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No 181 Visita A Managua Del Presidente Soto

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1887
vista por un costarricense

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Managua
Managua en 1887
vista por un costarricense

Alcaldía del Poder Ciudadano de Managua


Biblioteca Digital No. 181
© 24 Marzo 2021

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Managua en 1887 vista por un costarricense

CRÉDITOS
MANAGUA EN 1887 VISTA POR UN COSTARRICENSE, es una producción
de la Alcaldía del Poder Ciudadano de Managua, por medio de la Dirección
de Cultura y Patrimonio Histórico, adscrita a la Dirección General de Desarrollo
Humano, con motivo del 202 aniversario del título de Leal Villa de Managua,
otorgado en el 24 de marzo de 1819 por el Rey de España a Managua.
Autor:
Pío Víquez (q.e.p.d.)
Compilador:
Carlos Meléndez Ch. (q.e.p.d.)
Facilitador del documento:
Dr. Jorge Eduardo Arellano. JEA.
Fotografía página 6:
Ephraim George Squier, Siglo XIX, Managua).
Foto de portada y página 7:
Autor desconocido, Palacio Nacional de Nicaragua,
Siglo XIX, Managua.
Foto de contraportada y página 13:
Autor desconocido, la Parroquia de Managua.
Siglo XIX.
Coordinación y supervisión Editorial:
Lic. Clemente Guido Martínez.
Director de Patrimonio Histórico ALMA.
Arte y diseño gráfico:
Octavio Morales Serrano.
Biblioteca Digital ALMA.
Biblioteca Digital No.181,
del 24 de marzo del 2021.
Año del Bicentenario de la Independencia Centroamericana.
Managua, Nicaragua.

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Managua en 1887 vista por un costarricense

Índice.-

Managua en 1887 vista por un costarricense................. Pág.5

Almuerzo en Palacio........................................................Pág.7

El secretario Pedro Ortiz................................................Pág.9

Visitas al general Soto................................................. Pág.11

La familia de don Joaquín Elizondo................. Pág.12

Moros y cristianos en la fiesta de Santiago.Pág.13

La Escuela de Artes y Oficios................................ Pág.15

Paseo al cementerio San Pedro.......................... Pág.16

Recuerdo del 20 de julio........................................... Pág.17

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Managua en 1887 vista por un costarricense

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Managua en 1887 vista por un costarricense

MANAGUA EN 1887 VISTA


POR UN COSTARRICENSE
Pío Víquez

Fragmento de la obra Relación del Viaje del Señor


Presidente de Costa Rica a la República de Nicaragua (San
José, Tipografía Nacional, 1887), escrita por Pío Víquez,
destacado periodista costarricense durante el siglo XIX y
amigo de Rubén Darío. El viaje duró un mes y su motivo fue la
firma en Managua del Tratado Carazo-Soto el 26 de julio de
1887, pero no fue ratificado por el Congreso de Nicaragua,
quedando sin efecto jurídico. Véanse mayores detalles en el
artícuo de Alejandro Montiel Argüello, publicado en Revista
Conservadora del Pensamiento Centroamericano (núm. 71,
abril-junio, 1976, pp. 85-89).
En su crónica ––literariamente valiosa–– Víquez describe
la Nicaragua del Pacífico y relata en forma de diario los
hechos. “Las dos repúblicas caminaron departiendo en
amable fraternidad”, señaló. El presidente Soto estuvo nueve
días en la capital. A continuación, trascribimos su visita,
tomada de la compilación que hizo el historiador Carlos
Meléndez Ch.: Pío Víquez/ política, viajes, semblanzas. San
José, Costa Rica, Libro Libre, 1990, pp. 230-242. JEA

LA CIUDAD está en construcción. Las cabañas y las chozas


van poco a poco desocupando lugar, y las casas y las casitas,
algunas bien recomendables, llenan luego los vacíos. Aquellos
son los embriones de una ciudad, que podrá ser hermosa
si el gusto moderno sigue amparándola en lo posible. Sus
condiciones especiales de topografía, clima e higiene exigen
también formas especiales que tendrán que ser atendidas antes
que las de belleza. Managua, que apenas principia a ser, tiene
sin embargo, gracia, viveza y alegría. Ví a la pasada algunas
casas de doble piso y de buen porte. Del punto más distante del
lago se puede llegar a éste en pocos minutos. La estación del
ferrocarril está construida sobre la pla-ya. No ví iglesia buena,
ni recuerdo haber visto más que una inconclusa y otra que me
pareció en ruinas. Me dí a creer que los nicaragüenses no son
muy amigos de fomentar costumbres que huelen a moho de
sepultura y que van cayendo en descrédito. Estas notas las tomé

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Managua en 1887 vista por un costarricense

mientras el cochero nos paseaba por la población. Trabajo me


ha costado descifrarlas, pues con el movimiento irregular del
vehículo, apenas pude trazar geroglíficos que no son ni siquiera
egipcios.
Minutos antes de las diez llegamos a Palacio, a tiempo que
nuestro Jefe ponía pie en el estribo de su landó para saltar a la
acera. El Licenciado [Cleto] González Víquez [1858-1937], el
General [Isidro] Urtecho [Cabistán: 1840-1922] y don Manuel
Aragón eran sus compañeros. Saludé atentamente a los cuatro,
y por sobre sus pasos seguí hasta los altos, donde ya nos
esperaban las copitas cristalinas en su preciosa bandeja, y el
correspondiente aperitivo. Secamos el sudor con pañuelos
floreados y todos echamos un buen trago de cocktail de vino
madera gaseoso y no sé que otras sustancias. Nos aficionamos
a esa bebida y mientras estuvimos en Managua no probamos
otra mezcla estimulante.

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Managua en 1887 vista por un costarricense

Almuerzo en Palacio

El director del servicio se presentó inmediatamente


preguntando si el señor General Soto deseaba almorzar o
si prefería otra hora. El temor me empequeñecía cuando un
“almorzaremos ya” del Presidente, me hizo recobrar toda mi
estatura. Erguíme como una palma, avivé los ojos, me atusé el
bigote, púseme sonriente y comunicativo, echéle el brazo por
el cuello a Mr. Biolley, y poco me faltó para que cometiera la
insolencia de ser el primero en bajar al comedor. Nos lavamos
las manos con jabón de lechuga, revolvimos en la boca algunas
buchadas de agua mezclada con gotas aromáticas, tomamos la
escalera y a pocos segundos ocupaba cada cual su puesto en
torno a la mesa vestida de blanco.
Aquel pulcro mantel parecía hecho de ostias nuevas que no
habían tocado ni los dedos ni el aliento del sacerdote. Comimos
como personas sanas y bebimos como acostumbrados a la gran
vida. El Chateau Lafitte llenó mi copa por la primera y última vez.
El servicio me pareció bueno, siempre bueno; aquellos criados
se esmeraban en demostrar no solo que lo eran de palacio, sino
también que habían nacido para el oficio. El director de cocina,
que era, si mal no recuerdo, un norteamericano blanco y bien
parecido, joven todavía, de buena estatura y abdomen algo
turgente, simpático y limpio como un repollo bien cultivado,

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Managua en 1887 vista por un costarricense

asomábase a hurtadillas a las puertas, como para estudiar en los


rostros el efecto que hacían sus platos en los cuerpos y en las
almas. Probablemente debió quedar satisfecho y más orondo
que de costumbre.
Cuando apenas habíamos principiado a ejercitar las manos
en el corte de las viandas cortables, se presentó en el comedor
el señor Presidente [Evaristo] Carazo [1821-1889]. Con la
cabeza inclinada en son de saludo, nos pusimos de pie como si
hubiésemos sido yn solo hombre. El señor Soto en persona se
colocó asiento a su lado para el Jefe nicaragüense […]
Haré observar que el ilustre prócer no fue nunca nuestro
compañero de mesa. Estaba delicado. Acababa de pasar una
fuerte enfermedad y su médico lo obligaba a un sistema de
vida que mal se concertaba con nuestras usanzas. Su buena
señora lo hacía almorzar a las nueve, comer a las tres y tomar
por la noche algún refrigerio frugal. La más estricta temperancia
gobernaba su vida. Con la presencia del señor Carazo, púsose
la mesa suficientemente severa. Nos mirábamos apenas, y
con tiempo esmerado hacíamos viajar las puntas del tenedor,
del plato a la boca, y apenas nos atrevíamos de tarde en
tarde a chupar con disimulo los bordes de la copa. Estaba ya
lamentándome en secreto de la aparición del Jefe, y murmuraba
palabras impacientes, cuando pude notar que la cabecera de
la mesa entraba nuevamente en grande animación. Con mucha
complacencia mía, advertí que el señor Carazo no era un acero
desesperante, que el buen humor solía caldearlo y ponerlo
flexible como un manojo de seda. Circunspecto y respetable
como el que más, el señor Carazo honra en buena forma sus años
maduros y su puesto; pero ello no impide que sea dulce y jovial
en circunstancias oportunas, y que sepa inspirar a quienes le
rodean confianza suficiente para que el ánimo se desembarace
y se ilumine […]

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Managua en 1887 vista por un costarricense

El secretario Pedro Ortiz

En la alameda de la plaza me topé con el secretario privado


del Presidente Carazo. Le di el brazo y me despedí del cónsul.
Pusimos la proa al hotel de Vitelio. El secretario se llama a más
de Pedro, Ortiz. Joven lleno de viveza y de claro entendimiento,
ha probado sus armas muchas veces, y con buen éxito en el
estadio de la prensa política. En El Salvador fue jefe y redactor de
un periódico importantísimo. Yo no soy como otras medianías;
profeso cariño especial a cuantos gobiernan la pluma mejor
que yo. Pedro tuvo, desde que me fue presentado, mi amistad
y mi simpatía. Cuando conocí sus méritos, sentí que no fuera
mi hermano. Pero es el caso que el excelente muchacho tiene
otras ventajas, como la de ser contemporizador cuando se trata
de echar canas al aire. Llegamos al hotel, preguntamos por los
edecanes y Mr. Biolley; fuimos conducidos a la estancia donde
jugaban a la poca para matar el tiempo y no para descamisarse;
vertimos en las algofainas agua fresca y algunas gotas de la
divina, mitigamos el fuego de los rostros, arreglamos los cabellos
con peines ebúrneos, refrescamos la boca con unas buchadas
de agua olorosa, dejamos satisfecha la policía en todo lo demás,
y tomamos asiento al lado de nuestros amigos.
Referimos, aunque fuere en suma lacónica, cuanto en
Managua hicimos para distraer la vida, y cuanto hicieron los
managüenses para colmarnos de venturanza, fuera asunto de
no acabar, o para no ser exagerado, pues que todo tiende a su
fin, diré que fuera asunto para llenar un libro de doscientos folios
en cuarto. Y es el caso, que como lo más del tiempo me falta el
buen humor, por razones que me callo, no puedo tener mucha
confianza en la firmeza de mi pluma […]
Contentaos, lector, con saber de prisa que paseamos mucho,
y rara vez a pie, porque el Gobierno de Nicaragua tuvo la feliz
ocurrencia de ordenar que por cuenta del erario estuviesen a
nuestra disposición todos los coches de la ciudad; que comimos
y bebimos siempre que antojo nos dio, así en el Palacio como
en los hoteles, posadas y cantinas, sin desembolso de nuestra
parte, pues el erario se dignaba pagar por nosotros; que nunca
nos fue defendido el dormir a cualquier hora, diurna o nocturna;
que los más linfáticos preferían hacer las paces con Morfeo
durante el período más caluroso del día, en cambio de poder
darle de cachetes por la noche, si el aire fresco y las estrellas

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Managua en 1887 vista por un costarricense

vagabundas convidaban al placer. Contentaos, en fin, con saber


que si Managua es una ciudad pequeña, fue grande como el
rey Carlo-Magno [c. de 742-814 d.C.], en el obsequio para sus
huéspedes […]

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Visitas al general Soto

Ahora recordaré la visita que jefes y oficiales militares se


dignaron hacer en cuerpo al General Soto; las que le hicieron
funcionarios públicos de diversas categorías, y todos aquellos
ciudadanos más importantes de la población. Fue visitado
también por el Colegio de Managua (instituto de segunda
enseñanza). El Director leyó un discurso escrito con entusiasmo
y en el cual obsequiaba grandemente a Costa Rica y a su Jefe.
Luego leyeron o recitaron los jóvenes más discretos algunas
composiciones en verso. Fue servido un refresco a profesores
y alumnos, y cuando llegó la hora de la despedida, uno de los
miembros de la comitiva tejió unas frases para demostrar al
Colegio el agradecimiento a que obligaba la simpatía prueba
de aprecio que había dado al Jefe costarricense. No fueron
pocas las personas de otras ciudades que llegaban a Palacio
deseosas de presentar al General sus respetos y el tesoro de sus
simpatías. Tantas finezas, tantas ovaciones para nuestro Jefe
en los momentos mismos en que el cariño de familia trataba
de resolver un asunto de tanto interés para ambos pueblos,
no podía ser considerado por nosotros sino como un signo de
aprobación al paso que se daba, y del anhelo que se tenía de ver
terminada para de una vez la embarazosa disputa. Por lo demás,
llenábanos de júbilo poder confirmar a cada momento la buena
opinión que ya teníamos de la cultura nicaragüense […]

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La familia de don Joaquín Elizondo

Soy deudor de la fortuna que tuve de relacionarme con una


de las familias más apreciables y distinguidas de Managua:
la familia de don Joaquín Elizondo. Decir el nombre de ese
conspicuo y bien conocido nicaragüense, es formar larga lista
de las bellas cualidades, de su señora y de sus hijas. Nunca
podré perdonarle a esa familia el mal que me hizo. Si yo no la
hubiera conocido, si ella no me hubiese dispensado tantas
bondades, tendría ahorrado, a lo menos, un buen motivo de
queja inútil contra los hados que me llevaron a Nicaragua,
sabiendo perfectamente que yo no podía quedarme allí. Cómo
es cierto que el desconsuelo va borrando con su pie ulceroso las
huellas de la dicha. No creáis que soy hiperbolizador: quien haya
entrado en casa del señor Elizondo, ya sabrá como son los lazos
prendedores de las almas. No podrán ser olvidados los ratos
deliciosos que pasamos en esa casa. Casi todas las noches se
reunían en ella varios miembros de la comitiva, principalmente
los señores González Víquez, Aragón, Gutiérrez, Ulloa, Mora y el
que suscribe. El mismo General Soto se encontró muchas veces
formando parte del grupo que se complacía en hacer esa visita,
y cultivar relaciones tan agradables.
La señora nos obsequiaba con copitas de licor y de vino jerez,
y principalmente con su cariño y sus maneras cultas. Mercedes
cantaba acompañada al piano por el Cónsul, y Celia recitaba
o leía alguna buena composición poética. Entre tanto, el señor
Elizondo no sabía donde ponernos y cómo agradarnos, que
de tal modo eran exigentes su educación y su índole generosa.
La noche de la despedida bailamos y cenamos. Fue aquello
un saraguete delicioso que duró hasta las dos de la mañana.
Mercedes es una morena grasiosísima, llena de animación y
travesura, con unos ojos en que arde el abismo negro, y una alma
en que trascienden los aromas de la Arabia. Celia es dulce como
la miel del dátil, también trigueñita y de ojos oscuros; pero hay
en su mirada alguna tristeza, y en su porte alguna languidez que
harían sospechar que no es amiga del mundo. Tiene inteligencia
clara, mucho amor a lo bello y un gusto delicado para elegir las
creaciones del arte. Por el crisol de su crítica pasaban siempre
las rimas apasionadas de Faustino, y la suerte de estas dependía
del fallo. El Jefe de la familia fue mucho tiempo Ministro de
Hacienda y es hombre de recto juicio de intención sana y muy
versado en la política de su país […]

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Managua en 1887 vista por un costarricense

Moros y cristianos en la fiesta de Santiago

Ahora diré cómo los descendientes de la raza conquistada


y humillada, tienen recuerdos vivos de los moros y de las
proezas de Santiago, el guerrero santo. El día de este glorioso
bienaventurado era cosa de ver cómo varios indios azotaban las
calles, unos a pie y otros a caballo, vestidos de disfraz, y llevando
pendientes de las caderas, de los hombros y de la cabeza
pañuelos de seda y de algodón, grandes y abigarrados. Los unos
pretendían ser los moros y los otros tal vez los cautivos. No sé
si mi padre Santiago andaría en el barullo. Ello es que montado
en una armazón de huesos forrada en pellejo, raído a trechos,
iba muy ufano el moro jefe, cuyo nombre era algo parecido a
Zaregazumí. Se detenían a veces para librar combates. Mucho
me lamento de no haber tenido entonces suficiente curiosidad.
Ahora podría recordar los diálogos habidos no sé si en verso
o prosa, entre dos de los combatientes antes de llegar a las
manos. El moro jefe iba armado de alfanje y lanza, y se distinguía
entre los demás disfrazados por un gorro largo de forma cónica
que se arqueaba sobre la espalda. Tras ellos caminaba la turba
de muchachos vocingleros, y allí donde se paraban eran luego

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envueltos en muchos círculos de gente andrajosa y mugrienta,


que se les asemejaba en la raza. Marchaba la cuadrilla, a veces
solamente el moro jefe, guiados por un par de individuos
desventurados. Uno soplaba por un carrizo de caña, que a guisa
de pito producía sonidos, aunque bien débiles; y otro, si mal no
recuerdo, sacudía dos palillos sobre una especie de parche.
Todo aquello me hizo recordar las usanzas con que nuestros
mulatos de la Puebla de Cartago, festejan a su virgen milagrosa
en los días de la festividad; si bien estos han tenido la costumbre
de representar la lucha de los españoles contra Moctezuma.
Ignoro si todavía gobierna el mismo uso. Todas estas modas
debieron ser introducidas por los españoles del tiempo de la
conquista y del coloniaje, que gustarían de divertirse.
Según entiendo, en casi todos los pueblos americanos
donde el elemento negro e indio no escasea, se estilan iguales
maneras. Entre la turba de los escuálidos que iban en pos de la
cuadrilla o bien del moro Zaregazumí, armando mayor alboroto
y haciendo más número de cabriolas, pude distinguir dos entes
muy raros. Al principio imaginé que no debían ser del linaje
humano; pero el doctor Ulloa me hizo comprender que sí eran
hombres, aunque bien fenomenales. Dos muchachos, dos
pobres diablos, juguetes viles del miserable sino: ¡qué lástima
me dieron! Uno tenía por manos dos dedos, y por pies dos
dedos: si derechos, parecían aguijadas, si encorvados, parecían
hoces. El otro era todavía más infeliz y extraordinario: la boca
y toda la cara, hinchada como una calabaza redonda, teníala
vuelta hacia la oreja izquierda; de modo que habría dicho que
por el oído hablaba y comía. Contaban algunos que cuando
era niño había recibido una bofetada de hombre, que en tal
debió ser monstruo. Mas el doctor Ulloa, que examinó, me dijo
que el fenómeno obedecía al influjo de un cáncer de no sé qué
especie. Ambas criaturas recibieron algún dinerillo de mi mano
compasiva, y sé que el General Soto les hizo también su regalo,
del mismo modo que lo había hecho y siguió haciéndolo con
cuantos desventurados imploraban su favor. Pongamos punto a
estas relaciones y pasemos a otra cosa […]

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La Escuela de Artes y Oficios

Mi constante pereza me impidió conocer el edificio público


que se llama “Escuela de Artes y Oficios”. Supe de oídas
que es bueno, de lo mejor que hay en Managua, y que el
establecimiento corresponde en parte al objeto. En cambio
me trasladaba con frecuencia a un taller grande y casi
completo de carpintería y de aserrar maderas. Había allí un
excelente baño de aspersión, enemigo resuelto y valeroso
que el fuego que me abrasaba. Nuestro jefe lo visitó todas las
mañanas, y los de la comitiva nos remudamos en las demás
horas del día. El dueño del taller era bondadoso, y se mostraba
complacido siempre que acudíamos a buscar socorro contra
el calor. Managua no tiene cañería, y un baño de aspersión
cuesta trabajo, pues hay que llenar aljibes elevados. El agua
no es fresca, pero el tibio que tiene es delicioso y refrescante.
Los baños se hacen generalmente a palanganadas de agua,
y pocas veces, a lo que nosotros llamamos tina. Muchos se
bañan en el lago, pero los vientos que soplan amotinados, no
caen bien a los que no han tenido costumbre de exponerse a
ellos. También se nos dijo que se corría algún peligro con los
lagartos.

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Paseo al cementerio San Pedro

Conocí el cementerio, y por cierto que fue bien agradable el


paseo que hicimos a la metropolí. Era una tarde apagada, vestida
de niebla melancólica, más para afligir el corazón que para
invitar a paseo; pero íbamos a la ciudad de los muertos, y nos
acompañaban doña Mercedes de Elizondo y sus dos señoritas.
Viajábamos en carruaje. Mercedes conmigo y Faustino con la
señora Iselia. Tiene el cementerio algunos mármoles preciosos
con Tristezas artísticamente moderadas. Con mi compañera del
brazo penetré en el recinto silencioso de la paz que duerme.
Llegamos a un sepulcro cerrado con una verja de hierro y
bronce. Sobre la fúnebre lápida de piedra negra había un letrero
dorado que recordaba a un hombre. Mercedes inclicó su cabeza
lánguidamente; mírome luego con ojos húmedos y yo sentí frío
su brazo y me llené de aflicción.

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Recuerdo del 20 de julio

Hoy que es 15 de septiembre, aniversario de nuestra


independencia, me parece muy oportuno que ponga fin a mi
tarea del día, con un recuerdo del 20 de julio, gran día de la
república de Colombia. Estábamos en Managua, en Palacio y
todos reunidos en el salón de nuestras sesiones borrascosas.
Eran las 12, momento de calor desesperante, y cada cual prefería
lo que era de su mayor agrado, y remedio más eficaz según
experiencias contra la asfixia y achicharramiento. Unos eligieron
brandie y apolinares, y otros cerveza. Yo preferí una buena
jícara de tiste. Cuando ya estábamos todos para beber, dijo el
General Soto: “Amigos, no olvidemos que hoy es aniversario de
la independencia política de nuestra buena amiga la República
Colombiana; permitid que proponga un brindis por esa Nación
hidalga, culta y heroica. Aplaudimos la idea y bebimos todos
con entusiasmo por las glorias de Colombia.

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