Spinoza-Carta XXI
Spinoza-Carta XXI
Spinoza-Carta XXI
Al doctísimo y honorabilísimo
GUILLERMO DE BLYENBERGH
B.d.S.
(Respuesta a la precedente)
Mi señor y amigo:
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Mas, para volver a su carta, digo que, de todo corazón, le
agradezco muchísimo porque me ha revelado a tiempo su manera
de filosofar; pero que usted me atribuya opiniones tales como las
que quiere deducir de mi carta, eso no se lo agradezco de ningún
modo, ¿Qué motivo, pregunto, le ha dado mi carta para atribuirme
estas opiniones: que los hombres son semejantes a los animales;
que los hombres perecen como los animales; que nuestras
acciones desagradan a Dios, etcétera, (es posible que sobre este
último punto disintamos enormemente, pues no entiendo otra cosa,
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sino que usted concibe que Dios se deleita con nuestras obras,
como aquel que ha conseguido su fin porque la cosa ha sucedido
según su deseo). En cuanto a mí, dije, por cierto, claramente, que
los píos veneran a Dios y que, venerándolo asiduamente; se
vuelven, más perfectos para amar a Dios. ¿Acaso significa esto
hacerlos semejantes a las bestias o que perecen al modo de las
bestias o, en fin, que sus, acciones no agradan a Dios? Si usted
hubiese leído mi carta con mayor atención, habría visto claramente
que nuestro disentimiento sólo reside en esto; a saber, si Dios,
como Dios, es decir, absolutamente, sin adscribirle ningún atributo
humano, comunica a los píos las perfecciones que reciben (según
entiendo yo); o bien, como juez; esto último lo afirma usted; y por
este motivo usted defiende a, los impíos, pues dado que hacen lo
que pueden conforme al decreto de Dios sirven a Dios de igual
modo que los píos. Pero, en verdad, esto no se sigue de ningún
modo de mis palabras: pues yo no introduzco a Dios como juez, y,
por tanto, estimo la obra por la calidad de la obra y no por la
potencia del operador. Y el premio que sigue a la obra la sigue tan
necesariamente como se sigue de la naturaleza del triángulo que
sus tres ángulos deben ser iguales a dos rectos. Y esto lo
entenderá cualquiera que tenga en cuenta solamente que nuestra
suma beatitud consiste en el amor a Dios, y que este amor fluye
necesariamente del conocimiento de Dios, que tanto se nos
recomienda. Mas, esto, en general, se puede demostrar fácilmente,
con tal de tener en cuenta la naturaleza de los decretos de Dios,
como lo he explicado en mi Apéndice. Pero reconozco que todos
los que confunden la naturaleza divina con la humana son muy
incapaces de comprender esto.
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Tenía intención de poner aquí fin a esta carta para no seguirle
molestando con esas cosas que (como resulta claro de la muy
afectuosa posdata que usted ha agregado al final de su carta) sólo
sirven para el chiste y la risa y no tienen ninguna utilidad. Pero,
para no rechazar del todo su pedido, pasaré a explicar con más
amplitud los términos negación y privación y brevemente aquello
que es necesario para desentrañar más claramente el sentido de mi
carta anterior.
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Decimos, por ejemplo, que un ciego, está privado de la vista, lo
imaginamos fácilmente como vidente, ya sea que nazca esta
imagen de la comparación con otros que ven o de su estado actual
con el anterior, cuando veía. Y cuando consideramos a este
hombre con este criterio, a saber, comparando su naturaleza con la
de otros o con la suya anterior, entonces afirmamos que la vista
pertenece a su naturaleza y, por eso, decimos que está privado de
ella. Pero cuando se considera el decreto de Dios, y su naturaleza,
nos es tan imposible afirmar de ese hombre, como de una piedra,
que está privado de la vista; pues en tal caso, a este hombre la
vista le pertenece, sin contradicción, tan poco como a la piedra;
porque a ese hombre no le pertenece y no es suyo nada más que
lo que el entendimiento y la voluntad divinos le han atribuido. Y, por
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tanto, Dios no es más causa del no-ver de aquel que del no-ver de
la piedra: lo cual es una mera negación. Así también cuando
consideramos la naturaleza de un hombre que es guiado por un
apetito de placer y compararnos el presente apetito con el que se
encuentra en los píos o con el que él mismo tuvo en otra ocasión,
afirmamos que ese hombre está privado de un apetito mejor,
porque entonces juzgamos que a ese hombre le incumbe el apetito
de la virtud. Lo que no podemos hacer si consideramos la
naturaleza del decreto y del entendimiento divinos; pues a su
respecto ese apetito mejor pertenece tan poco en tal caso a la
naturaleza de ese hombre como a la naturaleza del diablo o de la
piedra, y por lo tanto, a su respecto, el apetito mejor no es una
privación, sino una negación. De modo que la privación no es más
que el negar algo de una cosa, que juzgamos pertenece a su
naturaleza; y la negación no es más que el negar algo de una cosa
que no pertenece a su naturaleza. De aquí resulta claro por qué el
apetito de cosas terrenales de Adán fue un mal sólo respecto a
nuestro entendimiento, pero no respecto al de Dios. Pues aunque
Dios conocía el estado pretérito y presente de Adán, no entendía
por eso que Adán estaba privado de su estado pretérito, es decir,
que el estado pretérito perteneciera a su naturaleza. Pues,
entonces, Dios entendería algo contrario a su voluntad, es decir,
contrario a su propio entendimiento. Si usted hubiese comprendido
bien esto y al mismo tiempo, que yo no admito esa libertad que
Descartes atribuye al alma, como L. M. atestigua en mi nombre en
el prefacio, no hubiera encontrado en mis palabras ni la más
mínima contradicción. Pero veo que yo hubiera hecho mucho
mejor, si en mi primera carta hubiese contestado con las palabras
de Descartes, diciendo que nosotros no podemos saber cómo
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nuestra libertad y todo lo que de ella depende concuerda con la
Providencia y con la libertad de Dios (como he hecho en diversos
lugares del Apéndice); de modo que, según la creación de Dios, no
podemos encontrar en nuestra libertad ninguna contradicción,
porque no podemos comprender cómo creó Dios las cosas y (lo
que es lo mismo) cómo las conserva. Pero yo creía que usted había
leído el prefacio, y que si no le contestara conforme a mi íntima
opinión, hubiese faltado al deber de la amistad
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que le habla ofrecido cordialmente. Pero esto no me preocupa
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a dos rectos; y, sin embargo, nunca somos más libres que cuando
afirmamos una cosa de tal modo. Pero, puesto que está necesidad
no es otra cosa que el Decreto de Dios, como he mostrado
claramente en mi Apéndice, esto permite entender en cierta
medida, cómo hacemos libremente una cosa y somos causa de
ella, no obstante que la hacemos necesariamente y por decreto de
Dios. Digo que esto lo podemos entender, en cierta medida, cuando
afirmamos algo que concebimos clara y distintamente; pero cuando
aseveramos algo que no concebimos clara y distintamente, es
decir, cuando toleramos que la voluntad se extienda más allá de los
límites de nuestro entendimiento, entonces no podemos concebir
de este modo esa necesidad y los decretos de Dios, sino sólo
nuestra libertad, a la cual siempre incluye nuestra voluntad (sólo en
este sentido nuestras acciones se llaman buenas o malas). Y si
entonces intentamos conciliar nuestra libertad con el Decreto de
Dios y su continua Creación, confundimos lo que entendemos de
modo claro y distinto con lo que no comprendemos, y, por tanto
nuestro intento es vano. Nos basta, pues, saber que somos libres y
que podemos serlo, no obstante el decreto de Dios, y que somos
causa del mal, porque ningún acto puede ser llamado malo, sino
sólo respecto a nuestra libertad, Esto por lo que concierne a
Descartes, para que yo demostrara que sus palabras, por este lado,
no admiten ninguna contradicción.
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preces no nos sean muy útiles, pues mi entendimiento es
demasiado pequeño para poder determinar todos los medios que
tiene Dios para conducir a los hombres a amarlo, es decir a la
salvación; de modo que esta
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opinión está tan lejos de ser dañosa que es, por el contrario, para
los que no están dominados por ningún prejuicio superstición pueril,
el único medio para llegar al sumo grado de beatitud.
Pero cuando dice que yo, al hacer a los hombres tan dependientes
de Dios, los vuelvo semejantes a los elementos, a las hierbas y a
las piedras, esto demuestra suficientemente que usted ha
entendido muy torcidamente mi opinión y que confunde con la
imaginación las cosas que atañen al entendimiento. Pues si usted
hubiese comprendido con el entendimiento puro qué significa
depender de Dios, ciertamente no pensaría que las cosas, en
cuanto dependen de Dios, son muertas, materiales e imperfectas
(¿quién osó jamás hablar tan vilmente del Ente sumamente
perfecto?); al contrario, comprendería que, por esa causa, en
cuanto dependen de Dios, son perfectas. De modo que esta
dependencia y necesaria operación la entendemos óptimamente
como Decreto de Dios cuando consideramos no los troncos ni las
hierbas, sino las cosas creadas más inteligibles y más perfectas,
como aparece claramente de lo que ya arriba hemos recordado, en
segundo lugar, acerca del pensamiento de Descartes, lo que usted
hubiera debido tener en cuenta.
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usted dice: si Dios no castigara el delito (es decir, como un juez,
con una pena que el delito mismo no llevaría consigo; pues sólo a
esto atañe nuestra cuestión), ¿qué motivo podría impedirme
cometer ávidamente toda clase de delitos? Ciertamente, quien deja
de hacer esto, sólo por el temor de la pena (lo que no espero de
usted) no obra de ninguna manera por amor, y no abraza en lo más
mínimo la virtud. En cuanto a mí, dejo de hacerlos o procuro no
hacerlos porque chocan evidentemente con mi peculiar naturaleza
y porque me harían desviar del amor y del conocimiento de Dios.
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Respecto a la segunda, digo, con Descartes, que si nosotros no
pudiésemos extender nuestra voluntad más allá de los límites de
nuestro muy limitado entendimiento, seríamos muy desdichados y
no estaría en nuestro poder comer un pedazo de pan o avanzar un
paso o detenernos; pues todo es incierto y lleno de peligros.
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preguntó quién engañaría a Achab, esto mismo era ciertamente
una parábola, con la cual el profeta expresaba suficientemente lo
principal que en esa ocasión (que no era para enseñar los sublimes
dogmas de la teología) debía manifestar en nombre de Dios, de
suerte que de ninguna manera se desviase de su sentido. Así,
también los demás profetas manifestaban al pueblo, por orden de
Dios, su Verbo, de ese modo, como el mejor medio, pero no el
exigido por Dios; para conducir al pueblo al objeto principal de la
Escritura; que, según palabras del mismo Cristo, consiste en esto:
en amar, sin duda, a Dios, por encima de todo y al prójimo, como a
sí mismo. Las especulaciones elevadas, creo, en nada conciernen
a la Escritura. En lo que a mí se refiere no he aprendido ni he
podido aprender ningún eterno atributo de Dios en la Sagrada
Escritura.
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ninguna contradicción en lo que yo he afirmado, mientras que, por
el contrario, se encuentran no pocas en la otra parte.
El resto de su carta, a saber, donde dice: En fin, si el ser
sumamente perfecto conociera, etc. y luego, lo que aduce contra el
ejemplo del veneno, y, por último, lo que concierne al Apéndice y a
lo que le sigue, digo, tiene que ver con la presente cuestión.
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