa y me di cuenta de que no podía
cruzar la calle. Fue muy extraño estar allí parada mirando pasar los autos
sin ánimo para dar un paso más. En el muslo algo parecía crujir con un
dolor completamente nuevo. Apreté los dientes, me puse en movimiento
y crucé de todos modos. Cuando entré en mi departamento, me eché a
llorar y decidí no volver a la calle a menos que fuera para ir al médico.
Quitarme de encima esa obligación me animó mucho, casi diría que me
alegró, y me puse a hacer planes para pasar una buena temporada sin
salir de casa. Podía solucionar todo con el teléfono y el e-mail. Todavía
no existía el Whatsapp. Descubrí que estaba mejor con la cadera apoya-
da sobre algo duro. Al principio usé un libro grande de tapas duras para
dormir sobre él. Era un libro que les gustaba mucho a mis hijas cuando
eran chiquitas, se llamaba People y se fue rompiendo. No recuerdo en qué
momento me bajé de la cama y empecé a dormir en el piso, directamente
sobre el parquet. Hacía las compras por teléfono, acostada en el suelo
de mi dormitorio.
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Antes de la siguiente consulta, decidí dejar de tomar analgésicos por
veinticuatro horas para que el médico pudiera comprobar cuál era la
situación real. Fue una mala idea. El dolor subió a cotas intolerables y
las rebasó. Cuando llegué al consultorio jadeaba de angustia. Mi marido
estaba muy asustado, pero yo ya no tenía miedo, sentía tanto dolor que
ninguna otra cosa me importaba. Cuando estás metida adentro, el do-
lor es todo, te rodea, te incluye, es como una gran bola roja de la que
quisieras escapar pero no hay salida. Es el infierno. Todo lo demás da lo
mismo. Por primera vez me recetaron opiáceos. El primer escalón, con
tramadol, no hizo efecto. Un medicamento con codeína tuvo mejor re-
sultado. Mi clínico me pidió una tomografía.
Dos días después el médico miró las fotos de la tomo. Me tiene cariño
y le costaba empezar a hablar. Le dije que ya había leído el informe. Era
malo y no me importaba. Sólo quería que me quitaran el dolor, que se
había vuelto apenas más tolerable con la codeína. El informe, con mucha
discreción, no mencionaba la palabra «tumor». En cambio hablaba de un
«proceso» que podría corresponder a un «conglomerado adenopático».
El «conglomerado» había avanzado en la pelvis profunda, en la zona del
músculo psoas (otro nombre interesante para mi colección). El hueso
ilíaco estaba comprometido. Había signos evidentes de trombosis. No
sé si me explico, era la muletilla del médico mientras me iba diciendo
lo que veía. No sé si me explico, repitió muchas veces. Se explicaba.
Después me preguntó si tenía la pierna hinchada. Me dolía tanto que ni
siquiera me había fijado. En su desesperación por ayudarme, tampoco
mi marido se había dado cuenta. La pierna se había hinchado como un
globo. El tumor estaba presionando la vena ilíaca, por eso se había pro-
ducido la trombosis. Era urgente la internación para anticoagularme y
evitar una embolia. Me fui a casa para armar mi bolso y de ahí directo al
sanatorio. Con urgencia. Como en cualquiera de mis partos.
En su momento, no llevé ningún registro de este proceso. Todo lo
que escribí hasta ahora es, por lo tanto, puro recuerdo y está sometido
a todas las dudas y confusiones de la memoria. Salvo el informe de la
tomografía, al que acabo de sacarle una fotocopia. Durante la interna-
ción me hicieron una biopsia. Me pidieron que me acostara boca abajo
y entraron por detrás, controlando el procedimiento con el tomógrafo.
Metástasis.
El informe del patólogo tardó unos días y dejó dudas. Entretanto,
conocí a mi oncólogo. Con su acuerdo, decidimos enviar las muestras
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a un centro especializado en Estados Unidos para que confirmaran el
diagnóstico. No fue una buena idea. Allí se tomaron su tiempo. Mucho
tiempo. No sé cuándo me hubiera llegado la respuesta por los canales
oficiales. Conseguimos el resultado después de un mes gracias a un co-
nocido que trabajaba en el lugar. Durante todo ese mes no tuve nada que
hacer excepto organizar mi vida a ras del suelo. De costado, sobre el piso
de madera, estaba mucho más cómoda que en cualquier otra posición.
Podía sentarme de a ratos para escribir en la computadora. Mientras es-
peraba (la enfermedad es una larga espera) comencé a escribir un texto
al que llamé «Un canto a la vida». Mi tema resultó ser, sobre todo, la
magia. La necesidad de magia. Dejé para más adelante otras cuestiones.
Entretanto, la ironía me rescataba del patetismo. Éste es el texto que
escribí en ese momento y, casi sin tocarlo, lo reproduzco en bastardilla:
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El periodo entre el primer diagnóstico y el comienzo del tratamiento
fue un tiempo extraño. Entré en un estado de euforia, no podía parar de
hablar. Me sentía como un personaje de Jack London, avanzando con mi
trineo sobre el hielo del Ártico, luchando contra una manada de lobos.
Eso me producía oleadas de excitación, quizás provocadas por las des-
cargas de adrenalina, quizás como una reacción paradojal a la codeína.
Todavía no podía hacer nada contra mi enfermedad, y eso me resultaba
desesperante. Con mucha calma, mi oncólogo trataba de convencerme
de que empezar un mes antes o después no era importante. Para mí, cada
día enferma y sin tratamiento era enloquecedor. Mi marido, ahora, no
sólo estaba aterrado por mi enfermedad, sino por mi estado psíquico.
Yo parecía feliz, me reía, hablaba sin parar, estaba viviendo una aventura
extraordinaria, luchaba contra los lobos. Iba y venía del piso a la silla de
la computadora, internet me proveía información sobre mis posibili-
dades de sobrevida. Decidí organizarme para trabajar en proyectos que
no necesitaran de mi capacidad de invención, como las adaptaciones de
leyendas y cuentos populares. Mi mente giraba alrededor de la palabra
metástasis y no estaba en condiciones de crear nada nuevo, pero por suer-
te seguía contando con el oficio. Pude terminar un librito muy sencillo
para chiquitines que ya tenía empezado. Tenía reuniones con editores en
casa: para los encuentros de trabajo me recostaba sobre la mesa ratona,
por suerte lo bastante larga y firme como para sostenerme. Así recibía
también a los amigos que me venían a visitar. El dolor aumentaba. Estaba
tomando un medicamento con codeína cada doce horas y el médico me
propuso aumentar la frecuencia a cada ocho. Me enojé. Ya que no podía
pelear contra la enfermedad, al menos quería pelear contra el dolor. Pero
el dolor siempre gana. Empecé a tomar codeína más seguido.
Por fin llegó el resultado del centro Anderson, exactamente igual (es
decir, con las mismas dudas) que el del anatomopatólogo argentino. Y
empezó el tratamiento. En un par de semanas la quimioterapia me ba-
rrió la personalidad y me transformó en un pedazo de carne miserable y
sufriente. Pero al principio todavía era yo misma. Mientras tanto, pude
seguir escribiendo sobre mi enfermedad y sobre los remedios mágicos
que me recomendaba la gente de mi entorno, supuestamente tan racio-
nal y científico.
Por su ubicación y sus características, el tumor era inoperable. Re-
cibía quimioterapia todas las semanas y rayos todos los días. Una vez
por semana me internaba por unas horas para que me pasaran por vena
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cisplatino y alguna otra droga que ya no recuerdo. Tomaba muchas pasti-
llas: cortisona, antiinflamatorio, opiáceos, psicotrópicos, remedios para
controlar las naúseas y vaya a saber qué más. Pero no aceptaba que me
trajeran las pastillas fuera de su envase, ni siquiera mi marido o mis hi-
jas. No temía que me envenenaran deliberadamente, pero me aterraba la
idea de que se equivocaran. En mi estado alterado quería ver yo misma la
cajita o el blíster para asegurarme de que no hubiera errores.
Sólo estuve en condiciones de escribir durante la primera semana
de tratamiento.
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dijo. Pero tenía una cantidad de combustible limitada. Si me equivocaba
de ruta, de pronto podría encontrarme varada y sin gasolina a la altura
de Zárate, en un camino de tierra donde no había estaciones de servicio
dónde cargar. Por eso era tan importante estar seguros y empezar con la
quimio adecuada. Para que se entendiera mejor, graficó los caminos posi-
bles con un dibujito en una hoja de su recetario. Quedarme sin combus-
tible en un camino de tierra era metáfora de la muerte. No quise volver
a ver a ese médico. Si me van a hablar de la muerte, prefiero que sea sin
metáforas.
Me gustaría empezar por hacer una lista de las propuestas mágicas que he
recibido de algunas personas extremadamente racionales que conozco. No digo
que no tengan razón. Un buen amigo, un juez confiable —y de eso sí que hay
poco—, un juez honesto y confiable, me ofreció organizarme un candomblé.
Con gallos negros y gordas brasileras vestidas de blanco, tambores monótones,
escenas de trance, Orixá y su banda entrando en cuerpos sudorosos en noches de
treinta grados Celsius por abajo de las patas. Me lo ofreció en broma, casi en
broma, pero también me dijo algo que me ayudó a entender a los demás, de los
que hasta ahora sólo me había burlado. Es el triunfo del espíritu humano, me
dijo, el triunfo de la mente sobre el cuerpo.
Me gustó. A alguna gente, un buen candomblé, o el equivalente en el que
crean, puede curarla de enfermedades orgánicas. A un perro, un candomblé no
lo cura. A mí tampoco. ¿Debo sentirme tan orgullosa de que mi mente funcione
de forma más parecida a la de un perro que a la de la mayor parte de la hu-
manidad?
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El día de mi ataque de pánico salí de la sala de rayos en la silla de rue-
das. Hacía unos días que ya no podía caminar, ni siquiera unos pasos.
Además, ya me sentía muy mal por los efectos deletéreos de la quimio.
De pronto me di cuenta de que me estaba muriendo: allí, en ese mismo
momento. No tuve dudas. Mi papá había muerto a los cincuenta años de
una embolia pulmonar, unos días después de una operación. Ahora sen-
tía que no me llegaba suficiente oxígeno. Me ahogaba. Empecé a jadear.
Mi marido empujaba la silla sin saber muy bien hacia dónde, pidiendo
auxilio. Si seguía sentada no iba a sobrevivir. Tenía que acostarme. Me
tiré de la silla de ruedas al piso. Una voz de hombre, firme y calma, me
preguntó por mis síntomas mientras unas manos precisas me revisaban
y me auscultaban. No tiene nada en los pulmones ni en el corazón, está
bien, me dijo. Ya puede abrir los ojos. Recién en ese momento me di
cuenta de que tenía los ojos cerrados.
No volví a tener ataques de pánico durante el resto del tratamiento,
pero cuando, después de dos meses de soportar una quimio muy dura, los
primeros estudios mostraron que la enfermedad continuaba, entré en un
estado de terror que me duraba veinticuatro horas. Me despertaba a la
mañana la palabra metástasis, el corazón se me largaba al galope y estaba
así casi todo el día. Tenía taquicardia, lloraba a cada rato, tuve que salir
con protectores porque me hacía pis encima. Fui tan cobarde como cual-
quiera y seguramente más que muchos. Pero todo eso sucedió mucho
después. En esa primera semana, todavía eufórica, seguí escribiendo «Un
canto a la vida».
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Prima Nora se niega a usar correo electrónico, la carta va a tardar, quisiera
tranquilizarla. Por favor, les digo, hagan desde allí todo lo que puedan, todo
lo que hagas con buena intención sin duda me va a ayudar. Entonces, me dice,
empezamos ya. Y después me contás. Voy a llamar a varias amigas, vamos a
reunirnos para hacer lo que sea necesario, ya vas a ver.
Me advierte que al día siguiente me va a llamar para darme las instruc-
ciones. No me siento bien y sobre todo no me siento en condiciones de recibir
instrucciones. Me pone muy nerviosa la idea de que me ordene prender velas
de colores, o sahumerios o ponerme en una determinada posición, obviamente
incómoda o difícil de sostener mucho tiempo. Dios, no creo en vos y me niego a
colaborar con el reiki a distancia. Decile que me estoy duchando, le pido a mi
marido, que atendió el teléfono. Pero me doy cuenta de que escuchó, me da ver-
güenza y atiendo: las instrucciones son sencillísimas. Nos vamos a reunir hoy a
las 9:30 de la noche, me dice. Por la diferencia horaria, las ondas te van a llegar
a vos a las 17:30. Todo lo que tenés que hacer es relajarte.
En este punto, «Un canto a la vida» se desvía del tema original, las
soluciones mágicas. La situación se ha vuelto demasiado dolorosa. Se
impone. Empiezo a tener necesidad de contar algo más de lo que me
está pasando.
A las 17:30, el horario en que deben llegar las ondas de reiki, me están haciendo
una rectoscopia, es decir, me estoy relajando con todas mis fuerzas o tal vez de-
bería decirse al revés. A las 17.30 hago todo lo que está en mí (cuerpo y mente)
para relajarme. Buscan un tumor en el ano, pero si no está en el ano mismo,
por qué no seguir un poco más arriba. ¿Diez centímetros? ¿Quince centímetros?
¿Medio metro quizás? Las ondas del reiki tienen que estar entrando con toda
comodidad, pocas veces estuve tan relajada.
Por razones tal vez sin sentido estoy rogando por tener cáncer de ano. Ojalá
tenga cáncer de ano, ojalá tenga cáncer de ano, ojalá por favor por favor que
tenga cáncer de ano, repito una y otra vez. Me imagino usando pañales descar-
tables y no me desagrada la idea.
Estoy por cumplir cincuenta años. Antes de que me descubrieran la enfer-
medad pensaba que morirme ya no importaría, que había vivido mucho y bien
y lo que esperaba de los cincuenta en adelante no sería la mejor parte de la vida.
Ahora pienso en sobrevivir con pañales descartables y me parece una perspectiva
maravillosa. Cumplir cincuenta y cinco con pañales descartables, quién pudiera.
El solcito, el paté de foie gras, los ñoquis de sémola. Libros. Comedias musica-
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les de los treinta y cuarenta. Hasta cincuenta. Carmen Miranda pasando entre
cientos de mujeres hermosas disfrazadas de banana. Marilyn Monroe cantando
el weather report, agitando su pollera sobre los muslos mientas asegura que
hot hot winds are coming from South. Qué importan los pañales descarta-
bles. Qué extraños deseos puede llegar a tener un ser humano. ¿Qué otro ser en
el universo podría llegar a rogar a dioses en los que no cree que lo provean de un
bonito cáncer de ano?
El doctor me revisa con seguridad, rapidez, precisión y en silencio. Ya lo
conozco (es el mismo que me hizo la punción para la biopsia) y sé que el silen-
cio es algo que no prodiga, que reserva únicamente para todo aquello de veras
importante. Otro médico hubiera prolongado la situación en su esfuerzo por ser
suave, delicado. Él es un cirujano extraordinario: nunca me operó, pero percibo
la precisión de sus manos. En cinco minutos me revisa a fondo, tacto y espéculo
vaginal, tacto rectal, anoscopio, rectoscopio. No hay cáncer de ano, me dice, no
hay nada en vulva ni cúpula de vagina (hace tres años que ya no tengo útero, ni
falta que me hace). Hay que buscar otro origen para su metástasis epidermoide.
¿Entonces es seguro?, le pregunto. ¿No hacía falta que tuviera cáncer de ano?
¿Entonces no hay dudas de que se trata de una metástasis epidermoide?
A quien lee, de quien no me olvido, la palabra epidermoide no le im-
presiona. A menos de que se trate de un médico, no la entiende. Para mí, en
este momento, es la diferencia entre la vida y la muerte. Quiere decir que la
metástasis epidermoide era segura, ya estaba asegurada, no dependía de que me
encontraran o no un cáncer de ano. Oh, Señor, gracias por no existir, gracias por
no escuchar mis rídículas plegarias.
¿Pero usted habló con el patólogo? ¿Usted tiene el informe? Yo hablé con el
patólogo, yo tengo el informe; es más, dice el cirujano, lo discutí con él, porque
cuando hicimos la punción, en congelamiento, parecía una metástasis de ade-
nocarcinoma de endometrio. El patólogo me dio todas las explicaciones para
hacerme entender por qué después de cuatro días de analizar la muestra descu-
brió sin lugar a dudas que yo estaba equivocado, me dice el doctor, orgulloso de
poder admitir una equivocación, seguro de sí mismo, sin tener muy claro lo que
significa esto que está diciendo para la paciente.
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pavimentosas habían impuesto su preponderancia sobre las células cilín-
dricas. Milagrosamente. (Así es como llegué a ver Chicago, mi comedia
musical preferida de todos los tiempos).
Otra vez el lector se pregunta, con toda lógica, de qué le estoy hablando. Acla-
ración breve: primer diagnóstico, metástasis de adenocarcinoma, pasaje al
cielo, tiempo más tiempo menos, lucha dura, nadie puede saber, pero si tengo
ganas de aprovechar el tiempo libre al que me obligará la enfermedad y el tra-
tamiento para aprender un instrumento musical, que sea el arpa. O la lira. Se
habla siempre del arpa, pero en los dibujos de historietas los angelitos suelen
aparecen con liras. Debe de ser porque se las ve más manuables.
Hasta esta visita al cirujano, yo estaba en proceso de despedida. Me sentía
fuerte, curiosamente sana, excepto por el hecho de que el dolor no me dejaba
caminar, pero mi cuerpo, todo el resto de mi cuerpo, parecía responder magní-
ficamente. Me preparaba para una lucha durísima, con la esperanza de durar
unos años más. Mi hija de veintidós años y la de diecinueve son mujeres, están
formadas. Pedía, a los dioses en los que no creo, que me dieran unos añitos
para dejarla más armada a mi hija de catorce. Completar su adolescencia con
una mamá enferma no sería lo ideal, pero no quisiera dejarla ahora, pensaba,
no todavía. Si pudiera aguantar hasta que tuviera dieciocho la iba dejar más
formadita, menos culposa. Y las hermanas la adoran, el papá la adora, entre
todos la iban a sostener bien.
Entonces este hombre me dice, creyendo que yo ya lo sabía, que es una me-
tástasis epidermoide. Ahora, doctor, le digo, por favor no se lo tome a mal. Va a
entrar mi marido, le voy a decir lo que me acaba de explicar, y vamos a llorar,
prepárese. Vamos a llorar de alegría. Es la diferencia entre el arpa o la lira y
cualquier otro instrumento. La batería. El saxofón. El bajo. Es la posibilidad,
difícil pero cierta, de curación.
En efecto, cuando entra mi marido le digo epidermoide sin dudas, epi-
dermoide seguro, y esa palabara que nos parecía tan dificil y rara, epidermoi-
de, se vuelve como pan. Pan y epidermoide, agua y epidermoide, aire y epider-
moide. Qué locura, qué alegría, que emoción epidermoide. Y encima sin siquiera
necesidad de cáncer de ano.
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tiempo me quedaba. Debo tomar ciertas disposiciones para proteger a
su familia, le había dicho mamá, tengo que saberlo. Nuestro clínico, que
la conocía muy bien, sabía que podía hablar con claridad. Estábamos en
marzo. Hasta fin de año, le dijo. Va a vivir hasta fin de año. Eso fue lo que
mamá me contó. Además de ser fuerte y valiente, mi madre siempre tuvo
un componente de sentido trágico que la llevaba a aderezar sus relatos
para hacerlos más impresionantes. Creo que heredé esa cualidad, muy
útil para una escritora. Lo que el médico le debe de haber dicho es que
si (y sólo si) el tratamiento no daba resultado, me quedaba hasta fin de
año. En ese año mi hermana viajó cuatro veces desde Chicago para estar
conmigo. Tal vez para despedirse.
Epidermoide: producto, sin duda, del reiki a distancia, que también me acaba
de ofrecer una escritora desde aquí, desde más cerca. Ella participó en expedicio-
nes al cerro Uritorco, en Córdoba. Gracias a que pertenecía a un grupo muy ar-
mónico, tuvo suerte con sus mantras de avistamiento, y las luces se le acercaron
lo bastante como para proveerla de ciertos poderes.
Otro amigo, bueno y querido amigo, hasta ahora insospechable, científico,
médico pediatra, me refiere también a Córdoba, el Uritorco y sus poderes. A una
de sus primas, también médica, le diagnosticaron un linfoma en el mediastino.
Malo, pero no necesariamente mortal. Depresión grave. Prima de mi amigo
acude a un curador que le permite reducir su cuerpo astral mientras su cuerpo
mortal entra en trance. Así empequeñecida, hace un viaje por el interior de su
cuerpo y puede encontrarse con el tumor, pasear por él, recorrerlo y conocerlo
en todos sus detalles. Cuando vuelve a salir de su propio cuerpo, se siente llena
de energías y fuerzas para la lucha. Boris me ofrece la dirección del doctor que
se encarga de los viajes interiores. Fascinante. Pero vaya a saber por qué, no
termina de seducirme la idea de pasear por mi metástasis epidermoide, tocarla,
mirarla, quizás cambiar un par de palabras con ella. Prefiero reventarla de
afuera nomás, sin conocerla tanto como para tomarle cariño.
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Los olores me atacaban con una violencia que jamás les hubiera atribui-
do. El olor del jabón era como una pared que no me dejaba entrar al
baño. Pedí que me compraran jabones sin perfume. El olor de la comida
era intenso y repugnante, el olor del suavizante en las sábanas y en la
funda de la almohada no me dejaba conciliar el sueño, el olor de los
desodorantes me daba náuseas. Los sabores parecían descomponerse en
cada uno de sus componentes químicos. En el pan percibía el gusto de la
levadura, de los conservantes. En las comidas industrializadas, sentía el
sabor del aceite de soja hidrogenado, del propilenglicol, de los coloran-
tes. O eso me imaginaba. Todos los sonidos se intensificaron hasta lo in-
tolerable. Masticar carne producía un sonido repugnante, que acentuaba
las náuseas. Masticar una galletita era ensordecedor, abrir la canilla era
como enfrentarse a las cataratas del Iguazú, no toleraba las voces de mis
hijas, que sonaban como violines desafinados. Cuando salía a la calle, el
ruido de los autos y de los colectivos me hacía daño. Decidí usar tapones
en los oídos. El dolor, sin embargo, comenzó a remitir.
Seis meses después, mi oncólogo me dijo que la última tomografía
no había mostrado ningún cambio con respecto a la anterior. No podía
asegurarme nada, pero era posible que esa anormalidad que todavía mos-
traban las imágenes fuera solamente una cicatriz. Para entonces, la qui-
mioterapia me había afectado también la retina y veía la realidad como
si estuviera detrás de un vidrio sucio. Empezaba a sufrir problemas mo-
trices. Me costaba un gran esfuerzo abrocharme los botones y caminaba
como si mis piernas estuvieran debajo del agua. No puedo asegurarle que
esté curada, dijo el médico. Pero sí puedo asegurarle que no tiene senti-
do seguir con el tratamiento. Sus palabras no eran muy alentadoras, pero
ya nos conocíamos mucho y yo vi un brillo de entusiasmo y esperanza en
sus ojos. Me di por curada.
Y aquí estoy, veinte años después. Un verdadero canto a la vida l
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María Auxiliadora
Álvarez
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para cubrirles los pies a sus padres, los poetas mayores que se inician
en el camino de la vejez.
Por esto es que no llego, por esto es que estoy siempre ausente, por
eso es que no ves mi rostro reflejado en el plato reluciente, por eso
es que mi atención no se acomoda en la butaca junto a ti. Pensando
en el mañana, padre. Sacando cuentas venideras, calculando todos los
gastos que el mañana traerá cuando seamos viejos los dos y nuestros
pies confronten los misterios. Ese día llegará. Así es que me ves con
el ceño fruncido, porque es mucho lo que tengo que calcular entre el
pie y el misterio. Sabrás comprenderme al fondo de la colina oscura,
tú que manejas la mecánica celeste y yo que no alcanzo a contarme los
dedos. Eso de tener una mente metafórica es una gran dificultad a la
hora del cálculo progresivo.
Yo voy viendo tus sienes platearse, yo voy viendo tu paso más len-
to, yo voy escuchando tu voz bajar de tono, pero no puedo percibir
que vas envejeciendo. Los emblemas no cambian y la luz enceguece.
Hay otra gente como yo, con la mente metafórica, que tampoco se da
cuenta de que sus padres se van marchando poco a poco, y no ha-
cen nada como para valorar esos detalles que van cambiando la vida
de aquellos que a su vez tal vez también tengan la mente metafórica
puesto que de alguna parte salió, pero que la han educado a la fuerza
para poder resolver el misterio entre el zapato y el pie.
Un puro madrugar ha sido su agobio, un puro madrugar para ale-
grar a sus hijos bajo un cielo elegante con estrellas. Yo, que no he
podido educar a mi mente para dilucidar la relación entre la luz y la
sombra y cuanto menos los misterios entre los signos y el tiempo, no
le expliqué a tu cabello ni a tu paso ni a tu voz el sinsabor de mi silen-
cio, ni el porqué de mi carácter que se había agriado. Así que todas
las dudas han quedado terriblemente de pie, entre tú, acostado ahí
muy quieto, y yo, sentada detrás de tu ataúd, organizando aún en mi
memoria venidera los detalles por ajustar para tu mejor porvenir, por
si acaso levantara alguien la tapa que cerré y no pudiera yo contestar
a las muchas preguntas de tu mirada. La mente metafórica es la más
insuficiente de todas.
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El invernadero
Y también fue triste, como tantas otras, la historia del invernadero. Los
años inmediatos a tu muerte los dediqué en silencio a cuidar las plan-
tas. No eran tus plantas, no eran mis plantas, eran unas plantas nuevas,
casuales, de nadie. Unas de aromas, otras de colores, otras muy frági-
les y otras de formas muy diversas que con el azar del tiempo fueron
creciendo entre las tablas de madera del jardín. Mucho luché para que
vivieran pues ya conocía yo el yermo que deja la muerte. Entonces cui-
dé las plantas adentro de la casa en el invierno y las defendí de las ar-
dillas en el verano. Las ardillas les desenterraban las raíces y cada día
amanecía un reguero de tierra triste y una pequeña devastación que
me hacía estremecer de angustia. Vuelta a enterrar los delgados hilos
sorprendidos, vuelta a apretar la tierra alrededor para que se sostuvie-
ran otra vez sus maltratadas vidas. Algunas de ellas volvían a levantarse
hasta colgar como racimos de luces verdes, otras se desparramaban en
forma horizontal abriendo sus diminutas campanas y entrelazándose
con las vecinas.
Pero lo más hermoso era verlas renacer en cada primavera. Yo sabía
que la primavera vendría pronto porque escuchaba cercano el antes
lejano canto de los pájaros, pero lo sabía principalmente porque em-
pezaban a aparecer unas gotitas de color verde transparente sobre la
madera oscura. Esas gotitas eran mis pájaras quietas, mis pajaritas que
no volaban, mi cajita de joyas, mis niñas que no se iban, mis poemas, la
memoria de otras manos amadas regando la vida. Cuánto significaba su
presencia para mí. Mirándolas se me salían lágrimas de amor, lágrimas
de risa, lágrimas de paz. Entonces me mudé a otra ciudad y las plantas
viajaron en la parte del camión donde deben viajar las princesas. En la
casa nueva había un vivero. La casa vino con casa para mis hijas. Toda
la familia tuvo casa con arcabuz para la luz, con sofisticados irrigade-
ros, con estantes y transparencias de cristal protegiéndolas de las ardi-
llas. No más heridas, no más entierros y desentierros, no más violencia.
El sol ofrecía la temperatura adecuada para la vida delicada: y aquí
tienes tu casita, chirinchinchinchín, que Dios nos dio para el silencio y
la dulzura de estarnos solas así sin peligro, así sin dolor.
Las plantas llegaron conmigo a inaugurar la casa de la soledad, a
mantener vivo el hogar, el cuido, la estufa, el suave fuego de cada ma-
ñana. Ellas eran mis hijas, mis pequeñitas, mis panes en el horno, mis
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lunas calientes, mis bombillos. Ellas eran la prueba de la vida, ellas eran
las cartas de la ausencia, ellas eran el agüita saltando de sus esquinas: y
vuelta y vuelta, sólo un poquito más, violeta de tu color espantado sin
querer, sólo un poquito, despacito, para que te entre este chorrito de
humedad, para que vivas, para que crezcas, para que siempre florezcas.
Y ahora me esperan todas muy quietas, mis pequeñitas siempre jugando
a la estatua, porque tengo que viajar a causa del trabajo para nuestra
manutención, para la manutención de este pequeño vivero protector,
chirinchinchinchín, que Dios nos dio para la belleza de cada mañana y
el temblor de las lucecitas en sus primeros colores. Pero esa noche de
ausencia cayó una nevada repentina y cuando regresé encontré a mis
hijas muertas en un desorden seco y marrón que no tenía ningún color
sino sólo fin y devastación. Y el invernadero era entonces un cemente-
rio sin deudos porque toda la familia murió junta cuando la calefacción
quedó demasiado baja para ahorrar calor. Mijita, mis hijitas, mi chirin-
chinchinchín, todo ha terminado l
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Solamente
la oreja
Luis Panini
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El incremento en la presión e ímpetu de las mordidas la obliga-
ron a sacudirse. No tan fuerte, mi amor, dijo ella, pero él ignoró la
solicitud e intentó que los dientes de su mandíbula superior hicieran
contacto con sus contrapartes inferiores, aunque el lóbulo estuviera
de por medio. Ay, así no, amor; me duele, insistió. Él, como única
respuesta, envolvió la oreja completa con su boca y unió las mandí-
bulas para arrancársela. Los gritos maternos consiguieron despertar
a los niños, que dormían en la habitación contigua. Ambos, aunque
aterrados, atendieron ese llamado histérico que los hizo reaccionar
de inmediato para ayudar a quien aún estimaban como la persona
más importante en el mundo. Cuando por fin encendieron la luz para
averiguar por qué su madre gritaba de esa forma, pensaron que su
padre ya se encontraba consolándola porque la besaba en la cabeza,
o al menos eso les pareció que él hacía. No fue sino hasta después
de varios segundos más de aullidos y jaloneos cuando advirtieron lo
que había ocurrido: la oreja de la madre ya no pertenecía a su cabe-
za. La sangre que descendía por su cuello era la misma que mancha-
ba las sábanas y escurría de la boca del padre, aunque los pequeños
aún no comprendían por qué. Ella parecía la protagonista del tipo
de películas que les tenían prohibido ver debido a su contenido grá-
fico y supernatural y el rostro de él era casi idéntico al de una hiena
después de haber cazado y devorado las entrañas de un antílope en
un documental de National Geographic.
Al suponerlos víctimas de un peligro inminente y cubriéndose la
herida con una mano, ese lugar donde debía existir una oreja, ella se
acercó a sus hijos —quienes ahora emitían berridos con tal intensi-
dad que cualquier vecino insomne podría confundir con los lamentos
nocturnos de una bestia en celo—, para abrazarlos y protegerlos de
ese hombre al que ya no podía referirse como esposo o padre, aun-
que él no mostrara la menor intención de lastimarlos, porque sólo
se limitaba a contemplarlos desde la cama, arrodillado y con sangre
escurriendo sobre su pecho, mientras continuaba masticando la par-
te más resistente del órgano desprendido l
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A este tal le falta
el duelo
Kenia Cano
Unwillig nemlich /
Sind Himmlische, wenn einer nicht die Seele schonend sich /
Zusammengenommen, aber er muss doch; dem /
Gleich fehlet die Trauer
Pues enojados /
están los celestes cuando alguien no se ha recogido /
Cuidando de su alma, y debería, si así sucede /
a este tal le falta el duelo
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tampoco aún ese que ríe sucio detrás de casa.
Un apantle donde se desnudan las palabras
y yo debo hablarte de su muerte.
Sólo te sigo por el agua,
te sigo con tus botas de hule,
te sigo en tus cinco años
y deseo cinco bocas para estar callada
pero la abro.
¡Un samurái!
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El cuerpo de la madre
y unos panqués que alguien hizo aquella tarde.
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Si no cortaron el limonero
y el guayabo siempre estuvo en silencio
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Dolor
Ana García Bergua
C laro que duelen las cirugías; hay unas de las que me he echado una
recuperación de dos meses con dolores horribles. Pero vale la pena. No
dejar que el tiempo te devore, ganarle al tiempo. Me veo más joven que
nunca, de verdad, mucho mejor incluso que a los veinte años, sin esos
barros que tenía y los complejos. Y la timidez, la inexperiencia. Con este
cuerpo y todo lo que sé, voy arrasando. Aunque me duela, no hay proble-
ma. Nunca lucí así, me siento orgullosa. Sí duele, claro que duele, pero
trato de no pensar en el dolor, ¿para qué? Tomo muchas pastillas: para la
inflamación, para la fiebre, para las articulaciones, para el dolor. Sí, para
el dolor. Muchas, como diez, y no son baratas. Pero no me importa. ¿Ya
viste los glúteos? Como de gimnasio. Y las chichis, copa 36 bien paraditas.
Las cicatrices se disimulan, tengo un excelente cirujano. Y los pómulos.
Cuando me los hicieron, me dolía toda la cara, los dientes, los ojos. Fue-
ron después de la nariz, la nariz es lo primero que te haces, ésa duele un
montón. Ya mucho menos, aunque a veces cuando sonrío la cara me lo
recuerda, pero ni modo.
De joven, ni de lejos me imaginaba que me podía ver así, nunca lo
hubiera soñado. Tampoco tenía el dolor; la verdad, ahora fue mucho.
Pero va pasando, hasta la siguiente operación. ¡Ay, claro que habrá una
siguiente! Esto no se sostiene para siempre, cada tanto hay que reafirmar,
levantarlo todo otra vez. Y estoy pensando que todavía tengo detalles: las
orejas, por ejemplo, las quiero más chicas y pegaditas a la cabeza. Y los
ojos más levantados. Y me quiero quitar la carne que cuelga del brazo;
aún no es mucha, pero no hay que confiarse. Y aspirarme una grasa del
vientre que con la dieta sola nomás no. Y hacer ejercicio, claro, aunque
ahora todavía duele, duele mucho moverse. Cuando duele así, me tomo
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unos analgésicos de los potentes y poso frente al espejo: verme así me cal-
ma, me consuela de esos como alfileres que a veces siento que se me en-
tierran. Suben por las piernas hacia los glúteos, lo de las chichis empieza
abajo de las axilas y se va hacia el centro. Y es fuerte. Y la frente y las
mejillas arden. De repente me siento muy, muy cansada, sin energías por
tanto dolor, no puedo ni caminar. Como si fuera una viejita, ¿tú crees?
Los tacones me destrozan, pero ¿cómo no voy a lucir este cuerpo con
tacones? Las pastillas me tienen un poco atontada y mejor no bebo por-
que me cruzo y no te digo. Empiezo a decir puras tonterías. Bueno, a los
chavos no les importa, se divierten. Son jóvenes y lo único que quieren,
a fin de cuentas, es agarrar un cuerpazo. Y las cositas que yo les enseño,
muchos trucos que me sé les fascinan. A veces estamos en pleno asunto y
el dolor me interrumpe, es horrible. Y ni modo de decirle al chavo: «Oye,
hay que parar porque la cirugía todavía me duele».
El doctor me dijo que ya podía hacer lo que quisiera, el dolor queda
un tiempo, pero se va yendo. No, pues a lo que te truje, eso quería yo,
¿no? Y tienen muchísima energía, los jóvenes, son como toros, me vuel-
ven loca. La verdad, no me acordaba de que fueran tan así, mi último
novio tenía cincuenta. Pero ya no quiero de ésos. A éstos nunca les digo
mi edad; claro que sospechan algo, pero se hacen guajes. Por ahora tres:
uno que conocí en Guadalajara, otro en Toluca y uno del bar a dos cua-
dras de mi casa. Pues así, en los viajes, ya te dije que vendo Avon. Pero
Avon a escala nacional, tengo un puesto alto. Y pues en el hotel al que me
manden, una copa en el bar, ir a bailar, ya sabes. Vivir la vida loca. Con
eso soñaba yo, oye, con la vida loca: bailar, coger, hacer de todo y que
nadie te rechace. Hay cuartos de hotel con espejos, y mientras estamos
dándole vuelo a la hilacha, me miro lo bien que quedé, eso me hace feliz.
Hasta pienso que merezco a un chavo operado también, que se vea así
de perfecto. Pero chavo, chavo joven, claro, para que tenga la energía.
Tomo unas pastillas muy buenas que te suben la pila al cien, lo malo es
que bloquean a las del dolor y tengo que escoger. Toda la pila con dolor,
o sin dolor pero con hueva. Contradictorio, ¿verdad? Es que quiero vivir,
se entiende, ¿no?, vivir, así, con intensidad, bien viva. Y eso, sin un cuer-
pazo, está difícil. Por eso. Aunque duela. Me lo merezco, luego de tantos
sufrimientos que te da la vida l
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Sentir bien
en el dolor leído
Rui Zink
1 Sobre Schopenhauer hay una bibliografía vasta y accesible. En cuanto a Camilo Pessanha,
véase el libro de Paulo Franchetti, Nostalgia, exílio e melancolía, edusp, São Paulo, 2001.
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2. La ficción como autogeografía
Hay un corpus muy vasto de textos sobre el dolor, o alrededor del dolor. Men-
cionaré algunos que considero ejemplares: el poema «Autopsicografía», de
Pessoa; un ensayo confesional de William Styron sobre su depresión crónica;
un texto inclasificable de José Cardoso Pires sobre un accidente vascular que
sufrió; un relato de Peter Handke sobre el suicidio de su madre; la novela grá-
fica, hoy canónica, de Art Spiegelman. Estos textos tienen en común el hecho
de tratar de hablar de lo que no quiere ser dicho, hablar de lo que no puede
hablarse, entender lo que no puede ser entendido.
Fernando Pessoa, como de costumbre, lo dice todo: «Y los que leen
lo que escribo / en el dolor leído sienten bien / no los dos que él tuvo /
mas sólo el que ellos no sienten».2
Suelo explicar esto en mis clases con una imagen gastronómica: sushi.
Si un profesor no se actualiza y no se adapta a los nuevos métodos pe-
dagógicos, o sea, a la capacidad para atraer la atención de sus alumnos,
está en problemas. Hoy en día, en tiempos del chef Ramsey, de Nigella,
de Jamie Olivier y otros anglosajones que nos muestran el mundo de la
comida, la imagen del sushi es adecuada y moderna: el poema cuenta
la metamorfosis de un dolor real, sentido por el poeta, que él después
preparó, cocinó, ficcionalizó, mintió, fingió, y finalmente transformó en
poema. Y este poeta da tantas vueltas que —como atleta en un salto
mortal— termina en la misma posición de la que partió. De hecho, ésa
es la diferencia entre los poetas de verdad y los de plástico: los escritores
de verdad usan, como los cocineros de verdad, materia prima de calidad.
Pienso en Saul Bellow, en Kurt Vonnegut, en Borges, hasta en el Ega de
Eça de Queiroz: en todos ellos, la materia prima del combustible de la
imaginación es una maleta Luis Vuitton auténtica —hecha con la piel del
autor— y no una de imitación.
Los malos escritores no hablan de sí mismos y en última instancia
acaban por no hacer otra cosa; los buenos escritores hablan de sí mismos
y eso es lo que los vuelve, en potencia, interesantes. Los grandes autores,
por su parte, no hacen más que hablar de sí mismos y es eso lo que los
vuelve universales. Saben que el laberinto y el tesoro están adentro, no
afuera. Afuera están «sólo» las llaves del laberinto y el mapa del tesoro.
Madame Bovary c’est moi, ¿recuerdan?
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Sinceramente, ¿habrá ficciones más autobiográficas que La metamorfo-
sis de Kafka o el libro con extraterrestres de Vonnegut sobre el bombar-
deo de Dresden? El buen cocinero trabaja con materia prima fresca que
ni siquiera llegó al congelador: llega todavía viva de altamar (digamos,
del altamar de su subconsciente) y él sólo tiene que añadirle sal y agua y
queda lista para servirse.
Fernando Pessoa no se refiere al dolor propiamente dicho, claro.
«Dolor» en su poema es sinónimo de «experiencia», y en lugar de ésta
podría estar otra palabra, a no ser por la felicidad de la coincidencia
fonética: fingidor/dolor. Es por el sonido y no por el sentido que Pessoa
elige la palabra. Y, oh maravilla, queda muy bien.
Porque el dolor es, tal vez, lo más personal e intransferible que exis-
te. Y es el gran tema de los grandes libros: el personal e intransmisible.
Hablar de aquello que se niega a ser dicho, decir aquello que no quiere
ser dicho o, si puede ser dicho, no es con palabras.
Hablar de nosotros mismos es intolerable; no hablar de nosotros mis-
mos es fútil. El texto de ficción o es autobiográfico —es decir, motivado,
espoleado por las preocupaciones específicas del autor—, o no logrará
«levantar el vuelo», como se suele decir del trabajo de la imaginación.
3. De la depresión
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millantes y psicológicamente peligrosas de orillar al personal excedente
a aceptar un amable contrato de rescisión, lo cierto es que el número de
suicidios (por ejemplo, en France Telecomm) es inquietante y el desgaste
está documentado. Y parece que casi nunca es con alegría que, en nues-
tros días, se le pide a un empleado que se presente al Departamento de
Recursos Humanos.3
William Styron describe cómo los súbitos ataques de su depresión
crónica podían volver una pesadilla hasta los momentos de un previsible
gran placer. Es el caso de una invitación para visitar el Museo Picasso
con un equipo de filmación que se limitaría a grabarlo mirando algunas
obras:
il était quatre heures passés et déjà mon esprit était assailli par ses ha-
bituels tourments: panique, désintégration, sensation que mes proces-
sus mentaux sombraient peu à peu dans un flot délétère et innommable
qui oblitérait toute réaction agréable au monde et à la vie. Cela pour
dire de façon plus explicite que loin de éprouver du plaisir —le plaisir
qu’assurément aurait dû m’inspirer ce lieux fastueux dédié à une œu-
vre de génie— j’éprouvais dans mon esprit une sensation proche, bien
qu’indiciblement différente, de la douleur. Ce qui m’amène à évoquer de
nouveau la nature « indicible » de ce mal.4
3 «Of the ten days this year—three women and seven men, the youngest aged 25—eight have
been directly linked to work, according to the observatory for stress and forced mobility,
which monitors work conditions at the company. Yesterday, the French health minister, Marisol
Touraine, called the new deaths worrying. “The company has to take the necessary measures
… we cannot leave the situation as it is”, she told French radio», en www.irishtimes.com/business/
series-of-staff-suicides-at-french-telecoms-giant-investigated-1.1732080
4 William Styron, Face aux ténèbres — Chronique d’une folie, Gallimard, París, 1990, p. 32.
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a veces un enemigo (una presa que cobrar o, peor, que disecar). William
Styron procede de una forma que no es demasiado diferente a la de Proust,
cuando analiza el efecto del beso de buenas noches en el niño que va a (in-
tentar) dormir, o Dostoievsky, con las crisis de epilepsia del príncipe Mis-
cha en El idiota, o Cardoso Pires en su afasia en Valsa lenta, o Peter Handke
escudriñando la vida de su madre en busca de un sentido. En todos estos
casos, el escritor canaliza su atención y la emplea como conejillo de Indias
para realizar un experimento «científico»: el experimento de, analizando
detalles, sin retroceder ante el monstruo que lo aterroriza, reflejar el dolor
con palabras. Si es para domarlo, comprenderlo, exorcizarlo o, simplemen-
te, usarlo como materia prima, ése es otro asunto.
4. El dolor de la madre
No existe ninguna ley sobre el luto. Cuando murió mi papá, pasé dos años
deprimido, con las ventanas tapadas con paños negros. Mi mamá me ayu-
dó, y se volvió mi vecina.
Ella me dijo después que yo había vivido sólo con un cuchillo y un te-
nedor, un plato y una olla donde calentaba el contenido de latas. No me
acuerdo de nada. Me acuerdo de haber pasado veinte horas diarias leyen-
do libros, revistas y periódicos de principio a fin, incluyendo los anuncios
y las fichas técnicas.
Ahora sé que no fue la muerte de mi papá lo que me deprimió. Estaba
yo a punto de caer en una depresión (que es como una anemia del alma) y
la muerte de mi padre me impulsó a enfrentarla y sufrirla.5
5 Miguel Esteves Cardoso, «As leis do luto», Público, 10 de junio de 2015, p. 45.
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especie de muerte interior de la que habla Styron: «Le sentiment de per-
te, dans toutes ses manifestations, est la clé de voûte de la dépression».6
¿Alguien duda de que, si Styron escuchara que la depresión «es como
una anemia del alma», diría que es una expresión feliz y adecuada, propia
de un escritor? Una anemia del alma: es una expresión austera, certera,
casi natural, con la ventaja (la cereza en el pastel) de que, al ser dicha,
parece obvia, de tan simple y luminosa.
No, la literatura no es una ciencia, a menos que sea en el sentido que
tiene la palabra para esa señora que, en las horas más baratas de la publi-
cidad televisiva (el llamado horario pobre) decía, hace algunos años, con
un aire astrológicamente osado: «No descalifique de entrada una ciencia
que no conoce». Y, a pesar de todo, la literatura ha de implicar algún
tipo de conocimiento. Un conocimiento que se acerca a la magia y a la
religión, así como a la filosofía y a las ciencias humanas, pero que sigue
siendo un conocimiento. Una herramienta para aproximarse al misterio
—o viceversa, y ahí reside precisamente la gracia de este arte. Ars gratia
artis, ¿no es verdad? Si el arte muerde su propia cola, ¿no nos indicará
eso algún parentesco, aunque sea lejano, con las medicinas del farmacéu-
tico, cuyo símbolo es, precisamente, aún hoy, la serpiente?
La madre de Peter Handke se suicidó. En un relato breve, que no sé si
definir como novela o como ensayo, Handke narra su historia. El tono es
neutro, mucho más que el de Styron hablando de su depresión. La madre
de Handke fue infeliz —¿por qué otra causa se suicidaría una persona?
Claro, podría no haber sido infeliz siempre, pudo haber sido infeliz sólo
en la época en que se suicidó. Es un buen argumento y Handke —o
el narrador— va en su busca. Digo «Handke o el narrador» porque la
verdad es que no conozco a ninguno de ellos, ni sé si su madre es real.
Supongo que sí, porque Handke lo afirma. Pero no es por un interés
hacia la madre de Handke que leo el relato, en 1979, en un largo viaje en
el Sud-Express, desde París hacia Santa Apolónia. Lo leo porque es uno
de los varios relatos breves (nouvelles, justamente mi género favorito) de
Handke que publica la editorial Folio, y yo supe que era colega de Wim
Wenders, y ya había leído El miedo del portero ante el penalti, Carta breve
para un largo adiós, La mujer zurda. Éste tiene un texto en la solapa que me
encanta, por su sequedad:
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La mère de l’auteur s’est tuée le 21 novembre 1971, à l’âge de 51 ans.
Quelques semaines plus tard, Peter Handke décide d’écrire un libre sur
cette vie et ce suicide. Simple histoire, mais qui contient quelque chose
d’indicible.
Histoire d’une vie déserte, où il n’a jamais été question de devenir
quoi que ce soit. Vie sans exigence, sans désirs, où les besoins eux-mêmes
n’osent ps s’avouer, sont considérés comme du luxe.
À trente ans, cette vie est pratiquement finie. Et pourtant, lorsqu’elle
était petite fille, cette femme avait supplié « qu’on lui permette d’apprendre
quelque chose ».
Es un gran texto, esta solapa, similar al tono del libro. Hoy, después
de casi cuarenta años de haberlo leído, me pregunto si fue el mismo au-
tor quien lo escribió. Antes, yo pensaba que era el editor el que hacía ese
tipo de textos. Con el tiempo descubrí que en realidad no era así. Pero
éste anuncia el tono neutro de la médula del libro:
Lorsque j’étais chez elle l’été dernier, je la trouvai un jour couchée sur son
lit avec une expression si désolée que je n’osais aller plus près d’elle. Com-
me dans un zoo, l’état de l’abandon de l’animal s’était fait chair. C’était un
supplice de voir avec quelle impudeur elle s’était retournée à l’air ; tout en
elle était déboîté, fracturé, ouvert, enflammé, une occlusion intestinale. Et
elle regardait vers moi de loin, à son regard j’aurais pu être son cœur écor-
ché, comme, dans la nouvelle de Kafka, Karl Rossmann pour le chauffeur
que tous les autres humiliaient. Terrifié et exaspéré, j’ai aussitôt quitté la
pièce.7
En 1979, éste fue tal vez el primer texto en mi por aquel entonces
breve vida cuya lectura me hizo llorar. Lloro en el tren, desalmadamente,
con pena de que me vean mis compañeros de vagón, y sin embargo no
puedo evitarlo. Ésa no era la historia de mi madre. Mi madre no murió
sino hasta 2014. Sólo sé que lloro, como no volveré (que yo recuerde) a
llorar con ningún otro texto —no de esa forma, no de esa forma. Pero
cuando un lector llora, ¿por quién llora? ¿Por el dolor leído, o por el
dolor imaginado —sentido, recordado— a partir de la lectura del dolor
ajeno?
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Au cours d’une promenade dans la montagne, comme ils couraient un peu
dans la descente, ma mère laissa échapper un vent, mon père le lui repro-
cha; plus loin, lui-même lâcha un pet, il toussota. Elle se recroquevillait
sur elle-même en me le racontant plus tard, gloussait d’un air malicieux
mais aussi avec mauvaise conscience parce qu’elle médisait de son amour.8
8 Ibid., p. 35.
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ladé a un Otro sin nombre y sin memoria y por lo tanto incapaz de menor
relación pasado-presente.9
9 José Cardoso Pires, De profundis, Valsa lenta, Dom Quixote, 2012, p. 30.
10 Angela Connolly, «Healing the wounds of our fathers: intergenerational trauma, memory, sym-
bolization and narrative», Journal of Analytical Psychology núm. 56, 2011, pp. 607-26.
11 Sarah Nagaty Abdelhafez, «Narrative as Memory: a Reading of Nuruddin Farah’s Trilogy Varia-
tions on the Theme of an African Dictatorship. Dissertação de Estágio de Mestrado Erasmus Mun-
dus», 2015, inédito, p. 44.
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tratando de encontrar una manera de registrar el relato de su padre, el
relato del relato, las dificultades para hallar una forma para el relato y
los problemas que ello plantea, incluso de identidad. Maus es una meta-
narración a tal punto que el segundo volumen se inicia con los críticos
alemanes, diciendo lo mucho que les gustó el primero.
Hay un problema que se le plantea desde el principio: ¿cómo repre-
sentar a judíos, alemanes, polacos, ucranianos, en fin, todas las partes
interesadas? La solución de atribuirles rostros de animales es simple,
brillante —y, sospecho, un desahogo. Por un lado, se inserta en la tradi-
ción de las tiras cómicas, o sea, tiene claramente un pie en la tradición, al
mismo tiempo que se apropia para este medio mixto (gráfico-verbal) el
poder de abordar incluso el tema ante el cual uno queda mudo, el horror
ante el cual el arte, según la hoy muy conocida expresión de Adorno, de-
bería enmudecer: «Después de Auschwitz no hay poesía posible».12 Por
otro lado, dibujar los personajes como animales permitía lidiar con un
problema que sería demasiado doloroso, y podría incluso llevar a Art a la
locura: la expresividad de los rostros. La expresión inglesa es adecuada:
subdued, similar a «discreto», «tranquilo», «resignado», lo contrario de
«exagerado» y «excitado».
Representar a los alemanes como cerdos sería una tentación —y por
eso mismo Spiegelman no cedió a ella. Había un antecedente, Rebelión
en la granja, de Orwell. Los hechos eran lo que eran, no era necesario
atribuirles más carga emotiva —odio, repulsión, en este caso— a lo que
habría que relatar.
Después surge un problema. La esposa de Art, Françoise Houry,
es francesa y no es judía. Art se pregunta: ¿cómo representarla? Y es
Françoise quien le da la solución: Como un ratón, claro. Estoy casada
contigo, ¿o no?
12 Alberto Pimenta dedica un capítulo a este asunto: «El silencio como programa de la poesía
moderna», en O silêncio dos poetas, Cotovia, Lisboa, 2003, pp. 165-180.
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« Ha... Pourquoi pas le petit lapin? ».
« Non, trop mignon, trop gentil ».
« Allons bon. [...] Tu sais, tu aurais dû épouser... Comment s’appelle-t-elle
déjà? [...] ».
« Sandra? ».
« Oui. Tu aurais pu ne dessiner que des souris. Fin du problème ».13
7. La casi-imaginación
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Cuando por fin encontré una solución —una máquina narrativa—
para dar voz a «mi» dolor por la muerte de Joana, muchos meses des-
pués, fue simple como un algoritmo. Y el primer capítulo fue muy fácil
de escribir: bastó recordar las idas al Estádio da Luz con mi padre, sien-
do yo niño, y prácticamente transcribir y ya. El resto —bendito sea—
llegó solo.
Terminado el libro, faltaba tomar una decisión difícil: ¿dedicar o no
el libro a la persona a la que, desde el primer esbozo, estaba dedicado?
Es conocido el caso de Saramago, que en algunas novelas retiró de las
nuevas ediciones la dedicatoria original, y eso ha causado algunas po-
lémicas a lo largo de los años. Pero éste es el caso opuesto. No tuve el
valor de dedicar O suplente a Joana, por pudor, por miedo de ofender a
quien sentía el dolor verdadero (sus padres) y no el dolor prestado (yo),
pero espero que ahora, pasados algunos años, pueda finalmente, en una
próxima edición, dedicar lo que es suyo a su dueño.15
Una nota final: ¿el arte sirve para dar placer? El arte sirve para muchas
cosas —una de ellas, dar placer. En El placer de la escritura (1973), Roland
Barthes distinguía entre los textos agradables —que no perturban— y
los textos provechosos, que perturban.
¿Para qué sirve el arte? La discusión sigue en círculos y no siempre
gana quien tiene la razón, sino quien logra que su punto de vista preva-
lezca. No se trata de una cuestión estéril —es sólo una cuestión históri-
ca, no atemporal. (Sin embargo, esto mismo es discutible: quien tiene la
razón quiere, si es posible, tenerla durante mucho tiempo).
Ahora bien, sea cual fuere el posible beneficio o la dudosa utilidad
para los lectores, los textos sobre el dolor son a priori textos de resisten-
cia —por consiguiente, su horizonte de potenciales lectores es reducido,
en principio. O, por lo menos, son textos que piden un poco más al lec-
tor de lo que lo hace un «texto agradable», sobre todo en épocas donde
el dolor tiende a ser incluido como espectáculo en los noticieros, pero
excluido de su lugar más comúnmente aceptado en el arte.
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Chaque fois que j’essaye d’ « analyser » un texte qui m’a donné du plai-
sir, ce n’est pas ma subjectivité que je retrouve, c’est mon « individu »,
la donnée qui fait mon corps séparé des autres corps et lui approprie sa
souffrance ou son plaisir : c’est mon corps de jouissance que je retrouve. Et
ce corps de jouissance est aussi mon sujet historique.16
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co-pariente
objetivo
Chris Mansell
objective co - relative
when you died this is true / the winds tore the trees out of the ground
/ Mars came close closer to Earth than before / and I shed blood and
then lost / fertility, the last time was the last time / and you opened
your mouth / almost surprised // people had a lot to say / it was time
they said / showing how little they knew / neither of us thought / it
was time / neither of us thought / we wanted to be strung out / so
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los vientos arrastran los árboles otra vez
Venus aparece en la cara del sol
un viejo árbol que yo había cubierto de maracuyá silvestre
se desprende desde la base y la pasionaria
está tumbada entre las flores de camelia y la mata de chayote
distant from each other / in the world // the winds drag at the trees
again / Venus appears on the face of the Sun / an old tree I’d covered
with wild passionfruit / snaps off at the base and the passion tree / is
lying amongst the camellia flowers and chokos // and then the moon
is full / and then the moon is not / that’s how it goes
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Finales
de dolor feliz
Ramonjo Serra
Mi año con Ozu no comienza con Ozu, sino con Abbas Kiarostami, a quien
amo casi tanto como a Ozu. A quien amo con la tristeza única de que me
llegaran al mismo tiempo su obra y su muerte (en Venecia proponen un
pequeño homenaje: un libro para que lo firmen todos los que lo extraña-
mos; eso, dice Žižek, es el espíritu santo: los que se unen en torno a una
ausencia).
Kiarostami hizo varias de las películas más hermosas del siglo del cine.
Dónde queda la casa de mi amigo (endecasílabo maravilloso) es indeci-
blemente tierna. Sencilla y perfecta. Un niño se queda con el cuaderno de
su compañero. Si su amigo no hace la tarea será expulsado de la escuela.
Así que corre y corre hasta el pueblito donde vive su amigo. Sólo que no
sabe mucho sobre él. Pregunta en una casa y otra. Está anocheciendo. No
lo encuentra. En un momento que me hace llorar ahora mismo con sólo
recordarlo, un hombre paciente y viejo que lo acompaña un rato y trata de
ayudarlo en su búsqueda le dice: Yo hice la puerta de tu casa.
Al final, regresa derrotado. Muy triste. Al regaño de su madre. Pero se
le ocurre una salida. Hace la tarea en su cuaderno y también en el de su
amigo.
Me gustan los finales felices que inventó Kiarostami. Como ése, de 1987.
O por ejemplo el de Close Up (1990), que sigue un juicio en contra de un
hombre modesto que se hace pasar por un director de cine en el seno de
una familia acomodada. La secuencia final es especialmente hermosa. El
hombre es absuelto y a la salida del juicio lo espera el director por el que
se ha hecho pasar. El equipo de Kiarostami sigue la Vespa donde van el di-
rector y su doble, pero el micrófono de solapa falla, así que nos perdemos
toda su conversación. Nos obliga a imaginarla.
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En A través de los olivos (1994) regresa al mismo recurso, pero lo vuelve
aún más sutil. Un muchacho y una muchacha tienen una pequeña escena en
una película. Pero la muchacha se niega a dirigirle la palabra al muchacho.
Ya que el director se rinde, en una secuencia prodigiosa, la cámara acom-
paña al muchacho. Trata de emparejarse con la muchacha, que ha huido del
set y le lleva mucha ventaja. La cámara lo sigue pueblo afuera, cerro arriba,
y cuando, desde la cima de la colina, el muchacho logra ver a la muchacha,
allá muy abajo, la cámara se detiene. El muchacho sigue en su carrera loca,
entre olivos, y podemos ver cuando finalmente alcanza a la muchacha. Sus
cuerpos nos dicen que finalmente están hablando. Pero sólo se oyen los
rumores del campo. No nos llegan sus voces.
Antes de todo esto, lo primero que veo suyo es un ejercicio formal y
perfecto y gracioso que se llama Cinco para Ozu (2003). No sé por qué. Pues
entonces Ozu no me dice nada pues no he visto uno solo de sus filmes. Se
trata de cinco secuencias donde la cámara permanece rigurosamente fija,
sin cambiar el foco. Todas tienen en común el agua. En una vemos un ma-
dero que viene y va, paseado por las olas del mar. En otra, desternillante,
un grupo interminable de patos cruzan el cuadro en una y otra dirección.
En la última casi no vemos nada. Está lloviendo y es de noche. Oímos las
gotas caer sobre el agua, sapos y ranas croan de felicidad. Grillos, cigarras,
truenos. Al final escampa. Amanece. Y ese espacio inmenso que habitamos
durante varios minutos, aparece. Es apenas más que un charco en el que
caen las gotas de las ramas empapadas.
Esos cinco ejercicios de cine me llevan a ver algunas películas más de
Kiarostami, pero sobre todo a Ozu. A pasar un año con Ozu.
Este año que le dedico a Ozu no es de estudio. Su cine ejerce su fascina-
ción y es mi consuelo. Estoy triste, estoy cansado y pongo una de sus pelícu-
las. Me gustaría poder decir que en orden cronológico o, mejor, de acuerdo
a sus hermosos, muy japoneses títulos: de Primera primavera a Primavera
tardía a Fin del verano a Una tarde de otoño. Pero no es así. No sólo porque
hay otras películas que no entran en la cronología, sino porque voy viendo
lo que puedo encontrar en la biblioteca de la universidad y en las plata-
formas de cine. Confieso que no sé distinguirlas. Pero al mismo tiempo me
vanaglorio de ello. Porque, más que en el caso de cualquier otro cineasta,
se trata de variaciones muy sutiles sobre el mismo tema. Que cambian en el
tiempo. En la casa familiar hay cada vez más sillas. El vestuario para ir a la
oficina es cada vez más uniformemente occidental. En algunas se permite
filmar en color. Pero en todas se repite esa toma tatami con la cámara em-
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plazada muy abajo; justamente a la altura de sus personajes sentados a la
manera tradicional sobre una estera frente a una mesa baja. Enseñándome
a tomar té en casa y sake caliente en el privado de un restaurante.
Para cuando llego a Tokio monogatari, Ozu es mi cineasta favorito. Pero
decir favorito es trivial. Porque me es mucho más. Acaso necesario es me-
jor adjetivo. Cuando ha pasado mi año con Ozu, he cambiado. Quiero ser
mejor. No sé si soy mejor. Pero lo deseo. Mi melancolía es una fuerza moral.
Gracias a Ozu llego a ser Ramonjo Serra.
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Enseguida gravito hacia sus relámpagos, retratados sin cámara, por pura
exposición del negativo a sus poderes instantáneos. Me emocionan tanto
que algunos meses después intento comprar uno. Al final me quedo sin rayo
porque no tengo once mil dólares mostrencos en mis cuentas.
—Ves, hubieras seguido trabajando en la Bolsa.
En Madrid, donde el mar no se puede concebir, me quedo mucho tiempo
con sus marinas. Mejor: me quedo en esas fotografías exigentes donde se
unen los planos horizontales del mar y el cielo. En muchas, tomadas en las
horas de menos luz en los helados mares del norte, son casi indistinguibles.
No hay olas ni nubes románticas. Apenas las levísimas variaciones de la luz
más tímida sobre el agua casi llana. En algunas, el horizonte ha desapareci-
do en bruma. En otras, el foco se difumina hasta crear un vaso comunicante
que me hace desembocar en los campos de color de Rothko. Esos que gozo
como nunca a través del placer que sienten Marcelo Uribe y Coral Bracho
al contemplarlos. Marcelo me dice sabia y sencillamente: Nunca dejan de
moverse. Y lo quiero en ese momento.
Lo vuelvo a querer en éste, al evocarlo. Más, cuando me doy cuenta de
que los versos de Coral, que me gustan tanto, hacen algo semejante, su
misterio nítido no deja de irradiar.
En fin, regreso.
Nunca me ha parecido tan hermoso ni tan complejo el juego de los gri-
ses de la emulsión de plata que sólo voy a aprender a entender como fruto
de mucho trabajo fotográfico, más tarde. Pero en ese instante sé que no
sabría estar allí si no hubiera pasado un año con Ozu. En un aprendizaje de
placeres sutiles, que sólo se logra destilar en una serie, que en su caso es
su obra completa. No sé cómo agradecerle. Así que hago una caravana lenta
para su fantasma. Y abandono esa sala, listo para la calle.
deja de irradiar.
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Más y más me pasa esto en los museos. Algo me colma y ya no necesito
seguir viendo. Incluso si lo intento, esa visita ya ha dejado su impronta y
lo demás me sobra. ¿Cuándo aprendí que se podía ver un museo de manera
incompleta? ¿Fue gracias a los años que viví en dc, cuando, después de leer
en la Biblioteca del Congreso, desviaba mi camino de vuelta para pasar por
uno de los museos, a veces para ver sólo un cuadro? ¿Es el mismo gesto de
releer el que me enseña la libertad de no ser exhaustivo? ¿O es el de ir a ver
una película por segunda, cuarta, séptima vez, para dársela a alguien más?
Mis padres y mi abuelo me convertían en un cicerone jovencísimo del
Museo de Antropología cada vez que venía alguien de España. Me resultaba
dificilísimo elegir qué salas mostrarle. Pero al final explicaba la Piedra del
Sol, nos tomábamos unas fotitos y podíamos ir al fin a comer al Camino
Real o adonde mandaran los cánones del tour oficial. Nada tiene una sola
causa, un principio único.
Sin embargo, esta vez me equivoco. No he terminado. En la siguiente
sala, la última, Sugimoto deja que se me revele el fantasma de Ozu. Allí me
esperan los viejos cines iluminados por la luz de sus pantallas deliciosa-
mente enormes, rectangulares o con la curva peculiar del c-i-n-e-m-a-s-c-
o-p-e (escribe el gran Víctor Cabrera). Como Sugimoto ha dejado abierto
el obturador de la cámara durante toda la proyección de la película, en la
pantalla no aparece ninguna imagen: es perfectamente blanca. Viejos cines
muy hermosos. Vacíos. Donde, invisible, Ozu ve cine invisible.
Y éstas son siete escenas que me gusta darle. Escenas de películas que
ya no pudo ver vivo. Éstas son mis siete para Ozu:
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Aquí tomé clases de ábaco, le dice a su hijo en el autobús. Pero no hay
nada que ver. La casa ha sido demolida.
Iba a oír cantar a las huérfanas pobres que se educaban en la scuola. Cuenta
que las amaba tanto que quiso conocer los rostros que se ocultaban tras la
celosía. Como cabe esperar, una era fea y otra feísima. Pero como es un ca-
ballero, y sobre todo un músico, decide seguir enamorado de ellas. De todas.
Dos trenes. Uno por un puente, otro por una vía más baja. Ambos son tre-
nes de pasajeros, urbanos. Se van. Antes de que desparezcan por completo,
aparece otro tren que sale de un túnel. Todos son de colores diferentes.
Veo los trenes sin comprender que no estoy viendo los trenes con mis ojos,
sino con los del profundo amor de un personaje que iré conociendo duran-
te las siguientes dos horas. Tiene una librería de viejo. Es estoico. Sube a
los trenes con una grabadora. Le gusta la música de los trenes. La muchacha
a la que ama y que no lo ama prefiere la de un pianista genial y triste de la
primera mitad del siglo.
En la película sólo se dice una palabra. El pastor dice Grazie cuando recibe
en un papel doblado el polvo mágico para curarse de la tos pertinaz que el
diario sereno del monte donde lleva a apacentar a su rebaño de cabras le
va agravando. El polvo de iglesia que barre una beata vieja.
Je ne suis pas une image, le dice la muchacha hermosísima al hombre que la ama,
que la odia, que ha intentado violarla, que construye catedrales y tiene lepra.
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Polvo otoñal
Cecilia Eudave
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de algo. Y yo no pude explicarle, ni sonreír siquiera —hacía tiempo
que si estiraba de más los labios se agrietaban las mejillas—, para que
esa sensación lúgubre de estar casi depositando un cadáver en ese
decadente hotel no se fijara en su cabeza.
—Si quiere, puedo llevarle las cosas hasta la recepción.
El chico lucía asustado, pero al mismo tiempo un dejo de piedad
o humanidad se desgajaba de sus ojos. Tenía los dientes apretados,
a pesar de disimularlo con una sonrisa amigable. No sé por qué los
ancianos damos pena, tristeza. Moví la cabeza negativamente, sintió
cierto alivio, subió rápido al auto. Antes de partir agitó su mano como
si se despidiera de un pariente o de un recuerdo.
Nunca fui un ser empático. «Naciste muy callada», dijo mi madre.
«Eras una niña solitaria», me comentaron mis hermanos. No sonreía
mucho y eso alejó a los muchachos. No fui atrevida, afirmaron mis
amistades, unas cuantas que con el tiempo están ahí más por lástima
que por afecto. Y por si aquello fuera poco, todo lo que tocaba se
resecaba, y poco a poco se desbarataba en polvo. Esta condición la
heredé de mi abuelo paterno. Él la tuvo, y sobrellevarla lo hizo un tipo
difícil, hosco, porque debía contener la desdicha de convertir lo que
tocaba en miseria quebradiza. Lo casaron con la abuela, que era toda
ilusión y anhelo; él pensó que sería una buena medicina, aunque no le
gustara ni le provocara deseo alguno. Nunca la acarició con ganas, ni a
ella ni a nadie. Cumplía sus deberes maritales quién sabe cómo, quizás
abandonando su cuerpo a las manos de una esposa aferrada a devol-
verle algo que de antemano sabía perdido. A mi madre la miraba con
cierto cariño, sorprendido de no haber secado ese diminuto pedazo
de carne. Intentaba, afanosamente, abrazarla con afecto, siempre con
el cuidado de no hacerlo tan profundamente que llegara a romperla,
buscando en ella una razón que no lo llevara a agotarlo todo, a desba-
ratarlo todo, con el único fin de sentir algo. La paternidad le hizo bien
por unos años, muy pocos, los suficientes para comprender que debía
alejarse de ella o la contagiaría de ese mal, casi condena, que viene a
veces como legado familiar y emociones endémicas que se confieren
como herencia.
Por ello el señor Fiore, a los treinta años, deja una viuda y una hija a
manos de su fortuna para ahogarse misteriosamente en un mar calmo.
No sin antes haber secado la casa familiar, los jardines, varias empre-
sas y el futuro de su familia en una apatía estremecedora. La abuela
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salió adelante como pudo, se le marchitó el cuerpo yendo de un lado
a otro, añorando consuelo. Por lo menos yo no fui madre. Suspiré,
pero no por eso, ni por el destino de mi abuelo, sino por someter y
haber sometido a tanta gente a mi tristeza, a esa cosa que me nacía
por dentro, me mataba los deseos, la alegría, la intrepidez que se
necesita para vivir.
Arrastré la maletita y acomodé el bolso. Antes de entrar a regis-
trarme me senté en una banca próxima. Busqué la reserva que me hizo
un sobrino. Le resultó extraño que quisiera irme a un lugar en medio
de la nada, entre fronteras, en otoño, cuando hace un viento que asus-
ta a los huesos y los hace crepitar constantemente. Le pareció absur-
do que no eligiera un sitio paradisíaco lleno de gente como yo, que
ahora con la pensión miserable, pero pensión al fin, de pronto puede
pagarse las vacaciones de su vida. Pero más le sorprendió que sacara
todos mis ahorros e hiciera un viaje tan cansado, tan complicado y
sin sentido, para instalarme indefinidamente en ese hotel caduco y
deslucido. Vimos juntos las fotos del recinto: «Por lo menos es limpio,
tía Francesca». No requería de nada más. De las disponibles, elegí la
más austera. Pedí incluso que retiraran un par de cosas que me pa-
recían innecesarias: el tocador con un espejo y una cajonera oscura.
Nunca me veo en los espejos, me deprimo. No tengo muchas cosas
que guardar, ni siquiera recuerdos, al paso de mis días fueron absolu-
tamente prescindibles, estar o no estar no hizo diferencia alguna en
ningún momento de la existencia de alguien. También solicité que las
ventanas no tuvieran cortinas.
Miré el jardín con algo de curiosidad. Me gustan los jardines en
otoño, aunque los prefiero invernarles, porque así, cuando paseo y
toco algún rosal, al que le quedan sólo sus espinas, y lo seco, nadie lo
nota. Sin embargo, la estación otoñal es mi favorita, pues nos anun-
cia que todo acaba convirtiéndose en hojarasca, en polvo, en ligero
aliento de vida. Me sorprendí haciendo una leve mueca parecida a un
esbozo de sonrisa. Quién iba a decirme que tendría que alejarme tan-
to de casa para comenzar a sentir una sensación parecida, supongo,
a la tranquilidad; siempre he vivido entre zozobras, en la inquietud.
Quién iba a pensar que vendría hasta aquí a hacer un recuento de mi
existencia discreta, absorbida por una melancolía que no pedí y que
agotaba a los que se me acercaban. «Nos secas», dijo mi padre. «Mi-
rarte es como mirar a tu abuelo y sentir sus manos de granizo en la
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piel», comentó la abuela mientras percibía mi poco entusiasmo por las
vacaciones, por la diversión, por el afecto.
Mi madre, en cambio, se aferró a contrarrestar mi condición con un
entusiasmo irrelevante y ridículo. Pensó ilusamente que si ella era feliz
por las dos me curaría. Se negó a ver cómo a mi paso todo se enne-
grecía y se desmoronaba como tierra seca de baldío. Yo no era ni bue-
na ni mala, simplemente era así, y ella me quiso de esa manera por las
dos. Su amor casi fue suficiente, por ello superé las expectativas de
vida de la gente que nace triste y se va ensombreciendo poco a poco.
Aunque en el fondo de su corazón quizá pensaba, como todos, que
viviría poco, que algún día iba a tomar un objeto punzante y, por pura
curiosidad, abriría alguna de mis venas para descubrir si tenía sangre
dentro, para saber si era roja, efervescente, vibrante, y al hacerlo sen-
tiría alguna emoción, por más siniestra que fuera, pero emoción al fin.
No fui curiosa. Ni iracunda, ni complicada, ni lloraba siquiera. No
llevaba agua dentro, ni risas, sólo un poco de voz. Con ella me arreglé
el mundo, con ella me interné en un trabajo matemático y rutinario
que logró sacarme de la casa familiar, y permitió arrumbar mi sequía
en un minúsculo piso de no más de cincuenta metros con lo necesario
para resistir. Y resistir es la palabra, aunque mi hermana me gritara
egoísta, o mi madre ingrata.
Resistí por ellos de algún modo, y porque sé que todos tenemos
una fecha de caducidad por dentro, violentarla no sirve de nada aun-
que lo hagan, si es tu hora no regresas nunca más. En fin, he vivido lo
suficiente a fuerza de voluntad, a pesar de que esta maldición familiar,
con el paso de las generaciones, te debilita, para darme cuenta de
que al caer la edad una puede cubrir mejor sus rastros, una puede
pasar desapercibida y ser menos señalada. Al mundo le molesta la
gente que está sin estar, los que no bailan ni sonríen, los que van de
lado o se esconden entre el sueño y la vigilia, los que huyen todo el
tiempo porque tienen el don de volver un funeral cualquier instante,
cualquier vida.
Toqué la banca de madera oscura donde estaba sentada y comen-
zó a crujir: el frío de mi mano le confirió la dureza de lo que se va a
reventar. Por dentro sentí todo el hielo y al mismo tiempo el fuego
que me ponía febril por las noches, que pasó de ser una sensación
esporádica a constante en los últimos meses. Ahora ya no podía disi-
mular el desasosiego, y los objetos explotaban en polvo como si ahí
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les depositara mi ira, como si tantos años conteniéndome, tratando
de disimular, de ser condescendiente con esta condición infame, per-
versa, con este don inservible de convertir todo en polvo, en tristeza,
me regalara, por fin, una emoción distinta al desencanto. Así que esto
es sentir algo luminoso, me dije.
Con ese ligero entusiasmo, inusitado y curioso, intenté levantar-
me de la banca, por primera vez sentía algo distinto a la desazón.
No pude hacerlo. Las piernas comenzaron a incendiarse en una com-
bustión azul y blanquecina que me pareció hermosa. Se me aceleró
el corazón. Logré dejar de lado el enorme bolso e impulsarme con
los brazos, que comenzaban a calentarse, para caer sobre la tierra
e intentar rodar. No pude pedir ayuda, tengo la lengua seca desde
hace años, la voz también. Cuando caí me rompí en dos, sin llegar a
despegarme completamente, facilitando al sol de ese mediodía otoñal
cumplir su trabajo de convertirme en una pequeña fogata. No dejé
de contemplarme, ni cuando los ojos, como el resto de mí, intentaron
elevarse por los aires como si fuera una ligera brisa ceniza queriendo
liberarse. Fue cuando escuché al hombre de la recepción, que venía
acompañado de un jovencito.
—Señorita Fiore, la estábamos esperando. Todo está dispuesto se-
gún sus indicaciones. Su habitación es la número 15, segunda planta,
vista parcial al jardín, la ventana no tiene cortinas. Retiramos el toca-
dor con espejo, también la cajonera. Esperamos que todo lo encuen-
tre a su gusto.
Dicho esto, el chico tomó mis ridículas pertenencias, mientras el
otro, con sumo cuidado, se arrodilló para incorporarme, pues, ayuda-
do de un escobilla, recogió mis cenizas y las puso dentro de un frasco
discreto de color azul como el mar l
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Estaciones
Jordi Doce
El miedo,
es el miedo otra vez, piensas, mientras la luz
se hace más fuerte
en el patio interior y la mañana
arranca sin certezas,
tan sólo la voz de una niña
en el piso de al lado, un ruido
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de puertas y ascensores
para gentes seguras de su oficio,
nombres redondos,
y la leche que hace un momento pusiste al fuego
se quema.
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[coda]
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¡Promoción!
¡Promoción!
¡Promoción!
Iván Soto Camba
Dolor gratis*
*Aplican restricciones.
Se infligirá sólo uno por persona. No incluye devastación, terror,
guerra, sangre, muerte. Válido sólo antes del 1 de abril de 2050.
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El coronavirus es el mejor
de sus problemas*
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Gratis*
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Inserte su opinión
al respecto aquí*
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2 x 1 en todo*
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Usted, gratis*
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Cuaderno
gris
Luisa Valenzuela
Junio 2010
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y hasta humana (los ciclotaxis). Todo, menos tracción a sangre propia.
Así hasta marzo de este año 2010. Para el largo viaje que duró casi
dos meses —viaje al fondo de la noche— mi medio de transporte fue
un virus. Anónimo él, indetectado, por fortuna finalmente expulsado de
mi organismo; un virus que se alojó en mi cerebro y mientras vivió hizo
estragos. Es decir, su trabajo de virus. Y me transportó al fondo oscuro
de mí, borrándome de un plumazo los recuerdos de ese viaje. O casi.
Por eso mismo trataré de reconstruirlo ahora que puedo. Y me animo.
Porque hasta hace una semana no quería saber nada de nada, y ahora sí,
quiero saber. De esto se trata el estar en vida. Y el retomar la escritura.
La voy recobrando, a la escritura, y una vez más salgo al encuentro de
ese decir que nos permite ver las palabras a trasluz. Me hace bien. Porque
al emerger del largo letargo estaba convencida de no poder escribir más,
y no me importaba; imposible recordar que el escribir es una forma de
pensar, de estructurar la llamada realidad, de exprimirla para tratar de
extraerle algún sentido. Como quien exprime un limón, digamos, o hace
jalea de una fruta que de otra forma resulta indigerible. ¿Se le agrega
azúcar a la realidad, se la endulza al escribirla? En absoluto. Es sólo una
metáfora.
Hablando de lo cual...
«No despertar a los perros que duermen», me conminó el neurólogo
cuando mencioné el recuperado impulso de escribir.
Un estúpido.
No despertar a los perros significa no despertar en absoluto, así de
simple, no permitirse el lujo de acceder a ese conocimiento que se dice
prohibido, ¿y quién lo dice?
Prohibido.
Como si el conocimiento acatara la ley, tuviera ley.
Como si los perros dormidos no descendieran del lobo y aullaran en
las noches de luna o sin ella para despertar a las incautas, valientes, las
más empedernidas almas.
Alma es aquello que llevamos adherido al cuerpo.
Nuestro cuerpo: el alma lo constituye y habilita.
Lo entendí a las patadas pero supe entenderlo.
Por eso mismo la pregunta:
¿Y el cuerpo, qué? ¿Dónde ponerlo? Porque lo que es acá nos inco-
moda.
Pobre cuerpo doliente sin memoria del dolor, desreconocido. Into-
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cable (y fue tan tocado en esos días, casi dos meses de desmemoria y
desamparo) para después:
¡No se acerquen!, como un grito.
Ni mencionarme el cuerpo se podía, nunca usar esa palabra descor-
porizada, la palabra cuerpo.
Y los nervios vibrando en armónico al son de la palabra cuerpo. Ate-
rradora.
Chirriantes ellos, los nervios, como si alguien estuviese rascando una
pizarra con las uñas. Ese mismísimo alguien que supo proferir la muy
profana, la palabra cuerpo.
Me perdí de mi propio cuerpo, y la energía me quedó despatarrada
por el aire de mi entorno y yo tan fuera de aquella que supe ser yo. Mi
cuerpo.
Una amiga terapeuta llegó cierta tarde —quizá haya pasado otras tar-
des por mi habitación en la clínica, pero yo sin registro de movimiento
alguno. Llegó una tarde, digo, y captó la dispersión de mi energía y se
preguntó qué hacer y sólo atinó a masajearme los pies y eso me fue reu-
bicando, reinsertándome en mí.
Un poco.
Así en dos, tres oportunidades, hasta que cierta aciaga tarde sintió
que podía hacerme hablar, devolverme al lugar de la palabra, que era su
oficio.
No hablaremos de tu enfermedad, me dijo; no, hablemos del cuerpo.
Tenés que amigarte con tu cuerpo, me propuso a modo de consuelo.
Y fue un desgarro.
La eché de la habitación. No pude seguir más, llamé a la enfermera.
Tengo un ataque de pánico, le dije a la enfermera.
¿Tuvo antes ataques de pánico?, preguntó ella.
No, nunca.
¿Y entonces cómo reconoce los síntomas?
De oídas los reconozco, de leídas, de esta sensación que no puede ser
otra cosa, como un mar embravecido, un tsunami interno, un fuego cre-
pitante, llamaradas, incendio de desesperación total, la propia vitalidad
dispersa rebotando en las cuatro paredes de la habitación en la clínica, y
yo ahí, en la cama en un fuera de mí que no es furia ni locura ni metáfora:
Es estar salpicada en todas partes y no estar para nada en el propio
lugar allí donde corresponde, el propio cuerpo, esa casa del alma. Y del
lenguaje.
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Cuatro acercamientos tuve a lo inmencionable de mí, cuatro ataques
de pánico o de nervios. Nerviosa y todo como suelo ser, nunca antes
supe y espero no volver a saber de esos temblores, la imposible desazón,
ese fuera de sí y el desconcierto. Y las cuatro veces estuvieron relaciona-
das con el cuerpo.
Los temblores resultaron necesarios para hacerme saber lo lejos que
estaba yo de mí.
Escindida.
Si la víctima del ataque viral había sido mi cerebro, ¿por qué me sen-
tía tan apartada de mi cuerpo, su único sostén, su continente?
Porque el cuerpo no es continente ni sostén del cerebro —al menos
no sólo eso.
Es el propio ser, es quien es y soy yo, y la palabra yo que antes des-
preciaba. Todo esto está hecho a medida para calzar el cuerpo como un
guante.
Ser el cuerpo.
Entonces heme aquí, re-integrada.
Por fin vuelvo a sentirlo todo mío, a mi cuerpo, y a la vez sé que no
tengo derecho a sentirlo así porque soy de él, de mi cuerpo, o mejor
somos uno, mi cuerpo mi mente y yo.
Un solo ente.
Y anduvimos tan pero tan disgregadas, tan sufrientes cada cual por
su lado.
El dolor sin embargo se olvida, imposible traerlo a la memoria física
cuando ya se ha evaporado. Sólo queda el relato del dolor y de aquello
que fue vivir fuera del cuerpo y no poder unir las piezas, ni siquiera po-
der mentar esa palabra: cuerpo.
Fue el mayor horror, que perdura aún como amenaza y por eso ahora
escribo y escribo, para recuperar mi cuerpo.
O recuperar la noción de habitar cómodamente el propio cuerpo,
materia de escritura l
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El último
refugio
Lizzie Castro
Va a la sala
le sirve un vaso de whisky
a mi madre.
Salgo de casa
los chicos del vecindario me esperan.
Soy Bonita.
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No importan mis moretones
cubiertos con makeup.
Soy Bonita y Fácil.
Elijo a uno.
Tomo sus dulces y monedas
lo dejo tocarme como lo hace mi abuelo-padre
pongo su pene en mi boca
lo chupo
hasta que se corre.
Tengo 14.
Mi vientre crece.
Me confinan en una ridícula casa
para madres adolescentes.
Tengo 15.
Pasan meses.
Un ser sale de mi cuerpo.
Destruyo la habitación
me olvido del pedazo de carne. Huyo.
No volteo atrás.
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Me vengaré de mi padre:
Pederasta
Suicida
Cobarde
De mi abuelo:
Violador.
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Le vacío a Clementine
aún está desnudo y se queda ahí
con una mueca de asombro.
Tiro el cuerpo en el camino.
Me llevo el auto.
1989: el primero
1990: me he cargado a otros
1991: me buscan
1992: confieso
7 asesinatos
6 condenas a muerte
Soy un Monstruo.
Todos quieren un pedazo de mí.
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Por Dios: soy Aileen la de la Televisión
¿Qué no se enteran?
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Balanza
de párpados
Sergio Briceño González
pués de todo están dormidas) y alguien que me dice: Jefe, ¿crees que
puedes entrar en ese sueño? Tal vez, le digo, por los cuarenta pesos
las ganas de fumar, que puede hacer que actúes como un perro, inclu-
saco rojo sobre una camisa roja en la que flota un dije con brillantes.
Jefe, ¿crees que haya mujeres que se comporten como los arcoíris?
¿Cómo?, le digo. Sí, que haya mujeres como los arcoíris. ¿Por qué los
maricones y las lesbianas usan el arcoíris, patrón, tiene algo que ver
tura orbitan su cabeza. ¡Duer ma sé!, escucho que grita una hormiga
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le hace una pregunta a la marioneta a su lado. Es tan divertido ver a
cuenta de que tiene los ojos cerrados, que ha hecho todo eso con los
ojos cerrados. No sé de qué son los sueños, jefe, pero la otra noche
soñé que me cogía a Kim Kardashian, que yo era el negro con la verga
el voluntario bebe como si fuera más real que una copa real. ¿Qué ten-
drá esa copa invisible, patrón, que el compa se la bebe tan a gusto? Le
escribo al despertar. Jefe, ¿con hipnosis puedo hacer que una chava se
go, pero Taurus estaba paralizado. Nadie podía despertar. Tronaba los
los restos de su esposa entre las ruinas de la Atlántida. Pero Betty es-
bar. Jefe, ¿no tiene unas monedas que me regale?, no he comido hoy,
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Valeria Correa Fiz
F etos 1
Ni muertos ni vivos
para mí eran
un equipaje
nocturno
casi humanos en el agua gris,
anudados
a la matriz
sin fuerzas para nadar
entre
los huesos ablandados
de la pelvis.
Náuseas, angustias,
una turbia carga
que hice mía
y llegué a amar.
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E xilio
No duele
la noche de la carne ni el cardo
en las heridas.
P icana
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Susan
Elsmlie
La poesía
El castigo
y la recompensa
El látigo
y el bálsamo.
Poetry
Only embroidery and cancer are slower, / sometimes not even. // The
blending / of punishment // and reward. / Can’t pay someone // to
do it well. / Russian ballet and break dance, // waltz and lap dance, /
champagne and bathtub gin. // Lashing / and balm.
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Material
Material
I prefer the absurdity of writing poems / to the absurdity of not writing poems.
wislawa szymborska, «Possibilities» (trad. de Stanisław Barańczak & Clare Cavanagh)
«At least you got a poem out of it,» / we’d say, thin on irony, as though
/ getting a poem out of it absolved you / of schtupping a married man,
/ failing your comps, losing / your rent at the slots. // Now, years on,
careworn, / doesn’t it seem quaint / to be consoled by getting a poem out
of it, / whatever it is? Dividend of grief. / One of the perks of pain. Gifted
/ with an endless supply of material, / redemption only a roundel away.
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Tiroteo en la escuela1
Dawson College, 13 de septiembre de 2006
para mi hija
School Shooting
Dawson College, September 13, 2006
for my daughter
When shots blanched the corridors and a small throng / of students and
another teacher crouched on my office floor, / some under desks, some
receiving calls or text-messages / until I commanded, Turn off phones in
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*
case they give us away, / there was an instant, between the first shot that
ruptured the silence / and our release by the swat team that chalked an
x on my door, / that I met the dark eyes of the girl nearest me and beheld
/ you—and knew whatever happened to me it’d be / all right, your dad,
harrowed, would raise you, I’d live / in memory, fading with time, all
right. I felt / from one side what looked like faith and, / from the other,
unforgivable: I could go / true as a tree felled by lightning. / Not as one
who parts seas but as one who splits, / child of a God who seems to have
abandoned us perfectly, / and can do no wrong.
I can tell you there is a static silence / between reports of a gun; bullets
// pierce drywall; we were too afraid to move / a filing cabinet to block
the door; // when the smooth-jawed swat officer / ordered me to hold it
open for my students // then swung around to cover my back I felt / his
core hot and trembling through Kevlar.
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Después de recibir el diagnóstico, fui a la alberca
a sumergirme en la fría realidad
After the Diagnosis I Went to the Pool to Ease into Cold Fact
Tell me joy persists. I need that to hold / as I parse the lengthening
shadows: / therapies, special schools, the thinning hope / that he may
speak, ride a bike, beat the odds. // You were back at home, resting with
our son. / And just when I should have been packing up, / I caught sight
of a Chinese kite, a dragon, / red, swooping in the wind and so high
up // I thought it must have broken free, lost. / «Look, someone’s kite
escaped!» a boy exclaimed, / pointing skyward. There the kite danced,
wind-tossed, / too high to think it held by any hand. // Yet, buoyed, I
watched it for a good long time, / until I felt the nature of the rhyme.
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Mi hija que llora hasta quedarse dormida
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Pasto
Grass
O I perceive after all so many uttering tongues!
Walt Whitman, «A child said, What is the grass?»
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Poemas
impugnados
[fragmento]
C laudia S chvartz
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Soy una escritora sin tiempo
ni posibilidades de pulir su texto
Siempre algo se antepone
Corta y hace sangrar la lengua
la aguja del bordado
las janas de una cosecha imaginaria
para un arrope todavía más imaginario
Preferir la manzana caída a la que el árbol ofrece
hermosa, perfumada, pesando en su rama
...y de todos modos elegir lo carcomido, lo roto
lo que fue golpeado incluso por su propio peso
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Hay y no hay tiempo
Tiempo hacia el mundo o pequeños tiempos
hacia la descendencia
un futuro que debe
por fuerza tiene que ser distinto
Tantos han sido los fracasos
Algo, alguien tiene que salir limpio
Tu maravilloso pelo, tan brillante, largo y sedoso,
que mereció las caricias de miradas y manos
tiene que poder ser oro, oro para la bordadora
Oro rojo, oro blanco.
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Lo que
queda
Araceli Mancilla
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gocijaba con la fertilidad del terreno y el esplendor del campo. Seguí al
vagabundo en su andar, entre fascinado y harto, mirando las vidas de los
otros. Sobre todo, se mantenía atento a la joven esposa de su empleador;
pero su existencia transcurría entre el trabajo arduo y el ser libre. Al fin
y al cabo, después de fastidiarse de la cercanía de los demás, el hombre
siempre podía largarse, como ya había hecho, para luego volver.
Conocí la vida del vagabundo desde mi pequeño departamento, en
un quinto piso, donde alguien, inclinado sobre una mesa minúscula, es-
cribía. Escribía y, de reojo, me observaba leer. Me observaba leer, en
silencio, de la misma manera en que me había acompañado, apacible, en
mi cálida vida de aquellos tiempos.
Después dejé Madrid. Dejé aquel departamento en la Avenida del
Doctor Federico Rubio y Galí, y la luz de sus ventanales. Se quedaron en
él las pequeñas lámparas de lectura, el largo sillón de cuero negro y un
edredón azul, entre otras tantas cosas, cobijo de mi intimidad durante
un año.
Crucé el océano, y traje conmigo el libro, para dártelo. Envuelto en
papel de China color sepia, lo puse en una caja de cartón, el día de tu
cumpleaños, con una carta manuscrita. No podía darte el regalo en pro-
pia mano, no podía verte en persona, pero sabía que lo tendrías contigo.
No estarías tan débil como para no poder leer, quise pensar. Intuí que
los acordes nocturnos del vagabundo, llenos de estrellas, llegarían a tus
ojos, a pesar de tu enfermedad y del cansancio.
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Quise pensar que, aun en esos días terminales, tu corazón bibliófilo
acogería, como parte de la hermosura de la tierra, las visiones del vaga-
bundo. Que estarías encantado con sus andanzas.
Al cabo de tu muerte, su historia, encerrada en el libro de tapas duras,
de tela marrón, habrá quedado en algún estante, quizá cerca de objetos
que te recordaban lugares y personas con quienes fuiste feliz. Alguien de
tu familia podrá leerlo.
Hace unos días, Madrid apareció en mi sueño. En el sueño, yo andaba
a pie por sus calles, al salir de la estación del metro Cuatro Caminos y di-
rigirme a mi hogar. Miraba las baldosas del piso, donde se arremolinaban
las hojas del otoño. Observaba a la gente caminar rumbo al Mercado de
Maravillas. Era tan vívida esa belleza.
Desperté. La melancolía se había metido en mi habitación, de madru-
gada, con la tibieza de la primavera. Al pasar las horas, el desasosiego
fue atravesando las cosas de mi casa. Traía el eco de un desastre univer-
sal, de una pandemia viral que no querrían ver tus ojos. La pandemia al-
canzaba a Madrid y, en algún momento, estaría poniendo pies en nuestra
ciudad.
Presentí entonces la violencia de una orden de reclusión a la que
probablemente te habrías negado.
Te habrías negado, pero ya no están tú ni tu sabiduría para refutarla.
Tampoco está quien me miraba leer en mis tardes madrileñas y, a veces,
podía consolarme. Quedan, en cambio, los encuentros, su rastro. Quedan
las palabras que se han escrito para que soportemos lo que acaece. Las
que abren el espacio y pueden aquietar el ruido de lo aciago, como la
sordina del vagabundo l
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97
Tres
penitencias
I sabel R uiz
i. N otas de ayuno
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98
ii . T iempo medio
de la casa
piso de tierra
tierra de cuerpo desterrado
Me preguntan si prefiero a San Agustín o Santo Tomás
prefiero mi estante de ladrillos y mi hábito
prefiero un plato de comida al público hambriento
esos que aplauden mientras salto en ancas
¿Dónde encuentro el fragmento
de tierra
de muro
para seccionar la rapidez de mi fracaso al detener el tiempo?
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Pacifista armado
Françoise Roy
Derrumbadero tú,
ante qué
invisibles maderos.
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En vivo
Manuel R. Montes
Respira, hondo.
Alinea la espalda. No la curves. Abre los ojos antes de que la baqueta
caiga en el borde del contratiempo. Por un instante, al filo de la música
que vas a desencadenar, levitas. Tu cuerpo aprendió hace ya mucho los
movimientos que de pronto te intimida repetir frente a los desconocidos
que te rodean. Neones desfiguran los rostros de acuarela en los que no
adivinas la felicidad, el aburrimiento, la beodez o la esperanza. Siluetas
opacas que desean escuchar lo que las precipite lejos de sí, de una vida
que no las colma. Controla el temblor, ése, de los talones. Destraba la
mandíbula. Relaja los hombros. Ten calma. Confía en la memoria de tus
músculos. No habrán de olvidar ni un solo detalle de lo aprendido, en
la juventud, con disciplina y tenacidad. No te demores. Ahora. Golpea
con firmeza. Una, dos, tres, cuatro veces en el reborde de bronce. Los
discos entreabiertos esparcen el seseo. Un afluente de areniscas recorre
por dentro, vibrando, la rigidez de tu antebrazo. De a poco lo distiendes,
aunque no se disipe, todavía, el nerviosismo. Unta el agrio paladar con
la lengua.
Déjate ir.
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101
Tienes que alcanzar la otra orilla de la canción, ésta, que apenas
comienza. Las palmas de las manos se humedecen. La sed que te
sofoca no disminuirá conforme continúes. Recuerda, empero, que no
pasaste por alto la precaución de la botella de agua helada. Cerciórate,
sin distraerte, de que ahí está el envase traslúcido. A centímetros de la
pata lateral izquierda del banco en el que se cifra tu equilibrio. Resiste.
Cinco minutos o menos. Al consumarse, tendrás que haber cruzado, sin
equivocaciones ni pausas accidentales, al otro extremo de la frontera, en
la que, una vez aminoren los ecos y decrezca el sonido, podrás refrescarte.
Brindar por tu hazaña. Mientras, huye. La lengua es una salamandra de
polvo que se desmorona, que fricciona su lomo en las paredes de tu boca.
Mantenla inmóvil. No la saques. Evidenciaría tu pánico al relamerte las
comisuras. Tampoco sonrías. No aún. Tus mejillas podrían atribuirle a tu
semblante un miedo excesivo si alguien las contemplara palpitar.
Exhala.
Toda premeditación de fracaso es pasajera. Las incomodidades a las
que te predispone van a remitir cuando la música se manifieste a través
de ti a plenitud, te posea y se atenúe la certidumbre recurrente que te
sobrecoge al despertar cada mañana, convencido de que no sabrás cómo
hacerlo.
Las fobias preliminares a exhibirte retractan su amenaza.
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la inmediata convicción de la derrota, o del ridículo, te acecharía por
lo que resta de la madrugada. Tranquilo. De ocurrir la contingencia,
bastará con reemplazar el astil que cayera con uno de los que reservas en
el recipiente que adheriste al pedestal del contratiempo. ¿Quién podrá
enterarse del desatino si lo sorteas con discreta presteza? Lo cierto es
que no ha sucedido eso que momentáneamente te arredra.
Inhala.
Escucha. El cascabeleo de címbalos a tu izquierda. La limpia escopeta
de la tarola entre tus piernas. El bombo, ese pozo que yace horizontal
y contra el que los lumbricales de tu pie arrojan y retraen, al accionar
el mecanismo que la catapulta, una piedra, la del baquetón, que no lo
atraviesa, pero que se hunde con grave pesadez, multiplicada, en el pecho
de los que oyen su apuntalamiento. De los que, con recelo, estrechan
en torno a ti un perímetro de presencias que cabecean con languidez,
condicionada su arritmia por el galope que mantienes y que reverbera,
sincrónico, en las ventanas. La matemática de los demás instrumentos
erigida sobre los montantes de percusión que cimientas, revive y
estremece lo inanimado. Hormiguea el suelo, se inquietan los muros.
Dentro de los vasos de plástico y de vidrio, dentro de las latas que los
pocos observadores apuran, examinándote, la estampida de la bestia que
sin desplazamiento cabalgas encrespa, en círculos, la espuma. Fragmentas
diminutos oasis de alcohol en ondas concéntricas que tu auditorio sorbe
mientras escapas, liberándolo también y por qué no, del Silencio del
que, como tú, anhela evadirse. Que lo ensordezca la furia, la temeridad
aparente con la que aguijoneas los tambores. Los poros transpiran sudor.
Te cruza la columna vertebral el repentino escalofrío de un recuerdo.
Rememoras el incidente aquel de no haber podido surcar el oleaje de
otra canción. Una breve, lenta y simple. No rauda ni laberíntica, como
por la que ahora te internas.
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la hélice que por un desliz involuntario habías arrojado hacia la calle sin
transeúntes, detrás de la tarima sobre la que, con azoro, te levantaste
del banco. Trazó en el aire una parábola que tus parpadeos dilataron
hasta lo infinito, proyectándose, al caer, de la lámina del cofre de un
automóvil al escaparate de un comercio en obra negra. Produjo un débil
tintineo al concluir su trayectoria en el intersticio de dos adoquines. Te
acobardaron las carcajadas de los niños, de los vendedores ambulantes,
de la muchedumbre que suele arracimarse, dominical, en los escalones de
cantera rosa de Zayro. El vocalista del grupo en el que tocabas, incrédulo,
te apremió con ademanes de impaciencia. Debías recuperar lo que, por
mala suerte o por ineptitud, no sujetaras cauteloso. Excepto el rumor de
los amplificadores, un mutismo inusual reinó en la plazuela. Decenas de
miradas columbraron tu trote desapacible hacia la baqueta, de la que te
apropiaste con presteza. De regreso a la tarima, y para eludir la desventura
de un mal conteo sucesivo, la entrecruzarías martillándola con la otra,
de la que nunca se deshizo tu palma izquierda. Cuatro salvas de nítido
cincel precedieron el redoble de apertura. Uniforme se articuló el tema
por escasos compases. Pero el Silencio, con rencor inmaterial, ahondaría
no una sino dos concavidades, en ambas manos. Devino innecesaria, y
tarde, la tirantez con la que aprisionabas el cabo grueso de los astiles.
Mutaron en escurridizas ramas, evaporándose al tú distender, en un rapto
de certidumbre, las falanges. Tras un amago de rotación sobre tu eje y
una pantomima confusa, y sin variar el patetismo del bochorno anterior,
el público no supo, impasible, que lo interpelabas para que te aclarara el
misterio. Y es que los débiles tintineos que te orientarían encubrieron
el paradero de la hélice al volverse a escabullir, duplicada. Ni un rastro
de lo que te sustrajera el Silencio. El hombre a cargo de la consola se te
aproximó apuntando, antipático, a la base de una cabina telefónica en
desuso y a una cornisa, puntos espaciales de ubicación inverosímil, por
lo distantes entre sí, en los que reposaban las baquetas, y a cambio de los
que tu agradecimiento, por señalártelos, fue reverencial.
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reman. Y nadie, aquí, se burla. No retardes, no precipites el metrónomo
interior que coordina el mecanismo de las vértebras. La placa del pedal
del bombo se adhiere o se desprende de la planta de tu pie con absoluta
docilidad. El Silencio descree de tu mando, de la determinación con la
que timoneas tu carroza e impones el curso. Ansía herir tus líneas del
destino con la quemadura de otro latrocinio. Husmea con perseverancia
el alcázar de cilindros en el que te pertrechas. No abdiques. Recurre a
los trucos elementales que te mantendrán a salvo del enemigo. Afianza
tus utensilios con la exactitud y la sutileza del titiritero. Meñique,
anular y medio equilibran las aspas que abanicas. Eres el arácnido que
hilvana el tiempo, el que cincela la vaciedad que lo contiene y que lo
torna visible. Se lo disputaste al Silencio, que reclama la devolución y
es por eso que avanza contra ti su cacería. Maquina el ocultamiento del
triángulo escaleno que describes al alzarse tu muñeca y consumar, en su
descenso hacia el epicentro de un tambor, el aleteo que revela, efímero,
la materia de lo eterno. Tu tarea es la de no interrumpir la maravilla
óptica que suscitan con minuciosa sincronía tus engranes corporales.
No excedas al apretujar los dedos, al distender las piernas. A la menor
lasitud, recuerda, se te perpetraría el atraco aborrecible.
Advierto, sí, que los pulgares arden. Los óvalos de cutícula blancuzca,
dactilar, quizá se desprendan y expuesta quede tu carne viva, recubierta de
las ampollas que drenaras, por la tarde, con un alfiler. Para esterilizarlo,
te son útiles por lo habitual un encendedor o el piloto de la estufa. Los
abscesos decrecen al escurrir aquel esmalte de pus rojiza que tienes la
costumbre de verter en un fregadero. La contrariedad es que la capa
subcutánea no sustituye aún a la que se hinchara y supuraste, por mucho
que sobreestimes la madurez de la costra. Tranquilo. La tenaz incisión en
cada cicatriz, al blandir la madera, no truncará el ritmo. Es una molestia
que conviene. Que, como la sed, al incrementarse provee de una ventaja.
Si te concentras en el irrisorio padecimiento de la llaga, inhibes los
reparos al desempeño psicomotriz que orquestan tus miembros.
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Resopla.
Un rasgueo de seis cuerdas indica el desvío de la ruta. El Silencio
descifra con inmediatez el atajo e invade tu momentáneo compás de
reposo. Lo rehúyes al redoblar, cuando casi te maniatara, un ataque de
dieciseisavos, del tambor de aire a la tarola, y viceversa.
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No hay nadie que perciba la obstinación de tu persecutor, del que
sorteas las parábolas que traza su zarpazo al encorvarte. Les alumbras
a los espectadores las pupilas con el ascua de luciérnagas que, lábil,
emiten con intermitencia las pequeñas capuchas de nailon, irisadas por
los neones. El cónclave que deambula por el bar, en las antípodas de
tu esquina, consulta esos ápices de manecilla como al minutero de un
reloj hipnótico, distante, que ancle quizá su extravío. Has cavado por
años en este humo de tabaco, éter de subsuelo insalubre al que acidula
la embriaguez. Buscas extraer el oro nocturno que brote del estupor
de quienes te admiren aguijar, con el pedal del bombo, la noble bestia
de la que abomina el Silencio. No voltees al rebasarlo. Su faz de vértigo
intimidará tu curiosidad, que pasea por el campo de visión del baterista
y encuadra un zapato deportivo acompasando. Intercalas acentuaciones
para que pise sin que deba, o reanude con desatino el golpeteo que no
emula el del patrón que inviertes no más que por un traveseo infantil.
Este recreo semeja, cavilas, un procedimiento de pesca. Son tus baquetas
cañas que lanzan y retraen anzuelos hacia y desde un turbio río en el que
borbotea un cardumen de suelas al que acaso estremezcas, agitándolo.
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Casa del
dios muerto
Carlos Satizábal
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Édgar
Darinel García
Debemos inventar
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Quemé tu nombre
La jchik’ ja bij
La jchik’ ja bij ta sbaj k’ok’ xpululet oy k’usi ta xal / Li jme’e chi spatbe
ko’on ta xalbun / ja’ yaxal si’ un kerem mu xa jik’av-o sch’ajilal // Ch’atabil
li jbek’tale, bonbil ta obok ch’abal sk’oplal / ch’atabil ta sch’ajilal mukenal
xchu’uk bu muk’ stsuts nupuneletik // La kak’ xjik’av ja bij ta pox, la
jyakubtas li chayel ta jolile / la jchik’ k’usba pom sventa ta jch’ata-o li
chalbal smujil ja bije / li k’usi chopol oy ta ak’ubale // la jop ta vots’el
ja bij xchu’uk ik’al obok / la jpat slok’olal ja sat / la kikta k’usba jun
nak’ubalil ta jun xokol naj. / La jchik’ ja bij ta sba k’ok’ xpululet oy k’usi
ta xal.
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Caminador
Xanbal vinik
Xanbal vinik ta anil ech’el k’ak’aletik / albun, bu ta jsa’ axinal sventa
chkets’es li jo’e / li’ ta t’etikal jteklume / li’ ta sbelel chi yik’batel / li
bu yakal x-o’k li jme’tik balumile // Jmil keovineletik, tsanbo sk’ak’al
sk’eovinel uni mutetik / laj milano vomol chitometik / xchu’uk sk’ak’al ja
vo’on cha avan / cha tu’btabe sat abolsba vinik antseti // Bu chkak’ chnaki
li jnich’nab take / li’ ta yo’lil jxi’el viniketik / ta xi’ik ta alel sbijik
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Tres poetas
de La Pléyade
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J oachim du B ellay
(1522-1560)
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Y tus ojos con acorde humano
Mis sentidos unieron, tu mano
De Amor formó: círculo perfecto.
ix
ix
Astres cruels, et vous dieux inhumains, / Ciel envieux, et marâtre
nature, / Soit que par ordre ou soit qu’à l’aventure / Voise le cours
des affaires humains, // Pourquoi jadis ont travaillé vos mains / A
façonner ce monde qui tant dure ? / Ou que ne fut de matière aussi
dure / Le brave front de ces palais romains ? // Je ne dis plus la
sentence commune, / Que toute chose au—dessous de la lune / Est
corrompable et sujette à mourir : // Mais bien je dis (et n’en veuille
déplaire / A qui s’efforce enseigner le contraire) / Que ce grand Tout
doit quelquefois périr.
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Yo ya no he dicho sentencia alguna
Ni que cualquier cosa bajo la luna
Es corruptible y va a fallecer
P ierre de R onsard
(1524-1585)
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Devanan sus vías
En etérea danza,
Vivir soportando
Suerte decir cuando
Me dieron en lanza...
M adeleine de l ’A ubespine
(1546-1596)
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Al Sol que se ensombrece sin fuerza y movimiento
Venus sin amistad, Estilbón sin intento
Y cambiando su forma la Luna de corundo
B ibliografía
—Jean Mazaleyrat, Éléments de métrique française, Armand Colin, 1974.
—Œuvres complètes de Joachim Du Bellay, vol. 3, texo establecido por Léon
Séché, Revue de la Renaissance, Ginebra, 1903.
—Pierre de Ronsard, L’hymne des étoiles, comentado por Nicolas Richelet,
Nicolas Buon, París, 1617.
—Daniel Fondanèche, La littérature d’imagination scientifique, Rodopi,
Ámsterdam-Nueva York, 2012.
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7 0 años de José Luis Rivas
José Luis
Rivas
P lata viva
para Juan, mi hijo
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70 añ o s d e J o s é L u i s R i v a s
E stirinchá
para mi hija María
E l alta mar
para Albertina
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7 0 años de Jos é Luis Rivas
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70 añ o s d e J o s é L u i s R i v a s
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7 0 años de Jos é Luis Rivas
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70 añ o s d e J o s é L u i s R i v a s
El incantatorio
poder de
las palabras
Godofredo Olivares
En un principio José Luis Rivas fue para mí tan sólo un nombre que
figuraba en alguna página de los suplementos culturales o en el di-
rectorio de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, que aparecía
mes a mes durante los años ochenta del siglo pasado. Luego su nombre
surgió como traductor de un libro de Michel Tournier que adquirí con
interés curioso, El vuelo del vampiro. Una reimpresión de 1996 que
realizó el Fondo de Cultura Económica. La primera edición fue impre-
sa en 1988, y un día espero encontrarla en alguna librería de viejo. En
ese entonces yo sabía muy poco de Michel Tournier y sólo había leído
unos textos en el número 5 de Casa del Tiempo, de la uam, de 1992, y
su novela La gota de oro, que publicó Alfaguara también en 1988. En
diversas pláticas con José Luis me enteré de que se animó a realizar
esta temeraria traducción de Tournier por iniciativa del escritor Adol-
fo Castañón. Temeraria porque, una vez sumergido en la traducción,
José Luis se percató de que ciertos trozos sobre Jean Genet y Alphonse
Boudard representaron serios problemas, por el lenguaje imbuido en
ambientes estremecedores de personajes adictos, de hospitales y ma-
nicomios. También le fueron difíciles algunos pasajes sobre Stendhal;
por ejemplo, cuando el autor de Rojo y negro conoce a Lord Byron.
José Luis creyó, en primera instancia, esclarecer esos pasajes en los
propios diarios de Stendhal; pero, al consultar los cuatro tomos de la
edición de Aguilar que posee, se dio cuenta de que no se mencionaba
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7 0 años de Jos é Luis Rivas
nada de aquel encuentro que tuvo lugar en Milán, en un palco del tea-
tro de La Scala, y que el propio Stendhal tan sólo anotó el 16 octubre
de 1816: «Yesterday Lord B charming angel’s profil». Es decir: «Ayer,
Lord B, encantador perfil de ángel». Durante dos años, José Luis in-
vestigó diversas temáticas, y algunas veces consultó a la escritora y
traductora Fabienne Bradu, y otras al propio Adolfo Castañón, sobre
ciertos términos lingüísticos. Al igual, debió de leer demasiados libros
para edificar esta monumental traducción. Según el propio José Luis
me manifestó alguna vez, El vuelo del vampiro le significó ir a más,
crecer en un proceso incesante de formación, hasta quedar mediana-
mente satisfecho con la traducción. Aunque esta mediana satisfacción
en algo se diluyó cuando Antonio Alatorre, también traductor, le co-
mentó: «Mira, José Luis, que el libro se deja leer muy bien en español,
se deja leer muy bien». No fue un entusiasta y directo elogio, pero fue
bastante, viniendo de Antonio Alatorre, que siempre era contundente,
duro, seco y tajante.
Mi encuentro personal con José Luis Rivas ocurrió por el azar, du-
rante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara del año 2000, o
2001, no logro precisarlo. Estábamos terminando de comer Juan Villo-
ro y yo, en un restaurante cercano a la Feria del Libro, cuando alguien
llegó a la mesa y le comentó a Juan que José Luis Rivas había sufrido
una complicación de salud y no se sentía nada bien. Juan me pidió que
lo acompañara a ver qué le pasaba. Lo encontramos ya algo repuesto
y con la intención de irse a descansar al hotel donde se hospedaba. Me
ofrecí a llevarlo en mi auto para mayor prontitud y él aceptó. Al llegar
al hotel, como aún no se recuperaba del todo y el mareo continuaba,
lo acompañé hasta su habitación. Tan pronto entré, quedé sorprendido
de la cantidad de libros que aparecían por todos lados. José Luis me
comentó que todos esos libros los había adquirido en cuatro días de
andar merodeando por la fil.
Al día siguiente nos volvimos a encontrar en la fil y José Luis
Rivas comenzó entonces a ser para mí un Virgilio en aquellos reinos
librescos.
Nos adentrábamos en las múltiples editoriales y me comentaba so-
bre ciertos autores poco conocidos, libros raros o difíciles de encontrar.
O mientras recorríamos los pasillos, bebíamos algunos tragos o duran-
te largas comidas, iba disertando sobre anécdotas de escritores, sus
avatares en la vida, las lecturas que recién había realizado o deseaba
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librescos.
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Fueron los griegos, nada menos, quienes nos revelaron que el acto de
hablar no es sólo la facultad más propiamente humana, sino el más
grande don concedido al hombre en el orden de la naturaleza, el poder
que lo sustantiva y convierte en rival de los dioses. Y nos revelaron
asimismo que en el poeta, en el hacedor de palabras, en el cantor —Ho-
mero ciego, Orfeo descuartizado—, tal ambigüedad adquiere un acento
todavía más intenso, es decir, un tinte trágico, según lo ha esclarecido
lúcidamente George Steiner, para quien el poeta es el ser que guarda y
multiplica la fuerza vital del habla; pues el cantor «procede inquietan-
temente a semejanza de los dioses; sus palabras tienen ese poder que,
por encima de todos los demás, los dioses querrían negarle al hom-
bre, el poder de conferir una vida duradera». Como dijo Montaigne de
Homero: «Y en verdad que a menudo me extraño de que no alcanzara
él mismo, que inventó e hizo respetar en el mundo a tantas deidades
con su autoridad, la condición de dios». El poeta es hacedor de nuevos
dioses y perpetuador de hombres: así viven Aquiles y Agamenón, así la
gran sombra de Áyax arde todavía, porque el poeta ha hecho del habla
un dique contra el olvido, y los dientes agudos de la muerte pierden filo
ante sus palabras.
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La labor de editor
de José Luis Rivas:
su lado chino
José María Espinasa
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70 añ o s d e J o s é L u i s R i v a s
de uniformar criterios. Ahora que José Luis cumple setenta años, y a casi
cincuenta de aquella ocasión, le agradezco su enseñanza.
Luego se iría, con Hinojosa y algunos otros amigos, a trabajar al Fondo
de Cultura Econónmica (fce), en La Gaceta. Y la volvería la mejor revista
mexicana de la época. No exagero. Sus números sobre Perse, Pound, Eliot,
López Velarde, entre otros, son modelos de buen quehacer editorial e
imaginación, amplitud de criterio, y también de disposición divulgativa.
Tomaba textos de revistas y libros y configuraba un mosaico muy atractivo,
con algo de antología crítica, y lanzaba una red al mar de lectores en
busca de adeptos a esas lecturas. Yo, mientras tanto, había dejado ya la
Unidad Azcapotzalco y hacía la revista Casa del Tiempo, donde seguía
sus enseñanzas y tomaba como modelo esa actitud editorial. Era, desde
luego, otra época, cuando la piratería era un derecho y no un delito. Sigo
pensando que entre las muchas revistas y suplementos en que he estado
como editor, esa época de Casa del Tiempo fue la mejor.
Aunque no estoy seguro de la cronología, cuando en 1990 me hice cargo
de la jefatura de redacción del suplemento cultural de La Jornada, él ya
se había venido o estaba por venirse a Veracruz, donde acabaría siendo
editor de los libros de la Universidad Veracruzana (uv), labor entonces
ya con visos legendarios, fundada por Sergio Galindo, y donde habían
publicado autores a los que admirábamos ambos, como Álvaro Mutis,
Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Blanca Varela, Juan García Ponce,
etcétera. Recuerdo, por ejemplo, cómo apreciábamos los ejemplares del
Bergson de Jankélévitch, libro excepcional, que pescábamos en librerías
de viejo y regalábamos a diestra y siniestra, siempre pensando: «¿Por qué
no se reedita?». Años después, y en buena medida gracias a él, ocurrió el
milagro de su reedición.
Todo aquel que ha sido editor en una universidad o en un instituto de
estudios sabe que allí, además del oficio editorial, uno tiene que aprender
el de equilibrista político: aprender a no lesionar intereses y grupos dentro
de la universidad. Yo fui doce años editor de El Colegio de México, y sé de lo
que hablo. La mano que lleva la rienda tiene que ser más sutil para plasmar,
sin que afecte esos intereses, una mirada personal. Por ejemplo, tuve en la
uam, cuando fui director de Publicaciones, una suerte increíble, pues pude
hacer más o menos lo que quería, entre otras cosas algunas publicaciones
no del todo responsables, como la Poesía completa de Eliot sin derechos
y con traducción de José Luis Rivas. No me arrepiento, no pasó nada; hubo
—años después—, cuando ya se había agotado el tiraje de mil ejemplares,
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que pedir disculpas a los propietarios de los derechos —Faber & Faber—, y
no me arrepiento porque la traducción me parece muy buena. Esa faceta,
la de traductor, le ha dado a Rivas una gran capacidad de interacción entre
sus labores como autor y como editor.
Una de las cosas que hizo Rivas en la uv fue publicar, creo que para
los cincuenta años de su fundación, el catálogo histórico de la editorial.
Es importante el hecho porque aquellos años, los sesenta, fueron los del
surgimiento de las editoriales mexicanas modernas —Joaquín Mortiz, era,
Siglo xxi—, y la editorial de la uv fue en cierta manera la única que las
acompañó en el viaje, pues la unam fue muy golpeada por la represión al
movimiento estudiantil, y otros tímidos intentos —como el de la Universidad
de Guanajuato, impulsado por Margarita Villaseñor— fueron muy efímeros.
Recuerdo, con cierta sorna, las clases de edición en la Caniem, cuando
se decía que no había que poner a un escritor a dirigir una editorial. Hay
tantos ejemplos que dicen lo contrario que uno apenas esbozaba una
sonrisa. Aquí se puede citar el caso de Galindo y el de Rivas, pero también
el de Luis Arturo Ramos. O el fce con Reyes, José Luis Martínez y Jaime
García Terrés.
Los escritores en México han sido muy buenos editores, y sus trabajos
tienen algo de legendarios. Para pensar en los últimos años basta recordar
a José Vasconcelos, con sus Clásicos y la revista El Maestro; a Xavier
Villaurrutia y los Contemporáneos, con el autor de los Nocturnos al frente
de El Hijo Pródigo; Octavio Paz con Taller, Plural y Vuelta (más lo que le
corresponde en El Hijo Pródigo), y así hasta el día de hoy. Cuando el escritor
se dedica a la edición lo hace desde una curiosa perspectiva, tal vez similar
a la que el escritor francés François Julien señalaba como particularidad
de la cultura china, que no se situaba ni en la tradición griega del autor
clásico ni en la judeocristiana del libro sagrado, sino en la del sabio. Hay en
la sabiduría una voluntad de compartir. Así, aunque yo había leído a Perse
antes de que Rivas me hablara de él, el entusiasmo por su obra se lo debo
a su labor; también le debo, por ejemplo, entender por qué en cambio Ezra
Pound me asombra pero no me entusiasma.
La labor del editor está ligada a la de su labor de traductor. Le da una
perspectiva distinta y una mirada más amplia. Traducir se parece a editar
en que son dos maneras de la lectura en donde el ojo se fija en el texto, se
adhiere a él y se vuelve parte de su ser. Por ejemplo, el mejor libro para mí
de José Luis es Relámpago la muerte, y su primera edición fue muy hermosa
y de breve tiraje, de El Taller Martín Pescador. Su editor, Juan Pascoe, forma
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70 añ o s d e J o s é L u i s R i v a s
en tipo móvil los libros: es una manera de leer con la yema de los dedos.
Hay editores que valoran los libros por el olfato —eso se contaba de Gaston
Gallimard— y otros por la vista: el sepia del papel es esencial, por eso dejar
reposar el texto en un cajón no sólo es establecer una distancia crítica,
sino dejar que lo escrito agarre su color. Rivas es un editor que oye, que
escucha, es un editor musical. Lo recuerdo diciendo poemas en voz alta
como una manera de entender su sentido. Pero todo editor es también un
publicista de pueblo que grita en la plaza como el merolico sus productos.
Situemos el asunto en su contexto. No me parece exagerado comparar
la importancia de la labor de Rivas en la editorial de la uv con la de Sergio
Galindo, otro gran escritor-editor, treinta años antes. Su mirada es local y
cosmopolita, atenta a lo particular de su geografía y dispuesta a volver a
George Schehadé un jaranero de Tlacotalpan, traductor de los Poemas de
amor del antiguo Egipto a partir de Pound, y volverlos mejor que los del
autor de los Cantos. Y encargarse de publicarlos y llevarlos a los lectores.
Igual publica a un trovador occitano que a un poeta gringo poco conocido;
lo mismo edita una selección de narraciones de Heimito von Doderer que
rinde homenaje a Sergio Pitol, otro traductor voraz, aunque de distinta
índole que Rivas, y conviven autores latinoamericanos destinados a
volverse clásicos con poetas que despegan en su vuelo. Y reedita. Es decir,
reconoce la labor que han hecho editores anteriores a él. Como verán y
para volver a François Julien: tiene algo de sabio chino.
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7 0 años de Jos é Luis Rivas
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✒ IX Concurso Literario Luvina Joven
Cruce de ideas
(título por definir)
María Berenice González Godínez
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✒ IX Concurso Literario Luvina Joven
por gusto, todo por estar escribiendo, pero ¿para qué? Dicen que las le-
tras no sirven, o al menos no lo suficiente para sobrevivir. Por una parte
tienen razón, pues se ha dado más relevancia a las áreas que dejan dinero,
entonces la escritura se ha convertido en una actividad ingrata, que no
ofrece nada, que en apariencia no beneficia y tampoco salva vidas, pero...
por otra parte, creo que sin la escritura simplemente seríamos como
cuerpos andantes que sólo existen por existir, sin atreverse a profundizar
en el abismo interno que todos escondemos.
Aún no sé cuál será el tema central del cuento. He pensado en una
historia de amor,1 pero también he considerado algo más atrevido, algo
que no sea tan dulce, sino más policiaco, donde mis personajes se vean
en encrucijadas y conflictos. No puedo creer que haya pasado un día más
y ni siquiera he llenado una página. Otra vez sólo terminé con dolor de
espalda, de cabeza y brazos. Te levantas de la silla, bajas las escaleras a toda
prisa, no puedes contenerte, ves muros muy altos, no hay ventanas. Sólo estás tú
sin saber a dónde ir, no hay salida. Sigues corriendo, dando vueltas como buscando
algo, pero no sabes qué, únicamente te miras en el espejo y sigues la línea de la
pared que pasa a un lado tuyo y te rodea los pies.
El resplandor del cortafuegos te llama y te muestra la primera entrada que en-
1 Aquí estoy, en Madeira, en el lugar y la fecha que planeamos, y aunque no estás conmigo,
espero que cuando vengas me recuerdes por unos instantes. Entiendo que es difícil externar
los sentimientos y decir unas palabras. Al menos eso es lo que me hago creer para aminorar tu
silencio. ¿Recuerdas aquella tarde en que nos vimos por accidente en Lisboa? Pensé que eras
una excelente persona. Estaba muy equivocada; sin embargo, aquí estoy, en este alto risco, aquí
estoy frente a este mar que salpica los ecos de nuestras risas.
No sé por qué te sigo escribiendo, sin embargo quiero que leas mis palabras. No hago más
que hablar de ti. Nunca le he contado a nadie de tu existencia, pero hablo de ti en todo lo
que escribo. Tú eres los espacios, las personas, las emociones, las acciones. Odio que te hayas
convertido en mi principal inspiración. Aborrezco tener que escribir pensando en ti, pero si no
lo hago sé que no podría escribir más.
¿Por qué no pudimos ser felices? Creo que la felicidad no existe. Simplemente ha sido un
invento de los poetas. Pero a pesar de ello quisiera ser feliz. No sé dónde estás. Si tan sólo vi-
nieras justo en este momento a ver la puesta de sol; es hermosa, pero estoy sola, entonces el sol
es espantoso y el cielo me da miedo porque parece sangre y parece que las nubes se burlan en
mi cara. Ya no quiero decirte más, es mejor guardarme todo lo que tengo, eso que me ayudará
a seguir escribiendo de ti. Aquí te dejaré esta carta, la amarraré a una piedra para que cuando
vengas puedas leerla. Si deseas decirme algo, puedes dejarme una nota en la misma piedra,
regresaré después para encontrarla, porque sé que vendrás.
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✒ IX Concurso Literario Luvina Joven
cuentras, mientras un escarabajo toca la palma de tu mano para luego irse volando
con sus alas verdes. Deja caer sobre tus manos un astrolabio que vomita estrellas y
te salpica la cara, pero entre ellas cae una brújula que marca la orientación exacta
de la salida. Continúas corriendo por la inédita pared de color blanco que comien-
za a desintegrarse y se abre como un portal en mil pedazos, rompiendo ladrillos y
desquebrajando la pintura.
Te abres paso en medio del muro que se derrumba y ves la bahía que se asoma
entre el cúmulo de letras que vuelan sobre las aves con alas de libros que dejan
caer miles de mandrágoras. Corres y huyes sin saber de quién, únicamente sientes
la necesidad de desplomarte en centenares de pedazos para después unir tus piezas
como Pangea. No sientes las manos ni las piernas, se te adormecen como si corriera
veneno por tu piel. Te sientes pesada, alguien te presiona y no ves su rostro, volteas
hacia atrás y no hay nadie. Te sumerges en las profundidades del mar como un
tritón, pero no puedes nadar porque el oxígeno se termina y el agua empieza a
asfixiarte. La desesperación te atrapa y te pierde, porque no sabes cómo ocultar el
cáliz que te aprisiona con tus propias lágrimas de aguamarina que centellean en
la eternidad del océano.
Continúas corriendo, pero los pies cada vez los sientes más pesados, disminuyes
la velocidad para saber qué es lo que estás haciendo, miras de un lugar a otro y si-
gues sin detenerte. Te topas con el vacío de una oscuridad inenarrable que muestra
su voz espeluznante ante el omnipresente silencio, se apodera del lugar y comienza
a verter sus mágicos gritos en la soledad de un camino desierto que galopa como río
sin salida. A pesar de que corres, la angustia ya está en ti y ahora sabes menos que
al principio. El único que sabe todo es el titán del tiempo, quien se postra ante tu
mirada y te muestra unas escaleras que cambian de un lugar a otro sin ninguna
dirección, entonces ves una catacumba que vocifera y se traga los peldaños donde
te encuentras parada.
Corres, corres por la escalinata que se ablanda y se vuelve liquen, que te en-
vuelve como una tela y te lanza al fondo de un mundo desconocido que te llama
una y otra vez entre la inmensidad de la gaya terrenal. Caes de golpe y tus piernas
se atan con el bromo del piso. Las piedras estiran sus manos y se anclan a tus pies
como cadenas, sólo te queda orar para que un nuevo lugar aparezca. Cierra tus
ojos y cuando despiertes tendrás alas que te elevarán para que veas el hueco del
mundo.
«La última vez que se cepilló los dientes fue esa misma mañana, hace
tres horas y cuarenta y cinco minutos, aunque tuvo que hacerlo rápido
y mal porque afuera del edificio ya sonaba el claxon de la camioneta de
redilas en la que viajaba ahora». Gabriel desconocía cuál sería su destino.
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✒ IX Concurso Literario Luvina Joven
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✒ IX C o n c u r s o L i t e r a r i o L u v i n a J o v e n
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✒ IX C o n c u r s o L i t e r a r i o L u v i n a J o v e n
2 Ella regresó después de unos meses y no encontró más que la misma carta estrujada que dejó,
la arrancó, se paró frente al acantilado y se arrojó a las olas.
✱
No sé dónde puedas estar. He venido a Madeira para verte, tal como lo prometimos. Perdón
por no haber llegado el día que acordamos, tuve un accidente en el puerto. Te suplico que no
te molestes conmigo, no sé dónde buscarte, así que sólo puedo dejarte esta nota amarrada en
la piedra para que me llames cuando la encuentres. Te esperaré.
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✒ IX C o n c u r s o L i t e r a r i o L u v i n a J o v e n
En la
mecedora...
Francisco Miguel Gómez Vera
d e luz a s om bra.
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Algología:
Antonio
Ramírez
«El cuerpo no ha cambiado en los dos mil quinientos años desde Aristóteles. Pero
el conocimiento del cuerpo ha cambiado de tal modo que sería muy difícil creer que
Aristóteles, Descartes y un libro de texto médico estándar de hoy en día están hablando
de la misma cosa. Esto no se aplica a la poesía o a la pintura. No podemos adquirir
un mejor conocimiento de los seres humanos del que recibimos de Homero y Eurípides,
o de Poussin o del primer Picasso».
Arthur C. Danto
Página I:
Cabeza, 2009.
Mixta sobre plástico, 75 x 121 cm
Flechado, 2019.
Óleo sobre tela, 100 x 120 cm
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II
Crisis, 2009.
Óleo sobre tela, 150 x 130 cm
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III
«Mi cuerpo es la intención. Mi cuerpo es el proceso. Mi cuerpo es el resultado».
Página XI
Riña, 2019.
Óleo sobre tela, 86 x 100 cm
L uv i na / v e r a no / 2 0 2 0
X
«César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro
César Vallejo
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XI
«Nietzsche, al ver cómo un cochero castigaba brutalmente a un caballo caído, se abraza
llorando al cuello del animal y lo besa. Fue en Turín, el 3 de enero de 1888, y esa fecha
marca, en un sentido, el fin de la filosofía: con ese hecho empieza la llamada locura
de Nietzsche que, como el suicidio de Sócrates, es un acontecimiento inolvidable en la
historia de la razón occidental. Lo increíble es que la escena es una repetición literal de
una situación de Crimen y castigo de Dostoievski (capítulo cinco de la primera parte) en
la que Raskólnikov sueña con unos campesinos borrachos que golpean un caballo hasta
matarlo. Dominado por la compasión, Raskólnikov se abraza al cuello del animal caído y
lo besa. Nadie parece haber reparado en el bovarismo de Nietzsche que repite una escena
leída. (La teoría del Eterno Retorno puede ser vista como una descripción del efecto de
memoria falsa que produce la lectura)».
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XII
«Mi calavera de dientes desiguales,
a veces dolorida se dolora,
otras se acuerda amor mi calavera,
ay, huesote de luz
alumbrando desde el doce de marzo
del treinta y siete, esta carne machaca
que han de comerse los gusanos».
Abigael Bohórquez
Ataque, 2016.
Óleo sobre tela, 110 x 130 cm
Página XII:
En silencio, 2015.
Óleo sobre tela, 170 x 210 cm
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XIII
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XIV
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XV
Una mancha roja que se queda delicadamente en los labios. Sin salir. Allí solita. Lo único
vivo en un cuerpo. Muda junto a un grito que también es sangre, flecha, pantalón, perro,
cuerda, hierba, hocico, diente y pantalón. La pintura de Antonio Ramírez es el cuerpo. Esto
que nos contiene y de lo que pocas veces somos conscientes. Es el cuerpo, el nuestro,
sobre el que escribieron Homero, César Vallejo, Gustave Flaubert y Abigael Bohórquez.
Fue nuestro cuerpo autoflagelado con un lápiz y un pincel en Berlín, en 1970. También por
nuestro cuerpo Raskólnikov dictó a Nietzsche lo que descubrió Piglia. Sí. Este es el cuerpo
que conocemos. El cuerpo que sentimos. De Antonio Ramírez es nuestra algología.
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XVI
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R (restringido; menores de diecisiete años algunos casos para que su discurso adquiera
deben estar acompañados de sus padres) la estatura que imaginaron. Evadirlo sería
por la famosa escena de la automutilación (y una forma de boicotearse a sí mismos: tal vez
eso que utiliza diferentes encuadres y cortes podría hablarse de traición. Así lo entienden
para no concentrarse en el corte de brazo). también algunos documentalistas.
¿Cuántas personas desaconsejan Irreversible Porque el tema lo demanda y el dolor es
(Irréversible, 2002), de Gaspar Noé, por la fundamental para que el espectador asimile
escena de la violación? En México esta cinta la dimensión de algunos momentos de la
se exhibió en la clasificación C, es decir, para historia, de algún personaje. Los grandes
mayores de dieciocho años. asuntos lo requieren, y el eufemismo es una
Para Noé y Boyle resultaría difícil hacer traición. Así lo entendió Alain Resnais en
modificaciones destinadas a edulcorar su su memorable cortometraje Noche y niebla
obra. Y no tanto porque sería hacer una (Nuit et brouillard, 1956), en el que busca
concesión a la taquilla (en la cual no pueden dar cuenta de la dimensión del Holocausto
dejar de pensar, pues su futuro como por medio de las atrocidades cometidas
realizadores depende en buena medida de en un campo de concentración. Y de ellas
que sus películas sean rentables, o al menos dan cuenta las pilas de cadáveres y las
recuperen la inversión), sino porque todo montañas de cabelleras, imágenes que
cineasta que se respete busca una verdad en quedan en la memoria y en el estómago
su obra, y los cambios supondrían alejarse del espectador mucho tiempo después de
de esta ambición. El dolor es necesario en la proyección. No menos dolorosa resulta la
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l Pára m o l Lu v i na l v e r a n o l 2 0 2 0 l
odisea por la sobrevivencia, en una ciudad Crear una obra que recoge el dolor no es
fantasmal pero amenazadora, de Wladyslaw un asunto de sadismo; ver una obra dolorida
Szpilman (Adrien Brody) en El pianista (The y dolorosa no es un gesto masoquista. Ante
Pianist, 2002), de Roman Polanski. Tanto la el cinéfilo que diría que uno no paga un
estrategia como la forma de las películas boleto de cine para sufrir, tanto el creador
(Resnais desde el documental, Polanski como el espectador que dialogan por medio
desde la ficción) son congruentes, porque del dolor habrán de coincidir en que hacerlo
su ambición es más que informar. Uno sale es algo necesario si realmente se busca
maltratado —uno debería salir maltratado— dejar hondas huellas en el proceso, mover y
de una película que aborda con seriedad y conmover. Sin devaluar el amplio mapa de
rigor la humana abyección. Lo cual, dicho posibilidades que se puede trazar alrededor
sea de paso, no sucede en muchas de las del cine y sus géneros, por medio de estas
películas dedicadas a ese tema, que apelan obras el cine cumple una función que va más
a la sensiblería y así garantizan que el allá de la distracción y la diversión: asume
espectador no salga tan maltratado como un compromiso con la realidad, es decir, una
para dudar en ver la siguiente película función vital l
que se ocupará del tema, misma que
probablemente se estrenará el año siguiente.
Así lo ha entendido también el
documentalista mexicano Everardo
González. En La libertad del diablo (2017),
el cineasta concibe un dispositivo creativo
que asume riesgos y que ha pasado por
un proceso de reflexión ética, que resulta
potente y congruente. A partir de los
testimonios de víctimas y victimarios que
hablan debajo de máscaras, se va esbozando
el mapa de las miserias nacionales, en el que
la violencia y la impunidad son síntomas
de un profundo malestar. No es exagerado
decir que la cinta deja al espectador, incluso
al que está más o menos informado sobre
la enorme inseguridad que asuela al país,
en estado de shock. González entrega una
obra valiosa como artista y como intelectual:
su película es una gran obra de arte (y él es
uno de los grandes cineastas de México) y
un valioso documento, concebido por un ser
humano sensible y consciente, que asume
el riesgo y la responsabilidad de decir lo que
no puede eludir decir.
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l Objeto Satie, de María Negroni. l Rubén Bonifaz Nuño. La flama l Máquinas como yo, de Ian
Caja Negra, Buenos Aires, 2018. en el espejo. Una interpretación McEwan. Anagrama, Barcelona,
plástica de Daniel Kent. Rayuela / 2019.
Secretaría de Cultura de Jalisco,
Guadalajara, 2018.
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l La invasión del pueblo del l El otro Arreola. Juan José l Teoría del caníbal exquisito,
espíritu, de Juan Pablo Villalobos. Arreola & su tío científico, de Juan de Josu Landa. La Jaula Abierta,
Anagrama, Barcelona, 2020. Nepote. Fondo Editorial Estado México, 2019.
de México, Toluca, 2020.
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Este binomio se repite en las memorias rechazar, para no equivocarme con nada
del sacerdote y poeta nicaragüense. En las falso. Y aunque lo rechazaba aquello
primeras páginas de Vida perdida, Ernesto crecía más. (Todo esto muy rápido, como
Cardenal agradece a Luce López-Baralt, dije). Y esto pasó de ser una paz muy
quien «tan minuciosamente corrigió estas sabrosa a ser un deleite muy grande,
páginas»; son dos los conocedores de la placer inmenso, que se iba haciendo
tradición mística quienes han intervenido en inmenso hasta ser intolerable.
la escritura de estas páginas memorísticas.
Lo cierto es que, una vez pasados los Thomas Merton atestiguó y orientó los
paratextos, el texto atribuye la autoría a un ardores primeros de la vocación religiosa
tercero: «después hablaré de ese amor si de Ernesto Cardenal. Así como antes el
así lo quiere Dios, que es el que de alguna maestro de novicios alentara al joven
manera escribe por mí, o dirige lo que yo nicaragüense a entrar en la trapa de Our
escribo en cierto modo», atribución que Lady of Gethsemani, en Kentucky, misma
recuerda la obediencia de Teresa de Ávila en la que Merton vivía su vocación como
en la escritura de sus Moradas del castillo monje benedictino, lo alienta después a
interior: «cuando algo se atinare a decir, abandonarla, pues la «capa de devoción
entenderán que no es mío, pues no hay que cubre un falso misticismo y una
causa para ello, si no fuere tener tan poco completa vaciedad del alma» que asolaban
entendimiento como yo habilidad para cosas el monasterio terminarían por arruinar la rica
semejantes si el Señor por su misericordia no vida espiritual de Ernesto Cardenal.
la da». Juan de la Cruz se vio en una situación
Vida perdida y Las ínsulas extrañas están similar, según recoge la misma Teresa de
modeladas según la vida y la obra de más Ávila. En un encuentro sostenido entre
de un santo. Entre ellos destaca con decisión ambos, quizá el único, Juan de la Cruz, ya
Juan de la Cruz. En esta cuestión, el texto ordenado fraile carmelita, le cuenta a la
se presenta con honrada nitidez. No sólo el reformadora sus intenciones de abandonar
descubrimiento de la vocación, el marxismo la orden del Carmen y unirse a la cartuja por
interiorista o la fundación de Solentiname, no encontrar en los carmelitas respuesta a
ínsula extraña del siglo XX, son orientadas sus inquietudes interiores. Teresa de Ávila
por Juan de la Cruz. Aun durante la lo convence de quedarse y unirse a ella en
insustancial temporalidad de la experiencia la reforma que estaba preparando. Ambos,
teopática, Ernesto Cardenal recuerda las Ernesto Cardenal y Juan de la Cruz, se
recomendaciones apofáticas que hace el plantean irse del monasterio por la falta de
mistagogo del renacimiento español: vientos que instiguen sus ardorosas vidas
interiores. La decisión de subir el monte
la que empezaba a sentir cuando me Carmelo y descubrir sus caídas es, en buena
acercaba a la entrega; pero ahora se medida, el catalizador de escritura lírica en
venía haciendo grande; y yo ya sabía ellos.
de dónde procedía eso que me estaba Leer Vida perdida y Las ínsulas extrañas
entrando; y me acordé de lo que únicamente desde la tradición memorística,
aconsejaba san Juan de la Cruz y lo quise o incluso desde la tradición de las
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y, por lo tanto, es arrogante y arrojado en su lo vuelve familiar a nuestros ojos. Hijo del
escritura. Ofrece una verdad persuasiva, no ritmo literario más actual, «la espalda es un
excluyente, que se encarna en su voz. Reco- camino» y le funciona: sus poemas se nutren
nocible ya, fraguada a fuego lento por tema de elementos primarios, primitivos, primige-
y armadura. Con Fernando Carrera lo extraño nios: material inflamable para quien puede
es familiar y viceversa. Muestra «Un lenguaje convertirse en Prometeo en su departamen-
de las transfiguraciones» y pensamos en to. Ese ritmo es el acto de la composición.
un árbol, una ciudad, un templo. Aborda la Si el fuego es la inquietud central en este
«Certeza de la devastación» como un acto de libro, por ejemplo, no hay revisión cosmética
fe, una verdad cercana como «Las piedras de que pueda detenerlo. Llame quien llame,
la noche» o «La flor de los adentros»: extra- arda lo que arda, un poema nos recuerda
ñezas para hablar, con soberbia, de sí mismo, qué somos, dónde estamos, para quién (uno
de los mitos, de los hombres antiguos y de solo) escribimos.
nadie. «Un poema nos permite creer que tene-
En diálogo abierto con otros poetas mos un alma», nos dice Stephen Dunn en su
anteriores, como los simbolistas franceses libro de ensayos Historia de mi silencio. Y esa
(Rimbaud, Mallarmé, Valéry) o Dante Alighie- alma tiene un apetito estoico. Hambre de
ri, en Fernando Carrera conviven la tradición veracidad emocional, de resistencia. Aquello
órfica, el mito de Prometeo, las sagradas que, por autocomplacencia, permitimos
escrituras y las partituras contemporáneas, creer o dimos por sabido le cede su lugar
en un andamiaje que otorga a los silencios a la extrañeza. Por eso un poema personal
musicales la nota de reposo o reflexión filo- siempre es ficticio: no es una confesión, ni
sófica en el poema. Signo natural, el silencio, solipsismo, ni autocelebratorio. Poner el
para encaminar un discurso que inicia, como alma al fuego es una buena prueba de con-
el fuego, con pocos elementos, antiguos, de fianza. La voluntad existe y toma el riesgo:
resonancia tan natural como las ramas de un que la grasa que envuelve al narcisismo se
árbol. Leña es la palabra, y el artífice del fue- reduzca a cenizas y permanezca el humo, la
go ansía convocar a su tribu para mantenerlo ceniza, «Una luz hasta ayer desconocida»,
en alto, con vida, como la tradición poética «El indomable rojo» del poeta. «Pero riesgo
a la que Fernando alude constantemente es rara vez la palabra adecuada: ambición es
y que lo mismo llama al Conde de Lautréa- más precisa», nos dice Stephen Dunn. Enton-
mont (para su poema «Nosferatu») que a las ces, me refiero a Fernando Carrera como un
visiones de Eurípides al leer los intestinos hombre narcisista, soberbio, elitista y ambi-
como oráculo. cioso. Cuatro filos que le dan equilibrio a su
Como buen poeta que es, Fernando trabajo de poeta. «La moralidad del poeta re-
Carrera ilumina los temas con su historia: no side en mantener sus herramientas afiladas,
la real (ésa no nos importa), sino la rein- siempre listas para la convergencia de un
ventada. Sabemos de sus gustos musicales interés profundo con el tema del poema» (de
(Camarón de la Isla o Rachmaninov), de su nuevo Stephen Dunn). Fernando lo consigue
interés por la cultura griega, y el aislamiento a lo largo de este poema que es un río en
al que lo lleva cierta falta de humor en su deshielo. A la manera de Dante, caminamos
poesía. Pero esta voluntad de ser extraño hacia el peligro por él, deslumbrados a veces,
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como grandes castillos nos acogían con punto desde donde se creó, porque sólo allí
sus múltiples bellezas y dentro de las cua- se dijo: Y él era bueno [...] y sólo a partir de
les vivíamos intensos placeres. O aquellos allí podrá ser condenado y destruido».1 La
recorridos a través de las calles de nuestro vida siempre está en medio de ella misma,
barrio, extendidas con su riqueza humana pues, como seres temporales que somos, la
desplegada y su variedad de comercios. Los característica determinante de este mundo
cielos que surcábamos en aviones potentes, es la transitoriedad. Si vivimos en un con-
y desde los cuales podíamos admirar los tinuo estado transitorio, entonces la expe-
miles de poblados minúsculos a la distancia riencia es la conexión con el goce y con el
como de juguete, viviendo su propia paz, su dolor: a través de la experiencia llegamos al
cotidianidad rápida o en calma, pero suya. límite. En un extremo nos topamos con la
Abruptamente todo esto se suspendió y muerte, paramos en seco sin atravesarla, sin
las cortinas se bajaron, las cortinas de nues- saber qué sigue. Aquellos que pasan ya no
tro planeta y todo lo que ahí nos hace pasar vuelven, esa línea es irreversible. Ahí ya no
instantes, días, meses, años, y nos induce a hay ni bien ni mal. Un sólido silencio. Es la
trazar un dibujo de nosotros mismos. Todo nada. O el continuo. Es la contundencia de
eso se borró. Nuestras ciudades quedaron lo que ya no es al menos de cara a la vida. El
quietas, y peor, plegadas como los títeres otro extremo es nuestro interior, el incons-
después de la función. ¿A qué habíamos ciente, ese mundo soslayado que se va nu-
estado jugando? Ahora estamos afuera, triendo de lo que no se expresa mediante la
replegados y sin poder entrar. Estamos conciencia; se rezaga, se calla, se olvida.
dentro de nuestra Tierra pero en realidad
nos sentimos expulsados. No podemos ni 3
siquiera respirar. Y nos une el dolor. El nues- El arte del siglo xx dio un vuelco y se co-
tro, el de los otros cercanos y el de los que menzó a hurgar en el territorio donde la
se encuentran en latitudes opuestas; nos experiencia no actúa; lo que se busca es lo
duelen los desconocidos. Nunca antes nos inexpresable. Para Giorgio Agamben, este
había importado desde nuestra entraña la territorio se conquista en los apartados del
situación de los orientales, de los europeos, inconsciente que deja la infancia. «A la ex-
o de los indios, de los israelíes. Ahora cada propiación de la experiencia, la poesía res-
minuto tenemos la zozobra, cada instante ponde transformando esa expropiación en
estamos atentos. Nos duele el dolor porque una razón de supervivencia y haciendo de
sabemos que está a punto de llegar a nues- lo inexperimentable su condición normal».2
tra puerta, o porque ya llegó. Lo inexperimentable como tal es «lo des-
conocido»: esto es lo nuevo en el arte: lo
2 nuevo ya no es la búsqueda de un objeto
Dolor, del latín dolere: sufrir: soportar, tole- original de la experiencia, sino la paradójica
rar, aguantar. ¿Qué se soporta, qué se tole-
ra? Cuando el orden del mundo sufre una 1 F. Kafka, Consideraciones acerca del pecado, el dolor,
laceración la realidad se desgaja y comienza la espe-ranza y el camino verdadero, Laia Literatura,
Buenos Aires, 1975, p. 83.
a reinar el mal. Para Kafka, «el mundo pue- 2 G. Agamben, Infancia e historia, Adriana Hidalgo
de considerarse bueno solamente desde el Editora, Buenos Aires, 2011, p. 54.
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3 Rimbaud. Poésies complètes, Le Livre de Poche, París, 5 H. Melville, «Bartleby, el escribiente», en Antología
1984, p. 125. del cuento triste, Bárbara Jacobs y Augusto Monter-
4 Agamben, op. cit., 56. roso (comps.), Alfaguara, México, 1997, p. 34.
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* *
Hay demasiado mundo. Cabría reducirlo Un harén nunca podrá ser explicado con
antes que ampliarlo o expandirlo. palabras.
* *
Se dice que al construir un aeropuerto hay Se convirtió en su amigo íntimo, en su
que sacrificar un ser vivo. Para conjurar las callado compañero de cristal.
catástrofes.
*
* La «mixtura de Ruysch», esa agua estigia
El verdadero Dios es un animal. Está en los donde lo sumergido tendría garantizada la
animales, tan cerca que no somos capaces inmortalidad, al menos la del cuerpo.
de verlo.
*
* Una secuencia de cuadros bañados por
Me gusta mucho pensar que la lectura de una luz amarilla que constituyen los actos
libros pueda abordarse como una obligación individuales de una misma representación
158
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*
Dibujar nunca equivale a reproducir: para Sigilosos v(u)elos
ver, hay que saber mirar, hay que saber qué
se mira.
*
Me duele algo que no existe. Un fantasma.
Un dolor fantasma. a Amy Williamsen, requiescat in pace
* I.
¿Es Dios mi dolor? La mejor filosofía se nutre del dolor, así lo
han expresado grandes pensadores como
* Nietzsche o Heidegger. El dolor recorre la
En lo profundo de su alma habría preferido más grande literatura, como Judas, la obra
ser astrónomo o cartógrafo, alguien capaz maestra del Premio Nobel israelí Amos Oz,
de aspirar a espacios más allá de lo que con la que cerró su vida, o las Almas muertas,
nuestros ojos y nuestras naves pueden del ruso Nikolái Gógol, novela que lo llevó al
alcanzar. suicidio.
¿Qué hacer con este dolor? ¿Cómo llegar
a tocarnos para sentir la cercanía? La soledad
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nos hunde en una búsqueda constante oscuridad de las cosas. Esas formas
de vida o de autoconocimiento, como construidas por el hombre, los conceptos, no
diría Nietzsche. Lo dionisíaco, la vida en su son el hogar primigenio. Son una búsqueda
plenitud y movimiento, o lo apolíneo en su o viaje hacia la simulación de una armonía
armonía dentro de los límites de la forma, fundada en una simiente, las hojas de los
cierran en un consuelo temporal nuestro árboles que cintilan como estrellas, dentro
terror hacia lo infinito. del caleidoscopio cambiante del universo.
¿Cómo acogernos? ¿Cómo sentirnos Como diría Ungaretti:
acompañados en este recorrido solitario que
termina en otro abismo, el de la muerte? Las Questo è l’Isonzo
formas indescifrables de la naturaleza, cada E qui meglio
vez más lejanas y abrasadas, nos rodean. Mi sono riconosciuto
Inmersos en el lenguaje, arrojados del Una docile fibra
origen, el arte es la forma de aproximarse, Dell’universo
la posibilidad de palpar algo asociado a la
vida. El lenguaje nos da ser, nos da atisbos de Il mio supplizio
identidad para también sumergirnos en su È quando
vasto piélago de obnubilaciones; el vaivén Non mi credo
de olas contrarias que nos destierran de la In armonia
conciencia a la extrañeza del sueño. El dolor
está en la raíz de las cosas. Una vara pensante. Una vara solitaria en
El jardín está al otro lado. A través de medio de un mar de susurros ininteligibles.
un espejo oscuro intentamos penetrar esas ¿Cómo comunicarse con las plantas? ¿Cómo
formas. ¿La penetración es acaso siempre rememorar su lenguaje para sentirnos
una violencia? ¿Cómo envolver algo con la parte de una pintura o paisaje mayor que
mirada? ¿Cómo traducir lo que escudriñamos nos cobije y arrulle, lejos de la maquinaria
con las palabras? ¿Cómo liberar aquello que conceptual de dominación? Permanecemos
según Kant queda sometido por la razón solos sin poder palpar el sentido de los
en forma de conceptos insuficientes, en ese zumbidos, casi inaudibles, de los insectos.
momento de quiebre en que la imaginación Los pájaros vuelven. Nosotros quedamos
o la fantasía corporal rompe su subyugación taciturnos, erguidos o cabizbajos, lejos
jerárquica para dar lugar a la experiencia de las flores, flotando acaso cada noche,
estética de lo sublime, el fugaz vislumbre, a dormitando en balbuceos, en un flujo
través de los sentidos, de lo inefable, a pesar indetenible de palabras-enigmas, de
de nuestra minúscula dimensión? Entonces, máscaras irreconocibles. Somos en el
el cuerpo naufragando en conceptos renace lenguaje, como apunta Heidegger. Nuestra
para abrir esa posibilidad de contacto con la inconmensurable pequeñez: un latido de
vida en su máxima extensión y movimiento, vida desde la palabra, más allá de la zozobra.
en su misterio primigenio, aquello que Salir del naufragio, hacia la quietud, para
quedó excluido de las formas apolíneas. Lo reconocer, por el lenguaje y los/sus sentidos,
luminoso, lo armónico: un consuelo frente al la inteligencia mayor del vuelo de las aves, la
horrísono talud de lo ignoto, la impenetrable dadivosa cooperación de las abejas.
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II. IV.
Las olas heladas de abril te arrastraron, cada Cruzar la frontera. Atisbar, desde la
vez más lejos. La sensación de hundirse y presencia, la lejanía. El camino es el dolor.
no poder subir. Sofocada, en un torbellino La respiración ofrece un ritmo, la felicidad
interminable. No poder respirar, los golpes momentánea del cuerpo vivo, de sus
en el pecho, en la respiración. Los pulmones órganos, como fuerza y consolación.
buscan aire, cada vez más lejos, te vuelves Alcanzar la altura con el talle. Sentir el flujo
minúscula, las fuerzas se acaban. Forcejear del lenguaje. Ser en el lenguaje. Caminar
con brazos y piernas y cada vez caer. No por la tierra con su arrullo, en movimiento
queda la voz. Los gritos anegados bajo el hacia el océano. La mirada como cristal
agua. Lejos de todos. ¿Dónde estás tú? No oblicuo divagando hacia los árboles, sus
puedo abrazarte. No me escuchas. Ya estás ramas, la rugosidad del tronco, las formas
del otro lado. Nosotros aquí te veíamos, desde sinuosas de los tallos, el afán de los insectos,
la arena cálida, asustados. No te pudimos su persistente cultivo y compañía. Los
alcanzar. Ya no te vemos. Ya no te oímos. frutos fulgurantes en el atardecer. El pan y la
Transitaste a ese otro lugar desconocido, el mesa, después de la travesía. En la entrada,
lugar del espanto o del olvido. Pero ahora, la frialdad de la piedra, el umbral hacia el
desde esta orilla, avizoramos las olas en una hogar. El reconocimiento del origen en el
creciente marea. Inesperadamente. Con el lenguaje. El dolor del mundo está en las
susto en la boca, enmudecemos. raíces de los árboles.
Acariciar con las palabras. Presentir
III. las murmuraciones de la tierra, palpar su
¿Cómo escuchar el dolor del mundo? humectante oscuridad. Detenernos ante
Zumban las abejas, centellean los colores. Se un caracol, una larva. Las tonalidades
visten de tiernos verdes los retoños. cambiantes del ocaso. ¿Cómo desplazarnos
Desde el sosiego, un viento cálido hacia ese punto? La confluencia del mundo
llama a lo minúsculo a retomar sus ritmos. y el lenguaje en un intersticio, una diferencia
Alborecen los gorjeos. El lenguaje es inabarcable, una sima. Las divinidades: el
el punto de contacto con el mundo: la bien, la verdad y la belleza. Abstracciones
intimidad entre los mortales, las divinidades, doradas por la luz del sol, cuyo rostro no
la tierra y el cielo (Heidegger). Desde el podemos mirar de frente. La calidez de la luz,
aislamiento, el punto de enlace es ahora una el tacto del viento, los aromas de la arcilla.
herida. Los conceptos han sido el filo de la Pisarla en su plena desnudez.
espada contra el mundo. El engañoso antifaz Nadaste en el agua fría para quedar sin
del poder que adoptamos como rostro. respiración. En ese momento todo fue dolor. Tus
La soledad de las imágenes. Sin embargo, brazos no podían más. Aspirar era cada vez más
el murmullo del lenguaje primigenio difícil. Buscaste asirte de las olas. Te vapuleaba
pervive en las raíces de los árboles. ¿Cómo un remolino interminable. Sucumbiste ante el
reencontrar ese punto de contacto, de jadeo. El lenguaje de las aves, parpadeando a lo
intimidad? Buscar la voz en el flujo de la lejos. El testimonio del universo. La soledad. En
sangre o de la savia, en el cuerpo, en el esta otra ribera, quedamos resguardados. Pero
mundo y su florecimiento. ahora las olas crecen y nos llamas.
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l A lfredo S ánchez
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cierta facilidad decepciona a sus seguidores Dylan sí se toma las cosas en serio y lo
y tiene caprichos extraños: graba un disco prueba ahora con un auténtico tour de
con canciones de Frank Sinatra, deja de force: lanza el 27 de marzo de 2020 una
tocar la guitarra en sus conciertos para canción de diecisiete minutos de duración
ponerse detrás del piano, hace un comercial —«Murder Most Foul»— donde da rienda
patriotero de televisión para la Chrysler, no suelta a sus gustos en materia de música
dirige la palabra ni una vez a la audiencia y cultura popular, con el pretexto de un
en sus actuaciones, emprende una gira hecho histórico ejemplar: el asesinato de
interminable que ya lleva más de veinticinco John F. Kennedy en 1963. Ese punto de
años —sospecho que de momento detenida partida lo lleva a reflexionar sobre distintos
por las condiciones sanitarias—, goza de momentos y personajes de la historia y la
una fascinación peculiar por los autos y las vida norteamericana de una manera honda.
motocicletas. Indaga sobre el atroz crimen —asqueroso,
De su historia personal recordemos se anima a calificarlo— y repasa situaciones
que cambió la guitarra acústica por la y personajes de toda índole: desde jazzistas
eléctrica y fue repudiado por los puristas como Monk, Charly Parker o Stan Getz hasta
del folk; que se ha movido entre diferentes rockeros como Stevie Nicks, Don Henley
convicciones religiosas o en ninguna; que o Glenn Frey, pasando por Patsy Cline,
cambia caprichosamente la melodía de sus los Beatles, los Who, Queen, numerosas
canciones hasta hacerlas irreconocibles; que referencias cinematográficas, títulos de
ha actuado en películas sin ser actor, que ha canciones y mucho más.
esculpido sin ser escultor, que pinta sin ser Hay que decir, adicionalmente, que el título
pintor. Incluso que canta sin ser propiamente de la canción viene de Hamlet y ya había
un cantante, aunque su estilo haya sido sido utilizado previamente en una novela de
una de las mayores influencias vocales en la Agatha Christie.
música popular mundial.
En los años recientes, su nombre ha
resonado con frecuencia gracias a la película
de 2005 No Direction Home —dirigida por
Martin Scorsese—, a su disco de 2006
Modern Times, a la cinta de Todd Haynes
I’m Not There y al anuncio, en 2007, de la
obtención del premio Príncipe de Asturias
de las Artes. Por no mencionar lo del Nobel,
claro. Hace algunos años, en el número
conmemorativo por los cuarenta años de
la revista Rolling Stone, Dylan se la pasó
pitorreándose del célebre entrevistador
Jann Wenner, quien en un momento,
desesperado, le dice: «¿Qué puedo hacer
para que te tomes esto en serio?».
Pero no hay duda de que, con todo,
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Dylan no canta: en realidad, más bien tentado a hacer el enorme playlist con
habla, recita, medio entona las palabras bien las referencias de Dylan a lo largo de la
rimadas con un fondo musical ambiguo y canción. Ya muchos me ganaron la idea, por
atmosférico, de esencia blusera, con piano, supuesto, y en Spotify se pueden encontrar
cuerdas y percusiones que parecen ir varias listas al respecto. Seguramente
solamente ambientando las ideas pero que ninguna le hará justicia plena a Dylan, pero
funcionan a la perfección como marco de un acaso serán un buen ungüento para resistir
discurso personal en el que la música —no el obligado encierro desde el que escribo,
la suya, la de otros— aparece como una entusiasmado y apesadumbrado al mismo
especie de tabla de salvación en tiempos tiempo, estas líneas.
aciagos, como los que estamos viviendo. Dylan lo ha hecho de nuevo: nos da tema
La canción surge en medio de la pandemia, para pensar, para intentar recuperar la
no porque haya sido creada con esa historia con una visión hacia adelante, pero
finalidad, pero sí como un recordatorio de que también es una mirada hacia el más
que los tiempos son y serán duros y que más profundo interior de nosotros mismos l
nos vale asirnos a nuestras convicciones,
a la música capaz de aliviarnos. He estado
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