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Quince Ficciones Rabiosas

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Quince Ficciones

Rabiosas

Concurso Provincial de Cuentos 2020


Quince Ficciones
Rabiosas

Concurso Provincial de Cuentos 2020


Casa Ciudadana Córdoba
Ciclo Sinfonía del Sentimiento
Diputado Nacional Pablo Carro
Asociación Civil Mapeos

Equipo de producción: Fabio Martinez (curador); Ana Piretro; Ilze Petroni;


Pablo Carrizo.

Equipo de Juradxs: Mariela Laudecina; Hernán Tejerina.

Corrección: Sebastián Pons.


eltiteresincabeza@yahoo.com.ar

Ilustración de tapa: Micaela Müller


mikam86@gmail.com

Diagramación y Diseño: Andrés Rubino y Maximiliano Ramia


hola@nodoimpresiones.com.ar

Martinez, Fabio
Quince ficciones rabiosas / Fabio Martinez ; compilado por Fabio Martinez. - 1a
edición especial - Córdoba : Nodo Ediciones, 2020.
Libro digital, PDF

Archivo Digital: descarga


ISBN 978-987-47208-4-9

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.


CDD A863
Con gratitud y alegría escribo estas líneas que acompañan el libro “Quince
ficciones rabiosas”, que reúne los relatos ganadores del 1º Concurso Provincial
de Cuentos organizado por Casa Ciudadana Córdoba.
Gratitud por la posibilidad de aportar desde mi función pública a la promo-
ción de la lectura, la escritura y la creación artística que se realiza en nuestra
querida provincia de Córdoba.
Alegría por el encuentro comunitario que ha significado poner en marcha
un concurso de cuentos en el que participaron más de 550 escritoras y escri-
tores, y que fue diseñado y producido colectivamente por muchas personas
durante más de tres meses de trabajo.
Creo en la lectura como una posibilidad de vínculo y transformación co-
munitaria. En un momento tan difícil como el que atravesamos debido a la
pandemia, me llena de orgullo sentirme parte de iniciativas que reconocen el
trabajo de las y los artistas cordobeses.
Nuestra cultura está viva, se multiplica y multiplica nuestras posibilidades
de interpretar y transformar con otras y otros nuestro horizonte común.

Pablo Carro
Diputado Nacional por Córdoba.
índice
El verosímil inmanejable (prólogo) 6

La casa partida 9

Cardozo 14

Casamiento posmoderno 17

La resistencia 21

Mis puños, mis reglas 25

Cabeza E tacho 28

Reconversión de Laureano Gómez Acuña 32

La escalera 36

La de Messi 40

El extraño caso de las primas en la bañera 44

Los debutantes 49

1 am 54

Todo va a estar bien 58

Estación de servicio 62

Copérnico 66
quince Ficciones Rabiosas / Concurso Provincial de Cuentos 2020 PANT
ÍNDICE COMP

El verosímil inmanejable (prólogo)

Por Sebastián Pons

Pero, ¿a qué sitio vamos para saber acerca de nosotros mismos? Los lectores vamos
a la ficción para intentar comprendernos, para conocer algo más acerca de nuestras
contradicciones, miserias y grandezas, es decir, acerca de lo más profundamente
humano.
María Teresa Andruetto

Como bronca contenida; que se termina ingiriendo o queda atragantada; o finalmente


se expulsa, materia ígnea, sustancia pútrida; se grita o se expresa en las formas del arte
o se manifiesta con los recursos que cada quien atesora; o, a veces, es otra cosa, algo
más, adentro; no siempre cólera en estado puro, reconocible; una molestia, una llaga
sobada; una cosa parecida, un moscardón pinchudo y gomoso, un engendro galopante,
salvaje o enmascarado tras la calma… Por esa índole de cuestiones me gustaría
creer que diferentes lectores empatizarán o se identificaran o desacordarán con los
personajes de los cuentos de esta antología. Suponiendo que dicha bronca contenida
(u otra cosa, nombrada con palabras diferentes) haya tenido un origen en nuestro
mundo, fuera de la ficción, podríamos aventurar que entre ella y sus devenires alguien
vio una historia. Eso hay en el aire intermedio, en el tiempo: historias. Encontradas por
la manera particular de mirar de quienes leemos y amamos la literatura, y trazadas
en volúmenes y texturas diversas por quienes además escriben: historias, cientos de
argumentos, mil relatos.
Algo espera enterrado, eso que se puede contar; o está en la superficie misma
porque excavar en este caso supondría saber mirar. Para creadores, para escritores,
el mundo o realidad es un cúmulo (“un sistema”, me corrigen y no les creo) de relatos
potenciales. Saber mirar suele ser la premisa, el consejo, el músculo; mirar ahí adelante,
donde aguarda la bronca contenida, u observar adentro de cada quien, en la memoria
de artista, en una impresión tambaleante, en la imaginación, en la especulación. Cómo
decirlo, cómo no decirlo, sobre todo en el caso de ficciones breves. Cómo sugerir,
cómo lograr eso que sucede en los cuentos de este libro: el revoltijo de sentimientos

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ÍNDICE COMP

atragantados en el escrito de Cebrero; todo lo otro que se relata cuando relata


Aguilera; lo que late bajo la celebración desplegada por Mannino; la provocación hacia
lo siguiente, lo que sucederá luego, en la narración de Rodríguez; eso que no pudimos
prever y que viaja en un taxi en una escena concebida por Colombetti; la respiración
silenciosa del interlocutor del cuento de Luján; la condensación de memorias
mezcladas con las provocaciones de la ficción en el protagonista de Esnaola; lo que
quien lea se podrá imaginar luego de la última escena escrita por Enseñat; aquello que
no hace ninguna falta explicitar entre los diálogos, acciones y objetos que entretejen la
ficción de López; los devenires potenciales del brumoso misterio tejido por Bawden; la
verdad densa tras las observaciones sobre los ojos de un personaje de Funes Peralta;
el silencio elocuente de ese Tom Partino de Contreras Canard; los intersticios de un
réquiem polifónico configurado por Riobó; los gritos amordazados del día a día en la
creación de Bonetto; la revancha ineludible del destino en el cuento de Lippi.
Cuánto hay en las observaciones dispersas de Ana Arcadievna Karenina sobre
las orejas de Alejo Alejandrovitch, su marido1; qué tanto nos cuenta Tolstoi en ese rasgo
que molesta a la protagonista. Ante las frases del fuero interno de Ana, sospecho que
quienes han escrito los cuentos aquí incluidos, no podrían menos que emocionarse
porque, en el centro de sus raciocinios de cuentistas o en los márgenes furtivos de
sus instintos creadores, descubrirían que entre Alejo Alejandrovitch y sus orejas,
entre éstas y la mirada de Ana, entre los intersticios del sentir-pensar revolucionado
de esta mujer —y circundando todo eso que sucede en la estación de trenes de San
Petersburgo—, hay una historia que contar, varias historias. Cientos. Miles.
¿Se trata de volver de nuevo sobre los vínculos entre, por un lado, la realidad
o el mundo sensible y, por otro, el acto creativo y sus productos? Como de ficciones
hablamos, por supuesto que nos asecha el fantasma de Juan José Saer: “yo soy tu padre,
oh, concepto de ficción; debes vengarme, etcétera, etcétera; adieu, adieu, remember
me”, y listo, se esfuma antes de acabar este prólogo. ¿Qué nos pide que recordemos
el fallecido escritor santafesino, como espectro de un Hamlet contemporáneo? Que
la ficción es una suerte de antropología especulativa: se sumerge en la turbulencia de
la realidad, es un foco y una lente, y el artefacto que crea y hace ver a los seres y sus
complicados vínculos; una maquinaria que se hunde en lo real, esa masa fangosa de
lo empírico y lo imaginario que ella ayuda a constituir, “la ficción no es la exposición

1 Capítulo XXVII de la Primera Parte, después de un encuentro cercano con su futuro amante, apenas
baja del tren y ve al marido: “¿Pero por qué tendrá las orejas tan largas, Dios mío?”, se preguntó contemplando
aquella cara y aquella figura que infundían respeto y daban una impresión de frialdad, pero fijando sobre todo su
atención en aquellas orejas sobre las que descansaba el sombrero.

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quince Ficciones Rabiosas / Concurso Provincial de Cuentos 2020 PANT
ÍNDICE COMP

novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable
de lo que trata”. Eso son los quince relatos de este libro.
Como en la corte de Elsinor —¿forzada alegoría de la literatura argentina, “…y
Córdoba uno de sus peores calabozos”?)—, ante la severidad del espectro del rey Saer
se antepone la irreverencia, la actitud burlona y hasta la grosería del bufón, que en la
pieza shakespeariana también ha muerto (se llamaba Yorik y era un tipo de ingenio
infinito), pero que en nuestro maloliente y pandémico contexto goza de buena salud:
don César Aira2. El chistoso postula, por ejemplo, que lo real es un mecanismo de
relojería y que para la literatura basta con mostrarlo, y eso choca con su vanguardismo
incesante, con el devenir caprichoso de sus tramas tensadas hasta la quintaesencia
de lo inverosímil, su escritura experimental, sus absurdos y surrealismos. En otro sitio,
Aira se manda la bufonada, la graciosa aseveración, de que recurrir —como él lo hace—
a lo sobrenatural es atentar contra la poesía del mundo. Entonces, qué importancia
podría caberle al mentado concepto de ficción, tan solemnemente saeriano el pobre.
En una de sus cumbres de lo ilógico y el sinsentido (Cómo me hice monja, novela
alabada por el mismísimo Bolaño), el narrador de Aira, ya sin saber qué hacer con
tanto, de pronto sostiene: “Aquí ya no quedaba sino el bloque de realidad inmanejable,
el verosímil rabioso…”. Esa idea condensa bien el sentimiento al que nos puede arrojar
la lectura de los relatos de este libro: nuestras quince ficciones rabiosas. Cuentos así:
mundos airados (no por Aira), realidades furibundas en las que hay que creer; la furia,
desplegada o contenida, los recorre como un esquirlado sendero de sangre entre dos
decapitaciones. Quince relatos como artefactos de una verisimilitud ineludible, hoy
más que nunca, porque en eso se ha tornado el mundo y algunas gentes dispersas:
realidad inmanejable y rabiosa de este 2020.
La rabia como enfermedad supone su contrario: el pharmakos, la vacuna, la cura
deseada que, como en este libro, puede darse en forma de drogas legales o ilegales,
de chivos expiatorios, de bronca descargada, de búsquedas incesantes, de pasajes a
la adultez, de confesiones, de liberaciones sexuales, de duelos… Tómense estas quin-
ce lecturas como sanación en medio de la pandemia: artificiales, sí; montadas, simu-
ladas, por supuesto; pero no menos que otras formaciones de sentido que nos venden
como real realidad. De aquí en adelante, con el plus de la orfebrería literaria, la única
verdad son esas ficciones.

2 Por supuesto que, paradójicamente, la de bufón es una tarea muy seria, un puesto necesario, como el
de James Joyce en la literatura de occidente. En el caso de la argentina, por una u otra razón podría ser ocupado,
alternativamente o en simultáneo, por Osvaldo Lamborghini, Rodolfo Fogwill, Ricardo Zelarayán, Isidoro Blastein,
Elvio Gandolfo y/o Pablo Katchadjian.

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ÍNDICE COMP

La casa partida

Waldo Cebrero (San Carlos Mina, 1983). Es periodista, guionista y docente en la


Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UNC. Fundó y editó COSO, revista
independiente de cultura. Trabajó en las redacciones de Infojus Noticias, El Argentino,
Día a Día, Será Justicia y Enredacción. Publicó crónicas en Tiempo Argentino,
Página 12, Revista Anfibia, Revista THC, Cosecha Roja, Numero Cero (suplemento
del diario La Voz del Interior), entre otros medios. En 2016, ganó el premio provincial
de periodismo de Investigación “Rodolfo Walsh”.

Una mañana de septiembre, mientras desayunábamos en la galería, mamá me contó


que tenía cáncer de páncreas. 
—Es un órgano que está acá —dijo y se tocó el costado de la panza—, entre las
achuras.
Yo sabía qué era el páncreas, lo había estudiado en Naturales.
—¿Te vas a morir? —Pregunté.
No supe qué otra cosa decir.
Ella alzó los hombros.
—Eso le pasa a cualquiera, todos nos vamos a morir.
No era mi madre, era mi abuela. Pero me había criado y por eso yo le decía mamá.
En cambio, a mi abuelo nunca le pude decir papá. Era el Tata y había muerto un año
antes por una neumonía mal curada. Desde que recordaba, mamá y yo dormíamos en
la misma pieza, en camas separadas por una mesita de luz en la que yo apoyaba mis
revistas y ella sus rosarios. En los últimos meses se despertaba, rezaba, murmuraba
cosas, hacía ruidos con la dentadura o caminaba por la casa arrastrando las pantuflas.
Todo eso se metía en mis sueños.
—Deberías ocupar la pieza del Tata —dijo después—. Ya estás grande. Además,
el doctor me avisó que voy a tener dolores y te van a molestar.

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Nos quedamos callados un largo rato. No me animé a preguntar quién se iba a


encargar de mí. Así que cambiamos de tema. Yo le conté que a la tarde festejábamos
los trece de Roque.
—Qué bien, se están poniendo hombrecitos —dijo.
No había fiesta. Nos juntábamos a tomar y a fumar en la Casa Partida. Era
nuestra guarida, algo más que una choza. Algunas tardes nos quedábamos ahí al salir
de la escuela, tomábamos un porrón y pitábamos los cigarrillos que Clencho le sacaba
a su hermana. Una vez llevó una bombacha menstruada. Huelan, dijo, este es el olor del
sexo, y la pasó como si fuera el cáliz y él, un Jesús en la última cena.
Para el cumpleaños de Roque, tenía que robar una botella del mueble de las
bebidas. Ese era mi aporte. Las botellas estaban en una vitrina llena de polvo que
no tocábamos desde el velorio del Tata. Pensaba sacar una cuando mamá se fuera
a hacer la siesta, pero la noticia del cáncer me puso en un estado extraño, como de
silencioso respeto por ella y por el momento.
—¿Puedo agarrar un licor?
—Llevá el que quieras —respondió. 

Salí después de almorzar con el licor de dulce de leche en la bolsa de las compras,
para disimular. En el pueblo no había un alma. Agarré por la calle de tierra y pasé fren-
te a la escuela. En la vereda unos perros jugaban con la cabeza de Sarmiento y otras
partes de la escenografía de cartón del acto del Día del Maestro.
A unos cien metros, desde una esquina surgió una bola de polvo que dobló por
la misma calle y avanzó a cierta velocidad. Era Quesito en su bici. Pedaleaba parado
con el pecho recostado sobre el manubrio y el culo levantado, como un jockey. Pensé
en silbar, pero preferí seguir solo. Tenía un nudo en la panza. Pensé en nuestro último
año, solos en la casa, mamá y yo.
Quesito se perdió entre los árboles que rodeaban la Casa Partida.  El terreno
estaba a tres cuadras de la escuela, en una manzana medio despoblada. Era una casa
vieja, con una puerta en el medio y dos postigos altos a los costados. Le decíamos la
Casa Partida porque tenía una rajadura en la fachada desde el techo hasta la base.
Un surco como el hachazo de un gigante. Sobre el piso había medio metro de barro y
arena mezclado con pedacitos de platos, tazas, botellas, palos. Era el sedimento que
dejó en las casas de todo el pueblo el aluvión del 92. Solo que a esta nadie la limpió
porque ya estaba abandonada desde antes. El último dueño había muerto de un susto.

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Del piso crecieron plantas extrañas, de ramas retorcidas, que buscaban el hilo de luz
que pasaba por la rajadura del frente.
Entré por el costado del terreno y me paré a escuchar lo que decían a cierta
distancia. Clencho y Quesito tomaban un porrón. Hablaban de las amigas de la hermana
de Clencho. Me quedé así por un momento, jugando al invisible. Me gusta ese juego.
A veces entro a una casa cuando sus dueños duermen o van al río. Me quedo un rato.
Imagino a las familias, preparadas para cenar, con la tele prendida. Una vez estuve en
una donde había una vieja enferma en una cama.
Entré, saludé a Roque con un abrazo y abrimos el licor. Quesito siguió hablando
como si nada.
—¿Tu hermana se depila toda? —preguntó.
Clencho alzó los hombros. Roque no aportaba nada. Estaba incómodo. Fumaba
sentado sobre un pedazo de escombro y miraba fijo la silueta de cartón de una maestra
que habíamos sacado de la escuela. La mujer de cartón era joven, tenía el pelo corto,
amarillo, hecho con papel afiche.
Al rato, Roque contó que sus padres habían decidido separarse y mandarlo al
internado de Soto a que cursara la secundaria. Estaba triste.
—Cagaste. Ahí son todos guasos —dijo Quesito—. Las únicas tetas son las de
las vacas.
Quesito iba poco a la escuela porque cuidaba los chanchos de un vecino y hacía
changas. Clencho dijo que no se iba a anotar en la secundaria, prefería ayudar en el
boliche de la madre.
—¿Para qué? —dijo.
Yo no supe qué decir. Fumé y vi cómo el humo subió hasta los tirantes resecos
y arqueados, como las costillas de un cabrito a la parrilla.

Poco antes de morir, el Tata me había contado la historia del dueño de la Casa Partida,
el que murió de un susto. Estábamos los tres, en su pieza, él sentado en la cama
parecía recuperado. Mamá le medía el torso con un centímetro para coserle un
chaleco de polar. El hombre era un porteño, un tal Rocha. Había comprado la casa para
refaccionarla y tener, cuando se jubilara, un lugar con aire puro donde vivir el último
tramo de su vida. Venía cada tanto y se instalaba en el hotel para supervisar la obra. El
resto de tiempo iba al bar y pedía que le sirvieran una botella de ginebra. No hablaba
con nadie. Decían que era comunista. Una noche lo vieron entrar a la casa, un poco

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borracho. El hombre caminaba por los espacios vacíos, oscuros, cuando una paloma
levantó vuelo detrás suyo. El aleteo le paró el corazón. Al otro día lo encontraron tirado
en el piso, con los pantalones meados. El pájaro todavía revoloteaba sin poder salir.
Por un tiempo, contó el Tata, la gente decía que se lo veía entrar a la casa de noche.
—Lo malo de los muertos es que no están más —dijo mamá, con un alfiler en la
boca—. parece como que están, pero no.

Lo de Roque ya no era un cumpleaños, era una despedida.


—Trae para acá —dijo Quesito y manoteó el licor. Lo paladeó—. Parece un
postrecito —dijo—. Dulce y espeso como el flujo de tu hermana.
Le pasó la botella a Clencho.
Roque bailaba y aplaudía. Cantaba 25 rosas de Chébere.
Quesito agarró la maestra de cartón.
—A ver cómo baila tu hermana —dijo y le indicó a Roque—: vos seguí cantando.
La abrazó de la cintura y comenzó a moverse. De pronto sacó un cuchillito
afilado del bolsillo y abrió un tajo en el cartón. Se bajó el cierre de la bragueta, sacó el
pito y lo ensartó en el agujero que había hecho.
—Ay, qué rico papo —dijo. Después lamió la cara de la mujer de cartón.
Clencho no dijo nada. Apretó los dientes y lo arrebató con una trompada.
—La puta madre —dijo Roque y corrió a levantar al otro. Del labio de Quesito caía
un hilo de sangre.
Alcé el cuchillo del piso y me lo guardé en el bolsillo.
—Se acabó la fiesta —dije y me fui.
Pasé frente a la escuela. La cabeza de Sarmiento era cartón picado cubriendo
las baldosas. Los perros estaban echados, uno me tiró un tarascón. Seguí.

Cuando llegué a casa, mamá quiso carnear una gallina. 


—Quedese acá, que yo voy buscando el bichito —me dijo.
Entró a la jaula con los brazos y las piernas abiertas, hasta donde se lo permitió
el batón, y avanzó barriendo las gallinas hacia el rincón.  Agarró una colorada y me
la pasó. Puso el cogote sobre el borde de una palangana, con una mano sostuvo la
cabeza y con la otra cortó de un cuchillazo el cuello del animal. Fue como si hubiera
descorchado una sidra: el chorro de sangre manchó el batón y el resto se derramó

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en el recipiente. La gallina sin cabeza latió pegada a mis costillas, hasta que se fue
apagando.
Mamá caminó hasta la rama de un árbol de donde colgaba una prolongación y
giró la lamparita. Una luz anaranjada bañó el piso de tierra. Hizo fuego y puso la olla
con agua.
—Hervida es más sana —dijo.
Hacía meses que cocinábamos ahí porque la cocina se había llenado de
humedad. La casa nos quedaba grande y se venía abajo. Después buscó una botella
de licor del mueble del Tata. Tomó un tragó, tiró una ramita más a las llamas.
—Andate al internado —me miró y me tocó el pelo–. Ahí comen bien y se hacen
hombrecitos.
—Va a estar todo bien —dije.
—Sí —dijo— va a estar todo bien.
Después se largó a llorar.

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Cardozo

Maria Yarela Aguilera (Merlo, Buenos Aires, 1980). Profesora de Artes del Teatro y
la Comunicación, Colegio Superior de artes del Teatro. COSATYC. Escritora, autora de
Noche en Lunares, libro ilustrado por Juliana Diaz y editado por Editorial Prometea.
Actriz e investigadora teatral. Responsable de la Biblioteca especializada en Teatro
“La Carlos Fos”. Integrante del TRIDENTE TEATRO- Colectivo de producción-
formación e investigación Teatral. Actualmente vive en Villa de Las Rosas, valle de
Traslasierra.

Cardozo toma fuerte mis manos entre las suyas, las lleva junto a su pecho y ahí las
deja aplastando el paquete de cigarrillos que esconde en el bolsillo de la camisa. Nada
tengo para decir. La boca quieta, la lengua reposa contra el paladar, los dientes blancos,
los labios dormidos. Lo miro a los ojos, esos ojos grandes, ingenuos y negros. Plenos
de huellas como de raíces los árboles, que cierran sus párpados para no verme. Este
hombre que ha visto los cielos volverse tormenta, que ha sabido llevar el ganado a
refugio, cubrir la cosecha, guardar el agua de la lluvia cuando llegaba la sequía, no ha
podido con estos ojos pequeños que le gritan el silencio.
No hay apuro, pero tampoco se distrae, no ve otro punto en el camino. Cardozo
va. Él sabe bien dónde. Atraviesa las calles y las caras rugosas, se disculpa con los
que juegan a las cartas en lo de Don Everino y deja pendiente el vaso de vino sobre la
mesa. Con dos golpecitos contra el suelo limpia sus zapatos y abre la puerta de un
empujón, haciendo sonar la campana. Doña Berta sonríe al verlo y hace la mueca de
no saber qué necesita Don Cardozo esta mañana.
—¿Cómo le va Don Cardozo? Qué sorpresa tenerlo por aquí.
—Qué tal, Berta; vengo en busca de lo mío.
Doña Berta va y viene entre las cajas de la estantería, sube a la escalera y desde
ahí arriba trae el regalo más tramposo que deposita sobre el mostrador como si fuera

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un cristo. Cardozo sonríe con sus dientes blancos y toscos. Agrandado los orificios de
la nariz, ríe de contento.
Don Saturno, que espera sentado paciente tras la ventana, ya había escuchado
los rumores del regalo, había visto a Cardozo salir temprano en la mañana y ahora
lo veía de pie detrás del alambre. Lo mira con satisfacción porque sabe que ella vale
mucho más.
Mis patas huesudas y fibrosas sabían irse lejos, ya lo habían hecho más de una
vez. Habían cruzado los alambrados y los pastos secos. Habían atravesado la noche
de otoño hasta llegar al río para quebrar el espejo de agua con mi cara y zambullirme
de un salto en la correntada. En el pueblo la tierra es seca y, de seca, ciega los ojos que
no pueden ver sin que entre polvo y duela. Los frutales son regados noche y día y, así
y todo, las naranjas carecen de jugo. El agua es un milagro que presiento que existe
a lo lejos, salvo en mis huidas donde baño mis pies en el río. Donde el pasto es verde
y fuerte, tanto que te sostiene. En esos momentos siento que soy parte del milagro.
Don Saturno esta mañana se ocupó de que no escape. Todavía tiemblo. Sequé
la transpiración fría con la punta izquierda de mi vestido. Casi que la guardo para
beberla cuando me venga la sed. Ahora espero en la pieza del fondo, mirando el color
de la pintura a la cal perderse en el revoque grueso.
Don Saturno la encontró entre las sierras, arriba en los pastizales. Ella apenas
si tenía un par de meses. La levantó y se la llevó. Así, nomás. Sin preguntar nada. Si
ahí estaba y por ahí había pasado él, entonces era suya. No pensó jamás que se la
quedaría tanto tiempo. Al principio la envolvía en retazos de sabanas viejas. Cuando el
cuerpo comenzó a andar, sobrevino la desnudez, que con los años se volvió un secreto
compartido; después de quince años esa desnudez le pertenecía a todos y todos eran
parte de ella.
Nadie hay tan valiente como “El Cardozo” que la había sacado a pasear de la
mano por la calle a la vista de todas las orejas y lenguas busconas. Pero Cardozo era
grande, Cardozo podía cargar al pueblo entero y llevarlo lejos para que las langostas
no se los comieran. Por eso las lenguas se afilaron como navajas para ser precisas y
cortar el aire con cuatro palabras: “La quiere para él”, se escuchaba y el aire sangraba,
las hojas de las persianas se abrían como brazos que recibían el rumor y lo trasladaban
hasta la ventana contigua. La siesta se volvió en esos días una matanza.
Desde acá puedo escuchar cómo Don Saturno habla con Cardozo, no hay
ventanas para salir corriendo a beberme todo el aire. Hace unos minutos ha venido el
médico a revisar que yo todavía sea una, no vaya a ser que nazca otra boca para que

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Cardozo tenga que alimentar. Esta vez el doctor penetró mi cuerpo lentamente, como
no queriendo olvidarlo y me abrazó después. Cosa extraña, nadie toma mi cuerpo para
apretujarlo en un abrazo. Anotó ahí, en una de esas hojas que él usa y con las que me
enseñaba a escribir después de bufar como un caballo sobre mí, que yo era yo, que
no se sabía quién había sido mi madre y mi padre. Y que yo seguía siendo yo, sólo yo.
Ahora escucho a Cardozo acercarse por el pasillo, yo conozco el sonido del
caminar de todos los hombres del pueblo, y el de Cardozo es más pesado y más lento
que los demás. Como si de un gigante se tratara. Algo entendí de lo que va a suceder
y mucho me imagino. Sé que ahora no me pagarán por acariciarlos, Saturno me ha
dicho que tendré que cocinar y trabajar en el campo con Cardozo, yo le he dicho que
eso no sé hacerlo. Que no sé hacer otra cosa que esto y correr hacia el río. Que bien
podría usarme como caballo, mejor que como su mujer.
Don Saturno me ha dicho que es un milagro lo que me ocurre. Yo no siento
más que una amargura y un silencio. No soy tonta, sé que no se me ha dado la cosa
para elegir. Pero este Cardozo que ahora entra por la puerta con una caja y dentro de
esa caja un vestido de señora, quiere robarme lo poco que tengo, mi desnudez, que a
diferencia de la del resto de las señoras del pueblo, los contiene a todos.

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quince Ficciones Rabiosas / Concurso Provincial de Cuentos 2020 PANT
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Casamiento posmoderno

Juan Maninno (Córdoba, 1985). Profesor y director de la revista Ser Docente.


En octubre de 2014 publica su primer libro de relatos Golpe de Agua por editorial
Recovecos. En mayo de 2017 publica, su segundo libro de relatos La Piedra Hueca, por
editorial Borde Perdido. Su relato Dos gauchos malvivientes, obtuvo el quinto premio
en el concurso “Joaquín V Gonzalez”, SALAC, 2014. Su cuento “Luz de amor eterna
resultó entre los ganadores del XIII Concurso de Cuentos Infantiles sin Fronteras de
Otxarkoaga (Bilbao, España, 2015).

Amigo
El dron bajaba a la misma velocidad con que los novios se iban elevando, en el
típico ritual donde son tirados por los aires y, casi siempre, atajados antes del suelo…

Invitado
No se podía hablar con ella sin que el chico se pusiera encima de los
diálogos. Se hiciera retar o lo que sea, todo para recuperar al instante la atención
de su mamá total.
Ella, todavía sobria y enamorada de su hijito, no se entregaba más que a
sus reclamos. Apenas si pudo decirme que se llamaba Vanesa y que era prima
de la novia, al mismo instante que el chico agregaba y yo soy Serafín. Entendí,
entonces, que primero debía ganarme la simpatía de él. Y ni bien pude, busqué
alguna excusa para sacarle charla.

Amigo
No sé para qué Vanesa lo llevó al casorio. Sabemos que cuando Serafín
no es el centro de atención y hay muchas personas a su alrededor, cualquier
cosa puede ocurrir. Como fue en la recepción, cuando le sacó los cigarrillos a

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su mamá y se los cortó con la navaja que yo mismo le había regalado. A mí, no
sé en qué momento, me había robado una piedrita que después puso sobre su
plato, en el momento justo del brindis, mientras gritaba: droga, descubrí toda la
droga.
Después, tuvimos un impase gracias al efecto chongo. Esto es cuando
algún invitado se le acerca a Vane y se da cuenta de que, para estar con ella,
primero tiene que conquistar a Serafín.

Invitado
Serafín me sorprendió. Parecía buena onda a pesar de sus celos. Le hice
algún comentario de la fiesta y de la música, y enseguida me invitó a jugar a
las cartas. Le dije que sí, pensando que eran españolas, pero eran unas cartas
Minecraft que su papá le había regalado. Me explicó cómo se jugaba, parecía
complicado si no conocías el juego por internet, por eso me costó al principio.
Hasta que le gané dos partidas seguidas y después me dejé vencer la mayoría,
pensando que esto podía hacernos amigos. Pero él se dio cuenta de todo. Y
a partir de ahí, empezó a complicármela. Como cuando me pidió que bajara
Pokemón go en mi celular, y después me llevó de la mano hasta su madre, y
le rogó para que lo deje salir a cazar pokemones conmigo. Ella me sonrió y
advirtió que no nos fuésemos lejos.
Apenas fuera, Serafín me soltó la mano y con la otra me agarró el celular.
Me obligó a ir por todos los rincones del country para encontrar pokemones, en
donde el sol daba desde las dos de la tarde.
Andá vos, yo te miro desde acá, le dije ni bien descubrí un pedacito
de sombra para descansar, mientras veía a la gente de lejos, divertirse y
emborracharse a sombra completa.
Cuando ya estaba resignado a perder la batalla con él, me preguntó si
acaso eso que tenía el tipo de la filmación era un dron. Le dije que me parecía
que sí.
Si me conseguís ese dron, yo te dejo tranquilo para que “hables” con mi
mamá, me contestó encomillando con los dedos, como hacemos los adultos.
Yo no sabía si esto iba a funcionar, pero, de última, me lo sacaba de encima a
Serafín, que no era poca cosa.
Fui a hablar con el tipo que filmaba. Primero le dije que mi hijito es fanático
de la ciencia, y que sería genial si pudiera manejar un ratito su dron. El tipo

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parecía desconfiar, entonces le pregunté si se lo podía alquilar. Me miró más


desconfiado aún, y me dijo que no era el primero que venía con ese chamuyo.
Le confesé que la verdad era que me quería levantar a la madre del chico, que
necesitaba hacer buena letra con él para tener alguna chance con ella.
Volví sin el dron. Serafín tiró mi celular a la pileta del country y salió
corriendo.

Vanesa
Justo cuando bailaba con la chica que había fichado hace un rato,
apareció Serafín con una nueva: Mamá, quiero ya ese dron o nos vamos.
No sé de dónde se le había metido esa idea, pero no se la podía sacar de
la cabeza. La cuestión es que yo no iba a volverme por puro capricho de mi hijo,
aunque tampoco me iba a dejar en paz un segundo.
Cuando la chica me estaba pasando su WhatsApp, mi hijito me agarró
del brazo señalándome al tipo del dron. Enseguida, me di cuenta de que
era el mismo tipo que nos había mirado entre babas, hace un rato mientras
bailábamos. Después, también noté que no era el único que nos había fichado.
Cuando fui al baño para despistar a Serafín, mi prima se apareció con
su vestido blanco, ya bastante manchado de Fernet. Me agarró por detrás y me
dijo:
¿Conmigo ni bailás y con esa otra que ni conocés, sí?
No le contesté, entonces ella empezó a zamarrearme con una fuerza
desconocida. Me salvaron sus amigas que venían a reclamar el ramo de flores.
Cuando se despejó la escena, descubrí a Serafín en el pasillo: había visto todo.
Me miró serio y dijo que iba a agarrar el dron como sea. Salió corriendo, ya no
lo podía parar.

Novia
Después de que despaché el ramo, todos nos agarraron y empezaron
a tirarnos para arriba. El dron nos filmaba desde el cielo y parecía acercarse
cada vez más. El efecto subibaja me revolvió todo el Fernet que tenía encima.
Empecé a marearme y a vomitar. Hasta que me desmayé cuando sentí un dolor
filoso y metálico en la cabeza.
Desperté con el velo ensangrentado y pregunté por mi flamante esposo.
Me dijeron que no me preocupe, pero que se lo había llevado la ambulancia.

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Amigo
…pero cuando los invitados vieron brotar la sangre de la novia como si su cabeza
fuese una fuente, se olvidaron de atajar al novio que todavía flotaba por el aire, y que
terminó por estrellarse de espalda al suelo. Las hélices del dron seguían girando,
salpicando puntitas rojas en la cola blanca de la novia.

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La resistencia

María Celia Rodríguez (Bell Ville, 1983). Licenciada y Profesora en Letras


Modernas por la UNC. Durante ocho años trabajó como docente de Español como
lengua extranjera y coordinadora académica en el instituto Passport idiomas. Asistió
al taller Políticas sexuales II , de reflexión y escritura con Noe Gall. Participó del
taller de escritura creativa de Fabio Martínez, y actualmente participa en el taller
literario de Luciano Lamberti.

En mi casa, los domingos a la mañana, se habla de cosas importantes. Lo sé, aunque


no participo de esas conversaciones. Desde muy chica asisto a un ritual prohibido:
escuchar las charlas que mamá y papá tienen en la cama. Se supone que ellos se cuidan
de que mi hermano y yo no los escuchemos, y por eso, se susurran las preocupaciones
el uno al otro antes de comenzar el día.
A los seis años fue la primera vez que entendí que hablaban de nosotros. Me
acerqué hasta la puerta y escuché lo que decían. A mis padres les preocupaba que
me hiciera pis en la cama y que me gustara jugar a la pelota en vez de las muñecas.
De más grande la preocupación se enfocó sobre mi hermano y las revistas porno que
tenía escondidas en su ropero. Antes de que entrara a primer año, otra vez, los escuché
hablar de mí. Mamá estaba preocupada de que estuviera tan gorda y papá de que no
supiera dividir con dos cifras y me costara memorizar las tablas. Sin embargo, nada de
lo que escuchaba en aquellas mañanas me sorprendía hasta ese día. Era un domingo
frío, no sé por qué había salido tan temprano de mi habitación, y escuché algo que me
dejó helada porque sinceramente nunca se me hubiera ocurrido. Papa dijo: “creo que
la Sofi es lesbiana”.
Ese año, 1998, fue un año complejo. Cumplí quince y dejé de formar parte de
cada uno de los lugares que sentí míos alguna vez. Dejé confirmación, ya no podía creer

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en Dios, a pesar de mi esfuerzo. Dejé vóley, me cansé de fingir que no me importaba


ser la peor del equipo, y dejé los gordos anónimos junior, porque mi madre empezó
a sospechar que solo faltaba orar para que fuera una secta, que en vez de ostias
masticaban caramelos ácidos antes de la cena.
Aún tenía mi grupo de amigas. Las había conocido en el primario y nos unía
solamente la intención de tomar mucho alcohol y chaparnos a cada uno de los chicos
del pueblo. Pero había reglas muy estrictas en este grupo. Se podía tomar, pero nadie
podía verte vomitar o perder la conciencia, y se podía chapar pero sin calentarte.
Tenías que tener la disciplina de un samurái para saber frenar el fuego antes de que
fuera tarde. Yo con eso no tenía problemas. Sabía frenar a tiempo sin riesgos. La
técnica era infalible: nunca debías chapar de pie o acostada. Entonces, sentada en
alguna pirca, con las piernas cruzadas, me protegía de la sensación que podía sentir al
ser apoyada contra una pared o acariciada en la cola. No todas las chicas de la barra
habían logrado controlar sus impulsos.
Cuando alguna desviada mostraba su debilidad, se la juzgaba con dureza, y si
el comité disciplinario lo decidía, se la echaba de la barra. Eso fue lo que le pasó a la
Rochi Arce. Nos enteramos de que a la salida del boliche la apoyaron contra un poste
de luz, era el Mana Cuevas, y de ahí se fueron en su auto. El lunes ninguna le dirigió la
palabra. Ella nos quiso explicar, pero le dijimos que no hacía falta, que ya sabíamos lo
que teníamos que saber.
Esta rigurosidad era muy aleccionadora y hacía que casi ninguna se animara a
expresar lo que realmente sentíamos: unas ganas inmensas de coger.
Con un subgrupo de amigas resolvimos que había una forma de burlar las
reglas. Una tarde de verano la pusimos en práctica y se podría decir que ese día se
pusieron a prueba mis debilidades.
Victoria fue la que organizó la resistencia: “Vos, Sole, vas a chapar con Lucía, y
vos, Sofía, conmigo. Después cambiamos”
El recuerdo de esas tardes me quedó grabado de una forma extraña, borrosa y
ralentizada, como esas escenas de película que simulan ser sueños.
Ni bien Vicky se sentó a mi lado, con el dedo índice recorrió mis piernas y
apenas rozó mis labios, no pude frenar nada, me encendí sin solución. Estábamos
muy entusiasmadas, sobre todo por romper esas reglas absurdas de la barra. Pero
yo estaba completamente obnubilada por la sensación, nueva para mí, de placer
desbordante.
Esa tarde estaba un poco nerviosa. Las chicas querían poner a prueba lo buenas

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que eran besando. La Vicky llevaba la punta, no sé bien qué era, pero sabía la medida
justa de los besos, el ritmo, la intensidad y la progresión. Comenzaba con unos besos
cortitos y secos en las mejillas y en el cuello, de pronto con las dos manos te acercaba
tu cara a la suya y con la boca entreabierta, te metía la lengua, primero suave y luego
con más intensidad.
La primera vez que me besó, me quedé callada por un buen rato. Me preguntó
qué me pasaba y no supe qué decirle. La verdad es que estaba pensando que nunca
me habían besado así, o quizás nunca me había sentido así con un beso.
Este grupo secreto comenzó a juntarse los viernes a la tarde en el quincho de
Lucía. La excusa era que formábamos parte de un club literario. Llevábamos libros
que jamás leíamos. A veces hacíamos una ronda en la que proponíamos a quién
queríamos sumar al club. Pensábamos qué otra chica de la barra podía interesarse en
experimentar. La idea era sumar más gente para que las combinaciones para chapar
fueran cada vez más variadas. Se me rompió el corazón cuando Vicky propuso que
invitáramos al Chino.
—No se puede, Vic —le dije.
—¿Por qué? No cuenta como hombre. Es chino y se pinta las uñas. Además, me
contó que una vez se calentó con el chabón de X-Men. Es una china, les juro.
El día que el Chino llegó al club, cambió todo. Al principio le dijimos que solo
podía mirarnos, pero no pasó ni media hora que ya Lucía y Sole comenzaron a chapar
con él. Primero Lucía, después Sole y después las dos juntas.
La Vicky también lo besaba a veces. Y de pronto me encontré compitiendo
con él. Se notaba que a los dos nos gustaba la Vicky. Me di cuenta que había cosas
imposibles de disimular por más que me esforzara. Varias veces nos encontramos
con la mirada que recorría la cara, la espalda o la nuca de ella. Era inevitable, usaba
unas remeritas sin mangas que hacían una forma de T en la espalda y dejaban ver sus
hombros perfectos.
Al poco tiempo, el Chino se encargó de llevar adelante una especie de campaña
en mi contra. Un día, en el cole, lo escuché decir a mis espaldas que yo era lesbiana.
Me resonó la voz de papá usando esa misma palabra que a mí me chocaba tanto.
—Yo no soy ninguna lesbiana —le dije con los ojos vidriosos de la bronca y las
ganas de llorar.
—¿Ahh, no? ¿Y por qué te pones así entonces? Si no sos lesbiana quédate
tranqui, me habrá parecido nomás —respondió con tono sarcástico y cruel.
Las chicas le festejaron la ocurrencia y se rieron de sus chistes sobre mí. Yo le

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hice caso, me quedé tranquila y no le dije más nada.


El Chino que estaba invitado como excepción pronto empezó a opinar como si
fuera el líder del club. Decía quién era la que besaba mejor, qué cosas teníamos que
mejorar, y no pasó mucho tiempo hasta que propuso que el club diera un paso más:
“¿qué clase de resistencia es esta si sólo nos besamos?”. Creo que fue la única de sus
ideas que me gustó. Pero a las otras chicas les pareció que no daba que tuviéramos
relaciones. Ellas insistieron en aclararle que una cosa era practicar entre nosotras y
otra muy distinta era coger. Este no era un club para andar putoneando con media
ciudad y mucho menos una orgia de lesbianas. Yo opinaba igual que ellas, pero no
podía dejar de pensar que, si dábamos un paso más, Vicky se iba a dar cuenta de que
me quería, de que no podía estar sin mí.
Una tarde en la que tomamos mucha cerveza me puse sensible y me largué
a llorar cuando Vicky me rechazó. Habíamos estado el día entero al lado de la pileta
tocándonos el pelo y haciéndonos mimos en la cara. Vicky estaba acostada en mi
falda y yo la miraba. La besé en los labios y le dije que la quería. Ni bien lo dije me
puse colorada, me di cuenta que el tono que había usado me delataba. Quise hacer un
chiste para desviar su atención, pero ella no dejaba de mirarme horrorizada. Muy seria
me dijo:
—El Chino tenía razón, vos estás re confundida, vos sos torta. Decime la verdad,
Sofí.
No pude responder nada, una cascada de lágrimas se amontonó en mis ojos y
se me cerró la garganta. Me levanté, dejé el vaso sobre la mesa y dije que me iba. No
sé quién me preguntó si me pasaba algo, pero yo estaba concentrada en resistir, en
aguantar. Dejé la casa y en la vereda el llanto me desbordó. Nunca más regresé al Club
de los viernes.
En diciembre de ese mismo año les dije a mis padres que me cambiaría de
escuela, que me iría al Polivalente de arte. El primer día en mi nueva escuela conocí
a un grupo de chicas. A los dos minutos les conté: Soy lesbiana. No lo había dicho
nunca así, en voz alta y sin que me preguntaran. Me miraron como si hubiera dicho una
obviedad y se rieron. Entonces, también me reí y ahí nomás hablamos de otra cosa.

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Mis puños, mis reglas

Florencia María Colombetti (San Jorge, Santa Fe, 1987). Licenciada en Letras
Modernas y Correctora Literaria por la UNC. De 2014 a 2019, se desempeñó como
docente de Lengua y Literatura en la Escuela Normal Superior Agustín Garzón
Agulla. Desde 2018, realiza tareas no docentes en el Programa Universitario en la
Cárcel (FFyH-UNC) y es secretaria técnica de la Escuela de Letras (FFyH-UNC).
Actualmente, cursa la maestría en Tecnología, Políticas y Culturas (CEA-UNC).
También participa del taller de escritura creativa que dicta Fabio Martínez. Durante
seis años, colaboró con la Editorial La Sofía Cartonera (FFyH-UNC) como tallerista,
correctora y diagramadora.

En la próxima estación, paro. Ya estoy usando la reserva y además me estoy meando,


y este semáforo que no cambia más. Eso pensaba cuando el ruido brusco de la puerta
trasera abriéndose me interrumpió. Pegué un salto que me hizo agarrar con fuerza el
volante y miré para atrás. El pibe que estaba tirado en el asiento gritó desesperado:
“Arrancá, loco, arrancá”. Apreté el embrague, metí primera y el auto salió tranquilo,
pero firme. Agarré la avenida y recién ahí me di cuenta de que no le pregunté dónde
iba. Miré por el retrovisor. Tenía la cara reventada. Decí que unos meses antes el dueño
del coche le puso cuerina a los tapizados, si no, ahí no más lo sacaba y yo mismo le
terminaba de bajar los dientes. O por lo menos, lo intentaba. Ya estaba grande para
eso.
En mis años de gloria, en el gremio me conocían por mis puños y mis reglas. Mis
puños de tres dedos eran conocidos en toda la ciudad. Una deformación congénita,
habían dicho los médicos. Era todavía un niño cuando aprendieron a hacerse respetar
estén donde estén. Me acuerdo del primero, en segundo grado. Estábamos en el
potrerito del barrio y el Cucusa, el delantero estrella, hizo un gesto con las manos, una
burla. Las risas de los demás no alcanzaron a cuajar que ya lo tenía tirado en la tierra

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reseca y le daba. Le di para que tenga. Cosas de chicos, dirán, pero yo sabía que me
jugaba el destino ahí. Los que vinieron después ni los conté.
Cuando agarré el taxi, ya no dejaba pasar una: me daban indicaciones sobre qué
camino tomar y a la calle, me discutían la tarifa y a la calle. Solo las minas se salvaban.
Las viejas, no, a la calle también, las dejaba bien lejos del cordón como a mi suegra.
Pero ahora ya estoy viejo y cansado. Prefiero no hablar a menos que me hablen, y
si tienen la lengua larga, subo el volumen del estéreo para que no lo intenten. Meto
Goyeneche bien fuerte y ya no les quedan ganas ni de amagar. Igual, ahora la gente no
habla tampoco, están con el celular hablando con otros, las chicas que dicen “te aviso
cuando llego” como si yo fuese un viejo violador; o se ríen solos mientras arrastran el
dedo por la pantalla. Son tan predecibles. Por eso, prefiero adivinar la vida de los que
viajan, a dónde van, de dónde vienen, qué quieren. Imagino sus historias, mientras
tarareo un tango que viene al caso. Por ejemplo, con el pibe todo roto de esa noche,
se me vino a la cabeza “La última curda” y supuse, me convencí, que lo chorearon y
se resistió. Un hilo rojo y espeso le bajaba desde la nariz, se le metía por la hendidura
del labio leporino y le llegaba hasta la boca. Como a ese bandoneón lo habían dejado,
hecho un lamento.
Estaba seguro, pero no siempre tengo buen tino. “¡Son unos hijos de puta! Unos
hijos de mil puta. Estaba con la Tati y cayó el turro del novio con un amigo. No me di
cuenta de que era él, no pude ni reaccionar que de una me metió una mano en la jeta…”.
Creí que me hablaba a mí, pero miré por el espejo y estaba con el celular. Lloraba
como una nena y se chupaba la sangre y las lágrimas que se le mezclaban en el labio
defectuoso. Me hirvieron las venas. Frené el auto de golpe. Me di vuelta, le arranqué
el teléfono de la mano y corté la llamada. Lo miré muy fijo y le dije: “Así, nene, no te
vas a hacer hombre”. La cara se le descolocó, se quedó mudo, pero me sostuvo la
mirada. Eso me gustó. Arranqué de nuevo y volví sobre mis pasos. Atrás, los llantitos
se cortaron. No debía tener más de quince años y se le notaba que tampoco tenía
peleas encima, estaba verde el pendejo, pobre pibe. “Vos y yo lo vamos a resolver”, le
dije. “Vas a aprender lo que hay que aprender y después me vas a agradecer, ya vas
a ver”. Estoy viejo, pero estas cosas me ponen de la nuca. Dos contra uno, pendejos
maleducados, ni eso aprenden bien.
Gané la avenida y en menos de cinco minutos, llegué a la esquina en donde lo
había levantado. Venía re caliente, apretando fuerte el volante con los seis dedos,
apretaba y aflojaba, rápido, como un tic. La adrenalina se me subió como si tuviera
veinte otra vez y me mordía los labios. Estacioné en frente de la plaza. Creo que recién

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ahí el pibe entendió. No podía decir nada, pero le brillaban los ojos, también se le
estaba subiendo la adrenalina y tomaba coraje. Me los señaló, estaban sentados en
un banco de material, la minita estaba parada. No se veía nadie más. A esa hora de
la madrugada, el frío no había dejado un alma en la calle. “Escuchame bien”, le dije
mientras giraba y apoyaba el brazo sobre el borde del asiento del acompañante, “yo
me voy a acercar, les voy a preguntar cualquier boludez, algo que los distraiga. Vos
te vas a quedar acá y vas a contar lento hasta diez. Después te bajas despacio, sin
levantar sospecha. Y cuando le dé el primer golpe al más grandote, vos corrés y te
cargás al otro, ¿entendiste?”. Asintió y se puso la capucha. Metí la mano debajo de mi
asiento, tanteé hasta que la encontré. La cadena mítica, diría el Gordo Falcon. Medio
metro de acero puro. Con esa cadena, le di el golpe final al capo de la barra Tres
Estrellas, el golpe con el que ganamos la batalla del aeropuerto y me hice un nombre
entre los tacheros. Con esa cadena, le crucé el lomo a cuanto remisero se me hizo el
guapo y me robó algún pasajero en la calle. Sí, señor, esa cadena sí que anduvo. Hacía
tiempo ya que dormía ahí debajo y esa noche, sin quererlo, ahí estaba, otra vez, lista
para hacer de las suyas. Me la enrollé en la mano derecha, la fuerte. “Ahora sí van a
saber cuáles son las reglas, pibe”, le mostré el puño cerrado y bajé.
Pregunté dónde podía comprar de la blanca y se rieron. Y ahí no más, desprevenidos,
emboqué al grandote en la pera. Desenrollé rápido a la mítica con tanta agilidad que
me sorprendió y le atravesé la panza al otro que se me venía al vuelo. El pibe apareció
como de la nada y se lanzó contra el grandote que todavía tenía la cara entre las
manos. Lo tiró al piso y se pusieron a forcejear en el pasto. Sostenía al otro de los
pelos mientras le daba con la cadena enrollada en las costillas, cuando aparecieron
los demás. Venían corriendo desde la esquina. Este pendejo, además de boludo, no
sabe contar, pensé. Solté al que tenía agarrado y corrí hasta el auto. Metí primera y
salí corcoveando. Por el espejo retrovisor vi la botella que le partían en la cabeza y el
tumulto, los golpes que se multiplicaban. Miré para adelante, apreté el volante con los
seis dedos. Tenía los nudillos ensangrentados y la mítica entre las piernas.

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cabeza e tacho

Juan Pablo Luján (Córdoba, 1974). Profesor en Letras Modernas egresado de la


UNC y Licenciado en Letras egresado de la UCC. Actualmente trabaja como docente
en dos colegios secundarios de la ciudad de Córdoba. No tiene ningún texto literario
publicado en ningún medio ni soporte. Pero lo más importante es que es el reciente
padre de un hijo maravilloso. Eso es todo.

El negro cabeza ’e tacho é cabeza ’e tacho porque tiene mugre en el marote, mierda
nomá. No piensa. Nosotro en cambio somo pillo, pensamo. Hay que pensá. Si pensá,
salí. Aunque yo no sé si pienso mucho. El Charly decía que yo era un tipo inteligente,
pero no sé. Yo nomá sabía hacé faca. Unas faca divina de treinta o cuarenta centímetro.
Sacaba los fierro de la cama y los afilaba hasta que quedaban bien puntudos. ¡No sabé
cómo pinchaban! ¡Te mandaban pa’l otro lao sin güeltas!
Pero el Charly era un pelotudo, un gil. No hay que confíá mucho en lo que decía.
Se creía la gran cosa y era un cabeza ’e tacho má. Por eso el Nische lo limpió, porque
se quería hacé el poronga y no le daba el cuero. Yo también fui un gil por segundealo
tanto tiempo. Un gil otario fui. Pero me di cuenta. Si seguía con el Charly iba a terminá
mal. Por eso me puse agreta con él. Se mandó muchas cagadas el guaso.
Yo ya venía medio cruzao, pero lo que me sacó fue la muerte del Peruano.
¡Pobre pibe! No era malo, pero se había dejado llevá por la gilada, igual que yo. Yo
lo quería mucho. Me hacía acordá a mí cuando era pendejo. Todavía me acuerdo el
primer día que lo vi. Llegó al pabellón medio haciéndose el picante. Caminaba como
John Travolta. Lo primero que hizo fue preguntá por un tal Peruano, de ahí le quedó
el apodo. Dijo que había compartido rancho con él en la UCA. Medio que se quiso
hacé el pesao, pero estaba cagao. Yo le piqué el boleto al toque. Le pregunté “¿Cuál

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Peruano?”. “El Peruano”, me dijo, “el de la Lonja”. “Vení, vení, pasá, acá te van a decí del
Peruano”, le dije, y lo hice pasá al rancho del Charly.
En esa época, el Charly era el pluma del pabellón. Yo era uno de sus segundos.
Era medio hijo ’e puta el Charly. Le gustaba maltratá a los pendejos, a los recién llegao.
Les marcaba la cancha y les dejaba claro que no eran nada, que eran uno gile otario.
Cuando el Peruano preguntó por el Peruano, el Charly le dijo que los peruano eran todo
puto, no como los uruguayo, no como el Kembo que estaba ahí y era uruguayo. “Los
yorugua son bien macho, pero los peruano, no. Los peruano son todo putazo”, le dijo. Y
ahí nomá lo cagó a saque para que se le bajaran los humo. Le dijo que lo iba a usá pa’
limpiá el rancho. Pero con el tiempo se hizo de nosotro, fue uno má. Un hermano. Me
dolió mucho cuando lo pincharon. ¿Por qué lo mataron? Yo no sé muy bien qué pasó.
Me dijo el Kembo que fue culpa del Charly. Yo no estaba cuando se armó el quilombo.
Era mi cumpleaño. Justo tenía visita. Habían venido mis viejitos.
Riquifor era el que me había conseguido la visita. ¡Tipo piola, Riquifor! A principio
no me caía bien. Era un boga. Era cheto, medio cagón. El Charly decía que era un
putazo. Yo lo pinché una vé. Casi lo hago fiambre. Se salvó de pedo. No sé qué le habrá
pasao esa vé, pero volvió de la íntima haciéndose el malo con el Charly. No sé. Se
habrá peleao con la jermu. ¡Qué se yo! Pero bué, el Charly le saltó: “¿Qué te pasa, che,
puto? ¿Queré peleá?”, y le tiró una faca en el piso pa’ que agarrara. ¿Y el gil otario qué
hizo? La agarró. Se creyó que iba a peleá con el Charly. Pero cuando levantó la faca,
lo encaré yo. Se recontracagó el maraca y empezó a corré por todo el pabellón. Hasta
que lo arrinconé contra la paré y le mandé la refalosa por las tripa. Decí que justo
cayó la requisa porque si no lo terminaba de liquidá. Se salvó de pedo el cagón. Se lo
llevaron a la enfermería y lo curaron. Pero ese día casi se murió, casi lo maté.
Despué que se curó lo llevaron a otro pabellón. Al cinco. Ahí se hizo
amigo del Chómpira. Con ese había bronca vieja. El Charly les había mejicaneao
al Furnié. La Jennifer se lo había pedido. ¿Qué quién era la Jennifer? Era la novia
del Charly. Era un trava morocho, alto, lindo. Era una gata. Pero era intocable.
Era la jermu del Charly. La Jennifer le había pedido al Charly que trajera al Furnié
porque decía que nuestro rancho era muy triste, muy oscuro, le hacía falta
color. Él sabía pintá y dibujá. Entoncé el Charly armó quilombo en el patio y en
la confusión se lo trajo. Al Chómpira no le gustó ni bosta. Se la quería cobrá.
Entonce armaron un doparti de fulbo en el patio. El que ganaba se quedaba
con el Furnié. Pero el Charly era muy pillo. Le había pedido a la piba del Kembo
que le entrara un 38 al penal. La minita lo había ido trayendo de a parte. Si vó

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le tirá unos pesó a los guardia, acá entra todo. Celulare, droga, arma. Todo.
Así que el Charly entró a la cancha enfierrao. Lo que no sabíamo era que el
Chómpira había hecho algo parecido. Le habían tirao una paloma. ¿Qué é una
paloma? ¿Pero qué? ¿Vó no sabé nada? ¿Hay que enseñate todo? Una paloma
es un paquete que los de afuera le tiran a los de adentro. La paloma vuela por
arriba del paredón del penal y despué viene alguien y la levanta. La paloma del
Chómpira también venía con fierro.
Estaba todo bien con el doparti. Estaba tranqui hasta que el Charly armó
quilombo. Hubo piña. Pero el Charly y el Chómpira pelaron los fierro y ¡pum, pum, pum!
Se cagaron a tiro. Ganó el Charly. No lo tocó una bala. El Chómpira terminó revolcao,
lleno de sangre y con las tripa afuera. Hubo tré fiambré má. Los guardia entraron y
nos ajustaron a todo. Estaban recaliente. No pensaron que íbamo a armá semejante
quilombo. Nos cagaron a palo, nos pusieron en fila y nos cambiaron de pabellón.
Nos mandaron con el Nische. Al pabellón de los preso peligroso. Ya no nos
podían manejá. Éramo muy quilombero. Nosotro nos creíamo que éramo importante.
Pero no. El Nische nos enseñó. Nosotro éramo una cabeza ’e tacho má. El Kembo
estaba impresionado. Decía: “¡Mirá que organizao están estos!”. Los tipos tenían un
pabellón relimpio. Una maravilla. El Nische no tenía un rancho, tenía un ejército. Los
tipos tenían disciplina. Nosotro estábamo acostumbrao a viví en la mugre.
Cuando vimo eso, nos acovachamo bien calladito en un rincón. Ahí fue cuando
el Kembo le empezó a hacé la cabeza a Riquifor. Le decía: “Vó só un tipo inteligente. Vó
tené estudio. Só boga. Tené que hacé así. Tené que tené tu gente”. Pero Riquifor no se la
creía y el Kembo insistía: “Tené que conseguile cosa a los guaso. Tarjeta, visita, salida.
Todo eso. Así te lo va a ganá”. Le dijo: “Mirá al Cabezón, por ejemplo. Está castigao y
en un par de día é el cumpleaño. No puede vé a los viejos. Tené que conseguile visita”.
Y Riquifor le respondía: “¡Estás loco! Éste me pinchó”. “No importa”, decía el Kembo,
“a mí también me pinchó. Mirá como me dejó la gamba. Pero igual tené que hacelo
amigo tuyo”. Al final, el Kembo lo convenció. Y así fue como Riquifor me consiguió la
visita de los viejos. Habló con el guardia y la consiguió. Ademá empezó a conseguí
tarjeta pa’ las llamada. Así se empezó a hacé jefe. ¡Tipo piola, Riquifor!
Pero bué, como te dije, cuando llegamo acá, a lo del Nische, estábamo medio
cagao. No sabíamo qué onda con estos guaso. Eran pesao en serio. No como el Charly
que se hacía el poronga y era un gil otario. Se quiso hacé el carteludo apená llegó.
Entró mal. Les dijo que eran todos puto, que se bañaban mirándose la pija. Les dijo
que él la tenía bien grande pero que quería intimidá. Dijo que iba a poné una colcha pa’

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tapá todo, pa’ que no lo vieran. Al Nische no le gustó ni bosta. Lo marcó feo. Así iban
pasando los día. Hasta que el Nische se cansó, le tiró las colcha a la mierda y le dijo
que no estábamo en una villa. El Charly se calentó y agarró la faca. El Nische también.
Cuando el Nische lo encaró, el Charly puso al Peruano al medio y ¡zas!, faca pa’l pibe.
El Nische lo pinchó sin queré. Otra vé quilombo. Otra vé requisa.
Ya sabé, a mí me contó el Kembo. Yo estaba con mis viejos. En la visita. Cuando
volvía tranqui al pabellón, vi que lo sacaban al Peruano todo lleno de sangre. Con los
ojo dao vuelta. No veía nada. Yo le gritaba y no me veía. Fiambre. Te juro que soy duro
pero ese día aflojé. Yo lo quería mucho al pendejo. Me hacía acordá a mí cuando era
pibe. Esa no se la perdoné al Charly. Por eso me puse agreta con él. Yo había sido un
gil otario mucho tiempo. Pero ya no. Ahora tenía que pensá.
Al Charly había que échalo. Ya no se lo aguantaba má. Era muy moquero. El
Nische se encargó. Yo no vi bien. Yo veía todo nublao. El Nische todavía no confiaba
mucho en nosotro. Nos había metido pastilla en el pajarito. Al Kembo, al Riquifor y a
mí. ¿Qué? ¿Tampoco sabé lo que é el pajarito? Só medio verde vó. El pajarito é el chupi.
Pero bué, te sigo contando. Yo vi que había fuego en el piso. Los negro tenían todo
antorcha en la mano. Estaba todo naranjao y con sombra. Parecía un sueño feo. Si vó
me apurá, no sé si no estaba dormido. Lo único que sé é que al otro día el Charly no
estaba má.
No sé, yo vi que el Nische le pegaba con un palo con un clavo. Le pegaba y le
gritaba. Y el Charly chillaba y sangraba. Bué, te digo, el Nische le pegaba y le pegaba
y le gritaba: “Sombra, sos una sombra. Ya estás muerto”. Hasta que agarró una de
las antorcha que tenía uno de los otro y ¡tsss!, le quemó la cara. El putazo del Charly
lloraba y lloraba. Pero te digo, capá que lo soñé. Era muy raro todo. La verdá que al
otro día el Charly no estaba má. Se había ido. Se lo habían llevao. O se había muerto.
¡Qué se yo!
Desde ahí todo empezó a está más tranqui. Nos hicimo amigo. El Nische nos
enseñó. Riquifor aprendió y se hizo jefe. Nosotro nos hicimo soldaos. Ya no somo
rancho. Vó tené suerte de está acá. Só pendejo pero tené suerte. Me hacé acordá al
Peruano. Era un pibe piola. ¡Pobre Peruano! Yo lo quería mucho. Pero bué, mañana
vamo a salí todo de acá. Mañana nos vamo a amotiná. Ya no somo cabeza ’e tacho.
Ya no somo gile otario. Ahora somo pillo. Pensamo. “Si pensás, salís”, dice el Nische.
Mañana todo estos rati puto van a sabé quién somo. El penal va a ardé. ¡Vamo a salí,
carajo!
Dale, pibe, seguí afilando la faca…

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Reconversión de Laureano
Gómez Acuña

Manuel Esnaola (Río Tercero, 1984) es Licenciado en Ciencia Política por la


Universidad Católica de Córdoba. Durante el año 2006 ha realizado estudios de
literatura y filosofía en la Universidad de Passau, Alemania, con una beca otorgada
por el Servicio Alemán de Intercambio Académico. En 2007 fue Mención de Honor en
el “VI Certamen Nacional y I Internacional de cuento y poesía Juninpaís”, auspiciado
por el Ministerio de Educación de la Nación, mismo año en que la Editorial de la
Universidad Católica de Córdoba publica su primer poemario, “Uno más Uno – Cero
en el Espejo”. En 2011 fue Mención Especial del “Concurso Nacional de Poesía Corral
de Bustos”, participando en la antología “Las Palabras del Asombro”. En 2013 Alción
Editora publica su segundo poemario “algo que no está ahí”. La Biblioteca Justo José
de Urquiza le otorga el Premio Bienal a las Artes en el rubro literatura, Río Tercero
(2014). A finales del mismo año, le es concedida la Mención Especial del Jurado en
el “Concurso Fundación Pablo Neruda”, organizado por la Universidad Nacional
de Córdoba. En 2015 Alción Editora publica su tercer poemario “Nada fuera de lo
común”. Actualmente es columnista del diario Hoy Día Córdoba.

No importa que afuera haya invierno. Todavía me queda yesca para quemar. Pero a
vos, Laureano Gómez Acuña, te la tengo jurada. En lo que a mí respecta, estoy bien
calentito. Tengo reserva de clona, dos cajas de quetiapina, tres de risperidona y un
frasco de ácido valproico. Así que vas a ser boleta por alguien que cerró los ojos y los
abrió en medio de la noche. Los abrió, miró, fumó abajo del agua y entendió todo: la
envidia de esos internaditos por la mamá en clínicas privadas. Me puse así solo. Fui
al doctor, hice terapia regular, conseguí las recetas, tranca potranca, encerrado en el

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penthouse, purgando todo el afrecho para afuera. Suerte que no me denunciaron en


el edificio, porque te anduve puteando como un condenado en estos días. Y no es la
limpieza en sí, el detox, los fantasmas, el bicho. Sos vos, paraguayo infeliz. ¡Cómo le
vas a hacer eso a los hermanos Sosa! Encima parece ser que te hacés llamar Arnaldo
André.
Yo soy de familia bien, eh. A vos no te va a quebrar un wachiturro. Te va a
pacificar un poeta. Luciano Ballesteros: treintañero, ruin y solitario, abanderado de la
nostalgia. Sé muy bien lo que hay que hacer. Mi vieja fue la Ecbna. Ana María Soares
de Ballesteros. Heredó de mi abuelo matrícula en la escribanía. Un privilegio de la
edad media que hay que aprovechar, decía. Y yo bien que aproveché. Nunca un trabajo,
nunca una culpa, nunca una mochila, jamás el peso del mandato.
Dos cosas anoto. A mi hermana Desiré la mató una mosca. Es decir, la mató el
asfalto, pero todo a causa de una mosca. Venía pisteando en su Yamaha con la visera
del casco abierta. Soldada venía. En la autopsia encontraron una mosca pegada en
el fondo del cráneo. Los ojos son, para ser más precisos, las pupilas son, en sentido
literal, como un agujero, señor Ballesteros, me dijo el médico aquella noche. A cien
kilómetros por hora una mosca, que está prácticamente quieta, aleteando, digamos,
en círculos más o menos concéntricos, se convierte en un proyectil. Me enseñaron la
mosca, en aquella sala teñida por la intermitencia de los tubos fluorescentes. Estaba
boca arriba, sobre una bandeja de acero inoxidable: tiesa, imperecedera, limpia,
inofensiva.
La segunda. Mi padre, lo digo así porque con él pintaba respeto —algunos se
animarían a decir “temor”—, fue un ingeniero que laburó siempre en Buenos Aires. No
hablaba mucho de su trabajo. Sólo sé que era un tipo muy pulenta para las matemáticas
y se la pasaba más bien haciendo cálculos que pisando escombros. La cosa es que
a la Ecbna, Ana María Soares de Ballesteros, y a mi padre los agarró un bombazo de
arriba, una especie de atentado y ahí volaron los dos, materia desintegrada, partículas
en el aire, escombros, fierros. Acá en el penthouse tengo unos lindos portarretratos
con fotos de ellos y de Desiré, bien patinaditos los portarretratos, y eso es lo que queda
de la familia.
Me bajo en Constitución, porque quiero caminar. Asolearme, como decían los
empleados del Hotel Cartagena Plaza. Le dejo lista la asoleadora para que usted
pueda asolearse tranquilo, señor Ballesteros, decían. Bajo por las calles despejadas,
perforo la respiración del invierno. Camino con embozada obstinación, voy rumbo a tu
casa, Laureano Gómez Acuña. Hoy te hundo, te archivo, te borro del mapa. Estuve dos

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meses tranquilito, con toda la medicación arriba, dosificando la calma, para atravesar
con estoicismo el frío que siempre estaba afuera, estuve, por decirlo de algún modo,
escribiendo el libreto. Hoy el poeta Ballesteros te silencia para siempre. Adiós a ese
timbre varonil y seductor, maestro. Hoy te limpio. Y sabé que vos te lo buscaste, por
cagarle la vida a los hermanos Sosa: al campechano Martínez, al pijudo Castro y al
baby face Heredia. Es como si te estuviera viendo: el traje pálido color tiza, y ese perfil
traslúcido pispeando desde la ventana el taller mecánico de los hermanos. Encima
tenías una familia re pulenta, ¡infeliz! Hijas amorosas y educadas, que al principio te
querían. Pero tuviste que dedicarte a pegar cachetadas durante veinte años.
Quiero que conste en acta que hoy te quiebra un poeta. Mientras te espero,
sentado frente a tu casa, aprovecho y anoto algunas ideas para tu epitafio: 1) Si la
muerte sobra / alcanza para todos / el silencio. 2) Quemado por uno que no se sacó los
nylon. 3) Aquí yace uno cuyo nombre fue diluido en muchos nombres, y hoy es todos
y es nadie. 4) No alcancé a distinguir, en el reflejo de sus lentes, si mis ojos eran los
de Laureano Gómez Acuña o los de Arnaldo André. 5) Y yo me dije: “Parecía buenito
el pibe, estaba leyendo El guardián entre el centeno, sentado en un banco del parque”.
6) Trabajé en mi propia ruina. 7) He sido un ser detestable, lo sé. Macho cacheteador,
irresistible piquito de oro. Sólo seguía la voluntad de un tal Adrián Suar. Te dejo esta
data, paraguayo, por si no te reclama ni dios. La voy a poner en tu saquito de galante.
Y ya no habrá whisky servido de botellón de cristal, ni ventana desde la cual asomarse.
El día es tranquilo. Los árboles dejan pasar cierta claridad que tiñe las baldosas
del parque. Deambulan señoras con bolsas repletas de víveres. A mí me decían
que nunca iba a mandar a matar a nadie, y es cierto. No podría delegar en otro la
responsabilidad de chupar una existencia. Por eso me preparé todo el invierno, tranca
potranca. Hablé como un loro con el terapeuta: de mi vieja, de mi padre, de Desiré
y mil mambos más. Después me ungió con su birome, y yo sentí cómo ese birome
escribía de un tirón, casi sin despegarse del papel, toda una letanía de palabras íntimas,
dedicadas al poeta Luciano Ballesteros: clonazepam x 2, quetiapina x 2, risperidona x
3, frasco de ácido valproico x 1. Por eso ahora estoy nuevo, fresco. Ni bien asomes la
ñata a la vereda te quiebro, Laureano. Por mí, por los hermanos Sosa y por todas esas
minas que sopapeaste.
Se abre la puerta. Veo la sombra de un zapato. Inmediatamente la insinuación
se materializa y aparece un zapato marrón, reluciente. Arriba de esa estructura tan
bien construida, te erigís vos, Laureano Gómez Acuña. Han debido de pasar siglos y
transmigraciones, carne contra carne formando un cuerpo nuevo, y después otro, para

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conjurar ese porte que te sostiene: indescifrable, parco y risueño, tenaz. Llevás barba
de tres días, pelo engominado, anteojos negros. Saco el fierro y lo meto adentro de la
campera. Me paro, cruzo la calle con solemnidad, voy como flotando. Digo, hola señor
Laureano, yo he visto todas sus telenovelas, señor Arnaldo, mi madre era una gran
admiradora suya. Aprieto la mazorca y el frío del metal me quema las manos. Cómo
te voy a pacificar, pedazo de hijo de puta. Hola pibe, qué gusto conocerte. ¿Cómo te
llamás?, decís, y tu voz es deliciosa, grave, hipnótica. Torcés los labios y esa sonrisa a
medias rezuma bondad. Sonreís con simpleza, devoto. Notás mi tonada y te sorprende
que haya venido desde tan lejos para verte. Ni siquiera te asusta el hecho de que un
desconocido te espere afuera de tu casa. Me decís, mirá, esperame un segundito,
déjame que te busque una cosa. Te metés de nuevo en la casa. Este se dio cuenta,
pienso. Le pego otra palpada al socotroco. Hoy te rompo, Laureano. Unos segundos
después salís con un bolsito en la mano, parece una botinera. Acá tengo algunas
cosas que yo usé para rodar Valientes, decís. Dale tomá —soltás un par de carcajadas
caritativas—, no seas tímido, agarrá que es para vos —tus palabras se me pegan como
un ungüento mágico—, fíjate que ahí dentro tenés unos puros, algunas fotos firmadas,
un frasco de perfume y también el reloj dorado que presumía en mi escritorio, ja ja ja,
reís, y parece que el aire se vuelve aún más liviano —estoy entregado a tus sibilancias
magnéticas, Arnaldo—, y también tomá estas entradas por si hoy a la noche quisieras
ir a verme al teatro, ja ja ja. Yo no puedo matar a este tipo, me digo. ¡Es un pan de dios!
Todo este tiempo odiando a un alma noble, revestida con ese barniz opaco de quien ha
utilizado innumerables rostros siniestros, pergeñados por una mentira, por una ficción
impropia. Cómo puede ser tan hijo de puta este Suar.
Ahora Laureano Gómez Acuña me saluda y se va a contraluz, desaparece en la
esquina con ese relamido misterio que tienen los objetos no identificados. Detrás de él
no queda nada. Una mochila colgando en el aire, una quema con la pólvora humedecida,
un cuaderno donde escribo un probable epitafio para una tumba sin nombre: como ya
se ha escrito, en la noche eterna, sufrir puede ser una patria.

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La escalera

Sebastián Enseñat (Buenos Aires, 1972). Es periodista deportivo. Realizó la carrera


de Escritura Creativa en Casa de Letras (Buenos Aires). En 2002, ganó el tercer
premio Concurso de poesía “La luna que”. Publicó el libro de poesía “Llena mi copa
igual que ayer” - Ed. El Mono Armado (2007). Escribió la novela, aún inédita, “La
pared verde”, supervisada por la escritora Alejandra Laurencich.

Años después, encuentro a Gabriela en el colectivo. Terminamos juntos el secundario,


no me cuesta reconocerla. Hola, Gaby, soy Fabricio, digo. Remuevo mi pelo, trato de
esconder la incipiente calvicie. ¿Fabri, del colegio?, ella apunta directo a mis entradas.
Me entero de que se separó hace tres meses y que tiene un hijo. Le pregunto el
nombre del nene porque a una madre le gusta eso. Ella quiere saber de mí. Le cuento
que estoy juntado con Carla, que algún día también quisiéramos un hijo. Son hermosos,
pero no vas a poder dormir tranquilo, advierte. Distrae su mirada hacia la calle, como si
temiese pasarse. Antes de eso tengo que conseguir trabajo, ahora mismo estoy yendo
a una entrevista en el hotel Panamericano. Piden inglés, así que seguro que me va mal,
me arrepiento de lo que dije, ¿por qué me victimizo? No me da tiempo para corregir mi
error: Papá es dueño de una metalúrgica, puedo preguntarle si tiene algo para ofrecerte.
Le dicto mi número de teléfono. Ella se despide. Toca el timbre.  
Me bajo unas paradas antes de mi destino. Siempre salgo de casa con tiempo
antes de enfrentar situaciones estresantes. Me gusta caminar, buscar en mi playlist
alguna canción que me tranquilice. Una mujer morena resuelta en luna se derrama hilo
a hilo sobre la cuna, elijo “Nanas de la cebolla”, el poema de Hernández en la voz de
Serrat.
No estoy tranquilo. Podría entrar en aquel bar de la esquina y tomar algo fuerte,

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pero voy a oler a alcohol. Sigo de largo. Pienso en Gabriela, en aquel día que se rompió
el micro y no pudimos ir al campo de deportes:        
En el patio de la escuela, el profe nos hizo jugar al básquet con dos cajones de
verduras que servían para encestar, y una escalera para sacar la pelota del cajón cada
vez que embocábamos. Así fue en los comienzos, dijo. Para mí la novedad era que
compartiría el equipo con las chicas, y yo era bueno en tirar al aro. A Gaby, que era un
queso, la ayudé a orientar los brazos para que pudiera hacer el doble. Ella me abrazó.
Nuestros cachetes se pegaron y casi nos damos un beso en la boca. Entré a la clase
de Ciencias Naturales con el pecho inflado, y le conté a Jirafa, mi compañero de banco.
Llego al hotel. ¿Y si siguiera de largo? Desperté de ser niño, nunca despiertes.
Triste llevo la boca, ríete siempre. Me quito los auriculares, silencio el teléfono. Espero
que no me pidan inglés. 
Me recibe una de las recepcionistas. Otro candidato al puesto está esperando
en el lobby, sentado. Viste con traje. ¿Vamos, Nico?, le dice la chica. Mi rival se levanta.
Los tres subimos al piso 18. ¿Por qué tan alto? pregunto. Nico mira raro. La entrevista
es en el salón de convenciones. La silla es mullida y tiene apoyabrazos. Me hundo.
La recepcionista se va. Aparece una mujer con un conjuntito que combina bien
con sus ojos negros. Seguro que nos hace de goma con el inglés, murmuro. Nico me
devuelve la mirada, sorprendido.  
La mujer del conjuntito empieza a hablar, pero no puedo concentrarme. Pienso
en Gabriela, en su papá metalúrgico. La entrevistadora acomoda unos papeles, levanta
la vista y me hace una pregunta en inglés. No entiendo qué quiere que le diga. Le hace
la misma pregunta a Nico. Artigas, a dos cuadras de la plaza, responde. El resto del
interrogatorio es innecesario. En los próximos siete días los llamaremos para nuevas
entrevistas. A mí no me vas a llamar, quisiera decirle. Tengo mucha bronca. ¿Por qué
vine en jean y zapatillas?
El ascensor baja los dieciocho pisos de un tirón. Siento náuseas. Para
recomponerme descanso en el banco del jardincito que rodea al edificio. 
Vuelvo a casa, me echo una siesta. Sueño que Carla y yo tenemos un hijo.
Llegamos desde el hospital, es de noche. Hay que ponerle un nombre, digo yo. El bebé
descansa. Yo espero que llore. Silencio. Me impacienta. Carla duerme, parece feliz. Me
levanto para ver a nuestro hijo sin nombre. Antes de entrar a su habitación presiento
lo peor. 
Me despierta el ruido de llaves. Carla entra a la habitación. No pregunta cómo
me fue en la entrevista. Le cuento lo de Gaby y el padre metalúrgico. Mientras esperás

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el llamado de tu amiga, podrías levantarte y hacer algo, dice. Empieza a cambiarse de


ropa. ¿Qué querés que haga?, doblo la almohada, la acomodo contra el respaldo. Algo
útil. Podrías decidirte a pintar el techo de la cocina, imaginate si tuviéramos un hijo,
darle de comer al bebé bajo esa mugre de hongos, los ojos se le humedecen.
No le cuento la pesadilla, el terror a los accidentes. Esta vez no dice nada sobre
el reloj biológico. Mañana voy a la casa de tu mamá y le pido la escalera que nos ofreció.
La pintura podemos comprarla en cuotas.
Al otro día me levanto temprano, junto con ella. Se pone el trajecito beige, le
queda mejor que el negro. Me visto con el mismo jean y una remera de los Redondos.
Camino tres cuadras hasta lo de mi suegra. Me da la escalera, lijas y dos pinceles.
Cargo con todo. Me detengo frente a la pinturería de la avenida. Apoyo la escalera
contra un poste de luz. Le pido al canillita de la esquina que la cuide. Me seco la
transpiración. Entro. Pago un tarro en dieciocho cuotas. Voy a tener que hacer dos
viajes. Llamo a Jirafa para pedirle ayuda.
Jirafa estaciona. Atamos la escalera en el portaequipaje y en el baúl ponemos
la pintura y todas las demás cosas. Antes de subir, pregunta si até bien de mi lado.
Refuerzo el nudo. Boludo, ¿sabés a quién encontré ayer en el colectivo? A Gabriela, nos
miramos por encima del techo. ¿Gabriela?, pregunta. Nuestra compañera del colegio, le
recuerdo. No sé si me escuchó, espero que abra de mi lado. Tu casi primer beso, ¿qué
es de la vida?, quiere saber. Enciende el motor. Labura con el padre, se separó hace unos
meses y tiene un nene, digo. Abro la ventanilla. Jirafa espera que corte el semáforo de
atrás para salir, pregunta cómo se llama el nene. Qué sé yo, pelotudo, no me acuerdo,
la radio pasa música melosa, cambio el dial. Qué mala onda, dice. La cuestión es que
Gaby por ahí me consiga laburo en la metalúrgica del viejo, me entusiasmo. Cierro los
puños y ensayo un movimiento bailable. ¿Una mina que hace mil años que no ves, te la
encontrás de casualidad y de repente te ofrece trabajo? Esos son golpes de suerte que
a vos nunca te van a pasar.
Estaciona. Terminamos de desanudar y dice que lo espere. Vuelve de la verdulería
de la esquina con dos cajones de fruta. ¿Para qué es eso?, digo. Vamos a revivir viejos
tiempos, dice. Jirafa, no me jodas. Hoy tenemos que dejar el techo terminado, o al menos
lijado. Carla me va a cagar a pedos. No me hace caso.
Pasamos por la puerta del costado, directo al jardín. Busco una pelota de fútbol
en el armarito, debajo de la parrilla. La usamos cada vez que los sobrinos de Carla
vienen desde Chascomús. ¿Dónde vas a colgar los cajones?, pregunto. En los troncos
de aquellos árboles.

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Miro para un lado y para el otro, como si descubriese los árboles de mi propia
casa.
Terminamos de colgar los cajones. Apoyamos la escalera contra la pared.
Empezamos el partido. Jirafa aprovecha su altura para ganarme fácil. La lluvia de la
noche anterior hace que el césped se haga barro, y aunque ya veníamos un poco sucios
y transpirados de cargar con los bártulos, terminamos de joderla con una guerra de
barro. No paramos de reírnos. Una bola va a parar al vidrio de la cocina.
Estamos embarrados hasta las orejas. No hay más regla que la de tratar de
embocar en el cajón. Ya no tenemos diez años, crujen los huesos. Jirafa se divierte
como un nene.
Por fin hago un doble, agarro la escalera. Subo. Escucho el clic de la puerta
que separa el interior de la casa del jardín. Trago saliva. Empiezo a darme vuelta con
cuidado. Ayudáme, Jirafa, que me voy a matar. Él se acerca, sostiene la escalera. Miro
hacia la puerta. Me quito el barro de los ojos. Carla se pone a llorar.

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La de Messi

Daniel López (Las Higueras, 1970) Es profesor de historia. Presidente de la


Biblioteca Popular Luis Alberto Spinetta, de Las Higueras. Coeditó el Periódico EL
Higo Informativo (2015-2017). En 2016 ganó el primer premio en el Certamen de
Cuento organizado por la SER Río Cuarto, con su cuento Violencia. En el 2019, obtuvo
mención el Certamen de Cuento de General Cabrera, con su texto Test. En el 2020,
el primer premio en el concurso literario Historias con tapabocas, de Montevideo,
Uruguay, con su cuento En tiempo real. Formó parte en la publicación de varias
antologías de y, Editorial Cartografías editó su primer libro de cuentos A veces, otra
vida, en el año 2020.

—En el barrio detrás del hipódromo —dijo Marisa.


Se tapó la cara con el cuello polar y dejó la mochila y la campera de Julita en
el asiento trasero. Apoyó los pies en el torpedo y me pidió que manejara con cuidado.
Cuando apareció la entrada del Jockey Club, hizo una llamada rápida con el teléfono
nuevo.
—Seguí por ésta, dos cuadras —ordenó.
A la derecha, viviendas con arbustos y enredaderas de hojas amarillas en las
verjas. Del lado del Jockey, detrás de las rejas, las caballerizas. A pesar de la llovizna, los
regadores sobre la cancha de rugby. Al final del predio doblé a la izquierda. Me detuve
frente a una vivienda de IPV con puerta y postigos de chapa. La pintura amarilla de las
paredes y un cartel que decía Almacén El Pato la diferenciaban de las demás. El tipo
esperaba en la vereda, bajo un fresno pelado. Fumaba y vestía un equipo de gimnasia
azul oscuro y zapatillas flúo. Un gorro de lana le tapaba hasta las cejas. Marisa bajó la
ventanilla y recibió el paquete.

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—Vamos —ordenó golpeando el torpedo. Di la vuelta en U.


—¡Qué hacés! —gritó—. Dale derecho.
Frené unas cuadras más adelante y le pedí —levantando la voz— que se
tranquilizara. Apoyó el paquete entre sus piernas y cortó la cinta que lo envolvía con un
cúter. Separó dos bolsas pequeñas y colocó una en el bolsillo lateral de la mochila de
Barbie. Guardo la otra en el paquete y lo metió debajo del asiento. Miró la hora en el
celular.
—Estamos bien —dijo—. Vamos a la Shell de la ruta.
Se encargó de los capuchinos y yo compré chocolates. Nos sentamos en una
de las mesas del shop. Dos pibes entraron a vender medias. Desabrigados y en ojotas,
arrastraban los pies y apenas abrían los ojos. Se notaba que eran hermanos. No
hablaron, sólo levantaban la mercadería al llegar a los clientes. Supuse que estarían
con sueño o simplemente cansados de las negativas. Marisa los observó y murmuró
algo.
—¿Qué?
—Nada —contestó y tomó del vaso de cartón—. Comprales.
Volvió la vista a los pibes y los siguió por unos segundos.
—Comprales, ¡dale!
Los llamé. Me dejaron tres pares de zoquetes multicolores y uno dijo algo tan
despacio que no le entendí. Ofrecieron en otra mesa y salieron por la puerta que daba
a los surtidores.
—Ojalá que pare esta lluvia de mierda —dijo Marisa y la voz le sonó como cuando
le hablaba de Julita.
En la pantalla que colgaba de la pared, una periodista del noticiero local
informaba sobre el tránsito en Buenos Aires. Marisa terminó el capuchino y comentó
que estábamos mejor, más seguros con el Fiesta. Asentí con un pedazo de chocolate
en la boca. Tenía razón, en la moto nos moríamos de frío. Y ni hablar cuando llovía.
—Con tu anterior laburo, imposible —dijo y miró nuestro auto a través de los
vidrios.
En el tele pasaron del tránsito a un informe sobre un tiroteo en Barrio Fénix. Un
petiso canoso, que presentaron como especialista, advertía que la ciudad no era la
misma, que había estallado la guerra narco.
—Hay que comprar una mochila nueva para Julita —dijo Marisa, y se levantó—.

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Vamos.
Cruzamos la ciudad por una calle inundada. La basura tapaba los desagües y
los remiseros se alistaban para el combate. Marisa se quejaba del agua y del frío, de
los baches, del intendente, de los colectivos y de Dios. Se metió un chicle en la boca y
se quedó mirando el agua sucia que subía a las veredas.
—Una mierda Río Cuarto cuando llueve —dijo y volvió a subir los pies al torpedo.
Sonó el celular y atendió. Repitió tres veces okey y cortó.
—Acordate —ordenó—. Ella, alta y con algo fucsia en la cabeza. Pará acá.
Se bajó y tiró el celular en un contenedor de la esquina. Seguimos; las calles
del centro no tenían tanta agua. Estacioné cerca de la esquina del colegio, faltaban
quince minutos para que nuestra hija saliera. La lluvia volvió a ser llovizna y un viento
repentino volteó hojas amarillas de los aromos. Subí la calefacción del Fiesta.
—Está paranoico el tiempo —dijo Marisa.
A mitad de cuadra se desocupó un lugar y nos cambiamos. Me metí al lado
del espacio reservado a los transportes escolares. Desde allí podía ver el kiosco y la
panadería de la otra cuadra. Enchufé el pen drive en la entrada del equipo.
—Dejá la radio —dijo—, me pone nerviosa esa música.
Era la que escuchábamos siempre, pero no quise empezar una discusión.
—Revisá que esté todo bien —pedí, y busqué una FM.
Agarró la mochila de Barbie del asiento trasero. El carrito y las ruedas eran
rosas y tenía cientos de corazones esparcidos sobre un fondo naranja, como el de
la campera de Julita. Marisa revisó en uno de los bolsillos laterales; el otro tenía una
botellita térmica. Bajé y crucé a la vereda del colegio. La pareja salió de la panadería, a
media cuadra; ella llevaba un gorro de lana fucsia, se pararon en la otra esquina. Cien
metros. Regresé al auto.
—Están listos —dije.
—¿Qué te parece una de Messi? —preguntó Marisa con la mochila en el regazo.
Pensé que sería una tortura para una niña de primer grado.
—Es una mierda la Barbie —dijo, y volvió a dejarla en el piso, entre los pies.
—De Messi, no —dije—. Busquemos otra de nena.
—¿De nena? Dejate de joder.
Callé, no se podía hablar con Marisa en ese estado. Bajé un poco la ventanilla

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para refrescarme la cara.


—¿Qué hora es? —preguntó con el otro celular en la mano.
—Faltan cinco —contesté sin mirarla.
Aparecieron de pronto. Con los pilotos amarillos tardé en reconocerlos. Uno fue
hacia el lado de ella y el otro golpeó el vidrio de mi puerta.
—¡Esperá! —gritó Marisa, y se cubrió las piernas con la campera naranja de
Julita. Bajé la ventanilla.
—Está invadiendo la zona de los transportes —dijo el policía
—¡Ya salimos Oficial! —gritó Marisa, que se había quitado el cuello polar—. Mil
disculpas, por favor.
Di vuelta a la manzana y ella empezó a golpear con las manos sobre el torpedo.
—Vamos, vamos, vamos —repetía con los dientes apretados.
No encontré lugar para estacionar. Marisa se descolgó en donde habíamos
estacionado, con el abrigo de la nena y la mochila. Di una vuelta por la otra manzana
y logré meter el auto entre dos camionetas. Cuando llegué a la vereda de la escuela,
los alumnos ya estaban en la calle. Marisa le puso la campera a Julita y le cambió
la mochila. Barbie rubia, por Barbie Morocha. Cruzaron la calle y le dio un beso en la
vereda de en frente.
—Listo —dijo Marisa cuando nos encontramos.
Busqué a mi hija con la mirada. Caminaba, entre padres y alumnos, el abrigo
anaranjado resaltaba entre los uniformes verdes. Las rueditas de la mochila resistían
a los desniveles y charcos de la vereda. Abracé a Marisa y caminamos en la misma
dirección que ella. Pasamos la panadería y nos metimos en el quiosco de mitad de
cuadra. Desde la ventana observamos los pasos de nuestra hija hasta llegar a ellos. La
mujer del gorro fucsia se agachó y la besó. El tipo que la acompañaba abrió y cerró
el bolsillo lateral de la mochila de Barbie con rapidez. Sentí la tensión en el cuerpo
de Marisa. Cruzaron por la senda peatonal y dejaron a nuestra hija en la vereda del
quiosco.
—La de Messi va a estar bien —afirmó Marisa, y se fue en busca de Julita.

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El extraño caso de las


primas en la bañera

Guillermo Bawden (Córdoba 1977) Fue editor de la Revista Universitaria de humor


Le Primitive Diplomatique (2002-2005) Editó en poesía “Cuando mueran los peces”
(Textos de Cartón 2012 – reeditado por Llanto de Mudo en el 2013) “Paris Journal”
(Llanto de Mudo 2013 y reediciones 2014 – 2015) “Grimorio del Búho” (Llanto de
Mudo 2015) “Marlboro Vox” (Babel Ediciones 2017) y las novelas “Letra Muerta”
(Fan Ediciones – Llanto de Mudo 2012) y El Sepulturero (Contamusa Ediciones 2016)
Formó parte del grupo editorial Llanto de Mudo con Diego Cortés y dirigió las
colecciones Bonzo y Extraviado, así como del consejo editor de PALP revista de géneros.
Forma parte del grupo de trabajo del Encuentro de literatura negra Córdoba Mata, en
la que co dirige junto a Lucia Feulliet y Gastón Tremsal la revista del encuentro, Tugurio.
Está encargado desde el 2012 del Espacio Poesía de la Feria del libro Córdoba.
Escribe mensualmente la columna Días Contados, en La Voz del Interior.

Ahora que lo pienso, mientras intento responderte, lo que pasó esa tarde tiene mucho
que ver con la decisión de irme del país. Te parecerá una cobardía. Te lo concedo. Emigrar
fue, siempre, un escape fútil. Me di cuenta tarde, moverse no borra las impresiones de
lo que viví ese día y los años que le siguieron. Voy a tratar de contarte lo que sentí,
que no alcanza para definir un terror insoportable, pero te juro que es permanente,
indeleble, similar a un trauma de guerra que se queda pegado al pensamiento como
una sanguijuela o algún bicho. Odio los bichos, los odio después de esa tarde en el
departamentito de barrio Güemes.
Era julio y me tocaba la feria. El juzgado no tenía retrasos considerables y las
instrucciones y causas, al menos las importantes, estaban encaminadas. Me gustaba

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tener todo en orden y sin dilaciones burocráticas. Lo logré hasta el diecisiete de julio de
1989. Lo tengo marcado con fibrón rojo en mi agenda. Como si supiera que iba a venir,
las notas las tomé con lapicera roja. Aquí y allá, preguntas, signos de pregunta entre
paréntesis a cada dato anotado. Me llamaron a las nueve y no tardé más de media
hora en llegar. Me hice servir el café en un vasito térmico y salí en el auto para llegar
a tiempo. Cuando iba a entrar al departamento, un policía en la puerta me aconsejó
que no entrara con la bebida. Lo miré extrañado y no hice caso. Entré al comedor y me
recibió el comisario Gálvez con una seña. Estaba parado en medio de una reunión en
círculo de policías forenses con caras cansadas y entre mezcla de asco, incertidumbre
y ansiedad. El comisario me contó casi en tono de informe judicial que habían
llegado a las ocho, después de recibir el día anterior múltiples denuncias por el olor
nauseabundo que salía del departamento 2, que, en efecto, el olor era insoportable,
ahora algo alivianado por la apertura de ventanas y puertas, que tocaron reiteradas
veces, timbre y golpes, que no respondió nadie y que, antes de abrir a la fuerza, la
vecina del departamento 1, a su vez propietaria del complejo, les facilitó la llave. Tal
vez mi cara de es otro caso más de muerte por asfixia, hizo que Gálvez me detuviera
del brazo y hablara en tono más personal. Están en la bañera, dos mujeres, parecen
muertas hace por lo menos un mes. Horrible, agregó. Me pareció una exageración,
Gálvez tenía veinte años de policía y no hablaba así, nunca adjetivó una escena de
crimen ni antes ni después. Te diría que no entré al baño preparado, pero la verdad es
que nada me podría haber preparado para eso. En la bañera había dos mujeres, una a
cada punta, con los brazos caídos hacia fuera, se descomponían en una sopa oscura,
mezcla de fluidos y bichos. Miles de bichos, gusanos, moscas, lombrices. Salí rápido,
vomité en la entrada del departamento. Nadie me miró ni se extrañó. Es el quinto que
vomita, doctor, me dijo el policía que me había prevenido no entrar con el café.
Me recompuse en el auto. Gálvez se acercó al rato. Son dos primas, la mayor
Silvia Alarcón, de treinta y cuatro años, y Miriam Desirée Castro, de diecinueve. Me
acaba de decir el forense que presentan una descomposición de dos semanas. Y ese
es un problemazo, doctor. Lo miré como para que siga y se quedó ahí, entrecerrando
los ojos. Hable, Gálvez, le dije y tuve que repetirlo para que empezara a contarme.
La dueña del departamento, que es a su vez vecina del 1, dice que el viernes Silvia le
pagó el alquiler como a las ocho, ocho y media de la noche. Fue con su prima porque
le pidieron usar el teléfono para pedir un médico para la más chica, que tenía fiebre
alta. Hoy es lunes y el forense dice que tienen, al menos, dos semanas de muertas. Es
imposible.

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Pasé dos días pensando en que la dueña del departamento se había confundido,
que no tenía noción del tiempo y en vez del catorce de julio, les había prestado el
teléfono a las primas dos semanas antes. Pero no sólo no estaba confundida. Había
mucha información que dejaba en claro que Silvia y Miriam estaban vivas el viernes
catorce. El médico al que llamaron fue al departamento de Silvia el mismo día a las
veintitrés, recetó antibióticos para Miriam y se retiró veinte minutos después. No
vio nada extraño, no olió a gas o sintió que algo anduviera mal. Dijo que las chicas
trabajaban en confeccionar cotillón para un casamiento y que Miriam le decía que
no quería acostarse porque tenían que entregar todo el sábado a la tarde. Silvia
fue a comprar los antibióticos a una farmacia a nueve cuadras del departamento.
El farmacéutico se acordaba de ella. Muy linda mujer, decía una y otra vez en la
declaración, como si le pareciera injusto que no existiera más. Aportó además el libro
de ventas. La compra se hizo a las doce y media del sábado. El blíster estaba sobre la
mesa de luz del dormitorio. Faltaban dos pastillas. No encontramos nada que dijera
que el cotillón había sido entregado o no. Recorrimos los salones de fiesta que tuvieron
casamientos ese sábado hasta que dimos con el matrimonio que encargó a Silvia y
Miriam el trabajo. No las habían visto. Les pagaron una semana antes del catorce. El
dueño del salón no recordaba quién había dejado el cotillón. Era una mujer, pero no
pudo reconocer a ninguna de las primas en las fotos.
Silvia tenía un novio, Roberto Medina. Trabajaba de guardia nocturno en el
zoológico y se veían cuando el tenía franco. Los lunes y martes, generalmente.
Ese fin de semana, estaba trabajando, tenía las firmas de entrada y salida, sus dos
compañeros testificaron que estuvieron todo el turno juntos. Había visto a su novia
el viernes catorce y como ella tenía el trabajo de cotillón, acordaron verse el lunes a
la tarde. Parecía verdaderamente afectado, hacía esfuerzos para no llorar durante la
indagatoria, tomaba aire para responder sin quebrarse y respondía con seguridad y sin
dudas. Sumado a que tenía pruebas de haber estado en el trabajo ese viernes y sábado,
había pasado el domingo en Capilla del Monte con amigos, quienes confirmaron
también su ubicación. Nada, no tenía nada para arrancar la investigación. Algo estaba
mal. Gálvez venía al despacho y repasaba sus dudas conmigo, hablaba despacio, me
miraba como esperando que yo lo sacara de ese pantano febril de pensamientos y
entraba en un silencio incómodo cuando se daba cuenta de que ni yo ni nadie tenía
respuestas. Esperemos la autopsia, le dije el miércoles para calmarlo. Tenía la ilusa
esperanza de que fuera un escape de gas y que todo se encaminara rápido. Ilusa, dije.
Estúpida esperanza aplica mejor. La autopsia nos pateó en la cara. No habían muerto

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asfixiadas ni ahorcadas, no tenían marcas de armas blancas ni de fuego. Tampoco


se habían drogado o tomado alcohol. No habían comido en un período de diez horas
antes de morir. Los antibióticos, de cuyo blíster faltaban dos pastillas, no estaban ni
en el estómago de Silvia ni en el de Miriam. Un dato más: la autopsia confirmaba que
llevaban de dos a tres semanas de muertas al momento de encontrar los cuerpos.
La evidencia más clara de eso era el agua con fluidos y fauna cadavérica que sólo
aparece en ese período de tiempo. Los bichos, odio los bichos. Pasaron uno, dos, tres
meses. A Medina, el novio de Silvia, lo tuvimos de aquí para allá; Gálvez insistía en que
de alguna manera estaba involucrado. Medina colaboraba, respondía una y otra vez,
sin pisarse, sin errores, las preguntas que le repetíamos hasta lo extenuante. A los
tres meses, en el aniversario del descubrimiento de los cuerpos, en un intento de ver
las cosas de otra manera, decidí ir al departamento. Todavía tenía custodia policial.
Llegué, con las llaves que tenía en el juzgado, hice que el policía rompiera la faja y abrí
la puerta. Le dije que me esperara y empecé a recorrer el departamento que conocía
de memoria de tanto ver las fotos del expediente, miles de veces. Tardé un momento
en sentirlo, te juro que sentí una puntada en la espalda cuando el olor me llegó de
plano. Era imposible, otra cosa imposible más. Corrí al baño, encendí la luz y tuve un
ataque de terror como jamás tendré de nuevo, ni cuando venga la muerte de frente. La
bañadera, lavada el mismo día en que se descubrieron los cuerpos, estaba llena de esa
sopa infecta de gusanos blancos que caían rebalsando y reptaban en el suelo. Me di
cuenta de que estaba gritando cuando el policía de guardia me tocó el hombro y vi su
cara que mixturaba el asco y el mismo horror que yo tenía.
Hice ir a siete plomeros, a diez forenses, a mil biólogos, todas las pericias
negaron la posibilidad de que esos bichos sobrevivieran tres meses en la cañería y
rellenaran de nuevo la bañadera. Nunca dejé de soñar, desde ese día, que despertaba
ahí mismo, semi sumergido en esa fauna de muerte y descomposición.
Paso un año, dos, diez. No hubo avances hasta que Gálvez descubrió, mirando
televisión en su casa, que el veneno de una serpiente africana, la mamba negra, produce
una descomposición velocísima de los tejidos de sus presas. Dos días parecen dos
semanas. Todo encajaba, Medina trabajaba en el zoo, había un serpentario allí y tenían
una mamba negra. Me pidió una orden de arresto para el novio de Silvia. La firmé
y salí al serpentario con la sensación de al fin resolver el caso y sacarme de cuajo
esos sueños, volver a vivir, en definitiva. Fue casi el último golpe a los nervios de un
comisario a punto de jubilarse y de un juez cansado y trastornado por la muerte de dos
primas una década atrás. Pero Gálvez la pagó peor. Los encargados del serpentario

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me dijeron que era imposible que alguien sin entrenamiento tomara a la mamba y le
extrajera el veneno. Veneno que, por otra parte, no se almacenaba allí. Salí y me fui a la
casa de Medina; Gálvez estaba ahí, apoyado en el capot de un patrullero. No está, me
dijo apenas me vio. No estaba, no estuvo, ni está. Nunca nadie volvió a ver a Medina,
salvo, tal vez, Gálvez, al que encontraron en una casa abandonada cerca de Canals un
año después. Apenas se jubiló empezó una caza de aquel esquivo novio por todo el
país. Una caza de la que me tenía informado semana a semana. Aunque te parezca
fantástico, estaba muerto en una bañadera rota, sucia, sin uso. Después de eso, a mi
sueño de despertar sumergido en la sopa aceitosa y putrefacta se le suma Gálvez,
que me mira muerto desde el lado opuesto y me patea bajo el líquido oscuro y viscoso
mientras grita: ¡Encontralo, carajo, encontralo!

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Los debutantes

Marcos Funes Peralta (La Falda, 1986). Es docente de Lengua y Literatura en


nivel medio. Publicó el volumen de cuentos Escribo pecados no tragedias (2009) y la
novela Bronca (2013). Además, se dedica a la música y a la realización audiovisual.

La primera vez que vi a un muerto tenía dieciséis años recién cumplidos. Una muerta,
en realidad. Era mi madre. Se había colgado de una viga de madera bajo el techo
de la cabaña que alquilábamos. La encontré un mediodía de diciembre, a la vuelta
del colegio, amargadísimo porque había reprobado el coloquio de Química. La noche
anterior, antes de que se fuera a trabajar, habíamos discutido: “Si no aprobás, andá
olvidándote de perder el tiempo con Adrián”. “Hacer música no es perder el tiempo”.
“Vos no tenés idea de qué es y qué no es perder el tiempo porque sos un pendejo”. Los
últimos meses apenas había podido contener los efectos adversos de la sertralina
con diazepam y mi entendimiento tan errado de todo. “Estás bien, vieja”, le repetía,
“descansá”. Y me iba a Sacoa a gastar los cinco pesos que me daba, supongo que para
demostrarme que me quería, en el Pump It Up. No sé si se murió con los ojos abiertos,
pero así los tenía cuando la encontré balanceándose como el anillo que pende de un
pelo para adivinar cuántos hijos vas a tener. En uno de los bolsillos de su pantalón
encontré una nota manuscrita que rompí antes de leer. ¿Acaso iba a decirme algo que
no supiera? Estoy seguro de que no grité ni lloré. Ojalá hubiera podido convencerme
para siempre de que morirse era mejor que perder los ahorros de toda una vida a manos
de un banco extranjero, o que divorciarse del único hombre que le había hablado de
amor. Quizás debería haberme ido.

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Mi abuelo, que barría las veredas de nuestra cuadra dos horas por semana
para mantenerse en la nómina del Plan Jefes y Jefas, me cambió de colegio: pasé
de las monjas al IPEM del barrio con el argumento de que no quería repetir cuarto.
La casa nueva tenía olor a sopa y a naftalina, y por más que limpiáramos los vidrios
con cuanto producto encontráramos de oferta en el súper, las ventanas siempre se
quedaban en una traslucidez más deprimente que si las hubiera derrotado la mugre.
El abuelo aceptaba remendar zapatillas, zapatos nunca, cuando se lo permitía la
artrosis, condición que a menudo coincidía con la necesidad más urgente. Uno no
decide aceptar que ha pasado a ser pobre, más bien se aferra a la idea de que la
clase media es una especie de condición eterna que, como la ropa, va cambiando de
talle. “Lo nuestro no es pobreza”, decía mi abuelo, “es realismo”. Entonces empecé los
sábados a cortarle el pasto a algún vecino. Si me sobraba tiempo antes del ensayo, me
daba una vuelta por el cyber y me conectaba al MSN. Una vez le pregunté a mi abuelo
si no prefería que le diera esos dos pesos que gastaba en chatear con mis amigos
para comprar pan; se enojó y no me habló por una semana. Al único amigo que seguí
viendo en persona fue a Adrián. El padre ahora manejaba un remís y tenía tres stents,
y la madre se había quedado sola con lo de la clínica, pero igual les alcanzaba para
mantener algunos privilegios que ellos llamaban bendiciones. Al igual que nosotros,
decían que siempre habían pertenecido a la clase media. Pero nosotros, la otra clase
media, comentábamos que no ostentaban más porque les daba culpa haber caído
de rebote en la piojera resucitada de los noventa. Cuando llegó el milenio y con él los
recortes, prefirió dejar las clases de inglés y de tenis, de modo que todos los sábados,
antes de empezar a ensayar, me mostraba lo que había aprendido en la clase de
piano del jueves. La música, innegociable. Habíamos descubierto los estándares de
jazz en el universo de los descubrimientos que, en mi caso, tuvo su big bang a los
doce, no sé si con un beso o un piedrazo a un perro de la calle. ¿Qué íbamos a hacer?
¿Cuarteto? “Ser rico”, decía mi padre, seminarista de Kiyosaki y de los cuernos, “es
una cuestión cultural”. O sea que, si había que apropiarse del jazz, arrebatarlo, ser
amigo de lo ajeno, robarlo con las técnicas de moda, no podía decirle a Adrián que yo
no transaba con pasatiempos burgueses. Cada ensayo terminaba a medianoche, y
después esquivábamos los boliches por razones ajenas a los gustos musicales.
Mi abuelo me pasó el encargo del Turco un domingo a la hora imprecisa entre
la trasnoche, que después se cuenta como hazaña, y el madrugón del proverbio según
el cual Dios concede sus favores; tuve que rogarle que evitara palabras como “hoy” o
“anoche”. Compartimos el mate cocido y me dijo que el trabajo, desmalezar, pasar la

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bordeadora y rastrillar, era urgente porque iban a venir unos compradores esa misma
tarde. Me abrigué y fui. El Turco me recibió, me preguntó cómo andaba mi abuelo, su
amigo del alma, dijo, y me indicó lo que debía hacer. A media mañana, empapado en
transpiración, con las manos agrietadas y las botas recubiertas de barro, le acepté un
vaso de jugo y unas galletitas. “¿Qué estabas cantando?”, me preguntó. “¿Cantando?”.
“Sí, te escuché recién, mientras sacabas los yuyos del cantero frente a la ventana”.
“¿No habrá tenido la radio prendida?”. “No tengas vergüenza, decime qué tema era,
tenés una voz preciosa”. “¿Usted cree?”. “Sí”. “Ol de zings iu ar, se llama”. “Cantalo de
nuevo un poquito”. “Me está pidiendo que…”. “Sí, dale”. “Iuuu aaar… de promist kis of
sprintaim…”. Cuando terminé el trabajo del parque, me pagó y me invitó a probar la
picada que había preparado para tentar al apetito hasta que estuviera listo el asado.
“Entonces el sábado, con ese pianista amigo tuyo, ¿cómo se llama?”. “Adrián”. “Regio,
el sábado, vos y Adrián, esa onda, como lo que estabas cantando, yo les mando el
transporte, ustedes fumen”. Fue así como volví a casa con el trato consumado: el
bar del Turco se llamaba La Liberté y quedaba en la ruta vieja, cerca del cruce con la
autopista que sale a Carlos Paz. El cachet, palabra mucho más digna de la genética
normanda de Adrián que de la mía, era de cien pesos. Mi abuelo se alegró. También
dijo que el Turco le debía diez pesos de unas botas.
Esa semana ensayamos todos los días. Yo me ocupé de imprimir en el cyber las
letras de los temas que había garabateado en un bloc cuadriculado usando mi propio
alfabeto fonético; en el Club del Trueque cambié un rosario de madera por un cinturón
con tachas. Por supuesto, los padres de Adrián nos preguntaron dónde íbamos a tocar:
¿qué adulto responsable hubiera dejado que su hijo, flor masculina de acné y método
Hanon, fuera a trabajar para un burgués de apellido árabe después de lo que había
ocurrido en septiembre? Obviamente, recurrimos a la consabida violación del noveno
mandamiento. Esa noche, dijimos, había una joda en lo de un tío de Mayra. El padre
de Adrián se preocupó por el Korg importado, pero se calló la boca cuando escuchó
que en el living del dueño de casa había un piano vertical. Tiempo después, Adrián me
confesaría que no supo si sentirse responsable o ignorado. A mí me pasó lo mismo.
Llegamos a destino tras cuarenta minutos de viaje. Era una casona chorizo
de paredes verdes, iluminada por una guirnalda de lámparas incandescentes rojas:
básicamente, un prisma rectangular navideño en medio de la inmensidad del cielo, que
es lo mismo que la nada. Mi primera sensación fue que no íbamos a tocar sino para
algún chofer que viniera de dejar el interurbano en la punta de línea, o para un grupo de
comadrejas y zorros, amigotes de toda la vida. Entramos. Adrián advirtió que su fuerte

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no era la deducción, pero aquello no podía ser sino lo que su padre llamaba escuelita, y
su madre, boîte de nuit; no había que ser brillante para figurarse un debut diferente. Una
mujer de cara resquebrajada se acercó a la puerta y nos preguntó la edad. Le dije que
éramos los músicos. Se rio. Me tomó la cabeza con las dos manos y me contempló
admirada: “Tenés los ojos de tu madre”. “Ah, mire usted”. Adrián preguntó algo que no
pude responderle porque rápidamente se acercó otra mujer, una de las chicas que le
ponían el cuerpo a la faena, no como la primera, una flaca de cintura fina, reflejos rubios
en el pelo azabache y un surco amplio entre los pechos. “Es verdad, tiene los ojos de la
madre”. “¿En serio?”. Colgante, mi madre me miró sin pestañear y distinguí el marrón
oscuro de sus iris. Se acercó otra flaca de cabello teñido, esta con los pechos más
chicos y un diente de metal. “La nariz también, medio aplastadita, y las orejas, ¿no?”.
“Puede ser”. El Turco interrumpió y nos pidió disculpas. Señaló un espacio al fondo
del salón, entre la pared y la barra, que no era más que una tabla de madera gruesa
sobre dos pilas de bloques de cemento. En ese rincón había dispuesto el Casio y un
micrófono inalámbrico sobre una banqueta. “Atril ni por casualidad, ¿verdad?”. Nos
dijo que ahí íbamos a estar cómodos, y que los comensales, caballeros de peculiares
modales, solían llegar más tarde.
Desafiné en los agudos y repetí la letra de la primera estrofa de Otom livs
después del estribillo. Hubo muy pocos clientes esa noche y ninguno particularmente
atento a nuestro repertorio, a excepción de un pelado que pidió A mi manera. El último
tema en la lista era Samertaim, una canción de cuna que canta, en la historia de la
ópera de la que forma parte, una mujer que no es la madre del nene insomne. El pelado
aplaudió y el resto, incluidos los choferes de interurbanos y las comadrejas, siguió
como si nada. Pero el Turco nos pidió un bis: si lo complacíamos, a los cien pesos les
agregaba la llave para el cuarto del fondo con cualquiera de las chicas. “Improvisá”,
me dijo Adrián. Niu Iork, Niu Iork, quería el Turco. “Improvisá”. Improvisé. “Se ganaron
el debut, pendejos”.
Me convidaron un trago muy fuerte que tenía gusto a mezcla de hierbas que crecen
en los meteoritos desperdigados por las sierras. La mujer de cara cortada se sentó a
mi lado y me felicitó. Me contó que tenía un hijo músico, guitarrista de conservatorio,
que se había ido a España y allá trabajaba de cajero en un supermercado, y tomaba
clases de acento andaluz para putear a los sudacas en los clubes de asimilación
cultural; lo extrañaba mucho. Se largó a llorar y yo me vi obligado a consolarla. El
Turco se acercó y me pidió disculpas: se llevó a la mujer para atrás y no los volvieron a
ver. Uno de los dos Adrianes me palmeó el hombro. “Hay una mina, divina, dicen, que

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no conoció a tu vieja, pero hoy no vino, no saben por qué, capaz que se largó por su
cuenta”. Eso le había dicho la chica con la que había pasado al cuarto del fondo, la del
surco entre los pechos. “Te entiendo, amigo”. Dividimos la plata y dejamos La Liberté
atrás, caminando hacia la ruta, sabiendo que nadie, nunca, iba a volver a preocuparse
por nosotros.

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1 am

Sofía Contreras Canard (Córdoba, 1986). Después de haber estudiado Publicidad,


Sofía descubrió su amor por la literatura, cursó una Maestría en Culturas y Literaturas
Comparadas y fue alumna de los talleres de escritura de Pablo Natale y de Martín
Felipe Castagnet. Actualmente, trabaja como redactora freelance y dedica al menos
dos horas por día a sus cuentos.

Han pasado seis meses desde el ACV y el legendario Tom Partino aún no pronuncia
palabra. Sus movimientos son lentos y su cuerpo entero se contrae hacia adentro
como las patas de una araña muerta.
La enfermera de la mañana prende la tele y sintoniza un canal de noticias. Abre
todas las ventanas del dormitorio, incluidas las del baño en suite. Su cadera abultada
roza una mamadera con restos de leche que estaba en la mesa de luz y la tira al
suelo. La recoge y le echa una mirada de reprimenda a Tom Partino. Pero él levanta
los hombros y se desliza por debajo de las frazadas para esconderse de ella y de las
corrientes de aire demasiado frescas que se cruzan justo sobre su cama.
Como todos los días, ella intenta tres veces darle los neuroprotectores, el
clopidogrel y la ticlopidina por la boca, pero no hay caso: tiene que seguir con la versión
intravenosa.
Después le hace tomar el té a cucharadas junto con un puré de manzana, porque
tampoco sabe masticar. Si le da un bizcochuelo, él se queda mamándolo hasta que se
desgrana: una mitad la traga y la otra se le mete adentro de la cama.
“Hoy le vienen a presentar a la nuera, Don Partino, así que vamos a bañarlo”. La
enfermera le saca el pijama y desengancha las sábanas mientras lo aplasta con sus

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tetas y panza, que parecen no sentir nada de lo que tocan a su paso.

Trasladar el peso de una pierna a la otra, pero sin hacer un movimiento exagerado,
alinear la cadera, pensar en que el cuerpo es liviano, cuidar que la rodilla no se venza,
llevar la coronilla al cielo. El rosario de consejos de la terapeuta para aprender a caminar
viene seguido por el de aprender a hablar. Abrir la boca, sacar aire calentito para no
dañar las cuerdas, usar la “e” para decir que sí y la “u” para decir que no, no intentar
con la “i” ni con la “o” porque son más difíciles y requieren un mayor gasto de energía.
La terapeuta pela un caramelo de anís y se lo introduce en la boca a Tom Partino,
es el premio al final de cada sesión. Le dice que es cuestión de poner más voluntad
para ver avances, que a esta altura ya debería saber pararse e ir al baño solo.
“Lo estamos motivando con esto”, dice la cuidadora, y muestra una caja repleta
de cintas VHS. “¿Qué? ¿Estos fósiles todavía funcionan?”, pregunta la terapeuta. “Claro,
para eso trajeron este televisor viejo”, contesta la otra, e introduce en la videocasetera
una cinta titulada The Tom Partino Quartet — Keystone Korner, San Francisco – 1983.
El video empieza a correr. Tom Partino lo mira con la cabeza caída sobre
un hombro, la boca se le tuerce, el caramelo de anís se le cae al suelo y aprieta la
mandíbula en un acto reflejo tardío para tratar de sostenerlo.
“¿Y cuándo empieza el tema? O sea, ¿cuándo termina la introducción?”, pregunta
la terapeuta. “Es así la canción, todo es más o menos así”, responde la cuidadora. “Ah,
pero es un embole”, secretea la primera. La otra contesta levantando los hombros:
“Hay gente a la que le encanta”.
“¿Se dará cuenta de que ese del video es él?”, duda la terapeuta desde atrás de
sus brazos cruzados. “Yo creo que sí, siempre se queda como hipnotizado hasta que
se duerme”, comenta la otra.
La terapeuta busca un espejo de mano en su cartera y hace que Tom Partino
vea su propia cara. “Mire, señor Partino, el guitarrista del video es usted, ¡sienta lo
bien que toca! Usted es ese, ¿se da cuenta?”. Él no deja de apretar la mandíbula en
diagonal. “Diga ‘e’ para asegurarnos de que se auto-reconoce”, insiste la terapeuta.
Ningún sonido sale de esa boca comprimida.
“Tal vez no se reconozca ahí porque está muy joven”, dice la cuidadora, que
saca su teléfono celular, tipea “Tom Partino” y selecciona un video con fecha de 2013,
titulado I am at 1 am. “Este es del año pasado. Mire, señor Partino”.
Él mira la pantalla del teléfono y suelta una respiración agitada, ruidosa. “¡Se

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reconoce, se reconoce!”, grita la cuidadora.


“Veamos qué otros videos hay por acá”, la terapeuta busca en la caja de VHS.
“Pongámosle este, parece que son clases”. Inserta un casete llamado Berklee Jazz
Guitar — Classroom: Modal Interchange 10. “Esto es una joya, ¿qué mejor cosa que
poder enseñarse solo?”.
El Partino del video habla desenvuelto, sin saber nada de ese otro Partino, el de
la cama, que se ve a sí mismo con la expresión perpleja de un niño que no comprende
cómo los adultos llegaron a saber tantas cosas.

“Vení que te presento a papá”, el hijo de Partino llama a su novia desde el pasillo
que da al dormitorio de su padre. Antes de que la pareja se acerque, la cuidadora hace
desaparecer la chata con orina, la lleva al baño. Luego se retira, para dejarlo a solas
con las visitas.
“Papá, traje a mi novia para que la conozcas”, dice el chico. Tom Partino sube
la mirada hasta llegar a los ojos de su flamante nuera. Ella se agacha despacio, retira
su pelo en corte carré hacia un costado para saludarlo, por un momento duda en qué
zona de la cara sería la mejor opción para besarlo y, finalmente, elige la frente.
Tom Partino estira su brazo, la toma del hombro y cierra sus dedos como
apretando una esponja. Entonces ella se separa asustada. El chico se ríe. “Viejo, ni así
perdés las mañas de coqueto, ¿no?”, dice y le propone a la chica sentarse a tomar un
té. “¿Acá?”, pregunta ella, “sí, mucho no te va a poder hablar, por razones obvias, pero
si lo querés conocer en su estado normal, podemos ver un video de estos”, dice él
mientras selecciona un concierto en el Carnegie Hall.
“Voy a buscar dos tés y sándwiches”, propone el chico cinco minutos después.
La novia absorta por el televisor, solo se voltea para decirle que prefiere un café.
La mirada de Tom Partino parece ir directo al cuello de ella. “Viejo, se te van a
cruzar los cables de nuevo de tanto mirar así a mi novia”, dice el hijo cuando vuelve
con las tazas llenas al tope. La chica sigue metida en pleno concierto y le señala que
se siente en silencio junto a ella.
“Señor Partino, despierte”. Abre los ojos. Su hijo y su nuera ya no están ahí.
La cuidadora está parada al frente suyo con la dosis de neuroprotectores. Antes de
retirarse, debe hacerle comer un puré de calabaza, estimularlo a morder fideos y, a
manera de entrenamiento, hacerlo parar de la cama diez veces.

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La casa entera está en calma y es el turno del enfermero que llega a medianoche.
Apenas entra, hace su ritual: prende la estufa del dormitorio, tapa al señor Partino con
tres frazadas, le coloca una bolsa de agua caliente en los pies y otra en la espalda. “Ya
sé por qué estás con esa felicidad en la cara, Tom. Antes de darte eso, te tengo que
acomodar bien. Además, todavía está muy caliente, hay que esperar que se enfríe un
poquito”, dice el enfermero mientras agita la mamadera hacia los costados.
“Perdoná que anoche me la olvidé sobre la mesita de luz, espero que no te
hayan retado. Esta vez no voy a poner nada esos dibujitos de Las trillizas de Belleville
porque anoche armaste un alboroto tremendo de gestos con la cara, ni que te hubiera
mandado a tomar teta de rata. ¿Me parece a mí o el jazz tan punchy no es lo tuyo?
Mirá lo que traje hoy: un compilado de canciones de cuna. Y eso no es todo, eh”. Saca
un ukelele de su mochila y hace sonar los primeros compases del arrorró. “No tocaré
tan bien como tus alumnos, Tom, pero al menos no me hiciste la cara de pomelo de
anoche”.
Agarra la mamadera, se tira un chorro de leche en el dorso de la mano para
sentir la temperatura, le dice a Tom Partino que enseguida tocará el arrorró entero,
pero que antes debe tomarse la “mema” porque ya es la 1 am.

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Todo va a estar bien

Gabriel A. Riobó (Puerto Madryn, 1977). En la actualidad trabaja en el Espacio


para la Memoria, Promoción y Defensa de los DD. HH. Campo de la Ribera. Desde
1996 vive en la ciudad de Córdoba. Publicó El orbe es mi ceniza (Premio Glauce
Baldovín para autores inéditos, 2003) y Rompevidrios (4ta mención del concurso
Premio Estímulo Jóvenes Creadores de Córdoba, 2005).

He perdido una música


Irene Gruss

Sofía
Estoy por Müller, lo sé por el cabeceo constante y suave de llegar, casi inconsciente
e imperceptible, por la música metálica y vidriosa que se renueva una y otra vez, y
no es de este mundo pero está en todos lados. Presiento que esta vez es distinto.
El último rayo de luz se desliza violento sobre mi espalda. La tarde se acaba y mi día
también. Cruzamos Blas Parera, entreabro los ojos y veo al viejito de siempre, triturado
en su sombra de escoba, a punto de llorar. Me invade un presentimiento, un dolor
intenso, una tormenta. Atrás queda el dispensario, el cementerio San Vicente y el fin
del recorrido. Bajo del 75 y me aferro a la mochila. Mi casa esta vez quedó más lejos,
del otro lado de los perros. Camino despacito, me persigno por dentro y le rezo de reojo
al Gauchito Gil que da la bienvenida a Campo de la Ribera. Prendo un cigarrillo y por
la calle bordeo el basural. Escucho de lejos un disparo y de cerca una moto. Saco los
apuntes de Psicología y oculto el celular entre sus hojas, corro la mochila para el otro
lado y espío sobre mis hombros. Aprieto el aire, los pasos y los labios, y el cigarrillo se
incendia cada vez más. La cara de mi hijo aparece como un flash. En ese momento

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dos pibes se me ponen al lado. El más alto llora, levanta la vista y el otro habla: murió
La Mona, dice. Entonces me contengo y me apuro. Sólo quiero sacarme las zapatillas
y llegar a casa.

Alejandro
—Escuchame bien, Ulises: para la tapa de mañana fondo blanco y letras negras,
terminá de convencerlo a Ricardo. Para el suplemento especial hablá con Juliana, las
mejores fotos las tiene Brenda, llamalas. Tenemos poco tiempo, a las 20 horas cortamos
todo y reunión general, hacé correr la voz. Armate una pequeña cronología para hoy, el
sábado completamos bien y el domingo largamos el póster y la vincha de colección.
Pedile a Campillo y a la Gringa que te adjunten los archivos de los últimos bailes y que
tengan lista la infografía con la etapa de Berna y el Cuarteto de Oro. Recopilá algunos
mensajes, los más emotivos de su página oficial, los del Sargento y el resto de las
redes, que te ayude Cami. Me hace un poco de ruido lo que recién subimos al portal,
decile a Ruiz que revise el titular. Ubicalo a Rogelio, tirale la onda de aumentar el precio
de cada obituario para la edición de pasado mañana. Hablá con Cuadrado, pedile el
libro en formato digital y mandáselo a Chema. Prestá atención, llamaron de Buenos
Aires, están ansiosos, acercales toda la info y todo lo que veníamos preparando, hasta
la última coma. Otra cosa: Alejo es amigo de la Lore y del Carli, llamalo, que proyecte
esas entrevistas, dos semanas como mucho, si también conseguimos a Natalia y
Juana, un golazo. Reenviale este audio a Coty, que transcriba todo, que mande los
punteos a redacción y de ahí a las otras áreas. Si surge algo más, lo vemos. Desde
arriba nos dieron el ok para que mañana dupliquemos la tirada. ¿Sabés lo que eso
significa? Mañana va a ser un día histórico, pendejo, acordate.

Brisa
Mamá deja el auto sobre Sabattini y bajamos caminando por Sargento Cabral.
En el primer kiosco que vemos compra cigarrillos sueltos y criollitos. Llegamos
hasta las vías. De ahí para adelante es un mar de gente. Mamá se pone a charlar con
un hombre. Un gatito me llama la atención. Lo persigo. El muy pícaro se esconde atrás
de un árbol. Corro hasta la esquina y doblo. No lo veo más. Abro la bolsa y me como
un criollito mientras voy dejando algunos pedacitos en el suelo. Me siento en el cordón

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de la vereda y espero. Mamá me ha contado ese cuento miles de veces, seguro que
ahora aparecen los pajaritos. En eso se me acerca un niño. Me mira raro. Tiene medio
alfajor y un chupetín. Estira su mano. ¿Querés? Le digo que no con la cara y agacho
la cabeza entre mis piernas. Estoy contenta, señal de que la casita de chocolate está
por acá. Las medias de ese niño son muy graciosas, me hacen acordar a un dibujito
animado. Vuelvo a reírme y casi me hago pis. Después miro. Las miguitas ya no están.
Mientras tanto, la gente sigue pasando a mi lado. Me levanto y me sacudo. Camino
despacio y voy mirando el piso. Encuentro un arito, y más adelante un caracol. Al rato
me canso, me duele el pecho, tengo sed. Entonces paro y le hablo bajito a una señora
gigante. Me perdí, no encuentro a mi mamá. Quedate tranquila, me agarra, y me sube a
sus hombros. Los que están con ella empiezan a aplaudir. Aplauden cada vez más. Yo
no entiendo mucho. En ese momento la veo y escucho a mamá. Levanto las manos.
Viene corriendo y no para de repetir mi nombre. La señora me baja. Mamá me abraza
y me aprieta con fuerza.
Las puertas para entrar al Sargento están a un par de pasos. ¿Qué hacemos?
Me quedo mirando el mural. Me atrapa. Es como si me fuese a comer. La fila es
larguísima y no termina nunca. El lugar está rodeado de policías y vallas que parecen
esqueletos. Esos de allá son del noticiero, señala mamá. Está lleno de vendedores,
alguien grita palito bombón helado y en el aire se respira choripán. Cada vez llega más
gente, parecen hormiguitas. Se acercan con velas, medallitas, papeles con mensajes y
ramitos de violetas. Con todo eso van haciendo como montoncitos y sacan fotos con
el celular. Veo a un viejito desmayarse, se cae y se rompe como una ola. El sonido de
las ambulancias se mezcla con la música. Mamá pide fuego. Pierdo la mirada en una
paloma muerta que sangra por el pico. Me pregunto cómo será ahí adentro. Entremos,
por favor, dale. Mamá se agacha, me mira a los ojos, mejor volvamos.
Estamos agotadas. Son casi las 2 de la tarde, dice mamá, y guarda el celular.
Cruzamos las vías y veo de nuevo al gatito. Pero ahora me parece que es de otro
color. Levanto una tapita y la tiro. Hace mucho calor y a lo lejos las nubes traen lluvia.
Mientras pedimos una botellita de agua mamá dice: tengo una idea. Subimos al auto y
vamos para el Parque Sarmiento. Adentro hay una mosca dando vueltas. Bajamos los
vidrios y se va. Abro la guantera y guardo el arito. De dónde sacaste eso.
Llegamos. Mamá trata de estacionar al frente del monumento al Dante mientras
prepara otro cigarrillo. Pero se arrepiente y lo tira. ¿Puedo bajar descalza? Compramos
dos panchos y una pritty. Mamá dice que no tiene hambre. Busquemos sombra, vení,
nos sentamos en el pastito y desde acá arriba se ve toda la ciudad. No aguanto más,

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me como todo, no dejo ni las migas. Después mamá también se saca las zapatillas
y nos acostamos de cara al cielo. Un viento suave mueve las hojas de los árboles. Se
hace un silencio largo. Nos miramos de reojo y nos reímos. Mamá me peina con la
punta de sus dedos, me sopla la nariz y eso me da cosquillas. Le acaricio la panza y le
digo al oído: esto sí se parece a un bosque, ¿jugamos a perdernos?

Lucas
Ningún paraíso me hizo feliz. // En mi infancia aprendí / que de los laberintos /
también / se sale por abajo / o con trampa / sonrisa leve. // Acá en Córdoba levanté y
encendí mi cruz / crecí bajo la sombra del odio intelectual / tristes cuerpos culturales /
¡oh, sus intachables escrituras! / la falsa lengua de sus academias / los autoproclamados
desprotegidos / que escriben sin lluvia / sin fe / ¡oh, dioses ridículos! / desarticulados.
// Mi padre antes de morir / me prometió / que seguiría intacto y resignificado / ¿soy
yo / acaso de mi padre / esta bolsa de box / una almohada que sueña con los golpes /
una almohada que despierta y ordena / levántate y sangra? // Resucité mil veces / en
las mil noches de una noche / en las pistas del Sargento / ahí fui puto / culiado / mugre
/ vicio / perdición / fui piojo / pez / gusano / sanguijuela / camaleón / fui rata / mosca
/ caballo y carro / fui la voz de América unida / fui k / cabecita / capucha y gorra /
negro / planero / marginal / pero siempre fui de Evita / hasta la victoria / siempre. //
De mi madre y de mis abuelas soñé la revolución que no fue / ahora creo / que no es
rencor todo lo que crece bajo mi barba / una música ancestral acude a mi plegaria /
y se va perdiendo / como la piel de una bicicleta abandonada / como un boomerang
que exige alimento y sacrificio / de mis manos que se abisman y son misterios y son
clausura. // Estoy viejo, lo sé / pero algo en mí se abraza con el fuego / y no es ceniza
esta voz de agua / esta sed de vivir. // Ningún paraíso me hizo feliz / ninguno / pero
el infierno supo aconsejar / lo aprendí de mi hermano / lo viví en la resaca de todo lo
sufrido / en Vallejo / lo respiré de la militancia y de la traición / leyendo, discutiendo
y en la calle / con Walsh. // Yo, Lucas Tejerina, / ciudadano inlustre / etiqueta negra /
deseante impuro y líbido / sentado siempre a la izquierda de lo que sea / alma de barro
y alambre de espinas: / juro por estos sagrados evangelios cuarteteros / que tomaré y
derramaré tu santo nombre en vino / y multiplicaré tus discos. // Por los siglos de los
siglos. / Por los siglos / de los siglos.

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Estación de servicio

Julia Bonetto (Córdoba, 1989). Es guionista, directora y docente universitaria.


Estudió Sociología en la Universidad de Buenos Aires y Cine la Universidad del Cine.
Sus cortometrajes El cajón de los espejos (2017) y La niebla (2018) se han estrenado
en festivales nacionales e internacionales. En 2019, publicó su primera novela Los
campos sembrados brillan cuando está nublado (Ed. Metrópolis). Actualmente, está
escribiendo su ópera prima y un libro de cuentos.

Suena la vida de la casa. Hay puertas abiertas y algunas penumbras en los rincones.
Es temprano, pero todos ya están despiertos. Lo primero que intentás hacer es
fracasar, fracasar como madre, como esposa, como periodista, como escritora, como
contadora, como amante. Después cortás cuatro naranjas por la mitad y las exprimís.
El resultado es un jugo que demuestra que en algo tan fácil de hacer no podés fracasar.
La ilusión vuelve de nuevo.

Asoma todo el día. En el resto de los departamentos del edificio las luces
artificiales empiezan a prenderse. El último piso está impregnado de olor a queso
quemado. Tu casa está ahí, luminosa y llena de manchas de humedad. Es la única del
piso. Escribís el comienzo de una columna mientras escuchás una música nueva. Se
la leés a tu hijo. Tu hijo tiene 4 años y no entiende nada, solo dice “Mamá, ¿cuándo
vamos al parque?”. Te interrumpe, te ofuscás porque él no te da una opinión literaria,

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quince Ficciones Rabiosas / Concurso Provincial de Cuentos 2020 PANT
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no sabe nada, es pobre de vocabulario, solo tiene un futuro prometedor, distinto, con
otros fracasos. Se te viene a la mente el momento en el que sus labios apretaban tus
pezones. Apaciguás tu ansiedad y le leés en voz alta el principio de algo que después va
a publicar el diario. Hoja número uno: Esta narración empieza en un momento ingrato en
que las cosas no tienen aún forma o presagio para la imaginación, ni condición siquiera
para los hechos: allí donde el interés se diluye, todavía, en lo ocasional, en lo fortuito, que
es tanto como decir —para el tipo de vida que entonces solíamos disfrutar— lo ordinario,
lo aburrido incluso.
“Baaaataaaaa”, dice tu hijo, olvidándose la ese. Te alejás del escritorio porque el
comienzo del relato te parece demasiado solemne y, con cautela, te acercás al dibujo
que está haciendo León. Ves garabatos de color oscuro, azul y negro, rayones. Pensás
en las manchas de humedad de tu casa y también creés que tu hijo tiene alguna
debilidad mental. Te preocupa. Siempre todo te preocupa porque en el fondo pensás
que la maternidad no es complemento de tu trabajo. Que no podés ni con una cosa
ni con la otra, entonces te embarrás la autoestima en el fango de la histeria. Le sacás
una foto al dibujo y se la mandás a tu marido por Whatsapp. Él te contesta que no pasa
nada, que los niños dibujan así a esa edad. Confiás en los años de templanza que tiene
tu marido encima, aunque también pensás que no quiere hablar más con vos, que se
cansó de tu tragedia atragantada.
Tu hijo y vos, los dueños de esos metros cuadrados, comparten la vida durante
10 horas al día. Tu marido trabaja en una multinacional y quizá tenga una amante,
distinta a vos, con 15 años menos, de 25 y no de 40, como vos. Tu hija ya va a la
escuela y hace actividades extra-curriculares: toca el piano, toma clases de alemán
y de ballet. Ya casi es una mujer más que sostiene el matriarcado familiar: tus tías
con apellidos de solteras, tu hermana que sale con varios tipos a la vez, y tus primas,
esas reinas del botox y la comida vegana. Todas ellas mujeres independientes, tan
diferentes a vos que caíste en las convenciones más radicales de la maternidad.

Te enganchás un cable en el cerebro para poder trabajar. Un excel abierto con


los montos correspondientes al laburo autogestivo, es decir, una necesidad patológica
de sumar y restar. Más restar que sumar. Un chat con tus amigas te desconcentra,
rastreás los pasos conversacionales de todo el grupo reducido de fóbicas de la
secundaria que se dispone a hablar en el mismo momento en que León te pide ir al

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parque de nuevo, ¡qué verborrea terrible la de los hijos!


Bufanda, guantes y una campera de pluma comprada el invierno pasado,
discontinua. Tu hijo camina como un muñeco de nieve, congelado. Sus rulitos rojizos
te hacen acordar al padre, ese hombre del que te enamoraste y ya no sabés por qué.
Hace frío y el sonido del parque es distinto, tiene otro ritmo, sílaba por sílaba, parecido
al sonido de la poesía. Lo hamacás y ves el movimiento de León solo a través de su
sombra. Otras madres cantan cuando hamacan a sus hijos. Vos no, te esforzás, pero
te entristece cantar mal. No sabés muy bien cómo entretenerlo, no sabés qué es lo que
más le gusta para divertirse, no sabés por qué —de nuevo— el trabajo y la maternidad
no son compatibles. “Venus en piscis. Conflicto, temor, deseo al por mayor”, te dijo tu
mejor amiga. Los astros tampoco te convencen.
En el ascensor de vuelta le das un beso a León en su mejilla y le acariciás el
espacio entre los ojos y el comienzo de su pelo. Abrís la puerta y ves el lavavajillas lleno.
Hay más platos sucios acumulados sobre la mesada. No hacés nada, solo pensás en
lo que diría tu madre en este caso: “si acumulás platos sin lavar, después tenés más
trabajo, es como la acumulación del enojo, finalmente explota en algo más grande”.
¿Quién sos vos para dar lecciones de comportamiento? Esa pregunta te pigmenta la
materia gris, tenés una estación de servicio en la cabeza.
Chequeás la actividad de la computadora. Tu bandeja de entrada tiene una
cantidad abrumante de mails. No respondes ninguno. Te llega un mensaje de tu
analista. La persona que te conoce hace 20 años te manda un mensaje para citarte en
su consultorio. No puedo a esa hora, le decís y mentís. Podés, no querés ir, el invierno
te vuelve un caracol sumiso, frágil. Solo querés dormir, entregarte al sueño, echarle la
culpa a los párpados.

El día se reduce y arranca la noche, ese animal que te penetra la derma y te


inquieta. Antes de que llegue Sofía y Adrián, escribís frases cortas de todo lo que se
te ocurre para la nota del diario. Te decís a vos misma, seguí escribiendo. Escuchás la
puerta del ascensor que se abre, sabés que son ellos. “¡Hooolaaaa, má!”, grita Sofía.
Hola, mi amor, respondés y sonreís desde la habitación, como sabiendo que entró la
alegría. Te acercás a la cocina. Tu marido prepara la cena: salchichas con puré. Sofía
pone música y juega con su hermano. Los cuatro, la familia tipo, cenan en el prime time
de su existencia. Cuatro platos sucios más que se acumulan en la bacha. Dormís a los

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chicos contándoles un cuento que no es tuyo. León se queda con la luz del velador
prendida y te dice “Ta mañana, má”. Sofía ya es grande, ya no necesita luces que le
apaguen el miedo. Cremas, aceites y máscaras anti age. Te mirás el ombligo salido
para afuera, las huellas de los partos. Pensás que todos estos productos con rico
aroma te van a salvar de algo. Te acostás oliéndote las manos, en un gesto parecido
a la redención. Después, viene el suspiro. Ves cómo a Adrián se le para la pija debajo
de las sábanas. Él te huele, sabe muy bien cómo acercarse, cómo oliscarte para que te
mojes. Te toca, pero le decís que hoy no y prendés la televisión.

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Copérnico

Gastón Eduardo Lippi (Córdoba, 1997). Escritor, obrero y estudiante de


Comunicación Social. Como periodista colaboró con los medios La Tinta, La Voz
del Interior, Agencia Paco Urondo, entre otros. Formó parte del staff de la revista
Puños Cordobeses, fue parte de diferentes producciones audiovisuales y escribió la
dramaturgia de la obra “Decime actriz: En cuatro fragmentos” (2018). Así mismo,
integró distintas publicaciones, la última de ellas fue resultado del concurso de
Gorontoliteratura de la Universidad Nacional de Córdoba.

Es posible que las cosas que estoy diciendo ahora sean oscuras,
pero se aclararán en el lugar que les corresponde.
Nicolás Copérnico

El colegio estaba atestado de pequeños desgraciados. Era el primer simulacro de


la sociedad moderna. El aula era dominio de los picantes, quienes le hacían la vida
jodida al resto. A un costado de la sala se amontonaban los introvertidos, los gordos
y petisos, los que nunca vieron una teta y los pobres del curso. Esto empeoraba si la
desgracia te acompañaba y eras todo eso junto. En seguida te convertías en punto del
peor de los picantes, ELNIÑO. Esa desgracia de los resignados es una cuerda que se
tensa hacia la venganza, aunque la voluntad no lo requiera y solo el destino decida.
Conocí a ELNIÑO mucho antes del colegio. Vivíamos enfrentados en el mismo
lote porque mi padre estaba a cargo de mantener la finca de su familia y mi madre hacía
los quehaceres de su casa. Ellos vivían al fondo de las hectáreas, en una construcción
de estirpe pampeana, con una galería abierta y varias habitaciones vacías. Nosotros
estábamos al ingreso del terreno, a la par del portón, en una ampliación a medio terminar

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que levantaron para que nos quedáramos. Casi por inercia de una obligación familiar,
nos criamos juntos, compartimos el jardín y los veranos en la pileta del polideportivo.
ELNIÑO tenía talento para jugar con los roles. Apenas poníamos un pie en el
colegio, me desconocía, tomaba distancia como si evitara contagiarse de algo que
yo arrastraba. Alrededor suyo tenía un séquito de picantes que aplaudían sus gracias
y escupían burla. Comenzaban con los petisos, a quienes les colgaban las mochilas
en el ventilador y lo hacían girar para que se estamparan contra la pared o alguna
compañera. También les dibujaban pitos en la carpeta. Seguían con los gordos, los
perseguían por el pasillo apuntándoles con el filo del compás y lanzándoles tijeretazos
a la ropa. Sin embargo, al final siempre quedaba yo. Quizás como un gesto de piedad
que el cabecilla tenía conmigo. ELNIÑO me arrinconaba con su tropa en el último
recreo y, antes de comenzar, me susurraba al oído una tímida disculpa. Prometía que
esa misma tarde íbamos a jugar.
Había pocos juguetes en casa, la mayoría venían del pasamanos entre primos.
Las veces que ELNIÑO me visitaba, nos encerrábamos en la habitación y él volteaba el
canasto donde los guardaba. Desparramaba las cosas en la cama y se sentaba frente
al montón. Si abría la boca, me ofrecía algo para entretenerme; si no, solo observaba
cómo desarmaba los autitos y los reventaba contra suelo. A los soldaditos de plástico
les arrancaba la base hasta dejar un ejército de rengos. Pero hay una cosa en particular
que sacaba de las casillas a ELNIÑO. “No importa, lo arreglamos con la gotita”, decía
mi madre cuando remendaba los muñecos destrozados. Él se indignaba y después me
lo recriminaba. Los juguetes quedaban como nuevos, apenas con algunas cicatrices,
era un trabajo artesanal. ELNIÑO revisaba en el canasto cuáles tenían marcas de la
gotita, si no las veía, las palpaba con los ojos cerrados y cuando las descubría volvía a
romper las fisuras para que nunca más pudieran arreglarse.
Cerca de navidad a ELNIÑO le regalaron un pato. Copérnico, le puso, estábamos
viendo eso en la escuela. Era un pato adulto y bastante manso. Tenía plumas marrones
que en degradé llegaban a ser grises. También un pico amarillo algo oxidado, lo que
confirmaba que era viejo. Era un espectáculo ver a ELNIÑO presentarlo. El animal
lo había ablandado. Desde que se lo regalaron, no me jodió más y pasó su tiempo
pegado al pato. Lo llevaba a cualquier lado. Lo paseaba con una soga del cuello y
nunca tironeaba, parecía amaestrado.
A veces lo sentaba en la mesa y el pato permanecía estático hasta que él se
levantaba. Cuando fuimos a la pileta del club, lo metió a nadar con él y no le dijeron

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nada porque el padre conocía al dueño. Después lo puso en la orilla y le dio helado de
su misma cuchara. No dejó que nadie lo acariciara.
La tarde del veinticuatro comenzó a los gritos. Jugábamos en arena del frente
de mi casa. ELNIÑO había volcado el canasto con juguetes sobre un montículo y
fingíamos una expedición al África. El trato había mejorado, pero el enojo comenzó
cuando negué que su pato pudiera nadar bajo la arena. “Los patos no son de arena”,
insistí. Él se calentó y comenzó a patear los juguetes, les saltó encima y los refregó
contra el ripio. Revoleaba los brazos y gritaba que su pato podía meterse donde quería,
que yo no tenía idea porque nunca me habían regalado uno. Entonces lo desafié, le dije
que mentía. ELNIÑO se contuvo de golpearme y amenazó que lo iba a probar. Dejamos
las cosas y salimos a buscar al pato. En el camino me recriminaba que lo iba pagar
y que yo no entendía cómo funcionaban los patos. Cruzamos la finca y entramos a
la galería, no había nadie en la cocina, tampoco en la sala, pero oímos voces desde
patio trasero. Alrededor del asador mi madre armaba la mesa de nochebuena, su
madre acomodaba los manteles y mi padre cortaba unos ligustrines. En un tablón
aparte, el padre de ELNIÑO sujetaba al pato del cuello, contra una madera. El animal
lanzaba un graznido horroroso, parecido al chillido que yo hacía cuando me hincaban
con el compás. Aleteaba de lado a lado queriendo escaparse. En un instante, una
diminuta hacha le reventó el cuello y ELNIÑO emitió un grito parecido a ese graznido.
Voltearon por el susto, el animal cayó del tablón y comenzó a correr en círculos sin la
cabeza. Nadie atinó a detenerlo, la cantidad de sangre que desprendía hacía un surco
en el pasto. Decapitado terminó de dar vueltas y se tumbó frente a nosotros, a la par
de un macetón. ELNIÑO lloró desesperado, sujetó los restos del pato y comenzó a
mancharse con lo rojo mientras me gritaba desde el suelo que trajera la gotita.

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CICLO DE LECTURA

ORGANIZA

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