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Carta Despedida Néstor Braunstein

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Carta despedida Néstor A.

Braunstein

Después de oír y ver no pocas óperas llegué a la conclusión de que con harta
frecuencia eran un largo espectáculo que conducía a la palabra final: addio,
dicha en diferentes idiomas según el compositor. Me toca ahora decir lo mismo
acerca de las vidas humanas comenzando por la mía propia.

¿Cómo decir “adiós” a una vida que se acaba? Sé que lo habitual, lo regular, lo
normal, es esperar la muerte que debe ocurrir como consecuencia de una
enfermedad o un accidente en un proceso de duración variable. Entiendo que
se considere extraño, patológico incluso, que un ser humano se suicide en un
momento determinado con plena conciencia de las razones y circunstancias de
su acción. Por supuesto que, siendo quien he sido y sigo siendo, lo de “plena
conciencia” es una expresión ambigua, hasta irónica, al tomar en cuenta la
participación del inconsciente en todo acto y especialmente en el definitivo del
pasaje de la vida a la muerte. (“El inconsciente no conoce la muerte ni cree en
ella”).

En mi caso, dejo la vida bajo protesta pues la amo (Death? I’m strongly against
it). Puedo decir que no soy yo quien se aparta de la vida sino que es la vida la
que pérfida, obcecadamente, se aparta de mí. Vivo la situación con
tranquilidad, sin angustia, sin sensación de “cansancio” o tedio. Compruebo la
progresiva e irreversible declinación de mis capacidades vitales. Consulté la
opinión de muchos especialistas y me sometí sin objeciones a todo tipo de
pruebas para objetivar el estado de mi organismo. La acumulación de
diagnósticos sobre mi condición cardiovascular, respiratoria, renal, locomotriz,
neurológica, dérmica, etc. era aplastante. Encontré en mis médicos una
respuesta reiterada, encaminada a darme ánimos: “Sí; sus órganos están mal
pero no tiene que olvidar que, dada su edad, con más de 80 años, puede
seguir viviendo aunque no haya medios para mejorar lo que está fallando”.
Sigo al pie de la letra, fielmente, las prescripciones que he recibido. Mis
médicos son muchos, todos excelentes, coordinados por la internista, Dra.
María del Pilar Brito de quien me despido agradeciendo su amistosa atención.

No puedo sino aceptar los vere-dictos de la ciencia. Reconozco que, en


muchos aspectos, mi condición es, por ahora, privilegiada: no tengo dolores ni
procesos progresivos que preanuncien una fecha aproximada del momento de
mi muerte. Es verdad que ese cuerpo y esa mente (permítaseme el dualismo),
que estuvieron a mi servicio durante estas décadas me piden ahora que
invirtamos la relación: soy yo quien debe ocuparse de ellos. Todos mis amigos
se despiden de mí con la frase “Cuídate” porque saben de la precariedad de la
vida a esta edad y aun más cuando conocen mis males.

“Mis amigos”: ellos. Muchos, maravillosos, afectuosos, siempre presentes,


dispersos en varios países, dispuestos a auxiliarme como yo a ellos cuando se
requiere. No estará ninguno junto a mí en el momento definitivo pero me
encargo de hacerles llegar esta carta de despedida. También a mi familia: Clea,
mi hija, heredera universal de mis bienes según el testamento firmado en
Barcelona en 2020, mi hermana, mis sobrinas y su descendencia. Creo haber
hecho y dejar dispuesto lo necesario para que puedan solventar las
necesidades materiales según sus propios criterios y valores.

En pocas palabras, no estoy solo, no estoy “deprimido” y mucho menos


melancólico. He vivido y seguiré viviendo los días hasta que esta carta, aun sin
fecha, sea despachada, según la regla que me he impuesto como un mandato,
especialmente después del comienzo de la pandemia en 2020: Carpe diem.
Tomé muchas disposiciones para prevenir el contagio pero no dejé de viajar
cuanto he podido desde entonces. He asistido a cuantas óperas, exposiciones,
conciertos, cines, templos, conferencias presenciales, etc., tuve ganas y
oportunidad de ir, sintiendo que era comprensible aunque poco sensata la
posición de los muchos que, por todas partes, dejaban de vivir para vivir. Con
frecuencia me sentí imprudente pero, a la larga, creo que tenía razón, sin negar
el buen juicio de quienes optaban por la protección máxima que daba el
aislamiento. Sabía que, dadas mi edad y vulnerabilidad, no podría sobrevivir a
la infección aunque, dado el caso, no me importaba mucho morir según la
divisa de Horacio pues ya estaba “amortizado”: nada podía reclamar a la vida,
nada podía la vida reclamarme a mí.

Con pocas excepciones, desde fines del año pasado, dejé mi práctica con
analizantes y supervisandos a sabiendas de que sería traumática la
interrupción prevista por mí pero dejada al azar de una noticia recibida por
correo desde una distancia transoceánica. En los últimos años he perdido a
seres queridos, muy queridos, a la vez que reforcé los lazos con viejas y
nuevas amistades.

Fueron también años en que recibí tres homenajes que agradecí y sentí, no
inmerecidos pero sí inesperados, pues eran sorpresivos y sorprendentes ya
que no los había buscado: el doctorado honoris causa de la Universidad de
Xalapa, Veracruz (2020), la invitación para pronunciar la IL Conferencia de
homenaje al fundador del psicoanálisis en Bergasse 19, en el Museo Sigmund
Freud de Viena (2021) y el ofrecimiento para escribir el texto de apertura de la
sección en español del European Journal of Psychoanalysis (2022). A la
generosa invitación del Museum Sigmund Freud debí renunciar en
noviembre pasado pues tenía ya las indicaciones de que mi condición física
me impediría para entonces (justamente cuando escribo estas líneas, en mayo
de 2022) viajar, pronunciar la conferencia y discutir su contenido hablando en
lenguas que no domino; el Museo aceptó mi renuncia por motivos de salud
pero mantuvo la nominación. El ensayo para el E.J.P. (“El psicoanálisis en
lengua castellana”) fue escrito y está listo para ser publicado este año.
Vuelvo al tema del suicidio que tan frecuentemente se presta a diagnósticos
salvajes, a interpretaciones desbocadas o descabelladas, a descalificaciones
apuradas sin prestar oídos a las razones que conducen a esa determinación, a
olvidar incluso los antecedentes del suicidio asistido pedido por Freud en la
primera entrevista con su médico en 1928 y a recordar el consentimiento de
este (Max Schur) cuando llegó el momento en que lo pidió en 1939. A olvidar
también lo que pocos se atreven a manifestar, como si hubiese en ello algo
vergonzante, el hecho de que Lacan se dejó morir por negligencia voluntaria
una vez que él mismo se diagnosticó una enfermedad que podía curarse
médicamente pero se negó a recibir cualquier tratamiento (o, tal vez, según
muchos testimonios, por notar con precisión los trastornos neurológicos que
acompañaban a su declinación física y mental desde 1979). Es ignorar los
argumentos éticos de los muchos partidarios de la “muerte digna”, de la
eutanasia y del suicidio asistido. No se trata en esos casos de un triunfo de la
“pulsión de muerte”, siempre tan cómoda y a la mano para descalificar al
suicida como sucede en las religiones monoteístas y en el psicoanálisis que no
es un derivado de ellas. El llamado “pasaje al acto” es, en muchos casos,
afirmo que también en el mío, una decisión soberana del sujeto que se opone a
la muerte pasiva, consensual, esa que el mundo acepta sin chistar. Una acción
frente a una impasse, no un homicidio por “vuelta contra sí mismo” sino una
manifestación suprema de la pulsión de vida, de inscripción indeleble de la
libertad que nada sería sin la posibilidad de decir “hasta aquí”.

¿Habrá que repetir que el organismo solo quiere apropiarse de su camino


hacia la muerte, eigenes Weg zum Tod? ¿Hay que recordar el texto de 1915
cuando Freud evocaba el adagio de Vegetius: si vis pacem para bellum y lo
transformaba en un lema rector, comparable al carpe diem horaciano que es: si
vis vitam para mortem? (Wenn du das Leben aushalten willst, richte dich auf
den Tod ein). ¿Qué otra cosa es vivir sino anticipar y apropiarse del camino
hacia la muerte?

El suicidio premeditado, decidido en diálogo con otro u otros capaces de


escuchar y deliberar con el sujeto que resuelve quitarse la vida sin esperar lo
que el destino le depare, es un acto pleno de sentido; no el abandono ante un
impulso irracional, un “pasaje al acto” como con frecuencia se le nombra en los
casos trágicos.

Sabemos de las dos formas paradigmáticas de la muerte elegida: la cristiana


que acaba en dolores insoportables y en una reclamación al padre (eli eli) y la
socrática de quien bebe la cicuta sin amargura, sin reclamaciones, sin quejas,
rodeado del círculo de amigos y discípulos. Busqué vanamente la frase en la
Apología o en el Fedón de Platón pero fue el uruguayo José Enrique Rodó
quien la adscribió a Sócrates: “Por quien me venza con honor en vosotros”. El
del filósofo fue un suicidio forzado por la polis pero bien podía evitarlo llevando,
decía, sus huesos y tendones a Megara o Beocia. Eligió su propio camino
preparándose para “soportar la vida” y acabarla con serenidad (Gelassenheit).
¿En mi decisión? Diré, digo, que me he ganado el derecho a morir a mi modo,
de manera incruenta, en Barcelona, la ciudad que amo por sobre cuantas he
conocido, en el momento que he elegido, pudiendo haberlo anticipado o
postergado, en soledad para que nadie pueda ser acusado de haber
participado en una acción que, pese a recientes modificaciones legales, impide
la acción directa e impone trámites burocráticos que estorban la voluntad del
suicida. En 2019, en México, compré legalmente a un veterinario el fenobarbital
que hoy ingiero. (Los animales pueden ser muertos (killed) por los humanos sin
que ello sea delito; los médicos no pueden prescribir barbitúricos ni los
farmacéuticos venderlos). El pequeño frasco está en mis manos desde hace
mucho tiempo, tanto como bien sabía que no me precipitaría a usarlo.
¿Cuándo? No cuando se me antojase sino cuando la prueba de realidad me
impusiese ciertas líneas rojas que no me permito rebasar: el no reconocimiento
de lugares, gentes, y espacios, la pérdida de la facultad de gozar del arte, del
conocimiento del mundo en el que vivo (política, social, económicamente), la
autonomía para aprovisionarme de lo que necesito pues vivo solo; me rehúso a
depender de alguien para que se ocupe de lo mío, ¡horror de los horrores!, ser
trasladado a una residencia para ancianos donde esperaría pasivamente el
final en medio de horarios y compañías impuestos, dolores o huesos
fracturados. En los últimos meses he sufrido caídas de las que me repuse pero
que llevaron al diagnóstico neurológico de parkinsonismo vascular; mi
motricidad, especialmente de las manos, está muy limitada (no puedo, sin
recurrir a pinzas, abrir una botella de agua); hasta ahora he podido caminar
libremente pero no puedo imaginarme viajando ni siquiera en AVE a Madrid
donde tan feliz me sentiría. He dado las autorizaciones necesarias para la
disposición de mi cadáver y la dispersión de mis cenizas, agradeciendo a los
buenos amigos que las ejecutarán sin rituales fúnebres.

¿Qué he tenido hasta el día de hoy? El goce de la vida con aceptación de los
malestares de la ancianidad: he podido leer y entusiasmarme con las nuevas
ideas o con el humor swiftiano de lo que escribe mi hija, sufrir la pesadilla de la
historia de la que no podemos despertar, asistir a manifestaciones artísticas,
disfrutar de amistades, sabores, sonidos, paisajes, visiones, películas, y, pese
a todo, seguir escribiendo, no con la facundia de mis mejores años, luchando
con las palabras, cometiendo infinidad de typos que obligan a interminables
correcciones en lo que ahora puedo entender, desde dentro, como el late style
(Edward Said), ese estilo tardío de los escritores viejos. Aun me espera una
última revisión de esta carta de adiós antes de ponerle una fecha esperando
que la fecha no se adelante a la firma y al send en el mail del ordenador.
Nada cabe agregar: como escribí en 1990 (Goce), el suicidio es la forma más
rotunda de la a-dicción. De ahí el obligado paso a la escritura aquí rubricado
con mi signatura.
Barcelona, 7 de septiembre 2022

Néstor A. Braunstein

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