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DEL LIBRE ALBEDRÍO - Libro II

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DEL LIBRE ALBEDRÍO

Traductor: P. Evaristo Seijas, OSA

LIBRO II

CON LA LIBERTAD PODEMOS PECAR ¿POR QUÉ NOS LA HA DADO DIOS?

I 1. Ev:  —Explícame ya, si es posible, por qué ha dado Dios al hombre la libertad; porque de
no haberla recibido, no podría pecar.

Ag: —¿Tienes ya averiguado con certeza que Dios ha dado al hombre una cosa que, según
tú, no debía haberle dado?

Ev: —Por lo que me parece haber entendido en el libro anterior, poseemos el libre albedrío
de la voluntad, y de él nos viene la facultad de pecar.

Ag: —También yo recuerdo que llegamos a esta conclusión categórica. Pero lo que te


pregunto ahora es si sabes que Dios nos ha dado esta libertad que poseemos, y de la que
nos viene la facultad de pecar.

Ev: —Pienso que nadie sino él, porque de él procedemos, y ya sea que pequemos, ya sea
que obremos bien, de él merecemos el castigo y el premio.

Ag: —También deseo saber si comprendes bien esto último, si lo crees de buen grado,
fundado en el argumento de autoridad, aunque de hecho no lo entiendas.

Ev: —Sobre esta cuestión tengo que confesar que primeramente me he fiado de la


autoridad. Pero ¿puede haber algo más verdadero que el que todo procede de Dios, y que
tan justo es castigar a los pecadores como premiar a los que obran bien? Se sigue de aquí
que Dios aflige a los pecadores con la desgracia y que premia a los buenos con la felicidad.

2.  Ag: —De acuerdo, pero quiero me expliques el otro punto, esto es, cómo sabes que
venimos de Dios, pues no es esto lo que acabas de explicar, sino que de él merecemos la
pena o el premio.

Ev: —Esto lo veo bien claro por un motivo obvio, porque ya nos consta que Dios castiga los
pecados. En efecto, toda justicia procede de Dios, porque así como es propio de la bondad
hacer bien a los extraños, no es, en cambio, propio de la justicia el castigarlos.

De donde se sigue claramente que nosotros le pertenecemos, ya que no sólo es benignísimo


en hacernos bien, sino también justísimo en castigarnos. Además, de lo que ya dije antes, y
tú concediste, que todo bien procede de Dios, puede fácilmente entenderse que también el
hombre procede de Dios, puesto que el hombre mismo, en cuanto hombre, es un bien, pues
puede vivir rectamente siempre que quiera.

3.Ag:  —Evidentemente, si esto es así, ya está resuelta la cuestión que propusiste. Si el


hombre en sí es un bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere, síguese que por
necesidad ha de gozar de libre albedrío, sin el cual no se concibe que pueda obrar
rectamente. Y no porque el libre albedrío sea el origen del pecado, por eso se ha de creer
que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues, una razón suficiente de habérnoslo dado, y
es que sin él no podía el hombre vivir rectamente. Y que nos ha sido dado para este fin se
colige del hecho de castigar a Dios, de aquí puede entenderse por qué es justamente
castigado por Dios a quien usa de él para pecar.

Sería injusto ese castigo si el libre albedrío nos hubiera sido dado no sólo para vivir
rectamente, sino también para pecar. En efecto, ¿cómo podría ser castigado el que usara de
su libre voluntad para aquello que le fue dada? Así pues, cuando Dios castiga al pecador,
¿qué te parece que le dice, sino estas palabras: «Por qué no usaste del libre albedrío para lo
que te lo di, es decir, para obrar el bien»?

Por otra parte, si el hombre careciese del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse
aquel bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y en
premiar las buenas acciones? Porque no sería ni pecado ni obra buena lo que se hiciera sin
voluntad libre. Y, por lo mismo, si el hombre no estuviera dotado de voluntad libre, sería
injusto el castigo e injusto sería también el premio. Mas por necesidad ha debido haber
justicia, así en castigar como en premiar, porque éste es uno de los bienes que proceden de
Dios. Luego era preciso que Dios dotara al hombre de libre albedrío.

SI LA LIBERTAD ES PARA OBRAR EL BIEN, ¿CÓMO ES QUE OBRA EL MAL?

II 4.  Ev: —Concedo que Dios ha dado al hombre la libertad. Pero dime: ¿no te parece que,
habiéndonos sido dada para poder obrar bien, no debería tener la posibilidad de pecar? Así
sucede con la justicia, que le ha sido dada al hombre para obrar el bien, ¿acaso puede
alguien vivir mal en virtud de la misma justicia? Pues igualmente, nadie podría servirse de la
voluntad para pecar si ésta le hubiera sido dada para obrar bien.

Ag: —El Señor me concederá, como lo espero, poderte contestar, o mejor dicho, que tú
mismo te contestes, iluminado interiormente por aquella verdad que es la maestra soberana
y universal de todos. Pero quiero que me digas brevemente si, teniendo como tienes por bien
conocido y cierto lo que antes te pregunté, o sea, que Dios nos ha dado la libertad, procede
decir ahora que no ha debido darnos Dios lo que confesamos que nos ha dado.

Porque, si es incierto que él nos la ha dado, hay motivo para investigar si nos ha sido dada
con razón o sin ella. De este modo, si llegáramos a ver que nos ha sido dada con razón,
tendremos también por cierto que nos la ha dado aquel de quien el alma humana ha recibido
todos los bienes; si, por el contrario, descubriéramos que nos ha sido dada sin razón,
entendamos igualmente que no ha podido dárnosla aquel a quien no es lícito culpar de nada.
Mas si es cierto que él nos la ha dado, es preciso confesar que, sea cual fuere el modo como
nos la dio, no debió dejar de hacerlo, ni debió dárnosla de otro modo; ya que en realidad nos
la dio quien en modo alguno puede ser razonablemente censurado en su modo de obrar.

5.  Ev: —Aunque creo con fe inquebrantable todo esto, sin embargo, como aún no lo
entiendo, continuemos investigando como si todo fuera dudoso. Y esta incertidumbre se
extiende a que nos haya dado la voluntad libre para obrar el bien, puesto que por ella
precisamente podemos pecar, y queda también en el campo de la duda si debió dárnosla o
no.

Si es incierto que se nos ha dado para obrar el bien, es también incierto que se nos haya
debido dar, y, por consiguiente, será igualmente incierto que Dios nos la haya dado. Y si es
incierto que debió dárnosla, también lo es el que nos la haya dado aquel de quien sería una
impiedad creer que nos hubiera dado algo que no debería habernos dado.

Ag: —Tú tienes por cierto, al menos, que Dios existe.

Ev: —Sí; esto tengo por verdad inconcusa precisamente por la fe, no por la razón.

Ag: —Entonces, si alguno de aquellos insensatos de los cuales está escrito:  Dijo el necio en
su corazón: No hay Dios1, te dijera a ti esto, y no quisiera creer contigo lo que tú crees, sino
que quisiera saber si lo que tú crees es verdad, ¿abandonarías a ese hombre a su
incredulidad o pensarías quizá que deberías convencerle de algún modo de aquello mismo
que tú crees firmemente, sobre todo si él no discutiera con pertinacia, sino más bien con
deseo de conocer la verdad?

Ev: —Lo último que has dicho me indica suficientemente qué es lo que debería responderle.
Porque, aunque fuera él el hombre más absurdo, seguramente me concedería que con el
hombre falso y contumaz no se debe discutir absolutamente nada, y menos de cuestión tan
importante. Y una vez que me hubiera concedido esto, él sería el primero en pedirme que
creyera en su buena fe al querer saber esto, y que tocante a esta cuestión no había en él
falsía ni contumacia alguna.

Entonces le demostraría lo que juzgo que a cualquiera es facilísimo demostrar: ya que él


quiere que , sin conocerlos, otro crea en los sentimientos ocultos de su alma, que sólo él
conoce, también él crea en Dios en virtud de los libros de tan grandes varones, que dejaron
testimonio en sus escritos de haber vivido con el Hijo de Dios. Tanto más cuanto que ellos
escribieron haber visto tales cosas que, de no existir Dios, no podrían en modo alguno haber
sucedido ; y sería necio en extremo este hombre si pretendiera echarme a mí en cara el
haberles yo creído a ellos, ya que desea que le dé fe a él. Y si esta actitud de credibilidad no
la encuentra reprensible, ¿Qué excusa iba a tener para no imitarla?

Ag: —Por consiguiente, si respecto a la existencia de Dios crees suficiente el que hayamos


juzgado se debe dar fe sin temeridad a varones tan excelentes, ¿por qué, dime, respecto de
estas cosas que hemos determinado investigar, como si fueran inciertas y absolutamente
desconocidas, no piensas lo mismo, o sea, que, fundados en la autoridad de hombres tan
importantes, debamos creerlas tan firmemente que ya no sea preciso gastar más tiempo en
su investigación?

Ev: —Porque nosotros deseamos conocer y entender lo que creemos

6.  Ag: —Muy bien por esa llamada de atención; no podemos negar lo que establecimos en
los comienzos de la cuestión precedente: si el creer no fuese cosa distinta del entender, y no
hubiéramos de creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos entender, sin razón
habría dicho el profeta:  Si no creéis, no entenderéis2.

El mismo Señor exhortó también a creer primeramente en sus dichos y en sus hechos a
aquellos a quienes llamó a la salvación.

Mas después, al hablar del don que había de dar a los creyentes, no dijo: Esta es la vida
eterna, que crean en mí; sino que dijo:«Esta es la vida eterna, creer en mí», sino que
dijo: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, sólo Dios verdadero, y a Jesucristo, a
quien enviaste3. Después, a los que ya creían, les dice: Buscad y hallaréis4; porque no se
puede decir que se ha hallado lo que se cree sin entenderlo, y nadie se capacita para hallar a
Dios si antes no creyere lo que ha de conocer después.

Obedientes, pues a los preceptos del Señor, seamos constantes en la investigación.


Iluminados con su luz, encontraremos lo que por su consejo buscamos, en la medida que
estas cosas pueden ser halladas en esta vida por hombres como nosotros; porque si, como
hemos de creer, los perfectos mientras viven aquí, y ciertamente todos los buenos y
religiosos después de la presente vida, contemplan y consiguen estas verdades con más
claridad y perfección, es de esperar que también nosotros lo consigamos. Despreciando las
cosas terrenas y humanas, debemos desear y amar estas divinas.

COMIENZA LA DEMOSTRACIÓN DE LA EXISTENCIA DE DIOS


A PARTIR DE LO MÁS NOBLE QUE HAY EN EL HOMBRE

III 7. Ag:  —Adoptemos, si te parece, este orden en la investigación: intentemos primero


una prueba evidente de la existencia de Dios; veamos después si proceden de él todas las
cosas en cuanto a lo que tienen de buenas, y, por último, si entre los bienes se ha de contar
la libertad del hombre. Aclarados estos puntos, creo quedará en claro si le ha sido dada o no
razonablemente. Por lo cual, comenzando por las cosas más evidentes, lo primero que deseo
oír de ti es si tú mismo existes. ¿O temes, quizá, engañarte ante esta pregunta, cuando
realmente no podrías engañarte si realmente no existieras?

Ev: —Mejor es que pases a lo demás.

Ag: —Puesto que es para ti evidente que existes, y puesto que no podría serte evidente de
otra manera si no vivieras, es también evidente que vives. ¿Entiendes bien cómo estas dos
cosas son verdaderas?
Ev: —Lo entiendo perfectamente.

Ag: —Luego es también evidente esta tercera verdad, a saber, que tú entiendes.

Ev: —Evidente.

Ag: —De estas tres cosas, ¿cuál te parece la más excelente?

Ev: —La inteligencia.

Ag: —¿Por qué?

Ev: —Porque, siendo tres cosas muy distintas entre sí el ser, el vivir y el entender, es verdad
que la piedra existe y que la bestia vive, y, sin embargo, no pienso que la piedra viva ni que
la bestia entienda, y, no obstante, estoy ciertísimo de que si entiende existe y vive. No dudo
de que sea más excelente el ser que tiene estas tres perfecciones que aquel otro al cual falta
una o dos de ellas.

Porque, en efecto, lo que vive, ciertamente existe, pero no se sigue que sea también
inteligente: tal es, según creo, la vida de los animales. Y, a su vez, de que una cosa exista,
no se sigue que viva ni que entienda. De los cadáveres, por ejemplo, puedo afirmar que
existen, pero nadie dirá que viven. Y, finalmente, si una cosa no tiene vida, mucho menos
tendrá inteligencia.

Ag: —Síguese, pues, que de estas tres perfecciones, le faltan dos al cadáver, una al animal,
y al hombre, ninguna.

Ev: —Así es.

Ag: —Síguese también que de estas tres perfecciones, la más excelente es la que posee el
hombre, la inteligencia, junto con las otras dos, ya que el entender supone el existir y el
vivir.

Ev: —Sin duda es así.

8.  Ag: —Dime ahora si sabes que tienes los cinco conocidísimos sentidos del cuerpo, es
decir, el de la vista, el del oído, el del olfato, el del gusto y el del tacto.

Ev: —Lo sé.

Ag: —¿Qué cosas te parece que pertenecen al sentido de la vista, o sea, qué es lo que te
parece que sentimos cuando vemos?

Ev: —Todas las cosas corpóreas.

Ag: —¿Percibimos también por la vista la dureza y blandura de los cuerpos?

Ev: —No.

Ag: —¿Qué es, pues, lo que percibimos por los ojos, como objeto propio de la vista?

Ev: —El color.

Ag: —¿Cuál es el objeto propio del oído?

Ev: —El sonido.
Ag: —¿Y el del olfato?

Ev: —Los olores.

Ag: —¿Y el del gusto?

Ev: —Los sabores.

Ag: —¿Cuál es, finalmente, el objeto del tacto?

Ev: —Lo blando o lo duro, lo suave o lo áspero y otras muchas cualidades de los cuerpos.

Ag: —Y respecto de las formas de los cuerpos, las formas grandes, pequeñas, cuadradas,
redondas y otras semejantes, ¿no te parece que las percibimos también por el tacto y por la
vista, y que, por lo mismo, no pertenecen propiamente ni a la vista ni al tacto, sino a uno y
otro?

Ev: — Así lo entiendo.

Ag: —¿Podemos, según eso, distinguir por alguno de estos cinco sentidos qué es lo que
constituye el objeto propio de cada sentido y cuál sea el objeto común a todos o a algunos
de ellos?

Ev: —De ningún modo, sino que esto lo distinguimos mediante una cierta facultad interna.

Ag: —¿No será ésta tal vez la razón, de la cual carecen los animales? Porque, según creo,
por la razón comprendemos estas cosas y entendemos que son así.

Ev: —Yo creo más bien que es por la razón por la que entendemos que existe un cierto
sentido interior, al cual se transmite todo cuanto procede de los cinco sentidos tan conocidos
de todos. Porque una cosa es la facultad por la que el animal ve, y otra muy distinta aquella
por la que huye o apetece los objetos percibidos en el acto de ver: aquélla se halla,
efectivamente, en los ojos, y ésta, por el contrario, se halla en el interior de la misma alma,
y en virtud de ella los animales apetecen y toman o evitan y rechazan, según que los
perciban como útiles o nocivos, no sólo los objetos que ven, sino también los que oyen y los
que se perciben por los demás sentidos del cuerpo.

No se puede decir que sea ni la vista, niel oído, niel olfato, ni el gusto, ni el tacto. Más bien
no sé qué otra facultad preside por igual a todos los sentidos exteriores. Y aunque todo esto
lo comprendemos por la razón, como dije, no puedo, sin embargo, llamar razón a esta
facultad, porque es evidente que se encuentra también en las bestias.

9.  Ag: —Admito esta realidad, sea la que fuere, y no dudo llamarla sentido interior. Pero
todo lo que los sentidos nos refieren no puede llegar a ser objeto de la ciencia si no pasa de
este sentido a la razón, porque cuanto sabemos no lo comprendemos sino por la razón.
Sabemos, por ejemplo, para no hablar de los demás, que no se pueden sentir los colores por
el oído ni los sonidos por la vista.

Y esto que sabemos, no lo sabemos ni por los ojos ni por los oídos ni por aquel sentido
interior, del que las bestias carecen; pues no parece probable que ellas conozcan que no se
percibe la luz por los oídos, ni los sonidos por los ojos, ya que estas cosas no las discernimos
sino mediante la atención racional y el pensamiento.

Ev: —No puedo decirte que he comprendido lo que acabas de decir. ¿Qué se seguiría, en
efecto, si mediante aquel sentido interior, que tú concedes a las bestias, llegaran éstas a
darse cuenta de que los colores no se perciben por el oído ni los sonidos por la vista?
Ag: —Pues qué ¿piensas tú que pueden ellas distinguir entre sí el color que se percibe, y el
sentido que está en el ojo, y el sentido interior, que está en el alma, y la razón, que define y
clasifica por separado cada una de estas cosas?

Ev: —De ningún modo.

Ag: —Y qué te parece: ¿podría la razón distinguir estas cuatro cosas entre sí, y delimitarlas
mediante con sus definiciones, si ella no se diese cuenta del color mediante el sentido de la
vista, y de este mismo mediante aquel sentido interior que lo preside, y del mismo interior
por sí mismo, si no hay algo que haga de intermediario entre ambos?

Ev: —No veo cómo pueda ser de otra suerte.

Ag: —Más aún. ¿No ves igualmente que el sentido de la vista percibe los colores, pero que el
sentido no se percibe a sí mismo? Porque el sentido con que ves el color no es aquel con que
ves que el sentido ve.

Ev: —No, no lo es.

Ag: — Pon empeño en distinguir también lo siguiente: no negarás, creo yo, que una cosa es
el color, y otra el verlo; y, a su vez, otra distinta tener el sentido con que, si estuviera
presente, se pudiera ver el color, que actualmente no está.

Ev: —Distingo también estas cosas y te concedo que difieren entre sí.

Ag: —Ahora bien, de estas tres cosas, ¿qué ves por los ojos sino el color?

Ev: —Ninguna otra.

Ag: —Dime, pues, ¿por qué facultad ves las otras dos, ya que no las podrías discernir si no
las vieras?

Ev: —No lo sé; si sé que existen; no sé más.

Ag: —Entonces ¿no sabes si es la misma razón, o aquella vida que hemos llamado sentido
interior, muy superior a los sentidos del cuerpo, o alguna otra facultad?

Ev: —No lo sé.

Ag: —Sabes, al menos que estas cosas no las puede discernir sino la razón, y que la razón
no lo hace sino respecto de aquellas cosas que le son presentadas para que las examine.

Ev: —Es cierto.

Ag: —Sea, pues, lo que fuere aquella otra facultad con la que se puede percibir todo cuanto
sabemos, lo cierto es que está al servicio de la razón, a la cual presenta y da cuenta de todo
lo que aprende. Por ello, los objetos percibidos podrán ser diferenciados entre sí por sus
propios límites, y ser comprendidos no sólo por los sentidos, sino también científicamente.

Ev: — Así es.

Ag: — La misma razón distingue entre sí a sus intermediarios y a los objetos que le
presentan; aprecia igualmente la diferencia que existe entre ella misma y todo esto, y se
reconoce y afirma superior a todas ellas, ¿Esta razón se conoce a sí misma mediante otra
facultad distinta de la razón misma?, ¿o podrías tú saber que tienes razón si no la percibieras
por la razón?

Ev: —Es muy cierto.


Ag: —Pues bien, ya que cuando percibimos el color no percibimos a la vez por el mismo
sentido el acto de la percepción, ni cuando oímos el sonido oímos nuestra misma audición, ni
cuando olemos una rosa nos huele a nada nuestro mismo olfato, ni a los que gustan algo les
sabe a nada su mismo gusto, ni cuando palpamos podemos palpar el sentido del tacto, es
evidente que estos cinco sentidos no pueden ser percibidos por ninguno de ellos mismos, no
obstante que perciben todos los objetos temporales.

Ev: —Es evidente.

EL "SENTIDO COMÚN" O INTERIOR. SU ALCANCE

IV 10. Ag:  —Creo que es también evidente que aquel sentido interno siente no sólo las
impresiones que recibe de los cinco sentidos externos, sino también los sentidos mismos. De
lo contrario, si no sintiera que siente, no se movería el animal, ni para apoderarse de algo ni
para huir de nada. No para saber científicamente, que esto es propio de la razón, sino
simplemente para moverse; y esto no lo percibe por ninguno de los cinco sentidos.

Si aún te parece oscuro, lo verás claro si te fijas en lo que sucede en uno de estos cinco
sentidos; por ejemplo, en la vista. Porque, en efecto, el animal de ningún modo podría abrir
los ojos o moverlos, dirigiéndolos hacia lo que desea ver, si no se diera cuenta de que no lo
ve teniendo los ojos cerrados o dirigiéndolos en otra dirección. Si, pues, se da cuenta que no
ve, preciso es que se dé cuenta también que ve cuando realmente ve. Al no mover los ojos
con el mismo deseo cuando ve que cuando no ve, indica que se da cuenta de la visión y de la
no visión.

Pero ya no es igualmente clara la cuestión de si se percibe a sí misma esta vida interior, que
siente su misma sensación de las cosas temporales, si no es por el hecho de que,
examinándose cada cual a fondo interiormente, descubre que todo viviente huye de la
muerte, la cual, siendo como es, contraria a la vida, es de todo punto necesario que se
perciba también a sí misma la vida que huye de su contrario, que es la muerte.

Y si esto no queda claro aún, pasémosla por alto a fin de solo empeñarnos en nuestra
pretensión fundados en argumentos ciertos y evidentes. Sí son evidente las siguientes
cuestiones: los sentidos del cuerpo perciben las cosas corporales; el mismo sentido exterior
no puede sentirse a sí mismo; el sentido interior percibe los objetos corporales a través de
los sentidos exteriores del cuerpo, y hasta los mismos sentidos corporales; y, en fin, la razón
conoce todas estas cosas y a sí misma, y hace objeto de la ciencia a todos estos
conocimientos los. ¿No te parece?

Ev: —Ciertamente me parece.

Ag: —Pues bien, dime ahora: ¿cuál es la cuestión a cuya solución deseamos llegar y hacia la
cual hemos emprendido un camino semejante?

SUPERIORIDAD DEL SENTIDO INTERNO.


REGULA LOS SENTIDOS EXTERNOS

V 11. Ev:  —A lo que recuerdo, de aquellos tres puntos que poco antes planteamos con el fin
de establecer el orden de esta investigación, el primero es el que ahora tratamos: cómo
puede llegarse al conocimiento de la existencia de Dios, a pesar de que debe ser creída
inquebrantable y firmísimamente.

Ag: —Muy bien lo recuerdas. Mas también deseo que recuerdes bien que, cuando te
pregunté si sabías que existías, vimos que conocías no sólo esto, sino otras dos cosas más.

Ev: —También lo recuerdo bien.

Ag: —Pues mira a cuál de estas tres cosas te parece que corresponde todo lo que es objeto
de nuestro sentido, sea, en qué género de cosas te parece que debe clasificarse todo lo que
es objeto de nuestro sentido, sea de la vista o de cualquier otro sentido corporal: si en aquel
género de cosas que no tiene más perfección que la de existir, o en el de las que existen y
viven, o en el de las que existen, viven y entienden.

Ev: —En el género de las que solamente existen.

Ag: —Y el sentido, ¿a cuál de estos tres géneros crees que pertenece?

Ev: —Al de los vivientes.

Ag: —Cuál, pues, de estas dos cosas te parece mejor, ¿el sentido o el objeto que percibe el
sentido?

Ev: —El sentido.

Ag: —¿Por qué?

Ev: —Porque es mejor lo que existe y vive que lo que solamente existe.

12.  Ag: —Y por lo que hace a aquel sentido interior, que arriba vimos como inferior a la
razón y que hasta nos era común con las bestias, ¿dudarás anteponerlo a este sentido por el
que percibimos los cuerpos, y que ya antes dijiste que debía preferirse al cuerpo?

Ev: —En modo alguno puedo dudarlo.

Ag: —También quisiera oír de ti por qué no lo dudas. En efecto, no podrás decir que este
sentido interior debe clasificarse en aquel género de los tres antes citados, al que pertenecen
los seres inteligentes, sino únicamente en el de los que existen y viven, pero que no tienen
inteligencia, ya que este sentido interior se halla también en los animales, los cuales no
tienen inteligencia. Siendo esto así, deseo saber por qué antepones el sentido interior a este
sentido por el que percibimos los cuerpos, hallándose ambos incluidos en el género de los
vivientes.

El sentido cuyo objeto son los cuerpos, lo antepusiste a los cuerpos mismos, porque éstos
pertenecen al género de los seres que únicamente existen, y aquél al de los vivientes. Mas
perteneciendo también el sentido interior al género de los vivientes, ¿por qué lo juzgas mejor
que el sentido exterior?

Si me dices que es porque aquél siente a éste, no creo que hayas de encontrar una norma
según la cual podamos establecer que todo ser que siente es mejor que el percibido por él.
Nos veríamos quizás en la precisión de decir también que todo ser que entiende es mejor
que el ser entendido por él. Y esto es falso, pues el hombre entiende la sabiduría y. sin
embargo, no es mejor que la sabiduría. Fíjate a ver por qué razón te ha parecido que el
sentido interior ha de ser preferido a éste por el cual sentimos los cuerpos.

Ev: —Porque entiendo que aquél es como el moderador y juez de éste; pues, como poco ha
dijimos, si éste falta en algo en el desempeño de sus funciones, aquél se lo reclama, como
quien reclama una deuda que su ministro. Así, por ejemplo, el sentido de la vista no percibe
si ve o no ve; y como no lo sabe, no puede darse cuenta de qué es lo que le falta o qué es lo
suficiente, sino que es aquel sentido interior el que advierte al alma del animal que abra el
ojo cerrado y que llene las demás condiciones de cuya ausencia se da cuenta él. Y nadie
duda de que el que juzga es mejor que lo que juzga.

Ag: —¿A ti te parece, según eso, que también este sentido corporal juzga en cierto modo los
cuerpos? A él pertenece, en efecto, el placer y el dolor, a tenor de la impresión suave o
áspera del cuerpo. Porque, así como aquel sentido interior juzga qué es lo que falta y qué es
lo suficiente al sentido de la vista, del mismo modo el sentido de la vista juzga qué es lo que
falta y qué es lo suficiente a los colores. Igualmente, así como aquel sentido interior juzga de
si nuestro oído está o no suficientemente atento, así el oído juzga de los sonidos, dándose
cuenta de cuál le impresiona dulcemente y cuál suena con estrépito y aspereza.
No es preciso que sigamos examinando los demás sentidos exteriores. Me parece que ya
comprendes lo que quiero decir, o sea, que aquel sentido interior juzga de los sentidos
exteriores cuando aprueba su integridad y cuando les reclama lo que deben, al igual que los
mismos sentidos del cuerpo juzgan, en cierto modo, de los mismos cuerpos aceptando en
ellos el suave contacto y rechazando lo contrario.

Ev: —Sí lo comprendo, y convengo en que es muy cierto

LA RAZÓN, PARTE SUPREMA DEL HOMBRE Y SÓLO INFERIOR A DIOS

VI 13.  Ag: —Mira ahora si la razón juzga también de este sentido interior. Ya no te


pregunto si la consideras mejor que él, porque no dudo que así piensas; y además, considero
también como superfluo preguntarte si la razón juzga de este sentido interior, porque de
todas aquellas cosas que son inferiores a ella, esto es, de los cuerpos, de los sentidos del
cuerpo y de este sentido interior, y cómo es uno mejor que otro, y cuánto aventaja ella
misma a todos, ¿quién nos informa sino la misma razón, lo que de ningún modo podría hacer
si todo ello no estuviera sometido a su justo dictamen?

Ev: —Es evidente.

Ag: —Ahora bien, a la naturaleza, que no tiene más perfección que existir, que no tiene ni
vida ni inteligencia, como es el cuerpo exánime, la aventaja aquella otra que, además de
existir, goza también de vida, pero sin inteligencia, como es el alma de las bestias; por otra
parte a ésta aventaja la que, a la vez que existe, vive y entiende. Esto sucede en el hombre
por el alma racional, ¿Crees entonces tú que en nosotros, es decir, entre los elementos que
constituyen nuestra naturaleza como naturaleza humana, pueda hallarse algo más excelente
que lo que en esos tres órdenes de seres hemos enumerado en tercer lugar?

Que tenemos cuerpo es evidente, y también un alma que anima al cuerpo y es causa de su
desarrollo vegetativo; dos elementos que vemos tienen también las bestias; pero tenemos
además, un tercer elemento, que viene a ser como la cabeza u ojo de nuestra alma, o algo
así, si hay algo que podamos aplicar con más propiedad a la razón y a la inteligencia, v que
no tienen las bestias. Por lo cual te ruego que veas si puedes encontrar en la naturaleza del
hombre algo más excelente que la razón.

Ev: —No encuentro absolutamente nada mejor.

14.  Ag: —¿Qué dirías si pudiéramos encontrar un ser de cuya existencia y preeminencia


sobre nuestra razón no pudieras dudar? ¿Dudarías acaso de que este ser, fuere el que fuere,
era Dios?

Ev: —Si pudiera encontrar un ser superior a lo más excelente que hay en mi naturaleza, no
por eso diría inmediatamente que era Dios, porque no me parece bien llamar Dios a aquel
ser al cual es inferior mi razón, sino a aquél a quien nadie es superior.

Ag: —Así es justamente, y él es quien ha dado a tu razón el sentir tan piadosamente y con


tanta verdad del mismo. Pero dime: si no encontraras superior a nuestra naturaleza nada
que no fuera eterno e inmutable, ¿dudarías decir que era Dios? Los cuerpos sabes que son
mudables, y también es evidente que la vida que anima al cuerpo, debido a sus variados
afectos, está sujeta a mutaciones; y que la misma razón es mudable, lo demuestra
claramente el hecho de que unas veces se esfuerza, otras no, y llega a veces y a veces no
llega.

Si, pues, sin el auxilio de ningún órgano corporal, ni del tacto, ni del gusto, ni del olfato, ni
de los oídos, ni de los ojos, ni de ningún otro sentido inferior a ella, sino que por sí misma
intuye algún ser inmutable, es de necesidad que confiese que ella es inferior a éste y que él
es Dios.

Ev: —Y yo confesaré paladinamente que es Dios aquel ser, mayor al cual conste que no hay
nada.
Ag: —Está bien. Me bastará, por tanto, demostrar que existe tal ser, el cual confesarás que
es Dios, y, si hubiere algún otro más excelente, confesaré que este mismo es Dios. Por lo
cual, ya exista algo más excelente, ya no exista, verás de todos modos que, evidentemente,
Dios existe, cuando con la ayuda de este mismo Dios haya logrado demostrarte lo que te
prometí, o sea, que hay un ser superior a la razón.

Ev: —Demuéstrame, pues, lo que has prometido.

SENSACIÓN INDIVIDUAL Y MÚLTIPLE DEL MISMO OBJETO

VII 15.  Ag: —Lo haré; pero antes dime si mis sentidos corporales son los mismos que los
tuyos, o si, por el contrario, los míos no son sino míos, y los tuyos no son sino tuyos; porque
si así no fuese, no podría ver con mis ojos cosa alguna que no vieras tú también.

Ev: —Confieso en absoluto que. si bien son de la misma naturaleza, sin embargo, cada uno
tenemos nuestros sentidos propios, v.gr., el de la vista, el del oído o cualquiera de los
restantes. Un hombre, en efecto, puede no sólo ver, sino también oír lo que otro no ve ni
oye, y percibir por cualquiera otro mentido algo que no percibe otro hombre. Por donde es
evidente que tus sentidos no son sino tuyos y que los míos no son sino míos.

Ag: —¿Me responderías lo mismo respecto de aquel otro sentido interior, o me responderías


otra cosa diferente?

Ev: —Nada ciertamente diferente; porque, en efecto, mi sentido interior percibe mis


sensaciones, y el tuyo percibe las tuyas; y ésta es la razón de que muchas veces, al ver otro
alguna cosa, nos pregunta si nosotros la vemos también, porque nosotros somos los que
sentimos si vemos o no vemos y no el que nos pregunta.

Ag: —Y respecto a la razón, ¿no tiene cada uno la suya? Porque a veces puede suceder que
yo entienda algo que tú no entiendes, y que no sepas si le entiendo, y yo sí lo sepa.

Ev: —Es también evidente que cada uno de nosotros tenernos nuestra mente racional.

16.  Ag: —¿Podrías decir igualmente que cada uno tenemos propio el sol que vemos, o que
tenemos nuestrapropialuna, o estrellas, u otras cosas semejantes, a pesar de que cada cual
percibe estas cosas con sus propios sentidos?

Ev: —De ninguna manera diría yo esto.

Ag: —Podemos, por consiguiente, ver muchos a la vez una misma cosa, teniendo, no
obstante, cada uno nuestros sentidos propios, con los que percibimos aquel mismo objeto
que vemos todos a la vez, y de tal suerte que, aunque mi sentido sea uno y el tuyo sea otro
numéricamente distinto, pueda, sin embargo, suceder que lo que vemos no sea una cosa mía
y otra tuya, sin que sea una misma cosa presente a uno y otro, y que es vista por uno y otro
a la vez.

Ev: —Eso es clarísimo.

Ag: —¿Podemos de igual modo oír simultáneamente una misma voz, de suerte que, aun
siendo mi oído uno y el tuyo otro distinto, no sea, sin embargo, distinta para cada uno la voz
oída simultáneamente por ambos, ni sea una parte de ella oída por mí y otra oída por ti, sino
que, cualquiera que fuere el sonido emitido, sea uno mismo y en su totalidad el percibido por
todos?

Ev: —También esto es evidente.

17.  Ag: —Ahora bien, con relación a los otros sentidos del cuerpo, conviene prestar atención
a lo que digo: en orden a lo que estamos tratando no se comportan los sentidos restantes
absolutamente igual que el de la vista y el del oído, ni tampoco de un modo totalmente
diferente.

Porque, en efecto, tú y yo podemos llenar nuestros pulmones del mismo aire y sentir a la vez
su olor por el olfato; e igualmente podemos tomar ambos la misma miel o cualquier otro
alimento o bebida y sentir su sabor por el gusto. Y con todo, si bien el objeto es uno para
ambos, nuestros sentidos son distintos para cada uno, para ti el tuyo y para mí el mío. Y de
tal modo sucede esto, que, sintiendo ambos el mismo olor o el mismo sabor, ni tú lo sientes
con mi sentido, ni yo con el tuyo, ni con otro que pudiera ser común a los dos. Yo siento
única y exclusivamente por mi sentido, y tú por el tuyo, aunque los dos sintamos el mismo
olor y sabor.

De donde resulta que estos dos sentidos, el gusto y el olfato, tienen algo parecido con el de
la vista y el del oído; mas por lo que se refiere a esto mismo de que ahora tratamos, se
diferencian en que, si bien es verdad que ambos respiramos por la nariz el mismo aire y
tomamos paladeando el mismo alimento, sin embargo, yo no aspiro la misma porción de aire
que tú, ni tomo la misma parte de alimento que tú, sino que una es la que aspiro o tomo yo
y otra distinta la que aspiras y tomas tú; y, por tanto, cuando aspiro, de toda la masa de
aire aspiro sólo aquella cantidad que necesito, y tú lo mismo, de todo el aire aspiras sólo la
cantidad suficiente.

Y en cuanto al alimento, aunque los dos tomamos uno mismo en calidad y una cantidad
determinada, sin embargo, no podemos tomar cada uno totalmente un mismo todo, como
oímos ambos simultáneamente una misma voz en su totalidad, y como sucede también
respecto de cualquier imagen, que simultáneamente la ves tú tan grande como yo. Mas por
lo que a la comida o bebida se refiere, es de necesidad que la parte que tomo yo sea distinta
de la que tomas tú. ¿No entiendes bien esto?

Ev: —AI contrario, convengo en que es clarísimo y ciertísimo.

18.  Ag: —¿No te parece que el sentido del tacto puede compararse con los de la vista y el
oído en la materia de que tratamos, porque no sólo podemos sentir ambos un mismo cuerpo,
tocándolo, sino que tú puedes tocar también la misma parte que haya tocado yo, de manera
que uno y otro podamos sentir por el tacto no sólo el mismo cuerpo, sino también la misma
parte del cuerpo?

No sucede con el tacto lo que sucede con el sentido del gusto: cuando se nos presenta un
manjar, del que ambos hemos de comer, ni yo puedo tomarlo todo ni tú tampoco; en
cambio, la parte y el todo que yo toco, puedes también tocarla tú, y de tal modo, que no
tocamos una parte cada uno, sino todas uno y otro.

Ev: —Confieso que de este modo es muy semejante a los anteriores el sentido del tacto;
pero también veo que difieren en esto, a saber, en que a la vez, es decir, en el mismo
tiempo, podemos ver y oír los dos una misma cosa en toda su integridad; mas en cuanto al
tacto, podemos, sí, tocar ambos un mismo todo al mismo tiempo, pero en partes diferentes,
y la misma parte no, sino en tiempos distintos, porque a ninguna parte que tú tocas puedo
yo aplicar mi mano, si tú no hubieres retirado la tuya.

19.  Ag: —Has respondido con toda precisión. Pero de todas estas cosas que sentimos, unas
son las que sentimos ambos y otras las que sentimos cada uno en particular. Además, cada
uno percibimos nuestras propias sensaciones, y con tal exclusión que yo no percibo las tuyas
ni tú las mías. Fíjate, pues, como respecto de las cosas que percibimos por los sentidos del
cuerpo, o sea, de las cosas corporales, no podemos sentir ambos, sino cada uno en
particular, aquellas que hacemos nuestras, que podemos transformarlas y convertirlas en
nuestra propia sustancia.

Así sucede con la comida y la bebida, de las que ninguna parte que haya tomado yo podrás
tomar tú. Porque, si bien es verdad que las nodrizas dan a los niños los alimentos
masticados, sin embargo, aquella parte de la que se apodera el paladar, y que ha sido
enviada a su estómago, no podrá en modo alguno devolverla para que sirva de alimento al
niño.
Cuando tomamos algo que nos sabe bien, el paladar vindica para sí irrevocablemente una
parte, aunque sea pequeña, y esto sucede necesariamente así, según las exigencias
naturales del cuerpo; y si así no fuese, no quedaría sabor alguno en la boca en caso de haber
sido masticados y luego escupidos los alimentos.

Esto mismo puede decirse con razón de la parte del aire que aspiramos por la nariz, porque,
aunque parte del aire que yo expulso puedas aspirarlo tú también, no podrás aspirar aquella
parte que ha pasado a ser mi alimento, porque no puede ya emitirse. Los médicos enseñan,
en efecto, que también nos podemos alimentar respirando por la nariz; pero el alimento que
sólo yo recibo o tomo aspirando, no lo puedo emitir espirando, de modo que tú lo puedas
aspirar también por tu nariz.

En cuanto a las otras cosas demás que, a pesar de sentirlas, no las transformamos por esa
sensación en nuestra propia sustancia, podemos sentirlas ambos, ya sea simultáneamente,
ya en tiempos sucesivos, y de tal modo que tú sientas también o el todo o la parte que
siento yo; tales son, por ejemplo, la luz, el sonido o los cuerpos que tocamos, pero sin
alterarlos.

Ev: —Lo entiendo.

Ag: —Es evidente, por tanto, que aquellas cosas que no transformamos, y que, no obstante,
percibimos por los sentidos del cuerpo, no pertenecen a la naturaleza de nuestros sentidos, y
por lo mismo nos son más comunes, porque ni se transforman ni convierten en algo propio
privativo nuestro.

Ev: —Completamente de acuerdo.

Ag: —Como propio y como privativo debe entenderse, según esto, lo que pertenece a cada
uno de nosotros exclusivamente, lo que él sólo siente en sí y lo que pertenece propiamente a
su naturaleza; y por común y como público, lo que es sentido por todos los que sienten, sin
que experimente corrupción ni mutación alguna.

Ev: —Así es.

LOS NÚMEROS Y SUS LEYES INMUTABLES, SUPERIORES A LA INTELIGENCIA

20.  Ag: —Ea, atiende ahora y dime si existe alguna cosa que todos los que discurren ven
por igual con su propia razón y su mente, y que, siendo visible a todos, no la asimila nadie
de los que la ven —como se asimilan la comida y la bebida—, sino que permanece íntegra,
véala aquellos o no la vean. ¿Piensas acaso que no existe nada con estas propiedades?

Ev: —Al contrario, veo que hay muchas cosas de esta naturaleza, de las cuales basta
mencionar una: la razón y verdad de los números. Está a disposición de todo ser racional
que cada calculador puede intentar aprehenderla con su razón e inteligencia, y unos pueden
comprenderla fácilmente, otros con más dificultad y otros, finalmente, no pueden de ninguna
manera. Ella, sin embargo, está igualmente a disposición de todos los que son capaces de
comprenderla; y cuando alguien la percibe, no por esto la transforma, ni convierte como en
su propio alimento; ni tampoco se desvirtúa cuando alguien se engaña respecto de ella, sino
que, permaneciendo ella en toda su verdad e integridad, el hombre es el único que cae en
error, tanto más grande cuanto menos la alcanza a ver.

21.  Ag: —Muy bien; y veo además que, como hombre que no desconoce estas materias, se
te ha ocurrido pronto la respuesta. Sin embargo, si alguien te dijera que estos números han
sido impresos en nuestra alma, no en virtud de su naturaleza específica, sino como efectos
propios de las cosas percibidas por los sentidos externos, y que son, por tanto, como ciertas
imágenes de las cosas sensibles, ¿qué responderías? ¿O también tú piensas que es así?

Ev: —De ningún modo; yo no pienso así. Porque, aun concediendo que se perciban los
números por los sentidos, no se sigue que haya podido percibir también por los sentidos la
razón de la división y adición de dichos números. Por la luz de la mente es por la que no
admitimos la cuenta del que, sea quien fuere, nos presenta como resultado de una operación
de sumar o restar, una suma falsa o equivocada.

Y de todo cuanto percibo por los sentidos corporales, como es el cielo, la tierra v
cualesquiera otros cuerpos que en ellos percibo, no sé cuánto han de durar.

Pero sé con certeza que siete y tres son diez, y no sólo ahora, sino siempre, y sé que nunca
siete y tres han dejado de ser diez, y que jamás dejarán de serlo. Esta verdad incorruptible
de los números es la que dije que era común a mí y a cualquier ser racional.

22.Ag:  —No tengo nada que oponer a tus respuestas tan verdaderas y tan ciertas. Pero
también verás fácilmente que los mismos números no son percibidos por los sentidos, si
reflexionas en que cada número se llama así en virtud de las veces que contiene a la unidad;
por ejemplo, si contiene dos veces la unidad, se llama dos; si tres, tres, y si la contuviere
diez veces, se llama diez; y cualquier número sin excepción recibe el nombre por las veces
que contiene a la unidad, y así se llama tantos o cuantos.

Más todavía: todo el que tiene noción verdadera de la unidad, ve que no puede ser percibida
por los sentidos del cuerpo. En efecto, lo que perciben nuestros sentidos, sea lo que sea, no
está constituido por la unidad, sino por la pluralidad; porque siendo por necesidad un cuerpo,
consta, por lo mismo, de partes innumerables. Y aun dejando a un lado las partes más
pequeñas y menos articuladas de cualquier cuerpo, por mínimo que se le suponga, tiene, sin
duda, una parte derecha y otra izquierda, una superior y otra inferior, o una anterior y otra
posterior, o una extrema y otra media.

No podemos menos de confesar que todo esto se halla en todo cuerpo, por minúsculo que
sea; no podemos conceder, por tanto, que haya cuerpo alguno que sea una unidad
verdadera, y, sin embargo, no podríamos enumerar en él tanta infinidad de partes distintas
sino mediante el concepto de unidad. Al buscar la unidad en el cuerpo y estar seguro de no
encontrarla, sé ciertamente qué es lo que busco allí, y qué es lo que allí no encuentro ni
puedo encontrar, o mejor dicho, que en modo alguno existe allí.

¿Cómo sé yo que el cuerpo no es la unidad?, si no supiera qué es la unidad, no podría


distinguir muchas y diversas partes en un mismo cuerpo. Mas dondequiera que vea la
unidad, ciertamente no la veré por los sentidos corporales, ya que por ellos no conozco sino
los cuerpos, y de la verdadera y pura unidad, convencidos estamos de que no es cuerpo.
Además, si la unidad no la percibimos por los sentidos del cuerpo, tampoco percibimos por
ellos número alguno, de los que intuimos por la inteligencia.

No hay ninguno de ellos hay que no tome su nombre del número de veces que contiene a la
unidad, cuya intuición no tiene lugar por los sentidos del cuerpo. La mitad de cualquier
cuerpo, por minúsculo que sea, es un todo que consta de dos cuantos o partes extensas,
pues ella misma tiene su media parte. Y de tal modo están estas dos partes en el cuerpo,
que ni ellas mismas son dos unidades simples o indivisibles; mientras que el número dos,
por contener dos veces la unidad simple, su mitad, o sea lo que es la unidad simple e
indivisible, no puede constar a su vez de dos mitades, terceras o cuartas partes, porque es
simple y verdaderamente uno.

23. Además, siguiendo el orden de los números, vemos que después del uno viene el dos, el
cual comparado con el uno es doble, y que el duplo de dos no sigue inmediatamente al dos,
sino que entre éste y el cuatro, que es el duplo de dos, se interpone el tres.

Y esta relación, en virtud de una ley segura e inmutable, es constante a través de todos los
otros números, de forma que después de la unidad, o sea, después del primero de todos los
números, es el primero, exceptuada la unidad, el duplo de ésta, es decir, el que contiene dos
veces a la unidad, y por eso al uno sigue el dos.

Y después del segundo, es decir, después del dos, prescindiendo de él, le sigue el que
contiene a su duplo; porque, en efecto, después del dos, el primero es el tres y el segundo el
cuatro, duplo del segundo. Después del tercero, esto es, del ternario, excluido él, el tercero
es el duplo; porque después del tercero, o sea después del tres, el primero es el cuatro, el
segundo el cinco y el tercero el seis, que es duplo del tercero.

Y del mismo modo, después del cuatro, sin contarlo a él, viene en cuarto lugar el duplo de
cuatro; ya que, después del cuarto, o sea del cuatro, el primero es el cinco, el segundo el
seis, el tercero el siete y el cuarto el ocho, que es el duplo del cuarto.

Y siguiendo así hasta el final, encontrarás en todos los números lo que has comprobado en la
suma de los primeros, en el uno y en el dos; comprobarás que un número cualquiera consta
de tantas unidades, a contar desde la primera inclusive, cuantas son las que median entre él
y su duplo.

Ahora bien, ¿por medio de qué facultad íntima percibimos la inmovilidad, firmeza e
inalterabilidad de esta ley, que vemos cumplida en toda la serie de los números? Ningún
hombre puede abarcar con los sentidos del cuerpo todos los números, pues son incontables.
¿Cómo llegamos a conocer que esto se realiza en todos ellos, o por medio de qué
imaginación o imagen vemos esta verdad tan cierta de los números, con tal seguridad a
través de la serie indefinida de los mismos, sino con la luz interior, que desconocen los
sentidos corporales?

24. Estas y otras muchas pruebas de este género obligan a confesar a todos aquellos a
quienes Dios ha dotado de capacidad para la discusión, y sobre quienes la obstinación no ha
proyectado aún sus tinieblas, que las relaciones y verdades de los números no son objeto de
los sentidos del cuerpo, que son inmutables y purísimas, y que su visión es común y se
ofrece por igual a todos los que son capaces de raciocinio.

Podrían habérsete ocurrido otras muchas razones del dominio público, y al alcance de todo el
que es capaz de discurso; se ven sin dificultad, y singularmente por la mente y razón de
cualquiera que las considera; finalmente, permanecen inviolables e inconmutables. Sin
embargo, veo muy natural que se te haya ocurrido, antes que otra, esta relación, esta
verdad de los números, al querer responder a lo que te preguntaba.

Por algo en los libros santos el número está íntimamente relacionado con la sabiduría. En
ellos se dice: Me puse a buscar de todo corazón la ciencia, la meditación y la investigación
de la sabiduría y el número5.

LA SABIDURÍA. SU RELACIÓN CON LA FELICIDAD

IX 25. No obstante, dime, por favor qué te parece debemos pensar de la misma sabiduría.
¿Crees tú que cada uno de los hombres sabios tiene su sabiduría propia, distinta de la
sabiduría de los demás? ¿O que hay una sola, asequible a todos en común, y que cada uno
es tanto más sabio cuanto más participa de ella?

Ev: —No sé de qué sabiduría hablas, porque veo la diversa opinión de los hombres al señalar
en qué consiste el obrar o hablar sabiamente: pues a los que siguen la carrera militar les
parece que obran sabiamente; los que la menosprecian y ponen todo su empeño en trabajar
y cultivar los campos, alaban con preferencia esta ocupación, inscribiéndola en el marco de
la sabiduría; los que son hábiles en discurrir medios de ganar dinero, se consideran sabios
por esto; los que desprecian y dan de mano a todo esto y a todas las cosas temporales, y se
dan de lleno a la investigación de la verdad para conocerse a sí mismos y conocer a Dios,
estiman que ésta es la ocupación más importante de la sabiduría.

Los que no quieren darse a la búsqueda y contemplación de la verdad, sino a los cuidados y
deberes más penosos, con el fin de ser útiles a la humanidad, y se ocupan de la dirección y
gobierno justo de los quehaceres humanos, se tienen a sí mismos por sabios; y a los que
hacen una y otra cosa, y parte de la vida la dedican a la contemplación de la verdad, parte a
los trabajos de servicio que creen se deben a la sociedad, les parece que ellos son los que
llevan la palma de la sabiduría.
Omito innumerables sectas que anteponen sus secuaces a los demás y pretenden ser ellos
solos los sabios. Por lo cual, tratándose ahora, entre nosotros, no de dar cuenta de lo que
creemos, sino de lo que vemos claramente por nuestra inteligencia, no puedo en modo
alguno responder a lo que has preguntado antes de contemplar y ver también por la razón lo
que sé por la fe, o sea, en qué consiste la misma sabiduría.

26.  Ag: —¿Acaso piensas que la sabiduría es otra cosa que la verdad, en la que se
contempla y posee el sumo bien? Todos estos hombres que has citado y que persiguen
objetos tan diversos, todos desean el bien y huyen del mal, y si se afanan por cosas tan
diversas, es porque cada uno tiene un concepto distinto del bien. Y así, el que desea lo que
no debiera desear, se equivoca, aunque realmente no lo desearía si no le pareciera bueno.
Únicamente no puede equivocarse el que nada desea o el que desea lo que debe desear.

Por consiguiente, ningún hombre yerra en cuanto desea la vida feliz. El error de cada uno
consiste en que, confesando y proclamando que no desea otra cosa que llegar a la felicidad,
no sigue, sin embargo, el camino de la vida que a ella conduce. El error está, pues, en que,
siguiendo un camino, seguimos aquel que no conduce a donde deseamos llegar.

Y cuanto más uno yerra el camino de la vida, tanto menos sabe; porque tanto está más
distante de la verdad, en cuya contemplación y posesión consiste el sumo bien. Y es feliz el
hombre que ha llegado a conocer y a poseer el sumo bien, lo cual deseamos todos sin
género alguno de duda. Por tanto, como consta que todos queremos ser bienaventurados,
igualmente consta que todos queremos ser sabios, porque nadie que no sea sabio es feliz, ya
que nadie es feliz sin la posesión del bien sumo, que consiste en el conocimiento y posesión
de aquella verdad que llamamos sabiduría.

Pero ya antes de ser felices tenemos impresa en nuestra mente la noción de felicidad, puesto
que en su virtud sabemos y decimos con toda confianza, y sin duda alguna, que queremos
ser dichosos. Y también, antes de ser sabios, tenemos en nuestra mente la noción de la
sabiduría, en virtud de la cual cada uno de nosotros, si se le pregunta si quiere ser sabio,
responde sin sombra de duda que sí, que lo quiere.

27. Ahora bien, estamos ya de acuerdo sobre la naturaleza de la sabiduría, que tal vez no
podías explicar con palabras porque si tu espíritu no la comprendiera de algún modo, de
ninguna forma sabrías que quieres ser sabio y que debes querer serlo. Y esto no lo vas a
negar. Pues bien, deseo me digas si juzgas que la sabiduría, igual que las razones y verdad
de los números, se ofrece como una cosa común a todos los que gozan del uso de la razón,
o, por el contrario, así como hay tantas inteligencias humanas como hombres, y yo no veo
nada de la tuya ni tú de la mía, así también piensas que hay tantas sabidurías como sabios
puede haber.

Ev: —Si el bien sumo es único para todos, es preciso que lo sea también la verdad, en la que
éste se aprehende y se posee; es decir, que la sabiduría sea una y común a todos.

Ag: —¿Dudas acaso de que el sumo bien, sea cual fuere, es uno para todos?

Ev: —Sí lo dudo: veo que unos hombres se complacen en unas cosas y otros en otras, como
en bienes supremos.

Ag: —Yo bien quisiera que nadie dudara del sumo bien, como nadie duda de que, consista en
lo que consista, el hombre no puede llegar a ser dichoso sino después de haberlo
conseguido. Mas porque ésta es una cuestión importante y exigirá quizá un largo
razonamiento, supongamos que hay tantos bienes supremos cuantas son las distintas cosas
que los diversos hombres apetecen como bienes supremos. ¿Síguese acaso que la sabiduría
no sea única, común a todos por el hecho también de que son muchas y diversas las cosas
que en ella vemos?

Si dudas esto, puedes dudar igualmente de que la luz del sol sea una por el hecho de que
también son muchas y diversas las cosas que por ella vemos. Y es claro que de esta multitud
de cosas cada cual elige a voluntad aquellas de las que desea gozar por el sentido de la
vista: uno goza viendo y contemplando la altura de algún monte; otro, la llanura del campo;
éste, la profundidad de los valles; ése, el verdor de los bosques; aquél, los movimientos
uniformes de las aguas del mar, y, en fin, el de más allá goza viendo y contemplando, en
cuanto puede, todas estas cosas juntas o algunas de ellas.

Pues bien, son muchas y diversas las cosas que los hombres ven a la luz del sol, y las eligen
para recrearse, y. sin embargo, es única la luz del sol, en la cual cada uno de los que miran
ve y abarca con su mirada el objeto en el que se recrea su vista. Del mismo modo que son
muchos y diversos los bienes, entre los cuales cada uno elige el que le place, y en verlo y
poseerlo para gozarlo hace consistir para él real y verdaderamente el bien sumo, puede, no
obstante, suceder que la misma luz de la sabiduría, mediante la cual estas cosas se pueden
ver y poseer, sea única y común a todos los sabios

Ev: —Confieso que puede ser así y que nada hay que impida que una misma sabiduría sea
común a todos, aunque sean muchos y diversos los bienes supremos, pero desearía saber si
es así; porque el conceder que esto pueda ser así, no es conceder ya que lo sea.

Ag: — Por ahora sabemos en qué consiste la sabiduría, pero no sabemos si es una sola y
común a todos o tiene cada sabio su sabiduría, como cada uno tiene su alma y su
inteligencia.

Ev: —Así es.

LA LUZ DE LA SABIDURÍA, COMÚN A TODO SABIO

X 28. Ag:  —Ahora bien, ¿dónde vemos las verdades que ya sabemos, o sea, que existe la
sabiduría, que hay sabios y que todos los hombres desean ser felices? Porque yo no me
atrevería a dudar que tú las ves y que son verdaderas. ¿Ves que son verdaderas, como ves
tu pensamiento —que yo ignoro en absoluto mientras tú no me lo comuniques—, o las ves
de tal manera que entiendas que también yo puedo verlas, aunque tú no me las digas?

Ev: —Ciertamente que las veo. Y no dudo que pueden ser también vistas por ti, incluso
contra mi voluntad.

Ag: —Por consiguiente, la verdad, que vemos ambos como una sola, y cada uno con nuestra
propia inteligencia, ¿acaso no es común a los dos?

Ev: —Evidentísimo.

Ag: —Igualmente no negarás que debemos dedicarnos a la sabiduría, y me concederás que


esto es también una verdad.

Ev: —No tengo sobre ello duda alguna.

Ag: —¿Podemos, además, negar que esta verdad es única y común, a la vista de todos los
que la conocen, no obstante que cada cual la ve, no con mi mente, ni con la tuya, ni con la
de ningún otro, sino con la suya propia, puesto que el objeto que se ve está igualmente a la
vista de todos los que la miran?

Ev: —De ningún modo.

Ag: —¿No confesarás tú también, como una de las más grandes verdades, que se debe
considerar como muy justo el que las cosas inferiores han de estar sometidas a las
superiores, que las iguales deben estar a la misma altura de sus iguales, y que a cada uno se
le debe dar lo suyo, y que esta verdad es común tanto a mí como a ti, como a todos los que
la ven?

Ev: —Estoy conforme.
Ag: —¿Podrías negar que lo incorrupto es mejor que lo corrupto, lo eterno mejor que lo
temporal y lo inviolable mejor que lo violable?

Ev: —¿Quién podrá negarlo?

Ag: —¿Puede, por consiguiente, decir alguien que esta verdad es suya propia, si
inconmutablemente se ofrece a la contemplación de todos los que la pueden contemplar?

Ev: —Nadie diría con razón que ésta es una verdad suya propia, siendo así que tan una y
común es a todos, cuanto es verdad.

Ag: —Además, ¿quién negará que se debe apartar al alma de la corrupción e inclinarla hacia
la incorrupción, esto es, que no debe amar la corrupción, sino la incorrupción? O ¿quién
habrá que, confesando la existencia de la verdad, no entienda también que es inconmutable,
y no vea que se halla en general a disposición de todos los que son capaces de intuirla?

Ev: —Es mucha verdad.

Ag: —Y respecto de aquel género de vida que, a pesar de todas las adversidades, no se
aparta del camino de la verdad y de la honradez, ¿dudará alguien que es mejor que aquella
otra que fácilmente quiebra y cambia frente a las incomodidades temporales?

Ev: —¿Quién lo dudará?

29.  Ag: —Ya no te preguntaré más sobre esto, pues basta que hayas visto y admitido
conmigo como ciertísimo que estas verdades son a manera de normas y luminares de las
virtudes, y que son verdaderas e inconmutables, y que todas y cada una se hallan puestas
para ser contempladas en común indistintamente por todos los que son capaces de
contemplarlas, cada uno con su propia razón o inteligencia. Pero sí que te voy a preguntar si
te parece a ti que estas verdades pertenecen a la sabiduría. Creo, que admites ser sabio
quien ha alcanzado la sabiduría.

Ev: —Así me lo parece, en efecto.

Ag: —Y ¿qué dices del que vive justamente? ¿Podría vivir con justicia si no viera cuáles son
las cosas inferiores, que debe subordinar a las superiores, y cuáles las iguales, que debe unir
entre sí, y cuáles las que debe dar a cada uno como propias?

Ev: —No podría.

Ag: —¿Negarás que quien así ve las cosas, las ve sabiamente?

Ev: —No lo niego.

Ag: —Y ¿qué decir del que vive prudentemente? ¿No elige las cosas incorruptibles y ve que
deben ser antepuestas a las corruptibles?

Ev: —Clarísimo.

Ag: —Cuando, pues, elige las cosas a las que debe dirigir su ánimo, y que nadie duda que se
deben elegir, ¿acaso puedes negar que elige sabiamente?

Ev: —De ningún modo negaré yo eso.

Ag: —Por consiguiente, cuando orienta su ánimo hacia lo que sabiamente ha elegido, es


indudable que lo orienta sabiamente.

Ev: —Indudable.
Ag: —Y el que ni por amenazas ni por tormentos se aparta de lo que sabiamente ha elegido
y hacia lo cual sabiamente se ha dirigido, sin duda que obra sabiamente.

Ev: —Sin duda alguna.

Ag: —Es evidente, por tanto, que todas aquellas que hemos llamado normas y luminares
pertenecen a la sabiduría, puesto que es cierto que cuanto más alguien acomoda su vida a
ellas y según ellas vive, tanto más sabiamente vive y obra; y todo lo que hace sabiamente
no puede decirse con razón que es ajeno de la sabiduría.

Ev: —Así es exactamente.

Ag: —Por consiguiente, cuanto son verdaderas e inconmutables las leyes de los números,
cuya razón y verdad dijiste que se hallaba presente inconmutablemente, y que eran comunes
a todos los que las ven, tanto son verdaderas e inconmutables las normas de la sabiduría. De
algunas has dicho, cuando te pregunté acerca de ellas en particular, que eran verdaderas y
evidentes, y concedes también que, en orden a la contemplación, son comunes a todos los
que son capaces de intuirlas.

RELACIÓN ENTRE LA SABIDURÍA Y NÚMERO

XI 30. Ev:  —No puedo dudarlo; pero sí quisiera saber si ambas cosas, la sabiduría y el
número, pertenecen a un mismo género, puesto que, según dijiste antes, la misma Sagrada
Escritura las pone en el mismo plano al referirse a ellas, o si la una procede de la otra o
existe en la otra, por ejemplo, si el número procede de la sabiduría o existe en la sabiduría.

Yo no me atrevería a decir que la sabiduría procede del número o que subsiste en el número.
No sabré explicar el hecho, pero es el caso que he conocido muchos calculadores o
contadores, o como se los quiera llamar, que calculaban perfecta y maravillosamente, y no
he encontrado, sin embargo, sino pocos o ningún sabio. Por eso la sabiduría me ha parecido
siempre más digna de veneración que el número.

Ag: —Citas un hecho que también a mí suele llamarme la atención. En efecto, cuando me


concentro en mí mismo y considero la inconmutable verdad de los números y, por decirlo así,
el santuario, la morada o región sublime de esta verdad —quizá más adecuadamente pueda
denominarse aquel lugar—, entonces me siento transportado muy lejos del mundo corpóreo;
y cuando veo por casualidad algunas ideas y no encuentro, sin embargo, palabras para
explicarlas con exactitud, retorno como cansado a estas nuestras esferas para poder hablar,
y hablo como acostumbramos a hacerlo, de las cosas que están al alcance de los sentidos.

Esto mismo me sucede también cuando pienso en la sabiduría con la mayor atención e
intensidad que me es posible. Y me llama poderosamente la atención que hallándose estas
dos cosas la sabiduría y el número, en el santuario de la más recóndita y ciertísima verdad —
según el mismo testimonio de las Sagradas Escrituras, que las parangona, como he dicho al
citarlas—, me extraña mucho, digo, que el número sea tenido en poco por la inmensa
mayoría de los hombres y, sin embargo, tengan en gran estima la sabiduría.

Pero es indudable que son una sola y misma cosa; porque, no obstante, al decirse en los
sagrados libros de la sabiduría que alcanza de uno al otro confín con fortaleza y que dispone
todas las cosas con suavidad6,bien pudiera atribuirse al número aquel poder que alcanza del
uno al otro confín con fortaleza, siendo propio de la sabiduría la otra parte, dispone todas las
cosas con suavidad, ya que en realidad una y otra cosa son propias de una sola y misma
sabiduría.

31. Asignó sus números a todas las cosas, incluso las más ínfimas, colocadas en el extremo
de la escala de la existencia. Por eso todos los cuerpos, hasta los que ocupan el más ínfimo
grado en el ser, tienen sus números. Pero el saber no lo dio a los cuerpos ni a todas las
almas, sino sólo a las racionales, como si en ellas hubiera colocado su trono, desde el cual
dispone todas las cosas, aun aquellas más ínfimas, a las que dio sus números. Y así, porque
fácilmente juzgamos de los cuerpos como de cosas que están ordenadas en una categoría
inferior a la nuestra, y porque vemos igualmente en este grado de inferioridad respecto de
nosotros los números a que ellos están sujetos, por eso los consideramos de menos valor
que la sabiduría.

Pero cuando comenzamos a mirar a las alturas nos encontramos con que también ellos, los
números, sobrepasan nuestro espíritu, y permanecen inmutables en la misma verdad. Y
como el saber es propio de pocos y, en cambio, el contar está al alcance de los necios, por
eso admiran los hombres la sabiduría y tienen en poco los números. Pero los doctos y
estudiosos, cuanto más se elevan sobre las impurezas de la tierra, tanto mejor contemplan
el número y la sabiduría en el seno de la misma verdad y tanto más aprecian uno y otra, y
en su comparación no sólo no tienen para ellos valor el oro, la plata ni ninguna de las cosas
que los hombres se disputan, sino que les parecen viles.

32. No te extrañes de que los hombres desprecien los números y aprecien la sabiduría, por
el hecho de que les es más fácil contar que ser sabios. Ya ves que aprecian más el oro que la
luz de una lámpara, comparado con la cual el oro no vale nada, es despreciable. Pero se
aprecia más una cosa tan inferior porque la lámpara la tiene y enciende el más pobre; en
cambio, el oro lo tienen pocos. Con todo, lejos de mí el considerar a la sabiduría inferior al
número, ya que son una misma cosa. Pero... ¡que busque ojos que la puedan ver!

En un mismo fuego son consustanciales, por decirlo así, la luz y el calor; no pueden
separarse. Y, sin embargo, el calor llega sólo a aquellas cosas que se le acercan, mientras
que la luz se difunde a más distancia, en todas direcciones. De igual modo por el poder de la
inteligencia, inherente a la sabiduría, las cosas más próximas a ella, como son las almas
racionales, quedan ardientes del calor de la sabiduría, mientras que a las cosas que se hallan
a más distancia, como son los cuerpos, no llega el calor de la sabiduría, y, no obstante, las
inunda la luz de los números.

Quizá te parezca oscura esta comparación, porque no hay imagen alguna de cosa visible que
pueda adaptarse perfectamente a las invisibles. Pero fíjate en esta conclusión, que es ahora
lo suficiente para el tema que nos hemos propuesto, y que es evidente aun a las
inteligencias más humildes, como las nuestras: a pesar de no poder ver claramente si el
número está contenido en la sabiduría o procede de ella o, por el contrario, si ella misma
procede del número, está incluida en él, o si, en fin, uno y otro nombre se da a una sola
realidad, una cosa es evidente, a saber: que la sabiduría y el número son verdaderos, e
inconmutablemente verdaderos.

LA VERDAD UNA E INMUTABLE, ESTÁ POR ENCIMA DE NUESTRA MENTE

XII 33. En consecuencia, no podrás negar que existe la verdad inconmovible, que contiene
en sí todas las cosas que son inconmutablemente verdaderas, y de ella no podrás decir que
es propia y exclusivamente tuya, o mía, o de cualquier otro hombre, sino que por modos
maravillosos, a manera de luz secretísima y pública a la vez, se halla pronta y se ofrece en
común a todos los que son capaces de ver las verdades inconmutables.

Ahora bien, lo que pertenece en común a todos los racionales e inteligentes, ¿quién dirá que
pertenece, como cosa propia, a la naturaleza de ninguno de ellos? Recordarás, según creo, lo
que poco ha dijimos de los sentidos del cuerpo, es decir, que aquellas cosas que percibimos
en común por el sentido de la vista o del oído, como son los colores y los sonidos, que tú y
yo vemos u oímos simultáneamente, no pertenecían a la naturaleza de nuestros ojos o de
nuestros oídos, sino que, en orden a la percepción, eran comunes a todos.

Tampoco dirás que pertenecen a la naturaleza de la mente de nadie aquellas cosas que tú y
yo vemos también en común, cada uno con nuestra propia inteligencia, poique un objeto que
ven a la vez los ojos de dos individuos no puede decirse que sea o se identifique con los ojos
ni del uno ni del otro, sino que es una tercera cosa, en la cual convergen las miradas de uno
y otro.

Ev: —Es clarísimo y muy verdadero.


34.  Ag: —Ahora bien, esta verdad, de la que tan largo v tendido venimos hablando, y en la
cual, siendo una, vemos tantas cosas, ¿piensas que es más excelente que nuestra mente, o
igual, o inferior?

Si fuera inferior, no juzgaríamos según ella, sino que juzgaríamos de ella, como juzgamos de
los cuerpos, que son inferiores a la razón; y decimos con frecuencia no sólo que son o no son
así, sino que debían o no debían ser así. Dígase lo mismo respecto de nuestra alma, pues no
sólo conocemos que es así nuestra alma, sino que muchas veces decimos también que debía
ser así.

Como en los cuerpos juzgamos lo mismo cuando decimos: Es menos blanco de lo que debía,
o menos cuadrado, y muchas otras cosas semejantes. Del alma decimos que tiene menos
aptitud de la que debiera tener o que es menos suave o menos vehemente, de acuerdo con
lo que piden nuestras costumbres. Y juzgamos de estas realidades según aquellas normas
interiores de verdad que nos son comunes, sin que de ellas emitamos jamás juicio alguno.
Así, cuando alguien dice que las cosas eternas son superiores a las temporales o que siete y
tres son diez, nadie dice que así debió ser, sino que, limitándose a conocer que así es, no se
mete a corregir como censor, sino que se alegra únicamente como descubridor.

Pero si esta verdad fuera igual a nuestras inteligencias, sería también mudable, como ellas.
Nuestros entendimientos a veces la ven más, a veces menos, y en eso dan a entender que
son mudables; pero ella, permaneciendo siempre la misma en sí, ni aumenta cuando es
mejor vista por nosotros ni disminuye cuando lo es menos, sino que, siendo íntegra e
inalterable, alegra con su luz a los que se vuelven hacia ella y castiga con la ceguera a los
que de ella se apartan.

¿Qué significa el que juzguemos de nuestros mismos entendimientos según ella, y a ella no
la podemos en modo alguno juzgar? Decimos, en efecto: Entiende menos de lo que debe o
entiende tanto cuanto debe entender. Y es indudable que la mente humana tanto más debe
entender cuanto más pudiese acercarse y adherirse a la verdad inconmutable.

EXHORTACIÓN A ABRAZAR LA VERDAD, ÚNICA FUENTE DE FELICIDAD

XIII 35. Te prometí demostrarte, si te acuerdas, que había algo que era mucho más
sublime que nuestro espíritu y que nuestra razón. Aquí lo tienes: es la misma verdad.
Abrázala si puedes; goza de ella. Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu
corazón7.  Porque ¿qué más pides tú que ser feliz? ¿Y quién más feliz que el que goza de la
firme, inconmutable y excelentísima verdad?

Proclaman los hombres que son felices cuando tienen entre sus brazos los hermosos
cuerpos, ardientemente deseados, ya de las cónyuges, ya de las meretrices, ¿y dudamos de
la felicidad nosotros, estando en los brazos de la verdad? Se tienen los hombres por felices
cuando, secas las fauces por el ardor de la sed, encuentran una fuente abundante y limpia, o
cuando, hambrientos, encuentran una comida o cena bien condimentada y abundante; ¿y
negaremos nosotros que somos felices cuando la verdad santa sacia nuestra sed y nuestra
hambre?

Con frecuencia oímos decir a muchos que son dichosos porque se acuestan entre rosas y
flores; también cuando recrean su olfato con perfumes los más aromáticos; pero ¿qué cosa
hay más aromática y más agradable que la inspiración de la verdad? ¿Y dudamos en
proclamar que somos felices cuando ella nos inspira?

Muchos hacen consistir la felicidad de la vida en el canto de la voz humana y en el sonido de


la lira y de la flauta, y cuando estas cosas les faltan se consideran miserables, y cuando las
tienen saltan de alegría; y nosotros, sintiendo en nuestras almas suavemente, sin el menor
ruido, el sublime, armonioso y elocuente silencio de la verdad, si así puede decirse,
¿buscaremos otra vida más dichosa y no gozaremos de la tan cierta y presente a nuestras
almas?

Encuentran los hombres sus delicias en contemplar el brillo del oro y de la plata, el de las
piedras preciosas y de los demás colores; en la contemplación del esplendor y encanto de la
misma luz que ilumina estos nuestros ojos carnales, proceda ella del fuego de la tierra, de
las estrellas, de la luna, o del sol; no hay urgencia ni incomodidad de ningún género que los
aparte de este placer; se consideran felices, y por gozar de ellos quisieran vivir siempre. ¿Y
estamos recelosos nosotros de hacer consistir la vida feliz en la contemplación de la verdad y
su esplendor?

36. Muy al contrario. En la verdad se conoce y se posee el bien sumo. La verdad es la


sabiduría. Fijemos, por tanto, en ella nuestra mente y conservemos así el bien sumo y
gocemos de él, pues es feliz el que goza del sumo bien. Esta es la verdad que ofrece todos
los bienes que son verdaderos, y de los que los hombres inteligentes, según la capacidad de
su penetración, eligen para su dicha uno o varios.

Entre los hombres hay quienes a la luz del sol eligen los objetos. Los contemplan con agrado,
y en contemplarlos ponen todos sus encantos. Y puede haber otros que, teniendo una vista
más vigorosa, más sana y potente, a nada miran con más placer que al sol, que ilumina
también las demás cosas, en cuya contemplación se recrean los ojos más débiles. De la
misma manera, cuando una poderosa y vigorosa inteligencia contempla con certeza la
multitud de cosas inalterablemente verdaderas, se dirige hacia la verdad misma, que todo lo
ilumina, y, adhiriéndose a ella, parece como que se olvida de todas las demás cosas, y,
gozando de ella, goza a la vez de todas las demás, porque cuanto hay de agradable en todas
las cosas verdaderas, lo es precisamente en virtud de la misma verdad.

LA VERDAD ORIGINA LA LIBERTAD Y SE POSEE CON SEGURIDAD

37. En esto consiste también nuestra libertad, en someternos a esta verdad suprema; y es
nuestro mismo Dios, quien nos libra de la muerte, es decir, del estado de pecado. La misma
verdad hecha hombre y hablando con los hombres, dijo a los que creían en ella:  Si sois fieles
en guardar mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad, y la
verdad os hará libres8.  De ninguna cosa goza el alma con libertad sino de la que goza con
seguridad.

XIV Ahora bien, nadie posee con seguridad los bienes que puede perder contra su voluntad.
Pero la verdad y la sabiduría nadie las puede perder contra su voluntad; porque nadie puede
ser separado de ella por la distancia de lugar, y así, cuando hablamos de separación de la
verdad y de la sabiduría, entendemos por esto la perversión de la voluntad, que ama las
cosas inferiores. Por lo demás, nadie quiere una cosa a la fuerza.

Tenemos, pues, en la verdad un tesoro, del que todos gozamos igualmente y en común; no
hay en ella sobresalto, no hay defecto alguno. No admite la verdad amadores envidiosos
entre sí; a todos se da igualmente y por completo, y a todos y a cada uno en suma castidad.
Nadie dice al otro: Retírate para acercarme yo también. No, todos están estrechamente
unidos a ella, todos la poseen toda a la vez. Sus manjares no se dividen en partes; nada de
ella bebes tú que no pueda beber yo. Nada de lo que de ella participas conviertes en algo
exclusivamente tuyo, sino que todo lo que de ella tomas queda íntegro también para mí. Lo
que a ti te inspira, no espero que vuelva de ti para inspirármelo a mí; porque nada de la
verdad se convierte nunca en cosa propia de uno o de varios, sino que simultáneamente es
toda común a todos.

38. Los objetos del tacto, del gusto y del olfato son, por consiguiente, menos semejantes a
la verdad que los del oído y los de la vista; porque todo lo que oímos es oído en toda su
integridad al mismo tiempo por todos y cada uno de los que oyen, y toda imagen al alcance
de la vista es percibida en toda su integridad igualmente por unos que por otros.

Estas semejanzas son, sin embargo, muy imperfectas. La voz, cualquiera que sea, no suena
toda a la vez, pues se emite y propaga por intervalos de tiempo y espacio; suena una parte
antes y otra después; ni la imagen visible está en todo el ojo, sino repartida por cada una de
sus partes. Y, además, todas estas cosas nos son arrebatadas contra nuestra voluntad, y una
serie de no sé qué dificultades nos impiden poder gozar de ellas.

Porque si, efectivamente, pudiera darse un cantor de melodioso canto sin fin, y los
enamorados del canto acudieran a porfía a oírle, es indudable que cuantos más acudieran,
más estrechos estarían; llegarían a disputarse el sitio, pretendiendo cada uno estar más
cerca del cantor; además, no podrían retener consigo nada de lo que fueran oyendo, antes al
contrario, no percibirían sino voces que se suceden fugitivas.

Si quisiéramos contemplar el sol de hito en hito y lo pudiéramos hacer sin interrupción, al fin
desaparecería de nuestra vista en su ocaso y se nos ocultaría tras una nube, y otros muchos
obstáculos nos privarían del placer de su vista en contra de nuestra propia voluntad. Y, en
fin, si no faltase nunca el encanto de la luz a mis ojos, ni el de la voz a mis oídos, ¿qué dicha
especial me resultaría de esto, siendo, como es, común a mí y a las bestias?

En cambio, aquella hermosura de la verdad y de la sabiduría, mientras persista la voluntad


de gozar de ella, ni aun suponiéndola rodeada de una multitud numerosa de oyentes,
excluye a los que a ella se van llegando, ni se emite por tiempos, ni emigra de lugar en
lugar, ni la interrumpe la noche, ni la interceptan las sombras, ni está subordinada a los
sentidos del cuerpo.

Está cerca de todos los que la aman y se dirigen a ella de todas las partes del mundo, para
todos es sempiterna; no está en ningún lugar, y nunca está ausente; exteriormente aconseja
e interiormente enseña; hace mejores a los que la contemplan, y a ella nadie la hace peor;
nadie juzga de ella y nadie puede juzgar bien sin ella.

Por todo esto es evidente que la verdad es, sin duda alguna, superior a todas las
inteligencias, cada una de las cuales sólo por ella llega a ser sabia y juzga, no de ella, sino
por ella, las demás cosas.

CONCLUYE LA DEMOSTRACIÓN DE LA EXISTENCIA DE DIOS

XV 39. Tú me habías concedido que, si te demostraba que había algo superior a nuestras
inteligencias, confesarías que ese algo era Dios, si es que no había aún algo superior. Yo,
aceptando esta tu confesión, te dije que bastaba, en efecto, demostrar esto. Porque, si hay
algo más excelente, este algo más excelente es precisamente Dios; y si no lo hay, la misma
verdad es Dios. Que haya, pues, o no algo más excelente, no podrás negar, sin embargo,
que Dios existe, que es la cuestión que nos habíamos propuesto tratar y discutir.

Y si en vista de esto te sorprende lo que, según la sacrosanta doctrina de Jesucristo, hemos


aprendido por la fe, o sea, que Dios es Padre de la Sabiduría, recuerda que también hemos
aprendido por la fe que la Sabiduría, engendrada por el eterno Padre, es igual a él. De suerte
que no hemos de investigar más sobre esto, sino conservarlo con fe inquebrantable.

Existe, pues, Dios, realidad verdadera y suma, verdad que ya no solamente tenemos, a mi
juicio, como indubitable por la fe, sino que también la vemos ya por la razón como verdad
cierta, aunque esta visión es muy débil, pero sí lo suficientemente clara, respecto de la
cuestión que nos ocupa, para poder explicar lo demás que a ella concierne, si es que no
tienes algo que oponer a lo dicho.

Ev: —Por lo que a mí toca, admito todo esto con entusiasmo increíble e inundado de una
alegría tan grande, que no puedo explicártelo con palabras, y proclamo que es muy cierto
todo lo dicho. Y lo proclamo con aquella voz interior por la que deseo ser oído de la misma
Verdad y unirme a ella, pues concedo y confieso que esta uniónno sólo es un bien, sino que
es un bien supremo y beatífico.

NO ES LO MISMO CONOCER LA SABIDURÍA QUE SER SABIO

40.Ag:  —Muy bien; y yo me alegro muchísimo de ello. Pero dime: ¿somos ya por ventura
sabios y bienaventurados o caminamos todavía hacia este estado con el fin de llegar a serlo?

Ev: —Más bien me parece que vamos todavía hacia él.


Ag: —¿De dónde te viene a ti, pues, la comprensión de estas cosas, de cuya verdad y
certeza dices que te alegras, y que concedes pertenecen a la sabiduría? ¿Acaso un insensato
puede conocer la sabiduría?

Ev: —Mientras sea insensato no podrá conocerla.

Ag: —Pues bien, o tú eres ya sabio o no conoces aún la sabiduría.

Ev: —Aún no soy sabio, es verdad; pero tampoco me tengo por insensato, puesto que
conozco la sabiduría. Son ciertas estas cosas que conozco, y no puedo negar que pertenecen
a la sabiduría.

Ag: —Dime, por favor, ¿acaso no crees tú que el que no es justo es injusto, y que es
imprudente el que no es prudente, y que es intemperante el que no tiene templanza? ¿O es
que se puede poner en duda alguno de estos puntos?

Ev: —Confieso que el hombre, cuando no es justo, es injusto, y lo mismo diría del prudente
y del que no tiene templanza.

Ag: —¿Por qué, pues, no ha de ser insipiente el que no es sabio?

Ev: —Confieso también que, cuando alguien no es sabio, es insensato.

Ag: —Entonces, ¿a cuál de ésos perteneces tú?

Ev: —Llámame como te plazca; pero no me atrevo a llamarme sabio, y, sin embargo, según
las concesiones que he hecho, veo lógico que me tenga por insipiente.

Ag: —El insipiente conoce, por consiguiente, la sabiduría. Como ya dijimos, no estaría cierto
de que quería ser sabio, ni de que convenía serlo, si no tuviera noción de lo que es la
sabiduría, como también de aquellas cosas que pertenecen a la sabiduría: a ellas has
respondido al preguntarte sobre cada una de ellas en particular, y de cuyo conocimiento te
has alegrado.

Ev: —Así es, como dices.

LA SABIDURÍA, A TRAVÉS DE LOS NÚMEROS, SALE AL PASO DE LOS QUE LA BUSCAN

XVI 41. Ag:  —¿Qué otra cosa hacemos cuando ponemos empeño en ser sabios, sino
concentrar en cierto modo nuestra alma entera, y con todo el ardor de que somos capaces,
en el objeto que percibimos por la inteligencia, y fijarla allí con la mayor estabilidad posible,
a fin de que no se complazca ya en su ser individual, empañado con las cosas pasajeras, sino
que, despojada de todos los afectos de las cosas sujetas al tiempo y al espacio abrace lo que
es uno e inmutable?

Porque, así como toda la vida del cuerpo es el alma, así también la vida bienaventurada del
alma es Dios. Y mientras procuramos esto, hasta llegar a conseguirlo, estamos en camino.
Ahora bien, ya que nos ha sido concedido el gozar de estos bienes verdaderos y ciertos,
aunque no brillan aún sino en las tinieblas de este camino, considera si lo que dice la
Sagrada Escritura de la sabiduría no es lo que hace con sus amantes cuando vienen a ella y
la buscan. Dícese así en la Escritura: En los caminos se les muestra alegremente y se hace
la encontradiza con ellos con el mayor cuidado y atención9.

Adondequiera que te vuelvas, te habla mediante ciertos vestigios que ella ha impreso en
todas sus obras, y cuando te tornas a las cosas exteriores, te vuelve ella a llamar al interior
mediante las mismas bellezas de las cosas exteriores. Así te darás cuenta de que todo
cuanto hay de agradable en los cuerpos y cuanto te cautiva mediante los sentidos externos,
es un efecto de los números, e investigarás cuál sea su origen, entrarás otra vez dentro de ti
mismo y entenderás que todo esto que llega a tu alma por los sentidos corporales no podrías
aprobarlo o desaprobarlo si no tuvieras dentro de ti mismo ciertas normas de belleza, que
aplicas a todo cuanto en el mundo exterior te parece bello.

42. Contempla el cielo, la tierra y el mar, y todo cuanto hay en ellos. Contempla los astros
que brillan en el firmamento, los animales que reptan por la tierra, las aves que vuelan por
el aire y los peces que nadan en el mar: verás que todo tiene su belleza, porque tiene sus
números. Quítales éstos, y todo queda reducido a nada. ¿Dónde, pues, han de tener su
origen, sino donde lo tiene el número?, Porque en tanto tienen ser en cuanto tienen sus
números?

Hasta los mismos artífices de bellezas corpóreas en sus propias artes tienen sus números,
conforme a los cuales ejecutan sus obras; y no cejan en su empeño ni en el manejo de los
instrumentos hasta que la obra, que va recibiendo forma externa, llegue a alcanzar, en
cuanto es posible, la perfección de ese ejemplar ideal y obtenga por medio de los sentidos
externos la aprobación del juez interno, que tiene siempre a la vista los números superiores.
Si buscas después cuál es el motor de los miembros del mismo artista, verás que es el
número, pues se mueven con ritmo.

Y si le quitas de las manos la obra y del espíritu la intención de hacerla, de modo que la
actividad de sus miembros no tenga otro fin que el placer o distracción, entonces esta
actividad recibe el nombre de danza. Si deseas saber entonces qué es lo que agrada en la
danza, te responderá el número: "soy yo".

Contempla ahora la hermosura de un cuerpo ya formado: están los números ocupando su


lugar. Fíjate en la hermosura de un cuerpo que se mueve: están los números obrando en el
tiempo. Llégale al arte, de donde éstos proceden, y pregunta allí por el tiempo y lugar, y no
encontrarás ni tiempo ni espacio, sino que allí, en el arte, no hay más que números. Y su
región no es la de los espacios, ni su edad la de los días, y, sin embargo, los que desean ser
artistas y se atienen a las reglas del arte que van a aprender, mueven su cuerpo en el
tiempo y en el espacio, y, en cambio, su espíritu se mueve sólo en el tiempo, pues
únicamente andando el tiempo llegan a ser perfectos.

Remóntate ahora por encima del alma del artífice hasta dar vista al número sempiterno;
entonces el brillo de la sabiduría llegará a ti, partiendo de su misma sede interior y del fondo
del santuario de la verdad; y si aún reverbera en tu vista lánguida y débil, vuelve los ojos de
tu mente hacia aquel camino, en el cual se mostraba alegre a tus ojos, y acuérdate de que
en realidad no has hecho sino diferir una división, que repetirás más tarde, cuando te
encuentres más sano y más fuerte.

LAMENTACIÓN SOBRE LOS QUE NO AMAN LA SABIDURÍA

43. ¡Ay de aquellos que te abandonan a ti, que eres su guía y que se extravían de tus
caminos; que aman tus huellas, en vez de amarte a ti misma, y que se olvidan de tus
enseñanzas! i Oh dulcísima luz, sabiduría del alma purificada! Tú no cesas de insinuarnos
cuál es tu naturaleza y cuán grande eres, y que tus huellas son la hermosura de las
criaturas. Hasta el mismo artista está como diciendo al espectador, sobre la belleza de tu
obra, que no se detenga en ella por completo, sino que, contemplando con los ojos del
cuerpo la hermosura de su obra artística, lo haga de modo que pase su afecto y amor al
autor de la misma.

Los que aman tus obras en vez de amarte a ti son semejantes a aquellos hombres que,
oyendo a un sabio de gran facundia, pierden el contenido principal de sus pensamientos,
cuyos signos son las palabras que oyen, por poner demasiada atención y avidez en lo suave
de su voz y en la estructura cadenciosa de los períodos.

¡Ay de los que se alejan de tu luz y se adhieren dulcemente a su propia oscuridad! Como si
te volvieran las espaldas, hacen asiento en las obras de la carne, como en su propia sombra,
y, sin embargo, aun lo mismo que allí les causa placer lo reciben del esplendor de tu luz.

Pero las sombras, cuando se aman, causan más debilidad en los ojos del alma y la hacen
más incapaz de gozar de tu vista. Tanto más y más se hunde el hombre en las tinieblas
cuanto con más gusto sigue todo aquello que más dulcemente acoge su debilidad; y de aquí
que comience a no poder ver lo que es el bien sumo y a no poder considerar como un mal lo
que engaña su imprudencia o seduce su indigencia o le atormenta en su esclavitud, bien que
todo esto lo padezca en justo castigo de su alejamiento, y no pueda ser nunca un mal
aquello que es justo.

44. Si, pues, todo cuanto ves que es mudable no lo puedes percibir ni por los sentidos del
cuerpo ni por la atención del espíritu, a no ser que exista en una forma numérica, sin la cual
todo se reduce a la nada, no dudes que existe una forma eterna e inmutable, en virtud de la
cual estas cosas, que son mudables, no desaparecen, sino que con sus acompasados
movimientos y la gran variedad de sus formas continúan recorriendo hasta el fin los caminos
de su existencia corporal; forma eterna e inmutable, en cuya virtud, sin estar contenida ni
como definida en el espacio, ni prolongarse a través de los tiempos, ni sufrir alteración con el
tiempo, todas las demás pueden ser formadas, y, según sus géneros, llenar y recorrer los
números del espacio y del tiempo.

TODO BIEN Y TODA PERFECCIÓN PROCEDEN DE DIOS

XVII 45. Todo ser mudable es necesariamente susceptible de perfección o forma. Así como
llamamos mudable a lo que puede cambiarse, así llamaría yo formable a lo que es capaz de
recibir una nueva forma. Pero ningún ser puede formarse a sí mismo, porque ningún ser
puede darse a sí mismo lo que no tiene, y, por tanto, para llegar a tener forma, preciso es
que algo sea formado. Si algún ser tiene ya su forma, no tiene necesidad de recibir lo que ya
posee, y si alguno no tiene forma, no puede recibir de sí mismo lo que no tiene. Ningún ser
puede, pues, formarse a sí mismo, como antes dijimos.

¿Qué más vamos a decir de la mutabilidad del cuerpo y del alma? Hemos dicho ya bastante
anteriormente. Queda establecido como principio, que el cuerpo y el alma reciben su forma
de otra forma inmutable y siempre permanente, de la cual está escrito: Los mudas y se
mudan; tú, en cambio, eres siempre el mismo, tus años no se acabarán10. El profeta llamó a
la eternidad años sin término. De esta misma forma se dijo que, permaneciendo en sí
misma, renueva todas las cosas11.

Así se nos da a entender que la providencia gobierna todas las cosas. Si todo cuanto existe
dejara de existir al privarle absolutamente de forma, síguese que aquella forma inmutable,
por la cual todas las cosas mudables subsisten en condiciones de poder llenar y recorrer los
números de sus formas, es evidentemente su providencia; porque realmente no existirían si
ella no existiese. Así, pues, el que contempla y considera la creación universal, sea quien
fuere, camina hacia la sabiduría, siente que la sabiduría gozosamente le acompaña y que le
sale al encuentro con todo el cortejo de su amorosa providencia. Y tanto más vivamente
desea correr este camino cuanto el propio camino se le hace más atractivo en virtud de la
misma sabiduría a la que desea ardientemente llegar.

46. Pero si tú, además de los seres que existen y no viven, y de todos los que existen y
viven, pero sin entender, y de los que existen, viven y entienden, encuentras algún otro
género de criaturas, entonces no dudes en decir que existe algún otro bien que no procede
de Dios.

Estos tres géneros de seres podemos agruparlos en dos categorías con estos dos nombres, a
saber: cuerpo v vida; porque a los seres que viven pero que no entienden, como son los
animales, y a los que entienden, como son los hombres, podemos muy bien denominarlos
con la palabra vida.

Ahora bien, estas dos cosas, el cuerpo y la vida, son consideradas como criaturas pues
también se llama vida la del mismo Creador, y vida por excelencia. Estas dos criaturas, digo,
el cuerpo y la vida, por lo mismo que son formables, como acabamos de verlo poco antes, y
por el hecho de que, si perdieran su forma, quedarían reducidas a la nada, prueban
suficientemente que subsisten por aquella forma que siempre es la misma.

Por consiguiente, cualesquiera bienes que existen, los grandes y los mínimos, no pueden
proceder sino de Dios.
Porque ¿qué cosa puede haber en las criaturas más excelente que la vida inteligente y qué
puede haber en ellas inferior al cuerpo? Sin duda ésos son bienes que se hallan sujetos al
desfallecimiento y que tienden al no ser, y, no obstante, les queda una cierta forma, de
suerte que de algún modo siguen existiendo.

Pues bien, cualquier forma, aun la más imperfecta, que está en un ser mudable y deleznable,
procede de aquella forma que desconoce la mutabilidad y el desfallecimiento. Ella impide que
los mismos movimientos de los seres que progresan, o de los que retroceden, traspasen las
leyes de los números. Por consiguiente, todo cuanto de laudable hay en las criaturas, sea
juzgado digno de pequeña o de gran alabanza, todo debemos referirlo a la mayor,
excelentísima e inefable honra y gloria del Creador. ¿Tienes algo que oponer a esto?

LA LIBRE VOLUNTAD ES UN BIEN, AUNQUE PUEDA USARSE PARA EL MAL

XVIII 47. Ev:  Confieso que estoy ya suficientemente convencido, y que, hasta cierto punto,
es evidente —al menos en cuanto es posible en esta vida y en hombres como nosotros—,
que Dios existe y que de Dios proceden todos los bienes, puesto que de Dios proceden todas
las cosas existentes, no sólo las inteligencias que, además, viven y existen, e igualmente las
que no tienen más perfección que la existencia.

Tratemos ahora la tercera cuestión, a saber, si puede demostrarse que la voluntad libre del
hombre debe ser contada como un bien. Demostrado esto, te concederé, sin ningún género
de duda, que Dios nos la ha dado y que fue conveniente que nos la diera.

Ag: —Recuerdas perfectamente lo que nos hemos propuesto, y te has dado cuenta cabal de
que la segunda cuestión está ya resuelta; pero también debías haber visto que queda
igualmente resuelta esta tercera.

En efecto, tú has dicho que te parecía no debía habérsenos dado el libre albedrío de la
voluntad, porque de él se sirve el hombre para pecar. Habiéndote yo replicado que no se
podía obrar bien sino mediante el mismo albedrío de la voluntad, y habiéndote asegurado
que Dios nos lo dio principalmente para esto, tú respondiste que debía habernos dado la
voluntad libre como se nos dio la justicia, con la cual nadie puede obrar sino justamente.

Esta respuesta fue la que me obligó a dar en el curso de la discusión un sinnúmero de


rodeos, con el fin de demostrarte que todos los bienes, tanto los mayores como los menores,
provienen de Dios, cosa que no hubiera podido demostrarte tan claramente si antes no la
hubieran evidenciado las razones que aduje y desarrollé lo mejor que pude, asistido siempre
de la gracia de Dios en tan largo y penoso camino en pro de cuestión tan grave y de tanta
trascendencia y en contra de las opiniones de la impiedad estulta, que hace decir al
impío:  No hay Dios12.

Aunque estas dos verdades, a saber: que hay Dios y que todos los bienes proceden de Dios,
fueran ya antes para nosotros objeto de nuestra fe inquebrantable, sin embargo, de tal
manera las hemos dilucidado ahora, que también aparece como evidente esta tercera, o sea,
que la voluntad libre del hombre ha de ser considerada como uno de los bienes que el
hombre ha recibido de Dios.

48. Ya en el diálogo anterior quedó probado, y convinimos entre nosotros, que la naturaleza
del cuerpo es inferior a la naturaleza del alma, y que, por consiguiente, el alma es un bien
mayor que el cuerpo. Si, pues, entre los bienes del cuerpo encontramos algunos de los que
puede abusar el hombre, y, sin embargo, no por eso decimos que no debían habérsenos
dado, pues reconocemos que son bienes, ¿qué tiene de particular que en el alma haya
también ciertos bienes de los cuales podamos abusar, pero que, por lo mismo que son
bienes, no pudieron sernos dados sino por aquel de quien procede todo bien?

Tú sabes perfectamente que carece de un bien muy grande el cuerpo al que le faltan las
manos, y, sin embargo, usa muy mal de las manos el que con ellas ejecuta acciones crueles
o torpes. Si vieras a un hombre sin pies, confesarías que faltaba para la integridad de su
cuerpo un gran bien, y, sin embargo, no negarías que abusaría enormemente de sus pies el
que de ellos se valiera para hacer daño a otro o para deshonrarse a sí mismo.
Con los ojos vemos esta luz del día, y distinguimos las diversas formas de los cuerpos, y los
ojos son lo más hermoso de nuestro cuerpo, por eso han sido colocados en la parte más alta
y digna del mismo, y, aparte de esto, nos valemos de ellos para proteger nuestra salud y
para procurarnos otras muchas comodidades de la vida; no obstante, muchos abusan de los
ojos para cometer torpezas sin cuento, y los obligan a servir al libertinaje. Tú ves de cuan
grande hermosura carece el rostro que no tiene ojos; y al que los tiene, ¿quién se los ha
dado sino el dador de todos los bienes, que es Dios?

Por consiguiente, así como concedes que son bienes estos del cuerpo y alabas a quien los
dio, sin mirar a los que abusan de ellos, del mismo modo debes conceder que la libertad, sin
la cual nadie puede vivir rectamente, es un bien dado por Dios, y que debemos reprobar a
los que abusan de ese bien antes que decir que no debió habérnoslo dado el que nos lo dio.

49.  Ev: —Por lo mismo, quisiera que antes me probaras que la libertad del hombre es un
bien, y entonces yo te concedería que Dios nos la había dado, pues confieso que todos los
bienes proceden de Dios.

Ag: —Pero ¿no te lo probé ya, y no sin gran esfuerzo, en el curso de la discusión anterior,
cuando tú me concediste que toda belleza y toda forma corporal eran un bien y que
procedían de la forma suprema de las cosas, es decir, de la suprema verdad, y que en ella
subsistían? Nuestros mismos cabellos están contados 13, dice el Evangelio, que es la suma
verdad. ¿O has olvidado ya lo que dijimos de la sublimidad del número y de su poder, que se
extiende de uno al otro confín?

¿Quién puede suponer tal aberración del espíritu, cual sería contar entre los bienes, incluso
los más inferiores, nuestros mismos cabellos, y atribuirlos sin titubeos al autor y dador de
todo bien, Dios, porque así los bienes grandes como los más pequeños proceden de aquel de
quien procede todo bien, y dudar, no obstante, de que es un bien la voluntad libre del
hombre, sin la cual hasta los mismos perversos reconocen que no se puede vivir con
rectitud?

Pero, además, dime, por favor, ¿qué te parece que es mejor en nosotros: aquello sin lo cual
podemos vivir rectamente o aquello sin lo cual no podemos vivir bien?

Ev: —¡Oh!, sí, perdona. Me avergüenzo de mi ceguera, porque ¿quién duda, en efecto, que
es mucho mejor aquello sin lo cual nadie puede vivir rectamente?

Ag: —¿Negarás ahora que un hombre a quien le falta un ojo puede vivir rectamente?

Ev: —Lejos de mí demencia tan grande.

Ag: —Concediéndome, pues, que los ojos del cuerpo son un bien, cuya pérdida no impide,
sin embargo, vivir rectamente, ¿te parecerá que no es un bien la libertad, sin la cual nadie
puede vivir bien?

50. Conoces, en efecto, la justicia, de la cual nadie abusa. Se la considera como uno de los
bienes más grandes que tiene el hombre y una de las virtudes del alma que constituyen la
vida recta y honesta. Nadie, efectivamente, usa mal de la prudencia, ni de la fortaleza, ni de
la templanza, porque en todas ellas, como en la justicia, de la que tú has hecho mención,
impera la recta razón, sin la cual no puede darse virtud alguna, y de la recta razón nadie
puede usar mal.

LOS BIENES SON DE TRES CLASES: GRANDES, MEDIOS Y PEQUEÑOS;


LA LIBERTAD SE CONSIDERA ENTRE LOS MEDIANOS

XIX Grandes, pues, son estos bienes; pero es preciso recordar que no sólo los grandes, sino
también los más pequeños no pueden venir sino de aquel de quien procede todo bien, que es
Dios. Esto nos lo ha demostrado el diálogo anterior, a cuyas conclusiones has dado tantas
veces y con tanta alegría tu aprobación.
Por consiguiente, las virtudes, por las cuales se vive rectamente, pertenecen a la categoría
de los grandes bienes; en cambio, las clases diversas de cuerpos, sin los cuales se puede
vivir rectamente, son los bienes más pequeños; y las potencias del alma, sin las cuales no se
puede vivir rectamente, son los bienes intermedios. De las virtudes nadie usa mal; de los
demás bienes, es decir, de los intermedios y de los inferiores, cualquiera puede usar bien, y
también abusar.

Pero de las virtudes nadie abusa, porque la función propia de la virtud es precisamente el
hacer buen uso de aquellas cosas de las cuales podemos abusar; y nadie que usa bien,
abusa. Pues bien, la liberal e infinita bondad de Dios es la que nos ha dado no sólo los bienes
grandes, sino también los medianos y los pequeños, y a esta bondad debemos alabar más
por los bienes grandes que por los medianos y más por los medianos que por los pequeños;
pero por todos juntos más que si no nos los hubiese dado todos.

51.  Ev: —Conforme. Pero se me ofrece una duda, y es que, tratándose ahora de la voluntad
libre, y usando ella bien o mal de las demás cosas, según vemos, ¿cómo es que la ponemos
a ella misma entre las cosas de que nosotros usamos?

Ag: —Al igual que conocemos por la razón todos los objetos de nuestros conocimientos
científicos y, sin embargo, la misma razón cuenta también entre aquellas cosas que
conocemos por la razón ¿Acaso te has olvidado de que, cuando investigábamos qué cosas
conocíamos por la razón, me concediste que la razón la conocemos por la misma razón? No
te extrañe, pues, de que, usando de las demás cosas por medio de la voluntad libre,
podamos usar de la misma voluntad mediante ella misma, y esto de un modo que, usando la
voluntad de las demás cosas, ella misma use de sí misma, a manera de lo que pasa con la
razón, que no sólo conoce las cosas que no son de ella, sino que se conoce también a sí
misma.

Sucede lo mismo con la memoria, que no sólo abarca los objetos de que nos acordamos, sino
que también, puesto que no nos olvidamos de que tenemos memoria, y la memoria en cierto
modo se tiene a sí misma en nosotros. No solamente se acuerda de las demás cosas, sino
que hasta de sí misma, o mejor, somos nosotros los que nos acordamos de las demás cosas
y de la memoria por la memoria misma.

52. Cuando la voluntad, que es un bien de los intermedios, seune al bien no propio de cada
uno, sino al inmutable y común a todos, como es aquella verdad de la que hemos hablado
largamente —sin que hayamos dicho nada digno de ella—, entonces posee el hombre la vida
bienaventurada, y esta vida bienaventurada, es decir, los sentimientos afectuosos del alma,
unida al bien inmutable, es el bien propio y principal del hombre. En él están contenidas
también todas las virtudes, de las cuales nadie puede hacer mal uso. Aunque éstos sean los
bienes más grandes en el hombre y los primeros, ya se comprende que son, no obstante,
propios de cada hombre y no comunes. He aquí, pues, cómo la verdad y la sabiduría, que
son comunes a todos los hombres, nos hacen a todos sabios y felices por nuestra unión con
ella.

Pero la bienaventuranza de un hombre no hace bienaventurado a otro, porque, cuando lo


imita para llegar a serlo, desea serlo por los mismos medios que ve que lo es el otro, es
decir, por aquella verdad inmutable, bien común a todos.

Ni por la prudencia de un hombre se hace prudente otro hombre, ni fuerte por la fortaleza de
otro, ni moderado por la templanza ajena, ni justo por la justicia de nadie, sino que llegará a
serlo conformando su alma a aquellas inmutables normas y luces de las virtudes que viven
inalterablemente en la misma verdad y sabiduría, común a todos, a los cuales aquélla
conformó y fijó el espíritu que dotado de esas virtudes se propone como ejemplo que imitar.

53. La voluntad, pues, que se une al bien común e inmutable, consigue los primeros o más
grandes bienes del hombre, siendo ella uno de los bienes intermedios. Pero la voluntad que
se aparta de dicho bien común, y se convierte hacia sí propia, o a un bien exterior o inferior,
peca.
Se convierte hacia sí misma, como a bien propio, cuando quiere ser dueña de sí misma;
vuélvese hacia los bienes exteriores cuando quiere apropiarse los bienes de otro o cualquier
cosa que no le pertenece; y a los inferiores, cuando ama los placeres del cuerpo. Y, de esta
suerte, el hombre soberbio, curioso y lascivo entra en otra vida, que, comparada con la vida
superior, más bien se ha de llamar muerte que vida. No obstante, la rige y gobierna la
providencia de Dios, que pone las cosas en el lugar que les corresponde y distribuye a cada
uno según sus méritos.

Así resulta que ni siquiera aquellos bienes que anhelan los pecadores son en manera alguna
males, ni lo es tampoco la voluntad libre del hombre, que hemos reconocido que debe
clasificarse en la categoría de los bienes intermedios. No; el mal consiste en su aversión del
bien inmutable y en su conversión a los bienes mudables: y a esta aversión y conversión,
como que no es obligada, sino voluntaria, sigue de cerca la digna y justa pena de la
infelicidad.

EL IMPULSO DE LA LIBRE VOLUNTAD HACIA EL MAL NO SE ORIGINA EN DIOS,


SINO EN EL LIBRE ALBEDRÍO

XX 54. Tú, quizá, me vas a preguntar de dónde le viene a la voluntad el movimiento por el


que se aparta del bien inmutable y se une al mudable. Este movimiento, ciertamente, es
malo, a pesar de que la libertad debe considerarse como un bien, ya que sin ella nadie puede
vivir rectamente. Si este movimiento, es decir, el acto de apartarse la voluntad de su Dios y
Señor, es, sin duda alguna, pecado, ¿podemos acaso decir que es Dios el autor del pecado?

Luego no procede de Dios este movimiento. ¿De dónde, pues, procede? Si al hacerme esta
pregunta te respondiera que no lo sé, quizá se apoderara de ti una mayor tristeza, y, con
todo, te diría la verdad, porque no se puede saber lo que no existe. Tú por ahora conserva tu
fe inconmovible de que no existe bien alguno que percibas por los sentidos o por la
inteligencia, o venga de algún modo a tu pensamiento, que no proceda de Dios.

En efecto, no hay naturaleza alguna que de él no proceda. No dudes en atribuir a Dios


cualquier ser en el que adviertas que hay medida, número y orden. Si de allí substraes estas
tres perfecciones, no queda absolutamente nada; porque, aunque al parecer quedara como
un cierto principio o conato de alguna forma, puesto que no se encuentra la medida ni el
número ni el orden, y dado que donde se encuentran estos tres elementos existe la forma
perfecta, no habrá ni el más rudimentario vestigio de forma, que, a modo de materia,
parezca abandonarse en manos del artífice para recibir de ellas la perfección
correspondiente. Si la perfección de la forma es un bien, lo es también la misma incoación de
la forma.

Así que, si se prescinde en absoluto de todo bien, no queda ciertamente algo, sino nada en
absoluto. Todo bien procede de Dios; no hay, por tanto, ser alguno que no proceda de él.
Considera ahora de dónde puede proceder aquel movimiento de aversión, que decimos que
es un pecado, por ser un movimiento defectuoso (y todo defecto procede de la nada), y no
dudes que no procede de Dios. Defecto, sin embargo, que, por ser voluntario, es potestativo
nuestro. Si lo temes, preciso es que no lo quieras, y si no lo quieres, no se dará.

¿Qué mayor seguridad para nosotros que vivir esa vida, en la que no nos puede suceder
nada que no queramos? Mas, puesto que el hombre, que cae voluntariamente, no puede
igualmente levantarse por su voluntad, asgámonos con fe firme a la mano derecha que Dios
nos tiende desde el cielo, esto es, a Jesucristo, Señor Nuestro; esperemos en El con
esperanza cierta y deseémosle con caridad ardiente.

Si crees que debemos investigar aún más y con más diligencia sobre el origen del pecado,
aunque a mí me parece que ya no es absolutamente necesario, hay que dejarlo para otra
discusión.

Ev: —Me parece muy bien que dejemos para otra ocasión lo que tenemos que tratar aún
sobre este particular, pues no te puedo conceder que hayamos dilucidado ya suficientemente
este tema.

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