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Maldiciones Intergeneracionales

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“maldiciones intergeneracionales”.

El famoso teólogo español José Antonio Fortea responde con


claridad y detalle en su nuevo libro, “Los hijos de vuestros
hijos”, a la idea de que existen “maldiciones
intergeneracionales” que se traspasan de padres a hijos y más
allá.

Los lectores de ACI Prensa pueden acceder gratuitamente a este


y otros libros del sacerdote español.

En la presentación de su libro, el P. Fortea lamenta que “durante


los últimos decenios se ha ido extendiendo entre algunos
evangélicos y algunos pocos grupos católicos la práctica de
romper las maldiciones intergeneracionales”.

Esta práctica, precisa, no es admitida “por muchos


protestantes”.

“Sobre este tema he guardado silencio durante muchos años,


era un asunto que requería una reflexión nada apresurada. Pero
ahora con esta obra quiero dar mi opinión que es contraria a ese
concepto de maldición intergeneracional”, indica.

“La praxis que algunos grupos evangélicos y católicos realizan


se basa en un esquema teórico que lo veo errado. El respeto a
la bondad de esas personas que realizan tal tarea con tan buena
voluntad, con el deseo de solo ayudar, me ha llevado a
tomarme mucho tiempo para pensar muy bien lo que iba a
decir”.

“Pero ahora, finalmente, pienso que debe primar la verdad. Y,


por eso, expongo las razones teológicas por las que resulta
preferible abandonar tanto esa teoría como la práctica que se
deriva de esa teoría”, señala.
El sacerdote mexicano Rogelio Alcántara analiza la
cuestión en un encuentro de exorcistas de todo el mundo

En algunos sectores de la Iglesia Católica, sobre todo en grupos de tipo


carismático, se ha difundido mucho la práctica de la oración, el rosario o
las misas de “sanación del árbol genealógico” o “sanación
intergeneracional”, que suscita grandes adhesiones, por un lado, y duras
críticas por otro.

La Asociación Internacional de Exorcistas ha trabajado este tema en su


congreso celebrado en Roma en septiembre de 2018, de la mano del
sacerdote mexicano Rogelio Alcántara, a quien se le pidió un estudio
exhaustivo sobre el asunto. Alcántara es doctor en Teología y director de
la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Arquidiócesis de México.
Resumimos aquí su intervención.

Unos males supuestamente heredados


El autor resume así la idea que está en la base de la sanación
intergeneracional: “los males que padecen actualmente las personas
(males psíquicos, morales, sociales, espirituales y corporales) tienen una
causa en sus antepasados. La persona actual sería como el último eslabón
de una cadena, por donde van pasando los males que llegan a ella”.

¿De dónde vendrían estos males? De un triple origen: las malas


inclinaciones de los antepasados, sus pecados, y las maldiciones lanzadas
sobre sus descendientes. Lo que llevaría a la persona a tener
“inclinaciones y tendencias a determinados males” o “ataduras
ancestrales” muy fuertes.

La solución propuesta al creyente por algunos sacerdotes y grupos


dedicados al ministerio de sanación y liberación sería “sanar su árbol
genealógico con prácticas religiosas y oraciones específicas que puedan
cortar esa nefasta ‘herencia’ que se ha recibido de los antepasados”,
logrando la liberación propia y el perdón de los ancestros.

Para ello se realizan unos ritos que implican asumir “nuevos conceptos
como: transferencia, influencia, maldición intergeneracional, herencia
ancestral, pegajosidad, sanación del árbol genealógico, etc.”.

¿De dónde viene esta teoría?


Después de ofrecer citas significativas de varios autores que sostienen esta
idea, el padre Alcántara afirma que no podemos encontrar ningún autor
católico que haya enseñado la doctrina del “pecado ancestral” antes de la
segunda mitad del siglo XX, por lo que “es una ‘doctrina novedosa’,
inventada, que representa un grave peligro para los que quieren aceptar la
revelación divina tal como nos la presenta la Iglesia Católica”.

Esta teoría, según el sacerdote mexicano, “apareció por primera vez entre
los protestantes por inspiración pagana. Un misionero protestante,
Kenneth McAll, es quien dio el impulso a la práctica de ‘sanar’ el árbol
genealógico hasta convertirlo en un movimiento”.

Además, estas ideas tampoco tienen ningún fundamento filosófico ni


científico. De hecho, el padre Alcántara apunta que “el supuesto
fundamento filosófico del llamado daño ancestral es muy semejante a lo
que popularmente se conoce como el ‘karma’, idea procedente de la
religión hinduista”.

Por supuesto, la doctrina del pecado ancestral tampoco tiene fundamento


teológico alguno, aunque sus defensores “tratan de justificar su aplicación
del ‘karma’ a la teología cristiana basándose en las ciencias psicológicas,
especialmente en Carl Jung”. O incluso llegan a citar la doctrina católica
del pecado original, sin fundamento.

Pero… ¿no aparece en la Biblia?


La idea de pecados de los antepasados que influyen en la vida de las
personas aparece en varios pasajes del Antiguo Testamento, que Rogelio
Alcántara detalla y analiza para demostrar que la correcta interpretación
de esos textos implica leerlos en su contexto, entendiéndolos “en un
progreso pedagógico de la revelación, que llega a su plenitud en Cristo,
quien nos enseña el auténtico concepto, por ejemplo, de castigo y
misericordia divina”.

Precisamente es la misericordia de Dios el tema que se subraya en los


textos bíblicos, la respuesta divina al pecado del ser humano. Por otro
lado, hay textos en el Antiguo Testamento en los que se pone de
manifiesto “que cada quien cargará con su culpa y las consecuencias de su
pecado”, es decir, que “se subraya la dimensión personal del pecado”.

De manera que en el Antiguo Testamento “hay ya una nítida aclaración de


la relación entre las consecuencias del pecado y la culpabilidad personal”.
Algo que queda confirmado por las palabras de Jesús en los evangelios,
como cuando responde a los que le preguntaban si un ciego lo era por sus
propios pecados o por los de sus padres.

Por eso, el sacerdote afirma que “a partir del análisis de los textos de la
Sagrada Escritura podemos concluir que la ‘doctrina’ del llamado ‘pecado
ancestral’ y la llamada ‘oración de sanación del árbol genealógico’ no tiene
fundamento en la Revelación sobrenatural”.

Distinción entre influencias, pecados y


maldiciones
El paso siguiente en la reflexión es aclarar los términos que se usan y
distinguirlos. En primer lugar define la influencia intergeneracional como
“todo elemento que altera o determina la forma de pensar o de actuar de
alguien de una futura generación”. La influencia de una generación a otra
existe, es algo natural, se da por cuestiones ambientales o de convivencia
(como la educación humana o religiosa, el buen o mal ejemplo, etc.).
En segundo lugar aclara categóricamente con fundamento en la
revelación que los llamados pecados intergeneracionales o ancestrales –
entendidos como pecados que se transmiten de una generación a otra–no
existen, porque el pecado es un acto libre, cuyas consecuencias por
trasgredir la ley divina: culpa y pena son personales y por tanto
intransferibles.

El padre Alcántara reitera que “si por pecados ancestrales se entienden los
pecados de los antepasados que se transfieren a la actual generación, éstos
no existen, pues el único pecado que puede transmitirse por vía de la
generación es el pecado original”.

Y añade que “si por pecados ancestrales se entiende simplemente los


pecados que cometieron nuestros antepasados y que no se trasmiten a las
actuales generaciones, podría aceptarse la expresión. Sin embargo, por
prestarse a confusión y por correr el riesgo de que se interprete en el
primer sentido, es mejor evitar el vocablo”.

Los pecados de un antepasado no pueden predisponer al pecado al


descendiente, sólo “podrían influir naturalmente (ambientalmente) a
modo de ejemplo en las personas cercanas al pecador, pero no pueden
predisponer a nadie al pecado”. Los pecados se repiten en las familias,
sobre todo, por el mal ejemplo.

¿Tienen efecto las maldiciones?


En este punto, el teólogo mexicano vuelve a la cuestión de “las
maldiciones que se hacen como petición al demonio” para que una
persona quede privada de algún bien. Después de analizar los distintos
tipos, aborda su efectividad: “quien maldice puede simplemente desear el
mal del otro, pero el puro deseo humano no tiene poder para causar daño
alguno. La maldición podría tener efecto cuando quien la lleva a cabo pide
el mal para otro” –ya se lo pida a Dios o al demonio–.
Dado que Dios no responde a una petición que busque el mal de otra
persona, los únicos que podrían acceder a cumplir las maldiciones son los
demonios. ¿Y cómo es posible? Alcántara responde: “por un misterio –
incomprensible muchas veces para nosotros– Dios permite actuar a su
enemigo causando daños a sus creaturas humanas, de orden físico,
psicológico o espiritual para su conversión y salvación”.

Avanzando… ¿cuál es el alcance de una maldición o de la brujería en el


tiempo? Según el autor, un hombre puede maldecir a sus descendientes,
pero sólo a los vivos, pues no tiene bajo su potestad a los que no han sido
concebidos.

¿Qué peligros hay?


Para terminar, el sacerdote mexicano afirma que “las llamadas misas (u
oraciones) para sanar el árbol genealógico no son parte de la doctrina y
liturgia católica… ni en la Revelación, ni en los Santos Padres, ni en la
historia de la teología católica hay un solo ejemplo de que ésta sea o haya
sido enseñanza católica”.

Basándose en un documento de los obispos franceses, explica que “la


llamada oración de sanación del árbol genealógico lleva a la persona a
buscar las razones de su sufrimiento fuera de sí misma. Lo cual a su vez
impide que haya un verdadero proceso de ayuda psicológica que podría
sanar al individuo. Por lo tanto, las ‘misas’ que se celebran con esta
intención representan más un peligro psicológico para los fieles que una
ayuda”.

Y, por último, subraya que “estas misas desvían la caridad que


deberíamos tener hacia nuestros seres queridos difuntos. En efecto, en
lugar de ofrecer misas por ellos, pedimos misas para nosotros, en cuanto
que queremos que sus pecados dejen de afectarnos en esta vida”.
“maldiciones ancestrales”, “ataduras intergeneracionales”

En los últimos tiempos hemos oído hablar mucho sobre las llamadas “maldiciones
ancestrales”, “ataduras intergeneracionales” y otros nombres similares. Según
esta doctrina, el hombre además de heredar el pecado original de Adán, hereda a
la vez las tendencias pecaminosas de sus antepasados. Es decir, si al abuelo de
una persona le gustaba el trago y las apuestas, es probable que a usted también
le guste el trago y los juegos de azar. Sería entonces consecuencia lógica de todo
este razonar, que la sangre de Cristo fue derramada por los pecados de cada
persona, pero que ha de darse un paso adicional para quitar la trasgresión que
hayan heredado de sus antecesores, lo que conduce a la necesidad de algún
elaborado procedimiento que involucraría una investigación y confesión
(usualmente abierta) de los pecados propios y de sus antecesores hasta donde
fueran conocidos y la realización de algún oficio de oración y liberación u
exorcismo para clausurar el efecto de esas supuestas maldiciones.

Esta doctrina es común encontrarla en los grupos de oración, generalmente


asociados a la Renovación Carismática, donde supuestamente hay laicos que
poseen el “don de sanación intergeneracional” e inclusive sacerdotes que hacen
misas de “sanación intergeneracional” para librar a la gente de una mala racha
que los persigue inexplicablemente. El fundamento que utilizan estos grupos para
justificar esto es un pasaje del libro del Éxodo: “porque yo Yahveh, tu Dios, soy un
Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y
cuarta generación” (Éxodo 34, 14).

El problema de la interpretación de este texto es que en los días de Moisés un


hombre podía vivir y ver su descendencia hasta la cuarta generación, aun si está
fue castigada por Dios. En el Nuevo Testamento hay un pasaje donde Jesús sana
a un ciego y les pregunta si este ciego pecó o fueron sus padres. Pero Jesús les
enseña que ninguna de estas dos es la causa, sino para que las obras de Dios se
manifiesten en él. (Juan 9:1-3). Una creencia muy arraigada en el judaísmo es la
de culpar a otros por la propia desgracia.

Pero de donde surge esta doctrina?

Esta doctrina es el resultado de un libro escrito por un médico llamado Kenneth


McAll, titulado “Sanando el árbol genealógico”. Cabe señalar que el señor McAll ni
siquiera es católico! Según McAll algunas enfermedades incurables son en
realidad producto de las acciones de los antepasados que afectan a toda la
descendencia. Cabe decir que para sorpresa del autor del artículo; muchos
argumentos usados en los grupos de oración para justificar las maldiciones
generacionales también se hallan en los grupos de la Nueva Era, sobre todo en lo
que respecta a las llamadas “constelaciones familiares”.
 Es compatible la creencia de las maldiciones generacionales con la doctrina
de la Iglesia?

No existe absolutamente nada que sostenga desde el Magisterio de la Iglesia esta


doctrina. Inclusive nos atrevemos a decir que esta creencia no es nada más que
una “fórmula mágica” que entreviera los ritos litúrgicos de la Iglesia como son la
Santa Misa y el sacramento de la confesión para dar credibilidad a la misma. De
esta manera, las “maldiciones generacionales” rechazan la doctrina de la Iglesia
respecto al bautismo y la confesión. Déjennos explicarnos por qué. Cuando se
realiza el sacramento del Bautismo de un niño, el sacerdote pronuncia dos
plegarias de exorcismo. Mientras se reza la primera plegaria, luego de la lectura
del Evangelio, el sacerdote ordena a cualquier espíritu inmundo que puedan estar
presentes, ordenándoles que se vayan de la persona que va ser bautizada. Esto
es para purificar el cuerpo físico del creyente. En la segunda oración se
llama Effeta (que significa “ábrete”). Luego, el sacerdote tocar los oídos y la boca
del niño con su dedo pulgar. Luego el sacerdote dice “El Señor, que hizo oír a los
sordos y hablar a los mudos te permita, muy pronto, escuchar su palabra y
profesar la fe para la gloria y alabanza de Dios Padre”.

La enseñanza milenaria de la Iglesia señala que una vez que un niño alcanza el
uso de razón (entre los 7 u 8 años), cada niño es nueva creación y poseen
además un estado inmaculado. Si este niño recién bautizado muere antes de
hacer uso de razón, irá directamente al Cielo, por su estado inmaculado.

Si creemos que las maldiciones ancestrales son verdaderas, entonces debemos


rechazar el bautismo como lo administró siempre la Iglesia. Sobre todo, en los
exorcismos que se realizan durante el bautismo. No se puede creer en los efectos
de las aguas regeneradoras del bautismo y al mismo tiempo en las maldiciones de
los antepasados, ya que estas doctrinas se oponen entre sí. También deberíamos
rechazar el sacramento de la confesión, ya que el hombre no posee libre albedrío.
Si una persona atormentada por los pecados de sus ancestros no puede hacerse
responsable de sus actos, porque “el diablo lo mandó hacer”, entonces el
sacramento se vuelve ineficaz, ya que la persona no tiene control sobre sus
acciones, por lo tanto las maldiciones ancestrales le arrebatan su voluntad.

En otras palabras, una persona en estas circunstancias no puede hacer uso del
bautismo y de la confesión, ya que no puede huir de esas maldiciones. Y eso no
es doctrina católica.

La Sagrada Escritura niega la doctrina de las maldiciones generacionales.


Jeremías 31:29-30 "En aquellos días no dirán más: Los padres comieron las uvas
agrias y los dientes de los hijos tienen la dentera, sino que cada cual morirá por su
propia maldad; los dientes de todo hombre que comiere las uvas agrias, tendrán la
dentera".
Ezequiel 18: 2-4 y en adelante ¿Qué queréis decir al usar este proverbio acerca
de la tierra de Israel, que dice: "Los padres comen las uvas agrias, pero los
dientes de los hijos tienen la dentera? Vivo yo--declara el Señor DIOS-- que no
volveréis a usar más este proverbio en Israel. He aquí, todas las almas son mías;
tanto el alma del padre como el alma del hijo mías son. El alma que peque, ésa
morirá.

El doctor angélico, Santo Tomás de Aquino también plantea esta cuestión: “Mas,
si uno lo considera atentamente, (verá) que es imposible que se transmitan por
generación algunos pecados de los antepasados próximos o también del primer
padre, exceptuado el pecado primero.” (Summa Theologiae, I-IIae, q81, a2)

Ya que es imposible heredar los pecados de los antepasados, que es lo que


heredamos entonces? Santo Tomás de Aquino prosigue: “Por el pecado del
primer hombre se perdió la santidad original. Por este motivo todas las fuerzas del
alma quedaron en cierto modo destituidas de su orden propio, por el que
naturalmente se inclinan a la virtud; y esta destitución se llama herida de la
naturaleza («vulneratio naturæ»)”.
“En cuanto que la inteligencia se ve destituida de su orden a la verdad, tenemos la
herida de ignorancia («vulnus
ignorantiæ»).
“En cuanto que la voluntad se ve destituida de su orden al bien, tenemos la herida
de malicia («vulnus malitiæ»).
“En cuanto que la fortaleza se ve destituida de su orden a las cosas arduas,
tenemos la herida de debilidad («vulnus
infirmitatis»).
“En cuanto que la concupiscencia se ve destituida de su orden a lo deleitable
regulado por la razón, tenemos la
herida de concupiscencia («vulnus concupiscentiæ»)”. (Ia IIæ, 85, 3) 15

San Juan confirma esta verdad en su primera epístola: “Todo lo que hay en el


mundo es concupiscencia de la carne,
concupiscencia de los ojos, orgullo de la vida” (I Jn. 2 16).
Estas cuatro heridas afectan a nuestras cuatro virtudes cardinales, provocando así
en nosotros un desorden continuo. La herida más devastadora parece ser la de
ignorancia o ceguera, es decir, el desconocimiento de Dios y de Nuestro Señor
Jesucristo, porque en este conocimiento reside la Vida eterna: “Esta es la vida
eterna: que te conozcan a Ti, el solo Dios verdadero, y a quien Tú enviaste,
Jesucristo” (Jn. 17 3). Entonces, lo que se confunden por maldiciones ancestrales,
son en realidad fruto de la ignorancia sobre las consecuencias del pecado original
y la herida que está nuestra naturaleza, que siempre tiende a pecar.

En este punto, el lector se preguntará como esto puede ser posible, si lo oyó en el
grupo de oración y por lo tanto debe ser verdad. Sepa el amable lector que si las
maldiciones generacionales fueran verdaderas, la iglesia las hubiera enseñado
siempre. Pero ese no es el caso. También podrán argumentar que el Espíritu
Santo sigue inspirando a la Iglesia y por lo tanto ha revelado esta doctrina nueva.
Eso no es nada más que falta de fe. Se demoró el Espíritu Santo en revelarnos
sobre las maldiciones generacionales durante dos mil años? Esto por supuesto no
es doctrina católica. Todo lo que debemos saber lo recibimos mediante la
revelación pública que no es otra cosa que las enseñanzas de los apóstoles. Y los
apóstoles, ni el mismo Jesucristo enseñaron tal cosa. Esta revelación pública se
terminó con la muerte del último apóstol, San Juan, el discípulo amado del Señor.
El Catecismo nos enseña que no hay doctrinas nuevas, ya que “no hay que
esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro
Señor Jesucristo" (CIC, 66).

Pero el lector se sentirá inquieto y podrá argumentar que hay sacerdotes que se
dedican a promover esta doctrina y que inclusive han escrito libros sobre el tema.
Muchos alegando haber escuchado esto de “boca de los demonios” en los
exorcismos. A ellos, no les queda de otra más que obedecer a lo que la Iglesia ha
enseñado sobre la materia, teniendo por guía a los padres y doctores de todos los
siglos. San Ignacio de Loyola, en el libro de los Ejercicios Espirituales dice lo
siguiente en sus reglas para sentir con la Iglesia:

“Depuesto todo juicio, debemos tener ánimo aparejado y pronto para


obedecer en todo a la vera esposa de Cristo nuestro Señor, que es la nuestra
santa madre Iglesia jerárquica.”

Entonces, a quien el lector va a creer? A los laicos y sacerdotes desorientados (no


decimos que lo hacen con mala intención, ya que ellos no son teólogos y no se las
saben todas, pero su deber es conocer todas estas cosas para no ser engañados)
que promueven estas creencias o a las palabras de Jesucristo en la Sagrada
Escritura y salidas de la boca de la Santa Iglesia? La decisión es suya.
¿Qué es una maldición generacional?

Se conoce como maldición generacional a los pecados, o consecuencias de


pecados, que heredamos de los padres. Es decir, que los hijos podemos estar
practicando un pecado que nos ha llegado como una atadura espiritual, o
que estamos sufriendo los efectos de un pecado como una herencia de
nuestros padres. Estas consecuencias también pueden llegar en formas de
adicciones y diversas enfermedades. Un sector de la iglesia que enfatiza en
este tema suele motivar a los creyentes a hacer una evaluación retrospectiva
e investigar los pecados de sus progenitores. Enseñan que puede que esa sea
la razón de que un pecado o un patrón pecaminoso persista en sus
vidas. También enseñan que los constantes problemas, las frecuentes
enfermedades, y las permanentes crisis financieras pueden ser expresiones
de una maldición generacional.

En simples palabras, una maldición generacional apunta a las consecuencias


que podemos estar pagando por los pecados de un antepasado. 

Si ese es el caso, el creyente entonces no podrá librarse de esa condición a


menos que se le practique liberación. Es decir, una sesión de oración,
imposición de manos, y hasta una confesión por parte del afectado, para
romper la atadura. En algunos casos, estas liberaciones, que pueden durar
varias horas, se llevan a cabo en los templos al final de los servicios
dominicales, en retiros espirituales, o en casas como parte de una consejería.

¿De dónde proviene esta enseñanza? 

El texto bíblico más utilizado como soporte para esta enseñanza se encuentra


en Éxodo 20, como parte de los 10 Mandamientos que recibió Moisés el
monte Sinaí: “No los adorarás ni los servirás. Porque Yo, el Señor tu Dios, soy
Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la
tercera y cuarta generación de los que Me aborrecen” (Éx. 20:5). La misma
advertencia se repite luego en Deuteronomio 5:1-11. 
Por tal razón, hagamos el esfuerzo de observar la enseñanza de este pasaje,
para así poder entender cómo nos compete a los creyentes hoy.

Entendiendo mejor Éxodo 20:4-5

Es claro que las consecuencias del pecado de la idolatría eran terribles, y el


Señor quiso crear esta consciencia en el pueblo. Entonces, ¿qué quiere decir
que Dios visitará la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y
cuarta generación?

Lo que debemos entender de este texto es que se trata de un principio, y no


de una condición irreversible. Es decir, esto no debe ser
comprendido como una sentencia definitiva que condenaba sin esperanza a
hijos de padres pecadores. El principio es que habrían consecuencias por la
maldad, y esas consecuencias afectarán también a los hijos. Pero esto no
era un absoluto, en el sentido de que los pecados de los padres serán
condiciones irreversibles para los hijos.

Para entender este texto describiré dos escenarios que ilustran bien estas
consecuencias.

Si un hombre roba, ese pecado no solo afecta al ladrón, sino también en un


sentido muy real a los hijos, porque si ese hombre es encontrado y juzgado,
ya no podrá estar por su familia. Además, si robar es el estilo de vida de esa
persona, hay una gran probabilidad que los hijos también sean inclinados y
movidos a lo mismo.

Otro ejemplo: digamos que un padre de familia es un alcohólico. Tarde o


temprano, su adicción al alcohol le puede acarrear consecuencias para él y
los suyos. Por ejemplo, si el borracho hace cosas indecentes, o pierde su
trabajo, o entra en pleito con otros, o se enferma, eso tendrá consecuencias
terribles para los miembros de su familia. Es en ese sentido que la maldad de
un padre afecta a los hijos. Y eso sin considerar que un hijo puede crecer
predispuesto al alcohol y hasta volverse él mismo un alcohólico pues eso es
lo que vio como un patrón normal de conducta. 
El hecho de que Dios visite la maldad de los padres sobre los hijos es más
bien un principio de consecuencias y no necesariamente una sentencia
absoluta que deja a los hijos sin posibilidad de redimirse. Tampoco debe
entenderse cómo una maldición generacional o una atadura espiritual de la
que debamos librarnos.

Ésta es la necesaria conclusión que también está descrita en el mismo


Pentateuco. Porque en el libro de Deuteronomio, se nos dice que “Los padres
no morirán por sus hijos, ni los hijos morirán por sus padres; cada uno morirá
por su propio pecado” (Dt. 24:16). Presta atención: “cada uno morirá por su
pecado”.

Es decir, en el Antiguo Testamento ya estaba establecido el principio de la


responsabilidad individual, descartando toda noción de maldición o atadura
generacional. En otras palabras, ningún hijo pagará por los pecados de los
padres, sino que cada uno pagará las consecuencias de sus propios
pecados. Y aunque nuestros hijos pueden ser afectados por nuestras
decisiones, o se pueda padecer la misma enfermedad de un antepasado,
como la ciencia lo ha probado, no debemos interpretarlo como que una
fuerza espiritual está detrás. Una vez más, las consecuencias que sufrimos no
deben ser entendidas como maldiciones generacionales.

En una medida menor, otro texto que es usado para enseñar las maldiciones
generacionales se encuentra en Proverbios:

Como el gorrión en su vagar y la golondrina en su vuelo. Así la maldición no


viene sin causa (Pr. 26:2).

Pero basar la enseñanza de ataduras generacionales por este verso es un mal


ejercicio exegético. Primero, porque en este pasaje no se está hablando de
las consecuencias que los hijos reciben por los pecados de los padres. Más
bien la línea de pensamiento del autor está orientada a la insensatez del
necio. Segundo, porque el texto original de Proverbios 26:2 dice:

Como el gorrión en su vagar y la golondrina en su vuelo, una maldición que


no tiene causa no se posan (Pr. 26:2).
Lo que este proverbio quiere decir es más o menos esto: no te preocupes si
alguien te maldice sin que seas culpable, tal maldición no tendrá efecto. La
maldición que con su boca alguien profiera contra un inocente no tiene
poder de hacerle daño, de la misma manera que un ave no daña a nadie
cuando vuela. Este texto no está enseñando absolutamente nada de ataduras
ni maldiciones generacionales.

Un antiguo error

El hecho de culpar a otros por nuestras desgracias es algo tan antiguo como
el relato de la creación. No asumir la responsabilidad individual es
precisamente lo que hizo Adán al culpar a Eva cuando fue confrontado por
Dios. Y eso es también lo que hizo Eva al culpar a la serpiente, cuando ella fue
confrontada por su creador (Gn. 3). Pero en el tiempo cuándo los judíos
fueron deportados a Babilonia, esta misma actitud floreció en la forma de un
conocido refrán:

Los padres comen las uvas agrias, y los dientes de los hijos tienen la
dentera (Ez. 18:2).

El pueblo de Israel está cautivo en Babilonia. Hay tristeza, y amargura entre


los israelitas. Ezequiel es el profeta escogido por Dios para hablarle al pueblo.
Entre los judíos existe una esperanza de que esto terminará pronto y luego
volverán a casa. Pero la esperanza es vana. Dios está castigando a su pueblo
por sus pecados. Dios los ha entregado a los caldeos en esta segunda
deportación y todavía una deportación más está en camino. Esta actitud fue
confrontada por el profeta. El mensaje que subyace bajo este refrán es claro:
estamos padeciendo por el pecado de nuestros padres. Por eso el Señor les
dice lo mismo:

“Vivo Yo,” declara el Señor Dios, “que no volverán a usar más este proverbio
en Israel. Todas las almas son Mías; tanto el alma del padre como el alma del
hijo Mías son. El alma que peque, ésa morirá (Ez. 18:3-4).

Aquí una vez más Dios corrige la fatalista noción de que los hijos serán
víctimas de una sentencia irreversible por culpa de los padres.
Esta idea también es asumida por los discípulos en el Evangelio de Juan. Ellos
le preguntaron a Jesús si la ceguera de un hombre era el resultado del
pecado de un antepasado. A la inquietud de los discípulos, él les respondió:

“Ni éste pecó, ni sus padres; sino que está ciego para que las obras de Dios se
manifiesten en él. (Jn. 9:3).

Una vez más, esta excesiva (y hasta enfermiza) inclinación de interpretar las
desgracias de las personas como una consecuencia de los pecados de un
antepasado es confrontada por Jesús, quien les dice que esta ceguera solo
sirve para glorificar a Dios.

Ese énfasis de maldiciones generacionales casi siempre despoja al creyente


de asumir su responsabilidad personal. Y lo que es más delicado: no lo motiva
a procurar el arrepentimiento por sus propios pecados. 

El daño que esto causa

Muchas y lamentables son las consecuencias que la enseñanza de las


ataduras o maldiciones generacionales han traído a la iglesia. Algunos en el
pueblo de Dios están ávidos por buscar que alguien les practique una sesión
de liberación, pues creen que esa atadura solo pierde su poder con esta
práctica. En otros casos, el creyente que se siente inocente esquivará su
responsabilidad personal y no procurará el arrepentimiento. Pero también
están los que han sido decepcionados por las implicaciones de esta
enseñanza. Aquellos que han sido objeto de una liberación y que con el
tiempo el pecado o las consecuencias de un pecado reflotaron experimentan
desilusión con el evangelio o las Escrituras. Otros quizá lo resuelven
sometiéndose periódicamente a estas liberaciones.

Por lo tanto, en concordancia con la enseñanza bíblica debemos concluir que


la doctrina de las maldiciones generacionales es teológicamente deficiente y
en la práctica es muy nociva para el creyente y la iglesia en general.
La alternativa bíblica

Pero entonces, ¿qué hacer si en la vida diaria parece que somos inclinados a
practicar los mismos pecados de nuestros antepasados? ¿Cómo librarnos de
esa influencia?

Para empezar respondiendo a esta legítima pregunta, debo establecer que


los hombres nacemos muertos en nuestros delitos y pecados (Ef. 2:1), y que
nuestro corazón está inclinado siempre y únicamente hacia el mal (Gn. 6:5).
Solo por la intervención soberana de Dios, los hombres somos regenerados y
recibimos un nuevo corazón. En otras palabras, Dios nos hace nacer de nuevo
(Jn. 3:3). Cuando el hombre se arrepiente de sus pecados, abandona sus
malos caminos y se vuelve a Cristo en obediencia, está dando la gloriosa
evidencia de su nuevo nacimiento. Es por eso que el apóstol Juan decía:
“Ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque la simiente de
Dios permanece en él. No puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Jn. 3:9).
Esto quiere decir que cuando una persona nace de nuevo, se arrepiente y
abandona sus pecados, no mostrará un patrón pecaminoso de conducta. El
creyente peca, pero no practica el pecado como un estilo de vida. Tomando
como referencia las palabras de Juan, concluimos que la práctica abierta y
permanente de un pecado, en la mayoría de los casos es una evidencia de
que esa persona no nació de nuevo, y que nunca se arrepintió de sus
pecados. Si ese es tu caso, entonces debes reconocer tu necesidad de
salvación, arrepentirte de tu maldad, y depositar tu confianza solo en
Jesucristo para el perdón de tus pecados. La biblia enseña que todo aquel
que viene a Cristo, Él no le echa fuera. Corre al Señor y Él te recibirá y te dará
descanso (Jn. 6:37 & Mt. 11:28-29).

Sin embargo, ¿qué sucede con alguien que da evidencia de su regeneración y


ha mostrado los frutos de su arrepentimiento, pero todavía lucha con alguna
forma de pecado, adicción o inclinaciones de sus antepasados?

La inquietud también es legítima, y la biblia también nos responde al


respecto. Aquí es importante destacar que desde el momento de nuestra
conversión, empieza en el creyente el proceso conocido como santificación.
Se le llama así al proceso por medio del cual, desde la conversión, Dios hace
al creyente más libre de la influencia del pecado y lo transforma a la
semejanza de Cristo. Pero este proceso es gradual y dura toda la vida. Y
aunque es una obra de Dios, el creyente también participa del mismo. Esta es
la enseñanza que Pablo expone en Romanos 6. Por eso dice, “Por tanto, no
reine el pecado en vuestro cuerpo mortal para que no obedezcáis sus
lujurias” (Ro. 6:12). Es decir, no se dejen gobernar por el pecado.

La vida de un genuino creyente se caracteriza por una constante lucha contra


el pecado. El hombre regenerado batalla por no pecar, y cuando lo hace
siente una profunda convicción. Siente tristeza y amargura por haberle
fallado a su Salvador.

Pero no debemos olvidar que el llamado del creyente es a negarse a


sí mismo, a tomar su cruz cada día, y seguir a Jesús (Lc. 9:23). Pablo nos llama
a hacer morir lo terrenal en nosotros (Col. 3:5) y por medio del Espíritu a
hacer morir las obras de la carne (Ro. 8:13). Pedro exhortaba a los creyente a
que se abstengan “de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1
Ped. 2:11).

Parte de esta batalla es la actitud permanente de procurar el


arrepentimiento. Un creyente es un pecador que reconoce cuando falla y se
arrepiente genuinamente de su pecado. En este sentido, Lutero fue enfático
al destacar en la primera de sus 95 tesis que el arrepentimiento es el estilo de
vida de un creyente.

Pero en la santificación, es importante recordar que aunque se nos manda


ocuparnos de nuestra salvación con temor y temblor, también se nos dice
que Dios es quién produce en nosotros el querer como el hacer por su buena
voluntad (Fil. 2:12-13). Es decir que Dios nos pide algo, pero él también nos
da la capacidad para obedecerlo. ¡Qué gloriosa promesa! El gran
Agustín captó esta verdad en su famosa oración: “Pídeme lo que quieras, y
dame lo que me pides”. La gracia de Dios no solo perdona nuestros pecados,
sino también nos capacita para vivir la vida cristiana.

Además, debemos decir que nuestra santificación será proporcional al


entendimiento que tengamos de la persona y la obra de Jesucristo. Es decir,
nuestra santidad se corresponde en gran medida a nuestro entendimiento
del evangelio. Mientras más comprendamos lo que Cristo hizo en la cruz,
mayor será nuestro anhelo por crecer en su semejanza. Para el efecto, la
constante exposición de la Palabra será determinante. La Palabra de Dios
tiene un poder santificador en la vida del creyente. Por eso Jesús le dijo a sus
discípulos: “Ustedes ya están limpios por la palabra que les he hablado” (Jn.
15:3).

Debemos recordar que Cristo Jesús obtuvo eterna, segura, y completa


salvación. En Él estamos completos, decía Pablo (Col. 2:10). Es decir, Cristo es
la provisión de Dios para el gran problema del pecador. En Cristo tenemos
todo lo que necesitamos para nuestra redención, para nuestro crecimiento
espiritual, y solo en Él tenemos lo necesario para una vida plena y llena del
poder de Dios. Más que mirar al pasado a ver qué tipo de maldición
pudiéramos estar sufriendo, miramos a la cruz y vemos como ahora somos
benditos en Él.

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