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4. W.P.

Adams – Los Estados Unidos

CAPÍTULO 6

Los Estados Unidos entre las dos guerras, 1919-1941

Las dos guerras mundiales significaron para los Estados Unidos, como para la mayor parte de los
países, rupturas bien definidas. A partir de la primera guerra mundial, la vida política y social estuvo
dominada cada vez más por consideraciones económicas y este período se contempla generalmente
como un ciclo económico completo. La profunda depresión posbélica fue seguida de una fase de
prosperidad en la década de 1920. La sociedad americana de la década de 1920 fue la primera
sociedad de consumo de masas, con todas sus virtudes y defectos, treinta años antes de que otros
países alcanzaran este nivel. De hecho, la importancia del consumidor no fue manifiestamente mayor
en la economía de aquella década de lo que había sido antes; durante largo tiempo los Estados
Unidos habían disfrutado de alimentos baratos y de una mano de obra relativamente escasa, así
como de un amplio mercado de consumo. La diferencia estribaba en que en la década de 1920 los
principales productos de consumo en América eran los mismos que hoy. Los artículos de consumo
«duros», utilizables durante varios años (por ejemplo, los aparatos de radio), eran producidos en
abundancia y a bajo precio; la producción en gran escala se basaba en innovaciones tan
fundamentales como la cadena de montaje. La demanda de un producto determinado, automóviles
por ejemplo, fomentaba la demanda de productos complementarios, tales como neumáticos,
residencias secundarias y albergues de carretera. Los niveles de venta se mantenían mediante la
publicidad en los periódicos y en la radio, algo de por sí nuevo. El cine llevaba a los rincones mas
alejados del país una imagen estereotipada de la «buena vida». En aquella época ningún otro país, ni
siquiera remotamente, alcanzó esta situación económica y los europeos miraban a los Estados
Unidos con una mezcla de incredulidad, admiración y envidia.
Pero a partir de mediados de 1929 el país se sumió en un marasmo económico de una gravedad
devastadora. La producción industrial descendió constantemente a lo largo de cuatro años y las
quiebras y el paro crecieron proporcionalmente. El ritmo financiero se derrumbó y en todas partes los
agricultores se arruinaron. En la primavera de 1933 millones de personas dependían de la caridad y
hombres y mujeres morían de hambre en las calles de Nueva York. El proceso de recuperación fue
lento y penoso y en modo alguno se había completado cuando el estallido de otra guerra mundial
convirtió nuevamente a América en el «arsenal de la democracia». Esa amarga experiencia, tan
próxima al descubrimiento de la «eterna prosperidad», provocó un profundo cambio en la sociedad
americana, modificando en particular las relaciones entre el gobierno y la economía. En la década de
1920 parecía que el Estado y sus aparatos eran en gran medida superfluos. El producto nacional
bruto crecía a un ritmo tal que se pensaba que el mero funcionamiento de la economía acabaría por
resolver el viejo problema de la pobreza. Los progresistas (cap. 5, VII) dieron paso a un
conservadurismo pagado de sí mismo que se conformaba con ser mero espectador de una escena en
la que las compañías rivales se disputaban el dólar del consumidor. Esta fe elemental en la eficacia
de la economía no pudo sobrevivir a la depresión, como tampoco sobrevivieron los valores
individualistas, la idea de que los hombres únicamente podían prosperar en virtud de su esfuerzo
personal. El New Deal no fue un éxito total, pero significó un profundo cambio histórico ya que, tras la
depresión, no sólo el gobierno federal intervenía en prácticamente todos los aspectos de la vida
americana —al igual que había ocurrido con los gobiernos europeos como consecuencia directa de la
primera guerra mundial— sino que la mayor parte de la población esperaba que aquél garantizase su
nivel de vida. Esto fue lo que intentó el gobierno desde entonces; y a partir de la segunda guerra
mundial la política americana se convirtió en un forcejeo entre intereses contrapuestos para obtener la
ayuda federal.
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I. LA VUELTA AL AISLACIONISMO

Al término de lo que entonces se llamó la «gran guerra», los Estados Unidos se habían convertido
en la primera potencia económica y de haberse prolongado el conflicto habrían acabado siendo
también la primera potencia militar. Pero como consecuencia de su fracasado intento de incorporar
ciertos principios liberales, y en particular el derecho de las minorías nacionales, al tratado de
Versalles, durante la década de 1920 los Estados Unidos dejaron de ejercer influencia alguna sobre
los asuntos políticos internacionales. Dos razones explican esta actitud: el poder real de los Estados
Unidos no era reconocido; cuando lo fue, la opinión pública americana optó por no ejercitarlo.
La preponderancia de los Estados Unidos era aún más evidente en el terreno económico. La
economía americana se había desarrollado rápidamente bajo el estímulo de los altos precios de los
productos alimenticios y de las materias primas; la producción industrial había aumentado en un 37
por 100. A corto plazo. el único daño que la guerra causó a la economía fue la virtual pérdida del
comercio con Alemania y Austria, pero esta pérdida fue compensada con creces por las importantes
compras efectuadas por Francia y, sobre todo, por Inglaterra durante el conflicto Como los aliados
habían consagrado sus respectivas economías a la producción de armamento no estaban en
condiciones de pagar aquellos suministros con exportaciones, adquiriéndolos mediante la venta de
valores europeos y americanos y la emisión de empréstitos en los Estados Unidos. Las deudas de
guerra con los Estados Unidos se cifraban en 1918 en 7.000 millones de dólares, a los que se
añadieron 3.300 millones destinados a la reconstrucción europea; aquel año América pasó de ser un
país deudor a convertirse en el principal acreedor del mundo.
El hecho de que los Estados Unidos se convirtieran en país acreedor tendría efectos negativos
sobre el comercio y las finanzas de la posguerra. Era de esperar que el conflicto europeo produjera
una grave dislocación del comercio y que redujera sensiblemente la capacidad económica de gran
número de países, pero sus consecuencias fueron mucho más profundas, de tal forma que la
recuperación de las debilitadas economías europeas resultó extraordinariamente difícil. Durante el
período bélico muchos países agrícolas de Europa y de otras partes comenzaron a instalar industrias,
pero una vez terminada la guerra, los nuevos «países industriales» optaron por proteger los intereses
de sus industrias nacionales, en lugar de volver a sus tradicionales suministradores aun cuando sus
ofertas resultaran más baratas. Estas manifestaciones de nacionalismo económico cobraron particular
fuerza en Europa oriental. El tratado de Versalles había dispuesto la creación de varios países nuevos
y recíprocamente hostiles dentro del antiguo Imperio austro-húngaro, cuya característica distintiva era
la «nacionalidad», es decir la «raza». Estas circunstancias hacían extraordinariamente difícil la
reanudación de las relaciones comerciales tal como eran antes de la guerra. Europa necesitaba
capital para salir de la grave situación económica y la única fuente posible era Estados Unidos. Aun
cuando Gran Bretaña seguía disponiendo de crédito, ya no estaba en condiciones de efectuar las
inversiones que durante los cincuenta años anteriores a la guerra habían financiado la economía
mundial en un momento en el que sus mercados ultramarinos de carbón, algodón y construcciones
navales estaban desapareciendo rápidamente. De este modo recayó sobre los Estados Unidos una
considerable responsabilidad económica. Pero un importante obstáculo dificultaba la transferencia de
la prosperidad americana a las agotadas economías europeas. La economía mundial del siglo XIX
descansaba sobre el intercambio de productos agrícolas por productos industriales; de aquí que no
pudiera subsistir si el principal país agrícola se convertía también en el principal país industrializado.
Por añadidura, los Estados Unidos eran europeos en sus orígenes y, por tanto, también lo eran en los
gustos de sus consumidores, y su clima era templado. En 1918 América podía producir bienes
industriales y alimentos más baratos que los europeos, y más de lo que consumía su población.
Prácticamente no había nada que los Estados Unidos tuvieran que importar, lo que significaba que los
americanos acumulaban enormes cantidades de oro, con fatales consecuencias para Europa Los
países europeos, especialmente Alemania, dependieron cada vez mas de los préstamos americanos
a corto plazo, sujetos a devolución inmediata. Este fue el principal motivo de las constantes
dificultades económicas del mundo en la década de 1920 y de la rapidez con que se extendió en la de
1930 la recesión de los Estados Unidos a Europa, así como su gravedad.
Si los Estados Unidos tenían en sus manos los resortes de la prosperidad mundial, ¿pueden ser
acusados de no haber asumido sus responsabilidades económicas? Manifiestamente no. En primer
término porque en 1919 los problemas se hallaban disimulados por una etapa de prosperidad
posbélica basada funda mentalmente en una demanda creciente de materias primas; y en segundo
lugar porque el problema de las deudas de guerra se resolvería exigiendo reparaciones a Alemania;
Alemania pagaría a Francia y a Inglaterra en divisas y con estas divisas dichos países podrían saldar
sus deudas con los Estados Unidos. Ahora sabemos, por supuesto, que la prosperidad de la

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posguerra fue motivada por la dislocación de los transportes y no por una demanda real, y también
que los alemanes incumplieron sus compromisos en materia de reparaciones. Pero todo ello no
responde a la interrogante principal. A los Estados Unidos se les puede imputar retrospectivamente el
desastre de la década de 1920; los europeos no se ponían de acuerdo sobre la naturaleza de sus
problemas ni sobre su remedio, si es que existía. Ni siquiera el gobierno británico, que era el que
mayor experiencia tenía en cuestiones económicas internacionales, interpretó correctamente la
naturaleza de las dificultades económicas con que se enfrentaba el país. La responsabilidad de los
Estados Unidos por su pasividad ante los problemas económicos de la década de 1920 sólo podría
mantenerse si se demostrara: a) que los contemporáneos compartían nuestra obsesión actual por las
cuestiones económicas; b) que aquellos problemas fueran previsibles en 1919, y c) que, en caso de
serlo, existiera cierto acuerdo en Europa y América sobre su correcta solución.

II. AMERICANOS Y EXTRANJEROS

Los Estados Unidos no habían logrado eludir su participación en la primera guerra mundial. Pero
tan pronto como concluyó se puso de manifiesto que la mayor parte de la población americana
deseaba tener el menor contacto posible con Europa y los europeos. Vista desde América, la guerra
no había sido distinta de las anteriores y la Conferencia de Versalles aparecía como un despliegue
poco edificante de política de poder. No resulta, pues. sorprendente que el idealista Woodrow Wilson
fracasara en su intento de convencer al Congreso de la necesidad de la participación americana en la
«Sociedad de Naciones». Simultáneamente los Estados Unidos reaccionaron con violencia frente a
aquellos rasgos de la sociedad americana que se consideraban foráneos. Esto afectó entre otros a
los «nuevos» inmigrantes de las grandes ciudades cuya situación había sido motivo de prolongadas
tensiones sociales que la guerra no había hecho mas que disimular. El fin del conflicto significaba que
los agricultores y las familias acomodadas del Sur y del Este podían verse anegadas por otra oleada
de inmigrantes procedentes de Europa meridional y oriental. Durante la posguerra se hizo aún más
evidente que estos americanos de origen extranjero albergaban sentimientos de lealtad hacia países
extranjeros y hacia una Iglesia también extranjera. Cuando se comparaba a estos inmigrantes con la
imagen divulgada por la prensa de un agricultor «nórdico» —y por supuesto protestante—
inevitablemente daban la impresión de no ser cien por cien americanos. Ya estaba en vigor una
legislación restrictiva en materia de inmigración, pero, al resultar insuficiente, las cuotas impuestas a
los nuevos inmigrantes en 1921 se redujeron en 1924. Entre 1920 y 1924 la inmigración cayó por
debajo de la mitad de la que se había producido entre 1910 y 1914 y a finales de la década alcanzó el
índice más bajo registrado desde que se elaboraron las primeras estadísticas en la década de 1820
(ver cap. 4).
Pero este violento nacionalismo era anterior a la reanudación de la inmigración en gran escala.
Simplemente se vio fomentado por la guerra y la Revolución rusa y se dirigió entonces sobre todo
contra los radicales políticos y los militantes sindicalistas. Estos grupos eran básicamente urbanos,
estaban formados en gran parte por inmigrantes y, consecuentemente, «poco americanos». Las
principales huelgas que tuvieron lugar en 1919 y principios de 1920 en las minas de carbón y en la
industria siderúrgica, por ejemplo, obedecieron a la rápida alza de los precios (16 por 100 en 1919 y
15 por 100 en 1920) o a que esta subida del nivel de precios debida a la prosperidad de la postguerra
hizo pensar a los huelguistas que tendrían mas probabilidades de éxito. En el mes de enero de 1919
se produjo en Seattle una huelga general de cinco días de duración. El alcalde, que había conseguido
terminar con la huelga denunciando el radicalismo político de sus dirigentes, recibió una bomba por
correo poco tiempo después. Otras diecisiete habían sido enviadas a destacados financieros y
antisocialistas. La más grave amenaza contra el orden, o al menos así lo pareció, fue la huelga de la
policía de Boston en 1919 En realidad no existían pruebas de que tuviera motivación política alguna,
pero diecinueve agentes fueron cesados por haberse afiliado a un sindicato. Esto no era un hecho
aislado entre las fuerzas del orden de los Estados Unidos, pero pareció inadmisible en un clima como
el de entonces. Sin policía se produjeron numerosos saqueos e incluso asesinatos. Samuel Gompers
solicitó la mediación del gobernador de Massachusetts, Calvin Coolidge. La respuesta telegráfica de
Coolidge («Nadie tiene derecho a ir a la huelga contra la seguridad pública») le valió la fama de ser el
hombre que acabó con la huelga de la policía y probablemente aseguró su designación como
candidato a la vicepresidencia aun cuando todo lo que hizo fue simplemente enviar un telegrama A
partir de este incidente, cualquier tensión laboral tenía un matiz radical y todas las huelgas, así como
cuanto no encajara en la imagen estereotipada de americano al cien por cien, era presentado como
una amenaza a la Constitución. Durante la guerra las clases medias se habían dedicado a la
búsqueda de saboteadores alemanes en los lugares más inverosímiles; se convencían con facilidad

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de que sus prejuicios eran patrióticos. Profesores de universidad y realizadores de cine fueron
hostigados, las reuniones de izquierdistas atacadas violentamente y sus locales destruidos. En
nombre de la libertad les fue negada la protección de la ley a los «radicales», desde los marxistas
revolucionarios hasta los reformistas mas moderados. Seis mil sospechosos fueron arrestados en
redadas efectuadas a escala nacional y encarcelados sin juicio en tanto que a manos del secretario
de Justicia llegaban las más diversas sugerencias acerca de su suerte. Muchos de ellos acabaron
siendo deportados.
La histeria generalizada alcanzó a los demás «extranjeros». En Chicago, a donde habían
inmigrado muchos negros durante la guerra, se produjeron motines raciales. El Ku Klux Klan se puso
nuevamente en marcha, pero donde mayor actividad desarrolló fue en el Medio Oeste, no en el Sur,
siendo sus víctimas más frecuentes los judíos y los católicos en lugar de los negros.
El «Red Scare» (miedo a los rojos) de 1919 fue manifiestamente exagerado. El número total de
afiliados a los dos partidos comunistas apenas llegaba a los 75.000, de los cuales muchos menos
eran activistas, y no había posibilidad alguna de que se produjera un movimiento revolucionario. Pero
un importante sector de la población americana había sucumbido al rumor y a la histeria, fenómeno
éste que se producía periódicamente. El pánico cedió a mediados de 1920: el bolchevismo
internacional había fracasado en su intento de subvertir a Europa y los radicales americanos
mantenían una actitud reservada. Pero todavía a finales del año siguiente los anarquistas italianos
Sacco y Vanzetti no lograron ser juzgados de modo imparcial en Massachusetts) y cuando por fin
fueron ejecutados en 1927 el movimiento de protesta en los Estados Unidos fue mínimo.
La realidad era que la población americana estaba harta de luchas políticas, tanto nacionales
como internacionales. Su resentimiento contra la Sociedad de Naciones y contra la guerra se basaba
en su sensación de que en cierto modo se habían realizado contra su voluntad. Esto se puso
claramente de manifiesto en las elecciones presidenciales de 1920. Warren Harding, el candidato
republicano, era prácticamente desconocido fuera del Estado de Ohio, donde era senador; pero era el
candidato del sector del big-business dentro de su partido y dado que en la convención del partido
había conseguido romper el punto muerto, triunfó como candidato de compromiso. En un discurso
pronunciado en Boston, Harding supo captar con precisión el talante del electorado; lo que América
necesitaba no era «heroísmo, sino curar sus heridas; normalidad y no panaceas». Únicamente la
mitad del electorado se tomó la molestia de acudir a las urnas, pero fue suficiente para dar a Harding
una aplastante victoria sobre Cox, el candidato de los partidarios de la Sociedad de Naciones. Fiel a
sus propósitos, fue el presidente más ineficaz, de los tiempos modernos y dejó que sus
conciudadanos se dedicaran a la tarea —que él creía la mas adecuada— de ganar dinero.

III. LA EXPANSIÓN INDUSTRIAL DE LA DÉCADA DE 1920

Debido a la tremenda potencia de su economía, los Estados Unidos podían permitirse el lujo de
optar por el aislacionismo político. Durante la década de 1920 la economía experimentó un desarrollo
prácticamente ininterrumpido como consecuencia de unas inversiones masivas que a su vez se
basaban en una fuerte de manda de artículos de consumo, «duros», que duraran muchos años, como
automóviles y aparatos eléctricos, y en una expansión acelerada de los sectores de la construcción y
servicios. De aquellas inversiones una gran parte se dedicaba a la mejora de los procesos de
producción. Adam Smith había definido, ciento cincuenta años antes, los requisitos de la producción
en gran escala al afirmar que la división del trabajo viene dada por las dimensiones del mercado.
Comparado con el de otros países, el mercado de artículos de consumo americano siempre había
sido grande; pero antes de la década de 1920 no habría sido posible una expansión tan rápida de la
demanda de artículos de consumo «duros», ya que hacía muy poco que existía un verdadero
mercado nacional, gracias al sistema ferroviario complementado por los camiones. Tras veinte años
de prosperidad, especialmente en el sector agrícola, la población estaba en situación de comprar
productos más elaborados y complejos, y fue precisamente en la década de 1920 cuando la industria
estuvo en condiciones de producir masivamente estos bienes, cuya fabricación implicaba importantes
conquistas tecnológicas en diversos campos como la metalurgia y la electrónica. Muchos de estos
avances se lograron durante el período bélico y fueron aplicados a la producción en gran escala de
bienes de consumo una vez finalizado el conflicto De hecho la inversión fue relativamente menos
importante entonces que en el período prebélico, pero favoreció al proceso de producción. Los
trabajadores podían producir más y consecuentemente ganar más, y reducir los precios al
consumidor creando así importantes aumentos en los ingresos reales. El mejor ejemplo de estas
mejoras, y también el de mayor trascendencia, fue la cadena de producción, gracias a la cual el

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producto pasaba frente a una serie de obreros cada uno de los cuales efectuaba en él una sencilla
operación básica. La producción per cápita creció porque cada hombre disponía de más equipo y
también porque la reiteración de las sencillas operaciones facilitaba su ejecución El más famoso
exponente de la cadena de producción, aunque en modo alguno su creador, fue Henry Ford, quien
aplicó a partir de 1914 las ideas sobre «gestión científica» de Frederick W Taylor a la fabricación de
los Ford modelo T en su planta de Dearborn. Pero más revolucionaria aún fue su decisión de
implantar el salario de 5 dólares al día ese mismo año, en una época en que sus competidores
pagaban mucho menos. Quince años más tarde las cadenas de producción, los instrumentos
eléctricos portátiles y las taladradoras y estampadoras automáticas eran corrientes en la industria
americana de bienes de consumo; por entonces la producción de artículos manufacturados era un 70
por 100 más elevada que en 1919 siendo así que empleaba una mano de obra cuyo volumen había
permanecido inalterable y cuyas horas de trabajo semanales habían bajado de una media de 53 a 47.
Se ha dicho a menudo que el desarrollo del consumo en masa en Europa fue más tardío porque la
división entre sus clases era más acentuada que en la democrática sociedad americana. Pero a partir
de la segunda guerra mundial, y en menor medida antes, ha quedado demostrado que esta
afirmación carece de fundamento; el mercado europeo era más reducido no por razones sociológicas,
sino porque los países europeos eran más pobres.
Los rasgos más característicos de la prosperidad americana eran la fabricación en serie de los
vehículos de motor, y en particular el automóvil privado, y la producción y el consumo masivos de
energía eléctrica. Estas dos innovaciones resultaron esenciales para el mantenimiento de un alto
grado de inversión y, consecuentemente, de expansión. Su dominio sobre la economía obedecía a
cuatro razones: eran nuevas; su producción, especialmente la de automóviles, daba lugar a un gran
número de industrias auxiliares y accesorios, que a su vez creaban inversión y expansión, el vehículo
de motor y la energía eléctrica barata proporcionaban al consumidor nuevas oportunidades de gastar
su dinero; y, finalmente, el desarrollo que alcanzaron modificó la actitud del público hasta el punto de
que para muchos la idea de una sociedad dominada por la economía resultó más aceptable.
Estrictamente hablando, ni el automóvil ni la energía eléctrica constituían una novedad. Ambas
industrias se habían desarrolla do con anterioridad a la guerra, pero en tanto que en 1919 sólo
circulaban 6.750.000 automóviles y seguía existiendo un gran mercado potencial, en 1929 el parque
automovilístico casi se había cuadruplicado y se disponía de un vehículo por cada cinco personas.
Por otra parte, el automóvil americano típico era muy distinto en 1929 del que se fabricaba diez años
antes; éste fue el secreto del éxito. El automóvil satisfacía las cambiantes necesidades del
consumidor y los antiguos modelos eran reemplazados antes de que expirara su vida técnica. Aquí
radicaba en parte, pero sólo en parte, la importancia de la publicidad. La publicidad experimentó una
gran difusión debido a la introducción en Estados Unidos de los periódicos «tabloides» y a la radio.
Los programas comerciales hicieron su primera aparición en 1919 con el fin de estimular las ventas
de aparatos de radio; en dicho año funcionaban 606 estaciones, todas ellas dependientes de la
publicidad para su financiación. En un primer momento la publicidad se limitaba a suministrar
información al consumidor sobre" nuevos productos («coma más naranjas»), pero a medida que la
economía se expansionaba y la competencia entre los grandes fabricantes crecía, aquélla fue
utilizada cada vez más como un dispositivo de diferenciación del mercado; es decir, trataba de
persuadir al consumidor de que productos exteriormente similares eran en realidad distintos. Ello
reflejaba el problema fundamental de la producción en serie: la reducción de los precios al mínimo
dependía de la venta de un producto estandardizado en un gran mercado, pero el mantenimiento de
esta demanda a largo plazo dependía de que se mejorara el producto para satisfacer los cambiantes
gustos del consumidor y crear nuevas necesidades en él.
También tuvieron gran importancia los cambios introducidos en los sistemas de distribución,
siempre tendentes a una mayor especialización de las ventas tanto al por mayor como al por menor.
La principal novedad de la década de 1920 fue la aparición de las cadenas de almacenes (chain
store) especializados en la venta de productos alimenticios y farmacéuticos; en 1919 estos almacenes
vendían únicamente el 4 por 100 del total del comercio al por menor en tanto que a finales de la
década de 1920 este porcentaje se había elevado al 25 por 100. En 1929, la cadena mas importante,
la «A&P» (Atlantic and Pacific Tea Company) contaba con 15.400 sucursales que vendían el 10 por
100 de los alimentos. El automóvil permitió a mayor número de personas efectuar sus compras en los
centros comerciales de las ciudades, aunque en los distritos más céntricos de las grandes urbes la
congestión del trafico perjudicaba a los grandes almacenes. Las grandes empresas dedicadas a las
ventas por correspondencia, como Montgomery Ward y Sears Roebuck, que atendían las
necesidades del aislado mercado rural, se vieron obligadas a abrir sus propios almacenes, de tal
forma que en 1929 la mitad de sus ventas se hacían ya directamente y al contado. Una amplísima
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gama de productos, desde los cosméticos a los productos alimenticios y farmacéuticos, era vendida
bajo marcas registradas, a menudo con el apoyo de una publicidad a escala nacional, lo que
redundaba también en beneficio del pequeño minorista, el cual se beneficiaba de aquella promoción
comercial Estos minoristas estaban en muchas ocasiones en relación con mayoristas especializados
mediante acuerdos voluntarios de cooperación, lo que explica que las grandes cadenas nunca
pudieran aumentar su porcentaje de participación en las ventas al por menor por encima del 25 por
100 de su volumen total. El principal efecto de los cambios introducidos en las ventas al por menor
fue su impacto en el estilo y la moda. Antes de la guerra, el diseño evolucionaba muy despacio, pero
en la década de 1920 cualquier fabricante podía presentar simultáneamente un nuevo modelo de
automóvil o de aparato de radio en cada ciudad. La mayoría de las industrias productoras de bienes
de consumo estaba controlada por un pequeño número de grandes empresas, como Ford, General
Motors y Chrysler, pero dado que las guerras de precios entre estas compañías resultaban ruinosas,
pues cada una de ellas estaba en condiciones de llevar a las demás a la quiebra, su competencia en
un régimen oligopolístico tendía a manifestarse más en la calidad que en los precios; de aquí que se
insistiera cada vez más en el diseño. La aparición de las ventas a plazos fue también decisiva para el
crecimiento económico. A corto plazo, por supuesto, sólo contribuían a crear una mayor demanda,
pero hacían posible que esta demanda fuera canalizada hacia productos de alto valor. Las fábricas de
automóviles, por ejemplo, utilizaron resueltamente este procedimiento, que a finales de la década
representaba alrededor del 60 por 100 de las ventas totales de vehículos, así como el 75 por 100 de
todas las ventas de muebles. Las ventas a plazos tuvieron un papel decisivo en el consumo de
artículos duraderos que hacían la vida más grata o acrecentaban el prestigio ante los vecinos. Pero la
gran cantidad de morosos entre los compradores a plazos y beneficiarios de créditos en la década de
1920 hace sospechar que una buena parte de los compradores de los nuevos artículos de consumo
no estaba en condiciones de permitírselo.
El ejemplo de Henry Ford refleja perfectamente el proceso de conformación del mercado
americano de consumo. La intuición más importante de Ford fue la existencia de un mercado
potencial y la posibilidad de satisfacerlo con un producto único. Se dio cuenta de que el principal
mercado era el rural. En aquella época la mayor parte de los automóviles eran utilizados por los ricos
para efectuar breves recorridos urbanos y eran inservibles fuera de las ciudades. Ford fabricó en
1909 un vehículo muy alto de ejes, lo que le hacía independiente de las carreteras, y que, gracias a
las piezas de recambio que podían ser compradas en los almacenes de los pueblos o adquiridas por
correo, era también independiente de la presencia de mecánicos especializados. A los dos años de su
presentación, Ford fabricaba exclusivamente el «modelo T», del cual se habían vendido 15 millones
de unidades en 1927. Ford «e percató de que el automóvil podía reemplazar al caballo y a la carreta
siempre que tuviera tantas aplicaciones como aquellos. El Ford «modelo T» era sólo un artículo de
consumo los domingos; pero entre semana se utilizaba para el transporte de las cosechas al mercado
y realizaba muchas de las funciones del moderno tractor. Era, en definitiva, un factor de producción.
A principios de la década de 1920 el mercado del automóvil había experimentado profundas
modificaciones. Las principales ciudades estaban unidas por carreteras asfaltadas y rodeadas de
zonas residenciales suburbanas dependientes del automóvil. El público exigía ya vehículos más
potentes y más cómodos, que Ford no fabricaba. Y los «modelos T» que se cambiaban por los
Chevrolet y Plymouth, mas caros, le plantearon problemas adicionales. Dado que el «modelo T» de
segunda mano era idéntico al nuevo, incluso de color, y que su mantenimiento resultaba igualmente
económico gracias a las piezas de recambio, el principal competidor de Ford era el propio Ford. Su
anterior producción había saturado el mercado. Las fábricas Ford fueron cerradas en 1927 y dotadas
de nuevo equipo para la fabricación de un vehículo más evolucionado. Cuando fue presentado el
«modelo A» en diciembre de aquel año, los salones de exposición de Ford fueron materialmente
asaltados por la muchedumbre, que la policía a duras penas pudo contener; 500.000 personas habían
efectuado pagos a cuenta sin haber visto el vehículo ni conocer su precio. Pero el automóvil, que por
fin podía adquirirse en diversos colores, no alcanzó ni remotamente el éxito de su predecesor; la Ford
Motor Company dejó de ser rentable. Las otras dos grandes compañías, General Motors y Chrysler,
tenían en 1927 mayor experiencia del cambiante mercado, y el público seguía identificando el Ford
con el transporte básico, lo que por entonces ya no era suficiente.
Los efectos de la producción automovilística se extendieron por toda la economía. Esta industria
absorbía alrededor del 15 por 100 de la producción de acero y era, con gran diferencia, el mayor
consumidor de perfiles y laminados, así como de importantes cantidades de cristal, plomo, níquel,
cuero y textiles (para los interiores). La industria del caucho creció al compás de la industria del motor
y la demanda americana de esta materia prima se hizo sentir sobre las plantaciones de Malasia y las
Indias Orientales holandesas. Más importante aún fue el efecto del uso de los vehículos de motor; su

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consecuencia más evidente fue la construcción e» gran escala de carreteras dotadas de firme,
financiadas en su mayor parte por los gobiernos estatales. El gobierno federal también participó en
esta actividad, presionado por los sectores interesados, como los fabricantes de cemento, por
ejemplo. A partir de 1920 los ferrocarriles experimentaron un descenso en el número de pasajeros y,
aun cuando sus ingresos por transporte de mercancías no disminuyeron, la carretera absorbió una
creciente proporción del transporte de carga en general (Uno de los problemas con que tropezaban
las compañías ferroviarias era que sus actividades estaban limitadas por leyes antimonopolistas del
siglo XIX. Esto las situaba en condiciones de inferioridad con respecto a las empresas de transporte
por carretera, que hasta 1935 carecieron por completo de reglamentación.) El automóvil permitió a
millones de personas huir de la congestión de la ciudad. La residencia suburbana, rodeada de jardín y
a ser posible de árboles, pasó a ser otro importante artículo de consumo; había que dotarla de
energía eléctrica, aparato de radio, aspiradora, lavadora y, a finales de la década, nevera, lo que
constituye una muestra adicional de la complementariedad entre la industria del automóvil y la
eléctrica.
Sobre el automóvil particular se levantó una «nación de nómadas», a la que prestaba servicio en
carretera una serie de nuevas industrias que iban de los puestos de venta de bocadillos de salchichas
hasta los billares y los moteles. El Sur de Florida, por ejemplo, fue una creación del vehículo de
motor; gozaba de un clima ideal y, a diferencia de la costa del Oeste, podía alcanzarse fácilmente por
carretera desde los núcleos de población del Noroeste. En una carrera frenética que alcanzó su punto
álgido en 1925, fueron vendidos cerca de 100 km. de costa en el Sudeste de Florida, con centro en
Miami y con una profundidad de 6 km., para la construcción de residencias veraniegas. Las diferentes
zonas fueron acondicionadas como lugares de recreo y bautizadas con nombres sugestivos tales
como «Hollywood by Sea» o «Coral Gables». Las parcelas eran vendidas tan pronto como llegaban al
mercado, pero en su mayoría se adquirían para ser revendidas a la primera ocasión. El país gozaba
de prosperidad y muchas personas que sólo disponían de medios de fortuna moderados comenzaron
a pensar que cualquiera que tuviera unas dotes y energía suficientes podía enriquecerse
rápidamente. No estaban seguros, ni les importaba, de que «Hollywood by Sea» existiera o fuera sólo
un proyecto, ni tampoco de que su «parcela en la playa» se hallara en realidad bajo las aguas. La
propiedad, que no había tenido que ser abonada necesariamente, pasaba de unas manos a otras a
un precio cada vez más elevado. Todo aquel tinglado presentaba unas características puramente
especulativas cuya naturaleza había de repercutir sobre Wall Street en 1928 y 1929. En el invierno de
1925-1926 se produjo una inflexión de la demanda y cuando un huracán —de cuya amenaza nadie se
acordaba— dejó a 50.000 personas sin hogar el auge se vino abajo. Quien había vendido su tierra a
12 dólares por acre a principios de 1925, viendo cómo era revendido sucesivamente hasta alcanzar
un precio de 60 dólares, se encontró de pronto con que los distintos compradores eran insolventes, y
la tierra volvía a sus manos invendida sin perjuicio de que sobre ella se levantaran casas a medio
construir. No todo el mundo abandonó aquella zona, sin embargo, y Miami, que no existía en 1900 y
que en 1920 era una ciudad prácticamente desconocida, con una población de 30.000 habitantes,
contaba ya con 111.000 habitantes en 1930.
En la prosperidad de la década de 1920 influyeron, por su puesto, otros factores aparte. La
construcción de viviendas particulares hasta mediados de la década y de locales comerciales y naves
industriales había alcanzado un gran desarrollo en 1928 Los factores que regían el mercado de la
vivienda eran distintos de los que dominaban los restantes sectores de la economía Las viviendas se
construían a lo largo de ciclos bastante regulares de 15 a 20 años de duración, que no se ajustaban al
ciclo económico; el motivo principal es que las viviendas perduran por lo que su demanda puede ser
aplazada. En 1910, por ejemplo una persona podía optar entre adquirir una nueva casa o reparar la
suya (o dejar que se derrumbara poco a poco). Si compraba una nueva en 1920, dispondría entonces
de dos edificios. Pero el hecho de que comprara o no un nuevo automóvil en 1910 no afectaba al
número de vehículos en circulación en 1920, ya que en esta fecha normalmente aquél estaría
inservible. El de la vivienda es, pues, un mercado especulativo; si las perspectivas son buenas, los
constructores incrementan su producción hasta que el mercado se satura. La fuerte expansión
experimentada por la construcción de viviendas en el período 1918-1925 fue provocada en parte por
una elevada tasa de inmigración, con la que siempre estuvo estrechamente relacionada en Estados
Unidos la política de la vivienda; por un alto índice de constitución de familias en los núcleos urbanos,
efecto secundario a su vez de la elevada tasa de inmigración de jóvenes adultos ocurrida unos veinte
años antes, y por el debilitamiento del ritmo de construcción durante la guerra.
La construcción de edificios comerciales evolucionó paralela mente a la expansión general y se
mantuvo a un elevado ritmo a lo largo de la década. Un porcentaje cada vez mayor de la mano de
obra, incluido un creciente número de mujeres, trabajaba en el sector servicios en lugar de trabajar en

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W.P.Adams – Los Estados Unidos

la industria, lo que en la actualidad es tendencia generalizada en todos los países desarrollados.


Dichos servicios —desde las instalaciones recreativas hasta la administración y el gobierno— se
desarrollaban normalmente en las ciudades. En los Estados Unidos, lo más característico fue la
expansión de los servicios financieros, porque la presión que ejercieron sobre los centros comerciales
hizo que las ciudades crecieran hacia arriba. Esto fue posible gracias a la invención de las estructuras
de acero y del ascensor, pero el rascacielos necesitó además el estímulo de un masivo desarrollo
económico. Manhattan y el Loop de Chicago adquirieron su perfil característico en la década de 1920;
en 1929, 30 ciudades contaban al menos con veinte edificios de mas de piez pisos, y los
especuladores se dedicaron a demoler) los inmuebles más pequeños para levantar sobre sus solares
rascacielos más altos. Nueva York, cuyos rascacielos fueron llamados por un inmigrante «catedrales
del comercio», no era una ciudad tan poco representativa como lo era en otros aspectos. En la
década de 1920 la población de todas las grandes ciudades creció a mayor ritmo que la población
total y las que crecían más lo hacían a mayor velocidad que las de mayor crecimiento antes de la
guerra. En el transcurso de la década, la población creció un 16 por 100; los habitantes de Nueva
York pasaron de 5,6 millones a 6,9 millones; los de Chicago, de 2,7 millones a 3,4, y los de Los
Angeles, de 0,6 millones a 1,2. Ello ocurrió a pesar de una tasa de inmigración mucho más baja, si
bien los negros del Sur comenzaron a desplazarse hacia los núcleos urbanos del Norte al
interrumpirse la inmigración durante la guerra; tan sólo durante la década de 1920 se desplazaron
unos 600.000. Una corriente de signo contrario, que obedecía a razones similares, se produjo con el
traslado de la industria textil de Nueva Inglaterra al Sur, donde la mano de obra era barata. La década
de 1920 fue la época dorada de la gran ciudad (con su centro y sus zonas residenciales suburbanas)
y por primera vez la sociedad americana estuvo sometida a una cultura urbana, le gustara o no.
El gobierno federal tuvo escasa participación directa en la prosperidad de aquellos años; su
volumen de gastos era muy bajo y no hizo intento alguno de fortalecer el empleo o la inversión. Pero
tampoco había motivo para ello, y su propia inactividad favorecía a las empresas. Los exponentes
auténticos del laissez-faire, es decir la totalidad de los hombres de negocios, pensaban que ellos
invertían su dinero de forma más productiva que el gobierno. Sin el más leve síntoma de progresismo
en ninguna de las administraciones de la década de 1920, no resulta sorprendente que los
presupuestos federales se cerraran con superávit, que la presión fiscal fuera débil y que a los
hombres de negocios se les dejara tranquilos. Es cierto que las autoridades estatales y municipales
gastaban a un ritmo sin precedentes, pero sólo en sectores que estimulaban directamente el
crecimiento económico, como las carreteras, de tal forma que los automóviles les proporcionaban una
importante fuente de ingresos.
La intervención del Estado en la economía revestía, sin embargo, la forma de aranceles
aduaneros. En 1921 fue promulgada la Emegency Tariff Act en respuesta a las protestas de un
pequeño número de industrias que, como la química, se habían apropiado de patentes alemanas
durante la guerra y temían el retomo de la competencia alemana. Le siguió inmediatamente la ley
Fordney-McCumber, de 1922, que elevó al 33 por 100 la media de los derechos arancelarios sobre
una amplia gama de productos manufacturados. Finalmente el presidente fue autorizado a modificar
los aranceles con el fin de adecuar los costes de producción nacionales y extranjeros. Era ésta una
empresa prácticamente imposible, que sólo llevaba a aranceles más proteccionistas todavía. Se ha
mantenido que la ley arancelaria de 1922 fue una condición indispensable de la prosperidad
americana en la década de 1920 y un medio de preservar el nivel de vida del país frente a la barata
mano de obra extranjera. Esta afirmación carece de todo fundamento; con excepción de los tejidos de
algodón, que era una industria en decadencia, no había ningún producto industrial de importación, ni
prácticamente ningún producto agrícola o mineral, que pudiera ser vendido masivamente en el
mercado americano. Los Estados Unidos eran, con diferencia, los productores de automóviles,
energía eléctrica y bienes de consumo domésticos más baratos, no existía allí una inflación que
hiciera subir los costes y facilitar el acceso de los productos extranjeros, y los servicios y las viviendas
no podían ser importados. A finales de la década, incluso las industrias mas recientes, como la
química, podían valerse por sí mismas. De aquí que el arancel no pudo haber «protegido» a la
economía americana; su única función fue poner de manifiesto que el gobierno estaba de parte de los
hombres de negocios.
El crecimiento fue estimulado también por una política de créditos baratos. Entre 1914 y 1921, la
cantidad de dinero en circulación se duplicó y entre 1921 y 1929, creció en un 75 por 100, mientras
los precios permanecían estables. Los tipos de interés fueron más bajos que antes de la guerra, en
parte porque el gobierno no tenía necesidad de emitir empréstitos. Cuando Gran Bretaña volvió al
patrón oro en 1925, Benjamín Strong, de la Federal Reserve Board (equivalente americano del Banco
Central de Emisión, creado en 1913), llegó a un acuerdo privado con Montagu Norman, del Bank of

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W.P.Adams – Los Estados Unidos

England, para mantener los tipos de interés de Nueva York por debajo de los de Londres, objetivo que
logró con facilidad poniendo así de manifiesto el hecho de que los «auténticos» banqueros del
Federal Reserve Bank tenían más influencia que los representantes del gobierno. El resultado más
importante de la política de dinero barato fue que hizo posible la emisión de nuevas acciones y la
especulación en el mercado inmobiliario. Las condiciones del mercado eran tales que, mediante la
emisión de acciones, las compañías podían obtener más capital del que necesitaban. Estas
emisiones eran financiadas por los bancos cuya competencia significaba que los excedentes de
numerario de las empresas se mantenían en depósitos a plazo con interés; de este modo aquéllas no
dependían de los bancos para sus necesidades ordinarias y podían emplear los depósitos —
constituidos con ayuda de los bancos— para adquirir valores de otras firmas y especular con ellos. La
emisión de nuevas acciones no redundaba necesariamente, por supuesto, en una mayor eficacia. En
el sector eléctrico, por ejemplo, fueron utilizadas para erigir pirámides de sociedades cuya misión
consistía en dejar lo más sustancioso de los beneficios en manos de sus promotores. Pero no cabe
duda de que una gran parte de esta febril actividad financiera contribuyó a estimular la productividad,
hasta que a finales de 1928 perdió el control de la situación, alterándose así el mercado. No cabe
duda, además, de que, comparados con los llamados factores «reales», los factores monetarios
solamente pudieron influir marginalmente sobre la aparición y el mantenimiento de la prosperidad de
la década de 1920, basada ante todo en el incremento masivo de la productividad industrial y en los
efectos secundarios de las dos principales innovaciones del momento, el vehículo de motor y la
energía eléctrica.
También tuvo extraordinaria importancia la evidente capacidad de la economía americana para
superar el ciclo económico. La única interrupción importante en el crecimiento sostenido de la
economía desde antes de la primera guerra mundial fue una breve recesión de 1920 a 1921, que
obedeció a factores totalmente excepcionales. El auge económico de la posguerra, que se materializó
en rápidas alzas de los costes y los precios, fue consecuencia de las constantes compras militares
que se prolongaron hasta bien entrado 1919, y del desencadenamiento de la demanda. El crédito era
fácil de conseguir y la demanda de productos americanos procedente de los países europeos seguía
siendo elevada. Pero en la primavera de 1920 la situación cambió; la producción descendió y el
desempleo creció. Sin embargo, el rasgo característico de esta recesión fue la velocidad con que se
contrajeron los precios y los salarios, lo que redujo rápidamente los costes y permitió que al cabo de
un año se iniciara nuevamente la expansión Tan pronto como se efectuaron unos pocos reajustes en
la economía, las fuerzas que permitían la expansión a largo plazo cobraron de nuevo vigor y el
crecimiento se mantuvo como antes Esta recesión merece ser tenida en cuenta porque en 1929 era la
única que se conservaba fresca en la memoria; las de 1824 y 1927 no pasaron de ser triviales, siendo
la causa de la última el cambio de modelo introducido por la Ford. Dado que en las décadas de 1870
y 1890 se habían producido importantes depresiones en América (véase cap. 3, VII) y que la única
que había tenido lugar en los últimos veinte años —muy breve por otra parte— había sido motivada
por la guerra, resultaba muy difícil contradecir a los que en número cada vez mayor pensaban que la
expansión de aquella década era un fenómeno permanente A mayor abundamiento los expertos
económicos recordaban que las anteriores depresiones habían ido precedidas de alzas de precios, a
medida que las empresas se veían obligadas a pagar cantidades crecientemente elevadas por las
materias primas y la mano de obra cada vez mas escasas; en la década de 1920, por el contrario, los
precios no subían. (Las consecuencias políticas y sociales de esta creencia serán estudiadas en la
sección IV).
Hubo un importante sector de la población que no se benefició de la prosperidad general. Estaba
localizado en las zonas deprimidas de Nueva Inglaterra y de los Apalaches, donde la industria textil y
las minas de carbón atravesaban por graves dificultades. Pero el mayor problema económico de la
década de 1920 fue, con diferencia, que la agricultura no participó de la prosperidad industrial,
fenómeno que ya se había producido con anterioridad. En el último cuarto del siglo XIX, la caída de
los precios agrícolas llevó a muchos agricultores al convencimiento de que los ferrocarriles, los
bancos, el patrón oro y de hecho cuanto tuviera alguna relación, por remota que fuera, con el Este no
hacían más que sustraer al agricultor aquellos ingresos a los que tenía derecho. En la década de
1920, los agricultores eran relativamente más pobres pero entonces no existían víctimas
propiciatorias a las que poder echar la culpa. Los precios agrícolas estaban cayendo en comparación
con los de los productos industriales adquiridos a cambio, lo que no sucedía a finales del siglo XIX; y
el producto de reserva por excelencia de los agricultores, la propia tierra, iba perdiendo valor a lo
largo de la década, lo que tampoco ocurría antes.
El problema básico con que se enfrentaban los agricultores consistía en que resultaba más fácil
aumentar la producción que restringirla. La mayoría de los productos eran cultivados por un gran

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número de agricultores, de tal forma que ninguno de ellos podía influir sobre su precio de venta.
Frente a la caída de los precios, el agricultor reaccionaba a menudo produciendo más. Pero en la
década de 1920 el consumo de productos alimenticios básicos, como el trigo y el maíz, aumentaba
muy despacio el ritmo de crecimiento de la población había experimentado también un considerable
frenazo en comparación con el período de la preguerra. La caída de los precios no llevaba aparejadas
unas ventas proporcionalmente mayores ni el consumo de productos alimenticios básicos crecía con
unos ingresos mayores. Es más, a medida que la gente prosperaba consumía menos pan e incluso
menos carne.
El estallido de la primera guerra mundial contribuyó a exacerbar estos problemas. Bajo el estímulo
de unos precios elevados (y garantizados) la superficie cultivada creció rápidamente, poniéndose en
explotación gran cantidad de tierras marginales. El precio de la tierra subió y fueron muchos los
agricultores que tomaron dinero a préstamo con la garantía de sus tierras para adquirir otras nuevas y
equipo adicional. En 1920 y 1921 finalizaron la garantía y el nivel de precios de la guerra, pero las
deudas a plazo fijo contraídas durante el período bélico seguían en pie y gravitaron sobre muchos
agricultores a lo largo de la década; también aumentaron los arrendamientos, ya que al ser
ejecutadas las hipotecas algunos granjeros se convirtieron en arrendatarios de sus antiguas tierras. A
pesar de todo, la superficie cultivada aumentó, como se desprende del cuadro 6.1, debido en gran
parte a la mecanización, ya que al mismo tiempo que las tierras marginales eran retiradas del cultivo,
los tractores reemplazaban a los caballos en las nuevas grandes explotaciones del Medio Oeste, lo
que hacía posible que en las tierras hasta entonces dedicadas a forrajes se cultivaran productos para
el mercado.
En un primer momento el valor de las exportaciones fue en aumento; pero tan pronto como los
países europeos normalizaron sus respectivas producciones, hacia 1920, las exportaciones nunca
llegaron a representar más de las dos terceras partes del valor alcanzado durante la guerra o la
inmediata posguerra. Tampoco había posibilidad alguna de que se recuperaran, pues a los europeos
les resultaba muy difícil hacer frente al pago de sus importaciones y además estaban protegiendo a
sus propios agricultores. La guerra favoreció también la introducción de suceda neos de las materias
primas agrícolas; los más importantes fueron las fibras artificiales, que redujeron la demanda de
algodón procedente del Sur. Muchos aparceros blancos pobres debieron renunciar a las tierras
trabajadas por ellos, siendo reemplazados por negros aún más pobres.

CUADRO 6.1.
SUPERFICIE CULTIVADA. 1910-1940
Cultivo de produc- Cultivo de forrajes para Ingresos de los agricultores
tos para el mercado caballos y muías
En millones de acres En miles de millones de dólares
1910 237 88 4,7
1920 270 90 9.0
1930 304 65 5.1
1940 296 43 5.3
Fuente: Citado por Historscal slatistics of the United Slaíes, Colonial times to 1957, Washington. 1960, pp. 281, 283.

Pero no a todos los agricultores les fue mal. Los cultivadores de agrios, productos hortícolas y
frutas y los ganaderos especializados en productos lácteos se beneficiaron del aumento de las rentas
de la población urbana. Se había producido además un cambio en los gustos por alimentos menos
pesados, como las verduras, las naranjas, la leche y el queso. A medida que el mercado se
enriquecía y retinaba, el agricultor que suministraba productos de calidad se salvaba de la depresión
general. La clave del éxito radicaba en el acceso a los mercados, que por lo general dependía de la
existencia de buenos medios de transporte por carretera. Nuevos productos, como los cacahuetes,
contribuye ron a revitalizar determinadas zonas del Sur, siempre que los agricultores dispusieran del
capital necesario para diversificar sus cultivos, lo que no estaba al alcance de los aparceros. Hasta
1925, estos logros permitieron contrarrestar las pérdidas sufridas por los productores de trigo y maíz,
de tal forma que en conjunto las rentas agrícolas crecieron aquel año, aun cuando experimentaron
una contracción con relación a las rentas industriales. Pero a partir de 1925 la situación empeoró y los
ingresos agrícolas no aumentaron en absoluto. Por supuesto nadie podía imaginar entonces hasta
qué punto se iban a deteriorar las cosas durante la década de 1930, pero incluso así la afirmación de
los agricultores de que la prosperidad rehuía las zonas rurales estaba en cierto modo justificada. El
automóvil, efectivamente, podía revolucionar la vida rural y a finales de la década de 1920
aproximadamente la mitad de los agricultores disponía de un vehículo. Con excepción del Sur, una de

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sus repercusiones más importantes fue la desaparición. de las pequeñas escuelas rurales y su
sustitución por modernas escuelas centrales que reunían la escuela primaria y la secundaria en un
solo edificio, a las que los niños acudían en el autobús escolar. Pero en cualquier caso, a mediados
de la década de 1920 menos del 10 por 100 de las granjas contaba con energía eléctrica, y
solamente un tercio disponía de teléfono; de lo que sí estaban dotadas era de radio, que les traía
noticias de la existencia de una sociedad más favorecida.
Una de las principales reivindicaciones de los agricultores fue la de la «paridad» (parity), es decir el
apoyo del gobierno federal a los precios con objeto de garantizar los ingresos de los agricultores y el
mismo poder adquisitivo que habían tenido entre 1910 y 1914, lo que significaba un aumento de los
ingresos rurales medios de un 15 por 100 a un 25 por 100; por dos veces el presidente vetó esta
propuesta. En todo caso la idea de la «paridad» era muy significativa, ya que de todas las actividades
en relativa decadencia la agricultura fue la única que se atrevió a pretender que su posición en la
jerarquía económica se mantuviera artificialmente al nivel de su época más próspera. Los agricultores
podían esperar tales medidas debido a su fuerza electoral (aunque ésta se estaba debilitando) y, lo
que era más importante, a que estaban persuadidos de que su forma de vida les hacía merecedores
de aquel trato.
..................................................................................................................................................................

V. LA CIUDAD CONTRA EL CAMPO: CONFLICTO ENTRE DOS SISTEMAS DE VALORES

La crisis agrícola de la década de 1920 puso de manifiesto el conflicto entre los valores rurales y
urbanos subyacentes en muchos acontecimientos de la época. Aun cuando naturalmente los valores
de un país de las dimensiones de los Estados Unidos no pueden ser reducidos a dos simples
conjuntos de actitudes, lo cierto es que durante la década de 1920 la radio, la prensa y las películas
de Hollywood divulgaban una imagen de la cultura de la gran ciudad que los jóvenes del campo
absorbían como nunca lo habían hecho antes. La canción de moda en 1919 ponía el dedo en la llaga:
«How're you going to keep them down on the farm, now that they've seen Paree?» («¿Cómo vais a
retenerlos en sus granjas ahora que han visto París?».) La población de las pequeñas ciudades y el
campo se opuso a estas influencias fortaleciendo su creencia en los antiguos y «sencillos» valores,
en Dios, la «americanidad», la moralidad y la maldad intrínseca del alcohol, valores éstos que la
ciudad y la juventud rechazaban claramente. Las cuestiones sexuales eran tratadas con creciente
libertad; una opinión generalmente extendida era que la infidelidad ocasional en el matrimonio no
acarreaba consecuencias irreparables y que la experiencia prematrimonial enriquecía a las
muchachas, idea que hoy en día no resulta muy chocante. Para los medios de comunicación más
pudibundos el acortamiento de la falda, el charleston y la ginebra eran testimonio de un gran avance
en el libertinaje sexual, y el automóvil cerrado, que se impuso a partir de 1925, constituía una
invitación al pecado. Freud era tema habitual de conversación, especialmente los trabajos acerca de
los peligros de la represión sexual, siempre mal interpretados. De aquí que fuera fácil burlarse de algo
definido como «puritanismo Victoriano». No resulta sencillo saber si efectivamente el país era cada
vez más inmoral. La prostitución, al parecer, disminuyó, lo que podía querer decir que los hombres
eran más morales o que las mujeres lo eran menos. De modo parecido, la mayoría de los expertos
han sido incapaces de valorar el significado del aumento del número de divorcios. Lo más probable es
que la población americana no fuera más o menos moral que antes de la guerra Lo que hacia que el
comportamiento de muchos jóvenes fuera más notorio era que estaban concentradas en las grandes
ciudades y que disponían de más dinero. Probablemente se limitaban a celebrar el descubrimiento del
sexo en forma algo más pública que la generación anterior.
Pero el «cinturón de la Biblia» (bible belt), como se llamaba al Sur rural, no pensaba del mismo
modo. En 1925, como parte de la creciente reacción del campo, el estado de Tennessee promulgó
una ley con el propósito de preservar a los escolares de los ataques contra la Biblia; quedaba
especialmente excluida cual quien versión acerca del origen de la humanidad que no fuera la del
Génesis. Pero un maestro de Dayton (Tennessee) se puso de acuerdo con algunos padres para
desafiar la ley y dar lugar a una prueba de fuerza. El maestro, John Scopes, fue respaldado por la
American Civil Liberties Union, que asesoraba Clarence Darrow, el abogado más famoso de América;
la acusación corrió a cargo nada menos que de Williarn Jennings Bryan, candidato demócrata a la
presidencia en 1896 y uno de los más destacados portavoces del fundamentalismo (grupo protestante
partidario de la interpretación textual de la Biblia). En las grandes ciudades de América, que siguieron
sus incidencias minuto a minuto a través de la radio y de los periódicos, el juicio fue visto como la
ocasión para rebatir la superstición mediante la razón. Scopes sería sentenciado. Lo que preocupaba

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a la opinión pública no era su culpabilidad, que era evidente sino el hecho de que la ley contra la
teoría de la evolución fuera una mala ley. La cuestión no era el problema de la libertad de enseñanza,
ni si el hombre descendía del mono, sino si toda la conducta humana podía ser racionalizada y
manejada de igual macera que una cadena de montaje. Que sí podían serlo era una "creencia muy
extendida que, llevada a sus últimas consecuencias, constituía una religión igual que el cristianismo
fundamentalista con el que toda coexistencia era imposible. Sus seguidores salpicaban sus
conversaciones con palabras como «calorías», «vitaminas», «función» y «frustración», por lo general
sin saber exactamente lo que significaban. Rechazaban la moral de sus padres y ponían en su lugar
la nueva moral de la ciencia y el racionalismo.

Si la América rural no logró obtener del gobierno el apoyo a los precios agrícolas, su otra
reivindicación —la prohibición a nivel nacional del alcohol— no podía serle negada. La «prohibición»
fue aprobada por ley en 1919 porque los habitantes de las pequeñas ciudades y del campo se
sintieron obligados a salvar la moral de las grandes ciudades mediante una ley. Pero la ley sólo pudo
imponerse sobre el papel; de aquí que gentes de toda condición se convirtieran en delincuentes y que
se resintiera seriamente el respeto de la ley. Como la corrupción en la Administración estaba muy
extendida, un importante sector industrial y una considerable fuente de ingresos públicos pasó de
este modo a manos de los gangsters, de los que no era de esperar que emplearan el dinero de modo
productivo.

Aun cuando la prohibición, tanto a nivel local como estatal, se había ido extendiendo antes de la
guerra, ahora eran sobre todo los grupos feministas y las Iglesias protestantes los que pedían su
imposición a escala nacional. El saloon, en cuanto refugio de vagos y réprobos, era considerado a
menudo como un mal mayor que el propio alcohol. En 1918 entró en vigor la decimoctava enmienda a
la Constitución por la que se prohibía el consumo, y no sólo la venta, de bebidas que contuvieran más
del 0,5 por 100 de alcohol. En 1919 la ley Volstead hizo posible su imposición por las autoridades
federales. La prohibición gozaba de un gran respaldo, mucho mayor que el que los agricultores
podían dar. Los partidos estaban divididos a este respecto y los grupos de presión que la
propugnaban estaban extraordinariamente bien organizados y eran muy activos. De aquí que para los
congresistas y senadores lo más sencillo fuera apoyarla, aunque nunca pudieron imaginar que
entraría en vigor salvo en aquellos lugares donde contaba con el favor de una gran mayoría de la
población. Los grandes estados industriales se opusieron a la aplicación de la disposición mediante
enérgicas medidas policiales, pero la amenaza de la ley fue lo suficientemente efectiva como para
sumir la bebida en la clandestinidad.
En las grandes ciudades beber ilegalmente se revistió de emoción. Locales de mala reputación se
pusieron de moda, siendo frecuentados por primera vez por mujeres jóvenes. También se extendió el
uso de la botella de bolsillo, el hip-flask. Las fuentes que suministraban el alcohol ilegal eran muy
diversas; entraba de contrabando desde los países vecinos o se obtenía a partir del alcohol industrial.
El alcohol industrial era venenoso y la «ginebra» o el «whisky» elaborados en base a aquél podían
producir la ceguera e incluso la muerte; entonces se inventó el cocktail, para disimular su mal sabor.
Muchas personas empezaron a fabricar vino o cerveza en casa. Las cubas vendidas al público
incluían las instrucciones sobre su manejo y las sanciones penales en que se incurría en caso de
seguirlas.
Habida cuenta de que tanto los productores como los suministradores y los consumidores de
alcohol estaban violando la ley, no resulta sorprendente que proliferaran los gangsters que lo
proporcionaban. América siempre ha sido tierra de buenos empresarios y las oportunidades eran
evidentes. Como los propietarios de los speakeasys, bares semiclandestinos, y de las cervecerías y
destilerías no podían recurrir a la policía y los tribunales, los gangsters tenían expedito el camino para
quitarles todo el dinero que querían. Las guerras entre bandas en Chicago no fueron mas que luchas
por la supremacía en determinados barrios en los que los gangsters tomaban locales bajo su
«protección». Los primeros imperios de los gangsters, como el de Al Capone, se levantaron sobre la
fabricación de cerveza, pero ésta era una industria muy vulnerable porque requería grandes
inversiones en equipo y los camiones de reparto podían ser atacados con facilidad. Los más
fervientes partidarios de la prohibición eran los destiladores ilegales y los contrabandistas, pero de
ello no se deduce que la prohibición fomentara la criminalidad. Durante la década de 1920 la
delincuencia fue en aumento, en particular los robos, que no tienen relación directa con la prohibición.
Cuando la prohibición terminó en 1933, los actos de violencia se trasladaron al ámbito de los
sindicatos, la prostitución y las drogas. Se produjo también una oleada de atracos de bancos a mano
armada, lo que permite pensar que el automóvil pudo haber constituido un estímulo de la criminalidad

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más potente que la prohibición misma. Y las películas de gangsters, por razones evidentes, no
tuvieron influencia hasta la llegada del cinc sonoro. Mayor gravedad revestía el problema de la
corrupción generalizada, de la que el público no tenía conocimiento. Sin duda a los contrabandistas
de bebidas les resultaba más sencillo sobornar a la policía para que se mantuviera al margen o a los
funcionarios gubernamentales para que les procuraran alcohol destinado a fines médicos o
industriales. La décima parte de los agentes federales encargados del cumplimiento de la ley seca
fueron cesados acusados de corrupción. Y en un momento dado, Al Capone llegó a dirigir el barrio de
Cicero, en Chicago, por medio de un alcalde por él elegido secundado por cerca de un millar de
rufianes encargados del mantenimiento del orden. Todo esto pudo haberse previsto habida cuenta del
doble rasero con que procedían muchos de los defensores de la prohibición: el congresista de Texas
que redactó la decimoctava enmienda fue arrestado al cabo de unas semanas por haber instalado un
destilería en su rancho.
Los contemporáneos no se pusieron de acuerdo sobre el éxito o el fracaso de la prohibición. Sus
enemigos afirmaban que contribuyó a aumentar el consumo de alcohol, porque la ilegalidad era un
aliciente sin el cual aquél habría disminuido, como en Gran Bretaña; sus partidarios mantenían, por el
contrario, que sin la prohibición el país se habría inundado de alcohol. La discusión se complicó aún
mas al ser sustituidas las bebidas alcohólicas por la cerveza. Cualesquiera fuesen sus repercusiones
sobre el consumo, la prohibición constituyó un rotundo fracaso en cuanto medida legal para mejorar la
moral, ya que si bien resolvió un «problema moral» creó otros aún mas graves. Pero a los adversarios
del alcohol esto último les resultaba indiferente; no cabía compromiso alguno con el principio moral,
aun cuando la exclusión del compromiso imposibilitara el funcionamiento de una sociedad civilizada.
La prohibición acabó por morir a manos de la depresión, que destruyó la confianza en todas las
medidas políticas de la década de 1920, fuesen buenas o males, y del aumento del poder político de
las grandes ciudades. Al Smith, un católico irlandés de Nueva York que en 1924 ni siquiera había sido
designado candidato demócrata a la presidencia, logró un gran número de votos en las elecciones
presidenciales de 1928 frente a Herbert Hoover. En 1933 ganaron las grandes ciudades y se levantó
la prohibición del alcohol.
Es significativo que el gran héroe popular de la década de 1920 no fuese ningún tecnócrata, sino un
hombre que debía su éxito exclusivamente a su propio esfuerzo, habilidad y coraje. El piloto postal
Charles Lindbergh se construyó su aeroplano privado y en 1927 fue el primer hombre que atravesó el
Atlántico. Necesitó treinta y tres horas y media de vuelo para cubrir el trayecto Nueva York-París. A
pesar de su extraordinaria hazaña, conservó una gran modestia, como el héroe clásico,
personalmente modesto, que respondía más bien a los ideales del siglo pasado.
Una ojeada retrospectiva a la sociedad americana de la década de 1920 invita a una apreciación
crítica: el culto a los negocios nos parece ingenuo; la intolerancia, ridícula; el aislacionismo,
desastroso. Pero antes de juzgarlos conviene recordar que ningún periodo histórico, y mucho menos
el nuestro, tiene motivos para considerarse «mejor» que el anterior. El materialismo más pronunciado
sigue estando a la orden del día en las sociedades industriales occidentales y la intolerancia no ha
desaparecido. Algunos, sobre todo entre la joven generación, siguen buscando una forma de
inocencia rural no muy distinta de aquélla por la que la década de 1920 fue puesta en la picota.
Resulta especialmente erróneo afirmar, a la vista de la depresión subsiguiente, que la sociedad
americana estaba condenada de antemano; esto sería sacar una falsa lección de la historia. Como
más adelante veremos, el derrumbamiento económico no era en absoluto inevitable y, finalmente, al
cabo de los años treinta fue creada una nueva sociedad igualmente materialista pero en la que había
más justicia social.

VI. LA QUIEBRA DE LA BOLSA Y LA CRISIS ECONÓMICA MUNDIAL. 1929-1933

La nueva etapa económica culminó en una orgía especulativa. A partir de marzo de 1928, las
acciones de las principales grandes compañías americanas, como General Motors, Radio Corporation
of América y United States Steel, así como las de prácticamente la totalidad de las restantes
sociedades, subieron rápidamente de valor. Al cabo de veinte meses el índice de cotizaciones casi se
había duplicado. A lo largo de la década de 1920 las emisiones de valores, que habían sido muy
voluminosas, habían constituido una importante fuente de capital inversor y, consecuentemente, de
crecimiento económico. También se habían producido movimientos especulativos, asociados
fundamentalmente con las viviendas y los solares, pero jamás habían subido tanto las cotizaciones en
un período tan breve ni se habían lanzado al mercado tantas nuevas acciones. Durante un largo
período de tiempo parecía imposible que pudiera perderse dinero en la Bolsa, lo que acabó por

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convertir a cada nuevo inversor en un especulador. Los valores de renta fija se vendían mal y muchos
de ellos fueron liquidados a cambio de acciones. Pero a pesar de todo, el número de inversores
seguía siendo muy pequeño; las historias que nos cuentan que cada limpiabotas era propietario de un
paquete de acciones son pura fantasía. Lo que sí es cierto es que el auge de la Bolsa se convirtió en
tema habitual de conversación; la subida de las cotizaciones fascinaba a una nación obsesionada con
las estadísticas del mismo modo que lo estaba por las estadísticas que se derivaban de los resultados
de los encuentros de béisbol. Circulaban toda serie de rumores sobre fortunas adquiridas en la Bolsa
y las oficinas de los corredores de Bolsa se convirtieron durante aquella época de prohibición en una
especie de clubs a los que acudían los hombres para conocer las últimas noticias en el teletipo o para
escuchar las nuevas sugerencias de los iniciados. Las acciones que despertaban mayor interés eran
las de las compañías de aviación y radio; la suscripción de acciones de la Seabord Air Line fue
cubierta en el mismo momento de la emisión, aun cuando en realidad se tratara de una empresa
ferroviaria. Cualquier cosa podía ser vendida. Un caso famoso fue el de una compañía cuyos
prospectos afirmaban que jamás distribuiría dividendos, por lo que se supuso que sus acciones
tendrían algún valor oculto y fueron vendidas con extra ordinaria facilidad. Nadie se preocupaba de
averiguar si la cotización de las acciones estaba justificada por la situación económica. Cuando el
profesor Irving Fisher afirmó, seis días antes de que se derrumbara el mercado, que las cotizaciones
habían alcanzado «lo que parece ser un nivel permanentemente alto», fueron muy pocos los que no
estuvieron de acuerdo con él. El optimismo general obedecía en parte al hecho de que los precios de
las mercancías no habían experimentado alzas, lo que en cambio había sucedido con anterioridad a
otros colapsos. Más importante aún era la fe en la capacidad de la industria americana para
desarrollarse constantemente. Para el ciudadano medio, la Bolsa y el sistema de libre empresa eran
sinónimos y su eficacia había quedado demostrada a lo largo de una etapa de prosperidad que, con
leves recesiones, se remontaba a fechas que ya casi nadie recordaba.
La quiebra de la Bolsa tuvo lugar en octubre de 1929, en forma sorprendentemente repentina.
Durante la primera semana de septiembre se había producido ya una caída de las cotizaciones, pero
los especuladores la aprovecharon para hacer algunas ventas escogidas y el mercado se recuperó. A
comienzos de octubre reinaba cierto nerviosismo, pero nadie imaginaba lo que iba a suceder. El 23 de
octubre fue vendida la cifra récord de seis millones y medio de títulos. Al día siguiente el caos y el
pánico se apoderaron de la Bolsa neoyorquina. El principal motivo, del pánico era la inseguridad;
cuando el inversor acudía a la oficina de su agente para que le informara de la situación de sus
acciones, el teletipo ponía de manifiesto que en una sola mañana habían desaparecido las ganancias
de meses. Pero la realidad era que el teletipo llevaba un retraso de dos horas sobre el desarrollo de
las operaciones. Era imposible hablar por teléfono con la Bolsa. Cada diez minutos se procedía a
anunciar desde el parquet unas pocas cotizaciones, manifiestamente más bajas que las registradas
en el teletipo. El accionista no tenía medio de saber la cotización real de sus acciones y daba orden
de venta con la esperanza de que al cierre de la operación sus pérdidas fueran soportables. Otro
grave problema era el planteado por las transacciones a crédito, Muchos de los títulos habían sido
comprados a crédito a los agentes. Los créditos habían de financiarse mediante las ganancias en las
cotizaciones -cuando las cotizaciones cayeron, desapareció esta posibilidad de financiación y el
comprador hubo de pagar con efectivo procurado mediante la venta de una parte de sus acciones.
Circulaba todo tipo de rumores, entre ellos que la Bolsa de Chicago había cerrado y que varios
destacados financieros se habían suicidado arrojándose por las ventanas de los rascacielos; ambos
eran falsos A primera hora de la tarde, el vicepresidente de la Bolsa de Nueva York, que era al mismo
tiempo agente de la firma J. P. Morgan, se presentó en el parquet y adquirió títulos por valor de 240
millones de dólares. Muy pronto quedó claro que los principales bancos y sociedades financieras
estaban actuando de acuerdo para cortar el pánico, lo que consiguieron temporalmente. En el
momento de cerrar las operaciones, el número de ventas era ya mucho menor y el día siguiente
discurrió con relativa tranquilidad. Parecía que la debilidad había sido superada. Pero en la tarde del
lunes 28 comenzó una nueva oleada de pánico. Nueve millones de títulos fueron vendidos; al día
siguiente se alcanzaría la asombrosa cifra de dieciséis millones y medio. Por entonces las
cotizaciones habían sufrido una baja del 40 por 100, si bien todavía se mantenían muy por encima del
nivel de marzo de 1928, momento en que se inició la subida. Pero cuando la caída de la Bolsa se
detuvo definitivamente, en el verano de 1932, su nivel había bajado en un 83 por 100 con respecto a
su cota máxima de 1929.
El derrumbamiento de la Bolsa se produjo porque las cotizaciones habían dejado de reflejar la
marcha de la economía. Cotizaciones que representaban unos beneficios diez veces superiores al
valor de las acciones alcanzaron a principios de 1929 un nivel dieciséis veces superior a aquél.
Aunque no parece que haya motivos para dudar de la ortodoxia de las emisiones de valores

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efectuadas antes del verano de 1928, lo cierto es que a lo largo de quince meses el mercado
descansó sobre una extraordinaria combinación de factores. La mayor parte de los recursos
financieros utilizados con fines especulativos procedía de los elevados beneficios de las grandes
compañías, que se habían visto muy favorecidas por las condiciones económicas imperantes a finales
de la década de 1920. Las innovaciones técnicas elevaron la productividad. las fusiones redujeron la
competencia, los sindicatos eran muy débiles y el sistema impositivo favorecía a la industria. Pero a
medida que la situación del mercado empeoraba, la creciente productividad fue aprovechada para
aumentar los beneficios a costa de los salarios y de los precios. La fuerte subida de la Bolsa hacía
que a los empresarios les resultara más ventajoso prestar dinero en efectivo a los especuladores que
emplearlo con fines productivos, lo que en ocasiones significaba que financiaban la especulación de
sus propios valores sin que hubieran tenido lugar incrementos de producción que justificaran el alza
de sus cotizaciones.
Un segundo factor consistía en que los valores eran vendidos directamente al público y ello de
manera mucho más agresiva que antes; la publicidad de las acciones estaba muy extendida, como
también lo estaba el recurso al rumor y a la información «confidencial». Por lo general, tanto los
corredores como los clientes estaban mal informados acerca de la calidad de los valores en venta.
Las principales fuentes de nuevos títulos eran las sociedades de cartera (investment fonds) y las
fusiones de empresas; aquéllas representaban por sí solas 8 mil millones de dólares. Pero muchas de
estas operaciones eran simples expedientes destinados a obtener dinero para especular en Bolsa.
Los agentes creaban sociedades de cartera sin la menor intención de actuar como tales gestores y el
inversor, lejos de recibir una participación en una cartera diversificada y segura, se limitaba a prestar
su dinero a bajo interés. Hubo incluso muchos bancos conocidos que también incurrieron en esta
práctica. Resultaba extraordinariamente fácil obtener crédito. El comprador sólo tenía que pagar al
contado parte del precio de las acciones; el resto podía pagarlo más tarde y era adelantado por el
agente contra la garantía del valor en cuestión. Dado que la subida de las cotizaciones era del 50 por
100 anual, los beneficios del comprador eran enormes. El agente, por su parte, se hallaba en
excelente situación para facilitar crédito porque podía garantizar a las grandes compañías, a los
bancos y a los especuladores extranjeros un interés del 12 por 100 —y después de la primavera de
1919, del 20 por 100— por su líquido sobrante.
Ninguna institución pública o privada era capaz de restringir d crédito con objeto de frenar la
especulación. Posiblemente lo que desencadenó la subida de la Bolsa fue precisamente la política de
dinero barato adoptada en 1927, un bajo tipo de redescuento y una oferta monetaria en expansión,
destinada a ayudar a la moneda británica. En 1928, la Federal Reserve Board dudaba en restringir el
crédito porque el sector de la construcción se estaba debilitando, y las minas de carbón, la industria
algodonera y la agricultura ya estaban en crisis. En cualquier caso, resulta dudoso que por sí sola la
política monetaria pudiera haber conseguido frenar el alza de la Bolsa, incluso de haberse aplicado de
forma más enérgica. A un interés del 12 por 100, los agentes no dependían de los bancos para
financiar sus operaciones, y podrían haber conseguido fácilmente más crédito de los empresarios o
del extranjero.
A partir del momento en que el alza de las cotizaciones dejó de guardar relación alguna con la
marcha de la industria, era sólo cuestión de tiempo que el mercado se viniera abajo. El motivo pudo
ser cualquier suceso sin importancia; se dijo que había sido la retirada de fondos extranjeros tras la
bancarrota del grupo Clarence Hatry de Londres y la subida del interés bancario al 6,5 por 100. Pero
la especial naturaleza de los pánicos financieros hace muy difícil aislar sus causas.
Los factores inmediatos de la inflexión que experimentó la economía americana en 1929 son
fácilmente identificables, pero entre ellos figuraban pocas de las tradicionales causas de la depresión
No había presión sobre la capacidad productiva, antes al contrario; tampoco subía el coste de la
mano de obra, ni el precio de las materias primas. Tampoco había hecho crisis el crédito. Es más, en
circunstancias normales el colapso de la Bolsa habría sido interpretado como un efecto, más que una
causa, de la crisis económica.
Una causa evidente de las dificultades fue la crisis del ramo de la construcción, que ya se había
iniciado en el sector de las viviendas privadas en 1925, y que a partir de 1928 se extendió al de los
edificios comerciales. Estaba claro que la excepcional tasa de construcción alcanzada en los años
anteriores había saturado el mercado. El aumento de los intereses hipotecarios incidía sobre el
sector, pero durante 1928 y comienzos de 1929 la subida de la Bolsa redujo drásticamente las
inversiones municipales y estatales en la infraestructura y en particular en las carreteras. Estas
inversiones habían contribuido muy especialmente a la expansión económica de la década de 1920 y
su crisis condujo a la contracción de otras industrias. Por otra parte, aquellas industrias que no habían

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participado del crecimiento de la década, especialmente la del algodón y la del carbón, también
tropezaron pronto con dificultades, y la situación de la agricultura se deterioró repentinamente.
Finalmente el mercado internacional sufrió una contracción brutal, lo que motivó la aparición de
grandes stocks.
La polémica principal ha girado en torno a la importancia relativa del consumo y de la inversión. No
hay duda de que la inversión crecía más que el consumo. A finales de la década, la productividad en
las principales industrias manufactureras creció más rápidamente que antes. Los sindicatos eran muy
débiles, de tal forma que en su mayor parte los beneficios se invertían o se distribuían entre los
accionistas. La desigualdad en la distribución de la renta aumentó, lo que hizo que el mercado de
bienes de consumo duraderos se contrajera. Al aumentar los beneficios aumentó también la demanda
de determinados bienes, como los yates y las pieles, pero el mercado de estos artículos se saturaba
fácilmente y era muy vulnerable a las pequeñas fluctuaciones de los ingresos. Los beneficios
restantes fueron a parar a la Bolsa. Este estado de cosas permanecía oculto porque los principales
bienes de consumo duraderos eran comprados a crédito, es decir, que se pagaban con los futuros
ingresos. Ello fue también un importante factor de inestabilidad, ya que tan pronto como se inició la
depresión muchos automóviles y otros bienes fueron recuperados por los vendedores contribuyendo
a saturar el mercado.
Son muchos los indicios que parecen confirmar la tesis del «subconsumo», generalmente
mantenida por los economistas en la década de 1930. En 1929, menos de la mitad de los automóviles
nuevos fueron vendidos a nuevos compradores. La penetración adicional en el mercado resultaba
cada vez más difícil. Pero la experiencia más reciente demuestra lo difícil que resulta saturar un
mercado de bienes de consumo, por lo que aquélla constituye también una explicación
excesivamente simplista de la crisis de 1929, ya que si el consumidor no gasta sus ingresos
necesariamente tiene que ahorrarlos. En la década de 1920, el ahorro privado y las reservas de las
empresas había alcanzado un elevado nivel. Para justificar el volumen de sus reservas, las empresas
estaban obligadas a efectuar grandes inversiones en equipo nuevo, lo que hacía que sus economías
fueran muy vulnerables; de otro modo tratarían de ahorrar más de lo que invertían y sus ingresos
disminuirían. A finales de la década, la inversión en las principales industrias pesadas (automóviles,
acero y maquinaria) había alcanzado un excepcional volumen. En la mayoría de los casos iba
destinada a la adquisición de un equipo más eficaz. Pero estas industrias se percataron enseguida de
que estaban construyendo nuevas fábricas cuya producción iba a ser muy difícil de colocara por lo
que redujeron drásticamente sus inversiones con los graves efectos secundarios que ello llevaba
aparejado. Resultaba imposible concebir un aumento del consumo que justificara aquellas
inversiones. Las interpretaciones en la línea del «subconsumo» son manifiestamente incorrectas; lo
que sucedía podría definirse con más exactitud como una «sobreinversión»: «El subconsumo es lo
contrario de la sobreinversión; se produce desviando el poder adquisitivo hacia la Bolsa o haciendo
que los salarios queden por detrás de las ganancias». La cuestión es compleja porque aun cuando la
producción de bienes de capital se estaba debilitando en 1929, las ventas de algunos artículos de
consumo y de lujo eran muy elevadas; los automóviles, por ejemplo, se vendían a mayor ritmo que en
1928 Ello obedecía probablemente a la propia alza de la Bolsa. A partir de mediados de 1929, en un
momento en que el conjunto de la economía estaba decayendo, también aumentaron los beneficios
resultantes de las transacciones bursátiles, el empleo y los ingresos procedentes de los servicios
financieros
La depresión subsiguiente fue, con mucho, la peor de la historia americana. Durante al menos tres
años y medio —hay ligeras discrepancias sobre la cronología— todos los indicadores sociales y
económicos reflejaron un progresivo deterioro de la situación (véase cuadro 6.2). La economía
americana se hundió, hasta el punto de que en la década de 1930 los Estados Unidos
experimentaron una depresión más profunda que cualquier otro país industrial. Tanto Alemania como
Japón experimentaron un colapso económico comparable, a partir de 1929, pero por razones obvias a
mediados de la década de 1930 ya estaban creciendo rápidamente. El impacto de la depresión sobre
la economía británica fue mucho menor y su recuperación se inició a mediados de 1932, año en que
la economía americana seguía en descenso. En 1932, el producto nacional bruto americano había
disminuido en un 27 por 100 (a precios de 1929, ya que a precios corrientes la caída fue de casi la
mitad); la producción industrial experimentó una contracción del 90 por 100; la inversión ni siquiera
alcanzaba para el mantenimiento de las instalaciones existentes, parte de las cuales se deterioraba
paulatinamente. Bajo estas presiones, el sistema bancario acabó por derrumbarse. En marzo de 1933
eran muy pocos los bancos que permanecían abiertos. El paro pasó de 1,5 a 13 millones de
personas, lo que representaba una cuarta parte de la masa laboral. La situación comenzó a cambiar
de signo en el invierno de 1932-1933, si bien la recuperación fue extraordinaria mente lenta e

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irregular. Sólo en 1940 alcanzaría la producción sus niveles de 1929. Por entonces la segunda guerra
mundial estaba ya en su apogeo, lo que por supuesto arroja no pocas dudas acerca de la influencia
del New Deal sobre la recuperación.

CUADRO 6.2.
PRODUCTO NACIONAL BRUTO Y EMPLEO
P.N.B. a precios co- P.N.B. a precios de P.N.B. a precios Parados % de la masa
rrientes, en miles de 1929,en miles de constantes per (millares) laboral civil
millones de dólares millones de dólares capita, en dólares
1919 78,9 74.2 710 950 2,3
1929 104,4 104,4 857 1,550 3,2
1930 91.1 95,1 772 4,340 8.7
1931 76,3 89,5 721 8,020 15.9
1932 58.5 76,4 611 12.060 23,6
1933 56.0 74,2 590 12,830 24 9
1934 65,0 80,8 639 11,340 21,7
1935 72.5 91,4 718 10,610 20,1
1936 89.7 100,9 787 9,030 16,9
1937 90.8 109,1 846 7.700 14,3
1938 85.2 103,2 794 10,390 19,0
1939 91.1 111,0 847 9,480 17.2
1940 100,6 121,0 916 8.120 14,6
1941 125,8 138,7 1.040 5.560 9.9

Fuente: Historical statistics of the United States, colonial times lo 1957, Washington, 1960, pp. 73. 139.

Las consecuencias de la depresión fueron muy variadas. Los sectores más gravemente afectados
fueron la agricultura, la producción de bienes de consumo duraderos y la industria pesada. La
industria del automóvil comenzó pronto a sufrir las consecuencias de la reducción de los ingresos y
las ventas cayeron en un 65 por 100. Las primeras que redujeron su producción fueron las industrias
de bienes de equipo; la demanda era inexistente porque el país disponía de muchos más
ferrocarriles, carreteras y puentes de los que necesitaba. En 1932 la producción de hierro y de acero
se había reducido en un 59 por 100, la construcción naval en un 53 por 100 y la de locomotoras en un
86 por 100, en tanto que la fabricación de cigarrillos sólo disminuyó en un 7 por 100, la de textiles en
un 6 por 100 y la de zapatos en un 3 por 100. El consumo de bienes «de primera necesidad» se
mantuvo en parte porque la mayoría de las familias dejaron de ahorrar. El resultado fue que en
aquellas grandes ciudades que, como Detroit y Chicago, contaban con mucha industria pesada la
depresión económica tuvo mayor repercusión que otras, como Nueva York, que producían sobre todo
bienes de consumo. Cuanto más pequeña fuera la ciudad, mayores probabilidades había de que
dependiera de una sola industria. Toledo, ciudad que vivía del carbón, arrojaba en 1932 un porcentaje
de desempleo del 80 por 100, mientras que en Cleveland, centro de la industria del acero, era del 50
por 100. Las grandes compañías superaron la depresión mucho mejor que las pequeñas y los que
más sufrieron fueron los pequeños comerciantes.
En 1929 los indicios que permitían predecir que la depresión iba a ser tan grave eran muy escasos.
Todas las anteriores se habían resuelto por sí solas a medida que los costes se abarataban lo
suficiente como para alentar nuevamente la inversión. Pero en aquella ocasión, la depresión fue
agravándose cada vez más; de aquí que los factores que motivaron la caída de 1929 (la
sobreinversión, las dificultades agrícolas, el fin de la construcción) sean insuficientes para explicar la
profundidad de la depresión y su prolongación hasta 1933. Ello obedeció a factores totalmente
excepcionales, algunos de los cuales comenzaron a surtir efecto tan sólo después de que aquélla se
hubiera iniciado.
En 1932 el nivel de actividad al que estaban funcionando las principales industrias era tan bajo,
comparado con su capacidad en 1929 (un octavo en la industria del hierro y el acero, un quinto en el
sector del automóvil) que incluso una eventual demanda del mercado podía ser satisfecha sin
necesidad de inversión y sin recurrir a más mano de obra y materias primas. De modo semejante, el
crucial sector de la vivienda estaba también saturado de casas vacías cuyos propietarios no habían
podido hacer frente a las hipo tecas. Cuando los costes de producción cayeron a una fracción de su
nivel de 1929, la inversión no reaccionó. En estas circunstancias, el punto a partir del cual la
economía americana, basada en los mecanismos del mercado, comenzaría a recuperarse por sí sola
estaba situado a más profundidad de lo que la economía podía llegar. Uno de los principales motivos

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fue la rápida disminución de los beneficios. Durante la depresión perdieron dinero la totalidad de las
industrias del metal, ferroviarias, de construcción de maquinaria, de automóviles y las inmobiliarias.
Ello hizo que la inversión cesara casi por completo al destruirse las fuentes de financiación Pero lo
que más se resintió fue la confianza de los empresarios. Incluso en los mejores tiempos las
decisiones de inversión están sujetas a una gran incertidumbre acerca del futuro, pero aquellas
circunstancias despertaban grandes dudas sobre la utilidad de nuevas inversiones. De aquí que si por
algún milagro los empresarios hubiesen dispuesto de los fondos necesarios, no habrían hallado
ventaja alguna en emplearlos; ello explica el alcance del derrumbamiento de la Bolsa y el motivo de
que sus efectos actuaran durante tanto tiempo sobre la economía. En la década de 1920 la Bolsa y la
economía eran consideradas causas intrínsecas de la prosperidad; entre 1929 y 1932, el valor de las
acciones cotizadas en la Bolsa de Nueva York cayó de 87 000 millones de dólares a 19.000 millones.
El hundimiento de la Bolsa fue además una importante causa directa de la reducción de les beneficios
empresariales, tanto financieros como especulativos, y destruyó el incentivo individual al ahorro
reduciendo así el volumen de los recursos destinados a la inversión. La quiebra, finalmente, recortó
también los ingresos del amplio sector financiero y acabó con el considerable mercado de artículos de
lujo.
El nivel extraordinariamente bajo de los ingresos agrícolas fue decisivo y retardó considerablemente
la recuperación. Aun cuando los Estados Unidos eran el primer país industrial del mundo, la población
agrícola seguía representando un cuarto del total. Entre 1929 y 1932 los ingresos de los agricultores
disminuyeron en un 70 por 100. La agricultura era, con diferencia, el sector más deprimido de la
economía. La progresiva sobreproducción anual de la década de 1920 condujo inevitablemente a esa
crisis. Las reservas acumuladas fueron lanzadas al mercado a cualquier precio. Pero esta vez se vio
afectada la totalidad de la agricultura; incluso los productores de hortalizas y productos lácteos
sufrieron graves pérdidas, en tanto que los cultivadores de algodón y tabaco del Sur y los pequeños
productores de cereales del Oeste perdieron a menudo cuanto tenían. Una parte importante de la
cosecha de 1929 seguía sin vender cuando se recogió la de 1930. Como era de esperar, la
producción agrícola comenzó a disminuir cuando ya era demasiado tarde; la de cereales, por ejemplo,
no lo hizo antes de 1933. Primero bajaron sólo los precios; el bushel de trigo pasó de 1,04 dólares a
0,38 y la libra americana de algodón de 17 centavos a 6,5. El cuadro 6.3 refleja la producción y los
precios de los tres principales productos agrícolas.
El mercado de bienes de equipo, abonos artificiales, tractores, alambre de espino y artículos
semejantes era prácticamente inexistente y muchas explotaciones se arruinaron lentamente. De este
modo se redujeron las compras de bienes de consumo efectuadas por los agricultores. Como la
producción agrícola tardó en contraerse, la relación de intercambio con los productos industriales, que
de por sí era desfavorable, osciló decisivamente en contra del agricultor. Para algunos pequeños
campesinos la situación fue aún peor porque al emplear poco equipo y mano de obra no estaban en
condiciones de beneficiarse de la caída de los costes de producción. Mayor gravedad revestía el
problema de las deudas. En 1929, el 20 por 100 de las tierras estaban gravadas con hipoteca. Para
poder hacer frente a una deuda de 100 dólares, un agricultor tenía que producir en 1929 125 bushels
de maíz, 96 de trigo o 588 libras americanas de algodón, en tanto que en 1932 el pago de la misma
deuda exigía 313 bushels de maíz, 263 de trigo o 1429 libras americanas de algodón. Como todos los
pequeños agricultores estaban endeudados, se veían forzados a vender sus productos o perder sus
propiedades. A menudo no les era posible pasar a convertirse en aparceros. La expropiación por
deudas e impuestos impagados estaba a la orden del día y los agricultores, privados de sus tierras,
emigraron a California a recoger fruta. A partir de 1931, sin embargo, las expropiaciones no se
limitaban ya a los agricultores marginales, sino que se extendieron por todo el país, y hubieran sido
aún más frecuentes de no ser por la imposibilidad en que se hallaban sus acreedores de vender las
granjas en un mercado que se hundía.

CUADRO 6.3.
PRODUCCIÓN Y PRECIO DE LOS PRINCIPALES PRODUCTOS AGRÍCOLAS DURANTE LA
DEPRESIÓN
Maíz Trigo Algodón
Producción en Precio por Producción en Precio por Producción en Precio por libra
miles de millo- bushel en miles de millo- bushel en miles de millones americana en
nes de bushels dólares nes de bushels dólares de balas centavos
1919 2,68 1.51 0,95 2,16 11,4 35.3
1929 2,52 0,80 0,84 1,04 14.8 16,8
1930 2,08 0,60 0,89 0,67 13,9 9,5
1931 2.58 0,32 0,94 0.39 17,1 5,7

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1932 2,93 0,32 0,76 0,38 13,0 6,5


1933 2,40 0,52 0,55 0,74 13,0 10,2
1934 1.44 0,82 0,53 0,85 9,6 12,4
1935 2,30 0,66 0.63 0,83 10,6 11,1
1936 1,51 1,04 0,63 1,25 12,4 12,4
1937 2,6 0.52 0,87 0,96 18,9 8,4
1938 2.5 0,49 0,92 0,56 11,9 8,6
1939 2,6 0,57 0,74 0,69 11,8 9.1
1940 2,5 0,62 0.82 0,68 12,6 9,9

Fuente: Hislorical stalistics of the United States. Colonial times to 1957. Washington. 1960. pp. 296-297, 301.

No había más que tres caminos en esta situación: que cada agricultor cultivara menos, que el
número de agricultores se redujera o que se exportara más. La primera solución no fue intentada
seriamente hasta 1933, y durante la depresión las otras dos eran imposibles. A lo largo de la década
de 1920, la población agrícola se había reducido en 1.300.000 personas, a pesar de un crecimiento
natural de 4.500.000, pero durante la depresión parte de la población urbana afluyó al campo y la
población agrícola aumentó en más de un millón. Finalmente, incrementar las exportaciones era
imposible porque la economía internacional atravesaba por un colapso prácticamente total.
El comercio de los Estados Unidos representaba menos del 10 por 100 de su producto nacional
bruto, y aun cuando las repercusiones del colapso internacional pudieran ser muy graves en
determinados sectores, no había duda de que la depresión y su superación eran problemas
puramente internos. El efecto de la depresión americana sobre otros países fue naturalmente
profundo, ya que perdieron un importante mercado y, lo que era aún más grave, perdieron también la
principal fuente de financiación internacional. Como otros países, los Estados Unidos tendían a la
«autarquía» económica. Esta fue la reacción común frente a la depresión y una de las más
importantes razones que explican su prolongación. El arancel Hawley-Smoot de 1930 elevó los
derechos de importación en un 50 por 100. Esta ley es considerada comúnmente como la señal para
el comienzo de la guerra económica. A lo largo de la década de 1930, el comercio mundial fue
reduciéndose debido a tarifas arancelarias, los contingentes, los boicots y la devaluación de las
monedas, y hasta la década de 1950 no recuperó su nivel de 1929. En realidad, la ley Hawley-Smoot
había sido aprobada por el Congreso antes de la quiebra de Wall Street y no constituía sino una
extensión, políticamente previsible, de la ley Fordney-McCumber de 1922. Pero al gobierno
americano le resultó muy pronto imposible encontrar un mercado para sus excedentes agrícolas.
La economía americana se hallaba en el centro de la crisis económica mundial en un aspecto
fundamental. En la década de 1920 a los países industriales de Europa les era muy difícil competir
con los productos americanos. Los Estados Unidos acumularon un considerable superávit comercial y
prestaron enormes sumas para que otros países pudieran importar los productos americanos y para
financiar la reconstrucción posbélica. En 1928 Alemania dependía ya por completo de los empréstitos
comerciales de los bancos americanos, tanto por este motivo como porque soportaba la carga
adicional de las reparaciones. Al subir las cotizaciones de la Bolsa de Nueva York, muchos de estos
préstamos fueron retirados y al iniciarse la depresión en los Estados Unidos fueron repatriadas las
dos terceras partes de las inversiones americanas. En 1931 Europa central sufrió un colapso
económico y sólo en Alemania había más de 6 millones de parados. El principal banco austríaco, el
Kredit Anstalt, con numerosas conexiones internacionales, quebró. Esta fue la señal que
desencadenó un pánico financiero general agravado por determinados factores políticos, como el
recelo francés frente a Alemania. El sistema bancario alemán se vino abajo y el marco dejó de ser
reconocido como divisa internacional. También resultó afectada la libra esterlina, muy vulnerable
debido a los importantes préstamos efectuados por el Banco de Inglaterra a Europa central y a que,
como consecuencia de la moratoria de la deuda intergubernamental negociada por el presidente
Hoover, no estaba en condiciones de reembolsar sus préstamos. Además, los bancos centrales de
otros países tenían reservas en libras esterlinas que podían ser convertidas instantáneamente en otra
moneda. Lo mismo ocurría con el dólar, pero dado que América era prácticamente el país más
afectado por la depresión y estaba repatriando capital, su balanza de pagos arrojaba un superávit.
Esto explica que el dólar en aquella época fuera relativamente fuerte. El resultado fue que Gran
Bretaña, tras denodados esfuerzos por evitar este paso, se vio obligada a abandonar el patrón oro en
septiembre de 1931, y la cotización de la libra frente al dólar se redujo en pocos meses en un 30 por
100 hasta llegar a 3,25 dólares. A partir de aquel año la economía británica adoptó una política
nacionalista a expensas del comercio internacional. Muchos países devaluaron igualmente sus

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W.P.Adams – Los Estados Unidos

monedas. Como tal sistema, la economía mundial había dejado de existir. Las importaciones
procedentes de los países que habían devaluado su moneda resultaban más baratas y las
exportaciones a dichos países más caras. En estas circunstancias, y con el fin de salvaguardar sus
reservas, se veían obligados a adoptar políticas deflacionistas. Esto no revestía mayor gravedad para
la economía americana, pero el hecho de que el dólar tuviera un cambio elevado y fijo impidió el
desarrollo de una política monetaria expansionista como la de Gran Bretaña y Suecia. Esto tuvo
serias repercusiones sobre el sistema bancario americano.
El funcionamiento del sistema bancario americano fue el factor individual que mayor influencia tuvo
sobre la profundidad alcanzada por la depresión. Fuera de California no existía un auténtico sistema
de sucursales bancarias, pues casi en su totalidad se hallaban en la misma ciudad que la central; en
el Oeste eran prácticamente inexistentes. Los bancos se apoyaban en unas pocas industrias locales y
eran muy vulnerables a las retiradas de fondos. Las quiebras de bancos fueron uno de los rasgos
característicos de la vida americana; entre 1921 y 1929 se produjeron más de 5.000, si bien en su
mayoría obedecieron a dificultades agrícolas locales y afectaron únicamente a bancos pequeños.
La primera oleada de bancarrotas del invierno de 1930-1931 presentó características muy
semejantes. Una excepción fue el Bank of the United States, de Nueva York, con 400.000
depositantes, la mayor quiebra de todos los tiempos. El nombre del banco hace que el asunto
aparezca bajo una luz aún más oscura. La segunda oleada, que siguió a la crisis financiera
internacional de 1931, afectó cada vez más a las grandes instituciones bancarias En el invierno de
1932-1933 algunas regiones llegaron a utilizar moneda canadiense o mexicana, e incluso moneda de
fabricación local, ya que no se disponía de billetes y monedas americanos. El pánico final, y también
el más grave, se desencadenó cuando el estado de Michigan concedió unas «vacaciones bancarias»
de ocho días en febrero de 1933, al no haber podido hacer frente a sus pagos los principales bancos
de Detroit. En todo el país la multitud asaltó los bancos y el día de la toma de posesión de Roosevelt,
el 4 de marzo de 1933, cerca de la mitad de los estados habían cerrado los bancos por disposición
legal, y de los que permanecieron abiertos muchos no disponían de dinero.
Mucho más que la quiebra de Wall Street, lo que hizo tomar conciencia a la generalidad del país de
la gravedad de la situación fue la crisis bancaria, el espectáculo de los depositantes haciendo colas
interminables para retirar sus ahorros, sin poder conseguirlo a menudo. Las bancarrotas no sólo
destruían el ahorro individual, sino que obligaban a los bancos a poner coto a sus préstamos porque
para evitarlas tenían que conservar la mayor liquidez posible, lo que a menudo suponía la quiebra
para muchos de los que hasta entonces habían sido sus clientes. En peor situación se hallaban aún
las cajas de ahorros y préstamos: servían a clientes locales; los ahorros se habían reducido más que
los ingresos y no podían prestar dinero. Al mismo tiempo las garantías, como casas, por ejemplo,
contra las cuales habían concedido los préstamos, eran invendibles. Al igual que sucedía con los
otros pequeños bancos, no tenían acceso a las instituciones más grandes ni podían contar con las
garantías gubernamentales de que disfrutan hoy en día. Se hundieron, arrastrando en su caída el
dinero de quienes habían invertido en ellos.
A pesar de la grave debilidad estructural del sistema bancario americano su derrumbamiento
probablemente pudo haberse evitado. Es difícil decir qué medidas habría debido tomar el gobierno.
Retrospectivamente resulta fácil sugerir, por ejemplo, una política fiscal de emisiones públicas y un
presupuesto deficitario. Pero en la década de 1930 ningún gobierno recurría a las medidas fiscales
para estimular la recuperación. Cierto, algunos economistas como Keynes y Arthur Henderson en
Inglaterra y Wilhelm Lautenbach y Wladimir S. Woytinsky en Alemania propusieron ya entre 1929 y
1932 la creación de puestos de trabajo ampliando el crédito. Pero no pudieron convencer de
momento a los economistas ortodoxos ni a los políticos. Lo que se pensaba entonces era que la
depresión suponía una «purga» que desembarazaría a la economía de sus aspectos menos
eficientes, siendo las bancarrotas y el desempleo una parte necesaria de este proceso. Esta creencia
trascendió también al pensamiento del gobierno republicano, y el presidente Hoover la compartía,
aunque no dejaba de destinar fondos federales a fines asistenciales. La Reconstruction Finance
Corporation, creada en 1932, prestó dinero a los estados para respaldar a los bancos, a las
compañías de seguros y para financiar proyectos de utilidad pública. La Federal Farm Board, que
trabajaba en estrecho contacto con el ministerio de Agricultura, trató de estabilizar los precios del
algodón y del trigo. Pero ambas instituciones resultaron inadecuadas. En teoría, tanto la
Reconstruction Finance Corporation como la Federal Farm Board debían autofinanciarse a largo
plazo. Con ello Hoover pretendía evitar las críticas que por entonces se formulaban contra los gastos
gubernamentales en el sentido de que si la empresa privada no invertía en un determinado proyecto
ello era debido a que no merecía la pena llevarlo a cabo; de lo que se deduce que las obras públicas
financiadas por el gobierno se ha cían únicamente a expensas de proyectos privados de mayor
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utilidad social.
La política monetaria entrañaba mejores perspectivas de recuperación. Los bancos centrales
contaban con una larga experiencia de depresión financiera y se esperaba que la Federal Reserve
Board ayudase al país a salir de la depresión, pero la realidad fue que durante el período crítico sólo
contribuyó a agravar la situación. A lo largo de dos años el interés de los créditos fue reducido, por
ejemplo, el 1,5 por 100 en Nueva York. Pero a la vista de la crisis financiera mundial, la Federal
Reserve Board modificó bruscamente su política. Los bancos habían empezado a quebrar en el país
y la contracción del crédito contribuyó a que se produjeran más quiebras; es mas, los bancos
miembros de la Federal Reserve Board acordaron exigir inmediatamente el reembolso de sus
préstamos a aquellos que no lo eran. La última oportunidad de salvar el sistema bancario se presentó
durante el invierno de 1931-1932; en febrero de 1932 era evidente que ya no bastaban unas mayores
facilidades crediticias.
La Federal Reserve Board dejó que los bancos se hundieran porque, tras la muerte de Benjamín
Strong, era incapaz de tomar decisiones y, enfrentada a un drenaje de oro en el extranjero, optó por
hacer frente a este problema a costa de las dificultades internas. La gravedad de la situación interior
no fue tomada en consideración, y como los Estados Unidos disponían de alrededor del 40 por 100
de todo el oro monetizado del mundo, la devaluación era imposible. Los elevados tipos de interés y
las restricciones del crédito que condujeron al colapso bancario eran totalmente innecesarias.
Algunos economistas contemporáneos, y en particular Milton Friedman, han ido aún más lejos en
sus críticas, achacando toda la responsabilidad de la depresión a la reducción de la oferta monetaria
y a la Federal Reserve Board, que permitió que así ocurriera; a lo largo del ciclo, efectivamente, la
masa monetaria se redujo en un tercio. Pero este análisis plantea el problema de que sigue siendo
muy controvertida la exacta relación entre la oferta monetaria y la actividad económica; el hecho de
que la cantidad de dinero guarde una relación positiva con las fluctuaciones de la actividad económica
no significa nada. La depresión pudo tanto haber causado una reducción de la oferta monetaria como
haber sido provocada por ella.

VII LAS CONSECUENCIAS SOCIALES Y POLÍTICAS DE LA DEPRESIÓN, 1930-1933

La depresión modificó la apariencia social de América. Ya en 1931 el número de parados totales


se cifraba en 8 millones, lo que afectaba a una familia de cada seis. No había seguro de desempleo
de ningún tipo y la asistencia local era absolutamente inadecuada. Y, sin embargo, los signos
exteriores de la depresión —los mendigos, frecuentemente mal disfrazados de vendedores de
manzanas, las largas colas en espera de una comida caliente, las chabolas construidas con viejos
automóviles y embalajes— aunque suficientemente obvios no eran ni con mucho tan llamativos como
lo serían en los años siguientes.
En primer término, muchos de los que todavía disfrutaban de pleno empleo percibían salarios de
pura subsistencia. Este grupo incluía, por supuesto, a los agricultores, pero al margen de la
agricultura la filosofía que se impuso fue la de «compartir el trabajo» entre tantos trabajadores como
fuera posible. Se trataba en realidad de una forma de ayuda a los parados. Las autoridades
municipales estaban dispuestas a emplear métodos intensivos de trabajo, por ejemplo en la
reparación de carreteras. Esto era menos racional que el trabajo de jornada completa y reducía la
demanda de bienes de consumo más caros y, por consiguiente, la inversión, por lo que obstaculizaba
la recuperación siquiera fuese marginalmente. Las reducciones generalizadas de salarios iniciadas en
1931, contra las que Hoover se había pronunciado en la campaña electoral, distribuyeron los fondos
disponibles para salarios entre el mayor número posible de trabajadores. En 1932 los salarios
nominales eran inferiores en un 60 por 100 a los de 1929. La amplitud alcanzada a lo largo de la
depresión por la lomada reducida de trabajo explica en parte por qué se mantuvo el desempleo
durante el período de recuperación. No debe olvidarse que el paro no es más que un indicador de la
depresión y no necesariamente el más importante. En Gran Bretaña, por ejemplo, donde la depresión
fue mucho menos grave, el índice de desempleo era casi tan elevado como en América. La caída del
producto nacional bruto real en comparación con los Estados Unidos fue sólo de un tercio, lo que
quiere decir que la mayoría de la población británica se hallaba en mejor situación en 1932 que en
1929. Esto no sucedía en América.
Mayor importancia tiene el hecho de que la pobreza fue originada menos por el alcance de la
depresión que por su duración En un país tan rico como los Estados Unidos, los trabajadores de la
industria y los empleados estaban en condiciones de sobrevivir durante un año de paro a base de
despojarse paulatinamente de los bienes que poseían. Por supuesto también los había muy pobres,
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que únicamente podían contar con algún amigo que les echase una mano; pero en su mayoría vivían
en el campo. Los parados retiraban primero la totalidad de sus ahorros, pedían prestado a amigos y
parientes y recurrían a su póliza de seguros; a continuación vendían su automóvil, su mobiliario y su
casa, mudándose a un piso y recibiendo crédito para el pago del alquiler y de los comestibles.
Finalmente se iban a vivir a casa de algún allegado. Era entonces cuando, sumidos en la miseria,
acudían a la ciudad en busca de asistencia. La financiación de la asistencia social tenía siempre
carácter local; para el gobierno era artículo de fe que así ocurriera a fin de evitar que surgiera una
clase de indigentes protegida por el Estado. Esta actitud hizo que la carga de la depresión gravitara
sobre las ciudades que se hallaban en peor situación para afrontarla, lo que unido a una menor
recaudación tributaria y a los impagos motivó que en 1932 las administraciones de todas las grandes
ciudades se hallaran en bancarrota. Distribuidos entre todos los parados, los socorros prestados
aquel año equivalían tan sólo a 27 dólares por cabeza. Por aquel entonces, muchos de los que
llevaban largo tiempo en paro ya estaban psicológicamente incapacitados para trabajar. En ocasiones
la totalidad de los ingresos de una familia dependía del hijo o de la hija, lo que provocó profundos
cambios en la estructura familiar. Las mujeres, al parecer, soportaban mejor la presión, al menos si se
juzga por el número de suicidios, que aumentó en un 20 por 100 entre los hombres permaneciendo
estable entre las mujeres. Un problema especial era el de los menores en paro, muchos de los cuales
jamás habían tenido antes un trabajo; entre ellos el desempleo era proporcionalmente más elevado,
como también lo era entre los de más edad. De uno a dos millones de parados vagabundeaban por el
país cobijándose en chabolas hechas de cartón y hojalata en las afueras de las ciudades y tratando
de sobrevivir. El aspecto más negativo de la depresión era la coexistencia de la pobreza y la riqueza.
En las grandes ciudades del Oeste, los desocupados en espera de pan hacían cola al pie de los silos
retozantes de trigo invendido. En tanto que en Chicago los maestros de escuela, que llevaban sin
cobrar cerca de doce meses, se desmayaban en clase por falta de alimentos, las investigaciones
llevadas a cabo en Wall Street revelaban que hasta los más respetables financieros eran unos
bribones y que incluso se negaban a pagar cualquier tipo de impuestos.
Hoover era colmado de reproches. Los barrios de chabolas eran llamados «Hoovervilles» y los
periódicos viejos, «mantas Hoover» En 1932, las gentes le increpaban en las calles, cosa que desde
hacía mucho tiempo no le ocurría a un presidente americano, y circulaban groseras biografías suyas
en las que se le acusaba de haberse apropiado de los fondos de la ayuda para Bélgica e incluso se le
hacía responsable de la ejecución de una enfermera inglesa. El asunto que más daño le hizo fue el de
los «bonos del ejército», en el verano de aquel mismo año. Alrededor de 11.000 veteranos de guerra
en paro, y algunos de sus familiares, acudieron a Washington y se manifestaron ante el Congreso
para conseguir el pago adelantado de los bonos, previsto para 1945. A continuación, un grupo
integrado por unas 2.000 personas se negó a abandonar Washington en tanto no se les diera
satisfacción, instalándose en tiendas de campaña y barracones en unas tierras baldías al otro lado del
Potomac. Hoover, inquieto, dio orden de que fueran desalojados, enviando para ello al ejército.
Políticamente, ninguna otra solución podía causarle más daño. Los noticiarios mostraron a la
caballería, con los sables desenvainados y apoyada por tanques y gases lacrimógenos, incendiando
las improvisadas viviendas y expulsando a sus desgraciados moradores; y lo que fue aún peor,
Hoover trató de justificar su acción alegando que en Bonus Army se habían infiltrado «comunistas y
personas con antecedentes penales». Para muchos americanos, que se identificaron con los
veteranos, Hoover ganó fama de gobernante despiadado.
Hoover no tenía esperanza alguna de alcanzar la victoria en las elecciones de 1932, como tampoco
la tenía ningún otro candidato del Partido Republicano identificado con las grandes empresas, de aquí
que había de ser la Convención demócrata la que eligiera al nuevo presidente de Estados Unidos. Al
cabo de innumerables escaramuzas y regateos, la elección recayó sobre el gobernador del estado de
Nueva York, Franklin Delano Roosevelt En las elecciones, Roosevelt aplastó a Hoover y triunfó en
todos los estados situados al Ueste y al Sur de Pensilvania, 42 en total, siendo su voto popular el
doble que el de Hoover.
El atractivo de Roosevelt residía en su imagen, que se aproximaba a la de un aristócrata tanto como
ello era posible en Amé rica. En el país sobraban los políticos y las políticas desacreditadas. y parecía
que Roosevelt se hallaba por encima de aquellos. incluso a pesar de que buscaba el respaldo de los
caciques de las ciudades. En la década de 1920, la fortuna que había heredado, su residencia
campestre y su costosa educación privada habrían representado un inconveniente, pero en 1932 el
self made man y el mundo de los business de donde surgía había dejado de disfrutar de la estima
general. Roosevelt no prometió soluciones radicales; es mas, ni siquiera expuso un conjunto
coherente de medidas políticas. Pero en tanto que Hoover vacilaba, él prometía acción. En el que
probablemente sería su discurso más famoso, Roosevelt puso el dedo en la llaga: «Lo que el país

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necesita —y, si no juzgo mal su estado de animo, exige— es una experimentación valiente y tenaz.
Es de sentido común adoptar un método e intentarlo; si fracasa, reconocerlo francamente y ensayar
otro. Pero, sobre todo, intentar algo». Sin embargo, esto no fue todo lo que le ganó el respaldo de
más del 60 por 100 del electorado. A la edad de cuarenta años se hallaba paralizado desde las
caderas por la poliomielitis, negándose a permanecer en una silla de ruedas; se había impuesto subir
por sí mismo a las tribunas públicas con la sola ayuda de muletas, y por lo general disimulaba tan
bien su incapacidad que muchos pensaban que estaba curado. El hombre que tenía tal energía para
superar sus dificultades personales, era sin duda el hombre que resolvería los problemas de América.
La tercera baza de Roosevelt, finalmente, era que unía a la arrogancia del aristócrata una
personalidad humana cautivadora y hablaba directamente al ciudadano medio como uno de los
suyos. Siendo ya presidente hablaba por la radio como si de verdad mantuviera una charla «junto al
fuego» con cada uno de sus oyentes. Hoover no podía competir con él; cuando afirmó que lo único
que se precisaba era aumentar la confianza, fue denostado; cuando Rooseveit dijo lo mismo —«lo
único que debemos temer es al temor mismo»— todos escucharon con atención. Roosevelt podía
permitirse el lujo de aumentar la asistencia social y, al mismo tiempo, reducir los gastos en un 25 por
100; podía también acusar a la Administración Hoover de incluir en su presupuesto muchos gastos
superfluos. Es evidente que en 1932 todavía no había elaborado las ideas directrices del New Deal;
tampoco el país exigía en aquel momento una solución radical. En las elecciones, los resultados
alcanzados por los comunistas y los socialistas fueron pésimos, mucho peores que en la década de
1920. Las protestas unidas a actos de violencia fueron raras, salvo en el Oeste, donde hubo una
oposición violenta a la venta forzosa de granjas. Lo que el país quería era un nuevo enfoque y
voluntad de experimentar, de «intentar algo». Sobre esta esperanza basó Roosevelt la estrategia para
su New Deal.

VIII. EL PRIMER NEW DEAL, 1933-1935

Era obvio que algo extraordinario notaba en el ambiente a partir del momento en que Roosevelt
pronunció su discurso de toma de posesión, el sábado 4 de marzo de 1933. Inmediatamente decretó
unas vacaciones de cuatro días para la banca y convocó para el lunes siguiente una sesión
extraordinaria del Congreso. A lo largo de los siguientes «cien días»» como se conoce a este período
de la Historia el Congreso aprobó una avalancha de leyes sobre fondos asistenciales para los
parados, precios de apoyo para los agricultores, servicio de trabajo voluntario para los parados
menores de veinticinco años, proyectos de obras públicas en gran escala, reorganización de la
industria privada, creación de un organismo federal para salvar el valle del Tennessee (la Tennessee
Valley Authority), financiación de hipotecas para los compra dores de viviendas y para los agricultores,
seguros para los depósitos bancarios y reglamentación de las transacciones de valores. Estas leyes
crearon nuevos organismos, encargados de llevar a cabo estas medidas, y el público tuvo que
aprenderse una multitud de nuevas siglas, algunas de las cuales se explican a continuación: FERA
(Federal Emergency Relief), organismo federal para distribuir la ayuda a los estados y municipios;
AAA (Agricultural Adjustment Administration), organismo federal para aconsejar a los agricultores la
reducción de sus cultivos y pagarles primas por ello; CCC (Civilian Conservation Corps), el ya citado
servicio de trabajo; PWA (Public Works Administration), organismo federal para realizar un programa
especial de construcción de carreteras y otras obras públicas; NRA (National Recovery
Administration), organismo federal para regular los precios, salarios y condiciones de competencia en
la industria y el comercio.
El compromiso financiero del gobierno federal no tenía precedentes en tiempos de paz. La
primitiva legislación del New Deal procedía de dos fuentes. Algunas disposiciones habían sido
elaboradas durante la campaña presidencial por un grupo de intelectuales que Roosevelt reunió en
torno suyo, conocidos como «el trust de los cerebros» (Brains Trust), que le sometieron una serie de
medidas radicales, muchas de las cuales acabaron formando parte del New Deal. En los discursos
pronunciados en su campaña de 1932, Roosevelt había evitado cuidadosamente todo compromiso
radical y ello reflejaba ciertamente su actitud personal en aquel momento. El «trust de los cerebros»
se desintegró des pues de las elecciones, pero sus ideas siguieron ejerciendo influencia y su
representante más conspicuo, Raymond Moley, profesor del Barnard College, de Nueva York, se
convirtió de hecho en un ministro sin cartera. La segunda fuente legislativa fue el propio Congreso;
una vez que el gobierno federal manifestó su propósito de actuar, se abrieron las compuertas a las
propuestas radicales y a la política de los grupos de presión.
El problema más acuciante para Roosevelt era la quiebra casi total del sistema bancario; el día en
que tomó posesión era prácticamente imposible cobrar un cheque. La producción industrial había
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W.P.Adams – Los Estados Unidos

tocado fondo en otoño de 1932. Lo que prolongó la de presión hasta 1933 fue probablemente la
propia crisis bancaria, el hecho de que Roosevelt fuera capaz de superar esta crisis en una semana
permite pensar que pudo haberse resuelto antes de haber sido aquél presidente. Pero aunque fue
elegido en noviembre, en aquel tiempo el nuevo presidente no podía tomar posesión hasta el mes de
marzo, viéndose así privada la nación de una dirección política eficaz por espacio de cuatro meses.
En febrero Hoover, temeroso de que Roosevelt abrigase el propósito de adoptar medidas financieras
«heterodoxas», le propuso una solución conjunta de la crisis, ofrecimiento que el presidente electo
ignoró al darse cuenta, acertadamente, de que se le tendía una trampa; si aceptaba participar en un
llamamiento conjunto hubiese tenido que endosar la política financiera rígidamente ortodoxa de
Hoover; si, por el contrario, lo rechazaba, y la banca se hundía —como parecía que iba a ocurrir— se
le responsabilizaría por ello. En aquellas circunstancias no puede reprochársele su decisión. Como
luego se vio, la crisis bancaria, que era esencialmente una crisis de confianza, se solucionó
fácilmente. Después de unas «vacaciones bancarias» que se prolongaron por espacio de una
semana, en la primera de sus «charlas junto al fuego» Roosevelt informó a 60 millones de
radioyentes que los bancos se abrirían al día siguiente porque no corrían riesgo alguno si depositaban
en ellos su dinero; y así lo hicieron.
La reapertura de los bancos no fue más que el preludio de una revisión a fondo del sistema
financiero, gravemente distorsionado desde 1929 por el círculo vicioso de la contracción del crédito. el
incremento de las deudas y el impago de las hipotecas. Este objetivo fue alcanzado en gran medida
en 1935; se ampliaron las atribuciones de la Reconstrucción Finance Corporation creada por Hoover,
que fue utilizada por los grandes bancos como un fondo crediticio rotatorio. La Federal Deposit
Insurance Corporation garantizaba los depósitos bancarios. La Federal Farm Mortgage Corporación
refinanciaba aproximadamente una de cada cinco hipotecas constituidas sobre las explotaciones
agrícolas, y la Home Owners Loan Corporation alcanzó un éxito similar mediante la financiación de
hipotecas a los propietarios de viviendas particulares. A pesar de las constantes dificultades
económicas, durante el período de vigencia del New Deal prácticamente no se produjeron
bancarrotas, si bien debe subrayarse que los pequeños bancos que habían quebrado no fueron
resucitados en 1933. La Bolsa fue también objeto de minuciosa atención y la nueva Securities
Exchange Commission sacó algunas consecuencias de la catástrofe, prohibiéndose por ejemplo la
financiación de las acciones sobre la base de las ganancias esperadas.
Otro de los problemas acuciantes en 1933 era la ayuda a los parados. La primera medida adoptada
en este terreno, y una de las menos controvertidas, fue la creación del Civilian Conservation Corps.
En los parques nacionales y en otros lugares semejantes fueron creados campamentos de trabajo
donde los parados de dieciocho a veinticinco años efectuaban tareas de conservación de la
naturaleza. A lo largo de la década de 1930, pasaron por ellos entre un cuarto y medio millón de
personas, constituyéndose con este motivo varios parques más. La imagen de una vida sana al aire
libre que ofrecían los CCC era muy atractiva, y en aquellos tiempos no tenían para la opinión pública
americana las implicaciones más siniestras que tuvieron los servicios de trabajo bajo los regímenes
totalitarios en Europa.
El principal intento de ayudar a los parados fue la Federal Emergency Relief Act de mayo de 1933.
El gobierno federal no se había encargado jamás de los subsidios de paro, que eran de incumbencia
local, como la Poor Law de los tiempos elisabetianos, de la que de hecho derivaba en América.
Además, el nuevo organismo federal, la FERA, no pagaba directamente a los parados, sino a las
autoridades estatales y locales para que pudiesen incrementar el volumen de sus prestaciones.
Algunos estados, sin embargo, pagaban a los afectados sumas inferiores a las que Washington
consideraba adecuadas. Ello no era sorprendente en absoluto, ya que en 1932 tan sólo cuatro
estados habían contribuido de algún modo a la financiación de los programas de lucha contra el paro
o a la ayuda directa a los parados. Los fondos facilitados por la FERA no bastaban para que los
parados pudieran pasar el invierno, pero en noviembre de 1933 un nuevo organismo federal, la Civil
Works Administration (CWA), creó cuatro millones de puestos de trabajo a nivel federal, estatal y local
Los recursos de la CWA y la PERA eran administrados por un hombre muy capaz, Harry Hopkins,
asistente social en Nueva York, y principal experto del presidente en cuestiones asistenciales. A
comienzos de 1934, el numero de familias que estaban recibiendo ayuda ascendía ya a 8 millones,
frente a 4.750.000 un año antes. El numero de personas asistidas pasó de 18.5 millones a 28
millones. En 1934 el desempleo afectaba únicamente a 1,5 millones de personas.
El New Deal jamás dispuso de un programa concreto para mitigar el paro a través de las obras
públicas. La Public Works Administration (PWA) era excesivamente lenta y carecía de proyectos
preparados de antemano, y la planificación requería tiempo. Los proyectos debían autofinanciarse, lo
que hacía difícil su elaboración. El director de la PWA, Harold Ickes, era un hombre pedante, lento y
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meticuloso. Además, la PWA era muy vulnerable a los ataques lanzados a sus fondos por quienes
disponían de proyectos de ejecución inmediata, aunque fuesen de muy escaso volumen. Con su
ayuda se electrificó el ferrocarril de Pensilvania y se construyó el puente de Triborough y el túnel de
Lincoln, en Nueva York, así como varios portaaviones, pero las inversiones federales en obras
públicas no llegaron a compensar la enorme reducción experimentada por el gasto a nivel estatal y
municipal, por ejemplo, en carreteras y construcciones inmobiliaria, por lo que el gasto total en este
sector fue muy inferior. La FERA, la CWA y la Works Progress Administration (WPA), dependiente del
gobierno federal, en la que acabaron por amalgamarse aquéllas, no constituían verdaderos
programas de obras públicas; ofrecían trabajo únicamente porque la ética protestante así lo exigía.
Los puestos de trabajo creados por la FERA eran absolutamente marginales (barrenderos, etc.). Los
puestos creados por la CWA y la WPA en la construcción de carreteras y edificios públicos eran más
razonables, pero ninguno de sus proyectos era comercial en el sentido de que, salvo el gobierno
federal, nadie estaría dispuesto a financiarlos. Muy criticados fueron por ejemplo la ayuda a los
escritores en el marco del Federal Writers Project, que entre otras cosas realizó una guía de cada uno
de los estados, y el proyecto de pintar murales en todas las oficinas de correos. Es evidente que este
tipo de iniciativas no se habrían llevado a cabo de no ser por la depresión, que, al margen de la
ventaja de preservar las habilidades de escritores y artistas, indiscutiblemente no aportaron beneficio
alguno.
Desde el punto de vista económico era indiferente que el Gobierno invirtiera su dinero en murales o
en presas; lo importante no era que el dinero se empleara en salarios o en maquinaria, sino su
cuantía. Para lograr el máximo beneficio económico, los salarios debían ser equiparables a los del
sector privado y los trabajadores seleccionados por sus méritos, estuviesen en paro o no; para lograr
el máximo beneficio social, había que emplear la mayor cantidad posible de mano de obra, no utilizar
ninguna maquinaria, y reservar los puestos de trabajo a los parados. La FERA pedía un justificante de
pobreza y daba a cada uno de los necesitados un máximo de 6,5 dólares semanales; lo que en la
práctica era una auténtica limosna. La FERA y la WPA pagaban salarios más elevados que estos
subsidios, pero inferiores a los de la industria local, por lo que en el Sur eran meros salarios de
subsistencia en tanto que en el Norte eran más altos. Pero después de haber creado cuatro millones
de puestos de trabajo en el invierno de 1933-1934, con un salario medio de 15 dólares semanales, la
CWA se disolvió. La WPA, que la sustituyó, ayudaba sólo a 1.500.000 personas.
El New Deal se enfrentó constantemente al dilema de emplear el dinero en aliviar el sufrimiento
actual o en estimular la economía para el futuro. Ilustra esta alternativa la experiencia de la
Tennessee Valley Authority, el organismo federal del New Deal que mayor éxito alcanzó y que fue
muy admirado y emulado. La TVA transformó una región agrícola abandonada y baldía en un
programa coordinado de desarrollo; produjo energía eléctrica y fertilizantes; controló el curso fluvial;
acabó con la malaria; fomentó la modernización de las técnicas agrícolas y mejoró
extraordinariamente la calidad de la vida. Pero jamás pudo auto-financiarse y requirió dinero
constante del gobierno, por lo que quedan en pie varias interrogantes: ¿pudo haber inducido aquel
dinero la recuperación de haberse invertido en otro lugar? ¿Tal vez habría debido emplearse en otro
sector que no fuera el agrícola? ¿Había otras zonas deprimidas que lo necesitaban con mayor
urgencia?
Es éste un grave problema porque gran parte de las inversiones del New Deal procedían de los
impuestos. De otro modo el gobierno federal habría tenido que aceptar un déficit presupuestario por
este gasto adicional, lo que no sucedió.
Del análisis del cuadro 6.4 se desprende que tan sólo en un año (1936) el déficit fue superior a
3.000 millones de dólares. oscilando normalmente entre 2.000 y 3.000 millones. (Los estados tendían
a mantener el superávit en sus presupuestos.) Ello suponía alrededor del 4 por 100 del producto
nacional bruto, lo que significaba que una parte del dinero destinado a pagar a los hombres que
pintaban murales o a los agricultores para que produjeran menos se deducía del salario del que
disfrutaba de un empleo. Entregar una parte de sus ingresos a los pobres parecía. por supuesto,
Justificado, pero eso no traía el crecimiento económico. La clave de la cuestión residía en el hecho de
que de haber sido los déficits mayores, como ocurrió durante la guerra. las rentas habrían
aumentado. En otras palabras, Roosevelt no conocía el tipo de medidas recomendadas por el
economista británico John Maynard Keynes. No debemos olvidar que en los primeros años del New
Deal, Keynes seguía aún a la búsqueda de la justificación teórica del déficit presupuestario basada en
algo mas que la pura intuición, justificación que sólo alcanzaría plenamente en 1936.

CUADRO 6.4
SITUACIÓN FINANCIERA DEL GOBIERNO FEDERAL
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(en miles de millones de dólares)


Ingresos Gastos Superávit o déficit Deuda bruta
1929 4,0 3,3 +0,7 16,9
1930 4,2 3,4 +0,7 16,2
1931 3,1 3,6 -0,5 16.8
1932 1.9 4,7 -2,7 19.5
1933 2,0 4,6 -2,6 22,5
1934 3,1 6.7 -3,6 27,0
1935 3.7 6.5 -2,8 28,7
1936 4,1 8.5 -4,4 33,8
1937 5,0 7.8 -2,8 36,4
1938 5,6 6,8 -1.2 37,2
1939 5.0 8.9 -3,9 40,4
1940 5.1 9,1 -3,9 43,0
1941 7,1 13,3 -6.2 49,0
1942 12.6 34,0 -21.5 72,4
1943 22,0 79,4 -57,4 136,7
1944 43.6 95.1 -51,4 201.0
1945 44.5 98.4 -53.9 258.7
Fuente: Historical statistics of the United States, colonial times to 1957, Washington, 1960, p. 711.

En su primera etapa, el New Deal fue condenado a menudo como un equivalente de la coalición
en tiempos de guerra de una serie de intereses contrapuestos, cada uno de los cuales esperaba
recibir un trato favorable. Entre ellos figuraban la industria y el comercio, que inicialmente no fueron
hostiles al New Deal. El instrumento destinado a estimular a las empresas fue la National Recovery
Administration (NRA), cuya misión consistía en eliminar la competencia antieconómica aumentando
así los precios y, en última instancia, la inversión. Las industrias fueron invitadas a presentar un
«código» de precios, salarios, leyes, etc., «justos» que había de ser sometido a la aprobación del
presidente. El proyecto fue llevado adelante como si se tratara de una campaña de evangelización del
siglo XIX, rodeado del típico entusiasmo americano. No exhibir el «Aguila Azul» —símbolo del
compromiso— podía tener consecuencias funestas para las pequeñas empresas. En el verano de
1933, 16 millones de personas trabajaban en empresas que habían aceptado el código de la NRA. La
dificultad gibaba en que en los sectores industriales más importantes, este código había sido en
realidad dictado por las grandes empresas y por las Cámaras de Comercio que controlaban, de modo
que los precios finales eran fijados olvidándose de su función social. El país asistió así al curioso
espectáculo de una campaña publicitaria gubernamental tendente a presentar los monopolios como
algo deseable y la competencia como antipatriótica. Aquel año fueron creados dos millones mas de
puestos de trabajo en la industria, logro que no puede atribuirse a la National Recovery
Administration: elevar los precios no significa aumentar la producción. Pero sí es posible que la NRA
contribuyera indirectamente al fomentar la confianza en una pronta mejoría.
Un problema gravísimo era el del bajo nivel permanente de las rentas agrícolas (véase cuadro
6.3). Era preciso aumentar los precios de algún modo, y ello sólo podía conseguirse disminuyendo la
producción. A pesar de que desde 1929 los precios se habían reducido a la mitad, el volumen de las
reservas de casi todos los productos agrícolas era enorme. La Agricultural Adjustment Administration
(AAA) concedía primas a aquellos agricultores que voluntariamente aceptaran restringir su
producción. Estas primas estaban financiadas por un impuesto variable sobre la primera fase de la
elaboración del producto, la molienda por ejemplo. En teoría, el dispositivo parecía admirable, con la
salvedad de que al menos una parte del coste era soportado por el consumidor, que podía
encontrarse sumido en la miseria; por otra parte, si la elevación del nivel de vida de los agricultores
significaba más dinero, la demanda aumentaría y el empleo también. La dificultad inicial radicaba en
que las disposiciones de la AAA eran muy complejas y no pudieron ser aplicadas correctamente hasta
el invierno de 1933-1934, en tanto que las cosechas, que eran muy abundantes, estaban a punto de
ser recogidas; no cabía otro recurso que subvencionar a los agricultores para que destruyeran el
algodón y sacrificaran las crías de cerdo y las cerdas preñadas, medida ésta bastante impopular
habida cuenta de que miles de personas estaban muriendo de hambre y ello tanto mas cuanto que no
se encontraba el modo de distribuir mas de una pequeña proporción de los cerdos, naranjas, etc.,
que, aunque parezca irónico, eran transformados en fertilizantes. Por desgracia para su reputación, el
New Deal ha sido juzgado por lo que sucedió a lo largo de su primer año de vigencia y, aunque la
matanza no se repitió, su imagen «inhumana» permanece viva. Se llegó a decir que incluso las muías
se negaban a pisar el algodón abonado de aquel modo.
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W.P.Adams – Los Estados Unidos

Otra dificultad adicional era que la agricultura carecía por completo de homogeneidad en cuanto se
refería a dimensiones de las explotaciones, cultivos, etc. Las explotaciones mayores, que eran las
que tenían que renunciar a un volumen mayor de producción, recibieron la parte del león de los
subsidios. Los ingresos garantizados por el Estado a unos agricultores ocasionaban costes mas
elevados a otros, que adquirían productos encarecidos artificialmente, como por ejemplo los forrajes.
La AAA no subvencionó los precios de la leche y de la mantequilla, pero las vacas eran alimentadas
con maíz, cuyo precio sí estaba subvencionado Los precios de los productos cultivados en gran
escala, como el algodón y el maíz siempre estuvieron subvencionados porque con estas medidas se
podían ganar muchos votos en el Oeste y el Sur.
La AAA no logró restringir la producción, que aumentó en un 10 por 100 durante la década de 1930,
a pesar de una disminución de la superficie cultivada del 20 por 100; los subsidios recibidos a cambio
de su reducción fueron empleados en la adquisición de fertilizantes, con el consiguiente incremento
del rendimiento de la tierra. Si los precios subían podía ocurrir que un agricultor que hubiera reducido
su productividad se encontrara en peor situación que otro que no hubiera reducido su producción y
recibiera primas. Los precios de los productos agrícolas subieron, sin embargo, un 75 por 100 en dos
años, aunque nunca llegaran a alcanzar la famosa «paridad», es decir un nivel que garantizara a las
rentas del campo la misma relación con los salarios de la industria que antes de 1914. La razón
principal del alza de los precios fue la sequía particularmente severa en el Oeste a lo largo de toda la
década, que hizo necesaria la importación de trigo en 1935 y 1936. En 1935 ya no había duda de que
la restricción voluntaria había fracasado y el gobierno se disponía a declararla obligatoria, como
sucedía con el tabaco; pero un año más tarde el Tribunal Supremo declaró ilegal el impuesto con que
se gravaba la elaboración de los productos agrícolas a fin de financiar las primas a la reducción de los
cultivos y esta decisión acabó con la AAA. En Washington, los defensores del New Deal se sintieron
aliviados aunque esto no tuviese carácter oficial La atención se centró entonces en la conservación
del suelo y en la protección del medio ambiente. Los agricultores fueron subvencionados para que
renunciaran al cultivo de aquellos productos que esquilmaran el suelo, que resultaron ser los mismos
por cuya reducción habían recibido primas antes.
En Junio de 1933 se iniciaron en Londres las sesiones de la conferencia económica mundial. Para
la mayoría de los delegados aquélla representaba la última oportunidad de evitar que el mundo se
sumiera en la anarquía económica. Por entonces, las relaciones económicas internacionales eran ya
muy tensas y cada país se aferraba a unas medidas irreconciliables entre sí. Muchos afirmaron que
Roosevelt destruyó cualquier esperanza de arreglo; lo que hizo fue negarse a estabilizar la cotización
del dólar. Por entonces parecía que Roosevelt pretendía experimentar con el patrón oro en un intento
de fomentar la inflación en los Estados Unidos. Tanto moral como políticamente estaba comprometido
con el sector agrícola, que desde hacía cuarenta años miraba con recelo el patrón oro; una enmienda
a la AAA le dio facultades para imponer la flotación del dólar, cosa que hizo. Esta medida carecía de
toda justificación, pues aun cuando otros países habían devaluado su moneda lo hicieron únicamente
cuando sus respectivas balanzas de pagos así lo exigieron. En 1933, la balanza de pagos americana
arrojaba un importante superávit y era importadora de oro; por otra parte era fácil tener crédito. La
devaluación del dólar sirvió únicamente para empeorar la situación de los demás países sin que ello
favoreciera a los Estados Unidos. El resto del mundo se vio arrastrado a una virulenta guerra
económica que pudo haberse evitado si América y otros países hubiesen aplicado unas medidas más
en consonancia con la situación. Roosevelt devaluó el dólar porque, según sus consejeros, si se
reducía el contenido en oro del dólar los precios subirían automáticamente, lo que no sucedió.
Entonces hizo subir deliberadamente el precio del oro efectuando compras de este metal a precios
cada vez más altos, con la consiguiente devaluación del dólar a un nivel jamás alcanzado (5,14
dólares la libra esterlina), sin que una vez más esta solución tuviera efectos apreciables sobre los
precios a pesar de la enorme y constante afluencia de oro a Estados Unidos durante el resto de la
década.
Roosevelt estaba convencido desde hacía mucho tiempo de que la solución de la depresión era una
cuestión de política interior y estaba decidido a sacrificar unas buenas relaciones internacionales a
este fin. Como dijo Keynes, es posible que en este punto estuviera en lo cierto ya que si de alguna
manera lograba resolver los problemas económicos de América esto tendría mas importancia para el
mundo que la estabilidad del dólar.
Roosevelt decidió también hacer un ridículo experimento con la plata. Las presiones de los estados
productores de plata llevaron a la promulgación de una ley en virtud de la cual el gobierno se
comprometía a adquirir la totalidad de la plata producida por el país a un precio muy superior al del
mercado mundial; 1.500 millones de dólares fueron invertidos en plata, que en América sólo
proporcionaba trabajo a 5.000 personas. Tampoco estas compras redujeron la inflación; lo que
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W.P.Adams – Los Estados Unidos

hicieron fue revaluar las monedas de Perú, México y China, que se regían por el patrón plata, reducir
sus reservas y hundirlos en una depresión aún más profunda.
Al llegar el invierno de 1934-1935, muchos habían perdido ya su confianza en el New Deal. No
podía ser de otro modo. Los empresarios abandonaron la coalición en el verano de 1935, alarmados
por el «irresponsable» déficit en el presupuesto federal; y lo que era mas grave aún, el ritmo de
recuperación se iba reduciendo. Parecía evidente que las medidas tomadas durante los «cien días»
únicamente podían reducir el desempleo en dos millones, sin que el New Deal fuera capaz de ir más
allá. Los sindicatos, por su parte, llegaron al convencimiento de que las medidas laborales de la
National Industrial Recovery Act eran utilizadas contra ellos. Entonces estalló el caso Schechter, en
mayo de 1935. Dos hermanos fueron acusados por funcionarios de la National Recovery
Administration de vender pollos enfermos y también de contravenir las normas laborales del código.
El asunto pasó al Tribunal Supremo que, por unanimidad, falló que la National Industry Recovery Act,
en la que se basaba la actuación de la National Recovery Administration, era ilegal. El Tribunal afirmó
que aquella legislación daba excesivos poderes al presidente y negó al gobierno federal el derecho a
regular el comercio interestatal. Esta interpretación restrictiva de la Constitución ponía en peligro la
totalidad del dispositivo legal del New Deal. A esto respondió Roosevelt inclinándose hacia la
izquierda.

IX. EL SEGUNDO NEW DEAL HASTA LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, 1935-1941

En las elecciones presidenciales de 1936, Roosevelt no tenía rival posible; ganó en 46 de los 48
estados. En su segundo discurso de toma de posesión habló de la «tercera parte de la nación mal
alojada, mal vestida y mal alimentada». El mensaje estaba claro: había tomado partido. Los
empresarios debían ser considerados como enemigos porque podían frustrar el cambio social, y eran
pocos los que podían poner en duda que el cambio social no fuera esencial. Las carreteras del
Sudoeste estaban repletas de «arkies» y de «okies» obligados a abandonar sus pequeñas
propiedades de Arkansas y de Oklahoma en busca de trabajo y tratados delincuentes por su miseria.
Fue también por esta época cuando muchos negros comenzaron a apoyar a Roosevelt. En 1936
dieron por primera vez sus votos a un candidato del partido demócrata.
La política de la NRA fue abandonada y los procesos judiciales contra los trusts recibieron un
vigoroso impulso; con tal fin, el departamento de Justicia contrató 190 abogados. El gobierno anunció
la próxima promulgación de una ley sobre la vivienda, la puesta en marcha de la seguridad social y su
propósito de crear nuevos organismos de planificación regional al estilo de la Tennessee Valley
Authority. Y lo que fue aún más importante, los sindicatos recibieron un amplio respaldo federal.
Fueron aumentados los impuestos sobre los ingresos más elevados y el sistema fiscal se hizo más
progresivo. El Congreso instituyó también un nuevo impuesto sobre la riqueza, que tenía además la
ventaja de adelantarse al demagogo populista de Luisiana Huey Long, único rival del presidente. Long
había afirmado enérgicamente en una ruidosa campaña que los ricos debían compartir su riqueza con
los pobres; pero Long fue asesinado antes de las elecciones y sus partidarios se pasaron a
Roosevelt. Por supuesto las consecuencias de la nueva imposición sobre los ricos fueron
insignificantes. En la década de 1930 no hubo tal redistribución de la riqueza.
Durante la campaña electoral no se hizo la menor alusión a los poderes del Tribunal Supremo,
pero Roosevelt no dudaba de la necesidad de introducir algunos cambios. Tanto el caso Schechter
como otras sentencias desfavorables a las leyes del New Deal habían contribuido a endurecer la
oposición al New Deal dentro y fuera del Congreso. El Tribunal Supremo se había convertido en el
bastión del conservadurismo y la lentitud de sus deliberaciones reducía la eficacia de la nueva
legislación. En febrero de 1937 Roosevelt presentó un proyecto de ley facultando al presidente para
nombrar sustituto a aquellos jueces que pese a su edad o incapacidad se negasen a aceptar la
jubilación. De este modo tenía la posibilidad de nombrar seis Jueces nuevos y leales a él, suficientes
para acabar con la mayoría conservadora. La iniciativa fue considerada como un descarado intento
de conformar el Tribunal Supremo a la medida del presidente —de lo que efectivamente se trataba—,
y el proyecto fue rechazado por abrumadora mayoría. El Tribunal Supremo era una de las pocas
instituciones intocables en tiempos de agitación, e incluso algunos de los más acérrimos partidarios
de Roosevelt se opusieron a su manipulación. Pero al cabo de pocos meses, el Tribunal comenzó a
dictar veredictos rápidos y favorables y cinco de sus miembros presentaron la dimisión en el plazo de
dos años y medio, proporcionando a Roosevelt el tribunal «liberal» que necesitaba. Perdió una batalla
pero ganó la guerra.
La segunda gran batalla que se libró en 1937 fue la del reconocimiento de los sindicatos; en aquel

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W.P.Adams – Los Estados Unidos

año, el numero de afiliados a los sindicatos creció en un 60 por 100. En la década de 1920, el
movimiento fue muy débil; los gobiernos estatales y federal habían ignorado el uso de la violencia
ilegal, mientras que la legislación era muy desfavorable a los sindicatos. La American Federation of
Labor, exclusivista y dominada por los trabajadores especializados, mejor pagados, organizados
gremialmente, no hacía el menor esfuerzo por atraer a los trabajadores no especializados de las
nuevas industrias de producción en masa. A pesar del crecimiento industrial en 1929, el número total
de afiliados a los sindicatos era sólo de tres millones y medio de personas. La depresión favoreció al
movimiento sindicalista al destruir la mística del empresario y traer un gobierno que si no era
totalmente favorable a los sindicatos al menos los apoyaría si estaban dispuestos a ayudar a la
industria. La sección 7 (a) de la ley constitutiva de la NIR, por ejemplo, hacía hincapié en que los
empresarios debían reconocer a los sindicatos; pero esta cláusula fue utilizada para crear sindicatos
totalmente sometidos a las compañías. Al ser revocada la National Industrial Recovery Act, fue
sustituida en 1936 por una ley que regulaba las relaciones entre empresarios y sindicatos (National
Labor Relations Act, Wagner Act) y reforzaba la posición de los sindicatos. También se creó la
National Labour Relations Board, comisión de arbitraje encargada de poner fin a las «prácticas
laborales discriminatorias»; a partir de aquel momento, las empresas tuvieron que aceptar la libertad
de sin dicación de sus empleados. Simultáneamente, el propio movimiento sindical lanzó una ofensiva
contra el exclusivismo de los sindicatos gremiales. John L. Lewis, del United Mine Workers, el mayor
de los sindicatos que no tenían carácter gremial se retiró de la AFL y creó el Committee of Industrial
Organization, que pronto dio origen a una segunda federación, el Congress of Industrial Organization
(CIO). Sus objetivos consistían en lograr la sindicación de los trabajadores de las industrias de
producción en masa; todos los empleados, cualquiera que fuese su categoría la empresa y su
capacitación, deberían integrarse en un mismo sindicato industrial, por ejemplo el sindicato de los
United Automobile Workers. Su principal arma fue la huelga de brazos caídos, esencial en una época
de desempleo. Los nuevos sindicatos afiliados al CIO alcanzaron un éxito espectacular, hasta el
punto que en 1939 habían conseguido organizar, con o sin lucha, a calidad de los trabajadores de la
industria del acero y del automóvil a excepción de la Ford que cedería muy pronto. Hubo ciertamente
violencia, pero fue muy escasa si se piensa en el significado de estos cambios de poder económico.
En estas circunstancias, el gobierno cometió un grave error económico que retrasaría en dos anos
la recuperación. En 1936 el ritmo de expansión era acelerado y los precios subieron rápidamente.
Temiendo un auge especulativo, Roosevelt puso fin al déficit presupuestario. El Banco central, la
Federal Reserve Board duplicó el mínimo de reservas, y al año siguiente la economía se sumió en
una depresión que no sufriría ningún otro país, aumentando el desempleo a la cifra de 5 millones.
¿Cómo es posible que el gobierno Juzgara de modo tan equivocado la situación. Ante todo no se
había tenido en cuenta un factor psicológico: el temor que había producido en la industria y el
comercio el bandazo a la izquierda del segundo New Deal. Tan pronto como el gobierno federal
redujo los gastos, los empresarios perdieron la confianza y dejaron de invertir. Es probable también
que Roosevelt siguiera sin comprender en 1937 el funcionamiento de la nueva política fiscal; al
parecer pensaba que eran las obras públicas, y no el déficit presupuestario, lo que promovía el
empleo.
Los gastos federales aumentaron de nuevo en 1938, pero la hostilidad al New Deal estaba
aumentando. Los adversarios del New Deal salieron fortalecidos de las elecciones para el Congreso
de 1938, formándose una coalición conservadora entre los demócratas del Sur y los republicanos en
la Cámara de Representantes y el Senado. A medida que el paro se prolongaba, crecía la
impopularidad de Roosevelt.
La forma en que eran llevados los asuntos exteriores era una fuente adicional de descontento;
seguía siendo opinión generalizada que la entrada de América en la primera guerra mundial había
sido innecesaria salvo tal vez para llenar los bolsillos de banqueros e industriales: la magnitud de sus
beneficios había sido revelada por un comité del Congreso en 1934. Hasta 1939, los dictadores
europeos no eran vistos por la opinión pública americana como una amenaza; es más, para los
liberales y aislacionistas americanos sus reivindicaciones territoriales constituían una expresión
legítima del principio de autodeterminación nacional. Por supuesto existían algunos fascistas,
especialmente entre los americanos de origen alemán, pero ellos y sus dirigentes eran insignificantes
comparados con sus auténticos modelos. El comité de «actividades antiamericanas» (House Un-
American Activities Committee) de la Cámara de Representantes, creado en 1938 para ocuparse de
este tipo de amenazas, centró su atención en los comunistas. Roosevelt estaba convencido de que
América podía mantenerse al margen de un conflicto en Europa pero únicamente si disponía del
necesario poderío militar. Hasta 1940 no se pudo contar con un ejército moderno y la única flota de
guerra existente era la del Pacífico. Pero el Congreso temía que el rearme arrastrara de nuevo a los

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W.P.Adams – Los Estados Unidos

Estados Unidos a una conflagración mundial y creía que Roosevelt estaba agitando el espectro de la
guerra para desviar la atención de las dificultades económicas internas. Apenas estallado el conflicto
en 1939 surgieron dificultades con la ley de neutralidad, que tenía que ser abrogada para que Gran
Bretaña y Francia pudieran adquirir armamento en los Estados Unidos; lo fue, pero en términos muy
desfavorables, ya que ingleses y franceses estaban obligados a pagar al contado aquellos su
ministros que (hasta 1941) no pudieran ser transportados en barcos americanos. Esto permitió a
Alemania dedicarse a una guerra submarina indiscriminada sin riesgo de enfrentarse al más
importante país neutral.
La derrota de Francia a manos de Alemania transformó radicalmente la situación. La guerra
relámpago y el aparentemente inminente derrumbamiento de Gran Bretaña pusieron de manifiesto la
debilidad militar de América, pues a nadie se le ocultaba que si los alemanes.ponían pie en México,
grandes zonas del Medio Oeste quedarían a merced de sus bombarderos. La aprobación de una
asignación de 12.000 millones de dólares para la defensa —mayor que el gasto total de la WPA—
significó la creación de dos millones de puestos de trabajo tan sólo en 1940. En septiembre del mismo
año fue establecido el servicio militar obligatorio.
La derrota francesa permitió a Roosevelt ocupar por tercera vez la presidencia, fenómeno sin
precedentes. Antes de mayo de 1940. probablemente no tenía intención de hacerlo, pero los únicos
demócratas con alguna audiencia eran todos conservadores y Roosevelt tuvo que enfrentarse al
dilema de proseguir o abandonar el New Deal, todavía inconcluso. El candidato de los republicanos
fue Wendell Wilikie, director de una compañía de electricidad, presentado como una víctima del New
Deal. Pero Wilikie no era más aislacionista que Roosevelt y en la crisis los votantes se agruparon en
torno al presidente. La situación recordaba la de 1933. Al amparo de la ley de préstamo y arriendo de
marzo de 1941 le fue concedido a Gran Bretaña un crédito ilimitado. Era evidentemente absurdo
enviarle suministros bélicos y permitir que los submarinos alemanes los hundieran, por lo que la
Marina americana comenzó a escoltar los convoyes, estableciendo puntos de apoyo en Groenlandia e
Islandia. En otoño de 1941 existía ya una guerra naval no declarada entre los Estados Unidos y
Alemania.
Por último, en diciembre de 1941, los gobiernos japonés y alemán evitaron a los americanos la
decisión de declarar la guerra. El conflicto de intereses entre Japón y los Estados Unidos se había
agudizado a lo largo de la década de 1930 a medida que los japoneses intentaban alcanzar por la
fuerza su objetivo de establecer «una zona económicamente autárquica, controlada por Japón: la
próspera gran Asia Oriental». A esta expansión territorial en el Sudeste asiático se oponían las
Filipinas, como colonia americana, y además los estrategas japoneses partían del supuesto de que
los americanos no sólo no les cederían los mercados comerciales y las ricas fuentes de materias
primas de esta zona. sino que además estaban decididos a degradar a Japón a potencia de segunda
categoría. Pero el triunfo alemán en Francia y su probable éxito en Rusia animaron a los japoneses a
dirigirse hacia el Sur, y en 1941 se anexionaron la Indochina francesa Los Estados Unidos, Gran
Bretaña y los Países Bajos reaccionaron decretando el bloqueo total de sus ventas de chatarra y
petróleo, y las propiedades Japonesas en Estados Unidos fueron congeladas. Japón no disponía de
yacimientos de petróleo y sus reservas sólo alcanzaban para dos años por lo que no tenía otro
remedio que abandonar la guerra con China o atacar la fuente de producción más próxima, las Indias
Orientales holandesas El alto mando japonés, por otra parte, llegó a la conclusión de que los Estados
Unidos, potencialmente más poderosos, no podían mantenerse al margen, y decidió desencadenar un
ataque preventivo. A primera hora del domingo 7 de diciembre de 1941, los aparatos de los
portaaviones japoneses atacaron y destruyeron gran parte de la flota americana estacionada en Pearl
Harbour, en las islas Hawaii.
El ataque a Pearl Harbour ha suscitado una considerable polémica. El servicio secreto americano
había descifrado el código Japonés y la actividad diplomática era intensa. ¿Acaso expuse Roosevelt
deliberadamente a la flota a un ataque por sorpresa, convencido de que América debía entrar en la
guerra? No existen pruebas que abonen esta suposición. Lo sucedido en Pearl Harbour podría
atribuirse a incompetencia militar; nueve horas más tarde los bombarderos japoneses descubrieron
que la aviación americana seguía formada en los aeródromos filipinos. El 8 de diciembre de 1941 el
Congreso aprobó le declaración de guerra a Japón con un solo voto en contra. Alemania e Italia
declararon la guerra a los Estados Unidos, como habían estipulado y los Estados Unidos volcaron la
totalidad de los recursos de su economía y de su sociedad contra las potencias del Eje.

X. UNA OJEADA RETROSPECTIVA AL NEW DEAL

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Es sumamente difícil juzgar las medidas aisladas del New Deal o el conjunto de éste. De ahí que
el New Deal, uno de los más importantes programas legislativos de la historia moderna, claramente
limitado en el tiempo, sea inevitablemente discutido. La principal dificultad estriba en que el producto
nacional bruto seguía estando todavía, al estallar la segunda guerra mundial, por debajo del nivel de
1929, lo cual no demuestra, sin embargo, que el New Deal fuera un fracaso. Si se piensa en las
circunstancias extraordinarias de la década de 1930, resulta evidente que sin el New Deal el nivel
habría descendido mucho más. Además, la recuperación económica después de la depresión no era
el único objetivo del New Deal, que en los seis anos y medio que van hasta 1939 tuvo que tomar en
consideración muchas circunstancias variadas. Tal vez pueda decirse que la economía se habría
recuperado mejor si el gobierno hubiera ayudado a menos parados en 1933. Pero esto no sería
ningún argumento válido contra todas las medidas de carácter social del New Deal. Con el tiempo
vino también a ocupar el primer plano otro objetivo político, la reforma del orden económico y social
americano a fin de evitar que se repitieran los acontecimientos de 1929 a 1933. Si se pregunta por el
efecto de determinadas medidas, se plantea el problema de la causalidad. En el ámbito económico
estuvieron siempre mezclados varias causas y efectos. El hecho de que la introducción de
subvenciones a los precios en la agricultura se tradujese siempre en un aumento de los precios no
demuestra, por ejemplo, que también los causaran. Por otro lado, el político convencido del New Deal
diría que A ocurrió después de B y, por tanto, a causa de B. Lo más difícil de juzgar es el papel que
desempeñó el factor psicológico de la confianza y la esperanza en una pronta mejora. Si se
consideran los acontecimientos objetivamente, resulta difícil explicar cómo las medidas del New Deal
pudieron aumentar en un 15 por 100 la producción industrial de 1933 a 1934. ¿Mejoró la situación a
pesar de las medidas tomadas? Es muy probable que la elección de un nuevo presidente,
evidentemente decidido a actuar, convenciera a los empresarios y a otros de que la situación no era
tan desesperada como parecía en el invierno de 1932-33.
El New Deal no alcanzó un éxito total. La renta per cápita real no recuperó su nivel de 1929 hasta
1940, momento en que el motor del crecimiento era el rearme (véase cuadro 6.2). Desde el punto de
vista económico, la década de 1930 fue una «década perdida». Todos los inviernos había 9 ó 10
millones de parados y todavía en 1941 el número de personas sin trabajo se cifraba en cinco millones
y medio. La inversión privada, sobre la que reposaba la economía, no se recuperó. En el colapso
inicial, la producción total cayó tan bajo (alrededor del 30 por 100), que la expansión no presionó
sobre la capacidad industrial hasta cierto tiempo después de iniciado el rearme. Pero, naturalmente,
cabe imaginar que sin el New Deal la depresión habría sido aún peor.
La raíz del problema estaba en que el New Deal tenía que resolver las dificultades de todo el
mundo. Tenía que hacer frente a las necesidades más urgentes de asistencia; ni como político ni
como persona humanitaria podía ignorar Roosevelt las colas de hambrientos ni la ruina de los
agricultores. Al propio tiempo, el New Deal trataba de asegurar la recuperación económica, esto es
hacer que la industria se pusiera nuevamente en movimiento. Y para evitar una nueva recaída,
Roosevelt intentó reformar el sistema político y, en particular, las relaciones entre la economía y el
Gobierno.
Muchos de estos objetivos, en sí mismos deseables, eran mutuamente excluyentes. El lastre más
grave de la economía era el elevado porcentaje de población empleado todavía en la agricultura; ello
explica en gran medida por qué la depresión en los Estados Unidos fue más acusada que en otros
países, como Gran Bretaña, donde las importaciones de alimentos baratos incrementaron el poder
adquisitivo del consumidor. Aun cuando el New Deal hubiera superado la depresión, seguiría
habiendo demasiados agricultores. Subvencionarlos para que permanecieran en sus granjas, que
debieron haber abandonado, no promovió la recuperación; pero sí produjo la miseria. El caso de la
NRA es muy semejante. Roosevelt mantenía que si el gobierno ayudaba a los empresarios a fijar los
precios, también tenía que alentar a los sindicatos a subir los salarios. Dado que lo que se perseguía
era aumentar los beneficios empresariales, ambos objetivos eran incompatibles. Parte de la dificultad
obedecía a que Roosevelt era demasiado receptivo; no tenía una estrategia global, y se dejaba
aconsejar por diversos asesores, con todos los cuales estaba de acuerdo. Muchas medidas fueron
puestas en vigor sin pensar en sus consecuencias, lo que por otra parte no era necesariamente
equivocado. Los problemas eran relativamente nuevos, corno también lo eran algunas de sus
soluciones. Se carecía de fuentes de información estadística. Dado que el problema más grave en
1933 era la desmoralización generalizada un gobierno visiblemente decidido a actuar podía muy bien
superarlo, ya que tenía muchas posibilidades de aumentar la confianza de los empresarios, al menos
a corto plazo.
Si el gobierno federal hubiera estado dispuesto a insuflar mayor poder adquisitivo en la economía,
el problema del reparto de fondos tal vez no habría revestido importancia. Pero el mayor déficit en el
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W.P.Adams – Los Estados Unidos

presupuesto federal nunca superó el 5 por 100 de la renta nacional (véase cuadro 6.4). Una buena
parte de los gastos se cubría con los impuestos, que no disminuyeron. Muchos de los déficits
presupuestarios no estaban planificados, sino que fueron motivados por la reducción de los impuestos
recaudados Existe, sin embargo, un argumento político contra unas finanzas deficitarias en gran
escala, si es que se intentó esta solución: las principales decisiones económicas seguían en manos
de los capitalistas, por lo que cuanto más gastara el gobierno más «socialista» parecería y menor
sería el gasto efectuado por el sector privado. Pero este razonamiento es muy discutible. De haber
gastado Roosevelt suficiente dinero para poner a la economía nueva mente en movimiento, de tal
forma que invertir resultara rentable, difícilmente habrían desaprovechado los empresarios la
oportunidad que se les presentaba por el mero hecho de que el país fuera socialista. Lo que
importaba en definitiva era el volumen del gasto publico.
En realidad, el New Deal no era en absoluto hostil a los empresarios. Todo lo que hizo fue poner al
burócrata allí donde había fracasado el hombre de negocios, hasta que la empresa privada pudiera
florecer de nuevo. Precisamente por haber sabido evitar una solución más radical fue el salvador y no
el destructor del capitalismo. No se produjo ningún tipo de planificación colectivista ni de ideología
«socialista» o cosa parecida. Incluso el término New Deal sugería que era el individuo el que jugaba
sus propias cartas.
Su efecto más perdurable fue aumentar el poder del gobierno federal en general y del presidente en
particular. Antes de 1933. para el americano medio «el gobierno» era el gobierno de su estado o
incluso el de su municipio. A partir del New Deal. el gobierno federal se dispuso a hacer las cosas por
sí mismo; para ello tuvo que reducir el poder relativo de los estados y de los empresarios. El
presidente y su recién creado gabinete sustituye ron al Congreso como principal fuente legislativa.
Una vez introducidos estos cambios, la sociedad americana experimentó una profunda
transformación. Debido al incremento del poder federal y presidencial sobre la economía, la transición
de la guerra a la paz en 1945 fue indolora. Pero si el gobierno federal financia la construcción de una
carretera que atraviesa los suburbios, no pasará mucho tiempo antes de que sus habitantes pidan
que les faciliten mejores viviendas. El auténtico legado del New Deal fue revolucionar las
expectativas.

Módulo 4 32

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